Era muy peligroso seducir a alguien como él y luego tratar de olvidarlo
Lo único que Rebecca Fortune deseaba era tener un bebé, y si para ello tenía que acabar en la cama con el duro investigador Gabriel Devereax, pues se tragaría su orgullo e intentaría seducirlo. Sabía que Gabriel no tardaría en alejarse de su vida, con lo que su secreto estaría a salvo… Pero fue entonces cuando una soltera empedernida como Rebecca se dio cuenta de que lo que sentía por él había superado todas sus previsiones. ¿Sentiría lo mismo alguna vez el padre de su futuro hijo… especialmente cuando descubriera la mentira?
Jennifer Greene
Orgullo y seducción
© 1997 Jennifer Greene
Orgullo y seducción (2003)
Título Original: The baby chase
Serie multiautor: Los chicos Fortune 12/12
Conoce a los Fortune, tres generaciones de una familia que comparten un legado de riqueza, influencia y poder. Cuando se unan para enfrentarse a un enemigo desconocido, comenzarán a descubrirse los más impactantes secretos de la familia… y nacerán nuevos y apasionados romances.
Rebecca Fortune: la escritora de novelas de misterio continúa soltera, pero quiere ser madre. Está decida a hacer cualquier cosa para tener un bebé, incluso seducir a un hombre que no la acepta tal y como es.
Gabriel Devereax: el receloso detective privado no cree ni en el amor ni en la familia. Pero después de una ardiente noche de pasión con Rebecca, ¡va a ser padre!
Kate Fortune: con todos los Fortune de nuevo reunidos, la matriarca se siente alentada por la felicidad de sus hijos y sus nietos. Una vez resueltas las crisis familiares, ¿estará destinada a vivir su propio romance?
Sterling Foster: El abogado de la familia y el fiel confidente de Kate ha permanecido a su lado décadas de problemas familiares. ¿Pero lo habrá hecho solo por lealtad o hay algo más en la relación entre Kate y ese hombre tan encantador?
Diario de Kate Fortune
¡Por fin juntos! He echado tanto de menos a mi familia durante estos meses que ahora me parece maravilloso poder compartir con ella su felicidad.
Han pasado muchas cosas en las vidas de mis hijos y nietos. Algunos se han casado, otros han tenido hijos, y algunas parejas separadas han vuelto a unirse.
Me alegro de que mis regalos obraran su magia y les llevaran a cada uno de mis hijos y nietos el amor y la alegría. Ha sido un camino difícil, pero no me lo habría perdido por nada del mundo.
¡Y estoy deseando ver lo que me deparan los próximos cincuenta años!
ECOS DE SOCIEDAD
Por Liz Jones
Tras una recuperación sin precedentes, la familia Fortune ha vuelto y está más fuerte que nunca. Su empresa de cosméticos ha lanzado al mercado el nuevo secreto de la juventud que las mujeres de todo el mundo están comprando, lo que ha convertido a Fortune Cosmetics en la primera empresa de maquillaje a nivel mundial.
La familia Fortune también ha irrumpido en el mundo de los medios de comunicación. Han comprado una cadena de televisión y su propio periódico. No han cambiado a ningún miembro de la plantilla, con una sola excepción, Liz Jones ha sido despedida. La propia Kate Fortune ha declarado: «en un periódico serio no hay espacio para una cultivadora del rumor».
De modo que esta es la última semana que aparece esta columna. A partir de ahora, esta sección pasará a llamarse «El Rincón de Kate», y en ella podrán encontrar ayuda para preparar sus bodas, educar a sus hijos y cientos de ideas sobre la decoración del hogar.
Esperamos que disfruten de la nueva orientación de la columna. ¡Feliz lectura!
Capítulo 1
Toda la escena le resultaba ofensiva a Rebecca Fortune. Era una oscura noche de tormenta… ¿podía haber algo más trillado? Los rayos rasgaban el cielo, iluminando una enorme y ostentosa mansión que parecía salida del decorado de una película de serie B.Y. lo peor era que estaba a punto de entrar en ella.
Rebecca escribía novelas de misterio. Había arrojado a sus heroínas a las situaciones más peligrosas que su tortuosa mente había sido capaz de concebir… y ella tenía una imaginación considerable. Pero habría tirado su procesador de textos a la basura antes de obligar a ninguna de sus protagonistas a penetrar en un escenario tan tópico como aquel.
La lluvia corría por su pelo, chorreaba por su cuello y empapaba sus pestañas. Rebecca temblaba, enfundada en unos pantalones cubiertos de barro. Normalmente, marzo era un mes frío en Minnesota, pero aquel día había sido extrañamente cálido, casi primaveral. Antes de salir de casa, Rebecca había oído que pronosticaban tormenta, pero su chubasquero era de color amarillo chillón, un atuendo de lo menos indicado para una ladrona, de modo que había decidido ponerse un jersey negro y unos pantalones del mismo color. Y ambos se aferraban a su cuerpo como si estuvieran hechos de pegamento.
Seguramente Rebecca había estado en situaciones mucho más lastimosas. Pero no recordaba cuándo. Su larga experiencia en el mundo del crimen, que incluía el aprendizaje de un amplio espectro de técnicas de robo, la había adquirido en la agradable seguridad de su estudio, delante de un teclado y de todos sus libros de consulta. Pero la realidad estaba demostrando ser ligeramente más difícil que la teoría.
Ella pensaba que lo tenía todo perfectamente planeado. La larga verja de hierro que protegía la propiedad estaba cerrada, pero había conseguido saltarla. Eso no había supuesto un gran esfuerzo. Justo después de la muerte de Mónica Malone, la casa se había convertido en un hormiguero de policías y detectives. Pero en ese momento había muy pocas probabilidades de que alguien la descubriera. La casa estaba silenciosa como una tumba, y completamente desierta.
Rebecca llevaba una mochila llena de herramientas. La mansión tenía cinco entradas exteriores. La escritora probó una llave maestra comprada por catálogo en todas ellas allí empezaron a fallar las cosas. La llave no abría ninguna de las cerraduras. Rebecca también se había llevado una palanca, porque prácticamente todas sus heroínas le habían descubierto en sus novelas alguna utilidad. Rodeó la casa comprobando el estado de las ventanas del primero piso. Todas estaban cerradas a cal y canto, de modo que la palanca solo sirvió para desportillar la pintura de las ventanas.
Llevaba otra media docena de herramientas en la mochila, pero hasta entonces ninguna le había servido de nada. Y la mochila pesaba una tonelada. El cielo estaba cada vez más negro y un trueno retumbó a tan corta distancia que la tierra tembló. O quizá fuera ella la que estaba temblando. Una mujer cuerda, se dijo, renunciaría.
Desgraciadamente, Rebecca nunca había sido capaz de renunciar a algo que le importara.
Algunos decían que era cabezota hasta la imprudencia. Pero Rebecca prefería pensar que se parecía a su madre, Kate, que siempre había tenido el valor y la voluntad necesarios para hacer lo que tenía que hacer.
Y aquello era algo que Rebecca tenía que hacer. Por supuesto, había otras personas intentando librar a su hermano de la acusación de asesinato de Mónica Malone. Pero no habían conseguido nada hasta entonces. Y no había nadie, aparte de la familia, que creyera realmente en la inocencia de Jake.
Rebecca apretó los labios con resolución y volvió a rodear la casa. Tenía que haber alguna forma de entrar. Y ella iba a encontrarla.
Una fuerte ráfaga de viento sacudió su pelo. Cuando levantó la mano para apartarlo de su rostro, advirtió los reflejos dorados que lanzaba el brazalete que llevaba en la muñeca. Aquel brazalete era de su madre, no de ella, y desencadenó en la mente de Rebecca docenas de recuerdos traumáticos y turbulentos.
Hasta hacía muy poco, todo el mundo creía que su madre había muerto en un accidente de avión. Nadie sabía que había tenido que enfrentarse a un secuestrador, había sobrevivido al accidente y había permanecido escondida en la jungla durante meses. A Rebecca todavía se le encogía el corazón cuando recordaba las lágrimas, el miedo y el amor que habían teñido su reciente reencuentro con su madre. Rebecca se había puesto aquel brazalete el día de la desaparición de Kate; después de que cada miembro de la familia hubiera recibido el dije del brazalete que representaba su nacimiento, atendiendo a la voluntad expresada por Kate en el testamento, Rebecca le había añadido sus propios colgantes.
Para Rebecca, aquella joya era un talismán, un símbolo de lo que significaba la familia y de los lazos de amor y lealtad que los unían.
Su madre había fundado una dinastía financiera, sí, pero Kate amaba a sus hijos y creía en la familia por encima de todo lo demás. Había sabido inculcarle esos valores a Rebecca. Y aunque aquel no podía ser un momento peor para pensar en bebés, últimamente Rebecca, que tenía treinta y tres años, se descubría pensando en ellos con cualquier excusa. A su reloj biológico no parecía importarle que fuera soltera, o que no hubiera ningún príncipe azul en su horizonte inmediato: quería tener un hijo. Siempre había querido tener hijos y formar una familia. Por exóticos que fueran los rumbos tomados por el resto de los Fortune, Rebecca siempre había sido irremediablemente hogareña. Y, sin embargo, iba a ser la última de la familia en sentar la cabeza. ¡Incluso sus sobrinos tenían hijos!
Mecer a un niño en sus brazos le resultaba algo completamente natural. Pero lo de dedicarse a robar no tanto. Un escalofrío de terror recorrió su espalda. Pero no era la tormenta la que la asustaba. Y tampoco aquella vieja y solitaria mansión, aunque se hubiera producido un asesinato en su interior.
El miedo de Rebecca era un miedo nacido del amor. Deseaba como nada en el mundo salvar a su hermano y temía fracasar. En algún lugar de aquella mansión estaban las pistas, las pruebas que podían limpiar el buen nombre de Jake. Había docenas de personas, incluida su propia familia, que tenían motivos para matar a aquella vieja rata. Mónica había sido una mujer cruel y egoísta que había hecho todo lo posible para destrozar a la familia Fortune.
El problema era que Mónica había estado a punto de arrebatar a Jake todo lo que era importante para él, lo que lo convertía en el principal sospechoso. A ello había que añadir que Jake había estado en el escenario del crimen y había cientos de pruebas que lo señalaban. Ni la policía ni los detectives contratados por la familia habían encontrado otro sospechoso. Y tampoco el equipo de abogados. Nadie parecía lamentar la muerte de aquella estrella de Hollywood, pero nadie creía en la inocencia de Jake.
Rebecca sabía que su hermano era incapaz de matar a nadie, pero a menos que encontrara pruebas que apuntaran hacia otro sospechoso, nadie más lo haría.
Hasta el momento, no había visto ningún sistema de alarma, ni nada que indicara que lo hubiera. Con la lluvia chorreando por sus mejillas, volvió a rodear la casa con intención de revisar las ventanas del sótano. En cuclillas y batallando contra los setos del jardín, fue iluminando una a una todas las ventanas.
Las ramas de un almendro desgarraron su ropa. El barro le llegaba hasta las rodillas y se rompió una uña en el marco de una ventana. Se le clavó una astilla en un dedo y comenzó a sangrar.
Al cabo de unos minutos, el diluvio cesó, pero Rebecca estaba tan empapada que para entonces ya no había nada que pudiera consolarla.
Al final la luz de la linterna iluminó el marco de una ventana que parecía un tanto irregular y resquebrajado. Después de luchar contra un arbusto de lilas, Rebecca se agachó y deslizó la mano por el marco. La ventana no estaba cerrada con pestillo.
Aunque no habría cabido por ella ni un niño de diez años, Rebecca decidió abrirla. Sacó la palanca de la mochila con intención de forzarla, aunque era prácticamente imposible apalancaría en el estrecho espacio que le dejaba el arbusto de lilas. Pero al tercer intento, consiguió introducir la palanca en el alféizar y la ventana comenzó a ceder.
Muy bien, estaba abierta. Pero el espacio que dejaba era mucho menor de lo que imaginaba. Rebecca era una mujer delgada, sí, pero no tanto.
Vacilante, enfocó el interior de la ventana. La visión espacial no era exactamente su fuerte, pero le pareció que había muchos metros hasta el suelo de cemento. Y no había nada que pudiera amortiguar su caída.
Probablemente iba a morir en el intento, pero era la única forma de entrar y retroceder no era una opción. Guardó la linterna y arrojó la mochila al interior de la mansión.
Después de un largo descenso, la mochila chocó contra el suelo haciendo un ruido sordo.
Rebecca tragó el nudo de miedo que tenía en la garganta y comenzó a moverse. Se tumbó en el suelo, ignorando el barro, y metió primero los pies, luego las piernas… y entonces empezaron los problemas. Las caderas se quedaron atascadas en el marco y no podía moverse, ni hacia delante ni hacia atrás.
¡Cáspita! No eran pocas las veces que se había lamentado por no tener caderas suficientes para llenar unos vaqueros. Pero, en aquel momento, deseó haber comido menos dulces aquella semana. Su trasero estaba seriamente atascado.
Consideró brevemente la posibilidad de gritar. En realidad, no quería hacerlo. Solo quería estar en su casa. Disfrutando de un baño caliente, o quizá de una copa de vino… o leyendo toda la información que había reunido últimamente sobre bancos de semen y fantaseando sobre bebés.
Sí, la idea de fantasear sobre bebés era muy tentadora. Aunque, en aquel momento, no iba a servirle de mucha ayuda. Moverse le dolía, pero continuar tumbada era imposible. La espalda comenzaba a protestar tras llevar unos minutos en aquella postura de contorsionista. Sería maravilloso que algún héroe acudiera en su ayuda, pero no parecía muy probable. De hecho, era mucho más probable que comenzaran a trepar por ella lombrices de tierra. La imagen de aquellos gusanos deslizándose por su cuerpo fue suficientemente poderosa como para ponerla en acción.
Tomó aire, alzó las piernas y empujó con fuerza.
El empujón funcionó. Al menos en parte. Todavía estaba viva cuando aterrizó en el suelo de cemento, pero la medida de su éxito difícilmente merecía un aplauso. Porque en el proceso, se había golpeado la frente contra el marco de la ventana y se había arañado los senos. Aterrizó sobre una cadera y una muñeca. El sótano estaba más negro que el alquitrán y olía a moho y a humedad. Pero aunque hubiera sido el Taj Mahal no se habría enterado; el cuerpo le dolía demasiado como para que eso la preocupara. Las estrellas danzaban ante sus ojos y, aunque no estaba segura de que fuera posible romperse el trasero, tenía la certeza de que ella se había roto el suyo.
Por si fuera poco, de pronto una luz iluminó sus ojos.
Y, para coronar la debacle, el hombre que sostenía la linterna le resultaba familiar. Dolorosamente familiar. Y no tenía un solo rasguño. Estaba recién afeitado y no tenía ni una gota de barro en las botas.
– Me ha parecido que estaban intentando entrar una docena de niños en la casa. Has hecho ruido suficiente para despertar a un muerto. Debería haberme imaginado que eras tú. Maldita sea, Rebecca, ¿qué estás haciendo aquí?
Rebecca entrecerró los ojos y respondió suavemente:
– En este momento, estoy aquí sentada, con cuarenta y siete huesos rotos y compadeciéndome de mí misma. Por favor, Dios, haz que esto sea una pesadilla y que cuando me despierte ese hombre sea cualquier otro. Conviértelo en un espía ruso, en un asesino en serie. En lo que quieras, en cualquier cosa menos en Gabe Devereax.
– Tienes suerte de que sea yo. Y por lo menos yo tengo algún motivo para entrar aquí. ¿Es que te has dejado el cerebro en casa? Podrías haberte matado. O haber conseguido que te mataran. Y tienes peor aspecto que un gato callejero después de una pelea.
– Gracias por compartir conmigo tu opinión. Me estoy muriendo de dolor y lo único que se te ocurre es gritarme.
– Y te gritaría mucho más si pensara que iba a servir de algo. Por el amor de Dios, estás empapada, cubierta de barro, y parece que te están creciendo ramas en el pelo. Si eso no es una estupidez, no sé qué puede serlo. Y ahora, deja de discutir conmigo. Solo quiero ver si estás herida.
– Yo ya sé que estoy herida -pero el orgullo le dolía el doble que cualquiera de sus heridas.
Gabe se había agachado a su lado. Y Rebecca continuó con los ojos cerrados hasta que sintió sus fuertes manos sobre ella. Entonces abrió los ojos como platos.
Había momentos y lugares en los que a Rebecca no le habría importado que un hombre la manoseara… Incluso podría haberle asignado a Gabe aquel papel… pero no cuando la estaban tocando como si fuera un asexuado saco de azúcar. Con dedos inmisericordes, Gabe tanteó sus tobillos, subió por sus pantorrillas, le hizo inclinar las rodillas y le levantó los brazos. Rebecca protestó varias veces, pero Gabe, o bien no le estaba prestando atención, o no la creía.
Posiblemente Rebecca no estaría tan resentida si Gabe no tuviera tan buen aspecto. Solo el cielo sabía cómo había entrado en la casa, pero era obvio que con una buena dosis de ingenio. Sí, Gabe era el mejor. Ese era el motivo por el que Rebecca había convencido a su familia para que le permitieran investigar la desaparición de su madre. Y aunque no había conseguido nada en aquel caso en particular, estaba teniendo mucho más éxito con otros casos en los que se había visto envuelta la familia. Pero en aquel momento en el que ella debía tener un aspecto infame, Gabe no tenía una sola mota de polvo encima. Llevaba el pelo como recién peinado, la barbilla afeitada, y la camiseta azul marino metida de forma impecable por la cintura de los vaqueros. En sus botas no había ni una gota de barro.
Rebecca no lo conocía muy bien. De hecho, no estaba segura de que fuera posible conocer bien a un hombre como Gabriel Devereax. Algunos miembros de su familia ya habían comenzado a notar que se llevaban tan bien como un reptil y una mangosta. Pero Rebecca no solo no tenía nada contra él, sino que había sido ella la que había urgido a su familia a contratarlo. Sabía que Gabe tenía una reputación y unas credenciales inmejorables. Lo respetaba. Pero cuando era su familia la que estaba en peligro, no iba a conformarse quedándose sentada en el asiento de atrás y dejando que fuera otro el que condujera.
Y Gabe apreciaba sus consejos tanto como el veneno. Lo que ella llamaba ayuda, él lo consideraba intromisión. Alguien capaz de comprender mínimamente el concepto de familia podría haber entendido el amor y la lealtad que demandaban la intervención de Rebecca. Pero intentar explicárselo a Gabe era como intentar perforar el granito.
Aun así, aunque no hubiera una buena relación entre ellos, Rebecca no había podido menos que reparar en ciertos detalles sobre Gabe. Tenía treinta y ocho años y los aparentaba. Su mandíbula cuadrada, la cicatriz de su sien derecha y las arrugas que rodeaban sus ojos hablaban de un hombre con una vida dura a sus espaldas. Había energía en la dureza de sus facciones, energía viril; y una determinación sin límites estampada en cada una de las arrugas de su frente.
Personalmente, Rebecca pensaba que una mujer tenía que estar completamente chiflada para arriesgarse a abordar a un hombre tan duro y cerrado como Gabe De-vereax… Pero, aun así, aquel hombre tenía los ojos más profundos, oscuros y atractivos que había visto en toda su vida. En aquel momento, le resultaba imposible ignorar aquellos ojos que estaban clavados en su rostro. Gabe la tomó por la barbilla y examinó sus heridas con el mismo interés que podría haber mostrado por un insecto.
– Creo que sobrevivirás -anunció-. Aunque es difícil decirlo estando tan sucia.
Como estaba mirándola directamente a los ojos, Rebecca tardó algunos segundos en darse cuenta de dónde estaba poniendo su mano derecha. Con una suavidad digna de un jugador de póquer, la había deslizado bajo su sudadera y estaba ascendiendo por sus costillas.
– ¡Eh! -intentó empujarlo, pero era imposible empujar a un buey.
– No dejes que se te revuelva el hígado, Rebecca. Si hubiera querido insinuarme te habrías enterado. Pero confía en mí, el sexo solo ocupa un noventa y nueve por ciento de mi mente. Tienes una herida en esa zona, y no, no voy a ver hasta dónde llega, pero me gustaría que tosieras.
– ¿Toser? No necesito toser
– Bueno, entonces podemos llevarte ahora mismo a urgencias para que te hagan una radiografía, pero no creo que tenga mucha gracia la idea. Si no te atreves a toser, podemos estar prácticamente seguros de que no te has roto ninguna costilla, pero bueno, si prefieres una radiografía…
Rebecca tosió de forma casi exagerada.
– ¿Estás segura, de que no te duele?
– Claro que sí. Y ahora ya puedes dejar de amenazarme, Gabe. Haría falta todo un ejército para llevarme a un hospital. Estoy perfectamente.
– ¿Ah, sí? Tienes un chichón en la frente, heridas por todas partes y estás tan mojada que es probable que termines con una neumonía. En el piso de arriba hay agua, así que por lo menos podremos limpiar las heridas, pero no sé si encontraremos algo con lo que secarte. ¿Te duele mucho la frente? ¿Estás mareada? ¿Ves doble?
Si aquel maldito hombre tuviera modales, le habría dado oportunidad de contestar, pero no. Obviamente, Gabe no iba a permitirle decir una sola palabra, porque en aquel momento la tomó por la barbilla para volver a examinar el chichón. Con la ligereza de una pluma, le apartó el pelo de la cara. Y cuando terminó de jugar a los médicos, sus ojos se encontraron.
Rebecca no estaba segura de lo que sucedió. Gabe no podía haberle sostenido la mirada durante más de unos segundos, pero el ceño desapareció de su frente. Y apareció algo en su expresión. Algo que Rebecca jamás habría esperado. Algo que estaba más allá de la exasperación y de la compulsión de Gabe Devereax a hacerse cargo de cualquier cosa que surgiera en su camino.
Rebecca estaba tan empapada y desaliñada que lo último que podía parecer era atractiva. Pero hubo algo en aquellos profundos y oscuros ojos que hizo que se le acelerara el pulso.
Si Gabe se había fijado en alguna ocasión en que era una mujer, jamás lo había demostrado. De pronto, Rebecca tuvo problemas para respirar. Gabe era un hombre vital, viril, y de trato suficientemente fácil como para poder disfrutar discutiendo con él mientras no hubiera ninguna posibilidad de que se fijara en ella de forma más personal. Por otra parte, era probable que la caída le hubiera afectado al cerebro. Porque no podía haber un momento más estúpido para sentir el poder de las hormonas, y el sentido común le decía que estaba imaginando la mirada de Gabe.
Aun así, el pulso estaba latiéndole a una velocidad vertiginosa cuando Gabe cambió bruscamente de expresión. El ceño que apareció entre sus cejas era incluso más sombrío que el de minutos antes. Se echó hacia atrás y comenzó a levantarse.
– Es posible que no necesites un médico. Pero veamos qué ocurre cuando intentes levantarte.
– Oh, por el amor de Dios, estoy perfectamente – ignoró la mano que le tendía y se incorporó precipitadamente.
Gran error. El chichón que tenía en la frente comenzó a latirle inmediatamente. Los senos y la muñeca le ardían y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que se había roto el trasero. Pero no lo habría admitido aunque la hubieran estado amenazando con un cuchillo.
– De todas formas, ¿tú cómo has logrado entrar en la casa?
– Como lo hace la mayor parte de la gente, legalmente. Llamé al abogado de Mónica Malone, le presenté mis credenciales y le dije que pensaba que podría haber más pruebas en la casa relacionadas con su asesinato. Le pregunté si no le importaba que echara un vistazo y me dio la llave.
– ¿Y ya está? ¿Eso es lo único que has tenido que hacer para conseguir la llave? -era tan injusto…
– Rebecca, no todo el mundo tiene la imaginación de una escritora. Algunos de nosotros tendemos a hacer las cosas de una forma sencilla, normal, aburrida incluso. Ya sabes, utilizando el sentido común y la lógica.
– Sorprendente. Podría jurar que hemos tenido una conversación idéntica en otra ocasión.
– Sí, es cierto. Pero la otra vez tampoco sirvió de nada -pasó por delante de ella para cerrar la ventana-. Te lavarás y después volverás a casa.
– Ni lo sueñes, monada. No acabo de arriesgar mi vida para desaparecer porque tú lo mandes.
Estaba segura de que nadie se había atrevido a llamar a Gabe Devereax «monada». El adjetivo pareció sorprenderlo, pero también divertirlo. A pesar de ser un hombre autoritario y probablemente desacostumbrado a enfrentarse al punto de vista femenino, siempre demostraba tener un gran sentido del humor.
– Hablando de mandar, estoy seguro de que sabes que estoy aquí porque me lo ha mandado tu familia. Por descabellado que pueda parecerte, continúan confiándome esta investigación. ¿Te lo puedes creer? Y solo porque me avalan diez años de experiencia y de preparación profesional.
Rebecca se agachó a recoger la mochila con las herramientas. Dios, qué tipo tan atrevido. Si el tema no fuera tan serio, se habría echado a reír.
– Yo también confío en ti, Sherlock -reconoció con sinceridad-. Eres muy bueno en tu trabajo. Pero no es tu hermano el que está acusado de asesinato, sino el mío. Y hasta que no demuestre su inocencia, no pienso quedarme sentada en casa tejiendo botines. ¿Has encontrado alguna pista hasta ahora?
– Todavía no he tenido tiempo de mirar. Acababa de girar la llave en la cerradura cuando he oído ese maldito estruendo. Aunque ahora, por supuesto, no entiendo cómo no me he imaginado inmediatamente que eras tú -se pasó la mano por el rostro en un gesto de cansancio-. Rebecca, escúchame.
– Te estoy escuchando -aunque admitía que con cautela.
– Esta no es la primera vez que vengo. Asumo que eres consciente de que he estado trabajando desde el día que acusaron a tu hermano. Estuve en la mansión mientras investigaba la policía y después, cuando la desprecintaron, la registré de cabo a rabo. Esta es la tercera vez que vengo y hasta ahora todas las pruebas apuntan a que Jake es culpable.
– Lo sé -y era como llevar una aguja clavada en el pecho.
– El amor y la objetividad no pueden ir juntos. Sé que quieres ayudar a tu hermano, pero no estoy intentando menospreciarte cuando digo que estarías mejor en casa. Podrías terminar sufriendo si sigues dando vueltas por aquí.
Con la mirada clavada en las sombras, Rebecca reconoció vagamente las escaleras que conducían al piso de arriba. Estaba oyendo a Gabe, pero lo que oía solo aumentaba su resolución. Gabe estaba haciendo su trabajo y ella nunca lo pondría en duda. Pero Gabe Devereax no creía en la inocencia de Jake más que la policía.
Rebecca se detuvo un instante antes de dirigirse hacia las escaleras y apartar un mechón de rizos de su rostro.
– Tienes razón en lo de que no estoy siendo objetiva. Además, no tengo ningún interés en serlo. Y deberías recordar, Gabe, que fui yo la primera en contratarte para investigar el accidente de avión en el que se suponía que había muerto mi madre.
– Lo recuerdo.
Rebecca asintió.
– Entonces nadie creía que Kate pudiera estar viva. Y yo quise contratarte porque eras el mejor y siempre he sabido que podías hacer ciertas cosas que para mí son imposibles. Pero cuando comenzaste a trabajar, tampoco tú creías que mi madre estaba viva. Eras igual que todos los demás. ¿Y quién tuvo razón en lo de mi madre?
– Tú, pero era un caso completamente diferente.
Rebecca sacudió violentamente la cabeza, haciendo que el chichón le doliera de una forma insoportable.
– Es exactamente lo mismo. Tú confías en tu cabeza de la misma forma que yo confío en mi corazón. Precisamente porque quiero a mi hermano, sé que jamás asesinaría a nadie, por horrible que fuera Mónica Malone, o por mucho daño que le hubiera hecho.
Gabe suspiró. Exhaló uno de aquellos exasperantes suspiros que expresaban siglos y siglos de actitudes machistas hacia las mujeres, especialmente hacia ella.
– Hay algunos errores en esa lógica, pero los olvidaremos de momento. Si tú crees que tu hermano es inocente, eso significa que el verdadero asesino continúa suelto. Una razón condenadamente buena para mantenerte al margen de esto. Podrías ponerte en peligro al acercar la nariz a fuegos que no estás en condiciones de apagar.
– Por el amor de Dios, Gabe. Esa es precisamente la razón por la que estoy aquí. Para apagar esos fuegos.
– Dios mío, esto es como estar hablando con una planta -por segunda vez, se pasó la mano por la cara con gesto de agotamiento-. No sé por qué, pero tengo la sensación de que no voy a poder convencerte de que te vayas a tu casa.
– Por fin lo comprendes -le palmeó el hombro mientras se dirigía hacia las escaleras-. Pero voy a ayudarte confía en mí.
Capítulo 2
Rebecca lo ayudó tanto como un tornado. Si le hubieran dado a elegir entre dos males, Gabe habría elegido el menos caótico.
Que, desde luego, no habría sido aquella pelirroja.
Por segunda vez, metió la toallita bajo el grifo, la escurrió y la posó sobre la frente de Rebecca. La lluvia continuaba golpeando los cristales de las ventanas. Marzo era un mes prematuro para las tormentas en Minnesota. Pero no tenía sentido quejarse; por lo menos era lluvia en vez de nieve. Los truenos hacían temblar la casa y las luces parpadeaban cada vez que caía un rayo. Tendrían suerte si no se les iba la luz.
Aunque la verdad era que no lo molestaría. Gabe era un hombre de recursos. Había pasado años en las Fuerzas Especiales, demostrando su capacidad para manejar las situaciones más difíciles. El peligro nunca lo había detenido. Y tampoco la adversidad. Él nunca había contado con Dios o con la suerte para resolver un problema… en el pasado.
Porque si pasaba unas cuantas horas más encerrado con Rebecca Fortune cabía la posibilidad de que terminara convirtiéndose en un hombre piadoso.
– ¡Ay! ¿Quién te dio clase, Torquemada? Déjame en paz, abusón.
Pero Gabe no dejó de trabajar, ni siquiera levantó la mirada. En aquel momento, Rebecca estaba sentada en el mostrador de la cocina con la cabeza inclinada hacia la luz del fregadero.
Gabe tenía una clara visión de la herida de su frente, pero las posibilidades de que Rebecca se quedara quieta durante un largo rato no eran muchas.
– Tú tienes la culpa de que te duela. Hay manchas de pintura en la herida. Quizá sean del marco de la ventana. Pero si dejas de moverte, te limpiaré mucho más rápido. Creo que necesitas un par de puntos.
– No -respondió Rebecca rápidamente.
– Y solo Dios sabe cómo has podido hacerte esas heridas. Es posible que tengan que ponerte la vacuna contra el tétanos.
La respuesta de Rebecca fue todavía más rápida.
– Ya me la pusieron hace un par de semanas.
– Sí, claro, y las vacas vuelan. Tienes un gran talento para la ficción, y me alegro por ti, puesto que no creo que tengas mucho futuro como delincuente. Entrar furtivamente en una casa no parece ser lo tuyo.
– No empieces otra vez, Devereax. He hecho esto por mi hermano, y aunque tuviera que terminar con todos los huesos escayolados, lo volvería a hacer.
Gabe la creía. Y era eso lo que lo asustaba.
La mayor parte de la gente era capaz de rectificar sus errores cuando se apelaba a la razón. La mayoría de las personas eran conscientes de sus limitaciones y de la necesidad de protegerse. Pero para Rebecca todos ellos eran conceptos incomprensibles. Detrás de aquellos hermosos ojos verdes, no parecía haber ningún cerebro en absoluto.
Gabe dejó la toallita y le hizo inclinar la cabeza para estudiar nuevamente la herida. Por fin parecía limpia, pero aquel corte profundo que estropeaba aquella piel blanca y cremosa lo enfurecía.
Y su propia respuesta al contacto con aquella piel blanca y cremosa le ponía todavía más furioso.
Que un hombre se excitara estando entre los muslos de una mujer era natural, una reacción completamente biológica. Y, por lo menos un día al año, un hombre tenía derecho a comportarse de forma irracional durante un par de minutos.
Pero también estaba furioso con Rebecca por aquella reacción.
Cuando retrocedió, Rebecca interpretó que ya había terminado y se inclinó precipitadamente hacia delante.
– Si te apartas del mostrador, eres mujer muerta -la informó Gabe-. Tengo que ponerte una venda.
– Pero si solo es un chichón, no tiene sentido tomarse tantas molestias.
– Si no te cubrimos esa herida, te dejará cicatriz.
– Mi hermano está en la cárcel acusado de asesinato, ¿a quién puede importarle una estúpida cicatriz? Ya hemos perdido demasiado tiempo con esto.
– Un minuto más y habré terminado.
Volvió a colocarse entre sus muslos. Tenía que hacerlo. No confiaba en que Rebecca no saliera volando del mostrador y comenzara a hacer de detective. Había encontrado los restos de una venda en un viejo botiquín. Se acercó hacia ella y volvió a prestarle atención otra vez, tan tieso como la lanza de un guerrero.
Debería haberse imaginado que un hombre no podía ganar siempre. Gabe ignoró su pequeño problema. Y deseó poder ignorar a Rebecca.
En ese momento estaba relativamente limpia. Legalmente, se suponía que no se podía tocar nada de la mansión. Eso significaba que los cajones y los armarios estaban todavía repletos. Gabe no había tenido ningún problema en encontrar una toalla, una esponja, un botiquín de primeros auxilios y algo de ropa. También había visto una botella de whisky encima de la despensa. Y Gabe estaba pensando en bajarla.
– ¿Ya has terminado? -preguntó Rebecca, esperanzada.
– Sí, ya he terminado.
– Gabe… gracias. Te agradezco tu ayuda.
– No me ha costado nada -pero la verdad era que estaba empapado en sudor.
Rebecca no era una mujer vanidosa o mimada, eso tenía que admitirlo Gabe, y, con toda probabilidad, podría haber sido ambas cosas, dada la enorme riqueza e influencia de la familia Fortune. No era culpa suya el no haber salido nunca de aquel entorno tan protegido. Su pasado solo servía para profundizar su problema. Era una idealista irremediable, pero sin ninguna experiencia práctica. Rebecca jamás se había visto obligada a enfrentarse a los aspectos más realistas de la vida. Creía en el amor, en los caballeros andantes, en el honor y, por lo que Gabe había visto hasta entonces, no tenía la menor idea de que fuera de su hogar había seres que podían llegar a hacerle mucho daño.
Y peor aún, se consideraba a sí misma una especie de detective por el simple hecho de escribir novelas de misterio. Las complicaciones que podía causar intentando ayudarlo eran suficientes para causarle a Gabe una úlcera.
Y Rebecca también.
Rebecca bajó del mostrador y los ojos de Gabe aterrizaron en su sujetador de encaje. No había habido forma de convencerla de que se quitara la ropa empapada hasta que Gabe había encontrado algo que ponerle. Al final, el detective había encontrado un jersey de pico en el piso de arriba que suponía había pertenecido a Mónica Malone.
Pero el escote le quedaba tan grande a Rebecca que parecía una huerfanita jugando a disfrazarse. Los vaqueros por fin estaban secos y suficientemente flexibles como para cubrir las largas piernas de Rebecca y su casi inexistente trasero. Como no era capaz de sentarse sin retorcerse, Gabe sospechaba que se había dado un buen golpe en el trasero, pero estaba condenadamente seguro de que jamás lo admitiría. Había mucho más orgullo que sentido común en aquellos delicados ojos verdes, y también en el resto de su aspecto.
Rebecca tenía el rostro con forma de corazón, la piel demasiado blanca, los ojos demasiado oscuros, una boca peligrosamente suave y una nariz que se alzaba de forma impertinente. Gabe imaginaba que debía medir cerca del metro setenta. Una altura considerable, excepto cuando se acercaba él, pero le costaba resistir la tentación de tacharla de bajita cuando con la broma más inocente era capaz de despertar en ella una oleada de ira.
Su pelo era de color canela y en aquel momento caía sobre sus hombros convertido en una maraña de rizos. Evidentemente, no había tenido oportunidad de cepillárselo, pero Gabe había pasado suficiente tiempo con ella como para saber que siempre llevaba la melena como si acabara de levantarse de la cama después de una larga y apasionada noche. Puesto que era una Fortune, disponía sin duda de dinero suficiente para ir a un peluquero decente, de modo que, aparentemente, no le daba ninguna importancia a su pelo. De todas formas, incluso con el mejor corte de pelo, seguiría pareciéndole tan delgada, sexy y condenadamente vulnerable.
Gabe nunca se había sentido atraído por las mujeres vulnerables, de modo que no tenía idea de por qué aquella despertaba sus motores, pero no quería saberlo.
– Rebecca… -se pasó nuevamente la mano por la cara. Tal como debería haberse imaginado, en cuanto había puesto los pies en el suelo, Rebecca había salido corriendo hacia la puerta-. ¿Adónde vas?
– A cualquier parte. He pensado en recorrer primero el escenario del crimen. El asesinato fue en el salón, ¿verdad? Y después subiré al dormitorio de la señora Malone.
– Si pretendes ir al salón, será mejor que vayas hacia la derecha, en vez de a la izquierda. A no ser que encuentres algo interesante en la despensa. Y escucha, procura dejar todo tal y como te lo encuentres. Y no se te ocurra tocar una sola cosa sin decírmelo.
– Por favor, Gabe, he leído una docena de libros sobre procedimientos policiales. Si descubro algo remotamente parecido a una prueba, puedes estar seguro de que no se me ocurrirá destrozarla
– No sé por qué, pero no me tranquiliza en absoluto que hayas leído todos esos libros.
Para ser una mujer vulnerable, Rebecca tenía la más pecaminosa de las sonrisas.
– Lo sé, monada. Realmente, pareces incapaz de dejar de ser un tipo sobre protector. Especialmente con las mujeres. Dios, como padre serías terrible. Volverías locos a tus pobres hijos.
– No pienso ser padre, así que problema resuelto. Los hijos son lo último que me preocupa.
– Una diferencia más entre nosotros, cosa que no me sorprende. Si no fuera por el problema que ha surgido con mi hermano, los hijos serían ahora mismo una prioridad para mí. Deberías ver todo el material que he estado recopilando sobre bancos de semen.
– ¿Bancos de semen? Estás bromeando.
– Nunca bromeo con el tema de los hijos -pero volvió a sonreír-. Sin embargo, la única razón por la que he mencionado lo de los bancos de semen ha sido que no he podido resistirme. Imaginaba perfectamente la cara que ibas a poner, querido. Pero ahora mismo estamos perdiendo el tiempo. En la agenda de esta noche no hay espacio para los bebés.
No, pensó Gabe sombrío. Aparentemente, el asesinato estaba por encima de los bebés en la agenda de Rebecca. Y solo una mujer como ella era capaz de mezclar los bancos de semen con un homicidio.
Pues bien, él no pensaba seguirle la corriente. Tenía un trabajo que hacer y su salario no incluía mantener conversaciones sobre bebés con una pelirroja recalcitrante, aunque esta fuera pariente del jefe.
Gabe se dirigió al despacho, que ya había inspeccionado en otra de sus visitas a la mansión. El papel de las paredes tenía textura de seda, las cortinas eran de encaje y la silla del escritorio tenía un asiento de brocado. Era el despacho más cursi que Gabe había visto en su vida y dudaba que quedara allí una sola factura de Mónica Malone. Los policías y los abogados se habían llevado todos los recuerdos y documentos que había en cada armario, como Gabe ya sabía. Aun así, encendió la luz del despacho y comenzó a revisar los cajones.
Quizá se hubieran olvidado algo. Siempre ocurría. Por muchas pruebas que hubieran surgido en el caso, siempre quedaban huecos en los que encontrar información. Gabe estuvo cerca de veinte minutos revisando escrupulosamente el despacho.
Y solo cuando terminó fue consciente del silencio que imperaba en el resto de la casa. Un silencio mortal. Ideal para concentrarse, si no fuera porque lo inquietaba no oír a Rebecca. Todavía lo humillaba que lo hubiera etiquetado como un hombre sobre protector y autoritario. Él no era ni remotamente dominante. Simplemente, había tenido una amplia experiencia con Rebecca. Suficiente como para saber que era una mujer impulsiva y capaz de generar un número incontable de problemas. Cuando un hombre estaba en la misma casa que un reactor nuclear, estaba perfectamente justificada su preocupación.
Encontró a Rebecca en el espacioso salón, acurrucada en una silla, con la mirada fija en la repisa de la chimenea. Maldita mujer. Se volvió hacia él con sus enormes ojos abiertos como platos.
– Solo estoy intentando imaginármelo. Sé que fue asesinada aquí…
– Y también sabemos que Jake estuvo aquí. Y que estaba borracho. Sabemos que discutieron y que se pelearon físicamente. Jake dijo que Mónica lo había arañado y se había abalanzado contra él con un cortaplumas, y tenía una herida en el hombro para demostrarlo. Admitió también que la había empujado, que Mónica había caído contra la chimenea y se había dado un golpe en la cabeza. Las huellas dactilares de tu hermano y de Mónica estaban por todo el salón.
Gabe no añadió que no había aflorado ninguna otra huella. Rebecca parecía haberse hecho ya una idea muy precisa de que todas las pruebas inculpaban a su hermano.
– Pero él dijo que Mónica estaba viva cuando la dejó. Natalie, su hija, lo vio después. Y además, nosotros hemos hablado con él y sabemos que, al menos por su parte, no fue una pelea. Jake se limitó a empujarla porque lo estaba atacando con ese abrecartas. Mira, Gabe, estoy convencida de que cuando Jake se fue había alguien más en la casa. Mi hermano no la mató.
Gabe cruzó la habitación y se acercó al mueble bar. Seguramente no iba a encontrar nada mejor que el whisky de treinta años que había visto en la cocina, pero en ese momento se conformaba con cualquier otra cosa. No para beberla él. Estar cerca de Rebecca siempre le provocaba ganas de beber, pero su problema más inmediato era el abatimiento que reflejaban los ojos de Rebecca.
Sirvió unos dedos de whisky en un vaso de cristal tallado y se lo tendió.
Rebecca tomó el vaso y olió su contenido.
– ¡Puaj! -exclamó.
– Cállate y bébetelo de un trago, enana.
– Si vuelves a llamarme «enana»… -comenzó a decir, pero se le quebró la voz. No tenía ganas de discutir con él. Elevó el vaso y se bebió aquel brebaje en tres tragos. Cuando terminó, tosió atragantada y se secó los ojos en medio de un estremecimiento-. Personalmente, opino lo mismo que Mary Poppins. Si tienes que tomar una medicina, es preferible añadirle siempre una cucharada de azúcar.
Imaginar el sabor del whisky con azúcar fue suficiente para que Gabe se estremeciera, pero aun así pudo ver que el líquido había hecho su efecto. El color había vuelto a las mejillas de Rebecca y había dejado de retorcerse las manos en el jersey. Gabe imaginó que, si había alguna posibilidad de que Rebecca pudiera enfrentarse a una nueva dosis de realismo, aquel era el momento más adecuado para ello.
– No ha aparecido ningún otro sospechoso, Rebecca, ni un solo nombre, y mucho menos una huella dactilar. Todas las pruebas apuntan hacia Jake. Y tenía motivos para matarla.
– Mónica estaba chantajeándolo, lo sé. Desde que se enteró de que Jake era hijo ilegítimo, estuvo exprimiéndolo para quedarse con sus acciones de la compañía. Sé también el miedo que tenía Jake a perderlo todo. Conozco todos los asuntos turbios de mi familia, Gabe, y soy consciente de los errores que cometió mi hermano. También sé que estaba bebiendo demasiado y flaqueando en el trabajo. La presión a la que estaba sometido acabó con su matrimonio y lo hizo enfrentarse a Nate. Pero eso no significa que la matara.
Era bastante inusual que dos más dos no sumaran cuatro, pensó Gabe, pero era muy difícil discutir con una persona cegada por la lealtad hacia su hermano.
– Simplemente, he pensado que necesitabas reconocer lo mal que se presenta la situación.
– ¿Sabes lo único que reconozco? Que Mónica Malone se las ha arreglado de una u otra manera para destrozar a mi familia durante dos generaciones. Ahora está muerta, pero aun así no ha dejado de hacerlo. Aquella vieja bruja era culpable de secuestro, sabotaje, infidelidad, robo, chantaje… Y todas esas cosas las hizo en contra de la familia Fortune, empezando por la aventura que mantuvo con mi abuelo. Pero te juro que no volverá a hacernos ningún daño. Esto tiene que acabar.
– Rebecca -dijo Gabe pacientemente-. Volvamos a casa.
– No.
– A lo mejor tienes razón. Es posible que alguien entrara en la mansión después de que tu hermano se fuera y la asesinara. Pero si en esta casa hay una mínima prueba que apunte en esa dirección, te prometo que la encontraré.
– Sé que lo intentarás, y también que eres muy bueno en tu trabajo. Pero tú no tienes visión femenina, Gabe. Es muy posible que yo pueda ver cosas que tú no ves.
Gabe se frotó la cara. Viendo que no tenía sentido continuar por aquel rumbo, probó con otro.
– Hay una pequeña cuestión con la que a lo mejor no has contado, pelirroja. Encontrar una prueba de que fue otra la persona que mató a Mónica no significa que vayas a ser más feliz. Conozco toda la historia de cómo acosó a tu familia. Si hubiera otro sospechoso, podría ser otro miembro del clan.
– No ha sido ninguno de nosotros -repuso Rebecca con firmeza.
– Odio tener que decirte esto, pero sería difícil demostrarlo en los tribunales. Cualquiera podría pensar que esa declaración de inocencia procede de la lealtad, y no de un punto de vista lógico y racional.
– Pues en ese caso, cualquiera podría equivocarse. Aquella mujer fue una avariciosa y una egoísta durante toda su vida. Podría tener cientos de enemigos aparte de nosotros. Y… Oh, Dios mío. No puedo continuar aquí parada. Voy a empezar a buscar.
Y se dirigió hacia la puerta antes de que Gabe pudiera decirle nada. Aunque, por supuesto, el detective tampoco lo habría intentado. Razonar con aquella mujer era como intentar razonar con una muía. Miró de reojo hacia la botella de whisky.
No creía que pudiera encontrar ninguna prueba que exculpara a su hermano, pero había una mínima posibilidad de que la hubiera. Y si había una remota posibilidad de que Rebecca tuviera razón, eso significaba que había suelto un asesino. Un asesino de sangre fría al que no le haría ninguna gracia que alguien estuviera intentando probar la verdad. Gabe había mencionado aquella amenaza de peligro a Rebecca. Pero no le había comentado que aquello le había hecho pensar que quizá fuera mejor que alguien la vigilara.
Pero ese no era su problema. Si las cosas empeoraban, le diría a su mamá que se ocupara de ella. Kate Fortune podría conseguir todo un batallón de marines que la protegieran.
Él solo iba a tener que ocuparse de Rebecca aquella noche. Y cuando llegara a casa, tendría tiempo más que de sobra para consolarse con el whisky. Y mientras estuviera cerca de Rebecca, necesitaba todo el ingenio y la perspicacia que pudiera reunir.
Rebecca puso los brazos en jarras. El dormitorio de Mónica era tal y como esperaba: el dormitorio de una mujer vanidosa, egoísta y caprichosa.
El mundo de Mónica giraba, definitivamente, alrededor de Mónica. Por el amor de Dios, si tenía dos retratos al óleo colgados de la pared. Y en los armarios había más zapatos que en la mansión de Imelda Marcos. La cama tenía forma de corazón, ¿sería posible ser más cursi?, sábanas de satén y un cabecero acolchado, también de satén. Y en el tocador había más frascos que los que podía producir una compañía de cosméticos.
Rebecca ya había revisado los cajones. Y mientras inspeccionaba el baño, había aprovechado para bajarse los vaqueros y averiguar por qué le dolía tanto el trasero. Desde luego, en aquel cuarto de baño había suficientes espejos para mostrarle el arco iris de colores de su enorme moratón. El latido del chichón la estaba matando y los arañazos del pecho y las costillas continuaban escociéndole.
Pero, en fin, ya tendría tiempo de ponerse a remojo cuando llegara a casa. Aquel no era el momento. Se negaba a admitir que estaba agotada, aunque debían de ser ya las tres de la mañana. Un trueno retumbó en el exterior. Y Rebecca adoptó un ceño tan sombrío como la propia noche.
Gabe no creía que hubiera ninguna prueba que favoreciera a su hermano, lo sabía. Y tampoco quería tenerla cerca. Eso también lo sabía. Pero, por alguna estúpida razón, Rebecca esperaba que Gabe pudiera creer en la inocencia de su hermano. Pero era evidente que Gabe era igual que todos los demás.
Aquella no era la primera vez que Rebecca se sentía sola. Mientras su miraba vagaba a lo ancho de la habitación, acarició el brazalete de oro que llevaba en la muñeca. El símbolo de la familia que siempre la había sostenido. Por diverso que fuera el clan de los Fortune, Rebecca siempre se había sentido diferente a todos ellos, no parecía encajar en los valores y patrones del resto de la familia. Pero no importaba. Nunca le había importado. La familia significaba lealtad. Amor. Y lazos irrompibles. Ella encontraría la manera de limpiar el nombre de su hermano, estaba dispuesta a morir en el intento.
Mientras miraba a su alrededor, frotaba una y otra vez el brazalete y se preguntaba, estúpidamente, sí Gabe tendría familia. Él nunca había mencionado a sus hermanos, ni a ningún otro pariente. Y el matrimonio y los hijos no parecían estar en su lista de prioridades. Gabe se mostraba al mundo como un solitario autosuficiente, pero en algún rincón lejano de su mente, Rebecca tenía la sensación de que era un hombre que se sentía profundamente solo.
Probablemente, soltaría una carcajada si le sugería algo parecido, pensó, y de pronto, se olvidó de Gabe. Clavó la mirada en el brazalete y a continuación dejó que vagara por el resto de la habitación. Joyas. Aquella mujer tenía toneladas de joyas. Indudablemente, las más caras las tendría depositadas en la caja de seguridad de algún banco, pero seguramente tendría otras muchas por allí. Sí, allí estaban.
Rebecca encontró dos joyeros empotrados en la parte posterior del armario, ambos llenos a reventar. Rebecca se agachó, abrió uno de los pequeños cajones y comenzó a revisar toda la bisutería.
La expectación mejoró su humor. No, no sabía lo que estaba buscando, no sabía dónde mirar y ni siquiera sabía si había algo que encontrar. Pero si había algún secreto que descubrir sobre Mónica, tenía la intuición de que se encontraba en aquel dormitorio. Un hombre quizá escondería sus secretos en su despacho, pero una mujer siempre los atesoraba en su dormitorio. El dormitorio era su escondite, su refugio, algo que un hombre nunca comprendería.
En la base del cuarto cajón, sus dedos descubrieron un bulto. Pasó la mano nuevamente por él. Sí, definitivamente un bulto. Precipitadamente sacó el cajón y volcó su contenido en la alfombra. Y entonces pudo ver aquella protuberancia marcada en el satén.
El satén se rasgó tan fácilmente como el papel de un dulce.
Y había varias hojas de papel debajo de él. Una era un viejo telegrama perteneciente a un pobre petimetre que le declaraba a Mónica su amor. Rebecca lo apartó y fue a buscar el siguiente. Era una carta de amor de un hombre que se declaraba su «fiel senador». Rebecca estudió atentamente aquella nota. Estaba fechada diez años atrás, era demasiado vieja para que pudiera tener alguna relevancia en el caso, pero, aun así, no la descartó. Si Mónica había considerado que tenía valor suficiente como para que mereciera la pena esconderla, podría significar algo.
La mayor parte del resto de los papeles eran recuerdos personales. No había nada que pudiera relacionar ni remotamente con el asesinato de Mónica. Rebecca hizo una mueca al encontrar una prueba más de la perversidad de la antigua actriz. Encontró la prueba que demostraba que Mónica había estado detrás del intento de robo de la fórmula del secreto de la juventud. También había sido ella la que había alentado al acosador de Allie, e incluso estaba detrás de las amenazas de deportación de Nick Valkov, el principal químico de Fortune Cosmetics. Afortunadamente, aquella amenaza había derivado en el matrimonio de Nick con Caroline. Por lo menos Mónica había hecho algo bien. Pero ninguna de aquellas pruebas podía utilizarse para exculpar a Jake.
Hasta que encontró una carta. La adrenalina comenzó a correr salvajemente por sus venas mientras la leía.
Era una copia a carbón de una carta escrita por la propia Mónica. Aunque el mensaje era solamente de unas pocas líneas, estaba fechada diez días antes de su muerte. En ella amenazaba a una tal Tammy Diller con hacer pública su reunión o arriesgarse a encontrarse con más problemas de los que nunca había podido soñar. La euforia aceleraba el pulso de Rebecca. Había algo en el nombre de aquella mujer que le resultaba familiar, pero no conseguía adivinar lo que era… De todas formas, de momento no importaba. Con la carta era más que suficiente. Quizá no demostrara la inocencia de su hermano. Y tampoco que aquella Tammy hubiera hecho nada. Pero por lo menos era la prueba que había otra persona enfrentada a Mónica durante las fechas próximas a su muerte… Ignorando sus múltiples dolores, Rebecca se levantó. Con la carta en la mano, salió al pasillo y llamó a Gabe a gritos.
Más tarde, se le ocurrió pensar que su grito podría haber puesto en funcionamiento todos los sistemas de alarma de Gabe y probablemente le había hecho pensar que había hecho algo que estaba a punto de acabar con su vida, porque lo vio subir los escalones de tres en tres. Pero, en ese momento, en lo único que podía pensar era en la alegría de haber encontrado algo concreto que podía vincular el asesinato de Mónica con otra persona.
Mientras Gabe volaba hacia ella, Rebecca salió volando hacia él. Y le pareció completamente lógico arrojarse a sus brazos. Cualquier mujer habría comprendido perfectamente aquel impulso.
Sin embargo, Gabe no parecía ver las cosas de la misma forma.
Capítulo 3
Rebecca corría de tal manera por el pasillo que Gabe asumió lógicamente que la perseguía un ejército de monstruos, de diablos… o quizá un asesino. Y podía llevar retirado más de siete años de las Fuerzas Especiales, pero había algunas respuestas que eran instintivas en él. De modo que se abalanzó hacia Rebecca con intención de agarrarla, colocarla tras él y protegerla y se dispuso a enfrentarse a un serio peligro.
Estaba preparado para enfrentarse a cualquier cosa… excepto a que una estúpida mujer se arrojara a sus brazos. El abrazo fue tan exuberante como repentino. Y quizá Rebecca pretendiera besarle en la mejilla, pero el caso fue que sus labios se posaron prácticamente a la altura de su boca. Y fue como el impacto de una bala.
A Gabe le habían disparado en dos ocasiones. Aquella era una experiencia imposible de olvidar. Pero no le había dolido ninguna de las veces, al menos en el momento del impacto. Había sido algo así como una quemadura repentina, como un estallido de penetrante calor.
Pero las balas no tenían nada que ver con Rebecca. Gabe sabía que Rebecca era un problema. Y también que apartar las manos de ella era la única forma de evitarlo. Pero al principio la agarró porque su cerebro todavía estaba respondiendo a la amenaza de peligro. En un primer momento, la adrenalina corría por sus venas a la velocidad de la luz. Una milésima de segundo después, la oleada de adrenalina fue saboteada por el incontenible fluir de la testosterona.
El larguísimo pasillo estaba a oscuras y tan vacío que los latidos de su corazón parecían resonar en medio del silencio. Y fuera cual fuera el motivo por el que Rebecca lo había abrazado, de pronto, la escritora retrocedió. El terciopelo de sus ojos acarició los ojos de Gabe. La sonrisa que curvaba sus labios se suavizó. No dejó caer los brazos. No hizo nada de lo que habría hecho cualquier mujer en su sano juicio. Sino que se puso de puntillas y lo besó.
Rebecca sabía como el viento de la primavera y como la inocencia. Sabía como nada de lo que había habido en la vida de Gabe desde hacía mucho, mucho tiempo… Sabía como algo que Gabe jamás había deseado o echado de menos, maldita fuera. Al menos hasta ese momento. La boca de Rebecca era más suave que el trasero de un bebé, la fragancia de su piel era más saludable que el jabón de marfil y llevaba algo en la mano con lo que le rozó el cuello. ¿Un papel, quizá? Pero Rebecca hundió de pronto la otra mano en su pelo y dejó que sus pequeños senos se aplastaran contra su pecho. Y Gabe dejó de respirar.
De acuerdo, intentó decirse a sí mismo. No pasaba nada. Lo único que le estaba ocurriendo era un ligero exceso del flujo de testosterona. Solo era una cuestión de hormonas. Llevaba mucho tiempo célibe y, aunque Rebecca le resultara insoportable, tenía que reconocer que era indiscutiblemente femenina. Era lógico que el deseo se desbocara: era una simple cuestión de biología.
Aunque en aquel momento nada terminaba de parecerle simple. Sus dedos parecieron encontrar sin su ayuda el camino hacia la pelirroja melena de Rebecca. Una melena suave, sedosa… Y Rebecca abrió los labios al sentir la presión de su mano. Su lengua estaba húmeda, y era pequeña como un secreto. Y si aquella mujer sabía lo que significaba la palabra represión, no lo mostró en absoluto. Lo besó con abandono. Lo besó con una emoción sin mácula. Lo besó como si nunca hubiera montado en la montaña rusa y estuviera dejándose cautivar por aquella experiencia única.
Rebecca podía conseguir que cualquier hombre se hundiera en arenas movedizas… Si el hombre en cuestión se lo permitía.
Gabe liberó su boca e intentó llenar de oxígeno sus pulmones. A continuación probó un movimiento más inteligente, como apartar las manos del cuerpo de Rebecca y soltar un juramento.
Lo del juramento funcionó. Rebecca abrió los ojos, fijó en él la mirada como si lo estuviera viendo tras el velo de la niebla y dejó caer lentamente las manos. Parecieron pasar un año o dos hasta que musitó:
– Muy bien.
A Gabe no le gustó el tono que había empleado. Y tampoco confiaba en su forma de arquear la ceja.
– Si hubiera sabido que besabas así, monada, habría intentado que me lo demostraras antes -anunció.
Que Dios le diera fuerzas, rezó Gabe en silencio.
– Ha sido un accidente…
– Ya lo sé.
– No volverá a ocurrir.
– Lo asombroso es que haya ocurrido. Durante todo el tiempo que he pasado a tu lado, he estado completamente convencida de que tenías muchas más ganas de matarme que de besarme.
– Y es cierto. Pero si no vivieras apartada del mundo, habrías sido consciente de que la química también estaba allí. En el lugar del que yo vengo, a nadie se le ocurre despertar a un león dormido. Y ahora, y volviendo cientos de años atrás, asumo que tenías alguna razón para abrazarme.
– ¿Alguna razón? -pronunció la palabra como si no la entendiera.
Y, tratándose de Rebecca, era posible que no la entendiera. Durante un largo y terrible momento, sus ojos verdes permanecieron pegados en su rostro, estudiándolo y haciéndolo sentirse desagradablemente… desnudo. Pero de pronto Rebecca pestañeó y levantó bruscamente la mano.
– ¡Claro que tenía una razón! ¡Una razón espléndida! ¡No te vas a creer lo que he encontrado, Gabe!
Por lo menos aquello contribuyó a que dejaran de hablar del peliagudo asunto de la química que había entre ellos, pero tranquilizar a Rebecca cuando estaba tan excitada era más difícil que contener un rumor en Washington.
Gabe vio la carta, la leyó, fue conducido hasta el armario del dormitorio de Mónica en el que Rebecca la había encontrado. Pero, incluso después de haberlo hecho bajar al piso de abajo, Rebecca continuaba desbordando energía e intentando humillarlo.
– ¿No te dije que iba a encontrar algo? ¿No te lo dije?
– Ahora escucha, pequeña, estás albergando demasiadas esperanzas. En realidad esto no demuestra nada…
– Es una prueba de que puede haber más personas involucradas en el asesinato de Mónica. Y demuestra que, además de mi hermano, había otra persona enfrentada a Mónica en la época en la que esta fue asesinada.
Sí, Gabe también lo veía. Y lo irritaba que aquella escritora de novelas de misterio e irredenta soñadora hubiera encontrado la pista, especialmente cuando él había registrado de arriba a abajo la mansión en tres ocasiones y no había encontrado absolutamente nada.
Pero como Gabe no había nacido ayer, le quitó cuidadosamente la carta, la dobló y se la metió en el bolsillo. En ella aparecía la dirección de Tammy Diller en Los Ángeles, una dirección que seguramente Rebecca había visto, pero que, al menos eso esperaba, no podría recordar. En el fondo de su mente estaba comenzando a urdir planes. En cuanto llegara a casa, buscaría en la base de datos de su ordenador información sobre aquel nombre y aquella dirección. Si no aparecía nada, tendría que hacer los arreglos necesarios para viajar cuanto antes a Los Ángeles.
Pero antes tenía que deshacerse de Rebecca. Estaba más allá de su capacidad de comprensión que una mujer pudiera estar tan despejada a esas horas de la madrugada; especialmente una mujer que tenía el aspecto de haberse enfrentado ella sola a toda una pandilla de delincuentes en un callejón. Tenía el rostro tan blanco como el vestido de novia de una virgen y la herida que tenía en la frente se le estaba hinchando por debajo de la venda.
– No creías que fuera a encontrar nada, ¿verdad? Y tampoco me creíste cuando hace meses te dije que mi madre estaba viva. La lógica no siempre vale más que la intuición, muchachito. Los hombres y las mujeres piensan de manera diferente. Y aunque yo no hubiera leído una tonelada de libros relacionados con la resolución de crímenes, una mujer es capaz de sentir ciertas cosas que…
Cuando se detuvo para tomar aire, Gabe aprovechó para intervenir.
– Lo admito, has hecho un buen trabajo. Pero son las cuatro de la madrugada. Creo que ha llegado el momento de que pongamos fin a la noche.
– ¿Quieres decir que tenemos que volver a casa? – por la expresión de su rostro, la idea le resultaba tan atrayente como la rubéola.
– Estoy agotado y no quiero dejarte aquí sola. Ya has conseguido una buena pista y, en cuanto pueda descansar unas cuantas horas, empezaré a investigarla.
– Muy bien. Acepto que si estás cansado deberías irte a casa. Pero a mí me gustaría quedarme un poco más. A lo mejor Mónica tenía otros escondites como ese…
– Quizá los tuviera. Es como buscar una aguja en un pajar, teniendo en cuenta toda la gente que ha registrado esta casa. Y la carta es algo concreto con lo que puedo empezar a trabajar inmediatamente. Además, llevamos horas…
– Yo no estoy cansada -le aseguró Rebecca inmediatamente, levantando la barbilla con rebeldía.
Pero la barbilla de Gabe era más grande que la suya. Y su ceño tenía todo un historial de intimidaciones en el pasado.
– Claro que estás cansada. Tienes el aspecto de un gato perdedor después de la pelea y no me digas que no te están empezando a molestar las heridas. Estoy seguro de que el golpe que tienes en la frente te duele de forma insoportable. Ahora dime, ¿dónde tienes el coche?
Rebecca no se dejó intimidar en absoluto, pero por lo menos aquella pregunta le sirvió de distracción.
– A un kilómetro y medio de aquí, aproximadamente. Cerca de un grupo de nogales. Preferí aparcar lejos de la entrada principal para que nadie pudiera verme saltar la cerca…
– No quiero oír ni una palabra más sobre tu allanamiento de morada -Dios, aquella mujer iba a conseguir que se le llenara el pelo de canas. Hasta que la había conocido, se había considerado un hombre de aspecto relativamente joven, a pesar de sus treinta y ocho años-. Esté donde esté tu coche, me parece que lo has dejado demasiado lejos para volver andando hasta él. El mío está aparcado en frente de la puerta principal, así que te llevaré hasta allí. Y ahora dime, ¿dónde has dejado el jersey mojado?
– En la cocina -Rebecca bajó la mirada hacia el jersey que llevaba y se cerró bruscamente el escote. Solo el cielo sabía por qué. A esas alturas, Gabe ya le había visto el sujetador y cada centímetro de su cuello.
– Será mejor que vuelva a ponerme mi jersey. Pero dime, ¿dónde dejo este?
– Puedes quedártelo puesto. No creo que a nadie le importe que lo tomes prestado. Yo lo devolveré más adelante, es absurdo que te pongas un jersey mojado en una noche tan fría como esta. Así que vete a buscar tu jersey y vámonos.
– Creo que me he dejado encendida una de las luces del piso de arriba. Y tengo que ordenar el armario. Y debería recoger el agua…
Había una razón por la que Gabe siempre trabajaba solo. Sus empleados formaban un buen equipo de trabajo y a menudo trabajaban en parejas los diferentes casos.
Pero no él. A él no le gustaba depender de los demás. Le gustaba poder actuar de forma rápida, dinámica.
Para cuando Rebecca terminó de ordenarlo todo, Gabe podría haber ayudado a cruzar la calle a un centenar de tortugas.
Gabe la urgió a salir al exterior, cerró la puerta principal y señaló hacia un antiguo Morgan.
Rebecca soltó un silbido. Casi tan bueno como si fuera un hombre.
– Qué preciosidad -musitó.
– Sí, es del cincuenta y cinco. Pero lo han cuidado como si fuera una pieza de museo, así que no tiene demasiados kilómetros.
– ¿Todavía se consiguen piezas de repuesto?
– No es fácil. Hay piezas que son muy difíciles de encontrar y pueden costarte un riñón. Además, hay muy pocos mecánicos que sepan cómo arreglar este coche.
– Pero no te importa, ¿verdad? Por un coche así merece la pena tomarse tantas molestias.
– Sí.
No esperaba que Rebecca lo entendiera. Abrió la puerta de pasajeros y observó las largas y esbeltas piernas de Rebecca desaparecer bajo el panel de control. Y se le ocurrió la enervante idea de que aquella mujer parecía hecha para montar en su coche.
Evidentemente, la falta de sueño era la razón de que no pudiera pensar con claridad. Cerró la puerta, rodeó el coche y se sentó tras el volante. En cuanto giró la llave, el motor comenzó a ronronear.
– Qué criatura tan hermosa -musitó Rebecca.
Aquel comentario sobre las criaturas le hizo recordar a Gabe el que había hecho horas atrás sobre los bancos de semen. Se dijo a sí mismo que debía mantener la boca cerrada, que eso no era asunto suyo. Pero aquel comentario había estado aguijoneándolo durante toda la noche.
Durante algunos minutos, permaneció en silencio. La tormenta había terminado, pero todavía caía una fina lluvia. La hierba y las hojas de los árboles resplandecían en medio de la fantasmal luz de la noche cuando Gabe cruzó la verja de la casa y se detuvo para cerrarla. No parecía haber nada despierto en kilómetros a la redonda. No había ninguna luz encendida y solo se oía el rumor de las hojas de los árboles y el susurro de la lluvia.
Localizar el coche de Rebecca fue muy fácil; no había ningún otro vehículo en la acera. Gabe aparcó detrás de su Ciera rojo cereza y alzó la mirada hacia ella. Rebecca se había mostrado entusiasmada con su coche y, procediendo de la familia Fortune, probablemente podría comprarse toda una flota de Morgan si así lo decidiera. Y, sin embargo, había optado por un coche sólido y funcional. Un modelo familiar de cuatro puertas para una mujer que no ocultaba su amor por la familia. Y entonces Gabe ya no fue capaz de continuar callado.
– No decías en serio lo de los bancos de semen, ¿verdad?
– Claro que sí -mientras Gabe apagaba el motor, ella se inclinó para reunir sus cosas.
– La última noticia que yo tenía era que hacía falta un marido para tener un hijo. O que por lo menos tenía que aparecer un hombre en escena.
– Normalmente es así -se mostró de acuerdo Rebecca-.Y, créeme, no he dejado nunca de buscarlo. Pero ser una Fortune tiene sus desventajas: hay muchos más hombres interesados en el dinero de la familia que en mi. Además, pasarme el día escribiendo libros no me ayuda a conocer a muchos hombres. No es fácil encontrar un príncipe azul, o por lo menos no lo es para mí. Y mi reloj biológico ya está empezando a marcarme la hora.
– Estoy seguro de que has tenido que enfrentarte a muchos caza fortunas, pero no eres ninguna anciana.
– Ya soy bastante mayor. Treinta y tres años es una buena edad para tener un hijo. Y, afortunadamente, ya no estamos en la Edad Media. Nadie va a mirarme mal por ser una madre soltera. Este es el momento ideal para tener un hijo y estoy preparada. Tengo buena salud, una situación económica estable, y me muero de ganas de tener un hijo. Si fuera por mí, tendría hasta seis.
¿Seis? Gabe tragó saliva.
– ¿No crees que lo del banco de semen es una medida… un poco drástica?
– Creo que casarme con el hombre equivocado solo porque quiero tener hijos sería muy «drástico». Resulta que creo en el verdadero amor, monada, y no estoy dispuesta a conformarme con menos. Pero también quiero formar una familia. Quiero tener hijos a los que cuidar y querer. Te aseguro que yo también preferiría contar con un padre adorable, pero que no aparezca en mis cartas no quiere decir que no pueda probar otra forma de conseguirlo.
– ¿Has hablado de esto con tu madre?
– ¿Con Kate? -Rebecca sonrió divertida-. ¿Crees que mi madre intentaría disuadirme?
Por supuesto que sí, pensó Gabe. Bancos de semen, ¡por el amor de Dios!
– Pues bien, siento desilusionarte, querido, pero sé que mi madre me respaldaría. Siempre lo ha hecho. Desde el día que nací, Kate me ha animado a seguir mi propio camino. Sé que aparentemente somos muy diferentes. Ella es una mujer con la cabeza fría, una pragmática mujer de negocios. No por casualidad ha llegado a dirigir todo un imperio financiero. Yo no soy así, Gabe, nunca lo seré. Pero ella me encaminó en la dirección correcta, me empujó a vivir mi propia vida y me enseñó a no renunciar nunca a mis deseos. Créeme, mi madre no se opondrá a mis deseos.
Pero, de alguna manera, Gabe estaba convencido de lo contrario. No sabía por qué, pero estaba condenadamente seguro de que a Kate le gustaría que su hija pequeña se casara, y preferiblemente con un hombre que pudiera ayudarla a mantener su carácter impulsivo bajo control. Y los bancos de semen no encajaban en aquel escenario.
Rebecca recorrió su rostro con la mirada. Y hubo algo en su expresión que despertó un sentimiento de incomodidad en Gabe.
– ¿Tú no tienes un reloj biológico? ¿No tienes ganas de tener hijos, una familia con la que volver a casa cada noche? ¿No te gustaría que hubiera una nueva generación de Devereax?
– No creo que merezca la pena perpetuar la generación anterior -respondió cortante-. Yo no tengo un punto de vista tan idealista como el tuyo sobre las familias. Las sagas familiares solo quedan bien en los libros de historia.
– Tu punto de vista es terriblemente cínico, muchachito.
– Realista -la corrigió, y se inclinó bruscamente para abrirle la puerta del coche. Le parecía absurdo el tono tan personal que estaba adquiriendo su conversación y decidió que había llegado el momento de interrumpirla-. Vete a casa, Rebecca, lávate las heridas e intenta dormir. Y no se te ocurra pensar siquiera en esa carta. Yo me ocuparé de ella. A partir de ahora, procura quedarte en casa, Rebecca.
– ¿Desde cuándo te has convertido en mi jefe, Gabe?
Las cuatro de la mañana y todavía tenía fuerzas para seguir peleando.
– Mira, ya has conseguido una pista. Has hecho más para ayudar a tu hermano que lo que todo un equipo de investigadores ha podido hacer hasta ahora. Pero esa carta cambia las cosas porque significa que, quizá, solo quizá, podría haber otro sospechoso.
– ¿Y?
– Y si hay otro sospechoso, esa persona también podría ser un asesino en potencia. Y, maldita sea, Rebecca, esto es algo que no debe tomarse a la ligera.
– Sí, Gabe.
– Incluso en el caso de que esa Tammy Diller no tuviera nada que ver con el asesino de Mónica, aquí está pasando algo raro. Y no creo que necesites verte involucrada en este asunto. Intenta mantenerte lejos de esa mujer, ¿me has oído?
– Claro que te he oído.
Rebecca empujó la puerta y comenzó a salir, pero se volvió y se limitó a mirar a Gabe. Segundos antes estaba sonriendo. Sonriendo con aquella sonrisa perversa que le hacía dudar a Gabe de que le estuviera diciendo la verdad. Pero de pronto había dejado de sonreír. Y había vuelto a sus ojos aquel extraño calor que encendía en Gabe todas las señales de alarma. Durante un aterrador segundo, el detective temió que fuera a abrazarlo otra vez. Y se juró repetidamente que era el miedo el que le aceleraba el pulso, y no la anticipación ante otro posible abrazo.
– Sé que te cuesta creerlo -musitó Rebecca-, pero soy una mujer adulta y sé cuidar de mí misma. Procura dormir, Gabe. Y no pierdas el tiempo preocupándote por mí.
¿Que no se preocupara por ella? Gabe la observó dirigirse hacia su coche, que, advirtió sin ninguna sorpresa, no había cerrado con llave. Rebecca dejaba el coche abierto, creía en el amor y en los príncipes azules y tenía el convencimiento de que el bien prevalecía sobre el mal y nada podía hacerle ningún daño.
¿Cómo suponía que no iba a preocuparse por ella?
Rebecca aparcó el Ford Taurus que había alquilado en el único hueco que encontró en la manzana, tomó aire y miró por la ventanilla. Hacía un calor increíble en Los Ángeles, mucho más que en la fría Minnesota que había abandonado aquella mañana. Y no estaba en absoluto familiarizada con aquella parte de la ciudad. El sol de la tarde brillaba sobre el letrero que anunciaba la calle Randolph. Aquella era la calle que buscaba. Había sido imposible aparcar más cerca del número que buscaba, pero podría recorrer a pie las tres manzanas que la separaban de él.
El barrio, sin embargo, estaba lejos de invitar al paseo. Un grupo de adolescentes con la cabeza rapada y los brazos tatuados monopolizaba una de las esquinas de la calle. Niños de todas las edades holgazaneaban en las puertas de las casas. Las pintadas de las paredes eran como un curso gratuito de educación sexual. Había un hombre tumbado en la acera, y resultaba imposible decidir si estaba muerto o mortalmente borracho; la basura rebosaba los contenedores metálicos y, si Rebecca no se equivocaba, a juzgar por los pañuelos y las camisetas de los jóvenes que veía, aquella calle era propiedad de la banda del Tigre.
Rebecca volvió a tragar saliva, salió del coche y se enderezó pensando que había descrito calles como aquella en infinidad de ocasiones… aunque nunca había estado en una de ellas. Y estaba segura de que a Gabe le daría un infarto si se enteraba de que andaba por allí.
Afortunadamente, Gabe no tenía ningún motivo para pensar que había memorizado la dirección de Tammy Diller antes de entregarle la carta… ni para saber que se había levantado al amanecer y había puesto en funcionamiento todo lo que había proyectado para aquel viaje.
Un niño, ¿de unos doce años quizá?, le silbó cuando pasó por delante de él. Sería un buen padre, pensó Rebecca con objetividad. No, el niño no, Gabe. Le resultaba más reconfortante concentrarse en Gabe que fijarse en el joven que acababa de desenfundar una navaja a su izquierda.
Gabe era un hombre de principios, paciente y protector. Todas cualidades notables para un padre. Ningún cazador de fortunas podría acercarse nunca a sus hijas. A Gabe no le importaba el dinero ni se dejaba dominar por nadie que lo tuviera. Él enseñaría a sus hijos los valores adecuados. Rebecca ni siquiera era capaz de imaginárselo perdiendo la paciencia. Lo único que le había hecho enfadar alguna vez había sido… bueno, en realidad había sido ella.
El beso que habían compartido continuaba presente en su cabeza. Había sido un solo beso. Un beso hambriento. Ardiente. Sexy. A Rebecca siempre le había gustado la idea de dejarse arrastrar por los besos de un hombre, pero era algo que nunca le había ocurrido. Por supuesto, tenía una vasta experiencia en ser besada por hombres más interesados en su dinero que en ella… o por tipos agradables que preferían la tibieza a la pasión. Hombres incapaces de arriesgar, de apreciar el valor del peligro.
La deliciosa perversidad del beso compartido con Gabe no tenía nada que ver con sus potencialidades como padre, pero, desgraciadamente, sí lo tenía su actitud. Gabe nunca había dicho por qué era tan contrario a la familia. Y Rebecca no lo conocía suficientemente bien como para haber tenido oportunidad de hablar sobre ello. Pero siempre había tenido clara la aversión de Gabe hacia la familia. Se preguntaba si aborrecería de la misma forma el papel de un amante. Y se preguntaba también si sería tan concienzudo bajo las sábanas como lo era en el trabajo. Se preguntó si la haría sentirse tan sensualmente peligrosa, tan inmoral como había conseguido hacerla sentirse con un solo beso.
Y se preguntó también si no habría perdido la cabeza al estar pensando en acostarse con Gabe cuando seis muchachos, todos ellos con la camiseta del Tigre, se dirigían, hombro con hombro, hacia ella. Incluso a veinte metros de distancia, podía advertir la frialdad de sus ojos y su actitud altanera. La estaban mirando fijamente a ella. Posiblemente, el vestido de seda verde y los tacones no eran el atuendo más indicado para la ocasión, pero no había tenido forma alguna de prever el tipo de barrio en el que iba a adentrarse. Fuera quien fuera esa tal Tammy Diller, conocía a Mónica. Y Rebecca jamás habría podido imaginar que una conocida de la ostentosa Mónica pudiera vivir en un barrio como aquel.
Por eso había asumido que sería una buena idea ponerse un vestido elegante. En aquel momento, deseó haberse puesto los deportivos en vez de unos tacones de casi diez centímetros. Y un chaleco antibalas en lugar del vestido. El brazalete tintineaba en su muñeca, atrapando los rayos del sol de Los Ángeles y, probablemente, el sol también estaría haciendo brillar la cadena de oro que llevaba en el cuello.
Los seis tipos continuaban acercándose. Uno de ellos con la mirada fija en su garganta. El otro le miraba las piernas. Y los seis formaban un muro impenetrable. Se le ocurrió de pronto la posibilidad de vomitar. No estaba segura de sí vomitar era una forma de disuadir a ladrones o a asesinos, pero cuando Rebecca estaba asustada, las ganas de vomitar se le hacían prácticamente irresistibles. El más alto de los jóvenes dijo algo a sus compañeros. Musitó algo sobre ella que provocó la risa de sus amigos. Rebecca sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Estaban a diez metros. Cinco. Formaron un semicírculo.
Rebecca tragó la bilis. Inclinó la barbilla, reunió todo el valor que pudo y miró al más alto del grupo a los ojos con la más amable de sus sonrisas.
– Hola -dijo alegremente-, ¿podrías ayudarme?
Quizá aquel muchacho nunca había oído nada parecido. Quizá no lo había oído ninguno, porque, durante unos instantes, parecieron perplejos. Pero, entonces, uno de ellos adelantó una pierna.
– Claro que puedo ayudarte -contestó con voz grave, haciendo reír de nuevo a sus compañeros.
– Vaya, eso es magnífico -contestó Rebecca efusivamente-. ¿Conoces por casualidad a una mujer llamada Tammy Diller? Vive en este barrio -bajó la cabeza y buscó en el bolso el papel en el que llevaba apuntada la dirección-, en el número doce mil novecientos setenta de la calle Randolph. Es ese edificio de allí.
– No, no conozco a ninguna Tammy Diller. Pero me encantaría conocerte a ti -acercó el dedo a la cadena que Rebecca llevaba en el cuello.
Bueno, aquello ya era demasiado para seguir fingiendo valor. Rebecca iba a vomitarle encima sin poder hacer absolutamente nada para evitarlo.
Pero, de pronto, el joven dejó caer la mano y la sonrisa que se insinuaba en sus labios desapareció. Retrocedió bruscamente. Ninguno de los muchachos sonreía a esas alturas. Todos comenzaron a caminar hacia atrás.
Instintivamente, Rebecca volvió la cabeza. Y allí estaba Gabe, como si hubiera surgido de la nada. Su ceño era más sombrío que un cielo de tormenta. Y parecía suficientemente enfadado como para triturar el acero con una sola mirada.
Capítulo 4
– Se fueron sin pagar el alquiler de los últimos dos meses. No debería haberme fiado de ellos. El chico, Wayne, o Dwayne, o algo parecido, tenía muy buen aspecto. Y Tammy era capaz de embaucar a cualquiera. Siempre vestía muy bien, tenía unos ojos preciosos. Por su forma de vestir, era lógico creerse lo que Tammy contaba. Según ella, estaban pasando un bache temporal. No tenían aspecto de vivir en este barrio.
Gabe interrumpió aquel largo monólogo. El propietario tenía el rostro de una comadreja, ojos brillantes y larga nariz, pero hablaba más que una cotorra.
– Así que esa Tammy Diller lo engañó. ¿Y cómo dice que se llamaba su novio? ¿Dwayne o Wayne?
– No se lo puedo decir con seguridad. Era ella la que me pagaba, y en efectivo además, de modo que no le presté a él mucha atención. De todas formas, no me gustaba mucho su novio, eso sí que se lo puedo decir. Sonreía demasiado. Si quiere saber mi opinión, uno no debe fiarse nunca de un hombre que sonríe constantemente.
– ¿Cuándo los vio por última vez?
– Hace unas dos semanas. Yo procuro cuidar del edificio, pero eso no quiere decir que venga todos los días. Si vienes demasiado, los inquilinos te acosan en cuanto sale la más mínima gotera…
– Estoy seguro -respondió Gabe en tono consolador-. Entonces dice que no los ha visto desde hace dos semanas… Y supongo que no tiene la menor idea de adonde han podido ir, claro.
– Si supiera dónde están, habría ido a buscarlos para que me pagaran. Tampoco sus vecinos parecen saber nada. Aunque claro, en este barrio a la gente no le gusta hablar demasiado.
Evidentemente, el casero era la excepción a esa regla. Durante el tiempo que aquel hombre había estado proporcionándole información sobre Tammy Diller, Gabe había sido capaz de dominar su impaciencia, pero aquello cambió bruscamente. Instintivamente, buscó con la mano tras él esperando contactar con el cuerpo de Rebecca. Pero no encontró a nadie.
Volvió la cabeza. Una milésima de segundo antes, Rebecca estaba a su lado, al alcance de su mano. En aquel momento había desaparecido.
En cuanto se quedara a solas con ella, pensaba matarla. Preferiblemente mediante un método artesanal. Quizá la estrangulara con sus propias manos. Si alguien iba a hacerle algún daño, prefería ser él el primero. Y eso significaba que tendría que mantenerla a salvo hasta que pudiera disfrutar de aquel privilegio. Y en aquel barrio, eso significaba no perderla de vista en ningún momento.
Gabe escapó al sociable casero y, una vez fuera del edificio, lo recibió una tarde calurosa en la que no corría una gota de aire. Se detuvo durante diez segundos y escrutó la calle con la mirada, buscando el destello de una melena pelirroja. Una prostituta vestida con una minifalda de cuero abordaba a sus posibles clientes en la esquina más alejada de la calle. Un vendedor de drogas trabajaba a unos veinte metros de Gabe. De pronto, pasó por delante del detective un adolescente larguirucho corriendo a toda velocidad mientras apretaba contra su pecho una revista de mujeres desnudas; tras él, corría gritando el anciano vendedor del quiosco.
Cuando Gabe había llegado de Minnessota la tarde anterior, sabía exactamente el tipo de barrio con el que iba a encontrarse. De modo que esperaba todas y cada una de las cosas que había encontrado al salir del coche: excepto a Rebecca rodeada por media docena de pandilleros. Aquella imagen se repetía en su cerebro, aumentando peligrosamente la presión de su sangre.
Si Rebecca se había visto envuelta en más problemas, tendría que matarla definitivamente. Y, maldita fuera, más le valía que no le hubieran hecho ningún daño. ¿Pero dónde demonios había podido ir…?
Allí. Gabe descubrió su cabeza inclinada y su melena resplandeciendo bajo la luz del sol. Durante unos segundos, un musculoso ciudadano negro de cerca de dos metros de altura con el pelo rapado y los hombros cubiertos de tatuajes le había impedido su visión. Al parecer, Rebecca estaba hablando con él. Y de buen grado, como si estuviera manteniendo una conversación con un viejo amigo.
Desde donde él estaba, Gabe pudo ver que el hombre llevaba una navaja en el bolsillo trasero. Cuando Rebecca cambió de postura, Gabe tuvo una clara visión de su hermosa melena, del vendaje que llevaba en la frente, de su ajustado vestido de seda y de la cadena de oro que brillaba en su cuello. El hombre también volvió la cabeza y Gabe pudo ver la cicatriz que cruzaba su rostro justo en el momento en el que estaba levantando la mano hacia Rebecca.
Gabe no tuvo tiempo ni de soltar una maldición. Se movió a toda velocidad. Había tanta gente en la calle que no pudo correr directamente hacia ellos, pero los vecinos se apartaban en cuanto veían su expresión.
Con los pulmones ardiéndole por el esfuerzo y la adrenalina corriendo a toda velocidad por sus venas, se colocó detrás del tipo y le quitó la navaja instintivamente. El hombre se volvió y soltó un indignado:
– ¡Eh!
Cuando Rebecca vio a Gabe, su respuesta fue un espontáneo:
– ¡Gabe! ¿Sabes una cosa? -le preguntó en un tono más ingenuo que el de la mismísima Pollyana.
En cuestión de segundos, Gabe comprendió que aquel hombre no había levantado la mano para hacerle ningún daño a Rebecca, sino para apartarla. Dejó que el tipo se alejara e intentó tranquilizarse. Aquella mujer no reconocería el peligro aunque estuviera mordiéndole el trasero, pero por razones que estaban más allá de toda lógica, y sobre todo en aquel barrio, no se encontraba en una situación de peligro. Rebecca le explicó que aquel era Snark, Snark conocía a Tammy y lo último que había oído sobre ella era que había ido a Las Vegas para hacer algún negocio.
Snark miró a Gabe con la misma amabilidad con la que lo habría mirado una cobra; sabía los motivos por los que el detective le había quitado la navaja, pero no hubo nada en su actitud que pareciera amenazar a Rebecca. Snark pareció serenarse. Y también lo hizo Gabe. Por lo menos al cabo de un rato.
Y al cabo de un rato, el nuevo amigo de Rebecca se alejó calle abajo a grandes zancadas, dejando a Gabe solo con aquella mujer de ojos chispeantes.
– Bueno, aunque no los hayamos encontrado, por lo menos ahora sabemos a donde ha ido Tammy. ¿Tu has conseguido alguna información?
– No -respondió Gabe cortante.
– Bueno… -Rebecca parecía querer mostrarse compasiva-, a veces a las mujeres nos resulta más fácil hacer hablar a alguien. Es una suerte que haya venido, ¿verdad?
Rebecca había conseguido una información que él no tenía. Y, por supuesto, no se le ocurría pensar que sus técnicas de investigación podían entrañar un peligro de muerte o algo peor. Gabe la agarró del codo. Con aquella indumentaria, Rebecca llamaría la atención de cualquier hombre que hubiera en tres manzanas a la redonda, y aquella maldita mujer tampoco parecía ser consciente de ello.
– ¿Dónde has dejado el coche?
– A dos manzanas de aquí -respondió vagamente y señaló con la mano izquierda.
Gabe advirtió que no apartaba el brazo, aunque sus mejillas acababan de cubrirse de un curioso rubor.
– Te acompañaré hasta allí -su tono no admitía discusión-. ¿Y dónde te alojas?
– Todavía no he reservado habitación en ningún hotel. Lo único que he tenido tiempo de hacer ha sido reservar un billete de avión esta mañana y viajar hasta aquí. Pensé que ya tendría tiempo de preocuparme del alojamiento cuando llegara.
Gabe sospechaba que la palabra «preocupación» era una vasta exageración por parte de la escritora. Rebecca no se preocuparía aunque tuviera que dormir en medio de un nido de víboras. Gabe se repitió por décima vez que ella no tenía la culpa de haber nacido en un entorno tan seguro como el suyo. Pero intentar mantener a salvo a una idealista sin remedio era un auténtico desafío.
– ¿Conoces la ciudad?
– He estado en Los Ángeles una docena de veces – se interrumpió-. Aunque no precisamente por esta zona. Pero tengo un plano.
– Aja. En ese caso, sígueme en el coche hasta que encuentre un lugar en el que pasar la noche.
El Shelton Arms no era el Ritz, pensó Rebecca, pero disponía de todas las comodidades que un hombre podía desear. Y la cena que les llevó el servicio de habitaciones era digna de un estibador. La butaca en la que estaba sentada era suficientemente grande como para que pudiera acurrucarse e incluso dormir en ella y la habitación estaba decorada en una variada gama de azules.
Rebecca se terminó las costillas, una montaña de patatas asadas y ensalada y levantó la tapa de la fuente de Gabe.
– Si no quieres esa costilla… -le advirtió.
– Ya voy, ya voy…
– Estabas tan concentrado que he pensado que si te la quitaba ni siquiera te darías cuenta -mucho antes de que hubiera llegado el servicio de habitaciones, Gabe se había sentado en la mesa frente a su ordenador portátil-. ¿Y bien? ¿Has averiguado ya si nuestra querida Tammy ha dejado alguna pista en Las Vegas?
– Sí, aquí está. Aparecen todos los cargos de sus tarjetas. Su novio no aparece por ninguna parte, así que no sé si estará con ella. Aunque quizá él se haya quedado sin crédito mucho antes que Tammy. Sospecho además que Tammy Diller es un nombre inventado, porque su tarjeta de crédito es bastante nueva. Cuando a uno se le secan sus fuentes financieras, es la mejor manera de reactivarlas.
– Y un nombre falso hace mucho más difícil seguirle el rastro. Pero, a través de las cuentas que ha cargado a su tarjeta, ¿es posible saber dónde se aloja?
– Sí -pero en vez de decírselo, se acercó a una silla y se encogió de hombros antes de comenzar a cenar-. ¿De verdad te has comido toda la fuente de comida?
– Mi teoría sobre el colesterol es que si se va a hacer algo malo, lo mejor es hacerlo hasta hartarse.
– Pero ahora no vas a poder comerte el helado – predijo.
– Ah, Gabe, es evidente que no me conoces, Querido Gabe, no hay absolutamente nada, ni un tornado, ni una guerra mundial, nada que pueda interponerse entre Rebecca Fortune y un helado de chocolate -hacía tiempo que se había quitado los zapatos y en aquel momento se acurrucó en la silla con el helado y la cuchara.
Gabe se dispuso a cenar. Devoró la primera costilla con la misma rapidez y eficiencia con la que lo hacía todo. No perdió el tiempo en saborearla. Para él comer parecía ser solo una necesidad biológica. De la misma forma que un trabajo era un trabajo.
Incluso mientras devoraba la cena, mantenía la mirada fija en Rebecca. Esta se dijo que quizá estuviera un poco tenso temiendo que pudiera tirar una lámpara al moverse en caso de que no la vigilara, aunque no hubiera cerca de ella ninguna. La habitación de Rebecca estaba al lado de la de Gabe. Este último la había instalado en el mismo hotel en el que él se alojaba, había pedido específicamente una habitación que estuviera en el mismo piso que la suya y después había sugerido que cenaran juntos en su habitación. Si se hubiera tratado de cualquier otro hombre, Rebecca habría pensado que quería sacar algo de aquella situación.
Gabe elevó los ojos al cielo mientras Rebecca se llevaba otra cucharada de helado a la boca y pensaba: no, si Gabe recordara siquiera el beso que habían compartido y que había estado a punto de llevarlos a una combustión espontánea, ni siquiera lo demostraba. De hecho, la trataba como si fuera una latosa adolescente… con rubéola.
Cuando Gabe terminó de cenar, se acercó al minibar que había al lado de la cama, lo abrió y sacó una botellita de whisky.
– ¿Quieres una copa?
– Me encantaría tomar una copa de vino, si hubiera -admitió.
– ¿Vino? ¿Después del helado?
– Tengo un estómago de hierro. Además, me temo que si me tomo un café me pasaré toda la noche despierta. Pero tampoco pasa nada si no hay vino…
– Claro que hay -Gabe hurgó entre las botellas del minibar y sacó una botella de vino suficientemente grande como para llenar dos copas-, pero no tengo la menor idea de sí será o no bueno.
– No importa. Procediendo de la familia Fortune, cualquiera creería que reconozco la diferencia entre un vino peleón y otro de calidad, pero la verdad es que el único efecto que tiene en mí el alcohol es ayudarme a dormir -admitió con ironía-. Gabe, ¿tú crees que hay alguna relación entre Mónica Malone y Tammy?
– Hasta el momento, no hemos encontrado ninguna. Mónica siempre ha hecho lo imposible por conseguir todo lo que quería, mediante métodos legales o ilegales, de modo que su relación con esa mujer puede significar algo importante. Pero admito que lo que más me intriga es si esa relación tiene también algo que ver con tu familia.
Rebecca pestañeó con extrañeza.
– ¿Te parece probable?
– Creo que el único hilo permanente en la vida de Mónica fue su larga venganza personal contra tu familia. Estuvo obsesionada con tu padre durante años, hasta el punto de secuestrar a su hijo cuando vio que ella no podría tener sus propios hijos. Mónica estaba detrás del robo de la fórmula del secreto de la juventud, sabemos que contrató a un hombre para que entrara al laboratorio, y también que estuvo activamente involucrada con el acosador que estuvo persiguiendo a Allie. Al parecer, su neurótica obsesión por tu familia no tenía límites.
– Después tu hermano es acusado de asesinato – continuó-, y de pronto surge el nombre de esta mujer… Son demasiadas coincidencias. Pero, hasta el momento, no sé qué relación puede haber. Por la información que he encontrado, supongo que Tammy es una mujer acostumbrada a vivir al límite. Su nombre no aparece en ninguna parte; no tiene ni un empleo fijo ni una dirección estable y parece moverse con repentinos flujos de dinero. A partir de su curriculum, tengo la sensación de que es una verdadera artista de la estafa.
– Sí, tiene sentido. Sobre todo considerando el contenido de esa carta. Había algo que molestaba a Mónica profundamente. A lo mejor esa Tammy estaba intentando chantajearla. Y, maldita sea, hay algo en su nombre que me resulta familiar, pero no soy capaz de recordar lo que es.
– Bueno, tenemos a todo un equipo de detectives investigando a Tammy Diller en Minneapolis. Al final, su pasado saldrá a la luz. Los secretos no pueden permanecer enterrados eternamente, especialmente si son secretos oscuros. Simplemente es cuestión de tiempo que consigamos más información.
Pero el tiempo era precisamente lo que no les sobraba, pensó Rebecca. Dejó el envase del helado vacío sobre la bandeja y se acurrucó en la silla con la copa de vino en la mano.
– Entonces, ¿cuándo vamos a ir a Las Vegas?
– Tú no vas a ir a ninguna parte, pequeña.
– ¡Eh! ¿No he sido yo la que ha encontrado la pista que nos ha traído hasta Tammy? ¿Y no he sido yo la que ha descubierto que estaba en Las Vegas? ¿Qué pasa? ¿Todavía no te has dado cuenta de que estoy siendo muy útil? Además, monada, puedo viajar perfectamente sola. Pero me parece una tontería que no formemos un equipo cuando ambos estamos intentando localizar la misma información.
Gabe se sirvió un vaso de whisky y lo vació con los ojos fijos en el rostro de Rebecca.
– Es posible que esa tal Tammy no tenga el récord de criminalidad del estado, pero todo lo que hemos descubierto hasta ahora indica que solo ha sido una cuestión de suerte que no haya terminado en la cárcel, pelirroja.
– ¿Y? En realidad para mí eso es una buena noticia, puesto que significa que cada vez hay más posibilidades de que haya sido ella la que mató a Mónica.
– La cuestión es -dijo Gabe con un tono de excesiva paciencia-, que quiero que vuelvas a casa. Entre otras cosas porque, si existe la más mínima posibilidad de que Tammy Diller haya estado involucrada en el asesinato de Mónica, no creo que le haga mucha gracia que haya gente dedicándose a investigar su pasado. De modo que lo mejor que puedes hacer es regresar a tu casa y concentrarte en tus novelas y en los bebés.
– Y lo haría encantada… si mi hermano no estuviera en la cárcel -dejó lentamente la copa de vino sobre la mesa.
Llevaba ya tiempo esperando aquella regañina. Entre otras cosas porque imaginaba que Gabe nunca la habría invitado a cenar, y menos a solas en su dormitorio, si no se hubiera visto obligado a mantener una conversación con ella. Pero Rebecca se esforzó en explicarle una vez más lo que sentía.
– Gabe, esta tarde he pasado un miedo mortal. Estaba aterrada ante todo lo que veía en la calle Randolph. Snark me daba mucho miedo y, aunque todo haya salido bien, te aseguro que me he alegrado muchísimo cuando te he visto aparecer. De alguna manera, tenía la sensación de que todo esto me sobrepasaba.
– Maldita sea, pelirroja. Eso es precisamente lo que estoy intentando decirte.
Rebecca asintió lentamente y continuó:
– Pero Jake es mi hermano; es mi familia. Y no me importa lo que tenga que hacer ni el miedo que tenga que pasar para ayudarlo. Hasta que no demuestre su inocencia, nada va a impedir que intente ayudarlo.
Gabe la escuchaba, pensó Rebecca, pero no parecía comprenderla. Una extraña sensación se apoderó de su corazón mientras lo estudiaba detenidamente. Gabe le importaba. Lo apreciaba de una forma muy personal que no tenía nada que ver ni con su hermano ni con la extraña pareja en la que aquella investigación los había convertido. Aunque si no hubiera sido por ella, por supuesto, no habría tenido la menor oportunidad de conocerlo.
Estaba cansado, comprendió Rebecca. Sus ojos oscuros parecían casi negros cuando estaba agotado. Aquella era la primera vez que lo veía casi relajado, repantigado en la silla, con el pelo revuelto y una sombra de barba en el rostro. Pero incluso cuando se permitía dejarse llevar por el cansancio, su mandíbula conservaba el gesto de cabezonería y era evidente que estaba intentando encontrar un nuevo argumento para convencerla de que lo mejor que podía hacer era marcharse. Rebecca decidió emplear otra táctica, que, además, le permitía entregarse a sus ansias de saber algo más sobre él.
– Gabe, ¿tú tienes algún hermano? ¿O algún familiar por el que puedas sentir algo parecido?
– Tengo familia, sí, pero crecí en un mundo muy diferente al tuyo. Yo nací en los barrios bajos de Nueva Orleans. Mis padres se peleaban como pit bulls y el mayor de mis hermanos emprendió el camino del delito. El siguiente se marchó de casa en cuanto tuvo oportunidad y jamás volvió. Y yo escapé de aquel ambiente alistándome al ejército. Por lo que yo vi durante mi infancia, la gente que dice quererse es capaz de montar escenas más sangrientas que cualquier ejército, y eso te lo dice alguien que ha estado en unas cuantas guerras. Así que no, no tengo ningún familiar por el que sentir algo parecido.
– Lo siento -susurró Rebecca.
Gabe la miró sorprendido por su respuesta.
– No hay nada que sentir.
Pero Rebecca pensaba que sí lo había. Ella sacaba a menudo el tema de los bebés porque era una forma muy previsible de irritar a Gabe. Desde el primer momento, habían bromeado y discutido sobre sus formas enfrentadas de ver la vida: el idealismo de Rebecca contra el pragmatismo de Gabe. Reírse de Gabe por su actitud cínica le había parecido divertido… hasta que se había enterado de cómo había sido su infancia. Una infancia que parecía solitaria, dura y carente por completo de amor.
Rebecca siempre había creído en el amor, la familia y los hijos y sí, incluso creía en la bondad del ser humano. Nunca había pensado que sus valores pudieran considerarse altruistas o idealistas, simplemente, creía que eran lo único que realmente importaba. Y no podía menos que compadecer a Gabe por haberse visto privado de ellos.
– ¿Y ahora por qué me miras así? -le preguntó Gabe con recelo.
– Por nada. Solo estaba preguntándome si en todo este tiempo habrías encontrado a alguien a quien querer.
– He encontrado muchas personas a las que querer, pequeña. Pero nunca he creído en ese amor romántico que supuestamente dura para siempre. La vida me ha tratado condenadamente bien. Nunca he necesitado aferrarme a la ilusión de mejorarla -frunció el ceño bruscamente, como si estuviera confundido por el rumbo que había tomado la conversación-. Volvamos al tema de tu vuelta a casa.
Rebeca se estiró en la silla y se levantó. El efecto de un día muy largo y de una cena copiosa la golpeó con la fuerza de un sedante. Solo había dormido unas cuantas horas durante los últimos dos días y las heridas y la tensión estaban empezando a hacerle sentirse tan maltrecha como un perro apaleado.
– Gabe, lo siento, no te enfades, pero no pienso ir mañana a ninguna parte. Además, en cuanto apoye la cabeza en la almohada, pienso quedarme en estado de coma durante doce horas por lo menos.
Gabe se levantó de la silla tan rápidamente que Rebecca sospechó que estaba deseando poner fin a aquella conversación.
– Lo de dormir me parece una buena idea. Tienes aspecto de estar destrozada.
– Por favor, creo que no podría soportar un cumplido más.
Gabe esbozó una inesperada sonrisa.
– No pretendía ofenderte…
Rebecca lo corrigió secamente.
– Tú siempre estás ofendiéndome… Y eso me afecta.
– Bueno, el caso es que pareces cansada. Y creo que lo único que te ha afectado ha sido esa copa de vino. Por cierto, ¿dónde están los zapatos? ¿Y dónde has dejado la llave de tu habitación?
– Deben de estar por ahí -miró a su alrededor, pero en vez de en la habitación, terminó fijando la mirada en su rostro.
De alguna manera, hasta entonces había interpretado la profundidad de sus ojos oscuros como un reflejo de su frialdad y no como expresión de soledad. Gabe creía en el honor, en la responsabilidad y en el deber. Incluso cuando estaba cansado, su postura era contenida, formal, tan rígida como la de un soldado; su actitud mostraba los valores que había encontrado en la vida para sostenerse. Sí, había encontrado valores, pero a Rebecca le parecía que no había conocido el amor.
Rebecca pretendía agacharse a recoger sus zapatos, pero, de alguna manera, descubrió que sus brazos, en vez de bajar, se alzaban hacia Gabe. Como este tenía ya la llave en la mano y estaba tendiéndosela, físicamente estaban muy cerca. Lo suficiente como para abrazarlo. Y el impulso de abrazarlo fue de pronto irresistible. Su corazón comenzó a concebir toda una serie de excusas. Rebecca odiaba imaginarse a Gabe durante la infancia, atrapado en un entorno violento, enfrentado a la rabia y a la soledad. Y aunque la irritara hasta la locura con aquel machismo que lo inducía a proteger a cualquier mujer que se cruzara en su camino, había estado a su lado durante los últimos días y…
Bueno, maldita fuera. Ninguna de esas razones era más que una excusa. Rebecca necesitaba abrazarlo. Y no había nada más complicado que esa simple necesidad.
Dos segundos después, le estaba rodeando el cuello con los brazos y el aire acondicionado de la habitación parecía sufrir una seria avería. La temperatura se elevó por lo menos treinta grados. Ni siquiera en los trópicos podía haber más calor que el que se había generado espontáneamente entre ellos. Porque era imposible que lo hubiera generado ella sola cuando lo único que había pretendido había sido darle un impulsivo e inocente abrazo.
Cuando la boca de Gabe descendió sobre los labios de Rebecca, se fundió con ellos, todos los pensamientos inocentes de la escritora se hicieron añicos. Porque nada inocente podía ser tan divertido. Y tan peligroso.
Rebecca no estaba del todo segura de cómo aquel abrazo había terminado convertido en un beso. Definitivamente, le iba a resultar imposible analizarlo. Lo único que sabía era que Gabe sabía a whisky, que el sabor de su boca no era un sabor dulce, sino un sabor punzante, intenso. Rebecca saboreó la boca de un hombre hambriento. Saboreó la boca de un hombre que estaba intentando advertirla de manera explícita de que un hombre adulto jamás apostaba solamente por algo tan inocente como un beso… y que ella era demasiado adulta como para estar tentando a un tigre sin ser consciente de lo que estaba haciendo.
Pero Rebecca no lo estaba tentando. Quizá debería haber recordado la peligrosa sensación de su primer abrazo. Pero en aquella ocasión todo era diferente. Posiblemente, nadie había besado a aquel tigre en particular desde hacía mucho tiempo; por lo menos con el cariño y la emoción que Rebecca estaba depositando en aquel beso, porque Gabe parecía a punto de explotar. Y no con brusquedad. Sino en respuesta a aquel deseo.
Deslizaba las manos por la espalda de Rebecca, estrechándola contra él, acariciándola, dejando que resbalaran por la seda del vestido como si quisiera que estuviera mucho más cerca de él. Los pequeños senos de Rebecca se aplastaban contra el musculoso pecho de Gabe, moldeándose contra sus contornos. Gabe olía a sol, a viento y en su cercanía se diluían todas las ilusiones que hasta entonces Rebecca había concebido sobre los hombres. Gabe no se parecía a ningún hombre de los que hasta entonces había conocido. Y lo que estaba sintiendo por él no se parecía a nada de lo que había experimentado a lo largo de su vida.
Rebecca jamás había tenido un átomo de sumisión en todo su cuerpo, pero aquella sensación de rendición no tenía nada que ver con la sumisión. Era más parecida a una sensación de pertenencia, como si sus huesos quisieran licuarse para fundirse con Gabe, como si toda la fuerza que valoraba en sí misma como mujer perdiera importancia cuando estaba con él.
Gabe alzó la mano y la hundió en su pelo. Rebecca saboreó su lengua. El cuello comenzaba a dolerle por la presión de los besos de Gabe, pero la lengua del detective le parecía un terciopelo húmedo, íntimo, que buscaba y atesoraba los rincones secretos de su boca. Oyó gotear un grifo. Y a pesar de tener los ojos semicerrados, vio las luces de la ciudad a través de la rendija de las cortinas. Y sintió la excitación de Gabe, palpitante, creciendo viva y ardiente contra su vientre.
No quería respirar. No podía. Aquello no estaba mal. Durante toda su vida, había confiado en lo que le decía su intuición por encima de lo que pudieran demostrarle los hechos. El calor se hacía cada vez más ardiente y con él crecía un deseo tan poderoso que apenas estaba preparada para comprenderlo, pero el intenso latir de su corazón continuaba manteniendo la loca promesa de que aquello estaba bien, de que incluso admitiendo su miedo, estaba bien que estuviera con él.
Las manos de Gabe vagaban por su cuerpo, acariciándolo y descubriendo sus contornos a través de la seda. Estrechó las manos contra su trasero y la estrechó contra él, haciendo la caricia más íntima, más sensual, más…
Rebecca aulló. Indudablemente, sobresaltándose más ella de lo que lo asustó a él. Desde luego, el grito no estaba destinado a poner reparo alguno a la rapidez con la que estaba extendiéndose aquel fuego, escapando por completo a su control. El problema era que tenía una vergonzante y enorme herida en el trasero, producto de su irrupción en casa de Mónica. Gabe retrocedió bruscamente.
– ¿Te he hecho daño?
– No. Bueno, sí. Pero no por lo que estás pensando -había tantas sensaciones lujuriosas circulando en su mente que no parecía capaz de decir nada coherente-. Estoy bien, pero es que me has rozado involuntariamente un moretón.
– Te aseguro que he rozado mucho más que un moretón deliberadamente -y dejó caer las manos más rápido que si acabaran de pasarle una patata caliente. Tenía la voz ronca, respiraba con dificultad y la mirada de sus ojos era puro fuego-. Maldita sea, Rebecca.
– Maldita sea, Gabe -repitió Rebecca. Pero su voz era muy dulce. Quería hacerle sonreír-. Besas endiabladamente bien, muchachito. Yo no tengo la culpa de que me gusten tus besos.
– No te estoy culpando de nada. Ni tú ni yo pretendíamos la química que ha surgido entre nosotros. Pero creo que los dos sabemos que permitir que esto vaya a más, o vuelva a suceder otra vez, no sería una buena idea.
– Digamos que no tenemos muchas cosas en común.
– Nos parecemos tanto como una mariposa y una roca -rápidamente, volvió a localizar la llave de la habitación, se la colocó a Rebecca en una mano y le puso los zapatos en la otra-.Te acompañaré a tu habitación -le dijo cortante.
Se dirigió con ella hacia la habitación y la vio entrar sin decir nada y frunciendo el ceño, como si quisiera advertirle que no se le ocurriera volver a probar nada. Una vez en el interior de su habitación, Rebecca tiró las llaves y los zapatos a la cama, se apoyó en la puerta cerrada y dejó escapar un enorme y agitado suspiro.
Gabe tenía razón, en realidad no tenían nada en común. Las razones de Gabe para estar en contra de la familia le habían quedado muy claras, pero el hecho de que comprendiera su pasado no cambiaba nada. Ella quería tener hijos. Quería formar una familia. Quería un amor verdadero y no tenía ningún sentido involucrarse sentimentalmente con un hombre que no valoraba la familia y el compromiso como ella lo hacía.
Pero su cuerpo todavía temblaba, todavía estaba vivo, despierto, enaltecido por aquellos besos salvajemente sensuales que había compartido con Gabe. El pulso corría acelerado por sus venas y tenía la sensación de que las rodillas se le habían convertido en gelatina.
Quizá fuera solo sexo. A lo mejor estaba tan impactada porque ningún hombre había alterado hasta ese punto sus hormonas. Y Gabe insistía en ser brutalmente sincero con ella. Había dejado muy claro que era un hombre con el que no debería involucrarse sentimentalmente.
Pero eso no quería decir que aquellos sentimientos tan salvajes y maravillosos desaparecieran. Y hasta que hubieran conseguido demostrar la inocencia de su hermano, iba a ser inevitable. Rebecca no podía recordar haberse sentido nunca tan perdida o insegura. Y sabía que corría el peligro real de perder la cabeza por Gabe a menos que tuviera mucho, mucho cuidado.
Capítulo 5
Cualquiera encontraría irónica la situación, pensó Gabe. Él, que pretendía que Rebecca saliera en el primer vuelo hasta Minnesota, era el que estaba montado en el avión, y solo.
El sol comenzaba a asomar por el horizonte cuando salía del aeropuerto de Minneapolis-St. Paul, cargando con el ordenador portátil, la bolsa del equipaje y un humor de perros. Gabe nunca había necesitado dormir mucho y la cabezada que había echado en el vuelo lo había refrescado. Había considerado la posibilidad de llevarse con él a Rebecca cuando había hecho los arreglos para el viaje, pero esta estaba tan agotada que sospechaba que se pasaría durmiendo todo el día. Además, estaba muy segura en aquel hotel de Los Ángeles. Le había metido una nota por debajo de la puerta para decirle que se había marchado. Pero, definitivamente, su destino no era asunto de aquella pelirroja cabezota.
Aunque sí era asunto de su querida mamá, pensó. Menos de una hora después, había abandonado su Lexus negro, porque por nada del mundo dejaría abandonada a su antigua Morgan en el aparcamiento de un aeropuerto, había tomado un rápido desayuno y estaba cruzando las puertas del edificio de Fortune Cosmetics. Un guardia de seguridad le pidió que se identificara antes de permitirle el acceso al ascensor privado, el único que llegaba al piso en el que estaban los laboratorios de pruebas y el despacho de Kate Fortune.
Sobre el papel, era Jake Fortune el que estaba asumiendo los costes del trabajo de investigación, y mientras Jake continuara en la cárcel y sin posibilidad de salir bajo fianza, los cheques los firmaba Sterling Foster, el abogado de la familia. Se esperaba que Gabe diera los informes y los resultados de la investigación a Jake y a Sterling, y así lo hacía. Pero trabajar con los Fortune no resultaba sencillo, y Gabe siempre había comprendido quién era la que movía los hilos en la familia.
Y Kate esperaba estar al corriente de cualquier acontecimiento que pudiera afectar a su clan. Ella prefería el contacto regular cara a cara, a las llamadas telefónicas y estaba dispuesta a pagar generosamente las molestias que eso podía suponer con tal de hacer las cosas a su modo. Pero hubiera o no dinero de por medio, Gabe habría estado dispuesto a ponerse a su servicio.
Aquella mujer le gustaba. Su primer contacto con la familia Fortune lo había hecho para investigar la supuesta muerte de Kate. Su avión se había estrellado en la selva cuando un secuestrador había intentado matarla. Se había encontrado un cadáver y todo el mundo había dado por sentado que era el de Kate. Pero, en realidad, Kate Fortune había conseguido saltar del avión antes de que se incendiara y había sido rescatada por una tribu de la zona. Una vez recuperada de sus heridas, había planificado cuidadosamente su vuelta a Minneapolis y había llegado justo a tiempo para la lectura de su testamento. Temiendo que sus enemigos intentaran matarla otra vez o utilizar a su familia en contra de ella si se descubría que no había muerto, había decidido permanecer oculta. Solo se había puesto en contacto con Sterling Foster, que además de ser el abogado de la familia, era también un buen amigo. Kate había pasado los dos años siguientes observando a su familia en la distancia y ejerciendo de vez en cuando el papel de casamentera. Pero a pesar de todas sus maniobras, no había podido evitar que su hijo mayor fuera acusado de asesinato.
Durante su primera reunión, Kate se había ganado el respeto y la admiración de Gabe. A pesar de que había rasgos de su personalidad que su hija compartía con ella, Kate Fortune era una mujer muy racional y fácil de tratar. Un hombre siempre sabía a qué atenerse con ella.
Kate, cosa que a Gabe no lo sorprendió en absoluto, estaba en pleno funcionamiento a las siete de la mañana. Antes de que Gabe hubiera tomado asiento ya había hecho llevar el café a su mesa. Teniendo en cuenta que era ella la propietaria de aquel imperio cosmético, su nuevo despacho era indiscutiblemente funcional, en él no había prácticamente nada superfluo. Las paredes eran de madera de teca y el suelo estaba cubierto por una lujosa alfombra oriental, pero el escritorio y los muebles eran muy sobrios y Kate llevaba puesta una aséptica bata de laboratorio.
– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando? -le preguntó Gabe.
Kate se echó a reír al oír la pregunta.
– Lo que yo hago es jugar, no trabajar, Gabe. Y llevo aquí desde las cinco de la mañana. Me encantan las primeras horas del día, sin llamadas de teléfono, sin interrupciones… Durante las horas de trabajo normales, no se puede hacer prácticamente nada -se puso unas gafas de montura dorada. Típico de ella, no estaba dispuesta a perder el tiempo-. Y dime, Gabe, ¿qué tienes para mí?
Gabe le puso al corriente de todo lo que había encontrado, desde los callejones sin salida hasta las pistas con alguna posibilidad de éxito. Cuando le entregó la copia de la carta que le había escrito Mónica a Tammy Diller, vio que Kate fruncía el ceño con expresión de perplejidad. No tardó mucho en leer aquellas pocas líneas, pero sí lo suficiente como para que Gabe pudiera estudiarla con atención.
Rebecca se parecía de una forma asombrosa a su madre. Hasta cierto punto. Kate debía estar a punto de cumplir los setenta años. Pero tanto su hija como ella eran de constitución flexible y delgada. Ambas tenían unos ojos inolvidables y una exuberante melena castaño rojiza, pero Kate tenía ya algunas hebras del color del acero que parecían hacer juego con la dureza de su personalidad y llevaba el pelo pulcramente recogido, tal y como correspondía a la juiciosa mujer de negocios que era.
Seguramente Kate utilizaba algunos de los cosméticos que habían hecho famosa a su empresa, pero no iba pintada en absoluto. Ni siquiera enfrentado al sol de la mañana, su rostro mostraba apenas arrugas. Arrugas que, por cierto, no se molestaba en esconder. Kate era una mujer fuerte, poco sentimental, y tenía un aire autoritario que era precisamente la razón por la que Gabe había conectado con ella desde el primer momento. Era una mujer astuta, dura y de principios. No se doblegaba ante nadie. Y, si Gabe tenía algo que decir al respecto, se había ganado el derecho a ser la directora de la empresa y además tenía un seco e irónico sentido del humor muy similar al suyo.
Pero Gabe no podía mirar a Kate, su constitución, su elegancia, su descarado sentido del humor y su implacable carácter, sin pensar en Rebecca. Sin embargo, para cualquier hombre era fácil hablar con Kate. Kate era una mujer realista, fría. Y Gabe no estaba seguro de que su hija pudiera reconocer el significado de la palabra realismo aunque estuviera leyéndola en un diccionario de letras gigantes.
Kate terminó de leer la carta y se la devolvió.
– Me temo que esto no demuestra la inocencia de mi hijo. Esperaba algo más, Gabe.
– Yo también esperaba poder traer algo más, pero todavía hay que remover mucha porquería hasta encontrarlo -jamás había intentado adular a Kate.
Y sabía que no tenía por qué hacerlo.
– Lo sé -lo miró a los ojos-. No puedo jurar que mi hijo sea inocente, te lo dije desde el primer momento. Pero quiero saber la verdad, quiero encontrar todas y cada una de las pruebas que nos lleven a encontrarla, sea esta la que sea. Y como el juicio es ya algo inminente, nuestro principal problema es la falta de tiempo. Necesitamos respuestas, las necesitamos ya. Cada día que pasa, coloca el caso de mi hijo en una situación más peligrosa -vaciló un instante, desvió la mirada hacia la ventana y la sostuvo allí durante un largo minuto antes de volverse de nuevo hacia él-. El nombre de esa Tammy Diller me inquieta, no sé por qué.
– Sí, te he visto fruncir el ceño mientras leías la carta. Por un momento, he pensado que habías reconocido el nombre.
– En realidad nunca he oído hablar de ninguna Tammy Diller. Pero me resulta curioso que las iniciales sean las mismas que las de Tracey Ducet -Kate levantó la mano, haciendo un gesto de impotencia-. Seguramente la coincidencia es solo casual. Solo el cielo lo sabe. Estoy tan preocupada por mi hijo que soy capaz de agarrarme a un clavo ardiendo. Pero el nombre de la señorita Ducet me ha venido a la cabeza porque esa mujer causó numerosos problemas a mi familia y desapareció justo antes de que pudiéramos acusarla de algo en concreto. ¿Conoces esa historia?
– Sí. Yo mismo estuve investigando el pasado de Tracey Ducet cuando llegó y dijo ser la heredera perdida de los Fortune. Pero como Tracey no se quedó durante todo el tiempo que hubiera sido necesario y no teníamos pruebas contra ella, no tuve ningún motivo para prestarle demasiada atención a la historia. ¿Por qué no me lo cuentas todo?
Kate, que era tan inquieta como su hija, se levantó y comenzó a caminar por el despacho como si el exceso de energía le impidiera permanecer sentada.
– Como ya sabes, yo levanté este imperio económico y siempre ha habido sanguijuelas y parásitos dispuestos a ganar dinero a nuestras expensas. Cualquiera que esté en un lugar como el nuestro debe esperarse esa clase de problemas. Tracey Ducet solo fue una caza fortunas más. Era una estafadora, una artista del engaño -se interrumpió de nuevo-. No me gusta hacerte perder el tiempo con esto. En realidad no tengo ninguna razón para pensar que pueda haber alguna relación entre Tammy Diller y Tracey…
– Y quizá no la haya. Pero si me cuentas toda la historia quizá podamos decidir si puede ser relevante o no.
Kate suspiró.
– Bueno, ya sabes que hace años di a luz a dos mellizos y uno de ellos fue secuestrado. La prensa le dedicó mucha atención a la noticia e incluso años y años después hemos estado encontrándonos con personas que dicen ser el heredero secuestrado. Y así es como Tracey entró en escena. Llegó a la conclusión de que podía hacerse pasar por la heredera perdida de los Fortune. Indudablemente, la razón por la que creía que podría engañarnos era su aspecto. Esa mujer se parece de una forma increíble a mi hija Lindsay… Le bastaría con sacarse el chicle de la boca y ponerse una ropa decente para ser la viva imagen de Lindsay.
– Pero tú sabías que era imposible que fuera su hermana, ¿verdad? -le preguntó Gabe.
– De forma incuestionable. El caso es que el FBI mantuvo reservada toda la información relativa al secuestro mientras duró la investigación con la esperanza de poder atrapar al secuestrador. Uno de los detalles que no trascendió nunca fue que el bebé secuestrado era un niño, Brandon. Era imposible que Tracey pudiera llevar su farsa hasta el final, por lo menos conmigo. El resto de la familia podría haberla creído. No estaban al tanto de todo lo ocurrido, puesto que ni siquiera ellos sabían que el bebé secuestrado había sido un niño. Y yo no estaba en condiciones de confesarles la verdad. Pero el caso es que Tracey desapareció antes de que hubiera ocurrido nada y fue imposible denunciarla. En realidad ella no violó ninguna ley. Así que siempre podría haber fingido ser una mujer inocente que había visto una fotografía de Lindsay y había llegado a la conclusión de que era la heredera perdida.
– Pero por la forma en la que la has descrito, no creo que haya una gota de inocencia en la señorita Ducet – repuso Gabe secamente.
– Yo estoy convencida de que es una auténtica tramposa -añadió Kate.
– Meteré sus datos en el ordenador, Kate, pero no quiero que te forjes falsas esperanzas. Por lo pronto, no me parece muy probable que ninguna de esas dos mujeres tenga relación con el asesinato de Mónica Malone.
– No, yo tampoco veo qué tipo de conexión puede haber.
Gabe alzó ligeramente la barbilla.
– En cualquier caso, es obvio que Tammy Diller sabía algo de Mónica, puesto que las dos estaban en contacto. Y, por otra parte, si la señorita Ducet estaba al corriente de que Mónica había estado involucrada en ese secuestro, es posible que se oliera otra forma de ganar dinero fácilmente y decidiera chantajearla.
– Sí, es una suposición esperanzadora, pero no sé cómo vas a demostrarla. Y me gustaría creer que eso puede suponer alguna diferencia para Jake, pero no estoy segura, Gabe. Incluso en el supuesto de que esa pequeña estafadora haya estado involucrada en un caso de chantaje, como no encontremos alguna prueba de que tuvo tanto motivos como una oportunidad para asesinar a Mónica, no conseguiremos que le retiren los cargos a mi hijo. ¿Sabes? Yo pensaba que había algo sospechoso en su repentina desaparición, y sé que la policía tiene un testigo que dice haber visto a alguien muy parecido a Lindsay por la zona, pero con la emoción de mi posterior aparición y al no tener ninguna prueba de su paradero, han dejado de lado esa información.
Gabe le dirigió entonces una larga mirada.
– Por favor, escúchame atentamente. Sé que estás preocupada, pero procura no olvidar que nosotros no tenemos que demostrar quién mató a Mónica. Lo único que tenemos que hacer es demostrar que había otro sospechoso en escena y ser capaces de hacer dudar de forma razonable de la culpabilidad de tu hijo. Y esa Tammy Diller continúa pareciéndome la mejor opción para ello. Hasta el momento, ha conseguido mantenerse oculta, pero ahora tenemos esa carta que la relaciona con Mónica y además sabemos dónde está. De hecho, pienso ir a Las Vegas en cuanto salga de aquí. Y la encontraré -se interrumpió un instante-. Hay otro problema del que también me gustaría hablar contigo.
Kate asintió, como si estuviera anticipando lo que le iba a decir.
– El transporte, por supuesto. Seguro que llegarías más rápido si pudieras volar en el avión de la compañía. Debería habértelo sugerido inmediatamente…
– No, no es eso, ya tengo el billete de avión. Lo del transporte puedo gestionarlo yo mismo. Es Rebecca el problema del que quería hablarte.
– ¿Rebecca? -Kate lo miró por encima del borde de sus gafas-. ¿Qué demonios tiene que ver mi hija con esta conversación?
Gabe nunca había sido un hombre especialmente sutil. Y una de las mejores cosas de tratar directamente con Kate era que con ella no le hacía falta serlo.
– Tu hija pequeña se ha metido en casa de Mónica como si fuera una vulgar ladrona y se ha dedicado a intentar sacar información de los miembros de una pandilla de uno de los peores barrios de Los Ángeles. Eso es lo que tiene que ver -frunció el ceño-. En lo relativo a su hermano, es exageradamente leal.
Kate se detuvo sobre sus pasos inmediatamente. Se apoyó en el escritorio y estudió el rostro de Gabe. Descubrió algo en su ceño sombrío y en sus ojos oscuros que despertó inmediatamente todo su instinto maternal. En aquel momento de su vida, el mayor de sus hijos se estaba enfrentando a un problema terrible, pero eso no significaba que quisiera menos a sus otros vástagos. En su corazón había espacio para todos ellos. Y su hija pequeña, aunque nadie se diera cuenta de ello, era idéntica a ella.
– La lealtad es uno de los defectos de la familia Fortune, lo sé -dijo con cierta ironía-. Un defecto que Rebecca y yo siempre hemos llevado hasta el final.
– El problema es que, por culpa de esa lealtad, Rebecca se cree capacitada para dirigir ella misma la investigación. Más aún, cree que es absolutamente necesario que se involucre en ella. No sé si lo has notado, pero Rebecca es bastante inquieta. La verdad es que me resulta tan manejable como un volcán -Gabe se levantó de la silla como si acabaran de pincharlo-. Y creo que si hay una persona que pueda controlarla, esa eres tú. Pídele que se aparte del caso, Kate.
– Oh, querido -musitó Kate. Sus astutos ojos no abandonaban en ningún momento el rostro de Gabe-. Me temo que yo nunca he tenido ningún control sobre Rebecca. De hecho, no creo que nadie lo tenga.
– Bueno, pues alguien tendrá que tenerlo -Gabe sacó las llaves del coche del bolsillo y las apretó con fuerza-. Yo no le he dicho en qué lugar de Las Vegas está esa Tammy Diller. Pero aun así me temo que de un momento a otro volará hasta allí y comenzará a fisgonear. No quiero ofenderte, Kate, pero tu hija tiene menos cerebro que un algodón de azúcar.
– Ya veo que está causándote problemas.
Kate intentó mostrarse comprensiva. No quería sonar divertida. Había estado observando a Gabe en la distancia desde hacía un par de años y lo había visto responder en otras ocasiones a situaciones de crisis. Hasta entonces, nada parecía alterarlo. Y era de lo más interesante darse cuenta de que su hija más pequeña lo había conseguido.
– ¿Hay algún hombre en su vida? ¿Alguien que pueda influir en ella? ¿Alguien que pueda obligarla a escuchar?
– Bueno, la verdad es que en su vida ha habido muchos hombres muy agradables. Pero nunca les ha dejado acercarse demasiado. Por lo visto, no es esa la clase de hombres que busca. Rebecca es la única de mis hijos que no se ha casado. Y créeme, me encantaría verla sentar cabeza, pero parece ser demasiado…
Cuando Kate se interrumpió para buscar la palabra adecuada, Gabe se sintió obligado a llenar ese vacío,
– ¿Maniática? ¿Imposible? ¿Obstinada? ¿Cabezota?
– Humm, veo que has pasado algún tiempo con ella. ¿Gabe? -lo vio apretar las llaves que tenía en la mano mientras empezaba a volverse hacia la puerta.
– ¿Qué?
Ya no había diversión alguna en la voz de Kate. Y tampoco en su corazón.
– Me importa un comino lo que tengas que hacer para conseguirlo, pero procura mantenerla a salvo. No dejes que le ocurra nada. Cuento contigo.
Bien, pensaba Gabe dos minutos después en el ascensor. Había, por supuesto, alguna posibilidad de que Rebecca no fuera tan estúpida e insensata como para ir a Las Vegas. Pero él pensaba convertir a Kate en su aliada y lo único que había conseguido había sido salir de su despacho cargando con otra responsabilidad.
Hasta el momento, solo tenía un montón de piezas revueltas del rompecabezas con el que pretendía resolver el misterio del asesinato de Mónica, pero ninguna de ellas parecía encajar. El relato de Kate sobre Tracey Ducet le había hecho recordar a otra de las enemigas de la familia, pero una familia con tanto dinero, siempre tenía un gran número de enemigos. El problema era que necesitaba encontrar el vínculo directo entre Tammy Diller y el asesinato de Mónica. La carta de esta última insinuaba un chantaje, pero la dificultad estribaba en intentar descubrir la historia que, según Tammy, Mónica tenía que esconder. Todo aquel asunto le olía a problemas a Gabe. Y donde había problemas, había un peligro potencial.
Mantener a Rebecca a salvo del peligro era una complicación a añadir a un trabajo de por sí complicado. Pero con o sin el mandato de su querida mamá, pensó Gabe, habría tenido que hacerlo.
Pero mantener a Rebecca a salvo de él mismo era otra cuestión completamente diferente. En el momento en el que Rebecca lo había rodeado con sus brazos, había tenido la sensación de quedarse sin cerebro. Las hormonas solo eran hormonas, pero había algo en aquella mujer que desestabilizaba todos sus asideros.
Por otra parte, Gabe no era un hombre al que le gustara imaginar problemas. Rebecca podría ser una idealista sin remedio, pero, seguramente, tendría una pizca de sentido común y estaría escondida en alguna parte. Y si el cerebro le funcionara, aunque solo fuera mínimamente, en ese momento estaría regresando hacia su casa, y no encaminándose hacia Las Vegas.
Rebecca apenas había abandonado el avión que la había llevado a Las Vegas cuando empezó a escuchar el tintineo de las máquinas tragaperras. Los agotados viajeros se abalanzaron hacia ellas, reanimados por el olor del dinero y el juego.
Rebecca estuvo a punto de sacar todo el dinero suelto que llevaba en la cartera y probar suerte. El juego era algo que llevaba en la sangre. Los Fortune siempre habían sabido apostar fuerte para sacar adelante su negocio. Su madre tenía la firme convicción de que todo lo que merecía la pena en la vida se conseguía a base de riesgos y que los cobardes no tenían posibilidad alguna de triunfar.
Sin embargo, pensó, hasta las tragaperras y la ruleta palidecían cuando las comparaba con Gabe. Aquel hombre sí que suponía un riesgo terrible, reflexionó Rebecca. Con él, hacía falta arriesgarlo todo antes de empezar a jugar y ni siquiera podía estar segura de que hubiera alguna posibilidad de éxito.
Al pensar en ello, se le llenaron los ojos de lágrimas. El estómago le sonaba y tenía un terrible dolor de cabeza. Hacía horas que no se peinaba y llevaba una camiseta que estaba tan arrugada como ella.
Pero tenía que pensar en su hermano, no en Gabe. De una forma u otra, iba a localizar a Tammy Diller. Aunque antes debería comer algo de verdad, preferiblemente una hamburguesa gigante con patatas fritas, y localizar un lugar en el que alojarse. Llevaba despierta desde el momento en el que Gabe había deslizado aquella nota debajo de su puerta en medio de la noche; estaba demasiado enfadada con él para poder conciliar el sueño.
La había abandonado. En realidad, aquel hecho en sí mismo no era ninguna sorpresa y reconocía que Gabe al menos había sido suficientemente educado como para hacerle saber que ponía pies en polvorosa. Pero aquel neanderthal le había ordenado en la nota que regresara a su casa. Había garabateado algo apenas inteligible sobre la necesidad de que se mantuviera a salvo. Pero Rebecca no pensaba permitir que aquel bruto sobre protector que parecía recién salido de las cavernas fuera a hablarle a su madre de ella.
Y como Gabe hubiera dejado preocupada a su madre, tendría que matarlo.
La mente de Rebecca volvió a poblarse de pensamientos de violenta venganza mientras recorría en taxi la ciudad de Las Vegas. Rebecca había estado en París, en Suiza, y había recorrido todo el país en viajes de negocios o de vacaciones. Pero, definitivamente, Las Vegas tenía una personalidad única. Las luces de neón resplandecían, las mujeres que caminaban por la calle podían ir vestidas con el más sofisticado satén o con unos sencillos vaqueros. Los carteles y letreros de la calle anunciaban locales en los que se permitía la prostitución. Y Rebecca miraba boquiabierta a su alrededor, tan feliz como una turista.
– ¿No tienes reservada ninguna habitación? -le preguntó el taxista.
– No -ni siquiera se le había ocurrido reservar un hotel por adelantado-. ¿Puede ser un problema?
– Si lo que quieres es jugar, pequeña, en esta ciudad nada es un problema -ya había parado para que Rebecca pudiera comprarse su hamburguesa gigante. Caramba, aquella era la mujer del dólar, pero si estaba dispuesta a detener el taxi para disfrutar de una dosis de comida rápida, mejor para él-, pero no estaría de más que me dijeras adonde tengo que dirigirme. ¿Quieres quedarte en el centro o prefieres buscar algún lugar en las afueras?
Para cuando la dejó en el Circus Circus, Rebecca ya estaba informada de que el taxista estaba divorciado y tenía dos hijos, el mayor de los cuales tenía ciertos problemas. Con su actual compañera sentimental no estaba casado, y esta era capaz de hacer explotar un bizcocho en el horno. A las mejores galerías comerciales de la ciudad se podía ir caminando desde allí y no, nunca había oído hablar de Tammy Diller, aunque en realidad no había muchas personas dispuestas a contestar preguntas en Las Vegas. Pero, aun así, su primo Harry podría recomendarle un buen restaurante. Compartió tanto tiempo con aquel taxista que, al salir de su vehículo, además de los veinte dólares correspondientes, le ofreció un fraternal abrazo.
El Circus Circus disponía de habitaciones libres. Y además parecía ser el único hotel de la ciudad en el que se permitía que se alojaran niños. Posiblemente no era el hotel más indicado para encontrar a Tammy Diller, pero un lugar con niños era lo menos extraño que Rebecca había encontrado en la ciudad hasta entonces.
Dormir un rato, una ducha y un cambio de ropa eran en aquel momento sus prioridades. La verdadera acción, le había comentado el taxista, no comenzaba hasta que se ponía el sol. Los jugadores serios rara vez salían antes del anochecer.
Rebecca giró la llave que le dio acceso a una habitación decorada en rosa y blanco, dejó en el suelo su equipaje, se dejó caer en la cama para probar la dureza del colchón y no volvió a levantarse hasta cuatro horas después. Aquella larga siesta la ayudó a despejarse. Llamó al servicio de habitaciones y pidió un vaso de leche y un sándwich de mantequilla de cacahuete, abrió las maletas y se metió en la ducha.
Había llegado la hora de acicalarse. Durante su primer recorrido por la ciudad, había podido ver que en realidad la ropa que uno llevara no tenía la menor importancia. La sudadera con la que había llegado podría haber servido. Pero ella tenía que encontrar a una estafadora, la supuesta señora Diller, y eso requería un atuendo digno de una artista de la estafa.
Rebecca no se había llevado nada de lame dorado. En realidad, no tenía ninguna prenda de ese estilo. Pero siendo una Fortune, podría tener un vestido de diamantes si lo necesitara.
Se duchó, se arregló el pelo con cuidado abandono, se pintó los ojos con los más finos cosméticos de Fortune, se enfundó unas medias negras y se perfumó generosamente. A continuación, se terminó la leche y el sándwich de cacahuete con la mirada puesta en su traje de noche.
Aquel vestido era más negro que el pecado, además de la prenda más ajustada que tenía: de manga larga y suficientemente discreto por delante, pero no por la espalda. En absoluto. Después de ponérselo, completó su atuendo con unos zapatos de tacón y cubrió todas las superficies de piel que su modelo dejaba al descubierto con las joyas más resplandecientes. Lo único que le quedaba ya por hacer era analizar críticamente su aspecto frente al espejo.
Quizá no hubiera logrado el efecto deseado, pero caramba, había hecho todo lo posible para que su disfraz resultara perfecto.
En el ascensor, dos hombres le hicieron proposiciones, lo que por lo menos le aseguró que su aspecto era suficientemente atrevido, pero se olvidó de ellos en cuanto el ascensor abrió sus puertas en el primer piso.
Antes de comenzar a buscar a Tammy Diller, imaginaba que era preferible saborear el ambiente de aquel lugar. De modo que, en un principio, se limitaría a recorrerlo. Había emoción, ruido y acción en cada rincón. Y a su alrededor parecían moverse a una velocidad vertiginosa toda clase de colores resplandecientes y luces intermitentes. Las camareras circulaban por las salas ofreciendo bebidas gratuitas. Las máquinas tragaperras tintineaban constantemente y cantaban los premios de los ganadores. Las mesas en las que se jugaba al black-jack y a la ruleta eran mucho más discretas y elegantes, pero también en ellas se respiraba la emoción del juego y las ansias de ganar. El brillo del riesgo resplandecía en las miradas de todos aquellos ojos desconocidos, y en algunas ocasiones, también el fulgor de la desesperación. Estudiar a los jugadores reavivó la imaginación de la escritora que Rebecca llevaba dentro. ¿Cuándo iba a tener otra oportunidad de adentrarse en un aspecto tan fascinante de la naturaleza humana?
Casi de forma accidental, se descubrió a sí misma en el segundo piso. La cuestión era que había oído la risa de un niño y había decidido asomarse por allí. No pretendía quedarse mucho tiempo. Pero aquel era un mundo tan alejado de la frivolidad que reinaba en el piso de arriba que resultaba fascinante. Los niños reían y corrían a su antojo mientras los actores del circo se empeñaban en divertirlos y entretenerlos por toda la planta.
Diez minutos después, Rebecca había ganado un peluche que decidió regalarle a un angelito rubio que lloraba lamentándose de su rodilla herida. Como Rebecca era un objetivo destacado y pronto se extendió el rumor de que regalaba sus premios, no tardó en ganarse la atención de una pequeña audiencia. El encargado del juego consistente en pescar patos no debería haberle permitido participar, puesto que era evidente que había superado los dieciocho años, pero su trabajo consistía en mantener felices a los niños y no pareció importarle quebrantar algunas normas.
Rebecca había ganado ya un unicornio blanco que pretendía regalar a uno de los pilludos que la observaban cuando se fijó en unos zapatos. Unos mocasines seguidos por las perneras de unos pantalones… La mirada de Rebecca pasó rápidamente por el bulto que se marcaba a la altura de la cremallera, recorrió el pecho que ocultaba una camisa de lino blanco, reparó en los largos brazos cruzados sobre un musculoso pecho y tragó saliva.
Solo entonces sus ojos se encontraron con los de Gabe. El corazón le latía a más velocidad que cuando era niña y temía encontrarse un caimán debajo de la cama. Gabe no era un caimán, pero, de hecho, tenía un aspecto tan vital, sexy y viril que podía poner en peligro a cualquier mujer.
Aun así, su expresión no dejaba ningún lugar a dudas sobre su enfado.
Los niños se dispersaron. Y si Rebecca hubiera sido suficientemente baja, habría intentado camuflarse entre ellos. Durante más de un minuto, Gabe permaneció en silencio, recorriéndola con la mirada de la cabeza a los pies, desde los rizos alborotados de su pelo pasando por el estrecho vestido negro y las esbeltas piernas enfundadas en las medias. Algo se encendió de pronto en su mirada. Calor. Definitivamente, calor. Pero parecía estar mucho más motivado por la furia que por el deseo.
– Vaya, hola -lo saludó Rebecca alegremente-. ¿Por… por casualidad estabas buscándome?
– Dios mío, no. Sabía que habrías sido suficientemente sensata como para regresar a Minnesota. Estaba seguro de que habrías atendido a razones, habrías comprendido que, además de peligroso, lo que estás haciendo es contraproducente. Me estaba diciendo a mí mismo que no tenía que preocuparme por ti. Al fin y al cabo, pensaba, eres una mujer con cerebro, y contaba con que lo usarías.
– Gabe, tranquilízate. Si vas a regañarme en público, tendré que darte un puñetazo en la nariz, y no me gustaría asustar a los niños. Y sí, claro que he atendido a razones. El problema está en que tú y yo no razonamos de la misma forma. Y además, sabes que he descubierto muchas pistas que tú no habrías sido capaz de encontrar por ti mismo, así que creo que he demostrado con creces que puedo ser una verdadera ayuda.
Táctica equivocada, decidió. Gabe profundizó su ceño de forma estremecedora. Sus ojos resplandecían como rescoldos de carbón. Quizá fuera preferible distraerlo para que pensara en otra cosa.
– ¿Cómo diablos me has encontrado?
– Ha sido fácil. La mayor parte de los hoteles de esta ciudad están diseñados únicamente para adultos. Hay muy pocos lugares para alguien que se declara adicto a los niños. Si estabas en Las Vegas, tenías que estar aquí. ¿Dónde están tus zapatos, por cierto?
– ¿Mis zapatos? -bajó la mirada hacia el suelo. Las medias se le habían dado prácticamente la vuelta. No se recordaba a sí misma habiéndose quitado los zapatos, pero estaba segura de que no andarían muy lejos-. Yo… no sé. Pero seguro que están por alguna parte…
– Bueno, vamos a buscar tus zapatos, pelirroja. Y después tú y yo tendremos una corta conversación.
Capítulo 6
Gabe podría querer hablar, reflexionó Rebecca. pero advirtió que no había sugerido la privacidad de una de las habitaciones del hotel en el que estaban alojados para hacerlo. Al parecer, aquella noche no estaba dispuesto a correr riesgos. Con cierta diversión, y no menos fascinación, Rebecca comprendió que la estaba tratando con la misma tranquilidad con la que se habría enfrentado a un puma suelto.
Rebecca se quitó por segunda vez los zapatos de tacón. En realidad no tenía ninguna razón para no hacerlo. Dudaba que a nadie en aquella ciudad se le hubiera ocurrido hacer ningún comentario aunque hubiera salido a pasear completamente desnuda. Excepto Gabe, quizá, pero los pies le dolían después de haber pasado tanto tiempo de pie con aquellos zapatos de tacón.
No había escasez alguna de bares, ni dentro ni fuera de los casinos, pero Gabe eligió uno particularmente tranquilo, y además la condujo hasta la mesa más apartada del local. Los números del Keno resplandecían sobre la barra, pero era más prudente apartarse del incesante parpadeo de las luces. Los asientos de las sillas eran de un exuberante terciopelo rojo y descansaban sobre la más mullida de las alfombras. Las faldas de damasco azul marino que cubrían la mesa servían también para ocultar los pies descalzos de Rebecca y una seductora vela titilaba en medio de la mesa.
Gabe pidió una cerveza y elevó los ojos al cielo cuando Rebecca pidió para ella un vaso de leche. Ya estaba, pensó Rebecca. El sentido del humor de aquel hombre era revitalizante. Seguramente, una copa de brandy la habría ayudado a dormir mejor, pero también lo haría la leche. Desde que la había obligado a alejarse de los niños, Gabe no había dejado de fruncir el ceño ni un solo segundo. Pero en cuanto el camarero les sirvió las bebidas, el detective dio un par de sorbos a su cerveza y adoptó una expresión que insinuaba que estaba dispuesto a mostrarse razonable.
Aunque quizá Rebecca estuviera siendo demasiado optimista. Gabe comenzó la conversación exponiendo amable y escrupulosamente toda la información que había obtenido sobre Tammy Diller. Rebecca estaba asombrada de que de pronto se mostrara tan voluntarioso, abierto y colaborador. Al menos con ella. Pero poco a poco, fue dándose cuenta de algo obvio. Aquel listillo no quería que ella supiera nada. Lo único que estaba haciendo era dejar caer la información suficiente como para convencerla de que esa Tammy era una delincuente peligrosa a la que una ingenua consumidora de leche debería evitar.
Rebecca subió uno de los pies a la silla, mucho más interesada en la información que le estaba proporcionando el detective que en su ridícula estrategia para hacerla volver a su casa.
– Así que ahora ya estamos seguros de que Tammy está utilizando una identidad falsa, y que también lo ha hecho antes. Sabemos que viaja con su novio, tiene treinta y cinco años y es una mujer atractiva. A juzgar por los gastos que ha cargado a su tarjeta de crédito, es una mujer de gustos caros. Y también podemos demostrar que estuvo en Minneapolis, alojada en un hotel, alrededor de la fecha en la que Mónica fue asesinada. Quizá no sea suficiente, pero si conseguimos encontrar alguna prueba directa, es probable que nos sirva para demostrar la inocencia de mi hermano. También sabemos que no tiene ni trabajo ni ninguna fuente de ingresos que le permita financiar el tren de vida al que está acostumbrada. ¿Me he olvidado de algo hasta ahora?
– No, de nada. Ese es todo el paquete de información del que disponemos.
– Maldita sea, Gabe. Estamos tan cerca… Sé que esa mujer es la que mató a Mónica. Puedo olerlo. Y si pudiéramos conocerla personalmente, encontrar la manera de hablar con ella, estoy convencida de que podría descubrir el vínculo que la une a Mónica… Por cierto, ¿en qué hotel dices que está alojada?
– No pierdas el tiempo dirigiéndome esas miraditas inocentes, pequeña. No te he dicho el hotel en el que está alojada ni pienso hacerlo. Solo hay una razón por la que te he puesto al corriente de todo esto…
– Confía en mí. Puedo imaginarme perfectamente esa razón. Quieres intentar convencerme, por enésima vez, de que me aparte del caso -bajó varias octavas la voz para imitar el tono de barítono malhumorado de Gabe-. La señorita Diller todavía no tiene todas las cartas contra ella, pero todas las pruebas apuntan cada vez más en su dirección. Y si existe la más remota posibilidad de que haya estado involucrada en el asesinato de Mónica, no le hará ninguna gracia que aparezcan de pronto unos desconocidos dedicados a fisgonear en su vida. De hecho, creo que hasta la irritaría. Y no creo que sea buena idea irritar a una mujer capaz de matar. Estarías mucho más segura si regresaras a tu casa y te dedicaras a hornear galletas de pasas, de chocolate, de…
– Vaya, al parecer has adivinado palabra por palabra el que iba a ser mi discurso. Excepto por lo de las galletas, claro. Como comprenderás, no iba a arriesgarme a recibir un mamporro por culpa de un comentario sexista.
– Eh, no te preocupes, no te ha habría ocurrido nada. Me encanta hacer galletas. De hecho, estaré más que encantada de volver a mi casa y hacer justamente eso… en el mismo instante en el que mi hermano salga de la cárcel y dejen de acusarlo de asesinato -su voz se tornó serena.
Había renunciado ya a que Gabe comprendiera su punto de vista. Pero todavía esperaba que fuera capaz de aceptar que aquella no era una cuestión a la que pudiera darle la espalda.
Gabe se aclaró bruscamente la garganta.
– Podrías terminar tú misma en la cárcel si continúas desnudándote en público.
En un primer momento, Rebecca pestañeó, sin entender muy bien el giro tan brusco que acababa de tomar la conversación, pero de pronto se echó a reír:
– Vaya, si solo me he quitado los zapatos… de momento. Pero las joyas me estaban volviendo loca. Pesan demasiado…
Se desabrochó la gargantilla y la dejó encima de la mesa, al lado del brazalete y los pendientes que había ido quitándose a lo largo de la conversación. La única joya que siempre le había gustado llevar era el brazalete de su madre.
La llama de la vela se reflejaba en el oro de las joyas, haciéndolas resplandecer como el fuego y su brillo alcanzaba la mirada de Gabe. Sin joyas, sin zapatos y acurrucada sobre una pierna… Rebecca fue de pronto consciente de que, cuando estaba con Gabe, se olvidaba de todas las formalidades. Desde el principio, había confiado instintivamente en él; lo suficiente al menos como para sentirse completamente libre a su lado. Pero la respuesta de Gabe a su presencia parecía ser exactamente la contraria. El pobre hombre estaba volviendo a pasarse la mano por la cara otra vez.
– ¿No puedes guardar todas tus joyas en el bolso antes de llamar la atención de todos los ladrones y estafadores que hay por los alrededores?
– No he traído bolso, Gabe. Y los diamantes no son verdaderos, solo buenas imitaciones. Si tanto te preocupa, no me importaría nada que te las guardaras en el bolsillo.
Gabe no tardó en hacer desaparecer las joyas de vista.
– Si no has traído bolso, ¿dónde guardas la llave de tu habitación?
– En el zapato -alargó la mano hacia su vaso de leche-. Junto con una moneda de cuarto de dólar. Creo que no podré quitarme esa costumbre ni a los noventa años. Es una regla que me inculcaron cuando tenía solo cuatro años: siempre debía llevar encima algo de dinero para poder llamar a casa. ¿Sabes? Creo que mañana iré a uno de esos prostíbulos.
El último comentario de Rebecca hizo que Gabe estuviera a punto de atragantarse con la cerveza.
– ¿Perdón?
– No me digas que no has visto todos los letreros que hay por la ciudad. Aquí la prostitución es legal.
– Ya sé que aquí la prostitución es legal. Pero me temo que todavía me está resonando en los oídos el ruido de las tragaperras porque sé que no has podido decir una locura tan grande como que estás pensando en acercarte a uno de esos prostíbulos.
– Me has entendido perfectamente, encanto -Gabe parecía reaccionar mucho mejor cuando no lo dejaba pensar durante demasiado tiempo, así que decidió continuar-. En Las Vegas hay información valiosísima para una escritora de novelas de misterio. Jamás en mi vida he visto un ludópata. Ni un estafador. Y, por supuesto, tampoco he tenido nunca oportunidad de visitar un prostíbulo.
– Estás intentando provocarme un infarto -la acusó Gabe.
– Es solo una cuestión de curiosidad.
– ¿El que yo tenga un infarto?
– No, tonto. ¿Has estado alguna vez con una prostituta? -sacudió la mano-. No malgastes saliva diciéndome que a ti no te hace falta pagar para hacer el amor. Evidentemente, ya lo sé. Eres adorable, monada. Y además eres un hombre adulto, me cuesta imaginarme que pudieras encontrarle ningún atractivo a un acto puramente sexual, sin… -se interrumpió de pronto-. ¿Te duele la cabeza?
Gabe dejó de frotarse la frente.
– Creo que va a terminar doliéndome. Intentar seguir esta conversación podría provocarle una jaqueca a cualquiera. No sé por qué, pero no podía imaginarme a una bebedora de leche haciendo este tipo de preguntas. Tú… eh, ¿sueles hacer preguntas sobre su vida sexual a los hombres con los que sales?
Rebecca elevó los ojos al cielo con un gesto tan remilgado como el de una monja.
– Seguro que has estudiado en el mismo colegio en el que se educó mi padre. Él siempre decía que las mujeres no debían hablar ni de sexo, ni de religión ni de política, pero me temo que a mí esa lección me entró por un oído y me salió por el otro. Adoro los tres temas. Y además soy escritora. ¿Cómo voy a aprender nada si no hablo con la gente y no hago preguntas? Eso forma parte de mi trabajo.
– Lo que quieres decir es que tu trabajo es una buena excusa para ser una entrometida.
– Eso también -sonrió de oreja a oreja-. Pero a ti tu trabajo también te sirve de excusa para entrometerte en la vida de los demás, así que será mejor que te lo pienses antes de lanzar la primera piedra. Además, estás eludiendo mi pregunta. Sé que algunos chicos acuden a… eh, a trabajadoras del sexo para perder su virginidad. Es como un rito de iniciación, por decirlo de alguna manera.
– Creo que ni una garrapata se aferraría con tanta insistencia a su presa. ¿Por qué tienes tanto interés en sacar este tema?
– Solo quiero una respuesta.
– Muy bien. La respuesta es no, nunca he estado con una prostituta. Ni para realizar un rito de iniciación ni para ninguna otra cosa.
– Pero entonces… ¿cómo perdiste la virginidad?
– Una mujer casada de treinta y tres años me sedujo cuando yo solo tenía catorce. Y ahora, ¿estás contenta después de haberme sonsacado esa información?
– Dios, te sedujo una señora Robinson de carne y hueso -Rebecca dejó el vaso de leche en la mesa con un gesto brusco-. Eso es abuso de menores.
– Esa es una historia que olvidé hace mucho tiempo -la corrigió él.
– Por supuesto que no, Devereax. Nadie olvida su primera vez. Tanto si es buena como si es mala, esa primera experiencia tiene una enorme influencia en nuestras relaciones con el sexo opuesto, en lo que pensamos que es el sexo, en cómo vivimos la relación entre hombres y mujeres…
– Eh… ¿Rebecca? No sé qué libro de psicología has leído, pero me temo que la palabra «relación» no tiene mucho que ver con la experiencia de la que te estoy hablando. Ella estaba caliente y no tenía prejuicios morales de ningún tipo. Imaginó que un adolescente siempre estaría dispuesto a hacer el amor. Y yo lo estaba. Cuando me enteré de que estaba casada, me alejé de ella y fin de la historia. Y ahora, supongo que ya te has terminado ese vaso de leche y estás dispuesta a irte a la cama, ¿no?
– Todavía es demasiado pronto.
La voz de Gabe reflejaba una falsa desesperación, un rasgo típico de su irónico humor, reflexionó Rebecca. También advirtió que se había desabrochado el primer botón de la camisa y había estirado las piernas. De modo que, por mucho que pretendiera fingir que estaba horrorizado con aquella conversación, lo cierto era que poco a poco había ido relajándose. De hecho, estaba disfrutando de aquella charla. Rebecca se preguntaba si sería consciente de ello.
– No creas que te he estado haciendo esas preguntas porque sí. Toda esa historia de la señora Robinson y las prostitutas es muy relevante para intentar localizar a Tammy Diller.
– Estoy deseando oír qué clase de lógica has utilizado para llegar a esa conclusión -replicó Gabe secamente.
Rebecca apoyó la barbilla en la palma de las manos. Estaba hablando completamente en serio.
– Bueno, haya llegado como haya llegado hasta allí, parece bastante probable que Tammy es una estafadora. Alguien que vive de su ingenio, si es que no vive de su cuerpo. Ni la ética ni la ley parecen formar parte de su lista de preocupaciones. Es una mujer que ama el riesgo. Posiblemente, ni siquiera le parezca atractivo ganar algo de manera honesta. Las intrigas deben resultarle más divertidas, mucho más desafiantes. Y si está intentando dar el golpe de su vida, debe andar pendiente de todas las ocasiones de ganar dinero rápido que haya en esta ciudad.
Gabe sacudió la cabeza.
– Jamás habría podido imaginar que ibas a llegar a tantas conclusiones con la poca información que te he dado, pero acabas de ganarte diez puntos por tu intuición. A esa misma conclusión he llegado yo también, pero, aun así, no sé a donde quieres llevarnos con todo esto.
– Solo estoy intentando meterme en su cabeza. Si está en la ciudad, ¿dónde podríamos encontrarla? ¿A quién procurará rondar? Yo diría que estará intentando atrapar al primer polluelo millonario con el que se encuentre. Y hablo en serio cuando digo que debería acercarme a un prostíbulo…
– No -la interrumpió Gabe-, tú no.
– Ahora, es cierto que no tengo ninguna razón para pensar que voy a encontrarla en un lugar de ese tipo y nada de lo que hasta ahora me has dicho me hace pensar que sea una prostituta. Pero aun así, creo que hay un común denominador en las personalidades de esa clase, Gabe. No creo que sea muy diferente una mujer que utiliza su cuerpo para ganarse la vida de Tammy, que, al fin y al cabo, en eso de utilizar su cuerpo como cebo tiene todo un historial. Y, maldita sea, todo esto continúa recordándome algo que no acierto a concretar.
– Probablemente Tammy te recuerde a alguno de los personajes de ficción que aparecen en tus libros. Quizá me equivoque, pero no creo que hayas frecuentado a muchas prostitutas en la vida real, pelirroja.
A Gabe le encantaba dejar caer ese tipo de comentarios sobre su privilegiada vida. Pero Rebecca no iba a morder el anzuelo en aquella ocasión.
– La cuestión es que encontrar a Tammy es un problema, pero saber cómo manejarla es otro. Supongo que si tuviera oportunidad de hablar con alguna de esas damas de la noche, podría comprender mucho mejor cómo…
– Rebecca, léeme los labios: para empezar, nadie va a dejarte entrar en un prostíbulo. Eres una mujer y ese no es precisamente el tipo de cliente que están buscando. Y, en segundo lugar, como se te ocurra acercarte a uno de esos lugares, te estrangularé con mis propias manos.
– ¿Gabe?
– ¿Sí?
– Estoy completamente segura de que tienes un carácter fuerte. También estoy convencida de que podrías salir vencedor en cualquier pelea callejera. Pero incluso en el caso de que te enfadaras tanto como para salirte de tus casillas, jamás me pondrías un dedo encima.
A Gabe no pareció gustarle oír aquella verdad tan obvia porque intentó fulminarla con una de sus miradas furiosas. Rebecca inclinó la cabeza, miró por debajo de las faldas de la mesa camilla para buscar los zapatos y se incorporó sosteniendo los zapatos de tacón en una mano.
– Un día de estos, voy a preguntarte de dónde sacas ese carácter tan protector. Pero ahora mismo tengo que irme a la cama. Estoy tan cansada que apenas soy capaz de mantener los ojos abiertos.
– Todavía no hemos terminado esta discusión.
– Lo sé. ¿Quieres que nos veamos mañana al medio día? ¿Quedamos en el vestíbulo del hotel?
– Sí, de acuerdo.
Rebecca se levantó y fue incapaz de contener un bostezo. Había toneladas de emociones tras los oscuros y sombríos ojos de Gabe. Frustración, una respuesta que Rebecca parecía evocar siempre en Gabe. Alivio, como si intentar hablar con ella lo dejara exhausto y estuviera encantado de que por fin hubiera decidido meterse en la cama. Pero había también otro sentimiento revoloteando en su mirada.
Surgió únicamente en el instante en el que posó los ojos sobre ella y reparó en el brillo de sus desordenados rizos a la luz de la vela, en su esbelta figura enfundada en el vestido negro, en su cremosa piel reflejando el resplandor y las sombras provocadas por el fuego. Hasta entonces, no había habido deseo en su mirada. Como mucho, Gabe se había comportado con una respetuosa distancia. Pero por un instante hubo deseo. Deseo que fue sustituido rápidamente por una expresión de alarma. Rebecca se levantó de la mesa y se inclinó sobre él.
– Buenas noches, grandullón.
Gabe se quedó más quieto y helado que un cubo de hielo cuando Rebecca se agachó un poco más y, en un impulso, posó los labios sobre su frente. Fue un beso suave, rápido. Su contacto fue más ligero que el roce de una pluma y más rápido que un chasquido de dedos. Pero el corazón de Rebecca comenzó a latir de pronto a una velocidad vertiginosa. Estaba convencida de que tras ese cubo de hielo se escondía una fiebre incontenible.
Se irguió, evitando la mirada de Gabe como si pudiera morderla y, con deliberada despreocupación, se echó los zapatos al hombro.
– Intenta no preocuparte, estoy segura de que vamos a formar un gran equipo, querido.
Rebecca se escapó antes de que Gabe pudiera decir nada. En menos de cinco minutos desapareció en el ascensor, recorrió el pasillo a grandes zancadas y buscó refugio tras la puerta de su habitación.
Una vez allí, tiró los zapatos al suelo, se dejó caer en la cama y clavó la mirada en el techo. Su mente recreó el rostro de su hermano. Jake. Jake, con cincuenta y cuatro años, era significativamente mayor que ella y la última vez que lo había visto estaba en la cárcel. Siempre había sido un hombre atractivo, de natural distinguido, pero no allí. En la prisión lo había visto demacrado, todo su dinamismo y energía parecían haber quedado paralizados en aquella horrible celda. Adam, el hijo de Jake, le había confiado a Rebecca que pensaba que su padre no sería capaz de sobrevivir un año más si era condenado.
Y Rebecca tampoco creía que su hermano pudiera sobrevivir a una condena.
Gabe pensaba que estaba jugando a hacer de detective con aquella investigación, lo sabía. Pero no era cierto. Rebecca tendía a bromear cuando tenía miedo. Esa era su manera de enfrentarse a la adversidad. La familia hacía tiempo que la había etiquetado como «la intrépida Rebecca» porque se metía en los problemas de cabeza, a su manera, y nadie la había visto asustarse por nada.
Pero la aterraba fallar a su hermano.
Y cada vez estaba más asustada por sus inquietantes sentimientos hacia Gabe. Bastaba un simple beso, solo una muestra de afecto, para que el pulso se le acelerara como el motor de un coche avenado. Rebecca siempre había confiado en su intuición. Siempre había escuchado a su corazón, pero incluso una intrépida optimista, una amante del riesgo debería ser capaz de reconocer el peligro cuando le estallaba en pleno rostro.
Gabe la atraía como una tormenta en una calurosa noche de verano. Gabe la conmovía y, desde que lo conocía, no había vuelto a sentir nunca aquella árida soledad que tantas veces la asaltaba. Cuando estaba con él, aunque fuera solamente hablando, surgía entre ellos una conexión casi eléctrica.
Pero por encima de cualquiera pulsión sexual, Gabe le recordaba a su hermano. Dios. Y no precisamente porque sus sentimientos hacia él fueran fraternales. Pero Gabe también parecía sentirse atrapado. Había prisiones y prisiones y Gabe parecía haber levantado unas rejas que lo separaban de la esperanza y el amor.
Pero sería una condenada estúpida si pensara que ella podía atravesar aquellas rejas. Gabe no deseaba sus besos. Lo había dejado claro como el agua. Era un hombre anti familias, anti hijos, y aunque fuera su duro pasado la fuente de aquellos sentimientos, eso no significaba que Rebecca tuviera la capacidad de cambiarlos… O de cambiarlo a él.
Rebecca se sentía tan perdida intentando ayudar a su hermano como intentando comprender a Gabe. Sin embargo, ambos podrían resultar igualmente heridos si cometía algún error. Desgraciadamente, no podía permitirse el lujo de fallarle a su hermano.
Y tenía un miedo creciente a perder su corazón si no ponía algún cuidado entre sus sentimientos y Gabe.
Gabe pasó al vestíbulo haciendo tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo, sacó la mano y volvió a mirar el reloj. Eran las tres en punto. Bueno, las dos y cincuenta y seis para ser exactos. Pero cuatro minutos de diferencia eran una minucia.
Gabe nunca se dejaba llevar por el pánico. Podía ocurrir cualquier crisis y él permanecía frío como un témpano. Por el amor de Dios, si hasta había ganado un par de medallas en las Fuerzas Especiales por ser capaz de mantener la cabeza fría en cualquier situación.
En aquel momento, sin embargo, la adrenalina corría a borbotones por sus venas y lo tenía a punto de combustión. ¿Dónde demonios estaba esa maldita pelirroja?
No debería haber confiado en ella, no debería haberse mostrado de acuerdo en citarse con ella a las doce. Diablos, para esa hora Rebecca podía haber causado un par de guerras mundiales. Gabe la había llamado a su habitación a las nueve. No había obtenido respuesta. Había vuelto a llamarla a las diez, y después a las once. A las doce había llegado al vestíbulo y allí había vuelto a la una y a las dos.
Salió una vez más del hotel, cerró la puerta tras él y miró en ambas direcciones. El sol abrasador del medio día lo obligó a entrecerrar los ojos. Los taxis hacían sonar las bocinas y docenas de peatones atestaban las aceras, pero no había señal alguna de aquella pelirroja.
Gabe volvió al interior del hotel, se pasó la mano nervioso por el pelo y miró una vez más el reloj. Las dos cincuenta y cinco. Solo habían pasado tres minutos desde la última vez. Cuando consiguiera atraparla iba a matarla. Y como se le hubiera ocurrido meterse en algún lío, la muerte iba a ser todavía peor.
Lo único que evitaba que terminara entrando en erupción como un volcán era que en el fondo estaba seguro de que Rebecca no se había metido directamente en ningún problema, porque si así hubiera sido, él habría estado a su lado. Mantener a Rebecca a salvo era un trabajo a tiempo completo, pero, maldita fuera, a él le estaban pagando por realizar un trabajo serio. Rebecca no podía haber localizado ni a Tammy Diller ni a su amigo porque era imposible que los hubiera encontrado antes que él.
Gabe ya había conseguido la dirección del apartamento que esos dos habían alquilado en las afueras de la ciudad. Una vez obtenida la dirección, había ido hasta allí, había dado una vuelta por los alrededores y había estado hablando con sus vecinos. Los dos eran de sobra conocidos en aquel destartalado lugar, pero, al parecer, estaban temporalmente fuera.
En cualquier caso, una vez localizada su base de operaciones, podían esperar.
Bueno, Gabe podía esperar. Pero Rebecca no.
De todas formas, se aseguró Gabe a sí mismo, era imposible que Rebecca pretendiera ir a uno de los prostíbulos de la ciudad. A Rebecca le gustaban las bromas. Muchas veces lo llamaba «monada» y «muchachito» para sacarlo de quicio. Parecía encontrar un placer inmisericorde en sacarlo de sus casillas.
Y la verdad era que a Rebecca le bastaba con entrar en la misma habitación en la que estaba él para ponerlo a cien. Y no lo estaba pensando en un sentido metafórico. El vestido que se había puesto la noche anterior podía tentar hasta a un monje. Aquellas piernas largas, su melena salvajemente sexy, el brillo malicioso de sus ojos… Aquella mujer era una prueba, decidió Gabe. Una especie de test que determinaría si había una mujer en el mundo capaz de conducirlo a la locura, de hacerle olvidar el autocontrol con el que había contado durante toda su vida de adulto.
Gabe fulminó con la mirada a cuanto desconocido se encontraba en el vestíbulo, volvió a pasarse la mano por el pelo y se dirigió con paso firme hacia los teléfonos. Llamaría a su habitación una vez más. Y si no contestaba en aquella ocasión, no sabía lo que iba a hacer. Comenzaría a llamar a hospitales, a la policía, a los marines… a su madre. Aunque estaba convencido de que ninguno de ellos sería capaz de controlar a esa endemoniada mujer.
Acababa de levantar uno de los teléfonos del vestíbulo cuando vio una ráfaga de color pasando a toda velocidad ante él.
Lo primero que reconoció fue el trasero. No había muchas mujeres por los alrededores con un trasero como aquel. En un callejón oscuro y con los ojos vendados, Gabe habría reconocido aquel trasero minúsculo. Colgó el auricular. El miedo que minutos antes se aferraba a su pulso fue cediendo poco a poco. Rebecca no estaba herida; no parecía haberse metido en un problema serio.
Pero iba a tal velocidad que habría resultado más fácil detener a una bala. Aun así, Gabe fue capaz de reconocer la enorme camiseta con un dibujo de Mickey Mouse, los vaqueros con tirantes, las zapatillas deportivas con los cordones fluorescentes y el brillo dorado de su muñeca. Aquel día su pelo era una auténtica maraña de rizos, no llevaba nada con lo que dominarlo. Y a esa velocidad, si no la conociera, Gabe la habría confundido con una adolescente de doce años.
Pero Gabe no solo la reconoció. Sino que se sintió terriblemente conmocionado por ella. No podía comprender por qué iba vestida de una forma tan infantil, pero, definitivamente, era una ráfaga de color y vida en un vestíbulo que parecía terriblemente pálido y mortecino hasta que ella había entrado. El alivio inundó todo su torrente sanguíneo.
Gracias a Dios, Rebecca estaba viva… De modo que podría matarla.
– ¡Gabe! -por fin lo vio. Abriéndose paso entre los huéspedes y los viajeros que iban y llegaban con sus maletas, galopó hasta él. Su entusiasta sonrisa era más luminosa que el mismísimo sol-. ¡A qué no adivinas lo que he descubierto!
Rebecca no parecía tener la menor idea de que Gabe pretendía fregar el suelo con su cabellera. Aquella maldita pelirroja estaba tan emocionada que se abalanzó sobre él y le rodeó el cuello con los brazos.
Capítulo 7
– Llegas tarde.
En realidad, Gabe pretendía gritar aquella amonestación, pero parecía haberle ocurrido algo a su voz. Por un instante, cuando le rodeó el cuello con los brazos, Rebecca estuvo imposiblemente cerca de él. Su pelo olía como las fresas frescas, tenía los labios entreabiertos y su piel era suave como la de un bebé. Y de pronto Gabe sintió que se le secaba la garganta.
El detective sabía que para Rebecca aquello solo era un gesto de afecto producto de su exuberante impulsividad. Algo típico de ella. Rebecca jamás dejaba de expresar sus sentimientos. Confiaba libremente en la vida, sin duda a causa de su privilegiado y seguro pasado, pero, de alguna manera, aquel abrazo lo afectó más que el más tórrido de los besos. Gabe no estaba acostumbrado a las demostraciones de afecto. Ni las esperaba de nadie ni las pedía. Y, maldita fuera, jamás habría pensado que alguna vez podría llegar a echar de menos algo tan tonto y ridículo como una muestra de afecto. Hasta que había aparecido Rebecca.
– Sé que llego tarde. Y lo siento, de verdad, pero no he podido evitarlo.
Sus ojos se encontraron durante una décima de segundo. Ni un instante más ni un instante menos. Rebecca apartó los brazos de su cuello, los dejó caer y de pronto comenzó a parlotear con más locuacidad que una cotorra.
– He estado en uno de esos cuartos reservados en los que se juega al póquer, Gabe. Allí se mueve mucho dinero negro, es un auténtico nido de delincuentes y no es nada fácil levantarse de allí y marcharse cuando uno quiere. Sabía lo tarde que se me estaba haciendo, pero se considera de muy mala educación abandonar la partida cuando se está ganando. Podía haber perdido intencionadamente varias manos. Pero la cuestión era que estaba aprendiendo tantas cosas…
– ¿Has participado en una de esas partidas de apuestas ilegales? -le preguntó Gabe.
Era posible que no la hubiera entendido bien. Esperaba, de hecho, no haber entendido bien.
– Sí, y esa es la razón por la que me he puesto esta camiseta de Mickey Mouse -señaló las enormes orejas del ratón que llevaba en el pecho con una sonrisa-. Imaginé que esos tipos me tomarían por una estúpida, ¿sabes? Y de esa manera no le darían ninguna importancia a lo que podían decir o dejar de decir delante de mí. En cualquier caso, ¿sabes una cosa? Tenía la esperanza de que Tammy hubiera estado moviéndose por esos ambientes, ¡y estaba en lo cierto, Gabe! Uno de esos tipos la conocía y me ha contado todo tipo de cosas sobre ella y su novio. Dios, creo que me está entrando un ataque de hipoglicemia. ¿Conoces algún sitio en esta ciudad en el que vendan helados de vainilla?
En realidad no quería un helado de vainilla. Lo que le apetecía era un helado mucho más saludable y refrescante de yogur con sabor a frambuesa. Les llevó algún tiempo localizarlo. Después, como estaba harta de permanecer sentada, decidió comérselo mientras daban un paseo. En la calle hacía un calor insoportable, el sol resplandecía con una fuerza cegadora y el helado goteaba y se derretía en todas direcciones. Rebecca zigzagueaba entre los transeúntes mientras lamía su cono de frambuesa y en sus ojos parecía danzar toda la información que había obtenido durante la mañana.
– Tammy ha estado frecuentando el Caesar Palace, y también un lugar llamado O'Henry, especialmente este último. En ambos hay mesas de apuestas legales, pero donde realmente se mueve dinero es en las habitaciones traseras. Y, Gabe, no te lo vas a creer, ese tipo a lo mejor solo lo decía por decir, pero insinuó que se había acostado con ella.
– Eh, pelirroja, la verdad es que en ningún momento se me ha ocurrido pensar que Tammy fuera un ejemplo de moralidad.
Gabe sacó otra servilleta del bolsillo. Rebecca alzó la barbilla para que pudiera limpiársela. Había sido una auténtica suerte que a Gabe se le hubiera ocurrido guardarse un puñado de servilletas.
– No lo comprendes. Tammy estaba con su novio… y también con ese tipo. Estuvo con los dos. O por lo menos estoy condenadamente segura de que era eso lo que estaba insinuando ese tipo.
Quizá, pensó Gabe, su fascinación por Tammy fuera perfectamente comprensible. Él nunca había conocido a una mujer que llevara diamantes y pidiera un vaso de leche en vez de una copa. O que hablara sobre tríos en la cama mientras daba lametazos a un helado de frambuesa.
– ¿Y cómo has conseguido que un hombre completamente desconocido te hablara de su vida sexual? -le preguntó con extremado cuidado.
– Por su puesto, no ha empezado hablando de sexo. Estábamos jugando al póquer, por el amor de Dios. Al cabo de un rato he empezado a comentar que estaba buscando a una antigua amiga del colegio que se llamaba Tammy Diller y, de pronto, a ese tipo se le ha iluminado la cara y ha comenzado a guiñar el ojo y hacerles gestos a los otros hombres que estaban en la mesa mientras contaba su historia. En realidad no lo ha explicado explícitamente, todo ha sido mediante insinuaciones, y bastante desagradables por cierto. Ese tipo era un auténtico canalla, Gabe. Como ya te he dicho, no termino de creerme todo lo que ha contado, pero el caso es que también la ha descrito: pelo oscuro, ojos castaños, altura media, delgada… He estado a punto de soltar una carcajada porque podía haber estado describiendo a la mitad de las mujeres de mi familia. Pero después ha incidido en ciertos rasgos físicos un poco más embarazosos. ¡Dios santo, pero si Tammy acababa de conocerlo! No puedo creer que una mujer sea capaz de…
Gabe tuvo el terrible presentimiento de que Rebecca estaba dispuesta a ahondar en la anécdota del trío indefinidamente. Peor aún, parecía dispuesta a compartir con él hasta el último detalle. Loco por hacerle cambiar de tema, la interrumpió con la excusa de transmitirle la información que había conseguido aquella mañana: desde el nombre del novio de Tammy, Dwayne, hasta la calle en la que tenían alquilada la casa o los lugares en los que la señorita Diller había empleado sus tarjetas de crédito.
Aquella información sirvió para hacerle abandonar a Rebecca la cuestión del sexo. Pero no impidió precisamente que se adentrara en un tema mucho más problemático.
– Maldita sea. Podría jurar que he oído antes ese nombre… Dwayne. Algo continúa martilleándome en el fondo de la mente. De alguna manera, tengo la sensación de que conozco a esa mujer…
– Ah, así que tu infame intuición femenina ha vuelto a ponerse en funcionamiento, ¿eh?
Rebecca se terminó el helado y se lamió los dedos con una enorme sonrisa.
– Puedes continuar burlándote todo lo que quieras de mi intuición, pobre escéptico, pero reconocerás que no ha sido tu lógica la que nos ha traído hasta aquí. ¿No te advertí que de esta forma todo saldría bien? Hemos conseguido el doble de información y desde dos ángulos completamente diferentes. Si quieres saber mi opinión, formamos un equipo invencible. Y dime, ¿qué te parece? ¿Crees que deberíamos echar un vistazo al O'Henry esta noche.
Gabe ya había escuchado la teoría de Rebecca sobre el equipo invencible la noche anterior. Y si Rebecca no se hubiera marchado antes de darle oportunidad de contestar, habría podido oír su propia filosofía, que se reducía a una contestación de una frase: «por encima de mi cadáver». Sin embargo, en aquel momento, vaciló.
Era bastante difícil negar, por mucho que lo irritara, que Rebecca había llevado hasta el momento el mayor peso de la investigación. Por supuesto, había sido solo cuestión de suerte el que encontrara la carta de Mónica. Y también había sido la suerte la que le había permitido coincidir con un hombre que conocía a Tammy. Rebecca era una mujer intuitiva y observadora, Gabe estaba dispuesto a reconocerlo. Pero la posibilidad de formar un equipo estaba completamente descartada. Él trabajaba solo. Siempre lo había hecho así. Era más rápido, más seguro y más eficiente. Y ni su sentido del honor ni sus valores morales justificaban que permitiera a Rebecca acercarse a una situación peligrosa.
Desgraciadamente, estaba llegando a la dolorosa e irritante conclusión de que la señorita Rebecca Idealista Fortune era una amenaza para ella misma. Había estado a punto de matarse al entrar en casa de Mónica Malone. Había cruzado el país en dos ocasiones sin pensar siquiera en las consecuencias. Y la clase de gente con la que acostumbraba a entablar conversación, como aquel pandillero de Los Ángeles o el cretino que alardeaba sobre los tríos sexuales, era más que suficiente para causarle a Gabe una urticaria. Y él nunca había sido propenso a las urticarias.
– Gabe, ¿me has oído? ¿No crees que sería una buena idea que fuéramos esta noche al O’Henry? -le preguntó otra vez.
Evidentemente, estaba demasiado ansiosa por obtener una respuesta como para darle ni cinco segundos para pensar. Aunque probablemente pensar tampoco iba a servirle para solucionar su problema. Porque en lo que se refería a Rebecca, para Gabe no había ninguna respuesta adecuada, lo único que sabía era que Rebecca estaba más segura cuando no la perdía de vista.
– A mí me parece bien -contestó sucinto-. Iremos al Caesar, y después al O'Henry. Recorreremos todos los lugares en los que tradicionalmente se han jugado grandes cantidades de dinero. Pero antes me gustaría que estableciéramos algunas normas, pelirroja.
– Claro.
– Estarás en todo momento a mi lado. No irás sola a ninguna parte.
– De acuerdo -contestó Rebecca.
– Nuestro objetivo es localizarla y ver la estrategia que está intentando poner en funcionamiento. Después decidiremos cómo acercarnos a ella. Hasta entonces, no daremos ningún paso en esa dirección.
– Tiene sentido.
– Y asumiendo que la encontremos, no quiero que sepa que eres una Fortune. No quiero que sepa que tienes algún tipo de relación con Mónica o con Jake. Permanecerás callada como un ratón y no se te ocurrirá entablar conversación con ningún otro desconocido. Y en el momento en el que la encontremos, te marcharás de Las Vegas.
Rebecca se volvió hacia él con el ceño fruncido. Gabe se preparó para iniciar una discusión. Pero el pulso se le aceleró por un motivo completamente diferente en el momento en el que Rebecca alzó la mano y, como si fuera asunto suyo, le arregló el cuello de la camisa.
– De verdad, Gabe, tienes que dejar de preocuparte por mí -le dijo con mucha delicadeza-. Llevo mucho tiempo arreglándomelas sola. Puedo cuidar de mí misma.
Y un infierno, pensó Gabe. Pero imaginaba que cualquier comentario que pudiera hacer al respecto parecería sexista y merecería una afilada respuesta de carácter feminista. Pero en realidad no era de las capacidades de Rebecca en tanto que mujer de las que dudaba, ni tampoco, a pesar de las bromas que hacía, de su cerebro. Rebecca no era ninguna estúpida, pero, diablos, aquella mujer creía en el amor. Creía en los príncipes azules, pensaba que el bien prevalecía siempre sobre el mal y que nada podría hacerle daño. Como había estado protegida durante toda su vida por el imperio Fortune, Gabe no podía culparla de su inocencia. Simplemente, Rebecca nunca había estado sometida a los aspectos más sórdidos de la vida.
Pero su idealismo la hacía vulnerable.
De pronto, cruzó su mente la extraña idea de que no le gustaría cambiarla. Quería que continuara siendo libre de creer en aquella imposible bondad, que continuara siendo exactamente la que era. Aunque aquello hiciera que resultara mucho más difícil protegerla.
Cuando pensaba que podía ocurrirle algo, se sentía como si le estuvieran clavando un cuchillo en las entrañas. Un cuchillo dolorosamente afilado.
Hasta ese momento, Gabe había dado por sentado que cualquiera de sus caprichosos sentimientos hacia Rebecca estaba causado por sus hormonas.
Y sería preferible que fuera así.
Porque si había una mujer sobre la superficie de la tierra por la que no debería interesarse seriamente bajo ningún concepto, esa era Rebecca.
– ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Me entran ganas de darme cabezazos contra la pared, de romper un jarrón de porcelana china, de partirle la nariz a alguien…
– Está muy lejos de mí intención interrumpir la rabieta de una dama, ¿pero crees que serías capaz de callarte aunque solo fuera durante el tiempo suficiente para pasarme la llave de tu habitación?
Ignorando la irreprimible diversión que reflejaba la mirada de Gabe, Rebecca le plantó la llave de la habitación en la mano.
– Estoy frustrada, Devereax.
– ¿De verdad? Jamás me lo habría imaginado.
– Oh, vamos. Entra, tómate una copa conmigo y deja de ser tan condenadamente irritante. Dios mío, serías capaz de permanecer tan tieso y frío en medio de un motín. ¿Es que nunca te relajas?
– Eh, no…
El tono de Gabe fue seco. Desde que habían llegado al hotel, había estado comportándose como un auténtico caballero. La había acompañado a su habitación y le había abierto la puerta. Pero ante su invitación a pasar, se aclaró la garganta con recelo.
– Ya son más de las doce. Es muy tarde para tomar una copa…
– No me digas que tienes ganas de dormir. Estás tan tenso como yo. Y no te asustes, no voy a ofrecerte un vaso de leche. Siempre viajo con una petaca. No sé si esta vez la he llenado de whisky o de brandy, pero puedo prometerte que tengo algo más letal que la lactosa.
Hubo algo que hizo vacilar a Gabe, pero, campanas del infierno, ya había atravesado el vestíbulo para sacar la llave de la cerradura. Rebecca cerró la puerta y señaló hacia la mesa y las sillas que ocupaban una de las esquinas y, a continuación, Gabe tuvo la sensatez de apartarse de su camino.
Rebecca se quitó los zapatos de tacón, arrojó el bolso a la cama, fue a buscar dos vasos de agua al baño y después enterró la cabeza en su maleta. Sacó la petaca, una bolsa de tamaño considerable de gominolas con forma de oso y otra de pastillas de chocolate. Blandiendo los tres objetos en el aire, caminó atropelladamente hacia Gabe.
Este atrapó las golosinas, pero Rebecca lo oyó reír mientras se sentaba en una de las sillas y estiraba las piernas.
– Eh… ¿siempre viajas con una reserva de comida?
– Siempre. La comida de los restaurantes… Maldita sea -se interrumpió de pronto-, hemos ido un paso por detrás de esos tipos en todos los hoteles en los que hemos entrado. Si hubiéramos calculado las horas un poco mejor, podríamos habernos puesto en contacto con ellos. Dios mío, si casi ha sido un milagro que no nos hayamos chocado con ellos.
– Por lo menos ahora tenemos la seguridad de que están aquí. Y de que no están intentando esconderse, sino que operan de manera abierta y visible.
– Pero haber estado tan cerca de ellos y haberlos perdido… ¿Cómo es posible que no estés tan furioso como yo, cretino?
– Porque creo que es mucho mejor que la señorita Diller no te vea, pelirroja. Esta noche hemos conseguido muchísima información. Más que suficiente para obtener algún resultado. Seguramente mañana tendremos algo definitivo.
Bueno, tenía que reconocer que alguna información sí habían recogido. Rebecca se acercó a la silla que estaba frente a Gabe, se dejó caer y apoyó los pies en la cama. Pero no le sirvió de nada. Podía estar quieta y sentada, pero no era capaz de impedir que su mente corriera a miles de kilómetros por hora. Su bisutería continuaba en el bolsillo de Gabe; este se había olvidado de devolverle sus joyas la noche anterior. Ella también se había olvidado de ellas.
Rebecca bajó la mirada, pensando en el modelo negro que llevaba. Horas antes, Gabe le había dirigido una única mirada y había sufrido un pequeño ataque cardíaco al verla aparecer en el vestíbulo con una enagua.
No era una enagua, por supuesto. Era un vestido perfectamente respetable y ridículamente caro con unos tirantes minúsculos que le llegaba a medio muslo. Con él era imposible llevar sujetador, pero no siempre se podía escoger. Rebecca apenas había tenido unos minutos para meterse en una tienda aquella tarde y había tenido suerte al encontrarlo. Desde luego, jamás podría haberse imaginado que iba a necesitar tanta ropa para aquel improvisado viaje.
El brazalete de su madre tintineaba mientras alargaba la mano para buscar las pastillas de chocolate que iba seleccionando automáticamente por el color. Por lo que hasta entonces había oído de ella, Tammy Diller también solía ir sin sujetador. Y tenía fama de decantarse por cierto color. Le gustaban los vestidos rojos. Con aberturas por delante y por detrás. Alardeando de todo lo que era legal, y de algunas vistas que no lo eran, el programa se completaba con un acento arrastrado de Nueva Orleans, una boca pintada de color rojo intenso y una seductora melena.
A Rebecca se le antojaba como una especie de anguila. Y el compañero de Tammy, el tal Dwayne, era descrito como un hombre rubio con un encanto casi infantil del que hacía un especial despliegue cuando se aproximaba a determinadas viudas.
Ambos tenían dinero suficiente como para sentarse en algunas de las mesas más importantes de black-jack, pero no les gustaba prolongar el juego durante mucho tiempo. Ambos eran suficientemente inteligentes como para no dilapidar su capital. Su aparición en las mesas era solamente su tarjeta de presentación. Pero aquella condenada pareja había estado en todos y en cada uno de los lugares por los que habían pasado Gabe y Rebecca. En absolutamente todos. Y en todas y en cada una de las ocasiones, parecían haberse marchado inmediatamente antes de que ellos llegaran.
– No se te ha dado muy bien eso de permanecer pegada a mi lado -comentó Gabe.
– Por supuesto que no. Y no habría conseguido nada que pudiera sernos útil si hubiera permanecido pegada a ti como si estuviéramos unidos por un cordón umbilical. La gente siempre te contará cosas completamente diferentes a ti que a mí -tomó un puñado de pastillas de chocolate de color verde, antes de que Gabe pudiera alcanzarlo-. Por cierto, me ha parecido que una de las rubias del Caesar iba a lanzarte directamente al suelo. Pero tú te has quedado curiosamente contenido, Devereax. Era adorable.
Pero nadie, en ninguno de los lugares en los que habían estado, pensó Rebecca, había sido ni la mitad de adorable que Gabe. Dominaba todos los salones en los que entraban. Antes de sentarse, se quitaba la chaqueta del esmoquin y se desabrochaba los primeros botones de su camisa de lino. Una sombra de barba que le daba el aspecto de un pirata cubría en aquel momento su rostro. Pero no importaba. El blanco inmaculado de la camisa continuaba haciendo un marcado contraste contra su piel oscura, y su cuerpo alto y musculoso era un grito a la virilidad al margen de la elegancia de su indumentaria. Y aquellos ojos profundos, oscuros y melancólicos encerraban suficiente perversidad como para poner nerviosa a cualquier mujer.
Y sucedía que aquellos ojos estaban en aquel momento fijos en ella.
– ¿Por fin has conseguido tranquilizarte un poco?
– ¿Solo porque son las dos de la madrugada? Dios mío, claro que no -se frotó las sienes con los dedos-. Necesito ayudar a mi hermano, Gabe. La fecha de su juicio se acerca a la velocidad de un tornado. Encontrar las respuestas que buscamos dentro de unos meses no va a servirnos de nada. Las necesitamos ahora. Quiero sacar a mi hermano de la cárcel. Quiero limpiar para siempre su nombre.
– Rebecca, intenta tranquilizarte y escucha -Gabe abrió la petaca, olió su contenido y sirvió tres dedos de licor en el vaso de agua de Rebecca y uno en el suyo-. Tengo un equipo en mi oficina trabajando sin cesar y siguiendo otra docena de fuentes de información. En cualquier momento puede surgir algún dato que nos permita ayudar a tu hermano. Tu madre también me proporcionó los nombres de otras personas a las que estamos investigando y el cielo sabe que Mónica coleccionó numerosos enemigos a lo largo de toda su vida. Yo he decidido ocuparme de Tammy porque ahora mismo parece nuestra mejor baza. Pero todavía no sabemos si fue ella la que mató a Mónica, pelirroja, y desde luego, no tenemos forma de demostrarlo. Lo único que necesitamos ahora es una prueba que pueda señalarla como segunda sospechosa del crimen. Si conseguimos demostrar que Tammy tuvo algún problema con Mónica alrededor de la fecha de su muerte, algún problema que pudiera convertirse en el móvil de un asesinato, eso podría hacer surgir las dudas en el jurado, y sería suficiente para sacar a tu hermano de la cárcel.
– Bueno, pues con eso no basta. Por lo menos no me basta a mí. Él no lo hizo, Gabe. Y quiero ver colgado de una soga bien larga al culpable de ese asesinato. Mi hermano necesita salir de la cárcel con la cabeza bien alta. ¡Y yo odio sentirme tan impotente e incapaz de hacer nada verdaderamente importante por él!
– Rebecca, estás ayudando a tu hermano -Gabe adoptó un tono sosegado, tranquilo-. Esta noche hemos conseguido averiguar todo lo que necesitábamos sobre esa pareja. Verlos en persona habría estado bien, pero no nos hubiera aportado mucha más información. Nuestra meta era descubrir lo que se proponían y eso ya lo hemos averiguado. Ahora tengo la información que necesitaba para planificar la manera de acercarme a ellos, así que no menosprecies los progresos que hemos hecho esta noche.
Rebecca bebió un sorbo de whisky. Sintió su repugnante sabor en la lengua y el fuego que descendía inmediatamente después por su garganta. Los nervios comenzaron a alejarse, pero estaba también la exasperación. La ansiedad y la necesidad de ayudar a su hermano tampoco habían disminuido… pero, de alguna manera, estar con Gabe la ayudaba a ver las cosas con cierta perspectiva. Gabe podía no creer en la inocencia de su hermano, pero ni un tornado ni un temblor de tierra le impedirían realizar su trabajo. Era un hombre concienzudo, implacable y, gracias a Dios, tan cabezota como un macho cabrío.
– ¿Sabes una cosa? -musitó Rebecca-. Esta noche hemos trabajado muy bien juntos.
– Sí -se mostró de acuerdo Gabe.
Pero Rebecca pudo ver el repentino recelo que apareció en su mirada. Con la evidente intención de cambiar precipitadamente de tema, el detective miró a su alrededor.
– Esta habitación no está nada mal, pero supongo que el lugar en el que vives es completamente diferente.
– Desde luego -como Gabe parecía estar dispuesto a escucharla, Rebecca inició una caótica descripción de su casa-. Mi despacho es un lío de libros almacenados en pilas que se caen en todas las direcciones posibles. Y tengo un Abe Lincoln de peluche al lado del procesador de textos. Para conseguir la mayor parte de los muebles eché mano del desván de casa de mi madre, saqué de allí todo tipo de cosas para las que nadie tenía sitio en su casa. La mayoría no tienen ningún valor, pero a mí me encantan. Si vieras el baño te daría un ataque; tengo las primeras muestras de todos los cosméticos y perfumes que está probando Fortune Cosmetics. Apostaría todo lo que tengo en el banco a que toda mi casa te resultaría desagradablemente femenina. Probablemente te volverías loco entre tanto desorden -dijo con ironía-.Aunque tengo una habitación para invitados que cualquier día de estos pienso convertir en la habitación ideal para un bebé.
Gabe evitaba el tema de los bebés como si fuera una enfermedad contagiosa.
– No sé muy bien por qué, pero tengo la sensación de que tu madre te habrá presionado para que vivas en la casa de la familia.
Rebecca sacudió la cabeza.
– Mi madre me conoce demasiado bien para hacer algo así. Ambas nos conocemos demasiado bien. Y creo que para dos mujeres adultas es muy difícil vivir bajo el mismo techo. Lo que sí hizo mi madre fue asustarme un poco con el tema de la seguridad, pero en realidad yo he crecido sabiendo lo importante que es formar o no parte del negocio familiar, el apellido de la familia siempre me perseguirá. Pero mientras esté en juego mi independencia… Yo he querido mucho a mis padres, y después de que mi padre muriera, mi madre y yo nos acercamos la una a la otra todavía más. Aun así, tengo mi propio trabajo, mi propia vida. No puedo imaginarme viviendo en casa de mi madre a mi edad. Pero bueno, ¿y tú? ¿Cómo es tu casa?
– Un simple apartamento. Cuatro paredes. Tengo todo lo necesario para hacerme la vida más cómoda, pero ni un solo objeto que sirva de decoración. De todas formas, me paso la mayor parte del día trabajando. De hecho, hace unos cuatro años instalé un sofá-cama en la oficina. Algunas noches me resulta más fácil dejarme caer allí que volver a casa.
Gabe solo estaba dándole conversación, pero Rebecca podía recrear mentalmente su casa mientras él hablaba. Imaginaba un apartamento casi vacío, frío e impersonal. En vez del refugio que cualquier persona podía estar deseando encontrarse al llegar a casa después de un largo día de trabajo, debía de ser un lugar triste y solitario. Como Gabe, pensó.
– ¿Sabes? -le dijo lentamente-, la primera vez que nos vimos, pensé que eras un tipo machista, dominante y malhumorado. Pero eso no es del todo cierto.
– Eh… gracias, creo.
– Te gusta hacerte cargo de todo, pero en realidad no eres ningún mandón. Y a menos que estés preocupado por algo, tampoco haces especial gala de mal humor. Básicamente, lo que tienes es un carácter muy protector.
– ¿Va a durar mucho tiempo este análisis de mi personalidad?
Rebecca sonrió.
– No, pero me pregunto de dónde viene ese rasgo de tu carácter.
– ¿Quién sabe? De todas formas, no creo que a nadie pueda importarle.
– Eh, sígueme la corriente y contéstame. Así dejaré de fastidiarte.
– No intentes venderme ninguna moto, pelirroja. Vas a ser una metomentodo hasta que te mueras -quizá no fuera a aceptar su chantaje, pero, aun así, posó la mirada en el rostro de Rebecca durante un largo segundo, como si estuviera pensando si era o no una buena idea contestar a su pregunta-. Quizá lleve en los huesos eso de ser protector. Crecí sintiéndome muy indefenso. Mis padres se peleaban constantemente y nada de lo que yo decía o hacía servía para mejorar las cosas. Los jóvenes se mataban en la calle, peleando entre pandillas, y yo no era capaz de cambiar nada de lo que realmente me importaba. Y tampoco podía proteger a ninguna de las personas a las que quería.
Rebecca estaba oyendo cada una de sus palabras. Pero también oía el mensaje no dicho que se escondía tras ellas. La única vez que Gabe se abría a ella lo hacía con un propósito muy determinado. Estaba volviendo a decirle con un cuidado exquisito que pertenecían a mundos completamente diferentes.
– ¿Y hasta qué punto tuvo que ver esa impotencia con el motivo por el que decidiste alistarte en el ejército?
– El ejército era el billete de salida del infierno. Y las Fuerzas Especiales eran un billete incluso mejor. No solo me enseñaron a proteger a los hombres, sino que me dieron la oportunidad de hacerlo. La responsabilidad, la disciplina, el honor… son valores que tienen mucha importancia en ese mundo. Ya no son un lugar para mí, pero lo fueron. En las Fuerzas Especiales se necesitan jóvenes con muchos reflejos y una gran resistencia. Cuando me llegó el momento de abandonarlas, ser detective me pareció el trabajo más natural para mí.
– Datos, órdenes y normas. Cosas que siempre puedes controlar -reflexionó Rebecca.
– Y no creo que a ti te gusten mucho esos trayectos tan predecibles, pelirroja. Seguramente, mi elección de un mundo lleno de normas te parezca monótona y aburrida.
– En realidad me parece una opción natural para un hombre que creció frustrado por errores y problemas sobre los que no tenía ningún tipo de control. Yo nunca he tenido que pasar por algo tan duro, Gabe.
Aquella era la vez que Gabe se había abierto más a ella, pero, aun así, Rebecca sospechaba que sus comentarios no habían sido voluntarios. El detective mantenía los ojos fijos en la alfombra, alejados de cualquier parte del cuerpo de Rebecca y, lo que era mucho más elocuente, alejados de cualquier posible expresión de cariño que pudiera aparecer en su rostro. Rebecca no dudaba que Gabe estuviera contando la verdad sobre su pasado. Él era un hombre esencialmente sincero. Pero sentía al mismo tiempo otra verdad: aunque en ningún momento hubiera expresado la más ligera señal de interés, el señor Gabe Devereax, siempre protector, estaba advirtiéndola de las vastas diferencias que había entre ellos.
Rebecca era consciente de aquellas diferencias. Y también sabía que enamorarse de un hombre que no creía ni en los bebés ni en las familias terminaría destrozándole el corazón. Pero el riesgo parecía no tener ningún poder sobre sus sentimientos. Era imposible contener la lluvia, o sostener el arco iris en la mano.
Y era imposible dejar de enamorarse intensa y profundamente de Gabe.
– Todo el mundo tiene que cargar con su propia cruz -comentó Gabe-. Simplemente, mi versión de una infancia difícil es diferente de la tuya. Para mí no habría sido nada fácil crecer en el seno de la familia Fortune.
– Formar parte de una dinastía como la nuestra supone unos desafíos únicos. Pero siempre me he sentido querida en mi familia.
– Sí, bueno, mucha gente utiliza la palabra amor para referirse a su familia -comentó Gabe secamente.
En cualquier otra ocasión, Rebecca habría mordido aquel anzuelo más rápidamente que una trucha una lombriz. Gabe siempre bromeaba o ironizaba sobre su personalidad idealista. Y ambos disfrutaban de sus discusiones. A Rebecca nunca le habían importado sus comentarios. Pero de pronto se preguntaba qué ocurriría si ignoraba aquel e intentaba acercarse directamente a Gabe.
– No -le ordenó Gabe rápidamente.
La repentina tensión de Gabe parecía no tener ningún sentido. Lo único que Rebecca había hecho era levantarse. Por la alarma que reflejaban sus ojos, cualquiera habría dicho que Rebecca pensaba desnudarse en público.
– Ambos necesitábamos una copa para tranquilizarnos. Pero creo que ya es hora de que me vaya a mi habitación -dijo precipitadamente.
– Probablemente sea una buena idea -se mostró de acuerdo Rebecca.
Pero advirtió que Gabe no la detenía cuando decidió seguir una idea igualmente buena pero completamente diferente y se sentó en su regazo.
– Esto no me parece en absoluto sensato, pelirroja.
– Lo sé.
– Hasta ahora estábamos haciendo las cosas bien.
– También lo sé.
– Lo único que tenemos que hacer es ignorar la química que hay entre nosotros y antes o después desaparecerá.
– Esa es una buena teoría, pero me temo que no siempre funciona, Gabe. Creo que la química crepita como un asado cada vez que estamos juntos. Por lo menos ese es mi caso. Hasta puedo oler las especias. Y la verdad es que no lo entiendo. ¿Cómo es posible que sienta esas cosas por ti? ¿Y cómo es posible que no las haya sentido antes? ¿Qué pasa entre tú y yo? Las preguntas y los problemas para los que no encuentro respuesta me vuelven loca. Quizá sea una debilidad de mi carácter, pero el caso es que no soy capaz de descansar hasta que encuentro alguna respuesta.
– Esa es la razón más estúpida que se te ha podido ocurrir para sentarte en mi regazo.
– Entonces échame -sugirió Rebecca.
Pero Gabe no lo hizo.
Capítulo 8
Gabe alargó los brazos hacia ella, tan brusca como repentinamente. La imagen que acudió a la mente de Rebecca fue la de un náufrago aferrándose al único salvavidas que podía salvarlo de una tormenta salvaje y oscura. Uno de los brazos de Gabe quedó atrapado por la espalda de Rebecca. Pero el otro quedó definitivamente libre.
Hundió entonces sus dedos tensos y callosos en la melena de Rebecca, como si quisiera inmovilizarla cuando en realidad en lo último que estaba pensando ella era en moverse. Los labios de Gabe se abalanzaron sobre los de Rebecca para posar sobre ellos un beso abrasador y electrizante.
Gabe sabía… como la furia; como una repentina explosión de soledad. Como el deseo reprimido durante tanto tiempo que al final había terminado por desbordar el recipiente que lo encerraba. Era el beso más salvaje al que Rebecca había sido invitada en toda su vida y, definitivamente, el más peligroso. El pulso de la escritora se aceleraba cada vez más. Pero solo un imbécil podía hundirse en las arenas movedizas. Ella sabía el valor que Gabe le daba al control. Y sabía que había intentado durante todo ese tiempo comportarse como un buen chico y no ponerle una sola mano encima. Y quizá ella hubiera sido una estúpida al presionarlo.
Pero nunca se había sentido tan bien. Ninguno de los razonamientos que su cerebro exponía sobre la arriesgada locura en la que se estaba metiendo parecía capaz de penetrar su corazón.
El beso, todavía humeante, se convirtió en el fogoso principio de otros muchos. La lengua de Gabe encontró la de Rebecca, la hizo suya. Un velo blanco cubrió por completo la mente de Rebecca. Nada existía para ella en aquel momento, salvo Gabe. Porque ningún otro hombre había conseguido hacerla sentirse tan maravillosamente bien.
Gabe dejó caer la mano para encender un camino por la blanca garganta de Rebecca. Descendió desde allí hasta su hombro, donde al tiempo que la acariciaba, le bajó el estrecho tirante del vestido. Rebecca alzó la cabeza. Gabe hizo arder con su boca el mismo camino iniciado por su mano, haciendo participar en su beso sus dientes y una peligrosamente húmeda y cálida lengua. Y si aquellos besos capaces de encender un fuego húmedo por el pronunciado escote de Rebecca ya fueron suficientemente arriesgados, lo fue mucho más que uno de sus senos quedara al desnudo cuando Gabe le bajó el tirante. Desnudo y vulnerable.
Gabe era un buen hombre. Por encima de las diferencias que había entre ellos, por encima de los obstáculos que sabía insalvables y por encima de cualquier otra estupidez, el corazón de Rebecca había intuido mucho tiempo atrás que Gabe no solo era un buen hombre, sino que, seguramente, era el mejor hombre que había conocido en su vida. Aunque precisamente en aquel momento, el detective no parecía sentirse especialmente motivado a ser bueno.
Sintió el roce de la incipiente barba de Gabe en la plenitud de su seno. La boca de Gabe no tardó en descubrirlo y comenzar a explorarlo hasta encontrar el pezón. Gabe estuvo mimándolo con la lengua hasta conseguir que se irguiera tenso contra él. La respiración de Rebecca comenzó a hacerse atropellada. El pulso le latía a la velocidad del motor de un avión preparándose para el despegue. Mientras se retorcía en el regazo de Gabe podía sentir su excitación creciente, palpitante, advirtiéndole claramente que, si quería que aquello se detuviera, iba a tener que ser ella la que se tranquilizara y comenzara a pensar.
Pero Rebecca no quería tranquilizarse. Había sentido deseo en otras ocasiones, pero nunca aquel anhelo de pertenencia. Había experimentado la pasión, pero no con aquel fervor. Apartó precipitadamente la camisa de Gabe y posó las manos en su piel ardiente y en la mata hirsuta de su vello. La piel de Gabe olía a calor, a limpio, a hombre. Su corazón latía de forma atronadora bajo su mano, mostrando una respuesta real, cruda, honesta. Como Gabe. Y tan imprevisible como él.
Al igual que un hombre durante mucho tiempo encerrado en soledad, Gabe parecía hambriento por saborear la luz del sol. Los sabores, las texturas, asaltaban todos los sentidos de Rebecca que parecían de pronto llevar impreso el hombre de Gabe.Y todos ellos parecían estar deletreándole las letras del deseo. El deseo de Gabe, sus caricias… todo parecía indicar que por fin había sido capaz de creer que había otro ser humano al otro lado del oscuro y solitario abismo. La fiera oscuridad de su mirada, los sonidos que su garganta emitía, su forma de masajearla, de acariciarla, hacían que Rebecca se sintiera como sí fuera la luz del sol. Como si fuera la única que disponía de la llave para poner fin a su encierro. La hacían sentirse como si Gabe realmente la necesitara.
Su propia respuesta era tan natural como la lluvia. Rebecca nunca se había sentido así con otro hombre. En eso podía sentirse igual a Gabe: ella tampoco había expuesto nunca aquel nivel tan vulnerable y desnudo de deseo ante nadie. Pero con Gabe sabía que podía ser sincera.
Quizá exuberantemente sincera. Tanto que estuvo a punto de sacarle un ojo de un codazo al intentar que alzara la cabeza para volver a besarlo en la boca. Ni sus codos ni sus rodillas parecían estar en el lugar correcto, y no era capaz de tocar a Gabe tal y como realmente deseaba hacerlo. Advirtió un brillo de diversión en la mirada de Gabe, pero iba acompañado del reflejo de la tensión y el deseo frustrado.
La respiración del detective se estaba volviendo tan trabajosa y rápida como la de Rebecca. Esta se acurrucó sobre las piernas, intentando aferrarse a Gabe todo lo que le permitía aquella condenada silla. Y Gabe inició una lenta caricia a lo largo de su pierna. Deslizaba la mano por la media de seda, desde la pantorrilla hasta el muslo, provocando en su camino deliciosos escalofríos, haciéndole sentirse como si se estuviera hundiendo en un pozo delicioso de terciopelo. Gabe alzó el vestido para atrapar la curva de su cadera y emitió un áspero gruñido. Su voz sonaba ronca, herrumbrosa, reflejando tanto su asombro como la frustración y un crudo deseo.
– Becca… -susurró con fiereza.
Y justo en ese preciso instante sonó el teléfono, sobresaltándolos a ambos.
Rebecca miró a Gabe durante una milésima de segundo, intentando volver a poner su mente en funcionamiento. Pasaron varios segundos hasta que fue capaz de registrar la situación en la que se encontraba: estaba en la habitación de un hotel. Esa habitación, evidentemente, tenía un teléfono y dicho teléfono estaba a una tortuosa distancia de la cama.
El teléfono volvió a sonar mientras Gabe levantaba a Rebecca de su regazo y la obligaba a ponerse de pie.
– En otra ocasión, sugeriría que lanzáramos el teléfono contra la pared, pelirroja, pero me temo que una llamada en medio de la noche puede ser algo importante. Será mejor que contestes.
Rebecca estaba llegando a la misma conclusión, aunque algunos segundos después que Gabe. Rodeó la cama a toda velocidad y llegó al teléfono antes de que volviera a dar otro timbrazo.
– ¿Diga?
– ¿Rebecca Fortune?
– Sí, yo soy Rebecca.
No reconocía la voz de la mujer que la llamaba, pero en aquel momento no habría reconocido ni la voz de su propia madre. Todo su cuerpo continuaba en sintonía con Gabe, recreándose en la intimidad que habían compartido y en lo cerca que habían estado de hacer el amor. Era incapaz de concentrarse en otra cosa.
– Soy Tammy. Tammy Diller.
Si necesitaba un golpe que la ayudara a anular el deseo y forzara su capacidad de su concentración, el nombre pronunciado por su interlocutora no podía haber sido más acertado. Rebecca tomó una bocanada de aire y se sentó en la cama.
– No -dijo Gabe con firmeza-. No, no y no. No vas a reunirte con esa mujer, Rebecca. Olvídalo. Eso está fuera de toda posibilidad.
– Ahora eres tú el que tienes que tranquilizarte, Devereax. A mí tampoco me emociona precisamente la idea, pero no tengo otra opción. Tengo que hacer esto, Gabe, y no hay nada más que hablar.
– Claro que hay mucho más que hablar. Tendrás que pasar por encima de mi cadáver para poder acercarte a la señorita Diller.
– No sé cómo ha podido localizarme Tammy.
– Pues yo lo sé endemoniadamente bien. Has estado haciendo preguntas por toda la ciudad. Por dos ciudades enteras, para ser más exactos. Preguntas peligrosas sobre una mujer que perfectamente podría resultar ser una asesina. ¿No te he advertido cientos de veces que no lo hicieras? ¿No te lo dije? Maldita sea, me va a salir una úlcera solo de saber que esa mujer ha conseguido seguirte el rastro hasta averiguar dónde te alojas. Lo siento, pequeña, pero vas a volver a tu casa y desaparecer cuanto antes del mapa. Y esta vez no es una sugerencia, es una orden.
– Puedes seguir ordenándomelo todas las veces que quieras: no pienso ir a ninguna parte.
– Oh, claro que vas a ir.
– Gabe, soy consciente de que estás preocupado. Yo también lo estoy. Pero esta es la primera vez que tengo una oportunidad auténtica de ayudar a mi hermano. Confía en mí. No hay nada ni nadie que pueda detenerme.
Pronunció la última frase en un tono tan firme y sereno que a Gabe le entraron ganas de retorcerle el cuello.
Como la habitación de Rebecca disponía de muy poco espacio libre, Gabe comenzó a caminar por uno de los lados de la cama. Rebecca lo imitó por el otro. Y sus ojos se encontraban cada vez que giraban.
Gabe nunca se había peleado con una mujer. Jamás. Y, desde luego, jamás le había tenido que gritar a una mujer. Era algo que iba en contra de su ética y de lo que su instinto le decía sobre la conducta que un hombre debía mantener con el sexo opuesto.
La culpabilidad hacía añicos su conciencia. Pero el hecho de sentirse culpable por haberle gritado no le resultaba demasiado doloroso. Al fin y al cabo, Rebecca estaba siendo tan cabezota y tozuda como un burro. Y si se viera en la obligación de retorcer el idealista cuello de Rebecca para poder mantenerla con vida, lo haría. Gabe había intimidado a hombres que estaban bajo sus órdenes con la mitad de esfuerzo. Hasta ese momento, nada parecía haber intimidado o asustado a esa condenada pelirroja. Lo cual era una prueba más de que era una mujer temeraria e imprudente. No tenía la menor idea de lo que era el peligro.
Hasta ese momento, intentar intimidarla no había servido de nada, pero todavía no se había empleado a fondo con ella. Y se creía perfectamente capaz de sobrevivir a la culpa cuando lo hiciera. En ese caso, el fin justificaba los medios.
Pero había otro tipo de culpa machacando su conciencia. Una culpabilidad que crecía con solo mirarla y que lo azotaba con la intensidad de una tormenta de vientos salvajes y lúgubres rayos.
Uno de los minúsculos tirantes del vestido se había roto. El corpiño colgaba sobre el seno derecho de Rebecca, amenazando con descubrirlo cada vez que la escritora tomaba aire. Los labios de Rebecca estaban enrojecidos por la presión de su beso. Y su piel continuaba suave y sonrosada por el deseo.
La luz de la lámpara iluminaba todo su cuerpo. Su pelo era como una puesta de sol, lanzaba destellos dorados y rojizos en una maraña de luz cada vez que giraba.
La cama que se interponía entre ellos era como el afilado recuerdo de lo cerca que habían estado de terminar sobre ella. De lo mucho que Gabe continuaba deseando hacerlo. De lo mucho que continuaba deseando a Rebecca.
No había nada malo en desear a una mujer. No había nada malo en acostarse con una mujer dispuesta a hacerlo. Pero, maldita fuera, aquella era Rebecca. Ella quería tener hijos, formar una familia. Gabe sabía que desnudarse ante una mujer era algo completamente diferente a compartir intimidad. Él nunca había herido deliberadamente a una mujer, jamás se había acostado con nadie que no estuviera jugando con la misma baraja que él.
Y tampoco había dejado nunca que una mujer, ni ninguna otra cosa, interfiriera en su trabajo.
– Me cuesta creer que haya dejado que las cosas fueran tan lejos -musitó-Tammy no debería tener la menor idea de dónde localizarte, pelirroja.
– Si no hubiera averiguado quién soy yo, nunca habría intentado ponerse en contacto conmigo -respondió Rebecca-.Y, por el amor de Dios, no hay nada peligroso en una conversación. Y la verdad es que Tammy ha sido… muy amable. Se ha disculpado por llamarme tan tarde. Y lo único que ha dicho ha sido que se ha enterado a través de unos amigos de que estaba intentando localizarla. No sabía por qué, pero que si quería que nos viéramos, ella estaba de acuerdo y disponía de tiempo mañana por la mañana.
Cabe elevó los ojos al cielo y contestó imitando la voz de una soprano.
– No sé cómo has podido tragarte una cosa así, pequeña.
– Yo no me he tragado nada, Gabe. Por el amor de Dios, estamos deseando hablar con esa mujer y ella me ha servido la oportunidad en bandeja.
– Sí. Y, curiosamente, ha sugerido una agradable y tranquila reunión en la zona del Gran Cañón para hacerlo. Tammy, o la señorita Pollyana si lo prefieres, no es una amante de la naturaleza. Y es evidente que si ha elegido un lugar tan solitario como ese no es porque quiera dedicarse a meditar contigo.
– Estás sacando conclusiones precipitadas -replicó Rebecca con firmeza-. Ni tú ni yo sabemos si tiene algo peligroso en mente. Y a menos que hable con ella, no tenemos ninguna forma de saber lo que le ronda por la cabeza. -Entonces nunca lo sabremos porque no hay ni la más remota posibilidad de que vayas a reunirte tú sola con esa mujer.
– Gabe, Tammy ha preguntado por mí, no por ti. Y ahora, deja de comportarte por un instante como si fueras un gorila sobre protector y piensa. Tengo que ir sola y quiero hacerlo. Una mujer siempre encuentra la manera de entablar conversación con otra mujer. Tammy se ha ofrecido voluntariamente a hablar conmigo y estoy segura de que, diga lo que diga, seré capaz de adivinar sus intenciones. Estás montando demasiado alboroto por todo esto, grandullón. No es que no me parezcas adorable, pero tienes una tendencia casi adolescente a parecer intimidante, además de ser incapaz de ser mínimamente sutil.
– Estoy hablando de tu seguridad. Y la sutilidad me importa menos que el trasero de una rata.
Rebecca tuvo el valor de dirigirle una sonrisa traviesa.
– A las pruebas me remito.
– Rebecca, esto no me gusta.
– Lo sé.
– Esto no me gusta nada en absoluto.
– Lo sé.
Al final, Gabe renunció, parcialmente y, desde luego, no voluntariamente. Si hubiera tenido alguna opción, habría llamado a la madre de Rebecca y le habría pedido que encerrara a su hija en un convento. Pero a pesar de todo su poder, dudaba que Kate Fortune pudiera ejercitar ese poder sobre su hija. Nadie parecía capaz de dominar a aquella pesadilla andante capaz de provocarle una úlcera a cualquiera.
Desgraciadamente, era su pesadilla. Y no podía confiar en que cuidara de sí misma. Rebecca tenía todo un historial saltándose las normas que supuestamente habían establecido. Gabe podía meterla en un avión, sí, pero no podía garantizar que no lo secuestrara y se las arreglara como fuera para asistir a la reunión con la señorita Di-11er. Gabe tenía el desagradable presentimiento de que incluso en el caso de que la atara y la descuartizara, ella se las arreglaría para ir a esa reunión.
De modo que sería él el que establecería las normas. Iría a ver a Tammy, sí, pero Gabe viajaría primero a aquel lugar. Nadie podría verlo, pero él estaría allí. Rebecca se mostraría dispuesta a seguir la conversación que Tammy iniciara, pero bajo ningún concepto mencionaría el asesinato de Mónica Malone. Podía inventarse un cuento de hadas si quería satisfacer la curiosidad de Tammy sobre los motivos de sus preguntas, pero debía evitar cualquier tema peligroso.
Rebecca se mostró de acuerdo en todos los puntos sin vacilar. Gabe no comentó que pensaba ir armado… ni que decidiría si debía permanecer invisible en función de lo que viera y presintiera cuando llegara al lugar de la reunión. Rebecca tampoco preguntó nada.
De pronto, la escritora bostezó. Fue un sonoro y enorme bostezo, seguido de un fuerte pestañeo y una sonrisa.
– Discutir contigo es realmente agotador -dijo secamente-. ¡Dios mío! ¿Pero tienes idea de la hora que es?
En realidad no la tenía, pero nada más mirar el reloj, Gabe alargó el brazo para agarrar la chaqueta de su esmoquin.
– Mañana repasaremos todo esto otra vez antes de que te vayas. Si se supone que debes reunirte con ella a las dos, podríamos almorzar juntos alrededor de las once. Vendré a buscarte a tu habitación.
– Quizá para ti sea una almuerzo, pero probablemente para mí será un desayuno. Creo que voy a quedarme durmiendo hasta las once de la mañana.
– Buena idea -contestó Gabe.
Él, por su parte, no pensaba dormir en absoluto. Tenía muchas cosas que solucionar antes del día siguiente, entre ellas, alquilar un segundo coche para examinar el lugar en el que Tammy había citado a Rebecca. Comenzó a dirigirse hacia la puerta, pero de pronto se detuvo.
– Pelirroja…
La verdad era que no sabía qué decir, pero necesitaba decir algo. La llamada de Tammy había interrumpido un momento muy especial entre ellos. Aun así, continuaban existiendo los recuerdos de lo que había ocurrido y, si no se enfrentaban a ellos, la situación podría llegar a enconarse.
– ¿Piensas disculparte porque hemos estado a punto de hacer el amor? -preguntó Rebecca con una voz más suave que la mantequilla.
– No, no iba a disculparme -se pasó la mano nervioso por la cara-. Bueno sí, quiero disculparme.
– A mí me parece que he sido yo la que se ha acercado a ti -ella también se frotó la cara, como si el gesto de Gabe fuera contagioso-. Debería estar pensando en mi hermano, Gabe. Él es la razón por la que estoy aquí. Cuando Tammy ha llamado, no he sido capaz de pensar con claridad, y no puedo dejar de sentirme culpable por eso.
– Pues olvídate de esa culpa, pelirroja. Tu hermano es asunto mío. Por mucho que el amor y la lealtad te estén impulsando a actuar, tú no estás acostumbrada a esto. No estás acostumbrada a tratar con la escoria de la sociedad, ni a viajar de un día para otro por todo el país, y tampoco estás acostumbrada a la gente que vive a margen de la ley -hundió las manos en los bolsillos del pantalón-. Además, estás preocupada por tu hermano. Es lógico que toda esta situación contribuya a intensificar los sentimientos. Cuando la adrenalina se pone en funcionamiento, nadie es capaz de pensar como lo hace normalmente.
– Yo estoy pensando perfectamente -le sostuvo la mirada-. Simplemente, no he elegido el momento adecuado. Eso es lo único que lamento, pero no me arrepiento en absoluto de lo que siento por ti ni de lo que hemos compartido.
– Sí, bueno. Pero en cuanto regreses a tu casa, volverás a soñar con tener una casa en el campo con un columpio en el jardín, un montón de niños y un hombre con el que cuidarlos.
Rebecca abrió la boca para decir algo más, pero inmediatamente la cerró. Gabe vio entonces la frágil vulnerabilidad que reflejaba su rostro, el dolor que aparecía en el verde de sus ojos. Un dolor que él mismo había provocado y que le habría gustado poder sanar. Le dirigió una última mirada y salió.
El pasillo estaba desierto y en silencio. Tan silencioso que podía oír los latidos de su propio corazón.
Había sido sincero con ella, no pretendía hacerle daño. Rebecca era proclive a creer en ilusiones y en príncipes azules. Y si hubiera dejado que pensara en él en esos términos, el dolor habría sido mucho más intenso. Pero aun así, Gabe continuaba sintiendo un desagradable nudo en la garganta.
Rebecca era la luna y el sol en los que en otro tiempo él había deseado creer. Gabe se sentía incómodo e incrédulo ante la palabra «amor», pero no podía negar que había muchas cosas que adoraba de Rebecca. Y deseaba que tuviera derecho a ser exactamente lo que era: una estúpida idealista que todavía creía en los sueños.
Y la única forma de que eso pudiera ocurrir era que continuara protegiéndola. Y no solo de los peligros externos, sino también de él.
Era imposible que él fuera el hombre que Rebecca necesitaba. El hombre con el que quería compartir su vida. Y Gabe lo sabía.
El apuñalamiento siempre había sido el método preferido de Rebecca para el asesinato. Había matado a algunos de sus personajes con veneno, utilizando una vieja pistola o arrojándolos cruelmente por un precipicio. En el ordenador que tenía en su casa, tenía un libro de suspense a punto de acabar en el que el malo se inclinaba por un puñal de plata. Sí, apuñalar a alguien con un puñal de plata.
Un crítico literario, recordó Rebecca, había alabado su imaginación tan deliciosamente perversa. Pero eso era ficción. En la vida real, Rebecca se sentía culpable hasta matando un mosquito y, desde luego, jamás había aspirado a conocer a alguien que hubiera cometido un asesinato.
Se desabrochó la camisa color crema, se puso los pantalones caquis y se calzó unas zapatillas deportivas. La cabeza le latía y tenía el estómago revuelto. Aquel era el tercer modelo que se probaba, lo cual tensionaba hasta el límite las opciones que le ofrecía su maleta. A pesar de las muchas horas que había pasado creando todo tipo de asesinos violentos, no tenía la menor idea de la ropa que debía ponerse para ir a ver a una posible asesina.
El alegre sol de la mañana entraba a raudales por la ventana mientras ella agarraba un cepillo y se debatía entre dejar o no sus rizos sueltos.
Se recordó a sí misma, una vez más, que el hecho de que Mónica Malone hubiera sido asesinada con un cortaplumas no era razón alguna para asumir que Tammy era la responsable de su muerte. De hecho, no había ninguna prueba que indicara que Tammy había estado en la casa en el momento del asesinato de Mónica. Nada indicaba que hubiera tocado siquiera aquel abrecartas.
Y además de todo ello, Rebecca tenía la constante sensación de que había algún tipo de relación entre Tammy y su familia. Pero, como Gabe se encargaba de recordarle constantemente, tenía una imaginación demasiado activa y todavía no había encontrado ningún hecho que corroborara aquel presentimiento.
Por otra parte, si Gabe de verdad creyera que la señorita Diller era culpable, Rebecca sospechaba que el detective habría encontrado alguna forma sucia y nefanda de dar al traste con aquella reunión. De modo que, seguramente, lo único que Gabe veía de Tammy era su vínculo con Mónica y la posibilidad de que este pudiera salvar a Jake. Rebecca sabía que el detective no creía en la inocencia de su hermano más que los demás. Y aunque el resto de la familia pensaba que Jake era inocente, habían dejado en manos de sus abogados la futura libertad de Jake. Rebecca, sin embargo, no pensaba correr ningún riesgo estando de por medio la libertad de su hermano.
Su hermano era ética, emocional e intelectualmente incapaz de asesinar. Rebecca lo sabía con toda certeza. Pero si él no había cometido aquel asesinato, tenía que haber otra persona que lo hubiera hecho. Y la única alternativa que hasta el momento había surgido era la de Tammy.
La mujer con la que, Rebecca miró el reloj, debería encontrarse al cabo de tres horas.
Rebecca dejó el cepillo, se pintó los labios, se puso el brazalete de su madre, puesto que por nada del mundo iba a salir sin su preciado talismán aquel día, y consideró si todavía tenía tiempo para vomitar. Una legión de mariposas suicidas revoloteaban en su estómago y cada uno de sus movimientos le provocaba una náusea. El voto de las mariposas era unánime. Pero Gabe estaba a punto de llegar.
De hecho, Gabe aporreó la puerta justo un segundo antes de que Rebecca hubiera terminado de presionar el cierre de seguridad del brazalete. En el instante en el que le permitió el paso, Gabe la recorrió de pies a cabeza con la mirada como si fuera un perro guardián examinando a su cachorro.
– ¿Te encuentras bien? ¿Has podido dormir? ¿Te sientes preparada para esto?
– No podría encontrarme mejor y estoy deseando marcharme -pretendía parecer segura y confiada, pero descubrió bruscamente que no tenía por qué fingir.
El estómago se le había asentado en cuanto había visto entrar a Gabe, aunque el pulso se le había acelerado repentinamente.
El atuendo de Gabe era informal; una camisa a cuadros, vaqueros y cazadora de aviador. Pero ya fuera formal o informalmente vestido, Gabe siempre conseguía parecer infinitamente más pulcro que ella. Sus camisas se mantenían siempre sin una sola arruga, no llevaba un solo pelo fuera de lugar. Las mejillas las llevaba recién afeitadas, pero a Rebecca le dio un vuelco el corazón al ver las sombras que había bajo sus ojos. Obviamente, Gabe no había olvidado lo que había ocurrido la noche anterior.
Y tampoco ella.
Antes de aquella noche, quizá tuviera la sospecha que se había enamorado de él. Pero después de lo ocurrido, lo sabía. Y estaba avergonzada por el abandono con el que se había arrojado a sus brazos. La química que había entre ellos era imperiosa y casi insoportable, pero era solo un síntoma de aquella dolencia en particular. Su mente se convertía en mantequilla en cuanto estaba cerca de Gabe y sus rodillas en fideos. Aquel condenado hombre había capturado un rincón de su corazón.
– Continúa sin resultarme fácil dejarte ir -dijo Gabe sombrío.
– Déjame darte un consejo, grandullón: cuando estés delante de una mujer, intenta no utilizar las palabras «dejar» o «permitir» y posiblemente te evitarás tener que terminar con un ojo morado.
Gabe apoyó el hombro contra el marco de la puerta.
– Con ninguna otra mujer tendría que hablar de la misma forma que estoy hablando contigo. Esta no es una cuestión de género. Hay personas que son gorilas y otras corderos. Y tú vas a ser un cordero hasta el día que te mueras.
– Bueno, posiblemente tengas razón, pero si lo piensas un momento, te darás cuenta de que el hecho de que yo sea un cordero tiene tremendas ventajas -agarró el bolso y el trozo de papel en el que tenía la dirección que Tammy le había dado la noche anterior y pasó a toda velocidad por delante de él para dirigirse al pasillo y desde allí al ascensor-. No hay nada por lo que preocuparse. Confía en mí, soy la mujer más cobarde que has conocido en toda tu vida. Si crees que voy a hacer algo que pueda provocar a nuestra querida señorita Diller, es que has perdido la cabeza.
Gabe cerró la puerta y salió corriendo tras ella. Ambos presionaron el botón del ascensor al mismo tiempo.
– No te creo más de lo que creo en las promesas de los políticos. Tú no sólo no eres una cobarde, sino que no has dejado de correr un riesgo tras otro desde que te conocí. Y esta tarde no quiero que corras ningún riesgo. ¿Te acuerdas de todo lo que hablamos ayer por la noche? En cuanto tengas la sensación de que puede haber algún problema, sal de allí. Incluso en el caso de que lo estés intuyendo, o simplemente si empiezas a sentirte incómoda.
Las puertas del ascensor se abrieron de repente. Para cuando Rebecca entró en el ascensor, un brillo travieso iluminaba su mirada.
– Gabe, Gabe, Gabe. No me digas que está empezando a creer en el instinto y la intuición. No me estarás aconsejando que siga lo que me dicen las entrañas, ¿verdad?
Gabe suspiró pesadamente.
– Si ya empiezas así, solo Dios sabe cómo voy a poder soportarte al final del día.
Con la eficiencia de un sargento de marina, Gabe la puso al corriente de los planes que había elaborado la noche anterior y le explicó dónde estaría él y cuándo y dónde se encontrarían. Tenía además un mapa para ella marcado con rotulador rojo. Al parecer, en vez de a dormir, Gabe había dedicado la noche a conducir hasta el lugar en el que Tammy la había citado y examinar hasta el último centímetro de los alrededores.
Para cuando Gabe acabó con su interminable lista de órdenes, habían llegado ya al vestíbulo. Lo cruzaron y se dirigieron al restaurante. Pero antes de que hubieran cruzado las puertas, Gabe le puso a Rebecca una llave en la mano.
– ¿Esto qué es?
– Te he alquilado un coche. Un Mazda negro RX-7.
Rebecca pestañeó.
– Me habría gustado más un viejo Chevy.
– Quizá. Pero si decides que quieres huir, te bastará con poner un pie en el acelerador para salir volando.
Rebecca ni siquiera había intentado decir una sola palabra hasta entonces. Habría sido como interrumpir a un cirujano con el bisturí entre las manos. Gabe estaba en su elemento haciendo planes y organizándolo todo. Y, para ser sincera, tenía que reconocer que lo hacía estupendamente. Pero no podía pasar por alto su último comentario.
De modo que apoyó la mano en el codo de Gabe para llamarle la atención y dijo muy suavemente:
– Yo nunca rehuyo un problema, Gabe. Puedo estar asustada, puedo llegar incluso a vomitar. Pero jamás huyo de un problema.
Capítulo 9
Aunque la distancia de Las Vegas hasta las tierras del Gran Cañón no alcanzaba ni treinta kilómetros, podría haber sido perfectamente la distancia que había hasta otro planeta. Las luces y la civilización se transformaban en un desierto que daba paso a una de las zonas más salvajes y montañosas del país.
Para un turista cansado de perder dinero en los casinos, aquellos cañones podían suponer un refrescante cambio, pensó Gabe. Pero, de alguna manera, sospechaba que Tammy Diller había elegido aquel lugar por motivos completamente diferentes.
Gabe se frotó la barbilla, lenta, muy lentamente. Tammy ya había llegado en un Cadillac amarillo claro. Gabe había podido contemplarla durante un buen rato y no le había hecho gracia lo que había visto.
Aunque la señorita Diller no lo sabía, el detective se encontraba a unos ocho metros por encima de ella, tumbado en el polvoriento saliente de una roca. Era una posición estratégica que le permitía estar lo suficientemente cerca de ellas como para oír su conversación. Eso en el caso de que no se asara antes.
Tammy le había sugerido a Rebecca que se encontraran en el merendero situado en el interior de la zona recreativa del parque. Era un lugar pacífico y totalmente inofensivo para mantener una conversación privada. Y aparentemente seguro, puesto que era público. Pero en un día de trabajo y con aquel sol implacable reflejándose en las rocas desnudas, era también insoportablemente caluroso. No había un solo ser vivo por los alrededores: ni pájaros, ni grillos y, desde luego, ni un solo ser humano.
Gabe se había llevado una cantimplora, pero no se atrevía a arriesgarse a beber por miedo a hacer ruido. Y aunque estaba completamente seguro de que cualquier geólogo consideraría aquel lugar como una suerte de paraíso, a él le importaban un comino tanto la geología como la belleza del paisaje. Cuando había dejado su coche kilómetros atrás y había comenzado a caminar hacia el lugar de la cita, había tenido que hacer un serio esfuerzo para dominar sus nervios al ver lo aislado que estaba. No había ni un solo pueblo, ni un solo edificio a la vista. Era el lugar ideal para hacer cualquier cosa sin arriesgarse a ser descubierto.
Y la mujer que tenía debajo de él había activado todas las alarmas de Gabe. Tammy había llegado veinte minutos antes de la hora prevista para la reunión, de modo que había tenido tiempo más que suficiente para observarla. Tenía una larga melena castaña que le llegaba hasta los hombros. Suponía que otra mujer habría considerado original su estilo, pero él lo encontraba vulgar.
También su maquillaje lo era y parecía habérselo aplicado en toneladas en los ojos. Las piernas no estaban mal. Llevaba una blusa que le llegaba casi hasta el cuello. Gabe pensó que probablemente estaba intentando parecer inocente y digna de confianza con aquella ropa de aspecto caro. Pero su forma de llevarla, su caminar, la delataba. Aquella mujer estaba muy trabajada. Aunque Gabe sospechaba que Rebecca le retorcería el cuello con alguna de sus arengas feministas si lo oía utilizar un término como aquel para hablar de Tammy.
Pero lo era. Tammy Diller era una prostituta hasta los huesos. Había miles de kilómetros de la peor vida reflejados en aquellos ojos. No había nada malo en su rostro, de hecho, podría decirse que era una mujer bonita. Pero su expresión era más dura que una bota de cuero. Estaba suficientemente alerta como para saltar al menor ruido, aunque Gabe no estuviera haciendo ninguno.
Ambos oyeron el ronroneo del motor de un coche. Tenía que ser la llegada de Rebecca. Gabe sintió cómo se tensaban todos sus músculos, pero no apartó en ningún momento la mirada de Rebecca. A más velocidad de la que tardaba en llegar una mala noticia, Tammy apagó su cigarro, tiró el chicle, se puso un par de gafas de sol y recompuso su rostro hasta convertirlo en un modelo de calma y serenidad.
Rebecca dejó el Mazda negro al lado del coche de Tammy y salió.
«Muy bien, pelirroja», pensó Gabe. «Aunque solo sea por esta vez, sígueme la corriente. Haz lo que acordamos: habla, pero no demasiado, no saques el tema de Mónica, y tampoco el de tu hermano. Y, por el amor de Dios, no hables en ningún momento de asesinato. Mañana puedes arriesgar tu cuello si quieres, pequeña, te lo prometo, pero, solo por esta vez, ten mucho cuidado, ¿de acuerdo? Solo por esta vez».
– ¿Señorita Diller? -evidentemente, Rebecca había visto inmediatamente a la otra mujer, porque se dirigió a grandes zancadas hacia ella.
Dios, al lado de Tammy Diller, era como una ráfaga de frescor.
Pero algo andaba mal. Gabe no sabía exactamente qué, no podía imaginarse lo que era. Pero conocía el cuerpo de Rebecca… íntimamente. Quizá nadie más se habría dado cuenta, pero él vio que sus hombros de repente se tensaban, incluso los minúsculos músculos de su rostro se endurecieron, y su sonrisa de pronto le pareció falsa.
Todas las alarmas sonaron en el sistema nervioso de Gabe. Había estado conectado al ordenador hasta altas horas de la madrugada, esperando encontrar algo más sobre el pasado de Tammy o la aparición de cualquier otro sospechoso. A Mónica no le faltaban enemigos. Además, Gabe tenía a todo su equipo comprobando cualquier nombre relacionado con Kate y con Jake Fortune. De aquella investigación, estaban surgiendo páginas y páginas de información, alguna más fácil de obtener que otra. Pero no había encontrado nada que le hubiera servido de justificación para impedir aquella reunión.
En aquel momento, sin embargo, deseó haber lanzado al infierno la lógica y los fríos datos y haber hecho exactamente eso: impedirla. Rebecca se había puesto nerviosa al ver a aquella mujer, había visto algo que, evidentemente, él no sabía. A Gabe le gustaban las sorpresas, pero no cuando concernían a la seguridad de Rebecca, maldita fuera.
Aun así, Rebecca pareció recuperarse rápidamente del impacto inicial. Le tendió la mano a Tammy y, como si fuera la mismísima Pollyana, dijo con una voz cargada de burbujeante entusiasmo:
– ¡Hola! ¡Qué lugar tan maravillosamente tranquilo! Te agradezco sinceramente que hayas decidido perder parte de tu tiempo conmigo.
Tammy le estrechó la mano y le dirigió una sonrisa más brillante que el oro falso. Su acento sureño parecía auténtico, pero era mucho más azucarado que el que Gabe había oído en Nueva Orleans.
– Me encanta este lugar y me pareció ideal para relajarnos. En Las Vegas es terriblemente difícil encontrar un lugar tranquilo.
– En eso tienes toda la razón.
Gabe se estaba perdiendo parte de la conversación. Tammy estaba de espaldas a él, lo que le facilitaba seriamente el espionaje que, en principio, había sido lo único que pretendía hacer: estar suficientemente cerca de ella como para vigilarla y poder moverse a toda velocidad en el caso de que creyera a Rebecca amenazada. Había sido un regalo inesperado que las voces pudieran distinguirse en aquel ambiente tan silencioso, pero las voces se perdían cada vez que alguna de las dos mujeres se movía. Y, como mujeres que eran, parecían incapaces de estarse quietas. Gabe intentaba no respirar, intentaba ignorar el zumbido que sentía en la nuca, intentaba olvidarse del calor y de la piedra que se le estaba clavando en el pecho.
Las dos mujeres parecían estar manteniendo una agradable conversación, carente de tensión y de preocupaciones a juzgar por los retazos que podía ver del rostro de Rebecca. Esta hablaba como una sociable y amistosa cotorra y Gabe no pudo menos que felicitarla en silencio por su conversación.
Ambas se acercaron ligeramente a él, y de pronto, Tammy inclinó la cabeza y fue directamente al grano.
– Ayer, todo el mundo con el que me encontré me dijo que había alguien buscándome. Y puesto que no nos conocemos, no podía imaginarme por qué.
– Bueno, si puedo ser sincera contigo…
Un repentino escalofrío recorrió la espalda de Gabe. Había estado provocado por el tono cándido de Rebecca. La última vez que la había oído hablar en ese tono había sido para informarlo de que ella jamás huía o salía corriendo cuando tenía un problema. Y, maldita fuera, él lo sabía perfectamente. Rebecca le había demostrado que no había un solo disparate que no estuviera dispuesta a cometer para salvar a su hermano. Jamás había dado la espalda a un problema a causa del riesgo. Y la noche anterior le había enseñado íntimamente aquella lección, con el riesgo que había estado dispuesta a correr con él.
Cada momento, cada una de las caricias de la noche anterior se repitió en su mente. Y la sensación de alarma cedió a una velocidad vertiginosa.
– Por supuesto que puedes ser sincera conmigo, cariño -le aseguró Tammy.
– Bueno, no sé si te has enterado a través de la prensa de la muerte de Mónica Malone, pero el caso es que mi hermano Jake está acusado del crimen. Yo he encontrado una copia de la carta que Mónica te escribió cerca de la fecha del crimen. No tengo la menor idea de qué relación puedes tener con Mónica, pero esperaba que pudieras ayudarme. Estoy buscando algo, cualquier cosa, que pueda ayudarme a demostrar la inocencia de mi hermano.
A Gabe se le paralizó el corazón. Y la garganta se le quedó más seca que el desierto del Sahara a las doce del mediodía. No solo le había advertido a Rebecca una docena de veces que no dijera nada del asesinato, sino que ella había estado de acuerdo con él, había comprendido que el único tema que no podía sacar con Tammy era el del asesinato de Mónica. Aquella declaración era lo mismo que invitar a Tammy a verla como una amenaza.
«Maldita seas, pelirroja», pensó, «no te atrevas a decir una sola palabra más».
En aquel momento no podía ver el rostro de Tammy, pero sí la vio elevar las manos con gesto inocente.
– Por supuesto que me enteré del asesinato de Mónica. Al fin y al cabo era un personaje público y salió en todos los medios de comunicación. Pero no la conocí personalmente.
– Pero era una carta que te dirigía a ti -insistió Rebecca.
El corazón de Gabe comenzó a latir nuevamente. A una velocidad preocupante. Por sus venas corría suficiente adrenalina como para provocarle una sobredosis. Se debatía mentalmente entre las posibilidades que tendría cuando atrapara a Rebecca: no sabía si meterla en un caldero de aceite hirviendo, dejarla atada a un poste encima de un hormiguero de hormigas asesinas o ahogarla directamente. Todas las opciones le parecían tan tentadoras que resultaba difícil decidirse por ninguna. Pero eso lo dejaría para más tarde. En aquel momento, su mirada estaba pendiente de Tammy. No quería perderla de vista ni una décima de segundo.
– Bueno, tienes razón en lo de la carta de Mónica – admitió Tammy suavemente-. Como puedes imaginar por mi aspecto, he trabajado en algunas ocasiones como modelo. Supongo que Mónica se puso en contacto conmigo por eso. Leí en alguna parte que Mónica tenía una relación muy estrecha con la empresa de cosméticos de tu familia y en esa época yo estaba sin trabajar. Pero sinceramente, no lo sé. Afortunadamente, después volví a trabajar, de modo que no tuve oportunidad de contestarle.
– Bueno, es una pena -dijo Rebecca-. Esperaba que pudieras proporcionarme algún dato concreto que pudiera ayudarme a encontrar a alguien relacionado con Mónica.
– Me temo que no, cariño. Nunca la conocí. No es que no lo sienta… Quiero decir, es terrible que una antigua gloria de Hollywood pueda morir apuñalada con un abrecartas, como en una película antigua. Es increíble que alguien haya podido hacer algo así, ¿verdad? Se me ponen los pelos de punta de solo pensarlo.
Diablos, algo andaba mal. Rebecca consiguió emitir una respuesta pero el color había abandonado su rostro y de pronto estaba aferrándose las manos con fuerza. Aquel tenso movimiento hizo tintinear su brazalete.
Tammy comentó algo sobre el brazalete y la conversación derivó hacia las joyas, en un serio esfuerzo por parte de la señorita Diller de apartar el tema de cualquier cosa que pudiera tener relación con Mónica. Ambas mujeres comenzaron a hacer movimientos nerviosos. Las dos sacaron casi al mismo tiempo las llaves de sus respectivos bolsos y las hicieron oscilar ante ellas sin dejar de hablar. Ninguna de ellas parecía querer prolongar aquella reunión, pero ninguna parecía saber cómo ponerle fin rápidamente.
Gabe se dijo a sí mismo que había llegado el momento de respirar. No podía ocurrir nada más en aquel instante. Tammy hubiera hecho ya algún movimiento si de verdad pretendiera atacar a Rebecca. Y también era posible que, para ella, la reunión hubiera ido bien. Había tenido oportunidad de averiguar lo que quería Rebecca y, con un poco de suerte, hasta había creído en la franqueza y honestidad de Rebecca.
Desgraciadamente, Gabe nunca había creído en los finales felices de los cuentos de hadas.
Permanecer allí tumbado estaba volviéndolo loco. Quería abandonar esa roca y volver a su coche antes de que Tammy se marchara. Desgraciadamente, no tenía manera de hacerlo sin que los ruidos delataran su presencia. Tendría que tener paciencia hasta que Tammy se fuera, pero su mente ya estaba haciendo planes a toda velocidad. Aunque saliera minutos después que la señorita Diller de allí, no le resultaría difícil seguirla. Podría alcanzarla. Eran muy pocas las carreteras que conducían hasta la zona del cañón y sería muy fácil distinguir aquel Cadillac amarillo en la autopista.
Gabe no sabía a donde pretendía dirigirse Tammy después, pero su intuición le decía que debía averiguarlo. Seguirla, ver lo que quería hacer a continuación, era la mejor forma de saber si pretendía hacer algo tras haber obtenido aquella información de Rebecca.
Más tarde tendría tiempo de encargarse de la pelirroja.
Las manos de Rebecca resbalaban en el volante, empapadas por el sudor provocado por los nervios y la emoción. El Mazda negro zumbaba por la autopista, sobrepasando todos los límites de velocidad permitidos hasta que Rebecca se dio cuenta de la fuerza con la que estaba pisando el acelerador.
Rebecca deseaba correr como el viento.
Había estado a punto de sufrir un ataque al corazón al ver a Tammy. Aunque esta había intentado presentarse con una imagen diferente, continuaba pareciéndose de una forma increíble a Lindsay, la hermana mayor de Rebecca. Y en el instante en el que había reconocido aquel parecido, las piezas habían comenzado a encajar.
Tammy Diller era el nombre falso de Tracey Ducet. Ella había sabido desde el primer momento que había algo en aquel nombre que le resultaba familiar. Estaba al corriente de toda la historia de aquella mujer que había intentado hacerse pasar por la hermana gemela de Lindsay un año atrás, pero no había relacionado los dos nombres hasta que había posado sus ojos en Tammy.
Tracey / Tammy tenía que tener muchas agallas para haberse atrevido a encontrarse con ella.
Y por si reconocerla no hubiera sido suficiente para sufrir un ataque al corazón, Rebecca había estado a punto de morir de un infarto en el momento en el que Tracey había mencionado que Mónica había muerto apuñalada. Ningún medio de comunicación había difundido que Mónica había sido asesinada con un abrecartas. La policía había guardado esa información como oro en paño. Habían encontrado muchas pruebas para achacarle el crimen a su hermano, pero todavía quedaban muchas preguntas sin contestar, entre ellas, cuántas huellas dactilares había en aquel antiguo abrecartas y a quién pertenecían. Porque tratándose de los Fortune, aquel iba a ser un juicio muy importante y se había mantenido en secreto cualquier información que pudiera afectar al desarrollo del mismo.
Pero Tracey lo sabía. Ella misma lo había dicho. Había comentado que Mónica había muerto apuñalada y sabía además que la habían matado con un abrecartas.
Eso era todo lo que Rebecca necesitaba oír para estar segura de que la señorita Ducet era la auténtica asesina. Y estaba deseando alejarse de aquella mujer. Quería volver al hotel y decirle tanto a Gabe como a la policía que por fin tenían una información que podían utilizar para incriminarla. Y para sacar a Jake de aquella horrible cárcel.
La autopista estaba relativamente vacía, pero el tráfico aumentó al llegar a la ciudad y Rebecca estaba tan distraída que confundió varias veces el camino. Era bastante difícil perderse en Las Vegas, puesto que la mayoría de los hoteles se anunciaban con inmensos letreros luminosos, pero Rebecca no estaba en condiciones de fijarse en la dirección que tomaba.
Al cabo de un rato, localizó el Circus Circus y se regañó mentalmente por aquella pérdida de tiempo cuando lo único que ella quería era darse prisa. Se dirigió hacia el aparcamiento del hotel, arrancó el ticket de la máquina y pestañeó ante la repentina oscuridad que la recibió. Se suponía que debería encontrarse con Gabe en su habitación. Y después de tantos rodeos, era difícil que no hubiera llegado antes que ella.
Rebecca se moría por tomar el refresco que su garganta reseca le estaba pidiendo a gritos y por ver la cara de Gabe cuando le expusiera las nuevas noticias sobre Tracey. Sabía que la escucharía muy seriamente, porque Gabe jamás dejaba de ser objetivo en su trabajo. Y que en su mirada se reflejaría la ofensa del orgullo herido, porque, pobre muchacho, su ego odiaba que ella descubriera algo que él no había sido capaz de descubrir. Y quizá quedara tan satisfecho que olvidaría que Rebecca había prescindido de todos los acuerdos sobre cómo debería ser su reunión con Tracey.
Gabe ya debería saber a esas alturas que a ella no se le daba bien acatar órdenes y advertencias. De pronto, a Rebecca se le encogió el corazón. Tenía un largo historial en lo que a quebrantar normas se refería en cuanto había alguien que realmente le importaba de por medio, pero nunca había violentado tantas normas como con Gabe, y nunca arriesgando tanto su corazón.
De todas formas, aquel no era momento para pensar en eso. Como la primera planta del aparcamiento estaba ocupada, tuvo que bajar a la segunda. Al final, encontró un hueco libre para dejar el Mazda, apagó el motor y tomó las llaves y el bolso. El pulso le corría a una velocidad de vértigo y tenía todos los nervios en tensión ante la perspectiva de volver a ver a Gabe y por la excitación dejada por su reunión con Tracey.
Salió del coche, lo cerró y se volvió. No había nada, salvo el silencioso y opresivo cemento en todas y cada una de las direcciones. Por un momento, se quedó desorientada, sin estar segura de dónde estaba la salida, sin saber cómo regresar al hotel.
– ¡Eh!
Rebecca se volvió al oír aquella voz masculina. En un primer momento, no le resultó extraño que un hombre la llamara. Las Vegas era un lugar turístico y era normal que la gente entablara conversación con desconocidos prácticamente en cualquier lugar. Y lo primero en lo que se fijó fue en la sonrisa de aquel hombre. Su mente registró otros detalles, como que era alto, rubio y llevaba el inofensivo atuendo de un turista. Era un hombre atractivo y juvenil, que debía rondar los treinta y cinco años… Y, de pronto, su memoria se activó.
Tammy tenía un compañero. Esa era una de las razones por las que debía haber relacionado a Tammy con Tracey antes de verla, porque el novio había formado parte del chanchullo en el que había intentado envolver Tracey a la familia Fortune. Dwayne, Wayne, un nombre parecido. Pero para cuando reconoció el peligro, ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos, aquel tipo la había alcanzado. E, incluso bajo la lúgubre luz del aparcamiento, se podía distinguir con claridad su expresión sonriente y cordial.
Pero entonces Rebecca reparó en que llevaba un objeto plateado y brillante en la mano izquierda. Todavía estaba sonriendo cuando blandió la navaja.
No había nadie a la vista, ningún sonido o movimiento indicaba que pudiera haber alguien ni remotamente cerca. Pero aquello no detuvo a Rebecca. Tomó una bocanada de aire con la intención de gritar suficientemente fuerte como para llamar la atención a un muerto.
Pero el grito nunca se produjo. Apenas consiguió emitir un graznido antes de que aquel tipo se abalanzara sobre ella y le retorciera dolorosamente el brazo. El olor de una empalagosa colonia masculina invadió la pituitaria de Rebecca. Sentía el frío del acero en la garganta y el pánico arrastrándola como una marea de la que era imposible escapar.
El nombre de Wayne Potts resonó en su cabeza como un disparo. Un disparo completamente inútil, porque encajar por fin todos los detalles no iba a protegerla de nada en aquel momento. Debería haber tenido más cuidado. Debería haber confiado en su intuición y haberse esforzado en recordar por qué el nombre de Tammy Diller le resultaba familiar. Pero todos esos «debería» no eran nada comparados con la sensación de aquella fría hoja en su garganta.
– Llega tarde, señorita Fortune. La esperaba hace unos veinte minutos y estaba empezando a preguntarme qué demonios podría haberle pasado. ¿Se ha perdido? No debería haber tardado tanto en recorrer menos de treinta kilómetros.
¿Pretendía hablar con ella? Porque Rebecca no estaba para conversaciones, sino a punto de dejarse arrastrar por la histeria, de disolverse en un charco de terror. Era incapaz de concentrarse en nada que no fuera aquella navaja que estaba tan cerca de su cuello. Pero, por otra parte, mientras aquel tipo continuara hablando, ella no iba a morir.
– ¿Cómo sabe mi nombre?
– No me ha resultado muy difícil averiguarlo. Los teléfonos móviles han sido una gran aportación tecnológica a nuestras vidas, ¿no cree? Lo sé todo sobre usted. Tracey no podía esperar a contármelo. Y ha jugado muy bien, señorita Fortune. Ha conseguido convencer a Tracey de que es tan inocente como un gatito recién nacido… y de que se ha creído todo lo que ella le ha dicho.
Volvió a retorcerle el brazo, haciendo que los ojos se le llenaran de lágrimas. Bajo la pesada fragancia de su colonia, Rebecca distinguía el repugnante olor de su sudor. Un sudor nacido de la excitación. Aquel hombre estaba disfrutando de la situación, comprendió intuitivamente. Pero no conseguía hacer que su voz sonara real ni siquiera para salvar su propia vida.
– No lo comprendo. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Jamás he oído hablar de ninguna Tracey.
Su agresor soltó una carcajada carente por completo de humor.
– Buen intento pequeña. Pero yo no intentaría mentir a un jugador. Ha reconocido a Tracey nada más verla, ¿verdad? Por supuesto que sí. Tracey es idéntica a su hermana mayor. Le dije a Tracey que esa reunión era una estupidez, pero no quiso escucharme. Decía que era demasiado importante para nosotros descubrir lo que usted sabía. Y ya hemos encontrado la respuesta, ¿verdad? Es evidente que sabe demasiado.
De pronto, y procedente de ninguna parte, se oyó el chirriar de unos neumáticos. Aquella interrupción fue suficiente para que Wayne alzara la mirada. Pero no Rebecca. Cuando aquel canalla levantó la cabeza, tensó la navaja sobre su garganta. Rebecca no podía arriesgarse a mover la cabeza ni una fracción de milímetro. Pero por el rabillo del ojo distinguió la capota blanca del coche que Gabe había alquilado bajando a toda velocidad la rampa del aparcamiento.
A partir de ahí, todo transcurrió en cuestión de segundos. Si Wayne hubiera tenido cerebro, se habría dado cuenta que tenía entre sus manos la carta más valiosa y la mejor jugada habría sido retenerla. Pero solo había tiempo para la respuesta más instintiva, y la respuesta instintiva de Wayne ante un problema era salir corriendo.
El filo de la navaja arañaba el cuello de Rebecca, pero de pronto Wayne la empujó bruscamente y Rebecca se sintió inesperadamente libre. Chocó violentamente contra el coche de Gabe. Durante unos segundos, apenas pudo mantener el equilibrio, ni siquiera podía respirar y lo único que quería era dejar que sus rodillas se doblaran y tener un agradable y ruidoso ataque de histeria. Pero entonces vio a Gabe. Se movía a la velocidad del rayo y un brillo terrorífico iluminaba sus ojos negros.
– ¡Gabe, tiene una navaja! -le advirtió.
Pero aquello era como hablar con un motor a reacción.
Un motor a reacción y además sordo. Gabe pareció volar sobre Wayne mientras le hacía un placaje que dejó a ambos peleando sobre el cemento. La navaja plateada salió volando y aterrizó bajo el coche de algún desconocido.,
Gabe ya estaba sujetando a Wayne, obligándolo a levantarse y retorciéndole el brazo. Enterró el puño en su diafragma, haciéndole doblarse sobre sí mismo con un sordo lamento. Después volvió a agarrarlo como si no pesara más que un perro, le sujetó ambas manos por encima de la cabeza y volvió a tirarlo contra el suelo. Wayne gritaba y lloraba mientras intentaba escapar gateando, protegiéndose al mismo tiempo.
Rebecca estaba paralizada, con las manos sobre el estómago y demasiado impactada para tener la menor idea de lo que debía hacer. Era obvio que ayudar a Gabe, ¿pero cómo? ¿Haciéndose con la navaja? ¿Llamando a la policía? ¿Pero cómo iba a dejar solo a Gabe?
Entonces, el sonido de un coche añadió más confusión al alboroto de la pelea. Se trataba solo de unos turistas, una pareja de jubilados que habían elegido inconscientemente aquel momento para aparcar su coche. Rebecca se interpuso en medio de su camino, ondeando salvajemente los brazos para que se detuvieran. Dos pares de ojos la miraron con incrédulo asombro.
– ¡Dejen allí el coche y llamen a la policía, por favor! -les gritó.
Como continuaban completamente paralizados, gritó de nuevo:
– ¡Vamos! ¡Vayan al hotel y llamen a la policía!
Tanto el hombre como la mujer se precipitaron a salir en aquel momento. El caballero tuvo la presencia de ánimo para preguntar:
– ¿Está usted bien?
– Estoy bien, estoy bien -les aseguró.
Pero en cuanto los perdió de vista, pensó que no había estado peor en toda su vida. Y se volvió justo a tiempo de ver a Gabe asestando un nuevo puñetazo en el estómago de Wayne, y pensó que tampoco Gabe estaba demasiado bien.
Además, estaba comenzando a asustarla. Quizá fuera el otro hombre el que se estuviera llevando la paliza, pero su intuición femenina le decía que Gabe estaba librando allí una suerte de batalla diferente. Jamás lo había visto tan mortalmente frío como entonces. El instinto le hizo gritar:
– ¡Gabe, estoy bien! ¡No me ha hecho ningún daño!
No hubo una respuesta inmediata. Rebecca no sabía si la había oído o no, si la había visto, si sabía siquiera que estaba allí. De modo que se acercó corriendo a los dos hombres sin estar todavía muy segura de lo que podía hacer, de lo que debía hacer. Y cuanto más se acercaba, mejor podía ver la oscura furia de la expresión de Gabe. Dios, aquella mirada se quedaría grabada para siempre en su mente como una pesadilla.
– Estoy bien, no me ha hecho daño -repitió una y otra vez.
Debió de oírla entonces. O quizá, simplemente, decidió que había llegado el momento de detenerse. Wayne se derrumbó contra la pared de cemento, dobló las rodillas y terminó llorando en el suelo. Al principio, parecía incapaz de creer que Gabe hubiera dejado de golpearlo.
Se abrieron las puertas de metal del aparcamiento y comenzó a entrar gente corriendo. Rebecca vio a los vigilantes corriendo hacia ellos, oyó el aullido de las sirenas y cerró los ojos durante un segundo, mientras intentaba recuperar la respiración.
Cuando volvió a abrirlos, a pesar de todos los gritos, los ruidos y el remolino de cuerpos, lo único que vio fueron los ojos de Gabe encontrándose con los suyos, como si ellos dos fueran los únicos seres humanos que habitaban el universo.
Capítulo 10
Gabe llamó con los nudillos a la puerta del baño.
– Servicio de habitaciones.
Oyó una risa amortiguada.
– Todavía estoy en la bañera, Gabe. Pero salgo en un periquete.
– No tienes ningún motivo para salir de la bañera. Cuanto más tiempo estés en remojo, mejor. Pero la sopa de pollo se va a enfriar. ¿Por qué no te tapas con una de las toallas del baño para que pueda meterte la cena?
– ¿Pretendes que cene en la bañera? -Gabe la oyó suspirar-. Qué idea tan decadente y desvergonzada.
– ¿Eso significa que no quieres o que ya has agarrado la toalla?
– Eso significa que ya tengo la toalla encima y que no puedo creer que hayas conseguido sacarle una sopa de pollo al servicio de habitaciones.
Gabe tuvo que hacer equilibrios con la bandeja para poder abrir la puerta. Lo recibió un vapor fragante, cargado de perfumes exóticos y sensualmente femeninos como el del jazmín. Aquel aroma despertó cada una de sus hormonas masculinas, pero, dispuesto a ser más discreto que un monje, Gabe mantuvo en todo momento los ojos apartados del cuerpo de Rebecca. No tenía sentido decirle a la pelirroja que habría encontrado otra manera de entrar en el baño si lo de la sopa no hubiera funcionado. Estaba condenadamente decidido a verla desnuda.
Rebecca le había dicho, como una docena de veces ya, que estaba bien. Él había estado examinando el corte que aquel canalla le había hecho en el cuello. Pero durante aquella revisión, Rebeca iba vestida con una camiseta de manga larga y unos pantalones que le llegaban hasta los tobillos y no había manera de averiguar si aquel cerdo le había herido en alguna otra parte. Y confiar en que Rebecca admitiera que le habían hecho daño era como esperar que las vacas aprendieran a bailar el vals.
– Supongo que eres consciente de que todavía no tengo demasiadas habilidades como camarero. Así que si termino tirando la sopa en la bañera, te permito ahorrarte la propina -desviando todavía la mirada, dejó la bandeja sobre el lavabo y cerró la puerta del baño para impedir que continuara perdiéndose aquel vaporoso calor más ardiente, todavía que el sexo.
– Primero la cuchara. Y después el cuenco. También me han dado una servilleta de lino para completar esta elegante comida, pero, personalmente, creo que no te quedaría muy bien atada al cuello. Así que te la dejaré al alcance de la mano. Y teniendo en cuenta que estoy yo solo de testigo, déjame anunciarte que no me importará que sorbas la sopa.
Aquel comentario mereció dos carcajadas de Rebecca, pero no sonaron como su risa habitual y tampoco duraron mucho tiempo. Sin dejar de representar el papel de caballero virtuoso, Gabe consiguió acercarse a la bañera y servirle la cena sin bajar una sola vez la mirada del cuello de Rebecca.
Y en cuanto Rebecca atacó la sopa, utilizó la taza del inodoro para sentarse. El calor le proporcionó una excusa para quitarse los zapatos y los calcetines, aunque la verdad era que solo quería parecer ocupado. Pero por el rabillo del ojo, estaba completamente pendiente de Rebecca.
El pelo de la escritora se había convertido en un halo con la humedad. Por su frente y su nuca descendían mechones rizados y empapados de agua. Ella, pudorosamente, se había cubierto con una toalla, escondiendo la redondez de sus senos, pero, afortunadamente, las toallas de los hoteles tendían a ser pequeñas por naturaleza.
La piel de Rebecca era más blanca que la nieve virgen y Gabe podía ver gran parte de ella. Y cada vez que distinguía en ella el pinchazo que aquel desgraciado le había hecho en el cuello se le encogían las entrañas. Rebecca tenía además dos moratones en el muslo y dos más en la frente. El canalla de Wayne se había empleado a fondo. Podía haber sido peor, se repetía Gabe constantemente. Pero la verdad era que ya era peor.
Porque las verdaderas heridas de Rebecca no se manifestaban en forma de moratones y arañazos, sino que estaban en sus ojos. Aquella noche no había chispas en sus preciosos ojos verdes. La escritora se había entregado a la sopa con un apetito respetable, pero miraba a su alrededor como si fuera un conejillo asustado. Gabe reconocía el miedo en su expresión y en sus gestos. Sí, Rebecca todavía tenía miedo.
Habían pasado tres horas desde que la policía se había llevado esposado a Wayne. Rebecca había contestado con calma y frialdad a todas las preguntas de los agentes. Pero no parecía ser consciente de que, cuando se pasaba por una experiencia tan traumática, antes o después se producía siempre una reacción.
– ¿Cómo se te ha ocurrido lo de la sopa? ¿Has estado escondiendo durante este tiempo un indudable carácter maternal? -bromeó Rebecca.
– Ahora no se te ocurra llegar a conclusiones tan ofensivas. No se me ha ocurrido nada mejor que una sopa. He pensado que no estarías de humor para comer nada más fuerte.
– Pues has pensado bien. No creo que hubiera podido comerme un filete… ¿Crees que la policía habrá atrapado a Tracey?
Volvían una vez más al tema. Ya lo habían abordado con anterioridad, pero a Gabe no le sorprendía que Rebecca no pudiera olvidar lo ocurrido.
– Creo que hay muchas probabilidades de que la encuentren. Tracey no tiene forma de saber lo que le ha pasado a su cómplice, de modo que no tiene ningún motivo para esconderse. Probablemente haya ido directamente a casa para ponerse en contacto con Wayne. Supongo que la policía ya la habrá atrapado a estas alturas.
– ¿Y crees que debería llamar a mi madre otra vez?
– No creo que haya pasado nada destacable desde la última vez que has hablado con ella. Como ya te dije, tu madre había intuido ya la posible relación entre Tammy Diller y Tracey Ducet y me había pedido que investigara a Ducet en mi base de datos.
– Esto va a suponer una gran diferencia para Jake, ¿verdad Gabe?
– Puedes apostar a que sí.
– No puedo decir que esté deseando volver a encontrarme con Wayne y con su navaja otra vez. Ni tampoco con esa terrible mujer. Pero ha merecido la pena. Si no hubiera ocurrido algo así, algo tan real y concreto, nunca hubiéramos podido demostrar su conexión con Mónica.
– Sí -se limitó a contestar.
Lo que en realidad le apetecía era regañarla por haberlo ignorado y haber corrido un riesgo tan estúpido. Pero aquello podría esperar. Ya tendría tiempo de regañarla y como se merecía. Pero no aquella noche.
Rebecca clavó en él unos ojos dulces como los de una gacela.
– Todavía no comprendo cómo me has encontrado tan rápido.
También habían hablado anteriormente sobre ello, pero Gabe volvió a abordar el tema con paciencia…
– Mi intención era seguir a Tammy, como ya te he dicho, porque durante vuestra conversación había podido ver claramente que algo la asustaba. Así que en lo primero que pensé fue en seguirla para averiguar exactamente adonde iba y ver cuál iba a ser su siguiente paso. Y eso era lo que estaba haciendo hasta que la vi llevarse un teléfono móvil a la oreja desde el coche. La única persona a la que podía estar llamando era a su socio. Y si le estaba informando a su novio de lo ocurrido, eso significaba que Wayne se convertía inmediatamente en una amenaza para ti.
Rebecca terminó de comer en silencio. Cuando el cuenco estuvo vacío, Gabe lo retiró junto con la cuchara y lo dejó en la bandeja. En todo momento, podía sentir la mirada de Rebecca siguiendo sus movimientos. Durante algunos minutos, Rebecca había estado recorriendo con la mirada cada una de las líneas de su rostro.
– ¿Quieres desahogarte o no? -le preguntó Gabe de repente.
– ¿Que si quiero desahogarme?
– Maldita sea, Rebecca. Hemos repasado lo ocurrido más de una docena de veces. Pero pareces estar evitando hablar de eso.
Rebecca alzó los ojos y tragó saliva
– Cuando estabas pegando a Wayne he tenido miedo. He tenido miedo de que no pudieras parar.
– Intentó matarte.
– Era un mequetrefe. Un debilucho. No podía competir contigo.
– Intentó matarte -repitió Gabe, y suspiró. Para él no había nada más que decir y sabía que cualquier hombre lo hubiera comprendido. Pero Rebecca jamás iba a pensar como un hombre-. Si tienes miedo de que disfrute con la violencia, ya puedes ir relajándote, pelirroja, porque la verdad es que la odio. Y el trabajo de un detective no se parece en nada a lo que se ve en la televisión, y tampoco a la vida de un militar. Son muy raras las ocasiones en las que no se encuentra algo mejor que los puños para resolver un problema. Aun así, sé cómo usar los puños y hay ocasiones en las que esa es la única opción.
– Pero querías hacerle daño…
– Puedes estar segura. Y sé cómo hacerle daño a un hombre. Pero, pese a lo que parece asustarte, en ningún momento me habría permitido perder el control. Tanto tú como yo queremos que esos dos continúen vivos para que la policía pueda interrogarlos y estén en condiciones de declarar en el juicio. Jamás le hubiera hecho nada que hubiera podido perjudicar a tu hermano.
– ¿Y si mi hermano no hubiera tenido nada que ver en esto?
– Pelirroja, a eso no puedo responderte. Ese canalla estaba amenazando tu vida. Si lo que querías era que le diera un capón y le dijera que estaba muy mal lo que estaba haciendo, puedes estar segura de que eso nunca va a suceder. No tenemos ninguna garantía de lo que pueda hacer la ley con Wayne, así que quería que le quedara muy claro que no podía acercarse a ti nunca más. Wayne es uno de esos animales que nunca evoluciona. Y cuando uno está intentando comunicarse con un animal, a veces no basta con ser educado.
– De acuerdo, te comprendo. Pero, aun así, me enferma que hayas tenido que pegar a alguien por mi culpa.
Gabe no sabía qué contestar a eso. Había algo disparatado en aquella conversación. Rebecca lo escuchaba, lo miraba francamente a los ojos, pero había algo en su mirada que estaba volviendo locas a las hormonas de Gabe.
Gabe era consciente de que en lo último en lo que debería estar pensando era en el sexo. Rebecca estaba herida, impactada por lo ocurrido, su piel estaba más blanca que la porcelana china y sus ojos continuaban reflejando su vulnerabilidad. No podía haber un momento más absurdo para descubrir que era incomparablemente bella. Ni un momento más ilógico e irracional para sentir un deseo tan intenso.
– ¿Gabe?
– ¿Qué?
Gabe se frotó la cara, deseando que desaparecieran aquellos díscolos pensamientos.
– Te ha costado mucho -dijo Rebecca-, pero por fin crees en la inocencia de mi hermano, ¿verdad?
Por lo menos aquel era un terreno seguro.
– Sí, creo que tu hermano es inocente. Aunque eso siempre ha sido lo de menos. Lo que realmente importaba era que fuéramos capaces de conseguir una prueba que señalara a otro posible sospechoso. Es imposible saber si Tracey va a ser acusada de asesinato. Me temo que eso dependerá de lo que la policía resuelva después del interrogatorio. Pero un jurado tendría que estar sordo para no encontrar dudas más que razonables en torno a la culpabilidad de tu hermano.
– Lo que tú creas me importa a mí. Hasta ahora, yo era la única de nosotros que creía en la inocencia de Jake.
– Sí, bueno, tú confías mucho en la intuición, pequeña. Pero hay personas que nos sentimos más cómodas confiando en los hechos -se levantó, sintiéndose de pronto tan nervioso como un puma enjaulado. Aquello no era bueno. Cuanto más la miraba, más terreno iba perdiendo el sentido común-. Vas a terminar arrugada como una pasa si no sales de la bañera. Te esperaré en el dormitorio. ¿Tienes albornoz?
Mientras lo preguntaba, se fijó en el kimono blanco que colgaba de la puerta del baño. E imaginarse a Rebecca desnuda y envuelta en aquella prenda no contribuyó precisamente a hacerlo entrar en razón.
– Mira -dijo malhumorado-, me quedaré en tu habitación hasta que te vayas a dormir, ¿de acuerdo? Y si todavía tienes hambre, podemos pedir más comida.
– Estoy bien, Gabe.
Sí, eso era lo que llevaba diciéndole durante todo el día. Pero Gabe no la creía.
Tras cerrar la puerta del baño, Gabe se mantuvo más ocupado que una mamá gallina. Cerró las cortinas, apagó la luz principal, abrió la cama, apiló varias almohadas y estuvo buscando entre los diferentes canales de la televisión hasta encontrar el programa más inocuo e intrascendente.
Y en todo momento, el pulso le latía incesantemente, como si fuera el redoble de un tambor. Hitchcock siempre utilizaba el redoble de los tambores en sus películas justo antes de que ocurriera algún desastre, pero aquella situación era muy diferente. El desastre ya había ocurrido. Gabe sabía que Rebecca estaba muy afectada, eso era todo. No creía que nunca hubiera experimentado una violencia como aquella y no le sorprendería que tuviera pesadillas aquella noche.
Gabe se pasó la mano por el pelo y miró a su alrededor. Se sentaría en la esquina más alejada, decidió, para guardar la mayor distancia posible con ella. No tenía ninguna razón para decirle a Rebecca que pensaba pasar allí la noche. Eso solo serviría para enfadarla. Y antes o después, la pelirroja se quedaría dormida. Pero si tenía pesadillas, él estaría allí para ayudarla.
Su pulso volvió a reflejar el eco de los tambores como un lento e insidioso ritmo pagano que no podía explicar. Era… una estupidez… El problema era que no le estaba resultando nada fácil tranquilizarse aquella noche. Normalmente, Gabe funcionaba bien con el estrés. De hecho, adoraba el estrés. Pero saber que Rebecca estaba todavía afectada le ponía los nervios a flor de piel; aunque en cuanto la viera a salvo y arropada en la cama, estaba seguro de que se pondría bien.
Pero cuando abrió la puerta del baño y salió envuelta en el quimono blanco, Rebecca ni siquiera miró la cama. Se arrojó directamente a sus brazos.
– Estaba tan asustada.
– Sabía que estabas asustada.
– Jamás en mi vida había pasado tanto miedo. Primero con Tracey. Aquellos ojos tan fríos… era como si no hubiera un ser humano detrás. Sé que no tiene sentido, pero he pasado más miedo con ella que con Wayne. Y cuando Wayne me ha agarrado… Gabe, no me lo podía creer. No podía creerme que un ser humano pudiera herir tan fácilmente a otro…
– Tranquila, tranquila. Ya nunca tendrás que acercarte a personas como esas. Nadie va a hacerte daño nunca más.
Cuando salía del baño, Rebecca no sabía que iba a comenzar a desahogarse de esa manera. No sabía que de pronto necesitaría de forma desesperada un abrazo, el contacto de otro ser humano. Y tampoco que aquel impulso iba a ser tan intenso.
Pero la necesidad de Gabe y la confianza en que estaría a su lado no la sorprendieron en absoluto.
Aunque sí la necesidad que Gabe tenía también de su abrazo.
Oía su voz tranquilizadora, las palabras de consuelo que recitaba como una letanía, pero había algo en su voz tan crudo y doloroso como una herida abierta. Rebecca se preguntaba si Gabe sería consciente de que estaba herido. Tenía el rostro demacrado, los ojos profundos y oscuros como el ébano y la abrazaba con los brazos rígidos, en tensión.
De pronto, la presión de sus brazos cedió. La voz se le quebró para hundirse en el silencio. Y ya solo la película de su aliento separaba sus labios.
Rebecca necesitaba desesperadamente un abrazo. Necesitaba a Gabe. Pero en su mente no había nada relacionado con el sexo. Simplemente necesitaba desahogar el miedo y el estrés acumulados a lo largo del día.
Y al parecer, le ocurría lo mismo a Gabe.
Sus labios descendieron sobre la boca de Rebecca para tomarla con una estremecedora ternura que la sacudió de los pies a la cabeza. Aquel primer beso fue casi desesperantemente suave.
Los labios de Gabe eran flexibles, ardientes como las llamas que lamían los troncos del fuego en el hogar. Pero ningún fuego podía prenderse sin una fuente de calor. Y en ese preciso instante, Rebecca tuvo la certeza de que era ella la única fuente de calor de Gabe.
Gabe acariciaba su espalda como si quisiera pulir la piel que la seda del quimono ocultaba, como si no fuera capaz de dejar de tocarla. Y cuando de pronto alzó la cabeza, el deseo que Rebecca descubrió en su mirada la dejó sin aliento.
Gabe no había sido consciente de que iba a besarla. Y Rebecca sospechaba que tampoco sabía que iban a hacer el amor.
Pero ella sí. Gabe dejo caer la cabeza nuevamente. Los besos se sucedían uno a otro, fundiéndose cada uno de ellos con el anterior. Rebecca buscó los botones de la camisa de Gabe. Y Gabe hundió las manos en la melena de Rebecca para continuar sosteniendo a la escritora contra él.
Quizá Gabe no supiera que estaba expresando su amor, pero ese era el sentimiento claro y profundo que le estaba comunicando. No por primera vez, Rebecca fue consciente de lo mucho que Gabe se parecía a su hermano. Gabe no era un hombre capaz de vivir para siempre encerrado. A veces tenía que liberar sus sentimientos. A veces, y a pesar del miedo de no encontrar a nadie al otro lado del abismo, había que correr riesgos para averiguarlo.
Rebecca le desató el botón del pantalón mientras él se ocupaba de deslizar el kimono lentamente por sus hombros hasta hacerlo caer al suelo con un silencioso susurro.
El fuego prendió en los ojos de Gabe cuando la vio desnuda. Su expresión se tornó grave, casi dura. La luz plateada acariciaba su piel mientras la hacía descender hasta la cama.
– Maldita sea -musitó, pero su voz ronca era como una caricia.
La caricia de un hombre que iba a despertar en ella una sensualidad salvaje como no tuviera cuidado. Aunque, realmente, ella no tenía el menor interés en ser cuidadosa. Rebecca pensó en la horrible violencia que había rodeado a Gabe durante la infancia. Y pensó en lo mucho que la había afectado verlo pegar a Wayne. Pensó en un hombre que estaba dispuesto a matar para protegerla aunque aquello evocara todo el dolor y los errores de su infancia. Gabe tenía sus propios miedos también. Tenía miedo de pertenecer a alguien. Miedo de añorar. Miedo de llegar a sentirse dependiente de algo.
Pues bien, lo quisiera o no, aquella noche, Gabe iba a pertenecerle a alguien.
Sus lenguas se enfrentaron a un duelo húmedo y tórrido. Rebecca deslizaba las yemas de los dedos por el cuello de Gabe, por sus hombros, por el áspero vello de su pecho. Él también la acariciaba. Y sus manos parecían recordar perfectamente sus heridas, porque las evitaba en todo momento. Y era extremadamente delicado. Pero el deseo palpitaba entre ellos a un ritmo creciente y Rebecca sentía la excitación de Gabe pesada y vibrante sobre su vientre.
Rebecca le quitó a toda velocidad los calzoncillos, arrancando con su impaciencia una risa de Gabe. Pero estaba riendo antes de tiempo, pensó Rebecca. Gabe todavía no había visto nada de lo que podía llegar a hacer una mujer impaciente, aunque no tardaría en demostrárselo. La colcha terminó en la alfombra. Las almohadas parecían volar. Las sábanas se arrugaban. Rebecca rodaba con él en todas las direcciones posibles, besaba cada rincón alcanzable por sus labios, lo acariciaba de todas las formas posibles, pero nada parecía aplacar la necesidad de amarlo.
La intensidad de su deseo estaba comenzando a asustarla. Aquello no se parecía a nada de lo que había leído en ningún manual sobre sexo. Y Gabe no se parecía a ninguno de los hombres que hasta entonces había conocido. Respondía fieramente a sus caricias, respondía explosivamente a todo lo que ella libremente le entregaba. El resto del universo parecía haber dejado de existir. Solo estaba Gabe, para ella, con ella.
– Espera -susurró Gabe.
– No -contestó Rebecca.
Pero Gabe solo quería unos segundos para desprenderse del resto de su ropa. Antes de volver con ella a la cama, sacó algo del bolsillo de su pantalón vaquero: un preservativo.
Al verlo, Rebecca sintió que algo se encogía en su interior. Quizá no de una forma consciente, pero en su corazón sabía que Gabe era el único hombre que deseaba como padre de sus hijos. Pero una segunda percepción siguió a la anterior. No podía protestar, no tenía nada que decir, porque conocía a Gabe. Ni siquiera en medio del fuego había perdido el sentido del honor y la responsabilidad, y proteger a una mujer formaba parte de lo que él era.
Rebecca tenía intención de hacer el amor con él, pero al parecer Gabe conocía muchas formas específicas de tortura. Con un dedo acariciante, comprobó si estaba lista para el amor y le adelantó brevemente lo que la esperaba. Rebecca le hizo bajar la cabeza para darle otro beso y lo rodeó con las piernas para hacerle saber que no estaba interesada en más preámbulos.
A los ojos de Gabe asomó una sonrisa traviesa mientras se acercaba íntimamente a ella, pero en el momento de la penetración, la sonrisa desapareció. Los músculos de su rostro parecieron tensarse. Ya no estaba de humor para los juegos. Y tampoco ella. Gabe la llenó lentamente, haciéndola consciente de lo vacía que había estado sin él.
– Te amo -susurró Rebecca.
Aquellas palabras escaparon de sus labios una y otra vez. La primera embestida los unió, y a partir de ese momento fue aumentando el ritmo y la velocidad de su fusión, inflamando el vínculo que se había establecido entre ellos. Con Gabe, Rebecca se sentía libre para ser salvaje, para ser sincera, para ser ella misma, como si no hubiera nada que necesitara ocultar. Y confesar su amor era parte irrevocable de aquel sentimiento. Y si Rebecca podía ofrecerle algún regalo a Gabe, quería que fuera el de hacerle sentir la misma libertad con ella.
Gabe pareció aceptar aquella ofrenda. Su piel se tornó húmeda y resbaladiza y sus ojos mostraban un maravillado asombro que se derramaba en infinitos besos y caricias. Comenzaron a galopar, disfrutando de aquel delicioso viaje al que ninguno de ellos quería poner fin. Pero de pronto algo sucedió. Al principio, Rebecca no reconoció que algo iba mal. Fue solo un instante en el que el ritmo de su galope cambió. Algo se transformó también en la expresión de Gabe, que tuvo que detenerse para respirar.
Él fue el primero en ser consciente de que el preservativo se había roto.
Capítulo 11
Gabe no fue capaz de detenerse. Rebecca ni siquiera consideró la posibilidad de hacerlo. La pasión que había entre ellos era mucho más que un viaje hacia la satisfacción física. Para ella, todo lo que estuviera relacionado con hacer el amor con Gabe estaba bien. Gabe había acariciado su alma y ella ardía en deseos de alcanzar el alma de Gabe.
Además, la sensación de intimidad con él era tan poderosa… Hizo falta una eternidad para que su corazón se tranquilizara. Y también el de Gabe. De alguna manera, Rebecca se sentía irremediablemente unida a él. Gabe se tensó a su lado, pero continuaba acurrucándola contra él. Y Rebecca no era capaz de dejar de mirarlo, de dejar de acariciarlo. Gabe también la acariciaba y la besaba como si hubiera encontrado el mismo júbilo que ella.
Durante unos minutos, permanecieron unidos sin hablar, mirándose a los ojos. Al cabo de un rato, Gabe musitó algo sobre que necesitaba levantarse. Solo estuvo unos minutos en el baño. Cuando volvió, apagó la televisión y la luz y regresó a la cama.
Pero algo había cambiado drásticamente en aquellos minutos. Rebecca no podía ver sus ojos, su expresión. Cuando lo sintió deslizarse bajo las sábanas, comprendió que iba a pasar aquella noche con ella. Que Gabe, siendo como era, no podía hacer el amor con una mujer y después abandonarla.
Pero sentía su piel fría y sus músculos repentinamente tensos.
Segundos antes, Rebecca había estado a punto de dormirse. Pero ya no. No estaba segura de qué decir, de qué hacer, pero notaba que Gabe estaba alejándose de ella a la velocidad de la luz.
De pronto, la voz de Gabe interrumpió el silencio de la noche.
– Debería haberme detenido, Rebecca, ha sido culpa mía.
– No creo que sea justo hablar de culpabilidad. Ninguno de nosotros podría haber anticipado que había posibilidades de que el preservativo se rompiera.
– Sí, bueno… la cuestión es que… si te quedas embarazada, me gustaría que me lo dijeras. No quiero que creas que es solo problema tuyo. No voy a eludir mis responsabilidades, pelirroja.
El dolor la atravesó como una daga. Responsabilidad, deber, honor. Ella sabía que eran una parte indeleble de Gabe, pero no era eso lo que esperaba que sintiera por ella.
– Sé que lo último que quieres es tener un hijo, formar una familia.
– Sí, y eso me hace diez veces más culpable.
– Vamos, Gabe. El preservativo se ha roto, ninguno de nosotros pretendía que ocurriera.
– Siempre hay un porcentaje de riesgo con esa clase de anticonceptivos. Y solo por esa razón, hasta ahora solo me he acostado con mujeres que pensaban lo mismo que yo. Pero tú estabas muy afectada después de un día traumático, seguro que tu nivel de adrenalina todavía era muy alto. Comprendo perfectamente que necesitaras sentirte abrazada, pero en realidad no querías hacer el amor.
– Claro que quería hacer el amor -respondió Rebecca rápidamente.
– Hacer el amor contigo ha sido aprovecharme de ti, pelirroja. Yo sé lo que es el peligro, lo que te lleva a pensar. Pero tú no. Es posible que hayas querido hacer el amor, pero mañana por la mañana podrías arrepentirte de lo que has hecho.
– No me arrepentiré. Te quiero Gabe -replicó Rebecca con fiereza, y sintió tensarse todos los músculos del detective.
– No estoy diciendo que no sientas que me quieres. Pero yo nunca te he mentido y no pienso insultarte haciéndolo ahora. Yo no le doy el mismo valor que tú a la palabra «amor».
– ¿Devereax?
– ¿Sí?
– No estoy segura de cómo defines el riesgo, pero puedo decirte cómo lo defino yo. Mi padre solía decir que nunca debes participar en un juego si no eres capaz de enfrentarte a perder. Yo siempre he visto la vida de forma diferente. Nunca he participado en un juego en el que no merezca la pena ganar.
– De todas formas, en este caso eso es irrelevante, porque para ti el amor no es ningún juego.
– No, no lo es. Y sé que no te va a gustar oír esto, pero si pudiera elegir un padre para mis hijos, te elegiría a ti.
– Entonces es que no me conoces, Rebecca.
– Sí, claro que te conozco. Pero no es esa la razón por la que he sacado el tema -dijo con firmeza-. Necesito que sepas que jamás habría hecho nada para atraparte. Jamás le habría hecho algo así a ningún hombre, y mucho menos al hombre del que estoy enamorada. Tú sabes las ganas que tengo de tener un hijo, pero si no estaba utilizando ningún método anticonceptivo era porque no sabía que íbamos a hacer el amor. Jamás habría intentado acorralarte contra las cuerdas sabiendo lo que sientes por el matrimonio y la familia.
Gabe buscó los ojos de Rebecca en medio de la oscuridad.
– Te creo. Siempre has sido muy sincera, pelirroja. Pero tú misma lo has dicho, no sabías que íbamos a hacer el amor y eso me convierte en responsable de lo ocurrido. Y quiero que me prometas que, si te quedas embarazada, no lo mantendrás en secreto.
– Solo hemos hecho el amor una vez. Y no hay muchas posibilidades -todavía no quería prometerle nada. Necesitaba más tiempo para pensar-. Quiero decirte algo más.
– ¿El qué?
– No te estoy pidiendo nada al decirte que te amo. No pretendo ponerte una soga al cuello. Solo te amaré porque quiero amarte -se acercó hasta él y lo besó lentamente.
Gabe aceptó su castigo como un hombre: se mostró tolerante y paciente. Y el pobrecito también se encendió más rápido que la pólvora.
– ¿No te gusta que te quieran, monada?
Gabe suspiró sonoramente.
– Dios, eres increíble. Te juro que si la primera vez que te vi hubiera sabido que…
– ¿Habrías traído más preservativos? Pero no te preocupes, esta vez intentaremos ser más creativos -le dio un beso en la barbilla y se dirigió hacia su garganta-. Podrías ayudarme a encontrar formas de ser creativa.
– ¿Alguna vez en tu vida has hecho algo que no haya supuesto problemas?
– Bueno, este problema me parece de los mejores. No hay nada malo en ser querido. No te va a pasar a nada, Gabe. ¿Cuándo te cuidaron por última vez?
– Soy un hombre adulto, sé cuidar de mí mismo.
– Eso es lo que tú te crees monada -le mordisqueó suavemente el cuello-. Todo el mundo necesita que lo cuiden de vez en cuando. Ahora, cierra los ojos y sufre en silencio. Considera esto como una especie de lección. Vamos a comprobar si eres capaz de sobrevivir a ser amado sin sufrir un ataque de pánico.
– Rebecca…
Y no pudo decir nada más porque Rebecca anuló cualquier posibilidad de hablar.
La zona en la que Rebecca estaba esperando la salida de su avión estaba abarrotada de turistas. El vuelo estaba anunciado para las tres. Desde luego, podía haber ido en taxi al aeropuerto, pero Gabe había insistido en llevarla.
Y ella sospechaba que quería asegurarse de que volviera sana y salva a en aquel avión.
La escena en el aeropuerto era idéntica a la del día de la llegada de Rebecca. El mismo sol resplandeciente de Las Vegas entrando a raudales por los ventanales, los pasajeros abandonando sus aviones con el brillo de los jugadores en la mirada. Carteles anunciando los diferentes casinos de la ciudad en las paredes y máquinas tragaperras en todas las direcciones. La camiseta de Mickey Mouse que Rebecca llevaba estaba un poco más arrugada, pero era la misma que llevaba durante su primer día de estancia en Las Vegas.
Pero nada era igual.
El problema de su hermano no estaba resuelto, pero sí a punto de resolverse. Y en cuanto le retiraran la acusación de asesinato a Jake, la familia no tendría ningún motivo para seguir contratando a Gabe. Su trabajo habría terminado. Y eso supondría que tampoco tendría ningún motivo para seguir relacionándose con ella.
El corazón comenzó a latirle violentamente, no con ansiedad, sino con un creciente dolor. Si Gabe quisiera mantener con ella una relación personal, si estuviera enamorado de ella, como ella lo estaba de él, o si hubiera comprendido que lo que ellos compartían era algo único y especial no tendrían por qué dejar de verse.
El verdadero Gabe era un hombre vulnerable y generoso en sus sentimientos, pero ese Gabe parecía haber desaparecido para siempre.
– ¿Llevas dinero, pelirroja? -le preguntó pragmático.
– Yo nunca llevo dinero encima -respondió ella con una sonrisa-. Pero tengo más de cuarenta y siete tarjetas.
– ¿Va a ir tu madre a buscarte al aeropuerto?
– Tengo el coche aparcado en el aeropuerto, así que no hay ningún motivo para que nadie vaya a buscarme. Veré a mi madre cuando vuelva a casa.
– Pero vas a llegar de noche. Debería ir alguien a buscarte.
– Tranquilízate, Devereax, sé que no puedes cambiar tu carácter sexista y sobre protector de un día para otro, pero creo que necesitas un curso de reentrenamiento.
– Durante los últimos días has tenido que pasar por muchas cosas.
– Sí, es cierto, pero tú también.
Anunciaron su vuelo. Rebecca agarró la maleta y el bolso. Cuando se enderezó, Gabe sacó las manos de los bolsillos y la tomó por los hombros. Rebecca vio sus ojos justo antes de que inclinara la cabeza para reclamar su boca.
El beso fue letal. Ardiente, intenso, una sensual y embriagadora invitación al delito y a la locura… pero cuando Gabe alzó la cabeza, Rebecca volvió a leer el adiós en su mirada.
Le dolió mil veces más que sentir la navaja automática de Wayne en la garganta. Tuvo que tragar saliva con fuerza antes de poder hablar otra vez.
– ¿Cuándo sale tu avión? -le preguntó.
– Todavía no tengo billete. Quiero hablar antes con la policía y ver lo que ha pasado después del interrogatorio de Tracey y de Wayne. Y quedan algunos detalles que me gustaría seguir investigando.
– ¿Y después?
– Y después… tengo una tonelada de proyectos esperándome en la oficina. Y tú tendrás que volver a tu mundo -dibujó la barbilla de Rebecca con el pulgar. La escritora vio añoranza en sus ojos. Y también amor, aunque Gabe sería incapaz de pronunciar aquella palabra-. Si surge algún problema, házmelo saber.
Rebecca debería haber sabido que volvería a sacar el potencial problema del embarazo otra vez. Gabe siempre había sido un hombre práctico y honorable.
Pero si iba a verlos a ella y a su bebé como un problema, entonces no había nada más que decir.
Cuando Rebecca fue a abrir la puerta, la última persona a la que esperaba encontrarse era su hermano. Habían pasado cinco largas semanas desde aquel inolvidable fin de semana con Gabe. Y tres semanas desde que habían retirado los cargos de asesinato contra Jake. Volvía a ser un hombre libre. Pero Jake nunca se había presentado de improviso en su casa.
Rebecca se arrojó a sus brazos con una risa escandalosa.
– Vaya, ¿qué te trae por aquí? Pasa, pasa. ¿Quieres un café o un té?
– No me importaría tomar un café, pero temo interrumpirte…
– No te preocupes por eso, estaba a punto de tomarme un descanso. Pasa y ponte cómodo. El café ya está hecho.
Minutos después, Rebecca llevaba un par de tazas de café a su estudio, donde la estaba esperando su hermano.
– Creo que necesitas una excavadora -bromeó Jake.
– Si te parece que está desordenado, deberías verlo cuando no he hecho limpieza.
– ¿Pero has limpiado alguna vez esta habitación en la última década?
Rebecca dejó las tazas en la mesa y lo pellizcó. Cuando Jake fingió un intenso dolor, estuvo a punto de arrancarle las lágrimas a Rebecca. Dios, tenía tan buen aspecto… Y era maravilloso poder verlo fuera de los barrotes de la prisión.
Casi todo el mundo consideraba a Jake Fortune un hombre extremadamente formal e imponente, Rebecca lo sabía. Eran pocas las personas que se atrevían a bromear con él.
Y la verdad era que Gabe siempre había sido un hombre controlado y contenido, excepto con ella.
– ¿Solo has venido aquí para meterte conmigo y para darme pena? -Rebecca se acurrucó en la silla del escritorio, rodeando con las manos la taza de café.
– En realidad, he venido por una razón muy diferente -miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse y después de quitar varios kilos de papel de una silla lo encontró-. Esta es una visita privada, hermanita. He venido para darte personalmente las gracias. Si no hubiera sido por ti, todavía estaría pudriéndome en esa cárcel.
Rebecca sacudió rápidamente la cabeza.
– Gabe hizo todo el trabajo de investigación realmente importante, Jake. No yo.
– He visto a Devereax. Le he dado las gracias personalmente, y también al resto de la familia. Dios, todavía me cuesta creer que toda la familia haya permanecido en todo momento a mi lado. Pero Rebecca, tú fuiste la única que hiciste algo para solucionar mi situación. No creas que no lo sé.
– ¿Sabes? Ha habido algo muy irónico en todo esto. Tracey y Mónica eran muy parecidas. Ninguna de ellas habría sido capaz de definir la palabra «ética» con un diccionario en la mano. Ambas eran manipuladoras y ambiciosas, no le hacían ascos ni al chantaje, ni al robo ni a ninguna otra actividad criminal. No estoy diciendo que esté bien que hayan asesinado a Mónica. Pero no me extraña que esas dos brujas terminaran encontrándose.
Jake asintió.
– Sí, dos gatos negros cruzando sus caminos en la noche. Mónica amenazando a Tracey para mantener el secreto sobre el secuestro de nuestro hermano. ¿Quién podía haberse imaginado que Tracey investigaría a Mónica y terminaría descubriendo que, curiosamente, había adoptado a Brandon poco después de que el gemelo desapareciera? Solo una mente tan perversa como la suya podría haber relacionado ambos hechos. Tracey vio el asesinato como una forma de mantener el secreto y así poder capitalizar su estafa -de pronto, Jake pareció fatigado-. Sí, es una ironía que esas dos depredadoras sin moral se encontraran, pero creo que podríamos habernos ahorrado mucho sufrimiento si la familia Fortune no hubiera intentado esconder tantos secretos.
– ¿Incluyendo los tuyos? -le preguntó Rebecca con delicadeza-. ¿Qué tal estáis tú y Erica después de todo esto? Sé que las chicas han estado en todo momento a tu lado, ¿pero cómo andan las cosas con Adam?
Rebecca nunca había estado muy unida a Erica, la esposa de Jake. Adam era el único hijo varón de Jake y Rebecca sabía que padre e hijo eran casi dos desconocidos.
– Las cosas están yendo francamente bien, aunque todavía quedan muchas asperezas por limar con mi familia. He cometido muchos errores… -vaciló un instante-. ¿Sabes? El motivo por el que me dejé enredar por Mónica al principio fue que estaba chantajeándome. Nunca he sabido cómo se enteró de que mi padre biológico no era Ben Fortune, pero yo respondí dejándome llevar por el miedo. Pensé que lo perdería todo si se llegaba a descubrir que no era el auténtico heredero de los Fortune. Tenía miedo de perder mi vida entera, Rebecca.
Se levantó de la silla y comenzó a caminar por el atestado estudio.
– Esa era en parte la razón por la que me resultaba tan insoportable estar siendo acusado de asesinato. Había estado bebiendo, había ido a enfrentarme a Mónica, pero no tenía ningún motivo para matarla. Sé que era eso lo que podía parecer, pero yo ya había aceptado que la verdad sobre mi pasado debería conocerse. Había llegado a la conclusión de que no podía seguir viviendo en la mentira. Pero no tenía ninguna manera de hacer que me creyeran.
– Me temo que la verdad no siempre es evidente ante la ley -murmuró Rebecca, recordando todas las ocasiones en las que había discutido con Gabe sobre la validez de los hechos frente a la intuición-. Jake, todavía no me has dicho cómo van las cosas con tu esposa y con Adam.
– Van bien. Más que bien. Adam… en realidad nunca le había importado demasiado quién era yo. He sido yo mismo el que no he sido honesto y he estado ocultando cosas que han estado a punto de destrozar nuestra relación. Me temo que él es un hombre mejor que su padre.
– Y yo creo que tú eres un buen tipo, hermanito. Cualquiera puede cometer errores.
– Sí, y desde luego yo lo he hecho. En cuanto a Erica… hemos vuelto a estar juntos. Esa mujer me quiere de verdad.
– ¿Y te sorprende?
– Muchas veces pensé que a quien amaba era al heredero de los Fortune -Jake sacudió la cabeza-. Siempre he estado intentando ser el hombre que pensaba que ella quería que fuera. Hemos perdido un montón de años sin atrevernos a ser sinceros el uno con el otro…
El sonido del teléfono los interrumpió. Jake miró a su hermana arqueando las cejas en silencio al ver que no contestaba al primer timbrazo.
Rebecca no tenía intención de contestar, pero al ver el gesto de su hermano se levantó rápidamente. El contestador estaba programado para conectarse al segundo timbrazo.
Oyó la voz de Gabe, que había grabado ya su mensaje. Grave, queda, sexy, y dolorosamente familiar.
– En algún momento voy a localizarte, pelirroja. Rebecca, necesito hablar contigo.
Aquel era todo el mensaje, pero fue suficiente para llamar la atención de Jake, que miró a su hermana con expresión astuta.
– Sabías quién era. ¿Por qué no querías contestar?
– Porque estás aquí, no tengo muchas oportunidades de hablar contigo y a él puedo llamarlo en cualquier momento.
– Eres la peor mentirosa que he conocido en toda mi vida, hermanita. ¿Qué ocurre? ¿Era Gabe? No he reconocido la voz…
– No ocurre nada malo. Todo va estupendamente – le aseguró alegremente, y giró rápidamente la conversación hacia los asuntos de la familia.
Jake se quedó con ella hora y media más. Cuando le llegó el momento de marcharse, Rebecca lo acompañó hasta la puerta pensando que se habría olvidado ya de la llamada de teléfono.
– Si necesitas ayuda, de cualquier tipo, me ofendería que no me dieras la oportunidad de dártela. Estaría a tu lado lo más rápido posible y no haría ninguna pregunta.
– Gracias, Jake -sabía que su hermano estaba hablando en serio, pero había ciertos problemas a los que una mujer tenía que enfrentarse sola.
Cuando Jake se marchó, se llevó la mano al vientre.
Hacía tres días que se había hecho la prueba del embarazo.
Regresó al estudio, encendió el ordenador y buscó el capítulo en el que estaba trabajando. El trabajo había sido su salvación durante semanas. Normalmente, su mente se bloqueaba a todo lo demás cuando estaba escribiendo y, antes de que llegara su hermano, había dejado al protagonista de su libro pendiente de un terrible peligro. Necesitaba solucionar la crisis para salvarlo, pero los minutos iban pasando uno a uno y no acudía una sola palabra a su mente.
Acarició el brazalete que llevaba en la muñeca buscando inspiración. Pero no obró su magia. Se rodeó las piernas con los brazos y cerró los ojos. Gabe llevaba una semana intentando ponerse en contacto con ella. Utilizar el contestador para esquivarlo era inmaduro, estúpido y deshonesto… pero de momento, Rebecca no estaba preparada para hablar con él.
Gabe podría haberla llamado hacía mucho tiempo, pero no lo había hecho y su largo silencio la había dolido terriblemente. Rebecca no era ninguna entusiasta de la lógica, pero Gabe sí. Y sus repentinas llamadas tenían un motivo perfectamente lógico: había pasado el tiempo suficiente como para que ella supiera si estaba o no embarazada.
Semanas atrás, después de una noche inolvidable en su compañía, Rebecca había decidido no decirle la verdad si realmente estuviera embarazada. Gabe era un hombre tan honesto y chapado a la antigua que le ofrecería matrimonio en cuanto se enterara. Pero Rebecca no podía imaginar un desastre peor que un matrimonio forzado.
Si Gabe hubiera llamado antes, podría haber pensado que todavía tenían alguna oportunidad. Pero ya era demasiado tarde. Era demasiado evidente que el sentido de la responsabilidad y el honor eran el único motivo de sus llamadas.
Rebecca jamás había conocido a un hombre que necesitara el amor más que Gabe. Pero él solo parecía capaz de creer en las relaciones basadas en el honor y en la responsabilidad. Haría falta que llegara a su vida la mujer adecuada para quitarle esa idea de la cabeza. Una mujer que lo hiciera sentirse libre para dar rienda suelta a toda la ternura y la vulnerabilidad que había en su interior, libre para descubrir que el amor no era una jaula, sino todo un mundo abierto de posibilidades.
Una mujer que al parecer no era ella. Las lágrimas inundaron sus ojos, pero las reprimió con fuerza. Llorar no era ningún consuelo.
Rebecca había probado el sabor de la pérdida. Conocía todos los sabores de la soledad. Pero nada en su vida le había dolido tanto como saber que había perdido a Gabe.
Capítulo 12
Cuando su secretaria la localizó en el laboratorio, Kate Fortune acababa de dar por finalizada una reunión con dos de los químicos que trabajaban para ella. Estaba de un humor exultante: por fin se habían resuelto con éxito las últimas pruebas para la obtención de la fórmula del secreto de la juventud. Y cuando su secretaria le comunicó que Gabe Devereax estaba en el vestíbulo, se mostró encantada de poder tomarse un descanso.
– ¡Qué sorpresa! -exclamó al encontrarse con Gabe en el vestíbulo-. No puedo creer que no hayas subido directamente a mi despacho. Deberías saber que no necesitas andarte con ceremoniales conmigo.
– No estaba seguro de sí debía o no seguir el protocolo ahora que ya no trabajo para ti.
– Déjate de protocolos. Te he echado de menos, Gabe.
– Vaya, eso sí que es un alivio. Había muchas posibilidades de que sintieras exactamente lo contrario. Siempre que he tenido que estar cerca de ti ha sido por culpa de algún secuestro, intento de sabotaje o asesinato.
Kate advirtió el humor de su voz y reconoció su irónica sonrisa. Pero había algo diferente en su mirada. Intentando averiguar lo que era, lo condujo hacia su ascensor privado.
– Admito que me encantaría pasar una larga temporada sin problemas, pero echo de menos hablar de vez en cuando contigo. Y también Sterling.
Kate era consciente de que su voz se suavizaba cada vez que mencionaba al que durante largos años había sido abogado y amigo de la familia. Uno de aquellos días, probablemente necesitaría comunicarle a su familia la profundidad de sus sentimientos hacia el abogado.
– Todavía no me has dicho por qué has venido – dijo mientras hacía pasar a Gabe a su despacho-. Sé que no eres muy aficionado a la cháchara, pero no sé qué asunto podemos tener entre manos. Estoy segura de que no te dimos un cheque sin fondos -añadió con ironía.
– Oh, claro que no. De hecho, fue un cheque muy generoso, Kate.
– No fue en absoluto generoso. Soy una mujer extremadamente inteligente, querido. Jamás doy dinero a cambio de nada. Te ganaste cada penique.
Gabe ignoró aquel cumplido y, aunque entró en el despacho, Kate no pudo conseguir que se sentara. Permaneció tenso como un poste, con las manos hundidas en el bolsillo.
– Esta visita es por un asunto completamente personal. Quiero hablar contigo de tu hija.
– Humm. Algo me dice que no es precisamente de Lindsay de quien quieres hablarme -se acercó al carrito con el servicio de té que tenía siempre en su despacho-. ¿Te apetece un café, un té? ¿Algo más fuerte, quizá?
– Cuando te enteres de por qué he venido, no creo que quieras ofrecerme nada.
– Vaya, eso no parece presagiar nada bueno.
Pero en secreto, pensaba que sonaba más que interesante. La última vez que habían hablado, Kate había sentido la química que había entre Gabe y su hija pequeña. Kate había estado pensando mucho en ello desde entonces, pero no había querido sonsacarle ninguna información a su hija.
Típico de Gabe, decidió no andarse con rodeos.
– Llevo tres semanas intentando ponerme en contacto con tu hija. Cuando la llamo, me salta el contestador. Y si voy a buscarla, o no está en casa o está encerrada a cal y canto.
– Humm -Kate lo estudió con sus astutos ojos-. Bueno, todo el mundo sabe que Rebecca tiende a encerrarse como una ermitaña cuando está escribiendo, Gabe, pero si quieres que te ayude a ponerte en contacto con ella…
– Diablos no, ese no es tu problema, es el mío – Gabe se frotó la cara-. Kate, es posible que quieras enviarme de una patada a Siberia cuando oigas lo que tengo que decirte. No te va a gustar nada. Pero la alternativa es mantener la boca cerrada y ponerte en una posición en la que no tengas que preocuparte.
– Esto se pone cada vez más interesante -musitó Kate, pero dudaba que Gabe la hubiera oído. De hecho, dudaba que pudiera oír nada en aquel momento-. ¿Sabes? Si fuera más tarde, creo que te serviría un brandy.
– Quiero secuestrar a tu hija, Kate.
– Ah.
– Como ha estado evitándome como si yo tuviera una enfermedad contagiosa, no estoy seguro de que quiera venir voluntariamente conmigo. Y por eso voy a tener que secuestrarla.
– Eh… ¿y hay algún lugar en especial al que hayas decidido llevarla? -preguntó Kate, sin dejarse impresionar.
– No. Todavía no. Pero creo que lo mejor sería una isla desierta. No voy a pedirte permiso, Kate, y puedo imaginarme lo que estás pensando. Pero el único motivo por el que he venido a decírtelo es que no quiero que pienses que a tu hija le ha ocurrido algo terrible cuando desaparezca. Estará conmigo.
– Esto es como dejar caer una bomba en mi regazo. Quiero que sepas que estoy horrorizada -dijo Kate remilgada, pero inmediatamente añadió-: Si encuentras una isla suficientemente desierta, puedo poner uno de los yates de la familia a tu disposición.
– ¿Perdón?
– Acabo de ofrecerte uno de los yates de la familia. ¿O preferirías uno de los aviones?
Gabe no contestó. No habría parecido más asombrado si en ese momento hubiera entrado un elefante en el despacho.
Evidentemente, esperaba que Kate lo pusiera de patitas en la calle. Pero esta se limitó a servirle una copa de jerez. Era una bebida terriblemente cursi para alguien como el señor Devereax, pero Kate no tenía licores más fuertes en su despacho y Gabe parecía estar sufriendo alguna clase de choque emocional.
Y, sobre todo, no iba a ser capaz de hablar más claramente si no se relajaba. Y Kate no pensaba dejarlo marchar hasta que no supiera mucho más sobre Gabe y su hija de lo que hasta entonces había oído.
Gabe se fijó en los arces que adornaban el barrio de Rebecca. Los narcisos y los tulipanes destacaban en los lechos de flores. Y la hierba ya había adquirido aquel verde aterciopelado único de la primavera.
La primavera podía ser la estación del amor, pero el resto de los augurios no eran nada buenos. Por el oeste se acercaban enormes nubarrones negros que dejaban la tarde casi en penumbra. Cuando Gabe llegó a la casa de Rebecca, las calles estaban desiertas y los rayos cruzaban el cielo.
Gabe abrió la puerta del Morgan y, utilizando ambas manos, sacó la pierna izquierda del coche. La funda de velero le cubría la pierna desde la rodilla hasta el tobillo y la movilidad se hacía más difícil a causa del cabestrillo con el que llevaba sujeto el brazo izquierdo al pecho. Salió del coche lentamente y, al ver que Rebecca corría la cortina de la ventana principal, hizo una mueca de dolor y se frotó la mejilla derecha, que llevaba oculta bajo un vendaje.
De pronto se desató la lluvia. Una lluvia helada. Su sudadera no permanecería seca durante mucho tiempo y los vaqueros se los había tenido que cortar para poder ponerse la funda de velero. Aun así, no podía aumentar la velocidad de su paso.
La puerta de la casa estaba a diez largos metros de distancia. Una distancia más que suficiente para que Gabe repasara mentalmente la extraña conversación que había mantenido con Kate en su despacho.
Todavía no comprendía por qué Kate no se había puesto hecha una furia cuando le había hablado de su relación con su hija. Ni siquiera le había preguntado si había pensado en el matrimonio.
En cambio, le había servido una copa de aquella empalagosa crema de jerez y le había hablado del caos en el que había estado envuelta su familia desde hacía dos años.
– Todos mis hijos han sufrido alguna crisis personal en este tiempo. Además, tuvimos que enfrentarnos a serios problemas financieros en la empresa, como muy bien sabes, Gabe. Y, sin embargo, después de lo ocurrido, mis hijos parecen haber salido más fortalecidos, son ahora más felices. Con una sola excepción.
– Rebecca -había aventurado Gabe.
– Sí, Rebecca. He podido ayudar a todos mis hijos, excepto a Rebecca. Y también a ella quiero verla feliz. Quiero que siente la cabeza, que pueda ver su casa llena de esos hijos que tanto desea. Pero ninguno de los hombres que hasta ahora ha llamado a su puerta ha conseguido ponerla nerviosa. Hasta que has llegado tú.
Nerviosa.
Gabe dio otro paso hacia la puerta de Rebecca, pensando que la palabra «nerviosa» se había quedado clavada en su mente durante días. No sabía lo que Kate Fortune había intentado decirle. No sabía si eso significaba algo bueno sobre los sentimientos de Rebecca hacia él.
Pero fueran cuales fueran las consecuencias, había descubierto que no podía esperar ni un segundo más para averiguarlo.
Semanas atrás, cuando Jake había sido liberado, Gabe se había sentido aliviado al dar por terminado aquel trabajo y poder así alejarse de Rebecca. Como siempre, estaba deseando encontrarse con su soledad y con su propia libertad.
Después, habían llegado los síntomas de aquella extraña gripe: el vacío en las entrañas, el malestar, una tristeza que era incapaz de superar. La sensación de pérdida era tan grande que no podía ni comer ni dormir.
Se había obligado a recordar cientos de veces las peleas de sus padres, la tensión y los amargos silencios en su relación. Durante toda su vida, Gabe había decidido ser realista. El amor era real, pero no era algo que durara. Y si uno no creía en los cuentos de hadas, no tenía que enfrentarse después al dolor y a la desilusión. Y si uno conseguía ser autosuficiente, nunca necesitaría a nadie más.
Pero en algún momento, cuando estaba sufriendo los peores síntomas de aquella gripe, Gabe se había dado cuento de algo completamente extraño: los recuerdos de todas esas parejas peleándose y destrozándose la una a la otra podían estar motivados por su filosofía de solitario. Pero él había estado peleándose con Rebecca desde el principio. Y, de hecho, adoraba discutir con ella.
A esa desastrosa conclusión sentimental le habían seguido otras. Gabe sabía la cantidad de problemas en los que podía llegar a meterse aquella pelirroja. Y también que nadie era capaz de mantenerla a salvo.
Pero estaba bien que hubiera alguien en el mundo capaz de creer en príncipes azules. Alguien que creyera en la bondad del ser humano, en que el bien siempre vencía al mal y en que nada podía hacerle a uno ningún daño si hacía las cosas correctamente.
Y él quería que Rebecca tuviera la libertad para creer en todas esas cosas. Pero para que eso sucediera, alguien tendría que protegerla, sutilmente y con mucho cuidado. Alguien que comprendiera lo vulnerable y lo maravillosa que era. Alguien suficientemente fuerte para ponerla en su sitio de vez en cuando. Para poder darle todo el amor que ella daba. Alguien que comprendiera que Rebecca nunca soportaría que le pusieran límites, pero que realmente necesitara estar a su lado.
Y había sido entonces cuando Gabe se había dado cuenta de que no se le ocurría nadie que pudiera estar a su lado… salvo él.
Estaba enamorado de aquella mujer.
Tan intensamente enamorado que le dolía. Y entonces, una noche, se había despertado en medio de una pesadilla, imaginando a Rebecca con su hijo en su vientre. Su hijo. Aquella imagen lo había golpeado con la misma fuerza que una explosión nuclear, con un anhelo de ser padre que ni siquiera sabía que sentía. No un padre como el que él había tenido, sino un padre a su manera. Quería formar su propia familia.
Y el carácter de pesadilla de aquel sueño se debía a que sabía que, si Rebecca estaba embarazada, jamás se lo diría. Aquella pelirroja siempre había dejado muy claro que lo quería todo o nada. Ni remotamente iba a conformarse con menos. Y eso significaba que, a no ser que creyera posible todo el sensiblero futuro que ella imaginaba, jamás lo llamaría, ni a causa de un hijo ni por ninguna otra razón.
La cortina volvió a correrse. Y en aquella ocasión se abrió varios centímetros.
Gabe hizo otra mueca de dolor y dio otro par de agonizantes pasos hacia el porche. Y, milagro de los milagros, de pronto se abrió la puerta de par en par.
– ¡Gabe! He visto que algo se movía desde la ventana, pero al principio no sabía que eras tú. ¡Dios mío! ¿Qué demonios te ha pasado?
– Ha sido un pequeño accidente -confesó.
Por un momento, casi se olvidó de mostrarse dolorido. Solo quería embeberse de la visión de Rebecca.
– ¿Un pequeño accidente? Dios mío, Gabe.
– Es posible que necesite ayuda, pequeña, esa es la verdad -en cuanto llegó al voladizo del porche, se apoyó en la muleta-. Necesito un lugar en el que recuperarme, en el que poder descansar… y ya lo he encontrado. Pero no puedo conducir solo hasta allí, y mucho menos cargar con todas las provisiones que necesito. En cuanto me instale, podré arreglármelas solo. Pero si pudieras concederme esta tarde… -tomó aire-. Te necesito, pelirroja.
Su voz sonaba extraña, precipitada y cortante. Pero Gabe nunca había admitido necesitar a nadie y le resultaba difícil. Temía que Rebecca pensara que le estaba mintiendo, y era cierto que había ciertos detalles que incluían cierta dosis de mentirijillas. Pero lo de que la necesitaba era la mayor verdad que había dicho en toda su vida.
Rebecca indagó en sus ojos. Solo durante un par de segundos.
– Solo tengo que apagar el ordenador y agarrar un bolso -dijo rápidamente.
– Y los zapatos, pequeña.
Rebecca volvió con los zapatos puestos y, moviéndose a la velocidad de una bala, lo acompañó y lo instaló maternalmente en el asiento de pasajeros del Morgan. El plan era que lo llevara hasta su refugio, lo ayudara a instalarse, regresara en el coche y volviera a buscarlo al cabo de una semana. Gabe sabía condenadamente bien que era un plan completamente ilógico, pero quizá fuera una suerte que Rebecca fuera una escritora tan idealista e imaginativa. Porque pareció tragarse toda la historia.
Gabe tenía algunas cosas más que necesitaba que Rebecca aceptara para poder sacar adelante aquel plan. Le dio a Rebecca la dirección de su destino y una hora después estaban rodando por carreteras rurales. Pero Rebecca prestaba más atención a sus heridas y a su rostro que a la geografía.
Sin embargo, cuando pararon en un supermercado, se convirtió en un general. Permitió que Gabe entrara con ella y eligiera lo que quería, pero cargó ella con todas las bolsas. Al ver que Gabe no protestaba y respondía a todas sus indicaciones con mansa obediencia, posó la mano sobre su frente.
– ¿Estás seguro de que no tienes fiebre?
– ¿Crees que tengo fiebre porque estoy siendo amable?
– Hasta ahora nunca me habías obedecido, monada. Aunque, por supuesto, puede haber alguna otra razón por la que hayas dejado de ser tú mismo. ¿Estás tomando mucha medicación contra el dolor?
– Humm -fue lo único que contestó Gabe.
Las direcciones que tuvo que darle a partir de aquel momento fueron mucho más complicadas y, sumadas a los constantes errores de Gabe, podrían haber confundido a cualquier geógrafo.
Terminaron en una camino cubierto de hierba media hora después. Por fin habían llegado a su destino. Rebecca bajó del coche, con las manos en las caderas miró a su alrededor. La cabaña de cedro, de varios pisos, había sido construida en lo alto de una colina. La fachada principal tenía enormes puertas de cristal que conducían a una terraza desde la que se disfrutaba de las vistas de un gorgoteante arroyo que estallaba en miles de diamantes en la base de la colina.
– Es un lugar maravilloso, Gabe. ¿Lo has alquilado?
– Sí, durante una semana.
– No se me ocurre otro lugar mejor para descansar, pero está terriblemente aislado. No se ve otra casa en más de dos kilómetros a la redonda.
Rebecca fue a buscar las provisiones, le ordenó a Gabe que se limitara a descansar y fue a echar un vistazo por la casa. Cuando desapareció, Gabe permaneció esperándola con miles de mariposas borrachas en el estómago. Sabía lo que Rebecca iba a ver: los suelos de madera, la chimenea de piedra y los muebles rústicos y funcionales. Había un solo dormitorio, con una enorme cama de matrimonio y un tragaluz que ofrecía unas vistas espectaculares. No había nada superfluo en aquella casa, pero el baño contaba con una sauna de madera.
Cuando Rebecca regresó, continuaba con los brazos en jarras.
– Es preciosa, ¿pero no tiene teléfono?
– No, no tiene teléfono.
– Ni teléfono ni vecinos. ¿Y qué pasará si te caes? ¿O si necesitas ayuda para subir las escaleras? -pateó el suelo con el pie-. No sé si me gusta la idea de dejarte solo.
– Llevo arreglándomelas solo durante toda mi vida.
– Sí, pero no estando herido.
– Por lo menos tanto como lo estoy ahora -confirmó Gabe-. ¿Rebecca?
Rebecca volvió la cabeza. Gabe abrió la mano para mostrarle las llaves del coche y cuando Rebecca las estaba mirando, las lanzó al aire y las llaves aterrizaron en el arroyo.
Rebecca lo miró boquiabierta.
– ¡No puedo creer lo que acabas de hacer! ¿Es que te has vuelto loco? ¿En qué demonios estás pensando? Sin llaves del coche ninguno de nosotros podrá salir de aquí…
Mientras Rebecca lo observaba, Gabe tiró la muleta al suelo. Y, después de quitarse la venda de la sien, se quitó el cabestrillo y la espinillera de velero.
Rebecca no se movió. Y no apartó los ojos de él ni durante un solo segundo. Pero parecieron pasar un par de siglos hasta que consiguió decir algo.
Y Gabe imaginó que eran muchas las posibilidades de que lo matara.
Capítulo 13
– No estás herido -anunció Rebecca.
– No.
– Y no has sufrido ningún accidente en el que te hayas jugado la vida.
– No. De hecho, la última vez que me jugué la vida fue en Las Vegas. Contigo. ¿Rebecca?
– ¿Qué?
– No pareces en absoluto sorprendida.
– Claro que no estoy sorprendida, Devereax. Te conozco. Te pondría en un callejón con seis matones y compadecería a los matones. Si hay algún hombre sobre la tierra capaz de cuidar de sí mismo, ese eres tú. ¿Qué te creías, que me estaba tragando toda esta farsa? Escribo ficción, por el amor de Dios, soy perfectamente capaz de reconocer una estratagema tan artificiosa con los ojos cerrados.
Gabe se aclaró la garganta con incomodidad.
– Pero… has venido.
– Claro que he venido. Estaba terriblemente preocupada. Todavía lo estoy de hecho. No es propio de ti recurrir a la mentira. Ha tenido que ocurrirte algo verdaderamente malo para que hayas tramado todo esto.
– Sí, me ha ocurrido: no querías verme, ni siquiera podía conseguir que te pusieras al teléfono. Era bastante evidente que tenía que hacer algo creativo para llamar tu atención.
– Vaya, y desde luego lo has hecho.
Rebecca había estado evitándolo porque no quería contestar a ninguna pregunta sobre su embarazo hasta que no estuviera realmente preparada. Pero durante aquel increíble trayecto hasta la cabaña, no había podido evitar advertir que Gabe, a pesar de todas las oportunidades que había tenido, no había sacado todavía el tema.
– Así que querías hablar conmigo…
– Sí -musitó-. Pero creo que ya he tenido toda la conversación que soy capaz de soportar por ahora.
Rebecca estaba caminando a su alrededor, con los brazos todavía en las caderas, cuando Gabe alargó los brazos hacia ella y la estrechó contra su pecho. Rebecca pudo sentir los latidos atemorizados de su corazón contra los latidos asustados del suyo. Y entonces Gabe la besó.
Rebecca tenía miedo de que la besara. Mucho miedo. Porque sabía lo fácil que sería volver a hundirse en el abrazo de Gabe otra vez. La química era tan mágica entre ellos que sospechaba que podría durar toda una vida y que, si seguía al lado de Gabe, su amor iría haciéndose cada vez más desesperantemente profundo.
El primer beso fue todo lo que había temido…, y más todavía. La boca de Gabe descendió sobre sus labios con la suavidad del rocío sobre una rosa. Rozó su boca con una dulzura infinita, como si estuviera dando un largo y tierno sorbo de sus labios. Como si fuera agua para un hombre que había estado agonizando de sed en el desierto.
Un golpe de viento primaveral alborotó los árboles. De sus hojas cayeron gotas de agua que llegaron hasta ellos. Rebecca podía oír el gorgoteo del agua en la distancia, olía la fragancia de los pinos y sentía la humedad de la hierba atravesando sus zapatos.
La boca de Gabe era más suave que la luz de la luna y sus brazos más ardientes que el sol. Los sueños en los que Rebecca había querido creer durante toda su vida parecían muy reales en aquel momento, pero se sentía tan frágil que tenía miedo de romperse…
– Gabe…
– Lo sé, tenemos que hablar. Y yo quiero hablar contigo, pelirroja. Pero ahora mismo lo único que quiero es averiguar si puedo ponerte nerviosa.
– ¿Nerviosa? ¿Por qué demonios quieres ponerme nerviosa?
– Ojalá lo supiera, maldita sea, pero es importante -la levantó en brazos y subió con ella los escalones que conducían hasta la casa, besándola cada tres pasos-Tenemos que solucionar esto pelirroja. No creo que sea capaz de hacer nada más hasta que lo hayamos resuelto.
– ¿Lo de sí me pones o no nerviosa?
– Sí. Ahora vamos a ir al dormitorio. ¿Eso te pone nerviosa?
– Eh… no. ¿Debería? -la puerta se cerró tras ellos.
– Mira Rebecca, esto no es solo una cuestión de sexo. Esto tiene que ver con lo mucho que te necesito. Y con la tristeza de todas las mañanas de mi vida en las que tú no estás. Tiene que ver con que pensaba que era un hombre libre hasta que te he conocido y he descubierto que jamás lo he sido. Y ahora, ¿todo eso te pone nerviosa?
– No, Gabe -susurró Rebecca.
– Te amo. Te amo, pequeña. Nunca he amado a nadie. Y nunca he pensado que podría llegar a amar a alguien. Y ahora, por el amor de Dios, Rebecca, estoy empezando a desesperarme. ¿Qué demonios te pone nerviosa?
Llegaron al dormitorio después de cruzar el resto de la casa a una velocidad suicida, pero una vez allí, Gabe parecía estar confundido sobre lo que debía hacer con ella. Parecía incapaz de soltarla. Y parecía incapaz de dejar de besarla. Pero tampoco era capaz de dar un paso más allá del umbral de la puerta.
– Gabe -susurró Rebecca-, aunque me sueltes, no voy a ir a ninguna parte.
– No voy a dejarte marchar -respondió Gabe con fiereza, pero la dejó en el suelo.
Rebecca le quitó la sudadera. Y lo besó. Después buscó el cierre de sus vaqueros y volvió a besarlo otra vez.
Y cuando vio que ni siquiera aquella sensualidad agresiva hacía mella en la desesperación que reflejaban sus ojos, deslizó las manos en el interior de la tela vaquera y tomó su miembro posesivamente. Posiblemente le temblaron un poco las manos, pero por lo menos la expresión de Gabe se transformó. Y también el sentimiento que reflejaba su mirada. Arqueó una ceja y dijo en tono acusador:
– No estás nerviosa en absoluto.
– Creo que eres tú el que debería estarlo, monada. Si no eres capaz de reconocer cuándo te encuentras frente a un problema serio, déjame darte alguna pista.
Le dio un empujón. Y no necesitó nada más para derrumbarlo sobre la cama. Rebecca se desprendió de todas las prendas que llevaba encima. Primero un zapato. Después el jersey. Después el otro zapato. Y luego bajaron sus pantalones al mismo tiempo que sus bragas.
Una colcha de lana gruesa cubría la cama, haciendo un contraste imposiblemente erótico con Gabe.
Él era satén; Rebecca sintió su piel suave y sedosa bajo las manos. Gabe era un hombre duro, pero se derretía como la mantequilla bajo sus húmedos besos. Y la ternura iba invadiendo sus ojos con cada uno de ellos.
La amaba. Rebecca le había oído decirlo, había inhalado y saboreado aquellas palabras que nunca había esperado escuchar. Y en aquel momento estaba sintiendo el amor de Gabe en cada beso, en todas las respuestas de su cuerpo.
Dejándose llevar por la intuición, por el amor, Rebecca fue desenredando para él toda una madeja de besos. Había muchas preguntas entre ellos que todavía necesitaban respuesta, pero el amor también era una forma de responder. Todos los miedos que Rebecca había tenido a perderlo los expresaba en sus caricias. Todas las noches oscuras, todas sus pesadillas, las comunicaba en sus manos, en sus besos, en el deseo de desnudar su alma ante él. Aquel no era momento para secretos. Gabe era su pareja, su alma gemela, el único hombre al que realmente había querido.
Se amaron una y otra vez. Compartieron besos cálidos y besos tórridos, caricias apasionadas y caricias tiernas como la seda. Escalaron una y otra vez el precipicio del éxtasis, buscando cómo complacerse el uno al otro. Rebecca habría jurado que había llegado a tocar el alma de Gabe. Jamás se había sentido tan libre con otro ser humano. Y esperaba, con todo su corazón, ser capaz de hacerle sentir lo mismo.
Tiempo después, Rebecca se recordaría desplomándose en sus brazos, con el pulso resonando en su interior como el palpitar de un trueno. Pero no fue consciente de que se había quedado dormida hasta que se despertó.
Todavía somnolienta, advirtió que era noche cerrada. La colcha había desaparecido. Gabe la había tapado con una sábana mucho más suave y había encendido la lámpara de la mesilla. Continuaba tumbado a su lado, despierto y con los ojos fijos en su rostro con una expresión de gravedad que Rebecca le había visto docenas de veces.
Rebecca alargó la mano para borrar el ceño que ensombrecía su frente. Le daba miedo hablar, pero más todavía no hacerlo.
– Voy a tener un hijo tuyo, Gabe -le dijo con voz queda.
En vez del recelo que esperaba, descubrió en los ojos de Gabe un brillo luminoso.
– Gracias a Dios. Si llenamos la casa de Devereax en miniatura, a lo mejor hay alguna oportunidad de que te mantengas suficientemente ocupada como para que dejes de meterte en problemas. Excepto los que tengas conmigo, claro.
Rebecca se incorporó sobre un codo, sin engañarse por aquella maliciosa broma.
– Esto no puede ser una propuesta de matrimonio. Lo último que sabía era que estabas completamente en contra del matrimonio, de las familias y de los bebés.
– Sí, bueno, pero enamorarme de ti me ha hecho repensar algunas cosas. En realidad nunca he estado en contra de todas esas cosas. Lo que no quería era cometer un error y, para no mentirte, no soy una persona a la que le guste correr riesgos. Y no tengo ni la mitad de confianza en el amor que tú.
– Creo que eres la persona más arriesgada que he conocido en mi vida. Siempre he sabido que no eras una de esas personas que huyen de los problemas.
– En eso tienes razón.
– Y también sé que nos vamos a pelear.
– Eso también lo he descubierto yo. Durante mucho tiempo, he asociado erróneamente las discusiones con hacerle daño a otra persona. Pero nosotros siempre nos peleamos, pelirroja, y, por alguna condenada razón, me encanta discutir contigo. No puedo jurarte que vayamos a estar siempre de acuerdo, pero mi intención es no hacerte sufrir nunca. Te quiero Rebecca.
Cubrió el rostro de Rebecca de besos lentos y tiernos. Besos cargados de promesas.
– No voy a dejar de besarte hasta que no me digas claramente que sí -le advirtió.
– Entonces vas a tener que sufrir durante un buen rato, porque no voy a darte ninguna excusa para que pares.
– ¿Y vas a seguir siendo tan implacable después de que nos casemos?
– Pienso seguir siendo igual de implacable durante los siguientes cincuenta o sesenta años de mi vida, Devereax. Confía en mí. Pretendo darte muchas cosas.
– Confío plenamente en ti.
Rebecca lo sabía. Podía verlo en sus ojos.
– Creo que acabas de ganarte un sí perfectamente claro -susurró-. Sí, sí, sí. Yo solía soñar con el amor auténtico, Gabe. Nunca quise conformarme con menos. Pero no creía que fuera capaz de encontrarlo. Hasta que te conocí. Sin embargo…
– ¿Sin embargo?
– Sin embargo, ¿cómo demonios vamos a volver a casa si has tirado las llaves del coche?
– Es posible que tenga otro juego.
– Siendo el hombre lógico y racional que has sido siempre, estoy convencida.
– En realidad, hasta hace muy poco no he confiado en mi intuición. Sé que puede parecer una locura, pero… -se interrumpió.
– ¿Pero?
– Pero dejarse llevar por los impulsos puede tener ciertas repercusiones.
– ¿Y no tienes otro juego de llaves?
– Sí, lo tengo, pero en casa.
– ¿Y estás intentando decirme que vamos a quedarnos aislados en esta cabaña?
– Sí,
– ¿Indefinidamente?
– Sí.
– Estupendo -musitó Rebecca y alargó la mano para apagar la luz.
Epílogo
Kate rara vez se ponía nerviosa. Había pasado por demasiados trances en la vida para que algo realmente la afectara. Había sobrevivido a un accidente de avión, a intentos de asesinato, a sabotajes… Y todo lo había soportado. Sabía que era una mujer fuerte.
Pero una boda en su propia casa era algo diferente…
Permanecía en el balcón, retorciéndose inquieta las manos y mirando el jardín. La mansión que era su hogar se encontraba a las afueras de Minneapolis y tenía muy poco que ver con el orfanato en el que había crecido. Y al parecer, no había manera de que las cosas fueran suficientemente perfectas… por lo menos aquel día.
Estudió el jardín, buscando algún detalle que se le hubiera pasado por alto. Las camelias se alineaban a lo largo de la alfombra blanca preparada para la novia. La brisa de verano acariciaba el lago, levantando algunas olas y transportando en el aire el perfume de las flores. Los invitados estaban empezando a llegar y el murmullo de sus risas se oía incluso desde el balcón.
Kate percibía la felicidad en sus voces. Aun así, escrutó sus rostros, buscando también en ellos esa felicidad. Nick y Caroline, Kyle y Samantha, Rafe y Allie, Mike y Julia… Por un momento, pensó que Luke y Rocky no habían llegado, pero no tardó en reconocer a la pareja, con las manos unidas y regresando de un paseo por la orilla del lago. Adam y Laura, Zack y Jane, Rick y Natalie, Grant y Meredith… para un desconocido, seguramente, todos esos nombres y rostros no significarían nada, pero no para Kate. Para ella, cada uno de esos rostros era algo único y preciado. Representaba otra generación de la familia Fortune, los hijos de sus hijos, y todas las esperanzas y promesas de futuro. Había habido muchas bodas durante los últimos dos años… pero ninguna tan crítica como aquella, por lo menos para ella.
Rebecca era la más pequeña de sus hijos y la última en casarse. Y Kate siempre había temido que no pudiera encontrar la felicidad.
Por eso había hecho todo lo posible para que ese día fuera perfecto. Les había ordenado a los dioses del tiempo un día soleado. Y habían obedecido. Se había encargado de organizar el banquete, las flores y la decoración de las mesas. Y había ayudado a vestirse a su hija.
Pero cuando le estaba poniendo el velo de encaje belga, las lágrimas habían inundado sus ojos y había decidido concederse unos minutos de soledad.
Oyó el sonido de una puerta que se abría tras ella. Sin necesidad de volverse, supo que era Sterling. En cuanto sintió deslizarse su brazo alrededor de su cintura, la invadió la calma. Cerró los ojos y se inclinó contra él. Había pasado mucho tiempo, años, desde la última vez que había podido disfrutar de la libertad de apoyarse en alguien.
Pronto le comunicaría a la familia sus propios planes de boda con Sterling. Acarició su mejilla con un cariñoso beso. Tenía setenta y un años y sus días de salvaje pasión podrían haber terminado, pero Kate sospechaba que, a su manera, iban a disfrutar de una memorable noche de bodas.
– ¿Estás nerviosa, Kate? -Sterling siempre era capaz de intuir su estado de humor.
– Nerviosa exactamente no. Pero estoy un poco exasperada con el novio. ¡Ese Gabe! Tengo todo el derecho del mundo a hacerle un regalo de boda a mi hija pequeña.
– ¿Entonces Gabe ha renunciado al cheque?
– Le ofrecí que utilizara uno de los yates, un avión, pero no ha querido aceptar nada. Y tampoco ha querido decirme dónde van a pasar la luna de miel. Me ha dado un abrazo, me ha dado las gracias y me ha dicho que puede cuidar de mi hija sin mi ayuda.
Sterling se echó a reír.
– A mí me parece que un hombre tan orgulloso y cabezota es la pareja perfecta para Rebecca.
– Sí, supongo que es cierto, ¿pero crees que tendrá el detalle de dejarme intervenir aunque solo sea un poco en su vida?
– Ya tendrás oportunidad de vengarte. Siempre podrás mimar a tus nietos, Kate. Y algo me dice que ya viene un nieto en camino.
– ¿Tú crees? -Kate, inmediatamente aplacada, bajó la mirada hacia el novio.
Gabe acababa de aparecer y estaba ocupando su sitio, en espera de la novia. A diferencia de cualquier otro novio, Gabriel no estaba en absoluto nervioso y parecía más contento que un pirata que acabara de robar un tesoro.
A Kate le produjo un gran placer recordar la última vez que lo había visto en su despacho. Estaba tan alterado como un tigre enjaulado y Kate había sabido entonces que era el hombre ideal para su hija pequeña.
Y casi podía perdonarle que fuera tan cabezota.
Sterling le acarició la mejilla.
– ¿Has guardado el secreto?
– Sí. Ha sido muy difícil. No quería que nada distrajera la atención de la boda de Rebecca, pero tengo que reconocer que he tenido que emplear toda mi fuerza de voluntad para no revelar esa noticia tan maravillosa.
Toda la familia estaba al corriente de que habían encontrado el secreto de la fórmula de la juventud, pero solo Sterling y ella sabían que había pasado todos los controles sanitarios con éxito y estaba lista para ser lanzada al mercado.
Kate acarició el brazalete que llevaba en la muñeca. Ya solo le quedaban unos cuantos dijes, pero sabía que vería a sus nietas llevando sus propios dijes. Ya eran un símbolo para la familia. Kate le había prestado el brazalete a Rebecca y sabía que su hija había descubierto la fuerza de aquel talismán. El brazalete siempre había sido un símbolo de la familia, un recuerdo del amor y la lealtad que los Fortune necesitaban compartir.
Pero Kate había recuperado aquel recuerdo aquella mañana y le había regalado a Rebecca su propio brazalete. Rebecca ya no necesitaba más recuerdos, más símbolos. Iba a comenzar a formar su propia dinastía.
Sterling le tocó suavemente el brazo.
– ¿Estás preparada para bajar a despedir a tu hija, cariño?
– Más que preparada -alzó la barbilla y le tomó la mano-. No estaría bien que tuvieran que esperar a la madre de la novia.
Por un breve instante, Kate pensó en la época en la que en su vida no había nada que pareciera más importante que amasar fortuna y poder. Pero, con el tiempo, Kate había aprendido a definir la palabra fortuna de una forma muy diferente.
Sus hijos habían encontrado la felicidad. Su familia estaba unida. Y esa era la única fortuna que realmente importaba.
Jennifer Greene