John Crowley

Pequeño, grande

Traducción de Matilde Horne

Diseño gráfico de Joan Pedragosa

Diseño e ilustración de la sobrecubierta: Hannele E. Vanha-aho

© 1989 by Ediciones Minotauro

Para Lynda,

que lo supo primero,

con el amor del autor

Presentación de solapas y contratapa

Como en El verano del pequeño San John, el título de esta nueva novela de John Crowley resume para el lector el tema oculto del libro: las relaciones misteriosas y manifiestas de lo Pequeño y lo Grande. La familia de Fumo Barnable y Llana Alice Bebeagua vive en una enorme casona que es un laberinto, pero también una exacta reproducción arquitectónica del Arte de la Memoria renacentista. Dentro de la casa, unas puertas que parecen pequeñas conducen al inmensurable reino de las hadas, el corazón del laberinto, donde todo revela su auténtica e íntima estructura: mundos dentro de mundos, vidas dentro de vidas. Una granja en el estado de New York, una serie de televisión, la resurrección de Federico Barbarroja, un parque diseñado como el Arte de la Memoria, el amor obsesivo de Oberon y Titania, todo se combina y ordena inesperadamente dando al libro nuevos significados que el lector descubre una y otra vez con asombro, admiración y felicidad.

John Crowley nació en 1942 y trabajó durante un tiempo en la ciudad de New York en documentales para la televisión y el cine. Desde 1977 vive en Massachusetts. Ha publicado entre otras obras: Deep (1975), Bestias (1976), El verano del pequeño San John (1979), Pequeño, grande (1981), Ægypto (1987). Pequeño, grande ganó el World Fantasy Award de 1981.

De esta novela se ha dicho:

«La mejor novela fantástica de todos los tiempos.» Thomas M. Disch

«Un libro verdaderamente original en todos los sentidos. Una fantasía tan extraordinariamente bien contada que escapa a cualquier categorización… Pequeño, grande cuestiona la realidad, describe círculos dentro de círculos, mundos dentro de mundos, vidas dentro de vidas. Crowley nos hace creer en la sabiduría de una trucha, en la voz de una llama.» John Gabree, Newsday

«Me he descubierto tomando notas, para así poder volver a las páginas que me parecían importantes, y creo que muchos otros lectores harán lo mismo. La fuerza de Crowley se apoya en las extraordinarias dimensiones de lo que es capaz de poner en palabras.» Russell Hoban

«Un libro indescriptible: un espléndido delirio, o una deliciosa cordura, o ambas cosas. Hay que advertir a quienes se aventuren en este libro que cuando dejen de leer habrán cambiado de tamaño.» Ursula K. Le Guin

«Pequeño, grande exuda una fragancia casi tangible de asombro, deleite y maravilla. Entiendo ahora perfectamente los sentimientos del desaparecido Anthony Boucher cuando por vez primera descubrió a Tolkien.» Rod Serling's Twilight Zone Magazine

Genealogía

Poco después, recordando el origen terrenal del hombre, «polvo eres y en polvo te tornarás», les gustaba imaginar que eran burbujas de tierra. Cuando estaban a solas en los prados, sin nadie que las viese, retozaban, saltaban y brincaban tocando el suelo lo más levemente que podían, y gritando: «¡Somos burbujas de tierra! ¡Burbujas de tierra! ¡Burbujas de tierra!».

Flora Thompson

El despertar de la alondra

Libro Primero

Perfil del bosque

Capítulo 1

Los hombres son hombres, pero el Hombre es mujer.

Chesterton

Cierto día de junio de 19…, un hombre joven iba hacia el norte desde la Gran Ciudad a un pueblo o paraje conocido como Bosquedelinde, del que había oído hablar pero que nunca había visitado. Se llamaba Fumo Barnable, e iba a Bosquedelinde a casarse. El hecho de que hiciera el trayecto andando y no de cualquier otra manera, era una de las condiciones que le habían sido impuestas para el viaje.

De un sitio a otro

Aunque había abandonado su alojamiento de la Ciudad muy de mañana, era ya casi mediodía cuando después de cruzar el enorme puente por una pasarela poco transitada desembocó en las poblaciones con nombre pero ilimitadas de la margen septentrional del río. En el correr de la tarde, ante la imposibilidad de tomar el camino directo ocupado por el constante e imperioso ir y venir del tránsito, discurrió de una a otra de esas ciudades con nombre indio, yendo de barrio en barrio y asomándose a curiosear en las callejuelas y los comercios. Veía pocos caminantes, incluso lugareños, pero sí muchachos en bicicleta, y se preguntaba qué vida podrían llevar en esos andurriales que a él se le antojaban melancólicamente periféricos, aunque en verdad aquellos chicos no parecían aburrirse demasiado.

Poco a poco, las manzanas de edificios que flanqueaban las avenidas comerciales y las calles residenciales empezaron a ralear, como los confines de un extenso bosque, para alternar aquí y allá, al igual que claros en la espesura, con solares que había invadido la maleza; de tanto en tanto, una maraña de matorrales polvorientos, un huerto desastrado anunciaban que la zona estaba en vías de convertirse en parque industrial. Fumo rumió la frase mentalmente, pues no otra cosa parecía ser el lugar del mundo en que se encontraba, el parque industrial, entre el desierto y el sembrado.

Se detuvo en un banco desde donde la gente podía tomar autobuses para viajar de Alguna Parte a Otra Parte, se sentó en él, encogió los hombros para descolgar de la espalda la exigua mochila, y sacó de ella un bocadillo que él mismo había preparado —otra condición— y un mapa de estaciones de servicio coloreado con confeti; no podía asegurar que el mapa no estuviese prohibido, pero las instrucciones que le habían dado para el viaje no eran explícitas, de modo que lo abrió.

Veamos. Esa línea azul era al parecer el macadam resquebrajado, flanqueado por fábricas de ladrillo desmanteladas que acababa de dejar atrás. Dio vuelta el mapa para que esa línea quedara, como la carretera, paralela a su banco (no era un gran lector de mapas) y descubrió, allá lejos, el lugar al que iba. El nombre, Bosquedelinde, no figuraba, pero estaba allá, en alguna parte, en ese grupo de cinco pueblos acotados con los circulitos más insignificantes de la leyenda. Bien… Una doble línea roja bien marcada llegaba, muy ufana, con entradas y salidas, hasta las cercanías: por esa ruta no podría ir andando. Otra línea azul gruesa (sobre el modelo del sistema vascular, y Fumo imaginó el intenso tráfico que circulaba hacia el sur, hacia la urbe por las líneas azules, y alejándose de ella por las rojas) corría un poco más cerca, abriendo accesos corpusculares a villas y villorrios a lo largo del trayecto. La línea azul mucho menos esclerótica junto a la cual estaba sentado era tributaria de aquélla; hacia esa zona, probablemente, había sido desplazado el comercio: Distrito Ferretero, Emporio Alimentario, Mundo del Mueble, Tapizlandia… Bueno. Pero había además, casi indiscernible, una delgada línea negra, por la cual pronto podría tomar. Le pareció, al principio, que no conducía a ninguna parte, pero no, proseguía, indecisa, como olvidada al comienzo por el autor del mapa, para luego avanzar, cada vez más nítida, hacia los despoblados del norte y llegar a las cercanías de un pueblo que, lo sabía, quedaba en los aledaños de Bosquedelinde. Ésa, entonces. Parecía ser una senda para peatones.

Después de medir, con el pulgar y el índice, la distancia que había recorrido y la (mucho mayor) que aún le quedaba por hacer, cargó la mochila a la espalda, se inclinó el sombrero contra el Sol, y reanudó la marcha.

Un largo trago de agua

Aunque ahora, en camino, no la tuviera demasiado presente, rara vez en los casi dos últimos años, desde que se enamorara de ella, había estado lejos de sus pensamientos; la habitación en que la había conocido era un lugar al que con frecuencia volvía a asomarse en su imaginación, a veces con la misma trepidación que ese día había sentido, si bien ahora las más de las veces con una agradecida felicidad; se asomaba, para volver a ver a George Ratón mostrándole de lejos un vaso, una pipa y a sus dos altas primas: ella, y detrás de ella su tímida hermana.

Había sido en la residencia urbana de la familia Ratón, la única vivienda todavía habitada de la manzana, en la biblioteca del tercer piso, aquella habitación que tenía los cristales de la ventana remendados con cartulinas, la obscura alfombra blanca de tan raída por las pisadas entre la puerta, el bar y las ventanas. Sí, en esa misma estancia.

Y ella era alta.

Medía más de un metro ochenta, por lo cual le llevaba a Fumo una buena porción de centímetros; su hermana, que acababa de cumplir los catorce, era ya tan alta como él. Sus vestidos de fiesta eran cortos y rutilantes: rojo el de ella, blanco el de la hermana; las medias largas, larguísimas también centelleaban. Raro que, siendo tan altas, fuesen tímidas, sobre todo la pequeña, que le sonrió, pero no le dio la mano, y retrocedió como para esconderse un poco más detrás de su hermana.

Gigantas delicadas. La mayor miró a George por el rabillo del ojo cuando éste hizo, en tono jovial, las presentaciones. Su sonrisa era incierta. Sus cabellos, de oro rojo y de rizo fino. Su nombre, dijo George, era Llana Alice.

Fumo la miró y cogió su mano.

—Qué largo trago de agua —dijo, y ella se echó a reír. También la hermana se rió, y George Ratón se agachó y le dio a Fumo una palmada en la rodilla. Fumo, sin saber por qué una broma tan trillada podía causar tanta gracia, miraba a uno y a otras con la seráfica sonrisa de un idiota; pero entretanto, su mano seguía prisionera.

Fue el momento más feliz de su vida.

Anonimato

Una vida que no se había mostrado demasiado pródiga en felicidad hasta que conoció, en la biblioteca de la residencia urbana de la familia Ratón, a Llana Alice Bebeagua; pero una vida, en cambio, que parecía hecha justo a la medida para que, en el momento mismo en que la vio, deseara cortejarla. Hijo único del segundo matrimonio de su padre, había nacido cuando éste tenía ya casi sesenta años. Su madre, al descubrir que la sólida fortuna de los Barnable, administrada por su marido, se había evaporado casi por completo, en un arranque de furia lo había abandonado. Fue una mala suerte para Fumo, ya que, de toda la familia, ella era la menos anónima; y en verdad, aunque él era apenas un chiquillo cuando ella se había marchado, de todas las personas emparentadas con él por vínculos de sangre, era el de su madre el único rostro que, en la vejez, podía evocar espontáneamente. Fumo heredó sobre todo el anonimato de Barnable, y una única veta de la solidez materna; una veta de realidad, en opinión de quienes lo conocían, una veta de presencia envuelta en un vago resplandor de ausencia.

Eran una familia numerosa. Su padre tenía, de su primera esposa, cinco hijos e hijas, todos los cuales habitaban en suburbios anónimos de ciudades de esos Estados cuyos nombres empiezan con I, y que los amigos ciudadanos de Fumo no sabían distinguir uno de otro. El propio Fumo confundía algunas veces el catálogo. Todos esos hijos estaban persuadidos de que su padre tenía mucho dinero, y como no se sabía con certeza lo que se proponía hacer con él, Papá era un huésped siempre bienvenido en sus hogares; de modo que cuando su mujer lo abandonó, decidió vender la casa en que Fumo había nacido para viajar de uno a otro, con su hijo pequeño, un séquito de perros anónimos y siete arcones construidos exprofeso para albergar su biblioteca. Barnable era un hombre educado, pero su cultura era de una naturaleza tan rígida y remota que no le procuraba ninguna conversación, ni atenuaba en lo más mínimo su natural anonimato. A los ojos de sus hijos e hijas mayores, los arcones de libros eran un incordio, tanto como el hecho de que confundiese en la colada sus calcetines con los de ellos.

(Más tarde, Fumo adquirió el hábito de tratar de individualizar a sus hermanastros y sus respectivos hogares cada vez que se sentaba en el inodoro. Quizá porque en los de sus casas era donde más anónimo se había sentido, anónimo hasta el punto de la invisibilidad; sea como fuere, se pasaba allí las horas barajando a sus hermanos y hermanas, y a los hijos de éstos, como un mazo de naipes, intentando casar caras con porches y parterres, hasta que al fin, ya tarde en la vida, consiguió descifrar toda la charada. Este ejercicio le deparaba la misma satisfacción solitaria que la que obtenía resolviendo crucigramas, y la misma duda: ¿y si hubiera encontrado palabras que se entrecruzaban correctamente pero que no fueran las que había pensado el autor? El periódico de la semana siguiente con la solución impresa nunca llegaría.)

El abandono de su esposa no había hecho de Barnable un hombre menos jovial, pero sí más anónimo. Sus hijos e hijas mayores, cada vez que llegaba a sus hogares para diluirse en sus vidas por un tiempo y evaporarse luego de ellas, tenían la impresión de que existía cada vez menos. Tan sólo a Fumo le había hecho el don de su solidez secreta: su erudición. Como los dos se mudaban con tanta frecuencia, Fumo nunca había asistido a una escuela normal, y para la época en que uno de los Estados que empezaban con la letra I descubrió lo que su padre había hecho con él durante todos esos años, era ya demasiado crecido para que se pudiese obligarlo a ir al colegio. Así pues, a los dieciséis años Fumo sabía latín, clásico y medieval; griego; tenía algunas nociones de matemática arcaica y tocaba un poco el violín; podía recitar casi al dedillo unos doscientos versos de Virgilio; y escribía con una perfecta caligrafía cancilleresca.

Su padre murió ese año, consumido tal vez por haber impartido a su hijo todo cuanto había en él de consistente. Fumo continuó durante algunos años con ese estilo de vida trashumante. Le era difícil conseguir trabajo porque no poseía ningún Diploma; a la larga, aprendió mecanografía en una academia comercial de mala muerte (en South Bend, creyó recordar años más tarde) y se convirtió en un Burócrata. Residió durante largas temporadas en tres suburbios diferentes de idéntico nombre de tres distintas ciudades, y en cada uno sus parientes lo llamaban por otro nombre: el suyo propio, el de su padre, y Fumo, el último de los cuales cuadraba tan bien con su innata evanescencia que acabó por adoptarlo. Cuando tenía veintiún años, unos ahorros desconocidos de su padre le proporcionaron, inesperada y tardíamente, algún dinero; Fumo cogió entonces un autobús hacia la Gran Ciudad, olvidándose, tan pronto como hubo dejado atrás la última, de todas las ciudades en que había convivido con sus parientes, y también de ellos, razón por la cual le fue preciso reconstruirlos mucho más tarde, rostro contra parterre, y apenas hubo llegado a la Urbe, se dispersó en ella feliz y totalmente, como una gota de lluvia en el mar.

Nombre y número

Arrendó un cuarto en una finca que había sido, antaño, la rectoría de una iglesia vetusta, cuyo edificio, venerado y vandalizado, se mantenía aún en pie detrás de la casa. Desde su ventana podía ver el camposanto de la iglesia, donde hombres de apellido holandés se removían confortablemente en sus viejos lechos. Se levantaba, cada día, por el reloj despertador del súbito tráfico matutino —con el que nunca aprendió a seguir durmiendo como lo hacía, pese al retumbar incesante de los trenes allá, en el Medio Oeste— y salía a trabajar.

Trabajaba en una sala blanca y espaciosa en la que los más leves sonidos que él y los otros producían se elevaban hasta el cielo raso y descendían de él curiosamente alterados; cuando alguien tosía, era como si el cielo raso mismo tosiera, disculpándose, con la boca tapada. Allí Fumo pasaba el día entero deslizando una regla de aumento a lo largo de columnas y columnas de menuda letra impresa, escrutando cada nombre y la dirección y el número de teléfono correspondientes, y tildando con unos símbolos rojos aquellos que no concordaban con el nombre, domicilio y número telefónico que constaban, mecanografiados, en cada una de las tarjetas que en rimeros y rimeros se apilaban cada mañana sobre su mesa de trabajo.

Al principio, los nombres que leía no tenían sentido alguno para él, eran tan insondablemente anónimos como los números telefónicos. Lo único que diferenciaba un nombre de otro era su accidental y no obstante ineluctable ubicación en el orden alfabético, así como cualquier estúpido error en que pudiese incurrir la computadora, y que a Fumo le pagaban por detectar. (Que el ordenador cometiese tan pocos errores lo sorprendía menos que la curiosa falta de tino de la máquina; era incapaz, por ejemplo, de discernir cuándo la abreviatura «St.» significaba «Street» —calle— y cuándo «Santo», y así, programada para desarrollar in extenso tales abreviaturas, producía sin una sonrisa el Bar y Parrilla del Séptimo Santo y la Iglesia de Todas las Calles.) Sin embargo, a medida que las semanas se sucedían, melancólicas, y que Fumo llenaba el vacío de sus noches caminando, manzana tras manzana, por las calles de la Ciudad (sin saber que la mayoría de la gente no salía de casa después del anochecer), cuando empezó a conocer los barrios y sus aledaños y categorías y bares y portales, los nombres que lo miraban desde el otro lado de la lupa empezaron a tener rostros, edades, actitudes; las personas que veía en los autobuses, trenes y confiterías, las que se gritaban unas a otras a través de los patios de luz de las casas de vecindad, y se paraban a contemplar, boquiabiertas, los accidentes de tránsito, y discutían con los camareros en los bares y en las tiendas con las vendedoras, e incluso los camareros y las vendedoras, comenzaron a bullir en las delgadas hojas de papel; la Guía empezó a transformarse en una grandiosa epopeya de la Vida Urbana con todos sus avatares, sus tragedias y sus farsas, cambiante y dramática. Encontró damas viudas de antiguo abolengo holandés que habitaban, Fumo lo sabía, en las mansiones de altos ventanales de las grandes avenidas y administraban los Bienes de sus difuntos, y cuyos hijos tenían nombres tales como Steele y Eric y eran dcors. de inters. y vivían en barrios bohemios; se enteró de la existencia de una inmensa familia con nombres estrambóticos que sonaban a griego y que residía en varios edificios de un barrio tumultuoso por el que Fumo había pasado alguna vez durante sus caminatas, una familia que agregaba y descartaba miembros cada vez que se topaba con ella en el alfabeto —gitanos, decidió al cabo—; supo de hombres cuyas esposas e hijas adolescentes tenían teléfonos privados por los que se pasaban las horas haciendo arrumacos con sus amantes, en tanto el cabeza de familia efectuaba llamadas por los numerosos aparatos de las empresas financieras que ostentaban su nombre; aprendió a desconfiar de los hombres que usaban las primeras iniciales y el segundo apellido porque descubrió que todos ellos eran cobradores, o leguleyos cuyos bufts. tenían la misma dirección que sus resids., o alguaciles que vendían, además, muebles usados; descubrió que casi todos los que se apellidaban Singleton y Singletary vivían en el distrito negro del norte de la Ciudad, donde los hombres tenían como nombre de pila los apellidos de los antiguos presidentes y las mujeres nombres de piedras preciosas, perla y rubí y ópalo y jade, precedidos por un presuntuoso Sra. Fumo las imaginaba obscuras de tez, ampulosas y resplandecientes, en apartamentos pequeños, solas o con una caterva de hijos pulcrísimos.

Desde el orgulloso cerrajero que, con tantas aes como usaba en el membrete de su minúsculo taller, era el primero que aparecía, hasta Archimedes Zzzyandottie, que era el último (un viejo erudito que vivía solo, leyendo periódicos griegos en un apartamento destartalado), los conocía a todos. Bajo su lupa corrediza, un nombre y un número telefónico emergían de pronto, como precios llevados por la marea hasta la playa, y contaban su historia; Fumo escuchaba, escrutaba su ficha, comprobaba que eran correctos, y mientras depositaba la ficha cara abajo sobre la mesa, ya el cristal deformador sacaba a flote la historia siguiente. El techo tosió. El techo se rió, con estrépito. Todos alzaron la vista.

Un empleado nuevo, un joven recién contratado, sé había reído.

—Acabo de encontrar aquí —dijo— la nómina del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro —pudo apenas terminar la frase, y volvió a soltar la risa, y a Fumo lo sorprendió que no lo cohibiese el silencio de los demás correctores.

El joven apeló a Fumo.

—¿Es que no te das cuenta? ¿Te imaginas una partida de bridge allí, en el bullicio? —de improviso, también Fumo se echó a reír, y las carcajadas de ambos se elevaron hasta el techo y allí arriba se dieron la mano.

Su nombre era George Ratón; usaba anchos tirantes para sujetarse los holgados pantalones, y cuando la jornada concluía se echaba sobre los hombros una amplia capa de lana cuyo cuello le atrapaba los largos cabellos negros, razón por la cual tenía que echar la mano hacia atrás y sacarlos a la luz de un tirón, como si fuera una muchacha. Usaba un sombrero como el de Svengali, y también sus ojos se parecían a los de Svengali, sombríos y ojerosos, magnéticos y socarrones.

No transcurrió ni siquiera una semana cuando —para el inmenso alivio de cada par de bifocales en la sala blanca— lo habían despedido, pero ya entonces él y Fumo se habían hecho, como quizá sólo Fumo en este mundo sería nunca más capaz de decir con absoluta seriedad, amigos inseparables.

Un Ratón de Ciudad

Con George por amigo, Fumo se lanzó a una vida moderadamente disipada: un poco de trago, un poco de droga; George le cambió su forma de vestir y su lenguaje por una elegancia extravagante y una jerga urbanas; y le presentó Chicas. Al poco tiempo el anonimato de Fumo estaba arropado, como el Hombre Invisible en sus vendajes; la gente dejó de tropezarse con él por la calle o de sentarse sobre sus rodillas en los autobuses sin una disculpa, cosas que él había atribuido al hecho de estar tan vagamente presente para la mayoría.

Para la familia Ratón —que residía en el último edificio habitado de una urbanización construida antaño por el primer Ratón de Ciudad y de la mayoría de los cuales eran todavía propietarios— estaba presente al menos, y más que el sombrero nuevo o la nueva jerga, lo que le agradecía a George era esa familia de personas netamente discernibles y estruendosamente afectuosas. En medio de sus riñas, chanzas, juergas, escapadas-en-pantuflas, intentos de suicidio y alborotosas reconciliaciones, podía estarse allí las horas sin que nadie reparase en él; pero en algún momento el Tío Ray o Franz o Mamá alzaban la vista y exclamaban con sorpresa: «¡Fumo está aquí!», y Fumo sonreía.

—¿Tienes primos en el campo? —le preguntó a George un día mientras hacían tiempo durante una nevisca frente a sendos cafés-royale en el bar del viejo hotel favorito de George. Y los tenía.

A primera vista

—Son muy religiosos —le dijo George con una guiñada cuando, alejándose de las chicas que no cesaban de cuchichear y reírse, lo llevaba para presentarle a los padres, el doctor y la señora Bebeagua.

—No médico en ejercicio —dijo el doctor, un hombre de rostro ajado y pelo lanoso, con la cordialidad sin sonrisa de un animalito. No era tan alto como su esposa, cuyo chal generosamente desflecado y sedoso tembló cuando estrechó la mano de Fumo y le pidió que la llamase Sophie; ella a su vez no era tan alta como sus hijas—. Los Llanos siempre han sido altos —dijo, mirando hacia arriba y hacia dentro como si pudiese verlos a todos en alguna parte por encima de ella. De modo que ella había dado su apellido a sus dos altas hijas, Alice y Sophie Llanos Bebeagua; Mamá era la única que siempre usaba los dos, pero a Alice, de pequeña, otro niño la había apodado Llana Alice, y ese nombre le había quedado, así que ahora eran Llana Alice y Sophie a secas, y así estaban las cosas, salvo que quienquiera que las mirase podía ver por cierto que eran Llanos y todo el mundo se daba vuelta para mirarlas.

Cualquiera que fuese la religión que profesaran, ello no impidió que compartieran una pipa con Franz Ratón, que se había sentado a sus pies, ya que las dos muchachas ocupaban por completo el pequeño diván; ni que bebieran el ponche de ron que les ofreció Mamá; o que se rieran por detrás de las manos, más de lo que cuchicheaban entre ellas que de las tonterías que pudiera decir Franz; o que mostrasen, cuando cruzaban las piernas, los largos muslos bajo los vestidos de rutilantes lentejuelas.

Fumo no hacía otra cosa que mirar. Pese a que George Ratón le había enseñado a comportarse como un hombre de Ciudad, y a no temer a las mujeres, no era tan fácil dejar a un lado los hábitos de toda la vida; de modo que miraba y miraba; y sólo al cabo de un prudencial intervalo en el que lo paralizó la timidez, se atrevió al fin a cruzar la alfombra hasta donde ellas estaban sentadas.

Ansioso por no parecer un aguafiestas —«No seas aguafiestas, por el amor de Dios», le decía George una y otra vez—, se sentó en el suelo cerca de ellas con una sonrisa embobada y en una actitud que lo hacía parecer (y a los ojos de ella lo era, lo advirtió, confundido, cuando Alice se volvió para mirarlo) extrañamente quebradizo. Tenía la costumbre de hacer girar la copa entre el pulgar y el índice para que el hielo, al trepidar rápidamente, enfriase el brebaje. Lo hizo en ese momento, y el hielo repicó en el cristal como una campana tocando a rebato. Se hizo un silencio.

—¿Venís aquí con frecuencia? —preguntó.

—No —respondió Alice en el mismo tono—. No a la Ciudad. Sólo una vez cada tanto, cuando Papá tiene negocios que atender… u otros asuntos.

—¿Es médico?

—No. Ya no, en realidad. Es escritor —sonreía, y Sophie había vuelto a reírse y Llana Alice proseguía la conversación como si tratara de ver cuánto tiempo podía mantenerse seria—. Escribe cuentos de animales, para niños.

—Oh.

—Escribe uno por día.

La miró a los ojos, esos ojos risueños, castaños, transparentes como vidrio de botella. Empezaba a sentirse muy raro.

—No han de ser muy largos —dijo, tragando saliva.

¿Qué le estaba ocurriendo? Se había enamorado, desde luego, a primera vista, pero ya otras veces se había enamorado, siempre a primera vista, y nunca se había sentido así, como si algo estuviese creciendo, inexorablemente, dentro de él.

—Escribe bajo el seudónimo de Saunders —dijo Llana Alice.

Él fingió buscar ese nombre en los recovecos de su memoria, pero lo que en realidad buscaba en su interior era la causa de aquella sensación tan extraña. Ahora se había extendido hasta sus manos; se las examinó allí donde reposaban sobre la tela cuadriculada de las rodillas; parecían de plomo. Entrelazó los dedos pesadísimos.

—Magnífico —dijo, y las dos chicas soltaron la risa, y también Fumo se rió. La sensación le daba ganas de reír. No podía ser el humo, que siempre le hacía sentirse volátil y transparente. Esto era todo lo contrario. Más la miraba, más intensa se hacía; más ella lo miraba, más sentía él… ¿qué? En un momento de silencio se miraron simplemente el uno al otro y la verdad zumbó, tronó dentro de él cuando comprendió de pronto lo que había sucedido: no sólo él se había enamorado de ella, y a primera vista, sino que ella a primera vista se había enamorado de él, y las dos circunstancias producían ese efecto: el de empezar a curar su anonimato. No a disfrazarlo, que era lo que George Ratón había tratado de hacer, sino a curarlo, de dentro hacia fuera. Ésa era la sensación. Era como si ella le estuviese añadiendo fécula de maíz. Había empezado a adquirir consistencia.

El joven Santa Claus

Había bajado por la estrecha escalera de los fondos al único retrete de la casa que todavía funcionaba, y allí, en aquel recinto de piedra, se detuvo delante del gran espejo salpicado de manchas negras.

Vaya. Quién lo hubiera imaginado. Desde el espejo lo miraba una cara, no era una cara desconocida en realidad, y sin embargo era como si la viese por primera vez. Una cara redonda y abierta, una cara que se parecía a la del joven Santa Claus si hubiéramos podido verlo en las fotografías de sus años mozos; un tanto grave, con un mostacho obscuro, redonda la nariz y arrugas alrededor de los ojos, allí donde habían dejado ya sus huellas, aunque no hubiera cumplido aún los veintitrés, los traviesos pajaritos de la risa. En suma, una cara radiante con un algo vago e impreciso aún en la mirada, pálida y dispersa, un vacío que, suponía él, nunca se habría de llenar. Era suficiente. En realidad, era milagroso. Saludó con un gesto, sonriendo, a su nuevo conocido, y al salir lo miró una vez más de soslayo por encima del hombro.

Cuando subía la escalera se encontró de improviso, en un recodo, con Llana Alice, que bajaba. Ahora no había en el rostro de él ninguna sonrisa idiota; ni tampoco ella se reía ahora sin ton ni son. Al acercarse el uno al otro, los dos acortaron el paso; pero ella, después que, encogiéndose y apretujándose, hubo pasado junto a él, no siguió de largo, sino que se volvió a mirarlo. Fumo se había detenido un escalón más arriba, de modo que sus cabezas se encontraban en la relación estipulada para los besos de película. Con el corazón palpitante, arrebatado de temor y felicidad, y la cabeza zumbándole con la orgullosa certidumbre de una cosa segura, la besó. Ella le respondió como si también para ella se hubiese corroborado una certeza, y allí entre los cabellos y los labios y los largos brazos que lo envolvían, Fumo incorporó al exiguo acervo de su saber un valiosísimo tesoro.

Hubo un ruido, de pronto, en lo alto de la escalera, y se separaron, sobresaltados. Era Sophie, que estaba allí, unos peldaños más arriba, y los miraba atónita, mordiéndose el labio.

—Tengo que hacer pipí —dijo, y pasó junto a ellos bailoteando.

—Te marcharás pronto —dijo Fumo.

—Esta noche.

—¿Cuándo vuelves?

—No sé.

La besó de nuevo; el segundo beso fue tranquilo y seguro.

—Yo tuve miedo —dijo ella.

—Lo sé —dijo él, exultante.

Cielos, qué alta era. ¿Cómo se las apañaría con ella cuando no hubiese a mano una escalera?

Isla en el mar

Como era dable esperar de alguien que había llegado anónimo a la mayoría de edad, Fumo había pensado siempre que las mujeres eligen o no eligen a los hombres de acuerdo con criterios de los que él nada sabía, por capricho, como los monarcas, por gusto, como los críticos; él siempre había creído que el que una mujer lo eligiese a él, o a otro, era un hecho que estaba predeterminado, que era ineluctable y perentorio. Y por lo tanto, las agasajaba, como un galán, esperando que reparasen en él. Y ahora resulta que no es así, se decía esa noche, a altas horas, en el portal de los Ratón, resulta que no es así; que a ellas —o a ella al menos— las consumen los mismos fuegos y las mismas dudas; es tímida como yo, y como a mí la devora el deseo, y cuando el beso fue inminente su corazón latía a la par del mío, eso lo sé.

Se demoró largo rato en el portal, dando vueltas y vueltas a esa gema de sabiduría, y husmeando el viento que había virado, cosa que rara vez acontece en la Ciudad, y que soplaba ahora desde el océano.

Podía percibir el olor de las mareas, y de los detritos de la costa y el mar, acres y salobres y agridulces. Y comprendió de pronto que la gran Ciudad no era, al fin y al cabo, más que una isla en el mar, y una isla muy pequeña por cierto.

Una isla en el mar. Y que pudieras, si vivieras en ella, olvidarte durante años y años de un hecho tan fundamental. Sin embargo, era así, asombroso pero cierto. Salió del portal y echó a andar calle abajo, sólido como una estatua desde el pecho a la espalda, y oyendo sus pasos resonar sobre el pavimento.

Correspondencia

Su dirección era «Bosquedelinde, sin más», dijo George Ratón, y no, no tenían teléfono; así pues, en vista de que no le quedaba otra alternativa, Fumo se resignó a hacer el amor por correspondencia, con una asiduidad ya poco menos que desvanecida en este mundo. Sus voluminosas cartas iban consignadas a ese lugar, Bosquedelinde, y él aguardaba la respuesta hasta que, no pudiendo esperar más, escribía otra vez, y así sus cartas se cruzaban en camino como las de todos los enamorados verdaderos; y ella las guardaba y las ataba con una cinta azul lavanda, y sus nietos las encontraban, años más tarde, y leían la pasión improbable de aquellos dos viejecitos.

«He descubierto un parque», escribía él con su letra de duende, negra y picuda; «hay una placa en la columna, no bien entras, en la que dice Ratón Bebeagua Piedra 1900. ¿Sois vosotros? Tiene un pequeño pabellón de las Estaciones, y estatuas, y todos los senderos se curvan de modo que no puedes llegar directamente al centro. Caminas y caminas y siempre te descubres yendo hacia la salida. El verano es allí muy viejo (en la ciudad no te das cuenta, salvo en los parques), es peludo y polvoriento, y el parque es pequeño, además; pero todo en él me hace pensar en ti», como si no lo hicieran todas las cosas. «He encontrado una pila de periódicos viejos», decía la carta de ella que se había cruzado con la de él (y los dos conductores se saludaban agitando la mano desde las altas cabinas azules de sus furgonetas en la autopista, bajo la niebla matinal). «Allí estaban esas historietas de un chico que sueña. La historieta es todo lo que él sueña, su País de los Sueños. Es hermoso el País de los Sueños, con los palacios y las procesiones que se despliegan y repliegan sin cesar, o se vuelven de pronto inmensos e inaccesibles, o cuando los miras de cerca resultan ser otra cosa —ya sabes—, igual que en los sueños de verdad pero precioso siempre. Mi tía abuela Nube dice que los ha conservado porque el hombre que las dibujaba, y que se llamaba Piedra, fue en un tiempo arquitecto en la Ciudad, ¡como el bisabuelo de George y el mío! Arquitectos de «Meaux-Arts». El País de los Sueños es muy «Meaux-Arts». Piedra era un borrachín: ésa es la palabra que usa Nube. En los sueños el chico siempre parece soñoliento y sorprendido a la vez. Me hace acordar de ti.»

Después de comenzar así, tímidamente, sus cartas llegaron a ser de una sinceridad tan desenfadada que, cuando por fin volvieron a encontrarse, en el bar del viejo hotel (mientras la nieve caía detrás de los cristales), se preguntaron los dos si había habido algún error, si no habrían estado enviando todas esas cartas a una persona diferente, a esta persona, a esta criatura extraña, nerviosa y desvaída. La impresión pasó en un instante, pero durante un rato tuvieron que turnarse para hablar, en largos soliloquios, ya que no sabían hacerlo de otro modo; la nieve se transformó en ventisca, el café-royale en café frío; una frase de ella se intercalaba con una de él y una de él con una de ella y, maravillados como si hubieran sido ellos los primeros en descubrir el secreto de la cosa, conversaron.

—¿No os…, bueno…, no os aburrís allá, solos todo el tiempo? —preguntó Fumo cuando ya habían practicado un rato.

—¿Aburrirnos? —parecía sorprendida, como si fuese una idea que nunca se le hubiera ocurrido—. No. Y no estamos solos.

—Bueno, yo no quise decir… ¿Qué clase de gente son?

—¿Qué gente?

—Las personas… con quienes no estáis solos.

—Oh. Ya. En un tiempo hubo muchos granjeros. Al principio iban allí los inmigrantes escoceses. MacDonald, MacGregor, Brown. Ahora no hay tantas granjas. Sólo unas pocas. Además, muchos de los que viven allí ahora son parientes nuestros, o algo así. Tú ya sabes.

Él no sabía, no exactamente. Un silencio cuajó, y se diluyó cuando los dos empezaron a hablar al mismo tiempo, y volvió a cuajar. Fumo dijo:

—¿Es una casa grande?

Ella sonrió.

—Enorme —a la luz de la lámpara sus ojos castaños eran delicuescentes—. Te gustará. A todo el mundo le gusta. Incluso a George, aunque él dice que no.

—¿Por qué?

—Siempre se pierde en ella.

Fumo sonrió al imaginar a George, el rastreador, el infalible timonel a través de las siniestras calles de la noche, despistado en una simple casa. Trató de recordar si en alguna de sus cartas había mencionado el chiste del ratón de campo y el ratón de ciudad. Ella dijo:

—¿Puedo contarte una cosa?

—Desde luego —el corazón le latió de prisa, sin ninguna razón.

—Yo ya te conocía, cuando nos conocimos.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que te reconocí —entornó las tupidas pestañas aurirrojas, y le echó una mirada furtiva, para en seguida mirar en derredor, como si en aquel bar soñoliento alguien pudiera escucharla—. Me habían hablado de ti.

—George.

—No, no. Hace mucho tiempo. Cuando yo era pequeña.

—¡De mí!

—Bueno, no de ti exactamente. O exactamente de ti pero yo no lo supe hasta que te conocí —sobre el mantel a cuadros, cobijó los codos en el hueco de las manos y se inclinó hacia delante—. Yo tenía nueve años; o diez. Había estado lloviendo muchos días. Entonces, una mañana, cuando paseaba a Chispa por el Parque…

—¿Qué?

—Chispa era un perro que teníamos. El Parque es, ¿sabes?, los campos de alrededor. Estábamos empapados. Había una brisa, y te daba la sensación de que la lluvia iba a cesar. Yo me acordé de lo que decía mi madre: arco iris mañanero en el oeste, de buen tiempo es pregonero.

Fumo tuvo una imagen vivida de ella, con un impermeable amarillo y botas altas de boca ancha, y el pelo más fino aún y más rizado que ahora, y se preguntó cómo sabía ella de qué lado estaba el oeste, un problema con el que él tropezaba todavía algunas veces.

—Y había un arco iris, pero brillante, y parecía como si fuera a bajar justo… justo allí, ¿sabes?, no lejos; yo podía ver cómo centelleaba la hierba, salpicada de todos los colores. El cielo se había agrandado, ¿sabes?, como sucede cuando escampa al fin después de una lluvia prolongada, y todo parecía estar muy cerca; el lugar en el que el arco iris descendía estaba cerca; y yo deseaba más que nada en el mundo ponerme debajo de él… y alzar los ojos… y verme revestida de colores.

Fumo se rió.

—Eso es difícil —dijo.

Ella también rió, hundiendo la cabeza y alzando hasta la boca el dorso de la mano, un gesto que a él le parecía ya conmovedoramente familiar.

—Claro que es difícil —dijo ella—. Era como si no fuera a llegar nunca jamás.

—Quieres decir que…

—Cada vez que creías que te acercabas, allá estaba, siempre igual de lejos, en otro lugar, y si ibas a ése, entonces estaba en el sitio de donde venías, y a mí me ardía la garganta de tanto correr, y de no estar ni un solo palmo más cerca. Pero, ¿sabes lo que haces?, entonces…

—Te alejas —dijo Fumo, sorprendido de oír su propia voz, pero Comoquiera seguro de que ésa era la respuesta.

—Claro. No es tan sencillo como suena, pero…

—No, me imagino que no —habla dejado de reírse.

—…pero si haces las cosas bien…

—No, espera —dijo él.

—…simplemente bien, entonces…

—Es que no bajan realmente, vamos —dijo Fumo—. No, de verdad que no.

—Seguro, aquí no —replicó ella—. Escúchame ahora. Yo seguí a Chispa; dejé que él decidiera, porque a él no le importaba y a mí sí. Bastó un paso, una media vuelta, y ¿adivina qué?

—No puedo adivinar. Estabas revestida de colores.

—No. No es así. Desde fuera ves los colores dentro; así que desde dentro…

—Ves los colores fuera.

—Sí. El mundo entero coloreado, como si fuese de caramelo…; no, como si estuviese hecho con un arco iris. Todo un mundo de colores suaves como la luz todo alrededor hasta donde te alcanza la vista. Te dan ganas de echar a correr y de explorarlo. Pero no te atreves a dar un paso, porque podría ser un paso equivocado…, así que sólo miras, y miras. Y piensas. Heme aquí al fin —se había quedado pensativa—. Al fin —repitió en voz muy queda.

—¿Cómo? —dijo él, y tragó saliva, y volvió a empezar—. ¿Cómo pinto yo en todo esto? Dijiste que alguien te dijo…

—Chispa —dijo ella—. O alguien como él.

Ella lo miraba, y él trató de componer en su rostro una imagen de plácida atención.

—Chispa es el perro —dijo.

—Sí —ahora parecía reticente, como si no se decidiera a continuar. Cogió la cucharilla y estudió su imagen, diminuta e invertida, en la concavidad, y la volvió a poner sobre el platillo—. O alguien como él. Bueno. No tiene importancia.

—Espera —dijo él.

—Duró un instante apenas. Mientras estábamos allí, parados, me pareció —con cautela, y sin mirarlo—, me pareció que Chispa me decía… ¿Es difícil de creer?

—Bueno, sí. Es difícil. Es difícil de creer.

—No creí que lo fuera. No para ti.

—¿Por qué no para mí?

—Porque —dijo ella, y hundió la mejilla en el hueco de la mano, entristecida, decepcionada incluso, lo cual dejó mudo a Fumo, sin palabras—, porque eras tú la persona de quien me hablaba Chispa.

De mentirijillas

Quizá fue por eso, simplemente, porque no le quedaba nada que decir, que en ese momento —o más bien en el momento que siguió a aquél— una pregunta difícil, una proposición delicada que Fumo había estado rumiando durante todo el día escapó borbotones de sus labios, y de una manera no del todo clara.

—Sí —dijo ella, sin levantar la mejilla de la mano pero con una sonrisa nueva que le iluminó el rostro como un arco iris mañanero en el oeste.

Y así, cuando la falsa aurora de las luces de la Ciudad les mostró la nieve amontonada en el antepecho de la ventana, crujiente, espesa y apacible, y ellos yacían arrebujados hasta la barbilla bajo las sábanas crujientes y las espesas mantas (con el frío repentino la calefacción del hotel se había averiado), conversaron. Aún no habían dormido.

—¿De qué estás hablando? —dijo él.

Ella se echó a reír y enroscó contra él los dedos de los pies. Él se sentía raro, aturdido, de una cierta manera que no había vuelto a sentir desde antes de la pubertad, cosa extraña por cierto, pero real; esa sensación de plenitud, de estar lleno a rebosar, tanto que le hormigueaban las yemas de los dedos, y también la cabeza, y le brillarían tal vez, si se las mirase. Todo era posible.

—Es de mentirijillas, ¿no? —dijo, y ella se dio la vuelta, sonriendo, y juntó los dos cuerpos como una doble s.

De mentirijillas. De pequeño, cuando él y otros chicos encontraban algún objeto enterrado —un pardusco gollete de botella, una cuchara oxidada, una piedra acaso agujereada por una vieja alcayata— podían convencerse de que era antiquísimo. Había existido en los tiempos de George Washington. Antes. Era una reliquia venerable e inmensamente valiosa. Se convencían de ello mediante un acto de voluntad colectivo, que al mismo tiempo se ocultaban unos a otros, como de mentirijillas, pero diferente.

—Pero, ¿no ves? —dijo ella—. Si estaba todo predicho. Y yo lo sabía.

—Pero, ¿por qué? —dijo él, deleitado, atormentado—. ¿Por qué estás tan segura?

—Porque es un Cuento. Y los Cuentos se cumplen.

—Pero yo no sé que sea un cuento.

—La gente de los cuentos nunca sabe. Pero está ahí.

Una noche de verano, cuando Fumo era adolescente y se alojaba en casa de un hermanastro que era tibiamente religioso, vio por primera vez un anillo alrededor de la Luna. Lo observó largo rato, inmenso, glacial, tan ancho casi como la mitad del cielo nocturno, y tuvo la certeza de que no podía significar otra cosa que el Fin del Mundo. Esperó, temblando de emoción, en aquel patio suburbano, a que la noche serena estallase en un apocalipsis, sabiendo todo el tiempo en su fuero íntimo que no lo haría: que no hay en este mundo nada que no le sea pertinente, y que no depara sorpresas semejantes. Esa noche soñó con el Paraíso: el Paraíso era un obscuro parque de atracciones, pequeño y triste: sólo una noria gigante dando vueltas y vueltas en la eternidad, y un túnel lóbrego para divertir a los fieles. Se despertó aliviado, y nunca más desde entonces creyó en sus oraciones, pese a que las había rezado por su hermano sin rencor. Rezaría gustoso las de ella, si ella se lo pidiese; pero ella, que él supiera, no rezaba ninguna; ella le pedía, en cambio, que admitiese una cosa, una cosa extravagante, tan incompatible con el mundo ordinario en el que él había vivido siempre, tan… Se echó a reír, perplejo:

—Un cuento de hadas —dijo.

—Supongo —dijo ella, soñolienta. Buscó hacia atrás, a tientas, la mano de él y se la pasó alrededor—. Supongo, si tú quieres.

Él comprendió que si quería ir a donde ella había estado tendría que creer; supo que, si creía, podría ir a ese lugar, aunque el lugar no existiera, aunque fuese de mentirijillas. Movió la mano que ella se había pasado alrededor y a lo largo del cuerpo, y ella gimió y se apretó contra él. Fumo buscaba en su interior aquella voluntad de antaño, largo tiempo en desuso. Si ella iba alguna vez allá, él no quería quedarse; quería no estar nunca más lejos de ella de lo que estaba ahora.

La vida es corta, o larga

En mayo, en Bosquedelinde, y en la espesura del bosque, Llana Alice estaba sentada en una roca que emergía, rutilante, de un estanque profundo, un estanque horadado en la piedra por el agua que caía en cascada por una grieta del alto cantil rocoso. El torrente, en su fluir incesante a través de la grieta para ir a volcarse en el estanque, decía un discurso, un discurso siempre repetido pero a la vez lleno de interés, y Llana Alice, pese a haberlo escuchado muchas veces, le prestó oídos. Aunque menos delicada y sin las alas, estaba parecidísima a la chica de la botella de soda.

—Abuelo Trucha —llamó, dirigiéndose al estanque, y una vez más—: Abuelo Trucha —luego esperó, y en vista de que no sucedía nada, cogió dos piedrecitas, las sumergió en el agua (fría y sedosa como sólo parecen serlo las aguas que caen en cascada y se embalsan en estanques de piedra), y el chasquido que produjeron, como disparos de fusil a la distancia, resonó bajo el agua como ecos más prolongados que los que habría suscitado en el aire. Entonces, de algún lugar por entre los escondrijos de las enmarañadas hierbas de la orilla emergió una gran trucha blanca, una trucha albina sin motas ni banda, de ojos grandes, rosados y solemnes. En el cabrilleo incesante provocado por la cascada parecía tiritar, se hubiera dicho que guiñaba los grandes ojos, o que le temblaban quizá, cuajados de lágrimas (¿llorarían los peces?, se preguntó, no por primera vez, Llana Alice).

Cuando le pareció que el pez le prestaba atención, empezó a contarle cómo en el otoño había ido a la Ciudad y conocido a ese hombre en casa de George Ratón, y cómo supo en el acto (o decidió al menos rapidísimamente) que tenía que ser él aquel que, según le fuera prometido, ella habría de «encontrar o inventar», tal como, literalmente, se lo predijera Chispa años atrás.

—Y en invierno, mientras tú dormías —dijo con timidez, acariciando con el dedo la veta de cuarzo de la roca en que estaba sentada, sonriendo pero sin mirar al pez (puesto que hablaba de aquel a quien amaba)—, volvimos, bueno, nos volvimos a ver, y nos hicimos promesas… tú sabes —notó que el pez sacudía la cola fantasmal: ella no ignoraba que aquél era un tema penoso de tratar. Se estiró cuan larga era sobre la roca fría, y con la barbilla apoyada en las manos y los ojos brillantes habló de Fumo en términos fervorosos y vagos que en el pez no despertaron al parecer entusiasmo alguno. Ella no se inmutó. Tenía que ser Fumo, no podía ser ningún otro—. ¿No te parece? ¿No estás de acuerdo? —y luego, más cauta—: ¿Estarán satisfechos ellos?

—Quién lo sabe —dijo sombríamente el Abuelo Trucha—. ¿Quién puede saber lo que piensan ellos?

—Pero tú dijiste…

—Yo traigo sus mensajes, hija. No esperes de mí nada más.

—Bueno —dijo ella—. No voy a esperar eternamente. Yo lo quiero. La vida es corta.

—La vida —dijo el Abuelo Trucha como si las lágrimas le oprimieran la garganta— es larga. Demasiado larga —giró cautelosamente las aletas y con un raudo movimiento de la cola se deslizó hacia atrás, hacia su escondite.

—Diles de todos modos que he venido —le gritó Alice, tenue su voz contra el vozarrón de la cascada—. Diles que yo he cumplido —pero ya el pez había desaparecido.

Le escribió a Fumo: «Me voy a casar», y a él se le fue el alma a los pies allí mismo junto al buzón hasta que entendió que quería decir con él. «Tía abuela Nube ha echado las cartas escrupulosamente, una vez para cada parte, tiene que ser el día del solsticio de verano, y esto es lo que tú tendrás que hacer. Por favor por favor sigue todas las instrucciones al pie de la letra, o no sé lo que podría suceder.» Por cuya razón Fumo iba a Bosquedelinde andando, y no viajando de cualquier otra manera, con un traje de boda viejo, no nuevo, y comida casera, no comprada, en la mochila, y por la cual empezaba ahora a mirar en derredor en busca de un sitio donde pernoctar, un sitio que debía encontrar o mendigar, y por nada del mundo pagar.

Arcanos en Bosquedelinde

No había sospechado que el parque industrial acabaría así, tan de improviso y que así, tan de repente, se hallaría en pleno campo. Caía la noche y Fumo había virado hacia el oeste, y los bordes del sendero remendados como un zapato viejo, con alquitrán de distintos matices, comenzaban a desdibujarse. A uno y otro lado los prados y las granjas descendían hacia la carretera; a su paso los árboles centinelas, los que no son ni granja ni camino, proyectaban sobre él, de tanto en tanto, sombras de formas caprichosas. Las malezas gregarias, las que frecuentan la vera de los caminos, polvorientas, tupidas y desmelenadas, amigas del hombre y del tránsito, lo saludaban desde las cercas y las zanjas. Cada vez más espaciado, oía el zumbido de algún automóvil; un zumbido que, intermitentemente, crecía en intensidad cuando el vehículo subía y bajaba una colina, para rugir de pronto por encima de él, sorpresivamente ensordecedor, potente, veloz, dejando a los hierbajos zarandeándose y cuchicheando furiosamente durante un rato; luego el fragor se atenuaba con la misma celeridad, volvía a ser un canturreo lejano, se desvanecía, y sólo escuchaba, entonces, la orquesta de los insectos y el golpeteo rítmico de sus propios pasos.

Durante largo rato había estado escalando una suave pendiente, y ahora, al llegar a la cresta, pudo ver del otro lado una ancha franja de campiña en el apogeo del verano. A través de ella, en medio de vergeles y praderas, contorneando colinas boscosas, descendía el sendero; y desaparecía en un valle próximo a un pueblecito cuyo campanario despuntaba apenas por encima del lujuriante verdor, para reaparecer, una diminuta cinta gris enroscándose en las montañas azules, en cuyo valle, en medio de nubes gordinflonas, se ponía el Sol.

Y en ese preciso instante, a lo lejos, en un porche de Bosquedelinde, una mujer daba vuelta un Arcano llamado el Viaje. Allí estaba el Viajero, con su hato a la espalda y el recio cayado en la mano, y ante él se extendía, largo y sinuoso, el camino a recorrer; y el Sol, además, aunque si poniente o naciente, ella nunca lo había sabido con certeza. Sobre un platillo, al lado de las cartas ya extendidas humeaba lentamente un cigarrillo obscuro. La mujer empujó el platillo, colocó en su sitio en la figura la carta del Viaje, y dio vuelta una nueva carta. Era el Huésped.

Cuando Fumo llegó al pie de la primera de las colinas que festoneaban el camino, se encontró en una hondonada, y el Sol ya se había puesto.

Juníperos

La verdad, prefería encontrar un sitio cualquiera donde dormir, a tener que mendigar hospitalidad; al fin y al cabo llevaba consigo un par de mantas. Hasta imaginaba que tal vez, podría encontrar un establo con un pajar donde echarse a dormir, como les sucede a los caminantes en los libros (en los libros que él leía, al menos), pero los establos reales que veía al pasar, no sólo parecían ser Propiedad Privada sino también excesivamente funcionales, y estar repletos de animales de gran tamaño. Lo cierto es que empezaba a sentirse un poco solo a medida que la noche avanzaba y que los prados se diluían en la obscuridad; así pues, cuando llegó a una casa de campo al pie de la colina, subió hasta la cerca de estacas, mientras cavilaba sobre cómo podría hacer una pregunta que sin duda habría de sonar la mar de extraña.

Era una casita blanca, arrebujada en una fronda de tupidos siempreverdes. Junto a la puerta holandesa de madera verde, trepaban por un emparrado los pimpollos de un rosal. Algunas piedras pintadas de blanco marcaban el sendero desde la puerta; en el jardín anochecido un cervatillo alzaba los ojos hacia él, paralizado de asombro; y había enanos sentados en cuclillas sobre setas, o huyendo, furtivos, cargados de tesoros. En el portón había una tablilla de madera rústica con una leyenda bruñida a fuego: Los Juníperos.

Fumo levantó la aldaba, abrió el portón, y una campanilla tintineó en el silencio. El panel superior de la puerta se abrió, volcando la claridad amarilla de una lámpara. Una voz de mujer preguntó:

—¿Amigo o enemigo? —y se echó a reír.

—Amigo —dijo Fumo, y se encaminó a la puerta.

El aire, no cabía la menor duda, olía a ginebra. La mujer que asomaba el torso por encima del panel inferior de la puerta holandesa era de aquellas cuya mediana edad se alargaba, si bien Fumo no hubiera podido precisar a qué altura de esa alargada mediana edad se encontraba.

Sus cabellos ralos podían ser grises o castaños, usaba unas gafas de cristal modelo ojo-de-gato y sonreía con una sonrisa de dentadura postiza; los brazos que cruzaba sobre la puerta eran pecosos y maternales.

—Bueno —dijo—, es que yo a ti no te conozco.

—Quisiera saber —dijo Fumo— si voy bien por este camino a un pueblo llamado Bosquedelinde.

—No sé decirte —dijo la mujer—. ¿Jeff? ¿Podrías indicarle a este joven cuál es el camino a Bosquedelinde? —esperó desde dentro una respuesta que Fumo no oyó, y abrió la puerta—. Pasa —dijo—. Lo veremos.

La casa, pequeña y pulcra, estaba abarrotada de cosas. Un perro lanudo viejo, decrépito, le olisqueó los pies, divertido, jadeando; Fumo tropezó con una mesilla de teléfono de bambú, chocó con el hombro contra una repisa atestada de chucherías, resbaló sobre un felpudo y fue a dar, a través de una angosta arcada, a una salita de estar que olía a rosas, a loción de bayrum y a los fuegos del pasado invierno. Jeff soltó el periódico y levantó del cojinillo los pies empantuflados:

—¿Bosquedelinde? —farfulló por entre la pipa y los dientes.

—Bosquedelinde. Me dieron algunas indicaciones, o cosa parecida.

—¿Viajas haciendo autostop? —la boca descarnada de Jeff se abrió como la de un pez para exhalar una bocanada mientras examinaba a Fumo con aire dubitativo.

—No, a pie, en realidad.

Encima de la chimenea había un tapete bordado. Decía:

Viviré en una Casa
junto al Camino
y seré una Amiga para el Hombre.

Margaret Junípero 1927

—Voy allí a casarme.

Ahhh, parecieron decir ellos.

—Bien —Jeff se puso de pie—. Marge, trae el mapa.

Era un mapa del condado o algo así, mucho más detallado que el de Fumo; encontró la constelación de pueblos que ya conocía, nítidamente delineada, pero de Bosquedelinde ni rastro.

—Tiene que estar por aquí —Jeff cogió un cabo de lápiz y con un «hmmm» y un «veamos» unió los centros de los cinco pueblos en una estrella de cinco puntas. Golpeó con el lápiz el pentágono delimitado por los lados de la estrella y miró a Fumo por encima de sus cejas claras. El truco de un avezado lector de mapas, pensó Fumo. Atisbo la sombra de un camino que cruzaba el pentágono y empalmaba con el que él había tomado, y que se interrumpía definitivamente allí, en Arroyodelprado— Hmmm —dijo.

—Esto es prácticamente todo cuanto puedo informarte —dijo Jeff, mientras volvía a enrollar el mapa.

—¿Piensas caminar toda la noche? —preguntó Marge.

—Bueno…, traigo un saco de dormir.

Marge miró las mantas poco confortables que Fumo llevaba atadas con correas a la parte superior de su mochila, y frunció los labios.

—Y supongo que no has comido nada en todo el día.

—Oh, sí, unos bocadillos, ¿sabe usted?, y una manzana…

La cocina estaba empapelada con cestas de frutas indeciblemente lujuriosas, uvas azules y manzanas encarnadas y melocotones priscos que sobresalían como nalgas opulentas de las canastas. Plato humeante tras plato humeante, Marge trasladó las viandas desde el hornillo al mantel de hule, y una vez éstas consumidas, Jeff sirvió licor de plátanos en unas copitas de color rubí. El cual surtió su efecto, y todas las reticencias y cortesías de Fumo ante la hospitalidad que le brindaban se desvanecieron, y Marge «preparó el sofá cama» y puso a dormir a Fumo en él envuelto en una manta india de color ocre y sepia.

Durante un rato, después que los Junípero lo dejaran solo, permaneció despierto, mirando en torno. Sólo una lamparilla de noche alumbraba la estancia, una veladora que imitaba una minúscula cabaña cubierta de rosas, conectada directamente al enchufe. A esa luz, veía el sillón de Jeff, uno de esos sillones de madera de arce cuyos brazos anaranjados semejantes a remos siempre le habían parecido tentadores, como si estuvieran hechos de duro y brillante caramelo. Veía los visillos fruncidos agitados por la brisa que olía a rosas. Oía suspirar, en sueños, al perro lanudo. Descubrió otro tapete bordado. Este decía, le pareció, pero no estaba seguro:

Las Cosas que nos hacen Felices
nos hacen Sabios.

Se quedó dormido.

Capítulo 2

Se observará que no uso un guión entre los dos vocablos, que escribo «casa quinta», no «casa-quinta»; lo cual es deliberado.

V. Sackville-West

Llana Alice se despertó, como siempre, en el momento en que el Sol irrumpió en la alcoba a través de las ventanas que miraban al este, con un sonido como de música. Liberándose de un puntapié de la colcha estampada, permaneció acostada un rato, desnuda sobre los largos haces de Sol, despertando al tocarse los ojos, las rodillas, los pechos, la cabellera aurirroja, y encontró cada cosa en su sitio, donde la dejara la noche anterior. Entonces se levantó, se desperezó y, arrodillándose junto a la cama, rezó, como lo hacía cada mañana desde que aprendiera a hablar.

Oh, Mundo inmenso, bello y maravilloso,
con el prodigio de las aguas que ondean alrededor
y la hermosa hierba que te cubre el pecho
oh, Mundo, estás bellamente ataviado.

Un cuarto de baño gótico

Concluidas las devociones, inclinó, para poder verse en él cuan larga era, el alto espejo vertical que había pertenecido a su abuela, le formuló la pregunta de rigor y obtuvo, esa mañana, la respuesta precisa; a veces era un tanto equívoca. Se envolvió en una larga bata marrón, dio de puntillas una vuelta entera para que las orlas desflecadas echaran a volar y salió, cautelosa, al corredor silencioso y frío. Al pasar junto al estudio de su padre, escuchó un instante el clic-clac de la vieja Remington fabulando aventuras de conejos y ratones.

Abrió la puerta de la alcoba de su hermana Sophie; enredada entre las cobijas, Sophie dormía con un cabello largo y dorado entre los labios, los puños cerrados como los de un bebé. El sol de la mañana penetró en la habitación en ese instante, y Sophie se agitó en sueños, fastidiada. La mayoría de las personas se ven raras cuando duermen; extrañas, como si no fueran ellas. Sophie cuando dormía era más Sophie que nunca, y a Sophie le gustaba dormir, y era capaz de dormir en cualquier parte, incluso de pie. Llana Alice se detuvo un momento a observarla, preguntándose qué aventuras tendría. Bueno, ya se enteraría más tarde, con lujo de detalles.

En el extremo de una de las espirales del corredor se hallaba el cuarto de baño gótico, el único de la casa con una bañera lo bastante larga como para ella. Arrinconado como estaba en un recoveco del edificio, el Sol no había llegado hasta él todavía; los vidrios de colores de los vitrales estaban en sombras y el frío del suelo embaldosado la hacía andar de puntillas. El grifo de la gárgola reaccionó con una tos de tísico, y allá en las entrañas de la casa las cañerías conferenciaron antes de resolverse a concederle un poco de agua caliente. El chorro repentino surtió su efecto y Alice se arremangó alrededor de la cintura los faldones de la bata y, sentándose en el hueco trono de aire episcopal, observó, barbilla en mano, cómo subía el vapor desde la bañera sepulcral; de pronto, empezaba a sentirse otra vez soñolienta.

Tiró de la cadena, y cuando el restallido de los chorros antagónicos hubo cesado, se quitó la bata, tiritó y entró, cautelosa, en la bañera. El cuarto de baño gótico se había llenado de vapor; en realidad, era de un gótico más forestal que eclesial: la bóveda que se arqueaba por encima de la cabeza de Llana Alice se entrelazaba como una enramada, y las hiedras, hojas, zarcillos y lianas tallados se agitaban por doquier dotados de un incesante ritmo biomórfico. En la superficie de los angostos vitrales el rocío se condensaba en gotas sobre los árboles de lámina de cuento, y sobre los cazadores distantes y los prados difusos que los árboles enmarcaban; y cuando el Sol en su lánguido andar iluminó por fin las doce ojivas, transformando en gemas la neblina que subía de la bañera, Llana Alice yacía reclinada en el estanque de un bosque medieval. Su bisabuelo había proyectado ese recinto, pero otro había diseñado los vitrales; otro cuyo apellido era Conforte; y confortada se sentía ella. Hasta cantaba.

De lado a lado

En tanto ella se frotaba y cantaba, su prometido, con los pies en ascuas, y sorprendido por la feroz represalia que sus músculos se tomaban por la caminata del día anterior, proseguía su camino. Y mientras ella tomaba el desayuno en la larga cocina angular y hacía planes con su atareada madre, Fumo escalaba, a pleno Sol, una montaña zumbante y descendía a un valle. Y cuando Alice y Sophie se llamaban a gritos a través de los intrincados corredores, y el doctor se asomaba a su ventana en busca de inspiración, Fumo se detenía en una encrucijada, en la que se alzaban, platicando como patriarcas venerables, cuatro olmos añosos. Un letrero decía Bosquedelinde, y su dedo apuntaba hacia un camino de tierra que descendía, sinuoso, por un umbrío túnel de árboles; y mientras lo recorría, mirando de lado a lado y preguntándose qué vendría después, Llana Alice y Sophie, en la alcoba de Alice, aprontaban el ajuar que Llana Alice usaría al día siguiente, en tanto Sophie le contaba su sueño.

El sueño de Sophie

—Soñé que había aprendido una forma de ahorrar el tiempo que no quería malgastar, y de guardarlo para poder usarlo cuando me hiciera falta. Como por ejemplo el tiempo que se pierde esperando en un consultorio médico, o cuando vuelves de un lugar en el que no lo pasaste bien, o cuando esperas un autobús…, todos esos pequeños intervalos inútiles. Bueno, era sólo cuestión de juntarlos y doblarlos unos encima de otros como cajas rotas para que ocupasen menos lugar. En realidad, era fácil, en cuanto te dabas cuenta de que lo podías hacer. Nadie pareció sorprenderse en lo más mínimo cuando yo dije que había aprendido a hacerlo; Mamá no hizo otra cosa que asentir con un gesto y sonreír, ¿sabes?, como si todo el mundo aprendiera a cierta edad a hacer esas cosas. Lo rompes simplemente por los dobleces; ten cuidado de no perder ninguno; aplástalos bien. Papá me daba uno de esos sobres enormes de una especie de papel jaspeado para que yo lo guardase, y cuando él me lo daba me acordaba de haber visto aquí y allá sobres semejantes y de haberme preguntado para qué servirían. Es curioso como te inventas recuerdos en los sueños para explicar la historia —mientras hablaba, los dedos ligeros de Sophie se afanaban sobre un dobladillo, y Llana Alice no siempre entendía lo que le decía porque le hablaba con alfileres en la boca. De cualquier manera, no era fácil seguir el hilo del sueño, y Alice se olvidaba de cada incidente apenas Sophie se lo contaba, tal como si fuera ella quien los estuviese soñando. Eligió y apartó un par de zapatos de satén, y se encaminó, con aire distraído, hacia el balconcito de su mirador—. Entonces me asustaba —decía Sophie en aquel momento—. Tenía ahí ese sobre pavoroso lleno a tope de tiempo desdichado, y no sabía cómo hacer para sacar un poco y usarlo sin que se me escapara toda esa espera y esa cosa horripilante. Era como si hubiese hecho mal en empezar con eso. De todos modos… —Llana Alice miraba allá abajo el camino de la entrada, un sendero parduzco con una tierna espina dorsal de maleza, toda trémula en la fronda. Allá, al final del sendero, los pilares del portalón crecían desde el muro en una curva súbita, rematado cada uno por una bola granulosa como una naranja de piedra gris. En el momento en que ella miraba, un Viajero se detenía, vacilante, junto al portalón.

El corazón le dio un vuelco. Se había sentido tan felizmente serena todo ese día, que había decidido que él no iba a venir, que de alguna manera su corazón sabía que él no llegaría hoy, y que no había por lo tanto razón alguna para agitarse y desfallecer de impaciencia. Y ahora la sorpresa le había tocado el corazón.

—Después, todo se embarullaba. Era como si ya no hubiera tiempo que no estuviese roto, apretujado y guardado, y que ya no fuera yo quien hacía eso, sino que se estuviera haciendo solo; y todo cuanto quedaba era tiempo pavoroso, tiempo de cruzar corredores, tiempo de despertarse en mitad de la noche, tiempo de nada que hacer…

Llana Alice dejó que su corazón se agitara, ya que de todos modos no se le ocurría nada que decir. Abajo, Fumo se acercaba, despacio, y como atemorizado por algo, ella no sabía qué; pero cuando supo que la veía, se desató el cinturón, y con una ligera sacudida se desprendió de la bata castaña, dejándola resbalar por los brazos hasta las muñecas, y pudo sentir sobre la piel, como manos frescas y cálidas, la sombra del follaje y la tibieza del Sol.

Perdida

Un fuego que comenzaba en las plantas de los pies le trepaba por las piernas hasta media pantorrilla, como si la prolongada fricción de la caminata se las hubiese recalentado. La cabeza le zumbaba, dolorida, al Sol del mediodía, y un dolor cortante, filiforme, le atormentaba la cara interna del muslo derecho. Pero estaba en Bosquedelinde; de eso no le cabía ninguna duda. Ya mientras bajaba por el sendero hacia la casa inmensa y multifacética supo que no tendría que pedir indicaciones a la anciana señora que veía en el porche, porque no necesitaba ninguna; había llegado. Y cuando se acercaba a la casa, Llana Alice en persona se mostró para él. Balanceando en la mano la mochila manchada de sudor, Fumo se detuvo a contemplarla. No se atrevía a responderle —allá, en el porche, estaba la señora anciana— pero no podía apartar de ella la mirada.

—Preciosa, ¿no? —dijo al cabo la anciana. Sentada muy erguida, le sonreía desde su pavo real de mimbre; tenía a su lado una mesita acristalada sobre la cual estaba haciendo un solitario. Fumo se sonrojó levemente—. De verdad, preciosa —repitió la mujer, en un tono un poco más alto.

—¡Sí!

—Sí…, tan exquisita. Me alegra que sea lo primero que has visto al llegar, desde el sendero. Los bastidores son nuevos, pero el balcón y toda la mampostería son los originales. ¿No quieres subir al porche? Es difícil conversar así.

Él volvió a mirar hacia el balcón, pero Alice había desaparecido; ahora sólo quedaba un tejado extravagante pintado por el Sol. Subió al porche encolumnado.

—Yo soy Fumo Barnable.

—Sí. Yo soy Nora Nube. ¿No quieres sentarte? —recogió con destreza las cartas y las guardó en un bolso de terciopelo; acto seguido guardó el bolso en una caja de marquetería.

—Fue usted, entonces, quien estipuló las condiciones, lo del traje, lo de venir andando y todo lo demás.

—Oh, no —dijo ella—. Yo sólo las descubrí.

—Una especie de prueba.

—Puede ser. No sé —la sugerencia pareció sorprenderla. Del bolsillo del pecho, en el que llevaba pinchado un pañuelo limpísimo e inútil, sacó un cigarrillo pardo y lo encendió con una cerilla de cocina que frotó en la suela de su zapato. Llevaba un vestido de una tela ligera, estampada con un motivo apropiado para señoras de edad, si bien Fumo no recordaba haber visto nunca uno de un verdeazul tan intenso ni con hojas, florecillas y lianas tan intrincadamente entrelazadas, como arrancadas al día mismo—. Yo diría sin embargo que profilácticas, en general.

—¿Hum?

—Por tu propia seguridad.

—Ah, ya veo —durante un rato guardaron silencio, un silencio tranquilo y sonriente el de la tía abuela Nube, el de Fumo, expectante; sentía el calor que le subía por el cuello abierto de la camisa; se dio cuenta de que era domingo. Se aclaró la voz—. ¿El doctor y la señora Bebeagua están en la iglesia?

—Bueno, en cierto sentido —era curiosa esa forma de contestar a todo cuanto él decía, como si fuera una idea que nunca se le hubiese ocurrido antes—. ¿Eres religioso?

Él había estado esperando con temor esa pregunta.

—Bueno… —empezó.

—Las mujeres suelen ser más propensas a serlo, ¿no te parece?

—Supongo que sí. En el medio en que me crié, a nadie le preocupaba demasiado.

—Mi madre y yo sentíamos la religión con mucha más fuerza que mi padre, o que mis hermanos. Aunque tal vez ellos hayan sufrido por eso mismo más que nosotras.

Fumo no encontró nada que responder, ni supo si el hecho de que ella lo observase ahora con una atención tan reconcentrada significaba que esperaba de él una respuesta, que no la esperaba, o que era pura y simplemente muy corta de vista.

—También mi sobrino, el doctor Bebeagua…; bueno, desde luego, están los animales, ellos sí le interesan. Es lo que realmente le interesa. Todo lo demás, lo pasa por alto.

—¿Un panteísta, o algo así?

—Oh, no. No es tan tonto. Es como si… —movió el cigarrillo en el aire— como si las cosas no existieran para él. Oh, ¡quién está aquí!

Una mujer con una ancha pamela acababa de entrar por el portalón montada en una bicicleta. Vestía una blusa, estampada como la de Nube, pero de un dibujo más visible, y un par de holgados pantalones téjanos. Desmontó sin mucha destreza y de la cesta de la bicicleta sacó un cubo de madera; cuando se inclinó la pamela hacia atrás, Fumo reconoció a la señora Bebeagua. Ésta se acercó y se sentó pesadamente en la escalera.

—Nube —dijo—, es la última vez que te pido consejo cuando voy a buscar bayas.

—El señor y yo —dijo Nube animadamente— estábamos hablando de religión.

—Nube —dijo la señora Bebeagua en tono sombrío, mientras se rascaba el tobillo por encima de una alpargata deshilachada a la altura del dedo gordo—. Nube, me perdí.

—Tu cubo está repleto.

—Me perdí. El cubo, caramba, lo llené en los primeros diez minutos, apenas llegué.

—Y bueno. Qué más quieres.

—Tú no dijiste que yo me iba a perder.

—Yo no lo pregunté.

Hubo una pausa. Nube fumaba. La señora Bebeagua se rascaba el tobillo con aire abstraído. Fumo (a quien no le importó que la señora Bebeagua no lo hubiese saludado; a decir verdad, ni lo había notado: una consecuencia de haber crecido anónimo) tuvo tiempo de preguntarse por qué Nube no había dicho tú no lo preguntaste.

—En materia de religión —dijo la señora Bebeagua—, preguntad a Auberon.

—Ah. Ahí lo tienes. No un hombre religioso —a Fumo—: Mi hermano mayor.

—No piensa en otra cosa —dijo la señora Bebeagua.

—Sí —dijo Nube, pensativa—, sí. Y bueno, ahí lo tienes.

—¿Eres religioso? —le preguntó a Fumo la señora Bebeagua.

—No, no es —dijo Nube—. Por supuesto, estaba August.

—No tuve una infancia religiosa —dijo Fumo; sonrió—. Supongo que era algo así como un politeísta.

—¿Un qué? —dijo la señora Bebeagua.

—El Panteón. He tenido una educación clásica.

—Por algo hay que comenzar —repuso ella, mientras sacaba hojitas y bichitos de su cubo de bayas—. Éstas han de ser casi las últimas de las malditas. Mañana, gracias al cielo, es el día del solsticio.

—Mi hermano August —dijo Nube—. El abuelo de Alice, tal vez él era religioso. Se marchó. A tierras desconocidas.

—¿Un misionero? —preguntó Fumo.

—Oh, sí —dijo Nube; una vez más, parecía sorprendida por la idea—. Sí, puede que sí.

—Ellas ya han de estar vestidas —dijo la señora Bebeagua—. Podríamos entrar.

Una alcoba imaginaria

La puerta-mosquitera era antigua y amplia, el maderaje perforado y un poco desvencijado para los efectos del verano, y la alambrera, panzona en los bajos a consecuencia de los años y años de atolondradas salidas infantiles; los goznes oxidados gimieron cuando Fumo tiró de la manilla de porcelana. Cruzó el umbral.

En el vestíbulo, alto y bruñido, el aire olía a noche fresca encerrada y a los fuegos del pasado invierno, a saquitos de lavanda en armarios con manillas de bronce repletos de ropa blanca… ¿A qué más? Los de la cera, el sol, las especias mezcladas entraron con la luminosidad del día de junio cuando la puerta-mosquitera gimió y se cerró tras de él con un golpe seco. La escalera, frente a él, subía por etapas, en semicírculo, hasta el piso siguiente. En el primer rellano, a la luz de una ventana de arco, vestida ahora con unos téjanos hechos íntegramente de remiendos, estaba su prometida. Un poco más atrás se hallaba Sophie, ahora un año mayor, pero aún no tan alta, con delgado vestido blanco y un montón de anillos.

—Hola —dijo Llana Alice.

—Hola —dijo Fumo.

—Acompañadlo arriba —dijo la señora Bebeagua—. Lo he puesto en la alcoba imaginaria. Y estoy segura de que querrá lavarse. —Le palmeó el hombro, y Fumo puso el pie en el primer peldaño. En los años por venir se preguntarla, algunas veces despreocupadamente, otras con verdadera angustia, si, después de haber entrado allí esa primera vez, había en verdad vuelto a salir; pero en aquel momento subió, simplemente hasta donde ella estaba, delirante de felicidad por el mero hecho de haber llegado al fin, al cabo de una larga y extraña travesía, y de que ella le diese la bienvenida con los ojos castaños cargados de promesas (y acaso fuera ésa la única finalidad del viaje, su felicidad de ese momento, y de ser así, una felicidad maravillosa y perfecta para él), y que, cogiendo su mochila y tomándolo de la mano, lo condujera a las regiones altas y frescas de la casa.

—No me vendría mal un baño —dijo, un poco sin aliento.

Ella inclinó la gran cabeza junto a su oído y dijo:

—Yo misma te lavaré a lametazos, como una gata. —Detrás de ellos Sophie se tronchaba de la risa.

—El corredor —dijo Alice, deslizando la mano a lo largo del friso obscuro. Palmeaba, al pasar, los pomos de cristal de las puertas—: El cuarto de Papá y Mamá. El estudio de Papá… shh. Mi cuarto… ¿ves? —Fumo se asomó a espiar y vio, más que cualquier otra cosa, su imagen reflejada en el alto espejo.— El estudio imaginario. Por esta escalera se sube a la vieja orrería. Giras primero a la izquierda, y después a la izquierda. —El corredor parecía concéntrico y Fumo se preguntó cómo se las ingeniaban todas aquellas habitaciones para desembocar en él.

—Aquí —dijo ella.

La habitación era de una forma indiscernible; el cielo raso se inclinaba bruscamente hacia uno de los ángulos, lo que hacía que de uno de los lados fuese más bajo que del otro; también las ventanas eran más pequeñas de ese lado; la habitación parecía más espaciosa de lo que era, o más pequeña de lo que parecía, no pudo decidir cuál de las dos. Alice arrojó la mochila encima de la cama, angosta y cubierta, por ser verano, de plumeti suizo.

—El cuarto de baño está abajo, en el corredor —dijo Alice—. Sophie, ve y abre el grifo.

—¿Hay una ducha? —preguntó él, imaginando el duro chorro de agua fresca.

—Qué va —dijo Sophie—, íbamos a modernizar la fontanería, pero ya no sabemos dónde está…

—Sophie.

Sophie salió y cerró la puerta.

Primero que nada, ella quiso probar el sudor que le brillaba en el cuello y en la frágil clavícula; luego, él decidió desatarle los faldones de la camisa que se había anudado debajo de los pechos; después, pero ya impacientes, se olvidaron de hacer turnos y combatieron en silencio, ávidamente el uno sobre el otro, como piratas repartiéndose un tesoro largamente codiciado, largamente imaginado, largamente esperado.

En el jardín tapiado

A mediodía, juntos y a solas, comían emparedados de manteca de cacahuete y manzana en el jardín del frente trasero de la casa.

—¿El frente trasero?

Los árboles se asomaban, opulentos, por encima de la tapia gris, como tranquilos espectadores apoyados sobre los codos. La mesa de piedra, en un rincón, a la sombra magnánima de un haya, conservaba las manchas espiraladas de las orugas aplastadas en otros veranos; los vistosos platos de papel reposaban, tenues y efímeros, sobre el espesor de la piedra. Fumo hacía esfuerzos por limpiarse el paladar; no solía comer manteca de cacahuete.

—Esto era el frente, antes —dijo Alice—. Después, hicieron el jardín y levantaron la tapia, y entonces el fondo pasó a ser el frente. De todos modos, era un frente, y ahora es el frente trasero. —Se sentó en el banco a horcajadas y levantó del suelo una ramita mientras con el meñique apartaba un cabello brillante que se le había deslizado entre los labios. Con trazos rápidos bosquejó en la tierra una estrella de cinco puntas. Fumo observaba el dibujo y la tirantez de los téjanos de Alice.— En realidad no es esto —añadió Alice mirando su estrella a vista de pájaro—, pero bueno, es algo así. Fíjate, es una casa de puras fachadas. La construyeron a modo de muestrario. Mi bisabuelo. Te escribí sobre él. Él la construyó, para que la gente viniera a verla y a mirarla desde cualquier ángulo, y elegir el estilo de casa que quería; por eso es tan loca por dentro. Es tantas casas a la vez, metidas una dentro de otra, o entrecruzadas, con todos los frontispicios bien a la vista.

—¿Qué? —Él la había estado observando mientras ella hablaba, no escuchando lo que decía; Alice lo vio en su rostro y se echó a reír.

—Mira, ¿ves? —Miró lo que ella le mostraba, el largo frente trasero. Era un frontispicio clásico, severo, suavizado por la hiedra que manchaba como con lágrimas obscuras la piedra gris; con altas ventanas abovedadas; Fumo reconoció los detalles simétricos como pertenecientes a los órdenes clásicos: biseles, columnas, plintos. Alguien estaba asomado a una de las ventanas altas con aire melancólico.— Ahora, ven conmigo. —Dio un gran mordisco (grandes dientes) y lo llevó de la mano a lo largo de ese frente que parecía abrirse como un escenario a medida que lo recorrían; donde parecía liso, cobraba relieve; donde parecía descollar, se replegaba; los pilares se transformaban en pilastras, y desaparecían. Como en una de esas figuras troqueladas de los cuentos para niños, que cuando se las giran cambian de gesto, del malhumor a la sonrisa, el frente de la casa se alteraba, y cuando llegaron a la pared opuesta, y se volvieron a mirar, era un alegre falso Tudor, con aleros profundos y ondulados y chimeneas arracimadas como cómicos sombreros de copa. Una de las amplias ventanas del batiente se abrió en el segundo piso (y uno o dos cristalitos de colores centellearon en los vitrales), y Sophie se asomó, haciendo señas con las manos.

—Fumo —dijo—, cuando hayas acabado de merendar tienes que subir a la biblioteca a hablar con Papá. —Y allí se quedó, asomada, los brazos cruzados sobre el alféizar, mirándolo y sonriendo, como feliz por haberle dado esa noticia.

—Oh, ya, ya —le respondió Fumo con displicencia. Regresó a la mesa de piedra, en tanto la casa se traducía otra vez al latín. Llana Alice se estaba comiendo el emparedado de Fumo—. ¿Qué le voy a decir? —Con la boca llena, Alice se encogió de hombros.— ¿Y si me pregunta: veamos, joven, qué perspectiva tiene usted? —Ella se rió, tapándose la boca, como se había reído aquella vez en la biblioteca de George Ratón.— Bueno, no puedo decirle pura y simplemente que leo la guía telefónica. —La inmensidad de la aventura en que estaba a punto de embarcarse, y la obvia responsabilidad del doctor Bebeagua de hacérsela notar se posaron sobre sus hombros como pájaros. De pronto, se sintió inseguro, tuvo dudas. Miró a su gigantesa adorada. Porque ¿qué perspectivas tenía él, a fin de cuentas? ¿Podía acaso explicarle al doctor que su hija, como quien dice de un plumazo, de una simple mirada, le había curado su anonimato, y que a él con eso le bastaba? ¿Que una vez celebrada la boda (y aceptado cualquier compromiso religioso que ellos quisieran hacerle asumir) pretendía, simplemente, vivir feliz el resto de su vida, como toda la demás gente?

Ella había sacado un pequeño cortaplumas y estaba mondando, en una larga cinta segmentada, una manzana verde. Ella tenía esas habilidades. Y él ¿qué méritos tenía él para ofrecerle?

—¿Te gustan los niños? —preguntó ella, sin apartar los ojos de su manzana.

Casas e historias

La biblioteca estaba casi a oscuras, de acuerdo con la vieja filosofía de mantener la casa cerrada en los días bochornosos del verano para que se conserve fresca. Estaba fresca. Pero el doctor Bebeagua no estaba allí. A través de las encortinadas ventanas ojivales vio a Llana Alice y a Sophie, que conversaban en el jardín junto a la mesa de piedra, y se sintió como un niño, castigado o enfermo, sin permiso para salir a jugar. Bostezó, nervioso, y recorrió con la vista los títulos más cercanos. Se hubiera dicho que nadie en mucho tiempo había sacado un libro de aquellos abarrotados anaqueles. Había series de sermones, volúmenes de George MacDonald, Andrew Jackson Davis, Swedenborg. Un par de metros estaban ocupados por los cuentos para niños del doctor, bonitos, en rústica, con títulos recurrentes. Algunos clásicos magníficamente encuadernados se apoyaban contra un busto anónimo coronado de laureles. Bajó el Suetonio, y junto con él descendió un opúsculo que al parecer alguien había colocado entre los volúmenes a modo de cuña. Era un ejemplar viejísimo, descolorido, con las puntas de las hojas gastadas y dobladas como orejas, e ilustraciones nacaradas en fotograbado. Se titulaba: Las casas quintas y sus historias. Empezó a volver las hojas con cuidado para que no se desmenuzara la cola vieja y reseca que las mantenía unidas, viendo al pasar umbríos jardines de flores negras, un castillo sin techo edificado en una isla en medio de un río por un magnate de la industria textil, una casa construida con barriles de cerveza.

Al volver una página, alzó la vista. Llana Alice y Sophie ya no estaban allí. Un plato de papel salió de la mesa y con una pirueta de ballet se deslizó hasta el suelo.

Ahora veía una fotografía de dos personas sentadas a una mesa de piedra, tomando el té. Había un hombre que se parecía al poeta Yeats, con un traje de verano claro y una corbata a lunares, el cabello blanco y abundante, los ojos velados por los reflejos de la luz del sol sobre sus anteojos; y una mujer más joven con un ancho sombrero blanco, las facciones del rostro trigueño ensombrecidas bajo el ala de la pamela y difusas, a causa quizá de un movimiento brusco. Detrás de ellos se veía una parte de la casa en cuyo interior se hallaba Fumo en aquel momento, y junto a ellos, tendiendo una mano diminuta en dirección a la mujer, que tal vez la veía y se inclinaba para cogerla, o tal vez no (era difícil precisarlo), había una figura, un personaje, una criatura pequeñísima de unos treinta centímetros de altura tocada con un bonete cónico y calzada con babuchas puntiagudas. Sus rasgos toscos, inhumanos, también parecían borroneados a causa de un movimiento brusco, y parecía tener un par de alas translúcidas, como las de un insecto. El epígrafe decía: «John Bebeagua y su esposa (Violet Zarzales); elfo. Bosquedelinde, 1912». Al pie de la fotografía el autor añadía el siguiente comentario:

«La más peregrina de las extravagancias arquitectónicas de finales del siglo es quizá la llamada Bosquedelinde, obra de John Bebeagua, aunque en un sentido estricto no fuera en modo alguno concebida como una extravagancia. Su historia comienza con la primera publicación, en 1880, del libro de Bebeagua, La arquitectura de las casas quintas. Este encantador y relevante compendio de la arquitectura victoriana de la región dio renombre al joven Bebeagua, quien más tarde pasaría a integrar, como socio, el afamado equipo de arquitectos paisajistas Ratón y Piedra. En 1894 Bebeagua proyectó, a modo de ilustración conglomerada de las láminas de su ya famoso libro, el edificio de Bosquedelinde, combinando en él varias casas de estilos diversos y dimensiones diferentes que chocaban entre sí, y literalmente imposible de describir. Que presente un aspecto (o aspectos) de orden y lógica es un mérito que corresponde acreditar al talento (ya menguante) de John Bebeagua. En 1897, Bebeagua contrajo matrimonio con Violet Zarzales, una joven inglesa, hija del predicador místico Theodore Burne Zarzales, y durante su vida de casado cayó por completo bajo la influencia de su esposa, una espiritista magnética, de cuyas ideas y creencias aparecen imbuidas ya las ediciones ulteriores de La arquitectura de las casas quintas, a cuyo texto el autor incorpora cantidades siempre crecientes de una filosofía teosófica o idealista, sin suprimir sin embargo una sola línea del material original. La sexta y última impresión (1910) tuvo que ser editada con medios privados, pues las editoriales comerciales no se mostraron dispuestas a hacerse cargo de ella, y contiene todavía todas las láminas de la edición de 1880.

»En aquellos años los Bebeagua reunieron en su entorno a toda una pléyade de personas de ideas afines a las suyas, entre ellos artistas, estetas y sensitivos hastiados del mundo. El culto tuvo, desde sus inicios, un cierto cariz anglófilo, y entre los corresponsales interesados se contaban el poeta Yeats, J. M. Barrie, varios ilustradores famosos y la clase de personalidad "poética" que tuvo la posibilidad de florecer durante aquel crepúsculo feliz que precedió a la Gran Guerra, y que a la luz áspera y violenta de la época actual ha desaparecido por completo.

»Una circunstancia interesante es el hecho de que esas personas pudieran beneficiarse de la despoblación general de las fincas rurales que se produjo en la zona en aquella época. El pentágono de las cinco villas que rodean a Bosquedelinde vio los talones de los pequeños terratenientes empobrecidos que emigraban hacia la Urbe y hacia el Oeste, y las caras plácidas de los poetas que, huyendo de la cruda realidad económica, venían a ocupar sus fincas. Que todos los que permanecieron de aquel pequeño cenáculo fueran "objetores de conciencia" en una hora de extrema necesidad de la nación no tiene por qué sorprender; ni tampoco el hecho de que ni un solo rastro de sus extravagantes y fútiles misterios haya sobrevivido hasta el presente.

»En la casa viven todavía los herederos de Bebeagua. Se sabe de la existencia de un caserón de veraneo, una genuina extravagancia arquitectónica, en aquellos solares (vastísimos), pero ni la casa ni los jardines que la circundan están abiertos al público.»

¿Elfo?

El consejo del doctor

—Bien, se supone que tenemos que conversar un poco —dijo el doctor Bebeagua—. ¿Dónde prefieres sentarte?

Fumo eligió una butaca acolchonada, tapizada en cuero. El doctor Bebeagua, en el sofá, se pasó una mano por la cabeza canosa, se chupó un momento los dientes, y al fin tosió, como para entrar en materia. Fumo aguardaba la primera pregunta.

—¿Te gustan los animales?

—Bueno —dijo Fumo—. No he conocido muy muchos. A mi padre le gustaban los perros. —El doctor Bebeagua meneó la cabeza con aire desilusionado.— Siempre he vivido en ciudades, o en suburbios. Me gusta escuchar a los pájaros, por la mañana. —Hizo una pausa.— He leído sus cuentos. Me parecen… sumamente… sumamente realistas, diría.

Y sonrió, una sonrisa adulona repulsiva (lo sabía), pero el doctor Bebeagua ni siquiera pareció reparar en ella. Tan sólo suspiró, hondamente.

—Supongo —dijo— que sabes en qué brete te estás metiendo.

Esta vez fue Fumo el qué carraspeó, a modo de introducción.

—Bueno, señor, sé desde luego que no puedo brindarle a Alice el esplendor a que está acostumbrada, al menos no de momento. Estoy… estoy buscando. He recibido una buena educación, nada formal en realidad, pero estoy buscando la forma de utilizar mis…, lo que sé. Podría enseñar.

—¿Enseñar?

—Los clásicos.

El doctor había estado contemplando, allá arriba, los altos anaqueles abarrotados de volúmenes obscuros.

—Hum. Esta habitación me crispa los nervios. Ve a hablar con el muchacho en la biblioteca, dice Mamá. No vengo nunca aquí, si puedo evitarlo. ¿Qué es lo que enseñas, dices?

—Bueno, todavía no. Estoy… pensando en eso.

—¿Sabes escribir? A mano, quiero decir. Es muy importante para un maestro.

—Oh, sí. Tengo buena letra. —Silencio.— Tengo algún dinero, una herencia…

—Oh, dinero. Eso no es problema. Nosotros somos ricos. —Le sonrió.— Ricos como Creso. —Se reclinó contra el respaldo, apretándose una rodilla de franela con sus manos singularmente pequeñas.— Por parte de mi abuelo, principalmente. Era arquitecto. Y también mía, de mis cuentos. Y hemos sido bien aconsejados. —Clavó en Fumo una mirada extraña, casi compasiva.— Con eso siempre puedes contar, con buenos consejos. —Luego, como si él mismo acabara de dar un buen consejo, descruzó las piernas, se palmeó las rodillas, y se puso de pie.— Bien, tengo que marcharme. ¿Te veré en la cena? De acuerdo. No te fatigues. Mañana te espera un largo día. —Dijo las últimas palabras ya fuera de la puerta, tan ansioso estaba por salir.

De las casas quintas

Las había visto ya, un poco más arriba, detrás de las puertas-vidrieras, cuando el doctor Bebeagua estaba aún sentado; ahora, encaramándose de rodillas sobre el sofá, giró la llave cincelada en la cerradura y abrió la puertecita de cristal. Allí estaban, las seis juntas, tal como lo explicaba el folleto, escrupulosamente graduadas según su grosor. Alrededor a ellas, todas juntas en hilera o apiladas, había otras, otros ejemplares, quizás. Sacó la más delgada, uno o dos centímetros de espesor. La arquitectura de las casas quintas. Cubierta en huecograbado, con el título en esa letra de estilo victoriano «rústico» (en diagonal) que se ramifica en tallos y hojas. La coloración olivácea del follaje muerto. Hojeó rápidamente las pesadas páginas. El Perpendicular, Pleno o Modificado. La Villa a la Italiana, apropiada para una residencia en campo llano o tierra campa. El Tudor y el Neoclásico Modificado, aquí, castamente, en páginas separadas. El Cottage. La Casa Solariega.

Cada cual en su entorno en huecograbado, pinares o alamedas, hontanar o montaña, y diminutos personajes negros que venían de visita, ¿o serían acaso los orgullosos amos que venían a tomar posesión? Pensó que si las láminas fueran de vidrio, las podría levantar todas a un tiempo hasta la luz, la franja de sol que, poblada de motas de polvo, se filtraba a través de la ventana, y Bosquedelinde se mostraría entonces en toda su integridad. Leyó un trocito del texto que contenía dimensiones detalladas, fantasías optativas, cálculos de costes completos y absurdos (diez dólares semanales a picapedreros muertos y enterrados tiempo ha, junto con sus talentos y sus secretos) y, curiosamente, qué clase de casa era adecuada para tal o cual tipo de personalidad y profesión. Lo devolvió al estante.

El que sacó a continuación era casi dos veces más voluminoso. Cuarta edición, rezaba el pie de imprenta, Little, Brown, Boston 1898. Había una portada, un triste y desvaído retrato a lápiz de Bebeagua. Fumo reconoció vagamente el apellido compuesto del artista. La primera página, llena a rebosar, incluía un epígrafe: Me yergo, y la destruyo otra vez. Shelley. Las láminas eran las mismas, si bien había en ésta una serie de Combinaciones, todas en plantas de piso, connotadas de una forma que Fumo no pudo comprender.

La sexta y última edición, voluminosa y pesada, estaba magníficamente encuadernada en art-nouveau malva. Las letras del título extendían vástagos temblorosos y rizados, trazos descendentes como si quisieran expandirse y crecer; el conjunto parecía reflejarse en la ondulada superficie de un estanque de lirios todos en flor en el anochecer. La imagen de la portada no era aquí Bebeagua sino su esposa, una fotografía imitando un dibujo, una mancha al carbón. Los rasgos borrosos. Tal vez ella, como le ocurriera a él, no siempre había estado del todo presente. Pero era preciosa. Había poemas-dedicatoria y epístolas y todo un arsenal de Prefacios, Proemios y Prolegómenos, tipografía en rojo y negro; y luego una vez más las casitas, igual que antes, que ahora parecían anticuadas y sin gracia, como una ciudad pequeña, corriente y moliente arrebatada por una manía moderna. Como si el amanuense de Violet hubiera estado luchando por conservar un último atisbo de razón a lo largo de las páginas y páginas tachonadas de abstracciones en mayúsculas (la letra era cada vez más pequeña a medida que los libros se volvían más voluminosos), había glosas marginales en casi cada página, y epígrafes, y acápites, y toda la parafernalia que hace de un texto un objeto, lógico, articulado, ilegible. Encañonado a la contratapa, contra las guardas de papel satinado, había un mapa o plano, doblado varias veces sobre sí mismo, un pliego bastante abultado. Era de papel de seda, y Fumo no supo en un principio cómo apañárselas para desplegarlo; comenzó por un lado, dio un respingo de alarma al oír el gritito que soltó cuando uno de los viejos dobleces se rasgó ligeramente, y volvió a empezar. Espiándolo por partes, pudo ver que se trataba de un plano inmenso, pero ¿de qué? Al fin lo tuvo frente a él totalmente desplegado y crujiendo sobre sus rodillas, cara abajo; ya sólo le faltaba darle vuelta para verlo de frente. Allí se detuvo, no estaba seguro de querer saber qué era. Supongo, había dicho el doctor, que sabes en qué brete te estás metiendo. Levantó el borde, y éste se elevó leve como el ala de una mariposa, tan viejo era y tan sutil; un rayo de sol lo atravesó y Fumo atisbo figuras complejas tachonadas de anotaciones; lo extendió en el suelo para examinarlo.

En el mismo momento

—Entonces, ¿ella se irá de aquí, Nube? —preguntó Mamá, y Nube respondió—: Bueno, parece que no —pero no quiso agregar nada más aunque siguió sentada allá en el otro extremo de la mesa de la cocina, el humo de su cigarrillo una voluta de obscuridad a la luz del sol. Mamá, enharinada hasta los codos, estaba preparando un pastel, no una tarea puramente mecánica, aunque a ella le gustaba decir que sí; y en realidad tenía la sensación de que muchas veces, mientras amasaba, sus ideas eran más claras, sus percepciones más agudas que nunca; podía, cuando tenía el cuerpo ocupado, hacer cosas que era incapaz de hacer en cualquier otro momento, como por ejemplo ordenar en hileras sus preocupaciones, cada hilera bajo el imperio de una esperanza. Recordaba a veces, mientras cocinaba, versos que había olvidado que sabía, o hablaba en otras lenguas, la de su marido o sus hijos o su difunto padre o la de sus nietos no nacidos, a los que veía claramente, tres chicas escalonadas y un muchacho delgaducho y desdichado. Sabía en los codos qué tiempo iba a hacer y cuando deslizó las viejas tarteras de cristal en el horno (que le sopló a la cara una vaharada de su aliento candente) comentó que pronto habría tormenta. Nube, sin contestar, exhaló un suspiro, y, siempre fumando, sacó un pañuelito, se enjugó el arrugado cuello sudoroso, y lo volvió a guardar con cuidado en la manga. Dijo: —Más tarde será muchísimo más claro —y salió lentamente de la cocina y, a través de los corredores, se encaminó a su alcoba, a ver si podía cerrar un rato los ojos antes de que la cena estuviese a punto; pero antes de tumbarse en el ancho lecho de plumas que durante unos pocos y breves años había compartido con Henry Nube, miró hacia fuera, en dirección a las colinas, y sí, un cúmulo blanco había empezado a formarse por ese lado, trepando como una victoria inminente, y sin duda Sophie tenía razón. Se tendió en la cama y pensó: «Por lo menos él ha llegado bien, y sin contravenir en nada las condiciones». Fuera de eso, nada más podía decir.

En el mismo momento, allí donde la Vieja Cerca de Piedra separa el Prado Verde de la Antigua Dehesa que desciende, rocosa y pululante de insectos, hasta la orilla del Estanque de los Lirios, el doctor Bebeagua, con un ancho sombrero gitano, se detenía, jadeando, después de la escalada; poco a poco se atenuó en sus oídos el rumor de la sangre, y pudo entonces prestar atención a la escena que allí se representaba de su único drama, las interminables conversaciones de los pájaros, la chirriante cantinela de las cigarras, los susurros y crujidos del ir y venir de mil criaturas. La tierra estaba tocada por la mano del hombre, aunque en esos tiempos esa mano se había apartado de ella casi por completo; cuesta abajo, más allá del Estanque de los Lirios, podía ver el tejado soñoliento del granero de los Pardo, y supo que aquélla era una pradera abandonada de su aventura, y aquel muro un antiguo mojón. La escena estaba coloreada por la iniciativa humana, y había espacio abierto para una multitud de casas, grandes y pequeñas, aquel ancho muro, la soleada pradera, el estanque. Todo ello encarnaba para el doctor lo que significaba en verdad y precisamente la palabra «ecología», que veía ahora de tanto en tanto mal empleada en las densas columnas que colindaban con sus crónicas sobre esta región en el periódico de la Ciudad; y cuando se sentó, receptivo a todo, sobre una piedra tibia tapizada de líquenes, un céfiro le anunció que una montaña de nubes se haría añicos allí, hacia el anochecer.

En el mismo momento, en la habitación de Sophie, en el ancho lecho de plumas en el que durante muchos años John Bebeagua se acostara con Violet Zarzales, estaban acostadas sus dos biznietas. El largo vestido claro que Alice se pondría al día siguiente y que presumiblemente nunca más volvería a sacarse del todo, colgaba del borde superior de la puerta del ropero, y reproducía otro idéntico a él en el espejo de la puerta, unidos los dos espalda contra espalda; y debajo de él y alrededor estaban los complementos. Sophie y su hermana yacían desnudas en el bochorno de la siesta; Sophie frotaba con una mano el flanco húmedo de sudor de su hermana, y Llana Alice dijo:

—Oh, hace demasiado calor —y más calientes aún sintió sobre su hombro las lágrimas de su hermana. Dijo—: Algún día, pronto, te tocará a ti, elegirás o serás elegida, y serás otra novia de Junio. —Y Sophie dijo:

—Yo no, nunca, nunca —y algo más que Alice no pudo oír porque Sophie hundió la cara en el cuello de su hermana y susurró como la tarde; lo que Sophie dijo era—: Él nunca comprenderá, ni verá, ellos nunca le darán a él lo que nos dieron a nosotras, él pisará donde no deba y mirará cuando deba desviar la mirada, y nunca verá las puertas ni conocerá los meandros; espera y verás, espera tan sólo y lo verás —eso mismo, en el mismo momento, era lo que pensaba la tía abuela Nube, qué verían ellas si esperaban, y era también lo que Mamá sentía aunque no con la misma simple curiosidad sino como una suerte de maniobra dentro de las huestes de lo posible; y lo que a Fumo (a quien habían dejado a solas para lo que él imaginaba era la siesta general del domingo, el día de reposo), allá en la biblioteca sombría y polvorienta, con el plano íntegro extendido frente a él, insomne y erecto como una llama, en ese mismo momento lo hacía temblar.

Capítulo 3

Había una viejecita

que bajo el monte vivía

y sí aún no se ha marchado

allá vive todavía.

Aconteció, durante un alegre verano de fines del siglo pasado, que John Bebeagua, en el curso de una gira a pie por Inglaterra, con el ostensible propósito de estudiar la arquitectura dé las casas de campo, llegó cierto día, hacia el anochecer, a la puerta de una vicaría de ladrillo rojo, en el Cheshire. Había perdido el rumbo atolondradamente, y dejado caer en el canal del molino a cuya vera se había sentado a merendar, horas atrás, su guía de caminos; tenía hambre y, por muy segura y apacible que fuese la campiña inglesa, no pudo impedir que lo invadiera una cierta desazón.

Interiores extraños

En el jardín de la vicaría, un jardín desgreñado y tumultuoso, centelleaban en medio de una densa cascada de rosales las mariposas nocturnas, y en el ramaje retorcido de un manzano avasallante revoloteaban y cuchicheaban los pajaritos. Allí, en el horcón del árbol, había alguien sentado, alguien que, cuando él miró, encendió una bujía. ¿Una bujía? Era una chica muy joven, vestida de blanco, y para proteger la llama ahuecó la mano; la luz brilló y palideció, y volvió a brillar. La muchacha habló, mas no a él.

—¿Qué pasa? —La llama de la vela se había apagado, y él preguntó:— ¿Decía usted algo? —Ella empezó a bajar del árbol, rápida y ágil, y él se apartó del portillo para no parecer, cuando ella se acercara a la habitación a hablarle, importuno e indiscreto. Pero ella no se acercó. Desde algún lugar del jardín o desde todos, un ruiseñor empezó, cesó, volvió a empezar.

No hacía mucho, John Bebeagua había llegado a una encrucijada (no a una encrucijada literal, pese a que también ante muchas de éstas, durante su mes de peregrinaje, había tenido que elegir si tomar río abajo o cuesta arriba, y comprobado que como práctica, de poco le valían en su vida tales encrucijadas). Había pasado un año abominable proyectando un enorme Rascacielos que debía parecerse, tan exactamente como lo permitiesen su inmensidad y su destino, a una catedral del siglo XIII. Cuando le mostró a su cliente los bocetos, había sido en son de broma, como una fantasía estrafalaria, un bulo incluso que sólo podía ir a parar a la papelera; pero su cliente no lo había entendido de ese modo; así, tal cual, quería él que fuese su Rascacielos, precisamente lo que a su debido tiempo tendría que ser, una Catedral del Comercio, y nada de cuanto John Bebeagua pudiera pensar, el buzón de bronce que parecía una pila bautismal, los grotescos bajorrelieves de estilo clúnico con enanos hablando por teléfono o descifrando cintas de teletipo de piedra, gárgolas que se proyectaban a una altura tal del edificio que nadie alcanzaría ni siquiera a divisarlas y que tenían (aunque hasta eso el hombre se había negado a reconocer) los mismos ojos saltones, la misma narizota porosa del cliente… nada era demasiado para él, y ahora habría que ejecutarla tal y como él la había concebido.

Mientras ese proyecto se prolongaba hasta el hastío, un cambio amagaba producirse en él. Amagaba, porque John Bebeagua se le resistía; parecía ser una cosa ajena a él, un fenómeno al que podía casi darle un nombre, pero sólo casi. Al principio lo percibía como algo que trataba de insinuarse en su densa y a la vez ordenada jornada de extrañas ensoñaciones: palabras meramente abstractas que resonaban de pronto dentro de él como si una voz las pronunciara. Multiplicidad era una. Otra, otro día (cuando sentado ante los altos ventanales del Club Universitario miraba caer la lluvia fuliginosa), había sido combinatoria. La noción, una vez manifestada, había encontrado la forma de adueñarse de su mente, de ocupar en ella la sede de la actividad pensante y la de la actividad contante, hasta dejarlo paralizado, incapaz de dar el paso siguiente, largamente preparado y meditado, de una carrera que todo el mundo describía como «meteórica».

Tenía la sensación de que estaba sumiéndose en un largo sueño, o de que quizá estaba despertando. Fuese lo que fuese, él no quería que ocurriera. A modo de específico para contrarrestarlo (eso pensaba él) empezó a interesarse en la teología. Leía a Swedenborg y a san Agustín; el que más lo serenaba era Tomás de Aquino, podía sentir al Doctor Angélico levantando, piedra sobre piedra, la grandiosa catedral de su Summa. Supo entonces que hacia el final de su vida Aquino consideraba todo cuanto había escrito como «un montón de paja».

Un montón de paja. Bebeagua se pasaba las horas sentado delante de su gran tablero, bajo la claraboya, en las largas oficinas de Ratón, Bebeagua y Piedra, y contemplaba ensimismado las fotografías en sepia de las torres y los parques y las villas que había construido, y pensaba: un montón de paja. Como la primera y la más efímera de las casas que edificaran los Tres Cerditos del cuento. Tenía que existir una morada más sólida, un lugar en el que pudiera ocultarse a los ojos de lo que fuese ese Lobo Feroz que lo perseguía. Tenía treinta y nueve años.

Su socio Ratón descubrió que, al cabo de meses de permanecer sentado ante su tablero de dibujo, no había avanzado absolutamente nada con los planos definitivos de la Catedral del Comercio, y que había pasado en cambio hora tras hora dibujando, abstraído, casitas diminutas con interiores extraños; y lo mandaron al extranjero por una temporada, para que descansara.

Interiores extraños… Junto al sendero que subía desde el portillo hasta la puerta de la vicaría coronada por una ventanita en abanico, vio un artefacto, tal vez un ornamento del jardín, un globo blanco montado sobre un pedestal y rodeado de oxidadas anillas de hierro. Algunas anillas se habían soltado y estaban allí, tiradas en el sendero, casi invisibles entre las hierbas. Empujó el portillo y éste se abrió, canturreando brevemente sobre sus goznes. Dentro de la casa se movía una luz, y, cuando empezaba a subir por el sendero, una voz lo increpó desde la puerta.

—No eres bienvenido —dijo el doctor Zarzales (porque era él)—. Ninguno de vosotros, ya no, nunca más. ¿Eres tú, Fred? Haré poner un candado en el portón si la gente no aprende a tener mejores modales.

—No soy Fred.

Su acento hizo titubear al doctor. Levantó la lámpara.

—¿Quién es usted, entonces?

—Sólo un viajero. Temo haberme extraviado. ¿No tendrá usted un teléfono?

—Desde luego que no.

—No quisiera molestar.

—Tenga cuidado con la vieja orrería. Está desparramada por todas partes ahí y es un cepo peligroso. ¿Americano?

—Sí.

—Vaya, vaya, pase usted.

La chica había desaparecido.

Sendas oscuras

Dos años más tarde, John Bebeagua se hallaba sentado, soñoliento, en el caldeado salón de actos espiritualmente iluminado de la Sociedad Teosófica de la Ciudad (jamás había sospechado que, de los caminos que sus encrucijadas le señalaran, alguno habría de conducirlo allí, pero así era). Se estaban recabando suscriptores para un curso de conferencias a cargo de personas diversamente iluminadas, y entre los médiums y gimnosofistas que aguardaban la decisión de la Sociedad, Bebeagua encontró el nombre del doctor Theodore Burne Zarzales para disertar sobre los Mundos más Pequeños contenidos dentro del Grande. Apenas hubo leído el nombre se le apareció, instantánea y espontáneamente, la muchacha en el horcón del manzano, la luz que palidecía en el hueco de sus manos. ¿Qué pasa? La volvió a ver en el lóbrego comedor cuando entró, sin ser presentada, pues el vicario, incapaz de decidirse a interrumpir su parrafada el tiempo suficiente para decir su nombre, se había limitado a asentir y a empujar a un lado una pila de libros mohosos y varios rollos de papeles atados con una cinta azul, a fin de hacer sitio para que ella pudiese depositar (sin levantar la vista) el deslucido servicio de té y el resquebrajado plato de arenques ahumados. Podía ser hija o pupila o sirvienta o prisionera —o celadora incluso—, porque las ideas del doctor Zarzales, aunque expresadas con mansedumbre, eran bastante extrañas y obsesivas.

—Paracelso es de opinión, vea usted —dijo, e hizo una pausa para encender su pipa.

Bebeagua alcanzó a decir:

—¿La señorita es la hija de usted?

Zarzales echó una mirada rápida a sus espaldas, como si Bebeagua hubiese visto a algún miembro de la familia Zarzales cuya existencia él ignoraba; dijo que sí, con un gesto, y prosiguió:

—Paracelso, vea usted…

Ella sirvió, motu propio, oporto blanco y rosado, y cuando éste hubo desaparecido el doctor Zarzales estaba lo bastante exaltado como para hablar de algunas de sus tribulaciones personales, que por decir la verdad, la verdad que le fuera revelada, lo habían despojado de su pulpito, y que ahora venían a atormentarlo, y ataban latas a la cola de su perro, ¡pobre bestia muda! Ella sirvió whisky y brandy, y él se atrevió, al fin, y le preguntó cómo se llamaba, y ella dijo que Violet, siempre sin mirarlo. Cuando el doctor se decidió por fin a acompañarlo hasta una cama, fue simplemente porque de lo contrario Bebeagua habría quedado fuera del alcance de su voz, aunque éste había cesado, en verdad, de comprender lo que el doctor le decía. «Casas hechas de casas dentro de casas hechas de tiempo» se oyó decir cuando se despertó, poco antes del alba, de un sueño con la cara afable del doctor Zarzales, y con un fuego abrasador en la garganta. Cuando inclinó la jarra que encontró en la mesilla de noche al lado de la cama, sólo una araña salió de ella, trepando enfurruñada. Sin alivio, se quedó entonces allí, de pie junto a la ventana, con la porcelana fría apretada contra la mejilla. Durante un rato contempló los islotes de niebla que flotaban, a las órdenes del viento, entre los árboles recortados como un encaje, y vio apagarse las últimas luciérnagas. La vio a ella que volvía del establo, descalza y con su vestido claro, un cubo de leche en cada mano, que derramaban gotas a cada uno de sus pasos, por más cuidado que pusiera al andar; y comprendió, en un momento de lucidez tajante, cómo empezaría a construir una especie de casa, una casa que un año y pocos meses después se convertiría en la casa llamada Bosquedelinde.

Y aquí ahora, en Nueva York, tenía ante sus ojos el nombre de ella, ella a quien pensaba que no volvería a ver nunca más. Firmó la suscripción.

Supo que ella acompañaría a su padre, lo supo en el instante mismo en que leyó su nombre. Supo, comoquiera, que estaría aún más hermosa, que sus cabellos, jamás cortados, serían ahora dos años más largos. No supo que llegaría preñada de tres meses por Fred Reynard u Oliver Halcopéndola o algún otro no bienvenido en la casa parroquial (nunca preguntó el nombre); no se le ocurrió que ella, lo mismo que él, tendría ahora dos años más, y habría encontrado encrucijadas escabrosas en sus propios caminos, y habría transitado por sendas extrañas y obscuras.

Numerosos caminos

—Paracelso es de opinión —decíales a los teósofos el doctor Zarzales— que el universo está lleno a rebosar de fuerzas, de espíritus que no son totalmente inmateriales (cualquier cosa que ello signifique o haya significado), hechos quizá de una sustancia más sutil, menos tangible que el mundo ordinario. Llenan el aire y el agua y todo lo demás; nos rodean por todas partes, razón por la cual en cada uno de nuestros movimientos —movió suavemente en el aire la mano de largos dedos, provocando torbellinos en el humo de su pipa— desplazamos miles.

Ella estaba sentada cerca de la puerta, a la luz de una lámpara con pantalla roja, aburrida o nerviosa, o ambas cosas quizá; apoyaba la mejilla en la palma, y la lámpara le iluminaba la pelusilla obscura de los brazos, aclarándola.

Sus ojos eran profundos y huraños, y tenía una sola ceja —es decir, una ceja que se extendía sin interrupción—, tupida y sin depilar, por encima de su nariz. No lo miraba a él, o cuando lo miraba no lo veía.

—Nereidas, dríades, silfos y salamandras, así es como los divide Paracelso —dijo el doctor Zarzales—. O sea (como diríamos nosotros) sirenas, elfos, hadas y diablillos o trasgos. Una especie para cada uno de los cuatro elementos: sirenas para el agua, elfos para la tierra, hadas para el aire, diablillos para el fuego. De ahí derivamos nosotros el nombre genérico de todos estos seres: «espíritus elementales». Muy preciso y ordenado. Paracelso tenía una mente ordenada. Sin embargo, las cosas no son así, partiendo como parte él del error común, el viejo y craso error en que se sustenta toda la historia de nuestra ciencia: que existen esos cuatro elementos, tierra, aire, fuego, agua, de los que está hecho nuestro mundo. Ahora sabemos, desde luego, que existen unos noventa elementos, y que los cuatro antiguos no se cuentan entre ellos.

Hubo, al oír esto, algunos murmullos de inquietud entre el ala más radical o Rosacruz de la asamblea, que aún asignaba importancia suprema a los Cuatro, y el doctor Zarzales, que necesitaba desesperadamente que su disertación fuese un éxito, tragó de golpe un sorbo de agua de la copa que tenía a su lado, se aclaró la voz, e intentó pasar a la parte o la revelación más sensacional de su conferencia.

—La cuestión es, en realidad —dijo—, por qué si los espíritus elementales no son varias especies de seres sino sólo una, que es lo que yo creo, por qué se manifiestan de formas tan diversas. Porque de que se manifiestan, damas y caballeros, no cabe ya duda alguna. —Miró significativamente a su hija, y muchos de los presentes también la miraron; al fin y al cabo, eran sus experiencias, las de ella, las que conferían a las nociones del doctor el peso que tenían. Ella sonrió apenas, y pareció contraerse bajo todas aquellas miradas.— Ahora bien —dijo el doctor—, cotejando las distintas experiencias, tanto las que encontramos narradas en el mito y la fábula, y las más recientes, verificables por medio de la investigación, descubrimos que estos espíritus elementales, aunque separables en dos caracteres básicos, pueden presentar los aspectos y (por así decirlo) las densidades más variadas.

»Los dos distintos caracteres, el carácter etéreo, bello y elevado por una parte, y el carácter maligno, terrenal, gnómico por la otra, no son en realidad nada más que una diferencia sexual. Los sexos entre estas criaturas están mucho más diferenciados que entre los hombres.

»Las diferencias observadas en cuanto a aspecto y tamaño constituyen una cuestión aparte. ¿Cuáles son esas diferencias? El tamaño de aquellos que se manifiestan en forma de silfos o de los gnomos llamados "pixies" no es de ordinario mayor que el de un insecto grande o un picaflor; se dice que habitan los bosques y que están estrechamente relacionados con las flores. Circulan historias extrañas a propósito de sus lanzas de espina de acacia blanca y sus carruajes construidos con cascaras de nuez y tirados por libélulas, y otras por el estilo. En otros casos se trata de hombres y mujeres pequeños, de entre treinta y noventa centímetros de estatura, perfectamente conformados, sin alas, y de hábitos más humanos. Y hay hadas jóvenes bellísimas que cautivan los corazones de los hombres y pueden, al parecer, copular con ellos y tienen la talla de mujeres jóvenes. Y hay hadas-guerreras que montan corceles, y pookahs y ogros enormes, mucho más grandes que los hombres.

»¿Cuál es la explicación de todo esto?

»La explicación consiste en que el mundo habitado por estos seres no es el mundo que nosotros habitamos. Es un mundo totalmente distinto, y está contenido dentro de éste; es en un sentido una imagen universal de éste reflejada detrás del espejo, con una geografía peculiar que sólo puedo describir como infundibular. —Hizo una pausa, como para reforzar el efecto de sus palabras.— Con ello quiero decir que el otro mundo está compuesto por una serie de anillos concéntricos, anillos que, a medida que se penetra más profundamente en ese otro mundo, se van ensanchando. Cuanto más nos internamos, más grande es. Cada perímetro de esta sucesión de círculos concéntricos contiene dentro de él un mundo más vasto, hasta que, en el punto céntrico, es infinito. O al menos muy grande. —Bebió agua otra vez. Como siempre que intentaba explicarla, la idea misma empezaba a rehuirlo, a mermar gota a gota; la claridad perfecta, la perfecta y casi inasible paradoja que a veces resonaba como una campana dentro de él, era tan difícil… tal vez, oh Señor, imposible de expresar. Frente a él las caras esperaban, impávidas.—Nosotros los hombres, vean ustedes, habitamos en lo que es en realidad el círculo más vasto y más exterior del infundíbulo invertido que llamamos el otro mundo. Paracelso tiene tazón; cada uno de nuestros movimientos es acompañado por estos seres, pero nosotros no alcanzamos a percibirlos no porque ellos sean intangibles sino porque aquí, fuera, ¡son demasiado pequeños para que se los pueda ver!

«Alrededor del perímetro interno de este círculo que es nuestro mundo hay numerosos, numerosísimos caminos —los llamaremos puertas— por los que podemos entrar en el círculo siguiente más pequeño, que es el más grande del mundo de ellos. Allí los habitantes pueden tener la apariencia de pájaros-fantasmas o de llamas de vela errantes. Ésta es una de las experiencias más comunes que tenemos de ello, ya que sólo es este primer perímetro el que la mayoría de la gente traspone, si lo traspone. El perímetro siguiente más interior es más pequeño y tiene por lógica menos puertas; por lo tanto es menos probable que alguien pueda trasponerlo por pura casualidad. Allí los habitantes tendrán la apariencia de hadas-niños o Gente Diminuta, una manifestación, por ende, menos frecuentemente observable. Y así sucesivamente, a medida que nos internamos: los vastos círculos interiores en los que ellos alcanzan su verdadera talla son tan diminutos que, literalmente, los estamos pisando siempre, en nuestra vida diaria, sin saberlo, y jamás penetramos en ellos, aunque es posible que en la antigua edad heroica el acceso fuera más fácil, y a este hecho debemos los numerosos relatos de sucesos acontecidos en él. Y para terminar, el círculo más vasto, la infinidad, el punto céntrico: Faery, damas y caballeros, el País de las Hadas, donde los héroes cabalgan a través de paisajes inconmensurables y surcan mar tras mar y donde lo posible es lo infinito… Y bien, ese círculo es tan infinitamente pequeño que no tiene ninguna, absolutamente ninguna puerta.

Se sentó, extenuado.

—Ahora —se puso entre los dientes la pipa apagada—, antes de pasar a exponer ciertas evidencias, ciertas demostraciones, matemáticas y topográficas —palmeó una desordenada pila de papeles y de libros con señaladores entre las páginas—, deben saber ustedes que hay individuos a quienes les está dado el poder penetrar a voluntad, o casi, en los mundos diminutos a que me he referido. Si requieren ustedes testimonios de primera mano de las ponencias generales que acabo de esbozar, mi hija, la señorita Violet Zarzales…

La asamblea se volvió, con un murmullo (para eso habían venido, al fin y al cabo), hacia donde estaba sentada Violet, a la luz de la lámpara con pantalla roja.

La muchacha había desaparecido.

Posibilidades infinitas

Fue Bebeagua quien la encontró, acurrucada en el rellano de la escalera que subía de los salones de la Sociedad al despacho de un abogado en el piso superior. Ella no se movió cuando lo oyó acercarse, sólo sus ojos se movieron, escrutándolo. Cuando él se disponía a encender la luz de gas por encima de ella, ella le rozó el tobillo:

—Por favor, no.

—¿Está usted enferma?

—No.

—¿Asustada?

Ella no respondió. Él se sentó a su lado y le cogió la mano.

—Veamos, hija mía —dijo, paternalmente, pero un estremecimiento lo recorrió como si de la mano de ella a la suya hubiese pasado una corriente eléctrica—. Ellos no quieren hacerle daño, usted lo sabe, ellos no la van a molestar…

—No soy —dijo ella lentamente— una atracción de circo.

—No. —Cuántos años podía tener, y que tuviera que vivir de esa manera…, ¿quince, dieciséis? Ahora, más de cerca, pudo ver que lloraba en silencio; las lágrimas se le cuajaban, grandes, en las cuencas sombrías de los ojos, le temblaban en las tupidas pestañas, le resbalaban, una a una, por las mejillas.

—Lo siento tanto por él. Él aborrece hacerme esto a mí, pero lo hace. Es porque estamos desesperados. —Lo dijo con naturalidad, como si hubiera dicho «Es porque somos ingleses». Su mano seguía en la de él; tal vez ni siquiera se había percatado de ello.

—Permita usted que la ayude. —El ofrecimiento había brotado de sus labios, pero sintió que cualquier elección de ella estaba de todos modos más allá de sus posibilidades; los dos años de luchas vanas, transcurridos entre el anochecer en que la viera en el manzano y el ahora, parecían haberse reducido a una mota de polvo que ya el viento disipaba. Él tenía que protegerla; él la llevaría lejos de allí, a algún lugar tranquilo, a algún lugar… Ella no quiso decir nada más, y él no pudo; supo que su vida, esa existencia edificada, apuntalada y sustentada a lo largo de cuarenta prudentes años, no había capeado los vientos de su insatisfacción: la sentía desmenuzarse, hundirse en sus cimientos, llenarse, el edificio todo, de profundas grietas y desmoronarse con un largo rumor que él casi podía oír. Le estaba besando en las mejillas las lágrimas tibias y salobres.

Una vuelta por la casa

—Tal vez —le dijo John Bebeagua a Violet cuando todas sus cajas y baúles estuvieron apilados en el portal para que la doncella fuera a recogerlos, y el doctor Zarzales confortablemente instalado en un mullido sillón, en el espacioso porche marmolado—, les gustaría a ustedes dar una vuelta por la casa.

La glicina trepaba sobre guías por las columnas ahusadas del porche, y sus hojas de un verde cristalino encortinaban ya, pese a que el verano era aún joven, los paisajes que él les ofrecía con un gesto de la mano, el amplio parque de césped y las plántulas jóvenes, la perspectiva de un pabellón, la lámina de agua a la distancia bajo el arco de un puente de una perfección clásica.

El doctor Zarzales declinó la invitación, sacando ya de su bolsillo un volumen en octavo. Violet asintió con un murmullo (qué apabullada se sentía ahora, en esa gran mansión, ella que había imaginado cabañas de troncos e indios pieles rojas; en verdad, sabía muy poco). Tomó el brazo que él le ofrecía —el brazo fuerte de un constructor, pensó— y juntos echaron a andar a través del césped nuevo, por un sendero de grava que corría entre esfinges de piedras colocadas a intervalos para que custodiaran el camino. (Las esfinges eran obra de los picapedreros italianos amigos de Bebeagua, los mismos que tallaban entonces guirnaldas de hojas de vid y caras extrañas en las fachadas de los edificios urbanos de su socio Ratón; se las tallaba con rapidez en la piedra blanca, con la que los años no serían benévolos, pero eso era cosa del futuro.)

—Ahora debe usted quedarse aquí todo el tiempo que quiera —dijo Bebeagua. Lo había dicho en el restaurante Sherry, adonde los llevó después de que concluyera, sin conclusiones, la conferencia, cuando al principio tímida pero insistentemente los había invitado. Lo había dicho de nuevo en el mísero y maloliente vestíbulo del hotel cuando fue a recogerlos, y en la Grand Central Station bajo el inmenso y titilante zodíaco que (el doctor Zarzales no pudo por menos que notar) se extendía al revés por aquel techo azul noche. Y una vez más en el tren mientras ella cabeceaba dormitando bajo el capullo de rosa de seda que cabeceaba, también él, en su florero de ferrocarril.

Pero ¿cuánto querría ella?

—Es muy amable de su parte —dijo Violet.

Vivirás en muchas casas, le había dicho la señora Sotomonte. Caminarás errante, y vivirás en muchas casas. Ella había llorado al oír esto, o mejor dicho después, cada vez que, en los trenes y barcos y salas de espera pensaba en esa profecía sin saber cuántas casas eran muchas casas ni cuánto tiempo requería el vivir en una. Con toda seguridad, una inmensidad de tiempo, porque desde que abandonaran, seis meses atrás, la vicaría en el Cheshire habían vivido sólo en hoteles y albergues y era probable que continuaran viviendo de ese modo. ¿Cuánto tiempo?

Como soldados en un ejercicio militar, marcharon por un pulido sendero de piedra, giraron a la derecha, marcharon por otro. Bebeagua hizo un ruido introductorio para anunciar que iba a romper el silencio en que habían caído.

—Me interesan tanto esas, bueno, esas experiencias suyas —dijo. Alzó la palma en un gesto de sinceridad—. No quiero ser indiscreto ni perturbarla a usted si le resulta penoso hablar de ellas. Es que me interesan tanto…

Ella no dijo nada. De cualquier modo, lo único que hubiera podido decirle era que todo eso había pasado. Por un momento, el corazón le creció, grande y hueco, cosa que él pareció adivinar, porque sintió que le oprimía el brazo suavemente.

—Otros mundos —dijo él, soñador—. Mundos de mundos. —La llevó hasta uno de los bancos pequeños adosados al muro recortado en ondas de un seto de boj. La compleja fachada de la casa, de color piel de ante, y bien visible a la distancia al sol del atardecer, le pareció a Violet severa y a la vez sonriente, como la cara de Erasmo en la carátula de un libro que había visto una vez por encima del hombro de su padre.

—Bueno —dijo—. Esas ideas, eso de los mundos dentro de mundos y todo lo demás, ésas son las ideas de Padre. Yo no sé.

—Pero usted ha estado allí.

—Padre dice que he estado. —Cruzó las piernas y cubrió con los dedos entrelazados una mancha obscura, indeleble, en su vestido de muselina.— Yo nunca me imaginé esto, ¿sabe usted? Yo sólo le hablé a él de… de todo eso, de lo que me había sucedido… porque esperaba levantarle el ánimo. Decírselo estaba bien, que todas las dificultades eran parte del Cuento.

—¿El cuento?

Ella se había puesto circunspecta.

—Quiero decir que nunca me imaginé esto. Que tendríamos que marcharnos. Que abandonar… —Que abandonarlos, había estado a punto de decir, pero desde aquella velada en la Sociedad Teosófica… ¡el colmo de los colmos!… había resuelto no hablar de ellos nunca más. Ya bastante penoso era el haberlos perdido.

—Señorita Zarzales —dijo él—. Se lo ruego. Le aseguro que no es mi intención perseguirla… perseguir su cuento. —Ésa no era la verdad. Se desvivía por escucharlo. Necesitaba conocerla: conocer su corazón.— Aquí nadie la molestará. Podrá descansar. —Hizo un gesto hacia los cedros del Líbano que había plantado en aquel cuidado parque. El viento hablaba en ellos con una cháchara infantil, vago presagio de la voz grave y potente con que hablarían cuando fuesen mayores.— Aquí hay tranquilidad. La construí para eso.

Y ella sentía en verdad, pese a las profundas compulsiones de formalidad que aquí parecían ejercerse sobre ella, una especie de serenidad. Si había sido un error terrible hablarle de ellos a Padre, si con ello había enardecido y no serenado su espíritu, y los había lanzado a los dos por los caminos como un par de predicadores trashumantes, o más bien como un gitano y su oso bailarín, para ganarse el sustento entreteniendo a los locos y los obsesos en lóbregos salones de conferencias y salas de reunión (y contar luego el producto, ¡santo Dios!), el reposo, entonces, y el olvido eran el mejor final que se podía espera. Sólo que…

Se levantó azorada, indecisa y echó a andar por un sendero que se abría hacia un ala del edificio, una especie de escenario que emergía en arcadas de un ángulo de la casa.

—En realidad —le oyó decir—, en realidad la construí para usted. En cierto modo.

Ella había pasado entre las arcadas y dado vuelta la esquina de la casa, y de pronto, del liso sobre encolumnado del ala se desplegó, ofreciéndosele, una florida misiva de San Valentín, encalada y muy americana, tachonada de parterres de flores y de arbustos recortados como una puntilla en zigzag. Era un lugar absolutamente distinto; era como si el rostro severo de Erasmo hubiera estado disimulando la risa por detrás de la mano. Soltó una carcajada, la primera vez que se reía desde que cerrara para siempre el portillo de su jardín inglés.

Él acudió casi a la carrera, sonriendo al ver la sorpresa de ella. Se inclinó hacia atrás el sombrero de paja y empezó a hablar con animación, de la casa, de él mismo; las emociones iban y venían en gestos vivaces por su ancha cara.

—De común no, nada —rió—, nada en ella es común. Aquí, por ejemplo: esto tenía que ser el huerto, donde todo el mundo pone un huerto, pero yo lo he llenado de flores. La cocinera no entiende de huertos, y el jardinero es prodigioso con las flores, pero asegura que es incapaz de conservar con vida una tomatera… —Señaló con su bastón de bambú una graciosa caseta de piedra tallada.— Idéntica —dijo— a la que tenían mis padres en el jardín de su casa, y útil, además —y acto seguido las arcadas en ojiva por las que habían empezado a trepar las enredaderas—. La malva-loca —dijo mientras la llevaba a admirar una planta alrededor de la cual revoloteaba toda una pléyade de afanosos abejorros—. Hay quienes piensan que la malvaloca es una mala hierba, yo no.

—¡Cuidado con las cabezas! —gritó desde arriba una voz con un marcado acento irlandés. Una doncella en el piso alto había abierto de par en par una ventana y estaba sacudiendo un cepillo al sol.

—Es una muchacha estupenda —dijo Bebeagua señalándola con el pulgar—. Una muchacha estupenda… —Miró a Violet, otra vez soñadora, y ella lo miró a él, mientras las motas de polvo descendían al sol como la lluvia de oro de Danae.— Supongo —dijo él en tono grave, en tanto el bastón de bambú se balanceaba a su espalda como un péndulo—, supongo que usted pensará que soy un hombre viejo.

—Quiere decir que usted piensa que lo es.

—No lo soy. No soy viejo.

—Pero usted supone, espera…

—Quiero decir que creo…

—Usted tendría que decir «supongo» —dijo ella pateando el suelo con su piececito y despertando a una mariposa que dormía posada en un clavel de poeta—. Los americanos siempre dicen «supongo», ¿no? —Adoptó el tono de voz áspera de un campesino:— Supongo que es la hora de entrar el ganado. Supongo que no habrá tasación sin representación… Oh, usted me entiende. —Se agachó para oler las flores y él se agachó junto a ella. El sol le abrasaba los brazos desnudos y hacía zumbar y zurrir, como si los atormentase, a los insectos que revoloteaban por el jardín.

—Bueno —dijo él, y ella percibió un nuevo matiz de osadía en su voz—. Supongo, entonces. Supongo que la amo a usted, Violet. Supongo que quiero que se quede usted aquí para siempre. Supongo…

Ella echó a correr huyendo de él por el sendero de lajas del jardín, sabiendo que ahora querría cogerla en sus brazos. Corrió, y dobló la otra esquina de la casa. Él la dejó ir. No me dejes ir, pensó ella.

¿Qué había pasado? Acortó el paso, al encontrarse en un obscuro valle. Estaba del otro lado, a la sombra de la casa. Un prado se extendía en declive hasta un arroyo silencioso, y allá en la otra margen del arroyo, en la orilla misma, se elevaba, brusca y casi vertical, una colina erizada de pinos, como un carcaj de flechas. Allí se detuvo, entre los tejos. No sabía para qué lado tomar. La casa era ahora tan gris como los tejos, y tan tétrica. Rechonchas columnas de piedra, opresivas en su fuerza, sostenían unos saledizos pétreos que parecían inútiles, inexplicables. ¿Qué podía hacer, ahora?

Miró a Bebeagua por el rabillo del ojo, el traje blanco de él como una sombra pálida remoloneando allí, en el claustro de piedra; oyó sus botas sobre el embaldosado. En un cambio súbito, el viento apuntó en dirección a él las ramas de los tejos, pero ella no quería mirar para ese lado, y él, abochornado, no decía nada; pero se aproximaba.

—Usted no debe decir esas cosas —dijo ella hablándole a la Colina obscura, no a él—. Usted no me conoce, no sabe…

—Nada de lo que yo no sé importa —dijo él.

—Oh —dijo ella—, oh… —Temblaba, y era el calor de él lo que la hacía temblar; él se había acercado por detrás, y ahora la cubría con sus brazos, y ella se apoyaba en él y en su fuerza. Descendieron así, juntos los dos, hasta donde el arroyo se precipitaba en espumas, torrentoso, en la boca de una gruta al pie de la Colina, y desaparecía. Podían sentir el aliento húmedo y rocoso de la gruta; él la rodeó más estrechamente, protegiéndola de lo que parecía ser el frío contagio de ese aliento que la hacía temblar. Y entonces, allí mismo, en el círculo de sus brazos, ella le contó, sin lágrimas, todos sus secretos.

—¿Lo ama usted, entonces? —dijo Bebeagua cuando ella hubo terminado—. ¿Al que le hizo esto? —Eran los ojos de él los que ahora brillaban cuajados de lágrimas.

—No. No, jamás. —Nunca hasta ese momento había tenido importancia. Ahora se preguntaba qué lo heriría más a él, que ella amara al que le había hecho eso o que no (ni siquiera estaba absolutamente segura de cuál de ellos era, pero eso, él nunca, nunca lo sabría).

El pecado la apuraba. Él la sostenía como el perdón.

—Pobre niña —dijo—. Perdida. Pero ya no. Escúchame, ahora. Si… —La sostuvo a una brazada de distancia para poder mirarla de lleno a la cara; la ceja única y las tupidas pestañas parecían querer ocultarla, como una celosía.— Si tú pudieras aceptarme… Mira, ninguna mancha puede hacerme pensar menos de ti; yo siempre seré indigno. Pero si tú pudieras, juro que el niño será criado aquí, uno de los míos. —Su rostro serio, concentrado en su resolución, se dulcificó. Sonrió, casi.— Uno de los nuestros, Violet. Uno de muchos.

Ahora por fin acudieron las lágrimas a los ojos de Violet, lágrimas de asombro ante tanta bondad. Hasta ese momento no se le había ocurrido pensar que se encontraba en un terrible trance; ahora, él le ofrecía salvarla. ¡Cuánta bondad! Padre ni siquiera se había percatado.

Perdida, no obstante, sí; ella sabía que lo estaba. ¿Y podría reencontrarse, aquí? Se separó de él otra vez, y dobló una nueva esquina de la casa, bajo arcadas profundas grotescamente talladas y compactos almenares. Las cintas blancas de su sombrero, que ahora llevaba en la mano, se arrastraban por la húmeda hierba esmeralda. Lo sintió a él, siguiéndola a una distancia respetuosa.

—Curioso —dijo en voz alta cuando hubo dado vuelta la esquina—. ¡Qué cosa tan curiosa!

La tétrica mampostería gris acababa de trocarse en un alegre enladrillado con llamativas tonalidades de rojo y ocre, con bonitos azulejos ornamentales incrustados aquí y allá, y maderaje blanco. Toda la pesadez del gótico, tensada, alargada y aguzada, estallaba en anchos y profundos aleros ondulados y en cómicos sombreretes de chimenea, y rechonchas torrecillas inútiles, y exageradas curvas de ladrillos apilados y esquinados. Era como si —y aquí, por añadidura, el sol brillaba otra vez, iluminando de lleno el enladrillado y haciéndole a Violet guiñadas maliciosas—, era como si el porche obscuro y el arroyo silencioso y los ensimismados tejos no hubieran sido nada más que una broma.

—¿Qué es? —dijo Violet cuando John, las manos cruzadas a la espalda, llegó hasta ella—; es muchas casas, ¿no?

—Muchas casas —dijo él, sonriendo—. Todas para ti.

A través de la absurda arcada de una especie de claustro, ella alcanzó a ver una parte de la espalda de Padre. Seguía aún repantigado en su sillón de mimbre mirando siempre a lo lejos a través del dosel de la glicina, y viendo aún presumiblemente la avenida de las esfinges y los cedros del Líbano. Pero desde allí, su cabeza calva podía ser la de un monje absorto en sus ensoñaciones en el jardín de un monasterio. Se echó a reír. Caminarás errante y vivirás en muchas casas.

—¡Muchas casas! —Cogió la mano de John Bebeagua; a punto estuvo de besársela; riendo, lo miró a la cara, que en ese instante parecía rebosar de sorpresas agradables.

—¡Es una broma maravillosa! —dijo—. ¡Muchas bromas! ¿Y allá dentro hay tantas casas como aquí?

—En un sentido —dijo él.

—Oh, llévame allí. —Lo empujó hacia la casa; los herrajes de la blanca puerta abovedada eran perfectas eses góticas de bronce. En la obscuridad repentina del escueto vestíbulo, en un acceso de gratitud, levantó hasta sus labios la ancha mano de él.

Al otro lado del vestíbulo se abría una perspectiva de vanos, largas filas de arcadas y dinteles a través de los cuales se filtraban franjas de luz pintadas por ventanas invisibles.

—¿Cómo haces para saber por dónde ir? —preguntó Violet, ya en los umbrales de todo ese mundo.

—A veces, en verdad, no lo sé —respondió él—. He comprobado que cada aposento necesitaba más de dos puertas, pero nunca he podido comprobar que ninguno de ellos pudiera arreglarse con sólo tres. —Esperó, no queriendo apremiarla.

—Tal vez —dijo ella— algún día te pondrás a meditar en esas cosas y ya no podrás salir de aquí nunca más.

Palpando las paredes, avanzando lentamente como si estuviera ciega (aunque sólo estaba en verdad maravillada), Violet Zarzales entró en la calabaza que John Bebeagua había preparado para guardarla en ella y que, para deleitarla, había previamente transformado en una carroza de oro.

Cuénteme el Cuento

Esa noche, cuando salió la luna, Violet se despertó en una alcoba espaciosa y extraña, bajo la presión de la luz fría y el sonido de una voz que llamaba su nombre. Durante un rato permaneció tendida en la alta cama, inmóvil, conteniendo la respiración en espera de que el llamado se repitiese; mas no se repitió. Arrojó la colcha de un tirón, bajó de un salto del alto lecho y cruzó la estancia. Cuando abrió la ventana le pareció oír de nuevo su nombre.

¿Violet?

Las fragancias del estío invadieron la alcoba, y una multitud de rumores en medio de los cuales le fue imposible distinguir la voz, si era una voz, que la llamara, si la había llamado. Sacó su capa del baúl que había subido a su aposento, y a prisa, en silencio, salió en puntillas de la habitación. Su camisón blanco se hinchó como una vela en el aire viciado que se precipitaba escaleras arriba hacia la ventana que ella dejara abierta.

—¿Violet?

Pero ahora era la voz de su padre, tal vez dormido, cuando pasó por su cuarto, y ella no contestó.

Le llevó algún tiempo de cautela y sigilo (los pies se le enfriaron en las escaleras y los corredores no alfombrados) dar con la forma de llegar abajo y salir. Y cuando encontró al fin una puerta flanqueada por ventanas que miraban hacia la noche, descubrió que no tenía ni la más vaga idea de hacia dónde se encaminaba. ¿Importaba, acaso?

Era el jardín inmenso, silencioso. Las esfinges la miraban pasar, sus rostros idénticos móviles a la luz acuosa de la luna. Una rana dijo algo desde el estanque de los peces, pero no era su nombre. Cruzó el puente espectral, atravesó una pantalla de álamos erizados como cabezas muertas de miedo. Del otro lado se extendía un campo dividido por una especie de seto, no un seto propiamente dicho, sólo una línea de arbustos y arbolitos susurrantes, y un muro rústico de piedras apiladas. Siguió por ella, sin saber adonde iba, sintiendo (como lo sentiría Fumo Barnable años después) que tal vez ni siquiera había salido de Bosquedelinde, que acaso sólo se había internado por otro corredor ilusorio, allá, puertas afuera de la casa.

Anduvo lo que le pareció un largo trecho. Los animales de los setos, conejos y comadrejas y erizos (¿existían aquí tales criaturas?), no hablaban, pero es que ellos no tienen voz, o no la usan, Violet no estaba segura. Al principio, los pies desnudos se le enfriaron en el rocío, luego se le entumecieron; se levantó la capa hasta la nariz, pese a que la noche era templada, porque la luz de la luna pareció hacerla tiritar.

De pronto, sin saber qué pie había dado el paso ni cuándo, tuvo la sensación de que empezaba a pisar terreno familiar. Miró la cara de la luna y supo por su sonrisa que se hallaba en un paraje en el que nunca había estado pero que conocía, de otra parte, de algún otro lugar. Un poco más lejos, un prado de juncias tupido de follaje y cuajado de flores subía formando un alcor, y en él un roble y un espino crecían juntos, en intrincado abrazo, inseparables. Supo —y sus pies se apresuraron, y su corazón también— que alrededor del alcor habría un sendero, un sendero que conduciría a una casita, allá, bajo la colina.

—¿Violet?

La luz de una lámpara brillaba en la ventana redonda, y en la redonda puerta una cara de bronce sostenía entre los dientes un llamador. Pero cuando ella se acercaba la puerta se abrió: no tuvo que llamar.

—Señora Sotomonte —dijo, entre contenta y enfadada—, ¿por qué no me dijo usted que las cosas iban a ser así?

—Entra, criatura, y a mí no me preguntes; si yo hubiera sabido más de lo que dije, lo habría dicho.

—Yo pensaba… —dijo Violet, y por un momento no pudo hablar, no pudo decir que había pensado que no la volvería a ver, que nunca más volvería a ver a ninguno de ellos, nunca más encontraría una personita titilando en la obscuridad del jardín, nunca más habría una cara diminuta chupando a escondidas el néctar de la madreselva. Las raíces del roble y el espino que formaban la casa de la señora Sotomonte eran visibles a la lumbre de la pequeña lámpara; y cuando Violet alzó los ojos hacia ellos y, para contener el llanto, exhaló un suspiro largo y trémulo, pudo sentir el olor de su crecimiento.

La minúscula y encorvada señora Sotomonte, que era poco más que una cabeza en un pañolón y un par de grandes pies empantuflados, levantó un dedo admonitorio casi tan largo como las agujas que usaba para tejer.

—No me preguntes cómo —dijo.— Pero es así.

Violet se sentó a sus pies; ahora todas las preguntas estaban contestadas o al menos ya no eran importantes. Sólo que…

—Usted hubiera tenido que decirme —dijo, los ojos cuajados de lágrimas de felicidad— que todas las casas en las que voy a vivir son una sola casa.

—Lo son —dijo la señora Sotomonte. Tejía y se hamacaba. La bufanda multicolor crecía rápidamente entre sus agujas—. Tiempo pasado, tiempo por venir —dijo con tranquilidad—. Comoquiera, el Cuento se va contando.

—Cuénteme usted el Cuento —rogó Violet.

—Ah, si pudiera lo contaría.

—¿Es demasiado largo?

—Más largo que ninguno. Mira, hija, yacerás mucho tiempo bajo tierra, tú, y tus hijos, y los hijos de tus hijos, antes de que se haya contado todo este Cuento. —Meneó la cabeza.— Eso es cosa que todo el mundo sabe.

—¿Tiene —preguntó Violet— un final feliz? —Había preguntado antes todo eso; aquéllas no eran preguntas, era un mero canje, como si ella y la señora Sotomonte intercambiaran con cortesía siempre el mismo regalo: expresando cada vez sorpresa y gratitud.

—Bueno, quién puede saberlo —dijo la señora Sotomonte. Hilera por hilera, la bufanda crecía, cada vez más larga—. Es un cuento, nada más. Sólo que hay cuentos cortos y cuentos largos. El tuyo es el más largo que yo conozco. —Algo, no un gato, empezó a desenroscar el gordo ovillo de lana de la señora Sotomonte.— ¡Basta ya, insolente! —dijo ella, y golpeó a la criatura con una aguja de tejer que se sacó de detrás de la oreja. Miró a Violet y meneó la cabeza—. Ni un solo momento de paz en siglos y siglos.

Violet se levantó y ahuecó las manos contra la oreja de la señora Sotomonte. La señora Sotomonte se le acercó, sonriendo, dispuesta a oír secretos.

—¿Estarán escuchando ellos? —musitó Violet.

La señora Sotomonte se llevó los dedos a los labios.

—Creo que no —dijo.

—Entonces, dígame usted una cosa, la verdad —dijo Violet—. ¿Cómo es que está usted aquí?

La señora Sotomonte se irguió, sorprendida.

—¿Yo? —dijo—. ¿Qué quieres decir, criatura? Yo he estado aquí todo el tiempo. Eres tú la que ha estado de aquí para allá. —Recogió sus agujas cuchicheantes.— Usa tu cabeza. —Se reclinó otra vez, y algo que quedó atrapado bajo el pie de la mecedora soltó un chillido; la señora Sotomonte sonrió con malicia—. Ni un solo momento de paz —dijo— en siglos y siglos.

Todas las respuestas

Después de su matrimonio, John Bebeagua empezó a retirarse, o a retraerse, cada vez más de una vida activa en el campo de la arquitectura. Los edificios que le habrían propuesto para construir le parecían a la vez pesados, obtusos y sin vida, y al mismo tiempo efímeros. Sin embargo, seguía en la empresa; lo consultaban sin cesar, y sus ideas y sus exquisitos bocetos iniciales (una vez reducidos a la vulgaridad por sus socios y los equipos de ingenieros de la empresa) continuaban alterando las ciudades del este, pero no constituían ya la obra de su vida.

Otros proyectos lo ocupaban. Diseñó una cama plegadiza asombrosamente ingeniosa, todo un dormitorio, en realidad, disimulado o contenido en una especie de guardarropa o armario, que en un instante —un rápido accionar de abrazaderas y palancas de bronce, un subir y bajar de poleas y contrapesos— se convertía en la cama que hacía del aposento un dormitorio. La idea lo fascinaba: un dormitorio dentro de un dormitorio. Hasta la patentó; pero el único comprador que jamás consiguió fue su socio Ratón, quien (más como un favor) instaló unos cuantos en sus apartamentos urbanos. Y luego fue el Cosmo-Opticón: pasó un año feliz trabajando en él con su amigo el inventor Henry Nube, el único hombre que John Bebeagua conoció capaz de percibir el movimiento de rotación de la tierra sobre su eje y el de traslación alrededor del sol. El Cosmo-Opticón era una representación, en vidrios de colores y hierro forjado, enorme y espantosamente cara, del cielo zodiacal y de su movimiento, así como del movimiento de los planetas. Y se movía: su propietario podía sentarse dentro de él en una butaca de felpa, y cuando las grandes pesas caían y el mecanismo de relojería empezaba a funcionar, la cúpula de cristales multicolores se desplazaba exactamente igual que la bóveda celeste en su movimiento aparente. Una medida de la abstracción de Bebeagua era el que pensara que encontraría entre la gente adinerada un mercado a punto para su extraño juguete.

Y, sin embargo —cosa extraña—, por mucho que se aislara del mundo, por más que derrochara en proyectos semejantes el buen dinero ganado en toda su vida de trabajo, John Bebeagua prosperaba, sus inversiones le rendían rápidos y pingües beneficios, su fortuna no hacía más que acrecentarse.

Protegidos, decía Violet. Tomando el té en la mesa de piedra que había puesto allí para que desde ella pudiera llegarse a ver todo el Parque, John Bebeagua observaba el cielo. John Bebeagua había tratado de sentirse protegido; había tratado de entregarse confiado a esa protección de la que ella parecía tan segura, y de reírse, a su abrigo, de los avatares del mundo. Pero en el fondo de su corazón se sentía desamparado, desnudo a la intemperie, en tierra extraña.

Y en verdad, a medida que envejecía, el tiempo parecía preocuparlo más y más. Coleccionaba almanaques, científicos o no, y estudiaba en el periódico el pronóstico diario del tiempo aunque fuera la adivinación de prestes en los que él no confiaba del todo; sólo esperaba, sin tener una razón para ello, que acertaran cuando interpretaban los augurios como Bueno y se equivocaran cuando dictaminaban Malo. Observaba sobre todo el cielo del verano, podía sentir como un peso sobre la espalda cualquier nube lejana que pudiera velar el sol, o traer otras tras de sí. Cuando unos cúmulos algodonosos e inocentes paseaban por el cielo como corderos blancos, John estaba tranquilo, pero vigilante, las nubes podían de improviso transformarse en tormenta, podían obligarlo a recluirse puertas adentro para escuchar el monótono repique de la lluvia contra los tejados.

(Como parecían estar haciéndolo en ese momento, allá en el oeste, y él no podía detenerlos. Atraían sus ojos, y cada vez que los miraba los veía apilarse más y más arriba. El aire era espeso, palpable. Había pocas esperanzas de que la lluvia y la tormenta no estallasen de un momento a otro. Él no se resignaba.)

En invierno, lloraba con frecuencia; en primavera, se impacientaba hasta la desesperación, hasta la furia cuando encontraba montones de invierno todavía apilados en los rincones de abril. Cuando Violet decía «primavera», aludía a una época de flores, de animalitos recién nacidos: una imagen. Un solo día luminoso en abril, ésa era la idea que ella se hacía, suponía él. O en mayo, más bien, porque había notado que la noción que ella tenía de las cualidades de los meses difería de la suya; los de Violet eran meses ingleses, febreros en los que la nieve se derrite, abriles en los que las flores hacen eclosión, no los meses de esta más rigurosa tierra de exilio. Mayo allá era como junio aquí. Y ninguna experiencia de estos meses americanos podía hacerle cambiar de idea, o inmutarla siquiera, pensaba él algunas veces.

Tal vez esa conspiración de nubes en el horizonte fuera estacionaria, sólo una especie de decorado, como las nubes altas amontonadas en el fondo de los paisajes campestres en los libros de imágenes de su niñez, Pero el aire en torno desmentía esa esperanza: cargado y chispeante por el cambio.

Violet pensaba (¿lo pensaría, realmente? —John pasaba horas desembrollando, con las elaboradas explicaciones del doctor Zarzales como guía, los comentarios crípticos de su esposa, y aun así no estaba seguro—) que allá siempre era primavera. Pero la primavera no es más que una mutación. Todas las estaciones, enhebradas en un collar de días que se sucedían rápidos como cambios de humor. ¿Era eso lo que ella quería decir? ¿O se refería acaso a la primavera ideal, a los pastos tiernos y las hojas jóvenes, al único, inmutable día equinoccial? No hay primavera. A lo mejor no era más que una broma. Habría precedente para ello. A veces tenía la sensación de que todas sus respuestas a las preguntas con que él la acuciaba eran parte de una broma. Primavera es todas las estaciones y ninguna estación. Siempre es primavera Allá. No hay un Allá. Una húmeda ola de desesperación lo poseía: un malhumor borrascoso, él lo sabía, y sin embargo…

No era que la amase menos a medida que envejecía (o más bien a medida que él envejecía y ella crecía), sólo que había perdido aquella primera y loca certeza de que ella lo conduciría a algún lugar, una certeza que tenía porque era indudable que ella, ella sí había estado allá. Él no podía, era evidente, no podía seguirla. Al cabo de un año de amargura, John supo eso. Siguieron años mejores. Él sería el Purchas de sus peregrinaciones: él narraría al mundo los viajes de Violet, esos cuentos inverosímiles, fabulosos, de maravillas que él nunca llegaría a ver. Ella le había insinuado (o él había creído entender) que sin la casa que él había construido el Cuento no podría contarse en su totalidad, como la casa que Jack construyó, primer eslabón de una cadena. Él no comprendía, pero lo aceptaba.

Y ni una sola vez (aun después de años, después de tres hijos, después de quién sabe cuánta agua bajo qué ya ruinosos puentes) dejó de henchírsele de gozo el corazón cuando ella se acercaba de pronto, y poniéndole sobre los hombros las manos menudas le susurraba al oído Vete a la cama, viejo Buco —Buco lo llamaba ella por su impúdica, inagotable virilidad— y él entonces subía las escaleras y la esperaba.

Y ahora, mira por dónde, enmarcadas por la altura vertiginosa de los cúmulos, todas sus posesiones.

Ahí estaban sus hijas Timothea Wilhelmina y Nora Angélica, que volvían de nadar en el lago. Y su hijo (el hijo de ella, el de él) Auberon cruzando el parque con paso cauteloso cámara en mano, como si buscara algo que estampar con ella. Y August, el pequeño que nunca había visto el mar, con un traje marinero. John le había puesto ese nombre por el mes en que el año se sosiega y un día azul sigue a otro día azul, ese mes en el que él cesaba por un tiempo de observar el cielo. Ahora observaba el cielo. Orladas de gris sombra, las nubes blancas se distendían como los párpados tristes de los viejos. Sacudió su periódico, descruzó las piernas y las volvió a cruzar en la otra dirección. Disfruta, disfruta.

Entre otras y más extrañas creencias, su suegro aseguraba que un hombre no puede pensar ni sentir claramente si ve su propia sombra. (Creía también que el mirarse en el espejo inmediatamente antes de acostarse trae sueños malos, o al menos inquietantes.) Siempre se sentaba a la sombra o de cara al sol, como estaba sentado ahora, en el confidente de hierro forjado junto a «La Syringa», con un bastón entre las rodillas para apoyar las manos velludas, y una cadena de oro que le cruzaba el vientre y rutilaba a la luz del sol. August estaba sentado a sus pies escuchando o acaso sólo simulando escuchar con cortesía al anciano, cuya voz le llegaba a Bebeagua como un murmullo, un murmullo entre muchos, las cigarras, la cortadora de césped que Ottolo empujaba describiendo círculos cada vez más amplios, el piano en la sala de música donde Nora hacía escalas, y sus arpegios se desgranaban como lágrimas por una mejilla.

Dijo ella: Ha desaparecido

Lo que más le gustaba a Nora era sentir las teclas bajo los dedos, le gustaba la idea de que fuesen de marfil y de ébano macizos.

—¿De qué están hechas?

—De marfil, de marfil macizo. —Las pulsaba en acordes de seis y de ocho a la vez, ya no ejercitándose en realidad, sólo catando las vibraciones en tanto las yemas de los dedos palpaban la tersura. Su madre ni siquiera notaría que ya no era Delius lo que ella tocaba o intentaba tocar, su madre no tenía oído, ella misma lo decía, aunque Nora alcanzaba a ver ahora la oreja bien formada de Violet, que, sentada allá, frente a la mesa de juego, extendía sus cartas, o las observaba en todo caso. Por un momento sus largos pendientes quedaron inmóviles, hasta que alzó la cabeza para coger otra carta del mazo, y todo se puso en movimiento, los pendientes se sacudieron, se balancearon los collares. Nora bajó deslizándose del pulido taburete y fue a mirar lo que hacía su madre.

—Deberías estar fuera —le dijo Violet sin levantar la vista—. Tú y Timmie Willie tendríais que ir al lago. Hace tanto calor…

Nora no dijo que acababan de volver de allí, porque ya le había dicho eso a su madre, y si antes no lo había entendido, no valía la pena insistir. Se limitó a mirar las cartas que su madre había extendido.

—¿Puedes hacer una casita de naipes? —preguntó.

—Sí —respondió Violet, y siguió mirando. Esa forma que Violet tenía de captar en primer término no el sentido más obvio de lo que se le decía sino otro, un eco interior o el envés de la cosa, era algo que confundía y frustraba a Bebeagua, quien no cesaba de buscar una verdad en las sibilinas respuestas de su esposa a las preguntas más ordinarias: una verdad que, él estaba seguro, Violet conocía, pero no sabía muy bien cómo enunciar.

Con la ayuda de su suegro, Bebeagua había llenado volúmenes y volúmenes de tales indagaciones. Sus hijos, en cambio, casi ni lo advertían. Nora se quedó todavía un momento, trasladando de uno a otro pie el peso de su cuerpo, en espera de la estructura prometida, y como ésta no apareció, la dio por olvidada. En la repisa de la chimenea, el reloj de carillón dio la hora.

—Oh. —Violet alzó los ojos.— Ya han de haber tomado el té. —Se restregó las mejillas como si acabara de despertarse.— ¿Por qué tú no has dicho nada? Vamos a ver qué es lo que ha quedado.

Tomó a Nora de la mano y fueron juntas hasta la puerta-ventana que daba a los terrenos del jardín. Al pasar por la mesa Violet cogió un sombrero de ala ancha, pero al ponérselo se detuvo, y se quedó mirando la bruma, allá en el jardín.

—¿Qué es eso que hay en el aire? —preguntó.

—Electricidad —dijo Nora, ya cruzando el patio—. Eso es lo que Auberon dice. —Entornó los ojos.— Puedo verla cuando hago esto, onditas rojas y azules. Significa tormenta.

Violet asintió, y lentamente, como si se desplazara a través de un elemento extraño, desconocido para ella, se encaminó, cruzando el parque, hacia la mesa de piedra desde donde su marido la llamaba con la mano. Auberon acababa de tomar una foto del Abuelo y el pequeño, y ahora apuntaba el aparato hacia la mesa, intentando enfocar a su madre. Auberon practicaba la fotografía con solemnidad, como una obligación, no como un placer. Violet sintió de pronto cuánto lo compadecía. ¡Este aire!

Se sentó y John le sirvió el té. Auberon instaló su cámara delante de ellos. La nube grande había derrotado al sol, y John levantó la cabeza y la miró, resentido.

—¡Oh! ¡Mirad! —dijo Nora.

—¡Mirad! —dijo Violet.

Auberon abrió el ojo de su cámara y lo volvió a cerrar.

—Ha desaparecido —dijo Nora.

—Ha desaparecido —dijo Violet.

La vanguardia del frente ocluido se lanzó en invisible algarada a través del parque, y alborotó cabelleras y sacudió hojas y solapas mostrando de las cosas el pálido envés. Y penetró en la casa y cogió al vuelo un naipe de la mesa de juego y pasó, vertiginosas en el atril del piano, las páginas de los ejercicios para los cincos dedos.

Y zarandeó las borlas de los tapetes colgados en los sofás y golpeó contra los ventanales los galones de los cortinados. Y la cuña fría que venía detrás subió y se abrió paso por el primer piso y el segundo y de allí se elevó a miles de metros a través del aire, hasta donde el hacedor de la lluvia modelaba ya los primeros goterones para arrojarlos sobre ellos.

—Ha desaparecido —dijo August.

Capítulo 4

Atrapado en un cepo de flores, caigo sobre la hierba

Marvell

En la mañana de un día de pleno verano Fumo se puso, para la boda, el traje blanco de lino o alpaca ya amarillento que en un tiempo, aseguraba su padre, había pertenecido a Harry Truman (allí, en el bolsillo secreto estaban las iniciales: HST); sólo cuando empezó a pensar en él como el traje (viejo, no nuevo) que podría llevar para su boda se le ocurrió que aquellas iniciales bien podían, después de todo, ser las de algún otro, y que su padre, tras de haber persistido en la broma a lo largo de toda su vida, la había perpetuado incluso, sin una sonrisa, hasta el más allá. Una sensación que a Fumo no le era desconocida. Hasta se había preguntado si su educación no sería una jugarreta póstuma de la misma especie (¿una venganza por la traición de su madre?), y si bien Fumo sabía aceptar una broma, no podía menos que sentirse un poco desconcertado mientras boxeaba con su imagen en el espejo del baño, y deseaba que su padre le hubiera dado algunos consejos de hombre a hombre acerca de cosas tales como las bodas y el matrimonio. Barnable había aborrecido las bodas, los funerales y los bautizos, y siempre que alguno de estos acontecimientos parecía inminente, empacaba calcetines, libros, perros e hijo y partía de viaje. Fumo había ido a la fiesta de bodas de Franz Ratón y bailado con la recién casada de ojos soñadores, quien le había hecho una proposición sorprendente; pero aquélla había sido, a fin de cuentas, una boda a lo Ratón, y ya la pareja se había separado. Sabía que tenía que haber un Anillo, y se palmeó el bolsillo en el que recordaba haberlo guardado; suponía que tenía que haber un Padrino, pero cuando le escribió a Llana Alice al respecto, ella le había contestado que ellos no creían en esas cosas; y en cuanto al Ensayo, cuando Fumo lo mencionó, ella había dicho: «¿No preferirías que fuese una sorpresa?». De lo único que estaba seguro era de que no debía ver a su prometida hasta que fuera llevada al altar (¿qué altar?) por su padre. Por esa razón no quiso verla y no miró en la dirección en que creía (y se equivocaba) que estaba el cuarto de Alice cuando fue al excusado. Sus zapatos, los mismos de la caminata, asomaban, pesados y nada festivos por cierto, de los bajos de sus pantalones blancos.

Un traje de Truman

Le habían dicho que la boda se iba a celebrar «en la finca» y que la tía abuela Nube, por ser la más anciana de la casa, lo conduciría al lugar, una capilla, sugirió Fumo, y ella, con su habitual aire de sorpresa, había dicho que sí, ella suponía que eso era, justamente. Y a ella fue a quien Fumo encontró esperándolo, en lo alto de la escalera, cuando emergió al fin, con timidez, del cuarto de baño. Qué presencia tan reconfortante la suya, ampulosa y serena, con un vestido de verano y un ramillete de violetas tardías en el pecho y un bastón en la mano. Al igual que él calzaba, con aire melancólico, un par de zapatos duros.

—Muy, pero que muy bien —dijo ella al verlo, como quien ve realizada una esperanza; lo hizo ponerse a una brazada de distancia para inspeccionarlo a través de unas gafas azuladas, y luego le ofreció su brazo.

El Pabellón de Verano

—Pienso a menudo en la paciencia de los jardineros-paisajistas —dijo Nube cuando, a través de las juncias que les llegaban hasta las rodillas, cruzaban lo que ella llamaba el Parque—. Algunos de estos árboles inmensos mi padre los plantó, de retoños, imaginando tan sólo el aspecto del conjunto, sabiendo que él no viviría para verlo. A esa haya, yo de niña casi podía rodearle el tronco con los brazos. Hay modas, ¿sabes?, en la jardinería ornamental, modas inmensamente largas, y es que los paisajes tardan tanto en crecer… Los rododendros… yo los llamaba ro-de-don-dos, de pequeñita, cuando ayudé a los italianos a plantar éstos. La moda pasó. Tan difícil que es mantenerlos a raya. Sin italianos que hagan el trabajo, se han convertido en una verdadera maraña… auch… cuidado con los ojos.

»La idea general se conserva, ¿ves? Desde donde está ahora el jardín tapiado, en otros tiempos mirabas en esta dirección y veías Panoramas; los árboles eran variados, elegidos por su… oh, pintoresquismo, parecían dignatarios extranjeros discutiendo entre ellos algún asunto de embajadas, y ahí en medio los vergeles bien recortados, ¿sabes?, y los parterres de flores y las fuentes. Te imaginabas que en cualquier momento verías aparecer una partida de caza, caballeros y damas de la nobleza con los halcones posados en las muñecas. ¡Y míralo ahora! Cuarenta años que no se lo cuida como se debe. Todavía puede verse el diseño, el aspecto que debió tener, pero es como leer una carta, una carta de hace mucho tiempo que ha quedado a la intemperie bajo la lluvia y las palabras se han emborronado todas. Me pregunto si él sufrirá por esto. Era un hombre ordenado. ¿Ves? La estatua es «La Syringa». ¿Cuánto tardarán en derribarla las enredaderas, o los topos en minarla? Bueno. Él comprendería. Existen razones. Uno no quiere perturbar la paz de aquellos a quienes les gusta tal como está.

—Topos y demás.

—La estatua no es más que mármol.

—Se podría quizá… auch… levantar un poco estos espinos.

Nube lo miró como si, de improviso, Fumo la hubiese abofeteado. Carraspeó y se palmeó suavemente la clavícula.

—Éste es el camino de Auberon —dijo—. Va hasta el Pabellón de Verano. No es el más directo, pero Auberon debería conocerte.

—Ah, ¿sí?

El Pabellón de Verano consistía en dos torres redondas de ladrillo rojo y achatadas como dedos gordos, unidas por un pie almenado. ¿Se había pretendido que pareciera ruinoso o era realmente una ruina? Las ventanas, con visillos de colores vivos, eran desproporcionadas, grandes y abovedadas.

—En un tiempo —dijo Nube— desde la casa podía verse este paraje. Lo consideraban muy romántico en las noches de luna… Auberon es hijo de mi madre, no de mi padre… o sea, es mi medio hermano. Algunos años mayor que yo. Ha sido nuestro maestro durante muchos años, aunque ahora no anda bien, no sale mucho del Pabellón desde hace… ¿un año? Es una lástima… ¿Auberon?

Más cerca ya, Fumo vio algunos indicios de que el lugar estaba habitado: un retrete, una huerta bien cuidada, un cobertizo de donde asomaba una cortadora de césped lista para rodar. Había una puerta-mosquitera, romboidal de vieja, en la entrada, bajo el dintel almenado, y escalones de tablas vencidas, y una silla tijera de lona rayada al sol, cerca de la pila de los pájaros, y sentado en la silla un viejecito que al oír su nombre se puso en pie de un salto o al menos se levantó agitado —los tirantes que usaba parecían encorvarlo— y echó a andar en dirección a su casa, pero era lento, y ya Nube estaba lo bastante cerca para detenerlo.

—Aquí está Fumo Barnable, que hoy se casa con Llana Alice. Por lo menos ven a saludar. —Meneó la cabeza para que Fumo viera hasta qué punto se ponía a prueba su paciencia, y tomándolo por el codo entró con él al patio.

Auberon, atrapado, dio media vuelta al llegar a la puerta y con una sonrisa afable le tendió la mano.

—Vaya, bienvenido, bienvenido, humm. —Tenía esa risita abstraída de los viejos que miran, preocupados, hacia dentro, vigilando aquellos órganos que no funcionan bien. Le tendió la mano a Fumo, y antes casi de que las palmas se tocaran se dejó caer de nuevo con alivio en la silla tijera, mientras le señalaba a Fumo una banqueta. ¿A qué podía deberse que allí, en ese patio, Fumo percibiera una especie de alteración de la luz solar? Nube se había sentado en una silla al lado de su hermano, y éste había puesto sobre la de ella una mano cubierta de vello blanco.

—Bueno, ¿qué ha ocurrido? —dijo Nora, indulgente.

—No hace falta hablar —dijo Auberon por lo bajo—, no delante de…

—Miembro de la familia —dijo Nube—. A partir de hoy.

Auberon, cuya garganta no había cesado de cloquear, en silencio miró a Fumo. ¡Desprotegido! Así era como se sentía Fumo. Al poner el pie en ese patio habían perdido algo que tenían mientras caminaban por el bosque; habían salido de ese algo.

—Fácil de averiguar —dijo Auberon, dándose un golpecito en la descarnada rodilla; y poniéndose de pie, retrocedió hacia la casa, frotándose los dedos.

—No es fácil —dijo Nube, sin dirigirse a nadie, mirando al cielo impasible. Había perdido una parte de su calma. Contempló la bañera gris de los pájaros, sostenida por varias figuras talladas, gnomos o elfos, de pacientes rostros barbados, como sorprendidos en el acto de escapar llevándose la pila. Nube suspiró. Echó una ojeada a un relojito de oro que llevaba prendido en el vestido a la altura del pecho: un reloj con un par de alitas diminutas y ondulantes. El tiempo vuela. Miró a Fumo y le sonrió como si se disculpara.

—Bien, ajajá —dijo Auberon, saliendo de la casa con una cámara enorme de patas largas, envuelta en un lienzo negro.

—Oh, Auberon —dijo Nube, no impaciente pero como si todo eso fuera innecesario o al menos un entusiasmo que ella no compartía; pero él ya estaba plantando en la tierra al lado de Fumo los afilados dedos de los pies del instrumento y ajustándole las tibias, e inclinaba ahora sobre Fumo la cara color caoba del aparato.

Durante años, esa última foto tomada por Auberon quedó encima de una mesa en el Pabellón de Verano, junto a la lupa de Auberon; en ella podía verse a Fumo con su traje de Truman que resplandecía a la luz del sol, fuego en el pelo, y una mitad de la cara cegada por el sol y velada. También estaban en ella el codo de Nube con su hoyuelo, y el pendiente en su oreja. Y la pila de los pájaros. La pila de los pájaros: ¿sería posible que una de esas caras largas de saponita no hubiese estado allí antes, que hubiera ahora un brazo de más sosteniendo la pila enguirnaldada? Auberon no completó el estudio, no llegó a ninguna conclusión; y, cuando años más tarde un hijo de Fumo sopló el polvo que cubría la vetusta imagen, y retomó el trabajo que Auberon abandonara, tampoco pudo probar nada; un papel plateado ennegrecido por el sol de un verano de muchos años atrás.

Bosques y Lagos

Más allá del Pabellón de Verano descendieron por una senda cóncava que pronto desapareció, engullida en la maraña húmeda de lluvia de un boscaje soñoliento. Parecía uno de esos bosques que crecen y se enmarañan para esconder a una bella durmiente hasta que se hayan cumplido sus cien años. No habían andado mucho por él, cuando oyeron un susurro cercano, o un crujido, y un hombre apareció delante de ellos en el sendero, tan de improviso que Fumo se sobresaltó.

—Buenos días, Rudy —dijo Nube—. Este es el novio, Fumo. Rudy Torrente. —El sombrero de Rudy, abollado y ahuecado, daba la impresión de que hubieran estado peleando con él a puñetazo limpio; el ala levantada confería a su rostro barbudo un aire afable. De su chaqueta verde abierta emergía una panza enorme que ponía tensa la camisa blanca que llevaba.

—¿Dónde está Rory? —preguntó Nube.

—De paseo. —Le sonrió a Fumo, como si compartiese con él una broma secreta. Rory Torrente, su minúscula esposa, apareció tan de improviso como él, junto con una joven corpulenta de abultados pantalones téjanos, y un bebé corpulento en los brazos que daba puñetazos en el aire.

—Betsy Pájaro —dijo Nube— y Robin. Y mira, aquí están Phil Zorros y dos primos míos, Irv y Walter, Piedra los dos. Nube por parte de madre. —Otros iban llegando, desde la derecha y la izquierda; el sendero era angosto y los invitados a la boda caminaban por él de dos en dos, retrocediendo o avanzando para darle a Fumo un manotón y su bendición.— Charles Viñas —dijo Nube—. Hannah Mediodía. ¿Dónde están los Lagos? ¿Y los Bosques?

El sendero desembocaba en el declive de un gran claro, en la margen de un lago obscuro e inmóvil que circundaba, como el foso de un castillo, una isla poblada de árboles añosos. Había hojas flotando en la superficie, y las ramas huían de sus pies, que chapoteaban ya entre las charcas de la orilla.

—No cabe duda —dijo Fumo recordando el folleto—, es una propiedad inmensa.

—Y cuanto más te internas en ella, más grande es —dijo Hannah Mediodía—. ¿Te han presentado a mi niño, Sonny?

Desde la otra orilla del lago, trazando sobre las aguas una estela de ondas empavonadas, venía una barca. La proa esculpida figuraba un cisne, pero era ahora un cisne gris y ciego, como el cisne obscuro en el lago obscuro de la leyenda nórdica. Atracó en la orilla con el hueco matraqueo de los remos contra los toletes, y Fumo se sintió empujado a bordo junto con Nube, que aún seguía explicando quién era quién entre los risueños convidados a la boda.

—Hannah es una parienta lejana —dijo—. Su abuelo era un Mata y la hermana de su abuelo se casó con uno de los tíos de la señora Bebeagua, un Llanos… —Notó que Fumo, pese a que su cabeza asentía, no la estaba escuchando. Sonrió y puso su mano sobre la de él. La isla lacustre, a la sombra de los árboles, parecía hecha de cristal de un verde cambiante; los árboles que crecían en las barrancas eran mirtos. En el centro de la isla se alzaba un cenador levemente abovedado, con columnas esbeltas como brazos, adornadas con guirnaldas de follaje verde. Allí, una joven alta vestida de blanco esperaba de pie, en medio de otras gentes, con un ramillete de novia en la mano.

Numerosas manos los saludaron y les ayudaron a saltar a tierra desde el cisne, que había empezado a hacer agua. En la isla había grupos de personas sentadas abriendo cestas de picnic, haciendo callar a los niños gritones; pocos parecieron parar mientes en la llegada de Fumo.

—Mira a quién tenemos aquí, Nube —dijo un hombre esmirriado y sin barbilla que a Fumo le recordó a los poetas que tan poco simpáticos le caían al folleto—. Tenemos con nosotros al doctor Word. ¿Dónde se ha metido ahora? ¡Doctor! ¿Quiere otro poco de champán? —El doctor Word, en un ceñido traje negro, tenía en la cara mal rasurada una expresión de terror irracional; la copa le temblaba en la mano y el dorado brebaje burbujeaba.

—Gusto de verlo, doctor —dijo Nube—. No creo que podamos prometer ningún prodigio. Oh, pero tranquilícese usted, hombre. —El doctor Word había intentado hablar, se había atorado, farfullaba.— Que alguien le palmee la espalda. No es nuestro pastor —le explicó Nube a Fumo confidencialmente—. Vienen de afuera y suelen ponerse muy nerviosos. Un verdadero milagro que puedan celebrarse bodas, o funerales. Aquí tienes a Sarah Rosa y los pequeños Rosa. Hola, ¿qué tal? ¿Listo? —Cogió el brazo de Fumo, y cuando echaron a andar por el sendero de lajas hacia el cenador, un armonio empezó a tocar, como una vocecita quejumbrosa, una música que Fumo no conocía, pero que parecía despertar en él súbitas añoranzas. Al oírla, los invitados se congregaron, hablando en voz baja; y cuando Fumo llegó a los primeros y gastados peldaños del cenador, el doctor Word, que había llegado al mismo tiempo, miraba de reojo en derredor mientras buscaba a tientas un libro en su bolsillo. Fumo vio a Mamá y al doctor Bebeagua y a Sophie con sus flores detrás de Llana Alice con las suyas; Alice lo observaba seria y serena, como si fuese alguien a quien ella no conociera. Lo pusieron al lado de ella y él intentó primero meter las manos en los bolsillos, luego las entrelazó detrás de la espalda, y por fin al frente. El doctor Word pasó rápidamente las páginas de su libro y empezó a hablar a gran velocidad, y sus palabras, disparadas a través de los vapores del champán, los temblores y la incesante melodía del armonio, sonaron poco menos así: «¿Quieres tú, Barble, a esta Alice Llana por legítima fosa y prometes ser de hiél con aguas frías y cadenas en la orfandad de la salud con petulancia y con pereza y así ajarla y relajarla todos los días de tu vida y hasta que la muerte os separe?».

—Sí, quiero —dijo Fumo.

—Yo también quiero —dijo Llana Alice.

—Ajillo —exclamó el doctor Word—. Y ahora os remato marido y mujer.

A tocar narices

Había un juego que Alice solía jugar con Sophie en los largos corredores de Bosquedelinde: ella y Sophie se situaban lo más lejos posible una de otra pero de manera que pudieran verse. Entonces empezaban a caminar lentamente la una hacia la otra, mirándose a la cara. Así seguían avanzando, siempre al mismo ritmo lento, serias, o tratando de no tentarse de risa, hasta que sus narices se tocaban. Eso era lo que le había sucedido con Fumo, sólo que él había venido de muy lejos, de demasiado lejos para que pudieran verse, ya que había venido de la Ciudad… no, de más lejos, de un lugar en el que ella no había estado nunca, de muy lejos, caminando hacia ella. Cuando la barca-cisne lo recogió, a la orilla del lago, ella lo habría podido cubrir con la uña de su pulgar, si hubiera querido; después, la barca se fue acercando, con Phil Flores en los remos, y entonces pudo ver la cara de Fumo, ver que de verdad era él. Al llegar a la orilla desapareció por un momento, y justo entonces hubo en torno un murmullo de expectación y simpatía, y él volvió a aparecer del brazo de Nube, ya mucho más grande, las nuevas arrugas visibles en sus rodillas, las manos fuertes, recias, que a ella tanto le gustaban. Más grande. Un ramillete de violetas en el ojal de la solapa. Vio cómo él estiraba el cuello, y en ese momento comenzó la Música. Cuando él llegó a la escalinata del cenador, ella ya no podía abarcar sus pies si lo miraba resueltamente a la cara, y lo miró a la cara, y por un instante todo se volvió obscuro y borroso alrededor de esa cara que, como una pálida luna sonriente, entraba en órbita con la suya. Fumo subió los escalones y se detuvo a su lado. Las narices no se tocaron. Eso vendría con el tiempo. Quizá, pensó ella, tardaría años, o acaso nunca sucediera, ya que al fin y al cabo el suyo era un casamiento Convenido, aunque eso ella no se lo había explicado nunca a él, ni nunca se lo diría, ni tampoco tendría ya necesidad de hacerlo porque, tal como las cartas lo habían prometido, ella lo habría elegido a él de todos modos, aun cuando las cartas no lo eligieran, aun cuando quienes le prometieran alguien como él pensaran que ya no era necesario, o que no era él el señalado. Para tenerlo, ella estaba dispuesta a enfrentarse con ellos. ¡Y no habían sido ellos acaso los primeros en considerar necesario que saliera en su busca! Ahora deseaba con toda su alma seguir encontrándolo, rodearlo con sus brazos y buscar; pero ya el estúpido del pastor había empezado a farfullar; estaba furiosa con sus padres, que habían considerado necesaria aquella ceremonia, por el bien de Fumo, según ellos, pero ¿quién conocía a Fumo mejor que ella? Trató de escuchar lo que decía el hombre, mientras pensaba cuánto más divertido hubiera sido casarse jugando a tocar narices: que los dos, desde una gran distancia, se pusieran en camino al mismo tiempo, hasta que, como en los viejos corredores de la casona, mientras por el rabillo del ojo veía deslizarse, siempre cambiantes, las paredes y los cuadros, sólo la cara de Sophie permanecía constante, crecía, los ojos se agrandaban, las pecas se dilataban: un planeta, y luego una luna y en seguida un sol, y después nada, nada visible excepto ya a último momento un mapa topográfico, los ojos inmensos empezando a bizquear un instante apenas, y ya las dos narices, precipitándose una contra otra, colisionaban sin hacer ningún ruido.

Islas Felices

—Un poco irreal —dijo Fumo. Había algunas manchas de hierba en el traje de Truman, y mientras Mamá ponía en la cesta las sobras de la merienda, las observaba con aire preocupado.

—No se las podrás quitar —dijo. Fumo bebía champán, lo cual hacía aceptable, al parecer normal, incluso necesaria la irrealidad. Pacífico y feliz, flotaba en una bruma como la de aquel largo atardecer. Mamá cerró la canasta y en ese momento vio un plato que la miraba con aire socarrón desde la hierba; cuando terminó de rehacer el trabajo, Fumo, con una sensación de deja vu, le señaló un tenedor que ella no había visto. Llana Alice enlazó su brazo al de él. Ya habían recorrido varias veces la isla, viendo a parientes y amigos, siempre muy agasajados. Muchos decían «gracias» cuando Alice les presentaba a Fumo, y también daban las gracias cuando le entregaban sus regalos de boda. Fumo, después de la tercera copa de champán, empezó a preguntarse si esa forma de trastocar el sentido de las cosas (Nube lo hacía constantemente) no debería ser examinada caso por caso, por así decir, si no sería algo así como…, bueno…, una forma general de… Ella apoyó la cabeza en la hombrera del traje de Truman, y así se sostuvieron uno a otro, extenuados de tanto saludar.

—Simpáticos —dijo él sin dirigirse a nadie—. ¿Cómo se dice cuando algo es puertas afuera?

—¿Al fresco?

—¿Se dice así?

—Creo que sí.

—¿Eres feliz?

—Creo que sí.

—Yo sí lo soy.

Cuando se había casado Franz Ratón, él y su novia (cómo era que se llamaba) habían ido juntos a uno de esos estudios fotográficos con escaparates al frente, y allí el fotógrafo, además de la formal foto de los desposados, había hecho algunas tomas chuscas, con trastos de su propia utilería: una bola con su cadena que sujetó a la pierna de Franz, y un palote de amasar que la recién casada debía blandir por encima de la cabeza de su marido. Fumo comprobó que eso era todo cuanto sabía acerca de la vida de casado y soltó una carcajada.

—¿Qué? —inquirió Alice.

—¿Tienes un palote de amasar?

—¿Para amasar pasteles, quieres decir? Supongo que Mamá tiene uno.

—Entonces todo está en orden. —Ahora estaba tentado, y las burbujas de la risa brotaban de una región de su diafragma como las que estallaban en un punto invisible de su copa. Alice se contagió. Mamá de pie, con los brazos en jarras, los miraba meneando la cabeza. El armonio (o lo que fuera) empezó otra vez, y todos quedaron en silencio, como si se hubiera posado sobre ellos una mano fría, o una voz hubiera de pronto comenzado a hablar de una antigua tristeza; Fumo no había oído nunca una música como ésa, que parecía atraparlo, o más bien él a ella, como si él fuera un dibujo apenas esbozado a lo largo de la seda de la melodía. Era un Recessional [1], pensó, un último himno, aunque ignoraba de dónde conocía esa palabra; pero era un himno, no para despedirlos a él y a Alice, sino a los invitados. Mamá, en el momentáneo silencio que reinó en toda la isla, exhaló un profundo suspiro, recogió su cesta, y con un ademán le indicó a Fumo que no se levantara cuando él, con visible desgana, amagó ponerse en pie para ayudarla. Los besó a los dos y echó a andar, sonriendo. Ya otros en la isla se encaminaban hacia el agua; hubo risas y algún grito lejano. Fumo divisó en la orilla a la bonita Sarah Rosa, a quien ayudaban a subir a bordo de la barca-cisne, y a otros que esperaban turno para embarcar, partir, algunos con copas todavía en la mano, y alguien con una guitarra en bandolera. Rudy Torrente esgrimía una botella verde. La música y el atardecer ponían una nota de melancolía en aquella alegre despedida, como si abandonaran las Islas Felices por un lugar menos feliz, sin sentir la pérdida hasta el momento mismo de la partida.

Fumo, cuya copa semivacía se tambaleaba en un ángulo borracho sobre la hierba, se sentía hecho de música de la cabeza a los pies; se dio vuelta para apoyar la cabeza en el regazo de Llana Alice y al volverse divisó en la orilla a la tía abuela Nube conversando con dos personas que le parecía conocer, aunque por un momento no pudo identificar, si bien le causó una inmensa sorpresa el verlas allí. De pronto, el hombre estiró la boca como un pez para exhalar el humo de la pipa, y ayudó a su mujer a subir a un bote de remos.

Marge y Jeff Junípero.

Miró el rostro plácido y confiado de Llana Alice, y se preguntó por qué cuanto más se ahondaban aquellos misterios cotidianos, menos inclinado se sentía él a ahondarlos.

—Las cosas que nos hacen felices —sentenció— nos hacen sabios.

Ella sonrió y asintió, como diciendo: sí, esas viejas verdades son en verdad muy verdaderas.

Una vida protegida

Sophie se separó de sus padres cuando éstos, cogidos del brazo, cruzaban el bosque comentando en voz baja los sucesos del día, como es natural que lo hagan aquellos padres cuyo hijo primogénito acaba de casarse. Siguió por un desvío que sólo ella conocía, y que al principio se alejaba, incierto, del camino que tomaran para venir, pero que luego volvía a unirse a él. La noche empezaba a caer, aunque más que caer parecía subir desde la tierra, ennegreciendo ya el tupido terciopelo del envés de los helechos. Sophie vio huir de sus manos, poco a poco, la luz del día; se las veía cada vez más borrosas, y primero la luz, luego la vida abandonaron el ramo de flores que, sin saber por qué, todavía llevaba consigo. Durante un trecho, sin embargo, sintió que su cabeza emergía aún de aquella lobreguez que subía del suelo, hasta que el sendero delante de ella se convirtió en un pozo de obscuridad, y cuando aspiró el aire fresco de la noche se sintió sumergida. Después, la noche trepó hasta los pájaros, hasta las ramas en que estaban posados, y cuando uno a uno los hubo llamado a sosiego, y aquietado la furiosa batalla de las manos, sólo quedó un silencio susurrante volando en el aire. El cielo era aún tan azul como en pleno mediodía, pero a los pies de Sophie el sendero estaba tan obscuro que tropezó, y la primera luciérnaga acudió a cumplir su cometido. Se quitó los zapatos (doblando la rodilla hasta la mitad de un paso y alargando el brazo por detrás para sacarse el primero, y dando luego un saltito para quitarse el otro) y los dejó encima de una piedra; esperaba, aunque sin que ello la preocupara demasiado, que el rocío no estropearía el raso.

Ella no quería apresurarse, pero el corazón, pese a todo, y contra su voluntad, le latía de prisa. Las zarzas le imploraban a su vestido de encaje que no las abandonara, y Sophie pensó en sacárselo también, pero no lo hizo. El bosque, mirado en sentido longitudinal, en la dirección en que ella avanzaba, era un túnel de suave obscuridad, una perspectiva de luciérnagas; pero cuando miraba hacia los lados, donde la arboleda era menos frondosa, podía ver un horizonte lapidario de un azul trocado en verde, mancillado por el pálido celaje de unas nubes. También divisó, inesperadamente (siempre era inesperado), la cúpula o las cúpulas de la casa en la lejanía, y alejándose cada vez más: ésa era la impresión que se tenía a medida que la niebla que flotaba en el aire se volvía más densa. Ahora, con la sensación de una especie de risa que le oprimía la garganta, avanzaba más lentamente por el túnel de la noche.

Cuando se iba acercando a la isla, empezó a sentirse Comoquiera acompañada, y aunque aquello no era del todo inesperado, la hizo erizarse, sensibilizada, como si tuviera un pelaje, un pelaje de animal que, a fuerza de frotarlo, se hubiese puesto a crepitar, electrizado.

La isla no era una verdadera isla, o no lo era del todo; tenía la forma de una lágrima, y la larga cola de la lágrima se extendía hasta el río que alimentaba el lago. Al llegar allí, a ese paraje en el que el río, en la porción más angosta de su cauce, abrazaba la cola de la lágrima para henchir y rizar las aguas del lago, encontró enseguida un sendero para continuar avanzando de piedra en piedra, esas piedras que, bañadas por el río, se cubrían de cojines sedosos en los que hubiera podido refrescar la acalorada mejilla.

Por fin llegó a la isla, al pie del cenador que se alzaba allí, en el centro, mirando absorto hacia el otro lado.

Sí, allí alrededor estaban ellos, y eran muchos ahora, con qué propósito, no pudo por menos que pensar, el mismo que la traía a ella: saber, sencillamente, o ver, o estar seguros. Sin embargo, las razones de ellos debían de ser diferentes. Ella no tenía ninguna razón que pudiera nombrar, y tal vez tampoco las de ellos tuvieran nombre, aunque le parecía escuchar —sin duda los rumores del río, nada más, y los de la sangre que le latía con violencia en los oídos— una multitud de voces que hablaban pero no decían nada. Con cautela, en profundo silencio, contorneó el cenador, oyendo una voz, una voz humana, la de Alice, sólo la voz, no lo que ella decía; y unas risas, y de pronto creyó adivinar lo que su hermana estaría diciendo. ¿Por qué había venido? Empezaba ya a sentir en su corazón la obscura, la ciega y horrenda presión de un muro pesadísimo que subía y subía; pero siguió andando, y cuando llegó a un paraje más alto resguardado por arbustos lustrosos y a un banco de piedra fría, se detuvo, y con extremado sigilo se encaramó en él, de rodillas.

La postrera luz verde del ocaso se extinguió. Y el cenador, como si hubiera estado al acecho, aguardándola, vio a la luna gibosa trepar sobre los árboles y bañar de luz el agua acresponada, los pilares, y a la pareja acostada allí en el suelo, entre los cojines.

Llana Alice había colgado su vestido blanco en las ramas de un arbusto, y de vez en cuando una manga o el ruedo de la falda se sacudían agitados por la brisa que empezara a soplar al anochecer; mirando por el rabillo del ojo, Fumo podía suponer que había alguien más allí, en los alrededores del cenador. Estaban aquellas luces, entonces: un cielo crepuscular, las luciérnagas, los capullos fosforescentes que, más que brillar por reflejo, parecían titilar con una tenue luz propia. Y a esa luz, más que ver, Fumo sentía sobre los cojines la larga geografía de su amada.

—En realidad, yo soy muy inocente —dijo—. En muchos sentidos.

—¡Inocente! —replicó ella con fingida sorpresa (fingida, ya que, por supuesto, si por algo estaba él ahora allí, y ella con él, era por esa inocencia)—. No te comportas como alguien inocente. —Rió, y él también se echó a reír; eran las risas que Sophie había oído.— Desfachatado.

—Sí, también eso. La misma cosa, creo yo. Nadie me dijo nunca de qué cosas debía avergonzarme. A tener miedo… eso nadie tiene que enseñártelo. Pero lo he superado. —Contigo, hubiera podido añadir.— He tenido una vida protegida.

—Yo también.

Fumo pensó que su vida no había sido para nada protegida, no cuando Llana Alice podía decir lo mismo de la suya. Si la de ella fue protegida, la de él, entonces, había sido el desamparo, y eso fue lo que sintió.

—Es que yo no tuve infancia. No como la que tuviste tú. En cierto sentido, yo nunca fui un niño. Quiero decir que he sido un crío, eso sí, por supuesto, pero un niño, nunca.

—Bueno —dijo ella—. Ahora puedes tener mi infancia. Si la quieres.

—Gracias —dijo él; y claro que la quería, toda entera, sin que se le escapara un solo segundo—. Gracias.

La Luna subió, y a su claridad repentina, Fumo la vio levantarse, estirarse como después de un esfuerzo, e ir a apoyarse contra una columna, mientras se acariciaba con aire ausente, y a través de la obscura fronda de los árboles miraba en dirección al lago. Sus largos músculos parecían plateados y etéreos (pero no eran etéreos, oh, no: si él temblaba aún ligeramente a causa de la presión de aquellos músculos). El brazo alzado a lo largo de la columna le levantaba el pecho y el omóplato. Con una de sus largas piernas rígida y tensa soportando todo el peso del cuerpo, y la otra flexionada, las redondeces gemelas de sus nalgas estaban en reposo, perfectamente equilibradas, como un teorema. Todo esto lo registraba Fumo con una asombrosa precisión, no simplemente como cosas que sus sentidos percibían, sino como una meta que se proponían perseguir sin cesar.

—Mi primer recuerdo —dijo ella, como un anticipo a cuenta del regalo que acababa de ofrecerle, o pensando en otra cosa, tal vez (pero él de todos modos lo aceptó)—, mi primer recuerdo es una cara en la ventana de mi cuarto. Era de noche, en verano. La ventana estaba abierta. Una cara amarilla, redonda y brillante. Con una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos, ¿cómo te diré?, penetrantes. Y me miraba con muchísimo interés. Yo me reía, recuerdo, porque era siniestra pero estaba sonriente, y me hacía reír. Después, las manos aparecieron sobre el alféizar, y me pareció que la cara, el dueño de la cara quiero decir, estaba entrando por la ventana. Sin embargo, yo no estaba asustada, oía risas y yo también me reía. En ese momento entró mi padre en la habitación, y yo me di vuelta, y cuando miré de nuevo ya no estaba allí la cara. Después, cuando lo comenté con Papá, él dijo que la cara era la luna en la ventana, y las manos en el alféizar, los visillos agitados por la brisa; y que cuando volví a mirar, una nube había tapado la luna.

—Probablemente.

—Eso fue lo que él vio.

—Quiero decir que probablemente…

—¿Qué infancia, la de quién —dijo ella volviéndose hacia él, los cabellos en llamas a la luz de la luna, el rostro mate y azul y por un segundo aterradoramente otro, no el suyo— es la que quieres tener?

—Quiero la tuya. Ahora.

—¿Ahora?

—Ven aquí.

Ella se echó a reír, y fue y se arrodilló junto a él sobre los cojines, su carne ahora enfriada por el baño de luna mas no por ello menos su carne, su carne verdadera.

Siempre sigilosa

Sophie los vio acoplarse. Adivinaba, con vivida certeza, qué emociones (las que Fumo le hacía sentir) se sucedían en su hermana, aunque no eran, por lo que ella sabía, las que Llana Alice había sentido antes. Veía claramente qué era lo que hacía que los ojos castaños de Alice se opacaran de pronto, abstraídos, o le brillasen, súbitamente llenos de luz. Era como si Alice estuviera hecha de cristal, de un cristal que siempre había sido opaco en ciertas partes, pero que ahora, expuesto a la radiante luz de la lámpara de amor de Fumo, se hubiera vuelto por entero transparente, para que ni un solo recoveco de Alice quedara oculto a los ojos de Sophie mientras los observaba. Los oía hablar —sólo algunas palabras, sugerencias, triunfos—, y cada palabra vibraba como una campana de cristal. Respiraba a la par de su hermana, y cuanto más se agitaba esa respiración, a una luz más viva aún podía ella ver a Alice. Extraña forma de poseerla, y Sophie no sabía con certeza qué era ese calor que le robaba el aliento, si dolor, osadía, vergüenza, qué. Pero sabía que nada en el mundo podría hacerle apartar la mirada; y que aunque la apartase, seguiría viendo, con la misma terrible claridad. Sin embargo, durante todo ese tiempo Sophie dormía.

Era esa forma de dormir (ella las conocía todas, pero no tenía nombre para ninguna) en la que los párpados parecen haberse vuelto transparentes, y uno ve a través de ellos la misma escena que veía antes de cerrarlos. La misma escena, pero no la misma. Antes de que se le cerraran los ojos, Sophie había sabido, o en todo caso intuido, que había otros allí, y que como ella habían venido para espiar aquella unión. Ahora, en su sueño, esos otros eran perfectamente concretos; se asomaban por encima de sus hombros y su cabeza, se arrastraban con cautela sigilosos, para aproximarse al cenador. Alzaban a criaturas diminutas sobre el follaje de los mirtos para asistir a aquel prodigio. Flotaban en el aire o sobre alas jadeantes, alas que jadeaban con la misma exaltación de la escena que contemplaban. Sus cuchicheos no la importunaban, ya que su interés, tan intenso como el de ella, sólo en eso se parecía al de Sophie; en tanto ella arrostraba abismos insondables, sin saber si no sucumbiría ahogada en las encontradas mareas del asombro, la pasión, la vergüenza, el sofocante amor, sabía que ellos, los otros, estaban apremiando a aquella pareja —no, incitándola— con un único fin, y ese fin era Procrear.

Un estúpido abejorro pasó zumbando junto a su oído, y Sophie se despertó.

Las criaturas que bullían en torno de ella eran símiles vagos de las de su sueño: zancudos cuchicheantes, rutilantes gusanos de luz, un chotacabras persiguiendo murciélagos de alas membranosas.

A lo lejos, el cenador se alzaba, blanco y silencioso a la luz de la luna. De vez en cuando, Sophie creía atisbar lo que acaso fueran los movimientos de los miembros. Pero ni un solo rumor; ningún gesto que se pudiera nombrar, o tan siquiera adivinar.

¿Por qué la hería eso más profundamente que lo que soñara que había presenciado?

Exclusión. Sin embargo, se sentía tan inmolada entre ellos ahora, cuando no podía verlos, como cuando soñaba que los veía; y tan insegura de poder sobrevivir.

Celos: unos celos nacientes. No, tampoco eso. Ella nunca se había sentido dueña de nada, ni tan siquiera de un alfiler, y uno sólo puede sentir celos cuando le quitan lo que le pertenece. Ni tampoco traición: ella lo había sabido todo desde el comienzo (y ahora sabía más de lo que ellos jamás sabrían que sabía), y uno sólo puede ser traicionado por los hipócritas, por los mentirosos.

Envidia. ¿Pero de Alice, de Fumo, o de los dos?

No lo sabía. Sólo sentía que resplandecía de dolor y de amor a la vez, como si hubiese tragado ascuas.

Siempre sigilosa, como había venido, abandonó el lugar, y tal vez muchos de los otros partieron tras ella, más sigilosos aún.

Piensa que eres un pez

El largo cauce del río que alimentaba al lago descendía por un escalonado lecho pedregoso desde el estanque horadado por una catarata en el secreto corazón del bosque.

Los dardos de la luna herían la aterciopelada superficie de aquel estanque, y al hundirse en las aguas se doblaban y despedazaban. En la faz, mecidas por el cabrilleo incesante que provocaba la espumosa cascada, reposaban las estrellas. Eso sería lo que vería quienquiera que contemplase el estanque desde la orilla. A los ojos de un pez, de una gran trucha blanca casi dormida en el agua, ofrecía un aspecto muy diferente.

¿Dormida? Sí, los peces duermen, aunque no lloran; la más intensa de sus emociones es el pánico, la más triste, una suerte de amargo remordimiento. Duermen con los ojos abiertos y sus sueños fríos se reflejan en el verdinegro seno del agua. Al Abuelo Trucha le parecía que el agua viva, con su geografía familiar, desaparecía y volvía a aparecer como si alternativamente se abriera y cerrara ante él una celosía. Cada vez que el estanque desaparecía, él se miraba por dentro. Por lo general los peces sueñan con el agua, la misma que ven cuando están despiertos, mas los sueños del Abuelo Trucha no eran de esa especie. Tan distintos de los de las truchas de río eran sus sueños, y tan persistentes a la vez los indicios de su morada acuática, que su existencia misma se convertía en una sucesión de suposiciones. Las suposiciones del sueño eran cambiantes, variaban sustituyéndose unas a otras con cada jadeo de sus branquias.

Piensa que eres un pez. Ningún lugar mejor que éste para vivir. Gracias a las cascadas que ahogaban sin cesar el aire en el estanque, el mero respirar era un vivo placer. Como lo sería, suponiendo que no fueras una criatura de agua, respirar el aire puro, alto, siempre renovado por los vientos de una pradera alpina. Maravilloso, y qué bueno que ellos se preocuparan tanto por él (suponiendo que ellos se preocupaban por su bienestar y su ventura, o la de cualquiera). Y no había depredadores aquí, y muy escasa competencia, ya que (si bien un pez no podía, supuestamente, saberlo) el río era poco profundo y pedregoso aguas arriba, como lo era también aguas abajo, de modo que ninguna criatura semejante a él por su tamaño podía entrar a disputarle los insectos que caían sin cesar de aquellos bosques frondosos y variados que coronaban el estanque. En verdad, ellos habían pensado en todo, suponiendo que pensaran en algo.

Ahora bien, suponiendo que él no estuviera allí, de nadador, por su propia elección: qué merecido castigo tan atroz, qué exilio tan amargo. ¿Iba a ser siempre igual, un eterno ir y venir mordiendo mosquitos? Él suponía que para un pez, en sus ensoñaciones más felices, nada podía ser más apetecible que ese sabor. Pero si uno no fuera pez, qué recuerdo, la multiplicación interminable de esas gotitas minúsculas de sangre amarga.

Suponiendo (siempre suponiendo) que todo fuera un Cuento. Que, por más que él pareciera realmente un pez contento con su suerte, o que, por mucho que le repugnara se hubiera acostumbrado a ella, de pronto, un buen día, apareciera allí una forma bellísima que, escrutando las honduras irisadas, pronunciara las palabras secretas que de viva fuerza (y desafiando peligros terribles para ella) hubiera arrancado a los malignos guardasecretos, y que él, entonces, agitando las piernas y las empapadas vestiduras principescas, estrangulado ahora por el agua, saltara a la orilla para erguirse jadeante ante ella, devuelto a su forma verdadera, la maldición conjurada, el hada mala llorando lágrimas de frustración. Al pensar en esto, un cuadro apareció en la superficie del estanque, un grabado en colores: un pez de peluca y levitón, con una carta inmensa bajo el brazo, boquiabierto. Boqueando en el aire. Ante esta visión alucinante (¿de dónde?) las branquias le temblaron y se despertó, sobresaltado; y la celosía se abrió. Sólo había sido un sueño. Durante un rato, reconfortado, no supuso nada más que agua, agua saludable a la luz de la Luna.

Podía imaginar, desde luego (la celosía empezó a cerrarse otra vez), que él mismo era uno de ellos, uno de los guardasecretos, un echador de maleficios, un prestidigitador maligno, una inteligencia brujeril eterna alojada, para la consecución de sus sutiles y secretos designios, en el simple cuerpo de un pez. Eterna: suponiendo que lo fuera. Él ha vivido desde siempre, o casi, él ha sobrevivido hasta este tiempo presente (suponiendo [calando más hondo] que este tiempo sea el presente); él no ha expirado a la edad de un pez, ni a la edad de un príncipe. Siente como si su existencia se prolongara hacia atrás (¿o será hacia delante?) sin principio (¿o sin fin?), sólo que ahora no puede recordar si los grandes cuentos o historias que él supone que conoce y que eternamente rumia, aguardan allá en lo por venir o yacen muertos en el ha sido. Pero suponiendo, entonces, que así es como se guardan los secretos, y como se recuerdan los cuentos legendarios, y como se echan también los maleficios indestructibles…

No. Ellos saben. Ellos no suponen. Él piensa en ellos, en su infalibilidad, en la belleza serena e inexpresiva de esos rostros que no pueden mentir, de esas manos que asignan tareas tan imposibles de rechazar como pretender arrancarse un anzuelo clavado en la garganta. Y él es ignorante, tan ignorante como un pez recién nacido; no sabe nada; ni tampoco quisiera saber, no querría preguntarles, suponiendo incluso (otra ventana que mira hacia dentro se abre sin ruido) que ellos quisieran responderle, si cierta noche de agosto cierto muchacho. Erguido sobre esas rocas que alzan la frente hacia el aire maldito. Un muchacho herido por una metamorfosis como alguna vez este estanque fue herido por el rayo. A causa de alguna afrenta, presumiblemente, sin duda tendréis vuestras razones, no lo toméis a mal, que no tiene nada que ver conmigo. Suponed tan sólo que ese hombre imagina que recuerda, imagina que su único recuerdo, y el último (el resto, todo el resto son meras suposiciones), es la horrible sensación de estrangulamiento en la sequedad mortífera del aire, la súbita fusión de los brazos y las piernas, la contorsión en el aire (¡aire!) y luego el alivio atroz de la zambullida en el agua dulce y fría donde ha de permanecer, eternamente.

Y suponiendo que él no pueda recordar por qué le ha sucedido esto: que tan sólo supone, soñando, que le ha sucedido.

¿Qué fue lo que hizo, que tanto os agraviara?

¿O acaso el Cuento, simplemente, requería un mediador, un alcahuete, y él estaba lo bastante a mano para que lo atrapasen?

¿Por qué puedo recordar mi pecado?

Pero ahora el Abuelo Trucha duerme profundamente, ya que de no ser así, no podría suponer nada de todo esto. Delante de sus ojos abiertos están cerradas todas las celosías, y hasta una gran distancia sólo agua hay alrededor de él. El Abuelo Trucha sueña que ha ido a pescar.

Capítulo 5

Lo que verdaderamente amas

es tu verdadera herencia,

lo que amas de verdad

nunca te será arrebatado.

Ezra Pound

A la mañana siguiente, Fumo y Llana Alice aprontaron un par de mochilas mejor provistas que la que trajera Fumo en su viaje a pie desde la Ciudad, y en el vestíbulo, de una urna llena de bastones, paraguas y otros adminículos, escogieron un par de báculos nudosos. Llevaban, aunque en verdad ni siquiera llegaron a abrirlas, las guías de pájaros y flores que les había regalado el doctor; y el regalo de boda de George Ratón, que había llegado por el correo esa misma mañana en un paquete con la advertencia «Abrir en Otra Parte», y que resultó ser, precisamente, lo que Fumo se imaginaba y esperaba que fuese: un buen puñado de hierba de color chocolate prensada y machacada, y aromática como una especia.

Criaturas afortunadas

La familia en pleno se había reunido en el porche para despedirlos, y para sugerirles itinerarios posibles y a quiénes de aquellos que no habían podido asistir a la boda deberían visitar. Sophie no decía nada, pero en el último momento, cuando ellos se disponían ya a ponerse en marcha, los besó a los dos, firme y solemnemente, en especial a Fumo, como diciendo ¡Hala!, y acto seguido se escurrió y desapareció del lugar.

Durante la ausencia de la pareja, Nube tenía la intención de seguirlos con la ayuda de sus cartas, y dar noticias, hasta donde le fuera posible, de las peripecias del viaje, que suponía nimias y múltiples, de la especie, precisamente, que esas cartas suyas siempre parecían estar mejor dotadas para descubrir. De modo que después del desayuno acercó en el porche la mesa acristalada a su pavo real de mimbre, encendió el primer cigarrillo del día, y se dispuso a poner en orden sus ideas.

Supo que empezarían por escalar la Colina, pero eso, porque ellos habían dicho que lo harían. Los vio, con los ojos de la imaginación, subiendo por las sendas más trilladas hasta la cresta, y detenerse allí para contemplar los dominios de la mañana, y los suyos propios, que se extendían verdes, boscosos y salpicados de granjas y labrantíos a través del corazón del condado. De allí, proseguirían la marcha cuesta abajo por laderas más agrestes y alejadas para recorrer los confines de las tierras que habían visto desde la cima.

Bajó copas y bastos, el Caballo de Oros y el Rey de Espadas. Adivinó que Fumo se quedaría atrás, intentando seguir los largos trancos de Alice, cuando cruzaran las praderas de Campollano, blancas a la lechosa luminosidad del Sol; que las vacas manchadas de Rudy Torrente levantarían la testa para contemplarlos con ojos de largas pestañas, que los insectos diminutos saltarían para ponerse a salvo de sus pisadas.

¿En qué paraje harían un alto para descansar? Quizá a la orilla del rápido arroyuelo que muerde esos prados, socavando el espeso tapiz de las hierbas y vivificando los saucecillos de los pequeños bosques que crecen en sus márgenes. Intercaló en su sitio dentro de la figura el arcano denominado El Hato, y pensó: Hora de merendar.

A la sombra pálida y atigrada del bosquecillo de sauces, estaban los dos, tendidos cuan largos eran, contemplando el arroyo y el complejo bordado que trazaban las aguas en la orilla.

—Ya se ven —dijo Alice, barbilla en mano—. ¿Alcanzas a ver los apartamentos, las residencias ribereñas, las explanadas o lo que sea? ¿Palacios enteros en ruinas? ¿Bailes, banquetes, visitantes? —Fumo miraba, atisbaba a la par de ella la maraña de malezas y raíces y lodo, hasta donde la luz del sol llegaba filtrada, en franjas, sin iluminarla.— No ahora —dijo ella—, sino a la luz de la luna. Quiero decir, ¿no es así, cuando salen a jugar? Mira. —Con los ojos al nivel de la orilla, tan sólo podía imaginarlo. Miraba y miraba, frunciendo las cejas. De mentirijillas. Haría un esfuerzo.

Ella se incorporó, riendo. Volvió a calzarse la mochila, y sus pechos se irguieron.

—Seguiremos el curso de este arroyo hasta las fuentes —dijo—. Conozco un buen lugar.

Así pues, en el correr de la tarde, a paso lento, cuesta arriba, se alejaron de aquel valle que el cuchicheante arroyuelo, con descarada soberbia, había arrebatado a algún río caudaloso tiempo ha extinguido. Se iban acercando a un bosque, y Fumo se preguntó si sería el bosque en cuya linde se alzaba Bosquedelinde.

—Caray, no lo sé —dijo Alice—. Nunca lo había pensado. Aquí —señaló al fin, empapada en sudor y casi sin resuello después de la larga escalada—. Éste es un sitio al que solíamos venir.

Era una especie de gruta horadada en el muro de una repentina espesura. La cresta, en la que ahora se habían detenido, descendía hacia la gruta y penetraba en ella, y Fumo pensó que nunca en su vida se había asomado a nada que fuese tan secreta, tan recónditamente El Bosque como ese lugar. Por alguna razón, el suelo estaba cubierto de un tapiz de musgo, y no de esa vegetación tupida e irregular —matorrales y brezos y chopos— que suele crecer en los confines de los bosques. Descendía hacia el interior de la gruta, los atraía hacia ella, hacia la susurrante penumbra de un recinto en cuyo interior suspiraban intermitentemente los enormes árboles.

Una vez dentro, Alice se sentó con alivio. Las sombras, ya profundas, se obscurecían con el perceptible transcurrir de la tarde. Y reinaba el silencio, un silencio imponente, como en una iglesia, con los mismos rumores inexplicables pero sobrecogedores que llegan desde la nave, el ábside, el coro.

—¿Has pensado alguna vez —dijo Alice— que a lo mejor los árboles están vivos, lo mismo que nosotros, sólo que viven más despacio? ¿Que lo que para nosotros es un día, quizá sea para ellos todo un verano?, entre sueño y sueño, quiero decir. ¿Que tienen pensamientos largos, larguísimos, y conversaciones que simplemente no podemos oír de tan pausadas que son?

Dejó a un lado su bastón y se deslizó de los hombros, una a una, las correas de la mochila, que le habían manchado la camisa en las zonas de presión. Levantó las redondas rodillas, brillantes de sudor, y apoyó los brazos en ellas. También sus muñecas morenas estaban mojadas, con un polvillo húmedo adherido al suave vello dorado.

—¿A ti qué te parece? —Empezó a aflojar las tiretas de cuero de sus botines. Fumo, absorto en la contemplación de lo que veía, no dijo nada; se sentía demasiado feliz para poder hablar. Era como ver a una valquiria despojándose de su armadura después de la batalla.

Cuando Llana Alice se incorporó sobre las rodillas para bajarse los ceñidos y arrugados pantalones cortos, él acudió en su ayuda.

Cuando Mamá, sorpresivamente, encendió la bombilla amarillenta sobre la cabeza de Nube, trocando el azul crepuscular de sus ensoñaciones cartománticas en una claridad irritante y no del todo inteligible, ella ya había vislumbrado de qué forma transcurriría al menos una buena parte de la excursión de sus sobrinos en los próximos días; y dijo:

—Criaturas afortunadas.

—Te quedarás ciega aquí fuera —dijo Mamá—. Papá te ha servido un jerez.

—Les irá bien —dijo Nube mientras recogía las cartas y se levantaba con cierta dificultad del sillón de mimbre.

—Dijeron que pasarían a ver a los Bosques, ¿verdad?

—Oh, sí —respondió Nube—. Seguro que lo harán.

—Escucha cómo cantan todavía las cigarras —dijo Mamá—. No dan tregua.

Cogió a Nube del brazo, y entraron juntas en la casa. Pasaron la velada jugando al cribbage en el tablero plegadizo de madera lustrada, y utilizando una cerilla en sustitución de una clavija que se había extraviado; desde las ventanas llegaba hasta ellas el golpeteo de los atolondrados escarabajos gigantes de junio al chocar y restregarse contra los mosquiteros.

Un orden último

A medianoche, en el Pabellón de Verano, Auberon se despertó y decidió levantarse para empezar a poner en orden sus fotografías; algo así como un orden último.

De todos modos, no solía dormir mucho, y ya había pasado la edad en la cual eso de levantarse en plena noche para realizar alguna tarea podía parecer un comportamiento anómalo o vagamente inmoral. Desvelado, había permanecido en la cama largo rato, atento a los latidos de su corazón, pero aburrido a la larga de no hacer nada más que eso, buscó a tientas sus gafas y se sentó. De todas maneras, no era noche cerrada. Según el reloj del Abuelo, eran las tres, pero los seis paneles de la ventana no estaban negros sino de un vago azul plateado. Los insectos, al parecer, dormían aún, y los pájaros no tardarían mucho en empezar. Por el momento, sin embargo, todo estaba en calma.

Dio presión a la lámpara de petróleo, sintiendo cómo le silbaba el pecho cada vez que pulsaba el émbolo. Era una buena lámpara, parecía simplemente eso, una lámpara: una pantalla plisada de papel pergamino, y alrededor de la base de porcelana azul de Delft figuras de esquiadores. Sin embargo, tendría que cambiarle la camisa; pero no iría ahora a buscar una nueva. La encendió y la graduó en mínimo. Su susurro ininterrumpido era reconfortante. Casi tan pronto como la hubo encendido, empezó a sisear, como si se estuviera apagando, pero en realidad continuaría así, apagándose, durante mucho tiempo. Él conocía demasiado bien esa sensación.

No era que las fotografías no estuvieran en orden. Al fin y al cabo, si a algo dedicaba él la mayor parte de su tiempo, era a la tarea de ponerlas en orden. Sólo que siempre le quedaba la duda, la sospecha, de que el orden propio, natural de las fotos —que no era el cronológico, ni un ordenamiento más o menos temático, y desde luego no por tamaño— siempre lo rehuía. Por momentos, le parecían fotogramas entresacados de una película, o de varias, con lagunas —grandes o pequeñas— entre uno y otro, y que, si encontrara la forma de llenar esas lagunas, configurarían escenas: verdaderas secuencias, largas y reveladoras, variadas y vividas. Pero ¿cómo podía saber, con tantas como le faltaban, si había puesto al menos en un orden correcto aquello que tenía? Siempre titubeaba ante la idea de alterar el orden en el que las tenía y que era al fin y al cabo bastante racional y ponderado, para tratar de descubrir otro más apropiado que a lo mejor ni siquiera existía.

Sacó una carpeta rotulada «Contactos, 1911-1915». Eran, aunque el rótulo no lo especificaba, sus primeras fotografías. Había habido otras anteriores, desde luego, fracasos de novato que él había destruido. En aquel entonces —como Auberon nunca se cansaba de repetir—, la fotografía era una especie de religión. Una imagen perfecta era como un don del cielo, pero el pecado siempre era castigado con presteza. Algo así como el dogma calvinista en el que uno nunca sabe si ha obrado bien, pero ha de estar siempre en guardia ante el error.

Aquí estaba Nora, toda de blanco, la falda y la camisa arrugadas, en el porche encalado de la cocina. Los maltrechos botines parecían quedarle grandes. La blancura del algodón, la blancura de los pilares del porche, el bronceado estival de la tez, el rubísimo pelo de verano. Los ojos asombrosamente claros a causa de esa resolana que llena los porches encalados en los días de estío. Tenía (buscó la fecha en el reverso de la foto) doce años. No, once.

Nora, entonces. ¿Habría alguna forma de comenzar por Nora (allá, donde también comenzaban sus fotos aunque quizá no, por supuesto, la trama de la historia), y seguir a Nora para alejarse de ella como lo haría una cámara cinematográfica, cuando otro personaje hiciera su aparición en el encuadre, para entonces enfocar a éste, y seguirlo?

Timmie Willie, por ejemplo, y hela aquí, de pie junto al portón, a punto de salir del Parque, ese mismo verano, quizá el mismo día. No del todo clara, ya que ella nunca se estaba quieta. Probablemente estuviera hablando, explicándole a él adonde iba, mientras él le decía «No te muevas». Con una toalla en la mano: a nadar. «Cuelga tu ropa en la pacana.» Una imagen clara y espléndida, a no ser por el sol que ponía incandescente todo cuanto tocaba: los pastos blancos fulguraban; uno de los zapatos de Timmie refulgía, y los anillos que ya a esa edad temprana le encantaba ponerse, la muy bribona.

¿A cuál de las dos había querido más?

En la muñeca de Timmie Willie pendía, de una correa negra, la pequeña Kodak forrada en cuero que él solía prestarles. «Cuidadla bien», les recomendaba. «No se os vaya a romper, ni se os ocurra abrirla para ver qué tiene dentro. No se os vaya a mojar.»

Acarició con el dedo índice la larga ceja única de Timmie Willie, que en esa foto parecía aún más tupida de como era en la realidad, y se dio cuenta, de pronto, que la echaba de menos con desesperación. Como barajadas por un prestidigitador interno, un mazo de imágenes posteriores se desplegó en abanico en su memoria. Timmie Willie en invierno, posando ante la ventana escarchada de la sala de música. Timmie, Nora, Alex Ratón y el altísimo Harvey Nube cazando mariposas al amanecer. Alex con pantalones bombachos, como un golfista, y una buena resaca a cuestas; Nora con Chispa, el perro; Nora de dama de honor en la boda de Timmie y Alex; el roadster de Alex, y Timmie en él, de pie, radiante de felicidad, asida con una mano del parabrisas y con la otra saludando, luciendo el más ilusionado de los sombreros de cintas; y luego Nora y Harvey, recién casados, y Timmie Willie presente, pálida ya y consumida; él le echaba la culpa a la Ciudad. Y desde entonces la ausencia de Timmie, ya no la había vuelto a ver; la cámara móvil tuvo que pasar y seguir a otros.

Montaje, entonces; pero ¿cómo iba él a explicar la repentina ausencia de Timmie de esos grupos de rostros, de esas fiestas? Las primeras fotos, al ramificarse y proliferar, parecían señalarle un camino que le llevaba a través de toda la colección; y sin embargo no había ninguna posibilidad de que una imagen pudiera por sí sola contar toda la historia sin el auxilio de mil palabras, de mil explicaciones.

Exasperado, pensó en la posibilidad de reproducirlas en diapositivas, y amontonarlas unas sobre otras en un apretado mazo, comprimiéndolas más y más hasta que las manchas obscuras superpuestas no dejasen ver nada, no permitieran el paso de la luz: no obstante, allí estaría todo.

No, todo no.

Porque existía otra bifurcación posible, la raíz obscura y simétrica de estas ramificaciones visibles y cotidianas. Volvió a mirar la foto de Timmie Willie en el portón, con la cámara colgando de su muñeca: el momento de la divergencia, el lugar ¿o el instante preciso en que se producía la bifurcación?

Busca las caras ocultas

Auberon siempre se había tenido por un individuo racional y sensato: por alguien que utilizaba como elementos de juicio las evidencias, y que sopesaba las argumentaciones: un trocadiño, se hubiera dicho, en el seno de una familia de creyentes fanáticos, de sibilas y soñadores gnómicos. En la universidad donde cursara sus estudios de magisterio, se había familiarizado no sólo con las leyes de la lógica y el método científico, sino también con la Nueva Biblia, es decir, El origen del hombre, de Charles Darwin: justamente entre sus páginas de prolija ciencia victoriana había puesto para que se alisaran los revelados de las experiencias con la cámara de Nora y Timmie Willie, que se habían enroscado al secarse.

Cuando esa noche Nora, con un flamante rubor en las mejillas morenas, y anhelante como presa de una extraña agitación, le devolvió la cámara, él, indulgente, había bajado al cuarto obscuro del sótano, y allí, después de retirar el rollo, lo había sumergido en el baño amoniacal, lo había lavado y secado, y luego había impreso las copias. «Pero tú no tienes que mirarlas», le había dicho Nora, bailoteando de uno a otro pie, «porque… bueno, en algunas estamos… Completamente Desnudas». Y él se lo había prometido, al tiempo que recordaba a los escribas musulmanes que debían taparse los oídos cuando les leían cartas a sus clientes, para no enterarse de su contenido.

Sí que estaban desnudas, en una o dos, a la orilla del lago, cosa que le interesó y lo turbó profundamente (¡sus propias hermanas!). Por lo demás, pasó mucho tiempo antes de que las volviera a examinar con detenimiento. Nora y Timmie Willie perdieron el interés por la fotografía; Nora descubrió un juguete nuevo en las viejas cartas de Violet, y Timmie conoció a Alex Ratón aquel verano. Y allí quedaron, entre las páginas del libro, confrontadas con los enjundiosos argumentos de Darwin y los grabados de cráneos. Sólo después que hubo revelado una foto imposible, inexplicable, de sus padres en un día tormentoso, las buscó otra vez; las observó con detenimiento con su lente de aumento para leer, y a través de la lupa; las estudió con más empeño que el que había puesto jamás en resolver la sección «Busca las caras ocultas» de los pasatiempos de la revista St. Nicholas.

Y encontró las caras.

Casi nunca, después de aquella vez, tendría ocasión de ver una imagen ni remotamente tan clara, tan inequívoca como esa fotografía de John y Violet y aquel otro, sentados alrededor de la mesa de piedra. Era como si esa foto quisiera ser una promesa, un acicate para inducirlo a continuar la búsqueda de imágenes mucho más sutiles e intrigantes. Él era un investigador, un hombre sin prejuicios, y no iba a admitir que se le «concediera» esa vislumbre única, como con la «intención deliberada» de convertir su vida en una búsqueda de nuevas evidencias, de una respuesta clara, sin ambages, a todo ese intríngulis imposible. Y sin embargo, ése fue el efecto que tuvo. Por otra parte, tampoco existía nada más, ninguna tarea más apremiante a la que pudiera consagrar su vida.

Porque tenía que haber, de eso estaba seguro, una explicación. Una explicación, no las divagaciones del Abuelo sobre los mundos dentro de los mundos, o las revelaciones crípticas del subconsciente de Violet.

Pensó al principio (hasta deseó, lupa en mano) haberse equivocado: había sido un engaño, una alucinación. Descontando esa única imagen del grupo junto a la mesa de piedra —que, científicamente hablando, era una anomalía, y por lo tanto carecía de interés—, ¿no sería posible que todas estas otras fuesen (¿por qué no?) los zarcillos de una hiedra que al enroscarse formaban una especie de mano ganchuda?, ¿o la luz que al incidir sobre una celidonia le prestaba el aspecto de una cara? Él sabía las gratificaciones y sorpresas que la luz puede deparar. ¿No se trataría, tal vez, de alguno de esos efectos? No, eso era imposible. Lo que Nora y Timmie Willie habían sorprendido con la cámara, por designio, o por azar, era el momento preciso de la metamorfosis de unas criaturas de la naturaleza en criaturas quiméricas.

Aquí, esta cara era la cara de un pájaro, pero la garra que se asía a la rama era una mano, una mano que asomaba de una manga. No podía caber ninguna duda de ello, a poco que se la estudiase con detenimiento. Y esta telaraña no era una telaraña sino la cola de la falda de una dama cuyo rostro asomaba, pálido, por encima de una alta gola de hojas obscuras. ¿Por qué no les habría prestado una cámara de mayor poder separador? En algunas de las fotos, daba la impresión de que había multitudes, como en receso hacia el fondo, para quedar fuera de foco. ¿De qué tamaño eran? De todo tamaño, a menos que algo, Comoquiera, distorsionara la perspectiva. ¿Largos como su dedo meñique? ¿Tan grandes como un sapo? Las imprimió en diapositivas y las proyectó sobre una sábana, y pasaba horas y horas ante ellas, sentado, contemplándolas.

—Nora, cuando estuvisteis en el bosque aquel día… —con cuidado, no fuera a prevenirla y sugerir su respuesta—, ¿visteis algo, no sé, algo especial que hayáis querido fotografiar?

—No, nada especial. Sólo…, bueno, especial no.

—Tal vez podríamos volver allá, con una buena cámara, a ver qué podemos ver.

—Oh, Auberon.

Consultó a Darwin, y vislumbró, a lo lejos, pero como si se fuera acercando, el débil resplandor de una hipótesis.

En los bosques de los tiempos primitivos, al cabo de eones de una larga e inimaginable lucha, la raza del Hombre se separó de sus primos hermanos, los monos peludos. Parece ser que hubo más de un intento de esa naturaleza, de diferenciar un Hombre, y que todos habían fracasado sin dejar más rastro que algún hueso anómalo aquí y allá. Callejones sin salida. Fue el Hombre el único que aprendió a hablar, a hacer fuego, a fabricar utensilios y herramientas, y por lo tanto el único sapiente y capaz de sobrevivir.

¿El único?

Supongamos que una rama de nuestro viejo árbol genealógico, una rama que parecía destinada a secarse, no se hubiese extinguido en realidad, y que hubiera sobrevivido gracias al aprendizaje de otras artes tan nuevas para el mundo —pero tan absolutamente distintas de la fabricación de herramientas y el encendido del fuego— como las de sus hermanos mayores, nosotros. Supongamos que hubieran aprendido en cambio artes tales como la de empequeñecerse y desaparecer, y alguna forma de cegar los ojos de quienes los mirasen.

Supongamos que hubieran aprendido a no dejar rastros: ni túmulos, ni piedras de tallar, ni grabados, ni huesos, ni dientes.

Y que ahora las artes del Hombre hubiesen encontrado la forma de sorprenderlos, que hubiesen descubierto un ojo lo bastante objetivo como para poder detectar y registrar su presencia, una retina de celuloide y sales de plata menos distraída, menos propensa a confundirse, un ojo incapaz de negar lo que había visto.

Pensaba en los milenios —centenares de miles— que tardaron los hombres en aprender lo que sabían; las artes que habían inventado a partir de la más profunda y obscura ignorancia animal; cómo habían llegado —cosa asombrosa— a moldear esas vasijas cuyos toscos fragmentos hallamos hoy entre los restos de fuegos enfriados hace milenios, junto a los huesos roídos de presas de caza y de vecinos. Esa otra raza, suponiendo que existiera, y que fuera posible encontrar pruebas fehacientes de su existencia, ha de haber empleado esos mismos milenios en perfeccionar sus propias artes. Estaba la historia que solía contar el Abuelo, que allá en Gran Bretaña habían sido ellos, la Gente Diminuta, los pobladores primitivos de las Islas, obligados más tarde, por una raza de invasores que portaban armas de hierro, a hacerse pequeños y a recurrir a artilugios secretos; de ahí su miedo atávico y su rechazo del hierro. ¡Podía ser! Así como las tortugas (iba pasando las cautas páginas de Darwin) se arman de un caparazón y las cebras se pintan a franjas; así como los hombres, en su más tierna infancia, manotean y parlotean, así esos otros se habrían limitado a practicar las artes ya aprendidas de volverse invisibles y de borrar sus huellas en espera de que la raza de los hombres que labraban la tierra, que producían y edificaban, que cazaban con armas, dejara de advertir su presencia en nuestro propio medio, a no ser los cuentos de esas buenas señoras que les dejaban un platillo con leche en el alféizar de la ventana, o del borracho o el loco a cuyos ojos no pudieron o no quisieron ocultarse.

Y no podían o no querían ocultarse a los ojos de Timmie Willie y Nora Bebeagua, y ellas los habían retratado con una Kodak.

Esas pocas ventanas

De ahí en adelante, la fotografía dejó de ser para él un mero pasatiempo y se transformó en una herramienta, un instrumento de cirugía que seccionaría el corazón del misterio para exponerlo ante él, a su escrutinio. Para su desgracia, descubrió que la posibilidad de buscar y refrendar otras pruebas de la existencia de ellos le estaba vedada. En sus fotografías de los bosques, por muy fantasmales y promisorios que fueran los rincones que escogía, sólo se veían bosques. Necesitaba utilizar intermediarios, lo cual siempre complicaba su tarea hasta lo infinito. Seguía estando convencido (¿cómo no estarlo?) de que la película impregnada de sales y la lente con que los observaba eran impasibles; que una cámara era tan incapaz de inventar o fraguar imágenes como un cristal escarchado de crear huellas dactilares. Y sin embargo, si alguien estaba presente cuando enfocaba lo que según él eran imágenes casuales, un niño, alguien sensible, entonces, a veces, en las fotos aparecían personajes, apenas sugeridos, quizá, pero luego el estudio los revelaba.

Pero ¿qué niños?

Pruebas. Datos. Por un lado estaban las cejas. Estaba persuadido de que la ceja única que en su familia algunos (no todos) habían heredado de Violet, tenía algo que ver con ello. August la había tenido, poblada y negra a caballo sobre la nariz, de la cual le brotaban a veces unos hacecillos de pelos largos como los bigotes de un gato. En Nora se insinuaba apenas, pero Timmie Willie la había tenido, aunque pasada la niñez se la afeitara y depilara constantemente. La mayoría de los pequeños Ratón, que eran los que más se parecían al Abuelo, no la tenían, ni tampoco John Tormenta, ni el mismo Abuelo la había tenido.

Y Auberon tampoco la tenía.

Violet había dicho siempre que allá, en la región de Inglaterra de donde ella venía, se consideraba que el ser cejijunto era un indicio de una personalidad violenta y criminal, quizá maníaca. Pero ella se reía de todo eso, y de las ideas que Auberon se forjaba al respecto, y en todas las explicaciones y combinaciones enciclopédicas de la última versión de La arquitectura no se hacía ninguna alusión a las cejas.

De acuerdo, entonces. Quizá todo ese asunto de las cejas no fuera nada más que un camino para que pudiera descubrir por qué él había sido excluido; por qué él no podía verlos, y sí podía su cámara, como podía Violet, y había podido Nora durante cierto tiempo. El Abuelo solía perorar horas y horas sobre los mundos diminutos, y quienes, acaso, serían admitidos en ellos, pero nunca daba razones, ninguna razón. Escudriñaba las fotos de Auberon y hablaba de ampliaciones, de observarlas con lentes de aumento especiales. El Abuelo no sabía muy bien lo que decía, pero Auberon, desde luego, había hecho algunos experimentos en ese sentido, buscando una puerta. Fue entonces cuando el Abuelo y John insistieron en que publicase un opúsculo con algunas de las fotos que había conseguido, «un manual de religión, para los niños», dijo John, y el Abuelo había añadido sus comentarios personales, incluyendo sus puntos de vista sobre fotografía, con lo cual el resultado fue un embrollo tal que nadie le prestó la más mínima atención, y menos aún, o más bien en particular, los niños. Auberon jamás los perdonó por esto. Ya bastante difícil era considerar todo el asunto con imparcialidad, científicamente; no pensar que uno no estaba loco o absolutamente confundido sin que todo el mundo dijera que lo estaba. O al menos los pocos que se tomaron el trabajo de comentarlo.

Llegó a la conclusión de que de esa forma ellos habían reducido a eso todos sus esfuerzos (¡a un libro para niños!) con el único fin de excluirlo todavía más. Y él había permitido que lo hicieran, a causa de su propio sentimiento de profunda exclusión. Él era un paria en todos los sentidos: no era hijo de John, ni hermano verdadero de los más pequeños, no un espíritu contemplativo como Violet, pero tampoco temerario y capaz de desaparecer para siempre, como August; sin ceja y sin fe. Y era, por añadidura, un solterón de toda la vida sin mujer ni descendencia; de hecho, era casi virgen. Casi. Excluido hasta de esa compañía, nunca había poseído a nadie a quien hubiese amado.

Ahora, todo eso no lo angustiaba demasiado. Se había pasado la vida entera anhelando imposibles, y una existencia así acaba, a la larga, por encontrar su equilibrio, en la locura o en la salud mental. No podía quejarse. Comoquiera que sea, allí todos eran exiliados, al manos eso tenía para compartir con ellos, y no envidiaba la felicidad de nadie. Por cierto que no envidiaba a Timmie Willie, quien había escapado de allí para ir a la Ciudad; y no osaba envidiar la suerte de August, el desaparecido. Y siempre tenía el consuelo de esas pocas ventanas, grises y negras, fijas e inmutables, sus miradores hacia los territorios de lo incierto.

Cerró la carpeta (que exhaló un olor, casi un perfume de cuero negro viejo y resquebrajado), y puso fin de este modo al nuevo intento de clasificar esas fotos y la larga secuencia de todas las restantes, ordinarias o no, hasta las más recientes. Dejaría todo tal cual estaba, en capítulos discretos, ordenados, mas ¡oh!, sin los contextos y confrontaciones adecuados. No lo consternaba el haber llegado a tomar esta determinación. Varias veces, en los últimos años, había tratado de reclasificarlas, y siempre había llegado a la misma conclusión.

Ató con paciencia los nudos de la carpeta 1911-1915, y se levantó para sacar de su escondite un voluminoso álbum con tapas de bocací, sin rótulo. No lo necesitaba. Contenía muchas de las imágenes más recientes, de los últimos diez o doce años, pero era, no obstante, el complemento de la vieja carpeta en que guardaba las más antiguas. Representaba otro estilo de fotografía: la mano izquierda de su obra, si bien durante largo tiempo la mano derecha de la Ciencia había ignorado lo que esa izquierda hacía. Al fin la importante era la mano izquierda; la derecha se había encogido. Se había vuelto (acaso lo había sido siempre) zurdo.

Le era más fácil determinar cuándo se había convertido en un científico que saber en qué circunstancias había dejado de serlo: el momento, si es que existió, en que su naturaleza imperfecta lo había traicionado, y había, sin divulgarlo, renunciado a la ingente investigación en aras de… ¿de qué? ¿Del Arte? ¿Eran Arte esas preciosas imágenes del álbum? Y si no lo eran, ¿le importaba algo a él?

Amor. ¿Se atrevería él acaso a llamarlo amor?

Puso el álbum encima de la carpeta negra, de la que parecía brotar como una rosa entre negras espinas: allí, delante de él, a la luz de la lámpara siseante, estaba apilada toda su existencia. Una pálida mariposa nocturna se inmoló contra la blanca camisa de la lámpara.

Allá en los bosques, en la gruta musgosa, Llana Alice le decía a Fumo:

—Él nos dijo: «Vayamos a los bosques a ver qué podemos ver». Y empacaba su cámara, a veces llevaba una pequeñita, y a veces la grande, la de madera y bronce, con pata. Nosotras preparábamos la merienda. Cantidad de veces veníamos aquí.

A ver qué podía ver

—Salíamos únicamente los días calurosos y de sol, para poder, quitarnos toda la ropa (Sophie y yo), y correteábamos de aquí para allá gritando «Mira», «mira», y a veces «Oh, ha desaparecido», aunque no estuviéramos del todo seguras de haber visto algo.

—¿Os desnudabais? ¿Cuántos años tenías?

—No recuerdo. Ocho. Hasta los doce, quizá.

—¿Y era necesario eso? Digo, ¿para ver?

Ella soltó una carcajada, una carcajada en sordina, ya que estaba tendida cuan larga era, dejándose acariciar por las brisas que acertaran a pasar, desnuda también ahora.

—No era necesario —contestó—. Sólo divertido. ¿A ti no te gustaba desnudarte cuando eras pequeño?

Él evocó la sensación: una especie de exaltación loca, una liberación, como si con la ropa se despojara de ciertas represiones: no un sentimiento que pudiera compararse con la emoción sexual, pero sí tan intenso.

—Pero nunca delante de los mayores.

—Oh, Auberon no contaba. Él no era… eso, uno de ellos, supongo. En realidad, creo que lo hacíamos por él. Se enloquecía tanto como nosotras.

—No lo dudo —dijo Fumo en tono sombrío.

Alice permaneció un rato callada. Luego agregó:

—Él nunca nos hizo daño. Nunca nos forzó a nada. Y nosotras ¡si le sugeriríamos cosas! Él no. Nos juramentamos que lo mantendríamos en secreto, y fuimos nosotras quienes se lo hicimos jurar a él. Era como un espíritu, como Pan, o algo así. Su excitación nos exaltaba. Corríamos de un lado a otro y chillábamos y nos revolcábamos por el suelo. O nos quedábamos inmóviles, como estatuas, calladas, con un zumbido que nos iba llenando hasta que teníamos la sensación de que íbamos a estallar. Era mágico.

—¿Y nunca lo habéis contado?

—¡No! No porque tuviera tanta importancia. De cualquier manera, todo el mundo lo sabía, salvo, bueno, Mamá, Papá y Nube. En todo caso, nadie dijo nada, pero yo he hablado, después, con mucha gente, y me han dicho: «¡Oh!, ¿vosotras también? ¿También a vosotras os llevaba a los bosques a ver qué podía ver?». —Se rió otra vez.— Hacía años, supongo, que andaba en eso. Sin embargo, no sé de nadie a quien esas cosas le hayan molestado. Los escogía bien, me imagino.

—Siempre quedan cicatrices psicológicas.

—Oh, no seas tonto.

Él se acarició el cuerpo desnudo, que, al secarse lamido por la brisa, adquiría un brillo nacarado a la luz de la luna.

—¿Y vio algo, alguna vez? Quiero decir, aparte de…

—No, nunca.

—¿Y vosotras?

—Bueno, nosotras creíamos ver. —Ella estaba segura de que sí, por supuesto. Aquellas mañanas luminosas en que salían a caminar, ansiosas, acechantes, esperando ser guiadas y presintiendo (al instante, en el momento mismo) el recodo que debían tomar que las conduciría a un lugar en el que jamás habían estado pero que les parecería intensamente familiar: un lugar que te tomaba de la mano y te decía: Estamos aquí. Y sólo tenías que desviar la mirada, y entonces los veías.

Y oían a Auberon, que se había quedado un poco rezagado y las llamaba, y ellas sin poder contestarle, ni mostrarle, a pesar de que él había sido quien las llevara hasta allí, él quien las había lanzado a girar como peonzas que ahora se alejaban de él para seguir sus propias sendas.

—¿Sophie? —gritaba Auberon—. ¿Alice?

Así son las cosas

El azul del alba se había adueñado ya de todo el interior del Pabellón de Verano, perdonando tan sólo el rincón en el que aún brillaba, ahora con menos autoridad, la luz de la lámpara. Auberon, restregándose los dedos contra el pulgar para quitarse el polvo, iba y venía por la pequeña estancia escudriñando en cajas y escondrijos. Por fin dio con lo que buscaba, un gran sobre de papel jaspeado, el último de los muchos que alguna vez había tenido, en los que antaño le enviaban por correo las hojas del papel francés platinado que utilizaba para las pruebas.

Un dolor lacerante, aunque no más que sus añoranzas, le trepaba en punzadas por el torso, pero pronto le pasó, mucho más rápido en abandonarlo que sus nostalgias cuando se sentía nostálgico. Cogió el álbum de tapas de bocací y lo deslizó dentro del sobre de papel jaspeado. Desenroscó el capuchón de su Waterman —jamás había permitido que sus alumnos utilizaran bolígrafos ni nada parecido— y con su caligrafía de maestra de escuela, algo temblona ahora, como si se la viese a través del agua, escribió: «Para Llana Alice y Sophie». Una presión tremenda parecía dilatarle el corazón. Agregó: «Y para nadie más». Pensó en añadir signos de admiración, pero no lo hizo; tan sólo lo cerró con esmero. En la carpeta negra no puso nombre alguno. Era… todo el resto era… para ninguna persona viviente en todo caso.

Salió al patio. Los pájaros, por alguna razón, no habían empezado todavía. Trató de orinar, a la orilla del cuadrado de césped, pero no pudo; desistió, y fue a sentarse en la silla de lona húmeda de rocío.

Siempre se había imaginado, sin creerlo, por supuesto, que él conocería este momento. Se imaginaba que sobrevendría a la hora de ellos, el infotografiable crepúsculo; y que, años después de que él, sin esperanzas ya, incluso amargado, hubiese renunciado a todo, uno, en ese crepúsculo, vendría hacia él, sin hacer ruido, sin perturbar el sueño de las flores, a través de la penumbra clara. Una criatura parecería, la carne etérea fulgurando apenas como en un antiguo positivo de platino, y los cabellos en llamas, iluminados por el sol que acabaría de ocultarse o tal vez no habría despuntado aún. Él, Auberon, no le hablaría, no podría hacerlo, acaso muerto y rígido ya; pero el otro le hablaría a él y le diría: «Sí, tú nos conociste. Sí, sólo tú te aproximaste al verdadero secreto. Sin ti ninguno de ellos hubiera podido acercarse a nosotros. Sin tu ceguera, ellos no habrían podido vernos; sin tu soledad, ellos no hubieran podido amarse unos a otros, y engendrar sus retoños. Sin tu incredulidad, ellos no hubieran podido creer. Ya sé que es duro para ti pensar que el mundo pueda obrar de tan extraña manera, pero así son las cosas».

En los bosques

Al día siguiente, a eso del mediodía las nubes se habían acumulado, apretujándose las unas con las otras resueltamente pero sin prisa, y cuando hubieron cegado todo el cielo parecían estar suficientemente bajas como para que se las pudiera tocar con la mano.

La senda entre Arroyo del Prado y Altozano por la que ahora avanzaban serpeaba cuesta arriba y cuesta abajo en medio de una añosa floresta. Bajo tierra, las raíces de los árboles corpulentos, muy cercanos unos de otros, debían de estar entrelazadas; en lo alto del camino las ramas se entrecruzaban y abrazaban, y así las encinas parecían tener hojas de arce y los olmos hojas de encina. Todos tenían que soportar los grandes ahogos de las intrincadas guirnaldas de las hiedras, en especial los troncos descortezados y fibrosos de los ya muertos que, imposibilitados de caer, se recostaban contra sus antiguos vecinos.

—Denso —dijo Fumo.

—Protegido —dijo Alice.

—¿Qué quieres decir?

Ella extendió una mano, para ver si la lluvia ya había comenzado, y una gota le golpeó la palma, luego otra.

—Bueno, nunca ha sido talado. Por lo menos desde hace cien años.

La lluvia fue arreciando resueltamente y sin prisa, tal como lo hicieran las nubes; no iba a ser por cierto un chaparrón pasajero, sino una lluvia bien preparada para todo un día.

—Caray —dijo Alice. Sacó de su mochila un arrugado sombrero amarillo y se lo puso, pero era evidente que los esperaba una buena mojadura.

—¿Queda muy lejos?

—¿La casa de los Bosques? No, no demasiado lejos. Pero espera un momento. —Se detuvo y se volvió para mirar el sendero por el que habían venido, y luego el que tenían por delante. En la cabeza descubierta Fumo empezó a sentir los picotazos de las gotas.— Hay un atajo —dijo Alice—. Un sendero que podemos tomar, en vez de hacer todo el trayecto por el camino. Tendría que estar por aquí, si es que puedo encontrarlo.

Reanudaron la marcha, retrocediendo y avanzando a lo largo del linde aparentemente infranqueable.

—A lo mejor ya no lo mantienen —dijo Alice mientras continuaban explorando—. Son algo raros. Solitarios. Viven aquí, aislados, y casi nunca ven a nadie. —Se detuvo delante de un incierto agujero en los matorrales, y dijo:— Aquí es —sin confianza, pensó Fumo. Entraron. La lluvia repiqueteaba incesantemente en las hojas, un sonido cada vez menos discontinuo y más una única voz, sorprendentemente alta, ahogando el ruido de sus propios pasos. Allí, bajo los árboles debajo de las nubes, reinaba una obscuridad nocturna, no iluminada por el plateado rielar de la lluvia.

—¿Alice?

De pronto se detuvo. Todo cuanto alcanzaba a oír era el ruido de la lluvia. Tan absorto había estado en abrirse paso a través de esa supuesta senda que ahora había perdido a Alice. Y con seguridad también él había perdido ahora el rumbo si había existido alguna vez aquel atajo. La llamó de nuevo, confiado, circunspecto: no había motivo alguno para perder la calma. No obtuvo respuesta, pero en ese mismo instante vislumbró entre dos árboles una verdadera senda perfectamente clara, un caminito sinuoso pero llano. Sin duda Alice lo habría encontrado y habría continuado la marcha aprisa, mientras él se debatía torpemente entre las lianas. Enfiló por él y siguió avanzando, ya calado hasta los huesos. De un momento a otro Alice tendría que aparecer allí, delante de él, pero no aparecía. Bajo la fronda crepitante, el sendero lo internaba cada vez más en la espesura; parecía desenroscarse delante de sus pies, y aunque no podía ver adonde iba, estaba siempre allí, para que lo siguiera. Lo condujo al fin (si había andado mucho o poco no lo sabría decir, y menos con semejante diluvio) a la orilla de un ancho claro herboso circundado por gigantes del bosque, negro y resbaladizo a causa de la lluvia.

Cuesta abajo, en el fondo del claro, fantasmal a través de la neblinosa cortina de gotas, se alzaba la casa más extraña que había visto en su vida. Era una miniatura de los extravagantes pabellones de Bebeagua, pero toda de colorines, con un brillante techo de tejas rojas y paredes blancas repletas de ornamentos. No había ni medio palmo que no estuviese de algún modo encarrujado, pintado, tallado o blasonado. Y, más extraño aún, parecía flamante.

Bueno, ha de ser aquí, pero ¿dónde está Alice? Debía de ser ella, no él, quien había perdido el rumbo. Empezó a bajar la cuesta en dirección a la casa, entre la multitud de setas rojas y blancas que con la humedad habían salido de su escondite. La puertecita redonda, con su llamador, su mirilla y sus herrajes de bronce, se abrió de golpe cuando él se acercaba, y una cara minúscula y puntiaguda se asomó por el canto. Los ojos eran chispeantes y suspicaces, pero la sonrisa era generosa.

—Perdone usted —dijo Fumo—. ¿Es ésta la casa de los Bosques?

—Por cierto que sí —respondió el hombre. Abrió un poco más la puerta—. ¿Y tú eres Fumo Barnable?

—¡Vaya, sí, soy yo! —¿Cómo podía saber eso?

—¿Quieres pasar?

Si hay alguien más allí dentro, aparte de nosotros dos, estará a tope, pensó Fumo. Pasó al lado del señor Bosques, quien al parecer llevaba puesto un gorro de dormir a franjas, y le mostraba el interior con la mano más larga, flaca y nudosa que Fumo había visto jamás.

—Muy gentil de su parte invitarme a pasar —dijo, y la sonrisa del hombrecillo se ensanchó, cosa que Fumo había creído imposible. Su cara de color avellana se partiría en dos a la altura de las orejas si la sonrisa continuara ensanchándose.

Por dentro, parecía mucho más grande de lo que era, ¿o sería más pequeña de lo que parecía?; no se sabía si lo uno o lo otro. Por alguna razón, sintió que la risa le trepaba por la garganta. Había allí sitio suficiente para un reloj de péndulo con una expresión astuta, una cómoda en la que se veían varios candelabros y picheles de peltre, una cama alta y mullida cubierta por la manta de remiendos más variopintos y cómicos que Fumo había visto en su vida. Había también una mesa redonda, muy pulida, con una pata entablillada, y un ropero descollante. Y, por añadidura, tres personas más en la sala, todas muy confortablemente dispuestas: una mujer bonita atareada junto a una cocinilla achaparrada, un bebé en una cuna de madera que cloqueaba como un juguete mecánico cada vez que la mujer le daba un empujón a la cuna, y una señora vieja, viejísima, pura nariz y gafas y barbilla, que se mecía en un rincón mientras tejía con celeridad una larga bufanda rayada. Los tres lo habían visto entrar, pero era como si no hubiesen reparado en su presencia.

—Aposéntate —dijo el señor Bosques—. Y cuéntanos tu historia.

Allá, en el fondo del regocijado asombro que lo llenaba a rebosar, una vocecita estaba tratando de rebelarse y decir Qué caray, pero en ese momento estalló y se extinguió como un pedo de lobo.

—Bueno —dijo—. Por lo que parece yo me había perdido… o más bien Llana Alice y yo nos habíamos perdido… pero ahora os he encontrado a vosotros, y no sé qué habrá sido de ella.

—Así es —dijo el señor Bosques. Había instalado a Fumo en una silla de alto respaldar, y ahora sacó de un alacena una pila de platos con flores azules que distribuyó alrededor de la mesa como si fueran naipes—. Tomarás un refrigerio —dijo.

Como en respuesta a una señal, la mujer sacó del horno una placa de latón en la que humeaba un único bollo de pascua, que el señor Bosques trasladó al plato de Fumo, mientras lo observaba con ansioso interés. La cruz del bollo no era una cruz, sino una estrella pentacular dibujada con azúcar merengada en la superficie del bollo. Fumo esperó un momento a que sirviera a los demás, pero el aroma especioso del bollo era tan tentador que lo cogió y se lo comió de prisa. Sabía tan bien como olía.

—Estoy recién casado —dijo entonces, y el señor Bosques meneó afirmativamente la cabeza—. Vosotros conocéis a Llana Alice Bebeagua.

—Así es.

—Creemos que vamos a ser felices juntos.

—Sí y no.

—¿Cómo?

—Bueno, ¿qué diría usted, señora Sotomonte? ¿Juntos y felices?

—Sí y no —dijo la señora Sotomonte.

—Pero qué… —balbuceó Fumo. Una tristeza inmensa lo ensombreció.

—Todo es parte del Cuento —dijo la señora Sotomonte—. No preguntes cómo.

—Sea clara —dijo Fumo, en tono retador.

—Oh, bueno —dijo el señor Bosques—. No es tan así, sabes. —Ahora estaba carilargo y contemplativo, y apoyaba la barbilla en el tazón que tenía en una mano mientras con los largos dedos de la otra tamborileaba sobre la mesa.— Sin embargo, ¿qué te ha regalado ella? A ver, dínoslo.

Eso era muy injusto. Ella le había dado todo: ella misma. ¿Por qué tenía que haberle hecho algún otro regalo? Y no obstante, mientras decía eso, recordó que en la noche de su boda ella le había ofrecido un verdadero regalo. Dijo con orgullo:

—Ella me ha regalado su infancia. Porque yo nunca tuve una propia. Dijo que podía usarla cuando quisiera.

El señor Bosques le echó una mirada.

—Pero —dijo, malignamente— ¿te ha dado una maleta para que la guardaras? —Su mujer (si eso era) aprobó con un movimiento de cabeza ese golpe maestro. La señora Sotomonte se mecía complacida. Hasta el bebé pareció cloquear como si se hubiese apuntado un tanto.

—No se trata de eso —dijo Fumo. Desde que se había comido el bollo caliente, las emociones más contradictorias parecían alternar en él como cambios de estación. Lágrimas otoñales le llenaban los ojos—. Es que de todas maneras no tiene importancia. Yo no podía aceptar el regalo. Os dais cuenta —esto era difícil de explicar—, cuando era chica ella creía en las hadas. Toda la familia creía. Yo nunca he creído. Y me parece que ellos todavía creen. Y bueno, eso es absurdo. ¿Cómo podía yo creer en esas cosas? Yo quería… es decir, me hubiera gustado creer en ellas, y verlas, pero si nunca pude, si nunca se me ocurrió esa idea… ¿cómo puedo aceptar su regalo?

Ahora el señor Bosques meneaba rápidamente la cabeza.

—No, no —dijo—. Es un regalo perfectamente merecido. —Se encogió de hombros.— Pero no tienes un bolso para guardarlo, eso es todo. ¡Espera! Nosotros te daremos tus regalos. Verdaderos regalos. Y no nos quedaremos con ningún elemento indispensable. —Abrió de golpe un arcón giboso con precintos de hierro negro. Una luz parecía brillar dentro de él.— ¡Mira! —dijo, sacando la larga serpiente de un collar—. ¡Oro! —Los demás aprobaron con una sonrisa este regalo, mirando a Fumo en espera de su maravillada gratitud.

—Es… muy amable —dijo Fumo. El señor Bosques enroscó los relucientes aros alrededor del cuello de Fumo, una vez, otra, como si quisiera estrangularlo. El oro no estaba frío como debería estar el metal sino tibio como la carne. Y era tan pesado que parecía oprimirle la nuca, encorvarle la espalda.

—¿Qué más? —dijo el señor Bosques, mirando en torno con un dedo sobre los labios. La señora Sotomonte señaló con una de sus agujas una caja redonda de cuero en lo alto de la alacena—. ¡Perfecto! —exclamó el señor Bosques—. ¿Qué opinas de esto? —Empinándose, tironeó de la caja hasta que ésta cayó en sus brazos. Levantó la tapa.— ¡Un sombrero!

Era un sombrero rojo de copa alta y blanda, con una cinta plisada de la que emergía, cabeceando, una pluma de Iechuza blanca. Mientras el señor Bosques le ponía el sombrero en la cabeza, la señora Bosques y la señora Sotomonte murmuraban Aaaaah y observaban a Fumo atentamente. Pesaba como si fuera una corona.

—Me gustaría saber —dijo Fumo— qué ha sido de Llana Alice.

—Lo cual me recuerda —dijo el señor Bosques con una sonrisa— el último pero no menos sino más… —De debajo de la cama sacó a la rastra un maletín de cuero descolorido y roído por las ratas. Lo levantó hasta la mesa y lo depositó con ternura delante de Fumo. Ahora, también él parecía estar acongojado. Sus manos larguísimas acariciaban el maletín como si sintiera por él verdadera adoración.— Fumo Barnable —dijo—. Éste es mi regalo. Aunque lo hubiera querido, ella no podía dártelo. Es viejo, sin duda, pero por lo mismo más espacioso. Te apuesto a que hay en él sitio para… —Por un instante pareció dudar, y con un súbito clic abrió el cierre y escrutó el interior. Sonrió con picardía.— Ah, lugar de sobra. Y no sólo para su regalo, también hay compartimientos para tu incredulidad y para todo cuanto se te antoje llevar. Te será muy práctico.

El maletín vacío era lo que más le pesaba.

—Nada más —dijo la señora Sotomonte, y el reloj de péndulo canturreó la hora.

—Hora de que te marches —dijo la señora Bosques, y el bebé cloqueó con impaciencia.

—¿Qué habrá sido de Llana Alice? —dijo, pensativo, el señor Bosques. Dio dos vueltas alrededor del cuarto, espiando por las ventanas pequeñas y profundas, escudriñando los rincones. Abrió una puerta, y antes de que la cerrara otra vez precipitadamente, Fumo alcanzó a ver del otro lado una densa obscuridad y a oír un largo susurro soñoliento. El señor Bosques levantó un dedo y arqueó las cejas como si de repente se le hubiera ocurrido una idea. Fue hasta el enorme ropero de patas ganchudas y abrió las puertas, y Fumo vio entonces el bosque cenagoso que había cruzado con Alice… y, a lo lejos, vagabundeando en el atardecer, a Alice en persona. El señor Bosques lo invitó a entrar en el ropero.

—Ha sido muy amable de vuestra parte —dijo Fumo, encorvándose para entrar—. Regalarme todas estas cosas.

Olvídalo —dijo el señor Bosques, cuya voz sonaba ya lejana y vaga. Las puertas del ropero se cerraron detrás de él con un largo tañido como la voz potente y grave de una campana distante. Abofeteado por las ramas, Fumo echó a andar a través de los anegados matorrales; le empezaba a gotear la nariz.

—¿Dónde diantres…? —dijo Alice apenas lo vio.

—He estado en los Bosques —dijo él.

—No lo dudo —dijo Alice—. Mira tu facha.

Una espesa maraña de lianas se le había enroscado Comoquiera alrededor del cuello. Sus espinas tenaces le laceraban la carne y se le clavaban en la camisa.

—Maldición —dijo. Ella se echó a reír y empezó a arrancarle hojas del cabello.

—¿Te has caído? ¿Cómo es que te has llenado la cabeza de hojarasca? ¿Qué es eso que traes?

—Un maletín. Ya está bien —respondió él. Levantó, para mostrárselo, el antiguo nido de avispones abandonado tiempo ha, cuyo fino entramado, roto en algunas partes, dejaba ver los túneles y celdillas del interior. Una mariquita salió de él reptando como una gota de sangre y partió en vuelo.

—Vuela, vuela a casa —dijo Llana Alice—. Todo está bien. El sendero ha estado aquí todo el tiempo. Vamos.

El peso enorme que lo agobiaba era su mochila, empapada por la lluvia. Estaba ansioso por sacársela de encima. La siguió a lo largo de una huella pisoteada, y pronto llegaron a un gran claro cubierto de mantillo al pie de un desmoronado terraplén de greda. En el centro del claro había una cabaña parda con un techo de papel alquitranado, atado a las estacas por medio de una goteante cuerda para tender la ropa.

En el patio, sobre los bloques de hormigón, descansaba una camioneta sin ruedas, y un gato negro y blanco, empapado y furibundo, correteaba de un lado para otro. Una mujer con delantal y galochas los saludaba con la mano desde el gallinero.

—Los Bosques —dijo Llana Alice.

—Sí.

Y sin embargo, ya con las tazas de café frente a ellos, y mientras Amy y Chris Bosques discurrían sobre esto y aquello y su mochila formaba charcos sobre el linóleo, Fumo sentía aún el peso agobiante de la carga, esa carga que le habían impuesto y de la cual tenía la creciente certeza de que ya nunca se podría liberar, y que ahora le parecía haber llevado a cuestas desde siempre. Confiaba en que sería capaz de soportarla.

Poco o nada habría que recordar más tarde del resto de aquel día, y del resto de las peripecias de aquella excursión. Llana Alice solía recordarle de tanto en tanto uno u otro incidente, en medio de un silencio, como si a menudo repitiera el viaje mentalmente cuando no tenía otra cosa en que pensar, y él decía: «Ah, sí», y acaso recordara realmente lo que ella mencionaba, acaso no.

Aquel mismo día Nube, en el porche, sentada frente a la mesa acristalada, y pensando exclusivamente en concluir su seguimiento de aquellos mismos aventureros, dio vuelta de pronto un Arcano denominado El Secreto, y en el momento en que se disponía a ponerlo en su sitio sintió un ahogo y empezó a temblar; los ojos se le llenaron súbitamente de lágrimas, y, cuando Mamá fue a llamarla para la cena, Nube, con los ojos enrojecidos y sorprendida aún por no haberlo sabido y ni siquiera sospechado, le comunicó sin vacilaciones ni dudas lo que acababa de saber. Y cuando Fumo y Llana Alice regresaron, tostados por el sol, cubiertos de arañazos y dichosos, encontraron cerrados los postigos de las ventanas del frente (Fumo no conocía esa antigua costumbre), y al doctor Bebeagua solemne, en el porche.

—Auberon ha muerto —dijo.

Por el camino

Una bandada de grajos (supuso Fumo) volaba de regreso al hogar a través de un cielo invernal veteado de nubes, hacia los árboles desnudos que gesticulaban del otro lado de los surcos recién abiertos de un prado de marzo (de que era marzo estaba seguro). Una valla de troncos con los nudos ahuecados y primorosamente cuarteados separaba el prado de un camino, por donde avanzaba el Viajero, un poco parecido a Dante en los grabados de Doré, con una capucha en punta. A sus pies se extendía una hilera de setas con sombreretes blancos y rojos, y el rostro del viajero tenía una expresión de alarma —bueno, de sorpresa— porque la última y pequeña seta de la hilera se había inclinado hacia atrás el rojo sombrerete y lo observaba con una sonrisa maliciosa.

—Es un original —dijo el doctor Bebeagua, señalando el cuadro con su copa de jerez—. Un regalo del artista a mi abuela Violet. Era un admirador de mi abuela.

Dado que las lecturas de su infancia habían sido César y Ovidio, Fumo no había visto nunca la obra del artista, y aquellos árboles desmochados y provistos de rostros, aquella precisión vespertina, le despertaban una emoción que no hubiera podido analizar. El título del cuadro era Por el camino, y sonaba como un murmullo en sus oídos. Bebió su jerez. Se oyó el timbre de la entrada (era uno de esos en los que hay que hacer girar una llave para que suenen, y vaya si sonaba), y vio a Mamá acudir presurosa a la puerta de la salita, secándose las manos en el delantal.

Menos afectado que el resto de la familia, Fumo había dado una mano. Él y Rudy Torrente habían cavado la fosa en un lugar del parque en que reposaban juntos todos los Bebeagua. Allí estaba John. Violet. Harvey Nube. Era un día de un calor feroz; por encima de los arces agobiados bajo el peso pavoroso de las hojas flotaba un vapor, como un aliento que los árboles exhalaran al respirar la brisa fugitiva. Rudy, con la camisa pegoteada por el sudor a su enorme vientre, moldeaba hábilmente la fosa; los gusanos huían de sus palas, o de la luz, y la tierra fresca y obscura que removían pronto se volvía pálida.

Y al otro día empezó a llegar la gente, todos o casi todos los que habían asistido a su boda, y algunos llevaban la misma vestimenta que usaran para la boda, ya que no habían esperado tan pronto otra celebración en casa de los Bebeagua; y Auberon fue enterrado sin pastor ni oraciones, tan sólo el largo réquiem del armonio, que esta vez, Comoquiera, sonaba sereno y rebosante de alegría.

—¿Por qué será —dijo Mamá volviendo de la puerta con una fuente Pyrex tapada con papel de aluminio— que todo el mundo se cree que uno se muere de hambre después de un funeral? Bueno, son muy amables.

Buenos consejos

La tía abuela Nube guardó en una manga su empapado pañuelo negro.

—Pienso en los chicos —dijo—. Todos estuvieron allí hoy, los de año tras año: Frank Mata y Claude Mora asistieron a su primera clase después de la Sentencia.

El doctor Bebeagua le dio un mordisco a una pipa de raíz brezo que rara vez usaba, se la sacó de la boca y la observó detenidamente, como si le sorprendiera descubrir que no era comestible.

—¿La Sentencia? —dijo Fumo.

—Mora et al. versus Consejo de Educación —dijo en tono solemne el doctor.

—Supongo que ya podemos comer —dijo Mamá al entrar—. Tenemos un salpicón bien variado. Venid con vuestras copas. Fumo, trae la botella… Me tomaré otro.

Y Sophie estaba sentada a la mesa en un mar de lágrimas, porque sin darse cuenta había puesto un plato para Auberon; él siempre venía a almorzar ese día, los sábados…

—Cómo he podido olvidarlo —decía mientras se tapaba la cara con la servilleta—. Él, que nos quería tanto…

Siempre con la cara escondida detrás de la servilleta, salió corriendo del comedor. Fumo tenía la impresión de que, desde que llegara a Bosquedelinde, ni una sola vez le había visto la cara a Sophie, sólo su espalda siempre en retirada.

—Ella y tú erais sus preferidas —dijo Nube, tocándole una mano a Llana Alice.

—Supongo que subiré un momento a ver a Sophie —dijo Mamá desde la puerta, indecisa.

—Siéntate, Mamá —dijo el doctor Bebeagua con dulzura—. No es una de esas veces. —De uno de los cuencos que formaban parte de las ofrendas funerarias, le sirvió a Fumo ensalada de patatas.

—Bien —dijo—. Mora et al. Fue hace unos treinta años.

—Pierdes la noción del tiempo —dijo Mamá—. Hace más de cuarenta y cinco.

—Da igual. Nosotros aquí vivimos muy aislados. Más que complicar al Estado con nuestros críos y tal, se nos ocurrió montar una escuelita privada. Nada del otro mundo. Pero resultó que nuestra escuela tenía que cumplir las Normas. Las Normas del Estado. Ahora bien, nuestros chiquillos leían y escribían tan bien como cualquier otro, y aprendían matemáticas; pero las Normas decían que tenían que estudiar también Historia, y Educación Cívica (sea lo que sea o haya sido) y otro sinfín de cosas que a nosotros simplemente no nos parecían necesarias. Si sabes leer, el Mundo de los Libros está abierto para ti, al fin y al cabo; y si te gusta leer, leerás. Y si no, olvidarás de todos modos cualquier cosa que quienquiera te obligue a leer. La gente de por aquí no es ignorante; uno tiene al menos una idea, o mejor dicho un montón de ideas distintas, de lo que es importante saber, y muy poco de eso se enseña en las escuelas.

»Y bien, aconteció que nuestra escuelita fue clausurada, y que nuestros chicos tuvieron que ir a otras escuelas durante un par de años.

—Decían que nuestro Nivel no preparaba a nuestros estudiantes para el mundo real —dijo Mamá.

—¿Qué tiene de real? —dijo Nube con irritación—. Lo que he visto últimamente no me parece tan real.

—Esto fue hace cuarenta años, Nora…

—No veo que se haya vuelto más real desde entonces.

—Yo fui un tiempo a la escuela pública —dijo Mamá—. No me parecía tan mala. Sólo que siempre tenías que estar allí exactamente a la misma hora cada día, primavera y verano, lloviera o brillase el sol; y no te dejaban salir hasta exactamente la misma hora cada día, además. —Todavía se asombraba, al recordarlo.

—¿Cómo era lo de la Educación Cívica y todo eso? —preguntó Llana Alice, estrujando por debajo de la mesa la mano de Fumo, porque la respuesta era una de las salidas memorables de Mamá.

—¿Tú sabes qué? —dijo Mamá dirigiéndose a Fumo—. Lo que es yo, no recuerdo una sola palabra. Ni una.

Y eso era, precisamente, lo que le había parecido a Fumo el Sistema Educacional. La mayor parte de los muchachitos que él había conocido olvidaban todo lo que aprendían en la escuela tan pronto abandonaban aquellas (para él misteriosas) aulas.

—Caray —dijo—. Tendrías que haber ido a la escuela con mi padre, él nunca dejaba que te olvidaras de nada. —Por otro lado, cuando le interrogaban sobre las cosas más trilladas, tales como el Juramento de Lealtad, el Día del Árbol o el Príncipe Enrique el Navegante, siempre pasaba por un ignorante. Todos pensaban que era un muchacho raro, si es que reparaban en él.

—Así pues, el padre de Claude Mora se metió en un brete por no mandar a su hijo a la escuela pública, y hasta hubo un juicio —estaba diciendo Nube—. Que llegó a la Suprema Corte del Estado.

—Que nos exprimió las cuentas bancarias —dijo el doctor.

—Y que a la larga fue resuelto a nuestro favor —dijo Mamá.

—Porque —dijo Nube— era una cuestión religiosa, eso alegamos nosotros. Como los Menonitas. ¿Has oído hablar de ellos? —Sonrió socarronamente.— Religiosa.

—Una resolución trascendental —añadió Mamá.

—De la que sin embargo nadie llegó a enterarse —dijo el doctor, secándose los labios—. Yo creo que el propio tribunal se sorprendió de haber adoptado semejante resolución y la mantuvieron en secreto; no quieren que la gente se ponga a pensar, remover el avispero, por así decir. Pero no tuvimos más problemas desde entonces.

—Tuvimos buenos consejeros —dijo Nube, bajando los ojos, y todos aprobaron en silencio sus palabras.

Fumo, sirviéndose otra copa de jerez, empezó a hablar con volubilidad de algo que había escapado al Sistema que él conocía —o sea él en persona— y de la educación superior que sin embargo había recibido, y de que jamás habría aceptado ninguna otra. El doctor Bebeagua, súbitamente, dio un mazazo en la mesa con la palma, y miró radiante a Fumo, los ojos iluminados por una idea genial.

Qué te parece

—¿Qué te parece a ti? —le dijo Llana Alice mucho más tarde, cuando ya estaban acostados.

—¿Qué?

—Lo que sugirió Papá.

Bajo la sábana, con el calor que hacía, ese bochorno que sólo después de medianoche empezaba a quebrarse en suaves brisas, los largos y blancos valles y colinas que formaba su cuerpo se desplazaban cataclísmicamente para ir a asentarse en otros territorios.

—No sé —dijo él; se sentía atontado y vacío, incapaz de vencer el sueño. Intentó pensar una respuesta más concreta, pero se quedó dormido. Ella se desplazó otra vez nerviosamente y él se despertó.

—Qué.

—Pienso en Auberon —dijo ella en voz baja, enjugándose el rostro con la almohada. Él entonces se ocupó de ella, y ella, hipando, hundió la cara en el hueco de sus hombros. Y mientras él le acariciaba la cabeza, le pasaba los dedos entre los cabellos (a ella le encantaba esa caricia, como a una gata), se quedó dormida. Y cuando ella se hubo dormido, él se quedó despierto, los ojos fijos en el centelleante cielo raso fantasmal, sorprendido por el insomnio, ignorando esa regla según la cual uno de los esposos puede canjear una desazonada vigilia por el sueño del otro, una regla que ningún contrato matrimonial estipula.

Bueno, ¿qué te parece, entonces?

Aquí, ellos lo habían acogido, lo habían adoptado, y no parecía ser una situación que él fuera a abandonar jamás. Puesto que nada se había dicho del futuro de los dos, tampoco él había pensado en ello: no estaba acostumbrado a tener un futuro, era eso; su presente había sido siempre tan indefinido.

Pero ahora, ya no más anónimo, tenía que tomar una decisión. Se puso las manos detrás de la cabeza, cuidando de no turbar el recién conciliado sueño de Alice. Qué clase de persona era él, si acaso era ahora una clase de persona. Anónimo podía ser a la vez todas las cosas y ninguna; ahora empezaría a desarrollar peculiaridades, un carácter, gustos y aversiones. ¿Y le gustaba a él, o le disgustaba, la idea de vivir en esa casa, de enseñar en su escuela, de ser…, bueno, religioso, suponía que así lo dirían ellos? ¿Condecía eso con su carácter?

Miró la borrosa cordillera de montañas nevadas que Llana Alice estaba haciendo al lado de él. Si él era un personaje, se lo debía a ella, sin duda. Y si era un personaje, era probablemente un personaje secundario: un personaje secundario en la historia de algún otro, este cuento fantástico en el que se había metido. Él entraría y saldría del escenario, contribuiría de tanto en tanto con un breve parlamento. Que el personaje fuese un maestro gruñón o cualquier otra cosa no parecía importar demasiado, y eso se decidiría sobre la marcha. Bueno, ¿qué?

Se analizó a sí mismo con detenimiento a ver si eso despertaba en él algún resquemor. Sentía, sí, una cierta nostalgia por su desvanecido anonimato, por la infinidad de posibilidades que éste contenía; pero también sentía junto a él la respiración de ella, y la casa respirando alrededor de él, y al ritmo de esas respiraciones se durmió, sin haber decidido nada.

Mientras la luna desplazaba suavemente las sombras de uno a otro lado de Bosquedelinde, Llana Alice soñó que se encontraba en un prado constelado de flores donde en una loma crecían estrechamente abrazados una encina y un espino, las ramas entrelazadas como dedos. En el otro extremo del corredor, Sophie soñó que tenía en el codo una puertecita diminuta, apenas un resquicio abierta, por donde soplaba el viento, soplando en su corazón. El doctor Bebeagua soñó que estaba delante de su máquina de escribir y escribía lo siguiente: «Hay un insecto viejo, viejísimo, que vive en un agujero bajo tierra. Cierto junio se pone su sombrero de paja, coge con la mitad de sus patas su pipa, su bastón y su farol y sigue al gusano y la raíz hasta la escalera que conduce a la puerta del verano azul». Esto le parecía a él inmensamente significativo, pero cuando se despertó no pudo recordar, pese a todos sus esfuerzos, una sola palabra. Mamá, a su lado, soñó que su marido no estaba en su estudio, sino con ella en la cocina, donde ella sacaba del horno interminables fuentes de galletitas; las cosas horneadas eran redondas y pardas, y cuando él le preguntaba qué eran, ella le respondía «Años».

Libro Segundo

El secreto del hermano Viento Norte

Capítulo 1

El pastor de Virgilio trabó al fin amistad con el Amor, y descubrió que era una criatura nativa de las rocas.

Johnson

Después de la muerte de John Bebeagua en 1920, Violet, incapaz de soportar, o de concebir siquiera, los treinta y más años de vida sin él que le profetizaban las cartas, se recluyó durante un largo período en un aposento de la planta alta. Su ensortijada cabellera negra encanecida prematuramente y su delgadez élfica, ahora acentuada a raíz de una aversión repentina que le cogió ese año a casi toda clase de alimentos, le conferían ese aire de fragilidad de las antigüedades, pero no parecía vieja: su tez se conservó tersa y sin arrugas durante muchos años, y sus ojos obscuros, líquidos, no perdieron jamás aquella inocencia infantil, salvaje, que John Bebeagua había visto en ellos por primera vez en el siglo pasado.

Retiros y operaciones

Era una habitación bonita y confortable, con ventanas orientadas en varias direcciones. En un ángulo, la mitad del interior de una cúpula (todo el espacio interior que tenía, aunque exteriormente era una cúpula entera) formaba una alcoba recoleta con su balcón-mirador, y allí tenía ella su alto sillón tapizado en cuero. En otro lugar, la cama, encortinada tras los doseles diáfanos y cubierta con los edredones y puntillas marfileños con que una madre que nunca conoció había engalanado su propio y melancólico lecho nupcial; una amplia mesa de caoba obscura sobre la cual se apilaban los papeles de John Bebeagua, en los que al principio había pensado poner un poco de orden, y publicarlos, quizá, a él le encantaba publicar, pero que a la postre habían quedado allí, amontonados bajo el brazo flexible de la lámpara de bronce; el giboso baúl de cuero resquebrajado de donde habían salido y adonde años más tarde acabarían por regresar; un par de butacas de terciopelo, raídas, desvencijadas y confortables, junto al hogar; y todos los adminículos de Violet —sus peines y cepillos de plata y carey, una cajita de música decorada, sus cartas tan extrañas— que sus hijos y nietos y visitantes recordarían, años después, como los elementos más importantes de la habitación.

A sus hijos, excepto a August, no los afectó la abdicación de Violet. Al fin y al cabo, ella nunca había estado del todo presente, y esa actitud parecía ser la secuencia natural de su inveterada abstracción. Todos, salvo August, la querían con un afecto profundo e incondicional, y rivalizaban entre ellos por quién le subiría las frugales comidas que las más de las veces ni siquiera probaba, por encenderle el fuego o leerle su correspondencia, o ser el primero en comunicarle las novedades.

—August le ha encontrado una nueva utilidad a su Ford —le anunció Auberon mientras examinaban algunas fotos que él había tomado—. Le ha sacado una de las ruedas y lo ha asegurado con una correa a la sierra de Ezra Praderas. De este modo la sierra, accionada por el motor, cortará la leña.

—Ojalá no vayan demasiado lejos —dijo Violet.

—¿Cómo? Oh, no —dijo Auberon, riendo de la imagen que ella sin duda se había forjado, un Ford-T bramando a través de los bosques y talando los árboles en su carrera—. No. Con el coche colocado sobre los troncos, las ruedas giran, pero no van a ninguna parte. Es cuestión de aserrar la leña, no de viajar.

—Oh. —Las manos delicadas de Violet tocaron la tetera para ver si aún estaba tibia.— Él es muy ingenioso —dijo, como si fuera otra cosa lo que había querido decir.

Era una idea ingeniosa, aunque no de August; él la había leído en una revista de mecánica ilustrada, y había persuadido a Ezra Praderas a que la ensayara. Resultó ser un poco menos sencilla que como la describía la revista, bueno, era preciso que el operador saltara arriba y abajo del asiento a fin de alterar la velocidad de la cuchilla, de girar la manivela de arranque cada vez que el motor se calaba en un nudo de la madera, y gritarse, además, el uno al otro: «¿Qué? ¿Cómo?», por encima del ruido infernal de la máquina; y, de todos modos, a August le interesaba poco y nada la producción de leña aserrada. Pero sentía adoración por su Ford; y no había hazaña posible o factible, desde saltar como al descuido las vías del ferrocarril, hasta patinar y girar como un Nijinsky de cuatro ruedas sobre un lago escarchado, que no se complaciera en hacerle ejecutar. Ezra, aunque receloso al principio, no compartía al menos el soberano desprecio de su familia y de gente como los Flores por la obra maestra de Henry Ford. Y con tamaño alboroto en el patio de la granja, Amy, su hija, había interrumpido un par de veces sus quehaceres para salir a curiosear. La primera, con un paño de cocina en la mano, secando distraídamente una sartén negra con motas blancas; la segunda, con las manos y el delantal enharinados. La correa de la sierra se rompió y saltó, culebreando con violencia. August apagó el motor.

—Mira esto, Ezra. Fíjate qué pila. —La fresca pulpa, amarilla de la madera toscamente cortada, con arcos pardos aquí y allá quemados por la insistencia de la cuchilla, exhalaba el olor dulzón y pastoso de la resina.— A mano, te habría lleva una semana entera. ¿Qué opinas de esto?

—Está muy bien.

—¿Qué opinas tú, Amy? ¿No es maravilloso? —Amy sonrió con timidez, como si fuese a ella a quien ensalzaba.

—Está muy bien —repitió Ezra—. A ver, tú. Lárgate. —Esto a Amy, cuya expresión se trocó en un mohín de ofendido orgullo, tan adorable a los ojos de August como su sonrisa; sacudió la cabeza y se marchó, sí, pero con paso majestuoso, no fueran a pensar que se iba porque la habían echado.

Ezra le ayudó a colocar de nuevo la rueda en el Ford, en silencio; un silencio ingrato, pensó August, a menos que el granjero temiera que si abría la boca se pudiera plantear la cuestión del pago. Tal peligro no existía, ya que August, a diferencia del hijo menor de todos los viejos cuentos, sabía que no podía pedirle, en pago por la ejecución de una faena imposible (el aserrado de unos doscientos pies de leña en una sola tarde), la mano de su bella hija.

Volviendo a casa por los caminos de siempre, levantando siempre el mismo polvo, August veía con incisiva claridad la congruencia perfecta (que para todos los demás era una contradicción) de su carruaje con aquel largo final del verano. Hizo un ajuste insignificante e innecesario de la toma de aire y dejó caer sobre el asiento de al lado su sombrero de paja. Pensó que si por la noche hiciera buen tiempo podría llegarse hasta ciertos parajes que conocía, y pescar un rato. Era consciente de una especie de felicidad que parecía insinuarse en él, ahora con cierta frecuencia, que se había insinuado en él por primera vez cuando adquirió el coche, cuando había levantado por primera vez el ala de murciélago del capot y contemplado el motor y el mecanismo de transmisión, humildes y útiles como sus propios órganos internos. Era la sensación de que por fin lo que sabía acerca del mundo le era suficiente para poder vivir en él; que el mundo y lo que de él conocía eran una sola cosa. A esa sensación él la llamaba «crecer», y era en verdad una sensación de estar creciendo, si bien en sus momentos de loca exaltación se preguntaba si ese crecimiento no acabaría por convertirlo en un Ford, o en Ford, tal vez; ningún otro hombre, ningún otro instrumento tenía una razón de ser tan genuina, era tan completo, tan suficiente para el mundo y á la vez tan autosuficiente; un destino que habría saludado con verdadero júbilo.

Y que todos los demás parecían resueltos a frustrar. Cuando le explicó a Pa (llamaba Pa a su padre en su fuero interno y cuando hablaba con Amy, pero a John nunca lo había llamado así cara a cara) que lo que hacía falta en la región era un garaje, una estación de servicio que pudiera expender gasolina y hacer reparaciones, y vender Fords, y le había mostrado el material informativo que le enviara la Compañía Ford sobre la cuantía de la inversión requerida para el montaje de una agencia de esa naturaleza (él mismo no se había propuesto como agente, sabía que a los dieciséis años era demasiado joven: él se contentaría, y mucho, con bombear la gasolina y hacer las reparaciones), su padre había sonreído, pero no le había dedicado a la idea ni tan siquiera cinco minutos de reflexión; había escuchado a su hijo en silencio, asintiendo con benevolencia, porque lo adoraba y se desvivía por complacerlo. Y al cabo había dicho: «¿Te gustaría tener un auto para ti?».

Bueno, sí; pero August sabía que lo había tratado como a un crío, aunque él había presentado una propuesta tan clara y detallada como la de cualquier hombre hecho y derecho; y su padre, cuyas preocupaciones eran tan fantásticamente pueriles, había sonreído al oírla, como si fuese el capricho antojadizo de un chiquillo, y le había comprado el coche sólo para dejar zanjada la cuestión dándole ese gusto.

Pero no la había zanjado. Pa no comprendía. Antes de la guerra las cosas eran de otra manera. Nadie sabía nada. Uno podía ir a los bosques andando, e inventar historias y ver cosas, si así lo quería. Pero ahora no había excusas. Ahora había un conocimiento, un conocimiento que estaba allí, a tu alcance, de cosas reales y concretas, de cómo opera el mundo y qué hay que hacer para que funcione como es debido. «Al operador de un Ford Modelo T le resultará sin duda sencillo y conveniente colocar él mismo las bujías. La operación se lleva a cabo de la forma siguiente…» Y estos conocimientos, justos y razonables, se los ponía August sobre el loco revoltijo de su niñez, como quien se pone un guardapolvo sobre un traje y se lo abotona hasta el cuello.

Una idea estupenda

—Lo que a ti te hace falta —le dijo a su madre esa tarde— es un poco de aire fresco. Déjame que te lleve a dar un paseo. Vamos. —Fue y le cogió las manos para levantarla de su silla, y aunque ella se las dio, los dos sabían, porque habían representado varias veces esa misma escena, que Violet no se levantaría y que, con toda certeza, no saldrían a pasear. Pero ella le retenía las manos.— Puedes abrigarte, y de todos modos con los caminos que hay por aquí no se puede andar a más de veinticinco kilómetros por hora.

—Oh, August.

—Nada de «Oh, August» —dijo él, dejando que ella lo tironeara hacia abajo hasta sentarlo a su lado, pero alejando el rostro de los labios de su madre—. A ti no te pasa nada, nada malo, quiero decir. Sólo que te pasas la vida rumiando tus pensamientos. —Que tuviera que ser él, el más joven, el que se viera obligado a hablarle a su madre seriamente como a una niña alunada, cuando había hijos mayores que debieran hacerlo, era algo que a él lo sacaba de quicio, pero a ella no.

—Cuéntame lo del aserrado de la leña —dijo Violet—. ¿Estaba allí la pequeña Amy?

—No es tan pequeña.

—No, no. No lo es. Tan bonita.

August supuso que había enrojecido, y supuso que ella había notado su sonrojo. Le parecía bochornoso, casi indecente, que su madre supiera que miraba a una chica con otros ojos que los de una divertida indiferencia. A pocas chicas, por cierto, miraba él con divertida indiferencia, si se conociera la verdad, y se la conocía; hasta sus hermanas le sacaban pelusas de las solapas y le alisaban el pelo, espeso y rebelde como el de su madre, y sonreían con picardía cada vez que, como al azar, anunciaba que al atardecer se daría una vueltecita por la granja de los Praderas o por la casa de los Flores.

—Escucha, Ma —dijo, en un tono de voz perentorio—, ahora escúchame de veras. Antes, tú sabes, antes de que Papá se muriera, conversamos sobre ese asunto del garaje, y de la agencia y todo lo demás. A él no le gustó demasiado, pero eso fue hace cuatro años, yo era muy joven. ¿Podemos volver a conversar? Auberon piensa que es una idea estupenda.

—¿De veras?

Auberon no había encontrado nada que objetar; pero la verdad era que su hermano estaba detrás de la puerta del cuarto obscuro, a la tenue luz roja de su celda de ermitaño, cuando August se lo había explicado.

—Seguro. Dentro de poco, sabes, todo el mundo va a tener un automóvil. Todo el mundo.

—Oh, Señor.

—Tú no puedes negarte al futuro.

—No, no, eso es cierto —miraba, abstraída, por la ventana, la tarde soñolienta.— Eso es cierto. —Había captado un significado, sí, pero no el de su hijo; August, sacó su reloj y lo consultó, para hacerla salir de su ensimismamiento.

—Bueno, entonces —dijo.

—No sé —dijo ella, mirándolo a la cara, no como para leer en ella, no como para comunicarse con ella, sino como quien se mira en un espejo: así de franca, así de soñadora—. No sé, querido. Pienso que si a John no le pareció una idea buena…

—Eso fue hace cuatro años, Ma.

—Fue, era hace cuatro… —Hizo un esfuerzo y le cogió otra vez la mano.— Tú eras su preferido, August, ¿sabías eso? Quiero decir que él os quería a todos, pero… Bueno, ¿no te parece que él debía saber mejor que nadie? Ha de haber reflexionado largamente en ese asunto, él siempre reflexionaba en todo largamente. Oh, no, querido, si él no estaba seguro, no creo que yo pueda hacer nada mejor, de verdad.

August se levantó bruscamente y hundió las manos en los bolsillos.

—Está bien, está bien. Pero no le eches la culpa a él, eso es todo. A ti no te gusta la idea, te asusta una cosa tan simple como un auto, y de todos modos, nunca quisiste que yo tuviera nada.

—Oh, August —empezó a decir ella, pero calló de golpe y se tapó la boca con la mano.

—Está bien —dijo él—. Supongo que te lo diré, en ese caso. Supongo que me marcharé de aquí. —Inesperadamente, se le había formado un nudo en la garganta; había pensado que sólo sentiría rebeldía y triunfo.— A la Ciudad tal vez. No sé.

—¿Qué quieres decir? —Con un hilo de voz, como un niño que empieza apenas a comprender una cosa monstruosa y terrible.—¿Qué quieres decir?

—Bueno —dijo él, desafiante ahora—. Soy un hombre adulto. ¿Qué piensas tú? ¿Qué me voy a pasar aquí, holgazaneando en esta casa, el resto de mi vida? Pues bien, no.

La expresión del rostro de su madre, de angustia horrorizada e impotente, cuando todo lo que acababa de decir no era nada más que lo que cualquier joven de veinte años podría decir, cuando todo lo que sentía era la insatisfacción que cualquier persona normal puede sentir, hizo que la confusión y el sentido común frustrado fermentaran de pronto en él como larva hirviente. Corrió hasta el sillón de su madre y se dejó caer de rodillas a sus pies.

—Ma, Ma —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Qué pasa, por Dios? —Le besó la mano, un beso que fue como un mordisco furioso.

—Es que tengo miedo, nada más…

—No, no, dime al menos qué es lo tan terrible. Qué hay de tan terrible en que uno quiera progresar, y ser, y ser normal. ¿Qué había de malo —estaba en erupción esa lava, y él no quería contenerla, ni hubiera podido, aunque quisiera— en que Timmie Willie se fuera a la Ciudad? Es allí donde vive su marido, y ella lo quiere. ¿Acaso es ésta una casa tan maravillosa que nadie debería siquiera pensar en vivir en ninguna otra parte? ¿Ni siquiera al casarse?

—Había tanto sitio aquí… Y la Ciudad está tan lejos…

—Bueno, ¿y qué tenía de malo que Aub quisiera entrar en el ejército? Hubo una guerra. Todo el mundo fue. ¿Quieres que todos nosotros seamos tus bebés eternamente?

Violet no respondió, pero las lágrimas, grandes y perladas como las de un niño, le temblaban en las pestañas. De pronto echaba de menos, dolorosamente, a John. En él podía volcar todas sus percepciones inarticuladas, todo cuanto conocía y desconocía de sus intuiciones, todo aquello que, aunque él en realidad no comprendía, siempre escuchaba con reverencia; y de él vendrían los consejos, las prevenciones, las ideas, las decisiones inteligentes que ella nunca hubiera podido tomar. Pasó la mano por el pelo enmarañado de August, ensortijado como el de un elfo, que ningún peine podía domar, y dijo:

—Es que tú sabes, querido, tú sabes. Tú te acuerdas, ¿verdad? Sí que te acuerdas, ¿no es cierto?

Con un sollozo, él apoyó la mejilla en su regazo, y ella siguió acariciándole el cabello.

—Y automóviles, August…, ¿qué pensarían ellos? El ruido, y el olor. La… la insolencia. ¿Que podrían pensar? ¿Y si los echaras de aquí?

—No, Ma, por favor, no.

—Ellos son temibles, August, tú te acuerdas de aquella vez, cuando eras chiquitín, aquella vez de la avispa, te acuerdas de lo furioso que se puso el pequeñito. lo viste. Y si… y si eso los enfureciera ¿no tramarían algo, o algo tan horrendo…? Podrían, tú sabes que podrían.

—Yo era apenas un crío.

—¿Todos vosotros lo olvidáis? —dijo ella, no como si le hablara a él, sino como si ella misma se interrogase, como si interrogase a una percepción extraña que acababa de tener—. ¿Todos los olvidáis, realmente? ¿Es eso? ¿Lo olvidó Timmie? ¿Todos vosotros? —Levantó entre sus manos la cara de él para estudiarla.— August, ¿lo has olvidado o…? No debéis, no debéis olvidar; si lo hacéis…

—¿Y si a ellos no les importara? —dijo August, derrotado—. ¿Si a ellos les importara un bledo? ¿Cómo puedes estar tan segura de que les importa? Tienen todo un mundo para ellos ¿no?

—No lo sé.

—El Abuelo decía…

—Oh, por favor, August, yo no sé.

—Bueno —dijo él, desprendiéndose de ella—, en ese caso, iré a preguntar, iré a pedirles permiso. —Se levantó.— Les pediré permiso, y sí ellos dicen que está bien, entonces…

—No creo que ellos lo aprobaran.

—Ya, pero ¿y si lo hacen?

—¿Cómo puedes estar seguro? Oh, August, no hagas eso, ellos podrían mentir. No, prométeme que no lo harás. ¿Adonde vas?

—Voy a pescar.

—¿August?

Algunas notas

Tan pronto como August se hubo marchado, los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Se restregó con impaciencia las gotas calientes, las gotas que le rodaban por las mejillas sólo porque ella no podía explicar; no había forma de decir nada de lo que sabía, no existían palabras para hacerlo, y cada vez que lo intentaba, el mero intento hacía que todas sus palabras se transformaran siempre en mentiras o estupideces. Ellos son temibles, le había dicho a August. Ellos pueden mentir, había dicho. No, eso no era cierto, ni lo uno ni lo otro. Ellos no eran temibles, y no podían mentir. Esas cosas sólo son ciertas cuando uno se las dice a los niños, como es cierto cuando se le dice a un niño que «Abuelo se ha marchado de viaje» cuando el Abuelo ha muerto, cuando ya no habrá más Abuelo que se vaya o que venga. Y el niño dice: ¿Adonde se ha marchado el Abuelo? Y tú piensas entonces una respuesta un poco menos verdadera que la anterior, y así sucesivamente. Y sin embargo, has sido veraz con él, y él ha comprendido, al menos tanto como has comprendido tú.

Pero sus hijos ya no eran niños.

Tantos años como había intentado, con la ayuda de John, poner en palabras, con las palabras de un lenguaje adulto, lo que ella sabía: redes para cazar los vientos, los Significados, la Intención, la Solución. Y tan cerca que había estado él, oh, el gran hombre bondadoso, tan cerca como se puede llegar con la inteligencia, la disciplina mental, la acuciosa atención.

Pero no había Significados, no había ninguna Intención, ninguna Solución. Pensar en ellos en esos términos era como pretender hacer una tarea cuando lo que uno hace es, simplemente, mirarse en un espejo; tus manos, por mucho que te empeñes, hacen lo contrario de lo que les ordenas hacer, en vez de ir hacia un lugar, se alejan; a la izquierda, no a la derecha, hacia delante, no hacia atrás. Ella se imaginaba a veces que el sólo pensar en ellos no era nada más que eso: era mirarse en un espejo. Pero incluso eso, ¿qué podía significar?

Ella no quería que sus hijos fuesen bebés para siempre, este país parecía estar lleno de gente que se desesperaba por crecer, y si bien ella no había tenido nunca la sensación de crecer, no pretendía impedir que otros lo hicieran, pero le daba miedo: si sus hijos se olvidaran de lo que habían sabido de pequeños, estarían en peligro. De eso estaba segura. ¿Qué peligro? ¿Y cómo, por amor al Cielo, cómo haría para ponerlos en guardia?

No había respuestas, ninguna respuesta. Todo cuanto estaba al alcance del poder de la mente y del lenguaje tenía que volverse más preciso según como se formularan las preguntas. John le había preguntado: ¿Existen las hadas realmente? Y no había respuesta para eso. Él había puesto entonces todo su empeño, y la pregunta se había vuelto más circunstancial y tentativa, y al mismo tiempo más exacta y precisa; y aun así no había respuestas, sólo la forma cada vez más completa de la pregunta, evolucionando del mismo modo que, según le explicara Auberon, evolucionaba toda vida, extendiendo miembros e inventando órganos, tejiendo coyunturas, actuando e interviniendo de formas cada vez más complejas y a la vez más compactas y definidas, hasta que la pregunta, perfectamente formulada, incluía su propia incontestabilidad. Y de pronto, eso tuvo un fin. La última edición, y John murió esperando todavía la respuesta.

Y sin embargo había cosas que ella sabía. Encima de la mesa de caoba obscura estaba la máquina de escribir de John, alta y negra, huesuda y cascaruda como un viejo crustáceo. Por el bien de August, por el bien de todos, ella tenía que decir lo que sabía. Fue hasta la máquina, se sentó frente a ella, y apoyó las manos sobre el teclado, como lo haría un pianista, pensativamente, antes de empezar a tocar algún nocturno suave, melancólico, casi inaudible; entonces notó que no había papel en el rodillo. Buscarlo le llevó cierto tiempo; y la hoja de su cuaderno de notas, cuando la hubo insertado entre las mandíbulas de la máquina, parecía pequeña y temerosa, poco dispuesta a recibir los golpes de las teclas. Pero empezó, utilizando dos dedos, y tecleó lo siguiente:

notas de Violet sobre ellos

y debajo de esta frase la palabra que el Abuelo solía escribir en los diarios que esporádicamente llevaba:

tacenda

Y ahora ¿qué? Movió el espaciador, y escribió:

ellos no nos quieren bien

Reflexionó un momento y luego, a renglón seguido, agregó:

ellos tampoco nos quieren mal

Lo que había querido decir era que a ellos no les importaba, que sus preocupaciones no eran las nuestras, que si traían regalos —y los traían—; si tramaban un casamiento o un accidente —y lo habían hecho—; si espiaban y acechaban —y lo hacían, por cierto—, nada de ello era con la intención de ayudar o dañar a los mortales. Que sus razones —si tenían alguna— eran exclusivamente de ellos, y ella a veces pensaba que no, no más que las piedras o las estaciones.

ellos son creados no nacidos

Consideró esta frase, mejilla en mano, y dijo «No», y con una x tachó cuidadosamente la palabra «creados», y escribió encima «nacidos», y luego tachó con una x la palabra «nacidos» y escribió encima «creados», y entonces cayó en la cuenta de que ninguna de las dos era más verdadera que la otra. ¡Inútil! ¿No podría jamás pensar algo sobre ellos sin que la idea contraria fuese igualmente cierta? Bajó una línea suspirando, y escribió:

nunca dos puertas hacia ellos son iguales

¿Era eso lo que había querido decir? Quería decir que lo que para una persona era una puerta no sería una puerta para otra. Quería decir, también, que cualquier puerta, una vez traspuesta, cesaba para siempre de ser una puerta, que ni siquiera se podría volver a salir por ella. Quería decir que nunca dos puertas conducen al mismo lugar. Quería decir que no había puertas que condujeran hacia ellos. Y sin embargo: encontró, en la hilera superior del teclado, un asterisco (ignoraba que la máquina tuviese ese signo) y lo agregó a la última frase, de modo que ahora quedó así:

nunca dos puertas hacia ellos son iguales*

Y abajo escribió:

*pero la casa es una puerta

Con esto llenó la pequeña hoja de cuaderno, y la sacó, y releyó lo que había escrito. Vio que lo que tenía era un sumario de varios de los capítulos de la última edición de la Arquitectura, despojados de las flotantes vestiduras de explicaciones y abstracciones, desnudos y frágiles pero no más útiles que antes. La estrujó lentamente entre las manos, pensando que no sabía absolutamente nada y que sin embargo una cosa sabía: que lo que el destino les deparaba, a ella y a todos ellos, los esperaba allí (¿por qué era tan estúpida que creía saberlo?), y que por consiguiente debían aferrarse a este lugar y no alejarse de él, y suponía que ella nunca volvería a salir de él. Ese lugar era la puerta, la más grande de las puertas, y, Comoquiera, por azar o por designio, se hallaba en la orilla misma, en el linde de Dondefuera, y habría de ser, al final, la última puerta, aquella que los conducía a ese lugar. Durante un tiempo largo iba a permanecer abierta; después, durante cierto tiempo, se la podría abrir al menos, si se tenía la llave; pero llegado un momento, se cerraría para siempre, y ya nunca más volvería a ser una puerta; y ella no quería que entonces, cuando se cerrase, ninguno de sus seres queridos se quedara del lado de afuera.

Lo que tú más desees

El viento sur sopla la mosca a la boca del pez, dice el Pescador, pero hoy no quería, al parecer, soplar ninguno de los tentadores y bien asegurados señuelos de August a la boca de ningún pez. Ezra Praderas creía a pie juntillas que los peces pican antes de una lluvia; el viejo MacDonald siempre había estado convencido de que nunca pican, y August veía que pican y no pican; los bicharracos y mosquitos que se posan como motas de polvo sobre el agua, cuando caen empujados hacia abajo por el cambio de presión (Cambio, pronosticaba el ambivalente barómetro de John), pero no los Alexandras y los Jack Scotts que les echaba August.

Quizá no estuviera suficientemente concentrado en la pesca. Estaba tratando (sin que exactamente tratara de tratar) de ver o notar alguna cosa (sin que exactamente la viera o la notara) que pudiera constituir una clave o un mensaje; tratando de recordar, al tiempo que trataba de olvidar que siempre lo olvidaba, cómo solían aparecer esas claves o mensajes, y de qué forma solía él interpretarlos. Además, debía tratar de no pensar. Esto es la locura; no pensar que sólo por su madre estaba haciendo lo que hacía. Cualquiera de los dos pensamientos malograría lo que pudiera acontecer, fuera lo que fuese. Por encima del agua pasó, como una ráfaga, un Martín pescador, riendo, iridiscente, a la luz del sol, apenas por encima de las sombras de la noche que ya empezaban a tenderse sobre el río. Yo no estoy loco, pensó August.

Uno de los paralelismos entre la pesca y esa otra actividad suya consistía en que, cualquiera que fuese el paraje de la orilla del río en que se encontrara, siempre parecía haber, justo allá, donde las aguas se precipitaban por una angostura pedregosa, o justo del otro lado de las trenzas de los sauces, un sitio perfecto, el lugar que uno ha estado buscando a lo largo de todo el camino. La impresión no se atenuaba ni siquiera cuando, después de reflexionar un instante, uno reparaba en que el sitio perfecto era aquel en el que había estado pocos minutos antes, atisbando este lugar, ansioso por estar entre las largas manchas de sombra del follaje, como estaba ahora, y sin embargo…; y en el mismo momento en que August se daba cuenta de esto, cuando su deseo se hallaba, por así decir, en tránsito entre el Allí y el Acá, algo picó su cebo y poco faltó para que le arrancara la caña de la abstraída mano.

Tan sorprendido como debía de estarlo el propio pez, August tironeó con torpeza, pero tras una breve lucha logró sacarlo del agua, y lo echó en la red: la penumbra del anochecer había absorbido entretanto las sombras del follaje; el pez lo observaba con estupor, como todo pez atrapado. August le sacó el anzuelo, le introdujo el pulgar en la boca membranosa, y con un golpe certero le quebró la garganta. Su pulgar, cuando lo retiró, estaba bañado en limo y fría sangre de pez. Sin pensar, se lo puso en la boca y lo chupó. El Martín pescador despegó otra vez, con una carcajada, y mirando a August de reojo cruzó en vuelo rasante por encima del agua y se posó en la rama más alta de un árbol seco.

August, con el pez en la malla, se sentó en la orilla y esperó. El Martín pescador se había reído de él, no del mundo en general, de eso estaba seguro, una carcajada sarcástica, vindicativa, y sí, a lo mejor él era un sujeto risible. Su pescado no alcanzaba a tener un palmo de largo, ni siquiera un desayuno. ¡Bueno! ¿Y qué?

—Si tuviera que vivir de lo que pesco —dijo—, ya me procuraría un pico.

—Tú no debes hablar —dijo el Martín pescador— antes de que te hayan dirigido la palabra. Hay modales, ¿sabes?

—Perdón.

—Primero hablo yo —dijo el Martín pescador—, y tú te preguntas quién es el que te habla. Entonces te percatas de que he sido yo; luego miras tu pulgar y tu pescado, y comprendes que es la sangre del pez, que chupaste, lo que te permite entender el lenguaje de los animales; entonces tú y yo conversamos.

—Yo no quise…

—Daremos por sentado que así sucedieron las cosas. —El Martín pescador hablaba en el tono airado e impaciente que August no podía menos que esperar de aquella cresta erizada, el recio cuello, los ojos y el pico feroces, indignados: la voz de un Martín pescador. ¡Un ave alción, sin duda!— Ahora tú te diriges a mí —dijo el Martín pescador—. Oh Ave, dices, y formulas tu ruego.

—Oh Ave —dijo August, extendiendo las manos en un gesto implorante—. Dime una cosa: ¿Estaría bien que en Arroyodelprado tuviéramos una gasolinera, y que vendiéramos coches Ford?

—Ciertamente.

—¿Qué has dicho?

—¡Ciertamente!

Era tan incómodo estar así, hablando con un pájaro, con un Martín pescador posado en la rama más alta de un árbol seco y a una distancia no menor de la que jamás había tenido antes a otras aves de su misma especie, que August imaginó al pájaro sentado junto a él en la ribera, como una especie de persona martinpescadoresca, más accesible por sus dimensiones a la conversación, y como él, cruzado de piernas. El artilugio surtió efecto. Sin embargo, August dudaba de que ese Martín pescador fuese realmente un Martín pescador.

—Bueno —dijo el Martín pescador, todavía lo bastante pájaro para no poder mirar a August con más de un ojo por vez, y ese ojo vivaz y reluciente y despiadado—. ¿Eso es todo?

—Yo… creo que sí. Yo…

—¿Sí?

—Bueno, yo temía que pudiera haber reparos. El ruido. El olor.

—Ninguno.

—Oh.

—Por otra parte —dijo el Martín pescador (una risa, una carcajada ronca parecía acompañar como un eco a todas sus palabras)— ya que tú estás aquí, y que yo estoy aquí, podrías pedir algo más.

—¿Qué?

—Oh, cualquier cosa. Lo que tú más desees.

August había creído, hasta el momento mismo en que expresó su absurdo deseo, que eso era precisamente lo que acababa de hacer; de pronto, sin embargo, mientras una insoportable ola de calor le cortaba el aliento, comprendió que no, que no lo había hecho, y que podía hacerlo. Enrojeció intensamente.

—Bueno —dijo, tartamudeando—. Allá, en Arroyodelprado hay… hay un granjero, cierto granjero, y él tiene una hija.

—Sí sí sí —dijo con impaciencia el Martín pescador, como si supiera demasiado bien lo que August deseaba y no quisiera tener que soportar el engorro de que se lo manifestara con todos sus pormenores y circunstancias—. Pero ante todo discutamos la paga, y luego el premio.

—¿La paga?

El Martín pescador sacudió la cabeza en breves y furiosos cambios de actitud, mirando a August, el río o el cielo, como si estuviese tratando de pensar alguna frase realmente injuriosa con que expresar su irritación.

—Paga —dijo—. Paga, paga. No tiene nada que ver contigo. Llamémoslo favor, si tú prefieres. La restitución de cierta pertenencia que, no me interpretes mal, cayó en vuestras manos, estoy seguro, por pura casualidad. Me refiero —por un brevísimo instante, y por primera vez, el Martín pescador pareció en cierto modo titubear, o estremecerse—, me refiero a un mazo de cartas, cartas de juego. Muy viejas. Que vosotros poseéis.

—¿Las de Violet?

—Esas mismas.

—Se las pediré.

—No, no. Ella cree, ¿sabes? que las cartas son suyas. No. Ella no tiene que enterarse.

—¿Que se las robe, entonces?

El Martín pescador guardó silencio, y por un momento desapareció por completo, aunque bien pudo ser tan sólo que la atención de August se desviara del esfuerzo de imaginarlo sentado junto a él a la enormidad que le habían ordenado perpetrar.

Cuando reapareció, el Martín pescador daba la impresión de estar un tanto apaciguado.

—¿Has reflexionado sobre tu recompensa? —dijo, casi conciliador.

Sí, había reflexionado. Aunque en el momento en que comprendió que sin duda podía pedirles a Amy, sintió que ya no la deseaba tan intensamente: un presagio apenas de lo que habría de acontecer cuando al fin la poseyera, a ella o a cualquier otra. Pero ¿qué podía elegir, entonces? ¿Sería posible que pudiera pedir…?

—Todas —dijo, con un hilo de voz.

—¿Todas?

—Todas las que yo quiera. —Si no lo hubiese dominado la fuerza súbita, horrenda, del deseo, jamás la vergüenza le habría permitido decir semejante cosa.— Poder sobre ellas.

—Lo tienes. —El Martín pescador carraspeó, miró para otro lado, y con una garra negra se peinó las barbas, como feliz de haber cerrado por fin el sucio trato.— Hay cierto estanque allá, bosque arriba, pasando el lago. Y cierta roca que aflora del estanque. Pon allí las cartas, en su bolso y su estuche, y llévate el regalo que encontrarás. Hazlo pronto. Adiós.

La noche, caliginosa y sin embargo clara, presagiaba tormenta; habían desaparecido ya las confusiones del poniente. Los charcos de la ribera estaban negros, cruzados de nervaduras vidriosas provocadas por el incesante fluir de la corriente. El negro aleteo de unas plumas en un árbol seco era un Martín pescador que se preparaba para dormir. August esperó en la orilla hasta que un sendero anochecido lo devolvió al sitio de donde había venido; entonces recogió sus avíos y emprendió el regreso a casa, los ojos de par en par abiertos pero ciegos a esa esplendorosa belleza de la noche que precede a una tormenta; se sentía ligeramente mareado de ansiedad y extrañeza.

Algo horroroso

El bolso en que estaban guardadas las cartas de Violet era rosa, de un rosa polvoriento que alguna vez había sido vivido. El estuche había contenido en otros tiempos un juego de cucharillas de café de plata del Palacio de Cristal, vendidas hacía años, en la época en que ella y su padre erraban de ciudad en ciudad. Sacar los enormes y extraños rectángulos dibujados o impresos siglos ha de aquel estuche acogedor, con un retrato de la anciana Reina y una reproducción en miniatura del mismísimo Palacio taraceados en la tapa con distintas maderas, era siempre un momento muy singular, como descorrer el telón de un antiguo teatro para revelar algo horroroso.

Horroroso: no tanto como eso, o no siempre, si bien había épocas en que, cuando ella formaba, al extenderlas, una Rosa, o una Bandera o alguna otra figura, sentía miedo: miedo de que pudiesen revelar algún secreto que ella no deseaba conocer, su propia muerte o algo aún más terrible. Mas —pese a esas imágenes misteriosas, ominosas de los arcanos, grabadas como las de Durero con minuciosos detalles en negro, barrocas y germánicas— los secretos revelados no eran terribles las más de las veces, las más de las veces no eran ni siquiera secretos: meras abstracciones nebulosas, oposiciones, contradicciones, soluciones, todo tan general, tan vago e inespecífico como los proverbios. Así al menos le habían dicho que había que interpretarlas, John y aquellos de sus amigos que entendían de cartomancia.

Pero las cartas que ellos conocían no eran exactamente estas cartas; y aunque ella no conocía otra forma de extenderlas ni de interpretarlas que la del Tarot de los Egipcios (antes de que la instruyeran en esos métodos se limitaba a esparcirlas de cualquier manera, y a contemplarlas, a menudo durante horas), solía preguntarse si no habría alguna otra forma de consultarlas, más reveladora, más simple, más útil, Comoquiera que ella pudiera practicar.

—Y aquí tenemos —dijo, mientras levantaba con cuidado una por el borde superior— un Cinco de Bastos.

—Nuevas posibilidades —dijo Nora—. Nuevas amistades. Acontecimientos sorprendentes.

—Muy bien. —El Cinco de Bastos fue a ocupar su sitio en la Herradura que Violet estaba formando. Cogió una de otro montón (las cartas habían sido separadas y distribuidas por arcanos, en seis montones) y abrió un arcano: era el Deportista.

Ésta era la dificultad. Como el mazo de barajas común, el de Violet contenía una serie de veintiún arcanos mayores; pero en las suyas, las personas, los lugares, las cosas, los conceptos no eran en modo alguno los Arcanos Mayores. Y así, cuando aparecía el Hato, por ejemplo, o el Viajero, o la Oportunidad, o la Multiplicidad, o el Deportista, era preciso dar un salto, imaginar significados que tuvieran un sentido en el conjunto de la figura. A lo largo de los años, y con una certeza creciente, ella había atribuido significados a sus arcanos, significados que infería de la forma en que iban apareciendo entre las copas y las espadas y los bastos, y dilucidado, o creído dilucidar, sus influencias, malignas o benéficas. Pero nunca podía estar segura. La Muerte, la Luna, el Juicio…, esos arcanos mayores tenían un significado vasto y obvio; pero ¿qué significado podía tener el Deportista?

A semejanza de todas las personas representadas en sus cartas, era una figura musculosa de una apariencia no del todo humana, en una postura absurda, arrogante, con los dedos de los pies levantados y los nudillos sobre las caderas. Parecía por cierto excesivamente engalanado para lo que estaba haciendo, con cintas en las rodillas, tajos en el jubón y una guirnalda de flores moribundas alrededor del ancho sombrero; pero era sin lugar a dudas una caña de pescar lo que llevaba al hombro. También había algo parecido a una red, y otros adminículos que ella desconocía; y un perro, que se parecía extraordinariamente a Chispa, dormido a sus pies. Era el Abuelo quien llamaba el Deportista a esta figura; debajo de ella, escrita en mayúsculas redondas, la palabra PISCATOR.

—Bien —dijo Violet—, nuevas explicaciones, y buenos momentos, o aventuras al aire libre, para alguien. Eso es agradable.

—¿A quién? —preguntó Nora.

—Para quién.

—Bueno, ¿para quién?

—Para quien sea a quien le estamos echando las cartas. ¿Lo habíamos decidido ya? ¿O era sólo para practicar?

—Ya que está saliendo tan bien —dijo Nora—, digamos que es para alguien.

—August. —Pobre August, algo bueno tenía que depararle la suerte.

—De acuerdo. —Pero antes de que Violet llegara a abrir una nueva carta, Nora dijo:— Espera. No deberíamos jugar con estas cosas. Porque si no era August desde el comienzo…, ¿qué pasaría si ahora apareciera algo horroroso, quiero decir? ¿No temeríamos que pudiera cumplirse? —La mirada perdida más allá de la enmarañada figura de las cartas, sentía miedo por primera vez de su poder.— ¿Siempre se cumplen?

—No sé. —La mano de Violet se apartó bruscamente de las cartas.— No —dijo—. A nosotros no. Creo que pueden predecir cosas que nos podrían suceder. Pero…, bueno, nosotros estamos protegidos, ¿no?

Nora no contestó. Ella confiaba en Violet, y estaba convencida de que Violet conocía del Cuento cosas que ella ni siquiera podía imaginar; pero protegida, no, ella nunca se había sentido protegida.

—Hay catástrofes —dijo Violet— de naturaleza ordinaria, que si las cartas las predijeran yo no las creería.

—¡Y tú corriges mi gramática! —dijo Nora, riendo. Violet, riendo a su vez, dio vuelta la carta siguiente: el Cuatro de Copas, invertido.

—Hastío. Disgusto. Aversión —dijo Nora—. Una experiencia amarga.

Abajo, sonó el timbre de la puerta. Nora se levantó de un salto.

—Vaya, quién podrá ser —dijo Violet, mientras recogía las cartas de un manotazo.

—Oh —dijo Nora—, No sé. —Corrió al espejo, y se esponjó la espesa cabellera dorada y se alisó la blusa.— Podría ser Harvey Nube, dijo que tal vez vendría de pasada a devolver un libro que le he prestado. —Se detuvo un momento y suspiró, como si la fastidiara la interrupción.— Creo que será mejor que baje a ver.

—Sí —dijo Violet—. Ve a ver. Volveremos a hacer esto otro día.

Pero cuando, una semana después, Nora solicitó otra lección, y Violet fue al cajón en que guardaba las cartas, ya no estaban allí. Nora insistía en que ella no las había sacado. No estaban en ningún otro sitio en que Violet, distraídamente, hubiera podido dejarlas. Con la mitad de sus cajones vacíos y papeles y cajas en profusión desparramados por el suelo tras la infructuosa búsqueda, se sentó en el borde de la cama, intrigada y un poco alarmada.

—Han desaparecido —dijo.

Antología del amor

—Haré lo que tú quieras, August —dijo Amy—. Todo lo que quieras.

August inclinó la cabeza hasta sus levantadas rodillas y dijo:

—Oh, Jesús, Amy. Oh, por Dios, lo siento tanto.

—No jures así, August, es terrible. —Tenía el rostro ensombrecido y lloroso, como el paisaje del ya segado maizal, velado por los celajes del otoño; los mirlos rondaban en busca de grano, remontándose en vuelo como alertados por señales invisibles, para volver a posarse en otros sitios. Puso sobre las manos de August las suyas, agrietadas por las faenas de la cosecha. Temblaban los dos, de frío y de lo frío de la circunstancia.— He leído en los libros, y aquí y allá, que las personas se aman por un tiempo, y después ya no más. Nunca supe por qué.

—Tampoco yo sé por qué, Amy.

—Yo te querré siempre.

August irguió la cabeza, tan agobiada de melancolía y de tiernos remordimientos que era como si él se hubiese transformado en niebla y otoño. Antes, la había amado intensamente, pero nunca con un amor tan puro como ahora, cuando acababa de decirle que nunca más la volvería a ver.

—Sólo quisiera saber por qué —dijo ella.

Él no podía decirle que se trataba, principalmente, de una cuestión de planes, nada que tuviera que ver con ella en realidad, sólo ciertos compromisos perentorios que él tenía en otra parte… oh, Dios, perentorios, perentorios… Se había citado con ella allí, bajo los helechos, al amanecer, cuando en casa no la echarían en falta, para romper con ella, y la única explicación aceptable y honorable que pudo encontrar era que ya no la quería, y ésa era la que le había dado, al cabo de largas vacilaciones y de una multitud de besos fríos. Pero ella se había mostrado tan valerosa cuando se lo dijo, tan aquiescente, y las lágrimas que le rodaban por las mejillas eran tan saladas, que ahora le parecía que se lo había dicho para ver lo buena que era, lo leal, lo sumisa; para atizar, con la idea de la inminencia de la pérdida, sus sentimientos vacilantes.

—Oh, no, Amy, por favor, yo nunca quise… —La tomó en sus brazos y ella cedió, temerosa de transgredir la prohibición que él le impusiera un momento antes, cuando le dijo que ya no la quería; y su timidez, la mirada implorante de sus grandes ojos asustados, y locamente esperanzados, lo desarmaron.

—Es que no deberías, August, si no me quieres.

—No digas eso, Amy, por favor.

A punto de llorar también él, como si realmente no fuera a verla nunca más (aunque ahora sabía con certeza que tenía que hacerlo, y que lo haría), allí, sobre el crujiente lecho de las hojas penetró con ella en ese nuevo, triste y dulcísimo territorio del amor, donde se restañaron todas las heridas que él le había infligido.

—¿El domingo que viene, August? —Tímida, pero segura ahora.

—No. El domingo que viene no. Pero… Mañana. O esta noche. ¿Podrás…?

—Sí. Ya pensaré algo. Oh, August. Dulzura.

Echó a correr, enjugándose la cara, recogiéndose el pelo, retrasada, en peligro, feliz, a través del prado. Para esto he venido, pensó él, en un último y aún resistente baluarte de su alma: incluso el fin del amor no es sino un nuevo acicate del amor. Echó a andar en sentido contrario, hacia donde lo esperaba su coche con aire acusador. La cola de ardilla que ahora lo adornaba colgaba, lacia, de su soporte, humedecida por la niebla. Tratando de no pensar, giró la manivela y dio vida al motor.

¿Qué diablos podía hacer, de todos modos?

Había pensado que la ardiente espada de emociones que lo había traspasado la primera vez que vio a Amy Praderas después de adquirir su don, no era nada más que la certeza de que al fin vería satisfecho su deseo. Y después, sin embargo, certeza o no certeza, se había puesto en ridículo por ella, se había envalentonado con su padre, había dicho mentiras desesperadas a granel, siempre en un tris de que lo pescaran en falta. Esperaba horas y horas en el suelo frío de los fondos de la casa hasta que ella conseguía escaparse —ellos le habían prometido poder sobre las mujeres (ahora lo comprendía amargamente), mas no poder sobre sus circunstancias—, y si bien Amy accedía a todas sus proposiciones, y respondía uno por uno a todos sus caprichos, ni siquiera el impudor con que se le entregaba aliviaba aquella sensación de no tener un verdadero dominio de la situación, de estar a merced de un deseo más exigente, menos una parte de él y más un demonio que lo tiranizaba, de lo que antes fuera.

La sensación se agudizó, con el correr de los meses, mientras iba y venía en su Ford por los cinco poblados, hasta convertirse en una certidumbre: él conducía el Ford, pero se sentía llevado, timoneado, manipulado sin cuartel.

Violet no preguntó por qué había renunciado a la idea de instalar un garaje en Arroyodelprado. De tanto en tanto él se quejaba de que en el viaje de ida y vuelta a la estación de servicio más próxima consumía casi toda la gasolina que cargaba el tanque, pero eso no parecía ser una insinuación ni una provocación, y en realidad se lo veía menos discutidor que nunca. Tal vez, pensaba ella, ese aire abstraído, casi hosco, como de quien está concentrado en alguna otra cosa, significara que estaba incubando algún proyecto aún más descabellado, si bien, Comoquiera, ella suponía que no; y esperaba que ese gesto de cansancio culposo que parecía notar en el rostro de su hijo cuando lo veía ir y venir sin rumbo por la casa no significara que se estaba entregando a algún vicio secreto; algo, sin duda, había sucedido. Las cartas habrían podido decirle qué, pero las cartas habían desaparecido. Era probable, pensaba, que —pura y simplemente— estuviese enamorado.

Eso era verdad. Si Violet no hubiera elegido recluirse en una habitación de los altos, habría tenido alguna idea de los estragos que estaba haciendo su hijo menor entre las adolescentes, la flor y nata de los cinco poblados que formaban una estrella alrededor de Bosquedelinde. Los padres de ellas lo sabían, un poco; las chicas mismas, entre ellas, hablaban de eso; un atisbo del Ford T de August, con la vistosa y brillante cola de ardilla flameando al viento suspendida de una varilla móvil en el parabrisas, significaba un día de angustia, una noche de agitado desvelo, una almohada mojada por la mañana; ellas ignoraban —¿cómo lo iban a imaginar?, todos sus corazones le pertenecían— que los días y las noches de August eran muy semejantes a los de ellas.

Eso era algo que él no había previsto. Había oído hablar de Casanova, pero no lo había leído. Se imaginaba los harenes, la palmada imperiosa del sultán tras la cual acudía al instante —como un refresco de chocolate, en el bar, tras la moneda que has echado en la ranura— el sumiso objeto del deseo. Se sintió azorado, confundido cuando, sin que su loco deseo de Amy cediera en lo más mínimo, se enamoró perdidamente de la hija mayor de los Flores. Devorado por la pasión y la lujuria, pensaba en ella sin cesar, cuando no estaba con Amy; o cuando no estaba pensando —¿sería posible?— en la pequeña Margaret Junípero, que aún no tenía ni siquiera catorce años. Aprendía, lentamente, lo que todos los amantes atormentados han de aprender: que si algo obliga con toda certeza al amor, es el amor mismo; que, salvo tal vez la fuerza bruta, es lo único que hace, si bien tan sólo (y ése era el don terrible que le había sido otorgado) cuando el enamorado cree de verdad, como podía creerlo August, que si su amor es suficientemente fuerte debe serle correspondido, y el de August lo era.

Cuando con el corazón acongojado y las manos trémulas había depositado sobre la roca del estanque lo que era (por más que se esforzara en ignorarlo) el tesoro más preciado de su madre, las cartas, y luego de recoger lo que allí dejaran para él, una vulgar cola de ardilla, no un regalo por cierto sino probablemente las sobras del desayuno de algún búho o un zorro, sentía que en medio de esta locura sólo el obscuro peso de la esperanza virgen lo había inducido a atarla a su Ford, pero no se hacía ilusiones. Sin embargo, ellos habían cumplido su promesa, ay, sí, y él estaba ahora en vías de convertirse en toda una antología del amor, hasta con notas al pie (un par de bragas al pie de su asiento, sin que pudiera recordar a cuál de ellas se las había sacado); mas, mientras iba y venía en su coche del bar a la iglesia, de una granja a otra granja, con el peludo talismán flameando al viento, llegó a comprender que el supuesto talismán no contenía ni había contenido jamás su poder sobre las mujeres; que su poder sobre las mujeres residía en el poder que ellas tenían sobre él.

Oscurece antes

Por lo general, los Flores venían de visita los miércoles, con un cargamento de flores para la habitación de Violet, y aunque Violet siempre se sentía un tanto azorada y culpable en presencia de tantas flores decapitadas que agonizaban lentamente, procuraba expresar admiración y maravillarse por la buena mano que tenía para las plantas la señora Flores. Pero hoy era martes, y ellos no traían flores.

—Adelante, adelante —dijo Violet. Los Flores se habían detenido, inusitadamente tímidos, en la puerta de su alcoba—. ¿Tomarán una taza de té?

—Oh, no —dijo la señora Flores—. Sólo unas palabras.

Pero cuando estuvieron sentados, intercambiando miradas entre ellos (y sin atreverse, al parecer, a mirar a Violet), durante un rato insoportablemente largo no pronunciaron una sola.

Los Flores habían aparecido en la región justo después de la Guerra, para ocupar la vieja finca de los MacGregor, «huyendo», como solía decir la señora Flores, de la Ciudad. El señor Flores había tenido allá posición y dinero, aunque qué posición exactamente nunca se supo con certeza, y menos aún cómo le había dado dinero; y no porque ellos pretendieran ocultarlo sino más bien porque les costaba, al parecer, hablar de las banalidades de la vida cotidiana. Habían sido miembros, con John, de la Sociedad Teosófica, y estaban ambos enamorados de Violet. Como la de John, la vida de los Flores era una fuente inagotable de apacible dramatismo, de vagas y a la vez apasionantes intuiciones de que la vida no era lo que pensaba el común de la gente; se contaban entre aquellos (y a Violet le sorprendía que fueran tantos, y que tantos hubiesen derivado hacia Bosquedelinde) que contemplan la vida como si fuera un gran telón opaco siempre a punto —ellos lo saben— de levantarse para mostrar algún espectáculo sorprendente y exquisito, y aunque nunca se levantara del todo, ellos eran pacientes, y notaban, entusiasmados, cada casi imperceptible oscilación del telón, a medida que los actores iban ocupando sus puestos en el escenario, aguzando el oído para escuchar los desplazamientos del inimaginable decorado.

Al igual que John, ellos suponían que Violet era uno de aquellos actores, o que había estado al menos entre las bambalinas. El hecho de que ella no pudiera en modo alguno compartir esa idea, sólo contribuía a hacerla parecer a sus ojos más críptica y fascinante. Sus visitas de los miércoles siempre eran para ellos motivo de toda una noche de charla apacible, inspiración para toda una semana de vida reverente y alerta.

Pero hoy no era miércoles.

—Se trata de nuestra felicidad —dijo la señora Flores, y Violet se quedó mirándola, desconcertada, hasta que la frase le sonó de otra manera: «Se trata de nuestra Felicidad», el nombre de la hija mayor de los Flores. Las más pequeñas se llamaban Alegría y Alma, y la misma confusión se producía cuando surgían sus nombres en la conversación: nuestra Alegría no está hoy con nosotros; nuestra Alma apareció cubierta de lodo. Cruzando las manos, y alzando unos ojos que, Violet lo advirtió ahora, estaban enrojecidos de llorar, la señora Flores dijo—: Felicidad está embarazada.

—Oh, Dios.

El señor Flores, quien con su rala barba juvenil y su amplia frente sensitiva le recordaba a Shakespeare, empezó a hablar, en voz tan baja y de una forma tan indirecta que Violet tuvo que inclinarse para poder oír. Captó la esencia: Felicidad estaba embarazada, embarazada de August, había dicho ella.

—Lloró toda la noche —dijo la señora Flores, y los ojos se le llenaron de lágrimas. El señor Flores explicaba, o trataba de hacerlo. No era que ellos creyesen en cosas tales como la vergüenza o el honor mundano, ellos mismos habían sellado su unión antes de que se pronunciaran fórmulas o votos; la eclosión de la energía vital siempre ha de ser bienvenida. No: era que August, bueno, él no parecía entenderlo de la misma forma que ellos, o tal vez lo comprendiera mejor, pero de todos modos, para hablar con franqueza, ellos pensaban que había destrozado el corazón de la chica, aunque ella decía que él decía que la amaba; ellos se preguntaban si Violet sabía lo que sentía August o… si sabía (la frase tan cargada de sentido común y de malentendidos resonó con vibraciones metálicas, como la herradura que el señor Flores llevaba en el bolsillo) qué pensaba hacer el muchacho.

Violet movió los labios, como para responder, pero ningún sonido brotó de ellos. Trató de recobrar la compostura.

—Si él la quiere —dijo—, entonces…

—Puede que sí —dijo el señor Flores—. Pero ella dice…, ella dice que él dice… que hay alguien más, alguien con, bueno, un compromiso anterior, alguien…

—Está comprometido con otra —dijo la señora Flores—. Que también está, bueno.

—Amy Praderas —dijo Violet.

—No, no. Ése no era el nombre. ¿Era ése el nombre? —El señor Flores tosió—. Felicidad no estaba segura, exactamente. Parece que hay… más de una.

Violet sólo atinó a decir:

—Oh Dios, oh Dios. —La aflicción de los Flores, sus valerosos esfuerzos por no censurar, la conmovían y no encontraba palabras para responderles. Ellos la miraban esperanzados, con la esperanza de que ella dijese algo que diera cabida también a todo eso en el drama que creían intuir. Pero a la larga ella pudo decir tan sólo, con voz débil, y con una sonrisa desesperada:— Bueno, supongo que no es la primera vez que esto ocurre en el mundo.

—¿No es la primera vez?

—Quiero decir que no, no es la primera vez.

A los Flores les dio un vuelco el corazón. Ella sabía, entonces, ella conocía precedentes. ¿Qué precedentes? ¿Krishna tocando la flauta, esparciendo semillas, encarnando espíritus… avatares… qué? Algo de lo que ellos no tenían ni la idea más remota. Sí, más luminoso y más extraño que todo cuanto ellos podían imaginar.

—No es la primera vez —dijo el señor Flores, alzando su frente tersa—. Sí.

—¿Es… —dijo la señora Flores, casi en un susurro—, es parte del Cuento?

—¿Es qué? —Dijo Violet, absorta en sus pensamientos—. Oh, sí. —¿Qué había sido de Amy? ¿En qué, Santo Dios, en qué andaría August? ¿De dónde había sacado esa osadía para destrozar los corazones de las chicas? Un miedo pavoroso la asaltó.— Sólo que yo no sabía esto, yo nunca sospeché… Oh, August —dijo, y agachó la cabeza. ¿No sería obra de ellos? ¿Cómo podría saberlo? ¿Podría preguntárselo a él? ¿Le diría algo su respuesta?

Al verla tan desolada, el señor Flores se inclinó hacia ella.

—Nosotros no queríamos, no era nuestra intención apesadumbrarla —dijo—; no es que no… que no pensáramos, que no estuviéramos seguros de que no estaba, que no estaría bien. Felicidad no lo culpa a él. Quiero decir que no es eso.

—No —dijo la señora Flores, y posó una mano sobre el brazo de Violet—. Nosotros no queríamos nada. No era eso. Un alma nueva es siempre una alegría. Será nuestra.

—Quizá todo se vea más claro con el tiempo.

—Estoy segura —dijo la señora Flores—. Es, es parte del Cuento.

Pero súbitamente Violet había comprendido que no, que no se vería más claro con el tiempo. El Cuento, sí: era parte del Cuento, pero ella, súbitamente, había visto, como ve una persona que está sola en una habitación, trabajando o leyendo, cuando al fin del día levanta súbitamente la vista de la labor que por alguna razón encuentra cada vez más obscura y difícil, que la noche ha caído, y que ésa es la razón; y que por un tiempo siempre obscurece antes de aclarar.

—Por favor —dijo—. Tomemos una taza de té. Encenderemos las luces. No se marchen ustedes todavía.

Acababa de oír afuera —todos podían oírlo— los bufidos y jadeos de un auto que se acercaba a la casa. Al aproximarse a la entrada, los jadeos se espaciaron —su voz inconfundible y rítmica como la de los grillos—, y de pronto, como si cambiara de idea, cambió la velocidad, y otra vez bufando y jadeando, siguió de largo.

¿Cómo es de largo el Cuento? había preguntado ella, y la señora Sotomonte le había respondido que ella y sus hijos y sus nietos estarían todos bajo tierra antes de que se hubiera contado todo el Cuento.

Cogió el cordoncillo de la lámpara, pero por un momento no tiró de él. ¿Qué había hecho? ¿Era ella la culpable de todo esto, por no haber creído que el Cuento pudiera ser tan largo? Sí, era ella. Pero ella cambiaría. Ella remediaría lo que pudiera, si aún había tiempo. Tenía que haber. Tiró al fin del cordoncillo, que hizo noche en las ventanas, y del cuarto, un cuarto.

Último día de August

La enorme luna que August la había invitado a ver salir ya estaba en el cielo, pero ellos no la habían visto aparecer. La Luna Llena de la Cosecha, había asegurado August de camino, en el coche, y había cantado para Marge una canción que hablaba de luna; pero no era la Luna Llena de la Cosecha, por muy ambarina, gigantesca y rechoncha que fuese; la de la Cosecha sería la del próximo mes, y hoy sólo era el último día de agosto.

La claridad los bañaba. Ahora que podía contemplarla, August estaba demasiado deslumbrado y repleto como para poder hacer cualquier otra cosa, aunque más no fuera consolar a Marge que lloraba en silencio —tal vez, quién sabe, de felicidad— a su lado. No podía hablar. Se preguntaba si acaso volvería a hablar alguna vez, a no ser para invitar, para proponer. Si mantenía la boca cerrada, quizá… Pero sabía que no lo iba a hacer.

Marge alzó una mano iluminada por la luna, y le acarició el bigote que se estaba dejando crecer, riendo en medio de las lágrimas.

—Te sienta tan bien —dijo.

Por debajo de los dedos de ella, él torció la nariz como un conejo. ¿Por qué ellas lo acariciarían siempre tan mal, a contrapelo, una sensación tan desagradable…? ¿No sería mejor que se lo afeitara, para que no pudieran hacerlo? La boca de Marge estaba al rojo vivo, con una aureola de carne enrojecida de tanto besar y llorar. Su piel era tan suave como él lo había imaginado, aunque moteada de unas pecas rosadas que él no había previsto, pero no así los gráciles muslos blancos, desnudos sobre el cuero del asiento. Sus senos pequeños dentro de la blusa desabrochada, coronados por grandes pezones cambiantes, parecían capullos recién florecidos y arrancados del pecho de un efebo. La corta mata de vello era rubia y rígida y pequeña, como un corazón. Oh, Dios, las intimidades que él había visto. Lo conmovía intensamente la extrañeza de la carne liberada. Deberían permanecer ocultas esas vulnerabilidades, esas rarezas y esos órganos suaves como el cuerpo de un caracol, o como sus delicados cuernos; el exponerlos era monstruoso; él deseaba volver a guardar los de ella en las bonitas prendas blancas que ahora colgaban alrededor del auto como guirnaldas, y sin embargo, mientras pensaba todo eso, se sentía crecer otra vez.

—Oh —dijo ella. Probablemente, en la ardorosa premura de la desfloración, con tantas otras cosas en que pensar, ella no había ni siquiera reparado en su turgencia—. ¿Lo haces enseguida, otra vez?

Él no respondió, no tenía nada que ver con él. Tanto da preguntarle a la trucha que forcejea tratando de zafarse del anzuelo si le gustaría continuar con esa actividad o si preferiría abandonarla. Un trato es un trato. Se preguntaba por qué, pese a que ya conoces mejor a una mujer, y ella ha aprendido por lo menos los rudimentos, la segunda vez suele parecer más difícil, más desajustada, más una cuestión de rodillas y codos incordiantes que la primera. Nada de todo esto impidió, cuando al fin se acoplaron, que se enamorase de ella aún más locamente, pero él no había previsto eso. Tan distintas como son, unas de otras, los cuerpos, los pechos, los olores, él nunca había sospechado que fueran así, todas tan únicas, tan ellas mismas, tan inconfundibles como los rostros y las voces. Sabía demasiado. Gimió, de amor y de sabiduría, y se apretó contra ella.

Era tarde ya, y la luna, ahora encogida, se había enfriado y empalidecido al trepar por el cielo. Con qué andar tan triste. Las lágrimas de Marge fluían otra vez, aunque ella no parecía llorar, exactamente: eran como una secreción natural, provocada tal vez por la luna; estaba atareada despojándose de su desnudez, aunque la que le había entregado a él ya nunca más podría recobrarla. Dijo con voz pausada:

—Estoy contenta, August. Que hayamos tenido siquiera esta vez.

—¿Qué quieres decir? —La voz ronca de una bestia, no su voz.— ¿Siquiera esta vez?

Ella se restregó las lágrimas con el dorso de la mano, no veía lo bastante para poder abrocharse las ligas.

—Porque ahora siempre podré acordarme de esto.

—No.

—Recordar esto al menos. —Lanzó su vestido al aire, y con gran agilidad lo hizo posarse sobre su cabeza; giró en redondo, y el vestido descendió sobre ella como un telón, el último acto.— August, no. —Se encogió contra la portezuela, estrujándose las manos y alzando los hombros.— Porque tú no me quieres, y eso es natural. No. Yo sé lo de Sara Piedra. Todo el mundo lo sabe. Es natural.

—¿Quién?

—No te atrevas. —Lo miró a la cara, retadora. Que no fuera a echar a perder el momento con mentiras, con torpes negativas.— Tú la quieres. Ésa es la verdad y tú lo sabes. —Él no dijo nada. En su interior se estaba produciendo una colisión de tal magnitud que no podía hacer otra cosa que presenciarla: el ruido le impedía casi oír a Marge.— Yo nunca lo volveré a hacer con ningún otro, jamás. —Agotada ya su bravura, el labio le había empezado a temblar.— Me iré de aquí, iré a vivir con Jeff, y nunca más querré a ningún otro, y me acordaré de esto para siempre. —Jeff era su bondadoso hermano, un cultivador de rosas. Dio vuelta la cara.— Y ahora puedes llevarme a casa.

Él la llevó a su casa, sin una palabra más.

Estar lleno de clamores es como estar vacío. Vacío, la vio apearse del auto, la vio desmenuzar las sombras de la luna a través del follaje y alejarse, desmenuzada a su vez por ellas, sin volver la cabeza, aunque si lo hubiera hecho él no la habría visto. Vacío, se alejó de las encrucijadas trémulas y umbrías. Vacío, tomó el camino de regreso a casa. No lo sintió como una decisión, lo sintió como un vacío, cuando se desvió del gris y centelleante camino de guijarros, saltó la acequia, subió una barranca y enfiló el Ford (impávido, impasible) hacia el estanque plateado de una pradera sin segar, y más lejos aún, en tanto el vacío lo iba llenado de una resolución que también sabía a vacío.

El auto tartajeó, se había quedado sin gasolina. Lo puso a máximo, lo espoleó, lo incitó a seguir, un poco más, pero el motor estaba muerto. Si hubiera habido al menos un condenado garaje en diez millas a la redonda, habría sido la salvación. Permaneció un rato sentado en el coche cada vez más frío, imaginando su destino sin pensar exactamente en él. Se preguntó (última ventana iluminada por la llama, ya vacilante, del sentido común) si Marge pensaría que lo había hecho por ella. Bueno, tal vez sí, en cierto modo, en cierto modo, habría tenido que llenarse los bolsillos de piedras, de piedras pesadas, y dejarse estar. Borrarlo todo. El ruido ensordecedor de la vacía resolución era como el trueno frío de las cataratas, le parecía oírlas ya, y se preguntó si no oiría ninguna otra cosa en toda la eternidad; esperaba que no.

Salió del coche, desprendió la cola de ardilla, tenía que devolverla, quizá ellos, Comoquiera, devolvieran la paga que él había entregado por ella; y resbalando y tropezando con sus botines de charol de seductor, se encaminó a los bosques.

Vida tan extraña

—¿Mamá? —dijo Nora, asombrada, deteniéndose de golpe en el vestíbulo con una taza vacía y un platillo en las manos—. ¿Qué haces levantada?

Violet estaba de pie en la escalera, no había hecho al bajar ningún ruido que Nora hubiese oído; estaba vestida, con ropas que Nora no le veía desde hacía años, pero tenía el aire de estar durmiendo como sonámbula.

—¿Ninguna noticia —dijo, como segura de que no la habría—, ninguna noticia de August?

—No. No, ninguna noticia.

Dos semanas habían transcurrido ya desde que un vecino les avisara que había visto el Ford de August abandonado en un campo, a merced de los elementos. Auberon, después de largos titubeos, le había sugerido a Violet que quizá debieran dar parte a la policía; pero era una idea tan ajena a cuanto ella podía imaginar que le hubiera sucedido a August que Auberon dudaba de que le hubiese ni tan siquiera prestado oídos; de todos modos, nada de lo que el destino le deparaba a August podía ser alterado, y menos aún descubierto por la policía.

—Ha sido culpa mía, ¿sabes? —dijo con voz apagada—. Cualquier cosa que le haya sucedido. Oh, Nora.

Nora subió de prisa la escalera hasta donde Violet se había sentado bruscamente, como si se hubiera caído. Tomó a Violet del brazo para ayudarla a levantarse, pero Violet cogió la mano que le ofrecía y la oprimió, como si fuese Nora quien necesitara consuelo. Nora se sentó junto a ella en la escalera.

—Estaba tan equivocada —dijo Violet—, y he sido tan estúpida… Y mira ahora lo que ha pasado.

—No —dijo Nora—. ¿Qué quieres decir?

—Yo no comprendí —dijo Violet—. Yo pensaba… Escúchame ahora, Nora. Quiero ir a la Ciudad. Quiero ver a Timmie y a Alex, y hacerles una visita larga, y ver al bebé. ¿Vendrás conmigo?

—Desde luego —dijo Nora—. Pero…

—Muy bien. Y Nora. Tu muchacho.

—¿Qué muchacho? —Desvió la mirada.

—Henry Harvey. Quizá tú no sepas que yo sé, pero sé. Creo… creo que tú y él deberíais… deberíais hacer lo que os apetece hacer. Si algo que yo haya podido decir te hizo pensar alguna vez que yo no quería, bueno, no es así. Debéis hacer exactamente lo que os apetece. Cásate con él, y márchate de aquí…

—Pero es que yo no quiero marcharme de aquí.

—Pobre Auberon. Supongo que ya es demasiado tarde…, se ha quedado sin su guerra ahora, y…

—Mamá —dijo Nora—, ¿de qué estás hablando?

Por un momento, Violet quedó en silencio. Luego:

—Es por mi culpa —dijo—. No se me ocurrió. Es que es muy duro, ¿sabes?, muy duro saber un poquito, o adivinar un poco, y no querer… no querer ayudar, ni ver que las cosas salen bien, es difícil no tener miedo, no pensar que una nimiedad… o la cosa más nimia… puede echarlo todo a perder. Pero no es así, ¿verdad que no?

—No lo sé.

—No, no es. Tú sabes —se estrujó las manos pálidas, delgadas, y cerró los ojos— que es un Cuento. Sólo que es más largo y más extraño de lo que imaginamos. Más largo y más extraño de lo que podemos imaginar. Y entonces lo que hay que hacer —abrió los ojos—, lo que tú debes hacer, y lo que yo debo hacer, es olvidar.

—¿Olvidar qué?

—Olvidar que se está contando un Cuento. De lo contrario… oh, ¿no te das cuenta?, si no supiéramos lo poco que sabemos, nunca interferiríamos, nunca tomaríamos las cosas a mal, pero nosotros sabemos, sólo que no lo bastante, y entonces suponemos mal, y nos enmarañamos, y tenemos que ser enmendados de formas… de formas tan extrañas, tan… oh, querida, pobre August, el garaje más pestilente, el más estrepitoso, hubiera sido mejor, sé que hubiera sido…

—Pero, ¿qué hay de un destino especial, y todo eso? —dijo Nora, alarmada por la angustia de su madre—. ¿Y lo de estar Protegidos, y todo lo demás?

—Sí —dijo Violet—. Tal vez. Pero eso no importa, porque nosotros no podemos comprenderlo, ni lo que significa. Así que tenemos que olvidar.

—¿Y cómo podemos?

—No podemos. —Miraba a lo lejos, como alucinada.— Pero podemos callar. Y podemos ser astutos, pese a lo que sabemos. Y podemos… Oh, es tan extraño, una forma de vida tan extraña… Podemos guardar secretos. ¿O no? ¿Tú puedes?

—Creo que sí. No sé.

—Bueno, tendrás que aprender. Y yo también. Y todos nosotros. A no decir nunca lo que sabes, ni lo que piensas, porque nunca es bastante, y de todos modos no será verdad para nadie más que para ti, no de la misma forma; y no esperar nunca, ni tener miedo, y nunca, nunca tomar partido por ellos contra nosotros, y sin embargo, no sé cómo, confía en ellos. Eso es lo que tenemos que hacer de ahora en adelante.

—¿Por cuánto tiempo?

Antes de que Violet pudiera responder, si acaso podía hacerlo, o si quería, la puerta de la biblioteca, que ellas alcanzaban a ver por entre los anchos balaustres, se entreabrió, y una cara pálida asomó, y desapareció.

—¿Quién era? —preguntó Violet.

—Amy Praderas —dijo Nora, y se sonrojó.

—¿Qué está haciendo en la biblioteca?

—Ha venido a buscar a August. Dice —la que ahora se retorcía las manos y cerraba los ojos era Nora—, dice que va a tener el bebé de August. Y quería saber dónde está él.

La Semilla. Pensó en la señora Flores. ¿Es el Cuento? Esperanzada, sorprendida, contenta. Poco faltó para que se echara a reír, sin ton ni son.

—Bueno, yo también quisiera. —Se asomó por entre los balaustres y dijo:— Sal, querida, no tengas miedo.

La puerta se abrió, un resquicio apenas suficiente para que Amy pudiera pasar, y aunque ella al salir la empujó con suavidad, retumbó al cerrarse.

—Oh —dijo Amy, que no había reconocido al principio a la mujer sentada en la escalera—. Señora Bebeagua.

—Sube —dijo Violet, y se palmeó las rodillas, como lo haría para llamar a un gatito. Amy subió hasta donde ellas estaban sentadas, a mitad del camino del rellano. Llevaba un vestido de confección casera y unas medias ordinarias, y era más bonita aún que como Violet la recordaba—. A ver. ¿Qué te pasa?

Amy se sentó a los pies de ellas, un escalón más abajo, acurrucada y con un bolsón en el regazo, desdichada como una fugitiva.

—August no está aquí —dijo.

—No. No… sabemos dónde está, no exactamente. Amy, ahora todo va a andar bien. No tienes que preocuparte.

—No —dijo Amy quedamente—. Ya nada va a andar bien nunca más. —Miró a Violet.— ¿Se ha fugado?

—Supongo que sí. —Rodeó con un brazo los hombros de Amy.— Pero volverá, posiblemente, probablemente… —Le apartó con dulzura los cabellos que le caían, lacios y tristes, sobre la mejilla.— Ahora tienes que volver a casa por un tiempo, ¿sabes?, y no preocuparte, y todo será para bien, ya lo verás.

Los hombros de Amy empezaron a sacudirse, suave, lentamente.

—No puedo —dijo, con una vocecita aguda, llorosa—. Papá me ha echado. Me ha echado de casa. —Con lentitud, como si no pudiera hacer ninguna otra cosa, dio vuelta la cara y apoyó la sollozante cabeza en el regazo de Violet.— Yo no venía a molestarlo. No. A mí no me importa, él era maravilloso y bueno, era… Yo lo volvería a hacer, y no lo molestaría, sólo que no tengo adonde ir. Ningún lugar a donde ir.

—Bueno, bueno —dijo Violet—, bueno, bueno. —Intercambió una mirada con Nora, a quien también le rebosaban los ojos.— Claro que tienes un lugar. Claro que sí. Te quedarás aquí, sencillamente. Estoy segura de que tu padre cambiará de idea, el viejo tonto, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que necesites. No llores más, Amy, por favor. Ten. —Se sacó de la manga un pañuelito orlado de puntillas e hizo que la chica levantara la cabeza y lo usara, mirándola a los ojos para serenarla.— Ya. Así está mejor. Todo el tiempo que quieras. ¿Te parece bien?

—Sí. —Un gorjeo apenas, pero ya los hombros no le temblaban como antes. Y sonreía ligeramente, como avergonzada. Violet y Nora sonrieron por ella.— Oh —dijo, moqueando todavía—, casi se me olvida. —Forcejeaba tratando de desatar con los dedos trémulos los cordones de su bolso, se enjugó de nuevo la cara, le devolvió a Violet el empapado pañuelito, no demasiado útil en tormentas como las de Amy, y logró al fin deshacer los nudos.— Un hombre, cuando venía para aquí, me dio una cosa para usted. —Rebuscó entre sus pertenencias.— Parecía furioso. Me dijo que dijera: «Si sois incapaces de cumplir un trato, más vale no hacer tratos de ninguna especie con vosotros». —Sacó del bolsón y depositó en las manos de Violet un estuche que ostentaba en la tapa, taraceada en distintas clases de madera, la imagen de la reina Victoria y el Palacio de Cristal—. A lo mejor bromeaba —concluyó—. Un hombre rarísimo, chiflado. Me hacía guiños. ¿Es de usted?

Violet sostenía el estuche, cuyo peso le decía que sí, que allí estaban las cartas, o en todo caso algo parecido a ellas.

—No sé —dijo—. Realmente no lo sé.

En ese momento se oyeron pasos en la escalera del porche, y las tres quedaron calladas. Los pasos cruzaron el porche con chasquidos aguachentos, como si chapotearan. Violet cogió la mano de Amy, y Nora la de Violet. El resorte de la puerta mosquitera canturreó, y una silueta se dibujó detrás del vidrio oval y nebuloso. Auberon abrió la puerta. Llevaba unas galochas altas y un viejo sombrero de John orlado de moscas artificiales. Cuando entró en el vestíbulo, estaba silbando eso de «Arrumba tus problemas en la vieja mochila…», pero calló de golpe al ver a las tres mujeres acurrucadas allí, en la escalera, inexplicablemente a mitad de camino del rellano.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Hay noticias de August?

Ellas no respondieron, y él levantó, para que las pudieran ver, cuatro truchas moteadas y gordas, cuidadosamente atadas.

—¡La cena! —dijo, y por un momento todos quedaron inmóviles, un cuadro vivo, él con los pescados, ellas con sus pensamientos, los otros sólo espiando y acechando.

Imposible enterarse

Dondequiera que fuese que hubieran estado, las cartas habían cambiado en el ínterin. Violet lo notó, sí bien al principio no supo precisar en qué consistía el cambio. Era como si los significados y sugerencias se hubiesen velado, como si un polvillo de obscuridad los empañara. Aquellas claras y hasta graciosas cuadrillas de significados en que se combinaban las figuras cuando ella las extendía, las Oposiciones, las Influencias y todo lo demás, esas cosas ya no estaban presentes, ni volverían a estar, ninguna, nunca más. Sólo al cabo de horas y días de trabajo, junto con Nora, descubrió que no habían perdido, sino, por el contrario, ganado poder: ya no podían hacer lo que hacían antes, pero podían, si se las interpretaba correctamente, predecir con asombrosa exactitud los pequeños avatares de la vida cotidiana de los Bebeagua: regalos y constipados y luxaciones, si llovería el día en que proyectaban hacer un paseo campestre: cosas de esa naturaleza. Sólo muy de tanto en tanto se aparecían con alguna revelación más sorprendente. Pero prestaban una gran ayuda. Ellos nos habrán concedido esto, pensaba Violet; este don a cambio… Y en verdad llegó (mucho más tarde) a pensar que si ellos se las habían sustraído lo habían hecho para eso, para dotar a sus cartas de esa precisión diurna, salvo que no hubieran podido evitar otorgarles ese don. Con ellos era imposible enterarse, no, nunca, jamás.

Con el correr del tiempo, los retoños de August irían a afincarse aquí y allá, en uno de los cinco poblados, algunos con sus madres y abuelas verdaderas, otros con ajenas, cambiando al marcharse de familia y de nombre, como en el juego de las sillas musicales: cada vez que la música cesaba, dos de los hijos (en virtud de un proceso tan cargado de emoción, y tan complejo por lo que entrañaba de vergüenza, remordimientos, amor, indiferencia y generosidad, que los participantes nunca llegarían, más tarde, a ponerse de acuerdo acerca de cómo habían sucedido las cosas) habían trocado sus puestos en dos distintos hogares deshonrados.

Cuando Fumo Barnable llegó a Bosquedelinde, los descendientes de August, disfrazados con diversos apellidos, ya se contaban por docenas. Había Flores, y Piedras, y Matas; Charles Viñas era un nieto. Alguien, sin embargo, no había participado en el juego, y se había quedado sin su silla: Amy Praderas. Se quedó allí en Bosquedelinde, mientras en su barriguita, como decía ella, iba creciendo un niño que recapitulaba en su ontogenia las numerosas bestezuelas, sapo, pez, salamandra, ratón, cuyas vidas, con el correr del tiempo, habría de narrar con infinitos pormenores. Lo llamaron John Tormenta: John por su abuelo, pero Tormenta por su padre y su madre.

Capítulo 2

Pasan las horas y los días, los meses y los años; el pasado no vuelve nunca más, y no está a nuestro alcance conocer lo por venir; por tanto, entonces, contentos deberíamos aceptar aquello que los días de nuestra vida quieran depararnos.

Cicerón

El alegre, redondo y encarnado señor Sol irguió la cabeza nimbada de nubes por encima de las montañas purpúreas y vertió larguísimos rayos sobre el Prado Verde» —leyó con su vocecita chillona y oronda Robin Pájaro; se sabía este libro casi de memoria—. «No lejos de la Cerca de Piedra que separa el Prado Verde de la Vieja Dehesa, una familia de Ratones de Campo se despertó en su casita minúscula entre las hierbas; Mamá, Papá, y seis pequeñuelos rosaditos y ciegos.»

La lectura de Robin Pájaro

«El jefe de la familia se dio vuelta, abrió los ojos, se atusó los bigotes y salió al umbral para lavarse la cara con el rocío recogido en una hoja caída. Mientras estaba allí, contemplando el Prado Verde y el amanecer, pasó, presurosa, la Abuela Viento-Oeste, cosquilleándole el morro y trayéndole noticias del Bosque Agreste, el Arroyo Cantarín, la Vieja Dehesa y el Ancho Mundo de los alrededores, noticias confusas y clamorosas, mejor que cualquier periódico a la hora del desayuno.

»Las noticias eran las mismas que venía propalando desde hacía ya muchos días: ¡el mundo está cambiando! ¡Pronto las cosas serán muy diferentes de como las hueles hoy! ¡Prepárate, Ratón de Campo!

»El Ratón de Campo, cuando se hubo enterado de todo cuanto les pudo sonsacar a los remilgados Céfiros que viajan en compañía de la Abuela Viento-Oeste, echó a correr por uno de sus senderos secretos a través del alto pastizal hacia la Cerca de Piedra, donde conocía un lugar en el que podría instalarse y ver sin que nadie lo viera. Cuando llegó a su escondrijo, se aposentó, se puso una brizna de hierba entre los dientes, y empezó a mascarla, pensativo.

»¿Cuál sería ese cambio tan tremendo que la Abuela Viento-Oeste y todos sus Céfiros comentaban estos días? ¿En qué consistiría y cómo debía él prepararse?

»Para el Ratón de Campo, no podía haber ningún sitio mejor donde vivir que el que era en ese momento el Prado Verde. Todas las hierbas del Prado estaban esparciendo sus semillas para que él las comiera. Las vainas secas de muchas plantas que él creyera malignas se habían abierto de pronto, repletas de nueces dulcísimas para que las royera con sus dientes vigorosos. El Ratón de Campo se sentía feliz y bien alimentado.

»Y ahora ¿todo iría a cambiar? Por mucho que pensaba, cavilaba y se devanaba los sesos, no atinaba a entenderlo.

»Porque, ¿sabéis, niños?, el Ratón de Campo había nacido en la Primavera. Había crecido en el Verano, cuando el señor Sol muestra sus sonrisas más anchas y se toma su tiempo para cruzar el cielo azul azul. En el espacio de un solo Verano, él había alcanzado ya su talla máxima (que no era mucha por cierto), y se había casado, y le habían nacido hijuelos, que pronto habrían de crecer, también ellos.

»Y ahora ¿podéis vosotros adivinar qué era ese gran cambio, ese cambio que el Ratón de Campo no podía ni siquiera imaginar?»

Todos los niños más pequeños gritaron y levantaron la mano, porque suponían, contrariamente a los mayores, que en realidad eran ellos los que tenían que adivinar.

—Muy bien —dijo Fumo—. Todos lo saben. Gracias, Robin. Y ahora veamos. ¿Puedes leer un rato tú, Billy? —Billy Mata se puso de pie, menos seguro que Robin, y cogió el manoseado libro.

El Fin del Mundo

«Y bien», leyó, «el Ratón de Campo decidió que lo mejor que podía hacer era preguntárselo a alguien más viejo y más sabio que él. La criatura más sabia que conocía era el Cuervo Negro, que a veces bajaba al Prado Verde en busca de granos o lombrices, y siempre tenía algo que comentar a flor de pico para quien quisiera prestarle oídos. El Ratón de Campo siempre escuchaba lo que el Cuervo Negro quisiera decir, si bien siempre se mantenía a una prudente distancia de los ojillos relucientes del Cuervo Negro y de su pico largo y afilado. No porque la familia Cuervo fuese conocida por su afición a comer ratones, pero sí se sabía en cambio que comían casi cualquier cosa que tuvieran al alcance de la mano, o del pico, más bien.

»No hacía mucho rato que el Ratón de Campo estaba sentado allí, aguardando, cuando desde el azul del cielo llegó un pesado batir de alas y un graznido ronco, y el Cuervo Negro en persona aterrizó en el Prado Verde, no lejos de donde se hallaba el Ratón de Campo.

»—Buenos días, señor Cuervo —saludó el Ratón de Campo.

»—¿Es un buen día éste? —dijo el Cuervo Negro—. No por muchos más podrás decir lo mismo.

»—Bueno, eso era justamente lo que yo le quería preguntar —dijo el Ratón de Campo—. Parece ser que un gran cambio se avecina en el mundo. ¿Lo huele usted? ¿Sabe en qué consiste?

»—¡Ah, descocada Juventud! —dijo el Cuervo Negro—. Hay, sin duda, un cambio que se avecina. Se llama Invierno, y harías mejor en prepararte para él.

»—¿Cómo será? ¿Y cómo tendré que prepararme para él?

»Con un brillo maligno en la mirada, como si disfrutara con la aflicción del Ratón de Campo, el Cuervo Negro le habló del Invierno, de la crueldad del Hermano Viento-Norte, que se precipitaría, arrasador, por sobre el Prado Verde y la Vieja Dehesa, trocando en oro y luego en pardo el verdor de los árboles y arrancándolo sin piedad de las ramas; de cómo perecerían los pastos y enflaquecerían de hambre las bestias que se nutrían de ellos. Le habló de las lluvias gélidas que caerían y anegarían las casas de los animalitos pequeños como el Ratón de Campo. Le describió la nieve, que el Ratón de Campo imaginó maravillosa; pero luego supo del frío terrible que lo calaría hasta los huesos, y que los pajaritos, debilitados por el frío, caerían escarchados de sus nidos, y que los peces cesarían de nadar y que el Arroyo Cantarín ya no cantaría porque tendría la boca amordazada por el hielo.

»—¡Pero eso es el Fin del Mundo! —exclamó, con desesperación, el Ratón de Campo.

»—Eso parecerá —dijo con maligno regocijo el Cuervo Negro—. A cierta gente. No a mí. A mí no me afectará. Pero tú, ¡tú harías mejor en prepararte, Ratón de Campo, si es que esperas permanecer entre los vivos!

»Y con estas palabras, el Cuervo Negro agitó sus pesadas alas y se remontó por el aire, dejando al Ratón de Campo más apabullado y atemorizado que antes.

»Pero mientras seguía allí, sentado, mascando su brizna de hierba al calorcito del bondadoso Sol, supo cómo podría aprender a sobrevivir al frío terrible que el Hermano Viento-Norte traería al mundo.»

—Está bien, Billy —dijo Fumo—. Pero no es preciso que enfatices cada sílaba cuando lees. Hazlo con naturalidad, como cuando hablas.

Billy Mata miró a Fumo como si comprendiera por primera vez que las palabras del libro eran las mismas que él empleaba todos los días.

—Oh —dijo.

—Bien. ¿Quién lee ahora?

El secreto de Viento-Norte

«La idea que se le había ocurrido», leyó Terry Océano (demasiado mayorcito para esto, pensó Fumo) «era viajar por el Ancho Mundo tan lejos como le fuera posible, y preguntar a cada criatura cómo pensaba prepararse para el Inminente Invierno. Estaba tan satisfecho con su plan, que se llenó hasta hartarse de semillas y nueces que por desgracia tanto abundaban en los alrededores, se despidió de su esposa y sus hijos, y ese mismo mediodía se puso en camino.

»La primera bestezuela que encontró fue una oruga peluda en una rama. Pese a que las orugas no son famosas por su inteligencia, el Ratón de Campo le formuló de todos modos la pregunta. ¿Qué haría ella para prepararse para el Invierno que se avecinaba?

»—Yo, del Invierno, sea lo que sea, no sé nada —dijo la oruga con su vocecita débil—. No obstante, un cambio está ciertamente por producirse en mí. Tengo la intención de envolverme en esta preciosa hebra blanca y sedosa que, al parecer, no me preguntes cómo, acabo de aprender a devanar; y cuando esté toda envuelta y abrigada y bien adherida a esta rama confortable, me quedaré así un tiempo largo, quizá para siempre, no lo sé.

»Bueno, al Ratón de Campo aquélla no le parecía la solución, y con pena en el alma por esa tonta de la oruga, prosiguió su camino.

»Ya cerca del Estanque de los Lirios, vio en él unas criaturas que jamás había visto allí antes: grandes aves de color pardo ceniciento, de cuello largo y grácil, y pico negro. Había toda una multitud, y mientras navegaban por el Estanque de los Lirios zambullían las cabezas alargadas bajo el agua comiendo lo que encontraban en él.

»—¡Aves! —dijo el Ratón de Campo—. ¡Se aproxima el Invierno! ¿Cómo pensáis vosotras prepararos para soportarlo?

»—El Invierno se aproxima, sí —dijo una de las aves más viejas—. El Hermano Viento-Norte nos ha echado de nuestros hogares. Allá el frío ya es cruento. Y ahora viene en pos de nosotras, persiguiéndonos. Sin embargo, le ganaremos, ¡por muy veloz que viaje! Volaremos hacia el Sur, más al sur de donde él pueda llegar, y allí estaremos al abrigo del Invierno.

»—¿Muy lejos de aquí? —preguntó el Ratón de Campo, esperanzado: quizá también él pudiera ganarle la carrera al Hermano Viento-Norte.

»—A días y días de nuestro vuelo más raudo —respondió el ave—. Ya llevamos retraso. —Y con un sonoro batir de las alas se elevó del estanque, replegando las patas negras contra el vientre blanco. Tras de ella alzaron el vuelo todas las demás y se remontaron en bandada, graznando, rumbo al cálido Sur.

»El Ratón de Campo reanudó su camino, acongojado; sabía que él, sin alas poderosas como las de aquellas aves, jamás podría ganarle la carrera al Invierno. Tan absorto iba en sus tristes pensamientos que estuvo a punto de tropezar, en el borde del Estanque de los Lirios, con una Tortuga de Ciénaga. El Ratón de Campo le preguntó qué haría cuando llegase el Invierno.

»—Dormir —dijo, soñolienta, la Tortuga, obscura y arrugada como la cara de un viejo—. Me cobijaré en lo más profundo de la ciénaga, abrigada en el lodo tibio, donde el Invierno no puede llegar, y dormiré. A decir verdad, ya me estoy durmiendo.

«¡Dormir! Tampoco ésta le pareció al Ratón de Campo una solución muy feliz. Y, sin embargo, en camino, tuvo que escuchar muchas veces, y de las criaturas más diversas, la misma respuesta.

»—¡Dormir! —dijo la Culebra, la eterna enemiga del Ratón de Campo—. De mí, Ratón de Campo, nada tendrás que temer.

»—¡Dormir! —cuchicheó su primo el Murciélago cuando se hizo de noche—. Dormir cabeza abajo, colgado de los dedos.

»¡Vaya! La mitad del mundo se iría tranquilamente a dormir cuando llegase el Invierno. Aquélla fue la respuesta más extraña que el Ratón de Campo tuvo que oír, pero hubo otras.

»—Yo almacenaré nueces y semillas en escondrijos secretos —contestó la Ardilla Roja—. Así lo pasaré.

»—Yo confío en que la Gente me proveerá de víveres cuando no quede nada que comer —dijo el Paro Carbonero.

»—Yo construiré —dijo el Castor—. Construiré una casa y viviré en ella con mi esposa y mis hijos, bajo las aguas heladas del río. ¿Puedo ahora poner manos a la obra? Tengo muchísimo que hacer.

»—Yo robaré —dijo el Mapache, con su antifaz de ladrón—. Huevos de los corrales de la Gente, basura de sus basureros.

»—Yo te comeré a ti —dijo el Zorro Rojo—. ¡Mira si no! —Y persiguió al pobre Ratón de Campo y poco faltó para que le diera alcance antes de que llegara a su cueva en la vieja Cerca de Piedra.

«Cuando por fin, casi sin resuello, se dejó caer en ella, pudo ver que en el ínterin, mientras él viajaba, el gran cambio llamado Invierno había empezado a manifestarse en el Prado Verde. Ya no estaba tan verde, sino pardo, amarillento y blanco. Muchas de las semillas habían madurado y se habían dispersado, o echado a volar a lo lejos sobre alas diminutas. En lo alto del cielo, la cara del Sol se escondía detrás de unas ceñudas nubes grises. Y el Ratón de Campo no tenía aún ningún plan para protegerse del cruel Hermano Viento-Norte.

»—¿Qué puedo hacer? —clamó a voces—. ¿Ir a vivir con mi primo en el granero del granjero Pardo, arriesgándome a las asechanzas de Tom el gato y de Furia el perro, y a los venenos y a las trampas cazarratones? No lo resistiría mucho tiempo. ¿Huir al Sur con la esperanza de ganarle la carrera al Hermano Viento-Norte? Seguramente me cogerá desprevenido y me congelará lejos de casa con su aliento frío. ¿Acostarme con mi esposa y mis hijos y extender los pastos sobre mi cabeza y tratar de dormir? El hambre no tardaría en despertarme, y a ellos también. ¿Qué, qué puedo hacer?

»En ese momento la mirada de un ojo reluciente se clavó en él, tan de improviso que el Ratón de Campo se irguió, sobresaltado, lanzando un grito. Era el Cuervo Negro.

»—Ratón de Campo —dijo, tan socarrón como de costumbre—. Sea lo que sea lo que vayas a hacer para protegerte, hay una cosa que ignoras y que deberías saber y no sabes.

»—¿Qué es? —preguntó el Ratón de Campo.

»—Es el secreto del Hermano Viento-Norte.

»—¿Su secreto? ¿Qué es? ¿Tú lo conoces? ¿Querrás decírmelo?

»—Es —respondió el Cuervo Negro— la única cosa buena del Invierno, y que el Hermano Viento-Norte no quiere que ninguna criatura viviente sepa. Y sí, yo lo sé; y no, no te lo diré. —Porque el Cuervo Negro guarda sus secretos tan celosamente como los trocitos de metal y vidrio brillantes que busca y recoge.

»Y así diciendo, la mezquina criatura echó a volar, con una carcajada, y fue a reunirse con sus hermanos y hermanas en la Vieja Dehesa.

»¡La única cosa buena del Invierno! ¿Qué podía ser? No el frío ni la nieve ni el hielo ni las lluvias torrenciales.

»No el tener que esconderse y rapiñar y dormir un sueño semejante a la muerte, ni huir de los enemigos desesperado y hambriento.

»No los días cortos y las largas noches pálidas, ni el distraído sol, de todo lo cual el Ratón de Campo ni siquiera conocía la existencia.

»¿Qué podía ser?

»Esa noche, mientras el Ratón de Campo yacía acurrucado con su mujer y sus hijos entre los pastos de su cueva tratando de entrar en calor, el mismísimo Hermano Viento-Norte cruzó, arrasador, por el Prado Verde. ¡Ay, qué zancadas tan grandes las suyas! ¡Ay, cómo trepidaba y se estremecía la endeble casita del Ratón de Campo! ¡Ay, cómo se abrían y desgarraban las nubes ceñudas, cómo se apartaban, furibundas, de la cara de la asustada Luna!

»—¡Hermano Viento-Norte! —gritó el Ratón de Campo—. Tengo frío y miedo. ¿No querrás decirme cuál es esa única cosa buena del Invierno?

»—Ése es mi secreto —contestó con su voz atronadora y glacial el Hermano Viento-Norte. Y para hacer ver la fuerza que tenía, estrujó con violencia un arce alto hasta que el verde de las hojas se trocó en amarillo y naranja, y entonces de un soplo las dispersó a lo lejos. Hecho esto, siguió su camino a grandes trancos por el Prado Verde, mientras el Ratón de Campo, abrigándose el morro helado con las patas, se preguntaba cuál sería ese secreto.

»¿Sabéis vosotros cuál es el secreto del Hermano Viento-Norte?

»Es claro que lo sabéis.»

—Oh. Oh. —Fumo volvió a la realidad.— Lo siento, Terry, no tenía intención de hacerte seguir y seguir leyendo. Muchas gracias. —Reprimió un bostezo, mientras los chicos lo observaban con curiosidad.

—Humm… Ahora, ¿queréis todos sacar plumas, tinta y papel? Vamos, vamos, nada de protestas. Hace un día demasiado espléndido.

El único juego válido

Por las mañanas tenían lectura y caligrafía, pero era la caligrafía la que más tiempo los ocupaba, ya que Fumo pretendía (y solamente podía) enseñarles a escribir como lo hacía él, con esa letra cursiva que bien trazada es bellísima, pero que un simple, rasgo mal hecho torna ilegible.

—Ligadura —decía una y otra vez con severidad, golpeteando una hoja de papel. Y el atribulado escribiente arrugaba el entrecejo y volvía a empezar—. Ligadura —le decía a Patty Flores, quien a lo largo de todo aquel año creyó que lo que decía era «Línea dura», una acusación que ella no sabía cómo eludir pero de la que tampoco podía defenderse; cierta vez, al oírla, en un acceso de frustración, clavó con tanta furia en el papel la punta de la pluma, que ésta se hundió en el pupitre como un cuchillo.

Para las clases de lectura, le bastaba escoger entre los libros de la biblioteca de Bebeagua, El Secreto del Hermano Viento-Norte y los otros cuentos del doctor para los pequeños, y lo que juzgara adecuado e instructivo para los mayores. Algunas veces, mortalmente aburrido de escuchar aquellas voces titubeantes, él mismo leía para ellos. Le gustaba hacerlo, y disfrutaba explicando los pasajes difíciles e imaginando en voz alta por qué el autor había dicho lo que decía. La mayor parte de los chicos creían que esas glosas formaban parte del texto, y así, los pocos que de mayores volvían a leer los libros que Fumo les había leído los encontraban a menudo parcos, elusivos, lacónicos, como si les faltaran algunos pasajes.

De tarde, daban matemáticas, clase que con bastante frecuencia se convertía en una prolongación de la caligrafía, ya que las formas elegantes de los números latinos le interesaban a Fumo tanto o más que las relaciones entre ellos. Había entre sus discípulos dos o tres que eran buenos para los números, tal vez prodigios, pensaba Fumo, puesto que eran en realidad mucho más rápidos que él con los quebrados y otras operaciones difíciles, y hacía que éstos le ayudaran a enseñar a los otros. Según el antiguo principio de que la música y las matemáticas son hermanas, dedicaba algunas veces el de todos modos inútil y soñoliento final de la tarde a tocar para ellos el violín, y aquellas melodías suaves, no siempre seguras, y el olor que despedía la estufa, y las reuniones invernales a la salida sería todo cuanto, años más tarde, Billy Mata recordaría de la aritmética.

Como maestro tenía una gran virtud: no comprendía a los niños, no disfrutaba con sus niñerías; su vitalidad desbordante lo azoraba y lo confundía. Los trataba como a personas mayores, porque ésa era la única forma que conocía de tratar a quien fuera; y cuando ellos no reaccionaban como adultos, hacía caso omiso y volvía a intentar. Lo que le importaba era lo que él enseñaba, la negra cinta de significados que era la escritura, los paquetes de palabras, las cajas de gramática que ataba, las opiniones de los autores y la impecable regularidad de los números. Por lo tanto, de esas cosas disertaba. Ése era el único juego válido —hasta a los chicos más listos les era difícil inducirlo a jugar a cualquier otro—, y así, cuando por fin todos habían dejado de escuchar (cosa que sucedía muy pronto, tanto cuando hacía buen tiempo como cuando la nieve caía con lentitud hipnótica, o cuando llovía con sol), incapaz de imaginar alguna forma de entretenerlos un rato más, los dejaba marcharse.

Y entonces también él volvía a casa por la entrada principal de Bosquedelinde (la escuela era la antigua cochera, un templo dórico cuya puerta, por alguna razón, ostentaba en el dintel una imponente cornamenta de ciervo), preguntándose si Sophie ya se habría levantado de la siesta.

Lo bueno del Invierno

Aquel día se demoró a fin de limpiar la estufa pequeña; habría que encenderla mañana, si arreciaba el frío. Cuando hubo cerrado la puerta, se volvió, y de espaldas al minúsculo templo, se detuvo en el sendero cubierto de hojarasca que conducía a la entrada principal de Bosquedelinde. No era éste el camino que había tomado la primera vez para llegar a Bosquedelinde, ni aquél el portón por el que entrara a la casa. En realidad, ya nadie utilizaba más esa puerta principal, y sólo sus caminatas diurnas de ida y vuelta mantenían, como si fuese la senda habitual de una alimaña de pesadas pezuñas, un sendero en el antiguo camino para carruajes, que por espacio de media milla atravesaba el Parque, cegado ahora por las juncias.

Allá, ante él —hierro forjado verde, un entramado nonacentista de flores de lis—, se alzaban los portalones de la entrada; eternamente abiertos, amarrados al suelo por las malezas y los matorrales. Sólo una cadena herrumbrosa a través del camino sugería que aquélla era aún la puerta de acceso a algún lugar, y que nadie debía entrar por ella sin ser invitado. Hacia la derecha y hacia la izquierda, el camino se prolongaba en el oro conmovedor de una avenida de castaños de la India; de su follaje, el viento arrancaba y despilfarraba sin piedad verdaderas fortunas. Tampoco ese camino era muy transitado, a no ser por los chicos que lo utilizaban para ir y volver de la escuela a pie o en bicicleta, y Fumo no sabía muy bien adonde conducía. Esa tarde, sin embargo, hundido hasta las rodillas en la hojarasca y por alguna razón imposibilitado de trasponer el portalón, imaginó que uno de los ramales debía conducir, desde Arroyo del Prado, al macadam resquebrajado que, después de confluir con el asfalto que pasaba por la casa de los Juníperos, empalmaba al fin con la ruidosa fuga de autopistas y carreteras que rugían rumbo a la Ciudad.

¿Qué pasaría si ahora él, enfilando hacia la derecha (la izquierda), a pie y con las manos vacías, como había venido, desanduviera paso a paso todo el camino, como una película que se proyectara al revés (las hojas saltando a los árboles), hasta llegar al punto de partida?

Bueno, para empezar, él no tenía las manos vacías.

Y además, con el tiempo se había fortalecido en él la convicción (no porque fuese razonable o tan siquiera posible) de que, una vez que hubo entrado, aquella tarde de verano, por la puerta-mosquitera de Bosquedelinde, ya nunca más había vuelto a salir; de que las distintas puertas que, desde entonces, había creído trasponer, sólo lo habían conducido a otras regiones de la casa, regiones que, en virtud de quién sabe qué artilugio o truco arquitectónico (que John Bebeagua habría sido perfectamente capaz de pergeñar), creaban la ilusión de ser y comportarse como bosques, lagos, granjas, colinas distantes. El camino que tomara siempre acabaría por conducirlo, tras un largo rodeo, a otro porche de Bosquedelinde, uno que acaso no había visto aún, con una escalinata ancha y carcomida y una puerta que lo invitaría a entrar.

Se arrancó del lugar de viva fuerza, y dejó aquellas divagaciones otoñales. La circularidad de los caminos y de las estaciones. Él ya había estado antes allí. Octubre tenía la culpa.

Sin embargo, al cruzar el despintado puente blanco que enarcaba la lámina del río, se detuvo otra vez; allí, el estuco se había resquebrajado mostrando el ladrillo ordinario de la estructura; habría que repararlo, el invierno tenía la culpa. Abajo, en el agua, las hojas anegadas giraban y huían en la corriente, como giraban y huían las mismas hojas en el turbulento mar del aire, sólo que mucho menos veloces, más pausadas: bermejas garras de arce, anchas hojas de olmo y de pacana, hojarasca de roble de un pardo deslucido. En el aire, sus movimientos eran demasiado rápidos como para que pudiera seguirlos con la mirada, pero abajo, en el espejo del río, para complacer a la corriente, ejecutaban su danza con una lentitud elegiaca.

Pero, ¿qué, qué podía hacer él?

Tiempo atrás, cuando comprendió que su anonimato perdido sería sustituido por una personalidad, había supuesto que iba a ser algo así como esos trajes holgados que se le compran a un niño para que los vaya llenando al crecer. Se había imaginado que en los primeros tiempos le produciría una cierta incomodidad, un malestar que, sin embargo, se iría atenuando poco a poco, a medida que él mismo, su persona, fuese llenando los huecos, amoldándose a la forma de su personalidad; hasta que se arrugaría al fin y para siempre en sus repliegues, se suavizaría con el uso en las zonas de fricción. Había pensado, en suma, que sería singular. Lo que nunca había imaginado era que tendría que padecer más de una; o, peor aún, que alguna vez se encontraría enjaretado en una vergonzante en el momento menos oportuno, o en porciones de varias a la vez, agarrotado y forcejeando en vano.

Volvió la mirada hacia esa linde inescrutable de Bosquedelinde que apuntaba hacia él, las ventanas iluminadas ya en el moribundo atardecer: una máscara que ocultaba numerosos rostros, o un solo rostro, acaso, que se ocultaba tras numerosas máscaras, si lo uno o lo otro, no lo sabía decir, ni tampoco lo sabía respecto de él.

¿Cuál era esa única cosa buena del Invierno? Él conocía la respuesta, desde luego; había leído antes el libro. Si viene el Invierno, no muy lejos, tras de él, vendrá la Primavera. Pero sí, pensó, oh, sí; sí que puede: muy, muy lejos.

La vejez del mundo

En la sala de música poligonal de la planta baja, Llana Alice, enormemente preñada por segunda vez, jugaba a las damas con la tía abuela Nube.

—Es como si cada día —dijo Llana Alice— fuese un paso, y que cada paso te alejara un poco más de… bueno, de cuando las cosas tenían más sentido. De cuando las cosas estaban todas vivas, y te hacían señas. Y no dar el paso te es tan imposible como no vivir un día.

—Creo que entiendo —dijo Nube—. Pero creo que eso es sólo en apariencia.

—No se trata, exactamente, de que me sienta vieja. —Estaba amontonando en filas parejas las fichas rojas que le había comido a Nube.— No me digas eso.

—Siempre será más fácil para los chicos. Tú eres ahora una señora mayor… con hijos propios.

—¿Y Violet? ¿Qué me dices de Violet?

—Oh, sí. Bueno. Violet.

—Lo que me pregunto es si no será el mundo el que está envejeciendo. Menos vivo. ¿O será simplemente porque yo estoy envejeciendo?

—Todo el mundo se pregunta eso, siempre. Yo no creo que nadie pueda, realmente, tener la sensación de que el mundo envejece. Su vida es demasiado larga para eso. —Comió una de las fichas negras de Alice.

—Lo que quizás aprendes al envejecer es que el mundo es viejo… muy viejo. Cuando uno es joven, el mundo le parece joven. Es eso, nada más.

Esto parece tener sentido, pensó Llana Alice, mas no explicaba sin embargo aquella sensación de pérdida que la embargaba, la sensación de que ciertas cosas que fueran antes tan claras para ella se obscurecían, de que día a día, en torno a ella, junto a ella, se iban rompiendo conexiones. Cuando joven, siempre había tenido esa sensación de que la llamaban, que la incitaban a seguir, a avanzar, hacia delante, hacia algún lugar. Era eso lo que había perdido. Estaba persuadida de que ya nunca más volvería a espiarlos, a buscar, con aquella exaltación de la sensibilidad, una clave de la presencia de ellos, un mensaje sólo a ella destinado; de que ya no volvería a sentir, cuando se durmiera al sol, aquel roce de ropas en las mejillas, las ropas de quienes la observaban y que, cuando se despertaba, habían huido, dejando tan sólo las hojas agitadas alrededor.

Ven acá, ven acá, le canturreaban ellos en su infancia. Ahora, se había estancado.

—Mueves tú —dijo Nube.

—Bueno, y eso ¿lo haces conscientemente? —dijo Llana Alice, sólo en parte preguntándolo a Nube.

—¿Si hago qué? —dijo Nube—. ¿Crecer? No. Bueno. En cierto sentido. O ves que es inevitable, o te niegas. O lo aceptas con júbilo, o no… lo tomas a cambio, tal vez, de todo cuanto de cualquier manera vas a perder. O puedes negarte, para luego tener que ver cómo te es arrebatado todo cuanto tenías para perder, y no recibir nunca el pago, no ver jamás la posibilidad de un trueque—. Pensaba en Auberon.

A través de las ventanas de la sala de música, Llana Alice vio a Fumo que con paso fatigado volvía de la escuela: su imagen se refractaba sincopadamente al pasar de un viejo y combado panel de cristal al siguiente. Sí: si lo que decía Nube era verdad, ella había tomado a Fumo a cambio, y lo que había trocado por él era la viva sensación de que habían sido ellos, justamente ellos, quienes la habían conducido hasta él, ellos quienes lo habían elegido para ella, ellos quienes habían fraguado las miradas furtivas que lo hicieran suyo, el largo noviazgo, el fructífero y confortable matrimonio. De modo que, si bien ella poseía lo que le había sido prometido, había perdido a cambio la sensación de que le fue prometido. Lo cual hacía que lo que poseía —Fumo y una felicidad cotidiana— pareciera frágil, perdible, suyo sólo por un puro azar.

Miedo: sí, ella tenía miedo; ¿cómo podía ser, si el trato se había cerrado de verdad, y ella había cumplido su parte y tanto, tantísimo que le había costado, y tantas molestias que se habían tomado ellos para prepararlo?, ¿cómo podía ser que pudiese perderlo? ¿Sería posible que ellos fueran tan falaces? ¿Tan poco comprendía ella?, y sin embargo, sí, tenía miedo.

Oyó que se cerraba, con solemnidad, la puerta del frente, y un momento después vio al doctor, ataviado con una chaqueta a cuadros rojos, que se acercaba a Fumo, llevando dos escopetas y otros avíos. Fumo pareció sorprenderse, luego alzó los ojos y se golpeó la frente como si recordase algo que había olvidado. Después, resignado, cogió una de las escopetas de manos del doctor, quien ahora señalaba posibles direcciones; el viento arrancaba de la cazoleta de su pipa chispas anaranjadas. Fumo partió otra vez con él en dirección al Parque, en tanto el doctor no cesaba de hablar y señalar. Una sola vez Fumo volvió la cabeza, para mirar hacia las ventanas altas de la casa.

—Mueves tú —dijo Nube nuevamente.

Alice miró el tablero, los cuadros ahora inconexos y borrosos. Sophie, vestida con un camisón de franela y un cárdigan de Alice, cruzó la sala de música, y las dos mujeres suspendieron un momento la partida. No porque Sophie las distrajese del juego: parecía ensimismada, como si no se hubiera percatado de su presencia allí, o como si las mirara sin verlas, sólo que, cuando pasaba, a las dos les pareció percibir con súbita intensidad, por un momento apenas, el mundo circundante: el viento, indómito, y la tierra, pardusca allá afuera; la hora, el final de la tarde; el día, y el tránsito de la casa a lo largo de él. Si fue esa repentina conflagración de sensaciones que Sophie provocara o si fue Sophie misma, Alice no pudo saberlo, pero en ese preciso instante algo, algo que antes no había sido claro, se le hizo claro.

—¿Adonde va? —preguntó Sophie a nadie y a la nada, extendiendo una mano contra el combado cristal del mirador como contra una barrera o contra los barrotes de una jaula en la que de pronto se descubría encerrada.

—A cazar —Llana Alice coronó una dama, y dijo—: Mueves tú.

Depredadores sin reparos

Sólo una vez o dos, en el otoño, el doctor Bebeagua sacaba del arcón de la sala de billares una de las escopetas que habían pertenecido a su abuelo, la limpiaba, la cargaba y salía a cazar pájaros. A pesar —o tal vez a causa— del amor que prodigaba al reino animal, el doctor se consideraba con tanto derecho a ser carnívoro, si el serlo estaba en su naturaleza, como el Zorro Rojo o la Lechuza, y la alegría espontánea con que saboreaba la carne, triturando los huesos y cartílagos, y la fruición con que se chupaba la grasa de los dedos lo habían persuadido de que sí, estaba en su naturaleza. Pensaba, no obstante, que si quería ser carnívoro, tenía que ser capaz de asumir la matanza de lo que comería, y no dejar que la cruenta faena fuese realizada siempre en otra parte, y que él disfrutase pura y simplemente del despojo ya limpio e irreconocible. Una o dos partidas de caza por año, unas cuantas avecillas de brillante plumaje arrebatadas al cielo y abatidas sin misericordia, sangrantes y con el pico abierto, le bastaban al parecer para satisfacer sus escrúpulos; su familiaridad con los bosques y su cautela compensaban esa cierta indecisión que lo asaltaba cuando el urogallo o el faisán escapaba como una tromba de los matorrales; de ordinario, cobraba piezas suficientes para una buena mesa en la fiesta de la vendimia, razón por la cual se consideraba un depredador sin reparos, cuando, con excelente apetito, comía buey y cordero el resto del año.

En tales ocasiones solía hacerse acompañar por Fumo, después de haberlo convencido de la lógica de esta postura. El doctor era zurdo, y Fumo, diestro, circunstancia que hacía menos probable que, en su sed de sangre, dispararan el uno contra el otro, y Fumo, aunque distraído y no demasiado paciente, resultó ser un tirador nato.

—¿Todavía estamos en su propiedad? —le preguntó Fumo cuando cruzaban una cerca de piedra.

—En la propiedad Bebeagua —dijo el doctor—. ¿Sabes que estos líquenes, esta especie chata, plateada, pueden llegar a vivir centenares de años?

—Suya, sí, de los Bebeagua —dijo Fumo—. Eso quise decir.

—En realidad, ¿sabes? —dijo el doctor, balanceando su arma y eligiendo una dirección—, yo no soy un Bebeagua. No de apellido. —Esas palabras le recordaron a Fumo las primeras que le había oído pronunciar al doctor: «No médico en ejercicio», había dicho—. Técnicamente, soy un bastardo. —Se inclinó sobre la frente la visera de la gorra a cuadros y consideró su caso sin rencor.— Era ilegítimo, y nunca fui legalmente adoptado por nadie. Violet me crió, ella más que nadie, y Nora y Harvey Nube. Pero nadie se tomó nunca la molestia de cumplir con las formalidades.

—Ah, ¿sí? —dijo Fumo con visible interés, aunque en realidad conocía la historia.

—Esqueletos en el armario de la familia —dijo el doctor—. Mi padre tuyo… tuvo relaciones con Amy Praderas, tú la conociste.

Él la roturó, y ella rindió su cosecha, citó Fumo casi, imperdonablemente, en voz alta.

—Sí —dijo—. Amy Bosques, ahora.

—Casada ahora con Chris Bosques, desde hace muchos años.

—Mmm. —¿Qué recuerdo quiso insinuarse en la conciencia de Fumo, pero a último momento cambió de parecer, y se retrajo? ¿Un sueño?

—Yo fui el resultado. —La nuez de Adán le tembló, si por la emoción o no, Fumo no hubiera podido decirlo.— Si echaras un ojeo por los alrededores de ese brezal… Creo que nos estamos acercando a un buen paraje.

Fumo se encaminó al sitio que el doctor le había señalado. Aprontó su arma, una vieja escopeta inglesa de dos cañones superpuestos, con el seguro echado. En honor a la verdad, él no disfrutaba como el resto de la familia de esas caminatas interminables sin rumbo a la intemperie, y menos aún bajo la lluvia, pero si tenían, como la de hoy, un sentido simbólico, era capaz de soportarlas como cualquier otro hasta el final.

Sin embargo, le apetecería apretar el gatillo siquiera una vez, aunque no bajara ni una sola pieza. Y mientras rumiaba, distraído, estos pensamientos, dos patos silbones cenicientos alzaron el vuelo delante de él desde el espeso matorral, batiendo el aire en busca de altura. Soltó un grito de sorpresa, y levantaba ya el arma para apuntarlos cuando el doctor gritó:

—¡Tuyos! —y, como si los cañones de su escopeta hubieran estado atados por medio de cuerdas a las colas de las aves, siguió a una, y disparó, luego a la otra y volvió a disparar; bajó el arma para contemplar, atónito, cómo las dos aves se desplomaban girando en el aire y, con un crujir de ramas y un golpe sordo final, caían al suelo.

—Diantre —dijo.

—Excelente puntería —dijo el doctor con entusiasmo, y con una levísima punzada de horror culpable en el corazón.

Deberes

En el camino de regreso por un largo rodeo, con un morral de cuatro y el frío del anochecer gélido como el invierno, pasaron delante de un artefacto que ya otras veces había picado la curiosidad de Fumo. Estaba acostumbrado a ver por los alrededores las ruinas de proyectos a medio empezar, invernáculos y templos abandonados, y, sin embargo, Comoquiera congruentes; pero ¿qué podía hacer allí, en medio del campo, un auto viejo enmoheciéndose hasta lo irreconocible? Un coche viejísimo, además, debía de hacer por lo menos cincuenta años que estaba allí, con las ruedas hundidas en el suelo hasta la mitad, Deberes tan solitarias y antiguas como las ruedas rotas de los carretones de los pioneros hundidas en las praderas del Oeste medio.

—Un modelo T —respondió el doctor—. De mi padre.

Con el auto todavía a la vista, hicieron un alto junto a un muro de piedra para pasarse de mano a mano una pequeña cantimplora reconfortante.

—A cierta edad —dijo el doctor mientras se enjugaba la boca con la manga— empecé a preguntar cómo y de dónde había venido yo. Bueno, conseguí sonsacarles lo de Amy y August, pero Amy siempre ha pretendido que eso nunca sucedió, que ella no es más que una vieja amiga de la familia, pese a que todo el mundo estaba bien enterado, incluso Chris Bosques, y a que se echaba a llorar cada vez que yo iba a visitarla. Violet… bueno. Parecía haberse olvidado de August por completo, aunque tú no llegaste a conocerla. Nora decía solamente que se había fugado. —Devolvió la cantimplora.— Al cabo me armé de coraje y le pregunté a Amy cómo habían sido las cosas, y ella se puso tímida y, diría… aniñada, es la única palabra que se me ocurre. August fue su primer amor. Hay gente que nunca olvida ¿no? En cierto sentido, me enorgullezco de que fuera así.

—Se solía decir que un hijo del amor era muy especial —arguyó Fumo—. Muy bueno o muy malo. Pearl en La letra escarlata. Edmund en…

—Yo estaba en esa edad en la que uno quiere saber con certeza todas esas cosas —prosiguió el doctor—. Saber quién eres, exactamente. Tu identidad. Ya sabes. —En verdad, Fumo no lo sabía.— Yo pensaba: mi padre desapareció, hasta donde yo sé, sin dejar rastros. ¿No podría yo hacer lo mismo? ¿No estaría también eso en mi naturaleza? Y que si daba con él, quizá, después de quién sabe qué aventuras, lo obligaría a reconocerme. Lo cogería por los hombros —y al decir esto el doctor hizo un ademán que la cantimplora, que ahora tenía en la mano, impidió que fuese tan violento como pretendía ser— y le diría Soy tu hijo. —Se recostó contra el muro y bebió un sorbo, con aire taciturno.

—¿Y huyó usted?

—Sí. O algo parecido.

—¿Y?

—Oh, no llegué muy lejos, en honor a la verdad. Y siempre recibía dinero de casa. Me gradué de médico, aunque nunca haya ejercido demasiado la profesión; vi un poco del Ancho Mundo. Pero volví. —Sonrió tímidamente.— Supongo que ellos sabían que acabaría por volver. Sophie Llanos lo sabía. Eso es lo que ella dice ahora.

—Y nunca encontró a su padre —dijo Fumo.

—Bueno —dijo el doctor—, sí y no. —Miraba, abstraído, el trasto viejo, allá, en medio del campo. Pronto sólo quedaría de él un montículo informe, donde la hierba ya no crecería; después, nada.— Supongo que es verdad eso que dicen, ya sabes, que partes en busca de aventuras y luego encuentras lo que has estado buscando justo en el fondo de tu propio jardín.

Muy cerca de ellos, quietecito en su escondrijo en los bajos del muro de piedra, un Ratón de Campo los observaba. Husmeaba el tufo de sus presas de caza, veía que sus bocas se movían como si mascaran montones de forraje, pero no estaban comiendo. Intrigado, se sentó sobre el cojinillo de líquenes en el que él y sus antepasados se sentaban desde tiempos inmemoriales, y espió. El esfuerzo de espiar hacía que el morro le temblara furiosamente y que las orejas translúcidas se le irguieran y ahuecaran en dirección a los ruidos que ellos producían.

—No sirve de nada querer indagar demasiado a fondo ciertas cosas —dijo el doctor—. Todas las que no puedes cambiar.

—No —dijo Fumo, con menos convicción.

—Nosotros —dijo el doctor, y Fumo creyó adivinar a quiénes incluía en ese «nosotros» y a quiénes no— tenemos nuestros deberes. No habría servido de nada huir simplemente en busca de algo y desentenderse de lo que otros pudieran querer o necesitar. Debemos pensar en ellos.

En mitad de su espionaje, el Ratón de Campo se había quedado dormido, pero despertó sobresaltado cuando las dos inmensas criaturas se incorporaron y recogieron sus raras pertenencias.

—Algunas veces, nosotros pura y simplemente no lo comprendemos —dijo el doctor, como quien enuncia una verdad que hubiera aprendido no sin esfuerzo y a costa de algún dolor—. Pero cada uno de nosotros tiene un papel que cumplir.

Fumo bebió un trago y tapó la cantimplora. ¿Sería posible, en verdad, que él tuviese la intención de abdicar de sus responsabilidades, de renunciar a su papel, de hacer algo tan horrendo y tan impropio de él, y tan estéril, por añadidura? Lo que andas buscando está, injustamente, en el fondo de tu propio jardín: una broma siniestra, en su caso. Bueno, qué podía saber él; y no conocía a nadie a quien se lo pudiera preguntar; pero sabía que estaba cansado de luchar.

Y en todo caso, reflexionó, no será la primera vez que esto ocurra en el mundo.

Fiesta de la Vendimia

El día en que las presas de caza, ya manidas, eran servidas en la mesa de la cena, constituía, cada año, todo un acontecimiento. A lo largo de toda la semana no cesaba de venir gente a la finca, gente que se reunía con la tía abuela Nube a puerta cerrada para pagar el arrendamiento o para explicar por qué no podía hacerlo. (Fumo, que no tenía la más remota idea de lo que eran los bienes raíces y sus valores, no se extrañaba de la inmensa extensión de la propiedad de los Bebeagua, ni tampoco de la forma curiosa en que la administraban, si bien aquella ceremonia que se repetía todos los años se le antojaba por cierto muy feudal). Muchos traían, por añadidura, algún tributo: un galón de sidra, una cesta de manzanas silvestres, o tomates envueltos en papel púrpura.

Los Torrentes, así como Hannah y Sonny Mediodía, los más ampulosos (en todo sentido) de sus arrendatarios, se quedaban a cenar. Rudy había llevado un pato de su propio corral para completar el festín, y habían tendido sobre la mesa el mantel de encaje que olía a alhucema. Nube abrió el bruñido estuche de la vajilla de plata que le regalaron para su boda (nadie habría pensado jamás en regalársela a ninguna otra novia Bebeagua, los Nube habían sido muy escrupulosos con esas cosas) y los altos candelabros se reflejaban en ella y en las facetas de las copas de cristal tallado, disminuidas ese año por una rotura insignificante e irreparable.

Sirvieron abundantes cantidades de un vino soporífero y azuloso que Walter Océano preparaba cada año y decantaba al siguiente, su tributo; con él, se hicieron brindis por encima de los relucientes cadáveres de las aves y los fuentones repletos de hortalizas otoñales. Rudy se puso de pie, con el vientre avanzando un poco más allá del borde de la mesa, y recitó:

Bendigamos al señor de esta morada
y también a la señora
y a todos los pequeños
que por la mesa rondan.

Incluía entre ellos, ese año, a su nieto Robin, a los nuevos mellizos de Sonny Mediodía, y a Tacey, la hija de Fumo. Mamá, copa en alto, dijo:

Os deseo cobijo en las tormentas,
y calor a la lumbre del hogar,
mas sobre todo cuando caiga la nieve
os deseo amor.

Fumo comenzó uno en latín, pero ante las protestas de Llana Alice y Sophie se interrumpió, y empezó otra vez:

Un ganso, tabaco y colonia:
tres aladas y áureas promesas del Paraíso
que el corazón magnánimo siempre habrá de guardar
para alejar con voces y campanas
las sombras implacables del polvo reclutado.

—Lo de «las sombras implacables» es bueno —comentó el doctor—, y eso del «polvo reclutado».

—No sabía que fueras fumador —dijo Rudy.

—Ni yo, Rudy —dijo Fumo, eufórico—, que tú fueras un corazón magnánimo. —Mientras inhalaba el Oíd Spice de Rudy, se sirvió del botellón.

—Yo voy a decir uno que aprendí cuando era niña —anunció Hannah Mediodía—, y después de éste, a la carga.

Padre, Hijo y Espíritu Santo,
quien más rápido come, más lleva ganando.

Atrapados por el Cuento

Después de la cena, Rudy revisó unas pilas de discos antiguos y pesados como platos que, en desuso desde hacía años, con los surcos recubiertos de polvo, habían quedado arrumbados en el comedor. Encontró tesoros, saludando con gritos de júbilo a los viejos amigos. Los pusieron en el tocadiscos y bailaron.

Llana Alice, incapaz de seguir bailando después de la primera vuelta, apoyó las manos en el enorme vientre-reclinatorio que había echado y se dedicó a observar a los demás. El voluminoso Rudy zarandeaba a su diminuta esposa de un lado a otro como si fuera una muñeca articulada, y Alice supuso que con los años habría aprendido a convivir con ella sin romperla; imaginó aquel peso formidable encima de ella… no, probablemente ella treparía encima de él, como quien sube a una montaña.

Remojando rosquillas, jubba, yubba.
Remojando rosquillas, yubba, yubba.
Remojando rosquillas… ¡splash! en el café.

Fumo, suelto de cuerpo, brillantes los ojos, la hacía reír con su alegría, como un Sol: radiante como un Sol, ¿era ése el significado de la expresión? ¿Y cómo era que conocía las letras de aquellas canciones absurdas, él, que parecía no saber nunca nada de lo que todo el mundo sabía? Bailaba con Sophie, y tenía justo la altura necesaria para guiarla correctamente, llevando el compás con pasos galantes e inexpertos.

La Luna pálida despuntaba sobre las montañas verdes.
El Sol se ocultaba bajo el mar azul.

Como un Sol: pero un Sol pequeñito, un Sol albergado dentro de ella, que la calentaba de dentro hacia fuera. Reconoció una sensación que ya había experimentado otras veces, la sensación de estar mirándolo, a él, y a todos ellos, desde cierta distancia, o desde una gran altura. En otros tiempos, era ella la que se había sentido pequeñita y al abrigo en la vasta morada de Fumo, una habitante protegida, con espacio suficiente para correr sin salir jamás de su cercado. Ahora, la sensación era casi siempre otra: con el correr del tiempo, era él quien parecía haberse convertido en un ratón. Enorme, se estaba volviendo enorme, eso era lo que sentía. Sus contornos se dilataban, tenía la sensación de que acabaría por colindar casi con los muros mismos de Bosquedelinde; tan vasta, tan antigua, tan confortablemente expandida sobre sus cimientos, y tan espaciosa. Y a medida que ella crecía —se dio cuenta de golpe— las personas que amaba se reducían de tamaño tan visiblemente como si se alejaran de ella, dejándola atrás.

—«No me estoy portando mal» —canturreaba Fumo en un falsete débil, soñador—, «guardo para ti todo mi amor.»

Los misterios parecían acumularse en torno de ella. Se levantó pesadamente, diciéndole: No, no, tú quédate, a Fumo, que se le había acercado, y pesadamente subió la escalera, como si llevase delante de ella un huevo enorme y frágil, lo cual era verdad, casi empollado. Pensaba que quizá lo mejor sería pedir consejo, antes de que llegase el invierno, y ya no fuera posible hacerlo.

Pero cuando se sentó en el borde de la cama, oyendo todavía, amortiguados, los acentos agudos de la música allá en la planta baja, que parecían repetir interminablemente tip-top, top-tap, supo que ya sabía qué consejo le darían si fuese a pedirlo: le harían ver una vez más con claridad lo que ella ya sabía, lo que sólo le obscurecía o velaba por momentos la vida diaria, y las esperanzas vanas y las igualmente vanas desesperaciones; que si en verdad se trataba de un Cuento, y ella estaba en él, entonces ningún gesto, nada de cuanto ella o cualquiera de ellos hiciera dejaba de ser parte del Cuento; ni el levantarse para bailar o el sentarse para comer y beber, ni el bendecir o el maldecir, ni la alegría, ni la nostalgia, ni el error; y que si huían del Cuento, o luchaban contra él, sí, también eso era parte del Cuento. Ellos habían elegido a Fumo para ella, y ella entonces lo había elegido a su vez; o ella lo había elegido, y entonces ellos lo habían elegido para ella; de uno u otro modo, siempre era el Cuento; si de alguna manera sutil él se apartara o alejara, y ella ahora lo estuviese perdiendo, poco a poco, de a pequeños pasos sucesivos que sólo de vez en cuando tenía la certeza de haber percibido, la pérdida misma, y la magnitud de esa pérdida, y cada una de las miríadas de gestos, y las miradas, y el rehuir las miradas, y las ausencias, y los enojos, y las reconciliaciones, y los deseos que configuraban la Pérdida, y lo aislaban a él fuera de su alcance, como las capas de laca aíslan al pájaro pintado en una bandeja de estilo japonés o como las sucesivas capas de lluvia van sepultando más y más profundamente la hoja caída en el seno del estanque invernal, todo, todo eso era el Cuento. Y si apareciera algún nuevo meandro, una salida acaso de la senda tenebrosa por la que ahora parecían transitar, que se abriera de pronto a vastos prados cuajados de flores, o tan siquiera a encrucijadas con flechas que indicaran, cautamente, las posibilidades de esos campos, todo eso, sí, también eso sería el Cuento; y ellos, aquellos a quienes Llana Alice consideraba sabios, y que, suponía, estaban narrando interminablemente el Cuento y, Comoquiera, al mismo ritmo con que declinaban, día tras día y hora tras hora, las vidas de los Bebeagua y los Barnable… no, a esos narradores no podía culpárseles de nada de lo que se contaba en el Cuento, ya que ellos ni lo urdían ni tampoco, en realidad, lo narraban; ellos tan sólo conocían la continuación y el desenlace, algo que ella no sabría jamás; y con eso tenía que bastarle.

—No —dijo en voz alta—. Yo no lo creo. Ellos tienen poderes. Sólo que a veces nosotros no comprendemos de qué modo nos están protegiendo. Y si tú lo sabes, no lo querrás decir.

—Eso es —pareció responder con tristeza el Abuelo Trucha—. Contradice ahora a tus mayores, piensa que tú sabes más.

Alice se acostó en la cama, sosteniendo a su hijo con los dedos entrelazados; no, pensó, ella no sabía más, pero de todos modos de nada le serviría ese consejo.

—Tendré esperanzas —dijo—. Seré feliz. Hay algo que yo no sé, un regalo que ellos tienen que hacer. Llegará, a su debido tiempo. A último momento. Así acontece en los Cuentos. —Y no quiso escuchar la frase sardónica que, lo sabía, diría el pez en respuesta a sus palabras; sin embargo, cuando Fumo abrió la puerta y entró silbando (su olor, una mezcla de los efluvios del vino que había bebido y el perfume de Sophie que había absorbido), algo, una ola que había estado creciendo dentro de ella se encrestó, y estalló; y se deshizo en llanto.

Las lágrimas de los que nunca lloran, de los serenos, los sensatos, son terribles de ver. Parecía partirse en dos, desgarrarse por la fuerza de los sollozos que ella, oprimiéndose los ojos cerrados, trataba de contener, que intentaba reprimir apretando el puño contra los labios. Fumo, asustado y conmovido, corrió hacia ella como lo haría para rescatar a su hija de las llamas, sin pensar en nada y sin saber muy bien lo que podía hacer. Cuando intentó cogerle la mano, hablarle con dulzura, ella se echó a temblar más violentamente aún, la cruz roja que le marcaba el rostro se afeó todavía más; entonces él la envolvió, sofocó las llamas. Haciendo caso omiso de su resistencia, la cubrió lo mejor que pudo, con la vaga esperanza de que con ternura podría acaso invadirla y poner en fuga, de viva fuerza, su dolor, cualquiera que fuese. No estaba seguro de no ser él la causa, no estaba seguro de si ella se abrazaría a él en busca de consuelo, o si lo despedazaría de rabia, pero de todos modos no tenía otra opción, salvador o sacrificado, nada importaba con tal de que ella dejara de sufrir.

Ella cedió, no de buen grado al principio, y le cogió la camisa a manotazos como si quisiera destrozarle la ropa, y:

—Cuéntame —pedía él—, cuéntame —como si con ello pudiera arreglar las cosas; pero él no podía evitarle ese sufrimiento más de lo que pudo evitar que sudara y llorara a gritos cuando la criatura que llevaba en su seno se abrió paso hacia la luz. Y, de todas maneras, no había forma de que ella le pudiera decir que lo que la hacía llorar era la imagen grabada en su mente del negro estanque del bosque, constelado por el oro de las hojas que caían sin cesar, revoloteando un instante en el aire sobre la superficie del agua antes de posarse, como si cada una escogiera con cuidado el sitio en que se ahogaría y el gran pez maldito allí dentro, demasiado frío para hablar o pensar: ese pez atrapado por el Cuento, lo mismo que ella.

Capítulo 3

Ven, que hacia un largo sueño de pensamientos calmos

quiero verte partir, hasta que tu mirada se remanse

como las aguas cuando los vientos se han ido

y nadie sabe adonde.

Wordsworth

—Es George —dijo Fumo. Lily, agarrada a la pernera de su pantalón, miró hacia donde su padre señalaba. Por encima del puño pegado a su carita, los ojos de largas pestañas no abrieron juicio sobre el visitante que, chapoteando con sus botas en los charcos del sendero, caminaba hacia la casa a través de la niebla. Vestía su gran capa negra, su sombrero de Svengali alicaído por la mojadura; desde la entrada los saludó con la mano.

—Hola —dijo, mientras subía chapaleando la escalera del porche—. ¡Hoooooola! —Abrazó a Fumo; bajo el ala del sombrero los dientes le resplandecían, los ojos circundados de ojeras obscuras eran ascuas—. Ésta es…, ¿cómo era que se llamaba…?, ¿Tacey?

—Lily —dijo Fumo. Lily se refugió detrás de la cortina de los pantalones de su padre—. Tacey ya es toda una señorita. Seis años.

—Oh, Dios.

—Sí.

—El tiempo vuela.

—Bueno, pasa. ¿Qué hay de nuevo? Podías haber escrito.

—No lo decidí hasta esta mañana.

—¿Algún motivo especial?

El tiempo vuela

—Hormigas en el culo. —Decidió no decirle nada a Fumo de los quinientos miligramos de Pellucidar que se había tomado y que ahora estaban ventilando fríamente su sistema nervioso como el frío del primer día del invierno, que casualmente era hoy, el séptimo solsticio de invierno en la vida de casado de Fumo. El impulso se lo había dado la gran cápsula de Pellucidar; había sacado el Mercedes, uno de los últimos vestigios de la antigua opulencia de los Ratón, y emprendido viaje rumbo al norte hasta que todas las gasolineras que encontraba en el camino resultaron ser empresas en quiebra; aparcó el coche en el garaje de una casa abandonada e, inhalando el aire denso y mohoso, continuó la travesía a pie.

La puerta principal se cerró tras ellos con un fuerte golpe de los herrajes de bronce y la trepidación del cristal ovalado. George Ratón se quitó el sombrero solemnemente, un ademán que a Lily le causó risa, y paralizó a Tacey en mitad del corredor cuando acudía en loca carrera a ver quién era el visitante. Tras ella, vestida con un cárdigan largo, los abultados puños en los bolsillos, llegó Llana Alice. Corrió a besar a George, y él, al abrazarla, sintió una vertiginosa e importuna oleada de lascivia química que lo hizo reír.

Camino a la salita, donde brillaba ya la luz amarilla de la lámpara, se vieron en el alto espejo de pared del vestíbulo. George, con una mano en el hombro de cada uno, los hizo detenerse, y estudió las imágenes: él, su prima, Fumo… y Lily, que en ese momento asomó por entre las piernas de su madre. ¿Cambiados? Bueno, Fumo se había dejado crecer nuevamente la barba que empezara a cultivar y después se amputó en la época en que George lo había conocido. Su rostro parecía más enjuto, más ese algo que George sólo pudo definir (pues la palabra le fue dictada de repente por algún mensajero importuno) como más espiritual, espiritual. ¡Atención! Se puso en guardia. Alice: dos veces madre ya, ¡asombroso! Se le antojó que ver al hijo de una mujer es como ver a la mujer desnuda, en la medida en que cambia la forma en que uno la mira, cómo su rostro parece no ser ya toda la historia. ¿Y él mismo? Se vio el bigote entrecano, la escuálida flacura del encorvado torso, pero eso no tenía importancia: era la misma cara, la que siempre lo miraba desde los espejos desde la primera vez que se había mirado en uno.

—El tiempo vuela —dijo.

Un puro azar

Estaban todos en la salita, preparando una larga lista de compras.

—Pasta de cacahuetes —dijo Mamá—, sellos de correo, tintura de yodo, gaseosa… montones, pastillas de jabón, pasas de uva, polvo dentífrico, chutney, goma de mascar, velas… ¡George! —lo besó y lo abrazó; el doctor Bebeagua alzó los ojos de la lista que estaba confeccionando.

—Hola, George —dijo Nube desde su rincón frente a la chimenea—. No os olvidéis de los cigarrillos.

—Pañales de papel, de los baratos —dijo Llana Alice—. Cerillas… Tampax… Aceite 3-en-Uno.

—Avena arrollada —dijo Mamá—. ¿Cómo anda tu gente, George?

—Avena no —dijo Tacey.

—Bien, bien. Mamá tirando, ya sabe usted. —Mamá meneó la cabeza.

—Un año, oh, ¿un año que no veo a Franz? —Puso unos billetes sobre la mesa de juego que el doctor usaba a guisa de escritorio.—Una botella de ginebra —dijo.

El doctor apuntó «ginebra», pero no aceptó los billetes.

—Aspirinas —recordó—. Aceite alcanforado. Antihistamínicos.

—¿Algún enfermo?

—Sophie ha cogido esa fiebre extraña —dijo Llana Alice—. Que va y viene.

—Último aviso —dijo el doctor, mirando a su mujer. Ella se frotó la barbilla y chasqueó la lengua, todavía indecisa, y al fin resolvió que ella también iría. En el vestíbulo, perseguido por todos con sus encargos de último momento, el doctor se encasquetó una gorra (ahora tenía el pelo casi blanco, como algodón sucio) y se caló un par de gafas con montura rosa que, así lo estipulaba su licencia, debía usar para conducir. Recogió al pasar un sobre marrón con documentos, anunció que él ya estaba listo, y todos salieron al porche a despedirlos.

—Espero que guiarás con cuidado —dijo Nube—. Ha llovido mucho.

Desde la cochera llegó un rechinido indeciso. Después, un silencio expectante, y a continuación un encendido más firme; y la camioneta salió con cautela en marcha atrás al camino de entrada, trazando dos huellas blandas y efímeras en la empapada hojarasca. George Ratón los observaba perplejo: todos allí, reunidos, mirando absortos cómo un viejo maniobraba con cautela un automóvil. Las palancas de cambio chirriaron en medio de un respetuoso silencio. George sabía por supuesto que no era cosa de todos los días eso de sacar el coche, que constituía todo un acontecimiento, que con seguridad el doctor se había pasado la mañana quitando telarañas de los viejos tablones y persiguiendo a las ardillas que se habían propuesto hacer sus nidos en los asientos aparentemente inamovibles, y que ahora se introducía en el viejo cascajo como en una armadura completa para salir al Ancho Mundo a presentar batalla. No podía menos que reconocerles ese mérito a sus primos del campo. En la Ciudad, la gente que él conocía se pasaba la vida despotricando contra el automóvil y sus depredaciones; ellos, en todo caso, nunca habían utilizado con frecuencia el viejo cacharro, y siempre con el mayor respeto. Se rió, mientras a la par de los demás les hacía adiós con la mano, imaginando al doctor por el camino, nervioso al principio, tranquilizando a su mujer, procediendo con cautela a los cambios de velocidad, y saliendo por fin a la autopista, empezando a disfrutar del paisaje invernal que se desliza como una ráfaga a derecha e izquierda, y de su seguro dominio del volante, hasta que el monstruo de algún camión se le adelanta, rugiendo, y a poco lo despide en vuelo de la carretera. El individuo es un puro azar.

En la cresta de la Colina

Por cierto que no tenía la intención de quedarse allí, entre cuatro paredes, dijo George; él había venido en busca de aire puro y esas cosas, si bien no había elegido el día más apropiado; de modo que Fumo se puso el sombrero y las botas de lluvia, cogió un bastón y salió con él a dar un paseo por la Colina.

Bebeagua había civilizado la Colina, la había dotado de un sendero y de peldaños de piedra en los sitios más escarpados, de bancos rústicos en los parajes más pintorescos y hasta de una mesa de piedra en la cresta, donde poder merendar mientras se contemplaba el paisaje.

—Nada de merendar —dijo George. La lluvia fina había cesado, se había detenido, más bien, en plena caída, y parecía flotar, estancada en el aire. Subían por el sendero que circundaba las copas de los árboles que crecían abajo en los barrancos, George admirando el delicado dibujo de las gotas plateadas en las hojas y las ramas, Fumo señalando un pájaro raro (había aprendido el nombre de muchos de ellos, sobre todo de los raros).

—No, pero en serio —dijo George—. ¿Cómo van las cosas?

—Pinzón de las nieves —dijo Fumo—. Bien, bien. —Suspiró.— Sólo que es duro cuando llega el invierno.

—Sí, por Dios.

—No, es que aquí es peor. No sé. Ni yo preferiría que fuera de otro modo. Es que a veces, cuando cae la noche, no puedes soportar la melancolía.

Y a George le pareció que, en verdad, los ojos de Fumo se habían llenado de lágrimas. Respiró hondo, aspirando con delectación los olores del bosque y la humedad.

—Sí, es triste —dijo, radiante de felicidad.

—Pasas tanto tiempo allí, entre esas cuatro paredes —dijo Fumo—. Se crea una tal intimidad. Y somos tantos. Es como si nos fuéramos enredando más los unos con los otros.

—¿En esa casa? Si podrías perderte allí dentro días y días. —Recordó una tarde parecida a ésta, cuando era niño: había venido con su familia a pasar las Navidades y, buscando el tesoro que sabía tenía que estar escondido en algún lugar en espera de la gran mañana, se había extraviado en el segundo piso. Bajó por una escalera extraña, angosta como un tobogán, y se encontró de pronto en Otra-parte, rodeado de habitaciones extrañas; las corrientes de aire que soplaban en un cuarto de estar conferían a un tapiz polvoriento una vida fantasmal; oía sus propios pasos como si fueran los de algún otro que caminara en dirección a él. Pasado un largo rato, al no poder dar con la escalera, se puso a gritar; encontró otra; cuando oyó a lo lejos la voz de Mamá Bebeagua que lo llamaba, perdió por completo el dominio y empezó a correr de un lado a otro, gritando y abriendo puertas, hasta que al abrir una en arco ojival entró en un recinto que parecía una iglesia, donde sus dos primas estaban tomando un baño.

Se sentaron en uno de los rústicos bancos de troncos de Bebeagua. Por entre la desarrapada arboleda podían ver la larga cinta gris que atravesaba los campos. Visible apenas, la espalda cenicienta de la carretera interestatal corría, tersa y sinuosa, por el condado vecino; hasta alcanzaban a oír, por momentos, el zumbido lejano de los camiones: el monstruo respiraba. Fumo señaló uno de sus dedos, o una de sus cabezas de hidra, que a través de las colinas avanzaba como a tientas hacia este lado, y de pronto se detenía abruptamente. Aquellas cosas amarillas, la única claridad en el paisaje, eran orugas dormidas, las construidas por el hombre: tractores y excavadoras. No se acercarían ni un palmo más; los agrimensores y proveedores, los contratistas e ingenieros se habían quedado atascados allí, empantanados, encenagados en la indecisión; y ese brazo embrionario nunca desarrollaría hueso y músculos suficientes para atravesar de un puñetazo el pentágono de los cinco poblados que formaban una estrella alrededor de Bosquedelinde.

Pero George Ratón había estado pergeñando un proyecto para cerrar y unificar todos los edificios, en su mayoría vacíos, de la manzana que su familia poseía en la Ciudad, de manera tal que formaran un murallón impenetrable —algo así como el hueco adarve de un castillo— alrededor del centro de la manzana, donde ahora estaban los jardines. Entonces, si en el interior de la manzana se demolían los edificios accesorios, todo el espacio ocupado por los jardines quedaría convertido en una pradera, o una granja. Allí se podría cultivar hortalizas, y criar vacas. No, cabras. Las cabras eran más pequeñas y menos melindrosas con la comida. Daban leche, y de vez en cuando se podría comer algún cabrito. George no había matado nunca nada más grande que una cucaracha, pero había probado cabrito en una cantina puertorriqueña, y la boca se le hizo agua. No había escuchado a Fumo, pero lo había oído hablar.

—Pero ¿cómo es la historia? —dijo—. ¿Cuál es la historia verdadera?

—Bueno, lo que pasa es que estamos Protegidos, ¿sabes? —dijo Fumo vagamente, escarbando con su bastón la tierra negra—. Pero siempre es preciso dar algo a cambio de la protección ¿no? —Al principio, él no había entendido absolutamente nada de todo ese asunto, ni tampoco creía comprenderlo ahora nada mejor. Sólo sabía que habría algo que pagar, pero no estaba seguro de si ese pago ya se había hecho, o si había sido diferido; si esa vaga sensación que tenía en invierno de que le arrancaban algo, de vivir acosado y disecado, de haber sacrificado demasiadas cosas (aunque nunca supiera exactamente cuáles) significaba que los Acreedores habían sido satisfechos, o que los diablillos que él imaginaba atisbando por las ventanas o llamando a voces por las chimeneas o arracimados bajo los aleros y escarabajeando por las deshabitadas mansardas, le estarían recordando a él, y a todos, una deuda no saldada, un tributo pendiente de pago, como si el capital duéndico invertido generase unos intereses pavorosos que él ni siquiera se atrevía a calcular. Pero George había estado lucubrando un plan para representar las nociones básicas de la Teoría de los Actos (la había leído en una revista de divulgación y justo ahora le encontraba sentido, un montón de sentido) por medio de un lanzamiento de fuegos artificiales; cómo las distintas fases de un Acto, tal como las explicaba la Teoría, podrían ser expresadas por la ignición, el silbido al remontarse, la explosión en una lluvia de estrellas al culminar y la crepitación al expirar de una bomba multicolor; y cómo un lanzamiento combinado de fuegos artificiales podría representar Actos «en cadena», actos múltiples de toda especie, el Acto supremo que es el ritmo de la Vida y del Tiempo. La noción se desvaneció en un chisporroteo. Sacudió el hombro de Fumo y dijo:

—Pero ¿cómo marchan las cosas? Y a ti ¿cómo te va?

—Caray, George. Si te he contado todo lo que he podido. Me estoy congelando. Apuesto a que esta noche va a helar. Puede que nieve para las Navidades. —De hecho, sabía que iba a nevar: había sido prometido.— Bajemos a tomar una cocoa.

Una taza de cocoa

Estaba caliente y espesa, y los grumos de la cocoa hacían guiñadas en el borde. Un caramelo de malvavisco que Nube había echado en el recipiente burbujeaba y bailoteaba como si se estuviera derritiendo de felicidad. Llana Alice instruía a Tacey y a Lily Len el arte de soplarla despacito, de coger el pocillo por el asa y reírse de los bigotes que dejaba. Tal como la preparaba Nube, nunca formaba nata; por más que a George no le importaba que la tuviera, la de su madre siempre tenía nata, lo mismo que la que servían de grandes urnas en el subsuelo de la Iglesia de Todas las Calles, una iglesia no confesional adonde ella solía llevarlos, a él y a Franz, siempre, al parecer, en días como éste.

—Come otro bollo —le dijo Nube a Alice—. Ella come por dos —le explicó a George.

—No lo puedo creer —dijo George.

—Creo que sí —dijo Alice. Mordió el bollo—. Soy buena ama de cría.

—¡Ah! Un varón, esta vez.

—No —dijo Alice confiadamente—. Otra niña. Eso dice Nube.

—Yo no —dijo Nube—. Las cartas.

—Y se va a llamar Lucy —dijo Tacey—. Lucy Ann y Anndy Ann de Bam Bam Barnable. George tiene dos bigotes.

—¿Quién le quiere alcanzar esto a Sophie? —preguntó Nube mientras ponía una taza de cocoa y un bollo sobre una vieja bandeja negra con la figura rodeada de estrellas de un hada que bebía Coca-Cola.

—Iré yo —dijo George—. Eh, tía Nube. ¿Podrá tirarme las cartas?

—Desde luego, George. Creo que tú estás incluido.

—Veamos si puedo encontrar su habitación —dijo George, riendo. Levantó la bandeja con cuidado, notando que le empezaban a temblar las manos.

Sophie dormía cuando George, después de abrir la puerta empujándola con la rodilla, entró en la alcoba. Se detuvo, inmóvil, sintiendo el vapor que despedía la cocoa y esperando que ella no se despertase nunca. Era tan extraño volver a sentir esas emociones adolescentes de mirón —más que nada un temblor, una debilidad de las rodillas y un nudo seco en la garganta—, ahora provocadas por la conjunción de la cápsula loca y Sophie semidesnuda en la cama revuelta. Una de sus largas piernas estaba destapada y los dedos de un pie apuntando hacia el suelo, como si señalara la que le correspondía del par de chinelas que asomaban por debajo de un kimono caído; sus pechos, blandos de sueño, habían escapado del pijama fruncido y subían y bajaban suavemente al ritmo de su respiración, acalorados (pensó George con ternura) por la fiebre. Mientras se la comía con los ojos, ella pareció sentir su mirada, y, sin despertarse, tironeó de las cobijas y se dio vuelta, de modo que la mejilla le quedó apoyada en el puño. Lo hizo con tanta gracia que a George le dieron ganas de reír, o de llorar, pero no hizo ni lo uno ni lo otro: depositó simplemente la bandeja sobre la mesilla atiborrada de frascos de píldoras y de arrugados pañuelos de papel. Para ello tuvo que trasladar previamente a la cama una especie de álbum o cuaderno de recortes de grandes dimensiones, y ella entonces se despertó.

—George —dijo, calmosamente, desperezándose, sin denotar sorpresa, imaginando acaso que aún dormía. George le tocó la frente.

—Hola, lindura —dijo. Ella seguía inmóvil, acostada entre sus almohadones; cerró los ojos y derivó una vez más hacia el país de los sueños. De pronto dijo:

—¡Oh! —y trató de ponerse de cuclillas en la cama para despertarse del todo—. ¡George!

—¿Te sientes mejor?

—No sé. Estaba soñando. ¿Cocoa para mí?

—Para ti. ¿Qué soñabas?

—Mm. Qué rico. Dormir me da hambre. ¿A ti no? —De un tirón, sacó un pañuelo de papel rosado que asomaba de una caja (mientras en la ranura otro se apresuraba a reemplazarlo) y se limpió los bigotes.— Oh, sueño con cosas de hace añares. Supongo que por culpa de ese álbum. No, no puedes. —Apartó el álbum de la mano morena de George.— Fotos obscenas.

—Obscenas.

—Fotos mías de hace mil años. —Sonrió, inclinando la cabeza al estilo Bebeagua, y lo espió por encima de la taza de cocoa con los ojos todavía achicados por el sueño—. ¿Cómo es que estás aquí?

—He venido a verte —dijo él; de que eso era verdad, se había dado cuenta en el momento mismo en que la vio. Ella no respondió a esa galantería; parecía ensimismada, como si se hubiese olvidado de él, o como si algo, algún recuerdo que no tenía nada que ver con él, le hubiera acudido de pronto a la memoria; la taza de cocoa se detuvo a medio camino hacia sus labios. La depositó con parsimonia sobre la bandeja, la mirada absorta en algo que él no podía ver, un paisaje interior. Luego, como si se hubiera liberado de esa visión, soltó una risa breve, asustada, y en un impulso cogió con firmeza la muñeca de George, como quien busca un asidero.

—Vaya sueños —dijo, escrutando el rostro de su primo—. Es la fiebre.

Las Ninfas Huérfanas

Sophie siempre había vivido su mejor vida en los sueños. No conocía ningún placer que pudiera comparar con el de ese momento, el del tránsito a ese otro mundo, el instante en que empezaba a sentir el peso de sus miembros, a entrar en calor, cuando detrás de sus párpados se sosegaba la chisporroteante obscuridad y las puertas se abrían; cuando al yo pensante le crecían alas y garras de búho y cesaba de ser un yo consciente.

Comenzando con el simple placer de esas vivencias, había aprendido a cultivar todas las técnicas innominadas de ese arte. Ante todo, era preciso aprender a oír la vocecita, ese fragmento del yo consciente que como un ángel guardián acompaña a esos fantasmas del yo que en el País de los Sueños hacen las veces de nosotros mismos, esa voz que nos susurra estás soñando. El truco consistía en oírla, mas no en escucharla, porque si la escuchas te despiertas. Ella había aprendido a oírla, y la voz le decía que las heridas soñadas, por terribles que fueran, no podían dañarla; y siempre al despertar de ellas se encontraba sana y salva, y protegida, porque estaba calentita en la cama. Desde entonces, no le causaban temor los sueños malos; su soñar, como un Dante que velara los sueños de Virgilio, le deparaba tormentos deliciosos y reveladores.

Poco después, descubrió que ella era uno de esos seres capaces de despertarse, saltar el abismo de la conciencia y volver al mismo sueño que acababa de abandonar. Y que podía, además, edificar casas de sueños de numerosas plantas: soñar que se despertaba, y luego soñar que despertaba de ese sueño, soñando cada vez que exclamaba: ¡Oh! Sólo ha sido un sueño, hasta que al fin, y eso era lo más prodigioso, despertaba de todos sus sueños, regresaba del viaje, y abajo estaban preparando el desayuno.

Pronto, sin embargo, empezó a prolongar esos viajes, a alejarse en ellos más y más, a postergar, cada vez más reacia a volver, la hora del regreso. Y eso la había inquietado al principio, porque si además de la noche entera pasaba allí, en el País de los Sueños, la mitad del día, quizá llegara a agotar su reserva de sustancias transmutables en sueños, y éstos se volverían tontos, inconvincentes, monótonos. Sucedió todo lo contrario. Cuanto más se internaba en ese otro mundo —cuanto más la alejaban sus andanzas del mundo real—, más maravillosos, más inventivos eran los paisajes ficticios, más inauditas y épicas las aventuras. ¿Cómo podía ser así? ¿Con qué sustancias sino las de la vida misma, las de los libros y las imágenes, las de los amores y las añoranzas, las de los caminos y las piedras del mundo real, y los pies de criaturas reales que tropiezan con ellas al andar, podía ella urdir sus sueños? ¿Y de dónde provenían esas islas fabulosas, los vastos y sombríos cobertizos, las ciudades intrincadas, los gobiernos crueles, y tantos y tantos partiquinos de modales convincentes? Ella no lo sabía, pero poco a poco ese enigma dejó de preocuparla.

Sabía que sus seres queridos, los seres reales de su vida real, se preocupaban por ella. Esa preocupación la seguía hasta en sus sueños, pero en ellos se trasmutaba en persecuciones exquisitas, en triunfales reencuentros, y por esa razón decidió desligarse de ellos y sus preocupaciones.

Y ahora había aprendido la última de las artes, la que elevaba al cuadrado los poderes de su vida secreta y obviaba a la vez las preguntas de los seres reales. Había, Comoquiera, aprendido a provocarse a voluntad un estado febril, y con él los sueños peregrinos, ardientes, fascinantes que trae la fiebre. Extasiada ante aquella victoria, no había advertido al principio los peligros que entrañaba, por así decir, esa dosis doble, y demasiado de prisa había arrojado por la borda casi toda su vida real —que de todas maneras en los últimos tiempos se había vuelto compleja y vacía de promesas— y se había retirado, llena de una secreta y culpable alegría, a su lecho de enferma.

Tan sólo algunas veces al despertar —como hoy, cuando George Ratón la había visto mirándose por dentro— la acometía la terrible lucidez del adicto: la certeza absoluta de estar condenada, de haberse extraviado al internarse, sin quererlo, demasiado lejos, buscando una salida, y que ahora la única posibilidad de salir era seguir andando, rendirse, huir aún más adentro, que la única forma de mitigar el horror de su adicción era el consentírsela.

Asió la muñeca de George como si el contacto con su carne real pudiese despertarla del todo.

—¡Qué sueños! —dijo—. Es la fiebre.

—Seguro —dijo George—. Sueños febriles.

—Estoy toda dolorida —dijo ella, abrazándose—. Mucho dormir. Demasiado tiempo en la misma posición. Algo.

—Te hace falta un masaje. —¿Lo habría traicionado su voz?

Ella inclinó de lado a lado el largo torso.

—¿Querrías?

—¡Por supuesto!

Volviéndose de espaldas a él, señaló sobre la mañanita estampada el sitio en que le dolía.

—No, no, no, cariño —dijo él como si le hablara a un bebé—. Mira. Échate aquí. Ponte la almohada debajo de la barbilla…, así. Ahora yo me siento aquí… córrete un poquito…, espera a que me saque los zapatos. ¿Estás cómoda? —Comenzó, sintiendo a través de la delgada trama de la chaquetilla el calor de la fiebre.— Ese álbum… —dijo: no se había olvidado de él ni por un instante.

—Oh —dijo ella, grave la voz y ronca a medida que él le presionaba los fuelles de los pulmones—. Fotos de Auberon. —Sacó una mano y la posó sobre la colcha.— De cuando éramos chicas. Fotos artísticas.

—¿Artísticas como qué? —dijo George trabajando los huesos del sitio donde le crecerían las alas, si tuviera alas.

Como si no pudiera evitarlo, ella levantó la colcha y la dejó caer.

—Él no sabía —dijo—. Él no pensaba que fueran obscenas. Oh, no lo son. —Abrió el libro.— Más abajo. Ahí. Más, más abajo.

—Oho —dijo George. Él había conocido antaño a esas niñas gris perla, desnudas, abstractas en las fotos y más carnales precisamente por no ser de carne—. Saquemos esta camisita —dijo—. Así está mucho mejor.

Ella daba vuelta las páginas del álbum con abstraída lentitud, tocando algunas fotos como si quisiera palpar la textura del día, del pasado, de la carne.

Ahí estaban Alice y ella sobre unas rocas estriadas junto a una cascada que, fuera de foco, saltaba frenéticamente detrás de ellas. En el follaje brumoso del fondo, alguna ley de la óptica inflaba las gotitas de la luz del sol trocándolas en una multitud de ojos blancos sin cuerpo redondos de asombro. Las niñas desnudas (las aréolas obscuras de Sophie eran rugosas como pimpollos, como pequeñísimos labios fruncidos) contemplaban, bajos los ojos de tupidas pestañas, las aguas negras y aterciopeladas de un estanque. ¿Qué habría en él que así atraía sus miradas, que las hacía sonreír? Al pie de la imagen, con letra clara, estaba el título del cuadro: Agosto. Los dedos de Sophie, las arrugas que los muslos de Alice formaban en el pliegue de la pelvis, líneas tiernas de trazos delicados como si su piel de entonces fuera más fina que la de ahora. Los plateados tobillos, muy juntos, y también los pies de largos dedos, como si estuvieran empezando a transformarse en una cola de sirena.

Las fotografías pequeñas estaban sujetas a las páginas por medio de esquineros negros. Sophie con los ojos redondos de asombro, boquiabierta, los pies muy separados y los brazos en cruz, abierta toda ella, la cruz gnóstica de una microcósmica mujer-niña, los cabellos jamás cortados también abundantes y blancos —dorados en la realidad— contra el fondo de una umbrosa caverna de árboles obscuros en el estío. Alice desnudándose, emergiendo en equilibrio sobre un pie de unas bragas blancas de algodón, el pubis abultado empezando ya a cubrirse de un vello rubio y rizado. Las dos chicas abriéndose a través del tiempo como las flores mágicas de las películas de la Naturaleza, en tanto George miraba ávidamente a través de los ojos de Auberon, doble mirón del pasado.

—A ver aquí, espera un momento.

Mientras él proseguía, cambiando de postura y de mano, ella sostuvo la página abierta; sus piernas largas, al abrirse, rozaron las sábanas con un leve chasquido.

Le mostraba las Ninfas Huérfanas. Con guirnaldas de flores entrelazadas en los cabellos, las dos, cuan largas eran, tendidas sobre el césped, entrelazadas también ellas. Las manos de una en las mejillas de la otra, los párpados pesados, y a punto de besarse con la boca abierta; la representación de un consuelo solitario, acaso, para una fotografía artística de una inocencia desvalida y feérica a la vez, pero no el acto; Sophie recordada. Su mano resbaló, inerte, de la página y también su mirada se dispersó. No tenía importancia.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó George, sin poder dominarse.

—Mmm, mmm.

—¿Lo sabes?

—Sí. —Una exhalación apenas.— Sí.

Pero no lo sabía, realmente no, había saltado otra vez por sobre el abismo de la Conciencia, se había salvado de caer en ella, aterrizando sana y salva (capaz de volar) en la otra orilla, en el nacarado atardecer que no tendría noche.

Los Arcanos Menores

—Como en el mazo común —dijo Nube sacando el bolso de terciopelo del estuche de marquetería y luego las cartas mismas del bolso—, hay cincuenta y dos cartas para las cincuenta y dos semanas del año, cuatro colores para las estaciones, doce figuras para los doce meses del año y, si se los cuenta bien, trescientos sesenta y cuatro puntos para los días del año.

—El año tiene trescientos sesenta y cinco —dijo George.

—Ése era el año antiguo, antes de que se lo conociera mejor. Echa otro leño al fuego, ¿quieres, George?

Empezó a extender sobre la mesa el futuro de George, en tanto él se ocupaba del fuego. El secreto que guardaba en su interior, o más bien arriba de él, dormido en realidad, calentaba su centro vital y le hacía sonreír, pero dejaba mortalmente frías sus extremidades. Desenrolló los puños de su jersey y metió en ellos las manos. Las sentía como las de un esqueleto.

—Además —dijo Nube— hay veintiún arcanos, numerados de cero a veinte. Hay Personas, y Lugares, y Cosas, y Nociones. —Las grandes cartas se abrían, con sus bonitos emblemas de bastos, copas y espadas.— Hay otra serie de arcanos —dijo Nube—. Los que yo tengo aquí no son tan importantes como esos otros; en ellos están el sol y la luna y los grandes conceptos. Los míos se llaman, mi madre los llamaba, los Arcanos Menores. —Le sonrió.— Aquí hay una Persona. El Primo. —La puso en el círculo y reflexionó un momento.

—Dígame lo peor —dijo George—. Puedo asumirlo.

—Lo peor —dijo Llana Alice desde el mullido sillón en que estaba sentada leyendo— es justamente lo que no puede decirte.

—Ni tampoco lo mejor —dijo Nube—. Sólo un poco de lo que puede ser. Pero lo del próximo día, o del año próximo o de la hora siguiente, eso tampoco te lo puedo decir. Y ahora callados, mientras pienso. —Las cartas habían formado una red de círculos entrelazados, como distintos hilos de pensamiento, y Nube le hablaba a George de las cosas que le acontecerían; un pequeño legado, de alguien que él no conocía, no de dinero, y se lo dejaba a él por pura casualidad.— Aquí está el Regalo, ¿ves?; aquí, el Desconocido.

Mientras la observaba, riéndose para sus adentros del procedimiento, y también, sin poder evitarlo, de lo que esa misma tarde le había acontecido (y que se prometía repetir, deslizándose furtivamente como un ratón cuando todos durmiesen), George advirtió que Nube había callado de pronto, antes de completar la figura; no vio que fruncía los labios ni que su mano vacilaba al colocar en el centro la última carta. Era un Lugar: el Panorama.

—¿Y bien? —dijo George.

—George —dijo ella—, no sé.

—¿No sabe qué?

—Exactamente. —Cogió a tientas su paquete de cigarrillos, lo sacudió: estaba vacío. Había visto tantos horóscopos, tantas suertes posibles se habían sedimentado en su conciencia a través de los años, que algunas veces se superponían unas con otras; y, con la paz de una sensación de deja vu, tuvo el presentimiento de que la figura que se había formado, la que estaba observando, era, no una buenaventura aislada, individual, sino una de una serie, como si una de las tantas que echara antaño hubiese llevado al pie la acotación: «Continuará», y aquí, sin previo aviso, apareciera la continuación. Y sin embargo eran también las cartas de George.

—Si —dijo— la carta del Primo eres tú… —No. No podía ser. Había algo, algún hecho que ella ignoraba.

George, que por supuesto lo sabía, sintió un ahogo súbito, el temor de ser descubierto, absurdo en apariencia pero no por ello menos intenso, como si hubiese caído en una trampa.

—Bueno —dijo, recobrando la voz—. De todas maneras es suficiente, no estoy seguro de querer conocer cada uno de mis pasos futuros. —Vio que Nube tocaba la carta del Primo; luego la de la Cosa llamada Semilla. Cristo santo, pensó; y en ese momento sonó en la entrada el ronco claxon de la camioneta.

—Van a necesitar ayuda para descargar —dijo Alice, haciendo esfuerzos por desasirse del abrazo del sillón. George se levantó con presteza.

—No, no, querida, oh no, no en tu estado. Tú te quedas sentadita. —Salió de la habitación, las manos frías metidas en los puños como las de un monje.

Alice soltó una carcajada y volvió a coger su libro.

—¿Lo has asustado, Nube? ¿Qué fue lo que viste?

Nube seguía mirando la figura que se había formado.

Desde hacía algún tiempo había empezado a sospechar que estaba en un error con respecto a los Arcanos Menores, que no era que ellos le revelaran los sucesos triviales de las vidas cercanas a ella sino más bien que esos sucesos triviales formaban parte de cadenas, y que esas cadenas eran sucesos importantes, en realidad muy importantes.

La carta llamada Panorama en el centro de la figura mostraba una confluencia de corredores o pasadizos. Cada corredor se abría en un panorama interminable de quicios, todos ellos distintos, una arcada seguida de un dintel y luego pilares y así sucesivamente hasta que la inventiva del artista se agotaba y la sutileza de su artesanía (que era mucha) ya no podía crear nuevas variantes. Podían verse, a lo largo de esos pasadizos, otras puertas que a su vez se abrían en otras direcciones y que acaso mostraran, cada una, panoramas tan interminables y variados como ésta.

Un anexo, dinteles, recodos, un instante apenas en el que podían verse simultáneamente todos los caminos. Eso era George: todo eso. Él era esa perspectiva, pero él lo ignoraba y ella no encontraba la forma de decírselo. No era el Panorama de George; él era el Panorama, y ella, Nube, quien observaba, quien estudiaba las posibilidades. Y no sabía cómo expresarlas. Lo único que sabía —ahora con certeza— era que las figuras de todas las suertes que echara en su vida eran partes de una sola figura, y que George había hecho —o estaba haciendo— algo que lo convertía en un elemento de esa figura. Y en una figura, los elementos no se sostienen por si solos: se repiten, se entrelazan. ¿Qué podía ser?

De la casa, en torno de ella, llegaban los ruidos de su familia, voces, acarreos, pasos subiendo y bajando por las escaleras. Pero era ese lugar lo que ella miraba y no podía dejar de mirar, esa perspectiva de ramificaciones infinitas, recodos, corredores. Tenía la sensación de estar ella misma, quizá, en ese lugar; que justo detrás de ella había una puerta, y que estaba sentada entre ésta y la primera de las puertas de la figura de la carta; y que si volviera la cabeza podría ver también detrás de ella una perspectiva infinita de arcadas y dinteles.

Lo justo, al fin y al cabo

Durante toda la noche, especialmente cuando hacía frío, la casa tenía la costumbre de conversar por lo bajo consigo misma, a causa tal vez de los centenares de ensamblajes y entrepisos, de las partes de piedra montadas sobre las vigas de madera de su estructura. Parloteaba y gemía, rezongaba y chistaba; algo en una buhardilla resbaló y se vino abajo, e hizo que algo resbalara a su vez y cayera al suelo en una despensa. En las cámaras de aire las ardillas correteaban en busca de alimento, y los ratones exploraban las paredes y los corredores. Un ratón con una botella de gin bajo el brazo y un dedo en los labios caminaba de puntillas a altas horas de la noche, tratando de recordar dónde se hallaba el cuarto de Sophie. Trastabilló y estuvo en un tris de caerse de bruces al tropezar con un escalón inesperado; en esa casa todos los escalones eran inesperados.

En su cabeza aún era mediodía. El efecto del Pellucidar no había cesado, pero se había vuelto maligno, como suele ocurrir, no porque le excitara menos la carne y la conciencia, sólo que ahora lo hacía con una malicia cruel, ya no era divertido. Con los músculos contraídos y a la defensiva, dudaba de poder relajarse, ni siquiera con Sophie, si lograba dar con ella. Ah: una lamparilla había quedado encendida encima de un cuadro, y a esa luz vio el picaporte que buscaba, estaba seguro de ello. Iba a acercarse de prisa a él cuando lo vio girar, espectralmente; retrocedió hacia las sombras, y la puerta se abrió. Y por ella salió Fumo con una bata vieja sobre los hombros (de esas que, reparó George, tienen una orla trenzada en tonos claros y obscuros alrededor del cuello y los bolsillos) y la cerró con cuidado y sigilo. Se detuvo un momento y pareció suspirar; luego echó a andar y desapareció en un recodo.

Maldita suerte engañosa, pensó George; imagínate si hubieras entrado en el cuarto de ellos, ¿o sería el de las niñas? Siguió andando, ahora despistado del todo, buscando desesperadamente a lo largo del intrincado nautilo del segundo piso, tentado por un momento de bajar uno; quizás en su delirio había subido sin darse cuenta a un piso más alto, idéntico al otro. Entonces, Comoquiera, se encontró delante de una puerta que la Razón le decía tenía que ser la de ella, pese a que otros sentidos la contradecían. La abrió con cierto temor, y entró.

Tacey y Lily dormían plácidamente bajo el inclinado cielo raso de una alcoba. A la luz del velador pudo ver, espectrales, los juguetes, el ojo cristalino de un osito de felpa. Las dos niñitas, una de ellas todavía en una cuna-jaula, no se movieron, y estaba ya del otro lado de la puerta y a punto de cerrarla cuando se percató de que había alguien más en la alcoba, cerca de la cama de Tacey. Alguien… Espió por detrás del quicio de la puerta.

Alguien acababa de sacar de entre los finos pliegues de una capa gris-noche un gran bolsón gris-noche. Bajo el ala del ancho sombrero español gris-noche, George no pudo verle la cara. Se acercó a la cuna de Lily y, con dedos calzados en unos guantes gris-noche sacó de su bolsón una pizca de algo que, entre el pulgar y el índice, espolvoreó delicadamente sobre la carita dormida. La arena descendió en una suave llovizna de oro mate hasta los ojos de la niña. Se apartó y estaba ya guardando otra vez su bolsón cuando intuyó, al parecer, la presencia de George petrificado en el vano. Lo miró de soslayo por encima del alto cuello de su capa, y los ojos de George encontraron bajo los pesados párpados la mirada serena de unos ojos gris-noche. Por un instante aquellos ojos lo contemplaron con algo que podía ser compasión, y la cabeza giró luego lentamente, de lado a lado, como diciendo: Nada para ti, hijo; no por esta noche. Lo cual era justo, al fin y al cabo. Después, balanceando la borla de su sombrero, dio media vuelta, y con un ligero chasquido de su capa se fue a otra parte, en busca de otros más dignos.

Así pues, cuando George dio al fin con su propio lecho inhóspito (en la alcoba imaginaria, justamente), pasó en él desvelado horas interminables, los ojos mustios escapándosele de las órbitas. Con la botella de ginebra protegida entre sus brazos, recurriendo de tanto en tanto a su frío y ácido consuelo, la noche y el día se confundían y despedazaban más y más en la rueda catalina todavía ardiente de su conciencia. La única conclusión clara a que pudo llegar fue que la primera habitación en que intentara entrar, aquella de la que vio salir a Fumo, era sin duda alguna la de Sophie, tenía que ser. El escalofriante sustrato de ese descubrimiento se diluyó a medida que, una a una, piadosamente, fueron apagándose las chisporroteantes sinapsis.

Al amanecer, vio que empezaba a nevar.

Capítulo 4

El Cielo igual que siempre,

el hombre engalanado,

la Vía Láctea, el Ave del Paraíso,

más allá de las estrellas un sonido de campanas,

la sangre de las almas,

el reino de las especias;

lo consabido.

George Herbert

—La Navidad —dijo el doctor Bebeagua mientras su cara, con las mejillas enrojecidas por el frío, se deslizaba veloz hacia la de Fumo— es un día como no hay otro en el año; no parece suceder a los que lo preceden, si te das cuenta de lo que quiero decir. —Pasó cerca de Fumo describiendo con pericia un largo círculo, y se alejó otra vez. Fumo, sacudiéndose hacia atrás y delante, las manos no enlazadas a la espalda como las del doctor sino extendidas, palpando el aire, pensó que sí, que se daba cuenta. Llana Alice, con las manos enfundadas en un viejo y maltrecho manguito, pasó deslizándose plácidamente junto a él; echó una mirada de soslayo a sus torpes intentos y, por el puro gusto de humillarlo, se alejó describiendo una graciosa pirueta, que Fumo sin embargo no llegó a ver, ya que sus ojos parecían no poder apartarse de sus propios pies.

De acuerdo con Newton

—Quiero decir —prosiguió el doctor Bebeagua reapareciendo junto a él— que cada Navidad parece seguir inmediatamente a la anterior; los meses intermedios no cuentan. Las Navidades se suceden una a otra, no a los otoños que las preceden.

—Eso es cierto —dijo Mamá, que en ese momento se desplazaba, majestuosa, cerca de ellos, arrastrando tras ella, como patitos de madera atados a una pata-madre de madera, a sus dos nietas—. Es como si apenas pasa una, ya está aquí la otra.

—Mmm —dijo el doctor—. No es exactamente eso lo que quiero decir. —Viró como un avión de caza y deslizó un brazo bajo el brazo de Sophie.— ¿Cómo van tus cositas? —Fumo alcanzó a oír que le preguntaba, y luego la risa de Sophie antes que se alejaran, escorando, los dos juntos.

—Cada año mejor —dijo Fumo, y de pronto, involuntariamente, dio una media vuelta. Otra vez estaba en línea recta con Alice, colisión a la vista, no la podría esquivar. Deseaba haberse atado una almohada al trasero, como esos patinadores de las postales cómicas. Alice se fue agrandando y se detuvo de golpe, con pericia.

—¿No te parece que Tacey y Lily tendrían que volver a casa? —dijo.

—Eso decídelo tú. —Mamá pasó otra vez, trineo en ristre; las caritas redondas de las niñas orladas de pieles relucían como bayas de acebo; volvieron a alejarse, y Alice con ellas. Dejemos que el mujerío delibere, pensó. Necesitaba dominar la simple operación de patinar hacia delante; ellas lo mareaban, con sus incesantes apariciones y desapariciones.— Ánimo —se dijo, y a no ser por Sophie, que, apareciendo a sus espaldas, lo sostuvo y lo empujó hacia delante, lo habría perdido—. ¿Cómo te sientes? —preguntó él, por mera rutina; parecía lo más natural que se saludaran cada vez que se cruzaban en las vueltas y revueltas.

—Infiel —respondió ella; la fría palabra formó en el aire una nubecita.

El tobillo izquierdo de Fumo se torció y la cuchilla de su patín derecho se lanzó por su cuenta. Giró varias veces sobre sí mismo y aterrizó con violencia en el hielo, sobre esa cola rudimentaria tan vulnerable en alguien con un trasero tan descarnado como el suyo. Sophie describía círculos alrededor de él, a riesgo de caerse también ella de la risa.

Sí, quédate aquí, sentado un rato hasta que se te congele la cola, pensó Fumo. Aprisionado por el hielo como los tallos de los arbustos hasta que llegue el deshielo.

La nieve caída la semana anterior no había penetrado en la tierra, era apenas la nieve de una noche. La lluvia reapareció, torrencial, a la mañana siguiente, y George, ojeroso y contrito —sin duda había cogido el virus de Sophie, pensaron todos—, se marchó chapoteando por los charcos. La lluvia continuó como una pena inconsolable, anegando el vasto parque donde las esfinges se deterioraban, melancólicas. Y de improviso la temperatura bajó, y el día de Nochebuena el mundo amaneció de un gris plomo y refulgente de hielo, todo del color plomizo del cielo, donde el sol trazaba apenas un borrón blanquecino por detrás de las nubes. En el parque, el hielo estaba lo bastante duro como para poder patinar; la casa parecía la estación de un ferrocarril en miniatura, a la vera de un lago simulado por el espejo de una polvera.

Sophie seguía dando vueltas alrededor de él. Fumo dijo:

—¿Infiel? ¿Qué quieres decir?

Ella lo miró con una sonrisa secreta y le ayudó a levantarse; luego dio media vuelta y con un movimiento secreto que él vio pero que jamás podría copiar, se alejó sin esfuerzo, como un suspiro.

Más le valdría averiguar cómo se las ingeniaban los demás para obviar esa ley inalterable según la cual si un patín se desliza hacia delante el otro tiene por fuerza que deslizarse hacia atrás. Al parecer, él podía balancearse eternamente hacia atrás y delante en el mismo sitio y ser el único de todos ellos que estaba de acuerdo con Newton. Hasta que se cayó. No existe el movimiento perpetuo. Y sin embargo, en ese mismo momento empezó, Comoquiera, a comprender y, con el culo entumecido, se deslizó zumbando en dirección a los escalones del porche, donde Nube, sentada ceremoniosamente sobre una alfombra de piel, custodiaba las botas y los termos.

—¿Y? —preguntó él—. ¿Qué hay de esa nieve prometida? —Y Nube le respondió desplegando su marca personal de sonrisa secreta. Fumo retorció el cuello del termo y lo decapitó. En los vasos concéntricos de la tapadera, sirvió un té con limón cargado con ron para él, y otro para Nube. Lo bebió, sintiendo cómo el vapor le derretía el frío de las heladas aletas de la nariz. Se sentía triste, desazonado, descontento. ¡Infiel! ¿Sería una broma, o algo por el estilo? La gema invalorable que Llana Alice le regalara años ha, en el momento culminante de su primer abrazo, se enturbiaba como lo hacen a veces las perlas y se deshacía en nada cuando intentaba colgarla del cuello de Sophie. Él nunca sabía lo que sentía Sophie, pero le costaba creer, aunque había descubierto que eso mismo le ocurría a Llana Alice, que tampoco Sophie lo sabía; que estaba tan despedazada, tan confundida y a la vez soñando a medias como lo estaba él. De modo que, viéndola ir y venir, siempre con algún propósito aparente, se limitaba a observarla, a preguntarse, a imaginar, a suponer.

Ahora ella venía a través del parque con las manos a la espalda; dio una vuelta cruzando los pies, y enfiló hacia el porche. Giró de golpe justo donde terminaba la charca helada y, al detenerse, grabó en relieve sobre el hielo una lluviecita de cristales. Se sentó al lado de Fumo y le sacó el vaso de la mano, la respiración acelerada por el ejercicio. Algo vio Fumo en su pelo, una flor diminuta, o una joya que imitaba una flor; la miró de cerca y vio que era un copo de nieve, tan intacto y perfecto que él hubiera podido contar sus brazos y enumerar sus partes. Cuando estaba diciendo: —Un copo de nieve—, otro cayó, y otro.

Cartas a Santa Claus

En las Navidades, cada familia tiene sus propios métodos para comunicar sus deseos a Santa. Muchos mandan cartas, expedidas con tiempo y dirigidas al Polo Norte. Estas jamás llegan, ya que los funcionarios de Correos tienen ideas personales y antojadizas acerca del curso que han de darles y que de todos modos excluyen la entrega.

Otro método, que los Bebeagua habían utilizado desde siempre, aunque nadie recordaba cómo habían dado con él, consistía en quemar sus misivas en el hogar del estudio, cuyos baldosines azules con paisajes de patinadores, molinos de viento y trofeos de caza parecían crear el ambiente apropiado, y cuya chimenea era la más alta de la casa. El humo (los niños siempre insistían en salir corriendo para ver) se dispersaba entonces hacia el Norte, o al menos en la atmósfera, para que Santa Claus lo descifrara. Un procedimiento complejo pero eficaz al parecer, y siempre lo ponían en práctica la Nochebuena, cuando los deseos eran más intensos.

El secreto absoluto era importante, al menos para las cartas de los mayores; los chicos nunca podían resistir la tentación de contarle a todo el mundo lo que querían, y de todos modos alguien tenía que escribir las de Tacey y Lily, y era menester recordarles los innumerables deseos que habían manifestado a medida que se acercaban las Navidades y que en el ínterin se habían achicado y escurrido por la tosca traína de la vehemencia infantil. ¿No quieres un hermanito para Teddy (un osito de felpa)? ¿Todavía quieres una escopeta como la del Abuelo? ¿Patines con cuchillas dobles?

Pero los mayores podían presumiblemente decidir esas cosas por sí mismos.

En el atardecer ilusionado, crepitante, de esa Nochebuena glacial, Llana Alice, con las rodillas levantadas en un sillón inmenso, y utilizando a guisa de escritorio un tablero de ajedrez, escribía: «Querido Santa: Tráeme, por favor, una nueva bolsa para agua caliente, de cualquier color menos de ese rosa que parece carne cocida, una sortija de jade como la que tiene mi tía abuela Nube para el dedo mayor de la mano derecha». Reflexionó. La nieve, apenas visible aún en el anochecer, seguía cayendo sobre el mundo gris. «Una bata acolchada», escribió, «una que llegue hasta los pies. Un par de babuchas peludas. Quisiera que este bebé fuera más fácil de tener que los otros dos. Las otras cosas no son tan importantes si pudieras conseguirme esto. Las cintas de caramelo son riquísimas y ya no se las consigue en ninguna parte. Agradecida por anticipado, Alice Barnable (la hermana mayor).» Desde niña siempre había añadido eso, para evitar confusiones. Titubeó un momento frente a la pequeña hoja azul de anotador casi llena con esos pocos deseos. «P.S.», escribió. «Si pudieras traerme a mi hermana y a mi marido de vuelta de dondequiera que hayan ido juntos, te quedaría más agradecida de lo que puedo expresar. ABB.»

La dobló distraídamente. En el extraño silencio de la nieve podía oír la máquina de escribir de su padre. Nube, mejilla en mano, escribía con el rabo de un lápiz sobre la mesa de juego, los ojos húmedos, tal vez con lágrimas, si bien sus ojos parecían empañarse a menudo en los últimos tiempos; cosas de la vejez, probablemente. Alice apoyó la cabeza en el mullido pecho del sillón y miró hacia arriba.

Arriba, en el estudio imaginario, saturado de té al ron, Fumo se disponía a comenzar su carta. Echó a perder una hoja porque la destartalada mesa escritorio cojeaba de una pata bajo su pluma cuidadosa; acuñó la pata con una caja de cerillas y empezó de nuevo.

«Mi querido Santa: En primer lugar, no es más que lo justo que me explique a propósito de mi deseo del año pasado. No me disculparé diciendo que estaba un poco borracho, aunque lo estaba, y lo estoy (se está convirtiendo en una costumbre navideña, como que todo lo relativo a la Navidad tiende a convertirse en hábito, pero tú estás al tanto de todo eso). Sea como fuere, si te escandalicé o si puse en un brete tus poderes con semejante pedido, lo lamento de veras; sólo pretendía pasarme de fresco y desahogarme un poco. Sé (mejor dicho, supongo) que no está en tu poder eso de regalar una persona a otra; pero lo cierto es que mi deseo me fue concedido. Quizá sólo porque era la cosa que más deseaba en ese entonces, y cuando uno desea tanto una cosa es probable que la consiga. Así que no sé si agradecerte o no; no sé si eres tú el responsable, ni sé si yo estoy agradecido.»

Mascó un momento la punta del lapicero pensando en la mañana de la última Navidad, cuando había entrado en la alcoba de Sophie para despertarla, tan temprano (Tacey no quería esperar) que aún reinaba en las ventanas la noche blanca. Se preguntó si debería contar la historia. Nunca se lo había dicho a nadie, y la condición absolutamente secreta de esa carta destinada a ser pasto de las llamas lo tentaba a la confidencia. Pero no.

Era cierto lo que había dicho el doctor, que las Navidades se suceden unas a otras más que a los días que las preceden. Eso lo había comprobado Fumo en los últimos días. No por el ritual repetido, el árbol transportado en trineo hasta la casa, los viejos ornamentos sacados con amor de los arcones, las ramas de muérdago colgadas de los dinteles. Sólo desde la última Navidad esas cosas habían empezado a estar imbuidas para él de una intensa emoción; una emoción que no tenía nada que ver con la Pascua Navideña, un día que para él, de niño, no había tenido ni de lejos la fascinación del Halloween, esa fiesta de Brujas, cuando salía disfrazado y reconocible (pirata, payaso) a la noche flameante y humeante. Sin embargo, sabía que era una emoción que lo cubriría ahora, como de nieve, cada vez que se aproximase esa época del año. Ella era la causa, no aquel a quien escribía.

«De todos modos», comenzó otra vez, «mis deseos este año son un tanto nebulosos. Me gustaría uno de esos instrumentos que se usan para afilar las cuchillas de una cortadora de césped anticuada; querría el tomo de Gibbon que falta (el segundo) y que al parecer alguien sacó para utilizarlo como retén de una puerta y se ha extraviado.» Pensó en indicar el editor y la fecha, pero de pronto lo embargó un profundo sentimiento de futilidad y silencio. «Santa», escribió, «me gustaría ser una sola persona, no una multitud, la mitad de la cual procura siempre volver la espalda y huir cuando alguien» —se refería a Sophie, Alice, Nube, el doctor, Mamá, Alice sobre todo— «me mira. Quiero ser valiente y sincero y capaz de soportar mi parte de la carga. No quiero permanecer ajeno mientras una pandilla de fantasmas taimados viven mi vida por mí.» Se detuvo, viendo que empezaba a volverse ininteligible. Titubeó ante la frase cortés de despedida; pensó en poner «Tuyo como siempre», pero se le antojó que podía parecer irónica o mordaz, y escribió tan sólo «Tuyo, etc.», como siempre lo hacía su padre, y que luego le pareció ambigua y fría; qué demonios al fin y al cabo; y firmó: Evan F. Barnable. Abajo en el estudio estaban todos reunidos, con el candeal de leche y huevos, y cada cual con su carta. El doctor tenía en la mano la suya, doblada como una carta de verdad, el reverso furiosamente picoteado por los signos de puntuación; la de Mamá era un trocito de una bolsa de papel marrón, como las listas de la compra. El fuego las acogió a todas, sólo rechazó al principio la de Lily, quien, lanzando un grito, trató de echarla en la boca misma de las llamas (nadie puede en realidad tirar un trozo de papel, cosa que ella aprendería cuando creciera en gracia y sabiduría) y Tacey insistió en que salieran a ver. Fumo la tomó de la mano, encaramó a Lily sobre sus hombros y salieron los tres a la nevada, que con las luces de la casa encendidas cobraba un aire espectral, a ver cómo el humo se dispersaba y derretía los copos a medida que caían.

Cuando recibió estos mensajes, Santa se levantó de las orejas las patillas de los anteojos y se apretó entre el pulgar y el índice el dolorido puente de la nariz. ¿Qué esperaban que hiciera él con todo eso? Una escopeta, un osito, raquetas para andar por la nieve, algunas cosas bonitas, algunas útiles, de acuerdo. Pero el resto… Francamente, él ya no entendía qué pensaba la gente. Pero se estaba haciendo tarde; si mañana ellos, u otros, se sintieran decepcionados por él, bueno, tampoco sería la primera vez. Cogió de la percha su gorro de pieles y se calzó los guantes. Inexplicablemente cansado ya, pese a que la jornada no había ni siquiera comenzado, salió a la inconmensurable estepa ártica multicolor bajo un decillón de estrellas cuyo brillo cercano parecía tintinear, como tintinearon los arneses de sus renos cuando alzaron las testas hirsutas al oírlo llegar, y como tintinearon también las nieves eternas bajo las pisadas de sus botas.

Sitio para uno más

Poco después de aquellas Navidades, Sophie empezó a tener la sensación de que el cuerpo se le desempaquetaba y se le volvía a empaquetar pero de otra manera, una sucesión de sensaciones vertiginosas al principio, cuando aún no sospechaba la causa, e interesantes luego, incluso sobrecogedoras cuando la sospechó, y por último (más tarde, cuando el proceso se completó y el nuevo inquilino se hubo instalado y acomodado) placenteras: intensamente placenteras, a veces, como una nueva especie de dulce sueño; y sin embargo un poco embarazosas a la vez. ¡Embarazosas! La palabra justa.

No fue mucho lo que el doctor pudo decir cuando al fin se enteró del estado de Sophie, dado que él era alguien igual a la criatura que ella llevaba en su seno. Por el mero hecho de ser padre, tuvo que cumplir los rituales de solemnidad que en ningún momento significaron una censura, y jamás se planteó para nada la cuestión de Qué se Hace con la Criatura, se estremecía de sólo pensar qué habría sucedido si alguien hubiese pensado cosas semejantes cuando él estaba germinando en el vientre de Amy Praderas.

—Vaya, por Dios, siempre hay sitio para uno más —dijo Mamá, secándose una lágrima—. No es la primera vez que esto pasa en el mundo. —Como todos ellos, se preguntaba quién sería el padre, pero Sophie no lo decía, o más bien, con un hilo de voz y los ojos bajos, decía que no lo diría. Y así quedó zanjada la cuestión.

Aunque a Llana Alice, desde luego, tenía que decírselo.

Fue Llana Alice la primera persona, o la segunda, a quien le comunicó la novedad, su novedad, y su secreto.

—Fumo —dijo.

—Oh, Sophie —dijo Alice—. No.

—Sí —dijo Sophie, en tono desafiante, desde la puerta de la alcoba de Alice, sin decidirse a entrar.

—No lo puedo creer, no puedo creer que él haya sido capaz.

—Bueno, más vale que lo creas —dijo Sophie—. Más vale que te vayas acostumbrando a la idea, porque no va a desaparecer.

Algo en la expresión de Sophie —o quizá sólo la horrenda imposibilidad de lo que afirmaba— hizo que Alice dudase.

—Sophie —dijo con dulzura después que las dos se hubieron mirado en silencio un momento—. Sophie, ¿estás dormida?

—¡No! —Indignada. Pero era por la mañana, muy tempano; Sophie estaba en camisón; apenas una hora antes Fumo había bajado de la alta cama rascándose la cabeza, para marcharse a la escuela. Sophie había despertado a Alice: eso era tan inusitado, tan fuera de lo habitual, que por un momento Alice había tenido la esperanza… Se recostó contra la almohada y cerró los ojos; pero tampoco ella dormía.

—¿Tú nunca sospechaste? —inquirió Sophie—. ¿Nunca pensaste?

—Oh, supongo que sí. —Se cubrió los ojos con las manos.— Claro que sí. —Por la forma en que Sophie se lo preguntaba, se hubiera dicho que si Alice no lo hubiera sabido se sentiría decepcionada. Se incorporó, repentinamente furiosa.— ¡Pero esto! ¡Tú y él, quiero decir! ¿Cómo pudisteis ser tan tontos?

—Supongo que nos dejamos llevar, simplemente —dijo Sophie en tono glacial—. Tú sabes… —Pero enseguida, ante la mirada de Alice, su bravura se desmoronó, y bajó los ojos.

Alice se irguió en la cama y se apoyó contra la cabecera.

—¿Por qué te quedas ahí, como una estatua? —dijo—. No te voy a pegar ni nada por el estilo. —Sophie seguía inmóvil, un poco insegura, un poco truculenta, como Lily cuando se volcaba algo encima y tenía miedo de que la llamaran para algo peor que para limpiarle lo que había derramado. Alice agitaba la mano, impaciente, instándola a entrar.

Los pies descalzos de Sophie sonaron leves sobre el suelo, y cuando subió a la cama, con una sonrisa extraña, tímida, en el rostro, Alice sintió su desnudez bajo el camisón de franela. Todo ello le traía a la memoria el recuerdo de años pretéritos, de antiguas intimidades. Tan pocos como somos, pensó, con tanto amor y tan pocos en quienes volcarlo, no es de extrañar que nos enmarañemos.

—¿Fumo lo sabe? —preguntó fríamente.

—Sí —dijo Sophie—. A él se lo dije primero.

Eso dolía, que Fumo no se lo hubiese dicho a ella: la primera sensación que podía llamar dolor desde que Sophie había llegado. Pensó en él, con semejante peso en la conciencia, y ella inocente; los pensamientos dolían como puñaladas.

—¿Y qué piensa hacer? —preguntó acto seguido, como en un catecismo.

—Él no está… Él no…

—Bueno, más vale que lo decidáis ¿no? Tú y él.

Los labios de Sophie temblaban. Las reservas de audacia del comienzo se iban agotando.

—Oh, Alice, no seas así —imploró—. Nunca pensé que tú pudieras ser así. —Cogió la mano de Alice, pero Alice, con los nudillos de la otra apretados contra los labios, no la estaba mirando.— Quiero decir, sé que fue odioso de nuestra parte —dijo, escrutando el rostro de Alice—. Odioso. Pero Alice…

—Oh, yo no te odio, Soph. —Como si no lo desearan, pero incapaces de evitarlo, los dedos de Alice se entrelazaron con los de Sophie, pero sus ojos miraban aún para otro lado.— Es que… bueno. —Sophie observaba una lucha que se estaba librando dentro de Alice; no se atrevía a hablar, pero apretaba con más fuerza la mano de su hermana, ansiosa por ver cómo acabaría todo eso.— Mira, yo pensaba… —Quedó en silencio otra vez, y se aclaró en la garganta algo que en ese momento se la estaba obstruyendo.— Bueno, tú sabes —dijo—. Tú te acuerdas de que a Fumo lo eligieron para mí, eso era lo que yo siempre pensaba; siempre pensé que así era nuestra historia.

—Sí —dijo Sophie, bajando los ojos.

—Sólo que, últimamente, es como si no me acordara muy bien de todo eso. No puedo acordarme de ellos. De cómo eran las cosas. Sí, recordar puedo, pero no… la sensación, ¿sabes a qué me refiero? Cómo eran las cosas, con Auberon; aquellos tiempos.

—Oh, Alice —dijo Sophie—. ¿Cómo has podido olvidar?

—Nube decía: cuando creces cambias lo que tuviste de niño por lo que tienes de mayor. O si no, lo pierdes de todos modos, y no recibes nada a cambio. —Tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque su voz era serena; las lágrimas parecían ser menos parte de ella que de la historia que contaba.— Y yo pensaba: entonces, los he cambiado a ellos por Fumo. Y ellos habían arreglado ese trato. Y estaba bien que fuera así. Porque aunque yo ya no me acordaba más de ellos, tenía a Fumo. —Ahora la voz le tembló.— Supongo que estaba equivocada.

—¡No! —dijo Sophie, horrorizada como si hubiese oído una blasfemia.

—Supongo que es normal…, simplemente —dijo Alice, y suspiró, un suspiro trémulo—. Supongo que tú tenías razón, cuando nos casamos, que nunca más tendríamos lo que tú y yo tuvimos en otros tiempos. Espera y verás, dijiste…

—¡No, Alice, no! —Sophie asió con fuerza el brazo de su hermana como para impedirle que siguiera—. Esa historia era cierta, era cierta, yo siempre lo supe. No, no digas nunca que no lo era. Era la historia más hermosa que jamás he oído, y se cumplió, tal como ellos la prometieron. Oh, yo estaba celosa, Alice; era maravilloso para ti y yo estaba tan celosa…

Alice se volvió a mirarla. A Sophie la espantó su cara: no triste, aunque tenía lágrimas en los ojos; no furiosa; no nada.

—Bueno —dijo Alice—, supongo que ya no tienes por qué estar celosa, en todo caso. —Levantó hasta el hombro de Sophie el camisón que se le había resbalado.— Bien. Tenemos que pensar qué haremos…

—Es mentira —dijo Sophie.

—¿Qué? —Alice la miró, desconcertada.— ¿Qué es mentira, Soph?

—¡Es mentira, es mentira! —Sophie gritaba casi, se arrancaba en jirones las palabras.— ¡No es de Fumo, no es de él! ¡Te he mentido! —Incapaz de soportar por más tiempo la mirada de esa extraña, su hermana, Sophie hundió la cabeza en el regazo de Alice, sollozando.— Lo siento tanto… Estaba tan celosa, quería ser parte de vuestra historia, sólo eso; oh, ¿no te das cuenta de que él nunca, nunca podría?; te quiere tanto; y yo tampoco, pero yo… yo te echaba de menos. Te echaba de menos, Alice. Yo también quería tener mi historia, yo quería… Oh, Alice.

Alice, tomada por sorpresa, no pudo hacer otra cosa que acariciar la cabeza de su hermana, un gesto automático, consolador. Luego:

—Espera un momento, Sophie. Sophie, escúchame. —Con las dos manos levantó de su regazo la cara de Sophie.— ¿Quieres decir que vosotros, tú y él, jamás…?

Sophie se ruborizó; incluso con el rostro bañado en lágrimas, era visible su sonrojo.

—Bueno, sí. Una vez o dos. —Extendió la palma de la mano como para atajar a su hermana.— Pero todo fue culpa mía, siempre. Él se sentía tan mal. —Con un ademán furioso se echó hacia atrás el pelo que las lágrimas le pegoteaban a la mejilla.— Él siempre se sentía tan mal.

—¿Una vez o dos?

—Bueno, tres veces.

—Quieres decir que tú y él…

—Tres… y media. —Soltó una risita, casi, secándose la cara con la sábana. Hipaba.— Le costó un triunfo decidirse, y además estaba siempre tan tenso, tan angustiado, que casi no era divertido.

Alice se rió, atónita, sin poder evitarlo. Sophie, al verla, se rió también, una risa que era como un sollozo, convulsiva.

—Bueno —dijo, levantando de golpe las manos y dejándolas caer en su regazo—, bueno.

—Pero, espera un minuto —dijo Alice—. Si no fue Fumo, ¿quién fue? ¿Sophie?

Sophie se lo dijo.

—No.

—Sí.

—¡Válgame Dios! Pero… ¿cómo puedes estar tan segura? Quiero decir…

Sophie le explicó, contando con los dedos las razones de por qué estaba tan segura.

—George Ratón —dijo Alice—. ¡Válgame Dios! Sophie, si eso es incesto casi.

—Oh, vamos —dijo Sophie, evasiva—. Fue una sola vez.

—Bueno, entonces él…

—¡No! —dijo Sophie, y cogió a su hermana por los hombros—. No. Él no tiene que saber. Nunca. Alice, promete. Jura por Dios. No se lo digas nunca, jamás. Me daría tanta vergüenza.

—¡Pero Sophie! —Qué persona tan desconcertante, pensó, qué persona tan extraña. Y supo, de pronto, con una repentina oleada de afecto, que también ella había echado de menos a Sophie durante mucho tiempo; hasta se había olvidado de cómo era; hasta de que la echaba de menos se había olvidado.— Bueno, ¿qué le decimos a Fumo, entonces? Porque esto significaría que él…

—Sí. —Sophie estaba temblando.

Los temblores le sacudían el torso. Alice se corrió a un lado de la cama, y Sophie, recogiéndose el camisón, trepó y se acurrucó como una gata en el hueco de calor que habla dejado Alice. Tenía los pies helados, apoyados contra las piernas de su hermana, y frotaba los dedos sobre los de ella para calentárselos.

—No es verdad, pero no sería tan terrible, no, hacerle creer que sí. Quiero decir que, Comoquiera, tiene que tener un padre —dijo Sophie—. Y no George, por amor al cielo. —Hundió el rostro en el pecho de Alice y dijo, tras una pausa, en un hilo de voz:— Ojalá fuera de Fumo. —Y después de otra pausa:— Debería serlo. —Y al cabo de un momento:— ¡Un bebé! ¿Te imaginas?

Alice tuvo la sensación de que Sophie sonreía. ¿Era posible eso, sentir la sonrisa de un rostro que se aprieta contra ti?

—Bueno, supongo, puede ser —dijo, y acercó el cuerpo de Sophie—. No se me ocurre nada más. —Qué forma tan extraña de vivir, pensó, la forma en que vivían ellas; aunque llegase a centenaria, nunca, nunca la comprendería. También ella sonrió, confundida, y sacudió la cabeza, rindiéndose. ¡Qué desenlace! Pero hacía tanto tiempo que no veía a Sophie feliz (si era felicidad lo que ahora sentía, y vaya si no parecía serlo) que no podía menos que sentirse feliz a la par de ella. Sophie, la flor nocturna, se había abierto a la luz del día.

—Él te quiere a ti, te quiere —dijo la voz asordinada de Sophie—. Siempre te querrá, siempre. —Bostezó con ganas, y se estremeció.— Era todo verdad. Todo verdad.

Tal vez sí. Una especie de percepción se iba insinuando en Alice, enroscándose en ella a medida que las piernas largas, familiares, de Sophie se enroscaban en las suyas; tal vez ella se había equivocado con respecto al trueque; tal vez ellos hubieran cesado de incitarla a seguirlos por la sencilla razón de que ella había llegado hacía tiempo adondequiera que fuese que ellos la habían estado incitando a ir. Ella no los había perdido, y sin embargo no necesitaba seguirlos más porque había llegado.

Estrujó a Sophie repentinamente, y dijo:

—Ah.

Pero si había llegado, ¿dónde estaba? ¿Y dónde estaba Fumo ahora?

Algo que regalar

Cuando le tocó el turno a Fumo, Alice se sentó en la cama para recibirlo, como recibiera a Sophie, pero apoyada en los cojines, como una princesa oriental, y fumando uno de los cigarrillos parduscos de Nube, cosa que solía hacer ahora de tanto en tanto, cuando se sentía importante.

—Bueno —dijo, solemnemente—. ¡Qué embrollo!

Agarrotado por la angustia (y perplejo, estaba seguro de haber tomado tantas precauciones, dicen que la posibilidad siempre existe, pero ¿cómo?), Fumo iba de un lado a otro de la habitación, cogiendo objetos menudos y estudiándolos, y volviéndolos a poner en su sitio.

—Yo no había previsto esto —dijo.

—No. Bueno, supongo que siempre es imprevisible. —Alice observaba a Fumo, que iba y venía nervioso por el cuarto, se acercaba a la ventana a espiar por entre los visillos la nieve a la luz de la luna, como un fugitivo que acechara la noche desde su escondite.— ¿Quieres explicarme lo que ha pasado?

Él se volvió desde la ventana, los hombros encorvados bajo el peso de las circunstancias. Tanto tiempo había temido esa confrontación, la multitud de personajes desaliñados que había estado encarnando puesta al desnudo, obligados a exhibirse en su descarnada ineptitud.

—En primer lugar —dijo—, todo fue culpa mía. No tendría que odiar a Sophie.

—¿Oh?

—Yo… yo la forcé, de veras; quiero decir que yo lo tramé, yo…, como un, como un… bueno.

—Mmm.

A ver, pelafustanes, mostraos de una vez, pensó Fumo; ya está todo perdido para vosotros. Y para mí. Carraspeó; se mesó la barba; lo dijo todo, o casi todo.

Alice escuchaba, jugueteando con su cigarrillo. Trataba de ahogar con el humo el nudo de generosidad que se le atascaba, dulzón, en la garganta. Sabía que no debía sonreír mientras él contaba su historia; pero se sentía tan indulgente, tenía tantas ganas de estrecharlo entre sus brazos y besar el alma que veía asomar a sus labios y sus ojos, se estaba mostrando tan valiente y sincero, que al cabo dijo:

—Déjate de una vez de ir y venir a las zancadas como un animal enjaulado. Ven, siéntate.

Él se sentó, utilizando el mínimo espacio posible de ese lecho que había traicionado.

—Sólo fue una vez, o dos, al fin y al cabo —dijo—. No es que quiera…

—Tres veces —dijo ella—. Tres y media. —Él se ruborizó intensamente. Ella esperaba que pronto él se atrevería a mirarla, a ver que estaba dispuesta a sonreírle.— Bueno, ¿sabes?, probablemente no es la primera vez que pasa una cosa así en el mundo —dijo. Él seguía con los ojos bajos. Pensaba que acaso fuera la primera vez. El doble abochornado estaba ahí, sobre sus rodillas, como el muñeco de un ventrílocuo. Consiguió hacerle decir:

—Prometí que me haría cargo, y todo eso. Y que sería responsable. Tuve que hacerlo.

—Desde luego. Es lo natural.

—Y ahora ha terminado. Lo juro, Alice, ha terminado.

—No digas eso —dijo ella—. Uno nunca sabe.

—¡No!

—Bueno —dijo ella—, siempre hay sitio para uno más.

—Oh, calla.

—Perdona.

—Lo merezco.

Con timidez, sin querer inmiscuirse en su culpa y sus remordimientos, ella deslizó un brazo por debajo del brazo de Fumo y sus dedos se entrelazaron con los de él. Tras un atormentado silencio, él alzó al fin los ojos y la miró. Ella sonreía.

—Tontito —dijo.

En los ojos castaños como vidrio de botella, él vio reflejada su imagen. Una, una sola. ¿Qué le estaba ocurriendo? Bajo la mirada de ella, algo le estaba sucediendo, algo inesperado, imprevisible: una fusión, un ensamblaje de piezas que por sí solas nunca habían tenido estabilidad, pero que ahora, al unirse, lo consolidaban.

—Qué tontito —dijo ella, y otro doble fetal e incompetente se retrajo a su interior.

—Alice, escucha —dijo Fumo, y ella levantó una mano para taparle la boca, como para atajar la fuga de lo que había logrado restituir.

—Ni una palabra más —replicó ella. Era asombroso. Al igual que aquella primera vez, años atrás, en la biblioteca de George Ratón, ella lo había vuelto a hacer: lo había inventado, sólo que esta vez no a partir de la nada, como entonces, sino de falacias y ficciones. Una ráfaga de frío horror lo traspasó: ¿y si él, en su estupidez, hubiese llegado tan lejos que la hubiese perdido para siempre? ¿Qué habría sido de él, entonces? ¿Qué podría haber hecho? En un impulso, antes que la cabeza de Alice, negadora, pudiese detenerlo, le ofreció la vara de la reparación, se la ofreció sin reservas; pero ella se la había pedido tan sólo para poder, como lo hizo, devolvérsela intacta junto con su corazón.

—Fumo —dijo—. No, Fumo, no. Escúchame. ¿Qué hay de la criatura?

—¿Sí?

—¿Qué esperas que sea: niña o varón?

—Alice…

Ella siempre había tenido la esperanza, y casi siempre había creído, que habría algo que ellos tendrían que regalar y que, a su debido tiempo —el tiempo de ellos— lo regalarían. Y hasta había pensado que cuando llegase, al fin, ella lo reconocería: y lo había reconocido.

Un ave del Viejo Mundo

La primavera, como una centrifugadora que se acelerara con infinita lentitud, al desplazarlos a todos hacia fuera y en círculos cada vez más abiertos, pareció desenredar (aunque ninguno de ellos se explicaba cómo era posible) la enmarañada madeja de sus vidas y extenderla alrededor de Bosquedelinde como las vueltas de un collar dorado: más dorado cuanto más se intensificaba el calor. El doctor Bebeagua, al volver de una larga caminata un día de deshielo, contó cómo había visto a los castores emerger de su refugio invernal, dos, cuatro, seis de ellos que habían pasado meses enclaustrados bajo el hielo en un cubículo no más grande que sus propios cuerpos, imaginaos; y Mamá y los demás menearon la cabeza y refunfuñaron como si conocieran demasiado bien esa sensación.

Cierto día, cuando, gozosas, escarbaban con las manos el suelo del frente trasero de la casa, tanto por el placer de sentir bajo las uñas y entre los dedos el frescor de la tierra vivificada por la primavera como por el estímulo que ello podría significar para los arriates de flores, Alice y Sophie vieron descender del cielo, perezosamente, un gran pájaro blanco; una hoja de periódico llevada por el viento, les pareció al principio, o una sombrilla blanca que se hubiera remontado en vuelo. El pájaro, que transportaba una ramita en el largo pico rojo, se posó sobre el tejado de la casa, sobre un molinete de hierro parecido a una rueda de carro que era parte del mecanismo (ya oxidado e inmóvil para siempre) de la vieja orrería. Con sus largas patas rojas dio algunos pasos en derredor. Depositó allí la ramita, la miró, sacudió la cabeza y la cambió de lugar; luego miró otra vez en torno y se puso a crotorar, entrechocando las mandíbulas del largo pico rojo y extendiendo las alas como un abanico.

—¿Qué es?

—No sé.

—¿Está haciendo un nido?

—Empezando.

—¿Sabes qué parece?

—Sí.

—No, no podía ser una cigüeña —dijo el doctor cuando se lo contaron—. Las cigüeñas son aves europeas, del Viejo Mundo. Nunca atraviesan las grandes aguas. —Se apresuró a salir con ellas, y Sophie señaló con su pala el sitio, donde ahora había dos pájaros blancos y otras dos ramas para el nido. Las aves crotoraban entre ellas y entrelazaban los cuellos, como recién casados incapaces de interrumpir sus arrumacos el tiempo suficiente para ocuparse de las faenas del hogar.

El doctor Bebeagua, después de descreer a sus ojos durante largo rato y de confirmar con la ayuda de los binoculares y de varios libros de consulta que no estaba equivocado, que éstas no eran garzas de alguna especie rara, sino verdaderas cigüeñas europeas, la Ciconia alba, corrió a su estudio presa de gran excitación y mecanografió en triplicado un informe sobre aquella asombrosa, inaudita aparición, a fin de enviarlo a las diversas sociedades ornitológicas a que más o menos pertenecía. Estaba buscando sellos para las cartas, mientras repetía por lo bajo «asombroso», cuando de pronto se detuvo, pensativo. Miró un momento las cartas, sobre su escritorio. Desistió de la búsqueda y se sentó lentamente, con la mirada fija en el cielo raso, como si a través de él pudiera ver a los pájaros blancos.

Lucy, luego Lila

La cigüeña había venido en verdad de muy lejos, y de otro país, pero no recordaba haber cruzado las grandes aguas. La situación aquí le venía como anillo al dedo, pensó: desde el alto tejado de la casa podía, mirando con sus ojillos nimbados de rojo, ver lejos, muy lejos, en la dirección que su pico señalara. Pensaba que en los días luminosos del estío, cuyas brisas le encresparían el plumaje recalentado por el sol, podría ver aún más lejos, mucho más, acaso lo bastante como para poder atisbar el momento de su liberación, largamente esperada, de ese cuerpo de pájaro en que vivía prisionera desde tiempos inmemoriales. Y sin duda había llegado en una ocasión a vislumbrar el despertar del Rey, que aún dormía y dormiría un tiempo más en el recinto de su montaña, con su corte también dormida alrededor de él, la roja barba tan crecida durante su largo sueño que se enredaba en zarcillos como una hiedra en las patas de la mesa del festín sobre la cual roncaba, tendido boca abajo. Lo había visto resoplar, y agitarse, como tironeado por un sueño que podría, de pronto, despertarlo: vio esta escena y el corazón le dio un vuelco, porque tras ese despertar, sólo un poco más lejos, llegaría su propia liberación.

No obstante, a diferencia de otros que podría mentar, ella sería paciente. Empollaría una vez más en sus huevos pulidos como cantos rodados una camada de polluelos de suave plumaje. Se internaría con dignidad por entre las malezas del Estanque de los Lirios y mataría por amor a ellos una generación de ranas. Amaría a su esposo actual, tan bueno como era, tan paciente y solícito, una gran ayuda para los pequeñuelos. Y no sentiría nostalgia: la nostalgia es mortal.

Y mientras todos iniciaban la marcha por el largo y polvoriento camino del verano de aquel año, Alice tuvo que guardar cama, y a su tercera hija le puso de nombre Lucy, pese a que Fumo opinaba que era demasiado parecido al de las otras dos, Tacey y Lily, y sabía que él por lo menos pasaría los veinte o treinta años siguientes llamando a cada una por el nombre de las otras.

—No importa —dijo Alice—. De todos modos, ésta es la última. —No lo era. Todavía iba a tener un hijo varón, aunque de esto ni siquiera Nube estaba aún al tanto.

Sea como fuere, si Procreación era lo que ellos querían, como lo percibió Sophie aquella noche, cuando soñaba escondida cerca del cenador del lago, aquél fue un año gratificante para ellos: después que hubo llegado el equinoccio, con una escarcha que dejó los bosques grises y polvorientos pero que prolongó el verano, espectral y tan interminable que invitaba a salir de bajo tierra a los distraídos azafranes y despertaba en sus túmulos mortuorios a las almas sin sosiego de los indios, Sophie tuvo la criatura que le fuera atribuida a Fumo. Para contribuir a la confusión, eligió para su hija el nombre de Lila, porque había soñado que su madre entraba en su alcoba con una gran rama de lilas cuajada de fragantes flores azules, y en ese momento se despertó y vio a Mamá que entraba trayendo en sus brazos a la recién nacida. También entraron Tacey y Lily, Tacey sosteniendo con cuidado en los brazos a su hermanita de tres meses, Lucy, para que viera al bebé.

—¿Ves, Lucy? ¿Ves a la pequeña? Igualita a ti.

Lily trepó a la cama para escrutar de cerca la carita de Lila, que dormitaba en el hueco de los brazos de la arrulladora Sophie.

—No se quedará mucho tiempo —dijo, después de estudiarla.

—¡Lily! —exclamó Mamá—. ¡Qué cosa tan terrible dices!

—Es que no, no se va a quedar. —Miró a Tacey.— ¿Se va a quedar?

—No. —Tacey cambió a Lucy de brazo.— Pero no importa. Volverá. —Viendo a su abuela horrorizada, añadió:— Oh, no te aflijas, no se va a morir ni nada de eso. Sólo que no se va a quedar.

—Y volverá —dijo Lily—. Más adelante.

—¿Por qué pensáis esas cosas? —preguntó Sophie, dudando de si se encontraba nuevamente del todo en el mundo, u oyendo cosas que sólo creía oír.

Las dos niñas se encogieron de hombros al mismo tiempo: el mismo gesto, en verdad, un rápido alzamiento de los hombros y las cejas, como ante un hecho natural. Observaron cómo Mamá ayudaba a Sophie a inducir a la blanca y rosada Lila a mamar (una sensación deliciosa, placenteramente dolorosa), y, amamantándola, Sophie se durmió otra vez, atontada por el agotamiento y el asombro, y un instante después también Lila se durmió, sintiendo acaso lo mismo; y aunque el cordón que las uniera había sido cortado, las dos soñaron, quizá, el mismo sueño.

A la mañana siguiente la cigüeña había partido, abandonando el tejado de Bosquedelinde y el revuelto nido. Sus hijuelos habían ya remontado vuelo sin un adiós ni una disculpa —ninguna esperaba ella—, y también su esposo se había marchado, con la esperanza de que en la próxima primavera volverían a encontrarse. Ella sólo había estado esperando la llegada de Lila para poder llevar la noticia —siempre cumplía sus promesas—, y ahora volaba en una dirección muy diferente de la que tomara su familia, sus alas en abanico ahuecadas sobre el amanecer otoñal, las patas en ristre como banderines.

Pequeño, grande

Procurando, como el Ratón de Campo, descreer del Invierno, Fumo, tendido en el suelo hasta altas horas de la noche contemplando el firmamento, se atracaba de cielo estival, pese a que el mes tenía una R y Nube pensaba que eso era perjudicial para el sistema nervioso, los huesos y los tejidos. Parecía extraño que fuesen las cambiantes constelaciones, tan atentas a las estaciones, lo que eligiera memorizar del verano, pero el desplazamiento de la bóveda celeste era tan pausado, y parecía tan imposible, que lo reconfortaba. No obstante, le bastaba mirar el reloj para ver que también ellas, al igual que las ánades, huían rumbo al sur.

La noche en que Orion apareció en el firmamento y Escorpio se ocultó, una noche, por razones atmosféricas, tan templada casi como las de agosto pero de hecho y en virtud de este signo la última noche de verano, él y Sophie y Llana Alice yacían de espaldas en una pastura esquilada, las cabezas muy juntas como tres huevos en un nido, y tan pálidas además como huevos a la luz de la noche. Tenían las cabezas juntas para que, cuando uno señalara una estrella, el brazo con que apuntaba hacia ella se encontrase más o menos en la línea de visión del otro; de no ser así —incapaces de corregir un error de billones de millas por paralaje—, se pasarían la noche diciendo: Aquélla, ¿ves?, allí donde señalo. Fumo sostenía abierto sobre las rodillas el tratado de astronomía, y lo consultaba a la lumbre de una linterna cuyo foco, para que su brillo no lo encandilase, había envuelto en el celofán rojo de un queso de Holanda.

—Camelopardalis —dijo, señalando en el norte un collar no del todo claro porque se diluía aún en la luz del horizonte crepuscular—. O sea, el Cameleopardo.

—¿Y qué es un Cameleopardo? —preguntó, indulgente, Llana Alice.

—Una jirafa, en realidad —respondió Fumo—. Un camello-leopardo. Un camello con manchas de leopardo.

—¿Y por qué hay una jirafa en el cielo? —preguntó Sophie—. ¿Cómo llegó hasta allá?

—Apostaría a que no eres la primera persona que lo pregunta —dijo Fumo, riendo—. ¿Te imaginas la sorpresa, la primera vez que la vieron y exclamaron: ¡Santo Dios, qué hará allá arriba esa jirafa!?

Los pupilos del Zoo Celeste irrumpiendo en algarada, como fieras escapadas de sus jaulas, a través de las vidas de los hombres y mujeres, los dioses y los héroes; la manada del Zodíaco (todos sus signos de nacimiento, viajando con el sol por las órbitas australes, estaban ausentes del cielo esa noche); el polvo prodigioso de la Vía Láctea cerniéndose sobre ellos como un arco iris; Orion levantando un pie por encima del horizonte, en plena carrera en pos de su perro Sirio. Descubrían cada signo en el instante de su aparición. Júpiter brillando en el oeste. La inmensa sombrilla desflecada en los trópicos, abierta y girando alrededor de la Estrella Polar, un movimiento imperceptible de tan pausado, pero incesante.

Fumo, rememorando las lecturas de su infancia, relataba los cuentos intrincados que circulaban sobre ellas. Las figuras eran tan vagas, tan incompletas, y las historias, algunas por lo menos, tan triviales, que él creía que todas debían de ser ciertas: Hércules se parecía tan poco a sí mismo que la única forma de que alguien lo hubiese podido descubrir era que se hubiera enterado de que estaba allá arriba, y le hubiesen señalado dónde lo tenía que buscar. Así como cierto árbol remonta a Dafne su linaje en tanto otro ha de ser un simple plebeyo; así como la flor rara, la montaña insólita, el hecho inaudito pueden atribuirse un origen divino, así Casiopea, precisamente ella, está cuajada de estrellas rutilantes o su silla más bien, como por accidente; y la corona de algún otro; y la lira de un tercero: el desván de los dioses.

Lo que se preguntaba Sophie, que aunque no viera aparecer imágenes en el historiado piélago del firmamento, yacía inmóvil, hipnotizada por su cercanía, era cómo podía ser que para algunos el cielo fuese un premio, y para otros, una condena; y que otros, incluso, sólo estuvieran allí, al parecer, para desempeñar algún papel en los dramas ajenos. Y eso le parecía injusto; aunque no sabría decir por qué razón: si porque estaban allí, para siempre, para la eternidad, quienes no lo habían merecido; o porque, sin haberla ganado, se les hubiera otorgado la salvación, la gloria, y no necesitaran morir. Pensaba en el cuento del que ellos eran personajes, ellos tres, permanente como una constelación, lo bastante extraño como para que lo recordasen siempre.

La tierra se desplazaba esa semana a través de la cola abandonada por un cometa que pasara hacía largo tiempo, y todas las noches penetraba en el aire una lluvia de fragmentos que estallaban, al arder, en diminutas llamas incandescentes.

—No son más grandes que una china, o que la cabeza de un alfiler —dijo Fumo—. Lo que veis encenderse es el aire.

Pero eso Sophie lo veía ahora con toda claridad: eran estrellas fugaces. Tal vez, pensó, podría elegir una, y observarla, y verla caer: una fugaz exhalación de luz, que le hiciera contener el aliento, que le llenara el corazón de infinitud. ¿Sería ése acaso un destino mejor? En la hierba, su mano encontró la de Fumo; la otra la tenía ya en la de su hermana, que se la oprimía cada vez que llovía luz del aire.

Llana Alice no sabía si se sentía enorme o pequeñísima. Se preguntaba si su cabeza sería lo bastante grande como para poder albergar todo aquel universo estelar, o si el universo sería tan pequeño que pudiera caber en el recinto de su cabeza humana. Pasaba de una sensación a otra, expandiéndose, empequeñeciéndose. Las estrellas entraban y salían, errantes por los vastos portales de sus ojos, bajo la inmensa cúpula hueca de su frente; y de pronto Fumo le cogió la mano, y ella se desvaneció hasta no ser más que un punto, siempre reteniendo en su interior, como en un joyero diminuto, las estrellas. Así estuvieron largo rato, ya sin más deseos de conversar, demorándose cada uno en esa sensación extraña, física, de efímera eternidad, paradojal pero innegablemente vivida; y si las estrellas hubiesen estado tan próximas y tenido tantas caras como parecía, habrían mirado y visto a aquellos tres como un solo asterismo, una rueda eslabonada contra la girándula del obscuro cielo del prado.

Noche de solsticio

No había ninguna entrada, salvo un agujero diminuto en el ángulo de la ventana, por donde se colaba el viento de aquella medianoche de solsticio, amontonando polvo en una ranura del alféizar; pero ese huequecito era suficiente para ellas, y entraron.

Había tres ahora en la alcoba de Sophie, de pie y muy juntas, las cabezas encapuchadas consultándose, las caras pálidas y chatas como lunas diminutas.

—Mirad cómo duerme.

—Sí, y con la pequeña dormida en sus brazos.

—Caray, la tiene muy apretadita.

—No tanto.

Como si fueran una, las tres se aproximaron a la alta cama. Lila, en los brazos de su madre, abrigada contra el frío en una mantilla con capucha, respiraba sobre la mejilla de Sophie, donde brillaba una gotita de humedad.

—Vamos, cogedla ya.

—Por qué no tú, si estás tan ansiosa.

—Las tres a la vez.

Seis manos largas y pálidas asomaron, acercándose a Lila.

—Esperad —dijo una—. ¿Quién tiene a la otra?

—Tú la ibas a traer.

—Yo no.

—Aquí está, aquí. —Del fondo de un talego sacaron una cosa.

—Caray. No se parece mucho, ¿no?

—¿Qué se hace?

—Respirémosle encima.

Respiraron por turno sobre la cosa que sostenían en medio de las tres. De vez en cuando una se volvía para mirar a la dormida Lila. Respiraron hasta que la cosa fue una segunda Lila.

—Así podrá pasar.

—Se le parece mucho.

—Coge ahora la…

—Espera otra vez. —Una miraba a Lila detenidamente, levantando apenas el cubrecama.— Mira esto. Tiene las manitas agarradas al pelo de su madre.

—Y muy apretadas.

—Coge a la niña, pero no despertemos a la madre.

—Esto, entonces. —Una había sacado del talego unas grandes tijeras que relampaguearon con destellos pálidos a la luz de la noche y se abrieron con una risita ahogada.— Dadlo por hecho.

Una sosteniendo a la falsa Lila (no dormida pero con los ojos en blanco e inmóvil; una noche en los brazos de su madre la curaría de ese mal), otra tendiendo los brazos pronta para llevarse a la Lila de Sophie, y la tercera con las tijeras, fue cosa de un instante; ni la madre ni la hija se despertaron; arroparon junto al pecho de Sophie lo que habían traído.

—Ahora a escapar.

—Fácil decirlo. No por donde vinimos.

—Por la escalera y luego el camino.

—Si no hay más remedio.

Deslizándose como una sola y en silencio (la casona parecía suspirar o gemir a su paso, pero de todos modos siempre lo hacía, por razones que sólo ella conocía), ganaron la puerta principal y una se irguió de puntillas y la abrió, y ya estaban fuera de la casa y alejándose a paso rápido con el viento a favor. Lila no se despertó ni una sola vez ni hizo ruido alguno (los zarcillos y bucles de pelo color oro que todavía conservaba en los puños se dispersaron en el raudo viento del camino), y Sophie también dormía, no había sentido nada; salvo que el largo cuento de su sueño se había alterado en una encrucijada e, internándose por sendas que ella nunca había conocido, se había vuelto triste y difícil.

En todas direcciones

Algo, una sacudida interior, arrancó a Fumo bruscamente de su sueño, pero no bien los ojos se le abrieron por completo, olvidó qué era lo que lo había despertado. Sin embargo, estaba despierto, tan despierto como si fuera mediodía, lo cual era irritante, y se preguntó si no sería algo que había comido. A una hora imposible, las cuatro de la madrugada. Durante un rato cerró resueltamente los ojos, le costaba convencerse de que el sueño lo hubiese abandonado de forma tan descomedida. Y sin embargo era así; lo supo porque cuanto más observaba los huevecitos de colores que estallaban y se diseminaban contra las celosías de sus párpados, menos soporíficos se volvían, y más inútiles y anodinos.

Se escurrió con cautela de bajo la alta pila de cobijas y en la obscuridad buscó a tientas su bata. Había un solo remedio que él conocía para ese estado: levantarse y actuar despierto hasta que la desazón se aplacara y desapareciera. Caminando de puntillas y esperando no tropezar con un zapato o algún otro estorbo (no había ninguna razón para infligir a Llana Alice su desasosiego) ganó la puerta, satisfecho de no haberle perturbado el sueño ni a ella ni a la noche. No haría nada más que cruzar los corredores, bajar a la cocina y encender algunas luces, con eso sería suficiente. Al salir, cerró la puerta con cuidado, y en el mismo instante Alice se despertó, no porque él hubiera hecho ningún ruido, sino porque la paz de su sueño, invadida por su ausencia, se había quebrado sutilmente.

Había ya una luz encendida en la cocina cuando abrió la puerta que daba a la escalera de servicio. La tía abuela Nube contuvo un grito de terror cuando la vio abrirse, y cuando vio que sólo era Fumo el que asomaba la cabeza dijo:

—Oh… —Tenía delante de ella un vaso de leche tibia, y el pelo largo y fino suelto y desmelenado, blanco como el de Hécate; hacía años que no se lo cortaba.— Me has dado un susto —dijo.

En voz baja, aunque allí no había nadie a quien sus voces pudieran molestar a no ser los ratones, hablaron del insomnio. Fumo, intuyendo que también ella quería tener algo en que ocuparse para sobrellevar el desvelo, accedió a que calentase un poco de leche para él, a la que agregó una estricta medida de brandy.

—Escucha ese viento —dijo Nube. En el piso de arriba sonó la larga gárgara y el subsiguiente chistido de la cadena de un baño—. ¿Qué pasa? —preguntó Nube—. Una noche de insomnio y sin luna. —Se estremeció.— Una noche de catástrofes, se diría, o una noche de grandes novedades, todo el mundo en vela. Bueno. Pura casualidad. —Lo dijo como otros podrían decir «Dios nos proteja»: con el mismo grado de rutinaria incredulidad.

Fumo, reanimado ahora, se levantó y dijo:

—Bueno —como con cierta resignación. Nube se había puesto a hojear un libro de cocina. Ojalá, pensó él, no tenga que pasarse el resto de la noche levantada esperando el triste amanecer. Deseaba lo mismo para él.

Al llegar al rellano de la escalera, no se encaminó a su propio lecho, donde, sabía, el sueño no lo esperaba aún. Se dirigió al cuarto de Sophie, sin otra intención que la de contemplarla un momento. La tranquilidad de ella lo serenaba a veces, como la de un gato, hacía que se sintiera tranquilo también él. Cuando abrió la puerta, vio a la pálida claridad nocturna de la Luna que había alguien sentado en el borde de la cama de Sophie.

—Hola —dijo Fumo.

—Hola —respondió Llana Alice.

Había un olor raro en el aire, un olor como a mantillo o a zanahorias silvestres, o quizá el olor que exhala la tierra cuando se levanta una piedra.

—¿Qué pasa? —preguntó él en un susurro. Fue a sentarse del otro lado de la cama.

—No sé —dijo Alice—. Nada. Me desperté cuando tú saliste. Tuve la sensación de que a Sophie le pasaba algo, así que vine a ver.

No había peligro de que la conversación en voz baja pudiese despertar a Sophie; el que hubiera personas conversando cerca de ella mientras dormía parecía, por el contrario, confortarla, hacer más regular el ritmo de su respiración profunda.

—Todo está en orden, sin embargo —dijo él.

—Sí.

El viento hostigaba la casa; las ventanas golpeaban. Miró a Sophie y a Lila. Lila parecía muerta, pero después de tres hijos Fumo sabía que ese aspecto aterrador, especialmente en la obscuridad, no era motivo de alarma.

Quedaron en silencio, sentados uno a cada lado de la cama de Sophie. El viento, de repente, pronunció una sola palabra en la garganta de la chimenea. Fumo miró a Alice, y ella le tocó el brazo y le sonrió.

Esa sonrisa… ¿qué otra sonrisa le recordaba?

—No hay ningún problema —dijo ella.

Le recordaba la sonrisa con que lo miró la tía abuela Nube cuando esperaban, apesadumbrados, en el jardincillo del pabellón de verano de Auberon, el día de su boda: una sonrisa que quería ser tranquilizadora, pero que no lo era. Una sonrisa contra la distancia, que sólo parecía acrecentar la distancia. Una señal amistosa de la más impenetrable extrañeza, una mano que se agitaba a lo lejos, desde alguna otra orilla.

—¿No sientes un olor raro? —dijo.

—Sí. No. Lo sentí. Ahora ha desaparecido.

Era verdad. Sólo el aire de la noche llenaba la alcoba. El mar de viento que rugía fuera de la casa levantaba pequeñas corrientes que de tanto en tanto le rozaban la cara; sin embargo, él no creía que fuera el Hermano Viento-Norte el que se agitaba en torno de ellos, sino más bien la casa misma que, con sus múltiples caras, navegaba a toda vela surcando la noche, avanzando sin pausa hacia el futuro en todas direcciones.

Libro Tercero

La Alquería del Antiguo Fuero

Capítulo 1

Aquellos que tenían libre acceso, entraban a los aposentos privados por la puerta espejo que daba a la galería y que siempre permanecía cerrada. Se abría tan sólo cuando alguien arañaba suavemente el panel, y enseguida volvía a cerrarse.

Saint-Simon

Habían pasado veinticinco años. Una noche, ya al final del otoño, George Ratón salió por la ventana de la estancia que había sido antaño la biblioteca del tercer piso de su residencia urbana y cruzó el puentecito techado que unía su ventana con la ventana de la antigua cocina de un edificio colindante. La ex cocina estaba fría y obscura; a la luz del farol que llevaba era visible el vaho de su aliento. Las ratas y los ratones huían de sus pies y su luz, podía oírlos corretear y cuchichear, pero no veía nada. Sin abrir la puerta (pues desde hacía años no había allí ninguna puerta), salió al corredor y empezó a bajar la escalera con cautela, porque los peldaños estaban flojos y carcomidos, cuando no faltaban por completo.

Guardar distancias

En el piso de abajo había luz y risas, gente que entraba y salía de los apartamentos, atareada en los preparativos de una comida comunal y que lo saludaba al pasar; niños que correteaban por los pasillos. Pero la planta baja estaba a obscuras, ya que nadie la utilizaba ahora, a no ser como depósito. Sosteniendo en alto su farol, George escrutó el lóbrego corredor hasta la puerta de la calle, y pudo ver la pesada tranca en su sitio, con sus cadenas y candados bien asegurados. Bajó por la escalera hasta la puerta del sótano, mientras de uno de sus bolsillos sacaba un enorme manojo de llaves. Una, marcada especialmente, ennegrecida como una moneda añeja, abría la vetusta cerradura Segal del sótano.

Cada vez que abría esa puerta, George se preguntaba si no debería cambiar la cerradura; esa antigualla era un mero juguete y quien se lo propusiera la podría forzar. Y siempre decidía que una cerradura nueva sólo despertaría una mayor curiosidad y que, al fin y al cabo, vieja o nueva, un hombro contra la puerta bastaría para satisfacer a cualquier fisgón.

Oh, todos, en materia de guardar distancias, habían aprendido a ser muy circunspectos.

Más cauteloso aún, bajó los últimos peldaños: sabe Dios qué no habitaba allá entre las cañerías oxidadas y las calderas vetustas y los detritos fabulosos; cierta vez había tropezado con una cosa grande, inerte y viscosa, y a punto había estado de romperse la crisma. Al llegar al pie de la escalera colgó el farol, retiró de un rincón un viejo baúl y lo empujó para poder encaramarse en él y alcanzar un estante elevado, a prueba de ratas.

Había recibido el regalo, el que le profetizara años atrás la tía abuela Nube (el legado de un desconocido, que no sería dinero), mucho antes de conocer el cómo y el porqué de su buena fortuna. Pero aun antes de saberlo, y receloso como buen Ratón, había guardado sobre su existencia el más absoluto secreto: no en vano se había criado en las calles y era el hijo menor de una familia entrometida por naturaleza. Todo el mundo admiraba el potente y aromático hachís de que George parecía tener reservas inagotables, y todos ansiaban conseguir un poco, sólo que él no quería (no podía) presentarles a su proveedor (muerto hacía muchos años). Contentaba a todo el mundo regalando trocitos pequeños, y en su casa la pipa estaba siempre llena; y aunque algunas veces, después de varias pipas, miraba a sus embobados contertulios y la culpa de su clandestina delectación lo atenaceaba, y su portentoso secreto le ardía en las entrañas, pugnando por estallar, jamás lo confiaría a nadie, ni a un alma.

Había sido Fumo quien, sin sospecharlo, le revelara el origen de su prodigiosa fortuna. «Leí en alguna parte», había dicho Fumo (su forma habitual de iniciar una conversación), «que hace unos…, oh, cincuenta o sesenta años tu barrio era un suburbio de inmigrantes levantinos. Muchos libaneses. Y que en las dulcerías y otras tienduchas por el estilo se vendía hachís a la vista y paciencia de todo el mundo. Ya sabes, junto con el toffee y el halvah. Por cinco céntimos podías comprar trozos enormes, como una tableta de chocolate.»

Y en realidad, se parecían mucho a las tabletas de chocolate… George se había sentido como el ratón de los dibujos animados recibiendo de pronto, en pleno cráneo, el mazazo de la Revelación.

Desde entonces, cada vez que bajaba a buscar una porción de su misterioso tesoro, imaginaba que era un oriental con su barba de chivo, su nariz ganchuda y su birrete, un pederasta secreto que regalaba baklava a manos llenas a los chiquillos de tez aceitunada de las calles. Con gestos melindrosos, empujaba el viejo baúl y se subía a él (recogiéndose los desflecados faldones de un batín imaginario) y levantaba la tapa estarcida con letras rizadas del cajón.

Ya no quedaba mucho. Pronto sería preciso encargar una nueva partida.

Bajo una gruesa cubierta de papel plateado, capa sobre capa y capa. Las capas estaban separadas unas de otras por hojas amarillentas de papel parafinado. Y las tabletas, cuidadosamente envueltas a su vez en una tercera clase de papel parafinado. Sacó dos, reflexionó un momento y, de mala gana, volvió a poner una en su sitio. No duraría, oh no, no duraría eternamente, aunque eso había exclamado él cuando lo descubrió, maravillado, hacía muchos años. Lo volvió a cubrir con la hoja de papel parafinado y luego con la lámina de papel plateado. Bajó la sólida tapa, encajó en los agujeros los viejos clavos deformados y sopló el polvo para que se asentara de nuevo sobre la tapa. Se apeó del baúl y estudió la tableta a la luz del farol como lo hiciera la primera vez a la de la lamparilla eléctrica. La desenvolvió con cuidado. Era obscura, casi negra como el chocolate, más o menos del tamaño de un naipe y de unos tres milímetros de espesor. Tenía impresa una figura espiralada. ¿Una marca de fábrica? ¿Un sello fiscal? ¿Un símbolo místico? Jamás lo sabría. Corrió a su sitio en el rincón el baúl que le había servido de escalera de mano, recogió el farol y, escaleras arriba, volvió a la planta baja. En el bolsillo de su cárdigan llevaba un trozo de hachís quizá centenario, que con la edad no había perdido para nada su potencia. Mejorado quizá, como el oporto añejo.

Noticias de casa

Estaba cerrando la puerta del sótano cuando un golpe resonó en la de la calle, tan súbito, tan inesperado que apenas pudo contener un grito. Aguardó un momento, con la esperanza de que fuera sólo el capricho de un loco y que no se volvería a repetir. Pero se repitió. Se acercó a la puerta y prestó oídos, sin hablar, y oyó al otro lado una palabrota de despecho. Después, con un gruñido, el fulano se asió a las trancas y empezó a sacudirlas.

—No ganarás nada con eso, nada —gritó George. Las sacudidas cesaron.

—Bueno, abra la puerta entonces.

—¿Qué?

Era costumbre en George, cuando no encontraba una respuesta a flor de labios, actuar como si no hubiese entendido la pregunta.

—¡Abra la puerta!

—Bueno, tú sabes, amigo, sabes que no puedo abrir la puerta así como así. Tú bien sabes cómo son las cosas.

—Bueno, escuche entonces. ¿Puede decirme cuál de estos edificios es el número veintidós?

—¿Quién quiere saberlo?

—¿Por qué todo el mundo en esta ciudad contesta siempre con otra pregunta?

—¿Mmm?

¿Por qué demonios no abre usted esa maldita puerta de una buena vez y habla conmigo como Dios manda, como un ser humano?

Era tal la amargura, la frustración feroz que trasuntaba aquella protesta, que a George le llegó al corazón; prestó oídos, en espera de una nueva andanada: la seguridad que sentía detrás de su puerta inexpugnable le causaba, en el fondo del alma, una secreta desazón.

—¿Tendría usted la amabilidad de decirme —volvió a hablar el fulano, y por detrás del tono cortés George adivinó la cólera contenida— dónde, si lo sabe, puedo encontrar la residencia de la familia Ratón, o a George Ratón?

—Sí —respondió George—. Yo soy George —era un riesgo, sin duda, pero con seguridad ni los cobradores ni los alguaciles más desesperados andarían de ronda a esas horas de la noche—. ¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Auberon Barnable. Mi padre… —pero ya el chirriar y el rechinar de trancas, pestillos y cerrojos ahogaban su voz. George alargó un brazo hacia la obscuridad y atrajo hasta el zaguán a la persona que esperaba en el umbral. Cerró de un golpe, con celeridad y destreza, la puerta de la calle y la volvió a asegurar con todas sus trancas y candados. Acto seguido levantó el farol para examinar a su primo.

—Conque tú eres el bebé —dijo, notando con perverso placer el fastidio que le causaba su comentario a su joven y alto visitante. A la luz trémula del farol, su rostro parecía cambiar, pero no era un rostro cambiante: era enjuto y hermético: todo él, en realidad, esbelto y espigado como una pluma en el soporte de azabache de un impecable traje negro, parecía un tanto tenso y retraído. Está amoscado, pensó George. Se echó a reír y palmeó el brazo de su primo—. ¿Cómo anda la familia? ¿Qué tal están Elsie, Lacy y Tilly, o comoquiera que se llamen? ¿Y qué te trae por aquí?

—Papá escribió —dijo Auberon, como si deseara ahorrarse el esfuerzo de contestar a todo eso si ya estaba dicho.

—Ah, ¿sí? Bueno, tú sabes cómo anda el Correo. Bueno, bueno. Ven, no hace falta que nos quedemos aquí, en este zaguán, más frío que la teta de una bruja. ¿Café y alguna cosita?

Lacónicamente, el hijo de Fumo se encogió de hombros.

—Con cuidado ahora, en la escalera —dijo George, y a la luz del farol, a través del edificio y el puentecito, llegaron a la alfombra, la misma alfombra raída en que se conocieran años atrás los padres de Auberon.

En alguna parte, durante el trayecto, George había recogido una silla de cocina con tres patas y media.

—¿Así que has hecho abandono del hogar? Toma asiento —dijo George, empujando a Auberon a un andrajoso sillón de orejas.

—Mi padre y mi madre saben que he venido, si es eso lo que quieres decir. —Y se echó hacia atrás, encogido, en el sillón: George, con un gruñido y una mirada feroz, había levantado la silla rota por encima de su cabeza y con el semblante contraído por el esfuerzo la había arrojado de golpe en el hogar de piedra, donde cayó, crepitando, hecha astillas.

—¿Y ellos consintieron? —preguntó George mientras removía en el fuego los despojos de la silla.

—Por supuesto. —Auberon cruzó las piernas y se estiró la rodillera del pantalón.— Papá escribió. Me dijo que viniera a verte.

—Ah, sí. ¿Has venido andando?

—No —con cierto desdén.

—¿Y has venido a la Ciudad a…?

—A probar fortuna.

—Aja —George puso una marmita sobre las llamas y de un estante para libros bajó un precioso bote de café de contrabando.—¿ Alguna idea al menos de por dónde empezar?

—No, no exactamente. Es decir… —Mientras preparaba la cafetera y ponía encima de la mesa dos tazas de distinto juego, George parecía meditar, y murmuraba entre dientes como si discutiera consigo mismo, ajá-ejem-ajá…— Yo quería, quiero escribir, ser escritor —dijo Auberon. George alzó las cejas. Auberon se había encogido en el sillón de orejas como si esas confesiones escaparan de él contra su voluntad y tratara de retenerlas—. Había pensado en la televisión.

—Te has equivocado de costa.

—¿Qué?

—Toda esa televisión se hace allá, en la Costa del Sol, la Costa de Oro, la Occidental. —Auberon enroscó el pie derecho alrededor de su tobillo izquierdo y guardó silencio. George, mientras buscaba algo en las estanterías de la biblioteca y en los cajones y sacudía sus numerosos bolsillos, se preguntaba cómo habría llegado hasta Bosquedelinde esa antigua vocación. Era curioso que los jóvenes se aficionaran tan confiadamente a esos oficios moribundos y depositaran en ellos tantas esperanzas. En su juventud, cuando los últimos poetas peroraban a solas, incomunicados (luciérnagas ahogadas en sus cañadas de rocío), los muchachos veinteañeros se proponían ser poetas… Halló por fin lo que buscaba: un abrecartas en forma de daga, un souvenir decorado con figuras esmaltadas, que había encontrado años atrás en un apartamento abandonado, y al que le había tallado un filo, como si fuese un cuchillo.— Todo ese asunto de la tele —dijo— requiere mucha ambición, y muchísimo empuje; y son muchos los que fracasan. —Vertió el agua en la cafetera.

—¿Y cómo lo sabes? —le replicó su primo, como si más de una vez hubiese escuchado esos alegatos del saber de los mayores.

—Porque —repuso George— yo no poseo esos talentos, y al no poseerlos no he fracasado en ese campo, o sea quod erat demostrandum. El café se está filtrando. —Auberon no se dignó sonreír. George posó la cafetera sobre una especie de trípode que ostentaba una leyenda cómica en el argot germano de Pensilvania y sacó de una lata un puñado de galletitas casi todas rotas. También sacó del bolsillo de su cárdigan una tableta de hachís.— ¿Quieres probar? —preguntó, sin un asomo de cicatería en la voz (supuso él), mientras se la enseñaba a Auberon—. Libanes, el mejor del mundo, en mi opinión.

—No consumo drogas.

—Oh, aja.

Calculando con largueza, cortó con su instrumento florentino una esquina de la tableta, le clavó la punta de la daga y la zambulló en su taza de café. Se sentó, y removió el cuchillo dentro de la taza mientras observaba a su primo, que soplaba y resoplaba su café con deliberada concentración. Ah, era tan agradable ser viejo y canoso, y haber aprendido a no pedir de la vida ni mucho ni poco.

—Bueno —dijo. Retiró el cuchillo de la taza para ver si el hachís ya se había disuelto—. Cuéntanos tu historia.

Auberon no despegó los labios.

—Vamos, cuenta. —Sorbió ávidamente el líquido fragante.

Al principio, fue poco menos que un hábil interrogatorio, pero al fin, cuando ya casi amanecía, Auberon empezó a soltar prenda, frases, anécdotas. Para George, lo bastante: después de haberse bebido aquel café cortado era capaz de oír en las frases sueltas de Auberon toda una vida, completa y con pormenores divertidos y extrañas coincidencias: dramática, incluso mágica, incluso. Se sorprendió escrutando el cerrado corazón de su primo como si fuese una sección transversal de la concha espiralada de un nautilo.

Lo que oyó Ratón

Había partido de Bosquedelinde con las primeras luces. Tenía el don —que compartía con su madre— de poder despertarse a la hora que quería, y se había despertado, como se lo había propuesto, justo antes del amanecer. Encendió una lámpara; pasarían, aún un par de horas antes de que Fumo bajara chancleteando al sótano para encender el generador. Sentía una opresión, un temblor en el diafragma, como si algo pugnara por liberarse o escapar de allí. Conocía la expresión «tener arrechuchos»: pero era una de esas personas a las que esas frases no les sugieren nada. Ha tenido arrechuchos y se le han ido el alma a los pies y la sangre a los talones; más de una vez ha perdido los estribos, pero él siempre ha creído que esas experiencias eran suyas y de nadie más, y nunca se le ocurrió que fueran tan comunes que hasta tuvieran nombres. Su ignorancia le permitía componer poemas acerca de las sensaciones extrañas que experimentaba; un manojo de páginas mecanografiadas que tan pronto como se hubo vestido con el impecable traje negro guardó con cuidado en la mochila de loneta verde junto con el resto de su ropa, su cepillo de dientes…, ¿qué más? Una antigua Gillette, cuatro pastillas de jabón, un ejemplar de El Secreto del Hermano Viento-Norte, y todo el papelerío testamentario para los abogados.

Recorrió la casa dormida (imaginando solemnemente que por última vez) en su viaje rumbo a un destino ignoto. En verdad, la casa parecía más bien intranquila, como si diera vueltas y vueltas en un agitado duermevela y, al oír sus pasos, abriera los ojos, sobresaltada. Una claridad invernal, acuosa, flotaba en los corredores; los aposentos y galerías imaginarios eran reales en la penumbra.

—Se diría que no te has afeitado —dijo Fumo dubitativamente cuando Auberon entró en la cocina—. ¿Quieres un poco de avena?

—No he querido despertar a toda la casa, haciendo correr el agua y todo lo demás. No creo que pueda comer.

De todos modos, Fumo siguió afanándose con la vieja cocina de leña. A Auberon, de pequeño, siempre lo asombraba ver a su padre yéndose a dormir por la noche en esa casa, y aparecer después, a la mañana siguiente, en la escuela detrás de su escritorio como traducido, o como si fuera un doble. La primera vez que se levantó lo bastante temprano como para sorprender a su padre con el pelo revuelto y una bata a cuadros, a medio camino entre el sueño y la escuela, fue como si hubiese sorprendido in fraganti a un hechicero; pero, en realidad, Fumo siempre se preparaba su desayuno, y aunque la cocina eléctrica blanca y reluciente siempre había estado allí, fría e inútil, en el rincón, como un ama de llaves presuntuosa jubilada contra su voluntad, y Fumo era tan desmañado con el fuego como lo era con la mayor parte de las cosas, lo seguía haciendo; sólo le requería tener que levantarse más temprano para empezar.

Auberon, empezando a impacientarse con la paciencia de su padre, se agachó delante de la cocina y, en un abrir y cerrar de ojos le hizo brotar llamas furibundas, mientras Fumo, detrás de él, con las manos en los bolsillos, lo observaba admirado. Poco después estaban los dos sentados frente a frente con sendos tazones de avena, y café por añadidura, un regalo de George Ratón, el primo de la Ciudad.

Por un momento permanecieron así, en silencio los dos, las manos sobre las rodillas, mirando no el uno a los ojos del otro sino los obscuros ojos brasileños de sus respectivas tazas de café. Luego Fumo, con una tosecita nerviosa, se levantó y bajó de un estante alto una botella de brandy.

—Es una larga caminata —dijo, y cortó el café.

¿Fumo?

Sí; George podía comprender que una especie de nudo de sentimientos lo ahogara de vez en cuando en los últimos años, una opresión que un traguito bien podría aliviar. Ningún problema, en realidad, un traguito apenas, para poder empezar a preguntarle a Auberon si estaba seguro de llevar dinero suficiente, si tenía la dirección de los agentes del Abuelo y la de George Ratón, y todos los instrumentos legales y demás sobre la herencia, etc., etc. Y sí, lo tenía todo.

Después de la muerte del doctor, sus cuentos seguían publicándose en el periódico vespertino de la Ciudad, George los leía aun antes que la página de los chistes. Además de esos cuentos póstumos —que la familia atesoraba como las ardillas las nueces para el invierno—, el doctor había dejado un mare mágnum de asuntos pendientes, tan tupido y enmarañado como un zarzal; los abogados y agentes se afanaban con todo eso y bien podían seguir haciéndolo durante años. Auberon tenía un interés personal en esos espinosos asuntos porque el doctor había hecho un legado a su favor, lo bastante como para que pudiera vivir más o menos un año y escribir sin preocupaciones. En realidad, lo que el doctor había esperado —aunque era demasiado tímido para manifestarlo— era que su nieto y mejor amigo de sus últimos años siguiera contando las pequeñas aventuras, si bien en ese aspecto Auberon estaba en desventaja: hubiera tenido que inventarlas, a diferencia del doctor, quien durante años las había obtenido de primera mano.

Ha de ser un tanto embarazoso, George lo podía imaginar fácilmente, descubrir que uno puede conversar con los animales. Nadie sabía cuánto tiempo el doctor mismo había tardado en convencerse, aunque algunos de los mayores recordaban la primera vez que había aludido a ese poder, tímida, tentativamente: en broma, pensaron, una broma sin mucha gracia, pero de todas maneras las bromas del doctor nunca eran muy divertidas, excepto para millones de niños. Más tarde asumió la forma de una adivinanza: relataba sus conversaciones con las salamandras y los paros carboneros con una sonrisa críptica, como invitando a su familia a adivinar por qué hablaba así.

A la larga, cesó de tratar de mantenerlo oculto: las historias que escuchaba narrar a sus interlocutores eran, sencillamente, demasiado interesantes para que él a su vez no las contara.

Y como todo eso sucedía en la época en que Auberon empezaba a tener uso de razón, al niño le parecía que los poderes de su abuelo se iban acrisolando, que su oído se aguzaba cada vez más. Cuando, durante uno de sus largos paseos por los bosques, el doctor dejó por fin de simular que lo que oía decir a los animales lo inventaba él y confesó que repetía conversaciones que escuchaba, abuelo y nieto se sintieron mucho mejor. A Auberon nunca le había gustado demasiado el «hagamos de cuenta», y al doctor siempre le había parecido abominable mentirle al pequeño. La ciencia de la cosa, dijo, se le escapaba; tal vez no fuera nada más que el resultado de su devoción de toda la vida; de todas maneras, sólo a ciertos animales podía comprender, los pequeños, los que mejor conocía. De los osos, de los alces, de los escasos y fabulosos felinos, de las grandes y solitarias aves de rapiña, nada sabía. Ellos lo desdeñaban, o no sabían hablar, o consideraban inútil la charla insubstancial, no lo sabía.

—¿Y los insectos y los bicharracos? —le preguntó Auberon.

—Algunos, no todos —respondió el doctor.

¿Y las hormigas?

—Oh, sí, las hormigas —dijo el doctor—. Claro que sí. —Y allí mismo, donde estaban arrodillados, junto al montoncito de fresca tierra amarilla, cogió las manos de su nieto y tradujo para él, agradecido, el parloteo trivial de las hormigas que trajinaban en el túnel.

Ratón sigue enterándose

Auberon dormía ahora hecho un ovillo bajo una manta en el despanzurrado confidente —quién no, si se hubiese levantado tan temprano y viajado tan lejos en tantas direcciones como lo hiciera hoy su primo—; George Ratón, en cambio, presa de tics y retozando por los vertiginosos toboganes y escalerillas de la Alta Especulación, montaba guardia junto al muchacho y seguía enterándose de sus aventuras.

Cuando, sin haber probado la avena pero apurado en cambio el café hasta la última gota, salió de la casa por la ancha puerta principal (la mano de Fumo apoyada paternalmente sobre el hombro de su hijo, pese a que el del muchacho era más alto que el suyo), Auberon supo que no habría manera de que pudiese partir de incógnito, sin adioses. Sus hermanas, las tres, habían acudido a despedirlo: Lily y Lucy llegaban ya por el caminito de la entrada cogidas del brazo, Lily transportando a sus mellizos en sendas mochilas, a proa y a popa, en tanto Tacey aparecía al final del sendero montada en su bicicleta.

Lo podía haber imaginado, pero él no había deseado esa despedida, era lo que menos había deseado, por esa irrevocabilidad formal que la presencia de sus hermanas confería siempre a cualquier partida, llegada o reunión a que asistían. ¿Cómo demonios se habían enterado, en todo caso, de que sería hoy, esta mañana? Sólo a Fumo se lo había comunicado, anoche a última hora, y le había hecho jurar secreto absoluto. Una especie de furia que le era familiar lo sublevó, aunque ignoraba que ese sentimiento se llamaba furia.

—Hola, hola —dijo.

—Hemos venido a decirte adiós —dijo Lily. Lucy hizo a un lado a la melliza de proa y añadió—: Y a traerte algunos regalos.

—¿De veras? Vaya. —Tacey frenó con destreza su bicicleta al pie de la escalera del porche y se apeó.— Hola, hola —dijo de nuevo Auberon—. ¿Habéis traído con vosotras a todo el condado? —Por supuesto, ellas no habían traído a nadie más: ninguna otra presencia era necesaria, y sí la de ellas.

Tal vez porque sus nombres eran tan parecidos, o porque con tanta frecuencia las tres aparecían y actuaban simultáneamente en la comunidad, lo cierto es que la gente de los alrededores de Bosquedelinde solía confundirlas. Sin embargo, eran las tres muy diferentes. Tacey y Lily descendían de su madre y de la madre de ésta, largas, de huesos grandes, y retozonas, aunque Lily había heredado no se sabe de quién un casco de pelo lacio rubio y fino, paja hilada en hebras de oro como la que devanaba la princesa del cuento, en tanto que los cabellos de Tacey eran aurirrojos y rizados como los de Alice. Lucy, en cambio, era el vivo retrato de su padre, más baja que sus hermanas, con los bucles castaños y la expresión plácida y ausente de Fumo, y hasta un algo de su anonimia congénita en sus ojos redondos. Pero en otro sentido, eran Lucy y Lily las que formaban una pareja: esa clase de hermanas en la que una puede terminar las frases de la otra, y sentir sus dolores incluso a la distancia. Durante años habían compartido una especie de juego inventado consistente en una serie de chistes aparentemente absurdos; una hacía, por ejemplo, en el tono más serio del mundo, una pregunta tonta, y la otra, tan seria como su hermana, la contestaba con una tontería aún mayor; y acto seguido, le otorgaban un número al chiste. Los números habían ascendido a varios centenares. Tacey, quizá por ser la mayor, se mantenía al margen de los juegos de sus hermanas; era una persona solemne y retraída por naturaleza que cultivaba con devoción una serie de pasiones, la flauta dulce, la cría de conejos, las bicicletas de carrera. Por otra parte, en todas las conspiraciones, planes y ceremonias que tenían que ver con los mayores y sus asuntos, siempre había sido Tacey la sacerdotisa, y las dos más pequeñas sus acólitos.

En una sola cosa eran las tres iguales: las tres tenían una sola ceja que les cabalgaba por encima de la nariz sin interrupción, desde la comisura exterior de un ojo hasta la del otro. De los hijos de Fumo y Alice, era Auberon el único que no la tenía.

Uno de los recuerdos que Auberon conservaría siempre de sus hermanas era de cuando jugaban a los misterios: el nacimiento, el matrimonio, el amor y la muerte. Había sido el Bebé de ellas cuando era muy pequeño, llevado y traído sin cesar de un baño imaginario o un hospital imaginario, un muñeco de carne y hueso. Más tarde tuvo, necesariamente, que ser el Prometido, y por último el Difunto, cuando ya tenía edad suficiente para sentirse a gusto tendido e inmóvil mientras ellas le administraban los últimos sacramentos. Y no todo era juego: a medida que se hacían mayores, las tres iban adquiriendo, al parecer, una comprensión instintiva de las escenas y los hechos de la vida cotidiana, de los telones que se alzaban y caían en las vidas de las personas de su entorno. Nadie recordaba haberles dicho (tenían en ese entonces cuatro, seis y ocho años) que la hija menor de los Pájaros se iba a casar con Jim Grajo en Campollano, y sin embargo se aparecieron las tres en la iglesia vestidas con pantalones vaqueros, con ramilletes de flores silvestres en las manos, y se arrodillaron piadosamente en las gradas del atrio mientras en el recinto el novio y la novia prestaban sus juramentos. (El fotógrafo de las bodas, mientras esperaba puertas afuera la salida de los recién casados, tomó una foto caprichosa de las tres preciosidades, que luego obtuvo un premio en un concurso de fotografías. Parecían estar en pose, y en cierta forma lo estaban.)

Desde una edad muy temprana habían cultivado las labores de la aguja, adquiriendo en ellas una maestría creciente y abordando ramas cada vez más intrincadas y esotéricas de ese arte a medida que se hacían mayores: los encajes, el bordado con seda, la pasamanería; lo que Tacey aprendía primero de la tía abuela Nube y de su abuela, lo enseñaba a su vez a Lily, y Lily a Lucy; y cuando estaban las tres reunidas, sentadas (a menudo en la sala de música poligonal, donde en todas las estaciones del año entraba el sol), tramando y destramando sus hebras con destreza, llevaban entre ellas un calendario permanente de las defunciones, matrimonios, rupturas, partos previstos (anunciados o no) de la gente que conocían. Ataban nudos, cortaban hilos, lo sabían todo; y con el tiempo no hubo en la comunidad acontecimiento alguno, luctuoso o feliz, del que ellas no estuvieran enteradas, y pocos que se llevaran a cabo sin que las tres estuvieran presentes. Y a esos pocos, era como si les faltase algo, como si no estuviesen sancionados. La partida de su único hermano para su cita con el destino y con los abogados no iba a ser uno de ellos.

—Toma —dijo Tacey, sacando de la cesta de su bicicleta un paquetito en papel azul hielo—. Llévate esto y ábrelo cuando llegues a la Ciudad. —Lo besó con ternura.

—Toma esto —dijo Lily, entregándole uno envuelto en papel verde menta— y ábrelo cuando tengas ganas de hacerlo.

—Toma esto —dijo Lucy. Su paquete era blanco—. Ábrelo cuando quieras volver a casa.

Asintiendo, turbado, Auberon recibió los tres y los puso en su mochila. Ni una palabra más dijeron las chicas acerca de los regalos; pero se quedaron un rato con él y Fumo sentadas en el porche, donde las hojas muertas, arrastradas por el viento, se amontonaban debajo de las sillas de mimbre (habrá que guardarlas en el sótano, pensó Fumo: una antigua tarea de Auberon; sintió un escalofrío de presentimientos, como de pérdida, pero pensó que no era más que el melancólico amanecer de noviembre). Mientras tanto, Auberon, que era lo bastante joven y solitario como para suponer que hubiera podido escapar de su casa sin que nadie lo viera, que nadie prestaba mucha atención a sus movimientos, seguía allí, sentado entre ellos por la fuerza, viendo despuntar el día; de pronto se palmeó las rodillas, se levantó, estrechó la mano de su padre, besó a sus hermanas, prometió escribir y echó a andar hacia el sur a través del sonoro mar de hojas, en dirección al cruce donde podría tomar un autobús; ni una sola vez volvió la cabeza para mirar a los cuatro que lo veían partir.

—Bueno —dijo Fumo, rememorando su viaje a la Ciudad a una edad cercana a la de Auberon—, tendrá aventuras.

—Montones —dijo Tacey.

—Va a ser divertido —dijo Fumo—, probablemente, posiblemente. Recuerdo…

—Divertido por un tiempo —dijo Lily.

—No demasiado divertido —dijo Lucy—. Divertido al principio, sí, por lo menos.

—Papá —dijo Tacey, viéndolo tiritar—, no deberías estar aquí fuera en pijama, por amor de Dios.

Fumo se levantó, ciñéndose al cuerpo la bata de baño. Esa tarde tendría que entrar los muebles del porche, antes que la nieve se apilara absurdamente en sus asientos estivales.

Un amigo del doctor

Cambiando con presteza de enfoque, George Ratón observaba ahora desde un nicho de la Vieja Cerca de Piedra a su primo Auberon, quien, cruzando por el atajo de la Antigua Dehesa, se encaminaba hacia Arroyodelprado. En ese nicho, el Ratón de Campo, con una brizna de hierba entre los dientes y rumiando sus sombríos pensamientos, veía al humano que se acercaba haciendo crujir y aplastando con sus botas las ramas grandes y las hojas secas por centenares. Ah, qué patas tan enormes y torpes tenían. Esas patas enfundadas en botas eran más grandes y más torpes que las del legendario Oso Pardo. Sólo el hecho de que no tuvieran más que dos y que raras veces, y siempre en solitario, vinieran a rondar por las cercanías de su casita, hacía que el Ratón de Campo se sintiera hacia ellos un poco más benévolo que con la Vaca pisoteadora de hogares, su monstruo más temido. Cuando Auberon estuvo cerca (pasó en realidad muy cerca del nicho en el que él estaba agazapado), el Ratón de Campo se llevó una sorpresa mayúscula. Si era el chico —crecidísimo ahora— que en una ocasión había venido con el doctor que fuera amigo de su tatarabuelo; el mismísimo chico que el Ratón de Campo, en aquel entonces un pichoncito de ratón, había visto una vez, con las manos sobre las desnudas rodillas costrosas, escrutar con vivísimo interés la vivienda familiar en tanto el doctor tomaba nota de las memorias de su tatarabuelo, tan famosas hoy en día no sólo entre varias generaciones de Ratones de Campo sino en todo el Ancho Mundo. Una súbita oleada de afectuosa familiaridad hizo que el Ratón de Campo se sobrepusiera a su timidez natural, e intentara un saludo: «Mi tatarabuelo era amigo del doctor», gritó. Pero el muchacho siguió de largo.

El doctor podía hablar con los animales, pero el joven, al parecer, no podía hacerlo.

Un pastor en el Bronx

Mientras Auberon, hundido en la dorada hojarasca hasta las pantorrillas, esperaba en el cruce, y Fumo se quedaba absorto, de espaldas a su tribu, que se preguntaba por qué, de pronto, se habría callado, con la tiza contra la pizarra, entre sujeto y predicado, Llana Alice, bajo su edredón estampado (¡sí!, George Ratón se extasiaba viendo hasta dónde llegaban, y en cuántas direcciones, sus Empatias Mentales), soñaba que su hijo Auberon, que ahora vivía en la Ciudad, la llamaba por teléfono para contarle cómo le iban las cosas.

—Durante cierto tiempo fui pastor en el Bronx —le decía la voz incorpórea y sin embargo cauta—, pero cuando llegó noviembre vendí el rebaño. —Y mientras él lo contaba, ella podía ver ese Bronx del que él le hablaba: las verdes y desmochadas lomas marinas, un espacio de aire puro y ventoso entre loma y loma, y las nubes de lluvia a escasa altura. Era como si ella hubiese estado cuando él pastoreaba, como si por los senderos trillados hubiese seguido las huellas delicadas y los negros excrementos hasta las dehesas, con los oídos repletos de tristes balidos, las fosas nasales impregnadas del olor de la lana húmeda en los amaneceres brumosos. ¡Vivido! Podía ver a su hijo cuando (como él se lo contaba) se detenía cayado en mano sobre un promontorio y avizoraba en la dirección del mar, y hacia el oeste, de donde soplaban los vientos, y hacia el sur, en la otra orilla del río, hacia el bosque obscuro que cubría toda la isla, y se preguntaba…

Después, en el otoño, trocaba su zamarra y sus polainas por un decoroso traje negro y su cayado por un bastón, y aunque nunca lo hubiera decidido con tantas palabras, él y Chispa, el perro (un buen ovejero que Auberon hubiera podido vender junto con el rebaño pero del que le era imposible separarse), echaban a andar por la orilla del río Harlem hasta llegar a un paraje (cerca de la Calle 137) por donde podían cruzarlo. El viejo, viejísimo barquero tenía una biznieta bellísima de tez morena como una baya, y una balsa gris, destartalada y gruñona; Auberon iba de pie en la proa mientras la balsa navegaba río abajo siguiendo el cable hacia el amarradero de la orilla opuesta. Pagaba, el perro Chispa saltaba delante de él, y Auberon, sin volver la cabeza, se internaba en el Bosque Agreste. Caía la tarde, y el sol (podía divisarlo de tanto en tanto, un resplandor opaco detrás de las nubes aceradas) parecía tan frío y melancólico que casi deseaba que cayera la noche.

Ya más en la espesura, se retractaba de ese deseo. En algún momento, entre el Parque San Nicolás y la Avenida de la Catedral, había equivocado el camino y ahora subía una cuesta pedregosa salpicada de líquenes. A su paso, los grandes árboles aferrados con dedos nudosos a las rocas gruñían y se reían entre dientes; los troncos le hacían muecas burlonas en la media luz crepuscular. Jadeante de fatiga, de pie sobre una roca alta, veía por entre los árboles que el sol se ocultaba bajo el horizonte. Sabía que aún estaba lejos del centro de la ciudad, y ahora había caído la noche; tenía frío y ¿cuántas veces no lo habían puesto en guardia sobre los peligros de la noche en estos parajes? Se sentía pequeño. En verdad, se estaba achicando. Y Chispa se daba cuenta de ello, pero no lo comentaba.

La noche, como es natural, traía consigo a sus criaturas. Auberon, atolondradamente, echaba a correr, y al correr tropezaba, y cuando tropezaba las criaturas se aproximaban a él con miles de ojos en aquella intrincada obscuridad que lo cercaba por todas partes. Auberon trataba de recobrar la calma. No debía demostrarles que sentía miedo. Apretaba con energía el mango de su bastón. Sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, proseguía la marcha a duras penas. Una o dos veces se sorprendió mirando embobado las copas de los árboles que rozaban el cielo de la noche (porque ahora ya no le cabía duda, se había empequeñecido muchísimo), pero bajaba los ojos con presteza; no quería que lo tomasen por un forastero, por alguien que va sin ton ni son; sin embargo, no podía dejar de echar algunas miradas de reojo en torno, de espiar a aquellos que, burlones, sapientes o indiferentes, lo miraban pasar.

¿Dónde está Chispa?, se preguntaba, mientras se zafaba de un enmarañado pozo de lobo en el que se había hundido hasta la cadera.

Ahora que podría montar sobre el lomo del perro y adelantar camino… Pero Chispa desdeñaba a un amo ahora tan diminuto, y se había marchado en la dirección de las lomas de Washington a probar fortuna en solitario.

En solitario, Auberon se acordó de los tres regalos que le llevaran sus hermanas. Sacó de la mochila el que le había dado Tacey y, con dedos temblorosos, rompió el papel azul hielo.

Era una linterna-lapicero, con un extremo para iluminar y otro para escribir. Práctico. Hasta tenía una pequeña pila; oprimió el botón, y la linterna se encendió. En el haz de luz flotaron algunos copos de nieve; algunas de las caras que se le habían acercado se apartaron de prisa. Y a la luz de la linterna descubrió que se hallaba en el corazón del bosque, delante de una puertecita; su peregrinación había terminado. Llamó, y volvió a llamar.

Mira la hora que es

George Ratón se estremeció violentamente. Tras el esfuerzo de la Empatía Mental y con el bajón de la dosis, sentía un tanto pulverizado. Había sido divertido, pero, ¡santo Dios, mira la hora que es! Dentro de unas pocas tendría que estar de nuevo en pie para el ordeñe. Porque con seguridad Sylvie (morena de tez, como una baya, pero no de regreso todavía, a menos que la intuición le fallara) no se levantaría a tiempo. Recogiendo sus miembros, que el hachís había dispersado y que le dolían con un cansancio placentero (un largo viaje), los hilvanó como pudo en el lugar correspondiente de la conciencia y se incorporó. Se estaba haciendo viejo para estos trotes. Se cercioró de que su primo tenía mantas suficientes, atizó el fuego y (olvidándose de casi todo lo que acababa de espiar por detrás de los párpados obscuros y bien formados del muchacho), cogió la lámpara y, bostezando desaforadamente, se encaminó al revoltijo de su propia alcoba.

El Club se reúne

A esa hora, a unas pocas manzanas de distancia, ante la enjuta fachada de la residencia de Ariel Halcopéndola que miraba a un pequeño parque, se detuvieron uno tras otro una serie de grandes y silenciosos automóviles de otra era, y cada uno, después de haber descargado a un único pasajero, se dirigió al sitio habitual en que los vehículos de esa clase suelen esperar a sus dueños. Cada uno de los visitantes tocó el timbre de Halcopéndola y la puerta se abrió para franquearle la entrada; cada uno de ellos tuvo que sacarse dedo por dedo los ceñidísimos guantes, que entregó dentro de su sombrero a la doncella; algunos llevaban al cuello bufandas de seda blanca que silbaban suavemente cuando se las quitaba. Se reunieron en la planta de recepción que más que cualquier otra cosa era una biblioteca. Cada uno de ellos cruzó las piernas al sentarse. Intercambiaron unas pocas frases en voz baja.

Cuando Halcopéndola entró por fin en la sala, todos (pese a que ella les pidió con un ademán que no se levantaran) se pusieron de pie para saludarla, y volvieron a sentarse, estirándose cada uno la rodillera del pantalón al cruzar nuevamente las piernas.

—Supongo —dijo uno— que podemos dar por inaugurada esta sesión del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. Para tratar el nuevo asunto.

Ariel Halcopéndola esperaba en silencio las preguntas de sus contertulios. La cara angulosa, el pelo gris acero, los modales bruscos y deliberados como los de una cacatúa, estaba llegando ese año al apogeo de sus poderes. Era imponente, si bien no del todo aún la figura intimidante que llegaría a ser, y todo en ella, desde los zapatos gris acero hasta los dedos cuajados de anillos, sugería poderes, poderes que al menos el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro no dudaba ni por un instante que ella poseía.

—El nuevo asunto —repitió otro miembro, dirigiéndose a Halcopéndola con una sonrisa— es, por supuesto, el asunto de Russell Eigenblick. El Orador.

—¿Qué piensa usted ahora? —preguntó un tercero—. ¿Cuáles son sus impresiones?

Halcopéndola juntó las yemas de los dedos, como Holmes.

—Él es y no es lo que parece —dijo con una voz precisa y seca como un pergamino—. Más listo de lo que parece en la televisión, aunque no tan expansivo. El entusiasmo que despierta es genuino pero, no puedo menos que pensarlo, evanescente. Tiene cinco planetas en Escorpio; también los tenía Martín Lutero. Su color favorito es el verde billar. Tiene ojos grandes, castaños y húmedos, falsamente tiernos, como los de las vacas. Su voz es amplificada por dispositivos minúsculos que lleva escondidos en la ropa, que es cara pero no le cae bien. Usa, debajo de los pantalones, botas altas hasta las rodillas.

Los presentes absorbieron esta información.

—¿Su carácter? —preguntó uno.

—Despreciable.

—¿Sus modales?

—Bueno…

—¿Sus ambiciones?

Por un momento, Halcopéndola no supo qué contestar, y sin embargo era esa respuesta la que más deseaban oír los banqueros poderosos, los presidentes de directorio, los burócratas plenipotenciarios y los generales retirados que se reunían bajo la égida del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. En tanto que guardianes secretos de una república quisquillosa, obstinada y caduca, que se debatía en las garras de una depresión social y económica más o menos permanente, eran sensibles hasta la exasperación ante la posible emergencia de cualquier hombre atrayente, así fuese predicador, soldado, aventurero, pensador o rufián. Halcopéndola sabía demasiado bien que sus percepciones habían dado lugar a la eliminación de más de uno de tales individuos.

—Él no tiene interés en ser Presidente —dijo.

Uno de los miembros hizo un ruido que indicaba: si no lo tiene, ninguna otra ambición que pueda abrigar tendría por qué alarmarnos; y si lo tiene, es en vano, puesto que desde hace años la sucesión periódica de presidentes simbólicos (sea lo que fuere lo que haya pensado el pueblo y los propios presidentes) ha sido un asunto de la exclusiva incumbencia del Club. Un ruido breve, desde la garganta.

—No es fácil describirlo con precisión —dijo Halcopéndola—. Por un lado, su vanidad es ridícula y sus aspiraciones tan desmesuradas que se las puede desechar por entero, como las de Dios. Por otro lado… Asegura, por ejemplo, a menudo y con una expresión singular, como si pretendiera insinuar vagos misterios, que él «está en las cartas». Una vieja frase hecha; y sin embargo yo creo, Comoquiera (me temo que no sé decir exactamente cómo), que sus palabras son exactas, y que está en las cartas, en ciertas cartas, sólo que no sé qué cartas son ésas. —Notó los gestos pesarosos de sus oyentes, el desconcierto que habían sembrado sus palabras, y lamentó que no pudieran ser más claras: pero ella misma estaba desconcertada. Había pasado semanas con Russell Eigenblick: en carreteras, en hoteles, en aviones, notoriamente disfrazada de periodista (los paladines de rostro pétreo que rodeaban a Eigenblick no tardaron en descubrir que se trataba de un disfraz, pero nada pudieron ver por dentro), y a pesar de ello se encontraba ahora en peores condiciones para sugerir la forma de resolver el caso que cuando, al oír por primera vez su nombre, se había reído.

Con las yemas de los dedos sobre las sienes, recorrió palmo a palmo la nueva ala que, escrupulosamente ordenada, había incorporado en el transcurso de las últimas semanas a su mansión de la memoria, y destinara a alojar sus investigaciones acerca de Russell Eigenblick. Sabía en qué recodos tendría que aparecer él, él en persona, en lo alto de qué escaleras, en el nexo de qué perspectivas. Él no aparecería. Ella se lo podía representar con la Memoria ordinaria o Natural. Lo podía ver contra la ventanilla racheada por la lluvia de un tren de cercanías, hablando incansablemente, sacudiendo la roja barba y alzando y bajando las cejas rizadas como el muñeco de un ventrílocuo. Podía ver, verlo a él, arengando a las inmensas, extáticas y arrulladoras multitudes, con lágrimas auténticas en los ojos, y el desbordante, auténtico amor de las multitudes hacia él; podía verlo sosteniendo en precario equilibrio sobre las rodillas la taza de té de porcelana azul en un club de mujeres, después de otra alocución interminable, rodeado de sus discípulos acérrimos, cada uno con su taza, su platillo y su porción de pastel. El Orador: eran ellos los que habían insistido en que se le diera ese nombre. Eran ellos los primeros en llegar y en organizarlo todo para cuando apareciera el Orador. El Orador disertará aquí. Nadie excepto el Orador podrá utilizar este salón.

Es indispensable que haya un automóvil a la disposición del Orador. Y a ellos jamás se les llenaban los ojos de lágrimas cuando, con los rostros tan impávidos e inexpresivos como sus tobillos enfundados en calcetines negros, permanecían sentados detrás del atril del Orador. Todo esto lo había extraído Halcopéndola de la cantera de su Memoria Natural y transformado mediante un artificio en un Paladium de su mansión de la Memoria, donde todo cobraría un significado nuevo y sutil; y esperaba, al doblar una esquina de mármol, encontrarlo allí, enmarcado en un paisaje, súbitamente revelado y revelando lo que era, cosas que ella había sabido siempre pero ignoraba que las sabía. Así era como tenían que ser las cosas, como fueron siempre en el pasado. Pero ahora el Club aguardaba, silencioso e inmóvil, sus decisiones; y entre las columnas y en los belvederes se hallaban los discípulos, pulcramente vestidos, provisto cada cual del emblema de identificación que ella le entregara: el talón de un billete de tren, un palo de golf, papel carbón púrpura para multicopista, cadáver. A ellos los distinguía claramente. Pero él, él se negaba a aparecer. Y sin embargo el ala misma, el Paladium, todo entero, era, sí, ciertamente, él; y estaba frío, y preñado de incógnitas.

—¿Y qué puede decir de esas arengas? —preguntó uno de los dos socios, interrumpiendo el escrutinio introspectivo de Halcopéndola.

Ella le clavó una mirada fría.

—Hombre —exclamó—. Si ustedes tienen transcripciones de todas ellas. ¿Es de eso acaso de lo que yo tengo que ocuparme? ¿No saben leer? —Hizo una pausa, preguntándose si su desdén no sería una máscara para ocultar su propia incapacidad de cercar a su presa.— Cuando él habla —dijo, en un tono más afable— todo el mundo lo escucha. Lo que dice, ustedes lo saben. La vieja amalgama destinada a conmover todos los corazones. Esperanza, una esperanza ilimitada. Sentido común, o lo que pasa por serlo. Sabiduría liberadora. Puede arrancar lágrimas. Pero muchos pueden. Yo creo… —Era lo más parecido a una definición que podía ofrecerles; y aún estaba lejos.— Yo creo que él es menos o más que un hombre. Creo que, Comoquiera, estamos tratando no con un hombre sino con una geografía.

—Comprendo —dijo un socio, atusándose un mostacho gris perla a juego con su corbata.

—No —dijo Halcopéndola—. Usted no comprende porque yo no comprendo.

—Quitémoslo de en medio —propuso otro.

—No es su mensaje, sin embargo, lo que nosotros objetamos —dijo un tercero, mientras sacaba de su cartera flexible un fajo de documentos—. Estabilidad. Vigilancia. Resignación. Amor.

—Amor —dijo otro—. Todas las cosas degeneran. Ya nada funciona debidamente, todo se hunde en el vacío. —Había un temblor desesperado en su voz.— No queda sobre la faz de la tierra ninguna fuerza que se considere más poderosa que el amor. —Rompió en extraños sollozos.

—¿No veo unos botellones, Halcopéndola —preguntó alguien con voz tranquila—, allá, encima de su aparador?

—Uno es de cristal tallado, y contiene brandy —respondió Halcopéndola—. El otro no, y contiene whisky.

Una vez que hubieron calmado a su colega con un trago de brandy, dieron por finalizada la reunión, sine die, y dejando el nuevo asunto sin resolver y a Halcopéndola siempre a cargo de proseguir las indagaciones, se marcharon de la casa con más perplejidades e incertidumbres que las que jamás sintieran desde que la sociedad de la que constituían los pilares secretos comenzara a quebrantarse y decaer perversamente.

Imágenes del cielo

Cuando les hubo franqueado la salida, la sirvienta de Halcopéndola, de pie en el vestíbulo, contempló con profunda tristeza lo que parecía ser una pálida presa del alba en el enrejado cristal de la puerta, compadeciéndose en silencio de su situación, su servidumbre, esos breves destellos de conciencia nocturna que más le valdría no tener. Entretanto, la claridad gris se fue expandiendo y pareció teñir a la sirvienta inmóvil, substraerle de los ojos la luz de la vida. Alzó una mano en un ademán egipcio de bendición o despedida; sus labios se sellaron. Cuando Halcopéndola, camino de la escalera, pasó junto a ella, ya había amanecido, y la Doncella de Piedra (como llamaba Halcopéndola a esa antigua estatua) era una vez más toda de mármol.

En la casa, alta y estrecha, Halcopéndola subió cuatro largos tramos de escalera (un ejercicio que le conservaría el robusto corazón sano hasta una avanzadísima vejez), y en el último rellano, donde la escalera se ahusaba bruscamente y dejaba de existir, se detuvo delante de una puerta pequeña: oía ya, del otro lado, los rítmicos latidos de la enorme máquina, el descenso pulgada a pulgada de las pesas, el hueco clic de los dispositivos de aceleración y regulación; y su espíritu empezó a serenarse. Abrió la puerta. La luz del día, tenue y multicolor, salió a raudales, y como el susurro delicado de una brisa entre ramas desnudas y crujientes, se dejó oír la música de las esferas. Echó una ojeada a su reloj pulsera de esfera cuadrada y se encorvó para entrar.

Que esa casa de la Ciudad era una de las tres únicas del Mundo equipadas con un Cosmo-Opticón Patentado, un Theatrum Mundi más o menos en condiciones de funcionamiento, Halcopéndola lo había sabido antes de comprarla. Le había encantado imaginar al enorme y férreo talismán en lo alto del cielo de su mente. No había sospechado, sin embargo, que fuese tan hermoso ni —cuando lo puso en marcha, y le hubo practicado ciertas bien calculadas correcciones— tan útil. Acerca de su inventor, no había podido averiguar gran cosa, e ignoraba por tanto con qué intención lo había concebido —mero entretenimiento, probablemente—, pero lo que él ignorara ella lo sobreentendía, de modo que ahora, cada vez que se encorvaba para entrar por aquella puertecita, penetraba no sólo en un Cosmos de vitrales y hierro forjado reproducido hasta sus detalles más exquisitos, que giraba con asombrosa exactitud en sus órbitas de relojería, sino a la vez en un Cosmos que situaba a Halcopéndola en el momento real de la Edad del Mundo que transcurría cuando penetraba en él.

No obstante, pese a que Halcopéndola había corregido el Cosmo-Opticón de modo que reflejara con exactitud el estado del cielo real del espacio exterior, la máquina no funcionaba aún con absoluta precisión. Aun en el supuesto caso de que su creador lo hubiera sabido, no había ninguna forma de dotar a una máquina de dientes y engranajes tan burda como aquélla del lento, vasto movimiento hacia atrás del Cosmos a través del Zodíaco, la denominada precesión de los equinoccios, ese periplo inimaginable, solemne, majestuoso que aún demorará unos veinte mil años más en consumarse, hasta que el equinoccio de primavera coincida una vez más con los primeros grados de Aries, ese punto en el que la astrología convencional supone por comodidad que siempre ha de estar, y en el que Halcopéndola encontrara fijado su Cosmo-Opticón cuando lo adquirió junto con la casa. No, las únicas imágenes verdaderas del tiempo eran el cielo mismo siempre cambiante y su reflejo perfecto dentro de la poderosa conciencia de Ariel Halcopéndola, que sabía qué hora era: esa máquina no era, en definitiva, más que una burda caricatura, aunque bonita, sin duda. A decir verdad, reflexionó mientras transportaba la butaca de felpa al centro del universo, muy bonita.

Se distendió en el tibio diluvio de sol invernal (a mediodía haría un calor de todos los demonios en el interior de ese huevo de cristal, otro detalle que su inventor no había tenido en cuenta, al parecer) y alzó la vista. Venus azul en trígono con Júpiter naranja-sangre, cada hueca esfera de cristal sostenida entre los Trópicos sobre su propia banda; la Luna de cristal azogado declinando bajo el horizonte, y Saturno anillado y minúsculo, de un gris lechoso, despuntando. Saturno en la casa ascendente, adecuada para las meditaciones a que Halcopéndola debía ahora entregarse. Clic: el Zodíaco giró un grado, Dama Libra (un poco parecida a la Bernhardt en sus túnicas art-nouveau sutilmente emplomadas, y pesando en su balanza algo que a Halcopéndola siempre le había parecido un racimo de deliciosas uvas de Málaga) sacó las puntas de los pies de las aguas australes. El sol real brillaba a través de ella con tanta intensidad que le diluía las facciones. Como lo estarían también, por supuesto, en el desolado cielo azul del día, calcinadas e invisibles, pero siempre allí, por supuesto, detrás de aquella luminosidad, por supuesto, por supuesto… Halcopéndola sentía ya que sus ideas se ordenaban a medida que los colores y los grados marcados en el Cosmo-Opticón iban ordenando la indiferenciada luz del cielo; sentía que su propio Theatrum Mundi interior abría sus puertas, que el director de escena golpeaba tres veces con su vara el escenario para indicar que alzaran el telón. La enorme máquina, la máquina cuajada de estrellas de su Memoria Artificial, empezó a exponer una vez más delante de ella las piezas del rompecabezas de Russell Eigenblick. Y, ya preparada y ansiosa por comenzar, intuyó que entre todas las tareas extrañas en las que había tenido que empeñar sus poderes, jamás había existido ninguna tan extraña como ésta, o ninguna quizá tan importante para ella; o ninguna que le hubiese exigido ir tan lejos, sumergirse tan profundamente, escudriñar en tantas direcciones, pensar con tanta intensidad. En las cartas. Bueno. Ya lo vería.

Capítulo 2

…la que, en volto comenzando humano

acaba en mortal fiera,

esfinge bachillera,

que hace hoy a Narciso

ecos solicitar, desdeñar fuentes…

GÓNGORA, Soledades

Lo despertó el grito plañidero de un gato. Un niño abandonado, pensó Auberon, y se volvió a dormir. Después, fue el balido de una cabra, y el ronco, sincopado clarín de un gallo.

—Malditas bestias —dijo en voz alta, y se disponía a dormirse de nuevo cuando recordó dónde se hallaba. ¿Habría oído realmente cabras y gallinas? No, un sueño o algún ruido de la Urbe transformado en otros por la magia del sueño. Pero de pronto oyó otra vez el canto del gallo. Envolviéndose en la manta (hacía horas que el fuego se había apagado y en esa biblioteca hacía un frío mortal) fue hasta la ventana y miró hacia abajo, hacia el patio. George Ratón, calzado con unas botas de goma negras y altas, volvía del ordeñe, trayendo el humeante tarro de leche. Desde el techo de un cobertizo, un escuálido gallo colorado agitó las recortadas alas y cantó otra vez. Lo que Auberon estaba contemplando desde la ventana era la Alquería del Antiguo Fuero.

La Alquería del Fuero

De todos los fantasiosos proyectos de George Ratón, el de la Alquería del Antiguo Fuero había tenido al menos la virtud de la necesidad. Si en estos tiempos difíciles uno pretendía tener huevos frescos y leche y mantequilla a precios que no fueran ruinosos, no quedaba más remedio que buscar la manera de autoabastecerse. Y la manzana de edificios, vacíos desde hacía años, era de todos modos inhabitable, así que, con las ventanas exteriores cegadas por medio de chapas de hojalata o de madera terciada alquitranada, las puertas obturadas con ladrillos de cenizas, había quedado convertida en una muralla hueca, el bastión de un castillo circunvalando una granja. Ahora las gallinas pernoctaban en las deterioradas habitaciones, las cabras soltaban sus risotadas y balidos en los jardines de los apartamentos y engullían los desperdicios que encontraban servidos en las grandes bañeras con patas de grifo. La huerta desnuda y pardusca que Auberon veía desde las ventanas de la biblioteca y que ocupaba la mayor parte de los jardines interiores de la manzana, estaba cubierta de escarcha esa mañana; bajo los restos del maíz y las coles asomaban, anaranjadas, las calabazas. Alguien, una muchacha menuda y morena, subía y bajaba con cautela las escaleras de incendio de hierro forjado y entraba y salía por las puertas y ventanas sin marcos. Las gallinas cloqueaban. Llevaba un vestido de noche de lentejuelas y tiritaba mientras recogía huevos en un bolso de lame dorado. Parecía furiosa, y algo le gritó a George Ratón, quien, bajándose un poco más el ala del ancho sombrero sobre la cara, siguió de largo, chapaleando sobre sus botas. La chica bajó al patio, hundiendo en el barro y los detritos de la huerta unos tacones altos y frágiles. Levantando un brazo amenazante, le gritó a George una palabrota y se ciñó alrededor de los hombros el chal orlado de flecos. El bolso de lame que llevaba colgado del brazo resbaló, bajo el peso de los huevos que uno tras otro empezaron a caer como recién puestos. Al principio, ella no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo; luego, de pronto, exclamó:

—¡Oh! ¡Oh! ¡Mierda! —y giró en redondo para impedir que siguieran cayéndose; se torció un tobillo cuando uno de sus tacones cedió, y le dio un ataque de risa. Se reía a carcajadas mientras los huevos se le escurrían entre los dedos, patinó en la babaza de los huevos y estuvo a punto de caerse, y se rió más fuerte. Se tapaba la boca, con delicadeza; pero Auberon la oía reír (una risa grave y ronca). Y él también se rió.

Se le ocurrió entonces —viendo cómo se rompían esos huevos— que le convendría averiguar dónde se celebraba el desayuno. Se estiró el traje arrugado y espiralado hasta darle una forma más o menos parecida a la verdadera, se restregó los ojos con los nudillos y se pasó los dedos por entre la soberbia mata de pelo, una peinada a la irlandesa, solía decir Rudy Torrente. Ahora, sin embargo, tenía que decidir si salía por la puerta, o por la ventana, por donde había entrado anoche. Recordaba haber pasado, camino a la biblioteca, por algún lugar donde se estaba preparando la comida, de modo que cogió su mochila —por nada del mundo quería que alguien se la revisara o le robara— y trepándose al alféizar, salió por la ventana al puente destartalado y, meneando tristemente la cabeza de sólo imaginar la figura ridícula que haría así, doblado en dos, empezó a cruzarlo. Los tablones gemían bajo su peso y una luz grisácea se filtraba por entre las rendijas. Como el inverosímil pasadizo de un sueño. ¿Y si se hundiera bajo su peso y lo precipitara abajo por el pozo de aire? ¿Y si en el otro extremo la ventana estuviese cerrada? Por Dios, qué idea tan absurda. Qué forma tan absurda de trasladarse de un sitio a otro. Un clavo le enganchó la chaqueta y, enfurecido, desanduvo el trecho que acababa de hacer.

Con la dignidad ultrajada y las manos sucias de hollín, salió por la vieja puerta de madera maciza de la biblioteca y bajó por la escalera en espiral. En uno de los rellanos, un valet-repisa, instalado en el nicho para la estatua, ofrecía al paso un carcomido cenicero. Al pie de la escalera había un boquete en la pared, un agujero festoneado de ladrillos que daba acceso al edificio aledaño, tal vez el mismo en que lo recibiera George la víspera, ¿o acaso ahora se habría desorientado? Pasó por el boquete a un edificio de otra categoría, no de una elegancia en decadencia sino de una decrépita miseria. La cantidad de manos de pintura que habían soportado esos cielos rasos de latón, las capas sucesivas de linóleo de aquellos suelos: era un espectáculo impresionante, casi arqueológico. La mortecina luz de una sola lamparilla alumbraba aquel corredor. Había una puerta, con todos sus cerrojos y pestillos abiertos, y música y risas del otro lado, Y olor a comida en preparación. Dio unos pasos en dirección a esa puerta, pero un acceso de timidez lo paralizó. ¿Cómo hacía uno aquí, en este mundo, para abordar a la gente? Era algo que tendría que aprender; él, que rara vez desde su más tierna infancia había visto una cara que no conociera, se encontraba ahora rodeado de extraños, millones de extraños.

Pero en ese momento la idea de entrar por esa puerta no lo seducía.

Furioso consigo mismo, pero incapaz de cambiar de idea, echó a andar a la ventura por el corredor: en el fondo, a través del cristal opaco reforzado con tela metálica de una puerta, se filtraba la luz del día; descorrió el cerrojo, la abrió y sus ojos se toparon con el corral, en el centro mismo de la manzana. En los edificios que lo circundaban había docenas de puertas, todas diferentes, obstruida cada una por un tipo de valla distinto, portillos oxidados, cadenas, alambradas, trancas, cerrojos, o todo a la vez, y a pesar de ello frágiles, poco seguras. ¿Qué habría detrás de aquellas puertas? Algunas estaban abiertas, y a través de una de ellas Auberon pudo ver unas cabras. En ese mismo momento alguien salió del interior, un hombrecito diminuto y patizambo, de brazos enormemente musculosos, que cargaba a la espalda una pesada bolsa de arpillera. Echó a andar por el patio, cruzándolo de prisa, a un trote rápido a pesar de sus piernas cortas (no era más alto que un niño de pocos años) y Auberon le gritó:

—Perdone usted.

El otro no se detuvo. ¿Sordo? Auberon corrió en pos de él. ¿Estaba desnudo? ¿O llevaría un enterizo del mismo color de su piel?

—Hey —gritó Auberon, y el hombre se detuvo. Volvió hacia él la obscura y achatada cabezota y le sonrió de oreja a oreja; por encima de la ancha nariz, sus ojos eran meras ranuras. Caray, pensó Auberon, se diría que aquí la gente se vuelve positivamente medieval: ¿efectos de la miseria? Se preguntaba cómo abordar al hombrecito, convencido ya de que era idiota y que no comprendería, cuando advirtió que con la uña afilada de un largo dedo negro señalaba algo detrás de Auberon.

Volvió la cabeza. George Ratón acababa de abrir una de las puertas, dejaba salir del interior a tres gatos y, antes que Auberon tuviera tiempo de llamarlo, la había vuelto a cerrar. Tropezando con los surcos de la huerta, Auberon se lanzó en esa dirección, y se dio vuelta para agradecerle con un gesto su ayuda al hombrecito negro, pero éste había desaparecido.

En el fondo del corredor al que lo condujo esa puerta, se detuvo: sintió olor a comida y prestó oídos. Escuchó voces en el interior, una discusión al parecer, y ruido de cacharros y vajilla, el llanto de un bebé. Empujó, y la puerta se abrió.

La abeja o la mar

La chica que un rato antes había visto sembrando huevos estaba allí, de pie delante de la cocina, todavía con su vestido dorado. Un niño de una belleza casi irreal, las mejillas surcadas de lágrimas mugrientas, estaba sentado en el suelo, a los pies de la chica. George Ratón presidía una mesa de comedor circular, bajo la cual sus botas enfangadas ocupaban un espacio considerable.

—Hola —dijo—. Cereales, chico. ¿Has dormido bien? —Golpeó con los nudillos la silla vecina a la suya. El bebé, sólo un momento intrigado por la presencia de Auberon, se preparaba para una nueva ronda de llanto escupiendo por sus labios angelicales diminutas burbujas de saliva. Tironeó del vestido de la chica.

Ay, coño, hombre —dijo ella con dulzura—, un poquitín de paciencia —como si le hablara a un adulto; el crío la miró cuando ella lo miraba, y parecieron llegar a un entendimiento. No volvió a llorar. Ella, provista de una gran cuchara de madera, revolvía algo en una cacerola, una tarea que ejecutaba con todo el cuerpo, que hacía que su trasero recamado en oro se meneara rítmicamente hacia atrás y delante; Auberon estaba absorto contemplando todo aquel movimiento, cuando George Ratón volvió a hablar.

—Ésta es Sylvie, hombre. Sylvie, dile hola a Auberon Barnable, que ha venido a la Ciudad a buscar fortuna.

Su sonrisa fue instantánea y genuina, un súbito rayo de sol a través de las nubes. Auberon se inclinó, muy tieso, consciente de sus ojos legañosos y la sombra en sus mejillas.

—¿Quieres desayunar? —preguntó ella.

—Por supuesto que quiere. Aposéntate, primito.

Ella volvió a ocuparse de la comida. De un autito de cerámica tripulado por dos personajes tocados con chisteras que ostentaban sus nombres respectivos, Sr. Saladillo y Sr. Pimentel, sacó de un tirón a uno de ellos y lo sacudió vigorosamente sobre la cacerola. Auberon se sentó y cruzó las manos sobre la mesa. Las ventanas de losanges de aquella cocina daban al corral, donde ahora alguien —no el hombrecito extraño que Auberon había visto— llevaba las cabras a pastorear por entre la vegetación putrefacta, con la ayuda, notó Auberon…, de una vara métrica.

—¿Tienes muchos arrendatarios? —le preguntó a su primo.

—Bueno, arrendatarios, lo que se dice arrendatarios no son —respondió George.

—Él les da hospitalidad —dijo Sylvie, mirando a George con afecto—. Ellos no tienen otro sitio adonde ir. Gente como yo. Porque tiene buen corazón. —Siempre revolviendo, se echó a reír.— Ovejitas descarriadas… y demás.

—Creo que me encontré con alguien —dijo Auberon—. Un tío negro, allá afuera, en el patio. —Notó que Sylvie había dejado de revolver y se había dado vuelta y lo miraba.— Muy pequeñito —añadió, sorprendido por el silencio que había suscitado.

—Brownie [2] —dijo Sylvie—. Era Brownie. ¿Has visto a Brownie?

—Supongo —dijo Auberon—. ¿Quién…?

—Sí, el bueno de Brownie —dijo George—. Es más bien solitario. Una especie de ermitaño. Hace montones de trabajos aquí en la alquería. —Miró a Auberon con curiosidad.— Espero que no habrás…

—No creo que me haya entendido. Siguió de largo.

—Ah —dijo Sylvie con ternura—. Brownie.

—¿También lo has recogido a él? —preguntó Auberon.

—¿Mmm? ¿A quién? ¿A Brownie? —repuso George, que ahora parecía pensativo—. No, el viejo Brownie siempre ha estado aquí, me imagino, quién demonios lo sabe. Bueno, escucha —dijo, cambiando visiblemente de tema—. ¿En qué andarás hoy? ¿Negocios?

De un bolsillo interior Auberon sacó una tarjeta. Decía PETTY, SMILODON amp; RUTH, Abogados, y traía al pie una dirección y un número de teléfono.

—Los abogados de mi abuelo. Tengo que verlos por el asunto de la herencia. ¿Puedes decirme cómo hago para llegar?

George la estudió un rato, perplejo, leyendo y releyendo la dirección en voz alta y pausada, como si fuese algo esotérico. Sylvie, recogiéndose el chal sobre los hombros, llevó a la mesa una cacerola abollada y humeante.

—Toma la abeja o la mar —dijo—. Aquí tienes tu bazofia. —Con un golpe seco, plantó la cacerola sobre la mesa. George aspiró con fruición los vapores.— Ella no soporta la avena —le explicó a Auberon, con una guiñada.

Sylvie dio vuelta la cara, expresando muy gráficamente, con una mueca, con un gesto de todo su cuerpo en realidad, la aversión que sentía: y (cambiando instantáneamente de actitud), alzó con gracia y ternura al niño, que ahora parecía empeñado en hacer de tragasables con un bolígrafo.

¡Qué jodienda! Mira, mira esto. Hala, tú, mira estos cachetes gordezuelos, tan requetelindos, ¿no te apetece morderlos? Mmmmp. —Le besuqueaba la carita morena en tanto él trataba de zafarse y cerraba los ojos con fuerza. Lo sentó en una desvencijada sillita alta adornada con calcomanías descoloridas de ositos y conejos, y puso la comida delante de él. Le ayudaba a comer, abriendo la boca a la par de él, cerrándola alrededor de una cuchara imaginaria, limpiándole las sobras que se derramaban en la barbilla. Observándola, Auberon se sorprendió abriendo también él la boca, para ayudar. La cerró de golpe.

—Hey, princesa —dijo George cuando ella terminó con el bebé—. ¿Vas a comer o qué?

—¿Comer? —como si le hubiese propuesto una indecencia—. Si acabo de llegar. A la cama me voy, chico, y voy a dormir. —Se desperezaba, bostezaba, se ofrecía a Morfeo con alma y vida; con las largas uñas pintadas se rascaba lánguidamente el estómago. El vestido dorado se le hundía en el ombligo en un hoyuelo en sombras. Y Auberon no pudo menos que sentir que su cuerpo moreno era, aunque perfecto, demasiado pequeño para contenerla; que ella lo rebosaba, estallando en relámpagos y bengalas de inteligencia y emociones, y que hasta la pantomima que ahora representaba, de cansancio y debilidad, brotaba de ella como un estallido de luz y fulgor.

—¿La abeja o la mar? —preguntó.

Mensajero Alado

Mientras se traqueteaba rumbo al centro en el ruidoso tren subterráneo de la Línea B, Auberon —sin experiencia alguna en esos trances— trataba de adivinar qué relación podía existir entre George y Sylvie. George era lo bastante mayor como para ser su padre, y Auberon era lo bastante joven para considerar improbable y repelente la posibilidad de esa clase de maridaje entre mayo y diciembre. Sin embargo, ella le había preparado el desayuno. ¿A qué cama habría ido cuando se fue a dormir? Él deseaba, bueno, no sabía muy bien lo que deseaba, y justo en ese momento algo imprevisto sucedió que lo arrancó bruscamente de sus cavilaciones. El tren empezó a zarandearse con violencia; gemía como si lo torturasen; estaba, al parecer, a punto de partirse en dos. Auberon se levantó de un salto. Fuertes golpes metálicos le retumbaban en los oídos, las luces trepidaban, se apagaban. Aferrándose a un poste frío, esperó el choque o descarrilamiento inminente. Entonces se percató de que nadie en el tren parecía alarmarse en lo más mínimo; imperturbables, los pasajeros leían periódicos en lenguas extranjeras o mecían cochecitos de bebé o sacaban cosas del interior de bolsas de papel o mascaban chicle plácidamente, por Dios, si los que dormían ni siquiera habían parpadeado. Lo único que, al parecer, les había extrañado era la forma brusca en que Auberon se había levantado de su asiento, y a la que habían dedicado apenas una mirada furtiva. Pero ahora la catástrofe se precipitaba. Del otro lado de las ventanillas casi cómicamente mugrientas vio otro tren, en una vía paralela, abalanzándose hacia ellos, todo silbidos y chirriantes alaridos; iban a chocar de costado, las ventanas amarillas (todo cuanto era visible) del otro tren se precipitaban hacia ellos como ojos despavoridos. En el último instante posible los dos trenes viraron apenas y reanudaron la furiosa marcha paralela, a pocos centímetros uno de otro, en carrera desenfrenada. En el otro tren, Auberon alcanzó a ver viajeros plácidos y abrigados que leían periódicos extranjeros y sacaban cosas de bolsas de papel. Volvió a sentarse.

Un hombre negro de cierta edad, enfundado en un gabán pasado de moda y raído, que a lo largo de todo el incidente había permanecido muy tranquilo agarrado a un poste en el centro del vagón, estaba argumentando, cuando se amortiguaron los ruidos:

—Ahora, no me interpreten mal, no me interpreten mal —mientras extendía la palma cenicienta de una larga mano hacia los pasajeros en general, a quienes intentaba persuadir y que hacían visiblemente oídos sordos a su perorata—. No, no me interpreten mal. Una mujer bien vestida es algo digno de ver, seguro que sí, ustedes saben, claro que lo saben, una cosa bella, una alegría eterna. A lo que yo me refiero es a la mujer que se pone una piel. Pero eso sí, no me interpreten mal… —un gesto humilde de la cabeza para atajar las posibles críticas—; pero vean ustedes, una mujer que se pone la piel de un animal adquiere las propensiones de ese animal. Véanlo ustedes. —Adoptó la postura informal de quien va a narrar una anécdota y paseó una mirada de benévola intimidad por sus supuestos oyentes. Cuando se abrió hacia un costado el indescriptible gabán para apoyar los nudillos sobre la cadera, Auberon alcanzó a ver en el bolsillo el pesado balanceo de una botella.— Pues bien, estaba yo hoy en el Saks de la Quinta Avenida —prosiguió— y había allí unas damas admirando un abrigo hecho con la piel de la marta. —Meneó tristemente la cabeza al evocar la escena.— Y bien, y bien, de todos los animales de la creación del Señor, le ha tocado a la marta ser el más rastrero. El animal marta, amigos míos, se come a su propia prole. ¿Oyen ustedes lo que les estoy diciendo? Essués. La marta es el más inmundo, el más ruin, el más malvado… La marta es una bestia más ruin y más malvada que el visón, amigos, que el visón, y ustedes saben con seguridad en qué cosas andan los visones. ¡Essués! Y allá estaban esas bellas señoras, que no matarían ni a una mosca, palpando ese abrigo hecho con la piel del animal marta, sí, sí, ¿no es divino?… —Incapaz de contener un momento más su regocijo, dejó escapar una risita.— Sí, sí, las propensiones del animal, sin ninguna duda… —Sus ojos amarillos se posaron en Auberon, el único que lo escuchaba con cierto interés, preguntándose si tendría tazón.— Mmm-mmm-mmm —murmuró abstraído, concluida su perorata, con una semisonrisa en los labios; sus ojos vivaces, humorísticos y a la vez con un algo de reptil en la mirada, parecieron descubrir algo divertido en Auberon. En ese momento el tren viró en un ángulo chirriante, y el negro, despedido hacia delante, avanzó por el coche en una elegante gavota, en equilibrio precario pero sin caerse, el bolsillo cargado con la botella repicando contra los postes. Cuando pasaba por su lado, Auberon le oyó decir—: Los abanicos y las capas de piel lo ocultan todo. —La llegada del tren a una estación frenó de golpe al hombre, haciéndolo danzar en retroceso; las puertas se abrieron, y una sacudida final lo lanzó fuera del coche. Justo a tiempo, Auberon reconoció su parada, y también él saltó al andén.

Estruendo y humo acre, anuncios urgentes mezclados en confusa algarabía con la estática e inaudibles, de todos modos, en medio de los bramidos metálicos de los trenes sin cesar repetidos por el eco. Auberon, totalmente desorientado mientras subía tras manadas de viajeros por rampas y escaleras mecánicas, seguía estando, al parecer, siempre bajo tierra. En un recodo alcanzó a divisar el gabán del negro; en el siguiente —que parecía resuelto a conducirlo otra vez abajo— se encontró al lado del hombre, que ahora caminaba como sin rumbo con aire preocupado. La locuacidad de que hiciera gala en el metro se había esfumado. Un actor fuera del escenario, con problemas personales.

—Perdone usted —dijo Auberon, buscando algo en su bolsillo. El negro, sin sorprenderse, extendió la mano para recibir lo que Auberon pudiera ofrecerle, y sin sorprenderse la retiró cuando Auberon sacó tan sólo la tarjeta de Petty, Smilodon amp; Ruth—. ¿Puede usted ayudarme a dar con esta dirección? —dijo, y la leyó en voz alta. El negro pareció dudar.

—Una engañifa —dijo—. En apariencia, significa una cosa, pero no. Oh, una engañifa. Costará dar con ella. —Echó a andar arrastrando los pies y con aire ausente, pero su mano a lo largo de su flanco indicaba con un movimiento rápido que Auberon tenía que seguirlo.— Yo contigo iré —musitaba— y tu guía siempre seré, y si mi ayuda te fuera menester, a tu lado yo me encontraré.

—Gracias —dijo Auberon, aunque no estaba del todo seguro de que esas palabras estuvieran dirigidas a él. Su incertidumbre fue en aumento a medida que el hombre (cuyo trote era más rápido de lo que parecía y que en las esquinas doblaba sin previo aviso) lo guiaba a lo largo de túneles obscuros que apestaban a orina y en los que el agua de la lluvia se filtraba y goteaba como en una caverna, y por pasadizos poblados de ecos y, escaleras arriba, hasta una inmensa basílica (la antigua terminal), y más arriba aún, por escalinatas relucientes a vestíbulos de mármol, en tanto él, a medida que ascendían a los pulcros lugares públicos, parecía cada vez más zaparrastroso y más hediondo.

—Déjame que le eche otra ojeada —dijo, cuando se detuvieron delante de una hilera de vertiginosas puertas giratorias de cristal y acero, a través de las cuales pasaba un incesante aluvión de viajeros. Auberon y su guía se habían detenido justo en el lugar de paso, y la gente, obligada a hacer un cuidadoso rodeo para esquivarlos, parecía malhumorada, si era a causa de la obstrucción o por motivos personales, Auberon no pudo adivinarlo.

—Tal vez si le preguntara a algún otro —sugirió.

—No —declaró el negro sin rencor—. Has dado con el mejor. Soy mensajero, ¿sabes? —Miró a Auberon cara a cara.— Mensajero. Mi nombre es Fred Savage, Servicio Alado de Mensajería, sólo que estoy un poco desorientado para decírtelo. —Con gracia y agilidad se introdujo entre las cuchillas de la trilladora de la puerta. Auberon, indeciso, a punto de perderlo, se precipitó dentro de un segmento vacío, que tras un giro vertiginoso lo depositó en la calle, bajo una lluvia fina y fría, al aire libre al menos, y apuró el paso para alcanzar a Fred Savage.— Mi compadre Duke —estaba diciendo el negro—, me encontré a Duke a eso de la medianoche en un callejón detrás del cementerio, con la pierna de un hombre al hombro. Epa, le dije, Duke, compadre. Dijo que él era un lobo, sólo que un lobo es peludo por fuera, ¿sabes?, y él es peludo por dentro… Dijo que yo le podía arrancar su propio pellejo, dijo, y vería si no…

Auberon lo seguía, abriéndose paso a codazos a través de la apretujada y adiestrada multitud, doblemente temeroso de perderlo, ahora que Fred Savage se había quedado con la tarjeta de los abogados. Pese a todo, se distraía, fascinado por la altura de los edificios, algunos se perdían allá arriba entre las nubes cargadas de lluvia, tan castos y nobles en las cumbres y en las bases tan sórdidos, atestados de negocios y letreros, cubiertos de escaras, oprimidos y humillados como robles gigantescos en cuyos troncos generaciones y generaciones hubiesen tallado herraduras y corazones. Sintió un tirón en la manga.

—Deja de mirar para arriba como un bobo —le reconvino, risueño, Fred Savage—. Buena forma de que te vacíen el bolsillo. Además —sonreía de oreja a oreja y sus dientes, o bien eran asombrosamente perfectos, o era una dentadura postiza de las más baratas— no están aquí para que los mire desde abajo la gente como tú, ¿sabes?; no están para que la clase de gente que hay dentro se asome a mirar, ¿entiendes? Ya aprenderás, hi-hi. —Arrastró a Auberon tras de él, dando vuelta una esquina y por una calle en la que los camiones combatían entre sí y con los taxis y con los peatones.— Ahora, si lo miras bien, te parece que esta dirección tendría que estar en la avenida, pero no, es una mentira. Está aquí, en esta calle, pero ellos no quieren que lo sepas.

Gritos y voces de alerta desde arriba. Por la ventana de un primer piso estaban sacando lentamente, suspendido de cuadernales y poleas, un enorme espejo de similor. Abajo, en la calle, había escritorios, sillas, archivadores, toda una oficina en plena acera, la gente tenía que transitar por la inmunda cuneta para esquivarlos; pero en ese momento la calle se llenó de camiones y las advertencias arreciaron.

—¡Cuidado atrás! ¡Cuidado atrás! —El espejo, ya fuera de la ventana, se columpió en el aire, y su luna, habituada a reflejar tan sólo interiores apacibles, invadida de pronto por el balanceo demencial, estremecedor de la Urbe, parecía profanada, horrorizada. Descendía lentamente, girando, meneando de lado a lado en su superficie los edificios y letreros invertidos. La gente miraba, boquiabierta, esperando verse ellos mismos, con sus gabanes y sus paraguas, revelados.

—Ven —dijo Fred, y asió con fuerza la mano de Auberon. Con él a la zaga, se escabulló por entre el mobiliario. Gritos de horror y furia de los cuidadores del espejo. Algo andaba mal: súbitamente las cuerdas filaron; el espejo, ya a sólo unos pocos pies de la calle, se inclinó peligrosamente; un aullido de los mirones, mundos que aparecían y desaparecían a medida que se enderezaba. Arrastrando los pies, rozando con la copa de su sombrero el falso oro del marco, Fred Savage pasó por debajo. Fue el brevísimo instante en que Auberon, pese a estar mirando la calle hacia atrás, tuvo la sensación de estar mirándola hacia delante, una calle de la cual o en la cual Fred Savage había desaparecido. En seguida se agachó y pasó por debajo.

Ya del otro lado, perseguidos aún por las maldiciones de los encargados del espejo, y por una especie de trueno que retumbaba en alguna parte, Fred Savage condujo a Auberon hasta la ancha arcada del portal de un edificio.

—Estar preparado es mi lema —dijo, complacido consigo mismo—. Asegúrate de que estás en la buena senda, y sigue adelante. —Le señaló el número del edificio, que era, en efecto, un número de avenida, y le devolvió la tarjetita; palmeó la espalda de Auberon para infundirle ánimo.

—Eh, gracias —dijo Auberon y, recapacitando, metió la mano en un bolsillo y la sacó con un arrugado dólar.

—El servicio es gratuito —dijo Fred Savage, pero de todos modos cogió el dólar con delicadeza, entre el pulgar y el índice. Una historia larga, fascinante estaba inscrita en su palma—. Y ahora, adelante. —Empujó a Auberon hacia las puertas giratorias de cristal guarnecidas de bronce. En el momento en que entraba, Auberon oyó el trueno, o la explosión de la bomba, o lo que fuere, una vez más, sólo que ahora mucho más terrorífico, un bramido que le hizo agacharse, desgarrador como si el mundo mismo, desde una esquina, se estuviese partiendo en dos, y mientras el trueno retumbaba, oyó un grito ahogado, el aullido simultáneo de mil gargantas, con sobreagudos femeninos, y Auberon respiró hondo, juntando aliento para soportar el estrépito inconfundible de un enorme espejo al hacerse añicos (inconfundible a pesar de que Auberon no había oído nunca hacerse añicos uno tan grande como aquél).

Y ahora: cuántos años de mala suerte le tocarán a alguien, pensó, preguntándose al mismo tiempo si él se habría salvado de alguno.

Dormitorio plegable

—Te pondré en el dormitorio plegable —dijo George. Linterna en mano, guiaba a Auberon a través de la conejera casi desierta que rodeaba la Alquería del Antiguo Fuero—. Al menos tiene una chimenea. Cuidado, no te lleves ese trasto por delante. Arriba ahora.

Auberon lo seguía, tiritando, con su mochila al hombro y una botella de ron Doña Mariposa bajo el brazo. Un chaparrón de aguanieve lo había sorprendido camino del centro, en plena calle, y traspasado sin piedad su gabán y, o eso sentía al menos, también sus carnes magras hasta helarle el corazón. Durante un rato se había resguardado en una pequeña tienda cuyo letrero rojo —LICORES— se encendía y apagaba en los charcos de la acera. Mortificado por la impaciencia creciente con que el bodeguero lo observaba utilizar sin escrúpulos como refugio gratuito un local de ventas, Auberon se había puesto a examinar una por una las distintas botellas, y comprado al fin el ron porque la chica de la etiqueta, con una blusa paisana y los brazos cargados de cañas de azúcar, se parecía a Sylvie; mejor dicho, a ella se parecería Sylvie si fuera imaginaria.

George sacó su manojo de llaves y con aire ensimismado empezó a buscar una. Desde que Auberon regresara, parecía intranquilo, ausente, taciturno. Divagaba sin cesar acerca de las dificultades de la vida. Auberon quería preguntarle algunas cosas, pero intuyendo que de un George en ese talante no obtendría ninguna respuesta, optó por seguirlo en silencio.

El dormitorio plegable estaba cerrado bajo doble llave y George demoró un rato en abrirlo. No obstante, había luz eléctrica en la habitación, una lamparilla con un paisaje en la pantalla cilíndrica, una escena campestre por donde corría un tren, la locomotora poco menos que mordiéndose el furgón de cola, como la Culebra. George, con un dedo en los labios, como si tiempo atrás hubiese perdido algo en esa habitación, paseó una mirada en torno.

—Bueno —dijo—, la cosa es… —y nada más. Echó un vistazo a los lomos de los libros en rústica alineados en un estante—. Aquí, ¿sabes?, todos cooperamos —dijo—. Cada cual hace su parte. Eso lo entenderás. Quiero decir que las cosas no se hacen solas. Es lo normal, supongo. Ese retrete es el armario…, al revés, quise decir. La cocinilla y esas cosas no funcionan, pero come con nosotros, todo el mundo aporta. Bueno, escucha. —Contó de nuevo sus llaves y Auberon tuvo la impresión de que lo iba a encerrar; pero George sacó tres llaves de la argolla y se las entregó—. Por amor de Dios, no las pierdas. —Consiguió esbozar una triste sonrisa—. Y bueno, bienvenido a la Gran Ciudad, hombre. Y no vayas a meterte en camisa de once varas.

¿Camisa de once varas? Mientras cerraba la puerta, Auberon reflexionó que el lenguaje de su primo estaba plagado de trastos viejos y florilegios arcaicos como su Alquería. Un tipo fuera de serie, tal vez así se definiría él. Bueno: una peculiaridad más intuida que percibida de aquella alcoba se puso en evidencia cuando Auberon paseó una mirada en torno: la ausencia de una cama. Había una silla de tocador de terciopelo borra de vino, una mecedora decrépita con los cojines atados con cuerdas; había una alfombra andrajosa y un guardarropa o algo parecido de madera lustrada con un espejo biselado en el frente y cajones con manillas de bronce en la parte inferior; de cómo se abriría el mueble ése, Auberon no tenía la menor idea. Pero cama, no, cama no había. De un cajoncito de albaricoques (Golden Dream) sacó leña menuda y papel y con dedos trémulos encendió la chimenea, imaginando ya la noche que pasaría en las sillas; porque no tenía desde luego la intención de rehacer a ciegas el camino a través de la Alquería del Antiguo Fuero para ir a presentar sus quejas.

Tan pronto como el fuego empezó a crepitar, Auberon empezó a sentirse un poco menos desdichado; a decir verdad, a medida que la ropa se le secaba sobre el cuerpo, se sentía casi exultante de felicidad. El amable señor Petty, de Petty, Smilodon amp; Ruth, se había mostrado curiosamente evasivo con respecto a la situación de su herencia, pero le había ofrecido motu proprio un anticipo. Auberon lo tenía en el bolsillo. Había llegado a la Ciudad, no se había muerto y nadie lo había atacado: tenía dinero y la perspectiva de más; la vida comenzaba, la vida real. La perpetua ambigüedad de las cosas en Bosquedelinde, el sofocante atisbo de misterios propuestos sin cesar, jamás resueltos, ese estar esperando eternamente que fueran desvelados los propósitos, puntualizadas las direcciones: todo pasado. Ahora era dueño de sus actos. Libre, sin ataduras, ganaría millones, conocería el amor y ya nunca, nunca más volvería a casa a la hora de acostarse. Fue hasta la minúscula cocina aneja a la alcoba, donde la cocinilla y un refrigerador abollado y presumiblemente también averiado compartían el suelo con una bañera y un fregadero; encontró una taza de café blanca y descacharrada y, después de expulsar de ella el cadáver de un insecto, sacó su botella de ron Doña Mariposa.

Estaba sentado con la taza llena entre las rodillas, contemplando las llamas con una sonrisa en los labios, cuando oyó un golpe en la puerta.

Sylvie y el Destino

Tardó un momento en percatarse de que la tímida muchacha morena que estaba en la puerta era la misma que había visto sembrando huevos con un vestido dorado. Ahora, enfundada en un par de téjanos desteñidos y blandos como de lienzo, y tan contraída por el frío que hasta los pendientes multiformes que llevaba en las orejas le tiritaban, parecía mucho menos robusta; es decir, era igual de menuda, pero había escondido esa vitalidad que antes, bajo el ropaje de su figura compacta, la hiciera parecer tan corpulenta.

—Sylvie —dijo Auberon.

—Sí, yo. —Volvió un momento la cabeza para escrutar el largo y obscuro corredor, y miró otra vez a Auberon, como con ansiedad, o fastidio, o algo…: ¿qué?— Yo no sabía que había alguien aquí. Creía que estaba vacía.

Era tan obvio que él estaba allí, llenando el quicio de la puerta, que Auberon no atinó a decir nada.

—Bueno —dijo ella. Dejó salir de su escondite en la axila una mano fría, lo suficiente apenas para poder apretarse el labio contra los dientes y morderla, y de nuevo desvió la mirada, como si Auberon pretendiera retenerla y ella estuviera ansiosa por escapar de allí.

—¿Has dejado algo aquí? —Ella no contestó.— ¿Cómo está tu hijo? —Esa pregunta hizo que la mano que presionaba el labio cubriera toda la boca, como si de pronto ella se hubiese echado a llorar o a reír, o ambas cosas a la vez, siempre mirando hacia la puerta, aunque era obvio que no tenía ningún sitio adonde ir; eso al menos lo percibió Auberon.— Adelante —dijo, y la invitó a entrar, haciéndose a un lado para que ella pudiera pasar, sacudiendo la cabeza para alentarla.

—Algunas veces vengo aquí —dijo ella mientras entraba—, cuando quiero estar…, tú me entiendes, sola. —Miró en torno con una expresión que Auberon interpretó como de bien justificado agravio. Él era el intruso. Se preguntó si le cedería a ella el cuarto y se iría a dormir a la calle. Dijo, en cambio:

—¿Quieres un poco de ron?

Ella pareció no haberle oído.

—Bueno, escucha —dijo, y nada más. Auberon tardaría algún tiempo en comprender que esas dos palabras eran, las más de las veces, una de las tantas muletillas de la jerga urbana, no siempre destinadas, como parecían serlo, a solicitar atención. Se dispuso a escucharla. Ella se sentó en la silla de terciopelo y dijo al cabo, como para sus adentros—: Se está bien aquí.

—Mm.

—Bonito fueguecito. ¿Qué estás bebiendo?

—Ron. ¿Quieres un trago?

—Claro que sí.

Como al parecer no había allí ninguna otra taza, los dos bebieron de la misma pasándosela de mano varias veces.

—No es mi hijo —dijo Sylvie.

—Perdona, pero…

—Es el crío de mi hermano. Tengo un hermano loco. Se llama Bruno. Igual que el crío. —Miraba el fuego, con aire pensativo.— Qué chiquillo. Tan adorable. Y listo. ¿Y malo? —Sonrió.— Igualito a su papa. —Se encogió todavía más, levantando las rodillas casi hasta los pechos, y Auberon pudo ver que lloraba por dentro, y que sólo ese constante apretujarse y contraerse impedían que estallara ese llanto.

—Tú y él parecéis llevaros muy bien —dijo Auberon, meneando la cabeza en un gesto que, lo comprendió, era ridículamente solemne—. Creí que eras su madre.

—Oh, su madre, hombre —con una mueca del más profundo desdén, suavizado apenas por un leve dejo compasivo—, es tristísima. Es un caso triste. Digno de lástima. —Rumió sus pensamientos.— Y cómo lo tratan, hombre. Va a salir igualito a su padre.

Eso no era bueno, al parecer. Auberon ansiaba encontrar una pregunta que pudiera inducirla a contarle la historia toda entera.

—Bueno, los hijos suelen salir a sus padres —dijo, mientras se preguntaba si semejante conclusión le parecería acertada alguna vez respecto de él mismo—. A fin de cuentas, pasan mucho tiempo con ellos.

Ella resopló con fastidio.

—Mierda, Bruno no ha visto a este chiquito en todo un año. Y de buenas a primeras se presenta y dice: «Eh, mi hijo», y patatín y patatán. Y sólo porque él tiene religión.

—Hm.

—No, religión no. Pero está ese tío para quien él trabaja. O a quien sigue. Ese Russell…, qué es, yo no lo sé, yo no entiendo nada. Pero sea lo que sea, habla de amor, familia, bla-bla-bla. Así que está ahí, en el umbral.

—Hm.

—Me lo van a matar a ese crío. —Ahora sí, ahora los ojos se le habían llenado de lágrimas, pero las hizo desaparecer de un parpadeo, no vertió ni una sola.— Y George, maldito sea, ¿cómo ha podido ser tan estúpido?

—¿Qué ha hecho George?

—Dice que estaba borracho. Que tenía una navaja.

Al no haber reflexivos en la lengua en que Sylvie tenía que expresarse, Auberon se encontró muy pronto perdido, sin la más remota idea de quién tenía una navaja ni quién estaba borracho. Sólo después de haber escuchado dos veces más toda la historia en los días sucesivos alcanzó a comprender que Bruno (hermano) había aparecido borracho en la Alquería del Antiguo Fuero e, impulsado por esa nueva fe o filosofía que ahora profesaba, había reclamado a Bruno (sobrino), y George Ratón, en ausencia de Sylvie, y tras un prolongado debate que amenazó tornarse violento, se lo había entregado. Y que el sobrino Bruno estaba ahora en las manos endemoniadas y amantes de unas parientes hembras rematadamente estúpidas (hermano Bruno no aguantaría mucho, ella estaba segura de eso), que lo criarían como habían criado a su hermano después que su papa lo abandonara: vanidoso, arisco, de una indocilidad exasperada y un egoísmo encantador, al que ninguna mujer podía resistirse, y a decir verdad, pocos hombres. Y que (aun cuando el chiquillo se salvara de que lo mandasen al Asilo) el plan de Sylvie para rescatarlo había fallado: George le había prohibido a su parentela que se apareciese por la Alquería, ya bastantes problemas tenía.

—Por eso no puedo seguir viviendo con él —dijo: George esta vez, sin ninguna duda.

Una extraña esperanza despertó en Auberon.

—Quiero decir que no es culpa de el —dijo Sylvie—. No, él no tiene la culpa, de veras. Es que yo ya no podría, simplemente. Yo siempre lo había pensado. Y de todas maneras. —Se oprimía las sienes como si con ello pudiera aclarar sus ideas.— Mierda. Si yo tuviera el coraje de mandarlos a todos de paseo. A todos, sí. —Su angustia y su desesperación estaban llegando al límite.— No quiero volver a verlos nunca más. Nunca. Nunca jamás. —Se reía casi.— Y en realidad todo es tan estúpido, porque si me voy de aquí no tengo ningún otro sitio adonde ir. Ninguno.

No lloraba. No lo había hecho antes, y ahora el momento había pasado; ahora, mientras miraba el fuego con la cara entre las manos, su rostro era la viva imagen de la desolación.

Auberon cruzó las manos a la espalda, ensayó para sus adentros un tono de voz no ceremonioso, puramente cordial, y dijo:

—Bueno, puedes quedarte aquí, eres bienvenida, ¿sabes? —y se dio cuenta de que le estaba ofreciendo un lugar que era mucho más de ella que suyo, y se ruborizó—. Quiero decir que puedes quedarte aquí, por supuesto, si no te importa que yo también me quede.

Ella lo miró con recelo, le pareció, un recelo lógico, pensó, visto y considerando un cierto basso obbligato en sus sentimientos, que Auberon trataba de disimular.

—¿De veras? —dijo, y sonrió—. No ocuparé mucho sitio.

—Bueno, no hay demasiado sitio aquí. —Convertido en el anfitrión, examinó el cuarto, pensativo.— No sé cómo podremos arreglarnos, pero está la silla y, bueno, está mi gabán casi seco, que podría servirte de manta… —Se vio a sí mismo, acurrucado en un rincón: probablemente no cerraría un ojo. Ahora, sin embargo, el rostro de ella se había endurecido un poco, ante esos planes tan faltos de calor. A Auberon no se le ocurría qué otra cosa le podía ceder.

—¿No podría —preguntó ella—, no podría usar un rinconcito de la cama? ¿A los pies, por ejemplo? Me haré bien pequeñita.

—¿La cama?

—¡La cama, sí! —dijo ella, impacientándose.

—¿Qué cama?

Comprendiendo, ella soltó una carcajada.

—Oh, oh —dijo—, oh no, así que tú pensabas dormir en el suelo… ¡No lo puedo creer! —Fue hasta el enorme guardarropa o cómoda que se alzaba contra la pared y, metiendo la mano por la parte de atrás, hizo girar una perilla o movió una palanca y, divertidísima, dejó caer todo el frontispicio del mueble. Contrapesado (los falsos cajones sostenían las plomadas), el frente se balanceó suave, soñadoramente hacia abajo; el espejo reflejó un instante el suelo y desapareció; unas perillas de bronce aparecieron en los ángulos superiores, y deslizándose hacia abajo a medida que el frente descendía, se convirtieron en patas, trabándose en su sitio gracias a un mecanismo de gravedad cuyo ingenio causaría más tarde el asombro de Auberon. Era una cama. Tenía la cabecera tallada; la parte superior del guardarropa se había transformado en el soporte de los pies; y estaba tendida, con su colchón, sus sábanas y mantas, y un par de rechonchas almohadas.

Auberon se reía a la par de ella. Desplegada, la cama ocupaba casi todo el cuarto. El dormitorio plegable.

—¿No es fabuloso?

—Fabuloso.

—Sitio suficiente para dos, ¿no?

—Oh, claro que sí. En realidad… —Estuvo en un tris de ofrecérsela a ella toda entera; era lo justo, y así lo habría hecho espontáneamente en el primer momento de haber sabido que estaba allí, escondida. Pero pensó que ella lo supondría lo bastante poco galante como para suponer que ella le quedaría agradecida con sólo la mitad, y supondría que él suponía que ella… Una súbita astucia le selló los labios.

—¿Estás seguro de que no te importa? —preguntó Sylvie.

—Oh, no. Si tú estás segura de que a ti no te importa.

—Nop. Yo siempre he dormido con alguien. Mi abuela y yo dormimos juntas durante años, y a menudo también con mi hermana. —Se sentó en la cama, tan alta y abuchonada que tuvo que ayudarse con las manos para izarse, y una vez arriba no tocaba el suelo con los pies, y le sonrió, y él le sonrió a su vez.— Bueno —dijo ella.

La transformación del cuarto era ya la transformación del resto de su vida, de todo lo no metamorfoseado aún por la partida y el autobús y la Ciudad y los abogados y la lluvia. Ya nada volvería a ser como antes. Se percató de que la había estado mirando ávidamente, y que ella había bajado los ojos.

—Bueno —dijo, levantando la taza—, ¿qué te parece si tomamos otro traguito?

—De acuerdo. —Mientras él servía el ron en la taza, ella dijo:— Y a propósito, ¿a qué has venido a la Ciudad?

—A buscar fortuna.

—¿Huh?

—Bueno, quiero ser escritor. —El ron y la intimidad le soltaban la lengua.— Voy a buscar algún trabajo en eso de escribir. Algo. Tal vez en la televisión.

—Oh, fantástico. Mucha pasta.

—Mm.

—¿Podrías escribir, por ejemplo, algo así como «Un Mundo en Otraparte»?

—¿Qué es eso?

—Ya sabes, la telenovela.

No, él no lo sabía. Y la inconsistencia de sus ambiciones se le hizo de pronto patente, cuando las vio rebotar hacia atrás, por así decir, desde Sylvie, en vez de rodar (como las viera siempre antes) hacia la infinitud del futuro.

—Es que en casa nunca hemos tenido un televisor.

—¿De veras? Vaya. Caray. —Bebió un sorbo de la taza que Auberon le acababa de pasar.— ¿No teníais dinero para compraros uno? George me ha dicho que sois ricos en serio. ¡Uff!

—Bueno, «ricos». Tanto como «ricos», no sé… —¡Caramba! Había una inflexión, semejante a la de Fumo, que Auberon percibía en su voz por primera vez… Una forma de poner como entre comillas, entre unas comillas imaginarias de duda, una palabra. ¿Se estaría volviendo viejo?— Hubiéramos podido comprar una televisión, seguramente… ¿Cómo es esa telenovela?

—¿«Un mundo en Otraparte»? Un dramón cada día.

—Oh.

—Uno de esos culebrones de nunca acabar. Sales de un problema y ya estás metido en otro. Pero te engancha. —De nuevo había empezado a temblar y, levantando los pies hasta la cama, tiró de la colcha y se envolvió las piernas. Auberon estaba atareado con el fuego—. Hay una chica que se parece a mí —dijo, con una risita recatada—. Pero si tendrá problemas. Se supone que es italiana, pero la interpreta una puertorriqueña. Y es hermosa. —Lo dijo como si hubiese dicho: «Es coja, y es en eso en lo que se parece a mí».— Y tiene un Destino. Ella lo sabe. Todos esos problemas espantosos, pero tiene un Destino, y a veces la muestran con la mirada ausente, perdida en la lejanía, mientras un coro de voces canta en el fondo aa-aa-aaaah, y es que está pensando en su Destino.

—Hum. —Toda la leña que había en el cajón eran restos, restos de muebles más que nada, aunque también había algunas tablas con letras estarcidas. El barniz de la madera torneada chirriaba y se ampollaba. Auberon se sentía eufórico: formaba parte de una comunidad de desconocidos y estaba quemando, sin conocimiento de ellos, sus muebles y otras pertenencias, del mismo modo que ellos aceptaban su dinero en los quioscos y le hacían sitio en los autobuses.— Un Destino, huy.

—Aja. —Ella miraba absorta la locomotora de la lámpara girando alrededor de su minúsculo paisaje—. Yo tengo un Destino —dijo.

—¿De veras?

—Sí. —Pronunció la sílaba en un tono de voz y una actitud del rostro y los brazos que significaba: «Sí, es verdad, y una larga historia por añadidura, y aunque posiblemente me lo merezco, es algo con lo que yo no tengo nada que ver, y hasta un poco molesto, como tener una aureola». Observaba un anillo de plata en uno de sus dedos.

—¿Cómo sabe uno —preguntó Auberon— que tiene un Destino? —La cama era tan grande que si se sentaba a los pies de ella, en la sillita de terciopelo, se sentiría absurdamente bajo; trepó pues, ágilmente, y se sentó al lado de ella. Sylvie se corrió para hacerle sitio, y se instalaron, cada uno, en los ángulos opuestos, contra las alas que sobresalían de la cabecera.

—Una espiritista me leyó el mío. Hace mucho tiempo.

—¿Una qué?

—Una espiritista. Una mujer con poderes, ¿sabes? Que tira las cartas y prepara cosas con cosas de la botánica. Una especie de bruja, ¿te das cuenta?

—Oh.

—Ésta era una especie de tía mía, bueno, no mía en realidad, no recuerdo de quién era tía; nosotros la llamábamos Titi, pero todo el mundo la llamaba La Negra. Yo le tenía pavura. En su apartamento, en las afueras de la ciudad, siempre había velas encendidas en esos altarcitos que tenía, y las cortinas siempre corridas, y esos olores imposibles; y afuera, en la escalera de incendio, un par de gallos, hombre, yo no sé qué hacía ella con esos gallos ni lo quiero saber. Era enorme, no gorda, pero con esos brazos musculosos de gorila y esa cabeza pequeñita, y negra. Como azul-negro, ¿entiendes? No podía ser que fuera de mi familia. Y bueno, cuando yo era chiquitita estuve malísima, desnutrida, no quería comer. Mami no conseguía hacerme probar bocado, y me había puesto así de flaca —levantó un meñique con la uña pintada de rojo—. El doctor decía que tenía que comer hígado. ¡Hígado! ¿Te imaginas? Y bueno, Abuela decidió que alguien, vaya a saber, me estaba haciendo mal de ojo, ¿entiendes? Brujería. A distancia. —Meneaba los dedos rápidamente como un hipnotizador de circo.— Una venganza o algo así. Mami estaba viviendo en ese entonces con el marido de no sé quién, y a lo mejor su mujer había buscado un espiritista para que la vengara enfermándome a mí. Vaya a saber, vaya a saber… —Tocó suavemente el brazo de Auberon porque en ese momento él no la estaba mirando. En realidad, le tocaba el brazo cada vez que él dejaba de mirarla, un gesto que empezaba a irritarlo, ya que su atención no podía estar más pendiente de ella; supuso que sería un mal hábito de ella, hasta que descubrió mucho más tarde que también lo hacían los hombres que jugaban al dominó en la calle, y las mujeres que cuidaban niños y cotilleaban en los portales: un hábito racial, no personal, mantener contacto.— Vaya a saber. Me llevó a casa de La Negra para que me lo sacase de encima o qué sé yo. Hombre, nunca en mi vida tuve tanto miedo. Empezó a toquetearme y apretujarme con esas manazas negras, y gemía o canturreaba y decía esas cosas, y los ojos se le ponían en blanco y le temblaban los párpados… espeluznante. De repente corre hacia el brasero y echa algo en él, unos polvos o no sé qué, y se empieza a sentir ese perfume fuerte, penetrante, y ella se da media vuelta y como que baila y otra vez me toquetea un rato. Hacía otras cosas también, pero me las he olvidado. Y de pronto acaba con toda esa historia, y está como siempre, normal, ¿entiendes?, bueno, más o menos, el trabajo del día listo, concluido, como cuando vas al dentista; y le dice a Abuela que no, que nadie me ha echado ningún maleficio, sólo que estoy flaca como un palo y tengo que comer más. Y Abuela siente tal alivio… Entonces —otra vez el toquecito en la muñeca, Auberon había mirado un momento el fondo de la taza—, entonces ellas se sientan y toman café y Abuela paga, y La Negra sin dejar de mirarme. Mirándome y mirándome. Hombre, yo estaba como alucinada. ¿Qué es lo que está mirando? Ella podía ver tu corazón, podía ver, ella, hasta el fondo, el fondo mismo de tu corazón. Y entonces hace esto —Sylvie extendió la lenta y negra manaza de la bruja, el gesto de llamar a la niña, de atraerla hacia ella—, y empieza a hablarme así, despacito, y a preguntarme que qué sueños tengo y otras cosas que no recuerdo; y está pensando y pensando, como ensimismada. Entonces saca ese mazo de barajas viejas como el mundo y gastadas, y me agarra la mano y me la pone encima del mazo, y la de ella sobre la mía; y de nuevo se le ponen los ojos en blanco y está como en trance. —Arrancó de la mano de Auberon la taza que, en trance también él, apretaba con fuerza entre los dedos.— Oh ¿ya no hay más?

—Mucho más. —Fue a llenar otra vez la taza.

—Bueno, escucha, escucha. Ella extiende las barajas… Gracias. —Bebió, con los ojos muy abiertos, un poco parecida por un momento a esa chiquilla de quien hablaba.— Y empieza a leérmelas. Fue entonces cuando ella vio mi Destino.

—¿Y cómo era? —Se había sentado de nuevo en la cama, al lado de ella.— Un Destino maravilloso.

—El más maravilloso —dijo ella, adoptando un tono de voz confidencial, misterioso—. Maravillosísimo. —Se echó a reír.— Ella no lo podía creer. Esa chiquilla flacuchenta, desnutrida, con un vestidito de mala muerte. Y semejante Destino. Miraba y miraba. Miraba las barajas y me miraba a mí. Y yo tenía los ojos llenos de lágrimas y me parecía que me iba a echar a llorar, y Abuela que rezaba, y La Negra que hacía esos ruidos, y yo lo único que quería era mandarme mudar…

—Pero, ¿cómo —dijo Auberon—, cómo era ese Destino? Exactamente.

—Bueno, exactamente ella no lo sabía. —Se reía; la historia misma, de pronto, se había vuelto absurda.— Ése es el único problema. Un Destino, dijo ella, y de los grandes, no te vayas a creer. Pero qué, no. Una estreya de cine, una reina. La Reina del Mundo, hombre. Cualquier cosa. —Tan de improviso como se echara a reír, ahora se había quedado pensativa.— Claro que todavía no se va a realizar —dijo—. Pero yo solía figurármelo. En el futuro, o sea, realizado en el futuro. Yo tenía esta visión. Había una mesa, ¿en un bosque? Una mesa larga, como para un banquete. Con un mantel blanco. Y encima, toda suerte de manjares. De punta a punta, repleta. Pero en un bosque. Árboles y cosas alrededor. Y había un sitio vacío en el medio de la mesa.

—¿Y?

—Y nada más. Yo lo veía, simplemente. Una visión. —Miró a Auberon por el rabillo del ojo.— Apuesto a que nunca conociste a nadie que tuviera un Destino semejante —dijo, sonriéndole.

El prefirió no decirle que más bien nunca había conocido a nadie que no lo tuviera. El Destino había sido como un secreto vergonzante compartido por todos en Bosquedelinde, un secreto cuya existencia ninguno de ellos admitía exactamente, salvo en los términos más velados y sólo en la extrema necesidad. Él había huido del suyo. Le había ganado la carrera, estaba seguro de ello, como las ánades con sus alas poderosas le ganaban la carrera al Hermano Viento-Norte; aquí, ya no podría congelarlo. Ahora, si él quisiera tener un Destino, sería uno elegido por él. Le gustaría, por ejemplo, sólo por ejemplo, ser el de Sylvie: ser el Destino de Sylvie.

—¿Y es divertido —preguntó— eso de tener un Destino?

—No demasiado —dijo ella. Pese a que el fuego había calentado suficientemente la pequeña estancia, ella había empezado a encogerse otra vez—. Cuando yo era chica, todos se burlaban de mí a causa de eso. Menos Abuela. Pero no pudo resistir la tentación de ir a contárselo a todo el mundo. Y La Negra también lo contó. Y yo seguía siendo la misma flacuchenta que ni cagar sabía. —Se agitaba entre las mantas, intranquila, y hacía girar en el dedo la sortija de plata.— El Destino maravilloso de Sylvie. Hacían bromas a montones al respecto. Y un día —desvió la mirada—, un día apareció el tío ése, el viejo gitano. Mami no quería dejarlo pasar, pero él dijo que había venido desde Brooklyn sólo para verme. Así que entró. Todo encorvado y sudoroso, y gordísimo. Y hablando ese español tan raro. Y a mí me sacaron a la rastra, y me exhibieron. Yo estaba comiendo una pata de pollo. Y él me miró un buen rato con esos ojos saltones, y la boca abierta. Y de repente…, ay, hombre, si es cosa de no creer, va y se pone de rodillas, y lo que le costó hacerlo, y me dice: Acuérdate de mí cuando hayas entrado en tu reino. Y me da esto —levantó la mano (la palma, con su intrincada red de líneas minuciosamente trazadas) y la hizo girar para mostrar la sortija de plata, el frente y el dorso—. Después, todos tuvimos que ayudarle a levantarse.

—¿Y entonces?

—Se volvió a Brooklyn. —Guardó silencio un momento, recordándolo.— Hombre, a mí no me gustaba nada el tío ése. —Se echó a reír.— Cuando estaba a punto de marcharse, yo le metí en el bolsillo la pata de pollo. Ni se dio cuenta. En el bolsillo de la chaqueta. A cambio del anillo.

—Una pata de pollo por un anillo de plata.

—Aja. —Rió otra vez, pero un momento apenas. De nuevo parecía inquieta, angustiada. Cambiante: como si sus vientos variaran sin cesar, como si su clima fuera mucho más inestable que el de la mayoría de la gente.— Gran negocio —dijo—. Olvídalo. —Bebió ansiosa, rápidamente un trago largo y enseguida soltó el aliento y se apantalló la boca con la mano para enfriar el fuego del ron. Devolvió la taza y se arrebujó bajo las mantas.— Si ni siquiera soy capaz de cuidar de mí misma. Mucho menos de los demás. —Su voz sonaba débil ahora, cansada. Se dio vuelta de espaldas a Auberon, y se hubiera dicho que trataba de desaparecer; luego se volvió otra vez y bostezó. Auberon pudo verle el interior de la boca, la lengua arqueada, hasta la úvula: no de ese rosa indefinido del paladar de la gente blanca, sino de un color más intenso, más rico, con tintes de coral. Se preguntó…— Ese crío probablemente ha tenido suerte —dijo ella, cuando acabó de bostezar—. Librarse de mí.

—Eso no lo puedo creer —dijo Auberon—. Os entendíais tan bien.

Ensimismada, absorta en sus pensamientos, ella no respondió.

—Quisiera… —dijo, pero luego nada más.

Él deseaba poder pensar en algo, alguna cosa para ofrecérsela. Además de todas las cosas.

—Bueno —dijo—, aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Todo el tiempo que quieras.

De repente ella tiró de las mantas y se arrastró a través de la cama, se iba, y Auberon sintió el loco impulso de agarrarla, de impedir que se marchase.

Pipi —dijo ella.

Trepó por encima de las piernas de Auberon, saltó al suelo y abrió de un tirón la puerta del retrete (que se abrió apenas lo suficiente para que ella pudiera pasar antes de chocar con la contera de la cama), y encendió la luz.

La oyó bajarse la cremallera del pantalón.

—¡Ufff! ¡Qué frío está este asiento! —Un silencio, y enseguida el siseo hueco de las aguas menores. Un momento después, le oyó decir:— ¿Sabes una cosa? Eres un tipo simpático. —Y cualquier cosa que él hubiera podido responder a eso (no se le ocurrió nada) quedó ahogada en el ruido del agua cuando ella tiró de la cadena.

La Puerta del Cuerno

Los preparativos del lecho común fueron un puro regocijo (él sugirió en broma que podían dormir con una espada desnuda entre los dos, y a ella, que nunca había oído hablar de nada semejante, le había hecho muchísima gracia), pero cuando la locomotora quedó al fin inmóvil y la obscuridad los envolvió, Auberon la oyó llorar, quedamente, ahogando las lágrimas, distante en la mitad del lecho que le había tocado en el reparto.

Auberon había supuesto que ninguno de los dos dormiría esa noche; no obstante, al cabo de una búsqueda larga y agitada, de este lado y del otro, después de haberse quejado (¡Ay! ¡Ay!) en voz baja varias veces, como si sus propios pensamientos la amedrentaran, Sylvie acabó por encontrar un camino hacia la Puerta de Cuerno; las lágrimas se habían secado en sus pestañas renegridas: dormía. En sus forcejeos, había enrollado las mantas tortuosamente alrededor de su cuerpo, y Auberon, que ignoraba que una vez traspuesto el umbral estaría como muerta durante varias horas, no se atrevía a tironear de ellas demasiado. Para dormir, Sylvie se había puesto una camiseta, de esas que se fabrican en serie como souvenirs para los hijos de los turistas, y que llevan burdamente impresas en colores chillones cuatro o cinco atracciones de la Gran Ciudad; eso, y unos calzones diminutos, unos trocitos de seda negra y un elástico, no más grande que una venda para los ojos. Durante largo rato, mientras la respiración de Sylvie se volvía más regular y acompasada, él permaneció despierto a su lado. Se durmió un momento, y soñó que la camiseta de niña que ella llevaba, y su tremenda desesperación, y las ropas y mantas de la cama, se trenzaban, protectoras, alrededor de su cuerpo moreno, y que la deliberada e intensa eroticidad de sus casi inexistentes prendas interiores era una adivinanza. Se rió, en sueños, al comprender los sencillos juegos de palabras contenidos en esas prendas, y la respuesta sorprendente, pero obvia, y su propia risa lo despertó.

Furtivamente, como una de las gatas de Llana Alice cuando trataba de buscar el calor de un cuerpo sin perturbar al que dormía, su brazo se abrió un lento camino por debajo de las mantas y por encima de ella. Durante largo rato permaneció así, cauteloso e inmóvil. Y, durmiéndose a medias, volvió a soñar, esta vez que su brazo, en contacto con el de ella, se le iba transformado lentamente en oro. Se despertó, y descubrió que lo tenía dormido, pesado e inerte; lo retiró, picoteado por agujas y alfileres; se lo acarició, olvidando por qué éste y no el otro se le antojaba tan valioso; se durmió otra vez; se volvió a despertar. Sylvie, a su lado, se había vuelto inmensamente pesada, parecía pesar en su mitad de la cama como un tesoro, más prodigioso por lo compacto que era, y más prodigioso aún porque no tenía conciencia de serlo.

Cuando al fin se durmió, esta vez de verdad, no soñó, sin embargo, con nada que tuviera relación con la Alquería del Antiguo Fuero: soñó con su niñez, con Bosquedelinde y con Lila.

Capítulo 3

Un pensamiento, una gracia, un milagro siquiera que ninguna virtud pueda condensar en palabras.

Marlowe, Tamburlaine

La casa en la que se crió Auberon no era la misma casa en la que se había criado su madre. Desde que Fumo y Llana Alice tomaran posesión —los directores naturales de una familia compuesta por sus hijos y los padres de Alice—, las riendas de un antiguo orden se habían aflojado. A Alice le encantaban los gatos, que a su madre nunca le habían inspirado simpatía, y a medida que Auberon crecía, el número de gatos en la casa se incrementaba en progresión geométrica. Dormían apiñados delante de las chimeneas encendidas, su pelusa llevada por el aire cubría los muebles y las alfombras como una escarcha seca y permanente, sus caritas diabólicas espiaban a Auberon, cautelosas, desde los rincones más inverosímiles. Había una atigrada cuyo pelaje rayado le dibujaba unas feroces cejas falsas por encima de los ojos, dos o tres negros, una blanca a manchas rojas complejas y dispersas como un entreverado tablero de ajedrez. En las noches frías Auberon se despertaba a menudo oprimido, se revolvía bajo las mantas, y arrancaba dos o tres cuerpos apretujados, compactos, de un voluptuoso, extático deleite.

Lilas y luciérnagas

Además de los gatos, estaba Chispa, el perro. Descendía de una larga línea de perros que parecían todos (eso decía Fumo) hijos naturales de Buster Keaton: unas manchas claras encima de los ojos de Chispa, le conferían la misma expresión levemente reprobadora, enormemente alerta, cariacontecida. Siendo ya fabulosamente viejo, había preñado a una prima visitante y engendrado tres canes anónimos, además de un nuevo Chispa; una vez asegurada su descendencia, se había apoltronado en el sillón favorito del doctor, delante del fuego, por el resto de sus días.

Sin embargo, no era tan sólo que los animales (y el doctor se expresaba bien a las claras sin siquiera mencionar su antipatía por los animales domésticos) desplazaran al doctor y a Ma de su sitio en la casa. Era como si (y sin que perdieran por ello posición ni dignidad), llevados por una vertiginosa y creciente marea de juguetes, migas de galletitas, natillas, pañales, curitas y literas, se fueran alejando silenciosamente hacia el pasado. Mamá, desde que también su hija era una mamá, pasó a ser Mamá Bebeagua, más tarde Mamá B., y por último Mambé, cosa que ella no pudo menos que sentir como una especie de promoción forzosa, injusta para quien siempre había servido en filas duro y bien. Y con el correr de los años, los numerosos relojes de la casa empezaron Comoquiera a canturrear desincronizados, pese a que el doctor, las más de las veces con uno o dos nietos pegados a sus rodillas, solía ponerlos en hora, y darles cuerda, y escrutar a menudo sus mecanismos.

También la casa envejecía, en lo esencial con gracia, y con el corazón todavía robusto, si bien hundiéndose por aquí y flaqueando por allá; su manutención era una tarea inmensa y de nunca acabar. En los contornos, fue menester clausurar algunos aposentos: una torrecilla, una extravagancia, un invernáculo todo de cristal, cuyos paneles de azúcar cande, desprendidos losange tras losange del merengue de hierro forjado en el que los incrustara John Bebeagua, yacían desparramados por el suelo entre los tiestos de las flores. De los numerosos jardines y canteros de flores de la casa, fue el de la huerta el que soportó la ruina más lenta, la decadencia más prolongada. Pese a que el enjalbegado se desconchaba en copos del primoroso porche tallado, pese a que los peldaños se hundían y el sendero de lajas había desaparecido bajo la romaza y el diente de león que lo invadían, musculosos, por entre las grietas, la tía abuela Nube cuidó de él mientras pudo, y en los arriates siempre había flores. Tres manzanos silvestres habían crecido en el fondo de la huerta, y envejecido, robustos y nudosos; cada otoño desparramaban por el suelo sus frutos para embriagar a las avispas al tiempo que se pudrían. Mambé hacía jalea con una parte de ellos. Con el tiempo, cuando Auberon se convirtió en un coleccionista de palabras, la palabra «silvestre» siempre le evocaba el recuerdo de aquellas manzanitas anaranjadas y rugosas que se amustiaban en su acritud inútil entre las malezas.

Auberon se había criado en el jardín. Cuando llegó por fin aquella primavera en la que Nube decidió que intentar cuidar de él con su espalda y sus piernas en el estado en que se hallaban, y fracasar, sería aún más doloroso que dejarlo crecer a su capricho, Auberon empezó a sentirse allí mucho más a gusto. Ya no le estaba prohibido pisar los parterres de flores. Y así, abandonados a su suerte, el jardín y sus edificios cobraron algo del encanto de una ruina: en el cobertizo con olor a tierra las herramientas cubiertas de polvo parecían remotas, y las arañas hilaban sus telas en los orificios de las regaderas otorgándoles la antigüedad fabulosa de los cascos de un tesoro enterrado. La bomba siempre había tenido para él esa fascinación de lo arcano, lo bárbaro, con sus ventanas diminutas y su techo picudo y sus aleros y cornisas en miniatura. Era un santuario pagano, y la bomba de hierro era el crestudo ídolo de larguísima lengua. Solía pararse de puntillas para alcanzar el émbolo y levantarlo y bajarlo con todas sus fuerzas en tanto el ídolo tosía broncamente, hasta que algo se le atascaba en la garganta en el momento en que el émbolo se topaba con una misteriosa resistencia, y él tenía entonces que empinarse hasta casi perder pie para bajarlo, y una y otra vez, y de pronto, sin ahogos, repentina, mágicamente liberada, el agua empezaba a fluir por la ancha lengua de la bomba, y a desparramarse, en una lámina continua, límpida y tersa, sobre las carcomidas piedras del suelo.

En aquel entonces, el jardín era inmenso a sus ojos. Visto desde el puente ancho y apenas ondulado del porche, se extendía como un paisaje marino hasta los manzanos silvestres, y desde allí como una exuberante marejada de flores y de malezas indomables, hasta el muro de piedra y el portalón cerrado para siempre que daba acceso al Parque. Era un mar y una selva. Sólo él, que podía andar en cuatro patas por debajo de las enramadas, sabía qué había sido del sendero de lajas, por donde corrían, secretas, las piedras grises, frías y tersas como el agua.

De noche, había luciérnagas. A Auberon siempre lo tomaban por sorpresa: cómo podía ser que, en un momento, pareciera no haber ninguna, y entonces, cuando el crepúsculo se trocaba en azul, y él alzaba la vista de algo —una topera, como ser, en lento, paulatino proceso de construcción— que había estado mirando absorto, ya estuviesen allí, luminosas contra el terciopelo de la obscuridad.

Hubo cierta tarde en la que decidió que se quedaría en el porche hasta que el día se hiciera de noche, y sentarse a esperar, esperar y nada más, y descubrir la primera que se encendiese, y la siguiente, y la otra, acuciado por un ansia de totalidad que lo consumía, que siempre habría de consumirlo.

Los escalones del porche tenían aquel verano la altura justa de un trono para él, y allí se sentó, las suelas de sus zapatillas bien plantadas, atento, sí, pero no a tal extremo que no observara el nido de aguador perfectamente modelado en las vigas del porche, o la voluta plateada del humo de un avión de reacción; hasta tarareaba las palabras sin sentido de una onomatopeya de la luz crepuscular. Durante todo ese rato había estado en acecho, y sin embargo fue Lila quien, a la larga, vio la primera luciérnaga.

—Ahí —dijo con su vocecita pedregosa; y allá, en medio de la jungla de los helechos, la lucecita se encendió como creada por el dedo con el que ella la señalaba. Cuando se encendió la siguiente, la señaló con un dedo del pie.

Lila no usaba zapatos, nunca, ni siquiera en invierno, tan sólo un vestido azul sin mangas ni cinturón que le llegaba hasta la mitad de los muslos satinados. Cuando Auberon se lo dijo a su madre, ella le había preguntado si Lila nunca tenía frío, y él no había sabido qué contestar; aparentemente no, puesto que nunca tiritaba, era como si aquel vestidito azul fuese completo, total, que ella no necesitara ninguna otra protección; su vestido, a diferencia de las camisas de franela que él usaba, era parte de ella, no una cosa que uno se ponía para abrigarse o disfrazarse.

Y toda la población de luciérnagas empezó a cobrar vida. Cada vez que Lila señalaba y decía «ahí», otra o muchas más encendían sus pálidos candiles, de un blanco verdoso como el botón fosforescente de la perilla del lavabo de su madre. Cuando estuvieron todas presentes, cuando fueron ellas la única fuente de luz en un jardín que se había tornado vago, incoloro y espeso, Lila empezó a trazar círculos con un dedo en el aire, y las luciérnagas, lentamente, a saltitos, como indecisas, se fueron congregando allí, en el aire, donde Lila señalaba; y cuando estuvieron todas reunidas se pusieron a bailar, en la dirección del dedo de Lila, un círculo centelleante, una solemne pavana. Auberon casi podía oír la música.

—Lila hizo bailar a las luciérnagas —le dijo a su madre cuando al fin volvió del jardín. Giraba el dedo en el aire, como lo hiciera Lila, y zumbaba bajito.

—¿Bailar? —dijo su madre—. ¿No te parece que es hora de que te vayas a la cama?

—Lila se queda levantada —dijo él, no comparándose con ella (para ella no había reglas) sino tan sólo solidarizándose con ella: aun cuando tuviera que irse a la cama, sin ninguna razón, si todavía la luz azul bañaba el cielo y no todos los pájaros se habían ido a dormir, él sabía de alguien que no lo haría; que se quedaría en el jardín hasta tarde en la noche, o se pasearía por el Parque y vería los murciélagos, y que nunca dormía si no quería hacerlo.

—Pídele a Sophie que te prepare el baño —dijo su madre—. Dile que yo subiré dentro de un minuto.

Él la miró un momento, pensando si no debería protestar. Bañarse era otra de las cosas que Lila nunca hacía, aunque a menudo se sentaba en el borde de la bañera y lo observaba, silenciosa e inmaculada. Su padre hizo crujir las hojas del periódico y carraspeó, y Auberon, un soldadito obediente, salió de la cocina.

Fumo puso el periódico encima de la mesa. Llana Alice se había quedado en silencio delante del fregadero, el paño de cocina en la mano, la mirada ausente.

—Muchos niños tienen amigos imaginarios —dijo Fumo—. O hermanos y hermanas.

—Lila —dijo Alice. Suspiró y levantó una taza; miró las hojitas de té en el fondo como si quisiera leer algo con ellas.

Eso es un secreto

Sophie le concedió un patito. A menudo era más fácil obtener de ella esos favores, no porque fuese necesariamente más bondadosa sino porque estaba menos alerta que su madre, y no siempre parecía prestarle demasiada atención. Cuando Auberon estuvo sumergido hasta el cuello en la bañera gótica (lo bastante grande como para que pudiera nadar en ella), Sophie desenvolvió un patito de su paquete de papel de seda. Auberon vio que aún quedaban cinco en la caja compartimentada.

Los patitos estaban hechos con jabón de Castilla, decía Nube, que los había comprado para Auberon, y por eso flotaban. El jabón de Castilla, decía Nube, es muy puro, y no hace escocer los ojos. Los patitos estaban perfectamente modelados, de un amarillo limón pálido que sin duda le parecía muy puro a Auberon, y eran tan suaves que le inspiraban un sentimiento inexpresable, una mezcla de devoción e intenso placer sensual.

—Es hora de que empieces a lavarte —dijo Sophie. Él puso el patito a flote, mientras imaginaba un sueño irrealizable: poner a flote los cinco patitos amarillos a la vez, sin preocuparse, una flotilla de excelsa, suave, tallada pureza—. Lila hizo bailar a las luciérnagas —dijo.

—¿Mmm? Lávate bien detrás de las orejas.

¿Por qué, se preguntó, o más bien no llegó a preguntárselo, siempre le ordenaban que hiciera una cosa u otra cada vez que mencionaba a Lila? Una vez su madre le había sugerido que sería mejor que no le hablara mucho de Lila a Sophie, porque podía entristecerla; pero a él le parecía que con que tuviera el cuidado de hacer la aclaración era suficiente:

—No tu Lila.

—No.

—Tu Lila desapareció.

—Sí.

—Antes de que yo naciera.

—Así es.

Lila, sentada en el trono episcopal, se limitaba a mirar a uno y a otra, aparentemente impasible, como si nada de eso le concerniera. Había un montón de enigmas que intrigaban a Auberon a propósito de las dos Lilas —¿o eran tres?—, y cada vez que la de Sophie aparecía en sus pensamientos un nuevo enigma emergía en el intrincado matorral. Pero sabía que había secretos que a él jamás le contarían, aunque sólo con los años, al crecer, empezaría a dolerle ese silencio.

—Betsy Pájaro se va a casar —dijo—. Otra vez.

—¿Cómo sabes eso?

—Tacey lo dijo. Lily dijo que se va a casar con Jerry Espino. Lucy dijo que va a tener un bebé. Ya. —Imitaba el tono intrigado, levemente reprobador de sus hermanas.

—Vaya. La primera noticia que tengo —dijo Sophie—. Vamos, sal.

Abandonó al patito con resignada tristeza. Ya sus facciones nítidamente talladas habían empezado a desdibujarse; en los baños futuros perdería los ojos, luego las facciones, el pico ancho se adelgazaría como el de un gorrión, y después, ya ni siquiera eso; luego, también perdería la cabeza (él tendría el cuidado de no quebrarle el cuello cada vez más fino, no quería interferir en su disolución); y por último, informe, ya no más un patito, apenas el corazón de un patito, todavía puro, todavía a flote.

Sophie, bostezando, lo restregó con la toalla. Su hora de irse a dormir solía ser más temprana que la de Auberon. A diferencia de su madre, ella siempre le dejaba ciertas partes del cuerpo mojadas, el dorso de los brazos, los tobillos.

—¿Por qué tú nunca te casas? —preguntó él. Eso podría acaso resolver uno de los problemas acerca de una de las Lilas.

—Nadie me lo ha pedido, nunca.

Eso no era cierto.

—Rudy Torrente te pidió que te casaras con él. Cuando se murió su mujer.

—Yo no estaba enamorada de Rudy Torrente. Y en todo caso, ¿cómo te has enterado de eso?

—Me lo contó Tacey. ¿Estuviste enamorada alguna vez?

—Una.

—¿De quién?

—Eso es un secreto.

Libros y una batalla

Pese a que cuando desapareció su Lila Auberon tenía más de siete años, hacía tiempo en ese entonces que había dejado de mencionar a nadie su existencia. De mayor, solía preguntarse si esos niños que tienen amigos imaginarios no los tendrán un tiempo más largo del que admiten tenerlos. Después que el niño ha cesado de insistir en que se ponga en la mesa un plato para su amigo, que nadie se siente en la silla que él ocupa, ¿sigue acaso teniendo cierta relación con él? Y el amigo imaginario, ¿se va desvaneciendo sólo paulatinamente, una presencia cada vez más espectral a medida que el mundo real se vuelve más real, o será lo habitual, quizá, que un cierto día desaparezca, y que uno no lo vuelva a ver nunca más como en el caso de Lila? Las personas a quienes lo preguntaba le aseguraban que ellas no recordaban absolutamente nada de todo eso. Pero Auberon pensaba, sin embargo, que quizá albergasen todavía a esos pequeños fantasmas del pasado, acaso con vergüenza. ¿Por qué, al fin y al cabo, tenía que ser él el único que conservara un recuerdo tan vivido?

Ese cierto día fue un día de junio; claro, como el agua, en pleno verano, el día del paseo campestre, el día en que creció Auberon.

Había pasado la mañana en la biblioteca, tumbado en el sofá, el cuero frío contra el dorso de las piernas. Estaba leyendo; no hubo ninguna época en la que a Auberon no lo fascinara la lectura; la pasión había comenzado mucho antes de que aprendiera realmente a leer, cuando solía sentarse junto al fuego con su padre o su hermana Tacey, y daba vuelta, cuando ellos las volvían, las páginas incomprensibles, pobres en figuras, sintiéndose indeciblemente feliz y en paz. Aprender a descifrar las palabras había sido tan sólo un placer añadido al que le deparaba el mero hecho de sostener los lomos y volver las páginas, de calcular la duración total del viaje pasando las hojas velozmente con la yema del pulgar, de contemplar embelesado las portadas. ¡Libros! Abrirlos con el leve crujido, el perfume añejo de la vieja cola; cerrarlos con un golpe seco. Le gustaban grandes; le gustaban viejos; le gustaban más si eran varios volúmenes, como los trece en uno de los anaqueles inferiores, pardo-dorados, misteriosos, de la Roma Medieval de Gregorovius. Aquéllos, los grandes, los viejos, por su naturaleza misma contenían secretos; a su edad, pese a que cada frase, cada capítulo eran objeto de un escrutinio minucioso (no era un picaflor), no podía captar del todo esos secretos, comprobar que los libros eran (como al fin y al cabo lo son la mayoría) tediosos, anticuados, banales. Por encima de todo, conservaban su magia. Y siempre había más en los atestados anaqueles, los volúmenes ocultos seleccionados por John Bebeagua no menos atrayentes para su tataranieto que las colecciones que comprara por metro para llenar las estanterías. El que sostenía en ese momento era la última edición de La arquitectura de las casas quintas, de John Bebeagua. Lila, aburrida, revoloteaba de un rincón a otro de la biblioteca adoptando posturas variadas, como si jugara consigo misma a las estatuas.

—Hey —dijo Fumo, asomándose por la puerta de la biblioteca abierta de par en par—. ¿Qué haces aquí ratoneando? —La palabra era de Nube.— ¿No has salido al jardín? ¡Qué día! —No obtuvo otra respuesta que el susurro imperceptible de una página dada vuelta lentamente. Desde donde se hallaba, Fumo sólo podía ver la nuca esquilada de su hijo (un corte de pelo obra del propio Fumo) con sus dos tendones pronunciados y un huequecito vulnerable entre ellos, y la parte superior del libro; y dos pies cruzados encerrados en las enormes zapatillas de goma. No tenía necesidad de mirar para saber que Auberon llevaba una camisa de franela abotonada en las muñecas, jamás usaba otras, ni se desabrochaba los puños, hiciera el tiempo que hiciese. Sintió una especie de piedad impaciente por su hijo.— Hey —dijo una vez más.

—Papá —dijo Auberon—. ¿Es verdad este libro?

—¿Qué libro es ése?

Auberon lo levantó, moviéndolo de un lado a otro para que su padre pudiera ver las cubiertas. Fumo experimentó una súbita, intensa emoción: había sido un día como éste —quizá este mismo día del año, sí— aquel en que tiempo atrás él abriera ese libro. No lo había vuelto a mirar desde entonces. Pero ahora conocía muchísimo mejor su contenido.

—Bueno, «verdad» —dijo—, «verdad», no sé muy bien lo que tú entiendes por «verdad». —Cada vez que repetía la palabra, las invisibles comillas de la duda se volvían más nítidas.— Tu tatarabuelo lo escribió, un poco con la ayuda de tu tatarabuela… y de tu tatarabuelo.

—Hm. —A Auberon no lo intrigaba eso. Leyó: —«El Allá es un reino precisamente tan vasto como éste, que no debiera ser…» —titubeó— «… reducible en virtud de ninguna expansión, ni expansible en virtud de ninguna contracción, de éste, el Acá: no obstante, es indudable que ciertas incursiones a ese reino en épocas recientes, y eso que nosotros llamamos el Progreso, y la expansión del Comercio, y el ensanchamiento de los dominios de la Razón, han inducido una fuga de esas gentes hacia el interior de sus fronteras; de manera tal que si bien tienen (en virtud de la naturaleza misma de las cosas deben tener) un espacio infinito hacia el cual retirarse, sus antiguos feudos han sido considerablemente reducidos. ¿Están indignados por ello? Nosotros no lo sabemos. ¿Alientan propósitos de venganza? ¿O están, por ventura, como el Indio Piel Roja, como el salvaje africano, tan debilitados, tan amilanados, tan reducidos numéricamente, que habrán de ser a la larga…» —otra difícil— «… extirpados por completo y para siempre; y no porque no les quede sitio alguno adonde huir, sino porque las pérdidas, tanto de territorio como de soberanía, que nuestra rapacidad les ha infligido, sean agravios demasiado duros de sobrellevar? Nosotros no lo sabemos, no todavía…»

—¡Qué frase! —dijo Fumo. Tres místicos hablando a la vez resultaban en una prosa un tanto densa.

Auberon bajó el libro de delante de su cara.

—¿Es verdad? —preguntó.

—Bueno —dijo Fumo, sintiéndose torpe y confundido como un padre ante un hijo que exige que se le expliquen los misterios del sexo y de la muerte—. En realidad, no lo sé. No sé si lo entiendo, realmente. De todos modos, no soy la persona más indicada…

—Pero es inventado —insistió Auberon. Una pregunta simple.

—No —dijo Fumo—. No, pero hay dos cosas en el mundo que sin ser inventadas tampoco son exactamente ciertas, no verdades como que el cielo está arriba y la tierra abajo, y que dos y dos son cuatro, cosas como éstas… —Los ojos del niño, clavados en él, no se conformaban con esta casuística. Fumo pudo ver eso.— Escucha —dijo—, ¿por qué no se lo preguntas a tu madre o a tía Nube? Ellas saben mucho más que yo de todo esto. —Asió el tobillo de Auberon.— Arriba. Ya sabes que hoy tenemos el famoso picnic.

—¿Qué es esto? —dijo Auberon, que acababa de descubrir el mapa o plano de papel de seda encañonado en la contratapa del libro. Empezó a desplegarlo, al principio confundiendo los viejos dobleces, y uno de ellos se desgarró un poquito; y entonces, por un instante apenas, Fumo vio claro en la mente de su hijo; vio la expectativa de las revelaciones que promete cualquier mapa o diagrama, y éste más que ninguno; vio el ansia de claridad y de conocimiento; vio la aprehensión (en todos los sentidos) de lo ignoto, de lo hasta ahora secreto, lo a punto de salir a la luz.

Auberon tuvo al fin que bajarse del sofá y poner el libro en el suelo para abrir el plano y poder extenderlo en su totalidad. Crepitaba como un fuego. El tiempo había horadado en él agujeros diminutos, en aquellas partes en que los dobleces se cruzaban unos con otros. A Fumo le pareció ahora muchísimo más viejo que quince o dieciséis años atrás, cuando lo había visto por primera vez, y complejo como entonces le pareció, más recargado de figuras y trazos que como él lo recordaba. Pero era (tenía que ser) el mismo. Cuando fue a arrodillarse al lado de su hijo (que ya lo estaba estudiando con profunda atención, los ojos brillantes, los dedos recorriendo los trazos) comprobó que no lo entendía ahora mejor que entonces, pese a que en todos esos años había aprendido (¿había aprendido algo más? Oh, mucho) cómo desentenderse mejor del hecho de no haberlo entendido.

—Me parece que yo sé lo que es esto —dijo Auberon.

—¿De veras?

—Es una batalla.

En los viejos libros de historia, Auberon había estudiado los mapas: esos bloques oblongos identificados por banderitas diminutas, dispuestos a través de un paisaje cebrado de líneas topográficas; bloques grises enfrentados a una disposición aproximadamente simétrica de bloques negros (los malos). Y en otra página el mismo paisaje horas más tarde: algunos de los bloques escorados, penetrados por los bloques enemigos, hendidos por la cabeza de flecha de su vanguardia; otros en visible retroceso y siguiendo la cabeza de flecha de una retirada; y los bloques a rayas diagonales de algún aliado apareciendo tardíamente por uno de los flancos. El gran mapa pálido extendido en el suelo de la biblioteca era más difícil de interpretar que aquellos otros; era como si el desarrollo completo de una inmensa batalla (Posiciones al Amanecer; Posiciones a las dos y media de la tarde; Posiciones a la Puesta del Sol) estuviera expresado allí todo a la vez, las retiradas superpuestas a los avances, las filas en ordenada formación a las desmembradas. Y las líneas topográficas, no ondulantes y curvas, siguiendo las elevaciones y declives de cualquier campo de batalla, sino regulares, entrecruzadas; tantas geometrías alterándose sutilmente unas a otras al entrelazarse, que el conjunto hacía aguas como el muaré, y el ojo que lo avizoraba se extraviaba en laberintos de perplejidad. ¿Es recta esta línea? ¿Es curva esta otra? Y aquí, ¿hay círculos concéntricos o es una espiral continua?

—Hay una leyenda —dijo Fumo, sintiéndose cansado.

Había una, sí. Y también había, Auberon lo vio, bloques de una tipografía diminuta, dispuestos explicativamente aquí y allá (regimientos de aliados perdidos), y los jeroglíficos de los planetas, y una rosa de los vientos, aunque no de direcciones, y una escala, aunque no en millas. La leyenda decía que las líneas gruesas limitaban el Acá, y las líneas finas el Allá. Pero no había forma de saber con seguridad cuáles eran realmente las gruesas, cuáles las finas. Al pie de la leyenda, en cursiva subrayada para realzar su importancia, había una nota: «Circunferencia = ninguna parte; punto céntrico = todas partes».

En serias dificultades, y a la vez de algún modo en peligro, parecióle de pronto, Auberon miró a su padre; y creyó ver en el rostro de Fumo, en sus ojos bajos (y ése sería el rostro de Fumo que más a menudo vería cuando soñara con él), una resignada tristeza, una especie de desilusión, como si dijera: «Bueno, yo traté de decírtelo, yo traté de impedir que llegaras tan lejos, yo intenté prevenirte; pero tú eres libre, y yo no tengo nada que objetar, sólo que ahora sabes, ahora ves, ahora la leche se ha derramado y se han roto los huevos, y la culpa es mía en parte y sobre todo tuya».

—¿Qué —dijo Auberon, sintiendo que un nudo le cerraba la garganta—, qué… qué es…? —Tuvo que tragar, y se encontró de pronto sin nada que decir. El mapa parecía hacer un ruido que le impedía oír sus propios pensamientos. Fumo lo asió por el hombro y lo levantó.

—Bueno, escucha —dijo. Tal vez Auberon había interpretado mal su expresión: de pie, frotando las rodilleras de su pantalón para quitarles las pelusas de la alfombra, parecía tan sólo aburrido, tal vez, probablemente.— De verdad, de verdad, no me parece que sea hoy el día más apropiado para esto, ¿sabes? Vamos, ven de una vez. Hoy nos vamos al picnic. —Hundió las manos en los bolsillos y se inclinó ligeramente sobre su hijo, ya en otra actitud.— Bueno, puede que a ti no te entusiasme terriblemente, pero creo que tu madre agradecería una pequeña ayuda, preparar las cosas. ¿Quieres ir en el auto o en bicicleta?

—En el auto —dijo Auberon mirando siempre al suelo, y, tratando de saber si se alegraba o por el contrario lo entristecía el hecho de que, aunque por un momento, apenas un momento, su padre y él se hubiesen aventurado al parecer juntos en comarcas extrañas, reanudaran ahora sus relaciones distantes. Esperó a que los ojos de su padre se apartaran de su nuca (donde los sentía clavados), a que sus pasos sonaran en el entarimado fuera de la biblioteca, antes de levantar la vista del mapa (o plano) que ahora se había vuelto menos fascinante, aunque no menos confuso, como un acertijo imposible de resolver. Lo volvió a plegar, cerró el libro, y en vez de colocarlo de nuevo en la estantería acristalada junto con sus antepasados y sus primos, lo escondió debajo de los faldones de una poltrona, de donde más tarde lo podría rescatar.

—Pero si es una batalla —dijo—, ¿cuál bando es cuál?

—Si es una batalla —dijo Lila, sentada en cuclillas en la poltrona.

La vieja geografía

Tacey se había adelantado al lugar que desde hacía algún tiempo habían elegido para el paseo campestre de ese año, volando por los caminos viejos y los senderos nuevos en su bien conservada bicicleta, seguida por Tony Cabras, para quien había solicitado un sitio como invitado. Lily y Lucy llegarían por otro camino, después de una visita matutina de cierta importancia que les había encomendado Tacey. Así pues, en la vetusta camioneta iban: Alice en el volante, junto a ella la tía abuela Nube, y Fumo del lado de la portezuela; atrás, el doctor y Mambé y Sophie; y más atrás aún, Auberon en cuclillas y el perro Chispa, que tenía la costumbre de pasearse sin cesar de un lado a otro mientras el coche estaba en movimiento (incapaz de aceptar, tal vez, el hecho de que el paisaje se deslizara veloz delante de su cara en tanto que sus patas permanecían quietas). También había un sitio para Lila, quien no ocupó ninguno.

—Tanagra escarlata —le dijo Fumo al doctor.

—No, un colirrojo —replicó el doctor.

—Negro, con la cola roja…

—No —dijo el doctor, levantando el índice—, la tanagra es toda roja, con las alas negras. El colirrojo es casi todo negro, con manchas rojas… —Se palmeó los bolsillos del pecho.

La camioneta se zarandeaba, cada una de sus juntas chirriando protestas, a lo largo del camino tortuoso y desparejo que conducía al sitio elegido para el paseo. Llana Alice aseguraba que era el incesante ir y venir de Chispa lo que mantenía en movimiento aquella antigualla (como lo pensaba el propio Chispa), y bien que se las había apañado, en los últimos años, para prestar servicios ante los cuales otros vehículos de su misma edad habrían respondido, ofendidos, con la inmovilidad y el silencio. El enchapado de sus flancos estaba descolorido y opaco como madera de resaca, y sus asientos de cuero tan surcados de finas arrugas como la cara de la tía Nube, pero su corazón se conservaba fuerte, y Alice le conocía sus pequeñas manías, las habría aprendido de su padre, que se las conocía todas y tan bien (pese a lo que de él opinaba George Ratón), como las de los petirrojos y las ardillas. Había tenido por fuerza que aprenderlas, para poder ir a hacer la compra, aquellas compras brobignagianas que su familia creciente requería. Aquéllos habían sido los tiempos de los pollos con seis patas, de los cajones de esto y las docenas de aquello, de la economía de dimensiones gigantescas, de las cajas de diez libras de detergente Drudge, las tinajas de aceite y los bidones de leche. La camioneta arriaba con todo, una y otra vez, y lo sobrellevaba todo casi con tanta paciencia como la misma Alice.

—¿Te parece, querida —dijo Mambé—, que vale la pena que vayas más lejos? ¿Crees que luego podrás salir?

—Oh, creo que aún podemos continuar un trecho —respondió Alice. Si iban en la camioneta era, sobre todo, a causa de la artritis de Mambé y de las viejas piernas de Nube. En los viejos tiempos…

Cruzaron por encima de una huella y todos, quien más, quien menos, salvo Chispa, fueron levantados de sus asientos; se internaban en un mar de fronda; Alice aminoró la marcha, oyendo casi el suave golpeteo de las sombras contra el capó y el techo del vehículo; en un dulce acceso de felicidad estival, se olvidó de los viejos tiempos. Una cigarra, la primera que oyeran aquel verano, entonó su semitono. Alice puso la palanca en punto muerto, y la camioneta, después de avanzar un corto trecho a la deriva, se detuvo sola. Chispa interrumpió su ir y venir.

—¿Podrás ir andando desde aquí, Ma? —preguntó Alice.

—Oh, desde luego.

—¿Nube?

Nube no respondió. El silencio y el verdor los habían sumido a todos en un repentino silencio.

—¿Qué? Ah, sí —dijo Nube—. Auberon me ayudará. Yo llevaré la retaguardia. —Auberon resopló una carcajada, y Nube también.

—¿No es éste —dijo Fumo cuando bajaban, de a dos y de a tres, por el sendero de tierra—, no es éste un camino… —movió la mano sobre el asa de la cesta de mimbre que transportaba a medias con Alice—, no vinimos por este camino cuando…?

—Sí —dijo Alice. Lo miró de reojo con una sonrisa—. Es éste. —Oprimió el asa de la cesta como si fuera la mano de Fumo.

—Ya me parecía —dijo él.

Los árboles que bordeaban las vertientes, coronando la hondonada del camino, habían crecido perceptiblemente, y no sólo en estatura: arropados en verdaderos mantos de hiedra, la corteza de sus troncos más espesa, habían crecido incluso en dignidad, en noble sabiduría arbórea, y el camino, en desuso durante tantos años, se poblaba ya con sus retoños.

—Por aquí, en alguna parte —dijo— había un atajo que conducía a los Bosques.

—Es verdad. El que nosotros tomamos.

La maleta de cuero que compartía con Alice le resbalaba por el hombro izquierdo y le entorpecía la marcha.

—Ese atajo ya no ha de existir, supongo —dijo. ¿La maleta de cuero? Si era una cesta de mimbre, la misma en la que Mambé había empacado años ha la merienda de la boda.

—No hay nadie ahora que lo cuide y lo mantenga despejado —dijo Alice, mientras volvía la cabeza para echar una ojeada a su padre y notar que también él miraba hacia los bosques—. Ni falta que hace. —Diez años haría ese verano que Amy y su esposo habían muerto.

—Lo que me asombra —dijo Fumo— es lo poco que recuerdo de esta geografía.

—Mmmmm —dijo Alice.

—No tenía ni la más remota idea de que ese camino corría por aquí.

—Bueno —dijo Alice—, a lo mejor no corre.

Con una mano rodeando los hombros de Auberon, la otra apoyada en un bastón pesado, Nube pisaba con cautela para esquivar las piedras del camino. En los últimos tiempos había adquirido el hábito de hacer un movimiento casi imperceptible pero constante de masticación con los labios, una especie de tic que, si sospechara que alguien pudiese notarlo, la abochornaría profundamente, razón por la cual ella misma se había persuadido de que nadie lo advertía (ya que, por lo demás, no podía evitarlo), aunque lo cierto era que todos lo advertían.

—Qué bien que estés dispuesto a bregar con tu vieja tía —dijo.

—Tía Nube —dijo Auberon—. Ese libro que escribieron tu padre y tu madre…, ¿lo escribieron ellos, tu padre y tu madre?

—¿Qué libro es ése, querido?

—Uno de arquitectura, sólo que no es de eso, en general.

—Yo creía —dijo Nube— que esos libros estaban bajo llave, bien guardaditos.

—Bueno —dijo Auberon, haciendo caso omiso de ese comentario—, ¿es verdad todo lo que dice?

—¿Todo qué?

Era imposible decir todo qué.

—Hay un plano, al final. ¿Es el plano de una batalla?

—¡Vaya! Nunca se me ocurrió que pudiera ser eso. ¿Una batalla? ¿Te parece eso a ti?

La sorpresa de Nube lo hizo sentirse menos seguro.

—¿Qué pensabas tú que era?

—No lo sabría decir.

Auberon esperaba al menos una opinión, una pista por vaga que fuese, pero Nube no decía nada, sólo mascaba y seguía andando trabajosamente por el camino; no le quedaba otro recurso que interpretar sus palabras no en el sentido de que ella no supiera realmente qué decir, sino que, Comoquiera, se trataba de algo prohibido.

—¿Es un secreto?

—¡Un secreto! Humm. —Otra vez la sorpresa, como si nunca en la vida hubiera pensado para nada en esas cosas.— ¿Un secreto, te parece? Bueno, bueno, a lo mejor eso es lo que es, justamente… Caray, nos están dejando atrás, ¿no?

Auberon renunció. La mano de la anciana le pesaba sobre el hombro. Más allá, donde el camino se elevaba y volvía a descender, los árboles gigantescos enmarcaban un paisaje de un plateado verdor; parecían inclinarse hacia él, exhibirlo extendiendo sus manos de follaje, ofrecerlo a los caminantes. Auberon y Nube vieron llegar a los otros a la cresta de la elevación, trasponer los portales del paisaje y penetrar en la claridad del sol, pasear una mirada en torno y, siguiendo camino cuesta abajo, desaparecer de la vista.

Colinas y Llanos

—Cuando yo era muchacha —dijo Mambé— solíamos hacer largas caminatas.

El mantel a cuadros alrededor del cual estaban sentados había sido tendido al sol, pero a esa hora se hallaba ya a la sombra del gigantesco arce solitario en cuyas cercanías habían acampado. El jamón, el pollo frito y una tarta de chocolate habían sufrido grandes estragos; dos botellas yacían en el suelo, y una tercera, inclinada, estaba casi vacía. Un escuadrón volante de hormigas negras acababa de llegar a la orilla del prado y estaba transmitiendo el mensaje a la retaguardia: buena nueva, suerte loca.

—Los Colinas y los Llanos —dijo Mambé— siempre mantuvieron contactos con la Ciudad. Colinas es mi apellido materno, ¿sabes? —le dijo a Fumo, que ya lo sabía—. Oh, era divertidísimo en los años treinta coger el tren para la Ciudad; almorzar, e ir a visitar a nuestros primos los Colinas. Bueno, los Colinas no habían vivido siempre en la Ciudad…

—¿Son ésos los Colinas —preguntó Sophie desde debajo del sombrero de paja, que se había inclinado sobre la cara para protegerla del generoso sol— que todavía están en Escocia?

—Ésa es otra rama —dijo Mambé—. Mis Colinas nunca tuvieron mucho que ver con los Colinas de Escocia. La historia es…

—La historia es larga —dijo el doctor. Levantó su copa de vino a la luz del sol (siempre insistía en que llevaran a los picnics copas y vajilla de verdad, el lujo de usarlas a cielo abierto convertía una merienda campestre en un festín) y observó el sol aprisionado en ella—. Y los Colinas de Escocia son los que salen ganando.

—No es así —dijo Mambé—. ¿Qué sabes tú cuál historia es la historia?

—Me lo contó un pajarito —dijo el doctor, divertido, conteniendo la risa. Se estiró, de espaldas contra el arce, y se inclinó el panamá (casi tan viejo como él) en posición de siesta. En los últimos años las reminiscencias de Mambé se habían vuelto más largas, más divagantes y más reiterativas a medida que sus oídos se volvían más sordos; pero a ella no le importaba que la pusieran en evidencia. Reanudó su historia.

—Los Colinas de la Ciudad —dijo dirigiéndose a todos— eran por cierto muy espléndidos. Claro que en aquel entonces no era nada del otro mundo tener una sirvienta o dos, pero ellos tenían legiones. Bonitas muchachas irlandesas. Marys y Bridgets y Kathleens. Tenían cada cuento… Bueno. Los Colinas de la Ciudad se extinguieron, o más o menos. Algunos se marcharon al Oeste, a las Rocosas. Menos una chica más o menos de la edad de Nora en aquel entonces, que se casó con un tal señor Burgos, y se quedaron. Fue una boda maravillosa, la primera en que yo lloré. Ella no era bonita, ni una jovencita inexperta, y ya tenía una hija de un marido anterior, ¿cómo era que se llamaba?, que no le había durado, así que ese hombre Burgos, ¿cuál era su nombre de pila?, fue una pesca milagrosa, oh, caramba, no se puede hablar de esta forma hoy en día, ¿no?, y todas esas doncellas con sus uniformes almidonados, felicidades, 'ñora, felicidades, 'ñorita. Su familia estaba tan contenta con su…

—Todas las Colinas —acotó Fumo— bailaban de alegría.

—…y fue la hija de ellos, o mejor dicho la hija de ella, Phyllis, ya lo veis, quien más adelante, más o menos en la época en que me casé yo, conoció a Stanley Ratón, que es como esa familia y mi familia se emparentan de una manera indirecta. Phyllis. Que era una Colina por parte de madre. La madre de George y Franz.

Parturient montes —zumboneó Fumo hacia el vacío— et nascetur ridiculas mus.

Mambé meneó la cabeza, pensativa.

—Claro que Irlanda era en aquel entonces un país espantosamente pobre…

—¿Irlanda? —El doctor alzó la cabeza.— ¿Cómo hemos llegado a Irlanda?

—Una de esas chicas, Bridget, me parece —prosiguió Mambé, consultando a su marido con los ojos—, ¿era Bridget o Mary?, casó después con Jack Colinas, cuando murió su mujer. Y bien, su esposa…

Fumo se arrastró sin hacer ruido, evadiéndose de la perorata de su suegra. Ya tampoco el doctor la escuchaba, ni la tía Nube, aunque si mantenían una actitud más o menos atenta, Mambé no se daría cuenta de la deserción. Auberon, sentado aparte con las piernas cruzadas, tenía un aire de preocupación (Fumo se preguntó si alguna vez había visto a su hijo con un aire que no fuera de preocupación) y hacía saltar en la mano, arriba, abajo, una manzana. Miraba tan fijamente a Fumo que éste se preguntó si no estaría por tirarle la manzana. Le sonrió, y pensó hacer un chiste, pero al ver que la expresión de su hijo no se había alterado, resolvió abstenerse. Levantándose, cambió una vez más de sitio. Sin embargo, no era a él a quien Auberon había estado mirando: Lila, instalada a media distancia entre su padre y él, le impedía ver la carta de Fumo, y la que observaba era la cara de ella, de Lila: veía en ella una expresión extraña, una expresión que a falta de una palabra mejor sólo podía calificar de triste, y se preguntaba qué le sucedería.

Sentándose al lado de Llana Alice, que se había tumbado sobre la hierba, con la cabeza apoyada en un montículo y los dedos entrelazados sobre el estómago lleno, Fumo arrancó de su vaina nuevecita y crujiente una espiga de juncia y mordió el dulzor desvaído del tallo.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—¿Qué? —Alice no abrió del todo los ojos soñolientos.

—Cuando nos casamos —dijo él—, ese día, ¿recuerdas?

—Mm-hum. —Alice sonrió.

—Cuando íbamos de un lado a otro saludando a la gente, y nos daban algunos regalos.

—Mm-hm.

—Y muchos, cuando nos daban alguna cosa, nos decían «Gracias». —La espiga rebotaba al ritmo de lo que estaba diciendo.— Lo que yo me preguntaba era por qué ellos nos daban las gracias, en vez de nosotros a ellos.

—Nosotros decíamos «Gracias».

—Sí, pero ¿por qué también ellos? Eso es lo que quiero decir.

—Bueno —dijo Alice, y calló un momento, pensativa. Eran tan pocas las preguntas que él había hecho en todos esos años, que las raras veces que hacía alguna ella elegía con cuidado la respuesta, para que él no se devanara los sesos si se quedaba con la espina. No porque él tuviera en realidad tendencia a devanarse los sesos, y Alice se preguntaba muchas veces por qué no la tendría—. Porque —dijo al cabo— la boda había sido prometida.

—¿De veras? ¿Y entonces?

—Y entonces ellos se alegraban de que tú hubieras venido. Y de que la promesa se cumpliera, así, tal cual.

—Ah.

—Y de que así, en lo sucesivo, todo habría de acontecer como tenía que acontecer. Al fin y al cabo tú no tenías por qué. —Puso una mano sobre la de él.— Tú no tenías ninguna obligación.

—Yo no veía las cosas de esa manera —dijo Fumo. Reflexionó un momento—. Pero ¿por qué les importaba tanto lo que había sido prometido? Si te lo habían prometido a ti.

—Bueno, tú sabes. Muchos de ellos son parientes, o algo así. De la familia, en realidad. Aunque se supone que no hay que decirlo. Quiero decir que son mediohermanos o hermanos de Papá, o hijos de sus hijos.

—Oh, sí.

—August.

—Oh, sí.

—Y bueno, ellos tenían cierto interés.

—Mm. —No era precisamente ésa la respuesta que él buscaba, pero Alice la había enunciado como si lo fuera.

—Aquí pesan mucho esas cosas —dijo ella.

—La sangre pesa, pesa más que el agua —dijo Fumo, aunque ese proverbio le había parecido siempre de lo más estúpido. Claro que la sangre pesaba más; ¿y qué? ¿Acaso el agua, menos pesada que la sangre, había creado alguna vez lazos de parentesco?

—Enmarañados —dijo Alice, cerrando los ojos—. Lila, por ejemplo. —Demasiado vino, demasiado sol, pensó Fumo, de lo contrario ella no habría dejado caer ese nombre tan a la ligera.— Una dosis doble, una prima doble, algo así. —Prima de ella misma.

—¿Qué quieres decir?

—Y bueno, tú sabes, primos de primos.

—No, no lo sé —dijo Fumo, intrigado—. ¿Por matrimonio, quieres decir?

—¿Qué? —Alice abrió los ojos.— ¡Oh! No. No, claro que no. Tú tienes razón. No. —Volvió a cerrar los ojos.— Olvídalo.

Él la miró. Pensó: sigue a una liebre y ten por seguro que harás saltar a otra; y mientras ves desaparecer a ésta fuera de tu vista, también la primera se te escapa. Olvídalo. Él podía olvidarlo. Se tumbó al lado de ella, con la cabeza apoyada en un brazo; en aquel momento, casi cabeza contra cabeza, estaban en una pose de enamorados: él un poco más arriba, contemplándola; ella regodeándose al calor del sol de su mirada. Se habían casado jóvenes; todavía eran jóvenes. Sólo viejos en amor. Se oyó una música. Fumo alzó los ojos. Sentada sobre una piedra, no del todo fuera del alcance de su oído, Tacey tocaba la flauta; de vez en cuando se interrumpía para recordar las notas, y para apartarse de la cara un largo rizo de pelo rubio. A sus pies estaba sentado Tony Cabras, con la expresión transfigurada de un converso a una religión que acabara de serle revelada, sin percatarse —sólo tenía ojos para Tacey— de que a pocos pasos de distancia Lily y Lucy cuchicheaban sobre él. ¿Era lógico, se preguntó Fumo, que una chica tan flaca como Tacey, y con unas piernas tan largas, usara esos pantaloncitos tan cortos y ceñidos? Los dedos de sus pies descalzos, ya bronceados por el sol, seguían el ritmo. Verdes crecen los juncos. Y en derredor bailaban todas las colinas.

Una mirada furtiva

Mientras tanto, también el doctor había escapado con disimulo de las divagaciones de su esposa, dejándola a solas con Sophie (que dormía) y con la tía abuela Nube (que también dormía, aunque Mambé no lo sabía). El doctor iba siguiendo, con Auberon, a una laboriosa caravana de hormigas que transportaba las vituallas al hormiguero: grande por cierto y recién construido, cuando lo descubrieron.

—«Reservas, víveres, inventario» —tradujo el doctor, con una expresión de plácido ensimismamiento, aguzando el oído a los rumores de la minúscula ciudad—. «Mucho ojo, desconfía. Ida y vuelta, carga máxima: jerarquías, altos mandos, cotilleos de oficina, no hagas caso, la cestona, escurre el bulto, carga el fardo a tu vecino; vuelta a filas, a las minas de salitre, en yunta al yugo, que va y que viene, a objetos perdidos. Mandamases, capataces, alcahuetes; los horarios, ficha entrada, ya te largas, pide baja.» ¡Tal cual! —El doctor se reía entre dientes.— ¡Tal cual!

Auberon, con las manos sobre las rodillas, observaba aquellos vehículos blindados en miniatura (vehículo y conductor integrados en una sola pieza, antena de radio incluida) que entraban y salían tambaleándose del hormiguero. Se imaginaba el congreso allá, en el interior, el incesante ir y venir en las tinieblas. De pronto entrevió algo, algo que había estado cobrando forma en el ángulo de su visión, una sombra, o una luz tal vez, hasta que se expandió lo bastante para que él pudiese notar su existencia. Alzó vivamente la cabeza, miró en derredor.

Lo que había visto, o más bien entrevisto, no era algo, una cosa, una presencia, sino la ausencia de una cosa. Lila había desaparecido.

—Pero eso sí, arriba, o abajo, en los aposentos de la Reina, las cosas son muy distintas —dijo el doctor.

—Sí, sí, me doy cuenta —dijo Auberon, mirando en torno. ¿Dónde? ¿Dónde estaba ella? Había a menudo largos períodos en los que él no notaba su presencia, pero siempre había contado con ella, siempre sabía que ella estaba allí, en alguna parte, cerca de él. Ahora, había desaparecido.

—Esto es muy interesante —dijo el doctor.

Auberon la divisó, de pronto: iba colina abajo, contorneando una arboleda que formaba una especie de antecámara del bosque. Lila volvió un momento la cabeza y, al notar que él la veía, se ocultó con presteza.

—Sí —dijo Auberon, mientras se alejaba, sigiloso.

—Arriba, en los aposentos de la Reina… —dijo el doctor—. ¿Qué ocurre?

—Sí —dijo Auberon y, con el corazón atenazado por un sombrío presentimiento, corrió, corrió hacia el lugar en el que la había visto desaparecer.

No la vio cuando entró en el hayedo. Ahora no sabía qué camino tomar, y un terror pánico se apoderó de él: esa mirada, la que ella le había lanzado cuando echó a correr hacia los bosques, había sido una mirada furtiva, la mirada de alguien que intenta huir. El bosquecillo de hayas, con su suelo apenas alfombrado y sus árboles espaciados como las columnas de un atrio, le ofrecía una docena de posibilidades.

De pronto la vio, la vio aparecer por detrás de un árbol, tan campante, hasta con un ramillete de violetas silvestres en la mano, y como si estuviera buscando otras en derredor para cogerlas. No se volvió a mirarlo, y Auberon, confundido, esperó, sin moverse, sabiendo en lo profundo que era de él de quien ella había huido, aunque ahora no pareciera estar huyendo, y enseguida desapareció otra vez: el ramillete había sido un señuelo para engañarlo, para que la aguardase, sin moverse, un momento demasiado largo. Corrió hacia el sitio en que ahora había desaparecido, sabiendo ya, mientras corría, que esta vez se había marchado para siempre, y no obstante llamándola a voces:

—¡No te vayas, Lila!

El bosque hacia el que ella había escapado era una intrincada espesura de zarzas y especies variadas, obscuro como una iglesia, y no le ofrecía a Auberon ninguna salida. Se zambulló en él a ciegas, trastabillando, arañado por las zarzas. Muy pronto, casi instantáneamente, se encontró en el corazón de El Bosque; nunca se había internado tanto: era como si se hubiese lanzado a través de una puerta sin advertir que ésta daba a la escalera de un sótano que lo precipitaría de cabeza hacia el vacío.

—¡No! —gritó, sintiéndose perdido—. ¡No te vayas! —Una voz imperiosa, una voz que él nunca había usado para hablar con ella, una voz que era inconcebible que ella pudiese desoír. Pero no le respondió ni el eco.— No te vayas —pidió otra vez, no ya en tono imperioso, aterrorizado en la obscuridad del bosque, y súbitamente más solo y desolado de lo que jamás su joven alma hubiera podido concebir—. ¡Por favor, Lila, no te vayas! ¡No te vayas! ¡Tú siempre fuiste mi único secreto!

Gigantescos, arrogantes, no tanto inquietos como interesados, los patriarcas se inclinaron, arbóreos, para observar al pequeño que tan repentina y violentamente había aparecido en sus feudos. Con las manos extendidas sobre las rodillas enormes, lo consideraron con curiosidad, hasta donde podía inspirarles curiosidad alguien o algo tan diminuto. Uno de ellos se llevó un dedo a los labios; en profundo silencio, mirones solapados, lo vieron tropezar entre los dedos de sus pies, y, ahuecando las manos enormes por detrás de sus orejas, escucharon con sonrisas maliciosas su llanto y sus gritos de dolor, que Lila sin embargo no podía escuchar.

Hermanas hermosas

«Queridos Padres», escribió Auberon en el Dormitorio Plegable (tecleando primorosamente con dos dedos en una viejísima máquina de escribir que había descubierto en la habitación). «Bueno. ¡Un invierno aquí, en la Ciudad, va a ser toda una experiencia! Por fortuna, no durará eternamente. Aunque hoy la temp. es de 25 y ayer nevó otra vez. Sin duda allá, en vuestros pagos, ha de ser peor, ¡ja, ja!» Después de esta exclamación jocosa, que enfatizó con la ayuda de la comilla simple y el punto, hizo una pausa. «De momento he ido dos veces a ver al señor Petty, de Petty, Smilodon amp; Ruth, los abogados del Abuelo, como sabéis, y ellos han tenido la amabilidad de darme a cuenta otro pequeño anticipo, aunque no demasiado, y no saben decir cuándo se aclarará de una buena vez este condenado embrollo. Bueno, yo estoy seguro de que todo saldrá bien, a la larga.» Él no estaba seguro, estaba furioso, le había gritado a esa autómata que el señor Petty tenía por secretaria, y poco faltó para que hiciera una pelotita con el cheque miserable y se lo tirase a la cara; pero el personaje que escribía la carta, con la lengua entre los dientes y los dedos tensos buscando las letras en el teclado, no hacía concesiones de esa índole. Todo iba a pedir de boca en Bosquedelinde; todo iba a pedir de boca también aquí. Punto y aparte. «Los zapatos que traía puestos se me han gastado ya casi por completo. Como sabéis, las cosas aquí están muy caras, y la calidad no es buena. Me pregunto si no podríais mandarme el par de botines que quedó en mi armario. No son muy elegantes, pero aquí de todos modos paso la mayor parte del tiempo trabajando en la Alquería. Ahora que ha llegado el invierno hay mucho que hacer, limpiar, llevar los animales al establo, y otras faenas por el estilo. George queda comiquísimo con sus galochas. Pero se ha portado muy bien conmigo y le estoy agradecido, aunque me han salido callos. Y hay otras personas agradables viviendo aquí.» Se detuvo, como al borde de un precipicio en el que estuviera a punto de caer, el dedo revoloteando por encima de la S. La cinta de la máquina era vieja y pardusca, las letras pálidas zigzagueaban, tamboleándose corno borrachas por arriba y abajo del reglón. Pero Auberon no quería exhibir su caligrafía degenerada ante los ojos de Fumo: en los últimos tiempos se había aficionado a los bolígrafos y otros vicios; y con respecto a Sylvie, ¿qué? «Entre ellos:» Repasó mentalmente los residentes habituales de la Alquería del Antiguo Fuero. Deseaba no haber tomado por ese camino. «Dos hermanas, que son puertorriqueñas y muy hermosas.» ¿Por qué demonios había escrito eso? Una ofuscación de antiguo agente secreto que habitaba en sus dedos. Echó el torso hacia atrás, ya sin ganas de seguir, y en aquel momento sonó un golpe en la puerta del Dormitorio Plegable, y Auberon sacó la hoja del rodillo (continuaría más tarde, aunque nunca lo hizo) y fue —dos pasos de sus largas piernas bastaron para salvar la distancia— a recibir a las dos hermosas hermanas puertorriqueñas empaquetadas en una sola, y toda suya, toda suya.

Pero quien estaba en el umbral (y pronto aprendería Auberon a no equivocarse, a no confundir la forma de llamar de Sylvie con ninguna otra, ya que ella en vez de golpear arañaba la puerta, o tamborileaba con las uñas sobre el panel: el llamado de un animalito que solicitaba entrar) era George Ratón. Traía colgado del brazo un abrigo de pieles y un sombrero de señora encasquetado en la cabeza, y dos bolsas de compras en las manos.

—¿Sylvie no está aquí? —preguntó.

—No, no de momento. —Ducho como era en todas las artimañas de una naturaleza reservada, Auberon había logrado evitar a George durante una semana en su propia alquería, yendo de un lugar a otro con la cautela y el sigilo de un ratón. Pero ahora lo tenía allí, delante de él. Nunca en su vida había experimentado un malestar semejante, un sentimiento de culpa tan terrible y flagrante, una sensación tan horrenda de que nada de cuanto pudiera decir, por muy trivial que fuese, dejaría de tener para el otro un sinfín de connotaciones dolorosas, hirientes, y que ninguna actitud, solemne, juguetona, casual, podría mitigar. ¡Y su anfitrión! ¡Su primo! ¡Lo bastante mayor como para ser su padre! Auberon, que rara vez en verdad percibía la realidad de los demás, sus emociones, sentía ahora lo que su primo debía de sentir, como si estuviera metido en su pellejo.— Ha salido. No sé adonde.

—Ah, ¿sí? Bueno. Todas estas cosas son suyas —puso las bolsas en el suelo y se sacó el sombrero. El pelo canoso se le paró en el cráneo, como erizado.— Hay algunas cosas más. Puede ir a buscarlas, si quiere. Bueno, un dolor de cabeza menos. —Dejó caer el abrigo de piel sobre la silla de terciopelo.— Epa, hombre. Tranquilo. No me pegues. Nada que ver conmigo.

Auberon se percató entonces de que había adoptado una postura rígida allí, en un rincón del cuarto, el rostro endurecido, incapaz de encontrar una expresión apropiada para la circunstancia. Lo que deseaba hacer era decirle a George que lo lamentaba, pero tenía al menos la lucidez suficiente para comprender que nada podía ser más insultante. Y además, no lo lamentaba, realmente no.

—Bueno, es una chica estupenda —dijo George, mirando en torno (los leotardos de Sylvie estaban colgados en el respaldo de la silla de la cocina, sus ungüentos y su cepillo de dientes en el fregadero)—. Una chica estupenda. Espero que seáis muy felices. —Le asestó a Auberon un puñetazo en el hombro, y le pellizcó la mejilla, desagradablemente fuerte—. Qué hijo de puta. —Sonreía, pero había destellos de furia en su mirada.

—Ella dice que tú eres maravilloso —dijo Auberon.

—¿Será cierto?

—Dice que no sabe qué habría hecho sin ti. Si no la hubieras dejado quedarse aquí.

—Sí. A mí también me ha dicho eso.

—Piensa que eres como un padre. Pero mejor.

—Como un padre, ¿eh? —George lo fulminó con sus ojos brillantes, renegridos, y sin dejar de mirarlo se echó a reír.— Como un padre. —Rió más fuerte, una risa violenta, entrecortada.

—¿Por qué te ríes? —preguntó Auberon, sin saber si también él tenía que reírse, o si era de él de quien se estaba riendo.

—¿Por qué? —Ahora George reía estrepitosamente.— ¿Por qué? ¿Qué demonios quieres que haga? ¿Que llore? —Echó hacia atrás la cabeza y, mostrando los dientes blancos, bramó de risa. Auberon no pudo menos que reír entonces, aunque inseguro, y cuando George lo vio reír, su propia risa decreció de intensidad. Prosiguió en risitas ahogadas, como las pequeñas olas que siguen a la rompiente—. Como un padre, sí. Eso sí que está bueno. —Fue hasta la ventana y contempló un momento el día riguroso. Soltó una última risita, cruzó las manos por detrás de la espalda y suspiró.— Bueno, es una chica maravillosa. Demasiado para un viejo pelmazo como yo. —Miró a Auberon por encima del hombro.— ¿Sabes que tiene un Destino?

—Eso dice ella.

—Sí. —Sus manos se abrían y cerraban contra su espalda—. Bueno, por lo que parece, yo no pinto en él. Por mí, mejor. Porque también hay un hermano en él, con un cuchillo, y una abuela y una madre loca… Y unos cuantos bebés. —Calló un momento. Auberon casi lloraba por él.— El bueno de George —dijo George—. Siempre se quedaba con los bebés. A ver, George, haz algo con éste. Reviéntalo. Tíralo. —Reía otra vez.— ¿Y se me agradece? Mierda si se me agradece. Tú, George, hijo de puta, tú reventaste a mi bebé.

¿De qué estaba hablando? ¿Se habría vuelto repentinamente loco de dolor? ¿Sería así, así de terrible perder a Sylvie? Con un escalofrío súbito recordó que la última vez que la tía abuela Nube le tirara las cartas le había predicho una chica morena, que lo querría porque sí, no por ninguna virtud que él poseyera, y que lo abandonaría también porque sí, no por ninguna falta que él fuera a cometer. En aquel momento había desechado la idea, puesto que estaba tratando de desechar todo cuanto tenía que ver con Bosquedelinde y sus profecías y sus secretos. También ahora la desechó, horrorizado.

—Bueno, tú sabes cómo son las cosas —dijo George. Sacó del bolsillo una libretita de notas con espiral y buscó algo en ella—. A ti te toca el ordeñe esta semana. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—De acuerdo. —Guardó la libretita.— Oye, escúchame. ¿Quieres un consejo?

Auberon no quería consejos, ni tampoco profecías. Se preparó para recibirlo. George lo observó un momento y luego paseó una mirada por la habitación.

—Ordena el cuarto —dijo. Le hizo una guiñada a Auberon—. A ella le gusta verlo arregladito. Coqueto, ¿sabes? —Un nuevo ataque de risa empezó a acometerlo, una risa que le burbujeó en el fondo de la garganta mientras sacaba de un bolsillo un puñado de alhajas y lo entregaba a Auberon, y un puñado de monedas de otro, que también le entregaba.— Y tú, estate siempre limpiecito —dijo—. Según ella, nosotros, la gente blanca, siempre tendemos a ser mugrientos. —Se encaminó hacia la puerta.— A buen entendedor… —agregó, y con una risita ahogada salió del cuarto. Auberon, todavía de pie, con las alhajas en una mano y el dinero en la otra, oyó a Sylvie cuando se cruzaba con George en el corredor; los oyó saludarse con una andanada de chanzas y besuqueos.

Capítulo 4

Suele ocurrir que un hombre no pueda recordar una cosa en cierto momento, pero puede buscar y encontrar aquello que desea recordar… Es por ello que algunos utilizan lugares para recordar, dado que el hombre pasa rápidamente de una idea a la siguiente: así, por ejemplo, de leche a blancura, de blancura a aire, de aire a humedad, después de lo cual evocará el otoño, suponiendo que fuera esa estación del año lo que trataba de recordar.

Aristóteles, De anima

Ariel Halcopéndola, la más insigne de los magos de esta era del mundo (digna émula, pensaba ella sin pecar de inmodestia, de muchos de los grandes que denominamos «el pasado», con quienes de tanto en tanto ella discurría), no poseía una bola de cristal; que la astrología fiduciaria era sólo un fraude, ella lo sabía, aunque podía servirse, para ciertos fines, de la antigua representación del firmamento; desdeñaba los hechizos y geomancias de toda especie, salvo en la extrema necesidad, y a los difuntos dormidos y sus secretos los dejaba dormir en paz. Su única Arte, su Arte Magna, y de nada más tenía necesidad, era la más sublime de todas las Artes, y no requería de instrumentos vulgares, ni del Libro, ni de la Vara del Mago, ni de la Palabra. Se la podía practicar (como lo estaba haciendo Halcopéndola cierta tarde lluviosa del invierno en que Auberon llegó a la Alquería del Antiguo Fuero), delante del fuego, con las piernas recogidas, y el té con tostadas al alcance de la mano. No requería de nada más que del recinto del cráneo de Halcopéndola; eso tan sólo, y una concentración y una aceptación de lo imposible que los santos habrían juzgado admirables y los maestros del ajedrez difíciles de alcanzar.

El Arte de la Memoria, tal como lo describen los antiguos autores, es un método mediante el cual la Memoria Natural con la que venimos al mundo puede desarrollarse y perfeccionarse en grado sumo, más allá de lo concebible. Los antiguos coincidían en que las imágenes vividas que se suceden en un orden estricto son las que se recuerdan con más facilidad. Por consiguiente, el primer paso para la construcción de una Memoria Artificial de gran poder (Quintiliano y otras autoridades están de acuerdo en este punto, aunque discrepan en otros) consiste en elegir un lugar: un templo, por ejemplo, o una calle urbana con tiendas y portales: cualquier espacio, en suma, cuyas distintas partes guarden entre sí un orden regular. El evocador aprende luego a conocer de memoria este lugar, al dedillo y bien, tan bien que pueda desplazarse por él rápidamente, hacia atrás, hacia delante, en cualquier dirección que desee. El paso siguiente consiste en crear imágenes vividas o símbolos de las cosas que desea recordar, cuanto más chocantes y subidas de tono mejor, según los expertos: una monja violada, por ejemplo, para la idea de Sacrilegio, o una figura encapuchada con una bomba para la de Revolución. Dichos símbolos se depositan luego en las distintas dependencias del Recinto de la Memoria, sus puertas, nichos, zaguanes, ventanas, armarios y otros espacios; al evocador sólo le resta ahora recorrer su Casa de la Memoria, en el orden que desee, y extraer de cada lugar la Cosa que simboliza la Noción que desea recordar. Como es lógico, cuantas más cosas desee uno recordar, más espaciosa deberá ser la Casa de la Memoria; aunque las más de las veces deja de ser un lugar concreto, real, ya que éstos suelen ser demasiado vulgares e inadecuados, y se transforma en una morada imaginaria, tan espaciosa y variada como sea capaz de crearla el evocador. A voluntad (y con la práctica) podrá agregarle tantas nuevas alas como desee, y variar los estilos arquitectónicos de acuerdo con la temática de los símbolos que vayan a contener. Había incluso técnicas más sutiles del sistema que permitían recordar no ya las Nociones sino, por medio de símbolos complejos y finalmente de simples letras, las palabras mismas. Así, un conjunto de sierra-perno-piedra de molino-hoz, si se los extrae del adecuado nicho de la memoria, evocan instantáneamente la palabra Dios. El procedimiento era inmensamente complicado y tedioso, y la invención del archivador hizo que se lo abandonara casi por completo.

El Arte de la Memoria

Sin embargo, los cultores más insignes del Antiguo Arte, cuanto más tiempo habitaban en sus Casas de la Memoria, descubrían en ellas ciertas propensiones extrañas, y los cultores modernos (o la cultora, más bien, puesto que sólo hay una con verdadero talento, y ella guarda el secreto) han sutilizado y complicado todavía más, por razones propias, el sistema.

Se había descubierto, por ejemplo, que las figuras simbólicas con expresiones vividas, una vez instaladas en sus sitios correspondientes, están expuestas a sufrir, mientras esperan ser convocadas, ciertas alteraciones sutiles. Aquella monja violada que simbolizaba Sacrilegio puede, cuando se la vuelve a ver al pasar, haber adquirido en la boca y los ojos una expresión depravada, y un toque de impudicia en su deshabillé que más parece, Comoquiera, provocativo que forzado. Y el Sacrilegio se transforma en Hipocresía, o adopta al menos algunos de sus aspectos; y así, el recuerdo que ella simboliza se altera quizá de formas instructivas. Además: a medida que la Casa de la Memoria crece, se producen conjunciones y perspectivas que su constructor no pudo haber concebido con antelación. Si le incorpora por necesidad una nueva ala, ésta deberá de algún modo colindar con la casa originaria; así, una puerta que antes daba a un jardín herboso podría, al abrirse de súbito al empuje de una ráfaga de viento, mostrar a su sorprendido dueño su hermosa galería nueva invadida por recuerdos recién instalados, provenientes, por así decir, del trastero, girando hacia la izquierda y mirando en la dirección equivocada —también instructiva—; y podría asimismo ocurrir que esa nueva galería fuese un atajo que conduce al iglú en el que alguna vez guardó, y luego olvidó, un invierno lejano.

Olvidó, sí: porque otra característica de las Casas de la Memoria es que su constructor y ocupante puede perder cosas en ella, como sucede en cualquier otra casa: el ovillo de cuerda que estaba seguro de haber guardado junto con los sellos postales y la cinta adhesiva en el cajón del escritorio, o en el armario del vestíbulo con el martillo, las tachuelas y el alambre para los cuadros, pero que cuando lo busca no está en ninguno de esos sitios. De la Memoria Natural u ordinaria las cosas pueden desvanecerse, pura y simplemente: uno ni siquiera se acuerda de que las ha olvidado. La ventaja de contar con una Casa de la Memoria consiste en que uno sabe con certeza que en ella, en alguna parte, tienen que estar.

Ésa era pues la razón por la cual Halcopéndola estaba ahora buscando y rebuscando algo en uno de los desvanes más antiguos de sus mansiones de la memoria, algo que había olvidado, pero sabía que estaba allí.

Había estado releyendo un ars memorativa de Giordano Bruno intitulada De Umbrisidearum, un enjundioso tratado sobre los símbolos, signos y emblemas que se han de utilizar en las formas más elevadas del arte. Su ejemplar de la edición príncipe tenía algunas notas marginales manuscritas con una impecable caligrafía cursiva, a menudo esclarecedoras, pero intrigantes las más de las veces. En una página en la que Bruno indica las diferentes categorías de símbolos que es menester utilizar para los distintos propósitos, el comentarista había acotado: «Como en las cartas del retorno de R.C., hay Personas, Lugares, Cosas, etc., cuyos emblemas o cartas son para recordar o predecir, y para el descubrimiento de mundos diminutos». Ahora bien, «R.C.» podía significar «Romano Católico», o quizá —aunque menos probable— «Rosacruz». Pero ese campanilleo que escuchaba, distante, desde allá, pensó Halcopéndola, donde antaño ella guardara su infancia lejana, era la resonancia de «personas, lugares y cosas».

Con cautela, pero con impaciencia creciente, avanzó a través de aquella miscelánea, su perro Chispa, un viaje a Rockaway, su primer beso; el contenido de los arcones la intrigaba, y se internaba en los inútiles corredores de las reminiscencias. En cierto lugar ella había guardado un cencerro viejo y oxidado: por qué, no tenía al principio ni la más vaga idea. Tentativamente, lo hizo sonar. Era el campanilleo que había escuchado, y al instante se acordó de su abuelo (a quien, ¡por supuesto!, el cencerro simbolizaba, ya que había sido granjero en Inglaterra hasta que emigró a esta ciudad sin vacas). Ahora lo distinguía con toda claridad, allí, donde ella lo dejara instalado, bajo el manto de la chimenea, junto con los cacharritos Toby cuyas caras se parecían a la de él, en una poltrona destartalada: hacía girar el cencerro entre sus manos como solía hacerlo antaño con su pipa.

Le preguntó:

—¿No me hablaste tú una vez de ciertas cartas con personas y lugares y cosas?

—Puede ser.

—¿A propósito de qué?

Silencio.

—Bueno, de mundos diminutos, entonces.

La luz de un Sol pretérito disipaba las sombras en aquel desván, y ella estaba sentada a los pies de su abuelo en el antiguo apartamento.

—Eran la única cosa de valor que encontré en toda mi vida, y las desperdicié regalándoselas a una chica tonta. Cualquier trujamán me habría dado veinte chelines por ellas, de eso estoy seguro, tan antiguas eran y tan bonitas. Las encontré en una cabaña que el dueño de las tierras quería demoler. Y ella era una chica que decía que veía hadas y duendes y cosas por el estilo. Y su padre era otro igual a ella. Violet se llamaba. Y yo le dije: «Entonces, échame con ellas la buenaventura, si es que puedes». Y ella las barajó…, y había figuras en ellas, de personas y lugares y cosas, y se rió y me dijo que me iba a morir viejo y solo en un cuarto piso, y nunca más quiso devolverme esas barajas que yo había encontrado.

Era eso, entonces. Volvió a poner en su sitio el cencerro (respetando el orden de su infancia, al lado de un manoseado mazo de barajas para jugar a la mona de ese mismo año, sólo para que el nexo permaneciera claro) y cerró aquel desván.

Mundos diminutos, reflexionó, mientras contemplaba la calle a través de los cristales racheados por la lluvia de la ventana de la salita. Para descubrir mundos diminutos. Nunca había oído mencionar esas cartas a propósito de ninguna otra cosa. Las personas y los lugares y las cosas eran los símbolos reminiscentes del Arte de la Memoria, cuya práctica requiere que se elija un lugar y se imagine vívidamente a una persona mostrando sus elementos emblemáticos. Y «el retorno de R.C.»: si fuera el «Hermano R.C.» de los Rosacruces lo que esas letras significaban, habría que situar las cartas en el primer arrebato de entusiasmo Rosacruz, lo cual —apartó de un empujón la bandeja con el té y las tostadas y se limpió los dedos— también podría explicar lo de los mundos diminutos. De muchos sabía el pensamiento arcano.

El atanor de los alquimistas, por ejemplo, el Huevo Filosófico en cuyo interior se verifica la trasmutación de base en oro, ¿no era acaso un microcosmos, un mundo diminuto? Cuando los libros negros decían que se debía comenzar la Obra en el signo de Acuario y concluirla en el de Escorpio, no se referían por cierto a esos signos tal como se suceden en la esfera celeste, sino como se sucedían en el universo del Huevo mismo, el Huevo mundiforme que contiene al mundo. Y la Obra no era sino el Génesis: el Hombre Rojo y la Dama Blanca, cuando aparecían, microscópicos dentro del Huevo, eran el alma del Filósofo mismo, como un objeto del pensamiento del Filósofo, a su vez un producto de su alma, y así sucesivamente, regressus ad infinitum, y, por añadidura, en ambas direcciones. Y el Arte de la Memoria, ¿no había acaso el Arte introyectado, en los círculos finitos de su cráneo, el cráneo de Halcopéndola, los poderosos círculos de los cielos? Y ese mecanismo, una vez introyectado ¿no había regido desde entonces su memoria y su percepción, por ende, de los sucesos sublunares, celestiales e infinitos? La descomunal carcajada de Bruno cuando comprendió que Copérnico había invertido el universo, ¿qué era sino el júbilo de ver confirmada su convicción de que la Mente, en el centro de todas las cosas, contiene todas las cosas de las que es el centro? Si a la Tierra, el antiguo centro, se la viera ahora realmente girar más o menos a mitad de camino entre el centro y el espacio exterior, y si el Sol, que antes giraba en una órbita a mitad de camino del espacio exterior, fuese ahora el centro, tendría que haberse producido en el cinturón de las estrellas una torsión como la de la banda de Moebius; ¿y adonde habría ido a parar, entonces, la antigua circunferencia? Era, en un sentido estricto, absolutamente inimaginable: el Universo estallaría en el infinito, un círculo en el cual la Mente, el centro, estaría en todas partes, y la circunferencia en ninguna. El espejo engañoso de lo finito se hacía añicos, Bruno reía a carcajadas, los dominios siderales se convertían en un brazalete de gemas en una mano.

En fin, todo eso era historia antigua. Cualquier escolar (en las escuelas en que se había educado Ariel Halcopéndola) sabía que los mundos diminutos eran grandes. Si esas cartas estuvieran en sus manos, ella no dudaba de poder averiguar en un momento qué mundos diminutos, exactamente, servían para descubrir: y tampoco dudaba de haber viajado por ellos. Sin embargo, ¿serían esas cartas las que encontrara y perdiera su abuelo? ¿Y serían, además, las mismas cartas en las que Russell Eigenblick pretendía estar? Una coincidencia de tal magnitud no le parecía improbable a Halcopéndola: en su Universo no existía el azar. Mas de cómo proseguir la búsqueda, y llegar a saber, no tenía la más vaga idea. Y esa senda, en verdad, se parecía tanto a un callejón sin salida que optó, de momento, por abandonarla. Eigenblick no era Romano Católico, y los Rosacruces, como todo el mundo sabe, eran invisibles, y Russell Eigenblick, cualesquiera otras cosas que pudiera ser, era en todo caso muy visible.

—Al demonio con todo —murmuraba cuando sonó el timbre de la puerta de la calle.

Consultó su reloj. Pese a que el día estaba obscuro ya como la noche, la Doncella de Piedra aún dormía. Salió al recibidor, sacó del paragüero un pesado bastón, y abrió la puerta.

Engabanada, tocada de ala ancha, transida por la lluvia, castigada por el viento, la negra figura detenida en el umbral la sobresaltó por un instante.

—Servicio Alado de Mensajería —dijo el hombre—. Hola, señora.

—Hola, Fred —dijo Halcopéndola—. Me has dado un susto. —Por primera vez había comprendido el peyorativo «Mandinga»—. Adelante, adelante.

Fred no quiso pasar más allá del recibidor, porque chorreaba agua; y allí se quedó, chorreando, mientras esperaba a Halcopéndola, que volvió trayendo whisky en una copa de vino.

—Días sombríos —dijo, cogiendo la copa.

—Santa Lucía —dijo ella—. Los más sombríos.

Fred rió entre dientes, sabiendo que ella sabía que no era sólo al clima a lo que él se había referido. Apuró el whisky y de su cartera forrada de plástico sacó el abultado sobre que traía para ella. Halcopéndola firmó la libertad de Fred.

—Mal día para trabajar —dijo.

—Ni la lluvia ni la nieve ni el granizo —dijo Fred—, y el búho, pese a todas sus plumas, pilló un romadizo.

—¿No quieres quedarte un momento? —dijo ella—. La chimenea está encendida.

—Si me quedara un momento —Fred Savage se inclinó hacia un lado— me quedaría una hora —y se inclinó hacia el otro lado vertiendo chorros de lluvia del ala de su sombrero—. Es así la cosa. —Se enderezó, saludó con una reverencia, y se marchó.

No había hombre más honrado que él, cuando trabajaba, cosa que no sucedía con demasiada frecuencia. Halcopéndola (mientras imaginaba a Fred como una bobina o una lanzadera que pespunteaba de arriba abajo la lluviosa ciudad) cerró la puerta y regresó a su salita.

El abultado sobre contenía un fajo de billetes flamantes de alta denominación, y una brevísima nota en el papel timbrado del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. «Honorarios según lo convenido por el asunto de R.E. ¿Ha llegado usted a alguna conclusión?» No traía firma.

Dejó caer la esquela sobre el legajo abierto de Bruno que había estado estudiando, y contando los suculentos honorarios que aún no había devengado, se disponía a ir a sentarse junto al fuego, cuando una conexión súbita, furtiva, se estableció en su mente. Volvió a la mesa, encendió una lámpara posterior, y estudió de cerca, con detenimiento, la nota marginal que en un principio alimentara el torrentoso río de ideas, ese río que la esquela del Club acababa de desviar de su curso.

La caligrafía cursiva se caracteriza por su legibilidad. No obstante, algunas veces las presuntuosas mayúsculas, si han sido trazadas a prisa, pueden dar lugar a confusiones. Y sí: observada de cerca, no cabía duda alguna: allí donde ella había leído «el retorno de R.C.» debía leerse «el retorno de R.E.».

¿Dónde demonios, si es que aún existían, estaban esas cartas?

Una geografía

A medida que se hacía más vieja, Nora Nube parecía cobrar, a los ojos de sus allegados, mayor volumen y solidez. También ella —sin que su peso físico aumentara— tenía la sensación de crecer, de agrandarse enormemente. Y cuando a una edad cercana a los tres dígitos, se desplazaba lentamente a través de la casa apoyada en dos bastones para que sostuvieran la mole de sus años, se encorvaba —eso parecía— menos por debilidad que para acomodarse a la estrechez de los corredores de Bosquedelinde.

Con parsimonia cuadrúpeda, descendió desde su habitación hasta la mesa de juego de la sala de música, donde, bajo una lámpara de bronce y cristal verde, guardadas en su bolso y su estuche, la esperaban sus cartas, y donde Sophie, su discípula en los últimos años, también la esperaba.

Los bastones chasquearon, los huesos de las rodillas le crujieron, y Nube se dejó caer en su sillón. Encendió un cigarrillo pardusco, lo posó a su lado sobre un platillo, y el humo se elevó en una voluta tenue y sinuosa como el hilo de un pensamiento.

—¿Cuál es nuestra pregunta? —dijo.

—Igual que ayer —respondió Sophie—. Continuar, nada más.

—Ninguna pregunta —dijo Nube—. De acuerdo.

Después, las dos permanecieron un rato calladas. Un momento de silenciosa oración: a Nube le había encantado y sorprendido oír a Fumo describir con esas palabras ese intervalo de silencio: un momento para meditar sobre la pregunta, o la no-pregunta, como hoy.

Sophie, con sus manos largas y delicadas sobre los ojos, no pensaba preguntas; imaginaba las cartas en la obscuridad del bolso y el estuche. No las imaginaba como unidades, como simples trozos de papel, no, ya no podía, aunque quisiera hacerlo, imaginarlas de esa forma. Tampoco las imaginaba como ideas, como personas, lugares, cosas. Las imaginaba como un todo, un cuento o un interior, algo hecho de espacio y tiempo, vasto y extendido pero compacto, articulado, dimensional y desplegable hasta el infinito.

—Bueno —dijo Nube con dulce firmeza. Su mano pecosa revoloteó por encima del estuche—. ¿Te parece bien que extienda una Rosa?

—¿Me dejas a mí? —preguntó Sophie. Nube apartó su mano antes de que sus dedos rozaran el estuche, para no interferir en el control de Sophie. Sophie, tratando de imitar los gestos sobrios, la serena atención de Nube, extendió una Rosa.

Seis de copas y cuatro de bastos, el Nudo, el Deportista, as de copas, el Primo, cuatro de oros y reina de oros. La Rosa crecía sobre la mesa de juego con una fuerza férrea y orgánica a la vez. Si como hoy no había ninguna pregunta, la pregunta era simple: ¿a qué pregunta responde esta Rosa? Sophie puso en su sitio la carta central.

—Otra vez el Loco —dijo Nube.

—Discusión con el Primo —dijo Sophie.

—Sí —dijo Nube—. Pero, ¿el primo de quién? ¿El suyo o el nuestro?

La carta del Loco en el centro de la Rosa mostraba a un personaje en armadura, de poblada barba, cruzando un arroyo. Como el Caballero Blanco, parecía resuelto a tirarse de cabeza, abierto de piernas, de su brioso corcel. Su expresión era serena, y no parecía mirar el riacho en el que iba a caer, sino más allá de la figura, hacia el observador, como si lo que estaba haciendo fuera intencional, una bufonada o, posiblemente, una demostración de algo: ¿la gravedad? Tenía una concha de peregrino en una mano y una ristra de chorizos en la otra.

Antes de proseguir con la interpretación de una figura, le había explicado Nube, era menester que decidieran qué significado se debía atribuir en el momento a las cartas mismas. «Las puedes imaginar como una historia, y en ese caso tendrás que buscar el principio, el nudo, el desenlace; o una frase, y analizarla en sus partes gramaticales; o una pieza de música, y hallar la clave y el compás; o cualquier otra cosa, cualquiera con tal que además de partes tenga sentido.»

—Puede ser —dijo, observando ahora esa Rosa con un Loco en el centro— que lo que aquí tenemos no sea un cuento ni un interior, sino una Geografía.

Sophie le preguntó qué había querido decir, y Nube, mejilla en mano, respondió que ni ella misma lo tenía muy claro. No un mapa ni un paisaje, sino una Geografía. Sophie, mientras escrutaba la Rosa que había extendido, cavilaba, también ella mejilla en mano; una Geografía, pensó, y se preguntó si acaso aquí, si esto, si…, pero entonces cerró los ojos e hizo una pausa; no, nada de preguntas hoy, por favor, y esa pregunta menos que ninguna.

Despertares

La vida, pensaba Sophie (o así al menos veía ella la suya a medida que se alargaba), era como una de las casas con muchos pisos de sueños que en otros tiempos había sabido construir, y donde el soñante (en una lenta o súbita oleada de lucidez, como bajo un chorro de agua fría) comprende que en realidad estaba durmiendo y soñando, y que sólo él ha inventado la tarea imposible, el lóbrego hotel, los tramos de escaleras, que ahora se desvanecen deshilachados y quiméricos; se despierta, con alivio, en su propia cama (si bien la cama, por alguna razón que no alcanza a recordar, está instalada en una calle bulliciosa o flotando sobre un mar en calma); y se levanta bostezando, y tiene aventuras extrañas que se suceden hasta que (en una lenta o súbita oleada de lucidez) se despierta: se había dormido aquí, simplemente, en este paraje desierto (Oh, ya recuerdo)…, o bien (Oh, ya comprendo) en la antecámara de este palacio, y es hora de que me levante y me ocupe de las cosas de la vida; y una y otra y otra vez: así había sido su vida.

Había habido un sueño, el sueño de Lila, que Lila era real y de Sophie. Y entonces ella se había despertado y Lila no era Lila, no: eso lo supo Sophie, supo que sin razón alguna, ninguna que ella pudiera recordar ni imaginar, había sucedido algo terrible, y Lila ni era Lila ni suya, sino otra cosa. Ese sueño —uno de esos sueños que llamamos pesadillas, esa clase de sueños en los que ha acontecido una desgracia, una desgracia espantosa e irrevocable que deja el alma transida por una congoja que nada podrá mitigar— había persistido durante casi dos años y no había cesado en realidad la noche (esa noche que ella no podía evocar sin estremecerse, sin que le escaparan gemidos del pecho, no, ni siquiera después de veinte años) en que, en un rapto de desesperación y sin decir nada a nadie, le había llevado la criatura falsa a George Ratón: y el fuego en la chimenea; y las explosiones, y la fosforescencia y la lluvia y las estrellas y las sirenas.

Pero de todos modos, despierta o no, Sophie no tenía ya ninguna Lila; y entonces su sueño era otro: la Búsqueda Interminable: el sueño de una meta que se aleja sin cesar, o cambia cuando la ves a tu alcance, dejándote constantemente nuevas tareas por realizar, esas tareas que por mucho que te afanes nunca consigues llevar a cabo. Fue en esa época cuando comenzó a consultar a Nube y a sus cartas en busca de respuestas: no sólo Por Qué sino también Cómo; Quiénes, ella creía saberlo, pero no Dónde; y la más importante de todas: ¿volvería ella alguna vez a tener, a retener a su lado a su hija verdadera, y Cuándo? Nube, a pesar de todo su empeño, no había podido dar respuestas claras a estas preguntas, si bien aseguraba que tenían que estar, aquí o allá, en las cartas y en sus conjunciones: y entonces Sophie había empezado a estudiar ella misma las tiradas, con la esperanza de que la intensidad de su deseo le permitiera hallar las respuestas que Nube no había podido descubrir. Pero tampoco ella obtuvo ninguna, y pronto se dio por vencida y una vez más buscó refugio en el sueño.

La vida, sin embargo, es un sinfín de despertares, todos inesperados, todos sorprendentes. Y cierta tarde de noviembre, doce años atrás, de cierta siesta (¿por qué ese día?, ¿por qué esa siesta?) Sophie se había despertado de dormir: Sophie (ojos cerrados, mantas hasta la barbilla, dormida como una almohada) se despertó, o la despertaron, para siempre. Como si alguien (mientras dormía) se la hubiese hurtado, su facultad de dormir y escaparse a los breves sueños sucesivos del largo sueño, había desaparecido. Y Sophie, asustada y perdida, había tenido entonces que soñar que estaba despierta, que a su alrededor estaba el mundo, y pensar qué hacer con él. Y sólo entonces, y porque su mente insomne necesitaba tener un Interés, cualquier Interés (sin preguntas difíciles, en realidad sin ninguna pregunta), se había consagrado al estudio de las cartas, comenzando desde el principio, humildemente, bajo la tutela de Nube.

Y sin embargo, aunque nos despertemos, aunque no haya un fin de ese eterno despertar y murmurar Oh ya comprendo, en el sueño en que habitamos anidan todos los otros sueños, cada uno de aquellos de que hemos despertado. La primera pregunta difícil que Sophie hizo a las cartas no había quedado por cierto sin respuesta: se había transformado en preguntas sobre la pregunta. Había echado raíces y ramas, como un árbol, y retoñado en preguntas, y finalmente, todas las preguntas se habían convertido en una: ¿Qué árbol es éste? Y a medida que el aprendizaje de Sophie progresaba, a medida que ella mezclaba y barajaba y extendía en figuras geométricas las despuntadas y grasientas cartas decidoras, la pregunta la intrigaba y azoraba más y más, hasta que acabó por absorberla. ¿Qué árbol es éste? Y sin embargo, allá en la base, entre las raíces, a la sombra del ramaje, siempre inhallada y más inhallable a cada instante, yacía aún dormida una niña perdida.

No hay vuelta atrás

Seis de copas y cuatro de bastos, el Nudo, el Deportista. La reina de oros invertida, el Primo: la discusión con el Loco en el centro de la figura. Una Geografía: no un mapa ni un paisaje, sino una Geografía. La cabeza inclinada, bajos los ojos, Sophie buscaba la clave secreta de la figura, rastreándola con su conciencia, prestando atención sin prestarla del todo, aguzando y relajando alternativamente el oído de su mente a medida que del parloteo de las circunvoluciones de las cartas emergían, para enseguida retirarse, atisbos de frases, de palabras.

De pronto:

—Oh —murmuró, y otra vez—, oh —como quien ha recibido, repentinamente, una mala noticia. Nube la miró un momento, intrigada, y vio a Sophie pálida y demudada, los ojos agrandados por la sorpresa y la piedad; piedad por ella, Nube. Volvió a mirar la Geografía, y sí, en un instante apenas se había contraído, como esas ilusiones ópticas en las que una urna se transforma de pronto, sin razón aparente, en dos caras que se observan frente a frente. Nube estaba habituada a esas rarezas, y a ese mensaje, pero Sophie aún no, evidentemente.

—Sí —dijo con dulzura, y miró a Sophie con una sonrisa que esperaba fuese tranquilizadora—. ¿No habías visto antes esto?

—No —dijo Sophie, a la vez en respuesta a la pregunta y en repulsa de lo que acababa de ver en la imbricada gavota de las cartas—. No.

—Oh, yo sí lo he visto otras veces. —Acarició la mano de Sophie.— Sin embargo, no creo que sea necesario anunciarlo a los demás, ¿no te parece? No de momento, al menos. —Ahora Sophie lloraba en silencio, pero Nube optó por ignorarlo.— Esto es lo malo de los secretos, éste es el problema —dijo, como si el hecho le causara cierto fastidio, aunque lo que en verdad estaba haciendo era impartirle a Sophie de la única forma ahora posible la postrera lección importante acerca de la lectura de esas cartas—. Que a veces tú no quisieras saberlos. Pero una vez que los conoces, ya no hay vuelta atrás, no hay modo de desaprenderlos. Bueno. Ánimo. Son muchas las cosas que todavía puedes aprender.

—Oh, tía Nube.

—¿Qué te parece si estudiamos nuestra Geografía? —Nube cogió un cigarrillo y con intenso, voluptuoso placer aspiró el humo y lo volvió a exhalar.

El lento devenir

Nube sorteó a paso de cangrejo los escollos del mobiliario de la casa, bajó tres tramos de escaleras (la resonancia de sus bastones cambió al pasar de la madera a la piedra), y se internó en el dédalo del estudio imaginario, donde una corriente de aire dotaba al tapiz colgado en la pared de una vida fantasmal. Ahora, otra vez arriba.

Había trescientos sesenta y cinco escalones en Bosquedelinde, le había dicho su padre. Y siete chimeneas, y cincuenta y dos puertas, y cuatro pisos, y doce… ¿doce qué? De alguna cosa tenía que haber doce, él no podía haber omitido ese detalle. Bastón derecho, pie izquierdo, y un rellano donde la ojiva de una ventana proyectaba sobre la obscura madera una perla de luz invernal. Fumo había encontrado en una revista un anuncio de una especie de silla-ascensor para transportar arriba y abajo a los abuelos de la familia: hasta se inclinaba para depositar el viejo cuerpo en el piso elegido. Fumo le había explicado a Nube todas esas ventajas, pero ella no había dicho ni una sola palabra. Un objeto de cierto interés abstracto, tal vez ¿pero por qué se lo estaba mostrando a ella? Eso era lo que expresaba su silencio.

Arriba otra vez, los gualderos uniformes (exactamente veinte centímetros) empinándose peldaño tras peldaño, no obstante su corpulencia y su estatura, pese a los balaustres que la sostenían, al cielo raso artesonado que se cernía sobre su encorvado cuello. Había hecho mal, pensaba, mientras subía trabajosamente, en no prevenir a Sophie de lo que ella, Nube, sabía desde hacía mucho tiempo, de lo que en las últimas lecturas de sus cartas había llegado a ser una suerte de obbligato recurrente, un memento mori que desde luego podía aparecer en cualquier otra, en la de cualquier persona; pero en los últimos tiempos era una presencia tan constante que ella ya ni la notaba siquiera. De todos modos, ella no precisaba, a sus años, que las cartas le recordasen aquello que era obvio para cualquier persona, y con mayor razón para ella. No era ningún secreto. Ella estaba preparada y a la espera.

Aquellos de sus tesoros que no habían sido aún distribuidos, los tenía listos y etiquetados para sus destinatarios, las joyas, las pertenencias de Violet, esas cosas que de todos modos ella nunca había considerado realmente suyas. Y las cartas, naturalmente, serían de Sophie: eso era un alivio. Había traspasado a Fumo, a un Fumo renuente, la administración de la casa, las tierras y las rentas; él (¡buen muchacho, hombre escrupuloso!) quedaría a cargo y al cuidado de todo. No porque la casa no pudiese en esencia cuidar de sí misma; no se derrumbaría, no, en todo caso no antes de que el Cuento fuese contado hasta el final, y aun entonces, quién sabe… Pero no se trataba de eso, no había excusas para no cumplir con las formalidades legales, redactar testamentos, hacer enmiendas, esas cosas. De todos los miembros de la familia sólo ella, la tía Nube, recordaba aún las instrucciones de Violet: olvidar. Y ella había seguido tan escrupulosamente esas instrucciones que suponía que sus sobrinas y sobrinos, sus sobrinas y sobrinos nietos y biznietos habían en verdad olvidado, o nunca llegado a saber, aquello que debían olvidar o que no necesitaban saber. O acaso pensaran, como Llana Alice, que, Comoquiera, había escapado de ellos, lejos, fuera de su alcance, cada generación distanciándose un poco más a medida que el inexorable y lento devenir del tiempo se consumía en ascuas, las ascuas en cenizas, las cenizas en escoria fría, cada generación perdiendo el contacto más íntimo de la anterior, el acceso más fácil, la percepción más vivida, aquellos tiempos en que Auberon podía fotografiarlos o Violet merodear por sus dominios y volver con sus noticias…, ahora tan sólo el obscuro y fabuloso pasado. Y sin embargo (Nube sabía que era así) cada generación se iba acercando más y más, y si ya no buscaban ni se preocupaban por ellos, era porque sin saberlo intuían que cada día había menos diferencias entre ellos y aquellos otros.

Y que, llegado el momento, ya no buscarían nunca más un camino de acceso. Porque habrían llegado.

Con ellos, pensaba Nube, el Cuento se acabaría: con Tacey y Lily y Lucy; con la desaparecida Lila, dondequiera que estuviese, con Auberon. O con los hijos de ellos, a más tardar. Cuanto más vieja era, más se fortalecía en ella, en vez de debilitarse, esta convicción; y ésa era la señal, de las cosas que sabía, en que podía confiar.

Y qué lástima, qué maldita lástima que, después de haber vivido hasta casi cien años (a costa de tremendos esfuerzos, y no sólo de su parte) no fuera a vivir sin embargo para presenciar el final.

Un Loco y un Primo; una geografía y una muerte. No, ella no se había equivocado al pensar que cada lectura de las cartas estaba íntimamente ligada a todas las demás. Si en las cartas de George había visto una perspectiva de corredores, o en las de Auberon la muchacha de tez morena que él iba a amar y perder, ¿había alguna diferencia acaso entre esas lecturas y la búsqueda de la desaparecida Lila, o del atisbo de los obscuros meandros del Cuento, o de la lectura del destino del Vasto Mundo? Cómo podía ser que cada secreto develado encerrase otro secreto, o todos los secretos, por qué detrás de una tirada que mostraba una magna Geografía —imperios, fronteras, una batalla decisiva— debía aparecer la muerte de una mujer anciana, ella no lo sabía; quizá, posiblemente, no pudiera saberse. Algo, sin embargo, mitigaba la consternación que le causaba su ignorancia: su antigua resolución, la promesa que le hiciera a Violet de que, aun cuando lo supiera, jamás lo diría.

Miró desde lo alto la montaña de peldaños, esa montaña que trabajosamente acababa de escalar y casi no llegara a conquistar; y, debilitada, entumecida más que por la artritis por la triste comprensión, se encaminó hacia su cuarto, segura ahora de que ya no volvería a bajarlos nunca más.

A la mañana siguiente Tacey llegó a la casa, preparada para una larga visita, provista de sus labores de aguja para pasar el rato. Lily y los mellizos ya estaban allí. Lucy, cuando llegó al anochecer, no se sorprendió de encontrar allí a sus hermanas, y se instaló junto con ellas, cada cual con sus labores, dispuestas a ayudar y a velar y a esperar.

Princesa

Antes de que nadie más hubiera podido siquiera atisbar la claridad del alba a través del aire fuliginoso que flotaba sobre la Alquería del Antiguo Fuero, el gallo cantó y despertó a Sylvie. Auberon se estremeció, y siguió durmiendo. Arrimada a él, apretada contra su larga tibieza inconsciente, sentía un misterio, un misterio en su estar despierta junto al dormir de él. Lo contempló, acurrucándose en la tibieza, pensando que era extraño saberse ella despierta y él dormido, y que él no supiera ni una cosa ni otra; y pensando en eso, se volvió a dormir. Pero el gallo gritó su nombre. Se dio vuelta con cautela, para no penetrar en la frontera más fría de la orilla de la cama, y asomó la cabeza. Debería despertarlo. Era su turno del ordeñe, su último día. Pero no podía decidirse a hacer eso. Y si ella lo hiciera por él, un regalo. Imaginó su gratitud, la sopesó con el frío del amanecer, la escalera obscura, el establo húmedo y la faena. Prevaleció la gratitud, una gratitud que parecía colmarla, que ella sentía, casi, como una gratitud suya, suya hacia él.

—Oooh —dijo, recompensada por su propia generosidad, y saltó de la cama.

Profiriendo bajito terribles maldiciones, se sentó en el retrete, sin apoyar las nalgas contra el frío glacial de la taza, y luego, agachándose y girando en redondo como un chino, cazó al vuelo sus ropas y se vistió. Mientras se las abotonaba, las manos le temblaban de frío y premura.

Una vida dura, pensó con placer, mientras, calzándose los guantes marrones de jardinero, respiraba el aire fuliginoso en la escalera de incendio; una vida dura, esta vida de peón de granja. Junto a la puerta del pasillo de la cocina de George había una bolsa de desperdicios selectos para las cabras. La cargó al hombro y cruzó la enfangada huerta en dirección al apartamento que ellas ocupaban.

—Hola, buena gente —dijo.

Las cabras —Punchita y la Nuni, Blanca y Negrita, el Guapo y la Grani, y las sin nombre (George no se los había puesto nunca, y para dos o tres Sylvie no había encontrado aún la inspiración necesaria: todas, por supuesto, tenían que tener su nombre, pero no cualquier nombre)— levantaron las testas, patalearon sobre el linóleo, cagaron y empezaron a dar voces. El olor de aquel apartamento era vivificante, y Sylvie se sentía tan a gusto al respirarlo que a menudo se preguntaba si no le traería algún recuerdo de su infancia.

Midiendo con buen ojo el pienso y los desperdicios y mezclándolos en la bañera con cuidado como si se tratase de la papilla de un bebé, les preparó la pitanza; hablaba con ellas, criticando defectos y ponderando virtudes con ecuanimidad, aunque prodigando un afecto especial a la cabrita negra y más venerable, la Grani, una abuela de verdad, puro espinazo y canillas, «como una bicicleta», decía Sylvie. Cruzada de brazos, apoyada en el quicio de la puerta del baño, las observaba mascar con un movimiento lateral de las quijadas, y levantar las testas en rotación para mirarla, y volverla a bajar para concentrarse en su desayuno.

La luz del amanecer había empezado a filtrarse en el apartamento. Los flores despertaban en el empapelado, y las del linóleo, arriates descuidados y año tras año más indiscernibles bajo la mugre, por más que los barriera y fregara Brownie cada noche. Bostezó con ganas. ¿Por qué serán tan madrugadores los animales?

—Arriba y a ellos, huh —dijo—. Y siempre llegas tarde. Bobaliconas.

Pensó, mientras se preparaba para el ordeñe: mira lo que me hace hacer el amor. Y quedó un momento en suspenso, sintiendo la oleada de calor que le inundaba el corazón y los ijares, porque era la primera vez que usaba esa palabra para expresar lo que sentía por Auberon. Amor, repitió para sus adentros; y sí, el sentimiento estaba allí, y la palabra era como un sorbo de ron. Por George Ratón, su amigo del alma, y de por vida, pasara lo que pasara, para él, que la había recogido cuando no tenía ningún otro sitio adonde ir, sentía una profunda gratitud y una mezcolanza de otros sentimientos, casi todos buenos; pero no este calor, semejante a una llama con una gema en el centro. La gema era una palabra: amor. Se echó a reír. Amor. Es maravilloso estar enamorado. El amor la disfrazaba con un chaquetón tosco y guantes de hortelano, el amor la mandaba a cuidar a las cabras y a calentarse las manos bajo las axilas antes de ordeñarlas.

—Ya va, ya va, un poquito de paciencia —dijo, con dulzura, dirigiéndose a ellas y al amor disfrazado de faena—. Un poquito de paciencia, ya vamos.

Acarició las ubres de Punchita.

—Eh, tetona. Ay, mami. ¿De dónde sacaste semejantes tetas? ¿Las encontraste debajo de una mata? —Se afanaba, pensando en Auberon dormido en su cama, en George dormido en la suya; sólo ella despierta, y todo en secreto. Encontrada debajo de una mata: una criatura abandonada. Salvada de la Ciudad, albergada dentro de esos muros y puesta a trabajar. En los cuentos, esas criaturas encontradas resultan ser, a la larga, personas de alto linaje, dadas por muertas, o abandonadas por algún error; una princesa que nadie conoce. Princesa: así la llamaba siempre George. Eh, Princesa. Una princesa perdida, hechizada y despojada de sus recuerdos de princesa; una cabreriza; pero si te arrancaras de pronto las ropas sucias de la cabreriza, ahí estaría la señal, la joya, la marca de nacimiento, la sortija de plata, todo el mundo asombrado, todo el mundo contento. Los chorros rápidos de la leche resonaban contra el cubo y siseaban al subir en espuma, izquierda, derecha, izquierda, derecha, sosegándola, intrigándola. Y entrar por fin en posesión de su reino, después de todo el trabajo: agradecida por el humilde albergue, y humilde ella por haber encontrado allí el verdadero amor; y para todos vosotros, buena gente, la libertad; y el oro. Y la mano de la princesa. Apoyó la cabeza contra el flanco peludo y tibio de Punchita, y sus pensamientos se transformaron en leche, en húmeda hojarasca, cachorritos, conchas de caracoles, patas de fauno.

—Menuda princesa —dijo Punchita—. Vaya faena.

Sylvie alzó vivamente la cabeza.

—¿Qué has dicho? —preguntó, pero Punchita se limitó a volver hacia ella su larga jeta, y continuó mascando su chicle interminable.

La casa de Brownie

Fuera otra vez, en el cercado, con un jarro de leche recién ordeñada y un huevo de cascara obscura que acababa de sacarle a la gallina que tenía su nido en el sofá despanzurrado que amueblaba la sala de estar del apartamento de las cabras. Cruzó el corcovado plantío de verduras hasta un edificio en el lado opuesto, un edificio cubierto de mustias enredaderas, con altas y tristes ventanas falsas y una escalera que no subía a ninguna puerta. Por detrás y debajo de la escalera, una pequeña rampa conducía al sótano; una miscelánea de tablas rotas y listones grises claveteados en la entrada y las ventanas permitían atisbar por entre las rendijas, pero en la obscuridad no se veía nada. Al oír a Sylvie que se acercaba, varios gatos salieron en tropel, maullando a gritos, del interior del sótano, sólo unos pocos de la manada de la Alquería; George solía decir que lo que más se cultivaba en su Alquería eran «troncos», y que el ganado que mejor prosperaba era el gatuno. Un malandrín grandote y tuerto, de cabeza achatada, era el rey allá abajo: éste no se dignó aparecer, pero sí una preciosa gatita manchada, preñadísima la última vez que Sylvie la había visto. Ya no, sin embargo: esmirriada, enflaquecida, el vientre y las grandes mamas rosadas colgantes.

—Conque has tenido gatitos, ¿eh? —dijo Sylvie en tono de reproche—. ¡Y no se lo has dicho a nadie! ¡Bribona! —La acarició, vertió un poco de leche para ellos en un platillo y, agachándose, espió por entre los resquicios.— Ojalá pueda verlos —dijo—. Mininos.

Los gatos la rondaron mientras espiaba, pero todo cuanto ella alcanzó a ver fue un par de enormes ojos amarillos: ¿los del cacique? ¿O los de Brownie?

—Hola, Brownie —dijo, porque ésa era también la casa de Brownie, pese a que nadie lo había visto jamás allí. Déjalo en paz, decía siempre George, él sabe cómo arreglarse. Pero Sylvie siempre decía hola. Tapó el jarro de la leche, lleno hasta la mitad, y empujándolo apenas junto con el huevo, lo puso en el sótano, sobre una repisa—. Está bien, Brownie, ya me voy. Gracias.

Sólo una estratagema, en cierto modo, porque no se movió de allí, con la esperanza de echarle siquiera un vistazo. Otro gato salió. Pero Brownie seguía adentro. Al fin se irguió y, desperezándose, se encaminó hacia el Dormitorio Plegable. En la Alquería del Antiguo Fuero ya había amanecido, un amanecer brumoso y apacible, no tan frío después de todo. En el centro del amurallado jardín urbano, sintiéndose suavemente bendecida, se detuvo un momento. Princesa. Hmp. Pronto tendría que pensar en conseguir un trabajo, hacer algunos planes, poner su historia nuevamente en camino. Pero en ese momento, enamorada y protegida, las faenas cumplidas, sentía que no necesitaba ir a ninguna parte, ni hacer ninguna cosa más, y de todos modos su historia seguiría su curso, clara y feliz.

E interminable. Supo, por un instante, que su historia era interminable, más interminable que cualquier cuento de hadas para niños, más interminable que «Un Mundo en Otraparte» y todas sus vicisitudes. Comoquiera. Exultante, respirando con fruición las especiosas emanaciones animales y vegetales, y sonriendo, cruzó a paso vivo la Alquería.

Desde su casa, Brownie, sonriendo también él, la siguió con la mirada por entre las rendijas. Con sus largas manos, y sin hacer ningún ruido, sacó el jarro de leche y el huevo de la repisa en que Sylvie los había dejado, y los llevó al interior de su casa; bebió la leche, sorbió el huevo y bendijo a su reina con todo su corazón.

Un banquete

Con tanta prontitud como antes se había vestido, se desnudó, dejándose sólo las bragas, mientras Auberon, despertando, la observaba por entre las mantas; desnuda, trepó de prisa junto a él, lanzando grititos a medida que se zambullía en el calor, ese calor que ella merecía (pensaba) más que nadie en el mundo, ese calor del que siempre debería disfrutar. Auberon se apartaba, riendo, de sus manos y sus pies fríos que lo buscaban, que buscaban su carne desvalida, blanda aún de sueño, pero al fin se rindió. Arrullando como una paloma, Sylvie hundió la helada nariz en el hueco de su cuello, para calentársela, mientras las manos de Auberon asían el elástico de sus bragas.

En Bosquedelinde, Sophie puso una carta sobre otra, caballo de bastos y reina de copas.

Más tarde dijo Sylvie:

—¿Tú tienes pensamientos?

—¿Hum? —dijo Auberon. Desnudo bajo su gabán, estaba preparando la hoguera en la chimenea.

—Pensamientos —dijo Sylvie—. Durante entonces. Yo sí, a montones, es casi como un cuento.

Auberon entendió a qué se refería, y se echó a reír.

—Oh, pensamientos —dijo—. Entonces. Claro. Descabellados. —Tenía prisa por ver el fuego encendido, echándole despreocupadamente casi toda la leña que quedaba en el cajón. Quería que hiciera calor en el Dormitorio Plegable, calor suficiente para atraer a Sylvie fuera del abrigo de las mantas. Quería verla.

—Como ahora —dijo ella—. Esta vez. Yo me dejé ir.

—Sí —dijo Auberon, porque también él se había dejado ir.

—Niños —dijo Sylvie—. Bebés, o cachorritos. De todos los tamaños y colores.

—Sí —dijo Auberon. También él los había visto—. Lila —dijo.

—¿Quién?

Él se sonrojó y atizó el fuego con un palo de golf que para ese fin guardaban en la habitación.

—Una amiga —dijo—. Una chiquilla. Una amiga imaginaria.

Sylvie, ausente aún, todavía no del todo de regreso de sus andanzas, no respondió nada. De pronto:

—Di otra vez, ¿quién?

Auberon explicó.

En Bosquedelinde, Sophie dio vuelta un arcano, el Nudo. Estaba preguntando, sin haber decidido preguntar, pero una vez más preguntando, por una hija perdida de George Ratón y por su destino, mas no encontraba la respuesta que buscaba. Encontró, en cambio, y cuanto más buscaba más la seguía encontrando, a otra niña, ésta no perdida: ahora no perdida sino buscando. Y muy cerca de ella los reyes y las reinas marchaban fila sobre fila, recitando cada cual su mensaje: Yo soy la Esperanza, Yo soy el Remordimiento, Yo soy la Indolencia, Yo soy el Inesperado Amor. Armados y montados en sus cabalgaduras, amenazantes y solemnes, proseguían su marcha a través del misterioso bosque de los arcanos; pero separada de ellos, sólo por Sophie vislumbrada, avanzando radiante en medio de obscuros peligros, una princesa que ninguno de ellos conocía. Mas, ¿dónde estaba Lila? Abrió la última carta: era el Banquete.

—Y entonces, ¿qué le pasó? —preguntó Sylvie. Las llamas crepitaban, la habitación empezaba a caldearse.

—Sólo lo que te he contado —dijo Auberon, abriendo los faldones de su gabán para calentarse las nalgas—. Nunca más la volví a ver después de ese día, en el picnic…

—A ésa no —dijo Sylvie—. No a la imaginaria. A la real. A la recién nacida.

—Oh. —Como si desde que llegara a la Ciudad hubiera dejado a sus espaldas varios siglos, tan sólo recordar Bosquedelinde era todo un esfuerzo; pero rastrear en las memorias de su infancia era desenterrar Troya.— Es que no lo sé, de verdad. Quiero decir que no creo que nunca me hayan contado toda la historia.

—Bueno, pero ¿qué sucedió? ¿Se murió, quiero decir?

—No, no lo creo —dijo Auberon, horrorizado ante esa posibilidad. Por un momento, vio toda la historia a través de los ojos de Sylvie, y parecía grotesca. ¿Cómo pudo su familia haber perdido a un bebé? O, si no lo habían perdido, si la explicación era simple (adopción, muerte inclusive), ¿cómo, entonces, podía ser que él no lo supiera? En la historia familiar de Sylvie había unos cuantos bebés perdidos, en asilos o entregados en adopción; y todos recordados, sí, todos llorados. Si en aquel momento él hubiera sido capaz de alguna emoción que no estuviera dirigida a Sylvie y a los planes inmediatos que tenía para con ella, le habría enfurecido su ignorancia. En fin, qué importaba ahora todo eso—. No importa —dijo, contento de saber que no le importaba—. No, ya no me importa un bledo.

Ella bostezó con ganas, tratando al mismo tiempo de hablar, y le dio risa.

—Entonces, ¿no piensas volver?

—No.

—¿Ni siquiera después que encuentres tu fortuna?

Él no dijo que ya la había encontrado, aunque era la verdad; lo había sabido desde el momento mismo en que se convirtieron en amantes. Convertirse en amantes: como por un sortilegio, como las ranas que se convertían en príncipes.

—¿Tú no quieres que vuelva? —preguntó, mientras se desembarazaba de su gabán y subía a la cama.

—Te seguiría —dijo ella—. Sí, te seguiría.

—¿Calentita? —dijo él, tirando hacia abajo el edredón que la cubría.

—Hey —dijo ella—. Ay, qué grande.

—Calentita —dijo él, y tomó entre sus labios el cuello y los hombros que había ido destapando y los sorbió y los mordisqueó como un caníbal. Carne. Pero viva, toda viva.

—Me estoy derritiendo —dijo ella.

Él la envolvió, entrelazándola, como si su cuerpo largo pudiera engullirla. De un solo bocado, pero infinito. Y se dispuso a dar cuenta de su desnudez: un banquete.

—Es más —dijo ella—, me estoy asando. —Y así era, porque el calor que sentía, el calor que la embargaba, profundo como era, se ahondaba sin cesar, embellecido por la gema incandescente que latía en su seno.

Maravillada, lo contempló con gratitud; lo contempló mientras él la devoraba, mientras la atraía sin cesar hacia su corazón vacío. Después, se dejó ir, y él también, ambos, una vez más, hacia el mismo reino (más tarde hablarían, compararían los sitios en que habían estado, para descubrir que eran los mismos); un reino al cual era Lila —o eso imaginaba Auberon— quien los conducía: emparejados, sin caminar y no obstante yéndose, dejándose llevar por los senderos vertebrados de malezas de una comarca sin fin, por los desvíos y meandros de una larga, larguísima historia, un y-entonces de nunca acabar, hacia un paraje semejante a aquel que Sophie, en Bosquedelinde, veía en el obscuro grabado del arcano llamado el Banquete: una larga mesa ataviada con un mantel recién plegado, con absurdas patas de grifo que pisoteaban las flores bajo los árboles retorcidos y nudosos, la alta compotera desbordante, los candelabros simétricos, todo dispuesto para los numerosos comensales, todo vacío.

Libro Cuarto

El Bosque Agreste

Capítulo 1

Ellos no trabajan ni lloran; su sola apariencia es su razón de ser.

Virginia Woolf

Los años transcurridos desde que la recién nacida Lila fuera arrebatada de los brazos de su madre dormida habían sido para la señora Sotomonte los más ajetreados que podía recordar en una larga (en realidad casi eterna) vida. No sólo había que velar por la educación de Lila, y vigilar igual que siempre a todos los demás; estaban, por añadidura, todos los concilios y reuniones, consultas y celebraciones que se multiplicaban sin cesar a medida que los planes largamente acariciados y con tanto celo pergeñados empezaban a fructificar y los acontecimientos a sucederse con rapidez creciente; y todo ello amén de sus quehaceres de toda la vida, cada uno compuesto por incontables detalles imposibles de escatimar o escamotear.

Un momento y una gira

Mas ¡ved si habían tenido éxito sus afanes! Cierto día de noviembre, un año después de que el niño Auberon persiguiera hasta el obscuro corazón del bosque a la Lila imaginaria, y la perdiera, en un lugar muy distinto y distante la señora Sotomonte medía con ojo avezado la longitud áurea de la Lila real. Era, a los once años recién cumplidos, tan alta como la encorvada señora Sotomonte: sus ojos de un claro azul añil, límpidos como el agua de un arroyuelo, estaban a la misma altura que los viejos ojos que la estudiaban.

—Muy bien —dijo—, muy, muy bien. —Rodeó con sus dedos las delgadas muñecas de Lila. Le alzó la barbilla y sostuvo debajo de ella un botón de oro. Midió con el pulgar y el índice la distancia entre aréola y aréola en tanto Lila se reía a carcajadas porque le hacía cosquillas. La señora Sotomonte también se reía, complacida consigo misma y con Lila. No había ni una sombra de moho en la piel tersa, como de porcelana, de la niña, ni un solo rastro de ausencia en su mirada. Tantas veces la señora Sotomonte había visto a esas criaturas, a esos trocadiños, echarse a perder, desgastarse y palidecer, hasta quedar convertidos, a la edad de Lila, en meros guiñapos de añoranzas vagas, e inservibles ya del todo y para siempre… La señora Sotomonte se congratulaba de haber tomado la crianza de Lila bajo su tutela. ¿Que la había extenuado hasta dejarla hecha poco menos que una piltrafa? El resultado no podía ser mejor, y pronto habría eones de tiempo para descansar.

¡Descansar! Se enderezó. Necesitaría fuerzas para llegar al final.

—A ver, niña —dijo—. ¿Qué fue lo que aprendiste de los osos?

—A dormir —respondió Lila con cierto recelo.

—A dormir, eso es —dijo la señora Sotomonte—. Ahora…

—No me gusta dormir —dijo Lila—. Por favor.

—¿Cómo puedes saberlo hasta que no lo hayas probado? Bien a gusto que parecían estar los osos.

Lila, enfurruñada, volteó de un puntapié un escarabajito obscuro que le cruzaba por el empeine y lo volvió a poner patas abajo. Pensó en los osos dormidos en la abrigada madriguera, tan vacíos de recuerdos como la misma nieve. La señora Sotomonte, que como naturalista que era, conocía por su nombre a muchísimas criaturas, se los había presentado: Joe, Pat, Martha, John, Kathie, Josie y Nora. Pero ellos, sin responder siquiera, habían seguido resoplando todos a la par, inhalando y exhalando y volviendo a inhalar ruidosas bocanadas de aire. Lila, que desde la noche en que se despertara en la obscura casa de la señora Sotomonte no había cerrado nunca los ojos a no ser para pestañear o para jugar al escondite, se había quedado allí aburrida y asqueada, con los siete dormilones que parecían siete sofás en su estúpida indiferencia. Sin embargo, había aprendido la lección de los osos; y cuando la señora Sotomonte volvió por ella en la primavera, la había aprendido tan bien que la señora Sotomonte, en premio, le había mostrado los leones marinos que dormían mecidos por las olas en las aguas boreales, y los albatros dormidos sobre sus alas en los cielos australes: ella no había dormido aún, pero al menos sabía cómo hacerlo.

Ahora, sin embargo, el momento había llegado.

—Por favor —dijo Lila—. Dormiré, si es preciso, pero…

—No hay ni peros que valgan —dijo la señora Sotomonte—. Hay momentos que se van y momentos que llegan. Esta vez el momento ha llegado.

—Bueno —dijo Lila, desesperada—. ¿Puedo dar las buenas noches a todos con un beso?

—Eso llevaría años.

—Hay cuentos para dormir a los niños —dijo Lila, alzando la voz—. Quiero uno.

—Todos lo que yo conozco están en éste, y en éste es ahora el momento en que te duermes. —Siempre pensando, la niña cruzó lentamente los brazos: no iba a darse por vencida. Y al igual que cualquier abuela ante la intransigencia, la señora Sotomonte se preguntó cómo podría ceder, con dignidad, para no ensoberbecer a la niña.— Muy bien —dijo—. No tengo tiempo para discutir. Hay una gira que pensaba hacer, y si prometes que te portarás bien y que después dormirás tu siesta, te llevaré conmigo. Podría ser educativa…

—¡Oh, sí!

—Y al fin al cabo la educación era lo importante…

—¡Claro!

—Bueno pues. —Viéndola tan exaltada, la señora Sotomonte sintió por primera vez una especie de piedad por la niña, piedad de que tuviera que pasar tanto tiempo aprisionada entre las lianas y los zarcillos del sueño, tan inmóvil como los muertos. Se levantó.— Y ahora ¡escúchame bien! Por mucho que hayas crecido, te agarrarás bien fuerte de mí, y no se te ocurra tocar ni comer nada de cuanto veas. —Lila se había puesto en pie de un salto, su desnudez pálida y luminosa como un cirio en la vieja casa de la señora Sotomonte.— Ponte esto —prosiguió, mientras sacaba de entre sus ropas una pequeñísima hoja verde de tres puntas, la lamía con su lengua rosada y la pegaba sobre la frente de Lila— y verás lo que yo te diga que veas. Y me parece… —Fuera de la casa sonó un pesado batir de alas y una sombra larga y quebrada pasó por las ventanas.— Creo que podemos partir. No necesito decirte —añadió, alzando un dedo admonitor— que, pase lo que pase, veas a quien veas, no hablarás con nadie, con nadie en absoluto. —Y Lila asintió, solemnemente.

Emoción de día de lluvia

La cigüeña que las transportaba surcaba rauda los cielos sobrevolando fugitivos paisajes de noviembre grises y melancólicos, aunque acaso, Comoquiera, en otras latitudes, ya que Lila, desnuda y a horcajadas sobre su lomo, no sentía ni frío ni calor. Fuertemente sujeta con las manos a la gruesa capa de la señora Sotomonte, y con las rodillas a los hombros palpitantes de la cigüeña, las plumas tersas y untuosas eran suaves y resbaladizas bajo sus muslos. Con los golpecitos ligeros de una vara, aquí, allá, la señora Sotomonte guiaba a la cigüeña arriba, abajo, derecha e izquierda.

—¿Adonde vamos primero? —preguntó Lila.

—Allá —dijo la señora Sotomonte, y la cigüeña capuzó, cambió de rumbo, y abajo, a lo lejos pero aproximándose, apareció una casa grande y compleja.

Desde muy pequeñita Lila había visto esa casa mil veces en sus sueños (que pudiera soñar pero que no durmiera era algo que nunca le había parecido extraño a Lila; dada la forma en que se había criado, eran muchas las cosas que a Lila nunca le habían parecido extrañas, puesto que no conocía ninguna otra forma de organización del mundo y de la existencia; por la misma razón por la que Auberon no se había preguntado nunca por qué se sentaba tres veces al día delante de una mesa y se metía comida en la cara). Lila no sabía, sin embargo, que cuando ella soñaba que caminaba por los largos corredores de esa casa, tocando con los dedos las paredes empapeladas y deteniéndose a mirar los cuadros, y se preguntaba: «¿Qué? ¿Qué puede ser esto?», en el mismo instante su madre y su abuela y sus primas soñaban, no con ella, no, pero sí con alguien igual a ella, en otro lugar. Se rió ahora, cuando, desde el lomo de la cigüeña, vio la casa toda entera y la reconoció inmediatamente: como cuando jugaba al gallo ciego y al quitarse la venda de los ojos, las facciones misteriosas, las ropas anónimas que tocaba resultaban ser las de alguien conocido, alguien que sonreía.

A medida que se acercaban a ella, la casa se empequeñecía. Se retraía, como si estuviese huyendo. Si esto sigue así, pensó Lila, cuando hayamos llegado lo bastante cerca como para poder mirar por las ventanas hacia el interior, uno solo de mis ojos por vez la podrá ver y ¡menuda sorpresa se llevarán ellos allá dentro cuando pasemos, obscureciendo las ventanas como un nubarrón!

—Bueno, sí —dijo la señora Sotomonte—, si fuera uno y el mismo, pero no lo es, y lo que ellos verán (pensaría yo) será cigüeña, mujer y niña pequeñas como insectos, o más; y ni siquiera les prestarán atención suficiente para dejarlas pasar con un «bah, no era nada».

—Eso sí que no me lo puedo imaginar —dijo la cigüeña.

—Ni yo tampoco —dijo Lila.

—No importa —dijo la señora Sotomonte—. Ve ahora como veo yo, y es lo mismo para el caso.

Mientras la señora Sotomonte decía estas palabras, Lila tuvo la impresión de que los ojos le bizqueaban, y enseguida se le volvían a enderezar: ahora, la casa se precipitaba hacia ellas agrandándose, y crecía en altura hasta adquirir dimensiones de casa, en proporción a las de la cigüeña (aunque ella y la señora Sotomonte se empequeñecieran, otra de las cosas que no debían extrañarle a Lila). Se remontaron un poco más y luego planearon en descenso hacia Bosquedelinde, cuyas torrecillas redondas y cuadradas florecían como hongos súbitos que se inclinaran ante ellas con graciosas reverencias, en tanto los muros, los senderos herbosos, las cocheras y los entejados pabellones se alteraban uniformemente y en perspectiva además, cada cual de acuerdo con su propia geometría.

A un toquecito de la vara de la señora Sotomonte, la cigüeña agachó las alas y, rasgando el aire como un avión de caza, se lanzó en picado a estribor. A medida que descendían, la casa cambiaba de rostro, Reina Ana, Gótico Francés, Americano, pero Lila, jadeante ahora, sin aliento, no se daba cuenta de nada; vio los árboles y los ángulos de la casa erguirse y empinarse cuando la cigüeña, después de la vertiginosa calada, volvió a remontarse, vio los aleros trepar enloquecidos y entonces, sujetándose con toda su fuerza, cerró los ojos. Cuando, concluida la maniobra, el vuelo de la cigüeña fue otra vez sereno, Lila abrió los ojos y vio que se hallaban a la sombra del edificio, revoloteando en círculos para posarse en un mirador de piedra que coronaba la fachada más otoñal y melancólica de la casa.

—Mira —dijo la señora Sotomonte cuando la cigüeña hubo replegado las alas. Su vara señalaba, como un dedo nudoso, el batiente entreabierto de una angosta ojiva en diagonal al mirador en que estaban posadas—. Mira a Sophie dormida.

Lila pudo ver los cabellos de su madre, tan parecidos a los suyos, desparramados sobre la almohada, la nariz de su madre asomando por debajo del edredón. Dormida… Su educación había capacitado a Lila para sentir placer, y no (a propósito, aunque ella lo ignoraba) para los afectos y la ternura. A menudo en los días de lluvia se arrasaban de lágrimas sus ojos claros, pero eran esas emociones las que más conmovían su alma joven, nunca el amor. Y ahora, de pronto, mientras contemplaba a su madre dormida en la obscurecida alcoba, una red de sentimientos para los que ella no tenía palabras se trenzaba en su pecho. Ellos le habían contado muchas veces, riendo, cómo se habían aferrado sus manitas a los cabellos de su madre, y cómo ellos habían tenido que cortarlos con unas tijeras para liberarla, y ella también se había reído; ahora se preguntaba cómo sería estar acostada al lado de esa persona, abrigada bajo esas mantas, su mejilla pegada a esa otra mejilla, sus dedos enredados en aquellos rizos, dormida.

—¿Podemos acercarnos a ella un poco más? —preguntó.

—Humm —dijo la señora Sotomonte—. No estoy segura.

—Si como dices somos diminutos —terció la cigüeña—, ¿por qué no?

—¿Por qué no? —dijo la señora Sotomonte—. Lo intentaremos.

Bajaron del mirador, la cigüeña jadeando bajo su carga, el cuello en tensión, las patas trepando con esfuerzo. Allá, frente a ellas, los batientes de la ventana se agrandaban como si se fueran acercando, pero pasó un largo rato antes de que estuvieran realmente cerca; entonces…

—Ahora —dijo la señora Sotomonte, y tras un golpecito de su vara se lanzaron, describiendo un arco vertiginoso, a través del batiente entreabierto, a la alcoba de Sophie. Mientras revoloteaban hacia la cama, entre el cielo raso y el suelo, un observador (suponiendo que hubiese uno) habría creído ver un pájaro del tamaño de los que se hacen entrelazando las manos y agitándolas.

—¿Cómo pudimos hacer esto? —preguntó Lila.

—No me preguntes cómo —dijo la señora Sotomonte—. En ningún otro lugar que no fuera éste se hubiera podido. —Y añadió, con aire pensativo, mientras revoloteaban en círculo alrededor del poste de la cama:— Y éste es el quid en esta casa, ¿no?

La mejilla arrebolada de Sophie era una colina, y su boca era una gruta: su cabeza, un bosque de rizos dorados. Su respiración, rítmica y pausada, leve como un susurro. La cigüeña hizo un alto en la cabecera y giró para retroceder por la orilla hacia las tierras cultivables del edredón de retazos.

—¿Y si se despertara? —dijo Lila.

—¡No te atrevas! —gritó la señora Sotomonte, pero ya era demasiado tarde: Lila había soltado la capa de la señora Sotomonte, y al pasar, inspirada como por un diablillo juguetón pero infinitamente más impetuoso, había cogido un zarcillo de cabellos dorados y tirado de él. El tirón las hizo trastabillar; la señora Sotomonte agitó con furia su vara, la cigüeña crotoró y se afirmó, otra vez circundaron la cabeza de Sophie, y Lila no había soltado aún el bucle que apretaba entre los dedos.

—¡Despierta! —gritó.

—¡Niña mala! ¡Oh, horrible! —chilló la señora Sotomonte.

—¡Squawk! —dijo la cigüeña.

—¡Despierta! —gritó Lila, la mano ahuecada contra su mejilla.

—¡Vámonos! —gritó la señora Sotomonte, y la cigüeña, con un poderoso batir de alas, voló hacia la ventana, y Lila, para no ser arrancada de su montura, tuvo que soltar la guedeja de su madre. Una hebra gruesa y larga como una sirga le quedó entre los dedos, y mientras reía a carcajadas y chillaba de miedo de caerse, y temblaba de pies a cabeza, tuvo tiempo de ver, antes de que llegaran otra vez al batiente, que las mantas de la cama se alzaban enormemente. Tan pronto como estuvieron otra vez al aire libre, y cual una sábana que al sacudirse se distiende bruscamente (y con el mismo ruido), recobraron las dimensiones anteriores, cigüeña en proporción a casa, y se remontaron, veloces, hacia los sombreretes de las chimeneas. El cabello que Lila tenía aún en la mano, ahora de unos diez centímetros de longitud, y tan fino que le era imposible retenerlo, se le escurrió por entre los dedos y se alejó, rutilante, navegando por el aire.

—¿Qué? —dijo Sophie, y se incorporó de golpe. Más lentamente, se volvió a recostar entre sus almohadas, pero los ojos no se le cerraban ahora. ¿Habría dejado el batiente abierto? El borde de un visillo se agitaba hacia afuera en una efusiva despedida. Hacía un frío de muerte. ¿Qué había soñado? Con su bisabuela (que había muerto cuando Sophie tenía cuatro años). Una alcoba llena de cosas bonitas, cepillos de plata y peines de carey, una cajita de música. Una estatuilla de pulida porcelana, un pájaro con una niña desnuda y una vieja montadas sobre su lomo. Una bola de cristal azul, transparente, como una pompa de jabón. No la toques, niña: una voz tenue como la de una muerta desde las marfileñas sábanas de encaje. Oh, por favor, ten cuidado. Y la alcoba entera, la vida entera deformadas, transformadas en azul, dentro de la bola; extrañas, prodigiosas, unificadas por ser esféricas, dentro de la bola. Oh, niña, oh, cuidado: una voz llorosa. Y la bola resbalándosele de las manos, cayendo con la lentitud de una pompa de jabón hacia el parqué del suelo.

Se restregó las mejillas. Sacó un pie de la cama, siempre intrigada, buscando a tientas sus chinelas. (En el suelo, haciéndose añicos, sin el más leve sonido, sólo la voz de su bisabuela diciendo: Oh, niña, qué pena.) Se pasó una mano por el pelo enredado hasta lo inverosímil, rizos de elfo, solía decir Mambé. Una bola de cristal azul haciéndose añicos; pero antes: ¿qué había pasado antes? Ya se le había esfumado el recuerdo.

—Bueno —dijo, y bostezó, y se puso en pie. Sophie estaba despierta.

Y ya están todos

La cigüeña se alejaba de Bosquedelinde cuando la señora Sotomonte recobró la calma.

—Agárrate fuerte, agárrate fuerte —dijo, conciliadora—. El mal ya está hecho.

Detrás de ella, Lila había caído ahora en un pensativo silencio.

—Lo único que yo quiero —dijo la cigüeña, interrumpiendo su furioso aleteo— es que la culpa de esto no vaya a recaer sobre mí.

—No hay culpas que valgan —dijo la señora Sotomonte.

—Y que de haber castigos… —prosiguió la cigüeña.

—No habrá castigos. No se inquiete por eso tu largo pico rojo.

La cigüeña calló. Lila pensó que ella tendría que ofrecerse para cargar con las culpas, si las había, y tranquilizar así a la bestia, pero no lo hizo; embargada otra vez por la emoción-de-día-de-lluvia, hundió la mejilla entre los pliegues de la capa de la señora Sotomonte.

—Cien años más bajo esta forma —gruñó la cigüeña—, lo único que me faltaba.

—Basta ya —dijo la señora Sotomonte—. Puede que todo sea para bien. Y en realidad ¿cómo podría no serlo? Ahora —dio un golpecito con su vara— todavía queda mucho por ver, y el tiempo vuela. —La cigüeña escoró, regresando hacia los múltiples tejados del edificio.— Una vueltecita más alrededor de la casa y sus contornos —dijo la señora Sotomonte— y nos marchamos.

Cuando remontaban los anfractuosos y laberínticos valles y montañas del tejado, una ventanita redonda se abrió de pronto en una cúpula rarísima, y una carita redonda se asomó y miró hacia arriba, y hacia abajo. Y Lila (pese a que nunca había visto su rostro real) reconoció a Auberon, pero Auberon no podía verla.

—Auberon —dijo, no para llamarlo (ahora se portaría bien), sino tan sólo para nombrarlo.

—Meterete Juancopete —dijo la cigüeña, pues era desde esa ventanita desde donde solía espiarla el doctor, a ella y a sus polluelos, cuando anidara aquí, en este tejado.

¡Menos mal que esa parte ya había terminado!

Cuando pasaron al otro lado de la casa, la señora Sotomonte señaló a la zancuda Tacey. La grava del sendero se arremolinó bajo las finas ruedas de su bicicleta cuando, tras dar vuelta bruscamente en una esquina de la casa, enfiló hacia la pequeña alquería normanda que fuera antaño los establos y más tarde el garaje, allí dormía, en la obscuridad, la vetusta camioneta enchapada; y hoy en día, además, el lugar donde Don Bumbum y Doña Coneja y su numerosísima prole habían instalado sus madrigueras. Tacey dejó caer su bicicleta junto a la puerta trasera (desde allá arriba, una compleja figura huidiza a los ojos de Lila, que de pronto se dividía en dos), y la cigüeña, con un batir de alas, se remontó por encima del Parque. Lily y Lucy, tomadas del brazo, se paseaban por un caminito, cantando; los ruidos que hacían llegaban asordinados a los oídos de Lila. El sendero por el que ellas se paseaban se cruzaba con otro, flanqueado por los setos de plantas sin hojas, ahora salvajes como la desmelenada cabeza de un loco, una maraña de hojas muertas y nidos de pájaros. Allí estaba Llana Alice, ociosa, un rastrillo en la mano, observando el seto donde había atisbado quizá el movimiento de un pájaro u otro animal; y cuando hubieron ganado un poco más de altura, Lila divisó a Fumo que, caminaba a lo lejos por el mismo sendero con los libros bajo el brazo, mirando el suelo.

—¿Ése es…? —preguntó.

—Sí —respondió la señora Sotomonte.

—Mi padre —dijo Lila.

—Bueno —dijo la señora Sotomonte—. Uno de ellos, en todo caso. —Y guió a la cigüeña en esa dirección.— Ahora, cuidado con lo que haces y nada de jugarretas.

Qué rara parecía la gente vista desde esa altura, el huevo de la cabeza en el centro, un pie izquierdo que parecía brotarle de la nuca, uno derecho de la cara y después a la inversa. Fumo y Alice se vieron al fin, y Alice agitó una mano, una mano que también parecía brotarle de la cabeza, como una oreja. En el momento en que se encontraron, la cigüeña bajó en picado muy cerca de ellos, y entonces cobraron una apariencia más humana.

—¿Qué tal? —dijo Llana Alice, poniéndose el rastrillo bajo el brazo como si fuera una escopeta y hundiendo las manos en los bolsillos de su blusón de dril.

—Todo bien —dijo Fumo—. Grant Piedra vomitó de nuevo.

—¿Afuera?

—Sí, afuera, por lo menos. Es sorprendente cómo los tranquiliza eso. Por un minuto. Una clase práctica.

—Sobre…

—¿Meterte en la boca, camino de la escuela, una docena de caramelos malvavisco? No sé. Los males que la carne hereda. La mortalidad. Yo adopto un aire grave y digo: «Supongo que ahora podemos continuar».

Alice se echó a reír y, de pronto, volvió vivamente la cabeza hacia la izquierda, donde un movimiento había atraído su mirada, un pájaro distante quizá, o un postrero moscardón, cercano; no vio nada. No oyó decir a la señora Sotomonte, que la había estado contemplando con ternura: Bendita seas, querida, y da tiempo al tiempo; sea como fuere, no volvió a pronunciar una palabra en todo el camino de regreso a la casa, ni prestó mucha atención a lo que Fumo le contaba de la escuela; la embargaba un sentimiento que ya antes había conocido, que si la Tierra, esa mole inimaginable, giraba bajo sus pies, era tan sólo porque ella le imprimía al andar su rotación, como si fuera un molino de rueda a tracción humana. Extraño. Cuando estaban llegando a la casa vio salir de ella a Auberon, a todo correr, como si alguien lo persiguiera; echó una mirada furtiva a sus padres, pero no dio señales de haberlos visto, y, dando vuelta una esquina, desapareció. Y desde una ventana de la planta alta, Llana Alice oyó que la llamaban por su nombre: Sophie estaba asomada a la ventana de su cuarto.

—¿Sí? —contestó Alice, pero Sophie no dijo nada, tan sólo los miró a los dos con asombro, como si hiciera años, no horas, que los había visto por última vez.

La cigüeña planeó por encima del Jardín Tapiado y luego, ahuecando las alas, cruzó casi a ras del suelo la avenida de las esfinges, ahora casi sin facciones y más silenciosas que nunca. Un poco más lejos, corriendo por el mismo sendero, iba Auberon. Vestido con dos camisas de franela (una a guisa de chaqueta) que en uno de sus estirones ahora frecuentes le habían quedado un tanto estrechas, pero, de todas maneras, abotonadas en las muñecas; el cráneo dolicocéfalo balanceándose sobre el esmirriado cuello, los pies, enfundados en las eternas zapatillas, un poquitín torcidos, corría un trecho, caminaba, volvía a correr mientras hablaba en voz baja consigo mismo.

—Menudo príncipe —murmuró la señora Sotomonte cuando le dieron alcance—. Vaya tarea. —Meneó la cabeza. Auberon se agachó de golpe al sentir un batir de alas junto a su oído cuando la cigüeña se remontó a su lado, y aunque no interrumpió su carrera-caminata, su cabeza giró para ver a un pájaro que no pudo ver.— Ya están todos —dijo la señora Sotomonte—. ¡Vámonos!

Mientras se remontaban y alejaban, Lila miraba hacia abajo, los ojos fijos en Auberon, que se empequeñecía con la distancia. Durante su crianza, Lila (pese a que la señora Sotomonte lo prohibiera terminantemente) había pasado largos días y noches en soledad. La señora misma tenía sus tareas enormes que cumplir, y los ayudantes encargados de cuidar de Lila las más de las veces tenían juegos secretos a los que querían jugar, diversiones en las que la pesada, carnosa y estúpida criatura humana era incapaz de participar, o nunca llegaba a comprender. Oh, sus buenas zurras se habían ganado cuando alguien encontraba a Lila merodeando por salas y bosquecillos en los que no tenía aún nada que hacer (sobresaltando una vez de una pedrada a su bisabuelo en su melancólica soledad), pero la señora Sotomonte no encontraba la forma de remediarlo y murmuraba: «Todo parte de su Educación», y partía hacia otros climas y ámbitos que requerían sus acuciosos cuidados. Sin embargo hubo en toda esa época un compañero de juegos que siempre estaba a su lado cuando ella lo necesitaba, que siempre hacía sin un instante de vacilación todo cuanto ella le ordenaba, que nunca se cansaba ni se enfadaba (los otros no sólo se enfadaban sino que hasta podían ser crueles, algunas veces) y siempre pensaba lo mismo que ella acerca del mundo. El hecho de que además fuese imaginario («¿Con quién habla la niña todo el tiempo?» preguntaba el señor Bosques cruzando sus largos brazos, y «¿Por qué no me puedo sentar en mi silla?») no lo diferenciaba demasiado de tantos otros como hubo en la extraña niñez de Lila; y que se hubiese marchado, un buen día, con una excusa cualquiera, no la había sorprendido en realidad; sólo ahora, mientras observaba a Auberon correteando a medio galope hacia el almenado Pabellón de Verano en una misión urgente, se preguntó qué habría estado haciendo éste, el real —no muy parecido en verdad a su Auberon, pero el mismo, no le cabía de ello ninguna duda— mientras ella crecía. Lo veía pequeñísimo ahora, cuando tironeaba de la puerta del Pabellón de Verano para abrirla y echaba una mirada furtiva a sus espaldas como para cerciorarse de que nadie lo había seguido; en ese momento:

—¡Vámonos! —gritó la señora Sotomonte, y allá abajo el Pabellón de Verano se inclinó (exhibiendo como una cabeza tonsurada su techo empavonado) mientras ellas, ganando altura y velocidad, emprendían el viaje de regreso.

Un agente secreto

En el Pabellón de Verano, antes de sentarse delante de la mesa (pero no sin haber cerrado y trancado escrupulosamente la puerta), Auberon destapó su estilográfica. Sacó del cajón de la mesa una agenda quinquenal de un quinquenio pretérito, buscó en su bolsillo una llavecita y abrió el candado que cerraba las tapas de imitación cuero; y en la página en blanco de un marzo remoto escribió: «Y sin embargo se mueve».

Se refería a la vieja orrería arrumbada allá, en aquella cúpula por cuya ventana se asomara Auberon cuando pasaba la cigüeña con Lila y la señora Sotomonte montadas sobre su lomo. Todo el mundo le aseguraba que el mecanismo que accionaba los planetas de esa antigualla estaba atascado por la herrumbre, y que hacía años que no funcionaba. Y, en verdad, él mismo había intentado sin éxito mover las levas y los engranajes. Y, sin embargo, se movía; una vaga sensación, durante una visita, de que los planetas, el sol y la luna no se hallaban exactamente en los mismos sitios en que se encontraban durante una visita anterior, y que ahora había corroborado mediante pruebas rigurosas. Se mueve, sí: estaba seguro de ello. O casi seguro.

Por qué todos le habrían mentido con respecto a la orrería, no era lo que le preocupaba de momento. Todo cuanto quería ahora era obtener las pruebas del engaño; las pruebas de que la orrería se movía y (mucho más difícil, pero la obtendría, los indicios se multiplicaban) la prueba de que todos sabían muy bien que se movía y de que no querían que él lo supiera.

Morosamente, después de echar una ojeada a la anotación que acababa de hacer y deseando tener algo más que registrar, cerró la agenda, le puso llave y la volvió a guardar en el cajón. Y ahora, ¿qué pregunta, qué comentario podría dejar caer, como al azar, durante la cena, que pudiera inducir a alguien —no a su tía abuela, no, ducha por demás en ocultamientos, experta en miradas de asombro y perplejidad; ni su madre; ni tampoco su padre, aunque a veces Auberon sospechaba que su padre podía estar tan excluido como él— a confesar, inadvertidamente? Podría decir, por ejemplo, cuando pasaran el fuentón de puré de patatas alrededor de la mesa: «Lento pero seguro, como los planetas en la vieja orrería», y observarles las caras… No, demasiado petulante, demasiado obvio. Meditaba, preguntándose qué habría para la cena, en todo caso.

El Pabellón de Verano no había cambiado mucho desde los tiempos en que viviera y muriera en él su tocayo. Nadie había decidido qué se podía hacer con las cajas y carpetas de fotografías, nadie se había atrevido a alterar un ordenamiento que parecía más o menos ponderado. De modo que se habían limitado a empavonar el tejado contra las goteras, y a cerrar a cal y canto las ventanas; y así había quedado, mientras ellos pensaban. De tanto en tanto, uno u otro —sobre todo el doctor y tía Nube— se acordaban de su existencia y del pasado que allí permanecía encerrado, pero ninguno se había decidido a abrirlo, y cuando Auberon tomó posesión, nadie había venido a disputárselo. Ahora era su centro de operaciones y contenía todo cuanto él necesitaba para sus investigaciones: su lupa (la del viejo Auberon, en realidad), su metro de madera que se plegaba clac-clac, la cinta métrica que se enrollaba sola en su pequeño cilindro de metal, la última edición de La arquitectura de las casas quintas y la agenda en que anotaba sus conclusiones. Y, por añadidura, todas las fotografías de Auberon; esas fotos con las que culminaría su búsqueda como culminara la de su tío abuelo: una intrincada profusión de evidencias ambiguas.

Y sin embargo se preguntaba si lo de la orrería no sería al fin y al cabo una empresa vana, inconducente, si sus minuciosas mediciones, sus sucesivas marcas a lápiz, no serían susceptibles de infinitas interpretaciones. Un callejón sin salida, flanqueado por esfinges tan silenciosas como las que custodiaban el sendero que había cruzado para llegar al Pabellón. Cesó de columpiarse en el viejo sillón y de mordisquear la punta de su lapicero. Estaba anocheciendo: no podía haber noches más opresivas que una noche como ésta, en este mes, si bien a los nueve años Auberon no atribuía su opresión al día y a la hora, ni le daba ese nombre. Tan sólo percibía lo difícil que era ser un agente secreto, actuar disfrazado como si fuese un miembro de su propia familia, tratar de infiltrarse entre ellos para (sin hacer una sola pregunta) conseguir que la verdad saliera al fin a la luz en su presencia, porque ellos no tendrían ningún motivo para sospechar que él ya estaba en el secreto.

En vuelo hacia los bosques graznaban los cuervos. Una voz que vibró, extrañamente alterada, a través del Parque, lo llamaba anunciando la cena. Escuchando la alargada resonancia de las vocales de su nombre, Auberon se sintió a la vez triste y hambriento.

El humillado repuesto

Lila veía el crepúsculo vespertino en otro lugar.

—¡Magnífico! —dijo la señora Sotomonte—. Y aterrador. ¿No te hace latir con violencia el corazón?

—Pero si no es más que un efecto de las nubes —dijo Lila.

—Shhh, querida —dijo la señora Sotomonte—. Alguien podría ofenderse.

Un efecto del crepúsculo habría sido más correcto: el acantonamiento entero, las mil rayadas tiendas de campaña obscurecidas por el humo envolvente de las hogueras de los vivaques, las franjas de los flotantes pendones repitiendo las tonalidades del ocaso; las negras huestes de la caballería o de la infantería (o de ambas) realzadas por el plateado refulgir de las armas, extendiéndose hasta perderse de vista; las claras guerreras de los capitanes y el obscuro gris de los fusiles levantándose a las voces de mando, contra las barricadas purpúreas, todo el inmenso campamento…, ¿o era una inmensa flota de galeones, armada y haciéndose a la mar?

—Miles de años —dijo sombríamente la señora Sotomonte—. Derrotas, retiradas, acciones en la retaguardia. Pero ya nunca más. Pronto… —La vara nudosa bajo su brazo era como un bastón de mando, tenía erguida la larga barbilla.— ¡Mira! ¡Allá! ¿No es gallardo?

Una figura agobiada por el peso de una armadura y de tremendas responsabilidades se paseaba por la popa, o inspeccionaba el parapeto; el viento le agitaba los blancos mostachos casi tan largos como él. El Generalísimo de este gran operativo. En una mano llevaba un bastón; de pronto, el crepúsculo se alteró, y el extremo de su bastón cogió fuego. Hizo un gesto, apuntando con él hacia los oídos de sus cañones, si eran cañones, pero al instante cambió de parecer. Bajó el bastón, y se apagó la llama. De la ancha cartuchera sacó un mapa plegado, lo desplegó, lo examinó detenidamente, lo volvió a plegar, a guardar, y reanudó su lento ir y venir.

—La suerte está echada ahora —dijo la señora Sotomonte—. No más retiradas. El humillado se ha repuesto.

—Por piedad —suplicó la cigüeña entre jadeos, apenas con un hilo de voz—, esta altitud es excesiva para mí.

—Lo lamento —dijo la señora Sotomonte—. Ya no hay remedio.

—Las cigüeñas —jadeó la cigüeña— solemos sentarnos, cada legua o algo así.

—No te sientes aquí —dijo Lila—. Te irías derechito al fondo.

—Abajo, pues —dijo la señora Sotomonte. La cigüeña cesó de batir sus cortas alas y con un suspiro de alivio inició el descenso. El Generalísimo, las manos apoyadas sobre la borda o sobre el almenado belvedere, escrutaba con ojo avizor a la distancia, mas no alcanzó a ver a la señora Sotomonte, que cuando pasaban cerca de él, lo saludaba amablemente—. Oh, vaya —dijo—. Es un valiente, si los hay, y una vista espléndida.

—Es un truco —dijo Lila. Mientras descendían, ya se había alterado, transformándose en algo más inocuo aún.

Criatura del demonio, pensó la señora Sotomonte con irritación. Si era convincente, bastante convincente… Bueno. Quizá no deberían haberlo confiado todo a ese Príncipe: era un poquito demasiado viejo. Pero así son las cosas, pensó: todos estamos viejos, todos demasiado viejos. ¿Podía ser que hubiese esperado demasiado, tenido demasiada paciencia, cedido, en una postrera retirada, media milla de más? Ya sólo podía esperar que, cuando llegase al fin la hora, no todos los fusiles del viejo loco fallaran el tiro, que alentaran al menos a sus amigos y amedrentaran, siquiera un instante, a aquellos a quienes apuntaban.

Demasiado viejos, demasiado viejos. Por primera vez pensó que el desenlace, que no podía estar en duda, no, no podía, estaba en duda. Bueno, pero no todo habría acabado. ¿Acaso este día, esta misma noche, no señalaba el comienzo de la última larga vigilia, la última guardia, antes que las fuerzas se unieran al fin?

—Bueno, éste es el paseíto que te había prometido —le dijo a Lila por encima del hombro—. Y ahora…

—Auu —protestó Lila.

—Sin lloriqueos…

—Aaaauuuu…

—Echaremos nuestra siesta.

El alargado canturreo de la protesta de Lila se transformó, sorpresivamente, en su garganta, en otra cosa: algo que, como un diablillo que de pronto se le hubiese metido dentro, le abría la boca. Seguía abriéndole la boca, cada vez más y más grande —Lila nunca se había imaginado que pudiera abrirla tanto— y le hacía cerrar los ojos y lagrimear, y sorbía una larga bocanada de aire en sus pulmones, que se expandían motu proprio para recibirlo. De pronto, tan repentinamente como la poseyera, el diablillo la abandonó, aflojándole las mandíbulas y dejándola exhalar el aire.

Lila pestañeó, lamiéndose los labios, preguntándose qué sería eso.

—Sueño —dijo la señora Sotomonte.

Porque Lila acababa de bostezar su primer bostezo. El segundo no tardó en llegar. Apoyó la mejilla contra la tosca tela de la capa de la señora Sotomonte y, Comoquiera, sin resistirse más, cerró los ojos.

Gente oculta

Cuando era muy joven, Auberon había iniciado una colección de sellos postales. Durante un viaje con el doctor a la oficina de Correos de Arroyodelprado se había puesto a examinar al azar, ya que no tenía otra cosa que hacer, el contenido de las papeleras, e inmediatamente había descubierto dos tesoros: un par de sobres de lugares que a él se le antojaban fabulosamente distantes, y que parecían asombrosamente frágiles para haber viajado desde tan lejos.

Aquel primer hallazgo pronto se convirtió en una pequeña pasión, semejante a la de Lily por los nidos de pájaros. Insistía en acompañar a quienquiera que fuese a hacer algún recado en las cercanías de una oficina de Correos, escamoteaba la correspondencia de sus amigos, se solazaba imaginando ciudades distantes, Estados remotos cuyos nombres comenzaban con I y, los más raros de todos, los nombres de allende los mares.

Entonces, un día, Joy Flores, cuya nieta había vivido un año en el extranjero, le regaló una abultada bolsa de papel marrón llena de sobres que le habían enviado de todos los rincones del mundo. Casi no había podido encontrar en el mapa un lugar cuyo nombre no apareciera estampado en uno de aquellos sobres de quebradizo papel azul. Algunos provenían de lugares tan ignotos que ni siquiera existían en el alfabeto que él conocía. Y así, de un solo plumazo, su colección quedó completa, y su placer se desvaneció. Ya ningún hallazgo que pudiera hacer en Arroyodelprado la podría enriquecer. No la volvió a mirar nunca más.

Lo mismo había sucedido con las fotos de Auberon viejo cuando Auberon joven descubrió que eran mucho más que simples memorias de la larga vida de una gran familia. Comenzando por la de un Fumo sin barba vestido con un traje blanco al lado de la pila de los pájaros que aún se mantenía en pie, con sus enanos de cerámica, junto a la puerta del Pabellón de Verano, había buceado, al principio tentativamente, después con curiosidad y por último con voracidad, los miles y miles de fotos, grandes y pequeñas, embriagado de asombro y de horror (¡aquí! aquí estaba el secreto, aquí aparecerían los ocultos desenmascarados, cada imagen valía por mil palabras) y durante casi una semana no pudo hablar con su familia por el temor de revelar lo que había descubierto, o mejor dicho, creía estar a punto de descubrir.

Porque en última instancia las fotografías no esclarecían nada, porque nada las esclarecía a ellas.

«Nótese el pulgar», había escrito Auberon viejo en el reverso de una borrosa imagen de unos matorrales en gris y negro. Y había, en la intrincada maraña, algo que se parecía muchísimo a un dedo pulgar. Bueno. Pruebas. Otra, sin embargo, desvirtuaba por completo esa evidencia porque (con sólo mudos signos de admiración en el reverso) en ella aparecía una figura completa, una damisela fantasmal entre el follaje, arrastrando la cola de una falda de telaraña perlada de rocío, bonita como una pintura, y en el fondo, fuera de foco, el rostro excitado de una criatura humana rubia mirando hacia la cámara y señalando a la otra, la extraña criatura diminuta. Vamos, ¿quién iba a creerse semejante cosa? Y si fuese real (no podía serlo; de cómo había sido trucada, Auberon no tenía la más remota idea, pero era demasiado estúpidamente real para que no fuera trucada), ¿qué sentido tenía entonces el posible-pulgar-en-el-follaje y otras mil igualmente obscuras? Cuando hubo separado de una docena de cajas las pocas imposibles y las muchas ininteligibles, y advirtió que aun quedaban docenas de cajas y carpetas por revisar, las cerró todas (con una confusa sensación de alivio y de pena) y rara vez volvió a pensar en ellas.

Después de eso, tampoco volvió a abrir nunca más la vieja agenda quinquenal en la que hiciera sus anotaciones. Devolvió a su sitio en la biblioteca la última edición de La arquitectura de las casas quintas. Sus humildes descubrimientos —o los que le parecieron descubrimientos—: la orrería, un par de deslices sugestivos por parte de su tía abuela y su abuela, apasionantes como le parecieran en su momento, habían sido arrastrados por la avalancha de aquellas fotografías estremecedoras y, peor aún, de las notas sibilinas que su tocayo escribiera en el reverso. Se olvidó de todo eso para siempre. Y con ello dio por terminada su misión de agente secreto.

Auberon la dio por terminada, sí; pero para ese entonces hacía tanto tiempo que actuaba bajo disfraz, sin ser descubierto, como un miembro de su familia, que poco a poco, por etapas lentas, se había convertido realmente en un agente secreto. (Es algo que les ocurre a menudo a los agentes secretos.) El secreto que no le revelaran las fotografías de Auberon tenía que estar (si es que existía) en el corazón de sus familiares; y Auberon había fingido durante tanto tiempo saber lo que ellos sabían (para que ellos lo revelaran al fin, por accidente) que llegó a suponer que lo sabía tan bien como cualquiera de ellos; y, como le ocurriera con sus otras evidencias, y más o menos hacia la misma época, también de él se olvidó. Y puesto que —si en verdad ellos sabían algo que él ignoraba— ellos también lo habían olvidado, o aparentaban haberlo olvidado, todos estaban ahora en igualdad de condiciones, y él era uno de ellos. Hasta tenía, subconscientemente, la sensación de participar con ellos de una conspiración de la cual sólo su padre estaba excluido: Fumo no sabía, y no sabía que ellos sabían que él no sabía. Y ese hecho, Comoquiera, antes que separarlos de él, los unía a Fumo tanto más, como si lo mantuvieran al margen de los preparativos secretos de una fiesta-sorpresa que estuvieran organizando para él. Y gracias a ello, las relaciones de Auberon con su padre fueron durante cierto tiempo un poco menos tensas.

Sin embargo, aunque dejara de acechar las motivaciones y los movimientos de los demás, persistía en él el antiguo hábito de llevar una vida secreta. A menudo ocultaba sus actos, sin razón alguna. No con la intención de mistificar, desde luego; ni siquiera en sus tiempos de agente secreto había pretendido mistificar a nadie: la misión de un agente secreto consiste precisamente en todo lo contrario. Si tenía alguna razón, acaso fuera tan sólo su deseo de mostrarse bajo una luz más benigna y más clara que esa otra bajo la cual, de lo contrario, habría aparecido: más benigna y clara que la lúgubre-fulgurante de las lámparas a cuya luz él mismo se veía.

—¿Adonde vas con tanta prisa? —preguntó Llana Alice. A la hora de la merienda, después de la escuela, de pie junto a la mesa de la cocina, Auberon se zampaba sin respirar su leche y sus galletitas. Ese otoño era el único Barnable que aún asistía a la Escuela de Fumo. Lucy había dejado de asistir el año anterior.

—A jugar a la pelota —respondió Auberon, con la boca llena—. Con John Lobos y los otros chicos.

—Ah. —Le volvió a llenar hasta la mitad el vaso que él le tendía. Santo Dios cuánto había crecido últimamente.— Bueno, dile a John que le avise a su madre que yo iré mañana con un poco de sopa y otras cositas, a ver qué le hace falta. —Auberon no apartaba los ojos de sus galletitas.— ¿No sabes si se siente mejor? —Auberon se encogió de hombros.— Tacey dijo…, oh, bueno. —Por la expresión de su hijo parecía improbable que fuera a decirle a John que Tacey había dicho que su madre se estaba por morir. Lo más probable era que ni siquiera su simple mensaje fuese transmitido. Pero no podía estar segura.— ¿De qué juegas?

—De catcher —dijo él, rápidamente—. Casi siempre.

—Yo era catcher —dijo Alice—. Casi siempre.

Auberon puso lentamente el vaso sobre la mesa, pensativo.

—¿A ti qué te parece? —dijo—, ¿que la gente es más feliz cuando está sola, o cuando está con otra gente?

Alice llevó el vaso y el plato al fregadero.

—No sé —dijo—. Supongo… Bueno, ¿qué te parece a ti?

—No sé. Es que me preguntaba sólo… —Lo que se preguntaba Auberon era si sería un hecho, un hecho que todo el mundo conocía, o al menos todos los mayores, que todo el mundo es por supuesto mucho más feliz cuando está solo, o a la inversa, fuera lo que fuese.— Supongo que yo soy más feliz con otra gente —dijo.

—¿De veras? —Alice sonrió; como estaba de cara al fregadero, él no podía verla.— Eso es bueno —dijo—. Un extrovertido.

—Supongo.

—Bueno —dijo Alice con dulzura—. Espero que no vuelvas a meterte en tu cascarón.

Auberon salía ya, llenándose los bolsillos de galletas, y no se detuvo, pero una ventana se había abierto de pronto dentro de él. ¿Cascarón? ¿Él había estado metido en un cascarón? Y —más curioso aún— ¿ellos lo habían visto metido en él? ¿Era un hecho que todo el mundo conocía? Miró por esa ventana y se vio a sí mismo un momento, por primera vez, como lo veían los demás. Entretanto, sus pies lo habían conducido del otro lado de los grandes batientes de la cocina, que se cerraron tras él con su rechinido habitual, a la despensa, con su eterno olor a uvas pasas, y a la quietud del largo y silencioso comedor, camino a su imaginario partido de fútbol americano.

Alice, al pie del fregadero, alzó los ojos: vio una hoja otoñal pasar revoloteando junto al batiente y llamó a Auberon. Oía sus pasos que se alejaban (los pies le habían crecido más deprisa aún que el resto del cuerpo) y, cogiendo la chaqueta de su hijo de la silla en que la dejara olvidada, salió tras él.

Ya se había perdido de vista en su bicicleta cuando Alice llegó a la puerta principal. Lo volvió a llamar, mientras bajaba la escalera del porche; y entonces se dio cuenta de que era la primera vez, ese día, que estaba a cielo abierto, y que el aire era límpido, vivificante y libre, y que ella se hallaba allí, sin rumbo fijo. Miró en derredor. Alcanzó a ver, del otro lado de la esquina de la casa, un rincón apenas del jardín tapiado. Sobre el ornamento de piedra que coronaba el ángulo de la tapia se había posado un cuervo. La miró mirar en derredor —no recordaba haber visto nunca uno tan cerca de la casa, eran audaces pero cautos—, y se remontó en vuelo y, dando una voltereta, se alejó aleteando pesadamente a través del parque. Cras, cras: eso es lo que según Fumo dicen los cuervos en latín. Cras, cras: mañana, mañana. Circundó el jardín tapiado. Su puertecita abovedada estaba abierta, invitándola a pasar, pero Alice no entró. Siguió andando por el gracioso sendero bordeado de hortensias que antaño, sostenidas por espalderas, crecían en matas ornamentales, altas y ordenadas y arrepolladas, pero que con el tiempo se habían desmoronado y hoy eran meras hortensias, y asfixiaban la alameda que estaban destinadas a contornear, y enturbiaban el paisaje que debían enmarcar: dos columnas dóricas que daban acceso al sendero que ascendía a la Colina. Siempre sin rumbo fijo, Alice echó a andar por ese sendero (rozando al pasar las últimas hortensias que se desfloraban con una lluvia de pétalos resecos, como mustios confetti), y empezó a subir la Colina.

Gloria

Auberon dio la media vuelta y pedaleó de regreso por el camino, que circundaba el muro guardián de Bosquedelinde, y al llegar a cierta altura se apeó. Trepó al muro (un árbol caído de este lado y un montículo de malezas del otro hacían las veces de peldaños), izó su bicicleta, la pasó por encima del muro y la llevó a la rastra a través del tapiz de hojas dorado y crepitante del bosque de hayas hasta llegar a un sendero; la volvió a montar y, echando una mirada recelosa hacia atrás, enfiló hacia el Pabellón de Verano. Escondió la bicicleta en el cobertizo que había construido su tocayo.

El Pabellón de Verano, calentado por el tibio sol de septiembre que se volcaba a raudales a través de las grandes ventanas, estaba silencioso y polvoriento. Sobre la mesa, donde en un tiempo lo esperaban su diario y su equipo de espionaje y donde más tarde escudriñara las fotos de Auberon, lo aguardaban ahora un montón de papeles manuscritos, el sexto tomo de la Roma Medieval de Gregorovius, unos pocos libros más, todos voluminosos, y un mapa de Europa.

Auberon releyó la página que estaba encima de todas, que había escrito el día anterior.

La escena se desarrolla en la tienda de campaña del Emperador, en las afueras de Iconium. El Emperador está solo, sentado en una especie de silla tijera, la espada en cruz sobre las rodillas. Viste su armadura, pero ha sacado una pieza de ella y un criado la está puliendo lentamente; de vez en cuando mira al Emperador, pero el Emperador mira hacia adelante, hacia la lejanía, y no parece haber notado su presencia. El Emperador parece cansado.

Auberon releyó el texto, pensativo, y luego tachó mentalmente la última frase. No era cansado lo que él había querido decir. Cualquiera puede parecer cansado. El emperador Federico Barbarroja, en la víspera de su última batalla, parecía…, bueno, ¿qué? Le quitó el capuchón a su estilográfica, meditó un momento, se lo volvió a poner.

En su drama o libreto cinematográfico (podía llegar a ser cualquiera de las dos cosas o hasta transformarse como por arte de magia en una novela) sobre el emperador Federico Barbarroja había sarracenos y ejércitos papales, guerrilleros sicilianos y potentes paladines e incluso princesas. Un cúmulo de románticos nombres de lugares donde libraban batalla multitudes de románticos personajes. Sin embargo, lo que fascinaba a Auberon de aquellas lides no era nada que pudiera llamarse romántico. Todo cuanto escribía no tenía en realidad otro propósito que poner de relieve a esa figura: esa figura solitaria sentada en una silla tijera: una figura observada en un momento de reposo entre dos acciones desesperadas, exhausta tras la victoria o la derrota, enmohecida por la guerra y el uso de la dura cota de malla. Y por sobre todo, era una mirada: una mirada serena y fría, sin ilusiones, la mirada de alguien que ha llegado a comprender que las circunstancias adversas a una línea de acción son insuperables, pero las presiones para llevarla a cabo, irresistibles. La mirada de un hombre indiferente al entorno y al clima que, tal como Auberon los describía, eran como él: inhóspitos, indiferentes, sin calor. Su paisaje estaba vacío, salvo una torre lejana con un aspecto parecido al suyo, y el distante y asordinado galope de un jinete portador de noticias.

Para todo eso Auberon tenía un nombre: Gloria. El argumento de su obra —quién iría a salir vencedor, nada más que eso— no le interesaba demasiado; de todas maneras, nunca había llegado a entender qué era lo que se disputaban el papa y Barbarroja. Si alguien le preguntara (pero nadie lo haría, su proyecto había sido iniciado en secreto y en secreto sería quemado años más tarde) qué era lo que lo había atraído precisamente de ese emperador, no lo habría sabido decir. Una áspera resonancia del nombre. La imagen de él, ya viejo, montado, armado, en su postrera y fútil cruzada (todas las cruzadas eran fútiles para el joven Auberon), y arrastrado luego por azar con esa armadura bajo las aguas de un innominado río armenio cuando su corcel respingó en medio del vado. Gloria.

«El Emperador no parece exactamente cansado sino…»

También tachó esto, con furia, y volvió a ponerle el capuchón a su pluma. Su inmensa ambición de delinear le resultaba de pronto insoportable, como si pudiese llorar por tener que soportarla a solas.

Espero que no vuelvas a meterte en tu cascarón.

Él, que había hecho esfuerzos inauditos para que ese cascarón fuese idéntico a él. Creía haberlos engañado a todos y no, no había sido así.

El polvo flotaba irisado al sol del atardecer que aún se filtraba en anchas franjas por las ventanas, pero en el Pabellón de Verano empezaba a hacer frío. Auberon puso su pluma sobre la mesa. Detrás de él, desde las estanterías, sentía clavada en su nuca la mirada de las cajas y los carpetones del viejo Auberon. ¿Iba a ser siempre así? ¿Siempre el cascarón, siempre los secretos? Porque era obvio que sus propios secretos lo separaban del resto de ellos tanto como cualquier secreto que ellos le hubiesen querido ocultar. Y él tan sólo ansiaba ser el Barbarroja que imaginaba: sin ilusiones, sin confusiones, amargado tal vez, pero íntegro y de una sola pieza desde el pecho a la espalda.

Tiritó. Por cierto, ¿qué había sido de su chaqueta?

Todavía no

Su madre se la estaba echando sobre los hombros mientras subía la Colina y pensaba: ¿A quién se le ocurre jugar con un tiempo como éste? Los arces jóvenes que bordeaban el sendero, rindiéndose temprano, habían flameado ya al lado de sus hermanos y hermanas siempre verdes. ¿No era más bien tiempo de jugar al fútbol? Extrovertido, pensó, y sonrió y meneó la cabeza: el gesto efusivo, la sonrisa siempre a flor de labios.

Oh Dios… Desde que sus hijos dejaron de crecer tan a prisa, las estaciones habían empezado a deslizarse más veloces a la vera de Llana Alice, sus hijos eran personas diferentes cada otoño y cada primavera, tanto saber, tantas vivencias, tantas risas y llantos amontonados en sus interminables veranos. Ella ni siquiera se había percatado de la llegada de este otoño. Quizá porque ahora sólo tenía un hijo que aprontar para la escuela. Uno y Fumo. Prácticamente sin nada que hacer en las mañanas otoñales, un solo almuerzo para preparar, un solo cuerpo soñoliento para empujar del baño a la cocina, a desayunar, un solo portalibros, un solo par de botas que encontrar.

Y, sin embargo, mientras iba Colina arriba, se sentía reclamada por ingentes obligaciones.

Llegó, un poco sin aliento, a la mesa de piedra de la cresta y se sentó junto a ella en el banco de piedra. Debajo de la mesa, un lastimoso estropicio, cubierto de moho y otoñal, vio el bonito sombrero de paja que Lucy había perdido en junio y llorado todo el verano. Al verlo allí, sintió en carne viva la fragilidad de sus hijos, los peligros que los acechaban, su desamparo frente a la pérdida, frente al sufrimiento, frente a la ignorancia. Los nombró mentalmente, en orden: Tacey, Lily, Lucy, Auberon. Resonaron como campanillas de distinto diapasón, unos más genuinos que otros, pero todos respondiendo a su tirón: eran maravillosos, sí, los cuatro, como ella siempre le decía a la señora Lobos, o a Marge Junípero o a quienquiera que le preguntase por ellos: «Son maravillosos». No: las obligaciones que la reclamaban (y que ahora, sentada al sol, dominando un vasto paisaje, sentía más intensamente) no tenían nada que ver con ellos, ni tampoco con Fumo. Tenían que ver, Comoquiera, con ese sendero empinado, con esta ventosa cresta de la Colina, con este cielo encelajado de móviles nubes grises y blancas como el plumaje de una paloma torcaz, y con este otoño joven, pródigo (como lo son tan misteriosamente todos los otoños) en ilusiones y esperanzas.

La sensación era intensa, como una fuerza que la atrajera o quisiera arrastrarla; inmóvil, dominada por ella, fascinada y un poco asustada, esperaba que pasara en un instante, como las sensaciones de deja vu. Pero no pasaba.

—¿Qué? —le dijo al día—. ¿Qué sucede?

Mudo, el día no pudo contestarle; pero parecía hacerle gestos, tironearla con familiaridad, como si la hubiese confundido con otra persona. Parecía, y no cesaba de parecer, a punto de darse vuelta para mostrarse de frente, como si todo ese tiempo ella no hubiese estado mirando su verdadera faz sino otra, o su envés (y el de todas las cosas, siempre) y fuera ahora a verlo claramente, como en realidad era; y él a ella, además: y aun así, él no podía hablar.

—Oh, qué —dijo Llana Alice, sin saber que hablaba. Sentía que se estaba disolviendo irremisiblemente en lo que contemplaba, y que al mismo tiempo se había vuelto lo bastante imperiosa como para dominarlo en todos sus aspectos; lo bastante liviana como para poder volar y tan pesada a la vez que no el banco de piedra sino la colina de piedra, toda la colina era su sitial; sobrecogida y no obstante por alguna razón nada sorprendida a medida que comprendía lo que se pedía de ella, para qué se la convocaba.

—No —dijo en respuesta—; no —repitió, con la dulzura con que se lo diría a un niño que por error, confundiéndola con su madre, la hubiese tomado de la mano o de la falda del vestido, alzando hacia ella el rostro, un rostro interrogante, sorprendido—. No.

—Vete —dijo, y el día se fue.

—Todavía no —dijo, y una vez más se hizo sonar las campanillas de los nombres de sus hijos. Tacey Lily Lucy Auberon. Fumo. Demasiado, demasiadas cosas que hacer aún; y sin embargo llegaría un día en el cual, por mucho que le quedara aún por hacer, por mucho que hubiesen aumentado o disminuido sus obligaciones cotidianas, ya no podría rehusar. No era que tuviese reparos o temor, aunque ella suponía que cuando el día llegase sentiría, sí, sentiría temor y no podría sin embargo rehusar… Era asombroso, asombroso que uno nunca acabara de crecer y crecer, ella, que años atrás había imaginado que había crecido tanto, tanto que ya no podría seguir creciendo más, y sin embargo ni siquiera había empezado.

—Todavía no, todavía no —dijo, mientras el día se alejaba—, todavía no, aún me queda mucho por hacer, todavía no, por favor.

El Cuervo Negro (o alguien parecido a él), invisible a la distancia a través de la alta marea de los árboles, lanzó su llamado en vuelo hacia su nido.

Cras. Cras.

Capítulo 2

Desenfrenado, más allá de toda norma o arte, éxtasis inmenso.

Milton

Lo que le gustaba a Fumo de que sus hijas crecieran era el hecho de que, si bien se iban de su lado, lo hacían (o eso suponía él) menos por rechazo o aburrimiento que por la necesidad de dar cabida al crecimiento de sus propias vidas: cuando ellas eran pequeñitas, sus vidas e intereses —los conejos y la música de Tacey, los nidos de pájaros y los noviecitos de Lily, las perplejidades de Lucy— cabían dentro de él, en el ámbito de su propia vida, que en ese entonces estaba repleto; y después, a medida que crecían y se expandían, dejaban de caber, necesitaban espacio, sus intereses se multiplicaban, era preciso acomodar a los amantes primero y a los hijos después, y Fumo ya no podía contenerlos a menos que también él se expandiese, y lo había hecho, y su propia vida se había expandido a la par de las de ellas, y no por ello las sentía más distantes de él que antes, y eso le gustaba. Y lo que no le gustaba de que fueran creciendo era ese mismo hecho: que ello lo obligara a crecer, a dilatarse a veces mucho más de lo que, temía él, la personalidad en la que, con el correr de los años, se había encasillado sería capaz de soportar.

Dando vueltas

El hecho de que se hubiera criado en el anonimato había tenido al menos una importante ventaja cuando a su vez tuvo hijos: porque gracias a eso ellos podían imaginarlo como les gustaba que fuese, podían considerarlo benévolo o severo, evasivo o franco, alegre o taciturno, según lo requiriese el temperamento de cada cual. Y eso era maravilloso, era maravilloso ser el Padre Universal, y que no le ocultaran nada. Y hasta hubiera apostado (aunque no tenía forma de demostrarlo) que a él sus hijas le habían confiado más secretos, graves, bochornosos, divertidos que las de la mayoría de los hombres. Pero también su flexibilidad tenía límites, y él no podía, a medida que pasaba el tiempo, estirarse tanto como lo hiciera en otras épocas, y cada vez se sentía menos capaz de pasar ese hecho por alto cuando su personaje, al volverse día a día más crustáceo e impenetrable, desaprobaba o no podía comprender a los jóvenes.

Quizá fuera más que nada eso lo que había sucedido entre él y su hijo pequeño, Auberon. Las emociones que Fumo recordaba haber experimentado más frecuentemente en presencia de su hijo eran una suerte de confusa irritación, y tristeza por el misterioso abismo que parecía abrirse entre ellos para siempre. Cada vez que se armaba de coraje para intentar saber qué le pasaba a su hijo, Auberon había ostentado una reserva compleja y bien ejercitada ante la cual Fumo se sentía impotente y hasta aburrido; cuando Auberon a su vez se acercaba a él, Fumo parecía incapaz de no parapetarse detrás de su disfraz de padre corriente y moliente que no sabe nada de nada, y Auberon se apresuraba a batirse en retirada. Y con los años las cosas no habían mejorado sino empeorado, hasta que por fin, con mil reparos y meneos de cabeza por fuera, y con una sensación de alivio por dentro, lo había visto partir para la Ciudad en su extraña misión.

Quizá si hubieran jugado un poco más a la pelota… Salido de casa, simplemente, hijo y padre, y pateado un rato la vieja pelota en una tarde de verano. A Auberon siempre le había encantado jugar a la pelota. Fumo lo sabía, aunque él mismo nunca había jugado bien ni disfrutaba haciéndolo.

La irrelevancia de esta fantasía le causó risa. Vaya la solución que se le ocurría sugerir a su personaje ante la inexplicabilidad de sus hijos. Tal vez, sin embargo, se le había ocurrido a él porque intuyera que algún gesto común, ordinario, podría haber zanjado ese abismo que se interponía entre él y su hijo; si también entre él y sus hijas existía un abismo tan grande, él nunca lo había advertido; pero desde luego, bien podía estar allí, disimulado por la extrañeza de estar creciendo hoy con un padre que había crecido ayer, o incluso anteayer.

Ninguna de sus hijas se había casado, ni parecía probable que fuera a hacerlo, pese a que él tenía ya dos nietos, los mellizos de Lily, y Tacey parecía resuelta a tener un hijo de Tony Cabras. Fumo no era por cierto un defensor acérrimo del matrimonio, aunque no podía imaginar la vida sin el suyo, por extraño que demostrara ser, y en cuanto a la fidelidad, él no tenía ningún derecho a hablar. Pero lo apesadumbraba, eso sí, la idea de que su descendencia pudiera ser más o menos innominada y, si las cosas seguían así, sólo identificable con el tiempo como los caballos de raza, por tal y cual y tal y cual. Y no podía por menos de pensar que había un algo embarazosamente obvio en los emparejamientos de sus hijas con sus amantes, una impudicia que el matrimonio hubiese podido cubrir con un manto de decencia. O mejor dicho, su personaje pensaba eso. Fumo mismo aplaudía la audacia y la valentía de sus hijas, y no se avergonzaba de admirar su sexualidad como siempre había admirado su belleza. Al fin y al cabo, ya eran mujeres. Y sin embargo… bueno, esperaba que ellas pasaran por alto el hecho de que su personaje hiciera ruidos raros o lo indujera, por ejemplo, a abstenerse de ir a visitar a Tacey y a su cómo-se-llama cuando estaban viviendo juntos en una cueva. ¡Una cueva! Sus hijas parecían decididas a recapitular en sus propias vidas toda la historia de la humanidad. Lucy juntaba hierbas curativas para simples y Lily leía los astros y a sus mellizos les colgaba corales alrededor del cuello para protegerlos del mal de ojo. Auberon, con una mochila al hombro, se marchaba a la Ciudad a probar fortuna. Y Tacey, en su cueva, descubría el fuego. Y por añadidura, justo cuando las provisiones de energía eléctrica parecían estar agotándose en el mundo definitivamente. Ahora, pensando en eso, oyó el reloj que canturreaba el cuarto de hora, y se preguntó si bajaría al sótano a apagar el generador.

Bostezó. La única lamparilla encendida en la biblioteca formaba un charco de luz que no le apetecía abandonar. Tenía junto a su poltrona una pila de libros en los que había estado buscando material para la escuela: los viejos, con el uso y los años, se habían vuelto repulsivos al tacto y a la vista, y mortalmente aburridos. Otro reloj canturreó la una, pero Fumo no le creyó. Afuera, vela en mano, por el corredor, pasó un fantasma familiar de la noche: Sophie, todavía despierta.

Pasó y se alejó —Fumo vio el halo de luz brillar y atenuarse en las paredes y los muebles— y a poco regresó.

—¿Todavía levantado? —dijo, en el mismo momento en que él le hacía a ella la misma pregunta.

—Es espantoso —dijo, entrando en la biblioteca. Llevaba un largo camisón blanco que le daba más aún el aire de un espectro errante—. Dando vueltas y vueltas. ¿Conoces la sensación? Como si tu mente estuviera dormida y tu cuerpo despierto, y no quisiera rendirse, y tuviera que seguir saltando de una a otra posición.

—Y despertándote a cada momento…

—Sí, y tu cabeza no puede… no puede zambullirse, o algo así, y dormir de verdad, pero tampoco ella se rinde y te despierta y sigue repitiendo el mismo sueño, o el principio de un sueño, sin llegar nunca al final…

—Barajando una y otra y otra vez el mismo mazo de disparates, sí, hasta que tú acabas por rendirte y te levantas…

—¡Sí, sí!, y tienes la sensación de haber estado echada allí horas y horas, debatiéndote en vano, y sin dormir ni un solo instante. ¿No es espantoso?

—Espantoso. —Fumo pensaba, aunque no lo admitiría jamás, que había un cierto sentido de equilibrio en el hecho de que Sophie, antaño la eterna dormilona, se hubiese convertido en los últimos años en una legítima insomne, y que conociese ahora incluso mejor que él, que con suerte sólo lograba conciliar de a ratos un sueño entrecortado, esa búsqueda desesperada del huidizo olvido.— Cocoa —dijo—. Leche tibia. Con un dedito de brandy. Y rezar tus oraciones. —Ya otras veces le había dado a Sophie esos mismos consejos.

Ella se arrodilló junto a su poltrona, cubriéndose los pies con el camisón, y apoyó la cabeza en su muslo.

—Pensé —dijo—, cuando salí de golpe de eso, ¿sabes?, del dar vueltas y vueltas, pensé: ella ha de tener frío.

—¿Ella? —dijo él. Y luego—: Ah.

—¿No es absurdo? Si está viva, no ha de tener frío, probablemente; y si está…, bueno, si no está viva…

—Mm. —Estaba, estaba Lila, desde luego; él había estado pensando con tanta autocomplacencia en lo bien que conocía a sus hijas, en lo mucho que ellas lo querían, en su hijo Auberon, el único granito de arena en su ostra; pero estaba esa otra hija suya, su vida era más extraña que como casi siempre solía aparecer ante él, Lila era una dimensión de misterio y dolor que él a veces olvidaba. Sophie no la olvidaba nunca.

—¿Sabes lo que es curioso? —dijo Sophie—. Hace años, añares, yo solía pensar que ella crecía, sabía que crecía y se hacía mayor. Lo podía sentir. Sabía con exactitud cómo era, qué aspecto tenía, qué aspecto tendría cuando fuese mayor. Pero de pronto, nunca más. Ella debía de tener… unos nueve, o diez años, supongo; y desde entonces no me la pude imaginar creciendo, haciéndose mayor.

Fumo no respondió, sólo acarició suavemente la cabeza de Sophie.

—Ella tendría ahora unos veintidós. Piensa en eso.

Él pensó en eso. Él había (veintidós años atrás) jurado ante su esposa que la hija de su hermana sería suya, suyas todas las responsabilidades. La desaparición de Lila no había cambiado las cosas, pero lo había dejado sin obligaciones. No había sido capaz de imaginar cómo buscar a la Lila real desaparecida, cuando a la larga le dijeron que se había perdido y que Sophie le había ocultado su suplicio con la falsa Lila, a él y a todos ellos. Él aún no sabía cómo había concluido la historia: Sophie se había marchado un día, y cuando regresó no había más Lila, ni falsa ni verdadera; y Sophie se había echado a dormir, y una nube había desaparecido de la casa, y una tristeza había entrado en ella. Eso era todo. Y él no debía preguntar.

Tantas y tantas cosas que él no debía preguntar… Era todo un arte: un arte que Fumo había aprendido a ejercitar con tanta pericia como un cirujano el suyo, como un poeta el suyo. A escuchar; a asentir; a actuar de acuerdo con lo que se le decía como si hubiese comprendido; a no ofrecer críticas ni consejos, excepto los más benévolos y anodinos, y ello sólo para demostrar su interés y su preocupación; a hacer mil conjeturas. A acariciar los cabellos de Sophie, y a no intentar apartarla de su tristeza; a preguntarse cómo había podido sobrellevar esa vida, con semejante pena en el corazón, y a no preguntar jamás.

Bueno, en cuanto a eso, sus otras tres hijas eran por cierto un misterio tan insondable para él como la cuarta, si bien no un misterio que le doliese contemplar. Reinas del aire y de la obscuridad, ¿cómo había podido engendrarlas? Y su esposa: sólo que hacía tanto tiempo (desde su luna de miel, desde el día de su boda) que había cesado de cuestionarla que ella ya no era más (ni tampoco menos) un misterio para él que las nubes y las piedras y las rosas. En cuanto a eso, el único a quien acaso empezaba a comprender (y a criticar, y a inmiscuirse en su vida y a estudiar) era a su único hijo varón.

—¿Por qué supones tú que es así? —preguntó Sophie.

—¿Por qué es así qué?

—Que yo ya no la pueda imaginar haciéndose mayor.

—Bueno, hm —dijo Fumo—. La verdad, no lo sé.

Ella suspiró y Fumo le acarició la cabeza, pasándole los dedos entre los rizos, separándolos. Nunca, nunca llegarían a encanecer de verdad; incluso ahora, con el oro empañado, seguían pareciendo rizos de oro. Sophie no era una de esas tías solteronas cuya belleza desperdiciada acaba por amustiarse y marchitar como una flor —para empezar, no era una solterona—, parecía como si nunca fuera a trasponer el umbral de la juventud, que nunca había llegado ni llegaría a ser una persona de edad madura. Llana Alice, ahora al filo de los cincuenta (¡cincuenta, santo Dios!), tenía exactamente el aspecto que debía tener, como si hubiese cambiado las sucesivas pieles de la infancia y la juventud y aparecido así, intacta, tal cuál era. Sophie representaba dieciséis, sólo que abrumada por un montón de años innecesarios, casi injustamente. Fumo se preguntaba cuál de las dos, en el correr de los años, le había parecido más a menudo la más hermosa.

—Tal vez necesites encontrar algún otro interés.

—No necesito ningún interés —dijo Sophie—. Sólo necesito dormir.

Había sido Fumo, cuando Sophie descubrió con sorpresa y horror qué cantidad de horas tiene el día cuando la mitad de ellas no las llena el sueño, quien comentara que la mayoría de la gente suele llenar esas horas con intereses de alguna clase y sugerido a Sophie que tratara de encontrar alguno. Y ella, en su desesperación, lo había hecho: las cartas, desde luego, en primer término, y cuando no trabajaba con ellas hacía jardinería, visitas, conservas, arreglos en la casa, leía libros por docenas, siempre consciente de que esos intereses eran una obligación impuesta por la ausencia de su piadoso y perdido (¿por qué?, ¿por qué perdido?) sueño. Daba vueltas y vueltas la desasosegada cabeza, sobre el muslo de Fumo como si fuese su desasosegada almohada. De pronto lo miró.

—¿Quieres dormir conmigo? —preguntó—. Dormir, quiero decir.

—Preparemos un poco de cocoa —dijo él.

Ella se incorporó.

—Es tan injusto —dijo, alzando los ojos hacia el cielo raso—. Todos allá arriba durmiendo profundamente y que yo tenga que rondar por la casa como un fantasma.

Aunque en realidad —además de Fumo, que a la luz del candil encabezaba la marcha hacia la cocina—, Mambé acababa de despertarse con sus dolores artríticos y se preguntaba qué sería más penoso, si levantarse para tomar una aspirina o quedarse acostada y no hacerles caso; y Tacey y Lucy no se habían acostado todavía, y estaban las dos charlando en voz baja a la luz de una vela de sus amantes y sus amigos y su familia, de la suerte de su hermano y de los defectos y virtudes de la hermana no presente, Lily. Los mellizos de Lily acababan también de despertarse, el uno porque se había hecho pipí en la cama, y la otra porque había sentido la humedad y, despiertos los dos, estaban a punto de despertar a Lily. La única que dormía en toda la casa era Llana Alice, que yacía boca abajo con la cabeza hundida entre dos almohadas de plumas, soñando con una colina donde crecían, estrechamente abrazados, un roble y un espino.

La Negra

Cierto día de invierno, Sylvie fue a hacer una visita a su antiguo barrio, en el que ya no vivía desde que su madre regresara a la Isla, dejando a Sylvie al cuidado de unas tías. En una habitación amueblada al final de esa calle, con su madre, su hermano, un hijo de su madre y algún huésped ocasional, se había criado Sylvie, y adquirido Comoquiera el Destino que hoy llevaba consigo a esas callejuelas mugrientas.

Aunque a sólo unas pocas paradas de metro de la Alquería del Antiguo Fuero, parecía una distancia inmensa, en otra orilla, otro país; tan populosa era la Ciudad que podía albergar, adosados, muchos de esos países extraños; había algunos que Sylvie nunca había visitado, y cuyos antiguos nombres holandeses o pintorescamente rurales tenían para ella resonancias misteriosas y sugerentes. Pero estas manzanas las conocía bien. Las manos en los bolsillos de su viejo abrigo de pieles, con doble par de calcetines en los pies, bajaba por las callejuelas que a menudo recorría en sueños, y no las encontraba muy distintas de como las soñaba, se mantenían como preservadas por la memoria: casi todos los mojones con que ella las acotara de niña seguían estando allí, la dulcería, la iglesia evangélica donde mujeres con bigotes y caras empolvadas cantaban himnos, la sórdida tienda de comestibles que vendía al fiado, la notaría pavorosa y obscura. Llegó, guiada por esos mojones, al edificio donde vivía la mujer a quien llamaban La Negra, y aunque parecía más pequeño y más sórdido que antaño, o que como ella lo recordaba, y con pasillos más obscuros que apestaban a orina más que en su recuerdo, era el mismo, y el corazón le latía de prisa y con terror mientras trataba de recordar cuál puerta era la suya. Cuando subía la escalera, una trifulca estalló súbitamente en uno de los apartamentos, marido, mujer, suegra, griterío de niños, todo al compás de una música jíbara. El hombre estaba borracho y salía para emborracharse más; la mujer lo insultaba, la suegra insultaba a la mujer, la música le cantaba al amor. Sylvie preguntó dónde estaba la casa de La Negra. Todos enmudecieron de golpe y señalaron arriba, estudiando a Sylvie.

—Gracias —dijo, y siguió subiendo; tras ella el sexteto (bien y asiduamente ensayado) empezó otra vez.

Parapetada detrás de su puerta tachonada de candados, La Negra interrogaba a Sylvie, incapaz al parecer, pese a sus poderes, de ubicarla. De pronto Sylvie recordó que La Negra la había conocido sólo por un sobrenombre infantil, y lo dio. Un instante de aterrorizado silencio (Sylvie lo pudo percibir), y los cerrojos se abrieron.

—Yo creía que te habías marchado —dijo la mujer negra, los ojos muy abiertos, las comisuras de la boca caídas en una mueca de horrorizada sorpresa.

—Pues sí, me he marchado —dijo Sylvie—. Años ha.

—Lejos, quiero decir —dijo La Negra—. Lejos, muy lejos.

—No —dijo Sylvie—. No tan lejos.

También la mujer era una sorpresa para Sylvie, porque había cambiado, ahora era mucho más menuda, y por eso mismo mucho menos aterradora. Los cabellos se le habían vuelto grises como lana de acero. Pero el apartamento, cuando al fin La Negra se hizo a un lado y dejó entrar a Sylvie, permanecía idéntico: más que nada un olor, o muchos olores juntos, que le despertaron, como si inhalase junto con los olores la misma pavura, la misma extrañeza que siempre había sentido en ese lugar.

Tití —dijo, tocando el brazo de la vieja (porque La Negra la seguía mirando como si no pudiera creer a sus ojos y no decía palabra)—. Tití, necesito ayuda.

—Sí —dijo La Negra—. Lo que tú quieras.

Pero Sylvie, mirando en torno el pequeño, minúsculo apartamento, estaba menos segura que una hora antes de qué clase de ayuda era la que necesitaba.

—Caray, igualito —dijo. Ahí estaba la cómoda arreglada como un altar, con las desportilladas estatuillas de la Negra Santa Bárbara y el Negro Martín de Porres, las velas rojas encendidas ante ellos, sobre el mantel de encaje plástico; allí el cuadro de Nuestra Señora derramando bendiciones que caían transformadas en rosas en un mar color llama de gas. En otra pared, el cuadro del Ángel Guardián, que también (curiosa coincidencia) colgaba en la pared de la cocina de George Ratón: el puente peligroso, los dos niños, el poderoso ángel cuidando que llegaran a salvo a la otra orilla—. ¿Quién es eso? —preguntó Sylvie. En medio de los santos, delante de la mano talismánica, a la trémula luz de una vela casi consumida, había un cuadro amortajado en seda negra.

—Vamos, siéntate, siéntate —dijo rápidamente La Negra—. No está castigada, no, aunque parezca estarlo. Yo nunca he querido hacer eso.

Sylvie decidió no poner en duda esa protesta.

—Oh, espera, he traído unas cositas. —Le ofreció la bolsa, unas frutas, algunos dulces, un poco de café que le había mendigado a George, pues había recordado que su tía lo tomaba con delectación, hirviente y muy azucarado.

La Negra, bendiciéndola profusamente, empezó a serenarse. Después que, por precaución, hubo retirado el vaso con agua que siempre tenía encima de la cómoda para atrapar a los malos espíritus y la hubo volcado en el estrepitoso inodoro y cambiado por otra, prepararon el café y se sentaron a charlar de las cosas de antaño, Sylvie un poco hasta por los codos de los nervios.

—Tuve noticias de tu madre —dijo La Negra—. Llamó desde larga distancia. No a mí. Pero me he enterado. Y de tu padre.

—Él no es mi padre —dijo Sylvie, evasiva.

—Bueno…

—No es más que el tipo con quien se casó mi madre. —Miró a su tía con una sonrisa.— Yo no he tenido padre.

—Ay, bendita.

—Hija de madre virgen —dijo Sylvie—, pregúntaselo a mi madre si no —y acto seguido, aunque riéndose, se dio una palmada en la boca por la blasfemia.

Hecho el café, lo tomaron y comieron los dulces, y Sylvie le dijo a su tía a qué había venido: para que le extirpase el Destino que La Negra le leyera años atrás en las cartas y en la palma de la mano: para que se lo arrancase como una muela.

—Porque, ¿sabes?, he conocido a ese hombre —dijo, bajos los ojos, súbitamente tímida al sentir el calor que le florecía en el corazón—. Y yo lo quiero y…

—¿Es rico? —preguntó La Negra.

—No lo sé. Creo que su familia, más o menos.

—Entonces —dijo su tía—, quizá él es tu Destino.

—Ay, Tití — dijo Sylvie—. No es tan rico.

—Bueno…

—Pero yo lo amo, y no quiero ningún Destino que pueda venir a arrebatarme, y a separarme de él.

—Ay, no —dijo La Negra—, porque ¿dónde iría a parar? ¿Si saliera de ti?

—Yo no sé —dijo Sylvie—. ¿No podríamos tirarlo tranquilamente a la basura?

La Negra, con los ojos redondos de espanto, meneó lentamente la cabeza. De pronto, Sylvie se sintió aterrorizada y estúpida a la vez. ¿No hubiera sido más sencillo dejar, pura y simplemente, de creer que había un Destino para ella, a creer que el amor era un destino tan alto como el que cualquier persona podía ambicionar o tener, y que ella lo tenía? ¿Y si con brujerías y potingues no sólo no se lo sacara de encima sino que, por el contrario, lo enconara contra ella, o lo agriara, y le costara incluso su amor?

—Yo no sé, no sé —dijo—. Lo único que sé es que lo quiero y que con eso me basta; quiero estar con él, y ser buena con él, y guisarle arroz y frijoles y tener sus bebés… y seguir así y así para siempre.

—Haré lo que me pides —dijo La Negra en una voz tan baja que no parecía la suya—. Cualquier cosa que me pidas.

Sylvie la miró, y un frisson de magia espeluznante le trepó por la médula. La vieja negra continuaba sentada en su sillón como un cuerpo inerte, y aunque sus ojos no se apartaban de Sylvie, no parecían verla.

—Bueno —dijo Sylvie, dubitativa—, como aquella vez, o sea cuando fuiste a nuestra casa y encerraste los malos espíritus en un coco, y lo echaste a rodar hasta la puerta. Y después por el pasillo y a la basura. —Le había contado esta historia a Auberon, desternillándose junto con él de la risa, pero aquí no sonaba divertida.— Titi —dijo, pero su tía (aunque seguía sentada en el sillón tapizado de plástico) ya no estaba allí.

No, a un Destino no se lo podía meter en un coco, era demasiado pesado; no se podía eliminarlo con ungüentos ni quitárselo de encima lavándolo con infusiones de hierbas; estaba profundamente enraizado. La Negra, si fuera a hacer lo que Sylvie le ordenaba, siempre y cuando su viejo corazón pudiese resistirlo, tendría que extraerlo de Sylvie y tragárselo. Y ante todo, ¿dónde estaba? Se aproximó con pasos cautelosos al corazón de Sylvie. Ella conocía la mayor parte de esas puertas: amor, dinero, salud, hijos. Ese otro portal, entreabierto, ella no lo conocía.

—Bueno, bueno —dijo, mortalmente asustada de que el Destino, cuando lo forzara a salir de Sylvie, fuera a abalanzarse sobre ella y matarla o transformarla en algo tan horrendo que acaso más le valiera morir. Sus espíritus guías, cuando ella se volvió para consultarlos, habían huido despavoridos. Y, no obstante, tenía que hacer lo que Sylvie le había ordenado. Apoyó la mano sobre la puerta y empezó a abrirla, atisbando del otro lado una luminosidad dorada, de pleno día, escuchando una ráfaga de viento, o el murmullo de una multitud de voces.

—¡No! —gritó Sylvie—. No, no, no, yo estaba equivocada, ¡no!

Con un golpe seco, el portal se cerró. La Negra, presa de un vértigo desolador, se desplomó una vez más en su silla, en el minúsculo apartamento. Sylvie la sacudió.

—¡Lo quiero de vuelta! ¡Lo quiero de vuelta! —gritaba. Pero jamás había salido de ella.

La Negra, recobrándose, se golpeaba con la mano el pecho jadeante.

—No se te ocurra volver a hacer esto nunca más, criatura —dijo—. Podrías matar a una persona.

—Lo siento, lo siento tanto —dijo Sylvie—. Pero fue sólo un error, un tremendo error…

—Descansa, descansa —dijo La Negra, todavía inmóvil en su asiento, viendo cómo Sylvie se ponía de prisa su abrigo—. Descansa. —Pero Sylvie sólo quería escapar de esa habitación, donde las corrientes poderosas de la brujería parecían entrecruzarse y estallar alrededor de ella como relámpagos; estaba arrepentida hasta la desesperación de haber tenido siquiera la idea de dar ese paso, de esperar contra toda esperanza que su estupidez no hubiese dañado su Destino, o lo hubiese enconado contra ella, o despertado del todo, por qué, por qué no lo habría dejado dormir tranquilamente donde estaba, en paz, sin molestar a nadie… Su invadido corazón le golpeteaba, acusador, dentro del pecho; abrió con dedos trémulos su bolso, buscando el rollo de billetes que había traído para pagar esa descabellada operación.

La Negra retrocedió ante los billetes de Sylvie como si fueran a morderla. Si Sylvie le hubiese ofrecido monedas de oro, hierbas potentes, un medallón dotado de poderes, un libro de secretos, ella los habría aceptado: había soportado la horrible prueba, y algo merecía, sí, pero no sucios billetes para comprar comida, no un dinero que había pasado por mil manos.

Ya fuera, en la calle, mientras se alejaba a prisa del lugar, Sylvie pensaba: estoy bien, estoy bien, y esperaba que fuese cierto, claro que podía hacerse arrancar su Destino; también podía cortarse la nariz. No, estaba en ella para siempre, todavía lo llevaba consigo, y si el saberlo no la alegraba, la alegraba al menos el saber que no se lo habían sacado: y aunque era poco aún lo que sabía de él, una cosa había aprendido cuando La Negra había intentado abrirla, una cosa que la hacía huir precipitadamente, buscando una estación de metro que la llevase al centro de la Ciudad: había sabido que, fuese cual fuere su Destino, Auberon estaba en él. Y que, por supuesto, si no estuviera en él, ella no lo querría para nada.

Todavía aturdida, La Negra se levantó pesadamente de su sillón. ¿Había sido realmente ella? No podía ser ella, no ella en carne y hueso, no a menos que todos los cálculos de La Negra hubieran estado equivocados; sin embargo, allá encima de la mesa estaban las frutas que ella había traído, y los dulces a medio comer.

Pero si era ella la que había estado con La Negra hacía un rato, ¿quién era, entonces, la que en todos esos años había ayudado a La Negra en sus rezos y hechizos? Si ella aún estaba aquí, no transfigurada aún, en la misma Ciudad en que habitaba La Negra, ¿cómo, entonces, invocada por La Negra, pudo haber curado, y dicho verdades, y reunido amantes?

Fue hasta la cómoda y retiró el trozo de seda negra que cubría la imagen que ocupaba el centro en el altar de sus espíritus. Esperaba a medias que hubiese desaparecido, pero no, allí estaba: una fotografía vieja y resquebrajada, un apartamento muy parecido a éste, en el que estaba La Negra: una fiesta de cumpleaños, y una chiquilla flacucha de tez morena y trencitas sentada (sin duda sobre una voluminosa guía telefónica) detrás de su tarta, una corona de papel en la cabeza, los ojos inmensos fascinados y misteriosamente sabios.

¿Tan vieja estaría ella?, se preguntó La Negra, que ya no era capaz de distinguir el espíritu de la carne, las visitas de las visitaciones. Y si así fuera, ¿qué podía ello augurar para sus prácticas?

Encendió otra vela y la puso en el vaso rojo.

El Séptimo Santo

Muchos años antes George Ratón le había mostrado la Ciudad al padre de Auberon, haciendo de él un hombre de Ciudad; ahora Sylvie hacía lo mismo con Auberon. Pero ésta era una Ciudad distinta. Las dificultades que habían ido surgiendo en todas partes, incluso en los planes mejor elaborados de los hombres, el inexplicable pero Comoquiera inevitable fracaso que parecía viciar sus múltiples proyectos, era en la Ciudad donde se manifestaban con más despiadada intensidad, y era allí donde más dolor y furia provocaban, la furia permanente que no viera Fumo, pero que Auberon veía en casi todas las caras de la Ciudad.

Porque la Ciudad, aún más que la Nación, vivía del Cambio: rápido, implacable, siempre para mejor. El Cambio era la savia vital de la Ciudad, el espíritu que alentaba todos los sueños, el poder que corría por las venas de los hombres del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, el fuego que mantenía en permanente hervor el caldo del bienestar, la actividad frenética y la satisfacción. La Ciudad a la que había venido Auberon era, sin embargo, una Ciudad de ritmos lentos. Los vertiginosos torbellinos de la moda habían languidecido; las grandes olas de iniciativa se habían convertido en un lago estancado. La depresión permanente contra la cual luchaban, sin conseguir revertirla, los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, había comenzado con ese frenazo chirriante y laborioso, ese inusitado y aplastante sopor de la Ciudad capital, y se expandía desde ella hacia fuera en lentas ondas de cansado agotamiento para entumecer a la república. Salvo en los aspectos más triviales (y tan constantemente y tan en vano como siempre), la Ciudad había cesado de cambiar: la Ciudad que Fumo había conocido había cambiado radicalmente, había cambiado porque había cesado de cambiar.

Sylvie, a partir de las envejecidas moles, creaba para la imaginación de Auberon una Ciudad que habría sido de todos modos distinta de la que George edificara para Fumo. Un terrateniente, aunque insólito por cierto, y un miembro tradicional, incluso fundador (por parte de su abuelo) de las grandes familias promotoras del Cambio, George Ratón percibía la decadencia de su adorada Manzana, y a veces lo amargaba, y a veces lo indignaba. Pero Sylvie descendía de otra casta, de la que fuera en tiempos de Fumo el obscuro envés de un sueño prodigioso, y que era ahora (aunque sacudida aún por la violencia y la desesperación) su enclave menos deprimido. Las últimas calles alegres de la Ciudad eran aquellas en que la gente había estado siempre a merced de los instigadores del Cambio, y que ahora, en medio de la decadencia y estancamiento e irremediable caos de todos los demás, vivían como siempre: a la buena de Dios, al día, y al compás de la música.

Sylvie lo llevaba a los apartamentos pulcros y atestados de sus parientes, donde él se sentaba sobre las fundas de plástico de muebles estrafalarios y donde le ofrecían vasos de soda sin hielo (no es bueno enfriar la sangre, pensaban ellos) sobre platillos, y dulces incomibles, y oía cómo ellos lo ponderaban en español: un buen marido, pensaban, para Sylvie, y aunque ella objetaba el honorífico, ellos lo seguían usando por mor de la decencia. Lo confundían los innumerables, y para su oído tan similares, diminutivos que empleaban al hablar entre ellos. A Sylvie, por razones que ella recordaba pero que nunca atinaba a explicar, la llamaban Tati algunos miembros de su familia, una rama que incluía a la tía negra, que no era una tía verdadera, la que le había leído el Destino a Sylvie, la tía a quien llamaban La Negra. Tati, en boca de algún niño, se había transformado en Tita, un sobrenombre que también le había quedado, y que a su vez se había transformado (un diminutivo maravilloso) en Titania. Con frecuencia, Auberon ignoraba que el tema de las anécdotas que le contaban en un inglés champurreado y desopilante era su amada bajo otro nombre.

—Ellos piensan que eres fenomenal —le dijo Sylvie, ya en la calle, después de una visita, su mano hundida en el bolsillo del gabán de Auberon, donde él la había cogido buscando su calor.

—Bueno, ellos también son muy simpáticos…

—Pero papo, lo incómoda que me sentí cuando plantaste los pies encima de esa… esa cosa… esa especie de mesa de café.

—¡Oh!

—Eso estuvo muy mal. Todo el mundo lo notó.

—Bueno —dijo él, amoscado—, ¿por qué demonios no me dijiste algo? Es que en casa poníamos cualquier cosa encima de los muebles, y aquéllos eran… —Calló antes de decir y aquéllos eran muebles, muebles de verdad, pero ella le oyó decirlo.

—Yo traté de decírtelo. Te miraba fijo. Te das cuenta de que no podía decirte, eh, quita de ahí las patas. Ellos pensarían que te trato como Titi Juana trata a Enrico. —Enrico era un marido al que su mujer tenía en un puño, el blanco de todas las pullas.— Es que tú no sabes lo que les cuesta a ellos conseguir esas cosas horrendas —dijo ella—. Lo creas o no, cuestan mucho esos muebles.

Anduvieron un rato en silencio, empujados por un viento cruel. Muebles, pensaba Auberon, «movibles», extraña lengua de sonido tan formal para gente como ellos.

—Son todos locos —dijo Sylvie—. O sea, algunos están locos locos, pero son todos locos.

Él sabía que ella, pese al inmenso cariño que les profesaba, trataba desesperadamente de escapar de la larga y casi jacobina tragicomedia que era la vida cotidiana de su intrincada familia, cargada como estaba de locura, farsa, amor corrosivo, incluso asesinatos, y hasta de fantasmas. Por las noches ella solía dar vueltas y vueltas en la cama y gritar angustiada imaginando cosas terribles que podrían acontecerle, o le habían acontecido ya a uno u otro de esa multitud de personas propensas a sufrir accidentes; y a menudo —pese a que Auberon las desechaba como simples terrores nocturnos (porque nada, absolutamente nada, que él supiera, había ocurrido jamás en su familia que pudiera llamarse terrible)— las alucinaciones que la atormentaban no distaban mucho de la realidad.

Ella odiaba que ellos estuvieran en peligro; odiaba estar tan ligada a ellos: su propio Destino, en medio de las confusiones irremediables en que ellos se debatían, brillaba como una antorcha rutilante, siempre a punto de extinguirse, lentamente o de un soplo, pero encendida aún.

—Necesito un café —dijo él—. Algo caliente.

—Yo necesito un trago —dijo ella—. Algo fuerte.

Al igual que todos los enamorados, pronto habían montado (como en un escenario giratorio) los lugares en que se representaban, alternativamente, las escenas de su drama: un pequeño merendero ucraniano, donde el té era negro y también el pan; el Dormitorio Plegable, desde luego; un vasto y melancólico teatro con ornatos egipcios incrustados donde las películas eran baratas y renovadas con frecuencia y duraban hasta la madrugada; el Mercado del Búho Nocturno; el Bar y Grill del Séptimo Santo.

La gran virtud del Séptimo Santo, amén del precio de las bebidas y de estar tan próximo a la Alquería del Antiguo Fuero, a sólo una parada de metro, era sus inmensos ventanales, casi desde el suelo hasta el cielo raso, en los que, como en una linterna mágica o la pantalla de un cinematógrafo, se reflejaba la vida que discurría por la calle. El Séptimo Santo debió de ser en tiempos un lugar más bien dispendioso, porque ese muro de cristal había sido teñido a todo coste de un cálido y suntuoso color miel que, a la vez que agregaba a la escena contornos de irrealidad, suavizaba en el recinto, como gafas ahumadas, la intensidad de la luz. Era como estar en la caverna de Platón, le decía Auberon a Sylvie, que lo escuchaba disertar sobre el tema; o más bien lo miraba hablar, fascinada por su extrañeza. Le encantaba escuchar, pero su mente divagaba.

—¿Las cucharas? —dijo él, mostrándole una.

—Mujeres —dijo ella.

—Y los cuchillos y los tenedores son varones —dijo él, vislumbrando una norma.

—No, los tenedores también son mujeres.

Delante de ellos, sobre la mesa, tenían sendos cafés-royale. Afuera, ensombrerada y embufandada contra el frío glacial, pasaba presurosa la gente que volvía del trabajo, inclinada ante el viento invisible como ante un ídolo o un personaje de alto rango. Sylvie estaba de momento sin trabajo (un dilema trivial para alguien con un Destino tan alto como el suyo), y Auberon estaba viviendo de sus anticipos. Eran pobres de dinero pero ricos de ocio.

—¿La mesa? —preguntó él. No podía imaginarlo.

—Mujer.

No era de extrañar, pensó Auberon, que ella fuese tan sexual, cuando todo en el mundo era para ella hombres y mujeres. En la lengua que ella aprendiera desde la cuna no había neutros. En el latín que Auberon había aprendido con Fumo, o estudiado al menos, los géneros de los sustantivos eran una aberración que él en todo caso nunca había llegado a entender; pero para Sylvie el mundo era un congreso permanente de machos y hembras, de mujeres y varones. El mundo: eso era el mundo, un hombre, pero la tierra, la Tierra era una mujer. Eso le parecía lógico a Auberon, el mundo de los negocios y las ideas, el nombre de un periódico, el Ancho Mundo; pero la madre tierra, el suelo fecundo, la Dueña Generosa. No obstante, esas divisiones lógicas no iban demasiado lejos: la fregona de pelo lanoso era una mujer, pero también lo era su huesuda máquina de escribir.

Jugaron un rato a ese juego y después comentaron la gente que pasaba por la calle. Debido al tinte del cristal, los transeúntes no veían el interior de la caverna sino el reflejo de su propia imagen; y al ignorar que eran observados desde el interior, se detenían a veces a arreglarse la vestimenta o a admirarse. Las críticas de Sylvie sobre el común de la gente eran más mordaces que las suyas: la fascinaban todas las excentricidades y rarezas, pero tenía cánones severos en cuanto a la belleza física, y un aguzado sentido del ridículo.

—Oh, papo, mírame a ése, míramelo bien… Eso es lo que yo llamo un huevo pasado por agua, ¿te das cuenta de lo que quiero decir? —Y él se daba cuenta, sí, y ella se deshacía de la risa, de esa risa suya ronca y melodiosa. Sin saberlo, él adoptaba de por vida los cánones de belleza de ella, podía incluso sentirse atraído hacia los hombres cenceños, morenos, de ojos soñadores y muñecas recias que ella prefería, como León, el camarero de tez café-con-leche que les había servido sus tragos. Fue un alivio para él cuando ella decidió (después de largas reflexiones) que los hijos que tendrían serían hermosos.

El Séptimo Santo se estaba preparando para la hora de la cena. Los camareros ayudantes echaban miradas de reojo a la mesa desaliñada que ellos ocupaban.

—¿Lista? —dijo Auberon.

—Sí que estoy lista —dijo ella—. ¿Nos hacemos un humo en polvorosa? —Una frase de George cargada de nostálgicos dobles sentidos un tanto arcaicos, más reminiscentes de la picaresca que exactamente chuscos. Se enfundaron en sus abrigos.

—¿Tren o a pie? —preguntó él—. Tren.

—Sí, caray —dijo ella.

Una galería susurrante

En la prisa por buscar calor, treparon por error en el expreso que (repleto de viajeros aborregados, que olían a borrego, con destino al Bronx) no paró hasta llegar, a los trompicones, junto con otros veinte trenes que partían en todas direcciones, a la antigua Terminal.

—Oh, espera un segundo —dijo ella cuando estaban por cambiar de tren—. Hay una cosa aquí que quiero mostrarte. Oh, seguro. Tienes que verlo. ¡Ven conmigo!

Bajaron por pasajes y subieron rampas, el mismo laberinto por el que lo guiara Fred Savage la primera vez, aunque si en la misma dirección, él no tenía la más remota idea.

—¿Qué? —preguntó.

—Te va a encantar —dijo ella. Se detuvo en un recodo—. A ver si lo puedo encontrar… ¡Ahí!

Lo que señalaba era un espacio vacío: una intersección bajo una arcada donde confluían en cruz cuatro galerías.

—Ven. —Lo tomó por los hombros y lo empujó hasta un rincón, donde la bóveda acanalada descendía hasta el suelo, formando lo que parecía ser una ranura o un estrecho orificio, pero que no era nada más que la juntura del enladrillado. Le hizo ponerse de cara a esa juntura.— No te muevas de aquí —dijo, y se alejó. Él esperó, obedientemente, de cara a su rincón.

De improviso, sorprendiéndolo profundamente, su voz, inconfundible y sin embargo hueca y fantasmal, sonó ahí, delante de él.

—¡Hola!

—¿Qué… —dijo él—, dónde…?

—Shh —dijo su voz—. No te des vuelta. Habla bajito, susurra.

—¿Qué es? —susurró él.

—No lo sé —dijo ella—. Pero si yo me pongo aquí, en este rincón, y susurro, tú me puedes oír allá. No me preguntes cómo.

¡Extrañísimo! Era como si Sylvie le estuviese hablando desde algún reino escondido en el rincón, a través de la grieta de una puerta inimaginablemente estrecha. ¡Una galería susurrante!: ¿no había en la Arquitectura algunas especulaciones a propósito de galerías susurrantes? Probablemente. Había pocas cosas sobre las cuales no especulaba ese libro.

—Bueno —dijo ella—. Dime un secreto.

Él calló un momento. Había una atmósfera de tan profunda intimidad en ese rincón, en aquel susurro incorpóreo, que tentaba a las confidencias. Se sentía desnudo, o desnudable, aunque no pudiera ver nada: todo lo contrario de un voyeur. Dijo:

—Te quiero.

—Aw —dijo ella, emocionada—. Pero eso no es ningún secreto.

Un calor desconocido, impetuoso, le subió por la médula y le erizó la piel y los cabellos en el momento en que se le ocurrió la idea.

—Bueno —dijo, y le susurró un deseo secreto que había abrigado pero que nunca se había atrevido a expresarle.

—Oh, caray, uou —dijo ella—. Qué desvergonzado.

Él lo dijo de nuevo, agregándole ciertos detalles. Era como si le susurrara las palabras al oído en la más secreta intimidad del lecho, pero más abstracto, más secretamente íntimo aún que eso: directamente al oído de su mente. Alguien pasaba caminando entre ellos: Auberon podía oír el ruido de sus pasos. Pero el, alguien no podía oír sus palabras: sintió un escalofrío de placer. Dijo más.

—Mm —dijo ella, como ante la perspectiva de un goce y una satisfacción inmensos, un ruidito al que él no pudo evitar responder con un sonido propio—. Hey, ¿qué estás haciendo allí? —susurró, insinuante—. ¡Pórtate bien!

—Sylvie —susurró él—. Vayamos a casa.

—Claro.

Se dieron vuelta en sus respectivos rincones (cada uno apareciendo ante el otro diminuto y brillante y lejano después de aquella obscura intimidad de los susurros) y fueron a reunirse en el centro, riendo ahora, abrazándose hasta donde se lo permitían los abultados abrigos y con miles de sonrisas y miradas (Dios, pensaba él, sus ojos son tan brillantes, tan luminosos, profundos, cargados de promesas, todas esas cosas que los ojos son en los libros y nunca en la vida, y ella era suya), tomaron el tren correcto y viajaron de regreso a casa en medio de desconocidos, absortos en sus pensamientos, que ni siquiera notaban la presencia de esos dos, o si la notaban (pensó Auberon) no sabían nada, nada de lo que sabía él.

El revés era el derecho

El sexo, había descubierto Auberon, era maravilloso, un juego maravilloso. Al menos de la forma en que lo practicaba Sylvie. Para él, siempre había existido un cisma entre los deseos encadenados en su interior y la fría circunspección que, imaginaba, requería ese mundo de adultos en el cual (a veces pensaba que por equivocación) le había tocado habitar. El deseo intenso le parecía infantil; la infancia (o al menos la suya, hasta donde la alcanzaba a recordar, y podía contar historias de otras infancias) era un fuego, una llama que ardía secretamente, cargada de pasiones obscuras; para los adultos, todo eso había quedado atrás, ellos vivían de los afectos, del mutuo compañerismo, en una inocencia infantil. Que todo eso era monstruosamente perverso, lo sabía, pero era así como él lo había vivido. Que el deseo adulto, sus apremios, su grandeza lo hubiesen mantenido en secreto para él al igual que el resto de las cosas, no le extrañaba; ni siquiera se tomaba el trabajo de sentirse estafado por el largo engaño, puesto que con Sylvie había conocido otra realidad, roto el código, dado vuelta la trama del lado del revés, y el revés era el derecho, y cobraba fuego.

Si bien no era exactamente virgen cuando la conoció, bien hubiera podido serlo: con ninguna otra había compartido esa voracidad infantil apremiante, inmensa, ninguna otra había prodigado la suya en él ni había gozado de él con tanta complacencia, con tan puro deleite. Era un juego de nunca acabar y todo en él era gratificado: si él quería más (y Auberon descubría que guardaba en su interior prodigiosas espesuras de deseo amontonadas allí durante años), más recibía. Y lo que deseaba, estaba él tan ansioso por darlo como ella ávida de recibirlo. ¡Era todo tan simple! No porque no hubiese reglas, oh, claro que las había, aunque eran reglas como las de los juegos espontáneos de los niños, seguidas estrictamente pero a menudo improvisadas sobre la marcha por un deseo súbito de alterar el juego y darse el gusto. Se acordaba de Cherry Lagos, una chiquilla imperiosa de cejas renegridas con quien solía jugar: ella, a diferencia de todos sus otros compañeros de juego, que decían: «Hagamos ver que…», siempre empleaba otra fórmula: ella decía «Debemos». «Debemos ser malvados. Yo debo ser capturada y atada a este árbol, y tú debes rescatarme. Ahora yo debo ser la reina, y tú debes ser mi esclavo.» ¡Deber!, sí…

Sylvie, al parecer, siempre había sabido todas esas cosas, ella nunca había vivido a ciegas. Le hablaba de ciertas vergüenzas, de ciertas inhibiciones que había sentido de pequeña y que él nunca había conocido, porque todo eso, ella lo sabía —el besarse y el desnudarse con los chicos, y las oleadas de sensaciones—, eran para los grandes, y que ella sólo llegaría realmente a eso cuando fuese mayor también ella, y tuviese pechos y tacones altos y se maquillase. Por eso no existía en ella ese cisma que él percibía; en tanto a él le habían contado que Mamá y Papá se habían querido tanto que se habían sometido a esas indignidades infantiles (o eso le parecían a él) para fabricar bebés, y no podía relacionar (y sólo a medias creer en) esos actos con los violentos latigazos de sensaciones que despertaban en él Cherry Lagos, ciertas fotografías y los locos juegos que jugaban desnudos, Sylvie había sabido desde siempre la verdad de las cosas. Por muchos y muy terribles problemas que la vida le hubiese deparado (y sí que lo eran), ése al menos ella lo tenía resuelto; o más bien, nunca lo había sentido como un problema. El amor era real, tan real como la carne misma, y la pasión y el sexo no eran ni siquiera la trama y la urdimbre, era todo una sola cosa, un todo tan inextricable como la seda inconsútil de su piel fragante y morena.

Era sólo él, por lo tanto —aunque en números estrictos ella no fuese más experimentada que él—, el que se asombraba, se maravillaba de que esa indulgencia como la de un bebé glotón resultara ser ni más ni menos que lo que hacen los mayores, resultara ser la esencia misma de la adultez: la solemne exaltación de la potencia y la receptividad, y al mismo tiempo el loco arrobamiento infantil en una autocomplacencia sin fin. Era la virilidad, la femineidad certificados una y otra vez por el más vivido de los sellos. Papi, lo llamaba ella en sus éxtasis. Ay, papi, yo vengo. ¡Papi!, no el papa diurno sino el papi nocturnal y fuerte, grande como un plátano y padre de placeres. Él casi evitaba pensar en eso, ella se apretaba contra su flanco, su cabeza apenas le llegaba al hombro, pero él seguía andando a paso firme, con sus largas piernas, un paso de adulto. ¿Se equivocaba, o los hombres percibían su potencia mientras caminaba junto a ella a paso largo, y lo miraban con respeto? ¿Sería cierto que las mujeres lo miraban de reojo, admirativamente? ¿Por qué no toda la gente que pasaba, por qué los edificios mismos y hasta el desnudo, el impasible cielo no los bendecían?

Y eso fue lo que hicieron: en ese mismo instante, cuando doblaban ya la calle por la que se podía entrar a la Alquería del Antiguo Fuero, entre un paso y el próximo, algo aconteció, en todo caso, algo que él supuso al principio que acontecía en su interior, una apoplejía, un ataque al corazón, pero al instante lo sintió en derredor: algo enorme que parecía sonido pero que no era un sonido, que era o bien una demolición (toda una manzana de sucios edificios e interiores de paredes empapeladas convertida en polvo, si fuera eso), o el estampido de un trueno (que rasgara el cielo por lo menos en dos, ese cielo que permanecía inexplicablemente impasible e invernal, si fuera eso), o ambas cosas a la vez.

Se detuvieron, apretándose el uno contra el otro.

—¿Qué demonios fue eso? —dijo Sylvie.

Esperaron un momento, mas no brotaron turbias humaredas de los edificios circundantes, no aullaron sirenas en respuesta a la catástrofe; y los compradores y los ociosos y los criminales seguían su camino imperturbables, impávidos, los rostros preocupados por agravios personales.

Apoyados el uno en el otro, andando con cautela, reanudaron la marcha hacia la Alquería del Antiguo Fuero, intuyendo cada uno que aquel estruendo súbito había tenido por único propósito separarlos (¿por qué?, ¿cómo?) y que había fallado por poco, y que podía repetirse en cualquier momento.

Qué enredo

—Mañana —dijo Tacey, haciendo girar su bastidor de bordar—, o pasado, o traspasado.

—Oh —dijo Lily. Ella y Lucy estaban trabajando juntas en un edredón, una de esas colchas locas hechas con retacitos de mil colores, y decorando la superficie con bordados, flores, cruces, arcos, eses—. El sábado o el domingo —dijo Lucy.

En aquel momento la mecha fue colocada contra el oído del cañón (quizá por accidente, habría algún problema después en cuanto a eso) y lo que Sylvie y Auberon oían o sentían en la Ciudad tronó en Bosquedelinde, retumbando en las ventanas, sacudiendo las chucherías en las repisas, quebrando una figulina de porcelana en la antigua alcoba de Violet y haciendo que las hermanas se encorvaran e irguieran los hombros para protegerse.

—¡Qué demonios…! —dijo Tacey. Se miraron una a otra.

—Un trueno —afirmó Lily—, un trueno de pleno invierno, o tal vez no.

—Un avión a chorro —dijo Tacey—, rompiendo la barrera del sonido. O tal vez no.

—Dinamita —dijo Lucy—. Allá, en la Interestatal. O tal vez no.

Durante un rato, en silencio, se enfrascaron de nuevo en sus labores.

—Quién sabe —dijo Tacey, levantando la vista de su bastidor semiinclinado de atrás para adelante—. Bueno —dijo, y escogió un hilo diferente.

—No, no —dijo Lucy—. Eso queda raro —añadió en tono de crítica, refiriéndose a un punto que estaba haciendo Lily.

—Es una colcha loca —dijo Lily.

Lucy observó a su hermana y se rascó la cabeza, sin convicción.

—Loca no es rara.

—Loca y rara —dijo Lily, y continuó trabajando—. Es un gran zigzag.

—Cherry Lagos —dijo Tacey. Levantó su aguja hasta la luz menguante de la ventana que había cesado de trepidar—. Ella creía que había dos muchachos enamorados de ella. El otro día…

—¿Sería un Lobos? —preguntó Lily.

—El otro día —prosiguió Tacey (deslizando de primera intención una hebra de seda verde como la envidia en el ojo de la aguja)— el muchacho Lobos tuvo una pelea terrible… con…

—El rival.

—Un tercero. Cherry ni se enteró. En los Bosques. Ella es…

—Tres, tres —canturreó Lucy, y en el segundo «tres» Lily se unió a ella en una octava más grave—. Tres, tres, los rivales; dos, dos, los inocentes galanes. Vestidos todos de verde-limón.

—Es —dijo Tacey— prima nuestra, o algo así.

—Uno es uno —cantaron sus hermanas.

—Los perderá a los tres —dijo Tacey.

—…Y sólita, sola para siempre quedará.

—Deberías usar las tijeras —dijo Tacey, viendo a Lucy de cara contra la colcha empeñada en cortar una hebra con los dientes.

—Y tú no deberías meterte…

—En lo que no te importa —dijo Lily.

—Pico largo y nariz corta —dijo Lucy.

Cantaron de nuevo: Cuatro por los evangelistas.

—Huirán —dijo Tacey—. Los tres.

—Para nunca volver.

—No pronto, en todo caso. Como quien dice, nunca.

—Auberon…

—El bisabuelo August.

—Lila.

—Lila.

Las agujas que pasaban al envés de la tela brillaban cuando las volvían a sacar estirando la hebra en toda su longitud; y cada vez que las sacaban las hebras eran más cortas hasta que quedaban integradas a la tela, y tenían que cortarlas y enhebrar otras en los ojos de sus agujas. Sus voces eran tan quedas que si alguien las estuviera escuchando no sabría quién decía qué, ni si estaban realmente conversando o tan sólo musitando cosas sin sentido.

—Será divertido —dijo Lily— verlos a todos de nuevo.

—Todos de vuelta en casa.

—Vestidos todos de verde-limón.

—¿Y nosotros estaremos allí? ¿Estaremos todos? ¿Dónde será eso, dentro de cuánto tiempo, en qué lugar del bosque, en que estación del año?

—Estaremos.

—Casi todos.

—Allí, pronto, no el tiempo de una vida, en todas partes, el día más largo del verano.

—Qué enredo —dijo Tacey, y sacó de su costurero, en el que sin duda un niño había metido mano, o tal vez un gato, un puñadito de cosas: hilo dé seda rojo brillante como la sangre, y negro algodón de zurcir, una madeja de lana color oveja, un alfilerito o dos, y colgando de todo ello, y girando en el extremo de una hebra como una araña cuando desciende, un trocito de una tela bordada con lentejuelas.

Capítulo 3

Ella oyó una melodía en el bosque de Elmond. Y deseó haber estado allí.

Buchan, Hynde Etin

Al principio, Halcopéndola no pudo determinar si, mediante las operaciones de su Arte se había arrojado a las entrañas de la tierra, al fondo de los mares, al corazón del fuego o al centro mismo del aire. Eigenblick le diría más tarde que también él, durante su largo sueño, había sufrido a menudo esa misma confusión, y que acaso fuera en los cuatro elementos donde había estado oculto, en los cuatro confines del planeta. La antigua leyenda lo sitúa siempre en la montaña, desde luego, pero Godofredo de Viterbo asegura que no, que en el océano; los sicilianos lo imaginaban escondido en los fuegos del Etna, y Dante lo sitúa en el Paraíso o sus aledaños, aunque también hubiera podido (de haber abrigado sentimientos vengativos) ensartarlo en el Infierno con su nieto.

En una escalera

Desde que asumiera esta misión, Halcopéndola había ido lejos, aunque nunca tan lejos, y poco de lo que había empezado a sospechar acerca de Russell Eigenblick podía ser expresado de una forma comprensible para el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, que casi a diario ahora la importunaba reclamando una decisión respecto del Orador: su poder y su carisma se habían acrecentado enormemente, y pronto les sería imposible desembarazarse de Eigenblick limpiamente, si tuviesen que hacerlo; un poco más, y ya no habría forma de sacarlo del medio. Aumentaban los honorarios de Halcopéndola, y hablaban en términos velados de buscar tal vez otras fuentes de asesoramiento. Halcopéndola hacía caso omiso de todo ello. Lejos de inventarse pretextos para no trabajar, pasaba ahora casi todas sus horas de vigilia y muchas horas de sueño esforzándose por averiguar quién era —o qué— el que pretendía ser Russell Eigenblick, merodeando por las mansiones de su memoria como un espectro errante, persiguiendo más allá de donde jamás se aventurara a llegar huidizos vestigios de indicios, retrocediendo a veces ante potestades que hubiera preferido no despertar de su sueño, sorprendiéndose otras en lugares que nunca había sospechado que existieran.

Pero donde ahora se hallaba era en lo alto de una escalera.

Si había subido o descendido esa escalera, no podría, después, decirlo con certeza: pero era larga. Y al final de ella había una cámara. La ancha puerta tachonada estaba abierta de par en par. Una gran piedra que, a juzgar por su huella en el polvo, la había mantenido cerrada, había sido retirada a la rastra no hacía mucho. Del otro lado, vislumbraba apenas una larga mesa de banquete, copas derramadas y sillas dispersas cubiertas por la escarcha de un polvo antiguo; un olor penetrante emanaba de la cámara, como el de una alcoba en desorden, recién abierta. Pero en el interior no había nadie.

Se disponía a entrar por la puerta rota para investigar, cuando reparó, de pronto, en una figura de blanco, pequeña y bonita, con los cabellos recogidos en una redecilla dorada, y que sentada sobre la piedra, se pulía las uñas con un cuchillo diminuto. Sin saber en qué lengua dirigirse a esa criatura, Halcopéndola alzó las cejas y señaló hacia dentro.

—Él no está aquí —dijo la criatura—. Se ha levantado.

Halcopéndola consideró una pregunta o dos, pero comprendió antes de formularlas que ese personaje no las respondería, dado que él (o ella) no era nada más que la encarnación de esa sola respuesta: Él no está aquí. Se ha levantado. Dio pues media vuelta (en tanto la escalera y la puerta y el mensaje y el mensajero se desvanecían de su atención como esas figuras que uno percibe a veces fugazmente entre nubes cambiantes) y reanudó la marcha siempre alejándose, mientras se preguntaba adonde podía ir en busca de respuestas a la multitud de preguntas nuevas, o a las preguntas que se adecuasen a la multitud de respuestas nuevas que rápidamente iba recolectando.

Hija del Tiempo

«La diferencia», había escrito Halcopéndola tiempo ha, en uno de los altos folios marmolados que llenaba con su menuda letra de zurda, y que ahora, apoyados sobre atriles o dispersos sobre su larga mesa de trabajo a la luz de la lámpara, había dejado tan atrás, «la diferencia entre la Antigua Concepción de la Naturaleza del Mundo y la Nueva Concepción, reside en que en la Antigua Concepción el mundo posee una estructura de Tiempo, y en la Nueva Concepción, una estructura de Espacio.

«Contemplar la Antigua Concepción a través de la lente de la Nueva Concepción es ver lo absurdo: mares que jamás han sido, mundos que supuestamente se desmoronaron en escombros y han sido recreados, una multitud de Árboles, Islas, Montañas y Vórtices imposibles de localizar. Sin embargo, los Antiguos no eran tontos con un precario sentido de la orientación: sólo que no era el Orbis Terrae lo que ellos observaban. Cuando ellos hablaban de los cuatro confines de la tierra, no se referían, claro está, a cuatro lugares físicos; se referían a cuatro situaciones repetidas del mundo, equidistantes entre sí en el tiempo: se referían a los solsticios y a los equinoccios. Cuando ellos hablaban de las siete esferas, no se referían (hasta que Ptolomeo tuvo la descabellada idea de intentar retratarlas) a las siete esferas del espacio; se referían a esos círculos descritos en el Tiempo por el movimiento de los astros. El Tiempo, esa inconmensurable montaña de siete plantas donde los pecadores de Dante esperan la Eternidad. Cuando Platón describe un río que rodea la tierra, que está en alguna parte (así lo expresaría la Nueva Concepción), arriba, en pleno aire, y a la vez en algún lugar en el centro de la tierra, está hablando del mismo río que Heráclito nunca podía cruzar dos veces. Así como una antorcha agitada en la obscuridad crea una figura de luz en el aire, que persiste en tanto la antorcha repite exactamente su movimiento, así, del mismo modo, por repetición, conserva el universo su forma: el universo es el cuerpo del Tiempo. ¿Y cómo percibimos nosotros este cuerpo y de qué modo actuamos sobre él? No con los medios con que percibimos la extensión, la relación, el color, la forma, las cualidades del Espacio. No por medio de mediciones y exploraciones. No: con los medios con que percibimos la duración y la repetición y el cambio: con la Memoria.»

Sabiendo que así son las cosas, poco podía importarle a Halcopéndola que en sus viajes su cabeza encanecida y sus miembros relajados no cambiaran probablemente de lugar, y permanecieran (suponía ella) en la butaca de felpa en el centro del Cosmo-Opticón en el ático de su residencia situada en un hexagrama de calles suburbanas. El caballo alado que había convocado para que la llevase «lejos», no era un caballo alado sino esa Gran Cabalgata de estrellas en el firmamento de su Cosmo-Opticón, ni tampoco era «lejos» donde la transportaba; pero el arte supremo (quizás el único arte) del auténtico mago consiste en aprehender esas distinciones sin hacerlas, y en traducir tiempo a espacio sin un solo error. Todo es tan simple, decían, con toda verdad, los antiguos alquimistas.

—¡Lejos! —dijo la voz de su Memoria cuando la mano de su Memoria se hubo posado nuevamente sobre las riendas y ella se hubo afirmado sobre la grupa, y partieron en vuelo, las poderosas alas batiendo a través del Tiempo. Océanos de Tiempo atravesaron mientras Halcopéndola meditaba; y de pronto, a una orden que ella le impartió sin vacilar, sin un parpadeo, y que por un instante dejó sin aliento a su Memoria, su corcel se precipitó con ímpetu quizá hacia los cielos sureños bajo el orbe, quizá hacia las limpidobscuras aguas australes: en todo caso hacia esa isla donde yacen todas las eras pretéritas, Ogigia la Bella.

Los cascos herrados de plata de su corcel tocaron la playa, y su gran testa se abatió; sus alas, poderosas, flotantes como colgaduras, vacías ahora del aire del Tiempo, se abatieron también con un susurro y se arrastraron por la hierba eterna, que él recogía para recobrar sus fuerzas. Halcopéndola desmontó, le acarició el enorme pescuezo, le murmuró al oído que volvería, y echó a andar, siguiendo las huellas —cada una más larga que ella— impresas en esas arenas en los días postreros de la Edad de Oro, y tiempo ha petrificadas. No soplaba ni la más leve brisa, y sin embargo la floresta gigantesca, bajo cuyos alares ahora se internaba, suspiraba con un aire propio, o tal vez con el aire de su respiración, exhalado e inhalando con la lenta regularidad de un sueño inmemorial.

Se detuvo a la entrada del valle que él ocupaba.

—Padre —dijo, y su voz turbó el silencio; águilas viejísimas de pesadas alas se remontaron y volvieron a posarse, soñolientas—. Padre —dijo otra vez, y el valle entero se estremeció. Las grandes piedras grises eran sus rodillas, las largas hiedras grises sus cabellos, las abultadas raíces aferradas al precipicio sus dedos; el ojo que abrió hacia ella era blanco lechoso, una piedra de brillo mortecino, el Saturno de su Cosmo-Opticón. Él bostezó: el aire que inhaló hizo girar las hojas de los árboles como un vendaval y despeinó los cabellos de Halcopéndola, y cuando lo exhaló, su aliento era la negra y fría emanación de una caverna sin fondo.

—Hija —dijo él, con una voz como la de la tierra misma.

—Perdonad que turbe vuestro sueño, Padre —dijo ella—, pero tengo una pregunta que sólo vos podéis contestar.

—Pregunta, entonces.

—¿Comienza ahora un mundo nuevo? Yo no veo para ello ninguna razón, y sin embargo parece que es así.

Todo el mundo sabe que cuando sus hijos derrocaron a su venerable Padre, y lo desterraron aquí, la interminable Edad de Oro tocó a su fin, y fue inventado el Tiempo con todos sus afanes. Menos conocido es el hecho de que los jóvenes dioses rebeldes, atemorizados o quizá abochornados por lo que habían hecho, entregaron a su Padre el gobierno de la nueva entidad. Él a la sazón dormía su sueño en Ogigia y no se preocupó, de modo que desde entonces ha permanecido siempre aquí, en esta isla, donde tienen su fuente común los cinco ríos, en la que se acumulan como hojas muertas los años pretéritos: y cuando él, El Más Anciano, turbado por algún sueño de derrocamiento o cambio, remueve sus enormes miembros y se chupa los labios, rascándose las nalgas ribeteadas de roca, emerge una nueva era, los ritmos que él imprime a la danza del universo se alteran, y el sol nace bajo un signo nuevo.

Así conspiraron los Dioses frívolos y astutos para hacer recaer sobre su anciano Padre las culpas de la Calamidad. Con el correr del tiempo, Kronos, rey de la venturosa Era Sin Tiempo, se transformó en el viejo y entrometido Cronos, con su guadaña y su reloj de arena, padre de las crónicas y los cronómetros. Sólo sus hijos e hijas legítimos conocen la verdad, y algunos adoptivos, Ariel Halcopéndola entre ellos.

—¿Comienza ahora una nueva era? —preguntó otra vez—. Si es así, llega antes de tiempo.

—Una Nueva Era —dijo Padre Tiempo con una voz capaz de crear una—. No. No en años y años. —Sacudió de sus hombros algunos que se habían amontonado en ellos como mustia hojarasca.

—Entonces —dijo Halcopéndola—, ¿quién es Russell Eigenblick, si no es el Rey de una nueva era?

—¿Russell Eigenblick?

—El hombre de la barba roja. El Orador. La Geografía.

Padre Tiempo se volvió a acostar, y su camastro de roca gruñó bajo su peso.

—Nada de Rey de una nueva era —dijo—. Un arribista. Un invasor.

—¿Invasor?

—Él es su campeón. Ése es el motivo por el cual lo han despertado. —Su ojo gris lechoso empezaba a cerrarse.— Dormido durante mil años, hombre feliz. Y despertado ahora. Para el conflicto.

—¿Conflicto? ¿Campeón?

—Hija —dijo él—. ¿Es que no sabes que hay una guerra?

Guerra… Había, sí, todo el tiempo, una palabra que Halcopéndola había tratado de encontrar, una palabra en la que todos los hechos incongruentes, todas las singularidades que ella había inferido sobre Russell Eigenblick y los disturbios que su persona parecía causar en el mundo pudieran ser amalgamados. Ahora ella tenía esa palabra: la sentía soplar, rugir a través de su conciencia como un vendaval, descuajando estructuras, atormentando pájaros, arrancando las hojas de los árboles y la ropa lavada de los tendederos, pero al menos, por fin, soplaba desde una sola dirección. ¡Guerra! La Guerra universal, milenaria, incondicional. Por Dios, pensó, si eso mismo había dicho él en una Alocución reciente; y ella siempre había supuesto que se trataba de una simple metáfora. ¡Una simple metáfora!

—No lo sabía, Padre —dijo—, hasta este momento.

—Nada que ver conmigo —dijo él, El Más Anciano, sus palabras ahogadas por un bostezo—. Ellos recurrieron a mí, antaño, para dormirlo, y yo consentí. Mil años hace de esto, siglo más, siglo menos… Al fin y al cabo todos ellos son hijos de mis hijos, emparentados por matrimonios… De tanto en tanto les hago algún favor. No hay nada malo en ello. Poco que hacer aquí, de todos modos.

—¿Quiénes son ellos, Padre?

—Mmm. —Su enorme ojo vacío se había cerrado.

—¿De quienes es él el campeón?

Mas la enorme cabeza yacía ahora sobre la pétrea almohada, la inmensa garganta tragaba un ronquido. Las águilas de cabeza encanecida que se remontaran graznando cuando él se había despertado, estaban otra vez posadas en sus peñascos. La floresta sin brisas suspiraba. Halcopéndola, a desgana, volvió sobre sus pasos en dirección a la costa. Su corcel (adormilado, sí, incluso él) irguió la cabeza al oírla llegar. ¡Bueno! No había otro remedio. El Pensamiento debía superar eso, ¡el Pensamiento podía!

—No hay reposo para los fatigados —dijo, y de un salto ágil montó sobre el ancho lomo—. ¡Arre! ¡Y de prisa! ¿Es que no sabes que hay una guerra?

Se preguntaba, mientras ascendían, o descendían: ¿quién había dormido mil años? ¿Qué hijos de los hijos del Tiempo querrían guerrear con los hombres, con qué fin, con qué esperanzas de éxito?

¿Y quién (por cierto) era esa niña que había atisbado, acurrucada y dormida, en el regazo de Padre Tiempo?

La niña se daba vuelta

La niña se daba vuelta, soñando; soñando con lo que había sido de todo lo que había visto en su último día despierta; soñándolo todo y alterándolo en su sueño al mismo tiempo que, en otra parte, sucedía en la realidad; desmenuzando su claro y obscuro tapiz de sueños y volviéndolo a tejer con los mismos hilos de una forma que a ella le gustaba más. Soñaba con su madre, que se despertaba y decía: «¿Qué?», con uno de sus padres en un sendero de Bosquedelinde; soñaba con Auberon, enamorado en algún lugar de una Lila soñada de su propia invención; soñaba con los ejércitos que figuraban las nubes, al mando de un hombre barbirrojo que la sobresaltaba y casi la había despertado. Soñaba, mientras se daba vuelta, entreabiertos los labios, el corazón latiéndole a un ritmo lento, que al final de su gira había bajado del aire cabalgando, y cruzado corriendo a una velocidad vertiginosa por la orilla de un río gris-acero y viscoso.

El sol rojo y redondo se hundía, espectral y vaporoso, en medio de las elaboradas humaredas y las numerosas fogatas que los falsos ejércitos habían montado en el poniente. Lila no se atrevía a despegar los labios: las brutales explanadas, las pintarrajeadas manzanas de edificios, la dejaban sin habla. La cigüeña cambiaba de rumbo: la vara de la señora Sotomonte parecía insegura en los valles rectangulares; tomaban hacia el oeste, después hacia el sur.

Miles de personas vistas desde arriba no es lo mismo que una o dos: un mar encrespado, turbulento, de cabellos y sombreros, una que otra bufanda clara volando hacia atrás, al viento. Los sórdidos tugurios de las calles despedían espesas nubes de vapor, en las que desaparecían, como tragadas por ellas, las muchedumbres, que (eso le parecía a Lila) no volvían a emerger, aunque había siempre otras, incontables, para reemplazarlas.

—Recuerda estos mojones, hija —gritó, por encima de las estridentes sirenas y la barahúnda, la voz de la señora Sotomonte—. Esa iglesia quemada. Esa verja como de dardos. Esa residencia espléndida. Tendrás que hacer de nuevo este camino, tú sola. —Una figura encapotada se apartó en ese preciso momento de la multitud y se encaminó a la entrada de la espléndida residencia (que a Lila no le parecía nada espléndida).

La cigüeña, a una señal de la señora Sotomonte, sobrevoló la casa, ahuecó las alas para detenerse y, con un gruñido de alivio, posó sus patas rojas entre los detritos ennegrecidos por la acción de la intemperie del tejado. Las tres bajaron la vista para contemplar el centro de la manzana en el preciso instante que entraba por la puerta trasera la figura encapotada.

—A ver, míralo bien, querida —dijo la señora Sotomonte—. ¿Quién supones que es?

Con los brazos en jarras bajo la capa, y un sombrero de ala ancha en la cabeza, para Lila era un terrón obscuro. De pronto se quitó el sombrero y sacudió la larga melena negra. Dio una vuelta en círculo en el sentido de las agujas del reloj, meneando la cabeza, y observó, con una sonrisa blanca en su rostro cetrino, los tejados a su alrededor.

—Otro primo —dijo Lila.

—Bueno, sí, ¿y quién más?

Abajo, el hombre, con aire pensativo, se puso un dedo en los labios y removió con los pies la tierra del descuidado jardín.

—Me doy por vencida —dijo Lila.

—¡Pero niña, tu otro padre!

—Oh.

—Proyectando mejoras —dijo con satisfacción la señora Sotomonte—, justo ahora.

George midió a pasos su jardín. Al llegar al extremo se empinó y asomó la barbilla por encima del cerco de estacas que separaba su patio del edificio colindante y espió, como cualquier hijo de vecino, el jardín, aún más descuidado que el suyo. Dijo en voz alta:

—¡Carajo! ¡Muy bien! —Se dejó caer, y se frotó las manos con satisfacción.

Lila se reía mientras la cigüeña avanzaba hacia el borde del tejado para remontarse. A la par que las alas blancas de la cigüeña se abrían, la negra capa de George se desplegó, revoloteó un momento y volvió a cerrarse, más ceñida, alrededor de su cuerpo, mientras él también se reía. Éste, decidió Lila, encantada por algo en él que no sabía definir, era el padre que, de los dos, ella habría elegido: y con la súbita certeza con que un niño solitario percibe quién está de su parte y quién no, en ese mismo momento y ya sin vacilar, eligió a éste.

—Sin embargo —dijo la señora Sotomonte mientras ascendían—, no hay elección. Sólo Deber.

—¡Un regalo para él! —le gritó Lila a la señora Sotomonte—. ¡Un regalo!

La señora Sotomonte no dijo nada —bastantes caprichos le había consentido ya a la niña—, pero a medida que se desplazaban volando a lo largo de la calle sucia y triste, uno a uno, a intervalos regulares, iba brotando de la acera una fila de arbolitos flacos, pelados, friolentos, invernales. De todos modos, pensó para sí la señora Sotomonte, esta calle es nuestra, o como si, para el caso; ¡y dónde se ha visto una Alquería sin una hilera de árboles guardianes a lo largo del camino que pasa por su vera!

—¡Ahora, a la puerta! —dijo, y la ciudad fría se hundió debajo de ellas cuando enfilaron rumbo al norte—. Hace rato que ha pasado tu hora de irte a la cama… ¡Allá! —Señalaba a la distancia un edificio que alguna vez había sido alto, soberbio incluso, pero ya no más. Construido con piedra blanca, ya no más blanca, tenía miríadas de caras esculpidas, cariátides, pájaros y bestias, ahora todos mineros, carboneros llorando lágrimas de suciedad. El cuerpo central del edificio se alzaba a cierta distancia de la calle; las alas laterales enmarcaban un patio sombrío y húmedo en cuyo interior desaparecían los taxis y la gente. Las alas estaban unidas arriba, en la cumbrera, por una especie de bóveda de mampostería, una arcada para que por debajo de ella pasara un gigante: y las tres pasaron, sí, por debajo de ella, la cigüeña ahora sin batir las alas, avanzando por inercia, ladeando las alas ligeramente para penetrar con la precisión de una saeta en la obscuridad del patio.— ¡Las cabezas, cuidado! —gritó la señora Sotomonte—. ¡Agachaos, agachaos! —y Lila, al sentir subir hacia ella una vaharada de aire rancio, se agachó. Cerró los ojos. Oyó la voz de la señora Sotomonte—: Ya estamos casi allí, vieja amiga, ya casi estamos…, tú conoces la puerta —y detrás de los párpados de Lila la obscuridad se volvió más clara, y los ruidos de la Ciudad se desvanecieron, y una vez más estaban ya en otra parte.

Así lo soñó ella; así llegó a acontecer; así crecieron los arbolitos, sucios, rapaces, rudos, descuidados y fuertes. Crecieron, engordando en los troncos, combando la acera bajo sus pies. Indiferentes, lucían en su pelambre cometas rotas, papeles de caramelos, globos reventados, nidos de gorriones. Se empujaban unos a otros para conseguir un atisbo de sol, invierno tras invierno sacudían su nieve fuliginosa sobre los transeúntes. Crecieron, con heridas de cortaplumas, las ramas torcidas y desparejas, abonados por el estiércol de los perros, indestructibles. Una templada noche de cierto mes de marzo, Sylvie, volviendo de madrugada a la Alquería del Antiguo Fuero, miró sus ramas perfiladas contra el frío y pálido cielo del alba, y vio que del extremo de cada una, de cada talludo, colgaba un pesado pámpano.

Le dio las buenas noches al que la había acompañado a casa, pese a que era un pelmazo, y sacó de su bolso las cuatro llaves que necesitaba para entrar en la Alquería del Antiguo Fuero y en el Dormitorio Plegable. Él no querrá creer esta historia descabellada, pensaba riéndose, él nunca creería la fantástica pero en esencia inocente, casi inocente cadena de acontecimientos que la habían retenido hasta el amanecer; no porque él fuera a exigirle una explicación; se alegraría de verla volver sana y salva, ella no deseaba que él se angustiara. Sólo que algunas veces ella se dejaba enredar, nada más que eso; todo el mundo quería algo de ella, y a ella casi todos le parecían buena gente. Era una gran urbe, y en marzo y con luna llena las parrandas se prolongaban hasta cualquier hora, y, caray, una cosa trae la otra… Abrió la puerta y atravesó la dormida conejera que era a esa hora la Alquería; en el pasillo que conducía al Dormitorio Plegable se quitó de los pies danzarines los zapatos de tacón, y caminó de puntillas hasta la puerta. Sigilosa como un ladrón, abrió los cerrojos y asomó la cabeza. Auberon yacía sobre la cama, un bulto obscuro a la claridad del alba, y (por alguna razón ella tuvo la certeza) fingía dormir apaciblemente.

Un estudio imaginario

El Dormitorio Plegable, con su cocina anexa, era tan pequeño que Auberon, para tener un poco de tranquilidad y aislamiento, y poder trabajar, tuvo que crear un estudio imaginario.

—¿Un qué? —preguntó Sylvie.

—Un estudio imaginario —dijo él—. Bueno. Mira. Este banco. —En alguna de las ruinosas habitaciones de la Alquería, había encontrado un viejo banco de escuela, un asiento provisto de un brazo en forma de paleta que. hacía las veces de pupitre. Debajo del asiento había un compartimiento para los libros y papeles del alumno.— Ahora mira —dijo. Orientó el banco con cuidado—. Hagamos ver que yo tengo un estudio en esta alcoba. Este banco está en el estudio. Claro, ya sé que no tenemos nada más que este banco, pero…

—¿De qué estás hablando?

—Bueno, ¿quieres hacer el favor de escucharme un minuto? —dijo Auberon, impacientándose—. Es muy sencillo. Donde yo me crié, en Bosquedelinde, había muchas habitaciones imaginarias.

—No lo dudo. —Sylvie estaba de pie, con los brazos en jarras, una cuchara de madera en una mano, la cabeza envuelta en un pañuelo de colores vivos que dejaba escapar algunos rizos de azabache entre los cuales temblaban sus pendientes.

—La idea es —dijo Auberon— que cuando yo digo: «Voy a mi estudio, nena», y me siento aquí, en el banco, es como si entrara en otra habitación. Y estoy solo. Tú no me ves ni me oyes, porque la puerta está cerrada. Ni yo te veo ni te oigo a ti. ¿Te das cuenta?

—Bueno, sí. Pero ¿por qué?

—Porque la puerta imaginaria está cerrada, y…

—No, lo que quiero decir es para qué necesitas este estudio imaginario. ¿Por qué no te sientas tranquilamente ahí, y santas paces?

—Es que a veces necesito estar solo. Mira, tenemos que hacer un trato, que lo que yo haga en mi estudio imaginario, sea lo que sea, es invisible para ti; no lo puedes comentar ni preocuparte por…

—Aja. ¿Y qué es lo que vas a hacer? —Una sonrisa, y un gesto procaz con la cuchara.— Eso. —Sin embargo, lo que él pretendía (aunque un goce no menos solitario, no menos autocomplaciente) era soñar, soñar despierto, aunque él no lo expresaría con esas palabras; cortejar, en interminables vagabundeos por el limbo, a Psique, su alma; sumar dos más dos y escribir tal vez el resultado, porque tendría lápices afilados en la ranura de su pupitre y un bloc de hojas en blanco delante de él. Pero sobre todo, y él lo sabía, dejarse estar, retorcerse entre los dedos un rizo de pelo, tratar de atrapar las fugitivas motas de luz de su visión, musitar una y otra vez el mismo medio verso de algún poema ajeno, y comportarse, en suma, como un chiflado de la especie más inofensiva. Podría, además, leer los periódicos—. Pensar y leer y escribir… —dijo Sylvie con ternura.

—Sí. ¿Sabes?, necesito estar solo de vez en cuando…

Ella le acariciaba la mejilla.

—Para pensar y leer y escribir. Sí, amorcito. De acuerdo. —Retrocedió unos pasos, observándolo con interés.

—Me voy a mi estudio ahora —dijo Auberon, sintiéndose ridículo.

—Bueno. Hasta luego.

—Estoy cerrando la puerta.

Ella agitó la cuchara. Empezó a decir algo más, pero él alzó la vista y ella fue hacia la cocina.

En su estudio, Auberon apoyó la mejilla en el hueco de su mano y estudió la vieja tabla veteada de su escritorio. Alguien había rayado en la superficie, con letras de imprenta, una obscenidad, y otra mano gazmoña la había retocado transformándola en BOTA. Probablemente todo había sido ejecutado con la punta de un compás. Compás y transportador. Cuando empezó a asistir a clase en la escuelita de su padre, su abuelo le había regalado su viejo estuche de lápices, de cuero, con un cierre a presión y extrañas figuras mejicanas repujadas, una de ellas una mujer desnuda, se podía pasar el dedo por el estilizado pecho y sentir el relieve del diminuto pezón. Había lápices con cursis sombreretes rosados de goma de borrar que se salían para revelar la base desnuda del lápiz; había otra goma gris dialéctica, romboidal, mitad para lápiz y una mitad más áspera para tinta que maceraba el papel. Y lapiceros negros con una puntera de corcho como los cigarrillos de la tía abuela Nube, y una cajita de acero para las minas. Y un compás y un transportador. Traza la bisectriz de un ángulo. Pero nunca la trisectriz. Con los dedos giró un compás imaginario sobre la tapa de su escritorio. Cuando el minúsculo lapicito amarillo se gastaba, el compás pisaba en falso sobre una pata inútil. Podría escribir un cuento sobre esas largas tardes en la escuela, en mayo, el último día por ejemplo, las malvalocas creciendo en el jardín y las enredaderas encaramándose para asomarse por las ventanas abiertas a las habitaciones; el olor del establo. El estuche de los lápices. La Abuela Viento-Norte y los Céfiros. El tedio y las fantasías de aquellas tardes interminables transportados a los ociosos ensueños de éstas… Ése podría ser el título de su cuento, Transportador.

—Transportador —dijo en voz alta, y le echó una mirada a Sylvie para ver si lo había escuchado. La pilló cuando ella le echaba una mirada y volvía a enfrascarse en su tarea lo más ufana.

Transportador, transportador… Sobre la tabla de roble tamborileó las sílabas con los dedos. ¿Y qué estaba haciendo ella, en todo caso? ¿Preparando café? Había calentado una gran olla de agua y ahora, con aire distraído, directamente de la bolsa, echaba en ella, a sacudidas, grandes cantidades de café. Un intenso, inconfundible aroma a café hirviente se difundió por la atmósfera.

—¿Sabes lo que deberías hacer? —dijo ella, revolviendo la caldera—. Deberías tratar de conseguir un empleo de escritor en «Un Mundo en Otraparte». De verdad, está degenerando.

—Yo… —empezó a decir él, pero volvió deliberadamente la cabeza y miró en otra dirección.

—Huyuyuy —dijo Sylvie, ahogando una carcajada.

George decía que todas esas cosas de la televisión se escribían en la otra costa. ¿Pero cómo podía saberlo él? La dificultad real, la que Auberon había vislumbrado a través de las minuciosas relaciones de Sylvie de los episodios de «Un Mundo en Otraparte», estribaba en que él jamás sería capaz de pergeñar las miríadas de pasiones (para él incongruentes) de que parecía estar plagado el novelón. Sin embargo, que él supiera, los terribles pesares, los sufrimientos atroces, los accidentes y los imprevistos golpes de suerte que narraba eran reales, reales como la vida misma… ¿Qué sabía él de la vida, de la gente? Tal vez la mayor parte de la gente fuera así, tan arbitraria, tan dominada por la ambición, la sangre, la lujuria, el dinero y las pasiones como la mostraba la TV. La gente y la vida no eran sus fuertes como escritor. Sus fuertes como escritor eran…

—Toc-toc —dijo Sylvie, apareciendo allí, delante de él.

—¿Sí?

—¿Puedo entrar?

—Puedes.

—¿Sabes dónde está mi conjunto blanco?

—¿En el armario?

Ella abrió la puerta del retrete. Del lado interior de la puerta habían atornillado un perchero plegadizo en el que colgaban casi todas sus ropas.

—Fíjate debajo de mi gabán.

Ahí estaba, un conjunto de dos piezas de algodón blanco, chaquetilla y falda, en realidad un antiguo uniforme de enfermera con un distintivo de identificación en el hombro, y que Sylvie, con ingenio, había transformado en un atuendo a la vez más elegante e informal; su buen gusto era infalible, pero su habilidad no estaba a la misma altura, y Auberon, no por primera vez, deseó poder regalarle miles, para que se los echara encima, sería un goce para la vista.

Sylvie examinó el conjunto con ojos críticos.

—Tu café está hirviendo, se va a derramar —dijo él.

—¿Hum? —Con un par de tijeras pequeñísimas que tenían la forma de un pájaro de largo pico, estaba descosiendo de la hombrera el distintivo.— ¡Oh, mierda! —Se apresuró a apagar el fuego y volvió a atarearse con su conjunto.

Su fuerte como escritor era…

—Ojalá yo pudiera escribir.

—A lo mejor puedes —dijo Auberon—. Apuesto cualquier cosa a que puedes, y bien. No, de veras —ella había soltado una risita desdeñosa—, lo digo en serio. —Él sabía, con la certeza del amor, que eran pocas las cosas que ella no podía hacer, y que esas pocas no valían la pena.— ¿Qué te gustaría escribir?

—Apuesto a que podría inventar historias mejores que las que inventan los de «Un Mundo en Otraparte». —Trasladó la olla de café hirviente a la bañera (la cual, como en todos los apartamentos antiguos, estaba impúdicamente acuclillada en el centro mismo de la cocina) y empezó a colar el líquido con un lienzo a otra olla más grande, ya instalada en la bañera.— No emociona, ¿sabes? No te llega al corazón. —Empezó a desvestirse.

—¿Te importa —dijo Auberon, renunciando a las paredes ilusorias y la puerta imaginaria que lo separaban de Sylvie— si te pregunto qué demonios estás haciendo?

—Estoy tiñendo —dijo ella, sin inmutarse. Sin la camisa ya, los globos de sus pechos oscilando suavemente con un movimiento pendular cada vez que se agachaba, cogió las dos piezas del conjunto, las examinó por última vez de arriba abajo, y las zambulló en la olla de café. Auberon, comprendiendo al fin, se echó a reír, encantado.

—Algo así como un beige —pronunciando la «g» como en «bache». Del escurridor junto al fregadero sacó el pequeño filtro de algodón en forma de calcetín (el colador, un hombre), que usaba para colar el fuerte café al estilo español, y se lo mostró. Con el uso, había adquirido una tonalidad tostado intenso que Auberon había admirado más de una vez. Con una cuchara de mango largo empezó a revolver lentamente el caldero—. Dos tonos más claros que yo —dijo—, eso es lo que quiero. Café-con-leche.

—Bonito —dijo él. El café le salpicaba la piel morena, y ella lo enjugaba con los dedos y se los chupaba. Con la cuchara en ambas manos, los pechos tensos, sacó la prenda de la olla y la observó: ya había adquirido una tonalidad marrón obscuro, pero con los enjuagues (Auberon la vio pensar eso) se aclararía. La sumergió de nuevo, con un meñique ágil se recogió un rizo que se le había escapado del turbante, y revolvió otra vez. Auberon nunca sabía cuándo la amaba más, si cuando su atención estaba pendiente de él o cuando, como ahora, estaba concentrada en alguna tarea o alguna cosa del mundo real. Jamás podría él escribir un cuento sobre ella: consistiría tan solo en catálogos de sus actos y sus gestos, hasta los más triviales. Pero en realidad, tampoco le apetecía escribir sobre ninguna otra cosa. Ahora estaba de pie en la cocina diminuta.

—Ésa sí que es una idea —dijo—. Esos culebrones siempre necesitan autores. —Lo dijo como si fuese un hecho del que estuviese convencido.— Podríamos colaborar.

—¿Eh?

—Tú piensas algo, algo que podría suceder siguiendo lo que está pasando ahora, sólo que mejor que como lo harían ellos, y yo lo escribo.

—¿En serio? —dijo ella, reticente pero intrigada.

—O sea, yo escribo las palabras, y tú escribes la historia. —Lo extraño (se acercó un poco más a ella) era que lo que él intentaba con esa proposición era seducirla. Se preguntó cuánto tiempo seguirán enamorados los enamorados antes de cesar de tramar el uno la seducción del otro. ¿Nunca? Nunca tal vez. Tal vez los incentivos se fueran volviendo más triviales, más rutinarios. O tal vez menos. ¿Qué sabía él?

—De acuerdo —dijo ella con súbita decisión—. Pero —añadió con una sonrisa secreta— puede que yo no tenga mucho tiempo libre. Estoy por conseguir un trabajo.

—Oh, fabuloso.

—Sí. Para eso es este conjunto, si queda bien.

—Caray, eso es fantástico. ¿Qué clase de trabajo?

—Bueno. Yo no quería decírtelo porque no es tan seguro. Me van a hacer una entrevista. Es para eso de las películas. —Lo absurdo de la situación la hizo reír.

—¿Estrella de cine?

—No inmediatamente. No el primer día. Para eso habrá que esperar. —Trasladó el empapado amasijo marrón a una esquina de la bañera. Echó por el desagüe el café frío.— Un productor, o algo así, que he conocido. Una especie de productor o director. Necesita una asistente. Pero no una secretaria exactamente.

—Oh, ¿de veras? —¿Dónde, y sin decirle nada a él, conocía ella productores y directores de películas?

—Una especie de script girl y azafata.

—Hmm. —Seguramente Sylvie, más avispada que él para esas cosas, habría intuido si una proposición de esa naturaleza de parte de un productor era genuina o un mero señuelo; a él le sonaba sospechosa, pero de todas maneras hizo ruiditos alentadores.

—Por eso —dijo ella, abriendo al máximo el grifo y vertiendo agua fría a chorros sobre el conjunto ahora de color café— tengo que estar bonita o al menos lo más bonita posible, para ir a verlo…

—Tú siempre estás bonita.

—No, qué va.

—Estás preciosa ahora para mí.

Ella le lanzó la más instantánea y luminosa de sus sonrisas.

—Así que nos haremos famosos los dos juntos.

—Claro que sí —dijo él, acercándose más—. Y ricos. Y tú estarás al tanto de todo lo referente a las películas, y formaremos un equipo. —La cercó.— Hagamos un equipo, ahora.

—Oh, tengo que terminar con esto.

—De acuerdo.

—Tardaré un rato.

—Puedo esperar. Te miraré.

—Oh, papo, es que me turbas.

—Mm. Me gusta eso. —Le besó el cuello, aspirando el olor abizcochado del sudor, y ella le dejó hacer, las manos mojadas extendidas por encima de la bañera.— Voy a bajar la cama —dijo él en un susurro, algo entre una amenaza y la promesa de un festín.

—Mm. —Ella lo observó mientras lo hacía, las manos atareadas en el agua, pero en espíritu ya en otra parte. La cama, al descender, irrumpió de súbito en el cuarto, muy una cama pero a la vez como la proa de un navío que acabara de fondear: que, apenas zarpado desde la pared del fondo, recalara en puerto, en espera del abordaje.

Sin embargo primavera

Aunque a la postre —si porque llegó a dudar de que su productor fuese realmente un productor, o porque la falsa primavera de aquella semana se desvaneció y marzo pasó como un león helando hasta los tuétanos su frágil entereza, o porque el conjunto teñido no quedó a su gusto (por más que lo lavaba, siempre exhalaba un vago olor a café rancio)— Sylvie no acudió a la entrevista para las películas. Auberon trataba de animarla, le compró un libro para que leyese sobre el tema, pero eso pareció sumirla en un abatimiento más profundo. Las visiones rutilantes se desvanecieron. Cayó en un estado de apatía que alarmaba a Auberon. Se quedaba hasta tarde en la cama en medio de un indescriptible desorden de mantas, el gabán de invierno de Auberon por encima de todo, y cuando al fin se levantaba, iba y venía sin rumbo por el pequeño apartamento, con un cárdigan sobre el camisón y calcetines gruesos en los pies. Abría la nevera y se quedaba mirando un envase de yogur mohoso, restos irreconocibles en bandejillas de papel de aluminio, una soda sin burbujas.

—Coño —dijo—. Nunca hay nada aquí.

—¿De veras? —dijo él con amarga ironía desde el estudio imaginario—. Estará en la mala, me imagino. —Se levantó y cogió su gabán.— ¿Qué te gustaría? —dijo—. Iré a buscar algo.

—No, papo

—Yo también tengo que comer, ¿sabes? Y si la nevera no quiere abastecernos…

—Está bien. Algo rico.

—Bueno, ¿qué? Podría traer unos cereales…

Ella hizo una mueca.

—Algo rico —dijo, con un gesto de las manos, la barbilla levantada, que sin duda expresaba su deseo, pero que a él lo dejó tan a ciegas como antes. Salió a una nieve recién caída bajo una nieve incesante.

Tan pronto como hubo cerrado tras él la puerta del apartamento, Sylvie se dejó arrastrar por un torrente de ideas sombrías.

Le parecía increíble que él, el niñito mimado, el regalón de una familia de hermanas y tías, pudiera ser tan infinitamente solícito, asumir tantas de las responsabilidades cotidianas de su vida en común, y jeringuear tan poco. La gente blanca era rara. Entre sus parientes y los vecinos de éstos, las principales obligaciones domésticas de un marido consistían en comer, propinar palizas y jugar al dominó. Auberon era tan bueno. Tan comprensivo. Y listo: los formularios oficiales y el interminable papeleo de un Estado benefactor vetusto y paralítico no significaban para él ningún terror. Y nada celoso. Cuando ella se había prendado de León, el muchacho de mirada dulce y tez morena que les servía en el Séptimo Santo, y por un tiempo se había dado el gusto, para luego yacer cada noche al lado de Auberon, rígida por la culpa y el miedo, hasta que él le hacía confesar su secreto, lo único que decía era que a él no le importaba lo que ella hiciera con otros con tal de que fuera feliz cuando estaba con él: a ver, cuántos tíos vas a encontrar, se preguntó a sí misma delante del nebuloso espejo colgado sobre el fregadero, capaces de reaccionar de esa manera.

Tan bueno. Tan magnánimo. Y ella, ¿cómo le retribuía? Mírate, mírate un poco, insistió. Bolsas debajo de los ojos. Y adelgazando día a día, pronto —alzó hasta el espejo un meñique retador— así de flaca. Y sin aportar una mierda a la casa, tan inútil para ella misma como para él, una boba.

Pero ella iba a trabajar. Sí, trabajaría día y noche y le pagaría a él todo cuanto había hecho por ella, el tesoro íntegro, implacable y opresivo de su bondad. Se lo tiraré a la cara. ¡Toma!

—Lavaré platos roñosos —dijo en voz alta, apartando la mirada de los arrumbados junto al fregadero en una pequeña pila—. Haré la calle…

¿Y era a eso a lo que la empujaba su Destino? Desencajada, y restregándose los brazos ateridos, iba y venía de la cama a la cocina, de la cocina a la cama, como una fiera enjaulada. Aquello que debiera liberarla la esclavizaba, la obligaba a esperar hundida en la pobreza, una existencia cada vez más miserable, distinta de la larga pobreza sin remedio de su infancia, pero pobreza al cabo. ¡Harta de ella, harta harta harta! Los ojos se le llenaban de lágrimas de autoconmiseración. Una verdadera maldición, su Destino. ¿Por qué no lo podría cambiar por un poco de decencia, un poco de libertad, un poco de alegría? Si no lo podía tirar a la basura ¿por qué tampoco podía obtener algo a cambio de él?

Rumiando una resolución heroica, trepó otra vez a la cama. Se tapó con las mantas, mirando fija, acusadoramente al vacío. Obscuro, dormido, lejano pero parte de su sustancia misma, su Destino era irrenunciable, de eso había podido enterarse. Pero estaba cansada de esperar. Ni un solo rasgo de él podía discernir, salvo que Auberon estaba en él (pero no esta miseria; y, Comoquiera, tampoco este Auberon), pero ahora ella lo descubriría. Ya.

—Bueno —dijo, y adoptó, con los brazos cruzados bajo las mantas, una actitud resuelta. Ella no iba a esperar más. Conocería su Destino y empezaría a vivirlo, o se moriría; lo sacaría a la rastra, de viva fuerza, de ese futuro en el que se ocultaba.

Auberon, mientras tanto, caminaba, chapoteando, hacia el mercado del Búho Nocturno (sorprendido de descubrir que era domingo y que ningún otro local estaba abierto, ¿qué son los fines de semana para los pobres y los desocupados?) a través de la nieve virginal e impoluta tan sólo a esa hora, su primera pisada iniciando la larga desfloración que la convertiría en un lodazal repugnante, más negro que blanco. Se sentía malhumorado, o mejor dicho, furioso, pese a que al despedirse había besado a Sylvie tiernamente, y a que dentro de diez minutos, cuando regresara, la volvería a besar con igual ternura. ¿Por qué no reconocía ella al menos su ecuanimidad de carácter, su talante siempre conciliador, siempre complaciente? ¿O creía ella acaso que era fácil conservar la calma, esconder una natural indignación detrás de una respuesta afable, y cada vez, cada una y otra y otra vez? ¿Y qué compensación obtenía él por sus esfuerzos? Si hasta le pegaría, a veces. Le gustaría, sí, darle una buena bofetada, para que se le bajaran un poco los humos, para que viera hasta dónde se había agotado su paciencia. Oh, Dios, qué horrible el sólo pensarlo.

La felicidad, había llegado a comprender, o al menos su felicidad, era una estación, y en esa estación Sylvie era el tiempo. Un tema del que todos dentro de él hablaban, entre ellos, sin que ninguno pudiera hacer nada para remediarlo, tan sólo esperar, esperar hasta que cambiase. La estación de su felicidad era la primavera, una primavera larga, tímida, voluble, tan a menudo esquiva como solícita y dadivosa, como cualquier primavera: y sin embargo, primavera. Si de algo estaba seguro, era de eso. Pateó la nieve aguachenta. Segurísimo.

Deambuló un rato, indeciso, entre las pocas y costosas mercancías que ofrecía el Búho Nocturno —uno de esos locales que mantienen una existencia marginal permaneciendo abiertos los domingos y hasta horas tardías— y cuando hubo hecho su elección (dos clases de zumos exóticos para el paladar tropical de Sylvie, para que le perdonase por haberla abofeteado) sacó su billetera y la encontró vacía. Como en el chiste archimanido, hubiera podido salir de ella una polilla, volando displicente. Se escarbó todos sus bolsillos, por dentro y por fuera, ante la mirada (y el terrible juicio mudo) del cajero, y al fin, aunque teniendo que renunciar a uno de los zumos, reunió el importe en plata fundida y níqueles pelusientos.

—¿Y ahora? —dijo cuando, con los hombros y el sombrero cubiertos de nieve, abrió la puerta del Dormitorio Plegable y encontró a Sylvie en la cama—. ¿Echando una siestecita?

—Déjame en paz —dijo ella—. Estoy pensando.

—Pensando, huy. —Llevó la empapada bolsa de papel a la cocina y anduvo un rato entretenido preparando una sopa y unas galletas, pero cuando se las ofreció a Sylvie, ella las rechazó: durante el resto de ese día no consiguió, en verdad, arrancarle una sola palabra, y Auberon, recordando la veta de locura familiar, sintió pavor. Paciente, mimoso, le hablaba con dulzura, pero el alma de ella se retraía, huyendo de sus palabras como de un filo cortante.

Al fin, no le quedó otro remedio que sentarse (en el estudio imaginario, trasladado ahora a la cocina, ya que la cama permanecía abierta y ocupada) a esperar, y a pensar en qué otros mimos podía prodigarle, y en la ingratitud, en tanto ella se revolvía en la cama, y de a ratos dormitaba. Y el invierno recrudecía. Nubarrones negros, bajos, cegaban el cielo; a un relámpago respondían nuevos relámpagos; rugía el viento norte; caía, incesante, una lluvia fría.

Que siga el amor

—¡Un momento! —dijo la señora Sotomonte—. ¡Un momento! Aquí pasa algo raro, en alguna parte se ha soltado una lazada. ¿No percibís eso?

—Lo percibimos —respondieron todos los allí reunidos.

—Llegó el invierno —dijo la señora Sotomonte—, y eso era lo natural, pero después…

—¡La primavera! —gritaron ellos a coro.

—Demasiado pronto, demasiado pronto. —Con los nudillos, se daba golpecitos en la sien. Un punto escapado, si se lo podía encontrar, tenía arreglo: de cierta latitud para deshacer embrollos ella disponía; pero ¿dónde, a lo largo del largo, larguísimo trayecto habría acontecido? ¿O acaso (su mirada recorrió, avizora, el largo tramo de Cuento que se desplegaba desde lo porvenir con la gracia serena y resuelta de una serpiente enjoyada), o acaso estaría aún por acontecer?— Ayudadme, hijos —dijo.

—Te ayudaremos —dijeron ellos, en todas sus diversas voces.

Ése era el problema: si lo que era preciso descubrir se hallara en lo aún-por-ser, entonces a ellos les sería fácil descubrirlo. Lo difícil de guardar en la memoria era lo ya-sido. Así se dan las cosas para los seres que son inmortales, o casi: aunque conocen el futuro, el pasado es obscuro para ellos: más allá del año presente está la puerta hacia los eones pretéritos, una extensión de tiempo crepuscular alumbrada por antorchas solemnes. Así como Sophie con sus cartas escudriñaba un futuro desconocido, palpando ansiosa la tenue membrana que la separaba de él, tanteando aquí y allá para percibir las formas en paulatino avance de las cosas por venir, así la señora Sotomonte tanteaba a ciegas las cosas que ya habían sido, tratando de descubrir la forma de lo que andaba mal.

—Había un único hijo varón —dijo.

—Un único hijo varón —corearon ellos, pensando con ahínco.

—Y se marchó a la Ciudad.

—Y aún allí está —terció el señor Bosques.

—Claro, claro que sí —dijo la señora Sotomonte—. Aún allí está.

—Y no se moverá, ni su deber cumplirá: antes de amor morir se dejará. —El señor Sotomonte se ciñó con sus manos largas la descarnada rodilla.— Puede ser que este invierno continúe, para nunca acabar.

—Nunca acabar —dijo la señora Sotomonte. En su ojo temblaba una lágrima—. Sí, sí, eso es justamente lo que parece.

—No, no —dijeron ellos, viéndolo así. La lluvia glacial azotó los profundos ventanucos de la casa, llorando de dolor, los árboles fustigaron con sus ramas al viento implacable, el Ratón de Campo cayó preso en las fauces desesperadas del Zorro Rojo.— Piensa, piensa —dijeron ellos.

Ella se golpeó de nuevo la sien, mas nadie respondía. Se levantó, y ellos se apartaron.

—Necesito consejo —dijo—, eso es todo.

Las aguas tenebrosas del estanque de la montaña acababan de deshelarse, aunque unas aristas de hielo sobresalían cerca de sus márgenes como piedras rotas; en una de ellas se detuvo la señora Sotomonte y envió a las honduras su llamado.

Soñoliento, entumecido, demasiado frío para enfurecerse, el Abuelo Trucha subió desde las sombrías profundidades.

—Déjame en paz —dijo.

—Responde —dijo ella con dureza—, o te castigaré con rigor.

—Qué —dijo él.

—Ese chico en la Ciudad —dijo la señora Sotomonte—. Biznieto tuyo. De allí no se moverá, ni su deber cumplirá: antes morir de amor se dejará.

—Amor —dijo el Abuelo Trucha—. No queda en la tierra una fuerza más poderosa que el amor.

—A los demás no seguirá.

—Deja entonces que siga al amor.

—Hm —murmuró la señora Sotomonte, y luego—. Hummmmm. —Se puso el pulgar sobre el mentón y con el índice a lo largo de la mejilla, apoyó el codo en el hueco de su otra mano.— Bueno, tal vez le convenga tener una Consorte.

—Sí —dijo el Abuelo Trucha.

—Sólo como acicate, y para mantener vivo su interés.

—Sí.

—No es bueno estar solo para el hombre.

—No —dijo el Abuelo Trucha, aunque si en aprobación o lo contrario, no era fácil saberlo cuando la palabra brotaba de la boca de un pez—. Y ahora déjame dormir.

—¡Sí! —dijo ella—. ¡Sí, claro que sí, una Consorte! ¡En qué habré estado pensando yo! ¡Sí! —A cada palabra su voz se engrandecía. El Abuelo Trucha, atemorizado, se zambulló precipitadamente, y el hielo mismo se alejó, disgregándose bajo los pies de la señora Sotomonte cuando, con una voz de trueno, gritó:— ¡Sí!

—¡Amor! —les dijo a los otros—. ¡No en el Fue, no en el Será, sino Ahora!

—¡Amor! —gritaron todos. La señora Sotomonte abrió de golpe un baúl giboso guarnecido con herrajes negros y empezó a revolver su contenido. Encontró lo que buscaba, lo envolvió primorosamente en papel blanco, lo ató con una cuerda roja y blanca, untó con cera las puntas de la cuerda para impedir que se deshilacharan, buscó pluma y tinta y, sobre la encorvada espalda del señor Bosques escribió una dirección: todo en menos tiempo del que tardaría en pensarlo.

—Que siga al amor —dijo, cuando el paquete estuvo listo—. Y entonces vendrá. Lo quiera o no lo quiera.

—Ahhhh —dijeron todos, y empezaron a dispersarse, conversando en voz baja.

—No lo querrás creer —le dijo Sylvie a Auberon, entrando como una tromba por la puerta del Dormitorio Plegable—, pero he conseguido un trabajo. —Había estado ausente todo el día. Tenía las mejillas enrojecidas por el viento de marzo, le brillaban los ojos.

—Bravo. —Se rió, sorprendido, complacido.— ¿Tu Destino?

—Al carajo mi destino —dijo ella. Arrancó de su percha el conjunto teñido de color café y lo tiró al cubo de la basura—. No más pretextos. —Sacó los botines de todo andar, una rebeca, una bufanda. Dejó caer los zapatos al suelo.— Tendré que abrigarme —dijo—. Empiezo mañana. No más pretextos.

—Hoy es un buen día —dijo él—. Día de los Tontos.

—Justo mi día —dijo ella—. Mi día de suerte.

Él la alzó, riendo. Era el primer día de abril. Y ella percibió, en su abrazo, un algo que era a la vez sentimiento de alivio, alivio por un peligro evitado, y el presentimiento de ese mismo peligro, y los ojos se le llenaron de lágrimas al comprender lo segura que se sentía entre sus brazos, y lo frágil que era al mismo tiempo esa seguridad.

Papo —dijo—, eres maravilloso. De verdad, de verdad, no hay otro como tú.

—Pero a ver, cuéntame —dijo él—. Cuéntame. ¿Qué trabajo es ése?

Ella sonrió con picardía, apretándose contra él.

—No lo querrás creer —dijo.

Capítulo 4

A mi parecer, no hay en la Religión imposibilidades suficientes para una fe activa.

Thomas Browne

En las minúsculas oficinas del Servicio de Mensajeros Alados había: una especie de baranda o mostrador detrás del cual estaba sentado el recepcionista, mascando eternamente un cigarro apagado, enchufando y desenchufando las clavijas del intercomunicador de subagencias más viejo del mundo y vociferando «Alados» en el micrófono de sus auriculares; una hilera de cenicientas sillas plegadizas de metal en las que aquellos mensajeros que momentáneamente no andaban de recorrida se hallaban sentados, algunos tan silenciosos e inertes como máquinas desenchufadas, otros (como Fred Savage y Sylvie) en animada conversación; un enorme y anticuado televisor, inaccesible sobre una plataforma suspendida en el aire por medio de cadenas, y encendido a perpetuidad (Sylvie, cuando no andaba correteando, pillaba algún episodio suelto de «Un Mundo en Otraparte»); unas cuantas urnas repletas de ceniza y colillas de cigarrillos; un reloj marrón craquelado, registrador de entradas y salidas; un despacho-trastienda conteniendo un jefe, su secretario y de vez en cuando un vendedor de buen talante pero de mal ver; una puerta de metal con una tranca; ninguna ventana.

Sucederán más cosas

No era un sitio en el que a Sylvie le apeteciera estarse las horas muertas. En su desangelada, inhóspita, fluorescente sordidez, reconocía demasiados otros en los que había tenido que pasar buena parte de su infancia: las salas de espera de hospitales y hospicios, las comisarías, las oficinas de bienestar social, lugares donde se congregaban multitudes de rostros y cuerpos pobremente vestidos, se dispersaban, otros los reemplazaban. Ella, por fortuna, no tenía que esperar allí mucho tiempo: el Servicio de Mensajeros Alados seguía teniendo tanto trabajo como siempre, y una vez fuera, en las frías calles primaverales, empaquetada en sus botas de trabajo y su rebeca con capucha (tal cual, le decía a Auberon, un marimacho quinceañero, pero lindísima), podía ganar tiempo, deleitándose entre las muchedumbres, en las oficinas lujosas, con los secretarios variopintos (soberbios, malhumorados, melifluos; negligentes; afables) a quienes entregaba, de quienes recibía. «¡Mensajeros Alados!», les gritaba, no había tiempo que perder. «¡Firme aquí, por favor!» Y a la calle, en ascensores repletos de caballeros bien trajeados y voces delicadas que salían a almorzar, o de energúmenos que regresaban palmoteándose los hombros y gritando a voz en cuello. Aunque ella nunca llegaría a familiarizarse con el centro como lo conocía Fred Savage —cada acceso subterráneo, cada pasadizo, cada edificio que, con la fachada principal en una avenida, evacuara por otra, ahorrándole al que andaba de a pie cincuenta metros de caminata—, en lo esencial, por supuesto, se daba maña, y descubría atajos; y tomaba a derecha e izquierda, arriba y abajo, con una seguridad de la que se sentía orgullosa.

Cierto día de principios de mayo que había amanecido lluvioso (Fred Savage llevaba puesto un enorme chambergo envuelto en plástico), estaba sentada en el borde de su silla cruzando y descruzando nerviosamente las piernas, la derecha sobre la izquierda, la izquierda sobre la derecha, mirando «Un Mundo en Otraparte» y esperando que gritasen su nombre.

Ese tío —le explicaba a Fred— es el que pretendía ser el padre de la criatura cuyo verdadero padre era el otro, el que se divorció de la mujer que se enamoró de la muchacha que chocó el auto que dejó tullido al crío que vivía en la casa que se construyó este tío.

—Mm —murmuró Fred. Los ojos de Sylvie no se apartaban de la pantalla ni sus oídos de la historia, pero Fred sólo tenía ojos para Sylvie.

—Éste es él —dijo Sylvie en el momento en que la escena cambió para mostrar a un hombre de cabello lacio que tomaba café mientras estudiaba en silencio, durante un rato interminable una carta dirigida a otra persona, tratando evidentemente de decidir si se atrevería a abrirla. Desde fines de abril, le dijo Sylvie a Fred, había estado luchando con esa tentación.

—Si yo lo estuviese escribiendo —dijo— sucederían más cosas.

—De eso estoy seguro —dijo Fred, y el recepcionista llamó—: ¡Sylvie!

Aunque con los ojos fijos aún en la pantalla, Sylvie se levantó de un salto, cogió la papeleta que le tendía el recepcionista y echó a andar hacia la salida.

—Nos vemos —le dijo a Fred, y a un gabán y un sombrero insensibles al final de la hilera de sillas.

—Sucederán más cosas, mm-mm —dijo Fred, que todavía sólo para Sylvie tenía ojos—. Apuesto a que sucederán.

Algo para llevar

El lugar de recogida era una suite en un hotel de cristal y acero, alto y frío, incluso siniestro, pese a la alegría ficticia de sus salas de estar tropicales, su grill de estilo inglés, el bullicioso e incesante ir y venir. Subió sola en un ascensor silencioso y muellemente alfombrado, en el que sonaba una música innominada. En el decimotercer piso las puertas se abrieron y Sylvie soltó una exclamación:

—¡Ah! ¡Ah! —porque lo primero que vio fue una ampliación en color de la cara de Russell Eigenblick, las cejas tupidas enmarcando sus ojos límpidos, la barba rojo-escarlata cubriéndole los pómulos, la expresión astuta, seria, benévola de la boca. La música innominada se transformó en la de una radio a todo volumen.

Atisbo desde la entrada el largo corredor enmoquetado de la suite. En vez de un secretario de una y otra especie, cuatro o cinco mocetones, negros y puertorriqueños, ensayaban pasos de baile y bebían coca-cola alrededor de un enorme escritorio de palo de rosa. Los que no llevaban una suerte de uniforme militar de fajina lucían amplias camisas claras o chaquetillas multicolores, la insignia de las falanges de Eigenblick.

—Hola —dijo Sylvie, a sus anchas ahora—. Mensajeros Alados.

—Caray. Échamele un vistazo al mensajero.

—Caaaracooles…

Uno de los bailarines se le aproximó, pavoneándose, mientras los otros reían, y Sylvie bailó con él un paso o dos; otro, con aire experto, manipuló el intercomunicador.

—Ha venido un mensajero. ¿Hay algo para llevar?

—Bueno, escuchad —dijo Sylvie—. Ese tipo… —su pulgar señalando el enorme retrato—, ¿qué hace aquí? ¿Qué tiene que ver?

Un par de ellos se echaron a reír; los demás adoptaron un aire solemne; el bailarín retrocedió estupefacto ante la ignorancia de Sylvie.

—Oh, hombre, oh —dijo—, oh, hombre…

Había empezado a poner el índice derecho sobre la palma izquierda para intentar una explicación (guapo, pensó Sylvie, buena musculatura, un macho de primera) cuando la puerta doble del fondo se abrió (Sylvie vislumbró salones ostentosamente amueblados) y un individuo blanco, alto y con los cabellos rubios severamente cortados salió a la recepción. Con un rápido ademán ordenó que apagaran la radio. Los muchachos se apiñaron como a la defensiva, adoptando posturas groseras pero recelosas. El hombre rubio alzó la barbilla y las cejas y miró a Sylvie inquisitivamente, demasiado atareado para dignarse hablar.

—Mensajeros Alados.

El hombre la observó durante un rato, casi con insolencia. Les llevaba dos buenos palmos a todos los demás presentes, y más que eso a Sylvie. Ella se cruzó de brazos, plantó las botas en el suelo alfombrado en una actitud «Y bueno, qué», y le devolvió la mirada. El hombre volvió a entrar en los salones de donde había salido.

—¿Y a éste qué le pasa? —les preguntó a los otros, pero ellos parecían amilanados. De todos modos el rubio reapareció al cabo de un momento con un paquete de una forma extrañísima, atado con una cuerda roja y blanca, de los tiempos de Maricastaña, pensó Sylvie que no había visto una parecida en muchos años, y la dirección escrita con una letra tan afiligranada y antigua que resultaba casi ilegible. En suma, era una de las cosas más insólitas que jamás le encomendaran llevar.

—No se demore —dijo el hombre, con lo que a Sylvie le pareció el dejo de un acento extranjero.

—No me demoraré. —Turco.— Firme aquí, por favor. —El hombre rubio retrocedió ante el talonario de Sylvie como si fuese una cosa repelente, hizo un gesto a uno de los mocetones y volvió a entrar por la puerta, cerrándola tras de él.

—Uff —dijo Sylvie, mientras el guapo firmaba su talonario con una rúbrica florida y un punto final—. ¿Y vosotros trabajáis para él?

Grandes gestos todo alrededor expresando odio, desafío, resignación. El negro intentó una fugaz imitación, y los otros rompieron en exageradas pero silenciosas risotadas.

—Bueno —dijo Sylvie, notando que la dirección era en la zona alta de la ciudad, a una distancia considerable de la oficina—, hasta más ver.

El bailarín la acompañó hasta el ascensor, dándole palique, oye, que a mí me gustaría un mensaje si tuvieras uno para mí, ay ningún mensaje para mí, oye, escucha, quiero decirte una cosa, no, no, en serio; y tras un poco más de cháchara (a ella le habría gustado quedarse, pero el paquete bajo su brazo parecía Comoquiera premioso y exigente) adoptó una postura cómica mientras las puertas del ascensor lo extinguían para ella. Bailó sola unos pasos en el ascensor, oyendo una música muy distinta de la que allí sonaba. Hacía añares que no bailaba.

Tio Papi

Viajando en tren, rumbo al distrito residencial, las manos hundidas en los bolsillos de su rebeca, y junto a ella, en el asiento, el paquete misterioso.

Tendría que haberles preguntado a esos tíos si conocían a Bruno. Hacía mucho tiempo que ella no sabía nada de su hermano: no estaba viviendo con mujer y la madre de ésta, ella sabía eso. Jodiendo a alguien, a saber dónde… Pero esos tíos no eran de los que se juntaban en pandillas. Algo que hacer al menos. En vez de andar vagabundeando como balas perdidas. Pensó en el pequeño Bruno. Pobrecito. Ella había prometido que una vez a la semana por lo menos recorrería el largo trayecto hasta Jamaica [3] y lo sacaría de allí, por el día. Y no lo había hecho, no tan a menudo como se lo propusiera; ni una sola vez en este último mes, tan atareado. Renovó su promesa, sintiendo en la espalda el aguijón opresivo, acusador de una larga historia de parecidas negligencias, y del daño acumulativo resultante, las que ella había sufrido, y su madre antes que ella; y Bruno; y también sus otros sobrinos y sobrinas. Atosigados, sofocados de amor, y dejados a la buena de Dios, sálvese quien pueda: vaya un sistema. Críos. ¿Y por qué razón se imaginaba que con ella las cosas serían de otro modo? Y sin embargo ella suponía que sí. Con Auberon ella podría tener críos. A veces, sus hijos quiméricos le imploraban nacer: casi podía verlos y oírlos; ella no podría resistirse eternamente. De Auberon. Nada mejor que eso podía hacer. Un hombre tan amoroso, tan bueno, bueno de corazón, y además, por supuesto, un amante de primera; y sin embargo… Es que a menudo él la trataba como si ella fuese una criatura. No porque ella no lo fuera, desde luego, algunas veces. Pero una niña madre. Tío Papi lo motejaban los dos cuando él se ponía de ese talante o adoptaba esa actitud. Más de una vez él le había secado las lágrimas. Le limpiaría el culo si ella se lo pidiese… Qué mezquindad la suya, pensar una cosa tan horrible.

¿Y si envejecieran juntos? ¿Cómo sería eso? Dos ancianitos de mejillas ajadas y ojos arrugados y cabellos blancos, cargados de años y de afecto. Qué lindo… Claro que a ella le gustaría ver la casona ésa y todo lo que contenía. Pero su familia. Su madre, más de un metro ochenta de mujer, coño. Las imaginaba a todas, tan altas, mirándola a ella desde arriba. Muñeca. George decía que eran encantadoras. Él se había perdido más de una vez en aquel caserón. George: el padre de Lila, aunque Auberon no lo sabía, y George le había hecho jurar que guardaría el secreto. ¿Qué historia era ésa? George sabía más, pero no quería decirlo. ¿Y si Auberon perdiera uno de sus críos? Esa gente blanca. Ella tendría que mantener los ojos bien abiertos, llevándolos a la cola a todas partes, siempre con sus bebés de la mano.

Pero si todo eso no fuera su Destino: si ella hubiese logrado escapar de él, rechazar su Destino, renegar de él… En ese caso, qué curioso, era como si fuera a tener más futuro, en vez de menos. Cualquier cosa podría suceder si ella estuviera libre de la maldita traba que era su Destino. Ni Auberon, ni Bosquedelinde, ni esta ciudad. Visiones fugitivas, visiones de hombres y aventuras, visiones de lugares, visiones de Sylvie, se apiñaban en las fronteras de su conciencia adormecida por el balanceo del tren. Cualquier cosa… Y una mesa larga en el bosque, engalanada con un mantel blanco, dispuesta para un banquete; y todo el mundo esperando; y un sitio vacío en la cabecera…

Cabeceó, y el choque de la barbilla contra el pecho la sumió en un estado de vértigo, y se despertó de golpe.

Destino, destino… Bostezó, tapándose la boca, y se miró la mano y el anillo de plata. Hacía años y años que lo llevaba. ¿Se lo podría sacar? Lo hizo girar. Tiró de él. Se metió el dedo en la boca para humedecerlo. Tiró más fuerte. Ni por asomo: firme allí como una roca. Con suavidad, sin embargo: sí, si ella lo empujaba despacito desde abajo…, el aro de plata se deslizó hacia arriba… y fuera. Una luminosidad extraña centelló alrededor del dedo desnudo, irradiándose desde él hacia el resto de su persona; el mundo, el tren parecían evanescentes, pálidos, irreales. Miró lentamente en torno.

El paquete que había estado a su lado en el asiento había desaparecido.

Aterrorizada, ensartándose de nuevo el anillo en el dedo, se levantó de un salto.

—¡Hey! ¡Hey! —gritó, para alarmar al ladrón si aún estaba en las cercanías; se precipitó hacia el centro del coche, interrogando con la mirada a los otros viajeros, que la contemplaban con ojos curiosos e inocentes. Volvió a mirar el asiento en que había estado sentada.

El paquete estaba allí, en el mismo sitio en que había estado. Se sentó de nuevo, confundida. Puso la mano del anillo sobre el papel terso y blanco del paquete, sólo para cerciorarse de que realmente estaba allí. Le pareció, tuvo la impresión de que se había agrandado durante el trayecto.

Más grande, sí, indudablemente. Una vez en la calle, donde las brisas habían ahuyentado la lluvia y las nubes y traído un auténtico día primaveral, el primero de los pocos que le son concedidos cada año a la Ciudad, emprendió la búsqueda de la dirección manuscrita en el paquete, que ya no le cabía cómodamente bajo el brazo.

—¿Qué diantre le pasa a esto? —dijo mientras caminaba a paso vivo por un barrio que nunca solía visitar, un barrio de grandes y sombríos hoteles de apartamentos y vetustas mansiones finiseculares de estilo inglés. Trataba de sujetar el paquete así, luego asá: nunca le habían dado para llevar nada tan incómodo. Pero la primavera era vivificante; no podía haber deseado un día mejor para andar por las calles llevando recados: alada, sí, alada se sentía. Y pronto llegaría el verano, el calor infernal, no, ella no podía esperar, se abrió, primero tentativamente, luego resueltamente, la cremallera de la rebeca, sintió el suave azote del viento en el pecho y la garganta, y la sensación le pareció deliciosa. Y ese edificio, allí, a pocos pasos, debía de ser la dirección a que la habían mandado.

Me he perdido

Era un edificio alto, blanco, o un edificio que alguna vez había sido blanco, y estaba literalmente cubierto de lúgubres figuras de yeso de toda especie. Dos alas laterales avanzaban hacia el frente, formando un patio mohoso y sombrío. Arriba, en la lejana cumbrera del edificio, un cuerpo de mampostería unía esas dos alas, formando una arcada absurdamente alta, una arcada para que un gigante pasara debajo de ella.

Sylvie alzó los ojos, y la monstruosa visión se los hizo bajar de prisa. Los edificios altos le daban vértigo. Ni desde abajo le gustaba mirarlos. Entró en el patio, donde en los charcos de la lluvia reciente cabrilleaban lívidos arcos iris de aceite, pero no tenía idea de cómo encontrar la Habitación 001 que buscaba. La vetusta casita del portero, allí, junto a la entrada, daba la impresión de haber permanecido cerrada a cal y canto años y años, pero a ella se encaminó de todos modos y apretó un timbre oxidado, si este artefacto funciona yo…

No alcanzó a expresar lo que haría porque en el mismo momento en que apretaba el negro pezón del timbre un postiguito se abrió de golpe en la casita, mostrándole la mitad superior de una cabeza, una nariz larga, unos ojos diminutos, una coronilla calva.

—Hola, ¿sabría usted decirme…? —empezó, pero antes de que acabara de formular la pregunta, los ojillos se arrugaron en una sonrisa o una mueca, y una mano asomó; con un largo dedo índice, la mano señaló Izquierda, luego Abajo, y el postigo se cerró otra vez con un golpe.

Sylvie se echó a reír. ¿Para qué demonios le pagan? ¿Esto? Siguió las instrucciones, y se encontró entrando en el edificio, no por la escalinata principal con su doble puerta acristalada, sino por una especie de cancela o portillo de hierro forjado que conducía a unas escaleras que descendían hasta un estrecho patio descubierto al nivel del sótano. Ni un rayo de sol llegaba a ese pasadizo, una especie de ranura entre las altísimas torres. Sylvie bajó, y bajó, bajó hasta un sótano que retumbaba de ecos y olía a moho como una caverna. Y allí, en la pared, había una pequeña puerta. Una puerta muy pequeña; pero no había ninguna otra salida.

—No puede ser aquí —dijo, mientras trasladaba al otro brazo el imposible paquete (que parecía estar cambiando de forma, y se había vuelto pesadísimo, por añadidura)—. Me he perdido seguro. —Pero empujó la puerta, y ésta se abrió.

Daba a un corredor bajo y estrecho. Allá, en el fondo, alguien estaba de pie delante de una puerta, haciendo algo: ¿pintando la puerta? Tenía un pincel y un bote de pintura. El encargado, o el ayudante del encargado. Sylvie pensó en pedirle nuevas instrucciones, pero cuando gritó: «Hola…», el hombre volvió hacia ella la cabeza, sobresaltado, y desapareció por la puerta en que había estado trabajando. Hacia ella se encaminó Sylvie, de todos modos, llegando al fondo con asombrosa prontitud: o el corredor era más corto de lo que parecía, o parecía más largo de lo que era, una de dos; y la puerta era más pequeña aún que la anterior. Si esto sigue así, pensó, por la próxima tendré que entrar gateando… En la puerta, con blanca pintura fresca y en un estilo muy antiguo, estaba pintando el número 001.

Riendo un poco, un poco nerviosamente, ahora indecisa y no del todo segura de que no le estuvieran jugando alguna mala pasada, Sylvie llamó golpeando a la puertecita.

—Mensajeros Alados —anunció.

La puerta se entreabrió apenas. Una luz extraña, la luminosidad dorada de un paisaje estival, parecía filtrarse desde el otro lado a través del resquicio. Una mano muy larga, muy nudosa, apareció y asió el batiente de la puerta para abrirla un poco más. Y una cara sonrientísima asomó.

—¿Mensajero Alado? —dijo Sylvie.

—¿Sí? ¿De qué se trata? ¿Qué podemos hacer por ti? —Era el hombre que había visto antes pintando el número en la puerta, o alguien igualito a él; o era el hombre que la había mandado allí. O igualito a él.

—Paquete para usted —dijo.

—Aja. —Con la misma imperturbable sonrisa, el hombrecito abrió un poco más la puerta para que Sylvie pudiese agacharse y pasar.— Adelante, pues.

—¿Está usted seguro —dijo ella echando una mirada incierta hacia el interior— de que es aquí donde me mandaron venir?

—Oh, claro que sí.

—Caray. Sí que es pequeño aquí dentro.

—Oh, sí que lo es. ¿Quieres entrar, por favor?

El Bosque Agreste

Por las mismas calles de mayo, al anochecer, rumbeando un poco a la deriva hacia la Alquería del Antiguo Fuero a través de la repentina, flamante primavera, Auberon pensaba en la fama, en la fortuna, en el amor. Había estado en las oficinas de la empresa que creaba y financiaba la producción de «Un Mundo en Otraparte» y varios otros engendros menos afortunados. Allí había depositado en las manos manicuradas de un hombre extremadamente cordial pero un tanto ausente, no mucho mayor que él, los guiones para dos episodios imaginarios del famoso culebrón. Lo habían agasajado con café, y el hombre joven (que no parecía tener entre manos mucho que hacer) se había explayado en vaguedades acerca de la televisión, la escritura de guiones, la producción; cifras de dinero astronómicas fueron mencionadas y aludidos al pasar los arcanos del negocio; Auberon trataba de no mostrarse asombrado por las primeras, y asentía con aire de conocedor ante los segundos, aunque muy poco había entendido del tema. Y por último, con encarecidas invitaciones de que se diera una vueltecita en cualquier momento, lo habían despedido, acompañado hasta la puerta por una recepcionista y una secretaria de una belleza casi legendaria.

Asombroso y prodigioso. Panoramas inverosímiles se abrían ante Auberon en medio del gentío y el bullicio de la calle. Los guiones, inventados por él y Sylvie en largas noches de regocijada y febril colaboración, eran buenos, estaban bien tramados, tenían suspenso y emoción; no exquisitos de ver, sin duda, mecanografiados como lo fueran en la prehistórica máquina de George; qué importaba eso; qué podía importar, su futuro aparecía pródigo en dispendiosos equipos de oficina, en comidas abundantes, en secretarias de primera, en trabajo y más trabajo para ganar los premios fabulosos. Él arrebataría, de entre las garras del dragón que moraba en el secreto corazón del Bosque Agreste, el precioso tesoro que la bestia custodiaba.

El Bosque Agreste; sí. Antaño, él lo sabía, en los tiempos en que Federico Barbarroja era emperador de Occidente, el Bosque Agreste comenzaba del otro lado de las vallas de troncos de las aldeas, más allá de las lindes de las tierras cultivadas; el corazón del Bosque, donde habitaban lobos y osos, y brujas en cabañas evanescentes, dragones, gigantes. Dentro del poblado, todo era racional, ordinario: allí había seguridad, vecinos, fuego, alimentos y todo el bienestar que un hombre podía ambicionar. Era del otro lado, en el Bosque Agreste, donde te podía acontecer cualquier cosa, donde podías tener cualquier aventura: era allí donde arriesgabas la vida a cada instante.

Pero ya no. Ahora todo se había trastocado. Allá, en Bosquedelinde, la noche no albergaba terrores; los bosques eran mansos, sonrientes, confortables. Él ignoraba si en Bosquedelinde, en las tantísimas puertas de la casa, funcionaría aún algún cerrojo; a decir verdad, él nunca había visto ninguna cerrada con cerrojo. En las noches calurosas, solía dormir a cielo abierto en los porches, e incluso en el bosque, prestando oído a los rumores y al silencio. No, era en estas calles donde uno veía lobos, reales o imaginados, aquí donde uno trancaba sus puertas contra las asechanzas de cualquier criatura aterradora que pudiera andar merodeando Allá Afuera, como trancaban antaño las de sus cabañas los habitantes de los bosques; se contaban historias espeluznantes de lo que podía acontecer aquí después de la caída del sol; aquí tenías las aventuras, ganabas las recompensas, aquí aprendías a vivir con el terror en la garganta y a apoderarte del tesoro; este lugar, sí, era ahora el Bosque Agreste, y Auberon era un habitante del bosque.

¡Sí! La codicia del tesoro le infundía coraje, y el coraje lo hacía fuerte; errante, armado, cabalgaba a través del gentío; que los débiles sucumbieran, él no lo haría. Pensaba en Sylvie, astuta como un zorro, criada en los bosques aunque nacida en la seguridad complaciente de una isla tropical. Ella conocía este lugar; su codicia era tan inmensa como la de él, más, y su astucia no le iba a la zaga. ¡Qué par! Y pensar que tan sólo unas semanas antes parecían, los dos, atrapados en el fondo de una trampa mortal, desencontrados en un enmarañado matorral sin salida, a punto de separarse. Separarse. ¡A qué albures, por Dios, no se exponía ella! ¡Y las bazas, qué míseras eran!

Ahora, sin embargo, él podía creer, en este momento, esta noche, podía creer, sí, que envejecerían juntos. El goce que obtenían el uno del otro, en suspenso durante todo aquel marzo frío y amargo, había vuelto a florecer, lozano y vivaz como apretados racimos de amargón. Esa misma mañana ella había llegado con retraso a su empleo por una razón, una nueva razón: retrasada, porque cierto complicado proceso había tenido que ser llevado hasta su rotunda y feliz culminación. Oh, Dios, los excesos fabulosos que se exigían, uno de otro, y los descansos que requerían esos excesos, una vida podía consumirse en los unos, y luego en los otros, él hubiera dicho que la suya se había consumido casi por completo esa mañana. Y sin embargo, sin fin: él sentía que podía ser, no veía razón alguna para que no lo fuese. Se detuvo en la mitad de un cruce, sonriente, ciego: los latidos de su corazón resonaban como acuñados en oro mientras revivía momento a momento esa mañana dentro del pecho. Un camión bramó junto a él, un camión desesperado por no perder la señal luminosa, su señal, que Auberon estaba burlando. Auberon se apartó de un salto y el conductor le gritó algo insultante pero ininteligible. Ciego de amor, aplastado, pensó Auberon (riendo, ya a salvo en la otra acera), así me moriré, atropellado por un camión cuando desbordado de lujuria y de amor no sepa dónde estoy.

Adoptó un paso rápido de Ciudad, sin dejar de sonreír pero procurando estar alerta. Ten cuidado. Al fin y al cabo…, pensó, pero no llegó a completar su pensamiento, porque en ese mismo instante sobrevino, estallando en la avenida, calle abajo, o trepando veloz por las calles laterales o descendiendo del cielo balsámico como una tonelada de risas estridentes, un algo que era como un ruido pero no era un ruido: la bomba que una vez cayera sobre él y Sylvie, pero el doble de aquélla, o muchísimo más grande; pasó rodando por encima de él, quizá el camión que había estado a punto de arrollarlo, y sin embargo parecía estallar desde dentro de él, de su persona. Alejándose de él como un vendaval, calle arriba, dejándolo partido en dos, la cosa parecía abrir a su paso o llevar en su seno un vacío que tiraba de las ropas de Auberon y le desordenaba el cabello. No obstante, sus pies seguían pisando el suelo, normales, como siempre —la cosa no tenía poder para dañarlo, al menos físicamente—, pero la sonrisa había desaparecido de su rostro.

Caray, esta vez ellos se lo han tomado en serio: eso fue lo que pensó. Pero no supo por qué lo pensó, ni qué cosa era la que habían tomado en serio ni, para el caso, quiénes suponía él que eran ellos.

Esto es una guerra

En ese mismo momento, lejos, en el oeste, en un Estado cuyo nombre empieza con I, Russell Eigenblick, el Orador, se disponía a levantarse de su silla tijera para arengar a otra inmensa multitud. Tenía en las manos un pequeño mazo de fichas, un eructo con sabor a pimienta en la garganta (otra vez pollo a la king) y un dolor lacerante en la pierna izquierda, justo debajo del glúteo. No se sentía particularmente justificado. Esa mañana, en los establos de sus adinerados anfitriones, había montado a caballo y trotando apaciblemente alrededor de un picadero. Posando así para los fotógrafos, había parecido un hombre seguro de sí mismo (como siempre) y un poco demasiado pequeño (como siempre hoy en día; antaño, su estatura había sido muy superior a la media). Luego, lo habían inducido a galopar a través de campos y praderas tan alambrados y pulcros como los de sus antiguas cacerías. Un error, sin duda. Él no había explicado que habían pasado siglos desde que por última vez montara un caballo; era como si últimamente hubiese perdido la fuerza para resistirse a esas incitaciones tan provocativas. Ahora se preguntaba si una antiestética cojera no echaría a perder su ascensión al estrado.

Hasta cuándo, hasta cuándo, pensaba. No es que le hurtara el cuerpo al trabajo, ni que tomara a mal las vejaciones que le eran inherentes. Pero las soeces intimidades de esta era, las palmadas en los hombros, las cogidas de brazos, esas cosas en realidad no lo molestaban. Nunca se había atenido demasiado a las formalidades. Él era un hombre práctico (o creía serlo) y si eso era lo que su pueblo (ya pensaba en ellos en esos términos) pedía de él, él podía brindarlo. Un hombre que sin una queja había dormido entre los lobos de Turingia y los escorpiones de Palestina, podía soportar moteles, servir a dueñas de casa cincuentonas, sestear en aviones. Sólo que había veces (como ahora) en que la extrañeza de su largo viaje, demasiado imposible de comprender, lo fatigaba; y el inmenso y tan familiar deseo de dormir lo atraía, lo tentaba; ansiaba reclinar una vez más la pesada cabeza en los hombros de sus camaradas, y cerrar los ojos.

De sólo pensarlo, los ojos empezaban a cerrársele.

De pronto sobrevino, deflagrando en todas direcciones, desde su punto de origen, la cosa que Auberon había percibido u oído en la Ciudad; una cosa que por un momento trocó al mundo en una seda tornasol, o alteró en un instante las aguas del tafetán de su trama. Una bomba, había pensado Auberon; Eigenblick supo que no era una bomba sino un bombardeo.

Fue como si un poderoso reconstituyente se difundiera de súbito a través de sus venas. Su cansancio se desvaneció. Oyó las palabras finales de encomio de su presentador y, como movido por un resorte, saltó de su asiento, los ojos chispeantes, la boca sonriente. Con un ademán teatral echó a volar, mientras subía al estrado, el manojo de notas que había preparado para esta Alocución; ante ese gesto, la inmensa multitud jadeó y estalló en vítores. Eigenblick asió con ambas manos los cantos del atril, inclinó el torso hacia delante, y gritó hacia los micrófonos que jadeaban ante él ávidos de sus palabras:

—¡Vuestra vida debe cambiar!

Una ola de estupefacción, la ola de su voz amplificada, inundó a la muchedumbre, la enardeció y, rebotando contra la pared del fondo, refluyó hacia él en ruidosa rompiente.

—¡Vuestra vida! ¡Debe! ¡Cambiar! —La ola fluyó otra vez encrespada sobre ellos, un tsunami.

Eigenblick, ufano, avasallante, parecía mirar a cada uno a los ojos, penetrar en el corazón de cada uno: y ellos lo sabían, además. Las palabras bullían en su mente, se tejían en frases, pelotones, regimientos contra los que era inútil cualquier resistencia. Las dejó en libertad.

—¡Los preparativos han tocado a su fin, la suerte está echada, las posturas están en arca, las fichas sobre el tapete! Todo cuanto vosotros más temíais ha acontecido ya. Vuestros enemigos más ancestrales son ahora la mano que empuña el látigo. ¿A quién habréis de recurrir? Vuestra fortaleza es una ruina, vuestra armadura es papel, vuestra risa de antaño es un quejido en vuestra garganta. Nada…, nada es como vosotros suponíais que era. Habéis sido víctimas de un terrible engaño. Mirabais encandilados un espejo suponiendo que era la larga continuación del antiguo camino, pero el camino no se continúa, ¡se cierra en un callejón, sin salida! ¡Vuestra vida debe cambiar!

Irguió el torso. Vientos tan fragorosos soplaban en el Tiempo que le costaba escuchar su propia voz. En aquellos vientos cabalgaban, en armas, los héroes, montados al fin, silfos en atavío de combate, huestes cabalgando por el aire. Y en tanto arengaba a su inmenso y alelado auditorio, en tanto los apostrofaba y fustigaba, Eigenblick sentía estallar las bridas de su continencia, y se sentía emerger, al fin, íntegro y libre. Como si hubiese en un momento crecido en demasía para un caparazón viejo y gastado, lo sintió partirse en dos y abrirse. Hizo una pausa, hasta que tuvo la certeza de haberse desprendido de él por completo. La multitud contuvo el aliento. La nueva voz de Eigenblick, potente, grave, insinuante, los hizo estremecerse al unísono.

—Bueno. Vosotros no lo sabíais. Oh, no. ¿Cómo vosotros ibais a saberlo? Nunca lo pensasteis. Nunca jamás. Nunca os pasó por la imaginación. —Se inclinó hacia delante, envolviéndolos a todos en una mirada arrasadora, como un padre terrible, hablando con rapidez, como si lanzara una maldición:— Y bien, esta vez no habrá perdón. Esta vez se ha colmado la medida. Vosotros veis eso seguramente, seguramente lo sabíais desde siempre. Quizá, en lo más recóndito de vuestro corazón, si os permitisteis sospechar alguna vez que esto sucedería, y lo sospechabais, sí, lo sospechabais, esperaríais que acaso una vez más, que una vez más habría, por inmerecida que fuese, misericordia; otra oportunidad, por muy torpemente desaprovechadas que hubieran sido todas las otras oportunidades; que en última instancia seríais ignorados, vosotros, sólo vosotros excluidos, inadvertidos, olvidados, libres de culpas en medio de los fragores de la catástrofe en que sucumbirían todos los demás. ¡No! ¡Esta vez no!

—¡No! ¡No! —Ellos le gritaban a él, aterrorizados; él estaba conmovido, un profundo amor ante la impotencia de ellos, una profunda piedad por su situación lo embargaba y lo hacía sentirse poderoso y fuerte.

—No —dijo con dulzura, arrullándolos, meciéndolos en los brazos de su cólera y de su piedad insondables—, no, no; Arturo duerme su sueño en Avalon; no hay para vosotros ningún paladín, ninguna esperanza; no tenéis otro remedio que rendiros, ¿acaso no lo veis?; sí que lo veis; ¿o no? Rendiros: ésa es vuestra única posibilidad; mostrar vuestra lanza herrumbrosa, inservible como una de juguete; mostraros vosotros, desvalidos, inocentes de cualesquiera de las causas o consecuencias de esta situación, envejecidos, confundidos, débiles como niños de pecho. Y sin embargo. Y sin embargo. Impotentes y dignos de lástima como sois —tendió hacia ellos con extrema lentitud brazos misericordiosos, ahora podía contenerlos a todos, y confortarlos—, ansiosos como estáis por complacer, desbordantes de amor, pidiendo con las más dulces lágrimas en vuestros ojos tan sólo misericordia, implorando paz; sin embargo, sin embargo. —Los brazos descendieron, las enormes manos aferraron una vez más el atril como si fuese un arma, una vasta hoguera estalló en el pecho de Russell Eigenblick, una horripilante gratitud se apoderó de él cuando pudo por fin inclinarse sobre aquellos micrófonos y proclamar:— Y sin embargo esto no despertará su piedad, ninguna piedad, porque no la hay en ellos; ni detendrá sus armas mortíferas, porque ya han sido disparadas, ni cambiará nada, nada en absoluto: porque esto es una guerra. —Inclinó un poco más la cabeza, más se aproximaron sus labios de sátiro a los horrorizados micrófonos, y su murmullo resonó, atronador:— Damas y caballeros, ESTO ES UNA GUERRA.

Una sutura imprevista

Ariel Halcopéndola, en la Ciudad, también lo había percibido: un cambio, como una de las oleadas de calor de la menopausia, pero no algo que le sucediera a ella misma sino al mundo, al mundo entero. Un Cambio, entonces: no un cambio sino un Cambio, un Cambio atisbado rodando a lo largo del tiempo y el espacio, o el mundo que tropezaba con una gruesa e imprevista sutura en la trama inconsútil.

—¿Has sentido eso? —preguntó.

—¿Si he sentido qué, querida? —dijo Fred Savage, todavía disfrutando de los feroces titulares del periódico de ayer.

—Olvídalo —dijo Halcopéndola en voz baja, con aire pensativo—. Bueno, ahora las cartas. ¿Hay algo siquiera en las cartas? Piensa bien.

—El as de espadas invertido —dijo Fred Savage—. La reina de espadas en la ventana de tu alcoba, hecha una furia, como hembra que es. El valet de diamantes de nuevo en camino. Rey de corazones: ése soy yo, nena —y empezó a tararear una canción por entre sus dientes marfileños, mientras meneaba suave pero rítmicamente el trasero sobre el largo banco pulido a culo de la sala de espera.

Halcopéndola había acudido a la gran Terminal para consultar a este viejo oráculo suyo, sabiendo que casi cada noche, después del trabajo, se lo podía encontrar allí, confiando extrañas verdades a desconocidos; señalando con un índice obscuro, nudoso y pegoteado de tierra como una raíz ciertas noticias del periódico de ayer que tal vez los pasajeros que esperaban sus trenes cerca de él no habían leído; o discurseando sobre cómo la mujer que se viste con una piel adquiere las propensiones del animal, Halcopéndola se imaginaba a las tímidas muchachitas suburbanas que usaban pieles de conejo teñidas para que parecieran de lince, y se reía. De vez en cuando llevaba un bocadillo para compartirlo con Fred, siempre y cuando él comiera ese día. Habitualmente, ella siempre se iba de allí más sabia que cuando había llegado.

—Las cartas —dijo—. Las cartas y Russell Eigenblick.

—El tío ése —dijo Fred. Y durante un rato permaneció caviloso, abismado en sus pensamientos. Sacudía su periódico como si intentara expulsar de él alguna idea que lo perturbaba. Pero no se iba.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Que me parta un rayo si ahora mismo no ha ocurrido un cambio —dijo Fred, alzando la vista—. Algo… ¿Qué dijiste que era?

—Yo no he dicho nada.

—Dijiste un nombre.

—Russell Eigenblick. En las cartas.

—En las cartas —repitió Fred. Dobló cuidadosamente su periódico—. Suficiente —dijo—. Con esto bastará.

—Dime —dijo ella—. Dime qué piensas.

Pero era inútil, ella lo había acuciado demasiado: pídele otro bis al gran virtuoso, y se pondrá petulante y esquivo. Fred se incorporó —en la medida en que era capaz de incorporarse, permaneciendo combado como un irónico signo de interrogación— y se tanteó los bolsillos buscando algo inexistente en ellos.

—Tengo que ir a ver a mi tío —dijo—. ¿No tendrías un pavo para el bus? ¿Algún pavo suelto o unos centavos?

De este a oeste

A través del inmenso vestíbulo abovedado de la Terminal, Halcopéndola se encaminó hacia la salida, no más sabia esta vez que cuando había venido, y más preocupada. Las multitudes que caminaban presurosas, arremolinándose en torno del santuario del reloj central, y estallando en olas contra las taquillas, parecían abstraídas, atribuladas, inciertas de su suerte: aunque si más que otro día cualquiera, ella no hubiera podido asegurarlo. Alzó la cabeza y miró la cúpula: palideciendo por la edad y la larga vigilia, el Zodíaco pintado en oro atravesaba al sesgo la bóveda azul-noche puntuado por lamparitas diminutas, muchas de ellas ya extinguidas. Sus pies acortaron el paso; la boca se le abrió: dio media vuelta mirando asombrada, sin poder creer lo que veía.

El Zodíaco corría a través de la cúpula en la dirección correcta, de este a oeste.

Imposible. Que el gran centro neurálgico de esa loca Urbe estuviese bajo la tutela de un Zodíaco que corría a la inversa del real había sido desde siempre una de sus humoradas favoritas: el error de un muralista ignaro en astrología o una alusión socarrona, acaso solapada, a la mala estrella de su Ciudad. Más de una vez se había preguntado qué desbarajustes se podrían producir si ella —con la debida premeditación— intentase atravesar la Terminal caminando hacia atrás bajo la mirada vigilante de ese cosmos invertido, pero por un sentido del decoro nunca se había decidido a hacer la prueba.

Y míralo ahora. Ahí estaba el carnero en su lugar preciso, y el toro sin sus cuartos posteriores, los gemelos y el cangrejo, el Rey León y la virgen, y la balanza de dos platillos. El escorpión haciendo equilibrio con la roja Antares clavada en su aguijón; el centauro con su arco, el aguatero con su cántaro. Y los dos peces unidos por las colas en un arco. Alrededor de ella —paralizada, boquiabierta— pasaban las muchedumbres, pasaban sin detenerse, como lo hacían alrededor de cualquier objeto inamovible. Sin embargo, su mirar hacia arriba —como en el viejo truco— era contagioso, y algunos alzaban la vista buscando la cosa inverosímil que ella veía, mas, como no podían verla, apuraban el paso y seguían su camino.

El carnero, el toro, los gemelos… No siempre habían estado en ese orden, ella los había visto dispuestos de otra manera, y luchaba por retener ese recuerdo, ya que parecían tan antiguos e inmutables como las constelaciones que representaban. Y además, ahora tenía miedo. Un Cambio: ¿y qué otros cambios habría de encontrar, allá afuera, en las calles; cuáles otros se cernirían, latentes, aún no manifiestos, en lo porvenir? ¿Qué, en todo caso, le estaba haciendo al mundo Russell Eigenblick; y por qué estaba ella tan segura de que, Comoquiera, era Russell Eigenblick quien tenía la culpa? Un carillón barítono sonó, melodioso, y sus ecos resonaron en torno de ella, absorta aún en su alucinada contemplación, no potentes pero claros, tranquilos como si poseyeran el secreto: el reloj de la Terminal dando una hora temprana de la madrugada.

¿Sylvie?

La misma hora estaba sonando en el campanario piramidal de un edificio suburbano que había construido Alexander Ratón, el único campanario de la Ciudad que daba las horas para informar a la población. Uno de los cuatro carillones de su melodía de cuatro notas nunca sonaba ahora, y el tañido de los otros, desperdigado por el viento o asordinado por el tráfico, sonaba caprichosamente allá abajo, en el laberinto de calles, de modo que habitualmente no prestaba ninguna utilidad, pero a Auberon (mientras quitaba trancas y abría cerrojos en una puerta de acceso a la Alquería del Antiguo Fuero) no le importaba de todos modos la hora que era. Echó una rápida mirada en torno para asegurarse de que no lo seguían ladrones. (Ya una vez había sido asaltado por dos mozalbetes quienes, puesto que no tenía dinero, le habían robado la botella de ginebra que llevaba, y quitado luego y arrojado al suelo su sombrero, para pisotearlo y patearlo con sus largos pies torcidos mientras escapaban.) Se deslizó en el zaguán, y cerró y trancó la puerta por dentro.

Por el pasillo, a través de un boquete dentado por ladrillos que George había practicado en la pared para dar acceso al edificio colindante, por ese pasillo, y escaleras arriba, asiéndose del pasamanos recubierto de espesas e incontables generaciones de pintura. A través de una ventana del vestíbulo a una escalera de incendio, un saludo con la mano a los alegres labriegos ya en actividad allá abajo con retoños y desplantadoras, y ya en otro edificio, otro pasillo, absurdamente estrecho y cerrado, familiar en su penumbra y acogedor pues conducía a casa. Se contempló al pasar en el coqueto espejo que Sylvie había colgado al final del pasillo, con la mesita ratona al pie y el jarro de flores secas, bien lindo. El picaporte se resistía a abrir la puerta.

—¿Sylvie? —Ella no estaba en casa.

No había regresado aún del trabajo, o estaría abajo quizá, ayudando en la huerta; o acabaría de salir, con el renacer del sol que despertaba la azul laguna isleña de su sangre. Buscó a tientas sus tres llaves y las escrutó en la obscuridad, con creciente impaciencia. La de cabeza ovoide para la cerradura superior, la de forma de clave para la del medio… ¡Oh, mierda! Una se le escurrió entre los dedos y con las rodillas y las manos tuvo que arrastrarse por el suelo, para buscarla entre la mugre antigua e irremediable que habita en todos los huecos y recovecos de la Ciudad. Ahí estaba, la grande y redonda, para la policía, que jamás les daría el gusto a los polis. ¡Jua, jua!

—¿Sylvie?

El Dormitorio Plegable parecía insólitamente espacioso y, pese a que el sol penetraba a raudales por todas sus ventanitas, Comoquiera no acogedor ¿Qué ocurría? La habitación parecía barrida, pero no ordenada; limpiada, mas no limpia. Faltaban montones de cosas, lo fue notando poco a poco. ¿Les habrían robado? Fue, cautelosamente, hasta la cocina. La colección de ungüentos y potingues de Sylvie, amontonados sobre la repisa del fregadero, había desaparecido. Sus champúes y cepillos para el pelo habían desaparecido. Todo desaparecido. Todo, excepto su vieja Gillette.

Y en la alcoba, lo mismo. Sus tótemes, sus cosas más bonitas, desaparecidos. La señorita de porcelana, la cara de una palidez mortal, los renegridos caracolillos pegados a las mejillas, cuya parte superior se separaba de la falda de volantes, ya que era en realidad un alhajero, desaparecida. Los sombreros colgados en el dorso de la puerta, desaparecidos todos. El sobre multicolor, repleto de papeles importantes y de instantáneas surtidas, desaparecido.

Abrió de un tirón la puerta del retrete. Sólo las perchas vacías que resonaron al chocar unas con otras, y su propio gabán abierto de mangas, sobresaltado, colgaban de la puerta, pero de ella allí no había nada, absolutamente nada.

Absolutamente nada.

Miró una vez en torno, miró otra vez, se quedó plantado, petrificado, en medio del suelo vacío.

—Se ha ido —murmuró.

Libro Quinto

El arte de la memoria

Capítulo 1

Innumerables son los campos, las cavernas, los antros de la Memoria: imposible enumerarlos a todos así como la multiplicidad de los objetos que los llenan a rebosar. Entre ellos busco mi camino, hasta más allá de donde alcanzan mis fuerzas, y nunca encuentro el fin.

San Agustín, Confesiones

En la profunda obscuridad de cierta medianoche, la Doncella de Piedra golpeó con puño recio a la puertecita del Cosmo-Opticón, en el ático de la residencia urbana de Ariel Halcopéndola.

—El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro desea verla.

Sólo la luna, por detrás de la luna de azogue del Cosmo-Opticón, y el resplandor difuso de las luces de la Ciudad, iluminaban su firmamento de cristal; negruzcos en la penumbra, el Zodíaco y las constelaciones no eran legibles. Raro, pensó Halcopéndola, que (contrariando el orden natural) el Cosmo-Opticón sea inteligible, luminoso de día y obscuro por la noche, cuando la panoplia del firmamento real está en todo su apogeo… Se levantó y salió, sintiendo cómo la Tierra de hierro, con sus montañas y ríos esmaltados, rechinaba bajo sus pies.

El héroe ha despertado

Un año había transcurrido desde la noche en que, al alzar la vista, Ariel Halcopéndola descubriera que el orden trastocado en que siempre se desplazara el Zodíaco pintado en la bóveda azul-noche de la Terminal se había revertido y que avanzaba ahora en el sentido del mundo real. En ese año, más que nunca, había intensificado sus investigaciones acerca de la naturaleza y los orígenes de Russell Eigenblick, pese a que el Club había caído en un extraño silencio: en los últimos tiempos no le enviaban telegramas crípticos apremiándola, y si bien Fred Savage llegaba siempre puntualmente con sus honorarios, éstos no venían ya acompañados por las habituales misivas de estímulo o reproche. ¿Habrían perdido el interés?

De ser así, ella esperaba volver a despertarlo esa noche. Unos meses atrás, había encontrado una punta del ovillo; y no en sus búsquedas esotéricas, sino en cosas tan terrenales o sublunares como su vieja enciclopedia (Británica X), el sexto volumen de la Roma Medieval de Gregorovius y (un gran folio a dos columnas, que se cerraba con un candado diminuto) las Profecías del abate Joachim da Fiore. Seguir la pista hasta llegar a la certeza había, sí, requerido de todas sus artes, de afanosos esfuerzos y mucho tiempo. Ahora, sin embargo, no le quedaba ni la sombra de una duda. O sea, ella sabía Quién. No sabía Cómo, ni Por Qué; tampoco sabía más que antes quiénes eran esos hijos del Tiempo cuyo campeón podía ser Russell Eigenblick; no sabía dónde se hallaban las cartas en las que él decía estar, ni en qué sentido él estaba en ellas. Pero sabía Quién, y había convocado al Club para comunicarles la novedad. Los encontró ya instalados en los sillones y el sofá del atestado y penumbroso saloncito o estudio de la planta baja.

—Señores —dijo, asiendo a guisa de atril el respaldo de una alta silla de cuero—, hace dos años me encomendaron ustedes la tarea de descubrir la naturaleza y las intenciones de Russell Eigenblick. La espera ha sido desconsideradamente larga, pero creo que esta noche puedo al menos proporcionarles una identificación; una recomendación en cuanto a las medidas a adoptar me será más difícil. Si es que puedo sugerir alguna. Y aunque pudiese, tal vez ustedes, sí, incluso ustedes mismos, no estarán en condiciones de ponerla en práctica.

Hubo, en respuesta a sus palabras, un intercambio de miradas, más sutil que las que uno ve en un escenario, pero con el mismo efecto teatral de denotar sorpresa mutua e inquietud. Ya una vez se le había ocurrido a Halcopéndola pensar que los hombres con quienes trataba no eran el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, sino actores conchabados para que los representasen. Reprimió el pensamiento.

—Todos nosotros conocemos —prosiguió— esas leyendas presentes en muchas mitologías, de un héroe inmolado en el campo de batalla por el enemigo, o víctima de otro trágico fin, de quien se dice sin embargo que no está realmente muerto, y vive, exiliado, en algún lugar, una isla, una gruta, una nube, donde duerme un sueño secular; y del que habrá de despertar, en una hora de extrema necesidad de su pueblo, para acudir en su auxilio con sus paladines, y reinar sobre ellos a lo largo de una nueva Edad de Oro. Rex Quondam et Futurus. Arturo, en Avalon; Sikander en algún lugar de Persia; Cuchulain, aquí o allá, en uno sí y otro no cenagal o peñascal de Irlanda; el propio Jesucristo.

»Todas esas leyendas, aunque conmovedoras, sin duda, son falsas. Ninguna de las penurias de su pueblo ha despertado a Arturo; Cuchulain puede dormir mientras el suyo se desangra desde hace siglos en una encarnizada lucha fratricida; el Segundo Advenimiento, anunciado continuamente, se retrasa hasta más allá de la muerte virtual de la Iglesia que tanto contaba con él. No, cualquier cosa que la nueva Era del Mundo pueda traer consigo (y esa era está sin duda latente en lo por venir), no habrá de ser el retorno de un héroe cuyo nombre nosotros conozcamos. Sin embargo… —Titubeó, asaltada por una duda repentina. Dicha en voz alta, la revelación que se disponía a hacer a sus oyentes parecería aún más absurda. Hasta se ruborizó, avergonzada, cuando prosiguió:— Sin embargo, se da la circunstancia de que una de esas historias es verídica. No es una de las que habríamos pensado jamás que pudiera serlo, aun cuando se tratara de una que soliéramos recordar y narrar, y que por cierto no es; la historia y su héroe han caído casi en el olvido. No obstante, sabemos que es verídica porque su inevitable conclusión ha sobrevivido: el héroe ha despertado. Y ese héroe es Russell Eigenblick.

La bomba cayó entre sus oyentes menos dramáticamente de lo que ella había esperado. Los sintió retraerse. Vio, o percibió, que el cuello se les envaraba, que la barbilla se les replegaba, dubitativamente, sobre la pechera de la fina camisa de seda. No le quedaba más remedio que continuar.

—Puede que ustedes se pregunten, como me lo he preguntado yo, para ayudar a qué pueblo ha retornado Russell Eigenblick. Nosotros como pueblo somos demasiado jóvenes para haber cultivado leyendas parecidas a las que se cuentan sobre Arturo, y quizá demasiado fatuos para haber sentido la necesidad de inventarnos una. Lo cierto es, en todo caso, que ninguna se cuenta de los llamados padres de nuestra nación; la idea de que uno de esos nobles señores no esté muerto, sino que duerma su sueño secular en los montes Ozark, supongamos, o en las Montañas Rocosas, es divertida, pero nadie ni nada la sustenta, en ninguna parte. Sólo el Piel Roja, sí, sólo el desdeñado Piel Roja, el que invoca en sus danzas a sus ancestros y sus espíritus protectores, posee una historia y una memoria lo suficientemente larga como para contar con un héroe de esa especie; pero los indios parecen sentir por Russell Eigenblick tan poco interés como nuestros presidentes; y tan poco, para el caso, como el que él parece sentir por ellos. ¿De qué pueblo, entonces?

»La respuesta es: de ningún pueblo. No de un pueblo sino de un Imperio. Un Imperio que podría, y lo hizo una vez, englobar sin distinciones, a cualquier pueblo o pueblos, y que tuvo una vida, y una corona, y fronteras y capitales de la más extrema mutabilidad. Ustedes recordarán sin duda la célebre ironía de Voltaire: que no era ni sacro, ni romano, ni tampoco un imperio. Sin embargo, en cierto sentido existió hasta que (como lo hemos pensado) en su último emperador, Francisco II, renunció al título en 1806. Bien: lo que yo creo, señores, es que el Sacro Imperio Romano tampoco entonces feneció. Que continuó existiendo. Que pervivió como una ameba, cambiando de forma, reptando, expandiéndose, contrayéndose; y que mientras Russell Eigenblick dormía su largo sueño (exactamente ochocientos años, según mi cálculo), mientras, en verdad, todos nosotros dormíamos, ha reptado y se ha desplazado, cambiando de forma, y a la deriva, como los continentes, hasta que hoy está situado aquí, aquí mismo donde nosotros nos hallamos. Cómo, exactamente, habría que demarcar sus contornos, no tengo la más remota idea, aunque sospecho que pueden ser idénticas a las de esta nación. En todo caso, nosotros estamos, no me cabe duda, dentro de él. Esta ciudad puede incluso ser su Capital: aunque probablemente sólo su Ciudad Capitana.

Había dejado de observar a sus oyentes.

—¿Y Russell Eigenblick? —preguntó a la nada—. En una época, él fue su emperador. No el primero, que fue, por supuesto, Carlomagno (sobre el cual se contó durante cierto tiempo la misma historia de sueño y despertar), ni el último, ni siquiera el más insigne. Vigoroso, sí; perspicaz; inestable de temperamento; no un hábil gobernante; infatigable, pero rara vez victorioso, en la guerra. Fue él, dicho sea de paso, quien agregó lo de «sacro» al nombre de su Imperio. Hacia 1190 decidió, con el Imperio prácticamente en paz, y de momento no hostigado por el papa, emprender una cruzada. Los Infieles sólo brevemente soportaron su acoso: ganó una o dos batallas, y entonces, cuando vadeaba un río en Armenia, se cayó del caballo y, entorpecido por el peso de su armadura, no pudo salvarse. Murió ahogado. Eso dice Gregorovius, entre otras autoridades.

»Los germanos, sin embargo, al cabo de numerosos reveses ulteriores, llegaron a la conclusión de que eso no era cierto. Que no había perecido. Que tan sólo dormía, quizá al pie del Kyffhauser, en las Montañas Harz (todavía hoy se señala el lugar a los turistas), o tal vez en Domdaniel, en el mar, o dondequiera que sea, pero que volverá, sí, un día volverá: acudirá en auxilio de sus amados germanos, y conducirá las armas germanas a la victoria, y a un imperio germano a la gloria. La horrible historia de Alemania en el último siglo puede ser la persecución de este sueño vano. Aunque en realidad ese emperador, pese a su nacimiento y su nombre, no era germano. Fue emperador de todo el mundo, o al menos de toda la Cristiandad. Fue el heredero del galo Carlomagno y del César romano. Y ahora, él, al igual que sus antiguas fronteras, ha cambiado, mas no por ello ha cambiado sus lealtades, tan sólo su nombre. Señores, Russell Eigenblick es el Santo Emperador Romano Federico Barbarroja, sí, die alte Barbarossa, que ha despertado de su sueño para reinar a lo largo de esta tardía y extraña era de su Imperio.

Esta última frase la había pronunciado alzando la voz, en medio de una creciente ola de murmullos y protestas de sus oyentes, que habían empezado a ponerse de pie.

—¡Absurdo! —dijo uno.

—¡Ridículo! —dijo otro, como un salivazo.

—¿Quiere usted decir, Halcopéndola —dijo un tercero, más razonablemente—, que Russell Eigenblick cree ser este emperador redivivo y que…?

—De quién él cree ser, no tengo la más remota idea —dijo Halcopéndola—. Sólo les estoy diciendo quién es en realidad.

—Entonces contésteme usted a esto —dijo el mismo miembro, mientras alzaba la mano para acallar el alboroto que había suscitado la insistencia de Halcopéndola—, ¿Por qué vuelve precisamente ahora? ¿No dijo usted que estos héroes retornan en la hora de extrema necesidad de su pueblo, y todo lo demás?

—Tradicionalmente es lo que se dice de ellos, sí.

—Entonces, ¿por qué ahora? Si ese fútil Imperio ha permanecido emboscado durante tanto tiempo…

Halcopéndola bajó la vista.

—Dije que hacer una recomendación me sería difícil. Me temo que haya piezas esenciales de este rompecabezas que aún no están a mi alcance.

—¿Como ser?

—Como ser —dijo Halcopéndola— esas cartas de que habla él. No puedo ahora explicar mis razones, pero necesito ver esas cartas, y manipularlas… —Hubo un impaciente descruzar y recruzar de piernas. Alguien preguntó por qué.— Yo supuse —dijo ella— que ustedes necesitarían conocer su fuerza. Sus posibilidades. Qué momentos él considera propicios. Lo que está claro, señores, es que si ustedes se proponen eliminarlo, más vale que sepan si el Tiempo está a favor de ustedes o de él; y si no están ustedes alistándose en vano contra lo inevitable.

—Y usted no puede decírnoslo.

—Me temo que no. Todavía.

—No tiene importancia —dijo el miembro presente más antiguo, poniéndose de pie—. Yo me temo, Halcopéndola, que al haber usted prolongado tanto sus investigaciones sobre este caso, hemos tenido nosotros mismos que tomar una decisión. Esta noche hemos venido a relevarla a usted de cualquier obligación futura.

—Hm —dijo Halcopéndola.

El miembro más antiguo sonrió con indulgencia.

—Y en mi opinión, no creo que sus revelaciones de esta noche tengan el peso suficiente para alterar la situación. Si mal no recuerdo, la historia nos dice que el Sacro Imperio Romano nunca tuvo mucho que ver con la vida de los pueblos que supuestamente englobaba. ¿Digo bien? A los verdaderos gobernantes les gustaba tener el poder Imperial en sus manos, o bajo su control, pero de todos modos hacían lo que ellos querían.

—A menudo fue así.

—De acuerdo, entonces. El curso que hemos decidido seguir era acertado. Si Russell Eigenblick resulta ser en algún sentido ese emperador, o si convence de ello a un suficiente número de personas (advierto, dicho sea de paso, que posterga sin cesar el anuncio de quién es él, exactamente, gran misterio), en ese caso puede sernos más útil que lo contrario.

—¿Puedo preguntar —dijo Halcopéndola, mientras le hacía seña de que entrase a la Doncella de Piedra, que, inmóvil y silenciosa como una momia, esperaba en el quicio de la puerta con una bandeja de copas y un botellón— qué curso han decidido seguir?

Sonriendo, los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro volvieron a ocupar sus asientos.

—Adopción —dijo uno de ellos, uno de los que más vigorosamente habían rebatido las conclusiones de Halcopéndola—. El poder de ciertos charlatanes no tiene por qué ser desdeñado. Esto lo hemos aprendido en las manifestaciones y disturbios del verano pasado. Los tumultos en la Iglesia de Todas las Calles. Etcétera. Ese poder, desde luego, es casi siempre poco duradero. No es auténtico poder. Puro viento. Una tormenta de verano. Y ellos lo saben, además…

—Pero —dijo otro—, cuando se introduce a alguien como él en las esferas del verdadero poder, cuando se le promete una participación en él, se escuchan sus opiniones, se halaga su vanidad…

—Entonces puede ser enrolado. Puede ser utilizado, para decirlo francamente.

—Ya lo ve usted —dijo el miembro más antiguo, rehusando con un ademán los licores que le ofrecían—: en resumidas cuentas, Russell Eigenblick no tiene ningún poder real, ni adeptos poderosos. Unos cuantos payasos en camisas de colorines, unos pocos devotos. Su oratoria conmueve; pero ¿quién se acuerda al día siguiente? Si despertara grandes odios, o reavivara antiguos resentimientos… Pero no lo hace. Es pura vaguedad. Bien: nosotros le ofreceremos aliados verdaderos. Él no tiene ninguno. Aceptará. Tenemos señuelos para tentarlo. Será nuestro. Y más que útil podría resultar, además.

—Hum —dijo una vez más Halcopéndola. Educada como había sido en la más pura de las ciencias, en la más alta esfera del saber, nunca había gustado del engaño y la evasión. Que Russell Eigenblick no tenía aliados era, en todo caso, cierto. Que era un instrumento en las manos de fuerzas más poderosas, menos nombrables, más insidiosas de lo que el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro podía imaginar, ella debería en justicia informarles: aunque ni ella misma pudiese aún nombrar a esas fuerzas. Pero había sido relevada del caso. Y de todas maneras —pudo verlo en la secreta sonrisa de sus rostros— probablemente no la escucharían. No obstante, un rubor intenso, por lo que les ocultaba, le subió a las mejillas, y dijo—: Creo que voy a beber una gota de esto. ¿Nadie quiere acompañarme?

—Desde luego —dijo uno de los miembros, observándola de cerca mientras ella le llenaba su copa—, no tendrá que devolver los honorarios.

Ella le agradeció con un gesto.

—¿Cuándo, exactamente, piensan poner el plan en ejecución?

—De hoy en una semana —dijo el miembro más antiguo— tenemos una reunión con él en su hotel. —Se levantó y miró en derredor, listo para retirarse. Los que habían aceptado licores vaciaron sus copas de un trago.— Lamento —dijo el miembro más antiguo— que después de todos sus desvelos hayamos tomado nuestras propias decisiones.

—En realidad da lo mismo —dijo Halcopéndola sin levantarse.

Ellos intercambiaron miradas —ahora todos de pie— con aquel aire inconvincente, que esta vez expresaba duda meditativa o meditación dubitativa, y sin pronunciar palabra se despidieron de ella. Uno, en el momento en que salían, esperó de viva voz que Halcopéndola no se hubiese ofendido, y los otros, mientras se introducían en sus respectivos automóviles, consideraron tal posibilidad, y las consecuencias que podría tener para ellos.

Halcopéndola, ya a solas, también la consideró.

Relevada de sus obligaciones para con el Club, era una investigadora independiente. Si un nuevo Imperio antiguo estaba resurgiendo en el mundo, no pudo por menos que pensar, con él se abrirían más vastas e inéditas perspectivas para sus poderes. Halcopéndola no era inmune a las tentaciones del poder: los grandes magos rara vez lo son.

Sin embargo no se acercaba ninguna Nueva Era. Y tal vez esas fuerzas (cualesquiera que fuesen) de las que Russell Eigenblick era el instrumento, no fueran tan poderosas como las que el Club podía esgrimir contra ellas.

¿De qué lado, entonces, suponiendo que pudiese determinar qué lado era cual, debería estar ella?

Observó los arcos que formaba su brandy en las paredes de la copa. De aquí una semana… Hizo sonar la campanilla para llamar a la Doncella de Piedra, le ordenó que preparase café, y se preparó ella para una larga noche de trabajo: ahora eran demasiado escasas para malgastar una durmiendo.

Una pena secreta

Agotada por el esfuerzo infructuoso, bajó un poco antes del alba y salió a la calle vocinglera de pájaros.

Enfrente de su alta y angosta residencia había un pequeño parque que antaño había sido público pero que ahora estaba clausurado; sólo los residentes de las mansiones y clubes privados que daban a él, contemplándolo con plácidos sentimientos posesivos, tenían llaves de los portones de hierro forjado. Halcopéndola tenía una. El parque, sobrecargado de estatuas, surtidores, pilas para pájaros y otras extravagancias por el estilo, rara vez le ayudaba a reponer sus energías, ya que ella lo había utilizado a menudo como una especie de cuaderno de notas, bosquejando con trazos rápidos en su contorno solar una dinastía china o una matesis hermética, ninguna de las cuales (por supuesto) podía ahora olvidar.

Hoy, sin embargo, en el brumoso amanecer del primer día de mayo, estaba obscuro, vago, no riguroso. Era sobre todo aire, no un aire de Ciudad, sino dulce y fragante por las exhalaciones de las hojas recién nacidas; y vaguedad y obscuridad era precisamente lo que Halcopéndola ahora buscaba.

Cuando estaba llegando al portón advirtió que había alguien de pie delante de él, aferrado a los barrotes y mirando con desesperanza hacia el interior, el reverso de un hombre encarcelado. Halcopéndola titubeó. La gente que deambulaba por las calles a esa hora era de dos especies: por un lado, obreros y oficinistas diligentes pero latosos, ya levantados, y por el otro, los impredecibles y los parias que habían pasado toda la noche en pie. Lo que asomaba por debajo del largo gabán de éste parecían ser las perneras de un pijama, pero Halcopéndola no coligió de este indicio que pudiera ser un madrugador. Adoptó, como lo más adecuado para la circunstancia, los aires de una gran dama, y sacando su llave, le pidió al hombre que la disculpara, que ella desearía abrir el portón.

—Ya era hora —dijo él.

—Oh, lo lamento —dijo ella; él se había ladeado apenas, expectante, y ella comprendió que tenía toda la intención de seguirla al interior—. Es un parque privado. Me temo que usted no podrá entrar. Es sólo para los que vivimos alrededor de él. Los que tenemos llave.

Ahora podía verle claramente la cara, la barba crecida a la desesperada, las arrugas ahondadas por la mugre; sin embargo era joven. Por encima de sus ojos truculentos y a la vez vacíos se extendía una única ceja.

—Eso es condenadamente injusto —dijo él—. Todos ellos tienen casas, ¿para qué demonios necesitan además un parque? —La miraba con rabia y frustración. Halcopéndola se preguntó si debería explicarle que no había más injusticia en que a él le estuviese vedada la entrada a ese parque que a las mansiones que lo circundaban. La forma en que él la miraba parecía requerir alguna disculpa; o quizá la injusticia que lo sublevaba fuese la de naturaleza universal e incontestable, la que a Fred Savage le encantaba sacar a relucir, y ésa no requería explicaciones espurias o ad hoc.

Bueno —dijo, como a menudo le decía a Fred.

—Cuando tu propio bisabuelo ha sido quien construyó la puñetera cosa. —Alzó la cabeza y, entrecerrando los ojos, caviló un momento.— Mi retarabuelo. —Con súbita determinación, sacó del bolsillo de su gabán un guante, se lo calzó (el dedo mayor emergió, largo y desnudo, de un descosido) y empezó a refregar los renuevos de hiedra y el polvo que obscurecían una placa atornillada al soportal de rústica piedra roja del portón.— ¿Ve? ¡Maldito sea! —La placa decía (Halcopéndola tardó un momento en reaccionar, sorprendida por no haberla visto nunca, la historia completa de la arquitectura Beaux Arts podía haber estado expuesta en su recargado frente romano y en los elaborados herrajes que la aseguraban): «Ratón Bebeagua Piedra 1900».

No, no era un chiflado. Los habitantes de las ciudades en general, y Halcopéndola en particular, poseen un sentido infalible de la diferencia —sutil pero real— entre los imposibles delirios del loco y las igualmente imposibles pero absolutamente verdaderas historias de los perdidos y los condenados.

—¿Cuál eres tú —preguntó—, el Ratón, el Bebeagua o la Piedra?

—Sospecho que usted ni se imagina —dijo Auberon— lo imposible que es hallar un poco de paz y sosiego en esta ciudad. ¿Le parezco acaso un vagabundo?

—Bueno… —dijo ella.

—El hecho es que uno no puede sentarse en el puñetero banco de un parque, o en un umbral, sin que una decena de borrachines y fanfarrones se le junten alrededor como paridos a la vez de un soplo. A contarle su vida. A pasar una botella de mano en mano. Compinches. ¿Tiene usted alguna idea de cuántos vagabundos son maricas? Montones. Es sorprendente. —Dijo que era sorprendente, pero parecía pensar que era tan sólo lo que cabía esperar, y no por ello menos exasperante.— Paz y sosiego —dijo otra vez, en un tono que denotaba un anhelo tan genuino, un ansia tal de los parterres de tulipanes y los umbríos senderos húmedos de rocío del pequeño parque, que ella dijo:

—Bueno, supongo que se puede hacer una excepción. Para un descendiente del constructor. —Hizo girar la llave en la cerradura y abrió el portón. Él permaneció un momento inmóvil, pensativo, como ante las nacarinas puertas del paraíso; luego entró.

Una vez dentro, su furia pareció aplacarse, y Halcopéndola, aunque no había sido ésa su intención, echó a andar junto a él por aquellos senderos caprichosamente curvos que siempre parecían conducir hacia el interior pero que en realidad siempre se las ingeniaban para encaminar de regreso a la salida. Ella conocía el secreto de esos senderos —que consistía, claro está, en elegir, para internarse, aquellos que parecían llevar a los contornos—, y, con gestos sutiles, guió los pasos de ambos en esa dirección. Los senderos, aunque parecieran hacer lo contrario, los condujeron hasta donde se alzaba —en el centro del parque— una especie de templete o pabellón, un cobertizo, en realidad, para las herramientas, suponía Halcopéndola. Árboles gigantescos y arbustos añosos disimulaban la pequeñez casi miniaturesca de aquella construcción; desde ciertos ángulos parecía ser el pórtico o la esquina visible de una gran mansión; y, aunque el parque era pequeño, desde allí, desde el centro, la ciudad circundante, gracias a algún artificio de la arboleda y la perspectiva, era prácticamente invisible. Ella le hizo notar esa singularidad.

—Sí —dijo él—. Cuanto más se interna uno en él, más grande se vuelve. ¿Tomaría un trago? —Sacó del bolsillo una botella chata y transparente.

—Temprano para mí —dijo Halcopéndola. Fascinada, lo observó destapar la botella y echar un largo trago a través de un garguero sin duda insensible ya de tan curtido y lacerado. Y la sorprendió verlo enseguida sacudido por temblores involuntarios, la cara contraída de asco como lo estaría la suya si se hubiese embuchado semejante trago. Sólo un principiante, pensó. Un niño apenas, en realidad. Supuso que debía de tener una pena secreta, y ella se complacía en contemplarla: era precisamente el cambio que necesitaba para tomar distancia de aquella enormidad con que había estado debatiéndose.

Se sentaron juntos en un banco. El joven secó el cuello de la botella con la manga, la volvió a tapar con cuidado y la deslizó suavemente en el bolsillo de su gabán marrón. Es curioso, pensó ella, que ese vidrio y el claro líquido cruel puedan ser tan consoladores, contemplados con tanta ternura.

—¿Qué demonios se supone que es esto? —dijo él.

Estaban frente al edificio de piedra cuadrangular que Halcopéndola suponía era un cobertizo de herramientas u otra dependencia, disfrazado de pabellón o barraca en miniatura de un parque de atracciones.

—No lo sé exactamente —dijo ella—, pero los relieves que hay en él representan las Cuatro Estaciones. Una en cada lado.

La que en ese momento tenían delante era la Primavera, una doncella griega torneando una pieza de alfarería con la ayuda de una herramienta antigua muy semejante a una trulla, y en la otra mano una plántula. Un corderito mamón yacía acurrucado a sus pies y, como ella, parecía confiado, expectante, cándido. Era una obra de una ejecución casi perfecta en todos sus detalles; variando la profundidad de la talla y los relieves, el artista había creado una impresión de campiñas distantes recién roturadas y aves migratorias en vuelo, regresando en busca de calor. La vida cotidiana en el mundo antiguo. No se parecía a ninguna primavera que ocurriera jamás en la Ciudad, pero era sin embargo la Primavera. Y más de una vez Halcopéndola la había empleado como tal. Durante un tiempo, se había preguntado por qué razón la casita no estaría centrada en su parcela de terreno, haciendo escuadra con las calles que rodeaban el parque, y había comprendido luego, al cabo de cierta reflexión, que estaba orientada de acuerdo con los puntos cardinales: el Invierno mirando al norte y el Verano al sur, la Primavera al este y el Otoño al oeste. Era fácil olvidar, en la Ciudad, que el norte apuntaba sólo muy aproximadamente hacia los barrios residenciales de la zona alta, aunque no fácil para Halcopéndola, y al parecer también este arquitecto había considerado importante una orientación exacta. Por esta razón ella simpatizaba con él. Y hasta le sonrió al joven sentado a su lado, un supuesto descendiente, pese a que parecía una criatura urbana, incapaz de distinguir un solsticio de un equinoccio.

—¿Para qué sirve? —preguntó él en voz baja pero truculenta.

—Es útil —respondió Halcopéndola—. Para recordar cosas.

—¿Qué?

—Bueno —dijo ella—. Supongamos que quisieras recordar cierto año, un año determinado, y el orden en que se sucedieron en él los acontecimientos. Podrías memorizar estos cuatro paneles y usar los objetos representados en ellos como símbolos de los sucesos que deseas evocar. Si quisieras recordar que cierta persona fue enterrada en la primavera, bueno, ahí está la pala.

—¿La pala?

—Bueno, esa herramienta para excavar.

Él la miró con desconfianza.

—¿Pero no es todo eso un poco morboso?

—Era un ejemplo.

Por un momento, él contemplaba con recelo a la doncella como si en verdad estuviese a punto de recordarle alguna cosa, alguna cosa desagradable.

—La plantita —dijo al cabo— podría ser alguna cosa que surgió en la primavera. Un trabajo. Alguna esperanza.

—Ésa es la idea.

—Y que luego se marchita.

—O da frutos.

Él permaneció un largo rato pensativo; sacó su botella y repitió exactamente su ritual, aunque esta vez con menos muecas.

—¿Por qué será —dijo, la voz enronquecida por la ginebra— que la gente quiere recordarlo todo? La vida es aquí y ahora. El pasado está muerto.

Ella no contestó nada.

—Recuerdos. Sistemas. Todo el mundo escrutando viejos álbumes, mazos de cartas. Si no están recordando, están vaticinando. ¿Para qué?

Un viejo cencerro tintineó en los salones de Halcopéndola.

—¿Cartas? —dijo.

—Hurgando el pasado —dijo él, los ojos siempre fijos en la Primavera—. ¿Acaso eso lo hará retornar?

—Sólo lo ordenará. —Ella sabía que, por muy racionales que pudieran parecer, las personas como él, las que viven en la calle, no están constituidas de la misma manera que las que habitan en casas. Que tienen una razón para estar donde están, expresada en una peculiar aprehensión de las cosas, una ausencia total de compromiso con el mundo ordinario y lo que en él acontece, a menudo involuntaria. Sabía que no debía acosarlo a preguntas, insistir en un tema, pues ese camino, como los senderos de este parque, sólo la alejaría de lo que le interesaba conocer. Pero ahora no quería por nada del mundo perder el contacto.— La Memoria puede ser un arte —sentenció en un tono profesoral—. Lo mismo que la arquitectura. Creo que esto lo habría comprendido tu antepasado.

Él enarcó las cejas y los hombros como diciendo: Quién sabe o a quién le importa.

—La arquitectura —dijo ella— no es otra cosa que memoria petrificada. Un hombre eminente dijo esto.

—Hum.

—Muchos grandes pensadores del pasado —cómo había adoptado ese tono magisterial, ella no lo sabía, pero al parecer no podía abandonarlo y, por lo demás, parecía cautivar a su interlocutor— creían que la mente es una casa en la que están guardados los recuerdos del hombre; y que el método más sencillo para evocarlos consiste en imaginar una arquitectura, y luego distribuir en las distintas dependencias imaginadas por el arquitecto símbolos de lo que se desea recordar. —Bueno, con seguridad esto lo ha desorientado, pensó; pero el muchacho, al cabo de un momento de reflexión, dijo:

—Como el tipo enterrado con la pala.

—Exactamente.

—Estúpido —dijo él.

—Puedo darte un ejemplo mejor.

—Hum.

Le dio el famoso ejemplo de una causa criminal de Quintiliano, sustituyendo libremente los símbolos antiguos por modernos y distribuyéndolos por los distintos sectores del pequeño parque. La cabeza del joven giraba sin cesar de lado a lado a medida que ella, sin necesidad de mirar, disponía esto aquí, aquello allá.

—En el tercer lugar —dijo— ponemos un autito de juguete roto, para recordar que la licencia del conductor está vencida. En el cuarto lugar, esa especie de arcada ahí detrás de ti, a la izquierda, colgamos a un hombre, a un negro, digamos, todo vestido de blanco, con los zapatos en punta colgando hacia abajo, y encima de él un letrero: INRI.

—Para qué demonios.

—Vivido. Concreto. El juez ha dicho: a menos que poseas la prueba documentada, perderás la causa. El negro vestido de blanco significa que se posee la prueba por escrito.

—En blanco y negro.

—Eso es. Y el hecho de que el hombre esté colgado significa que hemos conseguido esa prueba en blanco y negro, y el letrero, que es eso lo que nos salvará.

—Santísimo Dios.

—Suena espantosamente complicado, lo sé. Y supongo que en realidad no es más útil que un cuaderno de notas.

—¿Para qué, entonces, toda esa patraña? No lo entiendo.

—Porque —dijo ella con cautela, intuyendo que él, pese a su aparente truculencia, la comprendía muy bien— puede ocurrir, si practicas este arte, que los símbolos que dispones uno al lado del otro se modifiquen por sí mismos sin que tú lo hayas querido, y que la próxima vez que los invoques, puedan decirte algo nuevo y revelador, algo que tú no sabías que sabías. De la adecuada disposición de lo que sabes puede emerger espontáneamente lo que no sabes. Ésta es la ventaja de un sistema. La memoria es fluida y vaga. Los sistemas son precisos y articulados. La razón los aprehende mejor. Éste ha de ser sin duda el caso de las cartas de que tú hablabas.

—¿Cartas?

—Tú hablaste de alguien que se pasaba las horas escrutando un mazo de cartas.

—Mi tía. No tía mía en realidad —como si renegara de ella—. La tía de mi abuelo. Ella tenía esas cartas. Las extendía, las estudiaba. Huroneando el pasado. Vaticinando cosas.

—¿Tarot?

—¿Hum?

—¿Eran las cartas del Tarot? Ya sabes, el colgado, la papisa, la torre…

—No lo sé. ¿Cómo podría saberlo yo? A nadie me explicó nunca nada. —Rencoroso.— No recuerdo esas figuras, sin embargo.

—¿De dónde provenían?

—Yo qué sé. De Inglaterra, supongo, puesto que eran de Violet.

Halcopéndola se sobresaltó, pero su interlocutor estaba tan abismado en sus pensamientos que no lo advirtió.

—¿Y había algunas cartas con figuras? ¿Además de los personajes de la corte?

—Oh, claro que sí. Un montón. Personas, lugares, cosas, nociones.

Entrelazando lentamente los dedos, Halcopéndola se reclinó en el banco. No sería la primera vez que un lugar del que solía servirse para múltiples propósitos memorativos, como este parque, se poblara de criaturas quiméricas, sugerentes o meramente extrañas, convocadas por la conjunción de antiguas yuxtaposiciones, reveladoras, a veces, de algún significado que de lo contrario ella no habría percibido. A no ser por el acre olor del gabán de ésta, por la innegable terrenalidad de su pijama a rayas, podía haber pensado que era una de aquéllas. No tenía importancia. No existe el azar.

—Háblame —dijo—. De esas cartas.

—¿Y si lo que uno quisiera fuese olvidar cierto año? No recordarlo, sino olvidarse de él. Nada que hacer, ¿no? Ningún sistema para eso, oh, no.

—Oh, supongo que hay métodos —dijo ella, pensando en su botella.

El pareció abismarse en amargas cavilaciones, la mirada ausente, el largo cuello encorvado como un pájaro triste, las manos cruzadas sobre el regazo. Halcopéndola estaba tratando de encontrar palabras para formular una nueva pregunta sobre las cartas, cuando él dijo:

—La última vez que ella me leyó esas cartas, me dijo que iba a conocer a una mujer morena y hermosa, no se le pudo ocurrir nada más cursi.

—¿La conociste?

—Ella dijo que iba a ganar el amor de esa mujer, no por ninguna virtud que yo poseyera, y que la iba a perder no por ninguna falta que fuera a cometer.

Durante un rato no dijo nada más y (pese a no estar segura ahora de que él hubiese oído o registrado gran cosa de lo que ella decía) aventuró con dulzura:

—Son cosas que suelen pasar con el amor. —Y, como él no respondiera—: Sé de cierta pregunta que cierto mazo de cartas podría contestar. ¿Tu tía aún…

—Ha muerto.

—Oh.

—Mi tía, sin embargo. Quiero decir que ella no era mi tía, pero mi tía Sophie. —Hizo un gesto que parecía significar: Esto es complejo y agotador, pero usted seguramente entiende lo que quiero decir.

—Las cartas siguen en tu familia —conjeturó ella.

—Oh, seguro. Allí nunca se tira nada.

—¿Dónde exactamente…?

Él alzó una mano para atajar la pregunta, súbitamente en guardia.

—No quiero hablar de cuestiones familiares.

Ella esperó un momento, y luego dijo:

—Fuiste tú quien mencionó a tu retarabuelo, que construyó este parque. —¿Por qué de pronto tenía una visión del Castillo de la Bella Durmiente? Un castillo. Con un seto de espinos, impenetrable.

—John Bebeagua —dijo él, asintiendo.

Bebeagua. El arquitecto… Un chasquido de dedos mental. Ese seto no era de espinos.

—¿Estaba casado con una mujer llamada Violet Zarzales?

Él asintió.

—¿Una mística, una vidente?

—¿Quién demonios sabe qué era ella?

La urgencia la instó repentinamente a un gesto, precipitado quizá, pero no había tiempo que perder. Sacó de su bolsillo la llave del parque, y cogiéndola por la cadena, la sostuvo delante de él, como los antiguos mesmeristas acostumbraban hacerlo delante de sus sujetos.

—Yo creo —dijo, viendo que él tomaba nota— que tú mereces tener libre acceso a este lugar. Aquí tienes mi llave. —Él extendió una mano y ella retiró un poco la llave.— Lo que yo pido a cambio es una presentación para la mujer que es o no es tu tía, e instrucciones explícitas de cómo dar con ella. ¿De acuerdo? —Como si realmente hubiera caído en trance, mesmerizado por el brillante trocito de bronce, él le dijo lo que quería saber. Ella depositó la llave en la palma de su guante mugriento.— Un trueque —dijo.

Auberon cerró el puño sobre la llave, ahora su única posesión, aunque eso no podía saberlo Halcopéndola y, roto ya el hechizo, desvió la mirada, no muy seguro de no haber traicionado algún secreto, pero poco inclinado a sentirse culpable.

Halcopéndola se levantó.

—Ha sido sumamente esclarecedor —dijo—. Que disfrutes del parque. Como te he dicho, puede ser útil.

Un año para depositar

Auberon, después de otro trago lancinante pero a la vez benéfico, comenzó, cerrando un ojo, a evaluar sus nuevos dominios. La regularidad que iba descubriendo en ellos, en sus elementos, lo sorprendía, ya que el tono no era regular sino agreste, boscoso. Sin embargo, los bancos, los portones, los obeliscos, las casetas de vencejos en los pilotes y las intersecciones de los senderos guardaban una simetría claramente visible desde su puesto de observación. Una simetría que emanaba de la casita de las estaciones o que irradiaba de ella en abanico.

Por supuesto, era una pura patraña esa ciencia o arte que la mujer se había empeñado en inculcarle. Le remordía la conciencia por infligir a su familia una lunática semejante, aunque probablemente ni cuenta se darían, de remate como estaban también ellos. Era curioso que a un hombre accesible y complaciente como él tuvieran que salirle al paso, por dondequiera que fuese, pajarracos y bicharracos de esa especie.

Fuera del parque, enmarcado por sicómoros desde su puesto de observación, se alzaba el clásico edificio de un pequeño palacio de justicia (también de Bebeagua, hasta donde él sabía) coronado a intervalos regulares por estatuas de antiguos legisladores, Moisés, Solón, etc. Un lugar para presentar una querella, ciertamente. Su exasperante litigio con Petty, Smilodon amp; Ruth. Las artesonadas puertas de bronce, no abiertas aún a esa hora, la cerrada vía de acceso a su legado, las molduras de óvulos y hojas, la interminable repetición de espera y esperanza, esperanza y espera.

Estúpido. Desvió la mirada. ¿Para qué? Aun cuando el edificio acogiera favorablemente su caso con todas sus complejidades (y cuando volvió a mirarlo de soslayo supo que lo haría), no valía la pena. ¿Cómo podría él olvidar todo eso? Las limosnas con que lo despachaban, a duras penas suficientes para que no se muriese de hambre, para que continuase firmando (con garabatos cada vez más furibundos) los instrumentos, renuncias, recursos y poderes que ellos le ponían delante con la misma frialdad con la que esos inmortales de mirada pétrea allá en la cúpula exhibían tablas, libros, códices: la última de las últimas le había alcanzado para pagarse esta ginebra que bebía ahora, y necesitaría más de lo que quedaba en la botella para olvidar la indignidad de la humiIlación que le costara conseguirla, la tremenda injusticia. Diocleciano contando uno por uno los arrugados billetes de la caja chica.

Al demonio con todo eso. Que el palacio de justicia quedase ahí fuera, donde estaba. Aquí dentro no imperaba ninguna ley.

Un año para depositar en él. Ella había dicho que el valor de su sistema residía en que de lo conocido podía emerger espontáneamente lo que uno no sabía.

Y bien: había algo que él no sabía.

Si pudiera creer lo que había dicho la vieja, si pudiera creerlo, ¿no tendría que poner ya, aquí y ahora, manos a la obra, memorizar cada parterre de tulipanes, cada varilla asaetada de la verja, cada piedra estucada, para poder entonces distribuir, a lo largo y a lo ancho, cada detalle, cada partícula de Sylvie perdida? ¿No debería luego recorrer, husmeando furiosamente los curvilíneos senderos del parque, como ese cuzco que acababa de entrar con su amo, buscando, rebuscando, yendo primero en la dirección del sol, después a contrasol, buscando hasta que apareciera clara y simple la respuesta, la asombrosa verdad perdida, que le haría agarrarse la cabeza y exclamar: Ahora entiendo?

No, él no haría nada de eso.

La había perdido; ella lo había abandonado, y para siempre. Ese hecho era lo único que podía disculpar, que hacía parecer razonable y hasta natural su degradación presente. Si ahora le fuese revelado su paradero, pese a que había pasado todo un año procurando averiguarlo, ése sería entre todos el sitio que más evitaría.

Sí, pero… Él no quería encontrarla, ya no; pero le gustaría saber por qué. Le gustaría (tímida, subjuntivamente) saber por qué lo había abandonado para siempre, sin una palabra, sin tan siquiera, al parecer, echar una mirada atrás. Le gustaría saber. Le gustaría saber, bueno, en qué andaba ella ahora, si estaría bien, si pensaría alguna vez en él y con qué talante, con afecto u otros sentimientos. Recruzó las piernas, pateando el aire con un zapato roto.

No: en realidad, daba lo mismo; le daba lo mismo saber que el descabellado y monstruoso sistema de la vieja era inservible. Esta Primavera no podría ser jamás aquella otra que ella hiciera florecer para él, ni esa plantita el amor que había nacido entre ellos, ni esa trulla el instrumento que pautara la felicidad de su ahora furioso y desdichado corazón.

En primer lugar

Al principio, su desaparición no le había parecido tan alarmante. Ella se había escapado otras veces, por un par de noches o un fin de semana, adonde y por qué motivos, él nunca le pedía explicaciones: era un tipo comprensivo, razonable. Nunca, antes, se había llevado hasta la última hilacha, la última chuchería, pero a eso él no le daba importancia, podía traerlo todo de vuelta dentro de una hora, en cualquier momento, tras haber perdido por un pelo un autobús o un tren o un avión, o no haber podido soportar al pariente, la amiga o el amante en cuyos lares habría acampado. Un error. La intensidad de sus deseos, de su anhelo de que le resolvieran para bien las cosas de la vida, aun en las condiciones imposibles en que transcurría la suya, la hacía a veces incurrir en esas equivocaciones. Ensayó discursos paternales o avunculares con los cuales —no herido ni alarmado ni encolerizado— él la aconsejaría, después de recibirla con los brazos abiertos, cuando regresara.

Buscó notas. Aunque pequeño, el Dormitorio Plegable era un caos tal que una esquela bien podía haberle pasado inadvertida: se había caído detrás de la cocina, ella la había puesto sobre el alféizar de la ventana y había volado a la huerta, él la había cerrado inadvertidamente junto con la cama, al levantarla. Sería una nota escrita con su letra grande, redonda, impetuosa; comenzaría con un «¡Hola!» y terminaría firmada con xxx… a modo de besos. La había escrito al dorso de algo sin importancia y él la había tirado mientras la buscaba entre los papeles sin importancia. Vació la papelera, pero cuando el contenido estuvo desparramado alrededor de sus tobillos interrumpió la búsqueda y se quedó inmóvil, petrificado al imaginar súbitamente una nota muy distinta, una nota sin el «Hola» y sin los besos. Se parecería a una carta de amor por su tono serio, elaborado, pero no sería una carta de amor.

Había gente a quien él podía llamar. Cuando (después de un sinfín de dificultades) consiguieron —ante el asombro de George Ratón— instalar un teléfono, ella solía pasarse las horas hablando con parientes o cuasiparientes en una rápida y (para él) desopilante mezcolanza de español e inglés, a veces gritando de risa, otras veces gritando a secas. Él no había anotado ninguno de los números a los que ella llamaba; ella misma perdía con frecuencia los papelitos y sobres viejos en que los apuntaba, y tenía que recitarlos en voz alta, mirando el techo, ensayando distintas combinaciones de los mismos números hasta dar con el que le sonaba correcto.

Y la guía telefónica, cuando (sólo hipotéticamente, no había necesidad inmediata) la consultó, contenía columnas asombrosas, en verdad auténticas legiones de Rodríguez, Garcías y Fuentes, con largos y pomposos nombres de pila, Montserrat, Alejandro, que él nunca le había oído usar. Y a propósito de nombres pomposos, vaya con el de este último tipo, Archimedes Zzzyandottie, válgame Dios.

Se acostó absurdamente temprano, tratando de apurar las horas hasta su regreso inevitable; tendido en la cama, despierto, escuchaba los latidos y zumbidos y crujidos y gemidos de la noche, tratando de distinguirlos de las primeras intimaciones de sus pasos en la escalera, por el pasillo: el corazón le latía de prisa, ahuyentando el sueño, cada vez que escuchaba, con el oído de su imaginación, el rasguido de sus uñas escarlatas sobre la puerta. Por la mañana se despertó con un sobresalto, incapaz de recordar por qué ella no estaba a su lado; y entonces se acordó de que no lo sabía.

Seguramente alguien allí en la Alquería sabría algo; pero él tendría que ser muy circunspecto; se limitó a hacer preguntas que, de llegar alguna vez a oídos de ella, no delatasen una aflicción posesiva, un fisgoneo incordiante de su parte. Pero las respuestas que obtuvo de los trabajadores que rastrillaban estiércol y plantaban tomates fueron menos reveladoras aún que sus preguntas.

—¿Has visto a Sylvie?

—¿Sylvie?

Como un eco. Una suerte de recato le impedía acercarse a George Ratón, porque quizá fuera a sus brazos adonde ella había huido, y de eso él no quería enterarse por George, no porque alguna vez hubiese percibido competencia de parte de su primo, o celos, pero, bueno, no le gustaba ninguna de las conversaciones que podía imaginar entre él y George sobre el tema. Empezó a sentir un terror pánico. Vio a George un par de veces, empujando dentro y fuera de los cobertizos de las cabras una carretilla, y lo estudió secretamente. Su aspecto parecía el de siempre.

Al anochecer cayó en un estado de furia e imaginó que ella, no contenta con haberlo plantado, había urdido por añadidura una conspiración de silencio para ocultar sus rastros. «Conspiración de silencio»…, «ocultar sus rastros», dijo en voz alta esa noche, más de una vez, a los muebles y adminículos del Dormitorio Plegable, ninguno de los cuales era ahora de Sylvie. (Sus pertenencias, en ese mismo momento, estaban provocando, una por una, en otro lugar, exclamaciones de asombro, a medida que eran extraídas, una por una, las talegas atadas con cordeles de los tres ladronzuelos carichatos de capuchas pardas que se habían encargado de sustraerlas; provocando las exclamaciones de asombro de vocecitas cantarinas a medida que iban siendo guardadas en un giboso baúl con remaches de hierro negro, en espera de que su dueña se presentase a reclamarlas.)

El segundo lugar

El camarero del Séptimo Santo, «nuestro» camarero, no apareció a trabajar esa noche ni la siguiente ni la siguiente, aunque Auberon iba allí noche tras noche para interrogarlo. El nuevo no sabía con exactitud qué le había pasado al otro. Se habrá ido a la Costa, tal vez. Se ha marchado, en todo caso. Auberon, no teniendo otro puesto mejor desde el cual ejercer su vigilancia cuando no podía ya soportar la espera en el Dormitorio Plegable o en la Alquería del Antiguo Fuero, pedía otro trago. Una de esas alteraciones periódicas en la vida de un bar se había producido últimamente entre la clientela. A medida que avanzaba la noche, reconocía a pocos parroquianos; parecían haber sido desplazados por una nueva hueste, una hueste que superficialmente se parecía sin duda a la que Sylvie y él habían conocido, y que de hecho era en todo sentido la misma gente, salvo que no lo eran. El único rostro familiar era el de León. Después de una lucha interior y varias ginebras, logró una pregunta casual.

—¿Has visto a Sylvie?

—¿Sylvie?

Bien podía ser, desde luego, que León la estuviese ocultando en algún apartamento de la parte alta de la ciudad. Podía ser que se hubiera ido a la Costa con Víctor, el que servía en la barra. Sentado en su banqueta noche tras noche delante del ventanal color caramelo, viendo afuera pasar el gentío, fabulaba éstas y algunas otras explicaciones de lo que le había acontecido a Sylvie, unas placenteras para él, otras enloquecedoras. Fundamentaba cada una en causas sembradas en el pasado, y en una resolución: lo que ella haría y diría, y lo que haría y diría él. Todas, a la larga, se ponían rancias, y él, como un pastelero sin suerte, las retiraba, bonitas aún pero invendibles, de su escaparate, y las reemplazaba por otras. En eso estaba el viernes siguiente a su desaparición, el local repleto de gente alegre, más decidida a divertirse, más exquisita que la clientela diurna (aunque no estaba seguro de que no fuesen los mismos). Sentado en su banqueta como en una roca solitaria en medio del turbulento y espumoso flujo y reflujo de esa marea humana. La fragancia dulzona de los licores se mezclaba con la mezcla de sus perfumes, y todos ellos juntos producían el susurrante sonido marino que, cuando él se convirtiese en un escritor de guiones para la TV aprendería a llamar «uala». Uala uala uala. A lo lejos los camareros servían banquetes, descorchando botellas, disponiendo cubiertos. Un hombre algo mayor, con las sienes plateadas menos por la edad al parecer que por la elección, pero con un aire de ruina sutil en su elegancia, le servía vino a una mujer morena y risueña, tocada con un sombrero de ala ancha.

La mujer era Sylvie.

Una de las explicaciones de su desaparición que se le habían ocurrido era el horror que le causaba a ella su pobreza: a menudo había dicho, mientras manoteaba furiosamente sus vestidos de baratillo y sus alhajas de bisutería, o reformaba un conjunto, que lo que a ella le hacía falta era un viejo rico, que si tuviera agallas se haría buscona —es que mira, ¡mira estos trapos, hombre!—. Él miraba ahora sus trapos, nada que le hubiera visto antes, el sombrero que le ocultaba la cara era de terciopelo, el vestido cortado con elegancia; la luz de la lámpara descendía, como guiada en esa dirección, hacia el pronunciado escote e iluminaba la ambarina redondez de su pecho; él podía verla desde donde estaba sentado. Una delicada redondez.

¿Debería marcharse? ¿Podría acaso? La confusión lo obnubilaba. Ellos habían dejado de reírse, y ahora levantaban las copas, llenas de un vino pálido, y sus miradas se encontraban en un brindis voluptuoso. Santo Dios, qué desparpajo traerlo aquí. El hombre sacó del interior de su chaqueta un estuche oblongo, y lo abrió para ella. Contendría joyas, sin duda, joyas glaciales azules y blancas. No, era una pitillera. Ella cogió un cigarrillo y él se lo encendió. Antes que la manera característica que ella tenía de fumar sus ocasionales cigarrillos —tan peculiar como su risa, como sus pisadas— pudiese atormentarlo, una muchedumbre irrumpió en el local, interponiéndose entre ellos. Cuando se dispersó el gentío, la vio tomar su bolso (nuevo también) y levantarse. Al retrete. Escondió la cabeza. Ella tendría que pasar por donde él estaba. ¿Huir? No: alguna forma habría, pensó, tenía que haber, pero sólo segundos para encontrarla. Oh. Hola. ¿Hola? ¡Hooo-la! Qué casualidad… Su corazón había enloquecido. Habiendo calculado el momento en que ella debería pasar, volvió el rostro, un rostro sereno, supuso él, los desenfrenados latidos de su corazón, invisibles.

¿Dónde estaba? Le pareció que una mujer que en ese momento pasaba a su lado con un sombrero negro era ella, pero no, no era. Ella había desaparecido. ¿Habría apresurado el paso al pasar junto a él? ¿Ocultándose de él? Tendría que pasar de nuevo a su lado, al volver. Ahora él estaría en guardia. Tal vez se marcharía, muerta de vergüenza, se escabulliría dejando al señor Rico plantado con la cuenta y sin favores. La mujer que por un momento pensó que era ella —vista de cerca años y pulgadas diferente, con expertos tambaleos y gangosos disculpe usted— volvía ahora abriéndose paso entre los apiñados grupos de exquisitos e iba a sentarse nuevamente con el señor Rico.

Cómo pudo pensar siquiera por un instante… De ascua, su corazón se trocó en fría escoria. El excitante uala del bar se dibujó en ecos de silencio, y Auberon tuvo una súbita y horrenda premonición, como un ovillo de cuerda mental que rodara y se desenroscara enloquecidamente, de lo que esa visión significaba, y de lo que en adelante sería, debería ser, de él; y alzó una mano temblorosa para alertar al camarero, mientras con la otra empujaba urgentemente a través de la barra unos billetes.

Y en el tercero

Se levantó de su banco en el parque. A medida que crecía la luz de la mañana, que la Urbe se abalanzaba contra ese enclave de paz, empezaban a llegar, vocingleros, los ruidos del tráfico. Sin reticencias ahora, y con una extraña esperanza en el corazón, avanzó alrededor de la casita en la dirección del sol, y se sentó otra vez, delante del Verano.

Baco y sus acólitos; el fláccido odre de vino y el clarobscuro bajo la enramada. El fauno que persigue, la ninfa que huye. Sí: así era, así había sido, así sería. Y al pie de esa escena de total lasitud, había una especie de fuente, uno de esos surtidores en los que el agua mana de la boca de un león o un delfín; sólo que éste no era un león ni un delfín sino la cara de un hombre, un medallón de dolor, una máscara trágica coronada por una cabellera de serpientes; y el agua no brotaba de su boca tragigrotesca sino de sus ojos, deslizándosele en un goteo lento y constante por las mejillas y el mentón, hasta un espumajoso estanque. Producía, al caer, un canturreo agradable.

Mientras tanto, Halcopéndola había bajado a la guarida subterránea de su automóvil, y se había deslizado en el asiento que siempre la esperaba, tapizado con un cuero tan suave como el de los guantes sin dorso que en ese momento se calzaba. El volante de madera, torneado a la medida de su puño y pulido por sus manos, hizo girar en retroceso la longilínea figura lobuna enfilándola directamente hacia fuera; la puerta del garaje se abrió con un tableteo, y el zumbido del coche se abrió en abanico hacia el aire de mayo.

Violet Zarzales. John Bebeagua. Esos dos nombres formaron un salón, un salón donde, en pesados macetones de pie, púrpura y terracota, crecían cortaderas pampeanas, y de cuyas paredes empapeladas con flores de lis colgaban dibujos de Ricketts; con los cortinados corridos para una sesión. En las estanterías de madera de cerezo habitaban Gurdjieff y otros farsantes. ¿Cómo algo tan trascendente como una era del mundo podría allí nacer, o fenecer? Mientras avanzaba rumbo al norte a paso de caballo de ajedrez, como la obligaba a hacerlo el embotellamiento, y sus neumáticos impacientes salpicaban chorros de suciedad, ella reflexionaba: sin embargo, tal vez pudiera ser; tal vez ellos, durante todos esos años, habían guardado un secreto, y un secreto importantísimo, por añadidura; tal vez ella, Halcopéndola, había estado a punto de cometer un error garrafal. No sería la primera vez… El tráfico se aligeró cuando Halcopéndola enfiló por la ancha carretera del norte; su automóvil, ganando velocidad, empezó a deslizarse a través de ella como una aguja a través de un lienzo gastado. Las indicaciones del muchacho habían sido estrafalarias y errátiles, pero Halcopéndola, que las había imprimido convenientemente, cada una en su sitio, en un tablero Monopolio plegadizo que para ese uso guardaba en su memoria, no las olvidaría.

Capítulo 2

La sed que el Alma apura

reclama un elixir divino;

mas, pudiera yo de Jove libar el néctar

por el vuestro jamás lo trocaría.

Ben Jonson

La Tierra giraba, rotunda, su redondez, escorando el pequeño parque en tanto Auberon permanecía sentado uno, dos, tres días más, de cara al cielo y al sol inmutable. Los días templados eran ya más frecuentes, y el calor, aunque nunca del todo acompasado a la progresiva traslación de la Tierra, era ahora más constante, menos antojadizo, pronto imposible de esquivar. Auberon, trabajando con ahínco, apenas si lo notaba: ni siquiera se había quitado el gabán; había dejado de creer en la primavera, y un poquito de calor no lograría convencerlo. Persevera, persevera.

No ella sino este parque

Lo difícil era, como lo había sido siempre, pensar, reflexionar lúcida y honestamente en lo que había sucedido, y sacar conclusiones que tuviesen en cuenta todos los aspectos, que fueran maduras: ser objetivo. Había multitudes de razones por las cuales ella pudo haberlo abandonado, él lo sabía demasiado bien; sus defectos, tan numerosos como las piedras que pavimentaban estos senderos, estaban tan arraigados en él y eran tan punzantes como las espinas de ese zarzal en flor. Al fin y al cabo, no había en la muerte del amor ningún misterio, ningún misterio a no ser el misterio mismo del amor, que era inmenso, sin duda, pero real, tan real como la hierba, tan natural e inexplicable como el crecimiento de la rama, la eclosión de la flor.

No, que ella lo hubiese abandonado era triste, y un enigma; pero lo insano, lo enloquecedor era su desaparición. ¿Cómo pudo desaparecer sin dejar rastros? Él la había imaginado secuestrada, asesinada; la había imaginado tramando su propia desaparición con el único propósito de enloquecerlo de terror y desesperación, pero ¿por qué habría querido ella hacerle eso? Loco de furia, frenético, había abordado al fin, incapaz de seguir aguantando, a George Ratón: «Vamos, dime tú, hijo de puta, dónde está, qué has hecho con ella», para ver su propia locura reflejada en el inocente miedo de su primo mientras le decía: «Momento, momento», y buscaba a tientas entre sus trastos un viejo bate de béisbol. No, él no había procedido, en sus indagaciones, como un hombre en su sano juicio, pero ¿qué demonios podía esperarse que hiciera?

¿Qué demonios podía esperarse que hiciera cuando, después de dos ginebras en el Séptimo Santo, la veía pasar de largo en medio del gentío del otro lado del ventanal, y, después de cinco, la encontraba sentada en la banqueta de al lado?

Una única gira por el Harlem hispano, donde había visto réplicas de ella en una docena de esquinas, con la cintura al aire bajo corpiños tropicales, empujando cochecitos de bebé, mascando chicle en portales atestados —rosas morenas todas ellas y ninguna de ellas ella—, y había abandonado esa pesquisa. Había olvidado por completo, si acaso lo supo alguna vez, cuáles de esos edificios de esas calles tan individuales pero al mismo tiempo idénticas eran aquellos a los que ella lo llevara de visita; podía estar en cualquiera de esas salitas azulosas, espiando a través del encaje plástico de los visillos mientras él pasaba, en cualquiera de esos cuartos iluminados por la luz acuosa de la televisión y los cabos rojos de las velas votivas. Peor aún fue la pesquisa en cárceles, hospitales, manicomios, donde evidentemente eran los reclusos los que estaban a cargo; sus llamadas fueron derivadas de malhechor a lunático, de lunático a paralítico, y cortadas al fin, por accidente o a propósito: él no se había hecho entender. Si ella hubiera ido a parar a una de aquellas mazmorras públicas… No. Si era locura elegir creer que no, él prefería estar loco.

Y en la calle oía que lo llamaban, que lo llamaban por su nombre. En voz baja, con timidez, con alegría, con alivio; en tono perentorio. Y él se detenía y escrutaba la avenida arriba y abajo, sin verla, pero no queriendo moverse del lugar por temor de que ella lo perdiera de vista. A veces volvían a llamarlo, más insistentemente, y él seguía sin verla; y a la larga reanudaba la marcha, deteniéndose a cada paso, volviendo a cada paso la cabeza, acabando al fin por decirse a sí mismo en voz alta que no era ella, que ni siquiera era a él a quien habían llamado, olvídalo; y los transeúntes curiosos lo observaban con disimulo razonar consigo mismo.

Loco debía de haber parecido, sí, pero ¿quién demonios tenía la culpa de eso? Él sólo había tratado de ser sensato, de no dejarse alucinar y obsesionar por lo imaginario, había luchado contra eso, claro que había luchado, aunque a la larga había sucumbido; caray, debía de ser hereditario, alguna tara que reaparecía en él saltando generaciones, como el daltonismo…

Bueno, eso se había acabado ahora. Si era o no posible que el parque y el Arte de la Memoria le revelasen el secreto de su paradero, a él no le interesaba; no era en eso en lo que ahora se empeñaba. Lo que creía y esperaba, lo que parecía prometerle la naturalidad con que la estatuaria y el boscaje y los intrincados senderos aceptaban su historia, era que si él depositaba en ellos sus agonías de todo aquel año —sin obviar ninguna esperanza, ninguna degradación, ninguna pérdida, ninguna ilusión—, llegaría un día a recordar, no sus búsquedas, no, sino estos senderos entrecruzados que, yendo siempre hacia dentro, siempre conducían hacia fuera.

No el harlem hispano sino esa cesta de alambre justo del otro lado de la verja, con una cerveza Schaefer y un hueso de mango y un arrugado ejemplar de El Diario, MATAN como siempre, en los titulares.

No la Alquería del Antiguo Fuero sino esa vieja caseta de vencejos en un pilote, y sus belicosos y bulliciosos ocupantes yendo y viniendo y construyendo nidos.

No el Bar y Parrilla del Séptimo Santo sino Baco en bajorrelieve, o Sileno o quienquiera que fuese ese personaje sostenido por sátiros con patas de cabra, casi tan ebrios como su dios.

No la fatídica e incesante opresión de su locura, heredada e insoslayable, sólo esa placa adosada al portón por el que había entrado: Ratón Bebeagua Piedra.

No las falsas Sylvies que lo habían atormentado cuando estaba borracho e indefenso sino las chiquillas, saltando a la cuerda y jugando a los bolos y cuchicheando entre ellas mientras lo espiaban con recelo, que eran siempre las mismas y sin embargo siempre distintas, tal vez sólo con vestidos diferentes.

No su estación en las calles sino las estaciones de este pabellón.

No ella sino este parque.

Persevera, persevera.

Nunca, nunca

La fría compasión de los encargados de los bares era, Auberon —había podido comprobarlo—, semejante a la de los sacerdotes: universal, con caridad para todos y malicia hacia casi nadie. Firmemente instalados (sonriendo y haciendo gestos rituales y alentadores con la copa y el paño) entre sacramento y comulgante, exigían más que ganaban amor, confianza, dependencia. Más vale, en todo caso, apaciguarlos. Un hola ostentoso, y las propinas sutiles pero suficientes.

—Una ginebra, por favor, Víctor, digo Siegfried.

¡Oh Dios, ese solvente! Toda una estación de tardes estivales disuelta en él como una vez su padre, en un raro arranque de entusiasmo por las ciencias, había disuelto en la escuela algo azul verdoso (¿papel de calcar?) en una cubeta de un ácido claro hasta que desapareció, desapareció por completo, sin siquiera manchar el solvente con el más leve residuo verídico; ¿qué se había hecho del papel? ¿Qué había sido de aquel mes de julio?

El Séptimo Santo era una caverna fresca, fresca y obscura como cualquier madriguera. A través de las ventanas el calor implacable se mostraba tanto más insensible y violento a sus ojos cuanto más se acostumbraban a la obscuridad; contemplaba, allá afuera, un desfile de rostros ofuscados, atormentados, cuerpos tan casi desnudos como la decencia y la inventiva les permitían estar. Los negros se volvían grises y aceitosos, y la gente blanca, roja; sólo los hispanos lucían florecientes, e incluso ellos parecía a veces un tanto decaídos y mustios. El calor era una afrenta, como el frío del invierno; todas las estaciones eran errores aquí, con la sola excepción de dos días en la primavera y una semana en el otoño colmados de posibilidades inmensas, horas maravillosas de una perfecta armonía.

—¿Suficiente calor para ti? —dijo Siegfried. Siegfried era el que había reemplazado a Víctor, el primer amigo de Auberon detrás de la barra del Séptimo Santo. Auberon nunca había querido tener ninguna intimidad con ese botarate estúpido llamado Siegfried. Adivinaba una crueldad en él nada pastoral, un solazarse casi en las debilidades ajenas, un Schadenfreude que ensombrecía su ministerio.

—Sí —dijo Auberon—. Sí, suficiente. —En alguna parte, a lo lejos, sonaban disparos de armas de fuego. La forma de evitar que lo perturbasen, había decidido Auberon, consistía en suponer que eran fuegos artificiales. De todos modos, uno nunca veía los muertos en las calles, o tan raras veces como veía los cadáveres de conejos o pájaros en los bosques. De uno u otro modo los hacían desaparecer.— Está fresco aquí dentro, sin embargo —dijo, con una sonrisa.

Ulularon sirenas, alejándose.

—Lío en alguna parte —dijo Siegfried—. Esa manifestación.

—¿Manifestación?

—Russell Eigenblick. Fenomenal. ¿No sabías?

Auberon gesticulaba.

—Caray, ¿en qué mundo vives? ¿No te enteraste de los arrestos?

—No.

—Unos tíos que pillaron en el sótano de no sé qué iglesia. Con armas y bombas y panfletos. Eran de una secta. Planeaban un asesinato o algo por el estilo.

—¿Iban a asesinar a Russell Eigenblick?

—¿Quién demonios lo sabe? A lo mejor eran su gente. Exactamente no me acuerdo. Pero él está escondido, sólo que hoy es esa marcha fenomenal.

—¿A favor o en contra de él?

—¿Quién demonios lo sabe? —Siegfried se apartó. Si Auberon quería detalles, que se comprase un periódico. El encargado del bar sólo buscaba conversación; tenía cosas mejores que hacer que contestar preguntas ociosas. Auberon, amilanado, bebió otro sorbo. Fuera, en la calle, la gente pasaba ahora más a prisa, en grupos de dos y tres, volviéndose a mirar atrás. Algunos gritaban, otros se reían.

Auberon dejó de mirar por la ventana. Subrepticiamente, contó su dinero, con el atardecer aún, y la noche por delante. Pronto tendría que descender en la escala del bebedor, de este agradable —más que agradable, necesario, imprescindible— refugio, a lugares menos acogedores, brillantemente iluminados, inhóspitos, con pegajosas barras de plástico coronadas por las caras cerosas de parroquianos viejos, los ojos fijos en los precios absurdamente baratos expuestos en el espejo delante de ellos. Tugurios, los llamaban en los libros, antaño. ¿Y después? Él podía beber solo, desde luego, y al por mayor por así decir: pero no en la Alquería del Antiguo Fuero, no en el Dormitorio Plegable.

—Otra de éstas —dijo mansamente—, cuando te venga bien.

Esa mañana había decidido, no por primera vez, que su búsqueda había terminado. No se lanzaría hoy a las calles a perseguir pistas ilusorias. Si ella no quería que la encontrase, no la iba a encontrar. Su corazón había llorado a gritos. Pero, ¿si ella quisiera? Si tan sólo se ha perdido y te anda buscando a ti mientras tú la buscas a ella, si ayer apenas hubierais pasado a una manzana de distancia uno de otro, si en este momento está sentada en algún lugar cercano, en el banco de un parque, en un portal, sin poder Comoquiera encontrar el camino para volver a ti, si ahora mismo está pensando: Él no querrá creer esta descabellada historia (cualquiera que fuese); si al menos lo encontrase, si al menos…; y las lágrimas de desolación en sus mejillas morenas… Pero todo eso era viejo. Era la Idea de la Historia Descabellada, y él la conocía demasiado bien; había sido en su momento una luz, un rayo de esperanza, pero con el tiempo se había condensado en este punto al rojo vivo, no una esperanza sino un reproche, ni siquiera (¡no!, ¡nunca más!) un aliciente; y era por eso que se la podía apagar.

Él la había apagado, sí, brutalmente, y venido al Séptimo Santo. Un día libre.

Ahora sólo le quedaba por tomar una última decisión, y (con la ayuda de esta ginebra, y otra más) hoy la iba a tomar. ¡Ella no había existido nunca! Había sido un espejismo. Le iba a ser difícil, al principio, convencerse de lo sensata que era esta solución para acabar con su problema; pero poco a poco se le haría más fácil.

—Nunca ha existido —murmuró—. Nunca, nunca, nunca.

—¿Cómo dices? —preguntó Siegfried, que por lo general no oía cuando le pedías, simplemente, que volviera a llenarte la copa.

—Tormenta —dijo Auberon, porque justo en ese momento se oyó un ruido que si no eran cañonazos eran truenos.

—Refrescará un poco —dijo Siegfried. Qué demonios podía importarle a él, pensó Auberon, veraneando en esta caverna.

Por entre los fragores del trueno llegaban desde lejos, desde el centro de la ciudad, los redobles más rítmicos de un bombo. Más gente llenaba la calle, empujada por, o quizá anunciando, algo importante que se aproximaba y que de tanto en tanto se volvían a mirar por encima del hombro. Carros patrulleros ocupaban precipitadamente las intersecciones de la calle y la avenida, reflectores azules giraban explorando las aceras y los portales. Entre los que venían calle arriba —caminando displicentemente por el centro de la calzada, y que a Auberon le parecían exaltados— había varios con las camisas ablusadas de colorines que usaban los partidarios de Eigenblick; éstos, y otros con gafas obscuras y trajes ajustados, y algo que parecía ser audífonos para sordos adosados a las orejas pero que probablemente no lo fueran, discutían, gesticulando, con los sudorosos policías. Una banda de conga ambulante, haciendo contrapunto al lejano redoble del bombo, avanzaba hacia el norte rodeada por una alegre comparsa de gente morena y negra, y por fotógrafos. Los hombres trajeados parecían mandar a los policías, que, aunque provistos de cascos y armas, no tenían aparentemente ninguna autoridad. El trueno, más claro, retumbó otra vez.

Auberon creía haber descubierto, desde que llegara a la Ciudad, o al menos desde que empezara a pasar largas horas viendo desfilar las multitudes, que la humanidad, o en todo caso la humanidad urbana, pertenecía a sólo unos pocos tipos diferentes, no físicos ni sociales ni raciales, exactamente, aunque las características que podían llamarse físicas o sociales o raciales ayudaban a clasificar a las personas. No podía decir con exactitud cuántos de esos tipos había, ni describir con precisión ninguno de ellos, ni tampoco recordarlos cuando no tenía ante sus ojos un ejemplo real; pero a cada instante se sorprendía diciéndose: «Ah, he aquí una de esa clase de personas». Claro que eso no lo había ayudado en su búsqueda de Sylvie, que, por muy distinta que fuese, por absolutamente única, el vago tipo al que pertenecía parecía, para su tormento, sembrar por doquier hermanas suyas. Muchas ni siquiera se parecían a ella. Eran sus hermanas, sin embargo; y a él lo atormentaban mucho más que las jóvenes y lindas que superficialmente se le parecían, como estas que, en los brazos enjutos y musculosos de sus novios o maridos honorarios, seguían ahora, bailando, tras la banda de conga. Un grupo más numeroso, de un cierto nivel social, estaba apareciendo a la vista por detrás de ellos. Una procesión de matronas y hombres vestidos decentemente, avanzando en hileras todos a la par, mujeres negras de pechos enormes con perlas y gafas, hombres con humildes sombreros de ala ancha, muchos de ellos flacos y encorvados. Auberon se había preguntado a menudo cómo es que las mujeres negras gordas, enormes, pueden adquirir, a medida que envejecen, esos rostros duros, cincelados, graníticos, correosos, todo lo que uno asocia con la delgadez. Este grupo llevaba en alto, sostenida con palos, una pancarta que ocupaba todo el ancho de la calzada, con orificios en media luna recortados en la tela para evitar que se inflara como un velamen y los arrastrase, y cuya inscripción, en letras dibujadas con lentejuelas, anunciaba IGLESIA DE TODAS LAS CALLES.

—Ésa es la iglesia —dijo Siegfried, que había trasladado sus actividades de lavacopas a la ventana para poder curiosear—. La iglesia donde encontraron a esos tipos.

—¿Los de las bombas?

—Se necesita coraje.

Como Auberon no sabía aún si los tipos de las bombas que encontraran en la Iglesia de Todas las Calles estaban a favor o en contra de quienquiera que esta manifestación estuviese en contra o a favor, supuso que eso podía ser cierto.

El contingente de la Iglesia de Todas las Calles, la pobreza decorosa de la mayoría de ellos hasta donde Auberon podía discernir, con uno o dos blusones de Eigenblick marchando a la par, y uno de los portadores de audífonos vigilándolos, iba escoltado por la prensa con todos sus ojos, a pie o en furgonetas, y por soldados de caballería armados, y por curiosos. Como si el Séptimo Santo fuese un abra en remanso, y de pronto la marea empezara a subir, dos o tres de éstos se precipitaron a través de las puertas, trayendo consigo el aliento abrasador del día y los olores de la marcha. Se quejaron a voces del calor, más con silbidos agudos y roncos gruñidos que con palabras, y pidieron cervezas.

—Aquí tienes, toma esto —dijo uno, y le tendió algo a Auberon en la palma de una mano amarillenta.

Era una tirita de papel, como esas buenaventuras de los pastelillos chinos. Impresa en ella en burdos caracteres, podía verse parte de una frase, pero el sudor de la mano del hombre había borroneado una porción del texto, y todo cuanto Auberon pudo descifrar fue la palabra «mensaje». Dos de los otros estaban comparando tiritas de papel similares, riendo a carcajadas y limpiándose de los labios la espuma de la cerveza.

—¿Qué significa?

—Eso es lo que tú tienes que adivinar —respondió jovialmente el hombre. Siegfried puso una ginebra delante de Auberon—. A lo mejor si haces la parejita te ganas un premio. Una lotería. ¿Huh? Las están repartiendo por toda la ciudad.

Y en efecto, Auberon vio ahora en la calle una hilera de mimos o payasos con las caras blanqueadas bailoteando un cake-walk en pos de la Iglesia de Todas las Calles, haciendo acrobacias simples, disparando pistolas de fulminantes, saludando a diestro y siniestro con sombreros raídos, y distribuyendo esas tiritas de papel entre el enjambre de gente que a codazos y empujones se abría paso hacia ellos para cercarlos. La gente las cogía, los niños pedían más. Las estudiaban, las cotejaban. Si nadie las cogía, los payasos las echaban a revolotear en la brisa que estaba empezando a levantarse. Uno de los payasos giró la manivela de una sirena que llevaba colgada del cuello, y se oyó, vago, distante, un gemido estremecedor.

—Santo Dios, qué es esto —dijo Auberon.

—Quién demonios lo sabe —dijo Siegfried.

Con un estallido de bronces, una banda en marcha rompió a tocar, y de súbito la calle se llenó de brillantes banderas de seda —barras y estrellas— batiendo y ondulando al viento. Águilas dobles lanzaban gritos desde algunas de las banderas, águilas dobles con dobles corazones llameantes en el pecho, algunas portando rosas en el pico, ramas de mirto, espadas, flechas, rayos relampagueantes en las garras, las testas nimbadas por coronas de cruces, de medias lunas (o de ambas), sangrantes, refulgentes, en llamas. Parecían planear y revolotear en la atronadora ola de sonido militar que se elevaba de la banda, cuyos componentes no iban uniformados sino de chistera, frac y cuello de pajarita de papel. Un gonfalón azul Prusia con una orla de oro nació delante de ellos, pero desapareció antes de que Auberon pudiera leerlo.

Los parroquianos del bar corrían a las ventanas.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —Los mimos o payasos flanqueaban la marcha, ofreciendo tiritas de papel, esquivando con destreza manos pedigüeñas mientras daban volteretas o se deslizaban uno por encima de los hombros de otro. Auberon, a esa altura ya bien lubricado, estaba enardecido, como lo estaban todos, pero él no sólo porque no tenía ni la más remota idea de para qué se estaba derrochando toda esa lógica energía sino también por el ritmo frenético del espectáculo, el incesante ondear de las banderas; nuevos refugiados irrumpían a través de las puertas del Séptimo Santo. Por un momento la música creció, ensordecedora. No era una buena banda, cacofónica en realidad; pero el gran tambor llevaba el compás.

—Santísimo Dios —dijo un hombre macilento con un traje arrugado y un sombrero de paja casi sin ala—. Santísimo Dios, esa gente.

—No los dejéis entrar —dijo un hombre negro. Entraron más negros, blancos, otros. Siegfried parecía asustado, acorralado. Había esperado una tarde tranquila. Un rugido súbito, castañeteando, ahogó los pedidos de sus parroquianos, y afuera, descendiendo justo hacia el valle de la calzada, un helicóptero tartajeó, planeó, se remontó, descendió otra vez, explorando, levantando ventarrones en las calles; la gente se sujetaba el sombrero, corriendo en círculo como aves de corral bajo la amenaza de un halcón. Unas órdenes eran emitidas desde el helicóptero, entre ininteligibles gritos de ronca estática, y repetidas una y otra vez, siempre ininteligibles pero más insistentes. En la calle, la gente le respondía a gritos, desafiante, y el helicóptero se elevó y girando con cautela se alejó. Vítores y silbidos para el dragón en fuga.

—¿Qué decían, qué decían? —se preguntaban los parroquianos.

—A lo mejor —sugirió Auberon como si pensara en voz alta— querían prevenirles que está por llover.

Y estaba por llover. A nadie le importaba. Apretujados, aplastados casi en medio del tumulto, pasaban nuevos bailarines de conga, todos canturreando a su cadencia:

—Que truene, que llueva; que truene, que llueva… —Empezaban a armarse grescas, contiendas a empujones sobre todo para adelantarse unos a otros; las mujeres chillaban, los curiosos separaban a los contrincantes. El desfile parecía estar transformándose en un avispero, una batahola. Pero unos cláxones sonaron, insistentes, y los púgiles fueron separados por varias limusinas con banderines en los parachoques flameando al viento. Correteando a los flancos de los automóviles iban muchos de los hombres de traje y gafas obscuras, mirando hacia todas partes y hacia ninguna, ceñudo el semblante, no divertidos ellos. Rápida, ominosamente, la escena se había ensombrecido, el hiriente y polvoriento resplandor anaranjado del crepúsculo se apagó como una lámpara de arco, nubes negras debían de haber cegado al sol. Y un viento que soplaba cada vez más recio despeinaba incluso los cabellos pulcramente recortados de los guardias vestidos de paisano. La banda había enmudecido, sólo el tambor proseguía, fúnebre y solemne. Curiosa, tal vez furiosa, la multitud se apiñaba alrededor de los automóviles. Les ordenaban dispersarse. Guirnaldas de flores tétricas empavesaban algunos de los automóviles. ¿Un funeral? Nada, nada podía verse detrás del cristal ahumado de las ventanillas.

Los parroquianos del Séptimo Santo, respetuosos o resentidos, se habían quedado en silencio.

—La postrera, la última esperanza —dijo el hombre triste del sombrero de paja—. La jodida postrera y última esperanza.

—Todo concluido —dijo otro, y bebió ansiosamente—. Todo concluido menos el griterío. —Los automóviles desaparecieron, y en formación tras ellos, cubriendo la retaguardia, las muchedumbres; el tambor era como un corazón agonizante. Y entonces, cuando la banda rompió de nuevo rumbo a la ciudad alta, resonó, terrorífico, el estampido de un trueno, y todos en el bar se agacharon simultáneamente, y se miraron luego unos a otros, riendo, avergonzados de haber sentido miedo. Auberon apuró de un trago su quinta ginebra y, satisfecho consigo mismo sin más razón que ésa, dijo:

—Que truene, que llueva. —Y más autoritariamente que como acostumbraba hacerlo, empujó hacia Siegfried su copa vacía.— Otra —dijo.

Enseguida se descargó la lluvia, grandes goterones que repiqueteaban contra el alto ventanal, y caían luego en grandes chorros, siseando furiosamente como si la ciudad sobre la cual se derramaban estuviese al rojo vivo. La lluvia que chorreaba por el ventanal color caramelo obscurecía los avatares de la marcha. Ahora, al parecer, en seguimiento de las limusinas y encontrando cierta resistencia, iban llegando filas de encapuchados con orificios a la altura de los ojos, o con caretas como de soldador pero de papel, portando garrotes o bastones; si formaban parte del desfile, o de otra manifestación opuesta a él, imposible saberlo. El Séptimo Santo se llenó rápidamente de un gentío alborotador que huía de la lluvia. Uno de los mimos o payasos, con la blanquísima cara chorreando agua, entró haciendo reverencias, pero algunos gritos de bienvenida le sonaron hostiles, y volvió a salir, haciendo reverencias.

Truenos, lluvia, luz crepuscular, todo sumido de pronto en el obscuro torbellino; muchedumbres chorreando a través de las calles bajo el aguacero al fulgor despiadado de los faroles. Rotura de cristales, gritos, tumulto, sirenas, una guerra desatada. Los que habían permanecido en el bar salían precipitadamente, para ver o participar, y eran reemplazados por otros que huían, que ya habían visto bastante. Auberon, fiel a su taburete, tranquilo, feliz, levantó su copa estirando casi imperceptiblemente el meñique. Miró con una sonrisa beatífica al hombre atribulado del sombrero de paja que permanecía de pie junto a él.

—Borracho como un señor —dijo—. Muy literalmente. O sea, un bobo mamarracho.

—No, no —gritó Siegfried de pronto, haciendo aspavientos con las manos, porque una pandilla de seguidores de Eigenblick, con las camisas de colorines pegoteadas al cuerpo por la lluvia, se disponía a irrumpir en tropel, sosteniendo a un cofrade herido, con una telaraña sanguinolenta a través de la cara. Indiferentes a los gritos y ademanes de Siegfried, entraron, y el gentío, entre murmullos, les abrió paso. El hombre junto a Auberon los observaba con ojos desafiantes, truculentos, increpándolos in mente con palabras imposibles de adivinar. Alguien desocupó bruscamente una mesa, derramando una bebida, y el herido fue instalado en una silla.

Allí lo dejaron para que se recobrase, y a empujones se acercaron a la barra. Un impulso fugaz de negarse a servirles pasó como una sombra por el semblante de Siegfried, pero cambió de idea. Uno de ellos, una persona menuda que tiritaba de frío, con la espalda envuelta en la camisa multicolor de algún otro, se encaramó en el taburete vecino al de Auberon. Otro, irguiéndose en puntillas y levantando en alto su copa, pronunció un brindis:

—¡Por la Revelación! —Auberon se inclinó hacia la persona que acababa de sentarse a su lado y le preguntó:

—¿Qué revelación?

Excitada, tiritando, enjugándose la lluvia de la cara, ella se volvió hacia él. Se había cortado el cabello, muy corto, como un muchacho.

—La Revelación —dijo, y le tendió una tirita de papel. No queriendo apartar de ella la mirada ahora que la tenía junto a él, temiendo que si la perdía de vista un instante pudiera no estar allí cuando volviese a mirar, Auberon levantó el papelito hasta sus ojos obnubilados por el alcohol. Decía: No por tu culpa.

No importa

En realidad, había dos Sylvies a su lado, una para cada ojo. Se tapó uno con la palma de la mano y dijo:

—Tanto tiempo…

—Aja. —Todavía tiritando, pero contagiada de la excitación y la gloria de sus compañeros, miraba en torno, sonriente.

—¿Así que te fuiste, al fin y al cabo? —dijo Auberon—. ¿Adonde? ¿Dónde has estado, quiero decir? —Él sabía que estaba borracho, y era preciso que le hablase con cuidado, con dulzura, no fuese ella a notar su estado y se avergonzara de él.

—Por ahí.

—No creo —dijo Auberon, y habría continuado: No creo que si no fueras realmente tú, Sylvie aquí y ahora, me lo dirías, pero nuevos brindis y bulliciosos ires y venires silenciaron sus palabras y dijo tan sólo—: Si fueras una creación de mi fantasía, quiero decir.

—¿Qué? —dijo Sylvie.

—¡Que cómo lo has pasado, quiero decir! —Sintió que la cabeza le tambaleaba sobre el cuello, y la frenó.— ¿Puedo pagarte una copa? —Ella soltó la risa ante esa invitación: las copas para la gente de Eigenblick no se pagaban esa noche. Uno de sus camaradas la alzó en vilo y la besó.

—¡La Caída de la Ciudad! —gritó roncamente (sin duda, había estado gritando durante todo el día)—. ¡La Caída de la Ciudad!

—¡Haaala! —respondió ella, más una forma de confraternizar con su entusiasmo que con su sentir propiamente dicho. Luego, volviéndose de nuevo hacia Auberon, bajó la vista, movió una mano en dirección a él: ahora iba a explicarlo todo; pero no, tan sólo cogió su copa y bebió un sorbo (alzando hacia él los ojos por encima del borde), y con una mueca de asco la puso otra vez sobre la barra.

—Ginebra —dijo él.

—Sabe a alcolado.

—Bueno, no se trata de que sepa bien —dijo él—, sólo de que te haga bien. —Y oyó en su voz un tono jocoso Auberon-y-Sylvie tanto tiempo ausente de ella que fue como escuchar una antigua melodía o reconocer el casi olvidado sabor de una comida. Que te haga bien, sí, porque algo más, un pensamiento que tenía que ver con su naturaleza imaginaria, estaba tratando de quebrar como un abreostras la concha de su conciencia, de modo que bebió otra vez, y la contempló embelesado en tanto ella contemplaba embelesada la locura festiva desatada en derredor.— ¿Cómo está el señor Rico? —preguntó.

—Muy bien. —Mmm, sin mirarlo. No quería insistir con ese tema. Pero estaba ansioso, desesperado por conocer su corazón.

—¿Lo has pasado bien, feliz al menos?

Ella se encogió de hombros.

—Atareada. —Una ligera sonrisa.— Una niñita atareada.

—Bueno, quiero decir… —Calló de golpe.

La mortecina, última lucecita de razón de su cerebro le indicó, antes de apagarse, Silencio y Circunspección.

—No importa —dijo—. He estado pensando mucho en esto, últimamente, ¿sabes?, bueno, podías haberlo imaginado, en nosotros y todo lo demás, tú y yo quiero decir, y llegué a la conclusión de que en realidad todo es básicamente lógico, todo bien, de verdad. —Ella había apoyado la mejilla en el hueco de una mano y lo estaba mirando absorta y a la vez distraída, como siempre lo hacía ante sus disquisiciones.— Tú seguiste adelante, sólo eso, ¿verdad? Quiero decir que las cosas cambian, la vida cambia; ¿acaso yo podía quejarme de eso? No, contra eso yo no podía tener nada que alegar. —De pronto, todo era maravillosamente claro.— Es como si yo hubiera estado contigo en una fase de tu evolución, tu fase de crisálida, supongamos, o de ninfa. Pero tú superaste esa fase. Te transformaste en una persona diferente. Como las mariposas. —Sí, ella se había desprendido del caparazón transparente que era la muchacha que él había conocido y tocado, y él (como lo hacía de niño con las huecas esculturas de colapez de las langostas) había guardado el cascarón, todo lo que le quedaba de ella, tanto más precioso por su terrible fragilidad y el perfecto abandono que encarnaba. Y mientras tanto a ella (si bien fuera del alcance de su vista y de su entendimiento, imaginable sólo por inducción) le habían crecido alas y había echado a volar: no sólo estaba en otra parte sino que además era otra.

Ella arrugó la nariz y abrió la boca en un ¿huh?

—¿Qué fase? —dijo.

—Una fase anterior.

—¿Pero cuál era la palabra?

—Ninfa —dijo él. Estalló un trueno; el ojo de la tormenta había pasado; la lluvia lloraba otra vez. ¿Y lo que ahora veían sus ojos no era entonces nada más que la antigua transparencia? ¿O ella, ella en carne y hueso? Era importante poner esas cosas en claro cuanto antes. ¿Y cómo podía ser que fuese su carne lo que permaneciera en él más intensamente? ¿Y sería la carne de su alma o el alma de su carne?— No importa, no importa —dijo, la voz aguardentosa de dicha, el corazón purificado en la ginebra de la generosidad humana; él le perdonaba todo, todo a cambio de esa presencia, cualquier cosa que fuese—. No importa.

—Claro, claro que no —dijo ella, y cogiendo la copa de Auberon brindó por él antes de beber con cautela otro sorbito—. Cosas que pasan, ¿sabes?

—La verdad es belleza, la belleza es verdad —farfulló él—, y eso es todo lo que se sabe en esta tierra, todo…

—Tengo que irme —dijo ella—. Al excusado.

Eso era lo último que él recordaba con claridad: que ella volvió del retrete, aunque él no había esperado que lo hiciera; que su corazón había revivido como cuando ella, en el taburete de al lado, se había vuelto hacia él y lo había mirado; olvidó que la había negado tres veces, que había decidido que ella nunca había existido; de todos modos, eso era absurdo, cuando ella estaba allí, cuando afuera, bajo la lluvia persistente (tan sólo este vislumbre tuvo él) pudo besarla; su carne mojada por la lluvia estaba fría como la de un espectro, sus pezones duros como frutos verdes, pero él la imaginaba ardiente.

Sylvie amp; Bruno

Hay hechizos duraderos, que mantienen al mundo largo tiempo en suspenso bajo su poder, y hechizos efímeros, que se disipan rápidamente y dejan al mundo tal cual era. El del licor, todo el mundo lo sabe, es de los que no duran.

Arrancado tras unas pocas horas de un estado de inconsciencia parecido a la muerte, Auberon se despertó bruscamente poco después del alba. Supo al instante que debería estar muerto, que la muerte era su única condición apropiada, y que no estaba muerto. Gimió en voz queda, roncamente:

—No; oh, Dios, no —pero el olvido es un consuelo inalcanzable, y hasta el sueño había huido de él. No: estaba vivo, y el mundo sórdido seguía allí, en torno de él; los ojos fijos en el cielo raso del Dormitorio Plegable le mostraban un mapa alucinante, tantas otras islas del Diablo de yeso. No le fue necesario investigar para descubrir que Sylvie no estaba a su lado. Había, sin embargo, alguien junto a él, alguien enroscado en la sábana húmeda (hacía ya un bochorno infernal, un sudor frío se enroscaba en la frente y el cuello de Auberon). Y alguien, alguien más le estaba hablando: hablándole apaciguadora, confidencialmente desde un rincón del Dormitorio Plegable: —… La sed de un vino antiguo, largo tiempo Añejado en la fresca entraña de la tierra, Que a Flora sepa y a campiña verde…

La voz provenía de una pequeña radio de plástico rojo, una antigualla con la palabra Silvertone escrita de través en bajorrelieve. Antes, que él supiera, nunca había funcionado. La voz era negra pero cultivada, la voz aterciopelada de un locutor. Santo Dios, están en todas partes, pensó presa de un sentimiento de horripilada extrañeza, como lo está a veces un viajero de encontrar tantos extranjeros en otras tierras.

—¡Huye! ¡Huye de aquí! Pues yo a ti he de volar. No llevado en carroza por Baco y sus acólitos, Sino en las alas invisibles de la Poesía…

Lentamente, como un inválido, Auberon bajó de la cama. Quién demonios, a ver, era eso que estaba a su lado. Un hombro moreno y musculoso estaba a la vista; la sábana respiraba suavemente. Roncaba. Cristo, qué he hecho. Estaba a punto de levantar la sábana cuando ésta se agitó motuproprio, resollando, y una pierna bien formada, cubierta de un vello obscuro y rizado, emergió como una nueva clave: sí, era un hombre, de eso no cabía duda. Abrió con cautela la puerta del baño y sacó su gabán. Se lo puso sobre su desnudez, sintiendo con repugnancia la humedad pegajosa del forro contra la piel. En la cocina, con manos temblorosas de esqueleto abrió las alacenas. La vacuidad polvorienta de las estanterías era, por alguna razón, horripilante. En la última que abrió había una botella de ron Doña Mariposa con un dedo o dos de fluido color ámbar en el fondo. El estómago se le revolvió, pero cogió la botella. Fue hasta la puerta, echó una mirada de soslayo a la cama —su nuevo amigo aún dormía— y… afuera.

En el pasillo se sentó en un peldaño, con la mirada fija en la caja de la escalera, y la botella entre las manos; echaba tan terriblemente de menos a Sylvie y su bienhechora compañía, con esa sed devoradora, que la boca se le abrió; inclinó el torso hacia delante como si fuera a llorar o a vomitar. Pero sus ojos no vertieron lágrimas. Todos los fluidos vivificantes habían sido extraídos de él; era una cascara; también el mundo era una cascara. Y ese hombre en la cama… Desatornilló (le costó algún trabajo) el tapón de la botella y, volviendo hacia el otro lado la acusadora etiqueta, vertió fuego en sus arenas. Desde mi obscurecer escucho. Keats, deslizándose por debajo de la puerta, insinuante en sus oídos. Hoy más que nunca morir parece deleitoso. Deleitoso: bebió el resto del ron y se levantó, jadeando y tragando saliva amarga. Al conjuro de tu alto réquiem, en suelo herboso se ha de trocar mi polvo.

Volvió a tapar la botella vacía y la dejó en la escalera. En el espejo colgado encima de la coqueta mesita del fondo del pasillo vislumbró el rostro de alguien, la viva imagen de la desolación. Desolación, la palabra misma es como una campana. Apartó la mirada. Entró en el Dormitorio Plegable, un golem, su arcilla reseca brevemente animada por el ron. Ahora podía hablar. Fue hasta la cama. La persona acostada en ella había arrojado la sábana. Era Sylvie, sólo que modelada en carne masculina, y nada de encantamientos: ese muchacho lascivo era real. Auberon le sacudió el hombro. La cabeza de Sylvie giró sobre la almohada. Los ojos obscuros se abrieron un instante, vieron a Auberon, se cerraron de nuevo.

Auberon se inclinó sobre la cama y le habló al oído.

—¿Quién eres? —Le hablaba con cuidado, lentamente. A lo mejor no entiende nuestro idioma.— ¿Cómo te llamas? —El muchacho se dio vuelta, se desperezó, se pasó la mano por la cara de la frente a la barbilla como si se tratase de una magia destinada a borrar sin conseguirlo el parecido con Sylvie y dijo con una voz áspera de sueño:

—Hey. ¿Qué pasa?

—¿Cómo te llamas?

—Hey, hola, Jesucristo. —Se reclinó otra vez sobre la almohada, lamiéndose los labios. Se restregó los ojos con los nudillos como un niño. Se rascaba y acariciaba sin pudor, como complacido de sentir su cuerpo al alcance de su mano. Le sonrió a Auberon y dijo:— Bruno.

—Oh.

—¿T'acuerdas? Salimos de ese bar.

—Oh. Oh.

—¿No t'acuerdas? Ni siquiera pudiste…

—Oh. No. No. —Siempre rascándose, Bruno lo miraba con sincero afecto.

—Dijiste: «Espera un momentito» —dijo Bruno, y se rió—. Ésas fueron tus últimas palabras, hombre.

—Ah, ¿sí? —No, él no se acordaba, pero sentía un extraño pesar, y casi se reía, y casi lloraba, por haber defraudado a Sylvie cuando ella era Sylvie.— Lo siento —dijo.

—Vamos, hombre —dijo Bruno generosamente.

Deseaba apartarse, sabía que debía hacerlo; quería cerrarse el gabán, que colgaba de él abierto de par en par. Pero no podía. Si lo hiciera, si dejara que esa embriaguez se disipara, que se secara el último poso de ese cáliz, los últimos vestigios del encantamiento de la noche anterior no sería rezumados y acaso fueran todo cuanto le quedara para siempre. Miraba fijamente el rostro franco de Bruno, más simple y más dulce que el de Sylvie, sin las marcas en él de sus pasiones, esas pasiones violentas, como siempre le había dicho Sylvie que eran. Afable: lágrimas, lágrimas dos veces destiladas —tan poca agua había dentro de él— le quemaban las órbitas de los ojos: afable era la palabra para describir a Bruno.

—¿Tienes —dijo—, tienes una hermana?

—Claro que sí.

—¿No sabrás, por casualidad —dijo Auberon—, dónde puede estar?

—Ni idea. —La desechó con un gesto espontáneo, un gesto de ella traducido.— Meses que no la veo. Andará por ahí.

—Sí. —Si tan sólo pudiera posar sus manos en el pelo de Bruno. Un momento apenas: eso sería suficiente. Y cerrar los ojos. El pensamiento lo hizo desfallecer, y se apoyó en la cabecera de la cama.

—Un ‘ariposa —dijo Bruno. Con languidez impúdica se corrió en la cama, haciendo sitio en ella para Auberon.

—¿Una qué?

—Un 'ariposa, Sylvie. —Riendo, enlazó los pulgares y formó con las manos una criatura alada. La hizo volar un poco, sonriéndole a Auberon, y luego, agitándole las alas, hizo que invitase a Auberon a seguirla.

Hasta dónde has llegado

Ha volado esa música.

Persuadido de que Bruno dormiría como lo hacía su hermana, muerto para el mundo, Auberon no se cuidó de no hacer ruido; sacó de la cómoda y del armario sus pertenencias y las desparramó en el suelo. Desenrolló su comprimida mochila verde metió en ella sus poemas y el resto del contenido de su estudio, su navaja de afeitar y su jabón, y de su ropa, tanta como le fue posible apilar, y en los bolsillos todo el dinero que pudo encontrar.

Perdida, perdida, pensó; muerta, muerta; vacío, vacío. Pero no había ningún encantamiento que pudiera exorcizar de ese lugar ni el más desvaído, el más ilusorio fantasma de Sylvie; de modo que sólo una cosa podía hacer él: huir, huir. A grandes trancos recorrió el cuarto de lado a lado, escudriñando de prisa los cajones y las estanterías. Su sexo ultrajado se balanceaba mientras iba y venía; lo cubrió, al fin, con shorts y calzoncillos, pero incluso oculto brillaba aún, acusador. El acto había resultado más laborioso de lo que él había supuesto. Oh, bueno, bueno. Empujando un par de calcetines en el bolsillo de su mochila, tocó algo que había quedado allí, olvidado, un objeto envuelto en papel. Lo sacó.

Era el regalo que le había dado Lily el día de su partida de Bosquedelinde para venir a la Ciudad a buscar fortuna; un regalo pequeño, envuelto en papel blanco. Ábrelo cuando quieras, le había dicho su hermana.

Paseó una última mirada en torno. Vacío. El Dormitorio Plegable estaba vacío, o tan vacío como estaría ya para siempre. Bruno hundía con su peso el lecho profanado, y de la silla de terciopelo colgaba su blusón multicolor. Una rata —¿o una alucinación, acaso? (¿habría ya llegado a eso? Intuyó que sí)— cruzó veloz el suelo de la cocina y desapareció en un escondrijo. Rompió de un tirón el paquetito de Lily.

Resultó ser un adminículo un tanto extraño. Durante un rato lo contempló, intrigado, haciéndolo girar entre sus dedos pegajosos y todavía trémulos, antes de comprender: era un podómetro. El modelo pequeño y manuable, el que te atas al cinturón y te dice, cada vez que lo miras, cuánto has andado, hasta dónde has llegado.

El fondo de una botella

El pequeño parque se estaba llenando a rebosar. ¿Por qué no había sabido él que el amor podía ser así? ¿Por qué nadie se lo había dicho? De haberlo sabido, nunca se habría embarcado en él; o al menos no tan alegremente.

¿Por qué razón él, un joven al fin y al cabo bastante inteligente y de buena familia, no sabía nada, nada de nada?

Si hasta había sido capaz de imaginar, cuando abandonó la Alquería del Antiguo Fuero para vagabundear por las calles de la Ciudad, esas calles que hedían a verano y decadencia, que lo que estaba haciendo era huir de Sylvie, cuando en realidad sólo la seguía buscando sin cesar, y en direcciones ahora cada vez más tibias. Los borrachos, solía decir la tía abuela Nube, beben para olvidar sus cuitas. Si ése era su caso —y sin duda había hecho todo lo posible para convertirse en un borracho empedernido—, ¿cómo podía ser, entonces, que, no cada vez, no, pero sí con bastante frecuencia, encontrara a Sylvie allí, justo allí donde Nube decía que los borrachos encuentran olvido, en el fondo de una botella?

Bueno: primavera. El otoño era la siega, por supuesto, la gavilla de mieses, el fruto en sazón. E indistinto a la distancia, inflados los carrillos y fiero el entrecejo, se acercaba, veloz, el Hermano Viento-Norte.

Esa muchacha que con una hoz segaba las mieses cargadas de granos, ¿era la misma que en la primavera plantaba brotes con la ayuda de una pequeña pala? ¿Y quién era ese viejo que, apeñuscado contra el suelo, cubierto de tesoros, cavilaba de perfil? Pensando en el invierno…

En noviembre los tres —él, y ella, y Fred Savage, su mentor en la vagancia, que en esa estación había empezado a aparecérsele tan a menudo como Sylvie, aunque más correctamente que ella— navegaban en un banco del parque, un tanto a la deriva en la ciudad crespuscular, apiñados pero no incómodos; los diarios que Fred Savage llevaba en el interior de su gabán crujían cada vez que se movía, aunque sólo se movía para levantar hasta sus labios la botella de brandy. Habían estado cantando y recitando coplas de borrachos:

Sabed, amigos míos, que en alegre parranda una Segunda Hipoteca le endilgué a mi casa.

Y ahora, sentados los tres, y en silencio, esperaban la hora temible en que se encendían las luces de la Ciudad.

—El Abuelo Halcón está en la ciudad —dijo Fred Savage.

—¿Quién?

—El Invierno —dijo Sylvie, abrigándose las manos bajo las axilas.

—Voy a mover un poco estos huesos —dijo Fred Savage, crujiendo, sorbiendo—. Voy a llevar estos viejos huesos fríos a Florida.

—Eso está bien —dijo Sylvie, como si alguien hubiese dicho por fin una cosa sensata.

—El Abuelo Halcón no es amigo mío —dijo Fred Savage—. Te cuesta un Galgo ganarle la carrera. Filadelfia, Baltimore, Charleston, Atlanta, J'ville, St. Pete, Miami. ¿Has visto alguna vez un pelícano?

Él no, nunca. Sylvie, desde su infancia más remota, los evocó: fragatas de la noche caribeña, absurdos y bellos.

—Sí, sí —dijo Fred Savage—. Más que pelicano, pico. De su pecho se arranca las plumas, y a sus hijuelos nutre con la sangre de su corazón. La Sangre de su Corazón. Oh, Florida.

Fred se había tomado licencia por el otoño, y quizá por el resto de su vida. Había acudido en auxilio de Auberon, en esa hora de extrema necesidad, tal como prometiera hacerlo el día en que por primera vez lo guiara a través de la Ciudad hasta las oficinas de Petty, Smilodon y Ruth. Auberon no cuestionaba esa providencia, como tampoco cuestionaba ninguna de las otras que ofrecía la Ciudad. Se había abandonado a su merced y había descubierto que la Ciudad, cual una amante estricta, sabía ser generosa con aquellos que se sometían a ella por entero, no les negaba nada. Había aprendido, paulatinamente, a hacer eso: él, que siempre había sido pulcro, hasta puntilloso por amor a Sylvie, se había vuelto desaseado, la mugre de la Urbe era ya parte inseparable de su sustancia misma, y si bien incluso borracho recorría a veces manzanas y manzanas en busca de un baño público, condenadamente escasos y peligrosos por añadidura, en los intervalos entre uno y otro de esos arranques de escrupulosidad se burlaba de sí mismo por tenerlos. En el otoño su mochila era ya un andrajo inútil, una mortaja, y de todas maneras ya no tenía capacidad suficiente para contener una existencia vivida en las calles; de modo que, como el resto de los miembros de las cofradías secretas de la Ciudad, usaba ahora bolsas de papel, una dentro de otra para otorgarles mayor resistencia, publicitando así en su degradada persona uno u otro de los numerosos grandes almacenes de la Urbe.

Y así iba y venía, arrebujado en ginebra, durmiendo en las calles a veces tumultuosas, a veces silenciosas como una necrópolis, y en lo que a él le atañía, siempre desiertas. Supo por Fred y por los veteranos que instruyeran a Fred que los días gloriosos de la secreta comunidad de los vagabundos habían pasado, los días en que había reyes y sabios en los bajos fondos de Broadway, los días en que la Ciudad toda estaba marcada con sus glifos cuyo código sólo los iniciados podían descrifrar, en que el borracho, el gitano, el loco y el filósofo tenían sus rangos y jerarquías, tan seguros e inamovibles como el diácono, el cura y el obispo. Pasado, desde luego. Asóciate a cualquier empresa, reflexionaba Auberon, y descubrirás que sus días de gloria pertenecen al pasado.

No tenía necesidad de mendigar. El dinero que extraía de Petty, Smilodon y Ruth, y que ellos le pagaban por hacer desaparecer cuanto antes de sus oficinas tanto su inmunda figura como cualquier otro derecho que aún tuviera a recibirlo —él sabía eso, y solía presentarse en ellas en su estado más repulsivo, a menudo con Fred Savage a remolque—, bastaba en todo caso para satisfacer las necesidades alimentarias de un borracho, para que se pagara una cama ocasional cuando temía morirse congelado y saturado de licor como les sucediera, se decía, a algunos cofrades de sus cofrades, y para ginebra. Nunca había descendido al vino común, se resistía a esa última degradación, aun cuando aparentemente era sólo en el translúcido fuego de la ginebra donde Sylvie (como una salamandra) podía a veces aparecer.

La rodilla empezaba a enfriársele. Por qué era siempre esa rodilla la primera en enfriarse, no lo sabía; ni los dedos de sus pies ni su nariz habían sentido aún el frío.

—Galgo, hum —dijo. Recruzó las piernas y añadió—: Yo puedo encarecer el precio. —Le preguntó a Sylvie—: ¿Tú quieres ir?

—Claro que quiero —dijo Sylvie.

—Claro que sí —dijo Fred.

—Le hablaba a…, no era a ti a quien le hablaba —dijo Auberon.

Suavemente, Fred rodeó con su brazo el hombro de Auberon. Con los fantasmas que atormentaban a sus amigos, cualesquiera que fuesen, siempre trataba de ser amable.

—Bueno, claro que ella quiere —dijo, abriendo sus ojos amarillos lo suficiente para espiar a Auberon con una expresión que éste nunca había podido decidir si era de rapacidad o de ternura—. Y lo mejor de todo —añadió—, ella no necesita billete.

Puerta a ninguna parte

De todas las confusiones y lagunas de su macerada memoria, la que más tarde más desconcertaba a Auberon era la imposibilidad de recordar si había ido o no a Florida. El Arte de la Memoria le mostraba unas cuantas palmeras deshilachadas, algunas manzanas de edificios de estuco u hormigón pintados de rosa o turquesa, el olor a eucaliptos; pero si eso era todo, por muy sólido e inamovible que pareciera, bien podría ser pura imaginación, o simplemente fotografías recordadas. Igualmente vividos eran sus recuerdos del Abuelo Halcón en avenidas anchas como el viento, posado en las enguantadas muñecas de los conserjes a lo largo de la Park, la barba de plumas escarchadas y las garras preparadas para clavarse en las entrañas. Sin embargo, Comoquiera, él no había muerto congelado; y seguramente, más aún que las palmeras y las celosías, un invierno en la Ciudad sobrevivido en las calles, pensaba, persistiría en la memoria. Bueno: él no había prestado mucha atención: lo único que en realidad lo fascinaba eran esas islas donde los semáforos de rojo neón atraían a los vagabundos (siempre estaban rojos, comprobó) y la interminable réplica de esas botellas chatas claras como el agua, en algunas de las cuales, como en las cajas de cereales para niños, podía haber un premio. Y lo único que recordaba vívidamente era que, al final del invierno, no hubo más premios.

Su embriaguez era un vacío. Sólo heces quedaban para beber, y las bebía.

¿Qué había estado haciendo en los intestinos de la vieja Terminal? ¿Habría acaso regresado por tren de la Costa del Sol? ¿O era pura casualidad? Viendo tres de la mayor parte de las cosas, con una pierna húmeda en la que se había orinado un rato antes, en las primeras horas de la madrugada caminaba con deliberación a largos trancos (aunque no iba a ninguna parte; si no caminara así, con deliberación, a largos trancos, se daría un porrazo; ese asunto de caminar era más complicado de lo que pensaba la mayoría de la gente) por rampas y catacumbas. Una falsa monja, con una toca mugrienta (Auberon se había percatado hacía tiempo de que ese personaje era un hombre), sacudió delante de él una cajita limosnera, más con ironía que con la esperanza de una dádiva. Auberon siguió de largo. La Terminal, nunca silenciosa, estaba ahora tan silenciosa como siempre lo estaba; los escasos viajeros y los vagabundos lo esquivaban, pese a que él sólo los miraba con fuerza para singularizarlos, tres de cada uno era demasiado. Una de las virtudes de la bebida era la de reducir la vida a estas cuestiones simples, que requerían toda la atención: ver, caminar, levantar con precisión una botella hasta el orificio de tu cara. Como si tuvieras de nuevo dos años. Ni un solo pensamiento que no fuera simple. Y un amigo imaginario con quien conversar. Se detuvo; se había topado con una pared más o menos sólida; descansó y pensó: Perdida.

Un pensamiento simple. Un solo pensamiento simple, singular, y el resto de la vida y del tiempo, una inmensa llanura gris y monótona extendiéndose en todas direcciones; la conciencia, una gran bola de pelusa mugrienta que la llenaba a rebosar, y dentro de ella sólo viva la llama protegida de ese pensamiento singular.

—¿Qué? —dijo, empezando a retroceder de la pared, pero a él nadie le había hablado.

Echó una mirada en torno: una intersección abovedada donde confluían en cruz cuatro corredores. Estaba de pie en un rincón. La bóveda acanalada, donde al descender se unía al suelo, formaba lo que parecía ser una ranura o un orificio estrecho, pero no era más que ladrillos ensamblados; una especie de grieta, a través de la cual, o eso parecía, si se miraba hacia el interior, se podía espiar…

—Hola —murmuró hacia la obscuridad—. ¿Hola?

Nada.

—Hola. —Más fuerte esta vez.

—Más bajo —dijo ella.

—¿Qué?

—Habla bajito —dijo Sylvie—. No te des vuelta ahora.

—Hola. Hola.

—¡Hola! ¿No es fabuloso?

—Sylvie —murmuró.

—Igual que si estuvieras a mi lado.

—Sí —dijo él—, sí —murmuró. Empujó su conciencia hacia la obscuridad. Por un momento ésta se replegó, cerrándose, luego se abrió otra vez—. ¿Qué? —dijo.

—Bueno —dijo ella en un susurro, y tras una pausa tenebrosa—, creo que me voy a marchar.

—No —dijo él—. No, apuesto a que no, apuesto a que no. ¿Por qué?

—Bueno, he perdido mi empleo, ¿sabes? —murmuró ella.

—¿Empleo?

—En un transbordador. Un tipo viejísimo. Era simpático. Pero tan aburrido… Ida y vuelta, ida y vuelta todo el día… —La sintió alejarse un poco.— Así que supongo que me voy a marchar. El Destino llama —dijo ella, lo dijo como burlándose de sí misma; en tono ligero, para animarlo a él.

—¿Por qué? —dijo él.

—Susurra —susurró ella.

—¿Por qué quieres hacerme esto?

—¿Hacerte qué, chiquitito?

—Bueno, ¿por qué demonios no te vas entonces de una buena vez? ¿Por qué no te largas y me dejas en paz? Vete, vete, vete. —Calló y prestó oídos. Silencio y vacío. Un horror indescriptible lo dominó.— ¿Sylvie? —dijo—. ¿Puedes oírme?

—Sí.

—¿Dónde? ¿Adonde te vas?

—Bueno, más adentro —dijo ella.

—¿Más adentro de qué?

—De aquí.

Se agarró a los ladrillos fríos para afirmarse. Sus rodillas se abrían y cerraban, en un tira y afloja.

—¿Aquí?

—Cuanto más adentro vas —dijo ella—, más grande se vuelve.

—¡Maldición de Dios, Sylvie! Maldición.

—Es raro este lugar —dijo ella—. No como me lo imaginaba. He aprendido mucho, sin embargo. Supongo que acabaré por acostumbrarme a él. —Hizo una pausa, y el silencio llenó la obscuridad.— Te echo de menos, sin embargo.

—Oh, Dios —dijo él.

—Así que me iré —dijo ella, su murmullo ya más débil.

—No —dijo él—, no, no, no.

—Pero si dijiste…

—Oh Dios, Sylvie —dijo él, y sus rodillas cedieron, cayó pesadamente de rodillas, siempre mirando hacia la obscuridad—. Oh, Dios —y se lanzó de cara contra el lugar inexistente al que le hablaba, y dijo otras cosas, pidiendo perdón, implorando abyectamente, aunque qué, ya no lo sabía.

—No, escucha —murmuró ella, turbada—. Pienso que eres un tipo fantástico, de veras. Siempre lo he pensado. No digas esas cosas. —Él lloraba ahora, sin comprender, incomprensible.— De todos modos, tengo que marcharme —dijo ella. Su voz sonaba ahora tenue, lejana, ya su atención estaba en otra cosa—. Bueno. Oye, tendrías que ver todas las cosas que me han regalado… Escucha, papo. Bendición. Pórtate bien. Adiós.

Los primeros viajeros y los hombres que llegaban para abrir quioscos y tiendas de baratijas pasaron más tarde junto a él, todavía allí, inconsciente, de rodillas en un rincón como un niño malo, el rostro encajado en una puerta a ninguna parte. Con la vieja cortesía o indiferencia de la ciudad, nadie lo molestaba, aunque algunos meneaban tristemente la cabeza, o lo miraban disgustados al pasar: una lección in vivo.

Adelante y atrás

También corrían lágrimas por sus mejillas en el pequeño parque, donde se sentó, habiendo salvado esto, lo último que le quedaba de Sylvie, la punta viva. Cuando al fin se había despertado en la Terminal, todavía en la misma posición, no sabía cómo ni por qué se encontraba allí, pero ahora lo recordaba. El Arte de la Memoria se lo había devuelto todo, todo, sí, para que él hiciera con ello lo que pudiera.

Lo que no sabías; lo que no conocías, sí, emergiendo espontánea, sorpresivamente, de la adecuada disposición de lo que conocías o más bien de lo que siempre supiste sin saber que lo sabías. Día tras día, aquí, había ido acercándose a eso; noche tras noche, desvelado en el camastro de la Misión de la Oveja Descarriada, rodeado por las toses convulsivas y las pesadillas de sus camaradas; al recorrer las sendas de la memoria, se aproximaba a aquello que no sabía: a la simple, la pura verdad perdida. Bien, ahora la tenía. Ahora veía completo el rompecabezas.

Estaba maldito: eso era todo.

Hacía mucho tiempo, y él sabía cuándo pero no por qué, había recaído sobre él una maldición, un embrujo: un mal de ojo que lo había convertido a él y para siempre en un eterno buscador, y a sus búsquedas en fútiles persecuciones. Por razones que sólo ellos conocían (quién podía saber cuáles, simple malevolencia, posiblemente, probablemente, o cierta tozudez en él que ellos habían querido castigar, una tozudez que no habían conseguido extirpar pese al castigo, él no claudicaría jamás), habían echado sobre él una maldición: le habían atado los pies hacia atrás sin que él lo advirtiera, y luego así, atado de pies, le habían ordenado partir, a la búsqueda.

Eso había acontecido (ahora lo sabía) en la obscuridad del bosque, cuando Lila había huido y él había corrido en pos de ella llamándola a voces, como si fuera a partírsele el corazón. A partir de ese momento él había sido un buscador, y sus pies buscadores habían tomado, Comoquiera, un camino equivocado.

Había buscado a Lila en la obscuridad del bosque, pero, por supuesto, la había perdido; él tenía entonces ocho años, y tan sólo, aunque contra su voluntad, estaba empezando a crecer. ¿Qué podía esperar?

Se había convertido en un agente secreto con el fin de descubrir los secretos que le ocultaban, y que durante todo el tiempo que los había buscado continuaron ocultándose de él.

Había buscado a Sylvie, pero los senderos en los que la buscaba, aunque siempre parecían conducir a su corazón, siempre lo alejaban de él. Acerca la mano a la chica del espejo, que te mira sonriente, y tropezarás con la fría frontera del cristal.

Bueno: todo había acabado ahora. La búsqueda comenzada hacía tanto tiempo concluía aquí. Este parque, este parquecito que su retatarabuelo había construido, él ahora lo había rehecho, lo había transformado en un emblema tan completo, tan preñado de significados como cualquier arcano del mazo de naipes de la tía abuela Nube, como cualquiera de los abarrotados recintos en las mansiones de la memoria de Ariel Halcopéndola. A semejanza de esas pinturas antiguas en las que una cornucopia de frutas es a la vez una cara, cada arruga, cada pestaña, cada pliegue del cuello un detalle de los frutos y granos que lo componen, lo bastante realistas como para desear arrancarlos y comerlos, este parque era el rostro de Sylvie, su corazón, su cuerpo. Él había desterrado de su alma todas las fantasías, abandonado aquí todos los fantasmas, depositado los demonios de su embriaguez y la locura con que había nacido. En algún lugar, Sylvie vivía persiguiendo su Destino; se había ido por razones que sólo ella conocía; él sólo esperaba que fuera feliz.

De viva fuerza, y gracias al Arte de la Memoria, se había librado de su maldición: podía marcharse, era libre.

Permaneció sentado.

Un árbol (su abuelo habría sabido de qué especie, él no) estaba precisamente esparciendo esa semana sus flores o semillas semejantes a hojas, pequeños círculos verdeplata que descendían por todo el parque como un millón de dólares en moneditas de níquel. Fortunas eran arrastradas hacia sus pies por las brisas derrochadoras, se apilaban sobre sus pies inmóviles, se amontonaban en el ala de su sombrero y sobre sus rodillas, como si él no fuera nada más que otro accesorio del parque, como el banco en el que seguía sentado, como el pabellón que contemplaba.

Cuando se levantó por fin, pesadamente, y sintiéndose aún Comoquiera habitado, fue sólo para trasladarse desde el Invierno, con el que había concluido, hasta la Primavera, con la que había comenzado: donde ahora estaba. El invierno era el viejo Padre Tiempo con la guadaña y el reloj de arena, el andrajoso dominó y las barbas sacudidas por el viento racheado y una expresión iracunda en el semblante. Un perro o lobo flaco, baboso, yacía a sus pies. Monedas verdes llovían sobre ellos, se prendían a los relieves. Monedas verdes cayeron, susurrando, de Auberon cuando se levantó. Él sabía que la Primavera estaría allí, a la vuelta de la esquina: ya antes había estado aquí. Súbitamente, hacer cualquier cosa que no fuera completar este circuito, parecía inútil. Todo cuanto él necesitaba hacer se encontraba aquí.

El Secreto del Hermano Viento-Norte. Sólo diez pasos lo separaban de él. Si viene el Invierno, ¿no será que no lejos, detrás de él, viene la Primavera? A Auberon esa pregunta siempre le había parecido mal formulada. ¿No debiera ser: Si viene el Invierno, ¿no será que no lejos, delante de él, está la Primavera? Delante: como se avanza siempre de una estación a otra: primero viene el Invierno, y entonces la Primavera está cerca.

—¿No es así? —preguntó en voz alta, a nadie, a la nada. Adelante, atrás. Probablemente quien estaba equivocado era él, que veía las cosas desde un punto de mira peculiar, absurdo y personal que nadie, no, nadie más compartiría. Si viene el invierno… Dio vuelta a la esquina del pabellón…, la primavera… adelante… atrás…

Alguien volvía en ese momento la otra esquina, de la Primavera al Verano.

—Lila —dijo él.

Ella, ya casi del otro lado de la esquina, volvió la cabeza y le lanzó una mirada rápida con una expresión que él conocía tan bien, pero que hacía tanto tiempo que no veía que se sintió desfallecer. Una mirada que decía: Oh, justo ahora, cuando estaba por escaparme a alguna parte, me has atrapado, y que sin embargo no significaba eso, era una simple coquetería mezclada con cierta timidez, él siempre había sabido eso. Alrededor de él, el parque iba perdiendo realidad, como si fuera, en silencio, a desvanecerse por completo.

Balanceando por delante las manos enlazadas, descalza dando pasitos cortos, Lila se volvió hacia él. Naturalmente, ella no había crecido; llevaba (naturalmente) su vestidito azul.

—Hola —dijo, y con gesto rápido se apartó el pelo de la cara.

—Lila —dijo él.

Ella se aclaró la voz (tanto tiempo que no hablaba) y dijo:

—Auberon. ¿No te parece que es hora de que vuelvas a casa?

—A casa —dijo él.

Ella dio un paso en dirección a él, o él uno en dirección a ella; él le tendió las manos, o ella se las tendió a él.

—Lila —dijo— ¿Cómo es que estás aquí?

—¿Aquí?

—¿Adonde te fuiste —dijo él— aquella vez, cuando te fuiste?

—¿Me fui?

—Por favor —dijo él—. Por favor.

—He estado aquí todo el tiempo —dijo ella, sonriendo—. Tonto. Eres tú quien ha estado en movimiento.

Una maldición; sólo una maldición. Tú no tienes la culpa.

—De acuerdo —dijo él—, de acuerdo —y tomó las manos de Lila, y la alzó en vilo o intentó hacerlo, pero no lo logró; de modo que enlazó sus dos manos a guisa de estribo, y se agachó, y Lila posó en ellas sus piececitos descalzos, y sus manos en los hombros de Auberon, y así él la levantó.

—Qué poblado está esto —dijo ella mientras se introducía—. ¿Quién es toda esa gente?

—Qué importa, qué importa —dijo él.

—Y ahora —dijo ella, ya instalada, la voz débil, más su propia voz que la de ella, como siempre lo fuera, al fin y al cabo—, y ahora, ¿adonde vamos?

El sacó la llave que le había dado la vieja. Para salir era preciso abrir el portón de hierro forjado, lo mismo que para poder entrar.

—A casa, supongo —dijo Auberon. Las chiquillas que jugaban a los bolos y arrancaban dientes de león por el sendero alzaron los ojos para observarlo hablando solo—. A casa, supongo.

Capítulo 3

Desdeñado, por amor a ti, la Ciudad, vuelvo pues mis pasos: existe un mundo en otra parte.

Coriolano

El potente Vulpes de Halcopéndola la trasladó de regreso a la Ciudad en un tiempo casi récord, y sin embargo (así se lo decía su reloj) tal vez no a tiempo. Pese a que ahora estaba en posesión de todos los elementos que necesitaba para dilucidar el problema de Russell Eigenblick, el conseguirlos le había requerido un tiempo más largo que el que ella había previsto.

No demasiado pronto

Mientras se deslizaba por la carretera rumbo al norte, había pensado cuál sería la mejor forma de presentarse a los herederos de Violet Bebeagua —anticuaria, coleccionista, cultora del arte— para conseguir que le mostraran las cartas. Aunque con toda certeza, si ella misma, Halcopéndola, no hubiese estado en ellas (Sophie la conoció en el acto, o al menos la reconoció muy rápidamente), jamás le habrían hecho esa concesión. Que ella resultara ser, por añadidura, una prima más o menos vaga de los descendientes de Violet Zarzales había, sin duda, facilitado las cosas, una coincidencia que sorprendió y deleitó a esa extraña familia tanto como interesó a Halcopéndola. De todos modos, había pasado días sentada con Sophie estudiando las cartas, y más días aún había dedicado a la última edición de La arquitectura de las casas quintas, cuyos peculiares contenidos no le parecían muy familiares, y aunque ella estudiaba larga y detenidamente, el conjunto de la historia —o lo que hasta entonces había ocurrido— se le fue aclarando poco a poco a medida que aplicaba su escrutadora mirada de loro, y mientras tanto el Puente Ruidoso y el Club de Armas se adelantaban a encontrarse fatalmente con Russell Eigenblick, y la lealtad de Halcopéndola seguía siendo incierta, y su senda obscura.

Ya no estaba a obscuras. Los hijos de los hijos del Tiempo: ¿quién lo hubiera pensado? Un Loco, y un Primo; un Viaje, y un Huésped. ¡Los Arcanos Menores! Sonreía torvamente mientras daba la vuelta alrededor del mamútico edificio del Empire Hotel en el que Eigenblick había sentado sus reales, y se decidía por un hechizo, algo a lo que raras veces recurría.

Insertó el Vulpes en el cavernoso garaje-aparcamiento en los bajos del hotel. Guardias armados y asistentes patrullaban las puertas y los ascensores. Se encontró en una fila de vehículos que eran minuciosamente registrados y examinados. Silenció los gruñidos del coche y sacó de la guantera un sobre de cuero marroquí, y de éste un diminuto fragmento de hueso blanco. Era un hueso extraído de un gato negro puro que había sido cocinado vivo en la cocina del apartamento de La Negra, una espiritista a la que Halcopéndola le hiciera cierta vez un gran favor. Podía ser un huesecillo de un dedo del pie, o parte del complejo maxilar, La Negra no lo sabía con exactitud; había dado con él sólo al cabo de todo un día de experimentar delante de un espejo, separando los huesos con cuidado del hediondo esqueleto, e introduciéndose cada uno por turno en la boca, buscando aquel que hiciera desaparecer su imagen del espejo. Era éste. Halcopéndola encontraba vulgares los procedimientos de la brujería, y la crueldad de ése en particular, repelente; ella misma no estaba convencida de que entre los miles de huesos de un gato negro puro hubiese alguno capaz de volverlo a uno invisible, pero La Negra le había asegurado que, creyese ella o no en el hechizo, el hueso actuaría, y ahora se alegraba de tenerlo. Miró en derredor; los asistentes no habían reparado aún en su automóvil; dejó las llaves en el encendido, pensativamente, con una mueca de repugnancia se metió el huesecito en la boca, y desapareció.

Salir del automóvil sin despertar sospechas le costó algún esfuerzo, pero los asistentes y guardias no prestaron atención al hecho de que las puertas del ascensor se abrieran y cerraran para nada (quién podía predecir las extravagancias de un ascensor vacío), y Halcopéndola salió al foyer, caminando entre los grupos de los visibles con cautela para no rozarse con ellos. Los habituales hombres circunspectos de impermeable estaban apostados a intervalos a lo largo de las paredes o apoltronados en los sillones del foyer detrás de falsos periódicos, sin engañar a nadie, por nadie engañados excepto por ella. Justo en ese momento, en respuesta a una señal invisible, empezaron a cambiar sus estaciones, como piezas sobre un damero. Un grupo numeroso estaba entrando por las vertiginosas hojas giratorias de las puertas, precedidos por subalternos. Ni un segundo demasiado pronto, pensó Halcopéndola, porque era el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro el que hacía su entrada en el foyer. No lanzaron miradas inquisitivas en torno, como lo harían hombres ordinarios al penetrar en un recinto como aquél, sino que, abriendo filas, como para tomar más plena posesión del lugar, avanzaban con la vista al frente, viendo el futuro y no las formas transitorias del presente. Bajo cada brazo podía verse el portafolios de cuero flexible, en cada testa el potente sombrero hongo, ridículo desde hacía tiempo en cualquier cabeza excepto en las de hombres como ellos.

Se repartieron en dos ascensores, los de más elevada posición sosteniendo las puertas para los otros, como lo prescribe el antiguo ritual masculino; Halcopéndola se deslizó en el menos abarrotado de los dos.

—¿El decimotercero?

—El decimotercero.

Alguien pulsó con un índice enérgico el botón del piso decimotercero. Otro consultó un simple reloj de pulsera. Ascendieron serenamente. Nada tenían que decirse unos a otros: sus planes estaban trazados, y las paredes, bien lo sabían ellos, tenían oídos. Halcopéndola se mantuvo apretujada contra la puerta, de frente a sus rostros en blanco. Las puertas se abrieron, y ella salió deslizándose con destreza hacia un costado; y justo a tiempo, por lo demás, pues había manos que se adelantaban para estrechar las de los miembros del club.

—El Orador estará en seguida con ustedes.

—Si tienen ustedes la amabilidad de esperar en esta sala.

—Podemos ordenar que suban cualquier cosa para ustedes. El Orador ha pedido café.

Hombres trajeados de mirada alerta los guiaron hacia la izquierda.

Uno o dos jóvenes, con blusones de colores, las manos enlazadas a la espalda en una actitud de intranquila tranquilidad, montaban guardia en cada una de las puertas. Al menos, pensó Halcopéndola, él es precavido. De otro ascensor emergió un camarero de librea roja portando una gran bandeja con una solitaria y diminuta taza de café. Enfiló hacia la derecha, y Halcopéndola lo siguió. Admitido —y Halcopéndola a sus talones— por los guardias de un doble juego de puertas, se dirigió a una tercera, sin ninguna inscripción, llamó, la abrió y entró. En el momento en que la cerraba, Halcopéndola plantó un pie invisible en el quicio, y acto seguido se deslizó en el interior.

Una aguja en el pajar

Era una habitación amueblada con un gusto impersonal, con ventanales que daban a la espigada Ciudad. El camarero, murmurando para sus adentros, pasó junto a Halcopéndola y se retiró. Halcopéndola se sacó de la boca el fragmento de hueso y lo estaba guardando con cuidado cuando la puerta del fondo de la habitación se abrió y Russell Eigenblick apareció en ella, bostezando, con una bata de seda negruzca con dragones bordados y, cabalgando sobre la nariz, un diminuto par de medias lentes que Halcopéndola no le había visto antes.

Se sobresaltó al verla, pues esperaba encontrar la estancia vacía.

—¿Usted? —dijo.

Sin mucha gracia (no recordaba haber hecho en su vida nada parecido), Halcopéndola se prosternó sobre una rodilla, se inclinó en una profunda reverencia, y dijo:

—Y una humilde servidora de Vuestra Majestad.

—Levántese —dijo Eigenblick—. ¿Quién la dejó entrar aquí?

—Un gato negro —respondió Halcopéndola levantándose—. No tiene importancia. No tenemos mucho tiempo.

—No hablo con periodistas.

—Lo siento —dijo Halcopéndola—. Eso fue una imposición. No soy periodista.

—¡Me suponía que no! —dijo él, con aire de triunfo. Se arrancó las gafas de la cara como si acabara de recordar que las llevaba puestas. Se dirigió al intercomunicador, sobre el escritorio imitación Luis XIV.

—Espere —dijo Halcopéndola—. Dígame una cosa. ¿Quiere usted, después de haber dormido ochocientos años, fracasar en su empresa?

Lentamente él dio media vuelta para observarla.

—Sin duda usted ha de recordar —prosiguió Halcopéndola— cómo fue en una ocasión humillado en presencia de cierto papa, cómo lo obligaron a sostener su estribo y a correr a la par de su caballo.

Una oleada de sangre afluyó al rostro de Eigenblick, tiñéndola de un color rojo claro, distinto del rojo de su barba. Escopetazos de furia dispararon sus ojos sobre Halcopéndola.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—En este momento —dijo Halcopéndola, indicando con un gesto el otro lado de la suite— lo esperan a usted unos hombres que se proponen humillarlo hasta ese mismo grado. Sólo que más astutamente. De manera tal que usted no se percate jamás de que ha caído en sus redes. Me refiero al Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. ¿O se han presentado a usted bajo otro nombre?

—Tonterías —dijo Eigenblick—. Nunca he oído hablar de ese supuesto club. —Pero su mirada se había enturbiado: tal vez en algún lugar, en algún tiempo, lo habían puesto en guardia…— ¿Y qué podría usted decir del papa? Un caballero encantador a quien nunca conocí. —Sus ojos esquivaban los de ella, levantó su diminuto café y lo apuró de un sorbo.

Pero ahora ella lo tenía en su poder: estaba segura de ello. Si no llamaba a los guardias para que la echasen, la escucharía.

—¿Le han prometido a usted un alto cargo? —preguntó.

—El más alto —dijo él tras una larga pausa, mirando por la ventana.

—Tal vez le interese saber que desde hace varios años esos caballeros me han encomendado varias gestiones. Creo conocerlos. ¿La presidencia, acaso?

Él no respondió. Era eso.

—La presidencia —dijo Halcopéndola— ya no es un cargo, es un despacho. Agradable, sin duda, pero sólo un despacho. Usted debe rehusarlo. Cortésmente. Y cualquier otro halago que puedan ofrecerle. Más tarde le explicaré cuáles deben ser sus próximos pasos.

El se volvió bruscamente.

—¿Cómo es que sabe usted todas estas cosas? ¿Cómo sabe quién soy?

Al fuego graneado de su mirada, ella le respondió con otro de su propia cosecha. Y dijo, con su tono de voz más hechiceresco:

—Hay muchas cosas que yo sé.

El intercomunicador zumbó. Eigenblick fue hacia él; pensativo, con un dedo en los labios, observó la serie de botones, y pulsó uno de ellos. Nada pasó. Pulsó otro, y una voz mezclada con estática respondió:

—Todo listo, señor.

—Ja —dijo Eigenblick—. Momento. —Soltó el botón, se dio cuenta de que no lo habían oído, pulsó otro, y se repitió. Se volvió hacia Halcopéndola.— Comoquiera que sea que haya usted descubierto estas cosas —dijo—, es evidente que no lo ha descubierto todo. Porque, ¿sabe usted? —prosiguió, con una ancha sonrisa, con el aire de quien se siente seguro de su elección—, yo estoy en las cartas. Nada de cuanto pueda sucederme podrá cambiar el curso de un destino marcado en otros ámbitos hace un tiempo casi inmemorial. Protegido. Todo esto tenía que acontecer.

—Vuestra Majestad —dijo Halcopéndola—, tal vez no he sabido hacerme entender…

—¡Deje de llamarme de ese modo! —dijo él, furioso.

—Perdón. Tal vez no he sabido hacerme entender. Sé muy bien que usted está en las cartas, un mazo de cartas muy bonito, con arcanos destinados al menos ostensiblemente a predecir y favorecer el retorno de su antiguo Imperio, y diagramadas, calcularía yo, en algún momento durante el reinado de Rodolfo II, e impresas en Praga. Entretanto se les ha dado otros usos. Sin que usted, por así decir, haya dejado de estar en ellas ni por un instante.

—¿Dónde están? —dijo él, avanzando súbitamente hacia ella, las manos avariciosas extendidas como garras—. Démelas. Necesito tenerlas.

—Si me permite continuar… —dijo Halcopéndola.

—Son de mi propiedad —dijo Eigenblick.

—De su Imperio —dijo ella—. En tiempos. —Su mirada penetrante lo hizo callar.— Si me permite continuar: Sé que usted está en las cartas. Sé qué poderes lo pusieron en ellas y, un poco, con qué fin. Conozco su destino. Lo que usted debe creer, si es que desea realizarlo, es que yo estoy en él.

—¿Usted?

—He venido a prevenirlo, y a ayudarlo. Tengo poderes. Lo bastante grandes como para haber descubierto todo esto, para haberlo encontrado a usted, una aguja en el pajar del Tiempo. Usted necesita de mí. Ahora. Y en el tiempo por venir.

Él la observó largamente. Ella vio la duda, la esperanza, el alivio, el temor, la resolución aparecer y desaparecer de su gran cara.

—¿Por qué —dijo él— nunca me dijeron nada de usted?

—Tal vez —dijo ella— porque ellos no sabían nada de mí.

—Nada está oculto para ellos.

—Muchas cosas. Haría usted bien en enterarse de eso.

Él se mordió la mejilla un momento, pero la batalla había terminado.

—¿Y qué gana usted en esto? —dijo él. El intercomunicador volvió a zumbar.

—Más tarde discutiremos mi recompensa —dijo ella—. De momento, antes de contestar, será mejor que decida usted qué les va a decir a sus visitantes.

—¿Estará usted conmigo? —dijo él, súbitamente necesitado.

—Ellos no deben verme —dijo Halcopéndola—. Pero sí, estaré con usted. —Una brujería barata, un hueso de gato (reflexionó Halcopéndola en tanto Eigenblick pulsaba el intercomunicador), justo lo que necesitaba para convencer al emperador Federico Barbarroja, si conservaba algún recuerdo de su juventud, que en verdad poseía los poderes que afirmaba tener. Mientras él seguía de espaldas, ella desapareció, y cuando se volvió para mirarla, o para mirar el sitio en que había estado, le oyó decir:

—¿Vamos ya a reunimos con el Club?

Encrucijada

El día era gris cuando Auberon descendió del autobús en la encrucijada, de una grisura pálida y lluviosa. Había tenido un cambio de palabras con el conductor para que lo bajara allí, en ese lugar; primero, había tenido cierta dificultad para describírselo, después para convencerlo de que su autobús pasaba por allí. Cuando Auberon se lo describió, el hombre había meneado negativamente la cabeza:

—No, no —repetía en voz baja, sin mirar a Auberon cara a cara, como quien trata de pensar y recordar; una mentira transparente, adivinó Auberon, lo que el hombre no quería era alterar su rutina en lo más mínimo. En tono frío pero cortés, Auberon le describió nuevamente el paraje, y acto seguido fue a instalarse en el primer asiento, justo detrás del conductor, para escrutar el camino con ojos avizores. Y cuando se estaban acercando al lugar, le palmeó la espalda. Se apeó, triunfante, mientras se formaba en sus labios una frase, que cuántos centenares de veces debía de haber pasado el hombre por aquí, que si era ése el nivel de observación que cabía esperar de alguien en quien el público se ve obligado a confiar, etc., pero la puerta se cerró con un chasquido, los engranajes rechinaron como dientes, y el largo autobús gris se alejó, bamboleándose.

El dedo del letrero indicador señalaba, como siempre lo hiciera, el camino de Bosquedelinde; más cadavérico, con una inclinación más senescente, el nombre más erosionado por el tiempo que como él lo recordaba, o como lo había visto la última vez, pero era el mismo. Echó a andar por el sendero sinuoso, amarronado como chocolate con leche después de la lluvia, pisando con cautela, sorprendido por el ruido de sus pasos. Él no había sabido de cuántas cosas lo habían despojado sus meses en la Ciudad. El Arte de la Memoria podía trazar un plano de su pasado en el que quizá tuviera su sitio cada cosa, pero no podía haberle restituido esta plenitud: estos olores, dulces y húmedos y vivificantes, como si el aire tuviese una textura líquida, transparente; no ese rumor constante e inefable que poblaba el aire, ese murmullo que sonaba estridente a su oído embotado, realzado por el trino de los pájaros; no la sensación misma de volumen, de distancia o cercanía creada por las hileras y los grupos de árboles recién reverdecidos y la rotación y la prodigalidad de la tierra. Él era capaz de sobrevivir relativamente bien lejos de todo eso —el aire era aire al fin y al cabo, aquí o en la Ciudad—, pero una vez zambullido de nuevo en esta atmósfera, se sentiría quizá devuelto a su elemento natural, se distendería en él, su alma abriría sus alas como una mariposa que emerge de la prisión de su capullo. Y en verdad abrió los brazos, respiró hondo y recordó algunos versos de un poema. Pero su alma era una piedra fría.

A medida que avanzaba, se sentía como acompañado por alguien, alguien joven, alguien no vestido con un raído gabán marrón, alguien que no era una resaca, alguien que le tironeaba de la manga, recordándole que aquí solía arrojar su bicicleta por encima del muro para regresar por senderos secretos al Pabellón de Verano, a encontrarse con el emperador Federico Barbarroja; que aquí se había caído de un árbol, y allí se había agachado junto con el doctor a escuchar los cuchicheos de las marmotas cuando deliberaban a puertas cerradas. Todo eso le había sucedido alguna vez a alguien, a ese alguien insistente. No a él… Los pilares de piedra gris coronados por las naranjas también grises seguían allí, donde y cuando siempre estarían. Levantó el brazo para tocar la superficie granulada, pringosa y resbaladiza con la primavera. Allá, al final del sendero de entrada, en el porche, esperaban sus hermanas.

Por amor de Dios. Su regreso al hogar iba a ser no más secreto que su partida, y al pensar en esto, se dio cuenta por primera vez de que él había pretendido que fuera secreto, se había creído capaz de escabullirse dentro de la casa sin que nadie notase que había estado ausente unos dieciocho meses. Demasiado tarde, en todo caso, porque mientras permanecía indeciso junto a los pilares del portalón, Lucy lo había divisado y se levantaba ya de un salto agitando las manos. Arrastró a Lily tras ella para correr a recibirlo. Tacey, más mayestática, permaneció sentada en el pavorreal de mimbre, vestida con una falda larga y una de las viejas chaquetas de tweed de Auberon.

—Hola, hola —dijo, con fingida naturalidad pero súbitamente consciente de la traza que debía de tener, la cara sin afeitar, salpicado de sangre, con su bolsa de papel y la mugre de la Ciudad incrustada debajo de las uñas y en el pelo. Tan limpias y frescas como parecían Lucy y Lily, tan alegres, no sabía si huir o si arrodillarse a sus pies y pedirles perdón; y aunque lo besaron, y le sacaron de la mano su bolsa de papel, hablando las dos a un tiempo, él supo que era transparente para ellas.

—A que no adivinas quién ha estado aquí —dijo Lucy.

—Una vieja —dijo Auberon, contento de poder, una vez en su vida, estar seguro de haber adivinado— con un moño de pelo gris. ¿Cómo está Ma?

—Pero quién es, eso nunca lo adivinarás —dijo Lily.

—¿Os dijo ella que yo venía? Yo no se lo dije.

—No. Pero nosotras lo sabíamos. Pero adivina.

—Es —dijo Lucy— una prima. O algo así. Sophie lo descubrió. Años atrás…

—En Inglaterra —dijo Lily—. Auberon, ¿sabes?, el Auberon por quien te pusieron tu nombre. Bueno, era hijo de Violet Zarzales Bebeagua…

—¡Pero no de John Bebeagua! Un hijo del amor…

—¿Cómo es que lleváis tan bien la cuenta de toda esa gente? —preguntó Auberon.

—Cómo sea. Allá en Inglaterra Violet Zarzales tuvo amores. Antes de casarse con John. Con alguien llamado Oliver Halcopéndola.

—Un amante —dijo Lily.

—Y quedó embarazada, y ése fue Auberon. Y esta señora…

—Hola, Auberon —dijo Tacey— ¿Qué tal la Ciudad?

—Oh, fabulosa —dijo Auberon sintiendo que un nudo le subía a la garganta y le saltaba agua de los ojos—. Fabulosa.

—¿Has venido andando? —preguntó Tacey.

—No, en autobús. —Hubo un momento de silencio. Qué más remedio.— Bueno, escuchad. ¿Cómo está Mamá? ¿Cómo está Papá?

—Bien. Mamá recibió tu tarjeta.

Un sentimiento de horror lo poseyó al recordar las pocas cartas y postales que había enviado desde la Ciudad, evasivas y fanfarronas, o incomunicativas, u horriblemente chistosas. La última, la del cumpleaños de Mamá, la había encontrado, oh Dios, sin firmar, cuando examinaba el contenido de un cubo de basura, un ramillete de ramplones sentimientos; pero su silencio había sido largo y él estaba borracho y la había mandado. Ahora veía que debió de ser para ella como si la apuñalaran cruelmente con un cuchillo de mantequilla. Se sentó en un escalón del porche, incapaz de momento de dar un paso más.

Un lío infernal

—Bueno, Ma, ¿a ti qué te parece? —dijo Llana Alice, de pie, mientras escrutaba la húmeda penumbra de la vieja heladera.

Mambé estaba examinando las provisiones en las alacenas.

—¿Revoltijo de atún? —dijo, con aire dubitativo.

—Oh, Dios —dijo Alice—. La cara que me pondrá Fumo. ¿Sabes qué cara?

—Oh, claro que sí.

—Bueno. —Bajo su mirada, las escasas vituallas húmedas en los estantes de metal acanalado parecían encogerse como si fueran a desaparecer. Había un goteo constante, como en una caverna. Llana Alice pensó en los viejos tiempos, en el gran refrigerador blanco repleto de hortalizas frescas y recipientes de colores, y acaso un pavo acaramelado o un jamón glaseado, y carnes y viandas cuidadosamente empaquetadas durmiendo en el congelador que respiraba hielo. Y la lamparita alegre que se encendía para exhibirlo todo, como en un escenario. Nostalgia. Puso una mano sobre una botella de leche fría casi tibia y dijo:— ¿Rudy no ha venido hoy?

—No.

—Se está poniendo viejo para esos trotes —dijo Alice—. Cargar y descargar barras de hielo. Y se olvida. —Suspiró, siempre mirando el interior; la senectud de Rudy y la general escasez de las cosas buenas de la vida, y la cena no-tan-tan-suculenta que probablemente los esperaba a todos, todo parecía estar contenido dentro de la heladera forrada de zinc.

—Bueno, no dejes la puerta abierta tanto tiempo, querida —dijo Mambé con dulzura. Alice la estaba cerrando cuando se abrieron, bruscamente, las puertas batientes de la despensa.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Alice—. ¡Oh, Auberon!

Fue de prisa a abrazarlo, corriendo hacia él como si lo viera acosado por profundas tribulaciones y ella tuviera, instantáneamente, que acudir a rescatarlo. Sin embargo la mirada atormentada de Auberon no se debía tanto a las tribulaciones de que era presa como a esa recorrida que acababa de hacer a través de la casa que, inmisericorde, lo había asaltado con recuerdos, olores que había olvidado que conocía, muebles rayados y alfombras raídas y ventanas que le mostraban jardines que desbordaban su mirada, como si hubiera estado ausente no un año y medio sino media vida.

—Hola —dijo él.

Alice lo soltó.

—Deja que te mire —dijo—, ¿Qué es esto?

—¿Qué es qué? —dijo él, intentando una sonrisa, preguntándose qué degradación leería ella en sus facciones. Llana Alice levantó un dedo inquisitivo y recorrió con él la línea de la ceja única que se extendía por encima de la nariz de su hijo—. ¿Desde cuándo tienes esto?

—¿Qué?

Llana Alice se tocó la frente, por encima de la nariz, donde (aunque tenue, porque sus cabellos eran más claros) llevaba la marca de los descendientes de Violet.

—Oh. —Auberon se encogió de hombros. En realidad, no lo había notado, no se miraba mucho a los espejos, últimamente.— Yo qué sé. —Se rió.— ¿Te gusta? —Él mismo se la acarició. Suave y fina como pelo de bebé, con uno o dos pelillos hirsutos sobresaliendo de ella.— Será que me estoy volviendo viejo —dijo.

Ella vio que era eso, que en su ausencia él había cruzado un umbral más allá del cual la vida se consume más rápidamente de lo que se enriquece; podía ver las marcas de ese tránsito en su rostro y en el dorso de las manos de su hijo. Un nudo le obstruyó la garganta y, para no tener que hablar, lo besó de nuevo. Por encima del hombro de su madre, Auberon saludó a su abuela:

—Hola, Mambé; espera, espera, no te levantes, no.

—Vaya, eres un mal hijo, no haberle escrito a tu madre —dijo Mambé—. Al menos para avisarnos que venías. No hay nada para la cena.

—No, eso es lo de menos, lo de menos —dijo Auberon, desprendiéndose de su madre y yendo a besar la mejilla suave, plumosa de Mambé—. ¿Cómo has estado?

—Igualito, igualito. —Lo observaba desde su silla, lo estudiaba con una mirada astuta. Él siempre había tenido la sensación de que su abuela conocía algún secreto suyo, un secreto deshonroso, y que, si lograra separarlo de sus divagaciones habituales, aparecería revelado.— Yo sigo tirando —dijo ella—. Y tú has crecido.

—Bah, no lo creo.

—O tú has crecido o yo he olvidado que eras tan alto.

—Sí, eso es… En fin. —Desde la altura de dos generaciones, las dos mujeres lo observaban, y veían panoramas diferentes. Él se sentía observado. Sabía que debería quitarse el gabán, pero no recordaba exactamente qué llevaba debajo de él. Se sentó en el otro extremo de la mesa y dijo una vez más:— En fin.

—Té —propuso Alice—. ¿Qué te parece una taza de té? Y tú podrás contarnos todas tus aventuras.

—Un té vendría de perlas —dijo él.

—¿Y qué tal anda George? —dijo Mambé—. ¿Y su gente?

—Oh, muy bien. —No había pisado la Alquería del Antiguo Fuero desde hacía meses.— Muy bien, igual que siempre. —Meneó la cabeza divertido, recordando al bicho raro de George.— En su loca Alquería.

—Yo me acuerdo —dijo Mambé— de cuando era una casa tan bonita. Años atrás. La de la esquina, allí era donde entonces vivía la familia Ratón y…

—Todavía viven allí, todavía —dijo Auberon. Miró de reojo a su madre, que se afanaba delante de la cocina grande con la tetera y el agua; subrepticiamente, se secó los ojos con la manga de su camiseta de punto, y al ver que él la había sorprendido, se volvió para enfrentarlo, con la tetera entre las manos.

—…y después que murió Phyllis Burgos —seguía diciendo Mambé—, bueno, ésa fue una enfermedad lenta, su médico creía haber conseguido fijarla en sus riñones, pero ella creía…

—Entonces, ¿cómo fueron las cosas, de verdad? —le dijo Alice a su hijo—. ¿De verdad?

—De verdad, de verdad, no tan geniales —dijo Auberon. Bajó los ojos—. Perdón.

—Oh, oh, vamos —dijo ella.

—Por no haber escrito. No había mucho que contar.

—Está bien. Nosotros temíamos por ti, eso es todo.

Él alzó los ojos. Eso era algo que nunca se le habría ocurrido pensar. Aquí, para ellos, él había sido devorado por la terrible y populosa Ciudad, devorado como por un dragón y casi no habían vuelto a saber de él; claro que habían temido por él. Y como cierta vez antaño, en esta misma cocina, una ventana se abrió dentro de él y vio, a través de ella, su propia realidad. La gente lo quería, sí, y se preocupaba por él: sus méritos personales ni siquiera entraban en cuestión. Abochornado bajó otra vez la vista. Alice se volvió hacia la cocina. Su abuela llenaba el silencio con sus reminiscencias, los pormenores de las enfermedades de los parientes fallecidos, mejora, recaída, declinación y muerte.

—Mm, mm-hm —decía él, asintiendo, estudiando las rayaduras de la superficie de la mesa. Se había sentado, sin darse cuenta, en su sitio de siempre, a la derecha de su padre, a la izquierda de Tacey.

—El té —dijo Alice. Apoyó la redonda tetera sobre un soporte, y le palmeó la panza. Puso una taza delante de Auberon. Y esperó, las manos cruzadas, que él lo sirviera, o algo: él la miró y estaba a punto de intentar decir algo, de contestar a la pregunta que adivinaba en ella, si podía, si pudiera pensar con palabras, cuando la puerta doble de la despensa se abrió de par en par dando paso a Lily, a los mellizos y a Tony Cabras.

—Hola, tío Auberon —los mellizos (Retoño, el niño, y Florita, la niña) gritaron al unísono, como si Auberon no hubiera llegado aún y tuvieran que gritar para que pudiese oírlos desde lejos. Auberon los miraba pasmado: parecían ser dos veces más grandes de como él los recordaba, y sabían hablar: no hablaban cuando él se había marchado, ¿o sí? ¿No los había visto por última vez todavía transportados de aquí para allá por su madre en un carrito de lona? Lily, ante la insistencia de sus hijos, empezó a revisar las alacenas, buscando cosas ricas para comer; la solitaria tetera no había impresionado a los mellizos, y, decididamente, era hora de comer, de comer un bocado.

Tony Cabras estrechó la mano de Auberon y dijo:

—Hey, ¿qué tal la Ciudad?

—Oh, hey, formidable —respondió Auberon en un tono parecido al de Tony, cordial y serio; Tony se volvió a Alice—: Tacey dice que tal vez podríamos comer un par de conejos esta noche.

—Oh, Tony, sería maravilloso —dijo Alice.

Tacey en persona entró en ese momento por la puerta, buscando a Tony.

—¿Te parece bien, Ma? —preguntó.

—Es maravilloso —dijo Alice—. Mejor que revoltijo de atún.

—Matad el ternero cebado —dijo Mambé, la única de todos los allí presentes a quien se le podía ocurrir semejante frase—. Y guisad.

—Fumo va a estar tan feliz… —le dijo Alice a Auberon—. Le encanta el conejo, pero nunca se siente con derecho a sugerirlo.

—Por favor —dijo Auberon—, no hagáis nada extraordinario sólo por… —No pudo, en su autohumillación, decidirse a usar pronombres personales.— Quiero decir, sólo porque…

—Tío Auberon —dijo Retoño—, ¿viste algún sesino? —Arqueó los dedos a modo de garras y los acercó a Auberon.— En la Ciudad.

—¿Hm?

—Sesinos. Que te acogotan. En la Ciudad.

—Bueno, a decir verdad… —Pero Retoño había advertido (ni por un instante había perdido de vista a su hermana) que Florita había conseguido un bizcocho que no le habían ofrecido a él, y tenía que apresurarse a presentar su reclamo.

—Y ahora ¡largaos, largaos! —dijo Lily.

—¿No quieres ir a ver morir los conejos? —le preguntó su hija, tomándola de la mano.

—No, no quiero —dijo Lily, pero Florita, que quería tener a su madre a su lado para el horrible y fascinante acontecimiento, le tironeaba la mano.

—Tarda apenas un segundo —dijo, en tono tranquilizador, arrastrando a su madre tras de ella—. No tengas miedo. —Salieron cruzando la cocina de verano y por la puerta que daba a la huerta, Lily, Retoño y Florita y Tony. Tacey había servido un té para ella y otro para Mambé, y con una taza en cada mano retrocedió y salió por la puerta de la despensa; Mambé la siguió.

Grump-grump-grump, dijeron tras ellas las puertas.

Alice y Auberon quedaron solos en la cocina, la tormenta había pasado tan pronto como se había levantado.

—Bueno —dijo Auberon—. Parece que todo el mundo anda bien por aquí.

—Sí. Bien.

—¿No te importa —dijo él, levantándose lentamente como un hombre viejo, derrotado— si me sirvo un trago?

—No, claro que no —dijo Alice—. Hay un poco de jerez allí, y otras cosas, creo.

Auberon bajó de la alacena una polvorienta botella de whisky.

—No hay hielo —dijo Alice—. Rudy no ha venido hoy.

—¿Todavía corta hielo?

—Oh, sí. Pero últimamente ha estado enfermo. Y Robin, ¿sabes?, su nieto… bueno, tú conoces a Robin; no es una gran ayuda. Pobre viejo.

Absurda, inesperadamente, aquélla fue la gota que colmó el vaso.

—Pobre, pobre Rudy…, pobre viejo…, ¡qué calamidad! —dijo Auberon, trémula la voz—. ¡Qué calamidad! —Se sentó con su copa de whisky, la cosa más triste que había visto en su vida. Veía las cosas a través de una nube, de un centelleo. Alarmada, Alice se levantó lentamente.— Me metí en un lío, Ma, ¡un lío infernal! —Hundió la cara entre las manos, el lío infernal era una cosa áspera, que se henchía en su garganta y en su pecho. Alice, indecisa, se acercó, le rodeó los hombros con un brazo, y Auberon, aunque no lo había hecho en muchos años, nunca, ni siquiera por Sylvie, no, ni una sola vez, supo que iba a echarse a llorar como un niño. El lío infernal cobraba peso, y fuerza, pujando por salir, por abrirle la boca y sacudir violentamente su esqueleto, con sonidos que él jamás supo que era capaz de producir. Basta, basta, se decía, basta, basta, pero la cosa no quería acabar, el desahogo lo hacía crecer, había grandes volúmenes de esa sustancia para expulsar; apoyó la cabeza sobre la mesa de la cocina y lloró a gritos.— Perdón, perdón —dijo, cuando de nuevo pudo hablar—. Perdón, perdón.

—No —dijo Alice, su brazo rodeando el renuente gabán—, no, ¿perdón por qué? —Él alzó repentinamente la cabeza, apartó el brazo de su madre y, tras un último, ahogado sollozo, cesó de llorar, el pecho aún sacudido por estertores.— ¿Fue —dijo Alice con dulzura, con cautela— la chica morena?

—Oh —dijo Auberon—, en parte, en parte.

—Y ese estúpido legado.

—En parte.

Ella vio, asomando de su bolsillo, un pañuelito, y lo sacó para él.

—Toma —dijo, horrorizada de ver en ese rostro bañado en lágrimas no a su benjamín, sino a un adulto que apenas conocía, transfigurado por el dolor. Miró el pañuelito que le ofrecía—. Qué bonito —dijo—. Parece…

—Sí —dijo Auberon, cogiéndolo y restregándose la cara—. Lucy lo bordó. —Se sonó la nariz.— Fue un regalo. Cuando me marché. Ábrelo cuando vuelvas a casa, me dijo ella. —Se reía, o lloraba otra vez, o ambas cosas, y tragaba con dificultad. —Bonito, sí. —Lo volvió a guardar en su bolsillo y se sentó, encorvado, la mirada ausente.— Oh, Dios —dijo—. Esto es un engorro.

—No —dijo ella—, no. —Puso su mano sobre la de él. Estaba ante un dilema: su hijo necesitaba consejo, y ella no podía dárselo; sabía a dónde se podía ir en procura de consejo, pero no si se lo darían a él, ni si era correcto de su parte que lo enviase a pedirlo.— Está todo bien, ¿sabes? —dijo—, de veras, porque… —reflexionó un momento—. Porque está bien, estará bien.

—Oh, claro —dijo él, suspirando, un largo, tembloroso suspiro—. Ahora todo ha pasado.

—No —dijo Alice, y cogió con más firmeza la mano de su hijo—. No, no ha pasado todo, pero… Bueno, suceda lo que suceda, todo será parte…, bueno, parte de lo que tiene que ser, ¿no? Quiero decir que no pasará nada que no tenga que pasar, ¿no es cierto?

—No lo sé —dijo Auberon—. Qué sé yo.

Alice retenía entre las suyas la mano de su hijo, ese hijo ahora demasiado crecido para que lo pudiese estrechar contra su pecho, y besar, y cobijar con su cuerpo y contárselo todo, contarle el largo, larguísimo Cuento, tan largo y tan extraño que él se dormiría antes de que llegara al final, arrullado por su voz y su calor y los latidos de su corazón y la calma seguridad del relato; y entonces, y entonces, y entonces: y lo más asombroso de todo; y lo más extraño: y la forma en que se encadenaban las cosas: la historia que ella no sabía cómo contar cuando él era lo bastante joven como para que le fuera contada, la historia que sólo ahora conocía ella, cuando él era demasiado grande como para que ella lo alzara en sus brazos y se la susurrara, demasiado mayor como para creerla, aunque todo iba a suceder, y le iba a suceder a él. Pero ella no podía soportar el verlo así en esa obscuridad, y no decirle nada.

—Bueno —dijo, sin soltarle la mano; se aclaró de la garganta la ronquera que se había amontonado en su voz (¿se alegraba, o lo contrario, de que todas sus propias tormentas hubiesen sido lloradas, años atrás?) y continuó—: Bueno, ¿quieres hacer algo por mí, en todo caso?

—Sí, claro.

—Esta noche, no, mañana por la mañana…, ¿sabes dónde está el viejo cenador? ¿Esa isla pequeña? Bueno, si sigues río arriba, llegas a un estanque… ¿con una cascada?

—Claro, sí.

—Bueno —dijo Alice, y respiró hondo—. Bueno —dijo otra vez y le dio las instrucciones, y le rogó que las siguiera al pie de la letra, y algo le dijo de las razones por las que debía hacerlo, mas no todo; y él asintió, en una nube, pero habiendo ya llorado delante de ella todas las reservas que podía haber tenido respecto de ese plan, y de esas razones.

La puerta de la cocina que daba a la huerta se abrió, y Fumo entró; antes, sin embargo, dio una vueltecita por la despensa. Alice palmeó la mano de su hijo, le sonrió, se apretó los labios con el índice y luego los labios de Auberon.

—¿Conejo esta noche? —estaba diciendo Fumo al entrar en la cocina—. ¿A qué se debe todo el alboroto? —Al ver a Auberon dio un traspié, y los libros que llevaba bajo el brazo resbalaron al suelo.

—Hola, hola —dijo Auberon, contento de haber tomado al menos a uno de ellos por sorpresa.

Lentamente me vuelvo

También Sophie había sabido que Auberon estaba camino de casa, aunque el autobús había retrasado sus cálculos en un día. Tenía muchos consejos para dar, y muchas cosas que preguntar; pero de consejos Auberon no quería ni oír hablar, y en cuanto a sus preguntas, intuyó que no las contestaría, de modo que las calló, contentándose de momento con lo poco que él quisiera contar y que muy escasamente daba cuenta de sus meses en la Ciudad.

Durante la cena dijo:

—Bueno, es agradable tener a todo el mundo de vuelta. Por una noche.

Auberon, mientras devoraba vísceras como un hombre que ha vivido meses y meses de perritos calientes y panecillos del día anterior, alzó los ojos de su plato y la miró intrigado; pero ella, no consciente, al parecer, de haber dicho nada raro, desvió la mirada; y Tacey empezó a contar una historia sobre el divorcio de Cherry Lagos, después de apenas un año de casada.

—Esto es una delicia, Ma —dijo Auberon, y se sirvió otra porción, y siguió comiendo, y pensando.

Más tarde, en la biblioteca, él y Fumo compararon ciudades: la de Fumo, años atrás, y la de Auberon.

—Lo mejor —dijo Fumo—, o lo más emocionante, era esa sensación que siempre tenías de estar a la cabeza del desfile. Quiero decir que aunque todo lo que hicieras fuera estar sentado en tu cuarto, lo sentías, sabias que allá fuera en las calles y entre los edificios iba avanzando, bum bum bum, y que tú formabas parte de él y que todos los demás en todas partes iban detrás de ti a los tropezones. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Supongo —dijo Auberon—. Supongo que las cosas han cambiado. —Hamletiano en una camiseta de punto y unos pantalones negros que había encontrado entre sus ropas viejas, estaba sentado un tanto doblado en dos en un alto sillón de cuero capitoneado. Una única lamparilla brillaba sobre la botella de brandy que había abierto Fumo. Alice había sugerido que él y Auberon deberían tener una larga charla; pero al parecer les estaba resultando difícil encontrar temas de conversación.— A mí siempre me parecía que todo el mundo en todas partes se había olvidado por completo de nosotros. —Acercó su copa y Fumo vertió en ella un dedo de brandy.

—Bueno, pero las muchedumbres —dijo Fumo—. Ese ir y venir, y toda esa gente bien vestida; todo el mundo corriendo para acudir a citas.

—Hum —dijo Auberon.

—Creo que es…

—Bueno, quiero decir que creo que sé lo que dices que tú pensabas, quiero decir que lo que piensas era…

—Creo que yo pensaba…

—Supongo que ha cambiado —dijo Auberon.

Se hizo un silencio. Cada uno miraba fijamente su copa.

—Bueno —dijo Fumo—. Como sea. ¿Cómo la conociste?

—¿A quién? —Auberon se puso tenso. Había temas que no estaba dispuesto a discutir con su padre. Que ellas con sus cartas y su sexto sentido pudieran sondear su corazón y conocer sus secretos, era ya más de lo que se sentía capaz de soportar.

—A esa mujer que vino a visitarnos —dijo Fumo—. A esa señorita Halcopéndola. La prima Ariel, como dice Sophie.

—Oh. En un parque. Entramos en conversación… Un parquecito que decía, mira por dónde, que había sido construido por el viejo John, y sus socios, hace añares.

—Un parquecito —dijo Fumo, sorprendido—, con extraños senderos curvilíneos, que…

—Sí —dijo Auberon.

—Que van hacia el interior, sólo que no es así, y…

—Sí.

—Fuentes, estatuas, un puentecito…

—Sí, sí.

—Yo solía ir allí —dijo Fumo—. ¿Qué te parece esto?

A Auberon no le parecía nada, realmente. No dijo nada.

—A mí, por alguna razón —dijo Fumo—, siempre me hacía pensar en Alice. —Súbitamente devuelto a su pasado, Fumo recordaba, con asombrosa vivacidad, el pequeño parque estival, y sentía, paladeaba casi, con la lengua de la imaginación, el sabor de la estación de su primer amor por Alice. Cuando tenía la edad de Auberon.— ¿Qué te parece esto? —dijo de nuevo, con aire soñador, paladeando un cordial en el que años atrás fueran destilados los frutos de todo un verano. Miró a su hijo Auberon, contemplaba con aire sombrío el fondo de su copa de brandy. Y Fumo intuyó que se estaba acercando a una encrucijada o a un tema doloroso. Qué extraño, sin embargo, el mismo parque—. Bueno —dijo, y se aclaró la voz—. Parece ser toda una mujer.

Auberon se pasó la mano por la frente.

—Esa persona, quiero decir, esa Halcopéndola.

—Oh. Oh, sí. —Auberon carraspeó a su vez, y bebió.— Loca, me pareció, no sé.

—¿Oh? Oh. No me parece. No más que… Tenía sin duda mucha vitalidad. Quiso ver la casa de cabo a rabo. Decía algunas cosas interesantes. Hasta trepamos a la vieja orrería. Dijo que ella tenía una, en su casa de la Ciudad, diferente, pero construida sobre los mismos principios, tal vez por la misma persona. —Se había animado, como esperanzado.— ¿Sabes una cosa? Ella creía que la podríamos hacer funcionar de nuevo. Yo le hice ver que estaba toda oxidada, porque, ¿sabes?, la rueda maestra por alguna razón está inmóvil, atascada en el aire, pero ella dijo, en fin, que creía que el mecanismo básico todavía está en perfectas condiciones. No sé cómo pudo decir eso, pero ¿no sería divertido? Después de todos estos años. Yo pensaba hacer la prueba. Limpiarla bien… y ver…

Auberon miró a su padre. Empezó a reírse. Esa cara ancha, plácida, simple. ¿Cómo pudo él haber pensado alguna vez…?

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Cuando yo era chico, pensaba que sí, que se movía.

—¿Qué?

—Claro. Pensaba que se movía, sí, y creía que yo podía demostrar que se movía.

—¿Por sí sola, quieres decir? ¿Cómo?

—Yo no sabía cómo. Pero pensaba que se movía, y que todos vosotros lo sabíais y no queríais que yo lo supiera.

Fumo también se rió.

—Vaya, ¿por qué? —dijo—. ¿Por qué, quiero decir, lo mantendríamos en secreto? Y de todas formas, ¿cómo hubiera podido? ¿Con qué energía?

—Yo no lo sé, Papá —dijo Auberon, riendo más fuerte, aunque la risa parecía tender a licuarse en llanto—. Por sí misma. No lo sé. —Se levantó, desenroscándose de su sillón capitoneado.— Yo pensaba —dijo—, oh, demonios, no lo puedo recrear, por qué pensaba yo que era importante, quiero decir por qué eso era importante, pero yo pensaba que os iba a hacer confesar la verdad…

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Fumo—. Bueno, y ¿por qué no preguntaste? Una simple pregunta, quiero decir…

—Papá —dijo Auberon—, ¿te parece a ti que aquí, en esta casa, se ha podido hacer alguna vez una simple pregunta?

—Bueno…

—Está bien —dijo Auberon—. Está bien, te voy a hacer una simple pregunta, ¿de acuerdo?

Fumo se sentó muy erguido en su silla. Auberon ya no se reía.

—De acuerdo —dijo.

—¿Tú crees en las hadas? —preguntó Auberon.

Fumo alzó los ojos y miró a su alto hijo. Durante todo el tiempo que vivieron juntos, había sido como si él y Auberon hubiesen estado espalda contra espalda, inmovilizados en esa posición e incapaces de darse vuelta. Habían tenido que comunicarse por vía indirecta, a través de otros, o estirando el cuello y hablando por el costado de la boca; habían tenido que adivinar cada uno de los gestos y actos del otro. De vez en cuando uno u otro podía intentar un giro rápido para tomar al otro desprevenido, pero eso nunca había resultado, no del todo, el otro seguía estando atrás y mirando para el otro lado, como en la vieja pieza de vodevil. Y el esfuerzo de comunicación en esa postura, el esfuerzo de hacerse entender, a menudo había sido excesivo para ambos, y habían desistido, la mayor parte de las veces. Pero ahora —tal vez a causa de lo que le había acontecido a él en la Ciudad, cualquier cosa que fuese, o quizá sólo el correr del tiempo, que había desgastado el lazo que los ataba y los mantenía aislados—, Auberon se había dado vuelta. Lentamente me vuelvo. Y lo único que ahora faltaba era que también Fumo se volviera y se miraran los dos, cara a cara.

—Bueno —dijo—, «creer», no sé; «creer», ésa es una palabra…

—Huy, huy —dijo Auberon—. Nada de comillas.

Ahora Auberon estaba casi encima de él, observándolo desde su altura, esperando.

—De acuerdo —dijo Fumo—. La respuesta es no.

—¡Por fin! —exclamó Auberon, con triunfal amargura.

—Nunca creí.

—Ya veo.

—Por supuesto —dijo Fumo—, no hubiera estado bien decirlo, ¿sabes?, ni preguntar abiertamente qué era lo que pasaba aquí en realidad; nunca quise echar a perder las cosas por no… no entrar en el juego. Así que nunca dije nada. Nunca hice preguntas, nunca. Y menos aún preguntas simples. Espero al menos que tú hayas notado eso, porque no siempre fue fácil.

—Lo sé —dijo Auberon.

Fumo bajó la vista.

—Perdóname por eso —dijo—, por haberte engañado…, si lo hice, supongo que no; y por andar como espiándote o algo así…, tratando de entender lo que pasaba, cuando se suponía todo el tiempo que yo estaba al tanto de todo, lo mismo que tú. —Suspiró.— No era tan fácil —dijo—. Vivir una mentira.

—Espera un segundo —dijo Auberon—. Papá…

—Y a ninguno de vosotros parecía importarle, realmente. Excepto a ti, creo. Bueno. Y no me parecía que a ellos les importase que yo no creyese en su existencia, ya que el Cuento seguía y tal, de todos modos… ¿No? Sólo que yo, lo reconozco, me sentía, sí, un poco celoso. Celoso de ti. Quién sabe.

—Escucha, Papá, escucha.

—No, si está bien —dijo Fumo. Si iba a mirar de frente, por Dios que lo haría—. Sólo que… Bueno, siempre me pareció que tú…, sólo tú…, no los otros…, podías haberlo explicado. Que tú querías explicarlo pero no sabías cómo. No, si está todo claro. —Alzó una mano para atajar cualquier posible evasión o equivocación de parte de su hijo.— Ellas, Alice, quiero decir, y Sophie y la tía Nube…, incluso las chicas…, ellas decían todo lo que podían, creo yo, sólo que nunca, nada de cuanto ellas pudieran decir era una explicación, no una explicación, por más que ellas creyesen que lo era, tal vez ellas creían haberlo explicado una y mil veces y que yo era demasiado estúpido para entender, y puede que lo fuera. Pero yo solía pensar que tú… no sé por qué… que tal vez yo a ti pudiera comprenderte, y que tú estabas siempre a punto de desembuchar…

—Papá…

—Y que si desde el comienzo andábamos desencontrados era porque tú tenías que ocultarlo, y por lo tanto tenías que ocultármelo a mí…

—¡No! No, no, no…

—Y lo lamento, de verdad, si acaso tú sentías que yo te estaba espiando todo el tiempo y metiéndome en tu vida y todas esas cosas, pero…

—¡Papá! Papá, ¿quieres por favor escucharme un segundo?

—Pero bueno, ya que estamos haciendo preguntas simples, me gustaría saber qué era lo que tú…

—¡Yo no sabía nada! —El grito pareció despertar a Fumo, porque alzó los ojos para ver a su hijo contraído, en una actitud de recriminación o confesión, y un fulgor demente en la mirada.

—¿Qué?

—¡Yo no sabía nada! —Repentinamente, Auberon se dejó caer de rodillas a los pies de su padre, su infancia entera dada vuelta de un manotazo vertiginoso: tenía ganas de echarse a reír, a reír como un demente.— ¡Nada!

—Acábala de una vez —dijo Fumo, intrigado—. Yo creía que por fin íbamos a hablar claro.

—¡Nada!

—Entonces ¿por qué siempre lo estabas ocultando?

—¿Ocultando qué?

—Lo que sabías. Un diario secreto. Y todas esas insinuaciones fantásticas…

—Papá. Papá. Si yo hubiera sabido algo que tú no sabías…, si yo hubiera sabido…, ¿habría pensado que la vieja orrería funcionaba y que nadie quería decírmelo? ¿Y qué me dices de La arquitectura de las casas quintas, que tú no quisiste explicarme…?

—¡Que yo no te quise explicar! Eras tú quien creía saber qué era…

—Bueno, ¿y lo de Lila?

—¿Lo de Lila?

—Bueno, ¿qué le pasó? La de Sophie, quiero decir. ¿Por qué nadie me lo dijo nunca? —Agarró las manos de su padre.— ¿Qué fue lo que le pasó? ¿Adonde fue?

—¿Y bien? —preguntó Fumo, frustrado hasta la desesperación—. ¿Adonde?

Se miraban uno a otro desafiantes, todo preguntas, ni una sola respuesta; y en el mismo momento comprendieron eso. Fumo se palmeó la frente con la mano.

—Pero cómo pudiste pensar que yo… que yo…, era tan evidente, quiero decir, que yo no sabía…

—Bueno, yo no estaba seguro —dijo Auberon—. Pensaba que a lo mejor tú fingías. Pero no podía estar seguro. ¿Cómo podía estar seguro? No podía correr ningún riesgo.

—Entonces, ¿por qué no…?

—No, no lo digas —dijo Auberon—. No digas: «¿Por qué no lo preguntaste?». Por favor, no.

—Oh, Dios —dijo Fumo, riendo—. Oh, Dios.

Auberon se sentó en el suelo, meneando la cabeza.

—Tanta faena —dijo—. Tanto esfuerzo.

—Me parece —dijo Fumo—, me parece que tomaré otro traguito de este brandy, si puedes acercar la botella. —Buscó a tientas su copa vacía, que había rodado por el suelo hacia la obscuridad. Auberon sirvió, para su padre y para él, y durante un largo rato guardaron silencio, mirándose de tanto en tanto por el rabillo del ojo, riéndose un poco, meneando la cabeza.— Bueno, ¿no es gracioso? —dijo Fumo—. ¿Y no sería de verdad gracioso —añadió, al cabo de un momento— si ninguno de nosotros supiéramos realmente nada de nada? Si por ejemplo tú y yo subiéramos ahora al cuarto de tu madre… —Se reía sólo de pensarlo.— Y le dijéramos, Oye…

—No sé —dijo Auberon—. Apuesto…

—Sí —dijo Fumo—. Sí. Yo estoy seguro. Bueno. —Recordó al doctor, años atrás, durante una expedición de caza que Fumo y él habían hecho cierta tarde de octubre. El doctor, pese a ser él mismo el nieto de Violet, ese día le había aconsejado a Fumo que era mejor no indagar demasiado a fondo ciertas cosas. En lo que está dado, lo que no puede cambiarse. Y ¿quién podía hoy imaginar lo que el propio doctor había sabido, después de todo, lo que se había llevado consigo a la tumba? El día mismo de su llegada a Bosquedelinde, la tía abuela Nube había dicho: «Las mujeres la sienten más profundamente, pero los hombres quizá sufren más a causa de ella…». Había venido a compartir su existencia con una raza de guardadores de secretos avezados, y había aprendido el arte de maestros consumados, aunque él no tuviese ningún secreto que guardar. Y sin embargo sí, él tenía secretos, pensó de súbito, claro que los tenía: aunque no podía contarle a Auberon lo que le había pasado a Lila, había más de un secreto acerca de Lila y acerca de la familia Barnable que él aún seguía guardando para sí, y no tenía ni la más remota intención de revelárselo jamás a su hijo, y se sentía culpable por ello. Cara a cara: bueno. ¿Y era suspicacia o algo parecido lo que hacía que Auberon se frotase la frente, mientras otra vez miraba absorto el fondo de su copa?

No; Auberon estaba pensando en Sylvie, y en las instrucciones de su madre para esa cosa tan fantástica, descabellada que tendría que hacer mañana en el bosque, un poco más allá del lago de la isla, y en cómo ella, en el momento en que Fumo entró en la cocina, había levantado un dedo hasta sus labios, y tocado luego los de él, sellando entre ellos una conjura de silencio. Una vez más levantó el índice y se acarició ese vello que, reciente e inexplicablemente, había unido en una sola línea sus dos cejas.

—En cierto modo, ¿sabes? —dijo Fumo—, lamento que hayas vuelto a casa.

—¿Hum?

—No, claro que no, que no lo lamento, sólo que… Bueno, yo tenía un plan; si no escribías o no aparecías pronto, yo iba a ir a buscarte.

—¿Tú?

—Sí. —Se echó a reír.— Oh, hubiera sido toda una expedición. Ya estaba en qué empacar, y tal.

—Debiste hacerlo —dijo Auberon sonriendo con alivio de que en realidad no lo hubiera hecho.

—Hubiera sido divertido. Ver de nuevo la Ciudad. —Por un momento se abismó en antiguas ensoñaciones.— Bueno, probablemente me habría perdido.

—Sí. —Sonrió a su padre.— Probablemente. Pero gracias, Papá.

—Bueno —dijo Fumo—. Bueno. Caray, mira la hora que es.

Abrazándose a sí mismo

Por la amplia escalera principal subió detrás de su padre. Los peldaños crujían donde y cuando siempre lo habían hecho. La casa nocturna le era tan familiar como la casa diurna, tan llena de recovecos que se había olvidado que conocía.

Se separaron en un recodo del corredor.

—Bueno, que duermas bien —dijo Fumo, y juntos se detuvieron en el charco de luz del candil que Fumo sostenía. Tal vez si Auberon no hubiese ido cargado con sus escuálidas bolsas y Fumo con el candelero, se habrían abrazado, tal vez no—. ¿Podrás encontrar tu cuarto?

—Seguro.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Contó los quince pasos y medio, tropezando con esa cómoda absurda cuya presencia allí, en su camino, siempre olvidaba, y su mano extendida encontró el facetado pomo de cristal. Una vez en la alcoba, permaneció en la obscuridad, aunque sabía que habría una vela y cerillas sobre la mesita de noche, sabía como encontrarlas, conocía el envés cubierto de cicatrices de la mesa donde podía frotar la cerilla. Los olores (los suyos propios, fríos, desvaídos pero familiares, mezclados con olores infantiles, de los mellizos de Lily, que habían acampado allí) le hablaban en un antiguo y constante murmullo de cosas pretéritas. Permaneció un momento inmóvil, viendo con el olfato el sillón desvencijado donde transcurriera gran parte de las horas felices de su niñez, lo bastante amplio como para que pudiera acurrucarse en él con un libro o un anotador, y la lámpara junto al sillón, y la mesa donde las galletitas y la leche o el té y las tostadas podían brillar, cálidas, a la luz de la lámpara, y el guardarropa de cuyas puertas, cuando quedaban entreabiertas, solían salir furtivamente fantasmas y figuras hostiles para aterrorizarlo (¿qué había sido de esas figuras, antaño tan familiares? Muertas, muertas de soledad, sin nadie a quien amedrentar); y la cama estrecha y la gruesa manta y sus dos almohadas. Desde una edad temprana había insistido en tener dos almohadas, aunque sólo en una apoyara la cabeza. Le gustaba la lujuria voluptuosa de las almohadas: incitante. Todo en su sitio. Los olores pesaban en su alma como cadenas, como cargas antiguas nuevamente asumidas.

Se desvistió en la obscuridad y trepó a la cama fría. Era como abrazarse a sí mismo. Desde que, con el estirón de la adolescencia, alcanzara la estatura de Llana Alice, sus pies, cuando estaba acostado en esta cama, al doblarse hacia atrás, habían cavado en el extremo del colchón dos depresiones. Las encontraron ahora. Los bultos estaban donde siempre estuvieran. En realidad, había una sola almohada, y ésta olía vagamente a pis. ¿De gato? ¿De bebé? No iba a dormir, pensó; no pudo decidir si habría hecho mejor en atreverse a embuchar un trago más del brandy de su padre o si se alegraba de que esta agonía fuese suya ahora, con tantas cosas que compensar, a partir de esta noche. Tenía, en todo caso, montones de cosas con que ocupar sus desvelados pensamientos. Se dio vuelta con cuidado hasta la Posición Dos de su invariable coreografía de la noche, y así permaneció largo rato despierto en la sofocante obscuridad.

Capítulo 4

Hablas como un Rosacruz, que a nadie

sino a un silfo amará,

que no cree en la existencia de un silfo,

y que, no obstante,

se enfada con el Universo

porque no contiene un silfo.

Peacock, Nightmare Abbey

—No, si ahora lo comprendo —dijo Auberon, con voz calma, en el bosque: en realidad era todo tan simple—, durante mucho tiempo no lo comprendí, pero ahora sí. Uno no puede, pura y simplemente, retener a la gente, no puede poseerla. Quiero decir que no es más que lo natural, un proceso natural, nada más. Encuentro. Amor. Separación. Y la vida continúa. Nunca hubo razón alguna para suponer que ella siguiera siempre igual…, quiero decir, «enamorada», ya sabes. —Ahí estaban, enfáticamente indicadas, las comillas de duda de Fumo.— No le guardo rencor, no puedo hacerlo.

—Se lo guardas —dijo el Abuelo Trucha—. Y no comprendes.

Nada a cambio

Había salido al amanecer, despertado por esa sensación abrasiva como de sed o hambre que siempre lo despertaba al alba desde que se había dado a la bebida. Incapaz de volver a dormirse, sin el más mínimo deseo de examinar la habitación, su habitación, que a la luz despiadada del amanecer parecía extraña, ajena, se había vestido. Con su gabán y su sombrero, contra la niebla fría. Y echado a andar cuesta arriba a través de los bosques, más allá de la isla lacustre donde se alzaba, envuelto en la bruma, el cenador blanco, hasta donde una cascada se vertía melodiosa, en un estanque profundo y sombrío. Allí había seguido, aunque sin creer, o tratando de no creer en ellas, las instrucciones que le había dado su madre. Pero, creyera o no, él era al fin y al cabo un Barnable. Bebeagua por parte de madre; su bisabuelo no desoyó su llamado. Ni hubiera podido, si hubiese querido hacerlo.

—Bueno, sí, pero yo quisiera explicarle a ella —dijo Auberon—. Decirle…, decírselo a ella por lo menos. Que no me importa. Que ella puede contar con mi respeto, si ésa fue su decisión, así que pensé que si tú supieras dónde está, al menos aproximadamente dónde…

—No lo sé —dijo el Abuelo Trucha.

Auberon retrocedió unos pasos de la orilla del estanque. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Si la única información que le interesaba —la única de todas que ya no debería importarle indagar— le iba a ser siempre negada? ¿Cómo, en todo caso, pudo haberla solicitado?

—Lo que yo no entiendo —dijo al cabo— es por qué sigo haciendo tanta historia con todo este asunto. Quiero decir que hay montones de peces en el mar. Ella ha desaparecido, no la puedo encontrar, ¿por qué entonces aferrarme a ella? ¿Por qué la sigo inventando? Estos espectros, estos fantasmas…

—Oh, bueno —dijo el pez—. Tú no tienes la culpa. Esos fantasmas. Ésos son obra de ellos.

—¿De ellos?

—No quieren que lo sepas —dijo el Abuelo Trucha—, pero sí, obra de ellos; para mantenerte bien despierto; señuelos; ningún problema.

—¿Qué no es problema?

—Déjalos pasar. Habrá más. Déjalos pasar de largo. No les digas que yo te lo he dicho.

—Obra de ellos —dijo Auberon—. ¿Por qué?

—Oh, bueno —dijo el Abuelo Trucha con cautela—. Por qué; bueno, por qué…

—De acuerdo —dijo Auberon—. De acuerdo, ¿entiendes? ¿Te das cuenta de lo que quiero decir? —Una víctima inocente, los ojos se le llenaron de lágrimas.— Bueno, al demonio con ellos, en todo caso —dijo—. Espejismos. No me importa. Pasará. Fantasmas o no fantasmas. Que hagan lo que quieran, lo peor. No va a durar eternamente. —Eso era lo más triste de todo; triste pero cierto. Un suspiro tembloroso lo sacudió y pasó.— Es sólo natural —dijo—. No va a durar, no puede durar eternamente.

—Puede —dijo el Abuelo Trucha—. Y lo hará.

—No —dijo Auberon—. No, uno a veces piensa que sí. Pero pasa. Piensas… el Amor. Es una cosa tan total, tan permanente. Tan grande, tan… tan ajena a ti. Con un peso propio. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Lo sé.

—Pero no es así. No es más que un espejismo, también él. Yo no tengo por qué hacer lo que él me ordena. Se marchita por sí solo con el tiempo. Y cuando al fin ha pasado, ni siquiera recuerdas cómo era. —Eso era lo que había aprendido en su parquecito, que era posible, razonable incluso, deshacerse de un corazón destrozado como de un cántaro roto; ¿quién lo necesitaba?— Amor es puramente personal. Quiero decir que mi amor no tiene nada que ver con ella…, no con la ella real. Es tan sólo algo que yo siento. Yo pienso que me une a ella. Pero no. Eso es un mito, un mito que yo invento; un mito sobre ella y yo. El amor es un mito.

—El amor es un mito —dijo el Abuelo Trucha—. Lo mismo que el verano.

—¿Qué?

—En invierno —dijo el Abuelo Trucha— el verano es un mito. Un cotilleo, un rumor. En el que no hay que creer. ¿Entiendes? El amor es un mito. También lo es el verano.

Auberon alzó los ojos hacia los árboles de dedos ganchudos que crecían por encima del estanque rumoroso. Miles y miles de yemas se abrían, se desenroscaban en hojas. Lo que le estaban diciendo, comprendió, era que nada, nada en absoluto había conseguido él en el pequeño parque con la ayuda del Arte de la Memoria: que continuaba, irremisiblemente, con su carga a cuestas. No, eso no podía ser. ¿O de verdad podría él amarla eternamente, vivir para siempre, en la morada de ella?

—En verano —dijo— el invierno es un mito…

—Sí —dijo la Trucha.

—Un cotilleo, un rumor, en el que no se debe creer.

—Sí.

Él la había amado y ella lo había abandonado, sin una razón, sin un adiós. Si él la amara siempre, si no hubiera muerte para el amor, entonces ella siempre lo abandonaría, siempre sin una razón, siempre sin un adiós. Entre esas dos piedras eternas, luz y obscuridad, él sería triturado eternamente. No, eso no podía ser así.

—Eternamente —dijo—. No.

—Eternamente —dijo su bisabuelo—. Sí.

Era verdad. Él comprendió, los ojos cegados por las lágrimas y el corazón negro de terror, que no había exorcizado nada, ni un solo momento, ni una sola mirada; no, con la ayuda del Arte de la Memoria sólo había refinado y bruñido cada momento de Sylvie que le fuera acordado, ni de uno solo de ellos podía ahora desprenderse para siempre. El verano había llegado, y todos los otoños serenos y todos los inviernos apacibles como sepulcros eran mito e inútiles.

—Tú no tienes la culpa —dijo el Abuelo Trucha.

—Debo decir —dijo Auberon, limpiándose las lágrimas y los mocos en la manga de su gabán— que no has sido muy consolador.

La Trucha no respondió nada. No había esperado gratitud.

—No sabes dónde está. Ni por qué me hacen esto a mí. Ni lo que yo debería hacer. Y por añadidura me dices que no pasará. —Ahogó un sollozo.— No por culpa mía. Vaya ayuda.

Hubo un largo silencio. La inquieta forma del pez lo contemplaba, a él y a su dolor, sin pestañear.

—Bueno —dijo al cabo—. Hay un regalo en esto para ti.

—Un regalo. ¿Qué regalo?

—Bueno. No lo sé. No con exactitud. Pero estoy seguro de que hay un regalo. No puedes no recibir nada a cambio.

—Oh —Auberon pudo notar el esfuerzo del pez por ser afectuoso.— Bueno. Gracias. Cualquier cosa que sea.

—Nada que ver conmigo —dijo el Abuelo Trucha. Auberon miraba fascinado la sedosa y ondulada superficie del agua. Si tuviera una red… El Abuelo Trucha se zambulló un poquito y dijo—: Bueno, escucha. —Pero no dijo nada más; y se sumergió lentamente hasta desaparecer de la vista.

Auberon se puso de pie. La niebla de la mañana se había disipado, el sol resplandecía, y los pájaros estaban extasiados, era todo lo que habían estado esperando. En medio de todo ese alborozo desanduvo el camino río abajo y salió al sendero que conducía a la dehesa. La casa, del otro lado de la cuchicheante arboleda, era puros tonos pastel en la mañana, y parecía estar abriendo los ojos. Una mota obscura en la primavera, empapado de rocío hasta las rodillas cruzó dando traspiés la vieja dehesa. No puede durar eternamente: lo hará. Tenía que haber un autobús que pudiera alcanzar al anochecer, un autobús que por un rodeo se encontraba con otro autobús que iba hacia el sur a lo largo de la carretera gris, a través de suburbios cada vez más densos, hasta el puente o el túnel entejado, y de allí a las hórridas calles que conducían por viejas geometrías ahumadas y sórdidas a la Alquería del Antiguo Fuero y al Dormitorio Plegable, donde estaría o no estaría Sylvie. Se detuvo. Se sentía como una vara seca, esa rama seca que el papa de la historia le regalaba al caballero pecador que había amado a Venus, y que no sería redimido de su pecado hasta que la vara floreciera. Y no había, no, florecimiento en él.

El Abuelo Trucha, en cuyo estanque también desplegaba sus galas la primavera, festoneando de tiernos hierbajos sus grutas secretas y haciendo acudir a los bicharracos, se preguntaba si habría en verdad un regalo para el chico. Ellos no daban regalos cuando no tenían que hacerlo. Pero el muchacho estaba tan triste… ¿Qué mal había en decírselo? Levantarle un poco el ánimo. El Abuelo Trucha no era un alma afectuosa, no ahora, no después de todos esos años; pero al fin y al cabo era primavera, y el chico, después de todo, era carne de su carne, o eso decían ellos. Esperaba, en todo caso, que, de haber un regalo para el muchacho, no se tratara de nada que le fuera a causar sufrimientos aún mayores.

Muy largos de vista

—Desde luego, yo siempre he sabido de ellos —le dijo Ariel Halcopéndola al emperador Federico Barbarroja—. En la fase práctica, o experimental, de mis estudios, eran un incordio permanente. Criaturas de vista elementales. Los experimentos parecían atraerlos, del mismo modo que una cesta de melocotones atrae de la nada a una nube de mosquillas de fruta, o un paseo por los bosques a los paros carboneros. Había veces en que yo no podía bajar ni subir las escaleras de mi santuario, donde trabajaba con las lentes y los espejos y esas cosas, ya sabe usted, sin tener un enjambre de ellos alrededor de mis talones y mi cabeza. Fastidioso. Nunca podía estar segura de que no afectaban los resultados de mis experimentos.

Bebió un sorbo del jerez que el emperador había pedido para ella. Él, sin prestarle demasiada atención, iba y venía, impaciente, por la salita de su suite. Los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro se habían retirado un tanto confusos, sin saber con certeza si se había llegado a alguna conclusión, y sintiéndose vagamente estafados.

—Y ahora —dijo Barbarroja—. Y ahora, ¿qué hacemos? Ésa es la cuestión. Creo que ha llegado el momento de atacar. La guerra ha sido declarada. La Revelación no puede tardar.

—Hum. —La dificultad estribaba en que Halcopéndola nunca los había concebido como criaturas dotadas de voluntad. Al igual que los ángeles, ellos eran meras fuerzas, emanaciones, condensaciones de una energía oculta, objetos naturales, en realidad, y no más dotados de voluntad que las piedras o la luz del sol. El hecho de que tuvieran formas que parecieran contener voluntades, de que poseyeran voces y rostros con expresiones cambiantes y de que revoloteasen por todas partes con un propósito aparente, ella lo había atribuido a la sutileza de la percepción humana, que ve caras en las manchas de las paredes de estuco, hostilidad o amistad en los paisajes, criaturas en las nubes. Ves una vez una de esas Fuerzas, y la verás con un rostro, y un carácter; eso es inevitable. Pero La arquitectura de las casas quintas veía las cosas de muy distinta manera: parecía afirmar que si había criaturas que eran meras expresiones de las fuerzas naturales, las emanaciones involuntarias de voluntades en formación, los médiums de espíritus que sabían lo que estaban haciendo, entonces tales criaturas eran hombres, no hadas. Halcopéndola se resistía a ir tan lejos, pero se veía obligada a pensar que sí, que ellos tenían voluntades así como poderes, y deseos así como deberes, y que no eran ciegos, sino por el contrario muy largos de vista; y eso ¿adonde la llevaba?

Ciertamente, ella no se concebía como un mero eslabón de una cadena tejida por otros poderes, y sin voz ni voto en la cuestión, como al parecer pensaban de sí mismas sus primas del norte. Desde luego que no tenía la más remota intención de ser un subalterno en sus ejércitos, que, presumía ella, era en lo que pensaban convertir al emperador Federico Barbarroja, fuera lo que fuese lo que él pensara al respecto. No: a ninguno de los dos bandos estaba dispuesta a entregar tan por entero su suerte. El mago es por definición aquel que manipula y gobierna aquellas fuerzas a cuya merced vive ciegamente el común de la gente.

Estaba en una espinosa encrucijada. El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro no hubiera podido ser jamás un adversario digno de sus poderes. Y en la misma medida en que ella aventajaba a esos caballeros, en la misma medida, quizá, fuera aventajada por aquellos de quienes Russell Eigenblick era el instrumento. Bueno: era, en todo caso, una contienda digna de ella, por fin: por fin ella y lo que ella sabía —ahora, cuando sus poderes estaban en su apogeo y sus sentidos agudizados al máximo— serían sometidos a prueba, a la prueba suprema, y se sabría hasta dónde podían llegar; y si resultaran ser insuficientes, no habría al menos en la derrota ninguna deshonra.

—¿Y bien? ¿Y bien? —dijo el emperador, sentándose pesadamente.

—Ninguna Revelación —dijo ella, y se levantó—. No ahora, si la hay alguna vez.

Él se sobresaltó, y sus cejas se alzaron bruscamente.

—Es que he cambiado de parecer —dijo Halcopéndola—. Podría ser lo más acertado que usted fuese presidente por un tiempo.

—Pero usted dijo…

—Hasta donde yo sé —dijo Halcopéndola—, legalmente los poderes de ese cargo están intactos; sólo que en desuso. Una vez instalado, usted podría utilizarlos contra el Club. Tomándolos por sorpresa. Encerrándolos…

—En la cárcel. Haciéndolos matar, secretamente.

—No; pero tal vez en los entresijos del sistema legal, de donde, si la historia presente puede tomarse como guía, no podrán emerger por mucho tiempo, y, cuando lo hagan, considerablemente debilitados y muy empobrecidos…, pobres como ratas, como se suele decir.

Él le sonrió desde su asiento, una sonrisa larga, lobuna, que casi la hizo reír. Cruzó los dedos anchos y romos y asintió, complacido. Halcopéndola se volvió a la ventana pensando: ¿Por qué él? ¿Por qué precisamente él, entre todos? Y se dijo: Si repentinamente se concediera a los ratones voz y voto en la administración de una casa, ¿a quién elegirían como ama de llaves?

—Y supongo —dijo— que el ser presidente de esta nación, ahora mismo, no habrá de ser, en muchos sentidos, muy diferente de ser emperador de su antiguo Imperio. —Lo miró con una sonrisa por encima del hombro y él la escrutó por debajo de sus cejas rojas para ver si no se estaba burlando de él.— Los mismos esplendores, quiero decir —dijo Halcopéndola mansamente, levantando su copa a la luz de la ventana—. Las mismas alegrías. Las mismas tristezas… ¿Cuánto tiempo, en todo caso, esperaba usted reinar esta vez?

—Oh, no lo sé —dijo él. Bostezó inmensamente, complacientemente—. De ahora en adelante, supongo. Para siempre.

—Eso es lo que yo pensaba —dijo Halcopéndola—. En tal caso, no es menester apresurarse, ¿no es verdad?

Desde el este, a través del océano, llegaban las sombras del anochecer: un crepúsculo complejo, lívido, se volcaba como un cántaro roto en el poniente. Desde la altura de estos ventanales, fuera de sus orgullosos espacios de cristal, la lucha entre ellos podía ser observada, un espectáculo para los ojos de los ricos y los poderosos que habitaban en los lugares altos. Para siempre… Halcopéndola tenía la impresión, mientras observaba la batalla, de que el mundo entero, en ese mismo instante, se estaba sumiendo en un largo sueño, o quizá despertando de él; si lo uno o lo otro, imposible saberlo. Pero cuando se volvió de la ventana para comentarlo, vio que el emperador Federico Barbarroja estaba dormido en su silla, roncando suavemente; y su respiración ligera agitaba los pelos de su bigote rojo y su rostro estaba tan sereno como el de un niño dormido: como si, pensó Halcopéndola, nunca se hubiese despertado.

Para siempre

—Oh —dijo George Ratón cuando abrió por fin la puerta de la Alquería del Antiguo Fuero para encontrar a Auberon en el portal. Auberon había estado golpeando y llamando a voces durante largo rato (en sus andanzas había perdido no sabía dónde todas sus llaves) y ahora se enfrentaba a George avergonzado, el primo pródigo.

—Hola —dijo.

—Hey —dijo George—. Tanto tiempo sin aparecer.

—Ajá.

—Me tenías preocupado, hombre. ¿Qué demonios te pasó? ¡Desaparecer así! ¡Qué chifladura!

—Buscando a Sylvie.

—Oh, claro, sí, y dejaste a su hermano en el Dormitorio Plegable. Un tipo adorable, en realidad. Y qué, ¿la encontraste?

—No.

—Oh.

Estaban frente a frente y se miraban. Auberon, todavía aturdido por su súbita reaparición en esas calles, no podía pensar una forma de pedirle a George que lo admitiese de vuelta, aunque parecía evidente que era ésa la razón por la cual estaba ahora allí, delante de él. George se limitaba a sonreír y a menear la cabeza, los ojos negros alertas a algo no visible: otra vez colocado, supuso Auberon. Aunque en Bosquedelinde mayo apenas comenzaba a desplegarse, la única semana primaveral de la Ciudad había ya llegado y pasado, y el verano, en todo su apogeo, exhalaba sus olores más intensos, como un amante en celo. Auberon lo había olvidado.

—Bueno —dijo George.

—Bueno —dijo Auberon.

—De vuelta en Granciudad, ¿huh? —dijo George—. ¿Estabas pensando…?

—¿Puedo volver? —dijo Auberon—. Lo siento.

—Hey, no. Genial. Mucho que hacer justo ahora. El Dormitorio Plegable está vacío… ¿Por cuánto tiempo pensabas…?

—Oh, no lo sé —dijo Auberon—. De ahora en adelante, supongo. Para siempre.

Una pelota arrojada al viento, eso era él, ahora lo veía muy claro, arrojada primero desde Bosquedelinde y que, saltando a gran altura, había ido brinco tras brinco a parar a la Ciudad, y rebotado entonces dentro de aquel laberinto, las paredes y los objetos con los que chocaba determinaban su camino, hasta que (no por propia elección) había sido lanzado de vuelta hacia Bosquedelinde, para allí rebotar otra vez, los ángulos de incidencia igualando los ángulos de reflexión, y de allí nuevamente a estas calles, a esta Alquería. Y hasta la más tensa de las pelotas tendría que acabar por detenerse, que saltar más bajo, luego más bajo aún, y al fin rodar simplemente, separando las hierbas; y entonces, sostenida incluso por las hierbas, rodar más lentamente, y con un pequeño balanceo detenerse al fin.

Tres Lilas

George pareció darse cuenta en ese momento de que estaba allí, a puertas abiertas, y, asomando la cabeza para echar una mirada rápida a la horrenda calle a ver qué podía estar por suceder, atrajo a Auberon hacia el interior y cerró la puerta tras de ellos, como lo hiciera ya otra vez cierta noche de invierno en otro mundo.

—Hay algunas cartas y cosas para ti —dijo, mientras guiaba a Auberon por el pasillo y escaleras abajo hacia la cocina, y luego dijo algo más, algo acerca de cabras y tomates. Pero Auberon no oyó nada más porque un rugido de su sangre lo ensordeció y el pavoroso pensamiento de un regalo llenó por completo su cabeza: un rugido y un pensamiento que persistieron mientras George buscaba al azar entre sus tesoros de la cocina las cartas, interrumpiendo la búsqueda para hacer preguntas y observaciones. Sólo cuando advirtió que Auberon no oía ni respondía se empeñó, y sacó a relucir dos sobres largos, que habían sido depositados en una tostadora junto con algunas cartas viejas reclamando pagos y menús-souvenir.

Una sola mirada le reveló a Auberon que ninguno de las dos era de Sylvie. Los dedos le temblaron, aunque ya sin razón, cuando las abrió. Petty, Smilodon amp; Ruth se complacían en informarle que el asunto del legado del doctor Bebeagua había quedado por fin solucionado. Incluían un estado de cuentas según el cual, menos los adelantos y las costas, su saldo a favor era de $ 34,17. Si tuviera la bondad de ir y firmar algunos documentos recibiría esta suma íntegramente. El otro sobre, de grueso papel telado con un logotipo lujoso, contenía una carta de los productores de «Un Mundo en Otraparte». Habían leído con mucha atención sus guiones. Las ideas para la historia eran maravillosas y vividas, pero el diálogo era aún un tanto inconvincente. No obstante, si quisiera revisar esos guiones, o intentar algún otro, creían que pronto podría haber un sitio para él, un puesto entre los jóvenes escritores de la televisión; esperaban tener sus noticias, o en todo caso era lo que esperaban el año pasado. Auberon se echó a reír. Al fin tendría, tal vez, un trabajo; tal vez continuara con la interminable crónica del Doctor Bebeagua sobre el Prado Verde y el Bosque Agreste, aunque no de la misma forma en que lo haría el doctor.

—¿Buenas noticias? —dijo George, preparando café.

—¿Sabes una cosa? —dijo Auberon—. Últimamente están pasando en el mundo cosas muy extrañas. Extrañísimas.

—Cuéntame, a ver —dijo George, queriendo decir lo contrario.

Auberon comprobaba que ahora, al salir de su larga borrachera, empezaba a percatarse de ciertas cosas con las que el resto del mundo estaba habituado a convivir. Como si fueras de pronto a volverte a tu amigo y anunciarle que hoy el cielo está azul, o mostrarle que los árboles añosos a lo largo de la acera están cubiertos de hojas.

—¿Siempre hubo árboles grandes en esta calle? —le preguntó a George.

—Eso no es lo peor —dijo George—. Las raíces me están rompiendo los cimientos. La Administración de Parques no te hace caso. —Puso el café delante de Auberon—. ¿Leche? ¿Azúcar?

—Negro.

—Rarísimo y rarisimísimo —dijo George, mientras revolvía el café con una cucharilla-souvenir, aunque no había echado nada en él—. A veces pienso que haré volar esta villa. Volver a la pirotecnia. Va a ser una ganga ahora la pirotecnia, apuesto, con todas las celebraciones.

—¿Hum?

—Eigenblick y toda esa historia. Desfiles, espectáculos. Está metido con alma y vida en todo eso. Y en los fuegos de artificio.

—Oh. —Desde su noche y su mañana con Bruno, Auberon había optado por no pensar ni hacer preguntas acerca de Russell Eigenblick. Qué extraño era el amor: podía colorear paisajes enteros del mundo, que después conservaban para siempre los colores del amor, así fueran alegres o sombríos. Pensó en la música latina, en camisetas-souvenir, en ciertas calles y lugares de la ciudad, en el ruiseñor.— ¿Tú estuviste en el negocio de la pirotecnia?

—Seguro. ¿No lo sabías? Caray. El más grande. Salía en los periódicos, hombre. Era divertidísimo.

—Nunca lo mencionaron en casa —dijo Auberon, sintiendo la exclusión familiar—. No a mí.

—¿No? —George lo miró de una manera extraña.— Bueno, todo eso tuvo un súbito final. Más o menos en la época en que tú naciste.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo?

—Circunstancias, hombre, circunstancias. —Miraba absorto su café, una melancolía extraña en George. De pronto, como si hubiese tomado una decisión, dijo:— Tú sabes que tenías una hermana, llamada Lila.

—¿Hermana? —Ésta era una idea nueva.— ¿Hermana?

—Bueno, sí, hermana.

—No. Sophie tuvo una hija, llamada Lila, que desapareció. Yo tenía una amiga imaginaria, y se llamaba Lila. Pero una hermana, no. —Reflexionó un momento—. Sin embargo, yo siempre tuve la sensación de que había tres. No sé por qué.

—La que tuvo Sophie, de ella estoy hablando. Yo siempre pensé que lo que pasó allá… Bueno, no tiene importancia.

Pero Auberon ya estaba harto de misterios.

—No, uh-uh, espera un momento. Nada de «no tiene importancia». —George alzó la vista, sorprendido y culpable ante el tono de Auberon.— Si hay una historia, quiero oírla.

—Es una larga historia.

—Tanto mejor.

George reflexionó. Se levantó, se puso su viejo cárdigan y se volvió a sentar.

—De acuerdo. Tú lo has querido. —Pensó durante un rato cómo empezar. Décadas y décadas de drogas raras habían hecho de él un narrador de historias vivido pero no siempre coherente.— Fuegos artificiales. ¿Tres Lilas, dijiste?

—Una era imaginaria.

—Mierda. Yo me pregunto de dónde salen las otras dos. En todo caso, hay una en esta historia que era falsa: como una nariz postiza. Quiero decir, exactamente igual. Ésa es la historia de los fuegos artificiales: ésa misma.

»Mira, hace mucho tiempo, un día, Sophie y yo… Bueno, era un día de invierno, y yo había ido allá, a Bosquedelinde, y ella y yo… Pero yo nunca pensé que pudiera resultar nada de eso, ¿te das cuenta? Una especie de locura, hombre. Quiero decir que el atrapado fui yo. Mientras tanto, me di cuenta de que había algo entre ella y Fumo. —Miró a Auberon.— Cosa sabida, ¿acertado?

—Equivocado.

—Tú no… Ellos no…

—Ellos nunca me dijeron nada. Yo sabía que había habido un bebé, Lila, de Sophie. Y que luego desapareció. Eso es todo lo que yo supe.

—Bueno, escucha. Hasta donde yo sé, Fumo todavía cree que él es el padre de Lila. Así que, ya sabes, punto en boca es decididamente la palabra clave en esta historia. ¿Qué pasa?

Auberon se estaba riendo.

—No, nada —dijo—. Sí, seguro, punto en boca.

—Como sea. Hace…, ¿cuánto?…, veinticinco años tal vez. Yo andaba enloquecido con la pirotecnia, a causa de la Teoría de los Actos. ¿Recuerdas la Teoría de los Actos? ¿No? Caray, las cosas no duran mucho en ese campo en los tiempos que corren, ¿no? La Teoría de los Actos dice… Dios, no sé si yo mismo recuerdo cómo era la cosa, pero era la idea de cómo funciona la vida…, que la vida es actos, y no pensamientos ni cosas: un acto es un pensamiento y una cosa a la vez, sólo que tiene tal y tal forma, ¿te das cuenta?, y por tanto puede ser analizado. Cualquier acto, de cualquier especie, levantar una taza, o una vida entera, o la evolución misma, todos los actos tienen una misma forma; dos actos juntos son otro acto con la misma forma; la vida toda no es sino un gran acto formado por un millón de actos más pequeños…, ¿me sigues?

—No del todo.

—No importa. Ésa fue en todo caso la razón por la cual me metí en ese asunto de los fuegos artificiales, porque un cohete es la misma cosa: ignición, combustión, explosión, extinción. Sólo que algunas veces ese cohete, ese acto, pone en marcha una nueva ignición, combustión, explosión y así sucesivamente, ¿captas la idea? Y de ese modo puedes montar un espectáculo que tiene la misma forma de la vida. Actos, actos, todo actos. Casquillos: dentro de un casquillo puedes apilar un ramillete de otros, que hacen explosión después del grande, empaquetados como están en él como un polluelo dentro de un huevo, y dentro de ese polluelo hay más huevos con más polluelos, y así sucesivamente hasta el infinito. Tracas: una traca tiene la misma forma que la sensación de estar vivo: un ramillete de pequeñas explosiones y combustiones que se producen todas a la vez, se extinguen, se encienden, se extinguen, todo eso al mismo tiempo forma un cuadro, como la imaginación crea cuadros en el aire.

—¿Qué es una traca?

—Una traca, hombre. Fuegos chinos. Tú sabes, la que forma un cuadro de dos buques de guerra ametrallándose mutuamente, y se transforma en la Old Glory.

—Oh, sí.

—Eso es. Lanzamientos, los llamamos. Igual que el pensamiento. Pocas personas lo entendieron, además. Algunos críticos. —Calló durante un rato, recordando vívidamente la balsa fluvial en la que había montado «El Acto en Cadena» y otros espectáculos. La obscuridad, el chapoteo del agua viscosa; el olor a yesca. Y después el cielo, repleto de fuego, que es como la vida, que es luz que se enciende y se consume y se extingue y por un instante traza una figura en el aire que no puede ser olvidada pero que, en un sentido, nunca ha estado allí. Y él corriendo de un lado a otro como un loco, gritando a sus ayudantes, disparando casquillos desde el mortero, el pelo chamuscado, la garganta ardiéndole, la chaqueta comida por las polillas de las chispas, mientras allá arriba cobraban forma sus pensamientos.

—Lila —dijo Auberon.

—¿Mm? Ah, sí. Bueno… Yo había estado trabajando durante semanas y semanas en la preparación de un nuevo espectáculo. Tenía algunas ideas nuevas a propósito de guarniciones, y era… Bueno, era mi vida, hombre, noche y día, mi vida entera. Entonces una noche…

—¿Guarniciones?

—Las guarniciones son la parte del cohete que explota al final, como una flor. Mira, tienes el cohete, y aquí está tu caja con el compuesto que lo enciende y lo hace volar, y aquí arriba tienes tu…, ¿cómo se llama?, tu cápsula, y allí es donde va la guarnición…, estrellas, estrellas comprimidas, estrellas infladas…

—De acuerdo. Continúa.

—Bueno, yo estoy arriba, en el tercer piso, en el taller que me había montado allí…, en el piso más alto, por si algo volaba, ¿te das cuenta?, que no fuera a volar todo el edificio…, y es tarde, y oigo el timbre que suena. Todavía funcionaban los timbres en ese entonces. Así que dejo la caja y las cosas…, no puedes salir tan campante de una habitación repleta de fuegos artificiales, ¿sabes?… Y el timbre que suena sin parar, y yo bajo, quién será el pesado que se ha prendido del timbre. Era Sophie.

»Era una noche fría, llovía, recuerdo, y ella venía envuelta en un pañolón, y la cara oculta en el pañolón. Como muerta parecía, como si no hubiese dormido días y días. Los ojos grandes como platos, y lágrimas, o quizá la lluvia en su cara. Y traía un bulto en los brazos, envuelto en otro pañolón, y yo le dije: Que pasa ¿qué?, y ella me dijo: "Te he traído a Lila", y desenvolvió del pañolón esa cosa que traía.

George se estremeció hasta los huesos, un estremecimiento que parecía nacer en sus ijares y trepar hacia arriba hasta volar por encima de su cabeza erizándole los cabellos, el escalofrío del que siente, dicen, que alguien camina sobre su sepultura.

—Recuerda, hombre, que yo nunca supe nada de todo esto. Yo no sabía que era un papaíto. No había tenido noticias de allá en todo un año. Y súbitamente ahí está Sophie, de pie en el portal como una alucinación diciendo: aquí tienes a tu hija, hombre, y mostrándome a ese bebé, si eso es lo que era.

»Hombre, ese bebé estaba malucho.

»Parecía viejo. Supongo que debía de tener unos dos años en ese entonces, pero parecía tener unos cuarenta y cinco, calvo y arrugado, con esa carucha astuta de granuja con problemas. —George se echó a reír, una risa extraña.— Y se suponía que era una niña, recuérdalo. Dios, el susto que me llevé. Y allí estábamos de pie, y el crío saca su mano, así, con la palma abierta hacia arriba, y ataja la lluvia, y se echa el pañolón sobre la cabeza. ¿Qué? ¿Qué podía decir yo? El crío se había hecho entender. Los hice pasar.

»Entramos aquí. Ella puso al crío en esa silla alta. Yo no lo podía mirar, pero era como si no pudiera mirar para ningún otro lado. Y Sophie, que cuenta la historia: ella y yo, esa tarde, por extraño que pueda parecer, ella había calculado las fechas blablablabla. Lila era mi hija. Pero…, oye bien esto…, no ésta. Ella se había dado cuenta. A la verdadera la habían cambiado una noche, se la habían cambiado por ésta. Ésta no es real. No es la Lila verdadera, ni siquiera un bebé de verdad. Yo estoy alelado. Voy y vengo de un lado a otro tambaleándome y diciendo: ¡Qué! ¡Qué!, y todo el tiempo —empezó a reírse de nuevo, sin poder contenerse— ese crío está sentado allí en esa actitud… no puedo describirla… y esa mueca de burla en su cara como si… ya lo sé, ya lo sé, he oído este disparate un millón de veces… como si estuviera aburrido y lo único que yo podía pensar era que necesitaba un cigarro en la boca para completar el cuadro.

»Sophie estaba como enloquecida. Temblando. Tratando de contarme toda la historia al mismo tiempo. De pronto se interrumpió, no podía seguir. Parece que la criatura estaba bien al principio, ella nunca notó la diferencia; ni siquiera podía decir qué noche había sucedido, porque parecía tan normal… Y hermosa. Sólo que tranquila. Demasiado tranquila. Como pasiva. Y entonces…, unos pocos meses antes… empezó a cambiar. Muy lentamente. Luego más rápido. Empezó a marchitarse. Pero no estaba enferma. El doctor la examinó al principio, todo bien, buen apetito, sonriente… pero envejeciendo. Oh, Dios. Yo le echo una manta sobre los hombros y me pongo a preparar el té y le digo: ¡Serénate! ¡Serénate! ¡Serénate! Y ella me está contando cómo se dio cuenta de lo que había sucedido… y yo todavía sin convencerme, hombre, pensando que ese crío debía ver a un especialista… y cómo ella había empezado a ocultarlo de todo el mundo, y ellos a preguntar, a ver, que cómo está Lila, y cómo es que nunca la vemos ya. —Otro acceso de risa incontrolada. George estaba de pie ahora, representando las partes de la historia, especialmente su propio desconcierto, y de pronto se volvió, los ojos abiertos de espanto, hacia la silla alta vacía.— Entonces miramos. La criatura había desaparecido.

»No estaba en la silla. No estaba en el suelo.

»La puerta está abierta. Sophie está aterrorizada, deja escapar un gritito: ¡Ah!, y me mira. ¿Ves?, yo era su papi. Yo tenía que hacer algo. Era para eso que ella había venido. ¡Dios! El solo pensar en esa criatura suelta correteando por mi casa me daba escalofríos. Salí al pasillo. Nadie. Entonces la vi trepando por la escalera. Peldaño por peldaño. Parecía…, ¿cuál es la palabra…?, deliberada: como si supiera adonde iba. Así que dije: "Eh, espera un segundo, tío…", no podía pensar en eso como una niña…, y la cogí del brazo. Tenía un tacto extraño, frío y seco, como coriáceo. Me miró con esa expresión de odio… (¿quién carajo eres tú…), y me empujó hacia atrás, y yo tiré hacia delante y… —George se sentó otra vez, abrumado.— La rompí. Le hice un agujero a esa cosa maldita. Rrrrrip. Un agujero cerca del hombro. Y podías mirar a través de él, como si fuera una muñeca… vacía. Lo solté de prisa. No parecía que le doliera, no, sólo dejaba colgar el brazo, como diciendo, caray, ahora está hecho mierda, y seguía trepando; y el pañolón se le estaba cayendo, y yo pude ver que había otras roturas y grietas aquí y allí…, en las rodillas, ¿sabes?, y en los tobillos. La criatura se estaba desarmando.

»De acuerdo. De acuerdo. ¿Qué podía yo pensar entonces? Volví aquí. Sophie estaba como loca, con esos ojos inmensos. "Tienes razón", le dije. "No es Lila. Y tampoco es mía".

»Sophie se vino abajo. Como si se disolviera. Ésa era la última gota. Se deshacía, hombre, la cosa más triste que he visto en mi vida… "Tienes que ayudarme, tienes que hacerlo…", ¿sabes? De acuerdo. De acuerdo. Te ayudaré, pero ¿qué demonios se supone que tengo que hacer? Ella no lo sabía. Era cosa mía. "¿Dónde está?", me preguntó Sophie. "Se fue arriba", dije. "A lo mejor tiene frío. Hay un fuego allá arriba". Y ella me miró súbitamente con esos ojos…, horrorizada, pero demasiado cansada para hacer algo o hasta sentir nada… No lo puedo describir. Me agarró la mano y dijo: "No dejes que se acerque al fuego, por favor, ¡por favor!".

»"Vamos, ¿de qué estás hablando?", le dije. "Mira, tú te quedas aquí sentada y entras en calor, y yo iré a ver". Qué demonios iba a ir a ver, no lo sabía. Cogí el bate de béisbol, más vale estar preparado, ¿sabes?, y salí, y ella seguía implorándome: "No dejes que se acerque al fuego".

George reprodujo en mímica la subida sigilosa por la escalera y la entrada en el estudio del segundo piso.

—Entro, y allí estaba. Al lado del fuego. Sentada en el cómo se llama, en el hogar. Y no puedo creer a mis ojos: porque está allí sentada y va y mete la mano en el fuego…, ¡sí!, mete la mano en el fuego y coge las brasas incandescentes, las coge, sí, y, pop, se las mete en la boca.

Se acercó a Auberon, aquello no sería creíble si él no agarraba la muñeca de Auberon para refrendar su veracidad.

—Y las mastica, crunch, crunch. —George hizo el gesto como si comiera una nuez.— Crunch. Crunch. Y me sonríe…, me sonríe. Podías ver las brasas relucientes dentro de su cabeza. Como en una de esas linternas de calabaza. Y se apagaban, y entonces cogía otra. Y caray, si iba como cobrando vida después de eso. Espabilada, ¿te das cuenta?; un pequeño reconstituyente; se pone a saltar, ejecuta un bailecito. Desnuda ahora, por añadidura. Como un pequeño querube maligno de yeso, y roto. Juro por Dios que nada me ha asustado nunca en mi vida tanto como eso. Estaba tan asustado que ni pensar podía, a duras penas me movía. ¿Te das cuenta? Demasiado asustado para estar asustado.

»Fui hasta el fuego. Tomé la pala. Recogí un montón de brasas de lo más profundo del fuego. Se las mostré: mmm, mmm, qué rico. Sígueme, sígueme. Bravo, quiere jugar a este juego, castañas calientes, castañas muy calentitas, ven, vamos, salimos y subimos la escalera, y quiere echar mano a la pala; uh-uh, no, no, yo sigo, sigo guiándola.

»Y ahora escucha, hombre. No sé si yo estaba loco o qué. Todo lo que sabía era que esa criatura era maligna. No maligna maligna, quiero decir, porque no creo que fuera nada, quiero decir que era un muñeco o un títere o una máquina, pero que se movía, por sí mismo, como esas cosas pavorosas de los sueños que sabes que no están vivas, montones de trapos viejos o montículos de grasa que, de repente, se yerguen y empiezan a amenazarte, ¿te das cuenta? Muerto, pero móvil. Animado. Pero maléfico, una criatura terriblemente maléfica para tenerla en el mundo. Todo cuanto yo podía pensar era: líbrate de ella. Lila o no Lila. Da igual. Lí-bra-te-de-ella.

»Y de todos modos ella me sigue. Y arriba, en el tercer piso, del otro lado de la biblioteca está, ya sabes, mi estudio. ¿Sí? ¿Ves la cosa? La puerta está cerrada, por supuesto; yo la había cerrado cuando bajé, siempre lo hacía; nunca se es cuidadoso por demás. Yo trato de abrirla, y la cosa me está mirando con esos ojos que no eran ojos, y, oh, mierda, en cualquier momento se va a dar cuenta de la trampa. Empujo la pala bajo su nariz. La condenada puerta no se abre, no quiere abrirse, y al fin se abre… y…

Con un potente ademán imaginario, George empujó la pala llena de carbones al rojo vivo al estudio repleto de fuegos artificiales cargados. Auberon contuvo el aliento.

—Y luego a la criatura

Con una rápida, cautelosa patada, con el costado del pie, George empujó también al interior del estudio a la falsa Lila.

—¡Y ahora la puerta! —Cerró la puerta de un golpe, mirando a Auberon con el mismo terror loco y la misma prisa que debió de reflejarse en sus ojos esa noche.— ¡Listo! ¡Listo! Volé escaleras abajo. «¡Sophie! ¡Sophie! ¡Corre!» Ella está aún sentada en la silla…, allí mismo paralizada. Así que la levanto…, no la llevo, la saco a empujones porque ya puedo oír allá arriba los ruidos…, la saco a empujones al corredor. ¡Bang! ¡Buuum! Salimos por la puerta de calle.

»Y allí nos quedamos bajo la lluvia, hombre, mirando para arriba. O yo al menos miraba para arriba, ella sólo como queriendo esconder la cabeza. Y ahí por las ventanas de mi estudio vuela todo mi espectáculo. Estrellas. Cohetes. Magnesio, fósforo, azufre. Luz para muchos días. Ruido. La cosa cae todo alrededor de nosotros, sisea en los charcos. De pronto, ¡baaaang! Una gran reserva secreta estalla y abre un agujero en el techo. Humo y estrellas, diantre, iluminamos todo el vecindario. Pero la lluvia arrecia y pronto, prontísimo todo se ha apagado, en el momento mismo en que llegan los polis y los coches-bomba.

»Bueno, yo tenía el estudio más que bien reforzado, ¿sabes?, puerta de acero y amianto y todo lo demás, así que el edificio no voló. Pero, por Dios, si algo quedó de la criatura aquélla, o lo que fuera…

—¿Y Sophie? —dijo Auberon.

—Sophie —dijo George—. Le dije: «Oye, está todo arreglado».

»"¿Qué?", dice ella. "¿Qué?"

»"Que está todo arreglado. Que la he volado. No queda ni rastro". Y oye bien esto: ¿sabes lo que hizo ella?

Auberon no pudo adivinarlo.

—Me miró… y hombre, no creo que haya visto esa noche nada tan terrible como su cara en ese momento… y dijo: «La mataste».

»Eso fue lo que dijo: "Tú la mataste". Sólo eso.

George se sentó, extenuado, deshecho, a la mesa de la cocina.

—La mataste —dijo—. Eso era lo que Sophie pensaba, que yo había matado a su única hija. Tal vez es lo que todavía piensa. No lo sé. Que el viejo George mató a su hija única, que también era de él. Que la hizo volar, en estrellas y franjas por siempre jamás. —Bajó los ojos—. No quiero que nadie me mire de la forma en que ella me miró esa noche, no, nunca, nunca más.

—Qué historia —dijo Auberon cuando al fin pudo recobrar su voz.

—Porque, ¿ves? —dijo George—. Si era Lila, pero por alguna razón misteriosa transformada…

—Pero ella sabía —dijo Auberon—. Ella sabía que no era realmente Lila.

—¿Lo sabía? —dijo George—. ¿Quién sabe qué demonios sabía ella? —Se hizo un silencio siniestro.— Mujeres. ¿Qué puedes saber de ellas?

—Pero —dijo Auberon—, lo que yo no comprendo es, en primer término, por qué ellos le llevarían esa cosa, si se veía tan a las claras que era falsa, quiero decir.

George le clavó una mirada suspicaz.

—¿Qué «ellos» son ésos? —preguntó.

Auberon hurtó su mirada de los ojos inquisitivos de su primo.

—Bueno, ellos —dijo, sorprendido y extrañamente turbado de que esa explicación hubiera brotado de sus labios—. Los que robaron la verdadera.

—Hum —dijo George.

Auberon no dijo nada más, ya que no tenía nada más que decir sobre el tema, y comprendiendo por primera vez en su vida por qué el secreto había sido tan celosamente guardado por aquellas personas a quienes él solía espiar. Contar con ellos para conseguir explicaciones era no contar con nadie, y ahora él también, lo quisiera o no, estaba juramentado al mismo silencio; y sin embargo, pensó, ya nunca más podré volver a explicar una sola cosa en este mundo sin recurrir a ese pronombre colectivo: ellos. Ellos.

—Bueno, como sea —dijo—. Hasta ahora van dos.

George alzó inquisitivamente las cejas.

—Dos Lilas —dijo Auberon. Las contó—: De las tres que yo pensaba que había, una era imaginaria, la mía, y sé dónde está. —En realidad, la sentía, muy dentro de él, tomando nota de que la había mentado.— Una era falsa. La que tú hiciste volar.

—Pero si —dijo George—, si ésa fuera la verdadera, sólo que…, Comoquiera, cambiada… Noooo.

—No —dijo Auberon—. Ésa es la que falta, la que no está explicada: la verdadera. —Miró por la ventana el rosicler del alba que se insinuaba ya sobre la Alquería del Antiguo Fuero y por encima de las altas torres de la Ciudad.— Me pregunto… —dijo.

—Yo también me pregunto —dijo George—. Daría cualquier cosa por saber.

—Dónde —dijo Auberon—. Dónde, dónde.

Pensando en despertar

Lejos, muy lejos, y soñando: dándose vuelta en sueños, inquieta, y pensando en despertarse, aunque no despertaría aún por muchos años; una comezón en la nariz, y un bostezo en la garganta. Hasta parpadeó, pero nada vio con sus ojos dormidos, nada excepto un sueño, un sueño de otoño en medio de la primavera en que dormía: el valle gris en el cual el día de su paseo la cigüeña que las había transportado, a ella y a la señora Sotomonte, había al fin pisado térra firma o algo semejante, y la señora Sotomonte había suspirado y desmontado, y ella, Lila, había rodeado con sus brazos el cuello de la señora Sotomonte para que la ayudara a apearse. Bostezaba: habiendo aprendido a hacerlo, ahora al parecer no podía parar, y aún no sabía si la sensación le gustaba o no.

—Soñolienta —dijo la señora Sotomonte.

—¿Qué lugar es éste? —dijo Lila cuando se hubo puesto en pie.

—Oh, un lugar —dijo con dulzura la señora Sotomonte—. Ven conmigo.

Una arcada rota, toscamente esculpida, o exquisitamente esculpida y brutalmente maltratada por la intemperie, se alzaba, allí, delante de ellas; no se extendía en muros: solitaria, a horcajadas del sendero cubierto de hojarasca, mostraba el único camino hacia el reseco bosque de noviembre. Lila, temerosa pero ya resignada, puso su mano joven y pequeña en la grande y vieja de la señora Sotomonte y, cual abuela y nieta en un parque frío de donde hubieran huido el verano y la alegría, echaron a andar hacia el portón: la cigüeña quedó a solas parada sobre una sola pata roja, atusándose con el pico las plumas desgreñadas y revueltas.

Pasaron por debajo de la arcada. Viejos nidos de pájaros y moho llenaban las molduras y relieves. Las tallas eran confusas, criaturas en gestación o retornando al caos. Al pasar, Lila las rozaba con la mano: no era piedra la substancia de que estaban hechas. ¿Vidrio? se preguntó. ¿Hueso?

—Cuerno —dijo la señora Sotomonte.

Se quitó una de sus numerosas capas y vistió con ella la desnudez de Lila. Lila pateaba las hojas castañas del valle, pensando que podía ser agradable echarse sobre ellas a descansar, un largo rato.

—Bueno, una jornada larga —dijo la señora Sotomonte, como si adivinara sus pensamientos.

—Pasó demasiado pronto —dijo Lila.

La señora Sotomonte pasó un brazo alrededor de los hombros de Lila; Lila tropezaba con ella, sus pies parecían haberse desconectado de su voluntad. Bostezó otra vez.

—Aw —dijo con ternura la señora Sotomonte, y alzó a Lila con un único y rápido movimiento de sus brazos fuertes. Le ciñó un poco más la capa alrededor del cuerpo, en tanto Lila se apretujaba contra ella—. ¿Fue divertido? —preguntó.

—Fue divertido —dijo Lila.

Se habían detenido delante de un gran roble a cuyos pies se amontonaban las hojas de todo un verano. En un hueco del roble, un búho, que acababa de despertarse, cuchicheaba para sus adentros. La señora Sotomonte se inclinó para depositar su carga sobre el lecho susurrante de las hojas.

—Sueña —dijo—, sueña con él.

Lila dijo algo incoherente, algo acerca de nubes y casas, y luego nada más, porque ya estaba dormida. Dormida, y sin haber notado en qué momento había empezado, soñando ya con él, con él seguiría soñando desde ese instante, soñando con todo cuanto había visto, y con todo cuanto de ello iría a resultar; soñando con la primavera como soñara con el otoño cuando se había dormido, y soñando con el invierno cuando fuera a despertarse; en la involución de su soñar, dando vuelta y alterando esas cosas que soñaba a la par que las soñaba y que estaban aconteciendo ya en otra parte. Encogió, sin saber que lo hacía, las rodillas; levantó las manos casi hasta la barbilla, en tanto ésta se inclinaba, hasta adoptar la misma forma de S que adoptara cuando habitaba en el seno de Sophie. Lila dormía. La señora Sotomonte la arropó una vez más con ternura en la capa, y entonces se irguió. Se apretó la nuca con las dos manos, echó el torso hacia atrás: jamás había estado tan cansada. Le hizo una señal al búho, cuyos ojos relucientes escudriñaban fuera de su casa en todas direcciones, y dijo:

—Tú. Cuida de ella. Vela su sueño —cosa que aquellos ojos podían hacer tan bien como cualquier par de ojos que ella conocía. Miró para arriba. El crepúsculo, incluso el interminable crepúsculo de ese día de noviembre, había casi concluido, y ella con todas sus faenas sin hacer: el fin del año no sepultado aún, y las lluvias que vendrían a enterrarlo (y un millón de larvas de insectos, un millón de bulbos y semillas) aún sin esparcir, las nubes que ensuciaban el suelo del firmamento aún sin barrer, las luces del invierno sin encender. El Hermano Viento-Norte, estaba segura de ello, andaría mordisqueando su bocado, impaciente por soltarse y echar a correr. Si hasta era un verdadero milagro, pensó, que el día siguiera a la noche, que la Tierra continuara girando, tan poco se había ocupado ella de esas cosas en los últimos tiempos. Suspiró, se dio media vuelta y (más grande y más vieja y más poderosa de lo que Lila hubiera jamás supuesto, o imaginado o soñado que pudiera ser) se expandió en todas direcciones hacia esas tareas, sin volver ni una sola vez la cabeza para mirar a su nieta adoptiva dormida entre las hojas secas.

Libro Sexto

El parlamento de las hadas

Capítulo 1

Allá arriba, en la cresta de la colina,

está sentado el viejo Rey;

tan gris ahora y tan viejo

que casi ha perdido el seso.

Allingham, Las hadas

Los primeros años que siguieron a lo que Russell Eigenblick consideraba como su entronización fueron los más difíciles que cualquier ser humano de ese entonces viviría para conocer, o así les parecería a ellos, mirando hacia atrás. Súbitas tormentas de nieve estallaron el día de noviembre en que, en contra de una oposición simbólica, fue elegido presidente, y parecía que no fueran a amainar nunca más. No es posible que siempre haya sido invierno en aquellos años, el verano debió de llegar como siempre a su tiempo, pero la sensación universal, lo que la gente recordaba en todas partes, eran inviernos: los inviernos más largos, más fríos, más despiadados que jamás se conocieran, un continuo invierno. Todas las privaciones que a su pesar imponía el Tirano, o que con alevosía infligían sus oponentes en sus revueltas contra él, eran más duras de sobrellevar a causa del invierno, de los meses y meses de aguanieve y lodo escarchado que frustraban constantemente cualquier empresa.

El invierno convertía en aventuras temibles, desalentadoras, el movimiento de camiones, el tránsito, de mercancías, de tropas de uniforme pardo; por todas partes, grabándose en la memoria con trazos indelebles, había apretados corrillos y colas de refugiados, envueltos en andrajos contra el frío; los trenes detenidos, los aviones agazapados en tierra; las nuevas fronteras en donde filas y filas de vehículos enfangados, exhalando aire frío por los tubos de escape, esperaban para ser requisados por unos guardias abrigados hasta los dientes. La escasez de todo, la lucha sin cuartel, las dificultades e incertidumbres agravadas por el frío interminable, desolador. Y la sangre de los mártires y los reaccionarios coagulada sobre la nieve sucia de las plazas de la Ciudad.

En Bosquedelinde, la casona se sometía a las indignidades: el agua congelada en las cañerías anticuadas; todo un piso clausurado, el polvo frío amontonándose en sus cuartos deshabitados; los braseros negros y melancólicos acuclillados delante de las chimeneas de mármol; y, peor aún, las láminas de plástico claveteadas por primera vez con chinches, en docenas de ventanas, transformando cada día en un día de niebla.

Una noche, Fumo, al oír ruidos en el erial del huerto, salió a ver y sorprendió con su linterna a una criatura famélica, una alimaña larga, grisácea, los ojos inyectados en sangre, la boca echando baba, muerta de frío y de hambre. Un perro abandonado, sugirieron los demás, o algo por el estilo; pero sólo Fumo lo había visto, y Fumo dudaba.

Inviernos

Había un cacharro con agua encima de la estufa instalada en la antigua sala de música, para ayudar a impedir que la sequedad continuase agrietando el artesonado del cielo raso. Un gran cajón de madera, una chapuza de carpintería de Fumo, contenía la leña para alimentar el brasero, y entre ambos, la leñera y el brasero, conferían un aire «fiebre del oro» a la encantadora estancia. Rudy Torrente había talado los troncos, y se había talado a sí mismo en la operación: se había caído de bruces con la sierra de cadena todavía en la mano, y muerto antes de tocar el suelo que (eso contó Robin, que había cambiado mucho desde que presenciara la escena) había temblado cuando el cuerpo de Rudy chocó contra él. Sophie, cuando se levantaba de su silla junto a la mesa de juego para alimentar al insaciable Moloch, tenía la horrible o al menos extraña sensación de que eran pedazos de Rudy y no de su parcela de bosque lo que le echaba en las fauces.

Cincuenta y dos

El trabajo consumía a los hombres. No habían sido así las cosas cuando Sophie era joven. No sólo Robin, sino también Sonny Mediodía y muchos otros que en los viejos tiempos de prosperidad habrían tal vez abandonado las granjas que sus padres cultivaran, regresaban ahora, sospechando que, de no tener esos acres de tierra, no tendrían nada. Rudy, después de todo, había sido una excepción: para la vieja generación la vida había sido un horizonte de infinitas posibilidades, de cambios súbitos siempre para mejor, de libertad y bienestar. Los jóvenes veían las cosas de otra manera. Su lema era, tenía por fuerza que ser, la vieja consigna de Consumir, Agotar. Y esa norma se aplicaba en todos los ámbitos de la vida: Fumo, cumpliendo con su parte, había decidido rebajar los arrendamientos o mantenerlos en suspenso indefinidamente. Y la casa delataba ese estado de cosas: estaba, o parecía estar, consumiéndose. Sophie, ciñéndose la gruesa pañoleta, alzó un instante los ojos hacia la mano y el brazo esqueléticos que dibujaban las grietas a través del techo; luego volvió a estudiar las cartas.

Consumidos, agotados y nunca reemplazados. ¿Podía ser eso? Observó la figura que había formado.

Nora Nube le había legado a Sophie no sólo sus cartas, sino también su convicción de que cada figura formada con ellas era Comoquiera contigua con todas las demás, que configuraban, todas ellas, una sola geografía, o que narraban una sola historia, aunque esa historia pudiera leerse o interpretarse de muy distintas maneras según las circunstancias, lo cual la hacía parecer discontinua. Sophie, retomando la idea de Nube en el punto en que ella la dejara, la había llevado aún más lejos: si todo era una sola cosa, una pregunta formulada continuamente debería a la larga tener una respuesta total, por muy extensa y enciclopédica que fuese: debería dar el todo por respuesta. Si ella pudiese concentrarse lo bastante, continuar formulando adecuadamente la pregunta, y con las adecuadas variantes y matizaciones, sin dejarse distraer por las respuestas adventicias a las preguntas triviales no formuladas que se infiltraban furtivamente en las combinaciones…, sí, la angina de Fumo empeorará, el bebé de Lily será varón… entonces, quizá, podría llegar a obtenerla.

La pregunta de Sophie no era exactamente la que Ariel Halcopéndola había venido a hacerse responder, pero la súbita aparición de la mujer, su inoportunidad, le habían dado a Sophie el impulso para que empezara a intentar formularla. Halcopéndola no había tenido ninguna dificultad para localizar en las cartas los grandes acontecimientos que recientemente habían tenido lugar en el mundo, así como la razón de los mismos, y hasta su propio papel en ellos, separándolos de los hechos triviales y las intrigas con la habilidad de un cirujano que descubre y extirpa un tumor. La dificultad de Sophie, desde que comenzara la búsqueda de Lila, había consistido en que la pregunta y la respuesta, con estas cartas, le parecían siempre ser una misma cosa; todas las respuestas parecían ser sólo preguntas acerca de la pregunta, cada pregunta sólo una forma de la respuesta que ella buscaba. Su larga experiencia le había permitido a Halcopéndola sortear esta dificultad, y cualquier gitana echadora de buenaventuras hubiera podido explicarle a Sophie qué era lo que tenía que hacer para obviarla o eludirla; pero quizá, si alguien se lo hubiese explicado, ella no habría puesto tanto empeño durante años y años, durante largos inviernos, en inquirirla, y no estaría tan próxima a ser, como ahora se sentía, un gran diccionario o guía o almanaque de respuestas a su (estrictamente hablando incontestable) única pregunta.

Consumidos, uno a uno, y no reemplazados; muriéndose, en realidad, aunque ellos no podían morir, o al menos Sophie siempre había imaginado que no, no sabía por qué… ¿Podía ser eso? ¿O sería tan sólo un pensamiento invernal en un tiempo de penurias y escasez?

Nube había dicho: sólo tienes la impresión de que el mundo envejece y se consume, lo mismo que tú. Su vida es demasiado larga para que durante la tuya puedas sentirlo envejecer. Lo que aprendes a medida que tú envejeces es que el mundo es viejo, y que ha sido viejo durante muchísimo tiempo.

Bueno: de acuerdo. Pero lo que Sophie sentía que estaba envejeciendo no era un mundo, sino tan sólo sus habitantes; si había realmente un mundo que ellos habitaran, un mundo distinto de ellos, y que Sophie no podía ni siquiera imaginar…, pero como fuera, suponiendo que existiese un mundo así, viejo o joven, eso no tenía importancia, si de algo estaba segura Sophie era de que, por muy densamente pobladas que esos países hubiesen podido estar en los tiempos del doctor Zarzales o en los de Paracelso, ahora no lo estaban, no por cierto densamente y ni siquiera poblados en un sentido amplio; y, pensaba Sophie, sería posible al fin —¡pronto!— si no nombrarlos, al menos contarlos, y que el número no sería alto, dos dígitos apenas, posiblemente, probablemente. Lo cual (dado que todos los autores citados en la Arquitectura, así como cualesquiera otros que por una u otra causa se hubieran interesado en la cuestión, suponían que se contaban por millares, uno por lo menos por cada flor de campanilla y cada mata de espino) podía Comoquiera significar que, ahora, en los últimos tiempos, ellos se estaban consumiendo uno por uno, del mismo modo en que se consumían esos leños musculosos con que Sophie alimentaba el fuego; o desgastados, convertidos en piltrafas por los sufrimientos, las preocupaciones y la edad, y diseminados cual cenizas por el viento.

O reducidos por la guerra. La guerra era, o así lo había determinado Ariel Halcopéndola, la relación que había transformado el mundo o este Cuento (si es que había alguna diferencia) en algo tan triste, tan desesperanzador e incierto. Como todas las guerras, una cosa no deseada, y, no obstante ello, inevitable. Con pérdidas atroces, por lo menos del lado de ellos. Qué pérdidas —y de qué modo— podían haber infligido ellos, era algo que Sophie no podía imaginar… Guerra: ¿podía ser, entonces, que todo cuanto quedara de ellos fuese un último reducto de valientes, acorralado hasta el último hombre en una desesperada acción de retaguardia?

¡No! Era algo demasiado terrible de pensar. Que pudieran morir. Extinguirse. Sophie sabía (nadie mejor) que ellos nunca habían abrigado sentimientos de amor hacia ella, ni hacia ninguna criatura como ella. Ellos le habían robado a Lila, y aunque la intención no hubiera sido la de dañar a Sophie, tampoco lo habían hecho, presumiblemente, por el amor que sintieran por Lila, sino por sus propias razones. No, Sophie no tenía motivo alguno para quererlos, pero la sola idea de que pudieran morir, desaparecer del todo y para siempre, era tan insoportable como imaginar un invierno que no tuviese fin.

Y, sin embargo, ella creía que pronto podría contar a los pocos que quedaban.

Juntó el mazo y lo abrió en abanico frente a ella; luego extrajo una por una las figuras para que representaran a los que ella ya sabía, disponiéndolos en grupos con cartas bajas como sus séquitos, sus hijos, o sus agentes, hasta donde podía imaginarlos.

Uno para dormir y cuatro para las estaciones, tres para vaticinar los destinos, dos para ser Príncipe y Princesa, uno para llevar mensajes, no, dos para llevar mensajes, uno para ir y otro para volver… Era cuestión de discriminar las distintas funciones, saber cuáles correspondían a quiénes, y cuántos se necesitarían para realizarlas. Uno para traer los regalos, tres para repartir los regalos. Reina de Espadas, Rey de Espadas y Caballero de Espadas. Reina de Oros y Rey de Oros y diez cartas bajas por sus hijos…

¿Cincuenta y dos?

¿O era simplemente que al llegar a ese número (con la sola exclusión de los Arcanos Menores, la parte de la historia que ellos encarnaban) su mazo de cartas se agotaba?

Un ruido metálico, como si allá arriba en la buhardilla un juego de atizadores y tenazas hubiese rodado por el suelo, sonó de súbito por encima de su cabeza. Fumo, Fumo atareado con la orrería. Levantó la vista. Le pareció que la resquebrajadura del cielo raso se había alargado, pero ella dudaba de que eso hubiese sucedido realmente.

Tres para hacer las labores, dos para la música, uno para soñar los sueños. Metió las manos en las mangas. Pocos, en todo caso; no legiones. El plástico tenso contra la ventana era el pergamino de un tambor batido por el viento. Al parecer —era difícil saberlo— había empezado a nevar otra vez. Sophie, abandonando el recuento (no sabía aún lo suficiente; era inútil, y más aún en una tarde como ésta, hacer especulaciones cuando se sabía tan poco), recogió las cartas y las guardó, primero en el bolso, luego el bolso en el estuche.

Durante un rato se quedó allí sentada, escuchando los martillazos de Fumo, al principio indecisos, luego más insistentes, y por último resueltos, como si fuese un gong lo que golpeaba. Al fin cesaron y con el silencio retornó la tarde.

Llevar una antorcha

—El verano —dijo la señora MacReynolds alzando levemente la cabeza de la almohada— es un mito.

Las sobrinas y los sobrinos y los hijos que la rodeaban se miraron entre ellos dubitativamente pensativos o pensativamente dubitativos.

—En el invierno —prosiguió la moribunda anciana— el verano es un mito; un cotilleo, un rumor en el que no hay que creer.

Sus familiares se aproximaron y escrutaron el rostro delicado, los párpados temblorosos de la anciana. Tan ligero era el peso de su cabeza sobre la almohada que el peinado de los cabellos enjuagados al azul se mantenía intacto, pero de que éstas serían sus últimas palabras no podía caber ninguna duda: su contrato había expirado y esta vez no le sería renovado.

—Nunca —dijo, y durante un rato permaneció en silencio, en el limbo, mientras Auberon lucubraba: ¿Nunca me olvidéis? ¿Nunca quebrantéis la fe, nunca digáis morir, nunca, nunca, nunca?— Nunca deseéis —dijo—. Tan sólo esperad, esperad con paciencia. Desear es fatal. Todo llegará. —Ellos habían empezado a llorar, alrededor de la anciana señora, a hurtadillas porque a ella la habrían impacientado las lágrimas. —Sed felices —dijo, con voz más débil—. Adiós, señora MacR. Porque las cosas… las cosas que nos hacen felices… nos hacen sabios.

Una última mirada en torno. Una tensa cruzada con Frankie MacR., la oveja negra: él no olvidará este momento, una nueva página se abre para él. La música sube de tono. Muerta. Auberon saltó dos espacios, escribió tres asteriscos in memoriam a través de la página, y la sacó de la máquina.

—Listo —dijo.

—¿Listo? —dijo Fred Savage—. ¿Concluido?

—Concluido —dijo Auberon. Juntó y emparejó de una sacudida la veintena de páginas, torpes sus manos con esos guantes a los que les había recortado las puntas de los dedos, y las metió en un sobre—. Puedes llevarlo.

Fred cogió el sobre, lo insertó con gracia debajo de su brazo y con una burlona insinuación de saludo, se preparó para salir del Dormitorio Plegable.

—¿Se supone que debo esperar? —preguntó, con la mano ya en el picaporte—. ¿Mientras ellos lo leen?

—Ah, no, no te molestes en esperar —dijo Auberon—. Es demasiado tarde. De todas maneras, tendrán que ponerlo.

—De acuerdo —dijo Fred—. Hasta luego, patrón.

Satisfecho consigo mismo, Auberon encendió la chimenea. La señora MacReynolds era uno de los últimos personajes que había heredado de los creadores de «Un Mundo en Otraparte». Una joven divorciada treinta años atrás, a fuerza de tenacidad y astucia, había logrado mantenerse en su papel a través del alcoholismo, un nuevo matrimonio, una conversión religiosa, sufrimientos, vejez y enfermedades. Liquidada ahora, sin embargo. Contrato finiquitado. También Frankie estaba por emprender un largo viaje; aunque volvería, su contrato tenía aún años de vigencia, y era, por añadidura, el amiguito del productor; volvería, sí, pero transformado en otro hombre.

¿Un misionero? Bueno, sí, en cierto sentido, tal vez un misionero…

«Más cosas deberían pasar», habíale dicho una vez, cierto día, Sylvie a Fred Savage. Y en la ya larga interpenetración de la visión de Auberon de «Un Mundo en Otraparte» con la telenovela tal como la encontrara, muchas por cierto habían pasado. Al principio, él no quería creer que fuera eso, pero parecía que sí, que las infinitas postergaciones, la lentitud y la vacuidad de la trama se debían pura y simplemente a la falta de inventiva de los autores. Un mal que, por lo menos al principio, no aquejaba a Auberon, y estaba además toda esa caterva de personajes tediosos e inverosímiles que era preciso eliminar y cuyas pasiones, celos y recelos le habían parecido tan incomprensibles a Auberon. El índice de mortalidad, por lo tanto, había sido alto durante cierto tiempo: el chirrido de neumáticos en las anegadas carreteras, el mordisco estremecedor del acero sobre el acero, el ulular de las sirenas habían sido casi constantes. A una mujer joven, drogadicta y lesbiana, con un hijo idiota a quien, por razones contractuales no podía eliminar, la había hecho desaparecer misteriosamente, a favor de una hermana gemela, idéntica a ella, perdida durante muchos años y de un carácter totalmente diferente. Todo eso le había llevado unas pocas semanas.

Los productores perdían el color viendo la celeridad con que sobrevenían y pasaban las crisis en esos días; la audiencia, decían, acostumbrada al tedio, no soportaría trombas semejantes. Pero la audiencia no parecía estar de acuerdo, y si bien se había convertido poco a poco en una audiencia un tanto diferente, no por ello era menos numerosa, o no sensiblemente menos, y más fervorosa en cambio y más devota que nunca. Además, no había suficientes escritores dispuestos a producir las cantidades de trabajo de que Auberon era capaz a las nuevas tarifas drásticamente rebajadas que ahora ofrecían, de modo que los productores, bregando por primera vez en su profesión con presupuestos exiguos, coqueteando con la bancarrota, contabilizando créditos y débitos hasta altas horas de la noche, le daban a Auberon carta blanca para hacer y deshacer.

Y así, los actores verbalizaban las frases que Fred Savage les llevaba diariamente desde la Alquería, tratando de insuflar un poco de realidad y humanidad en las ilusiones, premoniciones de grandes acontecimientos y esperanzas secretas (tranquilas, tristes, impacientes o resueltas) que infestaban a los personajes que habían encarnado durante tantos años. No existían ahora, como en los tiempos de bonanza, muchos puestos seguros para actores. Y por cada personaje surgido de la caja oracular de Auberon, había veintenas de aspirantes, incluso a sueldos que habrían causado risa en la ahora pretérita Edad de Oro. Se contentaban, agradecidos, con encarnar esas vidas singulares, yendo hacia o alejándose de un acontecimiento sensacional, cualquiera que fuese, que parecía siempre inminente, nunca revelado, y que durante todos aquellos años había mantenido pacientemente enganchada a la audiencia.

Mirando al fuego, maquinando ya nuevas intrigas y desengaños, embrollos y revelaciones, Auberon se reía. ¡Vaya sistema! ¿Cómo nadie había descubierto antes el secreto? Lo que se requería era un argumento simple, una intriga en la que todos los personajes estuvieran profundamente implicados y que avanzara lenta, progresivamente hacia una gloriosa resolución, una resolución que, sin embargo, nunca llegaría. Siempre próxima, manteniendo vivas las esperanzas, jalonada por amargas decepciones, empujando vidas y amores en lenta pero inexorable marcha hacia un presente que nunca, jamás, sucedería.

Antaño, en los buenos tiempos en que las encuestas eran tan comunes como hoy en día los registros casa a casa, los encuestadores solían preguntar a los televidentes por qué gustaban tanto los intrincados tormentos de los culebrones, y la respuesta más frecuente era que los culebrones gustaban porque eran como la vida misma.

Como la vida misma. Auberon pensaba que, bajo su mando, «Un Mundo en Otraparte» podía parecerse a muchas cosas: a la verdad, a los sueños, a la infancia, o a la suya al menos; a un mazo de naipes o a un viejo álbum de fotografías. Que fuese como la vida, no, a Auberon no le parecía, no como la suya, en todo caso. En «Un Mundo en Otraparte» un personaje que viera frustradas sus más caras esperanzas, o cumplida su misión, o a sus hijos o amigos salvados gracias a su sacrificio, era libre de morirse, o por lo menos de desaparecer; o de transformarse y reaparecer con una nueva misión que cumplir, nuevos problemas, hijos nuevos. Ninguno de ellos, a no ser que los actores que los encarnaban estuviesen enfermos o de vacaciones, una vez terminado su papel importante, cesaba simplemente de estar en la historia, y merodeaba por los alrededores del argumento con su último guión (por así decir) todavía en la mano.

Eso, en cambio, eso sí era como la vida misma: como la vida de Auberon.

No como un argumento, pero sí como una fábula o una historia con su ya bien explícita moraleja. La fábula era Sylvie; Sylvie era la alegoría contundente, rotunda, la parábola sin enigmas y no obstante llena a rebosar, inagotable, que sustentaba su vida. Algunas veces, Auberon era consciente de que esa visión le robaba a Sylvie la intensa e irreductible realidad que siempre había tenido, y que tendría aún sin duda, dondequiera que estuviese, y cuando se percataba de ello sentía vergüenza y horror, como si hubiese contado una mentira repulsiva o calumniosa sobre ella; pero eso le acontecía ahora con menos frecuencia a medida que la historia, la fábula, ganaba en perfección, se enriquecía con facetas nuevas, distintas y intrincadamente refractantes, a la vez que se tornaba más corta y fácil de narrar; sustentando, explicando y definiendo su vida, y siendo cada vez menos algo que realmente le había acontecido a él.

Eso, decía George Ratón, era llevar una antorcha. Y aunque Auberon no había oído nunca el viejo dicho, lo encontraba perfecto, porque si él llevaba una antorcha, no la llevaba como devoción ni como penitencia, sino como Sylvie. Sí, él llevaba una antorcha: ella. Ella, una antorcha a veces alta y flamígera, a veces trémula y mortecina; a su lumbre él veía, aunque no había ningún sendero que en verdad deseara alumbrar. Vivía en el Dormitorio Plegable, ayudaba en las faenas de la Alquería; un año no se diferenciaba del siguiente. Como un inválido de antiguo, renunciaba, no siempre consciente de que lo hacía, a la mejor parte del mundo, como si se tratase de algo no apto para el uso de seres como él: él no era ya alguien a quien le sucedían cosas.

Viviendo de esa forma en sus años más vigorosos, lo aquejaban algunos trastornos extraños. Nunca, a no ser en las mañanas más crudas del invierno, podía dormir más allá de las primeras horas de la madrugada. Empezó a poder ver caras en el arreglo accidental de los muebles y enseres de su cuarto, o más bien a no poder dejar de verlas: caras perversas, tontas o avisadas, caras que le hacían muecas, horriblemente heridas o deformes, capaces de expresar emociones que, sin ellas tenerlas, a él lo afectaban; animadas, sin estar vivas, y que a él le producían una vaga repugnancia. Compadecía, a su pesar, al artefacto de luz del cielo raso, dos vacíos tornillos en cruz por ojos, y una lamparilla incrustada en la estúpida, siempre abierta boca de porcelana. Las cortinas floreadas eran una muchedumbre; un congreso, o más bien dos: el de la gente-flor propiamente dicha, y el otro, el de los que espiaban desde el fondo, perfilados por los contornos de las flores. Cuando su alcoba se hubo poblado irremisiblemente, fue, sin decírselo a nadie, a consultar a un psiquiatra. El hombre le dijo que sufría de alucinaciones, el síndrome «hombre-de-la-luna», un problema bastante común, y le sugirió que saliera más; aunque una cura, dijo, llevaría años.

Años.

Salir más: George, un conquistador impenitente y exigente, y no mucho menos afortunado ahora que en sus mocedades, le presentaba mujeres, y el Séptimo Santo le proveía de otras. Pero para qué hablar de fantasmas. De tanto en tanto, dos de esas mujeres reales fundidas en una (cuando lograba, ocasionalmente, persuadirlas de que se fusionaran de ese modo) le procuraban un rudo placer que, si él se concentraba, podía ser intenso. Pero sus ensoñaciones, incidiendo en la sustancia resistente y desesperadamente sutil del recuerdo, pertenecían a un orden de intensidades muy distinto.

Él no hubiera querido que las cosas fuesen de ese modo; lo creía de verdad, honestamente. Hasta reconocía, en momentos de gran lucidez, que las cosas no serían así si él no fuese quien era: que su invalidez no era en modo alguno una consecuencia de lo que le había sucedido sino de un defecto suyo, una tara congénita; que no todo el mundo, quizá nadie más que él, habría caído en esa indolencia después de haber sido tan sólo rozado por ella, por Sylvie, y como al pasar… Y qué enfermedad la suya, anticuada y estúpida, y eliminada además casi por completo del mundo moderno…, algunas veces hasta sentía que él debía ser, aparentemente, la última víctima de ese mal, y por tanto excluido, como por una regla de higiene natural, del variado banquete que la Ciudad, incluso en su decadencia, aún podía ofrecer. Deseaba, deseaba, sí, poder hacer lo que Sylvie había hecho: decir: Al carajo el destino, y escapar. Y podía, claro que podía, sólo que no lo intentaba, no con verdadero empeño, sí, también eso sabía, pero así eran las cosas: su tara.

Y no le procuraba ningún consuelo el pensar que tal vez esa tara, el ser tan inepto para el mundo, fuera precisamente lo que significaba estar en el Cuento, en ese Cuento en el cual ya no podía negar que estaba: que tal vez el Cuento fuese la tara, que la tara y el Cuento fueran la misma cosa; que estar en el Cuento no significaba nada más que ser apto para el papel que le tocaba desempeñar en él y para nada, absolutamente nada más; como si fuera bizco, y esa bizquera le hiciese ver las cosas siempre en otra parte, pero que a todo el resto de la gente (incluso a él mismo las más de las veces) le parecía sólo una deformidad.

Se levantó, enfadado con sus pensamientos por recaer siempre en la misma vieja historia. Tenía trabajo; con eso debería bastarle; casi siempre le bastaba, y bien que lo agradecía. Las cantidades que producía, y la pitanza que por ellas le pagaban, habrían dejado perplejo al hombre tímido y afable (muerto ahora de una sobredosis accidental) a quien por primera vez Auberon le había enseñado sus guiones. La vida había sido fácil en aquel entonces… Se sirvió un whisky corto (la ginebra estaba verboten, pero su aventura le había dejado un hábito, no grave pero sí persistente, más una afición que una adicción) y se abocó a la lectura de la correspondencia que Fred le había traído del centro. Fred, su antiguo guía, era ahora su socio, y como tal descrito a los empleadores de Auberon. También era peón en la granja, y memento morí o por lo menos una lección in vivo de alguna especie para Auberon; ya no podía arreglárselas sin él, o eso le parecía. Rasgó uno de los sobres.

«Dígale a Frankie que si sigue así va a destrozar el CORAZÓN de su madre. ¿No lo ve él acaso?, ¿cómo puede ser tan CIEGO? ¿Por qué no se consigue una mujercita buena y sienta cabeza?» Auberon nunca terminaba de acostumbrarse a la suspensión de incredulidad de quienes lo oían, y siempre se sentía culpable; le parecía a veces que los MacReynolds eran reales, y que los televidentes, como esta señora, eran imaginarios; pálidas ficciones hambrientas de esa vida de carne y de sangre que creaba Auberon. Tiró la carta a la papelera. Sentar cabeza, huh; una mujercita buena. Ninguna posibilidad. Mucha sangre tendría que correr bajo los puentes antes que Frankie sentara cabeza.

Reservó para el final la última carta de Bosquedelinde, durante varias semanas en tránsito, una carta de su madre, larga y abultada, y se preparó para devorarla como una ardilla una nuez suculenta, con la esperanza de encontrar en ella alguna idea que pudiera utilizar para los episodios del mes próximo.

Algo que robar

«Tú preguntabas que le había pasado a ese señor Nube con quien, la tía abuela Nube se había casado», escribía Alice. «Bueno, en realidad, es una historia bastante triste. Sucedió hace mucho tiempo, antes de que yo naciera. Mambé la recuerda, más o menos. Se llamaba Harvey, Harvey Nube. Su padre era Henry Nube, el inventor y astrónomo. Henry solía pasar los veranos aquí, era el dueño de esa casa pequeña tan bonita en la que más tarde vivirían los Juníperos. Creo que tenía un montón de patentes, y que vivía de ellas. El viejo John había invertido algún dinero en sus inventos…, máquinas, creo, o instrumentos astronómicos, supongo; no sé qué. Una de sus cosas, en todo caso, era la vieja orrería, sí, la que está en la buhardilla de la casa…, ya sabes. Era uno de los inventos de Henry, o sea no las orrerías en general, que, lo creas o no, fueron inventadas por un tal Lord Orrery (Fumo me dijo esto). Pero Henry murió antes de que estuviera terminada (costó muchísimo dinero, tengo entendido) y más o menos en ese entonces Nora, la tía abuela Nube, se casó con Harvey. También Harvey estaba trabajando en ella. Hijo de su padre. Vi una vez una foto de él, una que le tomó Auberon, en mangas de camisa, con cuello duro y corbata (sospecho que los usaba incluso cuando trabajaba), parecía muy orgulloso y reflexivo, de pie junto al artefacto ése, la orrería, antes de que la instalasen. Era ENORME y complicada, y ocupaba casi toda la foto. Y entonces, cuando al fin acabaron de instalarla (John había muerto hacía tiempo para ese entonces), hubo un accidente, y el pobre Harvey se cayó de la cúpula misma de la casa y se mató. Supongo que entonces todo el mundo se olvidó de la orrería, o no quisieron pensar más en ella. Sé que Nube nunca hablaba de ella. Tú solías esconderte allá arriba, me acuerdo de eso. Ahora, ¿sabes?, Fumo se pasa la vida allá, en la buhardilla, tratando de ver si podrá funcionar alguna vez, y estudiando libros de mecánica y de relojería… no sé cómo le va yendo.

»Sophie dice que te recomiende que cuides tu garganta, a causa de las bronquitis, en marzo.

»El bebé de Lucy va a ser un varón.

»¿No se está alargando demasiado el invierno?

»Tu madre, que te quiere.»

Bueno. Más obscuridad todavía, o por lo menos facetas extrañas de la vida de su familia que él no había conocido. Recordaba haberle dicho a Sylvie en una ocasión que en su familia nunca había pasado nada terrible. Eso había sido, por supuesto, antes de que se enterase de la historia de las Lilas falsa y verdadera; y ahora aparecía el pobre Harvey, un joven esposo, cayéndose del tejado justo a la hora del triunfo.

Podía utilizar esa historia. No había nada, empezaba a sospechar, que no pudiese utilizar. Tenía talento para ese trabajo: verdadero talento. Todo el mundo lo decía.

Pero, mientras tanto, su escenario volvía a estar en la Ciudad. Ésta era la parte fácil, un descanso de las otras, las escenas más complejas: todo era simple en la Ciudad: la depredación, las persecuciones, la salvación, el triunfo y la derrota; los débiles al paredón, sólo los fuertes sobreviven. Escogió, de una larga hilera que habían reemplazado los anónimos en rústica de George, uno de los viejos libros del doctor. Se los había hecho mandar desde Bosquedelinde cuando se convirtió en guionista de la televisión, y, tal como había esperado, le estaban prestando una gran utilidad.

El que había cogido era uno sobre las aventuras del Lobo Gris y, mientras bebía su whisky, empezó a hojearlo, buscando algo que robar.

Escapes

La luna era de plata. El sol era de oro, o al menos enchapado en oro. Mercurio era un globo azogado, azogado con mercurio, claro está. Saturno era lo bastante pesado como para ser de plomo. Fumo recordaba que la Arquitectura asociaba algunos metales con ciertos planetas; no con estos planetas: los de la Arquitectura eran los planetas imaginarios de la magia y la astrología.

La orrería, reforzada con latón y encastada en madera de roble, era uno de esos instrumentos de principios de siglo que no hubieran podido ser más racionales, materiales y elaborados: un universo patentado, construido con varillas, esferas, engranajes y resortes galvanizados.

¿Por qué entonces Fumo no podía entenderlo?

Miró con atención una vez más el dispositivo, una especie de escape libre que estaba a punto de desmontar. Si lo desmontaba antes de comprender su función, dudaba de poder armarlo nuevamente. En el suelo, y abajo, encima de las mesas del corredor, había varios de estos escapes, todos limpios y envueltos en lienzos aceitados, y envueltos además en su misterio; este escape era el último. Supuso (no por primera vez) que nunca debió haberse metido en este brete. Volvió a estudiar el diagrama de la Enciclopedia de Mecánica que más se parecía al aparato polvoriento y oxidado que tenía ante él.

«E representa, en la figura, una rueda de escape de cuatro paletas y cuyos dientes se apoyan al girar en el trinquete curvo GFL. Una clavija, H, impide el excesivo retroceso de la paleta que un resorte sumamente delicado, K, mantiene en posición.» Dios, qué frío hacía aquí. Un resorte sumamente delicado: ¿éste? ¿Y por qué aquí parecía estar invertido? «La paleta B engrana el brazo FL, liberando la rueda de escape, uno de cuyos dientes, M…» Oh, caray. Tan pronto como las letras pasaban de la mitad del alfabeto, Fumo empezaba a sentirse atascado, impotente, como atrapado en una red. Cogió un alicate, lo volvió a dejar.

El ingenio de los inventores era asombroso. Fumo podía entender el principio de relojería en el que estaban basados todos esos artefactos: que a una fuerza impulsora —una pesa descendente, un resorte enroscado— se le impedía por medio de una rueda de trinquete consumir de una sola vez toda su energía, para que la fuese liberando poco a poco en rítmicos tics y tacs, moviendo uniformemente manecillas o planetas hasta que se consumía por completo, y que entonces se le daba cuerda otra vez. Todas las crucetas, los volantes, paletas, ruedas catalinas y tambores no eran otra cosa que dispositivos ingeniosos para mantener el ritmo regular del movimiento. La dificultad, la dificultad enloquecedora con esta orrería, aquí, en Bosquedelinde, residía en que Fumo no podía descubrir una fuerza motriz que la hiciera funcionar, o más bien había descubierto, sí, dónde se hallaba, en ese enorme cajón circular, negro y pesado como una de esas cajas fuertes de antaño, y la había examinado, pero pese a todo no alcanzaba a concebir de qué modo ese artefacto, que parecía diseñado para que otro lo impulsara, podría poner algo en movimiento.

Era una historia de nunca acabar. Se sentó sobre los talones y se abrazó las rodillas. Ahora, con los ojos a la altura del plano del Sistema Solar, miraba al sol desde la posición de un hombre en Saturno. De nunca acabar: el pensamiento despertó en él una mezcla de rencor impaciente, y de puro, intenso placer, algo que nunca había experimentado antes, salvo vagamente, cuando de muchacho había entablado relaciones con la lengua latina. El aprendizaje de esa lengua, cuando empezó a descubrir su inmensidad, le había parecido capaz de llenar su vida, todos los huecos e intersticios de su anonimato: se había sentido a la vez invadido y confortado por ella. Y la había abandonado al fin en algún momento a medio camino, después de haber lamido su magia como si fuera la crema del pastel; sin embargo, ahora su vejez acabaría la tarea: al fin y al cabo, también esto era una lengua.

Los tornillos, las esferas, las varillas, los resortes no eran una imagen sino una sintaxis. La orrería no reproducía el Sistema Solar en un sentido visual o espacial; de ser así, la bonita Tierra esmaltada en verde y azul tendría que ser una mota apenas y el aparato mismo por lo menos diez veces más grande de lo que era. No, lo que aquí se expresaba, por medio de las inflexiones y predicados de una lengua, era una serie de relaciones: y aunque las dimensiones fuesen ficticias, las relaciones mismas eran estrictamente exactas: porque el lenguaje era el número y se indentaba aquí como lo hacía en el firmamento: con la misma perfecta precisión.

Había tardado mucho en comprender este hecho, ya que no era un espíritu matemático y menos aún mecánico, pero ahora poseía su vocabulario, y su gramática empezaba a aparecer clara para él. Y suponía que, tal vez no pronto, pero con el tiempo, sería capaz de leer y comprender sus enormes frases de bronce y cristal, y que éstas no serían, como resultaron ser las de César y Cicerón, huecas casi todas ellas, tontas y sin misterio, sino que, por el contrario, le revelarían algo, algo equivalente a la codificación de que estaban investidas, algo que él necesitaba saber.

Unos pasos rápidos sonaron por la escalera y su nieto Retoño asomó por la puerta su pelirroja cabeza.

—Abuelo —dijo, paseando una mirada por el recinto y sus misterios—. La abuela te manda un bocadillo.

—Oh, fantástico —dijo Fumo—. Pasa.

El muchacho entró lentamente, con el bocadillo y una taza de té, los ojos fijos en la máquina, más atractiva y espléndida que un ferrocarril de juguete en un escaparate navideño.

—¿Anda? —preguntó.

—No —respondió Fumo, comiendo.

—¿Cuándo podrá andar? —Tocó una esfera, y retiró la mano precipitadamente cuando, con el suave desahogo del pesado contrapeso, se puso en movimiento.

—Oh —dijo Fumo—. Más o menos para cuando se acabe el mundo.

Retoño miró a su abuelo con temor y luego se echó a reír.

—Aw, qué estás diciendo.

—Bueno, no lo sé —dijo Fumo—. Porque no sé qué es lo que lo hace dar vueltas.

—Esa cosa —dijo Retoño señalando la caja negra parecida a una caja fuerte.

—De acuerdo —dijo Fumo, y se acercó a la caja, taza en mano—, pero la cuestión es qué hace andar a ésta.

Levantó la palanca que abría la puerta cerrada a presión (a prueba de polvo, pero ¿por qué?). En el interior, limpio y engrasado y listo para funcionar si pudiera, pero no podía, se hallaba el imposible corazón de la máquina de Harvey Nube: el imposible corazón, pensaba a veces Fumo, de Bosquedelinde.

—Una rueda —dijo Retoño—. Una rueda inclinada. Wow.

—Yo supongo —dijo Fumo— que tiene que funcionar por electricidad. Debajo del piso, si levantas esa tapa, hay un motor eléctrico grande y viejo. Sólo que…

—¿Qué?

—Bueno, que está con lo de atrás para adelante. Está ahí, con lo de atrás para adelante, y no por equivocación.

Retoño observó, pensativo, la disposición del aparato.

—Bueno —dijo—, tal vez esto hace andar a esto, y esto a esto, y esto a esto.

—Una buena teoría —dijo Fumo—, sólo que has vuelto al punto de partida. Todo hace funcionar a todo lo demás… Cada cosa tomando fuerzas de las otras.

—Bueno —dijo Retoño—. Si marchara a suficiente velocidad. Si funcionara con suficiente regularidad.

Veloz, y regular, y pesado era sin duda. Fumo reflexionó, pero sus ideas se atascaban en una paradoja. Si esto hacía andar a aquello, como era evidente que debiera hacerlo; y aquello hacía funcionar a esto, lo cual no parecía en modo alguno irracional; y si esto y aquello dotaban de energía a aquello y a esto… Casi la veía, articulada, ensamblada y accionada, las frases legibles a la vez hacia atrás y adelante, y por un momento apenas no pudo pensar por qué era imposible, salvo que el mundo es como es y no de otra manera…

—Y si la velocidad fuera disminuyendo —dijo Retoño—, tú podrías subir aquí de vez en cuando y darle un empujoncito.

Fumo se echó a reír.

—¿Y si te encomendáramos a ti ese trabajito? —dijo.

—A ti. —replicó Retoño.

Un empujón, pensó Fumo, un empujoncito constante de algo o de alguien; un algo o alguien, lo que fuese, que no podía ser Fumo, él no tenía las fuerzas para hacerlo, él necesitaría inducir, Comoquiera, al universo entero a apartar por un momento la mirada de sí mismo y su interminable tarea y extender un dedo inmenso para tocar estas ruedas, estos engranajes. Y Fumo no tenía motivos para suponer que esa gracia especial le fuera concedida, a él, o a Harvey Nube, y ni siquiera a Bosquedelinde.

Dijo:

—Bueno, sea como sea. De vuelta al trabajo. —Empujó con suavidad la plomiza esfera de Saturno, y ésta empezó a andar, tictac, unos pocos grados, y tras de ella todas las otras piezas, ruedas, engranajes, varillas, esferas, empezaron a moverse.

Caravanas

—Aunque tal vez —dijo Ariel Halcopéndola—, tal vez no haya una guerra.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, tras un momento de perplejidad, el emperador Federico Barbarroja.

—Quiero decir —respondió Halcopéndola— que quizá lo que a nosotros nos parece una guerra no sea realmente una guerra. Quiero decir que quizá, después de todo, no haya una guerra.

—No sea ridícula —dijo el presidente—. Claro que hay una guerra. Que nosotros estamos ganando.

Arrellanado en un amplio sillón, el emperador tenía la barbilla apoyada sobre el pecho. Halcopéndola, sentada al piano —un piano que ocupaba buena parte de la otra mitad del salón y cuyo encordado había hecho modificar para obtener de él cuartos de tono—, se complacía en tocar melodías plañideras de himnos antiguos armonizados de acuerdo con un sistema de su propia invención que en el piano alterado sonaban extraña, dulcemente discordantes. Ponían triste al Tirano. Afuera estaba nevando.

—No quiero decir —dijo Halcopéndola— que usted no tenga enemigos. Claro que los tiene. Yo me refería a la otra, a la larga, la Guerra Grande. Puede que no sea una guerra.

El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, aunque desenmascarado (los rostros tensos, fríos de sus miembros, sus abrigos obscuros aparecían en todos los periódicos), no había caído en la celada —como Halcopéndola había sabido que no lo harían— con tanta facilidad. Sus recursos eran grandes; a cualesquiera cargos que se les imputaban ellos tenían contracargos para denunciar; y contaban con el mejor asesoramiento legal. No obstante (no habían prestado oídos a Halcopéndola cuando les advirtió que ello podía ocurrir), su papel en la historia había finalizado. La lucha no hacía más que postergar un desenlace que jamás había estado en duda. El dinero se amontonaba en los meandros de la causa y explotaba a veces como bombas, causando inesperados cambios de fortuna a los miembros, pero esos respiros momentáneos nunca parecían dar al Club tiempo suficiente para recobrarse. Petty, Smilodon amp; Ruth, después de haber cobrado honorarios enormes de todas las partes, se retiraron de la defensa, en medio de misteriosas circunstancias y amargas recriminaciones; poco tiempo después salieron a la luz grandes cantidades de documentos cuya procedencia hubiera sido inútil que intentasen negar. Hombres que tuvieron en tiempos poder y sangre fría podían verse en las pantallas de todos los televisores llorando lágrimas de frustración y desesperación, llevados a la rastra a los juzgados por alguaciles de guantes blancos o indiferentes policías de paisano. La conclusión de la historia no se divulgó a los cuatro vientos porque las revelaciones más escandalosas tuvieron lugar en el invierno en que la red de comunicaciones, que durante casi setenta y cinco gloriosos años iluminara a la nación como esas sartas de farolillos que se cuelgan del árbol de Navidad, fue bruscamente cortada en casi toda su extensión por el propio Eigenblick, para impedir que pudiera caer en manos de sus enemigos; en otras partes, por sus enemigos, para impedir que cayera en poder del Tirano.

Esa guerra —la guerra de la Gente contra la Bestia, esa Bestia que detentaba el poder y pisoteaba las instituciones de la democracia, y la del Presidente-Emperador en contra de los Intereses y a favor del pueblo—, ésa, era suficientemente real. La sangre derramada en ella era real.

Las fisuras que sus golpes habían causado en la sociedad eran profundas. Sin embargo:

—Si —dijo Halcopéndola— aquellos que hemos pensado que están en guerra contra los hombres vinieron aquí, a este nuevo mundo, por primera vez, aproximadamente en la misma época en que vinieron los europeos, es decir, más o menos en la misma época en que empezó a anunciarse el advenimiento de su segundo imperio, y si vinieron aquí por las mismas razones, en busca de libertad y espacio y nuevos horizontes; en ese caso, han de haber sufrido decepciones al igual que los hombres, amargas decepciones…

—Sí —dijo Barbarroja.

—Las selvas vírgenes en que se ocultaban gradualmente taladas, ciudades edificadas en las márgenes de los ríos y las orillas de los lagos, las montañas socavadas, y sin nada del antiguo respeto europeo por los espíritus de los bosques y los duendes y los gnomos…

—Sí.

—Y si en verdad son tan largos de vista como parecen serlo, ellos mismos han de haber previsto este desenlace, han de haberlo conocido tiempo atrás.

—Sí.

—Antes incluso de que la migración comenzara. En días tan remotos como los del primer reinado de Vuestra Majestad. Y puesto que pudieron preverlo, se prepararon para enfrentarlo: fueron ellos quienes rogaron a aquel que custodia los años que le hiciera a usted dormir su largo sueño; y afilaron sus armas; y esperaron…

—Sí —dijo Barbarroja—. Y ahora por fin, aunque muy reducidos en número, al cabo de siglos de paciente espera, ¡atacan! ¡Salen de sus antiguas fortalezas! El dragón encadenado se agita en su sueño, y ¡despierta! —Ahora estaba en pie; hojas de papel impresas por computadora, estrategias, planos, cálculos resbalaron al suelo desde sus rodillas.

—Y el trato pactado con usted —dijo Halcopéndola—: que usted los ayudaría en esta empresa, que distraería la atención de la nación, la reduciría a fragmentos en guerra (muy a la manera de su antiguo imperio, ellos contaban con que usted cumpliría a la perfección ese papel), y que cuando resurgieran los antiguos bosques y marismas, cuando el tráfico dejara de existir, cuando de lo perdido ellos recuperasen lo necesario para satisfacerlos, el resto sería para usted, su Imperio.

—Por siempre jamás —dijo Eigenblick, conmovido—. Eso fue lo prometido.

—Magnífico —dijo Halcopéndola, pensativamente—. Realmente magnífico. —Golpeó el teclado; algo que sonó como Jerusalem brotó bajo sus dedos cuajados de anillos.— Sólo que nada de eso es verdad —añadió.

—¿Qué?

—Que nada de eso es verdad; es falso, una mentira, no es la realidad.

—Qué…

—No es, ante todo, suficientemente extraño. —Tocó un acorde chirriante, hizo una mueca, y probó otra vez, de otra manera.— No, yo creo que lo que está aconteciendo es algo totalmente distinto, una mutación, un cambio general que nadie ha decidido, nadie… —Pensó en la cúpula de la Terminal, en el Zodíaco invertido, y en cómo ella en un tiempo había achacado ese error al emperador que ahora tenía delante de ella. ¡Qué absurdo! Y sin embargo…— Algo —dijo—, algo así como barajar, mezclados, dos mazos de cartas.

—Hablando de cartas… —dijo él.

—O cortar un mazo —prosiguió ella, haciendo oídos sordos a su interrupción—. Usted sabe, como lo hacen a veces los niños pequeños, cuando tratan de barajarlas y ponen una mitad del mazo del revés. Y ahí las tiene, barajadas, figuras y dorsos mezclados inextricablemente.

—Yo quiero mis cartas —dijo él.

—Yo no las tengo.

—Usted sabe dónde están.

—Sí. Y si usted debiera tenerlas, las tendría.

—¡Necesito el consejo de esas cartas! ¡Lo necesito!

—Los que tienen las cartas —dijo Halcopéndola— prepararon el camino para todo esto, para su victoria tal cual es o será, tan bien o mejor que como hubiera podido hacerlo usted mismo. Mucho tiempo antes de que usted apareciera, ellos eran ya la quinta columna de ese ejército. —Tocó un acorde, agridulce, ácido como una limonada.— Me pregunto —prosiguió— si tendrán remordimientos; si se sentirán desleales o traidores hacia los de su misma especie. O si alguna vez supieron que estaban tomando partido en contra de los hombres.

—No sé por qué dice usted que no hay ninguna guerra —dijo el presidente—, y luego habla de esa forma.

—No una guerra —dijo Halcopéndola—, sino algo parecido a una guerra. Algo así como un tornado, tal vez, sí, como el avance inminente de un sistema meteórico que altera el mundo de calor a frío, de gris a azul, de primavera a invierno. O una colisión: mysterium coniunctionis, pero ¿de qué con qué? O bien —añadió (una idea que acababa de ocurrírsele)— algo así como dos caravanas, dos caravanas que, provenientes de distintos lugares y encaminándose a otros también distintos y distantes entre sí, se encuentran delante de una puerta única y juntas entran por ella, mezclándose a empellones, durante un tiempo una sola caravana, y luego a la salida separándose nuevamente para seguir cada una su camino, aunque quizá con uno que otro caravanero trocado, una o dos alforjas robadas, algún beso intercambiado…

—¿De qué está hablando usted? —dijo Barbarroja.

Halcopéndola hizo girar su taburete y se volvió hacia él.

—La cuestión —dijo— es a qué reino exactamente ha venido usted a ayudar.

—Al mío.

—Sí. Los chinos, usted sabe, creen que en lo profundo de cada uno de nosotros, no más grande que la yema de su dedo pulgar, se encuentra el jardín de los inmortales, el gran valle en el que todos somos para siempre rey.

Él se volvió hacia ella, súbitamente furioso:

—¡Qué está diciendo!

—Lo sé —dijo ella, sonriendo—. Sería una espantosa humillación que acabase usted gobernando, no a la República que se enamoró de usted, sino a un país muy distinto de ella.

—No.

—Un país muy pequeño.

—Quiero esas cartas —dijo él.

—No puede tenerlas. Ni las tengo ni si las tuviera podría darlas.

—Usted las conseguirá para mí.

—No lo haré.

—¿Qué le parecería —dijo Barbarroja— si le sacara el secreto por la fuerza? Yo tengo poder, usted lo sabe. Poder.

—¿Me está usted amenazando?

—Podría… podría hacerla asesinar. Secretamente. Sin que nadie lo supiera.

—No —dijo Halcopéndola con calma—. Hacerme asesinar no. Eso usted no lo hará.

El Tirano se echó a reír, con un fulgor siniestro en las pupilas.

—¿Que no? ¿Eso piensa usted? ¡Oh, no, usted piensa que no!

—Yo sé que no —dijo Halcopéndola—. Y por una razón extraña que usted nunca podría adivinar. He escondido mi alma.

—¿Qué?

—Que he escondido mi alma. Un truco viejo, que cualquier hechicera de aldea sabe practicar. Y práctico, además: uno nunca sabe cuándo aquellos a quienes sirve tomarán las cosas a mal y se volverán contra una.

—¿Escondido? ¿Dónde? ¿Cómo?

—Escondido, sí. En otra parte. Exactamente dónde, o en qué, claro está que no se lo voy a decir; pero ya ve usted que, a menos que lo sepa, de nada le valdrá que intente hacerme asesinar.

—Tortura —los ojos del Tirano se achicaron—. Tortura.

—Sí. —Halcopéndola se levantó del taburete. Estaba harta de esa discusión.— Sí, la tortura podría dar resultado. Pero yo ahora le doy las buenas noches. Tengo muchas cosas que hacer.

Al llegar a la puerta se volvió y lo vio, de pie, como petrificado en su postura, los ojos clavados en ella pero sin verla. ¿Habría oído, o comprendido, algo de lo que ella había tratado de decirle? Una idea la asaltó, un pensamiento extraño y terrible, y por un instante se quedó allí, inmóvil, mirándolo como él a ella, como si intentaran uno y otro recordar dónde, o si se habían encontrado antes alguna vez; y entonces, alarmada, dijo:

—Buenas noches, Vuestra Majestad. —Y salió, dejándolo solo.

Terranova

Más tarde, esa noche, el episodio de la muerte de la señora MacReynolds en «Un Mundo en Otraparte» pudo verse en la Capital. En otras partes del país la hora de exhibición era variable: en muchos había dejado de ser un drama para las horas del día y se pasaba a menudo en los espacios de trasnoche. Pero irradiarse, se irradiaba, por canal o por cable o —donde ello no era posible, donde las líneas habían sido cortadas o la transmisión prohibida—, introducido ilegalmente en pequeñas estaciones locales, o copiado y transportado por tierra, a mano, a transmisoras clandestinas, las preciosas cintas titilando en pueblecitos nevados y distantes. Un caminante que deambulara esa noche por la única calle de uno de aquellos poblados vislumbraría su resplandor azuloso en cada sala de estar; y podría ver, en una casa, a la señora MacReynolds transportada a su lecho de enferma; en la vecina, a sus hijos reunidos en torno de ella; escuchar, en la siguiente, sus palabras postreras; y en la última, antes de que el poblado terminase y comenzara la pradera silenciosa, ver a la anciana ya muerta.

En la Capital, también el presidente-emperador miraba el episodio, empañados los ojos ceñudos y aquilinos aunque de un suave color castaño. Nunca deseéis, desear es fatal. Una nube de piedad, de autoconmiseración, lo envolvió y (como suelen hacerlo las nubes) adoptó una forma: la forma del rostro altivo, socarrón e implacable de Ariel Halcopéndola.

¿Por qué yo?, se preguntó, alzando las manos como para mostrar las cadenas. ¿Qué había hecho él para que sellaran con él ese pacto abominable? Él había sido serio y trabajador, le había escrito al papa algunas cartas tajantes, había casado bien a sus hijos. Poca cosa más. ¿Por qué su nieto, Federico II, no habría sido un conductor? ¿Por qué no él? ¿Acaso no se había contado sobre él la misma historia, que no estaba muerto sino sólo dormido, y que despertaría para guiar a su pueblo a la victoria?

Pero aquélla era sólo una leyenda. No, el que estaba aquí era él, él era quien tendría que sufrirlo, por insufrible que pareciera.

Un rey en el País de las Hadas: el destino de Arturo. ¿Podía ser ésa la verdad? Un reino no más grande que la yema de su dedo pulgar, su reino terrenal tan sólo viento, el viento de su tránsito de aquí a allá, de un sueño a otro sueño.

¡No! El presidente-emperador irguió el torso. Si hasta entonces no había habido una guerra, o sólo una guerra ficticia, ese tiempo había pasado. Él lucharía; él los obligaría a cumplir al pie de la letra las promesas que le hicieran hacía tanto tiempo. Durante ochocientos años él había dormido, combatiendo con sueños, sitiando sueños, conquistando soñadas Tierras Santas, ciñendo coronas soñadas. Durante ochocientos años había codiciado el mundo, el mundo real, ese mundo que sólo podía intuir pero no ver más allá de todos los evanescentes reinos de los sueños. Halcopéndola podía tener razón, tal vez ellos nunca habían tenido esa intención. Bien podía ser (claro que podía, oh sí, ahora empezaba a ver todo muy claro) que ella estuviese confabulada con ellos desde el comienzo mismo con el solo fin de engañarlo. Casi le daba risa, una risa horripilante, pensar que en un tiempo no sólo le había creído, sino hasta se había respaldado en ella. Nunca más. Él iba a luchar. Por cualquier medio, obtendría de ella esas cartas, sí, aunque ella desatara contra él sus terribles poderes, él las conseguiría. A solas, sin ayuda de nadie, él lucharía, lucharía por conquistar su grandiosa, sombría y nevada Terranova.

—Sólo esperad —dijo, agonizante, la señora MacReynolds—. Sólo esperad con paciencia. —El caminante solitario (¿refugiado?, ¿vendedor?, ¿espía policíaco?) pasó por la última casa del poblado y echó a andar por la desierta carretera. Atrás, en las casas, uno a uno, los ojos azulosos de los televisores se cerraron. Un programa de noticias había comenzado, pero ya no había más noticias. Ellos se iban a dormir; la noche era larga; soñaban con una vida que no era la suya, una vida que pudiera llenar la suya, con una familia en otra-parte y una casa que la tierra lóbrega pudiera una vez más transformar en un mundo.

En la Capital nevaba aún. La nieve que blanqueaba la noche, desdibujando las siluetas de los monumentos que se divisaban a la distancia a través de los ventanales de parteluz del presidente, se amontonaba a los pies de los héroes, obstruía las entradas de los garajes subterráneos. En algún lugar un automóvil atascado gemía rítmica e inútilmente intentando escapar de un alud.

Barbarroja lloraba.

A punto de acabar

—¿Qué quieres decir? —preguntó Fumo—. ¿Qué es eso de a punto de acabar?

—Quiero decir que creo que está a punto de acabar —dijo Alice—. No acabado, todavía no; sólo a punto.

Se habían acostado temprano —lo hacían a menudo en estos tiempos, ya que la gran cama con su alta pila de mantas y calientapies era el único lugar de la casa donde podían sentirse realmente abrigados. Fumo usaba un gorro de dormir: las corrientes eran las corrientes, y nadie al fin y al cabo podía ver lo ridículo que quedaba. Y conversaban. Muchos enredos personales fueron desenmarañados durante esas noches largas, o demostraron ser, en todo caso, desenmarañables, lo cual, Fumo suponía, era más o menos la misma cosa.

—Pero ¿cómo puedes decir eso? —dijo Fumo, dándose vuelta y levantando como sobre una gran ola a los gatos embarcados a los pies de la cama.

—Bueno, por Dios —dijo Alice—, ha sido bastante largo, ¿no te parece?

Él la miró, miró su rostro pálido, sus cabellos casi blancos apenas discernibles en la obscuridad contra la funda blanca de la almohada.

¿Cómo tenía siempre ella a flor de labios esas no-respuestas, esas explicaciones que soltaba con un tono tal de consecuencia lógica y que no explicaban nada, o lo mismo que nada? Era algo que a él nunca dejaba de asombrarlo.

—No es eso lo que quise decir, exactamente. Supongo que lo que quise decir es que cómo sabes tú que está a punto de acabar. Lo que sea.

—Yo no estoy segura —dijo ella, después de una larga pausa—. Sólo que al fin y al cabo me está pasando a mí, en todo caso en parte, y yo me siento a punto de acabar, en cierta forma; y…

—No digas eso —dijo él—. No se te ocurra, ni en broma.

—No —dijo ella—. Yo no hablaba de morir. ¿Fue eso lo que tú pensaste?

Era eso, sí; él ahora veía que no había entendido absolutamente nada, y se dio vuelta otra vez.

—Bueno, al diablo —dijo—. La verdad es que nunca tuvo nada que ver conmigo.

—Huy, huy —dijo ella, y se le acercó un poco más y le pasó un brazo alrededor—. Huy, Fumo, no seas así. —Levantó las rodillas detrás de las de él, y quedaron juntos los dos como una doble S.

—¿De qué forma?

Durante un rato Alice permaneció callada. Luego:

—Es sólo un Cuento —dijo—, y los cuentos tienen siempre un comienzo, una trama y un final. Cómo y cuándo empezó, yo no lo sé, pero sé que por la mitad…

—¿Qué ocurrió por la mitad?

—¡Tú estabas en él! ¿Qué ocurrió? ¡Apareciste tú!

Él oprimió contra su cuerpo la mano familiar de Alice.

—¿Y qué hay del final? —dijo.

—Bueno, de eso se trata —dijo ella—. Del final.

A prisa, antes que esa cosa enorme, esa obscura amenaza que creía entrever en sus palabras, se apoderase solapadamente de él, Fumo dijo:

—No, no, no, no. En la vida no existen esos finales, Alice. Ni tampoco hay comienzos. Todo acontece en la mitad. Como en la telenovela de Auberon. Como en la historia. Una cosa después de otra, siempre es así.

—Los cuentos siempre tienen un final.

—Bueno, eso es lo que dices tú, eso dices tú, pero…

—Y la casa —dijo ella.

—¿La casa? ¿Qué pasa con ella?

—¿No podría también ella tener un final? Se diría que lo va a tener, y no dentro de mucho; y si lo tuviera…

—No, sólo seguirá envejeciendo.

—Se caerá de vieja…

Fumo pensó en las paredes resquebrajadas, en los cuartos vacíos, en las filtraciones de agua en los cimientos, en los postigos despintados y cada vez más combados, en cómo se iba pudriendo la mampostería, en las termitas.

—Bueno, pero ella no tiene ninguna culpa —dijo.

—No, claro que no.

—Electricidad, eso es lo que necesitaría tener. En cantidad. Fue construida para que la tuviese. Bombas. Agua caliente en las tuberías, agua caliente en los calefactores. Luces. Ventiladores. Las cosas se resecan y se resquebrajan porque no hay calor, porque no hay electricidad, y…

—¿Y de Russell Eigenblick quién, te parece a ti, tiene la culpa?

Por un instante, sólo un instante, Fumo se permitió sentir que el Cuento se cerraba alrededor de él, alrededor de todos ellos, alrededor de todo lo existente.

—Oh, qué ocurrencia —dijo, un conjuro tan sólo para exorcizar la idea, pero la idea persistió.

Un Cuento: una broma monstruosa se diría, más bien: el Tirano instalado al cabo de sabe Dios cuántos años de preparativos y de derramamiento de sangre, de divisiones e inmensos sufrimientos, y todo ello tan sólo para privar a una casa vieja de lo que necesitaba para seguir viviendo, para que el final de un cuento intrincado, que coincidía con el final de la casona, se pudiera producir o quizá tan sólo apresurar; y él heredando esa casa, tal vez desde el principio atraído hacia ella con el señuelo del amor sólo para que con el tiempo pudiese heredarla, y heredarla tan sólo para que (pese a todos sus esfuerzos, las herramientas y utensilios nunca lejos de sus manos inhábiles, todo para nada) pudiera presidir —tal vez a causa, incluso, de alguna torpeza o estupidez que él bien pudo haber cometido— su disolución; y esa disolución, a su vez, traer consigo…

—Bueno, ¿y entonces? —dijo—. ¿Si no pudiéramos seguir viviendo aquí?

Alice no le contestó, pero su mano buscó la de él y la retuvo.

Diáspora. Eso pudo leer él en el tacto de su mano.

¡No! Tal vez ellos pudiesen, sí, imaginar una cosa así (aunque cómo, si siempre había sido más la casa de ellos que la suya), tal vez Alice podía, o Sophie, o las chicas, imaginar un imposible destino imaginario, un lugar tan lejano… Pero él no, él no podía. Él recordaba una noche fría, años atrás, y una promesa: la primera noche que Alice y él se habían acostado en la misma cama, arropados hasta la barbilla, con los cuerpos muy juntos y formando una doble S, la noche en que él había comprendido que para ir a donde ella fuese, para no quedarse solo, tendría que reencontrar dentro de sí un deseo infantil de creer que nunca había ejercitado, incluso ya en ese entonces en desuso desde hacía mucho tiempo; y que tampoco ahora estaba más dispuesto que antes a ejercitar.

—¿Tú te irías? —preguntó.

—Pienso que sí.

—¿Cuándo?

—Cuando sepa adonde se supone que tengo que ir. —Se apretó contra él, como disculpándose.— Cuando sea. —Silencio. Fumo sentía en el cuello el cosquilleo acariciador de su respiración—. No pronto, tal vez. —Restregó la mejilla contra el hombro de Fumo.— E irme, tal vez no; irme irme, quiero decir, tal vez nunca.

Pero eso lo decía sólo para tranquilizarlo, él sabía eso. Al fin y al cabo, él nunca había sido nada más que un personaje secundario en ese destino; y siempre había supuesto que, de una u otra manera, quedaría al margen: no obstante, ese sino había quedado en suspenso durante tanto tiempo, sin que le causara a él ningún dolor, que (aunque sin olvidarlo nunca del todo) había optado por ignorarlo; y hasta se había permitido algunas veces creer que él, gracias a su bondad y su paciencia y su fidelidad lo había alejado para siempre. Pero no. Estaba allí: y con toda la dulzura de que era capaz, aunque de manera inequívoca, ella se lo estaba diciendo.

—Claro —dijo él—. Claro. ¡Clarísimo!

Esa palabra era una clave para ellos, y significaba: No he entendido nada, absolutamente nada, pero mi capacidad de comprensión ha llegado al límite, y en todo caso confío en ti hasta ese extremo, así que hablemos de otra cosa. Pero…

—Claro —dijo de nuevo, pero esta vez con otro significado, porque acababa de percatarse de que había una forma, una forma imposible, inaccesible, pero la única existente para luchar contra eso, ¡luchar, sí!, y que él tendría, Comoquiera, que encontrar esa forma.

Ahora, esta casa era su casa, suya, sí, maldición, y él tendría que mantenerla viva, de eso se trataba. Porque si la casa vivía, si podía vivir, tal vez el Cuento no podría acabarse ¿o sí? Nadie necesitaría irse, quizá nadie pudiera irse (¿qué sabía él de todo eso?) si la casa siguiera en pie, si hubiera alguna forma de detener o revertir su decadencia. Eso era lo que él tendría que hacer. Y la mera fuerza no bastaría, no su fuerza, en todo caso: se necesitaría inteligencia. Algo habría que pensar, un pensamiento enorme (¿lo sentía él, naciendo ya desde lo más profundo de su ser, o era sólo una esperanza ciega?); se necesitaría coraje y decisión, y una tenacidad inflexible como la de la muerte. Pero ésa era la forma: la única forma.

El acceso de energía y resolución lo agitó en la cama, haciendo revolotear la borla de su gorro de dormir.

—Claro, Alice, claro —volvió a decir. Y la besó una vez con fervor (¡suya también ella!) y otra vez, con firmeza, mientras Alice se reía y lo abrazaba, ignorando (pensó) lo que él acababa de resolver: que se consagraría con alma y vida a la tarea a subvertirla; y ella lo besó a su vez.

¿Cómo podía ser, preguntaba Llana Alice mientras se besaban, que el decirle esas cosas al esposo que amaba, en una noche como ésta, la más obscura del año, no la llenara de tristeza sino por el contrario de alegría, de una esperanzada felicidad? El final: tener el final del Cuento significaba para ella tener todo el Cuento para siempre, sin que le faltase nada, entero al fin y sin fisuras, con seguridad Fumo no podía quedar fuera de él, no ahora que se había imbricado en su trama tan profundamente. Sería bueno, tan bueno tenerlo todo de una vez, del principio al fin, como una larga, larguísima labor que se ha ido ejecutando de a poquito, con la esperanza y la fe de que la última puntada, el último tirón de las hebras, el remate y el nudo final, le otorgaran repentinamente todo su sentido; ¡qué alivio! Todavía no, aún no del todo; pero ahora, en este invierno, Alice podía al fin creer, ya sin reservas, que lo tendría: tan próxima se sentía ya.

—O quizá —le dijo a Fumo, que por un instante había distraído de ella su atención— quizá sólo comienza. —Fumo gruñó, sacudiendo la cabeza, y ella se rió y se estrechó contra él.

Cuando en la cama cesó la conversación, la niña que desde hacía un rato había estado escuchándolos y observando cómo se agitaban las mantas, se dio vuelta para salir de la alcoba. Descalza, había entrado sin hacer ruido por la puerta que siempre dejaban abierta para que los gatos pudieran ir y venir, y allí, oculta entre las sombras, había permanecido, observando y escuchando con una sonrisita en los labios. Dado que una cadena montañosa de mantas y edredones se alzaba entre sus cabezas y el resto de la habitación, Alice y Fumo no la habían visto. Y los gatos olvidadizos, que habían abierto grandes los ojos cuando entró, habían vuelto a dormir sus sueñecitos entrecortados. Por un momento la niña se detuvo en la puerta, porque la cama estaba haciendo ruidos otra vez, pero como de éstos no podía sacar nada en limpio, eran meros susurros, no palabras, salió al corredor. Salvo el difuso resplandor de la nieve que se filtraba a través de la ventana del fondo, no había allí ninguna luz, y la niña avanzó lentamente, como una ciega, a pasitos cortos y silenciosos, con los brazos extendidos entre las puertas cerradas. A medida que avanzaba, consideraba cada puerta inexpresiva y reflexionaba un instante, pero en cada una meneaba la rubia cabeza; hasta que al fin, al dar vuelta un recodo, llegó a una abovedada, y entonces sonrió, y con sus manos giró el pomo de cristal y la abrió de un empujón.

Capítulo 2

Hacer hincapié en la estupidez de la ficción, en la absurda irrealidad de las conductas, en la confusión de los nombres y costumbres de épocas diferentes, y en la imposibilidad de los acontecimientos bajo cualquier sistema de vida, era criticar inútilmente la imbecilidad irremediable, errores demasiado evidentes, y por añadidura demasiado groseros.

Johnson, A propósito de Cymbeline

También Sophie se había acostado temprano, y no para dormir. Con un cárdigan sobre la vieja mañanita estampada de su camisón, acurrucada en la cama al lado de la vela instalada sobre la mesa de noche, sólo dos dedos dejaba asomar por encima de las mantas para mantener abiertas las páginas del segundo volumen de una antigua novela en tres. Cuando la vela empezó a extinguirse, sacó otra del cajón de la mesilla, la encendió en la primera y la insertó en el candelero. Lejos, lejos estaba aún la boda final: apenas acababan de guardar en el viejo arcón el testamento secreto; la hija del obispo pensaba en el baile. La puerta se abrió, y una niñita entró en la alcoba de Sophie.

Qué sorpresa

Llevaba un vestidito azul, sin mangas ni cinturón. Dando un pasito hacia el interior, con la mano todavía en el pomo y la sonrisa de una niña que tiene un secreto, un secreto fabuloso que ignora si alegrará o enfadará a la persona adulta que tiene ante ella, esperó un momento, en el quicio, vagamente iluminada por la vela, la barbilla recogida sobre el pecho, los ojos alzados hacia una Sophie petrificada de asombro en su cama.

Al fin dijo:

—Hola, Sophie.

Era igualita a como Sophie había imaginado que sería a la edad que habría tenido en la época en que Sophie cesó de poder imaginarla. La llama de la vela, al temblar en la corriente que soplaba por la puerta abierta, proyectaba sombras misteriosas sobre la niña, y un terror y una sensación de extrañeza que jamás había experimentado sobrecogió a Sophie por un momento; pero no, éste no era un fantasma. Sophie podía estar segura de ello por la forma en que la niña, después de entrar, se había dado vuelta para empujar la puerta y cerrarla. Ningún fantasma hubiera hecho eso.

Despacito, con las manos enlazadas en la espalda, con su secreto en su sonrisa, se acercó a la cama. Le dijo a Sophie:

—¿Puedes adivinar mi nombre?

Que la niña hablase era, por alguna razón, más difícil de aceptar para Sophie que el hecho de que estuviese allí. Y Sophie supo por primera vez lo que era no creer a sus oídos: ellos le decían que la niña había hablado, pero Sophie no lo creía, y no podía imaginarse respondiéndole. Hubiera sido como hablar con una parte de ella misma, una parte que repentina e inexplicablemente se hubiera separado de ella y vuelto para enfrentarla, e interrogarla.

La niña soltó una risita; se estaba divirtiendo.

—No puedes —dijo—. ¿Quieres que te dé una pista?

¡Una pista! No era un fantasma, y no era un sueño, porque Sophie estaba despierta; no era su hija, ciertamente, porque su hija le había sido robada hacía más de veinticinco años, y ésta era una niña; sin embargo, Sophie sabía su nombre, por supuesto. Levantó las manos hasta su cara, y por entre los dedos dijo o murmuró:

—Lila.

Lila pareció un poco decepcionada.

—Si —dijo.— ¿Cómo lo sabías?

Sophie se rió o sollozó o las dos cosas a la vez.

—Lila —dijo.

Lila se rió, e intentó trepar a la cama con su madre, y Sophie tuvo que ayudarla a subir: tomó el brazo de Lila, titubeando, temiendo que acaso sentiría el tacto de su propia mano, y de ser así… entonces ¿qué? Pero Lila era carne, carne joven, era la muñeca de una niña lo que sus dedos rodeaban: levantó el peso real y sólido de Lila con su fuerza, y la rodilla de Lila hundió el colchón y lo hizo rebotar, y cada uno de los sentidos de Sophie tuvo ahora la certeza de que Lila estaba allí, delante de ella.

—Bueno —dijo Lila, apartándose de un manotazo los cabellos dorados de los ojos—. ¿No estás sorprendida? —Observó el rostro acongojado de su madre.— ¿No me dices hola ni me besas ni nada?

—Lila —dijo Sophie otra vez, sólo eso pudo decir, porque durante tantos, tantísimos años había habido un pensamiento prohibido para ella, una escena inimaginable, ésta, que ahora, de improviso, la encontraba desarmada; y el momento y la niña eran tan exactamente iguales a como Sophie los habría imaginado, si se hubiese permitido imaginarlos…; pero no, Sophie no se lo había permitido, y por ello la tomaba ahora desprevenida e inerme.

—Tú dices —dijo Lila, apuntando a Sophie (no le había sido fácil memorizar todo el parlamento y era preciso que le saliera bien)—, tú dices: «Hola, Lila, qué sorpresa», porque no me has visto desde cuando yo era un bebé; y entonces yo digo: «He venido de muy lejos, para decirte esto y aquello», y tú me escuchas, pero primero, antes de esa parte, tú dices cuánto me has echado de menos desde que me robaron, y entonces nos abrazamos. —Abrió los brazos, adoptando una expresión de dicha radiante, para atraer a Sophie; y qué otra cosa podía hacer Sophie sino abrir los brazos también ella, aunque lenta, tentativamente (no con miedo sino con la profunda timidez que se siente ante lo inverosímil), y tomar en ellos a Lila.

—Tú dices: «Qué sorpresa», le susurró Lila al oído.

A nieve olía Lila, a ella misma y a tierra.

—Qué sorpresa —empezó a decir Sophie, pero no pudo continuar, porque un nudo de lágrimas de dolor y desconcierto le subió a la garganta detrás de las palabras, trayendo consigo todo cuanto durante aquellos largos años le fuera negado y ella misma se había negado. Sophie lloraba, y Lila, ahora ella sorprendida, intentó apartarse, pero Sophie la retuvo; y entonces Lila, para reconfortarla, le palmeó suavemente la espalda.

—Sí —le dijo a su madre—, he vuelto; he venido de muy lejos, de muy, muy lejos.

Desde allá, caminando

Tal vez viniera, sí, de muy, muy lejos, en todo caso recordaba que eso era lo que tenía que decir. No recordaba, sin embargo, haber hecho una larga caminata: o se había despertado después de haber caminado en sueños casi hasta el final, o de lo contrario había sido realmente muy corta.

—¿Caminando en sueños? —preguntó Sophie.

—He estado durmiendo, sí —dijo Lila—. Tanto tiempo. Yo no sabía que había estado durmiendo tanto tiempo. Más tiempo que los osos. Oh, he estado durmiendo desde cierto día, desde el día en que te desperté. ¿Lo recuerdas?

—No —dijo Sophie.

—Aquel día —dijo Lila—, el día en que te robé el sueño. Yo te grité: «¡Despierta!», y te tiré del pelo.

—¿Tú me robaste el sueño?

—Porque yo lo necesitaba, perdóname —dijo Lila alegremente.

—Ese día… —dijo Sophie, mientras pensaba: ¡Qué raro ser tan vieja y estar tan llena de cosas, y tener tu vida dada vuelta como puede tenerla un niño…! Ese día… ¿Y ella había dormido desde entonces?

—Desde entonces —dijo Lila—. Y luego vine aquí.

—Aquí —dijo Sophie—. ¿De dónde?

—De allá. Del sueño. O en todo caso…

En todo caso, se había despertado del sueño más largo del mundo, que olvidó por completo tan pronto como se despertó, para encontrarse andando, al anochecer, por un camino obscuro, con campos silenciosos cubiertos de nieve a cada lado, y en derredor un cielo frío y plácido rosa-y-azul, y una misión para la cual había sido preparada antes de dormirse (y que su largo sueño no había olvidado) por realizar. Todo aquello era bastante claro y a Lila no la sorprendió: más de una vez, mientras crecía, se había encontrado de improviso en circunstancias extrañas, pasando de un encantamiento a otro como un niño a quien levantan dormido de su cama para llevarlo a una celebración, y se despierta, y parpadea y mira en derredor con sorpresa, pero aceptándolo todo porque lo sostienen manos familiares. Sus pies se habían deslizado, pues, uno detrás de otro; había visto un cuervo y, cuando trepaba por una colina, vio morir los últimos resplandores de un sol escarlata y trocarse en malva el rosa del cielo y la nieve teñirse de azul, y sólo después, cuando descendía, se le ocurrió preguntarse dónde estaba, y cuánto más tendría aún que andar.

Al pie de la colina, entre pequeños y frondosos siempreverdes, se alzaba una casita desde cuyas ventanas brillaba en el anochecer la llama amarilla de las lámparas. Cuando llegó a ella Lila empujó el portoncito blanco de la cerca de estacas (una campanilla tintineó dentro de la casa mientras se abría) y echó a andar por el senderito que subía hasta el porche. Por encima del césped cubierto de nieve, asomó, como lo había estado haciendo durante años y años, la cabeza de un gnomo, el alto bonete duplicado por otro bonete de nieve.

—Los Juníperos —dijo Sophie.

—¿Qué?

—La casa de los Juníperos —dijo Sophie—. Su chalecito.

Allí vivía una mujer vieja, viejísima, la más vieja (excepto la señora Sotomonte y sus hijas) que Lila había visto jamás. Abrió la puerta, levantó en alto la lámpara, y con una vocecita cascada preguntó: «¿Amigo o Enemigo? Oh, santo cielo», porque lo que vieron sus ojos fue una niña casi desnuda, descalza y sin sombrero, allí, delante de ella, sobre la nieve del portal.

Margaret Junípero no hizo ninguna tontería: abrió la puerta para que Lila pudiese entrar, si eso quería, y al cabo de un momento Lila decidió que entraría, y entró y avanzó por el minúsculo pasillo a través de la alfombra raída y dejó atrás la repisa de las chucherías (largo tiempo sin desempolvar, pues Marge temía romper los objetos con sus viejas manos, y de todas maneras tampoco podía ahora ver el polvo) y por la puerta abovedada pasó a la salita, donde, en la estufa, chisporroteaba el fuego. Marge la seguía con la lámpara, pero al llegar al dintel titubeó, no estaba segura de querer entrar; vio que la niña se sentaba en el sillón de arce que fuera de Jeff, y apoyaba las manos en los brazos que parecían remos, como si le gustaran o la divirtieran. Luego miró a Marge.

—¿Puede usted decirme —preguntó— si voy bien por este camino a Bosquedelinde?

—Sí —respondió Marge, sin sorprenderse, Comoquiera, de que la niña le hiciera esa pregunta.

—Oh —dijo Lila—. Tengo que llevar un mensaje a ese lugar. —Levantó las manos y los pies hacia la estufa, aunque no porque pareciera sentir frío, y tampoco eso sorprendió a Marge.— ¿Cuánto falta aún para llegar?

—Horas —dijo Marge.

—Oh. ¿Cuántas?

—Yo nunca caminé hasta allí —dijo Marge.

—Oh. Bueno, soy buena caminadora. —Se levantó de un salto y señaló, interrogativamente, en una dirección, y Marge meneó la cabeza: No, y Lila se rió y señaló en la dirección opuesta. Marge asintió: Sí. Se hizo a un lado para que la niña pudiera salir, y la siguió hasta la puerta.

—Gracias —dijo Lila, su mano ya en el picaporte. De un cacharro que había junto a la puerta, donde guardaba los billetes de dólar y los caramelos surtidos con que pagaba a los muchachos que le barrían la nieve de la entrada y le cortaban la leña, Marge sacó un gran bombón de chocolate y se lo ofreció a Lila; la niña lo cogió con una sonrisa, e, irguiéndose sobre las puntas de los pies, besó la vieja mejilla de Marge. Acto seguido salió de la casa, bajó por el sendero y enfiló hacia Bosquedelinde sin volver la cabeza.

Marge, desde la puerta, la observaba, con la extraña y creciente sensación de que sólo para esta pequeñísima visita había vivido ella toda su larga existencia, de que esta casita a la vera del camino, esta lámpara que sostenía en la mano y toda la cadena de acontecimientos que condujeran a esta circunstancia habían tenido siempre y por única razón de ser esta visita. Y también Lila, mientras caminaba deprisa, recordaba en ese instante que visitar esa casa era, por supuesto, una de las cosas que ella tenía que hacer, así como decirle a la viejecita las cosas que le había dicho —fue el sabor del chocolate lo que se lo trajo a la memoria— y que al anochecer del día siguiente, un anochecer tan azul y sereno como éste, o quizá más sereno, en los cinco poblados que formaban una estrella pentacular alrededor de Bosquedelinde, todo el mundo sabría que Marge Junípero había tenido una visita.

—Pero —dijo Sophie—, caminando, no puedes haber llegado aquí desde el anochecer.

—Soy buena caminadora —dijo Lila—. O tal vez tomé un atajo. Fuera cual fuese el camino que tomara, había tenido que cruzar un lago escarchado y una isla lacustre rielando en él a la luz de las estrellas, donde se alzaba un pequeño cenador de pilares, o quizá fueran sólo figuras de nieve que sugerían un lugar así; y a través de los bosques, despertando a un paro carbonero, pasado por un edificio, una especie de castillejo como azucarado de nieve…

—El Pabellón de Verano —dijo Sophie.

… un edificio que Lila había visto antes, hacía mucho tiempo, en otra estación. Se aproximó a él a través de los que antaño fueran los macizos de flores que bordeaban el césped, ahora un espeso matorral, del que sólo emergían por encima de la nieve los altos tallos secos del gordolobo y la malvaloca. La osamenta gris de una reposera de lona yacía en el patio. Al verla allí, Lila pensó: ¿Había algún mensaje, algún consuelo que traer a este lugar? Estuvo allí un momento, contemplando los despojos de la silla y la casa acurrucada, sin rastros de pisadas en la nieve que subía hasta la puerta, a medias atascada por la nieve, una puerta mosquitera para el verano, y por primera vez en su vida tembló de frío, pero no pudo recordar cuál era el mensaje ni para quién, ni si en verdad había un mensaje, y reanudó su camino.

—Auberon —dijo Sophie.

—No —dijo Lila—. No para Auberon.

Cruzó el camposanto, sin saber qué lugar era ése: la parcela de tierra donde fue primero sepultado John Bebeagua, y más tarde otros a su lado o cerca de él, algunos conocidos por él, otros no. A Lila la asombraban aquellas grandes piedras talladas dispuestas aquí y allá, al azar, como gigantescos juguetes olvidados. Durante un rato las estudió, yendo de una a otra y restregando la nieve que las cubría para escudriñar los rostros tristes de los ángeles, las letras grabadas en bajorrelieve, los florones de granito, mientras bajo sus pies, debajo de la nieve y de la negra hojarasca y de la tierra, las osamentas rígidas se distendían, y los pechos vacíos, de haber podido hacerlo, habrían suspirado, y las viejas actitudes de atención y ansiedad que ni la muerte había podido disolver se relajaban; y (como lo hace un durmiente cuando cesa un sueño que lo atormenta o un ruido que lo perturba, cuando deja de oírse el llanto de un gato o de un niño extraviado) los que allí yacían encontraban el verdadero reposo y dormían al fin profundamente mientras Lila caminaba por encima de ellos.

—Violet —dijo Sophie, llorando ahora a lágrima viva pero sin dolor—, y John; y Harvey Nube, y la tía abuela Nube. Y Papá. Y también el padre de Violet, y Auberon.

Y Auberon: ese Auberon. De pie encima de él, sobre el pecho de tierra que yacía sobre el pecho de ese Auberon, Lila empezó a ver más claro su mensaje y la razón por la cual estaba ahora allí. Sí, todo se iba aclarando, como si ella continuase despertándose más y más todo el tiempo después de haberse despertado.

—Oh, sí —se decía—; oh, sí… —Se volvió para ver, más allá de los negros abetos, la mole obscura de la casa sin una sola luz a la vista, tan cubierta de nieve como los abetos, pero inconfundible; y pronto encontró un sendero para llegar a ella, y una puerta para entrar, y peldaños para subir, y puertas con pomos de cristal entre los cuales elegir.

—Y entonces, y ahora —dijo, arrodillándose sobre la cama—, tengo que decirte lo que tienes que hacer.

—Si es que yo lo puedo recordar.

Parlamento

—Entonces, yo no estaba equivocada —dijo Sophie. La tercera vela empezaba a apagarse. El frío intenso de la medianoche llenaba la habitación—. Sólo unos pocos.

—Cincuenta y dos —dijo Lila—. Contándolos a todos.

—Tan pocos.

—La Guerra —dijo Lila—. Todos muertos. Y los pocos que quedan son viejos… tan viejos… No te lo puedes imaginar.

—Pero ¿por qué? —dijo Sophie—. ¿Por qué, si sabían que tendrían que perder a tantos?

Lila se encogió de hombros, miró para otro lado. Explicar no parecía ser parte de su misión, sólo dar la noticia, y una convocatoria: tampoco pudo explicarle a Sophie exactamente qué había sido de ella desde que la robaran, ni cómo había vivido; cuando Sophie la interrogaba, ella respondía como lo hacen todos los niños, con apresuradas referencias a extraños y a sucesos desconocidos para el que escucha, suponiendo que todo será comprensible, tan familiar para el adulto como lo es para él: pero Lila no era como otros niños.

sabes —decía una y otra vez, con impaciencia, cuando Sophie la interrogaba, y volvía a hablar de las noticias que había venido a traer: que la Guerra tenía que acabar; que iba a haber una conferencia de paz, un Parlamento, al cual todos los que podían debían asistir, para resolver este asunto, y acabar la larga época de tristeza de una vez.

Un Parlamento, en el que todos los que asistieran se encontrarían cara a cara. Cara a cara: cuando Lila le dijo esto, Sophie sintió que la cabeza le zumbaba, que los latidos de su corazón se detenían un instante, como si Lila le hubiese anunciado su muerte, o algo tan definitivo e inimaginado.

—Así que debéis venir —dijo Lila—. Tenéis que hacerlo. Porque ellos son ahora tan pocos, la Guerra tiene que acabar. Tenemos que hacer un Tratado, para todo el mundo.

—Un Tratado.

—O todos ellos estarán perdidos —dijo Lila—. El invierno podría prolongarse, no acabar nunca más. Ellos podrían hacer eso, podrían, sí: la última cosa que podrían hacer.

—Oh —dijo Sophie—. No. Oh, no.

—Ahora está en tus manos —dijo Lila, grave, conminatoria. Y, una vez transmitido este solemne mensaje, les tendió los brazos—. ¿De acuerdo, entonces? —dijo, con vivacidad—. ¿Vendréis todos? ¿Todos?

Sophie se llevó a los labios los nudillos fríos. Lila allí, sonriente, viva, luminosa en la polvorienta habitación invernal: y esta noticia. Sophie se sentía hueca, desaparecida. Si allí había un fantasma, era Sophie y no su hija.

¡Su hija!

—Pero, ¿cómo? —dijo—. ¿Cómo haremos para llegar?

Lila la miró con desaliento.

—¿Tú no sabes cómo? —dijo.

—En un tiempo lo sabía —dijo Sophie, otra vez las lágrimas agolpándose en su garganta—. En un tiempo pensaba que podían encontrarlo, en un tiempo… Oh, oh, ¿por qué esperaste tanto? —Con una punzada de angustia vio muertas, sepultadas en ella todas las posibilidades de que Lila hablaba: muertas, sí, porque Sophie había aplastado cualquier posibilidad de que Lila pudiese alguna vez estar aquí y las enunciara. Durante demasiado tiempo había convivido con posibilidades terribles (Lila muerta, o transformada hasta lo irreconocible) y las había afrontado; pero en la antigua predicción, la de Tacey y Lily, ella nunca (aunque había contado los años y estudiado las cartas en busca de una fecha), no, nunca se había permitido creer. El esfuerzo había sido enorme y le había costado terriblemente caro: en su esfuerzo por no imaginar el momento, había perdido todas las certezas de su infancia, todas aquellas imposibilidades comunes y corrientes, y perdido incluso, casi sin reparar en ello, los recuerdos que siempre conservara tan vividos de aquellas imposibilidades cotidianas, de la plácida e inexplicable atmósfera de maravilla en que en un tiempo había vivido. De esa manera se había protegido ella; este momento no había podido herirla —matarla, ¡porque lo habría hecho!— si ella lo hubiese imaginado; y así había podido al menos seguir de día en día. Pero ahora habían pasado tantos años, tantos años sombríos y despiadados…— No puedo —dijo—. No sé. No conozco el camino.

—Tienes que conocerlo —dijo Lila, simplemente.

—No —respondió Sophie meneando la cabeza—. No lo conozco, y aunque lo conociera, tendría miedo. —¡Miedo! Eso era lo peor: miedo de salir de esta casona vieja y sombría, el miedo que puede sentir un fantasma.— Demasiado tiempo —dijo, enjugándose la nariz con la manga de su cárdigan—. Demasiado tiempo.

—¡Pero si la casa es la puerta! —dijo Lila—. Eso lo sabe todo el mundo. Está marcada en todos sus mapas.

—¿La casa?

—Sí. Seguro.

—¿Y desde aquí?

Lila la miró con desaliento.

—Bueno —dijo.

—Lo siento, Lila —dijo Sophie—. He tenido una vida muy triste, ¿sabes?

—¿Oh? Oh. Ya sé —exclamó Lila con súbita vehemencia—. ¡Las cartas! ¿Dónde están?

—Allí —dijo Sophie, señalando la caja de marquetería del Palacio de Cristal sobre la mesa de noche. Lila estiró el brazo y levantó la tapa de la caja.

—¿Por qué has tenido una vida triste? —preguntó sacando las cartas.

—¿Por qué? —dijo Sophie—. Porque te robaron a ti, en parte, principalmente…

—Oh, eso. Bueno, eso no importa.

—¿No importa? —Sophie se rió, llorando.

—No, eso sólo fue el principio. —Con sus manos pequeñas, empezó a barajar las cartas torpemente.— ¿No sabías eso?

—No. No. Yo pensaba… Creo que yo pensaba que aquello era el fin.

—Oh, qué tontería. Si no me hubieran robado yo no habría podido recibir mi Educación, y si no hubiese recibido mi Educación no podría haber venido ahora a traer la noticia; así que todo ha sido para bien, ¿no lo entiendes?

Sophie la observaba barajar las cartas, dejando caer algunas para recogerlas e insertarlas de nuevo en el mazo, en una especie de parodia de cuidadoso arreglo, y trataba de imaginar la vida que Lila había llevado, pero le era imposible.

—¿Y tú, Lila —preguntó—, me echabas de menos alguna vez?

Atareada, Lila se limitó a alzar un hombro.

—Toma —dijo, y le entregó el mazo a Sophie—. Ahora sigue tú.

Sophie cogió lentamente las cartas, y en ese momento, por un instante apenas, y por primera vez desde que había entrado en la alcoba, Lila pareció ver a Sophie, verla realmente.

—Sophie —dijo—, no estés triste. Las cosas son tanto más grandes de lo que tú piensas. —Puso una mano sobre la de Sophie.— Oh, hay una fuente allí…, o una cascada, no recuerdo bien, y te puedes bañar en ella…, es tan transparente y tan tan fría y… todo es tanto más grande de lo que tú piensas.

Bajó de un salto de la cama.

—Y ahora, duerme —dijo—. Yo tengo que marcharme.

—¿Marcharte? ¿Adonde? No, Lila, yo no voy a dormir.

—Vas a dormir —dijo Lila—. Ahora puedes porque yo estoy despierta.

—¡Oh! —Apoyó lentamente la cabeza sobre las almohadas que Lila había ahuecado para ella.

—Porque —dijo Lila, otra vez con su secreto en su sonrisa— yo te había robado el sueño, pero ahora yo estoy despierta y tú puedes dormir.

Exhausta, Sophie apretó las cartas contra su pecho.

—¿Adonde? —dijo—. ¿Adonde te irás? Está obscuro y hace frío.

Lila tembló, pero sólo respondió:

—Tú duerme. —E irguiéndose de puntillas junto a la cama, apartó de la mejilla de Sophie los rizos claros y la besó con dulzura.— Duerme.

Cruzó el cuarto sin hacer ruido y tras una última mirada a su madre por encima del hombro, salió al corredor frío y silencioso, y cerró la puerta.

Desde la cama, Sophie permaneció con los ojos fijos en la puerta cerrada, en el vacío que Lila acababa de dejar. Con un siseo y un plop se apagó la tercera bujía. Siempre apretando las cartas, Sophie se zambulló poco a poco bajo las mantas y los edredones, pensando… o no pensando tal vez sino sólo sintiendo… sintiendo que en algo Lila le había estado mintiendo, al menos engañándola con respecto a algo: sí, pero ¿con respecto a qué?

Duerme.

Sophie estaba pensando y pensar era como respirar con la mente: ¿con respecto a qué? Eso era lo que estaba respirando cuando —mientras su alma dejaba escapar un gritito de felicidad que casi la despierta— supo que dormía.

No todo ha acabado

Auberon, bostezando, echó ante todo una ojeada al correo que Fred Savage le había traído del centro la noche anterior.

«Estimado Mundo en Otraparte» —escribía con tinta azulverdosa una señora—, «le escribo esta carta para hacerle una pregunta que me atormenta desde hace tiempo. Quisiera saber, si fuera posible, dónde queda esa casa en la que viven los MacReynolds y los otros. No lo molestaría con esta carta si no fuera porque me resulta absolutamente imposible imaginarla. Cuando vivían en Shady Acres (¡hace añares!) me la podía imaginar con relativa facilidad, pero este otro sitio al que ahora han ido a parar, me es imposible imaginarlo. Por favor, deme usted alguna idea. No puedo pensar en ninguna otra cosa». Firmaba: «Esperanzadamente suya», y agregaba un post scriptum: «Prometo sinceramente no molestar a nadie». Auberon miró el sello postal…, una población del Lejano Oeste…, y la tiró a la papelera.

Y él se preguntó: ¿para qué demonios se había despertado tan temprano? No para leer la correspondencia. Echó una ojeada al reloj pulsera de esfera cuadrada que heredara del doctor, que estaba sobre la repisa de la chimenea. Ah, sí, para ordeñar. Toda esa semana. Estiró distraídamente las mantas de la cama, puso una mano debajo de la barandilla de los pies, exclamó «Arriba» y la transformó como por arte de birlibirloque en un viejo guardarropa con un espejo de luna en el frente. El clic con que culminaba el ensamblaje en la posición vertical siempre se le antojaba un suspiro de satisfacción.

Viendo por la ventana que caía una ligera nevada, eligió un par de botas altas, y un jersey grueso. Bostezando de nuevo (¿tendría café George? Esperanzadamente suyo) se puso el sombrero y, pisando fuerte, salió del Dormitorio Plegable, cerró tras él las puertas y, cruzando el pasillo, bajó por la escalera, salió por la ventana, de nuevo abajo por la escalera de incendio, y de allí al vestíbulo a través del boquete de la pared, y de allí a la escalera que descendía hasta la cocina de la familia Ratón.

Al llegar al pie se topó con George.

—Esto sí que no lo querrás creer —dijo George.

Auberon se detuvo y esperó, pero George no dijo nada más. Tenía el aire de quien había visto un fantasma: Auberon reconoció ese aire, pese a que nunca había visto antes a alguien que hubiese visto un fantasma. O el aire de un fantasma, si los fantasmas pueden parecer azorados, abrumados por emociones contradictorias y desconcertados.

—¿Qué? —preguntó.

—No. No lo vas a creer. —Estaba en calcetines, con una bata acolchada de boxeador. Tomó a Auberon de la mano y lo empezó a arrastrar por el pasillo hacia la puerta de la cocina.

—¿Qué? —preguntó una vez más Auberon. La espalda del batín de George decía que pertenecía al Yonkers A.C.

Al llegar a la puerta, que estaba entreabierta, George se volvió a Auberon.

—Ahora, por amor de Dios —murmuró, implorante—, no vayas a decir una sola palabra de, bueno, de esa historia. La historia que te conté… de… —miró de reojo la puerta entreabierta— Lila. —Dijo, o más bien no dijo el nombre, sólo lo formó con los labios, silenciosa, exageradamente, con un temeroso guiño de advertencia.

Acto seguido abrió de par en par la puerta.

—Mira —dijo—. Mira, mira —como si Auberon pudiera no mirar—. Mi hija.

La niña estaba sentada en el borde de la mesa, y balanceaba en el aire de atrás para adelante las desnudas piernas cruzadas.

—Hola, Auberon —dijo—. Te has hecho mayor.

Auberon, con una sensación como de bizquera en el alma pero mirando a la niña con firmeza, palpó el lugar de su corazón en que estaba guardada su Lila imaginaria. Seguía allí.

Entonces ésta era…

—Lila —dijo.

—Mi hijita. Lila —dijo George.

—Pero, ¿cómo?

—No me preguntes cómo —dijo George.

—Es una larga historia —dijo Lila—. La historia más larga que conozco.

—Hay una asamblea en preparación —dijo George.

—Un Parlamento —dijo Lila—. He venido a decíroslo.

—Ha venido a decírnoslo.

—Un Parlamento —dijo Auberon—. ¿Qué demonios?

—Escucha, hombre —dijo George—. No me lo preguntes a mí. Yo bajaba para preparar un poco de café, cuando oí que llamaban a la puerta…

—Pero, ¿por qué —preguntó Auberon—, por qué es tan joven?

—¿A mí me lo preguntas? Así que me asomé, y ahí estaba esta chiquilla, esperando en la nieve…

—Es que debería ser mucho mayor.

—Es que ha estado durmiendo. O algo por el estilo. Yo qué sé. De modo que abrí la puerta…

—Todo esto es más bien difícil de creer —dijo Auberon.

Lila, con las manos enlazadas sobre la falda, había estado mirando ora a uno, ora al otro, sonriendo a su padre una sonrisa de amorosa alegría y a Auberon una de astuta complicidad. Ahora los dos habían callado y la miraban. George se acercó a ella. Su rostro reflejaba una ansiosa, maravillada felicidad, como si él mismo acabara de empollar a Lila.

—Leche —dijo, chasqueando los dedos—. ¿Qué te parecería un buen vaso de leche? A los niños les gusta la leche, ¿verdad?

—No puedo —dijo, riéndose de su solicitud—. No puedo aquí.

Pero ya George había sacado de la nevera un bote de jalea y un jarrito de leche de cabra.

—Seguro —dijo—. Leche.

—Lila —dijo Auberon—. ¿Adonde quieres tú que vayamos?

—Adonde se celebrará la reunión —dijo Lila—. El Parlamento.

—Pero ¿dónde? ¿Por qué? ¿Qué…?

—Oh, Auberon —dijo Lila, impaciente—. Ellos os explicarán todo eso cuando vayáis. Tenéis que ir.

—¿Ellos?

Lila alzó los ojos al cielo en un gesto de fingida estupefacción.

—Oh, vamos —dijo—. Sólo tenéis que daros prisa, sólo eso, para no llegar tarde…

—Nadie va a ir a ninguna parte ahora —dijo George, poniendo en las manos de Lila el jarro de leche. Ella lo observó un momento con curiosidad, y lo puso sobre la mesa—. Ahora has vuelto y eso es fabuloso, de dónde ni cómo, no lo sé, pero estás aquí sana y salva, y aquí nos quedaremos.

—Oh, pero es que debéis ir —dijo Lila, asiendo la manga del batín de George—. Tenéis que ir. Porque si no…

—¿Si no? —preguntó George.

—No terminará bien —dijo Lila en voz baja—. El Cuento —añadió, en voz aún más queda.

—Oho —dijo George—. Oho, el Cuento. Bueno. —Se plantó delante de ella con los brazos en jarras, meneando con aire escéptico la cabeza, pero sin saber qué decir.

Auberon los observaba, padre e hija, y pensaba: No todo ha acabado, entonces. Eso era lo que había empezado a pensar no bien entró en la vieja cocina, o más bien no a pensar sino a saber, a saber por cómo se le erizaban los cabellos de la nuca, la multitud de extraños sentimientos, la sensación de que los ojos le bizqueaban y de ver sin embargo más claro que nunca. No todo terminado: durante largo tiempo él había vivido en un cuarto pequeño, un dormitorio plegable, y lo había explorado en cada uno de sus recovecos, había llegado a conocerlo como sus propias entrañas, y había decidido: esto está muy bien, esto bastará, aquí se puede vivir una especie de vida, aquí hay una silla junto al fuego y una cama para dormir y una ventana para asomarse a mirar; y si era opresivo, sofocante, el hecho de que fuera hasta tal punto sensato, razonable, compensaba ese defecto. Y ahora, era como si hubiese bajado el frente azogado del guardarropa y encontrado, no una cama tendida con sábanas remendadas y un viejo edredón, sino un portal, un navío levando anclas con las velas tendidas, un amanecer ventoso y una avenida sombreada por árboles altos que desaparecían de la vista en lontananza.

Lo cerró, atemorizado. Él había tenido su aventura. Él había transitado por sendas maravillosas, y no sin buenas razones las había abandonado. Se levantó, y fue pesadamente hasta la ventana. Las cabras, no ordeñadas, balaban quejosas en su apartamento.

—No —dijo—. Yo no iré, Lila.

—Pero si ni siquiera sabes las razones —dijo Lila.

—No me importa.

—¡La Guerra! —dijo Lila—. ¡La Paz!

—No me importa. —De ahí él no se movería. Si el mundo entero pasara a su lado en marcha hacia allá (y era probable que lo hiciera) él no lo echaría de menos; o tal vez sí, tal vez lo echara de menos, pero era preferible eso a vivir con el alma entre los dientes, a lanzarse de nuevo en ese mar, ese mar Deseo, ahora que había escapado de él y encontrado una orilla. Nunca.

—Auberon —dijo Lila en voz baja—, Sylvie estará allá.

Nunca. Nunca, nunca, nunca.

—¿Sylvie? —dijo George.

—Sylvie —dijo Lila.

Como ninguno de los dos parecía tener nada más que decir, y el silencio se prolongaba, Lila dijo, al fin: —Ella me pidió que os lo dijera.

—¡No es verdad! —dijo Auberon, volviéndose hacia ella—. ¡No es verdad, es mentira! ¡No! No sé por qué quieres engañarnos, no sé por qué ni para qué has venido, pero tú dirás cualquier cosa, ¿no? ¡Cualquier cosa menos la verdad! Igual, igual que todos ellos, porque a ti no te importa. No, no, tú eres tan perversa como ellos, tan perversa como esa Lila que George hizo volar, ésa, la falsa.

—Oh, gran Dios —dijo George alzando los ojos al cielo—. Esto sí que es espantoso.

—¿La voló? —dijo Lila, mirando a George.

No fue culpa mía —dijo George, fulminando a Auberon con la mirada.

—Así que fue eso lo que le pasó —dijo Lila, con aire pensativo. Acto seguido se echó a reír—. ¡Oh, ellos se pusieron furiosos! Cuando las cenizas se dispersaron. Era viejísima, varias veces centenaria, la última que les quedaba. —Con un revuelo de la falda saltó de la mesa.— Ahora tengo que marcharme —dijo, y fue hacia la puerta.

—No —dijo Auberon—. Espera.

—¡Marcharte! No —dijo George, y la cogió por el brazo.

—Es que hay tanto que hacer —dijo Lila—. Y aquí todo está arreglado, así que… Oh —dijo—. Me olvidaba. Vuestro camino es casi todo a través del bosque, así que será mejor que llevéis un guía. Alguien que conozca los bosques, y pueda orientaros. Llevad una moneda, para el barquero; y abrigaos bien. Hay montones de puertas, pero algunas son más rápidas que otras. ¡No os demoréis, o llegaréis tarde al banquete! —Estaba ya en la puerta, pero dio media vuelta para echarse de un salto en los brazos de George. Le rodeó el cuello con sus bracitos dorados, le besó las enjutas mejillas, y saltó de nuevo al suelo.— Va a ser tan, tan divertido —dijo; miró a los dos una vez más, con una sonrisita en los labios de simple picardía y placer, y se escabulló. George y Auberon oyeron el tap-tap de sus pies descalzos sobre el viejo linóleo del pasillo, pero no oyeron abrirse, ni cerrarse, la puerta de la calle.

De una percha de sombreros desvencijada George descolgó un sombrero y su gabán, se los puso, se calzó las botas, y fue hasta la puerta, pero cuando llegó a ella pareció haber olvidado para qué o por qué se disponía a salir con tanta prisa. Miró en torno, y al no encontrar ninguna clave, fue a sentarse a la mesa.

Lentamente Auberon fue y se sentó frente a George, y así estuvieron los dos, un tiempo en silencio, y por momentos sobresaltándose, pero sin ver nada, en tanto una cierta luz o significación iba desapareciendo de la cocina, devolviéndola a su vulgaridad, transformándola una vez más en una simple cocina en la que se preparaban potajes y se bebía leche de cabra y donde dos solterones, galocha contra galocha, holgazaneaban sentados frente a frente, con todas las faenas aún sin empezar.

Y un viaje en perspectiva: eso había quedado.

—Bueno —dijo George—. ¿Qué? —Miró a su primo, pero Auberon no había dicho nada.

—No —dijo Auberon.

—Ella dijo… —dijo George, pero no supo decir exactamente qué, no porque hubiera olvidado lo que había dicho Lila, sólo que (caray, con las cabras allá balando a gritos, y el rumor de la nieve y el de su corazón dilatándose y contrayéndose) tampoco podía recordarlo.

—Sylvie —dijo Auberon.

—Un guía —dijo George.

Se oyeron pasos en el corredor.

—Un guía —dijo George—. Ella dijo que necesitaríamos un guía.

Los dos a la par miraron la puerta, que en ese momento se abría.

Fred Savage, con sus galochas, entró en la cocina listo para desayunar.

—¿Guía? —dijo—. ¿Alguien va a alguna parte?

La dama del Bolso

—¿Es ella? —preguntó Sophie, corriendo un poco más el cortinado para poder mirar.

—Tiene que ser —dijo Alice.

Que los faros de un automóvil enfilasen por entre los pilotes de piedra del portón, no era hoy en día un hecho lo bastante frecuente como para que se pensara que pudiera ser otro el visitante.

El automóvil, largo y bajo, negro en la penumbra del anochecer, cruzó rebotando el descuidado camino pedregoso mientras sus ojos brillantes inundaban de luz el edificio. Se detuvo frente al porche, y sus focos se apagaron, pero el burbujeo impaciente del motor prosiguió un rato más. Al fin guardó silencio.

—¿George? —preguntó Sophie—. ¿Auberon?

—A ellos no los veo —dijo Alice—. A ella, únicamente.

—Oh, caramba.

—Bueno —dijo Alice—. Ella al menos.

Volviendo la espalda a la ventana, enfrentaron los rostros expectantes de los que esperaban congregados en el doble salón.

—Ella está aquí —dijo Alice—. Comenzaremos dentro de un momento.

Ariel Halcopéndola, después de apagar el motor, permaneció un rato sentada, escuchando el nuevo silencio. Luego, desasiéndose del abrazo del asiento, salió del coche, recogió del asiento contiguo un bolsón de cocodrilo y, bajo la ligera llovizna, aspiró una profunda bocanada del aire de la noche y pensó: Primavera.

Por segunda vez había viajado al norte hasta Bosquedelinde, esta vez a través de las rutas más transitadas y los baches de una red de carreteras degenerada, y pasando ahora por las garitas de control donde había tenido que mostrar visas y permisos, algo que cinco años antes, la primera vez que había venido aquí, hubiera parecido impensable. Halcopéndola suponía que la habían seguido, al menos parte del trayecto, pero era casi imposible que hubieran podido seguir sus rastros a través de la intrincada maraña de caminos lluviosos que desde la carretera elevada la habían traído hasta aquí. Venía sola. La carta de Sophie, aunque extraña, le había parecido lo bastante urgente como para justificar que la hubiese enviado (Halcopéndola había insistido en que sus primas no le escribiesen a la Capital, ella sabía que le era registrada su correspondencia) y para justificar por su parte ese viaje y una larga ausencia del gobierno en un momento crítico.

—Hola, Alice —dijo cuando las dos altas hermanas salieron a recibirla. En el porche no había encendida ninguna lámpara—. Hola, Sophie.

—Hola —dijo Alice—. ¿Y Auberon? ¿Y George?

Halcopéndola subió los peldaños.

—Fui a la dirección —dijo—, y estuve llamando largo rato. La casa parecía abandonada…

—Siempre lo parece —dijo Sophie.

—…y nadie acudía. Me pareció que había alguien detrás de la puerta, y los llamé por sus nombres. Alguien, alguien con un acento, me contestó que se habían marchado.

—¿Que se habían marchado? —dijo Alice.

—Sí, marchado. Yo pregunté adonde, por cuánto tiempo, pero nadie respondió. No me atreví a quedarme allí mucho tiempo.

—¿No te atreviste? —dijo Alice.

—¿Podemos entrar? —dijo Halcopéndola—. Hace una noche espléndida, pero húmeda. —Sus primas ignoraban y, suponía Halcopéndola, no podían ni siquiera imaginar en qué peligros podían verse envueltas por tener tratos con ella. Deseos poderosos convergían hacia esa casa, ignorando su existencia, pero husmeándola cada vez más cerca. Salvo la débil llama de una vela, que confería una atmósfera de desolada inmensidad al vestíbulo, tampoco allí había luz. Subiendo, bajando, dando vueltas y vueltas a través de los imposibles entresijos de la casa, Halcopéndola siguió también a sus primas hasta dos amplias salas donde había un fuego encendido, y lámparas, y donde muchos rostros se alzaron a su llegada, interesados, expectantes.

—Ésta es nuestra prima —dijo Llana Alice—. Largo tiempo perdida, digamos, y su nombre es Ariel. Y ésta es la familia —le dijo a Ariel—, ya los conoces, y algunos más. Supongo —añadió— que ya estamos todos. Todos los que han podido venir. Iré a buscar a Fumo.

Sophie fue a sentarse a una mesa de juego donde había una lámpara encendida, una lámpara con una pantalla verde, y donde se hallaban las cartas. Al verlas allí Ariel Halcopéndola sintió que se le henchía, o se le encogía, el corazón. Cualesquiera otros destinos que esas cartas pudieran encerrar, Halcopéndola supo en ese momento con absoluta certeza que el suyo estaba en ellas: era ellas.

—Hola —dijo, saludando brevemente a la asamblea con un movimiento de cabeza. Escogió una silla de respaldo recto entre una señora mayor, increíblemente vieja, de ojos clarísimos, y dos niños gemelos, varón y mujer, que compartían un sillón.

—¿Y cómo —le preguntó Marge Junípero— viene usted a ser prima nuestra?

—Hasta donde yo sé —dijo Halcopéndola—, no soy realmente una prima. El padre del Auberon que era hijo de Violet Bebeagua fue mi abuelo por un matrimonio ulterior.

—Oh —dijo Marge—. Esa parte de la familia.

Halcopéndola se sentía el blanco de todas las miradas. Se volvió, con una ligera sonrisa, a los dos niños que ocupaban el sillón, y que la estaban observando con una indefinible curiosidad. Raras veces han de ver gente extraña, supuso Halcopéndola, pero lo que Retoño y Florita estaban viendo, en persona, con asombro y una leve trepidación, era a ese enigmático y un tanto aterrador personaje de una canción que ellos solían cantar y que aparece en el momento crucial de la historia: La Dama del Bolso de Cocodrilo.

No robado aún

Alice subió a prisa las escaleras, orientándose en los tramos obscuros con la destreza de un ciego.

—Fumo —llamó cuando hubo llegado al pie de la estrecha espiral de peldaños empinados que subía a la orrería. No obtuvo respuesta, pero allá arriba había luz.

—¿Fumo?

A Alice no le gustaba subir a la buhardilla: los peldaños angostos, la puertecita abovedada, la estrecha cúpula fría, repleta de aparatos, la ponían demasiado nerviosa, no estaba concebida para divertir a alguien tan corpulento como ella.

—Ya están todos aquí —dijo—. Podemos empezar.

Esperó, acurrucándose. La humedad era palpable en este piso descuidado; las manchas pardas se extendían por todo el empapelado. Fumo dijo:

—Ya voy. —Pero Alice no oyó movimiento alguno.

—George y Auberon no han venido —dijo—. Estaban de viaje. —Esperó otro rato y entonces, al no oír ni rumor de actividades ni de preparativos para bajar, subió la escalera y asomó la cabeza por la puertecita.

Fumo estaba sentado en una banqueta pequeña, como un suplicante o un penitente ante su ídolo, la mirada fija en el mecanismo que ocupaba el interior de la caja de acero negra. Al verlo en esa actitud, ante el objeto de sus desvelos al desnudo, Alice se sintió un poco avergonzada, casi como una intrusa.

—Ya va —dijo Fumo otra vez, pero cuando se levantó fue sólo para sacar una de las bolas del tamaño de un pelota de croquet que estaban alineadas en la parte posterior de la caja. La colocó en el hueco de la mano de uno de los brazos articulados de la rueda que la caja contenía y protegía. Lo soltó, y el peso de la bola hizo girar el brazo hacia abajo. Al moverse éste, los otros brazos articulados también se pusieron en movimiento; otro, clac-clac-clac, se extendió para recibir la próxima bola.

—¿Te das cuenta de cómo funciona? —dijo Fumo con tristeza.

—No —dijo Alice.

—Una rueda que rompe el equilibrio —dijo Fumo—. Estos brazos articulados, ¿ves?, se extienden bien rígidos de este lado gracias a las articulaciones; pero cuando dan toda la vuelta hacia este lado, las articulaciones se repliegan, y el brazo descansa sobre la rueda. Bien. Esta parte de la rueda, aquí donde sobresalen los brazos, siempre pesará más, y siempre bajará, es decir, dando la vuelta; de modo que cuando pones la bola en el hueco, la rueda gira en descenso, y pone en actividad el brazo siguiente. Y otra bola cae en el hueco de la mano de ese brazo, y lo hace bajar y girar, y así sucesivamente.

—Oh. —Fumo le estaba describiendo el proceso en un tono monocorde, como si fuera una vieja y mil veces repetida lección de gramática. Alice recordó de pronto que esa noche Fumo no había bajado a cenar.

—Entonces —prosiguió él— el peso de las bolas al caer en los huecos de los brazos de este lado levanta los brazos de este otro lado lo suficiente como para que se replieguen, y la taza se inclina, y la bola rueda —giró la rueda a mano para demostrarlo— y vuelve a la hilera, y rueda y cae en la taza del brazo que acaba de extenderse de este lado y éste hace girar el brazo y así hasta el infinito. —Y en efecto, el brazo inactivo depositó su bola, y la bola rodó al brazo que, clac-clac-clac, extendió la rueda. El brazo fue transportado hasta el final del ciclo de la rueda. Luego se paró.

—Asombroso —dijo Alice con dulzura.

Fumo, con las manos enlazadas en la espalda, contemplaba la rueda inmóvil con aire sombrío.

—Es la cosa más estúpida que he visto en mi vida —dijo.

—Oh…

—Ese tipo Nube ha de haber sido el inventor o el genio más estúpido que jamás… —No sé le ocurrió ninguna conclusión, y agachó la cabeza.— Nunca funcionó, Alice, este artefacto nunca ha podido accionar nada. Nunca va a funcionar.

Ella avanzó pisando con cautela entre las herramientas y las piezas sueltas y aceitadas y lo cogió del brazo.

—Fumo —dijo—. Están todos abajo. Ariel Halcopéndola ha venido.

Él la miró, y se echó a reír, una risa de frustración ante una derrota absurdamente definitiva; de pronto hizo una mueca, y se llevó rápidamente la mano al pecho.

—Oh —dijo Alice—. Tendrías que haber comido.

—Es mejor cuando no como —dijo Fumo—. Pienso.

—Vamos —dijo Alice—. Ya lo encontrarás. Estoy segura. Tal vez podrías preguntarle a Ariel. —Le dio un beso en la frente, salió delante de él por la puerta abovedada y, con una profunda sensación de alivio, bajó las escaleras.

—Alice —dijo Fumo—. ¿Es hoy? ¿Esta noche, quiero decir? ¿Es eso?

—¿Es qué?

—¿Es, no? —dijo él.

Mientras atravesaban el corredor y bajaban al segundo piso, Alice no dijo nada. Llevaba a Fumo del brazo, y pensó más de una cosa que podía decir; pero al fin (no tenía objeto alguno seguir hablando en clave, ella sabía demasiado, y él también) dijo tan sólo:

—Supongo. Casi.

La mano de Fumo, la mano con la que se apretaba la clavícula, le empezó a hormiguear.

—Oh-oh —dijo, y se detuvo.

Estaban en el rellano superior de la escalera. Vagamente podía ver abajo las luces del salón, y oír las voces. Súbitamente las voces se diluyeron en un zumbido de silencio.

Casi. Si era casi, entonces él había perdido; porque estaba muy retrasado, tenía trabajo por hacer que ni siquiera era capaz de concebir, y mucho menos comenzar. Había perdido.

Un agujero enorme pareció abrirse en su pecho, un agujero más grande que él. El dolor se apretujaba en los contornos de los huecos, y Fumo supo que al cabo de un momento, de un momento interminable, el dolor penetraría violentamente y llenaría el vacío; pero por el momento no era nada, nada más que una terrible premonición, y una incipiente revelación, ambas vacías, en pugna en su vacío corazón. La premonición era negra, y la revelación incipiente sería blanca. Se detuvo de golpe, tratando de no aterrorizarse por no poder respirar: no había aire dentro del vacío para que él lo respirase; sólo la batalla entre Premonición y Revelación podía experimentar, y oír el largo, intenso zumbido que parecía ser una voz que le decía: Ahora ves, tú no pediste ver y no es éste el momento en que habrías en todo caso esperado, deseado que la visión viniera a ti, aquí en esta escalera y en esta obscuridad, pero es Ahora; y en ese mismo instante cesó. Su corazón, con dos terribles golpes secos como mazazos, empezó a latir frenética y resueltamente, como con furia, y el dolor, familiar y liberador, lo inundó. La batalla había concluido. Ya podía respirar dolor. Dentro de un momento respiraría aire.

—Oh —le oyó decir a Alice—, oh, oh, uno de los bravos. —La vio apretarse su propio pecho en un gesto de solidaridad, y sintió en el brazo izquierdo la presión de su mano.

—Sí, uff —dijo él, reencontrando su voz—. Oh, caray.

—¿Pasó?

—Casi. —El dolor le bajaba por el brazo izquierdo, que ella retenía, adelgazándose en un hilo que se prolongaba hasta llegar al dedo anular, en el que no llevaba ningún anillo, pero del cual, y eso era lo que ella sentía ahora, un anillo le estaba siendo arrancado, a los tirones, un anillo que había usado durante tanto tiempo que ya nadie podía quitarle sin seccionar el nervio y el tendón—. Sal de una vez, sal —le dijo, y salió, o en todo caso se adelgazó un poco más—. Ya está —dijo—. Ya.

—Oh, Fumo —dijo Alice—. ¿Ya?

—Ya pasó —dijo él. Reanudó el descenso hacia las luces del salón. Alice lo tenía, lo sostenía, pero él no estaba débil; ni siquiera estaba enfermo, el doctor Fish y los viejos libros de medicina del doctor Bebeagua estaban de acuerdo en que lo que él padecía no era una enfermedad sino una condición, compatible con una larga vida, e incluso por lo demás con la buena salud.

Una condición, algo con que convivir. ¿Por qué, entonces, parecía ser revelación, una revelación que nunca llegaba del todo, y que no podía ser recordada después?

—Sí —había dicho el viejo Fish—, la premonición de la muerte es una sensación frecuente con la angina, nada por qué preocuparse. —Pero ¿era de muerte? ¿Sería acaso ésa la revelación, cuando llegase, si llegaba?

—Te dolió mucho —dijo Alice.

—Bueno —dijo Fumo, riéndose o jadeando—. Creo que hubiera preferido que no ocurriera, sí.

—Puede que éste sea el último —dijo Alice. Parecía imaginar los ataques como si fuesen estornudos, que uno grande al final limpiaba el sistema.

—Oh, apuesto a que no —dijo Fumo con mansedumbre—. No creo que deseemos que sea el último. No.

Bajaron las escaleras, sostenidos el uno en el otro.

—Aquí estamos —dijo Alice—. Aquí está Fumo.

—Hola, hola —dijo él. Sophie alzó la vista de su mesa, y sus hijas de sus tejidos, y él vio reflejado en sus rostros su propio dolor. El dedo le hormigueaba aún, pero él estaba entero, el anillo que durante tanto tiempo había usado no le había sido robado todavía.

Una condición: pero parecía una revelación. ¿Acaso la de ellas, se preguntó por primera vez, sería tan dolorosa como la suya?

—Bueno —dijo Sophie—. Podemos empezar. —Miró en torno al círculo de rostros que la observaba. Bebeaguas y Barnables, Pájaros, Flores, Piedras, y Matas, sus primos, vecinos y parientes. La claridad de la lámpara de bronce sobre la mesa dejaba en la penumbra para ella el resto del salón, como si estuviera sentada junto a un vivac mirando las caras de unas alimañas cuya conciencia y decisión ella, con la magia de sus palabras, debía despertar.

—Bueno —dijo—, he tenido una visita.

Capítulo 3

Mas, ¿cómo pudisteis imaginar que viajaríais por esa senda con sólo el pensamiento; cómo pensar en medir la Luna por el pez? No, hermanos míos; no penséis nunca que es corto ese camino; corazones de leones necesitáis tener para emprenderlo, no es corto y sus mares son profundos; largo tiempo deambularéis por él, de asombro en asombro, algunas veces sonriendo, otras llorando.

Attar, El parlamento de los pájaros

Había sido más fácil de lo que Sophie imaginara reunir allí esa noche a sus parientes y vecinos, aunque no le había sido tan fácil decidir convocarlos, ni qué les diría: porque ello la obligaba a romper un silencio antiguo, tan antiguo que ellos, allí en Bosquedelinde, ni siquiera recordaban que hubiera sido juramentado, un silencio que se violaba como un cofre cuya llave se ha perdido. Eso le había ocupado los últimos meses del invierno: eso, y hacer llegar el mensaje a las granjas cercadas por el fango y a las cabañas aisladas, y a la Capital y a la Ciudad, eso y fijar una fecha conveniente para todos.

¿Está lejos?

Casi todos, sin embargo, habían accedido a venir, extrañamente no sorprendidos por el mensaje; había sido casi como si hubiesen estado esperando largo tiempo una convocatoria de esa naturaleza. Y así había sido, aunque la mayor parte de ellos no lo supiera hasta que la recibió.

Cuando la joven visitante de Marge Junípero recorrió el pentágono de cinco pueblos que cierta noche, tiempo atrás, Jeff Junípero comparara con una estrella de cinco puntas para indicarle a Fumo Barnable el camino a Bosquedelinde, más de uno de los dormidos dueños de casa se había despertado, con la sensación de que alguien o algo pasaba por allí, y una especie de paz esperanzada había descendido sobre ellos, una feliz intuición de que sus vidas no acabarían todas, como ellos lo habían supuesto, antes de que se cumpliese, Comoquiera, una antigua promesa, o que aconteciera al menos algo importante. Sólo la primavera, se dijeron a sí mismos por la mañana: sólo la primavera que llega: el mundo es como es, y no de otra manera, y no depara sorpresas semejantes. Pero entonces la historia de Marge corrió de casa en casa, con nuevos pormenores al pasar de una a otra, y hubo conjeturas y suposiciones en torno de ella; así, no se sorprendieron —y los sorprendió el no sorprenderse— cuando fueron convocados a esta reunión.

Porque con ellos, con todas esas familias tocadas por August, educadas por Auberon y después por Fumo, y visitadas por Sophie en sus interminables rondas de solterona, sucedía lo mismo que la tía abuela Nora Nube suponía habría de acontecerles a los Bebeagua y a los Barnable. Al fin y al cabo, si en una época, casi cien años atrás, sus antepasados habían venido a afincarse en este lugar, era porque conocían la existencia de un Cuento, o la de sus narradores; algunos habían sido estudiantes y hasta discípulos. Habían estado, o en todo caso, gentes como los Flores habían estado o creído ser partícipes de un secreto; y muchos de ellos habían sido lo bastante ricos para no necesitar ocupar su tiempo en algo más que meditar largamente sobre el Cuento, en medio de los ranúnculos y el algodoncillo que crecían silvestres en esas fincas que compraban pero no cultivaban. Y aunque los tiempos difíciles habían empobrecido a sus descendientes, reduciendo a muchos de ellos a la categoría de artesanos, trabajadores eventuales, conductores de camiones de reparto, peones de granja, inextricablemente intercasados ahora con los lecheros y obreros a quienes sus bisabuelos no habían dirigido la palabra, seguían teniendo historias, historias que no se contaban en ningún otro lugar del mundo. Se habían empobrecido, sí; y el mundo (pensaban) se había vuelto duro y viejo y desesperadamente vulgar; pero ellos descendían de una casta de bardos y de héroes, y habían conocido antaño una edad de oro, y la tierra en torno de ellos estaba llena de vida y densamente poblada, aunque los tiempos presentes eran demasiado groseros para percibirla. Todos ellos se habían dormido, de niños, escuchando esas viejas historias; y más tarde cortejado con ellas, y las habían contado a sus propios hijos. La casona había sido siempre el tema para ellos, hubieran podido sorprender a sus moradores con lo mucho que sabían sobre ella y su historia. Sentados a la mesa o alrededor del fuego, hablaban en susurros de esas cosas, no teniendo en estos tiempos sombríos muchos otros entretenimientos y (aunque alterándolas en sus cuchicheos hasta transformarlas en historias muy diferentes) no las olvidaban. Y cuando llegó la convocatoria de Sophie, sorprendidos por no sorprenderse, soltaron sus herramientas, se quitaron los mandiles, aprontaron a sus hijos; y despertaron a puntapiés sus viejos carricoches; y fueron a Bosquedelinde y se enteraron del regreso de una hija perdida, y de un ruego urgente, y de un viaje que tendrían que emprender.

—Y hay una puerta —dijo Sophie, tocando una de las cartas (el arcano llamado Multiplicidad) que tenía ante ella— y esa puerta es esta casa. Y —tocando la carta siguiente— hay un perro junto a la puerta. —En el doble salón el silencio era absoluto.— Y más allá —dijo— hay un río, o algo que se parece a un río.

—Habla más alto, querida —dijo Mambé, que estaba sentada casi al lado de ella—. Nadie podrá oírte.

—Hay un río —dijo Sophie de nuevo, gritó casi. Se sonrojó. En la penumbra de su alcoba, con la certeza de Lila allí presente, todo había parecido… no fácil, no, pero claro al menos; el final todavía era claro para ella, pero eran los medios los que ahora había que considerar, los medios, y éstos no eran claros—. Y un puente que hay que cruzar, o una barca o un transbordador o en todo caso alguna forma de cruzarlo; y del otro lado un hombre viejo para guiarnos, que conoce el camino.

—¿El camino que lleva adonde? —aventuró tímidamente alguien a espaldas de ella; Sophie supuso que uno de los Pájaro.

—Allá —dijo otro—. ¿No estás escuchando?

—Allá, donde están ellos —dijo Sophie—. Allá, donde se celebrará el Parlamento.

—Oh —dijo la primera voz—. Oh, yo creía que esto era el Parlamento.

—No —dijo Sophie—. Será allí.

—Oh.

Volvió el silencio, y Sophie trató de recordar qué más sabía.

—¿Está lejos, Sophie? —preguntó Marge Junípero—. Algunos no podemos ir lejos.

—No lo sé —dijo Sophie—. No creo que pueda estar muy lejos; recuerdo que a veces parecía lejos, y a veces cerca; pero no creo que pueda estar demasiado lejos; quiero decir, demasiado lejos para que no podamos llegar; pero no lo sé.

Ellos esperaban. Sophie miró sus cartas, las barajó. ¿Y si estuviera demasiado lejos?

Florita dijo en voz baja:

—¿Es hermoso? Tiene que ser hermoso.

Retoño, a su lado, dijo:

—¡No! Peligroso. Y terrible. ¡Con alimañas para luchar! Es una guerra, ¿no es cierto, tía Sophie?

Ariel Halcopéndola miró de soslayo a los niños, y a Sophie.

—¿Es eso, Sophie? —dijo— ¿Es una guerra?

Sophie alzó la vista y extendió las palmas vacías.

—No lo sé —dijo—; yo creo que es una guerra; eso fue lo que dijo Lila. Es lo que tú dijiste —le dijo a Ariel, en un tono de ligero reproche—. Yo no lo sé. ¡No lo sé! —Se puso de pie, y se dio vuelta para mirarlos a todos.—Todo lo que yo sé es que tenemos que ir, tenemos que ir para ayudarlos. Porque si no vamos, ellos desaparecerán. Se están muriendo. ¡Eso lo sé! O yéndose, yéndose tan lejos, ocultándose tan lejos que será como si se murieran, ¡y todo por nosotros! Y pensad, pensad qué pasaría, cómo sería todo si ellos no existieran nunca más.

Ellos lo pensaron, o trataron de pensarlo, llegando cada uno a una distinta conclusión, o a una visión diferente, o a ninguna.

—Yo no sé dónde es —dijo Sophie— ni cómo iremos allí, ni qué podremos hacer para ayudar, ni por qué somos nosotros los que tenemos que ir; pero sé que tenemos, ¡que debemos intentarlo! Quiero decir, ni siquiera importa que queramos o no queramos ir, ¿no lo veis?, porque ni siquiera estaríamos aquí si no fuera por ellos; yo sé que es así. No ir ahora…, eso sería algo así como nacer y crecer, y casarse y tener hijos, y de pronto, de buenas a primeras, decir: He cambiado de parecer, preferiría no haber…, cuando ya no habría allí ni una sola persona siquiera para decir que preferiría no haber, a menos que ya hubiera. ¿Os dais cuenta? Y con ellos pasa lo mismo. Nosotros no podríamos rehusar a menos que fuésemos los que estamos destinados a ir, a menos que todos fuésemos a ir, en primer lugar.

Paseó una mirada en torno, observando a cada uno, Bebeaguas y Barbables, Pájaros, Piedras, Flores, Matas y Lobos; Charles Viñas y Cherry Lago, Retoño y Florita, Ariel Halcopéndola y Marge Junípero; Sonny Mediodía, el viejo Phil Flores y los hijos e hijas de Phil, los nietos y biznietos y tataranietos. Echaba terriblemente de menos a su tía Nube, que hubiera podido decir de una forma tan sencilla e incontrovertible todas esas cosas. Llana Alice, mejilla en mano, se limitaba a mirarla, y le sonreía; las hijas de Alice cosían tranquilas, como si todo lo que Sophie acababa de decir fuese tan claro como el agua, por absurdo que le pareciera a Sophie mientras lo decía. Su madre asentía sensatamente, pero quizá no había oído bien, y los rostros de sus primos alrededor de ella parecían vivaces y atontados, claros y obscuros, transfigurados o imperturbables.

—Os he dicho todo lo que sé —dijo Sophie, desesperada—. Todo lo que Lila dijo: que hay cincuenta y dos, y que tiene que ser el día del solsticio de verano, y que ésta es la puerta, como siempre lo ha sido; y que las cartas son un mapa, y lo que ellas dicen, hasta donde yo puedo verlo, acerca del perro y el río y todo lo demás. Ahora tenemos que pensar, pensar qué hacer.

Y todos pensaron, desde luego, muchos no demasiado habituados al ejercicio; muchos, aunque con las manos sobre la frente o las puntas de los dedos unidas, se perdían en conjeturas disparatadas o sensatas, o se abismaban en sus recuerdos; miraban o contaban las musarañas; sentían sus dolores, viejos o nuevos, y se preguntaban qué podían presagiar éstos, este viaje u otro distinto, o rumiaban simplemente, mascando y saboreando la propia familiar naturaleza, o rememorando antiguos miedos o viejas consejas, o evocando el amor o el bienestar; o no hacían ninguna de estas cosas.

—Podría ser fácil —dijo Sophie con fervor—. Podría ser. ¡Un solo paso! O podría ser difícil. Tal vez —dijo—, sí, quizá no sea un solo camino, no el mismo camino para todos… Pero hay un camino, tiene que haber. Tenéis que pensar en él, cada uno de vosotros, tenéis que imaginarlo.

Ellos lo intentaban, agitándose en sus asientos, cruzando de otra forma las piernas; pensando norte, sur, este, oeste; pensando en cómo era que estaban aquí, en todo caso, suponiendo que si pudiera verse un sendero hacia allá, entonces tal vez su continuación sería clara; y en el silencio del pensar oyeron un sonido que ninguno de ellos había escuchado aún ese año: los pajaritos, depertando de súbito con su única palabra.

—Bueno —dijo Sophie, y se sentó. De un manotazo juntó las cartas como si hubiesen acabado de contar su parte de la historia—. Sea como sea. Iremos paso a paso. Tenemos toda la primavera por delante. Entonces nos reuniremos, simplemente, y veremos. No se me ocurre nada más.

—Pero Sophie —dijo Tacey, dejando a un lado su costura—, si la casa es la puerta…

—Y —dijo Lily soltando la suya—, si nosotros estamos en ella…

—Si es así —dijo Lucy—, ¿no estamos yendo ya, de todos modos?

Sophie miró a sus tres sobrinas. Lo que ellas acababan de decir era perfectamente lógico, tenía sentido, sentido común.

—No lo sé —dijo.

—Sophie —dijo Fumo, que había permanecido de pie, cerca de la puerta. Desde el comienzo de la asamblea no había dicho una sola palabra—. ¿Puedo preguntar una cosa?

—Por supuesto —dijo Shopie.

—¿Cómo —dijo Fumo—, cómo volveremos?

En el silencio de Sophie adivinó la respuesta, la que él había esperado, la única cosa que todos los presentes habían sospechado respecto del lugar del que ella les hablara. En el silencio que ella había creado, y que nadie rompió, Sophie agachó la cabeza; todos oyeron su respuesta y en ella, escondida, la verdadera pregunta que se les formulaba, la que Sophie no sabía muy bien cómo expresar.

Comoquiera que sea, todos eran familia, pensó Sophie; o en todo caso, si venían, contaban, y si no, no, así de sencillo. Abrió la boca para preguntar: ¿Vendréis, entonces?, pero sus rostros, tan diversos, tan familiares, la intimidaron, y no pudo hacerlo.

—Bueno —dijo; a través de las lágrimas centelleantes que le empañaban los ojos, los veía ahora confusos, borrosos—. Esto es todo, supongo.

Retoño y Florita saltaron del sillón.

—Ya sé —dijo la niña—. Nos cogemos todos de la mano, en un círculo, para juntar fuerzas, y decimos todo a la par: «¡Iremos!». —Miró en derredor.— ¿De acuerdo?

Hubo algunas risas y algunas objeciones, y su madre la atrajo hacia ella y le dijo que quizá no todos quisieran hacer eso, pero ella, tomando la mano de su hermano, empezó a acuciar a sus primos y tías y tíos para que se acercasen y se tomaran de la mano, eludiendo tan sólo a la Dama del Bolso de Cocodrilo; acto seguido se le ocurrió que quizá el círculo sería más fuerte si todos cruzaban los brazos y se cogían de la mano con la mano opuesta, con el resultado de que el círculo sería más pequeño, y que cuando consiguiera tenerlo unido en un lugar se rompería en otro.

—Nadie me hace caso —se quejó Sophie, quien se limitaba a mirarla sin oírla, pensado qué podría ser de ella, de los valientes, e incapaz de imaginarlo, y justo en ese momento Mambé, que no había oído el plan propuesto por Florita, se levantó, tambaleándose, y dijo: —Bueno. Hay café y té y otras cosas en la cocina, y bocadillos —y eso rompió más aún el círculo; hubo un arrastrar de sillas y un desplazamiento general; conversando en voz baja, se encaminaron a la cocina.

Sólo fingiendo

—Vendrá de perlas el café —le dijo Halcopéndola a la anciana señora sentada a su lado.

—Sin duda —dijo Marge Junípero—. Sólo que no estoy segura de si merece la pena levantarse para ir a buscarlo. Usted sabe.

—¿Me permitirá —dijo Halcopéndola— que le traiga una taza?

—Es usted muy amable —dijo Marge con alivio. Había sido un verdadero problema para todos traerla hasta aquí, y se alegraba de poder quedarse sentada en el sitio en que la habían puesto.

—Bien —dijo Halcopéndola. Echó a andar detrás de los otros, pero se detuvo ante la mesa donde Sophie, mejilla en mano, escrutaba con angustia, o con sorpresa, las cartas—. Sophie —dijo.

Sophie alzó el rostro y miró a Halcopéndola: un temor o respeto brillaba ahora en sus pupilas.

—¿Y si fuera demasiado lejos? —dijo—. ¿Y si yo estuviera totalmente equivocada?

—No creo que puedas estarlo —dijo Halcopéndola—, en cierto modo. Hasta donde he podido comprender lo que quisiste decir, en todo caso. Es muy extraño, lo sé; pero ésa no es razón para suponer que sea falso. —Tocó el hombro de Sophie.— Yo diría más bien que quizá no es aún suficientemente extraño.

—Lila —dijo Sophie.

—Eso —dijo Halcopéndola— fue extraño. Sí.

—Ariel —dijo Sophie—, ¿no querrías mirarlas? Quizá tú puedas ver algo, algún primer paso.

—No —dijo Halcopéndola, retrocediendo—. No; yo no tengo derecho a tocarlas. —En la figura que Sophie había extendido, rota ahora, no aparecía el Loco.— Ahora son una cosa demasiado importante.

—Oh, no sé —dijo Sophie, desparramándolas sobre la mesa sin mirarlas—. Yo creo…, tengo la impresión de haber acabado con ellas. O con lo que ellas puedan decir. Tal vez sea sólo yo. Pero no parece que haya en ellas nada más. —Se levantó y se alejó de las cartas.— Lila dijo que eran la guía. Pero yo no lo sé. Creo que sólo estaba fingiendo.

—¿Fingiendo? —dijo Halcopéndola, siguiendo a Sophie.

—Sólo para mantener vivo el interés —dijo Sophie—. La esperanza.

Halcopéndola les lanzó una mirada por encima del hombro. Como el círculo que intentara hacer Florita, también las cartas estaban fuertemente unidas, incluso así, en desorden, con las manos entrecruzadas. Acabado con ellas… Volvió rápidamente la cabeza, le hizo un gesto amistoso a la señora a cuyo lado había estado sentada durante la reunión, y que la anciana dama no pareció ver.

Y en verdad, Marge Junípero no la veía, pero no era la mala vista ni la dispersión de la atención propia de la edad lo que la cegaba; estaba absorta, simplemente absorta —como Sophie les había pedido que lo hicieran—, pensando en cómo podría ella ir andando hasta ese lugar, y qué podría llevar consigo (una flor seca conservada entre las páginas de un libro, un chal bordado con esas mismas flores, un relicario que contenía un rizo de cabellos negros, un acróstico de San Valentín en el que las letras de su nombre eran las mismas iniciales de sentimientos ahora mustios hasta el sepia y la insinceridad) y cómo podría economizar sus fuerzas hasta el día en que tuviera que ponerse en camino.

Porque ella sabía cuál era ese lugar del que Sophie hablaba. En los últimos tiempos la memoria de Marge se había debilitado, lo que equivale a decir que ya no guardaba, depositado en ella, el tiempo pasado, no era lo bastante resistente para retener los momentos, las mañanas y los atardeceres, de su larga vida; rotos los diques, sus recuerdos fluían juntos, confundidos, indiferenciables del presente. Con la edad, su memoria se había vuelto incontinente; y ella sabía muy bien cuál era ese lugar al que tenía que ir. Era el lugar al cual, unos ochenta años atrás, o ayer, había huido August Bebeagua; y también el lugar en el que ella se había quedado cuando él se marchó. Era el lugar al que van todas las esperanzas jóvenes cuando se hacen viejas y las hemos perdido; el lugar adonde van los comienzos cuando llegan los finales, y luego se van, también ellos.

El día del Solsticio de Verano, pensó, y se puso a contar los días y semanas que faltaban hasta él; pero se olvidó de qué estación era esta en la que empezaba a contar, así que desistió.

¿Adónde era que iba?

En el comedor, Halcopéndola se topó con Fumo, solitario en el rincón, perdido al parecer en su propia casa y en sus pensamientos.

—¿Cómo entiende usted todo esto, señor Barnable? —le preguntó.

—¿Hm? —Fumo tardó un momento en distinguirla.— Oh. No lo entiendo. No. No lo entiendo. —Se encogió de hombros, no como quien se disculpa, sino como si fuera una postura que estuviese tomando, sólo un aspecto de la cuestión, aunque del otro había también mucho que decir. Desvió la mirada.

—¿Y cómo —dijo ella, viendo que no debía insistir en ese tema— marcha su orrería? ¿Ha conseguido ponerla en funcionamiento?

También ésta parecía ser una pregunta inoportuna. Fumo suspiró.

—En funcionamiento, no —dijo—. Todo a punto para que funcione. Sólo que no funciona.

—¿Cuál es la dificultad?

Él hundió las manos en los bolsillos.

—La dificultad —dijo— consiste en que es circular.

—Bueno, también lo son las esferas —dijo Halcopéndola—. O casi.

—No me refería a eso —dijo Fumo—. Quiero decir que depende de ella misma para funcionar. Depende de que funcione para funcionar. Usted sabe. El Movimiento Perpetuo. Es una máquina de movimiento perpetuo, créalo o no.

—También lo son las esferas —dijo Halcopéndola—. O casi.

—Lo que no puedo comprender —dijo Fumo, y a medida que reflexionaba parecía agitarse cada vez más, y hacía tintinear los objetos menudos que tenía en los bolsillos, tornillos, arandelas, monedas— es cómo a Henry Nube, o a Harvey, se le pudo ocurrir una idea tan absurda. El movimiento perpetuo. Todo el mundo lo sabe… —Miró a Halcopéndola.— Por cierto —dijo—, ¿cómo funciona la suya? ¿Qué la hace girar?

—Bueno —dijo Halcopéndola, depositando sobre un aparador las dos tazas de café que traía—, no, supongo, de la misma forma que la suya. La mía muestra una esfera celeste más simple, en muchos aspectos…

—Bueno, pero ¿cómo? —dijo Fumo—. Deme usted una pista, al menos. —Sonrió, y Halcopéndola pensó, mientras lo observaba, que raras veces había sonreído en los últimos tiempos. Se preguntó cómo, ante todo, habría venido a parar a esta familia.

—Le puedo decir esto —dijo—. Sea lo que sea lo que haga girar la mía, yo tengo la absoluta convicción de que fue proyectada para que funcionara por sí sola.

—Por sí sola —dijo Fumo, en tono dubitativo.

—Sin embargo, no pudo hacerlo —dijo Halcopéndola—. Quizá porque no es el verdadero firmamento, porque reproduce un firmamento que jamás podría girar por sí solo, sino movido siempre por una voluntad: por ángeles, por dioses. El mío es el antiguo firmamento. Pero el de usted es el nuevo, el firmamento newtoniano, dotado de autopropulsión, al que una vez que se le ha dado cuerda gira y gira eternamente.

Fumo la miraba fascinado.

—Hay una máquina que supuestamente tendría que accionarla —dijo—. Pero también ella necesita algo que la accione a su vez. Necesita un impulso.

—Bueno —dijo Halcopéndola—. Una vez debidamente instalada… Si tuviera, quiero decir, los movimientos de los astros, ésos serían irresistibles, ¿verdad que sí? —Un fulgor extraño empezó a brillar en las pupilas de Fumo, un fulgor que a Halcopéndola le parecía dolor. Haría mejor en cerrar el pico. Una pequeña lección. De no haber intuido que Fumo estaba efectivamente al margen del plan proyectado por el resto de la familia, y que ella, Halcopéndola, no tenía en absoluto la intención de secundar, no habría añadido:— A lo mejor, señor Barnable, confunde usted una cosa con otra. El impulso y lo que es impulsado. Los astros tienen energía de sobra.

Recogió las tazas de café, y cuando él estiró una mano para retenerla, ella se las mostró, sacudió la cabeza, y escapó; su pregunta siguiente iba a ser una que ella no podría responder sin quebrantar antiguos juramentos. Deseaba haberle prestado alguna ayuda. Sentía, por alguna razón, la necesidad de contar con un aliado aquí. Al detenerse, desorientada (al salir del comedor había tomado una dirección equivocada), en una confluencia de varios corredores, lo vio, precipitándose escaleras arriba, y deseó no haberlo estimulado en vano.

Y ahora, ¿adonde era que iba? Miraba en derredor, dando vueltas y vueltas, con el café enfriándose en sus manos. De algún lugar le llegaba un murmullo de voces.

Un recodo, una encrucijada desde donde podían verse muchos caminos a la vez; un Panorama. Ninguna de sus mansiones de la memoria estaba más imbricadamente construida, con más corredores, más recintos que fueran dos lugares a la vez, más precisa en sus confusiones, que esta casa. La sentía despertar en torno de ella, el sueño de John, el castillo de Violet, alta y con numerosas habitaciones. Se adueñaba de sus pensamientos como si estuviera en verdad hecha de recuerdos; comprendió, y una claridad aterradora la inundó al comprenderlo, que si ésta fuera la casa de su memoria, todas sus conclusiones resultarían ahora muy distintas, sí, absolutamente distintas.

Había estado sentada esa noche entre ellos, sonriendo y escuchando cortésmente, como quien asiste a un servicio religioso de una congregación a la que no pertenece, aunque tomada por los miembros como uno de ellos, sintiéndose a la vez turbada por la sinceridad de ellos y aislada a causa de esas emociones que se alegraba de no compartir, y quizá apenas un poquito triste por sentirse excluida, le parecía gracioso interpretar las cosas tan ingenuamente. Pero mientras tanto la casa había estado alrededor de ellos como estaba ahora de ella, grande, grave, segura e impaciente: la casa decía que no era así, no era así en absoluto. La casa decía (y Halcopéndola sabía cómo oír hablar a las casas, era su mayor talento y su gran arte, y sólo se preguntaba cómo había podido estar sorda tanto tiempo a esa voz enorme) que no eran ellos, que no eran los Bebeagua y los Barnable y el resto quienes habían interpretado las cosas demasiado ingenuamente. Ella había supuesto que las grandes cartas con las que ellos jugaban habían caído en sus manos por puro azar, un Graal escondido juguetonamente entre las copas para uso diario, un accidente histórico. Pero la casa no creía en accidentes; la casa decía que ella, Halcopéndola, se había equivocado, sí, de nuevo, y esta vez por última vez. Como si, mientras había estado sentada solitaria, en una humilde iglesia, entre feligreses ordinarios que entonaban himnos trillados, hubiera sido testigo de un milagro, de una gracia concreta y terrible, Halcopéndola temblaba ahora de repulsión y de miedo: no era posible que ella se hubiese equivocado tan horriblemente, la razón no lo podía soportar, se trocaría en sueño y se rompería en añicos, y al estallar en añicos ella despertaría en algún otro mundo, en una casa, tan extraña, tan desconocida…

Oyó que Llana Alice la llamaba, desde una dirección insospechada. Oyó las tazas de café, que aún sostenía, castañetear débilmente sobre los platillos. Trató de recobrar la compostura, de armarse de coraje, y consiguió salir de la maraña del estudio imaginario donde se había quedado atrapada.

—Pasarás la noche aquí, Ariel, ¿verdad? —dijo Alice—. El dormitorio imaginario está preparado, y…

—No —dijo Halcopéndola. Le llevó el café a Marge, que aún seguía sentada en el mismo sitio. La anciana cogió la taza con aire ausente, y a Halcopéndola le pareció que lloraba, o que había estado llorando, aunque tal vez no fuera nada más que el lagrimeo de los ojos viejos—. No, es muy amable de tu parte, pero debo marcharme. Tengo que coger desde aquí un tren hacia el norte. Debería estar en él ahora, pero conseguí hacer tiempo para venir primero aquí.

—Bueno, no podrías…

—No —dijo Halcopéndola—. Es un tren presidencial. Con servicio principesco, ¿sabes? Él está realizando una de sus giras. No sé para qué se toma la molestia. O lo fotografían, o lo ignoran. Todavía.

Los invitados se retiraban, poniéndose gruesos abrigos y gorros pasamontañas. Muchos se detenían a hablar con Sophie. Halcopéndola vio que uno de ellos, un hombre anciano, lloraba mientras hablaba, y que Sophie lo abrazaba.

—¿Irán todos, entonces? —le preguntó a Alice.

—Creo que sí —dijo Alice—. Casi todos. Nos veremos, ¿verdad?

Sus ojos fijos en Halcopéndola, tan límpidos y castaños, tan llenos de serena complicidad, le hicieron desviar la mirada, temiendo también ella empezar a balbucear y llorar.

—Mi bolso —dijo—. Iré a buscarlo y me marcharé. Es preciso.

Los salones en que habían celebrado la asamblea estaban vacíos ahora, a no ser la figura vaga de la anciana, que bebía café a sorbitos cortos como una muñeca mecánica. Halcopéndola tomó su bolso. De pronto vio las cartas desparramadas bajo la lámpara.

El fin de la historia, la de ellos. Pero no de la suya, no si podía evitarlo.

Alzó rápidamente la vista. Podía oír a Alice y Sophie, despidiéndose de los invitados en la puerta principal. Marge tenía los ojos cerrados. Casi sin pensarlo, se volvió de espaldas a la anciana, abrió de un manotón el bolso y echó en él las cartas. Como hielo le quemaron las yemas de los dedos que las tocaron. Cerró precipitadamente el bolso y se dio vuelta para marcharse. Vio a Alice de pie en la puerta del salón, mirándola.

—Adiós, entonces —dijo Halcopéndola vivamente, el corazón helado galopándole, sintiéndose tan impotente como un niño caprichoso en las garras de un adulto que no ha podido aún dominar su berrinche.

—Adiós —dijo Alice, haciéndose a un lado para dejarla pasar—. Buena suerte con el presidente. Pronto nos veremos.

Halcopéndola no la miró, sabiendo que vería su crimen reflejado en los ojos de Alice, y otras cosas que deseaba ver aún menos. Había, tenía que haber una forma de escapar de esto; si el ingenio no la podía encontrar, el poder tenía que crearla. Y ya era demasiado tarde para que pudiera pensar en otra cosa que no fuese escapar.

Demasiado pronto

Llana Alice y Sophie permanecieron en la puerta observando cómo Halcopéndola se introducía de prisa, como si la persiguieran, en su automóvil, y ponía en marcha el motor. El vehículo corcoveó hacia delante como un potrillo, y partió como una flecha por entre los pilotes de piedra hacia la noche y la niebla.

—Retrasada para su tren —dijo Alice.

—¿Te parece que ella vendrá, sin embargo? —dijo Sophie.

—Oh —dijo Alice—, vendrá, sí. Vendrá.

Volvieron la espalda a la noche, y cerraron la puerta.

—Pero Auberon —dijo Sophie—. Auberon y George…

—Está todo bien, Sophie —dijo Alice.

—Pero…

—Sophie —dijo Alice—. ¿Querrías hacerme compañía un rato? Yo no voy a dormir.

El semblante de Alice estaba sereno, y sonreía, pero Sophie oyó una súplica, hasta algo así como un temor. Dijo:

—Claro que sí, Alice.

—¿Qué te parece la biblioteca? —dijo Alice—. Nadie entrará allí.

—De acuerdo. —Siguió a Alice a la gran estancia obscura. Con una cerilla de cocina Alice encendió una lámpara y le bajó la mecha. En la niebla, del otro lado de las ventanas, parecían flotar unas luces vagas, pero no podía verse nada más. —¿Alice? —dijo.

Alice pareció despertar de algún ensueño, y miró a su hermana.

—Alice, ¿tú sabías todo lo que yo iba a decir, esta noche?

—Oh, casi todo, supongo.

—¿Lo sabías? ¿Desde cuándo?

—No sé. En cierto modo —dijo, mientras se sentaba con lentitud en un extremo del largo sofá de cuero—, en cierto modo creo que siempre lo supe; y todo el tiempo se me aparecía cada vez con más claridad. Excepto cuando…

—¿Cuándo?

—Cuando se volvía más obscuro. Cuando…, bueno, cuando las cosas parecían no marchar como se suponía que debían hacerlo, o incluso lo contrario. Momentos en que… en que era como si todo nos fuera quitado.

Sophie desvió la mirada: pese a que su hermana había hablado con extrema dulzura, y en modo alguno en tono de reproche, ella sabía a qué épocas se había referido Alice, y le pesaba haber, aunque sólo fuera por un día, empañado sus certidumbres. ¡Y tanto, tanto tiempo atrás!

—Después, sin embargo —dijo Alice—, cuando las cosas, tú sabes, empezaron a tener sentido otra vez, tenían incluso mucho más sentido. Y te parecía tan absurdo que hubieras pensado alguna vez que no estaba todo bien, que podías haberte engañado. ¿No es verdad? ¿No fue así?

—No lo sé —dijo Sophie.

—Ven, siéntate —dijo Alice—. ¿No fueron así las cosas para ti?

—No. —Se sentó junto a Alice y ésta extendió una manta afgana multicolor sobre los hombros de ambas; sin fuego chisporroteando en el hogar, hacía frío en la espaciosa biblioteca.— Yo creo que no, que desde que yo era pequeña, tenían cada vez menos sentido.

Era difícil hablar de esas cosas después de tantos años de silencio; en un tiempo, años atrás, parloteaban sobre ellas incansablemente, no buscándoles un sentido, una explicación, sino mezclándolas con sus sueños y con los juegos que jugaban, sabiendo con tanta certeza cómo entenderlas porque no veían diferencia alguna entre ellas y sus deseos, sus ansias de felicidad, de aventuras, de prodigios. Repentinamente, tuvo una visión, un recuerdo, tan vivido y total que era como si estuviera presente, de ella y Alice desnudas, en ese paraje del linde del bosque. Durante tanto tiempo su recuerdo de esas cosas había sido sustituido por las fotografías de Auberon, que los conservaban bellamente pálidos y quietos, que el hecho de que uno volviese de pronto a ella en todo su esplendor la dejó sin aliento: calor, y certeza, y maravilla, en el intenso verano real de la niñez.

—Oh, ¡por qué —dijo—, por qué no nos habremos ido entonces, cuando sabíamos! Cuando hubiera sido tan fácil

Alice le cogió la mano por debajo de la manta.

—Hubiéramos podido —dijo—. Podíamos haber ido en cualquier momento. Cuando sí fuimos, es el Cuento.

Añadió, al cabo de un momento.

—Pero no va a ser fácil. —Notó que sus palabras inquietaron a Sophie, y oprimió con fuerza la mano de su hermana.— Sophie —dijo—, tú dijiste el Día del Solsticio de Verano.

—Sí.

—Pero… bueno —dijo Alice—. Sólo que… que yo tengo que ir antes.

Sophie irguió la cabeza, y sin soltar la mano de su hermana, dijo, asustada:

—¿Qué?

—Que yo —dijo Alice— tengo que ir antes. —Espió el rostro de Sophie y desvió rápidamente la mirada; una mirada que, Sophie lo supo, significaba que Alice le estaba diciendo ahora una cosa que había sabido desde siempre y que había mantenido en secreto.

—¿Cuándo? —dijo Sophie, o musitó.

—Ahora —dijo Alice.

—No —dijo Sophie.

—Esta noche —dijo Alice—. O esta mañana. Fue por eso por lo que te pedí que te quedaras conmigo, porque…

—Pero ¿por qué? —dijo Sophie.

—No lo puedo decir, Sophie.

—No, Alice, no, pero…

—Está todo bien, Sophie —dijo Alice, sonriendo al ver a su hermana tan desconcertada—. Todos iremos, todos, sólo que yo tengo que ir antes. Nada más.

Sophie la miraba con asombro, mientras un pensamiento extrañísimo la invadía, invadía sus ojos desorbitados y su boca abierta y su corazón vacío: extraño porque ella se lo había oído decir a Lila, y lo había leído en las cartas, y había hablado de él a todos sus primos, pero sólo ahora lo pensaba realmente.

—Vamos a ir, entonces —dijo.

Alice asintió con un gesto, un gesto perceptible.

—Todo es verdad —dijo Sophie. Su hermana, serena o no conmovida, al menos, preparada o pareciendo estarlo, crecía inmensa ante los ojos de Sophie—. Todo verdad.

—Sí.

—Oh, Alice. —Alice, tan grande como había crecido delante de ella, la asustaba.— Oh, pero Alice, no. Espera. No te vayas ahora, no tan pronto…

—Tengo que hacerlo —dijo Alice.

—Pero entonces yo me quedaré… y todos… —Arrojó a un lado la manta y se puso de pie, para protestar.— No, no te vayas sin mí, ¡espera!

—Tengo que hacerlo, Sophie, porque… Oh, no lo puedo decir, es demasiado extraño para que lo diga, o demasiado tonto. Tengo que irme, porque si no voy no habrá lugar alguno adonde ir. Para ti, para todos.

—No comprendo —dijo Sophie.

Alice se rió, una risita que era como un sollozo.

—Yo tampoco, todavía. Pero, pronto.

—Pero sola —dijo Sophie—. ¿Cómo puedes?

Alice no respondió a esta pregunta, y Sophie se mordió los labios por haberla hecho. ¡Valiente! Un amor inmenso, un amor semejante a la piedad más profunda, la desbordó, y cogió de nuevo la mano de Alice; de nuevo se sentó a su lado. En algún lugar de la casa un reloj dio una hora temprana de la madrugada, y las campanadas, una a una, traspasaron a Sophie como puñales.

—¿Tienes miedo? —preguntó, sin poder evitarlo.

—Acompáñame aún un rato —dijo Alice—. No falta mucho para que amanezca.

Arriba, lejos, sonaron pasos, pasos rápidos, pesados. Las dos hermanas alzaron la cabeza. Los pasos sonaron arriba, luego en un corredor, y después rápidos y ruidosos, escaleras abajo. Alice oprimió la mano de Sophie, de una manera que Sophie comprendió, aunque lo que comprendía que Alice le decía con ese gesto la conmovió más profundamente que todo cuanto su hermana le había dicho hasta ese momento.

Fumo abrió la puerta de la biblioteca y se sobresaltó al ver a las dos mujeres sentadas en el sofá.

—Hey, ¿todavía levantadas? —dijo. Su respiración era agitada.

Sophie estaba segura de que leería la angustia en sus rostros, pero no, no pareció notarlo; fue hasta la lámpara, la cogió, y empezó a dar vueltas por la biblioteca escudriñando los anaqueles poblados de obscuridad.

—¿No sabríais, por casualidad —dijo—, por dónde pueden andar las Efemérides?

—¿Las qué? —dijo Alice.

—Las Efemérides —dijo él, sacando un libro y volviéndolo a poner en el estante—. El libraco rojo que da las posiciones de los planetas. Para cada fecha. Tú sabes cuál.

—¿El que tú solías consultar cuando mirábamos las estrellas?

—Ese mismo. —Se volvió hacia ellas. Todavía jadeaba ligeramente, y parecía dominado por una tremenda excitación.— ¿Ninguna idea? —Levantó en alto la lámpara.— No lo vais a creer —dijo—. Tampoco yo puedo creerlo, todavía. Pero es la única cosa que tiene sentido. La única idea lo bastante descabellada como para tener sentido.

Esperó que ellas lo interrogaran, y al cabo Alice dijo:

—¿Qué?

—La orrería —dijo él—. Va a funcionar.

—Oh —dijo Alice.

—Y no sólo eso —añadió, como si aún no pudiera salir de su asombro, pero triunfal—. Creo que fue ideada para eso. Creo que todo va a funcionar. ¡Era todo tan simple! Nunca se me había ocurrido. ¿Te imaginas, Alice? ¡La casa revivirá! ¡Si ese artefacto funciona, hará girar las correas! ¡Hará funcionar los generadores! ¡Luz! ¡Calor!

La lámpara que sostenía les mostraba su rostro, transfigurado, y al parecer al borde de un paroxismo peligroso que hizo que Sophie se encogiera, asustada. Supuso que él no podía verlas bien a las dos, y le lanzó a su hermana, que aún le oprimía la mano, una mirada furtiva, y pensó que los ojos de Alice, si pudieran hacerlo, se llenarían de lágrimas, pero que no podían: que, Comoquiera, ya no llorarían nunca más.

—Qué bien —dijo Alice.

—Bien —dijo Fumo, reanudando su búsqueda—. Tú piensas que yo estoy loco… Yo pienso que estoy loco. Pero pienso que tal vez Harvey Nube no estaba loco. Tal vez. —De debajo de otros, que cayeron al suelo ruidosamente, sacó un libro voluminoso.— Aquí está, aquí está, éste es —dijo, y sin volverse a mirarlas se encaminó a la puerta.

—La lámpara, Fumo —dijo Alice.

—Oh. Perdón. —Se la estaba llevando, sin darse cuenta. La puso encima de la mesa, y les sonrió; parecía tan infinitamente feliz que ellas no pudieron devolverle la sonrisa. Salió casi corriendo, con el libraco bajo el brazo.

Otro país

Después que Fumo se hubo marchado, las dos mujeres permanecieron un rato sin hablar. Al fin Sophie dijo:

—¿No se lo dirás a él?

—No —dijo Alice. Empezó a decir algo más, una razón tal vez, pero no lo hizo, y Sophie no se atrevió a preguntar nada más—. De todas maneras —dijo Alice—, no me habré ido, no realmente. Quiero decir que me habré ido pero seguiré estando aquí. Siempre. —Y eso era verdad, pensó; pensó, alzando los ojos hacia el cielo raso obscuro y los altos ventanales, la casa que se alzaba en torno de ella, que lo que a ella la llamaba, lo que la llamaba desde el corazón mismo de las cosas, la llamaba tanto desde aquí como desde cualquier otro lugar; y que lo que ella sentía no era desamparo, sólo que a veces ella confundía ese sentimiento con desamparo.— Pero Sophie —dijo, y su voz se había enronquecido—. Sophie, tú tendrás que atenderlo. Cuidar de él.

—¿Cómo, Alice?

—No lo sé, pero… Bueno, debes hacerlo. De veras, Sophie. Hazlo por mí.

—Lo haré —dijo Sophie—. Pero no sirvo para esas cosas; atender, cuidar.

—Yo no tardaré —dijo Alice. También de esto estaba segura, o creía o esperaba estar segura; trataba, escudriñando en su interior, de hallar esa certeza: de encontrar el gozo apacible, la gratitud, el júbilo que había experimentado cuando empezó a comprender qué conclusión iba a tener toda la historia. La sensación mitad apabullante mitad poderosa de haber vivido toda la vida como un polluelo dentro de un huevo y haber crecido luego demasiado para caber en él, y descubierto entonces la forma de empezar a romperlo, y haberlo roto al fin y estar ahora a punto de salir a un mundo inmenso, aéreo, un mundo cuya existencia ni siquiera había sospechado, pero provista sin embargo de las alas, nunca usadas aún, que necesitaría para vivir en él. Estaba segura de que lo que ella sabía ahora, todos ellos llegarían a saberlo, y otras cosas aún más prodigiosas, y todavía más maravillosas. Pero en esa estancia vieja y fría, en la obscuridad del final de la noche, no la podía sentir realmente viva dentro de ella. Pensaba en Fumo. Tenía miedo; miedo como si…

—Sophie —dijo en voz muy queda—. ¿Te parece que es la muerte?

Sophie se había dormido, con la cabeza apoyada contra el hombro de Alice.

—¿Hm? —dijo.

—¿Tú crees que esto en realidad es morir?

—No sé —dijo Sophie. Sintió que Alice temblaba a su lado—. No me parece que sea eso. Pero no lo sé.

—Yo tampoco creo que sea —dijo Alice.

Sophie no dijo nada.

—Si es, sin embargo —dijo Alice—, no es… como yo me la imaginaba.

—Morir, quieres decir, ¿no? ¿O ese lugar?

—Los dos. —Cerró un poco más sobre ella y su hermana la manta que las cubría.— Fumo me habló una vez de un lugar en la India o en China donde en tiempos remotos, cuando alguien recibía la sentencia de muerte, le daban no sé qué droga, una especie de somnífero, sólo que era un veneno, pero de acción muy lenta; y la persona al principio se duerme, duerme profundamente, y tiene unos sueños muy vividos. Durante un largo tiempo sueña, y hasta se olvida de que está soñando, sueña días y días. Sueña que está realizando un viaje, o que una cosa así le ha sucedido. Y entonces, en el trayecto, a cierta altura, tan lento es el efecto de la droga y él duerme tan profundamente que nunca llega a saber cuándo muere. Pero él tampoco sabe eso. El sueño cambia, tal vez; pero él ni siquiera sabe que es un sueño. Él sigue, nada más. Piensa tan sólo que es otro país.

—Eso es espeluznante —dijo Sophie.

—Fumo, sin embargo, decía que él no creía que lo fuese.

—No —dijo Sophie—. Claro que no.

—Decía que si se suponía que la droga siempre era fatal, ¿cómo podía nadie saber cuál era su efecto?

—Oh.

—He pensado —dijo Alice— que acaso esto sea algo parecido.

—Oh, Alice, qué espantoso, no.

Pero Alice no había querido decir nada espantoso; no le parecía a ella nada horripilante, si uno estaba condenado a muerte, imaginar la muerte como un país. Ésa era la semejanza que ella veía: porque ella había percibido algo que ninguno de los demás, y Sophie sólo vaga y tardíamente, había comprendido: que ese lugar al que habían sido invitados era ningún lugar. Al crecer ella misma, al agrandarse, había percibido que no existía lugar alguno distinto de quienes habitaban en él: cuantos menos eran ellos, más pequeño era el país. Y si ahora iba a haber una migración a esa comarca, cada emigrante tendría que crear el lugar hacia el cual viajaba, hacer ese lugar a partir de lo que él era. Eso era lo que ella, pionera, tendría que hacer: hacer con su propia muerte, o lo que ahora, en ese momento, parecía ser su muerte, un país para que el resto de ellos pudieran emigrar a él. Ella tendría que crecer lo bastante como para contener al mundo entero, o el gran mundo tendría que empequeñecerse lo bastante para caber, todo entero, en el ámbito de su pecho.

Fumo, con seguridad, tampoco creería en eso. Le resultaría difícil. Y pensó entonces que toda esa historia siempre le había resultado difícil a él; que, aunque había aprendido a ser paciente, nunca le había sido ni le sería fácil. ¿Vendría él? Más que de cualquier otra cosa, de ésa querría ella estar segura. ¿Podría él? De tantas cosas como estaba segura, pero de ésa no; tiempo atrás había comprendido que la circunstancia misma que le hiciera ganar a Fumo, ganarlo para ella, podía ser también la causa de que lo perdiera, es decir, su lugar en el Cuento. Y así eran aún las cosas, el pacto todavía vigente; incluso ahora, en este momento, sentía a Fumo suspendido del extremo de una cuerda larga y frágil, que podía romperse si tiraba de ella, o escurrirse entre sus dedos, o los de él. Y ella partiría ahora sin despedirse por el temor de que fuera para siempre.

Oh, Fumo, pensó; oh, muerte. Y durante un largo rato no pensó nada más, deseando tan sólo, sin formular el deseo, que este desenlace no fuera el desenlace que debía tener, el único desenlace que podía tener o tendría alguna vez.

—Cuidarás de él —murmuró—. Sophie, tendrás que hacer que venga, tendrás que hacerlo.

Pero Sophie se había dormido de nuevo, con la manta afgana alzada hasta la barbilla. Alice miró en derredor, como si se despertara; las ventanas estaban azules. La noche se alejaba. Como alguien que, cuando deja de sentir dolor, recobra la conciencia, reunió en torno de ella el mundo y su propio futuro. Y, desasiéndose de su dormida hermana, se levantó. Sophie soñó que se levantaba, y se despertó a medias para decir:

—Estoy lista, ya voy —y otras palabras ininteligibles. Suspiró, y Alice la arropó en la manta.

Arriba sonaban pasos otra vez, pasos que descendían. Alice besó a su hermana en la frente, sopló la llama mortecina de la lámpara; cuando la luz amarilla se apagó, el amanecer azul entró de lleno en la estancia. Era más tarde de lo que ella había pensado. Salió al corredor; Fumo bajó corriendo hasta el rellano superior.

—¡Alice! —dijo.

—Sí, shhh —dijo ella—. Vas a despertar a todo el mundo.

—Alice, funciona. —Se agarró al poste del rellano como si fuera a caerse.— Funciona, tienes que venir a ver.

—¿Oh? —dijo Alice.

—¡Alice, Alice, ven a ver! Ahora todo está bien. Todo bien, funciona, gira. ¿Lo oyes? —Y señaló hacia arriba. Lejano, lejanísimo, apenas discernible en medio de los ruidos del despertar de los pichones y los primeros pájaros, se oía un traqueteo acompasado, como el tic-tac de un enorme reloj, un reloj dentro del cual la casa misma estuviera contenida.

—¿Bien? —dijo Alice.

—Todo bien, ¡no tendremos que marcharnos! —Hizo una nueva pausa para escuchar, extasiado.— La casa no se va a desmoronar. Habrá luz y calor. ¡No tenemos que irnos, no, a ninguna parte!

Desde el pie de la escalera, Alice miraba hacia arriba.

—¿No es maravilloso? —dijo él.

—Maravilloso —dijo ella.

—Ven a ver —dijo él, volviéndose ya para subir de nuevo.

—De acuerdo —dijo ella—. Enseguida.

—Date prisa —dijo él, y empezó a subir.

—Fumo, no corras —dijo ella.

Oyó los pasos de él, más lentos. Fue hasta el espejo del vestíbulo, y descolgó de una percha su capa de abrigo, y se la puso sobre los hombros. Echó una ojeada a la figura del espejo, que a la claridad del alba parecía envejecida, y se encaminó a la gran puerta del frente con su cristal ovalado, y la abrió.

La mañana era inmensa, y se extendía delante de ella en todas direcciones, soplando por la puerta abierta su aliento frío al interior de la casa. Alice permaneció largo rato en el quicio, meditando: un paso. Un solo paso, que parecerá un paso hacia fuera, pero no lo será: un paso hacia el interior del arco iris, un paso que ella había dado hacía mucho, muchísimo tiempo, y del que ya no podía volver atrás. Cada nuevo paso era tan sólo un paso más. Alice dio un paso. Allá, desde el césped, en medio de los jirones de niebla, un perro pequeño corrió hacia ella, saltando y ladrando alegremente.

Capítulo 4

Itur in antiquam silvam, stabula alta ferrarum.

Eneida, Libro VI

Mientras Llana Alice meditaba, y mientras Sophie dormía o velaba, y mientras Halcopéndola corría como el viento a través de brumosos caminos rurales para alcanzar un tren en una estación del norte, Auberon y George, sentados junto a una pequeña fogata, se preguntaban qué sitio era éste al que Fred Savage los había guiado, sin poder recordar de una manera más o menos clara cómo era que habían llegado hasta allí.

Tormentas sucesivas

Se habían puesto en camino, o al menos eso les parecía recordar, hacía cierto tiempo; habían empezado por hacer preparativos, vaciando los viejos arcones y cómodas de George, a fin de pertrecharse para el viaje, aunque, al no tener una idea precisa de qué peligros o avatares los podrían acechar, había sido una elección un tanto a la ventura; George desenterraba camisetas, mochilas fláccidas, galochas, gorros de punto.

—Vaya —exclamó Fred, encasquetándose uno sobre su pelambre hirsuta—. Hacía tiempo que no usaba una de estas cosas.

—¿De qué sirve todo esto? —dijo Auberon, que, con las manos en los bolsillos, se mantenía al margen.

—Bueno, escucha —dijo George—. Más vale prevenir. Hombre prevenido vale por dos.

—Por cuatro tendrás que valer —dijo Fred, levantando un poncho inmenso— si quieres que esto te sirva de algo.

—Esto es estúpido —dijo Auberon—. Quiero decir…

—Como quieras, como quieras —dijo George con enfado, empuñando una gran pistola que acababa de encontrar en el baúl—. Como quieras, usted decide, señor Sabelotodo, pero no vengas después a decir que yo no te previne. —Se puso la pistola en el cinto, pero cambió de idea y la volvió a arrojar dentro del baúl.— Hey, ¿qué os parece esto? —Era una navaja de veinte filos para mil usos.— Dios, años hacía que no veía este adminículo.

—Bonita —dijo Fred, levantando el descorchador con la uña amarillenta del pulgar—. Muy bonita. Y práctica.

Un rato aún, siempre con las manos en los bolsillos pero ya sin hacer objeciones, Auberon continuó observando los preparativos. Pronto, sin embargo, dejó de observar.

Desde la aparición de Lila allí, en la Alquería, le había sido sumamente difícil permanecer en el mundo. Era como si no pudiese hacer otra cosa que entrar y salir de escenas aisladas, sin relación alguna entre una y otra, como las habitaciones de una casa cuya planta desconocía o no le interesaba tratar de investigar.

Sospechaba, por momentos, que se estaba volviendo loco, pero aunque el pensamiento parecía razonable y en cierto modo una explicación, la idea en sí lo dejaba curiosamente impasible. De que una diferencia, una diferencia abismal, había alterado la naturaleza misma de las cosas, no le cabía ninguna duda, pero no acertaba a discernir en qué consistía esa diferencia, no conseguía poner el dedo en la llaga, o más bien, cualquiera que fuese la llaga en que pusiera el dedo (una calle, una manzana, un pensamiento, un recuerdo), no parecía para nada diferente, parecía, ahora, ser tal como había sido siempre, pese a lo cual la diferencia subsistía.

«Ninguna diferencia» solía decir George acerca de dos cosas que eran más o menos parecidas; pero para Auberon la frase se había convertido en el epítome de esa percepción que él tenía, la percepción de una cosa que, Comoquiera, había cambiado y era ahora —tal vez para siempre— más o menos diferente. Ninguna diferencia.

Bien podía ser, sin embargo (él no lo sabía pero parecía probable), que esa diferencia no hubiese sobrevenido de repente y que fuese él tan sólo quien de pronto había empezado a percibirla y a habitar en ella… La había descubierto de improviso, eso era; se le había hecho clara de repente, como si súbitamente hubiese cambiado el tiempo y entre nubes de tormenta irrumpiera la luz del sol. Y presentía ya (con apenas un leve estremecimiento de temor) un tiempo por venir en el que no notaría más la diferencia, ni recordaría que las cosas siempre habían sido, o más bien no habían sido, diferentes, y más tarde, un tiempo en el que las diferencias se producirían una tras de otra, como tormentas sucesivas, y él ni siquiera se percataría de ello.

Y se veía ya olvidando que una especie de frente oclusivo parecía interponerse entre él y sus recuerdos de Sylvie, que él había imaginado tan permanentes e inmutables como todo cuanto poseía, pero que ahora, cuando los tocaba, parecían haberse trocado en el oro feérico de las hojas otoñales, cuernos de gamo, conchas de caracoles, patas de fauno.

—¿Qué? —preguntó.

—Ponte esto —le dijo George, y le tendió un puñal en cuya vaina, tenuemente impresas en oro, podían leerse las palabras «Ausable Chasm» [4], que para Auberon no significaban nada, pero lo cogió y se lo enganchó en el cinto, incapaz de momento de pensar por qué preferiría no hacerlo.

Ese constante entrar y salir de capítulos que parecían de ficción con páginas intermedias totalmente en blanco le había facilitado sin duda la ardua tarea que había tenido que llevar a cabo: acabar (algo que nunca había pensado que necesitara hacer) la historia narrada en «Un Mundo en Otraparte». Acabar con un cuento cuya conclusión, por la naturaleza misma de la historia, era inconcebible… ¡difícil! Y sin embargo no había tenido más que sentarse delante de la máquina de escribir moribunda (tanto había sufrido la pobre) para que los capítulos empezaran a desplegarse con la misma inverosímil limpieza y destreza con que aparece en la mano vacía de un malabarista una interminable cadena de pañuelos multicolores. ¿Cómo acabar con un cuento que era tan sólo una promesa de nunca acabar? De la misma forma en que una diferencia acaba por habitar un mundo que, de otro modo, sigue siendo en todo sentido el mismo; de la misma forma en que un cuadro que representa una urna complicada se altera, a ojos vista, y acaba por transformarse en dos rostros que se miran frente a frente.

Él cumplía la promesa, la promesa de nunca acabar. Y éste era el final. Nada más que eso.

De qué modo lo había logrado, qué escenas había picado en el papel con la ayuda de los veintiséis botones alfabéticos y sus adláteres, qué juramentos fueron pronunciados, qué muertes acontecieron, qué nacimientos, Auberon no lo recordaría con posterioridad; eran los sueños de un hombre que sueña que sueña, imaginaciones imaginarias, insubstancialidades instaladas en un mundo que se había tornado, también él, insubstancial. Si los episodios serían producidos e irradiados y qué efectos causarían Allá Lejos si lo fuesen, qué encantamientos podrían suscitar o destruir, Auberon era incapaz de imaginarlo. Se limitó a mandar a Fred con las en un tiempo inimaginables últimas páginas, y recordó, riendo, ese truco escolar del que alguna vez se había valido, esa frase que todo colegial ha empleado alguna vez para poner fin a alguna loca, desenfrenada fantasía que de lo contrario sería de nunca acabar: y entonces se despertó.

Las frases musicales de su fuga con el mundo se tocaban una a otra. Ahí estaban los tres, él, George y Fred, provistos de sus galochas y sus pertrechos, detenidos delante de las fauces de una entrada del metro: un día de primavera frío como una cama en desorden donde el mundo dormía aún.

—¿Al norte? ¿Al sur? —preguntó George.

Id con cuidado

Auberon había sugerido otras puertas, o lo que a él le había parecido que podían ser otras puertas: un pabellón en un parque privado del cual él tenía la llave; un edificio de la zona alta de la ciudad que había sido el último destino de Sylvie en sus tiempos de Mensajera Alada; una bóveda cilíndrica debajo de la Terminal que era el nexo de cuatro corredores. Pero era Fred el guía de esta expedición.

—Una barca —dijo—. Bueno, si tenemos que tomar una barca es seguro que vamos a cruzar un río. Así que, sin contar el Bronx y el Harlem, descontando el Kills y el Spuyten Duyvil, que en realidad es el océano, sin llegar hacia el norte tan lejos como el Saw Mili, y descartando el East y el Hudson, que tienen puentes, nos queda aún una condenada maraña de ríos por considerar, sólo que, y ésta es la cuestión, corren bajo tierra, invisibles todos, cubiertos por las calles y las casas de la gente y las tiendas; corren a través de tuberías, comprimidos o reducidos a arroyuelos y riachos y cosas por el estilo, retenidos o empujados a las profundidades de la roca donde se transforman en filtraciones y las que vosotros llamáis vuestras aguas subterráneas: y ahí siguen estando, así que ya lo veis, ya lo veis, debemos antes encontrar el río para poder cruzarlo, y si la mayor parte de ese río corre bajo tierra, bajo tierra es donde tenemos que ir.

—De acuerdo —dijo George.

—De acuerdo —dijo Auberon.

—Id con cuidado —dijo Fred.

Bajaron, pisando con cautela, como si exploraran un lugar desconocido, aunque los tres lo conocían casi como la palma de su mano, pues no era sino el Tren, el tren con sus cavernas y sus antros, con sus contradictorios letreros indicadores inútiles para guiar al extraviado, con su incesante rezumar de aguas entintadas, sus borborigmos distantes.

A medio camino escaleras abajo, Auberon se detuvo.

—Esperad un segundo —dijo—. Esperadme.

—¿Qué pasa? —preguntó George, echando una rápida mirada en torno.

—Esto no tiene ni pie ni cabeza —dijo Auberon—. No puede ser aquí.

Fred, que había continuado la marcha y estaba por doblar un recodo, les hacía señas de que lo siguieran. George, detenido a media distancia entre los dos, no perdía de vista a Fred y observaba a Auberon.

—Continuemos, continuemos —dijo George.

Esto sí que sería penoso, muy penoso, pensó Auberon mientras, renuente, seguía a sus amigos; mucho más penoso abandonarse a esto que a las lagunas y confusiones de su antigua embriaguez. Y sin embargo, las artimañas que había aprendido en los tiempos de su larga borrachera —a renunciar al dominio de sí mismo, a cerrar los ojos a la vergüenza y aceptar convertirse en un espectáculo, a no cuestionar las circunstancias o al menos a no sorprenderse cuando no podía hallar respuestas a las preguntas—, esas artimañas eran ahora todo cuanto poseía, todo el bagaje que podía traer para esta expedición. Y hasta dudaba, incluso con ellas, de poder llegar hasta el final; sin ellas, pensó, no hubiera sido ni siquiera capaz de iniciarla.

—Bueno, pero esperad —dijo, mientras se internaba en pos de los otros en lugares más recónditos—. Esperad.

¿Y si toda esa época atroz, esa instrucción elemental, le hubiera sido infringida con el solo fin de que pudiese ahora (cegado por la nieve, deslumbrado por el sol) sobrellevar esa tormenta de diferencia, y buscar su camino a través de este bosque tenebroso?

No: quien lo había echado a andar por esta senda era Sylvie, o, mejor dicho, la ausencia de Sylvie.

La ausencia de Sylvie. ¿Y si la ausencia de Sylvie, si, oh, Dios, la presencia de Sylvie en su vida, su amor por él, su misma belleza, hubiesen sido desde el comienzo tramados con el solo propósito de convertirlo a él en un borracho empedernido, a fin de instruirlo en esas artimañas, adiestrarlo en la búsqueda de pistas y de sendas, de mantenerlo durante años enclaustrado en la Alquería del Antiguo Fuero a la espera de noticias que ignoraba que esperaba, para esperar la venida de Lila con promesas y mentiras sólo destinadas a atizar y hacer brotar nuevas llamas de los obscuros rescoldos de su corazón, y todo con una finalidad que sólo ellos conocían, y que nada tenía que ver con él, ni tampoco con Sylvie?

Muy bien, suponiendo que fuera a celebrarse ese Parlamento, suponiendo que esa historia no fuese también una mentira y que él se encontrara al fin, Comoquiera, con ellos cara a cara: él tenía unas cuantas preguntas que formularles, y unas cuantas respuestas claras que exigir. Y que encontrase a Sylvie, sí, que la encontrase al menos, también para ella tenía un par de preguntas difíciles sobre su participación en toda esta condenada trama. Si la encontrara, si tan sólo la encontrara…

Mientras pensaba todo esto, alcanzó a ver, saltando el último peldaño de una raquítica escalera mecánica, a una niña rubia con un vestido azul, luminosa en la gris obscuridad de los pasadizos. La niña volvió un instante la cabeza y (comprobando que ellos la habían visto) giró alrededor de un poste desde el cual un letrero advertía: SUJÉTENSE LOS SOMBREROS.

—Creo que éste es el camino —gritó George. Un tren bramó al pasar como un huracán en el momento mismo en que se reunían, resueltos a lanzarse escaleras abajo, y el ventarrón que levantó amenazó arrancarles los sombreros de las cabezas, pero sus manos fueron más veloces—. ¿Sí? —dijo George, mientras se sujetaba el sombrero, gritando para hacerse oír por encima de la doble carrera de los trenes.

—Sí —dijo Fred, sujetando el suyo—. Eso mismo iba yo a decir.

Bajaron las escaleras. Auberon los seguía. Promesas o mentiras, no tenía ninguna otra opción, y con seguridad también eso lo habían sabido ellos desde siempre: ¿no habían sido ellos acaso quienes desde el principio echaran sobre él esta maldición? Percibía con una lucidez aterradora de qué manera las circunstancias todas de su vida, todas sin excepción, incluso este subterráneo inmundo y esta escalera que ahora bajaban, se tomaban una a otra de la mano en cadena; se encadenaban, sí, y se desenmascaraban y, asiéndolo por el cuello, lo zarandeaban, lo zarandeaban, lo zarandeaban, hasta que él se despertaba.

Fred Savage regresaba del bosque con un brazal de ramas secas para alimentar la hoguera.

—Un montón de gente por allá —dijo con satisfacción mientras apilaba las ramas sobre las brasas—. Un montón de gente.

—Ah, ¿sí? —dijo George con cierta alarma—. ¿Animales salvajes?

—Puede que sí —respondió Fred. Los dientes le brillaron, blanquísimos. Con la gorra de vigía y el poncho, parecía arcaico, un bulto informe, una especie de sapo de charca sabio y viejo.

George y Auberon se aproximaron un poco más a las débiles llamas de la hoguera y, acurrucados junto al fuego, aguzaron el oído y escrutaron la intrincada obscuridad.

Un asunto de familia

No se habían adentrado aún en la espesura de este bosque, desde la orilla en que los dejara la barca, cuando los sorprendió la obscuridad, y Fred Savage ordenó un alto. Ya antes, mientras la destartalada barca gris se deslizaba aguas abajo chirriando y castañeteando a lo largo de su línea, habían visto al sol escarlata hundirse detrás de la alta arboleda todavía desarrapada, desmenuzarse en fragmentos entre la maleza y desaparecer. Había sido un espectáculo extraño y pavoroso, y sin embargo George dijo:

—Tengo la impresión de haber estado antes aquí.

—¿De veras? —dijo Auberon. Estaban los dos de pie en la proa, en tanto Fred, sentado en la popa con las piernas cruzadas, le hacía observaciones al viejo barquero, que no le contestaba ni una sola palabra.

—Bueno, no, no de haber estado aquí —dijo George—, pero como si. —¿Qué aventuras, las de quién, en esta barca, en estos bosques, había conocido él, y cómo se había enterado de ellas? Dios, últimamente su memoria se parecía cada vez más a una esponja seca.— No sé —dijo, y miró con curiosidad a Auberon—. No sé. Pero…, ¿no estamos navegando en la dirección opuesta?

—Eso no me lo puedo imaginar —dijo Auberon.

—No —dijo George—. No puede ser… —Y sin embargo, la sensación persistía, la sensación de estar no alejándose de la orilla sino regresando a ella. Ha de ser, reflexionó, esa misma desorientación que experimentaba algunas veces cuando, al salir del metro en un barrio que no le era familiar, situaba el norte en la dirección del sur y el sur en la zona alta de la ciudad, y le era imposible hacer girar la isla mentalmente para poner cada cosa en su sitio, y ni los letreros indicadores de las calles y ni siquiera la posición del sol conseguían disuadirlo de su error, como si estuviese aprisionado en un espejo.— Bueno —dijo, y se encogió de hombros.

No obstante, había sacudido la memoria de Auberon. Él también conocía este transbordador, o al menos le habían hablado de él. Se estaban acercando a la orilla, y el barquero levantó la alta pértiga para proceder al amarre. Auberon lo miraba, miraba el cráneo calvo del barquero, su barba blanca, pero el viejo no lo miraba a él.

—¿No hubo… —empezó a decir, y ahora, cómo formular la pregunta—, no hubo en una época, hace algún tiempo, una muchacha morena trabajando aquí, para usted?

Con brazos largos, recios, el barquero haló la línea del transbordador y alzó hacia Auberon una mirada tan azul y tan opaca como el cielo.

—¿Una tal Sylvie? —preguntó Auberon.

—¿Sylvie? —preguntó el barquero.

La barca crujió al chocar contra el pequeño muelle y se detuvo. El barquero extendió la mano y George le puso en la palma la moneda reluciente que había traído para pagarle la travesía.

—Sylvie —dijo George junto al fuego. Tenía los brazos alrededor de las rodillas—. ¿No has pensado…? —prosiguió—, quiero decir que yo he pensado, ¿tú no?, que esto podría ser algo así como un asunto de familia.

—¿Un asunto de familia?

—Todo esto, quiero decir —dijo vagamente George—. Se me ocurrió que tal vez sólo la familia tiene que ver con este asunto, ya sabes, por Violet.

—Claro que lo he pensado —dijo Auberon—. Pero por qué Sylvie.

—Sí —dijo George—. Eso es lo que quiero decir.

—Pero también —dijo Auberon—, también podría ser que toda esa historia de Sylvie sea una mentira. Ellos son capaces de decir cualquier cosa. Cualquier cosa.

George, pensativo, miraba el fuego. Al cabo de un momento dijo:

—Mm…, bueno, creo que debo hacer una confesión. O algo por el estilo.

—¿Qué quieres decir?

—Sylvie —dijo George—. A lo mejor es familia. Lo que quiero decir —prosiguió— es que quizá ella es de la familia. No estoy seguro, pero… En fin, ya ni sé cuándo, hace veinticinco años, oh, más…, conocí a una mujer. Puertorriqueña. Una beldad. Loca, loca de atar, pero hermosa. —Se rió.— Un verdadero volcán. No hay otra palabra. Era una inquilina de aquí de la casa, esto fue antes de la Alquería, y ella alquilaba este pequeño apartamento. Bueno, para decir la verdad, alquilaba el Dormitorio Plegable.

—Oh. Oh —dijo Auberon.

—Algo fuera de serie, hombre. Yo subí una vez y ella estaba aquí, fregando los platos, con un par de zapatos de taco alto. Fregando los platos con tacones altos de color rojo. Y bueno, qué otra cosa podía pasar.

—Hm —dijo Auberon.

—En fin. —George suspiró.— Tenía en alguna parte un par de críos. Yo me palpitaba que si quedaba preñada perdería del todo la chaveta, sin meter bulla, si me entiendes. Así que…, bueno…, me anduve con cuidado. Pero.

—Caray, George.

—Y sí que la perdió. No sé por qué, quiero decir, nunca me lo dijo. Se mandó mudar… Se volvió a Puerto Rico. No la vi nunca más.

—Así que… —dijo Auberon.

—Así que… —George se aclaró la garganta—. Así que… Silvie se parecía muchísimo a ella. Y encontró la Alquería. Quiero decir que apareció un buen día. Y nunca me dijo cómo.

—Dios mío —dijo Auberon, a medida que columbraba las derivaciones de la historia—. Dios mío. ¿Es cierto lo que me has contado?

George dio fe extendiendo la palma.

—Pero ella nunca…

—No. Ella nunca dijo nada. No era el mismo apellido, aunque tampoco tenía por qué serlo. Y su madre estaba ausente, decía, se había ido del país. Yo nunca la conocí.

—Pero tú sin duda… ¿Tú no…?

—Para serte sincero, hombre —dijo George—, la verdad es que nunca quise averiguar demasiados detalles.

Auberon, intrigado, permaneció un rato en silencio. Porque entonces también ella había sido tramada; si lo habían sido las vidas de todos ellos, y ella era uno de ellos.

—Me pregunto —dijo al cabo—, me pregunto lo que ella pensaría…, quiero decir.

—Verdad —dijo George—. Verdad. Ésa sí que es una pregunta que vale la pena. Sí que lo es.

—Ella solía decir —dijo Auberon— que tú eras como un…

—Ya sé lo que ella solía decir.

—Santo Dios, George, entonces cómo pudiste…

—Yo no estaba seguro. ¿Cómo podía estar seguro? Todas se parecen un poco, las de ese tipo.

—Caray —dijo Auberon con cólera—. A ti en realidad te atraen esas cosas ¿verdad? A ti…

—Dame un respiro —dijo George—. Yo no estaba seguro. Yo pensaba, demonios, que probablemente no.

—En fin. —Ahora los dos primos miraban absortos el fuego.— Eso lo explica, sin embargo —dijo Auberon—. Explica esto. Si es un asunto de familia.

—Eso fue lo que yo pensé —dijo George.

—Claro —dijo Auberon.

—¿Claro? —dijo Fred Savage. George y Auberon lo miraron, sorprendidos—. Entonces ¿qué demonios estoy haciendo yo aquí?

Miraba alternativamente a uno y a otro, sonriente, opacos los ojos, vivaces, divertidos.

—¿No lo veis?

—Caramba —dijo George.

—Caramba —dijo Auberon.

—¿No lo veis? —dijo otra vez Fred—. ¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí? —Sus ojos amarillos se cerraban y abrían, como se cerraban y abrían detrás de él los innumerables ojos amarillos del bosque. Meneaba la cabeza como si estuviera perplejo, pero en realidad él no estaba perplejo. Él jamás se preguntaba seriamente una cosa así, qué estaba haciendo dondequiera que se encontrara, a no ser que le divirtiera observar a otros considerar esa pregunta con consternación. La consternación, la consideración, la reflexión misma eran para él más que nada un espectáculo, un hombre que como él había renunciado tiempo ha a establecer distingos entre lo que había detrás de sus párpados negros cuando los mantenía cerrados y lo que veía delante de él cuando los tenía abiertos, no era alguien que se confundiera con facilidad; y en cuanto a este lugar, a Fred Savage no le sorprendía en absoluto estar en él: ni siquiera se tomaba el trabajo de suponer que había vivido jamás en ningún otro.

—Era una broma —dijo a sus amigos con dulzura y afecto—. Sólo una broma.

Montó la guardia durante un tiempo, o durmió, o ambas cosas, o ninguna. Y pasó la noche. Vio un sendero. En el amanecer azul, con los pájaros ya despiertos y el fuego apagado, vio el mismo sendero, o quizá otro, allá entre los árboles. Despertó a George y Auberon, que dormían apiñados, y con su índice obscuro y nudoso, con pegotes de tierra como una raíz, lo señaló a sus amigos.

Un reloj y una pipa

George miraba en torno, presa de un inquietante desconcierto. Desde que empezaran a internarse por el sendero que Fred había descubierto, tenía la sensación de que nada allí era tan extraño como debería ser, o tan desconocido para él. Y aquí, en este lugar, no diferente por lo demás (tan intrincado de matorrales, tan espeso de árboles gigantes como el resto), la sensación era aún más intensa. Sus pies habían estado antes aquí. En realidad, rara vez se habían alejado de este lugar.

—Esperad —dijo—. Esperadme un segundo. —Fred y Auberon, que iban más adelante, buscando a tropezones la continuación del sendero, se detuvieron y volvieron la cabeza.

George miraba para arriba, miraba para abajo, a su derecha y a su izquierda. Sí: allí, más que ver lo intuía, allí había un claro. Del otro lado de esa hilera de árboles guardianes, flotaba un aire más dorado y más azul que el gris de la espesura.

Esa hilera de árboles guardianes.

—¿Sabéis una cosa? —dijo—. Tengo la impresión de que, al fin y al cabo, no ha sido tan largo el camino.

Pero sus amigos estaban demasiado lejos para oírlo.

—Vamos, George —llamó Auberon.

George reanudó la marcha. Pero había avanzado apenas unos pocos pasos cuando se sintió atraído hacia atrás.

Maldición. Se detuvo.

El bosque era —parecía imposible que una masa de vegetación pudiera ser eso, pero era, sí— como una interminable sucesión de aposentos separados por puertas por las que se pasaba de un lugar a otro siempre muy distinto del anterior. Y tan sólo se había alejado cinco pasos del sitio que le había parecido tan familiar. Deseaba volver a él; deseaba con toda su alma volver a él.

—Bueno, esperad, es sólo un segundo —gritó a sus compañeros, pero esta vez ellos no volvieron la cabeza, estaban ya en alguna otra parte.

Las voces de los pájaros parecían más fuertes que la voz del propio George. Indeciso, dio dos pasos en la dirección en que había visto desaparecer a sus amigos, pero luego, movido por una curiosidad más fuerte que el miedo, volvió al sitio desde donde había vislumbrado el claro.

No parecía estar lejos. Hasta parecía haber un sendero en esa dirección.

El sendero lo llevó cuesta abajo, y casi al instante los árboles guardianes y la franja de sol que lo habían guiado desaparecieron de la vista. Poco después, también el sendero había desaparecido. Y al cabo de un momento George había olvidado por completo qué era lo que lo había inducido a seguirlo.

Continuó andando aún, un corto trecho: sus botas se hundían en el suelo fangoso; las espinas de las zarzas malignas que crecen en los pantanos se hincaban en la tela de su gabán. ¿Adonde? ¿A qué? Se detuvo de golpe y empezó a hundirse, y con un esfuerzo reanudó la marcha. En torno a él el bosque cantaba, impidiéndole escuchar sus propios pensamientos. Y ahora George había olvidado también quién era él.

Otra vez se detuvo. Estaba obscuro y al mismo tiempo claro. Los árboles parecían haber florecido repentinamente en una nebulosidad de un verde amarillento, la primavera había llegado. ¿Y por qué estaba él aquí, muerto de miedo, en este lugar, cuándo y dónde era esto, qué le estaba aconteciendo? ¿Quién era él? Empezó a registrar sus bolsillos, sin saber qué encontraría en ellos, pero con la esperanza de hallar una clave de quién era el que estaba allí y qué estaba haciendo en ese lugar.

De un bolsillo sacó una pipa ennegrecida que no le dijo nada, pese a que la hizo dar vueltas y más vueltas en la mano; del otro sacó un viejo reloj de bolsillo.

El reloj: sí. No pudo descifrar la expresión de su cara bigotuda, que lo miraba con una sonrisa desconcertante, pero era sin lugar a dudas una clave. Un reloj en su mano. Sí.

Había, con seguridad (casi podía recordarlo), tomado una píldora. Una nueva droga con la que estaba experimentando, una droga prodigiosa, de una potencia sencillamente inaudita. Eso había sido hacía algún tiempo, sí, según el reloj, y éste era el efecto de la droga: le había robado la memoria, e incluso el recuerdo de haber tomado la píldora, y lo había lanzado a debatirse a través de un paisaje totalmente imaginario, ¡santo Dios, una píldora tan potente que era capaz de crear todo un bosque, un bosque con arándanos y con trinos de pájaros en el recinto de su cabeza, para que él paseara a través de él al homúnculo de sí mismo! Pero ese bosque imaginario estaba a la vez levemente entremezclado con la realidad: él tenía en su mano el reloj, el reloj con el que había pretendido medir el tiempo de actividad de la nueva droga. Lo había tenido en la mano todo el tiempo, y sólo ahora, y porque el efecto de la píldora empezaba a atenuarse, había imaginado que lo acababa de sacar de su bolsillo para consultarlo… había imaginado que lo sacaba porque al debilitarse el efecto de la droga empezaba por etapas, lentamente, a volver en sí, y el reloj real se inmiscuía, un intruso, en el bosque irreal. Dentro de un momento, en cualquier momento, el terrible bosque recamado de follaje se desvanecería, y empezaría a ver a través de él la habitación en la que en realidad se hallaba con el reloj en la mano: la biblioteca de su casa urbana, en el tercer piso, sentado en el diván. ¡Sí! Donde había permanecido sentado sin moverse sabe Dios cuánto tiempo, la píldora lo hacía parecer toda una vida, y en torno a él, esperando su reacción, su descripción, estarían sus amigos, que habían velado junto con él. En cualquier momento, ahora, sus rostros emergerían en la realidad, como lo había hecho ya su reloj: Franz y Fumo y Alice, cobrando forma y consistencia en la vieja biblioteca polvorienta donde tantas veces se habían reunido, sus rostros ansiosos, vivaces, expectantes: ¿Cómo fue, George? ¿Cómo ha sido? Y él, durante un largo rato, sólo sacudiría la cabeza y emitiría sonidos inarticulados, incapaz, hasta que la realidad se instaurase de nuevo con firmeza, de hablar de ello.

—Sí, sí —dijo George, llorando casi de alivio, el alivio de poder recordar—. Ya recuerdo, ya recuerdo —y mientras pronunciaba estas palabras deslizó otra vez el reloj en su bolsillo, y se volvió a mirar el paisaje de verdor—. Ya recuerdo… —Levantó una bota del fango, y la otra, y ya no recordó más.

Una hilera de árboles guardianes y un claro donde se filtraba la luz del sol, y una insinuación de cultivo. Adelante, adelante: sólo que ahora avanzaba cuesta abajo trastabillando sobre unas rocas musgosas y negras de humedad hacia una cañada por la que corría un río torrentoso. Respiraba el aliento mohoso del paisaje. Había un puente rústico, en gran parte caído, en el que se enredaban las ramas flotantes y el agua blanca se arremolinaba. Parece peligroso; y un ascenso difícil para cruzar al otro lado; y cuando posó un pie cauteloso sobre el puente, atemorizado y respirando con dificultad, olvidó de adonde se afanaba por llegar, y en el próximo paso (un travesaño suelto), sereno ahora, olvidó quién era él, el que de ese modo se afanaba y para qué; y en el paso siguiente, en medio del puente, se dio cuenta de que lo había olvidado.

¿Y por qué estaría ahora escrutando el agua de la corriente? ¿Qué estaba ocurriendo aquí, en todo caso? Metió las manos en los bolsillos con la esperanza de encontrar algo en ellos que le diera una clave. Sacó un viejo reloj de bolsillo, que nada le dijo, y una pequeña pipa de cazo ennegrecido.

La hizo girar entre sus manos. Una pipa, sí.

—Ya recuerdo —murmuró vagamente.

La pipa, la pipa. Sí. Su sótano. Abajo, en el sótano de un edificio de su manzana, había descubierto un antiguo escondrijo, un hallazgo sorprendente, prodigioso. ¡Un verdadero tesoro! Él había fumado un poco, con esta pipa, eso debía de ser: en este cazo ennegrecido. Podía ver los restos cenicientos de la resina consumida, toda ella ahora en él, y éste —¡éste!— era el efecto. ¡Nunca, no, nunca había conocido un enajenamiento tan total, tan envolvente! El rapto había sido instantáneo y ya no estaba más en el sitio en que había estado cuando acercó la cerilla al contenido de la pipa —en el puente, sí, un puente de piedra allá en el Parque, donde había ido a compartir una pipa con Sylvie— sino en un bosque, un bosque fabuloso, tan real que hasta olerlo podía, tan ajeno al mundo que era como si hubiese estado arrastrándose por este bosque horas y horas, desde siempre, sin saber quién era, cuando en realidad (lo recordaba, lo recordaba claramente) acababa de apartar de sus labios la pipa, estaba aquí, todavía en su mano, delante de sus ojos. Sí: había sido la primera en reaparecer, primer indicio de su inminente retorno de un viaje sin duda corto pero absolutamente fascinante, y el rostro de Sylvie bajo un viejo sombrero negro de piel de seda sería el siguiente. Si hasta ahora estaba a punto de volverse hacia ella (ya los bosques creados por el hash se descreaban a sí mismos y el sombrío parque invernal cubierto de hojarasca resurgía en torno de él) y decirle: Hm, ha…, pega fuerte este hash, ojo, PEGA MUY FUERTE. Y ella, riéndose de su aire atolondrado, haría algunos comentarios estilo Sylvie, mientras le sacaba la pipa de la mano.

—Ya veo, ya recuerdo —dijo, a modo de conjuro, pero en el mismo momento tuvo la terrible certeza de que ésta no era la primera vez que recordaba, claro que no: ya antes lo había recordado todo una vez, pero había sido un recuerdo diferente.

¿Una vez? ¿Sólo una? No, oh, no, muchas veces tal vez, oh, no, oh, no; horrorizado, entrevió la posibilidad de una interminable serie de recordaciones, distintas todas, pero nacidas todas ellas de un brevísimo momento en los bosques: una serie interminable repetida hasta el infinito de «oh, ya recuerdo, ya recuerdo», cada una extendiendo un tiempo de vida hacia el futuro a partir de un breve, brevísimo instante (un movimiento de la cabeza, un paso del pie) en un bosque absolutamente inexplicable. Y George, ante esa perspectiva, sintió que había sido de repente —más no repentinamente, por largo tiempo, un tiempo inmemorial— condenado al infierno.

—Socorro —dijo, o susurró—. Socorro, oh, socorro.

Dio unos pasos a través del raquítico puente bajo el cual se arremolinaba en espuma el río de aquel bosque. Había un cuadro sin cristal enmarcado de un viejo marco dorado en la pared de su cocina (aunque George acababa de olvidar que estaba allí) que representaba un puente igual de peligroso que éste, y dos niños, inocentes, o inconscientes tal vez del peligro, cruzándolo tomados de la mano, una niña rubia y un muchachito moreno y resuelto, mientras desde arriba, listo para tenderles la mano si un travesaño flojo se rompía o si un pie pisaba en falso, un ángel los observaba: un ángel blanco con una diadema de oro, fofa la cara envuelta en velos flotantes, pero fuerte, fuerte para salvar a los niños. Esa misma fuerza sintió de pronto George a sus espaldas (aunque no se atrevió a darse vuelta para mirarla) y, cogiendo la mano de Lila, ¿o era la de Sylvie?, avanzó resueltamente a través de los crujientes travesaños para ganar la otra orilla.

Después, hubo un lapso, un lapso de tiempo largo y por no recordado inacabable; pero al fin George ganó, con las rodillas desgarradas y las manos cansadas, la cresta del barranco. Emergió entre dos piedras que parecían rodillas levantadas y se encontró —¡sí!— en un pequeño claro tachonado de flores, y a corta distancia la hilera de árboles guardianes. Y un poco más lejos, ahora había claridad del otro lado, un cercado de mimbres, y un edificio o dos, y una voluta de humo elevándose de una chimenea.

—Oh, sí —dijo George, jadeando—. Oh, sí. —Cerca de él, en el claro, había un corderito; el ruido que escuchaba no era su confundido corazón, era la voz llorosa del animalito.

Se había enredado en una maligna zarza rastrera, y en sus esfuerzos por liberar la patita se estaba haciendo daño.

—Paciencia, paciencia —dijo George—. Paciencia, paciencia.

—Baa, baa —dijo el corderito.

George le liberó la pata negra y frágil, y el corderito, siempre lloriqueando, cayó de bruces, era recién nacido, ¿cómo había podido alejarse de su madre? George fue hacia él, lo alzó en vilo por las patas, había visto hacer eso pero no recordaba dónde, y lo echó hacia atrás por encima de su cabeza. Y así, con el corderito colgado del cuello, que le pateaba suavemente la espalda, y giraba hacia él su carita tontita y tristona tratando de mirar de cerca la cara de George, se encaminó hacia el cerco de mimbres, del otro lado de los árboles guardianes. El portillo estaba abierto.

—Oh, sí —dijo George, deteniéndose delante de él—. Oh, sí, ya veo, ya veo.

Porque esto era ya bastante claro: ahí estaba la casita destartalada con sus falsas ventanas; ahí el establo, allá el cobertizo de las cabras; ahí la parcela de hortalizas recién plantadas, donde alguien estaba cavando la tierra: un hombrecito muy moreno de tez que al ver venir a George soltó su herramienta y se alejó refunfuñando. Ahí estaba la caseta del aljibe, y el sótano donde guardaban las raíces, allí la pila de leña con el hacha enhiesta sobre el taco; y allí las ovejas hambrientas, empujando contra la alambrada y reclamando su pitanza. Y todo alrededor del pequeño claro, mirando al suelo, obscuro, indiferente, estaba el Bosque Agreste.

Cómo había llegado aquí, George no lo sabía, ni tampoco sabía ya de dónde venía, pero dónde estaba ahora era bien claro: estaba en casa.

Depositó el corderito en el aprisco, y el animalito corrió brincando hacia donde su madre lo regañaba. George deseaba poder recordar un poco al menos: pero, ¡qué demonios!, iba a pasar la vida entera en uno u otro encantamiento, o de un encantamiento a otro, y a otro… estaba demasiado viejo ya para andar preocupándose por cuando cambiara. Esto era suficientemente real.

—Qué demonios —dijo—. Qué demonios, es una vida. —Se dio vuelta para cerrar su portón de estacas, trancándolo y asegurándolo con maña y cuidado contra las asechanzas del obscuro Bosque Agreste y lo que en él habitara y, restregándose las manos, se encaminó a su puerta.

Tierra de nadie

Un paraíso recóndito, pensaba Halcopéndola, un paraíso no más grande que la yema de tu dedo pulgar. La isla-jardín de los Inmortales, el valle en el que todos somos para siempre reyes. Con el balanceo y el triquitraque del tren, el pensamiento daba vueltas y vueltas por los senderos de su mente.

Ariel Halcopéndola no era de esas personas a quienes el movimiento rítmico de un tren podía serenar; por el contrario, la irritaba, la mantenía en un horrible estado de alerta, y aunque un amanecer opaco y lluvioso parecía ya querer despuntar en el paisaje del otro lado de la ventanilla, ella no había cerrado un ojo, pese a que a la hora de embarcar había anunciado que dormiría, una simple treta para mantener al presidente, al menos por un tiempo, alejado de su puerta. Cuando el viejo y amable camarero había ido a prepararle la cama, ella lo había despedido, y luego lo había vuelto a llamar para pedirle una botella de brandy y ordenar que nadie fuera a molestarla.

—¿Seguro, miz, que no quiere que le prepare la cama?

—No. Esto es todo. —¿Dónde habrían encontrado los hombres del presidente a estos negros afables y sumisos que eran ya viejos, lerdos y escasos en los tiempos en que ella era joven? ¿Y dónde, por cierto, habrían encontrado estos coches tan amplios, y dónde las trochas por las que aún podían transitar?

Con los nervios agotados, los dientes castañeteando, se sirvió una copa de brandy. Tenía la sensación de que hasta las más sólidas mansiones de su memoria estaban desmoronándose en escombros con este traqueteo. Sin embargo, más que nunca ahora necesitaba estar lúcida, poder pensar, no en círculos sino en profundidad. En el portaequipaje, arriba, frente a ella, viajaba el bolso de cocodrilo que contenía las cartas.

Un paraíso recóndito: si fuera así, si ese lugar fuese en verdad el paraíso o un sitio semejante al paraíso, si algo podía decirse de él con absoluta certeza era que, cualesquiera que fueran las demás cualidades deleitables que pudiera tener, debía ser más espacioso que el mundo ordinario que abandonamos para alcanzarlo.

Más espacioso: cielos menos limitados, picos montañosos menos accesibles, más profundos e insondables mares.

Pero allá, ellos, los Inmortales mismos, deben soñar y meditar, y hacer sus ejercicios espirituales, y buscar en el interior de ese paraíso un paraíso más pequeño aún. Y ese paraíso, si existiera, debería ser más grande aún, menos limitado, más alto y más vasto, más profundo que el primero. Y así un tercero y un cuarto… Y el punto máximo, el centro, el infinito…, Faery, el País de las Hadas, donde los héroes gigantes cabalgan a través de paisajes infinitos y surcan mar tras mar y lo posible no conoce límites…, ese círculo es tan, tan diminuto que en él no hay ninguna, ni una sola puerta.

Sí, tal vez el viejo Zarzales había estado en lo cierto, sólo que su concepción era demasiado simple, o demasiado compleja, con sus otromundos infundibulares de puertas concéntricas. No, dos mundos no; ella, con la vieja navaja de Occam, podía decapitar esa idea. Un solo mundo, uno solo pero con diferentes modos de ser: ¿qué era, al fin y al cabo, un «mundo»? El que ella veía en la televisión, «Un Mundo en Otraparte», podía sin multiplicación de entidades caber en éste, era intangible pero perfecto: era, pura y simplemente, otro modo de ser, era ficción y en un modo de ser como la ficción como de mentirijillas, existía ese mundo al que sus primas le habían dicho que estaba invitada a…, no, ¡le habían dicho que debía!… viajar. Sí: porque era un país, y la única forma de llegar a él era viajando.

Todo eso era suficientemente claro, pero vano.

Porque los paraísos chinos y las comarcas de nunca-jamás tenían eso en común, que Comoquiera que se llegase a ellos, siempre era uno mismo quien elegía hacer el viaje; y para esos viajes, se requerían casi siempre preparativos fatigosos, y una voluntad o al menos una ilusión de hierro. ¿Y qué tenía eso que ver con un modo de ser que, en contra de la voluntad de este mundo y sin siquiera solicitar su venia, lo invadía poco a poco, apropiándose de la extravagancia de un arquitecto, de una estrella pentacular de pueblos, de una manzana de edificios en los arrabales, una bóveda de la Estación Terminal…, la Capital misma? ¿Cuál fuerza era esa que de ese modo común afectaba a los habitantes de esta Ciudad y los arrastraba consigo o los absorbía al menos, lo quisieran o no, en la creciente, imperiosa marea de su propio ser? El Sacro Imperio Romano, la había llamado ella: se había equivocado. El emperador Federico Barbarroja era sólo resaca flotando a la deriva de esa ola que movía las aguas del Tiempo, interrumpido, roto su sueño de siglos como cuando las aguas de una inundación rompen las tumbas y arrastran a la deriva a los muertos, así iba él, llevado hacia otra parte.

A menos que ella, que en modo alguno tenía la intención de acabar en un lugar gobernado por quién sabe qué amos, amos que bien podían tomar muy a mal su rebelión en contra de ellos, pudiera captarlo. Captarlo, como capta a un agente secreto el bando al cual espía. Para eso había robado las cartas. Con ellas, podía dominarlos, o al menos hacerles ver razones.

Su plan adolecía, sin embargo, de un gran fallo.

¡Qué atolladero! ¡Qué atolladero! Echó una ojeada al bolso, allá arriba, en el portaequipaje. Presentía que su maniobra para eludir esta tempestad iba a ser inútil, tan inútil como cualquier maniobra vana, desesperada, de quienes, atrapados en un callejón sin salida, ven de pronto que algo se les viene encima, algo imparable, algo inexorable, y mucho más enorme de lo que imaginaban. Eigenblick lo había proclamado en cada una de sus arengas: él había estado en lo cierto, y ella ciega. Aceptarlo de buen grado era tan fútil como desafiarlo, pues de uno u otro modo, si quisiera atraparla, la atraparía. Halcopéndola se arrepentía de su soberbia, pero de todas maneras tenía que escapar. Escapar.

Pasos: aislándolos del traqueteo acompasado de las ruedas al girar, los oía avanzar por el corredor hacia su compartimiento.

No tenía tiempo para esconder las cartas, y, de todos modos, qué mayor escondite que a ojos vista. Todo esto se estaba precipitando demasiado, al fin y al cabo ella era una mujer ya vieja y nada ducha en estos trances.

No mires, se recomendó a sí misma, no mires el bolso de cocodrilo.

La puerta se abrió de golpe. Sosteniéndose de la jamba con las dos manos para contrarrestar el movimiento del tren, allí frente a ella estaba él, Russell Eigenblick: con la obscura corbata torcida, la frente bañada en sudor, clavó en Halcopéndola una mirada furibunda.

—Las puedo oler —dijo.

Ése era el grave fallo de su plan. Ella lo había vislumbrado por primera vez cierta noche de nevisca en el Despacho Oval. Ahora estaba segura. El emperador estaba loco. Loco como un sombrerero.

—¿Huele qué, señor? —dijo, con mansedumbre.

—Las puedo oler —repitió él.

—Se ha levantado usted muy temprano —dijo ella—. ¿Demasiado para un trago de esto? —añadió, señalándole la botella de brandy.

—¿Dónde están? —dijo él, entrando en el compartimiento—. Usted las tiene ahora, aquí, en alguna parte.

No mires, no mires el bolso.

—¿Las tengo?

—Las cartas —dijo él—. Zorra.

—Hay un asunto sobre el que debo hablar con usted —dijo ella levantándose—. Siento mucho haber demorado tanto el embarque, pero…

Eigenblick iba y venía por la cabina, los ojos avizores, las aletas de la nariz dilatadas.

—Dónde —dijo—. Dónde.

—Señor —dijo ella, tratando de adoptar una postura digna, pero sintiéndose invadida por la desesperación—. Señor, es preciso que usted me escuche.

—Las cartas.

—Usted no sabe lo que hace —dijo ella atropelladamente, al no poder encontrar una frase apropiada y sintiendo con horror que sus ojos no podían separarse del bolso de cocodrilo que Eigenblick no había descubierto en el portaequipaje. De momento, recorría el cuarto golpeando con los nudillos los tabiques en busca de un escondite secreto—. Tiene usted que escucharme —dijo Halcopéndola—. Sus adversarios, los hombres que le han hecho promesas…, no tienen la más remota intención de cumplirlas. Incluso si pudieran. Pero yo…

—¡Usted! —replicó él, volviéndose hacia ella—. ¡Usted! —Soltó una carcajada—. ¡Eso sí que es gracioso!

—Yo deseo ayudarlo.

Eigenblick interrumpió sus búsquedas. La miró un momento, con abismos de desolados reproches en sus ojos castaños.

—Ayudarme —dijo—. Usted. Ayudarme. A mí.

Había sido una selección poco afortunada de palabras. Él sabía —Halcopéndola podía leerlo en su rostro— que en ningún momento había sido su intención ayudarlo, ni lo era ahora. Loco podía estar, pero no era estúpido. Lo que su rostro delataba en ese momento la obligó a desviar la mirada. Era evidente que nada de cuanto ella pudiera alegar conmovería a ese hombre. Todo cuanto él quería de ella ahora era precisamente lo que de nada podía servirle sin ella, aunque tampoco eso podía ella pensar de qué forma explicarle.

Se sorprendió de pronto, con los ojos clavados en ellas, en el portaequipaje. Podía verlas casi, mirándola a su vez.

De viva fuerza desvió la mirada, pero el Tirano ya la había visto. La empujó hacia un costado y levantó el brazo.

—¡Quieto! —dijo ella, insuflando en la palabra poderes que en cierta ocasión había jurado no utilizar jamás a no ser en situaciones extremas y sólo para bien. El emperador quedó inmóvil. Paralizado en mitad del gesto: su fuerza de toro luchó contra la orden de Halcopéndola, pero no pudo vencerla. Halcopéndola cogió de un tirón el bolso de cocodrilo, y salió precipitadamente del compartimiento.

En el corredor, chocó casi con el sumiso y pachorriento camarero negro.

—¿Lista ahora para ir dormir, miz? —inquirió amablemente.

—A dormir te vas tú —dijo ella, y apartándolo de un empujón, prosiguió su carrera. El negro se deslizó a lo largo del tabique, con la boca abierta, cerrados los ojos, dormido. Al cruzar al coche contiguo, Halcopéndola oyó a Eigenblick detrás de ella, bramando de ira y frustración. Corrió de un manotón un pesado cortinaje que le cerraba el paso, y se encontró en un coche-dormitorio donde a los gritos de Eigenblick sus hombres se habían despertado, y ahora, pálidos y soñolientos los rostros, alarmados, corrían los visillos de las cuchetas superiores e inferiores para ver qué sucedía. Vieron a Halcopándola. Ella reculó y a través del cortinado volvió al coche del que había venido.

Allí, en un nicho de la pared, vio esa cuerda de la cual, lo sabía, quien tirara de ella por simple picardía, o con mala intención, sería severamente multado. Ella nunca había creído que esas cuerdecitas pudieran de verdad detener la marcha de un tren, pero al oír pasos y clamores en el fondo del coche, tiró de ella y, corriendo hacia la puerta, se asió a la manivela.

A los pocos segundos, con un estruendoso y desacompasado traqueteo, el tren se detuvo. Halcopéndola, asombrada de su hazaña, abrió de un tirón la portezuela.

La lluvia le azotó la cara. Estaban detenidos en una tierra de nadie, rodeados de bosques sombríos donde, bajo la lluvia torrencial, se derretían los últimos bloques de hielo. Hacía un frío feroz. Con el corazón desfalleciente y un grito, Halcopéndola saltó al suelo. Obstaculizada por su falda, trepaba con dificultad el terraplén, acuciada por el temor de que la absoluta imposibilidad de hacerlo la venciera.

Amanecía un día gris, más lóbrego casi en su palidez que la noche. Desde lo alto del terraplén, ya en el bosque, jadeando, volvió la cabeza y miró la obscura cinta inmóvil del tren. En el interior se estaban encendiendo las luces. De la misma portezuela que ella dejara abierta al escapar, un hombre saltó al suelo, e hizo una seña a otro, detrás de él. Echando a correr, dando traspiés entre los matorrales invisibles bajo el manto de nieve, Halcopéndola se internó en la espesura. Oyó gritos a sus espaldas. La cacería había comenzado. Se refugió detrás de un gran árbol y, jadeando, conteniendo sollozos fríos, dolorosos, apoyó la cabeza en el tronco y prestó oídos.

Crujir de ramas: a causa de ella el bosque era maltratado. Una ojeada en derredor le permitió atisbar una figura imprecisa, distante aún, con un objeto contundente en la mano enguantada.

Asesinada secretamente. Nadie se enteraría.

Con manos trémulas abrió el bolso de cocodrilo. De entre las cartas desparramadas en el fondo, cogió un pequeño sobre de cuero marroquí. El aliento, al condensársele delante de la cara, le impedía ver con claridad, y los dedos le temblaban sin control. Abrió de un tirón el sobre y a tientas buscó en él el trocito de hueso que contenía, un hueso escogido entre los mil huesecitos surtidos de un gato negro puro. ¿Dónde se habrá metido el condenado? Lo palpó. Lo sujetó entre los dedos. El crujir de unos matorrales que parecían cercanos la sobresaltó, levantó la cabeza, el minúsculo amuleto se le escurrió de los dedos. Estuvo a punto de atraparlo cuando se enganchó al caer, en la trama de su falda, pero su mano, demasiado ansiosa al intentar agarrarlo, lo hizo volar. Cayó entre la nieve y la negra hojarasca. Halcopéndola, profiriendo un «¡no!» desesperado pisó sin darse cuenta el sitio en que había caído.

Los movimientos de sus perseguidores eran sosegados, confiados, cada vez más cercanos. Halcopéndola abandonó su refugio, atisbando al hacerlo la sombra de otro de los soldados de Eigenblick, o el mismo, en todo caso armado; y también él la vio.

Con su alma escondida y a buen resguardo, ella nunca se había preocupado en demasía por lo que le pudiera acontecer a su cuerpo mortal si le infligieran daños irreparables, si fuese violentamente traspasado por proyectiles, si su sangre fuera derramada. Ella no moriría, de eso estaba segura. Pero ¿qué, exactamente? ¿Qué? Se volvió y vio al hombre tomar puntería. Sonó un disparo, ella dio media vuelta para echar a correr otra vez, incapaz de saber si estaba herida o tan sólo aturdida por el estampido.

Herida. Podía diferenciar la humedad tibia de su sangre de la fría mojadura de la lluvia. ¿Dónde estaba el dolor? Siguió corriendo, trastabillando desesperadamente, descompuesta, una de sus piernas parecía no responder. Se caía contra los árboles altos, oyendo a sus perseguidores orientarse uno a otro mediante órdenes breves. Estaban muy cerca.

Había formas de escapar de esto, había otras salidas que ella podría encontrar, estaba segura de ello. Pero en ese preciso momento no podía recordar ninguna.

Una tras otra, iba perdiendo el dominio de sus artes. ¡Era incapaz de recordar! Bueno, eso era justo, porque ella las había deshonrado, había mentido, había robado, había, en el apogeo de su soberbia, usado poderes que jurara no emplear para sus fines personales. Era justo, perfectamente justo. Se volvió, acorralada; veía en todas partes las siluetas obscuras de sus perseguidores. Sin duda, querían atraparla de cerca, para evitar un gran alboroto. Uno o dos disparos. Pero ¿qué iba a ser de ella? El dolor al que se había creído inmune le trepaba ahora por el cuerpo, y era espantoso. Seguir corriendo no tenía objeto; nubes negras le flotaban delante de los ojos. Sin embargo, se dio vuelta otra vez, decidida a escapar.

Allí había un sendero.

Había un sendero, sí, perfectamente visible a la media luz crepuscular.

Y allá…, bueno, ella podía ir allá, ¿por qué no? A esa casita en el claro. Un estampido la estremeció horriblemente, pero como si un súbito rayo de sol la iluminara, la casa apareció más clara; una casita de lo más curiosa, en verdad, la casita más rara que Halcopéndola había visto en su vida. ¿A qué casa le hacía acordar? Recargada de adornos y multicolor, con chimeneas semejantes a bonetes cómicos, y el alegre chisporroteo del fuego visible a través de las ventanitas profundas, y una puerta redonda y verde. Una puerta verde acogedora, afable, que en ese momento se abrió; una puerta por la que asomó una cara con una ancha sonrisa para darle la bienvenida.

Desparramo

Dispararon contra ella varias veces, supersticiosos como eran ellos mismos, y sí, bien muerta que parecía; tan muerta como cualquier persona muerta que hubieran visto antes, la misma inercia, como de marioneta, de los miembros, la misma cara inanimada. Inmóvil. Ni una nubécula de aliento se condensaba en torno de sus labios. Satisfechos al fin, uno de ellos le arrancó de un tirón el bolso de cocodrilo, y regresaron al tren.

Llorando, soltando broncas risotadas, con las viejas cartas (anversos y reversos entreverados) al fin apretadas contra su pecho, Russell Eigenblick, el presidente, tiró de la cuerda que nuevamente pondría el tren en marcha. Cegado por el terror y el júbilo, corrió a través de los coches, casi a punto de caerse de bruces cuando el tren, con una violenta sacudida, volvió a arrancar; azotado por la lluvia, exhalando nubes de vapor, el tren atravesaba su paisaje. Entre Sandusky y South Bend la lluvia se trocó a regañadientes en nieve y granizo y tornó más espesa la niebla; el azorado maquinista no veía nada. Dejó escapar un grito cuando ante él surgió la boca de un túnel sin ninguna luz, porque sabía que en esta región no podía haber túnel alguno, nunca lo había habido, pero antes de que pudiera tomar cualquier precaución (¿qué precaución?) ya el tren había penetrado bramando en una tiniebla ilimitada más estruendosa y obscura que el triunfo de Barbarroja.

Cuando, completamente vacío de pasajeros, llegó a la próxima estación (un poblado de nombre indio en el que ningún tren había parado desde hacía años), el camarero a quien Ariel Halcopéndola había empujado en su prisa, se despertó.

¿Qué demonios era esto?

Se levantó, asombrado por haberse dormido, porque el tren hubiera parado donde nunca lo hacía y por la ausencia total de sus pasajeros. A mitad de camino de los coches, en el silencio, se encontró con el demudado maquinista, y se consultaron, pero hablaron poco. No había nadie más a bordo; no había habido revisor, era un tren especial, todos los miembros del pasaje habían sabido adonde iban. Eso le dijo el camarero al maquinista.

—Ellos sabían —dijo— adonde iban.

El maquinista regresó a su cabina, a fin de utilizar la radio, aunque aún no había decidido qué decir. El camarero, sintiéndose fantasmal, continuó recorriendo los vagones. En el coche-bar encontró, entre vasos vacíos y cigarrillos aplastados, un mazo de naipes, unas barajas antiguas desparramadas aquí y allá como si alguien las hubiese tirado en un acceso de furia.

—Algún loco —pensó—. Jugando al desparramo.

Las juntó —las figuras, los caballeros y los reyes y las reinas, distintas de todas cuantas había visto antes—, parecían implorarle que las recogiera. La última, un comodín tal vez, un personaje barbudo, cayendo de su montura a las aguas de un río, la recogió en el borde de la ventanilla, mirando hacia fuera, como a punto de escapar. Cuando las hubo juntado y emparejado, se quedó allí, inmóvil, de pie en el coche con las cartas en las manos, profundamente compenetrado con el mundo, con el mundo entero y su lugar en él; un lugar cercano al centro; y con el valor que las eras por venir atribuirían al hecho de que él estuviese allí solo en ese momento, en ese tren vacío, en esta desierta estación.

En cuanto al Tirano Russell Eigenblick, no sería olvidado. Una larga era de calamidades esperaba a su pueblo, una época amarga en la que aquellos que habían combatido contra él acabarían, en su ausencia, por combatirse los unos a los otros; y la frágil República caería, despedazada, y sería reconstruida de varias formas diferentes. Y en esa larga contienda, una nueva generación olvidaría las pruebas y penurias que sus padres padecieran bajo la Bestia; evocarían, con creciente nostalgia, con profundo dolor o desolación, aquellos años que precedieron a la memoria viva, esos años en que, les parecería, siempre había brillado el sol. Su obra, dirían, había quedado inconclusa, su Revelación, postergada; él había desaparecido, y abandonado a su pueblo irredento.

Mas él no había muerto. No; desaparecido, desvanecido una noche entre el alba y el día; pero muerto no. En las Humosas o en las Rocosas, escondido en la sima de un lago volcánico o a gran profundidad bajo las ruinas de la propia Capital, yacía él, dormido, con su cuerpo de ejecutivos en torno de él, su barba roja creciéndole sin cesar cada vez más larga; esperando el día (augurado por cien señales) en que la extrema necesidad de su pueblo lo despertase al fin una vez más.

Capítulo 5

¿Sois, o no sois?

¿Tenéis el gusto de vuestra existencia, o no?

¿Os halláis dentro de la comarca o en la frontera?

¿Sois mortales o inmortales?

El parlamento de los pájaros

«Quiero una copa limpia», interrumpió el Sombrerero. Que cada uno se corra un lugar.»

Alicia en el país de las maravillas

Que el perro predicho por Sophie que la saludó en la puerta resultara ser Chispa, no sorprendió demasiado a Llana Alice, pero que el viejo a quien encontró para que la condujera a la otra orilla del río fuera su primo George Ratón, era inesperado.

—Yo no te veo a ti como un viejo, George —dijo—. No viejo.

—Caray —dijo George—, más viejo que tú, y tú ya no eres una polluela, ¿sabes?, chiquilla.

—¿Cómo has venido aquí? —preguntó ella.

—¿Cómo he venido aquí? —replicó él.

Su bendición

Caminaron juntos a través de bosques obscuros, hablando de muchas cosas. Hicieron una larga caminata; la primavera avanzaba hacia su plenitud; los bosques se poblaban de espesura. Alice, aunque no estaba segura de necesitar un guía, se alegraba de su compañía; los bosques le eran desconocidos, y aterradores; George llevaba un pesado báculo, y conocía el camino.

—Denso —dijo ella, y al decirlo recordó su viaje de boda; se acordó de Fumo preguntando si esa arboleda cercana a la finca de Rudy Torrente era el bosque del cual Bosquedelinde era el linde. Recordó la noche que habían pasado en la caverna de musgos. Rememoró la caminata a través del bosque en busca de la casa de Amy y Chris—. Denso —había dicho él—. Protegido —había respondido ella.

A medida que esos y muchos otros recuerdos despertaban vividos en ella, Alice tenía la sensación de que los estaba evocando por última vez, como si se amustiaran y cayeran tan pronto como florecían; o más bien, que cada recuerdo que evocaba cesaba, en el instante mismo en que era evocado, de ser recuerdo, y se transformaba, Comoquiera, en una predicción: algo aún no sido pero que Alice, con una íntima y feliz sensación de posibilidad, podía imaginar que un día sería.

—Bueno —dijo George—. Hasta aquí he llegado yo.

Habían llegado al linde del bosque. Más allá, los claros soleados se sucedían como estanques, la luz del sol filtrándose en haces a través de las altas copas de los árboles: y más allá un mundo soleado, blanco, obscuro para sus ojos habituados a la penumbra.

—Adiós, entonces —dijo Alice—. ¿Vendrás al banquete?

—Oh, por supuesto —dijo George—. ¿Cómo podría evitarlo?

Permanecieron un momento en silencio, y luego George, un poco turbado porque nunca había hecho antes una cosa así, le pidió a Alice su bendición, y ella se la dio gustosa, bendiciendo su rebaño y su cosecha, y su vieja cabeza; inclinándose sobre él, que se había arrodillado, lo besó y prosiguió su camino.

Tan grande

Los claros semejantes a estanques, uno tras otro, continuaron durante un largo trecho. Esta parte, pensó Alice, era por ahora la mejor: esas violetas y esos helechos húmedos y tiernos, esas piedras tapizadas de líquenes grises, esas franjas de sol bienhechor…

—Tan grande —dijo—. Tan grande. —Miles de criaturas interrumpían sus ocupaciones primaverales para verla pasar; el zumbido de los insectos recién nacidos era como un constante respirar. A Papá le habría gustado este paraje, pensó, y mientras lo pensaba supo cómo había llegado él (o cómo llegaría) a comprender el lenguaje de los animales, porque ella misma los comprendía ahora, sólo tenía que prestar oídos, escuchar.

Conejos mudos y cornejas parlanchinas, ranas gordas tartamudas y ardillas listadas que hacían agudas observaciones… Pero ¿qué animal era ese que veía ahora en el claro más próximo, parado sobre una pata, levantando alternativamente un ala y luego la otra? ¿No era una cigüeña?

—¿No te he visto antes? —le preguntó Alice cuando hubo entrado en el claro. Sobresaltada, con un aire contrito y confuso, la cigüeña dio un salto atrás.

—Bueno, no estoy segura —respondió. Miró a Alice primero con un ojo, y luego con los dos por encima de su largo pico rojo que le daba un aire azorado y pedante a la vez, como si examinara a Alice por encima de un par de impertinentes—. No estoy segura. Si he de decirte la verdad, no estoy segura de nada. Hay muchas cosas de las que no estoy nada segura.

—A mí me parece que sí —dijo Alice—. ¿No criaste una vez una familia en Bosquedelinde, en el tejado?

—Puede que sí —dijo la cigüeña. Intentó ahuecarse el plumaje con el pico, y lo hizo con mucha torpeza, como si la sorprendiera descubrir que tenía plumas—. Ésta —le oyó Alice decir, como para sus adentros—, ésta va a ser una prueba muy dura. Sí, una prueba muy dura.

Alice le ayudó a soltarse una primaria que se le había trabado a contrapelo, y la cigüeña, tras nuevos y penosos intentos de ahuecar su plumaje, dijo:

—Me pregunto… me pregunto si no te molestaría que caminara un trecho contigo.

—Claro que no —dijo Alice—. Si piensas que no preferirías volar.

—¿Volar? —dijo la cigüeña, alarmada—. ¿Volar?

—Bueno —dijo Alice—, lo que pasa es que yo no sé muy bien adonde voy. La verdad es que acabo de llegar.

—No importa —dijo la cigüeña—. Yo también acabo de llegar, por decirlo de algún modo.

Echaron a andar juntas, la cigüeña como andan las cigüeñas, a largos pasos cautelosos, como si temiera encontrar algo desagradable bajo sus pies.

—¿Cómo —preguntó Alice, en vista de que la cigüeña no decía nada más— es que acabas de llegar aquí?

—Bueno —dijo la cigüeña.

—Yo te contaré mi historia —dijo Alice— si tú me cuentas la tuya. —Porque la cigüeña parecía ansiosa por hablar, sólo que no sabía cómo decidirse a hacerlo.

—Depende —dijo la cigüeña al cabo de un silencio— de la historia de quién quieres que te cuente. Oh, muy bien. No más equívocos.

»En otros tiempos —prosiguió, tras una nueva pausa— yo era una verdadera cigüeña. O mejor dicho, una cigüeña verdadera era todo cuanto yo era, o todo cuanto ella era. Lo estoy explicando muy mal, pero, sea como fuere, yo era también, o éramos las dos, además, una mujer joven muy engreída y ambiciosa que había aprendido en otros países, de maestros mucho más sabios y venerables que ella, ciertas artes difíciles. No tenía necesidad, ninguna necesidad de practicar sus artes con un ave, un ave incauta, desprevenida, pero se le presentó la oportunidad, y ella era joven y no demasiado reflexiva.

»Su magia, o su manipulación, resultó tan perfecta, que ella quedó maravillada con sus nuevos poderes…, aunque cómo se sentía la cigüeña, mucho me temo que nunca pensó demasiado en ello, o más bien temo que yo, la cigüeña, no pensaba en ninguna otra cosa.

»Me habían otorgado una conciencia, ¿entiendes? Yo no sabía que no era mía, que era una conciencia ajena, y que me la habían dado en préstamo, o más bien regalado, o la habían escondido en mí para salvaguardarla. Yo, yo la cigüeña, pensaba…, bueno, es lamentable que lo haya pensado, pero yo estaba convencida de que no era una auténtica cigüeña; creía ser una mujer humana, que a causa de la maldad de alguien, yo no sabía quién, había sido convertida en cigüeña, o aprisionada en una cigüeña. Yo no tenía los recuerdos de la mujer humana que había sido antes porque, desde luego, ella conservaba esa vida y sus recuerdos, y la seguía viviendo despreocupadamente; la que se devanaba los sesos era yo.

»En fin…, viajé por tierras lejanas, traspuse puertas que jamás antes traspusiera una cigüeña. Y viví mi vida, crié polluelos, sí, en Bosquedelinde cierta vez, y tuve otros empleos, en fin, no vale la pena mencionarlos, las cigüeñas, ya sabes… Comoquiera que sea… Una de las cosas que aprendí, o que me contaron, fue que un Rey famoso estaba a punto de renacer, o de despertar de un larguísimo sueño, y que después de su liberación yo iba a ser liberada y sería entonces una auténtica mujer, una mujer humana.

La cigüeña hizo una larga pausa en su relato; parecía abstraída, con la mirada ausente. Alice, sin saber si las cigüeñas pueden o no llorar, la observaba con profundo interés, y aunque no vio caer ni una sola gota de sus ojos rosados, supuso que sí, que de alguna manera cigüeñesca la cigüeña estaba llorando.

—Y eso es lo que soy —dijo al cabo la cigüeña—. Eso es lo que soy, ahora, esa mujer humana. Al fin. Y sin embargo, sólo y para siempre, la simple cigüeña que siempre he sido. —Agachó la cabeza frente a Alice en una actitud de atribulada confesión.— Yo soy, yo fui, o fuimos las dos, o seremos tu prima Ariel Halcopéndola.

Alice parpadeó. Se había prometido no dejarse sorprender por nada, y en verdad, después que por un momento hubo contemplado con asombro a la cigüeña, o a Ariel Halcopéndola, le pareció que ya antes había oído esa historia, o que había sabido que eso acontecería, o que ya había acontecido.

—Pero —dijo— dónde…, quiero decir, dónde está…

—Muerta —dijo la cigüeña—. Muerta, vencida, derrotada. Asesinada. En realidad yo, ella en realidad, no tenía ningún otro sitio adonde ir. —Abrió su pico rojo y lo volvió a cerrar con un chasquido que casi parecía un suspiro.— Bueno. No tiene importancia. Sólo que tardaré en acostumbrarme. Su decepción, la de la cigüeña, quiero decir. Mi nuevo… cuerpo. —Alzó una de las alas y la observó un momento.— Volar —dijo—. Bueno. Tal vez.

—Yo estoy segura —dijo Alice, posando una mano en el hombro suave de la cigüeña—. Y hasta pensaría que lo podríais compartir, compartirlo con Ariel, quiero decir, o sea compartirlo con la cigüeña. Podréis apañaros —dijo, y sonrió. Era como arbitrar una discusión entre dos de sus hijos.

Durante un trecho la cigüeña siguió andando en silencio. La mano de Alice sobre su hombro parecía sosegarla, había cesado de erizarse con irritación.

—Tal vez —dijo al cabo—. Sólo que… bueno. Para siempre. —Tenía un nudo en la garganta: Alice podía ver cómo le subía y bajaba en el cuello la larga nuez.— La verdad, parece injusto.

—Lo sé —dijo Alice—. Las cosas nunca salen como tú piensas que resultarán; o ni siquiera como pensaste que decían que resultarían. Aunque tal vez lo hacen. Te acostumbrarás a ellas —dijo—. Nada más.

—Me arrepiento ahora —dijo Ariel Halcopéndola—, demasiado tarde, de no haber aceptado tu invitación esa noche, para que fuera con vosotros. Debí aceptarla.

—Bueno —dijo Alice.

—Yo me creía ajena a ese destino. Pero he estado en este Cuento desde el comienzo mismo, ¿no es verdad? Junto con todos los demás.

—Supongo que sí —dijo Alice— Supongo que sí, puesto que estás ahora. Pero, dime una cosa —añadió—. ¿Qué ha sido de las cartas?

—Oh, Dios —dijo Ariel Halcopéndola, desviando avergonzada el pico rojo—. Ésa es una gran pérdida que deberé compensar, ¿verdad?

—No tiene importancia —dijo Alice. Estaban llegando al final de los claros del bosque; más allá, se extendía un territorio de otra naturaleza. Alice se detuvo—. Estoy segura de que podrás. Compensarla, quiero decir. Por no venir y tal. —Observó la tierra por la que ahora debía viajar. Tan grande, tan grande.— Tú puedes ayudarme, creo. Espero.

—Estoy segura de poder —dijo Halcopéndola con convicción—. Segura.

—Porque yo voy a necesitar ayuda —dijo Alice. Allí, en alguna parte, más allá de esos setos, sobre esas verdes olas de tierra donde el recién crecido mar de hierbas se plateaba a la luz del sol, Alice lo recordó, o lo adivinó, tenía que estar el otero en el cual crecían, en intrincado abrazo, un roble y un espino; y, si se conocía el camino, tenía que haber allí bajo la ladera una casita y una puerta redonda con un llamador de bronce; pero no haría falta llamar, porque la puerta estaría abierta, y la casa de todas maneras estaría vacía. Y habría tejidos que recomenzar, y tareas, tareas tan grandes, tan nuevas…— Voy a necesitar ayuda —dijo de nuevo—. La necesitaré.

—Yo ayudaré —dijo su prima—. Yo puedo ayudar.

Allá, en alguna parte, más allá de esas colinas azules, ¿a qué distancia? Una puerta abierta, y una casa pequeña lo bastante grande como para contener toda esta tierra que gira y gira; una mecedora para acunar el paso de los años, y una vieja escoba en el rincón para barrer el invierno.

—Adelante —dijo la cigüeña—. Nos acostumbraremos a él. Todo irá bien.

—Sí —dijo Alice. Habría ayuda, tenía que haberla: ella no lo podría hacer todo sola. Todo iría bien. Sin embargo, no dio aún el primer paso hacia el otro lado del bosque, permaneció largo rato en el linde, sintiendo en su rostro el reclamo de las brisitas, recordando u olvidando muchas cosas.

Mucho, mucho más

Fumo Barnable, al cálido resplandor de una multitud de lamparillas eléctricas, se sentó en su biblioteca dispuesto a volver una vez más las páginas de La arquitectura de las casas quintas. Todas las ventanas habían sido abiertas y, mientras él leía, una fresca noche de mayo entraba y salía a sus anchas de la habitación. Los rastros de invierno habían desaparecido como barridos con una escoba nueva.

Arriba, en la buhardilla, tan silenciosa como las estrellas del firmamento que representaba, la orrería giraba, trasladando su impulso casi imperceptible pero irresistible, a través de un sinfín de engranajes de bronce lubricados, al volante de veinticuatro manecillas que, aunque de nuevo encerrado en su hermética caja negra, impartía su propia energía a los generadores, los cuales a su vez suministraban luz y fuerza motriz a la casona, y lo seguirían haciendo hasta tanto no se desgastasen por completo los cojinetes de rubíes, y las correas sinfín de nilón y cuero de la mejor calidad, y las numerosas púas de acero templado: años y años, suponía Fumo. La casa, su casa, como por efecto de algún reconstituyente, había levantado cabeza, reanimada y fortalecida: la humedad de los cimientos se había secado, las buhardillas estaban ventiladas, el polvo acumulado sorbido por un viejo y potente aspirador de cuya existencia en la casa Fumo había tenido un vago recuerdo, aunque nadie habría imaginado que volvería alguna vez a funcionar; hasta las grietas en el cielo raso de la sala de música parecían en proceso de cura, si bien el porqué era un misterio para Fumo. Las antiguas reservas de lamparillas eléctricas atesoradas todos aquellos años fueron sacadas de los armarios, y sólo la casa de Fumo, la única casa en millas y millas a la redonda, estaba constantemente iluminada, como un faro o como la entrada de un salón de baile. No por presunción, aunque se había sentido muy orgulloso de su triunfo, sino porque le parecía más natural consumir la ilimitada energía que guardarla (¿guardarla para qué, además?) o desconectar el artefacto.

Y además, la casa, iluminada, podía ser más fácil de encontrar; más fácil de encontrar por alguien que se hubiese extraviado, o que se hubiese marchado e intentase volver acaso en una noche sin luna, más fácil de encontrar en la obscuridad.

Dio vuelta una de las pesadas páginas del libro.

Aquí aparecía una idea horripilante, la idea de algún espiritista vindicativo. No existe, desde luego, ningún infierno después de la muerte, sólo un ascenso progresivo a Niveles cada vez más altos. No sufrimientos eternos, aunque podía haber una difícil, o al menos prolongada, Reeducación para las almas estúpidas o recalcitrantes. Generoso: pero al parecer, amontonar esas ascuas sobre las cabezas de los escépticos no se había considerado suficiente, y se concibió entonces la idea de que aquellos que rehúsan ver la luz en esta vida rehusarán verla o serán ciegos a ella también en la futura, y errarán eternamente a solas en la fría obscuridad, creyendo que eso es todo cuanto existe, en tanto prosigue en torno, por ellos ignorado, el alegre trasiego de la comunión de los santos, manantiales y flores y esferas que giraban y giraban, y las almas pujantes de los grandes que ya han partido.

A solas.

Era obvio que él no podía ir allá, a ese lugar al que todos ellos habían sido convocados. A menos que su deseo de ir fuese poderoso como una fe. Pero ¿podía él acaso desear un mundo distinto de éste? Una y otra vez y otra vez estudiaba las descripciones de La arquitectura y en ninguna encontraba nada que lo convenciera de que tal vez hallaría allá un mundo tan rico y diverso, tan profundamente extraño y tan intensamente familiar a la vez, como este que ahora habitaba.

Allá era siempre Primavera: pero él deseaba también invierno, días grises y lluvia. Todo quería él, que nada le faltase: él quería su fuego, sus largos recuerdos y aquello que los despertaba en su alma, él quería sus pequeños consuelos, e incluso sus malestares. Él quería esa muerte que en los últimos tiempos había contemplado con frecuencia, y un sitio junto a aquellos cuyas fosas él mismo había cavado.

Alzó los ojos. En medio de la constelación de las lámparas encendidas en la biblioteca y de sus reflejos en las ventanas, había salido la luna, una delgada luna en creciente, frágil y blanca. Cuando estuviese llena, el Día del Solsticio de Verano, ellos partirían.

El Paraíso. Un mundo en otraparte.

A él no le importaba en realidad que se estuviese narrando un larguísimo Cuento, ni tampoco objetaba ya que ese cuento lo hubiese utilizado a él para sus propios fines: lo único que él ahora deseaba era que continuase, que no pararan de contarlo, que, cualesquiera que fuesen las potestades que devanaban el hilo del Cuento, continuaran arrullándolo y adormeciéndolo con el Cuento, y prosiguieran incluso cuando él durmiera ya en su sepultura. Él no quería que lo raptase así, de esa manera, que lo sorprendiese con conclusiones súbitas, tristes, atormentadoras, que él no se sentía en condiciones de afrontar. Él no había querido que le quitase a su esposa.

Él no quería que lo llevasen por la fuerza a otro mundo que él no podía imaginar; a un mundo pequeño que no podía ser tan grande como éste.

Pero es, decían las brisas que pasaban junto a sus oídos.

Un mundo que no podría contener en plenitud todas las estaciones, todas las alegrías, todos los sinsabores. No podría contener la historia de sus cinco sentidos y todo cuanto ellos habían conocido.

Pero lo contiene, decían las brisas.

Y no sólo todo eso, eso que constituía su mundo, sino también mucho, mucho más.

Oh, más, decían las Brisas, más, mucho más.

Fumo alzó la vista. Los cortinados de la ventana se movían.

—¿Alice? —dijo.

Se levantó, dejando caer al suelo el pesado volumen, y fue hasta la ventana y se asomó a mirar. El jardín tapiado era un vestíbulo obscuro; la puerta abierta en el muro daba al prado iluminado por la luna, y a la noche brumosa.

Ella está lejos, ella está allá —dijo una Brisa Pequeña.

—¿Alice?

Ella está cerca, ella está aquí —dijo otra; mas, fuese lo que fuere ese algo que parecía avanzar hacia él paso a paso, a través de la penumbra ventosa y del jardín, él no la reconocía. Permaneció así largo rato, contemplando la noche como si fuera un rostro, como si pudiese conversar con ella y explicarle muchas cosas: él creía poder, mas todo cuanto le oía, o se oía decir, era un nombre.

La luna trepó por encima de los tejados de la casa y desapareció de su vista. Fumo subió a su alcoba morosamente. Más o menos a la hora en que la luna se puso, sus pálidos cuernos señalando el sitio en que no tardaría en asomar el sol soñoliento, Fumo se despertó con la sensación habitual en los insomnes de no haber dormido ni un solo minuto; se puso su vieja y raída bata ribeteada con trencilla en los puños y los bolsillos, y subió a la buhardilla, encendiendo al pasar los candelabros de pared que alguien por descuido había dejado apagados.

Iluminado por el brillo de los planetas y la claridad del amanecer, el sistema, insomne, no parecía moverse, como tampoco parecía hacerlo, del otro lado de la redonda ventana, el lucero del alba: y sin embargo se movía, claro que se movía. Fumo lo contemplaba, pensando en la noche en que a la lumbre de una lámpara había leído en las Efemérides los grados, minutos y segundos de la ascensión de los astros, y percibido, cuando hubo fijado la última luna de Júpiter, el estremecimiento infinitesimal de su aceleración. Y oído cómo la primera pelota de croquet de acero caía, sin otra ayuda, en la mano abierta de la absurda rueda que desequilibraba el sistema. Salvada. Recordaba la sensación.

Pasó una mano por la caja negra de la rueda y sintió su latido, mucho más regular que el de su corazón; y más paciente además, y en suma más resistente. Abrió la ventana redonda, dejando entrar en la buhardilla un alegre coro de gorjeos, y miró a lo lejos, más allá de los tejados. Otro día luminoso. Tan raro. Desde aquí, notó, desde esta altura, se alcanzaba a ver, mirando al sur, una larga distancia: se divisaba el campanario y los techos de tejas de Campollano. Y en medio de ellos, en la bruma, los reverdecidos grupos de árboles, y más allá de los poblados los bosques que se espesaban para formar un gran bosque, el Bosque Agreste, en cuya linde se alzaba Bosquedelinde y que, más denso cada vez y más intrincado, se extendía hasta perderse de vista en lontananza.

Solo los valientes

Llegaron al corazón del bosque, pero no era más que un reino desierto. No estaban más cerca que antes de ningún Parlamento, ni tampoco más cerca de ella, de la que Auberon buscaba y cuyo nombre había olvidado.

—¿Hasta dónde te puedes adentrar en el bosque? —preguntó Fred.

Auberon sabía la respuesta.

—Hasta la mitad —dijo—. Luego empiezas a salir otra vez.

—No en este bosque, sin embargo —dijo Fred. Sus pasos se habían vuelto lentos; arrancaba moho y tierra con lombrices cada vez que levantaba un pie. Los plantó en el suelo.

—¿Qué dirección? —preguntó Auberon. Pero desde allí, todas las direcciones eran una.

Él la había visto: la había visto más de una vez; la había visto de lejos, caminando a paso vivo en medio de los obscuros peligros del bosque, a sus anchas en él: una vez pensativa e inmóvil en la sombra atigrada (él estaba seguro, casi seguro de que había sido ella), y una vez huyendo a todo correr, con una multitud de criaturas diminutas a sus talones. Ella no se había vuelto a mirarlo, pero sí uno de los que iban con ella, uno de orejas puntiagudas y ojos amarillos, con una sonrisa estúpida y bestial. Era como si ella siempre fuera, con algún propósito, a otra parte, y cuando él tomaba esa misma dirección, ella no estaba donde él iba.

Él la habría llamado si no le hubiera sido absolutamente imposible recordar su nombre. Había recitado el alfabeto, tratando de despertar su memoria, pero ésta se había transformado en hojarasca mojada, en cuernos de gamo, conchas de caracoles, patas de fauno: todo lo cual parecía conjurarla, pero no le proporcionaba nombre alguno. Y entonces ella había escapado sin verlo y él sólo se había internado en la espesura del bosque más que antes.

Ahora estaba en el corazón mismo, y ella, fuese cual fuere su nombre, tampoco allí se encontraba.

¿Pechos morenos? Algo moreno. Laurel, o telaraña, algo así: brezo, o algo que comenzaba con una be o una ce.

—Sea como sea —dijo Fred—. Por lo que parece, hasta aquí llego yo. —Su poncho estaba tieso y andrajoso, las piernas de los pantalones en hilachas; por las bocas de sus galochas despedazadas le asomaban los dedos de los pies. Intentó levantar uno del suelo, pero no le obedeció. Los dedos se aferraban a la tierra como raíces.

—Espera —dijo Auberon.

—Nada que hacer —dijo Fred—. Nido de tordos en mi pelo. Agradable. Todo bien.

—Pero ven, vamos —le dijo Auberon—. Yo no puedo continuar sin ti.

—Oh, claro que voy —dijo Fred, echando brotes—. Si aún estoy yendo, si aún sigo guiando. Sólo que no voy andando. —Una multitud de hongos parduscos le había brotado entre los grandes dedos de los pies. Sus nudillos se duplicaban, se triplicaban, ya eran centenares.— Hey, amigo —dijo Fred—. Todo el día mirando a Dios, ¿te das cuenta? Disculpa, tengo que coger algunos rayos —y su cara se inclinó hacia atrás y desapareció en un tronco mientras alzaba las manos con mil nuevos dedos de verdor hacia las copas de los árboles. Auberon se asió a su tronco.

—No —dijo—. Maldito sea, no.

Desesperado, se sentó al pie de Fred. Ahora sí, con seguridad, estaba perdido. Qué locura, qué estúpida locura de deseo lo había arrastrado allí, allí donde ella no estaba, a ese principado de nadie donde ella jamás había estado, donde él nada podía recordar de ella salvo su deseo de ella. En su desesperación, se cogió la cabeza entre las manos.

—Hey —dijo con voz leñosa el árbol—. Hey, ¿qué sucede? Tengo consejo. Escúchame bien.

Auberon alzó la cabeza.

—Sólo los valientes —dijo Fred—, sí, sólo los valientes merecen lo bello.

Auberon se incorporó. Las lágrimas le formaban riachos en las mejillas mugrientas.

—Está bien —dijo. Se pasó los dedos por el pelo, desalojando de su cabeza la hojarasca. También él se había puesto rancio, como si hubiese habitado años en los bosques, moho en los puños, zumo de bayas en la barba, orugas en los bolsillos. Una verdadera piltrafa.

Tendría que empezar de nuevo desde el principio, eso era todo. Valiente no era, pero poseía ciertas artes. ¿No había acaso aprendido absolutamente nada? Si este lugar era un principado abandonado, él tenía que tomar la sartén por el mango, hacerse fuerte en él. Podría, si pudiera pensar de qué manera, instalarse en él, y ya no estaría perdido. ¿Cómo?

Sólo mediante la razón. Tenía que pensar. Debía poner orden allí donde no había ninguno. Debía tomar posiciones, hacer una lista, numerar cada cosa y ordenarlas todas, por grados y jerarquías. Debía, ante todo, erigir allá, en el corazón del bosque, un enclave en el cual pudiera saber dónde se encontraba, ver claras las cosas; y entonces podría recordar quién era él, el que ahora estaba allí, en el sitial y el centro; y después, qué tendría que hacer allí en lo inmediato. Tendría, Comoquiera, que volver al punto de partida y empezar otra vez.

Miró en derredor el sitio en que se hallaba, tratando de pensar cuál de los caminos que de allí se irradiaban lo llevaría de vuelta al punto de partida.

Todos, o ninguno. Escrutó con cuidado la fronda de las alamedas florecidas. Cualquier camino que escogiera, el que más pareciera conducir a la salida, acabaría, mediante alguna argucia sutil, por llevarlo de nuevo al corazón del bosque, eso al menos lo sabía. Un silencio expectante, irónico, reinaba en el bosque, interrumpido por alguna que otra pregunta breve de los pájaros.

Se sentó en un tronco caído. Frente a él, en el centro del claro, entre los pastos y las violetas, erigió un pequeño cobertizo o pabellón de piedra que miraba en cuatro direcciones, norte, sur, este y oeste. A cada uno de los frentes le asignó una estación: invierno, verano, primavera y otoño. Desde ese centro irradiaban, curvilíneos, los engañosos senderos; Auberon los cubrió de grava, los flanqueó de piedras pintadas de blanco y los orientó: hacia o desde las estatuas, un obelisco, una caseta de vencejos en un pilote, un puentecito arqueado, canteros de tulipanes y azucenas. Alrededor de todo ello levantó un gran cerco cuadrado de hierro forjado, con cuatro portones de estacas asaetadas, para entrar y salir.

Bien. Podían oírse, aunque distantes, los ruidos del tráfico. Miró, con cautela, en otra dirección: allá, del otro lado del cerco, se alzaba, coronado por estatuas de legisladores, un palacio de justicia. Un soplo de humo penetró, mezclado con el aire primaveral, en sus fosas nasales. Ahora sólo necesitaba dar una vuelta alrededor del enclave que había levantado, pasar siguiendo un orden estricto por cada uno de sus frentes y exigir de cada uno la parte de Sylvie que en él había depositado.

El parque temblaba de irrealidad, pero él lo sostuvo. No te impacientes, no te apresures. El primer lugar, primero, después el segundo. Si no hacía esto correctamente, nunca sabría cuál sería el desenlace de la historia, si la encontraba a ella y la llevaba consigo de regreso (¿de regreso adonde?) o si la perdía para siempre, o cualquiera que fuese, o pudiera ser, o hubiera sido, el final. Empezó de nuevo: el primer lugar, después el segundo.

No, todo era en vano. ¿Cómo pudo alguna vez imaginar que la había encerrado allí, en ese lugar, como a una princesa en una torre? Ella había escapado, ella tenía sus propias artes. ¿Y qué le quedaba a él, en resumidas cuentas, de sus retazos de recuerdos? ¿Ella? En absoluto. Con el tiempo, se habían ajado y deshilachado más aún que como él los recordaba cuando los depositara allí. Todo en vano. Se levantó de su banco en el parque, buscando a tientas en su bolsillo la llave que le permitiría salir de él. Las niñitas que jugaban a los bolos en los senderos alzaron los ojos con cautela, mientras él buscaba un portón para salir.

Cerrojos. Eso, sólo eso era esta maldita Ciudad, pensó, mientras introducía su llave: cerrojos tras cerrojos. Hileras, racimos, manojos de cerrojos enroscados, enmarañados en las guardas de las puertas, y las llaves pesando como pecados en los bolsillos, para abrirlas y cerrarlas y abrirlas y cerrarlas una y otra y otra vez. Abrió el pesado portón, empujándolo hacia un costado como si fuera la puerta de una celda. En el poste de ladrillo rojo del portón había una placa: Ratón Bebeagua Piedra 1900. Y desde el portón la calle se alargaba, por un trecho flanqueada de casas urbanas, para penetrar luego en la distancia pardusca rumbo a la ciudad alta entre castillos vagos de antiguo poderío, que rozaban el cielo enguirnaldados de ruido y de humo.

Echó a andar. A su lado la gente pasaba de prisa, ellos tenían un destino; él, sin rumbo, caminaba lentamente. Y delante de él, desde una calle lateral, con sus botas de andar y sus pies ligeros, llevando un paquete bajo el brazo, Sylvie dio vuelta la esquina hacia la avenida y enfiló calle arriba.

Pequeña y sola, pero segura de sí misma en la calle tumultuosa, su reino. Y también el suyo, el de Auberon. Su espalda se alejaba: todavía yéndose, y él aún atrás. Pero ahora, por fin, parecía estar en el buen camino. Abrió la boca, y el nombre salió. Lo había tenido en la punta de la lengua.

—Sylvie —llamó.

Bastante cerca

Ella oyó ese nombre, y parecía ser un nombre que ella conocía, y sus pies aminoraron la marcha, y se volvió en parte, pero no se dio vuelta; había sido un nombre, un nombre que ella recordaba de algún lugar, de alguna época. ¿Lo habría gritado un pájaro, llamando a su compañera? Alzó los ojos hacia la fronda de los árboles atravesada por los rayos del sol. ¿O una ardilla llamando a sus amigos y parientes? Vio una correteando y deteniéndose de golpe sobre la rodilla nudosa de un roble, y luego volviéndose a mirarla. Siguió andando, pequeña, sola, pero segura de sí misma bajo los árboles altos, sus pies descalzos pisando ligeros uno tras de otro en medio de las flores.

Ella se alejaba, y a paso ligero: las alas que le habían crecido no eran alas, pero la llevaban: ella no se detenía para divertirse, pese a que le mostraban placeres y a que muchas criaturas le imploraban que no se marchara.

—Más tarde, más tarde —les decía a todos, y apuraba la marcha, mientras noche y día se desplegaba ante ella el sendero a medida que avanzaba.

Él está en camino, pensaba, lo sé, él estará allá, sí, estará. Tal vez no se acuerde de mí, pero yo haré que me recuerde, ya verá. El regalo que traía para él, elegido al cabo de largas reflexiones, lo llevaba apretado bajo el brazo, y no había permitido que ningún otro lo trajera, pese a que muchos se habían ofrecido a hacerlo.

¿Y si él no estuviera allí?

No, él estaría, no podría haber ningún banquete si él no estaba presente, y un banquete había sido prometido; todo, todo el mundo estaría allá, y con seguridad también él, uno de ellos. ¡Sí! El mejor sitio, los bocados más exquisitos, con su propia mano le daría ella de comer, sólo para observar su rostro, ¡tanto como se iba a sorprender! ¿Habría cambiado? Habría, sí, pero ella lo reconocería. Estaba segura.

La noche la acuciaba. La luna salió, ya en gorda creciente, y le hizo un guiño: ¡Fiesta! ¿Dónde estaba ella ahora? Se detuvo y escuchó las voces del bosque. Cerca, cerca. Ella nunca había estado aquí antes de ahora, y ésta era una señal. No le gustaba seguir andando sin indicios seguros, sin algún santo y seña. Su invitación había sido clara y a nadie tenía ella que rendir pleitesía, pero… Se encaramó en la rama más alta de un árbol alto y escrutó desde allí la campiña bañada por la luna.

Estaba en el linde del bosque. Las brisitas nocturnas mordisqueaban las copas de los árboles, agitando las hojas al pasar.

Lejana, o cercana, o ambas cosas; en todo caso más allá de los tejados de ese pueblo y de ese campanario iluminado por la luna, divisó una casa, una casa alhajada de luces, con todas sus ventanas iluminadas. Estaba bastante cerca.

Esa noche la señora Sotomonte echó una última mirada en torno de su pulcra y obscura casita y, tras comprobar que todo en ella estaba como tenía que estar, salió y de un empujón cerró la puerta; alzó los ojos a la cara de la luna; sacó, del hondo bolsillo de su falda, la llave de hierro, y después de cerrar con ella la puerta de la casa, la depositó debajo del felpudo.

Hazles sitio, hazles sitio

Hazles sitio, hazles sitio, pensó; todo para ellos ahora. La mesa del banquete estaba preparada con todos sus cubiertos; casi deseaba poder quedarse para el festín. Pero ahora que por fin había vuelto el viejo rey, y se sentaría en su alto trono (cuándo, la señora Sotomonte nunca había estado del todo segura), ella ya no tenía allí nada más que hacer.

El hombre conocido como Russell Eigenblick sólo había tenido para ella una pregunta:

—¿Por qué?

—Por qué, por amor al cielo —había respondido la señora Sotomonte—, por qué, por qué. ¿Por qué necesita el mundo tres sexos, cuando uno de ellos no sirve para nada? ¿Por qué existen veinticuatro clases de sueños y no veinticinco? ¿Por qué siempre hay en el mundo un número par de mariquitas y no un número impar, un número impar de estrellas visibles y no un número par? Era preciso abrir puertas, forzar grietas; hacía falta una cuña y la cuña era usted. Había que hacer un invierno antes de que pudiera llegar la primavera; usted fue ese invierno. ¿Por qué? ¿Por qué es el mundo como es y no de otra manera? Si usted supiera la respuesta, no estaría ahora aquí preguntándolo. Vamos, serénese usted. ¿Tiene su manto y su corona? ¿Está todo a su gusto, o al menos lo bastante? Reine usted con justicia y sabiduría; sé que su reinado será largo. Transmita usted a todos ellos mis mejores augurios, cuando en el otoño acudan a rendirle pleitesía; y no les haga preguntas difíciles; bastantes han tenido ya que contestar durante todos estos años.

¿Y eso era todo? Miró en torno. Ella estaba lista para la partida; todos sus baúles y cestas inimaginables habían sido enviados con antelación con los jóvenes y fuertes que se habían marchado primero. ¿Había dejado la llave? Sí, debajo del felpudo; acababa de hacerlo. ¡Qué cabeza! ¿Eso era todo?

Ah, pensó, una cosa me queda por hacer.

Vienes o te quedas

—Nosotros nos vamos —dijo. Estaba de pie sobre la arista de roca que emergía de un estanque allá en la espesura del bosque, en cuyas aguas caía con su canturreo incesante una cascada.

Los rayos de la luna se quebraban sobre la faz del estanque, en la que flotaban, danzando en los remolinos, hojas y flores nacidas con la primavera. Una gran trucha blanca de ojos rosados, sin motas ni banda emergió lentamente del agua.

—Os vais —dijo.

—Vienes o te quedas —dijo la Señora Sotomonte—. Has estado tanto tiempo de este lado del Cuento, que ahora depende de ti.

Alarmada más allá de las palabras, la trucha no dijo nada. Al cabo de un rato, impacientándose al ver que el pez se limitaba a mirarla, acongojado, dijo con aspereza:

—¿Y?

—Me quedo —respondió el pez con presteza.

—Muy bien —dijo la señora Sotomonte, que a decir verdad no se habría sorprendido demasiado si la respuesta hubiera sido otra—. Pronto —prosiguió—, pronto vendrá a este lugar una muchacha joven (bueno, una dama vieja, viejísima ahora, pero eso no tiene importancia, una muchacha joven que tú conociste), y se inclinará sobre este estanque; será la que durante tanto tiempo has estado esperando, y a ella no la engañará tu forma, ella se inclinará y pronunciará las palabras que te liberarán del hechizo.

—¿Ella? —dijo el Abuelo Trucha.

—Sí, ella.

—¿Por qué?

—Por amor, viejo bobo —dijo la señora Sotomonte, y golpeó con tanta fuerza con su vara la roca en la que estaba posada que ésta se quebró; un polvo de granito flotó en la turbulenta superficie del estanque—. Porque el Cuento se ha acabado.

—Oh —dijo el Abuelo Trucha—. ¿Se ha acabado?

—Sí, se ha acabado.

—¿No podría yo —dijo el Abuelo Trucha— seguir conservando esta forma?

La señora Sotomonte se inclinó y estudió sobre el estanque la figura difusa y plateada.

¿Esta forma? —dijo.

—Bueno —dijo el pez—. Me he acostumbrado a ella. No recuerdo para nada a esa muchacha.

—No —dijo la señora Sotomonte tras un momento de reflexión—. No creo que puedas. No puedo imaginar eso. —Se irguió.— Un trato es un trato —dijo, mientras se alejaba—. Nada que ver conmigo.

El Abuelo Trucha, con miedo en el corazón, fue a refugiarse en los escondrijos festoneados de malezas de su estanque. Las reminiscencias, a su pesar, lo invadían rápidamente. Ella: pero ¿qué ella sería? ¿Cómo podría él esconderse de ella cuando viniera, no con exigencias, no con preguntas, sino con las palabras, las únicas palabras (él cerraría los ojos para no reconocerla, si tuviera párpados) que despertarían su frío corazón? Irse, sin embargo, él no podía hacer eso; el verano había llegado y con él millones de bichitos; los torrentes de la primavera ya habían pasado y su estanque era, una vez más, la vieja mansión familiar. No, él no se iría. Sacudió las aletas, presa de gran agitación, sintiendo ir y venir a lo largo de su fino pellejo sensaciones que no había experimentado en muchas décadas; se hundió más profundamente en su caverna, confiando, aunque dudando que fuese lo bastante honda como para poder ocultarlo.

—Nos vamos —dijo la señora Sotomonte cuando despuntaba el día—. Ahora.

—Ahora —oyó que decían sus hijos, los cercanos y también los lejanos, con todas sus diversas voces. Los cercanos se congregaron alrededor de sus faldas, y ella, protegiéndose los ojos del sol con una mano, atisbo a los que ya habían partido y se alejaban en caravanas valle abajo hacia el amanecer, empequeñeciéndose hasta la invisibilidad. El señor Bosques la tomó por el codo.

—Un largo camino —dijo—. Un largo, larguísimo camino.

Sí, iba a ser largo; más largo, pensó ella, aunque menos difícil para quienes la seguirían, porque ella al menos conocía el camino. Y habría manantiales para que ella, y todos, se refrescaran; y llegaría a las comarcas inmensas con las que tantas veces había soñado.

Hubo algunos problemas para ayudar al viejo Príncipe a encaramarse a su jadeante jamelgo, pero una vez montado alzó una mano frágil, y todos lo aclamaron; la guerra había terminado, más que terminado, había sido olvidada, y ellos la habían ganado. La señora Sotomonte, sosteniéndose en su bastón, cogió las riendas, y se pusieron en marcha.

No voy

Era el día más largo del año, Sophie lo sabía, sí, pero por qué lo llamarían el Día de la Mitad de verano cuando el verano apenas si había comenzado. Quizá sólo porque era el día, el primer día, en que el verano parecía interminable; parecía extenderse hacia delante y hacia atrás ilimitadamente, y toda otra estación era ese día impensable e inimaginable. Incluso el resorte de la puerta mosquitera al estirarse, y el golpe seco con que ésta se cerró tras ella, y los olores estivales del vestíbulo, ya no parecían nuevos, y era como si siempre hubieran estado allí.

Un verano que, sin embargo, hubiera podido no llegar jamás. Quien lo había traído, Sophie estaba convencida de ello, había sido Llana Alice: con su valentía lo había salvado de no acaecer nunca más, ella, al ser la primera en partir, había hecho posible que este día existiera. Un día que, por lo tanto, debería parecer frágil y condicional, y sin embargo no lo parecía: era un día de verano tan real como todos los que Sophie había conocido y hasta podía ser el único día de verano verdadero que había conocido desde su niñez, y la vivificaba, y la hacía sentirse valiente además. Porque durante algún tiempo ella no se había sentido valiente: pero ahora creía que sí podía serlo. Alice ya lo era, y ella tenía que serlo. Porque hoy, hoy partían.

Hoy partían, sí. Con el corazón alegre apretó contra su pecho el bolso tejido que era todo el equipaje que se le ocurrió llevar. Trazar planes y meditar y esperar y temer le habían ocupado la mayor parte de sus días desde la reunión celebrada en Bosquedelinde, pero sólo rara vez pensaba en lo que estaba haciendo; se olvidaba, por así decir, de sentirlo. Ahora, sin embargo, lo sentía.

—Fumo —llamó. El nombre resonó en el alto vestíbulo de la casa vacía. Todo el mundo se había congregado afuera, en el jardín tapiado, y en los porches y en el Parque: habían empezado a llegar desde la mañana, trayendo cada uno lo que suponía podía necesitar para el viaje, y tan preparados como podían estarlo para el viaje que imaginaban, cualquiera que fuese. Ahora la tarde había empezado a caer y ellos habían buscado a Sophie para que les diera alguna indicación o sugerencia, y ella había subido en busca de Fumo, quien, en ocasiones como ésta, para paseos campestres y toda suerte de expediciones, siempre, estaba a trasmano.

Si ella pudiera seguir creyendo que se trataba de un paseo campestre o una excursión, una boda o un funeral, o un día de vacaciones, o cualquier salida ordinaria que ella, desde luego, sabía perfectamente bien cómo organizar, y seguir haciendo lo que era menester como si supiera de qué se trataba, entonces…, bueno, ella habría hecho todo cuanto podía, y dejado el resto a los demás.

—¿Fumo? —llamó otra vez.

Lo encontró en la biblioteca, aunque, en el primer momento, cuando se asomó, no alcanzó a verlo; los cortinados estaban corridos y él inmóvil instalado en una poltrona, las manos cruzadas sobre el pecho y un gran libro abierto boca abajo en el suelo a sus pies.

—¿Fumo? —Entró, alarmada.— Todo el mundo está listo, Fumo —dijo—. ¿Te sientes bien? —Él la miró.

—Yo no voy —dijo.

Sophie vaciló un momento sin comprender. Luego dejó su bolso (contenía un viejo álbum de fotografías y una figulina de porcelana resquebrajada: una cigüeña con una mujer vieja y una niña desnuda a horcajadas sobre su lomo, y un par de objetos más; debería, por supuesto, contener las cartas, pero no las contenía) y se acercó a él.

—¿Cómo que no? —dijo—. No.

—Yo no voy, Sophie —dijo él suavemente, como si lo mismo le diera ir, o no ir, y se miró las manos cruzadas sobre el pecho.

Sophie extendió hacia él una mano y abrió la boca para protestar, pero no lo hizo; se arrodilló a sus pies y dijo con dulzura:

—¿Qué te pasa?

—Oh, bueno —dijo Fumo, sin mirarla—. Alguien tendrá que quedarse, ¿no te parece? Alguien tendrá que estar aquí para ocuparse de todo. Quiero decir, en caso… en caso de que vosotros quisierais volver, si quisierais, o por cualquier cosa. Es mi casa —dijo—, al fin y al cabo.

—Fumo —dijo Sophie. Puso una mano encima de las de él, entrelazadas—. Fumo, tienes que venir, ¡es preciso!

—No, Sophie.

—¡Sí! No puedes no venir, no puedes. ¿Qué haremos nosotros sin ti?

Él la miró, sorprendido por la vehemencia de Sophie. No le parecía un argumento que nadie pudiera con razón, qué harían sin él, alegar a su favor; y no supo cómo responder.

—Bueno, es que no puedo.

—¿Por qué?

Él dejó escapar un suspiro largo, profundo.

—Es que…, bueno. —Se pasó la mano por la frente.— No lo sé… —dijo—, es que…

Sophie no lo interrumpió durante esos preámbulos que le traían a la memoria otros, tiempo atrás, otras palabras cortas, entrecortadas, que soltaba así, como por cuentagotas, antes de decir una cosa difícil; se mordió los labios, y esperó.

—Bueno —dijo él—, ya es bastante triste, bastante triste que Alice haya tenido que marcharse… Mira… —se agitaba en su poltrona—, mira, Sophie, en realidad yo nunca tuve en todo esto ni arte ni parte, tú lo sabes; yo no puedo…, quiero decir que he tenido suerte, de veras que sí. Jamás lo habría soñado. No, nunca me imaginé de pequeño, ni más tarde, cuando fui a la Ciudad, que podría tener tanta dicha. Yo no estaba hecho para eso. Pero vosotras…, Alice…, tú, vosotras me adoptasteis. Fue… fue como descubrir que has heredado un millón de dólares. Yo no siempre lo comprendí…, o sí, sí que lo comprendía, aunque a veces, es cierto, lo tomaba como la cosa más natural del mundo, pero en lo profundo yo sabía. Y estaba agradecido, no puedo decirte cuánto. —Oprimió la mano de Sophie.— De acuerdo, de acuerdo. Pero ahora, ahora que Alice se nos ha marchado. Bueno, supongo que yo siempre supe que ella tenía que hacer una cosa así, lo supe desde siempre, pero nunca creí que fuera a suceder. ¿Te das cuenta? Y, Sophie, yo no estoy hecho para estas cosas, no soy apto… Quise intentarlo, te lo aseguro, pero todo cuanto pude pensar fue que ya era bastante triste el haber perdido a Alice. Y ahora, tengo que perder también todo lo demás. Y no puedo, Sophie, pura y simplemente, no puedo.

Sophie vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas, que las lágrimas empezaban a derramarse de los viejos cuencos rosados de sus párpados, algo que ella no creía haber visto nunca en él, no, jamás, y deseó con toda su alma poder decirle que No, que él no perdería nada, que, por el contrario, abandonaría la nada para ir hacia todo. Alice, en primerísimo lugar; pero no se atrevía, pues por más que supiera que eso era verdad para ella, no podía decírselo a Fumo, porque si no fuera verdad para él, y ella no tenía ninguna certeza de que lo fuera, ninguna mentira, ni la más terrible, podría ser más cruel; sin embargo, ella le había prometido a Alice que, pasara lo que pasase, lo llevaría, y no podía imaginarse partiendo sin él. Y, sin embargo, no podía decir nada.

—Como sea —dijo él. Se enjugó el rostro con la mano—. Como sea.

Sophie, en medio de una profunda incertidumbre, oprimida por la obscuridad, incapaz de pensar, se puso de pie.

—Pero —dijo, con desesperación— hace un día demasiado hermoso, es que hoy hace un día tan hermoso… —Fue hasta las ventanas y descorrió de un solo golpe los espesos cortinados que creaban una penumbra crepuscular en la habitación. La claridad del sol la deslumbró; vio a muchos allá, reunidos en el jardín tapiado bajo el haya, alrededor de la mesa de piedra; algunos miraron para arriba; y allá afuera, una niña golpeaba con los nudillos la ventana para que la dejaran entrar.

Sophie abrió la ventana. Desde su sillón, Fumo alzó la vista. Lila saltó por encima del alféizar y, con los brazos en jarras, miró a Fumo.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.

—Oh, gracias a Dios —dijo Sophie, la voz débil de alivio—. Oh, gracias a Dios.

—¿Quién es ésta? —dijo Fumo, levantándose.

Sophie titubeó un momento, pero sólo un momento. Había mentiras, y mentiras.

—Es tu hija —dijo—. Tu hija Lila.

El país — El Cuento

—Muy bien —dijo Fumo, levantando los brazos como un hombre bajo arresto—. Muy bien, muy bien.

—Oh, qué felicidad —exclamó Sophie—. Oh, Fumo.

—Será divertido —dijo Lila—. Ya lo verás. Te llevarás una sorpresa.

Derrotado en su última negativa, como era de imaginar. No tenía, en realidad, ningún argumento que pudiera alegar contra ellos, no cuando ellos eran capaces de traer a su presencia hijas desaparecidas hacía tanto tiempo, para recordarle, reclamarle el cumplimiento de una antigua promesa. Él no creía que Lila necesitara de su paternidad, suponía que, probablemente, ella no necesitaba de nadie ni de nada, pero él no podía negar que había prometido dársela.

—Está bien —dijo otra vez, evitando mirar el rostro radiante de alegría de Sophie. Dio una vuelta alrededor de la biblioteca, encendiendo las luces.

—Pero date prisa —dijo Sophie—. Mientras sea de día.

—Date prisa —dijo Lila, tironeándole del brazo.

—Esperad un minuto —dijo Fumo—. Tengo que recoger algunas cosas.

—Oh, Fumo —dijo Sophie, dando un puntapié en el suelo.

—Un minuto, no más —dijo Fumo—. Refrenad vuestros corceles.

Salió al corredor, encendiendo lámparas, y subió las escaleras con Sophie pisándole los talones. Arriba, fue una por una a las habitaciones, encendiendo todas las luces, todos los candelabros de pared, mirando en torno, a apenas un paso de ventaja de la impaciencia de Sophie. Una vez se asomó a mirar a lo lejos por una ventana y abajo, a la multitud allí reunida; menguaba la tarde. Lila miró para arriba y agitó la mano.

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró—. Está bien.

En la habitación que era su alcoba y de Alice, cuando hubo encendido todas las luces, se detuvo algún tiempo, irritado y respirando con dificultad. ¿Qué demonios llevas? ¿En un viaje como éste?

—Fumo… —Sophie, desde la puerta.

—Ya va, Sophie, caramba —dijo, y abrió cajones. Una camisa limpia al menos, una muda de ropa interior. Un poncho, para la lluvia. Cerillas y un cuchillo. Un pequeño Ovidio en papel biblia, de la mesita de noche. Las Metamorfosis. Ya está.

Y ahora, ¿en qué llevarlo? Hacía tantos años que no iba a ninguna parte desde esta casa, que no tenía ningún equipaje. En algún lugar, en algún desván o sótano, estaría la mochila que traía consigo cuando vino a Bosquedelinde, pero precisamente dónde, no tenía la más remota idea. Abrió armarios, había en esta alcoba media docena de armarios forrados de cedro que sus ropas y las de Alice ni de lejos habían llegado a llenar. Tiró de los cordoncillos, los interruptores fosforescentes como luciérnagas. Alcanzó a ver, amarilleado por el tiempo, su traje de boda blanco, el traje de Truman. Abajo, en un rincón…, bueno, tal vez pudiera servir, es curioso cómo se amontonan cosas viejas en los rincones de los armarios, no sabía que estaba allí: lo sacó de un tirón.

Era un maletín. Un maletín viejo, roído por los ratones, con un cierre de hueso en cruz.

Fumo lo abrió, y escudriñó con un presentimiento extraño o una inexplicable sensación de deja vu el interior. Estaba vacío. Un olor emanaba de él, un olor a mantillo o a zanahoria silvestres, o a la tierra bajo una piedra removida.

—Esto me servirá —murmuró—. Esto me servirá, supongo.

Guardó sus escasos avíos, que parecieron desaparecer en los amplios recovecos.

—¿Qué otra cosa debería llevar?

Pensó, manteniendo abierto el maletín: una guirnalda de enredadera o un collar, un sombrero pesado como una corona; tiza, y una pluma fuente, una escopeta; una botellita de té al ron, un copo de nieve. Un libro sobre casas, un libro sobre astros; un anillo. Con una vividez prodigiosa, una vividez que lo traspasaba, vio el camino que corría entre Arroyodelprado y Altozano, y a Llana Alice como era aquel día, el día del viaje de boda, el día que él se había perdido en el bosque, el día que le oyó decir Protegido.

Cerró el maletín.

—Listo —dijo. Lo asió por las manillas de cuero, y era pesado, pero una serenidad penetró en él con el peso, como si fuese algo que siempre hubiera llevado a cuestas, un peso sin el cual perdería el equilibrio, no podría caminar.

—¿Listo? —dijo Sophie desde la puerta.

—Listo —dijo él—. Supongo.

Bajaron juntos. Fumo se detuvo en el corredor para oprimir los botones de marfil de las lámparas que iluminaban el vestíbulo, los porches, el sótano. Luego salieron.

Aaaah —dijeron todos los allí reunidos.

Lila había llevado a todos, en pos de ella, desde el Parque, desde el jardín tapiado, desde los porches y parterres en que se habían reunido, a este frente de la casa, el porche de madera que daba al sendero invadido por las malezas que conducía a los pilares de piedra coronados por bolas granulosas como naranjas de piedra.

—Hola, hola —dijo Fumo.

Sus hijas fueron hacia él, sonriendo. Tacey, Lily y Lucy, con hijos a la zaga. Todo el mundo se puso de pie, todos se miraron unos a otros. Sólo Marge Junípero continuaba sentada en la escalera del porche, no quería levantarse hasta saber qué pasos tendría que dar, no le quedaban muchos para dar. Sophie le preguntó a Lila:

—¿Tú nos guiarás?

—Una parte del camino —dijo Lila. De pie en el centro del grupo, parecía contenta y a la vez un poco atemorizada, y no muy segura en su fuero interno de cuáles aguantarían hasta el fin, y sin dedos suficientes para contar—. Parte del camino.

—¿Es para ese lado? —preguntó Sophie, señalando los soportales de piedra del portón. Todos se dieron vuelta y miraron en esa dirección. Rompieron a cantar los primeros grillos. Los vencejos de Bosquedelinde cortaban el aire, el aire azul que se trocaba en verde. Más allá de los pilotes de piedra, las exhalaciones de la tierra al enfriarse obscurecían el camino.

¿Había sido entonces, se preguntó Fumo, en el momento en que él por primera vez pasó entre esos pilares de piedra, cuando cayó sobre él el hechizo, ese hechizo del que nunca se había liberado? El brazo y la mano que sostenían el maletín le tintineaban como una campana de alarma, pero Fumo no la oía.

—¿Cuánto falta, cuánto falta? —preguntaron Retoño y Florita, tomados de la mano.

Aquel día: el día en que por primera vez entrara por la puerta de Bosquedelinde y por la que desde entonces en cierto sentido nunca había vuelto a salir.

Tal vez: o quizás antes de eso, o después, pero no era cuestión de determinar exactamente cuándo había invadido su vida el primer hechizo, o cuando él mismo sin darse cuenta se había metido en él, porque otro había seguido al primero muy pronto, y otro más, sucediéndose unos a otros en virtud de una lógica propia, cada uno ocasionado por el anterior y ninguno de ellos prescindible; hasta intentar desprenderse de ellos sólo daría lugar a nuevos hechizos, y de todas maneras nunca habían sido una cadena casual sino una sucesión de sustituciones. Cajas chinas contenidas una dentro de otra, más grande cuanto más dentro estaba. Y no concluiría ahora: si ahora estaba a punto de entrar en una serie nueva, una serie interminable, infundibular, absoluta. Atemorizado ante la perspectiva de la variación infinita, sólo se alegraba de ver que ciertas cosas habían permanecido constantes, y de ellas la más importante, el amor de Alice. Era hacia ese amor hacia donde él iba ahora, sólo él podía atraerlo, y sin embargo tenía la sensación de estarlo abandonando; y de llevarlo consigo al mismo tiempo.

—Un perro que nos saldrá al encuentro —dijo Sophie, tomándolo de la mano—. Un río que tendremos que cruzar.

Algo comenzó a abrirse en el corazón de Fumo tan pronto como hubo dado el primer paso fuera del porche, una premonición, la señal anunciadora de una revelación.

Todos se habían puesto en marcha, recogiendo sus bolsos y pertenencias, conversando en voz baja, por el sendero. Pero Fumo se había detenido al ver que por ese portón él no podría salir: no podía salir por el mismo portón por el que había entrado. Demasiados hechizos habíanse sucedido en el largo ínterin. El portón no era el mismo portón: tampoco él era el mismo.

—Un camino largo —dijo Lila, arrastrando a su madre tras ella—. Un camino largo, larguísimo.

Los otros pasaban junto a él, a ambos lados, cargados y cogidos de la mano, pero él seguía inmóvil: queriendo aún, aún viajando, tan sólo no avanzando.

El día de su boda él y Alice habían ido a reunirse con los invitados que estaban sentados en el césped, y muchos de ellos les habían dado regalos, y todos les habían dicho «Gracias». Gracias: porque él, Fumo, aceptaba asumir sin exclusión alguna esa tarea, la tarea de vivir su vida por el bien de otros en cuya existencia él nunca había creído, emplear su substancia para la consecución del final de un Cuento en el cual él ni siquiera figuraba. Y eso había hecho, y estaba aún dispuesto a hacerlo, pero razones para que ellos les dieran las gracias, no, nunca habían existido. Porque, lo supieran o no, él sabía, sí, que de todas maneras Alice hubiera estado junto a él ese día, que lo hubiesen o no elegido para ella, ella se habría enfrentado con ellos para tenerlo a él. De eso él estaba seguro.

Él los había engañado. Y cualquier cosa que pudiese ahora acontecer, que él llegara o no al lugar al que ellos iban, que hiciera el viaje o se quedara atrás, él tenía su cuento. Lo tenía en su mano. Que se acabara: que se acabara, sí: a él no podrían quitárselo. A donde ellos iban, él no podía ir, pero eso no le importaba, él había estado siempre allí.

¿Y adonde, entonces, estaban yendo ellos?

—Oh, ya lo veo —dijo, aunque ningún sonido brotó de sus labios. Esa brecha que había empezado a abrirse en su corazón se abría más y más: ahora entraban por ella grandes corrientes de aire crepuscular, arrejaques y abejas entre las malvalocas; dolía más allá del dolor, y no se cerraba. Admitía a Sophie, a sus hijas, y también a su hijo Auberon, y a numerosos muertos. Él sabía cómo acababa el Cuento, y quiénes estarían allí.

—Cara a cara —dijo Marge Junípero cuando pasó a su lado—. Cara a cara. —Pero Fumo ya no oía otra voz que la del viento de la Revelación soplando en él; y esta vez no la eludiría. Vio, en medio de ese azul que penetraba en él, a Lila, que se daba vuelta y lo miraba con extrañeza; y en su rostro pudo leer que no estaba equivocado.

El Cuento quedaba atrás, atrás de ellos. Y ellos iban hacia él. Un solo paso les bastaría para llegar; ya habrían llegado.

—Atrás —intentó decir; imposibilitado él mismo de volver en esa dirección, intentaba decirles que era atrás, allá atrás, allí donde, iluminada, la casa esperaba, y el Parque y los porches y el jardín tapiado y el sendero que conducía a las tierras infinitas y a las puertas del verano. Si él pudiera ahora volverse (pero no podía, no importaba que no pudiera, pero no podía) se encontraría frente al Pabellón de Verano, y en un balcón estaría Llana Alice saludándolo y dejando resbalar de sus hombros la vieja bata parda para mostrarle su desnudez entre las sombras del follaje: Llana Alice, su prometida, Dueña Generosa, diosa de esa región que se extendía atrás, atrás de ellos, esa comarca en cuyas fronteras se hallaban, el país llamado El Cuento. Si él pudiera trasponer esos pilotes de piedra (pero no, nunca podría) se encontraría tan sólo llegando con el Solsticio de Verano, las abejas en la malvaloca, y una anciana en el porche dando vuelta unas barajas.

Un velorio

A la luz de una luna llena enorme como a punto de estallar, Sylvie se encaminaba hacia la casa que había divisado, y cuanto más se aproximaba a ella, más lejos parecía estar. Había que saltar una cerca de piedra, y un bosque de hayas que atravesar; había, finalmente, un arroyo que cruzar, o un río enorme, caudaloso y espumado de oro a la luz de la luna. Luego de reflexionar largamente en sus orillas, Sylvie se construyó una barca de corteza de árbol, con una hoja ancha por vela, telarañas por cordajes y una cápsula de bellota para achicar el agua y (aunque en un tris de zozobrar en la boca de un lago obscuro, a la altura en que el río se derramaba bajo tierra) llegó a salvo a la otra orilla; la casa de piedra, inmensa como una catedral, la vigilaba desde su altura, los obscuros aleros apuntando hacia ella, los encolumnados porches de piedra intentando ahuyentarla. ¡Y Auberon siempre dijo que era una casa acogedora!

Justo en el momento en que pensaba que nunca llegaría, y que si llegaba, llegaría tan atomizada que se colaría por entre los resquicios de las lajas del pavimento, se detuvo y prestó oídos. En medio del zumbido de los abejorros y el chillido de los chotacabras, una música triste llegaba desde algún lugar, una música triste y a la vez Comoquiera desbordante de alegría; una música que atraía a Sylvie, la llamaba, y Sylvie la siguió.

Y crecía esa música, no porque sonara más fuerte sino más plena; vio las antorchas de una procesión formar un círculo alrededor de ella en la intrincada obscuridad de la maleza, o vio en todo caso a las luciérnagas y las flores nocturnas como en una procesión, una procesión de la cual ella formaba parte. Intrigada, rebosante el corazón de música, se aproximó al lugar hacia el cual avanzaban las luces; pasó a través de portales donde muchos alzaban la cabeza para verla entrar. Posó los pies en las dormidas flores de un sendero, un sendero que conducía a un claro donde había más personas reunidas, y más iban llegando; donde, bajo un árbol florecido, estaba la mesa vestida de blanco, y muchos sitios dispuestos alrededor, y uno en el centro para ella. Sólo que no se trataba de un banquete, como ella había pensado, o no sólo de un banquete: era un velorio.

Tímida, entristecida por los dolientes de quienquiera que fuese aquel cuya muerte lloraban, permaneció largo rato callada e inmóvil, observando la escena, con su regalo para Auberon fuertemente apretado bajo el brazo, escuchando los tonos graves de las voces. De pronto, uno de ellos se dio vuelta en la cabecera de la mesa, y su negro sombrero dio un salto y sus dientes resplandecieron blanquísimos en una sonrisa. Más contenta de volver a verlo de lo que jamás hubiera imaginado, Sylvie se abrió paso hacia él a través de la multitud, en tanto muchos ojos se volvían a mirarla, y con un nudo de lágrimas en la garganta, lo abrazó y lo besó.

—Hola —dijo—. Hoooola.

—Hola —dijo George—. Ahora todo el mundo está aquí.

Reteniéndolo a su lado, ella miró el gentío congregado alrededor de la mesa, docenas y docenas, sonriendo o llorando o vaciando copas, algunos coronados, algunos peludos o plumíferos (una cigüeña o alguien que se parecía a una cigüeña hundía el pico en una copa alta, espiando con recelo a un zorro que sonreía a su lado), pero, Comoquiera, sitio para todos.

—¿Quién es toda esta gente? —preguntó.

—Familia —respondió George.

—¿Quién se ha muerto? —murmuró Sylvie.

—Su padre —dijo George, y le señaló a un hombre que estaba sentado, echado hacía atrás, con un pañuelo sobre la cara y una hoja pegada a sus cabellos. El hombre volvió la cabeza, y suspiró hondamente; las tres mujeres que estaban con él, y que miraban sonrientes a Sylvie, como si la conocieran, le hicieron volverse un poco más, para que la viera de frente.

—Auberon —dijo Sylvie.

Todo el mundo observaba el encuentro entre esos dos. Sylvie no podía hablar, y las lágrimas de su dolor bañaban aún el rostro de Auberon, y además, nada había que pudiera decirle a ella, así que tan sólo se tomaron de las manos. Aaaaah, dijeron a coro los invitados. La música se alteró; Sylvie sonrió y ellos aclamaron su sonrisa. Alguien la coronó con una diadema de flores blancas y fragantes, y también a Auberon, con guirnaldas de acacia blanca, de la acacia blanca que presidía la mesa del banquete. Se alzaron las copas, se vocearon los brindis: hubo risas. La música desgranaba su melodía. Con su mano morena, la mano del anillo, Sylvie enjugó las lágrimas que bañaban el rostro de su príncipe.

La luna surcaba el cielo rumbo a la mañana; el banquete se transformó de velorio en boda, y en una fiesta alegre y tumultuosa: la gente se levantaba para bailar, y volvía a sentarse para comer y beber.

—Yo sabía que estarías aquí —dijo Sylvie—. Yo lo sabía.

Un verdadero regalo

Ante la certeza de que Sylvie ahora estaba allí, el hecho de que Auberon no hubiera sabido ni creído que estaría, se diluyó.

—Yo también estaba seguro —dijo—. Segurísimo. Pero… ¿por qué, hace un rato… —no tenía ni la más remota idea de cuánto tiempo hacía, horas, siglos—, cuando yo te llamé por tu nombre, por qué no te detuviste, por qué no te diste vuelta?

—¿Tú me llamaste? —dijo ella—. ¿Dijiste mi nombre?

—Sí. Yo te vi. Tú te alejabas y yo te grité: ¡Sylvie!

—¿Sylvie? —Lo miraba divertida, perpleja.— Oh —dijo al cabo—. ¡Oh! ¡Sylvie! Bueno, mira, lo había olvidado. Porque ha pasado tanto tiempo. Porque ellos, aquí, no me llaman así. Nunca me han llamado así.

—¿Cómo te llaman ellos?

—Por otro nombre —dijo ella—. Un sobrenombre que yo tenía. cuando era chica.

—¿Qué nombre?

Ella se lo dijo.

—Oh —dijo él—. ¡Oh!

Al ver la expresión de su rostro, ella se echó a reír. Le llenó la copa de un brebaje espumoso y se la tendió. Él bebió.

—Y ahora, escucha —dijo ella—. Quiero que me cuentes todas tus aventuras. Todas. ¿Quieres tú escuchar las mías?

Todas, todísimas, pensó él, el licor dulzón que bebía borraba de su mente cualquier idea que se hubiera forjado sobre ellas, era como si todas estuvieran aún por acontecer, y que él estaría en ellas. Un príncipe y una princesa: el Bosque Agreste. Entonces, ¿ella había estado aquí, en este reino, el reino de ellos dos, todo ese tiempo? ¿Y también él? Y él, a fin de cuentas, ¿qué aventuras había tenido? A medida que trataba de rememorarlas, se desvanecían, se encogían y desmenuzaban, se tornaban vagas e irreales como un lóbrego futuro, en tanto el futuro se abría ante él como un pasado historiado.

—Yo hubiera tenido que saberlo —dijo él, riendo—. Yo hubiera tenido que saberlo.

—Sí —dijo ella—. Y es el comienzo apenas. Ya lo verás.

No un cuento, no, no un solo cuento con un solo final sino mil cuentos, y el final tan lejano como el comienzo. Bailarines alegres se la arrebataban y él la veía alejarse, eran muchas las manos que la importunaban, multitudes las criaturas en torno de sus pies danzarines, y para todos ella tenía una sonrisa. Y él bebía, exaltado, sus pies ansiosos por aprender el antic-hay. ¿Y podría ella aún, pensó, mientras la contemplaba, infligirle también dolor? Tocó el regalo que ella, en sus escarceos, le había puesto sobre la frente, un par de hermosos cuernos, torneados y exquisitamente curvados, pesados y resistentes como una corona, y pensó en ellos. El amor no era bondadoso, no siempre: una sustancia corrosiva, carcomía la bondad, carcomía el dolor. Ellos, él y ella, eran niños de pecho en potencia, pero crecerían; sus riñas empañarían la luna y dispersarían como las galernas otoñales a las atemorizadas criaturas salvajes, lo harían, sí, lo habían hecho durante largo tiempo, pero qué importaba.

No importa, no importa. Si la tía de ella era bruja, sus hermanas eran reinas, reinas del aire y de la noche; sus regalos ya una vez le habían prestado ayuda, y volverían a hacerlo. Él había heredado las incertidumbres de su padre, pero en cuanto a fortaleza podía recalar en su madre… Como si volviera las páginas de un interminable compendio de antiguas novelas, leídas todas ellas años y años atrás, veía los millares de hijos de ella, generaciones de hijos, la mayoría también hijos suyos, de él; él les perdería el rastro, los encontraría como extraños, los amaría, se acostaría con ellos, lucharía con ellos, los olvidaría. ¡Sí! Ellos gastarían, con sus historias, la pluma de docenas de narradores, y con las historias que su historia generara, tediosas, divertidas, o tristes; sus festines, sus bailes, sus máscaras y sus riñas, la antigua maldición que pesaba sobre él y el beso de ella que la mitigaba, sus largas separaciones, las desapariciones de ella y sus disfraces (bruja, castillo, pájaro, muchos podía él prever o recordar, pero no todos), sus reencuentros y acoplamientos tiernos o lascivos: sería un espectáculo para todos, un interminable y-entonces. Soltó una carcajada al comprender que sería así: porque al fin y al cabo él había recibido un regalo para eso; un verdadero regalo.

—¿Ves? —dijo la acacia negra que presidía la mesa del banquete, la acacia de la que habían sido cortadas las flores que orlaban la cornamentada cabeza de Auberon—. ¿Ves? Sólo los valientes merecen lo bello.

Ella está aquí cerca

El baile proseguía alrededor del príncipe y la princesa, trazando un ancho círculo sobre la hierba húmeda de rocío. Hacia el amanecer, las luciérnagas, siguiendo la dirección del dedo de Lila, describieron un gran círculo, girando en la opulenta obscuridad. Aaaah, dijeron los invitados.

—Apenas el comienzo —le dijo Lila a su madre—. ¿Ves? Tal como te lo dije.

—Sí, pero, Lila —dijo Sophie—, tú me mentiste, ¿sabes? Sobre el tratado de paz. Sobre lo de encontrarnos con ellos cara a cara.

Lila, acodada sobre la mesa sembrada de restos del festín, hundió la mejilla en el hueco de su mano, y le sonrió.

—¿Yo te dije eso? —preguntó, como si no pudiera recordarlo.

—Cara a cara —dijo Sophie, paseando una mirada a lo largo y a lo ancho de la mesa.

¿Cuántos eran los invitados? Quería contarlos, pero ellos iban de un lado a otro sin cesar, e, inexplicablemente, se empequeñecían en la centelleante obscuridad; algunos, supuso, eran con seguridad colados, ese zorro, tal vez, o aquella cigüeña melancólica, y sin lugar a dudas ese ciervo volante que iba y venía a los topetones por entre las copas derramadas luciendo sus antenas negras; de todos modos, ella no necesitaba contarlos para saber cuántos eran. Sólo que…

—Pero Alice —dijo—, ¿dónde está Alice? Alice debería estar aquí.

Ella está aquí, ella está cerca —dijeron sus Céfiros, yendo y viniendo entre los invitados. Sophie tembló por Alice, por su dolor; la música cambió otra vez, y de nuevo el silencio y la tristeza presidieron la reunión.

—Invita al petirrojo y al abadejo —dijo el árbol de acacia, sembrando pétalos blancos como lágrimas sobre la mesa del festín—. Y a mi compadre Duke aléjalo, que no es amigo del hombre.

Las brisas, transformadas en vientos al amanecer, se llevaron la música.

—Y ahora —suspiró la acacia— nuestras parrandas han terminado. —Como si fuera una nube, la blanca mano de Alice tapó la luna y el cielo se puso azul. El ciervo volante resbaló por el borde de la mesa, la mariquita alzó vuelo de regreso al hogar, las luciérnagas apagaron sus antorchas, las copas y los platos se dispersaron como hojas secas con el despertar del día.

De regreso del entierro (sólo ella sabía dónde), Llana Alice apareció en medio de ellos como la claridad del alba, sus lágrimas como fragante rocío tempranero. Al verla aparecer ellos se tragaron sus lágrimas y su asombro, y se dispusieron a marcharse; ninguno diría más tarde que ella no había tenido una sonrisa para ellos, que no los había alegrado con sus bendiciones, la despedida. Algunos suspiraban, otros bostezaban, se tomaban de las manos; de a dos y de a tres se iban a donde ella los mandaba, a las rocas, a los prados, los ríos y los bosques, a los cuatro confines de la tierra, a su reino ahora recreado.

Y entonces, a solas ya, Alice se paseó por allí, por donde el suelo húmedo conservaba la marca del obscuro círculo trazado por el baile, arrastrando su falda húmeda a través de las hierbas centelleantes. Pensó que, si pudiera, robaría este día de verano, este único día, para llevárselo a él; pero a él no le habría gustado que lo hiciera, y, de todos modos, tampoco lo podía hacer. Así que en cambio, y eso sí podía hacer, haría de este día su aniversario, un día de una luminosidad tan perfecta, una mañana tan nueva, una tarde tan infinita, que el mundo, el mundo entero habría de recordarlo eternamente.

En aquellos tiempos

Las luces de Bosquedelinde que Fumo dejara encendidas palidecieron hasta la nada aquel día; resplandecieron a la noche siguiente, y cada noche sucesiva. La lluvia y el viento penetraron, no obstante, por las ventanas abiertas, que habían olvidado cerrar; las tormentas estivales mancharon los cortinados y las alfombras, desparramaron papeles, cerraron de golpe las puertas de los armarios. Las polillas y las chinches descubrieron huecos en las pantallas de las lámparas, y murieron felices en unión con los focos encendidos o, si no morían, engendraban sus crías en las alfombras y los tapices. Llegó, por imposible que pareciera, el otoño, un mito, un rumor de no creer, las hojas muertas se amontonaron en los porches, entraron en la casa a través de la puerta mosquitera, que había quedado sin trabar y que batió desesperadamente a contraviento hasta que pereció al fin sobre sus goznes, ya no más una barrera. Los ratones descubrieron la cocina; como los gatos habían emigrado en busca de circunstancias más propicias, la despensa pasó a ser su dominio, y el de las ardillas, que llegaron más tarde y anidaron en las camas mohosas. Pero la orrería seguía funcionando, indiferente a todo, alegremente, y la casa continuaba iluminada como un faro o como la entrada de un salón de baile. En los inviernos las luces resplandecían sobre la nieve, un palacio de hielo, la nieve se colaba en los aposentos, la nieve nimbaba las frías chimeneas. La luz encendida en lo alto del porche se apagó.

Que existía en el mundo una casa así, iluminada y abierta y vacía, llegó a ser, en ese entonces, una leyenda; hubo otras historias, la gente iba y venía sin cesar, y eran historias todo cuanto querían oír, sólo en historias creían, tan dura se había vuelto la vida. La historia de la casa iluminada, la casa de cuatro pisos, siete chimeneas, trescientos sesenta y cinco peldaños, cincuenta y dos puertas, viajó lejos; todo el mundo era viajero en ese entonces. Y se encontró con otra historia, una historia de un mundo en otraparte, y de una familia cuyos nombres muchos conocían, una familia cuya casa había sido grande y habitada por sinsabores y alegrías que en un tiempo habían parecido de nunca acabar, pero habían acabado; o cesado al menos; y a los muchos que aún soñaban con esa familia tan a menudo como con la suya propia, las dos historias se les antojaban una sola. En la primavera, las luces del sótano se apagaron, todas, y una en la sala de música.

Gente que va y que viene; historias que comienzan por un sueño, narradas para oídos ansiosos por actores inexpertos, cesando luego; la historia volvía a ser sueño y después, merodeando cual fantasma durante el día, era contada y vuelta a contar. La gente sabía de la existencia de una casa así, una casa hecha de tiempo, y muchos iban en su busca.

Y era posible encontrarla. Estaba allí: al final de una entrada para carruajes tiempo ha abandonada y muy distinta de como se la imaginaba, y siempre, pese a todas sus luces, y por larga y minuciosa que hubiera sido la búsqueda, siempre el encuentro era inesperado; unos peldaños vencidos para subir al porche, y una puerta por donde entrar. Y animales pequeños que la consideraban suya, dueños y señores, compartiéndola tan sólo con el viento y con los elementos. En la biblioteca, al pie de un sillón, y abierto de cara al suelo en cierta página, un grueso libro con el lomo quebrado y deformado por la humedad. Y muchos otros aposentos, sus ventanas invadidas por los jardines lluviosos, el Parque, los árboles añosos indiferentes y tan sólo envejeciendo cada día más. Y las numerosas puertas para elegir, una confluencia de corredores, cada uno de los cuales conducía fuera de la casa, cada uno desembocando en una puerta por la que se podía salir; y la noche que caía temprano, y con ella un olvido total, ¿cuál era el camino de entrada?, ¿cuál es hoy el de salida?

Elige una puerta, da un paso. Los hongos han proliferado con la humedad, el jardín tapiado está invadido por ellos. Hay otras luces, allá en el fondo penumbroso del jardín; la puerta del muro ha quedado abierta, y la lluvia plateada se filtra en el Parque, que se divisa a través de ella. ¿De quién es ese perro?

Una por una, como largas vidas que llegan al previsible fin, las lamparillas se fundieron. Y hubo entonces una casa en tinieblas, una casa antaño hecha de tiempo y hoy la morada de los elementos, más difícil de hallar; inhallable, y ni siquiera tan fácil de soñar como antaño, cuando resplandecía con todas sus luces. Más perduran los cuentos: pero sólo por el hecho de convertirse en eso, en meros cuentos. Comoquiera que sea, todo esto aconteció hace mucho, mucho tiempo: el mundo, ahora lo sabemos, es como es y no de otra manera; si hubo alguna vez un tiempo en el que existieron pasillos y puertas, y fronteras abiertas y encrucijadas numerosas, ese tiempo no es el ahora. El mundo se ha vuelto más viejo. Ni siquiera el clima es hoy como el que recordamos de otras épocas: nunca en los nuevos tiempos hay un día de estío como los que rememoramos, nunca nubes tan blancas, nunca hierbas tan fragantes ni sombra tan frondosa y tan llena de promesas como recordamos que pueden estarlo, como lo fueron en aquellos tiempos.

[1] Himno que en ciertas ceremonias religiosas da por terminado el acto e invita a los fieles a retirarse. (N. del T.)

[2] Los Brownies son, en la tradición escocesa, los duendes benévolos que habitan en las viejas casas de campo y que de noche, mientras la familia duerme, hacen la limpieza y otras tareas del hogar. Se dice que algunos son invisibles. (N. del T.)

[3] Jamaica, un populoso barrio suburbano de New York. (N. del T.)

[4] Uno de los tantos souvenirs de George Ratón, un recuerdo del Ausable Chasm, un centro turístico situado en el Ausable, un río que cruza el estado de Nueva York. (N. del t.)

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18/01/2009