Jasper Fforde
Perdida
en un
buen libro
Una nueva aventura de Thursday Next
Presentación
Como era de prever, el éxito de EL CASO JANE EYRE acabó obligando a su autora seguir con las aventuras de la peculiar detective literaria Thursday Next.
Tras recuperar la integridad de Jane Eyre y vencer al malvado Acheron Hades, los problemas siguen acosando a la detective literaria Thursday Next. Por una parte, los cambios en el argumento de Jane Eyre hacen que una nueva y compleja entidad, Jurisficción, la persiga por haber alterado un clásico. Aunque parezca que se ha jubilado, el tío Mycroft sigue con sus peregrinas ideas e inventos, llegando incluso a poner en peligro a la humanidad (como siempre...). Thursday ha encontrado el valor necesario para casarse, pero su flamante marido, Landen ha sido «retrosustraído» por la omnipresente Corporación Goliath y ha desaparecido de la vida de todos, excepto de los recuerdos de la misma Thursday. Y, evidentemente, ella sigue perdiéndose en todo tipo de libros, desde El proceso de Frank Kafka, a Sentido y sensibilidad de Jane Austen, pasando por Grandes esperanzas de Charles Dickens... Y eso sin olvidar el papel crucial de «El cuervo» de Edgar Allan Poe, donde Thursday dejó encerrado al agente Schitt de la todopoderosa Corporación Goliath.
De nuevo, y para gran satisfacción de los lectores, la aventura más loca y surrealista está servida. Como siempre en Jasper Fforde, «las barreras entre la realidad y la ficción son más porosas de lo que creemos», y así se descubre cuando Thursday Next encuentra el insondable «Pozo de las Tramas Perdidas» (que, por cierto, dará título al siguiente volumen de la serie...).
La serie de Thursday Next, detective literaria, iniciada con EL CASO JANE EYRE, es una gran fiesta literaria, sumamente inteligente y poblada de todo tipo de irreverencias.
Jasper Fforde es autor de una narrativa sumamente culta e inteligente al tiempo que muy divertida. Sus novelas están repletas de juegos de palabras, referencias literarias y una trama compleja pero siempre muy bien construida y realizada. Se ha comparado su obra con la de los Monty Python por la mezcla de comedia popular con la más alta erudición. Por el momento, sus dos series de novelas han alcanzado gran éxito popular convirtiéndose casi de inmediato en libros de culto. Su página web (www.jasperfforde.com) incluye todo tipo de noticias, un foro de discusión con los lectores, finales alternativos de sus novelas y todo tipo de «complementos» de las mismas, y se ha convertido en uno de los más activos y adictivos foros de los amantes de la literatura en Internet.
La primera de esas series es la protagonizada por Thursday Next. Hasta ahora se han publicado cuatro novelas en la serie: EL CASO JANE EYRE (2001, NOVA número 199), PERDIDA EN UN BUEN LIBRO (2002, NOVA número 204), THE WELL OF LOST PLOTS (2003, prevista en NOVA) y SOMETHING ROTTEN (2004, prevista en NOVA). Después de un cierto descanso, la serie continuará en 2007 con el quinto volumen FIRST AMONGST SEQUELS.
En el mundo de Thursday Next, la literatura es casi como una religión. Se ha creado una brigada especial que se ocupa de asuntos tan esenciales como perseguir los plagios, descubrir al verdadero autor de las obras de Shakespeare o detener a los vendedores de falsos manuscritos. Pero para ser detective literaria, el hecho de tener a un padre cronopolicía y aun tío capaz de las más locas invenciones no siempre constituye una ayuda.
EL CASO JANE EYRE, la primera novela de Jasper Fforde, iniciaba en 2001 una serie, la de Thursday Next, detective literaria, hoy ya de culto entre sus millones de seguidores en todo el mundo. Una divertida e inesperada sorpresa al alcance de los verdaderos amantes de la literatura entendida como una actividad jubilosa y, en este caso, altamente satisfactoria.
El éxito fue inmediato. Millones de lectores de todo el mundo se han reencontrado con sus mejores expectativas lectoras gracias a las novelas de Thursday Next. Y así lo testimonia también la reacción de la crítica también sorprendida (no podía ocurrir de otra manera...) con la frescura y la inteligencia que rezuma la novelística de Fforde.
Algunas muestras pueden servir para ilustrar las reacciones que ha producido la serie iniciada con EL CASO JANE EYRE;
«Una novela que se lee como un obra de Julio Verne escrita por Lewis Carroll... Olvide todas las reglas del tiempo, del espacio y de la realidad: tan sólo siéntese cómodamente para disfrutar de la aventura.»
Sunday Telegraph
«Lo que Fforde logra es una variación del gambito clásico de los Monty Python: la incongruente yuxtaposición de la comedia más elemental con la más alta erudición. [...] EL CASO JANE EYRE es un libro absurdo para gente inteligente: postmodernismo desarrollado como una farsa cruda y clamorosa.»
The Independent
«Deliciosamente inteligente... Repleta de agudos juegos de palabras, alusiones literarias e ingenio bibliográfico, EL CASO JANE EYRE combina elementos de Monty Python, Harry Potter, Stephen Hawking y Buffy la cazavampiros. Pero su peculiar encanto es todo mérito propio.»
The Wall Street Journal
«El lector se siente catapultado dentro y fuera de lo real y de lo imaginado, en una caza febril, divertida e ingeniosamente construida que finaliza atando todos los cabos sueltos de la manera más satisfactoria y brillantemente novelística.»
The Times
Puede parecer exagerado, pero les aseguro que no lo es. Con la seguridad de que incluso tras tres lecturas puedo haberme perdido algunos de los muchos juegos de palabras, bromas y guiños al lector que proporciona Fforde, lo cierto es que acabé la lectura de EL CASO JANE EYRE (¡en las tres ocasiones!) con la más sonriente de las satisfacciones. Y esto, en el mundo en que vivimos, no es poca cosa... Se lo aseguro.
Pese a todo ello, no se me oculta que la serie de Thursday Next es excepcional y puede llegar a ser incluso idolatrada por unos lectores (como ocurre en mi caso...), mientras que otros, los que no logren «entrar» en ella, en sus juegos, en su humor agudo e inteligente, pueden considerarla incluso ridícula.
Ya les contaba en la presentación de EL CASO JANE EYRE que, antes de contratar la serie de Thursday Next para NOVA, hice algo que, en mis veinte años como editor, nunca hasta entonces había hecho: pedir la opinión de un lector especializado.
Como tal vez sepan, en el mundillo editorial no todos los editores se leen previamente todas las novelas que deciden publicar. Es habitual recurrir a informes de lectores profesionales y a menudo se decide con poco más que eso. En mi caso nunca lo he hecho así. Lector empedernido, leo yo mismo las novelas para decidir si adquirimos sus derechos para NOVA.
Debo reconocer que, por primera vez en veinte años, con EL CASO JANE EYRE recurrí a la opinión de un lector profesional. Tras leer la novela y quedar completamente subyugado por su frescura, su agilidad y el amor a los libros y la literatura de que hace gala su autor, llegué incluso a dudar de mí mismo. ¿Era tan buena como a mí me parecía?
Al final, con gran sorpresa de quienes me conocen bien en Ediciones B, pedí que también leyera la novela uno de los lectores profesionales para conocer la opinión de otra persona conocedora del mercado hispano de libros. Afortunadamente ocurrió lo que esperaba, esa lectora coincidió conmigo en la excepcionalidad de la novela (entre otras lindezas, decía textualmente: «Yo la encuentro genial: es ficción para lectores adultos que no tienen miedo de perderse») y en su interés incluso en el mercado español.
Esa lectora consideraba también que EL CASO JANE EYRE podía ser vista como un libro tradicional de detectives, algo parecido a lo que se preguntaba el crítico del Birmingham Post «Una lectura absolutamente deliciosa. ¿Es una novela policíaca? La verdad es que no podría decirlo, estuve riendo demasiado rato.»
El posible problema es que con EL CASO JANE EYRE se hace difícil saber a qué género pertenece, si es que pertenece a alguno en concreto. Tal vez por eso, aunque hemos considerado otras opciones, al final la hemos incluido en una colección sumamente abierta en temática y género como está siendo NOVA.
Y si hay que asignarle un género, ha de bastar con la etiqueta «literario». ¿De acuerdo? Aunque, todo hay que decirlo, en esta misma PERDIDA EN UN BUEN LIBRO podemos hallar la «Clasificación Goliath de libros», que etiqueta su contenido como «Ficción / Intriga / Surrealista / Cómico». A falta de otros descriptores, viene a ser la forma como el propio autor considera esta serie de libros.
Seguro que ponernos de acuerdo sobre esto, va a ser difícil.
Les recomiendo una manera de saberlo: acudir el miércoles 28 de noviembre de 2007, a eso de las doce o la una del mediodía, al Campus Norte de la Universidad Politécnica de Cataluña. Allí se va a hacer la entrega de la decimoséptima convocatoria del Premio UPC de Novela Corta de Ciencia Ficción: Jasper Fforde ha aceptado ser el invitado de honor y pronunciará una conferencia, cuyo título todavía no puedo decirles. (Para cualquier detalle pueden llamar al Consejo Social de la UPC [93.401.6343], organizadores del premio y del acto.)
Es muy posible que Jasper Fforde no nos saque de dudas, pero estoy seguro de que va a ser una charla muy divertida e inteligente. Con que sólo lo sea a un nivel del diez por ciento de lo que encontramos en los libros de Thursday Next, seguro que será así.
Nos vemos el 28 de noviembre en la UPC.
Mientras tanto, como suele decirse, siempre nos queda París y, para los más impacientes, la página web www.jasperfforde.com. De momento regocíjense ustedes con las nuevas aventuras de Thursday Next. Representan una verdadera fuente de satisfacciones para cualquier lector inteligente. Se lo puedo asegurar.
Que ustedes lo disfruten.
Miquel Barceló
Este libro está dedicado
a todos los ayudantes:
Tú haces cosas por ellos.
Ellos no podrían hacerlas sin ti.
Tu contribución lo es todo.
No esperes lo esperado:
espera lo imprevisible.
Si esperas lo esperado
espero que sigas imprevisible.
De las enseñanzas de san Zvlkx
1
El programa de Adrian Lush
Muestras de índices de audiencia de las redes de televisión más importantes de Inglaterra, septiembre de 1983.
Network Toad
El programa de Adrian Lush (miércoles) (entrevistas) 16.428.316
El programa de Adrian Lush (lunes) (entrevistas) 16.034.921
Bonzo elperro maravilla (suspense canino) 15.975.462
Mole TV
¡Di qué fruta es! (premios en metálico a cambio de respuestas) 15.320.340
El 65 de Walrus Street (culebrón, episodio 3.352) 14.315.902
Gente peligrosamente disfuncional discute en directo en la tele (entrevistas) 11.065.611
Owl Vision
¿Will Marlowe o Kit Shakespeare? (concurso literario) 13.591.203
¡Otra oportunidad de verlos! (programa sobre extinción inversa) 2.321.820
Canal por cable Goliath (1 a 32)
¿Quién está mintiendo? (programa concurso cómico corporativo) 428
Desde cunas hasta ataúdes: la Goliath. Todo lo que puedas necesitar (docuganda) 9 (en disputa)
Red Neandertal
El club de las herramientas potentes (especial fresadoras y lijadoras) 9.032
El cuenta cuentos (especial Jane Eyre) 7.219
WARWICK FRIDGE
La guerra de audiencias
No pedí convertirme en famosa. Nunca quise salir en El programa de Adrian Lush. Y que quede claro ahora mismo: el mundo tendría que estar dirigiéndose hacia su inminente destrucción para que yo aceptase colaborar en algo tan estúpido como Los vídeos de ejercicio de Tkursday Next.
Al principio la publicidad tras el reenlibramiento con éxito de Jane Eyre fue divertida, pero acabó cansándome. Estuve encantada de posar para sesiones de fotos, acepté entrevistas en los periódicos, aparecí, reacia, en Olores de isla desierta y, por suerte, no tuve que pasar por la vergüenza de ¡Nombra esa fruta, celebridad! El público, como siempre fascinado por los famosos, había querido saberlo todo sobre mí tras mi excursión a las páginas de Jane Eyre, y dado que la Red de Operaciones Especiales tenía una fama similar a la de Vladimir el Empalador, los jefes de arriba pensaron que sería buena idea servirse de mí para fomentar un poco la popularidad más bien escasa de la organización. Como se esperaba que hiciese, me recorrí el mundo firmando, inaugurando bibliotecas, dando charlas y ofreciendo entrevistas. Siempre las mismas preguntas, siempre las mismas respuestas decididas por Operaciones Especiales. Inauguraciones de supermercados, cenas literarias, ofertas para publicar libros. Incluso conocí a la actriz Lola Vavoom, que me dijo que estaría absolutamente encantada de interpretarme si se llegaba a rodar la película. Me cansaba, pero peor aún... era aburrido. Por primera vez en mi carrera como detective literaria echaba de menos autentificar un Milton.
Me había tomado una semana de permiso al final de la gira para que Landen y yo pudiésemos dedicar un poco de tiempo a nuestra vida de casados. Me llevé todas mis cosas a su casa, redistribuí todos sus muebles, mezclé mis libros con los suyos y presenté su nuevo hogar a mi dodo, Pickwick. Ceremoniosamente, Landen y yo nos repartimos los armarios del dormitorio, decidimos compartir el cajón de los calcetines y luego discutimos a propósito...de quién dormiría en el lado de la cama que daba a la pared. Mantuvimos conversaciones largas y maravillosamente sin sentido sobre nada en particular, nos quedamos en casa para cenar, nos miramos un montón el uno al otro y todas las mañanas dormimos hasta tarde. Fue genial.
Al cuarto día de estar de permiso, entre el almuerzo con la madre de Landen y la notable primera pelea entre Pickwick y el gato del vecino, recibí una llamada de Cordelia Flakk. Era la agente de relaciones públicas de OpEspec de mayor rango en Swindon y me dijo que Adrian Lush quería que apareciese en su programa. La verdad es que la idea no me enloquecía... ni tampoco el programa. Pero tenía su lado positivo. El programa de Adrian Lush se emitía en directo y Flakk me garantizó que se trataría de una entrevista «sin cortapisas», posibilidad que me resultaba muy atractiva. A pesar de mis múltiples apariciones, la verdadera historia sobre Jane Eyre estaba todavía por contar, y hacía bastante tiempo que tenía ganas de dejar mal a la Corporación Goliath. Flakk me aseguró que sería el final de la gira publicitaria y me decidí. Aparecería en El programa de Adrian Lush.
Unos días más tarde fui sola a los estudios de Network Toad; Landen tenía una fecha de entrega, que se aproximaba con rapidez, y debía ponerse al trabajo en serio. Pero no pasé mucho tiempo sola. Tan pronto como entré en el descomunal vestíbulo, un traje verde leche cortada se me acercó directamente.
—¡Thursday, cariño! —gritó Cordelia, agitando las cuentas—. ¡Me alegra tanto que hayas podido venir!
El código de vestimenta de OpEspec especificaba que nuestra apariencia debía ser «circunspecta», pero estaba claro que en el caso de Cordelia no se habían tomado la orden al pie de la letra. Era imposible imaginar a alguien con menos aspecto de ser un funcionario público. En su caso, las apariencias resultaban muy engañosas. Ella era OpEspec desde los tacones de aguja hasta el pañuelo rosa y amarillo que llevaba atado al pelo.
Me lanzó un beso.
—¿Qué tal Nueva Zelanda?
—Verde y repleta de ovejas —respondí—. Te he traído un regalo.
Le entregué un corderito de peluche que balaba de forma francamente realista cuando lo ponías boca abajo.
—¡Qué adorable! ¿Cómo te va la vida de casada?
—Muy bien.
—Excelente, cariño, os deseo lo mejor. ¡Me encanta lo que te has hecho en el pelo!
—¿En el pelo? ¡No me he hecho nada en el pelo!
—¡Exacto! —respondió Flakk con rapidez—. ¡Es tan increíblemente propio de ti!
Hizo una pirueta.
—¿Qué te parece el modelito?
—Llama poderosamente la atención —respondí ambiguamente.
—Estamos en 1985 —me explicó—, los colores chillones son el futuro. Un día te dejaré darle un repaso a mi vestuario.
—Creo que tengo calcetines de color rosa por alguna parte.
—Es un comienzo, cariño. Oye, has sido muy paciente con esa gira de promoción; te estoy muy agradecida... y también OpEspec.
—¿Lo suficientemente agradecida como para darme un puesto que no sea de detective literaria?
—Bueno —murmuró Cordelia reflexionando—, primero nos ocuparemos de lo primero. Tan pronto como termines con la entrevista de Lush, tu petición de traslado recibirá una atenta valoración, te lo prometo.
No resultaba demasiado prometedor. A pesar de los éxitos en mi trabajo, todavía deseaba moverme dentro de la Red. Cordelia me agarró del brazo y me llevó a la sala de espera.
—¿Café?
—Gracias.
—¿Problemas en Auckland?
—La filial de la Federación Brontë causó algunas dificultades —le expliqué—. No les gustó el nuevo final de Jane Eyre.
—Siempre hay algunos descontentos —comentó Flakk—. ¿Leche?
—Gracias.
—Oh —dijo, mirando fijamente a la leche—. Está caducada. No importa. Escucha —añadió con rapidez—, me encantaría quedarme y mirar, pero un tonto de OpEspec 17 clavó en Penzance por error una estaca a un gótico; va a ser un infierno de relaciones públicas.
OE-17 era la división encargada de liquidar a licántropos y vampiros. A pesar del nuevo procedimiento de confirmación de «tres puntos», un cadete nervioso con una estaca bien afilada podía causar muchos problemas.
—Aquí todo está perfecto. He hablado con Adrian Lush y con los otros para que no haya disgustos.
—¿Los otros? —pregunté, suspicaz de pronto—. ¿Disgustos? ¿Qué tienes en mente?
Cordelia hizo un mohín.
—Ordenes nuevas, Thursdaycariñodulzura. Créeme, estoy tan descontenta como tú.
No lo parecía, la verdad.
—Nada de cortapisas, ¿eh? —Sonreí, pero Flakk no parecía compungida.
—Es una necesidad, Thursday. OpEspec necesita tu apoyo en estos momentos de dificultad. El presidente Formby ha pedido que se investigue si OpEspec vale realmente el dinero que se invierte en ella... o si es necesaria.
—Vale —acepté—, pero ésta será definitivamente mi última entrevista, ¿vale?
—Claro que sí —aceptó Flakk excesivamente rápido, para luego añadir con histrionismo—. Oh, Dios mío, ¿ya es tan tarde? Dentro de una hora tengo que tomar la nave aérea a Barnstaple. Ésta es Adie; ella cuidará de ti y... —Cordelia se me acercó un poco de más—. ¡Recuerda que perteneces a OpEspec, cariño!
—¿Cómo voy a olvidarlo? —murmuré mientras una chica vigorosa que agarraba una tablilla se me acercaba desde donde había estado esperando, cortés, para respetar nuestra intimidad.
—¡Hola! —dijo con voz chillona—, soy Adie. ¡Estoy encantada de conocerla!
Me agarró la mano y me repitió varias veces el honor fantástico que representaba.
—No quiero molestarla ni nada parecido —dijo con timidez— pero, ¿Edward Rochester era de veras espectacularmente guapo para morirse?
—No era guapo —respondí mientras miraba cómo Flakk recorría el pasillo—, pero era atractivo. Alto, de voz profunda y mirada penetrante, si sabes a qué me refiero.
Adie se ruborizó mucho.
—¡Cielos!
Me llevaron a maquillaje, donde me acicalaron y me prepararon, me hablaron incesantemente y me hicieron firmar ejemplares del Femole en el que había salido. Me sentí muy aliviada cuando, treinta minutos más tarde, Adié vino a rescatarme. Anunció por su micro inalámbrico que «entrábamos» y, después de guiarme por un pasillo y atravesar unas puertas giratorias, me preguntó:
—¿Cómo es lo de trabajar en OpEspec? Eso de perseguir a los malos, moverse por la parte exterior de las naves aéreas, desactivar bombas a los tres segundos de que estallen, esas cosas.
—Me gustaría que fuese así —respondí de buen humor—, pero en realidad consiste en un setenta por ciento de llenar impresos, un veintisiete por ciento de tedio destructivo y un dos por ciento de terror absoluto.
—¿Y el uno por ciento restante?
Sonreí.
—Eso es lo que nos impide dimitir.
Recorrimos los aparentemente interminables pasillos, dejando atrás grandes fotografías sonrientes de Adrian Lush y otras celebridades de Network Toad.
—Le caerá bien Adrian —me dijo feliz—, y a él le caerá bien usted. Simplemente, no intente ser más graciosa que él; no se ajusta al formato del programa.
—¿Qué significa eso?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Se supone que debo decírselo a todos los invitados.
—¿Incluso a los cómicos?
—Sobre todo a los cómicos.
Le aseguré que ser graciosa era lo último que tenía en mente y enseguida me llevó hasta el estudio. Sintiéndome extrañamente nerviosa y deseando tener a Landen conmigo, atravesé el decorado familiar de El programa de Adrian Lush. Pero el señor Lush no estaba allí, y tampoco estaba el «público» que normalmente aparecía en el programa de Lush. En su lugar había un grupito de funcionarios; los «otros» a los que Flakk se había referido. El alma se me cayó a los pies al darme cuenta de quiénes eran.
—¡Ah, ahí está, Next! —exclamó el comandante Braxton Hicks, con bonhomía forzada—. Tiene buen aspecto, saludable y, eh, vigoroso. —Era mi jefe de división en Swindon y, a pesar de ser a todos los efectos el jefe de los detectives literarios, no se le daban bien las palabras.
—¿Qué hace aquí, señor? —le pregunté, haciendo lo posible para disimular mi decepción—. Cordelia me dijo que la entrevista para Lush no estaría censurada en absoluto.
—Oh, así es, querida... hasta cierto punto —dijo, acariciándose el enorme bigote—. Sin una benévola intervención el público podría confundir mucho las cosas. Nos pareció que era mejor que escuchásemos la entrevista y quizás, en caso necesario, que ofreciéramos algún consejo práctico sobre cómo debía desarrollarse el, eh, desarrollo.
Suspiré. Parecía que mi historia incontada iba a permanecer sin contar. Adrian Lush, supuesto paladín de la libertad de expresión, el hombre que se había atrevido a difundir las quejas de los neandertales, el primero en sugerir públicamente que la Corporación Goliath «tenía defectos», estaba a punto de ver cómo le cortaban las garras.
—Ya conoce al coronel Flanker —añadió Braxton sin tomar aliento.
Miré al tipo con suspicacia. Le conocía de sobra. Pertenecía a OpEspec 1, la división de policía de la propia OpEspec. Me había entrevistado a propósito de la noche en la que yo había intentado por primera vez capturar al criminal Acheron Hades... la noche en que Snood y Tamworth habían muerto. Intentó sonreír varias veces pero al final se rindió y se limitó a tenderme la mano.
—Ésta es la coronel Rabone —continuó Braxton—. Es la jefa de enlace de las fuerzas combinadas.
Estreché la mano de la coronel.
—Siempre es un honor conocer a alguien que ha recibido la Cruz de Crimea —dijo, sonriendo.
—Y aquí tenemos —siguió diciendo Braxton jovial, con el evidente propósito de tranquilizarme... una estratagema que fracasó espectacularmente— al señor Schitt-Hawse de la Corporación Goliath.
Schitt-Hawse era un hombre alto y delgado, cuyos rasgos cansados competían por ocupar el centro de su cara. Inclinaba a la izquierda la cabeza de tal forma que me recordaba un periquito inquisitivo y llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás. Me ofreció la mano.
—¿Le disgustaría si no la acepto? —le pregunté.
—Pues la verdad, sí —respondió, intentando ser afable.
—Bien.
Cualquiera perteneciente a la vasta multinacional conocida como Goliath me resultaba tan agradable como una plaga de lombrices. El control pernicioso que la Corporación ejercía sobre el país no era universalmente apreciado y yo tenía una razón mucho más importante para tenerle antipatía: el último individuo de Goliath con el que había tenido que lidiar había sido un personaje odioso llamado Jack Schitt, que no sólo intentó matarme, y también a mi compañero, sino que además había planeado prolongar e intensificar la guerra de Crimea para crear demanda del arma más nueva de Goliath. Habíamos conseguido engañarle para dejarlo atrapado en un ejemplar de «El cuervo» de Edgar Allan Poe, lugar donde esperaba que no pudiese causar ningún daño.
—Schitt-Hawse, ¿eh? —dije—. ¿Algún parentesco con Jack?
—Era... es... mi hermanastro —dijo Schitt-Hawse lentamente—, y créame, señorita Next, él no trabajaba para Goliath cuando tuvo que ver con Hades y el rifle de plasma.
—De haber trabajado para Goliath, ¿lo admitiría usted?
Schitt-Hawse frunció el ceño y no dijo nada. Braxton tosió educadamente y siguió hablando.
—Y éste es el señor Chesterman, de la Federación Brontë.
Chesterman parpadeó inseguro al mirarme. Los cambios provocados en Jane Eyre habían dividido a la Federación. Esperaba que fuese uno de los que preferían el final feliz.
—Aquí detrás tenemos al capitán Marat, de la CronoGuardia —añadió Braxton. Marat me miró con interés. La CronoGuardia era la división de OpEspec encargada de resolver las anomalías temporales... Mi padre era miembro, o es miembro, o será miembro de ella, dependiendo de cómo se mire.
—¿Nos hemos visto antes? —le pregunté.
—Todavía no —respondió.
—¡Bien! —dijo Braxton, dando una palmada—. Creo que ya está. Next, quiero que se comporte como si no estuviéramos aquí.
—Observadores, ¿no?
—Totalmente. Yo...
Un pequeño revuelo fuera del plató interrumpió a Braxton.
—¡Vaya cabrones! —aulló una voz aguda—. ¡Si la Network se atreve a sustituir mi espacio del lunes por reposiciones de Bonzo el perro maravilla los demandaré por todo lo que tienen!
Un hombre alto, de unos cincuenta años, había entrado en el estudio acompañado de un grupito de colaboradores. Poseía unos hermosos rasgos cincelados y un abundante remolino de pelo blanco que parecía esculpido en poliestireno. Vestía un traje de corte impecable y llevaba los dedos cargados de anillos de oro. Se detuvo de inmediato al
—¡Ah! —dijo Adrian Lush desdeñoso—. ¡OpEspec!
Su séquito revoloteaba a su alrededor demostrando mucha energía pero más bien poco propósito. Parecían prestar atención a todas sus palabras y gestos y, de pronto, sentí un tremendo alivio de no estar en el negocio del espectáculo.
—Me he relacionado mucho con vosotros en el pasado —comentó Lush mientras se ponía cómodo en su característico sofá verde, lugar que claramente consideraba territorio seguro—. Fui yo quien acuñó la expresión «OpLosiento» para cuando cometéis un error... lo siento, «imprevisto operativo», ¿no los llaman así?
Pero Hicks pasó de las pullas de Lush y me presentó como si yo fuese una hija única a la que ofreciera en matrimonio.
—Señor Lush, ésta es la agente especial Thursday Next.
Lush se puso en pie de un salto para darme la mano de forma efusiva y enérgica. Flanker y los demás se sentaron; parecían muy pequeñitos, allí en medio del estudio vacío. No se irían, y Lush no iba a pedirles que se fuesen... Yo sabía que Goliath era la propietaria de Network Toad y empezaba a preguntarme si realmente Lush tenía algún control sobre aquella entrevista.
—¡Hola, Thursday! —dijo Lush emocionado—. Bienvenida a mi programa del lunes. Es el segundo programa más visto de Inglaterra... ¡mi programa del miércoles es el más visto!
Tenía una risa contagiosa y yo sonreí, incómoda.
—Entonces, éste será su programa del jueves[1] —respondí, intentando quitar hierro a la situación.
Silencio mortal.
—¿Lo vas a hacer a menudo? —preguntó Lush.
—¿Hacer qué?
—Chistes. Verás... siéntate, cariño. Verás, generalmente soy yo quien se encarga de los chistes de este programa, y aunque es perfectamente razonable que los hagas, si los haces voy a tener que pagarle a alguien para que me escriba chistes mejores, y nuestro presupuesto, al igual que los escrúpulos de Goliath, está bajo mínimos.
—¿Puedo añadir algo? —dijo una voz proveniente de nuestro reducido público. Era Flanker, que siguió hablando sin esperar respuesta—. OpEspec es una organización muy seria y así debería quedar claro en la entrevista. Next, creo que debería dejar que el señor Lush cuente los chistes.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Lush, sonriente.
—Claro —respondí—. ¿Hay algo más que no deba hacer?
Lush me miró y, a continuación, miró al grupo de primera fila.
—¿Lo hay?
Murmuraron entre sí unos segundos.
—Creo que nosotros... —dijo Flanker—, lo siento, que ustedes... deberían llevar adelante la entrevista. Más tarde la comentaremos. La señorita Next puede decir lo que desee siempre que no vaya en contra de ninguna norma corporativa de OpEspec o de Goliath.
—O militar —añadió la coronel Rabone, ansiosa de que no la dejasen de lado.
—¿De acuerdo? —preguntó Lush.
—Lo que sea —respondí, deseosa de acabar de una vez.
—¡Excelente! Yo haré la presentación. Aunque estarás fuera de plano, el encargado de plató te hará una señal y entrarás. Saluda hacia donde debería estar el público y, cuando estés cómodamente sentada, te haré unas cuantas preguntas. Puede que en algún momento te ofrezca una tostada, ya que a nuestra empresa patrocinadora, la Toast Marketing Board, le gusta aparecer de vez en cuando. ¿Hay algo que no entiendas?
—No.
—Bien. Adelante.
Le arreglaron el pelo hasta el último folículo, le ajustaron el traje y le quitaron las toallitas de papel del cuello. A mí me llevaron fuera y, tras lo que pareció una era geológica de inactividad, el regidor empezó la cuenta atrás. Cuando terminó, Lush se volvió hacia la cámara 1 e hizo uso de su mejor sonrisa.
—La de esta noche es una ocasión muy especial, con una invitada muy especial. Es una heroína condecorada, una detective literaria cuya intervención no sólo restauró la novela Jane Eyre sino que mejoró su final. Ella sola derrotó a Acheron Hades, puso fin a la guerra de Crimea y, audazmente, tomó el pelo a la Corporación Goliath. Damas y caballeros, una entrevista sin precedentes a una agente en activo de OpEspec. Por favor, reciban con un fuerte aplauso a... ¡Thursday Next, de la oficina de detectives literarios de Swindon!
Una luz brillante se encendió sobre mi puerta de entrada y Adié sonrió y me tocó el brazo. Salí para reunirme con Lush, quien se puso en pie para recibirme con entusiasmo.
—Disculpen —dijo una voz desde primera fila. Era Schitt-Hawse, el representante de Goliath.
—¿Sí? —dijo Lush con voz gélida.
—Va a tener que eliminar la referencia a la Corporación Goliath —dijo Schitt-Hawse en un tono que no admitía réplica—. No tiene otra intención que avergonzar innecesariamente a una gran empresa que hace todo lo posible por mejorar la vida de todos nosotros.
—Estoy de acuerdo —dijo Flanker—, y habrá que evitar todas las referencias a Hades. Sigue constando como «desaparecido, esperamos fervientemente que muerto», así que cualquier disquisición desautorizada podría tener consecuencias peligrosas.
—Vale —murmuró Lush, apuntándolo—. ¿Algo más?
—Cualquier referencia a la guerra de Crimea y al rifle de plasma se considera inapropiada —dijo la coronel. Las conversaciones de paz en Budapest se encuentran todavía en una fase delicada; los rusos aprovecharán cualquier excusa para abandonar la mesa de negociaciones. Sabemos que su programa es muy popular en Moscú.
—La Federación Brontë no celebra que califique de mejorado el nuevo final —dijo el pequeño y con gafas Chesterman—. Además, hablar de cualquier personaje que conoció en Jane Eyre podría causar xplkqulkiccasia a algunos espectadores. Es un desorden tan grave que el consejo médico inglés se vio en la necesidad de inventar una palabra especialmente impronunciable para designarlo.
Lush los miró, me miró a mí y luego miró el guión.
—¿Qué tal si digo su nombre?
—Excelente —entonó Flanker—, aunque quizá debería garantizar a los espectadores que esta entrevista no ha sido censurada. ¿Estamos todos de acuerdo?
Todos los demás apoyaron con entusiasmo la propuesta de Flanker. Yo ya tenía claro que iba a ser una velada larga y tediosa.
El séquito de Lush regresó e hizo unos mínimos retoques. Volví a mi posición anterior y, tras esperar lo que me pareció una década, Lush volvió a hablar.
—Damas y caballeros, en una entrevista sincera y abierta, Thursday Next habla sin tapujos sobre su trabajo en OpEspec.
Nadie dijo nada, así que entré, le di la mano a Lush y me senté en el sofá.
—Bienvenida al programa, Thursday.
—Gracias.
—Dentro de un momento hablaremos acerca de tu carrera en Crimea, pero primero quisiera empezar preguntándote... —Haciendo con la mano una floritura propia de un mago, hizo aparecer un plato—. ¿Te apetece una tostada?
—No, gracias.
—¡Sabrosas y nutritivas! —sonrió, mirando la cámara—. Perfectas como aperitivo e incluso como tentempié... Buenas con huevo, sardinas e incluso...
—No, gracias.
A Lush se le congeló la sonrisa en el rostro mientras murmuraba entre dientes.
—Toma... la... tostada —Pero ya era demasiado tarde. El regidor entró en el escenario y anunció que el director invisible del programa había gritado «corten». El pequeño ejército de maquilladoras se dedicó a Adrian mientras el regidor mantenía una conversación unidireccional con su auricular antes de volverse hacia mí.
—El director de publicidad quiere saber si tomaría un bocadito de tostada cuando se la ofrezcan.
—Ya he comido.
El regidor se giró y volvió a hablar al micrófono.
—¡Dice que ya ha comido!... Lo sé... sí... y si... sí... ajá... ¿Qué quieres que haga? ¿Que la retuerza con una llave y la obligue a tragar? Sí... ajá... lo sé... sí, sí... vale.
Volvió a mirarme.
—¿Y si fuese con jamón en lugar de con mermelada?
—La verdad es que no me gustan las tostadas —le dije.
—¿Qué?
—He dicho que no...
—¡Que no le gustan las tostadas! —exclamó el exasperado regidor—. ¡En el nombre del cielo! ¿Qué vamos a hacer?
Flanker se puso en pie.
—Next, cómase la maldita tostada, ¿vale? Tengo una reunión dentro de dos horas.
—Y yo un campeonato de golf —añadió Braxton.
Me rendí.
—Vale. Que sea de trigo malteado, con mermelada y poca mantequilla.
El regidor sonrió como si le hubiese salvado el cuello (probablemente así era) y todo arrancó de nuevo.
—¿Te apetecería una tostada? —preguntó Lush.
—Gracias.
Di un mordisquito.
—Muy rica.
Vi que el regidor me dedicaba un gesto de entusiasmo mientras se secaba la frente con el pañuelo.
—Bien —Lush suspiró—. Vamos a empezar. Primero me gustaría preguntarte lo que todo el mundo quiere saber. ¿Cómo conseguiste entrar en el libro Jane Eyre?
—Eso es fácil de explicar —me puse a contar—. Verás, mi tío Mycroft inventó un dispositivo llamado Portal de Prosa...
Flanker carraspeó.
—Señorita Next, quizá no lo sepa, pero su tío sigue sujeto a un certificado de secreto firmado en 1934. Sería prudente que no le mencionase... y que tampoco se refiriera al Portal de Prosa.
Lush meditó un momento.
—¿Podemos hablar con la señorita Next sobre cómo se encontró con Hades por primera vez, justo después de que éste robase el manuscrito original de Martin Chuzzlewit?
—De acuerdo... siempre y cuando no se mencione a Hades —respondió Flanker.
—No es algo que queramos que la ciudadanía considere... —dijo Marat, tan de repente que algunos se sobresaltaron. Hasta ese momento no había dicho nada.
—¿Disculpe? —dijo Flanker.
—Nada —dijo el agente de la CronoGuardia con tranquilidad—. A mi edad tiendo un poco a la prolepsis.
Lush siguió hablando.
—¿Podemos hablar de la persecución de Hades hasta la República de Gales y del regreso con éxito de Jane a su libro?
—Aténgase a lo mismo que he dicho antes —gruñó Flanker.
—¿Y qué me dice de la ocasión en que mi compañero Bowden y yo pasamos por una racha de Mal Tiempo en la autopista? —pregunté.
—No es algo que queramos que la ciudadanía considere fácil —dijo Marat, ahora en la veintena, con renovado entusiasmo—. Si el público creyese que el trabajo de la CronoGuardia es sencillo podría perder la confianza.
—Muy cierto —afirmó Flanker.
—¿Prefieren que les entrevisten a ustedes? —pregunté.
—¡Eh! —dijo Flanker, poniéndose de pie y señalándome con un dedo—. No sea impertinente con nosotros, Next. Está usted aquí para realizar un trabajo cumpliendo con su deber como agente de OpEspec en activo, ¡no para contar la verdad desde su punto de vista!
Lush me miró inquieto; alcé las cejas y me encogí de hombros.
—Vamos a ver —vociferó Lush—, si voy a entrevistar a la señorita Next, debo hacerle preguntas que interesen al público...
—¡Oh, puede hacérselas! —le dio la razón Flanker—. Puede preguntar lo que quiera. La libertad de expresión está protegida por la ley y ni OpEspec ni Goliath tienen derecho a ponerle cortapisas. Simplemente estamos aquí para observar, comentar e iluminar.
Lush sabía a qué se refería Flanker y Flanker que Lush lo sabía. Yo sabía que Flanker y Lush lo sabían y ellos dos sabían que yo también. Lush parecía nervioso y se movía ligeramente. La afirmación de Flanker acerca de la independencia de Lush era más bien una negación. Hubiese bastado con una palabra de Goliath a Network Toad para que Lush acabara presentando Mundo ovejuno en Lerwick TV, y no le apetecía nada. Nada en absoluto.
Nos quedamos en silencio un momento mientras Lush y yo intentábamos encontrar un tema que no escapara a sus tolerantes parámetros.
—¿Qué tal si comento el impuesto ridículamente alto que se aplica al queso? —pregunté. Era una coña, pero Flanker y compañía no eran grandes expertos en lo tocante a humor.
—No tengo inconveniente —murmuró Flanker—. ¿Alguien lo tiene?
—Yo no —dijo Schitt-Hawse.
—Ni yo —añadió Rabone.
—Yo sí que tengo una objeción —dijo una mujer que hasta ese momento había permanecido sentada en silencio en un extremo del estudio. Hablaba con acento provinciano y vestía falda de tweed, chaqueta a juego y collar de perlas.
«Permitan que me presente —dijo en voz alta y estridente—. Soy la señora Jolly Hilly, representante gubernamental ante las cadenas de televisión. —Respiró hondo y siguió hablando—: La llamada «"injusta carga del impuesto del queso" es ahora mismo un asunto muy controvertido. Cualquier referencia a ella podría interpretarse como una provocación.
—¿Un impuesto del 587% sobre los quesos curados y del 620% sobre los quesos frescos? —pregunté—. ¡Cheddar Classic Gold Original a 9,32£ el medio kilo... el brie de Bodmin molecularmente inestable a casi 10£! ¿Qué está pasando?
Los otros demostraron un interés súbito y se volvieron hacia la señora Hilly en demanda de una explicación. Durante un breve instante, probablemente único en su condición, estábamos todos de acuerdo.
—Comprendo su preocupación —respondió la experta apologista—, pero creo que descubrirá que el precio del queso, si se mira de un modo positivo, en realidad ha bajado en relación al índice de venta al por menor de los últimos años. Tenga, échele un vistazo. —Me pasó la foto de una dulce ancianita con muletas—. Ancianitas no muy diferentes a la actriz de esta fotografía tendrían que pasarse sin sus prótesis de cadera y sufrirían terribles dolores si egoístamente reclaman ustedes un recorte del precio del queso. —Hizo una pausa para que todos lo comprendiésemos—. El Controlador de Sumas cree que la política económica no es asunto de los ciudadanos, pero está dispuesto a hacer concesiones en forma de cupones para queso en beneficio de aquellos que sufren privaciones, siempre en función de las necesidades.
—Por tanto —dijo Lush con una sonrisa—, ¿el jugo que se le saca al queso queda descartado?
—Podría comentar el impuesto sobre las natillas —añadió la señora Hilly, sin pillar la broma—. El grupo de presión del budín es menos... bien, a ver cómo lo expreso... beligerante.
—El jugo —repitió Lush, para cualquiera que no lo hubiese pillado—. El jug... oh, da igual. No había oído tantas gilipolleces en mi vida. Estoy decidido a que la extorsión que supone el precio del queso sea el tema central de un Informe especial de Adrian Lush.
La señora Hilly enrojeció un poco y escogió con cuidado las palabras.
—Si hubiese otro disturbio a causa del queso tras la emisión de su Informe especial, tendríamos que ver atentamente a quién hacer responsable.
Miró al representante de Goliath mientras lo decía. Tanto Schitt-Hawse como Lush comprendieron lo que la mirada implicaba. Yo ya había oído suficiente.
—Por tanto, tampoco puedo hablar del queso —suspiré—. ¿De qué puedo hablar pues?
Los miembros del grupito se miraron perplejos. A Flanker se le ocurrió una idea y chasqueó los dedos.
—¿No tiene un dodo?
2
La Red de Operaciones Especiales
La Red de Operaciones Especiales fue creada para resolver los asuntos policiales considerados demasiado extraños o que requerían demasiada especialización para que se ocuparan de ellos las fuerzas regulares. Estaba formada en total por treinta y dos departamentos, empezando por la mundana Agencia de Horticultura (OE-32) y pasando por Detectives Literarios (OE-27) y Autoridad del Transporte (OE-21). Por debajo de OE-20 la información era restringida, aunque todo el mundo sabía que la CronoGuardia era OE-12 y que OE-1 era la policía de la propia OpEspec. Nadie sabe a ciencia cierta a qué se dedican el resto de los departamentos. Lo que se sabe es que los agentes son en su mayoría ex militares o ex policías. Los agentes rara vez dejan el servicio después del período de prueba. Como reza el dicho, «un trabajo en OpEspec no es de prueba... es para toda la vida».
MILLON DE FLOSS
Breve historia de la Red de Operaciones Especiales (revisada)
Era la mañana de la emisión de El programa de Adrian Lush. Lo había mirado cinco minutos, y había huido muerta de vergüenza escaleras arriba para poner orden en el cajón de los calcetines. Conseguí ordenarlos por color, forma y en función de cuánto me gustaban antes de que Landen me dijese que el programa había acabado y que podía volver a bajar. Era la última entrevista que había aceptado dar, pero Cordelia no parecía recordar esa parte de nuestra conversación. Había seguido bombardeándome con peticiones para hablar en festivales literarios, aparecer como invitada en El 65 de Walrus Street e incluso para asistir a una de las veladas informales de canciones y ukelele del presidente Formby. Todos los días me llegaban ofertas de trabajo. Muchas bibliotecas y empresas de seguridad privada requerían mis servicios, ya fuese como «socia de pleno derecho» o como «asesora de seguridad». En la carta más dulce que recibí, de la biblioteca local, se me pedía que fuera a leerles a los ancianos: algo que hice encantada. Pero OpEspec, el cuerpo al que había dedicado gran parte de mi vida adulta, de mis energías y mis recursos, ni siquiera había mencionado la posibilidad de un ascenso. Por lo que a ellos concernía, yo era OE-27 y seguiría siéndolo hasta que se les antojase.
—¡Tienes correo! —anunció Landen, dejando un buen montón de cartas sobre la mesa de la cocina. Gran parte de mi correspondencia consistía en cartas de los fans... y muy extrañas también. Abrí una al azar.
»¿Tengo motivos para estar celoso? —preguntó Landen.
—Yo mantendría al abogado divorcista en espera unos minutos más... es otra solicitud de ropa interior.
Landen sonrió.
—Le mandaré unos calzoncillos.
—¿Qué hay en ese paquete?
—Es un regalo de bodas que llega con retraso. Es una... —Miró desconcertado la extraña pieza tricotada—. Es una... cosa.
—Genial —respondí—. Siempre había querido tener una.
Landen era escritor. Nos habíamos conocido cuando él, mi hermano Anton y yo luchábamos en Crimea. Landen había vuelto a casa con una sola pierna, pero al menos vivo... Mi hermano seguía recorriendo su camino por la eternidad desde la comodidad de un cementerio militar en Sebastopol.
Mientras Landen se entretenía intentada enseñar a Pickwick a sostenerse sobre una sola pata, yo abrí otra carta y la leí en voz alta:
Estimada señorita Next:
Soy uno de sus más fervientes admiradores; Creo que debería saber que David Copperfield, lejos de ser el inocente de grandes ojos que se describe en el libro, en realidad asesinó a su primera esposa Dora Spenlow para poder casarse con Agnes Wickfield. Propongo que se exhumen los restos de la señorita Spenlow y se le hagan análisis para detectar la presencia de botulismo y/o arsénico. A propósito, ¿se ha preguntado alguna vez por qué Homero cambió de opinión sobre los perros en algún momento entre la Ilíada y la Odisea? ¿Le regalaron, quizás, un perro en el ínterin? Otra cosa: ¿Ulises, de Joyce, le resulta tan ininteligible y aburrido como a mí? ¿Y por qué en las obras de Hemingway no hay olores?
—Parece que todo el mundo quiere que investigues sus libros favoritos —comentó Landen—. Ya puesta, ¿podrías intentar que absuelvan a Tess y condenen a Max DeWinter?
—¿Tú también?
—Arriba, Pickwick, vamos, arriba, arriba, ¡sobre una pata!
Pickwick miró a Landen inexpresivo, con los ojos fijos en la nube de azúcar y sin ningún interés por aprender el truco.
—Te va a hacer falta un camión lleno, Land.
Metí la carta otra vez en el sobre, me terminé el café y me puse la chaqueta.
—Que te vaya bien hoy —dijo Landen, acompañándome hasta la puerta—. Sé buena con los otros niños. Nada de arañar ni de morder.
—Me portaré bien. Lo prometo. —Le pasé los brazos por el cuello y le besé—. Oh, ¿Landen?
—¿sí?
—No olvides que esta noche tenemos la fiesta de jubilación de Mycroft.
—No lo olvidaré.
Estábamos a finales de otoño o principios del invierno, no lo tenía claro. El clima había sido más bien benigno, sin viento; las hojas marrones seguían en los árboles y algunos días apenas hacía frío. Tenía que hacer un frío tremendo para que yo subiese la capota del Speedster, así que conduje hasta el cuartel general de OpEspec con el viento en el pelo y WESSEX-FM en la radio a todo volumen. Las elecciones, que estaban al caer, centraban las emisiones; el controvertido impuesto sobre el queso se había convertido súbitamente en un asunto importante, como suele pasar antes de unas elecciones. En un momento dado los de Goliath se declararon «conglomerado favorito del mundo» por décimo año consecutivo a pesar de que en las conversaciones de paz sobre Crimea, Rusia había exigido Kent como compensación. En el apartado de deportes, Aubrey Jambe había llevado a los Mazos de Swindon, el equipo de criquet, hasta la SuperHoop 85 tras derrotar a los Machacadores de Reading.
Conduje entre el tráfico matutino de Swindon y aparqué el Speedster en la parte posterior de la sede de OpEspec. El edificio, de un diseño germánico brusco y directo, había sido levantado a toda prisa durante la ocupación; en la fachada todavía se veían las cicatrices de la batalla de la liberación de Swindon, acaecida en 1949. Daba cobijo a la mayoría de las divisiones de OpEspec, pero no a todas. Nuestra Unidad de Eliminación de Vampiros y Licántropos también cubría las zonas de Reading y Salisbury y, a cambio, la División de Robos de Arte de Salisbury se ocupaba de la nuestra. Un arreglo muy conveniente.
—Hola —le dije a un joven que sacaba una caja de cartón del maletero de su coche—. ¿Eres nuevo?
—Pues, sí —respondió el joven, dejando la caja en el suelo un momento para ofrecerme la mano.
—John Smith, Malas Hierbas y Semillas.
—Un nombre poco común —dije, estrechándole la mano—. Soy Thursday Next.
—¡Oh! —dijo, mirándome con interés.
—Sí —respondí—, esa Thursday Next precisamente. ¿Malas Hierbas y Semillas?
—Agencia de Horticultura Doméstica —explicó John—. OE-32. Voy a abrir la oficina local. Recientemente ha habido un incremento del número de hackers. Las actividades de la Patrulla de la Pampa son cada vez más desvergonzadas; puede que la pradera de la Pampa sea una monstruosidad, pero no tiene nada de ilegal.
Le mostramos las identificaciones al sargento de recepción y subimos las escaleras hasta el segundo piso.
—He oído algo al respecto —murmuré—. ¿Existe alguna conexión con la Asociación Antileylandii?
—No es seguro —respondió Smith—, pero tengo pistas.
—¿Cuántos agentes hay en tu división?
—Incluyéndome a mí: uno. —Smith sonrió—. ¿Pensabas que el tuyo era el departamento peor financiado de OpEspec? Pues no. Tengo seis meses para desenmascarar a los hackers, controlar la Fallopia japonica y encontrar un femenino aceptable para melón.
Llegamos al pasillo de arriba.
—Te deseo suerte.
Me dio las gracias y le dejé instalándose en su pequeño despacho, que había sido la sede de OE-31, la Autoridad para el Cultivo del Buen Gusto. Habían desmantelado la división un mes antes, cuando el proyecto de ley para prohibir los revestimientos de piedra, las pinturas de payasos tristes y las alfombras con motivos florales no consiguió la aprobación parlamentaria.
Pasaba justo por delante del despacho de OE-14 cuando oí una voz chillona.
—¡Thursday! ¡Thursday, yuju! ¡Aquí!
Suspiré. Era Cordelia Flakk. Rápidamente me alcanzó y me ofreció un abrazo afectuoso.
—¡El programa de Lush fue un desastre! —le dije—. ¡Dijiste que no habría censura! ¡Acabé hablando sobre dodos, de mi coche y de todo menos de Jane Eyre!
—¡Estuviste maravillosa! —dijo entusiasmada—. Te tengo preparada otra serie de entrevistas para pasado mañana.
—Ya basta, Cordelia.
Me miró abatida.
—No te comprendo.
—¿Qué parte de ya basta no comprendes?
—No seas así, Thursday —respondió, sonriendo en un intento de que cambiase de opinión—. Eres una buena publicidad y, créeme, en una institución que suele dejar al público confundido, prematuramente envejecido o, con suerte, muerto, necesitamos toda la buena prensa que podamos conseguir.
—¿Causamos tanto daño al público? —pregunté. Flakk sonrió modestamente.
—Puede que como relaciones públicas no sea tan desastrosa —concedió, para añadir con rapidez—: pero toda persona normal que acaba en medio de un tiroteo es una víctima innecesaria.
—Quizá sea así —respondí—, pero el hecho es que he dejado las relaciones públicas de OpEspec.
Flakk pareció nerviosa, dio unos saltitos, adoptó una expresión suplicante, retorció las manos, hinchó los carrillos y miró al techo.
—¿Qué? —pregunté.
—Bueno, hemos organizado un concurso.
—¿Qué tipo de concurso? —pregunté suspicaz.
—Nos pareció buena idea que te encontrases cara a cara con algunos miembros del público.
—Vaya. Escúchame bien, Cordelia...
—Dilly, Thursday, ya que somos amigas.
Captó mi reticencia y añadió:
—Pues Cords. O Delia. ¿Qué tal Flakky? En el colegio me llamaban Flik-Flak. ¿Te puedo llamar Thurs?
—¡Cordelia! —dije con más dureza antes de que se hiciese amiga mía del alma—. ¡No voy a hacerlo! Dijiste que la entrevista con Lush sería la última, y punto.
Me fui alejando pero, cuando Dios repartía insistencia, Cordelia Flakk estaba la primera de la fila.
—Thursday, me duele mucho que te pongas así. Me hiere justo... justo, eh, aquí.
Hizo un rápido cálculo sobre la posición de su corazón y me miró con la expresión dolida que probablemente había aprendido de un spaniel.
—Los tengo esperando aquí mismo, ahora, en la cafetería. Será un momento, diez minutos como mucho. Porfaporfaporfaporfaporfa. Sólo he llamado a dos docenas de periodistas y equipos de televisión... La sala estará prácticamente vacía.
Miré la hora.
—Diez minutos,[2] vaya... ¿quién...?
—¿Quién... qué?
—Alguien ha dicho mi nombre. ¿Lo has oído?
—No —respondió Cordelia, mirándome con curiosidad.
Me toqué las orejas. Lo había oído con tanta claridad que estaba desconcertada.[3]
—¡Otra vez!
—¿Otra vez qué?
—¡Una voz de hombre! —dije tontamente—. ¡Habla dentro de mi cabeza! —Me señalé la sien para indicárselo, pero Cordelia dio un paso atrás con cara de consternación.
—¿Estás bien, Thursday? ¿Llamo a alguien?
—Oh. No, no, estoy bien. Simplemente acabo de darme cuenta... ah... me he dejado un receptor en la oreja. Debe de ser mi compañero; hay un 12-14 o un 10-30 o... algo numérico en curso. Di a los ganadores de tu concurso que en otra ocasión será. ¡Adiós!
Salí corriendo. Evidentemente, no llevaba receptor, pero no iba a dejar que Flakk dijese a los loqueros que oía voces. Caminé con paso rápido hacia la oficina de detectives literarios.[4] Me detuve y miré a mi alrededor. El pasillo estaba desierto.
—Le oigo —dije—, pero ¿dónde está?[5]
»Se llama Flakk. Relaciones públicas de OpEspec.[6]
»¿Qué es esto? ¿Cita a ciegas en OpEspec? ¿Qué demonios está pasando?[7]
»¿Caso? ¿Qué caso? ¡Yo no he hecho nada! —Mi orgullo herido me hizo levantar la voz. Consideraba una grave injusticia que me acusasen de algo... especialmente de algo sobre lo que no sabía nada, a mí, que me había pasado la vida haciendo cumplir la ley y el orden—.[8] Por amor de Dios, Snell, ¿de qué demonios se me acusa?
—¿Está usted bien, Next?
Era Braxton Hicks. Acababa de doblar la esquina y me miraba como si fuese un bicho raro.
—Estupendamente, señor —dije, pensando con rapidez—. El tensionólogo de OpEspec me dijo que verbalizara el estrés postraumático. Escuche: «¡ALÉJATE DE MÍ, HADES, VETE!» ¿Ve? Ya me siento mejor.
—¡Oh! —dijo Hicks dubitativo—. Bien, supongo que los loqueros saben lo que hacen. ¿Firmó la fotografía para mi ahijado Max?
—Está sobre su mesa, señor.
—La señorita Flakk organizó un concurso o algo parecido. ¿Hablará con ella del asunto?
—Será mi principal prioridad, señor.
—Bien. Vale, entonces siga con la verbalización.
—Gracias, señor.
Pero no se fue. Se quedó allí plantado, mirándome.
—¿Señor?
—Haga como si yo no estuviera —respondió Hicks—, sólo quiero ver cómo va eso de la verbalización del estrés. Mi tensionólogo me dijo que cultivase la afición de ordenar piedrecitas... o la de contar coches azules.
Así que verbalicé mi estrés en el pasillo durante cinco minutos mientras mi jefe me observaba.
—Muy bien —dijo al fin, y se fue.
Después de asegurarme de que volvía a estar sola, dije en voz alta:
—¡Snell!
Silencio.
—Señor Snell, ¿puede oírme?
Más silencio.
Me senté y puse la cabeza entre las rodillas. Me sentía mareada y acalorada; tanto el tensionólogo residente de OpEspec como el estrés-experto habían dicho que podría sufrir los efectos traumáticos de haberme enfrentado a Acheron Hades, pero no había esperado que se manifestasen de una forma tan intensa, como voces en mi cabeza. Esperé hasta que me sentí mejor y luego me puse a caminar, no hacia Flakk y los ganadores de su concurso, sino hacia Bowden y la oficina de detectives literarios.[9]
Me detuve.
—¿Prepararme para qué? ¡No he hecho nada![10]
»¡No, no! —exclamé—. En serio que no sé qué puedo haber hecho. ¡Maldita sea! ¿Dónde está?[11]
»¡Espere! ¿No debería verle antes de la vista?
No hubo respuesta. Estaba a punto de gritar otra vez, pero en ese momento varias personas salieron del ascensor, por lo que me mantuve en silencio. Esperé un momento, pero el señor Snell no parecía tener nada más que añadir, así que llegué hasta la oficina de alto techo de detectives literarios, que no parecía otra cosa que una biblioteca. No había muchos libros que nosotros no tuviésemos después de tantas confiscaciones de obras literarias de contrabando a lo largo de años. Bowden Cable, mi compañero, ya estaba sentado a su mesa, tan pulcramente ordenada como siempre. Bowden era estudioso y se tomaba el trabajo con tranquilidad, mientras que yo era mucho más directa. Nuestra asociación funcionaba bien.
—Buenos días, Bowden.
—Buenos días, Thursday. Anoche te vi en la tele.
—¿Qué aspecto tenía?
—Bueno. No te dejaron hablar mucho sobre Jane Eyre, ¿verdad?
Le lancé una mirada asesina y me comprendió de inmediato.
—Tranquila... algún día se conocerá toda la historia. ¿Estás bien? Pareces un poco alterada.
—Estoy bien —le dije, y añadí en un susurro—. En realidad, no lo estoy. He estado oyendo voces.
—Eso se debe al estrés, Thursday. No tiene nada de rato. ¿La de alguien en concreto?
—La de un abogado llamado Snell. Akrid Snell. Decía que me defendía.
—¿De qué acusación?
—No lo ha dicho.
—Suena a conflicto interior debido a la culpa, Thursday. El trabajo de policía a veces... nos exige negar nuestras emociones. ¿Podrías haber matado a Hades de haber estado pensando con claridad?
—Creo que no hubiese podido matarle de no haber estado pensando con claridad. No he perdido el sueño ni una sola noche por Hades, pero la pobre Bertha Rochester me altera un poco.
—Quizá sea eso —respondió Bowden—. Quizás inconscientemente quieres que te consideren responsable de su muerte. Tras el asesinato de Crometty estuve oyéndole semanas; creía que tendría que haber estado allí para apoyarle pero no estuve.
Aquello me hizo sentir mucho mejor y así se lo dije.
—Vale. ¿Quieres que te tranquilice acerca de alguna otra cosa, ya puestos?
—¿Acerca de la Corporación Goliath?
Bowden mudó de expresión.
—En ocasiones pides demasiado.
—¡Ah, ahí estáis! —dijo una voz estentórea.
Era Victor Analogy, director de los detectives literarios de Swindon, un setentón con una mente tan afilada como una cuchilla de afeitar. Era un buen enlace entre OE-27 y Braxton Hicks, el estricto hombre de empresa. Analogy protegía con celo nuestra independencia, como a nosotros nos gustaba.
Le dimos los buenos días y Victor se sentó sobre mi mesa.
—¿Cómo van las relaciones públicas, Thursday?
—Más tediosas que Spenser, señor.
—Muy cierto. Te vi anoche en la tele. Todo pactado, ¿no?
—Más o menos.
—Lamento ser un pesado, pero esto es importante. Echa un vistazo a este fax.
Me pasó una hoja de papel que Bowden leyó por encima de mi hombro.
—Es absurdo —dije, devolviéndole el fax—. ¿Qué beneficio podría obtener la Toast Marketing Board de convertirse en nuestra patrocinadora?
Victor se encogió de hombros.
—Ni idea. Pero si les sobra el dinero bien podemos aprovecharlo.
—¿Qué vas a hacer?
—Braxton va a hablar con ellos esta tarde. Le encanta la idea.
—Ya lo supongo.
La vida de Braxton Hicks giraba alrededor de su queridísimo presupuesto de OpEspec. Si a alguno de nosotros se le hubiese ocurrido siquiera la idea de hacer horas extra, Braxton habría tenido algo que decir y ese algo habría sido «no». Corría el rumor de qué había hablado con los de la cafetería para que nos sirviesen raciones más pequeñas en el almuerzo. Desde entonces todos en la oficina lo llamaban Ración Escasa... aunque no a la cara.
—¿Descubristeis quién había falsificado e intentaba vender el final del Don Juan de Byron? —preguntó Victor.
Bowden le enseñó una foto en blanco y negro de un tipo elegante subiéndose a un coche aparcado.
—Nuestro principal sospechoso es un tipo llamado Byron2.
Victor estudió cuidadosamente la fotografía.
—¿Es el Byron número dos? Tuvo que darse una prisa del demonio cuando la ley de cambio de nombre entró en vigor. ¿Cuántos Byron hay ahora?
—Byron2620 se registró la semana pasada —le dije—. Llevamos un mes siguiendo a Byron2 pero es listo. No se le puede relacionar con ninguno de los fragmentos falsificados de Cielo y tierra.
—¿Escuchas?
—Lo intentamos. Pero el juez dictaminó que aunque la operación quirúrgica de Byron2 para tener deforme el pie en un intento de emular a su héroe era sin duda extravagante, y que dejar embarazada a su hermanastra era claramente repugnante, esos actos sólo demostraban una mente byrónica febril y no necesariamente la intención de falsificar. Tendremos que atraparle con las manos en la tinta, pero ahora mismo está de viaje por el Mediterráneo. Mientras, intentaremos conseguir una orden de registro.
—Entonces, ¿no estáis demasiado ocupados?
—¿Qué tienes en mente?
—Bien —arrancó Victor—, parece que ha habido algunos intentos más de falsificar Cardenio. ¿Os importaría echar un vistazo?
—No tardaremos mucho —dije—. ¿Tienes las direcciones?
Nos entregó una hoja de papel y nos deseó suerte. Nos pusimos en pie para irnos; Bowden repasó con atención la lista.
—Iremos primero a la calle Roseberry —dijo—, cae más cerca.
3
Cardenio desencadenado
Cardenio se representó en la corte, en el año 1613. Se inscribió en el registro en 1653 como «obra del señor Fletcher y Shakespeare» y, en 1728, Theobald Lewis publicó su Double Falsehood, obra que afirmaba haber escrito basándose en una vieja copia para el apuntador de Cardenio. Dada su mediocridad y su negativa a presentar el manuscrito original, la afirmación parece dudosa. Cardenio era el nombre del personaje de ficción del Don Quijote de Cervantes que se enamora de Luscinda, cuya historia narraba supuestamente la obra de Shakespeare. Pero jamás lo sabremos. No se conserva ni un solo fragmento.
MILLON DE FLOSS
Cardenio: fácilmente llega, fácilmente se va
Unos minutos más tarde doblábamos por una calle cercana al nuevo estadio de cróquet de treinta mil localidades.
—¿Cuántos textos originales de Shakespeare existen actualmente en el planeta? —le pregunté a Bowden.
—Cinco firmas, tres páginas de revisiones de Tomás Moro y el fragmento de El rey Lear que se descubrió en 1962 —me dijo—. Para ser alguien tan influyente, no sabemos casi nada sobre él. De no haberse completado el primer folio cuando se completó, nos faltarían dieciséis obras más.
No pensé en contarle a Bowden lo que mi padre me había dicho sobre la verdadera autoría del canon de Shakespeare; era una revelación que el mundo podía seguir ignorando.
Bowden aparcó el coche en una calle de casas adosadas. Lo cerró y llamamos al timbre del número 216. Al cabo de un instante una mujer rubicunda de mediana edad nos abrió la puerta. Iba recién peinada y emperifollada con lo que ella pero nadie más debía considerar sus mejores galas.
—¿Señora Hathaway34? —¿Sí?
Le mostramos la placa.
—Cable y Next, detectives literarios de Swindon. ¿Nos ha llamado esta mañana?
La señora Hathaway34 sonrió y nos hizo pasar entusiasmada. No había un palmo de pared que no estuviera ocupado por un retrato de Shakespeare, un cartel enmarcado, un grabado o una placa conmemorativa. Estaba claro que era una verdadera aficionada. Si no fanática, poco le faltaba.
—¿Les apetecería una taza de té? —preguntó Hathaway34.
—No gracias, señora. ¿Dice que tiene un ejemplar del Cardenio?
—¡Claro que sí! —dijo entusiasmada, para añadir con un guiño—: La obra perdida de Will apareciendo de pronto como salida de una caja sorpresa debe de haber sido desconcertante para ustedes, ¿no?
No le dije que la frecuencia de la estafa del Cardenio era semanal.
—Nos pasamos el día desconcertados, señora Hathaway34.
—¡Llámenme Anne! —dijo mientras abría un cajón y delicadamente sacaba un libro envuelto en papel rosa. Con reverencia nos lo puso delante—. Lo compré en una venta callejera la semana pasada —nos confió—. No creo que el propietario supiese que tenía un ejemplar de la obra perdida de Shakespeare entre novelas sin leer de Daphne Farquitt y ejemplares atrasados de revistas. —Se inclinó—. Me hice con él por un precio irrisorio, ¿saben? —Rió—. Creo que es el hallazgo más importante desde el del fragmento de El rey Lear —añadió jubilosa, llevándose las manos al pecho y mirando con adoración el grabado del Bardo que había sobre la chimenea—. El fragmento, escrito de puño y letra por Will, abarcaba sólo dos líneas de diálogo entre Lear y Cordelia. ¡Se subastó por 1,8 millones! ¡Piensen en lo que podría valer el Cardenio!
—Un Cardenio auténtico no tendría precio, señora —dijo Bowden con amabilidad, recalcando lo de auténtico.
Cerré la tapa. Había leído lo suficiente.
—Lamento decepcionarla, señora Hathaway34...
—Anne. Llámeme Anne.
—Anne. Me temo que se trata de una falsificación.
No se inmutó.
—¿Está segura, querida? No ha leído mucho.
—Me temo que sí. La rima, la métrica y la gramática no coinciden con las de ninguna obra conocida de Shakespeare.
—Will era muy adaptable, señorita Next... ¡No creo que una ligera desviación de la norma tenga demasiada importancia!
—Creo que no lo comprende —respondí, intentando ser todo lo delicada posible—. Ni siquiera es una buena falsificación.
—¡Bien! —dijo Anne, indignada por el agravio—. El proceso de autentificación es muy difícil. ¡Tendré que buscar una segunda opinión!
—Tiene todo el derecho a hacerlo, señora —respondí lentamente—, pero, consulte a quien consulte, obtendrá la misma respuesta. No se trata sólo del texto. Verá, Shakespeare jamás escribió sobre papel pautado a bolígrafo, e incluso en caso de haberlo hecho, dudo que hubiese situado a Cardenio buscando a Luscinda en Sierra Morena al volante de un Range Rover.
—¿Y eso qué importa? —respondió furiosa la señora Hathaway34—. En Julio César salen muchos relojes y el reloj no se inventó hasta mucho después; creo que Shakespeare introdujo el Range Rover por la misma razón; un anacronismo literario, ¡de eso se trata!
Nos acompañó a la puerta.
—Nos gustaría que viniese con nosotros y realizase una declaración. Le mostraremos algunas fotografías de fichados, a ver si podemos identificar al responsable de esto.
—¡Tonterías! —dijo con altanería—. Lamento comprobar que los detectives literarios de Swindon son claramente incapaces de reconocer una verdadera obra maestra. Buscaré una segunda opinión y, si es necesario, una tercera y una cuarta... o las que hagan falta. ¡Buenos días, agentes!
Y abrió la puerta, nos echó y la cerró de un portazo.
No tenía nada de raro. La semana anterior casi me habían pegado por sugerir que una grabación ruidosa de William Hazlitt era casi con seguridad una falsificación porque los dispositivos de grabación no existían a principios del siglo XIX. El propietario, molesto, me explicó que sí, que sabía que era raro que estuviese grabada en ocho pistas, pero incluso así tuve que mostrarme firme.
—Nace uno por minuto —murmuró Bowden mientras íbamos hacia el coche.
—Y que lo digas. Vaya... qué interesante.
—¿Qué?
—No mires, pero calle arriba hay un Pontiac negro. Cuando hemos salido hacia aquí estaba aparcado delante del edificio de OpEspec.
Bowden dio un vistazo rápido en esa dirección mientras entrábamos en el coche.
—¿Lo has visto? —pregunté una vez dentro.
—¿La Goliath?
—Podría ser. Probablemente siguen cabreados por haber perdido a Jack Schitt en «El cuervo».
—Probablemente —respondió Bowden, tomando por la carretera.
Miré por el espejito el automóvil negro del que nos separaban otros tres vehículos.
—¿Sigue con nosotros? —preguntó Bowden.
—Sí. Veamos qué quieren. Gira a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y déjame bajar. Continúa unos cien metros y para.
Bowden dejó que me apeara como le había pedido, aceleró hasta pasada la siguiente esquina y se detuvo, bloqueando la calle. Me metí detrás de un coche aparcado y, como esperaba, el enorme Pontiac negro me dejó atrás. Dobló la siguiente esquina, se detuvo de pronto al ver a Bowden y dio marcha atrás. Di unos golpecitos en la luna tintada y enseñé la placa. El conductor, evidentemente, pensó que engañarme sería lo más práctico.
—Aquí estoy —le dije tan pronto como bajó la ventanilla—. ¿Qué queréis?
El conductor me miró.
—Parece que nos hemos equivocado al girar, señorita. ¿Puede indicarnos el camino al Emporio Dodo de Pete y Dave?
No me impresionó nada la trola, pero aun así sonreí. Eran tan OpEspec como yo.
—Podemos perderos con toda facilidad, chicos. ¿Por qué no me decís quiénes sois? Nos llevaremos todos mucho mejor, creedme.
Los dos hombres se miraron, asintieron con resignación y me enseñaron la placa. Eran de OE-5, la misma Unidad de Búsqueda y Confinamiento a la que yo pertenecía cuando nos enfrentamos a Hades.
—¿De OE-5? —pregunté—. ¿El antiguo grupo de Tamworth?
—Me llamo Phodder —dijo el conductor—. Mi compañero se llama Kannon. Los de OE-5 hemos sido transferidos.
—¿Significa eso que Acheron Hades está oficialmente muerto?
—Ese caso nunca estará cerrado del todo... Pero Acheron no era más que la tercera mente criminal en importancia del planeta.
—¿Entonces a quién o qué buscáis?
—Es confidencial. Tu nombre apareció en la investigación preliminar. Dime, ¿recientemente te ha sucedido algo raro?
—¿A qué te refieres con eso de raro?
—Inusual. Fuera de lo corriente. Algo que se salga de los parámetros de la normalidad. Un suceso sin precedentes.
Pensé un momento.
—No.
—Bien —dijo el señor Phodder—, si te pasa algo así, ¿querrías llamarnos a este número?
—Claro.
Miré la tarjeta, les deseé buenos días y volví con Bowden. Al cabo de poco íbamos en dirección norte por la carretera de Cirencester. Al Pontiac no se lo veía por ninguna parte. Le expliqué a Bowden quiénes eran y él alzó la ceja para decir:
—Qué siniestro. ¿Alguien peor que Hades?
—Cuesta creerlo, ¿verdad? ¿Adónde vamos ahora?
—A Vole Towers.
—¿En serio? —respondí, un tanto sorprendida—. ¿Por qué alguien tan eminente y respetable como lord Volescamper iba a implicarse en una estafa de Cardenio?
—Ni pajolera idea. Es compañero de golf de Braxton, así que puede que se trate únicamente de política. Será mejor que no lo rechacemos de inmediato ni le hagamos quedar como un idiota... de otro modo sólo conseguiremos que el jefe nos machaque.
Entramos por las puertas ajadas y oxidadas de Vole Towers y avanzamos por el largo camino de entrada, más de hierbajos que de gravilla. Paramos delante de la impresionante mansión neogótica que pedía a gritos una restauración y lord Volescamper salió a recibirnos. Era un hombre alto y delgado de pelo gris y porte grave. Vestía un par de viejos pantalones de espiguilla y blandía unas tijeras de podar como si fuesen un sable de caballería.
—¡Malditas zarzas! —murmuró cuando nos estrechaba la mano—. Miren, crecen hasta cinco centímetros por día, ¿lo sabían?; sinvergüenzas inexorables que amenazan con tragarse todo lo que conocemos y amamos... La verdad es que se parecen un poco a los anarquistas. Usted es Next, ¿verdad? Creo que nos conocimos en la boda de mi sobrina Gloria... ¿Con quién se casó?
—Con mi primo Wilbur.
—Ahora me acuerdo. ¿Quién fue aquel viejo patético que se puso en evidencia en la pista de baile?
—Creo que fue usted, señor.
Lord Volescamper se lo pensó un momento y se miró los pies.
—¡Por amor del cielo! Fui yo, ¿no? La vi en la tele anoche. Mire, fue difícil lo del libro de la Brontë, ¿eh?
—Muy difícil —le aseguré—. Este es Bowden Cable, mi compañero.
—¿Cómo está usted, señor Cable? Se ha comprado uno de los nuevos Griffin Sportina, por lo que veo. ¿Cómo lo encuentra?
—Suelo encontrarlo donde lo dejo, señor.
—¿En serio? Pero pasen. Victor los envía, ¿no?
Seguimos a Volescamper mientras entraba arrastrando los pies en la decrépita mansión. Pasamos al salón principal, generosamente decorado con las cabezas de varios antílopes, disecadas y montadas sobre escudos de madera.
—En tiempos pasados en la familia había prodigiosos cazadores —explicó Volescamper—. Pero yo no me dedico a eso. A mi padre le encantaba matar y disecar todo tipo de bichos. Insistió en que cuando muriera también lo disecaran. Está ahí mismo.
Nos detuvimos en el descansillo y Bowden y yo pudimos admirar con interés al conde fallecido. Con su arma favorita apoyada en el brazo y su fiel perro a los pies, miraba con ojos inexpresivos desde el armero. Se me ocurrió que lo apropiado hubiese sido que montaran su cabeza y hombros sobre un escudo de madera, pero no me pareció cortés decirlo. En lugar de eso dije:
—Parece muy joven.
—Es que lo era. Tenía cuarenta y tres años y ocho días. Lo arrolló un antílope.
—¿En África?
—No. —Volescamper suspiró nostálgico—. En la A30, cerca de Chard, una noche del año 1934. Paró el coche porque había un venado con una cornamenta espléndida tendido en medio de la carretera. Mi padre salió a echar un vistazo y... bien, no tuvo la más mínima oportunidad. La manada surgió de la nada.
—Lo lamento.
—Es irónico —dijo Volescamper—, pero ¿saben?, lo realmente extraño es que cuando la manada de antílopes hubo pasado, el imponente ciervo también había desaparecido.
—Debía... debía de estar simplemente aturdido —aventuró Bowden.
—Sí, sí, supongo —respondió Volescamper con voz ausente—. Supongo que sí. Pero bueno, mi padre no es lo que les interesa a ustedes. ¡Vengan!
Y diciendo esto avanzó decidido por el pasillo que llevaba a la biblioteca. Tuvimos que ir al trote para alcanzarle, pero cualquier duda sobre el valor de la colección Volescamper se esfumó con rapidez. Las puertas de la biblioteca eran de acero reforzado.
—Oh, sí —dijo Volescamper siguiendo mi mirada—. Miren, la vieja biblioteca vale unos cuantos peniques... Me gusta tomar precauciones. No se dejen engañar por el revestimiento interior de roble... a todos los efectos la biblioteca es una enorme caja fuerte.
No era algo inusual; la biblioteca Bodleian era como Fort Knox... y el propio Fort Knox había sido reconvertido para proteger las obras más importantes de la Biblioteca del Congreso.
Entramos y noté que a Bowden se le iluminaban los ojos cuando vio la colección de antiguos libros y manuscritos.
—Entonces, usted no ha comprado Cardenio recientemente ni nada parecido, ¿verdad? —pregunté, sintiendo de pronto que quizá mí rechazo inicial había sido precipitado.
—Por amor de Dios, no. Miren, lo encontramos el otro día mientras catalogábamos parte de la biblioteca privada de mi tatarabuelo Bartholomew Volescamper. Yo ni siquiera sabía que lo tuviera. Éste es el señor Swaike, mi asesor de seguridad.
Un hombre corpulento con expresión seria había entrado en la biblioteca. Nos miró con suspicacia mientras Volescamper nos presentaba. Colocó luego sobre la mesa un volumen de páginas mal cortadas encuadernado en piel.
—¿En qué tipo de cuestiones de seguridad asesora usted, señor Swaike? —preguntó Bowden.
—En personal y seguros. La biblioteca está sin catalogar y no está asegurada. Las bandas criminales podrían considerarla un blanco deseable a pesar de las medidas evidentes de seguridad. El Cardenio no es más que uno de los doce libros que ahora mismo conservo en una caja de seguridad dentro de la biblioteca cerrada.
—No se lo reprocho, señor Swaike —respondió Bowden.
Acerqué una silla y miré el manuscrito. A primera vista, tenía buen aspecto, por lo que rápidamente me puse un par de guantes de algodón, algo que ni siquiera me había molestado en hacer con el Cardenio de la señora Hathaway34. Examiné la primera página. La letra era muy similar a la de Shakespeare y el papel, no cabía duda, fabricado a mano. Olí la tinta y el papel. Todo parecía muy auténtico, pero ya había visto buenas falsificaciones otras veces. Muchos académicos eran lo suficientemente versados en Shakespeare, historia isabelina, gramática y ortografía como para intentar realizar una falsificación, aunque ninguno de ellos había poseído nunca el ingenio y el encanto del propio Bardo. Victor solía decir que falsificar la obra de Shakespeare era imposible porque el acto de copiar era inherentemente incompatible con la creación inspirada; digamos que la mente aplastaba al corazón. Pero cuando volví la página y leí la lista de personajes, algo se agitó en mi interior: los nervios de la anticipación mezclados con cierta aprensión. Ya había leído cincuenta o sesenta Cardemos, pero... Volví la página y leí el monólogo inicial de Cardenio.
—«Debes saber tú, mi amor, los pesares que soporto...»
—Es una especie de Romeo y Julieta de treintañeros y en España, pero con aspectos cómicos y un final feliz —explicó Volescamper amablemente—. Venga, ¿les apetece un poco de té?
—¿Qué? Sí... gracias.
Volescamper nos dijo que nos dejaría encerrados por motivos de seguridad, pero que podíamos llamar al timbre si necesitábamos algo.
La puerta de acero se cerró con un golpe y nosotros leímos con creciente interés cómo el caballero Cardenio le hablaba al público de su primer amor, Luscinda, y de cómo había huido a las montañas, después de que ella se casase con el mentiroso Ferdinand, para convertirse en un desgraciado indigente harapiento.
—Dios bendito —murmuró Bowden por encima de mi hombro, un sentimiento con el que yo estaba completamente de acuerdo.
La obra, falsificación o no, era excelente. Seguía al monólogo inicial una visión retrospectiva de Cardenio, todavía sin harapos, y Luscinda escribiendo una serie de apasionadas cartas de amor en una versión isabelina de la pantalla dividida Rock Hudson/Doris Day, con Luscinda a un lado reaccionando a lo que Cardenio escribía al otro y viceversa. También tenía mucha gracia. Efectivamente, el mundo era un lugar más pobre sin la obra. Seguimos leyendo y supimos de los planes de Cardenio para casarse con Luscinda, luego de la exigencia del duque de que Cardenio se convirtiese en acompañante de su hijo Ferdinand, del desesperado encaprichamiento de Ferdinand por Dorothea, del viaje al pueblo de Luscinda, de cómo el amor de Ferdinand se transfirió a Luscinda...
—¿Qué opinas? —le pregunté a Bowden cuando llegamos a la mitad.
—¡Asombroso! Nunca había visto nada parecido.
—¿Es auténtico?
—Eso creo... Pero ya se han cometido errores en otras ocasiones. Copiaré la parte en la que Cardenio descubre que le han engañado y que Ferdinand planea casarse con Luscinda. Lo pasaremos por el Analizador de Métrica en la oficina.
Seguimos leyendo. Las frases, la versificación, el estilo... todo era puro Shakespeare. Estaba emocionada, pero también preocupada. Mi padre solía decir que cuando algo es demasiado increíble para ser cierto normalmente lo es. Bowden comentó que el manuscrito original de Eduardo II de Marlowe no había aparecido hasta los años treinta, pero aun así me sentía incómoda.
Aparentemente se habían olvidado del té y, a mediodía, justo cuando Bowden terminaba de copiar la escena de cinco páginas, una llave giró en la pesada puerta de acero. Lord Volescamper asomó la cabeza y anunció, un poco sin aliento, que debido a «compromisos anteriormente adquiridos» tendríamos que retomar el trabajo al día siguiente. Cuando salíamos de la casa llegaba una limusina Béntley. Volescamper nos dedicó un apresurado adiós antes de ir rápidamente a recibir al pasajero del coche.
—Bien, bien —dijo Bowden—. Mira quién es.
Un joven flanqueado por dos enormes guardaespaldas se apeó del automóvil y le estrechó la mano al entusiasmado Volescamper. Le reconocí al instante. Era Yorrick Kaine, el joven y carismático líder del marginal partido whig. Él y Volescamper subieron los escalones hablando animadamente y desaparecieron en el interior de Vole Towers.
Nos alejamos de la mansión enmohecida con sentimientos encontrados sobre lo que habíamos estado examinando.
—¿Qué opinas?
—Me da mala espina —dijo Bowden—. Muy mala. ¿Cómo es posible que algo como el Cardenio aparezca de pronto?
—¿En qué medida te da mala espina en la escala de mala espina? —le pregunté—. El uno es una sardinita y el diez un tiburón ballena.
—Las ballenas no son peces, Thursday.
—Un tiburón ballena lo es... más o menos.
—Vale, me da tan mala espina como un pececillo de plata.[12]
—Un pececillo de plata no es un pez —le dije.
—Entonces, una estrella de mar.
—Sigue sin ser un pez.
—¿Un lepisma?
—Vuelve a probar.
—Mantenemos una conversación muy extraña, Thursday.
—Te estoy tomando el pelo, Bowden.
—Oh, ya veo —respondió cayendo en la cuenta—. Niñerías.
El escaso sentido del humor de Bowden no era necesariamente algo malo. Después de todo, nadie de OpEspec tiene realmente mucho sentido del humor. Pero él consideraba socialmente necesario tenerlo, por lo que yo hacía lo posible por contribuir a su causa. El problema radicaba en que Bowden podía leer Tres hombres en una barca sin sonreír en ningún momento y consideraba a P. G. Wodehouse infantil, por lo que yo sospechaba que su enfermedad venía de lejos y era permanente.
—El tensionólogo me propuso que probase con monólogos cómicos —dijo Bowden, observando mi reacción con atención.
—Bien. «¿Cómo encuentra el Sportina?/Suelo encontrarlo donde lo dejo, señor», ha sido un buen comienzo —le dije.
Me miró extrañado. No había sido un chiste.
—Me he apuntado a la noche de talentos de la Sepia Feliz, el lunes. ¿Quieres oír mi número?
—Soy todo oídos.
Se aclaró la garganta.
—Vienen tres osos hormigueros, sabes, y entran en...
Se oyó un estallido, el coche escoró y oí un golpeteo rápido.
—¡Maldita sea! —murmuró Bowden—. Una rueda pinchada.
Se oyó otro estallido como el primero. Entramos en el aparcamiento de la parada de South Cerney del Skyrail.
—¿Dos pinchazos seguidos? —murmuró Bowden mientras salíamos. Nos miramos con curiosidad y luego estudiamos la carretera. No parecía que nadie más tuviese problemas; el tráfico iba y venía con toda tranquilidad.
—¿Cómo es posible que dos ruedas estallen al mismo tiempo?
—Simple mala suerte, supongo. —Me encogí de hombros.
—La radio está muerta —anunció Bowden, dándole al micro y girando el botón—. Qué raro.
—Buscaré una cabina —le dije—. ¿Tienes suelto...?
Me detuve porque me di cuenta de que había un billete junto a mi pie. Cuando lo recogía un tren del Skyrail se acercó sobre sus raíles de acero, como si todo estuviese previsto.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Bowden.
—Un pase de día para el Skyrail —repuse, pensativa—. Voy a subirme al Skyrail a ver qué pasa.
—¿Por qué?
—Un neandertal tiene problemas.
—¿Cómo lo sabes?
Fruncí el ceño.
—No estoy segura. ¿Qué es lo opuesto a déjà vu; cuando ves algo que todavía no ha sucedido?
—No lo sé... ¿avant voir?
—Eso es. Va a pasar algo... y yo estoy implicada.
—Iré contigo.
—No, Bowden; si tú tuvieses que venir conmigo habríamos encontrado dos billetes. Te mandaré una grúa.
Dejé a mi compañero con expresión de confusión y corrí hacia la estación, le enseñé el billete al revisor y subí los escalones de acero hasta la plataforma situada a quince metros del suelo. Hubiese estado sola de no ser por una joven que sentada en un banco se repasaba el maquillaje en un espejito. Me miró un momento antes de que las puertas del tren silbasen al abrirse y yo entrase, preguntándome qué iba a pasar a continuación.
4
Cinco coincidencias, siete Irmas Cohen y un neandertal desconcertado
El experimento neandertal se concibió para crear lo que se denominaba de manera eufemística «contenedores de pruebas médicas», criaturas vivas lo más parecidas posible a los humanos sin que fueran legalmente humanas, recreadas a partir de células encontradas en un antebrazo de Homo Llysternef neanderthalensis conservado en un cenagal de turba cerca de Llysternef, Gales. El experimento fue un éxito rotundo. Por desgracia para la Goliath, incluso los técnicos médicos más crueles se negaron a realizar experimentos con seres inteligentes capaces de hablar, así que se entrenó al primer grupo de neandertales para ser «unidades de combate desechables», un proyecto que se desestimó en cuanto se descubrió la falta de instinto agresivo de los neandertales. Por consiguiente, se los liberó en la comunidad como mano de obra barata y se convirtieron en una forma apreciada de desgravar impuestos. Machos estériles con una esperanza de vida de unos cincuenta años pronto pasarán a formar parte de la creciente lista de «fracasos» de la industria genética.
GERHARD VON SQUID
Neandertales: de vuelta tras una breve ausencia
Las coincidencias son fenómenos extraños. Me gusta la referida a sir Edmund Godfrey, a quien en 1678 encontraron asesinado y abandonado en una cuneta de Greenberry Hill, Londres. Arrestaron y acusaron del crimen a tres hombres: el señor Green, el señor Berry y el señor Hill. Mi padre me había contado que, por lo general, no creaba ningún problema pasar de las coincidencias: no eran más que el descubrimiento aleatorio de un hecho pertinente entre un millón de posibles interconexiones diarias. «Para a un desconocido en la calle —me decía—, y rebuscad en vuestro pasado. No tardaréis en encontrar una coincidencia asombrosa imposible-de-atribuir-al-azar.»
Supongo que tenía razón, pero no explicaba cómo era posible que dos pinchazos frente a la estación, una radio rota, un billete caído del cielo y un Skyrail llegando en el preciso momento salieran juntos de la nada.
Entré en el único vagón del Skyrail y me senté delante. Las puertas se cerraron con un suspiro y nos deslizamos sin fricción sobre los lagos Cerney mientras atravesábamos Wessex. Estaba allí por alguna razón, me decía, y miraba a mi alrededor buscando cuál podía ser. El conductor neandertal del Skyrail tenía la mano sobre el acelerador y miraba el paisaje distraídamente. Se le agitaban las cejas y, ocasionalmente, olisqueaba el aire. El vagón iba casi vacío; siete personas, todas mujeres y ninguna conocida.
—Tres vertical —exclamó una mujer bajita que miraba un periódico doblado, a medias para sí y a medias para las demás—. ¿Dispuesta siempre a curiosear? Once letras.
Nadie respondió. Seguimos moviéndonos y dejamos atrás la estación Cricklade sin parar, para disgusto de una mujer enorme vestida con ropa cara que se enfadó visiblemente y apuntó al conductor con el paraguas.
—¡Eh, tú! —aulló como un capitán durante una tormenta—. ¿Qué haces? ¡Quería bajar en Cricklade, maldito seas!
El conductor no pareció notar el insulto y murmuró una disculpa. Lo que evidentemente no fue suficiente para la mujer chillona y ofensiva, que usó el paraguas para golpear en las costillas al pequeño neandertal. Él no gritó de dolor; se limitó a hacer una mueca, cerrar la puerta del conductor y asegurarla con el cierre. Le quité el paraguas a la mujer, que conmocionada y horrorizada por mi acción gritó:
—¿Qué...?
—No lo haga —le dije—, es desagradable.
—¡Majaderías! —dijo entre carcajadas, de forma estridente y molesta—. ¡No es más que un neandertal!
—Entrometida —dijo una de las pasajeras taxativa, mirando fijamente un anuncio de Gravetubo que se encontraba a la altura de los ojos.
La mujer desagradable y yo la miramos, preguntándonos a quién se refería. Nos miró, ruborizada, y dijo:
—No, no. Once letras. Tres vertical. Dispuesta siempre a curiosear. Entrometida.
—Muy buena —murmuró la dama del jeroglífico garabateando la respuesta.
Miré a la mujer bien vestida, quien me devolvió la mirada con malevolencia.
—Vuelva a chinchar al neandertal y la arrestaré por agresión.
—Resulta que sé que a los neandertales se los considera legalmente animales —dijo la mujer mordaz—. ¡Puedes agredir a un neandertal de la misma forma que puedes agredir a un ratón!
Empezaba a ponerme furiosa... lo que es siempre mala señal. Probablemente acabase cometiendo alguna estupidez.
—Quizá —respondí—, pero puedo arrestarla por crueldad, por alteración del orden y por lo que se me vaya ocurriendo.
Pero la mujer no se dejó intimidar en lo más mínimo.
—Mi esposo es juez de paz —anunció, como si aquello fuese un as en la manga—. Puedo ponerle las cosas muy difíciles. ¿Cómo se llama?
—Next —le dije sin vacilar—. Thursday Next. OE-27.
Parpadeó mínimamente y dejó de rebuscar papel y lápiz en el bolso.
—¿La Thursday Next de Jane Eyre? —preguntó, cambiando abruptamente de humor.
—La vi en la tele —dijo la mujer del crucigrama—. Debo decir que parece un poco obsesionada con su dodo. ¿Por qué no habló de Jane Eyre, la Goliath y sobre acabar con la guerra de Crimea?
—Créame, lo intenté.
El Skyrail dejó atrás la estación Broad Blunsdon y las pasajeras suspiraron al unísono, emitieron ruiditos de desaprobación y se encogieron de hombros.
—En la administración del Skyrail me van a oír —dijo una mujer corpulenta y con un dedo de maquillaje que sostenía un pequinés con cara de pocos amigos—. Una buena cura para la insubordinación es...
Tuvo que cortar el discurso cuando el neandertal aceleró de pronto. Llamé a la pesada puerta de plástico y grité:
—¿Qué pasa, amigo?
—¡Abre la puerta de inmediato! —exigió la mujer bien vestida, blandiendo el paraguas. Pero ese día el neandertal se había cansado de que le pinchasen con un paraguas.
—Ahora nosotros nos vamos a casa —se limitó a decir, mirando hacia delante.
—¿Nosotros? —repitió la mujer—. No, no vamos a casa. Yo vivo en Crick...
—Quiere decir yo —le dije—. Los neandertales no usan el pronombre en primera persona del singular.
—¡Vaya una estupidez! —respondió, y profirió algunos insultos más antes de arrastrarse de regreso a su asiento. Yo me acerqué más al conductor.
—¿Cómo te llamas?
—Kaylieu —respondió.
—Vale. Bien, Kaylieu, quiero que me digas cuál es el problema.
Hizo una pausa mientras llegaba a la parada de naves aéreas de Swindon y pasaba de largo. Vi otro tren que habían desviado a un lado y a varios empleados de Skyrail haciéndonos gestos, por lo que sólo era cuestión de tiempo que las autoridades supiesen qué pasaba.
—Queremos ser reales.
—¿Day's hurt? —murmuró la mujer rechoncha del fondo, todavía chupando el extremo del lápiz y mirando el crucigrama.
—¿Qué ha dicho? —dije.
—¿Day's hurt? —repitió—. Nueve vertical; ocho letras... creo que es un anagrama.
—No tengo ni idea —respondí, antes de volver a concentrarme en Kaylieu—. ¿Qué quieres decir con reales?
—No somos animales —anunció la pequeña y en su día extinta variedad de humano—. Queremos ser una especie protegida... como el dodo, el mamut... y vosotros. Queremos hablar con el jefe máximo de la Goliath y con alguien de Toad News.
—Veré qué puedo hacer.
Fui al fondo del vagón y descolgué el teléfono de emergencias. —¿Hola? —le dije a la operadora—. Al habla Thursday Next, OE-27. Tenemos una emergencia en el tren número, eh, 6-1-7-4.
Cuando le conté a la operadora lo que pasaba, respiró hondo y me preguntó cuánta gente había conmigo y si alguien estaba herido.
—Siete mujeres, yo y el conductor; todos estamos bien.
—No olvide a Pixie Frou-Frou —dijo la mujer grande.
—Y un pequinés.
La operadora me dijo que estaban dejando libres todas las vías que teníamos por delante; tendríamos que intentar mantener la calma y nos volvería a llamar. Intenté decirle que la situación no era mala, pero ya había colgado.
Volví a sentarme junto al neandertal. Con la mandíbula apretada, miraba fijamente al frente. Aferraba la palanca de aceleración con los nudillos blancos. Nos aproximamos al cruce de Wanborough, atravesamos la M4 y nos dirigimos al oeste. Una de las pasajeras jóvenes me miró a los ojos; tenía miedo.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Irma —respondió—. Irma Cohen.
—¡Bobadas! —dijo la mujer del paraguas—. ¡Yo me llamo Irma Cohen!
—Yo también —dijo la mujer del pequinés.
—¡Y yo! —exclamó la delgada del fondo. Quedó claro, tras un breve intercambio de gritos frenéticos y de «¡oh, vaya cosas!» y «¡nunca lo hubiese creído!», que en el Skyrail, excepto yo, Kaylieu y Pixie Frou-Frou, todas se llamaban Irma Cohen. Algunas incluso eran parientes lejanas. Era toda una coincidencia... la mejor de todas las de ese día.
—Thursday —dijo la mujer rechoncha.
—¿Sí?
Pero no me hablaba a mí; apuntaba la respuesta: Day's hurt — Thursday. Era un anagrama.
Sonó el teléfono de emergencia.
—Habla Diana Thuntress, negociadora de OE-9 —dijo una voz metódica—. ¿Con quién hablo?
—Di, soy yo, Thursday.
Una pausa.
—Hola, Thursday. Anoche te vi en la tele. Parece que los problemas te persiguen, ¿no? ¿Cómo está la cosa?
Miré al pequeño y despreocupado grupo de viajeras, que se estaban enseñando fotos de sus niños. Pixie Frou-Frou se había quedado dormido y la Irma Cohen del crucigrama se concentraba en el seis horizontal: la despedida.
—Están bien. Un poco aburridas, pero sin problemas.
—¿Qué quiere el responsable?
—Quiere hablar con alguien de la Goliath sobre la autoposesión de especies.
—Espera... ¿es un neandertal?
—Sí.
—¡No es posible! ¿Un neandertal está siendo violento?
—Aquí no hay violencia, Di... sólo desesperación.
—Mierda —murmuró Thuntress—. ¿Qué se yo de tratar con neandertales? Tendremos que llamar a uno de los neandertales de OpEspec.
—También quiere ver a un periodista de Toad News. —Silencio al otro lado—. ¿Di?
—¿Sí?
—¿Qué le digo a Kaylieu?
—Dile que... eh... que Toad News pone a su disposición un coche para llevarle al laboratorio genético de la Goliath en las montañas Preselli, donde el jefe de la Goliath, el genetista jefe y un equipo de abogados le esperan para acordar las condiciones.
En lo que a mentiras se refería, era toda una artista.
—¿Hacer eso es lo correcto? —pregunté.
—No hay nada «correcto», Thursday —respondió Diana—. No desde que tomó el control del Skyrail. Ahí hay ocho vidas. No hace falta ser el ganador de ¡Nombra esa fruta! para darse cuenta de lo que tenemos que hacer. Sea un neandertal pacífico o no, cabe la posibilidad de que haga daño a una pasajera.
—¡No seas ridícula! ¡Ningún neandertal le ha hecho nunca daño a nadie!
—No nos vamos a arriesgar, Next. Así lo haremos: vamos a desviaros por la línea de Cirencester. En Cricklade tendremos apostados agentes de OE-14. Tan pronto como se detenga, me temo que no tendremos más alternativa que dispararle. Quiero que te asegures de que las pasajeras están todas al fondo del vagón.
—¡Diana, eso es una locura! ¿Vais a matarle porque se llevó a un puñado de viajeras descerebradas a dar una vuelta por Swindon?
—La ley es muy estricta con los secuestradores, Next.
—Él no es un secuestrador, Di. ¡No es más que un extinguido confundido!
—Lo lamento... Esto no está en tus manos.
Colgué justo cuando desviaban el tren hacia Cirencester. Pasamos volando por la estación de Shaw, para sorpresa de los viajeros que esperaban, y pronto nos dirigíamos de nuevo al norte. Volví con el conductor.
—Kaylieu, debes parar en Purton.
Gruñó una respuesta, pero dio muy pocas señales de estar feliz o triste; nosotros apenas podíamos entender las expresiones faciales neandertales. Me miró un momento y me preguntó.
—¿Tiene hijos?
Cambié rápidamente de tema. Haber sido secuenciados estériles era la principal causa de queja de los neandertales contra sus amos sapiens. En unos treinta años el último de los neandertales experimentales moriría de viejo. A menos que la Goliath secuenciase algunos más, ahí acabaría todo. Volverían a extinguirse... Era poco probable que ni siquiera nosotros lográsemos algo así.
—No, no, no tengo —respondí con rapidez.
—Ni nosotros —respondió Kaylieu—, pero usted puede elegir. Nosotros no. Nunca tendrían que habernos traído de vuelta. No para esto. No para llevar bolsas para los sapiens, sin tener hijos y para recibir golpes de paraguas.
Miró desolado a la nada... quizá contemplase una vida mejor treinta mil años antes, cuando era libre para cazar grandes herbívoros desde la relativa seguridad de una cueva ventosa. Para Kaylieu el hogar era volver a la extinción... al menos para él. No quería hacernos daño a ninguna de nosotras y jamás lo haría. Tampoco podía hacerse daño a sí mismo, así que confiaría en que OpEspec lo hiciese por él.
—Adiós.
Me sobresaltó la contundencia de la despedida pero, al volverme, comprobé que no se trataba más que de la señora Cohen apuntando la última palabra de su crucigrama.
—La despedida —murmuró feliz—. Adiós. ¡Se acabó!
No me gustaba; no me gustaba en absoluto. Las tres respuestas a las pistas del crucigrama habían sido «entrometida», «Thursday» y «adiós». Más coincidencias. Sin el pinchazo por partida doble y sin el imprevisto billete ni siquiera habría estado allí. Todas las pasajeras se apellidaban Cohen y, para remate, lo del crucigrama. ¿Pero adiós? Si todo salía según los planes de OpEspec, la única persona que merecería esa palabra sería Kaylieu. A pesar de todo tenía otras cosas de las que preocuparme cuando pasamos Purton de largo. Les pedí a todas que se trasladaran al fondo del vagón y, una vez que lo hubieron hecho, regresé con Kaylieu a la parte delantera.
—Escúchame, Kaylieu. Si no hace ningún gesto amenazador es posible que no abran fuego.
—Ya lo hemos pensado —dijo el neandertal, y se sacó de la túnica una automática de imitación—. Dispararán —dijo mientras la estación Cricklade aparecía a la vista, a menos de un kilómetro—. La tallamos a partir de una pastilla de jabón... de jabón Dove [13] —añadió—. Nos pareció irónico.
Nos aproximábamos a Cricklade a toda velocidad; veía los vehículos de OpEspec 14 aparcados en la carretera y los equipos especiales vestidos de negro esperando en el andén. A cien metros, la energía del Skyrail se cortó de pronto y el tren se deslizó, sin potencia, hacia la estación. La puerta del compartimento del conductor se abrió y entré, agarré la pistola jabonosa de Kaylieu y la lancé al suelo. No iba a morir... no mientras yo pudiese evitarlo. Entramos en la estación. Los agentes de OE-14 abrieron las puertas y evacuaron con rapidez a todas las Irmas Cohen. Rodeé a Kaylieu con los brazos.
—¡Aléjese del tal! —dijo una voz a través de un megáfono.
—¿Para poder dispararle? —grité.
—Ha amenazado la vida de las viajeras, Next. ¡Es un peligro para la sociedad civilizada!
—¿Civilizada? —grité con furia—. ¡Mírense!
—¡Next! —dijo la voz—. Apártese. ¡Es una orden directa!
—Debe hacer lo que dicen —dijo el neandertal.
—Por encima de mi cadáver.
En respuesta se oyó un ligero chasquido y un solitario agujero de bala apareció en el parabrisas de la cabina. Alguien había decidido que podía encargarse de Kaylieu. Me puse furiosa e intenté gritar de rabia, pero no surgió nada de mis labios. Sentí las piernas débiles y caí al suelo convertida en un guiñapo, el mundo se volvió gris a mi alrededor. Ni siquiera sentía las piernas. Oí a alguien gritar:
—¡Un médico!
Y lo último que vi antes de que la oscuridad me rodease fue el ancho rostro de Kaylieu mirándome. Tenía lágrimas en los ojos y con la boca formaba las palabras: «Lo lamentamos. Lo lamentamos mucho, mucho.»
5
Autoestopistas desaparecidos
Las leyendas urbanas son más viejas que las polainas pero mucho más interesantes. He oído la mayoría: desde la del perro en el microondas hasta la de la esfera de rayos persiguiendo al ama de casa en Preston; desde la de la pata de dodo frita encontrada en Smiley Fried Chicken hasta la del Diatryma carnívoro supuestamente clonado y que ahora vive en New Forest. Lo he leído todo sobre la nave extraterrestre que se estrelló cerca de Lambourn en 1952; conozco la historia de que Charles Dickens era una mujer y la de que el presidente de la Corporación Goliath es en realidad un anciano de 142 años al que la ciencia médica mantiene con vida dentro de una botella. Abundan las historias sobre OpEspec, de las cuales mi favorita es la de que hay «algo extraño» excavado en las colinas Quantock. Sí, las he oído todas. Nunca me había creído ninguna. Y de pronto, un día, yo me convertí en leyenda urbana.
THURSDAY NEXT
Una vida en OpEspec
Abrí un ojo, luego el otro. Era un agradable día de verano en las colinas Marlborough. Un céfiro ligero traía consigo los delicados aromas de la madreselva y el tomillo silvestre. El aire era cálido y el sol que se ponía teñía de rojo las pequeñas nubes esponjosas. Yo estaba de pie junto a una carretera. En una dirección veía a un ciclista solitario; en la otra la carretera se perdía en la distancia entre campos donde las ovejas pastaban con tranquilidad. Si aquello era la vida tras la muerte, entonces mucha gente no tenía nada de qué preocuparse y la Iglesia, después de todo, había cumplido su papel.
—¡Eh! —siseó una voz muy cerca. Me volví para ver a una figura agachada tras una enorme valla publicitaria de la Corporación Goliath que anunciaba una oferta de dos al precio de uno en pianos de cola.
—¿Papá...?
Me hizo ponerme detrás del cartel también.
—¡Ahí de pie como una turista, Thursday! —me recriminó, un poco molesto—. ¡Cualquiera diría que quieres que te vean!
Yo consideraba a mi padre una especie de caballero errante en el tiempo, pero para la CronoGuardia no era más que un criminal. Diecisiete años antes había devuelto la placa y renunciado cuando se había metido en líos a causa de sus diferencias «históricas y morales» con la Alta Cámara de la CronoGuardia. El problema era que realmente él no existía. La CronoGuardia había interrumpido su concepción en 1917 por medio de una llamada, ejecutada con precisión, a la puerta principal de sus padres. Pero, a pesar de ello, papá seguía por ahí y mis hermanos y yo habíamos nacido. «Las cosas —solía decir papá— son mucho más raras de lo que podemos llegar a entender.»
Miró nervioso a un lado y al otro de la carretera.
—Por cierto, ¿cómo estás? —preguntó.
—Creo que un francotirador de OpEspec me acaba de matar accidentalmente.
Rió un rato y, de pronto, viendo que lo decía en serio, se calló.
—¡Por Dios! —dijo—. Vaya, pues sí que tienes una vida emocionante. Pero no temas. No puedes morir hasta no haber vivido y tú apenas has empezado. ¿Qué noticias hay de casa?
—Un agente de la CronoGuardia se presentó en la fiesta de mi boda deseando saber dónde estabas.
—¿Lavoisier?
—Sí, ¿le conoces?
—Supongo que sí. —Mi padre suspiró—. Fuimos compañeros durante casi siete siglos.
—Dijo que eras peligroso.
—No más peligroso que cualquier otro que se atreva a decir la verdad. ¿Cómo está tu madre?
—Está bien, aunque deberías intentar aclarar ese malentendido sobre Emma Hamilton.
—Emma y yo... quiero decir, lady Hamilton y yo no somos más que «buenos amigos». No hay nada más.
—Eso díselo a ella.
—Ya lo intento, pero ya sabes el humor que gasta. No tengo más que mencionar que he estado cerca de principios del siglo XIX y se pone de un borde impresionante. ¿Qué más pasa?
—Encontramos la trigésima tercera obra de Shakespeare.
—¿Trigésima tercera? —repitió mi padre—. Qué curioso. Cuando llevé la lista completa al actor Shakespeare para que distribuyese las obras, no había más que dieciocho.
—Hasta ayer, siempre había habido treinta y dos.
—Ja —respondió, frunciendo el ceño. A veces cuesta comprender el trabajo de papá en el cronoflujo.
—Quizás el actor Shakespeare se puso a escribir por su cuenta —propuse.
—¡Por todos los demonios, puede que tengas razón! —exclamó mi padre—. Se me antojó un tipo listo. Dime, ¿cuántas comedias hay ahora?
—Quince —respondí.
—Pero sólo le di tres. ¡Debieron de tener tanto éxito que él mismo se puso a escribir!
—Lo que explicaría por qué todas son en el fondo la misma —añadí—. Hechizos, gemelos, naufragios...
—... duques usurpadores, hombres travestidos —añadió mi padre—. Es posible que tengas razón.
—Pero un segundo... —empecé a decir. Mi padre, sin embargo, previendo mi inquietud por las paradojas aparentemente imposibles de la situación, me hizo callar con una mano.
—Un día lo comprenderás y todo será muy diferente de lo que imaginas en el presente.
Debí de poner cara de boba, porque añadió:
—Recuerda, Thursday, que el pensamiento científico, es más, cualquier forma de pensamiento, ya sea religioso, filosófico o de otro tipo, es simplemente como la moda que vestimos, sólo que dura más. Se parece un poco a un grupo musical de jovenzuelos.
—¿El pensamiento científico es como un grupo musical de jovenzuelos? ¿Cómo se explica eso?
—Bien, periódicamente aparece un grupo musical nuevo. Nos gusta, compramos sus discos, sus pósteres, lo vemos en la tele, convertimos a sus componentes en ídolos hasta que...
—¿... aparece el siguiente grupo musical de jovenzuelos? —propuse.
—Exacto. Aristóteles era un grupo musical joven. Muy bueno, pero sólo el sexto o séptimo. Fue el mejor grupo hasta que llegó Isaac Newton, y a Newton le superó a su vez un nuevo grupo todavía mejor. El peinado es el mismo... pero los pasos de baile diferentes.
—Einstein, ¿no?
—Exacto. ¿Comprendes a qué me refiero?
—Creo que sí.
—Magnífico. Ahora intenta situarte treinta o cuarenta grupos juveniles más allá de Einstein. En ese momento le veríamos como alguien que vislumbró una verdad, tocó un buen acorde en siete álbumes que merecen caer en el olvido.
—¿Adónde quieres llegar, papá?
—Ya termino. Imagina un grupo tan bueno que jamás de los jamases haga falta otro que lo sustituya. ¿Te lo imaginas?
—Me cuesta. Pero sí, vale.
—Ahora piensa en un grupo tan bueno que jamás hiciera falta más música... ni cualquier otra cosa.
Calló un momento para que yo asimilara la idea.
—Cuando llegas a ese grupo, cariño, la comprensión del todo se vuelve mucho más sencilla. ¿Y sabes lo mejor? Todo es diabólicamente simple.
—¿Cuándo descubriremos ese grupo?
De pronto papá se puso serio.
—Por eso estoy aquí. Quizá nunca. ¿Has visto a un ciclista en la carretera?
—Sí.
—Bien —dijo, mirando su enorme cronógrafo de muñeca—, dentro de diez segundos arrollarán y matarán a ese ciclista.
—¿Y? —pregunté, con la sensación de estar perdiéndome algo.
Miró alrededor furtivamente y bajó la voz.
—Bien, parece que aquí y ahora se encuentra la clave que nos permitirá evitar lo que sea que destruirá hasta el último rastro de vida del planeta.
Miré sus ojos serios.
—No estás de broma, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—En diciembre de 1985, tu 1985, por una razón desconocida, toda la materia orgánica del planeta se convierte en... esto.
Se sacó una bolsita de muestras del bolsillo. Contenía un espeso cieno, opaco y rosado. Agité la bolsita con curiosidad mientras oíamos un frenazo súbito y un golpe brutal; un instante después caían cerca de nosotros un cuerpo descoyuntado y una bicicleta retorcida.
—El 12 de diciembre, a las 20.23, uno o dos segundos arriba o abajo, toda la materia orgánica... todas las plantas, todos los insectos, peces, pájaros, mamíferos y los tres mil millones de humanos de este planeta... empezarán a convertirse en eso. Es el fin para todos nosotros. El fin de la vida... y no llegaremos al grupo juvenil del que te hablaba. El problema —siguió diciendo mientras oíamos las portezuelas del coche y el sonido de pies corriendo hacia nosotros— es que no sabemos por qué. En este momento la CronoGuardia no está actuando tiempoarriba; el trabajo tiempoabajo no parece estar afectado.
—¿Por qué?
—Una acción sindical. Los agentes de tiempoarriba están en huelga porque reclaman la reducción de las horas. No quieren menos horas, verás, lo que quieren es trabajar horas que sean, eh, más cortas.
—Por tanto, mientras ellos están en huelga el mundo podría acabarse. ¿No es una situación demencial?
—Desde el punto de vista sindical —dijo mi padre, pensando con cuidado—. Creo que es muy buena estrategia. Espero que lleguen a un acuerdo a tiempo.
—Pero ¡es una locura!
Papá se encogió de hombros.
—Ya no pertenezco al gremio del tiempo, garbancito. Renuncié, ¿recuerdas?
—¿Qué podemos hacer? —pregunté.
—No está claro cuál es el epicentro del desastre —respondió mi padre mientras buscaba la pipa en los bolsillos—. Todos mis esfuerzos por saltar directamente a él han fracasado. He ejecutado miles de billones de modelos de cronoflujo y el resultado es siempre el mismo: lo que sea que sucede aquí y ahora de alguna forma está relacionado con la crisis. Y dado que la muerte del ciclista es el único acontecimiento de cierta importancia que se produce durante horas en ambas direcciones, tiene que ser el desencadenante. El ciclista debe vivir para garantizar la salud del planeta.
Salimos de detrás de la valla para encararnos con el conductor, un joven que sufría un claro ataque de pánico.
—¡Oh, Dios mío! —dijo mientras miraba el cuerpo contorsionado del suelo—. ¡Oh, Dios mío! ¿Está...?
—Por ahora, sí —respondió mi padre imperturbable cebando la pipa.
—¡Debo llamar una ambulancia! —dijo el hombre—. ¡A lo mejor todavía vive!
—En cualquier caso —añadió mi padre, pasando por completo del conductor—, evidentemente el ciclista hace algo o no lo hace, y ésa es la clave de todo este embrollo.
El conductor dejó de retorcerse las manos un momento y nos miró con suspicacia.
—No iba a demasiada velocidad, ¿saben? —dijo con rapidez—. Puede que el motor fuese revolucionado, pero iba en segunda...
—¡Espera! —dije, confusa—. Has estado más allá de 1985, papá... ¡tú mismo me lo has dicho!
—Ya lo sé —respondió mi padre muy serio—, así que será mejor que lo resolvamos exactamente tal como debe ser.
—El sol estaba bajo —añadió el conductor, concentrado en pensar—, ¡y él se me ha metido delante!
—El síndrome masculino de elusión de la culpa —me explicó mi padre —. En 2054 es una enfermedad reconocida. —Me agarró del brazo y se produjeron varios destellos rápidos seguidos de un estallido sonoro, tras lo cual nos encontramos como a un kilómetro de distancia y cinco minutos antes en la dirección por la que había venido el ciclista. Pasó junto a nosotros y nos saludó con alegría.
Le devolvimos el saludo y le vimos irse pedaleando.
—¿No le detienes?
—Ya lo he intentado. No sirve de nada. Le robé la bicicleta... se la ha prestado un amigo. Pasó de los carteles de desviación y los charcos tampoco le detienen. Lo he probado todo. El tiempo es el engrudo del cosmos, Thursday, y hay que retirarlo con cuidado; si intentas forzar los acontecimientos acaba dándote en los lóbulos frontales como una col arrojada desde dos metros de altura. Lavoisier ya me habrá localizado a estas alturas. El coche llegará dentro de treinta y ocho segundos. Súbete y haz lo que puedas.
—¡Espera! —dije—. ¿Qué hay de mí?
—Te llevaré de vuelta cuando el ciclista esté a salvo.
—¿De vuelta adónde? —pregunté súbitamente. No me apetecía en absoluto volver al momento del que había partido—. El francotirador de OpEspec, papá, ¿recuerdas? ¿No puedes dejarme, digamos, treinta minutos antes?
Sonrió y me dedicó un guiño.
—Dile a tu madre que la quiero. Gracias por tu ayuda. Bien, el tiempo no espera por nadie, nosotros...
Pero había desaparecido disuelto en el aire que me rodeaba. Recapitulé un momento y saqué el pulgar para llamar al Jaguar que se aproximaba. El coche frenó y se detuvo, y el conductor, evidentemente ignorando el accidente que estaba a punto de producirse, sonrió y me pidió que subiese.
No dije nada, subí y salimos.
—Lo he recogido esta misma mañana —comentó, más para sí mismo que para mí—. Tres coma ocho litros con triple carburador DCOE Webers. Seis cilindros de motor... ¡Una belleza!
—Cuidado con el ciclista —dije cuando tomamos la curva. El conductor pisó el freno y esquivó al hombre que iba en bicicleta.
—¡Malditos ciclistas! —exclamó—. Son un peligro para sí mismos y para todos los demás. ¿Adónde va usted, señorita?
—Voy a... eh... a visitar a mi padre —le expliqué, bastante sinceramente.
—¿Dónde vive?
—En todas partes —respondí.
—La radio está muerta —anunció Bowden, dándole al micro y girando el botón—. Qué raro.
Recogí el billete de Skyrail mientras el vagón se aproximaba por la vía.
—¿Qué haces? —preguntó Bowden.
—Voy a subir al Skyrail; hay un neandertal con problemas.
—¿Cómo lo sabes?
Fruncí el ceño.
—En esta ocasión, digamos que es un déjà vu. Va a pasar algo... y yo estoy implicada.
Dejé a mi compañero y caminé con rapidez hacia la estación, le mostré el billete al revisor y subí los escalones de acero hasta la plataforma. Las puertas del vagón se abrieron con un silbido y entré, sabiendo exactamente qué hacer en esta ocasión.
4a
Cinco coincidencias, siete Irmas Cohen y una confundida Thursday Next
El experimento neandertal fue simultáneamente el punto álgido y el más bajo de la revolución genética. Devolvió con éxito a la vida al primo largo tiempo extinguido del Homo sapiens, pero, sin embargo, fue un fracaso en la medida en que los científicos, tan felices contemplando sus experimentos desde sus altas torres de marfil, no tuvieron en cuenta las consecuencias sociales que podría tener la introducción de otra especie humana en un mundo que ésta no visitaba desde hacía treinta milenios. No resultó sorprendente que la mayoría de los neandertales se sintiesen confundidos y estuvieran poco preparados para soportar la presión de la vida moderna. Fue una muestra de falta de sapiencia del Homo sapiens.
GERHARD VON SQUID
Neandertales: de vuelta tras una breve ausencia
Las coincidencias son fenómenos extraños. Me gusta la historia del jugador de póquer llamado Fallon, al que mataron de un tiro en San Francisco, en 1858, por hacer trampas. Consideraron de mal agüero repartirse los seiscientos dólares de ganancias del muerto, por lo que le dieron el dinero a uno que pasaba por allí con la esperanza de ganárselo jugando. El extraño convirtió los seiscientos dólares en dos mil doscientos y, cuando llegó la policía, le pidieron que entregase los seiscientos dólares iniciales para entregárselos a los familiares del jugador muerto. Después de una breve investigación, le devolvieron el dinero porque resultó que era el hijo de Fallon, a quien no veía desde hacía siete años.
Mi padre me dijo que no prestar atención a las coincidencias no suele causar problemas. «Sería muchísimo más asombroso —decía— que no las hubiera.»
Entré en el vagón de Skyrail, le di a la palanca de emergencia y ordené a todos que se apeasen. El conductor neandertal me miró extrañado mientras yo bloqueaba su puerta con un pie. Lo saqué de su asiento y le di un puñetazo en la mandíbula antes de esposarle. Unos días en el trullo y volvería con la señora Kaylieu. Reinaba un silencio conmocionado entre las mujeres del Skyrail mientras yo le registraba y encontraba... nada. Miré en la cabina y en la fiambrera, pero la pistola tallada en jabón tampoco estaba allí.
La mujer elegante que antes había estado tan deseosa de pinchar al conductor con el paraguas de pronto era todo indignación:
—¡Qué vergüenza! ¡Atacar a un pobre e indefenso neandertal! ¡Se lo contaré a mi esposo!
Una de las mujeres había llamado a OpEspec 21 y una tercera le había dado un pañuelo al conductor para que se limpiase la sangre de la boca. Le quité las esposas a Kaylieu y me disculpé. Luego me senté y puse la cabeza entre las manos, preguntándome qué había ido mal. Todas las mujeres se llamaban Irma Cohen, pero jamás lo sabrían. Papá decía que cosas así pasaban continuamente.
—¿Has hecho qué? —preguntó Victor, unas horas más tarde, en la oficina de detectives literarios.
—Le he dado un puñetazo a un neandertal.
—¿Por qué?
—Pensaba que tenía una pistola.
—¿Un neandertal con una pistola? ¡No seas ridícula!
—Vale, era una pastilla de jabón tallada... Quería que los de OE-14 le matasen. Pero eso no es ni la mitad de la historia. La verdadera víctima era yo. Si hubiese viajado en ese Skyrail, hubiese acabado en una bolsa para cadáveres yo, no Kaylieu. Era una trampa, Victor. Alguien manipuló los acontecimientos para intentar eliminarme con una bala perdida de OpEspec... Quizá sea su idea de una broma. De no ser porque papá me sacó de allí, ahora estaría tocando el arpa.
Victor frunció el ceño y le enseñé el ejemplar de esa mañana de The Owl, con las tres respuestas subrayadas en verde. Las leyó en voz alta.
—«Entrometida, Thursday, adiós.»
Se encogió de hombros.
—Una coincidencia. Yo podría formar la frase que quisiese con las otras respuestas. Mira.
Las examinó un momento.
—«Planeta. Destruido. Pronto.» ¿Qué significa eso? ¿El mundo se va a acabar?
—Bueno... Tiró mi informe de arresto en la bandeja de salida.
—Acepta mi consejo, Thursday. Diles que te ha parecido que el neandertal era un criminal, que te recordó al hombre del saco... lo que sea. Menciona cualquier asunto confidencial de la CronoGuardia y Flanker usará tu placa como pisapapeles. Escribiré un buen informe para OE-1 sobre tu trabajo y tu conducta hasta el momento. Con un poco de suerte y algunas mentiras gordas por tu parte, quizá puedas librarte con una reprimenda. Por amor de Dios, Thursday, ¿no aprendiste nada del Mal Tiempo en la M1?
Se puso en pie y se frotó las piernas. El cuerpo le fallaba. Había que reemplazarle la cadera que ya le habían reemplazado cuatro años antes. Bowden se nos acercó procedente de donde había estado pasando las páginas copiadas de Cardenio por el Analizador de Métrica. Parecía excitado, algo impropio de él. Casi daba saltos.
—¿Qué tal? —pregunté.
—¡Asombroso! —respondió agitando el informe impreso—. Un noventa y cuatro por ciento de probabilidades de que Will sea el autor... Ni siquiera el mejor Cardenio falso logró más de un setenta y seis. El AMP también ha detectado ligeros rastros de otra mano.
—¿De quién?
—Hay una probabilidad del 73% de que sea de Fletcher... algo que las pruebas históricas parecen apoyar. Falsificar a Shakespeare es una cosa, falsificar una obra en colaboración con él otra muy diferente.
Se hizo el silencio. Victor se masajeó la frente y pensó atentamente.
—Vale. Por extraño e imposible que pueda parecer, tal vez tengamos que aceptar que es cierto. Podría ser el mayor acontecimiento literario de la historia, de todos los tiempos. Mantengamos el silencio y haré que el profesor Spoon le dé un vistazo. Tenemos que estar completamente seguros. No voy a pasar por la misma vergüenza que sufrimos con lo del fiasco de la Tempestad.
—Puesto que no es de dominio público —comentó Bowden—, Volescamper tendrá los derechos durante los próximos setenta y seis años.
—Todos los teatros del planeta querrán representarla —añadí—, y los derechos cinematográficos...
—Exacto —dijo Victor—. No sólo ha realizado el mayor descubrimiento literario de los últimos tres siglos sino que también ha dado con una mina de oro. La pregunta es cómo ha languidecido tanto tiempo en una biblioteca sin ser descubierto. Los académicos se pasan por allí desde 1709. ¿Cómo se les ha pasado por alto? ¿Alguna idea?
—¿Retrosustracción? —propuse—. Si un agente renegado de la CronoGuardia decidiese ir a 1613 y robar una copia podría acabar con unos buenos ahorrillos en las manos.
—OE-12 se toma muy en serio las retrosustracciones y me asegura que siempre las detectan, más tarde o más temprano, o ambas cosas... y las castiga con severidad. Pero es posible. Bowden, llama a OE-12.
Bowden acercaba la mano al teléfono justo cuando empezó a sonar.
—¿Hola? ¿No lo es, dicen? Vale, gracias.
Colgó.
—La CronoGuardia dice que no es una retrosustracción.
—¿Cuánto crees que vale? —pregunté.
—Cien millones —respondió Victor—, doscientos millones. ¿Quién sabe? Llamaré a Volescamper y le diré que mantenga la boca cerrada. La gente mataría sólo por leerla. Nadie más debe saberlo, ¿me oís? —Asentimos—. Bien. Thursday, la Red se toma muy en serio los asuntos internos. OE-1 querrá hablar contigo, aquí, mañana, a las cuatro, sobre lo del Skyrail. Me han dicho que te suspenda pero les he contestado que ni hablar, así que tómate el día libre hasta mañana. Buen trabajo, los dos. Recordad, ¡ni una palabra a nadie!
Le dimos las gracias y nos fuimos. Bowden miró a la pared durante un momento antes de decir:
—Pero lo de las respuestas del crucigrama me da mala espina. Si no opinase que las coincidencias no son más que elementos aleatorios o el uso abusivo de un recurso dramático dickensiano, diría que un viejo enemigo tuyo quería vengarse.
—Uno con sentido del humor, es evidente —le dije sombría.
—Supongo que eso descarta la Goliath —comentó Bowden—. ¿A quién llamas?
—A OE-5.
Me saqué la tarjeta del agente Phodder del bolsillo y marqué el número. Me había dicho que le llamase si se producía «un suceso sin precedentes», y eso hacía.
—¿Hola? —respondió con brusquedad una voz masculina después de que el teléfono sonase un buen rato.
—Thursday Next, OE-27 —dije—. Tengo información para el agente Phodder.
Una larga pausa.
—El agente Phodder ha sido cesado.
—Entonces, para el agente Kannon.
—El agente Phodder y el agente Kannon han sido cesados —respondió el hombre—. Un raro accidente colocando linóleo. Los funerales son el viernes.
Una noticia inesperada. No se me ocurrió nada adecuado que decir, así que murmuré:
—Lamento oírlo.
—Bastante —dijo el tipo brusco, y colgó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Bowden.
—Los dos han muerto —dije tranquilamente.
—¿Hades?
—Linóleo.
Nos quedamos un momento sentados en silencio.
—¿Tiene Hades los poderes necesarios para manipular coincidencias? —preguntó Bowden.
Me encogí de hombros.
—Quizá —dijo Bowden pensativo— después de todo fuese una verdadera coincidencia.
—Quizá —dije, deseando creerlo—. Oh... casi lo olvido. El mundo se acabará el 12 de diciembre a las 20.23.
—¿En serio? —respondió Bowden con desinterés. Para nosotros las declaraciones apocalípticas no tenían nada de particular. La destrucción inminente del mundo se había predicho todos los años desde los albores de la humanidad.
—¿A qué se deberá esta vez, a una plaga de ratones o a la ira de Dios? —preguntó Bowden.
—No estoy segura. A las cinco tengo que estar en otra parte. Hazme un favor.
Le pasé la bolsita de muestras que mi padre me había dado. Bowden miró fijamente la sustancia gelatinosa del interior.
—¿Qué es?
—De eso se trata exactamente, de saberlo. ¿Harás que el laboratorio lo analice?
Nos dijimos adiós y salí corriendo del edificio. Choqué con John Smith, que maniobraba una carretilla cargada con una zanahoria del tamaño de una aspiradora. «Prueba», decía una etiqueta enorme adherida al vegetal descomunal. Le abrí la puerta.
—Gracias —dijo con la voz entrecortada.
Me metí en el coche y salí del aparcamiento. Tenía cita a las cinco con el médico y no iba a faltar por nada del mundo.
6
Familia
Landen Parke-Laine había estado conmigo en Crimea en el 72. Había perdido una pierna a causa de una mina y a su mejor amigo a consecuencia de un error militar. Su mejor amigo era mi hermano, Anton... y Landen testificó contra él en la vista posterior a la desastrosa carga de la Brigada Ligera Blindada. Acusaron a mi hermano de la debacle, a Landen lo licenciaron con honores y a mí me condecoraron con la Estrella de Crimea al valor. Estuve diez años sin hablarle y ahora estamos casados. Es curioso cómo acaban sucediendo las cosas.
THURSDAY NEXT
Recuerdos de Crimea
—¡Cariño, estoy en casa! —grité. Se oyó un ruido de patas en la cocina. Pickwick intentaba caminar sobre las losetas para venir a recibirme. Lo había creado yo misma cuando todavía se podían comprar equipos caseros de clonación en cualquier tienda. Era una primera versión 1.2, lo que explicaba que no tuviese alas: tardaron otros dos años en completar la secuencia. Emitió ploc-plocs de emoción y hundió y subió la cabeza para saludar, buscó un regalo en la papelera y finalmente me trajo correo basura de la tienda Lorna Doone. Le acaricié la papada y corrió a la cocina, se detuvo, me miró y agitó la cabeza unas cuantas veces más.
—¡Hoooolaaaaa! —gritó Landen desde su estudio—. ¿Te gustan las sorpresas?
—¡Cuando son agradables! —le grité en respuesta.
Pickwick volvió a mi lado, hizo algo más de ploc-ploc y me tiró de la pernera del pantalón. Volvió a la cocina y me esperó junto a su cesta. Intrigada, le seguí. Pude comprender la razón de su excitación. En medio de la cesta, entre los grandes montones de papel cortado, había un huevo.
—¡Pickwick!—grité emocionada—. ¡Eres una chica!
Pickwick cabeceó un poco más y me acarició con afecto. Al cabo de un rato lo dejó y delicadamente se metió en la cesta, ahuecó las plumas, movió el huevo con el pico y le dio varias vueltas antes de colocarse delicadamente encima. Una mano me tocó el hombro. Acaricié los dedos de Landen y me puse en pie. Me besó en el cuello y me rodeó con sus brazos.
—Creía que Pickwick era chico —dijo.
—Yo también.
—¿Es una señal?
—¿Que Pickers ponga un huevo y resulte que es chica? —respondí—. ¿Quieres decir que estás embarazado, Land?
—No, tonta, sabes muy bien a qué me refiero.
—¿Lo sé? —pregunté, mirándole con fingida inocencia.
—¿Y bien?
—¿Bien qué? —Miré el rostro sonriente y preocupado con lo que yo creía que era una expresión impasible. Pero no pude mantenerla mucho rato y estallé en risas juveniles y lágrimas saladas. Él me abrazó con fuerza y, delicadamente, me colocó la mano sobre la barriga.
—¿Ahí? ¿Hay un bebé?
—Sí. Una cosita rosada que emite ruidos. Estoy de siete semanas. Probablemente nacerá en julio.
—¿Cómo te sientes?
—Bien —le dije—. Ayer estaba un poco mareada, pero puede que no tuviese nada que ver. Seguiré trabajando hasta que empiece a caminar como un pato y luego pediré la baja. ¿Cómo te sientes tú?
—Extraño —dijo Landen, abrazándome una vez más—. Extraño... pero eufórico —sonrió—. ¿A quién se lo puedo decir?
—Todavía a nadie. Probablemente sea la mejor decisión... ¡Tu madre se pondría a hacer punto como una loca!
—¿Y qué tiene de malo que mi madre haga punto? —preguntó Landen, fingiendo indignación.
—Nada —reí—. Simplemente, que tenemos pocos armarios.
—Al menos lo que ella teje no es deforme —dijo—. El jersey que tu madre me regaló por mi cumpleaños... ¿Qué cree que soy, una sepia?
Hundí mi cara en su cuello y le abracé con fuerza. Él me frotó la espalda con suavidad y nos quedamos juntos varios minutos sin hablar.
—¿Qué tal el día? —me preguntó al fin.
—Bien —empecé—, hemos encontrado el Cardenio, un francotirador de OE-14 me ha matado de un disparo, me he convertido en una autoestopista que desaparece, he visto a Yorrick Kaine, he sido víctima de algunas coincidencias de más y he dejado inconsciente a un neandertal.
—¿No ha habido pinchazo en esta ocasión?
—En realidad, dos... simultáneos.
—¿Qué tal es Kaine?
—La verdad, no lo sé. Llegaba a la mansión de Volescamper cuando nosotros nos íbamos... ¿No sientes ni la más mínima curiosidad por lo del francotirador?
—Esta noche Yorrick Kaine da una conferencia sobre las realidades económicas del acuerdo de libre comercio con Gales...
—Landen —dije—, esta noche es la fiesta de mi tío. Le prometí a mamá que asistiríamos.
—Sí, lo sé.
—¿Quieres saber ahora lo del incidente con OE-14?
Landen suspiró.
—Vale. ¿Cómo ha sido?
—No quieras saberlo.
Mi tío Mycroft había anunciado su jubilación. A los setenta y siete, y tras los acontecimientos del Portal de Prosa y la reclusión de Polly en «Vague solitario como una nube», los dos habían decidido que ya era suficiente. La Corporación Goliath le había ofrecido a Mycroft no uno sino dos cheques en blanco para que reanudase el trabajo en el Portal de Prosa, pero Mycroft se había negado una y otra vez, asegurando que le habría sido imposible reproducir el Portal aunque hubiese querido. Llevamos el coche hasta casa de mamá y aparcamos calle arriba.
—Nunca hubiese dicho que Mycroft se jubilaría —dije mientras recorríamos la calle.
—Yo tampoco —admitió Landen—. ¿Qué crees que hará ahora?
—Lo más probable es que vea ¡Nombra esa fruta! Según él los culebrones y los concursos son la forma ideal de desaparecer de este mundo.
—No anda muy desencaminado —comentó Landen—. Cuando llevas años viendo El 65 de Walrus Street puede que la muerte se convierta en una especie de distracción agradable.
Abrimos la puerta del jardín y saludamos a los dodos, que engalanados para la ocasión llevaban todos una llamativa cinta rosa alrededor del cuello. Les ofrecí golosinas y ellos picotearon y se abalanzaron con glotonería.
—¡Hola, Thursday! —dijo el hombre de pelo prematuramente gris que acudió a la puerta.
—Hola, Wilbur —dije—. ¿Cómo te va?
Wilbur y Orville eran los únicos hijos de Mycroft y Polly, y eran especiales por... bien, ya veréis.
—Estoy muy bien —respondió Wilbur, sonriendo afable—. Hola, Landen... leí tu último libro. Mucho mejor que el anterior, debo decir.
—Eres muy amable —respondió Landen con sequedad.
—Me han ascendido, ¿sabes?
Hizo una pausa para permitirnos murmurar sonidos de felicitación antes de continuar.
—En Cosas Útiles Consolidadas hay promoción interna para los que resultan prometedores y, después de diez años en la administración de fondos de pensiones, CosasCon ha creído que estaba preparado para dedicarme a algo nuevo y más dinámico. Ahora soy director de servicios de una subsidiaria suya llamada Desarrollos MycroTech.
—¡Dios, qué coincidencia! —exclamó Landen—. ¿No es ésa la empresa de Mycroft?
—Una coincidencia —respondió Wilbur estoicamente—, como bien dices. El señor Perkup, el director de MycroTech, me dijo que se debía exclusivamente a mi diligencia; yo...
—¡Thursday, tesoro! —interrumpió Gloria, la esposa de Wilbur. Antes una Volescamper, se había casado con Wilbur creyendo equivocadamente: a) que él heredaría una fortuna y b) que era tan inteligente como su padre. En ambas cosas se había equivocado... espectacularmente—. Querida, estás simplemente divina... ¿Has perdido peso?
—No tengo ni idea, Gloria, pero... tienes un aspecto diferente.
Y así era. Normalmente iba vestida de pies a cabeza con ropa y calzado caros, llevaba sombrero, maquillaje y todos los aditamentos. Ese día llevaba pantalones chinos y una camisa. Apenas se había maquillado y se había recogido el pelo, habitualmente peinado a la perfección, en una cola de caballo con una goma negra.
—¿Qué te parece? —preguntó, girando para que los dos la viésemos.
—¿Qué ha pasado con los vestidos de quinientas libras? —preguntó Landen—. ¿Ha pasado el alguacil?
—No, esto es la última moda... y tú deberías saberlo, Thursday. The Femole está promocionando el look Thursday Next. Esto es lo in en estos momentos.
—Qué ridiculez —le dije—. Si Bonzo el perro maravilla hubiese rescatado a Jane Eyre, ¿ahora llevarías un collar con tachuelas y estaríais olisqueándoos?
—No hace falta que seas ofensiva —respondió Gloria arrogante mientras me repasaba de arriba abajo—. Deberías sentirte orgulloso... Eso sí, en el número de diciembre de The Femole pone que una cazadora marrón de aviador se ajusta más al look. Tu cazadora negra está un poco pasada de moda, me temo. Y esos zapatos... ¡Por amor de...!
—¡Un segundo, un segundo! —respondí—. ¿Cómo puedes decirme que no me ajusto al look Thursday Next? ¡Yo soy Thursday Next!
—La moda evoluciona, Thursday... He oído que la moda del próximo mes se inspirará en los invertebrados marinos. Deberías disfrutarlo mientras puedas.
—¿Los invertebrados marinos? —repitió Landen—. ¿Qué ha sido de aquel jersey en forma de sepia de tu madre? ¡Podría valer una fortuna!
—¿Ninguno de los dos puede portarse con seriedad? —preguntó Gloria con desdén—. Si no estás in, estás out. Así que, ¿dónde va a estar una?
—Out, supongo —respondí—. Land, ¿qué opinas tú?
—Totalmente out, Thurs.
La miramos, sonriendo, y se echó a reír. Gloria era buena persona una vez que derribabas sus defensas. Wilbur, aprovechando la oportunidad para contarnos más acerca de aquel fascinante trabajo suyo, se puso a hablar tan pronto como su mujer dejó de hacerlo.
—Ahora gano veinte mil más coche v un buen fondo de pensiones.
Podría retirarme voluntariamente a los cincuenta y cinco y seguiría ganando dos tercios de mi sueldo. ¿Qué tal es el fondo de pensiones de OpEspec?
—Una mierda, Wilbur... pero tú ya lo sabes.
De pronto se acercó una versión ligeramente más pequeña y más limitada capilarmente de Wilbur.
—Hola, Thursday.
—Hola, Orville. ¿Qué tal el oído?
—Igual. ¿Qué comentabas de jubilarte a los cincuenta y cinco, Will?
Con la emoción de los planes de pensiones me había olvidado. Charlotte, la esposa de Orville, también iba a lo Thursday Next; ella y Gloria se embarcaron con alegría en una conversación apasionante sobre si los zapatos de cuero del look debían llevarse por encima o por debajo del tobillo y si era aceptable un poco de lápiz de ojos. Como era habitual, Charlotte tendía a estar de acuerdo en todo con Gloria; es más, tendía a convenir en todo con todo el mundo. Era tan hospitalaria como largo el día, pero convenía evitar quedarse atrapada en un ascensor con ella... podía darte la razón hasta matarte.
Me alejé de la conversación y crucé el salón. Atrapé con destreza la muñeca de mi hermano mayor Joffy, que había tenido la esperanza de darme una colleja como tenía por costumbre desde hacía treinta y cinco años. Le había visto acecharme y estaba preparada. Le retorcí el brazo con una llave y le pegué la cara contra la puerta antes de que se diera cuenta de lo que había pasado.
—¡Hola, Joff! —dije—. ¿Pierdes facultades con la edad?
Le solté. Se rió con ganas, enderezó la mandíbula y el cuello y me abrazó con fuerza mientras le ofrecía a Landen la mano. Landen, después de comprobar que no llevaba el casi obligatorio dispositivo de descarga, la aceptó de corazón.
—¿Qué tal les va al señor y a la señora Bodoque?
—Estamos bien, Joff. ¿Tú?
—No tan bien, Thurs. En la Iglesia de la Deidad Estándar Global ha habido un cisma.
—¡No! —imprimí tanta sorpresa y preocupación como pude a mi voz.
—Eso me temo. La nueva Deidad Estándar Global en el Sentido de las Agujas del Reloj se ha separado debido a diferencias irreconciliables sobre la dirección en la que se debe pasar el platillo de limosnas.
—¿Otra escisión? ¡Es la tercera esta semana!
—La cuarta —respondió Joffy hosco—, y estamos a martes. Los probaptistas estándar unidos con las hermanas metodistas-luteranas de esto o aquello se dividió ayer en dos subgrupos. Pronto —añadió con gravedad— no habrá suficientes pastores para encargarse de todos los grupos. Como están las cosas, cada semana tengo que servir a dos docenas diferentes de grupos eclesiásticos divididos. A menudo olvido en cuál estoy, y como podéis imaginar, leer a los Amigos Idólatras de san Zvlkx el Consumidor el sermón que debería haber leído en la Iglesia de la Promesa Tergiversada de la Vida Eterna es muy embarazoso. Mamá está en la cocina. ¿Crees que papá vendrá?
No lo sabía y eso le dije. Durante un momento se mostró abatido y luego añadió:
—¿Asistirás a un encuentro profesional en mi exposición Les arts modernes de Swindon la próxima semana?
—¿Por qué yo?
—Porque eres algo famosa y eres mi hermana. ¿Sí?
—Vale.
Me tiró afectuosamente de la oreja y entramos en la cocina.
—¡Hola, mamá!
Mi madre se afanaba con los volovanes de pollo. Por algún azar del destino, no se habían quemado y tenían un aspecto bastante apetitoso... lo que le había provocado un pequeño ataque de pánico. La mayor parte de sus experiencias en la cocina acababan en el equivalente culinario del acontecimiento de Tunguska.
—Hola, Thursday, hola, Landen. ¿Me pasas ese cuenco, porfa?
Landen se lo pasó, intentando no mirar el contenido.
—Hola, señora Next —dijo.
—Llámame Wednesday, Landen... ahora eres de la familia —sonrió y rió para sí.
—Papá te manda un saludo —añadí rápidamente antes de que mamá entrase en un frenesí familiar—. Le he visto hoy.
Mi madre abandonó de inmediato su método aleatorio de cocina y recordó durante un momento, imagino, los cariñosos abrazos de su esposo erradicado. Debió de ser toda una conmoción para ella despertar una mañana y descubrir que su marido jamás había existido. Luego, inesperadamente, gritó:
—DH-82, ¡abajo! —La furia iba dirigida contra un pequeño lobo de Tasmania que había estado olisqueando los restos de pollo en el borde de la mesa—. ¡Niño malo! —le reprochó. El lobo de Tasmania quedó alicaído, se sentó en su manta cerca de la cocina y se miró las patas.
—Es un tilacino rescatado —me explicó mi madre—. Era un animal de laboratorio. Se fumaba cuarenta al día antes de escapar. Me cuesta una fortuna en parches de nicotina. ¿Verdad, DH-82?
El pequeño nativo recreado de Tasmania alzó la vista y cabeceó. A pesar de tener vagamente la forma de un perro, estaba más emparentado con el canguro que con un labrador. Esperabas que agitase el rabo, ladrase o atrapase un palo, pero nunca lo hacía. La única similitud de comportamiento era su tendencia a robar comida y una dedicación casi fanática a perseguirse el rabo.
—Echo mucho de menos a tu padre, ¿sabes? —dijo mi madre con melancolía—. ¿Cómo...?
Se oyó una fuerte explosión, las luces parpadearon y algo pasó volando delante de la ventana de la cocina.
—¿Qué ha sido eso? —dijo mi madre.
—Creo —respondió Landen con sobriedad— que era la tía Polly.
La encontramos en el huerto vestida con un traje de goma desinflado que se suponía que debía haber amortiguado la caída pero que, evidentemente, no había funcionado: se apretaba con un pañuelo la nariz ensangrentada.
—¡Por amor de Dios! —exclamó mi madre—. ¿Estás bien?
—¡Nunca he estado mejor! —respondió ella, mirando una estaca del suelo. Gritó—: ¡Setenta y cinco metros!
—¡Correctito! —dijo una voz distante desde el otro extremo del huerto.
Nos volvimos para ver a mi tío Mycroft, quien consultaba unas notas junto a un Volkswagen descapotable que echaba humo.
—Es un dispositivo de expulsión de asientos en caso de accidente de tráfico —explicó Polly—, con un traje de goma autoinflable para amortiguar la caída. Le das a un botón y pum... allá vas. Un prototipo, por supuesto.
—Claro.
La ayudamos a ponerse en pie y se fue, aparentemente indemne tras la experiencia.
—Entonces, ¿Mycroft sigue inventando? —dije mientras entraba para descubrir que DH-82 se había comido todos los volovanes, el plato principal y el postre.
—¡DH! —exclamó mamá cabreada a punto de reventar y con cara de culpabilidad al lobo de Tasmania—. ¡Eso ha estado muy mal! ¿Ahora qué voy a servir?
—¿Qué tal chuletas de tilacino? —propuso Landen.
Yo le di un codazo en las costillas y mamá fingió no oírle.
Landen se arremangó y se puso a buscar algo con lo que improvisar. Todas las alacenas estaban repletas de pera enlatada.
—¿Tiene algo aparte de fruta en lata, señora... quiero decir, Wednesday?
Mamá dejó de intentar reprender a DH-82, quien, adormilado por la comilona, se había acomodado para una larga siesta.
—No —admitió—. El señor de la tienda dijo que habría escasez y compré todas las existencias.
Fui hasta el laboratorio de Mycroft, llamé y, al no recibir respuesta, entré. Habían desmontado todas las máquinas, cuyas piezas estaban esparcidas por toda la habitación, etiquetadas y cuidadosamente apiladas. Mycroft, que evidentemente había dejado de probar el sistema de eyección, manipulaba un pequeño objeto de bronce. Pareció un poco sorprendido cuando pronuncié su nombre pero se relajó al comprobar que era yo.
—¡Hola, amor! —dijo con amabilidad—. Me jubilo dentro de una hora y nueve minutos. Estuviste bien en la tele anoche.
—Gracias. ¿Qué haces, tío?
Me pasó un libro enorme.
—Indexado mejorado. En un diccionario nextiano, la devoción puede estar cerca de la limpieza... o de lo que haga falta.
Abrí el libro para buscar «trucha» y encontré la palabra en la primera página que leí.
—Ahorra tiempo, ¿eh?
—Sí; pero...
Mycroft había pasado a otra cosa.
—Aquí tenemos un filtro Lego para aspiradoras. ¿Sabías que cada año se aspiran más de un millón de libras en piezas Lego y que se malgastan en total diez mil horas en hurgar en las bolsas de polvo?
—No lo sabía, no.
—Este dispositivo clasifica cualquier pieza de Lego por color o forma, según los ajustes.
—Impresionante.
—No es más que un entretenimiento. Ven a ver la verdadera innovación.
Me llamó a una pizarra, cubierta de una confusión de funciones algebraicas complicadas.
—Éste es el entretenimiento de Polly. Es un nuevo tipo de teoría matemática que hace que el trabajo de Euclides parezca aritmética básica. Lo llamamos geometría nextiana. No te voy a fastidiar con los detalles, pero mira esto. —Mycroft se subió las mangas, colocó una enorme bola de masa en el banco de trabajo y la aplanó—. Masa para bollos. No le he puesto pasas para que quede más claro. Si aplicamos la geometría convencional, un molde de corte redondo siempre deja material sobrante, ¿cierto?
—Cierto.
—¡No según la geometría nextiana! ¿Ves este molde de galletas? Es circular, ¿no te parece?
—Perfectamente circular, sí.
—Bien —añadió Mycroft emocionado—, no lo es. Parece circular, pero en realidad es cuadrado. Un cuadrado nextiano. Mira.
Recortó hábilmente doce formas perfectamente circulares sin dejar sobras. Fruncí el ceño y miré el montoncito de discos, sin acabar de creer lo que acababa de ver.
—¿Cómo...?
—Ingenioso, ¿verdad? —rió—. Pero en realidad, es muy, muy simple. Una lata de judías es circular, ¿no lo dirías?
Asentí.
—Pero vista de lado, parece oblonga. Lo que hace la geometría nextiana, en términos muy simples, es llevar el plano horizontal de un cuerpo sólido a la vertical pero sin alterar los vértices del sólido en el espacio. Admito que sólo funciona con la masa de bollos nextiana, que no sube muy bien y sabe a pasta de dientes, pero ya estamos trabajando en ese problema.
—Parece imposible, tío.
—Tardamos tres millones y medio de años en descubrir la verdadera naturaleza del rayo y el arco iris, muñequita. No lo rechaces simplemente porque parece imposible. Si cerrásemos nuestras mentes no tendrías Gravetubos, antimateria, Portales de Prosa ni termos de café...
—¡Alto! —le interrumpí—. ¿Por qué incluyes los termos en el grupo?
—Porque, mi querida niña, nadie tiene ni la más remota idea de por qué funcionan. —Me miró fijamente un momento y prosiguió—: Estarás de acuerdo en que un termo mantiene los líquidos calientes en invierno y fríos en verano.
—Sí.
—Bien, ¿cómo sabe si es invierno o verano? He estudiado los termos muchos años y ninguno me ha dado ni la más mínima pista sobre sus habilidades inherentes para distinguir las estaciones. Para mí es un misterio, ya te digo.
—Vale, vale, tío... ¿Cuáles son las aplicaciones de la geometría nextiana?
—Cientos. Será una revolución en el empaquetamiento y la administración del espacio. Puedo meter pelotas de pimpón en una caja de cartón sin dejar huecos, fabricar chapas de botella sin dejar material sobrante, taladrar agujeros cuadrados, fabricar un túnel a la Luna, cortar el pastel de forma más eficiente y además... y esto es lo mejor... colapsar la materia.
—¿Eso no es peligroso?
—En absoluto —respondió Mycroft con despreocupación—. ¿Aceptas que toda materia es sobre todo espacio vacío? ¿El vacío entre el núcleo y los electrones? Bien, aplicando geometría nextiana al nivel subatómico puedo hacer colapsar la materia a una fracción de su anterior tamaño. ¡Podré reducir casi cualquier cosa a un tamaño microscópico!
—¿Van a comercializar la idea?
Era una buena pregunta. La mayoría de las ideas de Mycroft eran excesivamente peligrosas como para planteárselas siquiera, menos aún para divulgarlas en un mundo que no estaba preparado para conceptos tan tremendamente radicales.
—La miniaturización es una tecnología que necesita ser utilizada —explicó Mycroft—. ¿Puedes imaginar diminutas nanomáquinas, apenas mayores que una célula, construyendo, digamos, proteínas nutritivas a partir de la basura? ¡Pastel de plátano y dulce de leche sacado de un vertedero, barcos de metal construidos a partir de chatarra...! Es una idea fantástica. Cosas Útiles Consolidadas ya me está financiado la investigación y el desarrollo.
—Es impresionante, tío, pero ¿qué sabes sobre las coincidencias?
—Bien —dijo Mycroft pensativo—, en mi meditada opinión la mayoría de las coincidencias no son más que caprichos del azar... Si extrapolas la curva de campana de la probabilidad descubrirás que las anormalidades estadísticas que parecen extrañas son, en realidad, muy probables considerando el número de personas que viven en el planeta y todas las acciones diferentes que ejecutamos a lo largo de nuestras vidas.
—Comprendo —respondí lentamente—. Eso explicaría las pequeñas coincidencias, pero ¿qué hay de las grandes coincidencias? ¿Cómo valorarías el hecho de que hubiese siete personas en el Skyrail llamadas Irma Cohen y que las respuestas a un crucigrama fuesen «entrometida, Thursday, adiós» justo antes de que alguien intentase asesinarme?
Mycroft silbó por lo bajo.
—Es mucha coincidencia. Me parece más que coincidencia —respiró hondo—. Thursday, piénsalo un momento. El universo siempre pasa de un estado ordenado a un estado desordenado; un vaso puede caer al suelo y hacerse añicos pero jamás ves un vaso formarse en el suelo y saltar a la mesa.
—Lo acepto.
—Pero ¿por qué no pasa?
—Ni idea.
—Ninguno de los átomos del vaso roto violaría ninguna ley de la física si todos volviesen a reunirse... A nivel subatómico, todas las interacciones entre partículas son reversibles. Allá abajo es imposible saber qué acontecimiento precedió a otro. Es sólo aquí arriba que vemos el envejecimiento y una dirección estricta para el fluir del tiempo.
—¿Qué pretendes decir, tío?
—Que esas cosas no pasan debido a la segunda ley de la termodinámica, que afirma que el desorden del universo siempre se incrementa; la cantidad de ese desorden es un valor conocido como entropía.
—¿Qué relación tiene con las coincidencias?
—A eso voy; imagina una caja con un tabique divisorio... El lado izquierdo está lleno de gas, en el derecho hay vacío. Quitas el tabique y el gas se expande al otro lado de la caja... ¿sí? —Asentí—. No esperarías que el gas volviese a apretujarse en el lado izquierdo, ¿verdad?
—No.
—¡Ah! —respondió Mycroft sonriendo—. No es del todo cierto. Verás, como toda interacción entre los átomos del gas es reversible, en algún momento, tarde o temprano, ¡el gas debe apretujarse una vez más en el lado izquierdo!
—¿Debe?
—Sí; la clave es cuánto tiempo más tarde. Dado que incluso una pequeña caja de gas puede contener 1020 átomos, el tiempo que les llevaría probar todas las combinaciones posibles sería mucho mayor que la edad del universo; un decrecimiento de la entropía lo suficientemente fuerte como para permitir que el gas se apretase, que un vaso roto se arreglase solo o que la estatua de san Zvlkx de ahí fuera bajase de su pedestal y entrase en el pub no viola, creo, ninguna ley de la física, simplemente es fantásticamente improbable.
—Por tanto, lo que dices es que las coincidencias verdaderamente extrañas se deben a una disminución de la entropía.
—Exacto. Pero no es más que una hipótesis. No tengo más que algunas ideas preliminares sobre por qué la entropía iba a decrecer espontáneamente y cómo podrían realizarse experimentos para detectar la reducción del campo entrópico, con las que no te voy a marear. Pero mira, toma esto... podría salvarte la vida.
Me pasó un bote de mermelada cerrado lleno hasta la mitad de lentejas y hasta arriba de arroz.
—No tengo hambre, gracias —le dije.
—No, no. Lo llamo entropioscopio. Agítalo.
Agité el frasco y las lentejas y el arroz acabaron en ese estado aleatorio que habitualmente dicta el azar.
—¿Y? —pregunté.
—Esto es completamente normal —respondió Mycroft—. Agrupamientos estándar, niveles de entropía normales. Agítalo de vez en cuando. Sabrás cuándo se produce una disminución de la entropía porque el arroz y las lentejas adoptarán disposiciones más ordenadas... y ése será el momento para que te pongas en guardia ante coincidencias ridículamente improbables.
Polly entró en el taller y le dio un abrazo a su esposo.
—Hola a los dos —dijo—. ¿Os lo pasáis bien?
—Le mostraba a Thursday lo que he estado haciendo, cariño —respondió Mycroft amablemente.
—¿Le has enseñado el dispositivo para borrar la memoria, Crofty?
—No, no lo ha hecho —dije.
—Sí que lo he hecho —respondió Mycroft sonriendo. Añadió—: Vas a tener que dejarme, cachorrito... Tengo trabajo. Me jubilo dentro de cincuenta y seis minutos.
Mi padre no apareció esa velada, para gran decepción de mi madre. A las diez menos cinco Mycroft, cumpliendo su palabra y seguido de Polly, salió del laboratorio para sentarse a cenar.
Las cenas familiares de los Next son acontecimientos ruidosos y esa noche no fue diferente. Landen se sentó junto a Orville e imitó bastante bien a una persona que intenta no parecer aburrida. Joffy, sentado junto a Wilbur, opinaba que su nuevo trabajo era una completa porquería y Wilbur, que hacía al menos tres décadas que soportaba las pullas de Joffy, respondió que él opinaba que la Deidad Estándar Global era el montón de chorradas sin sentido más grande con el que se había topado nunca.
—Ah —respondió Joffy altanero—, espera a toparte con la Hermandad de la Verborrea Incontrolada.
Gloria y Charlotte siempre se sentaban juntas, Gloria para hablar de alguna trivialidad y Charlotte para darle la razón. Mamá y Polly hablaron sobre la Federación de Mujeres y yo me senté junto a Mycroft.
—¿Qué vas a hacer ahora que te has jubilado, tío?
—No lo sé, cachorrito. Hace tiempo que quiero escribir libros.
—¿Sobre tu trabajo? —Demasiado aburrido. ¿Puedo contarte una idea?
—Claro.
Sonrió, miró a su alrededor, bajó la voz y se acercó.
—Vale, ahí va: un joven y brillante cirujano, Dexter Colt, empieza a trabajar en un hospital infantil muy bueno pero con pocos recursos, ejecutando una labor pionera en el campo de aliviar el sufrimiento de los huérfanos amputados. La jefa de enfermeras es la cabezota pero hermosa Tiffany Lampe. Tiffany apenas se ha recuperado de una relación amorosa desastrosa con el anestesista, el doctor Burns, y...
—¿Se enamoran? —aventuré.
Mycroft se quedó atónito.
—Entonces, ¿ya conoces la historia?
—Lo de los huérfanos amputados es bueno —comenté, intentando no desilusionarle—. ¿Cómo lo vas a titular?
—Pensaba titularlo Amor entre los huérfanos. ¿Qué te parece?
Para cuando terminó la comida, Mycroft me había contado el argumento de varios libros, cada uno más ridículo que el anterior. En cierto momento Joffy y Wilbur se habían liado a bofetadas en el jardín, discutiendo acerca de la santidad de la paz y el perdón entre puñetazos y crujidos de narices rotas.
A medianoche Mycroft tomó a Polly en brazos y nos dio las gracias a todos por haber ido.
—He pasado toda mi vida buscando la verdad científica y el conocimiento —anunció con grandilocuencia—, respuestas a acertijos y teorías unificadas del todo. Quizá debería haber invertido el tiempo en salir más. En cincuenta y cuatro años ni Polly ni yo nos hemos ido de vacaciones. Por tanto, eso es lo que vamos a hacer ahora.
Fuimos al jardín toda la familia, deseándoles un buen viaje. Se quedaron delante de la puerta del taller y, después de mirarse, nos miraron a todos.
—Bien, gracias por la fiesta —dijo Mycroft—. Sopa de pera seguida de estofado de pera con salsa de pera y de postre bomba sorpresa, también de pera, ha sido una exquisitez. Muy poco común, pero exquisito igualmente. Cuida de MycroTech mientras estoy fuera, Wilbur, y gracias por todas las comidas, Wednesday. Bien, eso es todo —concluyó Mycroft—. Nos vamos. Adiós.
—Pasadlo bien —dije.
—¡Oh, claro! —dijo él, diciéndonos de nuevo adiós y desapareciendo en el interior del taller. Polly nos besó a todos, se despidió con la mano, le siguió y cerró la puerta.
—No será lo mismo sin él y sus proyectos chalados, ¿verdad? —dijo Landen.
—No —respondí—. Es...
Sentí un hormigueo intenso a medida que una luz blanca totalmente silenciosa surgía del interior del taller. Rayos delgados como lápices surgían de toda grieta y todo agujero de remache, destacando hasta la última mota de suciedad de las ventanas, cada grieta del vidrio súbitamente iluminada por un arco iris de colores. Retrocedimos y nos protegimos los ojos, pero casi tan pronto como había aparecido la luz volvió a desaparecer, desvaneciéndose en un coletazo de electricidad.
Landen y yo nos miramos y dimos un paso al frente. La puerta se abrió con facilidad y allí nos quedamos, mirando el enorme y vacío taller. Todo el equipo había desaparecido. No quedaba ni un tornillo, ni una tuerca, ni una arandela.
—No va a dedicar su jubilación sólo a escribir comedias románticas —comentó Joffy.
—Lo más probable es que se lo haya llevado todo para que nadie pueda continuar con su trabajo. Los escrúpulos de Mycroft están a la altura de su intelecto.
Mi madre estaba sentada en una carretilla volcada, rodeada de do-dos que esperaban alguna golosina.
—No van a volver —dijo mi madre con tristeza—. Lo sabes, ¿no?
—Sí —dije—, lo sé.
7
White Horse, Uffington y un picnic
Decidimos que Parke-Laine-Next era un poco un trabalenguas, así que yo me quedé con mi apellido y él con el suyo. Yo me hacía llamar señora en lugar de señorita,[14] pero por lo demás todo seguía igual. Me gustaba que me llamasen su esposa de la misma forma que me gustaba decir que Landen era mi esposo. Sentía una especie de cosquilleo. Tuve la misma sensación cuando miré mi anillo de bodas. Dicen que te acostumbras, pero esperaba que se equivocasen. El matrimonio, como las espinacas y la ópera, era algo que jamás se me hubiese ocurrido que pudiese gustarme. Cambié de idea sobre la ópera a los nueve años. Mi padre me llevó al estreno de Madame Butterfly en Brescia, en 1904. Y, tras la representación, cocinó mientras Puccini me deleitaba con historias hilarantes y firmaba en mi libro de autógrafos... Desde esa día fui su seguidora incondicional. De la misma forma, hizo falta que me enamorase de Landen para que cambiara de idea con respecto al matrimonio. Me resultaba emocionante y estimulante; dos personas, juntas, como una. Me encontraba donde quería estar. Era feliz; estaba satisfecha; estaba contenta.
¿Y las espinacas? Bien, sigo esperando.
THURSDAY NEXT
Diarios privados
—¿Qué crees que harán? —preguntó Landen mientras estábamos tendidos en la cama, él con una mano descansando delicadamente sobre mi estómago y la otra a mi alrededor. Había retirado la ropa de cama y acabábamos de recuperar el aliento.
—¿Quién?
—Los de OE-1. Por eso de golpear al neandertal esta tarde.
—Oh, eso. No lo sé. Técnicamente, en realidad no he hecho nada malo. Creo que me dejarán en paz. Teniendo en cuenta todo el trabajo de relaciones públicas que he realizado... quedaría un poco cutre que arrestaran a su agente estrella, ¿no?
—Eso dando por supuesto que piensan con lógica, como tú o como yo.
—Cierto, ¿no lo hacen? —Suspiré—. Hay personas a las que han empapelado por menos. A OE-1 le gusta dar ejemplo de vez en cuando.
—Sabes que no tienes por qué trabajar.
Le miré, pero tenía la cara demasiado cerca para enfocarla, lo que, en cierto modo, resultaba agradable.
—Lo sé —respondí—, pero me gustaría seguir. No me veo como matriarca, la verdad.
—Tus habilidades en la cocina apoyan esa afirmación.
—Mi madre también cocina fatal... creo que es hereditario. Mi vista a OE-1 es a las cuatro. ¿Quieres que vayamos a ver las migraciones de mamuts?
—Claro.
Llamaron a la puerta.
—¿Quién puede ser?
—Todavía es pronto para saberlo —comentó Landen—. Tengo entendido que la técnica de «levantarse e ir a ver» suele funcionar.
—Muy gracioso.
Me puse algo de ropa y bajé. En la puerta había un hombre demacrado de rasgos lúgubres. Estaba todo lo cerca que se puede estar de ser un sabueso sin tener cola y ladrar.
—¿Sí?
Saludó con el sombrero y me dedicó una sonrisa perezosa.
—Me llamo Hopkins —explicó—. Soy periodista, de The Owl. Me preguntaba si podría hacerle algunas preguntas sobre el tiempo que pasó en Jane Eyre.
—Me temo que tendrá que concertar una cita con Cordelia Flakk en OpEspec. Realmente no estoy en condiciones...
—Sé que estuvo dentro del libro; el final original es que Jane se va a la India, pero en su final se queda y se casa con Rochester. ¿Cómo lo logró?
—De verdad que tiene que pedir cita primero a Flakk, señor Hopkins.
Suspiró.
—Vale, lo haré. Sólo una cosa. ¿Prefiere el nuevo final, su nuevo final?
—Claro. ¿No lo prefiere usted?
El señor Hopkins tomó nota en una libreta y volvió a sonreír.
—Gracias, señorita Next. Estoy en deuda con usted. ¡Buenos días!
Volvió a saludar con el sombrero y se fue.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Landen pasándome una taza de café.
—La prensa.
—¿Qué le has dicho?
—Nada. Que tenía que hablar primero con Flakk.
Uffington estaba muy concurrido esa mañana. La población de mamuts en Inglaterra, Gales y Escocia era de 249 ejemplares distribuidos en nueve grupos, los cuales, a finales de otoño, migraban de norte a sur y regresaban en primavera. Todos los años, con asombrosa precisión, seguían las mismas rutas. En general evitaban las zonas pobladas, excepto Devizes, cuya calle mayor había que evacuar dos veces al año mientras los pesados paquidermos barritaban por el centro de la calzada. En Devizes nadie podía dormir ni conseguir una póliza de seguros contra los daños causados por proboscídeos, pero el dinero del turismo solía compensar.
Aquella mañana, sin embargo, no sólo había oteadores de mamuts, senderistas, druidas y neandertales en la cima de una colina reclamando el derecho a cazar; un automóvil azul oscuro nos esperaba, y cuando alguien te espera en un lugar al que no habías planeado ir, pues te llama mucho la atención. Había tres hombres de pie junto al coche, todos ellos vestidos con traje oscuro y placa esmaltada azul de la Goliath en la solapa. Sólo reconocí a Schitt-Hawse; cuando nos acercamos se apresuraron a comer helado.
—Señor Schitt-Hawse —dije—, ¡qué sorpresa! ¿Conoce a mi esposo?
Schitt-Hawse tendió una mano que Landen no aceptó. El agente de la Goliath hizo una breve mueca y luego sonrió divertido.
—La vi en la tele, señorita Next. Debo decir que la suya fue una charla fascinante sobre dodos.
—La próxima vez me gustaría tratar más temas —respondí con tranquilidad—. Incluso es posible que intente comentar algo sobre el perverso control que la Goliath ejerce sobre esta nación.
Schitt-Hawse cabeceó apenado.
—Imprudente, Next, imprudente. Lo que absurdamente no logra comprender es que la Goliath es todo lo que puede necesitar. Todo lo que cualquiera puede necesitar. Lo fabricamos todo, desde hamacas hasta ataúdes, y damos empleo a más de ocho millones de personas en más de seis mil empresas subsidiarias. Todo lo necesario, desde la cuna hasta el traje de madera.
—¿Y cuántos beneficios esperan obtener llevándonos de la entrada a la salida?
—No se puede poner precio a la felicidad humana, Next. La incertidumbre política y la económica son las dos formas más graves de estrés. Le alegrará saber que esta mañana el Índice de Alegría de la Goliath ha alcanzado la cota máxima en cuatro años, situándose en el 9,13.
—¿Por ciento? —preguntó Landen sarcástico.
—En una escala de diez, señor Parke-Laine —respondió Schitt-Hawse un tanto exasperado—. Bajo nuestra guía, la nación ha crecido más allá de toda medida.
—El crecimiento por el simple crecimiento es la filosofía del cáncer, señor Schitt-Hawse.
Perdió la alegría y nos miró un momento, sin duda sopesando la mejor estrategia para continuar.
—Bien —dije cortés—, ¿de paseo para ver los mamuts?
—La Goliath no mira mamuts, Next. Es una actividad que no genera beneficios. ¿Conoce a mis ayudantes el señor Chalk y el señor Cheese?
Miré a los dos lacayos con pinta de gorila. Iban inmaculadamente vestidos, con la perilla impecablemente recortada y me miraban a través de impenetrables gafas oscuras.
—¿Quién es quién? —pregunté.
—Yo soy Cheese —dijo Cheese.
—Yo soy Chalk —dijo Chalk.
—¿Cuándo va a preguntarte por Jack Schitt? —preguntó Landen en un susurro que poco tuvo de sutil.
—Muy pronto —respondí.
Schitt-Hawse cabeceó con tristeza. Abrió el maletín que sostenía el señor Chalk. Dentro, cuidadosamente alojado en un espacio recortado en espuma, había un ejemplar de los Poemas de Edgar Allan Poe.
—Dejó usted a Jack encerrado en «El cuervo» de este ejemplar. La Goliath necesita sacarle para someterlo a una comisión disciplinaria acusado de desfalco, irregularidades contractuales con la Goliath, uso indebido de las instalaciones de ocio de la Corporación, sustracción de material de oficina... y crímenes contra la humanidad.
—Oh, ¿en serio? —pregunté—. ¿Por qué no lo dejamos donde está?
Schitt-Hawse suspiró y me miró.
—Escuche, Next. Necesitamos que Jack salga de aquí y, créame, lo conseguiremos.
—No será con mi ayuda.
Schitt-Hawse me miró en silencio un momento.
—La Goliath no está acostumbrada a las negativas. Le pedimos a su tío que construyese otro Portal de Prosa. Nos dijo que volviésemos al mes siguiente. Tenemos entendido que anoche salió de viaje de jubilación. ¿Hacia qué destino?
—Ni idea.
Aparentemente, Mycroft no se había jubilado por elección sino por necesidad. Sonreí. Se la había jugado a la Goliath y a la Corporación no le sentaba bien.
—Sin el Portal —le dije— puedo saltar al interior de un libro tan bien como el señor Chalk.
Chalk se agitó un poco cuando mencioné su nombre.
—Miente —respondió Schitt-Hawse—. Eso de «soy una inepta» no nos vale. Derrotó a Hades, a Jack Schitt y a la Corporación Goliath. La admiramos profundamente. Dadas las circunstancias, la Goliath ha sido más que justa, y no nos gustaría que se convirtiese en víctima de la impaciencia corporativa.
—¿Impaciencia corporativa? ¿Es eso una amenaza?
—Esa actitud poco servicial podría despertar mi rencor... y no le gustaría siendo rencoroso.
—Ya no me gusta cuando no lo es.
Schitt-Hawse cerró el maletín de golpe. Le temblaba el ojo izquierdo y se había puesto lívido. Nos miró y fue a decir algo, se contuvo, controló su rabia y logró esbozar una especie de sonrisa antes de volver a subir al coche, acompañado por Chalk y Cheese, y desaparecer.
Landen todavía reía mientras extendíamos una manta sobre la hierba mordisqueada de White Horse. Abajo, al final de la cuesta, una manada de mamuts pacía tranquilamente y en el horizonte varias naves aéreas se aproximaban a Oxford. El día era agradable, y dado que las naves aéreas no vuelan con mal tiempo, estaban aprovechándolo al máximo.
—No temes mucho a la Goliath, ¿verdad, cariño? —preguntó Landen.
Me encogí de hombros.
—La Goliath no es más que una matona, Land. Si plantas cara a un matón, se va corriendo. Y eso del coche grande y los secuaces... Es para dar miedo. Pero la verdad es que estoy intrigada. ¿Cómo sabían que estaríamos aquí?
Landen se encogió de hombros.
—¿Queso o jamón?
—¿Qué?
—He dicho: «¿Queso o jamón?» —No hablo contigo.
Landen miró a su alrededor. Éramos los únicos en un radio de cien metros.
—Entonces, ¿con quién? —Con Snell. —¿Quién?
—¡Snell! —grité—. ¿Es usted?[15] »¡No lo he hecho![16] »¿Acusación? ¿A quién?[17]
—Thursday —dijo Landen, ya un poco preocupado—, ¿qué demonios pasa?
—Hablo con mi abogado.
—¿Qué has hecho?
—No estoy segura.
Landen dio un manotazo al aire y yo volví a hablar con Snell.
—¿Podría al menos decirme de qué se me acusa?[18]
Suspiré.
—Aparentemente no está casada.[19]
»¡Snell! ¡Espere! ¿Snell? ¡Snell...!
Pero se había ido. Landen me miraba fijamente.
—¿Cuánto tiempo llevas así, cariño?
—Estoy bien, Land. Pero está pasando algo muy extraño. ¿Podemos dejarlo por ahora?
Landen me miró, luego miró el cielo azul y despejado y, por último, el queso que sostenía en la mano.
—¿Queso o jamón? —dijo al fin.
—Las dos cosas... pero poco queso; el suministro es limitado.
—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó Landen, mirando con suspicacia el trozo envuelto anónimamente.
—Por medio de Joe Martlet de la Brigada del Queso. Cada semana interceptan doce toneladas que pasan por la frontera con Gales. Da mucha pena quemarlo, así que en OpEspec todo el mundo se lleva un par de libras. Ya sabes lo que dicen: «Los polis tienen el mejor queso.»
—Nos vemos, Thursday —murmuró Landen mirando el jamón.
—¿Vas a alguna parte? —le pregunté. No estaba segura de lo que había pretendido decir.
—¿Yo? No. ¿Por qué?
—Acabas de decir «nos vemos».
Rió.
—No. He dicho «qué bueno». Era un comentario sobre el jamón. Qué bueno.
—Oh.
—Adiós por mucho tiempo, Thursday.
—¿Lo haces a propósito?
—¿Hago qué? ¿No son esos dos el mayor Tony Fairwelle[20] y tu vieja amiga del colegio Foe Long?[21]
Me volví hacia donde me indicaba Landen. Eran Tony y Foe, en efecto, y me saludaron con entusiasmo antes de acercarse a decir hola.
—¡Por Dios! —dijo Tony al sentarse—. ¡Por lo visto este año la reunión del regimiento se ha adelantado! ¿Recuerdas a Sayo Nara,[22] la que perdió una oreja en Bilohirsk? Me la acabo de encontrar en el aparcamiento; vaya coincidencia.
El corazón se me paró cuando oí el nombre. Busqué en el bolsillo el entropioscopio que me había dado Mycroft.
—¿Qué pasa, Thurs? —preguntó Landen—. Tienes una expresión... muy rara.
—Compruebo las coincidencias —murmuré, agitando el bote de lentejas y arroz—. No es tan estúpido como parece.
En el frasco se formó una especie de remolino. La entropía disminuía a pasos agigantados.
—Vámonos de aquí —le dije a Landen. Me miró inquisitivo—. Vamos. Dejadlo todo.
—¿Qué pasa, Thurs?
—Acabo de ver a mi antiguo capitán de croquet, Alf Widderhaine.[23] Estos dos son Foe Long y Tony Fairwelle; ellos acaban de ver a Sayo Nara... ¿lo vas pillando?
—¡Thursday! —Landen suspiró—. ¿No estás siendo un poco...?
—¿Quieres que te lo demuestre? ¡Disculpe! —dije, gritándole a una que pasaba—. ¿Cómo se llama?
—Bonnie —dijo—. Bon Voige.[24] ¿Por qué?
—¿Ves?
—Voige no es un nombre poco común, Thurs. Aquí probablemente los haya a cientos.
—Vale, listillo, prueba tú.
—Lo haré —respondió Landen indignado, poniéndose en pie—. ¡Disculpe!
Una joven se detuvo y Landen le preguntó el nombre.
—Violet —dijo ella.
—¿Ves? —dijo Landen—. No hay nada...
—Violet De'ath[25] —añadió la joven. Volví a agitar el entropioscopio... las lentejas y el arroz se separaron casi por completo.
Di una palmada de impaciencia. Tony y Sue parecían alterados pero se pusieron en pie.
—¡Todos! ¡Vámonos! —grité.
—¡Pero el queso!
—Que le den al queso, Landen. Confía en mí... ¡por favor!
Se unieron a mí reacios, confundidos y molestos por mi extraño comportamiento. Cambiaron de opinión cuando, tras un corto sonido de caída, un enorme y pesado Hispano-Suiza aterrizó sobre la manta de picnic recién evacuada con un estruendo que hizo temblar el suelo, entrechocar los dientes y nos dobló las rodillas. Llovieron sobre nosotros tierra, piedritas y hierba mientras el enorme automóvil se hundía en el suelo blando. La exquisita carrocería se abrió mientras el pesado chasis se retorcía por el impacto. Una de las ruedas con radios se soltó y me pasó junto a la cabeza; el pesado motor, soltándose de sus anclajes, atravesó el capó reluciente y aterrizó a nuestros pies con estruendo. Hubo un momento de silencio mientras nos poníamos en pie, nos limpiábamos y comprobábamos los daños. Landen se había cortado la mano con un trozo de espejo retrovisor pero, aparte de eso, milagrosamente, nadie estaba herido. El enorme coche había aterrizado tan perfectamente sobre la manta de picnic que los termos, la cesta, la comida, todo había desaparecido de la vista. En el silencio mortal que siguió a la caída, todo el grupito se quedó mirando fijamente y con la boca abierta no la forma retorcida del coche, sino a mí. Yo les devolví la mirada para luego levantarla lentamente hacia una enorme nave aérea que seguía volando, con un par de toneladas menos de carga, hacia el norte y, supuse, camino de una larga parada para investigar el accidente. Agité el entropioscopio, cuyo contenido recuperó el patrón aleatorio.
—Ha pasado el peligro —anuncié.
—¡No has cambiado, Thursday Next! —dijo Sue furiosa—. Allí donde estás, algún peligro acecha. ¿Sabes?, hay una razón para que no mantuviese el contacto después del colegio... ¡Bicho raro! Tony, nos vamos.
Landen y yo nos quedamos allí viéndolos marcharse. Me pasó el brazo por los hombros.
—¿Bicho raro? —preguntó.
—Así me llamaban —le dije—. Es el precio que se paga por ser diferente.
—Te salió barato. Yo hubiese pagado el doble por ser diferente. Vamos, salgamos de aquí.
Nos movimos con cuidado por entre una multitud reunida alrededor del automóvil destrozado. El incidente había generado todo tipo de «expertos instantáneos» que tenían teorías acerca de por qué una nave aérea iba a soltar un coche. Así que nos movimos sobre un fondo de «necesitaba más sujeción» y «vaya, por poco», y llegamos al coche.
—No es algo que se vea todos los días —murmuró Landen tras una pausa—. ¿Qué está pasando?
—No lo sé, Land. Hay demasiadas coincidencias... Creo que alguien intenta matarme.
—Me encanta cuando te pones rara, cariño, pero ¿no crees que estás yendo demasiado lejos? Incluso si se pudiera dejar caer un coche desde una nave de carga, nadie esperaría acertar un picnic desde mil quinientos metros de altura. Piénsalo, Thurs... no tiene el más mínimo sentido. Además, ¿quién iba a hacer algo así?
—Hades —susurré, apenas atreviéndome a pronunciar el nombre en voz alta.
—Hades está muerto, Thursday. Tú misma le mataste. No ha sido más que una coincidencia, simplemente. Las coincidencias no significan nada... con la misma lógica podrías enfrentarte a tus sueños o gritar a las sombras en las paredes.
Conduje en silencio hacia el edificio de OpEspec y mi vista disciplinaria. Apagué el motor y Landen me agarró la mano con fuerza.
—Todo irá bien —me aseguró—. Estarían locos si te hiciesen algo. Si las cosas se ponen feas, recuerda que Flanker también va al baño.
Sonreí imaginándolo. Me dijo que me esperaría en el café, al otro lado de la calle, me besó y se alejó cojeando.
8
El señor Stiggins y OE-1
Al contrario de lo que se cree popularmente, los neandertales no son estúpidos. La torpeza para la lectura y la escritura se debe a diferencias fundamentales de agudeza visual: en el caso de los humanos se le llama dislexia. Sin embargo, la expresividad facial de los neandertales está extremadamente desarrollada: el mismo silencio puede tener treinta o más significados dependiendo de la expresión. El inglés neandertal posee una riqueza de significado que los humanos, relativamente ciegos a las caras, no perciben. Debido a esa gramática facial tan desarrollada, los neandertales saben instintivamente cuándo alguien miente: de ahí su completa falta de interés por el teatro, las películas o los políticos. Les gustan las historias leídas en voz alta y hablan mucho del tiempo... otro tema en el que son expertos. Nunca tiran nada y adoran las herramientas, especialmente las eléctricas. De los tres canales por cable dedicados a los neandertales, dos emiten exclusivamente programas de carpintería.
GERHARD VON SQUID
Neandertales: de vuelta tras una breve ausencia
—¿Thursday Next? —me preguntó un hombre alto de voz grave en cuanto entré en el edificio de OpEspec.
—¿Sí?
Me mostró una placa.
—Agente Walken, OE-5; éste es mi compañero, James Dedmen. Dedmen se tocó cortés el ala del sombrero y les di la mano. —¿Podemos hablar en algún lugar más privado? —preguntó Walken.
Los llevé por el pasillo y encontramos una sala de interrogatorios vacía.
—Lamento lo de Phodder y Kannon —les dije tan pronto como nos sentamos.
—Fueron descuidados —comentó Dedmen con seriedad—. La cola de contacto se debe usar siempre en espacios bien ventilados... Lo pone en la lata.
—Nos preguntábamos si nos podría decir qué investigaban —dijo Walken ligeramente avergonzado—; murieron antes de presentar el informe.
—¿Qué ha sido de las notas del caso?
Dedmen y Walken se miraron.
—Los conejos se las comieron.
—¿Cómo ha podido pasar algo así?
—Es información restringida —anunció Dedmen—. Analizamos los restos, pero todo estaba bastante bien digerido... excepto esto.
Sobre la mesa colocó algunos trozos de papel arrugados y manchados recubiertos de celofán. Me incliné. En el primero sólo se leía parte de mi nombre; el segundo era un fragmento de un recibo de tarjeta de crédito y, en el tercero, sólo había un nombre que me hizo estremecer: «Hades.»
—¿Hades? —pregunté—. ¿Creen que sigue con vida?
—Usted le mató, Next... ¿Qué opina?
Le había visto morir en el tejado de Thornfield e incluso encontramos sus restos calcinados cuando buscamos entre las ruinas ennegrecidas. Pero Hades ya había muerto con anterioridad... o eso nos había hecho creer.
—Estoy tan segura de su muerte como pueda estarlo. ¿Qué significa el recibo de la tarjeta de crédito?
—Tampoco estamos seguros —respondió Walken—. La tarjeta era robada. La mayor parte de las compras son de ropa de mujer: zapatos, sombreros, bolsos y demás... Mantenemos constantemente vigiladas las tiendas Dorothy Perkins y Camp Hopson. ¿Algo de esto le suena?
Negué con la cabeza.
—Háblenos de su encuentro con Phodder.
Les conté todo lo que pude sobre nuestro breve encuentro mientras ellos escribían un buen montón de notas.
—Por tanto, querían saber si recientemente le había pasado algo extraño —dijo Walken—. ¿Ha sido así?
Les conté lo del Skyrail y el Hispano-Suiza y tomaron más notas. Al final, después de preguntarme varias veces si había algo más, se pusieron en pie y Walken me entregó su tarjeta.
—Si descubre alguna cosa...
—Naturalmente —respondí—. Espero que lo pillen.
Un gruñido de respuesta y se fueron.
Suspiré, me puse en pie y volví a la entrada a esperar a Flanker y a los de OE-1. Contemplé la ajetreada comisaría zumbando a mi alrededor y luego me sentí muy acalorada. Todo empezó a dar vueltas. Empecé a perder la visión periférica y, de no haber metido la cabeza entre las piernas, me hubiese desmayado allí mismo. El murmullo de la sala se convirtió en un retumbar apagado y cerré los ojos. Me palpitaban las sienes. Me quedé así hasta que la náusea remitió. Abrí los ojos y contemplé las motas de mica en el suelo de cemento.
—¿Ha perdido algo, Next? —dijo la voz familiar de Flanker.
Levanté la cabeza despacio. Leía algunas notas y hablaba sin mirarme.
—Voy retrasado... Alguien se ha apropiado indebidamente de toda una partida de queso. Dentro de quince minutos, sala de interrogatorios tres... Preséntese allí.
Se alejó sin esperar respuesta y yo volví a mirar al suelo. El bebé se hacía notar. Flanker y OpEspec me parecían en cierto modo insignificantes; al año siguiente por esas fechas yo ya sería madre. Landen tenía dinero suficiente para mantenernos y no era tampoco que yo tuviese que dimitir: podía pasar a la lista de reservistas de OpEspec y hacer algún trabajillo cuando fuese necesario. Empezaba a meditar si realmente tenía lo que hacía falta para ser madre cuando sentí una mano en el hombro y alguien puso un vaso de agua en mi línea de visión. Agradecida, lo acepté y me bebí la mitad de su contenido antes de mirar a mi salvador. Era un neandertal vestido con un traje cruzado impecable que llevaba una placa de OE-13 en el bolsillo del pecho.
—Hola, señor Stiggins —dije al reconocerle.
—Hola, señora Next... Las náuseas pasarán.
Se produjo un temblor y el mundo se estremeció con tal fuerza durante un par de segundos que di un salto. Stiggins volvió a hablar, pero en esta ocasión lo que decía tenía menos sentido:
—Helo, eseñoestn Next... la nauper pasarsab.
—¿Qué demonios...? —murmuré cuando el vestíbulo volvió a temblar y las paredes pintadas de malva pasaron a estar pintadas de verde. Miré a Stiggins, quien dijo:
—Hesea es nuestro señorat Next... per ¿nauselo pasarsabe?
La gente del vestíbulo se desplazó abruptamente y, de pronto, todos llevaban sombrero. Stiggins rebobinó y volvió a decir:
—Esea es nuestro nombr, señorita Next... pero ¿cómoa lo sabe?
Me noté los pies extraños cuando el mundo volvió a estremecerse y bajé la vista: llevaba zapatillas deportivas en lugar de botas. Ya estaba claro que el tiempo estaba flexionándose un poco y esperaba ver aparecer a mi padre, cosa que no sucedió. Stiggins regresó una vez más al comienzo de la frase y dijo, en esta ocasión con más claridad:
—Ése es nuestro nombre, señorita Next... pero ¿cómo lo sabe?
—¿No ha notado nada raro?
—No. Bébase el agua. Está muy pálida.
Tomé otro sorbo, me recosté y respiré profundamente.
—Esta pared era malva —comenté mientras Stiggins me miraba.
—¿Cómo sabe nuestro nombre, señorita Next?
—Acudió usted a la fiesta de mi boda —le dije—. Dijo que tenía un trabajo para mí.
Me miró casi medio minuto con aquellos ojos tan hundidos. De vez en cuando olisqueaba el aire. Los neandertales se tomaban bastante tiempo para pensar antes de decir nada... si se molestaban en decir algo.
—Dice la verdad —dijo al fin. Era casi imposible mentirle a un neandertal y yo no iba a intentarlo—. Debemos representarla en su caso, señorita Next.
Suspiré. Flanker no dejaba nada al azar. Yo no tenía nada en contra de los neandertales, pero no hubiese sido mi primera elección como defensa, especialmente cuando se me acusaba de atacar a uno de los suyos.
—Si le representa algún problema, debería decírnoslo —dijo Stiggins, observándome con atención.
—No tengo ningún inconveniente en que me represente.
—Su rostro no dice lo mismo. Cree que se nos ha asignado su caso para perjudicarla. Nosotros también lo creemos. Pero, si efectivamente la perjudicará, está por ver. ¿Está en condiciones de caminar?
Dije que sí y fuimos a la sala de entrevistas. Stiggins abrió su maletín y sacó un informe bien grueso. El contenido estaba tecleado con enormes letras mayúsculas subrayadas. Sacó una regla de madera y la colocó sobre la primera página para ayudarse a leer.
—¿Por qué golpeó a Kaylieu, el operador del Skyrail?
—Creía que llevaba una pistola.
—¿Por qué lo pensaba?
Miré los ojos castaños, que no parpadeaban, del señor Stiggins. Si le mentía lo sabría. Si le contaba la verdad, tal vez se sintiera obligado a contar a OE-1 que era cómplice de mi padre. Con el mundo a punto de acabarse y puesto que confiaba de manera incondicional en mi padre, estaba, por decirlo suavemente, en una situación comprometida.
—Ellos se lo preguntarán, señorita Next. No aceptarán evasivas.
—Tendré que arriesgarme.
Stiggins inclinó la cabeza a un lado y me miró un momento.
—Saben lo de su padre, señorita Next. Le aconsejo que tenga cuidado.
No dije nada, pero para Stiggins probablemente fuese como un libro abierto. La mitad del lenguaje tal se compone de movimientos corporales. Es posible conjugar verbos usando músculos faciales; el baile es una conversación.
No tuvimos la oportunidad de añadir nada más, ya que se abrió la puerta y entraron Flanker y dos agentes.
—A mí ya me conoce —me dijo—. Éstos son los agentes King y Nosmo. Los dos hombres me miraron nerviosos.
—Se trata de una entrevista preliminar —anunció Flanker, que me miraba con ojos de acero—. Ya habrá tiempo de sobra para una investigación a fondo... si así lo decidimos. Cualquier cosa que diga o haga podría afectar al resultado de la vista. Depende de usted, Next.
No bromeaba. OE-1 no actuaba según la ley... ellos eran la ley. Si realmente hubiesen ido en serio, ni siquiera habría estado allí... me habrían llevado como por arte de magia a la Gran Central de OpEspec, esté donde esté. Era en momentos así cuando comprendía de pronto por qué mi padre se había rebelado contra OpEspec.
Flanker metió dos cintas en la grabadora y grabó fecha, hora y nuestros nombres. Una vez hecho esto, preguntó con una voz que resultaba todavía más amenazadora por su suavidad:
—¿Sabe por qué está aquí?
—¿Por golpear a un conductor de Skyrail?
—Golpear a un neandertal está lejos de ser un crimen que merezca el valioso tiempo de OE-1, señorita Next. Es más, técnicamente, ni siquiera es un crimen.
—Entonces, ¿por qué?
—¿Cuándo vio por última vez a su padre?
Los otros dos agentes de OpEspec se inclinaron imperceptiblemente para oír mi respuesta. No se lo iba a poner fácil.
—No tengo padre, Flanker... Ya lo sabe. Sus amigos de la Crono-Guardia le erradicaron hace diecisiete años.
—No me trate como a un tonto, Next —me advirtió Flanker—. No me apetece bromear con este asunto. A pesar de la no-actualización del coronel Next, sigue siendo una espinita que tenemos clavada. Se lo pregunto otra vez: ¿cuándo vio a su padre por última vez?
—En mi boda.
Flanker frunció el ceño y miró sus notas.
—¿Está casada? ¿Desde cuándo?
Se lo dije y lo apuntó al margen.
—¿Y qué le dijo cuando se presentó en su boda?
—Felicidades.
Me miró un momento y luego cambió de táctica.
—Vayamos al incidente con el conductor de Skyrail —dijo—. Estaba usted convencida de que llevaba una pistola de jabón. Según las testigos, le golpeó en la barbilla, le puso las esposas y le registró. Afirman que parecía usted muy sorprendida de no encontrar nada.
Me encogí de hombros y guardé silencio.
—Nos importa una mierda ese tal, Next. Que su padre la reclute es una cosa; que la reemplace fuera de su tiempo es otra muy diferente. ¿Eso es lo que pasó?
—¿Ésa es la acusación? ¿Por eso estoy aquí?
—Responda a la pregunta.
—No, señor.
—Miente. La trajo de vuelta antes, pero el control que tiene su padre sobre el cronoflujo no es tan bueno. El señor Kaylieu decidió no sabotear el Skyrail esa mañana. Usted fue ladeada, Next. Se movió un poco en el cronoflujo. Las cosas sucedieron de la misma forma pero no exactamente en el mismo orden. Tampoco fue muy grave... apenas de Clase IX. Los ladeos son un riesgo laboral de la CronoGuardia.
—Eso es ridículo —bufé. Stiggins sabría que mentía, pero quizá pudiese engañar a Flanker.
—Creo que no entiende la situación, señorita Next. Esto es más importante que usted o su padre. Hace dos días perdimos todas las comunicaciones posteriores al doce de diciembre. Sabemos que se trata de una acción sindical, pero ni siquiera han vuelto los agentes libres contratados que hemos enviado tiempoarriba. Creemos que es el Tremendo. Si su padre estaba dispuesto a arriesgarse a usarla a usted, suponemos que él también lo cree. A pesar de nuestra animosidad contra su padre, tenemos claro que sabe lo que se hace... De no ser así, hace años que le habríamos capturado. ¿Qué está pasando?
—Simplemente me pareció que tenía una pistola —repetí.
Flanker me miró en silencio durante unos momentos.
—Vamos a empezar a nuevo, señorita Next. Registra a un neandertal en busca de una pistola falsa que llevará al día siguiente, se disculpa con él llamándolo por su nombre y el agente encargado del arresto me dice que la vio ajustando su reloj... Llegó un poco antes de tiempo, ¿no?
—¿Qué es eso de «una pistola falsa que llevará al día siguiente»?
Flanker respondió sin manifestar la más mínima emoción:
—Kaylieu ha sido abatido esta mañana de un disparo. Creo que usted debería hablar y hablar rápido. Tengo más que suficiente para meterla en bucle veinte años. ¿Le gustaría?
Le miré furiosa, sin saber qué hacer ni qué decir. Bucle era el término corriente para referirse a Confinamiento de Campo Temporal en Bucle Cerrado. Metían al criminal en un bucle temporal de ocho minutos durante cinco, diez, veinte años. Normalmente en una lavandería, la sala de espera de un médico o una parada de bus. Tu presencia habitualmente hacía que el tiempo se ralentizase para los otros cercanos al bucle. Tu cuerpo envejecía, pero no precisabas sustento; era un castigo cruel y antinatural... pero también barato y no requería barrotes, guardias ni comida.
Abrí la boca y la volví a cerrar, boqueando como un pez.
—O puede hablarnos de su padre y salir de aquí convertida en una mujer libre.
Sentí el sudor en la frente. Miré fijamente a Flanker y éste me miró a mí, hasta que, misericordioso, Stiggins vino a rescatarme.
—Esa mañana, la señorita Next trabajaba para nosotros en OE-13, comandante —dijo en voz baja y monótona—. Kaylieu estaba implicado en un levantamiento neandertal sedicioso. Se trataba de una operación secreta. Gracias, señorita Next, pero tendremos que contar la verdad a OE-1.
Flanker le dedicó una mirada fulminante al neandertal, quien se la devolvió impasible.
—¿Por qué demonios no me lo había dicho, Stiggins?
—No me lo ha preguntado.
Ahora lo único que Flanker tenía contra mí era un reloj atrasado. Convirtió su voz en un gruñido.
—Me aseguraré de que la metan en bucle tras la Contracción si su padre está tramando algo y no me lo ha dicho.
Calló un momento y apuntó con un dedo acusador a Stiggins.
—Si su testimonio es falso, también le pillaré a usted. Dirige la parte tal de OE-13 por una razón y sólo una razón... Por las apariencias.
—Nunca sabremos cómo lograron convertirse en la especie dominante —dijo por fin Stiggins—. Tanto odio, tanta furia, tanta vanidad.
—Ésa es nuestra ventaja evolutiva, Stiggins. Cambiar y adaptarse a un entorno hostil. Nosotros lo logramos, ustedes no.
—Darwin no servirá para enmascarar sus pecados, Flanker —respondió Stiggins—. Ustedes convirtieron en hostil nuestro entorno. Ustedes también caerán. Pero no caerán por la presencia de una forma de vida dominante. Ustedes caerán debido a sus propias acciones.
—Una mierda, Stiggins. Ustedes tuvieron su oportunidad y la jodieron.
—Nosotros también tenemos derecho a la salud, la libertad y la consecución de la felicidad.
—Legalmente hablando, no —respondió Flanker tranquilo—... Esos derechos son exclusivos de los humanos. Si quieren igualdad, será mejor que hablen con la Goliath. Ellos los crearon. Son sus dueños. Si tienen suerte, podrían ser una especie en peligro. Si lo pide, puede que los declaremos en vías de extinción.
Flanker cerró mi expediente de golpe, agarró el sombrero, sacó las dos cintas de la grabadora y se fue sin decir nada más.
Tan pronto como se cerró la puerta, suspiré aliviada. El corazón me latía como un martillo neumático pero al menos había conservado la libertad.
—Siento lo del señor Kaylieu.
Stiggins se encogió de hombros.
—No era feliz, señorita Next. No pidió que le trajesen de vuelta.
—Ha mentido usted por mí —añadí con incredulidad—. Pensaba que los neandertales no podían mentir.
Me miró fijamente durante unos momentos.
—No es que no podamos —dijo al fin—. Simplemente, no tenemos razones para hacerlo. La hemos ayudado porque es usted buena persona. Es suficiente. Si vuelve a precisar de ayuda, aquí estaremos.
El rostro habitualmente sereno y hierático de Stiggins se retorció en una mueca y enseñó dos hileras de dientes muy espaciados. Tuve miedo hasta que comprendí que veía una sonrisa neandertal.
—Señorita Next...
—¿Sí?
—Nuestros amigos nos llaman Stig.
—Los míos me llaman Thursday.
Me ofreció una mano enorme y la acepté agradecida.
—Eres un buen hombre, Stig.
—Sí —respondió lentamente—, así nos secuenciaron.
Recogió sus notas y salió.
Abandoné el edificio de OpEspec diez minutos más tarde y busqué a Landen en el café de enfrente. No estaba allí, así que pedí café y esperé veinte minutos. No apareció, por lo que dejé un mensaje al propietario del café y me marché a casa, reflexionando acerca de que, con la muerte por coincidencias, el mundo a punto de acabarse al cabo de dos semanas, los cargos contra mí por razones desconocidas y una obra perdida de Shakespeare las cosas no podían ser más extrañas. Pero me equivocaba. Vaya si me equivocaba.
9
Cuantas más cosas sigan igual...
Los pequeños cambios en las superficies blandas son normalmente. la primera indicación de un ladeo. Cortinas, forros de cojines y pantallas de lámpara son buena prueba de un ligero desvío en el cronoflujo... de la misma forma que los canarios predicen explosiones en las minas o los peces de colores terremotos. También sirven de indicativo las alfombras, los dibujos del papel pintado o los cambios en el color de la pintura, pero para eso hace falta un ojo más entrenado. Si estás dentro del ladeo no notarás nada, pero si tus cortinas cambian de color sin razón aparente, si pasan de estar corridas a estar descorridas o tus macasares tienen otro dibujo, yo me preocuparía; si eres el único que se da cuenta, entonces preocúpate más. Mucho más...
BENDIX SCINTILLA
Navegación del cronoflujo para cadetes de la CG Módulo IV
La ausencia de Landen me intranquilizaba. Me pasaron por la cabeza todo tipo de razones sobre por qué no me esperaba cuando abrí la cancela y crucé el jardín. Era posible que no se hubiese dado cuenta de la hora, que hubiese ido a recoger su pierna de correr al taller o ido a visitar a su madre. Pero me engañaba. Landen había dicho que estaría allí y no estaba. Y eso no era propio de él. En absoluto.
Me detuve de pronto a mitad del sendero. Por alguna razón, Landen había aprovechado para cambiar todas las cortinas. Caminé más despacio, sintiendo el despertar de la inquietud. Me detuve en la puerta. La estregadera había desaparecido. Pero no la habían quitado hacía poco: hacía mucho que habían rellenado el hueco con cemento. También había otros cambios. En el porche habían aparecido un macetero, un saltador oxidado y una bicicleta rota. Los cubos de basura eran de plástico en lugar de ser de metal y, en el revistero, había un ejemplar del periódico que menos le gustaba a Landen: The Mole. Sentí un soplo de aire caliente en las mejillas mientras buscaba en vano la llave de la puerta. Hubiese dado igual que no la hubiera encontrado: la cerradura que yo misma había usado esa mañana estaba cubierta de pintura desde hacía mucho tiempo.
Debí de hacer bastante ruido porque, de pronto, la puerta se abrió y apareció una versión anciana de Landen, con panza, bifocales y calva reluciente.
—¿Sí? —preguntó en una especie de versión lenta del barítono Parke-Laine.
—Oh, Dios mío. ¿Landen? ¿Eres tú?
El anciano parecía casi tan conmocionado como yo.
—¿Yo? ¡Por amor del cielo, no! —respondió y empezó a cerrar la puerta—. ¡Aquí no vive nadie con ese nombre!
Encajé el pie entre la hoja y la jamba. Lo había visto hacer en las películas de polis pero la realidad es diferente. Había olvidado que llevaba zapatillas deportivas y la puerta me pilló el dedo gordo. Gemí de dolor, retiré el pie y la puerta se cerró de golpe.
—¡Maldita sea! —grité dando saltos. Pulsé el timbre con insistencia, pero sólo obtuve un «¡lárguese!» apagado por respuesta. Estaba a punto de golpear la puerta cuando oí a mi espalda una voz conocida. Me volví para encontrarme con la madre de Landen mirándome.
—¡Houson! —grité—. ¡Gracias a Dios! Hay alguien en casa y no responde... y... ¿Houson?
Me miraba sin dar la más mínima muestra de reconocerme.
—¿Houson? —repetí, dando un paso hacia ella—. ¡Soy yo, Thursday!
Se apresuró a retroceder un paso y me corrigió con rotundidad:
—Para usted soy la señora Parke-Laine. ¿Qué quiere?
Oí que la puerta se abría a mi espalda. El anciano Landen que no era Landen había regresado.
—Ha estado llamando al timbre —le explicó el hombre a la madre de Landen—. No se va. —Pensó un momento y luego añadió con voz más tranquila—: Ha estado preguntando por Landen.
—¿Landen? —respondió Houson severa, con más furia a cada segundo—. ¿Desde cuándo es Landen asunto suyo?
—Es mi esposo.
Hubo una pausa mientras lo procesaba.
—Su sentido del humor es penoso, señorita quien sea —respondió furibunda, señalando la puerta del jardín—. El camino de salida es el mismo que el de entrada... sólo que a la inversa.
—¡Esperen! —exclamé, casi con ganas de reírme de la situación—. Si no me casé con Landen, entonces ¿quién me dio este anillo de bodas?
Levanté la mano izquierda para que lo viesen, pero no les causó demasiada impresión. Una ojeada rápida me indicó la razón. No llevaba ningún anillo de bodas.
—¡Mierda! —murmuré, mirando perpleja a mi alrededor—. Se me habrá caído por alguna parte...
—Está usted muy confundida —dijo Houson, con más pena que furia. Tenía claro que yo no era peligrosa. Simplemente, estaba loca de remate—. ¿Podemos llamar a alguien?
—No estoy loca —aseguré, intentando encauzar la situación—. Esta mañana... no, hace menos de dos horas... Landen y yo vivíamos en esta misma casa...
Me paré. Houson se había situado al lado del hombre de la puerta. Al ponerse juntos de esa forma, que indicaba una larga relación, supe exactamente quién era él; era el padre de Landen. El padre muerto de Landen.
—Usted es Billden —murmuré—. Murió cuando intentó rescatar a...
Dejé de hablar. Landen no había conocido a su padre. Billden Parke-Laine había muerto treinta y ocho años antes salvando a su hijo Landen, de dos años, de un coche sumergido. Se me heló el corazón al empezar a comprender el verdadero significado de aquella extraña confrontación. Alguien había erradicado a Landen.
Alargué una mano para sostenerme, luego me senté rápidamente con la espalda apoyada en la pared del jardín y cerré los ojos justo cuando un potente martilleo arrancaba en mi cabeza. No había Landen, ahora de entre todos los momentos.
—Billden —anunció Houson—, será mejor que llames a la policía...
—¡No! —grité, abriendo los ojos y mirando al hombre con furia—. Usted no regresó, ¿verdad? —dije lentamente, con la voz quebrada—. Esa noche no le rescató. Usted vivió y él...
Me preparé para recibir su furia, pero no llegó. En lugar de enfurecerse Billden me miró fijamente con una mezcla de piedad y confusión en la cara.
—Quería hacerlo —dijo con voz tranquila.
Me tragué mis emociones.
—¿Dónde está Landen ahora?
—Si se lo digo —dijo Houson con voz lenta y paternalista—, ¿promete irse y no volver nunca? —Tomó mi silencio por un asentimiento y dijo—: Cementerio municipal de Swindon... y tiene razón, nuestro hijo se ahogó hace treinta y ocho años.
—¡Los mataré! —grité, pensando aceleradamente, intentando deducir quién era el responsable de aquello. Houson y Billden retrocedieron un paso, atemorizados—. A ustedes no —añadí a toda prisa—. Maldita sea, ¡me están chantajeando!
—Debería denunciarlo a OpEspec.
—No me creerían más de lo que me creen ustedes... —Me detuve a pensar un momento—. Houson, sé que tienes buena memoria porque cuando Landen existía tú y yo éramos buenas amigas. Alguien se ha llevado a tu hijo y a mi esposo y, créeme, le recuperaré. Pero escúchame, no estoy loca y te lo voy a demostrar: es alérgico al plátano, tiene un lunar en el cuello... y una marca de nacimiento en forma de bogavante en el culo. ¿Cómo podría saberlo a menos que...?
—Oh, ¿sí? —dijo Houson mirándome con creciente interés—. La marca de nacimiento. ¿En qué nalga?
—La izquierda. —¿Mirando desde delante o mirando desde atrás?
—Mirando desde atrás —dije sin vacilar.
Se produjo un breve silencio. Se miraron, luego me miraron y, en ese momento, supieron que era verdad. Cuando Houson habló, lo hizo tranquila, con una tristeza íntima.
—¿Qué... qué tal hombre era?
Se puso a llorar, grandes lágrimas le arrasaron las mejillas; lágrimas de pérdida, lágrimas por lo que podía haber sido.
—¡Era maravilloso! —respondí agradecida—. Ingenioso y generoso, alto e inteligente... ¡Hubiesen estado tan orgullosos!
—¿A qué se dedicaba?
—Era novelista —expliqué. El año pasado ganó el premio Armitage Shanks de ficción por Sofá nefasto. Perdió una pierna en Crimea. Llevábamos dos meses casados.
—¿Estábamos allí?
Los miré y no dije nada. Houson había asistido, claro está, llorando de alegría por los dos... pero Billden... Bien, Billden había dado su vida por Landen regresando al coche sumergido y acabado en el cementerio municipal de Swindon. Nos quedamos allí unos momentos, los tres lamentando la pérdida de Landen. Houson rompió el silencio.
—Creo que lo mejor para todos sería que se fuese ahora —dijo en voz baja— y, por favor, no vuelva.
—¡Esperen! —dije—. ¿Había alguien, alguien que le impidió rescatarle?
—Más de uno —respondió Billden—. Cinco o seis... Una mujer; se me sentaron encima...
—¿Uno era francés? ¿Alto, de porte distinguido? ¿Quizá llamado Lavoisier?
—No lo sé —respondió Billden con tristeza—, fue hace mucho tiempo.
—De verdad, tiene que irse —repitió Houson muy seria.
Suspiré, les di las gracias. Entraron y cerraron la puerta.
Atravesé la cancela y me senté en el coche, intentando contener las emociones para poder pensar con claridad. Respiraba pesadamente y tenía las manos tan apretadas contra el volante que mis nudillos estaban blancos. ¿Cómo podía hacerme algo así OpEspec? ¿Era el método de Flanker para obligarme a hablar de mi padre? Agité la cabeza. Jugar con el cronoflujo era un crimen que se castigaba con una brutalidad casi inconcebible. No podía imaginar que Flanker hubiese arriesgado su carrera, y su vida, dando un paso tan imprudente.
Respiré hondo y me incliné para pulsar el botón de arranque. Al hacerlo, entreví por el retrovisor un Packard aparcado a un lado de la calle. Había un tipo bien vestido apoyado en la aleta, fumando despreocupadamente y mirando en mi dirección. Era Schitt-Hawse. Parecía sonreír. De pronto, todo el plan cobró forma. Jack Schitt. ¿Con qué me había amenazado Schitt-Hawse? ¿Impaciencia corporativa? Mi furia creció.
Mascullando «¡cabrón!» me apeé del coche y caminé con rapidez directamente hacia Schitt-Hawse, que se envaró un poco viéndome acercarme. Pasé por delante de un coche, que frenó en seco a pocos centímetros de mí y, mientras Schitt-Hawse daba un paso al frente, con ambas manos le empujé contra el vehículo. Perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo; rápidamente le puse en pie, le agarré por el cuello de la camisa y alcé un puño para golpearle. Pero no llegué a hacerlo. Debido a mi furia ciega, no había visto que sus socios Chalk y Cheese andaban cerca, y cumplieron con su trabajo admirable, eficiente y, también, dolorosamente. Me resistí como un demonio y tuve la satisfacción de que en medio de la confusión pude dar una patada en la rodilla a Schitt-Hawse... Aulló de dolor. Pero mi victoria, si se podía considerar tal, fue breve. Yo debía pesar una décima parte de su masa combinada y mi resistencia fue en vano. Me sostuvieron con fuerza y Schitt-Hawse se me acercó con una sonrisa desagradable grabada en sus rasgos enjutos.
Hice lo primero que me vino a la cabeza. Le escupí a la cara. Nunca lo había intentado, pero salió de fábula; le di justo en el ojo.
Alzó el dorso de la mano para golpearme pero ni me inmuté... me limité a mirarle con furia en los ojos. Se detuvo, bajó la mano y se limpió la cara con un pañuelo cuidadosamente planchado.
—Va a tener que controlar su furia, Next.
—Señora Parke-Laine para usted.
—Ya no. Si deja de resistirse quizá podamos hablar razonablemente, como adultos. Usted y yo tenemos que llegar a un acuerdo.
Dejé de rebullirme y los dos tipos aflojaron el agarre. Me alisé la ropa y miré con rencor a Schitt-Hawse, que se frotaba la rodilla.
—¿Qué tipo de acuerdo? —exigí. —Un intercambio —respondió—. Jack Schitt a cambio de Landen.
—Oh, ¿sí? —respondí—. ¿Y cómo sé que puedo confiar en usted?
—No lo sabe y no puede —se limitó a responder Schitt-Hawse—, pero es la mejor oferta que va a recibir.
—Mi padre me ayudará.
Schitt-Hawse rió.
—Su padre es un jinete del reloj venido a menos. Creo que sobrestima sus posibilidades... y sus talentos. Además, tenemos el verano de 1947 tan cerrado que ni siquiera un mosquito transtemporal podría regresar a ese período sin que lo supiésemos. Saque a Jack de «El cuervo» y podrá recuperar a su cariñito.
—¿Y cómo propone que lo haga?
—Es usted una mujer inteligente y llena de recursos... Estoy seguro de que se le ocurrirá algo. ¿De acuerdo?
Le miré con concentración, temblando de furia. Luego, casi sin pensar, tenía mi automática contra la frente de Schitt-Hawse. A mi espalda oí saltar dos seguros. Chalk y Cheese también eran rápidos.
Schitt-Hawse no se inmutó; me sonrió altanero y pasó del arma.
—No va a matarme, Next —dijo lentamente—. No es su forma de hacer las cosas. Puede que le haga sentir mejor, pero no recuperará a Landen y el señor Chalk y el señor Cheese se asegurarán de que esté bien muerta mucho antes de dar contra el asfalto.
Schitt-Hawse era bueno. Se había informado bien y no me había subestimado ni un pelo. Yo haría lo que tuviese que hacer para recuperar a Landen y él lo sabía. Me guardé la pistola.
—¡Espléndido! —dijo entusiasmado—. Confío en que tendremos noticias suyas. ¿Verdad?
10
Todo exactamente igual
La erradicación de Landen Parke-Laine era la mejor que había visto desde la de Veronica Golightly. Le extrajeron a él y dejaron todo lo demás exactamente como estaba. No fue un trabajo tosco como el de Churchill o Victor Borge; ésos los corregimos con el tiempo. Lo que nunca comprendí es cómo se lo llevaron a él y dejaron los recuerdos de Thursday completamente intactos. Cierto, no hubiese tenido sentido erradicarle sin que ella lo supiese, pero cuatro siglos más tarde me sigue intrigando. La erradicación nunca fue un arte exacto.
CORONEL NEXT, QT, CG (inexistente)
Tiempoarriba/Tiempoabajo (obra inédita)
Seguí mirando el coche que se alejaba, intentando decidir qué hacer. Encontrar una forma de entrar en «El cuervo» para liberar a Jack Schitt sería mi máxima prioridad. No iba a ser difícil... era imposible. Eso no me detendría. En el pasado ya había hecho varias cosas imposibles y la idea no me daba tanto miedo como antes.
Un coche patrulla se situó a mi lado y el chofer bajó la ventanilla. Era el agente Spike Stoker de OpEspec 17: la Unidad de Eliminación de Vampiros y Licántropos, o «chupópteros y mordedores» como prefieren que los llamen. En una ocasión le había ayudado en la persecución de un vampiro; tratar con los no muertos no era demasiado divertido, pero Spike me caía muy bien.
Vio mi cara de consternación y me preguntó con tono amistoso.
—¿Qué pasa, Next?
—Hola, Spike. La Goliath es lo que pasa.
—Cuentan que se la jugaste a Flanker.
—Las buenas noticias vuelan, ¿no?
Spike lo pensó durante un momento, bajó el volumen de la radio y salió del coche.
—Si pasa lo peor, en chupópteros y mordedores puedo ofrecerte trabajo independiente clavando estacas por dinero; los requisitos mínimos de entrada se han reducido a «cualquiera lo suficientemente loco como para unirse a mí».
—Lo lamento, Spike. No puedo. No por ahora... Creo que ya he tratado bastante con los no muertos por una temporada. Dime, ¿sigo trabajando en OE-27?
—¡Claro que sí! ¿Thursday? ¿Tienes problemas?
—De los peores —dije, mostrándole el dedo sin anillo—. Alguien ha erradicado a mi esposo.
—Lamento oírlo —respondió Spike—. Erradicaron a mi tío Bart, pero alguien cometió un error y dejaron a mi tía recuerdos suyos. Ella presentó una apelación y al año siguiente le reactualizaron. Pero lo curioso es que yo no sabía que hubiese tenido un tío cuando desapareció, y que nunca supe que se había ido cuando regresó... Sólo tengo la palabra de mi tía de que todo eso sucedió. ¿Tiene sentido para ti?
—Hace una hora me hubiese parecido una locura. Ahora me parece tan claro como el día.
—Vaya —gruñó Spike, colocándome una mano afectuosa sobre el hombro—. No te preocupes, le recuperarás. Escucha: me encantaría librarme de toda la mierda de los vampiros y los hombres lobo e irme a trabajar a Sommeworld™ o algo así.
—¿No lo echarías de menos?
—Ni un segundo.
Me apoyé en su coche. Los cotilleos de OpEspec eran una agradable distracción que me tranquilizaba los nervios.
—Entonces, ¿ya tienes nuevo compañero? —le pregunté.
—¿Para esta mierda? Debes de estar de coña... pero sí que hay algunas buenas noticias. Mira esto.
Se sacó una foto del bolsillo. Era de él de pie junto a una rubia bajita que apenas le llegaba al codo.
—Se llama Cindy —murmuró con afecto—. Un bombón... y también es lista.
—Os deseo lo mejor. ¿Qué opina del negocio de los vampiros y los licántropos?
—Oh, le parece bien... o al menos se lo parecerá cuando se lo cuente. —Perdió la sonrisa—. Oh, Dios. ¿Cómo voy a contarle que clavo estacas afiladas en los no muertos y que persigo hombres lobo como si fuese un empleado de la perrera? —Calló y suspiró, para luego preguntar con más alegría—: Tú eres mujer, ¿no?
—Lo era la última vez que me miré al espejo.
—Bien, ¿no se te ocurre algún tipo... no sé... de estrategia? Me sabría muy mal perder a ésta también.
—¿Cuánto te duran cuando se lo dices?
—Oh, normalmente se lo toman muy bien —dijo Spike, riendo—. Aguantan... bien... cinco, seis, quizá más...
—¿Semanas? —pregunté—. ¿Meses?
—Segundos —respondió Spike afligido—, y eso en el caso de las que realmente me tenían aprecio.
Suspiró con toda el alma.
—Creo que deberías decirle la verdad. A las mujeres no les gusta que les mientan... A menos que se trate de vacaciones sorpresa, anillos y cosas así.
—Suponía que dirías eso —respondió Spike, frotándose pensativo la barbilla—. ¡Pero la conmoción!
—No tienes que contárselo directamente. Puedes repartir por la casa algunos ejemplares de La gaceta de Van Helsing.
—¡Oh, ya lo entiendo! —respondió Spike, concentrándose—. Para que se vaya haciendo a la idea. Estacas y crucifijos en el garaje...
—Y de vez en cuando podrías sacar a los hombres lobo a colación. —Es un plan genial, Thurs —respondió Spike feliz—. No quiero perder a Cindy... quiero tener familia.
—¿Qué pasa, Thurs? Pareces trastornada.
El miedo y el pánico que acababan de reducirse regresaron a plena potencia. ¿Todavía llevaba el bebé de Landen? Murmuré una respuesta corta a Spike, me subí a mi coche y volví corriendo a la ciudad, tomando por sorpresa a algunas alcas imperiales que rebuscaban en los cubos de basura cercanos.
Me dirigía a la consulta del médico en la calle Shelley. Todas las tiendas ante las que pasaba parecían vender cochecitos o sillas para bebés, juguetes o algún artículo relacionado con niños, y todos los bebés, niños, mujeres embarazadas y cochecitos de Swindon parecían estar en mi ruta... todos mirándome. Frené con un patinazo delante de la consulta. Había doble línea amarilla y la agente de tráfico me miró con avaricia.
—¡Eh! —dije, señalándola con el dedo—. Mujer, embarazada. Ni lo piense.
Entré corriendo y encontré a la enfermera del día anterior.
—Vine ayer —le solté—. ¿Estaba embarazada?
Me miró sin el más mínimo rastro de sorpresa. Supongo que estaba acostumbrada a esas escenas.
—¡Claro! —respondió—. La confirmación ya está en el correo. ¿Se siente bien?
Me dejé caer en una silla. La sensación de alivio resultaba indescriptible. Parecía que tenía algo más que recuerdos de Landen; también tenía a su hijo. Me froté la cara con las manos. Había pasado por muchas situaciones difíciles, de vida o muerte, tanto en el servicio militar como al servicio de la ley... pero nada se puede comparar con las tribulaciones emocionales. Prefería enfrentarme a Hades dos veces antes que volver a pasar por aquello.
—Sí, sí —le aseguré con alegría—. ¡La verdad es que no podría estar mejor!
—Bien —la enfermera sonrió—. ¿Le gustaría saber algo más?
—Sí —respondí—. ¿Dónde vivo?
El bloque destartalado de pisos del barrio antiguo no era de mi gusto, pero quién sabía cómo estaba yéndome sin Landen. Subí rápidamente las escaleras hasta el piso de arriba y la puerta seis. Respiré hondo, giré la llave y abrí. Oí actividad en la cocina y allí estaba Pickwick para recibirme como era habitual, trayéndome un regalo que resultó ser la portada arrancada de La gaceta de OpEspec 27 del mes anterior. Cerré la puerta con el pie mientras la acariciaba el buche y miré cautelosa por el piso. Me alivió comprobar que, a pesar del entorno destartalado, mi apartamento daba al sur, era caliente y bastante agradable. No recordaba nada de él, claro, pero me alegró que el huevo de Pickwick siguiera en su sitio. Parecía que había pintado bastante más sin tener a Landen cerca, y las paredes estaban cubiertas de lienzos inacabados.
Había varios de Pickwick con familiares que recordaba y otros que no... pero ninguno, desafortunadamente, de Landen. Miré los lienzos y me pregunté por qué en varios había una nave aérea anfibia. Me senté en el sofá y cuando Pickwick vino a darme con el pico, le puse la mano en la cabeza.
—Oh, Pickers —murmuré—, ¿qué vamos a hacer?
Suspiré, intenté que Pickwick se sostuviese sobre una pata a cambio de una golosina, fracasé y me preparé una taza de té y algo de comer antes de examinar el resto del apartamento de forma inquisitiva. La mayoría de las cosas estaban donde esperaba encontrarlas; en el armario había más vestidos de lo habitual y encontré algunos ejemplares de The Femole acumulados bajo el sofá. La nevera estaba llena de comida y parecía que en aquel mundo sin Landen yo era vegetariana. Había muchas cosas que no recordaba haber comprado, entre otras una lámpara de mesa en forma de piña, una placa grande de esmalte que anunciaba «Remedios para los pies del doctor Spongg» y, algo más preocupante, un par de calcetines del 45 y unos calzoncillos en el lavadero. Busqué más y encontré dos cepillos de dientes en el baño, una enorme chaqueta de los Mazos de Swindon colgada del perchero y varias camisetas XXL que decían OpEspec 14 Swindon. De inmediato llamé a Bowden.
—Hola, Thursday —dijo—. ¿Ya lo sabes? El profesor Spoon ha respaldado al ciento por ciento el Cardenio... ¡Nunca hasta ahora le había oído reír!
—¡Eso está bien, está bien! —dije sin prestar atención—. Escucha, puede que te parezca una pregunta extraña, pero ¿tengo novio?
—¿Qué?
—Novio. Ya sabes. Un amigo masculino al que veo regularmente para cenar, ir de picnic y... otras cositas, ¿entiendes?
—Thursday, ¿estás bien?
—No, no, no lo estoy —farfullé—. Verás, esta tarde han erradicado a mi marido. Fui a OE-1 y, justo antes de iniciarse la vista las paredes cambiaron de color y Stig habló raro. Luego Flanker no sabía que estuviera casada... que no lo estoy, supongo... y Houson no me conocía, Billden no estaba en el cementerio municipal pero Landen sí que lo estaba y la Goliath dice que le traerán de vuelta si yo libero a Jack Schitt y he pensado que habría perdido al bebé de Landen que no es así por lo que todo estaba bien y ahora no lo está, ¡porque he encontrado un cepillo de dientes y algunas prendas de hombre en el baño!
—Vale, vale —dijo Bowden con voz tranquilizadora—. Para un poco y déjame pensar.
Hubo una pausa mientras asimilaba todo lo que le había dicho. Cuando respondió lo hizo con impaciencia... y preocupación. Sabía que era un buen amigo, pero hasta ese momento no sabía hasta qué punto.
—Thursday. Tranquilízate y préstame atención. Primero, que esto quede entre nosotros. La erradicación nunca se puede demostrar... Díselo a cualquiera de OpEspec y los curanderos forzarán tu jubilación con un formulario D4. No queremos eso. Intentaré completar cualquier recuerdo perdido que yo pueda tener y tú no. ¿Cuál era el nombre de tu esposo?
—Landen.
Aquel planteamiento me daba fuerzas. Siempre podías confiar en que Bowden encararía el problema de forma analítica; por extraño que pudiese parecer. Me hizo repasar el día con detalle, algo que me resultó muy tranquilizador. Volví a preguntarle por los posibles novios.
—No estoy seguro —respondió—. Eres bastante reservada.
—Venga... rumores de oficina, chismes de OpEspec; debe de haber algo.
—Se cuentan cosas pero a mí no me llega demasiado porque soy tu compañero. Tu vida amorosa es objeto de bastantes elucubraciones. Te llaman...
Calló.
—¿Qué me llaman, Bowden?
—No quieras saberlo.
—Dímelo.
—Vale —Bowden suspiró—. Te llaman... te llaman la Doncella de Hielo.
—¿La Doncella de Hielo?
—No es tan horrible como mi apodo —añadió Bowden—. A mí me llaman Perro Muerto.
—¿Perro Muerto? —repetí, fingiendo no haberlo oído antes—. Doncella de Hielo, ¿eh? La verdad es que resulta, bueno... cursi. ¿No se les ha ocurrido nada mejor? En cualquier caso, ¿tengo novio o no?
—Hay rumores de alguien de OE-14...
Sostuve la chaqueta de criquet, intentando determinar la altura de aquel galán sin nombre.
—¿Le has identificado?
—Creo que sólo son rumores, Thursday.
—Dímelo, Bowden.
—Miles —dijo al fin—. Se llama Miles Hawke.
—¿Vamos en serio?
—No tengo ni idea. A mí no me cuentas esas cosas.
Le di las gracias y colgué nerviosa, con el estómago lleno de mariposas. Sabía que todavía estaba embarazada; la cuestión era quién era el padre de la criatura. Si tenía un novio ocasional llamado Miles, ¿era posible que, después de todo, no fuese Landen? Llamé a mi madre con rapidez. Parecía más pendiente de apagar un fuego en la cocina que de hablar conmigo. Le pregunté cuándo había conocido por última vez a uno de mis novios y me respondió que, si la memoria no le fallaba, hacía más de seis años, y que si no me daba prisa y me casaba iba a tener que adoptar algunos nietos... o secuestrar algunos en la puerta de un supermercado, lo que resultase más sencillo. Le dije que saldría a buscar lo antes posible y colgué.
Recorrí la sala convertida en un amasijo de nervios. Si no le había presentado ese Miles a mamá, entonces era probable que la cosa no fuese en serio; pero si él dejaba sus cosas por casa entonces sin duda íbamos en serio. Se me ocurrió una idea y rebusqué en la mesilla de noche hasta dar con una caja de condones sin abrir que había caducado hacía tres años. Suspiré aliviada: aquello era más propio de mí, a menos que Miles se hubiese traído los suyos, claro. Pero si estaba embarazada encontrar los condones no significaba nada porque no los habíamos usado. ¿Podía ser que la ropa no fuese de Miles? ¿Y qué decir de mis recuerdos? Si habían sobrevivido, entonces seguro que la contribución de Landen. al bebé también había sobrevivido. Me senté en la cama y me quité la cinta del pelo. Me pasé los dedos por el cuero cabelludo, me tendí, me tapé con la colcha y gemí. Durante mucho tiempo y con fuerza.
11
Yaya Next
La joven Thursday vino a verme esa mañana, como yo ya sabía que haría. Acababa de perder a Landen, como yo había perdido a mi esposo tantos años antes. Ella poseía la ventaja de la juventud y la esperanza y, aunque todavía no lo sabía, grandes cantidades de lo que llamamos el Otro Componente. Lo usaría, esperaba yo, con sabiduría. En ese momento ni siquiera su propio padre se hacía una idea cabal de lo importante que era su hija. De ella dependía algo más que la vida de Landen. Toda la vida dependía de ella, desde el más humilde de los paramecios hasta la forma de vida más compleja que llegase a existir jamás.
(Extraído de los papeles encontrados entre los efectos personales de la antigua agente de OpEspec, Next)
A las ocho de la mañana llamaron a la puerta. Allí estaba un hombre de aspecto peligroso. Nunca le había visto, pero él me conocía bien.
—¡Next! —aulló—. ¡El alquiler atrasado para el viernes o tiraré todas sus cosas a la basura!
—No puede hacer eso.
—Puedo —dijo, sosteniendo un contrato de alquiler bastante desastrado—. Según el contrato los animales domésticos están terminantemente prohibidos. Pague.
—Aquí no hay animales domésticos —le expliqué inocentemente.
—Entonces, ¿qué es eso?
Pickwick, con un ploc-ploc, asomó la cabeza por la puerta para ver qué pasaba. Un movimiento bastante inoportuno.
—Oh, esto. Se lo cuido a una amiga.
De pronto los ojos de mi casero se iluminaron y examinó de cerca a Pickwick, que retrocedió nerviosa. Era una versión 1.2 muy poco común y mi casero parecía darse cuenta.
—Entrégueme el dodo —propuso avaricioso— y le daré cuatro meses de alquiler gratis.
—No está en venta —dije tajante. Podía sentir que Pickwick temblaba.
—Ah —dijo el casero con avaricia—. Entonces tiene dos días para pagar los atrasos o la echaré a patadas en su culo de OpEspec. Capisce?
—Es usted de lo más agradable.
Me miró furioso, me pasó el aviso y despareció pasillo abajo para ir a acosar a otro.
El estado de mi cuenta corriente era una lectura deprimente. No se me daba bien el dinero. Tenía las tarjetas al límite y mi descubierto casi agotado. Los sueldos de OpEspec daban apenas para comer y tener un techo sobre la cabeza, pero comprar el Speedster me había dejado limpia y todavía ni siquiera había visto las facturas del garaje por la reparación. Oí un ploc-ploc nervioso procedente de la cocina.
—Antes me vendería a mí misma —le dije a Pickwick, que me miraba expectante con el collar y la correa en el pico.
Volví a guardar los resguardos del banco en la caja de zapatos y la llevé al parque. Quizá sería más exacto decir que ella me llevó a mí; ella era la que se sabía el camino. Se puso a jugar tímidamente con algunos otros dodos mientras yo me sentaba en un banco. Una anciana malhumorada se sentó a mi lado. Resultó ser la señora Scroggins, del piso de abajo. Me dijo que en el futuro no hiciese tanto ruido y luego, sin recuperar aliento, me ofreció algunos consejos extremadamente útiles para meter y sacar animales domésticos del edificio sin que nadie se diese cuenta. Compré un ejemplar de The Owl de camino a casa y me alegró comprobar que todavía no se había difundido el descubrimiento del Cardenio. Metí a Pickwick disimuladamente en el apartamento y decidí que era hora de visitar a lo más parecido a un oráculo de Delfos que conocería en mi vida: a Yaya Next.
Yaya jugaba al pimpón en el Hogar Crepuscular de OpEspec cuando di con ella. Aplastaba a su oponente con contundencia mientras las enfermeras nerviosas la miraban, intentando detenerla antes de que se cayese y se rompiese otro par de huesos. Yaya Next era vieja. Vieja de verdad. Tenía la piel rosada más arrugada que una pasa y la cara y las manos llenas de manchas de vejez. Vestía su habitual vestido de guinga azul y, cuando entré, me saludó desde el otro extremo de la sala.
—¡Ah! —dijo—. ¡Thursday! ¿Te apetece jugar?
—¿No crees que ya has jugado lo suficiente por hoy?
—¡Tonterías! Agarra una pala y jugaremos al primer punto.
En cuanto levanté la pala una bola pasó rozándome.
—¡No estaba preparada! —protesté mientras otra bola pasaba sobre la red. Intenté darle y fallé.
—La vida no espera a que estés preparada, Thursday. ¡Pensaba que tú más que nadie lo sabrías!
Gruñí y devolví la siguiente bola, que ella hábilmente me devolvió.
—¿Cómo estás, Yaya?
—Vieja —respondió, devolviéndome la pelota con un revés salvaje—. Vieja, cansada y con necesidad de cuidados. La Parca me acecha ya... ¡casi puedo olería!
—¡Yaya!
Falló mi lanzamiento y gritó:
—Mala. —Luego hizo una pausa—. ¿Quieres saber un secreto, joven Thursday?
—Venga —respondí, aprovechando la oportunidad de recoger algunas bolas.
—¡Sufro la maldición de la vida eterna!
—Quizá sólo dé esa impresión, Yaya.
—Cachorrillo insolente. No he llegado a los ciento ocho años sólo por mi fortaleza física y un capricho estadístico. En mi juventud me vi implicada en extraños fenómenos y, en resumen, no puedo deshacerme de esta cubierta mortal hasta que no haya leído los diez clásicos más aburridos.
Miré su expresión sincera y sus ojos relucientes. No bromeaba.
—¿Hasta dónde has llegado? —respondí, devolviendo una bola desviada.
—Bien, precisamente ése es el problema, ¿no? —respondió, sirviendo de nuevo—. Leo el que me parece el libro más aburrido del mundo, llego a la última página, me echo a dormir con una sonrisa en la cara y ¡me despierto a la mañana siguiente sintiéndome mejor que nunca!
—¿Has probado con Faerie Queene de Edmund Spenser? —pregunté—. Seis volúmenes de aburridas estrofas de Spenser, que sólo tuvo la virtud de no escribir los doce volúmenes que tenía planeados.
—Los he leído de cabo a rabo —respondió Yaya—, y también sus otros poemas, por si acaso.
Dejé la pala. Las bolas siguieron pasando a mi lado.
—Tú ganas, Yaya. Tengo que hablar contigo.
Aceptó reacia y la ayudé a llegar al dormitorio, una pequeña celda roñosamente decorada a la que macabramente llamaba su «terminal de salida». Era austera: una foto mía, de Anton, Joffy y mi madre junto a un par de marcos vacíos.
—Han ladeado a mi marido, Yaya.
—¿Cuándo se lo llevaron? —preguntó, mirando por encima de las gafas como hacen las abuelas; en ningún momento puso en duda lo que le decía y yo se lo expliqué todo lo más rápidamente que pude... excepto lo del bebé. Le había prometido a Landen que no lo haría.
—Vaya —dijo Yaya Next cuando hube terminado—. También se llevaron a mi marido... Sé cómo te sientes.
—¿Por qué lo hicieron?
—Por la misma razón que te lo han hecho a ti. El amor es algo maravilloso, cariño, pero te deja indefensa ante la extorsión. Cede a la tiranía y otros sufrirán tanto como tú... incluso más.
—¿Dices que no debería intentar recuperar a Landen?
—Qué va; simplemente piénsalo con calma antes de ayudarlos. No les importáis ni Landen ni tú; sólo quieren a Jack Schitt. ¿Anton sigue muerto?
—Eso me temo.
—Qué pena. Tenía la esperanza de ver a tu hermano antes de morir yo también. ¿Sabes qué es lo peor de morir?
—Dímelo, Yaya.
—No llegas a ver cómo acaba todo.
—¿Recuperaste a tu marido, Yaya?
En lugar de responder, inesperadamente colocó la mano en mi vientre y me dedicó esa sonrisilla omnisciente que las abuelas parecen aprender en la escuela de abuelas, además de a hacer calceta, las tácticas de batalla en las rebajas de enero y preguntarte qué haces en tu cuarto.
—¿Para junio? —preguntó.
No discutes con Yaya Next, ni tampoco pretendes descubrir cómo sabe esas cosas.
—Julio. Pero Yaya, ¡no sé si es de Landen, de Miles Hawke o de quién!
—Deberías llamar a ese Hawke y preguntarle.
—¡Eso no lo puedo hacer!
—Entonces, preocúpate —respondió—. La verdad, yo apuesto por Landen como padre. Como has dicho, los recuerdos han evitado el ladeo, por tanto, ¿por qué no puede haberlo hecho también el bebé? Créeme, todo saldrá bien al final. Quizá no tal y como imaginas, pero igualmente todo estará bien.
Deseé poder compartir ese optimismo. Apartó la mano de mi vientre y se recostó en la cama, pagando la energía gastada con el pimpón.
—Necesito una forma de entrar en los libros sin un Portal de Prosa, Yaya.
Abrió los ojos y me miró con una agudeza que desafiaba su avanzada edad.
—¡Ajá! —dijo, y añadió—: pasé setenta y siete años en OpEspec, en dieciocho departamentos diferentes. Salté hacia delante y hacia atrás, y ocasionalmente de lado. He perseguido a tipos malos que hacen que Hades parezca san Zvlkx y en ocho ocasiones salvé al mundo de la aniquilación. He visto cosas tan raras que tú ni siquiera podrías empezar a comprenderlas, pero a pesar de todo eso no tengo ni la más remota idea de cómo Mycroft logró que saltases al interior de Jane Eyre.
—Ah.
—Lo lamento, Thursday... pero así están las cosas. Si yo fuese tú, atacaría el problema a la inversa. ¿Quién fue la última persona que conociste que podía saltar al interior de los libros?
—La señora Nakajima.
—¿Y cómo lo hacía?
—Supongo que leía como si estuviese en el interior del libro.
—¿Lo has intentado?
Negué con la cabeza.
—Quizá deberías hacerlo —respondió totalmente en serio—. La primera vez que entraste en Jane Eyre... ¿no fue un salto a un libro?
—Supongo.
—Quizá —dijo, sacando al azar un libro del estante que tenía sobre la cama y lanzándomelo—, quizá sea mejor que lo intentes.
Recogí el libro.
—¿El cuento de los conejitos Pelusa?
—Bien, hay que empezar por alguna parte, ¿no? —respondió riendo. Le ayudé a quitarse los zapatos y a ponerse más cómoda.
—¡Ciento ocho! —murmuró—. Me siento como el conejito de ese anuncio de Fusionpilas... ¿sabes?
—Para mí tú siempre serás el conejito de Fusionpilas, Yaya.
Me dedicó una sonrisita y se recostó en las almohadas.
—Léeme el libro, cariño.
Me senté y abrí el pequeño volumen de Beatrix Potter. Miré a Yaya, que había cerrado los ojos.
—¡Lee!
Así lo hice, desde la primera a la última página.
—¿Algo?
—No —respondí con tristeza—, nada.
—¿Ni siquiera el olorcillo de la basura del jardín o el zumbido distante de un cortacésped?
—Nada de nada.
—¡Ja! —dijo Yaya—. Léelo otra vez.
Así que se lo leí otra vez, y otra vez más después.
—¿Nada todavía?
—No, Yaya —respondí, empezando a aburrirme.
—¿Qué opinas del personaje de la señora Ratoncilla?
—Es ingeniosa e inteligente —comenté—. Probablemente chismorree y le guste dejar caer nombres de conocidos en la conversación. Va muy por delante de Benjamín en lo que a cerebro se refiere.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Yaya.
—Bien, cuando permite que sus hijos duerman expuestos al aire libre Benjamín demuestra ser poco capaz como padre, pero posee suficiente sentido del propio bienestar como para taparse la cara. Puesto que Pelusa tiene que ir a buscarle es evidente que cosas así ya han pasado antes. Está claro que a Benjamín no se le pueden confiar los niños. Una vez más, la madre debe demostrar moderación y sabiduría.
—Quizá sea así —respondió Yaya—, pero no demostró demasiada sabiduría entrando sigilosamente en el jardín y mirando por la ventana mientras el tío Gregorio y la tía Gregoria descubrían que les habían engañado con hortalizas pochas, ¿no?
Tenía razón en eso.
—Es un recurso narrativo —respondí—. Creo que es más dramático si sigues el desenlace del subterfugio de los conejos, ¿no crees? Creo que Pelusa, que a lo largo de la narración ha estado tomando personalmente todas las decisiones, hubiese regresado a la madriguera, pero que en esta ocasión recibió contraórdenes de Beatrix Potter.
—Una teoría interesante —comentó Yaya, estirando los dedos de los pies sobre el cubrecama y agitándolos para activar la circulación—. El tío Gregorio es un malvado, ¿no? El Darth Vader de la literatura infantil.
—Un incomprendido —le dije—. Yo considero a la tía Gregoria la villana de la obra. Es una especie de lady Macbeth. El recuento laborioso y la risita tonta de tío Gregorio podrían indicar cierto grado de demencia. Eso permite a la más agresiva tía Gregoria controlarle con facilidad. También creo que el matrimonio tiene problemas. Ella le describe como un «viejo tonto» e «idiota baboso» y afirma que lo de los vegetales podridos del saco no es más que una broma sin sentido para fastidiarla a ella.
—¿Algo más?
—En realidad no. Creo que eso es todo.
Pero Yaya no respondió; se limitó a reír bajito para sí.
—Así que todavía sigues aquí —comentó—. ¿No has saltado a la casita del tío Gregorio y la tía Gregoria?
—No.
—En ese caso —dijo Yaya con aires de pillina—, ¿cómo sabías que lo llama «idiota baboso»?
—Está en el texto.
—Será mejor que lo compruebes, joven Thursday.
Encontré la página y descubrí que, efectivamente, la tía Gregoria no había dicho nada de eso.
—¡Qué curioso! —dije—. Me lo habré inventado.
—Quizá —respondió Yaya—, o quizá lo has oído. Cierra los ojos y describe la cocina de la casita del tío Gregorio.
—Paredes pintadas de lila —describí—, una cocina grande con una tetera silbando alegremente sobre un fogón de carbón. Hay un aparador contra una pared lleno de loza con motivos florales y sobre la mesa fregada de la cocina un jarrón con flores. —Guardé silencio.
—¿Y cómo puedes saberlo a menos que hayas estado allí? —preguntó Yaya triunfal.
Rápidamente releí el libro, varias veces, concentrándome, pero no pasó nada. Quizá lo desease en exceso; no sé. Después de la décima lectura sólo veía las palabras y nada más.
—Es un comienzo —dijo Yaya animándome—. Cuando llegues a casa prueba con otro libro, pero no esperes demasiado ni demasiado pronto... y te recomiendo encarecidamente que busques a la señora Nakajima. ¿Dónde vive?
—Se retiró a Jane Eyre.
—¿Dónde vivía antes?
—En Osaka.
—Entonces quizá deberías buscarla allí. Y, por amor del cielo, ¡relájate!
Le dije que lo haría, la besé en la frente y me fui de la habitación.
12
En casa con mis recuerdos
La Toad News Network era la emisora de noticias más importante y Lydia Startright, su periodista más importante. Si había un acontecimiento destacado, podías apostarlo todo a que la Toad lo convertiría en su noticia bomba. Cuando los rusos obtuvieron Tunbridge Wells como compensación de guerra no hubo historia más importante... es decir, aparte de las migraciones de mamuts, las elucubraciones sobre la nueva película de Bonzo el perro maravilla o el misterio de si Lola Vavoom se afeitaba las axilas o no. Mi padre decía que era encantador, y peligrosamente autodestructivo, que nos interesasen más las trivialidades absurdas que las noticias de verdad.
THURSDAY NEXT
Una vida en OpEspec
Dado que todavía me encontraba oficialmente de baja, pendiente del resultado de la vista de OE-1, me fui a casa. Entre en el apartamento, me quité los zapatos y vertí algunos pistachos en el platito de Pickwick. Preparé café y llamé a Bowden para charlar largo y tendido, intentando descubrir qué más había cambiado desde la erradicación de Landen. Resultó que no mucho. A Anton le habían acusado igualmente de la carga de la Brigada Ligera Blindada, yo había vivido en Londres diez años, había regresado a Swindon en el mismo momento, incluso había estado de picnic en Uffington el día antes. En una ocasión papá me había dicho que el pasado poseía una asombrosa resistencia al cambio; no bromeaba. Le di las gracias a Bowden, colgué y pinté un rato, intentando relajarme. Como no me salía nada me fui a dar un paseo por Uffington, uniéndome a los curiosos que se habían reunido para ver cómo un camión cargaba el Hispano-Suiza destrozado. La Compañía Aérea Leviatán había puesto en marcha una investigación y ofrecido voluntario a uno de sus directivos para admitir el cargo de homicidio involuntario corporativo. El indefenso ejecutivo ya había empezado a cumplir su sentencia de siete años, con lo que esperaban evitar una demanda cara y perjudicial para la empresa.
Volví a casa, me preparé la cena y me senté delante de la tele, sintonizando la Toad News Network.
—... el negociador del zar ha aceptado del ministro de Asuntos Exteriores la oferta de Tunbridge Wells como compensación de guerra —entonó con seriedad el presentador—. El pequeño pueblo y sus dos mil acres de entorno podrían convertirse en un enclave ruso llamado Botchkamos Istochnik en el centro de Inglaterra y todos los ciudadanos de la nueva colonia rusa tendrían doble nacionalidad. Allí se encuentra Lydia Startright. Lydia, ¿cómo están las cosas?
Apareció en pantalla la reportera más importante de la Toad News Network en la calle principal de Tunbridge Wells.
—Los residentes de este somnoliento pueblecito de Kent manifiestan una mezcla de incredulidad y asombro —respondió Startright con sobriedad, rodeada por un grupo de jubilados cargados con bolsas de la compra y de caras vagamente perplejas—. El frenesí de compra de ropa caliente ha dado paso a una furia dirigida contra el secretario de Exteriores por tomar tal decisión sin mencionar ninguna forma de compensación generosa. Tengo conmigo al oficial de caballería retirado, el coronel Prongg. Dígame, coronel, ¿cuál fue su reacción al saber que quizás el mes que viene sea usted el coronel Pronski?
—Bien —dijo el coronel en tono agraviado—. Debo decir que la decisión me repugna y me horroriza. Estoy horrorizado y asqueado al máximo. No me pasé cuarenta años luchando contra los rusos para convertirme en uno de ellos en mi jubilación. ¡La señora Prongg y yo nos mudaremos, está claro!
—Dado que la Rusia Imperial es la segunda nación más rica del planeta —respondió Lydia—, Tunbridge Wells podría acabar siendo, como pasa con la isla de Fetlar, una importante institución bancaria en el extranjero al servicio de la fortuna de la nobleza rusa.
—Evidentemente —respondió el coronel concentrándose intensamente —, tendría que esperar a ver cómo salen las cosas antes de tomar la decisión final. Pero si el cambio implica inviernos más fríos, nos mudaremos a Brighton. A Chilblains, ya sabe.
—Ahí lo tienes, Carl. Lydia Startright informando para Toad News Network, Tunbridge Wells.
Otra vez en pantalla el estudio.
—Problemas en Mole TV —siguió diciendo el presentador—, y un tremendo golpe para los productores de Sobreviviendo a Cortés, la popular serie del canal sobre la reconstrucción de la conquista azteca, cuando, en lugar de ser simplemente expulsado por votación del estudio cerrado de Tenochtitlan, un participante fue sacrificado al dios Sol. El programa ha sido cancelado y se ha iniciado una investigación. Mole TV ha manifestado que «nos sentimos consternados por el incidente y lo lamentamos», pero señala que el programa «era el más visto en TV, incluso después del sacrificio». ¿Brett?
Otro presentador apareció en pantalla.
—Gracias, Carl. Henry, un macho joven de dos toneladas y media de la manada de Kirkbride ha sido el primer mamut en llegar hasta los pastos invernales de Redruth a las 6.07 de esta tarde. Clarence Oldspot estaba allí. ¿Clarence?
En pantalla apareció un campo de Cornwall con un mamut con cara de aburrimiento casi invisible tras una aglomeración de reporteros de televisión y aficionados. Clarence Oldspot seguía vestido con su chaqueta de guerra y parecía amargado de tener que informar sobre herbívoros peludos, antiguamente extintos, en lugar de hacerlo desde el frente de Crimea.
—Gracias, Brett. Bien, la migración parece haber llegado de verdad y Henry, un competidor desconocido, fastidió a los corredores de apuestas cuando...
Cambié de canal. Apareció ¿Nombra esa frutal, el nauseabundo programa concurso. Volví a cambiar para encontrarme con un documental sobre los lazos del partido whig con los grupos radicales baconianos de los setenta. Pasé por otros canales antes de regresar a la Toad News Network.
Sonó el teléfono y contesté.
—Soy Miles —dijo una voz que sonaba a cien flexiones en menos de tres minutos.
—¿Quién?
—Miles.
—¡Aaah! —dije conmocionada. Miles. Miles Hawke, el propietario de los calzoncillos y esa chaqueta deportiva de tan mal gusto.
—¿Thursday? ¿Estás bien?
—¿Yo? Genial. Genial. Absolutamente genial. No podría estar mejor. ¿Cómo estás tú?
—¿Quieres que me pase? Estás rara.
—¡No! —respondí demasiado bruscamente—. Es decir, que no, gracias... es decir, nos vimos hace sólo... eh...
—¿Hace dos semanas?
—Sí. Y estoy muy ocupada. Dios, sí que estoy ocupada. Nunca he estado tan ocupada. Así soy yo. Ocupada como alguien ocupado...
—He oído que te enfrentaste a Flanker. Estaba preocupado.
—¿Tú y yo alguna vez...?
No podía decirlo, pero tenía que saberlo.
—¿Y tú y yo alguna vez qué?
—¿Tú y yo...?
Piensa, piensa.
—¿Tú y yo alguna vez... hemos ido a ver las migraciones de mamuts?
¡Rayos y centellas!
—¿Las migraciones? No. ¿Deberíamos haberlo hecho? ¿Estás segura de que estás bien?
Empezaba a sentir pánico... lo que era una tontería dadas las circunstancias. Cuando me enfrentaba a personajes como Hades no sentía nada de pánico.
—Sí... es decir, no. Vaya. Llaman a la puerta. Debe de ser el taxi. —¿Un taxi? ¿Qué le ha pasado a tu coche?
—Una pizza. Un taxi repartidor de pizzas. ¡Tengo que dejarte!
Y antes de que pudiese protestar, colgué.
Me di un golpe en la frente con la mano y murmuré:
—¡Idiota... idiota... idiota!
Luego corrí por el piso como una lunática, cerrando todas las cortinas y apagando todas las luces por si Miles decidía pasarse a verme. Me senté en la oscuridad escuchando un rato cómo Pickwick chocaba con el mobiliario antes de decidir que me estaba portando como una imbécil y optase por irme a la cama con un ejemplar de Robinson Crusoe.
Cogí una linterna de la cocina, me desvestí en la oscuridad y me metí en la cama. Di unas cuantas vueltas en el colchón desconocido y luego me puse a leer, esperando en cierta forma repetir el éxito parcial que había logrado con Los conejitos Pelusa. Leí sobre el naufragio de Crusoe, su llegada a la isla, y me salté las aburridas reflexiones religiosas. Paré de leer un momento y miré mi dormitorio para comprobar si pasaba algo. Nada; el único cambio de la habitación era la claridad intermitente de los focos de los coches que giraban al salir de la calle a la que daba la ventana. Oí a Pickwick hacer ploc para sí y volví al libro. Estaba más cansada de lo que pensaba y, mientras leía, me hundí en el sopor.
Soñé que estaba en una isla, caliente y seca. Las palmeras se agitaban lánguidas a la débil brisa, el cielo era de un azul profundo, la luz del sol pura y limpia. Me metí descalza en las olas, dejando que el agua me enfriase los pies al caminar. Había un pecio de mástiles rotos y jarcias enredadas encallado en un arrecife, a cien metros de la costa. Mientras miraba, vi a un hombre desnudo subir a bordo, rebuscar por cubierta, ponerse un par de pantalones y desaparecer bajo cubierta. Después de esperar unos momentos y no volver a verle, seguí caminando por la playa, donde encontré a Landen sentado bajo una palmera mirándome con una sonrisa en la cara.
—¿Qué miras? —le pregunté, devolviéndole la sonrisa y alzando la mano para protegerme del sol.
—Había olvidado lo bonita que eres.
—¡Oh, para!
—Lo digo en serio —respondió mientras se ponía en pie y me abrazaba con fuerza—. Te echo mucho de menos.
—Yo también te echo de menos —le dije—, pero ¿dónde estás?
—No estoy del todo seguro —respondió confuso—. Hablando estrictamente, no creo que esté en ninguna parte... Simplemente estoy aquí, viviendo en tus recuerdos.
—¿Esto es mi memoria? ¿Cómo es?
—Bien... —respondió Landen—, tiene partes realmente sobresalientes pero también algunas bastante horribles... En ese aspecto, es un poco como Mallorca. ¿Te apetece té?
Miré a mi alrededor buscando el té, pero Landen se limitó a sonreír.
—No llevo aquí mucho tiempo, pero he aprendido un par de trucos. ¿Recuerdas aquel sitio de Winchester donde tomamos bollos recién sacados del horno? ¿Recuerdas? En el segundo piso, cuando llovía fuera y el hombre del paraguas...
—¿Darjeeling o Assam? —me preguntó la camarera.
»Darjeeling —respondí—, y dos meriendas. Mermelada de fresa para mí y membrillo para mi amigo.
La isla había desaparecido. En su lugar nos encontrábamos en el salón de té de Winchester. La camarera tomó nota, sonrió y se fue. El local estaba lleno de parejas de mediana edad con aspecto amistoso vestidas de tweed. Era tal y como lo recordaba.
—¡Es un buen truco! —exclamé.
—¡Yo no he hecho nada! —respondió Landen, sonriendo—. Todo esto es tuyo. Hasta el más pequeño detalle. Los olores, los sonidos... todo.
Miré a mi alrededor maravillándome en silencio.
—¿Puedo recordar todo esto?
—No del todo, Thurs. Mira de nuevo a nuestros compañeros de té.
Me volví en la silla y examiné la estancia. Todas las parejas eran más o menos idénticas: de mediana edad, vestidas de tweed y conversando con acento de los condados londinenses. Realmente no hablaban ni comían coherentemente; simplemente se movían y murmuraban para ofrecer la impresión de un salón de té atestado.
—Fascinante, ¿verdad? —dijo Landen emocionado—. Como en realidad no puedes recordar nada sobre los que estaban aquí, tu mente ha rellenado la sala con una amalgama de personajes que esperarías ver en un salón de té de Winchester. Papel pintado mnemónico, digamos. No hay nada aquí que no te resulte familiar. Los cubiertos son los de tu madre y los cuadros de las paredes una mezcla de los que teníamos en casa. La camarera es una combinación de Lottie, de tu almuerzo con Bowden, y de la mujer de la tienda de comida para llevar. Todos los espacios en blanco de tus recuerdos se han rellenado con algo que sí recuerdas... una especie de carta de datos para llenar lagunas.
Volví a mirar al resto de la clientela, que ahora parecía no tener cara.
Súbitamente se me ocurrió una idea inquietante.
—Landen, no habrás recorrido los últimos años de mi adolescencia, ¿verdad?
—Claro que no. Sería como abrir tu correo.
Me alegraba. Mi improbable encaprichamiento de un chico llamado Dorren y mi torpe introducción al mundo femenino en la parte posterior de un Morris 8 robado no eran situaciones que quisiese que Landen contemplase en toda su gloria estremecedora. Por una vez, deseaba tener mala memoria... o que el tío Mycroft hubiese perfeccionado el dispositivo para borrar recuerdos. Landen me sirvió el té y preguntó:
—¿Cómo van las cosas por el mundo real?
—Tengo que encontrar la forma de entrar en los libros —le dije—. Mañana tomaré el Gravetubo a Osaka y veré si puedo localizar a alguien que conociese a la señora Nakajima... Es muy improbable, pero quién sabe.
—Cuídate, no...
Landen calló de pronto porque vio algo por encima de mi hombro. Me volví para ver a la última persona que hubiese querido que estuviera allí. Me puse en pie rápidamente, tiré la silla con estruendo y apunté con la automática a la figura alta que acababa de entrar en el salón de té.
—¡Eso no hace falta! —Acheron Hades sonrió—. La forma de matarme en este lugar es olvidarme, y hay tantas probabilidades de que lo hagas como de que olvides al maridito aquí presente.
Miré a Landen, quien se encogió de hombros.
—Lo lamento, Thurs. Tenía intención de contártelo. Está muy vivo en tus recuerdos... pero es inofensivo, te lo aseguro.
Hades dijo a una pareja cercana que se largase si sabía lo que le convenía y se sentó a comerse el pastel de cereales que no se habían terminado. Era exactamente como le había visto por última vez en el tejado de Thornfield... Incluso su ropa humeaba un poco. Olía el calor seco del fuego en la vieja mansión de Rochester, casi podía oír el crepitar del fuego y el alarido sobrenatural de Bertha cuando Hades la lanzó a la muerte. Me dedicó una sonrisa altanera. Estaba relativamente seguro en mis recuerdos y lo sabía bien... lo peor que podía pasarle era que me despertase.
Me guardé la pistola.
—Hola, Hades —dije, sentándome otra vez—. ¿Té?
—¿De veras? Muy amable por tu parte.
Le serví una taza. Le puso cuatro terrones de azúcar y observó a Landen un rato con mirada inquisitorial antes de preguntar:
—Entonces, tú eres Parke-Laine, ¿eh?
—Lo que queda de él.
—¿Y tú y Next estáis enamorados?
—Sí.
Agarré la mano de Landen como si quisiese reforzar esa afirmación.
—Yo también me enamoré en una ocasión —murmuró Hades con sonrisa triste y distante—. Estaba locamente enamorado, a mi modo. Solíamos planear juntos actos horribles, y para celebrar nuestro primer aniversario prendimos fuego a un enorme edificio público. Luego nos sentamos en una colina cercana a contemplar cómo el incendio iluminaba el cielo. Los gritos de los ciudadanos aterrorizados eran una sinfonía para nuestros oídos.
Suspiró de nuevo, en esta ocasión algo más profundamente.
—Pero no salió bien. El verdadero amor rara vez fluye bien. Tuve que matarla.
—¿Tuviste que matarla?
Suspiró.
—Sí. Pero le evité cualquier dolor... y le dije que lo sentía.
—Es una historia muy emotiva —murmuró Landen.
—Tú y yo tenemos algo en común, señor Parke-Laine.
—La verdad es que, sinceramente, espero que no sea así.
—Sólo vivimos en los recuerdos de Thursday. Ella nunca se deshará de mí hasta el día de su muerte. Lo mismo vale para ti. Es irónico, ¿no crees? ¡El hombre al que ama, el hombre al que odia!
—Él volverá —respondí confiada—, cuando Jack Schitt salga de «El cuervo».
Acheron rió.
—Creo que sobrevaloras lo que la Goliath respeta sus promesas. Landen está tan muerto como yo, quizá más... Al menos yo sobreviví a la infancia.
—Te derroté completamente, Hades —le dije, pasándole la mermelada y un cuchillo mientras él se preparaba un bollo—, y me enfrentaré a la Goliath y también ganaré.
—Ya veremos —respondió Acheron pensativo—, ya veremos.
Pensé en el Skyrail y en el Hispano-Suiza caído del cielo.
—¿Intentaste matarme el otro día, Hades?
—¡Si pudiese! —respondió, agitando la cucharilla de la mermelada en nuestra dirección y riendo—. Pero podría ser que lo hubiese hecho... después de todo, estoy aquí sólo como recuerdo tuyo de mí. Sinceramente espero estar, bien, quizá no vivo, pero de alguna forma ahí fuera de verdad, ¡maquinando, maquinando...!
Landen se puso en pie.
—Vamos, Thurs. Dejemos a este payaso con sus bollos. ¿Recuerdas nuestro primer beso?
El salón de té desapareció de pronto y en su lugar nos encontramos en una cálida noche de Crimea. Estábamos de vuelta en el campamento Aardvark, contemplando el bombardeo de Sebastopol en el horizonte, el mejor espectáculo de fuegos artificiales del planeta si uno conseguía olvidar sus efectos. La distancia convertía el sonido del bombardeo casi en una canción de cuna. Los dos íbamos con ropa de combate y estábamos de pie, juntos pero sin tocarnos... y por Dios, cómo queríamos tocarnos.
—¿Dónde estamos? —preguntó Landen.
—Es donde nos besamos por primera vez —respondí.
—¡No! —respondió Landen—. Recuerdo que contemplaba el bombardeo contigo, pero esa noche sólo hablamos. No llegué a besarte hasta la noche en que tú me llevaste al puesto avanzado y nos quedamos atrapados en el campo de minas.
Reí en alto.
—¡Los hombres tienen una memoria penosa en lo referente a estas cosas! Estábamos de pie, así, y deseábamos tocarnos desesperadamente. Tú me pusiste la mano en el hombro fingiendo señalarme algo y yo te puse la mano en la base de la espalda... así. No dijimos nada, pero cuando nos tocamos fue como... ¡como electricidad!
Lo hicimos. Así fue. Los estremecimientos me llegaron a los pies, rebotaron, recorrieron mi cuerpo en espiral y surgieron por el cuello en forma de un poco de sudor.
—Bien —respondió Landen con voz tranquila unos minutos más tarde —. Creo que prefiero tu versión. Entonces, si nos besamos aquí, la noche del campo de minas fue...
—Sí —le dije—. Sí, sí, lo fue.
Y allí estábamos, sentados en el exterior de un vehículo blindado de transporte en plena noche, dos semanas más tarde, atrapados en medio del que probablemente fuese el campo de minas mejor señalizado de la zona.
—La gente creerá que lo hicimos a propósito —le dije mientras bombarderos invisibles sin piloto sobrevolaban el terreno con la misión de bombardear a alguien.
—Recuerdo que yo escapé sólo con una reprimenda —respondió—. Y además, ¿quién dice que no lo hice aposta?
—¿Deliberadamente entraste en un campo de minas para echar un polvo? —pregunté, riendo.
—No un polvo cualquiera —respondió—. Además, no había ningún peligro.
Se sacó del bolsillo un mapa dibujado a toda prisa.
—Me lo hizo el capitán Bird.
—¡Mamoncete manipulador! —le dije, lanzándole una lata vacía de raciones—. ¡Estaba aterrorizada!
—¡Ah! —respondió Landen con una sonrisa—. ¿Luego fue el terror y no la pasión lo que te arrojó a mis brazos?
Me encogí de hombros.
—Bien, quizás un poco de ambas cosas.
Landen se inclinó, pero se me ocurrió una idea y le puse un dedo en la boca.
—Pero ése no fue el mejor, ¿verdad?
Se detuvo, sonrió y me susurró al oído.
—¿En la tienda de muebles?
—En tus sueños, Land. Te daré una pista. Tú todavía tenías la pierna y los dos teníamos una semana de permiso... al mismo tiempo, por afortunada coincidencia.
—No fue una coincidencia —dijo Landen con una sonrisa.
—¿Otra vez el capitán Bird?
—Doscientas tabletas de chocolate. Pero valió la pena hasta la última de ellas.
—Eres un poco libertino, ¿sabes?, Land... pero de la mejor forma posible. En cualquier caso —añadí—, decidimos pasear en bicicleta por la República de Gales.
Mientras hablaba, el vehículo blindado desapareció, la noche negra se retiró y paseábamos cogidos de la mano por un bosquecillo junto a un arroyo. Era verano y el agua murmuraba excitada entre las rocas, el moho esponjoso formaba una alfombra mullida bajo nuestros pies. El cielo azul estaba limpio de nubes y la luz del sol se filtraba entre el follaje verde sobre nuestras cabezas. Apartamos ramas bajas y seguimos el sonido de la cascada. Llegamos hasta dos bicicletas apoyadas contra un árbol, las bolsas abiertas y la tienda medio montada en el suelo. El corazón se me aceleró a medida que recuperaba los recuerdos de ese día concreto de verano. Había empezado a montar la tienda pero paramos un momento cuando la pasión nos controló a los dos sobre el suelo tibio. Apreté la mano de Landen y él me pasó el brazo por la cintura. Él me sonrió con su curiosa sonrisa.
—Cuando estaba vivo regresaba continuamente a este recuerdo —me confió—. Es uno de mis favoritos y, asombrosamente, tu recuerdo parece ser básicamente correcto.
—¿En serio? —pregunté mientras le besaba suavemente en el cuello. Me estremecí un poco y le pasé los dedos por la espalda desnuda.
—Sin.... ploc... duda.
—¿Qué has dicho?
—Nada.... ploc... ¿por qué?
—¡Oh, no! ¡Ahora no!
—¿Qué? —preguntó Landen.
—Creo que estoy a punto de... despertar.
Pero hablaba sola. Estaba otra vez en mi dormitorio de Swindon, porque Pickwick había acortado inoportunamente mi excursión por los recuerdos. Me miraba desde la alfombra, con la correa en el pico y haciendo ploc-ploc. Le dediqué una mirada de odio.
—Pickers, eres un incordio. Justo cuando llegaba lo bueno.
Ella me miró, sin comprender lo que había hecho.
—Te voy a dejar en casa de mamá —le dije mientras me sentaba y me estiraba—. Me voy a Osaka un par de días.
Inclinó la cabeza y me miró de forma extraña.
—Tú y Júnior estaréis en buenas manos, lo prometo.
Salí de la cama y tropecé con algo duro y peludo. Miré qué era y sonreí. Buena señal. Sobre la alfombra había una vieja cáscara de coco y, mejor aún, todavía llevaba un poco de arena en los pies. Después de todo, mi lectura de Robinson Crusoe no había sido un completo fracaso.
14
El Gravetubo
A finales de esta década pretendemos construir un sistema de transporte que permita a un hombre o a una mujer ir desde Nueva York a Tokio y regresar en dos horas...
JOHN F. KENNEDY,
presidente de Estados Unidos
Para el transporte masivo mundial disponíamos principalmente del ferrocarril y las naves aéreas. El ferrocarril era rápido y cómodo pero no atravesaba el océano. Las naves aéreas podían recorrer distancias mayores... pero eran lentas y tendían a retrasarse por las condiciones climáticas. En los años cincuenta el tiempo de viaje hasta Australia o Nueva Zelanda era de unos diez días. En 1960 empezó a funcionar una nueva forma de transporte, el Gravetubo. Prometía un viaje sin retrasos a cualquier punto del planeta. Ir a cualquier destino, ya fuese Auckland, Roma o Los Angeles, llevaba exactamente el mismo tiempo: un poco más de cuarenta minutos. Fue, posiblemente, la mayor hazaña de ingeniería que la humanidad haya intentando nunca.
Vincent DOTT
El Gravetubo: la décima maravilla del mundo
Pickwick insistió en sentarse en el huevo todo el camino a casa de mamá y estuvo haciendo ploc nerviosamente en cuanto yo pasaba de los treinta kilómetros por hora. Le preparé un nido en el armario de la caldera y la dejé ocupándose del huevo mientras los otros dodos se esforzaban por mirar por la ventana, intentando descubrir qué pasaba. Llamé a Bowden mientras mamá me preparaba un sándwich.
—¿Estás bien? —preguntó Bowden—. ¡Tenías el teléfono descolgado!
—Estoy bien, Bowd. ¿Qué tal por la oficina?
—Se ha filtrado la noticia.
—¿Lo de Landen?
—Lo del Cardenio. Alguien se lo sopló a la prensa. Ahora mismo Vole Towers está rodeada de periodistas. Lord Volescamper le ha estado gritando a Victor, diciendo que uno de nosotros ha hablado.
—No he sido yo.
—Ni yo. Volescamper ya ha rechazado una oferta de cincuenta millones de libras... Todos los empresarios teatrales del planeta quieren comprar los derechos de la primera representación. Y escucha esto: OE-1 te ha exonerado de cualquier culpa. Llegaron a la conclusión de que si los tiradores de OE-14 le dispararon a Kaylieu ayer por la mañana era posible que tú hubieses tenido razón.
—Bien por ellos. ¿Significa eso que me han levantado la suspensión?
—Victor quiere verte lo antes posible.
—Dile que estoy enferma, ¿vale? Tengo que ir a Osaka.
—¿Por qué?
—Mejor que no lo sepas. Te llamaré.
Colgué y mamá me dio queso sobre una tostada y una taza de té. Ella se sentó al otro lado de la mesa y ojeó un ejemplar ya ajado del Femole del mes anterior en el que salía yo.
—Mamá, ¿hay noticias de Mycroft y Polly?
—Recibí una postal desde Londres diciendo que estaban bien —respondió—, pero ponía que necesitan un frasco de salsa agridulce de verdura y mostaza y una llave de torsión. Lo dejé todo en el estudio de Mycroft y por la tarde se había evaporado.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—¿Con qué frecuencia ves a papá?
Sonrió.
—Casi todas las mañanas. Se deja caer para decir hola. En ocasiones incluso le preparo un almuerzo para llevar...
Nos interrumpió un rugido que parecía de mil tubas tocando al unísono. El sonido reverberó por la casa e hizo vibrar las tazas en la alacena.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Otra vez los mamuts! —Y salió corriendo por la puerta.
Y un mamut era, de nombre y por tamaño. Peludo y tan grande como un tanque había atravesado el muro del jardín y olisqueaba suspicaz las glicinias.
—¡Sal de ahí! —aulló mi madre, buscando algún arma. Muy inteligentemente, los dodos habían salido corriendo a ocultarse tras el cobertizo. Renunciando a las glicinias, el mamut delicadamente arrancó una a una las verduras del huerto, se las metió en la boca y masticó lenta y decididamente. Mi madre estaba al borde del ataque de nervios.
—¡Es la segunda vez que pasa! —gritó desafiante—. Sal de mis hortensias, tú... tú... ¡cosa! —El mamut pasó de ella, de un trago vació todo el contenido del estanque ornamental y, torpemente, hizo astillas el mobiliario del jardín—. Un arma —dijo mi madre—, necesito un arma. ¡He sudado sangre con este jardín y ningún herbívoro reactivado va a cenárselo!
Desapareció en el interior del cobertizo y reapareció un momento más tarde blandiendo un rastrillo. Pero el mamut tenía poco que temer, incluso de mi madre. Después de todo, pesaba casi cinco toneladas. Estaba acostumbrado a hacer exactamente lo que le apetecía. El único aspecto positivo de la invasión era que no se trataba de la manada al completo.
—¡Sal! —aulló mi madre, rastrillo en ristre para darle al mamut en los cuartos traseros.
—¡Alto ahí! —gritó una voz. Nos volvimos. Un agente de OpEspec había saltado el muro y corría hacia nosotras—. Agente Durrell, OE-13 —anunció sin aliento, mostrándole la identificación a mi madre—. Golpee a esa mamut y la arrestaré.
La furia de mi madre se concentró en el agente de OpEspec.
—¿Así que se come mi huerto y yo no puedo hacer nada?
—Se llama Buttercup —le dijo Durrell—. El resto de la manada fue al oeste de Swindon como estaba planeado, pero Buttercup es un poco soñadora. Y sí, usted no hará nada. Los mamuts son una especie protegida.
—¡Bien! —dijo mi madre indignada—. ¡Si usted hiciese su trabajo como es debido los ciudadanos normales y respetuosos de la ley todavía tendríamos huerto!
Miramos lo que parecía haber sido el blanco de un bombardeo de artillería. Buttercup, con su voluminoso vientre repleto de las verduras de mamá, pasó por encima del muro y se rascó contra una farola de hierro, partiéndola como si fuese una ramita. La farola cayó pesadamente sobre el techo de un coche y rompió el parabrisas. Buttercup soltó otro potente barrito, que disparó algunas alarmas de coche y, en la distancia, se oyó la respuesta. Se detuvo, prestó atención y luego recorrió feliz la calle.
—¡Tengo que irme! —dijo Durrell, entregándole una tarjeta a mamá—. Puede reclamar una compensación si llama a este número. Puede que le interese pedir nuestro folleto gratuito «Cómo hacer que su jardín sea desagradable para los proboscídeos». ¡Buenos días!
Se tocó el sombrero y saltó el muro para ir hacia donde su compañero había parado el Land Rover de OE-13. Buttercup emitió otra llamada y el Land Rover partió, dejándonos a mi madre y a mí mirando el jardín destrozado. Los dodos, presintiendo que el peligro había pasado, salieron de detrás del cobertizo e hicieron ploc-ploc mientras picoteaban y rascaban la tierra revuelta.
—Quizá sea hora de cambiar a un jardín japonés —comentó mi madre, arrojando el mango del rastrillo—. ¡Ingeniería inversa! ¿Dónde iremos a parar? ¡Dicen que hay un Diatryma viviendo en New Forest!
—Es una leyenda urbana —le aseguré mientras ella empezaba a arreglar el jardín. Miré la hora. Tendría que darme prisa si pretendía llegar a Osaka esa noche.
Fui en tren hasta la bulliciosa terminal internacional de Gravetubo de Saknussum, situada justo al oeste de Londres. Me abrí paso hasta la salida y examiné el tablón. Faltaba una hora para el siguiente Descenso-Extremo a Sydney. Compré un billete, corrí hasta facturación y pasé diez minutos oyendo una letanía de preguntas antiterroristas sin sentido.
—No llevo equipaje —expliqué. La mujer me miró de forma extraña y añadí—: Bien, lo llevaba, pero lo perdí en mi último viaje. Es más, creo que jamás he recuperado el equipaje tras pasar por el tubo.
Se lo pensó un momento y dijo:
—Si tuviese equipaje y si lo hubiese preparado usted misma, y si lo hubiese tenido controlado en todo momento, ¿podría contener alguna de estas cosas?
Me mostró una lista de artículos prohibidos y negué con la cabeza.
—¿Le gustaría tomar una comida durante el descenso?
—¿Qué se puede elegir?
—Sí o no.
—No.
Miró la siguiente pregunta de la hoja.
—¿Junto a quién preferiría sentarse?
—Junto a una monja o una abuelita que haga calceta, si es posible.
—Veamos —reflexionó la chica, examinando con cuidado la hoja de pasajeros—. Todas las monjas, abuelitas y hombres inteligentes sin intenciones amorosas ya están ocupados. Me temo que sólo queda tecnoplasta, abogado, borracho autocompasivo o bebé que vomita copiosamente.
—Entonces, tecnoplasta y abogado.
Me asignó al grupo de asientos y luego anunció:
—Habrá un ligero retraso en la recepción de la excusa para el retraso del DescensoExtremo a Sydney, señorita Next. La razón del retraso es que todavía no se ha podido decidir la excusa.
Otra de las encargadas de facturación le susurró algo al oído.
—Me acaban de informar de que la razón para la excusa del retraso también ha sido retrasada. Tan pronto como sepamos por qué la razón para la excusa ha sido retrasada se lo comunicaremos... siguiendo las normas gubernamentales. Si no le parece correcta la velocidad a la que se le ofrecen las excusas, es posible que pueda solicitar un reembolso de un uno por ciento. Que tenga un descenso agradable.
Me entregó la tarjeta de embarque y me dijo que fuese a la puerta cuando se anunciase el descenso. Le di las gracias, compré café y galletas y me senté a esperar. Parecía que en el Gravetubo abundaban los retrasos. Había muchos viajeros sentados con expresión de aburrimiento, esperando sus salidas. En teoría, cada descenso llevaba menos de una hora, independientemente del destino; pero si hubiesen desarrollado un DescensoExtremo acelerado de veinte minutos al otro lado del planeta, aun así habría tenido que pasar cuatro horas en cada extremo del trayecto esperando el equipaje, pasando la aduana o lo que fuera.
La megafonía se activó.
—Atención, por favor. Los pasajeros del DescensoExtremo de las 11.04 a Sydney se alegrarán de saber que el retraso se debía a que la Instalación de Fabricación de Excusas del Gravetubo estaba generando demasiado excusas. En consecuencia, nos alegra anunciar que ahora que hemos dado uso al exceso de excusas, el DescensoExtremo 11.04 a Sydney está listo para embarcar por la puerta seis.
Me acabé el café y atravesé la multitud para llegar a la cápsula. Ya había viajado en varias ocasiones en Gravetubo, pero nunca en el DescensoExtremo. Mi reciente viaje por el mundo había sido en Sobremantos, que se parece más al tren. Pasé el control de pasaportes, entré en la cápsula y una azafata, con una sonrisa fija de nadadora sincronizada, me mostró mi asiento. Me senté junto a un hombre con un mechón de pelo negro revuelto que leía un ejemplar de Astounding Tales.
—Hola —dijo en voz baja—. ¿Alguna vez ha hecho un DescensoExtremo?
—Nunca —respondí.
—Es mejor que ninguna montaña rusa —anunció con rotundidad, y volvió a leer la revista.
Me puse el cinturón de seguridad mientras un hombre alto con un traje de grandes cuadros se sentaba a mi lado. Tendría unos cuarenta años y llevaba un exuberante bigote pelirrojo y un clavel en el ojal.
—¡Buenos días, señorita Next! —dijo con voz amistosa, y me ofreció la mano—. Permita que me presente: soy Akrid Snell.
Le miré sorprendida y se rió.
—Necesitábamos tiempo para hablar y nunca he ido en uno de éstos. ¿Cómo funciona?
—¿El Gravetubo? Es un túnel que atraviesa el centro de la Tierra. Vamos en caída libre hasta Sydney. Pero... pero... ¿cómo me ha encontrado?
—Jurisficción tiene ojos y oídos por todas partes, señorita Next.
—En lenguaje sencillo, Snell... o podría acabar resultándole el cliente más difícil que haya tenido nunca.
Snell me miró con interés un momento mientras una azafata nos ofrecía un monótono discurso de seguridad que culminaba con la advertencia de que las instalaciones sanitarias no estarían disponibles hasta que la gravedad volviese a ser del 40%.
—Trabaja en OpEspec, ¿no es cierto? —preguntó Snell tan pronto como nos pusimos cómodos y todas las posesiones sueltas estuvieron metidas en bolsitas con cierre.
Asentí.
—Jurisficción es el servicio que tenemos en el interior de las novelas para mantener la integridad de la ficción popular. Puede que a usted la palabra impresa le parezca sólida, pero de donde yo vengo, tipo móvil tiene un sentido mucho más profundo.
—El final de Jane Eyre —murmuré, comprendiendo de pronto de qué iba todo—. Lo cambié, ¿no?
—Eso me temo —admitió Snell—, pero no lo admita ante cualquier otro. Fue la mayor Infracción de Ficción en una obra importante desde que alguien trasteó tanto con Gigantesca desesperación de Thackeray que tuvimos que borrarla por completo.
—Descenso en D menos dos minutos —dijo la voz—. Que todos los pasajeros ocupen sus asientos; comprueben sus agarres y asegúrense de que los niños estén bien sujetos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Snell.
—¿Realmente no sabe nada sobre el Gravetubo?
Snell miró a su alrededor y bajó la voz.
—Todo su mundo me resulta un poco extraño, Next. Yo vengo de una tierra de gabardinas largas y sombras profundas, tramas argumentales complejas, testigos asustados, jefes criminales, amiguitas de gánsteres, bares cutres y revelaciones asombrosas a seis páginas del final.
Debí de poner cara de confundida, porque bajó aún más la voz y susurró:
—Soy un personaje de ficción, señorita Next. Coprotagonista en la serie de novelas de crímenes de Perkins y Snell. ¿Me ha leído?
—Me temo que no —admití.
—Una edición limitada. —Snell suspiró—. Pero recibimos buenas críticas en Crime Book Digest. Me describieron como «un personaje redondo y divertido... con algunas frases memorables». The Mole nos colocó en su lista semanal de lecturas pero The Toad se mostró menos entusiasta... Aunque, por otra parte, ¿a quién le importan los críticos?
—¿Es un personaje de ficción? —dije al fin.
—Pero no lo vaya contando por ahí, ¿vale? —me instó—. Bien, en cuanto al Gravetubo...
—Bien —respondí, ordenando las ideas—, en unos minutos la cápsula entrará en la escotilla y comenzará la despresurización...
—¿Despresurización? ¿Por qué?
—Para caer sin fricción. No hay resistencia del aire... y un potente campo magnético nos impide tocar los lados. Luego, simplemente, recorremos en caída libre los trece mil kilómetros hasta Sydney.
—Entonces, ¿todas las ciudades tienen un DescensoExtremo que las conecta con las demás ciudades?
—Sólo Londres y Nueva York conectan con Sydney y Tokio. Si uno quisiese ir de Buenos Aires a Auckland, primero tendría que tomar el Sobremanto a Miami, luego a Nueva York, DescensoExtremo a Sydney y finalmente otro Sobremanto a Auckland.
—¿A qué velocidad va? —preguntó Snell, algo nervioso.
—La velocidad punta es de unos veintidós mil kilómetros por hora —dijo mi vecino mientras seguía leyendo la revista. Caeremos con velocidad creciente pero aceleración decreciente hasta que lleguemos al centro de la Tierra, punto en el que alcanzaremos la velocidad máxima. Una vez pasado el centro, nuestra velocidad decrecerá hasta que lleguemos a Sydney, donde nuestra velocidad se habrá reducido a cero.
—¿Es seguro?
—¡Claro que sí! —nos aseguró.
—¿Y si hay otra cápsula en dirección contraria?
—No puede ser —le aseguré—. Sólo hay una cápsula por túnel.
—Lo que dice es cierto —confirmó mi vecino plasta—. De lo único que podríamos preocuparnos es de un fallo del sistema de contención magnética que evita que el tubo cerámico y nosotros nos fundamos al atravesar el núcleo líquido de la Tierra.
—No le escuche, Snell.
—¿Eso es probable? —preguntó.
—Nunca ha pasado —respondió sobriamente el hombre—. Pero claro está, si hubiese pasado, no nos los dirían, ¿verdad?
Snell se lo pensó durante unos momentos.
—Descenso en D menos diez segundos —dijo la voz.
Se hizo el silencio en la cabina y todos se pusieron tensos, siguiendo la cuenta atrás inconscientemente. El descenso fue un poco como pasar por un puente peraltado largo a gran velocidad, pero la sensación desagradable inicial —que arrancó gruñidos a los pasajeros— dio paso a una extraña y curiosamente agradable sensación de ingravidez. Mucha gente hace el descenso sólo por esa razón. Vi cómo el pelo me flotaba lánguidamente delante de la cara y me volví hacia Snell.
—¿Está bien?
Asintió.
—Por tanto, se me acusa de Infracción de Ficción, ¿no?
—Infracción de Ficción Clase II —me corrigió Snell—. No es que lo hiciese a propósito. Aunque podría argumentarse que mejoró la narración de Jane Eyre, aun así tendremos que procesarla; después de todo, no podemos dejar que la gente ande a ciegas por Mujercitas intentando evitar que Beth se muera, ¿verdad?
—¿No pueden?
—Claro que no. No es que no lo vayan a intentar. Cuando se presente ante el magistrado, simplemente niéguelo todo y hágase la tonta. Trato de lograr un aplazamiento del caso debido a la aprobación del público.
—¿Eso saldrá bien?
—Funcionó cuando Falstaff realizó su salto ilegal a Las alegres comadres de Windsor. Pensábamos que lo enviarían derechito a Enrique IV, segunda parte. Pero no, aprobaron su traslado; el juez era fan de la ópera, así que a lo mejor eso influyó. Ni Verdi ni Vaughan Williams han escrito óperas sobre usted, ¿verdad?
—No.
—Una pena.
La sensación de ingravidez era extraña, pero no duró mucho, ya que la desaceleración creciente nos devolvió una vez más el peso. Al alcanzar el 40% de la gravedad normal, las luces de advertencia de la cabina se apagaron y pudimos movernos si queríamos.
El tecnoplasta de mi derecha volvió a hablar.
—Pero la verdadera belleza del Gravetubo es su simplicidad. Dado que la fuerza de gravedad es la misma independientemente de la inclinación del túnel, el viaje a Tokio llevaría exactamente el mismo tiempo que el viaje a Nueva York... y sería el mismo a Carlisle si no tuviese más sentido usar el ferrocarril convencional. Vamos —añadió—, si pudiésemos emplear el sistema de inducción de ondas para seguir acelerando hasta la superficie del otro lado, la velocidad superaría ampliamente los once kilómetros por segundo de escape.
—Ahora me dirá que lo próximo será volar a la Luna —dije.
—Ya lo hemos hecho —respondió mi conspirativo vecino—. Experimentos secretos gubernamentales de viaje espacial han permitido construir una base en la cara oculta de la Luna donde han montado transmisores para controlar nuestros pensamientos y actos desde estaciones repetidoras situadas en la cima del edificio Empire State empleando comunicaciones de radio interestelares provenientes de una forma de vida extraterrestre que pretende dominar el mundo con el acuerdo expreso de la Corporación Goliath y un grupo secreto de líderes mundiales conocido como SPORK.
—Y no me diga —añadí—, hay Diatrymas viviendo en New Forest.
—¿Cómo lo sabe?
Pasé de él y sólo treinta y ocho minutos después de partir de Londres atracamos delicadamente en Sydney. Se oyó un ligerísimo clic cuando los cierres magnéticos retuvieron la cápsula para evitar que volviese a caer. Cuando se apagaron los pilotos de seguridad y la esclusa se hubo presurizado salimos, evitando al tecnoplasta, que intentaba decirle a todo el que le escuchase que la Corporación Goliath era la responsable de la viruela.
Snell, quien sinceramente pareció disfrutar del DescensoExtremo, me acompañó hasta el control de pasaportes, miró la hora y anunció.
—Bien, ya está. Gracias por la charla. Tengo que irme a defender a Tess por enésima vez. Tal y como lo escribió originalmente Hardy, escapa. Escuche, intente buscar algunas circunstancias atenuantes para sus acciones. Si no puede, entonces intente pensar en algunas mentiras descomunales. Cuanto más grandes, mejor.
—¿Ése es su consejo? ¿El perjurio?
Snell tosió educadamente.
—El abogado astuto tiene muchas cuerdas en su arco, señorita Next. Tienen a la señora Fairfax y a Grace Poole para testificar en su contra. No pinta muy bien, pero un caso no está perdido hasta que no lo está. Decían que no podría librar a Enrique V de la condena por crímenes de guerra cuando ordenó el asesinato de los prisioneros franceses, pero lo logré... lo mismo que con los cargos de asesinato de Max DeWinter; nadie pensó que ni en un millón de años fuera a librarse de ésa. Por cierto, ¿puedes entregarle esta carta a la exuberante Flakky? Te estaré eternamente agradecido.
Se sacó una carta arrugada del bolsillo, me la entregó y echó a caminar.
—¡Espere! —dije—. ¿Dónde y cuándo es la vista?
—¿No se lo he dicho? Lo lamento. La acusación ha escogido al magistrado de El proceso de Kafka. No es el que hubiese elegido yo, créame. Mañana a las nueve y veinte. ¿Habla alemán?
—No.
—Entonces nos aseguraremos de que haya traducción al inglés. —Déjese caer al final del capítulo dos; vamos después de Herr K. Recuerde lo que le he dicho. ¡Hasta otra!
Y antes de que pudiese preguntarle cómo iba a entrar en la obra maestra de Kafka sobre la burocracia frustrantemente circular, desapareció.
Media hora más tarde tomé el Sobremanto hasta Tokio. Iba casi vacío y subí a bordo de un Skyrail a Osaka. Llegué al distrito comercial a la una de la mañana, cuatro horas después de salir de Saknussum. Cogí una habitación de hotel y me quedé sentada toda la noche mirando las luces parpadeantes y pensando en Landen.
15
En Osaka
Descubrí mis extrañas habilidades para saltar a los libros cuando era niña, en la escuela inglesa de Osaka donde mi padre daba clases. Me habían dicho que me pusiese en pie y leyese para la clase un fragmento de Winnie-the-Pooh. Empecé por el capítulo 9, «Llovió, llovió y llovió...», pero tuve que parar porque de repente el bosque de los Cien Acres giraba rápidamente a mi alrededor. Cerré el libro de golpe y regresé, empapada y desconcertada, a mi clase. Más tarde visité el bosque de los Cien Acres desde la seguridad de mi dormitorio y allí disfruté de maravillosas aventuras. Pero siempre tuve cuidado, incluso a tan tierna edad, de no modificar jamás la historia visible. Excepto, claro, para enseñar a leer y escribir a Christopher Robin.
O. NAKAJIMA
Aventuras en el negocio de los libros
Osaka era menos ostentosa que Tokio pero no menos bulliciosa. Por la mañana desayuné en el hotel, compré un ejemplar de Toad del Lejano Oriente y leí las noticias de Inglaterra planteadas desde la óptica oriental... lo que daba para una buena aproximación a todo el asunto ruso. Durante el desayuno reflexioné sobre cómo localizar a una mujer en concreto en una ciudad de un millón de habitantes. Aparte de saber su apellido y que hablaba un inglés perfecto, no tenía mucho con lo que empezar. Como primer paso, le pedí al conserje que me fotocopiase todas las páginas de los Nakajima de la guía telefónica. Quedé consternada al descubrir que Nakajima era un nombre bastante común: había 2.729. Llamé a uno al azar y una agradable señora Nakajima estuvo hablando conmigo diez minutos. Le di las gracias profusamente y colgué el teléfono sin haber entendido ni una sola palabra. Suspiré. Llamé al servicio de habitaciones y pedí un buen café.
351 Nakajimas «incapaces de saltar a los libros» más tarde y en los brazos de la depresión, empecé a decirme que lo que hacía era inútil: si la señora Nakajima se había retirado al distante trasfondo de Jane Eyre, ¿iba a estar cerca de un teléfono?
Me desperecé haciendo sonar todos los huesos, me bebí el resto del café frío y decidí dar un paseo corto para relajarme. Mientras caminaba miraba las páginas fotocopiadas, intentando pensar en una forma de limitar la búsqueda, cuando la chaqueta de un joven me llamó la atención.
En el Lejano Oriente muchas camisetas y chaquetas llevan textos en inglés; algunos tienen sentido, mientras que otros no son más que una colección de palabras que a los jóvenes japoneses les deben parecer tan elegantes como el kanji a nosotros. Había visto chaquetas con la extraña frase «100 $ Chevrolet del volador» y una con «Película escuadrón Pratt & Whitney», así que estaba preparada para cualquier cosa. Pero ésta era diferente. Era una elegante chaqueta de cuero que llevaba bordado en la espalda el siguiente mensaje: «¡Sígueme, chica Next!»
Y lo hice. Seguí al joven dos manzanas antes de ver una segunda chaqueta muy parecida a la primera. Cuando crucé el canal había otra chaqueta con «OpEspec por aquí» bordado en la espalda, luego «¡Jane Eyre para la eternidad!» seguido rápidamente de «Goliath chica mala». Pero eso no era todo; como obedeciendo una extraña llamada, todos los que llevaban esas chaquetas iban en la misma dirección. De pronto me vino a la cabeza el recuerdo de coches caídos del cielo y de trenes, así que saqué el entropioscopio del bolso, lo agité y aprecié una ligera separación entre el arroz y las lentejas. La entropía disminuía. Me volví rápidamente y me puse a caminar en dirección opuesta. Di tres pasos y me detuve porque se me ocurrió una idea atrevida. Claro... ¿Por qué no dejar que el fallo entrópico me hiciese el trabajo sucio? Seguí los logotipos hasta una plaza de mercado cercana, donde el arroz y las lentejas del entropioscopio formaron bandas curvas; la coincidencia se había incrementado hasta el punto de que todos los que veía llevaban un texto apropiado. «Desarrollos MycroTech», «Charlotte Brontë», «Toad News Network», «Hispano-Suiza», «Goliath» o «Skyrail» cosido o pegado a gorras, chaquetas, paraguas, camisetas o bolsas. Miré a mi alrededor, intentando desesperadamente dar con el epicentro de las coincidencias. Entonces le vi. En un inexplicable hueco en medio del bullicioso mercado había un anciano sentado detrás de una mesita. Era tan oscuro como una nuez y bastante calvo y una joven acababa de abandonar la silla que tenía delante. Un cartelito gastado apoyado contra un maletín pequeño declaraba, en ocho idiomas, la función y la oferta del adivino. En inglés decía: «¡Tengo la respuesta que buscas!» A mí no me cabía ninguna duda de que, dijera lo que dijese, sería efectivamente lo que buscaba... y probablemente, aunque muy improbablemente en su ejecución, casi con seguridad acabaría en muerte. Di dos pasos hacia el adivino y volví a agitar el entropioscopio. El patrón era más definido, pero no la separación clara mitad y mitad que precisaba. El hombrecito me había visto acercarme y me llamó.
—¡Por favor! —dijo—. Por favor, venga. ¡Se lo diré todo!
Me detuve y busqué cualquier señal de peligro. No había nada. Me encontraba en una plaza perfectamente pacífica en una zona próspera de una pequeña ciudad provinciana de Japón. Fuera lo que fuese lo que mi enemigo anónimo me tenía preparado, era algo que no podía prever.
Me quedé en mi sitio, sin estar segura de si obraba muy inteligentemente. Fue la aparición de una camiseta que no tenía nada que ver conmigo lo que me hizo decidirme. Si dejaba pasar la oportunidad jamás daría con la señora Nakajima. Saqué el bolígrafo, le di a la punta y caminé decidida hacia el hombrecito, que me sonrió con entusiasmo.
—¡Viene! —dijo en un mal inglés—. Descubrirá todo. ¡Adiós, de mi parte!
Pero no me detuve. Mientras caminaba hacia el adivino metí la mano en el bolso y saqué una hoja cualquiera de las páginas de los Nakajima; luego, justo cuando pasaba por delante del hombrecito marrón como una nuez, clavé al azar el bolígrafo en la página y eché a correr. No me detuve cuando oí el golpe del rayo, ni los gritos horrorizados de los viandantes. No me detuve hasta que no estuve lejos de allí, de vuelta entre polos sencillos y marcas de ropa normales, y mi entropioscopio volvía a mostrar aglomeraciones aleatorias. No investigué lo que había sucedido; no me hacía falta. El adivino estaba muerto... y yo también lo hubiese estado de haberme detenido para hablar con él. Para recuperar el aliento me senté en un banco. Volví a sentir náuseas y casi vomité en una papelera cercana, para consternación de una ancianita sentada a mi lado. Me recuperé un poco y miré al Nakajima seleccionado por el bolígrafo. Si las coincidencias estaban tan desatadas como esperaba, entonces ese nombre tenía que ser el que buscaba. Le pedí ayuda a la señora sentada a mi lado. Parecía que todavía quedaba algún rastro de entropía negativa: la dirección estaba a apenas dos minutos andando de mi asiento.
El bloque de apartamentos al que me dirigía no estaba en muy buen estado. El yeso que cubría las grietas tenía grietas y la suciedad que cubría la pintura descascarillada también empezaba a descascarillarse. En el interior había un pequeño vestíbulo donde un anciano miraba la versión doblada de El 65 de Walrus Street. Subí al cuarto piso, donde al final del pasillo di con el apartamento de la señora Nakajima. El barniz de la puerta había perdido el lustre y el pomo metálico estaba deslustrado, ceniciento y apagado; por allí no había pasado nadie desde hacía tiempo. Sorprendentemente, cedió con facilidad y la puerta se abrió. Me detuve para mirar a mi alrededor, y como no vi a nadie, entré.
El apartamento de la señora Nakajima era normalísimo. Tres dormitorios, baño y cocina; las paredes y los techos pintados con sencillez, el suelo de madera clara. Daba la impresión de que se había mudado unos meses antes y se lo había llevado todo. La única excepción notable era una mesa pequeña situada cerca de la ventana del salón, sobre la que encontré cuatro volúmenes delgados encuadernados en piel junto a una lamparita metálica. Tomé el libro de encima. «Jurisficción», rezaba la tapa sobre un nombre que no reconocí. Intenté abrirlo, pero no pude. Probé con el segundo sin mayor suerte, pero me detuve un momento al ver el tercero. Toqué delicadamente el delgado volumen y pasé los dedos sobre la fina capa de polvo que se había acumulado en el lomo. El vello de la nuca se me erizó y me estremecí. No es que tuviese miedo. Era el toque delicado de la aprensión; sabía que podría abrir ese libro. El nombre de la portada era el mío. Había esperado mi llegada. Lo abrí. En la página del título encontré una nota escrita a mano de la señora Nakajima, breve y concisa:
Para Thursday Next, con anticipado agradecimiento por el buen trabajo y las buenas experiencias futuras con Jurisficción. Te introduje en un libro cuando tenías nueve años, pero ahora debes hacerlo por ti misma... y puedes, y lo harás. Te sugiero además que te des prisa; mientras lees esta nota el señor Schitt-Hawse se acerca por el pasillo y no ha venido precisamente a pedir donativos para los huérfanos de la CronoGuardia.
Señora Nakajima
Corrí a la puerta y pasé el cerrojo justo cuando empezaba a moverse el pomo. Se produjo una pausa y luego un estruendo en la puerta.
—¡Next! —dijo la inconfundible voz de Schitt-Hawse—. ¡Sé que está ahí! ¡Déjeme pasar y juntos podremos rescatar a Jack!
Era evidente que me habían seguido. De pronto tuve la idea de que quizá la Goliath estuviese más interesada en cómo entrar en los libros que en el propio Jack Schitt. Había un agujero de mil millones de libras en el presupuesto de su división de armamento avanzado y un Portal de Prosa, cualquier Portal de Prosa, sería perfecto para taparlo.
—¡Váyase al infierno! —grité, y volví a mi libro.
En la primera página, bajo un gran encabezado que decía «¡LÉEME PRIMERO!», venía la descripción de una biblioteca. No me hizo falta más; la puerta se combó bajo un tremendo golpe y vi que cerca de la cerradura la pintura saltaba. Si se trataba de Chalk o Cheese, no tardarían en entrar.
Me relajé, respiré hondo, me aclaré la garganta y leí de manera clara, fuerte y confiada, expresiva y expansiva. Añadí pausas, inflexiones y alcé la voz allí donde el texto lo exigía. Leí como nunca había leído.
—«Era un pasillo largo y oscuro revestido de madera —empecé—, repleto de estantes que iban desde el suelo, generosamente alfombrado, hasta el techo abovedado...»
El sonido de golpes se incrementó y, mientras yo leía, el marco de la puerta se astilló cerca de las bisagras, la hoja cayó hacia dentro y Chalk se precipitó pesadamente al suelo seguido de cerca por Cheese, que le aterrizó encima.
—«La alfombra tenía un dibujo elegante y el techo estaba decorado con suntuosas molduras que representaban escenas de los clásicos...»
—¡Next! —gritó Schitt-Hawse, metiendo la cabeza por la puerta mientras Chalk y Cheese luchaban por ponerse en pie—. ¡Venir a Osaka no entraba en el acuerdo. Le dije que me mantuviese informado. No le va a pasar nada. —Pero algo estaba pasando. Algo nuevo, algo diferente. Mi absoluto desprecio por la Goliath, las ansias de escapar, el saber que sin la entrada a los libros nunca volvería a ver a Landen... todo eso me dio fuerzas para reblandecer las barreras que se habían reforzado desde el día de 1958 en que entré por primera vez en Jane Eyre.
—«Muy arriba, a intervalos regulares, aberturas circulares delicadamente decoradas por las que entraba la luz...»
Podía ver a Schitt-Hawse acercándoseme, pero había empezado a volverse menos tangible; aunque veía el movimiento de sus labios, el sonido de su voz me llegaba a los oídos un segundo más tarde. Seguí leyendo, y mientras lo hacía el salón que me rodeaba comenzó a desaparecer con una ventolera.
—¡Next! —gritó Schitt-Hawse—. ¡Lo lamentará, lo juro!
Seguí leyendo.
—«... reforzaban la atmósfera sobria de la biblioteca...».
—¡Zorra! —oí que gritaba Schitt-Hawse—. ¡Agarradla!
Pero sus palabras se convirtieron en un céfiro; la sala adoptó la apariencia de la neblina matutina y se oscureció. Sentí un hormigueo, la sensación de agua tibia rozándome los pies... al instante siguiente, me había ido. Parpadeé dos veces, pero Osaka había quedado muy lejos. Cerré el libro, me lo coloqué con cuidado en el bolsillo y miré a mi alrededor. Me encontraba en un pasillo largo y oscuro revestido de madera repleto de estantes que iban desde el suelo, generosamente alfombrado, hasta el techo abovedado. La alfombra tenía un dibujo elegante y el techo estaba decorado con suntuosas molduras que representaban escenas de los clásicos. Cada cornisa soportaba el busto de un autor. Muy arriba, a intervalos regulares, aberturas circulares delicadamente decoradas por las que entraba la luz que se reflejaba en la madera brillante reforzaban la atmósfera sobria de la biblioteca. En el centro del pasillo había una fila de mesas de lectura, cada una con una lámpara metálica de pantalla verde. La biblioteca parecía interminable; en ambas direcciones el pasillo se perdía en la oscuridad sin llegar a un final claro. Pero eso no era lo importante; describir la biblioteca habría sido como mirar un Turner y comentar el marco. En todas las paredes, de un extremo a otro, estante tras estante, había libros. Cientos, miles, millones de libros. De tapa dura, de bolsillo, volúmenes encuadernados en piel, galeradas sin corregir, manuscritos, de todo. Me acerqué un poco y posé delicadamente la punta de los dedos sobre los volúmenes inmaculados. Eran cálidos al tacto, así que me acerqué más y pegué la oreja a los lomos. Podía oír un zumbido distante, el ruido sordo de la maquinaria, de gente hablando, tráfico, gaviotas, risas, olas contra las piedras, viento en las ramas invernales de los árboles, truenos lejanos, lluvia intensa, niños jugando, el martillo de un herrero... Un millón de sonidos simultáneos. Y luego, en un momento revelador, las nubes despejaron mi mente y una comprensión cristalina de la naturaleza de esos libros me iluminó. No eran simples acumulaciones de palabras dispuestas escrupulosamente sobre una página para ofrecer la impresión de realidad... Cada uno de aquellos volúmenes era realidad. La similitud de esos libros con los ejemplares que había leído en mi hogar no era mayor que la similitud de una fotografía con su sujeto: ¡aquellos libros estaban vivos!
Recorrí lentamente el pasillo, pasando los dedos por los lomos y escuchando su agradable ritmo, reconociendo de vez en cuando algún título. Después de recorrer un par de cientos de metros llegué a un segundo pasillo que se cruzaba con el primero. En el cruce se abría un enorme vacío circular rodeado por una barandilla de hierro forjado y con una escalera de caracol fija a un lado. Miré abajo con cuidado. A no más de diez metros había otro piso, exactamente como el que ocupaba yo. Pero en medio de ese piso había otro hueco circular a través del cual podía ver otro piso, y otro, y otro y así hasta las profundidades de la biblioteca. Alcé la vista. Por encima de mí el panorama era el mismo: más aberturas circulares y la escalera de caracol alzándose hasta una altura descomunal. Me apoyé en la barandilla y miré una vez más la vasta biblioteca.
—Bien —le dije al aire—, creo que ya no estoy en Osaka.
16
Entrevista con el gato
El gato de Cheshire fue el primer personaje al que conocí en Jurisficción y sus esporádicas apariciones animaron el tiempo que pasé allí. Me dio muchos consejos. Algunos eran buenos, algunos malos y otros incongruencias sin sentido que me confunden incluso ahora que lo pienso. Y, sin embargo, durante todo ese tiempo, nunca descubrí su edad, de dónde venía ni adónde iba cuando se desvanecía. Era uno de los misterios menores de Jurisficción.
THURSDAY NEXT
Las crónicas de Jurisficción
—¡Una visitante! —exclamó una voz a mi espalda—. ¡Qué sorpresa tan deliciosa!
Me volví y me asombré de ver a un gato inmenso y peludo sentado precariamente en el estante superior. Me miraba con una curiosa mezcla de locura y benevolencia, y estaba bastante inmóvil excepto por la punta de la cola, que ocasionalmente agitaba de un lado a otro. Nunca me había encontrado con un gato parlante, pero como solía decir mi padre, los buenos modales no cuestan nada.
—Buenas tardes, señor Gato.
El gato abrió muchos los ojos y la sonrisa le desapareció de la cara. Miró el pasillo de arriba abajo un momento y luego preguntó:
—¿Yo?
Contuve la risa.
—No veo a ningún otro.
—¡Ah! —respondió el gato, sonriendo más que nunca—. Eso es porque padeces una ceguera temporal a los gatos.
—Me parece que nunca había oído de la existencia de tal cosa.
—Es muy habitual —respondió despreocupadamente—. Supongo que has oído hablar de la ceguera al percal, que es cuando no puedes ver el percal.
—Es parcial, no percal —le corregí.
—A mí me suena igual.
—Supongamos que padezco en efecto ceguera a los gatos —aventuré—. Entonces, ¿cómo es que te veo a ti?
—Supongamos que cambiamos de tema —respondió el gato—. ¿Qué te parece la biblioteca?
—Es muy grande —murmuré, mirando a mi alrededor.
—Trescientos kilómetros desde aquí en cualquier dirección —dijo el gato despreocupadamente, poniéndose a ronronear—, veintiséis pisos sobre el suelo, veintiséis subterráneos.
—Debe contener un ejemplar de todos los libros escritos —comenté.
—De todos los libros que se escribirán —me corrigió el gato—, y de otros más.
—¿Cuántos?
—Bien, yo no los he contado personalmente, pero desde luego más de doce.
—Eres el gato de Cheshire, ¿verdad? —pregunté.
—Yo era el gato de Cheshire —respondió, ligeramente agraviado—. Pero modificaron los límites del condado, por lo que técnicamente ahora soy el gato de la Autoridad Unitaria de Warrington, que no suena tan bien. Oh, y bienvenida a Jurisficción. Te gustará esto; todos estamos bastante locos.
—Pero yo no quiero estar entre locos —respondí indignada.
—Oh, eso no lo puedes evitar —dijo el gato—. Aquí estamos todos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
Chasqueé los dedos.
—¡Espera un segundo! —exclamé—. ¡Ésta es la conversación que mantienes en Alicia en el país de las maravillas, justo después de que el bebé se convierta en cerdo!
—¡Ah! —respondió el gato con un gesto de enfado de la cola—. Te crees que puedes escribir tus propios diálogos, ¿eh? He visto gente que lo intentaba; dista de ser un espectáculo agradable. Pero como tú quieras. Y lo que es más, el bebé se convirtió en un lerdo, no en un cerdo.
—En realidad, fue en un cerdo.
—Lerdo —dijo testarudo el gato—. ¿Quién sale en el libro, tú o yo?
—Fue un cerdo —insistí.
—¡Vale! —exclamó el gato—. Iré a comprobarlo. Pero ya te puedo decir que vas a quedar como una tonta.
Y, diciendo esto, se desvaneció.
Me quedé allí de pie un segundo o dos y empezó a aparecer la cola del gato, luego el cuerpo y, finalmente, la cabeza y la boca.
—¿Y bien? —pregunté.
—Vale —refunfuñó el gato—. Sí que era un cerdo. Ya no oigo tan bien como antes; creo que es por toda esa pimienta. Por cierto, casi lo olvido. Eres la aprendiza de la señorita Havisham.
—¿La señorita Havisham? ¿La señorita Havisham de Grandes esperanzas?
—¿Hay otra? Te irá bien... recuerda no mencionar la boda.
—Lo intentaré. Un segundo... ¿aprendiza?
—Claro. Llegar hasta aquí no es más que la mitad de la aventura. Si quieres unirte a nosotros tendrás que aprender el oficio. Ahora mismo sólo puedes viajar. Con un poco de práctica podrías aprender tú sola a saltar a una página en concreto. Pero si quieres profundizar en el trasfondo o aventurarte más allá de la contraportada, tendrás que aprender. Vaya, cuando la señorita Havisham acabe contigo te parecerá de lo más normal visitar los primeros borradores, los personajes eliminados o los capítulos descartados que no tienen demasiado sentido. Quién sabe, incluso es posible que entreveas el núcleo del libro, el punto central de energía que mantiene unida una novela.
—¿Hablas del lomo? —pregunté, porque todavía se me escapaba su lógica.
El gato agitó la cola como un látigo.
—No, tonta, de la idea, el concepto, la chispa. Una vez captado el concepto primario de un libro, todo lo demás que puedas ver o sentir te resultará tan interesante como una mancha en la alfombra. Intenta imaginarlo: estás sentada sobre la blanda hierba en una cálida tarde de verano, delante de una puesta de sol espectacular; el aire está repleto de música inspiradora y tienes en las manos un libro maravilloso. ¿Te lo imaginas?
—Creo que sí.
—Vale, imagina ahora un plato enorme de crema tibia justo delante de ti y piensa en lamerlo bien despacio hasta que tengas los bigotes completamente empapados.
El gato de Cheshire se estremeció de placer.
—Si imaginas todo eso y lo multiplicas por mil, entonces, quizá, sólo quizá, tendrás una idea de qué estoy hablando.
—¿Puedo pasar de la crema?
—Como te parezca. Después de todo, es tu fantasía. —Y, con un latigazo de la cola, volvió a desaparecer. Me giré para explorar el entorno y me sorprendió encontrar al gato de Cheshire sentado en otro estante, al otro lado del largo pasillo—. Pareces un poco mayor para ser aprendiza —añadió doblando las patas y mirándome con tanta intensidad que me puse nerviosa—. Te esperamos desde hace casi veinte años. ¿Dónde has estado?
—Yo... yo... no sabía que pudiera hacerlo.
—Lo que quieres decir es que sabías que no podías... Es una situación totalmente diferente. Lo importante es, ¿crees poseer lo que hace falta para sernos de ayuda en Jurisficción?
—La verdad es que no lo sé —respondí, muy sinceramente, y añadí—: ¿qué haces tú? —Porque no veía razón para que me estuviese haciendo todas esas preguntas.
—Yo —respondió orgullosamente—, soy el bibliotecario.
—¿Cuidas de todos estos libros?
—Claro —respondió orgulloso—. Pregúntame lo que quieras.
—Jane Eyre —dije, con la intención exclusivamente de saber dónde estaba, pero cuando el gato respondió comprendí que allí un bibliotecario no tenía nada que ver con los que yo conocía en mi mundo.
—Situado en el puesto 728 de los libros de ficción favoritos jamás escritos —respondió el gato como un loro—. Lecturas totales hasta la fecha: 82.581.430. Cifras actuales de lectores: 829.321... 1.421 de los cuales lo leen ahora mismo. Es una buena cifra; muy posiblemente se debe a que hace poco salió en las noticias.
—Entonces, ¿cuáles el libro más leído?
—¿Hasta ahora o por siempre jamás?
—Por siempre jamás.
El gato pensó un momento.
—En ficción, el libro más leído por siempre es Matar a un ruiseñor. No sólo porque es una lectura estupenda, sino porque de todos los clásicos de los vertebrados es el único que se podía traducir realmente bien al artrópodo. Y si fracturas el mercado de las langostas, si me perdonas la broma, dentro de mil millones de años conseguirás colocar un buen montón de ejemplares. El título artrópodo es: tlkîltlîlkîxlkilkïxlklï o, literalmente, El pasado estado inexistente del cíclido. Atticus Finch es una langosta llamada Tklîkï, y defiende a un cangrejo herradura llamado Klikïflik.
—¿Qué tal está?
—No muy mal, aunque la escena de las gambas es un poco angustiosa. También son los lectores crustáceos los que convierten a Daphne Farquitt en una autora tan importante.
—¿Daphne Farquitt? —repetí algo sorprendida—. ¡Pero si sus libros son horribles!
—Sólo para nosotros. Para los artrópodos muy evolucionados, la obra de Farquitt es sagrada y religiosa hasta la locura. Escucha, yo no soy ningún fan de Farquitt, pero su novela puramente comercial y vagamente sexual El señor de High Potternews desencadenó una de las guerras peores, más sangrientas y rompeconchas que el planeta haya presenciado jamás.
Empezaba a entenderlo.
—Entonces, ¿todos estos libros son responsabilidad tuya?
—Efectivamente —respondió el gato despreocupadamente.
—Si quisiese entrar en un libro, ¿podría simplemente abrirlo y leerlo?
—No es tan fácil —respondió el gato—. Sólo puedes entrar en un libro si alguien ya ha encontrado un camino de entrada y luego ha salido a través de la biblioteca. Cada libro, observarás, esta encuadernado en rojo o verde. Verde significa «abierto», rojo «cerrado». En realidad, es muy fácil... no eres ciega a los colores, ¿verdad?
—No. Por tanto, si quisiese entrar en... oh, no sé, escojamos un título al azar... «El cuervo», entonces...
Pero el gato hizo una mueca en cuanto pronuncié el título.
—¡Hay algunos lugares a los que no deberías ir! —me advirtió en un susurro—. La obra de Edgar Allan Poe es uno de ellos. Sus libros no están fijos; los acompaña cierta extrañeza. La mayoría de la ficción gótica macabra tiende a ser así... Sade es igual; también lo son Webster, Wheatley y King. Entra en uno de ésos y es posible que nunca vuelvas a salir... tienen tendencia a entretejerte en la historia y, antes de que te des cuenta, allí estás, atrapado. Deja que te muestre algo.
Y de pronto nos encontrábamos en un vestíbulo con eco. Enormes columnas dóricas sostenían una enorme bóveda. Suelo y paredes eran de mármol rojo oscuro y me recordaban el vestíbulo de entrada de un viejo hotel... sólo que cuarenta veces mayor. Podríamos haber metido dentro una nave aérea y todavía habría quedado sitio para una carrera aérea. Había una alfombra roja hasta las altas puertas y todos los metales relucían como el oro.
—Aquí es donde honramos a los boojuminados —dijo el gato con voz tranquila. Agitó una pata en dirección a un enorme monumento conmemorativo de granito del tamaño de dos coches puestos en vertical uno encima del otro. El monumento tenía la forma de un enorme libro abierto por el centro y alargado, con la figura de una persona que entraba a pie en la página izquierda. En la página opuesta había filas y filas de nombres. Un artesano grababa delicadamente un nuevo nombre con un martillo y un cincel. Respetuosamente se tocó el sombrero y siguió trabajando.
—Agentes de Recurso Prosaico borrados o perdidos cumpliendo con su deber —explicó el gato desde donde estaba, en lo alto de la estatua—. Llámalo el Boojumento.
Señalé uno de los nombres.
—¿Ambrose Bierce era agente de Jurisficción?
—Uno de los mejores. ¡Querido y dulce Ambrose! Un maestro de la prosa pero bastante inquieto. Entró, solo, en «La vida literaria de Thingum Bob», un relato de Poe que nadie pensaba que contuviese tales horrores. —El gato suspiró antes de continuar—: Intentaba encontrar una puerta trasera para entrar en los Poemas de Poe. Sabemos que puedes ir de «Thingum Bob» a «El gato negro» por medio de un verbo inestable en el tercer párrafo, y de «El gato negro» a «La caída de la Casa Usher» por el simple procedimiento de alquilar un caballo en los establos; desde ahí esperaba usar el poema de Usher, «El palacio encantado», para catapultarse al resto de la obra poética de Poe.
—¿Qué sucedió?
—Nunca volvimos a saber nada de él. Dos colegas librosploradores fueron tras su pista... Uno perdió el aliento y el otro... bien, el pobre Ahab se volvió completamente loco... se obsesionó con que lo perseguía una ballena blanca. Sospechamos que Ambrose fue emparedado, metido en un barril de amontillado, acabó enterrado vivo o tuvo algún otro destino inexpresable. Se decidió que Poe quedaba extra límites.
—En el caso de Antoine de Saint-Exupéry, ¿desapareció también durante una misión?
—En absoluto; se estrelló durante una salida de reconocimiento.
—Fue una tragedia.
—Efectivamente lo fue —respondió el gato—. Me debía cuarenta francos y había prometido enseñarme a tocar a Debussy al piano usando sólo naranjas.
—¿Naranjas?
—Naranjas. Vale, tengo que irme. La señorita Havisham te lo explicará todo. Entra por esas puertas a la biblioteca, toma el ascensor hasta el cuarto piso; es la primera a la derecha y los libros están como cien metros a tu izquierda. Grandes esperanzas está encuadernado en verde, así que no deberías tener problemas.
—Gracias.
—Oh, de nada —dijo el gato y, agitando la patita empezó a desvanecerse, muy lentamente, desde la punta de la cola. Le quedó sólo tiempo de pedirme que le comprase Mininoliciosa de atún la próxima vez que pasase por casa antes de desvanecerse completamente y me quedé sola junto al Boojumento de granito, con los golpes débiles del martillo del artesano reverberando en el techo del vestíbulo de la biblioteca.
Fui hasta los escalones de mármol, subí en uno de los ascensores de hierro forjado y recorrí el pasillo hasta varios estantes de novelas de Dickens. Había, me di cuenta, veintinueve ediciones diferentes de Grandes esperanzas, desde borradores preliminares hasta las últimas ediciones revisadas por el propio Dickens. Tomé el tomo más reciente, lo abrí por el primer capítulo y oí el suave sonido del viento en los árboles. Pasé las páginas y el sonido fue cambiando al pasar yo de una escena a otra, página a página. Localicé la primera mención de la señorita Havisham, encontré un buen lugar para empezar y luego leí en voz alta para mí, deseando que las palabras cobrasen vida. Y vivieron.
17
La señorita Havisham
Dickens escribió Grandes Esperanzas en 1860-1861 para compensar las escasas ventas de All the Year Round, la publicación semanal fundada por el mismo autor. La novela fue todo un éxito. La historia de Pip, el aprendiz de herrero, y su ascenso hasta la posición de joven caballero gracias a un benefactor anónimo sirvió para presentar a los lectores una serie de personajes nuevos y variados: Joe Gargery, el herrero simple y honorable; Abel Magwitch, el prisionero al que Pip ayuda en el primer capítulo; Jaggers, el abogado; Herbert Pocket, que se convierte en su amigo y le enseña a comportarse en la sociedad londinense. Pero es la señorita Havisham, que tras ser abandonada en el altar vive en un terrible aislamiento vestida con lo que queda de su traje de novia, la estrella del espectáculo. Sigue siendo uno de los personajes más memorables del libro.
MILLON DE FLOSS
Grandes esperanzas, un análisis
Me encontré en un salón grande y oscuro que olía a moho. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto y la única luz provenía de algunas velas repartidas por la estancia; la iluminación hacía poco por el salón aparte de incrementar su atmósfera tenebrosa. En el centro, una larga mesa estaba cubierta por lo que en su momento había sido un banquete de bodas pero que ahora era un servicio triste de plata deslucida y porcelana polvorienta. En los cuencos y bandejas quedaban restos resecos de comida y, en medio de la mesa, una tarta cubierta de telarañas empezaba a desmoronarse como un edificio ruinoso. Había leído esa escena en múltiples ocasiones, pero era muy diferente verla de verdad.
Al otro lado de la habitación estaban la señorita Havisham, Estella y Pip. Permanecí en silencio y observé.
Pip y Estella acababan de terminar de jugar a las cartas, y la señorita Havisham, resplandecientemente desarrapada con su vestido de novia y su velo raído, parecía que intentaba tomar una decisión.
—¿Cuándo podré recibirte de nuevo? —farfulló—. Déjame pensar.
—Hoy es miércoles, señorita... —dijo Pip antes de que la señorita Havisham le hiciese callar.
—¡Alto, alto! No sé nada de los días de la semana; no sé nada de las semanas del año. Vuelve dentro de seis días. ¿Me oyes?
—Sí, señorita.
La señorita Havisham suspiró profundamente y se dirigió a la joven, que no parecía hacer otra cosa que mirar fijamente a Pip; la incomodidad del muchacho en aquel entorno extraño la regocijaba interiormente, por lo visto.
—Estella, llévale abajo. Que coma algo, que vague y mire mientras come. Ve, Pip.
Salieron de la habitación oscura y yo observé cómo la señorita Havisham miraba el suelo, luego los arcones medio llenos de ropa vieja y amarillenta que debería haberla acompañado en su luna de miel. La miré mientras se apartaba el velo, se pasaba los dedos por el pelo gris y se quitaba los zapatos. Miró a su alrededor, se aseguró de que la puerta estuviese cerrada y luego abrió un buró que, según pude ver, no estaba lleno de los artículos de su vida desdichada, sino de pequeños lujos que debían hacer, supuse, su vida en aquel libro mucho más soportable. Entre otras cosas, vi un walkman Sony, un montón de números de National Geographic, algunas novelas de Daphne Farquitt y uno de esos bates que tienen una pelota atada con un elástico. Rebuscó un poco más y sacó unas zapatillas deportivas que se puso con gran alivio, aparentemente. Estaba a punto de atarse los cordones cuando cambié de postura y golpeé una mesita. Havisham, sus sentidos agudizados por el largo encarcelamiento en silenciosa introspección, miró hacia donde yo estaba, sus ojos penetrantes atravesando las tinieblas.
—¿Quién anda ahí? —preguntó bruscamente—. ¿Eres tú, Estella?
Ocultarse no parecía una opción viable, así que salí de las sombras. Me miró de arriba abajo con ojo crítico.
—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó severamente.
—Thursday Next, señora.
—¡Ah! —dijo—. La chica Next. Te ha llevado tu tiempo encontrar el camino hasta aquí, ¿eh?
—Disculpe.
—Nunca te disculpes, niña... Es una pérdida de tiempo, créeme. Si al menos hubieses intentado en serio llegar hasta Jurisficción después de que la señora Nakajima te mostrase cómo hacerlo en Haworth... Bien, ya veo que estoy malgastando la saliva.
—¡No tenía ni idea!
—No suelo aceptar aprendices —continuó, pasando por completo de mí—. Pero iban a asignarte a la Reina Roja. La Reina Roja y yo no nos llevamos bien. Supongo que ya te lo han contado.
—No, la verdad...
—La mitad de lo que dice son tonterías y la otra mitad es irrelevante. La señora Nakajima te recomendó muy favorablemente, pero ya se ha equivocado otras veces; cáusame problemas y te expulsaré de Jurisficción más rápido de lo que tardas en decir ketchup. ¿Cómo se te da atar zapatos?
Así que le até los cordones a la señorita Havisham, allí, en Satis House, en medio de los restos de un matrimonio abandonado. Si sólo una hora antes alguien me hubiese dicho que iba a acabar haciéndolo le habría tratado de loco.
—Hay tres reglas simples si quieres quedarte conmigo —comenzó a decir la señorita Havisham con una voz que no admitía réplica—. Regla uno: harás exactamente lo que yo te diga. Regla dos: nada de hacerme sufrir la condescendencia de tu piedad. No tengo ningún deseo de que nadie me ayude. Lo que me hago a mí misma y hago a otros es asunto mío y exclusivamente mío. ¿Comprendes?
—Sí, señora. ¿Cuál es la regla tres?
—Todo a su tiempo. Yo te llamaré Thursday y tú puedes llamarme señorita Havisham cuando estemos solas; acompañadas, me llamarás «señora». Podré llamarte en cualquier momento y tú vendrás corriendo. Sólo los funerales, los nacimientos y los conciertos de Vivaldi tienen prioridad. ¿Está claro?
—Sí, señorita Havisham.
Me puse en pie y ella me acercó una vela a la cara y me examinó con atención. Lo que también me permitió verla de cerca a ella. A pesar de su piel pálida, sus ojos eran brillantes y no era ni de lejos tan mayor como yo suponía... no precisaba más que quince días de buena comida y un poco de aire fresco. Me sentí tentada de decir algo para alegrar la atmósfera lúgubre, pero su personalidad de hierro me detuvo; me sentía como si me encontrase por primera vez con mi profesora del colegio.
—Ojos inteligentes —murmuró Havisham—, entregada y sincera. Exasperantemente petulante. ¿Estás casada?
—Sí —murmuré—, es decir... no.
—¡Venga, venga! —dijo Havisham furiosa—. Es una pregunta muy simple.
—Estuve casada —respondí.
—¿Murió?
—No —murmuré—, es decir... sí.
—En el futuro te haré preguntas más difíciles —anunció Havisham—, porque es evidente que las fáciles no se te dan bien. ¿Has conocido al personal de Jurisficción?
—He conocido al señor Snell... y al gato de Cheshire.
—Cada cual más inútil —comentó cortante—. Todos los miembros de Jurisficción son o charlatanes o imbéciles... excepto la Reina Roja, que es ambas cosas. Iremos a Norland Park y los conoceremos a todos, supongo.
—¿Norland? ¿Jane Austen? ¿La mansión de los Dashwood? ¿Sentido y sensibilidad?
Pero Havisham ya estaba en otra cosa. Me agarró de la muñeca para mirar la hora, me sujetó por el codo y, antes de que pudiera darme cuenta, pasamos con un estremecimiento de Satis House a la biblioteca. Todavía no me había repuesto de aquel súbito cambio de entorno cuando la señorita Havisham ya leía un libro que había tomado de un estante. Se produjo otro estremecimiento extraño y nos encontramos en una pequeña cocina.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté ligeramente alarmada; todavía no estaba acostumbrada al traslado repentino de libro a libro, pero Havisham, ducha en tales maniobras, ni se inmutó.
—Eso —respondió la señorita Havisham— ha sido una transferencia estándar de libro a libro. Cuando saltas en solitario puedes viajar a veces sin pasar por la biblioteca... es mucho mejor; los comentarios banales del gato dan dolor de cabeza. Pero dado que te llevo a ti conmigo, lamentablemente es necesario realizar una breve parada. Ahora estamos en el trasfondo de El proceso de Kafka. Tras la puerta siguiente se desarrolla la vista de Josef K; tú vas después.
—Oh —comenté—, sólo eso.
La señorita Havisham no captó el sarcasmo, lo que probablemente fue mejor, y miré a mi alrededor. La habitación era espartana; en el centro había una tina para lavar y en la puerta de al lado, al menos por lo que se oía, parecía estar celebrándose una reunión política. Procedente de la sala de audiencias entró una mujer, se alisó las faldas, hizo una reverencia y se puso a lavar.
—Buenos días, señorita Havisham —dijo amablemente.
—Buenos días, Esther —respondió la señorita Havisham—. Te he traído algo —le pasó una caja de pastel de Pontefract y luego preguntó—: ¿llegamos a tiempo?
Tras la puerta se oyeron risas, que rápidamente se transformaron en voces excitadas.
—No tardará mucho —respondió la lavandera—. Snell y Hopkins ya han entrado. ¿Les gustaría tomar asiento?
La señorita Havisham se sentó, pero yo me quedé de pie.
—Espero que Snell sepa qué está haciendo —murmuró Havisham siniestra—. El magistrado encargado del caso es una variable desconocida.
En la sala, al otro lado de la puerta, los aplausos y las risas de pronto se convirtieron en silencio y oímos cómo giraba el pomo. Una voz profunda dijo:
—Sólo deseo señalar, ya que es posible que todavía no se haya dado cuenta, que hoy ha rechazado todas las ventajas que una vista concede, en todos los casos, a un hombre arrestado.
Miré a Havisham consternada, pero ella cabeceó, como diciéndome que no me preocupase.
—¡Sinvergüenzas! —gritó una segunda voz, todavía detrás de la puerta—. ¡Podéis quedaros todas vuestras vistas judiciales!
La puerta se abrió y un joven con la cara roja y traje oscuro salió en tromba, temblando de furia. Mientras se iba, el hombre que había hablado —yo suponía que era el magistrado— agitó la cabeza con tristeza y la sala se llenó de comentarios sobre el estallido de Josef K. El magistrado, un hombre bajito y gordo que respiraba pesadamente, me miró y dijo:
—¿Thursday N?
—¿Sí, señor?
—Llega tarde. —Y cerró la puerta.
—No te preocupes —dijo la señorita Havisham con amabilidad—, siempre dice lo mismo. Es para ponerte nerviosa. —Funciona. ¿No me acompaña? Negó con la cabeza y me cogió una mano. —¿Has leído El proceso? Asentí.
—Entonces ya sabes a qué atenerte. Buena suerte, querida. Le di las gracias, agarré el pomo y, con el corazón desbocado, entré.
18
El proceso de Fräulein N
El proceso, la obra maestra de Franz Kafka sobre la paranoia burocrática, no se publicó en vida del autor. Es más, Kafka vivió su breve vida de relativa oscuridad trabajando en una agencia de seguros y legó sus manuscritos a un amigo con la condición de que los destruyese. Uno se pregunta cuántos grandes autores escribieron obras maestras que fueron destruidas efectivamente tras la muerte de éstos. Para obtener respuesta hay que mirar en los subsótanos de la Gran Biblioteca: veintiséis pisos de manuscritos inéditos. Entre un montón de basura autoindulgente e intentos valientes pero fallidos de escribir prosa, encontrarás obras de puro genio. Para disfrutar de la más grandiosa no obra de no ensayo, debes ir al subsótano 13, categoría MCML, estante 2919/B12, donde te espera un placer poco común y maravilloso: La estregadera de Bunyan, de John McSquurd. Pero, una advertencia: los viajes al Pozo de las Tramas Perdidas deben realizarse en compañía de alguien...
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran Biblioteca
La sala estaba completamente atestada de hombres vestidos de negro que charlaban y gesticulaban continuamente. Había una galería justo debajo del techo, donde más gente permanecía de pie, también hablando y riendo, y el ambiente estaba caliente y viciado hasta la asfixia. Recorrí el pasillo estrecho que dejaban los hombres. La multitud se reagrupaba a mi espalda y casi me empujaba. Mientras caminaba, los espectadores comentaban el tiempo, el caso anterior, lo que yo llevaba puesto y hasta el más insignificante detalle de mi caso, del que, aparentemente, no sabían nada. Al otro extremo de la sala había una tribuna en la que estaba sentado, justo detrás de una mesa baja, el magistrado. Detrás de él se encontraban los funcionarios del tribunal que hablaban con la multitud y entre sí. A un lado de la tarima se hallaba el hombre lúgubre que había llamado a mi puerta en Swindon y me había engañado para que confesase. Sostenía un montón impresionante de documentos de aspecto oficial. Supuse que se trataba de Matthew Hopkins, abogado de la acusación. Snell se me acercó y me susurró al oído:
—Se trata sólo de una formalidad para decidir si hay un caso que merezca la pena juzgar. Con un poco de suerte, conseguiremos aplazar su caso para que se ocupe de él un tribunal más amistoso. Pase de los espectadores: sólo están aquí como recurso narrativo destinado a incrementar la sensación de paranoia y no tienen ninguna relación con su caso. Negará todos los cargos.
—Herr magistrado —dijo Snell, mientras dábamos los últimos pasos hasta la tarima—, me llamo Akrid S y defiendo a Thursday N en Jurisficción contra la Ley, caso número 142.857.
El magistrado me miró, sacó el reloj y dijo:
—Debería haber estado aquí hace una hora y cinco minutos.
La multitud emitió un murmullo de excitación. Snell abrió la boca para decir algo pero respondí yo.
—Lo sé —dije—. Es culpa mía. Ruego el perdón de la sala.
Al principio, el magistrado no me oyó y se puso a repetirse para deleite de la multitud.
—Debería haber estado aquí hace una hora y... ¿Qué ha dicho?
—He dicho que lo siento y que ruego el perdón de la sala, señor —repetí.
—Oh —dijo el magistrado. Se hizo el silencio—. En ese caso, ¿le gustaría irse y volver dentro de, digamos, una hora y cinco minutos, para llegar tarde sin que sea culpa suya?
La multitud aplaudió, aunque yo no entendía por qué.
—Como desee su señoría —respondí—. Si el tribunal dictamina que debo hacerlo, entonces obedeceré.
—Muy bien —me susurró Snell.
—¡Oh! —volvió a decir el magistrado. Conferenció brevemente con los funcionarios, durante un momento pareció nervioso, me volvió a mirar y dijo:
—¡El tribunal decide que se retrase una hora y cinco minutos!
—¡Ya me he retrasado una hora y cinco minutos! —anuncié entre los aplausos dispersos del público.
—Entonces ha cumplido con el dictamen del tribunal y podemos proseguir.
—¡Protesto! —dijo Hopkins.
—Se rechaza —respondió el magistrado recogiendo una libreta manoseada que tenía sobre la mesa. La abrió, leyó algo y se la pasó a uno de los funcionarios.
—Se llama Thursday N. ¿Es pintora de brocha gorda?
—No, ella... —dijo Snell.
—Sí —le interrumpí—. He sido pintora de brocha gorda, señoría.
Se produjo un silencio conmocionado en la sala, puntuado por alguien del fondo que gritó «¡bravo!» antes de que otro espectador le diese una torta. El magistrado me miró con más atención.
—¿Esto es relevante? —exigió saber Hopkins, dirigiéndose al estrado.
—¡Silencio! —aulló el magistrado, hablando despacio y con extrema seriedad—: ¿Quiere decir que, en algún momento, ha sido pintora de brocha gorda y que pintaba casas?
—Efectivamente, señoría. Después del instituto y antes de la universidad, pinté casas durante dos meses. Opino que se puede afirmar con seguridad que fui efectivamente, aunque no permanentemente, una pintora de brocha gorda.
Se produjo un estallido de aplausos y murmullos de emoción.
—¿Herr S? —dijo el magistrado—. ¿Es eso cierto?
—Disponemos de varios testigos para corroborarlo, señoría —respondió Snell, pillándole el tono al extraño proceso judicial.
Se volvió a hacer el silencio en la sala.
—Herr H —dijo el magistrado, secándose la frente cuidadosamente con el pañuelo y hablándole directamente a Hopkins—. Creía que me había dicho que la acusada no era pintora de brocha gorda.
Hopkins parecía alterado.
—No dije que no fuese pintora de brocha gorda, señoría, me limité a decir que era agente de OpEspec 27.
—¿Con la exclusión de todas las demás profesiones? —preguntó el magistrado.
—Bien, no —tartamudeó Hopkins, ya completamente confundido.
—Sin embargo, en su declaración no afirmó que no fuese pintora de brocha gorda, ¿no?
—No, señor.
—¡Bien! —dijo el magistrado, recostándose en la silla mientras que sin ninguna razón estallaba otra espontánea ráfaga de aplausos y risas—. Si se presenta un caso ante mi tribunal, Herr H, espero que se haga con todo detalle. Primero la acusada se me disculpa por llegar tarde, luego admite sin reparos haber pintado casas. No permitiré que se comprometan los procedimientos de este tribunal... Su acusación es tremendamente defectuosa.
Hopkins se mordió el labio y se puso carmesí.
—Ruego el perdón del tribunal, señoría —respondió entre dientes, bien apretados—, pero mi acusación es válida... ¿Podemos proceder a leer los cargos?
—¡Bravo! —repitió el hombre del fondo.
El magistrado meditó un momento y me pasó su libreta sucia y una pluma.
—Demostraremos la Habilidad del representante de la acusación por medio de una simple prueba —anunció—. Fräulein N, hágame el favor de escribir el color preferido para pintar casas cuando usted era... —Se volvió hacia Hopkins y escupió las palabras—: Pintora de brocha gorda.
Estalló en la sala una salva de vítores y gritos mientras yo escribía la respuesta en la parte posterior de la libreta de ejercicios y se la devolvía.
—¡Silencio! —ordenó el magistrado—. ¿Herr H?
—¿Qué? —respondió enfurruñado.
—¿Tendría usted la amabilidad de decirle al tribunal qué color ha escrito Fräulein N?
—Señoría —dijo Hopkins exasperado—, ¿qué tiene esto que ver con el caso que nos ocupa? He venido aquí de buena fe para acusar a Fräulein N del cargo de Infracción Ficticia de Clase II y me encuentro inmerso en una tontería lunática sobre pintores de brocha gorda. No creo que este tribunal represente la justicia...
—Usted no comprende —dijo el magistrado, poniéndose en pie y alzando los cortos brazos para dar énfasis a sus palabras— cómo funciona este tribunal. Es responsabilidad de la acusación no sólo presentar un caso claro y conciso ante el estrado, sino también informarse de los procedimientos por los que debe pasar para lograr su objetivo.
El magistrado se sentó entre aplausos.
—Bien —dijo ya más tranquilo—, o me dice lo que Fräulein N ha escrito o me veré obligado a arrestarle por malgastar el tiempo de este tribunal.
Dos guardias se habían abierto paso entre la multitud y se encontraban detrás de Hopkins, dispuestos a agarrarle. El magistrado agitó la libreta y atravesó al abogado con mirada acerada.
—¿Bien? —preguntó—. ¿Cuál era el color preferido entonces?
—Azul —dijo Hopkins con voz de desdicha.
—¿Qué ha dicho?
—Azul —repitió Hopkins en voz más alta.
—¡Azul, ha dicho! —aulló el magistrado. La multitud guardaba silencio y empujaba para acercarse a la acción. Lenta y dramáticamente el magistrado abrió la libreta para enseñar la palabra «verde» escrita en la página. La multitud gritó de emoción, se oyeron algunos vítores y los sombreros llovieron sobre nuestras cabezas.
—No azul, verde —dijo el magistrado cabeceando apenado e indicándoles a los guardias que agarrasen a Hopkins—. Es una vergüenza para su profesión, Herr H. ¡Está arrestado!
—¿De qué se me acusa? —quiso saber Hopkins arrogante.
—No estoy autorizado a comunicárselo —dijo triunfal el magistrado—. Se ha iniciado un procedimiento y se le informará en su debido momento.
—¡Pero esto es absurdo! —gritó Hopkins mientras se lo llevaban.
—No —respondió el magistrado—, esto es Kafka.
Cuando Hopkins se hubo ido y la multitud dejó de parlotear, el magistrado se giró hacia mí y me dijo:
—¿Es usted Thursday N, de treinta y seis años, que llegó tarde una hora y cinco minutos y de profesión pintora de brocha gorda?
—Sí.
—Se presenta ante este tribunal acusada de... ¿de qué se la acusa? —Silencio—. ¿Dónde está el representante de la acusación?
Uno de los funcionaros le susurró algo al oído y la multitud se echó a reír espontáneamente.
—Efectivamente —dijo el magistrado muy serio—. Tremendamente negligente por su parte. Me temo que en ausencia del representante de la acusación, este tribunal no tiene más alternativa que conceder un aplazamiento.
Y diciendo esto se sacó un enorme sello de goma del bolsillo y con estruendo lo hizo caer sobre unos papeles que Snell, rápido como el rayo, tuvo el acierto de colocar debajo.
—Gracias, señoría —logré decir antes de que Snell me agarrase por el brazo y me susurrase al oído:
—¡Salgamos deprisita de aquí!
Me empujó por delante para atravesar la multitud de trajes oscuros hasta la puerta.
—¡Bravo! —gritó un hombre de la galería—. ¡Bravo...! ¡Bravo una vez más!
Nos encontramos a la señorita Havisham conversando con Esther sobre la naturaleza pérfida de los hombres en general y del marido de Esther en particular. No éramos los únicos presentes en la habitación. Un griego broncíneo estaba sentado huraño junto a un cíclope con un vendaje ensangrentado en la cabeza. Los abogados que los representaban discutían tranquilamente el caso en una esquina.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Havisham.
—Ha habido un aplazamiento —dijo Snell, secándose la frente y dándome la mano—. Bien hecho, Thursday. Me ha pillado desprevenido con su defensa, «pintora de brocha gorda». ¡Muy bien, la verdad!
—Pero ¿sólo un aplazamiento?
—Oh, sí. No he conocido ni una sola sentencia absolutoria de este tribunal. Pero la próxima vez se presentará ante el juez adecuado... ¡Uno escogido por mí!
—¿Y qué será de Hopkins?
—¡Tendrá que buscarse un abogado muy bueno! —rió Snell.
—¡Bien! —dijo Havisham, poniéndose en pie—. Es hora de ir a las rebajas. ¡Vamos!
Mientras nos dirigíamos a la puerta, el magistrado llamó a la cocina.
—¿Odiseo? ¿Acusado de daños físicos graves a Polifemo el Cíclope?
—¡Devoró a mis compañeros! —gruñó Odiseo con furia.
—Ése es el caso de mañana. De eso no hablaremos hoy. Es usted el siguiente... y llega tarde.
Y el magistrado cerró la puerta.
19
Libros de saldo
En Jurisficción pasé por la curva de aprendizaje más rápida que hubiese experimentado nunca. Creo que esperaban que llegase mucho antes. Poco después de mi llegada la señorita Havisham valoró mi capacidad de saltar a los libros y me dio un deprimente 38 sobre 100. La señorita Nakajima tenía un 93 y Havisham un 99. Yo siempre necesitaría un libro físico para saltar, por muy bien que hubiese memorizado el texto. Tenía sus desventajas, pero no todo eran malas noticias. Al menos yo podía leer un libro en voz alta sin desvanecerme en su interior...
THURSDAY NEXT
Las crónicas de Jurisficción
Ya fuera de la sala, Snell se tocó el sombrero y se fue a defender a un cliente que se pudría en la prisión para deudores. El día estaba cubierto pero era agradable. Me apoyé en el balcón y miré al patio de abajo donde jugaban los niños.
—¡Bien! —dijo Havisham—. Pasemos a tu entrenamiento ahora que hemos superado ese obstáculo. La liquidación por cierre de Swindon Booktastic empezará a mediodía y me apetece encontrar algunas gangas. Llévame allí.
—¿Cómo?
—¡Usa la cabeza, niña! —respondió Havisham severa agarrando el bastón y blandiéndolo un par de veces—. ¡Vamos, vamos! Si no puedes llevarme directamente, entonces llévame a tu apartamento y conduciremos desde allí... pero date prisa. La Reina Roja nos lleva ventaja y hay un estuche de novelas que tiene especial interés en conseguir... ¡debemos llegar primero!
—Lo siento —balbucí—. No puedo...
—¡No existe el no puedo! —explotó la señora Havisham—. ¡Usa el libro, niña, usa el libro!
De pronto lo comprendí. Saqué del bolsillo el volumen encuadernado en piel de Jurisficción y lo abrí. La primera página, la que ya había leído, se refería a la biblioteca. En la segunda página había un fragmento de Sentido y sensibilidad de Austen y, en la tercera, encontré una detallada descripción de mi apartamento de Swindon... buena además, no faltaban ni las manchas de humedad en el techo de la cocina ni las revistas acumuladas bajo el sofá. El resto de las páginas estaban llenas de normas y reglamentos apretadamente escritos, indicaciones y trucos, consejos y lugares que había que evitar. También había ilustraciones y mapas completamente diferentes a cualquier mapa por mí conocido. De hecho, había muchas más páginas en el libro de las que cabían entre las tapas, pero eso no era lo más raro. En las últimas diez hojas, más o menos, había huecos en los que encajaban dispositivos demasiado voluminosos para caber en el libro. Una de las páginas contenía un dispositivo similar a una pistola de señales con el rótulo «Mk IV Marcatexto» a un lado. Otra página contenía un cristal que protegía una palanca como de alarma de incendios. En el vidrio ponía: «RÓMPASE EN CASO DE EMERGENCIA SIN PRECEDENTES.»* El asterisco, vi con un estremecimiento, era la llamada de la nota al pie: *«Por favor, téngalo en cuenta: la destrucción personal NO se considera una emergencia sin precedentes.» Las últimas páginas estaban en blanco... para notas propias, supuse. —¿Bien? —dijo Havisham impaciente—. ¿Nos vamos?
Pasé a las páginas que contenían la breve descripción de mi apartamento de Swindon. Me puse a leer y sentí la mano huesuda de Havisham agarrándome el codo mientras los tejados y los envejecidos edificios de apartamentos de Praga se desvanecían y mi apartamento se materializaba.
—¡Ah! —dijo Havisham, mirando la cocina despreciativa—. ¿Y esto es lo que llamas hogar?
—Ahora mismo. Mi marido...
—¿Ese que no estás segura de si está vivo o muerto, casado contigo o no?
—Sí —dije con firmeza—, ese mismo.
Sonrió al oírlo y añadió ceñuda:
—¿No tendrías algún otro motivo para verte conmigo en Grandes esperanzas, verdad?
—No —mentí.
—No fuiste en busca de alguna otra cosa.
—En absoluto.
—Mientes sobre algo —anunció lentamente—, pero no estoy segura sobre qué. A los niños se les da muy bien mentir. ¿Tus sirvientes te abandonaron hace poco?
Miraba los platos sucios.
—Sí —volví a mentir, para no tener que soportar su desdén—. El servicio doméstico no es cosa fácil en 1985.
—Tampoco es un campo de rosas en el siglo XIX —respondió la señorita Havisham, apoyándose en la mesa de la cocina para sostenerse—. Encuentro buenos sirvientes, pero nunca se quedan... Les atrae, ¿sabes?, a los mentirosos, a los malvados.
—¿Malvados?
—¡Los hombres! —siseó Havisham con desprecio—. El sexo mentiroso. Recuerda lo que te digo, niña, porque no te sucederá nada bueno si sucumbes a sus encantos... ¡y poseen el encanto de una serpiente, créeme!
—Intentaré mantenerlos a raya —le dije.
—Y defiende tu castidad a toda costa —me dijo severamente.
—Eso se sobrentiende.
—Bien. ¿Me prestas esa chaqueta?
Se refería a la chaqueta de los Mazos de Swindon que pertenecía a Miles Hawke. Sin esperar respuesta, se la puso y se cambió el velo por una gorra de OpEspec. Satisfecha, preguntó:
—¿Se sale por aquí?
—No, eso es el armario de la limpieza. Se sale por aquí.
Abrí la puerta y me di de bruces con el casero, que alzaba el puño para llamar.
—¡Ah! —gruñó por lo bajo—. ¡Next!
—Dijo que tenía hasta el viernes —le dije.
—Voy a cortar el agua. El gas también.
—¡No puede hacerlo!
Me miró con lascivia.
—Si lleva seiscientas libras encima, es posible que me convenza de que no lo haga.
Pero su sonrisa se convirtió en miedo cuando la punta del bastón de la señorita Havisham salió disparada y le dio en la garganta. Le empujó con fuerza contra la pared del pasillo. Perdido el aliento intentó apartar el bastón, pero la señorita Havisham sabía qué presión exacta debía aplicar... Empujó con más fuerza y él detuvo la mano.
—¡Escúcheme! —Le soltó—. Toqué el gas y el agua de la señorita Next y tendrá que responder ante mí. Le pagará en su momento, despojo sin valor... ¡La señorita Havisham le da su palabra!
El respiraba entrecortadamente. La punta del bastón de la señorita Havisham dio con fuerza contra su tráquea. Los ojos del casero se nublaron por el miedo a la asfixia; se limitó a asentir jadeando.
—¡Bien! —respondió la señorita Havisham, soltando al hombre, que cayó al suelo hecho un guiñapo—. Los malvados —anunció la señorita Havisham—. ¿Ves cómo son los hombres?
—No todos son así —intenté explicarle.
—¡Tonterías! —respondió la señorita Havisham, y bajamos—. Ése era uno de los mejores. Al menos no ha intentado mentir para ganarse tus favores. De hecho, llegaría incluso a decir que apenas era repulsivo. ¿Tienes coche?
La señorita Havisham alzó ligeramente las cejas cuando vio la curiosa pintura de mi Porsche.
—Ya estaba pintado así cuando lo compré —expliqué.
—Comprendo —respondió la señorita Havisham con desaprobación—. ¿Llaves?
—No creo...
—¡Las llaves, niña! ¿Cuál es la regla Número uno? —Que debo hacer exactamente lo que me diga.
—¡Quizá seas desobediente —respondió con una sonrisilla—, pero no eres olvidadiza!
A mi pesar le entregué las llaves. Havisham las agarró con un destello en los ojos y ocupó el asiento del conductor.
—¿Es el motor de cuatro árboles de leva? —preguntó emocionada.
—No —respondí—, el normal de 1,6.
—¡Oh, bien! —bufó Havisham, apretando dos veces al acelerador antes de darle al contacto—. Supongo que habrá que conformarse.
El motor arrancó. Havisham me dedicó una sonrisa y un guiñó mientras revolucionaba el motor hasta la línea roja antes de poner la primera y soltar el embrague. Se produjo un chirrido de goma mientras corríamos por la carretera. La parte posterior del coche derrapaba mientras las ruedas intentaban adherirse al asfalto.
Pocas han sido las ocasiones en que he pasado miedo. Cargar contra la artillería del Ejército imperial ruso me provocó un distanciamiento irreal que me resultó más sobrecogedor que temible. Enfrentarme a Hades primero en Londres y luego en el tejado de Thornfield Hall había sido muy desagradable, como también lo había sido dirigir un asalto policial armado y, las dos ocasiones en que había mirado de cerca la boca del cañón de una pistola tampoco habían sido como para echar cohetes.
Sin embargo, ninguna de esas situaciones se acercaba a la sensación de muerte inminente que experimenté mientras la señorita Havisham conducía. Debimos violar todas las normas de tráfico jamás escritas. Esquivamos por los pelos peatones, otros coches, bolardos de tráfico y nos saltamos tres semáforos en rojo antes de que la señorita Havisham tuviese que parar en un cruce para dejar pasar un camión descomunal. Sonreía para sí y, aunque su forma de conducir era errática y homicida, poseía algo de genio idiota. Justo cuando yo creía que era imposible evitar un buzón, ella frenaba, reducía una marcha y esquivaba por un milímetro la masa de hierro.
—¡El carburador parece ligeramente sucio! —gritó por encima de los aullidos de terror de los peatones—. Vamos a echar un vistazo, ¿eh? —Le dio al freno de mano y con un trompo subimos a la acera y nos detuvimos junto a una terraza; eso hizo que un grupo de monjas fuese a buscar refugio. Havisham salió del coche y abrió el capó.
—¡Dale gas, niña! —me gritó. Hice lo que me dijo y sonreí todo lo posible a los clientes del café, que me miraban con cara de pocos amigos.
—No lo saco mucho —le expliqué a Havisham cuando volvió al asiento del conductor, dio gas al motor con energía y a los clientes del café les dejó una apestosa nube de humo.
—¡Eso está mejor! —aulló Havisham—. ¿No lo oyes? ¡Mucho mejor!
Yo sólo oía las sirenas de la policía.
—¡Oh, Dios! —murmuré. La señorita Havisham me dio un doloroso golpe en el brazo—. ¿Eso a qué ha venido?
—¡Blasfemia! Si hay algo que odie más que a los hombres es la blasfemia... ¡Salid de mi camino, paganos ateos!
Un grupo que cruzaba por un paso de peatones se dispersó presa del pánico mientras Havisham iba a toda mecha agitando el puño con furia. Miré atrás y vi aparecer un coche patrulla con las luces azules y la sirena en marcha. Vi que los ocupantes se agarraban al doblar la esquina; la señorita Havisham redujo y giró pegándose mucho a la izquierda, tocó el bordillo con las ruedas, evitó a una madre con un cochecito y nos encontramos en un aparcamiento. Aceleramos hacia las filas de coches aparcados, pero el único camino estaba bloqueado por una furgoneta de reparto. La señorita Havisham pisó a fondo los frenos, puso el coche marcha atrás e inició una perfecta maniobra de retroceso que nos llevó en dirección contraria.
—¿No cree que sería mejor parar? —pregunté.
—¡Tonterías, niña! —me soltó Havisham, buscando una salida mientras el coche patrulla se pegaba a nuestro parachoques trasero—. No cuando la liquidación está a punto de empezar. ¡Allá vamos! ¡Agárrate!
Sólo había una forma de salir del aparcamiento sin ser capturadas: una abertura entre dos bolardos de cemento que parecía demasiado estrecha para que pasara mi coche. Pero los ojos de la señorita Havisham eran mucho mejores que los míos y corrimos por el hueco, rebotamos en una zona de hierba, nos deslizamos dejando atrás la estatua de Brunel, fuimos en dirección contraria por una calle de sentido único, atravesamos un callejón trasero, dejamos atrás el monumento a Carer y cruzamos una zona peatonal para detenernos de golpe delante de una larga cola para la liquidación por cierre de Swindon Booktastic... justo cuando el reloj de la ciudad marcaba las doce.
—¡Casi mata a ocho personas! —logré decir en voz alta.
—Yo he contado unas doce —respondió Havisham abriendo la portezuela—. Y además, no se puede casi matar a alguien. O están muertos o no lo están; ¡y ni uno solo ha sufrido un rasguño!
El coche patrulla se paró detrás de nosotros; el vehículo tenía profundas abolladuras en ambos lados... de los bolardos, supuse.
—Estoy más acostumbrada a mi Bugatti —dijo la señorita Havisham mientras me daba las llaves y cerraba las puertas—. Pero no está tan mal, ¿verdad? Sobre todo me gusta la caja de cambios.
La policía no parecía muy amistosa. Miraron atentamente a la señorita Havisham, sin estar seguros de cómo expresar con palabras el ultraje que representaba su flagrante indiferencia por la normativa de tráfico.
—Usted —dijo uno de los agentes con una voz que apenas podía controlar—, usted, señora, tiene muchos problemas.
Ella miró al joven con una mirada imperial.
—¡Muchacho, no tiene ni idea de lo que significa esa palabra!
—Escuche, Rawlings —le interrumpí—, ¿podríamos...?
—Señorita Next —respondió el agente, firme pero constructivamente—, tendrá su oportunidad, ¿vale?
Salí del coche. La policía local no tenía mucho aprecio por OpEspec y nosotros no sentíamos mucho aprecio por ellos. Estarían encantados de poder cargarnos algo.
—¿Nombre?
—Señorita Dame-Rouge —anunció Havisham, mintiendo con descaro —, y no se moleste en pedirme el carné ni el seguro... ¡no tengo nada de eso!
El agente lo meditó un momento.
—Me gustaría que subiese a mi coche, señora. Voy a tener que llevarla a comisaría para hacerle algunas preguntas.
—¿Estoy arrestada?
—Sólo si se niega a venir conmigo.
Havisham me miró y formó con la boca: «A la de tres.» Luego suspiró con fuerza y caminó con histrionismo hasta el coche patrulla, estremeciéndose y en general comportándose como la persona mayor que no era. Miré su mano y me mostró, sin que los agentes lo viesen, un dedo, luego dos, y finalmente, mientras descansaba un momento contra la aleta delantera del coche, el tercero y último.
—¡MIREN! —grité, señalando al cielo.
Los agentes, conocedores del accidente del Hispano-Suiza sucedido dos días antes, debidamente alzaron la vista. Entonces Havisham y yo saltamos al comienzo de la cola fingiendo que conocíamos a alguien. Los dos agentes fueron por nosotras sin pérdida de tiempo, pero nos perdieron entre la multitud cuando se abrieron las puertas de la Swindon Booktastic y un mar de bibliófilos entusiastas de todas las edades y gustos literarios avanzó, derribando a los dos agentes y propulsando a la señorita Havisham y a mí hacia las entrañas de la librería.
En el interior la situación era casi de motín, y no tardé en separarme de la señorita Havisham; delante de mí un par de caballeros de mediana edad discutían por un ejemplar firmado de En el camino, de Kerouac, que acabó rompiéndose por la mitad. Luché por abrirme paso en la planta baja a través de Cartografía, Viajes y Autoayuda. Renunciaba ya a la idea de volver a ver a Havisham cuando entreví un largo y vaporoso vestido rojo sobresaliendo bajo una gabardina beige. Contemplé cómo el dobladillo carmesí barría el suelo y llegaba al ascensor. Corrí y metí el pie entre las puertas justo antes de que se cerrasen. El ascensorista neandertal me miró con curiosidad, abrió las puertas para dejarme pasar y las volvió a cerrar. La Reina Roja me miró altiva y se movió un poco para adoptar una postura más regia. Era muy fornida; el pelo lo tenía de un caoba reluciente, atado en un moño perfecto bajo la corona, que había ocultado a toda prisa debajo de la capucha de su capa. Iba vestida de rojo de pies a cabeza, y yo sospechaba que bajo el maquillaje su piel también era roja.
—Buenos días, Su Majestad —dije todo lo cortésmente que pude.
—¡Vaya! —respondió la Reina Roja. Luego, tras una pausa, añadió—: ¿Eres la nueva aprendiza de esa hortera de Havisham?
—Desde esta mañana, señora.
—Una mañana malgastada, no me extrañaría. ¿Tienes nombre?
—Thursday Next, señora.
—Puedes hacer una reverencia si lo deseas.
Así lo hice.
—Lamentarás no aprender conmigo, querida... Pero no eres, claro está, más que una niña, y lo correcto y lo incorrecto son tan difíciles de valorar a tu tierna edad.
—¿A qué piso, Su Majestad? —preguntó el neandertal.
La Reina Roja le sonrió, le dijo que si jugaba bien sus cartas le convertiría en duque y luego se le ocurrió añadir:
—Al tercero.
A continuación se produjo una de esas curiosas pausas que sólo parecen darse en los ascensores y en las salas de espera de los dentistas. Miramos atentamente el indicador de pisos mientras el ascensor subía lentamente y se detenía en el segundo piso.
—Segundo piso —anunció el neandertal—. Histórica, Alegórica, Históricoalegórica, Poesía, Teatro, Teología, Análisis crítico y Lápices. —Alguien intentó entrar pero la Reina Roja aulló:
—¡Ocupado! —Con tal ferocidad que se echaron atrás—. ¿Y cómo le va a Havisham últimamente? —preguntó la Reina Roja con aire inseguro mientras el ascensor subía.
—Bien, creo —respondí.
—Debes preguntarle por su boda.
—No creo que eso fuese muy inteligente —respondí.
—¡Definitivamente, no lo sería! —dijo la Reina Roja, riendo a carcajadas como un león marino—. Pero provocaría un efecto divertido. ¡Como el Vesubio, si no recuerdo mal!
—Tercer piso —anunció el neandertal—. Ficción, Popular. Autores A-J. —Las puertas se abrieron para mostrar a una masa de fans de los libros peleándose de la forma más inapropiada por lo que, incluso yo debía admitirlo, eran muy buenas ofertas. Ya había oído hablar de este tipo de «frenesíes de ficción», pero nunca había sido testigo de uno.
—¡Vaya, esto es más lo que debería ser! —anunció con regocijo la Reina Roja, frotándose las manos y derribando a una ancianita al salir de golpe del ascensor.
—¿Dónde estás, Havisham? —gritó, mirando a derecha e izquierda—. Tiene que estar... ¡Sí! ¡Sí! ¡A la vista, Stella vieja pendón!
La señorita Havisham se detuvo de inmediato y miró a la reina. Con un único movimiento rápido, sacó una pistolita de los pliegues de su vestido de novia andrajoso y disparó contra nosotras. La Reina Roja se agachó y la bala dio en la esquina de una cornisa de yeso.
—Qué mal humor, qué mal humor —gritó la Reina Roja. Pero Havisham ya no estaba allí—. ¡Ja! —Se metió de golpe en el fregado—. Que el diablo se la lleve... ¡se dirige hacia Novela romántica!
—¿Novela romántica? —repetí, pensando en el odio que Havisham sentía por los hombres—. ¡No me parece muy probable!
La Reina Roja pasó de mí y se desvió por Fantasía para evitar una refriega cerca del mostrador de Agatha Christie. Yo conocía la tienda un poco mejor y me metí entre Hergé y Haggard por lo que llegué justo a tiempo para ver cómo Havisham cometía su primer error. Con las prisas había empujado a una ancianita que sopesaba una oferta de tres por el precio de dos en ficción contemporánea. La anciana, que se sabía todas las tácticas de batalla de los grandes almacenes, paró hábilmente el golpe de Havisham y le pilló el tobillo con su paraguas de bambú. Havisham se dio un porrazo y se quedó inmóvil, sin respiración. Yo me arrodillé a su lado mientras la Reina Roja se alejaba saltando, riéndose a pleno pulmón y repitiendo «na, na, na».
—¡Thursday! —La señorita Havisham jadeaba mientras varios pies con medias pasaban a su lado—. Las novelas de Daphne Farquitt en una caja de nogal para exposición... ¡corre!
Y corrí. Farquitt era tan prolífica y popular que tenía un estante para ella sola y sus estuches se convertían rápidamente en artículos de coleccionista... No tenía nada de raro que se estuviese librando una batalla. Entré en la pelea detrás de la Reina Roja y recibí de inmediato un golpe en la nariz. Me eché atrás por la conmoción y me empujaron con fuerza desde atrás mientras alguien, supuse que un cómplice, me metía un bastón entre las canillas. Perdí el equilibrio y caí aparatosamente al suelo de madera; no era un lugar muy seguro. Me alejé de la refriega arrastrándome y me uní a la señorita Havisham en su refugio, tras un expositor de novelas de Du Maurier generosamente rebajadas.
—No es tan fácil como parece, ¿verdad, niña? —preguntó Havisham con una sonrisa muy poco habitual, sosteniéndose un pañuelo blanco de encaje contra la nariz ensangrentada—. ¿Has visto a la arpía real?
—La última vez que la vi luchaba entre Irvine y Eurípides.
—¡Mecachis! —respondió Havisham farfullando—. Escucha, niña, estoy acabada. Me he torcido el tobillo y creo que estoy fuera. Pero tú... es posible que lo consigas.
Miré las masas riñendo. No muy lejos, una Derringer de bolsillo caía al suelo.
—Pensé que podría pasar, así que dibujé un mapa.
Desdobló una hoja de papel con encabezado de Satis House y señaló dónde creía que estábamos.
—No cruzarás con vida el suelo abierto. Vas a tener que escalar la estantería de Investigación policial; ábrete camino por entre la caja registradora y devoluciones; arrástrate bajo la sección de Viajes marítimos y luego lucha los últimos dos metros hasta el estuche de Farquitt, una edición limitada de cien... ¡Nunca tendré otra oportunidad como ésta!
—¡Eso es una locura, señorita Havisham! —respondí indignada—. ¡No voy a pelear por un paquete de novelas de Farquitt!
La señorita Havisham me miró con dureza mientras se oía el disparo apagado de un arma de pequeño calibre y el golpe de un cuerpo al caer.
—¡Eso pensaba! —dijo con desprecio—. ¡Una cobarde de pies a cabeza! ¿Cómo he podido pensar que ibas a enfrentarte con la alteridad de Jurisficción si no puedes enfrentarte a algunos amantes de la ficción enloquecidos decididos a encontrar una ganga? Su período de aprendiza ha terminado. ¡Adiós, señorita Next!
—¡Espere! ¿Esto es una prueba?
—¿Qué creías que era? ¿Crees que alguien como yo, que dispone de tanto dinero, disfruta peleándose por libros que puedo leer gratis en la biblioteca?
Me resistí a la tentación de decir «pues sí» y respondí:
—¿Estará bien aquí, señora?
—Estaré bien —respondió, haciéndole la zancadilla, sin ninguna razón que yo pudiese apreciar, a una mujer que pasaba cerca—. ¡Ahora ve!
Me giré y me arrastré rápidamente por la moqueta, trepé por Investigación policial justo más allá de las cajas registradoras, donde los vendedores cobraban las ofertas con un fervor cercano a lo mesiánico. Me escabullí por detrás, cruzando el departamento vacío de devoluciones, y me sumergí bajo la sección de Viajes marítimos para resurgir a apenas dos metros del expositor de Daphne Farquitt; por algún milagro nadie se había hecho todavía con el estuche... y el descuento era impresionante: de 300 libras había pasado a valer 50. Miré a la izquierda y vi a la Reina Roja abriéndose paso entre la multitud. Me miró a los ojos y me desafió a intentar derrotarla. Respiré hondo y nadé en el vórtice de violencia desatada por la prosa popular. Casi instantáneamente me dieron un puñetazo en la mandíbula y me golpearon en los riñones; lloré de dolor y me aparte rápidamente. Cerca de la sección de J. G. Farrell me encontré con una mujer que tenía un corte desagradable sobre el ojo; me dijo, algo conmocionada, que el personaje del mayor Archer salía en Troubles y en The Singapore Grip. Miré a la Reina Roja atravesar la multitud, derribando a todo el que se le ponía por delante en un intento por alcanzarme. Sonrió triunfal después de dar un cabezazo a una mujer que había intentado clavarle en el ojo un marcapáginas. En el piso de abajo se oyó una breve ráfaga de ametralladora. Di un paso al frente para unirme a la refriega, pero me detuve. Tuve en cuenta por un momento mi estado y decidí que quizá las mujeres embarazadas no deban meterse en peleas de librería. Así que respiré profundamente y aullé:
—¡La señorita Farquitt está firmando ejemplares de sus libros en el sótano!
Se produjo un momento de silencio, luego un éxodo masivo hacia escaleras y ascensores. La Reina Roja, atrapada en la multitud, fue arrastrada sin contemplaciones; en unos segundos el piso estaba vacío.
Daphne Farquitt guardaba celosamente su intimidad... No me parecía que hubiese ni un solo fan suyo que no saltase ante la posibilidad de conocerla en persona.
Caminé con tranquilidad hasta el estuche, lo llevé al mostrador, lo pague y me reuní con la señorita Havisham tras los libros de saldo de Du Mauriers, donde hojeaba tranquilamente un ejemplar de Rebeca. Le enseñé el trofeo.
—No está mal —dijo a regañadientes—. ¿Tienes el recibo?
—Sí, señorita.
—¿Y la Reina Roja?
—Perdida en algún punto entre este lugar y el sótano —me limité a responder.
Una delgada sonrisa recorrió los labios de la señorita Havisham y la ayudé a ponerse en pie.
Juntas atravesamos lentamente la masa de buscadores de gangas librescas que se peleaban y llegamos a la salida.
—¿Cómo lo has logrado? —preguntó la señorita Havisham.
—Les he dicho que Daphne Farquitt firmaba ejemplares en el sótano.
—¿Está firmando? —exclamó la señorita Havisham, volviéndose hacia las escaleras.
—No, no, no —añadí, agarrándola por el brazo y dirigiéndola hacia la salida—. Es sólo lo que les he dicho.
—¡Oh, ya comprendo! —respondió Havisham—. Efectivamente, muy buena salida. Ingeniosa e inteligente. La señora Nakajima tenía toda la razón... Creo que después de todo serás una buena aprendiza.
Me miró un momento, como si se estuviese decidiendo. Finalmente asintió, me dedicó otra de esas sonrisas poco comunes y me pasó un sencillo anillo de oro que encajó con facilidad en mi meñique.
—Aquí tienes... para ti. No te lo quites nunca. ¿Comprendes?
—Gracias, señorita Havisham, es bonito.
—Bonito... y una porra, Next. Guárdate la gratitud para los favores de verdad, no para las baratijas, mi niña. Vamos. En La pequeña Dorrit conozco un lugar donde sirven unos bollos excelentes... ¡Invito yo!
En el exterior, los enfermeros asistían a las víctimas, muchas de ellas todavía aferradas a los restos de sus gangas por las que habían luchado tan valientemente. Mi coche había desaparecido (lo más probable era que se lo hubiese llevado la grúa) y caminamos todo lo rápido que pudimos teniendo en cuenta el tobillo lesionado de la señorita Havisham. Doblamos la esquina del edificio hasta que...
—¡No tan rápido!
Los agentes que nos habían perseguido antes ahora nos bloqueaban el paso.
—¿Buscan algo? ¿Esto, supongo?
Mi coche estaba en la grúa. Se lo llevaban.
—Tomaremos el bus —dije.
—Tomarán el coche —me corrigió el agente—. Mi coche... ¡Eh! ¿Dónde cree que va?
Hablaba con la señorita Havisham, que con el estuche de Farquitt bien agarrado se metía en un grupito de mujeres para ocultar su libro-salto... de regreso a Grandes esperanzas o a tomarse ese bollo en La pequeña Dorrit, o a algún otro lugar. Deseé haberme podido unirme a ella, pero mis habilidades librescas no estaban a la altura. Suspiré.
—Queremos respuestas, Next —dijo el policía, muy serio.
—Escuche, Rawlings, no conozco muy bien a la señora. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Dame-Rouge?
—Es Havisham, Next... eso lo sabe, ¿no? La policía conoce muy bien a esa «señora»... Ha acumulado setenta y cuatro violaciones graves de tráfico en los últimos veintidós años.
—¿En serio?
—Sí, en serio. En junio la vieron conduciendo un automóvil Higham Special con motor Liberty a 276 kilómetros por hora por la M4. No es sólo una irresponsabilidad, es... ¿De qué se ríe?
—De nada.
El agente me miró fijamente.
—Parece conocerla muy bien, Next. ¿Por qué hace esas cosas?
—Probablemente —respondí—, porque allí de donde viene no tienen autopistas... ni automóviles Higham Special.
—¿Y dónde es eso, Next?
—No tengo ni idea.
—Podría arrestarla por ayudar a escapar a un individuo bajo custodia policial.
—No estaba arrestada, Rawlings, usted mismo lo ha dicho.
—Quizá no, pero usted sí. Al coche.
20
Yorrick Kaine
En 1983, el joven Yorrick Kaine fue elegido líder de los whigs, en ese momento un partido pequeño y en general inconsistente cuyo deseo de volver a situar a la aristocracia en el poder y limitar el derecho al voto de los propietarios de viviendas lo había situado en la periferia más alejada de la escena política. La posición a favor de Crimea, acompañada del deseo de unificar las islas Británicas, le ayudó a obtener el apoyo nacionalista y, en 1985, los whigs tenían tres diputados en el Parlamento. Basaron su programa en ideas populistas como la de bajar el impuesto sobre el queso y la de ofrecer ducados como premio de la Lotería Nacional. Político astuto y estratega inteligente, Kaine ambicionaba el poder y estaba dispuesto a conseguirlo por cualquier medio.
J. P. MILLINER
Los nuevos whigs: de un humilde comienzo al Cuarto Reich
Me llevó dos horas convencer a la policía de que no iba a decirles nada sobre la señorita Havisham aparte de su dirección. Sin vacilar, recurrieron a un código legal ya amarillento y finalmente me acusaron de violar una ley muy poco conocida de 1621 y «permitir que una persona de dudosa catadura moral conduzca un caballo y un carro», pero tachando «caballo y carro» y sustituyéndolos por «coche»... lo que daba clara muestra de su desesperación. A la semana siguiente tendría que presentarme ante el juez. Intenté escabullirme del edificio para volver a casa pero...
—¡Ahí estás!
Me volví y esperé que mi gemido de dolor no fuese audible.
—Hola, Cordelia.
—Thursday, ¿estás bien? ¡Pareces un poco magullada!
—Quedé atrapada en un frenesí de ficción.
—Ya basta de tonterías... necesito que te reúnas con los ganadores del concurso.
—¿Tengo que hacerlo?
Flakk me miró muy seria.
—Es más que aconsejable.
—Vale —respondí—. Déjame ir al baño y estaré contigo dentro de cinco minutos. ¿Vale?
—¡Estupendo! —Cordelia sonrió.
Pero no fui al baño; subí a la oficina de detectives literarios.
—¡Thursday! —dijo Bowden cuando entré—. Le dije a Victor que tenías la gripe. ¿Cómo te ha ido?
—Creo que muy bien. He vuelto a entrar en los libros sin Portal de Prosa. Puedo hacerlo sola... más o menos.
—Estás de broma.
—No, hablo muy en serio. Landen casi está de vuelta. He conocido a la señorita Havisham.
—¿Qué tal es?
—Rara. Parece que en el interior de los libros hay algo muy parecido a OpEspec 27... todavía me faltan detalles. ¿Cómo van las cosas por aquí?
Me mostró un ejemplar de The Owl. El titular rezaba: «Hallada en Swindon nueva obra de Will.» El titular de The Mole era: «¡Sensación Cardenio!» y The Toad, como era de prever, abría con: «La estrella del criquet de Swindon, Aubrey Jambe, pillado en el baño con un chimpancé.»
—¿Entonces el profesor Spoon lo ha validado?
—Así es —respondió Bowden—. Esta tarde uno de nosotros debería llevar el informe a Volescamper. Esto es para ti.
Me entregó la bolsita de masa rosada junto con un informe del laboratorio forense de OpEspec. Le di las gracias y con tanto interés como confusión leí el análisis sobre el limo que papá me había entregado.
—«Azúcar, proteínas, grasas animales, calcio, sodio, maltodextrina, carboxymetilcelulosa, fenilalanina, compuestos complejos de hidrocarburos y trazas de clorofila.»
Miré el dorso del informe pero no descubrí nada más. En el laboratorio habían cumplido fielmente mi petición de un análisis... pero no me habían dicho nada nuevo.
—¿Qué significa, Bowd?
—A mí que me registren, Thursday. Están intentando encontrar el perfil de algún compuesto químico conocido, pero sin suerte hasta ahora. Quizá si nos dijeses de dónde lo sacaste.
—No creo que eso fuese muy conveniente. Yo entregaré el informe del Cardenio a Volescamper... quiero evitar a Cordelia. Di a los del laboratorio que el futuro del planeta depende de ellos. Eso los estimulará. Tengo que saber qué es esa sustancia rosada.
Vi a Cordelia esperando en el vestíbulo con su invitado, que tenía una bolsa del hotel Finis en una mano y una joven hija en la otra. Por desgracia para él, Spike Stoker pasaba en ese momento y Cordelia, deseosa de encontrar lo que fuese para entretener al ganador de la competición, evidentemente le había pedido que dijese algunas palabras. La expresión de horror absoluto en la cara de su invitado lo decía todo. Oculté el rostro tras el informe del Cardenio y dejé a Cordelia con el marrón.
Conseguí que me llevasen en un coche patrulla hasta la deteriorada Vole Towers. La mansión había cambiado mucho desde la última vez que estuve allí. Ahora estaba rodeada por los equipos de noticias, todos deseando informar de cualquier detalle relativo al descubrimiento del Cardenio. Dos docenas de unidades móviles estaban aparcadas en la gravilla infestada por la hierba, zumbando de actividad. Las antenas estaban orientadas hacia el cielo de la tarde, transmitiendo las imágenes a las estaciones repetidoras de las naves aéreas que habían sido redirigidas para enviar noticias a los televidentes ansiosos de todo el mundo. Por razones de seguridad, habían requerido los servicios de OpEspec 14 y los agentes se encontraban allí de pie, hablando tranquilamente, en general, eso parecía, sobre la aparente indiscreción de Aubrey Jambe con el chimpancé.
—¡Hola, Thursday! —dijo un guapo y joven agenté de OE-14 apostado en la puerta principal. Me daba rabia; yo no le reconocía. Que la gente a la que no conocía me saludase como si fuese amiga mía era algo que me había ocurrido con mucha frecuencia desde la erradicación de Landen; supuse que me acostumbraría.
—¡Hola! —le respondí al extraño en un tono igualmente amistoso—. ¿Qué pasa?
—Yorrick Kaine da una conferencia de prensa.
—¿En serio? ¿Qué tiene él que ver con el Cardenio?
—¿No te has enterado? ¡Lord Volescamper ha donado la obra a Yorrick Kaine y al partido whig!
—¿Por qué Volescamper iba a relacionarse con un político de derechas de poca monta que está a favor de Crimea y odia a los galeses como Kaine?
—¿Porque es un lord y quiere recuperar parte del poder perdido?
En ese momento otros dos agentes de OpEspec pasaron a nuestro lado y uno de ellos saludó al joven agente de la puerta y le dijo:
—¿Todo bien, Miles?
El guapo y joven agente de OE-14 dijo que todo estaba bien, pero se equivocaba... no todo estaba bien, al menos no para mí. Había pensado que acabaría tropezando con Miles en algún momento, pero no sin antes estar preparada. Le miré fijamente, con la esperanza de no manifestar la conmoción y la sorpresa. Él había estado en mi piso y me conocía mejor de lo que yo le conocía a él. El corazón me martilleó en el pecho e intenté decir algo inteligente e ingenioso, pero lo que me salió fue más o menos:
—¿Asterfobulongus?
—Disculpa, ¿qué has dicho?
—Nada.
Miles miró a izquierda y derecha y se acercó un poco más.
—Parecías un poco molesta cuando te llamé, Thursday. ¿Hay algún problema con nuestro acuerdo?
Le miré unos segundos en consternado silencio antes de murmurar:
—No... no, en absoluto.
—¡Bien! —dijo—. Debemos fijar una o dos citas.
—Sí —dije, funcionando en automiedo—, sí, debemos hacerlo. Tengo que irme... ciao.
Salí corriendo antes de que pudiese decirme nada. Frente a la puerta de la biblioteca me detuve para recuperar el aliento. Tarde o temprano iba a tener que hacerle preguntas directas. Decidí que, dadas las circunstancias, sería mejor tarde que pronto, así que atravesé las pesadas puertas metálicas y entré en la biblioteca. Yorrick Kaine y lord Volescamper estaban sentados a una mesa y el señor Swaike y dos guardias de seguridad colocados a ambos lados de la obra en sí, orgullosamente expuesta tras una placa de cristal antibalas. La conferencia de prensa iba por la mitad. Toqué en el brazo a Lydia Startright, que resulta que se encontraba muy cerca.
—¡Eh, Lyds! —dije susurrando.
—Eh, Thursday —respondió la reportera—. He oído que realizaste la autentificación inicial. ¿Es buena?
—Muy buena —respondí—. Está a la altura de La tempestad. ¿Qué pasa aquí?
—Volescamper acaba de anunciar oficialmente que entrega la obra a Yorrick Kaine y a los whigs.
—¿Por qué?
—¿Quién sabe? Espera, quiero hacer una pregunta.
Lydia levantó la mano. Kaine la señaló.
—¿Qué piensa hacer con la obra, señor Kaine? Hemos oído que hay ofertas que rondan los cien millones de libras.
—Buena pregunta —respondió Yorrick Kaine, poniéndose en pie—. En el partido whig damos las gracias a lord Volescamper por su amable generosidad. Soy de la opinión de que el Cardenio no es para que lo explote una persona o un grupo, por lo que el partido se propone ofrecer licencias gratuitas para que cualquiera que lo desee pueda representar la obra.
Se oyó un murmullo de emoción entre los periodistas. Era un acto de generosidad sin precedentes, especialmente viniendo de Kaine, pero más aún, era lo correcto, y de pronto la prensa sintió cariño por Yorrick. Fue como si Kaine, dos años antes, no hubiese propuesto la invasión de Gales o la reducción del derecho al voto el año anterior; sospeché de inmediato.
Hubo varias preguntas más sobre la obra y muchas respuestas bien ensayadas por parte de Kaine, quien parecía haberse redefinido como un patriarca bondadoso y compasivo en lugar del antiguo extremista. Cuando terminó la rueda de prensa, fui hacia la mesa y me acerqué a Volescamper, quien me miró extrañado durante un momento.
—El informe de Spoon —le dije, entregándole el expediente color ante—, sobre la autentificación... Hemos pensado que le gustaría verlo.
—¿Qué? ¡Por supuesto!
Volescamper aceptó el informe y lo ojeó con rapidez, antes de pasárselo a Kaine, quien pareció más interesado. Ni siquiera me miró pero, dado que evidentemente no me iba a marchar como si fuese una mensajera, Volescamper me presentó.
—¡Oh, sí! Señor Kaine, ésta es Thursday Next, de OpEspec 27.
Kaine apartó la vista del informe. De repente fue todo encanto y amistad duradera.
—¡Señorita Next! —dijo entusiasmado—. Leo sus aventuras con gran interés, y créame, ¡su intervención mejoró mucho la narración de Jane Eyre!
No me impresionaron ni él ni su falso encanto.
—¿Cree que puede cambiar la suerte del partido whig, señor Kaine?
—En este momento el partido está sufriendo algo parecido a una reestructuración —respondió Kaine, mirándome seriamente—. Hemos abandonado la vieja ideología y estamos dispuestos a mirar con nuevos ojos el futuro político de Inglaterra. El gobierno de patriarcas informados y el voto restringido a propietarios responsables es el futuro, señorita Next. Hace demasiado tiempo que el gobierno de los comités ha provocado la muerte del sentido común.
—¿Y Gales? —pregunté—. ¿Cuál es hoy en día su posición sobre Gales?
—Gales es históricamente parte de Gran Bretaña —anunció Kaine más cauteloso—. Los galeses han estado inundando el mercado inglés con productos baratos y eso debe acabar. Pero no tengo ningún plan en absoluto para forzar la unificación.
Le miré fijamente.
—Para eso antes tendrá que llegar al poder, señor Kaine. Dejó de sonreír.
—Gracias por entregarnos el informe, señorita Next —dijo Volescamper a toda prisa—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber antes de irse?
Acepté la indirecta y me dirigí hacia la puerta principal. Me detuve y miré pensativa las unidades móviles de televisión aparcadas fuera. Yorrick Kaine estaba jugando muy bien sus cartas.
21
«Les arts modernes
de Swindon, 1985»
El Muy Irreverente Joffy Next era el pastor de la primera iglesia inglesa de la Deidad Estándar Global. La DEG tenía un poco de todas las religiones porque, si existía Dios, entonces tenía que tener en realidad muy poco que ver con todas las pifias y confusiones de aquí abajo en el plano material, y puede que le conviniese un simplificación de la fe. Los devotos iban y venían como les daba la gana, rezaban a quien más les apetecía y se relacionaban libremente con otros miembros de la DEG. Tuvo un éxito moderado, pero nadie sabe lo que Dios opinaba realmente.
Profesor M. BLESSINGTON, PR (retirado)
La Deidad Estándar Global
Pagué la libertad de mi coche con un cheque que, estaba segura, rechazarían. Luego me fui a casa y tomé un tentempié y una ducha antes de ir a Wanborough y asistir a la primera exposición «Les arts modernes de Swindon» de Joffy. Joffy me había pedido una lista de mis colegas para aumentar la cifra de asistentes, así que esperaba encontrarme con gente del trabajo. Incluso yo misma se lo había pedido a Cordelia, quien debo admitir que era muy divertida cuando no se ocupaba de las relaciones públicas. La exposición de arte se celebraba en la iglesia de la Deidad Estándar Global de Wanborough y la había inaugurado Frankie Saveloy media hora antes de mi llegada. Al entrar me pareció muy concurrida; habían apartado los bancos y artistas, críticos, prensa y compradores potenciales daban vueltas entre la ecléctica colección de arte. Tomé una copa de vino de la bandeja de un camarero que pasaba, recordé de pronto que no debería beber, lo olisqueé con nostalgia y lo dejé. Joffy, muy elegante con esmoquin y alzacuello, saltó hacia mí al verme sonriendo de oreja a oreja.
—¡Hola, Bodoque! —dijo, abrazándome con afecto—. Me alegro de que hayas podido venir. ¿Conoces al señor Saveloy?
Sin esperar mi respuesta me empujó hacia donde el hombre hinchado permanecía muy solo a un lado de la sala. Me presentó todo lo rápido que pudo y huyó. Frankie Saveloy era el compére de ¡Nombra esa fruta!, y en la vida real tenía todavía más aspecto de sapo que en la tele. Casi esperaba que una larga lengua pegajosa saliese de su boca y capturase una mosca perdida, pero aun así sonreí con amabilidad.
—Señor Saveloy —dije, ofreciéndole la mano. Él la atrapó entre sus manazas húmedas y la sostuvo con fuerza.
—¡Encantado! —gruñó Saveloy, sus ojos saltando a mi escote—. Lamento que no pudiésemos tenerte en mi programa... pero supongo que aun así te sientes honrada de conocerme.
—Más bien a la inversa —le aseguré, recuperando la mano por la fuerza.
—¡Ah! —dijo Saveloy, sonriendo tanto que pensé que se le iba a caer la parte superior de la cabeza—. Tengo mi Rolls-Royce aparcado fuera. ¿Te gustaría dar una vuelta conmigo?
—Creo —respondí— que preferiría comer clavos oxidados.
No pareció inmutarse en lo más mínimo. Sonrió más y dijo:
—Es una vergüenza malgastar esas domingas, señorita Next.
Alcé la mano para abofetearle, pero Cordelia Flakk, que había decidido intervenir, me agarró la muñeca.
—¿Otra vez con tus truquitos, Frankie?
Saveloy le sonrió a Cordelia.
—Maldita seas, Dilly... ¡Fastidiándome la diversión!
—Vamos, Thursday, hay un montón de imbéciles todavía mayores con los que malgastar el tiempo.
Flakk se había cambiado el vestido rosa chillón por uno de un tono más serio, pero que todavía era capaz de atravesar cuarenta metros de espesor de niebla. Me llevó de la mano hacia alguna de las obras en exposición.
—Has estado burlándote un poco de mí, Thursday —dijo tensa—. ¡Sólo necesito que pases diez minutos con mis invitados!
—Lo lamento, Dilly. Las cosas se han descontrolado un poco. ¿Dónde está?
—Está representando Ricardo III en el Ritz. Tal y como se comporta se diría que nunca ha estado en Swindon. Por favor, ¿podrías hacerle un hueco mañana?
—Lo intentaré.
—Bien.
Nos acercamos a un grupito en el que uno de los artistas que exponían mostraba sus últimas obras a un público atento compuesto en su mayoría por críticos de arte que llevaban traje negro sin cuello y garabateaban notas en sus catálogos.
—Bien —dijo uno de los críticos, mirando la pieza con sus gafas de media luna—, háblenos de ella, señor Duchamp2924.
—La llamo El id interior —dijo el joven artista con voz tranquila, evitando la mirada de todos y juntando las yemas de los dedos. Iba vestido con una larga túnica negra y llevaba las patillas recortadas tan en punta que si se hubiese girado de pronto le habría sacado un ojo a alguien. Siguió diciendo—: Como la vida, la pieza refleja las múltiples capas que aíslan y restringen la sociedad de hoy. La capa superficial, que refleja pero se contrapone al duro exoesqueleto que todos mostramos, es dura y delgada, pero un poco frágil... Debajo, sin embargo, nos esperan capas más blandas, de la misma forma y casi del mismo tamaño. Y al profundizar, uno encuentra muchas conchas diferentes, cada una más pequeña pero no más blanda que la anterior. El viaje es lloroso, y cuando se llega al centro no se encuentra casi nada, y la similitud con la capa superficial es, en cierto sentido, ilusoria.
—Es una cebolla —dije en voz alta.
Se produjo un silencio conmocionado. Varios de los críticos de arte me miraron, luego miraron a Duchamp2924 y después la cebolla.
Esperaba que los críticos dijesen algo como «gracias por comentarlo, casi nos hace quedar como unos tontos», pero no. Se limitaron a decir:
—¿Es cierto?
A lo que Duchamp2924 respondió que era cierto como hecho, pero falso representacionalmente, y como si quisiese reforzar esa circunstancia extrajo un manojo de ajos chalote de la chaqueta y añadió.
—Aquí tengo otra pieza que me gustaría que viesen. Se llama El id interior II (agrupado), y es una colección de formas tridimensionales concéntricas encajadas alrededor de un núcleo central...
Cordelia me apartó mientras los críticos alargaban el cuello con renovado interés.
—Esta noche te comportas de un modo muy problemático, Thursday —sonrió—. Ven, quiero que conozcas a alguien.
Me presentó a un joven con un traje de buen corte y bien peinado.
—Éste es Harold Flex —anunció Cordelia—. Harry es el agente de Lola Vavoon y un personaje importante en la industria del cine.
Flex me dio la mano con gratitud y me dijo lo fantásticamente humilde que se sentía en mi presencia.
—Es necesario contar su historia, señorita Next —se animó Flex—, y Lola está muy entusiasmada.
—Oh, no —dije apresuradamente, comprendiendo lo que se avecinaba —. No, no. Ni en un millón de años.
—Deberías escuchar lo que Harry tiene que decir, Thursday —me rogó Cordelia—. Es el tipo de agente que de veras podría conseguirte un buen acuerdo financiero, realizar un excelente trabajo de relaciones públicas para OpEspec y asegurarse de que se preste atención a tus deseos y opiniones sobre toda la historia.
—¿Una película? —pregunté incrédula—. ¿Estáis locos? ¿No visteis El programa de Adrian Lush? ¡OpEspec y la Goliath destrozarían la historia!
—La presentaremos como ficción, señorita Next —explicó Flex—. Incluso tenemos título: El caso Jane Eyre. ¿Qué le parece?
—Creo que los dos os habéis vuelto completamente locos. Disculpe.
Dejé a Dilly y al señor Flex maquinando en voz baja su siguiente movimiento y me fui a buscar a Bowden, quien miraba un cubo de basura lleno de vasos de papel.
—¿Cómo pueden presentarlo como arte? —preguntó—. ¡No parece más que un cubo de basura!
—Es un cubo de basura —respondí—. Es por eso que está junto a la mesa de los canapés.
—¡Oh! —dijo, para luego preguntarme qué tal había ido la rueda de prensa.
—Kaine busca pescar votos —me dijo cuando terminé de contársela—. Tiene que ser eso. Cien millones puede que te compren mucho tiempo de antena para poner anuncios, pero haciendo que el Cardenio sea del dominio público te ganas el voto Shakespeare... ése es un grupo de votantes que no se compra.
No lo había pensado.
—¿Algo más?
Bowden desdobló una hoja de papel.
—Sí. Intento decidir el orden para mi actuación cómica de mañana por la noche.
—¿Cuánto tiempo tienes?
—Diez minutos.
—Veamos.
Había estado ensayando la actuación conmigo, aunque yo alegaba que probablemente no era la persona más adecuada. Al propio Bowden ninguno de los chistes le parecía gracioso, aunque comprendía bien el proceso técnico de la situación.
—Yo empezaría con el pingüino sobre un témpano de hielo —propuse, mirando las notas de Bowden—, luego pasaría al ciempiés de compañía. Prueba a continuación con el caballo blanco en el pub y, si funciona bien, pasa a lo de la tortuga a la que roban los caracoles; luego pasa a los perros en la sala de espera del veterinario y termina con lo de la reunión con el gorila.
—¿Qué hay del león y el mandril?
—Es verdad. Usa ése en lugar del del caballo blanco si falla el del ciempiés.
Bowden lo apuntó.
—Ciempiés... si falla. Lo tengo. ¿Qué hay con el del hombre que va a cazar osos? Se lo conté a Victor y de inmediato soltó Earl Grey por la nariz.
—Guárdalo por si tienes que hacer un bis. Dura tres minutos. Pero no te apresures. Que se incremente la tensión... Claro está, si tu público es de mediana edad y algo chapado a la antigua, yo dejaría lo del oso, el mandril y los perros y usaría el del galgo en la pista de carreras o el de los dos Rolls-Royces.
—¿Canapés? —dijo mamá, pasando la bandeja.
—¿Quedan más de ésos de langostinos?
—Iré a ver.
La seguí hasta la sacristía, donde ella y otros miembros de la Federación de Mujeres iban preparando comida.
—Mamá, mamá —dije, siguiéndola hasta donde la sorda como una tapia señora Higgins forraba las bandejas con mantelitos de encaje de papel —. Debo hablar contigo.
—Estoy ocupada, cariño.
—Es muy importante.
Dejó de hacer lo que estaba haciendo, lo dejó todo y me llevó hasta un rincón de la sacristía, justo hasta una efigie gastada de piedra, supuestamente de un seguidor de san Zvlkx.
—¿Qué problema es más importante que los canapés, oh, hija-mi-hija?
—Bien —arranqué, sin estar del todo segura de cómo expresarlo—, ¿recuerdas que decías que querías ser abuela?
—Oh, eso —dijo, riendo—. Hace tiempo que sé que tienes un bollo en el horno... Simplemente me preguntaba cuándo me lo ibas a contar.
—¡Un momento! —dije, sintiéndome de pronto como si me hubiese hecho trampas—. Se supone que debes sorprenderte y llorar.
—Ya lo he hecho, cariño. ¿Puedo tener la indelicadeza de preguntar quién es el padre?
—Mi esposo, espero... y antes de que me lo preguntes, la Crono-Guardia lo erradicó.
Me dio un abrazo.
—Bien, eso lo puedo comprender. ¿Le ves de vez en cuando, tal y como yo veo a tu padre?
—No —respondí entristecida—, sólo vive en mis recuerdos.
—¡Pobre patito! —exclamó mi madre, dándome otro abrazo—. Pero demos gracias al Señor por las pequeñas misericordias... al menos le recuerdas. Muchas de nosotras no lo hacemos... sólo tenemos una vaga sensación de algo que podría haber sido. Debes pasarte por Erradicaciones Anónimas una de estas noches. Créeme, hay más Perdidos de los que imaginas.
En realidad, nunca había hablado con mi madre de la erradicación de mi padre. Todos sus amigos habían asumido que las indiscreciones de juventud habían sido los padres de mis hermanos y yo. Para una mujer de principios como mi madre, esa situación había sido casi tan dolorosa como la erradicación de papá. No soy de las que valen para una organización en cuyo nombre aparece la palabra «anónimas», así que decidí desviarme un poco.
—¿Cómo supiste que estaba embarazada? —le pregunté cuando me cogió la mano y sonrió con dulzura.
—Se veía desde un kilómetro de distancia. Comías como un caballo y mirabas mucho a los bebés. Cuando el sobrinito Henry de la señora Pilchard se pasó la semana pasada, apenas podías dejarle escapar.
—¿No soy así habitualmente?
—Ni de lejos. También se te está ensanchando la cintura. Ese vestido nunca te ha sentado tan bien. ¿Para cuándo? ¿Julio?
Hice una pausa cuando el abatimiento me anegó, trayéndome la completa inevitabilidad de la maternidad. Cuando me había enterado de la noticia, Landen estaba conmigo y todo parecía mucho más fácil.
—Mamá, ¿y si no se me da bien? No sé absolutamente nada sobre bebés. He pasado mi vida laboral persiguiendo a malvados. Puedo desmontar un M16 con los ojos vendados, reemplazar el motor de un vehículo blindado de transporte y acertar una moneda de dos peniques a treinta metros ocho de cada diez veces. No estoy segura de que un moisés junto al fuego sea para mí.
—Tampoco lo era para mí —me confió mi madre, sonriendo con dulzura—. No es ningún accidente que sea una cocinera horrible. Antes de conocer a tu padre y teneros a ti y a tus hermanos trabajaba para OE-3. Todavía lo hago en ocasiones.
—Entonces, ¿no le conociste en un viaje de un día a Portsmouth? —pregunté muy despacio, sin estar segura de querer oír lo que estaba oyendo.
—En absoluto. Fue en otro sitio completamente diferente.
—¿OE-3?
—Nunca me creerías si te lo contase, por lo que no lo voy a hacer. Pero lo que intento decirte es lo siguiente: estuve encantada de tener hijos cuando llegó el momento. A pesar de vuestras interminables discusiones cuando erais niños y el mal humor de la adolescencia, ha sido una aventura maravillosa. Perder a Anton fue una nube tormentosa durante un tiempo, pero en general ha estado bien... siempre mejor que OpEspec. —Una pausa—. Yo estaba igual que tú, preocupada de no estar preparada, de ser mala madre. ¿Qué tal lo hice? —Me miró y sonrió con dulzura.
—Lo hiciste muy bien, mamá.
La abracé con fuerza.
—Haré lo que pueda por ayudar, cariñito, pero nada de pañales y potitos los martes y jueves por la noche.
—¿OE-3?
—No —respondió—, bridge y bolos. —Me pasó un pañuelo y me sequé los ojos—. Estarás bien, cariño.
Le di las gracias y salió corriendo, murmurando algo sobre tener que alimentar un millón de bocas. La vi irse, sonriendo para mí. Creía conocer a mi madre, pero no era así. Los hijos rara vez comprenden a sus padres.
—¡Thursday! —dijo Joffy cuando salí de la sacristía—. ¿De qué me sirves si no te paseas? ¿Llevarías a ese millonario Flex a conocer a Zorf, el artista neandertal? Te estaría tan agradecido. ¡Oh, Dios del cielo! —murmuró clavando la vista en la puerta de la iglesia—. ¡Es Aubrey Jambe!
Y así era. El señor Jambe, el capitán del equipo de criquet de Swindon, a pesar de su reciente indiscreción con el chimpancé, seguía asistiendo a los actos como si nada hubiese pasado.
—Me pregunto si se ha traído al chimpancé —dije, pero Joffy me lanzó una mirada furibunda y corrió a conocerlo en persona.
Me encontré a Cordelia y al señor Flex discutiendo acerca de los méritos de una pintura minimalista del artista galés Tegwyn Wedimedr, tan minimalista que ni siquiera estaba. Miraban una pared vacía con una alcayata donde se podría haber colgado el cuadro.
—¿A ti qué te dice, Harry?
—No me dice nada, Cords... pero lo hace de forma muy diferente. ¿Cuánto cuesta?
Cordelia se inclinó para mirar el precio. —Se llama Más allá de la sátira y vale mil doscientas libras; una buena cantidad. ¡Hola, Thursday! ¿Has cambiado de idea sobre la película?
—No. ¿Conoces a Zorf, el artista neandertal?
Los llevé hasta donde exponía Zorf. Lo acompañaban algunos de sus amigos, uno de los cuales reconocí.
—¡Señorita Next! —dijo Stiggins—. Nos gustaría presentarle a nuestro amigo Zorf. —Un neandertal un poco más joven me dio la mano mientras yo explicaba quiénes eran Harry y Cordelia.
—Es un cuadro muy interesante, señor Zorf —dijo Harry, mirando una masa de pintura verde, amarilla y naranja en un enorme lienzo de medio metro cuadrado—. ¿Qué representa?
—¿No es evidente? —respondió el neandertal.
—¡Claro que sí! —respondió Harry, cabeceando—. Son narcisos, ¿no?
—No.
—¿Una puesta de sol?
—No.
—¿Un cebadal?
—No.
—Me rindo.
—Eso está más cerca, señor Flex. Si tiene que preguntar, entonces jamás comprenderá. Para los neandertales, la puesta de sol es sólo el final del día. Centeno verde de Van Gogh no es más que una representación muy mala de un campo. Los únicos pintores sapiens a los que realmente comprendemos son Pollock y Kandinsky; hablan nuestro idioma. Nuestros cuadros no son para ustedes.
Miré al grupito de neandertales que miraban las pinturas abstractas de Zorf con emotivo asombro y lágrimas en los ojos. Pero Harry, un farolero hasta el final, no se había rendido.
—¿Puedo probar otra vez? —le preguntó a Zorf, quien asintió.
Miró fijamente el lienzo y entrecerró los ojos.
—Es...
—Esperanza —dijo una voz cercana—. Es esperanza. Esperanza por el futuro de los neandertales. Es el deseo ferviente... de tener hijos.
Zorf y los demás neandertales se volvieron para mirar a la persona que había hablado. Era Yaya Next.
—Justo lo que iba a decir —dijo Flex, sin engañar a nadie excepto a sí mismo.
—La estimada dama manifiesta una capacidad de comprensión que trasciende su especie —dijo Zorf con un breve gruñido que tomé por risa—. ¿A la dama sapiens le gustaría añadir algo a nuestro cuadro?
Era, efectivamente, todo un honor. Yaya Next avanzó, tomó el pincel que Zorf le ofrecía, mezcló un turquesa pálido y dio unas cuantas pinceladas a la izquierda del centro. Los neandertales jadearon y las mujeres del grupo se colocaron rápidamente el velo sobre la cara mientras los hombres, incluido Zorf, alzaban la cabeza y miraban al techo canturreando en voz baja. Yaya hizo lo mismo. Flex, Cordelia y yo nos miramos, confundidos e ignorantes de las costumbres neandertales. Después de un rato dejaron de mirar y canturrear, las mujeres se apartaron el velo y todos se acercaron lentamente a Yaya, para olerle la ropa y tocarle la cara con manos grandes pero delicadas. Todo acabó en unos minutos; los neandertales regresaron a sus lugares y volvieron a admirar la pintura de Zorf.
—¡Hola, joven Thursday! —dijo Yaya, volviéndose hacia mí—. ¡Vamos a buscar un sitio tranquilo para charlar!
Fuimos hasta el órgano de la iglesia y nos sentamos en un par de sillas duras de plástico.
—¿Qué has pintado en el cuadro? —le pregunté y Yaya me dedicó su sonrisa más dulce.
—Algo un poco controvertido —me confió— pero que ofrecía apoyo. He trabajado con neandertales y conozco muchos de sus hábitos y costumbres. ¿Cómo va el maridito?
—Todavía erradicado —dije abatida.
—No importa —dijo Yaya con seriedad, tocándome la barbilla para hacer que la mirase—. Siempre hay esperanza... Descubrirás, como lo descubrí yo, que es realmente curioso cómo acaban pasando las cosas.
—Lo sé. Gracias, Yaya.
—Tu madre será una torre fuerte. Nunca lo pongas en duda.
—Está aquí, por si quieres verla.
—No, no —dijo Yaya, apresuradamente—. Supongo que estará ocupada. Ya que estamos —siguió diciendo, cambiando de tema sin ni siquiera tomar aliento—, ¿se te ocurre algún libro más que pueda incluir en mis «diez clásicos más aburridos»? Estoy preparada para irme.
—¡Yaya!
—¡Consiéntemelo, Thursday!
Suspiré.
—¿Qué tal Paraíso perdido?
Yaya dejó escapar un quejido intenso.
—¡Horrible! Apenas pude caminar durante una semana después de leerlo. ¡Es suficiente para hacer que quieras olvidarte de la religión para siempre!
—¿Ivanhoe?
—Bastante pesado pero con algunas partes que estaban bien... no creo que esté entre los diez primeros.
—¿Moby Dick?
—Emoción y acción separadas por un aburrimiento devastador. Lo leí dos veces.
—¿À la recherche du temps perdu?
—Ya sea en inglés o en francés, su tedio no se reduce ni un ápice.
—¿Pamela?
—¡Ah! Ahora sí que hablamos en serio. Lo recorrí con esfuerzo cuando era adolescente. Puede que fuese vibrante en 1741, pero hoy la única vibración que produce son los ronquidos que surgen de los que están tan confundidos como para intentar leerlo.
—¿Qué tal El progreso del peregrino?
Pero Yaya se había centrado en otra cosa.
—Tienes visita, querida. Mira más allá de los calamares rellenos que hay dentro del piano y justo al lado del Fiat 500 tallado en pasta de dientes congelada.
Había dos agentes de OpEspec vestidos con trajes oscuros, pero no eran Dedmen y Walken sino un hombre y una mujer. Parecía que OE-5 había sufrido otro contratiempo. Le pregunté a Yaya si estaría bien sola y fui a recibirlos. Los encontré mirando dubitativamente una tuba aplastada en el suelo que se titulaba La indivisible trinidad de la muerte.
—¿Qué opinan? —pregunté.
—No lo sé —dijo nerviosamente el agente—. Yo... yo... realmente no sigo el arte.
—Incluso si lo hiciese, aquí no le serviría de nada —respondí irónicamente—. ¿OpEspec 5?
—Sí, ¿cómo...? —Se controló de inmediato y buscó un par de gafas oscuras—. Es decir, no. Nunca he oído hablar de OpEspec y menos aún de OpEspec 5. No existe. ¡Oh, maldita sea! Esto se me da fatal.
—Buscamos a una tal Thursday Next —dijo su compañera susurrando muy llamativamente por una comisura de la boca. Añadió, por si yo no recibía el mensaje—: Se trata de un asunto oficial.
Suspiré. Era evidente que en OE-5 empezaban a escasear los voluntarios. No me sorprendía.
—¿Qué ha sido de Dedmen y Walken? —les pregunté.
—Ellos... —empezó a decir el agente, pero la mujer le dio un golpe en las costillas y anunció:
—Nunca hemos oído esos nombres.
—Yo soy Thursday Next —les dije—, y me parece que corren más peligro del que creen. ¿De dónde los han sacado? ¿De OE-14?
—Yo soy de OE-22 —dijo el agente—. Me llamo Lamb. Ésta es Slaughter; es de...
—OE-28 —dijo la mujer—. Gracias, Blake, sé hablar, por si no lo sabías... y deja que me ocupe yo. No sabes abrir la boca sin meter la pata.
Lamb se hundió en un silencio hosco.
—¿OE-28? ¿Asesora de impuestos?
—¿Y qué si lo soy? —respondió Slaughter desafiante—. Hay que arriesgar para ascender.
—Lo sé muy bien —respondí, dirigiéndolos a un lugar tranquilo junto a la maqueta de una cerilla fabricada enteramente con trozos del Parlamento—. Siempre que sepas en lo que te metes. ¿Qué ha sido de Walken y Dedmen?
—Han sido reasignados —explicó Lamb.
—¿Quiere decir que están muertos?
—¡No! —exclamó Lamb sorprendido—. Quiero decir rea... ¡Oh, Dios mío! ¿Eso es lo que quiere decir?
Suspiré. No iban a durar ni un día.
—Vuestros predecesores están muertos, chicos... y también los anteriores. Cuatro agentes perdidos en menos de una semana. ¿Qué pasó con las notas de Walken? ¿Destruidas accidentalmente?
—¡Qué ridiculez! —rió Lamb—. Las recuperamos intactas. Un nuevo miembro del personal las pasó por el destructor de documentos creyendo que era una fotocopiadora.
—¿Tenéis algo, lo que sea, con lo que trabajar? —Tan pronto como se dio cuenta de que era un destructor de documentos, yo... lo siento, él paró la máquina y nos quedamos con esto.
Me pasó dos medios documentos. Uno era la fotografía de una joven saliendo de una tienda cargada de bolsas y paquetes. Su rostro, recatadamente, había sido destruido por el destructor de documentos. Le di la vuelta a la fotografía. En la parte posterior había una nota escrita a lápiz: «A. H. sale de Camp Hopson tras comprar con una tarjeta de crédito robada.»
—A. H. significa Acheron Hades —me explicó Lamb con mucha seguridad—. Se nos permitió leer parte de su expediente. Puede mentir de pensamiento, obra y acción.
—Lo sé. Lo escribí yo. Pero no es Hades. Acheron no aparece en la película fotográfica.
—Entonces, ¿a quién perseguimos? —preguntó Slaughter.
—No tengo ni idea.
El otro documento no era más que una página de notas escritas a mano, compiladas por Walken sobre quien fuese que estaban siguiendo. Leí:
—«9.34: Contacto con la sospechosa en las rebajas de Camp Hopson. 11.03: Tentempié de zumo de zanahoria y galleta de avena... se va sin pagar. 11.48: Dorothy Perkins. 12.57: Almuerzo. 14.45: Sigue de compras. 17.20: Discute con el encargado de Tammy Girl por la devolución de unos calientapiernas. 17.45: Contacto perdido. 21.03: Reestablecido contacto en el club nocturno HotBox. 23.02: A. H. abandona HotBox con un hombre. 23.16: Contacto perdido...»
Dejé la hoja.
—No es exactamente lo que describiría como los pasos de un maestro de criminales, ¿verdad?
—No —respondió Slaughter con desánimo.
—¿Qué órdenes os dieron?
—Clasificadas —anunció Lamb, que ya empezaba a comprender cómo se hacía el trabajo de OpEspec 5, justo en el momento en que menos falta hacía.
—Pegarnos a ti como lapas —dijo Slaughter, que comprendía la situación mucho mejor—, y enviar cada media hora un informe a OE-5 empleando tres métodos diferentes.
—Os están usando como cebo vivo —les dije—. Si yo fuese vosotros, volvería a OE-22 y 28 todo lo rápido que me llevasen las piernas.
—¿Y perdernos todo esto? —preguntó Slaughter, volviéndose a colocar las gafas oscuras y encajando perfectamente en su papel.
El de OE-5 sería el puesto más alto que llegarían a ocupar. Esperaba que viviesen lo suficiente para disfrutarlo.
A las 10.30 la exposición básicamente había terminado. Envié a Yaya a su hogar, metiéndola en un taxi casi completamente dormida y un poco piripi. Saveloy intentó darme un beso de buenas noches pero fui demasiado rápida para él. Duchamp2924 había logrado vender una instalación titulada El id interior VII: en un bote, avinagrada. Zorf se negó a vender cuadros a nadie que no supiese entender qué representaban pero, a los neandertales que entendían de qué iban, se los regaló, argumentando que el lazo entre pintura y propietario no debía mancharse con algo tan obscenamente sapiens como el dinero. También se vendió la tuba aplastada; el comprador le dijo a Joffy que se la entregase a domicilio y que, si él no estaba, que la pasase por debajo de la puerta. Fui a casa pasando primero por la de mamá a recoger a Pickwick, que no había salido del armario de la caldera durante todo mi viaje a Osaka.
—Insistió en que le diese de comer allí —explicó mi madre—, ¡y los problemas con los otros dodos! ¡Dejas entrar a uno y todos los demás quieren ir detrás!
Me entregó el huevo de Pickwick envuelto en una toalla. Pickwick saltó muy agraviada y tuve que enseñarle el huevo para que se quedase contenta. Luego las dos regresamos al apartamento al soporífero ritmo de 30 kilómetros por hora y coloqué delicadamente el huevo en el armario de la ropa de cama. Pickwick se sentó encima de un humor de perros, más que harta de tener que moverse.
22
Viajes con mi padre
La primera vez que fui de viaje con mi padre yo era mucho más joven. Asistimos al estreno de El rey Lear en el Globo, en 1602. Era un lugar sucio, olía mal y el ambiente estaba ligeramente alborotado, pero la verdad es que aquel estreno no se diferenciaba demasiado de otros muchos a los que he asistido. Nos encontramos con alguien llamado Bendix Scintilla, que al igual que mi padre era un viajero del tiempo solitario. Nos dijo que andaba por la Inglaterra isabelina para evitar las patrullas de la CronoGuardia. Papá me contó más tarde que Scintilla había sido un gran luchador por la causa que había perdido las ganas cuando erradicaron a su mejor amigo y compañero. Yo sabía cómo se sentía, pero no hice lo que hizo él.
THURSDAY NEXT
Diarios privados
Papá se presentó a desayunar, lo que era raro en él. Cuando llegó yo estaba pasando las páginas de la edición matutina de The Toad. La gran noticia del día era el giro de ciento ochenta grados de la suerte de Yorrick Kaine. De ser un político lamentable y sin la más mínima posibilidad había pasado según las encuestas a estar por delante del partido Teafurst gobernante. El poder de Shakespeare. El mundo se detuvo de pronto, la imagen de la televisión se congeló y el aparato emitió un zumbido continuo en el mismo momento en que llegó papá. Poseía el poder de parar el reloj de inmediato; el tiempo se detenía por completo cuando me visitaba. Era una habilidad que había aprendido con mucho esfuerzo. Para él no había camino de regreso a la normalidad.
—Hola, papá —dije triste—. ¿Sabes lo de la erradicación de Landen?
—No, no lo sabía. Lamento oírlo, garbancito. ¿Por alguna razón en concreto?
—La Goliath quiere que saque a Jack Schitt de «El cuervo».
—¡Ah! —exclamó—. La vieja extorsión de siempre. ¿Cómo está tu madre?
—Está bien. ¿El mundo sigue acabándose la semana que viene?
—Eso parece. ¿Habla de mí alguna vez?
—Continuamente. Recibí este informe del laboratorio de OpEspec.
—Veamos —dijo mi padre, poniéndose las gafas y mirando el papel—. Carboxymetilcelulosa, fenilalanina, hidrocarburos. ¿Grasas animales? ¡No tiene ningún sentido!
Me lo devolvió.
—No lo comprendo —dijo en voz baja, chupando la patilla de las gafas —. El ciclista sobrevivió y el mundo sigue acabándose. Quizá no sea él el desencadenante. Pero no sucedió nada más en ese momento y lugar precisos. Quizá se trate de algo relacionado... —Frunció el ceño y me miró de una forma curiosa—. Quizá sea algo relacionado contigo.
—¿Conmigo? Eh, yo no hice nada.
—Estabas allí. Quizás el hecho de que yo te entregase la bolsa de cieno fuese el suceso clave y no la muerte del ciclista... ¿Le contaste a alguien de dónde provenía la sustancia rosa?
—A nadie.
Pensó un ratito.
—Bien —dijo al fin—, mira a ver qué más puedes descubrir. ¡Estoy seguro de que la respuesta nos está mirando directamente a la cara!
Abrió el periódico y leyó:
—«El chimpancé no es más que un animal de compañía, afirma la estrella del criquet...» —Lo dejó y me miró con chispitas en los ojos—. Ese marido tuyo...
—Landen.
—Vale. ¿Intentamos recuperarle?
—Schitt-Hawse me dijo que tienen tan protegido el verano de 1947 que ni siquiera un mosquito transtemporal podría entrar sin ser visto.
Mi padre sonrió.
—¡En ese caso tendremos que ser más listos! Esperarán que lleguemos en el momento justo y en el lugar adecuado... pero no lo haremos. Llegaremos al lugar adecuado pero en el momento equivocado, y luego, simplemente, esperaremos. Vale la pena intentarlo, ¿no crees?
Sonreí.
—¡Eso seguro!
Papá se tomó un sorbo de mi café y se inclinó para agarrarme el brazo. Fui consciente de una serie de destellos rápidos y de repente estábamos en un Humber Snipe con las luces apagadas, moviéndonos junto a una franja oscura de agua en una noche de luna llena. En la distancia podía ver los cañones de luz cruzándose en el cielo y oía el retumbar distante de un bombardeo.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Acercándonos a Henley-on-Thames en la Inglaterra ocupada, noviembre de 1946.
—¿Aquí es donde Landen se ahogó en el accidente de coche?
—Aquí es donde pasó, pero no cuando pasó. Si saltásemos directamente, Lavoisier caería sobre nosotros de inmediato. ¿Alguna vez has jugado al escondite?
—Claro.
—Esto se parece un poco. Astucia, sigilo, paciencia... y unas cuantas trampas. Vale, ya estamos.
Habíamos llegado a un tramo de la carretera con una curva cerrada. Se veía que un conductor que no estuviese prestando atención podía confundirse con facilidad y acabar en el río. Me estremecí involuntariamente.
Nos apeamos y papá cruzó la carretera hasta un grupo de abedules en medio de una maraña de zarzas y helechos muertos. Era un buen lugar para vigilar la curva; estábamos a apenas diez metros. Papá puso en el suelo una bolsa de plástico que se había traído y nos sentamos sobre la hierba, apoyados en el tronco liso de los abedules.
—¿Ahora qué?
—Ahora esperamos seis meses.
—¿Seis meses? Papá, ¿estás loco? ¡No podemos quedarnos aquí sentados durante seis meses!
—Tan poco tiempo, tanto que aprender —comentó mi padre—. ¿Quieres un sándwich? Tu madre me los prepara todas las mañanas. No es que me vuelva loco la carne enlatada con nata, pero tiene cierto encanto excéntrico... y llena la tripa.
—¿Seis meses? —repetí.
Le dio un mordisco al sándwich.
—Lección primera sobre el viaje en el tiempo, Thursday. En primer lugar, todos somos viajeros en el tiempo. La inmensa mayoría sólo logra recorrer un día por día. Ahora bien, si aceleramos así...
Las nubes sobre nuestras cabezas se aceleraron y los árboles se agitaron más deprisa con la ligera brisa; a la luz de la luna pude ver que el río había aumentado dramáticamente su velocidad; un convoy de grandes camiones pasó rápidamente a nuestro lado a cámara rápida.
—Vamos a unos veinte días por semana. Cada minuto se comprime. Si fuésemos más despacio, seríamos visibles. Ahora mismo, un observador podría creer haber visto a una mujer y a un hombre sentados bajo estos árboles, pero si volviese a mirar ya no estaríamos. ¿Alguna vez has tenido la impresión de ver a alguien, pero al mirar de nuevo ya no estaba?
—Claro.
—Tráfico de la CronoGuardia trasladándose.
Ya amanecía y una patrulla de la Wehrmacht alemana encontró nuestro coche abandonado y se movió aceleradamente buscándonos antes de que apareciese una grúa y se llevase el Humber. Más coches pasaron a toda velocidad por la carretera y las nubes se movían a toda prisa por el cielo.
—Bonito, ¿no? —dijo mi padre—. Echo de menos todo esto, pero hoy en día tengo muy poco tiempo. A cincuenta diaspers todavía tendríamos que esperar unos buenos tres o cuatro días el accidente de Landen; tengo cita con el dentista, así que vamos a tener que acelerar un pelín.
Las nubes fueron todavía más deprisa; coches y peatones no eran más que borrones. Las sombras de los árboles efectuaron su recorrido con rapidez y se alargaron en el sol de la tarde; pronto empezó a hacerse de noche y las nubes se tiñeron de rosa antes de que la veloz oscuridad se tragase el día y apareciesen las estrellas, seguidas de la luna, que cruzó veloz el cielo. Las estrellas giraron alrededor de la estrella Polar mientras el cielo se iba poniendo azul por la súbita llegada del alba y luego el sol inició su rápido ascenso por el este.
—Ocho mil quinientos diaspers —explicó mi padre—. Ésta es mi parte preferida. ¡Mira las hojas!
El sol salía y se ponía en menos de diez segundos. Los peatones nos resultaban tan invisibles como nosotros lo éramos para ellos y un coche tenía que pasarse aparcando al menos dos horas para que pudiésemos verlo. ¡Pero las hojas! Pasaban de verde a marrón mientras observábamos, las ramas exteriores, un borrón de movimiento, el río, un liso espejo ondulado sin una sola mácula. Las plantas morían mientras observábamos, el cielo se cubría más y la noche duraba más que el día. Chispas de luz seguían la carretera allí donde el tráfico se movía y, frente a nosotros, un Kübelwagen abandonado perdía piezas rápidamente y luego lo arrojaban al río.
—¿Qué te parece, garbancito?
—Nunca me aburriría de este espectáculo, papá. ¿Siempre viajas así?
—Nunca tan despacio. Esto es sólo para los turistas. Normalmente llegamos a velocidades de diez mil millones de diaspers; ¡si quieres retroceder tienes que ir todavía más rápido!
—¿Retroceder avanzando más rápido?
—Ya es suficiente explicación por ahora, garbancito. Disfruta y mira.
Me acerqué a él mientras el aire se enfriaba y un pesado manto de nieve cubría la carretera y el bosque que nos rodeaba.
—Feliz año nuevo —dijo mi padre.
—¡Campanillas de invierno! —grité encantada cuando los brotes verdes atravesaron la nieve y florecieron, orientándose hacia el sol bajo. Luego la nieve desapareció, el río volvió a crecer y una pequeña cantidad de restos se acumuló alrededor del Kübelwagen volcado, que se oxidó mientras mirábamos. El sol centelleaba cada vez más alto en el cielo y de pronto había narcisos y azafranes.
—¡Ah! —dije sorprendida cuando un brote de un arbusto pequeño empezó a crecer dentro de la pernera de mi pantalón:
—Apártalos de tu cuerpo —explicó mi padre, desviando el rumbo de un zarcillo que intentaba enredarse a él. Noté el roce del brote en la mano, como un pequeño gusano verde, y se apartó. Hice lo mismo con los otros que me amenazaban pero papá fue un poco más allá y, con destreza, tejió la zarza formando un bonito lazo.
—He conocido estudiantes que literalmente han echado raíces —me explicó mi padre—. De ahí viene la expresión. Pero también es divertido a veces. Tuvimos a una agente llamada Jekyll que en una ocasión hizo que un roble de cuatrocientos años adoptase la forma de un corazón como regalo para su novio.
El aire era más cálido y empezamos a desacelerar cuando mi padre comprobó el cronógrafo. Los seis meses que habíamos estado allí habían pasado en apenas treinta minutos. Cuando regresamos a un día por día, ya era de noche otra vez.
—No veo a nadie, ¿y tú? —susurró él.
Miré a mi alrededor; la carretera estaba desierta. Abrí la boca para hablar pero mi padre me puso un dedo en los labios. En ese momento apareció un coche veloz por la carretera. Se desvió para esquivar un zorro, derrapó, se salió de la carretera y acabó volcado en el río. Yo quise ponerme en pie, pero mi padre me agarró con fuerza. El conductor del coche (Billden, supuse) apareció en la superficie del río, luego rápidamente volvió a sumergirse y salió de nuevo con una mujer. La llevó a la orilla y estaba a punto de regresar al vehículo sumergido cuando un hombre alto con gabán apareció de la nada y colocó su mano en el brazo de Billden.
—¡Ahora! —dijo mi padre, y salió de la seguridad del bosquecillo.
—¡Suéltale! —gritó mi padre—. ¡Suéltale para que haga lo que tiene que hacer!
Mi padre agarró al intruso y, con un chillido, el hombre desapareció. Billden parecía confundido e intentó correr hacia el río, pero casi de inmediato media docena de agentes de la CronoGuardia, Lavoisier incluido, se presentaron. Uno derribó al padre de Landen antes de que pudiese rescatar a su hijo. Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden. Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Grité:
—¡No! —saqué el arma y apunté al hombre que retenía a Billden.
Lo siguiente que supe fue que estaba desarmada, sentada en el suelo y conmocionada y desorientada tras mi breve bucle. Así es como imagino que debe de sentirse un disco rayado. Dos agentes de OE-12 me miraban mientras mi padre y Lavoisier hablaban. Billden respiraba con fuerza y gimoteaba sobre la tierra húmeda.
—¡Cabrones! —escupí—. ¡Mi marido está ahí!
—Tienes tanto que aprender —murmuró Lavoisier—. El bebé Parke-Laine no es tu marido, es una estadística de accidente... o no. Eso depende de tu padre.
—¿Eres un lacayo de la Corporación Goliath, Lavoisier? —dijo mi padre—. Me decepcionas.
—Prevalece el bien mayor, coronel. De haberte entregado, no hubiese tenido que tomar medidas tan extremas; además, la CronoGuardia no puede funcionar sin patrocinio corporativo.
—¿Y a cambio haces algunos favores?
—Como he dicho, prevalece el bien mayor. Y antes de que empieces a acusarme de corrupción, la Cámara ha sancionado totalmente esta operación combinada de la Goliath y la CronoGuardia. Bien, es tan simple que incluso tú podrás entenderlo. Entrégate y tu hija podrá recuperar a su marido... decida o no ayudar a la Goliath. Como puedes ver, me siento muy generoso.
Miré a papá y le vi morderse el labio. Se frotó las sienes y suspiró.
—No.
—¿Qué? —dijo Lavoisier.
—No —repetí—. Papá, no lo hagas. Yo sacaré a Jack Schitt o viviré sola... ¡o algo!
Sonrió y me puso la mano en el hombro.
—¡Bah! —dijo Lavoisier—. ¡Tan petulante la una como el otro!
Hizo un gesto a sus hombres, que alzaron las armas. Pero papá era rápido. Sentí que me agarraba con fuerza por el hombro y partimos. El sol salió con rapidez mientras nosotros avanzábamos, dejando a Lavoisier y a los otros a varias horas en el pasado antes de que comprendiesen lo que había pasado.
—¡Veamos si puedo despistarlos! —murmuró mi padre—. Y en cuanto a lo de la Cámara... gilipolleces. La erradicación de Landen fue un asesinato, puro y simple. Es más, ¡ésa es justo la información que necesito para defenestrar a Lavoisier!
Los días no eran más que breves destellos de oscuridad y luz alternándose mientras saltábamos al futuro.
—No vamos a la máxima velocidad —me explicó papá—. Puede que Lavoisier me adelante sin darse cuenta. Vigila que...
Lavoisier y los suyos aparecieron como visiones muy fugaces cuando nos adelantaron al futuro. Papá se detuvo de pronto y yo me tambaleé ligeramente cuando regresamos al tiempo real. Nos apartamos de la carretera cuando un camión de los años cincuenta pasó a nuestro lado haciendo sonar la bocina.
—¿Ahora qué?
—Creo que le hemos despistado. ¡Maldición!
Volvimos a partir... Lavoisier había reaparecido. Le perdimos de vista un momento pero enseguida reapareció y se mantuvo a nuestra altura.
—¡Soy demasiado viejo para picar con ese truco! —dijo sonriendo.
Poco después de que reapareciese, dos de los suyos sincronizaron la velocidad a la que nos movíamos por la historia.
—Sabía que vendrías —dijo Lavoisier triunfal, acercándosenos lentamente mientras el tiempo volaba a nuestro alrededor, cada vez más rápido. Se construía una carretera donde estábamos, luego un puente, casas, tiendas—. Entrégate. ¿Qué esperas ganar con todo esto? Tendrás un juicio justo, créeme.
Los otros dos agentes de la CronoGuardia agarraron a mi padre y le retuvieron con fuerza.
—¡Te veré colgar por esto, Lavoisier! ¡La Cámara jamás autorizaría semejante acción! Devuelve su vida a Landen y te prometo que no diré nada.
—Bien, de eso se trata, ¿no? —respondió Lavoisier desdeñoso—. ¿A quién iban a creer? ¿A ti con tu historial o a mí, tercero al mando de la CronoGuardia? Además, ¡tu torpe intento de recuperar a Landen ha borrado cualquier rastro que yo hubiese podido dejar al erradicarle!
Lavoisier apuntó con la pistola a mi padre. Los dos agentes le retuvieron para evitar que escapase acelerando, y nos zarandeamos un poco cuando lo intentó. De pronto se me ocurrió una idea.
—Chicos, ¿sois esquiroles?
Los agentes de la CronoGuardia se miraron. Luego consultaron los cronógrafos de muñeca y por último miraron a Lavoisier. El más alto de los dos fue el primero en hablar.
—Tiene razón, señor Lavoisier, señor. No me importa amedrentar y asesinar inocentes, y a usted le seguiría hasta más allá de la contracción final del universo... normalmente, pero...
—Pero ¿qué? —preguntó Lavoisier furibundo.
—... pero soy un miembro leal del gremio del tiempo. No soy un esquirol.
—Yo tampoco lo soy —dijo el otro agente, asintiendo en dirección a su amigo—. Igual y fielmente.
Lavoisier sonrió con simpatía.
—Escuchad, chicos, yo personalmente pagaré...
—Lo siento, señor Lavoisier —respondió el agente, un poco indignado—, pero nos han dado instrucciones de no aceptar contratos por cuenta propia.
Y en ese instante desaparecieron mientras llegaba diciembre y el mundo se volvía rosa. Lo que antes había sido una carretera no era más que unos centímetros del mismo material rosado que papá me había entregado. Estábamos más allá del 12 de diciembre de 1985 y, donde antes había habido crecimiento, cambio, estaciones y nubes, ya no había nada sino una interminable extensión de crema reluciente y opaca.
—¡Salvado por la acción sindical! —dijo papá, riendo—. ¡Cuéntales eso a tus amigos de la Cámara!
—Bravo —respondió Lavoisier sardónico—, bravo. Creo que deberíamos decir au revoir, amigos... hasta que volvamos a encontrarnos.
—¿Tiene que ser au revoir? —pregunté—. ¿Qué tiene de malo adiós?
No tuvo tiempo de responderme. Sentí que papá se envaraba y aceleramos rápidamente por el cronoflujo. La sustancia rosa desapareció, dejando sólo tierra y rocas. Vi que el río se apartaba de nosotros serperneando hacia un valle y luego regresaba, pasaba bajo nuestros pies y serpenteaba antes de ser reemplazado por un lago. Nos movimos más deprisa. No tardé en ver que la tierra cedía y, a medida que la corteza se inclinaba y se combaba sometida a la fuerza de la tectónica de placas, los valles descendieron para crear mares y las montañas se alzaron. Apareció vegetación nueva mientras en segundos pasaba un millón de años. En un segundo se alzaban y se perdían vastos bosques. Nos quedamos cubiertos, luego descubiertos, luego cubiertos de nuevo, ahora por un mar, ahora por rocas, ahora rodeados de capas de hielo, ahora a treinta metros en el aire. Más bosques, luego desierto, luego montañas alzándose rápidamente para quedar aplanadas momentos después.
—Bien —dijo mi padre—. Lavoisier trabaja para la Goliath. ¡Quién lo hubiese dicho!
—Papá —pregunté mientras el sol se volvía visiblemente más rojo—, ¿cómo regresaremos?
—No regresaremos —respondió—. No podemos regresar. Una vez que el presente se ha producido, ya está. Seguimos avanzando hasta regresar al punto de partida. Es una especie de rotonda. Si no pillas la salida, tienes que dar de nuevo toda la vuelta. Simplemente hay muchas más salidas y la rotonda es mucho, mucho más grande.
—¿Cómo de grande?
—Un montón. Silencio, ahora... ¡ya casi estamos!
Y de pronto no estábamos casi allí, estábamos allí, desayunando en mi apartamento, papá pasando las páginas del periódico.
—Bien, lo hemos intentado, ¿no? —dijo mi padre.
—Sí, papá, lo hemos hecho. Gracias.
—No te preocupes —dijo con cariño—, incluso la mejor erradicación deja algo detrás con lo que reactualizar. Siempre hay una forma. No tenemos más que encontrarla; garbancito, le traeremos de vuelta. No voy a dejar que mi nieto crezca sin padre.
Me dio confianza y le di las gracias.
—¡Bien! —dijo, cerrando el periódico—. Por cierto, ¿conseguiste entradas para el concierto de las hermanas Nolan?
—En eso estoy.
—Buen espectáculo. Bien, el tiempo no espera por nadie, como decimos...
Me apretó la mano y se fue. El mundo arrancó de nuevo, la televisión volvió a emitir y Pickwick emitió plocs apagados porque había logrado quedarse encerrada en el armario de la caldera. La dejé salir y ahuecó las plumas avergonzada antes de ir a buscar su cuenco de agua.
Fui a trabajar pero había muy poco que hacer. Bowden pasó la mañana ensayando su actuación, y al mediodía ya se habían producido dos intentos de robar el Cardenio en Vole Towers. Nada importante; OE-14 había doblado las medidas de seguridad. Aquello no era en absoluto asunto de OpEspec 27, así que me pasé la tarde leyendo a escondidas el manual de instrucciones de Jurisficción, lo que me resultaba similar a leer el tebeo en clase. Sentí la tentación de entrar en una obra de ficción para probar alguno de sus «consejos útiles para saltar a los libros» (página 28), pero Havisham me había prohibido terminantemente hacerlo hasta que «no tuviese más experiencia». Para cuando llegó la hora de volver a casa había aprendido algunos trucos referentes a los procedimientos de evacuación de emergencia de libros (página 34) y leído sobre el propósito de los Bowdlerizadores (página 62), que eran un grupo de individuos bienintencionados pero decididos a eliminar cualquier obscenidad de la ficción por medio de la censura. También leí acerca de la inesperada carrera de tres años de Heathcliff en Hollywood bajo el seudónimo de Buck Stallion y su previsible regreso a las páginas de Cumbres borrascosas (página 71), acerca de los cuarenta y seis intentos ilegales y abortados de evitar que Beth muriese en Mujercitas (página 74), me enteré de detalles sobre el Programa de Intercambio de Personajes (página 81), aprendí el uso de versos homófonos para hacer salir a gente renegada de los libros o LibroHuidos como se les conocía (página 96), y también a servirme de errores ortográficos, erratas y dobles negaciones para hacer señales a otros Agentes de Recurso Prosaico en caso de que los procedimientos de evacuación de emergencia de libros (página 34) fallasen (página 105). Estaba aprendiendo el protocolo que se aplicaba a las novelas históricas (página 122) cuando acabó la jornada laboral. Me uní al éxodo generalizado y le deseé a Bowden buena suerte con su actuación. No parecía en absoluto nervioso, pero claro, rara vez parecía nervioso.
Cuando llegué a casa me encontré al casero en la puerta. Dio un vistazo para asegurarse de que la señorita Havisham no anduviera cerca y dijo:
—Se ha acabado el tiempo, Next.
—Dijo hasta el sábado —respondí, abriendo la puerta.
—Dije hasta el viernes —respondió el hombre.
—¿Qué tal si le doy el dinero el lunes, cuando abran los bancos?
—¿Qué tal si me llevo el dodo y vive tres meses sin pagar alquiler?
—¿Qué tal si se lo mete por donde le quepa?
—No compensa ponerse impertinente con el casero, Next. ¿Tiene el dinero o no?
Pensé con rapidez.
—No... pero dijo hasta el viernes y el viernes todavía no ha terminado. Es más, me quedan todavía seis horas para encontrar el dinero.
Me miró, miró a Pickwick, que había sacado la cabeza por la puerta para ver quién era, y luego el reloj.
—Muy bien —dijo—. Será mejor que tenga el dinero a medianoche o tendrá serios problemas.
Y con una última mirada fulminante, se fue, dejándome sola en el pasillo.
Le ofrecí una golosina a Pickwick para que se sostuviese sobre una sola pata. Tenía la mirada vacía por lo que me rendí después de algunos intentos, le di de comer y cambié el papel del cesto antes de llamar a Spike a OE-17. No era un plan perfecto pero poseía la ventaja de ser el único plan, así que guiándome exclusivamente por ese criterio decidí que valía la pena intentarlo. Al final pasaron mi llamada a su coche patrulla. Le conté mi problema y me dijo que en aquellos momentos sobraba presupuesto para contratar agentes independientes porque nadie quería ayudar, así que acordamos una paga por hora ridículamente alta y un lugar de encuentro. Al colgar me di cuenta de que había olvidado decirle que prefería no hacer ningún trabajo relacionado con vampiros. Qué demonios. Necesitaba la pasta.
23
Diversión con Spike
Gaceta de Van Helsing: ¿Realizaste muchos trabajos de contención de SMS?
Agente Stoker: Oh, sí. La captura de Seres Malvados Supremos, o SMS, como los llamamos en el oficio, es la labor principal de OE-17. No tengo ni idea de cómo puede haber más de un Ser Malvado Supremo. Todos los SMS que he capturado no sólo se consideran a sí mismos la mejor personificación del mal puro que ha recorrido la tierra, sino también la única personificación. Debe de ser toda una sorpresa, aparte de un poco irritante, que te encierren con varios miles de otros SMS, todos básicamente iguales, en fila tras fila de sencillos frascos de vidrio en la Instalación de Contención de Manifestaciones Repelentes. No sé de dónde vinieron. Creo que se filtran del otro lado, de la misma forma que un grifo estropeado deja caer agua (risas). Deberían cambiar la arandela.
Agente SPIKE STOKER, OE-17 (retirado),
entrevistado para la Gaceta de Van Helsing, 1996
Los incidentes que me dispongo a relatar tuvieron lugar en el invierno de 1985, en un lugar que incluso ahora, por decoro, parece más seguro no divulgar. Baste decir que el pueblecito que visité esa noche estaba desierto y lo había estado desde hacía tiempo. Las casas estaban vacías y ya habían sido saqueadas; el pub, el colmado y el ayuntamiento no eran más que cascarones vacíos. Mientras conducía lentamente por el pueblecito oscuro, las ratas corrían entre la basura y frente a mis faros aparecían breves retazos de niebla. Llegué hasta el viejo roble del cruce, me detuve, apagué las luces y examiné el morboso entorno que me rodeaba. No se oía nada. Ni un soplo de viento daba vida a los árboles; ningún sonido distante de humanidad me elevaba el espíritu. No siempre había sido así. En otra época allí había niños, los vecinos se saludaban amistosamente, las segadoras ronroneaban los domingos por la tarde y el agradable sonido del sauce golpeando el cuero surgía del parque municipal. Pero ya no era así. Todo se había perdido una noche de invierno, apenas hacía cinco años, cuando las fuerzas del mal se alzaron y reclamaron el pueblecito y a todos los que vivían en él. Miré a mi alrededor, con mi aliento materializándose en la noche inmóvil. Por la manera en que los maderos ennegrecidos de las casas vacías mordían el cielo, daba la impresión de que el recuerdo de esa noche seguía grabado en la esencia de las ruinas. Aparcado cerca había otro coche y, apoyado en la portezuela, estaba el hombre que me había traído a ese lugar. Era alto y musculoso y se había enfrentado a horrores que yo, por suerte, nunca tendría que presenciar. Lo había hecho con el corazón rebosante de furia y coraje a partes iguales. Cuando me acerqué, con una sonrisa me habló:
—Vaya un agujero de porquería, ¿eh, Thurs?
—Y que lo digas —respondí, encantada de tener compañía—. Ahora mismo me están pasando por la cabeza todo tipo de rarezas desagradables.
—¿Cómo te ha ido? ¿El maridito sigue con un problema existencial?
—Todo igual... pero me estoy ocupando del asunto. ¿Cuál es la situación aquí?
Spike dio una palmada y se frotó las manos.
—¡Ah, sí! Gracias por venir. Este trabajo no lo puedo hacer solo.
Seguí su mirada hasta la iglesia derruida y el cementerio que la rodeaba. Era un lugar sombrío incluso para lo habitual en OpEspec 17, que tendía a considerar cualquier lugar que no pasara de triste como un buen sitio para una fiesta. Estaba rodeado por una doble verja metálica, y nadie había entrado o salido de allí desde los «problemas» habidos cinco años antes. Los espíritus inquietos de las almas condenadas atrapados en el camposanto no sólo habían matado toda la vegetación dentro de los confines del Lugar Oscuro sino también la situada a una corta distancia alrededor... Vi la hierba secándose y muriendo a dos metros de la verja interior, los árboles deshojados y sin vida a la luz de la luna. En realidad las verjas eran más para mantener fuera a los curiosos y a los estúpidos que para contener a los no muertos; un cerco de madera de tejo quemada justo en la cara interna de la verja exterior era la última defensa que los no muertos nunca podrían atravesar, aunque no por eso dejaban de intentarlo. Ocasionalmente, un miembro de la Legión de las Almas Perdidas del Oscuro atravesaba la verja interior. Cruzaba entonces los detectores de movimiento instalados a intervalos de tres metros. Puede que los no muertos fuesen buenos servidores del Oscuro, pero la electrónica se les daba de pena. Habitualmente andaban a ciegas por la zona entre verjas hasta que el primer sol de la mañana o un lanzallamas de OE-17 reducía sus cáscaras sin vida a cenizas y liberaba el alma atormentada para que realizase en paz su tránsito a la eternidad.
Miré la iglesia en ruinas y las tumbas dispersas del cementerio profanado y me estremecí.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Quemar el cascarón vacío y andante de un no muerto?
—Bien, no —respondió Spike incómodo, yendo hacia la parte posterior de su coche—. Me gustaría que fuese así de simple.
Abrió el maletero y me pasó un cargador de balas de plata. Recargué el arma y le miré frunciendo el ceño.
—Entonces, ¿qué?
—Hay fuerzas oscuras libres, Thursday. Otro Ser Malvado Supremo recorre la tierra.
—¿Otro? ¿Qué ha pasado? ¿Escapó?
Spike suspiró.
—En los últimos años ha habido varios recortes presupuestarios y ahora es un contratista privado el que se ocupa del transporte de SMS. Hace tres meses se confundieron con el envío y en lugar de llevarlo directamente a la Instalación de Contención de Manifestaciones Repelentes, le dejaron en la Residencia de San Merryweather para jubilados simpáticos.
—Según la TNN fue un brote de la enfermedad del legionario.
—Ésa es la tapadera habitual. Algún idiota abrió el frasco y se desató el infierno. Logré arrinconarlo, pero conseguir que el SMS regrese a su frasco va a ser difícil... y ahí intervienes tú.
—¿El plan implica que yo entre ahí?
Indiqué con un gesto la iglesia. Y, como si quisieran dejarlo claro, dos lechuzas salieron volando en silencio del campanario y pasaron cerca de nuestras cabezas.
—Eso me temo. No deberíamos tener problemas. Hoy hay luna llena y por lo general no caminan en las noches más claras. Será pan comido.
—Bien, ¿qué hago? —pregunté inquieta.
—No puedo decírtelo por temor a que él oiga mi plan, pero mantente cerca y haz exactamente lo que te diga. ¿Comprendes? No importa lo que sea, debes hacer exactamente lo que te diga.
—Vale.
—Promételo.
—Lo prometo.
—No, me refiero a que debes prometerlo de verdad.
—Vale... lo prometo de verdad.
—Bien. Oficialmente te convierto en ayudante de OpEspec 17. Recemos un momento.
Spike se hincó de rodillas y rezó una plegaria corta... algo sobre librarnos de todo mal y que esperaba que su madre llegase al número uno de la lista de espera para reemplazos de cadera y que Cindy no le dejase caer como una patata caliente en cuanto descubriese a qué se dedicaba. En cuanto a mí, dije básicamente lo que decía siempre, pero añadí que si Landen estaba mirando, ¿podría, por favor, por favor, por favor, cuidarme?
Spike se puso en pie.
—¿Lista?
—Lista.
—Entonces aportemos algo de luz a esta oscuridad.
De la parte posterior del coche sacó una bolsa de viaje verde y una escopeta. Nos acercamos a las puertas oxidadas y sentí un hormigueo en la nuca.
—¿Lo has notado? —preguntó Spike.
—Sí.
—Está cerca. Esta noche le encontraremos, te lo prometo.
Spike abrió la cerradura de las puertas y las apartó con el chirrido de bisagras que no se usaban desde hacía mucho tiempo. Los agentes habitualmente empleaban los lanzallamas a través de las verjas; nadie se molestaría en entrar a menos que fuese para realizar un trabajo realmente importante. Volvió a atrancar las puertas y atravesamos la zona prohibida a los no muertos.
—¿Qué hay de los sensores de movimiento?
Se oyó un zumbido en el coche.
—Yo soy básicamente el único receptor. Helsing sabe lo que estamos haciendo; si fracasamos, vendrá mañana por la mañana a limpiar los restos.
—Gracias por el consuelo.
—No te preocupes —respondió Spike con una sonrisa—, ¡no fracasaremos!
Alcanzamos la segunda puerta. A la nariz me llegó el olor mohoso a cadáveres apolillados. El tiempo lo había suavizado hasta dejarlo en olor a hojas podridas, pero seguía siendo inconfundible. Una vez atravesadas las puertas interiores nos dirigimos rápidamente a la puerta del cementerio y cruzamos la estructura en ruinas. El camposanto era un desastre. Habían excavado todas las tumbas y los restos de los que estaban demasiado descompuestos para ser resucitados estaban dispersos por todas partes. Ésos eran los que habían tenido suerte. Los que acababan de morir habían sido obligados a iniciar una segunda carrera como servidores del Oscuro... algo que no te apetecía añadir al currículo si lo hubieses tenido todavía.
—Un poco desordenados, ¿no? —susurré mientras nos abríamos paso por entre los restos humanos dispersos hasta la pesada puerta de roble.
—Le escribí un poema a Cindy —dijo Spike en voz baja, rebuscando en el bolsillo—. Si pasa algo, ¿se lo entregarás?
—Se lo podrás dar tú. No va a pasar nada. Tú mismo lo has dicho. Y no digas esas cosas. Me desconcentras.
—Vale —dijo Spike, guardándose el poema en el bolsillo—. Lo siento.
Respiró hondo, agarró la manilla y abrió la puerta. El interior no estaba tan absolutamente oscuro como yo había esperado; la luz de la luna penetraba a través de los restos de las grandes vidrieras y los agujeros del tejado. Aunque había penumbra, podíamos ver. La iglesia no estaba en mejor estado que el camposanto. Habían arrancado los bancos y los habían convertido en leña. El facistol estaba caído y roto y se habían cometido todo tipo de actos vandálicos de naturaleza escalofriante.
—El hogar lejos del hogar para Su Suprema Maldad, ¿no te parece? —dijo Spike con una risa alegre. Se puso detrás de mí y cerró la pesada puerta. Giró la enorme llave de hierro en la cerradura y me la dio para que la guardase.
Miré a mi alrededor, pero no podía ver a nadie en la iglesia. La puerta de la sacristía estaba bien cerrada y miré a Spike.
—No parece que esté aquí.
—Oh, lo está... sólo tenemos que hacerle salir. La oscuridad puede ocultar muchos rincones. Simplemente nos hace falta el tipo adecuado de fox terrier para hacerle salir de la madriguera... metafóricamente hablando, claro está.
—Claro está. ¿Y dónde estaría esa madriguera metafórica?
Spike me miró con seriedad y se tocó la sien con el índice.
—Está aquí. Pensó que podría dominarme desde el interior y le he atrapado en algún lugar del lóbulo frontal. Poseo algunos recuerdos incómodos y me ayudan a contenerle. El problema es que parece que no puedo volver a sacarle.
—Yo tengo a alguien así —respondí, pensando en Hades irrumpiendo en mi recuerdo del salón de té con Landen.
—¿Oh? Bien, obligarle a salir va a ser complicado. Le he traído a un terreno que pensé que podría hacerle salir espontáneamente, pero parece que no funciona. Espera un segundo, déjame que pruebe.
Spike se apoyó contra los restos de un banco y gruñó y se esforzó poniendo caras de lo más raras mientras intentaba expulsar el espíritu del Tenebroso. Era como si intentase expulsar una bola de bolos por la nariz. Después de unos minutos de esfuerzo se detuvo.
—Cabrón. Es como intentar atrapar una trucha en un arroyo de montaña con guantes de boxeo. No importa. Tengo un plan B que no debería fallar.
—¿El fox terrier metafórico?
—Exacto. Thursday, saca el arma.
—¿Ahora, qué?
—Dispárame.
—¿Dónde?
—En el pecho, en la cabeza, donde sea fatal. ¿Qué pensabas? ¿En el pie?
—¡Estás de coña!
—Nunca he hablado más en serio.
—¿Y luego, qué?
—Cierto. Debería habértelo explicado primero.
Abrió la bolsa para que viese una aspiradora.
—Va con baterías —me explicó Spike—. Tan pronto como el espíritu aparezca, aspíralo.
—¿Así de fácil?
—Así de fácil. La contención de SMS no es ingeniería aeronáutica, Thursday. Simplemente, no hay que tener reparos. Ahora, mátame.
—¡Spike!
—¿Qué?
—¡No puedo hacerlo!
—Pero lo prometiste... y es más, lo prometiste de verdad.
—¡Si hubiese sabido que se trataba de matar a otro agente de OpEspec no habría aceptado! —respondí exasperada.
—El trabajo de OpEspec 17 no es ninguna maravilla, Thursday. Ya he tenido suficiente, y créeme, tener a este cabrón metido en la cabeza no es tan fácil como parece. No debería haberle dejado entrar, pero lo hecho, hecho está. Tienes que matarme y matarme bien.
—¡Estás loco!
—Sin duda. Pero mira a tu alrededor. Me has seguido hasta aquí. ¿Quién está más loco? ¿El loco o el loco que sigue al loco?
—Escucha... —empecé a decir—. ¿Qué es eso?
Se oyó un golpe en la puerta de la iglesia.
—¡Maldición! —exclamó Spike—. Los no muertos. Que no son necesariamente fatales y están severamente limitados por ese paso lento... pero pueden ser molestos si nos arrinconan. Cuando me hayas matado y capturado a Risitas puede que tengas que abrirte paso a balazos. Toma mis llaves; estas dos son para las puertas interiores y exteriores. Están un poco duras y tendrás que girar a la izquierda...
—Me hago una idea.
Otro golpe haciendo eco al primero. Se oyó un estruendo en la sacristía y una forma se movió detrás de una de las ventanas bajas.
—¡Se están reuniendo! —dijo Spike ominosamente—. Será mejor que actúes.
—¡No puedo!
—Puedes, Thursday. Te perdono. La mía ha sido una buena carrera. ¿Sabías que de trescientos veintinueve agentes de OpEspec 17 sólo dos llegaron a la jubilación?
—¿Te lo dicen cuando te incorporas al cuerpo?
Se oyó un ruido de piedra contra piedra cuando una de las losas del suelo empezó a apartarse. Al no muerto que golpeaba la puerta se le unió otro... y luego otro más. Oíamos los ruidos del despertar en el exterior. A pesar de la noche de luna, el Tenebroso llamaba a sus servidores y éstos acudían corriendo... o al menos, tambaleándose.
—¡Hazlo! —dijo Spike con más urgencia—. ¡Hazlo ahora antes de que sea demasiado tarde!
Alcé el arma y apunté a Spike.
—¡HAZLO!
Incrementé la presión contra el gatillo mientras una forma inestable se alzaba de la tumba que tenía detrás. Apunté a la figura. La criatura patética estaba tan reseca que apenas podía moverse, pero aun así sintió nuestra presencia y se dirigió hacia nosotros.
—¡No le dispares, dispárame a mí! —dijo Spike alarmado—. ¡El trabajo del que nos ocupamos, Thursday, por favor!
Pasé de él y apreté el gatillo. Un golpe sordo del percutor.
—¿En? —dije, cargando de nuevo. Spike fue más rápido que yo y de un disparo desintegró la cabeza de la abominación. Cayó convertida en un montón de piel seca y polvo de huesos. Los sonidos de la puerta se incrementaron.
—¡Maldita sea, Next! ¿Por qué no has hecho lo que te había dicho?
—¿Qué?
—¡Puse una bala de fogueo la primera de tu cargador, idiota!
—¿Por qué?
Se tocó la cabeza. —Para hacer salir a Risitas con un engaño... ¡No se iba a quedar en un anfitrión que estuviera a punto de diñarla! Tú disparas, él sale, bala falsa, Stoker vive, SMS aspirado... Quod erat demonstrandum.
—¿Por qué no me lo has dicho? —pregunté, enfureciéndome.
—¡Tenías que pretender matarme de verdad! Puede que sea la personificación de la maldad que anida en el corazón del hombre, pero no es ningún idiota.
—Vaya.
—¡Vaya, exacto, tonta! ¡Bien, será mejor que salgamos de aquí!
—¿No hay plan C? —pregunté mientras nos dirigíamos a la puerta.
—¡Mierda, no! —respondió Spike trasteando con las llaves—. ¡Nunca paso del B!
Otra criatura se levantaba detrás de una mesa volcada que en su época servía para exponer parte del festival de la cosecha; le di incluso antes de que se enderezase. Me volví hacia Spike, que había metido la llave en la cerradura y murmuraba lo mucho que deseaba trabajar para Sommeworld™.
—Aléjate de la puerta, Spike.
Reconoció el tono serio de mi voz. Se volvió para encararse con el cañón de mi automática.
—¡Eh, eh! Cuidado, Thursday, ése es el extremo que muerde.
—Esto se acaba esta noche, Spike.
—Es una broma, ¿no?
—No es ninguna broma, Spike. Tienes razón, tengo que matarte. Es la única forma.
—Eh, un momento, Thursday... ¿No te lo estás tomando un poco demasiado en serio?
—Es preciso detener al Ser Malvado Supremo, Spike. ¡Tú mismo lo dijiste!
—¡Sé que lo dije, pero mañana podemos volver con un plan C!
—No hay plan C, Spike. Terminará ahora mismo. Cierra los ojos.
—¡Espera!
—Ciérralos.
Cerró los ojos, yo apreté el gatillo y al mismo tiempo moví la mano; la bala atravesó tres capas de ropa, rozó el hombro de Spike y se hundió en la madera de la vieja puerta. Funcionó: con un lamento corto y sobrenatural, el ente emergió de las fosas nasales de Spike y se convirtió en una versión etérea de un viejo trapo de fregar.
—¡Buen trabajo! —murmuró Spike con voz temblorosa dando un paso atrás—. ¡No dejes que se te acerque!
Me agaché cuando el espíritu endemoniado se movió hacia mí.
—¡Engañado! —dijo una vocecita—. Engañado por una simple mortal. ¡Qué deprimente!
Los golpes eran cada vez más fuertes y venían de la puerta de la sacristía; las bisagras empezaban a soltarse de la argamasa polvorienta.
—¡Que siga hablando! —gritó Spike mientras agarraba la bolsa y sacaba la aspiradora.
—¡Una aspiradora! —se burló la voz baja—. ¡Spike, me insultas!
Spike no respondió, sino que desenrolló la manguera y activó el electrodoméstico.
—¡Una aspiradora no me contendrá! —volvió a burlarse la voz—.
¿Crees de verdad que me puedes atrapar en una bolsa con el polvo?
En un periquete Spike aspiró al pequeño espíritu.
—No parecía muy asustado —murmuré mientras Spike jugueteaba con los controles de la máquina.
—No es una aspiradora cualquiera, Thursday. James, de Investigación y Desarrollo, la inventó para mí. Verás, al contrario que las aspiradoras convencionales, ésta actúa según un principio de doble ciclón que atrapa el polvo y los espíritus malignos por medio de una potente fuerza centrífuga. Como no hay bolsa, no se pierde succión. Puedes usar un motor de menos vatios; tiene una manga de succión... y un cepillito para la moqueta de las escaleras.
—¿Encuentras espíritus malignos en la moqueta de las escaleras?
—No, pero hay que limpiar mis escaleras como las de todos los demás.
Miré el contenedor de vidrio y vi un pequeño vestigio de blanco dando vueltas muy rápidamente. Spike diestramente tapó el depósito y lo sacó de la máquina. Lo levantó y en su interior había el espíritu muy cabreado del Tenebroso... total y absolutamente atrapado.
—Como dije —añadió Spike—, no es ingeniería aeronáutica. Pero me has asustado; ¡creía que ibas a matarme de verdad!
—¡Ése —respondí— era el plan D!
—¡Spike... eres... eres... eres... un cabrón! —dijo la vocecita del interior—. ¡Por esto sufrirás los peores tormentos del infierno!
—Sí, sí —respondió Spike metiendo el frasco en la bolsa—, contigo y todos los demás.
Se echó la bolsa al hombro, reemplazó el cartucho gastado de la escopeta con otro que se sacó del bolsillo y le quitó el seguro.
—Vamos, esos golpes están empezando a ponerme nervioso. El que se cargue a menos es un gallina.
Abrimos las puertas de golpe. Un montón muy sorprendido de cadáveres resecos cayeron hacia dentro en una masa retorcida de torsos putrefactos y miembros como palos. Spike fue el primero en abrir fuego y, después de ocuparnos de ese grupo, salimos, esquivamos a los no muertos más lentos y nos encargamos de los otros a medida que nos acercábamos a las verjas.
—Sobre el problema con Cindy —dije mientras la cabeza de un cadáver largo tiempo muerto explotaba con un escopetazo de Spike—, ¿hiciste lo que te sugerí?
—Claro que lo hice —respondió Spike, disparando a otro cadáver andante—. He puesto estacas y crucifijos en el garaje y todos mis ejemplares atrasados de La gaceta de Van Helsing en el salón.
—¿Ha captado el mensaje? —pregunté, sorprendiendo a otro cadáver andante, que había intentado no meterse en líos ocultándose tras una tumba.
—No ha dicho nada —respondió, decapitando a dos cadáveres resecos —, pero lo curioso es que ahora encuentro ejemplares de la revista Francotirador en el baño... y en la cocina ha aparecido un ejemplar de Grandes asesinos de los bajos fondos.
—¿Quizás intenta decirte algo?
—Sí —admitió Spike—, pero ¿qué?
Esa noche me cargué a diez y Spike sólo a ocho... así que él fue el gallina. Nos tomamos una sopa de abadejo con pan recién horneado en un restaurante de carretera y bromeamos sobre la noche mientras un SMS nos maldecía desde su frasco de vidrio. Yo conseguí mis seiscientas libras y mi casero no se quedó con Pickwick. En resumen, fue una noche productiva.
24
Paga en función del rendimiento, Miles Hawke y Norland Park
La paga en función del rendimiento era la perdición de OpEspec, tanto entonces como sigue siéndolo ahora. ¿Cómo se puede valorar tu trabajo cuando es tan extraordinariamente ecléctico? Me hubiese encantado ver el panel de revisión del agente Stoker escuchando sus logros. No sorprendía a nadie que su revisión rara vez durase más de veinte segundos y que le concediesen, como siempre, una «A++». «Servicio excepcional, se recomienda una bonificación mensual.»
THURSDAY NEXT
Una vida en OpEspec
Totalmente agotada, esa noche dormí bien. Esperaba ver a Landen pero soñé con Humpty Dumpty, lo que resultaba raro. Fui a trabajar, evité a Cordelia una vez más y luego tuve que ocuparme de la comisión de revisión de empleo, que era parte del sistema de paga de OpEspec. Victor nos habría dado a todos «A++», pero por desgracia no era cosa suya. El presidente del grupo de revisión era el comandante de zona, Braxton Hicks.
—¡Ah, Next! —dijo jovialmente cuando entré—. ¡Qué agradable verla! Tome asiento.
Le di las gracias y me senté. Él miró mi informe de rendimiento de los últimos meses y se atusó pensativo el bigote.
—¿Cómo le va con el golf?
—No llegué a empezar.
—¿En serio? —dijo con sorpresa—. Parecía muy interesada cuando nos vimos por primera vez.
—He estado ocupada.
—Cierto, cierto. Bien, lleva tres meses con nosotros y en general su rendimiento parece excelente. Ese asunto de Jane Eyre fue un logro asombroso; hizo mucho bien a OpEspec y demostró a esos contables de Londres que la oficina de Swindon podía hacer mucho bien.
—Gracias.
—No, lo digo en serio. Todo ese trabajo de relaciones públicas que ha estado haciendo... La Red le está muy agradecida y, más aún, yo le estoy agradecido, porque podría haber acabado en la cola del paro de no haber sido por usted. Me encantaría darle un apretón de manos y... sepa que esto no lo hago muy a menudo... hacerla socia de mi club de golf. Socia de pleno derecho, nada menos... lo que normalmente se reserva para los hombres.
—Es muy generoso por su parte —dije, poniéndome en pie para irme.
—Siéntese, Next... Eso sólo era un preámbulo amistoso.
—¿Hay más?
—Sí —respondió, perdiendo la sonrisa—. A pesar de todo eso, su conducta durante las últimas dos semanas no ha sido nada satisfactoria. Tengo quejas de la señora Hathaway34, que dice que no identificó su copia falsa del Cardenio.
—Le dije categóricamente que era una falsificación.
—Ésa es su versión, Next. No he podido encontrar el informe sobre el asunto.
—No pensé que valiese la pena redactarlo, señor.
—Tenemos que respetar el papeleo, Next. Si se aprueba la nueva legislación sobre la responsabilidad de OpEspec, nos examinarán con lupa cada vez que demos un paso, así que acostúmbrese. ¿Y qué es eso de golpear a un neandertal?
—Una confusión.
—Hum. ¿Esto también es una confusión? —Colocó sobre la mesa una denuncia de la policía—. «Permitir que una persona de dudosa catadura moral conduzca un coche.» Le prestó el coche a una conductora lunática y luego la ayudó a escapar. ¿Qué creía que hacía?
—El bien mayor, señor.
—Eso no existe —me respondió, entregándome un formulario de material de OpEspec—. Me lo entregó el agente Tillen de Suministros. Es su petición de una nueva automática Browning.
Miré la hoja sin decir nada. Mi Browning, la que había tenido desde el primer momento, la había dejado en la zona de descanso de la autopista durante la racha de Mal Tiempo.
—Me parece un asunto muy serio, Next. Dice aquí que «perdió» una propiedad de OpEspec mientras llevaba a cabo un trabajo sin la autorización de OE-12. El flagrante desprecio por la propiedad de la Red me pone furioso, Next. Tenemos que pensar en nuestro presupuesto, ya lo sabe.
—Sabía que acabaríamos llegando a esto —murmuré.
—¿Qué ha dicho?
—He dicho que acabaré recuperándola, señor.
—Quizá. Pero los artículos perdidos corresponden a la partida de gastos actuales mensuales y el presupuesto de suministros es anual. Desde hace poco vamos justos. Su aventura con Jane Eyre fue un éxito pero no salió gratis. Teniendo todo esto en cuenta, lo lamento, pero tendré que calificar su rendimiento de «F». «Definitivamente necesita mejorar.»
—¿Una «F»? Señor, ¡debo protestar!
—Se ha acabado la charla, Next. Lo siento de verdad. No está en mis manos.
—¿Así es como OE-1 me castiga? —preguntó—. ¡Sabe que nunca he estado por debajo de «A» en ocho años de servicio!
—Levantándome la voz no queda mejor, joven —respondió Hicks agitando el dedo como podría hacerlo un hombre con un spaniel—. La entrevista ha terminado. Realmente lo lamento, créame.
Me puse en pie, murmuré una respuesta y me dispuse a marcharme.
—¡Espere! —dijo Braxton—. Hay algo más.
Regresé.
—¿Sí?
Me entregó un paquete de ropa envuelta en polietileno.
—Ahora la Toast Marketing Board patrocina al departamento. En ese paquete encontrará gorra, camiseta y chaqueta. Póngaselo siempre que sea posible y prepárese para algo de entretenimiento corporativo.
—¡Señor!
—No se queje. Si no se hubiese comido esa tostada en El programa de Adrian Lush nunca nos habrían llamado. Más de un millón de libras en fondos... que no se pueden rechazar cuando hay gente como usted gastándoselo todo. Cierre la puerta al salir, ¿vale?
La diversión matutina no había terminado. Salía del despacho de Braxton cuando casi choqué con Flanker.
—¡Ah! —dijo—. Next. Unas palabritas, si no le importa.
No era una petición... era una orden. Le seguí a una sala de interrogatorios vacía y él cerró la puerta.
—Me parece que está tan hundida en la mierda que los ojos se le pondrán marrones, Next.
—Ya los tengo marrones, Flanker.
—Entonces ya tiene medio trabajo hecho. Iré directamente al grano. Anoche ganó seiscientas libras para pagar el alquiler.
—¿Y?
—El servicio no ve con buenos ojos el pluriempleo.
—Fui con Stoker de OE-17 —le dije—. Me convertí en su ayudante... todo legal.
Flanker se quedó en silencio. Era evidente que su servicio de espionaje no había estado a la altura de las circunstancias.
—¿Puedo irme?
Flanker suspiró.
—Escucha, Thursday —empezó a decir en un tono de voz más moderado—, tenemos que saber qué trama tu padre.
—¿Cuál es el problema? ¿La acción sindical interfiere con el próximo cataclismo?
—Los navegadores contratados lo resolverán, Next.
Era un farol.
—Sabe tanto sobre la naturaleza del armagedón como papá, yo, Lavoisier o cualquiera, ¿no es así?
—Quizá —respondió Flanker—, pero en OpEspec estamos mucho mejor preparados para no tener ni idea que tú y el cronrupto de tu padre.
—¿Cronrupto? —dije furiosa, poniéndome en pie—. ¿Mi padre? ¡Vaya! Entonces, ¿qué hay del chico maravilla Lavoisier erradicando a mi marido?
Silencio durante un momento.
—Es una acusación muy seria —indicó Flanker—. ¿Tiene pruebas?
—Claro que no; ¿no es ése el propósito de la erradicación?
—Conozco a Lavoisier desde hace más tiempo del que puedo recordar —entonó Flanker con seriedad—, y tengo en mucha estima su integridad. Realizar acusaciones absurdas no va a ayudarla ni un poquito.
Me senté y suspiré. Papá había tenido razón. Acusar a Lavoisier no tenía sentido.
—¿Puedo irme?
—No tengo nada con lo que retenerla, Next. Pero encontraré algo. Todos los agentes están en ello. Es sólo cuestión de escarbar lo suficiente.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Bowden cuando volví a la oficina.
—Me han puesto una «F» —murmuré, hundiéndome en la silla.
—Flanker —dijo Bowden, probándose la gorra de «Come Más Tostadas»—. Tenía que ser él.
—¿Cómo te fue la actuación?
—Muy bien, creo —respondió Bowden, tirando la gorra a la papelera—. Al público le parecí muy gracioso. Tanto que quieren que actúe regularmente... ¿Qué haces?
Me oculté rápidamente bajo la mesa y me agazapé tanto como pude. Tendría que confiar en el ingenio rápido de Bowden.
—¡Hola! —dijo Miles Hawke—. ¿Alguien ha visto a Thursday?
—Creo que está en su reunión de valoración mensual —respondió Bowden, con su expresión imperturbable, que evidentemente era tan adecuada para mentir como para la comedia—. ¿Le dejo un mensaje?
—No. Simplemente dile que me llame, si puede.
—¿Por qué no te quedas y esperas? —dijo Bowden. Le di un manotazo.
—No, será mejor que me dé prisa —respondió Miles—. Simplemente dile que he pasado, ¿vale?
Se fue y me puse en pie. Bowden, algo muy poco habitual en él, se reía por lo bajo.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Nada... ¿Por qué no quieres verle?
—Porque es posible que esté embarazada de él.
—Como no hables más alto, no te oigo.
—¡Es posible —repetí en un susurro ronco— que esté embarazada de él!
—Creía que habías dicho que el bebé era de Land. ¿Ahora qué pasa?
Me había vuelto a tirar al suelo al ver entrar a Cordelia Flakk. Examinaba la oficina buscándome, disgustada, con los brazos en jarras.
—¿Has visto a Thursday? —le preguntó a Bowden—. Tiene que reunirse con mi gente.
—La verdad es que no estoy seguro de dónde está —respondió Bowden.
—¿En serio? Entonces, ¿quién se esconde debajo de la mesa?
—Hola, Cordelia —dije desde debajo de la mesa—. Se me ha caído el lápiz.
—Eso ha debido de ser.
Salí y me senté a la mesa.
—Esperaba más de ti, Bowden —dijo Flakk cabreada, para luego volverse hacia mí—. Bien, Thursday. Prometimos a esas dos personas que podrían reunirse contigo. ¿De verdad quieres decepcionarlas? Es tu público, ya lo sabes.
—No es mi público, Cordelia, es el tuyo. Tú lo fabricaste para mí.
—He tenido que tenerlos en el Finis una noche más —dijo Cordelia—. Los costes se disparan. Ahora mismo están abajo. Sabía que estarías aquí para tu valoración. Por cierto, ¿cómo te ha ido?
—No preguntes.
Miré a Bowden, que se encogió de hombros. Buscando una vía de escape, me giré en mi asiento, mirando hacia donde Victor pasaba una posible continuación inédita de 1984, titulada 1985, por el Analizador de Prosa. Todos los demás miembros de la oficina estaban muy ocupados con sus respectivas tareas. Daba la impresión de que mi carrera en relaciones públicas estaba a punto de arrancar de nuevo.
Suspiré.
—Vale. Lo haré.
—Será mejor que esconderse bajo la mesa —dijo Bowden—. Y tanta gimnasia probablemente no le hace ningún bien al bebé.
Se tapó la boca con la mano pero ya era demasiado tarde.
—¿Bebé? —repitió Cordelia—. ¿Qué bebé?
—Gracias, Bowden.
—Lo siento.
—¡Bien, felicidades! —dijo Cordelia, abrazándome—. ¿Quién es el afortunado padre?
—No lo sé.
—¿Quieres decir que todavía no se lo has dicho?
—No, estoy diciendo que no lo sé. Espero que mi marido.
—¿Estás casada?
—No.
—Pero has dicho...
—Sí, lo he dicho —respondí con sequedad—. Qué lío, ¿no?
—Esto es muy mala publicidad —murmuró Cordelia sombría, apoyándose en el borde de la mesa para sostenerse—. ¡La luz guía de OpEspec camelada en una parada de bus por alguien a quien ni siquiera conoce!
—Cordelia, no es eso, y no me «camelaron». Y, ¿quién ha hablado de una parada de bus? Quizá lo mejor sería que guardases el secreto y que fingieses que Bowden no ha dicho nada.
—Lo siento —murmuró Bowden.
Cordelia se irguió.
—Buena idea, Next. Podemos decir a todos que padeces retención de líquidos o un desorden alimentario producto del estrés. —Le cambió la cara—. No, no serviría de nada. The Toad se daría cuenta de inmediato. ¿Puedes casarte rápidamente con alguien? ¿Qué tal con Bowden? Bowden, ¿harías lo decente para ayudar a OpEspec?
—Estoy saliendo con una de OpEspec 13 —respondió Bowden a toda prisa.
—¡Maldita sea! —se lamentó Flakk—. Thursday, ¿alguna idea?
Pero aquél era un aspecto de Bowden del que yo no sabía nada.
—¡No me habías contado que estuvieses saliendo con alguien de OE-13!
—No te lo tengo que contar todo.
—¡Pero soy tu compañera, Bowden!
—Bien, tú no me contaste lo de Miles.
—¿Miles? —exclamó Cordelia—. ¿El tan guapo como para morirse Miles Hawke?
—Gracias, Bowden.
—Lo siento.
—¡Es maravilloso! —exclamó Cordelia dando una palmada—.
¡Una pareja deslumbrante! «¡La boda de OpEspec del año!» ¡Saldremos en todas las portadas! ¿Lo sabe él?
—No. Y no vas a decírselo. Y lo que es más... Bowden... podría no ser suyo.
—¡Lo que nos devuelve a la casilla de salida! —respondió Cordelia enfurruñada—. Quédate aquí. Voy a buscar a ese tipo y a su hija. Bowden, ¡no la pierdas de vista!
Y se fue.
Bowden me miró un momento y luego preguntó:
—¿Realmente crees que el bebé es de Landen?
—Eso espero.
—No estás casada, Thurs. Puede que creas estarlo, pero no lo estás. Consulté los archivos. Landen Parke-Laine murió en 1947.
—Esta vez fue así. Mi padre y yo fuimos...
—No tienes padre, Thursday. No consta en tu certificado de nacimiento. Creo que quizá deberías hablar con uno de los estresexpertos.
—¿Y acabar contando chistes en un local, ordenando piedrecitas o contando coches azules? No, gracias.
Una pausa.
—Es muy guapo —dijo Bowden.
—¿Quién?
—Miles Hawke, claro.
—Oh. Sí, sí, sé que lo es.
—Muy amable, muy popular.
—Lo sé.
—Un niño sin padre...
—Bowden, no estoy enamorada de él y éste no es su bebé... ¿vale?
—Vale, vale. Vamos a olvidarlo.
Estuvimos sentados en silencio un rato. Yo jugaba con un lápiz y Bowden miraba por la ventana.
—¿Qué hay de las voces?
—¡Bowden!
—Thursday, es por tu propio bien. Tú misma me dijiste que las oías, y los agentes Hurdyew, Tolkien y Lissning te oyeron hablar sola en el pasillo de arriba.
—Bien, las voces han parado —dije categórica. No volverá a pasarme.[26]
»Oh, mierda.[27]
—¿Por qué dices «oh, mierda»?
—Nada... sólo, bueno, eso. Tengo que ir al baño... ¿me disculpas?
Dejé a Bowden cabeceando apenado y me precipité hacia el baño de señoras. Comprobé que estuviese vacío y luego dije:
—Señorita Havisham, ¿está ahí?[28]
»Debe comprender, señorita Havisham, que en el lugar de donde yo vengo las costumbres son distintas. Aquí la gente maldice como si nada.[29]
»¡Iré enseguida, señora!
Me mordí el labio y salí a toda prisa del baño. Agarré mi libro de Jurisficción y la chaqueta. Ya volvía al baño cuando...
—¡Thursday! —dijo una voz alta y estridente que sabía que sólo podía pertenecer a Flakk—. ¡Tengo al ganador y su hija en el pasillo!
—Lo lamento, Cordelia, pero tengo que ir al baño.
—No pensarás que voy a volver a picar con ese truco —gruñó por lo bajo.
—Esta vez es cierto.
—¿Y el libro?
—Siempre leo en el baño.
Ella entornó los ojos y yo entorné los míos.
—Vale —dijo al fin—, pero voy contigo.
Sonrió a los dos afortunados ganadores de aquel concurso absurdo, que le devolvieron la sonrisa a través de la puerta esmerilada de la oficina, y las dos entramos en el baño.
—Diez minutos —me dijo mientras yo me encerraba en el excusado. Abrí el libro y empecé a leer: «Muchas fueron las lágrimas que vertieron en su último adiós a un lugar tan amado. "¡Querido, querido Norland!", dijo Marianne vagando sola alrededor de la casa, la última tarde de su estancia...»
El pequeño excusado de melamina comenzó a evaporarse y en su lugar apareció un enorme parque bañado por la luz del sol moribundo. La neblina suavizaba las sombras y hacía refulgir la casa a la luz menguante. Soplaba una brisa ligera y, delante de la mansión, una chica solitaria se paseaba mirando con cariño al...
—¿Siempre lees en voz alta cuando estás en el baño? —preguntó Cordelia al otro lado de la puerta.
Las imágenes se evaporaron de inmediato y estaba de vuelta en el lavabo de señoras.
—Siempre —respondí—. Y si no me dejas en paz, no acabaré nunca.
—«¡Cuándo dejaré de lamentar tu pérdida! ¿Cuándo aprenderé a sentirme a gusto en otro lugar? ¡Oh! Hogar feliz, ¡si supieras lo que sufro ahora que te veo desde este lugar, desde donde quizá no vuelva a verte más! ¡Y vosotros, árboles tan conocidos!, vosotros continuaréis...»
La mansión volvió a materializarse, la joven hablaba despacio, sincronizando sus palabras con las mías a medida que me deslizaba al interior del libro. Ya no estaba sentada en el duro asiento del váter de OpEspec sino en un banco de jardín de hierro forjado pintado de blanco. Dejé de leer en cuanto estuve segura de estar completamente en el interior de Sentido y sensibilidad y escuché a Marianne terminar su discurso.
—... insensibles a cualquier cambio de quienes pasean a vuestra sombra. Pero ¿quién quedará para disfrutar de vosotros? —Suspiró dramáticamente, se llevó las manos al pecho y sollozó un segundo o dos. Luego miró largamente la enorme mansión blanca y se volvió hacia mí.
»¡Hola! —dijo con voz amistosa—.Nunca la había visto por aquí. ¿Trabajas par Juris-lo-que-sea?
—¿No debemos ser cuidadosas con lo que decimos? —Miré nerviosa a mi alrededor.
—¡Por Dios, no! —exclamó Marianne con una risa deliciosa—. El capítulo ha terminado y, además, este libro está escrito en tercera persona. Tenemos libertad para hacer lo que queramos hasta mañana por la mañana, cuando nos vayamos a Devon. Los dos próximos capítulos están cargados de descripciones... ¡yo apenas salgo y digo todavía menos! ¡Parece confundida, pobrecita! ¿Ya había entrado en un libro?
—Una vez entré en Jane Eyre.
Marianne frunció el ceño con teatralidad.
—¡Pobre, querida y dulce Jane! ¡Yo odiaría tanto ser un personaje en primera persona! ¡Siempre atenta, con la gente leyendo continuamente tus pensamientos! Aquí hacemos lo que nos dicen pero pensamos lo que queremos. ¡Se me antojan circunstancias mucho menos afortunadas!
—¿Qué sabe de Jurisficción? —pregunté.
—Llegarán pronto —explicó—. Puede que la señora Dashwood sea bestial con mamá, pero comprende la necesidad de la autoconservación. No nos gustaría sufrir el mismo destino trágico que Alboroto y alegría, ¿no?
—¿Es un libro de Austen? —pregunté—. ¡Nunca había oído hablar de él!
Marianne se sentó a mi lado y apoyó una mano en mi brazo.
—Mamá dice que fue cosa de un colectivo socialista —me confió susurrando—. Hubo una revolución... Tomaron el control de todo el libro y decidieron dirigirlo basándose en el principio de que todos los personajes tuviesen papeles igual de importantes, ¡desde la duquesa hasta el barrendero! ¡Vaya una cosa! Jurisficción intentó salvarlo, claro está, pero se había desviado demasiado. Ni siquiera Ambrose pudo hacer nada. ¡Todo el libro fue... boojuminado!
Dijo esa última palabra tan seria que yo me hubiese echado a reír de no haberme estado mirando con tanta intensidad.
—¡Cómo hablo! —dijo poniéndose en pie, dando una palmada y dando vueltas sobre sí misma—. Insensibles a cualquier cambio de quienes pasean a vuestra sombra... —Calló y se controló, se tapó con la mano la boca y la nariz y soltó una risita de niña avergonzada—. ¡Qué tonta! ¡Eso ya lo he dicho! Adiós, señorita... señorita... ¡disculpe pero no sé su nombre!
—Me llamo Thursday... Thursday Next.
—¡Qué nombre tan extraño!
Me dedicó una reverencia medio en broma.
—Yo soy Marianne Dashwood y le doy la bienvenida, señorita Next, a Sentido y sensibilidad.
—Gracias —respondí—. Estoy segura de que lo pasaré bien.
—De eso estoy convencida. Todos lo pasamos muy bien... ¿lo parece?
—Creo que parece que se lo pasan de fábula, señorita Dashwood.
—Llámeme Marianne, si no le importa. ¿Podría tener la audacia de pedirle un favor?
—Claro.
Se me acercó y se sentó conmigo, sosteniéndome la mano y mirándome intensamente a los ojos.
—Por favor, permítame el atrevimiento de preguntarle en qué época está ambientado su libro.
—No soy un personaje literario, señorita Dashwood... soy del mundo real.
—¡Oh! —exclamó—. Por favor, discúlpeme; no pretendía dar a entender que no fuera real ni nada parecido. En tal caso, ¿en qué época, si puedo preguntar, está ambientado su mundo?
Su extraña lógica me hizo sonreír. Se lo dije. Se me acercó más.
—Por favor, disculpe mi impertinencia, pero ¿podría traerme algo la próxima vez que venga?
—¿Como qué?
—Mentolados. Simplemente los adoro. Los conoce, ¿no? Caramelos de menta... y, si no hay inconveniente, unos cuantos pares de medias de nailon. Y algunas pilas AA; una docena estaría genial.
—Claro. ¿Algo más?
Marianne se lo pensó un momento.
—Elinor odiaría que le pida favores a una desconocida, pero sé que la posee un desenfrenado deseo de Marmite... y algo de café de verdad para mamá.
Le dije que haría lo que pudiese. Volvió a sonreír, me dio las gracias efusivamente, sacó un casco de cuero y unas gafas de aviador que llevaba ocultos bajo el chal, me sostuvo la mano brevemente y se fue corriendo por la hierba.
25
Pasando lista en Jurisficción
Boojum: Término empleado para describir la aniquilación absoluta de un mundo/línea/personaje/trama secundaria/libro/serie.
Completa e irreversible, la naturaleza de un boojum sigue siendo objeto de acaloradas especulaciones. Algunos miembros antiguos de Jurisficción sostienen que un boojum podría ser una puerta a una «antibiblioteca» situada en algún lugar más allá del «horizonte imaginativo». Es posible que el mítico snark[30] posea la clave para describir lo que sigue siendo, hoy por hoy, un misterio.
Bowdlerizadores: Un grupo de fanáticos que intentan borrar las obscenidades y blasfemias de todos los textos. Deben su nombre a Thomas Bowdler,[31] que intentó convertir la obra de Shakespeare en «lectura para toda la familia» por el procedimiento de eliminar frases, con la creencia de que «sin duda el genio trascendental del poeta brillará con mayor lustre». Bowdler murió en 1825, pero recogieron su antorcha células activas, e ilegales, deseosas de completar y extender a cualquier precio su obra inconclusa. Los intentos de infiltrarse en los bowdlerizadores han fracasado por ahora.
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran Biblioteca (glosario)
Miré a Marianne hasta que desapareció de mi vista y luego, al comprender que su «quién quedará para disfrutar de vosotros» era la última frase del capítulo 5, y que el capítulo 6 comenzaba con los Dashwood embarcados en su viaje, decidí esperar a ver qué aspecto tenía un final de capítulo. Si esperaba truenos o algo igualmente dramático me llevé una decepción. No pasó nada. Las hojas de los árboles se agitaron suavemente, el esporádico arrullo de una tórtola me llegaba a los oídos y, frente a mí, una ardilla roja saltaba en la hierba. Oí que un motor arrancaba y unos minutos después un biplano se elevó tras los rododendros, dio dos vueltas a la casa y luego se dirigió hacia el sol poniente. Me puse en pie y atravesé el jardín exquisitamente cuidado, saludé al jardinero, quien se tocó el sombrero, y llegué hasta la puerta principal. En Sentido y sensibilidad Norland no se llega a describir con mucho detalle, pero era tan absolutamente impresionante como pensaba que debía de ser. La mansión estaba situada en un extenso parque puntuado por viejos robles. En la distancia sólo se veían bosques y, más allá, alguna aguja de iglesia. Frente a la puerta principal había un Bugatti 35B y un enorme corcel blanco ensillado para la batalla que comía de vez en cuando un poco de hierba. Un gran perro blanco estaba atado a la silla con una cuerda y había conseguido enredarse dando tres vueltas a un árbol.
Subí los escalones y tiré de la campanilla. Poco después un criado con librea respondió y me miró inexpresivo.
—Thursday Next —dije—. Vengo por Jurisficción... a ver a la señorita Havisham.
El criado, de enormes ojos saltones y cabeza de rana, abrió la puerta y me anunció limitándose a reordenar un poco las palabras:
—Señorita Havisham, Thursday Next... ¡Viene por Jurisficción!
Entré y fruncí el ceño cuando vi el vestíbulo vacío. ¿A quién había creído estar anunciándome el sirviente? Me volví para preguntarle adónde debería dirigirme, pero él se inclinó con rigidez y caminó, de un modo que me pareció dolorosamente lento, hasta el otro extremo del vestíbulo, donde abrió una puerta, y luego se retiró mirando un punto situado por encima y por detrás de mí. Le di las gracias, entré y me encontré en el salón de baile de la mansión. Estaba pintado de blanco y azul pálido y las paredes, allí donde no estaban decoradas con delicadas molduras de yeso, estaban adornadas con lujosos espejos de marco dorado. El techo de vidrio dejaba entrar la luz de la tarde, pero ya los sirvientes preparaban los candelabros.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían usado las oficinas de Jurisficción como salón de baile; estaba abarrotado de sofás, mesas, archivadores y escritorios hasta arriba de papeles. Habían montado una mesa con teteras y apetitosos platos dispuestos en delicadas bandejas de porcelana. Unas dos docenas de personas estaban por allí, sentadas, charlando o simplemente con la mirada perdida. Vi a Akrid Snell al fondo de la sala hablando a lo que parecía un pequeño cuerno de gramófono conectado al suelo por medio de un tubo metálico y flexible. Intenté llamar su atención, pero en ese momento...
—Por favor —dijo una voz cercana—, ¡dibújame una oveja!
Bajé la vista para ver a un niño de no más de diez años y rizos dorados que me miraba con una intensidad como poco desconcertante.
—Por favor —repitió—, ¡dibújame una oveja!
—Será mejor que hagas lo que te dice —me recomendó una voz familiar—. Una vez que empieza, nunca se rinde.
Era la señorita Havisham. Obedientemente, dibujé una oveja lo mejor que pude y se la entregué al muchacho, que se fue satisfecho.
—Bienvenida a Jurisficción —dijo la señorita Havisham, que todavía cojeaba un poco por la herida sufrida en Booktastic—. No voy a presentártelos a todos, pero hay una o dos personas a las que deberías conocer.
Me agarró del brazo y me guió hacia una dama bajita y elegante que se ocupaba de los sirvientes mientras éstos servían más canapés.
—Ésta es la señora Dashwood; tiene la amabilidad de permitirnos usar su casa. Señora Dashwood, ésta es Thursday Next... mi nueva aprendiza.
—Bienvenida a Norland Park, señorita Next; es realmente afortunada de tener a la señorita Havisham como profesora... no sucede a menudo que acepte alumnos. Pero dígame, no conozco muy bien la ficción contemporánea: ¿de qué libro viene?
—No vengo de un libro, señora Dashwood.
La señora Dashwood pareció sorprendida, luego sonrió todavía con más amabilidad, entrecruzó su brazo con el mío, murmuró una cortesía a la señorita Havisham sobre «conocerse un poco» y me llevó hacia la mesa del té.
—¿Qué le parece Norland, señorita Next?
—Encantador, señora Dashwood.
—¿Puedo ofrecerle una chuleta Crumbobbilous? —preguntó con más impaciencia, entregándome un platito y una servilleta y señalándome la comida—. ¿Un poco de té?
—No, gracias.
—Iré directamente al grano, señorita Next.
—Parece ansiosa de hacerlo.
Miró furtivamente a izquierda y derecha y bajó la voz.
—¿Todos ahí fuera creen que mi marido y yo somos muy crueles, privando a las chicas y a su madre del legado de Henry Dashwood?
Me miraba con tanta intensidad que daba risa.
—Bien... —empecé a decir.
—¡Oh, lo sabía! —boqueó la señora Dashwood con una floritura dramática—. Le dije a John que debíamos reconsiderarlo. Supongo que ahí fuera nos despellejan, nos desprecian por nuestros actos, nos maldicen por toda la eternidad.
—En absoluto —dije, intentando consolarla—. Narrativamente hablando, sin sus actos no quedaría mucha historia.
La señora Dashwood se sacó un pañuelo del puño del vestido y se secó los ojos, en los que, por lo que yo podía ver, no había ni la más mínima lágrima.
—Tiene razón, señorita Next. Gracias por sus amables palabras. Pero si oye a alguien hablar mal de mí, dígale que mi esposo tomó la decisión. Yo intenté detenerle, ¡créame!
—Por supuesto —dije, tranquilizándola. Me disculpé y me fui a buscar a la señorita Havisham.
—Lo llamamos el Síndrome del Personaje Secundario —me explicó la señorita Havisham—. Muy habitual cuando la intervención de un personaje de escasa importancia tiene graves consecuencias. Ella y su marido nos han estado prestando esta sala desde el problema que hubo con Alboroto y alegría. A cambio, damos protección especial a todos los libros de Jane Austen; no queremos que nada parecido vuelva a pasar. Tenemos una delegación en el sótano del castillo de Elsinore a cargo del señor Falstaff. Es ése de ahí.
Señaló a un hombre con sobrepeso y rostro colorado que se reía de un chiste que le contaba un agente más joven vestido con ropas más contemporáneas.
—¿Con quién habla?
—Con Vernham Deane, galán romántico de una de las novelas de Daphne Farquitt. El señor Deane es miembro leal de Jurisficción y no se lo tenemos en cuenta...
—¿Dónde está Havisham? —aulló una voz tonante. Las puertas se abrieron de pronto y una Reina Roja muy desaliñada entró en tromba. Toda la sala guardó silencio. Es decir, todos excepto la señorita Havisham, que comentó en un tono innecesariamente provocador:
—A algunas no les sienta bien ir de rebajas, ¿verdad?
Los agentes reunidos de Jurisficción, al comprender que eran testigos de otro asalto de un combate largo y personal, siguieron hablando.
La Reina Roja tenía un ojo, que tenía que dolerle, a la funerala y dos dedos entablillados. Las rebajas de Booktastic no le habían sentado bien.
—¿Qué se propone, Su Majestad? —preguntó Havisham.
—¡Vuelve a entrometerte en mis asuntos —gruñó la Reina Roja— y no respondo de mis actos!
—¿No cree que se lo está tomando un pelín demasiado en serio, Su Majestad? —dijo Havisham, siempre con el debido respeto a la realeza—. ¡Después de todo, no eran más que unos libros de Farquitt!
—¡En estuche! —respondió la Reina Roja con frialdad—. Por rencor te llevaste el regalo que planeaba entregar a mi querido y amado esposo. ¿Y sabes por qué? —La señorita Havisham apretó los labios y guardó silencio—. ¡Porque no puedes soportar que esté felizmente casada!
—¡Señora, eh... señora y Majestad, por favor! —dije en tono conciliador—. ¿Tenemos que discutir en Norland Park?
—¡Ah, sí! —dijo la Reina Roja—. ¿Sabes por qué usamos Sentido y sensibilidad? De hecho, ¿por qué la señorita Havisham insistió en usarlo?
—No la creas —murmuró la señorita Havisham—, son todo majaderías. A Su Majestad le falta un verbo para ser frase completa.
—Te diré por qué —siguió diciendo con furia la Reina Roja—. ¡Porque en Sentido y sensibilidad no hay padres ni maridos autoritarios! —La señorita Havisham guardaba silencio—. Enfréntate a los hechos, Estella. ¡Ni los Dashwood, ni los Steele, ni los hermanos Ferrar, ni Eliza Brandon, ni Willoughby tienen un padre que los guíe! ¿No estás llevando tu odio por los hombres un poco demasiado lejos?
—Te engañas —respondió Havisham, para añadir tras una breve pausa—: En ese caso, Su Majestad, ya que estamos con ganas de cuestionar, ¿qué es exactamente lo que gobierna usted?
La Reina Roja se puso escarlata, lo que no dejaba de tener mérito porque era bastante roja en su estado natural, y se sacó del bolsillo una pistolita de duelo. Havisham fue rápida y también sacó su arma, y allí se quedaron, temblando de furia, apuntándose. Por suerte, el tañido de una campana llamó su atención y las dos bajaron las armas.
—¡Bellman! —siseó la señorita Havisham agarrándome del brazo y llevándome hasta una tarima donde se había subido un hombre vestido de pregonero—. ¡Empieza el espectáculo!
El grupito se reunió alrededor del pregonero. La Reina Roja y la señorita Havisham estaban codo con codo; aparentemente se habían olvidado de su discusión.
Bellman dejó la campana y consultó la lista de puntos.
—¿Estamos todos? ¿Dónde está el gato?
—Aquí —ronroneó el gato, sentado precariamente en la parte superior de uno de los espejos de marco dorado.
—Bien. Vale, ¿falta alguien?
—Shelley se ha ido a pasear en barca —dijo una voz al fondo—. Volverá dentro de una hora si el tiempo no empeora.
—Vale —dijo Bellman—. Comienza la reunión de Jurisficción número 40.311. —Volvió a darle a la campana, tosió y consultó las notas—. Lo primero me temo que es una mala noticia. —Un silencio respetuoso. Calló un momento y escogió con cuidado las palabras—. Creo que debemos concluir que David y Catriona no van a volver. Ya han pasado dieciocho sesiones y debemos asumir que han sido boojuminados. —Una pausa reflexiva—. Recordamos a David y Catriona Balfour como amigos, colegas, miembros dignos de nuestra profesión, protagonistas de Secuestrado y de Catriona, y por todas las librosploraciones que realizaron... especialmente por su hazaña de encontrar el camino de entrada a Barchester, por la que siempre les estaremos agradecidos. Pido un minuto de silencio. ¡Por los Balfour!
—¡Por los Balfour! —repetimos todos. Luego, con la cabeza gacha, permanecimos en silencio. Pasado un minuto, Bellman volvió a hablar.
—Bien, no quiero parecer irrespetuoso pero de este caso debemos aprender que siempre hay que firmar el libro de salidas para que sepamos dónde estáis... especialmente si vais a explorar nuevas rutas. Tampoco olvidéis el ISBN... no lo inventaron sólo para catalogar, ¿eh? Puede que los mapas del señor Bradshaw posean un encanto tradicional...
—¿Quién es Bradshaw? —pregunté.
—El comandante Bradshaw —me explicó Havisham—. Ahora está retirado pero es un personaje maravilloso... Realizó la mayoría de las librosploraciones iniciales.
—... pero son viejos y están plagados de errores —añadió Bellman—. La nueva tecnología está para usarse, chicos. Cualquiera que quiera asistir a una clase de entrenamiento sobre cómo el ISBN se relaciona con el viaje entre libros, que hable con el gato.
Bellman miró a la sala como para reforzar la orden, luego desplegó una hoja de papel y se ajustó las gafas.
—Vale. Punto dos. La nueva recluta. Thursday Next. ¿Dónde estás?
Los Agentes de Recurso Prosaico reunidos miraron por toda la sala antes de que yo lograse llamar la atención agitando una mano.
—Ahí estás. Thursday es aprendiza de la señorita Havisham; estoy seguro de que todos le daréis la bienvenida a nuestra pequeña banda.
—¿No le gustaba el final de Jane Eyre? —dijo una voz desde el fondo. Se hizo el silencio y todos miraron a un hombre de mediana edad que se puso en pie y se acercó a la tarima de Bellman.
—¿Quién es? —susurré.
—Harris Tweed —respondió Havisham—. Peligroso y arrogante pero muy brillante... para ser hombre.
—¿Quién aprobó su solicitud?
—No presentó ninguna solicitud, Harris... Su nombramiento ha sido Quod erat demonstrandum. Su labor en el interior de Jane Eyre librando al libro de ese despreciable Hades es para mí demostración más que suficiente.
—¡Pero alteró el libro! —gritó Tweed con furia—. ¿Quién garantiza que no lo volverá a hacer?
—Hice lo que hice para obtener el mejor resultado —dije en voz alta, lo que tomó a Harris un poco por sorpresa. Me dio la impresión de que nadie solía plantarle cara.
—De no ser por Thursday no tendríamos libro —dijo Bellman—.
Un libro completo con un final diferente es mejor que medio libro sin final.
—No es eso lo que dicen las normas, Bellman.
La señorita Havisham habló.
—Los detectives literarios realmente competentes son tan escasos como los hombres leales, señor Tweed... Puede apreciar el potencial de la señorita Next tan bien como lo aprecio yo. ¿Tiene quizá miedo de que alguien le robe el protagonismo?
—No es eso en absoluto —protestó Tweed—, pero ¿y si ella está aquí por otra razón completamente diferente?
—¡Yo respondo de ella! —dijo la señorita Havisham con voz tunante—. Pido una votación a mano alzada. Si una mayoría de vosotros cree que la he juzgado mal, ¡entonces levantad la mano y la desterraré adonde pertenece!
Lo dijo con tal furia que pensé que nadie se atrevería a alzar la mano; al final, sólo lo hizo una persona... el propio Tweed, quien, tras valorar la situación, consideró que sería mejor retractarse. Sonrió forzadamente, se inclinó y dijo:
—Retiro todas las objeciones.
—Bien —dijo Bellman mientras Tweed regresaba a su mesa—. Como decía... bienvenida a Jurisficción, señorita Next, y nada de esas novatadas que habitualmente hacemos a los nuevos reclutas, ¿vale?
Miró severamente a todos los reunidos antes de volver a la lista.
—Punto tres: hay un LibroHuido procedente de Shakespeare. Prioridad máxima. El nombre del culpable es Feste; trabajaba como bufón en Noche de reyes. Escapó tras una noche de perversión con sir Toby. ¿Quién quiere perseguirle?
Se alzó una mano.
—¿Fabien? Gracias. Puede que tengas que ocupar su lugar durante un tiempo; llévate a Falstaff contigo, pero por favor, sir John, no se deje ver. Se le ha permitido quedarse en Las alegres comadres de Windsor pero no tiente la suerte.
Falstaff se puso en pie, se inclinó con torpeza, eructó y volvió a sentarse.
—Cuarto punto. Intruso en Sherlock Holmes con el nombre de Mycroft... Apareció inesperadamente en El intérprete griego y afirma ser su hermano. ¿Alguien sabe algo?
Me hundí más, con la esperanza de que nadie supiese lo suficiente de mi mundo como para estar al corriente de que éramos parientes. ¡Viejo zorro astuto! Así que había reconstruido el Portal de Prosa. Me tapé la boca para ocultar la sonrisa.
—¿No? —siguió Bellman—. Bien, Sherlock Holmes cree que es realmente su hermano y por ahora no ha habido daños... pero me parece una buena oportunidad para abrirse paso en la serie de Sherlock Holmes. ¿Propuestas?
—¿Qué tal a través de Los asesinatos de la calle Morgue? —propuso Tweed con acompañamiento de risas y silbidos de los presentes.
—¡Orden! Propuestas razonables, por favor. Poe está prohibido y así seguirá estando. Es posible que Los asesinatos de la calle Morgue permitan el acceso a todas las historias de detectives posteriores, pero no correré tal riesgo. Bien... ¿Alguna otra propuesta?
—El mundo perdido.
Hubo algunas risitas, pero pararon pronto; esta vez Tweed hablaba en serio.
—Puede que las otras obras de Conan Doyle abran una puerta a la serie de Sherlock Holmes —añadió con seriedad—. Sé que podemos entrar en El mundo perdido; no necesito más que encontrar una forma de avanzar.
Se produjo un momento de incomodidad mientras los agentes de Jurisficción murmuraban entre sí.
—¿Qué pasa? —susurré.
—Las historias de aventuras son siempre las que comportan mayor riesgo para cualquiera que esté intentando establecer una nueva ruta —respondió la señorita Havisham—. De una novela romántica o una novelucha lo peor que cabe esperar es una bofetada en la cara o una quemadura dolorosa en una cocina. Encontrar la ruta para entrar en Las minas del rey Salomón costó la vida a dos agentes.
Bellman volvió a hablar.
—Lord Roxton le disparó al último librosplorador que entró en El mundo perdido.
—Gómez era una aficionada —respondió Tweed—. Yo sé cuidarme.
Bellman se lo pensó un momento, sopesó los puntos a favor y en contra y acabó suspirando.
—Vale, es suyo. Pero quiero un informe cada diez páginas, ¿entendido? Vale. Punto cinco... —Dos jóvenes miembros del servicio que se reían de algo—. Chicos, prestad atención. No estoy hablando porque sea bueno para mi salud. —Se callaron—. Vale. Punto cinco. Ortografía no estándar. Se han recibido informes de ortografías extrañas en textos de los siglos XIX y XX, así que mantened los ojos abiertos. Probablemente no sean más que textadores pasándoselo bien, pero podría ser que el virus de las faltas ortográficas rebrote.
Se oyó un gemido general.
—Vale, vale, tranquilidad todo el mundo... sólo he dicho «podría». El diccionario de Samuel Johnson lo curó después de la epidemia de 1744 y el Lavinia-Webster y el OED lo mantienen controlado, pero debemos tener cuidado con cualquier nueva cepa. Sé que es aburrido, pero quiero que informéis de cualquier error ortográfico con el que os encontréis y que se lo paséis al gato. Él se lo pasará al agente Libris de la Gran Central Textual. —Hizo una pausa dramática y nos miró con seriedad—. No podemos dejar que se desmadre, señores. Vale. Punto seis. Hay treinta y un peregrinos en Los cuentos de Canterbury de Chaucer, pero sólo veinticuatro cuentos. Señora Cavendish, ¿no se encargaba usted de vigilar esta situación?
—Llevamos toda la semana vigilando Los cuentos de Canterbury —dijo una mujer vestida con una extravagancia increíble—. Cada vez que apartamos la vista otra historia queda boojuminada. Alguien está entrando y borrándolas desde dentro.
—¿Deane? ¿Alguna idea sobre quién está detrás de esto?
El galán romántico de Daphne Farquitt se puso en pie y consultó una lista.
—Creo que empieza a manifestarse un patrón —dijo—. Primero desapareció «La mujer del mercader», luego «El cuento del sombrerero», «La minga del buhonero», «La venganza del cornudo», «El maravilloso culo de la doncella» y, más recientemente, «La competición de pedos». De «El cuento del cocinero» sólo queda la mitad... Por lo visto el responsable detesta la vitalista vulgaridad de los textos de Chaucer.
—En ese caso —dijo Bellman con expresión seria—, parece que volvemos a tener una célula activa de bowdlerizadores. «El cuento del molinero» será el próximo. Quiero vigilancia las veinticuatro horas y deberíamos tener a alguien dentro. ¿Voluntarios?
—Yo lo haré —dijo Deane—. Ocuparé el puesto del anfitrión... a él no le importará.
—Bien. Mantenme informado.
—¡Una cosa! —dijo Akrid Snell, levantando la mano.
—¿Qué pasa, Snell?
—Si vas a ser el anfitrión, Deane, ¿podrías conseguir que Chaucer se modere un poco con la historia de sir Topaz? Ha sido acusado de libelo y, sin querer ser puntilloso, podríamos acabar perdiendo los pantalones.
Deane asintió y Bellman volvió a las notas.
—Punto siete. Bien, esto lo considero serio, señores.
Levantó un viejo ejemplar de la Biblia.
—En esta impresión de 1631 de la Biblia, el séptimo mandamiento es «cometerás adulterio».
Se produjo una reacción de nervios y risas contenidas.
—No sé quién lo ha hecho, pero no tiene gracia. Juguetear con Sistemas Operativos Textuales internos puede que posea cierto atractivo para los traviesos, pero no aporta nada y no demuestra ninguna inteligencia. Podría pasar por alto el ataque ocasional de alegría, pero no se trata de un incidente aislado. También tengo una Biblia de 1716 que anima a los fieles a «pecar más» y una impresión de Cambridge en 1653 que dice que «los desviados heredarán el Reino de Dios». Escuchad, no quiero que me acusen de no tener sentido del humor, pero esto no voy a tolerarlo. Si encuentro al gracioso responsable, pasará un mes de vacaciones forzadas en Hormiga & abeja.
—¡Marlowe! —dijo Tweed, fingiendo que era tos.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada. Una tos rebelde... lo siento.
Bellman miró a Tweed un momento, dejó la Biblia problemática y miró la hora.
—Vale, esto es todo por ahora. Enseguida me ocuparé de las misiones de cada cual. Damos las gracias a la señora Dashwood por su hospitalidad y, Perkins... te toca a ti dar de comer al Morlock.
Perkins soltó un quejido. El grupo se fue disgregando entre conversaciones. Bellman tuvo que alzar la voz para que le oyesen.
—El turno de trabajo acaba con las ocho campanadas, ¡y escuchad!
El personal reunido de Jurisficción se detuvo un momento.
—Tened cuidado ahí fuera.
Bellman calló, hizo repicar la campana y todos regresaron a sus tareas. Miré a Tweed a los ojos. Me sonrió, formó una pistola con la mano y me apuntó. Yo hice el mismo gesto y él se rió.
—Rey Pelinor —dijo Bellman a un caballero de pelo blanco desordenado y patillas vestido con armadura—, se ha producido un avistamiento de la Bestia Cazadora en el trasfondo de Middlemarch.
El rey Pelinor abrió unos ojos como platos; murmuró algo que sonaba como «¿qué, qué, eh, eh?», se alzó en toda su altura, recogió el casco que descansaba en una mesa cercana y salió de la sala con un estruendo de metal. Bellman marcó un visto en la lista, consultó el siguiente punto pendiente y se volvió hacia nosotras.
—Next y Havisham —dijo—. Algo fácil con lo que empezar. Hay que cerrar un argujero. Está en Grandes esperanzas, señorita Havisham, así que podría irse a casa al terminar.
—¿Qué hacemos?
—Página dos —explicó Bellman, consultando la lista—. Abel Magwitch escapa, nadando se supone, de un buque prisión con un «gran hierro» unido a la pierna. Se hundiría como una piedra. Si no hay Magwitch, no hay huida, no hay carrera en Australia, no hay dinero para darle a Pip, no hay «esperanzas», no hay historia. Debe tener el grillete puesto cuando llegue a la orilla, de forma que Pip tenga que ir a buscar una lima para soltarle, así que van a tener que trastear con el trasfondo narrativo. ¿Alguna pregunta?
—No —respondió la señorita Havisham—. ¿Thursday?
—Eh... tampoco —respondí.
—Bien —dijo Bellman, firmando un formulario y arrancándolo—. Llévenselo a Wemmick de Suministros.
Nos dejó y llamó a Foyle y a la Reina Roja para hablar sobre una persona desaparecida llamada Cass en Silas Marner.
—¿Has entendido algo de lo que ha dicho? —preguntó la señorita Havisham con amabilidad.
—No mucho.
—¡Bien! —La señorita Havisham sonrió—. ¡Confundidos es exactamente como todos los cadetes de Jurisficción deben encarar su primera misión!
26
Primera misión: argujero en Grandes esperanzas
Argujero: Término empleado para describir un agujero argumental del autor que hace que su obra sea aparentemente imposible. Es posible que un argujero sin cerrar no dé problemas durante un millón de lecturas pero, súbita y catastróficamente, la narración puede desmoronarse de forma dramática. De ahí el dicho de Jurisficción: «Un cambio de frase ahorra mucho tiempo.»
Marcatexto: Un dispositivo de emergencia parecido por su aspecto a una pistola de señales. Diseñado por el Departamento de Diseño y Tecnología de Jurisficción, el marcatexto permite a un ARP atrapado «marcar» el texto de libro en que se encuentra empleando un código preasignado de negritas, cursivas, subrayados, etcétera, único para cada agente. Otro agente puede entonces saltar a la página correcta para realizar el rescate. Funciona bien siempre que el rescatador esté buscando la señal.
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran Biblioteca (glosario)
La señorita Havisham me dijo que fuese a buscar té y que me reuniese con ella, así que fui hasta la mesa de la merienda.
—Buenas tardes, señorita Next —dijo un joven muy elegante que se había unido a mí—. Vernham Deane, canalla residente en El señor de High Potternews, D. Farquitt, 1.256 páginas, en edición de bolsillo 3,99 libras.
Le di la mano.
—Sé lo que piensa —sonrió—. A nadie le gusta Daphne Farquitt;
pero vende muchos libros y siempre ha sido muy buena conmigo... si exceptuamos el capítulo en que violo a la sirvienta de Potternews Hall y luego insensiblemente lo niego todo y la despido. No quería hacerlo, créame.
—No he leído el libro —le dije.
—¡Ah! —Parecía aliviado. Añadió—: La señorita Havisham es muy buena profesora. Sólida y de fiar, pero quisquillosa con las reglas. Aquí hay muchos atajos que los miembros de más edad ven mal o desconocen; ¿me permitirá que algún día le muestre este lugar?
—Gracias, señor Deane. Acepto.
—Vern —dijo—, llámeme Vern. Escuche, no se fíe demasiado del ISBN. Bellman es un poco tecnófilo y, aunque es posible que el sistema de posicionamiento por ISBN tenga sus atractivos, yo llevaría siempre los mapas de Bradshaw por si acaso.
—Lo tendré en cuenta.
—Y no se preocupe por el viejo Harris. Ladra mucho más que muerde. Me mira mal porque vengo de una novelucha atrevida, pero escuche... ¡puedo medirme con él en cualquier momento!
Nos sirvió el té antes de seguir.
—Se entrenó en la época en que lanzaban a los cadetes a El progreso del peregrino y les decían que se buscasen el camino de salida. Cree que todos los jóvenes somos blandos como el jabón. ¿No es así, Tweed?
Harris Tweed se había acercado con una taza vacía de café.
—¿De qué demonios habla, Deane? —preguntó, frunciendo el ceño como si fuese a lanzar truenos.
—Le contaba a la señorita Next que usted cree que somos todos un poco blandos.
Harris se acercó un poco más, miró furioso a Deane y luego a mí, fijamente.
—¿Havisham le ha mencionado el Pozo de las Tramas Perdidas? —preguntó.
—El gato lo mencionó. Libros inéditos, creo que dijo.
—No sólo libros inéditos. El Pozo de las Tramas Perdidas es donde las ideas vagas fermentan hasta convertirse en planes imprecisos. Es la Incubadora de Ideas. El Principio de las Palabras. Vaya allá abajo y verá los esquemas narrativos solidificándose en los estantes como si fuesen formas de vida primordiales. Los espíritus de personajes apenas esbozados recorren los pasillos en busca de tramas y diálogos antes de entretejerse en la historia. Si tienen suerte, el libro encuentra editor y se eleva a la Gran Biblioteca de arriba.
—¿Y si no tienen suerte?
—Permanecen en el sótano. Pero hay más. Por debajo del Pozo de las Tramas Perdidas hay otro sótano. Subsótano veintisiete. Nadie lo menciona. Allí es donde acaban los personajes borrados, los malos recursos narrativos, las ideas a medio cocer; es allí donde los agentes corruptos de Jurisficción van a pasar una dolorosa eternidad. No lo olvide.
Miró a Deane, le dedicó otro fruncimiento de cejas, se llenó la taza de café y se fue. En cuanto estuvo lo bastante lejos para no oírlo, Vernham se volvió hacia mí y dijo:
—Cuentos de viejas. No existe el subsótano veintisiete.
—Es como usar al Jabberwock[32] para asustar a los niños, ¿no?
—En realidad no —respondió Deane pensativamente—, porque el Jabberwock existe. Es un tipo encantador... se le da genial la pesca con mosca y toca los bongos. Se lo presentaré. —Miró la hora—. Dios. Bien, adiosito, ¡ya nos veremos!
A pesar de las garantías de Vern sobre las amenazas de Harris Tweed, seguía nerviosa. ¿Era suficiente fechoría saltar desde mi mundo a un ejemplar de Poe como para atraer las iras de Tweed? ¿Y cuánto entrenamiento me haría falta antes incluso de poder siquiera intentar rescatar a Jack Schitt? Volví con la señorita Havisham, cuya mesa, me di cuenta, estaba todo lo lejos que se podía estar de la de la Reina Roja... y le puse el té delante.
—¿Qué sabe del subsótano veintisiete? —le pregunté.
—Cuentos de viejas —respondió Havisham, concentrándose en el informe que estaba terminando—. ¿Uno de los otros ARP ha intentado asustarte?
—Más o menos.
Miré a mi alrededor mientras la señorita Havisham se mantenía ocupada. Parecía haber mucha actividad; los ARP aparecían y desaparecían en el aire que me rodeaba mientras Bellman se movía por allí, leyendo instrucciones a los agentes. Mis ojos se posaron sobre un cuerno reluciente conectado a un dispositivo de madera y metal colocado sobre una mesa junto a un tubo flexible de cobre. Me recordaba un modelo de gramófono muy antiguo... algo que podría haber inventado Thomas Edison.
La señorita Havisham alzó la vista, vio que yo intentaba leer las instrucciones de la placa metálica y dijo:
—Es un notaalpiéfono. Pruébalo si quieres.
Levanté el cuerno y miré en su interior. Había un tapón de corcho unido a una cadenita. Miré a la señorita Havisham.
—No tienes más que darle el título del libro, la página, el personaje y, si realmente quieres ser específica, la línea y la palabra.
—¿Así de simple?
—Así de simple.
Quité el tapón y oí que una voz decía.
—Servicio de operadores. ¿Puedo ayudarla?
—¡Oh! Sí, eh, libro a libro, por favor. —Pensé en una novela que había estado leyendo hacía poco y escogí una página y una línea al azar—. Era una noche oscura y tormentosa, página 156, línea 4.
—Intentando la conexión. Gracias por emplear Comunicaciones NAF.
Se oyeron algunos chasquidos y una voz de hombre diciendo: «... y nuestros corazones, aunque fuertes y valientes, se detuvieron como...».
El operador volvió a hablar.
—Lo lamento, un cruce de líneas. Pero ya está. Gracias por usar Comunicaciones NAF.
Esta vez sólo oí el murmullo de una conversación mantenida a pesar del sonido de los motores de un barco. Sin saber exactamente qué decir, solté:
—¿Antonio?
Se oyó una voz confundida y, a toda prisa, volví a colocar el tapón.
—Le acabarás pillando el tranquillo —dijo Havisham amablemente, dejando el informe—. ¡El papeleo! Increíble. Vamos, tenemos que visitar a Wemmick en Suministros. A mí me cae bien, por tanto a ti te caerá bien. No espero que en esta primera misión hagas mucho... simplemente quédate cerca de mí y observa. ¿Te has acabado el té? ¡Nos vamos!
No me lo había terminado, por supuesto, pero la señorita Havisham me agarró por el codo y antes de que me diera cuenta habíamos regresado al inmenso vestíbulo de entrada. Nuestros pasos resonaron sobre el suelo reluciente mientras nos dirigíamos a un lado del vestíbulo, donde un pequeño mostrador de mármol rojo de no más de dos metros de ancho estaba bien encajado en la pared de mármol rojo. Un cartel raído nos indicaba que tomáramos un número y que nos llamarían.
—¡El rango tiene sus privilegios! —gritó la señorita Havisham encantada poniéndose en el primer lugar de la cola. Algunos agentes de Jurisficción alzaron la vista, pero la mayoría empollaba notas de paso, memorizando sus próximos destinos.
Harris Tweed estaba delante de nosotras, equipándose para su viaje a El mundo perdido. Sobre el mostrador había un traje completo de safari, mochila, binoculares y revólver.
—... y un rifle deportivo Rigby.416 con sesenta cartuchos de munición.
El encargado colocó la caja de caoba del rifle sobre el mostrador y cabeceó apenado.
—¿Está seguro de que no prefiere un M16? Un estegosaurio embistiendo puede ser difícil de parar, creo yo.
—Un MI6 llamaría la atención, señor Wemmick. Además, en el fondo soy un poco tradicionalista.
El señor Wemmick suspiró, cabeceó y le pasó el albarán a Tweed para que lo firmase. Harris gruñó las gracias, firmó la hoja superior, hizo que le sellasen el recibo y que se lo devolviesen antes de reunir sus posesiones, asentir respetuosamente en dirección a la señorita Havisham, pasar de mí y luego recitar:
—«Un pasillo largo y oscuro forrado de madera, repleto de estantes...» —Antes de desvanecerse.
—¡Buenos días, señorita Havisham! —dijo el señor Wemmick amablemente tan pronto como nos acercamos—. ¿Cómo estamos?
—Bien, creo, señor Wemmick. ¿El señor Jaggers está bien?
—Yo diría que bastante bien de acuerdo a mi forma de pensar, señorita Havisham, bastante bien.
—Ésta es la señorita Next, señor Wemmick. Se nos ha unido hace poco.
—¡Encantado! —comentó el señor Wemmick, que tenía exactamente el aspecto descrito en Grandes esperanzas. A saber: era bajito, tenía la cara un poco marcada por la viruela y llevaba así como unos cuarenta años.
—¿Adónde se dirigen?
—¡A casa! —dijo la señorita Havisham, colocando la petición sobre el mostrador.
El señor Wemmick tomó la hoja de papel y la examinó un momento antes de desaparecer en el almacén y rebuscar con estruendo.
—Los almacenes son indispensables para nuestros propósitos, Thursday. Wemmick literalmente escribe su propio inventario. Todo hay que firmarlo y devolverlo, claro está, pero hay muy pocas cosas que no tenga. ¿No es así, señor Wemmick?
—¡Exacto! —dijo una voz desde detrás de un enorme montón de trajes turcos y un muy realista búfalo de plástico.
—Por cierto, ¿sabes nadar? —preguntó la señorita Havisham.
—Sí.
El señor Wemmick volvió con algunos artículos.
—Chalecos, de los que salvan la vida... dos. Cuerda, por si hay problemas... una. Cinturón salvavidas, para ayudar a flotar a Magwitch... uno. Dinero, para posibles gastos... diez chelines y cuatro peniques. Capas, para disfrazar a las agentes Next y Havisham, gruesas, negras... dos. Cenas envasadas... dos. Firme aquí.
La señorita Havisham tomó la pluma y se detuvo antes de firmar.
—Nos hará falta mi bote, señor Wemmick —dijo, bajando la voz.
—Lo notaalpiefonearé por adelantado, señorita H —dijo Wemmick, guiñando el ojo espectacularmente—. Lo encontrará en el embarcadero.
—¡Para ser un hombre, no está usted nada mal, señor Wemmick! —dijo la señorita Havisham—. ¡Thursday, recoge mi equipó!
—¿Ahora qué? —pregunté, cargada con la enorme bolsa de lona.
—A Dickens se puede llegar caminando —me explicó Havisham—, pero practicarás mejor si nos haces saltar directamente hasta allí... Hay como ochenta mil kilómetros de estantes.
—Ah... vale, eso sé hacerlo —murmuré, dejando la bolsa, sacando la guía de viaje y buscando la sección sobre la biblioteca.
—Agárrame mientras saltas y piensa en Dickens al tiempo que lees.
Así lo hice, y en un instante nos encontramos en el lugar justo de la biblioteca.
—¿Cómo lo he hecho? —pregunté orgullosa.
—No ha estado mal —dijo Havisham—. Pero has olvidado la bolsa.
—Lo siento.
—Esperaré aquí mientras vas a recogerla.
Así que leí de vuelta al vestíbulo, recogí la bolsa, soporté algunas pullas amistosas de Deane y regresé... pero por accidente llegué a una serie de libros de aventuras protagonizados por chicas valientes y escritos por alguien llamado Charles Pickens, así que volví a leer la parte de la biblioteca y me encontré enseguida con la señorita Havisham.
—Este es el libro de salida —dijo sin mirarme—. Nombre, destino, fecha, hora... ya lo he entrado todo. ¿Vas armada?
—Siempre. ¿Espera problemas?
La señorita Havisham sacó su pistolita, comprobó la recámara y me dedicó una de sus miradas más serias.
—Siempre espero problemas, Thursday. Pasé dos años en GPH, Grupo de Protección de Heathcliff, en Cumbres borrascosas y, créeme, los ProCaths lo intentaron todo... Yo personalmente evité su asesinato en ocho ocasiones.
Sacó un cartucho usado, lo reemplazó por otro y volvió a colocar los cañones gemelos.
—Pero en Grandes esperanzas... ¿Qué peligro podría haber?
Se remangó y me mostró una cicatriz pálida en su antebrazo.
—Incluso en Toytown las cosas se pueden poner muy desagradables —explicó—. Créeme, Larry no es ningún corderito. Tuve suerte de escapar con vida.
Debí de mirarla con nerviosismo porque añadió:
—¿Todo bien? Puedes renunciar cuando quieras, ya lo sabes. Dilo y estarás de vuelta en Swindon antes de que puedas decir «señora Hubbard».
Me miró intensamente y yo pensé en el bebé. Había superado sin consecuencias las rebajas. ¿Cómo de difícil podía ser «recorrer» el trasfondo narrativo de una novela de Dickens? Además, me hacía falta toda la práctica posible.
—Estaré lista cuando lo esté usted, señorita Havisham.
Asintió, se bajó la manga, sacó Grandes esperanzas del estante y lo abrió sobre una de las mesas de lectura.
—Debemos entrar antes de que comience la historia, por lo que esto no es un salto libresco estándar. ¿Estás prestando atención?
—Sí, señorita Havisham.
—Bien. No tengo ningún deseo de explicarlo más de una vez. Primero, léenos dentro del libro.
Hice lo que me ordenaba, en esta ocasión asegurándome de tener bien agarrada la bolsa, y allí estábamos, entre las lápidas de las primeras páginas de Grandes esperanzas, con el frío y la humedad en el aire y la niebla que venía del mar. Al otro extremo del camposanto un niño pequeño estaba agachado entre piedras gastadas por los elementos, hablando consigo mismo mientras miraba dos lápidas colocadas a un lado. Pero allí había algo más. De hecho, había un grupo de personas cavando en una zona que quedaba justo al otro lado de los muros del cementerio y del muchacho, iluminado por la luz de dos potentes focos eléctricos alimentados por un pequeño generador que zumbaba en la distancia.
—¿Quiénes son? —susurré.
—Vale —susurró Havisham, sin oírme—, ahora saltamos adonde queremos ir por... ¿Qué has dicho?
Señalé en dirección a los del grupo. Uno empujó una carretilla sobre un tablón y vertió su contenido encima de un enorme montón de restos.
—¡Por amor del cielo! —exclamó la señorita Havisham, caminando a toda prisa hacia el grupito—. ¡Es el comandante Bradshaw!
Corrí tras ella, y no tardé en comprobar que la excavación era arqueológica. En el suelo había clavos unidos por cuerdecitas delimitando una zona en la que los voluntarios raspaban con paletas, intentando hacer el menor ruido posible. Sentado en una silla plegable había un hombre vestido como un cazador de elefantes: con ropa de safari, salacot, monóculo y un enorme y espeso bigote. Además, apenas medía más de un metro. Cuando bajó de la silla, era todavía más bajito.
—¡Que me aspen, es la niña Havisham! —dijo con un susurro ronco—. ¡Estella, cada vez que te veo estás más joven!
La señorita Havisham le dio las gracias y me presentó. Bradshaw me dio la mano y la bienvenida a Jurisficción.
—¿Qué tramas, Trafford? —preguntó Havisham.
—Es una investigación arqueológica para la Fundación Charles Dickens, mi niña. Algunos estudiosos creen que Grandes esperanzas no empezaba en el cementerio sino en la casa de Pip cuando sus padres seguían todavía con vida. No quedan rastros en el manuscrito, así que pensamos en excavar un poco y ver si podíamos encontrar pruebas de una escena anterior sobrescrita.
—¿Ha habido suerte?
—Hemos dado con una idea remodelada que acabó en Nuestro amigo común, algunas quintillas verdes y un garabato inteligible al margen... pero poco más.
Havisham le deseó suerte; dijimos adiós y los dejamos excavando.
—¿Eso es raro?
—Descubrirás que por aquí no hay muchas cosas verdaderamente raras —respondió Havisham—. Es lo que hace que este trabajo sea tan divertido. ¿Dónde estábamos?
—Íbamos a saltar a los hechos anteriores al comienzo del libro.
—Lo recuerdo. Para saltar hacia delante sólo tendríamos que concentrarnos en el número de página o, si lo prefieres, en un hecho específico. Para retroceder antes de la primera página debemos pensar en números de página negativos o en algún acontecimiento que demos por supuesto que sucedió antes del comienzo del libro.
—¿Cómo se concibe un número de página negativo?
—Visualiza algo... Un albatros, digamos.
—¿Sí?
—Vale, ahora quita el albatros.
—¿Sí?
—Ahora quita otro albatros.
—¿Cómo voy a hacerlo? ¡Ya no quedan albatros!
—Vale; imagina que te he prestado un albatros para compensar tu déficit de aves marinas. ¿Cuántos albatros tienes ahora?
—Ninguno. —Bien. Ahora relájate mientras yo recupero mi albatros.
Me estremecí cuando un escalofrío me recorrió y, durante un momento fugaz, un hueco con la vaga forma de un albatros se abrió y se cerró delante de mí. Pero lo más extraño fue que durante un brevísimo momento comprendí el principio básico de la operación... pero esa comprensión se esfumó como un sueño al despertar. Parpadeé y miré a Havisham.
—Eso —anunció— ha sido un albatros en negativo. Ahora inténtalo tú. Sólo que tienes que emplear números de página en lugar de albatros.
Intenté con todas mis fuerzas imaginar un número de página negativo pero no me salió bien y me encontré en el jardín de Satis House, viendo a dos muchachos preparándose para pelear. La señorita Havisham estuvo a mi lado en un periquete.
—¿Qué haces?
—Intento...
—No, no lo intentes, niña. En este mundo hay dos tipos de personas, las que intentan y las que hacen. Tú eres de las primeras y yo intento convertirte en una de las últimas. ¡Ahora concéntrate, niña!
Así que probé de nuevo y en esta ocasión me encontré en un curioso cuadro vivo parecido al cementerio del primer capítulo pero en el cual tumbas, muros e iglesia eran poco más que siluetas de cartón. Los dos personajes, Magwitch y Pip, también eran bidimensionales y permanecían tan inmóviles como estatuas. Sólo que sus ojos se movieron para mirarme cuando salté allí.
—Tú... —susurró Magwitch entre dientes sin mover ni un músculo—, largo.
—¿Disculpe?
—¡Largo! —repitió Magwitch, en esta ocasión con más furia.
Yo reflexionaba sobre todo esto cuando Havisham me alcanzó, me agarró por la mano y saltamos adonde se suponía que debíamos estar.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
—El frontispicio. Esto no se te da bien a la primera, ¿verdad?
—Me temo que no.
—No desesperes —dijo la señorita Havisham más amable—, te convertiremos en Agente de Recurso Prosaico.
Recorrimos un embarcadero para llegar al amarre del bote de Havisham, que no era un bote cualquiera. Era un Riva de madera brillante y cromados relucientes. Subí a bordo de la lancha motora y guardé el material.
—¡Soltemos amarras! —gritó Havisham, que parecía recobrar energías en cuanto se subía a cualquier cosa dotada de un motor potente. Hice lo que me dijo. La señorita Havisham arrancó los motores Chevrolet gemelos de gasolina y con un gruñido gutural del escape nos adentramos en la oscuridad del Támesis. De la bolsa saqué dos capas, me puse una y le llevé la otra a la señorita Havisham, quien estaba de pie al timón, con el viento soplando por entre su pelo gris y tirando de su velo desgarrado.
—¿No es un poco anacrónico? —pregunté.
—Oficialmente lo es —respondió Havisham, virando para evitar un pequeño esquife—, pero realmente estamos en el trasfondo menos un día, así que podría haberme traído toda una flota de aviones Harrier de despegue vertical y al circo de los hermanos Ringling al completo y nadie se habría dado cuenta. Si tuviésemos que actuar durante el libro, estaríamos limitadas a usar lo disponible... lo que puede ser un incordio.
Nos movíamos corriente arriba contra las olas aceleradas. Era medianoche y yo agradecía la capa. Los jirones de niebla llegaban desde el mar y se acumulaban formando grandes bancos que obligaban a la señorita Havisham a reducir la velocidad; en veinte minutos estuvimos rodeadas por la niebla y nos quedamos a solas en medio de la oscuridad fría. La señorita Havisham apagó los motores y las luces de navegación y nos deslizamos suavemente siguiendo la marea.
—¿Sándwich y sopa? —preguntó, mirando la cesta de picnic.
—Gracias, señora.
—¿Quieres mi bocadillo?
—Yo estaba a punto de ofrecerle el mío.
Oímos los barcos prisión antes de verlos... el sonido de los hombres tosiendo, maldiciendo y algún grito ocasional de miedo. La señorita Havisham arrancó los motores y se dirigió lentamente hacia el sonido. A continuación la niebla se abrió y vimos el casco de la prisión aparecer frente a nosotras. Era una inmensa masa negra que se alzaba del agua iluminada únicamente por las lámparas de aceite que parpadeaban en las portillas. El viejo buque de guerra estaba retenido de proa a popa por pesadas cadenas de ancla oxidadas sobre las que los desechos se habían ido acumulando. Después de comprobar el nombre del barco, la señorita Havisham redujo la velocidad y paró los motores. Nos deslizamos por los costados del buque prisión y yo usé el bichero para mantenernos separadas. Teníamos las portillas por encima de nosotras y lejos de nuestro alcance, pero al movernos en silencio por el barco nos topamos con una cuerda improvisada que colgaba de una ventana de la cubierta de cañones. Rápidamente até el bote a un anillo saliente y la lancha motora viró y se quedó flotando en el sentido de la corriente.
—¿Ahora qué? —susurré.
La señorita Havisham señaló el salvavidas y yo lo até rápidamente al extremo de la cuerda improvisada.
—¿Eso es todo? —susurré.
—Eso es todo —respondió la señorita Havisham—. Tampoco ha sido para tanto, ¿verdad? ¡Espera! ¡Mira!
Señaló un costado del buque prisión, donde una extraña criatura se había fijado a una portilla. Poseía enormes alas como de murciélago, que plegaba más mal que bien sobre la parte posterior del cuerpo, cubierta por mechones de pelaje enmarañado. Tenía cara de zorro, tristes ojos marrones y un pico largo y delgado que había clavado profundamente en la madera de la portilla. Pasaba de nosotras y emitía sonidos bajos de succión mientras se alimentaba.
Se oyó una tremenda explosión y una bala dio cerca de la criatura. De inmediato, asustada, desplegó las grandes alas y salió volando en la noche.
—¡Mecachis! —dijo la señorita Havisham, bajando la pistola y volviendo a poner el seguro—. ¡He fallado!
El ruido había llamado la atención de los vigilantes.
—¿Quién anda ahí? —gritó uno—. ¡Será mejor que vengáis por asuntos del rey, o por san Jorge que vais a probar el plomo de mi mosquete!
—Soy la señorita Havisham —respondió Havisham disgustada—, en misión de Jurisficción, sargento Wade.
—Le pido disculpas, señorita Havisham —respondió el vigilante—, ¡pero hemos oído un disparo!
—He sido yo —gritó Havisham—. ¡Tienen gramásitos en su barco!
—¿En serio? —respondió el vigilante, inclinándose y mirando—. No veo ninguno.
—Ya se ha ido, idiota adormilado —dijo Havisham para sí misma, añadiendo con rapidez—: bien, en el futuro mantengan los ojos bien abiertos. Si ven alguno más, ¡quiero saberlo de inmediato!
El sargento Wade le aseguró que así sería, nos deseó buenas noches y desapareció.
—¿Qué repámpanos es un gramásito? —pregunté, mirando nerviosa por si la extraña criatura volvía a aparecer.
—Una forma de vida parásita que vive dentro de los libros y se alimenta de la gramática —explicó Havisham—. Yo no soy una experta, por supuesto, pero el que hemos visto se parecía sospechosamente a un adjetívoro. ¿Ves la portilla de la que se alimentaba?
—Sí.
—Descríbemela.
Miré la portilla y fruncí el ceño. Había esperado que fuese vieja, u oscura, o de madera, o que estuviese podrida, o húmeda, pero no era así. Pero tampoco era estéril, ni vacía, ni neutra. Simplemente era una portilla, ni más ni menos.
—El adjetívoro se alimenta de los adjetivos que describen al nombre —explicó Havisham—, pero por lo general deja el sustantivo intacto. Tenemos exterminadores que se encargan de ellos, pero no hay suficientes gramásitos en Dickens como para causar daños importantes... por ahora.
—¿Cómo pasan de un libro a otro? —pregunté. ¿Los gusalibros de Mycroft no serían una especie de gramásitos a la inversa?
—Se filtran en las tapas por resumosis. Por esa razón los estantes de la Biblioteca nunca tienen más de dos metros de largo. Te aconsejo que sigas el mismo criterio en casa. He visto gramásitos convertir una biblioteca en un montón de nombres indigeribles y números de página. ¿Has leído Tristram Shandy de Sterne?
—Sí.
—Gramásitos.
—Me queda mucho por aprender —dije en voz baja.
—Estoy de acuerdo —respondió Havisham—. Intento que el gato escriba una actualización de la guía de viaje incluyendo un bestiario, pero tiene mucho trabajo en la Biblioteca y sostener una pluma es complicado cuando sólo tienes zarpas. Vamos, salgamos de esta niebla y veamos de qué es capaz esta motora.
Tan pronto como nos alejamos del barco prisión, Havisham arrancó los motores y lentamente deshizo el camino, de nuevo prestando atención a la brújula. A pesar de ello estuvimos a punto de encallar en seis ocasiones.
—¿Cómo es que conocía al sargento Wade?
—Como representante de Jurisficción en Grandes esperanzas, mi obligación es conocer a todos. Si hay cualquier problema, entonces deben comunicármelo.
—¿Todos los libros tienen representantes?
—Todos los que están bajo el control de Jurisficción.
La niebla no se levantó. Pasamos el resto de esa fría noche moviéndonos por entre los barcos anclados en el río. Sólo al amanecer pudimos ver lo suficiente para alcanzar unos tranquilos diez nudos.
Devolvimos el bote al embarcadero y Havisham insistió en que yo me encargase de que las dos volviésemos a su habitación de Satis House, lo que logré al primer intento. Eso me ayudó a recuperar parte de mi confianza perdida. Encendí algunas velas y la ayudé a volver a la cama antes de regresar a Suministros con Wemmick. Hice que me sellasen la otra hoja del albarán, rellené un formulario por el chaleco salvavidas perdido y estaba a punto de regresar a casa cuando un magullado Harás Tweed apareció de la nada y se acercó al mostrador. Tenía la ropa hecha jirones y había perdido una bota y la mayoría de su equipo. Daba la impresión de que El mundo perdido no le había sentado muy bien. Me miró a los ojos y me apuntó con un dedo.
—No diga nada. ¡Ni una sola palabra!
Pickwick seguía despierta cuando llegué, a pesar de que eran casi las seis de la mañana. En el contestador tenía dos mensajes: uno era de Cordelia y el otro de Cordelia muy cabreada.
27
Landen y Joffy una vez más
George Formby nació George Hoy Booth en Wigan, en 1904. Siguió los pasos de su padre en el mundo del music hall, adoptó el ukelele como instrumento característico y, para cuando estalló la guerra, era una estrella de las variedades, la pantomima y el cine. Durante el primer año de guerra, él y su esposa Beryl realizaron extensas giras para los soldados, entreteniendo a las tropas y rodando una serie de películas de gran éxito. En 1942 él y Gracie Fields eran los artistas favoritos del país. Cuando la invasión de Inglaterra resultó inevitable, muchos famosos y dignatarios influyentes fueron enviados a Canadá. George y Beryl decidieron quedarse y luchar, tal y como lo expresó George: «¡Hasta la última bala al final del muelle de Wigan!» Pasando a la clandestinidad con la resistencia inglesa y varios regimientos leales de los voluntarios de defensa local, Formby se encargó de la ilegal Radio San Jorge, que emitía canciones, chistes y mensajes a receptores secretos por todo el país. Siempre ocultos, siempre en movimiento, los Formby hicieron uso de sus numerosos contactos en el norte para pasar clandestinamente a muchos pilotos aliados a la Gales neutral y formaron células de la resistencia que hostigaron a los invasores nazis. La orden de Hitler en 1944 de «quemar todos los ukeleles y banjos de Inglaterra» indica hasta qué punto se le consideraba una amenaza. El famoso comentario de George una vez declarada la paz, «¡eh, el tiempo ha mejorado!», se convirtió en una frase hecha para la nación. En la Inglaterra republicana de posguerra se le nombró presidente no ejecutivo de por vida, un puesto que conservó hasta su asesinato.
JOHN WILLIAMS
La extraordinaria carrera de George Formby
Fue tras dos o tres días de simple trabajo de detective literario y un fin de semana aburrido sin Landen que me encontré completamente despierta y mirando al techo, escuchando el tintineo de las botellas de leche y el sonido de los pies de Pickwick sobre el linóleo de la cocina. Los patrones de sueño nunca son del todo correctos en las especies fruto de la ingeniería genética; nadie sabe el porqué. No se había dado ninguna coincidencia importante en los últimos días, aunque la noche de la exposición de Joffy los dos agentes de OpEspec 5 a los que habían ordenado seguir a Slaughter y a Lamb habían muerto en el coche envenenados por dióxido de carbono. Parecía que el tubo de escape del vehículo estaba mal. Lamb y Slaughter llevaban dos días siguiéndome muy indiscretamente. Yo dejaba que lo hicieran; a mí no me molestaban... ni molestaban tampoco a mi asaltante desconocido. En caso contrario, probablemente ya hubiesen estado muertos.
Pero había más cosas de las que preocuparse aparte de OE-5. Tres días después el mundo quedaría reducido a una masa pegajosa de azúcar y proteínas, o eso afirmaba mi padre. Yo misma había visto el mundo rosa y viscoso, pero también había visto cómo me disparaban en la estación de Cricklade, por lo que el futuro no es que fuese exactamente inmutable... gracias al cielo. El laboratorio no avanzaba; la sustancia rosa no se correspondía con ningún compuesto químico conocido. Curiosamente, el jueves siguiente era también el día de las elecciones generales, y Yorrick Kaine estaba preparado para obtener un buen rédito político gracias a haber «compartido» el Cardenio con tanta generosidad. Eso sí, seguía sin arriesgarse... la primera representación pública del texto no se produciría hasta el día posterior a las elecciones. La situación era la siguiente: si la porquería rosa atacaba, Yorrick Kaine tendría la carrera más corta como primer ministro dé la historia. Es más, ese jueves sería el último jueves para todos nosotros.
Cerré los ojos y pensé en Landen. Allí estaba, como mejor lo recordaba: sentado en su estudio dándome la espalda, desconectado del mundo, escribiendo. La luz del sol penetraba por la ventana y el repiqueteo familiar de la vieja máquina de escribir Underwood era una agradable melodía para mis oídos. Se detenía de vez en cuando para leer lo escrito, corregía con el lápiz entre los dientes o, simplemente, se detenía por detenerse. Yo me apoyé en la puerta un rato y sonreí. Él murmuró una frase que había escrito, rió un poco y tecleó más deprisa, golpeando el retorno de carro con una floritura. Tecleó animadamente unos cinco minutos hasta que paró, se sacó el lápiz de la boca y se volvió.
—Eh, Thursday.
—Hola, Landen. No quería molestarte; ¿vuelvo...?
—No, no —dijo a toda prisa—, esto puede esperar. Simplemente me alegro de verte. ¿Cómo van las cosas ahí fuera?
—Aburridas —le dije desanimada—. Después de Jurisficción, el trabajo de OpEspec resulta tan aburrido como mirar el polvo. Flanker de OE-1 todavía me la tiene jurada, puedo sentir el aliento de la Goliath en el cuello y ese Lavoisier me usa para capturar a papá.
—¿Te ayudaría sentarte en mi regazo?
Así lo hice y le abracé con fuerza.
—¿Cómo está Junior?
—Junior es más pequeño que una judía pero no deja que me olvide de su presencia. Casi siempre una bebida energética me quita las náuseas. A estas alturas debo de haberme bebido una piscina entera de ese líquido.
Una pausa.
—¿Es mío? —preguntó.
Le volví a agarrar con fuerza pero no dije nada. Él lo comprendió y me acarició el hombro.
—Hablemos de otra cosa. ¿Cómo te va en Jurisficción?
—Bien —dije, sonándome la nariz con fuerza—. No se me da muy bien lo de saltar a los libros. Quiero que vuelvas, Land, pero sólo voy a tener una oportunidad con «El cuervo» y quiero hacerlo bien. Hace casi tres días que no sé nada de Havisham... no sé cuándo será la siguiente misión.
Landen movió la cabeza lentamente.
—Dulzura, no quiero que entres en «El cuervo». —Le miré—. Ya lo has oído. Deja a Jack Schitt donde está. ¿Cuánta gente hubiese muerto de haberse salido con la suya con el rifle de plasma? ¿Mil? ¿Diez mil personas? Escucha, puede que tus recuerdos pierdan definición, pero yo seguiré aquí, los buenos momentos...
—Pero no quiero sólo los buenos momentos, Land. Quiero todos los momentos. Los momentos de mierda, las discusiones, esa costumbre molesta tuya de intentar siempre llegar a la siguiente estación de servicio y quedarte sin gasolina. Que te metas el dedo en la nariz, te tires pedos en la cama. Pero más aún, quiero los momentos que todavía no se han producido... el futuro. ¡Nuestro futuro! Voy a sacar a Schitt, Land... no creas lo contrario.
—Una vez más, hablemos de otra cosa —dijo Landen—. Escucha, me preocupa un poco que alguien esté intentando matarte con coincidencias.
—Puedo cuidarme sola.
Me miró solemne.
—No lo dudo ni por un momento. Pero yo sólo estoy vivo en tus recuerdos... y en algunos de mi madre en los que lloro y vomito, supongo... y sin ti, no soy nada, en absoluto. Por tanto, si la próxima vez el que juega con la entropía tiene suerte, tú y yo estaremos acabados... pero al menos tú tendrás tumba y una lápida según dictan las normas de OpEspec.
—Comprendo lo que dices, por muy mal que lo expreses. ¿Viste cómo usé la última vez la reducción de entropía para localizar a la señora Nakajima? Fue astuto, ¿no?
—Inspirado. Bien, ¿se te ocurre cualquier factor, excepto la víctima potencial, que relacione los tres ataques?
—No.
—¿Estás segura?
—Completamente. Lo he pensado mil veces. Nada.
Landen pensó durante un momento, se tocó la sien con un dedo y sonrió.
—No estés tan segura. Yo también he estado echando un vistazo y, bien, quiero que veas algo.
Y allí estábamos, en la plataforma de la estación de Skyrail, en South Cerney. Pero no era un recuerdo en movimiento, como los otros que había disfrutado de Landen. Estaba inmóvil, como una imagen congelada de vídeo... y al igual que una imagen congelada de vídeo no era muy buena sino borrosa y movida.
—Vale, ¿ahora qué? —pregunté mientras recorríamos la plataforma.
—Mira a todos. Mira si reconoces a alguien.
Entré en el tren y caminé por entre los protagonistas del fiasco, inmóviles como estatuas. Los rostros más definidos eran los del conductor neandertal, la mujer elegante, la dueña de Pixie Frou-Frou y la señora del crucigrama. El resto eran formas vagas, formas genéricas de mujer y poco más... ningún recuerdo les daba entidad. Lo comenté.
—Bien —dijo Landen—, ¿y qué opinas de ella?
Allí estaba la joven sentada en el banco de la estación, aplicándose maquillaje con el espejito. Nos acercamos y miré atentamente el rostro borroso e indefinido que sobresalía apenas de mis recuerdos.
—Sólo la entreví un momento, Land. De complexión media, de veintipocos años, zapatos rojos. ¿Y qué?
—Estaba aquí cuando llegaste. Está en el andén par ir hacia el sur, todos los trenes paran en todas las estaciones... pero ella no subió al Skyrail. ¿No es sospechoso?
—En realidad no.
—No —dijo Landen, un poco abatido—. No es exactamente una prueba definitiva, ¿verdad? A menos —sonrió— que mires esto.
Y un instante después nos encontrábamos en Uffington el día del picnic. Nerviosa, alcé la vista. El enorme Hispano-Suiza colgaba inmóvil en el aire a quince metros de altura.
—¿Algo te llama la atención? —preguntó Landen.
Miré cuidadosamente. Era otra estrafalaria viñeta congelada. Todos y todo estábamos allí: el mayor Fairwelle, Foe Long, mi antiguo capitán de cróquet, los mamuts, el mantel... incluso el queso de contrabando. Miré a Landen.
—Nada, Land.
—¿Estás segura? Vuelve a mirar.
Suspiré y examiné los rostros. Foe Long, una vieja amiga del colegio cuyo novio se prendió fuego a los pantalones por una apuesta; Sarah Nara, que había perdido una oreja en Bilohirsk en un accidente de entrenamiento y había acabado casada con el general Pearson; el profesional del cróquet Alf Widderhaine, que me enseñó a «marcar» desde la mismísima línea de las cuarenta yardas. Incluso la antiguamente desconocida Bonnie Voige estaba allí, y...
—¿Quién es ésta? —pregunté, señalando un recuerdo trémulo que tenía delante.
—Es la mujer que se hacía llamar Violet De'ath —respondió Landen—. ¿Te suena?
Miré sus rasgos indefinidos. En su momento no le había prestado mayor atención, pero algo en ella me resultaba familiar.
—Un poco —respondí—. ¿Ya la había visto antes?
—Dímelo tú, Thursday. —Landen se encogió de hombros—. El recuerdo es tuyo... pero si quieres una pista, mírale los zapatos.
Y allí estaban, de un rojo vivo. Podrían haber sido los mismos que los de la chica de la estación de Skyrail.
—Hay más de un par de zapatos rojos en Wessex, Land.
—Tienes razón —comentó—. He dicho que era una posibilidad remota.
Se me ocurrió una idea y, antes de que Landen pudiese decir nada, estábamos en la plaza de Osaka, con todos los japoneses con rótulos Next, el adivino congelado en un gesto de llamada, la multitud a nuestro alrededor, la mancha desordenada de ruido visual que es como las multitudes se recuerdan. Los logotipos los recordaba, claros y definidos en contraste con las caras que no recordaba. Miré por entre la multitud y ansiosamente busqué algo que pudiese parecerse a una joven europea.
—¿Ves algo? —preguntó Landen, con las manos en las caderas mientras examinaba la extraña escena.
—No —respondí—. Un minuto. Vamos a ir un poco antes.
Retrocedí un minuto y allí estaba, levantándose de la silla frente al adivino cuando le vi por primera vez. Me acerqué y miré la vaga silueta. Entrecerré los ojos en dirección a sus pies. Allí, en la esquina más nebulosa de mi mente, estaba el recuerdo que buscaba. Los zapatos eran rojos, sin ninguna duda.
—Es ella, ¿no? —preguntó Landen.
—Sí —murmuré, mirando a la forma espectral que tenía delante—. Pero no me sirve de nada; ninguno de esos recuerdos tiene la definición suficiente para identificarla.
—Quizá no por sí solos —comentó Landen—. Pero desde que estoy aquí he aprendido un par de cosas sobre el funcionamiento de tu memoria. Intenta superponer las imágenes.
Pensé en la mujer del andén, la coloqué sobre la forma vaga del mercado y luego le añadí el espectro que se había hecho llamar De'ath. Las tres imágenes rielaron un poco antes de encajar. No era de lo mejor. Necesitaba más. Saqué de mis recuerdos la fotografía medio destrozada que Lamb y Slaughter me habían mostrado. Encajaba perfectamente, y Landen y yo miramos al resultado.
—¿Qué opinas? —preguntó Landen—. ¿Veinticinco años?
—Posiblemente un poco mayor —murmuré, mirando más de cerca la amalgama de mi atacante, intentando fijarla en mi memoria. Tenía rasgos sencillos, con un poco de maquillaje y el pelo rubio cortado como un chico y asimétrico. No parecía una asesina. Repasé toda la información que tenía... lo que no me llevó mucho tiempo. La fallida investigación de OpEspec 5 me ofrecía algunas pistas: el nombre recurrente de Hades, las iniciales «A. H.», el hecho de que ella «aparecía en las fotografías. Evidentemente no era Acheron disfrazado, pero quizás...
—Oh, mierda.
—¿Qué?
—Es Hades.
—No puede ser. Le mataste.
—Maté a Acheron. Tenía un hermano llamado Styx. ¿Por qué no iba a tener una hermana?
Intercambiamos miradas nerviosas y miramos la memografía que teníamos delante. Ahora que me fijaba, en algunos rasgos se parecía a Acheron. Para empezar, era alta. Y la delgadez de sus labios, y sus ojos... poseían una especie de tenebrosidad profunda.
—No me extraña que esté cabreada contigo —murmuró Landen—. Mataste a su hermano.
—Gracias, Landen —dije—. Siempre has sabido tranquilizar a una chica.
—Lo siento. Así que sabemos que la «H» de «A. H.» es de Hades. ¿Qué hay de la «A»?
—El Aqueronte era un afluente del río Estigio —dije en voz baja—, como el Flegetonte, el Cocito, el Leteo y... el Aornis.
Nunca me había deprimido tanto identificar a un sospechoso. Pero allí había algo que yo no podía ver, como si escuchase en un televisor situado en otra habitación una música trágica sin tener ni idea de lo que pasaba en la pantalla.
—Alégrate. —Landen sonrió, frotándome el hombro—. Hasta ahora ha fallado tres veces... ¡puede que no lo logre nunca!
—Hay algo más, Landen.
—¿Qué?
—Algo que he olvidado. Algo que nunca recordé. Algo sobre... no sé.
—No tiene sentido que me lo preguntes a mí —respondió Landen—. Puede que a ti te parezca real, pero no lo soy... No puedo saber más de lo que sabes tú.
Aornis se había esfumado y Landen empezaba a desaparecer.
—Ahora tienes que irte —dijo con voz hueca—. Recuerda lo que he dicho sobre Jack Schitt.
—¡No te vayas! —grité—. Quiero quedarme aquí un poco más. En este momento la situación no es muy divertida ahí fuera. ¡Creo que el bebé es de Miles, que Aornis quiere matarme, y la Goliath y Flanker...!
Pero era demasiado tarde. Me había despertado. Todavía estaba en la cama, vestida, las sábanas arrugadas. El reloj me dijo que pasaban unos minutos de las nueve. Miré al techo con desesperación, preguntándome cómo había logrado meterme en semejante lío, y luego preguntándome si había algo que hubiese podido hacer para evitarlo. Decidí que, en conjunto, probablemente no. Lo que, dada mi confusión, consideré una buena señal. Así que me puse una camiseta y fui a la cocina, llené una tetera y puse algunos albaricoques secos en el cuenco de Pickwick después de intentar, sin lograrlo, que se sostuviese sobre una sola pata.
Agité el entropioscopio por si acaso, agradecí descubrir que todo estaba normal y llamaron al timbre justo cuando comprobaba si en la nevera quedaba leche. Salí al pasillo, recogí la automática de la mesa y pregunté:
—¿Quién es?
—Abre la puerta, Bodoque.
Aparté el arma y abrí la puerta. Joffy me sonrió al entrar y alzó las cejas viendo mi desaliño.
—¿Hoy trabajas media jornada?
—No me siento con ganas de trabajar ahora que Landen se ha ido.
—¿Quién?
—No importa. ¿Café?
Entramos en la cocina. Joffy acarició a Pickwick en la cabeza y yo vacié de borra la cafetera. Él se sentó a la mesa.
—¿Has visto a papá hace poco?
—La semana pasada. Está bien. ¿Cuánto ganaste con la venta de arte?
—Más de dos mil libras en comisiones. Pensaba gastar el dinero en arreglar el tejado de la iglesia pero luego me dije que a la mierda; me lo gastaré en bebida, curry y prostitutas.
Reí.
—Claro que sí, Joff. —Lavé unas tazas y miré por la ventana—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Vengo a recoger las cosas de Miles.
Me detuve de inmediato y me volví para mirarle.
—Repítelo.
—Vengo a recoger...
—Sé lo que has dicho, pero... pero... ¿cómo es que conoces a Miles?
Joffy rió, comprobó que lo decía en serio, frunció el ceño y dijo:
—Ya me dijo que el otro día en Vole Towers no le habías reconocido. ¿Va todo bien?
Me encogí de hombros.
—En realidad no, Joff... Pero dime: ¿cómo es que le conoces?
—Estamos saliendo, Thurs... no es posible que lo hayas olvidado.
—¿Tú y Miles?
—¡Claro! ¿Por qué no?
Eran muy buenas noticias, geniales.
—Entonces su ropa está aquí porque...
—Usamos el piso de vez en cuando.
Intenté comprender los hechos.
—Usáis mi apartamento porque... ¿es un secreto?
—Exacto. Ya sabes lo chapados a la antigua que son en OpEspec en lo que se refiere a que el personal confraternice con el clero.
Me reí con ganas y me limpié las lágrimas que me habían saltado de los ojos.
—¿Hermanita? —dijo Joffy, poniéndose en pie—. ¿Qué pasa?
Le abracé con fuerza.
—No pasa nada, Joff. ¡Todo es maravilloso! ¡El bebé no es suyo!
—¿De Miles? —dijo Joff—. No veo cómo. Espera un minuto, hermanita... ¿tienes un bollo en el horno? ¿Quién es el padre?
Sonreí entre lágrimas.
—Es de Landen —dije con confianza renovada—. ¡Por Dios, es de Landen!
Y salté de alegría, y Joffy, que no tenía nada mejor que hacer, se unió a mí en los saltos hasta que la señora Scroggins del apartamento de abajo golpeó el techo con el palo de la escoba.
—Hermanita querida... —dijo Joffy tan pronto como dejamos de saltar—. ¿Quién en el nombre de san Zvlkx es Landen?
—Landen Parke-Laine —farfullé feliz—. La CronoGuardia le erradicó pero pasó algo más y todavía llevo a su hijo, por tanto, todo está destinado a acabar bien, ¿comprendes? Y tengo que recuperarle porque si Aornis me atrapa entonces él jamás habrá existido, nunca jamás... y tampoco el bebé y no puedo soportar esa idea y ya llevo demasiado tiempo sin hacer nada y por tanto voy a entrar en «El cuervo» pase lo que pase... porque ¡si no lo hago me voy a volver loca!
—Me alegro mucho por ti —dijo Joffy—. Has perdido la cabeza por completo, pero me alegro mucho por ti.
Corrí al salón, rebusqué en mi mesa hasta encontrar la tarjeta de visita de Schitt-Hawse y llamé al número. No sonó ni dos veces.
—Ah, Next —dijo con aire triunfal—. ¿Ha cambiado de opinión?
—Entraré en «El cuervo», Schitt-Hawse. Juéguemela y los abandonaré a usted y a su hermano en la peor novela de Daphne Farquitt que pueda encontrar. Créame, puedo hacerlo... y lo haré si es necesario.
Se produjo una pausa.
—Mandaré un coche a recogerla.
Colgué el teléfono, respiré hondo, eché a Joffy en cuanto hubo recuperado las cosas de Miles, me duché y me vestí. Estaba decidida. Recuperaría a Landen sin que importase el riesgo. Seguía sin tener un plan coherente, pero no me preocupaba demasiado... Rara vez lo hacía.
28
«El cuervo»
«El cuervo» fue indudablemente el mejor poema de Edgar Allan Poe y el más famoso, y también era su favorito, el que más le gustaba recitar en las lecturas de poesía. Publicado en 1845, el poema tomaba muchos elementos de El galanteo de lady Geraldine, de Elizabeth Barrett, algo que Poe reconocía en la dedicatoria original pero que convenientemente había olvidado cuando explicó cómo escribió «El cuervo» en su ensayo La filosofía de la composición, un asunto que resta legitimidad a los ataques de Poe contra Longfellow acusándole de plagiario. Un genio turbulento, Poe también sufrió la ley de la proporcionalidad inversa dinero/fama: cuanto más famoso se volvía, menos dinero tenía. De «El escarabajo de oro», una de sus historias cortas más populares, vendió más de 300.000 ejemplares y sólo obtuvo 100 dólares de ganancia. Con «El cuervo» le fue incluso peor. Todo el beneficio que sacó de uno de los grandes poemas de la lengua inglesa fue de sólo nueve dólares.
MILLON DE FLOSS
¿Quién puso a Poe en el poema?
Sonó el timbre cuando me ponía los zapatos. Pero no era la Goliath. Eran los agentes Lamb y Slaughter. Me alegraba mucho comprobar que seguían con vida; quizás Aornis no los consideraba una amenaza. Yo tampoco.
—Se llama Aornis Hades —les dije mientras daba saltos intentando calzarme el otro zapato—, hermana de Acheron. Ni se os ocurra enfrentaros a ella. Cuando dejas de respirar sabes que te has acercado demasiado.
—¡Guau! —exclamó Lamb, buscando un bolígrafo en el bolsillo—. ¡Aornis Hades! ¿Cómo se ha enterado?
—La he entrevisto varias veces durante las últimas semanas.
—Debes de tener buena memoria —comentó Slaughter.
—Tengo ayuda.
Lamb encontró un bolígrafo, descubrió que no funcionaba y tomó prestado el lápiz de su compañera. Se le rompió la punta. Le presté el mío.
—¿Puedes repetir el nombre?
Se lo deletreé y él lo apuntó dolorosamente despacio.
—¡Bien! —dije una vez que hubo terminado—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Flanker quiere hablar.
Qué interesante. Evidentemente no había descubierto la causa del armagedón del día siguiente.
—Estoy ocupada.
—Ya no estás ocupada —respondió Slaughter, retorciéndose las manos y con aspecto de estar muy incómoda—. Lo lamento... pero estás arrestada.
—¿Ahora por qué?
—Por posesión de una sustancia ilegal.
No tenía tiempo para tonterías.
—Escuchad, chicos, no sólo estoy ocupada, estoy realmente ocupada, y el que Flanker os envíe con cargos inventados sólo nos hace perder el tiempo, a vosotros y a mí.
—Queso —dijo Slaughter, enseñándome la orden de arresto—. Queso ilegal. OE-1 encontró un taco de queso aplastado bajo el Hispano-Suiza con tus huellas por todas partes. Formaba parte de una incautación de queso, Thursday. Debería haberse mandado al horno.
Gemí. Era justo lo que Flanker buscaba. Una simple falta que habitualmente implicaba una reprimenda... pero que, si era necesario, podía convertirse en una sentencia de cárcel. En otras palabras, una forma segura de retorcerme el brazo. Antes de que los dos agentes pudiesen tomar aliento les había cerrado la puerta en la cara y bajaba por la escalera de incendios. Los oí gritarme mientras corría hasta la carretera justo a tiempo de que Schitt-Hawse me recogiese. Fue la primera y última vez que me alegré de verle.
Y allí estaba, sin saber con seguridad si había saltado de la sartén para caer en el fuego o si había saltado del fuego para caer en la sartén. Me habían quitado la automática, las llaves y la guía de viaje de Jurisficción. Schitt-Hawse conducía y yo iba sentada en el asiento de atrás... encajada entre Chalk y Cheese.
—Como que me alegro de verle, de una forma muy retorcida. —No hubo respuesta, así que esperé diez minutos y luego pregunté—: ¿Adónde vamos? —Pregunta que tampoco me valió ninguna respuesta. Así que di palmaditas en las rodillas de Chalk y Cheese y dije—: ¿Habéis ido de vacaciones este año?
Chalk me miró un momento, luego miró a Cheese y respondió:
—Fuimos a Mallorca. —Volvió a guardar silencio.
La institución de la Goliath a la que llegamos una hora más tarde había sido su Instalación de Investigación y Desarrollo de Aldermaston. Rodeada por una verja triple de alambre de espino y guardias armados patrullando con tigres dientes de sable, el complejo era un laberinto de edificios sin ventanas recubiertos de aluminio y búnkeres de cemento mezclados con subestaciones eléctricas y grandes conductos de ventilación. Nos dejaron cruzar la puerta y aparcamos en un área de descanso junto a un enorme logotipo tallado en mármol de la Goliath. Allí Chalk, Cheese y Schitt-Hawse rezaron una breve oración de contrición y devoción leal a la Corporación. Completada esa parte, nos abrimos camino un kilómetro entre tuberías, edificios, vehículos militares aparcados, camiones y todo tipo de basura.
—Siéntase honrada, Next —dijo Schitt-Hawse—. Pocos son aquellos a quienes se bendice con la posibilidad de ver este funcionamiento tan profundo de nuestra amada Corporación.
—A cada segundo me siento más humilde, señor Schitt-Hawse.
Llegamos a un edificio bajo de cemento y techo abovedado. En la entrada principal había todavía más medidas de seguridad, y a Chalk, Cheese y Schitt-Hawse tuvieron que escanearles el nudo Windsor como forma de verificación. El guardia de servicio abrió la pesada puerta que daba a un pasillo muy iluminado con una fila de ascensores. Descendimos al Sótano 12, pasamos otro control de seguridad y luego recorrimos un reluciente pasillo dejando atrás puertas con placas metálicas atornilladas que explicaban qué pasaba dentro. Desfilamos por delante de Dispositivos Computacionales Electrónicos, Comunicaciones Taquiónicas, Clavija Cuadrada en Agujero Redondo y nos detuvimos delante de Proyecto Libro. Schitt-Hawse abrió y entramos.
La habitación se parecía bastante al laboratorio de Mycroft excepto que los dispositivos habían sido construidos con más presupuesto. Si las máquinas de mi tío se mantenían unidas por medio de cordel, cartón y goma arábiga, las máquinas de ese laboratorio estaban fabricadas con aleaciones de la más alta calidad. Todos los aparatos de comprobación parecían completamente nuevos y en ninguna parte había ni un átomo de suciedad. Como media docena de técnicos de cara pálida me miraron con curiosidad al pasar. En medio de la sala había un portal parecido a un arco detector de metales; estaba envuelto en miles de metros de delgado cable de cobre apretado. El cable acababa en un haz grueso del ancho del brazo de un hombre que llegaba hasta una gran máquina que zumbaba y cliqueaba. Un técnico le dio a un interruptor, hubo algunos chasquidos, un penacho de humo y todo se apagó. Era un Portal de Prosa pero, lo que es más importante para esta historia, no funcionaba.
Señalé la puerta forrada de cobre que había en medio. Había empezado a humear y los técnicos intentaban apagar el fuego con los extintores.
—¿Se supone que esa cosa es un Portal de Prosa?
—Desgraciadamente, sí —admitió Schitt-Hawse—. Como puede que sepa, sólo logramos sintetizar una forma de masa poco densa y como lechosa sacada de los volúmenes uno al ocho de El mundo del queso.
—Jack Schitt dijo que era Cheddar.
—Jack siempre tendía a exagerar un poco, señorita Next. Por aquí.
Pasamos junto a una enorme prensa hidráulica que intentaba abrir uno de los libros que había visto en el apartamento de la señora Nakajima. La prensa de acero gruñó y se esforzó pero el libro siguió cerrado a cal y canto. Más adelante, un técnico intentaba valientemente quemar un agujero en otro de los libros, con resultados igualmente malos, y más allá otro miraba una radiografía del libro. Tenía algunos problemas, porque dos mil o tres mil páginas de texto y muchos otros documentos adjuntos bien apretados no se dejaban examinar con facilidad.
—¿Qué hacen esos libros, Next?
—¿Quiere que saque a Jack Schitt o no?
En respuesta, Schitt-Hawse dejó atrás otros experimentos y recorrió un pasillo corto para atravesar una enorme puerta de acero que daba a otra habitación que contenía mesa, silla... y a Lavoisier. Leía un ejemplar de los Poemas de Edgar Allan Poe y alzó la vista.
—Monsieur Lavoisier, supongo que ya conoce a la señorita Next —dijo Schitt-Hawse. Lavoisier sonrió y saludó con un cabeceo, cerró el libro, lo dejó en la mesa y se levantó. Permaneció en silencio un momento—. Adelante —dijo Schitt-Hawse—, ejecute su truco libresco y Lavoisier reactualizará a su marido como si nada hubiese pasado. Nadie sabrá jamás que se fue... excepto usted, claro.
—Necesito algo más que su promesa, Schitt-Hawse.
—No es mi promesa, Next, es una garantía de la Goliath... Créame, tiene remaches de hierro.
—También los tenía el Titanic —respondí—. Según mi experiencia, una garantía de la Goliath es agua mojada.
Me miró fijamente y yo le miré a él.
—Entonces, ¿qué quiere? —preguntó.
—Uno: quiero a Landen reactualizado tal y como era. Dos: quiero que me devuelvan mi guía de viajes y que me dejen salir de aquí. Tres: quiero una confesión firmada admitiendo que usó a Lavoisier para erradicar a Landen.
Le miré sin arredrarme, esperando que mi audacia diese en el blanco.
—Uno: de acuerdo. Dos: recibirá el libro después. Tres: no puedo hacerlo.
—¿Por qué no? —pregunté—. Trayendo a Landen de vuelta la confesión es irrelevante porque el delito no se cometió nunca... aunque puedo servirme de ella si alguna vez vuelve a intentar algo parecido.
—Quizás —intervino Lavoisier—, acepte este detalle como muestra de mis intenciones.
Me pasó un sobre rígido marrón. Lo abrí y saqué una fotografía de boda de Landen y mía.
—No gano nada con la erradicación de su esposo y tengo mucho que perder, señorita Next. Su padre... bien, con el tiempo le atraparé. Pero tiene mi palabra... si con eso le basta.
Miré a Lavoisier, luego a Schitt-Hawse, finalmente la foto.
—Me hace falta una hoja de papel.
—¿Por qué? —preguntó Schitt-Hawse.
—Porque debo escribir una descripción detallada de este encantador calabozo para poder volver.
Schitt-Hawse le hizo un gesto a Chalk, quien rae pasó lápiz y papel, y yo me senté y escribí la descripción más detallada que pude. La guía de viajes decía que quinientas palabras eran lo adecuado para un salto en solitario, unas mil si tenías la intención de ir con alguien, así que escribí mil quinientas para estar segura. Mientras escribía, Schitt-Hawse miraba por encima del hombro, comprobando que no estuviese describiendo algún otro destino.
—Me lo quedo yo, Next —dijo, haciéndose con el lápiz en cuanto terminé—. No es que no confíe en usted ni nada de eso.
Respiré hondo, abrí mi ejemplar de los Poemas de Edgar Allan Poe y leí el primero para mí.
Una vez, una noche terrible, meditaba débil un posible
plan para vengarme de esa maldita Thursday...
El caso de Jane Eyre, sorprendente,
llena mi alma de desprecio silente.
Se alza mi furia de esta prisión de texto
mientras maquino enfebrecido esto.
«¡Déjame salir! —le advierto taxativo—.
¡Sácame de la celda de este libro
o juro que te retorceré el cuello!»
Seguía cabreado, de eso no había ninguna duda. Seguí leyendo:
Ah, aquel lúcido recuerdo de un triste septiembre
cuando esa odiosa agente con engaños me hizo pasar por la puerta de
«El cuervo», hace de eso años.
Que la mañana me libere de este pesar deseo ansiosamente.
Un arma tomaré y será su turno de explorar el dolor profundamente.
No es más que una ramera esa doncella.
Al infierno con ella... ¡para siempre!
—Sigue siendo el viejo Jack Schitt de siempre —murmuré. —No dejaré que le ponga un dedo encima, señorita Next —me aseguró Schitt-Hawse—. Le arrestaremos antes de que pueda decir ketchup. Por tanto, reuniendo valor, ofrecí mis disculpas a la señorita Havisham por ser una estudiante impetuosa, aclaré mente y garganta y luego leí las palabras en voz alta, grandes como la vida misma y tan claras como campanas.
Se oyó el estruendo distante del trueno y un batir de alas cerca de mi cara. Cayó una noche negra como la tinta y se levantó un viento que sopló a mi alrededor, tirando de mi ropa y alborotándome el pelo ante los ojos. Un rayo iluminó brevemente el cielo a mi alrededor y comprendí de pronto que estaba muy por encima del suelo, entre nubes cargadas de la desagradable furia de una tempestad. La lluvia me golpeaba el rostro como un pesado trapo húmedo y vi la pálida luz de la luna que me acercaba a una inmensa nube tormentosa, iluminada desde el interior por los relámpagos. Justo cuando pensaba que quizás había cometido un gran error al intentar la proeza sin haber recibido la instrucción adecuada, percibí un pequeño punto de luz amarilla entre la lluvia. El punto creció hasta que no fue un punto sino un rectángulo y, finalmente, el rectángulo se convirtió en ventana con marco y vidrio y cortinas al otro lado. Me acerqué más y más rápido y, cuando ya creía que chocaría con el cristal mojado de lluvia me encontré dentro, empapada hasta los huesos y sin aliento.
El reloj de la chimenea dio la hora con un ritmo lento y firme mientras yo pensaba y miraba a mi alrededor. Medianoche. El mobiliario era de roble oscuro barnizado, las cortinas, de un púrpura triste y las paredes, allí donde no estaban cubiertas por estantes o grabados morbosos, eran de un lúgubre marrón. La única luz provenía de una solitaria lámpara de aceite que parpadeaba y cuya mecha mal cortada humeaba. La habitación era un desastre; en el suelo un busto destrozado de Palas y los libros que en su día habían ocupado los estantes dispersos, con el lomo partido y las páginas arrancadas. Peor aún, habían usado algunos para reavivar el fuego. El papel ennegrecido había caído de la rejilla y cubría el hogar. Pero a todo esto no presté apenas atención. Frente a mí tenía al pobre narrador de «El cuervo», un joven de veintitantos años, sentado en un sillón enorme, atado y amordazado. Me miró implorándome ayuda y murmuró algo tras la mordaza luchando con las ataduras. Mientras lo desamordazaba, el joven se lanzó a hablar como si su vida dependiese de ello.
—Era un visitante —dijo impaciente y con prisas— que llamaba a la puerta de mi cámara... ¡aparte de eso, nada! —Y desapareció por la puerta de la habitación contigua.
—¡Maldito seas, Sebastian! —dijo una voz estremecedoramente familiar—. ¡Te clavaría al sillón si en este ataúd poético tuviese martillo y clavos!
Pero el hablante calló de golpe cuando entró y me vio. Jack Schitt estaba hecho un desastre. Su antes impecable corte de pelo había sido reemplazado por greñas y cubría sus rasgos definidos una barba desaliñada; tenía los ojos muy abiertos, temerosos y con ojeras oscuras debido a la falta de sueño. Su elegante traje estaba arrugado y roto, su alfiler de corbata con diamante carecía de lustre. Sus maneras arrogantes y llenas de confianza habían cedido a una desesperación solitaria y, cuando sus ojos me miraron, vi que se le llenaban de lágrimas y los labios empezaban a temblarle. Era, para alguien que odiaba tanto a Schitt como yo, un espectáculo maravilloso.
—¡Thursday! —graznó con voz ahogada—. ¡Llévame de vuelta! ¡No me dejes ni un segundo más en este lugar abominable! El reloj marcando la medianoche una y otra vez, los golpes en la puerta, el cuervo... ¡Oh, Dios mío, ¡el cuervo!
Se hincó de rodillas y se puso a sollozar mientras el joven saltaba de alegría en la habitación y se ponía a ordenar, murmurando:
—¡Es un visitante a la puerta de mi cámara queriendo entrar!
—Estaría encantada de dejarle aquí, señor Schitt, pero he llegado a un acuerdo. Vamos, volvemos a casa.
Agarré al agente de la Goliath por la solapa y me puse a leer la descripción para volver a las instalaciones. Sentí un tirón en el cuerpo y otro soplo de viento, el incremento de los golpes y tuve el tiempo justo de oír decir al estudiante:
—Señor, digo, o señora, en verdad vuestro perdón imploro...
De pronto estaba en el laboratorio de la Goliath, en Aldermaston. Me quedé encantada, porque no había pensado que fuese a ser tan fácil, pero mis sentimientos de satisfacción se evaporaron cuando en lugar de arrestar a Jack, éste recibió un cálido saludo de su hermanastro.
—¡Jack! —dijo Schitt-Hawse feliz—. ¡Bienvenido!
—Gracias, Brik... ¿Cómo está mamá?
—Su problema, señorita Next —dijo Schitt-Hawse—, es el exceso de confianza. ¿En serio llegó a creer por un solo momento que renunciaríamos a un hombre tan importante como Jack?
—¡Me lo prometió! —dije inútilmente.
—La Goliath no cumple promesas —replicó Schitt-Hawse—. El margen de beneficios es demasiado bajo.
—¡Lavoisier! —grité—. ¡Me lo prometió!
Lavoisier salió de la habitación sin mirar atrás.
—¡Gracias, monsieur! —gritó Schitt-Hawse mientras salía—. ¡La foto de la boda fue un golpe de genio!
Di un salto para agarrar a Schitt-Hawse pero Chalk y Cheese me retuvieron. Me resistí con todas mis fuerzas durante mucho tiempo... e inútilmente. Y me quedé mirando al suelo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida para pensar que mantendrían su parte del acuerdo? La esperanza engañosa, a menudo la compañera del gran amor, me había cegado. Landen había tenido razón. Debería haberme ido.
—Quiero estrujar su espíritu en el suelo —dijo Jack Schitt, mirándome—, para calmar mi corazón. Señor Cheese, su arma.
—No, Jack —dijo Schitt-Hawse—. La señorita Next y su habilidad especial podrían abrir mercados enormes y muy rentables para su explotación.
Schitt habló a su hermanastro.
—¿Tienes alguna idea de los terrores fantásticos que he pasado? Next no vivirá para lamentar haberme encerrado en «El cuervo». No, Brik, ¡la ramera libresca saciará mi pesar!
Schitt-Hawse agarró a Jack por los hombros y lo sacudió.
—Deja de hablar como en «El cuervo», Jack. Ahora estás en casa. Escucha: la ramera libresca potencialmente vale miles de millones.
Schitt se detuvo a pensar.
—Claro —murmuró al fin—, un enorme recurso sin explotar. ¿Cuánta basura inútil crees que podremos descargar sobre las masas ignorantes de la literatura del siglo XIX?
—Efectivamente —respondió Schitt-Hawse—, y nuestros desechos sin procesar... Al fin un lugar seguro para tirar la basura. La Corporación se hará inmensamente rica. Y escucha... si no sale bien, entonces podrás matarla.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó Jack, que parecía estar recobrando las fuerzas rápidamente.
—Depende de la señorita Next —dijo Schitt-Hawse mirándome.
—Antes muerta que participar en esos planes —dije con furia.
—¡Oh! —dijo Schitt-Hawse—. ¿No se ha enterado? En lo que respecta al mundo exterior, ¡ya está muerta! ¿Creyó que podría contemplar todo lo que hacemos aquí y vivir para contarlo? —Intenté pensar en una forma de escapar, pero no tenía nada a mano... ni armas, ni libros, nada—. La verdad es que todavía no he decidido —añadió Schitt-Hawse con suficiencia— si se cayó por el hueco de un ascensor o se enfrentó a una máquina. ¿Tiene alguna preferencia?
Y soltó una risita muy cruel. No dije nada. No parecía que hubiese nada que decir.
—Me temo, niña —dijo Schitt-Hawse mientras salían en fila india por la puerta de la cámara llevándose mi guía de viajes—, que serás invitada de la Corporación durante el resto de tu vida natural. Pero no estará tan mal. Estaríamos dispuestos a reactualizar a tu marido. No llegarías a verle, claro está, pero estaría vivo... Eso siempre y cuando cooperes, y lo harás, ya lo sabes.
Miré con furia a los dos Schitt.
—Nunca los ayudaré, mientras me quede aliento.
El párpado de Schitt-Hawse tembló.
—Oh, nos ayudará, Next... Si no es por Landen, lo hará por su hijo. Sí, lo sabemos. Ahora la dejaremos sola. Y no hace falta que se moleste en buscar ningún libro para ejecutar su truco de desaparición... ¡Nos hemos asegurado de que no haya ninguno!
Volvió a sonreír y salió de la cámara. La puerta se cerró de golpe con un estremecimiento reverberante que me llegó hasta la médula. Me senté en una silla, puse la cabeza entre las manos y lloré lágrimas de frustración, furia y pérdida.
29
Rescatada
La extracción de Thursday de los sótanos de la Goliath ejecutada por la señorita Havisham es de leyenda. No porque nadie lo hubiese hecho antes, sino porque a nadie se le había ocurrido hacerlo. Se hicieron famosas y a Havisham le valió su octava portada en la publicación gremial de Jurisficción, Tipos Móviles, y a Thursday la primera. Reforzó el lazo que las unía. En los anales de Jurisficción ya había parejas notables como Beowulf y Sneed, Falstaff y Tiggywinkle, Voltaire y Flark. Esa noche Havisham y Next se convirtieron en una de las más importantes parejas que llegaría a ver Jurisficción...
GATO DE AU DE W
Diarios de Jurisficción
Lo primero que noté al quedarme encerrada en el sótano de Investigación y Desarrollo de la Goliath, a doce pisos por debajo del suelo, no fue el aislamiento sino el silencio. No se oía el zumbido del aire acondicionado, ni fragmentos de conversación a través de la puerta, nada. Pensé en Landen, en la señorita Havisham, Joffy, Miles y luego en el bebé. ¿Qué planeaba Schitt-Hawse para él?, me pregunté. Suspiré, me puse en pie y recorrí el espacio. Estaba iluminado por tubos fluorescentes y tenía un enorme espejo en una pared que supuse que era una galería de observación. En una habitación aparte había un váter, una ducha, un saco de dormir y algunos artículos de baño que alguien me había dejado. Pasé veinte minutos buscando por todos los huecos y recovecos de la habitación, con la esperanza de encontrar una novela olvidada o algo que me pudiese ayudar a escapar. No había nada. Ni siquiera una viruta de lápiz, y menos aún un lápiz. Me senté, cerré los ojos e intenté visualizar la biblioteca, recordar la descripción de la guía de viajes, e incluso recité en voz alta el primer párrafo de Historia de dos ciudades, que había aprendido muchos años antes en la escuela. A continuación probé con todas las citas que me sabía de todos los párrafos y poemas que hubiese memorizado, desde Ovidio hasta De La Mare. Cuando se me acabaron pasé a las quintillas satíricas... y acabé contando en voz alta los chistes de Bowden. Nada.
Ni un parpadeo.
Desenrollé el saco de dormir, lo coloqué en el suelo y cerré los ojos con la esperanza de volver a recordar a Landen y comentar el problema con él. En ese momento el anillo que la señorita Havisham me había dado se puso casi insoportablemente caliente, se oyó una breve ventolera y delante de mí tenía una figura. Era la señorita Havisham, y no parecía muy contenta.
—¡Jovencita, tienes muchos problemas!
—No me diga.
No era el tipo de comentario que le gustaba que yo hiciera y, desde luego, esperaba que me levantase al llegar ella, así que usó el bastón para darme un golpe doloroso en las rodillas.
—¡Ah! —dije, recibiendo el mensaje y poniéndome de pie—. ¿De dónde ha salido?
—Los Havisham van y vienen como les apetece —respondió imperiosa —. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Pensé que no le gustaría que saltase a un libro yo sola... sobre todo a Poe.
—Eso no podría importarme menos —comentó la señorita Havisham altiva—. ¡No me importa lo que hagas con las reimpresiones baratas en tu tiempo libre!
—Oh —dije, contemplando su figura severa y preguntándome qué habría hecho mal.
—¡Deberías haber dicho algo! —dijo, dando otro paso hacia mí.
—¿Sobre el bebé? —solté.
—No, idiota... ¡Sobre el Cardenio!
—¿El Cardenio?
—Sí, sí, el Cardenio. ¿Cuál era la probabilidad de que un ejemplar en perfecto estado de una obra perdida apareciese de pronto?
—¿Quiere decir —dije, comprendiendo al fin— que es un ejemplar de la Gran Biblioteca?
—Claro que es un ejemplar de la biblioteca... Ese zoquete con la cabeza en las nubes de Snell acaba de informarnos de ello. ¿Qué es ese ruido?
Se oyó un ligero golpe en la puerta cuando alguien trasteó con la cerradura. Aparentemente, habían presenciado la llegada de Havisham.
—Deben de ser Chalk y Cheese —le dije—. Será mejor que se vaya de aquí.
—¡Ni soñarlo! —respondió Havisham—. Nos iremos juntas. Puede que seas una imbécil total y absoluta, pero eres responsabilidad mía. El problema es que cuatro metros de hormigón imponen un poco. Voy a tener que leer para salir de aquí. ¡Rápido, pásame la guía de viaje!
—Me la quitaron.
—No importa. Valdrá cualquier libro.
—Me lo han quitado todo, señorita Havisham.
Miró a su alrededor.
—¿Un panfleto?
—No.
—¿Algo con texto impreso? ¿Lápiz y papel?
—No.
—¡Entonces es posible —exclamó Havisham— que tengamos un problema!
Se abrió la puerta y entró Schitt-Hawse; sonreía a punto de estallar en carcajadas.
—Bien, bien —dijo—. ¡Encierras a una saltalibros y enseguida aparece otra!
Miró el viejo vestido de novia de Havisham y sumó dos y dos.
—¡Por amor de Dios! ¿Es... la señorita Havisham?
Como si aquello fuese su respuesta, Havisham sacó la pistolita y le disparó. Schitt-Hawse soltó un gritito y salió de inmediato por la puerta, que se cerró de golpe.
—¿Estás segura de que aquí no hay nada que leer? —preguntó Havisham con impaciencia—. ¡Debe de haber algo!
—Ya se lo he dicho. ¡Me lo quitaron todo!
La señorita Havisham alzó una ceja y me miró de arriba abajo.
—Quítate los pantalones, niña... y no digas «¿qué?» con esa insolencia tuya. Haz lo que te digo.
Así lo hice, y la señorita Havisham se pasó la prenda por los dedos buscando algo.
—¡Aquí está! —gritó triunfal mientras abrían la puerta y lanzaban al interior una bomba de gas. Seguí su mirada, pero sólo había encontrado la etiqueta de lavado. Debí de poner cara de incredulidad, porque dijo con aire ofendido—: ¡Para mí es suficiente! —Luego repitió en voz alta—: Lavar del revés, lavar y secar por separado, lavar del revés, lavar y secar por separado...
Entramos moviéndonos en el olor penetrante de detergente para ropa y plancha caliente. El paisaje era de un blanco deslumbrante y carecía de profundidad; mis pies estaban firmemente plantados en el suelo y, sin embargo, cuando miraba abajo no podía ver nada excepto blanco rodeando mis zapatos, lo mismo que encima y a los lados. La señorita Havisham, cuyo vestido sucio parecía más desastroso de lo habitual en aquel entorno níveo, miraba a los solitarios habitantes de ese mundo extraño y vacío: cinco siluetas del tamaño de cobertizos formaban una fila perfecta como de piedra. Una era una bañera tosca con un número sesenta, una plancha, una secadora y un par más de cuyo significado no estaba segura. Primero toqué la plancha, cálida y agradable al tacto. Las figuras parecían hechas de algodón comprimido.
—Representaciones iconográficas de instrucciones para lavar —murmuró Havisham mientras yo me ponía los pantalones—. Va a ser complicado. ¿Cuántas etiquetas de lavado crees que hay?
—No estoy segura —respondí—. Seguro que varios miles de millones.
—Eso pensaba. Tenemos que ajustar los parámetros de nuestro salto, niña. No soy experta en el lavado de ropa... ¿Cuál es la prenda menos abundante que pueda tener instrucciones de lavado?
—¿Una bata? —aventuré—. ¿Las faldas de las animadoras? Pero ¿tiene que ser una etiqueta? —Havisham alzó una ceja, por lo que seguí hablando—: En las instrucciones de las lavadoras siempre salen esos iconos, con una explicación de lo que significan.
—Interesante —dijo la señorita Havisham pensativa—. ¿Tienes lavadora?
Por suerte, la tenía y, lo que era todavía más afortunado, era uno de los objetos que había sobrevivido al ladeo. Asentí emocionada.
—Bien. Ahora, lo más importante: ¿te sabes el nombre del fabricante y el modelo?
—Hoover Electron 1000... ¡No! 800 Deluxe... creo.
—¿Crees? ¿Crees? Será mejor que estés segura, niña, ¡o tú y yo no seremos más que nombres grabados en el Boojumento! Bien. ¿Estás segura?
—Sí —dije con confianza—. Hoover Electron 800 Deluxe.
Asintió, colocó las manos sobre el icono de la bañera y murmuró para sí entre dientes. Le agarré el brazo y, al cabo de un segundo o dos, en los que noté que la señorita Havisham se estremecía por el esfuerzo, habíamos saltado de la etiqueta de lavado a las instrucciones de la Hoover.
—No permita que la manguera de salida se enrosque porque eso podría impedir el vaciado de la lavadora —dijo un hombrecito vestido con un mono azul de la Hoover situado junto a una lavadora nueva. Nos encontrábamos en un cuarto de lavar resplandeciente de apenas tres metros de lado. No tenía ni ventanas ni puertas... sólo una pila de lavar Belfast, un suelo de losetas, grifos de agua caliente y fría y un único enchufe en la pared. Como mobiliario, una cama en una esquina y, junto a ella, una silla, una mesa y una alacena.
»Recuerde que para iniciar un programa debe tirar del botón de control. Lo lamento —dijo—. En este momento me están leyendo. Estaré con ustedes dentro de un segundo. Si ha escogido nailon blanco, planchado mínimo, prendas delicadas o...
—¡Thursday! —dijo la señorita Havisham, que de pronto parecía muy débil—. Lo que acabo de hacer me ha exigido...
Logré atraparla cuando se derrumbaba; delicadamente la coloqué en la camita.
—¿Señorita Havisham? ¿Está bien?
Cerró los ojos y respiró muy lentamente. El salto la había agotado.
Le puse una manta por encima, me senté en el borde de la cama baja, me quité la goma del pelo y me froté el cuero cabelludo.
—... hasta que el tambor empiece a girar. La lavadora se vaciará y girará hasta completar el programa. ¡Hola! —dijo el hombre de mono azul—. Me llamo Cullards. ¡No suelo recibir visitas!
Me presenté y expliqué quién era la señorita Havisham.
—¡Por amor del cielo! —dijo el señor Cullards, rascándose su reluciente calva y sonriendo juguetón—. Jurisficción, ¿eh? Están muy lejos de los senderos marcados. El único visitante que he tenido... disculpen... Ajuste «D»: ropa blanca ahorro, algodón no muy sucio o artículo de hilo con colores sólidos... fue cuando recibimos un nuevo suplemento sobre lanas... pero eso debió de ser hace seis o siete meses. ¿Adónde se va el tiempo? —Parecía un tipo muy alegre. Pensó un momento y luego dijo—: ¿Le gustaría tomar una taza de té?
Le di las gracias y preparó la tetera.
—Bien, ¿cuáles son las noticias? —preguntó el señor Cullards, lavando su única y solitaria taza—. ¿Alguna idea de cuándo saldrán las nuevas lavadoras?
—Lo lamento —dije—, no tengo ni idea...
—Estoy preparado para pasar a algo un poco más moderno —añadió Cullards—. Empecé en las instrucciones de aspiradoras, pero me ascendieron a Hoovermatic T5004, para luego transferirme a Electron 800 tras quedar obsoletos los modelos de dos tambores. Me pidieron que me ocupase de la 1100 Deluxe, pero les dije que prefería esperar a que saliese la Logic 1300.
Miré la pequeña habitación.
—¿No se aburre nunca?
—¡En absoluto! —dijo Cullards, vertiendo el agua caliente en la tetera—. Una vez que cumpla los diez años de servicio podré solicitar trabajar en todas las instrucciones de electrodomésticos: robots de cocina, licuadoras, microondas... ¿quién sabe?, si trabajo realmente duro podría incluso llegar a televisores o radios. Ése es el futuro para un trabajador manual con ambiciones. ¿Leche y azúcar?
—Por favor.
Se inclinó hacia mí.
—Los administradores tienen la idea de que sólo los jovenzuelos deben dedicarse a las instrucciones de Sonido y Visión, pero se equivocan. La mayoría de los chicos de los manuales de vídeo apenas pasan seis meses con los walkmans antes de que los trasladen. No es de extrañar que nadie entienda lo que dicen.
—Nunca se me había ocurrido —le confesé.
Charlamos durante media hora. Me dijo que había empezado a tomar clases de francés y alemán para poder pedir trabajo en instrucciones en varios idiomas. Luego me confesó sus sentimientos amorosos por Tabitha Doehooke, que trabajaba para la Kenwood. Precisamente estábamos hablando de las implicaciones sociológicas de los dispositivos para ahorrar tiempo en la cocina y su relación con el movimiento de liberación de la mujer cuando la señorita Havisham despertó, se bebió tres tazas de té, se comió la galleta que el señor Cullards reservaba para su cumpleaños en mayo y anunció que debíamos irnos.
Dijimos adiós y el señor Cullards me hizo prometer que limpiaría el compartimento de detergente de mi lavadora; en un momento había bajado la guardia y se me había escapado que todavía no lo había hecho, a pesar de que la lavadora tenía ya casi tres años.
El corto viaje a la sección de no ficción de la Gran Biblioteca fue un salto fácil para la señorita Havisham, y desde allí, una ventolera nos acompañó a su lúgubre salón de baile en Grandes esperanzas, donde nos esperaban el gato de Cheshire y Harris Tweed hablando con Estella. El gato quedó muy aliviado de vernos, pero Harris se limitó a fruncir el ceño.
—¡Estella! —dijo abruptamente la señorita Havisham—. Por favor, no hables con el señor Tweed.
—Sí, señorita Havisham —respondió Estella obediente.
Havisham se cambió las zapatillas por los bastante menos cómodos zapatos de novia.
—Pip está esperando fuera —dijo Estella algo nerviosa—. Si me disculpa que lo mencione... la señora llega un párrafo tarde.
—Dickens puede enrollarse un poco más —respondió Havisham—. Debo terminar con la señorita Next.
Se volvió hacia mí con expresión ceñuda; se me ocurrió que sería mejor decir algo para tranquilizarla... todavía no había visto a Havisham en erupción «como el Vesubio», como había descrito tan gráficamente la Reina Roja, y no me apetecía demasiado verlo.
—Gracias por rescatarme, señorita —dije rápidamente—. Le estoy muy agradecida.
—¡Tonterías! —respondió la señorita Havisham—. No esperes que te salve cada vez que te metes en un lío, niña. Bien, ¿qué es todo eso de un bebé?
El gato de Cheshire, presintiendo problemas, se esfumó poniendo como excusa que había que «catalogar», e incluso Tweed murmuró algo sobre comprobar los gramásitos de Lorna Doone.
—¿Bien? —volvió a preguntar Havisham, mirándome con intensidad.
Havisham ya no me daba tanto miedo como al principio, así que se lo conté todo sobre Landen y por qué había entrado en «El cuervo».
—¿Por amor? ¡Paparruchas! —respondió, haciendo salir a Estella con un gesto de la mano por si la joven aprendía lo que no debía—. ¿Y qué, según tu experiencia trágicamente limitada, es el amor?
—Creo que usted lo sabe, señorita. Usted también estuvo enamorada, ¿no es así?
—¡Tonterías y estupideces, niña!
—¿El dolor que siente ahora no es igual al amor que sentía entonces?
—¡Estás peligrosamente cerca de violar mi regla número dos, niña!
—Le digo qué es el amor —dije—. ¡Es devoción ciega, abnegación sin dudas, sumisión absoluta, confianza y fe, es entregar todo tu corazón y toda tu alma a aquel que los romperá!
—Eso ha estado bien —dijo Havisham, mirándome con curiosidad—. ¿Puedo usarlo? A Dickens no le importará.
—Claro.
—Creo —dijo la señorita Havisham después de cinco minutos de reflexión silenciosa mientras yo esperaba— que voy a considerar tu compleja situación marital como viudez, lo que a mí me conviene mucho. Pensándolo mejor, y posiblemente en contra de mi buen juicio, puedes seguir siendo mi aprendiza. Eso es todo. Te necesitan para ayudar a recuperar el Cardenio. ¡Ve!
Así que dejé a la señorita Havisham en la oscura habitación con todos los complementos de una boda que nunca fue. En unos pocos días había llegado a conocerla y aprendido a apreciarla mucho, y esperaba que algún día pudiese pagarle su amabilidad y su fortaleza.
30
El Cardenio encadenado
LibroHuido: Nombre que recibe cualquier personaje que está fuera de su libro y se mueve por el trasfondo de una obra (o más raramente por la trama). Puede que esté perdido, de vacaciones, que forme parte del Programa de Intercambio de Personajes o sea un criminal dispuesto a causar el mal. Véase bowdlerizadores.
Textador: Nombre que recibe en la jerga un LibroHuido relativamente inofensivo (habitualmente juvenil) que navega de libro en libro por deseo de aventura y raramente aparece en la trama principal pero que, en ocasiones, provoca pequeños cambios en el texto y/o en el argumento.
GATO DE AU DE W
La guía de Jurisficción al salto de libros (glosario)
Harris Tweed y el gato de Cheshire me llevaron a la Biblioteca. Nos sentamos en un banco delante del Boojumento y Harris me miró fijamente mientras el gato, cortés en todo momento, me traía una empanadilla del bar situado junto al almacén del señor Wemmick.
—¿Dónde la encontró? —preguntó Harris. A esas alturas ya estaba acostumbrada a sus modales agresivos. Si me hubiese tenido en tan poca consideración como manifestaba, entonces yo no habría estado allí. El gato metió la cabeza entre nosotros y dijo.
—¿Fría o caliente?
—Caliente, por favor.
—Vale —dijo, y volvió a desaparecer.
Expliqué el salto de Havisham desde el sótano de la Goliath hasta la etiqueta de lavado; Tweed quedó claramente impresionado. Muchos años antes había sido aprendiz del comandante Bradshaw, y la precisión de Bradshaw en el salto de libros era tan poca como mucha era la de Havisham... de ahí el interés del comandante por los mapas.
—Una etiqueta de lavado. Verdaderamente es impresionante —murmuró Harris—. No muchos ARP intentarían saltar a ciegas con menos de cien palabras. Havisham se arriesgó mucho con usted, señorita Next. Gato, ¿qué opinas?
—Opino —dijo el gato, pasándome una empanadilla que quemaba— que has olvidado la comida para gatos Mininoliciosa que prometiste, ¿eh?
—Lo siento —respondí—. La próxima vez.
—Vale —dijo el gato.
—Bien —dijo Harris—, vamos a lo que importa. Díganos, ¿quiénes son los principales implicados en el descubrimiento del Cardenio?
—Bien —empecé a decir—, tenemos a lord Volescamper, un noble... que dijo haberlo encontrado en su biblioteca. Un tipo amigable... algo patoso. Luego está Yorrick Kaine, político whig que tiene la esperanza de usar la distribución libre de la obra para ganarse el voto Shakespeare en las elecciones de mañana.
—Veré si puedo encontrar de qué libro han salido... si han salido de alguno —dijo el gato, y se fue.
—¿Es eso probable? —pregunté—. Volescamper está ahí desde antes de la guerra, y Kaine lleva al menos cinco años metido en política.
—No significa nada, señorita Next. Mellors tuvo esposa y familia en Slough durante dos décadas y Heathcliff trabajó en Hollywood tres años con el nombre de Buck Stallion. En ninguno de los dos casos nadie sospechó nada.
—Hábleme del Cardenio —dije—. Es el ejemplar de la Biblioteca, ¿no?
—Sin duda. Su desaparición hace un mes fue muy vergonzosa... a pesar de las complejas medidas de seguridad alguien logró llevárselo bajo los mismos bigotes del gato. Está muy molesto por ese asunto.
—¿Has dicho Vigo o whig? —preguntó el gato, que había reaparecido.
—He dicho whig —respondí—, y me gustaría que dejases de aparecer y desaparecer tan de repente: me mareas un poco.
—Vale —dijo el gato, y en esta ocasión se desvaneció muy despacito, comenzando por la punta de la cola y acabando por la sonrisa.
—No parece particularmente molesto —comenté.
—Las apariencias engañan... En el caso del gato, triplemente. La noticia del descubrimiento del Cardenio en su mundo casi le provoca una apoplejía a Bellman. Estaba completamente a favor de montar una de sus expediciones alocadas y habitualmente infestadas de boojums. Tan pronto como descubrí que Kaine iba a convertir en propiedad pública el Cardenio, supe que debíamos actuar, y rápido.
—Pero una cosa —dije. La cabeza me daba vueltas un con tanta información nueva—. ¿Por qué es tan importante que el Cardenio siga perdido? Es una obra brillante.
—No espero que lo comprenda —respondió Tweed—. Una vez que una obra o libro se pierde, perdido está. Siempre hay una razón. Además, si el resto del mundo de los libros descubriera que se puede ganar algo llevándose libros de la biblioteca, entonces esto sería un infierno.
Reflexioné un segundo.
—Vale, ¿qué hago aquí?
—Está claro que ésta no es una misión para aprendices, pero, señorita Next, conoce usted la distribución de Vole Towers así como a los sospechosos principales. ¿Sabe dónde guardan el Cardenio?
—En una caja fuerte con llave y cerradura de combinación dentro de la propia biblioteca.
—Bien. Primero debemos entrar. ¿Puede recordar algún otro libro presente en la biblioteca?
Pensé un momento.
—Había una primera edición muy rara de Decadencia y caída de Evelyn Waugh.
—Vamos —dijo Tweed abruptamente—. Adelante.
Tomamos el ascensor hasta el piso «W» de la Biblioteca, encontramos el ejemplar que buscábamos y pronto estuvimos en el libro, pasando de puntillas por una zona ruidosa del jardín del Scone College. Tweed se concentró en el salto externo y unos momentos después estábamos de pie en la biblioteca cerrada de Vole Towers.
—Gato —dijo Harris, mirando por la biblioteca desordenada—, ¿me recibes?[33]
«Basta con un simple "sí". Envía a los revientacajas a través de Decadencia y caída. Si se encuentran con el capitán Grimes, bajo ninguna circunstancia deben prestarle dinero. ¿Hay algo sobre Volescamper o Kaine?[34]
»¡Maldición! —exclamó Tweed—. Era demasiado esperar que fuesen tan estúpidos como para usar sus verdaderos nombres.
De pronto aparecieron dos hombres a nuestro lado y Harris les señaló la caja fuerte. Uno vestía un exquisito traje de noche sobre el que, despreocupadamente, se había echado una capa. El otro vestía un traje de lana más sobrio y traía una bolsa que, una vez abierta, mostró una variedad de hermosas herramientas para reventar cajas fuertes. Después de dedicar unos momentos a examinar con ojos de experto la caja de la biblioteca, el mayor de los dos se quitó la capa y la chaqueta, tomó el estetoscopio que le ofrecía su compañero y escuchó los ruidos de la cerradura mientras giraba delicadamente la rueda de las combinaciones.
—¿Ése es Raffles? —susurré—. ¿El caballero ladrón?
Harris asintió, mirando la hora.
—Con su ayudante, Bunny. Si alguien puede abrir la caja, son ellos.
—¿Quién cree que robó el Cardenio?
—Evidentemente, alguien de dentro de los libros, de eso estamos completamente seguros. El problema radica en encontrarlo. Hay varios millones de candidatos posibles y cualquiera de ellos podría haber desertado, haber saltado fuera de su libro, haber robado el Cardenio y haberlo traído hasta aquí.
—¿Cómo se sabe si alguien es un impostor o no?
Harris me miró.
—Con mucha dificultad. ¿Cree que pertenezco aquí, a su mundo?
Miré al hombre bajito vestido con el elegante traje de espiguilla y usé el dedo para tocarle delicadamente el pecho. Para mí era tan real como cualquier otra persona que hubiese conocido, dentro o fuera de los libros. Tomó aliento, sonrió, frunció el ceño. ¿Cómo se suponía que debía distinguirlo?
—No sé. ¿Ha salido de una novela de detectives de los años veinte?
—Se equivoca —respondió Harris—. Soy tan real como usted. Tres días a la semana trabajo como operador de señales de Skyrail. Pero ¿cómo podría yo demostrarlo? Igualmente podría ser un personaje secundario de una novela que nadie conoce. La única forma segura de saberlo sería tenerme en observación durante dos meses... ése es más o menos el límite de tiempo que un personaje libresco puede estar fuera de su libro. Pero ya basta. Nuestra máxima prioridad es recuperar el manuscrito. Después podremos empezar a decidir quién es quién.
—¿No hay un método más rápido?
—Sólo hay otro que yo sepa. Ninguna persona de un libro estaría dispuesta a recibir un balazo; si uno intenta dispararle lo más probable es que salte.
—Un poco como eso que hacían de lanzar a las brujas al agua.
—No es el método ideal —dijo Harris con aspereza—. Soy el primero en admitirlo.
En media hora Raffles había deducido la combinación y en aquel momento se concentraba en el segundo mecanismo de cierre. Lentamente taladraba un agujero en el disco de combinación y para nuestros sentidos agudizados por los nervios la broca armaba un estruendo asombroso. Le mirábamos y le animábamos en silencio a ir más rápido cuando un ruido en la pesada puerta de la biblioteca nos obligó a girarnos. Harris y yo saltamos a cada lado mientras la rueda giraba y desplazaba los cierres de metal de los huecos en el marco de acero, y la puerta se abría lentamente. Raffles y Bunny, habituados a ser molestados, recogieron en silencio sus herramientas y se ocultaron tras una mesa.
—Mañana por la mañana a primera hora entregaremos el manuscrito a los editores —dijo Kaine entrando con Volescamper. Tweed los apuntó con su automática y dieron un salto. Yo cerré la puerta y activé el mecanismo de cierre antes de registrarlos.
—¿Qué significa esto? —dijo Volescamper furioso—. ¿Señorita Next? ¿Es usted?
—La misma que viste y calza, Volescamper.
Yorrick Kaine se había puesto carmesí.
—¡Ladrones! —escupió—. ¡Cómo se atreven!
—No —respondió Harris, llevándolos al centro de la estancia e indicándole a Raffles que siguiese trabajando—. Sólo hemos venido a recuperar el Cardenio... que no pertenece a ninguno de ustedes dos.
—Vamos a ver, no sé de qué están hablando —se puso a decir Volescamper con enfado—, pero esta casa está rodeada de agentes de OE-14... no hay forma de escapar. Y en cuanto a usted, señorita Next, ¡me decepciona profundamente su perfidia!
—¿Qué opina? —le dije a Harris—. Su indignación parece genuina.
—Lo parece... pero tiene menos que ganar de todo esto que Kaine.
—Tiene razón... apuesto por Kaine.
—¡¿De qué hablan?! —exigió saber Kaine furioso—. El manuscrito pertenece a la literatura. ¿Cómo creen que van a vender algo así en el mercado? Es posible que crean que pueden salirse con la suya, ¡pero moriré antes de permitir que se lleven una herencia literaria que nos pertenece a todos nosotros!
—Bien, no sé —añadí—. Kaine también es bastante convincente.
—Hay que recordar que es un político.
—Cierto —respondí, chasqueando los dedos—. Lo había olvidado. ¿Y si no es ninguno de los dos?
No tuve tiempo para la respuesta porque se produjo un estruendo en algún punto de la fachada de la casa y se oyó el sonido de una explosión. Un gemido gutural llegó hasta mis oídos seguido de los gritos aterrorizados de un hombre que sufría un horror mortal. Un escalofrío me recorrió la columna y tuve la certeza de que todos los presentes también lo habían oído. Incluso el implacable Raffles se detuvo un momento antes de ponerse a trabajar un pelín más rápido.
—¡Gato! —exclamó Harris—. ¿Qué pasa?[35]
»¿La Bestia Cazadora? —exclamó Tweed—. ¿La Bramadora? Llama de inmediato al rey Pelinor.[36]
—¿La Bestia Cazadora? —pregunté—. ¿Eso es malo?
—¿Malo? —respondió Harris—. Es lo peor. La Bestia Cazadora nació en la tradición oral, antes de los libros, por lo que todo horror oscuro que surge de la imaginación humana debe su existencia a la antigua Bramadora. Posee muchos nombres, pero su objetivo es siempre el mismo: muerte y destrucción. Tan pronto como atraviese la puerta todos los presentes estaremos completamente muertos.
—¿Atravesará la puerta de la bóveda?
—Todavía no se ha creado la barrera que pueda resistirse a la Bestia Cazadora... excepto Pelinor; ¡lleva años persiguiéndola!
Harris se volvió hacia Kaine y Volescamper.
—Pero algo nos aclara. Uno de vosotros es ficticio. Uno de vosotros ha invocado a la Bestia Cazadora. ¡Quiero saber quién ha sido!
Los dos prisioneros miraron a Tweed con expresión confundida. Se oyó otro gemido bajo, la ametralladora de la puerta principal calló y el sonido de la madera partiéndose llegó a nuestros oídos cuando la Bestia Cazadora forzó la entrada principal... y acercó su forma odiosa a la biblioteca.
—¡Gato! —volvió a gritar Tweed—. ¿Dónde está ese rey Pelinor que he pedido?[37]
»Sigue intentándolo, gato —murmuró Tweed—. Todavía nos quedan unos minutos. Next... ¿tiene alguna idea?
Negué con la cabeza. Los acontecimientos me habían superado.
Se oyó un crujido cuando la Bestia Cazadora recorrió el pasillo entre gritos de terror y disparos esporádicos de rifles.
—¿Raffles? —gritó Tweed—. ¿Cuánto tiempo falta?
—Dos minutos, viejo amigo —respondió el revientacajas sin dejar de trabajar ni alzar la vista. Había terminado de taladrar el agujero, fabricó un pequeño embudo con arcilla, lo pegó al lateral de la caja y vertió en él lo que parecía nitrógeno líquido.
La batalla del exterior pareció aumentar de ferocidad con gritos, explosiones de granada, aullidos y el rugido de las armas automáticas hasta que, tras una potente explosión que agitó las luces del techo y movió los libros, todo quedó en paz.
Nos miramos. Incluso Volescamper y Kaine guardaban silencio. Luego se oyó una delicada llamada al otro lado de la puerta de acero. Hubo una pausa, luego otra llamada.
—¡Gracias al cielo! —dijo Tweed aliviado—. El rey Pelinor debe de haber llegado y la ha hecho huir. Señorita Next, abra la puerta.
Pero no lo hice. No me fiaba de las bestias odiosas surgidas de los más profundos recovecos de la imaginación humana, por lo que no me moví. Y estuvo bien que no lo hiciese. El siguiente golpe fue más potente y el siguiente a ése todavía más violento; la puerta se dobló un poco.
—¡Maldición! —exclamó Tweed—. ¿Por qué nunca hay un Pelinor cerca cuando hace falta? ¡Raffles, no nos queda mucho tiempo!
—Sólo unos minutos más... —repuso Raffles con tranquilidad, dando golpecitos a la puerta de la caja mientras Bunny le daba a la manilla.
Tweed me miró mientras la puerta de la biblioteca se doblaba bajo otro pesado golpe; una larga grieta se abrió en el acero y la rueda se rompió y cayó al suelo. Ya no faltaba mucho.
—Vale —dijo Tweed reacio, agarrándome del codo en previsión del salto—, ya está. Raffles, Bunny, ¡fuera de aquí!
—Sólo un momento más... —respondió el revientacajas, que estaba acostumbrado a las situaciones difíciles y no quería rendirse ante una caja fuerte, fueran cuales fuesen las consecuencias.
La puerta de acero se dobló al cargar la Bestia Cazadora con todas sus fuerzas; los libros cayeron de los estantes levantando una nube de polvo. Luego, cuando la Bestia Cazadora se preparaba para otro golpe, tuve lo que me había faltado en la última media hora. Una idea. Me acerqué a Tweed y le susurré al oído.
—¡No! —dijo—. ¿Y si...?
Se lo volví a explicar; sonrió, asintió y yo empecé:
—Así que uno de los dos es ficticio —aseguré mirándolos.
—Y tenemos que descubrir cuál —comentó Tweed, apuntándolos con el arma.
—Podría ser Yorrick Kaine... —añadí mirando a Kaine, quien a su vez me miraba con furia, preguntándose qué estábamos tramando.
—... un político de derechas fracasado...
—... entusiasmado con la guerra...
—... y con recortar las libertades civiles.
Tweed y yo intercambiábamos frases tanto como nos atrevíamos, cada vez más rápido, con los golpes de la Bestia en el exterior igualando los golpes del martillo de Raffles en el interior.
—O quizá sea Volescamper...
—¿... un lord del viejo reino que quiere...
—... intentar recuperar...
—... el poder con la ayuda...
—... de sus amigos del partido whig?
—Pero lo que importa de todo este diálogo...
—... que ha ido pasando entre...
—... nosotros dos, es que una persona ficticia...
—... puede que ya no sepa quién está hablando.
—Y la verdad, con tantas emociones, yo también lo he olvidado.
Otro golpe contra la puerta. Un trozo de acero salió volando y me pasó junto a la oreja. La puerta estaba casi destrozada; el siguiente golpe dejaría entrar a la abominación.
—Así que vais a tener que plantearos una pregunta sencilla: ¿Cuál de nosotros dos habla ahora?
—¡Tú! —gritó Volescamper, señalándome correctamente. Kaine, demostrando sus raíces ficticias por su incapacidad para seguir diálogos sin asignar, señaló con el dedo... a Tweed.
Se corrigió con rapidez, pero para el político era demasiado tarde y lo sabía. Nos miró con furia, temblando de rabia. Sus modales encantadores parecían haberle abandonado al caer en nuestra trampa; la afabilidad cedió paso al desprecio, la cortesía sucumbió a las amenazas torpes.
—Escuchen —gruñó Kaine, intentando recuperar el control de la situación—, los dos están nadando en aguas muy profundas. Si intentan arrestarme, les puedo poner las cosas muy difíciles... Una llamada de notaalpiéfono por mi parte y los dos podrían pasar la próxima eternidad en vigilancia de gramásitos dentro del OED.
Pero Tweed también estaba hecho de material resistente.
—He cerrado argujeros en Drácula y Biggles vuela a Oriente —respondió sin inmutarse—. No me asusto con facilidad. Retire a la Bramadora y ponga las manos sobre la cabeza.
—Dejadme el Cardenio... sólo hasta mañana —añadió Kaine, cambiando abruptamente de táctica y forzando una sonrisa—. A cambio puedo daros lo que queráis. Poder, dinero... un ducado, Cornwall, intercambio de personajes en Hemingway... ¡lo que queráis, Kaine os lo dará!
—No tiene nada de valor con lo que negociar, señor Kaine —le dijo Tweed, agarrando con fuerza la pistola—. Por última vez...
Pero Kaine no estaba dispuesto a dejarse atrapar vivo ni en ningún otro estado. Nos maldijo con una dolorosa excursión al décimosegundo círculo del Infierno y desapareció antes de que Tweed pudiese disparar. La bala se hundió sin causar daño en una colección completa de la revista Punch. Al mismo tiempo la puerta de acero se abrió. Pero en lugar de una pestilente bestia del infierno conjurada desde las profundidades de las fantasías más depravadas de la humanidad, sólo entró una helada corriente de aire, trayendo consigo el olor de la muerte. La Bestia Cazadora se había desvanecido tan rápido como su amo, de vuelta a la tradición oral y a cualquier libro tan desafortunado como para tenerla como personaje.
—¡Gato! —gritó Tweed mientras se guardaba el arma—. Tenemos un LibroHuido. ¡Necesito un librosabueso tan rápido como sea posible![38]
Volescamper se sentó en una silla y puso cara de desconcierto.
—Es decir... —tartamudeó incrédulo—. ¿Kaine era...?
—Totalmente ficticio... sí —respondí, poniéndole una mano sobre el hombro.
—¿Quiere decir que después de todo el Cárdenlo no pertenecía a la biblioteca de mi abuelo? —preguntó, la confusión cediendo a la tristeza.
—Lo lamento, lord Volescamper —le dije—. Kaine robó el manuscrito. Usó su biblioteca como tapadera.
—Y si yo fuese usted —añadió Tweed en un comentario menos amable —, me iría al piso de arriba y fingiría haber estado dormido todo este rato. No nos ha visto, no nos ha oído, no sabe nada sobre lo sucedido aquí.
—¡Bingo! —gritó Raffles cuando giró la manilla de la caja, destrozando el cierre congelado del interior y abriéndola. Raffles me pasó el manuscrito antes de que él y Bunny se desvaneciesen para regresar a su propio libro, únicamente con las gracias de Jurisficción como recompensa por sus esfuerzos... un artículo valioso en el lado de la ley que ocupaban.
Le pasé el Cardenio a Tweed. Posó una mano sobre la obra recobrada y mostró una sonrisa muy poco común.
—Un diálogo trampa sin indicaciones, Next... eso es pensar rápido. Quién sabe, ¡es posible que lleguemos a convertirla en agente de Jurisficción!
—Bien, gracias...
—¡Gato! —volvió a aullar Tweed—. ¿Dónde está ese maldito librosabueso?[39]
De la nada apareció un enorme sabueso de aspecto triste, nos miró lúgubre, emitió una especie de suspiro de desesperación perruna y luego comenzó a olisquear profesionalmente los libros dispersos por el suelo. Tweed fijó una correa al collar del perro.
—Si fuese de los que se disculpan... —admitió, tirando de la correa del librosabueso, que había captado el rastro de una palabrota de Kaine—, lo haría. ¿Se unirá a mí en la búsqueda de Kaine?
Era tentador, pero recordé la predicción de papá.
—Mañana tengo que salvar al mundo —anuncié, sorprendiéndome a mí misma por la normalidad con que lo dije. Tweed ni siquiera pareció sorprendido.
—¡Oh! —dijo—. Bien, entonces en otra ocasión. ¡Adelante, caballero, a buscar!
El librosabueso ladró de emoción y salió disparado; Tweed agarró con fuerza la correa y los dos desaparecieron dejando una fina neblina y el olor del papel caliente.
—Supongo —dio lord Volescamper, interrumpiendo el silencio con voz abatida—, que esto significa que después de todo no formaré parte del gobierno de Kaine.
—La política está sobrevalorada —le dije.
—Quizá tenga razón —admitió, poniéndose en pie—. Bien, buenas noches, señorita Next. No vi nada, no oí nada, ¿correcto? —Nada en absoluto.
Volescamper suspiró y miró los restos destrozados del interior de su casa. Se acercó a la puerta retorcida de acero y se volvió para mirarme.
—Siempre tuve el sueño profundo. Mire, ¿por qué un día no se deja caer para tomar un té con pastas?
—Gracias, señor. Lo haré. Buenas noches.
Volescamper se despidió desganado con la mano y desapareció. Sonreí para mí por la revelación de la naturaleza ficticia de Kaine; imaginaba que no ser real debía de ser un tremendo obstáculo para convertirse en primer ministro, pero no podía evitar preguntarme cuánto poder ejercía realmente en el mundo de la ficción y si volvería a saber de él. Después de todo, el partido whig seguía existiendo, con o sin su líder. Aun así, Tweed era un profesional y yo tenía otras cosas de las que ocuparme.
Miré a lo largo del pasillo, más allá de las puertas pulverizadas. La parte delantera de Vole Towers estaba prácticamente destrozada; el tejado se había derrumbado y los escombros se amontonaban allí donde la Bramadora había luchado con los mejores agentes de OE-14. Atravesé la puerta retorcida y recorrí el pasillo en cuyo suelo y en cuyas paredes la piel acerada de la bestia había dejado profundas marcas. Los agentes de OpEspec 14 que quedaban se habían retirado para reagruparse y yo me escabullí en medio de la confusión. Esa noche nueve hombres buenos cayeron frente a la Bestia Cazadora. Los agentes recibirían todos ellos estrellas de OpEspec por su «Notable valor al enfrentarse a la Alteridad».
Mientras recorría el camino de gravilla alejándome de lo que quedaba de Vole Towers vi un corcel blanco galopando hacia mí. El guerrero que lo montaba llevaba una lanza en ristre y, detrás de él, un perro ladraba. Le indiqué al rey Pelinor que se detuviese.
—¡Ah! —dijo, alzándose la visera y mirándome—. ¡La doncella Next! ¿Ha visto a la Bestia Cazadora, qué, qué?
—Se ha ido —le expliqué—. Lo siento.
—Vaya, es una pena —anunció Pelinor con tristeza, dejando la lanza en el estribo—. Una verdadera pena, ¿eh? La encontraré, se lo digo. Es la suerte de los Pelinor, ir a buscar a la bestia bestial. Venga, ¡nos vamos!
Espoleó al caballo y galopó por el parque de Vole Towers. Los cascos de su montura levantaban grandes trozos de hierba y el enorme perro blanco corría tras él ladrando furiosamente.
Volví a mi apartamento después de hacer una llamada anónima a The Mole sugiriéndoles que confirmasen la verdadera existencia del Cardenio. El hecho de que todavía tuviese el apartamento confirmaba de una vez por todas que Landen no había regresado. Había cometido la estupidez de creer que la Goliath respetaría su parte del acuerdo. Me senté en la oscuridad durante un rato, pero incluso los tontos necesitan descansar, así que me eché a dormir debajo de la cama, por si acaso, lo que fue un acierto: a las tres de la madrugada la Goliath apareció, echó un buen vistazo y se fue. Seguí oculta por si acaso y me alegré de haberlo hecho porque OpEspec apareció a las cuatro de la madrugada e hizo exactamente lo mismo. Sabiendo que ya no me interrumpirían más, salí del escondite y me metí entre las sábanas. Estuve durmiendo de un tirón hasta las diez de la mañana.
31
Crema Maravillosa
Desde el descubrimiento de las calorías y el «consumo de azúcar», el terreno de los budines ha sufrido terriblemente. Hubo una época en la que uno podía disfrutar sincera e inocentemente del placer absoluto de un buen y pegajoso budín de caramelo; cuando el helado era realmente de nata y un pastel Bakewell realmente estaba bien horneado. Pero los gustos cambian, y el mundo de los dulces a menudo ha tenido que pasar por amargas experiencias y sufrir dramáticos cambios para mantenerse al día. Mientras que una salchicha normal y un kedgeree común se mantienen a la cabeza de las preferencias culinarias de la nación, el budín debe estar continuamente modificándose para satisfacer nuestras papilas gustativas. De bajo en grasas a 0% de materia grasa, de sin azúcar a incluso sin sabor; sólo nos cabe esperar y ver cuál será el siguiente paso...
CILLA BUBB
No dejes tus postres para más tarde
Miré con cuidado por la ventana mientras me tomaba el desayuno y vi un Packard negro de OpEspec en la esquina, sin duda esperando a que apareciese. Al otro lado de la calle había otro coche, en esta ocasión del inconfundible azul profundo de la Goliath; el señor Cheese estaba apoyado contra el capó, fumando. Puse la tele y pillé las noticias. La entrada forzada en Vole Towers estaba muy censurada pero informaban acerca de que un «organismo» desconocido había logrado entrar en el edificio, había matado a varios agentes de OE-14 y se había llevado el Cardenio. Habían entrevistado a lord Volescamper, quien insistía en que había estado «profundamente dormido» y no se había enterado de nada. Yorrick Kaine estaba «en paradero desconocido» y las encuestas a la salida de los colegios electorales indicaban que Kaine y los whigs no habían estado a la altura de las expectativas. Sin el Cardenio, el potente lobby de Shakespeare había demostrado su lealtad a la administración actual, que había prometido posponer, con la ayuda de la CronoGuardia, la demolición en el siglo XVIII de la vieja casa de Shakespeare en Stratford.
Me permití una sonrisa sardónica por la caída dramática de Kaine, pero sentí pena por los agentes que se habían tenido que enfrentar a la Bestia Cazadora. Crucé la cocina. Pickwick me miró y luego miró su plato vacío de la cena con aire acusador.
—Lo siento —murmuré, y le serví frutos secos—. ¿Cómo va el huevo?
—Ploc-ploc —dijo Pickwick.
—Bien —respondí—, como quieras. Yo sólo preguntaba.
Preparé otra taza de té y me senté a pensar. Papá había dicho que el mundo se acabaría aquella misma tarde, pero no tenía ni idea de si realmente iba a pasar o no. En cuanto a mí, OpEspec y la Goliath me perseguían; no tenía más opción que ser más lista que ellos u ocultarme bien durante mucho tiempo. Pasé la mayor parte del día recorriendo mi apartamento, intentando decidir qué era lo mejor. Escribí mi relato de lo sucedido y lo oculté detrás del frigorífico, por si acaso. Esperaba que papá apareciese, pero las horas pasaron y todo siguió como siempre. Los vehículos de la Goliath y OpEspec fueron sustituidos por otros dos a mediodía y, a medida que iba haciéndose tarde, yo me desesperaba más. No podía quedarme atrapada para siempre dentro de mi propio apartamento. Podía confiar en Bowden y en Joffy... quizás incluso en Miles. Decidí escaparme y usar un teléfono público para llamar a Bowden, y estaba a punto de abrir la puerta cuando alguien pulsó el botón del intercomunicador. Salí rápidamente de mi apartamento y corrí escaleras abajo. Si conseguía pasar por la entrada de servicio podría escapar. Pero sobrevino el desastre. Uno de los residentes salía justo en ese momento y abrió la puerta. Oí una voz brusca.
—Buscamos a la señorita Next... de OpEspec.
Maldije a la señora Scroggins cuando contestó:
—Cuarto piso, ¡segunda puerta a la izquierda!
La salida de incendios estaba justo delante de la vista de los de OpEspec y la Goliath, así que corrí de vuelta a mi piso, sólo para descubrir que en mi huida me había quedado encerrada fuera. No había dónde ocultarse excepto tras una planta de plástico en una maceta que era siete veces demasiado pequeña, por lo que abrí la ranura del correo y siseé:
—Pickwick.
Salió del salón y llegó a la entrada, donde me miró, inclinando la cabeza a un lado.
—Bien. Ahora escucha. Sé que Landen decía que eras muy inteligente y si no haces lo que te pido me van a meter en bucle y a ti te van a mandar al zoo. Bien, necesito que encuentres mis llaves.
Pickwick me miró dubitativa, dio dos pasos al frente para luego relajarse y soltar un ploc.
—Sí, sí, soy yo. Tendrás todas las golosinas que puedas comer, Pickers, pero necesito las llaves. Mis llaves.
Obedientemente, Pickwick se sostuvo en equilibrio sobre una pata.
—Mierda —murmuré.
—¡Ah, Next! —dijo una voz a mi espalda. Apoyé la cabeza contra la puerta y la ranura se cerró.
—Hola, Cordelia —dije en voz baja sin girarme.
—Bien, nos lo has estado poniendo difícil, ¿no?
Hice una pausa, me volví y me puse en pie. Pero Cordelia no venía con otros tipos de OpEspec... sino con un hombre y su hija, los ganadores del concurso. Quizá las cosas no estuviesen tan mal como pensaba. Le pasé el brazo sobre los hombros y la alejé un poco.
—Cordelia...
—Dilly.
—Dilly...
—¿Sí, Thurs?
—¿Qué cuentan en OpEspec?
—Bien, cariño —respondió Cordelia—, tu orden de detención sólo se conoce dentro de OpEspec... Flanker espera que te entregues. La Goliath le cuenta a todo el mundo que robaste algunos secretos industriales muy importantes.
—Es todo mentira, Cordelia.
—Eso ya lo sé, Thursday. Pero tengo un trabajo que hacer... ¿te reunirás ahora con mi gente?
Acepté y volvimos junto a los otros dos, que repasaban un folleto del Gravetubo.
—Thursday Next, éstos son David Graham y su hija, Molly.
Le di la mano a David; Molly me miró indecisa desde detrás de una pierna de su padre, aferrando un peluche.
—Os invitaría a tomar café —expliqué—, pero me he quedado encerrada fuera.
David rebuscó en su bolsillo y sacó unas llaves.
—¿Son tuyas? Las he encontrado en el camino de entrada.
—No lo creo muy probable.
Pero eran mis llaves... un juego que había perdido unos días antes. Abrí la puerta.
—Pasad. Ésta es Pickwick. No os acerquéis a las ventanas; fuera hay algunas personas con las que no quiero encontrarme.
Cerraron la puerta al entrar. Molly, superando su timidez inicial, miró fijamente a Pickwick, quien le devolvió la mirada.
—Ploc —dijo Pickwick.
—Dodo —dijo Molly.
Pickwick agarró a Molly por el puño de la manga y la llevó a la cocina para enseñarle el huevo.
—¿A qué te dedicas, David? —pregunté mirando por la ventana de la cocina. No tendría que haberme molestado; los dos coches y sus ocupantes seguían en el mismo sitio.
—Soy recaudador de fondos —respondió—. Hace tiempo que quería conocerla.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—No sé. Supongo que me interesaba el tipo de persona que puede viajar por los libros.
—Ah —respondí ausente, deteniéndome para reflexionar lo absolutamente improbable que era que los invitados de Cordelia hubiesen encontrado mis llaves cuando otros residentes no las habían ni visto.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Next? —preguntó David.
—Llámame Thursday. Un minuto.
Fui al salón por el entropioscopio y lo agité mientras regresaba.
—Bien, Thursday —siguió diciendo David—, me preguntaba...
—¡Mierda! —exclamé, mirando al patrón en espiral de lentejas y arroz—. ¡Vuelve a pasar!
—Tu dodo dice que tiene hambre —comentó Molly.
—Es una artimaña para conseguir golosinas. Cordelia, ¿le das a Molly una golosina para que se la dé a Pickwick? Están encima de la nevera.
Cordelia dejó su bolso y bajó el bote de vidrio.
—Lo lamento, David, ¿qué decías?
—Bien. ¿Cómo...?
Pero yo no prestaba atención. Había una mujer sentada en el murete de la entrada del edificio de apartamentos. Tenía veintitantos años, iba vestida con colores algo chillones y leía una revista de modas.
—¿Aornis? —susurré—. ¿Puedes oírme?
La figura se giró para mirarme mientras yo decía esas palabras y me estremecí. Era ella, sin ninguna duda. Sonrió, me saludó y señaló el reloj.
—Es ella —mascullé—. Maldita hija de puta... ¡es ella!
—... y ésa es mi pregunta —concluyó David.
—Lo lamento, David, no prestaba atención.
Agité el entropioscopio pero el resultado no fue más extraordinario que antes... Fuera cual fuese el peligro, todavía no habíamos llegado a él.
—¿Tenías una pregunta, David?
—Sí —dijo, un poco molesto—. Me preguntaba...
—¡Cuidado! —grité, pero era demasiado tarde. A Cordelia se le había escapado el bote de vidrio de golosinas, que cayó sobre la encimera... justo encima de la bolsita de pruebas de pasta rosa traída de más allá del fin del mundo. El bote no se rompió, pero la bolsa sí, y Cordelia, David y yo quedamos cubiertos de la sustancia viscosa. David salió peor parado... un buen trozo le dio directo en la cara.
—¡Agh!
—Toma —le dije, pasándole la toallita de té de las Siete Maravillas de Swindon—, usa esto.
—¿Qué es esta cosa? —preguntó Cordelia, limpiándose la ropa con un trapo húmedo.
—Me gustaría saberlo.
Pero David se lamió los labios y dijo:
—Yo te lo diré. Es Crema Maravillosa.
—¿Crema Maravillosa? —pregunté—. ¿Estás seguro?
—Sí. De sabor a fresa. La reconocería en cualquier parte.
Metí el dedo en la masa y la probé. No había error, era Crema Maravillosa. Si los del laboratorio hubiesen examinado la pasta con más amplitud de miras en lugar de limitarse a analizar las moléculas, ellos mismos se hubiesen dado cuenta. Pero aquello me hizo pensar.
—Crema Maravillosa —dije en voz alta, mirando la hora. Al planeta le quedaban ochenta y siete minutos de vida—. ¿Cómo podía convertirse el mundo en Crema Maravillosa?
—Es el tipo de cosa que Mycroft podría saber —comentó David.
—Tú —dije, señalando con el dedo al individuo cubierto de budín— eres un genio.
¿Qué había dicho Mycroft? ¿Diminutas nanomáquinas apenas mayores que una célula construyendo proteínas nutritivas a partir de poco más que basura? ¿Pastel de plátano y dulce de leche sacado de un vertedero? Quizá se fuese a producir un accidente. Después de todo, ¿qué impedía a las nanomáquinas fabricar pastel de plátano una vez puestas a ello? Miré por la ventana. Aornis se había ido.
—¿Tienes coche? —pregunté.
—Claro —dijo David.
—Vas a tener que llevarme a CosasCon. Dilly, necesito tu ropa.
Cordelia me miró suspicaz.
—¿Por qué?
—Me vigilan. Tres entran, tres salen... creerán que soy tú.
—Ni lo sueñes —respondió Cordelia indignada—, a menos que aceptes todas mis entrevistas y actos.
—En mi primera aparición la Goliath, u OpEspec, me arrancará la cabeza... o lo harán las dos a la vez.
—Quizá —respondió Cordelia—, pero sería una tonta si dejase pasar una oportunidad así de buena. Todas las entrevistas y apariciones públicas que te pida durante un año.
—Dos meses, Cordelia.
—Seis.
—Tres.
Suspiró.
—Vale. Tres meses... pero tendrás que hacer el Vídeo de ejercicios de Thursday Next y hablar con Harry sobre el proyecto cinematográfico de El caso Jane Eyre.
—Trato hecho.
Así que Cordelia y yo nos intercambiamos la ropa. Me sentía muy extraña con su enorme suéter rosa, la falda corta negra y los tacones.
—No olvides las cuentas peruanas del amor —dijo Cordelia— ni mi pistola. Toma.
Molly y Pickwick jugaban al escondite en el salón pero pronto estuvimos listos.
—Disculpe, señorita Flakk —dijo David un poco indignado—. Me prometió que podría hacerle una pregunta a la señorita Next.
Flakk le señaló con un dedo de manicura perfecta y entrecerró los ojos.
—Escucha, tío. Ahora estás en misión de OpEspec... Un extra, diría yo. ¿Alguna queja?
—Eh, no, supongo —tartamudeó David.
Los llevé fuera, dejando atrás a los agentes de la Goliath y OpEspec que me esperaban. Hice algunos gestos exagerados de Cordelia y apenas nos miraron. Al cabo de un momento estábamos en el Studebaker alquilado de David y le indiqué el camino hasta el otro extremo de la ciudad mientras me cambiaba de ropa.
—¿Thursday? —preguntó David.
—¿Sí? —respondí, mirando a mi alrededor por si veía a Aornis y agitando el entropioscopio. La entropía parecía mantenerse en la posición de «ligeramente raro».
—Tu padre... ¿Cómo se las arregla para detener el reloj de esa forma?
—Es una habilidad de la CronoGuardia —le dije—. Cualquier actividad en el cronoflujo provoca ondulaciones que se detectan con facilidad. Papá nos sitúa a los dos en una especie de estasis... Tan pronto como los Cronos detectan la alteración, él ya se ha ido. ¿Responde eso —a tu pregunta?
—Supongo.
—Bien. Vale, para ahí. Iré caminando el resto del trayecto.
Me dejaron al borde de la acera y les di las gracias antes de echar a correr por la calle. Ya estaba bastante oscuro. No daba la impresión de que faltasen sólo veintiséis minutos para que el mundo se acabara, pero supongo que nunca da esa impresión.
32
El final de la vida tal y como la conocemos
Al no haber logrado recuperar a Landen, enfrentarme al armagedón no me resultaba realmente tan excitante como hubiera podido. Siempre dicen que la primera vez que salvas al mundo es la más difícil... personalmente, siempre me ha parecido delicado, pero en esta ocasión... no sé. Quizá la pérdida de Landen hubiese insensibilizado e inmunizado mi mente contra el pánico. Quizá la distracción me sentó bien.
THURSDAY NEXT
Diarios privados
Cosas Útiles Consolidadas estaba situada en un enorme complejo en el aeropuerto de Stratton. Había un control de segundad, pero yo tenía las coincidencias de mi parte: a los tres guardias de seguridad los habían llamado para hacer otras cosas y pude entrar sin llamar la atención. Me froté el brazo, que inexplicablemente me dolía, y seguí las indicaciones hacia Desarrollos MycroTech. Estaba preguntándome cómo entrar en el edificio cerrado cuando una voz me sobresaltó.
—¡Hola, Thursday!
Era Wilbur, el hijo peñazo de Mycroft.
—No hay tiempo para explicaciones, Will. Tengo que llegar al laboratorio de nanotecnología.
—¿Por qué? —preguntó Wilbur, jugueteando con las llaves.
—Va a producirse un accidente.
—¡Es absolutamente imposible! —bufó, abriendo las puertas de par en par para dejar ver y oír las luces rojas y el sonido escandaloso de una sirena.
»¡Cielos! —exclamó Wilbur—. ¿Crees que se supone que deben estar así?
—Llama a alguien.
—Vale.
Descolgó el teléfono. Como era de prever, no funcionaba. Probó con otro, pero ninguno funcionaba.
—¡Buscaré ayuda! —dijo, tirando de un pomo de puerta que se le quedó en la mano—. ¿Qué demo...?
—La entropía decrece por segundos, Will. ¿Alguna de las nanomáquinas usa Crema Maravillosa?
Me llevó hasta un armario donde una diminuta gotita de masa rosa permanecía suspendida en el aire por efecto de potentes imanes.
—Ahí está. La primera de su clase. Todavía es experimental, claro está. Hay algunos problemillas con la interrupción de la cadena de órdenes. Una vez que empieza a convertir la materia orgánica en Crema Maravillosa, no para.
Miré la hora y comprobé que apenas quedaban doce minutos.
—¿Qué le está impidiendo funcionar?
—El campo magnético mantiene inmóvil el nanodispositivo y el sistema de refrigeración lo mantiene todo por debajo de la temperatura de activación de menos diez grados... ¿Qué ha sido eso?
Las luces habían parpadeado.
—Un fallo en la red eléctrica.
—No hay ningún problema, Thursday... Hay tres generadores de emergencia. No pueden fallar todos al mismo tiempo, eso sería demasiada...
—Coincidencia, sí, lo sé. Pero eso es lo que va a pasar. Y cuando suceda, esa coincidencia será la mayor de todas, la mejor de todas... y la última de todas.
—Thursday, ¡eso no es posible!
—Ahora mismo, cualquier cosa es posible. Nos encontramos en medio de una disminución muy localizada del campo entrópico, aislada y muy potente.
—¿Estamos en qué?
—Estamos en medio de una tecnojerga seudocientífica.
—¡Ah! —respondió Wilbur, que había sido testigo de algunas en Desarrollos MycroTech—. Una de ésas.
—¿Qué sucederá cuando falle el último generador, Wilbur?
—El nanodispositivo será expulsado al aire —dijo Wilbur con tono grave—. Está programado para fabricar masa para budín de sabor a fresa y lo seguirá haciendo mientras tenga material orgánico con el que trabajar. Tú, yo, esa mesa de ahí... Luego, cuando alguien venga por la mañana a dejarnos salir, la máquina se pondrá a trabajar en el exterior.
—¿A qué velocidad?
—Bien —dijo Wilbur, concentrándose—. El dispositivo creará réplicas de sí mismo para ejecutar el trabajo con mayor rapidez, por lo que al tragar más materia orgánica más rápido se vuelve el proceso. ¿Todo el planeta? Yo le daría una semana.
—¿Y no hay forma de detenerlo?
—Ninguna que yo sepa —respondió con tristeza—. La mejor forma de detenerlo es impedirle empezar... En realidad, lo mismo que todos los desastres causados por el hombre.
—¡Aornis! —grité con todas mis fuerzas—. ¿Dónde demonios estás?
No hubo respuesta.
—¡Aornis!
Y luego me respondió. Pero desde un lugar tan inesperado que grité de miedo. Me habló... desde mis recuerdos. Era como si en mi mente se hubiese levantado una barrera. El día en el andén de Skyrail. El momento en que vi a Aornis por primera vez. Creía que simplemente la había entrevisto, pero no había sido así. Habíamos hablado varios minutos mientras yo esperaba el tren. Hice retroceder mi mente y examiné los recuerdos recién recuperados mientras sentía las manos sudadas. Las respuestas siempre habían estado ahí.
—Hola, Thursday —dijo la joven del banco, dándose toques de maquillaje en la nariz.
Fui hasta ella.
—¿Sabes mi nombre?
—Sé mucho más. Me llamo Aornis Hades... mataste a mi hermano.
Intenté no demostrar sorpresa.
—En defensa propia, señorita Hades. De haber podido capturarle con vida, lo hubiese hecho.
—En ochenta y tres generaciones jamás se ha capturado con vida a un miembro de la familia Hades.
Pensé en los dos pinchazos, el billete de Skyrail, todas las coincidencias para hacerme subir al andén.
—¿Está manipulando las coincidencias, Hades?
—¡Claro que sí! —respondió justo cuando el tren entraba en la estación —. Vas a subir al tren y un agente de OE-14 va a dispararte accidentalmente. Un final irónico, ¿no te parece? Que te dispare tu propia gente...
—¿Y si no me subo al Skyrail? ¿Y si te detengo aquí y ahora?
Aornis rió.
—El querido Acheron era un buen y digno Hades a pesar de que mató a su hermano... algo que disgustó bastante a Madre... pero nunca estuvo realmente a la altura de algunos de los atributos familiares más diabólicos. Subirás al tren, Thursday... porque no vas a recordar nada de esta conversación.
—¡Qué ridículo! —reí, pero Aornis se dedicó de nuevo al maquillaje y yo había subido al tren.
—¿Qué pasa? —preguntó Wilbur, que me había estado mirando mientras yo recuperaba el torrente de recuerdos de Aornis.
—Recuerdos recuperados —respondí seria bajo el parpadeo de las luces. El primer generador de emergencia había fallado. Miré la hora. Quedaban seis minutos.
—¿Thursday? —murmuró Wilbur. Le temblaba el labio inferior—. Estoy asustado.
—Yo también, Will. Calla un segundo.
Y pensé en mi siguiente encuentro con Aornis. En Uffington, cuando se había hecho llamar Violet De'ath. En esa ocasión habíamos estado acompañadas, por lo que no dijo nada. Pero en la siguiente, en Osaka, se había sentado junto a mí en el banco, justo después de que el rayo le diese al adivino.
—Un truco muy astuto, usar de esa forma las coincidencias —dijo, colocando las bolsas de la compra de forma que no se cayesen—. La próxima vez no tendrás tanta suerte... y, ya que hablamos de suerte, ¿cómo conseguiste escapar del aprieto del Skyrail?
La verdad es que no quería responder a esa pregunta.
—¿Qué me estás haciendo? —exigí saber—. ¿Qué le haces a mi cabeza?
—Simple borrado de recuerdos, Thursday. Mi habilidad particular es que me olvidan instantáneamente... jamás me capturarás porque olvidarás incluso haberme conocido. Puedo borrar tus recuerdos de mí tan instantáneamente que soy completamente invisible. Puedo entrar donde me dé la gana, robar lo que desee... Puedo incluso matar a plena luz del día.
—Muy inteligente, Hades.
—Por favor, llámame Aornis... Me gustaría que fuésemos amigas. —Se echó el pelo detrás de las orejas y se miró las uñas un momento antes de preguntar—: Acabo de ver un bonito suéter de cachemira; está disponible en turquesa y esmeralda... ¿cuál crees que me sentaría mejor?
—No tengo ni idea.
—Me quedaré con ambos —decidió después de reflexionar un momento—. Después de todo, los pagaré con una tarjeta de crédito robada.
—Disfruta de tu juego, Aornis. No durará eternamente. Derroté a tu hermano... a ti también te derrotaré.
Se rió.
—¿Y cómo te propones hacerlo? Ni siquiera puedes recordar haber hablado conmigo. Querida, ni siquiera recordarás esta conversación... ¡hasta que yo quiera que la recuerdes!
Las luces del laboratorio de nanotecnología volvieron a parpadear. Wilbur y yo nos mirábamos mientras fallaba el segundo generador de emergencia. Otra vez intentó llamar, pero seguía sin haber línea. Muerte por coincidencias. Vaya forma de morir. Pero fue en ese momento, a sólo dos minutos del final, cuando Aornis levantó la última barrera y recordé con claridad nuestro último encuentro. Se había producido ni veinte minutos antes, en la entrada de CosasCon. No estaba vacía, en realidad; Aornis había estado allí esperándome... lista para dar el golpe de gracia.
—¡Bien! —exclamó cuando entré—. Lo has deducido, ¿no?
—¡Maldita seas, Hades! —respondí, echando mano a la pistola. Con una velocidad sorprendente me agarró la muñeca y me hizo una llave muy dolorosa.
—Escúchame —me susurró al oído mientras me retenía el brazo—. En el laboratorio de nanotecnología se va a producir un accidente. Tu tío tenía la esperanza de alimentar al mundo, pero en realidad se convertirá en el padre de su destrucción. ¡La ironía es tan espesa que se puede cortar con cuchillo!
—¡Espera! —dije, pero me tiró con más fuerza del brazo y grité.
—Estoy hablando yo, Next. Nunca interrumpas a un Hades cuando habla. Vas a morir por lo que hiciste a nuestra familia, pero sólo para demostrarte que no soy un demonio absoluto, te voy a consentir un último gesto heroico, algo que tu patética personalidad petulante parece ansiar. Exactamente seis minutos antes del accidente, recordarás nuestras conversaciones.
Me resistí, pero me retenía con fuerza.
—Éste será el último encuentro que recuerdes. Por tanto, aquí tienes mi oferta. Toma tu pistola y vuélvela contra ti misma... y yo perdonaré al planeta.
—¿Y si no lo hago? —grité—. ¡Tú también morirás!
Volvió a reír.
—No. Sé lo que harás. A pesar del bebé. A pesar de todo. Eres una buena persona, Next. Un excelente ser humano. Ése será tu talón de Aquiles. Cuento con ello.
Se inclinó y me susurró al oído.
—Se equivocan, ¿sabes, Thursday? ¡La venganza es muy dulce!
—¿Thursday? —preguntó Wilbur—. ¿Estás bien?
—No, en realidad no —murmuré mientras veía llegar él reloj al minuto final. Acheron no era nada comparado con Aornis, ya fuese en poderes o en sentido del humor. Me había metido con la familia Hades y ahora pagaba el precio.
Saqué la pistola de Cordelia mientras el reloj llegaba al último medio minuto.
—Si Landen regresa alguna vez, dile que le amo.
Veinte segundos.
—¿Si regresa quién?
—Landen. Le reconocerás cuando le veas. Es alto, con una sola pierna, escribe libros chiflados y tiene una esposa llamada Thursday que le ama más allá de lo comprensible.
Diez segundos.
—Hasta otra, Wilbur.
Cerré los ojos y me llevé la pistola a la sien.
33
El amanecer de la vida tal y como la conocemos
Hace tres mil millones de años, la atmósfera de la Tierra se había estabilizado en lo que los científicos llamaban A-II. El implacable martilleo de la atmósfera había creado la capa de ozono, que evitaba la producción de más oxígeno. Hacía falta un mecanismo nuevo y totalmente diferente para poner en marcha el joven planeta y convertirlo en la esfera verde y viva que conocemos y disfrutamos.
DR. LUCIANO SPAGBOG
Cómo creo que empezó la vida en la Tierra
—No va a hacer falta —dijo mi padre, quitándome delicadamente la pistola de la mano y dejándola sobre la mesa. No sé si llegó a propósito en el último minuto para incrementar el dramatismo, pero allí estaba. No había congelado el tiempo... creo que ya estaba harto. En el pasado siempre que había aparecido era todo sonrisas y alegría, pero ese día era diferente. Y parecía, por primera vez, viejo. Quizá de ochenta años... quizá de más.
Metió la mano dentro del contenedor del nanodispositivo mientras fallaba el último generador. El pequeño globo de nanotecnología le cayó en la mano y las luces de emergencia se encendieron, bañándonos en un resplandor verde.
—Está frío —dijo—. ¿Cuánto me queda?
—Primero tiene que calentarse —respondió Wilbur abatido—. ¿Tres minutos?
—Lamento decepcionarte, garbancito, pero el sacrificio personal no es la respuesta.
—Era lo único que me quedaba, papá. Yo sola o yo y tres mil millones de almas.
—No te corresponde a ti tomar esa decisión, Thursday, pero a mí sí. Te queda mucho trabajo por hacer, y también a tu hijo. En mi caso, simplemente me alegro de que todo acabe antes de encontrarme tan débil que sea un inútil.
—¡Papá!
Sentí las lágrimas corriéndome por la cara.
—¡Ahora todo se ve tan claro! —dijo, sonriendo mientras cerraba la mano de forma que ni un átomo de la Crema Maravillosa omnívora cayese al suelo—. Después de varios millones de años de existencia, al fin he comprendido mi propósito. ¿Le dirás a tu madre que no hay absolutamente nada entre Emma Hamilton y yo?
—¡Oh, papá! ¡No lo hagas, por favor!
—Y dile a Joffy que le perdono por romper la ventana del invernadero.
Le abracé con fuerza.
—Te echaré de menos. Y a tu madre, claro, y a Escher, a Louis Armstrong, a las hermanas Nolan... lo que me recuerda, ¿conseguiste las entradas?
—Tercera fila, pero... pero... supongo que ya no las necesitarás.
—Nunca se sabe —murmuró—. Deja mi entrada en la taquilla, ¿lo harás?
—Papá, debe haber algo que podamos hacer por ti.
—No, querida, pronto me iré de aquí. El Gran Salto Adelante. Lo único que me pregunto es adónde ir. ¿Había algo en la Crema Maravillosa que no encajara?
—Clorofila.
Sonrió y olisqueó el clavel que llevaba al ojal.
—Sí, eso pensaba. En realidad, es todo muy simple... y bastante ingenioso. La clorofila es la clave... ¡Oh!
Le miré la mano. La carne comenzaba a reblandecerse. El rebelde nanodispositivo se había calentado lo suficiente para ponerse a trabajar, devorando, cambiando y duplicándose cada vez a mayor velocidad.
Le miré, deseando hacerle un centenar de preguntas pero sin saber por dónde empezar.
—Voy a ir tres mil millones de años hacia el pasado, Thursday, a un planeta que sólo tiene la posibilidad de la vida. Un planeta que espera un acontecimiento milagroso, algo que no ha sucedido, por lo que sabemos, en ningún otro punto del universo. En una palabra, fotosíntesis. Una atmósfera oxidante, garbancito... la forma ideal de iniciar una biosfera embrionaria. —Rió—. Es curioso cómo acaban sucediendo las cosas, ¿verdad? Toda la vida del planeta procede de las proteínas y los compuestos orgánicos de la Crema Maravillosa.
—Y del clavel. Y de ti.
Me sonrió.
—De mí. Sí. Pensaba que esto sería el final, el Gran Final... pero en realidad no es más que el comienzo. Y yo soy parte de él. Me hace sentir... bien, humilde.
Me tocó la cara con la mano buena y me besó en la mejilla.
—No llores, Thursday. Así es como sucede. Es como siempre ha sucedido, es como siempre sucederá. Toma mi cronógrafo; ya no voy a necesitarlo.
Le solté el pesado reloj de la muñeca buena mientras el olor a fresas llenaba toda la sala. Era la mano de papá. Casi se había convertido por completo en budín. Para él era hora de irse y lo sabía.
—Ha sido Aornis, ¿no?
Asentí.
—La peor de todos... aparte de Flegetonte. ¿Sabes qué decíamos de ella? Rica en maldades, pobre en dinero. Tiene su talón de Aquiles, al igual que el resto de la familia. Adiós, Thursday, no podría haber tenido mejor hija.
Recuperé la compostura. No quería que su último recuerdo de mí fuese el de una niña llorona. Quería que viese que yo podía ser tan fuerte como él. Apreté los labios y me limpié las lágrimas de los ojos.
—Adiós, papá.
Me guiñó un ojo.
—Bien, el tiempo no espera por nadie, como nos gusta decir.
Volvió a sonreír y empezó a plegarse, colapsarse y arremolinarse de forma muy similar al agua escapando por un desagüe. Notaba que el fenómeno tiraba de mí, por lo que di un paso atrás mientras mi padre se desvanecía en un estallido muy silencioso para viajar al remoto pasado. Un último tirón gravitatorio me arrancó un botón de la camisa; la perla rebelde viajó por el aire y quedó atrapada en el pequeño vórtice giratorio. Se desvaneció y el aire se agitó un momento antes de estabilizarse en el estado habitual que llamamos normalidad. Mi padre se había ido.
Las luces regresaron a medida que la entropía volvía a la normalidad. El audaz plan de venganza de Aornis había fallado miserablemente. En realidad, muy perversamente, nos había dado la vida a todos. Y después de mencionar tantas veces la ironía, probablemente en aquellos momentos se estuviese maldiciendo de camino a alguna tienda de modas. Papá tenía razón. Es curioso el modo en que acaban sucediendo las cosas.
Esa noche asistí al concierto de las hermanas Nolan. A mi lado había una localidad desocupada y yo miraba la puerta por si mi padre aparecía. Apenas escuché la música... Pensaba en las costas solitarias de un planeta sin vida, en una persona que una vez había sido mi padre descomponiéndose en sus elementos constituyentes. Luego pensé en las proteínas resultantes, ya muchas duplicadas y evolucionadas, trabajando en la atmósfera. Soltaban oxígeno y combinaban hidrógeno con dióxido de carbono para formar moléculas simples. En unos cientos de millones de años la atmósfera estaría llena de oxígeno libre; la vida aeróbica podría comenzar... y un par de miles de millones de años después algo cenagoso empezaría a abrirse paso hacia tierra firme. No era un comienzo muy prometedor pero me producía cierto orgullo familiar. Él no era simplemente mi padre, sino el padre de todo el mundo. Y mientras las Nolan interpretaban Adiós, no queda nada que decir, yo permanecí sentada en tranquila introspección, lamentando, como les pasa siempre a los hijos tras la muerte de sus padres, todas las cosas que nunca dije y nunca hice. Pero mi mayor pesar era más mundano: dado que la CronoGuardia había borrado su identidad y su existencia, yo nunca había sabido, ni nunca le había preguntado, su nombre.
34
El Pozo de las Tramas Perdidas
Programa de Intercambio de Personajes: Si un personaje de un libro se parece sospechosamente a otro del mismo autor, lo más probable es que sea el mismo. En el mundo del libro se da cierto grado de economía y personajes de un libro a menudo sustituyen a otros. En ocasiones un único personaje interpreta a otro en el mismo libro, lo que aporta a la acción cierta comicidad si tienen que hablar entre sí. Margot Metroland me contó en una ocasión que interpretar a la misma persona una y otra vez era tan cansado como ser «una actriz condenada al mismo personaje en un repertorio de un teatro de provincias durante toda la eternidad y sin vacaciones». Después de una avalancha de LibroHuidas de personajes descontentos y aburridos, se creó el Programa de Intercambio de Personajes para permitir un cambio de escenario. En cualquier año hay cerca de diez mil intercambios, muy pocos de los cuales provocan alteraciones importantes en la trama o el diálogo. El lector rara vez sospecha que pase algo.
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran Biblioteca (glosario)
Dormí en casa de Joffy. Uso el verbo dormir, aunque no es del todo exacto. Miré el techo de elegantes molduras y pensé en Landen. Al amanecer me escabullí en silencio de la vicaría, tomé prestada la motocicleta Brough Superior de Joffy y fui a Swindon mientras el sol se alzaba por el horizonte. Los relucientes rayos del nuevo día me llenaron de esperanza, pero esa mañana sólo podía pensar en los asuntos pendientes y en el futuro incierto. Recorrí las calles vacías, dejando atrás Coate y subiendo por la calle Marlborough hacia casa de mi madre. Tenía que saber lo de papá por dolorosa que le resultase la noticia, y esperaba que se consolase, como me consolaba yo, con su gesto final de generosidad. Después iría a la comisaría y me entregaría a Flanker. Había bastantes probabilidades de que OE-5 creyese lo que había sucedido con Aornis, pero sospechaba que convencer a OE-1 de la cronrupción de Lavoisier iba a ser mucho más complicado. La Goliath y los dos Schitt eran otro motivo de preocupación, pero estaba segura de que se me ocurriría algo para mantenerlos alejados. Aun así, el día anterior el mundo no se había acabado, lo que era un punto a favor de los buenos... y Flanker no podría acusarme de «no haber salvado el mundo a su modo» por mucho que quisiese.
Al aproximarme a la esquina de casa de mamá vi un coche sospechoso con aspecto de ser de la Goliath aparcado al otro lado de la calle, por lo que seguí avanzando y di un gran rodeo,. Dejé la motocicleta dos calles más allá y regresé recorriendo con sigilo los callejones. Esquivé otro enorme coche de la Goliath, salté la valla del jardín de mamá y bordeé el huerto hasta la puerta de la cocina. Estaba cerrada con llave, así que empujé la enorme dodera y entré. Estaba a punto de encender las luces cuando sentí el cañón frío de un arma contra la mejilla; di un salto y casi grité.
—Las luces seguirán apagadas —dijo una voz sensual de mujer—, y no hagas movimientos rápidos.
Me quedé inmóvil, como debía. Una mano se metió en mi chaqueta y sacó la automática de Cordelia.
DH-82 estaba completamente dormido en su cesto. Era evidente que no se le había metido en la cabeza la idea de ser un feroz lobo de tasmania de vigilancia.
—Deja que te vea —dijo la voz de mujer. Me volví y miré a los ojos de una mujer que había entrado más rápidamente en la mediana edad de lo atribuible a los años. Me di cuenta de que el brazo con el que sostenía el arma le temblaba ligeramente. Estaba ligeramente gorda y se había cepillado el pelo, que llevaba recogido en un moño, torpemente. Pero no cabía duda de que en su momento había sido hermosa; sus ojos eran relucientes y vivaces, su boca delicada y refinada, su porte resuelto.
—¿Qué haces aquí? —exigió saber.
—Ésta es la casa de mi madre.
—¡Ah! —dijo, con una ligera sonrisa y alzando las cejas—. Debes de ser Thursday.
Volvió a meter el arma en la pistolera que llevaba en la cadera bajo varias capas de un vestido de brocado grande y empezó a revolver la alacena.
—¿Sabes dónde guarda tu madre el alcohol?
—¿Y si antes me dice quién es usted? —pregunté, prestando atención al taco de los cuchillos por si necesitaba un arma.
La mujer no respondió o, al menos, no respondió a mi pregunta.
—Tu padre me contó que Lavoisier erradicó a tu marido.
Detuve mi avance sigiloso hacia los cuchillos.
—¿Conoce a mi padre? —pregunté, un tanto sorprendida.
—Odio tanto la palabra erradicado —anunció en tono grave, buscando en vano algo de alcohol entre la fruta enlatada—. Es asesinato, Thursday... eso es. También mataron a mi marido... aunque les hicieron falta tres intentos.
—¿Quiénes?
—Lavoisier y los revisionistas franceses. —Golpeó con el puño la encimera de la cocina como si quisiese puntuar su furia y se volvió para mirarme—. Supongo que tienes recuerdos de tu esposo.
—Sí.
—Yo también —suspiró—. Desearía por el cielo que no fuese así, pero los tengo. Recuerdos de cosas que podrían haber sucedido. Conciencia de la pérdida. Es lo peor de todo. —Abrió otro armario, también lleno de latas de fruta—. Tengo entendido que tu marido apenas tenía dos años... el mío tenía cuarenta y siete. Aunque creas que así es mejor, no lo es. Le concedieron el divorcio y nos casamos el verano después de Trafalgar. Nueve años de vida maravillosa como lady Nelson... Luego me despierto una mañana, en Calais, siendo una desdichada borracha acosada por las deudas y con la revelación de que mi verdadero amor murió una década antes por la bala de un francotirador en el alcázar de la Victory.
—Sé quién es usted —murmuré—, usted es Emma Hamilton.
—Era Emma Hamilton —respondió con tristeza—. Ahora soy una mujer fuera de su tiempo y arruinada, con una reputación horrible, sin marido y con una sed del tamaño del Gobi.
—¿Todavía tiene a su hija?
—Sí —gimió—, pero nunca le he dicho que yo soy su madre.
—Pruebe en el aparador.
Se desplazó por la encimera, rebuscó un poco más y encontró una botella de jerez para cocinar. Se sirvió una dosis generosa en una taza de té de mi madre. Miré a la mujer entristecida y me pregunté si yo acabaría igual.
—Con el tiempo, nosotros lograremos deshacernos de Lavoisier —murmuró lady Hamilton, triste, tragándose el jerez de cocinar—. De eso puedes estar segura.
—¿Nosotros?
Me miró y se sirvió otra más que generosa taza de jerez.
—Sí, tu padre y yo, claro.
Suspiré. Era evidente que todavía no se había enterado de la noticia.
—De eso venía a hablar con mi madre.
—¿De qué has venido a hablarme?
Era mi madre. Se había limitado a entrar vestida con una bata de boatiné y el pelo desgreñado. Para alguien habitualmente tan suspicaz con Emma Hamilton, se mostró cordial e incluso le deseó «buenos días»... aunque se dio prisa en retirar el jerez de la encimera y devolverlo al aparador.
—¡Qué madrugadora! —susurró—. ¿Tendrás tiempo esta mañana para llevar a DH-82 al veterinario? Hay que volver a curarle el furúnculo.
—Estoy un poco ocupada, mamá.
—¡Oh! —exclamó, notando la seriedad de mi voz—. ¿Ese asunto de Vole Towers ha tenido alguna relación contigo?
—Más o menos. He venido ha decirte que...
—¿Sí?
—Que papá ha... papá está... papá está... —Mamá me miró inquisitiva mientras mi padre, en perfecto estado, entraba en la cocina—. Haciéndome sentir muy confusa.
—¡Hola garbancito! —dijo mi padre, con un aspecto considerablemente más joven que la última vez que le había visto—. ¿Te han presentado a lady Hamilton?
—Hemos tomado una copa juntas —dije insegura—. Pero... estás... estás... ¡vivo!
Me acarició la barbilla y respondió.
—¿Debería estar en algún otro estado?
—No... quiero decir, digo... Pero ya había caído en la cuenta.
—¡No me lo digas! ¡No quiero saberlo!
Se situó junto a mamá y le pasó el brazo por la cintura. Era la primera vez que los veía juntos en casi diecisiete años.
—Pero...
—No seas tan lineal —dijo mi padre—. Aunque intento visitarte sólo en tu orden cronológico, en ocasiones no es posible. —Hizo una pausa—. ¿Sufrí mucho dolor?
—No... nada —mentí.
—Es curioso —dijo mientras rellenaba la tetera—, puedo recordarlo todo hasta que cayó el telón menos diez minutos, pero más allá todo es un poco nebuloso... Apenas logro entrever una costa agreste y la puesta de sol sobre un océano tranquilo, pero, aparte de eso, nada. He hecho y visto muchas cosas, pero mi entrada y mi salida siempre han sido un misterio. Es mejor así. Impide que tenga miedo e intente cambiarlas. —Llenó de café la cafetera. Me alegraba comprobar que sólo había presenciado la muerte de papá y no el final de su vida... ya que esos dos aspectos, descubrí, apenas estaban relacionados—. Por cierto, ¿cómo van las cosas? —preguntó.
—Bien —empecé, sin saber muy bien por dónde hacerlo—, el mundo no terminó ayer.
Miró el sol bajo de invierno que entraba por la ventana de la cocina.
—Ya veo. Buen trabajo. Un armagedón ahora mismo hubiese sido un incordio. ¿Has desayunado?
—¿Un incordio? ¿La destrucción del mundo entero hubiese sido un incordio?
—Segurísimo. Una pesadez —respondió mi padre pensativo—. El final del mundo podría alterar de veras mis planes para recuperar a vuestros maridos, y eso no te gustaría, ¿verdad? Dime, ¿conseguiste mis entradas para el concierto de las hermanas Nolan de anoche?
Pensé con rapidez.
—Eh... no, papá... lo siento. Estaban agotadas.
Otra pausa. Mamá dio un manotazo a su marido, quien la miró de forma rara. Daba la impresión de que ella quería que él dijese algo.
—Thursday —dijo ella en cuanto quedó claro que papá no se daba por aludido—, tu padre y yo creemos que deberías marcharte hasta que nazca nuestro primer nieto. A algún lugar seguro. A algún otro lugar.
—¡Oh, sí! —añadió papá sobresaltado—. Con la Goliath, Aornis y Lavoisier detrás de ti, el aquiahora no es precisamente el mejor lugar en el que estar.
—Sé cuidarme.
—Yo también lo creía —gruñó lady Hamilton, mirando con deseo el aparador donde se guardaba el jerez.
—Recuperaré a Landen —respondí con resolución.
—Quizás ahora seas físicamente capaz... pero ¿cómo estarán las cosas dentro de seis meses? Te hace falta un descanso, Thursday, y tiene que ser ahora. Claro está, debes luchar... pero luchar en un campo de batalla equilibrado.
—¿Mamá?
—Tiene sentido, querida.
Me froté la cabeza y me senté en la silla de la cocina. Parecía una buena idea.
—¿Qué teníais en mente?
Mamá y papá se miraron.
—Podría llevarte al siglo XVI o algo así, pero sería difícil conseguir buena atención médica. Ir tiempoarriba es demasiado arriesgado; y además, OE-12 daría pronto contigo. No, si vas a ir a alguna parte, tendrá que ser lateralmente.
Vino y se sentó junto a mí.
—Henshaw de OE-3 me debe un favor. Entre los dos podríamos deslizarte lateralmente a un mundo donde Landen no se ahoga a los dos años.
—¿Podríais? —respondí, de pronto interesada.
—Claro. Pero calma. No es tan simple. Muchas cosas serían... diferentes.
Mi euforia duró muy poco. Sentí un hormigueo en el cuero cabelludo.
—¿Cómo de diferentes?
—Muy diferentes. No pertenecerás a OE-27. Es más, no existirá OpEspec. La Segunda Guerra Mundial terminará en 1945 y el conflicto de Crimea no durará mucho más allá de 1854.
—Comprendo. ¿No habrá guerra en Crimea? ¿Significa eso que Anton seguirá con vida?
—Exacto.
—Entonces hagámoslo, papá.
Me agarró la mano y me la apretó.
—Hay más. La decisión es tuya y tienes que saber conprecisión lo que implica. Todo habrá desaparecido. Todo el trabajo que has hecho, todo el trabajo que harás. No habrá dodos ni neandertales, ni máquinas Will-Speak, ni Gravetubo...
—¿No hay Gravetubo? ¿Cómo se desplazan?
—En unas cosas llamadas reactores. Grandes naves de pasajeros que vuelan a diez kilómetros de altura y a tres cuartas partes de la velocidad del sonido... algunas incluso más rápido.
Era una idea ridicula y así se lo dije.
—Sé que es difícil de creer, garbancito, pero no lo sabrás... allí el Gravetubo parece tan imposible como aquí los reactores.
—¿Qué hay de los mamuts?
—No habrá... pero habrá patos.
—¿La Goliath?
—Con otro nombre.
Guardé silencio un momento.
—¿Habrá Jane Eyre?
—Sí —dijo mi padre—. Sí, siempre habrá Jane Eyre.
—¿Y Turner? ¿Seguirá pintando El último viaje de El Temeraire?
—Sí, y Carravaggggio también existe, aunque deletrean su nombre de forma más razonable.
—Entonces, ¿a qué esperamos?
Mi padre guardó un momento de silencio.
—Hay un problema.
—¿Qué tipo de problema?
Suspiró.
—Landen habrá vuelto, pero él y tú no nos habréis conocido. Landen ni siquiera te conocerá.
—Pero yo le conoceré a él. Puedo presentarme, ¿no?
—Thursday, no formas parte de eso. Estás en el exterior. Todavía llevarás el hijo de Landen pero no sabrás que el ladeo se ha producido. No recordarás nada de tu antigua vida. Si quieres desplazarte lateralmente para verle, entonces tendrás un nuevo pasado y un nuevo presente. Perversamente, para poder verle no podrás tener ningún recuerdo de él... ni él de ti.
—Es un buen problema —comenté.
—Es el segundo peor problema —admitió papá.
Pensé un momento.
—¿Así que no estaré enamorada de él?
—Me temo que no. Puede que te quede un diminuto recuerdo residual... sentimientos que no puedas explicar por alguien a quien nunca conociste.
—¿Estaré confusa?
—Sí.
Me miró con expresión seria. Todos me miraban así. Incluso lady Hamilton, que se había estado desplazando muy lentamente hacia el jerez, se detuvo y me miró fijamente. Estaba claro que salir de allí era algo que debía hacer. Pero ¿quedarme sin ningún recuerdo de Landen? No me hacía falta pensar mucho.
—No, papá. Gracias, pero no.
—Creo que no lo comprendes —entonó, usando su voz paterna de «a tu cuarto, señorita»—. Dentro de un año podrás regresar y todo volverá a estar bien...
—No. No voy a perder más de Landen de lo que he perdido ya. —Tenía una idea—. Además. Tengo un lugar al que puedo ir.
—¿Sí? —preguntó mi padre—. ¿A qué lugar podrías ir donde Lavoisier no te encontrase? Atrás, adelante, de lado, alterno... ¡no hay ningún otro lugar!
Sonreí.
—Te equivocas, papá. Hay otro lugar. Un lugar donde nadie me encontrará... ni siquiera tú.
—¡Garbancito...! —imploró—. ¡Es imprescindible que te tomes esto en serio! ¿Adónde irás?
Respondí lentamente.
—Voy a perderme en un buen libro.
A pesar de sus ruegos, me despedí de mamá, de papá y de lady Hamilton, salí de la casa y corrí al apartamento en la motocicleta de Joffy. Aparqué en la puerta delantera, desafiando a los agentes de la Goliath y OpEspec que esperaban por mí. Entré despacio; les llevaría veinte minutos o más informar a la base y luego subir y echar la puerta abajo... y yo sólo tenía que guardar unas cuantas cosas. Todavía tenía mis recuerdos de Landen y ellos me sostendrían hasta que le recobrase. Porque le recobraría... Pero necesitaba tiempo para descansar y recuperarme, y traer a nuestro hijo al mundo con el mínimo de problemas, molestias o interrupciones. Metí cuatro latas de comida para gatos Mininoliciosa, dos paquetes de caramelos mentolados, un bote grande de Marmite y dos docenas de pilas AA en una enorme bolsa de mano junto con algo de ropa, una fotografía de mi familia y el ejemplar de Jane Eyre con la bala alojada en la portada. Coloqué a la adormilada y confundida Pickwick y su huevo en la bolsa y la cerré de forma que sólo le sobresalía la cabeza. A continuación me senté en una silla, delante de la puerta, con un ejemplar de Grandes esperanzas en el regazo. Yo no era una saltadora de libros nata y sin la guía de viajes me iba a hacer falta el miedo a ser capturada para ayudarme a catapultarme más allá de las barreras de la ficción.
Comencé a leer con la primera llamada a la puerta y seguí leyendo durante la andanada de gritos exigiéndome que abriese, durante los golpes sordos y el sonido de la madera astillándose hasta que, finalmente, cuando la puerta caía, me fundí con el interior lúgubre de Grandes esperanzas y Satis House.
La señorita Havisham se trastornó un poco cuando le expliqué lo que precisaba, y aún más cuando vio a Pickwick, pero aceptó mi petición y lo arregló con Bellman... con la condición de que siguiese con mi entrenamiento. Me admitieron a toda prisa en el Programa de Intercambio de Personajes y me ofrecieron un papel secundario en un libro inédito de las profundidades del Pozo de las Tramas Perdidas. La mujer a la que reemplacé hacía tiempo que quería hacer un curso en la Academia de Arte Dramático de Reading, así que a ella le venía genial también. Mientras vagaba por el subsótano seis, con el impreso del Programa de Intercambio en la mano dirigido a alguien llamado Briggs, me sentí más relajada que durante las últimas semanas. Encontré el libro encajado entre el primer borrador de una aventura en el mar de Tasmania y una idea vaga para una comedia ambientada en el Mando de Bombardeo. Saqué el libro, lo llevé a una de las mesas de lectura y, tranquilamente, me leí en mi nuevo hogar.
Me encontré en las orillas de un embalse, en algún lugar de los alrededores de Londres. Era verano y el aire era cálido y dulce en contraste con las condiciones invernales de casa. Yo estaba de pie en un embarcadero de madera, delante de un enorme y aparentemente ruinoso hidroavión, que se agitaba suavemente con la brisa, tirando de las cuerdas. Una mujer acababa de salir de la puerta del casco elevado; sostenía una maleta.
—¡Hola! —grito, corriendo hacia mí y ofreciéndome la mano—. Soy Mary. Tú debes de ser Thursday. ¡Por el amor del cielo! ¿Qué es eso?
—Un dodo. Se llama Pickwick.
—Pensaba que se habían extinguido.
—No de donde yo vengo. ¿Aquí voy a vivir? —Señalaba dubitativa al destartalado hidroavión.
—Sé lo que piensas. —Mary sonreía con orgullo—. ¿No es lo más bonito que has visto nunca? Un Short Sunderland construido en 1943; voló por última vez en el 54. Estoy a mitad de camino de convertirlo en una casa flotante pero no tengas reparos si quieres ayudar. Simplemente, mantén seca la sentina y pon en marcha el motor número tres una vez al mes y te estaré agradecida.
—Eh... vale —solté.
—Bien. Te he dejado un esquema rápido de la historia en la puerta del frigorífico, pero no te preocupes demasiado... como es inédita podemos hacer básicamente lo que nos dé la gana. Si tienes algún problema, recurre al capitán Nemo, que vive en el Nautilus, dos botes más abajo. Y no te preocupes, puede que al principio Jack te parezca un poco brusco, pero tiene un corazón de oro y, si te pide que conduzcas su Austin Allegro, asegúrate de darle bien al embrague antes de cambiar de marcha. ¿Bellman te ha proporcionado los papeles necesarios y las identificaciones falsas?
Me coloqué la mano sobre el bolsillo y ella me pasó un papel y un montón de llaves.
—Bien. Aquí tienes mi número de notaalpiéfono para caso de emergencia, éstas son las llaves del hidroavión y de mi BMW. Si llama alguien que responde al nombre de Arnold, dile que tuvo su oportunidad y la perdió. ¿Alguna pregunta?
—Creo que no.
Sonrió.
—Entonces hemos terminado. Te gustará esto. Es muy raro. Te veré dentro de un año. ¡Hasta otra!
Me dedicó un alegre saludo con la mano y recorrió el camino de tierra. Miré al otro lado del lago, los botes lejanos; luego vi un par de cisnes que aleteaban con fuerza para despegar del agua. Me senté en un asiento desvencijado de madera y dejé que Pickwick saliese de la bolsa. No era mi hogar, pero parecía bastante agradable. La reactualización de Landen pertenecía a un futuro desconocido, así como Aornis y el merecido castigo de la Goliath... pero todo a su tiempo. Echaría de menos a mamá, a papá, a Joffy, a Bowden, a Victor y quizás incluso a Cordelia. Pero no todo eran malas noticias: al menos ya no tendría que aparecer en Los vídeos de ejercicio de Thursday Next.
Como decía mi padre, es curioso cómo acaban sucediendo las cosas.
Otra vez los nombres
Muchos de los nombres que aparecen en la novela tienen un significado concreto. No hemos incluido los que aparecían en El caso Jane Eyre sino sólo los más importantes que aparecen por primera vez en esta obra. Una vez más, hemos contado con la inestimable ayuda de «Jon Brierley's British Reference Notes: A Non-Brit's Guide to the Thursday Next series»
‹http://www.jasperfforde.com/reader/readerjon5.html›.
Kannon y Phodder: En inglés, juntos suenan como cannon fodder, es decir, «carne de cañón».
Chalk y Cheese: La expresión as different as chalk and cheese es el equivalente de parecerse algo «como un huevo a una castaña» y se usa para indicar que dos cosas son muy diferentes. En la novela, evidentemente, el chiste está en que Chalk y Cheese son bastante indistinguibles.
Lamb y Slaughter: Lamb to the slaughter, «cordero al matadero». Curiosamente, el nombre de pila de Lamb es Blake.
Harris Tweed: Tweed, tejido fabricado en la isla de Harris.
Akrid Snell: Fonéticamente muy similar a acrid smell, «olor acre».
Schitt-Hawse: Fonéticamente muy similar en inglés a shit house, «aseo portátil».
Cordelia Flakk: Flak significa «fuego antiaéreo». El término también se usa para referirse a los agentes de prensa.
Matthew Hopkins: Un famoso cazador de brujas del siglo XVII.
Deamen y Walken: Fonéticamente muy similar a deadmen walking, «cadáveres andantes»
King y Nosmo: No smoking, por supuesto.
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29 de junio de 2010