Jaume Fuster
La Isla
de las Tres
Naranjas
Finalista Premio de Novela Ramon Llull 1983
Traducción de BASILIO LOSADA
Planeta COLECCIÓN NARRATIVA
Dirección: Rafael Borras Betriu
Consejo de Redacción: María Teresa Arbó, Marcel Plans. Carlos Pujol y Xavier Vilaró
Título original: L'Illa de les Tres Taronges
Traducción del catalán por Basilio Losada
©Jaume Fuster, 1984
Editorial Planeta, S. A.
Diseño colección y cubierta de Hans Romberg (realización de Jordi Royo)
Ilustración cubierta: fragmento de "Los siete gozos de María", de Hans Memling, Alte Pinakothek, Munich (foto Salmer)
Primera edición: enero de 1984
Depósito legal: B. 43820-1983
ISBN 84-320-7170-6
ISBN 84-320-3513-0 publicado anteriormente en Col-lecció Ramon Llull
The wind blew, and trumpets sang, and arrows whined; but the sun now climbing towards the South was veiled in the reeks of Mordor, and through a threatening haze it glaemed, remote, a sullen red, as if it were the ending of the day, or the end maybe of all the world of light.
The Lord of the ring
J. R. R. Tolkien
Ah, cavaller,
si tu vols ésser bon guerrer,
ama bé fer!
Del concili que féu mestre
Ramon Llull, mallorquí
Ramon Llull
Mons fills desobedients
als estranys m'han subjugada.
Cobles de la divisió del regne
de Mallorca
Anselm Turmeda

<p>Primera parte</p>
</h3>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>El soldado de fortuna</p>
</h3>
<p style="page-break-before: always; line-height:0%;"> </p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>PRÓLOGO</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De cómo Guiamón, poeta de Adiá, conoce a Poncet, criado de Roger, soldado de fortuna; de la aparición del Misterioso Viajero y de las noticias que trae de la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p></p>
<p>Que la fuerza del sol, el ingenio del agua y la sonoridad del viento ayuden a este pobre y viejo trovador a explicar a la humanidad entera la historia de la Isla de las Tres Naranjas. Y que los nobles lectores, presentes y futuros, sepan perdonar la flaqueza de una memoria debilitada por los años y cegada por el amor. Así sea.</p>
<p>Habéis de saber que hace muchos años, cuando el mundo era más joven y el dios Sol subía con más agilidad que hoy por los escalones del cielo, vivía en la antigua y noble ciudad de Adiá, a orillas de la Mar Grande, un soldado de fortuna de nombre Roger, héroe de mil batallas, la más fina espada de las Tierras de Poniente y el brazo más esforzado de todo el Mundo Conocido. Este soldado de fortuna tenía un criado, de nombre Poncet, que en tiempos de paz merodeaba por mercados y tabernas y en época de guerras le servía de paje, de cocinero y de banquero, aparte de maestro y consejero. Quien esta historia cuenta, conocido por el nombre de Guiamón el poeta, ligose en amistad con Poncet un día de primavera, en el mercado de Adiá, a finales de la Época Oscura, en aquellos tiempos en que la sequía hacía magras las cosechas, el hambre resecaba a los labriegos y el Mundo Conocido se aprestaba a una nueva guerra.</p>
<p>Pero no os voy a contar aquí la historia de la amistad de un Poeta y un Criado que, aunque tienen su importancia en los hechos que quiero narraros, esta importancia mengua ante las nobles gestas que Roger llevó a cabo en la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p>Porque habéis de saber que Poncet, el irreflexivo servidor del esforzado Roger, cuando supo que yo era poeta de oficio, me dijo:</p>
<p>—Guiamón, joven amigo, tienes que conocer a mi amo, porque un poeta precisa de ejemplo de donde extraer sus dichos y sus historias, y Roger, el soldado a quien yo sirvo, es un Héroe de Leyenda, cuyas gestas tendrían que ser cantadas por gente de tu ramo. ¿Qué te parece?</p>
<p>Acepté conocer al soldado, aunque más engolosinado por la jarra de vino que Poncet aseguraba me haría servir en el hostal donde posábamos que por la necesidad de un ejemplo vivo para mis relatos, pues soy poeta erótico, y más me tienta la alabanza de la belleza de Esclarmonda que el desmoche de cien enemigos.</p>
<p>Amo y criado paraban en un hostal, El Racimo de Plata, de la plaza de los Pórticos, al socaire de la bahía de Adiá, junto al puerto donde amarran los navíos que cruzan las ondas azules de la Mar Grande camino del Mundo Desconocido, cargados de plata y de oro, para volver con té, tabaco y especias, que hacen más placentera la vida de los habitantes de mi ciudad.</p>
<p>El hostal El Racimo de Plata era un caserón bien dispuesto y agradable donde solían hospedarse marineros, soldados, mercaderes, comediantes y gentes de las villas próximas, que acudían a la ciudad por sus negocios. En el salón grande, cuando hacía frío, ardía una fogata a cuyo alrededor se contaban las mejores historias de la ciudad y se cantaban canciones llegadas de muy lejos, mientras los huéspedes bebían vino caliente y especiado con canela y pimienta de Indias. Con el estío, en cambio, las reuniones se organizaban en el patio interior, entre hojas olorosas que brotaban de los picheles y el rumor de una fuente que refrescaba la atmósfera, mientras huéspedes e invitados bebían horchatas de almendra y de avellana traídas por los mercaderes llegados del sur.</p>
<p>El dueño del hostal, Callós de Malveure, solía recibir a los visitantes con una risa de cumplido, mientras secaba las manos en el delantal blanco que llevaba ceñido a la barriga.</p>
<p>—¡Eh, maestro Poncet, acércate, que te quiero dar un recado para tu amo!</p>
<p>—Decidme, hostelero, que ahora mismo voy en su busca para presentarle a mi amigo Guiamón, el poeta.</p>
<p>—Sed bienvenido, poeta, y si os apetece y permanecéis un momento en el hostal, quizá podáis recitar una de vuestras canciones para nuestros huéspedes.</p>
<p>Acepté hacerlo, porque recitar en El Racimo de Plata era un honor para un poeta de Adiá. Pero el hostelero estaba ya charlando con Poncet.</p>
<p>—Dile a tu amo que baje a cenar pronto, que un desconocido me ha encargado que le avise, que quiere hablar con él.</p>
<p>—¿Y cómo era ese señor? —preguntó curioso mi amigo Poncet.</p>
<p>—Un extranjero misterioso, bien vestido y con la bolsa llena, por lo que pude ver. Tostado por el sol, como si viniera de muy lejos, de la Mar Grande.</p>
<p>Dejé al hostelero atareado preparando las cenas, y subimos a las estancias de Poncet y de su amo, en el primer piso del hostal.</p>
<p>Roger, el soldado de fortuna, me recibió con gran cordialidad, recordando que me había oído recitar en Brótil, una villa marinera situada al norte de Adiá, cerca de las Montañas. Era un joven alto y robusto, fuerte como un roble, con el rostro atezado por el sol y una mirada oscura, como de aguilucho. Vestía calzones amplios, con botas de cuero sin adobar, y ceñidor ancho y con hebilla de bronce, del que colgaba un puñal con empuñadura de cuerna. Su pelo negro le cubría las orejas y se encrespaba sobre la frente. No tenía precisamente el aspecto de un héroe de leyenda, sino más bien el de un labriego montañés, más habituado a los pastos altos que a los campos de batalla. Tenía, eso sí, una voz profunda y modulada que le brotaba de muy adentro. Pero no hablaba con el acento refinado de las gentes de Adiá, sino en el tono más común.</p>
<p>Después de departir un buen rato, matando el tiempo hasta la hora de la cena, y habiéndole Poncet dado las nuevas del Misterioso Viajero que había preguntado por él en el hostal, bajamos todos juntos a la gran sala.</p>
<p>Los criados habían dispuesto ya una mesa con manteles de hilo y la comida sencilla pero abundante que daba fama a Callós de Malveure. Sentados a la mesa, nos sirvieron un caldo de pollo con tropiezos de puerco magro, verdura hervida y ensaladas con unto de matanza, embutidos de las Montañas Altas, secos y pimentados, pan de centeno untado con manteca blanca de las Montañas de Poniente y confitura amarga de granada, cuajada de cabra y miel de las colmenas de Vall Llóbrega. Bebimos un tinto de Pla d'Avall, espeso como sangre y dulce como el melocotón, que pronto nos soltó la lengua y nos hizo sentir una amistad profunda y una tierna dicha. Hechos los debidos honores a la cena, y mientras nos servían té de Oriente perfumado con toronjina y menta, y cargábamos las pipas de arcilla con la mejor mezcla de tabacos de la Alta Comarca, recibí de parte de Roger, Poncet y Callós de Malveure, el ruego de recitar algunas de mis composiciones. Los otros huéspedes habían rematado también la cena y todos juntos formaron corro en torno de nuestra mesa. Apareció un laúd y, envuelto en el humo de las pipas y en el olor del té con menta y toronjina, recité unos poemas amorosos, tristes y adecuados a la hora, al lugar y al banquete reciente.</p>
<p>Quizá fue el humo de las pipas o, quién sabe, la exaltación que siempre me arrebata cuando recito en público mis versos, o tal vez el sigiloso paso del hombre, pero lo cierto fue que no me di cuenta de su presencia hasta que, habiendo terminado mi último poema y recibido los aplausos de los otros huéspedes, me volví hacia mis compañeros de mesa y me llevé un sobresalto terrible. Y no porque fuese un personaje pavoroso, que más bien parecía amable y cordial, sino porque había algo en su aspecto, en lo grave de sus gestos, que le daba un aire lóbrego y extraño. Le iba el nombre de Misterioso Viajero con que le había bautizado Poncet. Que era viajero, se notaba en el vestido y el acento. El misterio, lo he dicho ya, le acompañaba fiel como un perrillo.</p>
<p>Roger llamó al hostelero con gesto abierto y le encargó más té, tabaco y licor de guindas. Servidos ya, el Misterioso Viajero habló así:</p>
<p>—Señor, tengo entendido que sois soldado de fortuna. Quisiera haceros una pregunta, si no es indiscreción. ¿Estáis quizá al servicio de algún noble caballero, o reposáis tal vez de vuelta de tantas aventuras?</p>
<p>—Reposo, señor, pero no de aventura, sino de la paz que reina en toda la comarca y que me obliga a estar cruzado de brazos.</p>
<p>—Lamento vuestra situación, pero ahora me siento más satisfecho, señor, porque he venido de muy lejos a comprar vuestros servicios.</p>
<p>—¿Y por dónde cae ese «muy lejos», noble señor? —intervino Poncet, inquieto como yo por el misterio del desconocido caballero.</p>
<p>—A dos días y dos noches de Adiá en barco de vela, si los vientos son favorables, está la isla de Montcarrá, reino de Su Majestad Flocart...</p>
<p>—¿Una isla? ¿Montcarrá? No la conozco... —cortó Poncet.</p>
<p>—Calla, bergante, y deja que el señor se explique —le reprendió Roger.</p>
<p>—Hace mucho tiempo —prosiguió el Misterioso Viajero—, los marineros de Adiá solían anclar sus barcos en los puertos de Montcarrá. Había un comercio floreciente entre los adianenses y los montcarranenses. Vosotros nos comprabais telas y calzados, y nosotros admirábamos vuestros forjados y vuestras lanas... Además, Montcarrá está en el camino de Oriente, y las naves que hacían la ruta del té y del tabaco se detenían allí para abastecerse de agua y de víveres frescos. Nuestros pueblos, pues, eran amigos cordiales. Cuentan las crónicas que los linajes de Montcarrá vienen de las costas de Adiá; por eso hablamos la misma lengua y tenemos costumbres semejantes...</p>
<p>—Entonces, ¿cómo no conocemos ahora vuestra isla, señor? —interrumpió una vez más Poncet.</p>
<p>—El reino de Montcarrá sufre desde hace años una terrible desgracia. Y éste es el motivo de mi presencia aquí.</p>
<p>El aire lóbrego y extraño del Viajero había dejado paso ahora a una tristeza profunda que también nos afectaba a nosotros. Poncet le escuchaba boquiabierto y con los ojos desorbitados. Roger había dejado la pipa sobre la mesa y lo miraba con ojos centelleantes, y yo mismo sentía aquella especie de tristeza que suele apoderarse de mí cuando recito poemas de amor frustrado.</p>
<p>—Habéis de saber que el Buen Rey Flocart... No sé cómo decirlo... Está muy enfermo... Mejor aún: ¡parece encantado! Como si no fuera él... —el Misterioso Viajero vacilaba—. Desde hace más de veinte años, cuando llevaba ya cinco de reinado, Flocart oye una Voz que le ordena que... que le obliga a hacer cosas que van contra los intereses de Montcarrá. Además... Desde que el Buen Rey oye esta Voz y la obedece, los barcos de Adiá no pueden fondear en nuestras costas, la peste diezma nuestros rebaños y... y hemos perdido el estandarte.</p>
<p>—¿El estandarte? —dije sin poderme contener.</p>
<p>—Desde Tiempos Remotos, cuando según las leyendas los adianenses llegaron por primera vez a la costa de la isla, el Reino de Montcarrá tiene por representación un Estandarte Mágico que lo protege y le da Paz y Prosperidad. El Estandarte Mágico tiene tres naranjas de oro en campo de plata y dicen que cada una de estas naranjas representa un bien: la.de la derecha, la Paz; la del centro, un poco alzada, la Prosperidad, y la de la izquierda, el Valor. Paz, Prosperidad y Valor habían sido hasta ahora la divisa de Montcarrá y de sus soberanos. Hasta que... —y calló, apesadumbrado.</p>
<p>—Hasta que el Buen Rey Flocart oyó la Voz... —concluyó Poncet, impaciente.</p>
<p>—Desde entonces, la divisa de Montcarrá tendría que ser: Guerra, Pobreza y Cobardía. Los campesinos de la montaña se han alzado contra el Rey en hermandades, y amenazan con sitiar la ciudad de Montcarrá; perdemos el ganado y las cosechas, y la corte está llena de conspiraciones y bajeza. Y, además, ha desaparecido el estandarte.</p>
<p>—¡Mala situación, a fe mía! ¿Y qué puedo hacer yo, noble señor? —preguntó Roger.</p>
<p>—Ayudar al Buen Rey... Contra las hermandades en primer lugar. Necesitamos un soldado con experiencia que organice las milicias reales y apacigüe la revuelta campesina.</p>
<p>—Pero si dice que la actuación de Flocart no es justa... —dudó Roger.</p>
<p>—También podríais encargaros de averiguar qué es la Voz que oye Su Majestad...</p>
<p>—¡Hacer de espía no es mi oficio! —cortó indignado Roger.</p>
<p>—Pero necesitamos que un extranjero, un foráneo, nos ayude. Los montcarranenses no podemos hacer nada... —protestó el Viajero.</p>
<p>—Y, a todo esto, decidme, señor, ¿quién sois vos?</p>
<p>—No importa mi nombre. He podido salir de Montcarrá en una barca de pesca y he venido a Adiá en busca de ayuda.</p>
<p>—¿Y cómo habéis dado conmigo? El hostelero me ha dicho que sabíais mi nombre, como si me conocierais de antes.</p>
<p>—En el puerto me han hablado de vos. Vuestra fama es grande, y la gente sencilla cuenta vuestras proezas como si fueran leyendas... Me han dicho que estabais en Adiá y que os alojabais en El Racimo de Plata. Si aceptáis el encargo oficial de organizar las milicias reales, seréis recompensado justamente... Y si además podéis descubrir el misterio de la Voz que tiene encantado a Flocart...</p>
<p>—No creo posible ayudaros... Todo eso es muy misterioso...</p>
<p>—Señor, señor... Pensadlo bien —intervino Poncet—. Tenemos la bolsa vacía. Hay pobreza, también, en el País, por la sequía, y hoy nadie necesita los servicios de un soldado de fortuna. Creo que sería conveniente que aceptarais...</p>
<p>—He dicho que no, Poncet, y cuando digo que no, es que no, y no se hable más. Lamento que hayáis perdido la noche, señor...</p>
<p>Pero el Misterioso Viajero ya se había levantado y decía:</p>
<p>—Pensadlo bien, Roger. En Montcarrá puede estar vuestra fortuna. Mañana volveré, por si habéis cambiado de opinión...</p>
<p>Y se fue tan sigiloso como había llegado.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>I</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De cómo Roger, Poncet y Guiamón, por designios sobrenaturales, se embarcan en el navío Falaguer, camino de la Isla de las Tres Naranjas, y de las secretas razones del Misterioso Viajero.</p>
<p></p>
<p>Acabó la velada de inmediato y, luego de acordar una nueva reunión con Poncet, volvía a mi hostal, La Lira de Marfil, donde solemos hospedarnos los trovadores cuando estamos en Adiá.</p>
<p>Las calles de la ciudad, iluminadas con antorchas y fanales de aceite, eran agradables. Un extraño comezón, como un desasosiego que brotara de las palabras del Misterioso Viajero, me llevó hacia el puerto, en dirección opuesta a La Lira de Marfil. Avanzaba maquinalmente, sin saber mi destino, con la cabeza cargada de problemas. Los olores del mar, olor a especias, a tabaco y a té, me empujaban hacia el muelle de los veleros. Las tabernas de la gente de mar se abrían en callejuelas con desgarrones de luz y de escandalera. Se oían canciones lejanas, retazos de conversaciones exóticas y el tintineo de las monedas de los jugadores.</p>
<p>En el muelle de veleros, entre las estibas de víveres y mercaderías, me senté en un banco de piedra y encendí una pipa. Había luna llena, el aire estaba cargado de sal, y el lamer de las olas contra el muelle me mecía como una canción de cuna. No podía apartar de mi cabeza la historia de la Isla de Montcarrá, de su rey Flocart y del Mágico Estandarte de las Tres Naranjas. Los adianenses, incluso los poetas, somos aventureros de casta, y el ancho mundo nos atrae y nos encanta. No es extraño, pues, que sintiera aquella atracción por el Mundo Desconocido.</p>
<p>Supongo que me quedé dormido. Fue culpa quizá del vino de Pla d'Avall, de la barriga llena o de la dicha nocturna. Me despertó aquel bullicio mortecino, de tráfago de hombres. La luna se había ocultado tras unas nubes, y era total la oscuridad. ¿Quién iba y venía a aquellas horas de la noche? Aventurero o no, yo era poeta y, por tanto, hombre de paz, y temía un encuentro desgraciado. Porque todo aquel ir y venir sólo podía ser cosa de una partida de ladrones o contrabandistas que quisieran ahorrarse el portazgo. Me oculté prudentemente tras unos fardos de tejidos de lana. La luna venció entonces el nublado y pude distinguir un pelotón de gente que arrastraba dos fardos. Y no hacia tierra, para introducirlos de contrabando, sino hacia el mar, para cargarlos en un navío. Me sorprendió mucho aquello, pero el miedo me obligó a permanecer quieto, casi sin respirar.</p>
<p>Eran nueve hombres: ocho cargaban los fardos, cuatro cada uno, y el otro dirigía. El volumen, la actitud y las ropas que llevaba me permitieron reconocerle: ¡era el Misterioso Viajero!</p>
<p>Los nueve hombres se habían aproximado al muelle, cerca de los veleros allí atracados. Decidí seguirlos, pese al miedo. Tenía un presentimiento y quería cerciorarme; si hasta ahora había sido poeta de amores complacientes, en adelante iba a convertirme en trovador de gestas memorables.</p>
<p>El barco se llamaba<i> Falaguer,</i> y además de las amarras que lo sujetaban a tierra, había una escala que llevaba del muelle a la cubierta. Los nueve hombres subieron al barco con todo sigilo. En cubierta los esperaba un marinero de aspecto pavoroso: llevaba un ojo tapado con un parche negro y una barba erizada. El Misterioso Viajero le dijo unas palabras; el marinero asintió con la cabeza, y los ocho hombres, después de dejar los fardos, bajaron a tierra. Trabajo me costó escabullirme para que no me vieran. Con todo, uno de ellos me descubrió y dijo:</p>
<p>—¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí?</p>
<p>Habría echado a correr, pero las piernas no me obedecían del temblor que me agitaba.</p>
<p>—Bueno... Yo... iba dando una vuelta...</p>
<p>—¡Acércate, bergante!</p>
<p>Era la voz del Misterioso Viajero, que me hablaba desde la cubierta del<i> Falaguer.</i> Me aproximé, resignado ante mi mala estrella, que me había llevado al puerto en lugar de llevarme a mi yacija de La Lira de Marfil.</p>
<p>—Buenas noches, señores —saludé, halagador.</p>
<p>—A ti te conozco... Eres Guiamón, el poeta que estaba con Roger... Dime: ¿qué haces aquí, poeta?</p>
<p>—Busco inspiración, señor. Unos marineros de Brótil me han encargado un romance sobre el mar y he venido al muelle en busca de inspiración...</p>
<p>—Sube, pues, que a bordo te inspirarás mejor.</p>
<p>Los ocho ganapanes me miraban con ojos atravesados y me hacían señas para que subiera la pasarela. Al lado del Misterioso Viajero había aparecido la cabeza estrambótica del marinero del parche en el ojo, que parecía mascullar blasfemias.</p>
<p>Sólo de pisar la pasarela me sentí mareado, porque los poetas somos gente de tierra firme y el vaivén que las olas imprimían al barco me hacía pensar en las negras profundidades de la Mar Grande. Cerré los ojos y, a tientas, llegué a cubierta. Un brazo forzudo tiró de mí, y cuando abrí los ojos de nuevo, aparte del Misterioso Viajero y del marinero del parche en el ojo, me rodeaban cinco o seis hombres más, marineros por sus ropas y feroces por su aspecto. Unos llevaban cuchillos, otros fisgas de pescador, quien llevaba un hacha, quien un sable... Caí de hinojos en el suelo, suplicando:</p>
<p>—Señor, os lo ruego... ¡No me hagáis ningún mal, que no soy más que un pobre poetastro!</p>
<p>—... que no sabe dónde se ha metido —concluyó el marinero del parche en el ojo acercándose con malas intenciones.</p>
<p>—Déjalo, Cori. Es inofensivo —ordenó el Misterioso Viajero.</p>
<p>—¡Gracias, señor! —le dije mientras me erguía.</p>
<p>—¿Qué hacías en el puerto, Guiamón?</p>
<p>—Señor, os lo he dicho ya...</p>
<p>—¡No mientas, bergante! ¡Si lo haces, Cori se encargará de ti!</p>
<p>—La verdad, señor, es que no lo sé... Al salir de El Racimo de Plata iba hacia casa..., hacia La Lira de Marfil, el hostal donde solemos alojarnos los poetas. Pero, preocupado por la historia que os había oído contar a Roger, no me di cuenta de que caminaba hacia el puerto... Me senté un momento, en un pedrusco, a fumar una pipa y estoy seguro de que me quedé dormido. Me despertó un rumor... Me asusté... y entonces os vi con esos hombres que subían los fardos al velero... Y ya me iba cuando me descubristeis...</p>
<p>—¡Ibas a dar la alarma, traidor! —gritó el llamado Cori.</p>
<p>—¿La alarma yo, señor? ¡De ninguna manera! Un pobre poeta no se mete nunca en asuntos de estado que rebasan con mucho sus luces... Porque éste es un asunto de estado, ¿verdad, señor?</p>
<p>El Misterioso Viajero iba a responder cuando, de pronto, se oyó un gemido. Procedía de uno de los fardos que los faquines habían dejado en cubierta.</p>
<p>—¡Deshaced los sacos! —gritó el Misterioso Viajero a los marineros.</p>
<p>Dos hombres se inclinaron. Con un tajo diestro desgarraron los sacos y aparecieron a la luz de la luna los rostros de Poncet y de Roger, el soldado de fortuna. Se había confirmado mi sospecha.</p>
<p>—¡Poncet! —grité sin poderme contener, mientras me agachaba a su lado y le levantaba la cabeza para que pudiera respirar.</p>
<p>—¡Vámonos de una vez! —ordenó el Misterioso Viajero. Y después se acercó a donde yo estaba con la cabeza de Poncet apoyada en mi rodilla, y me dijo—: No sufras, Guiamón. Tu amigo y su amo están bien. Están inconscientes porque Callós de Malveure les ha dado un somnífero por orden mía. Tengo que llevarlos a Montcarrá, y si no quieren ir de grado...</p>
<p>Cori, que hacía de capitán del<i> Falaguer,</i> interrumpió al Misterioso Viajero:</p>
<p>—Señor, todo está a punto.</p>
<p>—Izad velas, pues, y poned rumbo a Montcarrá.</p>
<p>—¿Y qué vamos a hacer con ese fisgón? —preguntó, indicándome con la mano derecha, mientras con la izquierda acariciaba la empuñadura de una faca que le colgaba de la faja.</p>
<p>—¡Vendrá con nosotros!</p>
<p>Y así fue como el nombre del poeta Guiamón se vio asociado a las nobles gestas de Roger, soldado de fortuna.</p>
<p>Un par de horas más tarde, cuando el<i> Falaguer</i> se alejaba a todo trapo de las costas de Adiá, camino de la Isla de las Tres Naranjas, Poncet y Roger volvían en sí. Los había arrastrado hasta sus camastros y había humedecido sus rostros con agua.</p>
<p>El primero en despertar de su forzoso sueño fue el noble Roger.</p>
<p>—Agua... —murmuró abriendo los ojos.</p>
<p>Le acerqué a los labios la bota de cuero y bebió largamente.</p>
<p>—¡Guiamón! —dijo al reconocerme—. ¿Dónde estamos?</p>
<p>—A bordo de un velero, en poder del Misterioso Viajero, camino de la isla de Montcarrá —le contesté.</p>
<p>—¿Y Poncet? —me preguntó mientras se incorporaba.</p>
<p>—A su lado, señor.</p>
<p>—¿Qué ha pasado?</p>
<p>—Por lo que me ha explicado el Misterioso Viajero, Callós de Malveure os dio un brebaje que os privó de los sentidos... Yo estaba en el puerto, inspirándome en la luz de la luna, cuando vi a unos cargadores que llevaban dos bultos y que subían al barco. ¡Más me habría valido largarme a toda prisa, señor! Pero el hecho es que reconocí al jefe de la partida: era el Misterioso Viajero. Tuve un presentimiento y seguí a la cuadrilla... Me descubrieron, a la fuerza me hicieron subir a bordo y...</p>
<p>—¡Mal rayo lo parta! ¡Todo se mueve! ¡Este vino de Pla d'Avall es el mismo diablo! —refunfuñó Poncet al volver en sí.</p>
<p>—Calla, Poncet, y despiértate de una vez... ¡No ha sido el vino, sino el hostelero! ¡Arriba, gandul! —le gritó Roger.</p>
<p>Ofrecí la bota a mi amigo. Bebió un trago y luego escupió el agua con una mueca de asco.</p>
<p>—¡Agua!... ¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que no recuerdo nada, amo?</p>
<p>—Escúchame, Poncet: nos hemos metido en un lío. El Misterioso Viajero nos ha secuestrado. Estamos a bordo de una nave, camino de la isla de Montcarrá.</p>
<p>En este preciso momento, el Misterioso Viajero apareció en la escotilla. Parecía tranquilo, y nos obsequió con una sonrisa de bienvenida.</p>
<p>—Roger, tendréis que perdonarme, pero no podía aceptar una negativa. La situación en nuestra isla es muy peligrosa, y sólo un hombre como vos puede solucionarla. Me he visto obligado, pues, a usar de la astucia.</p>
<p>Roger se encaró con el Misterioso Viajero, furioso:</p>
<p>—Haced que este barco vuelva inmediatamente a puerto. Os dije ayer que no me interesaba el reino de Montcarrá, y sigo pensando lo mismo... Poned rumbo a Adiá y olvidaré el incidente...</p>
<p>—No estáis en disposición de dar órdenes, Roger. El barco lleva ya dos horas navegando. A bordo hay veinte marineros que me son fieles, y, además, aún no habéis oído todas mis razones. Sentaos, pues. Haré que os traigan comida y algo de beber, y escuchadme.</p>
<p>Roger se calmó, miró a Poncet, me miró a mí, y se encogió de hombros.</p>
<p>—Comamos, bebamos y hablemos, puesto que no hay más remedio...</p>
<p>El Misterioso Viajero abandonó la cámara mientras Roger se sentaba en el camastro. Poncet dio unas vueltas por el camarote. No había ni armas ni nada de comer. Se sentó también al fin y de una bolsa que llevaba al cinto sacó tabaco y dos pipas de arcilla. Con gestos de experto atacó las pipas, ofreció una a Roger y se quedó la otra. Me ofreció tabaco y cargué mi vieja pipa de brezo. Encendió la yesca con un pedernal y fumamos un buen rato en silencio.</p>
<p>El barco estaba ya lleno de humo aromático cuando volvió el Misterioso Viajero acompañado de dos marineros con galleta, queso seco, unas lonjas de jamón y una cántara de vino. Los hombres dejaron la comida sobre el camastro y salieron en silencio. Poncet repartió las galletas, el jamón y el queso, y los tres, que empezábamos ya a tener hambre, nos pusimos a comer sin decir palabra.</p>
<p>Terminada la comida, y cuando nos sacudíamos las migajas de la ropa, el Misterioso Viajero habló así:</p>
<p>—Habéis de saber, Roger, que lo que os conté en El Racimo de Plata es la absoluta verdad. El buen Rey Flocart ha perdido el Estandarte de las Tras Naranjas; los campesinos de la isla, unidos en hermandad, desafían el poder real y quieren poner sitio a la ciudad de Montcarrá, y, además, el rey ya no gobierna: desde hace muchos años oye una Voz que le dicta lo que ha de hacer. No obstante, os oculté una cosa. En la llanura de la isla se alza un cerro en cuya cima hay un monasterio. En el monasterio vive un Sabio: es un hombre viejo, cuyos consejos había seguido siempre el rey Nicolás, padre de Flocart. Pero desde que oye la Voz, Flocart no le hace caso, y así va el reino. Pues bien, el Sabio del Cerro del Gigante hizo una profecía: «Vendrá de Adiá un soldado joven y fuerte que liberará el reino, deshará las hermandades y encontrará el Estandarte de las Tres Naranjas. Con su venida, volverá la Paz a Montcarrá, porque él traerá el Valor perdido y reinará en adelante la Prosperidad.» Del soldado sabía poco. Sólo nos dijo que lo encontraríamos una primavera en la ciudad de Adiá, en tiempos de la Gran Sequía, al final de la Época Oscura, cuando la paz reinara en el País. Y que tendría por nombre Roger.</p>
<p>—¡Éste sois vos, mi amo! —gritó Poncet, saltando del camastro.</p>
<p>—Vuestro criado tiene razón, Roger. El soldado de la profecía del Sabio del Cerro del Gigante sois vos. Por eso me he visto obligado a secuestraros. ¿Aceptáis ahora la misión de salvar al reino de Montcarrá?</p>
<p>Roger permaneció un momento silencioso. Poncet y yo nos mirábamos sin atrevernos a decir nada. El Misterioso Viajero tampoco se movía. Al fin, el soldado de fortuna asintió con la cabeza:</p>
<p>—Acepto, señor. ¡No se puede luchar contra una profecía!</p>
<p>En aquel preciso instante, Cori, el capitán del<i> Falaguer, </i>apareció en la escotilla:</p>
<p>—Señor, se aproxima una tempestad.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>II</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De cómo, en medio de una tempestad en la Mar Grande, Roger conoce una parte de su Destino, por boca de una mujer-pez; del desarbolamiento del Falaguer y de los peligros que acechan a los viajeros de esta historia.</p>
<p></p>
<p>No había terminado de pronunciar estas palabras terribles cuando un golpe de mar lanzó a Cori contra los camastros. Parecía como si la nave hubiera enloquecido y quisiese lanzarnos fuera de su vientre. Y no penséis que sólo se movía el casco del barco: también mi vientre andaba en conmoción. Tenía el estómago en la boca, y las galletas de marinero, las lonchas de jamón y el queso que había comido hacía un rato pugnaban por salir. Un sudor frío me empapaba la espalda, y una acidez interior se me extendió por las encías.</p>
<p>—¡Ayúdame, Poncet, que me muero! —tuve el tino de gritar.</p>
<p>—Ven, Guiamón: salgamos de aquí, que el aire del mar nos aclarará el entendimiento.</p>
<p>El Misterioso Viajero, Cori y Roger ya estaban en cubierta. Poncet me arrastró casi a la fuerza. Era peor el remedio que la enfermedad. Había una claridad mortecina que transformaba las cosas tiñéndolas de un color lóbrego, de infierno y diablos. Y diablos eran las olas que golpeaban contra los costados del velero. Diablos que se inflaban, bramaban, nos engullían, nos escupían y volvían a engullirnos.</p>
<p>Los marineros habían arriado velas y corrían arriba y abajo, atareados en estacar bien el maderamen, los odres de agua, las velas plegadas y todo el montón de trebejos que un barco suele cargar y que bailaban ahora una zarabanda, como si estuvieran embrujados.</p>
<p>Poncet, más avezado que yo a este tipo de aventuras, me ayudó a cobijarme junto al castillo, al lado del timonel. El viento de tempestad me había helado el sudor, y ahora todo era un temblor incontenible.</p>
<p>—Tranquilo, Guiamón, que si la profecía del Sabio del Cerro del Gigante es cierta, vamos a salir de ésta.</p>
<p>—Quizá salga tu amo, que la profecía habla de él, pero no sé que hable de un criado y mucho menos de un pobre poeta de secano a quien tanta agua marea, enferma y atormenta...</p>
<p>—¡Déjate de charla, amigo mío, y sujétate fuerte con esta soga, si no quieres acabar visitando a los peces!</p>
<p>Quedé, pues, inmovilizado, y me convertí en espectador forzado de los acontecimientos que siguieron.</p>
<p>El Misterioso Viajero y Cori, el capitán, ayudaban a mantener el rumbo. Roger dirigía a los marineros en la maniobra de atar las velas plegadas. A medida que el viento se iba haciendo más fuerte y las olas caían en la cubierta del<i> Falaguer,</i> una especie de halo de luz, como un espejismo, envolvía al soldado de fortuna, que iba arriba y abajo gritando órdenes a los marineros, atento a lo que ocurría.</p>
<p>La nave hacía un ruido extraño, de madera que se resquebraja. Era un chirriar siniestro, como si una legión de carcomas royeran el costillar del barco. De pronto, sin que nadie lo esperara, se partió el mástil por la mitad. Volaron astillas, cabos, jirones de vela, y uno de los marineros cayó al agua y fue engullido. Roger se disponía a tirarse al mar cuando lo detuvo Poncet. Amo y criado discutían. Poncet retenía a su amo por el brazo. Pero el marinero no flotaba y se impuso al fin la prudencia del criado a la obstinación del amo.</p>
<p>Sentí un grito estridente a mis espaldas. Me volví y, con los ojos medio cegados por el salobre que el viento me lanzaba a la cara, vi cómo se rompía la barra del timón y el timonel caía redondo al suelo, mientras Cori y el Misterioso Viajero intentaban, en vano, dominar el rumbo del velero.</p>
<p>La cubierta estaba llena de agua que se colaba por la escotilla. Unos cuantos marineros la sacaban a cubos, pero no daban abasto.</p>
<p>Era el fin de mi carrera de poeta erótico. ¡Yo, que me asustaba ante un aguacero de verano, iba a encontrar la muerte en la Mar Grande! Cerré los ojos y pensé en las horas placenteras que había pasado en el Mundo Conocido, rodeado del humo de las pipas de aquellos que se complacían escuchando mis tiradas de versos.</p>
<p>Entonces oí la voz. Era una voz dulce de mujer, y, no obstante, pese al viento, al bramar de las olas y al gemido constante de la estructura del<i> Falaguer,</i> se oía nítida, como si nos hablara al oído.</p>
<p>Abrí los ojos. De momento, no vi nada. Luego, a medida que iba entendiendo las palabras, vislumbré a lo lejos, en medio de las olas, una forma que se aproximaba al barco. Y no era yo el único que oía la voz y veía la forma, porque los marineros se habían parado y miraban aturdidos hacia el mismo punto del mar.</p>
<p>—Roger..., Roger... —decía la voz—. ¿Me escuchas, Roger?</p>
<p>De súbito, como si la voz tuviera un poder mágico sobre la tempestad, se calmaron las olas, el viento aminoró su empuje y el<i> Falaguer</i> dejó de agitarse. La forma que habíamos visto se había aproximado a tiro de ballesta y la podíamos distinguir ya a simple vista. Era una muchacha, efectivamente. Una joven de pelo rubio, casi blanco, que le caía por los hombros desnudos. Tenía la piel de la cara y del torso blanca como la espuma, y brillaban sus ojos como rubíes. De no ser por el espanto que sentía, la hubiera tomado como modelo de la Princesa Esclarmonda.</p>
<p>—Roger..., Roger... ¿Me escuchas, Roger?</p>
<p>El soldado de fortuna se había acercado a la amura de babor y le oí gritar:</p>
<p>—Te escucho, mujer o visión. Di lo que has de decir, y desaparece.</p>
<p>—Te saludo, Roger, soldado de fortuna... Cuando llegues a Montcarrá, guárdate de las voces aduladoras y de los amigos traidores... Porque has de vencer al Dragón, Roger, y encontrar el Estandarte de las Tres Naranjas... Tú serás rey, Roger, y no lo serás...</p>
<p>La joven se alzó sobre las olas y vimos todos cómo su torso desaparecía en una abominable prolongación de escamas azules.</p>
<p>—¡Es la mujer-pez! —gritó un marinero—. ¡Este barco está maldito!</p>
<p>Y, sin pensárselo más, el marinero que había hablado se lanzó por la amura de estribor y se alejó nadando. Los demás, muertos de miedo, distinguíamos perfectamente a la mujer-pez. No tenía piernas, sino una cola de tiburón que azotaba las olas. De sus ojos encarnados salían chispas.</p>
<p>—Serás rey y no lo serás, Roger, porque así está escrito... Matarás a tu padre y no será tu padre, Roger. Y harás llorar amargas lágrimas a quien más te ame...</p>
<p>—¿Quién te envía, mujer-pez? —gritaba Roger con medio cuerpo fuera del navío, como si intentara aproximarse más a la visión diabólica.</p>
<p>—Harás llorar amargas lágrimas a quien más te ama, pero reinarás en su corazón... Y tu nombre será conocido por tierra y mar, y todos hablarán de tus gestas, Roger, y se harán versos famosos que se recitarán durante mil años en toda la Tierra Conocida, de Oriente a Occidente...</p>
<p>—¡El barco está maldito! —gritaban los marineros, y se miraban los unos a los otros, y temblaban de miedo. Los más decididos aparejaban ya un bote de salvamento, lo bajaban al agua y saltaban dentro.</p>
<p>—¿Quién te envía, mujer-pez? ¿Cómo sabes tantas cosas de mi destino?</p>
<p>—Se harán versos famosos que se recitarán durante mil años en toda la Tierra Conocida, desde Oriente a Occidente, y tu linaje será noble, Roger... Pero guárdate de la miel de las palabras que ocultan el aguijón de la perfidia...</p>
<p>Cinco marineros estaban ya en la barca y remaban con furia, alejándose del<i> Falaguer</i> por la parte opuesta de la mujer-pez.</p>
<p>—Y, ahora, adiós, Roger... Cuando llegues a Montcarrá, encontrarás hambre y miseria... Pero escucha las palabras del Hombre Sabio del Cerro del Gigante... Él te dará un talismán que sólo tú sabrás hacer servir contra los que traen la Guerra y la Pobreza... Porque tú tienes el Valor, Roger, que se apareja con la Paz y con la Prosperidad de la Isla de las Tres Naranjas. ¡Adiós, noble soldado, que los vientos te sean favorables y las ondas te acunen hasta las costas de Montcarrá!</p>
<p>Dicho esto, la mujer-pez alzó el brazo derecho, hizo una señal y se abrió el mar y la engulló entera. No la veíamos ya, pero en el lugar donde había desaparecido quedaba un brillo rojizo como el fuego de sus ojos.</p>
<p>Una ola gigante se alzó ante nosotros, mientras el viento volvía a sacudirnos y la tempestad se abatía de nuevo con más fuerza que antes. Miré a los marineros que huían: una ola se había apoderado de ellos y ahora los engullía un remolino. Cori, su capitán, a mi lado, gritaba que había que arreglar el timón. Roger corrió hacia nosotros y dijo:</p>
<p>—Necesitamos una barra nueva. Que traigan tus hombres lo que queda del palo mayor e intentaremos colocarlo como barra.</p>
<p>Los marineros, más muertos que vivos por la visión que acababan de tener, intentaban librar de los cabos los restos del palo mayor. Poncet los dirigía, pero no parecía que fueran a lograr nada. El Misterioso Viajero se acercó a mí y me gritó dominando al viento:</p>
<p>—¡Desátate, poeta, y ayúdanos de una vez! ¡Necesitamos todas las manos útiles!</p>
<p>Me deshice de la atadura y, pese al miedo que sentía, intenté llegar a los marineros que se afanaban en cubierta.</p>
<p>Y no recuerdo más.</p>
<p>Las tinieblas más profundas me cegaron los ojos y el cerebro.</p>
<p>¡Así que la muerte era esto! Una oscuridad negra y un círculo rojo al fondo, como el fuego que brotaba de los ojos de la mujer-pez.</p>
<p>Pero aún no era la muerte. Me di cuenta cuando empezó el dolor. Primero, muy leve, en la sien derecha. Después más fuerte. El dolor de la sien alivió, no obstante, el del millón de agujas que se me clavaban un poco en todas partes.</p>
<p>Abrí un ojo. Y uno de los rubíes que la mujer-pez tenía en los ojos me deslumbró e hizo que el dolor de la sien se hiciera insoportable. Sentí un chillido. Era mi voz. ¡Podía hablar! Alguien me sacudía. Y una voz lejana y conocida me habló:</p>
<p>—¡Despierta, Guiamón!</p>
<p>Abrí el otro ojo. Y lo que en principio me había parecido la mirada cruel de la mujer-pez, se convirtió en un magnífico sol en un cielo sin nubes.</p>
<p>—¡Arriba, poeta, y manos a la obra, que has de escribir versos famosos que se reciten durante mil años en toda la Tierra Conocida, de Oriente a Occidente!</p>
<p>Era la voz burlona de Poncet.</p>
<p>Me incorporé. Estaba realmente baldado y la sien me dolía cada vez más.</p>
<p>Estaba tumbado en cubierta, lucía el sol, no había nubes, soplaba un aliento de viento leve y el mar estaba tranquilo como un espejo.</p>
<p>—¡A fe mía, que te envidio, poeta! La sibila te ha otorgado un papel condigno, ¡y a mí ni me mentó! Ya me dirás tú... ¿Qué es lo que mi amo necesita más? ¿Un coplero que se desmaya como una doncella perseguida por un marinero borracho, o un criado que sabe curar una herida, preparar una tisana, coser unas calzas y atacar una pipa?</p>
<p>—Calla de una vez, Poncet, que me mareas con tu cháchara... Dime: ¿qué ha ocurrido? ¿Dónde estamos? ¿Y la tempestad?</p>
<p>—¿Quieres que calle, o prefieres que te responda?</p>
<p>—Respóndeme, amigo; pero antes dame un poco de agua, que tengo el gaznate más seco que el cauce del Riu Sec.</p>
<p>—Toma. —Y el criado me ofreció una bota. El agua estaba caliente, pero me echó abajo el ardor de la garganta. Me mojé la palma y humedecí la sien. Tenía un chichón, y me dolía mucho.</p>
<p>—¡Gracias, Poncet, y ahora explícate!</p>
<p>—Te cayó una astilla en la cabeza y te dejó sin sentido. Volví a atarte, arreglamos la barra del timón, amainó la tempestad y aquí estamos, en medio de la Mar Grande, en un trozo de madera que ni el nombre de barco merece.</p>
<p>Efectivamente, lo que quedaba del<i> Falaguer</i> daba pena. La tempestad lo había desarbolado, ya no había puente y le faltaba el castillo de popa. En la cubierta, medio derrengados, estaban cinco marineros, Cori, el capitán, el Misterioso Viajero y Roger.</p>
<p>—¿Dónde están los otros? —pregunté.</p>
<p>—Unos huyeron... Lo intentaron, porque las olas se los tragaron cuando se alejaban del velero. Otros cayeron al mar en medio de la tempestad... Sólo quedan los que ves.</p>
<p>—¿Y cómo vamos a llegar a puerto sin velas?</p>
<p>—Chico, no lo sé. Pero el<i> Falaguer</i> se mueve, y por lo que dice Cori, vamos rumbo a Montcarrá... Para mí que es cosa de la mujer-pez. Y, ahora, basta de charla y ayúdame a repartir la comida que se ha salvado del desbarajuste.</p>
<p>Era bien poca cosa. Un saco de galleta remojada en agua de mar, un trozo de tocino y un odre de vino tinto. De agua quedaban sólo dos barriles. Poncet y yo sacamos unas lonchas del tocino, y con un fogón de leña que se había salvado milagrosamente, preparamos unos torreznos. Con el moje del tocino untamos las galletas de marinero menos empapadas y lo repartimos todo. Los cinco marineros y Cori pusieron mala cara y refunfuñaron al ver lo menguado del banquete. Por suerte, el odre de vino los consoló un poco.</p>
<p>—¿Falta mucho para llegar a Montcarrá? —pregunté a Cori, mientras le servía vino en un jarro de estaño.</p>
<p>—¿Cómo lo voy a saber? Si navegáramos a vela, te diría que hoy, al oscurecer, veríamos los cantiles del Norte... Pero como no sé qué es lo que nos impulsa, tanto podemos llegar esta noche como mañana, o no llegar jamás.</p>
<p>Me fui de su lado, porque aquel hombre me daba miedo. La barba se le había erizado aún más, y su único ojo echaba chispas como si quisiera fundirme. Me aproximé a Poncet, que estaba sirviendo a su amo.</p>
<p>—Cori dice que no sabe cuándo llegaremos. ¡Si tardamos mucho, vamos a morirnos de hambre!</p>
<p>—¡No seas pesimista, Guiamón! ¡Anda, siéntate y come con nosotros! —me dijo Roger—. ¿No recuerdas las palabras de la mujer-pez? No te preocupes. Llegaremos a la isla. Los problemas de verdad los vamos a tener en cuanto pongamos allí los pies...</p>
<p>—¿Y qué pensáis hacer, señor? —le pregunté.</p>
<p>—Ser fiel a mi destino, Guiamón. Y no fiarme de nadie.</p>
<p>Acabamos de comer y, como no teníamos nada que hacer, Poncet y yo dimos unas cabezadas, apoyados uno en otro. El sol era tibio, y la comida y la bebida me habían quitado el dolor de cabeza y la cansera general. Sólo de tiempo en tiempo el chichón de la sien me recordaba la aventura de la mañana.</p>
<p>No sé si habíamos dormido mucho, cuando oímos la voz de Cori gritando:</p>
<p>—¡Tierra a proa! ¡Son los cantiles del Norte!</p>
<p>Nos levantamos de un salto y nos acercamos a la amura.</p>
<p>—¿Ves algo, Poncet?</p>
<p>—No. ¿Y tú?</p>
<p>—No... O... quizá... ¡Sí! ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!</p>
<p>Delante de nosotros, muy lejos aún, se recortaba una línea de costa.</p>
<p>Estábamos a la vista de la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>III</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De los peligros que acechan en los acantilados del Norte; de la llegada de Roger, Poncet y Guiamón a la Isla de las Tres Naranjas; de la mágica desaparición del barco Falaguer y de la pelea del poeta con los fantasmas del hostal de Súmir.</p>
<p></p>
<p>Habíamos dormido más de lo que creía, pues el sol se iba poniendo y la línea de tierra, que crecía y crecía hasta convertirse en el lomo giboso de un monstruo de piedra, tenía un tono azulado. Parecía como si nuestros ojos tirasen de ella o como si aquello que al principio había sido una raya en el mar nos arrastrara con los hilos invisibles de un maleficio arcaico y de un destino inevitable.</p>
<p>Poco a poco, sin darnos cuenta, deslindábamos el orillo de espuma que cercaba los cantiles, algún pino suelto que arraigaba trabajosamente en el pedregal, unos bancales inútiles para el cultivo, construidos quizá por los gigantes de la isla. Después veíamos ya las gaviotas, las matas de hinojo que crecían en las grietas y las pozas de agua de mar que se iban convirtiendo en depósitos de sal.</p>
<p>Las pedrizas adoptaban formas geométricas, y adivinábamos las construcciones humanas, quizá torres de vela, casas de pescadores o alpendes para el ganado. Nos sorprendía, no obstante, la ausencia de humos que anunciaran vida, como si aquel rincón de la costa estuviera deshabitado.</p>
<p>El Misterioso Viajero iba explicando a Roger que habíamos ido a parar al otro lado de la isla, que la ciudad de Montcarrá, corte del rey Flocart, se alzaba junto a la costa de Levante, y que el camino desde los acantilados del Norte a la villa real sería largo y difícil a causa de los hombres de las hermandades, que formaban cuadrillas y campaban a su aire por la llanura.</p>
<p>Los acantilados del Norte, ahora lo podíamos ver, se abrían en una cala en cuyo fondo estaba el pueblo de Súmir, una villa de pescadores y de campesinos, con un puerto bien guarecido del que salían antaño hacia Adiá los barcos fletados por los mercaderes de la isla.</p>
<p>Cori, el capitán, daba órdenes a los marineros a fin de recuperar el dominio sobre el<i> Falaguer</i> y hacerlo entrar por el cuello de botella de la bahía de Súmir, protegida por las lomas torvas de dos cantiles y sembrada de escollos traidores que desgarraban los vientres de las naves inadvertidas. Pero, por más que se esforzaban, ni el capitán ni los marineros conseguían dominar el rumbo del bajel, llevado por una fuerza mágica. La proa del<i> Falaguer </i>apuntaba a la entrada de la bahía de Súmir y evitaba el desgarrón de los escollos en su panza. Todos los hombres de a bordo estábamos en las amuras, sorprendidos de la habilidad de aquel timonel invisible que nos acercaba inexorablemente a nuestra meta: el muelle de veleros.</p>
<p>El sol se había escondido tras la cadena de las Montañas de Tramuntana, la Serra que llamaban los isleños, y una luz azul, con un matiz de amarillo todavía, iluminaba nuestra navegación.</p>
<p>Súmir era un pueblo que se encaramaba por los declives, rodeado, por la parte de tierra, de naranjales, campos de almendros y tierras de cultivo. El muelle de veleros estaba vacío y no había ninguna barca en el muelle de pescadores. Tampoco había gente en las empinadas calles de la villa que íbamos deslindando a medida que nos acercábamos.</p>
<p>No había gente ni animales: faltaban los ladridos de los perros, el maullar de los gatos, los relinchos de las yeguas, los cacareos de las aves de corral, los rebuznos de los asnos, el mugido de las vacas y el balar de las ovejas..., ni siquiera se oía el piar de pájaros propio de una tierra tan lozana. Hasta las gaviotas que habíamos encontrado a la vista de la costa, y que nos acompañaron con sus chillidos, habían huido ahora.</p>
<p>—Poncet, amigo, no me gusta nada este silencio...</p>
<p>—Ni a mí, Guiamón, ni a mí... Un encantamiento nos ha hecho llegar sanos y salvos..., pero pienso que el mismo encantamiento ha vaciado este pueblo...</p>
<p>Con una suavidad digna del mejor piloto de las costas de Adiá, la fuerza que nos empujaba, o que nos arrastraba, aproximó el barco al muelle. Cori dio orden de que los marineros lanzaran el ancla y bajasen la pasarela, pero nadie se atrevía a desembarcar.</p>
<p>Roger, con gesto decidido, la mano en el mango del puñal que llevaba en la faja, se aproximó a la pasarela. De dos zancadas se plantó en el muelle, miró arriba y abajo, cejijunto, y nos gritó:</p>
<p>—¡Bajad a tierra!</p>
<p>Cuando todos los hombres de a bordo, marineros, capitán, el Misterioso Viajero, Poncet y yo, estuvimos en el muelle, se oyó un gran trueno y una voz dulcísima y lejana que gritaba:</p>
<p>—¡Adiós, Roger, noble soldado de fortuna! ¡Ya he cumplido mi trato!... Pero recuerda que tienes que guardarte de las voces aduladoras y de los amigos traidores... ¡Que el aire de la Isla de las Tres Naranjas te inspire el Valor que necesitas para recuperar el estandarte!... ¡Adiós, Roger, adiós!</p>
<p>Y mientras todos mirábamos pasmados hacia la entrada de la bahía, de donde parecía llegar la voz profética de la mujer-pez, el<i> Falaguer</i> empezó a hundirse en las aguas tranquilas del puerto de Súmir.</p>
<p>Permanecimos un buen rato mirando la nave que nos había traído a la isla y que ahora reposaba sobre una alfombra de algas, como si el esfuerzo que había hecho la hubiera abatido para siempre.</p>
<p>—¡Y ahora, camino de Montcarrá! —dijo el Misterioso Viajero, rompiendo el encanto de la despedida.</p>
<p>—Esperaremos, señor. Desconozco la isla y está oscureciendo... Pasaremos la noche aquí y mañana tomaremos una determinación.</p>
<p>—Nosotros no nos quedamos, señor —dijo Cori, el capitán. Los marineros se arracimaron a su alrededor, asintiendo con la cabeza—. No nos gusta el misterio, tenemos familia en la isla y queremos volver a casa...</p>
<p>—Como quieras, capitán.</p>
<p>Cori miró un momento a tierra, como si dudara, pero al fin alzó la cabeza desgreñada y gritó a los hombres que quedaban:</p>
<p>—Vamos, gandules, antes de que caiga del todo la noche.</p>
<p>Vimos cómo desaparecían en una rinconada, y durante un buen rato oímos el resonar sus pisadas en el empedrado de las calles de aquel pueblo vacío.</p>
<p>—Y vos, señor: ¿qué pensáis hacer? —preguntó entonces Roger al Misterioso Viajero, que permanecía silencioso, sin el menor gesto que indicase que iba a acompañar a los marineros.</p>
<p>—Mi misión aún no ha terminado, Roger. He de llevaros al palacio del rey Flocart.</p>
<p>—Primero hemos de encontrar un techo para pasar la noche, y mañana hablaremos. ¡Poncet!</p>
<p>—A vuestras órdenes, amo.</p>
<p>—Tú y Guiamón dad una vuelta por el puerto a ver si encontráis un hostal. El señor y yo exploraremos el pueblo... Quizá haya alguien que pueda explicarnos qué ha ocurrido. ¿Venís, señor? —Y, sin esperarlo, empezó a andar por la callejuela.</p>
<p>Poncet y yo nos quedamos solos. Me habían nacido raíces en la planta de los pies, y el miedo me impedía arrancar de allí.</p>
<p>—¿Vienes o te quedas, Guiamón?</p>
<p>La perspectiva de permanecer solo en el muelle, que iba quedando rápidamente envuelto en tinieblas, resultó menos halagadora que la de seguir al criado del soldado de fortuna.</p>
<p>—¡Vamos, Poncet, y que la suerte nos ayude!</p>
<p>Y así fue, pues en la calle que seguía paralela al muelle, a unos centenares de pasos de donde habíamos pisado la isla por primera vez, había un hostal de buena apariencia. El nombre, grabado en una tabla que se columpiaba encima del portalón, según la tradición de los hostales de Adiá, era muy sugestivo: «Hostal del Buen Reposo.»</p>
<p>—¡Entremos! —ordenó Poncet.</p>
<p>La puerta estaba abierta de par en par. La oscuridad de la sala, negra como boca de lobo, nos hizo estremecer. Poncet y yo avanzábamos a tientas, topando con bancos, mesas y vasijas.</p>
<p>—Espera, Guiamón, que voy a encender una luz.</p>
<p>Vi la chispa del pedernal de Poncet, y después el fuego de la yesca. Estábamos en un comedor de dimensiones medianas, lleno de mesas, bancos y taburetes. Al fondo danzaban las sombras de unos barriles de vino. Del techo colgaban manojos de ajos, cortes de tocino, embutidos, hierbas de cocinar y algunos jamones.</p>
<p>Poncet había encontrado un candil de aceite, ablandó el pábilo y lo encendió: la danza de los barriles se detuvo en seco y los colgajos del techo adquirieron unas dimensiones razonables. Me acerqué al hogar. Había cenizas, pero estaban frías.</p>
<p>—Es como si la gente de este hostal hubiera huido de repente —comentó Poncet, mirando desde la puerta las instalaciones de la cocina, mientras iba encendiendo todos los candiles que encontraba—. Hay comida a medio preparar, jarras de vino a punto de servir y la limpieza por hacer... Creo que podremos quedarnos aquí a pasar la noche... Guiamón, amigo, mientras yo voy en busca del uno y del Misterioso Viajero, sube a los dormitorios y elige tres para esta noche.</p>
<p>Dicho y hecho. Poncet ya no estaba, y yo empezaba a oír ruidos extraños, como si el hostal estuviera lleno de fantasmas invisibles que arrastraran los pies por los entarimados.</p>
<p>Subí por la escalera de tablas que llevaba a la balconada interior, adonde daban los cuartos de los huéspedes. Había cogido un candil, y el amarillo de la luz ahuyentaba a los monstruos de la oscuridad que mi imaginación creaba a cada paso. También los cuartos parecían precipitadamente abandonados. Había camas a medio hacer, piezas de equipaje dejadas de cualquier manera, palanganas con agua jabonosa que nadie se había cuidado de vaciar e, incluso, en una de las habitaciones, los trastos de limpieza de una criada que parecía haberse volatilizado dejando la tarea a medio hacer.</p>
<p>Mientras escudriñaba por las habitaciones, oí un ruido, como un roce de ropas, que procedía de las buhardillas. Permanecí quieto un buen rato intentando averiguar si aquel ruido procedía de mi miedo o de un cuerpo real. No, no era un ruido imaginario: el roce que sentía era muy verdadero, muy concreto, y venía de las buhardillas, hacia donde ascendía una escalera que había al fondo de la balconada interior. Me aproximé, recurriendo a todo mi valor. ¿Qué queréis? Los poetas no somos hombres de acción, pero prefería enfrentarme con un ruido real en vez de hacerlo con los fantasmas de mi imaginación.</p>
<p>Los escalones que llevaban a las buhardillas crujían fuerte, y el ruido que yo mismo hacía silenciaba el roce de antes. La puerta de las buhardillas estaba cerrada y barrada. Probé si podía entrar. La madera estaba carcomida y abrí la puerta de un empujón.</p>
<p>Oí un grito, una especie de chirrido ensordecedor que me puso los pelos de punta, y un bulto de ropa hedionda, lleno de garras que me cogían por los brazos, por el cuello, por las orejas y las piernas, que me arañaban, me estrangulaban, me golpeaban y me sacudían, cayó encima de mí. Cerré los ojos solté el candil de aceite y empujé hacia adentro. El bulto de ropa hedionda y yo rodamos por el suelo.</p>
<p>—¡Guiamón! ¿Qué pasa? ¿Dónde estás, poeta? ¿Qué es todo ese barullo?</p>
<p>Eran las voces de Poncet, del Misterioso Viajero y de Roger. A oscuras —se había apagado la luz de aceite—, golpeé a aquel bulto.</p>
<p>—¡Ah! ¡Estoy muerto! ¡Muy muerto! ¡Dejadme! ¡Dejadme! ¡Socorro, que me matan! —gritó una voz a mi lado. Pero yo, excitado por el miedo y confortado con la presencia de mis compañeros en el hostal, no paraba de pegar puntapiés y puñadas, de morder, arañar y dar cabezazos, con los ojos cerrados, a aquel bulto que me había atacado y que ahora tenía voz y sabía hablar la lengua de los humanos.</p>
<p>Cuando abrí los ojos, vislumbré una luz que subía por la escalera: era Poncet, que venía a ayudarme con un candil en la mano.</p>
<p>Entonces pude ver al bulto aquel de ropa hedionda que me había atacado. Era un viejo amarillento, de pelo blanco que le colgaba del cogote en unos mechones sebosos. Iba vestido de andrajos de todos los colores, llenos de lamparones, deshilachados, mugrientos, que exhalaban un olor nauseabundo. Tenía piernas y brazos escuálidos, y las manos nudosas, de uñas largas y con luto.</p>
<p>—¿Quién eres? —le pregunté—. ¿Por qué me has atacado? ¿Qué hacías en las buhardillas de este hostal? ¿Por qué no te has ido con todos? ¿Qué ha pasado en este pueblo para que la gente haya huido?</p>
<p>Poncet, que me ayudaba a levantarme, me miró con gesto divertido.</p>
<p>—Tranquilo, Guiamón. Bajemos a la sala y allí hablaremos.</p>
<p>El viejo seboso estaba asustado. Sin embargo, al ver que no le pasaba nada, se levantó de un salto, nos miró, primero a uno y luego al otro, y dijo:</p>
<p>—¡Diablo! ¡Pero si no sois soldados!</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>IV</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De las explicaciones del viejo capturado por Guiamón, y de cómo el Misterioso Viajero, Roger, Poncet y Guiamón emprenden viaje hacia la ciudad de Montcarrá, a través de la Sierra de Tramuntana, con la aventura del poeta de Adiá con unos monstruos feroces.</p>
<p></p>
<p>Mientras estábamos sentados en torno al fuego que Poncet había encendido en la sala del hostal abandonado, el viejo mugriento, que dijo llamarse Rodamón, no sé si de nombre propio o bien de apodo, nos hizo la historia de todo lo ocurrido.</p>
<p>—Señores, sólo puedo explicar lo que he visto, lo que he oído y lo que he hecho. Habéis de saber que llevo muchos días en Súmir, esperando un velero que me quiera llevar a la Mar Grande, camino de Tierra Firme. Pero, ¡ay!, los veleros de Montcarrá no se hacen a la mar y nadie piensa en viajes... Los malos tiempos se han enseñoreado del reino y, en consecuencia, hay hambre, miseria, guerra y toda clase de males...</p>
<p>Poncet, que andaba huroneando por la cocina, acudió con un jarro y unos vasos.</p>
<p>—Espera un momento, viejo, y déjanos beber, que las historias se digieren bien con vino, que dice el refrán...</p>
<p>Distribuyó los vasos y echó el vino. Era un vinillo joven, áspero y espeso, negro de tan rojo, que rascaba el gaznate, descerrajaba la lengua y difundía un calorcillo cordial por el cuerpo de los hombres de bien. Roger, antes de catarlo, alzó su vaso y dijo:</p>
<p>—A tu salud, Guiamón, ¡porque has demostrado el brazo de los valientes!</p>
<p>Halagado por el brindis, vacié de un trago el vaso y agradecí las palabras del soldado:</p>
<p>—¡Gracias, noble Roger! Es tu valor el que se contagia a cuantos te rodean y aprecian...</p>
<p>No pude acabar el discurso, que iba para largo, porque estalló la tempestad que se había ido fraguando. Oíamos el bramido del mar contra los acantilados, el gemir del viento por las calles desiertas de Súmir y el chapoteo de las gotas de lluvia que se estrellaban contra el tejado del hostal.</p>
<p>—Continúa, Rodamón: te escuchamos —dijo el Misterioso Viajero.</p>
<p>—Os decía, señores, que estaba yo en Súmir desde hacía tiempo, a la espera de un barco que me aceptara a bordo, cuando en el barrio campesino, allá por el lado del monte, una cuadrilla de labriegos se alzó contra el Administrador de Su Majestad. Dicen que colgaron al Administrador y quemaron sus fincas... No lo puedo asegurar, porque no lo vi... Yo no me movía del puerto, y los problemas de los campesinos no me interesan.</p>
<p>—¿Cuándo ocurrió todo eso? —preguntó el Misterioso Viajero.</p>
<p>—Hará unos quince días, señor... Dos semanas terribles para Súmir, sin orden, con noticias contradictorias que llegaban de Montcarrá y de otros pueblos de la isla sobre los enfrentamientos entre las hermandades y los soldados del rey... Las gentes de la villa, primero los campesinos y luego también los pescadores, se organizaron en partidas... Los más enardecidos fueron en busca del grueso de las hermandades, que estaban, por lo visto, juntándose en el llano para iniciar el asedio de Montcarrá... Los más prudentes se encerraron en sus casas a cal y canto, con el temor del desquite de los soldados del rey. Ayer llegó la noticia. Había tempestad como ahora, y los truenos hacían un ruido como de algo que se resquebraja. Un campesino del llano llegó a la plaza con las ropas destrozadas y gritando la noticia: Un ejército del rey llegaba por las sendas de la Sierra, camino de Súmir. Los capitostes de los hermanados decidieron hacerles frente en los estanques de Aigua Blava, y dejar a los viejos mientras tanto en el monasterio de Rogets... No quedó ni un alma en el pueblo. Sólo yo, que llevaba días sin comer, decidí quedarme y esperar a los soldados... Porque seguro que el ejército del rey a estas horas ha derrotado ya a los campesinos... ¡Las horcas del heno y las guadañas no podrán vencer nunca a las espadas afiladas!... Esta mañana se calmó la tempestad, pero no vino nadie. Entré en el hostal, comí lo que pude, y me quedé dormido. Me despertó un trueno gigantesco, oí voces y me escondí en las buhardas hasta que vino este salvaje, me descubrió y me dejó baldado a golpes.</p>
<p>El salvaje era yo, claro. Poncet, que vio cómo me indignaba ante el apelativo que me había dedicado Rodamón, se puso en pie y me dijo:</p>
<p>—Vamos a la cocina, Guiamón. A ver qué encontramos allá para darnos un banquete...</p>
<p>Lo acompañé, mientras el Misterioso Viajero interrogaba al vejestorio aquel sobre las hermandades.</p>
<p>La despensa del hostal estaba bien provista de toda clase de provisiones y nos fue fácil preparar una cena digna de un palacio. Encontramos quesos en aceite, conservados en tinajas de tierra, jamones de rebeco ahumados con laurel, lomos de cerdo confitados en tocino, morcillas de hígado longanizas pimentadas, col, cebolla y pepinos en vinagre, confitura de moras, de madroño y de frambuesa, unas hogazas de centeno, tan grandes que un hombre apenas podría abrazarlas, cuajada de oveja, requesón de vaca... Sin contar los sacos de habichuelas, de legumbres de toda clase, de arroz, de sal y de azúcar... Una legión de hambrientos no podría acabar con todo aquello en un año de constantes cuchipandas.</p>
<p>Cortamos pan, unos embutidos, quesos y un jamón; lo pusimos todo en sendas bandejas y lo llevamos al comedor.</p>
<p>Los tres hombres permanecían silenciosos; el Misterioso Viajero, impasible, tenía la mirada perdida en el baile de las llamas; Roger fruncía el ceño, quién sabe si meditando las profecías de la sibila marina, y el viejo Rodamón, cabizbajo y tembloroso, como si aún no se fiara de nosotros.</p>
<p>—¡A la mesa, señores! —gritó Poncet con voz risueña—. ¡Hay que recuperar fuerzas, y una buena cena prepara el cuerpo para un buen sueño!</p>
<p>Nos sentamos a la mesa, comimos con hambre y, mientras Poncet nos preparaba un té de menta y los otros cargaban sus pipas, Roger me pidió que recitara unos versos de amor que animaran la noche y ahuyentaran los pensamientos lóbregos que, quien más quien menos, todos compartíamos.</p>
<p>Recité la historia de la Princesa Esmeralda y del Caballero Prímulo, sin equivocarme en un verso, aunque no tenía laúd para acompañar el romance...</p>
<p>—Y ahora, señores, vámonos a la cama, que mañana será otro día... —nos ordenó Roger en aquel tono convincente, sin alzar la voz, que hace que uno obedezca sin darse cuenta.</p>
<p>Acompañé a Roger y al Misterioso Viajero a los cuartos que había elegido para ellos, y volví a la sala para ayudar a Poncet a levantar la mesa. El viejo Rodamón no se había movido de su escaño, junto a la fogata.</p>
<p>—Y tú, Rodamón, ¿dónde piensas pasar la noche? —le pregunté.</p>
<p>—Aquí mismo. Soy viejo y tengo ¡os huesos calados de frío. Además, mañana, al apuntar el alba, quiero marchar de esta tierra maldita.</p>
<p>—¿No quieres venir con nosotros hasta Montcarrá? —preguntó Poncet.</p>
<p>—No creo que lleguéis a la ciudad. Si no son los soldados, serán las gentes de la hermandad... ¡Unos u otros os van a desollar! Por el país corre un mal aire que se ha apoderado de las gentes y esto va a acabar en un baño de sangre... Un hombre solo tiene más posibilidades de salir bien librado. Más difícil sería a una partida de cinco, sobre todo si tres son extranjeros y no conocen la comarca. ¡Bueno: vamos a dormir! Quizá pasen muchos días antes de que podáis encontrar otra cama de hostal...</p>
<p>Poncet y yo subimos al cuarto que había elegido para los dos, pero la verdad es que apenas pude dormir. El aullido del viento, el estruendo de la catarata de lluvia y la súbita claridad de los relámpagos que se filtraba por las rendijas e iluminaba el cuarto como si estuviésemos en el infierno, no me dejaron pegar ojo en toda la noche.</p>
<p>Sin embargo, llegada el alba, cuando cesó la lluvia y se calmó el viento me dejé caer en un sueño ligero y colmado de mujeres-pez que me anunciaban el futuro, de bultos hediondos que me sujetaban con sus garras repugnantes, y de barcos que surcaban las llamas de una infernal hoguera.</p>
<p>Por eso, cuando las primeras luces del alba se nos metieron por el cuarto, salté de la cama y, sin hacer ruido, para no despertar a Poncet, que roncaba aún como una rana enamorada, bajé a la sala del hostal.</p>
<p>El fuego del hogar se había apagado, y el viejo Rodamón no estaba. Había hecho lo que nos anunció la víspera.</p>
<p>Preparé té y me bebí dos tazas, con un chorrito de leche. Las primeras claridades del alba me mostraron un cielo limpio de nubes, y la cadena de la sierra, más allá del pueblo, se recortaba en oscuro como si fuera el lomo de un gigante. Había aún luna llena, y algunas estrellas que brillaban como las gemas de la corona de alguna de las princesas a quienes yo solía cantar en mis versos de amor. Con una rebanada de pan untado con mermelada de frambuesa, salí a la era. El aire fresco de la madrugada barrió los restos de mi pesadilla y, de súbito, me sentí contento de la aventura que acabábamos de iniciar.</p>
<p>—Guiamón, ¿dónde estás? —oí a Poncet que me llamaba dentro del hostal.</p>
<p>—¡Estoy fuera, Poncet!</p>
<p>—¡Entra en seguida, poeta, que mi amo quiere salir temprano!</p>
<p>En el comedor estaban Roger y el Misterioso Viajero tomando el té que yo había preparado, mientras Poncet les servía el queso y el jamón de rebeco.</p>
<p>—Buenos días, señores... —saludé, cortés.</p>
<p>—Buenos días, poeta... ¿Has descansado bien? —me preguntó Roger.</p>
<p>—No gran cosa, señor —respondí—. Hay un mal aire en este pueblo que inquieta mi sensibilidad de artista...</p>
<p>—Déjate de romances, amigo, y coge algo de ropa, que el viaje va a ser largo —me interrumpió Poncet.</p>
<p>Había preparado un montón de ropa afanada por los cuartos, y calzado de campesino. Roger conservaba sus vestidos, pero había añadido una capa de piel de cordero a su indumentaria habitual. Poncet llevaba unas botas de piel de marrano, un jubón de lana forrado de borrego, y un sombrero redondo de cuero, guarnecido con una pluma de pavo. El Misterioso Viajero sólo se quedó una capa de tela gruesa.</p>
<p>Como yo era el más afectado por la pobreza de mi vestuario de poeta y de ciudadano, me vestí de pies a cabeza: un bonete de lana roja, una camisa de hilo, un jubón de piel de cabra, unos calzones de pana y unas botas de media caña de piel cruda.</p>
<p>—¡Coged también algunas armas! —nos ordenó Roger.</p>
<p>Poncet me ofreció un cuchillo de hoja triangular, con la empuñadura de cuerna, y para él se reservó una especie de sable curvo con mango de fantasía. El Misterioso Viajero, que llevaba espada al cinto, se negó a aceptar cualquier otra arma.</p>
<p>Vestidos y armados, recogimos unos paquetes de comida que Poncet había preparado y unos cayados de aliso, que dicen ayudan a caminar.</p>
<p>El sol había vencido a la cadena y difundía su luz amarillenta por las calles desiertas de Súmir, cuando los cuatro, tras dejar Roger un paquete de monedas en el hostal como pago de la comida y de la ropa, por si volvía el hostelero, nos pusimos en marcha.</p>
<p>En unas zancadas nos vimos ya fuera del pueblo. Estaban floridos los naranjos y el rocío les arrebataba un olor de azahar que nos penetraba por la nariz hasta marearnos. Los almendros, en cambio, habían perdido ya la flor, y las ramas, de nuevo con hojas, nos ofrecían almendrucos tiernísimos de gusto áspero y acedo. Poncet los cogía a puñados y con aquel frescor en la boca el camino se nos fue haciendo más corto.</p>
<p>Muy pronto, siguiendo el camino de herradura que nos había indicado el Misterioso Viajero, desaparecieron los cultivos. Los matorrales cubrían los bordes del camino y sólo de vez en cuando algún árbol descansaba la vista de la monotonía de aquel verde polvoriento.</p>
<p>Al mediodía llegamos a lo alto de la cadena. Poncet había cazado una liebre de un cantazo y propuso que la asáramos, ahorrando así la comida que llevábamos.</p>
<p>—Habrá que encontrar agua —dijo Roger.</p>
<p>—Mientras preparo el fuego, Guiamón, podrías mirar si hay por aquí alguna cárcava o manantial.</p>
<p>Dije que sí con la cabeza y me adentré por los matojos. A un tiro de ballesta había un pinar pequeño, y pensé que quizá allí encontraría agua. Llevaba un par de calabazas vacías que había cogido en el hostal.</p>
<p>El sol picaba duro y me quité el jubón y la barretina. Caminar por las breñas es más difícil de lo que parece. Los endrinos te agarran por los calzones, las botas se lían entre las aulagas y no hay quien cruce un matojal de lentisco.</p>
<p>La mancha de árboles, que no eran pinos sino encinas, estaba más lejos de lo que pensé. No veía ya ni el camino de herradura ni a mis amigos, que estarían preparando la liebre. Sólo una fumarola me indicaba el lugar donde habían acampado. Al lado de las encinas había unas rocas blancas entre las que, efectivamente, brotaba un chorrillo de agua.</p>
<p>Era un líquido fresco, casi helado, que atenuaba el calor del mediodía y limpiaba la boca del polvo del camino. Bebí un buen trago lento, pero cuando iba a llenar las calabazas distinguí a lo lejos el lomo extraño de un monstruo que pastaba con toda la paciencia de este mundo. Mi primer impulso, sentido en lo más hondo de mi ser, fue salir a la carrera. Una voz, desconocida hasta entonces, me decía, no obstante, que debía quedarme allí, observar al animal, y llevar información correcta a mis compañeros. Miré con atención. Al lado de aquella cosa indescriptible había cuatro más, un poco más alejadas, igualmente entretenidas pastando. De pronto, uno de los animales alzó la testuz y me miró con un ojo negro y maligno... No esperé más, y salí a la carrera entre los breñales. Si caminar por allí es difícil, imaginad lo que será correr. Dos veces di con mi cuerpo en tierra y otras mil estuve a punto de hacerlo.</p>
<p>Cuando llegué a donde estaban mis compañeros, sacaba la lengua un palmo, sudaba a chorros y ni podía alentar ya.</p>
<p>—¡Roger!... ¡Poncet! —tuve aún ánimo de gritar.</p>
<p>—¿Qué pasa, Guiamón? —me preguntó el soldado, que, al verme tan agitado, se había levantado de un salto.</p>
<p>—Unos monstruos..., allá..., en la fuente... ¡Horrorosos! —logré silabear.</p>
<p>Me tranquilizaron, y me obligaron a acompañarlos hasta el lugar donde había entrevisto a los monstruos.</p>
<p>Con mil precauciones —yo insistía en que eran peligrosos— rehicimos el camino que yo había hecho al ir pausadamente y luego de vuelta a la carrera. El rastro era bien fácil porque parecía que por aquel sendero había pasado un rebaño de vacas. Distinguí la mancha del encinar, las peñas blancas y el chorro de agua.</p>
<p>—¡Allá abajo, señor! —dije, presa de temblores, a Roger.</p>
<p>—Quédate aquí... Tú, Poncet, hazle compañía... Vos, señor, podéis venir conmigo si os apetece...</p>
<p>Me senté en el suelo y le expliqué a Poncet cómo eran los monstruos:</p>
<p>—Son más altos que una casa de Adiá, con cuatro cuernos a lado y lado de la testuz, tres ojos y una boca por la que sale fuego... Tienen el lomo lleno de escamas, corcovado, y una cola larguísima, con una especie de aguijón, y seis patas como barriles, con garras afiladas con las que arañan la tierra...</p>
<p>Roger y el Misterioso Viajero habían llegado a la fuente y nos gritaron:</p>
<p>—¡Guiamón! ¡Poncet! Venid... No tengáis miedo...</p>
<p>—¿Como si fueran dragones? —preguntó Poncet, algo atemorizado.</p>
<p>—Aún peores, Poncet.</p>
<p>—¡A ver, acercaos! ¡Venid de una vez! —nos daban prisa a gritos.</p>
<p>Nos acercamos cautelosamente. Los cinco monstruos no se habían movido, aunque Roger y el Misterioso Viajero se iban aproximando a ellos sin la menor precaución. No se habían movido de donde yo los había visto, y no se iban a mover jamás... ¡porque eran de piedra!</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>V</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De cómo el Misterioso Viajero explicó a los tres forasteros la leyenda de los Toros de Piedra; del arte de cocinar una liebre en la montaña y de la llegada de los cinco viajeros al Monasterio de Rogets y de las maravillas que allí ocurrieron.</p>
<p></p>
<p>Cuando se me pasó la vergüenza que me teñía de rojo las mejillas, y cuando mis compañeros se hubieron cansado de reír y de reírse de mí, el Misterioso Viajero, apoyado en una de las figuras, nos contó la historia de los Toros de Piedra:</p>
<p>—Érase una vez, hace muchos años, antes de la llegada de los de Adiá a la isla, con el Estandarte de las Tres Naranjas, en los Tiempos Antiguos, un pastor que tenía cinco vacas de leche y que vivía cerca de la Sierra de Tramuntana, en una vaguada donde había una fuente llamada, precisamente, la Fuente del Pastor. El pastor era muy pobre y, aunque hacía unos quesos de vaca de mucha lama por estos andurriales, no conseguía mantener la familia. Un día, desesperado ante su miseria, salió a un camino de herradura que bajaba del puerto de Súmir y se hizo bandido. Tres días y tres noches estuvo el pastor al acecho de viajeros con la bolsa llena, pero sólo pasaron por el camino un limosnero del monasterio de Rogets, más menesteroso que el mismo pastor, un mercader que se había arruinado en la feria de Súmir, vestido de andrajos, y una mujer preñada que iba en busca del marido... Cuando el pobre pastor desesperaba ya de encontrar un caminante con caudales para aliviarlo de la bolsa, y estaba decidido ya a volverse a casa, vio pasar por el camino a un viejo que tiraba de una cuerda a la que iba atado un toro. El pobre pastor no había visto en su vida un animal tan gordo, tan reluciente y de tan buena casta. Si robaba aquel animal, lo pondría a cubrir sus cinco vacas, las preñaría, y al cabo de unos meses tendría cinco becerros hermosos como cinco soles. Los podría vender en el mercado de la feria de Súmir y le darían buenos dineros para sacar de hambre la barriga... Todo esto lo pensó en un instante, mientras salía de detrás del roble que lo ocultaba blandiendo el cuchillo de la matanza, grande como una espada. El viejo se quedó clavado: tres días y tres noches habían convertido al pastor en un bandido temible, barbado, renegrido por el sol de la montaña y cubierto de polvo de la cabeza a los pies. «¡Quieto!», gritó el pastor, haciendo muecas para atemorizar aún más al pobre tipo. «Si te mueves, eres hombre muerto...» El otro cayó de rodillas en el suelo y suplicó al pastor convertido el ladrón caminero que le perdonara la vida. «Si me das ese toro, no te pasará nada», le dijo el bandido. «El toro, no, desgraciado», gritó el viejo con una energía que no correspondía a su edad. «El toro, no, que no sabes de quién es.» «¡Claro que lo sé, viejo! A partir de ahora, es mío», dijo rabioso el pastor. Y de un tirón arrancó la cuerda que el hombre aún llevaba en la mano y echó a correr arrastrando al animal. «¡No hagas eso, estúpido!», gritaba el viejo, que se había levantado ya y perseguía al pastor monte abajo. «¡Es un toro embrujado, que trae desgracia a quien se le acerca!...» Pero las piernas del viejo eran débiles y el pastor no escuchaba sus gritos. Pronto se perdieron de vista el viejo asaltado y el pastor bandido.</p>
<p>»Una vez seguro de que el viejo no le seguía, el pastor, más contento que unas Pascuas, tomó el camino de su casa. Pensaba en los becerros que tendría y en la riqueza que aquel semental le iba a proporcionar. Lo primero que hizo al llegar a su casa fue preparar las vacas. La mujer y los hijos compartían su contento y hacían planes de ensueño con la ganancia de la venta de los cinco terneros... Pasó el tiempo. Las cinco vacas parieron el mismo día. ¡Habríais de ver la alegría de aquella pobre familia! Un día y una noche enteros duraron los cinco partos... y, ¡oh desgracia!, las cinco vacas murieron después de parir unos terneros raquíticos, deformes y desmedrados.</p>
<p>«Podéis imaginar la desesperación del pastor que se había hecho salteador de caminos para acabar desgraciando su hacienda. Exhaustos tras haber ayudado a las vacas a parir, y luego enterrarlas, el pastor, su mujer y los hijos se fueron a dormir, dejando los terneros en la cuadra, al lado de aquel toro maldito que rumiaba tranquilamente sin darse cuenta de nada de lo que ocurría.</p>
<p>»Al día siguiente, cuando ya estaba alto el sol, salieron de casa y se encontraron con un cuadro espantoso: durante la noche, los terneros se habían hinchado, habían tomado una forma monstruosa, habían salido a pastar y se había convertido en estos monstruos de piedra que ahora veis... También el toro robado había desaparecido. El pastor, avergonzado por el robo, horrorizado por la vecindad de aquellas figuras de piedra que le recordaban su desgracia, y medio loco por la miseria absoluta en que se hallaba, desapareció con la mujer y los hijos... Nunca más se ha sabido de él. Cuentan, no obstante, que en las noches de luna nueva se oye la voz del pastor que llama al toro, y se ve la silueta maligna del animal recorriendo la vaguada, parándose en una fuente y frotándose contra las figuras de piedra, con unos bramidos tristes que ponen los pelos de punta... Por eso la gente huye de estos lugares...</p>
<p>Roger, Poncet y yo nos quedamos silenciosos. Las figuras de piedra cobraban ahora un nuevo sentido para nosotros. Lentamente, con aquella historia resonándonos aún en los oídos, recogimos las calabazas llenas de agua y volvimos al camino.</p>
<p>El fuego se había apagado, y mientras Roger y el Misterioso Viajero encendían otro, Poncet y yo desollamos, desventramos y adobamos la liebre.</p>
<p>—Para cocinar una liebre en la montaña, Guiamón, has de procurar que, al despanzurrarla, no se reviente la vejiga de la hiel, porque, si se revienta, la carne coge un sabor muy malo y mejor es tirarla...</p>
<p>De uno de los paquetes de comida sacó un frasco de aceite, una cabeza de ajos, un puñado de sal y un trozo de tocino. Cortó el tocino en lonchas muy finas y mezcló, en un tarro de arcilla, el aceite, la sangre, una cabeza de ajos y unas cuantas hierbas que había cogido.</p>
<p>—Un poquito de romero, unas briznas de orégano, ajedrea y una pizca de hinojo. Lo trincas todo con aceite, sal y ajo, añades un poco de pimentón y haces una pasta, con la que hay que untar la liebre. Después la rellenas de tocino, la pones al espetón y las vas asando con el calor del rescoldo... No es conveniente la llama, porque torraría la carne dejándola cruda por dentro...</p>
<p>Con mucha habilidad, fue untando con la pasta de aceite y hierbas, ensartó la libre entera en el cuchillo, que servía de espetón, y la puso a asar. Pronto se extendió un olorcillo apetitoso que nos hacía la boca agua.</p>
<p>Mientras Poncet acababa con la liebre, corté unas rebanadas de pan, eché vino de la jarra y repartí los tazones de arcilla que llevábamos.</p>
<p>Acabado el banquete, y mientras fumábamos sendas pipas, Roger preguntó al Misterioso Viajero cuánto faltaba para llegar la monasterio de Rogets.</p>
<p>—Espero llegar antes de que se ponga el sol —respondió el de Montcarrá—. El monasterio se alza en uno de los valles de esta tierra, detrás de aquellas colinas. Si no topamos con ninguna partida de las hermandades, podremos dormir allí esta noche.</p>
<p>Lavamos los cacharros de comer y nos pusimos en marcha. No sé si por la barriga llena, por el calor del sol o bien por el zumbido de las abejas, el caso es que avanzábamos con mayor lentitud de la prevista. El Misterioso Viajero encabezaba la expedición, seguido de Roger, que de vez en cuando le preguntaba cosas sobre la isla, el Estandarte, el Rey Flocart o la ciudad de Montcarrá. Detrás, juntos, Poncet y yo avanzábamos resoplando, sin ánimo de hablar. Cuando nos deteníamos a beber un trago de agua, a fumar una pipa o a identificar el camino, Poncet aprovechaba para coger hierbas y fruta: llevaba ya tomillo «para hacer sopa de pan», espliego «para perfumar la ropa y hacer un elixir que devuelve el sentido», ruda e hinojo «para adobar la carne». También cogía piñas piñoneras, bellotas y azarollas.</p>
<p>El camino de herradura daba vueltas y más vueltas, y de vez en cuando se bifurcaba. En los cruces, sin hitos ni indicadores de ningún tipo, el Misterioso Viajero parecía dudar un momento: miraba el suelo, oteaba el horizonte de montañas, y señalaba el camino que habíamos de seguir.</p>
<p>Mediada la tarde, todo era de un amarillo de miel que transformaba los matojos, las rocas, las arboledas, encinares, robledos, pinares, cárcavas que bajaban hacia los valles en cuyo fondo se vislumbraban alquerías en ruinas y campos de cultivo abandonados. En toda mi vida de poeta trotamundos por los caminos de la Tierra Firme y por las costas de Adiá, jamás había encontrado un país tan desierto, unos parajes tan selváticos. Sólo el vuelo de un águila, de un gavilán o de un buitre planeando en el cielo, o el rumor de las liebres o de alguna jineta entre los lentiscos rompían la soledad que nos envolvía.</p>
<p>Cuando iba ya menguando el calor y la fatiga me había cubierto los ojos con un velo que desdibujaba las cosas, el Misterioso Viajero levantó el brazo para que nos detuviéramos. Nos reunimos todos en torno del isleño.</p>
<p>—¡Mirad! —Y señalaba a lo lejos un entramado de valles, cerros, vaguadas y hondonadas abierto ante nosotros.</p>
<p>Una columna de humo anunciaba la presencia de gente. El humo se alzaba de un valle. No se veían aún construcciones, pero el Misterioso Viajero nos aclaró que se trataba del monasterio de Rogets.</p>
<p>Con los ojos clavados en aquella señal, las piernas se aliviaron y el cansancio nos empujó, y cuando el sol ya se había escondido tras la cadena de montañas, y una luminosidad azulada teñía las nubes que con el crepúsculo se habían ido congregando, llegamos a los primeros cultivos del monasterio.</p>
<p>El valle protegía los cultivos, bien lindados con paredes de piedra, cruzados por el camino de herradura, ahora más ancho y bordeado de álamos altos y esbeltos. El monasterio, visto desde la altura, era una edificación cuadrangular rodeada de murallas, con una torre de vigilancia en cada ángulo y una serie de dependencias unidas al edificio central.</p>
<p>Había viñedos que empezaban a echar hoja, planteles de habas y de trigo, de centeno y de cebada, aún muy verdes y con los tallos delicados. Después estaba el huerto, con lechugas, cebollas, tomateras, nabos, coles, zanahorias y alcachofas que empezaban a florecer. Al fin, dando la vuelta a la muralla, un jardín con frutales, naranjos, limoneros, perales, manzanos y con rosales, planteles de margaritas y otras flores y arbustos.</p>
<p>Pero los campos estaban vacíos y el portalón de la muralla cerrado y con la tranca puesta. Había centinelas en las torres de vigilancia y cuando nos acercábamos por el camino real, ya a la vista del monasterio, se oyeron los sones de un cuerno desafinado que, según nos explicó el Misterioso Viajero, llamaba a todos los habitantes del monasterio a defenderlo.</p>
<p>Nos detuvimos a un tiro de honda, no fuera el caso que, desconfiando de nosotros, los monjes o los soldados o quién sabe si hasta los alzados de la hermandad, nos atacaran antes de que hubiéramos podido declarar nuestras intenciones.</p>
<p>Roger, con el aire de mando que le era natural, se adelantó un poco al grupo gritando:</p>
<p>—¡Ah de la gente! ¡Ah de la gente!</p>
<p>Un centinela sacó la cabeza y respondió:</p>
<p>—¿Quién sois y qué queréis?</p>
<p>Roger avanzó un poco más y, haciendo bocina con las manos, gritó:</p>
<p>—¡Extranjeros y gente de paz, que venimos de Súmir, adonde llegamos ayer después de un largo viaje!</p>
<p>—¿Y a dónde se dirigen, si se puede saber? —replicó el guardián, con desconfianza.</p>
<p>—Nos dirigimos al Cerro del Gigante para hablar con el Hombre Sabio que vive allí.</p>
<p>—¿Y qué queréis de nosotros? —continuó preguntando el vigilante.</p>
<p>—Un rincón junto al fuego, un poco de comida caliente y una yacija para pasar la noche —contestó Roger, con firmeza.</p>
<p>La cabeza del centinela desapareció. Todos permanecimos quietos hasta que, al cabo de un buen rato, el lugar del centinela fue ocupado por una cabeza de pelo y barba blancos que habló así:</p>
<p>—¿Habéis hablado con la gente de Súmir?</p>
<p>—Sabéis muy bien que Súmir está desierto porque los hombres han formado hermandad y las mujeres, los niños y los viejos están en este monasterio... —le contestó Roger.</p>
<p>—¿Habéis visto soldados cuando veníais?</p>
<p>—Ni sombra, señor. El camino de Súmir hasta aquí está desierto.</p>
<p>—Habéis dicho que sois extranjeros. ¿De dónde, pues, sois?</p>
<p>—De Adiá. Más allá de la Mar Grande.</p>
<p>Desapareció también la cabeza venerable. Oímos entonces ruidos tras la puerta, como si retiraran la tranca e hicieran correr el cerrojo. Efectivamente, la madera claveteada giró sobre sus goznes y aparecieron cuatro hombres vestidos con túnicas rojas y armados con espadas y lanzas sirviendo de escolta al viejo que nos había hablado.</p>
<p>—¡Entrad!</p>
<p>La puerta de la muralla se abría a un patio empedrado, lleno de hombres con túnica roja, antorchas encendidas y armas desnudas que nos rodearon desconfiados.</p>
<p>—No tengáis miedo —nos tranquilizó el anciano—. Soy Tólit, prior del monasterio, y éstos son mis monjes. Efectivamente, hemos acogido en el monasterio a las mujeres, a los viejos y a los niños de Súmir y desconfiamos de todo el mundo, porque de un momento a otro pueden llegar los soldados del rey y atacarnos. Parecéis gente de bien. Os doy la bienvenida al monasterio.</p>
<p>Los monjes hicieron un pasillo a través del cual avanzamos Roger, el Misterioso Visitante, Poncet y yo hacia una de las dependencias. La nave era muy alta, con techo abovedado, y estaba abarrotada de campesinos que se calentaban en una enorme hoguera donde, aparte, se asaba un becerro. Había bancos de madera, escaños, taburetes, cuatro o cinco mesas larguísimas, mujeres, niños, viejos, perros, gatos, aves de corral... En las paredes de piedra, sujetas con argollas de hierro, había antorchas que iluminaban la escena y llenaban de humo el recinto.</p>
<p>Tólit, el prior del monasterio, nos ofreció asiento y llamó a un monje que nos sirvió vino con miel y unos dulces rellenos de confitura.</p>
<p>—Habéis dicho, señor, que vais al Cerro del Gigante para hablar con el Hombre Sabio... ¿Puedo saber el motivo? —preguntó el prior, una vez comieron y bebieron.</p>
<p>—Me han hablado de una extraña profecía que quizá haga referencia a mi persona... —respondió Roger con cautela.</p>
<p>—¿Cuál es vuestro nombre, forastero?</p>
<p>—Soy Roger, soldado de fortuna...</p>
<p>—¿Vos? —gritó Tólit—. ¿Sois vos?</p>
<p>Cerró los ojos y recitó con voz emocionada:</p>
<p>—«Vendrá un soldado de Adiá, joven y fuerte, que liberará al reino, disolverá las hermandades y encontrará el Estandarte de las Tres Naranjas. Con su venida, volverá la paz a Montcarrá, porque traerá el Valor perdido y desde entonces reinará la Prosperidad.»</p>
<p>Se hizo un silencio en la sala y nos rodeó la multitud de refugiados que la llenaba. Aquellas mujeres, aquellos ancianos y aquellos niños miraban a Roger con admiración, con devoción, como el héroe de leyenda que me había dicho Poncet que era.</p>
<p>—Es la profecía, sí —dijo Poncet—. ¿Cómo la sabéis, señor?</p>
<p>—Ha bajado del Cerro del Gigante, ha recorrido el Llano y ha trepado por la Sierra... Toda la isla la conoce, y todos esperaban la llegada de vuestro amo... Dicen que Flocart lo espera para que le ayude a continuar reinando; los de las hermandades también lo esperan para que encabece su rebelión... Nosotros, los monjes, también lo esperamos porque deseamos la Paz... Me han dicho que el rey envió a su...</p>
<p>Un grito, miles de gritos, los sonidos atronadores de los cuernos de los centinelas, y un fragor de armas que chocaban unas con otras interrumpieron el parlamento del prior. Un monje entró corriendo en la sala y dijo:</p>
<p>—¡Los soldados del rey están atacando el monasterio!</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>VI</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">Del ataque de los soldados del rey al Monasterio de Rogets; de la defensa de los monjes, mandados por Roger; de las hazañas de Poncet y de Guiamón y de la desaparición del Misterioso Viajero.</p>
<p></p>
<p>La noticia conmocionó a todo el mundo: los refugiados querían huir, sin saber adónde hacerlo, los monjes dejaban lo que estaban haciendo, cogían las armas y salían al patio, y el prior, Roger, el Misterioso Viajero, Poncet y yo nos mirábamos sorprendidos.</p>
<p>—¿Cuántos son? —preguntó Tólit al monje que había traído la noticia.</p>
<p>—¡Quizá cien, señor! —respondió el monje, resoplando aún.</p>
<p>—¿Y cómo no los han visto los vigías?</p>
<p>—No han venido por el camino, señor, sino campo a través.</p>
<p>El prior se puso en pie trabajosamente, nos miró, se encogió de hombros y habló así:</p>
<p>—Esto es lo último que hubiera deseado que ocurriese, Roger... Pero os ha llegado la hora de elegir. Si habéis venido a la isla a ayudar al rey, lo mejor que podéis hacer es salir y uniros a los soldados... Si habéis venido a defender la Paz y devolvernos la Prosperidad, entonces, hijo mío, os ruego que nos ayudéis... Los soldados del rey son temibles, y pasarán a sangre y fuego nuestra casa. Los monjes somos gente de paz; pensad también en estas pobres mujeres, en estos viejos y en estas criaturas desvalidas...</p>
<p>Roger se levantó de un salto.</p>
<p>—No he venido a la isla por mi gusto, pero mi divisa ha sido siempre ayudar a los desvalidos... ¡No será hoy cuando la traicione! ¡Vamos, Poncet, Guiamón!</p>
<p>El Misterioso Viajero hizo un gesto para detenerlo.</p>
<p>—Un momento, Roger... Pensad en las palabras que os dije en El Racimo de Plata...</p>
<p>—No hay palabras que valgan, señor... Si queréis venir conmigo, os acepto de buen grado, si no...</p>
<p>Se volvió de espalda, de camino hacia el patio del monasterio.</p>
<p>Poncet y yo no lo dudamos un momento. Me sentía valiente, noble, dispuesto a todo para defender a aquella pobre gente. ¡Mi osadía era tanta que desenvainé el puñal, yo, que soy hombre de paz y poeta de amores!</p>
<p>Unos cincuenta monjes iban arriba y abajo, trepaban por las escaleras de piedra hacia las almenas de la muralla, llevando ballestas, hondas, lanzas y toda clase de herramientas de guerra.</p>
<p>—¿Cien hombres has dicho? —preguntó Roger.</p>
<p>—O quizá más, señor —respondió el monje, con cara de espanto.</p>
<p>—Primero tenemos que ablandarlos. Luego, Poncet, haremos una salida.</p>
<p>—¡A vuestras órdenes, señor!</p>
<p>—Tú y Guiamón coged todos los peroles del monasterio, llenadlos de aceite, y cuando se acabe de agua, y ponedlos a hervir. Que las mujeres y los niños se cuiden de atizar el fuego, y cuando el aceite esté hirviendo, que me lo suban...</p>
<p>—¡Sí, señor!</p>
<p>—Vosotros —llamó a dos monjes que pasaban por allí—, reunid a unos cuantos hombres y traed todas las piedras, rocas, cantos y guijarros que haya en el monasterio... Y también cualquier cosa de peso, como taburetes, planchas, cacharros de barro...</p>
<p>No pude acabar de oír las órdenes, porque Poncet tiraba de mi brazo, apremiándome:</p>
<p>—Vamos, Guiamón... ¿No querías aventuras? ¡Ahora vas a tenerlas como para componer cien cantares de guerra!</p>
<p>Entramos de nuevo en la gran sala y dimos las órdenes oportunas a las mujeres de los hermanados; pronto colgó de las llares una perola enorme llena de aceite, y todo el mundo tenía ya dispuestos cántaras, cubos, jarros, terrizas y otros cacharros para llevar el agua y aceite hirviendo a la muralla. Poncet, con un enorme cucharón, removía el cocimiento, y yo, con un pichel, llenaba los recipientes y traía más aceite de los odres y de las tinajas que habían subido de la bodega.</p>
<p>Un par de chiquillos, los más espabilados, se cuidaban del fuego y lo atizaban constantemente.</p>
<p>Escaldados, torrefactos, deshechos de cansancio, acabamos el aceite después de estar mil años dándole a la perola, y entonces empezamos con el agua. De vez en cuando, uno de los monjes, llamado Guiós, a quien Roger tenía de enlace, entraba en la sala y nos daba prisa.</p>
<p>—¡Quédate un momento aquí, Guiós, hermano, que si no salgo me voy a ahogar! —le pedí aprovechando una de sus venidas.</p>
<p>El monje dijo que sí con la cabeza, y yo le pasé el cucharón.</p>
<p>La noche era fresca, mucho más si se tiene en cuenta que yo salía de aquel infierno.</p>
<p>El patio estaba vacío. Todos los monjes estaban en las almenas. Sólo de vez en cuando pasaban una mujer o un viejo cargados con un cubo lleno de un líquido humeante que entregaban a un monje situado a media escalera y que, a la carrera, subía para lanzar la carga hirviente sobre los soldados. Trepé yo también las escaleras y asomé la cabeza: los soldados se protegían de la constante lluvia de piedras, dardos, flechas y objetos contundentes que los monjes arrojaban, con unos escudos redondos, de bronce. Una partida intentaba derribar la puerta de la muralla, mientras otra, mucho más atrás, no paraba de dispararnos sus ballestas sin demasiada habilidad. El ejército del rey se iluminaba con antorchas. Habían construido unas endebles escaleras con ramas de árbol sin desbastar y esperaban la oportunidad para apoyarlas en la cerca y trepar por ellas.</p>
<p>La munición improvisada de los defensores del monasterio había menguado mucho, y Roger, rodeado de monjes, con rostro grave y el ceño fruncido, la ahorraba cuanto podía.</p>
<p>—¡Guiamón! ¡Necesitamos más aceite! —me gritó al verme.</p>
<p>—¡Se ha acabado el aceite, señor! ¡Ahora pondremos agua a hervir!</p>
<p>El prior Tólit estaba un poco retirado, con la cara crispada por la tensión y la fatiga. Roger se le acercó mientras hacía que un par de monjes lanzaran el cubo de agua hirviendo que les acababan de traer.</p>
<p>—¡Tendremos que hacer una salida a la desesperada, señor! —dijo Roger al prior.</p>
<p>—Nosotros no somos gente de armas, hijo mío, y temo que no dé resultado.</p>
<p>—Se nos acaban los proyectiles, y ya no tenemos aceite. Cuando los de ahí abajo se den cuenta, intentarán el asalto... ¡Necesito veinte hombres, los más fuertes y los mejor armados!</p>
<p>—¿Puedo ir con vos, señor? —oí que preguntaba mi voz, contra mi voluntad.</p>
<p>—Sí, Guiamón. Tú y Poncet. ¡Vete a buscarlo y coged las armas, que la lucha va a ser feroz!</p>
<p>Bajé la escalera con un temblor de piernas que no correspondía a las palabras imprudentes que se me habían escapado: aquel héroe contagiaba su valor a quienes le rodeaban y nos convertía en violentos e irreflexivos. Desde la puerta de la sala llamé a Poncet, que acudió a la carrera.</p>
<p>—¿Qué hay, poeta?</p>
<p>—Tu amo nos llama... Quiere hacer una salida y yo le he pedido que me deje acompañarlo.</p>
<p>—¡Eres un valiente, Guiamón!</p>
<p>—Un loco, Poncet, un loco... ¡Ya veremos cómo salimos de ésta!</p>
<p>Roger bajaba las escaleras de la muralla seguido de un puñado de monjes. Una vez todos en el patio, el soldado de fortuna dio órdenes:</p>
<p>—Vosotros cinco —señaló a cinco monjes— os encargaréis de abrir y cerrar la puerta. Vosotros —y nos señaló a Poncet y a mí— vendréis conmigo. Tenemos que hacer retroceder a los que intentan derribar la puerta; luego avanzaremos hacia los que tienen las escalas de madera y las destrozaremos... Sólo nos hemos de proteger de las flechas de los ballesteros, que cuando nos vean salir van a disparar contra nosotros... ¡Poncet, búscame un par de hachas para destrozar las escalas!</p>
<p>Poncet volvió con tres hachas y sendas azagayas. Me dio una y dijo:</p>
<p>—¡Suerte, Guiamón!</p>
<p>—Un momento —gritó una voz a nuestras espaldas. Nos volvimos todos. Era el Misterioso Viajero, que añadió—: Voy con vosotros.</p>
<p>—¿Listos? —preguntó Roger.</p>
<p>Todos dijimos que sí.</p>
<p>—¡Adelante!</p>
<p>Los cinco monjes designados por el soldado retiraron la tranca y corrieron el cerrojo con cautela.</p>
<p>—¡Ahora! —gritó Roger.</p>
<p>Avanzó flanqueado por Poncet y por mí. Los monjes abrieron la puerta. Diez o doce soldados, con los escudos redondos protegiéndoles la cabeza, sostenían un madero con el que querían hundir la puerta. Caímos sobre ellos como buitres. Perdí la azagaya que me había dado Poncet, después de utilizarla contra aquella gente de armas, aún más sorprendida y asustada que nosotros por el ataque súbito. Cogí entonces el hacha con las dos manos y cerré los ojos apretando mucho los párpados mientras la descargada contra todo lo que encontraba en mi camino.</p>
<p>—¡A las escalas! —gritó Roger.</p>
<p>Abrí los ojos y me vi rodeado de soldados. Habían soltado el madero y nos atacaban con furia. Golpeé a diestro y siniestro, y recibí a mi vez algunos golpes, pero conseguí abrirme paso entre los enemigos. Delante de mí estaba sólo la noche, algunos árboles frutales, los rosales y las margaritas, pisoteadas, aplastadas por las botas de los soldados, cubiertas por los escombros que los defensores del monasterio habían lanzado sobre los atacantes. A mi derecha, los ballesteros, protegidos por las márgenes de los cultivos, disparaban sus dardos contra nosotros. A mi izquierda, Roger y Poncet se enfrentaban con quince o veinte soldados. Corrí hacia ellos como un loco. Poncet me diría después que daba unos gritos tan tremendos que asusté al grupo de soldados que sostenían las escalas de asalto y que, gracias a mis gritos, Roger pudo eliminar a cuatro o cinco de una acometida.</p>
<p>Caí sobre los soldados, y nunca tan exacto. Porque cuando llegaba junto al grupo tropecé con un muerto o un herido que yacía en tierra, y perdí el equilibrio. Conmigo cayeron tres soldados. Aquello era un maremágnum de brazos, piernas, espadas, hachas, gritos, jadeos, gemidos y maldiciones. Por suerte detrás de mí venían unos cuantos monjes que me sacaron del montón tirándome de los brazos. Una vez en pie con el hacha aún en la mano, vi a Roger y a Poncet destrozando las escalas bajo una lluvia de dardos. Me puse también yo a la obra. Era como cuando en invierno hacía leña para las hogueras de las casas campesinas que me acogían una noche. Brazo arriba, golpe seco, la astilla que salta, el crujido de la leña que se parte y, otra vez, el hacha arriba... En aquel preciso instante, cuando mejor me encontraba, rodeado de gritos, del silbido de las flechas, del humo de las antorchas y de la barahúnda de la batalla, sentí una punzada en el pescuezo, como si me hubieran puesto un poco de hielo. El frío se convirtió pronto en dolor, y sentí que me resbalaba por el pecho un líquido caliente. Se doblaron mis piernas y caí redondo al suelo.</p>
<p>—¡Guiamón! —oí que gritaba Poncet.</p>
<p>No perdí el conocimiento. Sólo aquella debilidad que trababa los músculos y un velo rojo cubriéndome los ojos e impidiéndome ver a Roger, que se había inclinado sobre mí e intentaba levantarme, y a Poncet, que me arrastraba.</p>
<p>Volvimos a la carrera hacia el monasterio, perseguidos por las flechas de los ballesteros y con unos cuantos soldados a la zaga. Los defensores que estaban en las almenas habían visto la acción y tenía ya la puerta abierta. Unos cuantos monjes nos rodearon, como para protegernos. Otros habían salido del recinto. Me alzaron del suelo: unos me llevaban por las axilas, otros me aferraban por las piernas, había quien tiraba de mis brazos, e incluso uno que me aguantaba por el cogote.</p>
<p>No se acababa nunca el camino de vuelta. Parecía como si fuéramos a pasar toda la vida en él. No sé por qué venían a mi mente todos los romances de amor que había compuesto a lo largo de mi oficio de poeta, y me sorprendí recitándolos en voz alta. Poncet, a mi lado, me animaba:</p>
<p>—¡Un esfuerzo, Guiamón, que ya llegamos!</p>
<p>Llegamos..., ¡vaya si llegamos! Pero no me dejaron tocar tierra. Por orden de Roger me llevaron a la sala de los refugiados y, con todo cuidado, me tendieron en una mesa.</p>
<p>—¡Estoy bien! ¡Estoy bien!... ¡Volved a la muralla!... ¡No los dejéis entrar!... —decía, medio atontado. Luego, al ver a Poncet, le pregunté—: ¿Ha ido todo bien? ¿Hemos destrozado las escalas?... ¿Y Roger?... ¿Y tú?... ¿Y el Misterioso Viajero?</p>
<p>Poncet me tranquilizó:</p>
<p>—Roger está sano y salvo... Y yo también... El Misterioso Viajero... ha desaparecido... No ha vuelto con nosotros... No sabemos si está vivo o si...</p>
<p>—¿Qué me ha pasado, Poncet?</p>
<p>—Te han herido, Guiamón... Una flecha... En el cuello... ¡No hables!</p>
<p>La cura duró mucho rato. Primero me quemaron la herida con un hierro al rojo. Luego colocaron encima de la herida una cataplasma de hierbas y, al fin, un ungüento.</p>
<p>No os voy a hablar del daño que me hicieron, porque no lo ibais a creer. El valor que me empujaba había quedado fuera del monasterio... Suerte que una de las mujeres me ofreció vino caliente y especiado, y el calor de la sala, el escozor de la herida y el alcohol me hicieron dormir.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>VII</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la milagrosa recuperación de Guiamón, gracias a un elixir mágico de los monjes; del relato de Poncet de las gestas de su amo, y de la partida de una expedición hacia el Llano, con algunas referencias a la vida monástica de la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p></p>
<p>Dormir, lo que se dice dormir, no lo pude hacer: había un barullo tan enorme, era tan grande el miedo de la gente y el mío mismo, que cuando me adormecía, apastado por la debilidad de la sangre perdida, por el cansancio de la aventura y por el calorcillo del vino con especias, me despertaba súbitamente una voz, un ruido más fuerte que los anteriores, el gemido de un herido o una orden de Guiós, el monje que ocupaba mi lugar.</p>
<p>Por lo visto, la batalla duró hasta las primeras luces del alba. Una nueva salida de Roger, a la cabeza de un grupo de monjes, ahuyentó definitivamente a los soldados del rey. Eso lo sabía por las voces de las mujeres que cuidaban de los heridos, que calentaban agua o que preparaban un bocado para los combatientes, y que iban repitiendo las noticias, las hinchaban, las convertían en la historia mágica que, años después, se transformaría en leyenda.</p>
<p>La llegada de Tólit, el prior del monasterio, con Roger y una comitiva de monjes, acabó de desvelarme. Los refugiados aplaudían y gritaban vivas a Roger, su salvador. Los defensores del monasterio habían venido a ver a los heridos. Cuando se acercaron a mí, intenté incorporarme, pero me lo impidieron la tirantez que sentía en el cuello, el agotamiento y la fiebre que me quemaba por dentro.</p>
<p>—¡No te muevas, Guiamón, hermano! —dijo con voz dulce el prior—. Los que hemos visto tu heroísmo, sabemos que en buena parte la victoria es tuya.</p>
<p>—¡Eres un valiente, poeta! —dijo Roger, estrechando mi mano.</p>
<p>—¡Gracias, señores! —respondí con humildad—. Sólo lamento no haberos ayudado a ahuyentar a esos malvados...</p>
<p>—¿Te duele mucho? —me preguntó angustiado Poncet.</p>
<p>—Un poco sí...</p>
<p>—Quitadle las vendas —ordenó Tólit a las mujeres que me cuidaban—. Los monjes sabemos el secreto de un elixir que cura a los limpios de corazón... Creo que un poeta ha de tener el corazón limpio para encontrar las rimas que nos encantan... ¡Lo probaremos contigo, hijo mío!</p>
<p>Sentí un frescor en la herida, como si se hubieran disuelto los humores malignos y se hubiera secado la sangre infectada, y mi equilibrio natural volviera poco a poco.</p>
<p>Tólit me acercó el frasco a los labios y dejó caer dos gotas del elixir entre mis dientes. El efecto fue fulminante: a medida que el líquido mágico se iba mezclando con mi saliva, sentía que las fuerzas me retornaban, que desaparecía la bruma que velaba mis ojos y que ascendía en mí interior un bienestar como el que me domina tras recitar con acierto alguna glosa bien medida.</p>
<p>—¡Gracias, señor! ¡Vuestro elixir es mágico! ¡Me vuelven las fuerzas y me retorna la alegría!</p>
<p>—Mejor, Guiamón —intervino Roger—; hemos de volver al camino muy pronto, y había pensado dejarte en el monasterio, pese a que tu compañía es placentera y tu valor necesario para las empresas que nos aguardan...</p>
<p>Las palabras del soldado de fortuna me hicieron el mismo efecto que el elixir del prior. Me incorporé de la yacija que habían improvisado sobre la mesa y me puse en pie.</p>
<p>—¡Tengo hambre! —dije sin poder contenerme.</p>
<p>Roger, Tólit y Poncet se echaron a reír. Una de las refugiadas me ofreció una hogaza y un buen corte de jamón, del grueso del pulgar. Mientras comía me incorporé a la comitiva. Había otros heridos, naturalmente, sobre todo monjes, pero también algún soldado del rey a quien Roger había hecho prisionero. El prior repartía el elixir, pero no a todos los heridos. Los miraba, reflexionaba un instante, hacía un gesto con la cabeza y, o pasaba de largo, o dejaba caer unas gotas del frasco en las heridas. Unos se alzaban de inmediato, muy contentos, recuperados por completo. Pero otros permanecían tendidos, sin que el remedio les hiciera efecto. Entonces, el prior se encogía de hombros, imponía la mano al desgraciado y le decía adiós.</p>
<p>—¿Cómo es, señor, que vuestro elixir tiene efectos tan distintos según la gente? —me atreví a preguntarle.</p>
<p>—Es muy sencillo, hijo mío. Hay que ser limpio de corazón para gozar del prodigio..., pero también hay que tener una herida que tenga cura. En aquellos en quienes ya ha hecho presa la muerte, nuestro humilde licor no provoca reacción alguna...</p>
<p>Un buen rato después, Poncet y yo yacíamos en el patio con una jarra de vino al alcance de la mano, mirando el tráfago de los monjes que entraban y salían llevando piedras, armas, leños y herramientas para rehacer los daños del edificio y del jardín que lo rodeaba.</p>
<p>—Dime, Poncet: ¿cómo es que al fin se retiraron los soldados?</p>
<p>—¿Retirarse? ¡Querrás decir huir!... Sus propósitos de asalto se vieron frustrados después de nuestra primera salida, pero insistieron en el asedio a la espera de refuerzos que los ayudaran a apoderarse del monasterio. Los ataques contra la puerta habían menguado, pero se redoblaron los tiros de los ballesteros, y nuestra munición se había agotado por completo. Sólo nos quedaba agua hirviendo, que lanzábamos contra quienes osaban acercarse. Esta situación se prolongó hasta que Roger se enteró de que el monasterio retenía un pasadizo secreto y subterráneo con salida en medio de los campos de cultivo, a dos tiros de ballesta de la muralla. Dicen que todas estas construcciones antiguas tienen túneles semejantes... No sé... Roger decidió una nueva salida. Nos armamos, una veintena de monjes, él y yo, agarramos antorchas y, como topos, nos hundimos bajo tierra. ¡En toda mi vida de criado de un soldado de fortuna me las había visto tan magras, Guiamón! El aire de aquel pasadizo era sofocante. Había pozas de agua podrida, ratas a montones, murciélagos..., ¡hasta vimos un fantasma que nos heló la sangre! Pero no podíamos retroceder. Roger nos alentaba a continuar. Sobre nosotros se oía el rumor de la gente de armas. Al fin llegamos a la salida del pasadizo subterráneo. El túnel desembocaba en un foso natural que se abría al lado de un lindero de piedra en seco y bajo unas higueras. Apagamos las antorchas, dejamos dos monjes de vigilancia, con el encargo de guardarnos la retirada, y Roger dio las órdenes oportunas. Dividió el grupo en dos partidas: una la mandaba él y la otra yo. Teníamos que ir arrastrándonos entre los bancales y atacar por sorpresa a los ballesteros... La sorpresa fue la nuestra: un centinela que protegía la retaguardia de las tropas del rey nos descubrió y, antes de morir, pudo dar la alarma. Caímos sobre los ballesteros como un alud. Roger, que es maestro en la lucha cuerpo a cuerpo, sobresalía del enemigo. Blandía la espada con la mano derecha y llevaba una maza atada al puño izquierdo y la hacía girar manteniendo a los soldados alejados. Luchábamos casi a oscuras, sólo iluminados por algunas antorchas y por la luz de las estrellas. Un concierto de blasfemias, gemidos, chocar de armas y tintineo de espadas acompañaba a aquella escena fantástica. Roger había logrado abrir un claro a su alrededor y parecía un guerrero antiguo. Su apariencia y su ferocidad ahuyentaban a los enemigos y nos alentaban a nosotros. Los monjes y yo doblábamos nuestros esfuerzos y hacíamos retroceder a la hueste de ballesteros. Algunos infantes, armados con picas, habían acudido en su defensa, pero fueron recibidos con tanto ánimo que pronto desistieron de atacarnos y se retiraron. Tólit, que observaba la batalla desde las almenas, mandó que abrieran el portón y que el resto de los combatientes del monasterio se unieran al ataque. Era una imprudencia, pero dio buenos resultados. El jefe de los soldados del rey, herido por Roger, derrotado y muerto de miedo, dio orden de retirada... Perseguimos un buen rato a la tropa, e hicimos algunos prisioneros.</p>
<p>Varios monjes, muchos chiquillos y un puñado de mujeres se habían reunido alrededor de nosotros dos y escuchaban boquiabiertos el relato de Poncet. La voz de Roger rompió el encanto de la historia:</p>
<p>—¡Eres un gran poeta, Poncet, pero también un mentiroso!</p>
<p>—¡Señor, yo explico lo que he visto!</p>
<p>—Pues has visto más cosas de las que han pasado...</p>
<p>Intervino Tólit, que se había aproximado y escuchaba el diálogo de amo y criado con una sonrisa:</p>
<p>—Tu servidor tiene razón, Roger. Gracias a vuestros esfuerzos se ha salvado el monasterio y podrá continuar su existencia en paz y dedicado al estudio...</p>
<p>—¿Y no teméis que vuelvan los soldados del rey? —preguntó Roger.</p>
<p>—Venid conmigo, Roger, Poncet y Guiamón, que quiero hablar con vosotros —respondió el prior.</p>
<p>Se disolvió la reunión, las mujeres y los niños volvieron a la sala para preparar la comida de los refugiados, y los monjes reanudaron su tarea de restauración, mientras nosotros acompañábamos al prior Tólit a su celda.</p>
<p>La comunidad vivía en unas dependencias justo en medio del recinto: allí estaban la biblioteca, el taller de cerámica, la carpintería, la fragua, ahora vacías, un refectorio comunitario y las celdas individuales. La del prior estaba en el extremo de un pasadizo, con una cabeza de jabalí en el dintel. Esta cabeza disecada era el símbolo de su cargo.</p>
<p>Una vez instalados en torno de una mesa, y mientras nos servían unos refrescos de limón y de naranja, Tólit habló así:</p>
<p>—En el reino de Montcarrá, los monasterios tienen una regla muy especial: pagar diezmos al rey para mantener su independencia y recibir la protección real en caso de conflictos de vecindad o de guerras con foráneos. Pero ni el rey ni sus delegados pueden intervenir en los actos soberanos del monasterio: elección de prior, tareas culturales y admisión de monjes. Para ser monje se precisan unas condiciones, naturalmente: no deber dinero, ni al rey ni a ningún ciudadano, no tener familia directa, y saber de letras... Los monjes hacen votos de obediencia, de comunidad y de servicio, y los priores, elegidos cada cinco años, gobiernan la comunidad y fijan las tareas que hay que realizar... Os explico esto para que podáis comprender que la acción de los soldados del rey ha roto el pacto establecido entre la monarquía de Montcarrá y los monasterios de la isla.</p>
<p>—Eso quiere decir, señor, que el ejército real puede volver a atacaros...</p>
<p>—Efectivamente, Roger. Por eso es necesario que salgáis temprano, antes del alba, y que lleguéis lo antes posible al monasterio del Cerro del Gigante y habléis con Gosost, el prior, y, sobre todo, con el Hombre Sabio. Un grupo de monjes os acompañará y velará por que vuestro viaje se realice sin ningún obstáculo.</p>
<p>Después de cenar, la comitiva estaba a punto. El patio del monasterio desbordaba de refugiados, monjes y expedicionarios, y todos nos sentíamos excitados: los que nos íbamos, por las aventuras que nos esperaban más allá del Valle del Monasterio; los que se quedaban, por la incertidumbre de su futuro. Las mujeres refugiadas nos pedían que procuráramos saber qué había ocurrido con los hermanados de Súmir, si se habían enfrentado con los soldados del rey o si aún esperaban batalla, y los monjes nos rogaban que llevásemos mensajes a los monjes del Cerro del Gigante, que eran amigos suyos... Tólit me llamó con un gesto. Me acerqué y le hice una reverencia de respeto y de estima.</p>
<p>—Guiamón, hijo mío, te quiero hacer un presente.</p>
<p>Me alargó un frasco lleno de un líquido color esmeralda.</p>
<p>—Gracias, señor.</p>
<p>—Es el elixir que te ha curado y que podréis necesitar tú o tus amigos. Piensa que sólo hace efecto en los limpios de corazón. Pero creo que tanto tú como Roger y como Poncet podéis beneficiaros de él.</p>
<p>Dicho esto, entre ovaciones, aplausos y frases de despedida, el soldado de fortuna, su criado y yo, acompañados por cinco monjes y por la estima de todos, emprendimos el camino de la llanura.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>VIII</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De cómo Roger, Poncet y Guiamón se enteraron de la verdadera personalidad del Misterioso Viajero; de la batalla de Valdepinos; de la llegada de la expedición a los Llanos, y de cómo el monje Guiós cuenta a sus amigos la leyenda del Cerro del Gigante.</p>
<p></p>
<p>Guiós mandaba la partida de monjes que habían de servirnos de escolta, viático y entretenimiento en la larga marcha desde el Monasterio de Rogets al Monasterio del Cerro de Gigante, donde estaba el Hombre Sabio que había profetizado la llegada de Roger a la isla y sus maravillosas aventuras.</p>
<p>Guiós era un muchachote fuerte y sencillo, a quien gustaba más trepar por las montañas que dedicarse a las tareas culturales propias de la comunidad a la que pertenecía. Por eso, cuando el monasterio y los cultivos eran ya sólo un recuerdo de piedra y de frutales en el fondo de un valle que se perdía en el entramado de cabezos y vaguadas, Guiós se transformó en un montañés que respiraba a plenos pulmones, andaba a zancadas alejándose del grupo, se detenía de súbito para atrapar un conejo o lanzaba un cantazo contra un escorpión que se atrevía a cruzar el camino real a un tiro de honda de donde estábamos nosotros.</p>
<p>Roger caminaba con ligereza, pero parecía preocupado. No abrió la boca en todo el rato, y si Poncet le interrogaba, se encogía de hombros o contestaba con un monosílabo. Poncet, que era muy amigo de charla, ante el mutismo de su amo, apresuró el paso y se colocó al lado de Guiós. Aunque el elixir había hecho maravillas en mi organismo, sentía aún las piernas débiles y no podía sostener la marcha del monje y el criado, que encabezaban la expedición. Desde retaguardia los veía hablar con mucha animación. De pronto, el criado corrió hacia su amo y hacia mí con cara de sorpresa. Guiós lo seguía, como si no entendiera lo que estaba ocurriendo.</p>
<p>—¡Señor! ¡Señor! —gritaba Poncet—. Guiós me acaba de decir algo que va a daros que pensar...</p>
<p>—¿Qué te pasa, Poncet? —dijo Roger con aire abstraído.</p>
<p>—Es algo sobre el Misterioso Viajero...</p>
<p>—¿Qué le pasa?</p>
<p>—Que sospecho quién era, señor —respondió, decepcionado, el criado.</p>
<p>—¿Quién era? —pregunté, picado por la curiosidad.</p>
<p>—El gran canciller del Reino de Montcarrá y hermano del rey Flocart...</p>
<p>—¿Y por qué sospechas eso, bergante? —preguntó Roger.</p>
<p>—Acércate, Guiós, y diles lo que me acabas de contar...</p>
<p>El monje se situó junto a nosotros, carraspeó, se aclaró el gaznate con respeto y deferencia hacia Roger, y dijo:</p>
<p>—Parece que cuando el rey Flocart se enteró de la profecía del Hombre Sabio del Cerro, fletó un barco y envió al gran canciller, su hermano, a Tierra Firme, por ver de encontrar al soldado que había de devolverle el Estandarte...</p>
<p>—¡Ya me extrañaba a mí tanto interés por llevaros a Montcarrá, mi amo! Pero lo que no entiendo es que quisiera luchar contra sus propios soldados... Y que lo mataran...</p>
<p>—¿Estás seguro, Poncet? —le pregunté.</p>
<p>—¿De qué?</p>
<p>—De la muerte del Misterioso Viajero.</p>
<p>Roger, sin dejar su aire preocupado, intervino:</p>
<p>—Tiene razón Guiamón, Poncet. El Misterioso Viajero no murió en la salida contra los soldados... Nadie ha encontrado su cuerpo...</p>
<p>—¿Quiere decir, mi amo, que nos traicionó y que se fue con los soldados?</p>
<p>El silencio fue la respuesta del soldado de fortuna.</p>
<p>Guiós volvía a estar al frente de la expedición, tranquilo al verse lejos de Roger, que, vista su actitud, le inspiraba un temor reverencial.</p>
<p>Habíamos pasado ya la segunda cadena montañosa y nos habíamos detenido a comer algo y a contemplar el panorama. Realmente, valía la pena: desde la cima se veía toda la llanura, con posesiones y pueblos que parecían de juguete, perdidos entre campos de cultivo, frutales, viñas y caminos que formaban como una telaraña que se extendía hasta más allá del horizonte, perdiéndose de vista.</p>
<p>En medio de la llanura se alzaba un cabezo solitario y, encima, se veían unas construcciones empequeñecidas por la distancia. Uno de los monjes que iban a mi lado dijo, señalando la elevación:</p>
<p>—Es el Cerro del Gigante y el Monasterio del Hombre Sabio.</p>
<p>Me senté a la sombra de un pino y estaba devorando una rebanada de pan con queso cuando vi aparecer a Guiós, que se había alejado con Poncet por aquellos andurriales. La excitación ponía en su rostro una mueca ridícula. El monje, alzados los faldones del hábito, venía corriendo entre las aliagas.</p>
<p>Nos levantamos y empuñamos las armas, temiendo un encuentro desagradable. Pero los gritos de Guiós eran tranquilizadores:</p>
<p>—¡Las hermandades! ¡Hemos encontrado a las hermandades!</p>
<p>Y nos explicó que, acampados allí cerca, Poncet y él, que daban una batida para cazar algún jabalí o cabra salvaje, habían encontrado a un grupo de gentes de Súmir.</p>
<p>Fuimos hacia allí corriendo, dejando mendrugos de pan y pedazos de queso. Roger, que había desenvainado también la espada, trofeo de la batalla del monasterio, arrebatada al jefe de los soldados del rey, corría delante volviendo la espada a la vaina.</p>
<p>Tras un encinar, junto a unos peñascos blanquecinos, se abría un claro cubierto de hierba, de matojos bajos de aliaga, con un manantial entre las peñas cuyas aguas se perdían por el declive. En aquel claro estaban a cobijo unos cuantos hombres vestidos de andrajos, la mayoría heridos, todos agotados, con un lamentable aspecto de vencidos. Poncet estaba con ellos y hablaba con un hombre alto y fuerte que llevaba la cabeza vendada.</p>
<p>Roger y yo nos acercamos mientras los cuatro monjes de la escolta y Guiós, por encargo de Roger, atendían a los malheridos de la partida.</p>
<p>El de la cabeza vendada dijo que se llamaba Aunit y que era el alcalde de Súmir. Le ofrecimos un poco del vino que yo llevaba en la bota; el hombre bebió un trago, escupió y empezó a explicarnos:</p>
<p>—Después de dejar a las mujeres en el Monasterio de Rogets, nos dirigimos a Valdepinos, una de las encrucijadas del camino real que une Montcarrá y Súmir. Sabíamos que el ejército del rey, enviado para castigar la rebelión de nuestro pueblo, iba a pasar por aquel lugar, y queríamos sorprenderlo porque sabíamos que en un enfrentamiento cara a cara nos vencerían sin remedio: nosotros somos campesinos y pescadores, no soldados... El camino real baja hasta el fondo del valle tras pasar por un desfiladero. Colocamos honderos y saeteros en las pendientes, y el resto de la partida se colocó bajo los pinos de la vaguada. Los hombres más decididos, con experiencia de combate, habían de servir de puerta a la ratonera. Así, cuando el grueso del ejército estuviera en el desfiladero, los arqueros y los honderos los diezmarían llevándolos hacia la salida, donde los atacaría el grueso de la partida en un cuerpo a cuerpo sin cuartel. Y, si querían escapar, se encontrarían con que el desfiladero estaba cerrado. Nuestra idea era no sólo vencerlos, sino además cogerles las armas y prepararnos así para acudir al sitio de Montcarrá. Las hermandades de los Llanos atacan la ciudad, pero los soldados, y sobre todo las murallas, hacen pensar más bien en un asedio largo, que obligue al rey Flocart a pactar con nosotros...</p>
<p>—¿Y qué ocurrió? —preguntó Roger, algo más interesado por las cuestiones de estrategia, pero abstraído aún.</p>
<p>—Todo nos salió mal. El ejército acampó a la entrada del desfiladero, envió exploradores, descubrieron la trampa que les tendíamos y atacaron de madrugada, cuando aún no se había alzado el sol, obligando a huir a nuestros arqueros. Después, una columna cayó por sorpresa sobre la partida emboscada en la hondonada, y aquello fue una matanza. Sólo nos hemos salvado los del grupo que teníamos que cerrar la ratonera... ¡Y no todos! Quisiéramos volver al monasterio a defender a nuestras familias...</p>
<p>—¿Y el ejército?</p>
<p>—Está acampado en Valdepinos. Supongo que seguirá avanzando hasta Súmir para controlar desde allí toda la sierra.</p>
<p>—¿Atacarán el monasterio?</p>
<p>—No lo sabemos. Tu criado nos acaba de decir que una columna os atacó ayer. Supongo que sería parte de la tropa que nos derrotó en Valdepinos. Cuando se enteren de la derrota, querrán vengarse.</p>
<p>—Entonces, lo mejor que podéis hacer es apresuraros y preparar el monasterio para un asedio... Nosotros seguimos viaje... Quiero hablar con el Hombre Sabio del Cerro, pedirle consejo, y luego ir a Montcarrá. Si el rey Flocart quiere el Estandarte, y yo soy el único que puede devolvérselo, deberá comprometerse conmigo a firmar una tregua con las hermandades de la isla. Esta guerra tiene que acabarse...</p>
<p>—Todos hablan de ti, Roger, gracias a la profecía del Hombre Sabio. Ahora que te conozco, me doy cuenta de que la profecía es verdad: sólo tú puedes devolvernos el Estandarte y la Paz... —dijo, con agradecimiento y admiración Aunit, el alcalde de Súmir.</p>
<p>Acto seguido se disolvió la reunión. Los monjes habían curado a los heridos, les dimos comida y nos despedimos preocupados: ellos por sus familias, y nosotros por los peligros del camino y las dificultades que suponían los afanes de nuestro amo, guía y amigo.</p>
<p>La bajada al Llano fue más fácil de lo que esperábamos. Al ponerse el sol llegamos a una posesión cuyo aparcero nos proporcionó alojamiento, comida y calor. Nos instalamos en un henar, junto al establo de las vacas. La aparcera nos trajo una sopa de mijo con magras de cerdo, y nosotros aportamos a la cena los embutidos y los quesos del monasterio. Nuestros anfitriones, sus tres hijos —tres cristobalones fuertes como rocas—, los cinco monjes, Roger, Poncet y yo, encendimos las pipas al acabar de cenar, y mientras tomábamos el té, Guiós nos contó la leyenda del Cerro del Gigante:</p>
<p>—Érase una vez, en los Tiempos Antiguos, antes de que las gentes de Adiá llegaran a la Isla de las Tres Naranjas, un gigante muy gigante que viajaba de Súmir a Montcarrá cargado con un serón de tierra y piedras para arreglar el Palacio Real de la muy famosa ciudad de Montcarrá. Después de cruzar la sierra, y cuando llegaba a los Llanos, tropezó con unas peñas que hay al pie de Montarrufat, a un tiro de ballesta de la villa de Biula, un lugarejo no muy grande, perdió el equilibrio y dio con su cuerpo en tierra tan largo como era, y lo era mucho. El ruido que armó al caer fue como un terremoto, e hizo estremecerse a la isla entera. El serón quedó volcado en medio de la llanura. El gigante, furioso y dolorido, se levantó y empezó a maldecir contra aquellos peñascales que le habían hecho caer y les soltó un puñetazo que los hizo añicos, tanta era la fuerza que tenía. Por aquel tiempo, en el lugarejo de Biula vivía un mago malcarado que solía apacentar un rebaño de ovejas en las majadas de Montarrufat. Viendo cómo el gigante destruía no sólo las peñas, sino también los pastos de su ganado, lanzó una maldición contra el gigante, que, más tranquilo después de su desahogo, iba a recoger el serón de tierra y piedras para continuar viaje hasta Montcarrá. El gigantón se agachó y recogió la espuerta, y estaba arrodillándose para recoger la carga cuando, ¡oh prodigio!, la tierra y las piedras se soldaron formando un todo y no pudo arrancarlas del suelo. Por más que el gigante intentaba recuperar su carga, no había manera de conseguirlo. La maldición del mago había convertido aquella esportada de tierra y piedras en un cabezo que, desde, entonces, se llama El Cerro del Gigante.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>IX</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De los misterios del encinar encantado; de la lluvia de fuego en el Campo Oscuro, y de cómo Roger, en una cabaña, en medio del bosque, encontró un extraño envoltorio, con referencias al miedo que pasó el poeta de Adiá en la mágica aventura.</p>
<p></p>
<p>Los cuentos junto al fuego, la pitanza bien especiada, el té y el humo de las pipas, sin olvidar la fatiga de la caminata, nos provocaron un sueño dulce y tranquilo. Pero, al amanecer, Poncet, que dormía en un jergón a mi lado, me sacudió:</p>
<p>—¡Arriba, Guiamón, que la tierra se despierta y el amo quiere llegar pronto al Monasterio del Cerro del Gigante!</p>
<p>Después de tomar leche cuajada, miel y unos pastelillos rellenos de cabello de ángel y de beber té perfumado con bergamota, y de dar las gracias a los labriegos que con tanta generosidad nos habían acogido, nos pusimos de nuevo en marcha.</p>
<p>El sol lamía la cima del Cerro del Gigante, el rocío humedecía las hierbas del camino, y el aire era fresco y joven como una gema.</p>
<p>Roger caminaba con cara hosca, como si hubiera pasado una mala noche. Sus responsabilidades en aquella Isla de las Tres Naranjas eran muchas: formar parte de una profecía es mala cosa. Ahora lo sabía también yo. Porque yo era el único que podía cantar las gestas heroicas del soldado de fortuna.</p>
<p>Había recuperado completamente mis fuerzas y me sentía con ánimo para vencer a los soldados del rey, recobrar el Estandarte y componer canciones inmortales que se recitaran en los hostales de Montcarrá, en las tabernas de la Tierra Firme, de Oriente a Occidente, e incluso en la Mar Grande, a bordo de las naves que la surcaban.</p>
<p>Inventaba rimas, palabras y ritmos para iniciar el re lato de nuestras aventuras, sin poner atención en los lugares por donde pasábamos, cuando, de pronto, me di cuenta de que Roger hacía un gesto y detenía la marcha de la expedición. Nos acercamos todos y lo cercamos, atentos a sus palabras:</p>
<p>—Tendremos que abandonar el camino real. No podemos permitirnos un encuentro con los soldados del rey... Dime, Guiós: ¿conoces algún atajo que nos lleve hasta el cerro, lejos de los caminos de herradura... o tendremos que ir campo a través?</p>
<p>Guiós, encogido como siempre que tenía que hablar con Roger, carraspeó, se acarició la barba, giró los ojos a derecha e izquierda y respondió al fin:</p>
<p>—Hay un atajo, sí..., pero no sé si es conveniente.</p>
<p>—¿Y cuál es su inconveniencia? —preguntó Roger, curioso ante la respuesta del monje.</p>
<p>—Pasa junto al Campo Oscuro... —contestó Guiós, tras una vacilación.</p>
<p>—¿Y qué hay en el Campo Oscuro que pueda ser un inconveniente? —preguntó Poncet.</p>
<p>—No lo sé... Desde hace muchos años los isleños evitan pasar por allí... Dicen que hay un encantamiento y que los viajeros que allí se detienen pierden la razón.</p>
<p>Roger reflexionó un momento.</p>
<p>—No hay encantamientos que valgan —dijo al fin—. Prefiero enfrentarme con un misterio y no con los soldados del rey... ¡Tomaremos por el atajo!</p>
<p>Los monjes de la comitiva refunfuñaron un poco, pero era tanta la autoridad de Roger, tan firme su actitud y tanta la decisión que brotaba de sus palabras, que tomamos todos el atajo.</p>
<p>A un tiro de honda de donde estábamos, al lado del camino real, había unas casas derruidas. El aspecto de las construcciones y la disposición de la era hablaban de una posesión que había sido próspera antaño. Pero los hierbajos que crecían en el patio y los tejados hundidos por las lluvias contradecían esta impresión.</p>
<p>Tomamos por el camino real, bordeando la posesión abandonada, que descendía hacia una vaguada siguiendo una pared aparejada en seco y cubierta de verdín. El aire estaba quieto, y el canto de los pájaros que nos había acompañado hasta entonces desapareció como si aquella hondonada fuera inhabitable incluso para los pájaros.</p>
<p>Avanzábamos en silencio, sorprendidos por la quietud del aire y del ambiente que nos rodeaba.</p>
<p>El campo, más allá de la pared seca, se había convertido en yermo, en el que sólo crecían escajos y majuelos. Las higueras y los algarrobos, dispersos, crecían huérfanos de frutos. Hasta se echaba en falta el zumbido de los insectos, la pisada leve de los conejos o de las ratas monteses. Sólo de vez en cuando, en una mancha de sol, una lagartija alzaba la cabeza al vernos pasar.</p>
<p>Poncet menguó su paso para ponerse a mi altura. En voz baja, como si estuviera asistiendo a un oficio mágico, me preguntó:</p>
<p>—¿Qué piensas tú, Guiamón, de eso del Campo Oscuro?</p>
<p>—Que estamos ya en él... ¿No te das cuenta, Poncet, de que no hay pájaros y de que el sol parece huir de esta hondonada?</p>
<p>Asintió con la cabeza. Caminamos un buen rato silenciosos, abismados en nuestros pensamientos o quizá influidos por aquella desagradable sensación de maleficio que nos rodeaba.</p>
<p>El camino estaba muy maltratado. Lluvias antiguas habían descarnado las piedras, excavando una red de torrenteras que dificultaban la marcha.</p>
<p>Como siempre, iba delante Roger, con Guiós a su lado, y parecía no hacer caso de la desolación que cruzábamos. Los otros monjes, detrás de nosotros, refunfuñaban diciendo algo que no acabábamos de entender y que nos parecían fórmulas mágicas contra el mal augurio.</p>
<p>Continuaban el camino y la pared seca durante un buen rato por la hondonada. Luego se levantaba algo la senda hacia un pino solitario, sin hojas, con el tronco hendido, quizá desgarrado por un rayo hacía siglos. Una bandada de buitres se había instalado en sus ramas negras y nos miraba de lejos, como si estuviera esperando nuestra presencia. Cuando estuvimos cerca del tronco hendido por el rayo, Guiós, de un cantazo, espantó a los buitres, y Roger nos ordenó que nos parásemos a descansar y beber.</p>
<p>Nos sentamos, bebimos un poco de agua de las calabazas y fumamos una pipa. No nos atrevíamos apenas a hablar. Al fin llamé a Guiós:</p>
<p>—¿Cuál es el misterio del Campo Oscuro, Guiós?</p>
<p>—No lo sé. La gente de los Llanos dice que algo cayó del cielo, y que desde entonces ninguna cosecha fructificó, los pájaros huyen, los animales lo evitan, y si algún viajero se acerca, nunca vuelve a ser el mismo...</p>
<p>—¿Y está muy lejos de aquí?</p>
<p>—Como hace tantos años que nadie ha ido, no sé exactamente dónde está... Pero desde que tomamos el atajo, tengo la sensación de que el Campo Oscuro tiene que estar muy cerca... ¿Te has fijado, Guiamón, en que no hay pájaros por estos andurriales?</p>
<p>—Sí, me he fijado, Guiós. Ahora le decía a Poncet que hasta el sol parece huir de estas tierras...</p>
<p>Pero no tuvimos tiempo de continuar hablando: Roger estaba ya en pie, dio la pipa a Poncet para que se la guardara y nos indicó que siguiéramos la marcha.</p>
<p>Desde el lugar donde estábamos, al pie del pino quemado, se podía ver el camino zigzagueando, siempre siguiendo la pared seca, con un yermo a la derecha y espesos matorrales a la izquierda, hasta perderse en un encinar. El alto del Cerro del Gigante, en la lejanía, parecía tener una claridad distinta de la que llegaba hasta nosotros.</p>
<p>Durante dos horas largas seguimos el camino por cabezos y altozanos sin la menor señal de vida. Ni pájaros, ni animales del bosque, ni amigos, ni enemigos. La tristeza del paraje se había apoderado de nosotros y caminábamos maquinalmente, sin hablar, con una oscura determinación.</p>
<p>Al fin, cuando el sol ya estaba muy alto y empezábamos a sentirnos cansados de aquellos parajes lóbregos, llegamos a los límites del encinar, donde acababa la pared.</p>
<p>Las encinas se extendían a derecha e izquierda entre matorrales espesos. Apenas se distinguía el camino.</p>
<p>Roger nos ordenó que nos detuviésemos y preparáramos algo de comida.</p>
<p>Poncet y yo, ayudados por los monjes, hicimos con lo que encontramos una comida fría, a base de embutidos del monasterio, unas hogazas y tomates que nos había dado la campesina de la alquería.</p>
<p>Fue una comida triste, como si todos presintiéramos que el hecho de cruzar aquel bosque maligno nos iba a traer más problemas que alegrías.</p>
<p>Una hora más tarde, con un regusto de miedo en los labios, apagamos las pipas, recogimos las cosas de la comida y empezamos la travesía del bosque.</p>
<p>Encabezaba la columna Roger, seguido de Guiós. Los monjes apresuraban el paso tras ellos. Cerrábamos la marcha Poncet y yo.</p>
<p>—Aguza el oído, poeta, a ver si nos sigue algún mal aire...</p>
<p>—Calla, Poncet: no llames al mal tiempo.</p>
<p>Pero las bromas nos salían melancólicas, y ambos sabíamos muy bien que el color del miedo nos oprimía el pecho.</p>
<p>El sol no podía vencer la bóveda de follaje del bosque y, a medida que penetrábamos en él, la claridad fue tomando un tono verde enfermizo. Una humedad corrompida cargaba el aire de olores innobles.</p>
<p>Roger y Guiós se detenían de tiempo en tiempo para discutir si el sendero tomaba hacia la derecha o hacia la izquierda. Entonces, los otros monjes, el criado y yo permanecíamos plantados, con la mano en la empuñadura del arma y los ojos muy abiertos, mirando los rincones todos, las hiedras, el musgo y las piedras. Después, cuando la cabeza de la columna reanudaba la marcha, nos poníamos en movimiento con un suspiro de alivio, como si el lugar donde nos habíamos detenido fuera el peor del bosque, sin pensar que la siguiente encrucijada, o la revuelta próxima, quizá serían peores.</p>
<p>Al cabo de una hora de andar por el bosque sin ver ni un ánima, ni un pájaro, ni un animalillo, los árboles empezaron a clarear y la maleza se fue haciendo más rala. Pero la luz del sol seguía teniendo aquel tono verdoso y malsano y el aire seguía siendo húmedo y corrupto.</p>
<p>De súbito, el camino que seguíamos acabó en un claro. Parecía como si aquel círculo enorme se hubiera quemado. Ni una brizna de hierba crecía en aquella tierra cenicienta. Los árboles que formaban el recinto se inclinaban hacia sus compañeros como si quisieran huir de aquella desolación.</p>
<p>—¡El Campo Oscuro! —murmuró Poncet a mi lado.</p>
<p>—¿Estás seguro? —dije yo, esperando haberme equivocado en lo que también sospechaba.</p>
<p>—¡Vaya si lo estoy! ¿No te das cuenta de que es exactamente como nos lo han descrito? Es como si algo maligno hubiera caído del cielo y hubiera quemado el encinar...</p>
<p>Y cuando Roger pisó aquel suelo ceniciento, dispuesto a cruzar el claro, oímos un trueno lejano y pavoroso. Mi ramos al cielo: había una calígine extraña, pero ni una sola nube que presagiara tempestad. Roger se detuvo un momento, levantó la cabeza y con un gesto nos indicó que le siguiéramos. A cada paso que dábamos en aquella ceniza, se oía un trueno y un leve temblor, como si el yermo quemado nos rechazara o se quejase de nuestra presencia.</p>
<p>—¿Lo ves? —me dijo Poncet—. ¡Cuidado no pierdas la razón, poeta!...</p>
<p>Todos tendríamos que andar con cuidado, porque los truenos se acercaban cada vez más y un olor a azufre nos llenaba las narices y nos hacía ir más de prisa.</p>
<p>De súbito, el cielo caliginoso se desgarró. Una bola de fuego del tamaño de un almendruco cayó a pocos pasos de donde estábamos. No habíamos tenido tiempo ni de reaccionar cuando, después de otro trueno fortísimo, cayeron sobre nosotros otras bolas de fuego, éstas más cerca.</p>
<p>No valían razones. Si no queríamos volvernos locos, como decían las historias de los isleños, tendríamos que correr. Roger nos gritaba que nos apresuráramos, pero no hacía falta que nos apremiara, porque corríamos todos como cabras monteses de la Sierra Alta hacia el lindero opuesto del bosque. Y detrás, como la ira de algún mago habitante de las estrellas, caían sin cesar bolas de fuego.</p>
<p>Parecía que no íbamos a llegar nunca al otro lado del Campo Oscuro. Los pies se clavaban en aquella ceniza resbaladiza, y el azufre que llenaba el aire nos hacía jadear.</p>
<p>Poncet y yo fuimos los primeros en alcanzar el cobijo de los primeros árboles. Un viento húmedo acunaba las ramas, y del fondo del encinar nos llegaba una especie de gemido mortecino que nos heló la sangre.</p>
<p>Roger, que se había detenido en la linde del bosque, apremiaba con gritos y gestos a los pobres monjes, que corrían con los faldones del hábito remangados. Pronto estuvimos todos bajo cobijo. Y entonces cesaron los relámpagos y los truenos, pero no el gemido que habíamos oído Poncet y yo en el fondo del encinar. Atemorizados, muertos de cansancio, con ojos desorbitados como naranjas, permanecimos un momento quietos.</p>
<p>—¡Vamos! —nos ordenó Roger—. ¡Lo que sea, será, y, además, nos están esperando en el Cerro del Gigante!</p>
<p>Su voz, que conservaba la calma, pero que tenía aquel punto de solemnidad de las ocasiones peligrosas, nos tranquilizó. Nos ajustamos la ropa, sacudimos la ceniza que nos cubría y tomamos por el sendero del encinar, con el corazón angustiado y a la espera de nuevas y terribles maravillas.</p>
<p>Cuanto más nos alejábamos del Campo Oscuro, más fuertes eran los gemidos y más espesos el bosque y la maleza. Los troncos de las encinas estaban negros de verdín y una alfombra de musgo, de hojas muertas, fango y ceniza cubría la vereda y dificultaba la marcha.</p>
<p>Una hora después, confusos y rendidos, llegamos a otro claro, mucho más pequeño que el Campo Oscuro y lleno de hierba y matorral. En medio del claro se alzaba una cabaña de troncos como las que los corcheros del norte de Adiá suelen hacer para guardar la corteza de los alcornoques.</p>
<p>Y de la cabaña llegaban gemidos que no habían cesado desde que abandonamos el Campo Oscuro.</p>
<p>Los monjes, Poncet y yo nos apiñamos junto a Roger.</p>
<p>—Pasemos de largo, señor, que nadie nos pide que nos quedemos aquí... Hemos venido para encontrar el Estandarte de las Tres Naranjas, y no para oír los gemidos del más allá... —recomendó Poncet con un hilo de voz.</p>
<p>Pero Roger ya había tomado su decisión. Con un gesto cortó la frase de su criado.</p>
<p>—Esperadme aquí.</p>
<p>Y sin una vacilación se dirigió hacia la puerta de la cabaña. Obedecimos, pero más por miedo que por disciplina. Yo no podía ni moverme. Lo peor era que no podía cerrar los ojos, y vi cómo el soldado llegaba a la puerta y la empujaba, y cómo la puerta se abría y qué especie de luz extraña surgió de allí...</p>
<p>Cesaron los gemidos. No nos atrevíamos a movernos ni a mover un párpado. Seguíamos todos como figurillas de cera, plantados ante la cabaña, paralizados por el miedo. El tiempo se había detenido, y no os puedo decir si Roger permaneció una hora o un mes en el interior de la choza. Sólo os puedo decir que mi alegría fue muy honda al verlo de nuevo en el umbral de aquella maldita cabaña.</p>
<p>Tenía una expresión hosca, el pelo desgreñado, y llevaba en la mano un envoltorio de trapos, un hatillo de forma alargada.</p>
<p>—¿Qué... qué ha pasado... mi amo? —se atrevió a preguntar Poncet.</p>
<p>—¡Vamos! —dijo Roger.</p>
<p>Y su voz era la de siempre.</p>
<p>Como si aquella orden nos hubiera devuelto a la vida, los monjes, el criado y yo nos pusimos en movimiento tras el soldado de fortuna, que reemprendía su camino con el hatillo bajo el brazo.</p>
<p>Y sin más tropiezos, dos horas más tarde salimos del bosque maléfico, ya a la vista del cerro.</p>
<p>Aunque empezaba a anochecer y el sol ya iba hacia el ocaso, la luz nos pareció más brillante, el aire más puro y el camino más fácil.</p>
<p>Roger decidió que pasaríamos la noche al raso y que al día siguiente, con el alba, subiríamos al cerro. Así pues, sin decir palabra, los monjes, Poncet y yo hicimos una hoguera rodeada de piedras, tendimos las mantas en el suelo, comimos un mendrugo de pan con tocino, bebimos un trago de agua y nos dispusimos a dormir.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>X</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la llegada de la expedición al Monasterio del Cerro del Gigante; de las profecías del Hombre Sabio; del contenido del misterioso envoltorio que Roger había encontrado en la cabaña del Bosque Encantado y de otras consideraciones sobre el Destino y sobre lo que está escrito.</p>
<p></p>
<p>El Cerro del Gigante, pese a su escasa altura comparado con la Sierra del Norte, la de Tramuntana, se alzaba orgulloso en medio de la llanura, rodeado de otros alcores más bajos que le hacían compañía.</p>
<p>Un camino de herradura ascendía dando vueltas por la ladera, con barrancos unas veces a la derecha y otras a la izquierda, cubiertos de lentisco, aliaga y majuelos que empezaban a florecer pero aún no tenían hoja.</p>
<p>Con la salida de la estrella del alba levantamos el campamento e iniciamos la ascensión. Las mágicas aventuras del día anterior en el encinar y en el Campo Oscuro, la proximidad de amigos en la cima del cerro y la urgencia de los acontecimientos que agitaban la isla, nos empujaban en nuestra subida, sin hablar ya de los resbalones ni de la pendiente del camino real.</p>
<p>Apenas comimos un trozo de pan y unas rodajas de embutido, y conviene aclarar que Poncet y yo subíamos monte arriba empujados también por el hambre. El recuerdo de lo comido en el Monasterio de Rogets nos hacía desear la llegada a la comunidad del cerro para ponernos a la mesa y hacer una comida de verdad.</p>
<p>También los monjes de la compañía trepaban como cabras, con la prisa, quizá, de poner fin a la aventura.</p>
<p>A medida que íbamos subiendo, la llanura se mostraba diversa y magnífica a nuestros ojos: a lo lejos, azulada, la Sierra de Tramuntana. En medio, el camino real, rodeado de alquerías, campos de labor, almendros, prados y huertos. Un poco a la izquierda, el bosque de encinas que habíamos cruzado y la intuición del Campo Oscuro como una mancha de humedad entre el verde polvoriento de las encinas. Y muy por la parte de levante, apenas visibles, las torres de la ciudad de Montcarrá, doradas por la luz del alba.</p>
<p>Roger subía silencioso y solitario, encabezando la columna, siempre con el envoltorio bajo el brazo. Los monjes, e incluso Poncet y yo, lo eludíamos desde su visita al interior de la cabaña del bosque, y no nos atrevíamos a preguntarle qué era aquel envoltorio, qué había en la cabaña y con quién había tenido que enfrentarse.</p>
<p>Llegamos hacia el mediodía a la cima del Cerro del Gigante. Era una especie de meseta ligeramente inclinada hacia poniente, con unos peñascales surgiendo en medio. La meseta estaba bien cultivada de huerto y de jardín rodeados de pared asentada en seco y, apoyada en las rocas, la cerca del monasterio, con una puerta adovelada que lucía un escudo de piedra con esta leyenda: «Paz, Prosperidad, Valor», y tres naranjas en relieve.</p>
<p>La puerta adovelada tenía dos batientes, abiertos de par en par, vigilados por dos monjes armados con picas y espada al cinto. El muro que rodeaba el monasterio estaba reforzado con torres en los extremos, con vigilantes armados con ballestas.</p>
<p>Nos detuvieron los guardias de la puerta. Guiós les dijo algo que no llegué a oír y, acto seguido, pasamos al claustro. Los edificios eran parecidos a los que habíamos visto en el Monasterio de Rogets. La piedra, quizá, era más dorada, y la hiedra trepaba por la pared izquierda del patio central hasta una balconada con arcadas, desde donde nos atalayaban tres monjes.</p>
<p>En la puerta del edificio central, que se alzaba tres peldaños por encima del suelo del claustro, Guiós habló con un monje que llevaba un ceñidor cargado de llaves.</p>
<p>—Avisa al prior Gosost, hermano. Dile que venimos del Monasterio de Rogets, acompañando a Roger, soldado de fortuna, a su criado y a su poeta...</p>
<p>¡A esto había llegado yo! Poeta de un soldado de fortuna por la magia de una incierta profecía... Pero el título me caía bien, y decidí no oponerme al título del monje. Poncet era criado de Roger y yo acababa de estrenar un nuevo oficio que con el tiempo arraigaría quizá entre mis colegas: poeta de soldados de fortuna, de señores de la guerra, cantores de las más brillantes hazañas...</p>
<p>Mientras pensaba en esto, apareció en el lindero de la puerta un monje de pelo blanco, aspecto altivo y mirada penetrante, acompañado por el portero y por un grupo de tres monjes más jóvenes.</p>
<p>—¡Os doy la bienvenida, señores! —dijo con voz profunda pero alborozada.</p>
<p>—Os saludamos, prior —contestó Roger con una reverencia.</p>
<p>Los monjes que nos acompañaban se hincaron de hinojos. Poncet y yo nos inclinamos siguiendo el ejemplo de Roger.</p>
<p>—Hace días ya que os estamos esperando, Roger. Malos vientos corren por la isla, pero una chispa de esperanza ha brotado entre la oscuridad. El Hombre Sabio ha profetizado vuestra llegada y, con vos, el retorno de la Paz perdida. Sed bienvenidos, pues, vos y vuestra compañía.</p>
<p>Los tres monjes más jóvenes se arrodillaron ante nosotros y nos descalzaron, desciñeron nuestras espadas y nos aliviaron de la carga, con excepción del extraño envoltorio de Roger.</p>
<p>Una vez realizado el ritual de bienvenida, el prior Gosost nos hizo pasar al interior del monasterio. Si la casa de Rogets, en medio de la sierra, era austera y solemne, la de esta comunidad, en los Llanos, era alegre y munífica: en las paredes colgaban tapices que representaban los trabajos de los monjes, las batallas antiguas de los reyes de Montcarrá contra el enemigo llegado del otro lado del mar, la fundación del reino por gentes de Adiá en las primeras luces de la historia.</p>
<p>Cruzamos muchas salas, destinadas a diversas funciones, llenas de monjes que iban y venían atareados en las faenas más diversas. Al fin, tras subir al primer piso, nos instalaron en una gran sala con una chimenea encendida, porque la mañana era fresca. Había también una gran mesa de roble, con escaños alrededor, y un aparador con cacharros de cerámica y candelabros con velas gruesas como el brazo. De la pared del fondo colgaban tapices que representaban escenas de caza con halcón y en la de la derecha una panoplia con espadas, puñales, picas y lanzas de todas clases, con un estandarte que reproducía el lema y las enseñas de la isla. La pared de la izquierda tenía unos ventanales que daban al claustro, con ventanas de vidrios emplomados.</p>
<p>Gosost nos hizo sentar a la mesa, y, acto seguido, numerosos monjes empezaron a servirnos una comida consistente. Había caldos de pollo, amarillentos y aromáticos, empanadas de verdura y carne de puerco, pan de centeno, manteca, quesos en aceite, embutidos y fruta de primavera, naranjas dulcísimas, fresas adobadas con leche agria, brevas y cerezas rojas como el rescoldo de una fragua. Nos sirvieron también un vinillo joven, áspero y perfumado, que venció el cansancio y nos alivió la lengua. Desde la salida de Adiá no habíamos hecho una comida tan abundante y variada. Poncet se interesó por la receta de las empanadas, y uno de los monjes se apresuró a dársela.</p>
<p>Después de comer, con el té y el aguardiente de ciruela, llegó la hora de encender las pipas con el mejor tabaco de Oriente y, con las pipas, la conversación seria.</p>
<p>—Tólit, el prior del Monasterio de Rogets, en el corazón de la sierra, os envía saludos y deseos de Paz y de Prosperidad —dijo Roger a Gosost.</p>
<p>—Guiós me ha dicho que habéis ayudado a nuestros hermanos contra el ejército del rey...</p>
<p>—Era una situación desesperada. Hombres de armas contra gente de paz... Cumplí con mi deber... —respondió Roger con modestia.</p>
<p>—Vuestro deber... y vuestro Destino, hijo mío —concluyó Gosost con gesto de aprobación—. Pero no habéis venido al monasterio para hablar conmigo. Ha llegado la hora de que conozcáis al Hombre Sabio y sus profecías. Venid conmigo.</p>
<p>Nos levantamos de la mesa, apagamos las pipas, sacudimos las migas y salimos de la sala. Entramos por un pasadizo y seguimos hasta una escalera que bajaba a la planta noble y al claustro y ascendía luego hasta el palomar. Subimos nosotros, siempre guiados por Gosost, hasta el último piso de la casa. Luego salimos a una terraza y tuvimos que subir aún por una escala de madera hasta una torre que dominaba el conjunto del monasterio y, desde allí, los Llanos de la isla.</p>
<p>La torre tenía una sola habitación circular, de paredes de piedra sin tapices. Las ventanas, alargadas en forma de tronera, tampoco tenían postigos. Una cama sin colchón, un taburete, una mesa y una palangana en un rincón eran todo el mobiliario. Había, además, montones de libros cubriendo las losas del suelo y los pretiles de las ventanas y que se apilaban siguiendo el círculo de la pared. Libros viejos, polvorientos, atadijos, montones de papel... En medio de todo este caos, una especie de monje, viejo como el tiempo, sentado en un montón de libros mientras consultaba un pergamino. Una especie de halo luminoso brotaba de su melena blanca, que se confundía con la barba que le llegaba a la cintura. Al oírnos llegar, levantó la cabeza y nos miró con sus ojos negros y penetrantes romo una espada, unos ojos que desnudaban el alma y se hundían en la médula de los huesos, hasta la esencia misma de lo que miraban. Melena, barba y ojos, y unas manos nudosas como ramas de roble: eso es todo lo que recuerdo del Hombre Sabio del Cerro del Gigante. Y una gran paz, como si en aquel recinto no pudiera entrar ni un asomo de la maldad que cubría el mundo y amenazaba a la isla con el azote de la destrucción.</p>
<p>—Os esperaba, Roger —dijo el Hombre Sabio antes que nadie, ni el mismo Gosost, se atreviera a hablar—. Os estaba esperando desde hace mucho tiempo... Llegáis con retraso.</p>
<p>Su voz era como el sonido de un laúd mágico, y al mismo tiempo como un trueno lejano, como el agua dulce de una lluvia de otoño y como el soplo del viento norte en las costas de Brótil. Acariciaba como una mano de abuela y cortaba como la espada de un guerrero.</p>
<p>—No ha sido culpa mía, señor —respondió Roger con humildad—. En el Monasterio de Rogets me necesitaban, y me detuve a ayudarlos. Pero ahora comprendo la urgencia de hablar con vos.</p>
<p>—Veo que os habéis detenido también en la cabaña del bosque que rodea el Campo Oscuro —dijo el Hombre Sabio, perforando con sus ojos de fuego el envoltorio que Roger llevaba bajo el brazo.</p>
<p>—El Destino, señor, me llevó allí —contestó Roger, y mientras hablaba dejó a los pies del Hombre Sabio el envoltorio—. La voz del pasado me dijo claramente en la cabaña que esto es vuestro, señor.</p>
<p>—Os lo agradezco, Roger. Sólo un hombre como vos podía oír la voz. El oído de un hombre cualquiera no hubiera sido capaz de aclarar su sentido.</p>
<p>El Hombre Sabio se agachó, deshizo el envoltorio y sacó una espada. La empuñadura era de cuerna, gastada por el uso, y la hoja, mellada, había perdido el temple y estaba oxidada por los años. Las manos del Hombre Sabio cogieron el arma, la alzaron como una ofrenda y la acercaron a Roger.</p>
<p>—Ésta es la espada del rey Nolás, perdida desde que Flocart gobierna siguiendo los consejos de la Voz. Fue forjada hace mucho tiempo, y yo grabé en ella una divisa. Se puede leer aún: «La Justicia trae Paz. La Injusticia trae Guerra.»</p>
<p>Y mientras leía la divisa, pareció como si la espada recuperase la antigua dignidad, y durante breves instantes lució sin mellas, templada de nuevo. Al acabar el conjuro, la luz desapareció y la espada volvió a ser un pedazo de hierro herrumbroso.</p>
<p>Roger miraba con la actitud grave, hierática y señorial de un rey antiguo. Recordé la profecía que hablaba de él, las palabras de la mujer-pez, y comprendí que la decisión de atravesar el bosque de las encinas, el Campo Oscuro y la cabaña no había sido una decisión libre del soldado, sino del Destino, que lo había llevado a la isla, escrito desde hacía tiempo en los signos y en las palabras del Hombre Sabio.</p>
<p>—Y ahora, amigos míos, sentaos y dadme noticia de vuestro viaje —dijo el Hombre Sabio dejando la espada encima de la mesa.</p>
<p>Acercamos los escaños, nos sentamos, y Roger dijo:</p>
<p>—Guiamón, poeta, cuenta tú nuestro encuentro con el Misterioso Viajero en Adiá, el rapto, la tempestad, y todo lo que ha ocurrido desde que pisamos la tierra de esta isla.</p>
<p>Al principio me salía la voz débil y vacilante, como la primera vez que recité en público, hace ya muchos años, en el hostal de Brótil, en la costa norte de Adiá. Pero luego, arrastrado por la historia, por la atención del Hombre Sabio y del prior Gosost, por los signos de asentimiento de Roger y por la amistosa complacencia de Poncet, mi voz se fue afirmando y construí un relato digno del mejor narrador de cuentos del Mundo Conocido. Al acabar, tras contar lo de nuestra parada en el claro de la cabaña y de cómo Roger entró en ella mientras sus compañeros de viaje permanecíamos fuera, Roger tomó la palabra:</p>
<p>—Voy a completar, señores, este relato magnífico que ha hecho Guiamón, y os explicaré qué había en la cabaña del Encinar. Dice Guiamón que oyeron desde el Campo Oscuro unos gemidos que procedían de la cabaña, como más tarde descubrimos. Yo no oí exactamente gemidos, sino una voz que me llamaba, una voz del más allá, pero no pavorosa, sino dulce y triste, que iba repitiendo sin cesar mi nombre. Por eso, porque no notaba la menor amenaza en la voz, me atreví a entrar en la cabaña. De inmediato me rodeó una luz extraña, una luz que brotaba de las paredes de madera y de un tronco de árbol hendido por un rayo años atrás, que se alzaba en medio del recinto. En la corteza renegrida de aquel árbol chisporroteaban unas letras de fuego: «Las palabras humildes anuncian la Paz; las palabras soberbias anuncian la Guerra.» Bajo estas letras había una espada vieja y oxidada, con mango de cuerna, profundamente clavada en el tronco. Sentí una profunda necesidad de empuñar el acero. Lo hice, y entonces oí de nuevo la voz que gemía: «Roger de Adiá, coge esta espada y llévala al Hombre Sabio, porque está escrito que la herramienta de Paz que templaron los Grandes del Abismo ha de volver a las manos que le dieron su poder.» Y mientras oía la voz, retiré el brazo, empuñando aún la espada, y el arma salió del tronco. La envolví en unos andrajos que había en la cabaña y salí... Eso es lo que quería añadir al relato de Guiamón...</p>
<p>—Herramienta de Paz es el nombre que el buen rey Nolás daba a la espada —dijo el Hombre Sabio—. Y sólo un hombre de limpio corazón ha podido encontrarla... Con esta espada recuperarás el Estandarte, Roger.</p>
<p>Cerró los ojos, se incorporó, alzó los brazos y continuó con voz más profunda y solemne:</p>
<p>—Pero antes, Roger de Adiá, soldado de fortuna, tendrás que templarla de nuevo. Irás Allá Donde la Tierra Acaba, velarás toda una noche, templarás la herramienta de Paz en la espuma de la Mar Grande y podrás emprender luego la tarea de recuperar el Estandarte. La mujer-pez tenía razón, Guiamón amigo —prosiguió el Hombre Sabio, abriendo los ojos como si volviera de un largo viaje por parajes desconocidos—: se escribirán versos que serán conocidos de Oriente a Occidente sobre las gestas de Roger. Y tú, amigo, serás el autor de esas canciones. Pero habéis de pensar, hijos míos, que el Destino no es inamovible, y que, aunque las profecías desentrañan el futuro y nos lo anuncian, pueden ser ciertas y pueden también no serlo. Eso, de nosotros depende. Guiamón, tú acompañarás a Roger Allá Donde la Tierra Acaba. Y tú, Poncet, también. Ayudaréis al soldado y le serviréis de compañía y de viático. Pero, Roger, hijo mío, la vela de la herramienta de la Paz es cosa vuestra. Sólo vos lo podéis hacer. Porque, aparte de templar de nuevo la espada, tendréis que templar también el brazo que la ha de blandir y el corazón que ha de guiarla contra la Pobreza y el Hambre para recobrar la Prosperidad que nos falta, contra la Soberbia y la Traición para recobrar la Paz de que carecemos y, sobre todo, contra el Miedo para recuperar el Valor... Mañana, con el alba, emprenderéis el camino. Gosost os proveerá.</p>
<p>Dicho esto, el Hombre Sabio hizo un gesto de fatiga, recogió el legajo que estaba examinando cuando llegamos a su celda, y se desentendió de nosotros.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>XI</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De caminos y de posadas, de tormentas y adversidades varias en la Isla de las Tres Naranjas, con las noticias que llegan a los caminantes sobre el asedio de la ciudad de Montcarrá, la llegada de los corsarios de Oriente a la bahía de Riumar y otros preparativos de guerra y un encuentro final con unos misteriosos bandoleros.</p>
<p></p>
<p>Bajamos del Cerro del Gigante con más pesar que en la subida, pero mucho mejor provistos. Gosost nos había proporcionado sendas muías a Poncet y a mí, y una yegua a Roger. Y había decidido al fin que Guiós, el monje que nos había llevado del Monasterio de la Sierra al Monasterio de los Llanos, nos condujera por los caminos de la Isla de las Tres Naranjas hasta Allá Donde la Tierra Acaba.</p>
<p>Llevábamos, además, mochila de comer, ropas de abrigo y consejos a porrillo para huir de las partidas de soldados del rey que asolaban los Llanos, hasta que la herramienta de Paz estuviera templada de nuevo y Roger pudiera emprender definitivamente su misión de recobrar el Estandarte.</p>
<p>Fue una cena triste aquella, pese a la calidad de los manjares que nos ofrecieron los monjes, y la sobremesa la dedicamos en exclusiva a hablar de la expedición que habría de iniciarse al día siguiente, según los consejos del Hombre Sabio.</p>
<p>La comida tenía un regusto amargo, y fueron más bien escasas las palabras que se cruzaron entre el prior, Roger, Poncet y yo. Acabada la cena, el prior me rogó que recitara mis versos para la comunidad de monjes, y aunque, acepté, sabía de antemano que no iba a ser éste un recital de los que honran a un poeta y hacen que su nombre se divulgue por hostales y palacios.</p>
<p>Dormimos poco y mal, cada uno presa de sus pensamientos, y el alba nos encontró levantados, lavados y a punto ya para cumplir el Destino que nos habían trazado incluso antes de nacer.</p>
<p>Ahora, hacía ya un buen rato que cabalgábamos a buen paso, pendiente abajo, hacia la llanura, cuando asomaban las luces del alba de un día que se nos ofrecía fatigoso y lleno de peligros.</p>
<p>Guiós, montañés él, cabalgaba a pelo una mula plomiza y encabezaba la marcha, vestido ahora de labriego según consejo de Gosost, que opinaba que los monjes de Rogets, después de la batalla del Monasterio de la Sierra, iban a ser buscados y perseguidos por los soldados del rey.</p>
<p>Llegamos al llano dos horas después. Evitamos el Bosque Encantado y seguimos el camino real, aun con la posibilidad de un mal encuentro. Los campesinos de las posesiones que bordeaban el camino empezaban su labor. Flotaba una especie de mal aire sobre todas aquellas casas bien dispuestas, con grandes establos y pajares, y rodeadas de huertos regados con acequias.</p>
<p>Nos detuvimos una hora después, en un hostal que había en un cruce de caminos: el que bajaba del cerro y el que llevaba a Montcarrá, el que seguía hacia la sierra y el que llevaba a Montpunyent, en la banda del nordeste. El hostal se llamaba La Encrucijada de Oro, y seguro que el amo, un hostelero alto y gordo como un roble, debía de ganarlo a espuertas, porque había muchos animales en los establos, mucha gente en el comedor y unos criados numerosos y malcarados que, viendo la apariencia más bien pobre de nuestro vestuario, nos sirvieron despreciativos.</p>
<p>Nos habíamos detenido allí por dos razones: por un lado, Roger quería ahorrar de los víveres que nos había dado Gosost; por otro, necesitábamos información sobre el estado de los caminos y la situación de las hermandades y de las partidas de soldados que controlaban los Llanos.</p>
<p>Cumplimos con los dos propósitos. Nos ofrecimos un yantar digno de un rico mercader, y supimos que los agermanados se habían agrupado ante las murallas de Montcarrá con intención de asedio, y que los soldados del rey, o bien estaban defendiendo la ciudad o habían partido hacia Súmir abandonando la vigilancia de los caminos. Por añadidura, supimos también que había llegado a la isla un soldado de fortuna, llegado del Otro Lado del Mar, cargado de magias, que unos decían venía a ayudar al buen Rey Flocart contra las hermandades y otros aseguraban que había participado en la batalla del Monasterio de Rogets y había salvado a los monjes del ataque de la tropa real.</p>
<p>Se decía también, en voz baja y una punta de pavor, que el rey había convocado a las naves de Oriente y que se esperaba de un momento a otro la llegada de un ejército nefasto, el mismo que antaño había sido derrotado por el glorioso Nolás en la Marina de Álamo Grande, en una espantosa batalla que aún hoy se recordaba en versos cardados de misterio. Los corsarios, atraídos por el botín, habían decidido ayudar a Flocart, se decía, y pronto estaría la armada corsaria anclada en Riumar. Y los que esto contaban, añadían que la llegada de los corsarios no favorecería en nada la Paz del Reino, porque, si bien quizá ayudaran a Flocart contra las hermandades, luego se harían los amos del rey y de la isla.</p>
<p>Aún más preocupados por estas noticias, y sin revelar para nada nuestra personalidad, pagamos religiosamente el gasto hecho y, tras aparejar muías y yegua, emprendimos el camino de Gregal. De tiempo en tiempo nos cruzábamos con campesinos que iban a los bancales, con viajeros que acudían a los pueblos de los alrededores, con mercaderes que volvían a Montcarrá espantados por las noticias y con vagabundos que nos pedían la limosna de un trozo de pan. A todos interrogaba Guiós, diciendo, para no despertar sospechas, que íbamos a la boda de una hermana suya en Alcaina. Y así, poco a poco, a lo largo del día, nos fuimos enterando de que el sitio de Montcarrá había empezado, que el ejército real había abandonado la expedición de castigo de Súmir y que acudía en defensa de la corte, que algunas partidas de soldados se habían convertido en bandidos y asaltaban a los escasos viajeros que se atrevían a salir por los caminos de la isla y que desde el puerto de Álamo Grande se veían en el horizonte las velas de las naos corsarias convocadas por el rey Flocart.</p>
<p>Comimos al raso, fuera del camino de herradura, para protegernos de un mal encuentro, y reemprendimos la marcha sin tiempo para descansar. Las noticias habían aumentado la preocupación de Roger, que espoleaba a la yegua. Guiós, Poncet y yo, caballeros en muías, apenas le podíamos seguir.</p>
<p>A la puesta de sol entramos en una llanura muy extensa, dejando atrás las lomas y barrancos del Llano de Montcarrá, señoreado por una villa protegida por un castillo de torres cuadradas y almenas puntiagudas. Guiós nos dijo que era la Pobla de Gregal, con el castillo del señor Ferruç, gran canciller y hermano del rey, a quien nosotros conocíamos con el nombre de Misterioso Viajero. Toda la llanura estaba cubierta de cultivos, con acequias bien conservadas que distribuían el agua y creaban la riqueza del pueblo.</p>
<p>—Mejor será que no entremos —dijo Roger—. Aún no ha llegado el momento de volver a ver al Misterioso Viajero, si es que está en su castillo, y no en Montcarrá.</p>
<p>Así pues, nos desviamos del camino real que llevaba a la Pobla de Gregal y nos adentramos por una red de senderuelos que bordeaban los cultivos, siempre hacia el nordeste, hasta que el sol se puso del todo y la oscuridad nos cubrió.</p>
<p>Hicimos noche en unas peñas, al pie de unos robles, en un herbazal. Roger no nos dejó encender fuego, distribuyó guardias y se alejó de nosotros con el envoltorio de andrajos que contenía la espada del rey Nolás. Guiós se cuidó de las muías y de la yegua, mientras Poncet y yo cortábamos rebanadas de pan, rodajas de embutido y trozos de queso. Después de fumar una pipa, nos envolvimos en las mantas y empezamos las guardias. Poncet hacía el primer turno, Guiós el segundo y yo el tercero. Roger, si es que podía dormir y no se pasaba la noche en vela, haría el último.</p>
<p>Sólo el aullido de los lobos en la lejanía y el rumor de los animales del bosque interrumpieron la paz de la acampada. Por eso, descansados y más tranquilos, al día siguiente, al apuntar el día, continuamos camino.</p>
<p>Había nubes, amenazaba lluvia y soplaba un viento frío que hacía difícil el trote de los animales. Más allá de la llanura de la Pobla de Gregal se alzaban las montañas como una barrera que nos separara del mar, meta de nuestro viaje. Si la Sierra de Tramuntana ofrecía un aspecto verde y acogedor, pese a la altura, esta Sierra de Gregal, continuación de la otra, era yerma y hosca, sin árboles, sólo con algunas manchas de hierba y rocas y peñascales. En la falda de la sierra estaba Montpunyent, un lugarejo de casas encabalgadas con tejados rojos y paredes blanquísimas. Llegamos a la hora de comer y Roger, con ganas de saber más cosas de la llegada de los corsarios de Oriente a Riumar, quiso parar un tiempo allí.</p>
<p>El pueblo estaba vacío y las pezuñas herradas de nuestras monturas resonaban lóbregas sobre las losas de la calle mayor. El humo que salía por las chimeneas y las sombras que se veían tras las ventanas mostraban que había vida en el pueblo. Guiós nos condujo a un mesón de arrieros que conocía. El mesón estaba cerrado con tranca y de nada valieron golpes y repicones, gritos, maldiciones y súplicas. Mientras esperábamos a que nos abrieran, empezó a llover. Caían unas gotas gruesas y frías, primero aisladas, pero que pronto se convirtieron en una cortina cerrada. Con el aguacero no había modo de seguir camino. Roger descabalgó y llamó a la puerta del mesón con la empuñadura de la espada que llevaba envuelta en trapos. Después de tres golpes, apareció el mesonero, que nos dejó paso franco. En el patio del hostal, unos mozos se hicieron cargo de los animales y el posadero nos invitó refunfuñando a entrar en el comedor. Sólo había tres clientes: dos arrieros de Alcaina que llevaban ganado de la Pobla de Gregal y que esperaban a que escampara para proseguir viaje, y un mercader de telas que quería permanecer dos días en Montpunyent para vender sus tejidos. Como no podíamos hablar de una boda en Alcaina, dado que los arrieros eran de allí, Guiós explicó que Roger iba a la ciudad a comprar unas tierras, si es que las había en venta por allí.</p>
<p>—Mal tiempo para comprar y vender, señor —dijo uno de los arrieros—. Sobre todo con los peligros que vienen del mar.</p>
<p>Guiós lo interrogó hábilmente, porque Alcaina, como Súmir, eran pueblos de campesinos y pescadores abiertos a la Mar Grande.</p>
<p>Por boca del arriero supimos que desde hacía días los pescadores no se hacían a la mar, atemorizados por las tempestades, el viento norte y, sobre todo, por la extraña presencia de unos peces voraces que desgarraban las redes y hasta habían llegado a devorar a un pescador. De las naves corsarias convocadas por Flocart no se sabía nada. Y de los agermanados no querían hablar, por miedo a que fuéramos espías reales.</p>
<p>La comida que nos ofreció el mesonero fue muy parca, pero el fuego de la llar, que hacía humear nuestras ropas, y el calor del té y del licor de ciruelas nos ayudaron a pasar el rato hasta que escampó. Permanecía en el cielo un color plomizo, y la humedad resultaba pegajosa y nos empapaba el espinazo cuando salimos del hostal. Los animales se negaban a andar y, para salir de Montpunyent, tuvimos que llevarlos tirando del ronzal. De la villa salían dos caminos: uno que llevaba hasta la Pobla de Gregal, de donde veníamos, y otro que serpenteaba hacia la sierra. Guiós nos dijo que el camino se bifurcaba a poca distancia, un ramal hacia Alcaina y el otro hacia la costa más lejana, que formaba un espolón que entraba en el mar y que recibía el nombre de Allá Donde la Tierra Acaba.</p>
<p>Este segundo camino era poco empleado porque, según explicó Guiós, era peligroso y cargado de hechicerías. Antaño, según nos dijo el monje, los de Adiá que vinieron a conquistar la isla lo construyeron como acceso a una torre de vigilancia que había en el espolón del nordeste para atalayar la Mar Grande. Con la construcción del pueblo de Alcaina, mucho más hacia levante, los de Montcarrá habían abandonado la torre y ahora casi nadie iba allá.</p>
<p>A medida que íbamos trepando por el declive de la montaña, siguiendo las mil vueltas y revueltas del camino veíamos desde nuevas perspectivas los Llanos de la isla. La bóveda del cielo estaba negra como las fauces de un lobo, y la tramontana que soplaba venía cargada de tempestad.</p>
<p>Paramos en la bifurcación del camino para comer y descansar. Poncet se había empeñado en hacer fuego para calentar la comida que nos habían dado en el monasterio del Cerro del Gigante, pero no conseguimos que la leña ardiera. Nos hubimos de contentar, pues, con una hogaza y un poco de queso. Media hora después volvíamos a estar a caballo de las monturas y proseguíamos la marcha con una sensación de malaventura y un temor que compartían los animales.</p>
<p>Pasaban las horas, y el paisaje no cambiaba: peñascos, matojos, pedruscos resbaladizos y algunas paredes secas medio arruinadas que habían servido de linderos a las abandonadas tierras de cultivo.</p>
<p>Supimos que era de noche porque la oscuridad se hizo más espesa y por el cansancio que nos dominaba. Nos detuvimos al fin en un aprisco resguardado por unos peñascales y, al abrigo de la piedra, Poncet consiguió hacer fuego con musgo seco y cuatro ramas que encontramos con trabajo.</p>
<p>Pero las llamas no conseguían ahuyentar el frío con su calor débil y húmedo. Cocinamos carne, calentamos agua para el té y ambas cosas nos confortaron y nos permitieron dormir sin miedo.</p>
<p>Habíamos hecho guardias, como la noche anterior, y esta vez me tocó a mí el cuarto final. Roger me despertó con un murmullo y me dijo:</p>
<p>—Vigila, Guiamón, que he oído rumores extraños, y tanto podrían ser animales como bandoleros, soldados del rey o algo peor aún. Cuida de las muías y la yegua, que están inquietas, como si presintieran un mal encuentro.</p>
<p>Estas recomendaciones me llenaron de miedo y me hicieron acechar con unos ojos como platos. Se había apagado el fuego, y las cenizas estaban frías. El cielo era negro como carbón, y sólo se distinguía la silueta de los peñascos que nos protegían, y más allá, el lomo de las montañas. También yo sentí, durante las dos horas de mi guardia, ruidos pavorosos: algunos eran identificables, como el relincho de la yegua y el resoplar de las muías, el chillido de una lechuza, el silbar del viento..., otros ruidos eran espantosos: una especie de pisadas, murmullo de voces, gruñidos de fieras salvajes. Mil veces estuve a punto de llamar a Roger, y mil veces me dije que me traicionaba mi imaginación de poeta. Hasta que llegó el alba y, tenso como un sedal de pesca y cansado de acechar en la negrura de la noche como un nigromante, desperté a mis compañeros.</p>
<p>Bebimos un trago de té frío, roímos un mendrugo de pan seco y volvimos al camino.</p>
<p>El tiempo no había mejorado. Se oían truenos por el nordeste, por el lado del Gregal, y el aire cortaba como un cuchillo. Avanzábamos contra el viento, envueltos en la ropa de abrigo que nos habían dado en el monasterio. Guiós iba delante, abriendo camino, y Roger a retaguardia, temiendo que cayera cualquier peligro sobre nosotros.</p>
<p>Los truenos se oían cada vez más cerca y el aire estaba cargado de humedad, como si la tempestad esperara por nosotros al otro lado de la sierra.</p>
<p>De pronto, Guiós, que iba un poco adelantado, se detuvo en seco y dio media vuelta, volviendo al galope su ínula hacia donde estábamos.</p>
<p>—¡Alto! ¡Alto!</p>
<p>Empezó a llover. Y, detrás de Guiós, como una partida de espíritus maléficos, apareció un grupo de hombres a caballo. Llevaban lanzas, espadas cortas y mazas, pero no eran soldados. Los mandaba un extraño jinete vestido denegro. Conté diez hombres, y, aparte, el capitán.</p>
<p>—¡Bandidos! —oí que decía Poncet a mi lado.</p>
<p>Roger espoleó la yegua, desenvainó la espada que había arrebatado al capitán de las tropas reales durante el sitio del monasterio, y se lanzó contra la partida.</p>
<p>—¡Adelante! ¡Adelante!</p>
<p>Sin pensarlo siquiera, desenvainé el puñal y clavé espuelas a la mula. Era mejor la certidumbre de aquel ataque que la incerteza de la noche. Así empezó la batalla de la Sierra de Gregal.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>XII</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la batalla de la Sierra de Gregal, del origen de los bandoleros y de su capitán, el Jinete Negro; de una tempestad lóbrega en la Torre del Espolón, y de cómo Roger, soldado de fortuna, templó la espada del rey Nolás, herramienta de Paz, y de los prodigios que siguieron.</p>
<p></p>
<p>Con la primera acometida, Roger, hábil en el manejo de la espada a caballo, derribó a uno de los bandoleros, pero pronto se vio rodeado por los otros nueve, que intentaban herirlo con lanzas, espadas y mazas.</p>
<p>Poncet y yo llegamos a tiempo. Obligué a mi mula a lanzarse sobre el caballo del jinete que blandía una lanza. Como no esperaba mi rabiosa acometida, lo descabalgué, pero con tan mala fortuna que la lanza del jinete se clavó en el costado de la mula y, sin saber exactamente cómo, me encontré rodando por el suelo húmedo. La lluvia me impedía ver bien. Con la caída había perdido el puñal y no conseguía encontrarlo entre los hierbajos y los arroyaderos que se habían formado en la tierra gris.</p>
<p>El bandolero descabalgado blandía ahora una espada dispuesto a echárseme encima. ¿Qué podía hacer yo, un pobre poeta desarmado, contra aquel esbirro diestro en el arte de la esgrima? Cogí un pedrusco y se lo tiré a la cabeza. El yelmo le salvó, pero la pedrada le desvió la espada. Guiós, que se había retrasado, llegó a tiempo de golpear al bandolero con el flanco de la mula, y lo dejó sin sentido. Le cogí la espada y ataqué a otro jinete armado de una maza que había golpeado a Poncet en el hombro. Pinché la grupa del animal que montaba, el caballo se encabritó y el jinete cayó al suelo. Sin darme cuenta, con un reflejo que en otra situación me habría dado que pensar, le clavé el acero. Dio un grito, pataleó y al fin se quedó quieto. Entonces dispuse de un momento para observar cómo iba la batalla. El capitán de los bandoleros, el Jinete Negro, estaba alejado del núcleo de la acción, reteniendo a su cabalgadura, que relinchaba con excitación. Roger había desmontado a dos bandoleros y se enfrentaba con la espada con un tercero que se defendía como podía con una azagaya. Poncet, herido por la maza del jinete a quien yo había derribado, se escabullía como una serpiente de los ataques de un enemigo armado con una espada. Guiós era el que estaba en mayor peligro. Dos bandoleros lo tenían acorralado entre una roca y un despeñadero. Luchaba con la espada en la derecha y un garrote en la izquierda. Corrí hacia él y repetí la estrategia que hasta entonces me había dado tan buenos resultados. Herí a la yegua que montaba uno de los atacantes, y lo descabalgué. El animal huyó enloquecido, pero el bandolero cayó de pie con la espada a punto. No tengo la menor idea del arte de la esgrima, pues el manejo de la espada no entra en el aprendizaje de un poeta. Así es que me limité a hurtar el cuerpo y a evitar sus golpes si podía. Con el rabillo del ojo veía a Guiós, que liberado de un enemigo atacaba con brío al otro y, afortunadamente para mí, lo dejaba fuera de combate de una estocada en la pierna. Con un garrotazo certero hizo caer redondo a mi oponente.</p>
<p>La batalla nos era favorable. Habíamos eliminado a siete y Roger atacaba furioso a los dos que acometían a Poncet. Alzó la espada, y con un molinete decapitó a uno de los bandidos mientras Guiós a caballo y yo a pie acudíamos en ayuda de nuestros compañeros. No fue preciso. Una orden del capitán, y los tres enemigos indemnes y los heridos más leves emprendieron la fuga, rocas arriba.</p>
<p>Roger descabalgó y se acercó a los cuatro bandoleros que no habían emprendido la retirada. Dos estaban muertos: el que él había decapitado y el que había recibido mi estocada en el pecho. Los otros dos eran los que Guiós había descabalgado: uno, sin sentido de un garrotazo en la cabeza y el otro herido en una pierna.</p>
<p>Enterramos a los dos muertos entre unas peñas, con piedras y ramaje encima. Poncet, mientras tanto, atendía a los heridos.</p>
<p>Cuando estábamos sepultando a los bandoleros volvió en sí el que había recibido el garrotazo de Guiós. Roger los interrogó entre amenazas y promesas de libertad. Eran bandoleros, efectivamente, antiguos soldados del rey que no obedecían ya las órdenes de Flocart y acampaban a su aire desde hacía algún tiempo en los Llanos de Pobla de Gregal, por las cercanías de Montpunyent, en la Sierra del Nordeste y en la bahía de Alcaina. Su capitán, el Jinete Negro, era un misterioso caballero, noble por el habla, que aparecía y desaparecía dejando el mando de la banda en manos de un lugarteniente, un bandido llamado Montur, sanguinario y cruel. Atacaban alquerías, posesiones y a los mercaderes de camino, pero también a los soldados y a las gentes de las hermandades. Y, según nuestros prisioneros, tenían en todos los pueblos espías que les iban informando del paso de posibles víctimas.</p>
<p>Roger, insatisfecho de la aventura y de las explicaciones de los bandoleros, los liberó y los obligó a marcharse a pie y sin armas.</p>
<p>La herida de Poncet era leve: un mazazo en el hombro izquierdo, que le había inutilizado parcialmente el brazo. Él mismo se preparó una cataplasma con las hierbas que había cogido en la Sierra de Tramuntana, cuando nos dirigíamos al Monasterio de Rogets, y se aplicó la cura. Guiós había capturado uno de los caballos de los bandoleros, y Roger me la ofreció, al verme privado de montura. Después de comer algo y de beber un trago de agua, proseguimos la marcha hacia el Espolón de Gregal, Allá Donde la Tierra Acaba.</p>
<p>Había cesado de llover cuando enterrábamos a los dos bandoleros, pero el cielo seguía encapotado y el aire cargado de humedad.</p>
<p>Al rebasar la cima de la cadena vimos el mar, negro como el cielo, con un bramido amenazador. La costa se recortaba con un laberinto de calas, cabos y peñascos bordeados de espuma. En algunos lugares, las cimas de la sierra acababan en acantilados que caían sobre el mar cortados a pico; en otros, las montañas bajaban en pendiente abrupta hasta las playas de arena gris cerradas por calas profundas.</p>
<p>La vegetación era escasa y no había ni rastro de vida humana. Sólo las ruinas de la torre en el extremo del Espolón de Gregal, que se iba afilando a medida que entraba en el mar y al que, rodeado de brumas, apenas podíamos ver.</p>
<p>Un camino en cuesta seguía el lomo de la cadena de montañas. Luego se perdía entre unos abajaderos, reaparecía entre peñas en el espolón y parecía continuar hacia la torre, Allá Donde la Tierra Acaba.</p>
<p>Roger nos ordenó que continuáramos. Quería hacer noche en el espolón y empezar así la vela de la espada que le había encomendado el Hombre Sabio del Cerro del Gigante.</p>
<p>Ahora era Roger quien iba adelantado y Guiós quien cuidaba la retaguardia. Poncet cabalgaba a mi lado, con el brazo inmovilizado; de vez en cuando hablábamos en voz baja.</p>
<p>La soledad del paisaje, la aspereza de las peñas, la amenaza de la Mar Grande y la prisa del soldado de fortuna nos atemorizaban y, por mi gusto, habría detenido mi montura y buscado refugio entre las piedras para pasar la noche como fuese y esperar al día siguiente a ver si se calmaba el tiempo, amainaba la tempestad del mar y salía un sol que hiciera algo más grato el paisaje.</p>
<p>Pero cabalgamos como orates hasta que, avanzada ya la noche, llegamos a las ruinas de la torre.</p>
<p>Era una construcción redonda, alta, con algunas troneras y mirillas y una puerta en lo alto, alzada sobre el suelo.</p>
<p>Se erguía la torre sobre un cantil, y la mar la rodeaba por todas partes menos por el camino que nos había llevado hasta allí con harto desconsuelo de nuestras monturas y de nuestros cuerpos maltrechos.</p>
<p>—¡Pasaréis la noche aquí! —dijo Roger.</p>
<p>—¿Y vos, señor? —preguntó Poncet con un hilillo de voz.</p>
<p>—He de velar, y luego templar la espada.</p>
<p>—¡Pero con esta oscuridad no podréis llegar al mar! —dije.</p>
<p>—Es mi destino, Guiamón.</p>
<p>Descabalgó, deshizo el envoltorio de trapos, sacó de él la herramienta de Paz, la espada del rey Nolás, se desciñó la espada que había utilizado hasta ahora, se acercó al cantil, al lado de la torre, y desapareció.</p>
<p>Guiós se apeó también de su montura y nos indicó:</p>
<p>—Nos resguardaremos dentro de la torre... Vuelve la tempestad y ya no podemos hacer nada por Roger. Ayudadme.</p>
<p>Poncet y yo lo aupamos, y Guiós trepó por la pared de sillarejo irregular. Desde la puerta nos hizo llegar una cuerda que se había sujetado al hombro, y con su ayuda subí hasta donde él estaba. Poncet se ató la cuerda a la cintura y Guiós y yo lo subimos a brazo.</p>
<p>Una vez los tres en el umbral, miramos con desconfianza el pozo tenebroso que se abría ante nosotros.</p>
<p>—¡Si tuviéramos luz!... —murmuró Guiós.</p>
<p>—¡Un momento! —dijo Poncet—. Creo que llevo yesca y pedernal...</p>
<p>Del zurrón que nunca abandonaba sacó las cosas de hacer fuego y, tras manipularlas un rato, saltó la chispa y una llamita temblorosa venció la oscuridad. La puerta daba a una especie de vestíbulo medio en ruinas. En una de las paredes había unas argollas con antorchas. Poncet aplicó la llama al extremo de una de las antorchas y consiguió encenderla.</p>
<p>El vestíbulo se prolongaba en una escalera de caracol que descendía hacia el nivel del suelo en el exterior y aún más abajo, mientras por arriba llegaba hasta lo alto de la torre.</p>
<p>Desde abajo venía un ruido mortecino y pavoroso, como si en los subterráneos del edificio vivieran seres innobles a quienes nuestra presencia hubiese despertado. Sin decirnos nada, elegimos la parte de arriba.</p>
<p>La escalera de caracol, estrecha y desgastada, daba paso, antes de llegar arriba, a varias cámaras circulares y cada vez más pequeñas. Las funciones de aquellos recintos se podían adivinar por los restos que habían dejado los antiguos moradores: sala de armas, comedor, dormitorios, cuarto del capitán... Al fin, jadeantes y atemorizados por la presencia constante del pasado, llegamos a una puerta reforzada con una plancha metálica que colgaba de las bisagras. Se abría hacia una terraza redonda, con un parapeto.</p>
<p>Salimos afuera. Caían goterones de lluvia, fríos y gruesos, que se aplastaban con furia contra las losas de la terraza. El mar, a nuestros pies, bramaba contra los cantiles y los escollos. De vez en cuando, un relámpago iluminaba la tiniebla, recortaba la costa lóbrega y se desvanecía con un trueno salvaje.</p>
<p>Permanecimos un momento en la terraza hasta que, con ayuda de un relámpago, vimos la figura altiva de Roger, con la herramienta de Paz en la mano, sobre un escollo, rodeado de espuma, desafiando la tempestad e iniciando la vela de la espada.</p>
<p>Volvimos a la escalera de caracol y bajamos hasta el recinto más cercano, una sala pequeña que había albergado a los guardias en caso de mal tiempo.</p>
<p>Nos tumbamos en el suelo, abrigados en las mantas, e intentamos comer un poco de pan duro, embutidos y queso, pero no hubo manera de hacerlo. El ambiente de la torre, la vela de Roger y la vuelta de la tormenta nos helaban la sangre y hacían que nos pegáramos unos a otros más muertos que vivos.</p>
<p>—Eso es lo que pasa cuando uno se mete en líos de magia, con mujeres-pez, profecías y todo eso... —me comentó Poncet al oído—. ¿No crees que estaríamos mejor ahora en casa del Callós de Malveure, comiendo, bebiendo, fumando y recitando versos? ¡Maldito sea el Misterioso Viajero y todas las aventuras estrambóticas en que nos ha metido!</p>
<p>No le respondí porque, si bien por una parte pensaba que tenía razón, por la otra me deslumbraba el destino que me había prometido la sirena y confirmado el Hombre Sabio... Soy poeta, y me encanta imaginar que mis versos sean conocidos y recitados a través de las tierras y los tiempos.</p>
<p>El estruendo de la tempestad crecía a medida que avanzaba la noche. La luz de los relámpagos penetraba de vez en cuando por las troneras y obligaba a las sombras de la sala a bailar una loca zarabanda. Había allí de todo: dragones, trasgos, gigantes, fantasmones... Habíamos apagado la antorcha, para que no se gastara y tenerla en caso de necesidad. Por más que lo intentábamos, no podíamos dormirnos. Las losas del suelo estaban frías, la humedad nos traspasaba los huesos y el viento silbaba por las troneras con un aullido espantoso.</p>
<p>Ni el glorioso destino, ni los versos que bullían en mi cabeza calmaban mi pavor: me revolvía inquieto, pensando que aquella noche espantosa no iba a acabar jamás. Pensaba también en el pobre Roger, en el animoso y gallardo Roger, en el sacrificado Roger, plantado en medio de las olas, rodeado de espuma, bajo la lluvia e iluminado por los relámpagos.</p>
<p>Me debí de quedar dormido, porque no me di cuenta de que cedía la tempestad. En un momento dado dejé de oír los truenos, los aullidos del viento, el rumor de la lluvia. Sólo, muy distante, me llegaba el bramido del mar. Había soñado algo terrible, y tenía la garganta seca. Me incorporé procurando no despertar a Poncet, que dormía apoyado en mí, y palpé a mi alrededor en busca del zurrón donde estaba la calabaza con agua. Como no lo encontraba, me levanté del todo... La tranquilidad del ambiente me trajo algo de sosiego... Una vez calmada la sed, salí del cuarto y trepé escaleras arriba hasta la terraza.</p>
<p>Hacía frío, pero había estrellas en el cielo y una raya de luz, muy tenue, se extendía por levante, hacia Alcaina.</p>
<p>Miré por el parapeto. Aunque el mar se había calmado, una cenefa de espuma recortaba la costa y marcaba los escollos.</p>
<p>Abajo, a un tiro de honda, sobre los peñascos, inmóvil como una estatua, Roger blandía la herramienta de Paz. La había empuñado con las dos manos y la alzaba sobre la cabeza como en saludo al nuevo día que se anunciaba levemente.</p>
<p>Una especie de fumarola, negra y maligna, lo rodeaba, se retorcía alrededor de la espada queriendo vencer la voluntad del soldado y hacerlo sucumbir a la desesperación y a la soledad. Me di cuenta de que Roger tenía los ojos cerrados y la cara pálida. Se estaba enfrentando con la Malignidad que cubría la isla, que había hecho desaparecer el estandarte y que había cubierto de herrumbre la espada. Si hasta ahora el soldado de fortuna había demostrado su brío en el combate, ahora se ofrecía ante mí en un aspecto nuevo: la firmeza de su carácter, la limpieza de su corazón.</p>
<p>Lentamente, mientras la línea de claridad se iba ampliando, la humareda que luchaba contra Roger se fue difuminando, deshaciéndose en el aire como si un viento de bienandanza soplara sobre la testa del Héroe.</p>
<p>Y entonces, cuando el círculo rojo del sol hirió la llanura inmensa de la Mar Grande, plana como un espejo, desapareció del todo aquel humo negro, vencido por la nobleza y el valor de Roger.</p>
<p>Y entonces el soldado de fortuna abrió los ojos; le volvió el color y una serenidad magnífica iluminó su rostro.</p>
<p>Y entonces se movió: blandió la espada, hizo girar sobre su cabeza la herramienta de Paz y, con majestuosa lentitud, la hundió en la espuma de la Mar Grande.</p>
<p>Y entonces se oyó un trueno lejano. El sol salió del todo, revivió la naturaleza y el Soldado quedó envuelto en una especie de aura de gloria.</p>
<p>Y entonces la herramienta de Paz salió de la Mar Grande templada y reluciente como si fuera de azogue, y parecía más grande. Los rayos del sol naciente destacaban la divisa que el Hombre Sabio había grabado en el acero: «La Justicia trae Paz. La Injusticia trae Guerra.»</p>
<p>Y entonces, de rodillas, supe que la herramienta de Paz había encontrado poseedor, que el Destino anunciado por la mujer-pez se iba a realizar, y que había empezado la guerra del Estandarte.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>Segunda parte</p>
</h3>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>La princesa Garidaina</p>
</h3>
<p style="page-break-before: always; line-height:0%;"> </p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>I</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De cómo después de la tempestad viene la calma. Del camino de Montcarrá; de una noche magra en el hostal de Alcaina y de la llegada de la herramienta de Paz, en manos de su portador, al sitio de Montcarrá. Y del combate singular entre Roger de Adiá y el Joven Caballero de la Armadura, con el prodigio de su identidad.</p>
<p></p>
<p>Un sol resplandeciente iluminaba la Sierra de Gregal y le daba un aire tan distinto del que habíamos visto a la ida que se nos alegraron los corazones y las piernas aligeraron el paso. También los animales parecían más tranquilos y, una vez aparejados, emprendieron un trote alegre, como si todo lo que había ocurrido la víspera fuese sólo una pesadilla o un cuento inventado a la vera del fuego.</p>
<p>Pero lo que había ocurrido la noche antes era algo bien real, y los cuatro éramos testimonio vivo: Poncet y Guiós —e imagino que yo también— teníamos mala cara, con ojeras violáceas y la piel tirante. Roger, en cambio, había cobrado una actitud majestuosa, pese a sí mismo, y su rostro traslucía una belleza sobrenatural, de Héroe de Tiempos Antiguos, como escapado de unos versos heroicos. Iba avanzado, marcando la marcha a la partida, con la herramienta de Paz ceñida a la cintura, silencioso y meditabundo.</p>
<p>Guiós cabalgaba a un cuerpo de mula del soldado, respetuoso y fiel, y Poncet y yo cerrábamos la expedición, asombrados aún por las maravillas que habíamos visto y vivido.</p>
<p>—Realmente, poeta, el amo ha cambiado —me decía Poncet con una punta de pesar en la voz.</p>
<p>—¿Cómo no iba a cambiar? ¿No ves, Poncet, que una vela como la que hizo por fuerza ha de cambiar a un hombre? Esta noche, amigo mío, Roger ha encontrado su Destino. Ya no es un soldado de fortuna de la Tierra Firme... Ahora es el portador de la herramienta de Paz...</p>
<p>—Encuentro que también tú has cambiado, Guiamón Hablas en enigma, como el Hombre Sabio del Cerro del Gigante... El Destino que dices ha encontrado el amo, parece que también lo hayas encontrado tú...</p>
<p>—Y tú, Poncet, y tú... Porque un criado es lo que es su amo. Y si Roger es un elegido del Destino, portador de la herramienta de Paz..., tú eres su servidor. Y su grandeza hace la tuya...</p>
<p>—Ya te lo decía yo, Guiamón. También tú has cambiado. Pero déjate de jeroglíficos y abre bien los ojos, no sea que el Destino acabe en una revuelta del camino en forma de Jinete Negro y sus bandoleros...</p>
<p>No me parecía posible que esto pudiera ocurrir. Volaban toda clase de pájaros piando alegremente y, más allá del camino, a un lado y otro, descubríamos de vez en cuando el movimiento de un conejo, de una liebre o de una comadreja al acecho de nuestro paso.</p>
<p>Llegamos a la bifurcación con mucha más presteza que a la ida. Roger nos ordenó hacer alto. Descabalgamos y nos dispusimos a preparar la comida.</p>
<p>Reconfortados por la pitanza y satisfechos con el sol que nos acompañaba, reemprendimos camino una hora después, tranquilos ya del todo, sin temor a malos encuentros ni a magias, ni a misterios. A buen paso, nos adentramos por el camino de Alcaina. La Sierra de Gregal se iba suavizando y, a medida que bajábamos, las señales de vida se fueron haciendo más numerosas: campos cultivados, cabañas de ganado, algún redil entre las peñas, columnas de humo que anunciaban casas de labor... También el camino mejoraba, y pronto nos cruzamos con viajeros que venían de Montpunyent en dirección a Alcaina o que procedentes de Alcaina se trasladaban a Montpunyent o a la Pobla de Gregal. Guiós los interrogaba después de los usuales saludos, sin decirles ni quiénes éramos ni adónde íbamos. Pronto nos confirmaron la presencia de corsarios de Riumar, convocados por el rey, con la esperanza de que le ayudaran contra los agermanados que sitiaban Montcarrá. Supimos también que Alcaina estaba en manos de los alzados, que habían expulsado a los soldados del rey, y que un ejército de campesinos y de pescadores había salido de la villa para unirse al asedio de la ciudad. Roger, al saberlo, nos obligó a acelerar el paso de las monturas.</p>
<p>Alcaina era una villa marinera, justo en medio de la bahía de Gregal, al pie de la sierra, rodeada de campos cultivados y de posesiones dispersas. La vislumbramos a últimas horas de la tarde, ya con las luces del crepúsculo. Estábamos realmente cansados, y nuestros animales necesitaban un reposo, un puñado de forraje y un lugar a cubierto donde pasar la noche. Por eso, a ruego de Poncet y de Guiós, Roger nos dirigió hacia la villa.</p>
<p>Entramos ya de noche. Las calles, como nos había pasado en Súmir y en Montpunyent, estaban vacías, y las casas cerradas y con la tranca puesta. Guiós nos llevó hasta el hostal, que se llamaba La Anchoa Alegre, pero que de alegre no tenía nada. Nos costó gritos, golpes y maldiciones el que el mesonero nos abriese, y un montón de dinero el que, una vez dentro, atendiera a los animales en el establo y a nosotros en el comedor.</p>
<p>El fuego de la sala estaba apagado; la cocina hacía ya rato que había cerrado, y nos tuvimos que contentar con una jarra de vino, un escabeche de anchoa, unas rodajas de embutido, un poco de queso y un pan más seco que el corazón del mesonero. Las habitaciones que nos había preparado a toda prisa no eran mejores que la cena: olían a rancio, las sábanas eran ásperas y los colchones delgados como la hoja de un cuchillo.</p>
<p>Agradecimos no obstante el descanso y la noche sin sorpresas, y, al día siguiente, con la última oscuridad de la noche, nos despedimos del hostelero y emprendimos camino hacia Montcarrá. Cabalgábamos con prudencia y con rapidez. Más de una vez, Roger, que iba delante, nos obligó a apartarnos del camino de herradura para evitarnos un encuentro con un pelotón de soldados.</p>
<p>Al mediodía abandonamos el camino que seguía la costa y nos adentramos en el interior, en dirección a Montcarrá. Una especie de niebla o humareda anunciaba desde lejos la proximidad de la ciudad. El camino real estaba ahora bordeado de casas, hostales, obradores y almacenes. Las puertas cerradas y el silencio hablaban, no obstante, de la situación desastrada del reino. Era como si nos hubiéramos quedado en un arrabal fantasmagórico poblado sólo por el eco de los pasos de nuestras monturas. Y menos mal que el sol brillaba, el aire era sereno y los árboles tenían una apariencia muy real: de noche no me habría atrevido a proseguir por más que me lo ordenara Roger.</p>
<p>Al fin, cuando Poncet y yo hablábamos ya de pararnos a cenar, topamos con una partida de agermanados. Eran seis hombres andrajosos que nos cerraron el paso armados con horcas de heno, hoces y garrotes. Roger se enfrentó con ellos, amable pero firme, prudente pero no atemorizado.</p>
<p>—¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó el jefe de los agermanados.</p>
<p>—Viajeros, y llegar a Montcarrá.</p>
<p>—Ceñís espada, señor, y los viajeros no suelen hacerlo. ¿Sois soldado quizá?</p>
<p>—De fortuna. Y vengo de Adiá, al otro lado de la Mar Grande.</p>
<p>—¿Os llamáis Roger, por ventura?</p>
<p>—Ése es mi nombre.</p>
<p>—Perdonad, señor. No era nuestra intención molestaros. Os escoltaremos hasta la línea del asedio. Hace días que os esperan nuestros capitanes...</p>
<p>—¿Que me esperan vuestros capitanes?</p>
<p>—Aunit de Súmir nos ha hablado de vuestra defensa del Monasterio de Rogets. Y todo el mundo conoce la profecía del Hombre Sabio del Cerro del Gigante... ¡Apresuraos, Roger, el reino os necesita!</p>
<p>Los agermanados no tenían monturas y nos acompañaron a pie protegiendo nuestros flancos, cansados pero contentos de velar por el portador de la herramienta de Paz.</p>
<p>En un momento llegamos a una elevación del terreno desde donde se veía la ciudad de Montcarrá cercada por una doble muralla: una de piedra, mellada ya por varios lugares, con columnas de humo que brotaban de su recinto; otra de hombres de armas venidos de todas partes de la isla, andrajosos, alojados en cobertizos, alpendes, tiendas, al ras, arracimados en torno a las fogatas, armados con toda clase de herramientas sin orden ni concierto.</p>
<p>El camino real daba vueltas y más vueltas, bordeado de casas abandonadas, algunas con señales de un incendio, otras hundidas, que antaño habían pertenecido a la nobleza de Montcarrá y que se extendían hasta el fondo del valle, desde la puerta misma de la ciudad. Más allá de la ciudad, en la que destacaban las torres altivas del palacio, la línea del mar anunciaba el puerto de Riumar, donde mojaba anclas la escuadra de los corsarios.</p>
<p>Entre las ruinas de las casas nobles hormigueaba una multitud de agermanados hurgando en la basura en busca de comida o de objetos de valor. Al pasar nosotros, nos miraban con odio.</p>
<p>—¡Abrid paso a Roger de Adiá! —gritaba nuestra escolta, impidiendo una acción violenta.</p>
<p>—¿Has visto qué ejército tan lucido, Guiamón? —me preguntó Poncet sin parar el trote de su montura.</p>
<p>—No me extraña que esperaran la llegada de Roger —respondí—. Necesitan un profesional que convierta a estos desgraciados en una tropa organizada...</p>
<p>—¡Algo más que un profesional es lo que se necesita, amigo mío! Mano dura, disciplina y una voluntad de hierro...</p>
<p>—Piensa, Poncet, que el pueblo oprimido no tiene más que la rabia contra el opresor, pero carecen de organización y de eficacia...</p>
<p>No pudimos continuar hablando, porque la vista de aquel Cafarnaum que era el sitio de Montcarrá nos obligó a apresurar el paso hacia un grupo de tiendas donde, según nos explicaron nuestros hombres de escolta, estaban los capitanes de la revuelta.</p>
<p>Se combatía por el lado norte. Grupos de agermanados, a un tiro de ballesta de los muros de la ciudad, intentaban impedir la salida de un grupo de soldados capitaneados por un guerrero valeroso, de apariencia joven y noble, que dirigía el combate cubierto de pies a cabeza con una armadura brillante, montado en una yegua blanca de larga crin. El caballero de la armadura manejaba la espada con sorprendente habilidad.</p>
<p>Los capitanes de la hermandad nos esperaban ante las tiendas. Reconocí a Aunit, que alzó los brazos en un efusivo saludo.</p>
<p>—¡Roger! ¡Bien venido seáis, con vuestros compañeros!</p>
<p>Multitud de manos avanzaron para coger las riendas de nuestras monturas, mientras descabalgábamos a brazos de los agermanados que nos habían escoltado hasta allí.</p>
<p>—Dejaos de cortesías, señores, y explicadnos la situación... —ordenó Roger una vez puso pie en tierra.</p>
<p>—Y dadnos, por favor, algo de comer, que llevamos horas sin meter nada en la boca... —añadió con osadía Poncet.</p>
<p>Por orden de los capitanes, mientras unos cuantos agermanados iban a buscar víveres y bebida, otros se ocuparon de nuestros caballos y el resto preparaba bancos, escaños y una hoguera para que pudiéramos sentarnos, comer y hablar.</p>
<p>Cuando estuvimos ya sentados, y con sendas escudillas de barro llenas con un guiso de legumbres y de carne que me pareció de caballo, escuchamos las explicaciones de Aunit:</p>
<p>—Los soldados del rey dominan el camino real dé Riumar y, con la llegada de los corsarios, tememos que nos obliguen a levantar el sitio antes de que podamos imponer nuestras condiciones a Flocart.</p>
<p>—¿De cuántos hombres disponéis?</p>
<p>—Llegan cada día, y cada día se van otros, decepcionados por los escasos resultados del sitio... Además, muchos de los hombres de la hermandad no obedecen órdenes y van sólo en busca de botín... Nos hemos enterado de que hay partidas de bandoleros en los caminos, y muchos viajeros han sido atacados...</p>
<p>—Nosotros mismos tuvimos un encuentro anteayer en la Sierra de Gregal —dijo Guiós—. Era una banda mandada por un jinete negro...</p>
<p>—¡La banda de Montur! —exclamó uno de los capitanes, llamado Jacó, campesino propietario de tierras cerca de Biula.</p>
<p>—¿Qué planes tenéis, Roger? —preguntó Aunit.</p>
<p>—Entrar en la ciudad y hablar con Flocart antes de que nos ataquen los corsarios y acaben haciéndose dueños de toda la isla...</p>
<p>—... y recuperar el Estandarte, según dice la profecía —añadí, muy seguro del Destino que nos esperaba.</p>
<p>—No os dejarán pasar los soldados.</p>
<p>—Los obligaremos.</p>
<p>En aquel preciso momento llegó a la carrera un hombre. Venía jadeante, con la cara sucia de sangre, las ropas hechas trizas y el brazo derecho inutilizado por una herida pavorosa.</p>
<p>—¡Señores! ¡Señores!... Una partida de soldados ha roto el cerco y avanza hacia el norte... ¡No los podemos parar!</p>
<p>Jacó se levantó de un salto.</p>
<p>—¡No lo podemos permitir! Desmoralizaría a nuestros hombres y llevaría el temor a las villas de la hermandad... ¡Vamos todos!</p>
<p>Los capitanes dieron por terminada la asamblea. También Roger dejó su escudilla y se dispuso a acompañarlos. Poncet, Guiós y yo lo imitamos, con pena por no poder acabar la comida.</p>
<p>Saltamos a los caballos, que también sintieron dejar el forraje que rumiaban, y los espoleamos hacia el bastión del norte.</p>
<p>La partida de soldados había roto las filas de las hermandades, y corría, mandada aún por el joven caballero de la armadura, por medio del campamento, incendiando las tiendas y matando a los alzados que se oponían.</p>
<p>Los refuerzos llegaron a tiempo. Los capitanes y una multitud de agermanados se lanzaron sobre ellos, cercándolos en los linderos de un encinar, contra unas peñas.</p>
<p>Los soldados formaron un círculo y se defendían con furia, pero sin perder el orden militar, con tanta fortuna que pronto hubo un montón de agermanados caídos, muertos o heridos, lo que obligó a Aunit a replegarse para cobrar aliento ante el próximo ataque.</p>
<p>—¡Ayudadnos, Roger! ¡Vos sois un gran soldado, y nosotros no somos más que unos campesinos! —gritó Jacó ruando llegamos a su lado.</p>
<p>—¡Concentrad a todos los hombres en un solo punto! ¡Procurad romper el ruedo que han formado, y, entonces, cargad desde detrás del encinar! Yo intentaré desarmar a su capitán. Sin él, no podrán resistir mucho tiempo. ¡Adelante y valor!</p>
<p>Desenvainó entonces la herramienta de Paz. Al ver la hoja de la espada por primera vez desde que había sido retemplada, sentí un estremecimiento que me recorrió de pies a cabeza. Los de las hermandades debieron de sentir lo mismo, pues se lanzaron a la carga con un griterío que habría helado la sangre del más valeroso caballero de leyenda. Y también los soldados del rey sintieron algo, pues al recibir nuestra embestida perdieron su furia anterior.</p>
<p>Guiós, Poncet y yo protegíamos a Roger, que menospreciaba a los soldados y se lanzaba en busca del joven de la armadura.</p>
<p>Los consejos del soldado de fortuna habían dado buen resultado. Los agermanados estaban a punto de romper el cerco de defensa precisamente por el punto por donde nosotros atacábamos.</p>
<p>Me había habituado a las artes de la guerra. La batalla del Monasterio de Rogets y la topada con los bandoleros del Jinete Negro me habían convertido en un soldado veterano que, aunque no manejaba aún la espada perfectamente, sabía toda una serie de estratagemas para vencer a los contrincantes. Estos trucos me sirvieron ahora para sobrevivir sin ningún daño físico importante: un golpe do maza que me dislocó el hombro derecho y un rasguño con la punta de una lanza que me rozó la mano. Dejé fuera do combate a dos soldados y descabalgué a otro.</p>
<p>Un grupo de agermanados que había rodeado el encinar a la espera de que el grupo principal rompiera el círculo defensivo, atacó en el momento justo en que Roger cruzaba la herramienta de Paz con la espada del joven caballero de la armadura.</p>
<p>Fue un combate singular. Los caballos se arremetieron con la misma fuerza que los caballeros. Saltaban chispas del choque de las espadas. El brío y la habilidad que el joven caballero había mostrado hasta entonces encontró un digno rival en el brío y la habilidad de Roger. Pero la herramienta de Paz combatía por una causa justa, y pronto el acero del caballero del rey cayó hecho pedazos.</p>
<p>Uno de los agermanados atacó entonces al caballero e hirió en las ancas a la yegua blanca. El animal, despavorido, se encabritó, y el joven caballero cayó al suelo. Los agermanados se arracimaron a su alrededor, dispuestos a acabar la tarea iniciada por Roger. Pero el soldado do fortuna los detuvo con un grito:</p>
<p>—¡Dejadlo! ¡Dejadlo os digo!</p>
<p>Roger se apeó del caballo. Recogió la espada de un soldado caído y se la ofreció al caballero.</p>
<p>—¡Tened, señor! —dijo—. Y continuemos allí donde estábamos...</p>
<p>El joven caballero cogió la espada que le ofrecía Roger y se puso en guardia.</p>
<p>Pero ya los soldados huían, y los agermanados, que no entendían gran cosa de caballerías, rodeaban con lanzas y espadas al joven caballero.</p>
<p>Alzó entonces la visera con un gesto de derrota e indiferencia. Tenía un rostro de niño enmarcado en cabellos rubios.</p>
<p>—Es igual, señor. Vuestros hombres no nos dejan continuar...</p>
<p>Su voz era fina, dulce, altiva. Había orgullo en el gesto, en la mirada, en las palabras.</p>
<p>—Sois, pues, mi prisionero, señor —dijo Roger.</p>
<p>—Vuestra prisionera, señor —corrigió el jinete.</p>
<p>Y acabó de quitarse la celada. Su pelo rubio formaba dos trenzas. Aunit, detrás de mí, murmuró:</p>
<p>—¡La princesa! ¡Es la princesa!... ¡Roger ha hecho prisionera a la princesa Garidaina!</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>II</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la asamblea de capitanes de la hermandad para decidir la suerte de la princesa Garidaina; de la entrada de Roger y su séquito en la muy celebrada ciudad de Montcarrá, y de un banquete real en palacio, con un final súbito y tenebroso.</p>
<p></p>
<p>La princesa Garidaina, sin los trebejos bélicos que enmascaraban su verdadera condición, se convirtió ante nuestros ojos en una dama encantadora, digna de los mejores poemas de amor que había recitado durante toda mi vida de poeta antes de encontrar mi Destino. Era tan alta como Roger. Tenía el pelo rubio peinado en dos trenzas que le enmarcaban el rostro, los ojos de color verde, y se mantenía en un silencio orgulloso como si quisiera desafiarnos.</p>
<p>La noticia de que Roger había hecho prisionera a la hija del Rey Flocart corrió entre los agermanados y una multitud amenazadora rodeó las tiendas de los capitanes adonde el soldado de fortuna había llevado a la prisionera.</p>
<p>Debajo de la armadura, la princesa Garidaina llevaba unas calzas de pana con botas de media caña, y un jubón de piel cruda. Roger, una vez que la dama se hubo liberado de la armadura, le ofreció una capa.</p>
<p>—¿Qué pretendíais con esta salida desesperada? —le preguntó Roger.</p>
<p>—¿Y quién sois vos, señor, para interrogarme?</p>
<p>—Vuestro vencedor, señora. No lo olvidéis... Me llamo Roger, y vengo de Adiá, al otro lado de la Mar Grande...</p>
<p>—¡El soldado de la profecía!... Si no me equivoco, ha sido mi tío el responsable de haberos traído a Montcarrá...</p>
<p>—Efectivamente, señora.</p>
<p>—...para ayudarnos contra las hermandades...</p>
<p>—No, señora. Me raptaron en Adiá. Nunca acepté intervenir en una guerra que no me atañía. En todo caso, he aceptado mi Destino...</p>
<p>—Que es el de encontrar el Estandarte —añadí, interrumpiendo.</p>
<p>—¿Y por eso lucháis ahora contra el rey?</p>
<p>—Ayudo a mis amigos, señora.</p>
<p>Las voces habían ido subiendo de tono, y las palabras se cruzaban ahora como espadas. Echaban chispas los ojos de la dama, y por los del soldado pasó la sombra de una sonrisa. Pero el diálogo fue interrumpido por la entrada de uno de los jefes de las hermandades:</p>
<p>—¡Mis hombres quieren hacer justicia!</p>
<p>—¿Justicia? —preguntó Roger—. ¿Qué tipo de justicia?</p>
<p>—La princesa es la hija del rey, nuestro enemigo.</p>
<p>—¿Olvidáis, amigo mío, que es mi prisionera?</p>
<p>—¿Y qué pensáis hacer con ella, Roger? —atajó Aunit.</p>
<p>—Utilizarla como llave que nos abra las puertas de la ciudad.</p>
<p>—¿Y devolverla a Flocart? —protestó Jacó.</p>
<p>—Exactamente —replicó Roger.</p>
<p>Los capitanes miraron a Roger con sorpresa e indignación. Poncet, que estaba detrás de mí, me tocó el hombro y murmuró:</p>
<p>—Alerta, Guiamón, que esto puede acabar de mala manera. No creo que estos villanos desmandados entiendan a nuestro amo.</p>
<p>—Calla y no temas, Poncet. Roger sabrá salir de ésta.</p>
<p>—No lo podemos permitir. Y si lo hiciéramos nosotros, los nuestros no lo entenderían —hablaba Aunit—. Dadnos a la prisionera y os prometo que no va a pasar nada. La haremos servir para presionar a Flocart...</p>
<p>—¡Escuchad, señores! —La voz de Roger tenía un tono de decisión y de firmeza que impuso silencio a los capitanes—. He decidido entrar en la ciudad y hablar con el rey. Él conoce la profecía del Hombre Sabio del Cerro y sabe que mi Destino, como decía ahora Guiamón, es recuperar el Estandarte de las Tres Naranjas. Quiero evitar que se siga derramando sangre inocente, y pienso conseguir que el rey ponga fin a esta guerra absurda, si es que se está todavía a tiempo. Tengo argumentos convincentes —y tocó la empuñadura de la herramienta de Paz—, pero he de hablar con él personalmente. La suerte o el Destino, que no lo sé, han hecho que pudiera hacer prisionera a la hija de Flocart en combate singular. Era la ocasión que estaba esperando, y estoy dispuesto a defender mi punto de vista arma en mano.</p>
<p>El discurso de Roger atemorizó a los capitanes de la hermandad, que se miraron indecisos. Aunit avanzó un paso, se colocó al lado de Roger y, volviéndose hacia sus compañeros, dijo:</p>
<p>—Dejemos que se cumpla la profecía. ¡Que Roger conserve a su prisionera!</p>
<p>Así acabó aquella asamblea. Roger nos ordenó que preparáramos los caballos y que fuéramos a buscar la yegua blanca de la princesa. Poncet, Guiós y yo salimos, pues, de la tienda. Fuera, un puñado de agermanados esperaba la decisión de sus jefes.</p>
<p>—¿Qué pasa? —nos preguntó el más atrevido.</p>
<p>—Que vuestros capitanes han aceptado a Roger por general —respondió Poncet.</p>
<p>—¿Y quién es ese Roger? —preguntó una voz.</p>
<p>—¡El defensor del Monasterio de Rogets! —respondió otra voz.</p>
<p>—¡El que ha de devolvernos el Estandarte!</p>
<p>—¡El que va a acabar con los corsarios!</p>
<p>—¡Viva Roger!</p>
<p>—¡Viva!</p>
<p>Cruzamos la línea de agermanados cumpliendo las órdenes de Roger. En voz baja le dije al criado:</p>
<p>—¡Eres un mentiroso, Poncet!</p>
<p>—A veces, poeta, las mentiras son más útiles y necesarias que las verdades.</p>
<p>Aparejamos las muías y las yeguas, echamos un trago de vino y salimos en comitiva. Guiós iba al frente, con una bandera blanca atada a una lanza. Roger y Garidaina cabalgaban lado por lado, y la dama llevaba su armadura. Poncet y yo cubríamos la retaguardia, atemorizados y al acecho de posibles traiciones.</p>
<p>Entre los puntos avanzados de los sitiadores y la muralla de la ciudad había un espacio abandonado, tierra de nadie con casas derrumbadas, carros medio quemados y cuerpos de combatientes caídos en los diversos asaltos realizados antes de nuestra llegada. Un hedor agrio y corrompido ascendía de los restos del asedio y hacía que nuestros animales se mostraran remisos a avanzar pese a las espuelas.</p>
<p>El sol poniente lamía las torres del palacio, que sobresalían de la muralla y parecían de oro fundido. A medida que nos acercábamos, distinguíamos a los ballesteros al cobijo de las almenas, los vigías de la torre del homenaje y las oriflamas con las Tres Naranjas ondeando aquí y allá Guiós, al ver la actitud amenazadora de los ballesteros y de los guardias, gritó:</p>
<p>—¡Dejadnos pasar! ¡Venimos en son de paz! ¡Os devolvemos a la princesa Garidaina! —mientras enarbolaba la bandera blanca y detenía a su mula.</p>
<p>—¡Soy la princesa! ¡Abrid de una vez! —gritó Garidaina.</p>
<p>Las puertas de Montcarrá, de roble, chapa de hierro y refuerzos de bronce, se abrieron con un rechinar lóbrego. Un pelotón de soldados de a pie, armados con lanzas, espadas y escudos, nos salió al camino, nos cogió las ríen das de las manos y nos condujo hasta el interior del recinto. Una vez en el patio de armas, nos obligaron a des cabalgar y nos vimos cercados por un círculo de espadas, —¡Dejadlos, oficial! —ordenó Garidaina—. Son mis huéspedes... Escoltadnos hasta palacio.</p>
<p>El patio de armas era un recinto de cielo abierto, con una escalera de piedra a la derecha por la que se iba al camino de ronda; un arco, a la izquierda, comunicaba con la sala de guardia, con las cuadras y con una puerta adovelada por la que se entraba en la ciudad. Unos cuantos soldados condujeron nuestras monturas hasta las cuadras, mientras otros se quedaban en la sala de guardia. Nos rodearon cinco soldados, a las órdenes de un oficial, y así escoltados, emprendimos el camino del palacio.</p>
<p>Las calles de la ciudad mostraban las huellas de la guerra: casas vacías, comercios cerrados, menestrales que iban y venían con aire desesperado, gente de armas corriendo hacia los bastiones. Todo el mundo se paraba a nuestro paso, nos abría camino y nos miraba con miedo y con desconfianza. Por nuestros vestidos parecíamos agermanados; nos escoltaban soldados del rey y ceñíamos aún nuestras armas. Cuando alguien reconocía a la princesa Garidaina, se oían murmullos.</p>
<p>La ronda de la muralla moría en una plaza circular con una fuente en medio, donde las mujeres llenaban cántaras y lebrillos. La plaza lindaba con un jardín, cerrado con una valla que bordeaba el patio exterior de palacio. La escolta nos condujo por una calle ancha, que llevaba hasta una puerta guardada por soldados. Ante la arcada se alzaban los tenderetes de un mercado permanente, ahora sin mercaderes, sin mercaderías y sin compradores. Sólo perros famélicos hurgaban rebuscando en la basura.</p>
<p>—¡Esperad, oficial! —ordenó la princesa.</p>
<p>Nos detuvimos, y ella avanzó hacia la entrada. Habló con los guardias, se oyeron voces de mando y, poco después, aparecieron soldados y servidores con la librea real.</p>
<p>Los recién llegados saludaron a la princesa con grandes reverencias, relevaron a la escolta que nos había acompañado y nos hicieron entrar en palacio.</p>
<p>La arcada comunicaba con un cuerpo de guardia con piso de losas, salas de oficiales y soldados, cuadras y mazmorras. El cuerpo de guardia se abría a su vez hacia los jardines, cuya verja habíamos visto desde la plaza, con un patio magnífico, columnas a un lado y otro, terrazas y miradores. En uno de los ángulos del patio se alzaba la torre de homenaje de palacio, coronada por el Estandarte de las Tres Naranjas.</p>
<p>Unas escaleras de mármol llevaban hacia las cámaras privadas del palacio real. Allí nos dejaron los soldados.</p>
<p>—¡Atended a mis huéspedes! —ordenó la princesa a los criados antes de desaparecer por el pasadizo.</p>
<p>Nos condujeron hacia unas cámaras de la planta baja, nos sirvieron vino y frutas secas, nos ofrecieron jofainas, agua caliente, jabón, toallas, y, una vez limpios de cuerpo y descansados de espíritu, nos dieron ropa nueva. Poncet, Guiós y yo cambiamos nuestros andrajos de viaje por calzas de terciopelo, jubones de batista y chaquetas de piel vuelta. Sendos ceñidores de piel de puerco y tres pares de botas de media caña completaron el atavío. Roger, no obstante, conservó su ropa, que Poncet, eficiente, cepilló con todo cuidado. El monje, el criado y yo dejamos las armas en manos de los criados del rey, pero Roger insistió en conservar la herramienta de Paz ceñida a la cintura.</p>
<p>Una vez vestidos y descansados, el que parecía dirigir a los criados, un viejo de pelo blanco, nos hizo una señal para que le siguiéramos.</p>
<p>—El rey os está esperando.</p>
<p>Recorrimos pasadizos, cruzamos cámaras llenas de muebles, con tapices en las paredes y panoplias y vitrinas con vajillas de Oriente, subimos por una escalinata de mármol hasta la primera planta de palacio, y allí, en un salón iluminado con antorchas, nos esperaba el rey.</p>
<p>A su izquierda, vestida de mujer, estaba la princesa Garidaina; a su derecha, sentado en un escaño, vestido de negro, con un collar de plata al cuello, vimos al Misterioso Viajero. El rey estaba sentado en un trono de madera oscura con relieves y bajo un dosel de raso. Dos sol dados con armaduras brillantes y picas rendían honores, y una multitud de cortesanos iban y venían sin demasiado orden.</p>
<p>El gran canciller, hermano del rey, al vernos entrar escoltados por criados, se alzó de pronto y se acercó a nosotros tendiéndonos las manos y con una sonrisa de satisfacción que a duras penas se abría en sus labios. Los cortesanos cesaron en sus idas y venidas, se hizo el silencio, y habló el Misterioso Viajero:</p>
<p>—Bien venido a palacio, Roger. Habéis tardado mucho. Os esperábamos desde hace días. Me han dicho, no obstante, que os habéis entrevistado con el Hombre Sabio del Cerro del Gigante y que, por orden suya, hicisteis un misterioso viaje a la Sierra de Gregal... Acercaos, amigos. El buen rey Flocart, personalmente, quiere daros las gracias por haberle devuelto a su hija y estimada sobrina mía...</p>
<p>Cogió a Roger del brazo y lo llevó hacia el trono. Poncet, Guiós y yo los seguimos unos pasos atrás.</p>
<p>El hombre del sitial, pese a su vestido lujoso, a la corona de oro y a la majestad de su aspecto, era un viejo indefenso, con ojos de mirada perdida y expresión huidiza.</p>
<p>—Noble rey y hermano mío... Éste es Roger de Adiá, soldado de fortuna y sujeto de la profecía que anuncia el retorno del Estandarte...</p>
<p>El rey pareció interesarse por las palabras del Misterioso Viajero; miró a Roger y a continuación dijo con voz débil:</p>
<p>—Bien venido a Montcarrá, Roger. Esperamos de vos grandes hechos, porque así lo anuncian los hados. Vuestra presencia nos complace, y os agradecemos que hayáis salvado a nuestra hija de la furia de los agermanados.</p>
<p>Permaneció con la boca abierta mirando la bóveda como si hubiera perdido conciencia de dónde estaba y de quién era.</p>
<p>En voz baja, el Misterioso Viajero nos dijo:</p>
<p>—El buen rey Flocart está muy cansado y muy abatido por los últimos sucesos. Permitidme, amigos, que os haga los honores en su nombre. Venid. Voy a presentaros los nobles de la corte.</p>
<p>Conocimos así a generales, barones, comerciantes ennoblecidos, damas bellísimas que hacían de camareras de la princesa, regidores de la ciudad y señores de los castillos de las villas, que habían huido de sus posesiones y se habían refugiado en el palacio a causa de la rebelión de las hermandades.</p>
<p>Todos miraban a Roger con curiosidad, sabedores de la profecía que lo anunciaba como salvador del reino y recuperador del Estandarte. Las damas se sorprendían de su estatura y de la severidad de su aspecto; los caballeros comentaban el hecho de que ciñera espada en palacio, pero ni las damas ni los caballeros se atrevían a hablar directamente con él. Cuando el Gran Canciller, nuestro Misterioso Viajero, hacía la presentación, se limitaban a inclinar la cabeza y se alejaban hacia el otro extremo de la sala.</p>
<p>Al fin, los criados anunciaron la cena. Garidaina se levantó y ayudó a Flocart a hacer lo mismo. El rey y su hija encabezaron el desfile hacia el comedor contiguo.</p>
<p>La sala era aún más grande que la del trono. Colgaban del techo lámparas de hierro forjado con centenares de velas. En cada uno de los cuatro ángulos de la sala había candelabros de nueve brazos. Tres mesas dispuestas, dos de ellas enormes, con más de un centenar de cubiertos cada una, acogieron a la multitud de cortesanos. El rey, la princesa, el gran canciller y nosotros cuatro nos sentamos en la tercera mesa, que estaba presidida por el sitial de honor.</p>
<p>La vajilla era de porcelana con filigrana de oro; los cubiertos, de plata, y las servilletas, de lino. Junto a la mesa de honor había una chimenea encendida, sobre la que colgaba un retrato que me llamó la atención. Representaba a un hombre con corona —la misma que ceñía Flocart—, de cabellos y barba rubios como hilo de oro, con los ojos verdes como los de la princesa Garidaina, con una espada en la mano. Reconocí la espada: la empuñadura era la misma y en la hoja desnuda el pintor había procurado que quedara bien legible la divisa: «Justicia trae Paz. Injusticia trae Guerra.» Era la herramienta de Paz. El hombre del retrato era, pues, el rey Nolás, padre de Flocart.</p>
<p>La llegada de las viandas, portadas por un ejército de criados, todos con la librea real, me obligó a abandonar la contemplación del retrato.</p>
<p>Nos sirvieron, en primer lugar, unas bandejas abarrotadas de toda clase de carne de cerdo: paletillas, jamón, longanizas, morcillas, panes de hígado, butifarrones encebollados, con arroz y pasas, embutidos dulces rellenos de huevo, pastel de carne, torradas con sobrasada y miel, tocino entreverado con dátiles, pastelillos de hígado confitados con toda clase de hierbas, costillas adobadas con tocino... Después nos sirvieron pescado. En la mesa pusieron bandejas con langostas guarnecidas de langostinos, dentol al horno, mero con verduras, escabeche de anchoa y también un barreño con caracoles al hinojo, con cinco clases de salsas de ajo, de pimiento, de ñoras y picada de almendra. Más tarde, los criados trajeron el asado: jabalí de las montañas de Gregal, capones y pavos silvestres de las marismas de Álamo Grande, rebecos de la Sierra de Tramuntana y cabritillos del Llano. Llegamos, al fin, a los postres: pastelillos rellenos de cabello de ángel, quesos curados al aceite, requesón con nueces, piñones y miel, confitura de moras, de albaricoques y de ciruelas Claudias, arrope, panales y fruta confitada, higos secos, avellanas y almendras tostadas, pasas y piñones. Las copas de cristal tallado, con orillo de oro, no estaban nunca vacías: con la carne de cerdo nos trajeron un vino tinto y espeso; vino blanco, de aguja, con el pescado; un tinto ligero con el asado, y vino rancio y mistela con los postres. Con el té, nos sirvieron licores de todas clases: alcohol de ciruela, aguardiente de pera, hierbas secas y digestivos.</p>
<p>Mientras los caballeros atacaban las pipas con tabacos de Oriente, el Misterioso Viajero nos habló así:</p>
<p>—Guiamón, amigo mío, en nombre del buen Rey Flocart y en el mío propio, te rogaría que recitaras algunas de tus composiciones. No tenemos en todo el reino ningún poeta de tu valía ni de la fama que has conseguido en Tierra Firme...</p>
<p>Me puse colorado como una cereza, asentí con una inclinación, me instalé en medio de la sala y, mientras esperaba a que todo el mundo se callara, tras el anuncio del recital que había hecho el Gran Canciller, elegí las composiciones que iba a recitar.</p>
<p>Garidaina y Roger, sentados uno al lado del otro, se habían pasado toda la cena hablando y se miraban ahora sonrientes. Comencé así:</p>
<p>—Pido licencia al buen rey Flocart y a toda la corte para recitaros unos versos de amor titulados<i> El planto de la princesa Rosaclara, enamorada del caballero Velloso, </i>que quiero dedicar especialmente a la princesa Garidaina, cuya belleza enfosca la de Rosaclara, y a mi amigo y señor Roger de Adiá, elegido por el Destino para recuperar el Estandarte de las Tres Naranjas, y cuyas gestas superan a los hechos del caballero Velloso.</p>
<p>Y cuando iba a iniciar el poema, con la voz algo estremecida por la cantidad y calidad del auditorio y, todo hay que decirlo, por los efectos del banquete real y los caldos que había trasegado, un horroroso estruendo cortó mis palabras. Todo el mundo se volvió hacia la puerta que comunicaba la sala del trono con el comedor de palacio. Los caballeros se levantaron de sus asientos, y las damas chillaron atemorizadas.</p>
<p>En el umbral apareció un pelotón de hombres de armas, a cuyo frente iba un guerrero pavoroso.</p>
<p>—¡Los corsarios de Oriente! —murmuraban los nobles cortesanos.</p>
<p>—¡Bajac! ¡Es Bajac, el corsario!</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>III</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la llegada de Bajac, caudillo de los corsarios de Oriente, al festín de palacio; de su actitud provocadora; del desafío de la princesa Garidaina y de un duelo singular, con las secuelas de la noche y la reaparición de un personaje misterioso.</p>
<p></p>
<p>Bajac, caudillo de los corsarios de Oriente, era un hombretón alto y fuerte, de piel fosca, ojos turbios, cabeza rapada, con una trenza que le nacía en la coronilla y que le colgaba por la espalda. Llevaba un aro de oro en el lóbulo izquierdo, y sendos brazaletes de bronce en los brazos desnudos. Un juboncillo de piel de cordero sin curtir, calzas de tela con rayas blancas y azules, abarcas de esparto y polainas de borrego atadas con tiras de cuero, una faja morada cruzada por dos cuchillos a un lado y otro del vientre, un alfanje de hoja amplia colgando de un costado y, en la mano derecha, un arpón de abordaje con tres garfios.</p>
<p>Los corsarios que le acompañaban resultaban aún más espantosos por el vestido, por las armas que empuñaban y por su agresiva actitud.</p>
<p>—¡Salud, Flocart, rey de Montcarrá! —gritó Bajac, en la lengua común, abriendo mucho las vocales y arrastrando las erres—. Veo que te has olvidado de invitar a tus aliados al festín...</p>
<p>Ferruç, el Gran Canciller, se acercó al corsario con las manos tendidas, como había hecho antes con nosotros, y habló así:</p>
<p>—¡Salud, Bajac, caudillo de los corsarios de Oriente! El buen Rey Flocart no os ha olvidado, y agradece vuestra presencia en su reino. No esperábamos, sin embargo, que desembarcarais hoy.</p>
<p>—Es que nos hartamos de comer rancio, de beber agua maloliente y de vernos mecidos por las olas, y pensamos que nuestro aliado nos ofrecería viandas de señores y buen vino de bodega... Por eso hemos venido.</p>
<p>—Sentaos, pues, y ordenaremos que os sirvan.</p>
<p>Los cortesanos cedieron sus asientos a los corsarios, y el Misterioso Viajero hizo que Bajac se sentara al lado del rey, en el escaño que él había ocupado hasta entonces.</p>
<p>Con toda discreción, suponiendo que ya no habría recital aquella tarde, volví a mi sitio. Poncet me dio un golpecito en el hombro para consolarme de la forzosa interrupción.</p>
<p>Bajac se había servido los restos de los entrantes y del asado que había sobre la mesa y trasegaba el vino rancio de los postres con la copa que había utilizado Ferruç. Miraba a la princesa Garidaina con expresión proterva y, de vez en cuando, clavaba los ojos en Roger, que no se había movido.</p>
<p>—¿Quién es? —preguntó a Ferruç, señalando a Roger con la rabadilla medio roída de un capón.</p>
<p>—Roger de Adiá, soldado de fortuna.</p>
<p>—¿Un soldado de fortuna en Montcarrá? ¿Es que no confiáis en la eficacia de vuestros aliados para vencer a ese hatajo de villanos que os tienen asediados? Si queréis que ponga en fuga a los revoltosos, exijo que se vaya ese soldado de fortuna. En esta guerra no hay lugar para los dos.</p>
<p>—La presencia de Roger no es debida a la guerra, Bajac. No temáis. Os puedo asegurar que no participará en ninguna acción bélica —replicó Ferruç.</p>
<p>—¿Acaso tienes miedo de los villanos levantiscos, soldado? —increpó Bajac a Roger—. Veo que llevas espada en palacio. ¿Lo haces por presunción, o es que sabes usarla?</p>
<p>—¡Calla de una vez, Bajac! —Era la princesa Garidaina—. ¡Y rogad al hado para que os evite el tener que enfrentaros con esta espada de la que os burláis!</p>
<p>—¡Vaya gallito desplumado, que necesita que lo defiendan las gallinas!</p>
<p>Pronunció este insulto con voz tan fuerte que todo el mundo se quedó callado. Corsarios y cortesanos cesaron en su conversación y miraron hacia nuestra mesa. Hasta el Rey Flocart pareció que salía de su ensueño.</p>
<p>—¡Retira esas palabras, Bajac! ¡Ni Roger necesita que lo defiendan, ni yo soy una gallina! ¡Tengo espolones, y lo puedo demostrar cuando quieras!</p>
<p>La princesa se había levantado y lanzaba las palabras directamente a la cara del gigantón.</p>
<p>—¿Vos, señora?</p>
<p>—¡Sí, yo, bergante!</p>
<p>—A fe que me agradaría que lo demostrarais...</p>
<p>Roger permanecía inmóvil, como si aquel diálogo no le afectara. Yo no acababa de entender la actitud de mi amigo y señor. Las palabras del corsario eran lo bastante graves como para que interviniera. Sabía que no tenía miedo, pues había demostrado sobradamente su valor en muchas ocasiones.</p>
<p>Los hombres de Bajac se habían aproximado a nuestra mesa y reían y blasfemaban, dándose codazos y burlándose de nosotros.</p>
<p>—Sea, pues —respondió Garidaina, tras un instante de silencio—. Retirad las mesas y formad un círculo.</p>
<p>—¡Déjalo estar, sobrina! —ordenó Ferruç.</p>
<p>—¿Tal vez este individuo va a poder insultar a nuestros huéspedes sin castigo?</p>
<p>—¡Ya habéis oído a la señora! —gritó Bajac—. Haced sitio, y vamos a reírnos un rato. Después de una cuchipanda no hay nada como un buen espectáculo.</p>
<p>Los corsarios obedecieron las órdenes de su caudillo sin que ningún cortesano se lo impidiera. Poncet hizo un gesto como para intervenir, pero Roger, con la mirada, le indicó que no se moviera.</p>
<p>Los hombres de Bajac retiraron las mesas en un santiamén y formaron un círculo en medio del comedor. Los cortesanos, muertos de miedo, se arracimaban por los rincones de la sala sin atreverse a acercarse a los corsarios. El rey Flocart no se había movido de su sitial, y Roger, tranquilo e impasible, lo miraba. Ferruç hablaba en voz baja con la princesa, como si quisiera convencerla de que se volviera atrás. Guiós, Poncet y yo no sabíamos qué hacer, y esperábamos un gesto o una orden de Roger para intervenir y poner fin a aquella situación absurda.</p>
<p>Al fin, todo quedó dispuesto para el duelo, y Bajac, que comía y bebía sin parar, se levantó y se plantó en medio del círculo de mesas y de corsarios. Se desprendió de los cuchillos que llevaba sobre el vientre, desenvainó el alfanje e hizo un par de molinetes siniestros.</p>
<p>—¡Cuando os parezca, señora!</p>
<p>Entonces, Garidaina se acercó a Roger y le dijo con voz firme, pero amable:</p>
<p>—Gracias, señor, por no haber intervenido. Otro, llevado quizá por sentimientos falsamente caballerescos, habría querido ocupar mi lugar, y con ello me habría insultado gravemente. Ahora, señor, sólo quiero pediros un favor. No tengo espada y, de hecho, soy aún vuestra prisionera. Dejadme el arma que me derrotó.</p>
<p>Roger dudó un momento. Desprenderse de la herramienta de Paz, aunque fuera para un duelo, era un sacrificio excesivo. Al fin, lentamente, se incorporó, desciñó el cinturón de donde colgaba el arma y lo ofreció a la princesa con estas palabras:</p>
<p>—Señora, será un honor que utilicéis mi espada..., que de hecho es vuestra. Os diré, además, que ya no sois mi prisionera y, en todo caso, si me lo permitís, mi amiga.</p>
<p>Garidaina cogió la herramienta de Paz y la desenvainó. La espada relució como un relámpago y el rostro de la princesa se transformó. Desabrochó entonces los corchetes de su vestido de mujer, se quitó la ropa y la dejó en el suelo. Bajo las faldas y el corpiño llevaba unas calzas de hilo y un jubón sin mangas. Recogió las trenzas sobre la cabeza y entró en el círculo.</p>
<p>—¡A primera sangre, Bajac!</p>
<p>—¡A primera sangre, señora!</p>
<p>Me hago cruces de lo que entonces vieron mis ojos de poeta. Porque si la herramienta de Paz había sido en manos de Roger un relámpago justiciero, en manos de la princesa fue como un rayo de luz, como la gloria de un día de primavera, como un águila que cruzara un cielo de estío en las montañas de la Tierra Firme. La fuerza de Bajac parecía pesadez ante la agilidad de la princesa. El corsario atacaba como un toro, con la testa baja y el bramido en los labios. La princesa lo recibía con la herramienta de Paz a punto, golpeaba contra su alfanje para desviarlo, y con un remolino vertiginoso obligaba a Bajac a retroceder. Eso una y otra vez, un golpe tras otro, hasta que el sudor chorreaba por la piel oscura del caudillo de Oriente y en sus ojos turbios apuntaba una expresión de sorpresa y temor.</p>
<p>Cortesanos y corsarios miraban el espectáculo deslumbrados. Jamás nadie había visto un combate como aquél. Fuerza contra agilidad, brutalidad contra inteligencia, fealdad contra belleza.</p>
<p>Roger, junto al rey, sonreía levemente, con actitud tranquila, como si todo aquello que estaba ocurriendo no fuera más que un juego de sobremesa. Flocart había conseguido fijar su mirada sobre su hija, y Ferruç, el Misterioso Viajero, se estremecía a cada embestida de Bajac y a cada respuesta de la princesa. Hasta el retrato del rey Nolás, que presidía la sala desde la chimenea, parecía recobrar el color, y la imagen pintada de la herramienta de Paz brillaba con luz propia y difundía una luminosidad plateada por toda la sala.</p>
<p>Los ataques del corsario fueron menguando en intensidad sin que la princesa aparentara fatiga. Poco a poco había ido acorralando a Bajac en un rincón del círculo de mesas y corsarios, y el alfanje apenas podía contener ya las acometidas de la herramienta de Paz. La guardia del hombre era cada vez más débil, y la punta de la espada rozaba peligrosamente la piel bruna del caudillo. Al fin, con la exactitud de una pluma que dibuja una letra sobre un pergamino, la herramienta de Paz alzó la piel de la frente de Bajac, y brotó la sangre. Bajac bramó, soltó el alfanje, y se tocó la herida con las dos manos.</p>
<p>—¿Estáis satisfecho, señor? —dijo la princesa.</p>
<p>—¡Vámonos! —replicó Bajac con la cara ensangrentada.</p>
<p>Los hombres de Oriente se retiraron llevándose a su capitán entre los murmullos de los cortesanos, que aplaudían tímidamente la gesta de la princesa.</p>
<p>Garidaina se acercó a Roger y le devolvió la herramienta de Paz.</p>
<p>—Vuestra espada, Roger, es realmente mágica. Infunde fuerza y habilidad a la mano que la empuña.</p>
<p>—Siempre que sea por una causa justa, señora.</p>
<p>Ferruç miraba la escena.</p>
<p>—Has ofendido a nuestros aliados, Garidaina. Tendremos que desconfiar de Bajac después de tu comportamiento —dijo el Misterioso Viajero—. Y suerte que la herida ha sido leve, espero. A no ser que esta espada tan especial haga heridas incurables... ¿De dónde la habéis sacado, Roger? En Adiá no la teníais, y tampoco en el Monasterio de Rogets, cuando nos separamos... ¿Os la dio quizá el Hombre Sabio del Cerro?</p>
<p>Roger, como si temiera algo, cogió la herramienta de Paz de manos de Garidaina y la volvió a la vaina. Los ojos de Ferruç habían ido, con insistencia, de la hoja de la espada al retrato del rey Nolás que colgaba sobre la repisa de la chimenea.</p>
<p>—Es muy tarde, señores, y mis compañeros y yo desearíamos retirarnos... —murmuró el soldado de fortuna.</p>
<p>—Os acompañaré a vuestras cámaras, amigos —dijo la princesa, que había recogido el vestido y se lo ponía de nuevo con gestos seguros y sin el menor asomo de falsa modestia.</p>
<p>Después de despedirnos del rey, que parecía perdido de nuevo en el reino de los sueños, escoltados por dos criados con sendos candelabros, Roger, Poncet, Guiós y yo, precedidos por la princesa, abandonamos el comedor, atravesamos el salón del trono y empezamos a subir la escalinata de mármol hacia los pisos superiores.</p>
<p>Mientras cenábamos, las camareras de la princesa nos habían preparado cuatro cámaras en el tercer piso del palacio, en el ala norte, justo al lado de la torre de homenaje. Parecían salas de recibir, con lechos con dosel, lavabos de porcelana, alfombras de lana, sillas tapizadas con telas ricas, escritorios con plumas de ave, tinteros, pergaminos y botes de arena, tabaqueras de peltre llenas de tabacos aromáticos, jarros de agua fresca y sábanas de lino con bordados que representaban las Tres Naranjas de Montcarrá.</p>
<p>Mientras Poncet preparaba el lecho de su amo, Roger y Garidaina salieron a la terraza para ver cómo iba el asedio. La acción de la princesa y el aura de misterio que envolvía a Roger habían aproximado a los dos jóvenes, y yo, que soy experto en estas cuestiones, me di cuenta de que la mutua simpatía se convertía rápidamente en un sentimiento superior, ese sentimiento que los poetas hemos cantado tantas veces sin saber apenas nada de él.</p>
<p>Deseé buenas noches a Guiós y Poncet, y me fui a encerrar en el cuarto que me habían destinado. Encendí una pipa y estuve un buen rato escribiendo sin que de la pluma saliera ninguna palabra digna de describir no ya los sentimientos, sino la crónica de los hechos de que había sido testigo de excepción. Con todo, no me extraña esta falta de inspiración. La escritura es un arte que no domino, pues mi literatura es oral, y necesito el calor de un público de taberna o de palacio para pergeñar mis canciones.</p>
<p>La tranquilidad del momento, la quietud de palacio y la tensión vivida durante el combate entre Garidaina y Bajac me hundieron en un sueño dulce, cargado de imágenes de gloria: mis palabras repetidas aquí y allá, de un extremo a otro del Mundo Conocido, por juglares y cómicos, en hostales, en torno a las fogatas de los campamentos de los mercaderes, en las cámaras engalanadas de palacios ignotos, en las plazas y los mercados de lejanos pueblos, tal como había anunciado la sirena de la Mar Grande y confirmado más tarde el Hombre Sabio del Cerro del Gigante.</p>
<p>Me desveló un ruido extraño que procedía del cuarto de Roger. Había apoyado la cabeza sobre el pergamino, y los velones del candelabro que había acercado al escritorio ardían aún.</p>
<p>Me levanté de un salto y, sin reflexionar sobre los peligros de mi acción, me asomé al corredor.</p>
<p>Un fantasma negro como la noche me empujó con violencia. Fue un empujón tan real como la coz de una mula. Me vi en tierra, pero tuve tiempo aún para gritar:</p>
<p>—¡Socorro! ¡Valedme! ¡Fantasmas!</p>
<p>La sombra negra desaparecía ya en el corredor del fondo cuando aparecieron en camisa Poncet y Guiós.</p>
<p>—¿Qué pasa, poeta? —preguntó Poncet.</p>
<p>—¡He visto un fantasma!</p>
<p>El monje me ayudó a levantarme y avanzamos los tres por el corredor sin la menor precaución. La sombra negra nos llevaba ventaja y, cuando llegamos al rellano, ya no la vimos.</p>
<p>—¿Y Roger? —pregunté, mientras vacilábamos entre continuar la persecución o dejarlo marchar.</p>
<p>—Debe de estar durmiendo... —me respondió Poncet.</p>
<p>—Pero a mí me despertó un rumor en su cuarto...</p>
<p>El criado reaccionó con rapidez.</p>
<p>—Seguid vosotros a ver si podéis dar con el fantasma. Yo echaré un vistazo, a ver si el amo está sano y salvo.</p>
<p>Mientras Poncet volvía a nuestras habitaciones, Guiós y yo empezamos a bajar la escalera, ahora con más cuidado. En cada rellano había un fanal que difundía una claridad más bien débil por el hueco de la escalera. Cuando llegamos al segundo piso, no se veía a nadie. Unas pisadas indicaban, no obstante, la presencia del misterioso visitante. Guiós y yo echamos a correr, ahora a cara descubierta, dispuestos a enfrentarnos con el hombre o el fantasma y aclarar de una vez aquel misterio. ¡Grave error el nuestro! Porque en una rinconada del corredor del ala izquierda de la segunda planta se nos echó en cima un bulto negro. Caímos a tierra y nos vimos molí dos a coces y a garrotazos. Y no era sólo una persona la que nos atacaba. Eran al menos cinco. Mientras recibía una lluvia de golpes reconocí a quien antes me había parecido un fantasma. A la luz del fanal del rellano identifiqué las ropas y el cuerpo de uno de los atacantes: era el Jinete Negro, que mandaba la partida de bandoleros que nos atacó en la Sierra de Gregal.</p>
<p>No pude defenderme de la lluvia de golpes, y perdí el sentido. No creo haber pasado mucho tiempo en el limbo. Oí voces y noté que alguien me sacudía:</p>
<p>—¡Guiamón! ¡Guiamón! ¡Vuelve en ti! ¡Despierta!</p>
<p>Era Poncet.</p>
<p>—¿Qué ha pasado? —pregunté maquinalmente.</p>
<p>—¡Roger está herido, y la herramienta de Paz ha desaparecido!</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>IV</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">Del robo de la herramienta de Paz, perpetrado por el Jinete Negro de la Sierra de Gregal. De la actitud del buen rey Flocart después de haber escuchado la Voz. De la prisión de Roger y sus amigos en las mazmorras de palacio, y de una mañana agitada.</p>
<p></p>
<p>Las desgracias nunca vienen solas, según el proverbio marinero de Brótil. Guiós, Poncet y yo corrimos a nuestras habitaciones mientras el criado nos explicaba que había encontrado a Roger inconsciente, con una herida en la cabeza y la cara ensangrentada, que había mirado por la cámara y que encontró la vaina de la espada vacía.</p>
<p>Cuando llegamos a la estancia del soldado de fortuna, un piquete de soldados, armados con picas y espadas, nos estaba esperando.</p>
<p>—Su Majestad el buen rey Flocart nos ha ordenado deteneros y llevaros a su presencia —nos dijo el alférez que mandaba el piquete.</p>
<p>Poncet protestó, diciendo que Roger estaba herido y que no podía moverse, pero la sorpresa de la orden real, el espanto de los hechos que acabábamos de vivir y la preocupación por la salud de Roger, nos hicieron inclinar la cabeza y resignarnos.</p>
<p>Conseguimos, no obstante, que los soldados nos permitieran curarle la herida a Roger. Poncet preparó una solución de agua y unos polvos que siempre llevaba encima, limpió la herida, que por suerte no era muy profunda, y consiguió reanimar a su amo y señor nuestro.</p>
<p>—¿Qué ha pasado, Poncet? —preguntó Roger con voz débil.</p>
<p>—Os han atacado, señor, y han robado la herramienta de Paz.</p>
<p>—¿Quién?</p>
<p>—El Jinete Negro de la Sierra de Gregal, señor —respondí.</p>
<p>—Y ahora los soldados del rey nos detienen por orden de Flocart... —añadió Guiós.</p>
<p>El alud de malas noticias empeoró tanto el aspecto de Roger que decidí actuar con toda prisa: fui a mi cuarto en busca del frasco de color esmeralda que me había dado Tólit, prior del Monasterio de Rogets. Hice que Roger bebiese sólo dos gotas, y el efecto fue fulminante. Volvió el color a su rostro y las fuerzas a su cuerpo, a medida que el elixir mágico de los monjes se mezclaba con los humores de Roger.</p>
<p>—¡No hagamos esperar al buen rey Flocart! —dijo, incorporándose el soldado de fortuna.</p>
<p>Se vistió, ciñó a la cintura la vaina vacía de la herramienta de Paz.</p>
<p>Flocart nos esperaba en su cámara. Era una sala grande, con balconada sobre la terraza de poniente, cubierta de alfombras y con una cama enorme. De las paredes colgaban tapices que, como los del Monasterio del Cerro del Gigante, representaban escenas de la historia de Montcarrá.</p>
<p>El rey llevaba camisa de dormir, una capa de piel, e iba descalzo. Pero había sufrido una gran transformación desde la víspera. Sus ojos, antes perdidos y vagos, lucían ahora febriles, y se habían endurecido sus facciones con una expresión enloquecida de rabia y de orgullo.</p>
<p>—Tú, soldado de fortuna, ¿de dónde sacaste la espada que ciñes?</p>
<p>Roger, rehecho ya, miró serenamente al rey y respondió con voz firme:</p>
<p>—No ciño espada, señor.</p>
<p>—La Voz me ha hablado esta noche, y me ha dicho que no es tuya la espada que llevas. Es la espada de mi padre, el rey Nolás, la espada victoriosa en la batalla de Álamo Grande, y nuestro padre la llamaba herramienta de Paz... Di, soldado... ¿Es cierto? ¿Dónde está la herramienta de Paz? ¡La espada es mía, y me ha de dar la victoria sobre las hermandades!</p>
<p>—Esta noche, señor, me han atacado en mi cámara. Me han herido y han robado la espada. Guiamón ha reconocido a los atacantes: eran unos bandoleros a quienes derrotamos en la Sierra de Gregal, capitaneados por un Jinete Negro, que se cubre siempre el rostro...</p>
<p>—¿Atacado, herido y robado por bandoleros? ¿En palacio? ¡No puedo creerlo! Soldado, devuelve la herramienta de Paz o te condenaré a muerte...</p>
<p>La situación se iba haciendo tensa; el rey parecía cada vez más furioso, más enfebrecido, y los soldados que nos habían detenido no sabían qué hacer. Roger, impasible, permanecía silencioso, mirando de hito en hito a Flocart. Aún estaba pálido a consecuencia de la herida, pero no se le veía ni débil ni derrotado.</p>
<p>En aquel preciso instante entró el Misterioso Viajero, Ferruç, el gran canciller del reino y hermano del rey. Llevaba camisa de dormir y parecía aterrorizado.</p>
<p>—Flocart rey y hermano, dime: ¿qué ha pasado?</p>
<p>La interrupción del Misterioso Viajero nos resultó favorable. El rey se volvió hacia su hermano y tardó un momento en responder.</p>
<p>—He oído la Voz, Ferruç. Me ha dicho que la espada de Roger era la herramienta de Paz, el arma victoriosa de mi padre. Pero el soldado no me la quiere devolver. Me ha dicho que se la han robado esta noche, aquí, en palacio...</p>
<p>—¡Y es cierto, señor! —replicó con firmeza Roger—. ¡Unos bandidos me han atacado mientras dormía, me han herido y han robado la espada!</p>
<p>—¿Bandidos en palacio, Roger? ¡Eso no es posible! La guardia vela día y noche, y nadie puede entrar ni salir.</p>
<p>—Pues estarían ya dentro, señor. No miento. Esta herida —y se tocó la frente— es buena prueba.</p>
<p>—¡Encerradlos en las mazmorras! —ordenó Flocart, fuera de sí de nuevo.</p>
<p>Los soldados hicieron un movimiento hacia nosotros. Poncet y Guiós se pusieron en guardia, dispuestos a luchar, pero Roger, con un gesto, los contuvo.</p>
<p>—¡Obedeced al rey! —dijo Ferruç—. Yo mismo los llevaré al calabozo, Flocart.</p>
<p>El piquete de soldados nos rodeó y, así, escoltados, salimos de la cámara real. El Misterioso Viajero se situó al lado de Roger y le habló en voz baja.</p>
<p>—No os preocupéis, Roger. Cuando mi hermano oye la Voz, pierde los estribos. ¿Es verdad que vuestra espada es la herramienta de Paz?</p>
<p>—Sí.</p>
<p>—¿Y cómo la habéis encontrado?</p>
<p>—Es una historia muy larga. Pero el Hombre Sabio del Cerro me dijo que la ciñera, que me ayudaría a recuperar el Estandarte.</p>
<p>—¿Y os la han robado?</p>
<p>—Esta noche.</p>
<p>Habíamos llegado al jardín de palacio, justo al lado del cuerpo de guardia.</p>
<p>—Tendréis que pasar la noche en las mazmorras, Roger. Espero que con la llegada del sol mi hermano recupere la cordura y cambie de parecer. Sería peligroso contradecirle ahora.</p>
<p>Así es como, en una sola noche, pasamos de ser huéspedes de honor del palacio de Montcarrá a ser prisioneros... Aquella isla era realmente mágica, y desde que habíamos llegado a bordo del<i> Falaguer,</i> habíamos vivido tantas aventuras extraordinarias que había perdido hasta su memoria. Nuestro Destino, sin embargo, estaba escrito, y cada incidente en aquel viaje extraordinario era un nuevo eslabón que se añadía a la cadena que nos había de llevar a la gloria de la leyenda. Quizá por este convencimiento, o quién sabe si por la fatiga de las aventuras de aquella noche, el caso es que una vez encerrados en el calabozo del palacio me tumbé en la paja podrida que se amontonaba en un rincón y me quedé dormido como un tronco. Ni la humedad, ni el hedor de moho y podredumbre que exhalaban aquellas losas, ni la oscuridad de boca de lobo, me impidieron el necesario reposo.</p>
<p>Un rayo de luz y las cosquillas de una rata que se paseaba tranquilamente por mis piernas me despertaron de pronto. Tenía la boca espesa y el cuerpo baldado por la humedad de las losas, que había impregnado la paja que me servía de colchón. Poncet dormía a mi lado. Guiós, en el rincón opuesto, estaba en cuclillas, como si meditara. Roger se paseaba arriba y abajo, silencioso, con rostro crispado.</p>
<p>Me levanté e intenté desperezarme para desentumecerme.</p>
<p>—Buenos días, poeta.</p>
<p>—¿Cómo os encontráis, Roger?</p>
<p>—Tu elixir hace maravillas. Ni siquiera noto la herida. Pero estoy preocupado, Guiamón. El Hombre Sabio me dijo que la herramienta de Paz me ayudaría a encontrar el Estandarte, y que éste traería la paz a Montcarrá. Y ahora he perdido la espada, y no sé qué va a pasar...</p>
<p>—Tranquilizaos, Roger. Pensad que nuestro Destino está escrito, que el Hado nos llevará hacia las soluciones adecuadas...</p>
<p>—No, amigo mío, no... Recuerda las palabras del Hombre Sabio: «El Destino no es inamovible y, aunque las profecías averiguan el futuro y lo anuncian, depende siempre de nosotros...»</p>
<p>—¿Qué hora es?... La verdad es que tengo hambre... ¿Cómo os encontráis, señor? —dijo Poncet.</p>
<p>Se levantó de un salto, rebuscó un momento en el bolsillo y sacó un mendrugo de pan, que empezó a roer con ganas.</p>
<p>—Bueno, Poncet: parece que has dormido bien.</p>
<p>—Dormir y comer bien son atributos del pobre, señor. Aunque el lecho sea de piedra y el pan parezca un guijarro.</p>
<p>La celda tenía una claraboya en el techo, con una reja por la que entraba la escasa luz que nos permitía ver la suciedad y el abandono del lugar. La puerta era de roble, con herrajes oxidados y una mirilla protegida por una reja y cerrada con un postigo por la parte de fuera. Roger comprobó la resistencia de los goznes. Aunque oxidados, aguantaban firme, y no había manera de salir. Entonces, por indicación del soldado, lo aupamos con las manos para que pudiera mirar por la claraboya del techo.</p>
<p>—No hay nada que hacer. La reja aguanta. No podremos salir de aquí hasta que abran la puerta. Habrá que confiar en el Misterioso Viajero —concluyó después de la inspección.</p>
<p>Poncet y yo nos dedicamos a hacer balance de nuestras míseras propiedades: mi frasco de elixir, unos mendrugos, un cuchillo pequeño y mellado que Poncet llevaba siempre encima, y los cinturones, que en caso de necesidad podían servirnos de armas. Repartimos los mendrugos, y comimos en silencio, a la espera de los acontecimientos.</p>
<p>El rayo de luz que entraba por la claraboya del techo había hecho un buen trozo de camino por el suelo enlosado del calabozo cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció un carcelero con tres corsarios que escoltaban a Bajac, su caudillo. Llevaba la frente vendada, y de sus ojos salían chispas de odio y de triunfo.</p>
<p>—¡Hola, soldado!... —dijo con un grito ronco—. Flocart se ha adelantado a mis designios, por lo que veo... Por si te aburres, te traigo compañía...</p>
<p>Se apartó del umbral para dejar paso a la princesa Garidaina. Llevaba las manos atadas a la espalda y mostraba un cardenal bajo el ojo. Sus ropas estaban desgarradas, y el peinado deshecho, como si hubiera luchado contra sus raptores con uñas y dientes antes de ser vencida.</p>
<p>Roger, al ver a la princesa, perdió los estribos y se lanzó contra Bajac. Poncet y Guiós aprovecharon la ocasión y, a puñetazos, se enfrentaron con los corsarios. En pocos instantes la celda se convirtió en campo de batalla. Garidaina, comprendiendo las intenciones de Roger, soltó una patada a Bajac, mientras el soldado lo agarraba por el cuello y caían los dos al suelo. Poncet había agarrado el arpón de uno de los soldados y tiraba de él para arrebatárselo. Guiós golpeó con las dos manos juntas en la barbilla del que tenía más cerca y lo dejó fuera de combate. Aproveché la ocasión para agacharme y cogerle la espada. Demasiado tarde, pues el carcelero se me echó encima y me hizo perder el equilibrio.</p>
<p>Acudieron más corsarios y, a golpes, con amenazas y a gritos, acabaron dominando la situación. Tres corsarios habían agarrado a Roger por los brazos y la cintura y le obligaban a permanecer inmóvil. Guiós yacía boca abajo, inmóvil, quizá herido de gravedad. Poncet tenía un alfanje apuntándole al pecho. Garidaina se debatía en brazos de Bajac, y yo no podía quitarme de encima el peso del carcelero que me había atacado.</p>
<p>—Dejadlos de momento —dijo Bajac—. Más adelante decidiré qué hago con ellos...</p>
<p>Le pegaron un empujón a Roger, que fue a parar al otro lado de la celda, y cerraron la puerta. Me incorporé y corrí hacia Guiós para ver qué le había ocurrido. Afortunadamente era sólo un golpe en la cabeza. Pronto volvió en sí, sin saber dónde estaba ni qué había pasado.</p>
<p>Poncet, con el cuchillo mellado que llevaba oculto, cortó las ataduras de la princesa. Y entonces, golpeados, vencidos, asustados, oímos la historia de Garidaina.</p>
<p>La tropa de corsarios había entrado en Montcarrá al amanecer, por el camino de Riumar, aún en manos de los soldados del rey. Se reunieron con los hombres de Bajac, que esperaban en el patio de palacio, y habían aprisionado a los hombres de Flocart, reteniéndolo a él como rehén. Garidaina fue hecha prisionera por el mismo Bajac, ávido de venganza por la humillación que la princesa le había infligido la noche antes. También el caudillo de Oriente había querido hacer prisioneros personalmente a Roger y su compañía, pero no los había encontrado. Los soldados de palacio le explicaron entonces que el Rey Flocart lo había encerrado en las mazmorras, y por eso había conducido hasta allí a la princesa.</p>
<p>—¿Y Ferruç? —preguntó Roger.</p>
<p>—Cuando me hicieron prisionera aún no lo habían encontrado. Mi tío es muy astuto, y debe de haber huido antes de la llegada de los corsarios...</p>
<p>—¿Cuál es la actitud de los soldados reales?</p>
<p>—Los generales se han puesto a las órdenes de Bajac para derrotar definitivamente a los agermanados...</p>
<p>—La situación es peor de lo que esperaba —dijo Roger—. Tendremos que salir de aquí cueste lo que cueste, si es que queremos arreglar las cosas...</p>
<p>—¡Es imposible, mi amo! La única salida es la puerta, y aguanta firme. Además, el corredor debe de estar lleno de corsarios...</p>
<p>—¡Pues tenemos que intentarlo!</p>
<p>Entonces oímos una voz conocida, inesperada, que no sabíamos de dónde procedía:</p>
<p>—No os rompáis la cabeza, Roger. Yo os sacaré de aquí...</p>
<p>Era la voz del Misterioso Viajero, Ferruç, el gran canciller del Reino de Montcarrá y hermano del buen Rey Flocart.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>V</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De las aventuras de Roger, Poncet, Guiós, Garidaina, Guiamón y el Misterioso Viajero en los subterráneos del palacio de Montcarrá. De la cueva de los Grandes del Abismo; de la exploración de los túneles; de las visiones del poeta y de la desaparición del soldado de fortuna.</p>
<p></p>
<p>La voz de Ferruç y una cuerda que cayó inmediatamente procedían de la claraboya del techo. Tardamos pocos minutos en escalarla los cinco, empujados por el miedo a las decisiones de Bajac y por el ansia de salir de aquel albañal donde nos habían hecho pasar la noche los caprichos de un rey dominado por una Voz que sólo él oía y que le tenía subyugado.</p>
<p>El Misterioso Viajero había abierto la reja que nos cerraba el paso y había sujetado la cuerda liberadora. La claraboya se abría a la techumbre de una cámara abandonada, llena de telarañas y de polvo, que antaño había servido de despensa a la cocina del cuerpo de guardia de los soldados de palacio.</p>
<p>—Bajac domina la situación —nos dijo el Gran Canciller una vez estuvimos todos fuera—. Ha conseguido convencer a los generales, y se prepara para hacer frente a las hermandades. Eso favorece nuestros designios, Roger. Una vez derrotados los villanos habrá menguado la fuerza de los corsarios, y entonces podremos expulsarlos del reino.</p>
<p>—Señor, mis designios son otros: yo no quiero la derrota de las hermandades —contestó Roger—, sino la vuelta de la paz a Montcarrá...</p>
<p>—Y, para hacerlo, tenéis que encontrar el Estandarte, Roger —añadió la princesa.</p>
<p>—Pero para encontrar el Estandarte, mi amo, necesitáis la herramienta de Paz —concluyó sentencioso Poncet.</p>
<p>—Bueno. Dejémoslo estar por ahora y salgamos de aquí. De un momento a otro, pueden aparecer los corsarios y acabar con vuestras monsergas de paz y de estandartes... —ordenó el Gran Canciller.</p>
<p>En el fondo de la antigua despensa había un pasadizo estrecho y bajo de techo, sin aberturas de ventilación, que se perdía en la oscuridad más absoluta. Ferruç se adentró por él, seguro de sí mismo, y los otros le seguimos, más temerosos de los hombres de Oriente que de la oscuridad que se abría ante nosotros.</p>
<p>Roger seguía a Ferruç; después iba la princesa; detrás de ella, yo; Poncet me seguía y Guiós cerraba la hilera. El suelo, de losas irregulares, bajaba en pendiente, primero suave y luego más acentuada. Cuando ya desesperaba de volver a ver la luz del día, tras llevar tanto tiempo caminando uno tras otro a tientas, noté una corriente de aire en mi cara y di contra el hombro de Garidaina, que se había parado en seco. Con el aire fresco me llegó la voz de Ferruç:</p>
<p>—Estamos en las bodegas de palacio... Si alguno tiene yesca y pedernal, yo sé dónde hay antorchas.</p>
<p>—¡Yo tengo, señor!</p>
<p>Era la voz de Poncet. Sentí el roce y brotó una chispa y una llamita que, con esfuerzo, venció la oscuridad.</p>
<p>Estábamos en una gran sala de columnas de piedra. La llamita de la yesca de Poncet se convirtió en la luz de una antorcha cuando Ferruç la cogió.</p>
<p>—Los cimientos de palacio son muy antiguos y nadie recuerda su estructura... Hay una escalera que comunica con una cueva natural que llega hasta el mar. Si pudiéramos encontrarla, saldríamos de Montcarrá y podríamos burlar a los corsarios...</p>
<p>Había más antorchas colgando de las columnas. Roger nos ordenó que las cogiéramos, que avanzáramos de dos en dos y que buscáramos la escalera de que había hablado el Misterioso Viajero.</p>
<p>Poncet y yo, con una de las antorchas encendidas, empezamos a buscar por el lado derecho de la sala. Roger y Garidaina fueron hacia la izquierda, mientras Guiós y Ferruç exploraban la parte de delante.</p>
<p>Jamás hubiera creído que existiera un recinto subterráneo tan grande. Las columnas no se acababan nunca, siempre a diez pasos una de otra. El piso era irregular y descendía ligeramente hacia el lado derecho, precisamente el que explorábamos Poncet y yo.</p>
<p>—En esta bodega se podría ocultar un ejército —murmuró Poncet.</p>
<p>—O se podría guardar todo el vino de dos cosechas del Pla d'Avall —comenté yo, también en voz baja.</p>
<p>Era como si aquella inmensidad nos obligara a hablar en un susurro por miedo a despertar quién sabe qué ominoso misterio, qué terror desconocido, qué magia de las profundidades.</p>
<p>Después de largo rato recorriendo la sala de las columnas, oímos la voz de Guiós que resonaba lúgubre, con un eco espantoso:</p>
<p>—¡Venid! ¡Roger, Poncet, venid!</p>
<p>Dimos la vuelta, aliviados al poder volver con nuestros amigos, y corrimos hacia el lugar de donde había partido la voz.</p>
<p>—¿Crees que habrán encontrado la entrada de la cueva? —me preguntó Poncet con la voz entrecortada y muy baja todavía.</p>
<p>—No te preocupes, Poncet, que ya saldremos de ésta...</p>
<p>De súbito, entre las columnas, distinguí una luz. Era la antorcha de Roger y de Garidaina, que, como nosotros, acudían corriendo a la voz del monje.</p>
<p>—¿Habéis encontrado algo? —nos preguntó Roger.</p>
<p>—Telarañas, columnas y oscuridad —respondió Poncet—. ¿Y vos, mi amo?</p>
<p>—Nada.</p>
<p>—¡Mirad! —dijo Garidaina—. ¡Es la antorcha de mi tío y del monje!</p>
<p>Aunque nos pareciera imposible, las columnas y la sala acababan en una pared de sillares llenos de humedad y de musgo, de una altura de tres hombres de buena estatura. En la pared se abrían un arco y una reja de hierro comida por la herrumbre y la humedad. Guiós había conseguido retirar los barrotes de la reja que quedaban aún en pie, mientras Ferruç le alumbraba con la antorcha.</p>
<p>—Ésta es la entrada de la cueva —nos dijo al vernos llegar.</p>
<p>Al otro lado del arco y de la reja se veía, a la claridad débil de las antorchas, el inicio de una escalera labrada en piedra viva.</p>
<p>—¡Adelante! —dijo Roger.</p>
<p>E inició la bajada. Garidaina iba a su lado, y de vez en cuando le decía algo al oído. Los seguían el Misterio so Viajero y Guiós con sendas antorchas, y cerrábamos la marcha Poncet y yo, también cada uno con una antorcha.</p>
<p>El aire era mucho más puro que el de la bodega: había una corriente muy leve que hacía oscilar las llamas de las antorchas, nos refrescaba la piel y nos llenaba los pulmones. El aire tenía un gusto salobre que anunciaba la proximidad del mar.</p>
<p>La escalera, al principio amplia y segura, se iba haciendo más estrecha e irregular a medida que avanzábamos. Los peldaños eran más altos y más gastados y el musgo nos hacía resbalar de vez en cuando.</p>
<p>Cuando las antorchas empezaban ya a perder combustión y corríamos peligro de quedarnos a oscuras, la escalera desembocó súbitamente en una gran sala natural con columnas retorcidas y brillantes que reflejaban la luz, con colgantes del cielo altísimo y grandes rocas dispersas en el suelo entre charcas de agua azul y cristalina que formaban extrañas figuras de pesadilla. Un borboteo constante rompía el silencio tumbal que presidía, como una maldición, los fundamentos de la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p>Hasta aquel momento, nuestras aventuras en Montcarrá me habían fatigado y baldado el cuerpo y provocado un estremecimiento de miedo concreto, hacia cosas y personas concretas. Sólo el paso por el Campo Oscuro y la aparición de la mujer-pez podían compararse con lo que ahora vivía. Porque las garras del miedo que se clavaban en mi pecho eran algo sobrenatural, como lo eran aquella cueva, aquel silencio roto por el goteo constante, aquellas masas sombrías que parecían animales de leyenda bailando una zarabanda infernal movidas por el juego de sombras que creaban nuestras antorchas.</p>
<p>Formamos un coro y permanecimos un buen rato sin decir nada, sorprendidos por la lóbrega grandeza de la sala. Al fin, habló Garidaina:</p>
<p>—Según las viejas historias de Montcarrá, estamos en el reino de los Grandes del Abismo, antiguos moradores de la isla condenados a vivir en las profundidades por el Gran Rey de Adiá, que conquistó la isla hace muchos años... Los Grandes del Abismo forjaron la espada del rey Nolás, en los inicios de su reinado, y fueron sus aliados en la guerra contra los corsarios de Oriente. En el campo de batalla de Álamo Grande murió su señor, Afriu, en brazos de mi abuelo... Desde que reina mi padre no han comparecido los Grandes del Abismo... Por eso mucha gente no cree en ellos. Dicen que son cuentos y leyendas...</p>
<p>—¡Y claro que lo son, sobrina! —interrumpió Ferrar—. ¿Cómo no lo van a ser? ¿De qué iban a vivir en estas profundidades? ¿Cómo es que nadie los ha visto?... La batalla de Álamo Grande tuvo lugar hace mucho tiempo y los eruditos dudan de que fuera una batalla de verdad y no creación de algún poeta, una historia tan verosímil, que todos la creyeron... No, no hay Grandes del Abismo. Esta cueva natural comunica con el mar y tiene su salida cerca de Riumar...</p>
<p>—No habléis mal de los poetas, señor —intervine yo, un poco molesto—. Existan o no los Grandes del Abismo, el caso es que hemos de cruzar esta sala y encontrar la salida de Riumar. Descansemos un poco, recobremos ánimos y sea lo que haya de ser...</p>
<p>Nos sentamos y apagamos algunas antorchas, para ahorrar. No teníamos nada de comer, pero el agua subterránea era abundante y fresca, y engañamos el hambre a base de beber mucho. Poncet y yo, cansados de esperar a que Roger decidiese reanudar la marcha, abandonamos el grupo en reposo y nos dedicamos a explorar la gran sala. He de confesar que las columnas, reflejadas en el agua azul, las piedras que parecían matas de lentisco con flores blancas, la arena del suelo y la altura del techo, una vez superado el miedo, nos parecían algo de una belleza indefinible y muy especial. Pese al goteo constante del agua, el ambiente no era excesivamente húmedo y el aire debía de tener alguna renovación continua porque era fresco y puro, con olor a mar, como si la costa estuviera muy próxima.</p>
<p>En el extremo opuesto de la sala subterránea, tras unas rocas que representaban un rebaño monstruoso pastando en un campo de hierba petrificada, entre dos columnas retorcidas por la acción del agua, se abrían tres túneles que bajaban aún más y se estrechaban muy cerca de la entrada.</p>
<p>—¿Cuál será el bueno? —preguntó Poncet.</p>
<p>—No lo sé, amigo mío —le respondí, siempre en voz baja, impresionado aún por el lugar.</p>
<p>—¿Y cómo lo haremos?</p>
<p>—El Destino nos hará elegir el camino adecuado para salir de aquí, recuperar el Estandarte y pacificar Montcarrá.</p>
<p>—Empiezo a dudar de ese famoso Destino del que tanto hablas, poeta —murmuró Poncet mientras nos alejábamos de las tres entradas para volver con nuestros amigos.</p>
<p>Roger escuchó las explicaciones y reflexiones de Poncet, asintió con la cabeza y nos ordenó reanudar la marcha. Ferruç y Garidaina discutían aún sobre la realidad o fantasía de los Grandes del Abismo y de su participación en la batalla de Álamo Grande.</p>
<p>—¿Qué vamos a hacer, Roger? —preguntó la princesa al ver las entradas de los tres túneles.</p>
<p>—Nos separaremos de dos en dos, exploraremos los túneles y nos volveremos a reunir aquí, comprobaremos lo que hemos descubierto y decidiremos cuál es el bueno.</p>
<p>Poncet y yo elegimos el túnel del centro; Roger y Ferruç, que insistió en ir con él, fueron por el de la derecha; Garidaina y Guiós, por el de la izquierda. Nos reuniríamos pasadas dos horas, aunque calcular el paso del tiempo sin sol ni estrellas resultaba harto difícil.</p>
<p>El pasadizo que nos tocó en suerte al criado y a mi se hundía rápidamente y se estrechaba cada vez más, pero apenas exigía ningún esfuerzo. Las paredes eran lisas, de una especie de piedra gris que reflejaba la luz de la antorcha y brillaba como un cielo estrellado. El suelo era de la misma piedra, y el techo, que cada vez resultaba más bajo, hasta obligarnos a andar encogidos, tenía piedras colgantes como la sala que acabábamos de dejar.</p>
<p>Hacía un buen rato que bajábamos, cuando Poncet me detuvo con un gesto.</p>
<p>—¿No oyes nada?</p>
<p>Escuché con atención. Un rumor lejano, como un zumbido de abejas, llegaba de muy lejos.</p>
<p>—Sí... ¿Qué es?</p>
<p>—Si estuviéramos en medio del campo, te diría que un río... Bajo tierra, no sé... Vamos a ver...</p>
<p>A medida que descendíamos, el murmullo se convertía en un zumbido constante, y luego en un ruido casi insoportable. Y tras una revuelta del túnel, inesperadamente, el pasadizo acabó en una pared de piedra.</p>
<p>—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.</p>
<p>—Tendremos que volvernos. Éste no es el camino de Riumar.</p>
<p>—¿Y el ruido?</p>
<p>—No sé. Algo será la causa, pero no sé qué, ni de dónde viene...</p>
<p>Dábamos ya la vuelta para volver a la sala grande cuando descubrí la abertura. Era un agujero de unos palmos de ancho entre la pared que nos cerraba el paso y el techo, detrás de una de aquellas columnas que adornaban el túnel.</p>
<p>Poncet puso las manos y me alzó. Me erguí como pude y, después de mil dificultades, pude sacar la cabeza por aquella abertura. Primero no vi nada: la oscuridad era total al otro lado, sobre todo teniendo en cuenta que la piedra lisa reflejaba la llama de la antorcha.</p>
<p>Hice un esfuerzo y conseguí meter la cabeza por el agujero. Ahora veía algo más. Los ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Distinguí el espacio con el que comunicaba la abertura: era una sala de proporciones enormes, parecida a la que habíamos abandonado. El rumor procedía de una cascada que caía en una especie de estanque que ocupaba más de la mitad de la gruta. Al lado del estanque, quietos como estatuas, distinguí tres cuerpos, tres seres que no me atrevo a llamar humanos. Eran muy altos y esbeltos, tenían dos brazos, dos piernas y una cara con ojos, nariz y boca. Pero eran de un color verdoso, tenían abundante cabello blanco y parecían cubiertos de escamas como si fuesen peces. No tuve tiempo de asustarme porque Poncet, que no podía aguantar más mi peso, vaciló y yo perdí el equilibrio.</p>
<p>Cuando logré rehacerme del susto de aquella horrible presencia y del golpe de la caída, estaba tumbado en el suelo, me dolía la cabeza, y Poncet intentaba reanimarme.</p>
<p>—¿Qué te ha pasado, poeta? —decía mientras me daba golpecitos en la cara—. ¿Qué has visto? ¡Vuelve en ti, Guiamón!</p>
<p>—¡Los Grandes del Abismo!... Existen... ¡Son monstruosos!... Un lago, un salto de agua, tres gigantes... ¡Vamos, Poncet: corramos a avisar a los otros!</p>
<p>La incoherencia de mis palabras hizo que Poncet creyera que había visto visiones o que mi imaginación poética se había desbordado. Me ayudó a recuperar la verticalidad y, sin decir nada, reanudamos la marcha hacia la sala principal, de donde partía el camino sin salida que habíamos explorado.</p>
<p>La vuelta fue más difícil que la ida, porque el pasadizo subía en pendiente muy pronunciada y porque en cada revuelta, entre la oscuridad que limitaba el halo de claridad que formaba la antorcha, veía a aquellas extrañas criaturas de color verde con el pelo blanco y el cuerpo cubierto de escamas. Los había visto de soslayo, medio a oscuras y por muy poco tiempo, pero las imágenes habían quedado grabadas en mis ojos, y el temor de volverlos a ver me helaba la sangre, me pesaba como una losa en el vientre y me hacía temblar de pies a cabeza como si fuera víctima de una terciana.</p>
<p>Poncet, sorprendido por mi reacción, no decía nada, pero me ayudaba solícito, me obligaba a detenerme de vez en cuando a descansar, e iba siempre delante, enarbolando la antorcha como si fuera una espada.</p>
<p>Al fin, afortunadamente, el pasadizo se ensanchó y salimos a la sala grande, no por conocida menos terrible. Guiós y Garidaina ya estaban allí.</p>
<p>Al vernos llegar, nos asediaron todos a preguntas y nos colmaron de explicaciones: el túnel que les había tocado en suerte acababa en un pozo sin fondo de donde salía un humo leve y un olor de corrupción que daba náuseas. Guiós había tirado piedras y no habían oído el choque con el fondo o el chapoteo del agua, como si el pozo no tuviera fin. Decidieron, pues, volver atrás para ver si nosotros o Ferruç y Roger, que aún no estaban de vuelta, habíamos tenido más suerte.</p>
<p>Poncet les explicó que nuestro túnel acababa en una pared, que habíamos descubierto una abertura en el techo, que yo había visto algo que me había impresionado mucho. Intenté explicar lo que habíamos visto, cómo eran los Grandes del Abismo..., pero las palabras se embarullaban en mi boca y no encontraba la manera de contarles lo que había en aquel laberinto subterráneo.</p>
<p>Aún estaba intentándolo, cuando del tercer túnel nos llegaron gritos y ruidos, primero muy débiles y luego cada vez más fuertes y cercanos. A medida que se iban aproximando podíamos distinguir la voz de Ferruç que nos llamaba, alguien que corría y, al fin, el rayo de luz de la antorcha.</p>
<p>El Misterioso Viajero llegó a la sala jadeando, blanco como la cal y con la ropa hecha trizas. Antes de que pudiéramos preguntarle nada, nos dijo:</p>
<p>—¡Roger... ha... desaparecido! ¡Una cosa... horrorosa... lo ha... arrastrado... al abismo!</p>
<p>¡Roger desaparecido!</p>
<p>Garidaina y Poncet lloraban, Guiós maldecía en voz baja y yo temblaba como la hoja de un árbol bajo el empuje de la tramontana.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>VI</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la desaparición de Roger, según Ferruç; de cómo Garidaina, hija de Flocart, princesa de Montcarrá, entró a formar parte de la leyenda, y de lo que Guiamón vio, después de pasar mucho miedo, en una sala subterránea de la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p></p>
<p>—El túnel que Roger y yo explorábamos acababa muy pronto en una especie de chimenea de paredes irregulares que sin duda salía al exterior, porque vimos luz encima. Roger se empeñó en trepar por la pared, me ordenó que me quedara abajo con la antorcha y empezó la escalada, aprovechando los salientes, los rellanos, las protuberancias de las paredes de aquel tubo. Cuando estaba ya a unas varas del suelo se pudo introducir en una especie de agujero que se abría a la derecha y me gritó desde allí que, efectivamente, la chimenea salía al exterior, que veía el cielo y las hojas de los árboles, que descansaría un poco y luego seguiría la escalada. Al cabo de un rato vi cómo salía del agujero y seguía subiendo. Pero apenas había podido trepar unas varas, cuando, del agujero donde se había refugiado, salió una especie de tentáculo, algo rojizo y húmedo, del grueso de un hombre, que lo cogió y lo arrastró hacia dentro. Roger se defendió bravamente, pero no llevaba armas y, por más que resistió, aquella cosa horrorosa que lo había atrapado lo arrastró hacia el interior del agujero.</p>
<p>—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Poncet cuando el Misterioso Viajero hubo acabado su relato.</p>
<p>—¡Ir a rescatarlo! —respondió Garidaina con voz firme y ya sin lágrimas en los ojos.</p>
<p>—Necesitamos armas y cuerdas... —dijo Ferruç.</p>
<p>—¿Y de dónde las vamos a sacar? —preguntó Guiós.</p>
<p>—Del palacio —respondió el canciller—. A mí no me buscan los corsarios, y algunos hombres de palacio me son fieles. Volveré atrás y hablaré con ellos. Los convenceré para que me ayuden... Aunque temo que sea demasiado tarde. A estas horas, aquella cosa horrible debe de haber matado ya a Roger, o quizá algo peor.</p>
<p>Quedamos abatidos, aunque en el fondo todos pensábamos lo mismo, pese a que no osáramos decirlo en voz alta.</p>
<p>—¡No! —gritó Garidaina—. ¡Roger no puede haber muerto! ¡No lo quiero creer! No perdamos más tiempo Tú, tío, irás a buscar armas y cuerdas. Que Guiós te acompañe. Poncet, Guiamón y yo intentaremos dar con Roger y liberarlo... ¡Vamos ya!</p>
<p>Y así fue como la vencedora del corsario Bajac, la hija del rey de Montcarrá, la princesa Garidaina, entró a formar parte de la leyenda, forzó el Destino y superó nuestras debilidades y nuestro desamparo.</p>
<p>La decisión de sus palabras, el convencimiento de su tono de voz, la firmeza de su actitud, la convirtieron en jefe de la partida, digna compañera de un héroe elegido por el Destino para recuperar el Estandarte de las Tres Naranjas y devolver la paz a Montcarrá.</p>
<p>Ferruç y Guiós, con sendas antorchas, se alejaron de nosotros, de vuelta a las bodegas de palacio en busca do ayuda para liberar a Roger. Como Poncet y yo dudábamos, Garidaina cogió una antorcha y entró por el túnel.</p>
<p>—¡Si de verdad queréis a Roger, seguidme!</p>
<p>El criado y yo nos miramos, sacamos fuerzas de flaqueza, valor del miedo y, contagiados por la fe y el coraje de la dama, encendimos dos antorchas, cogimos algunas de las apagadas por si las necesitábamos, y entramos por el umbral de aquel túnel maldito, con la certeza do que nuestro fin iba a ser realmente horroroso.</p>
<p>Las paredes y el techo eran semejantes a los del túnel que habíamos explorado, pero aquel pasadizo no se estrechaba ni descendía, sino que avanzaba horizontal unos cuantos centenares de varas. Ferruç no había mentido: poco después, la princesa, el criado y yo llegamos a una especie de cueva circular que ascendía en vertical hacia un punto de luz que parecía la salida.</p>
<p>El aire era caliente, y se notaba como un olor ligero a estiércol.</p>
<p>—¡Dadme vuestros cinturones! —nos ordenó la princesa.</p>
<p>Unió las correas formando una especie de cuerda.</p>
<p>—¿Qué pensáis hacer, señora? —preguntó respetuoso Poncet.</p>
<p>—Subir hasta el agujero y utilizar los ceñidores para que subáis luego vosotros.</p>
<p>—¿Y no sería mejor esperar al señor Ferruç?</p>
<p>—Tardará mucho. Piensa en tu amo, Poncet. Hay que ser valiente...</p>
<p>Y sin decir una palabra más, empezó a trepar. Poncet y yo encendimos dos antorchas de recambio y las sujetamos con piedras para que iluminaran la chimenea lo mejor posible. Garidaina, con una agilidad sorprendente, aprovechaba los salientes para seguir escalando. Pronto llegó a una especie de rellano, y desde allí nos tiró la cuerda improvisada, tras haberla sujetado en el saliente de una peña.</p>
<p>—¡Tú, primero, poeta! —dijo Poncet.</p>
<p>No es mi fuerte el arte de la escalada, pero el miedo, el amor a mi amigo y señor y la fe que aún no había perdido del todo en las profecías del Hombre Sabio del Cerro del Gigante me empujaban hacia arriba con una decisión y un brío desconocidos... Tras unos cuantos resbalones, un par de golpes contra los salientes y de haberme dejado las manos en carne viva, llegué al rellano donde estaba la princesa. Con mucho trabajo pudo hacerme sitio en aquel reducido espacio, y tuve que arrimarme como pude a la pared a la espera de Poncet. No me atrevía a mirar al fondo porque las alturas me marean; desde pequeño padezco de vértigo y sabía que, si miraba abajo, el cuerpo seguiría a los ojos, con profecía o sin ella.</p>
<p>Poncet no debía de sufrir de vértigo como yo, pues muy pronto lo sentí a mi lado.</p>
<p>—¡Abre los ojos, poeta! ¡Tenemos que seguir!</p>
<p>Garidaina recuperó la cuerda, se la ciñó a la cintura, y siguió la escalada. Su idea era llegar a una especie de cornisa un poco más arriba, desde donde podríamos alcanzar el agujero por donde había desaparecido Roger.</p>
<p>Mil años después, cubierto de sudor de la cabeza a los pies, tembloroso y mareado, también yo llegaba a la cornisa. Maldecía mi suerte, y habría renunciado de buen grado a la gloria de un futuro de poeta a cambio de no tener que seguir trepando. Pero bajar habría sido tan difícil como subir, y, en consecuencia, cuando Poncet estuvo a mi lado, sujeté fuerte los ceñidores que nos servían de cordada y esperé a que Garidaina llegara al agujero que era nuestro objetivo. Poncet, a mi lado, refunfuñaba algo imposible de entender.</p>
<p>—¿Qué dices? —le pregunté, y la voz me salió temblorosa y ronca.</p>
<p>—Que tengo hambre, amigo. ¡Hace horas que no como, y ya no puedo más!</p>
<p>El materialismo de aquella afirmación del criado me sorprendió y me volvió de pronto a la realidad más punzante. ¿Qué hacía yo, Guiamón Adiá, colgado en la oscuridad, en una cueva de una isla de cuya existencia nada sabía un mes atrás, muerto de hambre, apaleado, derrengado, presa del vértigo, perseguido por corsarios, fugitivo de un rey loco, camino de algo horroroso que no tenía nombre, en medio de una guerra que no acababa de entender, a las órdenes de una princesa y compañero de un criado? Me pellizqué la pierna convencido de que iba a despertar en el mesón La Lira de Marfil, donde se alojan los poetas de Adiá, que me vestiría a la carrera, bajaría a comer y luego, con el regusto del queso y de la leche en los labios, daría una vuelta por las calles placenteras de la villa antes de ir al palacio del Caballero Rolic para amenizar con mis recitados la cena de honor que ofrecía a su hermano, llegado de Oriente con una carga de té y tabaco.</p>
<p>La voz de Garidaina me volvió a la pesadilla. No había ni Lira de Marfil ni almuerzo de leche y queso, ni paseo por las calles de Adiá, ni cena en el palacio del Caballero Rolic... Sólo existía aquella pared, la mancha azul del final de la chimenea, y el agujero por donde había desaparecido Roger.</p>
<p>—¡Arriba, Guiamón, que ya falta poco! —me animaba la princesa.</p>
<p>Cogí fuerte la cordada improvisada y seguí trepando. Poncet me empujaba. Era como recitar un poema: las manos encontraban lugares donde agarrarse, y los pies salientes donde tener apoyo, de la misma manera que unas palabras llevan a otras, las rimas apoyan el ritmo, y la historia brota fácil en el silencio complacido de los oyentes.</p>
<p>Y así, con la facilidad con que suelo llegar al final de los amores de Esclarmonda o al planto de la princesa Rosaclara, llegué, sano y salvo, al agujero, en cuyo umbral la mano de la princesa Garidaina era como un abrigo contra el mal agüero de las profundidades.</p>
<p>—¡Ya puedes dejar ir la cuerda! —oí que me ordenaba la dama.</p>
<p>Me tumbé en aquel cobijo, sin pensar en el espanto de Ferruç, tan eficazmente descrito, y esperé a Poncet, a quien oía respirar torpemente mientras trepaba hacia donde nosotros estábamos.</p>
<p>—Bueno, señora, ¿y qué hacemos ahora? —oí que preguntaba a mi lado el criado.</p>
<p>—Enciende una antorcha y vamos a explorar esto.</p>
<p>La luz de la antorcha fundió la fatiga, el vértigo y los temblores que sentía. El agujero en cuya entrada estábamos los tres era una especie de tubo redondeado y liso, muy recto, que descendía ligeramente. Había una leve corriente de aire que iba de la chimenea hacia el interior. Hacía allí más calor que fuera, y aumentaba el olor a estiércol que habíamos notado antes.</p>
<p>—Tú, Poncet, quédate en la entrada para esperar a mi tío y a Guiós. Guiamón y yo intentaremos encontrar a Roger... Cuando lleguen, nos avisas... ¿De acuerdo?</p>
<p>Emprendimos camino por el túnel lateral. Era difícil andar, porque el suelo era como un canal y no había manera de poner los pies.</p>
<p>Aumentaba el calor y aquella fetidez era cada vez más identificable: parecía que nos hubiéramos metido en un establo o porqueriza, pues el olor era una mezcla de boñiga seca y excremento porcino.</p>
<p>En el fondo del tubo, unos cientos de metros por delante de donde estábamos, había un punto de luz, una especie de resplandor rojizo como el rescoldo de un fuego de encina. Garidaina se detuvo y me dijo en voz muy baja:</p>
<p>—Apaga la antorcha, Guiamón, y avancemos sin hacer ruido... La cosa debe de estar ahí.</p>
<p>La palabra «cosa», horrorosa desde el punto de vista poético, tomaba un sentido nuevo en aquellas circunstancias. Quería decir «eso que no tiene nombre», la criatura entrevista por Ferruç que había capturado al soldado de fortuna arrastrándolo hacia el fondo de su madriguera. Obedecí a la princesa, apagué la antorcha y procuré andar sin hacer ruido, aunque los dientes me batían del miedo que me consumía.</p>
<p>—¡Quieto aquí, Guiamón! —me dijo Garidaina cuando faltaba poco ya para llegar a la salida del túnel y el color rojo del fondo se había convertido en una claridad mortecina que, mezclada al miedo que sentía, convertía el lugar en una especie de infierno.</p>
<p>Permanecí quieto, apoyado en la pared inclinada, mientras la dama avanzaba con toda precaución. Su silueta se recortaba en rojo, dejando tras ella una sombra espantosamente negra.</p>
<p>Llegó a la salida del túnel, la vi entera un momento, y luego desapareció.</p>
<p>Si hasta entonces había vivido una especie de pesadilla y de vez en cuando me pellizcaba convencido de que iba a despertar en mi cama del mesón de los poetas de Adiá, en aquel instante preciso, solo en el túnel, sentí la garra de la verdad más cruda: no era más que un pobre poetastro a muchos metros de profundidad, en un lugar maldito, y no a la espera de un Destino glorioso, sino de la aparición de una criatura inmunda que me devoraría, un pobre hombre metido en una aventura que no tenía nada que ver conmigo, mitad leyenda, mitad realidad, engañado por las halagadoras palabras de unos y otros, que me habían hecho ir dando tumbos sin tener en cuenta mis posibilidades. Unas lágrimas cálidas y amargas resbalaban por mis mejillas, y me venían ganas de dejarme caer y cerrar los ojos definitivamente.</p>
<p>Pasaba el tiempo y Garidaina no volvía. Sin Roger que me dijera lo que tenía que hacer, sin Poncet que me animara con sus burlas, sin la seguridad de Garidaina, desvalido y débil, no sabía qué camino tomar. ¿Cómo íbamos a salir de aquella cueva si me iba con Poncet? Y si me dirigía a la salida del túnel, ¿a quién iba a encontrar allí? Permanecer en aquel lugar era imposible, pues tarde o temprano aparecería aquello a lo que Garidaina había llamado la «cosa», y entonces, ni las palabras de la mujer-pez, ni las profecías del Hombre Sabio tendrían ningún valor...</p>
<p>Di un paso hacia el resplandor rojo, sin darme cuenta. Y luego otro, y otro y... El calor era cada vez más intenso, la luz me cegaba, el olor a estiércol me daba náuseas.</p>
<p>Llegué a la salida, asomé la cabeza y me embistió una pestilencia insoportable.</p>
<p>El túnel se abría en una pared de piedra, a dos varas del suelo, en una sala aún más grande que la anterior. Con la diferencia de que no había columnas retorcidas, ni goteo de agua, ni bosques de piedra. La luz roja brotaba de un montón de escoria en el centro del recinto, formando una especie de lago de lava. Por encima flotaba una neblina caliginosa que ocultaba las dimensiones de la Bestia que allí dormía como si fuera su yacija.</p>
<p>La cabeza, si es que a aquello puede llamársele cabeza, hacía el bulto de dos hombres, con un morro coriáceo que culminaba en dos fosas nasales de una vara de diámetro cada una, de las que brotaba una columna de humo. Los ojos tendrían vara y media cada uno cuando estaban abiertos. Tenía seis patas, como casas de tres pisos, y el lomo lleno de protuberancias, y una cola en forma de espolón que parecía un barco. Una a cada lado, dobladas, las alas, membranosas, estremeciéndose levemente a medida que respiraba.</p>
<p>El espanto que sentía era tan grande que permanecí un buen rato sin poder moverme. Y cuando estaba a punto de volverme y huir, una voz dijo detrás de mí:</p>
<p>—¡Guiamón!</p>
<p>Perdí pie y caí, entre un alud de piedras, al lado del monstruo.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>VII</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De navegaciones en mar de estiércol; de cómo, por azar, el poeta recupera el Estandarte de las Tres Naranjas; del duelo con la Bestia de Montcarrá y del valor de Garidaina, nieta de Nolás, Matadora del Dragón.</p>
<p></p>
<p>Mientras caía, la voz repetía mi nombre una y otra vez como si, más que llamarme, lo que pretendiera fuese despertar al monstruo.</p>
<p>Las boñigas que cubrían el suelo de la cueva me salvaron la vida, pero me llenaron de una materia pegajosa y maloliente que me embadurnó los vestidos y el cuerpo.</p>
<p>La voz era la de la princesa Garidaina. Hubiera deseado decirle que se callara, que el monstruo podía despertarse de un momento a otro, pero no podía, porque el estiércol me engullía como si fuera el fango de los pantanos de la Maresma. Me debatí, intenté nadar, pero aquella masa pegajosa y voraz me iba engullendo como si mi resistencia me hiciera más comestible.</p>
<p>El hedor, el humo y aquel cieno hediondo me habrían hecho desmayarme, y entonces mi muerte hubiera sido inevitable, de no ser por algo sólido que flotaba encima de aquel limo excrementicio y a lo que me agarré desesperadamente. Con esfuerzos sobrehumanos conseguí incorporarme sobre aquella superficie sólida, de la amplitud de una mesa. Quedé tumbado, jadeando, y cuando ya pude respirar normalmente, utilizando las manos como remos, dirigí la improvisada embarcación hacia uno de los lados de la gran nave, donde un montón de piedras me garantizaba la solidez del suelo.</p>
<p>Llegué con penas y trabajos. De vez en cuando alzaba la cabeza y miraba hacia el monstruo, que no se había movido, indiferente a los gritos de la princesa y al barullo que yo había provocado con mi caída.</p>
<p>Marinero en un mar de estiércol, conseguí llevar la providencial embarcación hacia la orilla y salté a tierra Un temblor incontrolable me sacudía de la cabeza a los pies, pese al calor y a los esfuerzos que me fueron precisos para llegar a puerto. Descansé unos momentos y, sobre todo, hice un resumen de mi situación.</p>
<p>El agujero del túnel estaba al otro lado de las rocas que ahora me amparaban. Garidaina me miraba aún y me hacía gestos desesperados.</p>
<p>Las rocas a las que había llegado tras mi fatigosa navegación se habían deslizado desde la pared de la cueva y formaban una franja estrecha, de unas diez o doce varas como máximo. El monstruo estaba situado en medio de la nave, en un promontorio sólido hecho de escorias al rojo, del que brotaba una neblina maloliente y aquel color rojo que iluminaba la madriguera repugnante del Dragón de Montcarrá.</p>
<p>La franja de rocas donde ahora estaba festoneaba buena parte de la pared, pero no llegaba a la vertical de la salida del túnel. En consecuencia, si quería salvar la piel tendría que volver a navegar..., si es que el monstruo no se despertaba mientras tanto y decidía darse un banquete de carne fresca de poeta. No me atrevía ni a mirarlo, por miedo de verlo empezar a moverse.</p>
<p>Tiré de la superficie sólida que me había servido de embarcación y la dejé varada en las rocas. Descubrí entonces que era un cofre de madera con refuerzos de hierro. La curiosidad pudo más que la prisa, e intenté correr los cerrojos. El limo me lo impedía, pero de todos modos quería saber qué había dentro. Con una piedra golpeé la falleba hasta que conseguí moverla.</p>
<p>Dentro del cofre había unas piezas de armadura viejas y oxidadas, un collar roto y un envoltorio de tela apolillada.</p>
<p>Los gritos de Garidaina desde la abertura de donde yo había caído me hicieron abandonar la inspección del cofre. Poncet estaba al lado de la princesa y ambos gesticulaban hacia mí. Poncet me enseñaba la cuerda hecha con los cinturones. Les indiqué con signos que no gritaran, no fuera que se despertara la Bestia, y les hice comprender también que entendía lo que querían decirme. ¡Estaba salvado! No tenía más que botar de nuevo al cieno mi improvisada nave, cruzar el lago de estiércol hasta la cuerda y trepar por ella: una aventura desgraciada, pero mejor en todo caso que quedarme en la madriguera de la Bestia hasta que...</p>
<p>Volví a correr los cerrojos de la caja, la empujé hasta dejarla flotando en el limo, monté otra vez en ella y, usando las manos como remos y timón, la dirigí hacia la pared de donde colgaba la cuerda.</p>
<p>Garidaina y Poncet me animaban con gestos mudos. Por suerte habían comprendido que allí sobraban gritos y palabras. De reojo, a medida que me acercaba a la cuerda de salvación, iba vigilando al monstruo. Parecía muerto. Sólo dos columnillas de vapor que le salían de los hocicos, el latido de las alas plegadas y el estremecimiento del lomo demostraban que estaba peligrosamente vivo.</p>
<p>Durante el viaje de ida había aprendido el arte de la navegación en aquel mar subterráneo de estiércol líquido, y no me fue muy difícil llegar a la pared de donde colgaba la cuerda. Me incorporé cuanto pude para coger el cabo, oscilante como una tentación encima de mi cabeza.</p>
<p>Agarré la hebilla de cobre del último de los cinturones, pero resbalé y caí en el estiércol, al lado del cofre. Aquel fimo me ahogaba, me engullía. ¡Había tocado con los dedos la salvación y la había perdido miserablemente! En aquellos momentos de desesperación maldije al Destino, a las palabras mágicas de la mujer-pez y a los consejos del Hombre Sabio del Cerro del Gigante, tan lejano de aquel cubil nauseabundo, de aquel estiércol que me tragaba, de aquel escozor en los ojos, de aquel ahogo en los pulmones, de aquel loco bracear que me hundía cada vez más..., hasta que una mano me tiró del pelo y, mareado de muerte, medio desmayado, sin fuerzas ya, emergí para encontrarme cara a cara con Poncet.</p>
<p>—¡Arriba, poeta!</p>
<p>Fueron palabras de consuelo, como un bálsamo que aquietó mi espíritu e hizo renacer en mí las esperanzas.</p>
<p>Trepé de nuevo al cofre y, mientras me quitaba el zumo que me cubría la cara y recobraba aliento, vi que la princesa Garidaina bajaba por la cuerda improvisada hasta la improvisada embarcación.</p>
<p>—¿Qué hacéis, señora? —tartamudeé.</p>
<p>—Guiamón, tu accidente ha sido providencial... Hemos de salvar a Roger... ¡Y ahora sabemos dónde está!</p>
<p>He de confesaros que había olvidado a mi señor y amigo; la aventura en aquel mar de bosta, la proximidad de la Bestia, la oscuridad rojiza del cubil y, sobre todo, aquel miedo ominoso que me roía por dentro y me hacía temblar de pies a cabeza, habían borrado de mi testa de poeta la urgencia de los hechos. Las palabras de la princesa provocaron en mí un sentimiento de vergüenza que me hizo enrojecer.</p>
<p>Poncet remaba con las manos, como antes había hecho yo, en dirección al centro de la cueva, precisamente hacia el lugar donde dormía el causante de mis cuitas. Cerré los ojos resignado a mi suerte, dejándome llevar por el brío de Poncet y el valor de Garidaina.</p>
<p>El cofre avanzaba bien, incluso con el peso adicional de los dos nuevos viajeros, avezado como estaba a flotar en aquella porqueriza hedionda. Pero a medida que nos acercábamos al monstruoso reptil, el calor se hacía insoportable y el olor a corrupción golpeaba los sentidos. El criado y la princesa se habían tapado la nariz con pañuelos, cosa que yo no podía hacer porque toda la ropa que llevaba encima hedía con la pestilencia de aquel fimo innoble.</p>
<p>Cuando el cofre encalló en un montón de escoria, abrí los ojos. Poncet, la princesa y yo saltamos a tierra —si es que se puede llamar tierra a aquel magma sulfuroso que formaba la base de la colina donde yacía la Bestia— y varamos el cofre.</p>
<p>—Hemos de explorar estos lugares... Roger ha de estar por aquí —ordenó la princesa, con un valor que merecía versos de admiración.</p>
<p>—¡Si tuviésemos armas...! —murmuró Poncet.</p>
<p>—Dentro del cofre hay piezas de armadura —dije con un hilillo de voz.</p>
<p>—A ver si encontramos algo que nos pueda servir... —dijo Poncet, corriendo los cerrojos y abriendo los pasadores.</p>
<p>Miró y remiró, pero aparte de las piezas de armadura, del collar roto y del rollo de tela apolillada, no había nada.</p>
<p>—Este collar... —la princesa lo había cogido y lo examinaba con atención bajo aquella luz rojiza— parece que... ¿Dónde has encontrado el cofre, Guiamón?</p>
<p>—Flotaba en el estiércol, señora. Y, por lo que parece, lleva ya tiempo aquí...</p>
<p>—Es el collar de la dinastía de Montcarrá, ¡estoy segura! En el retrato de mi abuelo, en el palacio, el buen rey Nolás lleva uno igual... Eso quiere decir...</p>
<p>Dejó a un lado el collar y deshizo el rollo de tela. Era un tapiz de cuatro varas de largo por dos de ancho. Parecía de raso. La cara protegida por los pliegues era plateada y, en medio, bordadas en hilo de oro, había tres naranjas. Tres naranjas. ¡Las Tres Naranjas!</p>
<p>—¡El Estandarte! —gritamos Poncet, la princesa y yo al mismo tiempo.</p>
<p>Y en aquel momento, quizá por el grito, quizá porque había llegado a su hocico el olor a carne fresca, se despertó la Bestia.</p>
<p>Su gruñido fue como un trueno en un cielo de tempestad. Las paredes de la cueva retemblaron hasta el punto de que cayeron piedras del techo.</p>
<p>Se movió la cola en forma de espolón. Primero lentamente, luego con más furia. Aquella montaña de cartílagos, cuero y músculos nos cayó encima como una maldición, como una montaña que se derrumbara súbitamente. Y rodamos por la escoria, castigados por la osadía de despertar a la Bestia.</p>
<p>Fui a parar al borde del fimo líquido, como si mi verdadero Destino no fuese la composición de versos inmortales para cantar las gestas de Roger, sino el de empaparme hasta la médula de los huesos en aquella cueva pavorosa.</p>
<p>Me incorporé y miré a mi alrededor para ver la suerte que habían corrido mis desventurados compañeros. Poncet estaba caído en tierra, como muerto, y la princesa entre las garras delanteras de la Bestia, peligrosamente próxima a la bocaza que se abría para dejar paso a una lengua pegajosa, humeante y roja que buscaba golosa el cuerpo de Garidaina.</p>
<p>Me revolví: era como si una fuerza desconocida naciera de mi indignación, me subiera por el espinazo, me hiciera cosquillas en la nuca y se transformara en ceguera y en rabia. Cogí una piedra y, sin hacer puntería, la lancé contra el ojo izquierdo de la Bestia.</p>
<p>El dragón bramó, pero yo también gritaba. Salían de mi garganta expresiones soeces, maldiciones marineras, palabrotas aprendidas en las noches de juerga en las tabernas de Adiá.</p>
<p>—¡Maldita seas, Bestia inmunda! ¡Mal rayo te parta la cabeza en mil pedazos! ¡Así se te hinche el vientre y se te caigan los dientes y se te parta la tripa culera! ¡Así te ahogues en tu propia mierda!</p>
<p>El pedrusco dio en el ojo, y los gritos atrajeron la atención del monstruo. Metió la lengua dentro, volvió la cabeza y movió la cola. La princesa había dejado de ser su golosina, y la había olvidado del todo. Ahora quería carne de poeta.</p>
<p>Cogí más piedras y, sin dejar de soltar palabrotas, se las fui tirando con mayor o menor fortuna. Cada vez que le acertaba en un ojo, en el hocico o en la testa, bramaba y azotaba el aire pesado de la cueva con el espolón.</p>
<p>Venía directo hacia mí. Dejó atrás a la princesa —con el rabillo del ojo vi cómo se incorporaba— y el cuerpo inerte de Poncet. Garidaina me decía con gestos que siguiera atrayendo la atención del monstruo.</p>
<p>Pero se me habían acabado los cantos y las palabrotas. El fimo me llegaba a las rodillas y ya no podía retroceder más. Y, para colmo, la indignación que me había movido a actuar me había abandonado, y sólo me quedaba un temblor de piernas y un velo rojo que me tapaba los ojos. Di tres pasos atrás, pero la Bestia estaba cada vez más cerca. Y el fimo me llegaba ahora a la cintura.</p>
<p>Vino entonces a ayudarme la princesa Garidaina. Viendo la indignación del Dragón provocada por las piedras, le tiró una con tan buena fortuna que le acertó en el ojo derecho. El animal soltó un bramido y dejó de clavar en mí aquellos ojos amarillentos, fijos, para buscar la causa de la nueva agresión.</p>
<p>—Cuando venga hacia mí, salva a Poncet —me gritó Garidaina. Y añadió, dirigiéndose a la Bestia—: ¡Saco de lardo! ¡Maldita bestia del averno! ¡Así se te revienten las tripas!</p>
<p>El Dragón respondió a la incitación de la dama y, con una lentitud que daba grima, giró hacia ella primero la cabeza, después las patas delanteras y luego el resto del cuerpo.</p>
<p>Aproveché la ocasión para salir del cieno, cuidando siempre que no me golpeara con la cola, y me acerqué a Poncet.</p>
<p>El criado respiraba.</p>
<p>—¡Poncet! ¡Hermano! ¡Ánimo!</p>
<p>Pero no respondía a mis palabras, a mis esfuerzos para reanimarlo. Recordé el frasco que me había dado Tólit y, lleno de dudas, porque no sabía si el criado sería lo bastante limpio de corazón como para recibir el beneficio del elixir, dejé caer una gota del líquido primordial entre sus labios. En el ambiente cargado de gases fétidos de la cueva, en aquella media luz roja y tenebrosa, el verde esmeralda del licor brillaba con intensidad y pareció como si un soplo vivificador de tramontana alejase la pestilencia del monstruo.</p>
<p>Poncet abrió los ojos.</p>
<p>—¡Vamos, Poncet! ¡Vamos!</p>
<p>El criado se incorporó, se palpó las piernas, el cuerpo y la cabeza, miró a su alrededor y, viendo al Dragón que avanzaba de espaldas a nosotros y en dirección a la princesa, dijo:</p>
<p>—¡Ataquémoslo, Guiamón!</p>
<p>Le tiramos piedras hasta que se dio cuenta de nuestra presencia. El animal, pese a su lentitud, reaccionó y se volvió hacia nosotros, abandonando la persecución de la princesa. Sus bramidos eran ahora ensordecedores. La indignación hacía estremecer el cuerpo de la Bestia, y las columnas de humo que brotaban de sus hocicos se convertían en llamas sulfurosas.</p>
<p>Poncet, mucho más diestro que yo en el arte de lanzar cantazos, le acertaba en los ojos, en la frente y en la boca a cada pedrada.</p>
<p>Y como la Bestia era también susceptible a la voz increpadora y ya no me quedaban palabrotas para irritarla, empecé a recitarle el planto de Esclarmonda, en el fragmento en el que la noble dama de la leyenda increpa al hado que la ha malmaridado.</p>
<p>Y entonces ocurrió el prodigio. Necesito recobrar aliento y pensar en la magia de las palabras para describir lo que mis ojos vieron.</p>
<p>El ataque del Dragón nos había hecho retroceder otra vez hasta los límites del estiércol. Poncet no paraba de lanzar piedras con la habilidad de un chiquillo, y yo de recitarle versos airados de célebres canciones.</p>
<p>Garidaina, con más valor que cien soldados del ejército de Montcarrá, agarró una de aquellas columnas que colgaban del techo de la cueva y que había caído sobre la escoria que formaba la yacija del monstruo, y, blandiéndola como una lanza, se metió entre las patas traseras del Dragón en busca del punto más vulnerable de vientre.</p>
<p>Se me cortó la voz de espanto y de admiración.</p>
<p>Desgreñada, con los ojos echando chispas, el cuerpo blanco y el brío de un guerrero antiguo, la heredera de la estirpe del conquistador de Montcarrá, nieta de Nolás, vencedor en Álamo Grande, compañera de Roger de Adiá, señora y heredera del reino de las Tres Naranjas, Garidaina, la Matadora del Dragón, clavó la punta viva de la piedra entre las placas coriáceas que protegían el bajo vientre del monstruo.</p>
<p>Y brotó un jugo negruzco, hediondo, en un chorro incontenible.</p>
<p>Y el Dragón soltó un bramido que parecía el gemido aterrorizado de un animal herido por el rayo.</p>
<p>Y soltó violentos coletazos, barriendo la escoria, hendiendo el aire, buscando venganza contra la mano que lo había herido.</p>
<p>Y desplegó las alas como el velamen de una nao, iniciando un vuelo sin rumbo, prisionera de la muerte que se abría camino hacia su corazón.</p>
<p>Y cayó en el lago de estiércol con pesadez de plomo, abriendo un surco pavoroso en el fango que nos envolvía.</p>
<p>Y Garidaina, la Matadora del Dragón, sonreía.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>VIII</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la muerte del Dragón, llamado la Bestia; de la destrucción de su guarida; de la aparición de los Grandes del Abismo; de la reaparición de Roger de Adiá, y de la extraña enfermedad que padece, llamada el aliento de la Bestia, y del poder de Estrella de Oro, Matadora del Dragón, de la estirpe de los señores de Montcarrá.</p>
<p></p>
<p>La caída de la Bestia en el estiércol que rodeaba el islote de escoria que le había servido de lecho fue como una maldición. Apenas engullida por su propio estiércol, una ola pegajosa nos lanzó contra la orilla. Mientras hacía esfuerzos para no morir ahogado, vi por última vez, altiva y blanca, a la princesa Garidaina con una sonrisa triunfal en los labios.</p>
<p>Se alzaron columnas de chispas con silbidos de vapor que nos quemaron las manos, la ropa y el pelo. Cayeron columnas del techo y, al chocar entre ellas, se partían en mil pedazos que nos herían en los hombros, en los brazos y en la cabeza. La escoria, en contacto con el estiércol líquido, se fundía como terrones de azúcar bajo la acción disolvente del té ardiente en el fondo de una taza.</p>
<p>Temblaban las paredes, se estremecían, vacilaban. Las piedras que me habían servido de puerto en mi primera navegación rodaban como piezas de un juego de bolos monstruoso y se hundían en el líquido hediondo, provocando más olas.</p>
<p>Poncet y yo nos habíamos aferrado al cofre y aguantábamos la acometida de las olas sucesivas que, al golpear contra las paredes de la cueva, provocaban nuevos terremotos.</p>
<p>El ruido era ensordecedor, como si diez mil músicos tocaran sus chirimías sin orden ni concierto. Distinguíamos los silbidos de las columnas de vapor, el gorgoteo del líquido putrefacto, el estruendo de las paredes al derrumbarse, de las rocas al chocar y, por encima de todo, una especie de chillido, como un aullar de ultratumba, que rebotaba en el techo y se repetía en ecos sucesivos.</p>
<p>La luminosidad rojiza que hasta entonces había iluminado el cubil de la Bestia se iba convirtiendo en tiniebla, cruzada por relámpagos cegadores, unos con albor de muerte, otros de un rojo encendido, como la sangre nueva de una herida visual, aquellos ojos de un amarillo empastado de sol de mediodía, o de un azul intenso como las profundidades de la Mar Grande, donde reposan los barcos sin fortuna.</p>
<p>Al ruido y a los relámpagos sucedió una oscuridad de fauces de lobo y un silencio sepulcral. Una oscuridad que hacía más daño en los ojos que el resplandor de los relámpagos y un silencio mucho más ensordecedor que el estruendo de la destrucción caótica. Privado de los sentidos del oído y de la vista, me sentí dolorosamente solo, aferrado al cofre, con el miedo latiendo, acelerándome el pulso, y consciente del fin del mundo.</p>
<p>Entonces hizo explosión el cubil de la Bestia, y una mano de gigante invisible me aferró y me lanzó al vacío, rodando por la nada, privado de voluntad. Fragmentos de poemas, trozos inconexos de conversaciones, regusto de comida fermentada, añicos de paisajes, recuerdos de sentimientos, ráfagas de amor y odio se amontonaron en mi interior, mientras la mano gigantesca me cuarteaba, me licuaba, me convertía en una columna de humo...</p>
<p>Perdí la conciencia.</p>
<p>En principio fue preciso reunir las espirales de humo y licuar el vapor. Después, siglos después, solidificar el líquido y volver al pasado, restableciendo una sucesión lógica en los poemas, las conversaciones, los banquetes, los paisajes, los sentimientos, los amores y los odios. Y, finalmente, crear un ritmo de presente y una sensación de futuro.</p>
<p>Y entonces comenzó el dolor. Primero fue el espinazo, aguijoneado por mil punzadas. Después, la caja del pecho, aplastada por arrobas de piedras. Finalmente, los dedos de las manos y de los pies, despellejados, sin tacto. Y aquel vacío, aquella postración, aquella sensación de flaqueza absoluta, de desaliento, como si hiciera mucho tiempo que no hubiera catado alimento alguno.</p>
<p>Y a fe que debía de hacer mucho, porque lo que me obligó a abrir los ojos, sin saber dónde estaba ni de dónde venía, ni qué había pasado, ni qué iba a pasar, fue un olorcillo de pescado a la brasa.</p>
<p>Me levanté de un salto. El aire era limpio, sin hedores corruptos, cargado de salinidad marina. Una luz tenue, azulada, iluminaba el espacio amplio, subterráneo, pero no lóbrego. El paraje no me era desconocido del todo. Me palpé el cuerpo, busqué las heridas, las roturas, los mazazos y otras señales de la aventura que había vivido en el cubil de la Bestia. Después, a medida que iba evocando todos y cada uno de los momentos vividos, recordé a mis compañeros de desgracia, me apreté los ojos con la punta de los dedos y miré a mi alrededor.</p>
<p>Estaba en pie, azorado, junto a un estanque, al lado de una cascada, en una sala enorme de paredes redondeadas, con el suelo cubierto de arena fina, con columnas blancas y húmedas que colgaban del techo altísimo o que florecían entre la arena con formas caprichosas.</p>
<p>El olorcillo a pescado a la brasa procedía de una hoguera al estilo campesino, entre dos piedras, donde se doraba lentamente una especie de lubina. El cocinero, en cuclillas junto al fuego, me devolvió a los terrores de antes.</p>
<p>Era un ser muy alto, delgado, de pelambrera blanca, piel color verdoso y cubierta de escamas. Aún no se había dado cuenta de que lo estaba mirando, abstraído en la delicada labor de dar vueltas al espetón con la lubina.</p>
<p>Con el miedo me vino la conciencia de mi desnudez. Alguien me había quitado mis andrajos impregnados del estiércol del monstruo, me había lavado el cuerpo y cerrado las heridas. Sólo pensar en que hubiera podido ser aquel monstruo, medio pez medio hombre, me dio escalofríos.</p>
<p>Poncet, desnudo como yo, y como yo limpio y curado de los costurones, dormía en un rincón, entre dos rocas, al lado del estanque. Me aproximé silenciosamente para no atraer la atención del cocinero, y le toqué la frente y la mejilla.</p>
<p>—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Dónde está la Bestia?</p>
<p>—Poncet, hermano, despierta...</p>
<p>Se incorporó y me miró con ojos turbios, sin reconocerme. Temí que hubiera perdido la razón en la aventura de la Bestia, y lo sacudí.</p>
<p>—¡Guiamón! —Una chispa de inteligencia brilló en sus ojos—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Garidaina? ¿Y la Bestia?</p>
<p>—La Bestia, la cueva y la princesa han desaparecido, Poncet.</p>
<p>—¡Estamos salvados, pues!</p>
<p>—¡No, hermano! ¡Hemos caído en manos de los Grandes del Abismo!</p>
<p>—¿Los Grandes del Abismo? ¡Pero si no eran más que una leyenda!...</p>
<p>—...que se ha convertido en realidad, Poncet. Déjate de discusiones y huyamos; estamos aún a tiempo...</p>
<p>Se puso en pie y, entonces, al verse desnudo, tuvo un movimiento de vergüenza.</p>
<p>—¿Y la ropa?</p>
<p>—Nos la han quitado, y nos han curado, Poncet. Pero no son buenos...</p>
<p>Y para convencerlo indiqué al cocinero, que, en cuclillas aún, vigilaba el fuego y la lubina.</p>
<p>—¿Huir, Guiamón? ¿Y adónde íbamos a ir? Ataquémoslo, hagámoslo prisionero y obliguémosle a que nos lleve a la salida, a que nos diga qué le ha ocurrido a Garidaina, si sabe algo de Roger...</p>
<p>Tenía razón, claro, y yo tan aturdido como siempre, sin pensar en la situación real, en nuestros amigos y señores que tanto habían hecho por nosotros, en las posibilidades reales de salir bien librados los dos solos.</p>
<p>Sostuvimos nuestro diálogo en voz baja, al oído, con miradas de reojo al Grande del Abismo que cocinaba el pescado. Una vez tomada la decisión, Poncet me hizo señales de que avanzara entre las rocas por la derecha, que él lo haría siguiendo la orilla del estanque, por la izquierda.</p>
<p>Pese a la arena que cubría el suelo, los guijarros y las conchas se me clavaban en la planta de los pies. Temblaba de frío, y me sentía avergonzado de mi desnudez, que se reflejaba en la desnudez de Poncet, que se acercaba al Grande del Abismo con el cuerpo inclinado, los brazos tensos y los puños cerrados, como un cazador al acecho de la presa.</p>
<p>Cuando llegamos a la altura del Grande del Abismo, nos quedamos quietos un momento y atacamos luego al mismo tiempo. Poncet le saltó al cuello y lo derribó; yo no acerté y caí al suelo sin lograr el menor resultado.</p>
<p>Pero el Grande del Abismo era realmente grande: quiero decir que tenía fuerza de toro, y ni la sorpresa del ataque ni el hecho de sorprenderlo de espaldas nos permitió conseguir nuestros propósitos. Se puso en pie de un salto, cogió a Poncet por el brazo y lo empujó. El criado rodó entre las rocas y fue a parar al estanque. Yo no tuve mejor suerte que mi compañero. De súbito me sentí alzado en el aire y fui a dar contra las piedras que me habían servido de lecho.</p>
<p>No me había rehecho de la caída cuando una voz conocida interrumpió el combate que de antemano teníamos perdido:</p>
<p>—¡Quietos!</p>
<p>Era la voz de la princesa Garidaina, la Matadora del Dragón, que llegaba de un rincón sombrío de la cueva. La presencia de nuestra señora y la conciencia de nuestra desnudez me obligaron a ocultarme.</p>
<p>—Señora —grité—, ¿qué ha ocurrido? ¿Quién es este monstruo?</p>
<p>Poncet, con agua hasta el pecho, sin atreverse a salir del estanque, se unió a mis gritos:</p>
<p>—¡No tenemos ropa, señora! ¡Nos la han quitado!</p>
<p>Garidaina venía acompañada de otro ser monstruoso. Era un Grande del Abismo, más o menos como mi vencedor. Alto como un hombre cabalgando una yegua, de piel verde y pelambrera blanca; llevaba una especie de túnica, verdosa como él mismo, transparente y corta, ceñida por una faja blanca de la que colgaba un cuchillo triangular con empuñadura de obsidiana.</p>
<p>La princesa había cambiado desde la aventura en la sala de la Bestia. Parecía como si hubiera crecido, resplandecía levemente con una luz interior y mágica que la envolvía en un halo heroico, y caminaba con la ligereza de un gamo y con la fuerza confiada de un felino. Había cambiado sus ropas desgarradas y sucias por una túnica del mismo tejido que la de los Grandes del Abismo. Y, en la frente, junto a los cabellos rubios que le caían por la espalda, lucía una señal dorada, que parecía una estrella de oro.</p>
<p>El Grande del Abismo que la escoltaba se acercó a Poncet y a mí y nos lanzó un envoltorio de ropa. Eran nuestros vestidos, cuidadosamente lavados y remendados.</p>
<p>Con gestos furtivos, a escondidas de la princesa, me puse la ropa sin dejar de vigilar a aquellos dos seres monstruosos que, pese a su apariencia, sonreían ligera mente y hacían señas amistosas.</p>
<p>—Y ahora venid, amigos míos... —ordenó la princesa.</p>
<p>Nos acercamos, temerosos por la presencia de los Grandes del Abismo, sí, pero también por el cambio que la Matadora del Dragón había experimentado, ahora ya lejana de nosotros, leyenda viva, descendiente de la estirpe de los Señores de Montcarrá.</p>
<p>Garidaina y el monstruo nos condujeron a un rincón de la sala, entre unas rocas resguardadas. Allí, en un lecho de musgo y arena, con los ojos cerrados y una palidez mortal, abrigado con una manta, yacía Roger, soldado de fortuna, portador de la herramienta de Paz, capitán de los agermanados, víctima del hechizo de la Bestia.</p>
<p>Poncet, al ver a su amo inmóvil, como muerto, sin color, yerto, cayó de rodillas a su lado y con una delicadeza de cirujano le palpó la cara y el cuerpo en busca de heridas mortales. Nuestro amo y señor, Roger de Adiá, no tenía, sin embargo, ninguna herida visible. Y, pese a la ausencia de heridas, yacía lejos de nosotros y de este mundo que habría de conocer su valor a través de mis versos según las profecías.</p>
<p>—Los Grandes del Abismo lo encontraron sin sentido a la entrada de la cueva de la Bestia. No tenía ninguna herida, pero ni las magias ni las medicinas de nuestros amigos han conseguido curarlo —nos explicó la princesa con una voz rota por la preocupación y el sentimiento. Y, mientras miraba a Roger, la estrella de oro de su frente brillaba con más fuerza que nunca.</p>
<p>Entonces oímos la voz del monstruo. Hablaba en común, como nosotros, pero de un modo extraño, como si los sonidos de nuestra lengua le fueran difíciles. Tenía una voz musical profunda y dúctil, que me habría hecho la competencia en el mundo de los poetas si no hubiera tenido aquel aspecto tan pavoroso.</p>
<p>—Vuestro amigo está enfermo del aliento de la Bestia. Nuestro pueblo lo ha sufrido muchas veces. Es mortal. Morirá.</p>
<p>Poncet y yo nos miramos: habíamos oído lo mismo. Una lágrima apareció en los ojos del criado, y un sollozo de pena me partió el pecho: «mortal, morirá». Condenaban a Roger a muerte. Garidaina ni lloraba ni sollozaba; miraba a Roger fijamente, con toda la fuerza de voluntad de la Matadora del Dragón. Y la estrella de oro de su frente quemaba como un sol de mediodía estival, iluminando la estancia, al amigo y señor, a todo aquel mundo subterráneo e incluso a toda la Isla de las Tres Naranjas...</p>
<p>—Estrella de Oro, señora, tú no quieres la muerte de tu amigo. Y tienes poder... Tres días y tres noches has de velar, sin reposar ni un solo momento, yaciendo a su lado, dando calor con tu fuerza a su debilidad. ¡Sólo así vencerás el aliento de la Bestia y él vivirá! —dijo el Grande del Abismo.</p>
<p>—¡Marchaos! —ordenó Garidaina.</p>
<p>Y había tanta fuerza en aquella voz que los dos Grandes del Abismo, Poncet y yo nos alejamos sin osar decir nada. Y mientras lo hacíamos, vimos cómo Garidaina deshacía el ceñidor de su túnica y, desnuda como una gaviota, se acostaba al lado de Roger y lo abrazaba.</p>
<p>Y la Estrella de Oro de su frente concentraba la luz del sol, de las estrellas, del fuego y de la aurora y los envolvía a los dos con el poder salutífero.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>IX</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la mágica salvación de Roger, portador de la herramienta de Paz, gracias al poder de Garidaina, llamada Estrella de Oro, Matadora del Dragón; de la historia, vida, costumbres y lenguaje de los Grandes del Abismo; de destinos y de profecías y de un banquete de despedida, con el triunfo de Guiamón como poeta épico.</p>
<p></p>
<p>Tres días y tres noches, corno tres eternidades dolorosas, pasamos en la casa de los Grandes del Abismo, iluminados por el resplandor dorado que brotaba como una magia benigna de un rincón de la estancia subterránea.</p>
<p>Al principio, ni Poncet ni yo nos atrevimos a aproximarnos a nuestros anfitriones. Pero el hambre primero y la curiosidad después nos hicieron establecer relaciones de vecindad. La lubina al espetón era un manjar exquisito, y la compañía de los Grandes, si uno no los miraba demasiado, era bastante apetecible: aparte su voz dulce y profunda, tenían una actitud pacífica. Sin que nos diéramos cuenta, fueron apareciendo más. Todos eran iguales, de piel verde y pelo blanco, de ojos amistosos y voz musical. Unos eran más altos y otros más viejos, éstos parecían más gordos y aquéllos más sabios, pero las diferencias eran mínimas y nos resultaba difícil distinguirlos. Apenas había mujeres o niños. Los hombres pescaban en el estanque, preparaban herramientas de piedra o se dedicaban a esculpir en las paredes de la cueva la historia de su linaje. Las mujeres —pocas vimos, insisto— hilaban musgo en sus ruecas y hacían ovillos de un hilo verde y sutil, más bien brillante, que luego tejían en unos telares de raíz de brezo y conchas. Los chicos, dos o tres, nos miraban boquiabiertos y seguían todos nuestros movimientos, atemorizados y curiosos, sin atreverse a decirnos nada. Pronto atraje su atención con un cuento y, desde entonces, no se apartaron de mí.</p>
<p>Los Grandes del Abismo hablaban entre ellos una lengua extraña que yo no había oído nunca ni en las tabernas de Adiá, entre los mercaderes de tierras lejanas, ni en los mesones de Brótil, entre los marineros de la Mar Grande. Era un habla sonora, de vocales muy abiertas y acento musical, que se acompañaba de gestos mesurados, que les servían para dar énfasis. Todos, no obstante, conocían el habla común, y la usaban para comunicarse con nosotros.</p>
<p>El Grande del Abismo que había aconsejado a Garidaina era el jefe de la tribu, y se llamaba Abulló. Era descendiente de Afriu, el guerrero subterráneo que había ayudado al buen rey Nolás contra los corsarios en la batalla de Álamo Grande, y que había muerto en brazos de su señor y aliado.</p>
<p>Nos contó que los Grandes, muchos años atrás, vivían en la superficie de la Isla de las Tres Naranjas, que ellos la llamaban Gimnés, en poblados de piedra, dedicados a la pesca, hasta que un día, antes de la venida de los conquistadores de Adiá, llegó a la isla una hueste de monstruos, de la casta de la Bestia muerta por Estrella de Oro. Los monstruos eran muy voraces, y diezmaron la población hasta el punto de que quedaron muy pocos Grandes vivos, en la bahía de Riumar, refugiados en las cuevas. La llegada de los de Adiá y la guerra que sostuvieron contra los monstruos hasta la extinción de las Bestias malignas, los aterrorizó hasta el extremo de que abandonaron la superficie de la isla y se instalaron en las profundidades. El señor de Adiá, una vez derrotadas las Bestias, hizo un pacto con Adós, gran rey de los Grandes: los adianenses vivirían y cultivarían en la superficie, y los Grandes en el subsuelo, sin que ninguno de los dos pueblos se interfiriera en el destino del otro, pero con el acuerdo de ayudarse cuando un peligro los amenazara. Por eso el buen rey Nolás había pedido ayuda a Afriu contra los corsarios de Oriente, y por eso, ahora, ayudarían a Estrella de Oro, su descendiente. Las profecías así lo habían establecido.</p>
<p>—El linaje de los Señores de Adiá tendrá una heredera a quien reconoceréis por una señal de oro que llevará en la frente. Cuando Estrella de Oro entre en el reino de los Grandes, los Grandes la ayudarán y se iniciará una nueva era de paz en la isla de Gimnés... El momento ha llegado: Estrella de Oro ha matado a la última Bestia, que nos tenía esclavizados, sin dejarnos salir al exterior, y ahora nosotros hemos de ayudar a Estrella de Oro contra los peligros del exterior... —concluyó Abulló, pensativo—. Sabemos que los peligros de fuera significarán nuestro exterminio como pueblo, pero así ha sido dicho, y así será.</p>
<p>Había una gran pena en su voz, y Poncet y yo sentimos que nuestros ojos se humedecían ante la resignación y la grandeza de aquel pueblo extraño.</p>
<p>Aquella noche, antes de dormirnos, mientras mirábamos el resplandor dorado que brotaba de los cuerpos abrazados que luchaban contra la muerte detrás de las peñas, Poncet me dijo:</p>
<p>—¿Crees, poeta, que realmente el amo saldrá de ésta?</p>
<p>—No seas incrédulo, Poncet. Estrella de Oro tiene el poder... Es la Matadora del Dragón y vencerá al aliento de la Bestia que tiene encantado a nuestro amigo y señor... Además, piensa que lo ha dicho Abulló... Y él sabe mucho de estas cosas...</p>
<p>—¿Y te fías de esta gente?</p>
<p>—¿Por qué no? Son amables, tienen buenos sentimientos y creen ciegamente en las profecías...</p>
<p>—Pero no son seres humanos... Son sólo algo más que caballos o conejos. Sólo que hablan..., si es que esos ruidos que hacen son un habla...</p>
<p>—¡Poncet, no digas eso! Han demostrado que tienen sentimientos como nosotros. Son diferentes, sí, pero sólo por fuera... ¡Qué más da que sean tan altos y de color verde y que en vez de piel tengan escamas! Lo que cuenta es lo que sienten. Son diferentes, pero iguales.</p>
<p>—¿Iguales? ¡No lo creo! Viven bajo tierra, y nosotros encima. Viven en la oscuridad y les molesta la luz fuerte. Nosotros, al revés. Hablan una cosa que no he oído nunca en Tierra Firme... No, amigo mío, no son iguales.</p>
<p>—Me sorprendes, Poncet. Te creía más abierto, más generoso... Dime: ¿quién eres tú para establecer diferencias? ¿Acaso sabes más cosas que Garidaina? Y ella los ha aceptado... Y nosotros tenemos que hacer lo mismo.</p>
<p>Al día siguiente, mientras miraba los relieves de la pared de la cueva donde se explicaba la historia de los Grandes del Abismo, me llamó Abulló. Tres o cuatro Grandes estaban sentados a su alrededor, con cara grave.</p>
<p>—Guiamón... Hemos encontrado una cosa que quisiéramos saber si es vuestra...</p>
<p>—No lo creo, Abulló... En la aventura del cubil de la Bestia lo perdimos todo. De todas formas, enséñamelo, y te lo diré.</p>
<p>El Grande del Abismo hizo un gesto, uno de los suyos se levantó y desapareció tras unas rocas. Un momento después, volvía con el cofre que me había servido de embarcación en el mar de estiércol, la caja que contenía el Estandarte, el collar roto y las piezas oxidadas de una armadura. El Grande dejó el cofre delante de mí y lo abrió. Abulló se levantó, cogió el collar y me lo mostró.</p>
<p>—¡El collar del rey Nolás!... ¡Y el Estandarte! ¡Sí, Abulló, sí! ¡Es nuestro! Mejor dicho, de Garidaina, a quien vosotros llamáis Estrella de Oro. Lo encontré yo en la cueva de la Bestia, y desapareció con el desastre que siguió a la muerte del monstruo. ¿Cómo la habéis encontrado? ¿Dónde?</p>
<p>—Este collar fue hecho por los Grandes. Mi antepasado Afriu lo forjó con sus manos y lo regaló al buen rey Nolás como prueba de buena voluntad... ¿Qué hacía en la cueva de la Bestia?</p>
<p>—No lo sé, Abulló. Mi señor y amigo, Roger de Adiá, con su criado Poncet y conmigo, vino a la Isla de las Tres Naranjas para recuperar el Estandarte. Un sabio que vive en un monasterio del exterior había hecho una profecía que decía que Roger recobraría el Estandarte perdido, y que eso haría volver la Paz, el Valor y la Prosperidad al reino de Montcarrá... Eso es todo lo que sé, amigo.</p>
<p>—La persona que lleve el collar reinará en la isla. Si el rey de ahora lo ha perdido, es que no es digno de ser rey. Nosotros lo forjaremos de nuevo, y será de Estrella de Oro, la Matadora del Dragón, la heredera del buen rey Nolás. Ella será la reina.</p>
<p>—¿Y mi señor y amigo?</p>
<p>—Si el poder de Estrella de Oro vence al aliento de la Bestia, eso querrá decir que tu señor y amigo y Estrella de Oro son una sola cosa. Porque sin amor, el Poder no es nada. Entonces, el collar también será suyo, y esta profecía que dices se habrá realizado del todo. Hemos de esperar.</p>
<p>Y el Grande del Abismo bajó la cabeza sin decir una palabra más. Lentamente, también en silencio, los dejé: sobraban las palabras; en el lecho de arena y musgo que había tras las rocas del fondo de la cueva, allí donde brotaba la luz amarilla, se estaban decidiendo no sólo las profecías del Hombre Sabio del Cerro del Gigante, no sólo la vida de Roger de Adiá, no sólo mi destino de poeta, sino también la suerte del linaje de los Grandes del Abismo. Y ante esto no valían razones de ningún tipo ni ningún tipo de palabra.</p>
<p>Durante todo el día —que pasé con los niños, contándoles cuentos de la Tierra Firme—, unos golpes lejanos de mazos resonaron en el ámbito subterráneo.</p>
<p>Aquella noche no dormí. Vigilaba el resplandor dorado que brotaba de detrás de las piedras, y pergeñaba versos épicos sobre el Destino de los Grandes del Abismo.</p>
<p>Al día siguiente se cumplía el plazo que Abulló había dado a Garidaina para conjurar el aliento de la Bestia que tenía cautivo de muerte al soldado de fortuna.</p>
<p>Poco a poco, con solemnidad, los Grandes del Abismo se fueron congregando junto al estanque, entre las columnas. Y poco a poco, Poncet y yo sentíamos morir nuestra esperanza, que el hado nos era adverso, que habíamos perdido a nuestro amo y señor. El tiempo parecía haberse detenido; se diría que incluso el goteo constante que caía del techo para formar aquellas columnas había cesado también, a la espera de que ocurriese algún prodigio... Y el prodigio se hizo realidad.</p>
<p>La luz dorada que salía del parapeto de rocas fue menguando, languideciendo como la primavera bajo el sol del verano. Tembló como la luz de una vela y, al fin, desapareció del todo. Entonces oímos un gran trueno, se levantó un poco de viento que rizó la superficie del estanque y refrescó nuestras frentes enfebrecidas.</p>
<p>Lentamente, con la majestad de una aurora, volvió la luz dorada. Al principio fue sólo un chisporroteo. Después se fue afirmando triunfadora. Y entonces vimos salir de detrás de las rocas a Garidaina, de nuevo con la túnica verde, con el pelo destrenzado y el rostro blanco como el mármol. La luz procedía de su frente. A su lado, vacilando como un niño, la seguía Roger de Adiá con los ojos cerrados y la palidez de la muerte en las mejillas. Ambos habían cambiado. Parecían transparentes, ligeros como columnas de humo, serenos como la lluvia de la tarde.</p>
<p>Sentí que se me empañaban los ojos y, sin darme cuenta, di un paso, dos, hacia mi amigo y señor y hacia su salvadora.</p>
<p>Luego, me arrodillé, cogí la mano de Estrella de Oro —que estaba fría como el hielo— y la besé. Poncet me imitó.</p>
<p>Y Roger abrió los ojos, me miró y miró a Poncet, y, con una voz que le salía muy de dentro, dijo:</p>
<p>—¡Guiamón! ¡Poncet!... ¡Amigos fieles!</p>
<p>Abulló se separó de los de su casta para acercarse a Garidaina y a Roger. Llevaba el collar del rey Nolás en las manos, rehecho y luciente, de nuevo en todo su esplendor. Alzó los brazos y lo pasó por la cabeza de Estrella de Oro. La dama se lo agradeció con un gesto, se lo quitó y se lo puso a Roger.</p>
<p>Y entonces se produjo el último prodigio. El soldado creció, tensó los músculos, sonrió y volvió a ser el portador de la herramienta de Paz, el héroe de leyenda que yo había visto en el alba, tras templar la espada de Nolás en la Mar Grande.</p>
<p>Se reanudaba la aventura, y ahora ya se preveía el final Las profecías del Hombre Sabio del Cerro del Gigante y de los Grandes del Abismo se habían fundido. Y el reino de Montcarrá recuperaba el Estandarte de las Tres Naranjas y con él el Valor para defender la Paz y ganar la Prosperidad.</p>
<p>Los Grandes del Abismo habían preparado un banquete de despedida, convencidos como estaban de que Estrella de Oro curaría al portador de la herramienta de Paz para que se realizaran las profecías.</p>
<p>En uno de los extremos del recinto, entre columnas retorcidas y transparentes, habían preparado una mesa de piedra rodeada de asientos para todos. En la cabecera hicieron sentar a Roger y a Garidaina, y en el otro extremo se sentó Abulló. La comida fue de lo más exótico: pescado del estanque, cocinado de diversas maneras, a la sal, a la brasa, con salsa de musgo, con setas subterráneas. Y también en ensalada con algas crudas, crustáceos al vapor, puré de raíces y una especie de licor muy dulce, de color verde esmeralda, parecido al elixir que me había dado Tólit, el prior del Monasterio de Rogets, que según me explicaron los Grandes se obtenía de un tipo especial de musgo.</p>
<p>Comimos con tristeza, silenciosos y solemnes, porque unos y otros sabíamos el significado de aquel banquete: los invitados íbamos a enfrentarnos con nuestro Destino y vencer al Miedo para encontrar el Valor y sacar al reino de la Guerra y de la Pobreza volviéndolo a la Paz y a la Prosperidad significados en los símbolos del Estandarte; los anfitriones, porque se sabían obligados a ayudarnos, y temían cumplir la alianza sellada hacía tantos años, porque significaba su aniquilación como pueblo.</p>
<p>Una vez acabados los manjares, Abulló llenó su copa con el licor de musgo, se levantó y pidió silencio. Los comensales interrumpieron las casi inexistentes conversaciones y los rumores propios de un banquete. Entonces, el jefe de los Grandes del Abismo dijo:</p>
<p>—Estrella de Oro, Matadora del Dragón, señora de la superficie de Gimnés, y Roger de Adiá, portador de la herramienta de Paz, señor de la superficie de Gimnés, yo, Abulló descendiente de Afriu, señor del subsuelo de Gimnés, os ofrezco nuestra amistad y nuestra ayuda, según los pactos de nuestros antepasados. De vuestra unión en el poder ha de nacer una nueva era para todos. Que se cumplan las profecías y se cumpla lo que fue dicho. Sea.</p>
<p>Todos alzamos nuestras copas y bebimos. Entonces se levantó Garidaina y dijo:</p>
<p>—Abulló, descendiente de Afriu, señor del subsuelo de la Isla de las Tres Naranjas, pueblo de los Grandes del Abismo, yo, Garidaina, princesa del reino de Montcarrá, y mi compañero y señor, Roger, portador de la herramienta de Paz, os ofrecemos la amistad de nuestro pueblo y os prometemos que lucharemos para que retornen el Valor, la Paz y la Prosperidad tanto a la superficie como al subsuelo de nuestra tierra. ¡Que el hado nos sea favorable y se cumplan las profecías!</p>
<p>Alzamos de nuevo las copas y bebimos, solemnes y tristes.</p>
<p>Roger, una vez celebrado el ritual, dijo:</p>
<p>—Guiamón, poeta, quisiéramos oír tus versos.</p>
<p>—Pero, señor, ¡no tengo ni laúd ni fuerzas! —protesté, medio halagado por la propuesta y medio asustado por la responsabilidad.</p>
<p>Uno de los Grandes me ofreció un instrumento de cuerda parecido a un laúd, hecho con el caparazón de una tortuga, raíces de brezo y tiras de tripa de pez. Lo cogí dudando, lo templé, y tan dulce era su sonido que, sin pensármelo más, empecé a recitar una composición nueva:<i> La llegada del soldado de fortuna a la Isla de las Tres Naranjas y los prodigios que se realizaron.</i></p>
<p>Grandes y humanos escucharon con atención y con muestras de aprobación, y he de confesaros que fue el mejor recital que he hecho en mi vida, en la isla y en Tierra Firme, en la superficie y en el subsuelo, en el pasa do y en el presente. Los versos me salían fáciles, las imágenes brillantes, las rimas conseguidas y la música nostálgica y mágica.</p>
<p>Cuando hube acabado de recitar, todos se levantaron de la mesa, y Garidaina, Roger, Poncet y yo, ayudados por Abulló, nos dispusimos a partir.</p>
<p>Abulló había decidido que Aixpis, el Grande a quien Poncet y yo habíamos atacado el primer día de nuestra estancia en el Abismo, nos acompañaría y volvería con instrucciones de Roger, una vez supiéramos cómo iban las cosas en el exterior. Roger, por su parte, había decidido que volviéramos por donde habíamos venido; es decir, por el cubil de la Bestia, por las salas subterráneas y por la bodega de palacio. Intentaríamos encontrar a Ferruç y a Guiós y enterarnos de lo que había ocurrido durante nuestra ausencia.</p>
<p>Los Grandes nos dieron armas —cuchillos triangulares con empuñaduras de obsidiana y arpones de brezo con puntas de piedra—, ropa hecha con aquel tejido verde que obtenían del musgo, y comida —pescado seco, conservas de setas subterráneas y aquel licor de color verde esmeralda— para el camino.</p>
<p>Y así, otra vez juntos, seguros de nuestro Destino, sanos y descansados, emprendimos el retorno a la superficie.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>X</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">Del retorno a la superficie de Estrella de Oro, Roger, Poncet y Guiamón, conducidos por Aixpis; de las aventuras que vivieron en los subterráneos de palacio; del reencuentro con Guiós y del espanto que había caído sobre Montcarrá, con la aparición de un personaje misterioso.</p>
<p></p>
<p>El retorno a la superficie avivó en nosotros el recuerdo pungente de las desgracias que habíamos padecido desde nuestra llegada a la ciudad de Montcarrá. El cubil de la Bestia había desaparecido prácticamente; sólo quedaba un paso estrecho entre rocas y un hedor persistente a estiércol, que tardaría mucho tiempo en desaparecer. Mientras caminábamos, conducidos por Aixpis, Roger nos contó su aventura. Básicamente coincidía con el relato que Ferruç había hecho de la desaparición del soldado de fortuna.</p>
<p>—... y mientras trepaba por aquella especie de chimenea que se comunicaba con el exterior, perdí el sentido... Y ya no lo recobré hasta que el poder de Estrella de Oro venció al aliento de la Bestia...</p>
<p>La chimenea que tanto nos había costado escalar, y que tantos terrores nos había causado a Poncet y a mí, estaba cegada. La muerte del Dragón y el derrumbamiento que había liberado a los Grandes, para fortuna nuestra, habían cambiado la geografía subterránea hasta el punto de que apenas se podían reconocer los lugares. Aixpis tenía, no obstante, una especie de sexto sentido que le orientaba por aquellos vericuetos, de manera que avanzábamos seguros, sin apenas fijarnos en nada, inmersos en nuestros recuerdos. Roger y Garidaina hablaban en voz baja; Poncet recogía musgos, setas y conchas, quién sabe si inventando nuevos platos para futuros banquetes, y yo pergeñaba los versos de una nueva composición:<i> De cómo Estrella de Oro mató a la Bestia maligna del reino de los Grandes de Montcarrá,</i> seguro del éxito que obtendría cuando estuviéramos de vuelta en Tierra Firme.</p>
<p>Llegamos a la sala grande, donde habíamos hecho el primer alto en nuestro descenso a las profundidades. Roger nos ordenó que nos detuviéramos, y Poncet aprovechó la ocasión para prepararnos un bocado con lo que nos habían dado nuestros aliados.</p>
<p>Nos sentamos al resguardo de unas rocas que parecían un bosque petrificado, comimos pescado seco, setas en conserva y bebimos licor de musgo y agua de los canalillos, cansados de la caminata e intranquilos pensando en lo que íbamos a encontrar una vez en palacio.</p>
<p>—Ferruç y Guiós deben de haber tenido problemas con los corsarios —comentó Poncet mientras masticaba la comida de los Grandes del Abismo—. Si supiéramos cuántos días hemos pasado en las profundidades...</p>
<p>—Unos cinco, si no son seis... —respondí.</p>
<p>—¿Y cómo estás tan seguro? Sin día ni noche es bastante difícil llevar la cuenta del paso del tiempo.</p>
<p>—Recuerda, Poncet, que Abulló dijo a la princesa que habría de yacer tres días con Roger para vencer el aliento de la Bestia. Un día entero ya lo habíamos pasado en el cubil del Dragón y otro subiendo y bajando... Cinco en total. Ferruç y Guiós deben de creernos muertos...</p>
<p>—Y los corsarios serán quizá los amos de toda la isla... ¡No sé cómo vamos a salir de ésta!</p>
<p>—Tenemos el Estandarte, el collar del rey Nolás y el poder de Estrella de Oro... Y las profecías, recuérdalo. Además, los Grandes son nuestros aliados. Confía, Poncet, ya verás como todo acaba bien.</p>
<p>—¡Pero no tenemos la herramienta de Paz!</p>
<p>Esta afirmación de Poncet me abismó en un mar de dudas. Ni los augurios de la mujer-pez, ni las profecías del Hombre Sabio del Cerro del Gigante se habían realizado. Es decir, no se habían realizado exactamente como habían sido formuladas, pero los resultados finales eran los mismos: porque habíamos recuperado el Estandarte de las Tres Naranjas, y ahora sólo quedaba hacerlo ondear al viento de la isla para que volvieran el Valor, la Paz y la Prosperidad...</p>
<p>La voz de Roger, familiar y estimada, me volvió a la realidad:</p>
<p>—¡Vamos, amigos míos! ¡Aún nos falta mucho para llegar!</p>
<p>Nos incorporamos de mala gana y continuamos la marcha. De mala gana porque, pese a su lóbrega soledad, la sala nos resultaba mucho más placentera que el futuro incierto que nos esperaba...</p>
<p>La reja que separaba el túnel de la bodega de palacio estaba ajustada, como si Ferruç y Guiós la hubieran cerrado cuando pasaron por allí en busca de ayuda. No fue ningún obstáculo, sin embargo, pues Aixpis, de un golpe con la espada, forzó los barrotes oxidados.</p>
<p>Y así fue como volvimos a palacio.</p>
<p>Después de las maravillas que habíamos visto en las profundidades de la isla, la bodega no nos pareció ya tan enorme. Pronto encontramos el empinado pasadizo que comunicaba con la antigua despensa, y nos apresuramos a subir. A medida que nos acercábamos al final de nuestro viaje, sentíamos la urgencia de los hechos que nos llamaban al fin de nuestras gestas en el reino de Montcarrá.</p>
<p>Un hilillo de luz, finalmente, nos anunció que habíamos llegado a la superficie y que era de día. Nos detuvimos un momento para recobrar aliento y para empuñar las armas que nos habían dado los Grandes del Abismo. Y en hilera, encabezados por Roger, salimos a la bodega abandonada.</p>
<p>Nos esperaban cinco hombres con los que ya habíamos tenido anteriormente dos encuentros: los bandoleros de la Sierra de Gregal, los de la partida de Montur. Faltaba, no obstante, su capitán, el Jinete Negro, y esto, junto con la sorpresa del ataque y el terror que Aixpis les causó, nos dio una victoria rápida y silenciosa. Éramos cinco contra cinco pero el Grande tenía la fuerza de dos hombres, Roger el brío de diez más y Estrella de Oro el poder de la Matadora del Dragón. Caímos sobre ellos como una tempestad en la Mar Grande. Aixpis agarró a dos por el pescuezo y golpeó la cabeza de uno contra la del otro. De un arponazo, Roger hizo caer al tercero. Garidaina, usando el cuchillo con empuñadura de obsidiana como si fuera un sable, hirió al cuarto, y entre Poncet y yo dejamos fuera de combate al quinto bandolero.</p>
<p>Ninguno de los cinco había perdido la vida, pero dos de ellos estaban heridos de cierta gravedad. Roger nos ordenó que nos cuidáramos de los heridos y los atásemos con sus propios cinturones. Realizado el encargo, el soldado los interrogó. No pudo sacar gran cosa, sin embargo: eran gente inculta y medio salvaje que actuaba por puro egoísmo. Su capitán, el Jinete Negro, al día siguiente de robar la herramienta de Paz de la cámara de Roger, los llevó hasta aquel subterráneo abandonado de palacio y les dijo que vigilaran, que era posible que alguien saliera de aquel túnel, que lo impidieran y que le hicieran prisionero, fuera quien fuera. Hacía tres días y tres noches que guardaban la entrada, y no tenían la menor noticia de lo que había ocurrido en palacio.</p>
<p>—¿Y vuestro capitán? —preguntó Roger.</p>
<p>—Aparece y desaparece, siempre de repente... Él sabe lo que hace... Nosotros jamás le preguntamos nada. Nos limitamos a obedecer sus órdenes...</p>
<p>—¿Quién es? ¿Por qué oculta su rostro? ¿Cómo es que esperaba que alguien saliera por este túnel? ¿Por qué robó la espada de Roger? —preguntó Poncet, impaciente.</p>
<p>No obtuvo respuesta coherente. Obedecían las órdenes del Jinete Negro y de Montur, su lugarteniente, y nada más.</p>
<p>Después del interrogatorio infructuoso, Roger nos ordenó que siguiéramos camino. Así, salimos a la despensa abandonada y entramos en las mazmorras de palacio. Había un único carcelero que, aterrorizado por la presencia del Grande del Abismo, se rindió sin luchar. Roger lo encerró en una de las celdas.</p>
<p>—Ahora tenemos que ir con cuidado. Quiero, en lo posible, mantener el secreto de nuestro retorno —nos ordenó.</p>
<p>A Poncet se le ocurrió dar una ojeada por las otras celdas y, a fe, que acertó. Porque en uno de los calabozos, sujeto con grilletes a una pared y amordazado con unos trapos que apenas lo dejaban respirar, estaba Guiós, el monje de Rogets, nuestro guía y amigo.</p>
<p>Aixpis forzó la cadena y Poncet le deshizo la mordaza, mientras Garidaina lo tranquilizaba, tanto por lo que a la presencia del Grande se refiere, como por nuestra súbita aparición. Una vez liberado, y mientras bebía un trago de licor de musgo, Roger le preguntó qué había ocurrido.</p>
<p>—Ferruç y yo, señor, volvimos a palacio en busca de ayuda para liberaros del Horror que os había capturado. Al llegar a la bodega abandonada, el canciller me ordenó que le esperara: a él no le buscaban los corsarios, y volvería con armas y hombres para hacer frente al Horror... Un buen rato después, en lugar del canciller, se presentó el Jinete Negro, con Montur, su lugarteniente, y cinco bandidos. Luchamos, pero me hicieron prisionero y me encerraron en esta celda, vigilado por un carcelero... ¿Y vosotros? ¿Qué os ha pasado? Os veo diferentes...</p>
<p>Garidaina se lo contó todo con voz dulce y amistosa y con una modestia que rebajaba su valor y la maravilla de las aventuras que habíamos vivido desde nuestra separación.</p>
<p>Cuando la princesa acabó su relato, Roger dijo:</p>
<p>—¡Hemos de salir al exterior, amigos míos! Temo que Ferruç haya caído en manos de los corsarios... Garidaina, dime: ¿sabes de algún corredor secreto que nos evite pasar por el cuerpo de guardia de las mazmorras?</p>
<p>—Hay un pasadizo que lleva al ala de poniente de palacio... Quizá haya algún centinela...</p>
<p>—Guíanos.</p>
<p>Dirigidos por Estrella de Oro y envueltos en la luz dorada de la señal que llevaba en la frente, Roger, Poncet, Guiós y yo, protegidos por Aixpis, que cerraba la partida, salimos de las mazmorras. El pasadizo era desierto y lóbrego; debía de hacer muchos años que no se usaba, porque había una cuarta de polvo en el suelo y colgaban telarañas del techo. Troneras cegadas con láminas transparentes de alabastro iluminaban pobremente el pasadizo con una claridad lechosa e irreal. Las paredes, de enormes sillares, tenían argollas herrumbrosas, algunas con restos de hachones medio carbonizados. Avanzábamos en silencio, con las armas a punto, dispuestos a hacer frente a cualquier incidente que pudiera sobrevenir.</p>
<p>El pasadizo desembocaba en el rellano de una escalera sombría y sucia que ascendía a los pisos superiores del ala de poniente. No había centinelas, ni la sombra de un soldado del rey o de un corsario. Tampoco se oía ni un rumor, como si toda aquella ala o el palacio entero estuviesen vacíos.</p>
<p>—No lo entiendo —murmuró Garidaina—. Aquí tendría que haber gente. En esta ala están las cancillerías del reino... Siempre hay secretarios, ujieres, sayones, miembros del consejo, guardias... ¿Qué habrá ocurrido?</p>
<p>Tampoco en los pisos superiores había nadie. Ni en los amplios corredores con ventanales que se abrían al patio, ni en las cámaras, que parecían abandonadas a toda prisa: las mesas estaban llenas de legajos, de pergaminos, de libros abiertos, las plumas en los tinteros, la arena secante sobre los documentos acabados de redactar... Recorrimos todas las plantas del recinto y no encontramos a nadie.</p>
<p>El sol se ponía por la banda de Riumar. Desde los ventanales veíamos cómo el crepúsculo encendía de rojo una nubecilla extraña que avanzaba hacia la ciudad. Pero ni en el claustro ni en el patio de armas había tampoco nadie.</p>
<p>Preocupados por estos hechos extraordinarios, Roger y Estrella de Oro decidieron salir de palacio y enterarse de qué había pasado. Volvimos a la planta noble y atravesamos los corredores lujosos que llevaban al cuerpo central de palacio, a las cámaras reales. Criados, maceros, soldados, camareras, cortesanos, todo el mundo había abandonado sus lugares a toda prisa: ropas abandonadas, camas a medio hacer, lanzas en el suelo, piezas de vestir pisoteadas, espadines de los cortesanos... El palacio es taba desierto. En la sala del trono, donde Flocart nos había recibido como amigos antes de la llegada de Bajac y do oír la Voz que le dominaba y que le había vuelto contra nosotros, eran totales la desolación y el desorden: candelabros por el suelo, escaños patas arriba, tapices arrancados de la pared y hechos trizas... Parecía como si hubiera pasado por allí un mal viento.</p>
<p>—¡Encended algunas luces! —nos ordenó Roger cuando fue total la oscuridad.</p>
<p>Poncet y yo cogimos unas velas y las encendimos. Con aquella luz vacilante resultaba aún más terrible y más angustiosa la desolación del palacio.</p>
<p>Las sombras de los objetos danzaban en una zarabanda fantasmal que nos provocaba escalofríos de miedo. Me decía a mí mismo que no podía pasar nada, que ya habíamos salido de las profundidades, que la Bestia había muerto, pero el silencio, el desorden de palacio y aquellas sombras movedizas me daban pavor. Por eso, cuando oí la voz, el corazón me dio un salto, se me doblaron las rodillas y sentí que se me erizaban los pelos de la nuca.</p>
<p>—¡Roger! ¡Sobrina! ¡Amigos!</p>
<p>Era el Misterioso Viajero, Ferruç, hermano de Flocart, canciller del reino de Montcarrá.</p>
<p>La luz de las velas creaba un juego de sombras que hacía que su rostro y su volumen me helaran la sangre, pese a haberle reconocido. Parecía más alto, vestido de negro, y se le veía distante, a pesar de la alegría que reflejaba su voz. La presencia de Aixpis al lado de Roger y de Garidaina pareció sorprenderle. Hizo un gesto de miedo, apenas perceptible, y se llevó la mano a la empuñadura del puñal.</p>
<p>—Tranquilízate, tío. Es un amigo. Como ves, los Grandes del Abismo existen, y son nuestros aliados... —le dijo la princesa al ver su reacción.</p>
<p>—¿Qué os ha pasado? ¡Os creía muertos!</p>
<p>—¿Y tú, tío? ¿Cómo es que abandonaste a Guiós y no volviste con la ayuda que habías ido a buscar? —había desconfianza en la voz de Estrella de Oro, y un poco de desprecio.</p>
<p>—Han pasado cosas terribles...</p>
<p>—¿Por qué no hay nadie en palacio? —preguntó a su vez Roger.</p>
<p>—Hace tres días, cuando Bajac atacaba y ponía en fuga a los agermanados, ocurrió un prodigio maléfico... En pleno día, la luz del sol se oscureció, sopló un viento maligno sobre la ciudad y una especie de terremoto sobrenatural agitó a los hombres y las casas... Todo el mundo huyó muerto de miedo...</p>
<p>—¿Y no han vuelto? —preguntó Garidaina.</p>
<p>—Ha corrido el rumor de que eran los habitantes de las profundidades que estaban agitando los cimientos de la isla debido a la presencia de los corsarios de Oriente y de los pactos de Flocart con Bajac... Las gentes de Montcarrá tienen miedo...</p>
<p>—¿Y dónde están el rey y los corsarios? —preguntó Roger.</p>
<p>—Han creado un ejército conjunto, con los soldados fieles y los hombres de Bajac, y persiguen a los agermanados, que se han refugiado en el Monasterio del Cerro del Gigante... Yo he vuelto para ver si lograba noticias vuestras...</p>
<p>—¿Y decíais que el terremoto y las otras maravillas tuvieron lugar hace tres días? —intervino Poncet.</p>
<p>—Sí, tres días y tres noches.</p>
<p>—Justamente cuando Estrella de Oro mataba a la Bestia... —murmuró Poncet con voz temblorosa de emoción.</p>
<p>—¡Hemos de correr al Monasterio del Cerro del Gigante para evitar que se siga derramando sangre! —dijo Roger con decisión—. Esta guerra es absurda, y hemos de evitarla cueste lo que cueste... Decidme, señor: ¿podemos encontrar cabalgaduras?</p>
<p>—Supongo que sí... La gente lo ha abandonado todo.</p>
<p>—Bien. Poncet, Guiós y Guiamón, id a la ciudad y conseguidnos monturas. Tú, Aixpis, coge el Estandarte, vuelve con los tuyos y diles que esperen al pie del Cerro Mientras tanto, nosotros prepararemos el viaje.</p>
<p>Poncet, Guiós y yo salimos del palacio, temerosos pero decididos a cumplir las órdenes recibidas. La oscuridad era total, y las nubes que cubrían la ciudad maldita no dejaban pasar ni la luz de las estrellas ni el halo de la luna ni el menor signo de esperanza. Un viento helado nos azoto en la plaza del palacio, donde antaño estaba el mercado. El aullido del aire era como gemido de fantasmas, y nuestras pisadas resonaban lóbregas sobre el enlosado de las calles de Montcarrá como si holláramos un mundo prohibido.</p>
<p>Las puertas de las casas estaban abiertas de par en par y los interiores eran aún más foscos que la calle. El monje, el criado y yo blandíamos sendas antorchas y llevábamos las armas en la mano como si la claridad mortecina de los hachones y los arpones y cuchillos pudiera vencer la maldición que había caído sobre la ciudad real.</p>
<p>En un establo de la calle Mayor encontramos, abandonados por sus amos y medio muertos de hambre y sed, dos caballos, dos yeguas y dos muías. Mientras Poncet les daba agua y cebada, Guiós y yo buscamos arreos de cabalgar. Dos puertas más arriba del establo había un talabartero que había dejado la tienda abierta. Allí encontramos sillas, riendas, estribos y mantas.</p>
<p>En silencio y con prisas, ensillamos los animales y abandonamos aquella calle a la carrera.</p>
<p>A la entrada de palacio, inquietos por nuestra tardanza, nos esperaban Roger, Garidaina y Ferruç. Sólo la claridad dorada en la frente de Estrella de Oro conjuraba la sombra pavorosa y aquietaba los latidos de nuestros corazones. Roger montó uno de los caballos; Ferruç el otro; Garidaina y Guiós, las yeguas, y Poncet y yo, las mulas.</p>
<p>Y cuando salíamos de Montcarrá por la calle de la Muralla, se desgarró la bóveda de nubes y un relámpago retorcido anunció una tempestad que se había ido congregando encima desde el crepúsculo.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>XI</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">Del camino hacia el Cerro del Gigante, bajo la lluvia; de una madrugada brumosa; del cumplimiento de una de las profecías de la mujer-pez de la Mar Grande, y de las ideas de Guiamón, que sorprenden y admiran a sus compañeros.</p>
<p></p>
<p>Fue una cabalgada infernal bajo un aguacero como no había visto otro en toda mi vida de poeta. El agua caía con una persistencia rabiosa, como si quisiera impedir que llegáramos a nuestro destino. Roger y Garidaina encabezaban la partida, espoleando a sus monturas, perseguidos por el viento y la lluvia, héroes de los Tiempos Antiguos, indiferentes a los peligros que nos esperaban en la cima del Cerro del Gigante. Ferruç intentaba mantener a su animal a la altura de nuestros capitanes, pero le faltaba fe, parecía más bien un condenado. Guiós, Poncet y yo cabalgábamos a retaguardia, cegados por el agua, frenados por el viento, demasiado terrenales para alcanzar la Leyenda que nos guiaba.</p>
<p>El camino real que lleva de la ciudad de Montcarrá al Monasterio del Cerro era una avenida amplia y bien pavimentada, bordeada de árboles, con hostales en cada encrucijada y alquerías aquí y allá. No se veía ninguna luz, ninguna columna de humo saliendo de una chimenea, ningún indicio de vida humana.</p>
<p>La guerra había pasado por allí sembrando la desolación y el miedo. De vez en cuando, en medio de la carretera, un carro abandonado, una mula despanzurrada, un montón de andrajos que podía ser el cadáver de un soldado o de un agermanado, un bulto colgado de una de las ramas de un álamo de los que bordeaban el camino nos señalaban claramente lo que íbamos a encontrar más adelante. La alianza malvada entre el Rey Flocart y el caudillo Bajac había desencadenado aquel espanto.</p>
<p>El agua, pues, y el viento y la soledad y la desolación nos hacían añorar la hoguera, el escaño, la jarra de vino especiado y la charla con los amigos.</p>
<p>Muchas horas y muchas leguas después de salir de Montcarrá, cuando al monje, al criado y a mí ya no nos quedaba aliento y habíamos perdido el tino, Roger, con un ademán, nos ordenó que nos detuviéramos. Sin descabalgar, dijo a Poncet:</p>
<p>—¡Poncet! Acércate al hostal y mira si hay alguien... Los animales necesitan descanso.</p>
<p>—¡Y nosotros también, mi amo! —replicó el criado, mientras saltaba de la mula.</p>
<p>No me había dado cuenta de que a la izquierda del camino real, detrás de un macizo de chopos, al lado de una encrucijada, había un hostal. El tablón que llevaba grabado el nombre ampuloso de La Gloria de Montcarrá se agitaba como un barco en plena tempestad. Poncet se aproximó a la puerta del hostal y golpeó con el puño:</p>
<p>—¡Ah de la casa! ¡Gente del hostal: abrid! ¡Abrid por lo que más queráis!</p>
<p>Cinco veces llamó, con el puño y con el pomo del cuchillo y, muy pronto, sus gritos se convirtieron en maldiciones tabernarias. Pero no hubo nada que hacer. O el hostal estaba vacío, o el hostelero, escarmentado por el paso de los soldados, había atrancado las puertas.</p>
<p>—Señor, por lo visto no valen razones —dijo Poncet, volviendo a nuestro lado—. ¿Qué queréis que hagamos? ¿Descerrajo la puerta?</p>
<p>—¡Continuemos! —respondió el soldado de fortuna, espoloneando a su caballo.</p>
<p>Garidaina y Roger, bajo la luz de los relámpagos, se alejaban de nosotros seguidos por Ferruç, que luchaba por alcanzarlos. Nuestros animales se negaban a seguir, pese a las espuelas, los fustazos y las blasfemias.</p>
<p>—¡Maldita sea! Pero ¿es que no se van a acabar nunca las aventuras?-rezongó el criado.</p>
<p>—¡Cierra la boca, Poncet, que se te va a llenar la barriga de agua! —dijo Guiós.</p>
<p>Al fin conseguimos que nuestras monturas entendieran el lenguaje de los golpes y reanudaran un trote cansado y lleno de resignación.</p>
<p>Al apuntar el día, cesó de llover. Se hizo un silencio total, como si el paisaje estuviera envuelto en algodón. Una claridad blanquecina y sucia, pegajosa, se reflejó en la bruma que subía del suelo y se nos agarraba a la garganta, a la ropa, a la piel. Poncet, Guiós y yo, que no habíamos podido alcanzar a nuestros señores y amigos, nos encontramos de súbito perdidos. La niebla era tan espesa que no veíamos a una vara delante de nosotros.</p>
<p>—¡Deteneos! —nos ordenó Guiós.</p>
<p>Poncet y yo, espantados, detuvimos nuestras muías y permanecimos quietos, uno al lado del otro, un cuerpo de montura detrás del monje.</p>
<p>—¿Qué pasa? —preguntó el criado con un hilillo de voz que traslucía el miedo que compartíamos.</p>
<p>—¿No oís nada? —nos preguntó entonces el monje.</p>
<p>—Yo, no —dijo Poncet—. ¿Y tú, Guiamón?</p>
<p>—Tampoco. Nada.</p>
<p>—¿Dónde andarán el señor Roger, la señora Garidaina y el canciller? —dijo Guiós en tono preocupado.</p>
<p>—Cabalgaban delante de nosotros.</p>
<p>—A media legua, sí. Pero tendríamos que oír su galope.</p>
<p>—Deben de haberse parado a esperarnos —dije yo, no muy convencido: a aquella hora y en aquella isla lo temía todo.</p>
<p>—Quizá tengas razón, poeta... No lo entiendo, pero...</p>
<p>—¿Dónde estamos? —le preguntó Poncet.</p>
<p>—Muy cerca del cruce del monasterio... Esta maldita niebla...</p>
<p>—Eso quiere decir que el amo y la señora ya han llegado al cruce, y nos están esperando... ¡Adelante! —concluyó Poncet.</p>
<p>Poco convencidos, y con más miedo que nunca, espoleamos a las muías y a la yegua. Pero los animales estaban reventados y apenas podían dar un paso.</p>
<p>—Es mejor que descabalguemos y sigamos a pie... —dijo el monje.</p>
<p>Bajamos de nuestras monturas, las cogimos por el ronzal y proseguimos la marcha a pie, a tientas, como los ciegos que recorren los senderos de mí país.</p>
<p>—¡Oído atento, amigos! —nos advirtió Guiós.</p>
<p>Justo en aquel momento me pareció oír unas voces débiles que no pude identificar.</p>
<p>—¿No oís nada? —pregunté a mis compañeros en voz baja.</p>
<p>—No...</p>
<p>—Me ha parecido oír voces...</p>
<p>—¿El amo y la señora? —dijo Poncet.</p>
<p>—No sé... —contesté mientras intentaba ver, sin con seguirlo.</p>
<p>—¡Esperadme aquí! —nos ordenó Guiós, dando a Poncet el ronzal de su yegua.</p>
<p>No tuvimos tiempo de decirle nada: darnos la consigna y desaparecer en medio de aquella niebla espesa y blanquecina fue todo uno. Poncet alargó la mano y me tocó el hombro.</p>
<p>—Apenas te veo...</p>
<p>Tenía mucho miedo; no el miedo que había sentido en el cubil de la Bestia, o el que me había hecho estremecer de pies a cabeza cuando Bajac luchó con Garidaina, en la cena del palacio... El miedo de ahora era húmedo como la niebla, y como la niebla se me aferraba a la garganta por dentro, y no me dejaba respirar. Apenas veía a Poncet. Sólo sentía su aliento jadeante, que se mezclaba con el de las muías. Mi ropa chorreaba. Y el cansancio que sentía se reflejaba en mil punzadas en las ancas, en los riñones, en el espinazo, en la nuca, en el peso que lastraba mis músculos y en la arena que me llenaba los párpados. Estaba baldado, muerto de miedo, empapado; éste era mi destino de poeta, ésta mi gloria de aventurero... ¿Cómo nunca, en ningún poema épico, en ninguna leyenda heroica, se hablaba del miedo, del cansancio, del frío?... Mientras profundizaba en este tipo de reflexiones y me juraba a mí mismo que mis versos inmortales cantarían también el frío y el miedo, la fatiga y el hambre de la guerra del Estandarte, vi aparecer ante mí una mano, y luego un brazo y, al fin, cuando ya estaba a punto de soltar un grito de espanto, el rostro del monje Guiós.</p>
<p>—¡Guiamón..., Poncet!</p>
<p>—¡Estamos aquí! —contesté, y le cogí la mano que avanzaba tanteando.</p>
<p>—¿Qué hay? ¿Los has visto? —preguntó Poncet, acercando su cara a la de Guiós.</p>
<p>—¡Corsarios! —dijo el isleño.</p>
<p>—¿Y el amo y la señora? —preguntó luego, asustado, el criado.</p>
<p>—No los he encontrado... Pero si han pasado por aquí, seguro que han caído en manos de los corsarios de Oriente.</p>
<p>—¿Y qué hacemos ahora? —dije yo, más muerto que vivo.</p>
<p>—Con esta niebla, nada. Escondámonos y esperemos a que la niebla se aclare... Entonces buscaremos al señor Roger, a la princesa Garidaina y al canciller Ferruç...</p>
<p>Con prudencia, procurando no hacer ruido, salimos al camino real. En la cuneta había un arroyo que bajaba lleno, y al otro lado una hilera de chopos. Arrastramos las monturas hasta el arroyo, las obligamos a cruzarlo y nos escondimos detrás de los árboles.</p>
<p>Nos tendimos en el suelo, acechando entre la niebla, con los ojos muy abiertos, por si veíamos algo extraño. Poncet rebuscó en el zurrón que siempre llevaba encima y sacó el resto de la comida que nos habían dado los Grandes del Abismo: pasteles de setas subterráneas y tiras de pescado seco. También llevaba una calabaza con un poco de licor de musgo que nos devolvió el ánimo.</p>
<p>El tiempo había sido borrado por la niebla. Flotábamos en la nada, y el corazón no nos latía ya. De vez en cuando nos parecía oír voces, relinchos de caballos, chocar de armas..., pero quizá era sólo nuestra imaginación.</p>
<p>Cuando ya habíamos echado raíces y, como mínimo, yo ni sentía ya las piernas, ni el vientre, sopló un poco de viento. Un aliento de nada, que removió ligeramente la niebla y dibujó figuras fantasmales entre aquellas nubes deshilachadas.</p>
<p>—Escondeos, que parece que esto se aclara —nos dijo Guiós al oído.</p>
<p>Lentamente, el aliento se convirtió en un soplo consistente y la niebla empezó a replegarse... Primero vimos los troncos de los chopos, después las ramas y las hojas, más tarde el reguero de la cuneta y, por fin, el camino real desierto.</p>
<p>—¿Y los corsarios? —preguntó Poncet.</p>
<p>—Allá, en la revuelta del camino —respondió Guiós.</p>
<p>Efectivamente, con la desaparición de la bruma volvió toda una vida hecha de ruidos menudos, goteo de lluvia que resbalaba por las ramas, piar de pájaros que salían de sus escondrijos en busca de alimentos, rumor del viento entre las hierbas y, sobre todo, golpear de pezuñas, rumor de armas entrechocándose y voces roncas de corsarios y soldados.</p>
<p>Arrastrándonos como gusanos, llenos de fango y humedad, nos acercamos a la revuelta hasta ver a una partida de enemigos que vigilaban el cruce. Habían dejado los animales en el patio del hostal La Encrucijada de Oro, donde Roger, Poncet, Guiós y yo habíamos almorzado cuando íbamos al Espolón de Gregal, Allá Donde la Tierra Acaba, para hacer la vela de la herramienta de Paz y templar la espada en la Mar Grande. Eran una veintena de corsarios y diez o doce soldados que fumaban y charlaban sin la menor precaución, como si la misión que les había retenido en el cruce de caminos estuviera ya realizada y esperasen la orden de partida.</p>
<p>—¿Qué haremos ahora? —murmuró Poncet a mi lado—. Son muchos y no los podemos atacar... ¿Dónde estarán Roger y Garidaina?</p>
<p>—Esperaremos —dijo Guiós—. Parece que están a punto de marcharse de aquí.</p>
<p>Nos clavamos más aún en el fango y permanecimos inmóviles y silenciosos.</p>
<p>Un corsario que recordaba el séquito de Bajac, gordo y peludo como un oso de las montañas de Tramontana, salió del hostal y, a gritos, llamó a los soldados:</p>
<p>—¡Vamos, gandules! Hemos de subir a la montaña... Nuestros amos, Bajac y Flocart, nos esperan allí.</p>
<p>Y, entonces, un pelotón de cinco corsarios y dos soldados salió del hostal arrastrando a Roger y a Garidaina con las manos atadas. Tras ellos, con las manos libres, el Gran Canciller de Montcarrá, hermano del rey, señor Ferruç...</p>
<p>Corsarios y soldados le rendían honores con gran deferencia, y el Misterioso Viajero los miró con orgullo de noble señor que ha de compartir el espacio con gente inferior. Uno de los soldados le había acercado un caballo, y Ferruç montó en él con aire señorial.</p>
<p>—«Cuando llegues a Montcarrá, Roger, guárdate de las voces halagadoras y de los amigos traidores...» ¡Ahora lo entiendo! —recordó Poncet a mi lado.</p>
<p>—¡El Misterioso Viajero! —exclamé yo.</p>
<p>—¿Qué decís? —preguntó Guiós con un murmullo.</p>
<p>—Las profecías de la mujer-pez que encontramos en la Mar Grande cuando veníamos hacia la isla. Hablaban de una traición... Y ahora se ha cumplido... Ferruç nos fue a buscar a la ciudad para vendernos a Bajac... Pero ¿por qué no nos esperan?</p>
<p>Pronto nos dimos cuenta de que sí, de que realmente nos esperaban: cuando la partida de guerreros emprendió el camino que subía al Cerro, descubrimos un pelotón de cinco soldados mandados por un alférez del rey que permanecía en la encrucijada con los ojos muy atentos y las armas en la mano.</p>
<p>—¡Ataquémoslos! —dijo Poncet, una vez hubo desaparecido la partida que llevaba prisioneros a nuestros amigos y señores.</p>
<p>—¡Un momento! —le detuve—. Se me ocurre una idea...</p>
<p>Les expuse mi plan. Me miraron sorprendidos, como si no pudieran imaginar que un poeta tuviera pensamientos de ese tipo, pero al fin aceptaron mi propuesta. Así es que, mientras me arrastraba por el fango maldiciendo mis huesos por tener ideas, de vuelta a donde habíamos dejado las monturas, más allá de la revuelta de la encrucijada, Poncet y Guiós se prepararon para entrar en acción.</p>
<p>Obligué a las dos muías y a la yegua a cruzar el arroyo de la cuneta y a volver al camino real. Entonces monté en el animal que me había llevado hasta allí, y espanté a los otros dos, que emprendieron un trote fatigado en dirección a la bifurcación. Los dos animales sin jinete fueron más de prisa que mi mula, y cuando desaparecieron en la revuelta oí los gritos de los soldados y los relinchos de la yegua. Entonces espoleé a mi cabalgadura y caí sobre los soldados como un rayo. Sorprendidos como estaban por la llegada de las dos bestias sin jinete, pude embestirlos desprevenidos. Pero, ¡pobre de mí!, ni la sorpresa, ni el hecho de ir montado pudo vencer el número y la habilidad de los soldados. En un abrir y cerrar de ojos, después de haber herido a uno y dejado sin sentido a otro, me encontré en el suelo, apaleado, baldado a golpes, sujeto por brazos y piernas.</p>
<p>El alférez, con su espada sobre mi pecho, preguntaba:</p>
<p>—¿Dónde están los otros dos?</p>
<p>—Me he perdido con la niebla, señor...</p>
<p>Si Guiós y Poncet no hubieran atacado, seguramente mi osadía me habría costado la vida, porque el oficial estaba a punto de hundirme el arma en el esqueleto. Pero mis compañeros intervinieron a tiempo. De un garrotazo, el monje derribó al alférez; de una cuchillada, Poncet segó la vida de uno de los soldados, y yo, de un tirón, hice caer al tercero.</p>
<p>Durante un buen rato, el cruce fue una barahúnda de piernas y brazos, de pezuñas de animales, de espadas, cuchillos, garrotes y arpones, de gritos, maldiciones, gemidos, relinchos y blasfemias... Aunque ellos eran seis y nosotros sólo tres, la estrategia que se me había ocurrido, el brío de mis compañeros y, sobre todo, la desesperación y la rabia que nos empujaban, nos dieron la victoria.</p>
<p>En La Encrucijada de Oro no había nadie. El hostal que nos había parecido tan rico y bien dispuesto era ahora un caos de mesas volcadas, escudillas rotas, como si alguien hubiera hecho pasar por allí un rebaño de animales malignos. Encerramos a los enemigos supervivientes en la bodega, comimos un bocado, bebimos un trago y empezamos a hacer nuevos planes.</p>
<p>—Convendría esperar a los Grandes del Abismo... Ellos nos ayudarán a poner en libertad a nuestros amigos y señores —dijo, reflexivo, Guiós.</p>
<p>—Pueden asustarse demasiado al verlos, y la vida de Roger y Garidaina estarán en peligro... —replicó Poncet.</p>
<p>—Solos, no podemos nada contra soldados y corsarios... —insistía Guiós.</p>
<p>—Bueno... ¿Y nos vamos a quedar de manos cruzadas mientras el amo y la señora son víctimas de Ferruç? —insistía Poncet, cada vez más indignado.</p>
<p>—¡Un momento, amigos! No os peleéis —intervine—. Se me ocurre una idea...</p>
<p>El buen resultado de mi estratagema de antes hizo que el monje y el criado se decidieran a escucharme y depusieran su actitud.</p>
<p>—Hay que esperar a los Grandes del Abismo. Guiós tiene razón. Pero hay que intentar liberar a Roger y a Garidaina, y en eso tiene razón Poncet... Sus vidas corren peligro... Nosotros somos tres. Propongo que Poncet espere a los Grandes del Abismo, y que, cuando lleguen nuestros amigos, los conduzca hasta la cima del Cerro... Propongo también que Guiós y yo, vestidos de soldados, como si formáramos parte del ejército de Flocart, nos unamos a los que tienen asediado el monasterio e intentemos liberar al portador de la herramienta de Paz y a Estrella de Oro...</p>
<p>Bebí un trago de vino para hacerme pasar el temblor de piernas que mi propuesta me había provocado.</p>
<p>Poncet y Guiós se me quedaron mirando, sorprendidos. Me desconcerté, enrojecí y les pregunté:</p>
<p>—¿Qué os parece?</p>
<p>—¡De acuerdo, poeta! —dijo Guiós.</p>
<p>Y así volví al Monasterio del Cerro del Gigante.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>XII</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la llegada de Guiós y de Guiamón al asedio del monasterio; del inicio de la batalla del Cerro del Gigante; de una discusión entre los aliados, de la aparición mágica de la Voz que domina al buen rey Flocart, y de un descubrimiento asombroso que hace el poeta.</p>
<p></p>
<p>Subimos a pie, por miedo a que nuestras monturas nos hicieran más fáciles de descubrir; a pie y con pesar: no sabíamos lo que habría en la cima, ni dónde estaban exactamente las tropas aliadas, ni si llegaríamos a tiempo de encontrar a Roger y a Garidaina sanos y salvos. Y al pesar que sentían nuestros corazones se unía el cansancio de nuestros cuerpos, después de galopar toda la noche por los caminos de la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p>La ascensión fue difícil, por el fango y las torrenteras; sí, pero, sobre todo, por las patrullas, los piquetes y los centinelas con los que tropezábamos a cada paso.</p>
<p>Pero el desorden de los aliados era tal, tan seguros estaban de su victoria sobre las hermandades, que ni siquiera habían dado consignas a la tropa. Nuestros atavíos, y la prudencia de Guiós, nos hicieron salir del camino varias veces para evitar encuentros inútiles, permitiéndonos llegar sin dificultades.</p>
<p>El grueso de las tropas aliadas se había instalado a la vista del monasterio, en lo que habían sido campos labrados, delante mismo de la muralla que rodeaba los edificios de los monjes y que ahora los protegía del último ataque.</p>
<p>La lluvia había apagado las fogatas, y corsarios y soldados corrían de un lugar a otro muertos de frío, refunfuñando contra capitanes y agermanados. En medio del ejército, en un rellano entre árboles, había dos tiendas con oriflamas que indicaban la presencia de los jefes. Un cerco de corsarios de feroz aspecto impedía que se acercaran los soldados.</p>
<p>Cuando llegamos era la hora del rancho y había cola de gente de armas con la escudilla en la mano ante los carros que servían de cocina. Los soldados que habían recibido la menguada ración de col, nabos y un poco de grasa rancia de cerdo, se sentaban en grupos de tres o cuatro e intentaban hacer pasar aquel bodrio con ayuda del vino, que repartían en calabazas.</p>
<p>Nos pusimos a la cola por ver de enterarnos de la situación y, sobre todo, del lugar donde estaban los prisioneros. Delante de nosotros había un grupo de soldados que se conocían y que no paraban de bromear. Me tocaron, aparte dos cucharadas de aquel bodrio abominable, una calabaza de vino para cinco, por lo que, sin pretenderlo, me vi rodeado por los soldados que me precedían.</p>
<p>—¡Eh, tú! ¿Acaso quieres quedarte con todo el vino para ti? —me increpó uno—. ¡Venga! ¡Trae aquí la calabaza!... ¡Trago por barba y el que se pase tendrá que vérselas conmigo!</p>
<p>Nos sentamos en las márgenes de un bancal e hicimos como los otros: tragar la verdura sin masticarla, beber el caldo y roer el puerco rancio.</p>
<p>—¡Hoy será el gran día! —comentó con la boca llena uno de los soldados.</p>
<p>—¿Te lo ha dicho el rey quizá? —se burló el que me había pedido el vino.</p>
<p>—No, pero nos dan vino. Y ya se sabe: cuando hay vino es que quieren hacernos entrar en combate...</p>
<p>—¡Malditos villanos! ¡Cuatro campesinos sin armas, sin preparación militar, y ya veis qué trabajo nos dan!</p>
<p>—¡Suerte que el canciller ha atrapado a su jefe!... —intervino Guiós.</p>
<p>—¿A qué jefe? —preguntó el soldado que había hablado primero.</p>
<p>—Al extranjero ese... No sé cómo se llama... El que tenía que recuperar el Estandarte.</p>
<p>—¿Que lo ha atrapado, dices?</p>
<p>—¿No lo sabíais?</p>
<p>—No... Oye: ¿y cómo lo sabes tú?</p>
<p>—Éste y yo —me señaló a mí— éramos de la patrulla...</p>
<p>—Lo que me extraña —dije, siguiéndole la corriente al monje— es que también hemos capturado a la princesa... No lo entiendo... El extranjero es un enemigo, pero Garidaina...</p>
<p>El sonido de un cuerno de guerra interrumpió la charla.</p>
<p>—Se acabó la juerga... ¡A formar, chicos! —dijo el soldado que había hablado primero—. Parece que hay novedades...</p>
<p>—¡Ya te decía que querrían atacar hoy! —dijo el otro soldado vaciando su escudilla—, ¡Vamos, pues! ¡Ya tengo ganas de volverme a casa!</p>
<p>La segunda llamada hizo que aquel hormiguero de soldados y corsarios se pusiera en movimiento. Formaban por compañías, isleños de un lado, orientales del otro, con los alféreces y los capitanes delante.</p>
<p>—Escondámonos, Guiamón. Ahora es la nuestra... —me dijo Guiós.</p>
<p>Volvimos a los carros de intendencia y nos quedamos tras unos setos, entre los almendros. Había una barraca de guardar los aperos, con puerta de roble cerrada por un cerrojo. Guiós hizo correr el pasador y entramos en la oscuridad de la cabaña. Olía a tierra seca, a polvo y a cerrado. Había allí azadones, picos, gradas, rastrillos, un arado y su reja. La barraca no tenía ventanas, sólo una tronera sin cristales, desde la que Guiós y yo pudimos seguir la maniobra de los dos ejércitos aliados.</p>
<p>De las dos tiendas con oriflamas salieron los generales y jefes de la tropa: Bajac y Flocart. El Misterioso Viajero, vestido de negro aún, con yelmo y espada, seguía a su hermano. Su actitud había cambiado: ya no era el amigo de Roger, el hombre preocupado por los acontecimientos del reino, afable y empalagoso. Su rostro, visto de lejos, reflejaba el orgullo del cargo y del linaje. Y la traición que le había llevado a tendernos una trampa. Dos oficiales y dos corsarios flanqueaban a Ferruç y escoltaban a Roger, con las manos atadas y vencido.</p>
<p>Tanto el monje como yo mismo quedamos sobrecogidos al ver a nuestro amigo y señor. Sonó el cuerno una vez más y apagó los rumores de la tropa. Se hizo el silencio y, entonces, lejana, nos llegó la voz del rey Flocart. El rey llevaba armadura, yelmo y ceñía espada, pero su aspecto seguía siendo de debilidad, y su voz reflejaba la locura que le dominaba:</p>
<p>—¡Soldados..., corsarios...! Nuestra alianza derrotó a los agermanados que sitiaban Montcarrá... Los perseguimos hasta aquí para destruir para siempre el fermento de la revuelta que ha emponzoñado el corazón de nuestros súbditos empobreciendo al reino. Gente traidora de este monasterio, monjes rebeldes que se dedican a prácticas blasfemas, anunciaron a los villanos que vendría un héroe de la Mar Grande para devolvernos el Estandarte y, con él, los tres dones simbólicos que han regido los destinos de la isla: el Valor, la Paz y la Prosperidad... La profecía era falsa, porque el forastero no es un héroe, sino un agente de la traición. Y no sólo no ha recuperado el Estandarte, sino que se ha convertido en capitán de los agermanados. La Voz mágica que desde hace años me aconseja para regir los destinos de mi reino me informo de sus designios y, gracias al valor de mi hermano Ferruç, Gran Canciller del reino, puedo mostraros al falsario, al traidor, al rebelde... Roger de Adiá, caudillo de las hermandades, cuya verdadera misión no era recuperar el Estandarte, sino la de vender nuestra isla y mi reino a nuestros enemigos de Tierra Firme... Gracias, pues, a la Voz, hemos capturado al espía... Y eso significa la derrota de las hermandades y el fin de la conspiración. Vuestros generales van a dirigir ahora el ataque final contra el monasterio. Con la ayuda de nuestros aliados de Oriente, ¡pasaremos a sangre y fuego a los enemigos del reino, destruiremos ese bastión de conspiraciones y traiciones y haremos que la verdadera paz retorne a Montcarrá! ¡Al ataque, soldados! ¡Defended a vuestro rey, defended vuestra isla! ¡A muerte los traidores!</p>
<p>Sonó el cuerno una vez más, y se deshizo la formación en multitud de pelotones que se preparaban para el asalto. Los generales que habían acompañado a Flocart encabezaban las tropas y daban consignas a los capitanes y alféreces, mientras Bajac, Flocart, Ferruç y Roger, siempre vigilado por la escolta, volvían a las tiendas.</p>
<p>—¡Vamos, Guiamón! ¡Aprovechemos la confusión e intentemos acercarnos a Roger! —me dijo Guiós.</p>
<p>Y sin esperar respuesta abrió la puerta de la barraca de los aperos, cruzó el campo de almendros en cuatro zancadas, saltó el seto y se mezcló con el barullo de soldados que iban y venían cumpliendo misteriosos designios militares.</p>
<p>No tuve más remedio que seguirle, aun temiendo que nuestra osadía nos hiciera acabar de mala mañera. Flocart había acusado a Roger de agente de sus enemigos de Tierra Firme y, en mi condición de adianense, temía que me reservaran el fin de un espía.</p>
<p>Pero el desorden de soldados y corsarios, traídos y llevados por las órdenes de capitanes y alféreces, nos permitió cruzar el campamento sin que nadie nos diera el alto.</p>
<p>Había ballesteros preparando las saetas y montando las ballestas para dispararlas contra las almenas del monasterio. Los lanceros blandían un bosque de picas, dispuestos a cargar contra los agermanados. Un pelotón de corsarios preparaba un ariete hecho con una viga de roble con refuerzos de bronce, que figuraba una cabeza de carnero. A su lado, una partida de soldados, con escudos de hierro, se disponía a proporcionarles cobijo contra los proyectiles que lanzaran los defensores del monasterio. Carpinteros y herreros, junto a los carros de intendencia, preparaban escalas, torres de asalto y extraños ingenios con garruchas para alcanzar las murallas.</p>
<p>La barahúnda hecha de gritos, consignas, maldiciones, tintinear de armas, topetazos de los mecanismos de las ballestas, golpear rítmico de mazas y martillos, hachas partiendo leña, garlopas alisando tablones, mazos que forjaban puntas de flecha, chirridos prolongados de muelas afilando espadas melladas, patear de monturas impacientes contenidas por los jinetes, relinchos de caballos y resoplidos de las muías, ascendía hacia la bóveda del cielo, rebotaba en los nubarrones que llegaban de levante, se mezclaba con las hilachas de brumas, rodaba por las pendientes del cerro y se extendía por el llano anunciando el inicio de la batalla del Cerro del Gigante. Aquel barullo, heraldo de destrucción, caía como una maldición sobre la isla. La isla se estremecía, sedienta de sangre. Y, a lo lejos, la Mar Grande se volvía gris, furiosa, golpeaba las riberas del reino y alzaba columnas de espuma blanca como si quisiera engullir aquel pedazo de tierra condenada por el Hado.</p>
<p>A medida que la tropa formaba para el combate, a medida que crecía aquella algarabía, las nubes se hacían más espesas, la luz del mediodía iba menguando y una negrura pavorosa caía sobre el campamento como si fuera el final del día o, quizá, el final de todo el mundo de la luz.</p>
<p>Los generales ordenaron que se encendieran antorchas, que se atizaran las hogueras, que los atacantes prepararan hachones... Hormigueaban luciérnagas en las al menas de la muralla del monasterio, pues también los defensores se preparaban para la batalla. Una humareda espesa como la niebla y las nubes crecía en lo alto del cerro y envolvía hombres, armas, ingenios bélicos, tiendas, campamentos, márgenes, árboles y edificios. El olor a leña quemada, a resina, al carbón de los hornos, hacía toser a los soldados, y el hollín enmascaraba las caras y llenaba de lágrimas los ojos, como si todos llorásemos de antemano los desafueros de la batalla del Cerro del Gigante, que comenzaba con un vuelo siniestro de saetas, con el avance de las máquinas de guerra, con las primeras cargas de los jinetes contra la puerta del monasterio.</p>
<p>Guiós y yo nos habíamos aproximado a las dos tiendas del centro del campamento aliado, casi hasta tocar los vientos que sostenían las lonas.</p>
<p>El cerco de corsarios armados con arpones en torno de las tiendas se había deshecho, y sólo permanecían aquí y allá algunos centinelas, confusos ante la multitud que iba y venía, corría y gritaba, trasladaba herramientas y llevaba en brazos a los primeros heridos del encuentro.</p>
<p>Detrás de los tapices que servían de puerta a la tienda real había un murete en seco medio arruinado, al que se sujetaban los vientos posteriores y que formaba un pasadizo de un par de varas, protegido de miradas indiscretas. El monje y yo tiramos abajo los escudos de hierro, las capas de lana y los yelmos con la divisa real y, arma en mano, entramos en aquella especie de corredor en busca de un agujero que nos permitiera entrar.</p>
<p>El bordillo de la tienda estaba clavado al suelo con unos clavos de cabeza en forma de gancho. Fue relativamente fácil desclavar dos, y colarnos dentro sin hacer demasiado ruido. Era un recinto amplio, alfombrado con pieles de cordero con un bastidor de listones de los que colgaban unos damascos que servían de tabiques. Había tres divisiones: la sala de mando, de donde llegaban las voces de Flocart, Ferruç y Bajac; una especie de dormitorio con un camastro de campaña cubierto con una piel de oso, una caja abierta de la que salían ropas, y un armero con las piezas de la armadura de Flocart. Roger y Garidaina, atados de manos y con los pies sujetos por una cadena, yacían en la tercera pieza, rodeados de cestos de mimbre, paquetes de víveres, odres de vino y cacharros de cocina. Un fogón apagado y dos pellejos de agua explicaban que aquella especie de cámara se utilizaba como cocina privada, para preparar las comidas de Flocart.</p>
<p>Guiós y yo habíamos entrado por el lado del dormitorio, entre la caja de ropa real y el armero de madera. Unas cuantas lamparillas de aceite colgadas de los cabrios iluminaban el interior de la tienda.</p>
<p>Los jefes del ejército aliado estaban discutiendo la estrategia del asalto al monasterio. Bajac gritaba, zafio; Ferruç hablaba con suavidad, empalagoso como siempre, y Flocart de vez en cuando gemía como si estuviera enfermo.</p>
<p>—¡Dejadme! —dijo el rey, con voz quejumbrosa—. ¡Haced lo que os dé la gana! ¡Malditos sean los monjes y las hermandades! ¡Maldita esta guerra y malditos vosotros todos!... ¡Estoy cansado, me duele la cabeza, que parece que se me parte, y me asusta esta oscuridad! ¡Atacad de una vez!</p>
<p>—Rey y hermano, precisamos de tu presencia en el campo de batalla. Si tus soldados te ven, tendrán más brío, atacarán con más fuerza y derrotarán al enemigo... —decía Ferruç.</p>
<p>—¡Mis hombres están hartos de tus vacilaciones, Flocart! —intervino Bajac—. Tus embajadores hablaban de un puñado de villanos alzados, pero los agermanados son peligrosos... Destruyamos el monasterio, pasemos por las armas a todos los revoltosos y, entonces, Flocart, pactemos una alianza definitiva que garantice el orden en el reino... Si tú y yo fuésemos parientes, me tendrías siempre a tu lado...</p>
<p>—¡Dejadme en paz!</p>
<p>—¡Cálmate, hermano! Bajac tiene razón...</p>
<p>—Decídete, Flocart... Dame a Garidaina y seré tu más fiel servidor...</p>
<p>—¡No, no y no! ¡Quiero descansar!</p>
<p>—Ataquemos primero, Bajac, y luego hablaremos de pactos... Mi hermano está enfermo. Dejémoslo reposar. Nosotros encabezaremos el ataque. Los generales esperan.</p>
<p>A través de los damascos vimos cómo el corsario Bajac y el canciller del reino salían de la tienda con tintineo de armas, mientras sonaba el cuerno y silbaban las flechas...</p>
<p>Guiós y yo apenas tuvimos tiempo de ocultarnos entre el armero y el arca. Flocart, con la cabeza hundida y una mueca de dolor en el rostro, entró en la pieza que le servía de dormitorio y se tendió sobre el camastro con un gemido.</p>
<p>Por miedo de despertar al monarca, el monje y yo permanecimos quietos, sin atrevernos a mover un dedo, mientras nos llegaba, amortiguado por los tabiques de tela, el rumor del ataque al monasterio.</p>
<p>Y entonces se produjo el hecho mágico. Oímos flotando en la cámara como un son de flauta, muy débil y ligero, pero que vencía a los ruidos del combate que llegaban del exterior. Aquel rumor sobrenatural danzó sobre el cuerpo yacente del rey hasta despertarlo. Guiós y yo temimos el espanto de Flocart, su reacción lógica de miedo, pero el soberano se incorporó como si los hilos invisibles de aquella melopea tiraran de él, abrió los ojos de par en par y murmuró con gesto de locura:</p>
<p>—Ven, ven... Estoy aquí...</p>
<p>Entonces oímos una Voz. No era ni de hombre ni de mujer, ni salía de garganta terrenal. Tenía una tonalidad grave, como el eco de un trueno lejano. Repetía con insistencia el nombre del rey, cada vez más fuerte. Temblaron los pábilos de las luces de aceite, y un aliento fantasmagórico recorrió el recinto. Flocart estaba en pie y miraba al techo de la tienda, sujetándose la cabeza con las manos mientras murmuraba:</p>
<p>—Sí..., sí... Estoy aquí... Ven...</p>
<p>—¡Flocart! —decía la Voz—. ¡Flocart, escúchame!</p>
<p>—Te escucho: háblame...</p>
<p>Las sombras de los damascos, de los listones, de las piezas de armadura del armero, se inflaban, corrían de un lado a otro de la pieza, se encabalgaban como si quisieran huir, aterrorizadas por el misterio de la Voz.</p>
<p>—Ganarás la guerra, Flocart, si sacrificas a Roger de Adiá, el traidor. Los capitanes de las hermandades y los monjes se rendirán cuando les presentes la cabeza del soldado de Adiá... Ofrece tu hija a Bajac; es el castigo que merece por haberte sido infiel.</p>
<p>—Sí, sí... —murmuró el rey mientras iba y venía por la cámara enloquecido.</p>
<p>—Ahora me voy, Flocart, pero piensa que cuando me necesites, me tendrás a tu lado...</p>
<p>—No te vayas..., no te vayas... Estoy enfermo. Voz, y te necesito... No me abandones aún...</p>
<p>Resonó un trueno, parpadeó la luz y se oyeron otra vez las flautas etéreas, mientras Flocart caía redondo al suelo, sin sentido, interiormente destrozado.</p>
<p>Guiós, al ver al rey caído, sin reparar en la magia maléfica del siniestro resuello de las flautas, se levantó y corrió hacia la pieza que servía de cocina, donde estaban Roger y Garidaina.</p>
<p>—Señor, princesa... —decía el monje mientras intentaba forzar los candados de las cadenas que sujetaban a nuestros amigos.</p>
<p>—Guiós... ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están Poncet y Guiamón? —dijo Roger, sorprendido por la presencia del monje.</p>
<p>—Estoy aquí, señor —dije, atreviéndome a salir de mi escondrijo y retirando el damasco que separaba las dos piezas—. Poncet se ha quedado en la encrucijada, esperando a los Grandes del Abismo...</p>
<p>Guiós había desatado las cuerdas de las manos de Garidaina, quien, tropezando con la cadena que le sujetaba los pies, corrió hacia el cuerpo caído de su padre.</p>
<p>Mientras la princesa se arrodillaba al lado del rey, y Guiós intentaba deshacer las ataduras de Roger, di una vuelta a la tienda. La música sobrenatural había cesado y las cosas parecían volver a la normalidad. Los pábilos de las luces de aceite ardían normalmente, la niebla fantasmagórica se había desvanecido y los objetos recobraban su peso y su dimensión terrenales.</p>
<p>En la cámara de mando, delante mismo de la abertura cubierta por un tapiz que servía de puerta, al lado de una mesa de campaña con mapas, jarros y pipas, había un fantasma negro, alto y lóbrego, envuelto en una capa, con una espada desnuda en la mano. El fantasma era el Jinete Negro de la Sierra de Gregal, y la espada, la herramienta de Paz: había descubierto el origen de la Voz tenebrosa que tenía encantado al pobre rey Flocart y que había destruido el reino de Montcarrá.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>XIII</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">De la lucha de poderes; de la realización de las profecías de la mujer-pez; del retorno de la herramienta de Paz a manos del Portador; de la llegada del Estandarte de las Tres Naranjas al campo de batalla y de otros hechos maravillosos que culminan las aventuras de Guiamón.</p>
<p></p>
<p>La herramienta de Paz resplandecía no como un relámpago, como había hecho en manos de Roger y Garidaina, sino como una serpiente sedienta de la sangre inocente de un pobre poeta. El rojo del acero iluminaba el recinto con un color maligno, como la mano que la blandía contra mí. La punta de la espada mágica hendió el aire buscando mi esqueleto. Sentí un aliento gélido, como si el ala sobrenatural de un poder innominado me hubiera rozado el cuerpo.</p>
<p>El Jinete Negro blandía la herramienta de Paz con la habilidad de un maestro de esgrima. Le opuse el arma de soldado que me colgaba del tahalí del uniforme, pero la hoja de mi espada se rompió con la magia del acero del rey Nolás. El golpe me envaró el brazo. No tenía escapatoria; allí estaba mi Destino de poeta, en manos de un enmascarado, herido por la espada que había de salvar el reino, sin la gloria de los versos, sin la épica de las leyendas. Arrojé contra la cabeza del Jinete Negro la empuñadura de mi espada rota, retrocedí hacia la cámara del rey, me enrollé en el damasco que servía de separación, tropecé con el cuerpo de Flocart y caí al suelo.</p>
<p>El Jinete Negro penetró persiguiéndome en la recámara, con el arma a punto. Alguien gritaba a mi lado. La voz se parecía mucho a la mía, aquella voz que tanto apreciaba y que tanto había cantado los amores de Esclarmonda o los lamentos del caballero Velloso, aquella voz que me había acompañado durante toda mi vida: ¿quién me la había robado? Me di cuenta de pronto, cuando cerré los ojos, a la espera del último golpe... La voz me salía de la garganta... Los gritos que oía eran los míos.</p>
<p>—¡Quieto! —dijo Garidaina sobre mi cuerpo.</p>
<p>Desde el suelo, sin osar moverme, otra vez con los ojos muy abiertos, asistí al duelo de colores, de poderes, de voluntades. La Estrella que lucía en la frente de la princesa se encendió de súbito. La luz dorada del Poder de la Estrella de Oro se enfrentó con el rojo maligno de la herramienta de Paz. El amarillo y el rojo se acometieron con un brillar de chispas. Garidaina y el Jinete Negro permanecían quietos, frente a frente, como dos estatuas maravillosas y temibles. Ahora dominaba el rojo, antes del amarillo, la sangre y el oro se mezclaban, se fundían con chispas que estallaban en el aire, con choques escalofriantes que encendían el ámbito del combate. Garidaina crecía, resplandeciente como un sueño, y el Jinete Negro se extendía por las paredes de tela, por el bastidor de listones, por las alfombras de piel de cordero, como una infección corrupta.</p>
<p>Guiós y Roger entraron en la habitación del rey y permanecieron inmóviles. El soldado de fortuna tenía las manos libres, pero no se atrevía a intervenir en aquel combate de poderes, en aquella lucha de colores.</p>
<p>Pareció que iba a imponerse el matiz rojizo, que la claridad dorada de la Estrella se consumía, retrocedía vencida. Un frío mortal recorrió objetos y seres humanos, dibujó sombras de hielo en los rostros de Guiós y de Roger, mientras el sonido maligno de las flautas ascendía del bulto negro del Enemigo y resonaba en nuestros cuerpos.</p>
<p>Y entonces Garidaina alzó los brazos, lentamente, con la majestad de una heroína antigua. Su gesto hizo retroceder al frío y a la oscuridad, desbandó el peso innoble del rojo, y la Estrella que llevaba en la frente como un símbolo lanzó un haz de oro que envolvió a la herramienta de Paz. La leyenda de la espada, hasta entonces enturbiada por la luminosidad sangrienta, se hizo aparente. Y la princesa dijo, con una voz que le nacía del poder:</p>
<p>—¡Justicia trae Paz! ¡Injusticia trae Guerra!</p>
<p>De las letras de la hoja de la herramienta de Paz saltó un relámpago que derribó al Jinete Negro. La espada ahora era de cristal, frágil y transparente. Roger dio un paso, empujó al Enemigo que se esforzaba en ponerse de nuevo en pie, y empuñó el arma que había quedado suspendida en el aire, como si esperara el gesto del soldado de fortuna.</p>
<p>Y la herramienta de Paz volvió a las manos del Portador.</p>
<p>Y entonces oímos un trueno, como si la bóveda del cielo se desgarrara, como si se estremeciera la isla entera, como si un mazo gigantesco cayera, con un golpetazo único y definitivo, sobre el yunque de nuestro Destino.</p>
<p>Y una ventolera súbita y arrebatadora infló las paredes de la tienda, arrastró ropas y muebles, derribó a Guiós y al Enemigo y se llevó al Miedo, porque el Valor había vuelto a la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p>Estábamos en medio del altiplano que envolvía al monasterio. Los soldados y los corsarios que permanecían en el campamento, a la espera de entrar en combate, huían despavoridos perseguidos por el viento, hollando los sembrados, despeñándose por las pendientes del Cerro del Gigante.</p>
<p>Y la Estrella de Oro y el Portador de la herramienta de Paz, Garidaina y Roger, permanecían erguidos en medio de aquella barahúnda, mientras un rayo de sol poniente vencía a los nubarrones, se reflejaba en la hoja de la espada del rey Nolás, y ahuyentaba las sombras ominosas que cubrían el campo de batalla, aquietando los corazones inocentes.</p>
<p>Con el rayo de sol llegaron los gritos de los defensores del monasterio, que habían descubierto al Portador de la herramienta de Paz entre las filas enemigas y lo saludaban esperanzados, seguros de que la espada que había vencido al Miedo acabaría con la Guerra y llevaría a la isla el don de la Paz.</p>
<p>Pero Bajac reagrupaba a sus hombres, y un alud de corsarios, llenos de odio y de miedo, nos vino encima, azuzados por las órdenes de su caudillo, que blandía un alfanje en la mano derecha y un arpón en la izquierda, como una maldición surgida del Mundo Tenebroso. La herramienta de Paz detuvo la primera acometida de los de Oriente. El brío y la habilidad de Roger y el poder de la espada causaron estragos entre los atacantes. Unos caían a tierra con la mano que empuñaba el arma cortada de un tajo; otros morían sin percatarse, de una estocada en pleno pecho; éstos eran decapitados por la hoja templada en la Mar Grande; aquéllos se desplomaban chorreando sangre por las heridas...</p>
<p>Al sobrevenir la segunda acometida, Garidaina, Guiós y yo, espalda contra espalda, rodeábamos al Portador con un círculo de acero que no osaban o no podían atravesar.</p>
<p>Estrella de Oro luchaba con las armas en la mano y el poder del símbolo en la frente; los corsarios que estaban al alcance de la princesa morían cegados por el esplendor dorado de la Estrella o atravesados por el puñal de la Matadora del Dragón.</p>
<p>Guiós luchaba con la espada del soldado y con el garrote de los montañeses, con la fe que le producía saber que luchaba por la libertad de la tierra que lo había visto nacer.</p>
<p>Y yo, pobre poeta, como los versos no son armas y nunca, que se sepa, una rima ha vencido a un enemigo, hacía frente a los atacantes con una maza de caballero que había arrancado del armero de Flocart y que pesaba al menos dos buenas arrobas.</p>
<p>También el sol poniente luchaba a nuestro lado, con sus rayos que cegaban a los ballesteros y desviaban las saetas que pasaban rozándonos con silbidos siniestros.</p>
<p>Junto al cuerpo inerte del rey Flocart, víctima de los encantamientos del Jinete Negro, se amontonaban los cadáveres de los corsarios que habían intentado aproximarse a nosotros. El suelo y las alfombras de piel de cordero que lo cubrían estaban empapados en sangre. Pero las acometidas de los enemigos no menguaban, sino al contrario. El ataque al monasterio había cesado, y todos los atacantes, convocados por los cuernos de guerra, nos envolvían como un mar de sables, escudos, arpones, mazas, espadas, cuchillos y picas. Un mar enfurecido que nos quería engullir con sus olas de odio.</p>
<p>Pese al poder de Estrella de Oro y al brío del Portador de la herramienta de Paz, no habríamos podido resistir más tiempo el embate incesante de corsario y soldados, si no fuera por la ayuda que nos llegó del monasterio.</p>
<p>Monjes y agermanados, dirigidos por Aunit, el capitán, y por Gosost, el prior, salieron de las murallas y atacaron a los enemigos que nos cercaban y que querían aniquilarnos con su número y su insistencia.</p>
<p>El ataque de nuestros amigos nos permitió un respiro que la princesa aprovechó para arrodillarse al lado de su padre, el pobre rey demente, y atender a su desmayo. Cuando el rey volvía en sí en brazos de la princesa, Bajac, que hasta entonces había permanecido lejos de nosotros, dirigiendo el ataque de los corsarios, apareció rodeado por sus arponeros.</p>
<p>Fui el primero en hacerle frente. Pero ¿qué es un poeta de amores ante un caudillo de corsarios? Su arpón me arrebató la maza de las manos y la punta de su sable me hirió en la frente. Guiós se volvió, eliminó de un garrotazo a uno de los arponeros que lo acometían y se interpuso entre Bajac y yo. La espada del monje y el sable del corsario chocaron en el aire, mientras el garrote detenía el arpón con que intentaba herir a Guiós. Pero tampoco el monje era enemigo para el corsario: la habilidad del oriental engañó la fuerza del montañés. El alfanje cortó en redondo el garrote, mientras el arpón hería a Guiós.</p>
<p>Pese a la sangre que me brotaba de la herida de la frente, me incorporé y ataqué de nuevo a Bajac. Mi gesto salvó quizá la vida al monje, pero puso en peligro la mía; porque el corsario, enarbolando a un tiempo el arpón y el sable, me golpeó en la cabeza y en el hombro.</p>
<p>Cuando ya me veía muerto, la herramienta de Paz brilló a mi lado, como un rayo de sol en las tinieblas.</p>
<p>Y entonces comenzó el combate singular más sangriento, rudo y definitivo que vi en la Isla de las Tres Naranjas durante toda la aventura que he llamado la guerra del Estandarte.</p>
<p>Si el combate entre Garidaina y Bajac había sido el enfrentamiento entre la gracia y la fealdad, entre la agilidad y la fuerza, entre la brutalidad y la inteligencia, la lucha entre el Portador y el caudillo fue el enfrentamiento entre el Bien y el Mal, entre la Luz y la Sombra, entre el Futuro y el Pasado.</p>
<p>Bajac, que había reconocido la espada que le derrotara en manos de la princesa en un duelo a primera sangre, comprendió en seguida que le iba la vida en aquel combate. No bravuconeaba, como era habitual en él, sino que se concentraba en el arte de la esgrima, parando y atacando, avanzando y retrocediendo, en una danza mortal.</p>
<p>El arpón y el sable de abordaje eran armas pesadas y, a su lado, la herramienta de Paz parecía frágil, quebradiza, como una pluma de ave que quisiera hacer fíenle al viento tramontano.</p>
<p>Pero la espada del rey Nolás, que Roger había templado de nuevo en la Mar Grande, tenía Poder, y el soldado de fortuna había de hacer realidad las profecías que hablaban de él. El Pasado golpeaba con la fuerza de la experiencia; conocía todos los trucos, todas las trampas de la esgrima y de la vida. El Futuro, en cambio, luchaba con la fe, con la ilusión y se guiaba sólo por su instinto novel, por su natural bondad.</p>
<p>Poco a poco, Garidaina, Guiós y yo por un lado, y los agermanados y los monjes por el otro, dejamos de acometer a soldados y corsarios que nos atacaban o que se defendían del ataque de los del monasterio, y permanecimos quietos. Todos juntos formamos un círculo amplio que ocupaba la parte mayor de la meseta que rodeaba al Monasterio del Cerro.</p>
<p>También el cielo quería ver el combate singular entre el Portador y el caudillo de los corsarios; las últimas hilachas de las nubes que lo ocultaban acabaron por desaparecer, y la luz dorada del sol poniente envolvió a luchadores y espectadores.</p>
<p>La fuerza de Bajac resistía al poder del Portador. El corsario sudaba, un hilillo de saliva chorreaba de sus labios, y los músculos del brazo que sostenía el alfanje se tensaban como cabestreras de un arte de pescadores a cada acometida, a cada parada. Roger, por el contrario, danzaba los pasos de esgrima con la agilidad de un corzo; tenía el rostro resplandeciente y una oscura determinación le achicaba las pupilas cada vez que la herramienta de Paz detenía la acometida del alfanje o el golpe del arpón.</p>
<p>Era la hora suprema, y todos lo sabían. Guiós y yo, heridos por el corsario, apenas sentíamos las punzadas dolorosas de los golpes, la debilidad de la pérdida de sangre: creíamos ciegamente en el Destino, y el Destino había sido anunciado por profecías seguras: «Vendrá un soldado de Adiá, joven y fuerte, que liberará el reino, deshará a las hermandades y encontrará el Estandarte de las Tres Naranjas. Con su venida, volverá la Paz a Montcarrá, porque él traerá el Valor perdido, y reinará en adelante la Prosperidad.»</p>
<p>Mientras, Flocart había vuelto en sí, en brazos de la princesa, y asistía también al combate, con ojos fugitivos y ausentes, con la boca entreabierta y una actitud de dejadez. Los ojos de la Matadora del Dragón y, sobre todo, la Estrella que lucía en su frente, resplandecían de amor y de orgullo cada vez que el Portador atacaba, y una sombra de miedo los velaba si el alfanje del caudillo rozaba la ropa de Roger en una acometida.</p>
<p>Fui el primero en oír el rumor de flautas, en ver que el sol poniente se velaba. Lo confundí con el zumbido de mi herida en la frente, con los latidos de mi corazón y con el choque de las armas. Pero cuando la Voz se acercó a mi oreja con aquella insistencia monótona y adormecedora de la voluntad, comprendí que el Enemigo había vuelto.</p>
<p>Flocart también había oído la epifanía de la Voz. Un velo de locura cubría sus ojos, y un temblor, apenas imperceptible a primera vista, agitaba el cuerpo del soberano.</p>
<p>—¡Flocart! —oí—. La herramienta de Paz es tuya, de tu linaje, te pertenece... El Forastero, el Traidor, te ha arrebatado a tu hija, te ha robado la espada y ahora se apropiará de tu reino... ¡Flocart! La herramienta de Paz es tuya, tu hija es tuya, tu reino es tuyo... ¡Escúchame, rey! Cógele la espada, mátalo, y recuperarás a tu hija y a tu reino...</p>
<p>Miré a mi alrededor, pero nadie parecía haber oído nada, a no ser el rey.</p>
<p>—¡No dudes, Flocart! ¡Tú eres del linaje del Conquistador, del linaje de Nolás, tú eres el rey, Flocart! Coge lo que es tuyo, defiende lo que es tuyo, y serás grande, serás fuerte, serás el digno sucesor de tus antepasados!</p>
<p>Flocart se había incorporado y se oprimía la cabeza con las manos, los ojos parecían salírsele de las órbitas y su cabello se erizó. Erguido, con los ropajes reales agitados por el viento, tenía la majestad de la tiniebla, el gesto de la fatalidad, la actitud de la demencia. Garidaina comprendió el gesto de su padre e intentó evitarlo, pero el rey la empujó, y la Matadora del Dragón, Estrella de Oro, la compañera del Portador, cayó al suelo como una frágil doncella.</p>
<p>El rey se interpuso entre los dos combatientes, con los brazos tendidos, el rostro congestionado, los ojos echando chispas, sin reparar en las armas que hendían el aire a su alrededor, cegado por el orgullo y ensordecido por el hechizo de la Voz.</p>
<p>Y entonces se cumplió otra de las profecías de la mujer-pez de la Mar Grande: «Matarás a tu padre, y no será tu padre, Roger. Y harás llorar amargas lágrimas a quien más te ame...»</p>
<p>Porque la herramienta de Paz, en un gesto de respuesta al arponazo de Bajac, acertó con el cuerpo del caudillo y penetró en el pecho del pobre rey demente, después de herir de muerte al corsario. El grito de Garidaina al ver a su padre muerto precedió al trueno lejano que rodó desde las alturas, conmovió el Cerro y la isla toda y anunció el Fin del Tiempo Antiguo.</p>
<p>El sol se puso entonces, y un frío ominoso recorrió las filas de agermanados, monjes, soldados y corsarios. Un resplandor rojizo brotó en los Llanos, de parte de levante, hacia la muy noble ciudad de Montcarrá. Y mientras el rey caía al suelo con la herramienta de Paz clavada en el pecho, chorreando sangre, desde el altiplano del cerro vimos envuelta en aquel rojo pavoroso la destrucción de las murallas, de las torres, del palacio... Con Flocart morían la ciudad, el reino, la época antigua.</p>
<p>Garidaina se había lanzado sobre el cadáver de Flocart y lloraba lágrimas amargas, indiferente a la destrucción de Montcarrá, a la oscuridad que los envolvía, al gesto de estupor de Roger, al paso de la Leyenda, al cumplimiento del Destino que había entretejido nuestras vidas...</p>
<p>Y entonces, sobre nosotros, procedentes de ningún lugar y de todas partes, oímos la Voz por última vez:</p>
<p>—¡Soldados! ¡Corsarios! ¡Atacad! ¡Destruid al Traidor, al asesino de Flocart!</p>
<p>Y el Jinete Negro, envuelto en una bruma que brotaba de sus ropas y de la tierra que pisaba, encabezó el último ataque contra nosotros.</p>
<p>El Portador no osaba desclavar la herramienta de Paz del pecho de Flocart; Garidaina permanecía indiferente a los enemigos; Guiós y yo estábamos heridos; los agermanados, capitaneados por Aunit y los monjes, dirigidos por Gosost, eran pocos y estaban fatigados, aterrorizados por la destrucción de la ciudad, fascinados por el poder de la Voz que habían oído por primera vez.</p>
<p>Habríamos muerto allí mismo, destrozados por las saetas, los sables, las picas, los arpones, las espadas, las mazas y los puñales de los enemigos azuzados por el Jinete Negro si, por el camino que subía a la meseta, como un ejército de pesadilla, dirigidos por Poncet, que había desplegado el Estandarte de las Tres Naranjas y lo hacía ondear al viento de la isla, contra la oscuridad y el mal, no hubieran aparecido nuestros aliados y amigos, los Grandes del Abismo.</p>
<p>Abulló dirigía el ataque, empuñando un cuchillo de obsidiana que segaba cabezas de soldados y corsarios como la hoz del campesino siega espigas de trigo maduro. También el Destino de los Grandes del Abismo se había cumplido: ayudaban a sus amigos, pero perdían el reino, porque la destrucción de Montcarrá había significado la desaparición del Mundo de las Profundidades.</p>
<p>Fue un combate corto, como el choque de una ola contra los escollos de Súmir, como el paso del día a la noche que acabábamos de ver.</p>
<p>Garidaina, arrodillada al lado del cadáver de Flocart, que llevaba aún la herramienta de Paz clavada en el pecho, sin que Roger se viera con ánimo de recuperarla, fue rodeada por soldados y corsarios por orden del Jinete Negro... El Enemigo, que ya había sido derrotado por el Poder de Estrella de Oro, se acercaba a la princesa, y su sombra lóbrega crecía con el rumor de las flautas que le acompañaban. Guiós y yo, al ver la maniobra, sentimos crecer nuestro ánimo y, pese a las heridas, atacamos al grueso de la partida: la sangre que brotaba de nuestras heridas se mezclaba con la sangre que provocaban nuestras armas; el dolor y la debilidad habían desaparecido de nosotros y dejaban paso a un empuje ciego, a la desesperación de aquel que nota que la nave se hunde precisamente cuando ha visto ya el puerto de salvación.</p>
<p>La tiniebla del Enemigo había ocultado ya la luz dorada de Estrella de Oro, cuando una voz se impuso sobre el choque de las armas y el gemido de los heridos.</p>
<p>—¡Detente, Maligno!</p>
<p>Y aquella voz, que yo ya conocía, era como el sonido de un laúd mágico, y al mismo tiempo, como un trueno lejano, como el agua dulce de una lluvia otoñal y como el soplo de tramontana en las costas de Brótil. Acariciaba con mano de abuela y cortaba como la espada de un guerrero: era la voz del Hombre Sabio.</p>
<p>El Hombre Sabio, eterno como el tiempo y desvalido como un recién nacido, hendía la multitud de los combatientes que se abría al paso del anciano como las partículas de aire al paso de un rayo de luz.</p>
<p>Y la sombra maléfica del Jinete Negro se retiró de junto a Garidaina y el cadáver de Flocart.</p>
<p>Y la herramienta de Paz, empuñada por una mano invisible, salió de la herida, limpia de sangre; con la leyenda brillando como la estela de un cometa, cruzó el aire y se hundió en el yelmo negro que cubría la cabeza del Enemigo.</p>
<p>Y el yelmo cayó hecho añicos, y apareció el rostro de Ferruç, canciller del reino, hermano del rey, señor de la Puebla de Gregal, conocido por el Misterioso Viajero, con gestionado por la mueca de la muerte.</p>
<p>Y la muerte del Enemigo fue el fin de la guerra del Estandarte, el último acto del Hombre Sabio del Cerro del Gigante, que cayó de pronto al suelo, fulminado por el esfuerzo, y fue también el final de nuestra aventura en la Isla de las Tres Naranjas.</p>
<p></p>
<title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em">
<p>EPÍLOGO</p>
</h3>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: left; text-indent:0em; font-style:italic">Del testamento del Hombre Sabio del Cerro del Gigante, de la construcción de Ciutatnova; de la realización de la última profecía de la mujer-pez, y de una despedida que es inicio de nuevas aventuras.</p>
<p></p>
<p>El elixir de los monjes, los cuales, presididos por Tólit, el prior del Monasterio de la Sierra de Tramuntana, habían llegado al cerro al saber las noticias del final de la guerra del Estandarte, expulsó las fiebres, alivió el dolor y cerró las heridas que Guiós y yo habíamos recibido de manos de Bajac.</p>
<p>Por eso, el monje montañés y yo, rehechos ya, pudimos asistir al juicio de los corsarios supervivientes y a la magnanimidad del Portador de la herramienta de Paz y de Estrella de Oro.</p>
<p>—Seréis conducidos por Abulló y sus Grandes del Abismo a Riumar, reembarcaréis en vuestros navíos y volveréis a la Mar Grande, sin armas y con el juramento de no volver jamás a la Isla de las Tres Naranjas... Mucho mal habéis causado a los habitantes de esta tierra y queremos devolvéroslo en bien: os perdonamos la vida, pero ¡ay de vosotros y de la gente de vuestra ralea si volvéis alguna vez a pisar el suelo de Montcarrá!</p>
<p>—¡Que lo que dice Garidaina, princesa del reino, llamada Estrella de Oro, no lo desdiga ningún hombre de Montcarrá! ¡Así ha sido dicho, y así será! —añadieron Tólit, Gosost, Aunit y Jacó.</p>
<p>—¡Y que la herramienta de Paz os castigue si incumplís el juramento! —concluyó Roger.</p>
<p>Y los Grandes del Abismo, diezmados por la batalla del Cerro del Gigante y con la tristeza profunda que sentían por la realización de su Destino y la pérdida de su reino, se despidieron de sus aliados y amigos, recibieron el abrazo fraterno de Estrella de Oro, de Roger, de Poncet y mío, y la gratitud de las hermandades y de los monjes, y partieron hacia los Llanos, escoltando a la tropa de corsarios vencidos.</p>
<p>Desde el altiplano del Cerro del Gigante vimos alejarse a nuestros amigos, velados por la calígine, como un sueño del pasado impreciso e irreal. Y sentí que se me hacía un nudo en la garganta y que fluían lágrimas por mis mejillas, y decidí dedicar una composición que hiciera conocer a la gente de buena voluntad del Mundo Conocido la belleza y la bondad de aquellos seres extraños, el Destino cruel de aquellos Grandes del Abismo que habitaban las profundidades de la Isla de las Tres Naranjas, como una prenda de la antigüedad, condenados a desaparecer por la llegada de la nueva época.</p>
<p>Aquella tarde, en el comedor del monasterio, presididos por Roger y Garidaina, después de una comida frugal y con regusto de tristeza, los capitanes de las hermandades y la compañía del Portador, como nos llamaban a Guiós, a Poncet y a mí, conocimos por boca de Gosost el testamento del Hombre Sabio del Cerro del Gigante. Estaba escrito en pergamino y anunciaba, antes de que se produjeran, su muerte, la destrucción de la muy celebrada ciudad de Montcarrá y la desaparición del pobre rey Flocart.</p>
<p>A medida que iba leyendo, la voz del prior se transformaba y un halo de beatitud nos envolvía, nos vaciaba de todo rencor, limpiaba nuestros corazones y volvía a hacernos sentir niños, como si quien leía fuera el Hombre Sabio, como si la voz de Gosost se convirtiera en el sonido de un laúd mágico y, al mismo tiempo, en un trueno lejano, el agua dulce de una lluvia de otoño, y como el soplo de tramontana en las costas de Brótil: acariciaba con mano de abuela y cortaba como la espada de un guerrero.</p>
<p>—El Tiempo de Oscuridad se acaba, y se acaba mi vida, dedicada por entero al bien de Montcarrá. La Serpiente ha nacido del linaje del Conquistador, brote del tronco de Nolás. La Serpiente tiene el Poder del Mar, la Magia del Odio y la Fuerza de la Ambición. Sólo la herramienta de Paz puede decapitarla, vencer sus trampas y hacer brotar la Luz de una nueva época. Y cuando la herramienta de Paz haya derrotado al veneno de la Serpiente, una Estrella de Oro reinará en la isla, volverán los dones del Estandarte, y el Portador será rey. Construirá una ciudad nueva, más altiva y hermosa que Montcarrá, en la Bahía de Poniente. Y Ciutatnova será el centro de la Paz, el Valor y la Prosperidad, el vértice que unirá Tierra Firme y la Isla de las Tres Naranjas, el heraldo en todo el Mundo Conocido del Tiempo Nuevo...</p>
<p>Permanecimos mucho tiempo en silencio, sin atrevernos a alzar la cabeza, a mover un dedo, a silabear una palabra. Las frases proféticas del Hombre Sabio nos habían aclarado las zonas oscuras de la aventura que acabábamos de vivir y, sobre todo, habían iluminado el camino que habíamos de seguir para completarla.</p>
<p>Roger fue el primero en tomar la palabra:</p>
<p>—Mañana temprano, Poncet y Guiamón, amigos fieles, conducidos por Guiós, iréis a la Bahía de Poniente en busca de un lugar adecuado para alzar Ciutatnova, según los designios del Hombre Sabio... Aunit, Jacó y los otros capitanes de las hermandades saldrán hacia los Llanos y reunirán a los montcarranenses dispersos y los conducirán a poniente... Ellos serán los constructores de la ciudad nueva. Éste es el castigo que Garidaina y yo les imponemos por su soberbia...</p>
<p>—Y una vez erigida Ciutatnova —añadió Garidaina—, nos reuniremos para coronar al Portador como rey de la isla.</p>
<p>—¡Que lo que dice Garidaina, princesa del reino, llamada Estrella de Oro, no lo contradiga ningún habitante de Montcarrá! ¡Ha sido dicho, y así será! —concluyó Tólit con una sonrisa.</p>
<p>Y así fue como al día siguiente, al rayar el alba, el monje, el criado y yo, conocidos por la compañía del Portador, iniciamos el último viaje por la isla.</p>
<p>Cabalgábamos sendas yeguas del ejército derrotado, y no habíamos olvidado las armas: garrote y espada para Guiós, cuchillo y sable para Poncet y una maza de dos arrobas para mí. Nos escoltaban cinco monjes del Monasterio de Rogets, antiguos compañeros del montañés, caballeros en muías y armados de picas, con el encargo de Tólit de velar por nuestra seguridad y de hacernos cómodo el viaje.</p>
<p>Los caminos de la isla volvían a ser placenteros; las puertas de los mesones estaban abiertas de par en par, y los labriegos se afanaban en los campos con canciones en los labios y paz en el corazón, enterados del final de la guerra del Estandarte, de la derrota de los corsarios y de la muerte del Enemigo, cumplidas así las profecías del Hombre Sabio del Cerro del Gigante.</p>
<p>El mesonero de La Encrucijada de Oro, primera parada obligada en nuestro camino, nos recibió con los brazos abiertos, se negó a cobrarnos la comida y nos ofreció un banquete digno de los héroes de la antigüedad en que nos habíamos convertido.</p>
<p>Los embutidos, los quesos y las confituras no cabían en la mesa que nos habían preparado. Aparte las conservas y los pastelillos, nos ofreció tabaco de pipa y licor para quitarnos el frío de la madrugada.</p>
<p>El hostal se llenaba de labriegos de las cercanías y de mercaderes que volvían a vender por los mercados y las plazas de las villas del reino. Las miradas de los huéspedes y de los criados apenas se apartaban de nuestra mesa y, de vez en cuando, oímos nuestros nombres en boca de aquella buena gente.</p>
<p>Una vez rematado el almuerzo, el hostelero me pidió que recitara alguna de mis composiciones. No supe negarme y, solicitando un laúd y silencio, rodeado por mis compañeros y los campesinos y mercaderes que llenaban el mesón, recité en honor de Poncet De<i> la llegada de Poncet, ondeando el Estandarte de las Tres Naranjas, al Cerro del Gigante, acompañado por los Grandes del Abismo.</i></p>
<p>La modestia me obliga a silenciar los aplausos que culminaron el recital. El sol apuntaba mediodía cuando, hartos y satisfechos, salimos de La Encrucijada de Oro y emprendimos el camino de poniente, en busca de un lugar donde construir Ciutatnova.</p>
<p>—Dime, Guiós: ¿has estado alguna vez en esta región? —preguntó Poncet al montañés.</p>
<p>—Una vez, de niño... Es una zona desierta, dicen que habitada por fantasmas...</p>
<p>—¿Fantasmas? —dije, un poco atemorizado—. ¿Qué tipo de fantasmas?</p>
<p>—No lo sé. Los isleños no solemos venir por aquí... No nos gustan los habitantes sobrenaturales...</p>
<p>—¿Acaso tienes miedo, Guiamón? —alardeó Poncet—. No temas nada: viajas conmigo. Y ya sabes que hice frente a la Bestia Maligna, que soy amigo de los Grandes del Abismo y que ni el Misterioso Viajero, el Jinete Negro, el canciller Ferruç o como diablos haya que llamarle, pudo nada contra mí. Yo te defenderé de los fantasmas...</p>
<p>Más allá del hostal, hacia poniente, el camino se convertía en una senda de pastores y escaseaban los cultivos. Sólo de tiempo en tiempo, entre encinares y matojos, surgían la silueta de una casa y el claro de un menguado bancal. Por aquel lado de la isla no había viajeros, ni labriegos, ni hostales. Sólo topamos con un pastor de ovejas tocando la flauta, sobre una pared seca que bordeaba el camino, y que nos miró sorprendió y, al vernos armados, huyó a la carrera hacia el redil donde estaba su rebaño.</p>
<p>El sol iba ya hacia su puesta, las monturas estaban cansadas y aún no habíamos dado con la Bahía de Poniente, ni con un lugar adecuado para alzar una ciudad. Así es que Guiós, que dirigía la expedición, nos ordenó alto y dijo:</p>
<p>—Pasaremos la noche aquí, y mañana, si el tiempo nos es propicio, buscaremos la bahía y el emplazamiento de Ciutatnova.</p>
<p>Descabalgamos y empezamos los preparativos para la cena y para pasar una noche al raso. El montañés había elegido un bosquecillo de pinos enanos con un arroyuelo que lo cruzaba, alfombrado de pinaza y de matas de lentisco y brezos. Los monjes reunieron ramas secas, hicieron una hoguera, y Poncet nos preparó una sopa caliente con los víveres que traía del monasterio.</p>
<p>Después de cenar, mientras fumábamos una pipa y bebíamos té adobado con jazmín, Guiós distribuyó las guardias entre nuestros acompañantes y nosotros mismos. Hacía una noche serena, lucían las estrellas en la bóveda del cielo, y la luna iluminaba el bosquecillo como si fuera pleno día.</p>
<p>Me tocó el turno de madrugada, me envolví en la manta y me quedé dormido con sólo tocar los arreos que me servían de almohada.</p>
<p>Tuve un sueño extraño: la voz del Hombre Sabio del Cerro me hablaba en voz muy baja, a la oreja, y me explicaba cómo había de ser Ciutatnova. Y sus palabras coloreaban el sueño, y cuando la voz decía «palacio», surgía un palacio, y cuando la voz decía «puerto», aparecían el espigón de un puerto y la arboladura de las naves, y cuando hablaba de calles, plazas, fuentes y jardines, se pintaban jardines, fuentes, plazas y calles en mi sueño.</p>
<p>Torri, el monje que hacía el turno anterior al mío, me despertó justo cuando la voz había acabado de construir Ciutatnova entera. Mientras me alzaba, maldecía la dureza del monje al despertarme. El frescor del alba me congeló las orejas y me hizo castañetear los dientes.</p>
<p>Bebí un trago de té, cargué la pipa con el tabaco que me había regalado el mesonero de La Encrucijada de Oro y aticé el fuego. Mis compañeros dormían sin pesadillas, los animales estaban tranquilos, y se anunciaba el nuevo día sin mal agüero. Me envolví en la manta para vencer el viento salino y me dediqué a componer nuevos versos para la composición que titularía<i> Estrella de Oro vence al Maligno.</i></p>
<p>Y entonces oí la voz. Era la misma del sueño, la que había oído en el palomar del monasterio cuando conocimos al Hombre Sabio, y luego en el campo de batalla, cuando derrotó al Jinete Negro, y al fin en la biblioteca, cuando Gosost leía el testamento del Hombre Sabio. No tenía miedo, al contrario: la voz me hablaba suavemente y me colmaba de una alegría dulce, como si fuese un niño y me contara el primer cuento que oí en mi vida.</p>
<p>—Guiamón, poeta... Tú, que eres limpio de corazón, verás la ciudad... Ven. Sígueme... ¡Mira!</p>
<p>Me levanté, aparté la manta y seguí la voz que venía de más allá del bosquecillo, hacia poniente.</p>
<p>—¡No temas, Guiamón!</p>
<p>Y no temía nada, como si el Hombre Sabio me protegiera contra el mundo exterior.</p>
<p>Salí del bosquecillo. Estaba en la cima de una colina, bordeada de torrentes, cubierta de matas de lentisco y moteada de pinos y de encinas.</p>
<p>A mis pies, entre un llano formado de marismas y una cadena de lomas, formando un arco perfecto, la Mar Grande lamía las orillas de una bahía enorme, y reflejaba la primera claridad del alba que teñía el cielo de rosa como el nácar de una concha.</p>
<p>Y la voz me descubrió calles, palacios, plazas, jardines, fuentes y casas, y la aurora los fue dibujando en el arco de la bahía, sin olvidar los tejados, las chimeneas, el enlosado, los rótulos de los hostales, el chorro de las fuentes, la sombra de los plátanos, el perfil de las murallas, las almenas del castillo e, incluso, en el asta de la torre de homenaje, la luz rosada del alba pintó, ondeando altivo, el Estandarte de las Tres Naranjas.</p>
<p>La luz del sol fue desdibujando el sueño e hizo volver las marismas y las lomas, los árboles y las rocas, la espuma y las playas... Entonces corrí, volví al campamento, desperté a Poncet, a Guiós y a los cinco monjes de nuestra escolta y los arrastré hasta el lindero del bosque, a la cima del cerro, para mostrarles la Bahía de Poniente, y el lugar donde habíamos de construir Ciutatnova.</p>
<p>Y llegaron las gentes de Montcarrá con ingenios de construcción, y comenzaron por desbrozar el llano y la bahía, mientras los picapedreros abrían canteras y extraían sillares y losas, y los maestros de obras hacían dibujos y construían tejares, y los carpinteros talaban, desbastaban, hacían tablones y preparaban bastidores, marcos, cabritos, vigas, puertas, postigos y ventanas.</p>
<p>Tres meses duró la faena, tres meses hasta que se realizó mi sueño, y cuando las murallas cercaron calles y plazas, casas y jardines, palacios y fuentes, cuando en la loma se alzó el castillo y ondeó el Estandarte de las Tres Naranjas en la torre de homenaje, llegaron Roger y Garidaina, él ciñendo la herramienta de Paz y ella envolviéndolo en la luz dorada de la Estrella de su frente. Seguían monjes y agermanados, labriegos y menestrales, mesoneros y mercaderes, procesión de isleños que querían asistir a las fiestas de la coronación de Roger, Portador de la herramienta de Paz, compañero de Garidaina, Matadora del Dragón.</p>
<p>Guiós, Poncet y yo esperábamos a nuestros amigos y señores a la entrada de Ciutatnova, y todos los montcarranenses, que habían redimido su culpa con la construcción de la ciudad, se arracimaban por los caminos próximos a la Puerta del Cerro y gritaban vivas a los héroes de leyenda.</p>
<p>Si tres meses había durado la construcción de Ciutatnova, tres días y tres noches duró la fiesta de bienvenida al soldado de fortuna y a la descendiente del linaje del conquistador y del rey Nolás. Tres días de banquetes, con todos los manjares de la isla; tres noches de baile, al son de las chirimías, de los caramillos, de las violas, de las zanfoñas; tres días y tres noches de vivir por las calles, con el laúd bajo el brazo, recitando mis composiciones a ciudadanos y foráneos, a los labriegos, a los monjes, a los menestrales y a los mercaderes...</p>
<p>Y al cuarto día, en la plaza del palacio, una multitud esperaba la salida de Roger y Garidaina. En primera fila, Guiós, Poncet y yo, y los priores Tólit y Gosost, y los capitanes de las hermandades, presididos por Aunit y Jacó.</p>
<p>Cuando el Portador de la herramienta de Paz y Estrella de Oro salieron del palacio, se hizo el silencio. Roger vestía sus ropas de soldado y llevaba en las manos, desnuda, la herramienta de Paz. Garidaina llevaba puesta la túnica verde que le había regalado Abulló, señor de los Grandes del Abismo, y la Estrella de su frente era un resplandor de oro.</p>
<p>Y entonces Tólit, decano de los monjes de la isla, avanzó dos pasos y se situó ante Roger. Llevaba en sus manos el collar de Nolás, que habíamos encontrado en el cofre que flotaba en el fimo del cubil de la Bestia, y que los Grandes habían forjado de nuevo. Era el símbolo de autoridad, y quien lo llevara sería rey de Montcarrá. El prior alzó el collar y lo pasó por la cabeza del Portador.</p>
<p>—Este collar te pertenece, Roger de Adiá, Portador de la herramienta de Paz. Eres el rey que Estrella de Oro y su pueblo han elegido, y tus hijos serán reyes como tú mismo.</p>
<p>Y he aquí que se cumplió la última profecía de la mujer-pez de la Mar Grande. Porque Roger hizo una reverencia, se quitó el collar del cuello, lo devolvió a Tólit y dijo:</p>
<p>—No seré rey por voluntad mía y porque las profecías así lo anunciaron. Conservad este collar como símbolo del poder del pueblo. A partir de este momento, Estrella de Oro y yo hemos decidido que la Isla de las Tres Naranjas sea regida por un consejo formado por los alcaldes de las villas, por los capitanes de las hermandades y por los priores de los monasterios. Que ellos hagan las leyes y las hagan cumplir, y que cada cuatro años el pueblo, libremente, elija a sus gobernantes. La época de los reyes ha pasado, y no precisáis monarcas, sino hombres y mujeres como vosotros que tengan vuestra confianza y defiendan vuestro derecho a vivir libres y felices...</p>
<p>—«Serás rey y no lo serás, Roger»... —murmuró Poncet a mi lado—. Ahora ya podemos decir que todas las profecías se han cumplido y se inicia una nueva época.</p>
<p>Al día siguiente, cuando la ciudad recobraba su ritmo y los forasteros aparejaban los carros y las caballerías para volver a sus villas nativas, a sus alquerías y a sus tareas cotidianas, mientras Guiós, Poncet y yo curioseábamos ociosos por el mercado, vimos sorprendidos en medio de la bahía una vela que se aproximaba lentamente, con majestad, inflada por un ábrego suave hacia el espigón del puerto que los de Montcarrá habían construido según mi sueño.</p>
<p>La noticia de la llegada del barco corrió por calles, plazas, mercados y tabernas, y cuando la nave lanzó el ancla, una multitud desconfiada, sorprendida e impaciente, se había congregado ya en el puerto, a la espera de noticias.</p>
<p>El barco, de nombre<i> Picut,</i> había salido de Brótil, de la Tierra Firme, hacía tres días, en busca de la Isla de las Tres Naranjas. El capitán del barco, pavoroso, como todos los navegantes de la Mar Grande, tenía una pierna de marfil, barba de plata, hablaba con voz de galerna y se llamaba Acab.</p>
<p>Una vez en tierra, Acab preguntó a los temerosos ciudadanos por un soldado de fortuna llamado Roger de Adiá, que había llegado a la isla a bordo de un barco llamado<i> Falaguer.</i></p>
<p>Los isleños, sorprendidos por la llegada de un barco a sus costas, tras tantos años de vivir aislados del Mundo Conocido, y sorprendidos también por la pregunta de Acab, escoltaron al viejo capitán hasta la entrada de palacio, donde esperaban ya Roger y Garidaina.</p>
<p>Los ciudadanos formaban dos columnas que rodeaban al marinero, sin atreverse a acercársele demasiado. El capitán, pese a la pata de marfil, caminaba ligero, contoneándose como hombre de mar que era, y con una actitud altiva como si fuera mensajero de reyes.</p>
<p>Sus ojos echaban chispas como si estuvieran capeando un temporal, y su comportamiento denotaba la urgencia de los hechos que le impulsaban. Al ver que Roger permanecía quieto, esperándolo, se detuvo en seco y dijo:</p>
<p>—¿Sois Roger de Adiá, soldado de fortuna?</p>
<p>—Sí, yo soy —respondió el Portador de la herramienta de Paz.</p>
<p>—Os traigo un mensaje del alcalde de Adiá, que ha fletado el<i> Picut</i> para que vengamos a buscaros.</p>
<p>Carraspeó, miró a derecha e izquierda, y con voz imponente empezó a recitar:</p>
<p>—«A Roger de Adiá, del honorable Tafall, baile de la Bailía de Adiá. Salud, Roger. Según me comunica Callós de Malveure, hace meses partisteis a bordo de un barco llamado<i> Falaguer,</i> con dirección a la Isla de las Tres Naranjas, en medio de la Mar Grande, en misión contratada por el Rey Flocart de Montcarrá. Os requiero, Roger, para que volváis con urgencia, pues la guerra conmueve Tierra Firme, y precisamos de vuestro brío y vuestra espada para luchar al servicio de este país. El capitán Acab, portador de mi mensaje, se encargará de transportaros a vos y a vuestra compañía hasta el puerto de Brótil. ¡Vuestro país os necesita! ¡No tardéis, Roger!»</p>
<p>Acab hizo una pausa y luego, ya con voz normal, dijo:</p>
<p>—¡Los vientos son favorables y quisiera zarpar hacia Tierra Firme mañana con el alba, después de cargar agua y provisiones!</p>
<p>Si la fuerza del sol, el ingenio del agua y la sonoridad del viento han ayudado a este pobre trovador a explicar a la humanidad entera la historia de la Isla de las Tres Naranjas, y si los nobles lectores, presentes y futuros, han sabido perdonar la flaqueza de una memoria debilitada por los años y cegada por el amor, sólo pido a la compañera Muerte que me dé unos años más para poderos contar, con aliento épico, lo que fue de Roger, Portador de la herramienta de Paz, de Garidaina, Matadora del Dragón, llamada Estrella de Oro, y de su compañía, formada por un monje, un criado y un pobre poeta, cumpliendo un Destino de leyenda, en Tierra Firme, en lo que he de llamar<i> El anillo de hierro,</i> y que se inicia con la despedida de las gentes de Montcarrá, a quien les había devuelto el Estandarte y sus dones perdidos: la Paz, el Valor y la Prosperidad. Así sea.</p>
<p></p>
<p style="font-size:90%; text-align: right; text-indent:0em; font-style:italic">Barcelona, Ger de Cerdanya, Port de Manacor, 1978-1982.</p>
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