José Antonio Castro Cebrián
EL CEMENTERIO
de la
ALEGRÍA
© 2012, José Antonio Castro Cebrián
© 2012, Ediciones Planeta Madrid, S. A.
Ediciones Martínez Roca es un sello editorial de Ediciones Planeta Madrid, S. A.
Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid
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Primera edición: enero de 2012
ISBN: 978-84-270-3888-2
Depósito legal: M. 112-2012
Preimpresión: Víctor Igual, S. L.
Impresión: Unigraf, S. L.
Impreso en España-Printed in Spain
A Angelita, mi compañera, mi guía, mi «dulce Dulce»
A Ainhoa, mi pequeña, mi niña del alma, mi vida
«En cuanto a vos, Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni desgracia en el mundo, sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo. Sólo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad suprema. Es preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuán buena y hermosa es la vida. Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡confiar y esperar!»
El conde de Montecristo
Alejandro Dumas
«Y la locura cabalga a lomos del viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte es una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados en Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.»
El sabueso
Howard Philips Lovecraft
1
EXTRAORDINARIA ESTUPIDEZ
Tengo la suficiente edad como para recordar aquello que quieran mis años salvar del triste olvido. La suficiente arrogancia como para perdonar todo aquello que nunca nadie se atrevería a imaginar. La suficiente malicia como para desfallecer y sentirme perdido si alguien me mira a los ojos y pregunta por aquellos días. En cambio, tengo la suficiente insensatez como para no dejar que el remordimiento muera conmigo y con mi juramento.
Cuando te paras a pensar en el tiempo que ha pasado desde que eras un niño, no caes en la cuenta de que el alma también envejece. Un pedazo muy frágil de la vida sorprendentemente subsiste en la inocencia esperando con los ojos muy abiertos a que la ventana iluminada de la esperanza se vuelva a abrir. Mi historia es un grito que necesito marchitar y dejar escapar al abrigo del perdón.
A veces uno no se cree lo que conoce de sí mismo hasta que no es capaz de contarlo a los demás.
* * *
Hay quienes atesoran una larga retahíla de anécdotas sobre su nacimiento o sobre su familia. Remembranzas que la mayoría de las veces solo existen en sus cabezas, recuerdos falseados que les hacen sentirse especiales. A mí nunca me hizo daño la nostalgia de un beso paterno, o la ausencia alada de una canción de cuna. De lo único que estaba seguro era de que mi madre murió a los pocos años de darme la vida, y de que mi padre jamás me tuvo entre sus brazos. Para mí, el mundo era un escenario enorme donde yo era un mero espectador que esperaba impávido su hora. Siempre me conformé con creer lo que quería creer, y por eso nunca necesité inventarme grandes hazañas que alimentaran mi pasado.
Todo empezó cuando tenía diecisiete años. Yo era nadie en ningún sitio. Mi pueblo, muy húmedo en invierno y poco soleado en verano, siempre fue una isla solitaria en mitad de los bosques que envolvían a La Capital, un lugar donde las tropelías más graves eran las propias de los zagales al salir de misa, con las calles empedradas de grises y tristeza la mayoría de los días, y con los corrales de las casas desgastados con el blanco de la cal viva. Mis pocas carnes se habían aburrido tantas veces de pasear por la plaza de la iglesia, o de corretear del cuartelillo a la calleja de detrás de mi casa, o al revés, cuesta arriba o cuesta abajo, que ya no me importaba que los vecinos más severos me vieran descansar del aburrimiento en cualquier rincón del pueblo, incluso tumbado a la bartola. Vivía absorto en mi mundo, en un viejo desván, arrinconado por una hilera de libros, la mayoría podridos y carcomidos por la humedad. Mientras escribo vuelvo a sentir el olor a rancio de toda la casa, desde el chiribitil donde yo dormía hasta el sótano donde mi tutor, Tito Donabella, se pasaba noches enteras contando y recontando todo el dinero que tenía escondido en los cimientos de la joyería. El rastro que dejaban sus retintines al chocar las monedas bien pudo atraer a Paulo hasta nosotros.
—Buenos días. Quisiera hablar con el dueño.
Tantas veces le había visto mirar por encima de la caja registradora a los clientes, apenas con la luz ceniza de la bombilla del pasillo, que distinguir sus intenciones de entre la multitud de gestos que se dibujaban en su rostro me era de lo más natural.
—Lo tiene usted delante, señor. ¿En qué puedo servirle?
La silueta delgada del caballero parecía formar parte del mobiliario de la joyería. Vestía un abrigo negro y polvoriento, con un pañuelo muy rojo y exagerado saliendo de su cuello.
—¿Es usted el dueño? —preguntó vacilando.
—El mismo —contestó mi tutor un poco incómodo ya.
—¿Hay algún otro sitio donde podamos hablar a solas?
Escruté aquel rostro manido de rasgos delicadísimos, como los de los actores del cine mudo. Intuí que la expresión de dureza de su mirada era el fruto de mucho sufrimiento, de muchas batallas.
—No tengo lugar más idóneo que este para cualquier asunto que precise de la más discreta de las atenciones. —Con una mirada de complicidad, Tito me indicó que cerrara la puerta que daba a la calle. Colgué el letrero de «Cerrado»—. El chico se queda, si no le importa.
Nuestro personaje me miró de arriba abajo. Marcó unos hoyuelos que tenía dibujados bajo los pómulos y sonrió maliciosamente.
—Mi nombre es Paulo, es todo lo que le voy a decir de mí. Vengo a proponerle un negocio muy rentable para usted. Pero antes debo saber si no me estoy equivocando —dijo esto mirando alrededor suyo, como un animal al acecho—. ¿Hay alguien más aquí?
—Le puedo asegurar que no. —Yo me había sentado detrás del mostrador. Desde allí podía ver a Tito sonriendo por debajo de esa proa venturada que tenía por nariz, con la frente chorreando sudor—. Si lo que usted...
—Llámeme Paulo —le interrumpió—, tutéeme.
—Si lo que tiene que proponerme, Paulo, no es nada fuera de la legalidad, le puedo asegurar que no se está..., no te estás equivocando.
Paulo volvió a sonreír. Esta vez sus finos labios no trazaban la misma presencia, consiguieron despertarme de la indiferencia en la que estaba sumido.
—Te creo..., joyero. —Se dejó caer sobre el mostrador y alargó todo lo que pudo sus brazos hacia atrás, sacando de algún sitio una pequeña caja marrón oscura no más grande que una lata de sardinas. La depositó sobre un expositor—. No me andaré con rodeos, necesito que me guardes esto en tu caja fuerte, o donde sea, durante unas semanas, un par de meses a lo sumo. Sin preguntas. Te pagaré bien, muy bien.
Mi tutor se humedecía los labios con frecuencia debido a una falta constante de vida en su piel, pero en aquellos instantes parecía que el pellejo se le había acuartelado y ennegrecido más que nunca. Yo percibía una endeble sensación de miedo mezclado con avaricia. Estiró su mano izquierda con la intención de coger la cajita. Paulo lo impidió ágilmente abalanzándose sobre Tito de una manera muy brusca.
—Nunca... jamás... debes abrirla. Lo que hay ahí no te incumbe. —Sacó de un bolsillo cinco billetes de cien pesetas con Julio Romero de Torres pintado en una de sus caras. Nunca había visto al pintor ni a su mujer morena en los billetes de cien—. Tienes mi palabra de que no hay nada de lo que preocuparte. Yo vendré todos los viernes, sobre esta hora, y dejaré encima de este poyete quinientas pesetas. Todos los viernes a esta hora. Cuando llegue el momento te daré mil pesetas y tú me traerás la cajita sin que yo necesite decirte nada. ¿Lo entiendes?
Sus manos se movían como si estuvieran enguatadas por una pátina de azufre. Realmente poco le importaba a Tito Donabella si en el interior de la caja habitaban mil demonios encerrados o cuatro cacharros de desvergüenzas atrincheradas buscando una maldición. ¡Por Dios!, quinientas pesetas. Era todo lo que le importaba, y parecía que Paulo lo sabía muy bien.
—Confío en ti, Tito Donabella —era la primera vez que le llamaba por su nombre. Nadie se lo había dicho—, confío en tu buen hacer. Buenas tardes.
A los pocos segundos de salir Paulo por la puerta, mi tutor y yo nos echábamos encima del expositor, miramos con curiosidad la cajita, y después de sopesar unos minutos la posibilidad de guardarla tal como nos había pedido el extraño cliente, es decir, accediendo a que la prudencia nos dejara respirar sin dolores de cabeza, decidimos abrirla y ver qué curioso secreto era el que guardaba dentro para que valiera tantas pesetas juntas...
—Una llave.
—¿Una llave? —contesté cómicamente a la frase apática—. Vaya chasco.
* * *
—¿Y no sabes cómo se llama? —Nano era cinco años mayor que yo, pero el sarampión y otras enfermedades le habían mermado sus capacidades mentales de una manera alarmante. Era un milagro que aún siguiera vivo—. ¿Y dices que tenía una pistola en el bolsillo de la chaqueta? ¿No sería un espía?
—No te he dicho que tuviera una pistola en la chaqueta, no sé cómo hablarte para que no lo entiendas todo al revés.
Empezaba a amanecer. Allí, en el descampado, parecía que el sol salía casi de golpe. En un santiamén el cielo se nublaba de rayos y todo aparentaba que adquiría un relumbrón nunca visto. Nos dirigimos a la higuera para sentarnos a contemplar a las muchachas que iban a la conservera.
—Te digo que no me extrañaría que hubiese llevado una pistola debajo del abrigo. No que llevase una en la chaqueta —bajé la voz—. Olvida lo que te he dicho de una vez.
Allí estaba, con su morena melena recogida. Parecía que el mundo lo habían pintado para ella. Era la criatura más bonita que jamás hubiese creado Dios. Creo que el día que la vi por primera vez fue el más feliz de mi vida, fue una verdadera bendición. Por supuesto que para ella yo no era más que un amigo que la miraba con unos ojos inocentes, pero para mí lo era todo. Bajé rápido de la higuera y corrí hacia donde ella estaba.
—Dulce —no podía llamarse de otra manera—, ¿vas a ir esta tarde a la plaza?
—Hola, Adiel. Me gustaría mucho pero no puedo, voy con mi madre a la costurera para que me arregle los bajos de un vestido —sonrió. Me pareció ver a la mismísima Afrodita.
—Tengo muchas cosas que contarte. El otro día hablé con Gonzalo..., ya sabes, el hijo de Pascualín el Mangascortas, el que quiso ser cantante..., a lo mejor voy con él a América. Me ha dicho que de allí con un poco de suerte puedes venir nadando en oro. Además, te tengo que contar algo. —Nano acababa de llegar, se colocó entre ambos, respiraba con dificultad y saludaba con una mano al mismo tiempo que se agachaba para inspirar aire—. Esta noche he soñado contigo. Otra vez.
—¿Ah, sí?, espero que nada indecente —se burló—, llego tarde al trabajo y me tengo que ir ya. Otro día dejo que me cuentes lo que has soñado todas estas noches, de verdad. Ahora no puedo. —Arrancó a correr saltando las piedras del camino—. ¡Dile a don Tito que mi madre quiere las esclavas con el nombre para antes de la comunión de mi hermana! —gritó.
Mientras Dulce corría en dirección a la puerta de la fábrica, Nano me miraba distante e inocentemente. Le pasé el brazo por los hombros y subimos por la carretera camino del campanario de la iglesia. Tenía que recoger del cura un cáliz para llevarlo a la joyería a lustrar y a darle un baño de oro a su copa. El sacristán estaba en la portilla de la entrada a la parroquia hablando con dos lugareños. Una palabra llamó poderosamente mi atención: «Asesino». Disimuladamente nos acercamos hasta donde estaban ellos.
—Dicen que el asesino se mueve por estos lugares como Pedro por su casa. Que ni la Guardia Civil es capaz de seguirle la pista. Muchos creen que es el mismo demonio.
—Paparruchas, seguro que no es para tanto.
—¿Que no es para tanto? —El más fornido de los dos lugareños apretó los dientes antes de responder—. Maldita la gracia que le haría escuchar eso a las pobres víctimas y a sus familias.
—Pero ¿ha vuelto a matar?
—El lunes pasado, de mañana, en La Capital. Parece ser que en una joyería del centro. La pobre sirvienta que llevaba café y tortas de anís a su amo se lo encontró esparramado sobre el mostrador con el cuello abierto en canal. Los civiles no se explican cómo a plena luz del día nadie pudo ver ni oír algo. Además —el sacristán tomó aire—, no se llevó nada.
—Pero, entonces, ¿cómo saben que es el mismo de la otra vez?
El sacristán, que ya se había dado cuenta de nuestra presencia, bajó tanto la voz que me fue muy difícil afinar el oído.
—Cuentan que se ha encontrado una cajita de metal marrón vacía sobre el cadáver. Al parecer, en las ocasiones anteriores también se hallaron otras similares.
Debieron ver en mi cara cómo se desnudaba el miedo dentro de mi espíritu, porque los tres parroquianos se quedaron mirándome petrificados durante unos segundos. Mi mente había elucubrado en una porción de nada miles de intrigas, Paulo, la cajita, la llave, el dinero... Salí de mi ensoñación y entramos en la parroquia para recoger nuestro encargo. El cura estaba recostado sobre una mesa en la sacristía, dormitaba entre pequeños silbidos.
—Padre, venimos de parte de don Tito —rezumé sofocado—. Tenemos un poco de prisa, si usted nos lo permite, recogemos el cáliz y nos marchamos ya.
Salimos a tropezones de la iglesia. No podía dejar de pensar en lo que había escuchado, sentía un plomizo estremecimiento recorrer todo mi cuerpo. Veía desfilar por un cielo claro nubarrones de gritos, un ancho camino lleno de lodo por el que circularían sufrimiento y tinieblas. No sé por qué, pero esa era mi sensación. Nano canturreaba mientras a mí los nervios me zarandeaban en un mar de desesperanzas. Tendría que contarle lo que había escuchado a hurtadillas en el portillo de la parroquia a mi tutor, sin demora, era miércoles y se acercaba el día en el que Paulo vendría a pagar. A él le tocaría decidir si dar parte a las autoridades o no.
* * *
De nada sirvió que le mancillara los oídos con las verdades más justas que le podría haber dicho. La insaciable codicia que hasta en sueños le atormentaba le decía que más valían las pesetas que podía ganar con el cuento de la llave que todas las historias de asesinos y crímenes que un puñado de catetos recitaban en la puerta de una iglesia. ¡Por favor!, repetía una y otra vez, ¡no son más que sandeces! Sandeces o no, ya era viernes, y a mí, en el interior de mi ser, la magullada estupidez de mi tutor me tenía muy preocupado.
Unas pocas gotas de agua caían de las tejas rojas en el patio interior. Hacía más de veinte minutos que había dejado de llover y el viento desganado era ahora quien golpeaba las ventanas de la joyería. Tito suspiraba metido dentro del despachito, debajo de dos troneras que apenas dejaban pasar la luz. Esperaba la hora pactada en la que Paulo aparecería con las quinientas pesetas. La hora en la que el poyete se relamería de riquezas. La campanilla de la puerta sonó. Mi tutor se agachó inocentemente a mirar de reojo, yo me abalancé como un indeciso héroe al lado del poyete.
—Buenas noches —dijo Paulo depositando cinco billetes de cien—, ¿estás solo, chaval?
—Quizá —respondí majaderamente—. ¿Quién es usted de verdad?
Paulo sacudió la cabeza dejando ver su incipiente coronilla. Se acercó a mi oído y me susurró.
—¿Alguna vez has visto morir a un hombre?
Nunca olvidaré aquel silencio. Agarró mi oreja derecha y la retorció hasta que conseguí zafarme a grito limpio. Tito salió temblando de su madriguera con la cajita en la mano y las quinientas pesetas que le había dado la semana anterior. Parecía un alma en pena que sabía lo inútil de huir. Aguardó unos instantes sin hacer nada. Paulo reía a carcajadas.
—¡Hola, señor Donabella!, pensaba que no estaba usted. Aquí el chaval y yo jugando un rato. —Miró directamente a los enrojecidos ojos de mi tutor—. ¿Adónde iba usted con eso? —rio de nuevo a carcajadas—, ¡guarde eso, hombre!, aún no me lo llevo.
La campanilla de la joyería volvió a sonar. Entró mi dulce Dulce con su madre. Venían a recoger las esclavas. Las dos mujeres, madre e hija, tenían en común mucho más que su particular belleza, ambas se habían quedado huérfanas a edad temprana, ambas eran muy religiosas, ambas rebosaban alegría incontenible que derrochaba vida, y ambas eran terriblemente inteligentes. Entre las dos existía un vínculo indisoluble mayor incluso que el que existe entre madre e hija.
—Buenas tardes, doña Lucía, buenas tardes, Dulce. Lo suyo lo tengo preparado para que se lo lleven. —Tito se mesó los pocos cabellos que le quedaban y, temblando más de lo normal, escondió la cajita debajo de unos papelujos.
—No se preocupe, don Tito, termine usted con el señor.
—¡Oh!, no se inquiete, señora, yo ya estoy listo —dijo Paulo sonriendo como un insolente—. De todas maneras, el chaval y yo nos íbamos a un mandado.
El reloj de la pared indicaba las seis y cuarto. Agaché la cabeza sabiendo que no tenía otro remedio que seguir a ese indeseable hasta que pudiese pedir ayuda. A unas malas saldría corriendo calle abajo hasta el cuartel de la Guardia Civil. Miré hacia atrás un momento antes de salir de la joyería y pude ver cómo los ojos de Dulce se ensartaban en los míos. Mi tutor respiraba temeroso. Paulo me clavó los dedos en el brazo y no aflojó sus garras hasta que no estuvimos a unos metros de la puerta.
—En condiciones normales te pegaría un tiro en la cabeza. Por gilipollas.
Ya no había duda. Era el asesino del que hablaban.
—Te voy a contar un secreto. —Me miró a los ojos fríamente—. Hace unos años un hombre me confió algo que cambiaría para siempre mi percepción de la vida. Me dijo que si quería triunfar en este mundo debía ser extraordinariamente estúpido, el estúpido más estúpido de todos. ¿Entiendes lo que te digo, chaval? —Tragué saliva—. Nunca nadie ha sido más feliz que yo desde que aprendí que no enterarse de nada es lo más extraordinariamente estúpido que me podría pasar. Algún día yo me iré y seré olvidado y tú podrás contar las historias que quieras. Pero hasta entonces, hazme caso..., sé extraordinariamente estúpido.
Caminamos por el empedrado unos cien metros más. Se giró y se puso frente a mí, todavía con sus dedos clavados en mi brazo.
—No debes tenerme miedo —dijo—. Tito Donabella no es tu padre, ¿verdad?
Le miré descorazonado. Unas matas de hierbabuena sobresalían de unas rocas desprendidas. El olor fresco de la lluvia se mezclaba con la hierba.
—No. Es mi tutor.
—¿Tutor? —volvió a reír a carcajadas—. Entiendo, entiendo.
—Mis padres murieron cuando yo era un bebé. —Miré hacia el suelo, la calle estaba encharcada—. ¿Puedo irme ya?
Paulo pareció embargarse de la intensa fragancia que se elevaba del empedrado. Intentó suavizar sus facciones abriendo y cerrando la boca varias veces seguidas. Me soltó del brazo e inclinó la cabeza en señal de asentimiento. No corrí, andaba despacio, trataba de olvidar el cosquilleo que el miedo provocaba en mi cuerpo.
—¡Oye, chaval! —gritó—. Muy guapa tu novia..., ya sabes..., la chica que entró en la joyería.
No volví la cabeza, me daba igual lo que pensara.
—No es mi novia, es una amiga.
* * *
Cuando regresé a la joyería aún se encontraba Dulce con su madre en el interior de la misma. Al verme entrar, Tito dio un respingo y tiró al suelo las esclavas que estaba envolviendo. Necesitaba llorar, pero no delante de ella, así que me disculpé y fui al aseo para poder estar solo. Había pasado mucho miedo. Al cabo de unos diez minutos me armé del suficiente valor y salí de mi escondite con las lágrimas enjugadas de ínfima soberbia. Las clientas se acababan de ir y mi pobre tutor estaba derrumbado en un sillón con la cabeza escondida entre sus manos. Me fui en busca de Nano, era la única persona que podía darme la «extraordinaria estupidez» que necesitaba en aquellos momentos. Le encontré en un desvío de la carretera que bajaba al polígono. Al acercarme a él me di cuenta de que no estaba solo, la neblina había escondido el perfil de una persona vestida de negro. Atravesé un portón de madera y crucé rápido un pequeño paso a nivel sin barreras. Entre los cipreses que rodeaban a la enorme cruz de basalto, cerca de donde estaba Nano, había aparcado un Citroën muy bonito, rojo y con matrícula extranjera. Me detuve un instante a observarlo de cerca, nunca había visto un modelo como ese.
—¡Adiel! —era Nano quien me llamaba—. ¡Espera!, vamos hacia allá.
El hombre que iba con él cojeaba de la pierna derecha. Vestía demasiado desabrigado dado el mal tiempo que estaba haciendo esos días. Resultaba evidente que no era de estos lugares.
—¿Te gusta el coche, hijo? —Se acercó a mí y frotó con la manga del jersey el capó del Citroën—. Tiene sesenta y cinco caballos. Es pisar el acelerador y ya estás volando por la carretera.
—Me ha prometido que otro día que venga me daré una vuelta con él en su coche. —Nano me miraba excitado—. ¡Es francés como tu padre, Adiel!
—Mi padre no era francés —dije con desgana—. A ver si te enteras de una vez de que mi padre no era francés, que solo vivió allí por culpa de la guerra.
El hombre se enderezó sobre sí mismo y pude ver que era tan alto como alcanzaba yo a mirar hacia arriba. Se agachó para quitarse el barro de las botas.
—Hola, me llaman el Francés —dijo—. Nano me ha contado que sois muy buenos amigos. Es importante tener buenos amigos en esta vida. No hay nada más importante.
—Eso creo yo también —dije poco convencido.
Empezaba a chispear. Nano daba vueltas con los brazos extendidos alrededor del Citroën B11, hacía pedorretas con los labios como si fuese un avión. El desconocido abrió los dedos de una mano sobre el capó para dar acompasados golpecitos al acero con las yemas de los mismos. Después, al cabo de dos redobles, los cerró formando un puño, propinando un pequeño golpe sobre el metal. Yo miraba concentrado todos esos movimientos mientras agitaba lentamente en una callada intención mi propia mano.
—Pareces un chico muy inteligente, ¿te puedo hacer una pregunta?
Asentí levemente.
—Nano me ha contado que un hombre te ofreció dinero para que le guardaras una cosa. —El labio inferior tenía una enorme cicatriz que le dividía las muecas en dos pequeñas sonrisas—. ¿Ese hombre se llama Paulo, y es alto y delgado con una coronilla como la de los frailes?
En mi memoria aún permanecía viva la sensación del miedo. Extraordinaria estupidez, extraordinaria estupidez, extraordinaria estupidez...
—Nano es un bocazas y un mentiroso.
Mi amigo se detuvo en seco delante de mí, me miraba extrañado, como si tuviese miopía y necesitara gafas.
—¡No, no es verdad, Adiel! —dijo contrariado—, ¡yo no soy ningún mentiroso!, ¡incluso me dijiste que tenía un revólver escondido en la chaqueta!
—¡Calla, retrasado! —Le di un rabioso empujón—. ¡Un día de estos te vas a meter en un lío por tu facinerosa boca! ¡Imbécil!
No tenía ni idea de lo que podía estar pasando, pero en aquel momento una revelación difusa y casi misteriosa sobre mí mismo me impedía ser ese inofensivo y buen chaval que a todos gustaba. Paulo primero, y después este hombre que parecía haber venido ex profeso a encontrarle, me llenaban la cabeza de unas preocupaciones que no tendrían por qué estar ahí. Nunca me había detenido a pensar en cómo sería la vida con preocupaciones de verdad.
—No quiero causaros problemas —el Francés mantenía el rostro inclinado hacia el suelo—, pero Paulo es un hombre muy peligroso y tiene algo que no le pertenece. —Alzó levemente la cabeza.
El pelo mojado me ocultaba la cara y no podía mirarle directamente a los ojos, aunque estaba seguro de que nuestras miradas se estaban cruzando incesantemente. Al tiempo que el cielo tronó, Nano salió corriendo carretera abajo. Lloriqueaba y miraba hacia atrás continuamente. Cada poco se golpeaba la espalda con una vara, y meneaba la cabeza a la vez que se alejaba de nosotros. Nos quedamos solos bajo la llovizna.
—Nano no es muy listo, ¿sabe?, a veces se lía y no sabe lo que dice. El otro día paseando oímos a unos del pueblo hablar de unos asesinatos en la capital, de unos crímenes horribles. Para él todo lo que escucha es verdad —dije—, pero yo no sé nada.
—¿Estás seguro? —Tronó la noche de nuevo, más fuerte—. ¿Y entonces por qué sabía lo de la llave?, ¿también se lo escuchasteis a los del pueblo?
Contuve la respiración durante unos segundos.
—¿La llave?
—La llave —repitió.
—Eso seguramente también lo escucharía. Sí, eso es.
El Francés me ofreció un cigarrillo que no cogí. Se sentó en el capó del automóvil y me dejó un sitio a su lado. Intentaba por todos los medios no dejarme impresionar por la cicatriz de su labio, pero su media sonrisa me daba escalofríos.
—¿Estás seguro de que lo escuchó de aquellos vecinos? —Exhaló el humo del tabaco americano por la nariz—. ¿Tú también lo escuchaste?
—Sí, señor, yo también lo escuché, ahora lo recuerdo. No hay duda, lo dijeron ellos.
Me sorprendía el hecho de que mis piernas no insistieran en salir corriendo. Estaba perdido y totalmente acobardado como una presa cazada en un cubil de estiércol. Con las lozanas ideas pidiendo ayuda. En realidad no sabía cuánto tiempo más iba a aguantar sentado. Ni una cetrina luz se divisaba en toda la carretera, y necesitaba con urgencia poder ver algo de claridad.
—Bueno, mozalbete —dijo por fin el Francés en un tono muy cordial—, está bien. Se está haciendo tarde, vete ya a casa si no quieres que se preocupen por ti. Yo iré a un hotel a buscar cobijo para esta lluvia.
El Francés tiró el cigarrillo humeante, me ofreció su mano extendida, que apreté aliviado, y se metió en el coche. Escuché cómo el sonido ronco del motor despertaba de su silencio. Salí del resguardo de los cipreses y crucé de nuevo el paso a nivel. Abrí el portón de madera que daba al empedrado de la calle principal. Estaba calado hasta los huesos. Dejó de llover. La luna se prodigaba ausente en el estrellado cielo. Mientras caminaba caí en la cuenta de algo. Sentía cómo se apagaba el sosiego en mi mente, la paz huía de nuevo. Me detuve para digerir sin ruido ese algo.
No daba crédito a mi simpleza: en ningún momento dije a Nano que Paulo me hubiese confiado la llave, mi pobre amigo no le había podido decir nada. El Francés me había cazado en mi propia mentira.
Extraordinariamente estúpido.
2
EL CEMENTERIO DE LA ALEGRÍA
Una carta llegó al buzón a los tres días de mi encuentro con el Francés. No tenía remite ni sello, lo que indicaba que la habían echado directamente en el receptáculo. Tito había recogido el correo como todos los días, amontonando en un lugar del mostrador las cartas que esperaba, y en otro las que no. El sobre era de un color parduzco y olía a gasolina. No iba dirigida a nadie.
—¿Esperas correo? —me preguntó.
—No.
Había dejado la carta encima de una silla y se había reclinado en el poyete, esperaba a que yo me acercara para abrirla. Desatendí lo que estaba haciendo y la cogí decidido.
—¿Es un anónimo? —Respiré hondo—. Igual es propaganda.
Me dejé caer en la silla. Introduje el abrecartas de plata, despegué los bordes del sobre y miré dentro. Había un pequeño papel del tamaño de una postal, amarillo y mal recortado. En él había escrito algo a máquina.
—Pasado mañana a las doce de la noche en el cementerio de la Alegría. P. Benito —leí en voz alta—. ¿P. Benito?, no hay duda de que no es para nosotros.
Yo no veía en la misiva más que caracteres tintados de negro, pero a juzgar por la cara de mi tutor al releer lo que yo le había recitado, aquellas palabras tuvieron que retumbar en sus oídos como signos de la muerte, mosaicos de algún mal agüero.
—Tito, ¿le pasa algo?, ¿hay algún problema? —le pregunté en tono seco.
Él me miró ausente, sus ojos estaban vacíos y me transmitían temor. Pero ¿qué temía?, la calma y serenidad con la que Tito Donabella había asimilado mi encuentro con el Francés había provocado un efecto devastador en mí, veía a una locomotora de vacilaciones descarrilarse en mi propio miedo.
—Todo está bien. —No, no era temor ni miedo. Era una ausencia de confianza demasiado lejana—. Seguro que esta cita no era para nosotros.
* * *
El recelo me había perseguido durante todo el día y necesitaba hablar con alguien. No sabía si era una buena idea, sin embargo decidí contárselo todo a Dulce. Le escribí una nota en la cual le rogaba con fervor su compañía, mensaje que se encargó de llevar un ingenuo Nano lo suficientemente convincente. Mi amigo aún guardaba algún rescoldo por lo del Francés, pero bastó una tierna disculpa por mi parte para que saliera corriendo y cumpliera con lo que yo le había encomendado. A los diez minutos regresó.
—A las cuatro en la plaza de la iglesia —sonreía satisfecho. Mi corazón empezó a retumbar.
A las cuatro y dos minutos doblé la esquina de correos para encarar la plaza de la iglesia. Dulce lucía un precioso vestido rojo, el cielo azul brillaba sobre su cabeza. Me esperaba sentada, en la acera, un tanto ridícula con el bolso colgando de su hombro. Radiaba más calidez que el propio sol. Respondió con cierto desagrado a mi saludo.
—¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme que no puede esperar? —dijo—. ¿No te declararás?, no estoy para chiquilladas, ya te he dicho que no quiero novio ni ningún hombre a mi lado, nunca.
Aquella nota parduzca había convertido mis esperanzas más risueñas de que todo era una mala pesadilla en un baile de siniestras dudas, acentuando la febril imaginación que me absorbía. Hasta entonces había tenido la ilusión de que el sosiego y la tranquilidad de mi vida perdurarían en algún lugar de la historia, olvidada y para siempre. Pero no iba a ser así. Volví a mirar a Dulce.
—No, no te asustes, nada tiene que ver contigo. Necesitaba hablar con alguien sin preocuparme de lo que digo.
Desconocía en aquellos años lo valioso que era para el hombre parecer un ser frágil y vulnerable a la hora de impresionar a una mujer. Posiblemente, si lo hubiese intentado no lo hubiera conseguido, pero el hecho es que en sus ojos notaba cómo se iluminaba algo que traspasaba mi interior a medida que avanzaba en los pormenores de mi historia. Mientras ella se ocupaba de mantener el vestido rojo por debajo de las rodillas, yo no podía parar de hablar y mirarla con hambre de auténtico chiflado. De su boca salían débiles susurros que no sabía interpretar.
—¿Qué te parece? —dije una vez que terminé de relatar todos los detalles.
Dulce se levantó, quedándose en silencio un rato. Sus zapatos estaban manchados de verde, seguramente de la hierba que nacía entre los guijarros de la corraliza que había detrás de su casa.
—Deberíais ir a la Guardia Civil.
Me quedé callado, un poco decepcionado. Me sentía como el perdedor de una partida de tute, desesperado por encontrar al rey de oros. En ese momento pasó por delante de nosotros una joven madre con un bebé en brazos. Dulce saludó a la madre con la cabeza y después me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué quieres que te diga? Me has pedido mi opinión —dijo solemne.
—¿Y qué le digo yo a la Guardia Civil?, ¿que un hombre nos ha pagado un dineral por guardarle una cajita en la caja fuerte?, ¿que después vino otro y me preguntó por él?, ¿que creemos que es un asesino porque escuchamos al sacristán hablar de un asesino? —exclamé—. Además está Tito..., él no quiere saber nada de la Guardia Civil.
Dulce empezó a caminar con la cabeza agachada. Andaba despacio; llevaba el bolso en una mano y con la otra se frotaba suavemente la barbilla. Mientras la veía pasear, dándole los rayos del sol una friega de luminosidad, una sensación de vanidad y orgullo viajó desde mis pies hasta mi espalda, produciéndome un gran escalofrío. Siguió en silencio unos segundos más. Se detuvo y permaneció un instante rebuscando en mi rostro algún vestigio de cordura.
—¿Estás seguro de que no estás exagerando? —dijo al fin.
—Completamente.
—¿Y dices que a don Tito esa carta le revolvió las tripas?
—No me cabe la menor duda.
—¿El cementerio de la Alegría?
—El cementerio de la Alegría.
—¿Benito?
—Benito —repetí.
—¡Te estás quedando conmigo! —rotó bruscamente sobre sí misma y empezó a andar a paso ligero—. ¡Ya no sabes cómo llamar la atención! ¡Estás de un tonto últimamente! ¡Eres un fantasioso!
Tuve que alargar la zancada para poder ponerme a su altura. El reloj de la iglesia marcaba las seis de la tarde. Yo no era precisamente un cuentista, con lo que la insinuación de Dulce de que todo era fruto de mi fantasía no hizo más que acrecentar en mí la honda y ardiente necesidad de que me tomase en serio. No tuve más remedio que apelar al honor ante la sonrojada idiotez de mi entristecida voz.
—¡Te juro por mi honor que todo lo que te he contado es la más pura de las verdades!
Es un prodigio maravilloso cómo la tontura del enamoradizo, cuyo origen está en unos gérmenes descontrolados, se apodera de nuestras decisiones y nuestros actos, arraigándose en la propia vida como clavos incandescentes.
—Te lo juro —dije acercando celosamente mis labios a los suyos. Peligrosamente—, te lo juro.
Ella se echó hacia atrás. Al final, aunque me enraizaba a la imaginación y me parecía esta más real que la propia realidad, yo no era para Dulce más que un amigo. Bajé un momento la cabeza y me reincorporé en mi orgullo.
—¿Crees que la nota iba dirigida a don Tito? —me preguntó Dulce al eco de la bulla que armaban unos chiquillos al corretear por el empedrado.
—Por cómo se puso no se me ocurre otra explicación —respondí.
Los dos estábamos inmóviles, impávidos y desorientados. Reanudamos el andar y empecé a hablar más pausadamente, como si pudiese dar forma a mis pensamientos sin tener necesidad de tomar aire.
—Era como si la estuviese esperando. Su cara se puso blanca como la leche al releerla él mismo. Incluso me pareció verle oler la carta —dije—. Además de eso, y no sé muy bien por qué, estoy seguro de que todo..., Paulo, la cajita, el Francés, los asesinatos de La Capital, la carta..., todo, de alguna manera está relacionado entre sí.
—¿Y por qué? No me parece muy acertado hacer suposiciones tan infundadas —opinó Dulce, desviándose del empedrado y volviendo a la plaza—. No sabes nada con certeza, lo único que tienes son conjeturas, nada con lo que hacerte una verdadera idea de lo que pudiera estar pasando. ¡Si es que está pasando algo!
—El Francés sabe que Paulo nos ha dado la llave para que la guardemos en la joyería..., y no sé si eso es malo o bueno. —Ignoré por completo lo que me dijo—. Esa llave debe de ser algo muy valioso para que la envuelva tanto misterio.
—Yo no me haría muchas ilusiones sobre esa llave... —su mirada vagó de nuevo por la soleada calle. Sonreía envuelta en una carcajada cuando se detuvo un momento—, no creo que abra ningún cofre repleto de oro.
Al doblar la esquina que daba a la iglesia nos topamos con Nano, que venía de recoger trigo para las gallinas de un almacén cercano. Nos miró a la vez y soltó una risilla un tanto inoportuna, a juzgar por el gesto de enfado que Dulce mostró.
—Hacéis muy buena pareja —dijo el infeliz dándome un codazo en las costillas—. ¿Sois ya novios, Adiel?
Hice unas señas a Dulce para que no dijera nada. Cogí el saquito que mi amigo había dejado en el suelo y se lo volví a colocar en el hombro.
—No digas tonterías —dije refunfuñando—. Sigue tu camino y llévale de una vez la comida a tus criaturas. ¡Date prisa!
Nano cada cinco pasos volvía la cabeza hacia atrás, sus gestos escondían la malicia propia de los que no entienden de malquerencias ni divinas providencias, pero aquel encontronazo quiso que la casualidad nos desvelara lo inoportuna que era la suerte a veces. En el suelo estaba la pequeña talega que mi amigo utilizaba para llevar los dineros, posiblemente se le cayó cuando dejó caer el saco de pienso sobre el empedrado. La cogí y me la metí en el bolsillo con la intención de devolvérsela justo después de dejar a Dulce en su casa.
Al llegar al cruce de caminos que delimitaba la corraliza verdina de los muros de la casa de Dulce, me detuve en seco y la miré de soslayo, intentando no mostrarme demasiado serio. Le puse mis manos sobre sus hombros y sentí cómo se estremecía, quizá de vergüenza.
—¿De verdad crees que no pasa nada? ¿De verdad piensas que no hay nada raro en todo esto? —dije.
Zarandeó sus hombros mirándome con unos ojos muy abiertos y risueños.
—Hasta mañana, Adiel.
Me quedé quieto, un poco perdido en algún pensamiento inoportuno. Metí la mano en el bolsillo y aupé la talega de Nano un par de veces sobre mi cabeza. Corrí calle abajo. Para llegar a la casa de mi amigo tenía que pasar por delante de unos macilentos rastrojos de color parduzco. A la falda del reguero.
—Tú solo puedes ser tú si no quieres ser otro. —Un hombre bajito, calvo y con una mirada vacía salió de entre las cañas, como una sombra silenciosa—. Siempre he dicho que las palabras no están solo para ser habladas o escritas. Las palabras son necesarias para que la luz pueda reflejarse en el agua.
—¿Perdón?
—Digo que las palabras son necesarias para que la luz pueda reflejarse en el agua..., o para que el agua pueda ser bebida, o incluso para que Dios pueda escuchar las notas musicales que la naturaleza escribe, ¿lo crees así, Adiel?
Mi cuerpo empezó a balancearse adelante y atrás al escuchar mi nombre. Por un instante creí que iba a caerme.
—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Qué quiere de mí? —dije ansiosamente—. ¿Quién es usted?
—A juzgar por lo poco observador que pareces, diría que no eres muy inteligente. ¿No te dice nada esta vestimenta?
—¡Una sotana! —exclamé.
—Una sotana, eso mismo.
La suavidad de su voz y el solitario camino donde nos encontrábamos eran, en cierto modo, un reclamo al encantamiento, donde millares de ojos parecían salir de todos los rincones del bosque cercano.
—Soy el nuevo párroco del pueblo —continuó diciendo—. A don Severiano le han mandado a un convento cerca de Bilbao. Quizá si hubieses prestado más atención el domingo pasado en misa te hubieses enterado de que el cura cambiaba de iglesia. Este sitio es muy tranquilo, ¿verdad?
Donde nos hallábamos se sentía uno atrapado en el tiempo, fuera de la eterna perplejidad de este mundo. Le miré, callando con mi alma los inquietos latidos de mi corazón, no acostumbrado aún a tanto sobresalto.
—Sí, padre, muy tranquilo, pero ¿cómo sabe usted quién soy yo?
—Bueno, en realidad no sé quién eres. Escuché cómo aquel zagal que portaba el saco de pienso te llamaba Adiel en la puerta de la iglesia, justo cuando yo salía a dar mi paseo. —El cura me agarró del brazo y empezó a andar—. ¿Te gusta leer?
—Un poco.
—¿Un poco? O gusta o no gusta. Aunque supongo que decir un poco equivale a decir no mucho. —Era como si hubiera vuelto a hacer ese trayecto unas cien veces antes. Como si fuera un sueño. Caminábamos por el sendero de piedras y barro que conducía al último rincón del pueblo, donde vivía Nano con sus sufridos padres—. Yo soy de la opinión de que la Divina Providencia está escrita en la naturaleza, y que solo tenemos que saber interpretarla. Uno se traslada perpetuamente a otra creación cada vez que lee un versículo, o una parábola, pero es incapaz de saber cuándo debe volver a este mundo para poner en práctica las enseñanzas adquiridas. Atrévete a ser fuerte y valeroso y sabrás dónde se encuentra el camino.
—¿Qué camino, padre? —dije temeroso.
—¡Qué camino va a ser, insensato!
El sacerdote se levantaba continuamente la sotana para no llenársela de barro. Pude ver que debajo de ella llevaba un pantalón color caqui parecido a los de cacería que los terratenientes de la zona vestían para ir al monte. Aparentaba saber adónde me dirigía y eso me ponía nervioso. El cielo empezó a nublarse de pájaros negros y de cuervas miradas.
—El camino es la vida. Estamos aquí para pasear por ese sendero de la eternidad —continuó diciendo—. Pero hay que ser fuerte para no tropezar con ninguna piedra que nos haga caer en una ciénaga oscura donde unas alimañas nos coman los sesos. Es increíble cómo lo hacen de rápido para que no nos demos cuenta.
Me paré junto a la verja de la casa de Nano. Los rosales zigzagueaban por los muros semiderruidos. Los había de todos los colores, blancos, rojos, rosas, amarillos. Estaban en plena eclosión y desprendían un aroma dulzón y carente de acidez.
—Padre, aquí es donde yo me quedo. Es la casa de mi amigo Nano, el zagal que usted vio nombrarme cerca de la iglesia. Vengo a devolverle una cosa que perdió.
—Ya veo lo que es..., muy bien. —Sacó de su bolsillo un libro menudo, amarillento y con sabor añejo—. En estas hojas encontrarás mucha sabiduría. —Lo depositó entre mis manos—. No lo pierdas.
El cura dio media vuelta y comenzó a tararear una canción. Al poco de perderlo de vista descolgué el pasador de la verja y llamé a mi amigo a grito limpio. Vino corriendo y sonriendo como siempre.
—Se te cayó esto —dije, dándole la talega.
Nano olía a gorrino. Los churretes le caían a borbotones sin orden ni concierto por toda la cara. Andaba descamisado y descalzo.
—Eso no es mío, Adiel. Mi zurrón lo tengo en casa —dijo devolviéndomela.
Tosí unas tres veces impaciente. Estaba cansado de tener que andar siempre replicando las bobadas de mi amigo. Sin duda era su bolsita. La había visto en un millón de ocasiones.
—¡No digas tonterías! —insistí—. Cógela.
Nano entró corriendo en su casa. Al poco apareció con la que decía que era su talega.
—¿Ves como no digo tonterías?
Era una bolsita de cuero como la que yo traía. Muy similar.
—Entonces, ¿de quién es esto? —Desanudé el cordón que la cerraba y vacié el contenido de la misma sobre la palma de mi mano—. ¿Un rosario?
Nano se frotaba los ojos una y otra vez divertido. Al eco de un tractor se escuchaba el cloqueo de algunas gallinas y el gruñido de los cerdos. Me revolví nervioso hacia el sendero donde minutos antes marchó el sacerdote.
—Se le ha tenido que caer a él —pensé en voz alta—. ¿Sabías que tenemos un nuevo cura en la parroquia? —Nano negó con la cabeza—. Es un tipo raro.
* * *
Volví a la joyería tras estar un rato hablando con Nano sobre cosas nimias y sin demasiado sentido. Sacudí la puerta un par de veces. Cerrada. Cogí mi llave y entré. Estaba convencido de que el día no había terminado de acostarse para mí. Algo me puso nervioso. Al fondo de la tienda se oía lloriquear a alguien con disimulada entereza. Era como si rodaran lamentos por una pendiente llena de piedras. Como si chocaran con un hipo rencoroso.
—¿Tito? ¿Es usted? —Me dirigí a la habitación de mi tutor. Estaba sentado sobre su cama, con dos maletas en el suelo—. ¿Le pasa algo?
Sin hablarme, me pidió que me sentara a su lado. Tenía los ojos hinchados, rojos. Me dio un momento la espalda para sonarse la nariz y esbozó una sonrisa.
—Estás hecho todo un hombre. Tu padre era un caballero de principios, como tú ahora. Honrado como pocos. Tenía la mala costumbre de darlo todo a cambio de nada, de ser siempre el primero en arrimar el hombro cuando alguien lo necesitaba. Era una gran persona y no hay día en el que no me acuerde de él. Quedó demasiado solo..., y muy lejos. Cuando se tuvo que ir de este maldito país me pidió que cuidara de ti como si fueras mi propio hijo. —Las palabras que salían de su boca me pertenecían. Eran retazos de mi propia vida y las oía muy lejanas, pero muy reales—. He hecho todo lo posible para que así te sientas, como un hijo. Han sido años duros los que hemos vivido juntos, ¿verdad?, pero siempre hemos sabido salir adelante.
—Claro. Siempre juntos.
El semblante de Tito Donabella era de pavoroso silencio. Eso hacía que esta vez no fuera como las otras en las que me sentaba a su lado a escuchar cómo de su alma escapaban los sentimientos más puros de su conciencia, o de sus recuerdos. La habitación se quedaba sin pulso, sin respiración. Temía que rompiese a llorar.
—¿Vamos a algún sitio? —dije señalando las maletas.
—No, soy yo el que tiene que irse unos días a La Capital, debo arreglar unos asuntos allí que no tienen espera. Quiero que te hagas cargo de la joyería el tiempo que esté fuera, no creo que sea más de cuatro o cinco días.
—¿Tiene algo que ver con la carta que hemos recibido hoy?
El ruido del viento distrajo por un momento a mi tutor. Sus manos temblaban y se retorcían creando contornos imposibles al trasluz.
—No —susurró—, nada que ver.
—Pero, esos asuntos, ¿puede saberse cuáles son? —protesté—. ¡Habrá alguna razón por la que se vaya!
Me miró directamente a los ojos, pocas veces lo hacía. Se levantó, cogió las dos maletas y empezó a caminar despacio. Cuando llegó al final del pasillo, justo donde se encontraba el recibidor, volvió a dejar las maletas en el suelo. A veces sucedía que Tito, que era para mí como un padre, se convertía en un completo desconocido al retirar su mirada del suelo. En esos momentos no era el avaro tolerante o el negociador de plata y oro. No era él. Me imagino que en su interior existía más de un reino al que coronar con sus retintines y baratijas, pero yo solo conocía al hombre que me había vestido y dado de comer cuando tuve frío y hambre. El hombre común tiene marcada su vida en el rostro, mientras que aquel que esconde algo es incapaz de dibujar solo una historia en sus gestos. Donabella abrió la puerta que daba a la calle.
—Algún día comprenderás que las razones por las que se hacen las cosas apenas importan.
Dio un portazo y se fue.
* * *
Nunca nadie me había indicado que tener miedo era mucho más terrorífico cuando se compartía con la soledad. El enorme edificio que componía la joyería y la vivienda resonaba hueco en toda su oscuridad. Cené unas papas ahogás con ajo y laurel y me fui pronto a la cama, sin tan siquiera lavarme la cara. No podía dormir, y en mi pequeño y viejo desván decidí echarle un vistazo a la cajita que trajo Paulo y que contenía la llave. Encendí un primitivo candil de aceite y bajé las escaleras de metal. Entré en el despachito. Abrí la caja de caudales. Cogí la cajita marrón y la puse encima del mostrador de la sala. Creo que llegué a tartamudear en mis adentros. Dentro de la cajita no había nada. La llave había desaparecido.
Volví a subir al desván. Entorné la ventana para dejar que el blanco frescor de la noche despejara mis ideas. Nada tenía sentido. Me acurruqué, pero era incapaz de estarme quieto en la cama sin moverme. Fijé la mirada hacia un rincón oscuro diluyendo hacia allá mis pensamientos. Cuando empezaban a pesarme los párpados recordé el librito que me había dado el cura. Fue un bálsamo para mis sueños. Salí de las mantas y fui rápido a por él, a la percha; aún no lo había sacado del bolsillo. Era un ejemplar no más grande que una octavilla de papel, las tapas lucían blancas y cuarteadas, muy viejas, sin nada escrito en ellas. Me bastó la luz de la luna para cerciorarme de que solo había unas pocas palabras en la última página. Las demás estaban vacías, en blanco, vírgenes. Recordé lo que me había dicho el cura cuando me lo dio: «En esas hojas encontrarás mucha sabiduría». Encendí de nuevo el mismo candil anticuado. Me bebí las letras a sorbetones. Vino a mi mente, como una imagen perdida y borrosa, la nota que habíamos recibido por la mañana... Leí en voz alta una vez más, no daba crédito a lo que allí ponía:
En el cementerio de la Alegría,
el soldado de Dios aguarda a la vida,
el soldado de Dios encuentra la muerte
3
LECHE FRITA REQUEMADA
Aún tengo grabada la imagen de las mujeres vestidas de negro caminando deprisa por la calle, perseguidas por el velo mortecino de la ignorancia, al son de las campanas de la iglesia en cuanto sonaban a maitines. Casi no dormí aquella noche pensando en la dichosa nota, en el repentino viaje de Tito, en Paulo, en la llave que ya no estaba y en el misterioso encontronazo con el párroco y su no menos oscuro librito de blancas palabras. Antes de que se despejara el horizonte por completo, me colé entre los bancos de la iglesia a la demora del último salmo de la mañana. Se respiraba en el ambiente el reposo de cientos de pecados y miles de rezos. El sacerdote no me esperaba tan pronto. Se acercó con rostro sombrío y preocupado.
—Levanta —dijo el cura—, vamos.
Me aupó del banco y empezó a caminar por el crucero de la iglesia con una mano sobre mi hombro y un brazo detrás de mi cintura.
—¿Qué es lo que pasa? —abrí enormes los ojos—, ¿qué ocurre? ¿Usted lo sabe, verdad?
El párroco acercó una de sus rechonchas falanges a mi boca y susurró inquieto.
—Este no es sitio para tantas turbaciones. Dios ya tiene bastante con estos pobres desgraciados. —Señaló a unos vagabundos que aún dormitaban apoyados contra la jamba del portón de la sacristía—. Vamos hacia el bar. A estas horas ya debe de haber porras calentitas.
Caminamos no más de veinte metros. Las sillas plateadas aún se encontraban mojadas por el mañanero rocío. Al sentarme noté cómo mis posaderas se humedecían. Pedí una taza de café humeante y churros con forma de bastón. El párroco no quería nada. Me encorvé todo lo que pude para poder escuchar con atención.
—Hijo, la vida es interminablemente corta. Cuando yo era un mozalbete como tú siempre estaba detrás de las dudas, correteando como un loco poseído. Era un acto reflejo. Necesitaba como nadie buscar respuestas a la vida, encontrar momentos en los cuales me sintiera libre de ese tormento que la propia inocencia te da. No intentes encontrar significado a cosas que a lo mejor no te interesa comprender.
Miré resignado al sacerdote. Todo me parecía irreal. Empezaba a desconfiar incluso de lo que mis dos ojos alcanzaban a ver. En el fondo no quería escudriñar más allá de las palabras que el propio padre pronunciaba. «No intentes encontrar significado a cosas que a lo mejor no te interesa comprender.» ¿No era eso una advertencia? Por aquel entonces seguía siendo una persona paciente y reservada, desocupada de los recelos que más tarde me acompañarían durante toda mi vida. Volví a mirarle a los ojos y le supliqué respuestas. Temía lo peor.
—Está bien —resopló—. Creo que conocí a tu padre un dos de agosto del mismo año que terminó la guerra. Todo estaba muy revuelto, las cosas se precipitaban a una velocidad arrolladora.
—¿Conoció a mi padre? —Se exaltaron tontamente mis ánimos ante sus palabras, sin saber si aquello era una buena noticia o no.
—Las cosas se precipitaban a una velocidad arrolladora —repitió con un tono de reproche ácido por haberle interrumpido—. Éramos jóvenes y vivíamos rodeados de ilusión y fervor. Habíamos ganado la guerra a los rojillos y a los maricones. Todo eran vítores y alabanzas al régimen. Nadie se acordaba ya del sufrimiento, de la sangre derramada, de los llantos de las madres, del tiempo desperdiciado. Pero todo era un espejismo. Seguía el dolor imperando sobre nuestras alegrías, nuestros vítores y alabanzas. Era el odio el que nos alimentaba, y la venganza, nuestra espada de Damocles.
Apreté mi mano debajo de la desvencijada mesa contra una de sus patas. El sacerdote miraba hacia delante, a algún vacío arrollador que le aprisionaba el alma. Parecía encontrarse viajando por algún recuerdo triste. Dejé dentro del café la cucharilla dando vueltas sobre su espuma. Me acerqué aún más.
—Jamás un país como el nuestro había pasado por una prueba tan dura, larga, inhumana. La tragedia era una lisonjera compañía para muchos de nosotros. Yo mismo perdí a toda mi familia en manos de la bendita guerra —susurró—. La represión que siguió a la victoria fue terrible con los vencidos. No bastaba con el exilio, el destierro, la cárcel. Había que dar un escarmiento... Es gracioso si lo piensas. Yo ya era cura entonces y había luchado con toda mi fe para no caer en la locura. Intentaba no darme cuenta de la crueldad que habían visto mis ojos y oído mis lamentos. El dolor maceraba más dolor en cada rincón de La Capital.
La mañana se abría paso rauda, en las barbas de un fresco amanecer. Los tropeles de chiquillos ya empezaban a intimar con el canto sordo de los gallos del corral. La silueta negra del paticorto sacerdote silenció un momento mi sorpresa. No podía creer lo que estaba escuchando.
—Una noche unos golpes atronadores me despertaron. Parecía que la puerta de la habitación donde yo dormía estaba siendo apaleada por el mismísimo diablo. Dos vecinos de portal traían en volandas un amasijo de huesos envuelto en sangre color carmesí. Lo habían encontrado sobre un montón de estiércol a las afueras de la ciudad. No le conocían de nada pero se apiadaron de su suerte. Lo escondieron debajo de unas mantas y esperaron al anonimato de la noche para poder ponerlo a salvo —dijo—. Dejaron al malherido en mi casa y se fueron con las gorras mordidas entre sus manos. No querían saber nada. Es todo suyo, si quiere, dijeron. Una vez que le quité la ropa, le lavé y pude distinguir entre sus ojos hundidos un hálito de vida, pude comprobar que se trataba de un joven no mucho mayor que tú ahora. Pasaron días enteros hasta que despertó del todo. Al principio no entendía bien lo que decía, después comprendí que no hablaba en mi idioma. Era italiano, o un dialecto de él..., muy parecido a la prosa latina de mi misal. En dos semanas el pobre infeliz parecía ya otra cosa. Me contó que era poeta, que no había participado en la guerra bajo ninguna bandera. Que se había dedicado a vivir y a ayudar a todo el que necesitaba de ayuda. Una estupidez..., en una guerra si se quiere vivir hay que mamar de alguna teta, de la que sea. —Calló un momento y me miró directamente a los ojos—. Unos camisas nuevas le hostiaron hasta reventarle la piel. ¿El motivo?... No devolverles el saludo a la romana. Esas fueron sus palabras exactas: «Me hostiaron hasta reventarme la piel».
En aquel momento de la narración quería hacer caso omiso a mis pensamientos. Intuía lo que diría a continuación por alguna extraña razón. El destino es cuestión de preferencias, lo supe entonces, nadie me había educado aún en ello, la casualidad no era amén de muchas casualidades. El párroco regordete había encontrado mi hado sin demasiado cariño, pretendía que devorase sus palabras sin abrir una sola vez la boca. A cada intento de preguntar, él me contestaba con una mueca sorda.
—Estuvimos juntos después de aquello durante casi un año. Él me ayudaba como sacristán en una pequeña ermita a las afueras de La Capital, parecía contento. Cierto día aparecieron unos hombres vestidos de gris, todos con el pelo muy corto. Italianos como él.
—Pero... ¿el italiano, el poeta, el sacristán? —dije contrariado, perdido—, ¿era él mi padre?
—El poeta..., sí —contestó—. Desapareció aquel mismo día sin dar ninguna explicación. Recogió su endeble hato y partió no sé dónde. No supe más de él hasta siete años después, cuando apareció de entre la nada junto a una bella mujer, tu madre. Venía huyendo de la justicia, le buscaban, según decía, por sembrar perfumes en el alma de los necesitados. Era un poeta, sí..., un poeta. Tu padre sabía que era peligroso para mí que nos vieran juntos, por lo que decidió no estar demasiados días escondido en mi iglesia. Quería dejar a tu madre a mi cuidado hasta que diera a luz. Ella estaba en estado de buena esperanza. ¡Tú coleabas ya en su vientre! —Me miró y sonrió a media luz—. Al poco tiempo marchó a Francia. Tu madre quedó destrozada, a mi cargo, no quería dejarle partir solo. Intuía que no le volvería a ver jamás.
Silencio. El sacerdote bajó la cabeza. Quedó entre los dos un gran silencio, sepulcral, obtuso, callado. Recogí mi mirada y apreté todos mis músculos, un poco inclinado bajo el reborde de la mesa. Veía cómo las dudas abrazaban todo mi ser, de la noche a la mañana toda una vida se descubría como por arte de magia. El camarero se aproximó a la mesa con un gran vaso de leche manchada para el cura.
—Pero..., padre —acababa de caer en la cuenta de que no sabía su nombre—, ¿cómo es que usted aparece ahora?..., ¿qué fue lo que hizo mi padre para que tuviese que huir a Francia? No era la guerra, ¿verdad?..., ¿... y Tito?, ¿qué fue de mi madre?..., ¿y el libro que me dio ayer?..., ¿qué significa el cementerio de la Alegría?..., ¿fue usted quien mandó la nota?...
Acababan de dar las nueve campanadas, en aquel momento el párroco se levantó firme y decidido, dejándome con la saliva seca en la comisura de los labios, atalayando toda la plaza y más allá de la misma y más allá de la curva que el rocío acababa de despertar. Estuve tentado a agarrarlo por la sotana y obligarle a sentarse de nuevo. Exigirle comprensión, quería que comprendiera la pequeñez de mis penas, me encontraba perdido entre un mar de recelos. No me dio tiempo a nada.
—Te lo dije ayer. Ha sido la Divina Providencia quien me ha hecho aparecer. —Dejó caer varias monedas en la mesa, atusándose al mismo tiempo los pocos pelos que le quedaban tiesos por la cabeza—. Esta tarde ven a tomar café a la sacristía y te invito a leche frita. A eso de las cuatro y media.
* * *
Creo que aquel era un día marcado por la fatalidad. A media mañana, a eso de las doce, decidí, en parte por mi impaciencia a que llegara la hora de mi cita con el cura, en parte por la falta de clientela de la joyería, cerrar antes de tiempo el negocio e ir a dar una vuelta en busca de Nano, a la espera de que la adormecida serenidad me aguardase por la tarde, «a eso de las cuatro y media». Al mediodía mi infeliz amigo se encontraría apacentando al ganado en el parco verde que aún quedaba muy detrás del viejo almacén de grano. El sendero que había que seguir para llegar a la llanura era complicado de encontrar si no se estaba avezado a pasturar por aquellos contornos. No presté demasiada atención al camino por donde avanzaba hasta que no tuve conciencia de que me había extraviado. Revivió en mí la sensación de sentirme tremendamente ridículo. Observé con bastante pavor que todo aquel paraje me resultaba ajeno. Lo que mis brazos abiertos abarcaban a ver eran altas hierbas y matojos aún verdes y húmedos que balanceaban su polen estridente bajo el suave aleteo del viento de abril. Unas punzantes rocas salidas de las entrañas de la vereda parecían ser mojones que fijaban las lindes de alguna caprichosa situación. Me paré a dormitar mi nerviosismo e intenté serenarme con la entereza propia de los pobres, esa que no tiene prisa. Miré hacia delante, atrás; algunos árboles resecados por la enfermedad me recordaron que el viejo almacén no podía encontrarse demasiado lejos. ¿Cuánto tiempo permanecí sonámbulo en mis pensamientos que fui incapaz de darme cuenta de que me perdía en mis propios parajes? Una cúpula de nubes plomizas y densas se acostaba sobre el desamparado paisaje. La luz cegadora de la tormenta tronó por encima de mi cabeza. Empecé a oír la serenidad, el silencio del bosque preparándose para una borrasca.
Maldije mil veces mi suerte y susurré insultos a mi mismo sino. Cayó del cielo granizo como puños de bellotero en flor, garrapiñadas heladas que me golpeaban la cabeza como piedras malditas lanzadas desde el cielo al balcón de alguna mala estrella. Corrí desesperado en busca de refugio, desanduve todo lo que alcanzó mi tontura a recordar y al cabo de más de un chichón me posé, como los buenos pajarillos, bajo un almendro enorme que se encontraba estratégicamente cerca de un riachuelo. Su descomunal copa hacía de paraguas y mantenía seco y caliente todo el verdín que se arremolinaba sobre una raíz vencida que nacía de la tierra a modo de asiento. Me acurruqué sentado en ese trono. El frío suspiraba entre mis ropas caladas, aunque lo que más inquieto me mantenía era desconocer la hora que era en aquel momento. Muchas veces me pregunto qué hubiese pasado si en vez de quedarme arropando mi tiritera debajo de aquel árbol hubiese salido corriendo a casa, o a la iglesia, o a cualquier otro sitio. Pero no era el caso. El paisaje comenzaba a hacerse borroso delante de mí, a moverse al ritmo de la melódica tormenta. A medida que el sueño se apoderaba de mi conciencia, comenzaron a vaguear ante mis ojos las hojas mojadas, el arrumaco de la lluvia y el granizo al golpear el suelo. Me dormí.
* * *
Al despertar ya no llovía, el cielo empezaba a tornarse de un bermellón anaranjado. Tardé en percatarme de que el día debía de estar muy avanzado, que posiblemente ya no llegaría a tiempo a la cita con el párroco. Traté de despejarme rápido de la morriña que apelmazaba mis movimientos. Me levanté de un solo meneo, sobresaltado y resuelto. Mis piernas flojearon en un santiamén, escuchando el seco crujir de las articulaciones. Sentía que un calor húmedo recorría cada vez más deprisa mi cuerpo, a la misma celeridad que mis pasos se abrían camino entre el anochecer del campo, a toda velocidad. Corría, corría. Cerca ya de la iglesia, en el portón de la sacristía, una pareja de perros enclenques y feos olisqueaban una mierda derrumbada en una esquina, parecían barruntar una retahíla de acontecimientos que estaban cociéndose sin cochura alguna. Llamé a la puerta. Temeroso.
—¿Quién llama? —me sobresaltó una voz temblorosa de hombre, desconocida para mí.
—Soy Adiel, el cura me espera esta tarde para merendar..., no he podido llegar antes..., me quedé dormido —dije ingenuamente.
La puerta, al atrancarse por dentro, posiblemente con algún pesado mueble, quebró en mis oídos con un chirrido seco y molesto.
—No está. Se ha ido.
—¿Se ha ido?
—Eso he dicho.
Dejé caer todo el peso de mi cuerpo contra la entrada. Mi rostro parecía besar el enorme tirador de hierro fundido con forma de campana que momentos antes castigué con fuerza. Me mordí el labio inferior intentando aplacar los escalofríos que recorrían como calambres mi cuerpo húmedo. Me resistía a irme sin las respuestas que estaba buscando. Pegué mi oreja izquierda a la negra madera, pretendiendo adivinar así el silencio que mis miedos antojaban, sentir un atisbo de luz a tanta negrura. Oí pasos acelerados, como los de una persona que huye.
—¡Oiga! —grité desesperado—. ¿Sabe cuándo volverá? ¡Oiga!
Nadie contestó. Rodeé el edificio, buscando cauto con la mirada una puerta, ventana o rincón donde poder asomar la cabeza. Adosada a un lado de la sacristía estaba la fachada de un pequeño establo. Salté la tapia y me agaché reptando hasta el patio común que había detrás del pozo. Me colé por el ventanuco de uno de los dos aseos que circundaban la habitación del sacerdote. Olía a quemado. Como a la leche frita tostada. Empecé otra vez a temblar, realmente no sabía muy bien por qué estaba haciendo aquello, pero una voluntad que no parecía salir de mi alma me arrastraba a comportarme como un malhechor en busca de botín. Anduve sigiloso, cuidando de no hacer ruido. Pegué mi espalda a la pared y torné las palmas de mis manos haciendo de ellas mi más preciada linterna al palpar con los dedos la frialdad de los muros de la sacristía. Los buenos cristianos no entran en casa de nadie sin permiso. Y menos por una ventana diminuta y estrecha. Pero era la morada de Dios, la de todos, me dije. Volvió a embargarme el olor a quemado. Al final del pasillo una insulsa luz, apenas más visible que la que se observa en las luciérnagas, dejó paso a una bofetada de claridad al abrirse una claraboya interior. Solo fue un instante, volvió a hacerse la oscuridad demasiado rápido. Una sombra abrigada entró en la habitación procedente del otro lado del pasillo. Me quedé quieto detrás de una librería de roble medio vacía. Apagó la luz y salió de entre la penumbra. Casi me rozó. Hice un esfuerzo e intenté contener la respiración. Nadie que está salvado de penas y culpas deambula como lo hacía aquella persona, rodeada de tanta tenebrosidad. Apresuró sus pasos y oí cómo los taconazos se alejaban tras de mí. La corriente de la calle silbó al abrirse la puerta de entrada, y segundos después escuché cómo se cerraba, suavemente.
Procuré abrir los ojos poco a poco, despacio. Miraba abstraído el suelo, saboreando la oscuridad que me invadía, resguardado entre la calma del silencio. Necesitaba salir de mi escondite para poder dirigirme a la habitación donde el nauseabundo olor dulzón a leche frita requemada me estaba revolviendo las tripas. Recé asustado. Unos pocos metros gateando me dieron la seguridad suficiente para levantarme y mirar en la habitación de donde provenía ese tufo.
Era la cocina, lógico, pensé. En el embaldosado había un enorme charco de aceite que casi da conmigo y mis huesos en el suelo. Había cacharros esparcidos por toda la encimera, sin orden, parecía que una orquesta de desalmados quincalleros habían aparecido por allí dispuestos a chocar cacerolas y ollas entre sí. La hornilla estaba caliente, y una masa informe se terminaba de tostar en su calor.
—Piedad..., piedad... —me quedé helado de miedo al oír el leve cuchicheo de una voz moribunda cerca de mis propios pies, debajo de una de las mesas de la estancia—... piedad, por Dios..., piedad.
Permanecí inmóvil, parado entre la enorme cacerola de barro que yacía hecha añicos en el umbral de la puerta y los gemidos que salían de debajo de algún sitio. No fue un impulso de valor el que hizo que me acercara a aquellos sollozos: fue la propia necesidad borracha de sentirme perdido, totalmente ido, tal como los antiguos criados de librea se sentían al acompañar a sus amos a pie en la travesía por el desierto, sedientos de piedad. Algo en la cocina, ese olor a crema tostada, a leche quemada, me embriagaba la mente, hizo que mi instinto racional me espoleara hacia la huida, pero algo en mi interior cambió mi cobardía por la curiosa vanidad de la juventud, impulsándome hacia delante, como si de mí dependiese el tictac del tiempo. Me fui acercando al bulto gimiente, poco a poco, hasta que pude divisar, con la poca luz que clareaba en el pasillo, a un hombre pequeño, de espaldas, desnudo parcialmente, con las manos y los pies atados, inerte, inmóvil. Me acerqué rápido, le toqué el hombro descubierto y empezó a tiritar. Temblaba violentamente, preso de convulsiones y escalofríos. No sabía qué hacer. Trastabillé, dándome un golpe en la cabeza con una de las patas de la mesa, me imagino que resbalé con el aceite del suelo, pero el hecho es que, sin saber cómo, me encontré con un cuchillo de mondar patatas en la mano, con el que corté las cuerdas que ataban al moribundo. Le di la vuelta. Era el sacerdote. Aún no sabía su nombre.
—Piedad..., piedad... —repetía sin cesar.
No pude evitar vomitar encima de su cuerpo. Su cara parecía estar abierta a mordiscos, en la mejilla derecha faltaba un trozo de carne y uno de los ojos colgaba de un hilo sanguinoso. El cuerpo rechoncho humeaba aún latente sembrado de quemaduras, un hedor a muerto sopesaba mis sentidos haciéndome caer una y otra vez de rodillas en el mismo sitio. Él no tenía mirada a la que darle compasión, por lo que decidí acercarme y acariciarle la cabeza. Yo lloraba desconsolado, no comprendía en aquel momento hasta qué punto podía el ser humano ser tan inhumano. Agarré la cabeza del cura por la nuca y le besé la frente. Aún hoy me sorprende el sabor dulzón de ese beso. Con mi mano temblorosa le acariciaba su pelo, sabía que iba a morir y no quería que sufriera más.
—¿Quién te ha hecho esto, padre?, ¿quién ha sido el criminal? —eran preguntas que salían forzadas de mi mente, sin querer saber en realidad las respuestas. El sacerdote pareció reconocerme y levantó su mano hasta encontrarse con mi cara. El dorso estaba teñido de rojo.
—¿Adiel?, ¿eres tú..., hijo mío? —apenas podía respirar.
—Sí, sí... —contesté—. ¡Voy a buscar a un médico!
—¡No!..., no te muevas de mi lado..., son los últimos instan... de mi vida... —bajó la voz hasta hacerla insufrible, se le escapaba el aire de los pulmones, no le quedaba mucho tiempo de existencia—... ¿Recuerdas lo que te dije esta mañana sobre... tu padre?
—Sí.
El cura apretó los dientes, sacando fuerzas de la propia muerte para poder seguir hablando.
—Los perfumes... que sembraba en el alma... a los necesitados..., el poeta..., por lo que huía..., era el aroma de la muerte..., tu padre era un sicario..., ahora claman venganza... y quieren algo que él tenía... No... hay... no... —su respiración empezó a tambalearse entre sacudidas y gemidos, cada vez hablaba, gritaba, más deprisa—... lo siento..., Dios, perdóname. «Absterget Deus omnem... lacrimam ab oculis eorum..., et mors ultra... non erit... neque luctus, neque clamor... neque dolor... erit ultra..., quia prima transierunt...»
El cura dejó de respirar en mis brazos. Permanecí tendido no sé cuánto tiempo junto al cadáver. Era el primer muerto que veía en mi vida y sentía una frustrante sensación de olvido dentro de mí. No dudé en rezar por su tránsito a la otra vida, aunque tenía la extraña certeza de que ya no existía su alma, de que se había perdido en algún momento de su propia oración. Me levanté temblando no sé si de miedo, por la impresión, por el desconcierto, por la huida de mis sueños.
Mi padre fue un sicario y clamaban venganza.
Sicario. Nunca había oído esa palabra, pero sabía muy bien lo que significaba.
* * *
Aquella noche la dormí en el calabozo del pueblo. El sargento de la Guardia Civil me había interrogado unas veinte veces. Era bastante complicado justificar mi presencia, totalmente atontado, en el escalón del portón de entrada a la sacristía, sentado, manchado de sangre y con un cuchillo de mondar patatas en mi mano. No me detendré a explicar cuántas turbaciones atolondraron mi conciencia. Decidí que contaría solo la parte de los acontecimientos de aquella noche que no me comprometieran a mí, o a mi padre. Seguramente fue una decisión estúpida, como tantas otras que he tomado en mi vida, pero fue una manera de entrar a escondidas en mi pasado, y quería ser yo quien tomara las decisiones. Mi naturaleza estaba cambiando a pasos agigantados, yo era sensible e ingenuo, débil e inconstante, ahora empezaba a tronar dentro de mí una fuerza que me ahogaba y me hacía parecer especial y orgulloso.
—Yo había quedado con el párroco a eso de las siete de la tarde para recogerle unos candelabros de plata y otros cambalaches, por si merecía la pena llevármelos a la joyería y lustrarlos, o darles un baño de oro. Llegué un poco más tarde de la cuenta y ya estaba cerrada la iglesia, por lo que llamé al portón de la sacristía. Al ver que no contestaba nadie y fijarme en que la puerta estaba mal trancada con algo de peso por detrás, decidí entrar. Empujé con todas mis ganas y conseguí colarme. Llamé a voces al cura mientras caminaba por el pasillo..., todo estaba a oscuras. Fue entonces cuando escuché un lamento por la cocina. Tras no pocos tropiezos..., ya que el suelo estaba lleno de cacerolas y demás, vi al párroco debajo de la mesa..., me dio tiempo a quitarle sus ataduras con un cuchillo que encontré en el suelo..., no pronunció palabra... Murió en mis brazos. Después de aquello, intuyo..., digo intuyo porque creo que me quedé traspuesto..., me fui a la calle y me quedé sentado en el escalón...
No había más que contar...
4
SI QUIERES SEGUIR VIVO...
Tuvieron que pasar dos días, con sus noches, para que en el pueblo florecieran toda una suerte de rumores sobre la muerte del párroco. Que si murió a manos de unos rojos comunistas. Que si unos vagabundos fueron sorprendidos robando y terminaron con su vida. Que si él mismo fue quien se suicidó. Que si un accidente...
El hombre ha alcanzado en sus miles de años de evolución el don de la ambigüedad. Con las palabras o los actos, o el comportamiento, el miedoso no sabe más que encubrir la verdad para que esta no parezca demasiado verídica. Dulce me esperaba con rostro sombrío y preocupado. Tenía una honda y sincera pena grabada en su mirada, las pupilas parecían descolorarse ante el amago de las lágrimas. Me detuve unos metros antes de llegar a la plaza, quizá quería asegurarme de que para todas las condenas aquella mañana ya había amanecido. La cogí de la mano. Ella no hizo ademán de apartarla, susurrándome algo al oído que no entendí. Caminamos en silencio hasta la joyería, agarrados, casi pegados. Para mí, aquellos momentos no eran reales, tenía la cabeza en otro lugar, aprisionada en el tiempo. Del mundo erraban las cosas al borde del precipicio, donde iban todos los problemas, a un destino que nadie más que el Creador podía controlar.
—Adiel —me dijo una vez que entramos en el edificio, al resguardo de otras escuchas—, ¿qué vas a hacer?
Dentro de la joyería hacía un calor pasmoso, como si el verano hubiese venido de repente a la primavera y tuviese guardada una insolación para sus paredes. Abrí las ventanas de la sala principal y dejé que la tormenta inminente soltara su brisa húmeda en nuestros cuerpos. Me senté cabizbajo a pensar.
—No lo sé. Creo que lo primero que debería hacer es encontrar a Tito, el párroco me contó lo que ya sabes; y le mataron por algo que hizo mi padre. Si hay alguien que puede aclarar muchas cosas sobre todo esto, ese es mi tutor..., pero ¿dónde está?
Objetivamente no tenía ni siquiera la confianza de no saber nada. La curiosidad emergía de mis dudas como lo hacía el miedo de mis obsesiones. Cada vez que intentaba aclarar algo, todo se revolvía más oscuro. Nada más salir del cuartelillo busqué en Dulce una compañía que comiera a grandes trozos toda mi confusión y desorden. Misteriosamente, como todo esto del amor, su comprensión se llenó de una energía abierta y enamoradiza, que hizo más por mí que cualquier otro remedio. Ella reinaba en mi corazón como una princesa destronada de las garras del adiós.
—Además, hoy es viernes —dije con súbita energía—. ¿Sabes lo que eso significa?
—Creo que sí..., hoy es cuando el tal Paulo se acerca al poyete y deposita un billete de quinientas pesetas..., o uno de mil si viene a recoger su prenda, ¿estoy en lo cierto?
Afirmé con la cabeza.
—Hay una cosa que no te he dicho —arrullé.
No me sentía capaz de tragar mi propia saliva. Echaba rápidas y furtivas miradas a Dulce, hacia donde ella estaba sentada con las manos apoyadas sobre sus rodillas, cansada de tantas bobadas.
—La cajita que contenía la llave está vacía. El mismo día que mi tutor se fue me di cuenta de su falta. Estaba dentro de la caja de caudales, tal como yo la había dejado el día anterior, pero vacía, sin la llave dentro. La he buscado por todos lados. Me temo que nos la han robado.
—¿La llave que os confió ese hombre? —dijo asustada—, ¿y qué harás cuando venga y te pregunte por ella?
Un trueno ensordecedor hizo que las palabras se cortaran de repente. Miré al otro extremo de donde estábamos y una confusa maraña de luces producidas por los relámpagos me impresionó sobremanera. Me acerqué a Dulce y bastó el simple roce de su mano, el más leve roce, para infundirme todo el valor que necesitaba en aquellos momentos.
—Si viene y deja quinientas pesetas en el poyete, ¡le seguiré a cierta distancia!, sin que me vea. En cambio, si son mil pesetas..., si son mil pesetas... —callé hundido en una idea que me rondaba—. ¡No vendrá ni Paulo ni ningún otro esta tarde! —terminé sentenciando después de unos segundos de prudencia—. Está muy claro..., ¡escucha!: es imposible que un vulgar ladrón haya sido quien se llevara la llave; primero, porque en la caja de caudales había joyas, un trofeo mucho más valioso que una simple llave, y más de quince mil pesetas en efectivo; segundo, porque un vulgar ladrón te deja la casa hecha añicos, hubiese puesto patas arriba la caja y los muebles..., y hubiera arramblado con todo.
—¿Y si fue don Tito quien se la llevó?
—Eso es lo que pretendo decirte. Seguramente Paulo vino antes de que yo apareciera y le pidió la llave a mi tutor.
—Pero ¿y por qué dejar la caja? Dices que encontraste la cajita en su sitio, encerrada a buen recaudo, pero vacía. Tiene poco sentido volver a dejar el envoltorio dentro de la caja de caudales sin su contenido, ¿no te parece?
Me quedé mirándola durante unos segundos. Observé cómo hacía un esfuerzo por no continuar hablando, preguntándose qué era lo que no me gustaba de lo que estaba diciendo.
—No tengo respuestas para todo —refunfuñé—, pero lo que tenga que pasar, pasará.
* * *
Nano traía una escopeta de perdigones de dos cañones abierta sobre el brazo derecho. Venía de cazar liebres, según me dijo. Su descuidada y sucia figura contrastaba con la limpieza del arma y la belleza de su culata en forma de pescuezo de cisne. Siempre me han atraído las armas, son un regalo de la civilización al instinto animal del asesino, el cazador que todos llevamos dentro.
—¿Vas a volver a ir al monte? —le pregunté.
Se sentó a la mesa conmigo, ante una suculenta merendola a base de café, pan con mantequilla y tocino de cielo.
—No sé —dijo—. No sé qué hacer. Hay demasiado barro y los animales no salen de sus madrigueras con tanto frío. La última vez que cacé con un tiempo así lo único que llevé a casa fue un resfriado de cuidado.
—Podrías quedarte aquí conmigo en la joyería el resto de la tarde. Me vendría bien tu compañía.
—¿En serio?
—Pues claro. ¿Por qué crees que te he mandado llamar?
Yo reí sacudiendo una servilleta de paño al mismo tiempo que me levantaba de la silla y dejaba caer la escopeta de Nano sobre un pequeño escabel de madera. El bochornoso calor de la mañana no se había ido todavía y en el comedor la sensación de estar continuamente pegajoso era realmente molesta.
—Necesitaría que me ayudaras en un asunto. ¿Recuerdas lo que te conté sobre ese hombre que vino a la joyería a dejar una cosa en depósito..., el que dice llamarse Paulo?... Te lo conté no hace mucho..., ¡por Dios!, ¡el hombre que tú decías que era un espía y que tenía una pistola en la chaqueta!
Nano negaba con la cabeza una y otra vez. Yo empezaba a impacientarme, el desdén con que a veces le trataba me hacía tener en muchas ocasiones remordimientos muy dolorosos, pero su tontuna muy a menudo me sacaba de quicio.
—Da igual... —terminé por resignarme—. Tú quédate conmigo esta tarde haciéndome compañía..., y por si acaso mantén la escopeta cerca... y cargada.
* * *
Oscurecía, pero aún me resistía a encender las luces. A través de las ventanas todavía se podía ver nítidamente el molino derruido de la vieja harinera, un feo edificio de finales del siglo XIX, embellecido con la herida que la escarcha iba dejando por el paso del tiempo. También empezaba a chocar en los cristales la torpe lluvia de la tarde, aquello parecía un suave redoble de pandereta. Me encontraba distraído, soñando, pensando, mirando de vez en cuando a Nano arrancarse pelos de la nariz, medio dormido, cuando alguien entró en la tienda antes de que me diese cuenta. Era doña Soledad con su hijo pequeño, un diablo al que más de una vez había sacudido en la plaza de la iglesia por meterse donde no le llamaban. Hacía ya mucho de aquello... y apenas habían pasado dos años.
—¿Qué se le ofrece, doña Soledad?
—Venía a ver al dueño —dijo en un tono petulante.
—El señor Donabella está de viaje de negocios en La Capital —contesté con poco convencimiento—. ¿Podría serle yo de utilidad?
Me miró de arriba abajo y también lo hizo con Nano. Después de unos segundos ladeó la cabeza y me enseñó sus negros dientes en una ridícula sonrisa.
—Querría ver un crucifijo no muy caro y de un tamaño mediano para Luisito, es un regalo de primera comunión, ¿sabes? Tu patrón me dijo que me haría un precio muy muy especial por ser yo.
—Claro, doña Soledad, miraremos algo para Luisito que...
No me dio tiempo a terminar la frase cuando alguien golpeó el suelo con la virola de un paraguas color negro azabache. Nadie reparó en el hombrecillo delgado y pequeño, con una gorra de cuadros, que acababa de entrar dando paraguazos en la solería de la joyería, porque todos los ojos se volvieron hacia el desconocido que le seguía, un desconocido con un paño blanco, parecido al que utilizan los sacerdotes para cubrirse las manos cuando cogen el copón que lleva el Santísimo Sacramento, cubriéndole la cabeza y parte del rostro.
Todos, incluida la señora Soledad y su Luisito, le miramos como si estuviéramos viendo un fantasma. Aquel paño blanco sobre su cuerpo le daba un aspecto quimérico..., si bien la oscuridad que ya envolvía la joyería ayudaba a crear un tétrico ambiente.
Nano se acercó a los dos individuos y se dispuso a recogerles sus prendas mojadas para dejarlas en el escobero de la sala, cosa que el hombrecillo delgado y pequeño no consintió. El fantasma, con la sábana quitada, era un hombre que mostraba el mismo aplomo altanero que elegancia en su porte. Su traje parecía caro, los pantalones y la chaqueta estaban pulcramente planchados. Indudablemente sastrería inglesa, a juzgar por el gusto de los británicos en el punto espigado y el color gris luminoso. La camisa era azul y la corbata roja, con un nudo ancho y suelto. No llevaba sombrero. Al levantar la cabeza, pues aún no lo había hecho, pude ver el rostro cetrino y el gran mostacho gris que le nublaba media cara, y constantemente arrugaba la frente y dejaba entrever un surco elevado a la altura del sobrecejo. Su mirada era la de un vividor consentido, la de un policía corrupto que da tabaco a los chulos a cambio de una fulana. No aparentaba tener más de cincuenta años, aunque probablemente tuviese algunos más.
Doña Soledad acurrucó al hijo entre sus pechos y el mostrador. Recogió de la mesa la cartera y antes de darse media vuelta y arrancar a andar por medio de entre los dos hombres, me dejó dicho que la mandara llamar en cuanto el dueño del negocio volviese por allí. Al cerrarse la puerta, la campanilla que servía de chivato al entrar alguien a la tienda dejó de sonar entre los dedos del caballero de porte elegante.
—Nun support' chill' rumore (No soporto ese ruido). Es como los cencerros de las vacas, manc' chill' support' (tampoco lo soporto) —dijo sonriendo el desconocido.
Se acercó de nuevo a la puerta y miró por la ventanilla, observando un buen rato por la misma. Echó el cerrojo.
—Por lo que he oído, tu padre no se encuentra hoy aquí, 'o vero? (¿verdad?).
—No, no se encuentra.
—No es su padre, señor —el pobre Nano estaba muy nervioso, incluso para una mente tan poco apurada como la suya la compañía de aquellos dos en soledad le producía un escozor en todo su miedo—, su padre es francés y está muerto.
—El cementerio de la Alegría. —Sin saber cómo, el hombrecillo delgado y pequeño que le acompañaba tenía entre sus manos la escopeta de mi amigo—. ¿Sabes de qué te estoy hablando?
Yo negué con la cabeza.
—Estoy hablando de la nota que le envió el padre Benito. Sventurato! (¡Pobre!), me he enterado de la trágica muerte del bonachón del cura..., unos ladrones..., che brutta cosa (vaya desgracia)...
Yo había oído antes palabras irónicas y sarcásticas, pero nunca las había visto tan vivas en los labios de alguien. Uno comprende a lo largo de los años la razón de la razón humana, las maravillas del entendimiento y del amor, pero desgraciadamente también llega a comprender la sinrazón de esa razón y las vergüenzas del entendimiento y del desamor. Estaba muerto de miedo, Nano también.
—Necesitamos que alguien nos ayude. El pobre padre Benito ya no podrá hacerlo, una desdicha, ¿no os parece? —Asentí de nuevo perplejo—. Yo se lo estaba diciendo aquí a mi amigo, ¡quién mejor que un italiano para ayudarnos!... Ayuda entre compatriotas, ya me entendéis. Además, fue el mismo cura quien nos lo dijo... antes... de morir... Antes de que lo mataran, disgraziatamente (desgraciadamente), quería decir... ¿Sabéis adonde ha ido o cuándo vuelve el joyero?
Tuve el vislumbre de mí mismo, moreno y pecoso, aún imberbe, con los ojos abiertos en un azul intenso y vivo, delgado y con la nariz achatada, en el reflejo del cristal del mostrador, girando la cabeza, negando en callada sinceridad, sacudiendo mi negro flequillo de un lado a otro. No miraba al frente. No quería mirar. En cambio, aquello parecía conformar las ansias de hablar de aquellos dos hombres.
—De acuerdo..., te creo, ninno (muchacho)..., nos iremos..., pero —le quitó de las manos la escopeta a su compañero— pronto nos volveremos a ver, muy pronto. No me iré muy lejos, pe' niente luntan' (nada lejos)... —Sin dejar de mirarme a los ojos, amenazante, y sacando su lengua de entre los pelos del mostacho, dejó caer el arma con saña e ira, provocando que uno de los cartuchos estallara en el acto.
—Tened cuidado con esto —rio divertido el hombrecillo delgado y pequeño, señalando la perdigonada dispersa en el techo—, estas cosas las carga o'riavol (el diablo).
Antes de abrir el cerrojo de la puerta e irse, el del mostacho dibujó una expresión inesperada y grotesca de pánico en sus ojos, hizo callar al otro sujeto que aún reía a carcajadas y acentuó su mirada de terror. Alargó la mano hasta tocar mi cara y me acarició suavemente, un manto de color mojado empañó su iris.
—Me llamo Mario —dijo por fin, para descanso mío—. Sî bell' come a mammt' (Eres igual de bello que tu madre).
Nano compartió mesuradamente mi sorpresa, los dos individuos abandonaron el local de la misma manera que lo hicieron al entrar, sigilosamente, y con los redobles de la lluvia golpeando las ventanas.
* * *
Ahora sé, y no intento justificarme porque no tiene justificación, que el amor puede ser mucho más doloroso, o causar más daño, al amado que al que ama, cuando este, en un exceso de egoísmo, quiere para sí solo todo el cariño que pueda recibir o dar. Estoy hablando de recibir o dar cariño, no amor. El amor es otra cosa.
Ya hecha la noche me encerré en mi pequeño desván. Encogido y sin sueño, fue casi un instinto vital el que entonces me sacudió desde los pies a la cabeza. Dulce se me aparecía entre las sombras, entre las luces que procedían de las estrellas; hacía que las siluetas de los libros se contoneasen en mi imaginación presas de una bendita suerte. Agitado por una feliz inspiración del alma, me dispuse a escribirle una carta pidiéndole cariño y compañía en unos momentos, a mi parecer, tan duros. De aquello solo conservo en la memoria el primer poema que escribí en mi vida...
Cuando las amadas palabras
que surgen de tus labios
parecen ser sacadas de mis recuerdos,
tus sueños viajan distantes
entre los míos,
haciendo camino,
caminando el deshecho,
deshaciendo el sabor de nuestros besos
¡Nunca la había besado!, y ya estaba imaginando cómo sabrían esos besos.
No era demasiado tarde, metí la confesión de amor, mi súplica, en un sobre, y decidí ir yo mismo a depositarla en su buzón. El viento que había empezado a soplar desde el norte me cortaba la respiración, pero era tal la intensidad que ponía en mi propósito que incluso el viaje más averno al mismo infierno me hubiese parecido un corto y placentero paseo por el campo. Crucé el pueblo, no obstante, preocupado por que alguien me viera.
Descorrí la portezuela cuidando de hacer el menor ruido posible y, ya con la mano a punto de soltar la carta en el buzón, observé que tras las cortinas de la habitación de Dulce se podía ver una diminuta luz agonizar entre tanta penumbra. En alguna ocasión me había contado que muchas noches se quedaba leyendo hasta altas horas de la madrugada, teniendo como única compañera una moderna linterna de petaca. Decidí dársela en mano.
—Dulce... Dulce —susurré pegando mi boca lo más que pude a la ventana—. Soy Adiel...
La lucecita empezó a agitarse dentro de la habitación, a describir todo tipo de ángulos, algunos imposibles. Se escucharon unos zapatazos secos detrás del muro.
—¿Qué haces aquí? —me miraba entre sorprendida y aliviada—, ¿ha pasado algo? Me has dado un susto de muerte..., leía una historia de Poe.
—Esto es para ti... Tómalo, por favor.
Allí, viéndola con media cabeza debajo del dintel, leyendo, me di cuenta de la acuciante necesidad que tenía de sentirme querido de verdad, de inventarme una vida, aunque fuese una simple excusa para imaginar que había encontrado un alma gemela a la que poder salvar de un triste olvido.
—Es... es precioso. Nunca me hubiese imaginado esto. ¿De verdad que estás tan enamorado?
—Desde el primer momento en que te vi.
Se descolgó como pudo de la ventana y acercó sus labios a los míos. Ahora ya sabía que su aliento tenía el sabor del algodón de azúcar, y que sus ojos centelleaban con la misma intensidad que la luna.
—Yo no sé si debo decir lo mismo, no logro amar como aman las amantes a sus caballeros..., siento otra llamada, otro tipo de amor..., pero desde luego te daré ese cariño que me pides. Ese cariño siempre lo tendrás. —Cerró la ventana y me dejó muerto de amor.
Las calles estaban oscuras. Me sentía feliz, ausente de todos los problemas del mundo. Mientras caminaba no pensaba en otra cosa que en Dulce. En su voz. En su mirada. En su sonrisa. De manera difusa, y casi negándome a aceptar que mi vida había cambiado desde el momento en el que apareció Paulo, descubrí que la clave para escoger entre la felicidad y la desgracia podía estar en una llave, en un librito, en un pasado... El viento del norte arreció con mayor intensidad, las gotas de un rocío tempranero me acariciaban las manos.
Poco a poco empecé a despertarme de ese aturdimiento que el enamoradizo conjuro del amor me estaba dando. El inmenso vacío que existía entre la casa de Dulce y la mía quedaba acompañado, además de por los chillidos incesantes de algunas lechuzas lloronas, por unos pasos que intentaban ahogarse disimulados entre los míos. Me detuve en seco y miré hacia atrás. No pude distinguir más que la noctámbula sombra de un algarrobo mecido por el viento, una sombra oscura de cristal y estrellas. Arranqué a correr desesperado y preso del miedo. Pasé a toda velocidad al lado de una cerca repleta de animales; gallinas cloqueando, vacas mugiendo, relinchando los caballos, cerdos gruñendo, burros rebuznado..., todos me avisaban ruidosos de que algo estaba pasando.
Paré a tomar aliento al doblar la cruz de piedra de la plaza. Mi casa quedaba al otro margen de la calle, a unos treinta o cuarenta pasos. De pronto sentí mucho calor, estaba exhausto. A pocos metros de la fachada de la joyería una tupida silueta se abalanzó sobre mí, tapándome la boca y rogándome silencio.
En un principio no reconocí a mi asaltante, pero tras unos segundos de incertidumbre y sorpresa, tras unos momentos de pataleo y forcejeo, pude distinguir de entre todas las líneas de un rostro enjuto y duro esa media sonrisa que producía la cicatriz en el labio del Francés. Me estaba pidiendo silencio.
—Si quieres seguir vivo, mantente callado —dijo.
Me señaló la joyería. De dentro salían ruidos, y una noria de luces aparecían y desaparecían continuamente por todas las ventanas, ventanucos y rendijas por donde se colara la claridad. Comprendí que a lo mejor me había salvado la vida.
—Esos que están ahí dentro no hubieran dejado de ti más que la piel. —Me miró, pasándose por la cara una mano temblorosa—. Son los dos que te hicieron esta tarde una visita. Los mismos que visitaron al cura el otro día.
No comprendía bien lo que quería decirme, aunque poco me importaba en aquel momento. Me acordé, más bien me sumergí, en el recuerdo del asesinato del padre Benito. Unas enormes ganas de vomitar me marearon al sentir tan cerca la muerte.
—¿Qué quieren de mí? —acerté a pronunciar.
—Quizá ni ellos lo sepan. —Nos acuclillamos hasta sentarnos en el Citroën B11. Arrancó, y con las luces apagadas nos alejamos unos metros de allí.
—Ellos buscan a ciegas algo que alguien les ha mandado buscar, pero andan perdidos. Por eso están tan nerviosos. Yo puedo ayudarte a salir de este infierno siempre que tú me ayudes... Créeme, chico, yo soy de los buenos.
Mi corazón empezó a palpitar con fuerza. Necesitaba descansar, y el bálsamo de ese beso que Dulce me había dado no parecía ser suficiente para colmar de gracias todas mis desgracias.
—Tranquilo, chico —me dijo entornando los ojos—. Esperaremos a que esos dos se vayan de tu casa y recogerás solo lo que creas imprescindible para ir tirando. Escóndete durante un par de días y no saques la cabeza por ningún sitio. Nada de novias, nada de amigos. Si esos dos brutos te ven con alguien por ahí, puedes estar seguro de que estarás condenándolos a una muerte casi segura. El lunes ve a la plaza de la iglesia, al mismo sitio donde muchas tardes quedas con esa muchacha, por la noche, a eso de las dos de la madrugada. Te recogeré y te lo explicaré todo. Con un poco de suerte esto pasará muy pronto. No temas, conmigo estarás seguro.
¿Tenía elección? Yo creo que no. Mientras que mi ánimo se iba vaciando lentamente, la confianza en esa media sonrisa, y en ese calor casi paternal que ponía en sus palabras el Francés, me iba llenando de esperanza y valor. Asentí con la cabeza, medio lloroso, pero guardándome muy bien de no aparentar estar muerto de miedo.
Al cabo de unas horas volvimos a arrancar el coche. El runrún del motor se calló a cinco metros de la joyería. El Francés fue a asegurarse de que ya no había nadie dentro del edificio. Fueron minutos densos, unos gastados minutos que no pudieron ser peores para mis nervios.
—Puedes entrar. No hay nadie —dijo por fin—. Inventa una excusa para que la gente no sospeche. Pon una nota, o un cartel que diga que vas a ver a una tía perdida de La Capital, o lo que quieras.
—¿Y si voy a la policía?, ¿no será mejor ir a la Guardia Civil? —Me volví justo antes de meter la llave en la cerradura, encarando mi propia ojeriza a una más que probable media sonrisa—. A lo mejor Paulo denuncia que no se le ha devuelto la prenda que dejó aquí guardada. Ayer no vino por aquí.
El Francés ya sabía la respuesta.
—No volverás a ver a Paulo..., al menos en esta vida. —Arrancó de nuevo el coche, encendiendo esta vez las luces—. Nos vemos dentro de dos días.
5
EL HUMILLADERO
No era un sueño. Por un momento tuve la fantasiosa esperanza de que había sido un mal sueño. Una pesadilla de la que, al despertar, me embargaría una sensación de alborozado consuelo tras comprobar que todo era fruto de una mala digestión, de una noche de fiebres, o de un capricho de Morfeo. No... Al girar la llave y entrar en la joyería, vi decenas de baldosas levantadas del suelo y caídas como cráteres descubiertos en la orilla del pasillo. Hasta donde alcanzaba a ver, los muebles y estanterías se mezclaban con el cristal roto de las vitrinas, con el concierto propio del desorden. Contemplé desolado las habitaciones, una a una, sin moverme, distante y convencido de que nada tenía sentido. Subí corriendo hasta el desván. Allí las ratas no habían coqueteado demasiado. Todos los libros estaban desperdigados, y mi ropa almacenada en un rincón. Recogí del ropero el rosario que no pude devolver nunca y el librito blanco que me dio el cura. Empecé a llorar.
Mientras amontonaba cristales y tableros rotos en el suelo, mientras escribía en una cartulina una nota para los clientes de la joyería, mientras soplaba, resoplaba y bebía un café hirviendo recién hecho, mientras me lavaba la cara y cambiaba de camisa, mientras corría..., pensaba en la suerte que había tenido al no quedarme en la cama la noche anterior, pensaba que el destino, por fuerza, tenía reservado algo mágico para mí, pensaba..., trataba de pensar... en algún lugar donde esconderme.
Ya el amanecer estaba otra vez campeando, con el rocío floreciendo entre las gotas de luz que el sol proyectaba en aquella confusa mañana. Un aire henchido de aromas de hierba y flores se abría camino entre la zarza y el empedrado que me llevaba a casa de Dulce. No podía desaparecer sin más, sin dar ninguna explicación a mi amada. Ahora ya no. Desaparecería si hiciera falta de la faz de la tierra, pero primero debía decirle cuánto la quería, cuánto la amaba. Y después, solo después, desaparecería velozmente, como el lobo lo haría del monte en una cacería.
Dulce me miraba aterrada mientras le contaba lo sucedido, su morena melena caía bailando por las mejillas sonrosadas, tapando uno de los dos zafiros que tenía por ojos. Recién levantada tenía el color de la sorpresa a café con leche. No quería alargarme mucho en explicaciones, sentía que cuanto antes me fuese de su lado, antes pasaría el peligro para ella.
—Aún no entiendo por qué te empeñas en no ir a las autoridades. —Abrigando sus dedos un pequeño crucifijo, se empecinaba en dar vueltas y más vueltas a una misma retahíla.
—No puedo hacerlo hasta que no averigüe la verdad. Mi padre ha vuelto a mi vida y quiero saber quién es, quién fue... y quién soy yo.
—¡Tú ya sabes quién eres!, ¡no digas niñerías! —Sus labios temblaban, las pupilas parecían salirse de su iris—. ¿Crees que te puedes fiar de un tipo que dice llamarse el Francés y del que solo sabes que no sabes nada?
—Me salvó la vida.
—¿Te salvó la vida? —Dulce soltó una carcajada seca y se dio por vencida—. De acuerdo, pero... ¿dónde vas a esconderte?
La miré con extrañeza, como si su voz proviniera de otro mundo. No porque no entendiese lo que me decía, sino por el cansancio que acumulaba de toda la noche en vela, el cual no me dejaba recitar de memoria lo que ya tenía planeado contestar a esa posible pregunta. No debe saberlo, pensé.
—No debes saberlo.
Hice como si no le hubiera dicho nada. Aspiré con fuerza y esperé a que mis latidos dejaran de atosigarme en las sienes. El sol muy pronto dejaría de desperezarse y arremetería con toda su violencia. Las nubes del día anterior habían desaparecido. Se estaba haciendo tarde. Dulce me miró y me habló con cariñosa convicción.
—En mitad del viejo camino de la huerta, cerca del río, allí hay un humilladero que está hueco por debajo. Para poder entrar debes rodear la cruz, verás que por detrás hay una especie de hendidura. Mete la mano sin miedo y empuja para dentro. Se abrirá. Mi padre solía llevarme allí para contarme historias, de cuando los contrabandistas utilizaban ese escondite para almacenar sus mercancías, en el tiempo del hambre en la posguerra. No tiene pérdida si sigues la vieja vereda del río. Ten cuidado, por favor.
Ten cuidado, por favor. Ten cuidado. Salí corriendo con el alma encogida, sin saber si me tropezaría con algún indeseable por el camino o, aún peor, con la incertidumbre de no saber si algún indeseable habría visto a mi dulce Dulce en su ventana hablando conmigo.
Iría al humilladero.
No conocía la historia de los contrabandistas, y era demasiado joven como para recordar el hambre de la posguerra; para mí, aquel sitio sería sencillamente un lugar donde poder descansar y olvidarme por unos momentos de todo. Sería mi santuario de la paz.
Recorrí varias veces el mismo camino hasta que di con la pequeña cruz de basalto. No fue difícil encontrar la entrada a las profundidades del humilladero; era un pequeño agujero circular donde apenas cabía una persona. Escondí dentro el hato que llevaba y salí a respirar aire que no estuviera viciado. Me eché a un lado de la cruz, un poco resguardado, y me quedé dormido.
* * *
Miré hacia arriba, a una extraña figura que me observaba a contraluz. No me costó reconocerle.
—Estabas durmiendo.
—Nano —dije sorprendido—, ¿qué haces aquí?
Un alto muro de piedras mohosas formaba una barrera hasta el mismo cruce de caminos. Era muy complicado que alguien me viese desde la carretera, a no ser que vadease a propósito la tapia y se dirigiese hacia donde yo estaba.
—Te vi en casa de Dulce y te seguí. Aunque me tuve que ir otra vez..., supuse que estarías por aquí cerca. Es un buen escondite.
Nano sonrió. Sus hoyuelos se marcaron en la grasienta cara, dando la vaga sensación de que esa sonrisa escondía una tristeza flotando en el ánimo.
—Leí el cartel que has colgado en la tienda. No entiendo lo que significa, pero poco negocio le veo yo a un cementerio, la verdad.
No me acordaba ya de eso. Reí divertido al imaginarme la cara de pazguatos que se les quedaría a aquellos dos desalmados si decidían volver a la joyería. En la puerta se encontrarían con un enorme cartel que decía: «Cerrado por negocios. Estamos visitando el cementerio de la Alegría».
—Tienes razón, no hay mucho negocio en eso.
—La tengo. —Ladeó su sucio morro y me miró directo a los ojos—. ¿Estás solo?
El rostro de Nano tenía un aspecto que no le había visto en toda mi vida. Estaba impaciente. Mentir para él era la cosa más grande del cosmos.
—¿Pasa algo, amigo? —dije receloso—. ¿Tienes algo que contarme?
Él me miraba en silencio. Quizá pensaba que yo estaba enfadado con él. O veía en mí a alguien que no reconocía, porque en él todo era posible, hasta ese extremo. Yo seguía tirado en la hierba.
—¿Pasa algo, amigo?, ¿pasa algo, amigo?, ¿pasa algo, amigo? —repitió Nano, casi sin emitir sonido, muy manso—. ¿Tienes algo que contarme?, ¿algo que contarme?, ¿algo que contarme?
Yo le miraba perplejo, lo único que sabía, entonces, era que algo no marchaba bien. Nada más hacer el amago para levantarme, me lanzó un puntapié a la cara con todas sus fuerzas. Conseguí esquivarlo a tiempo, evitando así algún que otro diente roto. Quedé avisado lo suficiente como para darme cuenta de lo que pasaba. Mientras Nano empezó a correr hacia la carretera como vikingo al que han cortado los cuernos, yo me adentré en el bosque al amparo del verde lo más rápido que pude.
* * *
Miré hacia atrás. Me agaché. No veía nada. Solo árboles, estirados, espigados. Arboledas orgullosas y de capa ceñida. Aún sonaban lejos los gritos ahogados de unos pasos moviéndose con prisas. Me encaramé a la copa de un olmo. Desde lo alto de aquel majestuoso árbol podía ver con otra perspectiva el lado salvaje del bosque. La alfombra oscura y tupida de arbustos parecían lomas de vetustos animales deslomados, cansadas fieras que se mecían al compás del viento. Una paulatina sombra se iba acercando hasta donde yo estaba, con el sigilo propio del cazador, con las garras, los colmillos y las zarpas preparadas.
Ya podía ver con pasmosa claridad a Nano comportándose como un perro de presa; solo le faltaba revolcarse entre las hierbas para embadurnarse del tufillo a tierra pisada y olisquear mi olor con el hocico. El rastro parecía morir al pie del olmo, justo debajo de donde yo estaba escondido a horcajadas sobre una rama, con el miedo como compañía.
Los dos hombres que acompañaban al infeliz eran los mismos de los que me escondía. El que decía llamarse Mario se atusó el mostacho antes de comenzar a hablar.
—No podemos dejar que se nos escape tu amiguito. Es importante cogerle con vida, buòno, e salvo (sano y salvo) —dijo—. De ti depende que te llevemos a La Capital con nosotros, allí te daremos una pistola de verdad, y verás a esas chicas con el pelo de color rojo de las que te he hablado. Además..., así te vengas ra chillu fetent' (de ese desgraciado) que solo sabe tratarte como a un retrasado. —Mario miró a su compinche—. Eso fue lo que nos dijo a nosotros, 'o vero (verdad), Fazio?
—Sí, dijo que tú eras una puta mierda, na munnezza (una escoria), con menos seso que el cerdo más tonto de tu cuadra. Se reía 'o figl' e puttana (el hijo de puta) de tu cara de excremento.
Una risa soterrada llegó a través del tronco del árbol. El tal Fazio se apretaba el abdomen preso de unas histéricas carcajadas.
—Y ya ves, tanto fèsso (tan tonto) no eres, supiste adivinar que iría a casa de su zorrita para despedirse. —Fazio empuñó un revólver y apuntó a la corteza de un algarrobo—. El gracioso de tu amiguito se va a comer una a una las letras de ese cartelito. No sabe con quién se mete. —Levantó el arma y pegó un tiro al aire, la bala pasó rozando mi cara, casi me caigo del susto.
Nano bufaba entre enojado y avergonzado, miraba a los dos maleantes con una felina desconfianza que me oprimía el corazón.
—¡Yo creía que era mi amigo! —gritó.
—Solo te quería para reírse 'e te (de ti) —Mario seguía metiendo cizaña—, ¿es que no te habías dado cuenta?
Una fiera atrapada a oscuras en un bosque tiene la ventaja de saber que su fiereza puede llegar a disimularse tras las sombras de la maleza. El problema surge cuando la fiera no sabe que ella misma va a ser carnaza de sus propias alimañas. Nano apretó los dientes y salió corriendo por el sendero que llevaba al corazón del bosque. Los otros dos se quedaron detrás, quietos, debajo aún del olmo.
—Quann' truamm' 'o guagliòne ra gioielleria, piensace tu. Ma vir' sta volta e stà accort'. Nun voglio chiù 'o burdell' ro passat', ma na cosa pulita (Cuando encontremos al chaval de la joyería, encárgate de este. Pero sé discreto esta vez. No quiero más salvajadas, una cosa limpia) —dijo Mario—. Usa l'immaginazione (Usa la imaginación).
Lo poco que aprendí de italiano con mi tutor fue suficiente para entender lo que decían. Era el mismo dialecto, las mismas cortas pausas y el mismo sonido sosegado que alargaba las frases. Pretendían deshacerse de mi amigo una vez que no les hiciera falta, o ahora mismo, o cuando me encontraran a mí.
—Sicuro —contestó el otro—. Nun sai che voglia tengo e turnà a La Capital, nun m' piacn' chill' tipi e lavoretti in campagna (No sabes cuántas ganas tengo de volver a La Capital, no me gusta este tipo de trabajitos en el campo).
—Vira ca nun stai accà pe' spassartela, mentecatto, né pe' pensà. Limitati a nun fà tanto rumore e nun t' mett' a sparà si nun serve. Un e chisti juorn' a fai grossa che strunzate toje! (Tú no estás aquí para disfrutar, mentecato, ni para pensar. Limítate a no hacer tanto ruido y procura no volver a pegar un tiro si no es necesario. ¡Cualquier día de estos meterás la pata hasta el fondo con tus gilipolleces!) —exclamó ufano Mario antes de darle un severo empujón al pequeño hombrecillo. No quería que su compinche metiera la pata—. Seguimm' chill tarato, verimm' si è capace e c' porta 'o bottino nuostr' (Sigamos a ese tarado, a ver si es capaz de llevarnos ante nuestra presa).
Los dos hombres andaban deprisa por en medio de la maraña. Yo, desde mi posición, podía vigilarlos y ver cómo se alejaban. Decidí dejar que la noche me escudara para tener más posibilidades de llegar huido a no sabía dónde. Para eso faltaba todavía un rato. Mientras caía el manto de estrellas pensaba en el pobre Nano. No era capaz de juzgarle, ni siquiera de tenerle rencor. Sabía la suerte que le esperaba y me sentía triste. Yo al menos guardaba la esperanza de salir ileso de todo esto, de llegar a entender en algún momento qué era lo que estaba sucediendo. Él ignoraba su sentencia a muerte, yo tenía la horrible certeza de que eso no era justo.
Descendí del árbol despacio, sin apenas hacer ruido. Los músculos de todo mi cuerpo estaban agarrotados, un dolor agudo me recorría las articulaciones. El cielo empezó a tronar, aquello me vendría bien, las nubes taparían la poca luz que hubiese en el bosque. Cuando empecé a moverme por la espesura, tuve la sensación de ser un soldado inmerso en una batalla. Las banderas ondeaban en mi imaginación y la lucha por la que entregaría mi vida me daría la felicidad propia de los que matan por una honesta causa. Mi vida era algo mejor que todo eso, pero ya había aprendido que la hueste no debía pedir ni permiso ni perdón en la campaña que le tocara pelear. Seguramente no fuese la mejor manera de pensar, pero ¿qué importancia tenía en aquellos momentos la honestidad, la nobleza, o el valor, cuando el que creías tu mejor amigo estaba buscando la manera de arrebatarte la vida?
Gracias al peso de mis años he logrado comprender que la turbación que entonces tenía no era sino un estado de lucidez enorme, más grandiosa que la de cualquier filósofo de la Antigüedad. La vida tenía un sentido, con aquellos susurros de la traición, agachado entre la noche y la oscuridad: el de seguir vivo. Nadie sino los que hemos sentido el aliento de la guadaña tras de nosotros sabemos de la dignidad de la muerte. Los demás, sobre todo esos que intentan justificarla con peroratas acerca del deber, del destino, o de la suerte, no tienen ni idea de lo que están hablando.
Caminaba a tientas pendiente de cualquier ruido que me pusiera alerta. En lo alto de la copa del olmo había estudiado la manera de salir del bosque sin ninguna luz. Debería seguir la estela de rugosas cortezas de chaparros que delimitaban el sendero que me conduciría a la linde del monte. Tenía la confianza de que mis perseguidores se habrían dado por vencidos y abandonado la búsqueda. No obstante, estaba muerto de frío y hambre y necesitaba llegar a la madriguera del humilladero para hacerme con el hato que había escondido allí. Nano no tenía por qué saber que existía un escondrijo, y menos que yo volvería al mismo sitio. Un viento raso y frío me indicaba que el final del boscaje estaba cerca, y con él mi serenidad. Me tumbé, literalmente, en el suelo y repté como una salamanquesa en busca de sol. Al llegar al borde del cruce de caminos, asomé la cabeza unos centímetros por delante de un tronco hueco que había tirado en una orilla, allí no parecía haber nadie. Se veía la parte de detrás de la cruz, con la madreselva que la envolvía. Me levanté y crucé rápido el trecho que me separaba de la encrucijada. Empujé con todas mis fuerzas la hendidura y la pesada piedra crujió al abrirse.
Una vez dentro empecé a tiritar de frío, y acaso también de miedo. Encendí un fósforo y traté de moverme con tiento para que no se apagase demasiado pronto la cerilla. Una cosa estaba clara, de allí no me movería en toda la noche a no ser que fuese por algo totalmente necesario. Aquel habitáculo no tenía más ventilación que la que daba una pequeña abertura en el techo, justo por encima de donde yo estaba. Por aquellas rendijas se podían ver las estrellas moviéndose al vaivén de las nubes, la luna a veces tapada y a veces soltera, radiante en un cielo de luto. Mordisqueaba un trozo de queso con ansia, era toda mi comida desde el día anterior.
El silencio era aterrador. No conseguía quedarme dormido, el viento me traía de vez en cuando el llanto de alguna lechuza, o el ululo de un búho real, o el guarreo de un zorro hocicando en la tierra. La noche pasaba interminable, angustiosa. Quería revolcarme en el fresco, lanzarme fuera de esa prisión forzosa e inspirar aire puro. Sería capaz incluso de besar el fango con tal de poder correr sin miedo por medio de la carretera. Buscar ayuda en el cuartelillo y mandarlo todo a freír espárragos. Pero no era capaz de creérmelo. No era capaz de traicionarme.
Escuché un crujido. Unas notas musicales con el compás acelerado. Eran pasos. Pisadas que se acercaban a donde yo estaba.
—Maledetto tarato. M'ha fatto sudà 'o fetente! (Maldito tarado. ¡Me ha hecho sudar el condenado!). —Mario y Fazio, los dos malhechores, hablaban a viva voz por el sendero. Solos. Sin Nano—. Vuo' na sigaretta? (¿Quieres un cigarrillo?).
—Che?... (¿Cómo?...).
—Se vuo' una sigaretta! (¡Que si quieres un cigarrillo!) —repitió Fazio.
—Sí.
Me pegué lo más que pude a la pared húmeda del agujero. Los tenía a los dos justo encima de mí, parados, preparándose un cigarrillo cada uno. Hubiera querido gritar y matarlos allí mismo del susto.
—Credi ca 'o guagliòne ra gioielleria è juto a polizia? (¿Crees que el chaval de la joyería habrá ido ya a la policía?). —Fazio miró por encima del hombro a su compañero. Hablaban de mí, se preguntaban si yo habría acudido ya a la policía.
—Mh, nun 'o sacc', ma nun putimm' chiù rischià. Troppa fortuna emm' avuto già (No lo sé, pero no podemos arriesgarnos más. Demasiada suerte hemos tenido ya).
—E che facimm'? (¿Y qué vamos a hacer?).
—Ce ne jamm' a La Capital. —Regresaban a La Capital.
—A mani vacant'? (¿Con las manos vacías?).
No pude evitar ver los ojos negros de Mario reluciendo por encima de aquel mostacho. Le dio una pesada calada al cigarro, nervioso, muy nervioso.
—Sicur' ca addò hai acciso e accuat' chill' tarato nisciun 'o trova? (¿Seguro que donde has matado y escondido a ese tarado nadie lo encontrará?) —hablaban de Nano.
—Ni en un millón de años. Che ingenuo, s'è vennut' pe' qualche puttana che capill' russe ca sicuramente nun assaggerà e pe' na pistola (Vaya infeliz, venderse por unas putas pelirrojas que no va a catar y por una pistola) —hablaban de mi amigo—. Está muerto y bien muerto...
Por momentos sentí que los sentidos se me cerraban y que el cuerpo entero se estremecía. Zumbaba sin cesar mi cabeza..., ¡no quería escuchar más!..., ¡era tan triste! Abría la boca inerte tragando a grandes bocanadas mi miedo y mi rabia. Juré venganza sin saber a quién debía ajusticiar. Mi espalda temblaba sobre el respaldo de piedra, como la mano de un anciano, como la mano de mi propia historia.
—Jamm' (Vamos) —dijo por fin Mario.
* * *
Cuando desperté tenía el cuello dolorido y estaba calado hasta los huesos. No había cerrado la portilla del respiradero y se había colado la lluvia por ahí, formándose una pequeña ciénaga a mi alrededor. Aún me duraba el dolor de la noche anterior, y aún más la pena.
Me dirigí casi como un sonámbulo hacia la profundidad del bosque. Grité el nombre de mi amigo hasta la saciedad, buscando por algún rincón de la esperanza una que le trajera con vida de esta pesadilla. No volví a ver, ni a saber más nada de Nano..., nunca más..., desde aquella noche en la que quiso vengarse... Jamás podré olvidar su ingenua existencia.
* * *
Al día siguiente volvió la parca a visitarme.
Nadie recuerda en el pueblo el lugar exacto en el que apareció el cadáver de Paulo, cercado por unos incómodos insectos paseando por su cuerpo. La hojarasca que reinaba por las laderas de esos contornos hacía que todos los rincones que rodeaban el terreno parecieran el mismo sitio. Un vergel de naturaleza pura y húmeda, fresca y siempre viva. En todo caso, el cuerpo fue encontrado por un pastor que trepaba con su rebaño de cabras por una de las abruptas veredas serpenteantes y frondosas.
Ocurrió la víspera de salir de mi escondite en el humilladero.
Escuché el revuelo en la carretera cuando me recuperaba de las heridas del alma, en la negra piedra del borde del camino que iba al humilladero desde el río. Salí a tomar un poco el fresco más allá de la cruz, aprovechando que no llovía ni había trazas en el horizonte de lluvia inminente. Antonio el arriero portaba en los lomos de su mula torda el cuerpo sin vida de Paulo.
Le reconocí aun de lejos y a escondidas, por la extraña calva en forma de fraile, y por los hinchados ojos abiertos e inertes.
Bajé hasta el camino.
Pasó la bestia a mi lado, lenta, con parsimonia.
Me quedé turbado.
6
TRIBUNAL SERENÍSIMO
Quinientas veces me he preguntado cómo fui capaz de aguantar casi una semana sin dormir con la cabeza despejada. Sin las eternas culpas que ahora me atosigan. De todas las impresiones, huellas, o sensaciones que me quedaron grabadas aquella madrugada en la plaza de la iglesia, han desaparecido los olores de mis recuerdos. Permanecen en mi memoria los ruidos de los animalejos, el chapoteo de la lluvia en el suelo, la imagen del reloj del campanario atascado a las cinco y cuarto, incluso el sabor del trozo de cáñamo que masticaba nervioso. Pero han escapado los olores, se han ido, quizá porque este sea el más sincero de todos los sentidos que posee el hombre.
Me senté en uno de los dos bancos de la plaza a esperar, un poco antes de la hora convenida. Quería tener la posibilidad de poder arrepentirme y escapar de mi destino por si acaso la buenaventura me daba un poco de cordura en el último momento. El Francés me producía una confianza insolente, una absurda fe en lo imposible. Estaba hechizado por el misterio.
El Citroën B11 apagó los faros detrás de la iglesia. El motor aún chirriaba, con voz ronca, potente, alzando los rugidos de sus entrañas una vez más antes de callar de golpe. Escuché el portazo nada disimulado; y oí unos pasos. La luz de la luna hacía brillar todo el lugar, el suelo estaba moteado con pequeños charcos cristalinos, las paredes de las casas parecían vestidas de luto penumbroso, y la cojera del Francés tenía el aspecto de un gabán con alma aproximándose a mí, sin rostro ni pena.
—Por lo que veo, has tenido que pasarlo muy mal en estos últimos días. Pareces un muerto viviente. —El Francés avanzaba cabizbajo, con su media sonrisa oculta—. Vamos, tenemos un largo viaje por hacer.
Una vez en el coche me acurruqué en mi asiento. Dentro del vehículo hacía calor. Aunque estaba cansado, demasiado cansado como para dejar de respirar, no conseguía quedarme dormido. Arrancó el motor. Salíamos en silencio, los árboles que acompañaban a los visitantes a lo largo de la entrada al pueblo parecían decirnos adiós. Frente a nosotros la carretera estaba vacía, al igual que lo estaba por detrás. Me preguntaba desde dónde caían los goterones de lluvia que mojaban el asfalto, en el cielo solo se veían estrellas y una luna sonrosada y fanfarrona. Fijé mi vista en la luz pálida de los faros traseros reflejada en el retrovisor.
Nos dirigíamos al sur por la carretera nacional que llevaba a La Capital. Dejamos atrás la vieja pensión La Lola, con los farolillos rojos colgando de las ventanas, señal inequívoca de que enseguida encararíamos el largo camino al pie de las montañas hasta la gran ciudad. El coche parecía deslizarse con la canción aprendida por aquella nube de alquitrán, bajo los gemidos de los abetos del bosque.
Apreté los ojos con fuerza, no podía contenerme. ¡Exploté! ¿Quién era yo para decir que Dios no existía?, pero ¿dónde se encontraba entonces su misericordia? Quería llorar, y rezar, sentir la llaga desgarrar mi culpa. No había cometido ningún crimen pero necesitaba arrepentirme de todos aquellos que me rodeaban, necesitaba sentir el perdón y la caricia de una mano que me consolara. Necesitaba un amigo al que mis lágrimas pudiesen mojar, un regazo enorme, del tamaño de la eternidad, uno que nunca dejara de crecer al lado de mi propia inocencia. Necesitaba un llanto infinito, uno que exculpara las culpas que no tenían en mí su desdicha, que exculpara la ternura que me habían negado los ángeles, que me explicara por qué el amor se había evaporado. Poder llorar era un milagro, llorar por una infancia nueva, por unos padres tolerantes, llorar por unos abuelos, por la sensación de tener una familia..., tener un futuro, un pasado..., un presente. No había conocido la niñez, ni ese candor donde los cuentos eran reposados después de una cena en familia. No tenía nada por lo que rezar, pero en cambio moriría por hacerlo en aquel instante. ¿Qué era lo que estaba pasando?, ¿quién era yo?, ¿quiénes eran ellos?..., ¿dónde estaba mi fe? De un padre se conoce todo, el nombre, su vida, su muerte, sus sonrisas, sus llantos; de un fantasma solo se reconocen los ecos de la nada. Pero ¿qué podía esperar de mí la vida, de un huérfano?; un hombrecillo al que la mala suerte había adoptado. Ni siquiera mi tutor, al que quería como a un padre, ni siquiera él estaba allí, arengándome con sus abrazos. ¿Qué esperaba?
Alcé los ojos y vi las estrellas, y no podía evitar acordarme de Dulce, del calor de su mirada, de esas cochinas miradas que me hacían tan pequeño. Miré a mi izquierda, el Francés conducía callado. Un frío me heló de repente. Cerré los ojos, aún sin mancharlos de llanto, me abandoné en la desesperación del cansancio. ¡Cuánto necesitaba recuperar a mi alma perdida!
* * *
Cuando me desperté lo hice en una cama grandísima, tapado hasta la cintura por una colcha. Estaba limpio y vestía un pijama de dos piezas verde primavera, un poco ridículo para mí. No recordaba cómo había llegado hasta allí. De lo último que podía dar fe era de haber estado sentado en un flamante Citroën B11 al lado de un desconocido al que llamaba el Francés, y en el que había puesto todas mis esperanzas de salvación. Significara eso lo que significara.
Me levanté incómodo. Tenía un hambre atroz, el concierto en mi estómago no era de grillos, sino de chicharras hambrientas. Me asomé a la puerta y pronuncié un tímido «¿Quién hay?». Al poco apareció mi anfitrión.
—¡Hombre!, pensaba que ya no despertarías jamás —bromeó el Francés—. Es un placer tenerte de nuevo en el mundo de los vivos.
—¿Dónde estoy?
—Todo a su debido tiempo, ¿o es que no tienes hambre después de dormir dos días seguidos?
Me toqué la barriga en un acto reflejo. Tontamente. No lograba evitar estar un poco confuso, pero accedí a mostrarme paciente.
—Anda, vístete, encontrarás algo en el ropero.
Bajé las escaleras de aquella enorme casa de olor burgués. Empastes densos y coloreados de óleos sobre finas telas de lino, manchadas con la extendida transparencia de la linaza disuelta, perfilaban una hilera de amarillento papel pintado sobre la pared.
—¡Ven!, ven aquí. —El Francés, sin apartar la mirada del periódico, me ofreció un asiento a su lado. Tostadas, leche, café, churros, magdalenas, queso, miel..., había más de lo que mi modesto estómago podía digerir—. Tendrás un hambre de mil demonios. Come, come hasta reventar si quieres.
—Gracias.
En aquel momento había perdido la noción del tiempo, el transcurrir de los segundos, los minutos, las horas, los días, incluso las semanas..., fuera de mi atroz ingesta caótica no quería saber nada, nada que pudiese privarme de saciar la vorágine de mis más básicos instintos. Reconozco que mi imagen distaría mucho de la que a priori se consideraba de buen gusto en la mesa, aunque poco me importaba. Mis dedos se encuclillaban al alargarse la mano para coger un pedazo de pan, temblaban miedosos, glotones de aguantar el ansia. De esa manera me duraría más el placer de sentirme saciado.
Llené otro vaso con leche. En aquel salón no había muebles, solo nuestra mesa y las dos sillas. En el techo, una sencilla lámpara colgaba de un hilo; y en las ventanas, persianas de plástico no dejaban pasar la luz. Pegué el vaso a mis labios y empecé a beber, gorgoteando la leche a su paso por mi garganta. Respiré holgadamente, dejando a medio morder un trozo de pan en el plato, tratando de recomponerme. Le miré, ya hastiado.
—Mi nombre es Pierre Fabrizio. Digamos que me ocupo de... de investigar cosas perdidas; tampoco necesariamente tienen que ser cosas... —El Francés levantó por fin la mirada del periódico. Encendió un cigarrillo y amagó una sonrisa completa—. ¡No me mires con esos ojos de cordero degollado!... —Tras un suspiro dio una enorme calada, recostándose en la silla, dejando al aire las dos patas delanteras—. Te voy a contar una historia...
En el umbral de mi mirada se podía divisar una alarmada severidad. Dejé de respirar. Esperé su historia de una sola bocanada, temiendo encontrar cualquiera de mis pesadillas entre sus palabras.
—Hace dos años, el 31 de diciembre cayó en martes. Recuerdo de aquel día que caía la nieve a esportones en La Capital. Esa misma tarde, no muy lejos de donde yo vivía, poco antes de la hora del café, a eso de las cinco, un anciano moría en su casa rodeado de sus seres queridos. Esto, a simple vista, no tiene nada de especial. Por esa época del año las muertes por neumonía, o por la gripe, son bastante frecuentes en las personas mayores. Pero esa muerte fue singular, y lo fue porque la vida de este muerto, entre los cientos, o miles de muertos en La Capital de aquel año, no era una vida cualquiera. Don Antonio Grádalo Garcilaso se llamaba. Los que vieron su cadáver bajo la mortaja dicen que tenía el rostro sereno, que se podía ver tranquilidad en sus facciones, paz. Era sorprendente esa serenidad teniendo en cuenta que el maldito difunto había tenido más de un motivo en su existencia del que arrepentirse... En apariencia, don Antonio había sido toda su vida un honrado comerciante, con bodegas, tiendas de comestibles y zapaterías, muy trabajador, presumía de que todas las posesiones que tenía las había conseguido con el sudor de su frente, sin ayuda de nadie. Así lo creía todo el mundo, y así debía ser. Hasta que le llegó la hora... —Pierre, el Francés, remarcó la última palabra—. Ese mismo año, unos seis meses antes de morirse, un hombre joven, con chaqueta azul y pantalón de pana negra, entró en la tienda de comestibles que el buen comerciante tenía frente a la estación proponiéndole un ventajoso e irrechazable negocio: guardar en sus dependencias una cajita a cambio de una buena suma de dinero. Dentro de la misma había una llave, repercusión esta de la que seguramente don Antonio no tenía ni idea... De haberlo sabido, quizá... hubiese disfrutado de una oportunidad para no morir aquella Nochevieja.
La voz del Francés sonó grave. Advertí con sorpresa que mi corazón comenzaba a latir con fuerza, y el miedo a conocer se instalaba en mi médula con la misma pujanza de un llanto apagado. Se me revolvían las tripas, y los kilos de comida que acababa de ingerir se mecían entre el estómago y la garganta.
—Todo esto te sonará muy extraño, te preguntarás qué tiene que ver con lo que te está pasando. Pronto lo entenderás —continuó hablando—. Durante la guerra, don Antonio formaba parte de un grupo de... de alborotadores; peleaba como un rebelde lo debía hacer, con saña y mucha convicción. Decían de él que era un experto a la hora de pronunciar proclamas a favor de los insurgentes, un jaranero de cuidado. De aquella máquina de proferir gritos contaban, incluso, que era más mortífera, como arma, que los panzers alemanes o las bombas de los anarquistas. No te exagero ni un ápice cuando te digo que era un fenómeno para engatusar a su público..., para buscar mártires a una justa causa nacional. Antes de que todo aquello terminara, cuando la destrucción de la guerra ya había dejado todo el país sembrado de cadáveres y mutilados, desgraciados y muertos de hambre, llegó la oportunidad que los buitres habían estado esperando durante toda la contienda con tanta impaciencia, un extenso territorio de miedo y desconcierto donde los que estaban siendo vencidos, los reticentes, y los blandos eran carnaza para sus buches. Don Antonio se ocupó, junto a otros elegidos, de ir haciendo limpieza entre los vecinos de La Capital y alrededores. Crearon el cementerio de la Alegría.
Pierre se detuvo un instante a ver mi reacción y continuó.
—Se formó una especie de batallón de limpieza al que llamaron la Innombrable. Un batallón que se encargaba de dar el paseo oportuno a los condenados a muerte por don Antonio, el juez del Tribunal Serenísimo. Hasta el último de sus actos fue fiel a su propia causa e interés, teniendo en sus manos la muerte de todos aquellos que veía como posibles vetos a su tribunal, cualesquiera que fueran su lugar de procedencia, condición o ideología; se ganó el sobrenombre de Señoría de la Muerte. El cementerio de la Alegría era el lugar donde llevaban a los condenados para ajusticiarlos, un antiguo colegio a las afueras. La mayoría de los penados eran perdedores de la guerra, republicanos a los que la suerte había abandonado, rojos confesos o no, daba igual las justificaciones que pudieran traer en su defensa: si el tribunal o don Antonio los declaraban culpables nada podían hacer para librarse de una muerte casi segura. El mapa político de aquellos momentos era lo más parecido a un patatal enorme de mierda abonado de sospechas, miedos y recelos. Durante una década, que abarcó también unos años después de la guerra, las calles de La Capital estuvieron gobernadas por el imperio del terror que aquella escoria había sembrado. El tiempo pasó y las cosas empezaron a cambiar. El estado estableció sus propios tribunales y aquellos aparentes juzgados, como el Tribunal Serenísimo, fueron disueltos y relegados al olvido. Habían cumplido su cometido..., desde luego de una manera muy poco escrupulosa, aunque ellos siempre sostuvieron que la situación lo requirió.
Busqué algo con lo que poder contener el nerviosismo. Saqué un pañuelo de mi bolsillo y me enjugué la frente despacio: el sudor goteaba frío.
—Don Antonio terminaría siendo para la mayoría de la gente un vencedor más que se aprovechó de las circunstancias, y de esa manera destacar y enriquecerse a costa de las desgracias de la guerra. Uno más del montón que supo desvincularse de las atrocidades que se cometieron. Aunque suene paradójico, en cierta manera estaba en su derecho de pasar desapercibido, ya que solo fue un oportunista en un momento oportuno —admitió el Francés—. Puedo hablar de cosas que no vi, pero... es mucho más creíble escuchárselas a quien las ha padecido en sus carnes... Lee en voz alta...
Me pasó unos papeles ajados, viejos, amarillentos y con olor a amoniaco. Le miré sorprendido y me instigó a leerlo con un leve coscorrón en la cabeza.
Nunca podré dejar de creer en Dios. Tampoco podré jamás dejar de creer en el Amor. Aunque sé que la verdad se esconde detrás de cada persona, yo tengo mi propia hipótesis acerca del sentido de la vida. Pienso que todos tenemos una misión que cumplir en el mundo, y la mía es contar lo que he vivido, lo que he sufrido, en aquellos días del cementerio de la Alegría. La mía también es devolver todo aquello que me llevé, ahora que la muerte está tan cerca de mí [hice una pequeña pausa y enarqué las cejas]. Para comprender el horror primero hay que saber qué es lo que ocurrió antes. Yo me he considerado toda mi vida un poeta, una persona que ha caminado por el sendero de los versos, que ha querido descubrir la belleza incluso en los momentos más duros e ingratos del ser humano. Estaba equivocado. Para ser poeta no solo hay que creérselo, también hay que serlo.
El corazón se me encogió, tragué saliva.
—¿Es... es... es de mi... de mi padre?
—Lee.
Para ser... para ser poeta no solo hay que creérselo, también hay que serlo [continué leyendo]. Yo viví la guerra dando tumbos, de un lado para otro, sin arte ni concierto, viví el dolor como algo lejano y burdo, muy distante a mí. Llegué al país procedente de Sicilia, buscando una aventura que hiciese hervir mi sangre y me diese toda la inspiración que la guerra y el odio pueden dar. Retraté con mis versos amor, esperanza, desesperanza, ruina, miseria, pavor, muerte... Cuando ya terminó la guerra, me encontré con la disyuntiva de caer prisionero o ser verdugo, el Tribunal Serenísimo me juzgó por desidia y mi condena fue a muerte, un paseo por el Colegio... Por aquel entonces aún era el Colegio. Yo les rogué piedad, les imploré piedad... Don Antonio se apiadó de mí, y me perdonó la vida, pero a un precio alto, muy alto. Me convertí en poco tiempo en su sombra, en el lugarteniente de sus fechorías. Cuando alguien debía desaparecer sin ningún tipo de vestigio, sin huella que pudiese ser rastreada, era yo quien lo hacía. Tenía un don especial para pasar desapercibido, y eso me ayudaba a la hora de eliminar rastros..., o vidas. Entre los que formábamos el Tribunal Serenísimo, desde que describí a los enemigos de la patria en una proclama que redacté para don Antonio en las primeras elecciones a alcalde que se presentó, como «alegres muertos que poblaban la vieja patria con su sangre infectada de masonería y comunismo...», el Colegio pasó a llamarse el cementerio de la Alegría. Ahora me avergüenzo de recordar, pero se lo debo a ellos..., a los muertos. Aquel sitio, además del juzgado, la cárcel y el cadalso, era una enorme fosa común de cientos de inocentes anónimos que yacen olvidados a unos míseros cincuenta metros de la puerta [volví a tragar saliva]. Al entrar allí los condenados con más suerte, los que no eran fusilados en el acto, se les afeitaba la cabeza, y a veces todo el cuerpo. Se oían gritos de gente a la que las tijeras poco afiladas le seccionaban parte de la oreja, o trozos de piel. A algunas mujeres que tenían la sentencia de muerte, las que eran bonitas, o tenían un cuerpo apetecible, se las llevaba a una habitación distante para abusar de ellas una y otra vez antes de fusilarlas. Los pobres desgraciados que esperaban su hora rezaban para que fuesen ellos los próximos en ser eliminados, librándose de esa manera del inútil sufrimiento de la espera. La vida en el calabozo se reducía al patio y a las aulas..., ahora celdas. No se podía hablar en voz baja, cuchichear, ni juntarse más de tres personas a la vez. Había solo una comida, la justa para sobrevivir sin pensar en otra cosa más que en morirse. En poco tiempo todos tenían el mismo aspecto desnutrido y cansado. En verano presos morían, en otoño presos morían, en invierno presos morían...
Pierre me interrumpió con un gruñido.
—Sáltate esas hojas. —Me quitó varias páginas de la mano señalándome el principio de un párrafo—. Lee a partir de aquí..., lo demás no tiene importancia. Después, si quieres, le echas un vistazo a todo, pero ahora lee a partir de aquí...
—De acuerdo —retomé la lectura en el punto donde me dijo.
No podía seguir con todo esto. Durante un tiempo me dediqué a recoger el mayor tesoro posible para las víctimas, y para sus familias. Ya es mío, y está guardado en un lugar seguro, infranqueable y eterno. Cuando yo muera, que será pronto, quiero estar en paz con Dios y con mis víctimas, por ello le pido, padre, que vele por mi hijo y, cuando sea mayor y tenga la suficiente madurez, le entregue el tesoro que le confiero para que sea él quien lo done a las víctimas de mi vergüenza.
Yo sostenía entre mis manos los papeles ajados, viejos, amarillentos y con olor a amoniaco, releyendo las últimas frases con la cabeza inclinada. Sentía nostalgia como no la he tenido jamás, pero no quería que Pierre me viese con los ojos hundidos en la melancolía, y permanecía inmóvil con la luz de la lámpara oscilando por encima de mi cabeza. Tenía mil preguntas y no era capaz de saber cuáles eran. El Francés pareció adivinar lo que me pasaba.
—Don Antonio murió de un disparo en la nuca. Al igual que los otros que recibieron la llave. —Me miró con cierta sorna en sus gestos—. Tu padre me salvó la vida una vez, en Italia, cuando éramos unos niños. Yo caí en un río y la corriente me arrastraba hacia la desembocadura del mismo; él agarró una rama y se metió hasta la cintura en el agua, arriesgando su propia vida y dispuesto a salvarme. Consiguió sacarme sano y salvo... —el Francés carraspeó durante unos segundos, dudaba entre decírmelo o no—. Tu padre no siempre fue un mal chico..., la guerra es atroz, puede volver rancia la leche más pura... Él siempre acostumbraba a decir que la esperanza es lo único que pierde el ser humano porque es lo único que posee. No le juzgues, no sería justo.
No tenía intención de hacerlo jamás, pero aquellas palabras solo me causaron un leve rasguño en comparación con lo que me dijo a continuación.
—Tu padre acostumbraba a asesinar, ejecutar... de esa manera. Les hacía llegar una llave dentro de una cajita por mediación de un emisario..., un infeliz que no sabía nada. Les pagaba grandes sumas de dinero a sus víctimas para que la guardaran en su casa, en su negocio, o en su almacén, hasta que el día menos pensado mandaba al emisario a por ella. Aquello quería decir que había decidido terminar con la vida del desdichado. Era una manera de poetizar el asesinato, de darle su toque poético. Él siempre canturreaba esta canción: «Dentro de la cajita / se encuentra la llave, / dentro de la cajita / se encuentra la llave. / Guárdala segura / que con oro yo te pago, / guárdala segura / que tu vida yo me traigo».
En aquel momento tenía la sensación de que Pierre estaba a punto de vomitar. Sus facciones se encogieron hasta hacer de sus ojos dos diminutos puntos informes en el centro de la cara. Yo escuchaba en silencio, con mis manos cruzadas sobre la mesa. Asentí como queriendo participar de sus pensamientos y el Francés continuó hablando.
—Tu padre murió ocho años antes de que asesinaran a don Antonio, es obvio que él no fue quien lo mató, y también es obvio que no fue quien mató a los demás que murieron después.
—¿A los demás? —pregunté hipócritamente, pues recordaba lo que había escuchado en boca del sacristán sobre los demás asesinatos ocurridos en La Capital.
—Por lo menos tres asesinatos más —dijo—. Y todos en este mismo mes, y aquí, en La Capital...
—¿Y Paulo?
—¿Paulo?... ¿El emisario? —Rio insolentemente durante un buen rato. Cuando quiso calló, y siguió hablando—. ¿Recuerdas que te dije que no volverías a verlo?
—¡Lo mataste! —Me levanté dando un salto de mi silla.
—¡Vuelve a sentarte! —me ordenó—. Ese pobre infeliz no tendría que haber muerto, le seguía la pista desde hacía unos meses, antes de que llegara a tu pueblo y os involucrara. Decidí jugármela y apresarlo. Se hospedaba en la pensión La Lola y esperé a que saliera a tomar el fresco por los alrededores la misma madrugada que te dejé en tu casa después de que te salvara de aquellos dos. Se me fue la mano, aunque creo que decía la verdad y no sabía nada. Intenté durante un día y medio sonsacarle quién era el que le pagaba a él por hacer de emisario. Hay alguien por ahí que mata como lo hacía tu padre, y yo quería saber quién era.
—¿Y los dos que asesinaron al padre Benito y al pobre Nano?
—No, ellos no son. Hasta la fecha en que el cura Benito me dio la carta que has leído de tu padre, hacía más de cinco años que no los veía. La última vez fue en un banco de la iglesia, justo el mismo día en el que el sacerdote fue freído y mordido como un animal.
—Entonces ¿quiénes son?, ¿trabajan para alguien? —exclamé.
—Todo a su debido tiempo..., no tengas impaciencia por conocer demasiado... Son cazatesoros, buscavidas, canallas, maleantes, chulos, la peor escoria de todo el país. Trabajan a sueldo para alguien muy despreciable, o quizá lo hagan por miedo, pero de una cosa sí que me hago cargo, no dudaría ni un solo segundo en rebanarles el pescuezo si los tuviera delante.
Me dije que lo próximo que me contaría Pierre era algo relacionado con mi tutor. Acerté muy a mi pesar.
—¿Tito Donabella ha huido dejándote solo? No es muy valiente por su parte teniendo en cuenta que él sabe lo mismo que tú ahora. Tu padre y él eran inseparables, compartieron correrías desde siempre, siempre juntos. Él, en su medida, fue otro aprovechado de la guerra. Se hizo con el negocio de un joyero que acabó con sus huesos en el cementerio de la Alegría instigado por tu padre y como pago por adelantado por cuidarte a ti y a tu madre. Ambos se enamoraron de la misma mujer, aunque al final ninguno de ellos pudo amarla de verdad. ¿A que eso no te lo contó? —volvió a enseñarme su media sonrisa—. No sé dónde puede estar en estos momentos ese cobarde.
Permanecí callado, no sé por cuánto tiempo, junto a Pierre, esperando poder pensar con claridad. Con un leve susurro mis pensamientos se escapaban de mi cuerpo, bañando toda mi inquietud de un rescoldo que ya estaba ardiendo desde hacía demasiado tiempo.
—Y tú, ¿quién eres tú, y qué ganas con todo esto?
Mi pregunta le cogió por sorpresa.
—Mi nombre es Pierre Fabrizio. Digamos que me encargo de investigar cosas perdidas... —El Francés se repuso de la sorpresa repitiendo la misma perorata que dijo anteriormente, aunque esta vez la envolvió en un mar de carcajadas—. Tu padre nunca fue un mal negociante. Hizo lo suficiente por mí como para asegurarse de que tú consiguieras salir vivo e indemne de cualquier adversidad que surgiera cuando el cura Benito decidiera que el hijito del poeta estaba preparado para recibir el tesoro que su padre con tanto sudor había conseguido —hablaba con un marcado tono sarcástico—. Lo único que saco de todo esto es pagar de una vez mi deuda con un muerto.
El rumor en mi conciencia cobraba la forma de esas falsas nuevas que los locos radian en su cabeza. Temía desfallecer si seguía ronroneando ese rumor. Empecé a sentir que la mala suerte no era sino una fatigosa compañera que no me abandonaría jamás. Estaba cansado. Muy cansado otra vez.
—¿Y qué vamos a hacer? —pregunté, casi sin emitir sonido.
—Pagar mi deuda con tu padre..., y la suya con su hijo. Encontraremos ese maldito tesoro... —suspiró—. Ya te he dicho que me dedico a buscar cosas perdidas.
7
INTUICIÓN
Entre los varios edificios que vi aquella tarde en mi primer paseo por La Capital existe uno en particular que nunca ha dejado de merodear por mis recuerdos: el asilo de San Gabriel. Un ancho portal vetusto y señorial, con todo el enlucimiento desconchado por la humedad y la suciedad de la ciudad, dejaba entrever una pared desnuda y agrietada a un lado y otro del gran pasillo que conducía al patio de la entradita. Un mal empedrado llevaba a los menesterosos hasta el corazón mismo de la residencia, por mitad de un jardín atiborrado de jarrones y botijos enormes. El Francés y yo observábamos callados, en mitad de aquel huerto de polvorientos cascotes de barro y cerámica, el enrejado que cortaba el paso a los que venían de visita al hogar del necesitado. La raquítica masa informe de hierros y alambres espinosos de color canela quería, más que podía, dar la sensación de austeridad y decoro que la caridad acostumbraba a proveer en sitios como aquel. Un angelito con forma de rechoncho trompetista se alzaba por encima de las roscas del arco que adornaba la entrada, produciendo un extraño mareo en quienes lo contemplaban desde debajo de las tejas, en los alféizares de las ventanas del corral. La barriguita del querubín parecía sustentarse en el aire, con los pies carcomidos por la roña, sosteniendo al mismo tiempo vértigo y trompeta.
Un hombre mayor, de unos setenta años, apareció de súbito delante de nosotros, al otro lado de la reja y portando en su mano derecha un manojo de llaves. Al abrir el candado y descorrer el cerrojo, nos habló mirándonos con cara de pocos amigos, con desgana.
—A vosotros no creo que os falte la comida ni el acomodo —endureció aún más su mirada—. ¡Qué queréis!
—Venimos a ver a Saturnino —dijo el Francés, con visible incomodidad.
El anciano arrugó los ojos mostrando unas verrugas que se ceñían por el borde de sus sienes. Volvió a cerrar con llave y, sin decir palabra, se marchó hacia el interior del edificio. Al poco le acompañaba otro anciano con un pelo cano como la nieve y largo como la crin de los potros andaluces.
—Disculpen tanto celo en guardar la entrada de este lugar, pero debemos ocuparnos de que nadie entre si no es invitado y, por supuesto, de que ninguna de las almas descarriladas de dentro salga a la calle sin un permiso que lo justifique.
Miré un momento al Francés antes de que este dijera con una voz autoritaria, grave y pausada quiénes éramos y a quién buscábamos, sus manos estaban cerradas y prietas, y sus músculos tensos y en guardia.
—Yo soy Pierre Fabrizio, y este es el hijo del... del «asalariado» de don Antonio, el italiano, el poeta. Buscamos a Saturnino, ¿es usted?
En el umbral del asilo, Saturnino meneaba la cabeza en señal de afirmación, lentamente. Nos miraba con cierto gesto severo.
—Pasemos dentro —dijo por fin—, estaremos más cómodos al abrigo de la leña, hoy aún hace frío.
Entramos en una sala enorme, repleta de altas sillas de madera y sillones de dudoso gusto. Nos sentamos debajo de una oxidada lámpara en forma de araña a la cual le faltaban tantos cristales como muelas al tal Saturnino. El anciano era tan alto como el Francés, vestía un raro poncho de lana verde que le llegaba muy por debajo de las rodillas. Su tez curtida y rugosa ocultaba un cráneo redondo, achatado y pequeño, que otorgaba al resto de su cuerpo una inusual armonía.
—Siéntense, por favor. —Saturnino nos arrimó a cada uno de nosotros una silla a la chimenea. Con un solo movimiento de sus cejas indicó al otro anciano que se acercara—. Mi buen amigo Rodrigo nos servirá, antes de irse a atender sus obligaciones, una copita de moscatel de Chipiona con lo que endulzar esta tarde tan desapacible. Es néctar de los dioses.
Mientras el viejo portero refunfuñón nos servía la copa, el Francés inspiraba con ansiedad todo el aire cálido que vagaba por la habitación. Se levantó del asiento y esperó, para empezar a hablar, a que se marchara el anciano una vez servido el licor y cerrada la puerta del salón.
—Saturnino..., nuestra visita no es de cortesía, como creo que ya ha intuido. Estamos aquí para matarle si no nos convence de lo contrario.
Mi corazón dio un vuelco, hasta ese momento no tenía ni la más remota idea de qué hacíamos en aquel lugar. El Francés solo me había dicho, minutos después de una larga siesta, que iríamos a ver a un individuo que nos aclararía muchas cosas acerca de los últimos años de la vida de mi padre antes de enfermar y antes de irse huido a Francia. No esperaba esas palabras en boca de Pierre. Las paredes ahumadas y el techo corvado, la ventana carcomida y un abrumador silencio, todo aquello parecía, desde mis ojos, el decorado burlesco de una mala obra de teatro.
Saturnino nos miraba desde lejos, con la vista arrinconada contra mi conciencia, de un modo hostil, como si esperara en mí una salida que le condujera a ninguna parte. Se quitó el poncho, dejando ver un manojo de huesos bajo su enclenque y desteñida silueta.
—Ustedes dirán —dijo tragando saliva no más de cinco o seis veces—. Si algo hay en este mundo que yo pueda hacer para salvar tan despreciable vida, lo haré.
El Francés me sonrió. Aquella sonrisa he de reconocer que me supo a poder. Me sentí transportado a la más sucia de las verdades del ser humano. Ver cómo el miedo transpiraba a través de un cuerpo era una sensación que ahora me acongoja pero que en aquel momento me hizo sentir poderoso.
—Verá, lo que queremos es muy sencillo. Nos debe responder, y hacerlo bien, a una sola pregunta. —El Francés, con las manos a la altura de las rodillas, se separó un instante de la chimenea para mirar al anciano directamente a los ojos—. ¿Qué es lo que sabe sobre el tesoro del poeta?
Saturnino me suplicaba con la vista. Estaba tremendamente pálido.
—¿El tesoro del poeta?
—No empieza bien, Saturnino... —dijo Pierre mirándole por encima de mi cabeza—. Piense, seguro que recuerda alguna cosa. Fueron muchos años trabajando juntos, ¿verdad?
—¿Qué tesoro, por el amor de Dios? —El anciano estuvo a punto de echarse a reír en la cara del Francés—. ¡No sé nada de ningún tesoro!, ¡es absurdo!
El Francés continuó mirando a Saturnino con la misma expresión. Sus labios dibujaban una mueca de sórdida benevolencia. Cruzó las manos sobre su abdomen y dejó escapar un resoplido de impaciencia.
—¡Mire!..., haremos una cosa... Tómese otra copa de este mejunje tan rico..., yo haré lo propio con ese otro que tiene ahí... —Agarró con una mano una botella medio vacía de whisky que había encima de un mueble desquebrajado, y con la otra el vino dulce—. Bebamos a la salud de los muertos y de los que aún están vivos.
Saturnino empezó a sudar. El Francés se puso frente a él, llenándole de miedo con sus ojos, antes de poner más moscatel en su vaso. Yo no sabía qué hacer. Me emborrachaba poco a poco con la indecencia de sentirme poderoso, de sentir cómo el anciano, cada vez más, se doblegaba a la voluntad del Francés.
—Creo que no... no le he entendido bien, ¿ha dicho el tesoro? —preguntó Saturnino con el corazón en un puño.
El Francés sonrió de nuevo.
—Bueno..., nunca creí que realmente el poeta hablara en serio, y mucho menos... mucho menos que lo consiguiera..., no sé nada de ese tesoro, ni dónde está, ni qué o cuánto es, nada..., no sé nada. —Saturnino soltó una risita nerviosa—. Siempre hablaba de cambiar de vida, de volverse honrado..., honrado como lo entiende cualquier persona normal. Coger a su hijo y llevárselo a Italia con él, casarse de nuevo, tener más niños y vivir de su trabajo..., como cualquier persona normal. Pero eso, por mucho que lo desease, jamás hubiera ocurrido. En sus entrañas estaba el odio arraigado, y demasiado sosegado. Él mataba porque sentía la necesidad de hacerlo, creía que le pertenecía ese derecho, y que le provenía del mismísimo Dios, como un arma..., como un arma divina. No podría haber dejado de matar... nunca. Era despiadado, cruel, se recreaba en el miedo.
Con toda la confusión que tenía, el moscatel me hacía el efecto de un potente guantazo. Veía encima de mi cabeza un cielo encrespado y violento, repleto de marañas y maldad. Aparté la vista de Saturnino, donde la tenía clavada, apreté los dientes y le solté una sonora bofetada. El anciano me miró un instante, sorprendido, una gota de sangre se deslizaba por su barbilla. El Francés rio.
—¡Es mi padre! —protesté—. ¡No hable de él como si fuera un demonio!
El murmullo de unos pasos nos puso alerta. El anciano hincó los codos en el reposabrazos de su asiento y esperó a que el débil rumor se alejara para continuar hablando.
—Es cierto que en el último año que estuvo en La Capital, antes de irse a Francia, se obsesionó con la idea de un tesoro, pero nunca le hice caso. Por aquel entonces ya no estaba muy bien, deliraba con demasiada frecuencia. Las fiebres le atacaban continuamente y era especialmente peligroso cuando se le llevaba la contraria. El hecho —continuó diciendo— es que nunca tuvo un amigo de verdad al que contarle sus confidencias, a excepción del cura al que dejó al cuidado de su mujer encinta cuando se marchó. Yo no sé nada.
Volvieron los susurros de detrás de la puerta. El sonido de un hielo tambaleándose nervioso en el vaso agitado del Francés y el trinar de un pájaro recostado en su jaula de oropel se perdían entre nuestro incómodo silencio y las calladas miradas. Eran ojos ciegos los que observaban, todo lo que estaba pasando me parecía irreal; encontrarme con la verdad de frente era terrible, terrible y natural al mismo tiempo.
Cuando el murmullo de las voces se apagó, el hielo ya no tambaleaba. El pájaro calló súbitamente, respondiendo al tenso y oscuro sigilo que el miedo del anciano dejaba notar.
—Saturnino...
—¿Sí? —Las manos del anciano temblaban.
—Suena todo demasiado confuso..., ¿lejano? —comentó el Francés en un tono abúlico.
—En efecto. Es posible. Es que hace mucho tiempo de aquello...
—Está diciéndonos que no sabe nada de un tesoro, ¿es eso?
—Sí. Justo eso.
—¿Es usted creyente?
Quizá me sorprendiese yo más que Saturnino por la pregunta que le hizo el Francés. El desasosiego era ya inevitablemente una comparsa mucho más agradable que aquellos ojos turbados con los que Pierre miraba. Nos levantamos todos a una vez de donde estábamos, dejamos al unísono las copas encima del mueble destartalado y nos acercamos al mismo paso hasta la puerta del salón.
—Sí..., claro que soy creyente —contestó por fin Saturnino—. ¿Por qué lo pregunta?
—Le vendrá bien saber rezar por si acaso nos ha mentido. Nunca se sabe.
La puerta la cerramos violentamente, pero antes Pierre vislumbró el interior de la enorme sala con chimenea; Saturnino parecía ser un triste adorno más de la habitación, un tieso maniquí envuelto en arrugas de amargadas muecas. Nos fuimos del asilo.
—¿Nada de nada? —le pregunté sorprendido.
—Nada de nada —me contestó el Francés.
—Pero... ¿entonces?
—Intuición.
—¿Intuición?
Me miró divertido.
—Eso he dicho. Intuición. Quién sabe si existe en nuestro ser algún tipo de conocimiento que nos guía sin darnos cuenta.
Anduvimos todavía un buen trecho desde la última parada del tranvía. Los azules del cielo desentonaban con el ocre de las calles ensuciadas por el humo de los automóviles. Estaba muy excitado, la ignorancia siempre ha sido para mí un café cargado y muy espeso.
—Entre los pocos documentos que tengo de tu padre encontré una carta en la que le daba las gracias a un tal Saturnino por todo lo que había hecho por él. Por el tiempo que habían estado juntos. Cinco o seis líneas. Creo que nunca llegó a mandársela. Estaba dentro de un sobre con la dirección de ese asilo. No tenía nada más. Nada de nada.
—¿Y por qué no me lo dijiste antes?
—Muchacho —me dijo señalando al otro lado de la calle—, tus ojos no saben mentir todavía. Todo un problema si ese tal Saturnino hubiese sido un tipo peligroso, ¿no crees?
Cruzamos la calle. Entramos en el café de un lujoso hotel, la fachada estaba revestida de un mármol blanco e impoluto. Una fabulosa alfombra de seda roja daba la bienvenida, y un botones, ataviado con un diminuto gorro verdinegro, abría, condescendiente, la puerta del establecimiento a los clientes.
Nunca había estado en un local tan elegante ni distinguido. Parecía el lugar ideal para recibir a miembros de la realeza o jefes de Estado en el más alto nivel de excelencia posible. Nos dirigimos al fondo de la sala, justo al lado de un pequeño mueble de fina madera con incrustaciones de nácar y pedrería. Nos sentamos, cada uno en una butaca. El Francés encendió un cigarrillo.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté con sarcasmo, después de un ataque de tos producido por el humo del tabaco—. ¿O es que no me quieres decir la verdad porque tienes miedo a que mis ojos nos delaten? ¿O quizá es la intuición la que nos trae aquí?
Sin levantar una ceja, el Francés negó con la cabeza, alzando la mano para hacerse notar entre toda la gente sentada. Un pálido hombrecillo de nariz aguileña y ojos estrechos se acercó cabizbajo en cuanto nos vio, con la gorra entre las manos.
—Conde Salzillo. —El Francés se inclinó respetuosamente ante aquella figura desgarbada y maloliente—. Déjeme que le presente a mi buen amigo, Adiel.
Yo miré sorprendido a aquel haraposo al que Pierre trataba con tanta finura. Del interior de sus orejas salían pelos en forma de púas blanquecinas y puntiagudas, su frente tenía la marca del sudor churreteada al borde de su entrecejo. Lo que más raro me parecía era que no le hubiesen prohibido la entrada al café. El supuesto conde estaba absorto en la admiración que le producía, al parecer, una moneda que el Francés le enseñaba.
—Conde Salzillo —saludé tímidamente, sintiéndome ignorado por completo, antes de volverme a sentar.
El Francés acomodó al conde justo al lado suyo, en una butaca algo más pequeña que la nuestra.
—Su excelencia tiene un exquisito gusto por el arte —me dijo Pierre con la moneda sobre su mano extendida, en la misma cara del conde—. No todo el mundo es capaz de reconocer una verdadera antigüedad, una reliquia. Para mí todas las monedas son iguales, pero para un entendido como el conde, querido Adiel, este trozo de metal es muy valioso, valiosísimo. ¿Verdad, excelencia?
—Sí —dijo el conde Salzillo con un leve movimiento de cabeza.
—Sería una pena que se perdiera por cualquier sitio —dijo el Francés—. ¿No sería más justo, su excelencia, que este vestigio de la humanidad estuviese en manos de alguien verdaderamente capaz de admirarlo, salvaguardarlo y preservarlo para siempre? ¿Alguien de la capacidad de su excelencia?
Yo no alcanzaba a entender nada. El camarero acababa de traernos unos cafés y unos pasteles de nata con naranja escarchada. El tal conde Salzillo parecía sacado de un manicomio. Su figura se asemejaba más a la de un afilador, frente a la piedra de molar en su taller, arrodillado, con el sudor gateando entre los pocos pelos de su cabeza, encorvado, haciendo la fuerza necesaria para vaciar los filos de las cuchillas, que a la de un noble.
—La moneda es un presente para su excelencia..., para su excelencia. —El Francés cerró el puño y se guardó la moneda en el bolsillo de su chaqueta—. Pero antes debe decirme si hizo su excelencia lo que le pedí. Solo por curiosidad.
El conde se quedó arrodillado, absorto y con la mirada fija en donde ya no había nada. Los sudores que le caían del cachete parecían lágrimas. Se recostó impaciente sobre su butaca y pareció recobrar la dignidad. Bruscamente.
—Fui a la estación, tal como me dijiste. Allí me postré en la esquina, tal como me dijiste. Miré hacia delante, tal como me dijiste. A la casa negra, tal como me dijiste. Y miré. Miré mucho, tal como me dijiste. Todo ayer, todo anteayer, todo el día, tal como me dijiste. Solo ha ido alguien hoy. Lo apunté en mi cabeza, tal como me dijiste. Era un anciano, de pelo muy largo, muy muy largo. El pelo blanco. Delgado. Con jersey de lana muy ancho. Le seguí, tal como me dijiste. Entró en el asilo de San Gabriel. Allí entró. Después vine aquí, tal como me dijiste. A la hora que me dijiste. Ahora, tal como me dijiste.
El Francés y yo nos miramos.
—¿Qué es mejor: un buen corazón, una buena fortuna, o una buena amante? —preguntó por sorpresa el conde Salzillo.
—Una buena amante, supongo, excelencia —contestó el Francés en tono de burla.
—Ninguna de las tres cosas. Lo mejor que hay es saber que no hay nada mejor que nada.
El Francés no puso impedimento a que el hombrecillo le metiera la mano en el bolsillo y se llevara entre sus dedos la moneda que tanto ansiaba. Tras una pausa que pareció afectar al bullicio del café, el conde hizo una exagerada reverencia, que tanto Pierre como yo le devolvimos, saliendo del local al cabo de un segundo.
Cuando le perdimos de vista, el Francés se sentó de nuevo en su butaca, volvió a encender otro cigarrillo y cerró durante un momento los ojos. Una parte de mí mismo quería hablar y hablar, entender y entender; pero otra, seguramente la más cuerda, lo único que pretendía era acomodarse en una cama achaparrada y cálida para dormir, todo lo necesario, hasta despertar de esta pesadilla.
—Realmente es un conde. Su familia le repudió hace muchos años, cuando aún era un niño. Según parece, sufrió una enfermedad que le hizo perder la cordura, y mucho más que eso —me explicó Pierre mientras saboreaba su pitillo—. Este hotel, y la cafetería, son de sus hermanos.
A pesar de la brusquedad con que hablaba, no dejaba de sorprenderme la naturalidad con la que conseguía despistarme.
—Pero, pero...
—A él le encanta creerse un caballero, un mecenas, un experto en numismática, un lince en los negocios. Le dije que tenía una moneda valiosísima y que si la quería debía espiar para mí.
—¿Espiar?
—Espiar a nuestros enemigos.
De la puerta de entrada empezaron a llegar voces que anunciaban que la hora de la merienda estaba en su punto álgido. Hubo incluso empujones para alcanzar alguna de las mesas más cercanas al zaguán, las únicas que quedaban libres. Alcé la voz lo máximo que pude.
—¿Los que mataron a Nano y al cura? ¿A esos tenía que espiar? —pregunté.
—Sí. Y ya ves cuál ha sido el resultado, tenemos a Saturnino en el otro bando. Mañana le haremos una visita para cerciorarnos de que realmente sabe rezar.
El Francés apagó el cigarro y depositó un billete encima de la mesa. Salimos a la calle. Mientras caminábamos en busca del tranvía, la imagen del conde Salzillo hizo que me acordara de Nano, en su tontura inocente, y en cómo era de peligrosa la verdadera bobería. Me embargó una sensación de destemplanza: sentía que en el mismo momento en el que mi triste amigo aceptó el infortunio, se estuvo gestando su propia muerte. Creía que jamás persona tan noble había sido engañada más vilmente, con maniobras tan traicioneras. Era incapaz de abrigar en mi alma rencor alguno contra él. Decidí no pensar en ello. Decidí agarrar la cobardía por los pelos y obstinarme en encontrar la manera de salir airoso de todo, de vivir en paz de una vez por todas.
—Pierre.
—¿Sí?
—¿Era muy valiosa la moneda que le has dado al conde?
—¿Valiosa?
Ni un solo remordimiento en su media sonrisa.
—Cincuenta céntimos. Acuñada hace un par de años. Nada valiosa; pero para él una antigualla de muchos quilates.
8
DETRÁS DEL VENTANAL
Era miércoles por la mañana, día de mercadillo en aquella parte de la ciudad. Tradicionalmente, según me contaron, en el antiguo emplazamiento de los puestos, varias manzanas al oeste de donde estaba ahora el ayuntamiento, la gente se abarrotaba en las estrechas calles que desembocaban en la plaza mayor. Por eso gran parte del comercio se trasladó a la zona más moderna de La Capital, impidiendo que ese bochorno de compradores se apiñasen todos juntos, revueltos, al abrigo de los olores de las churrerías y los tenderetes de café y chocolate. Bajé hasta un extremo del bullicioso mercado a comprar algo para desayunar, el tiempo estaba destemplado y me apetecía dar un largo paseo entre la lluvia deleznable y mis propios pensamientos. Caminaba entre charcos, aún enanos y limpios, bajo la tenue sonrisa de un sol que apenas salpicaba rayos a un bellísimo y radiante arcoíris. Lo presentía. Detrás de mis pasos una silueta se escondía en cada una de las huellas que iba dejando tras de mí. Me golpeaba una fina y fría lluvia en la espalda, pero eso no impedía que tuviese la extraña sensación de que alguien me estaba observando.
Aceleré la marcha al adentrarme en los recovecos de la ciudad. Callejuelas pensadas para ahuyentar las crecidas del agua en los días en los que la tormenta se cebaba con el pavimento. Me dirigía a todo el centro del meollo, al mismo sitio en el cual el día anterior había visto una pastelería. He de reconocer que no me esperaba el tufo de toda la gente remojada y asqueada, dando sacudidas a diestro y siniestro, buscando una terraza cubierta donde pasar el chaparrón. Giré tímidamente la cabeza hacia atrás, justo donde pensaba que encontraría dos puñales oteándome ávidos y con maldad. En mitad de la calle solo había una persona, mirando fijamente hacia donde yo estaba. Tenía medio cuerpo cubierto con una chaqueta de paño verde. Estaba inmóvil, como un árbol. Una cortina de agua y unos portentosos truenos arrancaron más de una exclamación a los tenderos que se afanaban en desmontar sus lonas y sus puestos al aire libre. Carreras, carreras, carreras.
Me agaché solo un momento, a hacerme un dobladillo en los pantalones. Cuando me levanté, aquel hombre ya no estaba allí. Había desaparecido, al igual que mi sensación.
Antes de ir al asilo de San Gabriel pasamos por la cocina de un cutre bar del centro, uno de los lugares más sucios y repugnantes que recuerdo haber visto en mi vida. Una gran chimenea, grasienta, situada en la pared más alejada de la puerta de atrás del local, ardía con tablones de pino reseco y pintados de verde, seguramente restos de algunas ventanas o muebles. Tres cocineros bañados en mugre y sudor troceaban carne en un mostrador de mármol. El cuerpo de un carnero colgaba de un gancho, al lado de la portilla de una despensa, con las tripas aún sangrantes y llenas de comida en descomposición y moscas hambrientas. Yo miraba asqueado a mi alrededor desde el quicio de una ventanilla de ventilación al lado de un aseo maloliente. El Francés se coló entre los cocineros. Agarró un trozo de zanahoria y empezó a mordisquearla.
—¡Tortosa! —dijo—, ¿nunca te lavas las manos después de mear? ¡Esta maldita zanahoria huele a meados!
Uno de los cocineros se volvió hacia el Francés y pensó durante unos instantes antes de responder.
—Pues la verdad es que no lo sé —dijo finalmente el aludido—. No me acuerdo.
El enclenque cocinero hincó el cuchillo que tenía entre manos en una tabla desgastada que estaba sobre la encimera. Se secó el sudor con la camiseta y abrió los brazos de par en par. Pierre se abrazó a él sin importarle lo más mínimo la suciedad o la peste que aquel hombre transmitía. Estuvieron un rato dándose golpes en el pecho y palmadas en la espalda. El agüilla saltaba de la chaqueta de Pierre al igual que el polvo de la del cocinero. Pasados unos minutos de más golpetazos y sinceros apretones, los dos amigos se separaron en silencio. El Francés señaló con la cabeza a los otros dos individuos que vestían de blanco cochino, abriendo los ojos, enarcando las cejas, moviendo la nariz, enseñando media sonrisa. Las facciones italianas de Tortosa se relajaron hasta el punto de parecer que se desplomaban de sus mejillas. Volvió a coger el cuchillo y lo zarandeó en las narices de los otros cocineros.
—¡Fred!, ¡Urría! —gritó—. ¡Salid a tomar el aire!... ¡Y no volváis hasta que yo os lo diga!
No me di cuenta de lo enormes que eran los otros dos cocineros hasta que no pasaron por delante de mí. Uno de ellos tenía un parche en el ojo derecho y juraría que también una pierna de madera, una pata de palo. Tortosa me miraba con una perspicacia casi insultante. Soltó una carcajada triunfal, como si hubiese añadido a mi incomodo un final feliz.
—¡Eres clavado a tu padre! —sentenció—. Tú eres hijo del poeta, ¿verdad?
Debió de quedárseme cara de bobo a juzgar por cómo me miraba. El Francés cogió un taburete y se sentó al lado de su amigo. Intencionadamente se colocó entre los dos, como queriendo relajar el ambiente. Yo estaba tranquilo, pero me molestaba que no lo aparentara.
—¡¿Y tú quién eres?! —dije haciéndome el duro.
Tras un segundo de ingenua sorpresa, el cocinero dio un paso hacia atrás. Golpeó con el puño cerrado la pared metálica de una de las dos cámaras frigoríficas y, con la cabeza escondida entre su propia figura, empezó a reír incontroladamente.
—¡Sí!, ¡no hay duda!, eres hijo de ese malnacido, Dios lo tenga en su gloria. ¡No hay duda de que lo eres! —dijo al fin.
Me sentía como un mono de feria expuesto en el carromato de un circo ambulante. Yo era el hijo del pasado, de una pesada caravana que empujaba a cada paso que daba, lastrada con un cimiento perdido en algún sitio, y en ninguna patria.
El Francés me miró y pareció adivinar mis pensamientos. Cambió el semblante, tosió y se volvió hacia donde estaba Tortosa.
—Necesito saber si puedo contar contigo. Por los viejos tiempos.
—¿Por los viejos tiempos? —preguntó el cocinero.
—Así es.
Miré fijamente a Tortosa, parecía una mancha oscura en un mantel blanco, arrugado en los pliegues de su delantal. Él no levantaba la vista, sus ojos se deslizaban de un lado a otro; hasta que se posaron en el suelo, a los pies del Francés.
—Sabes que por ti mataría.
Algo en su cara me indicaba que era sincero, que era un hombre que incluso daría su vida por un amigo. En su rostro se perdía la franqueza y la ferocidad del soldado, se sentía la dudosa ternura y el respeto del subordinado hacia su superior en el campo de batalla. Para él, el precio de sus palabras no importaba; era evidente.
El Francés levantó aún más la cabeza y sonrió de inmediato.
—Lo sé, amigo. Pero no tendrás que hacerlo, al menos de momento. Solo quiero saber si te tendré a mi lado cuando lo necesite. Si puedo contar contigo para lo que sea. Sin explicaciones.
Tortosa miró al suelo y empezó a menear la cabeza con violencia.
—Si me pides que te limpie el trasero después de una indigestión con un almuerzo de mi bar, te lo limpiaré con mis propias manos. Haré lo que me pidas. Sin explicaciones. Me ofendes solo por preguntarlo.
El Francés sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó el sudor. Ahora parecía estar más nervioso que hacía un rato.
—Quizá no necesite nada; pero prefiero saber que tengo a un amigo que puede velar por mí si llegara el caso. Un verdadero amigo en quien confiar. Ahora estoy metido en un asunto..., en un asunto de honor que puede llegar a ser muy peligroso.
El cocinero no se inmutó. Sus facciones pestañeaban con la velocidad del silencio. Cerró los ojos y resopló al cielo antes de hablar.
—¿Me avisarás tú mismo?
—Adiel —dijo el Francés señalándome con la cabeza—, será él quien te avise. Solo él. Debes protegerle como si se tratara de mí, llegado el caso —carraspeó—. Si cualquier otra persona que no sea el chico viene en algún momento diciendo que lo hace de mi parte..., piensa que, una de dos, o estoy muerto, o debes matar al emisario.
La impresión que daba aquella turbia cocina era la de una sala repleta de espíritus revueltos, atiborrados de intrigas novelescas y folletines misteriosos. El Francés competía con el cocinero por el mayor de los gestos cicateros y melindrosos. Yo en cambio no sabía cómo esconder mi rostro de sus miradas.
—¿Os quedáis a comer? —preguntó Tortosa una vez pasados unos segundos de necesaria indiferencia.
Pierre me miró antes de contestar. Yo seguía con la vista un reguero de gotas de sangre danzando sobre la lana aún vestida del carnero colgado.
—Tenemos prisa..., otro día será.
Al darnos la vuelta para salir, Tortosa se me acercó y me estrechó la mano con fuerza. Sus dedos estaban fríos y eran ásperos.
—Tu padre era un malnacido. Pero nunca olvides que fue quien te dio la vida. No reniegues de él.
Pierre esperó a que el cocinero me soltara la mano para estrechar él la suya. Otra vez estaba lloviendo con fuerza. Nos metimos debajo de una caja de madera antes de pisar la calle. Un guiño del Francés fue la señal para abandonar la pestilente cocina. Un olor a lluvia y alquitrán fresco inundó todos mis sentidos.
Nos marchamos corriendo.
* * *
El sonido de la lluvia, debajo de aquellas tejas, causaba un efecto extraño en mi percepción de la realidad; inalterable, pertinaz, casi familiar. Como si las nubes hubiesen sido creadas para estar siempre en los cielos, eternamente lloviendo. Como una primavera quisquillosa, llorona y triste.
Al llegar al asilo tuve ese acalorado latido en el corazón que siempre surge cuando una incertidumbre se abalanza sin freno ni rumbo. La tarde ya se había posado en el aire, y el ancho portal vetusto y señorial parecía limpio y mojado. Los tonos mustios, grises y apagados del día anterior se perdían en mi memoria, a lo mejor cansados de estar apenados. Un niño rubio, vestido con unas haraposas prendas, nos miraba desde el otro lado de la reja. Era muy joven, pecoso, y parecía ausente. Cuando se percató de que le mirábamos salió en espantada hacia el interior de San Gabriel. Regresó junto al mismo hombre mayor del manojo de llaves que la víspera, de tan mala gana, nos había abierto la puerta.
—¡Qué queréis ahora! —rugió.
—Necesitamos hablar con Saturnino —contestó el Francés.
—Él no está. Ni estará.
El anciano regurgitó algo que tenía en el esófago dando vueltas. Se limpió la boca con la manga de su camisa y, aproximándose lo más cerca posible a la reja, acercó un dedo amenazante diez centímetros delante de nuestras caras.
—¡Si no os marcháis ya... llamo a la Guardia Civil!
El Francés hizo como si no hubiese escuchado nada.
—Necesitamos hablar con Saturnino. Solo un momento.
El viejo estaba totalmente cubierto del color de la rabia, con la lengua maldiciendo y unos ojos grises que lanzaban feroces puyas de ira. Lo último que esperó fue encontrarse aprisionado entre su propia torpeza y el hierro oxidado de la reja. Pierre apresó el dedo amenazante del anciano y lo retorció y retorció con tal fiereza que el portero cayó desmayado. El niño rubio gritó, asustado, aún más alto. En un segundo el Francés había roto un dedo, quitado unas llaves, abierto una puerta y abofeteado a un pecoso chillón indolente. Nunca nos hubieran permitido entrar de otra manera.
Corrimos hacia el interior del asilo, fuimos sala por sala de la primera planta lo más rápido que pudimos. Yo estaba terriblemente asustado, el Francés parecía estar poseso, gruñía y maldecía entre dientes, dando enormes saltos y brincos cada vez que salíamos de una habitación. En el huerto sonaba la tormenta, un chorro de agua empezó a manar del cielo. Los moradores del asilo se arremolinaban a nuestro alrededor, curioseando. Pierre empezó a preguntar a todo el mundo por Saturnino. Ellos callaban y meneaban la cabeza en señal de negación. Nos sentimos perdidos por un momento... hasta que unas carreras tintineantes, provenientes del pasillo que llevaba al umbral de San Gabriel, nos puso en guardia.
—¡La policía! —exclamé.
—O algo peor. —Pierre miró nervioso cuanto pudo ver a su alrededor. Necesitábamos una vía de escape.
—¿Algo peor?
Al parecer no era momento para explicaciones.
El Francés me agarró de la nuca y empujó de mí escaleras arriba, hasta el segundo piso. Su aliento raspaba jadeante mis oídos, detrás de mí. Al llegar al último escalón empezó a dar vueltas sobre sí, como queriendo encontrar el equilibrio perfecto. Ya se escuchaban los gritos de unos perseguidores muy cerca, en el cogote.
De algún sitio de su chaqueta sacó una pistola pequeña, tan ridícula que no hubiese dudado en ponerme delante de sus balas en un momento dado de terquedad. Me sorprendió verla, casi escondida entre sus dedos marchitados. No creo que aquel artefacto funcionase, pero el hecho es que una especie de exaltación del poder se impregnó en las fauces de Pierre.
Me indicó con la barbilla que me pusiera detrás de un enorme reloj de pared. Con un paragüero rompió los cristales tintados de un gran ventanal y, en menos de cinco segundos, me encontraba asomado entre una de las dos pequeñas columnas y los barandales que formaban el antepecho de aquel balcón improvisado. La altura no era muy considerable, unos cuatro metros y medio. El cielo estaba negro, embotado, hacía frío y llovía violentamente. Pierre me miró, preocupado, volvió a guardar su arma ridícula y, mudo, con el viento y el agua azotándole la cara como un látigo, se puso frente a mí. Me asió las muñecas con fuerza y me deslizó por el hueco de la ventana, despacio y con cuidado. Su fuerza era asombrosa. Cuando ya mi cuerpo estaba completamente en el murallón, descolgado por el ventanal, apoyó sus rodillas en la pared y alargó todo lo que pudo su cintura para restarle distancia al vacío y así depositarme casi sin peligro en la calle, a menos de un metro de distancia. A su señal me dejé caer. No me dio tiempo a reincorporarme cuando ya tenía al Francés a mi lado. Saltó del ventanal casi como un felino, retorciéndose en el mismo aire para caer flexionando las rodillas, y así amortiguar el impacto. Huimos hacia el parque. Detrás dejábamos a varias sombras mirando por el hueco del ventanal, apelotonadas en torno a una figura espigada y con cola de caballo: Saturnino.
—¡Hijo de...! —El Francés se detuvo a mirar, en la distancia, desafiante. A mí aún no me latía el corazón—. ¡Juro que si lo tuviese delante a ese Saturnino le sacaría los ojos con una cucharilla de café!
—Deberíamos irnos —le dije sin un ápice de valentía.
—No, espera..., están haciendo algo.
Detrás de la cortina de lluvia solo se distinguían unos cuerpos que se movían exageradamente bajo la lámpara del pasillo. De vez en vez, cuando la racha del viento nos libraba del torrente de agua, se podía ver con claridad cómo unos delgados brazos luchaban en desventaja con otro ramillete más numeroso de extremidades. ¡Era un forcejeo!
Permanecí inmóvil al lado de Pierre, con los ojos fijos en el ventanal. La luz de la lámpara no era suficiente para iluminar toda la escena, pero sí lo era para saber qué estaba pasando.
Se escuchó un fuerte silbido seco y agudo. Un disparo. Al poco, el cuerpo de alguien volaba por el ventanal, cayendo en el asfalto de la carretera.
Estaba conociendo el burdo mundo criminal de la forma más burda. Me acerqué junto al Francés al cuerpo del desgraciado que acababan de tirar a la calle, como despojo inútil de la sociedad.
—¡Me cago en...!, es... ¡es Saturnino!
—¡Todavía está vivo! —exclamé—. ¡Está vivo!
Pierre me dio un calbotazo con todas sus ganas.
—¡Quieres callarte!, ¿o pretendes que también nos maten a nosotros?
El pobre Saturnino levantó la vista hacia ninguna parte, sus ojos estaban descoloridos como la muerte, y la boca tenía la forma de una breva abierta. La sangre le salía a borbotones de la nariz. Estaba agonizando.
—Parece que quiere decir algo. —Pierre acercó su oído a la comisura de aquellos labios inexistentes—. ¿Qué quieres decirme?
Yo miraba suplicante al Francés. Tenía miedo de que nos encontraran allí, en cuclillas delante del moribundo. La lluvia se espesaba aún más, era un muro de cristal opaco que nos mojaba con avaricia.
La espalda de Pierre se enderezó.
—Ha muerto.
—¿Dijo algo? —pregunté intranquilo.
Las manos del Francés estaban temblorosas. Su mirada extraviada reflejaba una agonía desesperada.
—Por amor de Dios, ¿qué es lo que te ha dicho? —insistí.
Pierre me agarró del hombro y empezó a andar a paso ligero. Iba mirando al suelo como un espíritu al que le han oprimido su anterior vida por el peso de una turbación. De cuando en cuando volvía la cabeza para asegurarse de que el muerto seguía allí reposando su ánima al abrigo de la ventisca. Sin duda pensaba en algo triste, porque su expresión era casi un llanto contenido. Cuando anduvimos más de veinte minutos y nos habíamos alejado lo suficiente del asilo, se paró. Antes de hablar encendió un cigarrillo.
—El poeta no está muerto —contestó débilmente en un tono casi cortés—. Eso me ha dicho.
* * *
Aquella noche no pude dormir, tenía en la mente esas últimas palabras de Pierre dando tumbos: «El poeta no está muerto». ¿Se referiría a mi padre?, ¿realmente no lo estaba? Yo lo único que conocía de su muerte era lo que mi tutor me había confiado. Murió de enfermedad, de tristeza, en Francia. Era lo único que sabía.
Me puse a mirar por la ventana. Desde aquel sitio no tenía mucho para elegir. O una hilera de casas derruidas, tétricas y viejas, o un cielo negro, oscuro, contaminado. Cerré los ojos, allí de pie, frente a ese paisaje grisáceo, y empecé a sentir el color de mi vida anterior. Sus montañas, su plaza, el bosque, la joyería, mis amigos, mi dulce Dulce. Mi vida anterior.
No hay nada más consolador como poder llorar. Las lágrimas se escapaban de mis ojos, silenciosamente.
El cielo empezó otra vez a tronar. Salí de mi ensimismamiento preso de un frío atroz. Cerré la ventana y corrí la cortina. Al acurrucarme entre las mantas me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. En mitad de la calle había de nuevo alguien, mirándome fijamente. Cubierto con una chaqueta de paño verde. Lo había visto, seguro. Lo recordaba como un sueño, como una postal, una imagen fantasmal.
Me levanté sobresaltado y miré de soslayo por la ventana. Allí no había nadie.
Quizá los fantasmas habían huido de donde vivían y estaban paseando por la triste soledad del que busca compañía. Quizá solo fuese eso.
9
UN SEÑOR LLAMADO PALACIOS
A la mañana siguiente tenía la extraña necesidad de no recordar nada de lo que había pasado el día anterior. Era una sensación abandonada y triste. Intuía que estallaría de un momento a otro un vendaval de verdades mucho más patrañeras que mi propia mentira.
Me levanté tarde y encontré al Francés leyendo el periódico en las escaleras que subían del salón. Se estaba riendo de una noticia sobre una plaga de piojos y liendres. Me miró como pidiéndome un favor con los ojos, entendí que quería contarme algo, y yo, que en aquellos momentos vagabundeaba la inexperiencia a orillas de mi ignorancia, me presté a ser devorado con sus fábulas. Era un sinvivir al que nadie se acostumbraría jamás. Mi único deseo era saber, o al menos comprender. Me senté en un escalón y empezó a hablar.
—Aquello sí que era una peste. Nos sentábamos formando el tren. Las rodillas flexionadas y los tobillos aprisionando las caderas del que teníamos enfrente, dándonos la espalda. Hacíamos una especie de coro, con el torso al descubierto y las manos espulgando las cabezas del de delante. Era difícil acabar con todos, las liendres se pegaban a centenares en el cabello y, por corto que te pelaras, los piojos acababan por encontrar acomodo en cualquier pelo, incluso en los de la nariz —se rio irónicamente—. No teníamos escapatoria. Los mandos nos regaban con una loción que olía a matarratas, de un color pajizo y que picaba más que las propias chinches. No había nada que hacer con aquellos repugnantes parásitos, al cabo de pocas horas volvían a renacer de quién sabe dónde...
Pierre hizo un vago gesto con la cara, de recelo.
—Hasta en la guerra puedes aprender valiosas lecciones. Un insignificante piojo puede ser la mejor de las compañías en un momento dado. Aquellos días me dieron más de lo que me quitaron. En realidad fueron de los más felices. La guerra me enseñó a apreciar la vida, y a ignorar a los muertos.
Yo escuchaba perdido entre las notas que salían de su boca y el susurro de mi propia respiración. Me acomodé en mi duro asiento recostándome hacia el lado de la pared. La larga figura del Francés parecía desdibujarse a cada bocanada.
—Sí, la guerra te enseña a apreciar la vida —masculló Pierre—. Una sola vez he visto a la muerte sonreírme cara a cara, de frente, y fue justo cuando conocí a Tortosa, en el último invierno de la guerra.
»Me acababan de mandar a primera línea, a mí y a otros cincuenta afortunados de mi compañía. Debíamos abandonar el acuartelamiento de inmediato. Al atardecer del mismo día que recibimos la orden ya caminábamos por una carretera llena de baches y charcos, al encuentro de otros desdichados que se nos unirían más adelante. Íbamos a pie y nos apretábamos unos contra otros para vencer al frío del norte. Todos éramos jóvenes, todos marginados en nuestro propio ejército. Intenta imaginar una hilera de escuálidos fantasmas en silencio, apretujados, sin orden ni concierto, macilentos, calvos y casi sin ropa. Poco miedo podríamos dar al enemigo, por no decir ninguno. Más bien pena.
La luz del pasillo parpadeó, dando fe a la media sonrisa del Francés. Miró hacia arriba y se sentó a mi lado, en el mismo escalón. Encendió otro cigarrillo.
—Llegamos a un páramo, tras dos jornadas de marcha. Se suponía que aquel iba a ser un día de descanso. Antes de montar el campamento, un teniente me ordenó que llevase una avanzadilla de reconocimiento de unos tres hombres más allá de donde se perdía la carretera, en dirección a un pueblecito de montaña, justo al llegar al río. Debía asegurarme de que ni en la aldea ni en los alrededores de aquella llanura existía el peligro de toparse con el enemigo. El destacamento lo formábamos un chaval de no más de dieciséis años, mudo y medio sordo; un moro negro, alto y fornido; un pelirrojo apestoso, al que solo había visto de refilón alguna vez, y yo.
»Nos alejamos de aquel paraje silenciosamente, abriéndonos camino por un sendero natural que seguía el trazado de la carretera. Nos deteníamos y reconocíamos el terreno cada vez que un sonido, o una sensación, nos hacía sentirnos amenazados o inseguros. Cuanto más nos alejábamos, más abrupto se volvía el campo. Al cabo de diez minutos, los arbustos y los árboles nos ocultaban sin necesidad de las torrenteras que surcaban el sendero o de los parapetos improvisados con troncos caídos o grandes rocas. Por detrás de nosotros no se veía nada, a excepción de un largo horizonte silencioso y cada vez más oscuro.
»Atravesamos el curso natural de un barranco y nos sentamos por fin a descansar detrás de un raquítico montículo de arena. Estábamos cansados y desde allí podíamos divisar la entrada al pueblecillo; un puente de madera, unas tres casas y un par de cuadras. No había por qué temer nada.
»Decidí que fuésemos a inspeccionar el pueblo. Concertamos un plan básico, debíamos arrastrarnos cada uno por un lado distinto y cruzar la alambrada natural de zarzales que rodeaba el puente. Al cabo de unos segundos, de unos miserables segundos, una bengala iluminó la noche, mostrando una verde y pálida maleza húmeda. Nos quedamos tumbados en nuestras posiciones, inmóviles, petrificados. Cerca de mí zumbó una granada. Una pequeña explosión hizo que retumbara todo a mi alrededor. De nuevo se hizo la noche, la bengala se había apagado y se apoderó de mí un miedo atroz, un terror indescriptible. Silbaban las balas en toda la zona, ¡no sabía de dónde provenían! Salí corriendo gritando a mis hombres que salvaran sus vidas y que escaparan. Corría como un loco hacia la carretera, sin mirar hacia atrás, sin parar de gritar. Caí en el fondo del barranco.
»Intentaba vencer el miedo. No era la primera vez que me disparaban, ni la primera que olía la pólvora. Miré mi reloj de bolsillo. Eran las diez y media de la noche. Sudaba como un cerdo y mis manos temblaban sin parar. Estaba todo muy oscuro, no me atrevía a encender mi mechero. No oía nada. Ya no disparaban. Procuraba respirar sin hacer ruido, pensaba que mis jadeos podrían delatarme. Así permanecí un rato. Quieto, sin avanzar. Quería salir de ese agujero sin hacer ruido. No quería revelar mi posición. Me encorvé todo lo que pude y me incorporé para echar una ojeada. Delante de mí había un cuerpo inerte, le faltaba media cabeza. Era el moro, le reconocí por sus alpargatas. No me importaba nada, a fin de cuentas no era mi vida.
»Gateé alrededor de unos árboles minúsculos buscando el camino de regreso al campamento base. No veía nada. Otra bengala iluminó de repente el cielo y volví a enterrar mi cara en la tierra húmeda. Permanecí sin respirar unos minutos, agachado, sin levantar la cabeza. Cuando elevé la vista, aunque mis ojos tardaron en acostumbrarse de nuevo a la oscuridad, vi los cuerpos de mis otros dos compañeros, el pelirrojo y el muchacho. Estaban retorcidos, uno encima del otro, cada uno de ellos con un agujero en el pecho. Tampoco me importaba nada. No era mi vida.
»Volví a gatear, más rápido. Escuché un ruido. Los tenía a mi espalda. Eran murmullos, voces ahogadas por mi respiración. Tenía miedo. Cada vez más cerca, más cerca. Me deslicé sin hacer ruido e intenté llegar a unos zarzales tupidos que me sirvieran de escondite. Miré a mi alrededor, y a mi espalda, me levanté y corrí en dirección a los matorrales. Todo iba bien, seguí avanzando. Cada vez veía más cerca mi salvación. Conseguí llegar a la zarza y me metí dentro de ella. Los aguijones del arbusto me rasgaron la carne. Pero no me dolía.
»Permanecí inmóvil hasta que oí unos pesados pasos muy cerca de mí aproximándose. Eran tres. Dos soldados y un prisionero. Pasaron de largo descaradamente. Dos soldados vestidos con trajes de labranza y un prisionero con boina. Desenfundé el cuchillo sujetándolo firmemente. Rechiné los dientes para infundirme valor. Salí de mi escondite y, en una explosión de rabia, le rebané el cuello a cada uno de los soldados. Los maté entre maldiciones y borboteos de sangre.
»Seguían retumbando las explosiones de granadas, y más bengalas iluminaban el cielo. También se escuchaban disparos. Esta vez lejos. El prisionero con boina me miraba asustado. Me acerqué despacio hacia donde estaba él. Era un muchacho no mucho mayor que yo. Pequeño. Le quité el nudo que le aprisionaba las muñecas. No sonreía. Se arrimó a mí, serio. Acercó su cara a la mía y me dio un beso en los labios. Agachó su cabeza y me dijo, solemne, sincero:
»"Mi chiamo Tortosa. Da oggi hai un fratello. Grazie." Su nombre era Tortosa. A partir de aquel día era mi hermano.
»Sentí la muerte pasearse cerca de mí. Desde ese momento, en ese momento, comprendí que la vida, para ser vivida, debe sobrevivir a los muertos. Y no al revés.
* * *
Un botones con cara de aburrido vigilaba la entrada principal de la biblioteca. Una joven vestida de uniforme, fea, con bigote y gafas de cristal muy grueso, estaba sentada en la recepción escribiendo algo a máquina, con los dedos moviéndose a una velocidad pasmosa. Pierre se hizo notar con un carraspeo. La empleada nos miró.
—Por favor, ¿dónde podríamos ver al señor Palacios? —preguntó el Francés.
—Solo faltan diez minutos para el cierre. Pueden esperar aquí mismo, no creo que tarde demasiado en bajar —nos avisó la muchacha.
Aquella tarde, de vuelta a la realidad, y después del discurso del Francés acerca de la muerte, de la vida, los piojos, la amistad, los miedos y la guerra, me guarecí en mis pensamientos y decidí repasar lo que estaba viviendo aquellos días, aprovechando el silencio de la habitación y de que no había nada que pudiera distraerme. En mis dudas empecé por intentar comprender al poeta, a mi padre, a la motivación que le había llevado a legarme un pasado y un futuro, precisamente ahora. Tal vez la razón principal que tenía no era otra que la de encontrar la paz espiritual, o la de repartir vergüenzas y desvergüenzas a quien mejor le cupiera. No tenía nada que pudiera servirme de guía en mis elucubraciones, hasta ese momento solo habían pasado desgracias y muy pocas cosas servían de justificación a mi suerte. Recordé el librito blanco que me dio el cura, y también el rosario, con sus cuentas separadas de diez en diez. Esa santa recua de bolas era parte de todo, estaba seguro, y no sabía muy bien por qué. Terminé por taparme la cabeza con la almohada y, antes de percatarme de ello, irremediablemente, me encontraba dentro de una espiral de emociones que imaginaba extraña a mí. En mi cabeza relaté una novela donde un pobre huérfano buscaba al padre que no había conocido, y al que sabía más muerto que nunca. Era una pelea perdida de antemano entre los recuerdos inventados y el fantasma de un horroroso pasado. El pobre huérfano que había concebido para mí batallaría por recuperar esa evocación de los tiempos pasados y no dejaría que la verdad se hiciese fuerte en su memoria. En la historia no faltaría el amor, una princesa a la que salvar, también un villano, o varios, que intentarían trabar su lucha para que no tuviera resolución. El protagonista combatiría con todo su poderío por no perecer en el intento. ¡Sería una aventura! Pasé unas horas encerrado en esa fantasía... hasta que el Francés llamó a mi puerta. Realmente estaba soñando, todo esto era una ilusión, no me podía estar sucediendo a mí. Pierre me avisó de que haríamos una visita a un administrativo de la biblioteca municipal. Al señor Palacios. Una eminencia en todo lo que tenía relación con los hechizos propios de mi padre, del poeta.
A los diez minutos justos desde que la empleada del mostrador nos avisara, un hombre espigado, de expresión siniestra, extremadamente viril, con la frente despejada, la mandíbula prominente y la nariz en punta, bajaba la escalinata distraídamente. El Francés se puso delante de él, clavándole los ojos en el rostro.
—¿Dónde podemos hablar con tranquilidad? —preguntó Pierre.
En un principio el hombre nos ignoró a los dos. Mantenía un semblante que expresaba a partes iguales asombro y arrogancia. Sin apartarse de su camino nos hizo una señal con la mano para que le siguiéramos.
—Iremos al bar de la esquina. Es hora de picar algo —dijo al fin.
Entramos en un local con aire andaluz, farolillos de feria colgaban encendidos de unas viejas vigas apolilladas. Un olor a aliños y aceitunas achispó mi paladar a traición. A decir verdad, aquel sitio parecía vivir en una eterna primavera.
—Se nos ha llenado el cerebro de multitud de ideas estúpidas acerca de la amistad... —dijo agriamente Palacios—, así que, Francés, no me pidas nada por ella.
Pierre le miró como estando en trance. Nos pusimos de pie, al lado de un barril pintado de cal.
—¿Qué te hace pensar que voy a pedirte algo?
—No creo que tu visita sea de cortesía, ¿me equivoco? —Palacios no dijo nada más. Fulminó con la mirada cualquier contestación irónica posible; con sus penetrantes ojos negros, salvajes, parecía un refinado bucanero.
Pierre seguía mirándole como si estuviera en otro mundo.
—No, claro que no —contestó—. Me preguntaba si podrías ayudarnos en una pequeña investigación. Es algo relacionado con el padre de Adiel..., el poeta.
No dijo nada. Ni un solo gesto. Ni siquiera despegó los labios de la copa de vino.
—Ahora que lo pienso, todavía no os he presentado —añadió el Francés en un tono distendido—. Lo mío no son las formalidades...
—¿Qué es lo que quieres saber? —le cortó Palacios.
El bibliotecario contemplaba largamente el rostro del Francés, mientras él acariciaba con su media sonrisa la dignidad del otro. Las manos huesudas del camarero se entremetieron con su bandeja en el silencio sepulcral de la sala, un silencio que esperaba ansioso a ser interrumpido por alguna palabra entrecortada o por un suspiro involuntario. Un plato de jamón y otro de queso quedaron a la voluntad de nuestro apetito.
—Huiste con el poeta a Francia cuando las cosas se pusieron mal por aquí. Le conociste mejor que muchos que presumían de conocerle. Erais amigos. Amigos de verdad. —Una imperceptible corriente de aire hizo crujir la hoja de una ventana al moverse—. Seguro que en alguna ocasión te dijo algo relacionado con cambiar de trabajo, con expiar sus pecados..., con reunir un tesoro e indemnizar a sus víctimas..., un tesoro de justicia..., un tesoro que solo su hijo pudiese administrar...
Palacios me miró por primera vez. Percibí una extraña agitación en el lánguido funcionario. Las sombras y la tenue luz casi no me dejaban ver su cara, ni los gestos, pero sus manos estaban nerviosas e inquietas.
—Le estamos buscando. Al padre Benito le asesinaron antes de que pudiese cumplir la voluntad del poeta. Antes de él hubo más muertes..., todos con la marca de la llave..., la cajita... Ayer asesinaron a Saturnino..., ¿no crees que son demasiados muertos?, ¿no lo crees?
Palacios permanecía callado. Tenía las dos manos ocultas detrás de su espalda, como si escondiese algo. Por primera vez aparentaba la edad que realmente tenía. Una desfigurada tristeza asomó en su voz.
—Yo no sé nada de esas muertes..., es más, no creo que haya habido ninguna antes de la del cura —dijo—, pero hace cosa de dos semanas, o dos y media, unos matones me hicieron una visita. —Se levantó la camisa y nos enseñó una cicatriz aún fresca a la altura del ombligo—. Querían saber lo mismo que vosotros.
A Pierre parecía no sorprenderle.
—¿Y qué les dijiste?
—Lo que sé...
—¿Y qué es lo que sabes? —insistió el Francés.
—No mucho. Lo único que me reveló el poeta sobre ese asunto fue el nombre de una persona.
—¿Y bien?
Traté de no pensar, poniendo toda mi atención en las palabras del bibliotecario.
—Donabella.
El asombro que me produjeron aquellos vocablos fue tal y como sería el tumultuoso regocijo que el revoloteo de mil abejas producen en la piel mantecosa de un oso pardo al saberse ganador ante un panal de miel. No me lo creía.
—¿Tito Donabella? —exclamé excitado.
—Sí, él es el albacea de tu tesoro.
—¡Pero no puede ser! ¡Él..., él es como un padre para mí..., él nunca me dijo nada!...
Palacios se encogió de hombros.
—No pienses que soy un cobarde, ¡al contrario!; pero no quiero saber nada de nada. ¡Nada de nada! Es triste encontrarse tan de cerca el desamparo, así estoy yo. ¡Quiero vivir!, ¿entiendes?... Y hoy día es mejor ser un ignorante amargado que un listo con la sentencia a muerte colgando de tu pecho... En fin...
Pierre se mordió el labio pensativo, tomó de un trago la copa de vino y le dio unas palmadas afectuosas a Palacios en la espalda.
—Muy bien. Nos has ayudado mucho. Lo tendré en cuenta.
El bibliotecario volvió a espigarse en su arrogancia, se le veía de nuevo extremadamente viril, de expresión siniestra, con la frente despejada, la mandíbula prominente y la nariz en punta. Un refinado bucanero.
—No me debes nada. Ninguno de los dos.
Nos dimos la vuelta para irnos. El bar era estrecho y carecía de espacios abiertos, y Palacios, aprovechando que el Francés estaba muy adelantado, me empujó hacia una esquina oscura para poder hablar conmigo sin ser escuchados por nadie.
—No creas todo lo que dicen por ahí de tu padre —me dijo casi sorbiéndome el aliento—. No todo lo que cuentan es verdad. Yo le conocía muy bien...
Tanta franqueza me asombraba. Le miré directamente a los ojos y vi que hablaba con la pena de un hombre que era sincero en sus palabras.
—Y ten cuidado... —añadió—, no te fíes de nadie. ¡De nadie!
Cuando volví la cabeza, el Francés me observaba desde la puerta. Me aparté de los brazos del bibliotecario y apreté el paso hasta la salida. Desvié la mirada inquisitiva que Pierre me lanzó. Nos fuimos de allí.
Caminamos callados durante un buen rato. El Francés murmuraba entre dientes, silbaba sin abrir la boca.
—¿Dónde estará? —repetía una y otra vez—, ¿dónde estará ese malnacido?
Nuestra casa se alzaba en lo alto de un pequeño montículo y la podíamos ver desde donde nos hallábamos. Por encima, una serena luna la iluminaba desde el cielo, cantando con la brisa unas frías melodías, se había echado encima la noche; por debajo, un cruce de caminos partía en dos el hermoso parque de abedules y chopos que rodeaba a todas las viviendas. Pierre se paró.
—¿Qué fue lo que te dijo Palacios? —preguntó.
Contemplé por unos momentos la luna antes de contestar.
—Me dijo que tuviese cuidado, que no me fiara de nadie.
El Francés comprendió que no le estaba mintiendo. Se sentó en un banco y encendió un cigarrillo.
—Ese pájaro tiene razón. Estamos en una guerra, marchamos hacia el frente y debemos salir juntos a inspeccionar el terreno. No nos queda otra. Nos iluminarán bengalas por la noche, zumbarán las granadas a nuestro alrededor, silbarán balas asesinas por nuestras cabezas. Pero no debemos salir corriendo y huir despavoridos, ni permitir que se apodere el miedo de nosotros. No podemos correr como locos sin saber adonde... —Pierre metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda sucia, vieja y aplastada—. Toma..., coge esta moneda y quédatela, para mí es un símbolo..., me la dio tu padre hace muchos años, antes de que la guerra nos volviera locos a todos. Simboliza el valor, lo eterno.
La noche empezó a volverse fría y triste. Una fina lluvia comenzaba a caer suavemente sobre la tierra, como el llanto de un viejo trovador. Nos levantamos y caminamos. Nuestros pasos fueron vacilantes al principio, pero pronto el vigor del relente nos hizo apretar la marcha.
—Nunca dudes de mí.
Las cuatro palabras que pronunció el Francés parecieron salir del silencio. No se oía caer el agua, pero las ropas se calaban y el frío ahondaba en nuestra piel. Era una lluvia seca.
—Claro que no —le contesté—. Claro que no.
10
«NOV»
Camino por una verde colina llena de amapolas rojas. El cielo está cargado de nubes algodonadas, blancas y cálidas. Allí está Nano, mi amada Dulce, el padre Benito, algún amigo al que no recuerdo y mucha gente del pueblo, paseando en ese mismo cerro. Todos permanecen dispersos, distraídos de mí, a ninguno parece importarle lo más mínimo que yo esté triste. Paro de andar y empiezo a llorar, amargamente. Mi primera lágrima cae lenta. Cae sin tiempo, agotada y arrastrando una leve melancolía a su paso. Un estruendo, de rebato, hace que todos se agachen tapándose los oídos. Nano se levanta y corre desesperado hacia mí, portando en su mano un puñal que se hace cada vez más grande. A sus gritos el padre Benito se convierte en un lobo, aferrando bajo sus zarpas un rosario y el librito que me había dado el cura, el de las hojas inmaculadas, el del poeta. Un águila con el pico abierto y las alas y las garras batidas en combate, le roba a Nano el puñal en el último momento. Se detiene el tiempo. En torno a mí se alza ahora un trono majestuoso, de oro, perlas y zafiros incrustados. Me siento en él y, sin saber cómo, percibo que a mi derecha está Dulce, desnuda, echada en el suelo, dormida. A mis pies descansa el lobo sin el rosario ni el librito, relamiéndose las patas delanteras. Me levanto y empiezo a lanzar proclamas sobre mi tutor, hablo apenado, confuso, dolido...; pero mis oyentes se muestran indiferentes, no me escuchan, parlotean entre sí haciendo que me sienta más perdido. Miro hacia abajo, y me doy cuenta de que estoy sin ropa. El trono ha desaparecido y me hallo solo, en la oscuridad. Intento gritar, no sale una sola palabra de mis entrañas, ¡pido auxilio!..., tengo un miedo atroz a perderme en la oscuridad...
Acababa de soñar otra vez lo mismo.
—Si no cenaras tanto no tendrías esas pesadillas. —El Francés conducía su Citroën a toda velocidad. Casi era de día, quedaba poco para llegar al pueblo. íbamos a la joyería a hurgar entre las cosas de Tito Donabella para buscar algo decente con lo que investigar—. ¿El mismo sueño de siempre?, ¿y estás seguro de que no aparezco yo?
—Seguro —sonreí.
Entramos al pueblo por la vieja carretera de los altos árboles. Pierre apagó los faros del coche nada más subir por la calle Mayor, saludó con aire despreocupado a un pastor que azuzaba a un mastín enorme contra unas ovejas en mitad de la plaza de la iglesia. Detuvo el motor a unos cien metros de la joyería.
—Si alguien te pregunta, diles que soy tu tío y que hemos venido a recoger algunas cosas de tu casa.
—¿Y si preguntan por Donabella? —quise saber.
—Les dirás que tiene unos asuntos pendientes en La Capital que lo apartarán un tiempo de la joyería, que volverá en cuanto termine..., invéntate una enfermedad..., o una herencia, eso nunca falla. —Me miró directo a los ojos. Una pausa—. Eso contando con que no esté ya aquí.
No había pensado en ello, pero podría darse el caso de que mi tutor hubiese vuelto a la joyería en el tiempo que estuve fuera. A fin de cuentas, él me dijo que se ausentaría solo por unos días.
—No le hagas daño —dije—. Por favor, no le hagas daño.
Me salió del alma.
Pierre sonrió y no dijo nada. Salió del coche decidido, mascullando frases que no lograba entender. Acaso mis palabras sonaron a patético ruego, pero al menos yo no escogía el silencio como réplica a una súplica. Bajé del Citroën y caminé detrás del Francés hasta la joyería. Aún estaba aquel cartel jocoso que colgué el día que me escondí en el humilladero: «Cerrado por negocios. Estamos visitando el cementerio de la Alegría».
Hacía apenas unas semanas mi vida discurría solitaria entre los insulsos discursos acerca de la juventud, el enamoramiento y la amistad; ahora no era capaz de dar un paso sin mirar antes en la sombra de mis propias dudas. Las campanadas que repiquetearon en la iglesia me terminaron de despertar.
El Francés abrió la puerta de la tienda. Un eco sordo se escuchó por toda la sala al girar la cerradura, similar al crepitar de la sal en el fuego. Enterrados en la oscuridad, nos sumergimos entre cascotes, ruina, papeles, polvo y lascas de lo que parecía madera. La última vez que pisé la joyería había visto decenas de baldosas levantadas y cristales rotos por todo el suelo, pero juraría que en aquel entonces no estaba tan revuelta la casa; este desorden exagerado era fruto de una búsqueda a conciencia. Pero ¿de qué?
Abrimos cada una de las ventanas que daban al patio interior, una brisa de luz hizo que rayos plateados planearan por las estancias del edificio. Subimos las escaleras.
—¿Es esa su habitación? —dijo el Francés señalando a un cuarto desconchado donde reposaba una montonera de tierra seca.
—Sí —afirmé como ido.
El somier de la cama estaba patas arriba, con muchas de sus lamas de madera resquebrajadas. El colchón de plumas yacía vacío y destripado en mitad de la habitación, sin un ápice de gordura, desinflado. El ropero crujía en el suelo, medio descolgado de la pared, cuatro perchas aún tendían unas camisas sucias, pero planchadas. El suelo, al igual que en la mayoría de la vivienda, sorteaba, cada dos pasos, un bache y tres losas rotas. Semejante panorama era desalentador. Al Francés parecía no importarle lo más mínimo, agarró con una mano la pata más cercana a él y levantó de una sola sacudida todo el esqueleto del camastro. El polvo erizó hasta la última de mis pestañas, haciendo que la luz se tiñera de un marrón aún más parduzco que la propia mañana.
—¿Qué es lo que pretendes encontrar aquí? Quienquiera que estuvo antes que nosotros ha dejado esto hecho un vertedero —protesté apenado.
El Francés se quedó plantado delante de mí, escrutándome con la mirada durante unos instantes. Su media sonrisa bailaba nerviosa entre los dientes amarillentos. Se tomó su tiempo para contestar a mi pregunta.
—Quienquiera que estuvo aquí antes que nosotros, como tú dices, no encontró lo que buscaba. Es obvio que lo ha hecho con ahínco..., y a ciegas.
Me tapé la boca con un pañuelo. El lugar empezaba a darme náuseas.
—¿Y cómo estás tan seguro de que no encontraron nada?
—Nos lo dice todo esto... —Abrió los brazos en forma de cruz, girando sobre sí mismo—. Han removido cielo y tierra, por todos los rincones. Si hubiesen hallado algo no tiene sentido este derroche de energía. Han roto todo lo rompible en cada una de las habitaciones de la casa y del negocio; eso solo puede ser fruto de la desesperación y de la impotencia. ¿No te has fijado en que incluso el poyete de la entrada estaba en el suelo hecho añicos? ¡Tiene toda la marca de una patada de rabia!
De un puñetazo terminó de derribar el ropero. Sentí que la violencia del retumbo hizo que mis ojos, al cerrarse debido al susto, chocaran contra los párpados que los aprisionaban. Un casquete de cemento y cal cayó justo entre mis brazos, como una frágil mota de tiempo.
—Ni siquiera sé si esto ha sido una buena idea —reconoció.
Pierre se encaramó de un salto en el montículo de arena. Miró por encima de mí, hacia el marco de la ventana. Se mesó los cabellos y, sin decir nada, empezó a deambular por los pasillos de la planta superior.
Dejé que zanganeara solo, a sus anchas, por lo que antes había sido mi hogar. Yo me dirigí a mi pequeño desván, aún seguían los libros desperdigados por el suelo y la ropa amontonada en un rincón. Me hice con una hilera de manuales de orfebrería, novelas y poemarios, un banquete en el cual poder sentarme y pensar. Cavilaba acerca de las tonterías del desaliento y la perdición, acerca de todo lo que no tenía sentido en mi vida. Ahora no sabía qué parte de mí era inmune a la verdad y cuál no. ¿Realmente estaba justificada tanta destrucción?, ¿tanto desorden?
Me preguntaba si Tito Donabella me había estado mintiendo todos estos años. Mentir es tan fácil como lo es respirar. Me sentí repentinamente disgustado.
—¡Llaman a la puerta!
Ni tan siquiera me percaté de que Pierre había entrado a la habitación. Estaba apoyado sobre sus rodillas, enfrente de mí, jadeando a causa del esfuerzo de subir los escalones de dos en dos.
—Llaman a la puerta —repitió.
Le miré sorprendido. Unos golpes secos se escucharon resonar en mi pecho. Llamaban con virulencia.
—¿Quién puede ser? —pregunté asustado.
—Solo hay una manera de averiguarlo.
Bajamos las escaleras apoyándonos en la pared, como si necesitáramos guardar nuestras espaldas de algún peligro invisible. Atravesamos los segundos de silencio hasta llegar a la entrada principal, de donde provenían los golpes. Pierre se puso al lado de la cristalera que daba a la puerta. Me guiñó un ojo, nervioso. Yo asentí.
—¿Quién va? —mi voz sonaba quebrada.
Por un momento los golpes cesaron. Se escuchó un breve carraspeo y una voz chillona y cursi, pero masculina, comenzó a parlotear.
—¡He aquí la autoridad!, ¡abran, por favor!
Miré a mis espaldas y vi todo el pasillo envuelto en una niebla de polvo y suciedad. La repisa más larga de la sala, que estaba estrellada encima de otra más pequeña, y la poca luz que entraba por las ventanas interiores, hacían que la desolación se meciera aún más entre tanto desastre. Estaba asustado.
—Ahora sé que no fue una buena idea venir aquí —me susurró Pierre agitado y nervioso.
El Francés cerró los ojos con rabia, se mordió el labio con fuerza y escupió al suelo en dos ocasiones. Pareció que aquello le hizo recobrar la compostura; tiñó su mal semblante con una irónica mirada y me apartó con cuidado de su lado. Se guardó un puñal en la espalda, en el pantalón, escondido tras la chaqueta.
Abrió la puerta. Yo estaba justo detrás de él.
—Buenos días, señor. Me manda el sargento Novell. Me pide que le diga que quiere que vaya usted a verle al cuartel ahora mismo. —Un joven guardia civil, delgado y con tendones en el cuello como trenzas de cuero reseco, se cuadró delante del Francés, derecho como un palo, de manera que una barbilla puntiaguda y barbilampiña descollaba por delante de una chata nariz amorfa y obtusa.
—¿Yo? —dijo Pierre.
El joven agente parecía ofendido. Sin mover un ápice su postura elevó la voz lo máximo que pudo. En vez de mirarnos, se quedaba con la vista fija hacia el cielo, como un cazador que tiene el ojo avizor puesto en una presa.
—Usted es el joyero, ¿no? —dijo arrogante y seguro de sí mismo.
Pierre, en aquel momento, se dio la vuelta y me miró divertido. Una pizca de locura se escapaba de sus ojos. En un acto reflejo me puse por delante del Francés. El aire de la calle era cálido.
—Él es mi tío... —dije señalando al Francés—, mi tío Pierre. Venimos a recoger unas cosas..., nos íbamos ya...
De nuevo apareció la voz chillona y cursi del guardia civil. Era sorprendente cómo se mantenía impasible, clavado en el mismo sitio. Daba la impresión de que no se movería de allí así le fuera la vida en ello.
—¿Y quién es usted? —preguntó.
—Mi nombre es Adiel, mi tutor es el joyero... —intenté no parecer muy preocupado—, ¿es a mi tutor a quien busca?
De reojo pude ver cómo Pierre se encendía un cigarrillo y entornaba un poco la puerta ocultando la entradita de la joyería. El guardia civil en realidad era un casto, santo y bienaventurado aprendiz de sabueso. Lo peor de lo peor.
—¿Y usted quién es? —dijo señalando de nuevo al Francés.
—Se lo ha dicho mi sobrino, agente —contestó el aludido suavemente, con ironía—. ¿O es que no se acuerda ya?
Casi me meo encima del susto. Por un instante creí ver al Francés saltar encima del pobre infeliz. Respiré de golpe un millón de aires.
—Mi tutor se encuentra en La Capital. Hace unos días que se fue... por un asunto. Estoy en casa de mi tío Pierre, en la ciudad; hasta que volvamos mi...
—No me interesa nada —interrumpió el policía—, el sargento me ha pedido que venga a avisar al joyero...
—¡Pero es al joyero a quien busca!, a mi tutor, ¿no?, y él no está...
—Acompáñenme de todas maneras —insistía—. Yo no sé nada. Por favor, dense prisa.
* * *
Presentía que no iba a ver a mi enamorada Dulce. Presentía que aquellas noches de pesadillas eran el preludio de un viejo dilema que me atormentaría toda mi vida. A pesar del dolor, profundo, real e insufrible que me provocaba la incertidumbre de mis presentimientos, estaba feliz. Sentía la cercanía de su aliento; y eso me hacía sentirme feliz.
* * *
El cuartel era una gran casa de un blanco de cal, sol y agua. Los geranios empezaban a oler en el balcón principal, donde ondeaban unos calzoncillos, unas camisas y unos pantalones a modo de bandera. Ni siquiera en la garita de la entrada había un perro que pudiese gritar el santo y seña cuando olfatease a algún intruso. Más que un cuartel, parecía una casa de citas.
El joven guardia nos llevó hasta la cocina. Allí sentado estaba el sargento Novell, con una servilleta pringosa anudada en el cuello. La estancia era demasiado grande, de techo muy alto, desmesuradamente alto. Olía a fritanga y a café. Una mujer regordeta, con un delantal de lunares rojos, se afanaba en los peroles que tenía sobre el fogón, meneando las caderas al ritmo que le convenía a la espumadera.
—¡Ya me extrañaba que el señor Donabella hubiese regresado ya! —se apresuró a decir el sargento, levantándose de la silla—. ¿Van muy avanzadas las obras en la joyería?, ¿eres tú el capataz?
Nos quedamos de piedra. El joven guardia levantó la cabeza, empezó a sudar y con un evidente tartamudeo le dijo quiénes éramos.
—Son el tu... tu... tu... tutelado del jo... jo... joyero y... y... y... y su tío, ¡señor!
—Vaya, es verdad —dijo el sargento tras un instante—. Ya te reconozco..., dormiste en el calabozo por el asunto del padre Benito..., yo mismo te interrogué durante horas... Vaya asunto feo aquel..., todavía nada de nada... Ya, ya... ¿Cómo te va, Adiel? Ya me contó el viernes pasado el señor Donabella que estabas en La Capital, con un familiar..., mientras terminan las obras.
El sonido de las tripas del sargento contrastaba con el que hacía mi respiración.
—De todas maneras, tenía que veros, al menos a ti, Adiel, el señor Donabella me dijo que seguramente vendrías un día de estos, insistió mucho en que te viera para darte una cosa... —El sargento parecía estar pensando en algo—. ¿Dónde lo metí?...
La mujer regordeta colocó en mitad de la mesa unos pichones fritos con ajetes y manteca de cerdo, media docena de huevos enterrados en tomate y casi tres cuartos de costillar de cordero a la plancha. Vino y pan. Mucho pan.
—Bueno, no creo que pase nada si primeramente desayunarnos, ¿no? —El sargento, antes de bendecir la mesa, ya colaba tres costillas en su estómago—. Ahora dime, Adiel —masticaba y hablaba al mismo tiempo—, ¿qué tal las cosas por La Capital? Es duro estar lejos de tu hogar, ¿verdad?
—Sí, ya lo creo... —contesté, sentándome al lado de Pierre, con un nudo en la garganta—. La ciudad no está hecha para mí.
El sargento ofreció con sus manos grasientas un pichón a cada uno de nosotros. Pierre empezó a trocear con las manos el ave. Yo no podía pegar bocado.
—¿Qué se cuenta el bueno de Tito? —preguntó Pierre en un tono que pretendía sonar indiferente—. ¿Por dónde para ahora?
—Seguirá en la residencia, o en un hospital, o una clínica, supongo. Me contó que su hermana lo estaba pasando bastante mal con lo de su riñón. Esas cosas son muy delicadas, ya se lo decía yo...
Era indudable que Tito Donabella le había vendido una buena historia para que no sospechase de él, de mí; de todo.
—Lo que no entiendo es cómo pretende avanzar en las obras de la joyería... de esa manera, ¿sabes a lo que me refiero?
Pierre negó con la cabeza.
—Sí, hombre, sí..., solo vinieron los trabajadores una vez que yo sepa, armaron un alboroto de la leche con el mazo..., una mañana, y ya está... No han vuelto a venir desde entonces... ¡Las obras hay que comenzarlas y no parar hasta que se terminen!, si no son un fracaso... Ya se lo decía yo...
—Pero él estuvo antes de ayer aquí, ¿no?
—Sí, claro, claro que estuvo..., pero... ¿de qué le sirve venir a revisar las obras si no tiene obreros que le trabajen?
—Es un sinsentido...
—Ya se lo decía yo..., él me ha dicho que pronto contrataría a obreros de La Capital, por eso en un principio creía que erais vosotros los obreros —el sargento soltó una risotada que a punto estuvo de atragantarle—. Aquí hay tan buenos trabajadores como en La Capital, no sé esa manía de contratar gente de fuera...
—Manías.
—Sí, sí..., ya se lo decía yo...
Al sargento no pareció importarle demasiado que no probara bocado. Al contrario, se alegró al ver cómo su buche era saciado con las sobras de otros polluelos. El Francés empezó a hablar animadamente con él sobre temas muy triviales y mundanos. El pobre guardia era el vivo retrato del ridículo. Su cara era un poema, los mofletes estaban colorados y repletos de aceite. Sonreía atorado y harto. En la cocina no quedaba ya rastro de comida cocinada.
—Bueno, sargento Novell...
—Puede llamarme «Nov» a secas —apuntó al Francés con una tos nerviosa—, así es como me llaman los amigos.
—¿Nov?... Nov, ha sido un placer compartir esta mañana contigo, con tan buena comida y mejor compañía. Pero debemos irnos, ¿no tenía algo por ahí que darnos del señor Donabella?
El sargento se levantó de la silla y estalló en una sonora carcajada. Le rodeamos porque pensábamos que se caía al suelo. Se había colocado detrás de la mesa, ante la vieja chimenea inservible, e intentaba agacharse a coger algo. Su ataque de risa no parecía terminar. Me miraba con la inquietud de alguien a quien no reconocía. Estaba borracho perdido.
—Aquí tienes...
Una vieja fotografía envuelta en una servilleta.
La cabeza me parecía a punto de explotar. Mi cuerpo oscilaba como un péndulo, de un lado a otro. Salimos del cuartel con la sensación de que habíamos estado en una cárcel de juguete. En un penal donde el chocolate te lo servían caliente y a última hora de la noche.
El viento había cambiado de dirección, ahora soplaba del norte.
* * *
La esperanza cambió de muda, se tiñó de negro.
Dulce estaba en La Capital, eso dijo su madre..., se fue con el señor Donabella..., había encontrado una colocación estupenda, unos meses en una conservera..., como oficiala de máquinas..., estará bien..., un buen trabajo..., pero tan lejos..., tan repentino todo...
Ella estaba contenta por su hija..., volverá con experiencia..., con ahorros..., aunque también estaba preocupada..., no escribía para contar cómo le iba..., ni unas letras..., nada...
11
OJOS CLAROS. NARIZ PEQUEÑA. LABIOS FINOS
Ahora era Pierre quien callaba. Me arrimé a él; despejó la mesa y colocó sobre esta un paño blanco y limpio. Dejó caer la fotografía.
—¿Dónde estará metido? —murmuró el Francés apoyando sus manos en el respaldo de una silla—. ¿Dónde estará?
—¿Donabella? —dije ingenuamente.
Pierre ignoró mi pregunta. Se sentó en una silla y yo hice lo propio en otra, a su lado.
—Veamos qué nos dice este regalito...
Acercó una lupa a la fotografía. Parecía que escudriñaba cada milímetro del papel. Yo, por mucho que me esforzaba, solo veía a tres jóvenes posando frente a una cámara, tres jóvenes sonrientes y despreocupados. Reconocí a un lozano Tito Donabella, a la izquierda de la imagen, con bastantes años menos y kilos de más, con los ojos semicerrados a causa de la luz del sol, la cabeza levemente ladeada y debajo de su aguileña nariz un bigotito ridículo. También reconocí al más serio de los tres personajes, el que se encontraba en posición de firme, a la derecha, con el hábito de cura sobre los hombros, con el gesto más forzado. Era el padre Benito, sus manos sostenían un pequeño palitroque tosco y mísero, raíz de regaliz probablemente.
—¿Reconoces al del centro? —me preguntó Pierre con la media sonrisa que era habitual en él.
Fingí prestar una atención exagerada en escrutar al individuo fotografiado, cuando realmente lo único que hacía era pasear las pestañas sobre la lupa una y otra vez.
—Apenas se le ve el perfil de la nariz, y una oreja..., está con la cabeza girada, mirando hacia detrás, como si alguien le hubiese llamado en ese momento..., parece sonreír..., se le ven los pómulos levantados y la comisura de los labios...
—¿Y no dices nada más?
—Bueno... —susurré—, podría ser cualquiera..., hasta tú mismo, ¿no?
El Francés me quitó la lupa de las manos y dio unos golpecitos en mi cabeza con el mango de la misma antes de lanzar un sopapo al vacío.
—¡Pero por Dios!, ¡si tú tienes su mismo cuerpo!, ¡sus mismos gestos! —chilló Pierre—. ¡Es el poeta!, ¡tu padre!
Le miré contrariado. Había intuido que se trataba de mi padre, pero no quise decirlo por miedo a equivocarme. Usando mi imaginación, y casi sin respirar, comparé a aquel hombre de la imagen que miraba sobre el hombro de Tito Donabella, al que apenas se le distinguía un cuerpo delgaducho y hambriento, con la imagen que tenía de mí mismo en primer plano. Resoplé cansado.
—Creo que tienes razón —dije.
—¡Qué duda cabe!
Pierre dejó un momento la lupa sobre la mesa.
—¿Nunca antes habías visto esta fotografía?
—Claro que no.
—Es extraño... ¿Por qué querría precisamente ahora Donabella que tú la tuvieses?, ¿para qué?, ¿qué quiere decir con esto?
Yo negaba con la cabeza. Empezaba a acostumbrarme a oír sus pensamientos, como si se le escaparan de la mente. A veces me sentía un inútil, confundía la realidad con los anhelos que guardaba en mis fantasías.
—El lugar..., ese lugar de la foto..., ¿dónde se encuentra?..., me es familiar..., muy familiar..., no sé...
Mi curiosidad acrecentó. Me acerqué a observar de nuevo la fotografía.
Detrás de los tres retratados un gran arco de medio punto se elevaba sobre una puerta con hermosos herrajes, semiabierta. Entre hojas de palmeras y olivos se encontraba, en el centro de una primera arquivolta, una gran arca repleta de animales, con Noé elevando los brazos al cielo en señal de gratitud a Dios. A izquierda y derecha de la figura, numerosos hombres y mujeres arrodillados mostraban arrepentimiento por los pecados que cometieron en el pasado y pedían clemencia por sus vidas. En la arquivolta inferior numerosas efigies amorfas se sucedían unas a otras, no sé decir si eran luciferinas o representaban el infierno, o al espíritu del hombre, pero eran trágicamente inhumanas. En ambas jambas, la de la derecha y la de la izquierda, cuatro figuras que, a pie enjuto, encarnaban a cuatro santos, profetas, o reyes, mecían, casi derruidos, a una picada piedra con forma de frondosa parra repleta de frutos.
Era una iglesia o una catedral, o un edificio religioso.
—¡Coge algo para picar! —exclamó de repente el Francés, envolviendo la fotografía en una servilleta—, ¡nos vamos!
—¿Adónde? —dije sorprendido.
Sonrió, seguramente encontraba mi desconcierto divertido o incluso inoportuno, porque no me contestó nada hasta que pasaron más de cinco minutos de carreras por mitad de la calle.
—A tomar un caro café en el hotel del conde Salzillo... —hablaba al mismo tiempo que fumaba y paraba un taxi—; puede que su excelencia esté como una cabra, pero no existe nadie en toda La Capital que sepa más de edificios, de arte, antigüedades, iglesias...
—¡O monedas!
—O monedas —rio.
* * *
Desde el mismo comienzo del día. Antes de que Pierre despertara mis ansias de aventura. Mucho antes...
El alma humana a veces se comporta como un perro rabioso que ataca y muerde a todo lo que se mueve. Infecta la rabia que lleva dentro. Si es amor, envenena amor. Si es rencor, rencor. Si es odio, contagia odio.
Me sentía rabioso e infectado de dolor, de odio, de amor, de tristeza. No podía dejar de pensar en Dulce. El hecho de saber que estaba en La Capital...
Desde el mismo comienzo del día no dejaba de pensar en ello.
* * *
Llevábamos más de una hora sentados en dos cómodas butacas al lado del pequeño mueble de fina madera con incrustaciones de nácar y pedrería. Esperábamos a que el noble hiciera acto de presencia, ya que, según decía el Francés, ningún día del año, ninguno, faltaba a su cita con el café de cuatro a cinco de la tarde; a no ser que estuviese enfermo, o metido en algún chanchullo. Sobre las cinco menos diez el pálido hombrecillo de ojos estrechos entró en la sala portando un paraguas muy elegante... abierto.
—Excelencia —el Francés se inclinó con exageración—, sería un honor que compartiera con nosotros unos minutos de su valioso tiempo.
El conde Salzillo abría y cerraba cómicamente el paraguas. Olía mucho peor que la última vez que le vimos.
—¿Por qué está salado, por qué tiene tanta sal el té? Por favor, ¿por qué tiene tanta sal?
Yo miraba sorprendido cómo las facciones del Francés se amoldaban a la locura del conde. Se puso a su misma altura y le quitó, casi sin rozarle, sin ningún tipo de violencia, inocentemente, el paraguas. Le miró a los ojos.
—Su excelencia es extraordinariamente distinguido...
—Por favor, ¿por qué hay tanta sal en el té?
—Su excelencia sería capaz de reconocer un Paul Cézanne de un Millet o de un Courbet con los ojos cerrados y la luz apagada..., ¡tal es su sapiencia!
—¿Por qué tan salado?
—Es tal la sabiduría de su excelencia que hasta los más reputados sabios del mundo se postran a sus pies...
—Sí...
—Excelencia, ¿nos podría ayudar en una discusión entre caballeros?
El conde cerró los ojos. Miré a Pierre y este pareció decirme que me quedara quieto. Fue entonces cuando su excelencia tropezó y se sentó en mis rodillas, dándome un susto de muerte. Se inclinó sobre mí, como si quisiera decirme algo y no pudiera. Volvió a levantarse.
—¿Y de qué trata esa discusión? Por favor, sí..., por favor..., una discusión.
Pierre sonrió.
—Ayer, en el transcurso de una cena entre caballeros de una asociación tan secreta que ni a su excelencia puedo revelar, se debatía quién era el hombre con más conocimientos sobre arquitectura, arte o historia de nuestro país. Yo dije que esa persona no podría ser otra que el conde Salzillo, naturalmente.
—Sí..., por favor..., sí.
—Dos de ellos secundaron mi propuesta con tal fervor que hasta yo mismo sentí una honda emoción. Pero uno de los más impertinentes, desalmados, incultos, soeces y chocarreros personajes que se pueda uno echar a la cara, tuvo el valor, ¡la insensatez!, de faltarle al respeto a su excelencia diciendo que no estaba de acuerdo con mi afirmación.
—Siga... ¿Por qué está salado, por qué tiene tanta sal el té? Por favor, ¿por qué tiene tanta sal?... Siga, siga, siga...
—El presidente de la asociación, hombre justo y honorable también, al ver cuán ofendido estaba yo, y decidido también a callar las bocas de todos los que se atrevieron a poner en duda las cualidades de su excelencia, me planteó que le propusiera, ¡a sabiendas de nuestra amistad!, resolver el enigma de la «fachada misteriosa». Yo, seguro que estaba, ¡y estoy!, de que para su excelencia no habrá enigma alguno, acepté realizar el encargo con la fe de haber actuado correctamente en pos de curar la ofensa de la cual, mi conde, ha sido injustamente objeto.
Me quedé pasmado. ¿Hacía falta tanto teatro? Al pobre conde Salzillo le brillaban los ojos gastados, como llameados por un halo de juventud. Sus descarnadas arrugas surcaban la seriedad de su rostro, de arriba abajo, sin dejar cuartilla de piel sin el color de la felicidad.
—¿Por qué?, por favor..., sigue, sigue..., sí..., sí..., ¿fachada misteriosa?..., ¿por qué está salado el té?..., sigue, sigue.
Pierre desarrugó la servilleta que envolvía la fotografía y la puso encima de la mesita.
—El enigma consiste en averiguar a qué edificio corresponde la fachada que se ve en esta fotografía. A qué iglesia, convento, monasterio... Hay que adivinar de qué lugar se trata...
Tras unos segundos en los que parecía que saldría corriendo, el conde empezó a proferir rítmicas risotadas contagiosas. Todo el café nos miraba.
—¿Por qué está tan salado el té?, por favor, ¿por qué hay tanta sal en el té?..., por favor...
—Excelencia, ¿el enigma?..., ¿la fachada misteriosa?
—Sí..., dígale al presidente que ese lugar es el pórtico de la iglesia del antiguo hospital castrense del Santo Job... del siglo XVI... en el barrio de la Alcurria, cerca de las ruinas romanas de la Villa... ¿Por qué está tan salado el té?, por favor, ¿por qué hay tanta sal en el té?..., por favor...
Al Francés se le iluminaron los carrillos.
—¡Claro! —exclamó—. ¡Por eso me sonaba tanto ese lugar! ¡Ahí es donde pasó una larga convalecencia tu padre —me dijo Pierre zarandeándome con energía—, justo antes de marcharse a Francia!
El conde Salzillo sonreía. Aquel hombre trastornado estaba contento de veras. Yo me sentía como si hubiese sido siempre amigo suyo. Me daban ganas de darle un abrazo y felicitarle con entusiasmo, como a un zagal al que le habían premiado por adivinar un acertijo en el colegio. En aquel momento se mordía las pocas uñas que podía roer, unas garras inexistentes, crispadas con la roña y la suciedad.
—Ha sido todo un placer, excelencia —Pierre utilizó un tono de serenísima gratitud—. Hoy mismo informaré al presidente de tan prestigiosa asociación nuestra victoria sobre los incautos y facinerosos malhablados.
El conde hizo una exagerada reverencia. El Francés y yo le devolvimos el saludo con el piadoso respeto que merecía. Nos dimos la vuelta para irnos del local. Su excelencia me golpeó con el paraguas en el hombro; unos toquecitos de atención.
—¿Qué es mejor: un buen corazón, una buena fortuna, o una buena amante? —me preguntó.
Recordé la pregunta. Y la respuesta correcta.
—Lo mejor es saber que nada es lo mejor, excelencia.
* * *
Aquella noche el Francés tenía visita en casa. Risas y más risas sonaban a las tantas de la noche. Yo quedé recluido en mi habitación, como un preso al que no dejaban salir de su celda. Cené un poco de pan con mantequilla y queso leyendo un libro sobre mariposas que había encontrado en un cajón. Dejé que el tiempo me acunara entre sus brazos y al poco quedé profundamente dormido.
Debían de ser poco más de las cuatro de la mañana. Un llanto lastimoso, casi imperceptible, me despertó. Miré a mi alrededor, aún medio adormilado. La noche era cálida, luminosa y espléndida. Por la ventana, el reflejo de la luna conseguía que no hiciese falta encender ninguna luz para poder ver con suficiente claridad. Me puse las zapatillas y decidí ir en busca de ese ruido.
Bajé lentamente las escaleras; en ese momento mi curiosidad, lejos de verse disminuida por la penumbra de aquel interminable corredor, se acrecentó con las confusas sombras que veía proyectarse a lo largo del pasillo. Los quejidos tristes se oían ahora más nítidamente. Provenían del salón, justo al final de la enorme mesa. Era el sollozo de una mujer..., o de un niño..., o de un gato en celo.
Por suerte allí tampoco estaban las cortinas echadas, por lo que la claridad de la noche hacía las veces de candil y sereno. Me quedé a cinco metros de donde se oía el murmullo. Era una voz de mujer. Di un paso más y lo que parecía una negrura amorfa e irreal se convirtió en un cuerpo rosado, desnudo, hecho un ovillo, de espaldas y sentado encima del mueble.
Me quedé parado sin saber qué hacer. Querría no haber bajado y no haber tenido la insensatez de ser valiente. Contuve la respiración. Nada es más ruidoso que el silencio del miedo. El cuerpo rosado enmudeció de repente... y se irguió, dándose la vuelta.
Era una mujer bellísima, quizá lo es más en mis recuerdos que lo fue en realidad, pero el candor que desprendían sus ojos me hicieron contemplar la verdadera belleza por primera vez. Su cabello era rizado, corto y no sabría decir si pelirrojo o castaño; le cubría parte del rostro y aparentaba estar mojado desde hacía poco tiempo. Sus pechos exhibían la rosada pulpa del deseo, dos perfectas areolas carnosas y puntiagudas. Su carne era firme y blanca, muy blanca.
Nunca había visto a una mujer desnuda. Jamás. Ni siquiera en los recortables que alguna vez circularon por el pueblo de mano en mano.
La mujer se me acercó, despacio, sin pensarlo, debido quizá a la inocencia que alcanzó a ver en mi mirada. Era mucho mayor que yo, pero joven como una rosa en eclosión. Me sonrió, y tapó mis ganas de hablar con otra sonrisa, y otra, y otra. Entonces sonreí yo, como un tonto.
Ella me cogió una mano y se acarició con la yema de mis dedos su pelo, su cara, su cuello. Sentí crecer en mí el deseo, vaciarse el alma. Me agarró la otra mano con dulzura y la puso sobre su cadera. No podía dejar de mirarla. Ojos claros. Nariz pequeña. Labios finos.
Yo estaba hipnotizado y no me importaba caer en la muerte del dulce prensil de unos labios ardientes. Me quitó la ropa y se acercó aún más, apretándose contra mi cuerpo, clavando sus senos en mi pecho, y sintiendo el calor de la lujuria y el deseo. Juntos nos dejamos caer en la mesa, aún sin besarnos ni pronunciar palabra alguna. Solo estábamos los dos..., solos, desolados en una incierta vergüenza.
Empezó a besarme en la frente, pequeños sorbitos que me supieron a almíbar de dioses. Cerré los ojos con la esperanza de raptar ese momento para mis sueños, para la eternidad. Su boca fue bajando hasta la mía, y sus manos reptaron al encuentro de mi espalda. Rodamos por la mesa abrazados, aturdidos por la saliva del pecado... Caímos al suelo y seguimos rodando, sin percatarnos de que ya no había freno, ceñidos en un solo aliento, moviendo nuestra locura por toda la habitación.
Ya no había freno.
* * *
Abrí los ojos y aún estaba allí tendido, junto a ella. Nos habíamos quedado dormidos en mitad del salón. Por la ventana ya despertaban algunos rayos que pronto anunciarían un nuevo día. Permanecí unos minutos más tumbado, con su brazo encima de mi muslo y el tímido calor de su respiración en mi hombro. Sentía paz.
Me levanté con cuidado. Estaba confuso, pero sentía paz.
Al vestirme y volver sobre mis pasos, la mujer de ojos claros, nariz pequeña, labios finos, se despertó. Se desperezó y me miró indiferente, como si no hubiese pasado nada entre nosotros dos hacía un rato.
—¡Oye! —dijo seria.
—¿Sí? —contesté confuso.
—De lo que ha pasado aquí esta noche entre tú y yo nadie debe saber nada. —Se enrolló en una sábana polvorienta y se levantó del suelo—. Si mi marido se enterase te mataría..., y luego..., luego me cortaría a mí en pedacitos.
Un jarro de agua fría cayó sobre mi alma. La ausencia de ternura que ahora mostraba me hizo ver la estupidez que acababa de cometer. Aparte de la piel fría, y los huesos húmedos a causa de la desnudez sobre el suelo, noté cómo los remordimientos cavaban dentro de mi espíritu, sin piedad. Por un instante había creído sentir el amor... Inocentemente lo confundí con el deseo..., pensé en mi primer poema de enamorado..., y pensé en mi dulce Dulce.
—¿Tu marido?
—Sí, claro —me contestó burlona, como si fuera la pregunta más estúpida del mundo—, mi marido, ¿por qué crees entonces que estoy aquí?
—Tu marido... —no lograba comprender.
—Sí —repitió—, mi marido..., Pierre, el Francés...
12
UN REVÓLVER
A él no le gustaba considerarse un hombre culto ni instruido. Se mofaba de los que caminaban por la calle portando entre sus pasos miles de horas de opaca luz de bibliotecas. La astucia, el ingenio, la intuición o la habilidad eran las únicas cualidades que, según Pierre, hacían que un hombre fuese más valioso que otro.
—Presta atención, Adiel —me dijo el Francés, quitando una mano del volante y poniéndola en mi hombro izquierdo—. Tito Donabella no te dio esa fotografía para que tuvieses un recuerdo de él. Lo hizo por alguna razón en particular. Sabía que tarde o temprano volverías a la joyería..., y también sabe que estás conmigo. Sin duda alguna, él tiene todas las respuestas. —Aparcamos el Citroën detrás del antiguo hospital castrense—. No sabemos nada, pero el no saber nada también nos da cierta ventaja sobre todo. Nos procura toda la desconfianza, el recelo y la incertidumbre que nos hace falta en este asunto.
Pierre se volvió del todo hacia mí.
—¿Te ocurre algo, muchacho? Llevas todo el día con la cara desencajada.
El despertar de un tímido sol me hizo espabilar.
—Me duele un poco la tripa. Eso es todo.
—¿Y esos dolores de tripa no tienen nada que ver con dormir poco?
—¿Por qué dices eso? —pregunté un tanto cohibido por la posible respuesta.
Era como si lo hubiera estado esperando. Experimenté un vértigo arrollador. Todo me parecía especialmente oscuro, penumbroso; sentado en el flamante coche al lado del que podría ser mi verdugo, o mi salvador, o mi amigo.
—Esta mañana has conocido a Clarisse, ¿no?
—¿Clarisse?
—¡Adiel! —exclamó Pierre—. ¡A mi mujer! ¡Ella me ha contado que te diste un susto de muerte..., que te quedaste turulato al verla tirada en el suelo del salón esta madrugada, medio dormida!
Mi primera reacción fue la de querer abrir la puerta y salir corriendo calle abajo, pero intuí que poco recorrido tendrían mis zancadas si el Francés sospechaba realmente algo. Tragué lo mejor que pude la saliva que se apelmazaba en mi garganta.
—Es verdad, había olvidado decírtelo. ¿Dónde está ahora?
Pierre se acercó todavía más, inclinado hacia delante. El aliento que exhalaba era tan caliente que el vaho parecía desquebrajar en dos las palabras recias que salían de su boca, casi recitadas.
—Se ha vuelto a ir. Siempre hace lo mismo. Aparece, reímos un rato, discutimos otro, ella se aparta de mí, y se va. Anoche no fue distinta a otras y no quiso subir conmigo a la habitación. No creo que vuelva a aparecer en mucho tiempo.
El Francés permaneció silencioso mientras me miraba fijamente. De alguna manera esperaba la compasión de ese silencio. Abrió la puerta del coche, estiró por los fondos su traje y quedó de pie, recto, a la espera de que yo hiciese lo mismo.
—El talento —me dijo—, el talento es lo más importante. La astucia, el ingenio, la intuición y la habilidad se convierten en algo muy valioso en las manos de un talentoso. Recuérdalo cuando estés dentro de este hospital. —Me dio un pequeño cachete en la cara—. ¿Vamos?
Cuando entramos por el zaguán, las campanas de la iglesia marcaban las cinco de la tarde. El viejo hospital castrense se caía a pedazos. El olor agrio de la vetustez cabalgaba a sus anchas por cada uno de los pasillos.
El Francés se colocó delante de la ventanilla de enfermería con una amplia sonrisa, inocente.
—Buenos días, hermana.
—Buenos días —contestó desde detrás de un montón de papeles una monja muy mayor.
—La madre María..., la abadesa de las carmelitas de Zaragoza, os manda un cariñoso y cálido abrazo.
La religiosa tenía la cara más arrugada que nunca había visto. De los amplios surcos de su rostro caían gotas de un sudor amarillento. El hábito que escondía detrás del delantal cabrioleaba al compás de un tembleque involuntario que la anciana tenía en todo su cuerpo. La mujer dejó el puñado de documentos que llevaba entre manos encima de otro montón de papeles, y fijó el iris casi blanco de sus ojos en los marrones del Francés.
—Priora —dijo la monja—. Querrá decir la priora del convento. Según la regla de la orden del Carmen será una priora la preferida para ser la prelada, elegida por consentimiento unánime o de la mayor y más sana parte de las hermanas y a la que cada una de ellas prometerá obediencia...; será ella quien dará ejemplo del compromiso de vivir en obsequio de Cristo, de expresar el ideal contemplativo con el que deben existir... Una priora, no una abadesa.
El Francés mantuvo la sonrisa. La cicatriz del labio empezó a colorearse de un pálido rosa a causa de la mueca forzada. La monja parecía no percatarse de mi presencia.
—Tiene usted razón, hermana, debe disculpar mi torpeza —dijo Pierre—, sor María, en su humildad, siempre está corrigiendo y ayudándome..., desde que era un niño no puedo evitar confundir el significado de algunas palabras y olvidar los nombres de muchas otras..., es como una enfermedad...
Las paredes, viejísimas, parecían pintadas de lamentos. Al fondo, en el clareo de una habitación que se divisaba a lo lejos, el cacareo de unos niños jugando contrastaba con el silencio que se podía oler en todo el hospital.
—Como le decía..., la priora María os manda un saludo cariñoso y cálido, y me pide que os diga que nunca olvidará lo que por su familia se hizo en este hospital.
Miré a la anciana con la prudencia suficiente como para no ser mirado. El arrugado entrecejo dejó de estar arrugado, unas puntiagudas cejas pobladas y canosas se cegaron dentro de mis propios reojos. No entendía muy bien adónde quería llegar el Francés con toda esa burda historia de la priora o abadesa del convento de las carmelitas. Aún conseguía mantener esa sonrisa postiza.
—¿Y qué es lo que no olvidará? —preguntó recelosa la monja.
—Aquí cuidaron a su hermano de una enfermedad muy grave de la que nunca se recuperó. Fueron años muy dolorosos para ella. Después de la guerra había decaído tanto el amor a Dios y a su hijo Jesús que costaba creer en la humanidad y en lo bueno. El pobre hermano de sor María encontró en estas paredes algo más que el alivio a sus males, encontró la fe que creía perdida en tantas malas vidas.
El solitario pasillo donde estábamos y la miserable penumbra de las habitaciones que asomaban a cada lado del corredor eran, de alguna manera, estancias encantadas, donde la anciana monjita vigilaba cada uno de nuestros movimientos, y donde el tiempo parecía sustentarse en la nada.
—Tengo que decirle, señor, que yo por aquella época no servía en este hospital. Y también, como sabrá, esta no es una institución religiosa, sino castrense..., aunque haya entre sus enfermos mujeres y civiles.
—Pero el peso de todo el trabajo recae sobre vuestra orden, ¿no?; con el sustento de la fe y el amor al prójimo —el Francés enarcó las cejas.
—Ya. Pero seguro que no habréis venido hasta aquí, en este preciso momento, solo para reconocer nuestro trabajo, ni nuestra fe..., ni para hacer de telegrama andante de la priora del convento de las carmelitas de Zaragoza.
La pequeña monja le devolvió la sonrisa al Francés. Metió sus dos manos en los bolsillos del hábito, levantando para ello el blanco delantal. Se puso a mi altura, posando una de sus temblorosas miradas cariñosamente por mi rostro.
—En efecto, hermana.
—¿Y qué es lo que merece tanto misterio?
—Debemos encontrar al hermano de la priora, o a algún documento o pista que nos lleve hasta su paradero. No sabemos nada de él desde hace unos meses, y eso le está quitando la vida a sor María.
Me preguntaba si el Francés estaba improvisando o realmente tenía decidido lo que iba a decir y hacer. Su cara se volvió de repente ceniza y apagada. La boca apenas se movía y los ojos se humedecieron con las excusas propias de la pena. Antes de volver a decir nada, suspiró como ahogado en el recuerdo.
—Hace unos días nos llegó esta fotografía de él, de cuando era joven. Está a las puertas de la iglesia de este hospital... Sor María le reconoció enseguida. No sabemos quién la trajo, ni quién la mandó, pero pensamos que algo tiene que significar.
La monjita se puso unos quevedos que sacó de algún lugar de su mandil. Agarró la fotografía y señaló al padre Benito casi en el mismo instante en el que tocó el papel.
—Este sacerdote..., está mucho más joven..., pero es él..., es el padre Benito —dijo pausadamente—. ¿Quién de los otros dos es el hermano de sor María?
—El que está de frente, a la izquierda —respondió Pierre—. El hombre que se ve de perfil no sabemos quién es, suponemos que un amigo.
—No reconozco a ninguno de los dos. Desde luego en estos últimos diez años no han estado aquí. Me encargo personalmente de dar entrada y salida a cada uno de los enfermos que ingresan.
Un camillero, empujando una pesada cama vacía, nos sobresaltó al salir de improviso de la habitación más próxima a nosotros. Las ruedas giraban en el suelo, huecas, produciendo un ruido seco y molesto que resonaba detrás de nuestras orejas.
Tras perderse el sanitario por el pasillo y recobrar la serenidad, Pierre preguntó a la monja por el padre Benito.
—¿Conoce usted al sacerdote de la foto?
—Fue el párroco de esta iglesia durante el primer lustro que estuve aquí. Un hombre justo y bueno. Pero hace mucho, demasiado tiempo, que no sé nada de él.
—Seguro que está bien —deseé casi sin pensar. Las palabras bulleron de mi boca con el recuerdo del sacerdote abatido en la cocina de la sacristía rodeado de su propia sangre—. No se preocupe por él.
El Francés me miró sorprendido. Detrás del cobrizo matiz de su mirada, bajo la invisible soberbia que siempre portaba entre sus gestos, Pierre pareció estar satisfecho por mis primeras palabras. A la serenidad con la que la inevitable experiencia le hacía convivir, no le venía nada mal unos instantes de descanso.
—Me pregunto, hermana, si nos dejaría visitar a los enfermos que están ingresados en el hospital por si el hermano de sor María estuviese aquí —dijo Pierre.
—Disponemos de registro de entrada. Si él está, habrá quedado anotada su admisión. ¿Cómo dice que se llama?
—Guillermo Terán —mintió—. Pero es muy posible que utilice un alias: Donabella, Tito Donabella.
—No recuerdo a ninguno que se llame así. No, seguro que no...
—Pero, de todas formas, nos gustaría comprobarlo. Es probable que diese otro nombre, ¿no le parece?
La monjita nos miró por encima de los vidrios. Primero oteó al Francés, que fue quien formuló la pregunta, y después a mí. Aún tenía entre sus manos la fotografía.
—Solo tenemos a veinte personas ingresadas. Todas están en aquella ala —dijo señalando al final del largo pasillo—. Ellos agradecerán la visita.
La monja nos devolvió la fotografía; sin decir una sola palabra más, recogió del mostrador los documentos que dejó posados encima del otro montón de papeles y se marchó en sentido contrario a donde teníamos que ir.
Las estancias estaban bien ventiladas y limpias. Una resplandeciente luz proveniente de las ventanas se reflejaba contra el mármol gastado del suelo, haciendo que el blanco cenizo de las paredes se tornara azul celeste a causa del fulgor. En la primera de las cuatro habitaciones había cinco camas, todas ocupadas por ancianos quejumbrosos y medio cadáveres con la obstinada muerte pegada en sus labios. Pierre se acercó a cada uno de ellos y los examinó con pasmoso detenimiento. A todos les enseñó la fotografía, con la esperanza de que alguno pudiera decir algo coherente al respecto. Nadie parecía tener respuestas.
En las otras tres habitaciones no nos fue mucho mejor. Allí no había enfermos. Más bien descansaban cuerpos a la espera de su última etapa, sin nada ya que decir o hacer en este mundo. Era un hospital donde el vacío estaba completamente a solas, con la callada desesperación de los que esperan la locura total, o la muerte incierta. Enfermos sin cura. Apesadumbrados con la lozana losa de la condena, sin remedio ni piedad.
Nadie podía ayudarnos.
Angustiados por el tiempo perdido, y la falta de suerte, atravesamos con paso rápido el largo pasillo que daba al zaguán. Cabizbajos.
—¿Ya se van?
Al otro lado del mostrador, la monjita, arremangada hasta los codos, nos dedicó una mirada astuta, nublada con los decoros propios de la duda.
—¿No han encontrado a quien buscaban?
—No, hermana, me temo que hemos perdido el tiempo viniendo hasta aquí.
—No creo que eso sea del todo cierto.
La anciana salió de la enfermería con la cabeza gacha. Se postró delante de nosotros y alargó una de sus temblorosas manos hacia mí, con el puño cerrado.
—Estoy segura de que esto les podrá servir de ayuda. —Depositó sobre la palma de mi mano derecha un papel doblado, minúsculo—. Tiene que ver con tu padre...
—¿Mi padre? —miré perplejo a Pierre y a la anciana sin saber qué decir.
—No pensarán que me he creído esa historia del hermano de la priora, ¿verdad?
—¿Entonces? —arremetió el Francés—. ¿Qué es lo que sabe?
La mirada añeja de la religiosa se volvió aún más dura. A mis ojos, su pequeño cuerpo se hacía por momentos más grande. La anciana parecía que estuviese preparada desde hacía tiempo para afrontar esa pregunta. Eso era lo que más me sorprendía.
—¿Qué es lo que sé de lo que realmente buscan?..., ¡nada, no sé nada! Ni lo sé ni quiero saberlo. Pero han sido muchos años los que he vivido rodeada de enfermos para no saber identificar a la peor de las enfermedades del hombre: la falta de Dios. Y es ese desamor en Dios el que pervive en su mirada —se dirigía a Pierre—, el que me dice que no necesariamente necesite salvar el alma de las garras del odio o de la mentira. —Tras unos segundos la anciana apartó su mirada del Francés y me apuntó trémulamente con el dedo—. ¡Pero eso no le da derecho a mancillar la juventud de un alma decorosa y pura, justa e inocente como la de este joven!
Pierre me miró y no pudo evitar sonreír.
—De acuerdo, hermana..., no entiendo nada..., ¡qué respuesta tan extraña!
—No es extraña —contestó la monja—. Es la verdad. No hay respuestas extrañas cuando hay preguntas sinceras.
—Pero... yo no le he preguntado nada sobre eso.
—¡Me ha preguntado que qué era lo que yo sabía! Eso es lo que sé. ¡Nada más!
Pierre no se atrevió a replicarle, ni siquiera a romper la afonía sepulcral del hospital con un simple o banal comentario. Los suspiros, las palabras entrecortadas, el chasquido de sus dedos, la testarudez de su sonrisa, nada parecía intimidar a la monja. Después de una larga pausa me atreví a mirarla.
—Madre —dije—, ¿cómo sabe quién es mi padre?
—En cuanto vi la fotografía supe que el poeta era tu padre. Eres igual a él, su misma frente, sus ojos, su pelo. Sé que confió a Tito Donabella tu cuidado..., y sé que el padre Benito ha muerto.
Mientras hablaba pude observar cómo el Francés tarareaba muy bajito, casi imperceptiblemente, una melodía muy de moda en aquella época, ignorando por completo todo lo que ella decía.
—No tienes que avergonzarte por haberme mentido. Sé que en realidad no querías hacerlo. —Puso su índice sobre mis labios y continuó hablando—. Tu padre era una persona maravillosa. Era un hombre de Dios, respetuoso con la fe y con su iglesia. Lo único que conservo de él son mis recuerdos y ese papel que te he dado.
Desdoblé el papel con sumo cuidado, intentando parar el tiempo al vaivén de mis propios latidos. Había escrito algo en una letra pequeñísima y muy bella. Pierre me miraba atento. Ya no tarareaba.
—¿Una dirección? —pregunté.
—Sí —contestó la temblorosa anciana—. Es el lugar donde está enterrado el poeta. Donde descansa su alma.
* * *
El Citroën B11 avanzaba lentamente; la ventanilla dejaba pasar un aire frío y denso. Lo necesitaba. Pierre no había dicho una palabra desde que salimos del hospital. Empezó a canturrear la misma canción que momentos antes había tarareado. Parecía que las estrellas habían crecido aquella misma noche para dar luz a tanta oscuridad.
—Nos están siguiendo.
La voz del Francés era la de un hombre al que no le importaba tener miedo. Aceleró un poco la marcha y, en cuanto pudo, dio media vuelta, cambiando por completo el sentido. El vehículo que nos seguía apagó las luces al cruzarse con nosotros; al poco escuchamos el chillido de las ruedas girando violentamente sobre su eje.
—Toma esto.
Pierre me lanzó un revólver.
—¿Una pistola? ¡Yo no sé disparar un arma!
—Intenta aprender pronto, porque creo que esos que nos siguen no son precisamente torpes disparando una.
El revólver estaba sobre mi costado, encallado por el cañón. Pierre me miró con los ojos brillantes de un borracho.
—No seas tonto —dijo riéndose—. Esconde ese revólver debajo del asiento, no creo que lo necesitemos de momento. Se han ido.
Pierre hizo una pausa. Luego estalló en una carcajada absurda.
13
YO SOLO FUI UN SOLDADO...
Los suaves tonos del crepúsculo acababan de irse de los altos muros del camposanto. El lugar resultó ser una vieja ladera a las afueras de La Capital perteneciente a un antiguo convento de franciscanos, ahora derruido. La gran ciudad, vista desde allí, parecía marchitarse entre las arboladas de la montaña que la envolvía. Miles de bombillas aún se podían ver palpitando a esa hora de la mañana.
Rodeamos todo el lugar buscando algún resquicio donde poder colarnos hacia el interior de aquellos densos muros. Había una gran verja con una campanilla soldada en uno de sus barrotes rodeada de una pesada cadena con un candado. Ningún alma de este mundo ni del otro parecía querer ayudarnos. Aún me encontraba perturbado por el día anterior. Era demasiado temprano para no sentirse cansado y abatido.
Pierre empezó a zarandear la reja con violencia. Temí por un instante que toda la argamasa de hierro, cemento y hormigón se desplomara a nuestros pies. Me aparté de su vera y me senté al lado de una pequeña mesa de piedra a observar cómo el tiempo se desvanecía poco a poco. Una música escabrosa sonaba sin cesar dentro de mi cabeza, sin parar, al ritmo de las fogosas sacudidas de los hierros.
El Francés se detuvo de repente, quieto, con la mirada callada, bizqueando hacia sus espaldas sin volverse, derecho como un palo.
—Se acerca un coche, ¿lo oyes?
—Sí —respondí confuso.
—Quién demonios puede ser.
Una camioneta verde con un faro fundido paró a pocos metros de donde estábamos. Se bajó un hombre con la voz cansada.
—Buenos días, ¿hace mucho que esperan?
Pierre y yo nos miramos desconcertados.
—Es la primera vez que los veo por aquí. —El hombre sacó de su bolsillo una llave oxidada y enorme con la que abrió el candado de la reja—. Hacía mucho tiempo que no aparecía nadie por este lugar. Además, normalmente las visitas no vienen tan temprano.
—¿Es usted el cuidador de este sitio? —preguntó el Francés.
—Desde que tengo uso de razón, lo fue mi padre y el padre de mi padre, y antes el padre del padre de mi padre. Todos los miércoles vengo a quitar las malas yerbas que crecen entre las tumbas —soltó una carcajada seca—. No he faltado ni un solo miércoles de toda mi vida, y ya tengo cincuenta y siete años, recién cumplidos. Yo nací un jueves, y al miércoles siguiente mi padre me trajo para que me acostumbrase a andar entre los muertos. Crecí todos los miércoles en este lugar, estuviese enfermo o en celos... En la guerra me libré de ir al frente porque el día que convocaron a armas yo estaba aquí, regando las plantas; mi madre vino a darme aviso para que me escondiera hasta que se fueran de la aldea. Siempre he vivido en la aldea, apartado de La Capital.
—Pensábamos que esto estaba abandonado —dije.
—¡No mientras yo esté vivo! —gritó—. Entonces, ¿no sabían que hoy vendría yo?
—No, sinceramente no —contesté.
—¡Vaya!, pues qué suerte han tenido. ¿A quién tienen ustedes aquí enterrado?
Miré al cuidador del cementerio antes de contestarle. Era flaco como el hambre y alto como la sombra de un ciprés.
—Tengo a mi padre —dije—. Al parecer descansa en este lugar.
—¿Y hace mucho que se enterró?
—En realidad no lo sé, pero calculo que hará cosa de diez años, más o menos —respondió Pierre.
—Diez años... ¡Vaya!, parecen muchos años, ¿no?
La mirada del Francés se perdía entre las grises volutas del humo de un cigarrillo. Seguimos al cuidador hasta la pequeña covacha que tenía justo en el centro del camposanto al lado de una gran estatua de san Gabriel.
—Recuerdo la primera vez que tuve que enterrar yo solo a un muerto. No tendría más de doce años. Por aquel entonces todavía estaba en pie el convento, aunque no vivía nadie en él. Era una joven muy guapa, su pelo era largo y muy negro, como el carbón. Me la trajeron en un burro, envuelta en una sábana blanca. Parecía que dormía a lomos del animal. Solo le acompañaba un chaval rojo como un tomate. El pobre debía de quererla muchísimo porque no dejaba de gimotear todo el rato.
El hombre cogió un cubo de hojalata abollado y unas tijeras de podar y se encasquetó un sombrero de paja agujereado de color rojo. Abrió un grifo y empezó a llenar el cubo.
—Aquí, justo debajo de nuestros pies, descansa el bueno de don Gervasio, el primer cura que enterré. En aquella otra lápida —dijo señalando a una humilde cruz— yace mi primer guardia civil; y allí, detrás de aquellos hermosos rosales, mi último enterrado, un pastor al que un caballo le reventó la cabeza de una coz... hace veinte años.
Nos miramos.
—¿Ha dicho veinte años? —preguntó Pierre perplejo.
—Un seis de mayo de hace veinte años. Frasco, el hijo del antiguo posadero de la aldea. Una coz terminó con su vida, como ya he dicho. —Cogió el cubo por el asa y empezó a caminar entre los adoquines que rodeaban todo el lugar—. A los muertos se los llevan ahora a La Capital. No creo que su padre, joven, si hace diez años que murió, esté enterrado aquí. En el otro no lo sé, pero desde luego no en mi cementerio.
—Pero —dije contrariado— usted ha dicho que el único día que viene es el miércoles, ¿no puede ser que alguien lo haya enterrado sin que lo sepa?
El cubo se le escapó de las manos. La larga sombra del ciprés me miró disgustado y muy molesto. Dejó pasar el silencio y luego me reprendió con la seriedad de un verdugo.
—Cada palmo de tierra de este huerto del Señor lo conozco mejor que a mi propia piel. ¡Es imposible que haya un muerto reposando en este lugar sin que yo lo sepa!
Imposible. Me preguntaba por qué una palabra tan simple era tan dura. ¡Imposible! El mismo lamento dolía en mi arrojo y en mi cobardía. Mi valor se iba agotando.
—¡Un momento! —Pierre se dirigió nervioso al cuidador—. ¿Qué es lo que ha dicho?
—¿Cómo? —preguntó sorprendido por la inesperada explosión de energía—, ¿que qué es lo que he dicho?
—Sí, sí —insistió el Francés—. ¡Hace un instante!, ¿qué es lo que ha dicho?
—Que cada palmo de tierra de este huer...
—¡Antes de eso!, ¡antes de decir eso!
El buen hombre se rascó un par de veces la barba.
—Tengo buena memoria... —Cerró los ojos y habló con la misma parsimonia que el que recita una lección aprendida—. A los muertos se los llevan ahora a La Capital. No creo que su padre, joven, si hace diez años que murió, esté enterrado aquí. En el otro no lo sé, pero desde luego no en mi cementerio...
—¡Eso es! —gritó el Francés—. ¡Ha dicho que no sabe si en el otro estará enterrado! ¿Es que hay algún otro camposanto más por aquí cerca?
Nos miró desconcertado. El rostro lo tenía alterado y su frente se arrugó. Ni Pierre ni yo quisimos insistir por miedo a que el hombre dejara de existir para siempre. Reposábamos la espera silenciosos, preocupados.
—Trae mala suerte hablar de ese sitio —dijo al fin.
—Solo le pido que me diga dónde está. Es mi padre a quien busco. Por favor.
El cuidador dejó en el suelo las tijeras de podar y se encaminó con paso inseguro hacia la covacha.
—Tengo que orear unos paños mojados para que no se pudran. Síganme.
De dentro de una acequia rota cogió unos trapos negros con olor a humedad y los metió en un fardel de hilo. Salimos del cementerio por la misma cancela que entramos y, sin mirarnos, nos guio por un camino polvoriento, removiendo sus manos de vez en cuando como queriendo distraer nuestras preocupaciones. El Francés iba silencioso, yo, intranquilo; mi alma, temerosa y mis sueños, hechizados.
Atravesamos un riachuelo y una vieja vereda. Se paró justo al lado de otra verja, esta rota y ruidosa.
—Sigan adelante y verán lo que quieren saber. Ese lugar está maldito.
—¿Maldito? —pregunté—, pero ¿no es un cementerio?
—Lo es. Y más antiguo que el mío.
—¿Por qué dice que está maldito? —insistió Pierre.
El cuidador nos miró fijamente.
—Hace más de un año, a principios de un otoño, fui a este lugar a eso de las cinco de la mañana a buscar setas de chopo, que son muy comunes por estos caminos. Cuando recogía unas allá dentro —el cuidador señaló hacia un frondoso paraje—, empecé a oír lamentos, como si a alguien le estuviesen quitando el aire. Me entró el pánico y empecé a correr hasta llegar a la pequeña ermita que tiene este cementerio. Allí me di cuenta de que algo demoniaco estaba pasando. Vi cómo una tumba se removía en la tierra, y de dentro de ella emergía un ser luminoso... Ya sé lo que creen, que estoy loco..., o que me invento historietas... Eso mismo pensaba yo de la gente de por aquí cuando les escuchaba hablar de la comitiva de ánimas en pena, o de los fantasmas atormentados que vagan por estos lugares... Me apiado del alma de tu padre, chaval..., espero que no esté maldito..., pero yo de ustedes no tentaría a la suerte y volvería por donde hemos venido.
Pierre se iluminó con su peculiar media sonrisa.
—No se preocupe por nosotros. Creo que es demasiado temprano para que los fantasmas o los demonios quieran hincarnos el diente. Muchas gracias por acompañarnos.
El cuidador se persignó unas tres veces seguidas antes de marcharse. Cuando se fue, reanudamos la marcha, un paseo sibilino y nada divertido para mí, que veía cómo todo a mi alrededor se oscurecía y aullaba con el bisbiseo del viento. El ejército del miedo parecía haberse quedado a mi vera, nerviosas ramas secas se zambullían en el aleteo de nuestros pasos. A cada sombra creía ver un fantasma y a cada ruido un lamento.
—¡Menos mal! —dijo inquieto el Francés—. Creo que ya hemos llegado. Empezaba a temer que nos hubiéramos perdido.
Delante de nosotros asomó una pequeña ermita blanquecina, manchada de humedad en todas sus paredes. Dentro había una capillita con una virgen tallada en madera, repleta de hongos y verdín; apenas se podía sostener entre dos alambres de lo descuidada que estaba. Me arrodillé frente a la imagen. Pierre se rio.
—¡No creas que hacer eso te salvará de ser poseído por los demonios! —dijo entre risotadas el Francés—. ¡Tendrías que haber sido una buena persona mucho antes! Ahora ya no tienes cura.
Me levanté a desgana, molesto, y comenzamos a andar sobre un adoquinado gastado por el rocío y las duras nevadas de pasados inviernos. La primavera había cubierto el lugar de un tapiz de miles de pequeñas flores, y el sonido de la vida rezumaba por los contornos dorados de la mañana.
Surgieron las primeras tumbas a la derecha del camino. Eran simples lápidas con una corroída fecha grabada en el mármol. Zarzales y gramas de prados nos guiaban entre la descuidada vegetación que se acumulaba en torno al empedrado; olvido de los que aún quedaban vivos, pensé. Pierre tenía el semblante serio, escudriñaba cada uno de los nombres de los difuntos que aparecían tallados. Se detuvo y me señaló una de las inscripciones con la mano en alto, muy teatral. Me acerqué.
—En esta tumba tiene que descansar una persona atormentada. «Fredesvinda. 1864-1894. Amó y soñó con ser amada» —leyó—. ¿Quién puede poner semejante epitafio si no es por deseo y encargo de la persona que ha muerto? Fíjate en la escultura y los relieves que la acompañan en su nicho para siempre. Qué mal gusto...
No me había fijado en lo que el Francés había puesto tanta atención. Yo solo veía a un ángel agachado con una flor en la mano, con la mirada perdida, el cual parecía estar recitando un poema a la difunta Fredesvinda.
—Es un angelito, ¿no?
—¡Un angelito! —exclamó—, ¡qué felicidad la tuya! —Tuvo que hacer un pequeño sobreesfuerzo para no atragantarse—. ¡Un angelito! —repitió—. ¿Y no ves lo que hay detrás de sus alas?, ¿detrás de su aureola? —Me acerqué a mirar con atención—. ¡Observa esas figuritas que parecen estar salidas del mismo infierno!
Me acerqué todavía más a la escultura del ángel. En realidad no eran relieves tremendos, ni figuras demasiado imponentes. A los pies del ángel, en un segundo plano, casi escondido detrás de las alas, se podía ver una especie de combate carnal entre una bestia, similar a un dragón de siete cabezas, montada por lo que parecía una mujer, y unos deformados hombres que, por la expresión de sus caras, agonizaban en un río de llamas y perdición.
—Da miedo pensar que eso pueda pasar, ¿verdad?
—¿Qué es lo que representa?
—Creo que es una escena del libro del Apocalipsis de Juan. ¡La ramera de Babilonia sobre la bestia de siete cabezas! —prorrumpió—. La prostituta significa perversión, desenfreno, inmoralidad, idolatría... Aunque no me hagas mucho caso.
Seguimos caminando por el cementerio, deteniéndonos a cada momento. Aquel huerto de cruces y losas le daba al bosque un atractivo y misterioso encanto. No se escuchaba a un solo animal quejarse de aquel silencio, ni siquiera al escandaloso petirrojo que nos miraba desde lo alto de una rama. Había piñoneros de casi treinta metros de altura, con el tronco derecho y robusto, con su ancha copa y sus finas piñas de piñones dulces balanceándose. Me sentía extraño entre tanta belleza, y entre tanta preocupación. Había momentos en los que creía sentir flotar ánimas o seres mágicos e invisibles. Me daba la impresión de que, por detrás de uno de esos regios troncos, se asomaría algún fantasma a darnos los buenos días, con la cara borrosa. Todo a nuestro alrededor esperaba a que el tiempo se detuviera a contemplarnos.
—Creo que es aquí... —susurró Pierre—. Tiene que ser esta la tumba del poeta...
Quedé inmóvil. No sé si la palabra decepción sería la justa, pero sentí cómo una banal alegría se quedó oscurecida en mi alma. El hombre rehúye la decepción como la abeja el humo de la broza quemada, aunque, a diferencia del insecto, el hombre provoca siempre el fuego que termina ahogándolo.
—¿Cómo sabes que mi padre está enterrado ahí si no pone nada?
El Francés me sonrió.
Me agaché con él. Cogí un puñado de tierra, al igual que hizo él. Me levanté. Observé cómo soplaba en la fría lápida.
Y de nuevo me sonrió.
—«Yo solo fui un soldado que caminó por la triste mentira de unos versos callados» —Pierre leyó lo que escondía el polvo y la suciedad en la piedra—. Tu padre siempre decía que él era un soldado que caminaba por la triste mentira de unos versos callados... Esta es su tumba.
Pasé mis dedos por las letras, por cada una de ellas. Me sentía raro, creía que al tocar las muescas del mármol la frase se desharía entre mis manos como un puñado de arena. No podía sentir amor por el poeta, pero tampoco podía mirar a hurtadillas mi pasado. Mi corazón se me escapaba del pecho.
—Fíjate en la tierra —dijo Pierre muy serio—, está removida y yerma.
—¿Yerma?
—Estéril, sin una sola gota de vida. ¡Esta tumba ha sido profanada! —exclamó en tono amargo—. Se nos han adelantado.
—¿Profanada?, ¿adelantado? —miré al Francés, vehemente—. ¿Pensabas cavar en la tumba de mi padre?, ¿es por eso que hemos venido?
—¡Y por qué si no! —chilló—. ¡No tenemos nada!, ¡no sabemos nada! Estamos dando palos de ciego a todas horas. ¡Qué hacemos aquí si no! Pensaba que si encontrábamos la tumba encontraríamos algo...
—¿Pero enterrado?
—¡No!, ¡no lo sé!..., ¡puede! —Pierre estaba a punto de estallar—. ¡Vámonos! ¡No perdamos más el tiempo aquí!
El Francés se dio la vuelta y empezó a andar deprisa, indiferente. Yo me quedé unos segundos más observando la última morada de mi padre en este mundo.
* * *
Mi memoria ha salvado para mi vejez esa pena que sentí cuando toqué por última vez la fría losa que guarecía al soldado engañado que caminaba por una triste mentira. Esa amargura sabe a años de olvido. A perdida amargura.
* * *
Estaban enfrente de nuestra casa. Mario y Fazio, los sicarios que intentaron apresarme en el pueblo. Al verlos, volví a notar el frío de la noche en el humilladero, volví a escuchar las palabras que condenaban a mi amigo Nano a una muerte segura, volví a ver la preocupación en el rostro de Dulce... La carcajada irritante del más canijo de los asesinos aún retumbaba en mis sienes.
Fumaban tranquilamente apoyados en su coche. Nos esperaban.
—Francés, bell' com' a sempr' eh! (¡estás igual de guapo que siempre!) —dijo irónico Mario en cuanto nos bajamos del automóvil—. ¡No sabes cuánto me alegra verte!
Pierre le miró con cara de asco. Sacó su revólver y no disimuló sus intenciones si algo no era de su agrado.
—¿Qué quieres? —replicó Pierre.
—Pareces nervioso, Francés. Solo quiero hablar contigo un momento. Niente e chiù (Nada más).
Mario apagó el cigarrillo y sacó también su pistola.
—Yo nunca uso revólver —dijo el matón rascándose la frente—, me resulta demasiado pesante (pesado). Prefiero una de estas, son mucho más manejables.
—Si lo que tienes que decirme es eso, ya te puedes ir. No puedo perder el tiempo con tonterías.
Me puse detrás de Pierre, intentando que no se me viera demasiado. Tenía miedo.
—Para serte franco... no me gustan l'arm' da fuoco. Prefiero utilizar mis propias manos para lo que tenga que hacer. —Mario guardó de nuevo el arma en la funda que tenía enganchada en su cinturón, detrás de la elegante americana—. Ángelo quiere hablar contigo mañana sin falta, en la casa negra, priésto (a primera hora).
El Francés resopló con delicadeza. Sonrió.
—De acuerdo. Allí estaré. Tenía pensado hacerle una visita de todas maneras. —Pierre amplió su media sonrisa hasta hacerla casi un insulto—. Le dices de mi parte a Ángelo que la próxima vez no hace falta que me mande a sus sabuesos para invitarme a su casa. Es de mal gusto emplear escoria...
Fazio dio un paso adelante dispuesto a plantar cara al Francés sin importarle el medio metro que le sacaba de altura. El otro esbirro, poniéndole una mano en el pecho, le impidió avanzar.
Los dos sicarios, tras unos segundos de tensión, entraron en el coche y se arrellanaron en los asientos, moviendo las cabezas y maldiciendo en voz baja.
—Te mataré algún día —Mario sacó los diez dedos por la ventanilla—... y lo haré con estas manitas.
14
LA CASA NEGRA
Al doblar la esquina llegó a nuestros oídos el sonido del ajetreo que formaban los pasajeros en el apeadero de la estación. Eran las ocho de la mañana, los viandantes con los que nos cruzábamos portaban maletones o mochilas, caminando distraídos en sus propias cantinelas. Parecían gaviotas revoloteando frente a la escalinata del edificio, olvidadizas y juguetonas, una algarada de voces caóticas y distantes que enmudecieron en el mismo instante en el que entramos en la cafetería de la estación. Allí, una dulce y lastimosa melodía de Antonio Lucio Vivaldi se alzaba sobre todo el tumulto.
—Esperaremos aquí hasta mediodía —me dijo el Francés—. Quiero estar seguro de que no nos la juegan. Desde esta ventana podemos ver la entrada de la casa negra con todo detalle. No debemos descuidarnos ni un instante.
Pierre hizo señas al camarero para que se acercara. Pidió un gran tazón de chocolate para mí y una cerveza bien fría para él.
—¿Y qué adelantamos estando aquí?, ¿cómo podemos saber si no nos la juegan?, ¿solo con mirar la fachada de una casa a través de la ventana de un bar?
—Hombre de poca fe —me contestó—. La observación es un arte. Un hombre saliendo al portal, con una mirada nerviosa, llevando el abrigo doblado en varios pliegues bajo un brazo, un cigarro apagado en los labios, deteniéndose a mirar la calle a uno y otro lado nada más pisar la acera..., ¿qué puede significar?
Callé. No parecía estar de muy buen humor.
—Inténtalo, no es tan difícil imaginar qué puede estar pasando.
Parpadeé un par de veces dando a entender que había aceptado el reto. Agaché por un momento la cabeza y me concentré lo mejor que pude.
—Si es un hombre que no hemos visto entrar antes, nos dice que ha dormido esa noche en la casa..., la mirada nerviosa..., que algo le preocupa..., el abrigo..., que no piensa ponérselo..., ¡que es un paseo corto el que le hace salir a la calle!..., que el cigarro esté apagado..., eso..., que está dejando de fumar..., mirar a cada lado..., no sé..., ¿prudencia?
El Francés me miró poco convencido. Suspiró.
—¿Es todo lo que se te ocurre?
—Sí —confesé.
—Para empezar, te diré que en una hipotética situación de peligro, el haber observado y sabido interpretar los gestos y las pistas que ese hombre imaginario representa quizá sea la diferencia entre estar vivo o yacer a un metro bajo tierra mañana por la mañana. La mirada nerviosa o el cigarro apagado en los labios es la reacción de alguien a quien le preocupa algo, quizá un asunto delicado que le han encargado y con lo que no está muy contento. —Pierre encendió un cigarrillo y empezó a aspirar despacio el humo del tabaco—. Debajo de ese abrigo esconde algo, ¿una escopeta?, ¿un rifle? Mira nervioso a cada lado de la calle esperando a que llegue alguien, ¿nosotros?, ¿otros compinches? A lo mejor debe cubrir las espaldas de Ángelo...
Pierre sacudió su cigarro en el cenicero.
—Es un ejemplo estúpido, pero —dijo con cierta impertinencia— yo sé lo que quiero decir con esta palabrería. Tómate tu chocolate, no dejes que se te enfríe.
Sin darme más explicaciones empezó a hojear el primer periódico que cogió de encima del mostrador. Me quedé pensando un momento antes de sorber con impaciencia el contenido de la taza. Al quemarme los labios, tuve una revelación acerca de mí mismo. Era capaz de soportar el calor intenso de una bebida dulce, el rescoldo que dejaba la quemazón después de unos segundos de respiro, pero era incapaz de contenerme y renunciar al sabor ardiente del peligro, aunque fuese amargo como la desdicha o la barbarie.
—No entiendo cómo se puede ser tan tremendamente irresponsable —dijo el Francés señalando a una de las páginas que estaba leyendo—. Yo nunca dejaría que la mujer que amo compartiera mi destino si este puede llegar a ser su perdición. Escucha esto:
Mientras cabildean los políticos, ya en sus sedes habituales, ya en las dulces orillas donde el hermoso tiempo de primavera reúne en un party, un tanto escandaloso, a agresores y agredidos, y, mientras más próximos al campo de batalla, deliberan los generales Nasarre, O'Darriel, Chorny, la artillería de la República Popular, con la actividad aplastante de los cañones y morteros, sigue gastando lo que ya solo son ruinas de la desde ahora legendaria fortaleza de Dan Buin Fu.
De Cebrién, el héroe nuevo (otro soldado que en un momento de crisis viene a servir al honor de su patria), reagrupa a sus soldados para un contraataque a vida o muerte en medio de una situación desesperada cuando está lejos aún la columna que avanza por la jungla, por añadidura con desesperada lentitud, y cuando es poco probable que se conceda la tregua solicitada por el Gobierno para evacuar de la posición el millar de heridos que se asfixian en su pequeño hospital subterráneo.
Ni siquiera es seguro que cuando este artículo se publique, Dios lo quiera, la heroica resistencia no haya sucumbido a la furia y abrumadora superioridad numérica de los asaltantes. En la escena admirable que los defensores están ofreciendo al mundo no falta ni siquiera el episodio ejemplar y conmovedor de la esposa del héroe, instalada en un hospital de sangre, muy próximo al combate, y atenta solamente a hacerse digna del papel que el destino ha querido señalar a su marido.
Pierre dejó de leer y me miró con los ojos muy abiertos. Arrancó la hoja del periódico con violencia y la tiró arrugada al suelo.
—¡Hacerse digna del papel que el destino ha querido señalar a su marido! —dijo desconcertado—. ¡Nunca entenderé lo tonta que puede llegar a ser la humanidad! ¡En una guerra no hay destinos compartidos, nadie lucha por nadie ni por nada! ¡Todo es una fanfarronada!
—Quizá esa mujer está tan enamorada de su marido que su vida no vale nada si no es al lado del hombre al que ama... —repliqué—. A lo mejor para ella es más importante saberse parte de un destino compartido que buscar ella misma uno en solitario.
El Francés me escuchó en silencio y luego me preguntó:
—¿Sabes dónde reagrupa ese héroe nuevo a sus soldados para un contraataque a vida o muerte?
—No..., no lo sé.
—¿Sabes dónde está esa jungla por donde avanza lejos la columna que espera ese héroe inútil y sus soldados?
—No...
—¿Tienes alguna idea de lo que les pasa a las mujeres en una guerra como esa? —dijo Pierre en voz alta, rojo como un tomate—. ¡Dime!, ¿tienes alguna idea?
—No, claro que no —dije confundido.
La poca gente que había en el bar nos observaba con curiosidad. Una mujer despeinada, dos niños con su padre, un revisor del tren, el camarero y un viejo al que la boina le resbalaba por detrás de la calva, fijaron sin disimulo su atención sobre la acalorada cháchara del Francés.
—Nadie debe arrastrar a nadie a ninguna guerra..., esa mujer es una irresponsable —Pierre bajó la voz, haciendo caso omiso a las miradas—, y ese héroe de pacotilla es un necio... ¡Irse a otro país!, al otro lado del planeta a defender un montón de ideales que no se sostienen ni por asomo..., eso es una majadería.
Me quedé en suspenso, pensando en esa guerra de ese héroe de pacotilla, de esa mujer irresponsable, de esos compromisos compartidos. No lograba entender lo que me quería decir. Eran palabras que no tenían sentido para mí, estaban fuera de lugar. Miré el ovillo de papel arrugado que el Francés había tirado hacía unos minutos. Me preguntaba qué era lo que realmente le había sacado de quicio de esa noticia del periódico.
—Clarisse tiene a otro hombre —dijo al fin, sus dedos se agarrotaban a medida que levantaba la vista para mirarme fijamente—. Me ha confesado que ya no me ama.
Esa era su turbación. Incluso después de disimular lo mejor que pude mi sorpresa y mi terror, fui incapaz de esconder el tembleque de mis párpados al mirarle a la cara. Me sentía sospechoso y condenado a la vez, me pesaba la voz y no podía articular sonido alguno.
—Ella dice que no, pero yo estoy seguro de que me engaña con otro hombre. La muy zorra ha tenido la desfachatez de decirme que ya no me ama... ¡Como si eso me importara!... Lo que realmente me duele y me corroe por dentro es saber que me la esté pegando con otro, que me haya convertido en un cornudo del que todos hablen. La mataría si estuviera completamente seguro.
—¿Y cuándo has hablado con ella? —atiné a preguntar—. No he visto a tu mujer desde el día en el que..., desde el otro día que estuvo en casa, durmiendo en el salón.
Desde mi taburete veía cómo la silueta del Francés reposaba en los rayos de luz que se filtraban a través de la ventana. El sol acababa de desperezarse y por la calle la claridad de la primavera iluminaba todo el asfalto mojado por la escarcha de la pasada noche. Pierre rio por lo bajo y se bebió de un trago lo que quedaba de cerveza en el vaso.
—Esta noche me ha visitado de madrugada, para despedirse, dice. Se fue poco antes de que te despertaras.
El camarero puso otro vaso con cerveza encima de la barra a una señal del Francés.
—Es tan guapa —dijo suspirando—. Tan, tan guapa.
Hubiese jurado que una lágrima se deshizo por la mejilla de Pierre de no ser porque, al instante de quedarme absorto en ese pensamiento, una maldición salida de las entrañas del propio Francés se encargó de despertarme de mi embobamiento.
—¡Miserable! —exclamó—. ¡Sabía que ese malnacido no era trigo limpio! ¡Fíjate cómo se frota las manos antes de llamar a la puerta!
Miré sorprendido hacia donde se encontraba aquella especie de pellejo con mortaja que señalaba Pierre con tanta rabia. Al principio no reconocí la figura espigada, ni la siniestra expresión de aquel rostro con frente despejada, mandíbula prominente y nariz en punta.
—¡El señor Palacios!, ¡el de la biblioteca!
—¡Ese no es un señor! —me corrigió el Francés—, ¡es un miserable!
Pierre empezó a frotar con energía su pantalón con los nudillos de su mano derecha. Lo hacía sin ser consciente, probablemente con ese movimiento lograba contener el deseo de actuar arrastrado por las vísceras y de arrancarle la cabeza al bibliotecario.
—A lo mejor le han vuelto a llamar... y no va por propia iniciativa.
Ser juicioso, dejar la angustia de sentirse engañado y traicionado, dejar apartada la herida que produce un orgullo enfermizo. El Francés era capaz de hacer todo eso con la facilidad con la que un cuchillo corta la mantequilla.
—Eso lo comprobaremos ahora mismo —me dijo, mientras sacaba del bolsillo unas monedas que puso encima del mostrador—. No necesito ver nada más. Vamos.
Dejamos atrás la escalinata de la estación y cruzamos la carretera a paso ligero. Enfrente del escaparate de una pastelería nos detuvimos unos segundos para mirar nuestro reflejo en el cristal y así remendar, con cierta ligereza, el aspecto desaliñado y cansado que portábamos. Me calé hasta la sien una gorra de fieltro que había cogido de la joyería el otro día, y nos dirigimos hacia la entrada de la casa negra. A seis pasos y medio de donde estábamos.
Pierre dio dos golpes secos a la puerta. Un hombre dos veces un hombre abrió la pesada hoja de madera. Nos miró lentamente.
—Esperen —dijo.
Nos quedamos fuera. El Francés se encendió un cigarrillo y yo me puse a mirar el cielo. La mañana tenía el calor desacompasado de aquellas floraciones de mi pueblo natal, donde la humedad se escondía tras los olores propios de la vida. Aunque en donde estábamos no había ni una sola flor, yo era capaz de reconocer el aroma de la manzanilla o el picor del polen en mis ojos. Mis recuerdos ponían el aroma en el viento.
—Pasen —nos dijo el mismo hombre de antes abriendo la puerta—. Vacíense los bolsillos y depositen todo en esta caja. —Nos puso de espaldas a la pared para cachearnos concienzudamente—. Síganme.
Fuimos tras él. Le veíamos la nuca descubierta, brillante, moviéndose a uno y otro lado, casi con el ritmo cansino de una jota. Apenas tenía pelo, y las orejas sobresalían a ambos lados de la cabeza. Andaba casi sin mover los brazos y prácticamente sin hacer ruido. Parecía que sus pies flotaban entre algodones.
Dejamos atrás un frío corredor y una primera sala, vacía de muebles, donde se amontonaban bolsas de basura cerradas y donde una tríade de mujeres culonas y calladas se afanaban en rascar del suelo gotitas de pintura. Pasamos por delante de la cocina, la cual despedía, ya a esas horas de la mañana, un suave olor a hierbabuena y caldo de pollo, todo mezclado. Una mujer mayor dormía al lado del fogón, con la cabeza entre dos cazuelas, reposada en la sudorosa pared, negra a causa de los vapores de tantos pucheros. Pierre me miró sin su sonrisa, pero chispeante.
Pasamos junto a varias puertas cerradas hasta que llegamos a otra, dos veces más grande que las demás y con unos agujeros repartidos a modo de salpicaduras por toda la superficie, por los que se colaba la luz del otro lado de la puerta. Nuestro guía se detuvo y nos dijo que esperáramos hasta que él nos diera permiso para seguir. Al cabo de unos minutos volvió a salir y, como si nunca hubiera detenido su caminar en esa habitación, continuó andando hasta otra, al final de todo el interminable pasillo.
—Por aquí —nos dio paso a una sala rebosante de claridad—. Les esperan.
Un anciano sentado en una silla de ruedas, con la mitad izquierda de su cuerpo descolgada de la piel, inerte y vacía, nos miraba vivazmente con el único ojo que parecía tener vida. Nos quedamos parados, y Pierre, además, muy impresionado.
—Francés, como puedes ver, no soy el que era —dijo el anciano—. No debes tenerme miedo.
—¿Cómo estás, Ángelo? —fue lo único que se le ocurrió preguntar a Pierre.
Al aludido se le escapó una carcajada nerviosa.
—Una embolia casi consigue lo que muchos han intentado hacer durante años. Pero ya ves, bicho malo nunca muere.
En la habitación, además del viejo y nosotros, estaban Mario, Fazio, el tipo que nos había abierto la puerta y, en una esquina, casi escondido, Palacios, el bibliotecario.
—Traigan sillas para mis invitados —ordenó el viejo—. Y algo para beber.
Se apresuraron a traernos dos taburetes y un par de vasos con algún licor que no probé. Nos sentamos, uno al lado del otro.
—Y ahora —dijo Pierre más tranquilo, una vez acomodados y saludados—, dime por qué nos mandas llamar, a qué se debe tu invitación.
Palacios se terminó de esconder entre las sombras de un falso pilar.
—Te he mandado..., os he mandado llamar para proponeros un negocio.
—¿De veras?, ¿y en qué consiste ese negocio? —dijo el Francés aparentando indiferencia mientras intentaba acomodarse al duro asiento.
—Me gustaría que buscáramos juntos el tesoro del poeta.
—¿Ah, sí?
—Borra esa sonrisa, Francés, te estoy hablando en serio.
—¿El tesoro?
—Ajá.
—No sé de qué tesoro me estás hablando —dijo Pierre remarcando cada una de las sílabas que salían de su boca—. Yo no busco tesoros.
—¿Sabes cuál es uno de mis pasatiempos preferidos?
—No.
—Rebuscar en el refranero popular y memorizar tantos como me sea posible. Son una verdadera fuente de sabiduría.
El Francés hizo ademán de encender un cigarrillo; Fazio le indicó con un leve movimiento que no debía hacerlo. Ángelo continuó hablando.
—Uno de mis refranes preferidos dice así: «Más vale llegar a tiempo que rondar un año». Quiere decir que la oportunidad hace al próspero..., nunca se debe menospreciar una situación de indudable ventaja para coronar satisfactoriamente cualquier propósito. «La ocasión hace al dichoso», también nos podría servir. —El viejo empezó a pestañear con el párpado sano a una velocidad endiablada. Daba miedo—. Me viene a la mente otra muestra del saber popular: «La palabra y la piedra suelta no tienen vuelta». Prudencia, amigo Francés, prudencia. Hay que saber sujetarse la lengua en los momentos en que se debe ser prudente... Estás en mi casa..., mi casa.
Sentía cómo el sudor correteaba frenético por mi espalda. Pierre suspiró.
—Todos buscamos lo mismo, pero ninguno sabemos qué. Queremos limpiar nuestras culpas, pero desconocemos cómo hacerlo. Esto no tiene por qué terminar mal... El chico —dijo señalándome Ángelo con su mirada— tendrá su parte del pastel, y tú el tuyo. No me hagas pensar que eres un necio, y que, en este caso, «No se creó la miel para la boca del asno».
El Francés hizo un gesto de resignación.
—«Más vale solo que mal acompañado» —dijo Pierre de mala gana, volcando el contenido del vaso al ponerlo en el suelo—. ¿No conoces este otro refrán?
Los toscos modales del Francés chocaban con la chocarrería de mal gusto que aparentaba la pretendida sabiduría de Ángelo. Miré asustado a Pierre esperando que fuese él quien se levantara primero para salir corriendo de allí. Me temblaba hasta el miedo, porque, al poco tiempo de sentir el corazón golpear mi pecho, una sonrisa más bien obscena se dibujó en mis labios.
—Claro que lo conozco, ya te he dicho que uno de mis pasatiempos preferidos es memorizarlos —dijo en voz baja el anciano, aparentando estar decepcionado—. ¡Oye! —Ángelo se dirigía ahora a mí. Di un respingo—, ¿qué puede significar este refrán?: «Muchas manos en un plato, pronto tocan a rebato».
—Que no..., que son muchos..., que es mejor no abusar de... —yo balbucía en vez de hablar, la vejiga estaba a punto de explotarme—, que si se quiere sacar tajada de una misma sandía... y no hay para todos..., habrá pelea.
—¡Exacto! Cuando son muchos los que se empecinan en hacer una misma cosa, al final esa cosa termina por estropearse.
Ángelo indicó a Mario que se acercara hacia donde estaba él. Le susurró algo al oído y salió de la habitación pasando por delante de nosotros. El Francés le siguió con la mirada hasta que no pudo hacerlo más. Yo tiritaba y temía en cualquier momento mearme encima.
—Bueno —dijo nuestro forzado anfitrión—, veo que no os interesa mi propuesta de sociedad en este negocio. No os culpo, yo posiblemente hubiese tomado la misma decisión..., aunque recuerda, amigo Francés, en tu caso el «Cáñamo vendido, carriola a la puerta», no creo que se dé.
—Me arriesgaré..., aunque no sé lo que significa ese refrán, me arriesgaré.
—¿No lo sabes?, yo te lo digo. Significa que cuando un negociante ha terminado su tarea, y ya no obtiene más provecho, entonces le surge una proposición que ya no puede llevar a cabo, pero que de haberlo sabido antes le hubiese proporcionado el doble de beneficios. El cosechador de cañas ya ha vendido toda la cosecha, y a su puerta llama un corredor que le paga el doble por sus juncos, pero ya no puede hacer nada..., ¿entiendes?, a ti no te pasará eso, porque no recogerás siembra alguna...
Los dos estaban sonriendo. Era una confrontación de medias sonrisas, la de Pierre partida por una cicatriz en sus labios, y la de Ángelo trastornada por un rostro enfermizo y paralizado. Yo los miraba y miraba, pero mis pensamientos estaban en otro lugar desde hacía unos minutos. No aguantaba más, estaba a punto de explotar, y en cierta medida así lo hice:
—¡Debo ir al urinario a mear, no puedo más!
Hasta el bibliotecario salió de su penumbra al oír mi chillido. El viejo empezó a reírse a carcajadas al verme verde como un pimiento y moviéndome como una lagartija encima del taburete.
—«Niño llorón, poco meón» —dijo el viejo—. ¡Fazio!, acompaña al chico al aseo a que mee de una vez...
Seguí lo más deprisa que pude a Fazio por el pasillo apretando el abdomen con todas mis fuerzas. Al pasar al lado de la puerta dos veces más grande que las demás, la que tenía unos agujeros repartidos a modo de salpicaduras por toda la superficie, oí a alguien discutir acaloradamente con Mario y tuve la sensación de que esa voz me era familiar, muy cercana, pero la urgencia de mi necesidad hizo que mi agudeza dejara mucho que desear. Cerré mis sentidos y vacié mi vejiga en cuanto llegué al retrete.
Cuando regresé a la habitación, Palacios estaba de pie, al lado de Ángelo, leyendo un documento. Interrumpió la lectura en cuanto me vio aparecer.
—¿Te has quedado bien? —dijo con sorna el anciano—. Siéntate y escucha. ¿Puedes empezar de nuevo a leer la nota?
Ángelo daba órdenes cortas y claras a todo el mundo, sin obviar nunca su autoridad. De todos los que allí estábamos quizá era el más indefenso y débil, pero a la vez era el que más temor infundía, y eso le hacía tremendamente poderoso.
Estimado Palacios:
Hace ya demasiado tiempo que no hemos hablado de nuestras cosas, me refiero a lo que tú no sabes y a mí me corroe. Necesito que, llegado el momento, le digas a Tito Donabella que se ocupe de todo, le digas que el Padre Benito conoce la magnitud de mi tesoro, y que quiero que sea él el albacea. Este tesoro es el alma que he arrebatado a mis víctimas y que necesito devolver.
Mi llanto se pierde entre hojas cansadas
limpias de sol y hambre,
se esconde entre la pureza de un verso callado,
se esconde dentro de páginas blancas
a la luz del cementerio de la Alegría
El bibliotecario dobló de nuevo el papel y volvió a la penumbra.
—¿Por qué nos enseñas esto? Ya sabíamos que el poeta había nombrado albacea a Tito Donabella, y también...
—Para darte una oportunidad más —le interrumpió Ángelo—. Para que veas que obro de buena fe. Para que las cañas no se vuelvan lanzas entre nosotros. Para que abandones la búsqueda.
—No puedo hacer eso. Di mi palabra.
Ángelo cerró el puño de su mano buena, y gesticuló mil maldiciones sin emitir un solo sonido. Con la cabeza indicó a Fazio que le llevara al otro lado de la habitación, justo donde había un ventanal enorme con las cortinas echadas.
—Acompaña a los señores a la salida. Suerte.
* * *
El sol atravesó mi cuerpo nada más pisar la calle. Había vuelto a la inmensidad de la vida; no quería gritar, ni balbucir más, necesitaba el eterno canto de mis propias pulsaciones, sentirlas con todo su furor dentro de mis venas. Pierre callaba ceñudo consigo mismo, caminaba con la cabeza agachada y parecía estar sumido en la melancolía.
—Adiel, ahora estamos en peligro de muerte, más que nunca.
Me di cuenta de que mientras yo intentaba aparentar serenidad, el Francés no precisaba fingir nada, estaba totalmente tranquilo.
—Me pregunto qué le mandaría el viejo hacer a Mario, es extraño, ¿no te parece?
Supe en ese mismo instante que aquella voz que escuché discutir con Mario al otro lado de la puerta con los agujeros a modo de salpicaduras era de alguien a quien conocía; una mujer, pero ¿quién? No lograba reconocerla.
—Todo en esa casa me parece extraño. Muy extraño.
15
EL GUARDIA DE LOS NARANJOS DE ACÁ
Él vino al mundo un mediodía de verano, a pleno sol de levante. En mitad de un puerto vacío y pestilente. Solo. Más que un nacimiento fue un milagro; su madre, del esfuerzo, murió al poco de dar a luz, y él estuvo al abrigo del cadáver materno más de diez horas, arropado, escondido entre la mala suerte, el cañizo trenzado de unas alforjas para guardar pescado y los muros del muelle. Sobrevivió al calor asfixiante del estío y al lloriqueo impertinente de las primeras hambres. De por qué no se sabía el nombre de su madre, o de por qué nadie la vio pariendo o la escuchó gemir, no me dijo nada.
—Nunca he tenido curiosidad por saber quién era mi padre, o qué hacía mi madre en el muelle de aquel puerto precisamente ese día —me confesó Pierre mientras hacía rugir el motor de su Citroën B11.
—Quizá fuese un marinero.
—¿Un marinero?
—Tu padre, digo..., que quizá fuese un marinero —repetí—, y tu madre iba allí para esperarle.
—¿A esperarle? —El Francés me miró con cierta petulancia.
—A que regresara de la faena..., de pescar, o de lo que sea —contesté molesto.
—Si eso es como dices, ¿no crees que esa no sería la primera vez que mi madre iba a los muelles y que los mismos marineros de allí la hubieran reconocido y se lo hubiesen dicho a mi padre?
—O a lo mejor...
—¡A lo mejor! —me cortó—. ¡Ya está bien de tantas suposiciones!, nunca me ha quitado el sueño el no saber nada y seguirá siendo así.
Decidimos ir por la mañana al Colegio, donde otrora se ubicó el cementerio de la Alegría. El Francés, por puro nerviosismo, había sacado el tema de su nacimiento durante el corto trayecto que separaba su casa del lugar. Fue un viaje muy raro. Descendimos por la principal carretera que partía en dos el vergel de abedules y chopos que rodeaba la vivienda de Pierre, y seguimos un rastro de curvas pronunciadas y estrechas hasta pasar por un puente pintado de azul y remontar una pequeña loma. El cielo, aunque engalanado de densas nubes naranjas y grises, resplandecía abochornado con fuerza.
—La última vez que estuve aquí fue hace veinte años. Cuesta creerlo viviendo tan cerca, ¿verdad?
Yo asentí mientras veía por la ventanilla acercarse un tétrico paraje. Tres cerros idénticos con forma de melón se hacían cada vez más grandes y, como una fantasmal aparición, en el centro de ellos, asomaba el Colegio emergiendo de una niebla tenebrosa e insolente.
Pierre redujo la marcha y el Citroën empezó a avanzar lento. Sus ojos estaban clavados en el espejo. Hundí la mirada en el retrovisor y pude ver al coche que nos seguía. Paramos junto a unos brezos, al lado de una ruinosa construcción de madera y barro.
—Dejemos aquí el coche y vayamos a echar un vistazo por los alrededores de este lugar. Daremos un paseo —me dijo el Francés secamente—. Baja.
Anduvimos unos veinte metros adentrándonos en el boscaje. Cada poco tiempo, Pierre, disimuladamente, miraba hacia atrás y contenía con poco fingimiento la risueña cicatriz de sus labios.
—No te muevas de aquí —me susurró tras hacerme caer dentro de un socavón, entre dos peñascos—. No hagas ruido y no te muevas de donde estás. Enseguida vuelvo.
Levanté la cabeza tras unos segundos de desconcierto. No veía nada ni a nadie, solo escuchaba acercarse un seco crujir de hojas y ramas. Mis oídos eran capaces de percibir cada uno de los pasos, cada uno de los gestos, cada una de las miradas. Cerré los ojos, y curiosamente fue cuando empecé a sentir lo que pasaba.
Los ruidos que me llegan se transforman en imágenes, como un sueño en el que los recuerdos se convierten en realidad. Sin embargo abro los ojos de nuevo.
Veo cómo Pierre, a lo lejos, aparece por detrás de la carretera. Es apenas un borrón. Avanza sigilosamente entre los matojos. Se detiene. Vuelve a avanzar, esta vez agachado, muy agachado. Mi corazón entiende que debe tocar al ritmo del ardor de una batalla, encontrar el éxtasis pasional que no da ni pide tregua. Abro los ojos, siento ese éxtasis, estoy a punto de llamarle, a punto de levantarme, a punto de reír, de llorar, cuando el Francés, lanzando un grito aterrador, se abalanza sobre alguien que yace escondido junto a un árbol.
—¡El miserable! —le oigo gritar—. ¡Ven, Adiel!, ¡mira lo que he cazado!
Me levanté un poco atontado y corrí lo más rápido que pude hasta donde estaba Pierre, no más de quince metros. Ya le tenía bien agarrado, haciéndole una especie de llave de kárate con su brazo izquierdo.
—¡Palacios! —exclamé.
—¡Nos estaba espiando!
Me sorprendió la cara del bibliotecario. Era la cara de un hombre que no dudaría en revolverse y chascar el cuello del Francés con sus propios dientes.
—¡Me haces daño! —se quejó Palacios—. ¡Suéltame de una vez!
—¡Ni lo sueñes! —Pierre me miró sonriendo antes de dirigirse a mí—. Adiel, en la caja de herramientas que está en el coche encontrarás cuerdas, tráelas. ¡Corre!
—De... de acuerdo —dije indeciso.
Vacié dos veces el maletero y no encontré la caja de herramientas. Tuve que insistir una cuarta vez para poder ver el bulto de cuero donde el Francés guardaba los trastos. Agarré las sogas y volví a colarme en la arboleda, dejando el coche abierto de par en par.
—Coge del bolsillo de mi chaqueta el revólver. Si intenta algo mientras le ato a ese árbol, le pegas un tiro en la cabeza.
Le miré incrédulo.
—¡Vamos!
Empuñé el revólver. Me sentía terriblemente solo. Nadie más frente a mí. Mi mente se nublaba con tantas preguntas, tantos reproches y tantas sospechas que aquella irracionalidad me emborrachaba espiritualmente; tenía miedo de no ser tan diferente a ellos dos como yo pensaba.
Sentí alivio cuando el Francés terminó de hacer el último nudo.
—Tranquilo, muchacho, no estaba cargada —me dijo Pierre soltando una carcajada. Después se volvió hacia Palacios y le miró duramente—. Deberíamos descuartizar a este miserable y esparcir sus restos en el bosque para que las alimañas se lo coman.
—Te estás equivocando, Francés —el bibliotecario nos miraba alternativamente—. ¡No es lo que piensas!
—Ángelo te ha mandado que nos siguieras, ¿verdad?
—No, Francés, ¡nadie me ha mandado nada!
—¿Pretendes hacerme creer que no trabajas para Ángelo?
—¡Claro que no trabajo para Ángelo! —exclamó Palacios—. ¡Ayer estaba allí porque me amenazó con un par de matones el día anterior!, ¡quería que fuera!, ¡qué podía hacer, sino obedecer!
Unas lágrimas brotaron de los ojos de Palacios. A Pierre aquello le enfureció aún más.
—Pero ¿esto qué es? —el Francés se puso rojo de ira—. Has hecho dos cosas muy mal: primera, me mentiste cuando nos dijiste que no tenías ni idea de lo del tesoro del poeta, que solo pretendías ser en esta vida un ignorante amargado; y segunda, te has vendido al caballo perdedor confiando tu vida a ese asesino. ¡Eres un fisgón de pacotilla!
—¡No es verdad! —chilló Palacios—. ¡Si os he espiado era para estar seguro de que nadie os estaba siguiendo! ¡Quería asegurarme de que no nos vieran juntos! ¡Yo solo soy un funcionario! ¡No soy ningún criminal! ¡Créeme!
Se me hizo un nudo en la garganta. A Pierre le daba lo mismo. Me agarró del brazo y me empujó hacia delante.
—¿Y si dice la verdad? —le susurré al Francés mientras me obligaba a caminar hacia el coche.
—Calla —me contestó bajito.
—¡No puedes dejarme aquí atado! ¡Te estoy diciendo la verdad! ¡Créeme! ¡Francés! ¡Francés!
Yo seguía lentamente a Pierre por el camino. Escuchaba los alaridos de Palacios y se me ponía la carne de gallina. Su voz retumbaba, suplicante.
—¡No podéis hacerme esto! ¡Hijo!... Adiel, ¿verdad?... ¡Tu padre era mi amigo, nunca hubiese permitido esto! —el bibliotecario gritaba con todas sus fuerzas—. ¡Solo quería estar seguro de que no nos veían!, ¡solo quería estar seguro de que no nos veían! ¡Lo juro!
El Francés dio media vuelta y le miró fijamente. Se me antojaron horas, cuando solo habían pasado unos minutos desde que Pierre atara en un árbol a Palacios. Se acercó unos metros, los suficientes como para ver el rostro desencajado del bibliotecario.
—Habla —dijo Pierre.
El Francés puso su aliento en toda la nariz de Palacios. Este me miró inquieto y abatido.
—Cuando... cuando vinisteis a preguntarme..., el viernes pasado por el poeta..., os dije que lo único que sabía sobre..., sobre el tesoro..., era que había nombrado albacea a Donabella. —Al bibliotecario le temblaban la mandíbula, los mofletes y la frente—. No os dije to... todo lo que sabía.
—Continúa —dijo Pierre.
—No..., no..., no hay..., no hay ningún..., no hay ningún tesoro.
Creí ver una mezcla de asombro y asco en el rostro de Pierre. En el de Palacios la mezcla era de miedo y curiosidad. Yo miré incrédulo al Francés. De repente sentí cómo Pierre le daba un puñetazo en la cara al bibliotecario.
Un pequeño reguero de sangre cayó por su mejilla goteándole sobre la camisa.
—No, por lo menos no como lo entendemos normalmente..., dinero, alhajas, joyas, oro, o perlas..., o diamantes..., no hay nada de eso —suspiró Palacios ignorando el dolor—. El tesoro del poeta está compuesto de palabras..., me lo confió el padre Benito..., yo no sé nada más..., pero debéis buscar palabras... Ángelo lo sabe, y va detrás de esas palabras..., deben de ser muy valiosas..., muy valiosas.
Recordé la impresión que me dio la primera vez que vi al bibliotecario, su expresión siniestra, su virilidad. Toda esa impertinencia. Su rancia mirada aún guardaba rescoldos de muchas arrogancias.
Pierre lo volvió a mirar con cara de asco.
—Habla —le repitió.
—¿Cómo?
—Sé que no me has dicho todo lo que quiero saber. Habla.
Palacios entendió que no le convenía quedarse callado; prefería no poner a prueba la paciencia del Francés. Él mismo había dado a entender que quería revelarnos algo sobre el poeta. No tenía sentido que ahora nos ocultara información.
—Donabella vino a visitarme hace un mes. Estaba como loco. Buscaba con inquietud algo que perteneció al poeta.
—¿Qué buscaba? —inquirió Pierre.
—No lo sabía ni él. Bueno; buscaba las palabras..., él también lo llamaba el tesoro. Repetía una y otra vez que debía encontrarlo antes de que cayera en manos de quien no debiera.
—Pero —le pregunté yo—. ¿Dónde está él?, ¿sabes si está bien?
—No, lo siento —me contestó.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo el Francés—, ¿qué interés tienes tú en todo esto?
Palacios se retorcía incómodo en el árbol.
—Esas palabras que conforman el tesoro...
—¿Sí? —dije tenso.
—¡Habla de una vez!...
—Esas palabras que conforman el tesoro incriminan a muchas personas que hicieron de la desgracia de unos el porvenir de otros durante la guerra y después de ella...
—... y entre esos que se aprovecharon como buitres buscando rapiña te encuentras tú, ¿no es cierto? —acertó a decir Pierre.
—Así es.
—Cuando decía que se había dedicado a recoger el mayor tesoro posible para las víctimas y sus familias no se refería a dinero, sino a información..., para que sea donada a las víctimas..., para redimir sus pecados, y ¿para que sea devuelto el honor a mi padre?
—Si esa información cae en manos de Ángelo, por ejemplo, podría utilizarla para extorsionar a mucha gente, incluido a ti —el Francés señaló a Palacios.
—Incluido a mí.
—Pero ¿por qué las cajitas? —pregunté contrariado al bibliotecario—, ¿por qué las llaves?, ¿por qué intentaron asesinarme?
—Yo no tengo todas las respuestas, Adiel. Supondrán que tú, al ser su hijo, heredarás su secreto de alguna manera. —Palacios me miró de modo extraño antes de terminar de contestarme—. Mucho me temo que si quieres salvar tu vida debes encontrar el tesoro antes que ellos.
El graznido siniestro de un cuervo revoloteando sobre nuestras cabezas hizo que los tres miráramos al cielo al mismo tiempo. El sol empezaba a convertir el oro pálido de la mañana en un resplandeciente y dorado viernes de mayo. Pierre sacó su navaja de la chaqueta y cortó las ataduras al bibliotecario.
—No intentes nunca jugármela —advirtió el Francés a Palacios—. No lo olvides.
El bibliotecario guardó lo mejor que pudo la compostura; se fue dando trompicones hasta el coche. Arrancó y se marchó a toda velocidad.
* * *
Un hombre estaba fumando una pipa, sentado en una sillita a la sombra de un limonero. Al vernos aparecer con el coche, se levantó y pasó por un pequeño barrizal, sin cuidado de no embarrarse las sandalias que llevaba. Cruzó los brazos y esperó a que nos apeáramos del Citroën.
—¿Qué se les ofrece? —El hombre nos miraba apretando la caña de su pipa con los dientes. Tenía la cara del color del barro y las manos sucias, con los dedos rebosantes de heridas y magulladuras.
—Veníamos a echarle un vistazo al Colegio —dijo Pierre.
Un fuerte olor a tierra surgía del pantalón de pana del hombre cada vez que movía la pierna para espantar unas moscas de caballo que merodeaban cerca de él.
—Está cerrado —dijo lacónico.
La sonrisa del Francés, su media sonrisa, casi se sale de la cara.
—Solo será un momento.
Después de devolverle la sonrisa, el hombre guardó la pipa en un bolsillo. Sacó de otro lugar de su chaquetilla papel de liar y tabaco y empezó a poner hojas secas del segundo al primero. Liaba el cigarrillo muy rápido, teniendo en cuenta que solo utilizaba una mano.
—¿Qué hacían en lo alto de la loma de allá arriba hace un rato? —dijo el hombre sin levantar la cabeza—. ¿Se equivocaron de lugar?
Miré a Pierre y este se apresuró a contestar en tono neutro:
—Dábamos un paseo.
—¿Con el otro hombre? —preguntó.
El Francés abrió la boca en un acto reflejo, la cerró, sacudió la cabeza, ignoró la pregunta y se esforzó en no mostrar demasiado su impaciencia.
—¿Podemos echarle un vistazo al colegio? —volvió a inquirir Pierre.
El hombre por fin encendió su cigarrillo y levantó la cabeza.
—Como quieran..., pero solo están en pie las ruinas que ven. La capilla se la llevaron a La Capital. Yo soy el guarda de los naranjos de acá. Pañitos, para servir a Dios y a ustedes.
—Gracias —le dije al pasar por su lado.
Atravesamos un portalito rascado y oxidado. Todo el colegio, que antes de colegio fue casería de cereal, estaba en ruinas. Según me decía el Francés, ya no quedaba nada de aquel pretendido edificio señorial con jardines, balcones cubiertos de flores y banderolas, paredes blancas como petunias en primavera, y graneros, almazaras y secaderos. Solo permanecían en pie las bodegas. De cientos de botas enormes solo subsistía el olor a vinagre.
—Este sitio tiene que estar repleto de almas en pena —me dijo el Francés—. Aquellos cinco eucaliptos que están al final de los muros, ¿ves las copas?
—Sí.
—¿Recuerdas lo que te conté de don Antonio, el juez del Tribunal Serenísimo?
—La Señoría de la Muerte, ¿no?
—Exacto..., pues —me siguió diciendo Pierre— la Señoría de la Muerte instauró su particular patíbulo entre esos eucaliptos y este colegio...
Le eché una mirada furibunda a los eucaliptos antes de hablar, como si ellos tuvieran la culpa.
—... el cementerio de la Alegría... —dije como remate a mis pensamientos.
—Vámonos de aquí ya.
El hombre se había encendido otra vez la pipa, y había vuelto a cobijarse bajo la sombra del limonero sentado en su sillita.
Llegamos hasta la hondonada que formaba la estela del charco que ahora era un pequeño barrizal pero que, sin duda, no ha mucho que había sido foco de innumerables moscones y renacuajos. Bordeamos el fangal con mucho cuidado para no mancharnos.
El hombre parecía haber esperado a que sorteáramos el charco para volver a hablar.
—¿Por qué últimamente viene todo el mundo a ver este colegio?
En lugar de volvernos y ponernos enfrente del hombre, nos quedamos mirándonos fijamente el Francés y yo, de espaldas a la sombra del limonero.
—¿Es que ha venido más gente a visitarlo últimamente? —pregunté con voz queda.
—Sí. Unos vinieron antes de ayer. Ni me miraron.
El Francés susurró el nombre de Ángelo. Frunció el ceño. Nos dimos la vuelta.
—Otro lo hizo mucho antes, así como un mes. Un tipo raro. —Le dio una gran calada a la pipa—. Lo curioso es que volvió a venir ayer, y esta vez no lo hizo solo, en el taxi iba alguien más. Creo que una mujer.
—¡Una mujer! —No sé por qué pensé en Dulce en el mismo instante en el que dijo que creía que era una mujer—. ¿Era joven? —dije—, ¿guapa?
—No lo sé, ya le digo que no la vi bien.
—Debe de ser Donabella. —Ahora era Pierre quien le daba una gran calada a un cigarrillo que acababa de encender.
—¡Quizá la mujer fuera Dulce!
—¿Es amigo suyo ese Donabella? —preguntó el hombre.
Pierre se dio la vuelta sin hacer caso a la pregunta. Yo ardía en deseos de saber de mi Dulce. Me di también la vuelta y seguí al Francés por donde andaba, camino del Citroën.
—¿También regresan al pueblo? —gritó esta vez el hombre.
Mis ojos se clavaron en los de Pierre, y los de este en los del guarda de los naranjos de acá.
—¿Por qué dice eso? —respondió a modo de pregunta el Francés con los ojos muy abiertos.
—Escuché cómo el tipo le decía a su acompañante cuando se montó en el taxi..., sea o no mujer, joven o no..., que regresarían mañana..., por hoy..., al pueblo, que allí encontrarían lo que buscan.
La suerte es algo que a veces da risa. Cuando llega sin desearla, en lo más inesperado de su visita, aparece el dolor, una decepción. Pero aun así, es el dolor de una decepción que alegra, una pequeña esquela que el amor nos regala de vez en cuando. Pierre me miraba incrédulo, o cansado; en lo más hondo de mi aliento anhelaba que esa mirada fuese mía.
—¡Al pueblo! —exclamé.
—Al pueblo —repitió Pierre.
16
BUENAS TARDES, DON GABINO
Partimos y tomamos el camino habitual para ir al pueblo. Tardamos menos tiempo que nunca en atravesar la cordillera de abetos y enriscados montes, llegando con los últimos coleteos de la tarde a la anticuada carretera nacional. Decidimos alojarnos en la pensión La Lola, en la misma que se alojara pocas semanas atrás Paulo antes de que lo mataran. Nos recibió una sinfonía de repiques y rebatos producida por los farolillos rojos al chocar contra las ventanas de donde colgaban. El Francés se fue directo al bar, a endulzar con el whisky sus pensamientos. Yo preferí tumbarme en la cama a descansar.
La pereza era la que me retenía holgazán entre las sábanas. Llevaba despierto mucho rato escuchando a las criaturas de la noche pelearse con el insomnio, libres y soberanas de su libertad. Llamaron a mi puerta.
—Arriba, holgazán —dijo Pierre—. ¿No quieres volver a tu pueblo?
—Claro —contesté—. Estoy impaciente.
* * *
Un mar de enanos adoquines resbaladizos, junto al sendero cubierto de hierba que llevaba a la joyería por la parte de atrás del edificio, servía de guía a nuestros cautelosos pasos.
El Francés quería llegar a la puerta de entrada sin que nos vieran. No entendía muy bien tanta precaución teniendo en cuenta que mediaban horas más propias de fantasmas que de vivos. Eran las cinco de la mañana, todo oscuro; los portales, las ventanas y los barandales aún dormían desnudos al abrigo de la aurora, demasiado temprano para que alguien transitara por aquel lugar.
Desde lejos vi sobresalir la pequeña buhardilla pintada de verde con sus ariscas tejas desgastadas y sucias. Tenía la sensación de que estaba divisando el torreón de algún castillo al que debía conquistar por la fuerza.
Nos encaramamos a la reja que había al lado de la puerta antes de abrirla. Miramos una vez más a nuestro alrededor. Todo seguía oscuro, inerte, invadido de un silencio que cortaba el miedo. No había nadie.
Pierre giró la llave con cuidado. Después de unos segundos de absoluta incertidumbre, en los que tenía la impresión de estar entrando en un lugar desconocido, quién sabe dónde, pasamos a la sala principal de la joyería. Todo parecía hallarse igual que la última vez que estuvimos allí. Tan solo hacía unos días de aquello. El Francés se deslizaba entre los cascotes y el polvoriento suelo. Yo le seguía un poco impaciente y expectante. La casa olía a humedad, un olor frío y desagradable se apelmazaba en cada una de las numerosas revueltas que las sombras de las diferentes estancias dejaban entrever entre la silenciosa claridad. Envolvimos toda la casa en un santiamén. Para salir de dudas e intentar, a criterio de Pierre, despistar a un posible inquilino, subimos y bajamos las escaleras unas tres veces, despacio, sin apenas ruido. El corazón me latía a retumbos cada vez que pasaba por uno de los jambajes de las habitaciones. Imaginaba a alguien escondido detrás de la puerta sorprendiéndonos al cruzar la misma.
Pierre se detuvo por fin en la cocina, después de unas cuantas carreras alocadas, decepcionado.
—Aquí no hay nadie —dijo avanzando hacia el ventanal de la cocina—. Necesito tomar el aire.
El viento que venía de la abertura de la ventana tenía un extraño olor a salobre, como si el mar estuviera de prestado en mitad de la sierra. Respiré con placer e imaginé unas enormes y Cándidas olas cabalgando a lomos de una vespertina mañana primaveral. En un momento la inmensidad de un océano que no conocía se apabulló delante de mis fantasías.
—Veré si hay torrefacto para preparar un café —dije—. Siempre había un paquete sin empezar guardado en la alacena...
—No.
La prohibición del Francés hizo que me detuviese en seco. Levanté las cejas como signo de interrogación, aunque me senté sin protestar en una polvorienta silla al lado de la oscuridad de la despensa entreabierta.
—Quizá no hayan llegado todavía a la casa y podamos aún sacar algo en claro de todo esto. El olor a café nos puede delatar. Lo último que quiero es que se asusten, o que se pongan en guardia. Si alguien tiene que sorprender a alguien, que no seamos nosotros los sorprendidos. No me gustan las sorpresas.
Nos sentamos enfrente uno del otro, apoyando el respaldo de nuestras sillas a cada una de las paredes opuestas del pasillo. La somera iluminación de la estancia palidecía con especial terquedad la cicatriz de Pierre. La media sonrisa se esforzaba en no parecer ridícula.
—La situación está de lo más rara.
Con la mano, el Francés se acariciaba el mentón mientras ponía los ojos en blanco y bostezaba con apagado disimulo. Ya se escuchaban a los primeros gallos dar los buenos días al corral, se me cerraban los ojos a causa del aburrimiento más que del cansancio.
—No podemos descuidar ni un solo frente, Adiel, al menor descuido estamos fuera de esta pelea.
—¿La del tesoro?
—¡Qué dices de tesoro!, no te enteras. —Sin interrumpir un largo bostezo, Pierre se acercó a mí para darme un cariñoso y doloroso pescozón—. Me refiero a la pelea por la supervivencia. Estos no se andan con tonterías, a la que salte nos hacen un traje de madera.
—¿Y por qué crees que no nos han hecho ya ese traje... de madera?
El Francés se dejó caer de nuevo contra la pared, y con los dedos entrelazados y apoyados en su pecho contestó con los ojos cerrados, como si durmiera y hablara en sueños.
—No es muy difícil adivinar por qué no nos han quitado de en medio ya.
—¿Porque piensan que les llevaremos hasta lo que buscan?
—Porque piensan que les llevaremos hasta lo que buscan. Exactamente eso. Más o menos.
Pierre empezó a respirar pesadamente. Cada vez más, sus palabras se volvían torpes e ininteligibles.
—Los creo capaces de cualquier cosa con tal de encontrar ese dichoso tesoro. Por eso es tan importante que seamos nosotros los primeros en hacerlo.
Elevé la voz para intentar espantar la apatía que parecía haberse apoderado del Francés.
—Todo eso ya me lo has repetido mil veces.
Pierre entreabrió un ojo antes de contestar con cierto aire de resignación.
—Por si acaso no te habías enterado.
—¿Crees que el hombre del que nos habló el guarda era mi tutor?
El Francés volvió a hacer el mismo gesto.
—Quién si no.
—¿Y la mujer?, ¿crees que era Dulce?
—No lo sé.
—¿Pero lo crees posible?
—No lo sé. —Pierre abrió los ojos y me miró con lástima—. Si a mediodía nadie nos hace una visita, nos pasaremos por casa de tu Dulce a preguntar a su madre si tiene noticias de ella. ¿Te parece?
Asentí con la cabeza poco convencido. Tuve que reprimir una exclamación cuando tras unos segundos de silencio el Francés dijo con voz cansina y aguda algo que había escuchado en otra ocasión y no recordaba dónde ni cuándo.
—La Divina Providencia está escrita en la naturaleza, solo tenemos que saber interpretarla.
No quise preguntarle qué había querido decir con eso, aunque me quedé esperando una explicación.
Pierre apoyó la cabeza en la pared y empezó a dar pequeños ronquidos. Yo intenté imitarlo y eché hacia atrás todo mi cuerpo. Quedé dormido al instante.
* * *
Me desperté sosegado, sin ninguna brusquedad. Podía sentir todavía la felicidad que había vivido mientras dormité, como una resaca de sensaciones agradables. Desde el silencio en el que me encontraba, desde esa efímera tranquilidad, reconocí el recuerdo de Clarisse y su cuerpo unido al mío, al verdadero deseo que atenazaba mis fantasías. Entendí, ayudado por los remordimientos, que la locura de una pasión desmedida puede dañar sin piedad, e incluso matar, al más valiente de los amantes. ¡Qué terrible soledad me asoló entonces!, ¡qué soledad más terrible! Mi amada Dulce se mezclaba en mis sentimientos, entre los besos que nunca había dado y la furia que la carne me había robado hacía tan poco tiempo. Volví a cerrar los ojos y los exprimí hasta que se borró de mi cabeza cualquier rastro de desazón... Mi criatura dulce, mi dulce Dulce. Sentí una necesidad casi vital de saber de ella, intentar encontrar una mirada suya que me dijera lo que tanto anhelaba escuchar de sus labios. Ya era muy tarde para sentirme triste, respiré hondo, me tragué los suspiros y miré al Francés imitando un bostezo.
—Son las cuatro de la tarde —le dije en voz muy baja, casi como un susurro.
Sonrió.
—¿Tienes hambre?
—Un poco —contesté.
Pierre no se había meneado de su sitio. Aún conservaba la misma posición de la mañana, en la que nos incrustamos con las sillas frente a frente en el estrecho pasillo.
—No creo que venga nadie.
El Francés me miró entreabriendo uno de sus ojos.
—Ya no aguardo ninguna visita —me contestó—. Pero esperaremos a que sea de noche para irnos. Descansa y aguanta el hambre, en cuanto oscurezca iremos a la pensión. Allí comeremos algo.
La joyería rezumaba silencio, pero, por algún motivo, yo encontraba esa quietud demasiado estridente. Me levanté y me puse de espaldas a Pierre. Le hablé incómodo, mordiéndome el pulgar de mi mano derecha.
—Me dijiste que si a mediodía nadie nos hacía una visita nos pasaríamos por casa de Dulce a preguntar a su madre si tenía noticias de ella.
Me di la vuelta y vi cómo me observaba. Su media sonrisa estaba perdida. Se enjugó el rostro con un pañuelo lila, bostezó y se estiró a todo lo largo, dándome un pequeño puntapié. Después me señaló con su índice y se dirigió a mí con un gesto concentrado y etéreo, que me recordó al de los religiosos y fieles en una procesión cristiana.
—Tienes razón —dijo—. Yo siempre cumplo lo que digo.
El Francés se levantó de la silla por primera vez desde que se sentara muchas horas antes. Caminó unos pasos delante de mí. Pensativo. Al fin me habló.
—Irás tú solo. Pero ten mucho cuidado, no deben verte. No seas imprudente. Si por casualidad Dulce estuviera con su madre, vuelves con ella hasta aquí, como sea. Yo, mientras tanto, esperaré sentado en esta incómoda silla e intentaré pensar en algo. Estoy totalmente perdido. No te distraigas y vuelve pronto.
Creo que ni un segundo tardé en estar preparado para salir de aquel monótono lugar. Abrí la puerta con cuidado, crucé mi mirada con la de Pierre e inmediatamente, casi sin tiempo para respirar, ya me alejaba calle abajo en dirección a la casa de los padres de Dulce.
Anduve con tiento por cada una de las esquinas por las que debía trasponer. Decidí dar un rodeo por una vereda muy escondida que salía de detrás de la iglesia y que me conduciría hasta las espaldas del pueblo, justo donde vivía Dulce. Nunca dejaba de impresionarme la sensación que me producía observar lo que quedaba de la antigua muralla que, según contaban los mayores, defendió a nuestros antepasados de los pillajes de ciertos conquistadores y conquistados. Aquella muralla, o mejor dicho, aquellos restos de muralla, me proporcionaban un escudo perfecto para que nadie me pudiese ver.
Frente a mí tenía la casa de Dulce. Abrí la cancela y permanecí un instante paralizado, sudando como nunca lo había hecho, ansioso por tener noticias de ella. Antes de que me diera tiempo a arrepentirme llamé a la puerta con los nudillos, con ganas. No contestó nadie. Volví a golpear la madera con todas mis fuerzas, esta vez con la palma de la mano. Nada.
Volví sobre mis pasos unos cinco metros y observé toda la fachada de la casa. Las ventanas estaban cerradas, en el suelo se acumulaban las hojas y el polvo, incluso la cancela no tenía su habitual sonido. Parecía un enorme fantasma con una túnica de hiedra como sábana. Allí no había nadie, y lo que era peor, no tenía pinta de que estuviese habitada en aquellos momentos. Malas noticias.
Regresaba a la joyería con la mitad de ilusión con la que había salido, aunque realmente lo que más me preocupaba era no perderme en el sinsentido en el que se estaba convirtiendo todo. Decidí, pues, en ese preciso instante, encomendar mi vida a la búsqueda de Dulce, a salvarla de un destino cruel, como si yo fuera un caballero aventurero, andante, y ella mi princesa cautiva. Remiraba la muralla derruida y no paraba de fantasear en el reencuentro con mi amada, en la encarnizada lucha que en mis pensamientos yo libraba por zafarla de los rufianes que la mantenían secuestrada. Ni siquiera sabía si eso era realmente así.
Un ruido me hizo despertar de mi ensoñación. Levanté la vista y pude ver al padre de mi amigo Nano subir trabajosamente por los repliegues del camino que yo bajaba. Tiraba de dos mulos cargados de paja y madera. El buen hombre era el vivo retrato de aquellas bestias; tenía una cara enorme, alargada y rematada con una quijada exagerada; unas orejas planchadas hacia abajo, con más pelos que su calva; unos ojos tan tristes que apenas daban color a su mirada, y un cuerpo tan arqueado que daba la impresión de lejos que caminaba a cuatro patas. Se llamaba Gabino, y su sola imagen era capaz de provocar la más mísera de las piedades a cualquier demonio que se cruzara por su camino.
—Buenas tardes, don Gabino.
El anciano, para contestar, esperó a que sus animales se detuvieran en mitad de una pequeña ramificación del camino que estábamos compartiendo.
—Buenas tardes, hijo —dijo—. No te asombres si te digo que no me acuerdo de quién eres, aunque tu voz me resulte muy familiar. Ya no tengo la cabeza en mi sitio. En realidad nunca la he tenido. Tampoco veo mucho más allá de mis narices.
—Soy Adiel, el tutelado del joyero —intenté ser lo más cordial posible—, el amigo de su hijo Nano.
—¡Ya no es mi hijo! —espetó el viejo—. El muy bribón se fue de la casa sin decir nada hace casi un mes, ¡sin decir nada!
Gabino portaba entre sus manos un cayado muy grande y muy gastado, que constante y peligrosamente sacudía delante de mi cabeza.
—¿Se fue de su casa? —le pregunté con una congoja que casi me hace llorar, sabiendo como sabía el triste final que había acontecido a su hijo—. Yo llevo fuera un tiempo del pueblo y no sabía nada.
—Fue a la madre con el cuento de que se iba a La Capital a hacer fortuna con unos hombres que había conocido. —El viejo me miró con sus ojos inexpresivos y suspiró antes de continuar hablando, ahora más tranquilo—. Se le metió en la cabeza irse y lo hizo. Sin avisar. A su madre la destrozó.
—Pero... pero..., don Gabino, y ¿si en vez de irse de casa..., lo que ha pasado..., por ejemplo, ¡no lo quiera Dios ni sus ángeles celestiales!, es que ha tenido un accidente por uno de los barrancos del bosque, o se cayó al río y fue arrastrado monte abajo?... ¡Y le vuelvo a repetir que no lo quiera Dios ni sus ángeles celestiales!
—¡Eso es imposible! —dijo el anciano al tiempo que arreaba un palo a una de las bestias que no paraba de hocicar en el suelo—. Esta misma mañana, casi al amanecer, ha estado en la casa una mujer muy hermosa diciendo que era la novia de mi hijo. Venía trayendo noticias del muy bribón. Él está bien y tiene mucho trabajo. Parece ser que al final será tan afortunado como él quería.
Vacilé. Miré a los mulos primero, después la muralla que trazaba el sendero, y, por último, al anciano.
—¿Noticias sobre Nano?... —pregunté—. ¿Una mujer muy hermosa? ¿Sola?
—Sí, venía sola, en un taxi de esos de La Capital, de los que están pintados de blanco y azul. Yo la vi meterse en él a lo lejos, al final del camino. Venía también con el encargo de recogerle un hatillo de ropa que decía necesitaba allí en la ciudad..., y... ¿una llave?..., sí..., eso..., eso era, una llave que estaba dentro de una raja de la pared de la habitación de Nano, detrás de la tinaja, en un pequeño saquillo de tela negra.
—¿Y pudo encontrar todo lo que buscaba?
—Todo, claro —contestó—. Mi mujer se puso contenta de saber que tan buena moza era la novia de mi Nano. Yo nunca lo hubiese creído, ¿sabes?, el pobre hijo mío es tonto rematado.
Callé mientras Gabino escupía repetidamente en el suelo.
—Dice que fue por la mañana muy temprano cuando vino esa mujer, ¿no?
—Recién despertados los gallos.
—¿Y no sería por casualidad Dulce?, ¿la hija de doña Lucía?
El anciano me miró con expresión divertida.
—¿La hija de la viuda de Elías?
—Sí —asentí.
—No. No era ella. Esa mujer no era de aquí. Otra cosa no veré, pero a las mujeres las tengo a todas muy vistas, no se me escapa ninguna —dijo Gabino entre carcajadas—. A Lucía dicen que le ha salido la hija un poco ligera de cascos. Según parece, ha tenido que ir en su busca a La Capital para traérsela de vuelta. Si Elías levantara la cabeza se volvería a morir, ¡y esta vez no sería por ir borracho encima de un burro!
—Claro... —dije casi sin hablar.
Creo que me despedí del ingenuo anciano con un apretón de manos, y él de mí con una palmada en el pecho. Me quedé observando cómo se alejaba con sus dos mulos. El hombre se apoyaba en su cayado; a la vez acariciaba con la mano libre la crin de uno de los animales. Se me rompía el corazón al pensar que nunca volvería a ver a su hijo con vida.
Todo era muy cruel.
Antes de volver a la joyería me senté sobre una enorme piedra debajo de una higuera en aquel mismo sendero. Necesitaba reflexionar unos minutos antes de contárselo todo al Francés. No fue a Dulce a quien vio el guarda de los naranjos del cementerio de la Alegría, pero ¿sería Tito Donabella el hombre raro del que hablaba? No podía ser de otra manera..., ¿quién más sabía dónde vivía Nano? ¿Y esa llave dentro de un pequeño saquillo de tela negra?, ¿sería la llave que desapareció de la joyería el mismo día que se fue mi tutor?, ¿se la daría él a mi amigo para que la guardara?..., pero ¿para qué quería ahora esa llave?
Me angustiaba sentir el deseo de terminar con todo de un plumazo. De salir corriendo y esconderme en el último rincón de cualquier sitio. Me veía incapaz de aguantar mucho más tiempo los ultrajes a los que el infortunio me estaba condenando.
Temía estar aterrorizado.
Imagino que no hay más realidad que la que se presenta en nuestras vidas en un determinado momento. Esa es la causa por la que la mayoría de las veces la certeza de una realidad muda al mismo tiempo que lo hace nuestra conciencia.
Me volvía a sentir desdichado y muy frágil.
17
... MORIR DE FRÍO...
Estoy seguro de que a Pierre le bullían en su cabeza tantas o más dudas que a mí sobre quién era esa mujer misteriosa que se hizo pasar por la novia del desventurado amigo mío; sobre qué secreto o guarda contenía la llave que se había llevado. Pero esto es una suposición mía; el Francés, en su creencia de tener toda la sabiduría necesaria que un hombre puede llegar a poseer, no era capaz de percatarse de que su ignorancia estaba más teñida en su frente que el miedo al desconcierto en la mía. Yo lo veía así, él era lo más parecido a un amigo; a fin de cuentas nadie más en el mundo podía decirme, en aquellos días de mi vida, qué era lo mejor o lo peor que podía sucederme. Pocas veces parecía estar nervioso o cabreado. Eso me ayudaba a no desfallecer.
—No hay que darle más vueltas a las cosas que las que se merecen —me decía en un tono tranquilizador—. Al final todo tiene solución. Incluso la muerte es una solución.
Hacía tiempo que no me fijaba en la cojera del Francés. Caminaba a lo largo y ancho de la cocina con una taza entre sus manos, humeante. Los pasos parecían acortarse, al tiempo que en mi mente yo esperaba el cojeo de la pierna más estirada, o de la más corta. Al final, uno termina por acostumbrarse a las pequeñas taras que ve todos los días, se quedan paridas y pegadas en una rutina de imperfecciones interminables.
—No creo que Ángelo trabaje con mujeres, por lo que descarto que sea uno de sus secuaces el que fue con la mujer misteriosa al pueblo a recoger esa llave.
—Pero... ¿no recuerdas lo que te dije de la mujer a la que escuché murmurar en la casa de Ángelo? Podría ser la misma.
—Sería difícil de creer. Para Ángelo, una mujer es una posesión carente de valor. A excepción de su propia esposa, no creo que exista ninguna que le merezca confianza. Por lo que yo sé, la señora de Ángelo es demasiado mayor y fea como para parecerle bella a ningún pobre viejo. Eso sí, entiendo que hay que remover las pocas luces que aún tenemos porque el tiempo se nos escapa.
—Sí —dije sin saber lo que afirmaba—. Yo pienso lo mismo.
El resplandor de la calle entraba por los cristales impolutos de la ventana, apenas era una luz velada y brillante. Por el horizonte se apreciaba una siembra de nubarrones y oscuridad que preludiaba un día colmado de lluvia y frío.
—Iremos de nuevo al cementerio de la Alegría y le llevaremos al guarda la foto de tu tutor que nos trajimos de la joyería. De esa manera saldremos de dudas. Él nos dirá si Donabella es el mismo hombre que se montó en el taxi con aquella mujer, y si es él quien repitió visita en dos ocasiones.
Camino del cementerio de la Alegría, en el coche, intenté recordar, en vano, si alguna vez, en alguna ocasión, Tito Donabella me contó algo sobre el cruento y enigmático pasado de mi padre. Siempre tuve la impresión de que mi tutor pretendía por todos los medios evitar el tema, pero yo lo achacaba al miedo de este por remover algunas heridas de cuando eran jóvenes y amigos. Seguramente me equivocaba.
—No me gusta el cielo —observó Pierre después de aparcar el Citroën en el mismo sitio que la última vez que estuvimos allí—. Parece que va a caer una buena tormenta. Bajemos y démonos prisa.
La sillita se encontraba en el mismo sitio, incluso la sombra y su limonero, pero no había rastro del hombre que fumaba su pipa pausadamente. Saltamos el pequeño barrizal que había delante de nosotros y oteamos lo poco de horizonte que podíamos otear. No veíamos por ningún sitio al guarda.
—Igual no está —dije.
—Iremos a los naranjos, puede que se encuentre allí.
El Francés me agarró de la manga bruscamente y me indicó con la cabeza que le siguiera.
—¿Cómo dijo este que se llamaba? —me preguntó casi riendo—. ¿Pollito?
—Pañitos —contesté—, dijo que le llamaban Pañitos.
—Eso, eso..., Pañitos.
Empezamos a gritar su nombre en medio de los naranjos; el vozarrón de Pierre retumbaba entre los troncos de los árboles trayéndole de rebote un silencio solo acompañado de algún susurro que el viento acarreaba del norte.
—No está. Mala suerte.
—Estoy cansándome de tanta mala suerte —refunfuñó Pierre—. Vayamos al final de esta hilera..., aquello parece un muro de piedra..., ¿una cuadra?..., ¿un establo?...
El cielo comenzó a tronar en el mismo instante en el que los mugidos de unas vacas nos confirmaron la utilidad de aquellas paredes embarradas y sucias a las que nos dirigíamos. El techo, por llamarlo de alguna manera, lo formaban cuatro vigas de madera que sostenían a otros cuatro tablones apolillados y asimétricos. Los tabiques del cobertizo apenas eran una argamasa de cal, arena y agua, húmedas y agrietadas. Empezó a llover. Parecían caer chuzos del firmamento, goterones de agua mezclados con granizo. El Francés y yo nos metimos debajo de aquella techumbre miserable a resguardarnos de ese inesperado chaparrón. Nos hicimos un hueco entre las dos bestias que moraban en aquel lugar.
—¡Lo que nos faltaba! —Pierre encendió un cigarrillo y se puso de cuclillas, resignado—. Tomemos esto con calma, Adiel. Las tormentas a estas alturas de la primavera no son tan violentas como en el verano, en diez minutos pasaremos del diluvio universal a la calma más absoluta.
Las dos vacas estaban inquietas. El granizo golpeaba con fuerza la madera que nos cubría.
—¿Odias a tu padre?
La pregunta me cogió por sorpresa. El Francés miraba al suelo envuelto en una nube de humo.
—Es natural que un hijo odie a su padre, a veces. Eso no significa que no lo quieras, ni que tengas la extraña sensación de que fue un buen tipo. Los enamorados se quieren más cuanto más se odian, ¿lo sabías? Todos hemos odiado...
—Yo nunca odiaré a mi padre —le interrumpí—. Nunca podré odiarlo porque no lo conocí.
—Di mejor que nunca lo admitirías, que nunca serías capaz de reconocer que sientes odio por un ser querido.
—Si sintiera odio por un ser querido, no sería un ser querido, sería un ser odiado.
Pierre surgió de entre el humo del tabaco como una aparición, me señaló con el cigarro encendido, muy serio, agarró una pequeña china del suelo, me la tiró a los pies y meneo una y otra vez la cabeza riendo a carcajadas. Su risa era contagiosa.
—¡No te enfades, Adiel! —dijo—. ¡Borra esa expresión de tu cara! ¡No odias a tu padre! ¡Me has convencido!
Las palabras del Francés tenían un marcado tono de burla.
—¿Cómo podrías odiar a alguien que no has conocido?, ¡tienes razón!, tienes razón...
Ya hacía rato que notaba en los huesos un frío húmedo, el propio para pillar una buena pulmonía. No se oía otra cosa que el ruido de la tormenta, los truenos y el eco sordo de las patadas del aguacero en el tejado. La lluvia avanzaba a rachas, casi a tientas, unas veces golpeaba de levante y otras de poniente. En algunos momentos nos dejaba respirar con tímidos descansos, apenas segundos de suaves descansos.
—Tengo mucho frío —dije—. Estoy calado.
Pierre apagó el cigarrillo que tenía entre los dedos en un charco de agua. Me dirigió una de sus medias sonrisas antes de levantarse de donde estaba y de hablarme con voz tranquila, casi amable:
—Sí, será mejor que intentemos llegar al coche e ir a casa a ponernos ropa seca. No es buena idea esperar a que salga el sol, ¿verdad?
—No, no lo es —dije tiritando de frío.
Las dos bestias del establo resoplaban turbadas, posiblemente por nuestra compañía.
—Morir de frío... —dijo el Francés a modo de preludio—. Es una manera horrible de morir, pero..., aunque parezca mentira, no es una muerte dolorosa, ni cruel.
Mientras le contemplaba, en una especie de gozo por lo absurdo, Pierre se afanaba en hablar con la suavidad suficiente y justa para impresionarme. Sus ojos marrones parecían brillar con el frío que le aprisionaba; los cuarteados labios se movían levantándose de entre sus propias palabras; las gotas de agua que caían de su frente se estrellaban sin oposición en la nariz. Le había oído hablar tantas veces, y a la vez tan pocas, que no era ninguna novedad para mí el no saber qué quería o qué pretendía decirme. Al Francés no le importaba parlotear sobre lo diáfano del ser humano, del sufrimiento, o de la muerte. Me hizo un gesto de fastidio, como si supiera lo que estaba pensando, y continuó explicándome lo indecoroso que era morirse de frío.
—Al principio aparecen dificultades para razonar, así como confusión y desconcierto. Poco después desaparecen totalmente los reflejos, y las pupilas se dilatan de manera que el iris queda inmóvil, inerte. Enseguida un sopor profundo te hace perder la conciencia, la sensibilidad..., la capacidad del movimiento. Y, por último, si no se pone rápidamente remedio, el corazón fatalmente se detiene...
Creo que emití un gruñido que tanto podía expresar malestar como asombro. Pierre abrió los ojos lo máximo que pudo y rompió a reír. Aliviado, yo también reí.
—A la de tres salimos corriendo, sin parar hasta llegar al coche —propuso el Francés en mitad del estruendo que produjo un trueno—. ¿Preparado?
—Sí —contesté, hundiéndome hasta las cejas una gorra de lana y abotonándome hasta el último de los cierres de la chaqueta.
El Francés se dispuso en el borde del establo, con media cabeza al descubierto.
—¡A la de una!..., ¡a la de dos!... —Pierre salió corriendo trastabillado antes de terminar de contar—... ¡A la de tres!
Empecé a correr a un ritmo bastante rápido por detrás del Francés, que, a pesar de su cojera, conseguía mantenerse por delante de mí sin ningún esfuerzo. Veíamos moverse al son del viento y la lluvia una ringlera de naranjos dispuestos de dos en dos, pareándose en igualdad de tamaño y ramaje. El barro empezaba a colarse por los dobladillos de los pantalones y el agua nos golpeaba en el rostro sin piedad. Corríamos como alma que lleva el diablo, braceando a destiempo y jadeando con brío a causa del esfuerzo.
El porche lo teníamos enfrente. La penumbra de la lluvia nos impedía ver con claridad más allá de unos pocos pasos, pero después del porche se encontraría la sillita, el limonero, su sombra, el barrizal, y a cinco metros nuestro coche. Al mismo tiempo que nosotros, por el cielo corrían nubes negras que lloraban a mares, llenando todo el campo de un lodo interminable y espeso. Pierre se paró un segundo a respirar, apretándose los riñones con fuerza antes de subir los dos escalones que nos llevaban al porche de la entrada de ese huerto gastado de naranjos anegados.
Todo se paró. De pronto, todo se paró.
Yo solo pude ver cómo la silueta de alguien, una silueta tenebrosa y rodeada de miedo, surgió de la nada, estrellando contra la cabeza del Francés una especie de pala que aferraba en alguna parte..., dejándole tirado, en un suelo sucio.
Di un grito ahogado.
Quedé hipnotizado, seducido por la sangre de Pierre que se mezclaba con el eco de la lluvia, y con la tierra y el agua. El aguacero, al contrario de lo que pensó en un principio el Francés, había decidido perpetuarse durante una eternidad. Ahora el agua caía con tal virulencia que apenas se podía distinguir a un palmo de distancia. Intenté moverme, correr, saltar, hacer algo, pero estaba confundido, y cuando me quise dar cuenta ya no podía hacer nada. Cubrieron mi ojos, taparon mi boca, ataron mis manos y me introdujeron en el maletero de un coche.
Empecé a rezar..., no quería morir de frío.
* * *
—Tranquilo. No te pasará nada.
Su voz me era familiar.
—Solo haz lo que ellos te pidan.
Esa voz de mujer.
—Cuando me vaya puedes quitarte la cinta de los ojos.
La misma voz de mujer.
—Descansa.
La cerradura crujió al cerrarse la puerta. Me encontraba dentro de una habitación totalmente a oscuras, sin ventanas. Me habían secado y cambiado de ropa, aunque en ningún momento habían permitido que me quitara la venda de los ojos.
Me acurruqué en un rincón. No podía dormir, no podía descansar. La lluvia golpeaba estrepitosamente en mi cabeza. La risa descontrolada del Francés retumbaba en la habitación. No podía quitarme de encima la imagen de esa sangre mezclada con el barro, en el suelo, al lado del cuerpo inmóvil. Me estaba volviendo loco; estaba loco de miedo.
Intenté controlarme y llorar para aliviar un poco la tensión que me comprimía. Distraje la atención acogiendo para mis nostalgias cualquier ruido que pudiese escuchar. Normalmente disfrutaba durmiendo con la ventana abierta, así las cantinelas de la intemperie me acompañaban durante mis horas de sueño. Hice lo mismo. Intenté abrir una ventana en mi soledad para dejar que se colaran esas coplas inoportunas de la calle.
Cerré los ojos y escuché esas coplas inoportunas de la calle.
Lo primero que oí fue al tranvía rodar muy cerca de donde estaba, casi pude sentir a mi lado los raíles calientes temblando al pasar. Los coches en la carretera apenas hacían ruido, escondidos en la lejanía, un leve susurro. Se escuchaban pasos, unos pasos sordos, ahogados, como los de una persona mayor o enferma. Después alguien reía en un lugar indeterminado de ese mismo edificio. Un vaso caía al suelo. Un niño lloraba. Alguien corría, se acercaba a la puerta, podía incluso sentir cómo apoyaba la cabeza en la pared intentando escuchar mi respiración asustada.
Extrañamente, no me sentía débil o incapaz de tomar decisiones. Tenía el convencimiento de que no había solución posible, y eso, por raro que parezca, me tranquilizaba. En aquel momento de confusión opinaba que la lucha sería inútil e innecesaria si probaba a creer en una justa por la que luchar. Consideraba que debía abandonarme, en cuanto pudiera, a los placeres de la ignorancia, a la blasfemia de una humanidad escéptica que miraría siempre al lado de lo absurdo. Me abandonaría a la felicidad barata, a esa que no atiende a razones del alma ni que sufre de desamor.
Me haría mudo, sin silencios.
18
MÍA
Me desperté a las seis de la mañana con el paladar reseco y un sabor acre de incertidumbre en mis pensamientos. Lo primero que hice fue asegurarme de que no había sido una pesadilla. Miré a mi alrededor y pude comprobar la oscuridad asfixiante de las cuatro paredes opacas y huérfanas de ventanas. No, no había sido ningún mal sueño. Ahora estaba seguro. El Francés había quedado el día anterior en mitad de aquellos naranjos con el rostro cubierto de sangre. Con lluvia que acariciaba con alevosía su cuerpo tirado en el barro. Fue una tarde donde los truenos rugieron en el cielo sin compasión. Ahora no había ruidos ni sigilosas medias sonrisas, ahora me encontraba solo..., solo ante una nada demasiado extraña.
—Ponte contra la pared y cierra los ojos. No hagas ninguna tontería y no te pasará nada malo. —Un hombre me hablaba desde algún lugar indeterminado de la habitación. Sonaba a hueco, como si tuviese metida la voz en un cubo de metal. No había escuchado abrirse ninguna puerta—. Tienes mucha suerte de estar todavía vivo.
—¿Y Pierre? —atiné a preguntar mientras alguien me vendaba los ojos y me maniataba—. ¿Cómo está Pierre?
—¿El Francés?, ¿te refieres a ese cojo despreciable?
Quedé en silencio. No le contestaría a eso. Sentía la risa satisfecha de su aliento en mi cogote.
—Espero que esté bien muerto.
Me costaba andar con las manos atadas a la espalda y sin ver nada. Sentía el contacto de una falda en mi piel. Estiraba los dedos y con la punta de los mismos intentaba descifrar ese bamboleo de imaginación que me tenía confundido.
—Estate quieto aquí. No te muevas a no ser que quieras que te pegue un puñetazo en el estómago.
Me sentaron en un lugar frío que parecía estar encerado. Percibí un repentino calor en la cara que hizo que cerrara aún más los párpados de lo que ya los tenía. Me quemaba incluso la venda que los aprisionaba.
—Quitadle la cinta de los ojos —esa voz de mujer; esa voz que tanto me sonaba era quien mandaba allí—. No le atosiguéis demasiado. Dejad que el muchacho pueda respirar con tranquilidad.
Poco a poco pude diferenciar las sombras que ocupaban aquella sala. Al fondo veía un lustroso borde de cenicientos cuerpos, como auras campeando sobre un montón de bultos nerviosos. En realidad, solo podía distinguir con claridad un amplio candelabro de latón en el suelo y un gran foco de luz amarillenta martirizándome con su calor, ambos enfrente de mí.
—Eres un chico muy valiente —comentó la mujer—. Yo he visto hombres mucho más rudos que tú derrumbarse con bastante menos.
Agazapado como un conejo en una madriguera de zorros, pasaba del miedo al nerviosismo, y del nerviosismo a la rabia en un solo segundo.
—¿Quién eres? —pregunté—, ¿dónde estoy?
—Soy quien ves que soy, y estás donde ves que estás —me contestó—. Nada más soy y nada más seré..., si necesitas llamarme de alguna manera, llámame Mía, es como lo hacía mi madre cuando yo era pequeña...
—Yo solo veo sombras..., y una luz que me deja ciego...
Mis labios se movían sin querer.
—¿Por qué? —dije sin hacer caso a mi miedo.
—¿Por qué?... ¿Por qué qué?
—¿Por qué estoy aquí ahora?, ¿por qué todo esto?
Podía oír el tremendo latido de mi propia sangre. La mujer alargó su brazo y vi parte de su mano extendida salir de la oscuridad que la tenía oculta.
—Porque me eres útil y... eres hijo de quien eres...
La voz de Mía denotaba seguridad. Mi rostro, nerviosismo.
—Te puedo asegurar que no quiero hacerte daño, pero eres demasiado valioso como para no ser demasiado peligroso para mucha gente —dijo al mismo tiempo que la luz del foco empezó a parpadear—. Quiero ayudarte...
—¿Ayudarme? —la interrumpí—, ¡habéis matado a Pierre!, ¡a la única persona que consideraba un amigo! —Me incliné hacia la derecha huyendo de la molesta luz—. ¡No quiero la ayuda de nadie!, ¿se enteran?..., ¡ni... ni... ni... ni siquiera sé qué hago buscando un tesor... un tesoro que no existe!
—Nadie ha hablado de ningún tesoro...
—¡Todo el mundo habla de ese tesoro!..., ¡un tesoro que realmente no se sabe si existe!
—No levantes la voz... No seas maleducado ni estúpido, solo pretendo ayudarte.
—¡No quiero su ayuda! ¡Solo quiero volver a mi casa y seguir con la vida que llevaba antes!
Una ráfaga de viento surgió de la nada, como si mis palabras hubiesen desatado una tormenta en mitad de la sala.
—No deberías levantar la voz en mi casa. La próxima vez no seré tan comprensiva y mandaré que te cuelguen de los tobillos con dos ganchos de acero. Igual de esa manera logras comprender que no tienes elección. Que no eres dueño de tu destino —la mujer endureció el tono de su voz—. ¿Lo has entendido?, ¿seguirás siendo ese hombretón educado e inteligente?
Claro que no entendía nada. No entendí nada desde el principio de toda esta historia.
—Lo he entendido —dije entre dientes—. Seguiré siendo ese hombretón educado e inteligente.
Ahora el tono de Mía sonaba orgulloso.
—Así me gusta. Quizá te interese saber que no soy tan estúpida como para enfrentarme a tu destino. Soy una mujer supersticiosa, y creo en la fatalidad más que en ninguna otra cosa. No te haría daño..., si no me provocas.
—No lo haré —dije.
Hubo un incómodo silencio que pareció durar una eternidad. Un escalofrío recorrió toda mi espalda. Crujieron cada una de mis vértebras.
—¡Está bien! —dijo al fin Mía—. No quiero perder el tiempo en explicaciones innecesarias. Te diré todo lo que necesitas saber para que puedas seguir con la vida que llevabas antes lo más pronto posible..., tal y como deseas.
Al igual que se sueña despierto, y se tienen pesadillas con los ojos abiertos, también se puede llorar con el rostro inmóvil y dormido, dejando corretear una lágrima parca y ardiente por la mejilla. Aquella luz, en aquella sala fría, con aquellos sonidos huecos, aquella voz de mujer que ya no quería escuchar, aquellas palabras. Quería estar atento a lo que me decía pero me era muy difícil, ya que no solo eran las imágenes o los sonidos de todo lo que me había ocurrido desde que Paulo cruzara las puertas de la joyería lo que regresaba a mi conciencia, sino que también le acompañaban las emociones, las sensaciones, las pérdidas, y los duelos de mi alma, haciendo que volviese a sentir los mismos miedos que cada momento habían inflamado mi ser.
—Antes de nada quiero que sepas que esto no lo hago por ti. No te creas tan importante. Todavía no ha nacido el hombre que me quite el sueño. —Mía pareció perder un suspiro ahogado entre tanta inocente risotada—. Te voy a pedir una cosa..., aunque no entiendas lo que te diga, o lo que pretendo decirte, no me interrumpas, escucha la historia que te voy a contar hasta el final, atentamente. Y después..., a continuación, me dices si aceptas el trato.
—¿Un trato? —pregunté. Eso significaba que al menos tenía opciones de salir de allí sin los ojos vendados.
—Un trato que podrás o no aceptar. Tendremos ocasión de conversar después sobre ese asunto. Ahora escucha atento lo que quiero contarte.
—De acuerdo —cerré los ojos y agaché la cabeza. La luz me molestaba.
—Lo primero que te diré es cómo entiendo yo mi justicia. Cómo es mi visión de la humanidad. Pocas cosas me quitan tanto el sueño como el pensar que por el mundo andan miles de criminales sueltos haciendo y deshaciendo entuertos por doquier. Me enfada mucho el saber que no puedo hacer nada para evitar eso. ¡Me enfado con todos!, e incluso llego a cabrearme conmigo misma. ¿Una majadería?, puede ser..., pero para ser majadero hay que estarlo..., y yo no lo estoy.
Era curioso oír esas palabras de aquella mujer que atentaba con tanto descaro a la justicia. Al menos a esa que descansa en los pilares de la cordura.
—No me queda otra que hacer algunas cosas al respecto..., para aliviar mi enfado cazo a la escoria. Lo primero que hago es asegurarme de que la persona que quiero eliminar es un auténtico criminal, un despojo de la humanidad. Lo estudio cuidadosamente: sus idas y venidas por mis barrios de La Capital; su familia; los amigos y los locales donde frecuenta; sus vicios; sus amantes... Es una tarea bastante ardua y correosa, sin embargo también es una faena azarosa a la que comparo con el lento avanzar de un pelotón destrozado por la guerra, donde las pisadas de todos sus hombres se convierten en un solo ritmo, dispuesto a desplegarse o atacar, aceptando el combate como una bendición. Quien osa pecar en mi ciudad, se arriesga a ser juzgado por ese pelotón.
Llegado a este punto estuve tentado de preguntarle si ella era policía o algo por el estilo. Hubiese sido una estupidez, como comprobé poco después.
—Una vez juzgado y hallado culpable, el individuo sufrirá un castigo acorde con el delito que cometió, pudiendo llegar a ser ejecutado si el daño que ha infligido es lo suficientemente grave e irreparable. No hay perdón para quien sea hallado culpable, al menos en mi ciudad. Yo siempre digo que el hombre es un ser libre condenado por una maldición a ser responsable de su propia libertad, sin excusas ni zarandajas. La humanidad se nutre de la propia experiencia del ser humano y de sus vidas.
Levanté la cabeza y abrí los ojos. El torbellino de luz me cegó al instante; tuve que parpadear durante un buen rato para poder acostumbrarme a una claridad tan asfixiante.
—Lo segundo que te diré... —la oí respirar—. Lo segundo que te diré tiene que ver conmigo misma... —Mía hizo una pausa, quizá para mojarse los labios con agua—. No tengo nombre, ¡para nadie!, soy la que todos saben que está, pero nadie quiere encontrarse. La dueña del tiempo en La Capital. Soy la última que dispara, la única criminal que puede pensar en voz alta y matar callada, sin levantar la mano. Nadie, nadie puede contradecir mi voluntad..., ni buenos, ni malos..., ni sabios, ni ignorantes... La totalidad de la gente de mala calaña no sabe que existo y, sin embargo, cuando me descubren, dicen de mí que soy una persona peculiar, ¡y la mayoría de ellos hablan en serio cuando me muestran su admiración!
Tras un tiempo que pareció exagerado, durante el cual se escucharon tintineos de vasos y cucharillas, en el fondo de aquella sombra perenne apareció fugazmente la silueta de una mujer sentada en una silla, con el rostro perdido entre el vaho de lo que parecía una taza humeante.
—Yo controlo en esta ciudad la información. No hay nada más preciado que eso en el mundo. Quien posee el conocimiento posee la vida y la muerte, en muchas ocasiones. La información es poder. El conocimiento de la realidad que te rodea es... es fundamental..., pero, lo es más el control de los misterios ocultos y secretos de aquellos que son tus rivales en cualquier aspecto de tu vida. Es imprescindible, si quieres seguir adelante, saber cuáles son sus debilidades inconfesables, qué es lo que pretenden hacer en un determinado momento, o quiénes son sus socios o enemigos...
Volví a agachar la cabeza. La luz se intensificó y empezaban a dolerme los ojos.
—Pero, querido hombretón —continuó hablando Mía—, ¿de qué sirve tener información si no puedes conseguir más? Es decir..., ¿el poder realmente qué es?, ¿tener la información o conseguirla?
—Nunca había pensado en ello, y menos desde esta perspectiva —reconocí—. Aunque creo estar en lo cierto si digo que es más poderoso el que puede conseguir la información que el que la tiene.
—Sin duda, porque por el hecho de conseguirla ya se tiene el beneficio de poseerla.
No tenía muy claro hacia dónde quería llevar la conversación Mía, pero me daba la impresión de que todo era un lenguaje simbólico. Un lenguaje de signos en el que yo tenía que aceptar su mundo tal y como ella quería que fuera. En esos momentos me hablaba en un idioma que ignoraba; me contaba cosas demasiado importantes que debía traducir más tarde en la realidad, cuando ya no pudiese escapar de esa realidad.
—El poeta, tu padre, también sabía que eso era así, y se hizo poderoso a base de información... puntualizada y relevante. Durante unos meses se encargó de elaborar una lista detallada de todos aquellos que tenían que ver con las barbaridades que se cometieron en el cementerio de la Alegría, de sus abusos, de pruebas y evidencias que pudieran utilizarse para demostrar esas... esas barbaridades, y por lo tanto incriminar a quienes en ella estaban.
Me acordé de lo que nos contó Palacios al Francés y a mí sobre el tesoro de mi padre. Un tesoro de palabras, había dicho.
Información...
Mía calló un segundo antes de continuar.
—Yo misma puedo salir en esa lista... Si lo hago, he de decir que por méritos propios. —Se escuchó un leve gruñido a espaldas de la luz tórrida del foco—. No pude hacerme con ella antes de que tu padre desapareciera, tampoco pude hacerme con ella cuando ese tal Paulo llegó a la joyería de Donabella, ¡era un ignorante e incompetente del tres al cuarto que al parecer lo echó todo a perder con su bocaza!... Comprenderás lo importante que puede llegar a ser beneficiarse de ese tesoro..., lo llamas así, ¿no?..., ¿tesoro?
Asentí con la cabeza antes de preguntar.
—¿Cuál es el trato?
—Pareces impaciente... —contestó Mía con una inexpresiva voz.
—Solo quiero saber si existe un trato, como me dijo.
—Bajo ninguna circunstancia quiero que creas que me aprovecho de tu situación.
—No entiendo.
—No hace falta que entiendas nada, solo quiero que sepas que no me aprovecho de tu debilidad..., en este caso somos dos personas que deciden lo que quieren hacer. ¿De acuerdo?
—De acuerdo...
—Pues bien..., mi trato es el siguiente —dijo al fin—. Encuentra tú el tesoro para mí y yo te devolveré tu vida tal y como la dejaste antes de que todo esto comenzara.
Lo triste de haber vivido mucho es darse cuenta de que son de las mentiras de los demás de lo que más se aprende. Inconscientemente se llega a disfrutar de la observación de esos mentirosos, con sus gestos y esas miradas cómplices del engaño. A Mía no podía verle el rostro, era una muda silueta oscura, un enigma con voz de mujer, pero sus palabras decían otra cosa que no pensaba. ¡No podía devolverme a mi vida! ¿Me podría devolver a Nano? ¿Podría cicatrizar los recuerdos cenizos de mi padre?
Comprendí que no podía decir que no, aceptaría el trato aunque fuera solo por tener piedad de mí mismo.
—Pero si no he sido capaz de encontrarlo todavía con ayuda..., ¿qué le hace pensar que lo haré ahora... solo?
—No has buscado como tenías que hacerlo. Date cuenta de una cosa, ¿qué es lo que sabes de tu padre? Lo ignoras todo, en realidad. Has buscado en él, como una persona que actúa y hace, pero no lo has tenido en cuenta como alma errante... Te suena raro, ¿verdad?
—No sé adónde quiere llegar...
—Míralo así: el poeta es un ser distinto a todos los demás, su alma se alimenta de lo que ve, de lo que siente, de lo que percibe, de todos y cada uno de los momentos que sufre en su vida. Al poeta nadie le dice que ha nacido poeta, él es quien se da por convencido en el momento que la sociedad lo diferencia. Tu padre era un poeta, un ser distinto a todos los demás, por eso..., por eso mismo no debes buscarle en este mundo..., a él no..., busca su obra, y ella te guiará adondequiera que se encuentre su alma, su conocimiento..., sus secretos.
—Pero..., no lo entiendo..., ¿de qué obra me está hablando? —pregunté tembloroso.
—De sus víctimas. Busca a través de ellas. Es la única manera que tienes de llegar a un punto de partida que no sea un final.
La luz de la lámpara parpadeó impaciente una y otra vez.
—¿Y por qué no lo hace usted misma?
—He pensado mucho en ello, no creas. He cometido los mismos errores que tú has cometido, pero he llegado a la conclusión de que yo no puedo hacerlo sin poner en peligro mi identidad. Ya he corrido demasiados riesgos innecesarios y no los voy a volver a correr. Por eso estás tú aquí hoy. ¿Te asaltan dudas, hombretón?
Por el tono de su voz, no me convenía dudar.
—Solo quiero que me conteste a dos cosas, por favor.
—Claro..., pregunta —dijo condescendiente.
—¿Adónde voy ahora, solo, si desconozco el paradero de mi tutor y a Pierre lo habéis matado?
Era innegable que mis preguntas sonaban a excusas y a miedo, pero a Mía le parecieron importunas, ya que me contestó con un cierto aire de reproche.
—Te he dicho hace un momento que no me aprovecharía de tu debilidad... Además, nosotros no hemos matado a nadie. —La sombra de la mujer se levantó de su silla y vi cómo movía los brazos con solemnidad, orquestando la voluntad de otra sombra que estaba a su lado—. En todo caso, ese sería tu problema... Yo te aconsejaría que fueras a ver a Tortosa... ¿No le hizo al Francés una promesa ese mugriento cocinero?
—¿Cómo sabe eso? —pregunté sorprendido.
—Tengo muchos ojos y oídos repartidos por toda la ciudad.
—Comprendo...
No comprendía nada. No lograba quitarme de la cabeza la estúpida imagen de mí mismo riéndose de mi mala suerte. Aquella conversación estaba llegando a su fin.
—Entonces, ¿aceptas el trato?
—No tengo opción, ¿verdad?
—Claro que la tienes, siempre tienes opciones para errar o acertar. Eso es lo bonito de la vida, que siempre hay variadas opciones...
—¿Y si no soy capaz de encontrar el tesoro de mi padre?
—Lo encontrarás...
—¿Y cómo podré contactar contigo?
—Yo lo haré...
—Mi tutor..., Donabella, ¿sabe dónde está? —pregunté indeciso.
—No. Pero sí sé que está bien..., al igual que la jovencita...
—¿Dulce?
—Sí, ese es su nombre...
Vi a una de las sombras acercarse a la luz, me sentía incómodo en la silla.
—¿Aceptas el trato? —insistió Mía.
—Sí, lo acepto.
Como un resorte, la sombra de Mía se dio la vuelta y desapareció por la oscuridad.
Alguna vez escuché decir que eran estas cuatro, la voz, la risa, el rostro y los andares, las marcas que mostraban la bondad o la maldad de una persona. El tono de voz de Mía, que me era tan familiar, me había dejado un resabiado sabor a desconcierto; las risas apenas aparecieron en el día, no lo suficiente como para hacerme una idea real de su sonrisa; el rostro lo desconocía; pero sus andares, aunque no los pude ver, sí los alcancé a dibujar en mi imaginación, con el sonido nervioso y alterado de su taconeo al salir de aquella sala, aquel día. Eran ansiosos gritos que intentaban alejarse de algo maldito.
El ánimo del ama de esos pasos mostraba a un corazón asustado, pero no necesariamente bueno..., ni malo.
Me quedé allí inmóvil, esperando a que alguien me dijera algo.
—Colócate esta cinta en los ojos —una voz ronca me tiró una venda negra a los pies—. Ponte mirando a la pared y no te molestes en intentar dejar una rendija por la que ver, yo mismo me aseguraré de que no puedas distinguir ni un atisbo de claridad por esos ojitos tuyos... En tu habitación te he dejado algo de comida, procura quedarte dormido pronto —la voz ronca parecía ofendida—; esta misma madrugada te dejaré libre en La Capital. No le des un motivo a mi señora para que me mande rebanarte el cuello..., lo haría con mucho gusto.
19
ESTE BOBALICÓN SABE
Caminé más de dos horas por las calles de La Capital, desorientado, sin saber si tenía las ideas claras. Casi desde el mismo momento en el que me apeé del coche que me trajo de vuelta a esta insufrible libertad, se apoderó de mí una sensación extraña, como si las últimas palabras que Mía me dijo fueran el comienzo de un final fatal: «¿Aceptas el trato?».
Ser noble con uno mismo, y que este sea el motivo por el que entregar la vida, no es una mala manera de pensar. Lo peor de todo era que no me creía mi propio miedo, no quería saber nada sobre morir, o la muerte; si alguien me hubiese preguntado en aquel momento qué era para mí estar muerto, yo le hubiera respondido que estar muerto era vivir sin miedo.
Me acerqué a la puerta de atrás del bar. Aún no eran las doce del mediodía y ya se veía el humo salir por la chimenea. No tenía alternativa, debía pedir ayuda a quien un día prometió protegerme.
Asomé la cabeza: la misma grasienta fogata de restos de muebles, el carnero al lado de la portilla de la despensa, goteando sangre de sus tripas, los tres cocineros troceando carne en un mostrador de mármol vestido de mugre y sudor... Hice lo mismo que el Francés unas semanas antes, me colé entre los atareados pinches, tiré unas zanahorias al suelo y empecé a mordisquearme los nudillos.
—¿Tor... Tortosa? —dije torpemente.
Sin levantar la cabeza del mármol, el enclenque cocinero asintió.
—Necesito hablar con usted..., es importante.
No pude reprimir una sonrisa de puro nerviosismo. Revoloteando en mi mente había una idea que no me dejaba en paz desde hacía rato: ¿cómo reaccionaría Tortosa al saber lo que le ocurrió al Francés, a su amigo, entre los naranjos del cementerio de la Alegría?
—¡Fred!, ¡Urría! —gritó el cocinero—. ¡Salid a la calle a tomar el aire!... ¡Ya os llamo yo!
No pude mirarle a los ojos, pero aún recordaba de él la imagen que guardaba en mi memoria de la última y única vez que le vi: una mancha oscura en un mantel blanco, arrugado en los pliegues de su delantal. «Sabes que por ti mataría», fue lo que le dijo en aquella ocasión a Pierre.
—No te habrá mandado el viejo cojo a por el almuerzo, ¿verdad? Nunca me perdonaría ser yo el causante de sus diarreas.
Durante un segundo me quedé pensando en lo que había dicho. Me pareció una estupidez.
—Muchacho, es una broma —dijo Tortosa hincando el machete en una madera y clavando sus ojos en mi rostro—. ¿Problemas?
Rompí a llorar. Entre los muchos pesares y dolores que yo había recogido durante todas estas semanas al lado del Francés destacaba, como una peste apegada a mí, el desconsuelo de sentirme desolado por la soledad, otrora tan sentida y en aquel momento tan odiada.
—A Pierre le han matado —murmuré acongojado—. Le han matado.
Tortosa apenas se movió de donde estaba. Apretó los dientes y escupió unas cuantas maldiciones antes de dirigirme la palabra.
—¿Lo viste tú con tus ojos?
Afirmé sorbiéndome los mocos.
—¿Estás seguro de que lo has visto muerto? —El cuerpo del cocinero se irguió hasta casi doblarse por encima del propio mármol—. ¿Le viste muerto? ¡Di!
Mis ojos se entrecerraron de irritación. Tortosa parecía estar terriblemente cansado, y eso me indignaba.
—¡Vi cómo le golpeaban en la cabeza, y cómo se cayó al suelo!
—Muchacho bobalicón, no es tan difícil mi pregunta: ¿puedes asegurarme que estaba muerto?
—¡Por Dios, todo estaba lleno de sangre!
—¿Había tripas por el campo esparcidas? —rugió Tortosa rojo como un tomate—. ¿Los sesos quizá? ¿La cabeza la tenía aplastada bajo una piedra? ¿Le faltaba medio cuerpo?
Le miré confundido.
—No.
—Entonces no lo mates todavía.
Temía decir lo que no quería decir.
—Intenté hacer algo para ayudarle, pero no pude hacer nada. Todo fue muy rápido y cuando me quise dar cuenta me maniataron y me metieron en el maletero de un coche.
—¿Dónde ocurrió?
—En... en el cementerio de la Alegría..., donde están los naranjos.
—¿Has comido?
Negué con la cabeza.
—Después de almorzar iremos allí, mientras... cuéntamelo todo.
* * *
Al bajarme del coche miré hacia el cielo en busca de la lluvia que me acompañó la otra tarde. No había indicios de mal tiempo.
—Busquemos primero a ese tal Pañitos.
Seguí a Tortosa y a los otros dos que iban con él. Vestidos de chaqueta, en vez de cocineros parecían boxeadores de una película de los años de antes de la guerra, con los andares propios del cansino balanceo del ring.
Tenía ganas de pensar que la excursión terminaría con una buena noticia, que quedaba atrás un maldito día, y que por delante me esperaba una agradable noche. ¡Qué viejo me sentía! La conciencia me indicaba que ya no me pertenecía el candor, ni el triste entusiasmo que asfixia al que es joven y todas las experiencias las quiere para él.
—Aquí ha estado alguien fumando no hace mucho.
Al lado de la sillita a la sombra del limonero había un coro de colillas, una de ellas aún caliente. Tortosa ordenó con la cabeza a cada uno de sus hombres que rodearan el pequeño porche que daba al huerto de naranjos. Yo me pegué a él como una lapa a los corrales de una playa. Miré por encima de su cabeza y por detrás de mi espalda. Por un instante me sentí abatido por la desesperanza, aunque me repuse pronto al divisar a lo lejos, al lado de un pequeño montículo de tierra, la encorvada figura del guarda con una azada cavando lo que parecía ser un bancal de patatas entre dos naranjos de frutas bordes.
—¡Pañitos! —grité.
El hombre se dio la vuelta y nos miró; hizo de su mano derecha una visera con la que taparse del sol.
—¡Voy! —levantó la otra mano y nos saludó.
A medida que se acercaba a nosotros, su sonrisa se hacía cada vez más amplia. Llevaba los mismos pantalones de pana y la misma camisa.
—¡Buenos días!
—¿Qué ha hecho con el Francés?
Tortosa dejó que se acercara el guarda. Este no parecía sentirse incómodo con la fiera mirada que le dedicaba el enclenque cocinero.
—¿Qué ha hecho con el Francés? —preguntó de nuevo.
—No comprendo lo que dice —Pañitos no borraba su sonrisa.
—No me insultes...
—Nunca lo pretendería, pero le puedo asegurar que no sé de qué me está hablando.
De un solo salto la cara del guarda se desencajó. Tortosa le agarró del pelo y le arrastró hasta dar con su cabeza contra el tronco de un naranjo tantas veces como necesitó para abrirle una brecha en la frente del tamaño de un gajo de limón.
—¡Bobo cateto! ¿Dónde coño está el Francés?
El guarda tosía sangre por la boca y apenas podía moverse. Ladeaba la cabeza a uno y otro lado, como si no tuviese cuello.
—¡Fred! ¡Acércate a donde estaba cavando!
El esbirro apareció de la nada y fue directo hacia donde le había mandado su jefe. Se agachó en el suelo y empezó a remover la tierra con todas sus fuerzas. Tortosa se mordía el labio inferior de la boca y resoplaba nervioso con el puño cerrado.
—¡Son papas! —gritó sin alma la mole de músculos.
El rostro de Pañitos, manchado de sangre fresca y del estiércol de los árboles, presentaba un aspecto lamentable. Me miraba suplicante y yo no podía evitar sentir piedad y confusión.
—Ruinosas papas... —murmuró Tortosa.
El guarda empezó a llorar y a temblar. Supongo que se sentiría perdido sin saber muy bien por qué. Toqué nervioso el antebrazo del enclenque cocinero.
—Es una herida sin importancia —dijo Tortosa antes de que yo pudiese decirle palabra—. No le pasará nada. Pero..., si este viejo no quiere decirme lo que quiero escuchar, te aseguro...
—Pero ¿y si no sabe nada? —le dije susurrando.
—Sabe. Este bobalicón sabe.
Con un leve guiño Tortosa indicó a sus acompañantes, a Fred y Urría, que se quedaran con el guarda a intentar sonsacarle alguna información..., si es que sabía algo.
Tortosa me pasó su brazo por los hombros y nos dimos la vuelta. En el eco se escuchaban los golpes secos de patadas y puñetazos, y los chillidos agudos del pobre infeliz pidiendo clemencia.
—No lo matarán, estate tranquilo. Solo le están recordando que si es tan memo y torpe como para recordar nuestras caras, será muy posible que no lo cuente dos veces.
—Pero ¿y si no sabe nada realmente?, ¿y si es inocente?
—Mejor para su conciencia, ¿no crees?
No sé qué pensaría en los momentos de la creación el Dios todopoderoso que erigió el mundo, pero si el hacedor de los sentimientos fue idéntico arquitecto para unos que para otros, no me creo capaz, ni lo hice entonces, de imaginar dolor más infiel que aquel que es producido por una misma conciencia nacida de la humanidad.
Anduvimos unos veinte metros hacia el interior del huerto. Ya solo se escuchaba el sonido hueco.
—¿Aquel es el cobertizo? —dijo Tortosa, señalándome las cuatro paredes en las que buscamos refugio el Francés y yo la tarde de mi secuestro.
—Sí —dije aún impresionado por lo que acababa de ver.
—¡Menudas vacas! —El cocinero tocó un cuerno de la más grande de las bovinas—. ¿Y no hacen nada las puñeteras?
—No hacen nada. Solo son vacas.
Tortosa me miró con cierta viveza. Dejó de jugar con el rabo de los animales.
—Demos una vuelta mientras estos terminan su trabajo.
Antes de empezar a caminar me agarró de los brazos y me hizo girar, como queriéndose regodear en mi miedo y desconcierto. El enclenque cocinero tenía el pelo cano y revuelto en un sinfín de remolinos que llenaban toda su cabeza de un mar de curiosas algas blancas, puntiagudas y moteadas con algún que otro claro del gris más pardo que pueda existir. Parecía una garza blanca, con la nariz picuda y rosada, y el cuello largo y esbelto. Estuvo mirándome un rato a los ojos antes de hablar.
—No me importa qué es lo que buscaba el Francés. No me importa qué mierda es la que buscas tú. Pero un juramento es un juramento, y yo los cumplo siempre, aunque la vida me vaya en ello. —Tortosa mantenía sus pesadas y enclenques manos sobre mis hombros—. Yo pongo mi palabra sobre la misma cruz de Jesucristo y juro que no te pasará nada... mientras estés conmigo.
Empezamos a caminar por los eucaliptos, dejando atrás el huerto de naranjos. Yo parecía el alumno avezado en las lecciones del maestro sobre el juramento original, aquel por el que un Dios permitió perpetuar la naturaleza en su propia creación con su original orden; todo mediante una promesa sobre sí mismo. Me creía discípulo de un filósofo griego, de uno de los siete sabios de Grecia.
—Al principio de este mundo no había juramentos. ¿Lo sabías?
—No —negué—, ¿en serio?
—Muchacho, ¡pues claro que no! En los tiempos en los que los hombres no necesitaban mentir, ni matar, ni darse la puñetera puñeta los unos a los otros, no era necesario ser un mentiroso, ni un asesino, ni un jodido puñetero.
Tortosa suspiró. Yo le miré de reojo.
—¿Sabes quién fue Hesíodo?
—No —contesté en voz muy baja.
—¡No te avergüences de no saber algo! ¡Es de tontos y torpes avergonzarse!
Tortosa se detuvo en seco entre dos altos eucaliptos. Por entre aquellos árboles, o el viento correteaba apacible, o de repente se volvía un chorro de calor, o una sacudida de fresco masaje. El tiempo estaba cambiando.
—Hesíodo fue un poeta, como tu padre —dijo quebrando la voz—. Fue quien dijo que la hija de la noche es la discordia, y que ella lleva consigo las querellas, las mentiras, los embrollos, las palabras engañosas..., y, por fin, el juramento.
Me pareció ver un barrunto de civismo en sus palabras, pero me dejé engañar demasiado tarde.
—Para que los juramentos sean más sinceros deben ser mutuos.
—¿Mutuos?
—Claro. No puede haber discordia entre dos que se juran mutuamente. Si es solo uno quien jura, puede surgir la mentira, las querellas, los embrollos o las palabras engañosas. Piensa una cosa: si..., es un decir..., si yo juro que no te pasará nada, que te cuidaré pase lo que pase, poniendo mi vida en peligro y la de mi gente, por ejemplo, y tú en cambio me traicionas no haciendo nada para ayudarme en un momento dado porque te trae sin cuidado lo que a mí me pueda pasar, ¿no podría ser eso una injusticia muy gorda?
—Yo nunca le haría eso.
—¡Por supuesto que no!, pero, contéstame, ¿no podría ser una injusticia muy gorda?
Vi cómo la mirada de Tortosa dejaba de ser la de una persona espontánea. Derrochaba rabia en aquel ceño.
—Solo en el supuesto de que eso fuese así. Pero yo nunca le haría eso.
—¡El supuesto está ahí! —exclamó Tortosa con una calma hipócrita—. No me gusta pensar demasiado en estas cosas. Me pone de los nervios.
Tortosa adoptó una postura antinatural, con ambos brazos retorcidos detrás de su espalda, acuclillado encima de un tronco serrado de eucalipto, y con la cabeza mirando hacia la inmensidad del azul del cielo. El cocinero guardaba silencio, una espera a la sordina.
—¿Quiere que yo también jure algo?
—¿Lo harías?
—Si es lo que quiere, lo haré.
Tortosa se incorporó de un salto. Se alzó delante de mí y me miró más con la nariz que con los ojos.
—El juramento es algo sagrado, ¿comprendes?
Asentí. Abrí las manos, como si con ello pudiese liberar parte de mi malestar.
—Los escitas juraban por el aire, porque para ellos el viento era la libertad y el origen de la mismísima vida..., también juraban por el hierro de sus armas, porque eran ellas las que tenían la muerte de su lado. Juraban por lo que creían, por lo que temían... ¿Por quién o qué jurarás tú?
—Juraré sobre la Biblia.
Mis palabras sonaron solemnes. Tortosa me posó de nuevo su brazo por mis hombros y empezamos a caminar de vuelta al huerto de los naranjos.
—Basta con que lo pienses y lo digas en voz alta. Como hice yo antes, ¿recuerdas?: «Yo pongo mi palabra sobre la misma cruz de Jesucristo y juro que...».
Noté que estaba a punto de decirme algo que creía trascendental, así que me preparé a conciencia y contuve la respiración para escuchar atento.
—Un juramento es como un contrato. El justificante de ese contrato es nuestra palabra, y el testigo, quien soporta esas palabras. En nuestro caso el propio Jesucristo. —Tortosa simuló una carcajada—. ¡Muchacho bobalicón!, ¿sabes qué es el perjurio?
—Creo que sí.
—El rompimiento de un juramento maliciosamente. ¿Y sabes qué le pasa a las personas que cometen perjurio?
—No, no lo sé. Pero supongo que nada bueno puede acarrear el romper un juramento sin un motivo de peso que pueda justificarlo.
Tortosa no pareció escucharme. Siguió hablando como si hubiese un público al que convencer.
—Quien comete perjurio, tarde o temprano será castigado por la propia fe de la que tomó su juramento. Las mayores penalidades le sucederán a lo largo de su vida, y si alguna vez toca con la mano derecha algún lugar santo, como un sepulcro o los altares consagrados de alguna iglesia, será testigo de la única verdad que le espera..., secándosele al perjuro la mano al instante.
Sin darme cuenta estábamos de nuevo a la altura del cobertizo. Tortosa se sopló las manos, que mantenía en alto de manera teatral; terminó metiéndoselas en los bolsillos de la chaqueta. Se paró junto a las vacas.
—¿Has entendido todo lo que te he dicho?
—Lo he entendido todo.
—¿Y aún quieres jurar?
—Me parece justo.
—¿Qué te parece justo, botarate?
—Me llamo Adiel —dije molesto—. No me gusta que me llamen de otra manera.
—Perdona —soltó una carcajada—. ¿Qué es lo que te parece justo, Adiel?
—Me parece justo que si arriesga su vida por salvar la mía, mientras esté yo con usted..., por un juramento, y en parte por la amistad que le unía a Pierre...
—No lo mates todavía..., no sabes si está muerto...
—... y en parte por la amistad que le une a Pierre —continué—, es justo que yo le corresponda de la misma manera.
Me vino de pronto, como en una fotografía sonora el recuerdo de los alaridos del pobre guarda de los naranjos. Ya no se escuchaba nada, pero los remordimientos eran un atronador silencio que acosaba a mi conciencia sin saber muy bien el grado de culpa que yo tenía en aquellos quejidos.
—A mí también me parece justo —dijo Tortosa—. ¿Y qué piensas que debes ofrecerme en juramento?
—¿Mi ayuda para cuando la necesite?
Tortosa se quedó pensando.
—Eso es muy generoso, muchacho bobal..., Adiel..., demasiado generoso. ¿Puedo sugerirte yo algo? A fin de cuentas..., es muy genérico lo de «mi ayuda para cuando la necesite», ¿no crees?
No pude meditarlo ni un solo segundo. Su mirada me hizo contestar al instante.
—¿Qué sugiere?
—Debes jurarme que, si logras encontrar ese tesoro, nunca desvelarás lo que en él pone sobre mí.
En mi imaginación creo que me santigüé.
—¿Cómo sabe lo del tesoro si yo no le he dicho nada?
—Me lo dijo el Francés..., pero eso no importa.
—Hace un momento me ha dicho que no le importaba qué es lo que buscaba...
—Hace un momento..., ¡un momento!... —Tortosa me interrumpió dando una palmada—, dos días..., ¡y eso es un santiamén!..., hace dos días unos asesinos casi te matan..., ¡casi te matan! No creo que tenga la mayor importancia lo que yo te haya podido decir hace un momento. ¡Y no me llames más de usted!
Me dio la impresión de que todo lo que me había mencionado Tortosa sobre el juramento era un mero alegato en contra de la sensatez.
Lo siguiente que dije lo hice como si mis palabras cayeran al vacío sin querer, tenues, escapando de mi garganta:
—Hice un trato con Mía.
El cocinero se acercó tanto a mi nariz que pude oler el miedo arrastrándose por todo su cuerpo.
—¿Mía?... ¿Qui... quién es Mía?
Tortosa levantó los hombros y alzó un poco más la barbilla. Su mirada era inteligente.
—No sé mucho sobre ella..., nada en realidad... —respondí—, únicamente lo que quiso contarme...
—¿Y?... —el cocinero abrió tanto los ojos que temí salieran de sus cuencas—, ¿qué es lo que quiso... contarte... sobre ella misma?
Dejé pasar unos segundos antes de contestar:
—Insinuó que ella era la dueña del tiempo en La Capital, la única que dispara..., la única que puede pensar en voz alta y matar callada... —Tortosa se alejó dos palmos de mí y mi discurso dejó de sonar fanfarrón—. Me dijo que ella era quien dice ser y a quien todos debían temer..., que ella no posee nombre, que todos saben que está..., pero a la que nadie querría encontrarse de frente si no es bien hallado...
El cocinero dibujó en su rostro una ladina sonrisa.
—¿Y cuál fue el trato que cerraste con semejante... mujer?
—Yo le daba el tesoro —me apresuré a decir—, y ella me devolvía mi vida. No tuve elección. Realmente..., realmente solo quiero que me devuelvan mi vida anterior, no me interesa nada de esa información. Mi único deseo es volver al pueblo y retomar mi vida por donde la dejé...
Al ver la cara de perplejidad que se le quedó a Tortosa, temí que se enfadara y continué chachareando durante unos segundos.
—Hice un trato con ella..., con Mía..., le di..., le di mi palabra..., ¿no es eso un juramento?... ¿No es..., no es un juramento quizá?
Se rio.
—¡No, no lo es! —exclamó Tortosa, cambiando totalmente el tono de su voz—. ¿Prometiste rotundamente cumplir ese trato poniendo por testigo a Jesucristo, a Dios, o a alguien querido?
—Eso no lo hice..., pero le di mi palabra.
—Y no cometerás perjurio..., estate tranquilo.
Encogí los hombros.
—Júrame que nunca desvelarás lo que en el tesoro pone sobre mí, y que harás lo posible para que Mía tampoco lo desvele.
—Lo juro.
—Debes jurarlo poniendo por testigo a alguien.
—Juro por Dios que nunca desvelaré lo que en el tesoro pone sobre Tortosa, y que haré lo posible para que Mía tampoco lo desvele.
En el porche del cementerio de la Alegría no había un alma. Con aquel viento era imposible escuchar nada a menos de dos pasos. Se acababa de levantar un aire pesado y fresco. Vimos cómo los dos esbirros de Tortosa se acercaban desde una arboleda de detrás de las bodegas. Allí era precisamente donde olía tanto a vinagre.
—¿Qué tal ha ido la cosa, Fred?
Urría, el pinche del parche en el ojo derecho y la pata de palo, sonrió.
—Pañitos nos ha contado que el otro día, cuando se fueron todos, un auto recogió al Francés medio muerto y se lo llevó.
—¿Y os ha dicho quién se lo llevó?
—No lo sabía.
—¿No ha soltado nada más?
—No.
—¿Seguro?
—No sabía nada más, jefe. Lo hubiese escupido.
Urría emitió lo que parecía un gruñido. Su compañero le dio un codazo.
—Buen trabajo, chicos. Vayamos al restaurante, hay que preparar la cena para los clientes.
Tortosa me miró tranquilamente. Al cabo de un rato me dio una palmada en la espalda.
—Encontraremos al bueno del Francés —dijo guiñándome un ojo—. Por cierto, ¿has visto cómo ese bobalicón sabía más de lo que decía?
En algunos pensamientos de ternura solía invadirme una emoción de gratitud que se traducía en aspavientos y retorcijones, en una gran necesidad de sentirme arropado por algo, en demandadas caricias que supieran a cariño. Tal era mi falta de juicio en aquellos momentos, que cerré los ojos con fuerza y vi un enorme pasillo de luz que me invitaba a corretear libre por sus empiedres.
El cocinero sonreía radiante al final de ese reguero de claridad.
* * *
Después de tres días en el restaurante de Tortosa ya nunca más una comida me supo insípida. Todos los platos que allí se servían tenían el mantecoso sabor del cabrito cebado con pasto seco. Ninguna de sus recetas, decía el peculiar cocinero, podía dejar de contener una suculenta ración de sebo con la que aromatizar el regusto del paladar de sus barriobajeros comensales. Cuestión de cultura gastronómica, deduje.
Fueron unos días en los que trabajé codo con codo con los dos compinches de Tortosa en la cocina. Me habitué al olor sarraceno que desprendían los guisos y las cazuelas requemadas al fuego intenso de una lumbre exagerada y siempre encendida. Envejecí veinte años en setenta y pocas horas, pero no solo lo notaba mi piel reseca, también mi espíritu y mi picardía renacieron de entre la inocencia para volverse un poco más marrulleros y cautelosos.
Tortosa llevaba todo el día fuera, cosa que, según Fred, solo ocurría cuando tenía algún asunto del restaurante que resolver, como el pago a los proveedores o la compra de vino a las bodegas, de lo que siempre se encargaba él personalmente. Pero no era el caso. Cuando llegó, ya éramos los únicos en el restaurante. Las cuatro o cinco mesas destartaladas del comedor habían sido despejadas de los manteles de papel y de las paneras vacías, ahora lo único que quedaba eran las sillas encima de ellas a modo de coronas.
—Adiel, ponme un chato de vino y siéntate aquí conmigo. —Tortosa bajó dos sillas de una mesa y se desabrochó tres botones de su camisa. Yo me acerqué con el vaso de tinto y me senté a su lado.
—Buenas noches —saludé.
—Buenas, pequeño botarate. Hoy he estado viajando por el sur de la ciudad.
—¿Y qué tal el viaje? —pregunté al poco de darme cuenta de que quería que lo hiciera.
—Pachín, pachán. Demasiado bochorno en esta ciudad de locos. ¿Habéis tenido un buen día sin mí?
—Pachín, pachán.
Tortosa se rio de mi ocurrencia. Nunca había utilizado esas palabras para asentir, y se me notaba en el tono cierta burla improcedente, carente de sentido.
—¿Recuerdas lo que me dijiste sobre lo que te recomendó Mía? —Tortosa me clavó la mirada—, ¿lo recuerdas?
—Me dijo muchas cosas.
—¡No seas asno! De las víctimas de tu padre...
—Dijo algo como que buscara a través de las víctimas —repuse.
—Que era la única manera que tendrías para avanzar en todo este asunto. ¿No es así?
No hizo falta que respondiera. Tortosa se bebió de un buche el vino y carraspeó durante un buen rato antes de continuar hablando.
—Pues bien, he hecho tus deberes y he conseguido dar con un extorsionado de don Antonio Grádalo Garcilaso, el juez del Tribunal Serenísimo, alias Señoría de la Muerte.
Me quedé boquiabierto. No sé cómo sabía que yo conocía esa historia. No recordaba habérselo dicho.
—No te sorprendas, bobo —dijo leyéndome el pensamiento—, si sabías del cementerio de la Alegría es obvio que debes conocer las tribulaciones del bueno de don Antonio. Estoy seguro de que Pierre te puso al corriente de todo..., ¿o me equivoco?
—No, no te equivocas —contesté.
—Víctimas del tribunal hay muchas, pero pocas son las que están dispuestas a reconocer que lo son, y menos aún las que pueden hacerlo sin arriesgarse a sentir aún hoy sus pesadas y peligrosas garras.
—¿Y cómo has dado con esa persona?
—¡Pobre besugo mío! —Tortosa se levantó de la silla y se sirvió otro chato del vino que estaba encima del mostrador él mismo. Regresó a su asiento—. Tirando de la lengua de desgraciados y maleantes se consigue información mucho más fiable que la que te puedan dar otros que presumen de ser amigos tuyos. ¿O qué te pensabas?, ¿que por ir de honesto y honrado por la vida se tiene todo ganado? A veces hay que ser el mayor sinvergüenza del mundo para poder avanzar un poquito en esta bobalicona existencia.
—¿Conoció a mi padre esa... persona?
—Espera a mañana, muchacho. Yo solo sé que existe. —Tortosa empezó a reírse a carcajadas—. Estoy seguro de que será toda una revelación.
Volví a levantar mi mirada hacia él después de tenerla posada en la mesa durante casi todo el tiempo que estuvimos sentados. Tortosa se sorprendió. La mirada que vio ya no era la de un muchachillo indefenso, la de un joven extremadamente delgado y pecoso que necesitaba ayuda para sobrevivir. Definitivamente, no era la mirada que él había esperado ver. Mis ojos se encontraban atrozmente rojizos, sentía mis pupilas dilatarse de rabia y furia reprimidas, como si algo terrible y poderoso me hubiera cambiado, aun en contra de mi voluntad.
—Tendremos que levantarnos temprano —dijo Tortosa saliendo de su sorpresa—. La casa de ese viejo está un poco apartada.
—¿Y nos podrá ayudar... ese viejo?
—Míralo de esta manera, si no nos ayuda tampoco puede desayudarnos, lo único que podemos perder son unos céntimos en gasolina, y un poco de nuestro tiempo.
Tortosa me sonrió, me cogió de la mano, se puso de pie y me ayudó a levantarme. Le seguí hasta la puerta que separaba el local de la vivienda. Antes de apagar la luz y subir las estrechas escaleras, se acercó tanto a mí que pude sentir su aliento en mi rostro. Me habló despacio, muy despacio:
—Ve a la cama y descansa. Mañana te libras de fregar los cacharros.
20
¡PAYAPOYO!
Si hay algo que tengo claro de la vida es que esta no tiene explicación. Yo he sido un mero espectador que no fue capaz de aprender nada de ella. Nunca he creído que los años vividos sean el vademécum de la existencia, ni el sereno fruto de la experiencia.
La vida es a la vez muy complicada y muy sencilla, profunda y liviana como el aire.
* * *
Hasta aquel momento solo había conocido a dos clases de loco, a aquel que por naturaleza había nacido con poco juicio, o a aquel al que una enfermedad, o el cruel destino, había querido arrebatar la cordura.
Nunca había visto a uno como el que conocería ese día, extravagante y extrañamente tierno.
—Si les parece, yo les traduciré. Mi abuelo está un poco sordo..., y un poco loco —nos susurró el joven que nos abrió la puerta—. Él no habla si no es con ese idioma suyo.
Pasamos a una sala llena de luz. Unos ventanales enormes dejaban chorrear de la habitación un resplandor cálido que contagiaba a toda la casa.
—Él es mi abuelo.
Un hombre estaba tumbado en una hamaca de cáñamo, le tapaba una manta de color verde pistacho con tantos remiendos como flecos poseía el gorro que a modo de capucha tenía en la cabeza. En un principio no distinguí bien lo que había pintado en su cara, pero al abrir los ojos el anciano pude ver cómo el dibujo de una araña gigante de color negro resaltaba de entre un montón de rayas blancas y amarillas repartidas por todo el rostro. Parecía uno de esos caníbales que salían en las crónicas de viajes de aventuras.
—¡Yayo!, unos señores preguntan por usted.
Tortosa me miró, rojo como un tomate. Creo que contuvo tanto las ganas de reírse que la sangre se le agolpó toda en la cabeza. Le tendió la mano con energía.
—¿Qué tal te encuentras? —dijo el cocinero.
El viejo enarcó las cejas, ignorando el saludo. Se dirigió a su nieto indignado y con un tono de voz agrio.
—¡Pulupiipisipoto, pidipele paa peepese pesepoñor peque piquipeen pele paha padapodo peperpimiposo papapara putupetepaarpeme!
El nieto miró al abuelo como si no diera crédito a lo que le había dicho. Se llevó una mano al pecho y contestó con la misma aspereza.
—¡Payapoyo!, ¿pocopomo pees puuspeted patan pedespocorpetés pocon paalpiguipeen peque paha pevepinipodo paa peverpele?
—¡Peme pada piipugupaal! ¡Pidipeles peque poson puuponos pamalpeepudupacapodos!
—¡Pono pipipeenposo pedepicirpeles peeposo!
—¡Pulupiipisipoto!...
—¡Payapoyo!
El joven dejó de señalar con el dedo al anciano y se quedó mirando cómo nosotros, bastante perplejos, nos dábamos la vuelta, agachábamos la cabeza, nos tapábamos la boca y no podíamos evitar romper a llorar de risa. El viejo seguía con el semblante irritado y las cejas enarcadas, en la misma postura en la que le vimos cuando entramos, cosa que hacía aún más ridícula la situación.
—Deben disculparnos —dijo bastante incómodo el zagal—. Vayamos un momento ahí fuera..., debería haberles avisado.
Salimos de allí intentando parecer serios. Nuestro «traductor» parecía estar lejísimos de nosotros, se hizo pequeñito en un rincón del pasillo, a solo un par de metros de distancia de donde Tortosa y yo estábamos.
—El abuelo es un hombre extraordinario, pero un día decidió volverse loco y parece que lo ha conseguido. Lo que pasa es que es muy suyo con sus cosas..., muy antiguo...
—¿Qué idioma es ese que habla? —le preguntó el cocinero—. ¿Qué diablos ha dicho?
El joven no contestó de inmediato. Se le oía el corazón latiendo rítmicamente, eran unos gimoteos que aumentaban hasta convertirse en un rugido para después disminuir poco a poco y cesar del todo.
—En realidad no es un idioma —contestó—. Es un lenguaje que nos enseñó cuando éramos críos, un juego. Cuesta al principio entenderlo, pero es bastante fácil..., y estúpido.
Abrimos los ojos como platos. La claridad de la casa hizo que pronto los cerráramos levemente de nuevo.
—Les explico..., es muy infantil, para poder hablar este lenguaje el único secreto es poner delante de cada sílaba otra compuesta por la consonante «pe» y la misma vocal de la sílaba a la que acompaña, es decir, si por ejemplo quieren decir «mariposa», tendrían que anteponer a las sílabas: ma-ri-po-sa, las siguientes: pa-pi-po-pa. La nueva palabra sería: pama-piri-popo-pasa —el muchacho tartamudeó antes de seguir con la explicación—. Para descifrar y entender lo que te dicen se hace el proceso inverso, quitamos las sílabas añadidas, y aparecerá el mensaje, las palabras, frases o lo que se quiera decir. En nuestro ejemplo de antes eliminamos a la palabra pamapiripopopasa las sílabas impares, que coincidirá con pa-pi-po-pa..., y tendríamos «mariposa»... Con la práctica sale natural...
Lo que parecía un silencio repentinamente serio terminó siendo un estallido de carcajadas incontroladas. Tortosa tenía que aguantarse la quijada para poder dejar de reír. El pobre muchacho terminó por acompañarnos en nuestras risotadas.
—Un buen día decidió volverse loco y lo consiguió —nos repitió lagrimeando—. Sin más, se levantó y empezó a hablarnos a todos de esta manera..., amaneció con la cara tatuada como la veis ahora mismo, mi madre siempre dijo que le habían embrujado.
—¿Embrujado?
—¿En serio? —Tortosa completó mi pregunta exagerando la interrogación.
—Sí, pero a mí me dijo el yayo que él hablaba así porque le daba la gana, y porque estaba cansado de dar cuentas a nadie de su vida.
Tortosa y yo sonreímos a dúo.
—Pero es un hombre extraordinario.
—¿Qué es lo que te ha dicho de nosotros que tanto le ha enfurecido? —le pregunté.
—No tiene importancia. Chochea.
—Necesitamos hablar con él de un asunto muy importante —dijo el cocinero.
—Claro, él hablará..., seguro, pero me ha pedido que os diga una cosa.
—¿Y bien? —se impacientó Tortosa después de demasiados silencios.
—Me ha pedido que os diga que..., que quiere que no se le tutee, que se guarden las formas con él. Es muy especial en algunas tonterías.
Qué extraño me sentí en aquel momento, mi reacción natural hubiese sido la de aseverar con la cabeza y mostrarme respetuoso con lo que pedía el viejo, pero un impulso mucho más divertido hizo que, literalmente, me revolcara en el suelo, para sorpresa de los otros dos. No pude contenerme.
—Disculpa, de verdad... —en vez de mi voz me salía de la boca un hilillo tembloroso—, no era mi intención ofender a nadie..., lo siento, lo siento...
Una vez reincorporado, Tortosa me dio un golpecito en la nuca y me sonrió con complicidad. Después miró al joven mostrándose lo más respetuoso posible.
—Por favor, ¿nos das un segundo? —le dijo—. Quisiera comentarle algo aquí al risueño bobalicón..., en privado.
—Claro, por supuesto.
Al salir del pasillo donde nos encontrábamos el muchacho estuvo a punto de caerse dos veces al pisarse las cordoneras de sus zapatos. Hizo el amago de agacharse y atárselas, pero se quedó en eso, en un simple amago.
—¿Esta es la fiable información que has conseguido tirando de la lengua de desgraciados y maleantes? —le dije nada más ver desaparecer al joven.
—Ríete, botarate, pero te sorprenderías de lo que puede decirte un loco de atar si sabes pincharle en el sitio justo.
—No sé, pero para mí que el pobre viejo no sabe ni quién es él ahora mismo..., ¿es que no has visto su cara? ¡Parece un payaso pintado de guerra!
—El papel de los locos en este planeta de bobos es el más importante de todos —bromeó Tortosa—. No perdemos nada con intentar sacar algo en claro. Muy importante, intenta no reírte..., si no te ves capaz, quédate aquí.
Por nada del mundo me hubiera perdido ese momento.
—No te preocupes..., seré bueno —dije encogiéndome de hombros—. Respiro hondo..., y callo...
—Así me gusta.
Avisamos al joven de que nuestra breve e improvisada reunión ya había finalizado. En el vacío pasillo sus pasos acercándose a nosotros resonaron con acento a jazz. Los latidos de sus andares parecían más apresurados que nunca, como si necesitara tragar el tiempo para poder ir más rápido.
—¿Cómo lo haremos? —le preguntó Tortosa nada más pararse delante de nosotros.
—¿Cómo lo haremos?
—Sí, ¿cómo haremos para hablar con el viejo? ¿Yo te lanzo a ti lo que quiera decirle y tú se lo traduces?
—No..., no, el yayo entiende perfectamente nuestro idioma, háblele directamente, y lo que él conteste yo se lo iré traduciendo.
—No omita una sola palabra de las que diga, es fundamental que lo recuerde.
—Claro, no se preocupe.
Permanecimos quietos, examinándonos como tres perfectos desconfiados. El joven, que todavía tenía los zapatos desacordonados, intentaba decir algo pero no parecía encontrar el modo de hacerlo. Tortosa se encargó de darle un empujoncito.
—¿Quieres decirnos algo?
Tragó saliva.
—Miren..., me dijo usted —señaló a Tortosa— que era un amigo de un amigo de un gran amigo de mi yayo, que estaba investigando sobre un asunto de mucha importancia y trascendencia que aconteció en el pasado y del que el abuelo fue testigo, que solo quería información y que no suponía peligro para nadie...
—Así es...
—También me dijo que esto debía ser un absoluto secreto, nadie debía saber nada...
—¿Cuál es el problema? —atajó de pronto el cocinero—. ¿Qué pasa?
—Si no supone peligro para nadie, ¿por qué debe ser tomado como un secreto?
Tortosa se llevó el dedo a los labios, queriendo provocar incertidumbre en el joven.
—No siempre los secretos tienen por qué ser peligrosos —le dijo—. No es nada que ponga en peligro la vida de tu abuelo, ni la tuya, ni la de nadie.
—¿Tiene que ver con el pasado del yayo?
—Tiene que ver con lo que vas a escuchar —dijo sonriendo Tortosa.
El joven se pasó la mano por la cabeza un par de veces. El cocinero pasó la suya por encima de sus hombros y le dio un pequeño apretujón.
—Y ahora dinos, nos dirigimos a tu yayo con mucha corrección, ¿no? —Tortosa no dejaba de sonreírle—, ¿como si se tratara del príncipe del Congo, o del mismísimo rey de Inglaterra?
—Estaría bien —el muchacho forzó una mueca.
Volvimos a entrar a la sala llena de luz. Los enormes ventanales proyectaban un reflejo dorado en la hamaca de cáñamo que se encontraba vacía, con la manta verde pistacho arremolinada en el suelo y sin rastro del anciano.
—¿Dónde está? —dije.
—¡Yayo! —gritó el joven.
La sombra del anciano apareció lenta detrás de nosotros. El hombre mediría más de dos metros, derecho como una vela. Pasó por en medio maldiciendo en voz baja. Se tumbó en su hamaca y cerró instantáneamente los ojos.
—¡Pini pemepaar pupupeepede puupono!
El joven nos miró. Tortosa empezó a hablar.
—Buenos días, señor, perdone que le molestemos. Mi nombre es Antón y el bobalic..., el muchacho que me acompaña se llama Juan. Soy investigador privado —mintió—, él es mi ayudante, y represento a un cliente que tiene especial interés en sacar a la luz ciertos enriquecimientos inapropiados de...
—¡Pulupiipisipoto!, peque pese pavapayan.
Tortosa y yo miramos al joven. Bajó los ojos.
—Me dice que os vayáis —dijo apático.
—Dile que al menos nos escu...
—Díganselo ustedes mismos —se apresuró a decir—. Recuerden que él los entiende perfectamente.
—¡Peque pese pavapayan! —gritó el anciano con todas sus ganas.
Tanto el cocinero como yo nos quedamos inmóviles, como si nos hubieran congelado con algún artilugio infernal. El viejo nos dio la espalda. Tortosa me guiñó un ojo y se dio la vuelta. Empezó a moverse, arrastrando trabajosamente las piernas, empeñándose en que parecieran estar fundidas de plomo.
—Vayámonos, Juan —me dijo, elevando la voz lo justo para que lo oyera el viejo—. Tenías razón cuando me dijiste que no teníamos nada que hacer aquí. Resígnate, amigo, don Antonio Grádalo Garcilaso, la Señoría de la Muerte, se quedará impune de todos sus crímenes. No era cierto lo que me contaron sobre este señor..., total, no creo que en ese estado en el que se encuentra, tan lamentable...
El efecto que quería conseguir en el anciano fue inmediato. Tuve la intuición de que estaba por reventar una generosa tormenta de emociones y añoranza. Sucedió lo inesperado, al menos para el joven nieto.
—Luisito, sal de la habitación. Déjanos solos.
No daba crédito a lo que había oído. El muchacho se frotó estúpidamente los ojos.
—¿Yayo? —dijo—. ¿Está... está usted bien? Ha hablado..., ha hablado...
—¿No me has oído? —chilló en perfecto castellano—. ¡Déjanos solos!
Cuando salió el aturdido nieto, el anciano se levantó de golpe de su hamaca y con un ademán nervioso pidió que le escucháramos.
—No crean que estoy loco. Me lo hago para amargar la vida a esos desgraciados que tengo por familia. Son unos buitres que solo esperan que me muera pronto. —Atrancó la puerta que daba al pasillo y cerró cada una de las cortinas de los ventanales—. Como el morirme para ellos es un sueño, procuro hacer que cada día que pasen conmigo en vida sea peor que el anterior. Son unos borregos, caprichosos, malcriados, inútiles, pelamonos e imbéciles.
Se aproximó a un escritorio que tenía frente a un espejo. Accionó una especie de palanca oculta que había detrás de un cajón y una botella de coñac y unos paquetes de tabaco aparecieron de las entrañas de otro mueble contiguo.
—No me dejan fumar, no me dejan beber, pero en cambio quieren que me muera. No lo entiendo.
Se bebió de un solo trago un buen pellizco de coñac.
—Ya estaba empezando a volverme loco de verdad. —El anciano volvió a tragarse de un único sorbo otro vaso de coñac hasta los bordes—. ¡Qué bueno está esto! —Se encendió un cigarrillo y volvió a llenarse el vaso—. No me creo eso de que seáis investigadores, nada más hay que ver la cara que ha puesto el canijo cuando le has nombrado tu ayudante —dijo riendo y señalándome con el cigarro—. No me importa quiénes sois, pero sí qué queréis... Hablad.
El viejo me miró unos segundos esperando que dijera algo, pero yo, prudente, desvié la mirada y dejé que fuera Tortosa quien hablara.
—Necesitamos que nos dé toda la información que tenga sobre el poeta, sobre don Antonio Grádalo Garcilaso, la Señoría de la Muerte, sobre el cementerio de la Alegría, sobre...
—¡Un momento! —le interrumpió—. Dejemos una cosa clara antes de seguir. Yo no sé nada que no quiera saber, ¿entiendes?
—Pues no —dijo secamente Tortosa.
—¡Dios!, ¡estoy rodeado de tontos! Dime qué es lo que quieres saber, y qué sabes tú, y te contestaré eso que puedes y quieres oír..., si lo hay.
Tortosa se quedó pensativo. Di gracias a Dios de que no estuvieran con nosotros ni Fred ni Urría. Creo que me hubiera negado, incluso por la fuerza, la poca que yo pudiera tener entonces, a que cualquiera de ellos pretendiera sonsacar información mediante esos métodos de intimidación tan resultantes. Cierto es que eso lo digo ahora, pero cualquiera sabe lo que pudiera haber pasado.
—Está bien, viejo. —El cocinero cogió uno de los vasos del mueble—. ¿Me convida a un coñac?
—Sírvase usted mismo.
El cocinero le contó de pe a pa todos los entresijos de nuestra historia, obviando nombres, lugares, y el tesoro que buscábamos. Una historia que me sonó triste en los labios de Tortosa. En un determinado momento de la narración me sentí confuso, incapaz de juzgar mi culpa en los sucesos más trágicos del último mes y medio. La muerte de Nano, las desapariciones de Donabella, Dulce; tenía la sensación de que tendría que hacer penitencia toda mi vida para poder proteger un alma que ni merecía tener, ni desmerecía salvar.
El viejo escuchó con el justo distanciamiento desde algún rincón profundo del interior de su cordura. Suspiró antes de decir nada, una vez terminó Tortosa de hablar.
—Nada de lo que me ha contado me resulta extraño, a excepción de lo de la historia de la llave y la cajita, de esa ceremonia fatal que llevaba a cabo el poeta antes de eliminar a una de sus víctimas. Con eso no quiero decir que no sea verdad, pero me resulta raro que ese detalle tan excepcional me pasara desapercibido..., después de tantos años investigando a esa calaña..., es raro. —El viejo fumaba como una chimenea y bebía como si el mundo se acabara ese mismo día—. Y es más raro porque debo dar por sentado que no saben nada de lo de la llave..., la verdadera llave, la clave de vuestro poeta.
—¿La llave?, ¿la clave? —dije sorprendido.
—La llave —asintió.
Tortosa cogió la botella medio vacía y sirvió otro coñac al viejo.
—Hable, ¡por Dios!, nos tiene en ascuas.
—La última vez que hablé con el poeta, antes de morirse, me confesó que en una llave plana, dorada, antigua, había grabado con sus propias manos unas palabras que eran la clave para desentrañar un secreto.
—¿Y le dijo cuáles eran esas palabras? —pregunté.
—No, no me lo dijo. No le di la importancia que debería haberle dado, por lo que veo. Así es la vida, oh la la!, un día está uno vivo y otro, muerto, un día, cuerdo y otro, loco perdido, un día, rico y otro, pobre..., así es la vida.
El anciano recogió los vasos, la botella de coñac, el tabaco. Lo metió de nuevo todo en su escondite y limpió el suelo de cenizas lo mejor que pudo. Abrió los ventanales y desatrancó la puerta. Nos hizo una señal con la cabeza, sonrió y empezó a gritar como un descosido.
—¡Pulupiipisipoto!, ¡pulupiipisipoto! ¡Peepacha paa peespata pegenpete pede paapiquí!
21
NOTICIAS
Aquella madrugada ya olía a algo especial. Era un suculento aroma a despertar. Un borracho contraste de incredulidad y sorpresa. Fui con cuidado hasta la cocina, era muy temprano. Demasiado temprano.
—¿Cómo puedo mentirte? Eso nunca lo dudaría yo de ti, zoquete. Pero ¿es que lo dices en serio? Allá tú y tus tonterías si no me crees. De todas maneras te lo voy a volver a repetir por si no te ha quedado claro. Yo hace dos sábados no estuve con Tito Donabella en ningún pueblecillo de mala muerte recogiendo ninguna llave ni ocho cuartos. Aquella noche canté en El Palacete hasta las tres de la mañana. El Púas te lo puede decir, que fue quien me salvó el culo. Anda, zoquete, no seas tonto.
Clarisse. La mujer del Francés en los brazos de Tortosa.
—¿Te salvó el culo?, ¿qué hizo ese bobalicón para que digas eso?
—Mira —Clarisse; mis ojos la veían como aquella mujer que me sedujo, bella y terrible—, yo salí del local a eso de las tres de la mañana y llevaba encima todo lo que había ganado en una semana. Mucho dinero, mucho, mucho, mucho. El Púas estaba pegadito a mí, y por detrás venían Juanlu y el otro más gordo, que no sé cómo se llama. La cosa es que Juanlu y el gordo me gritan: «¡Corre, Clarisse, corre!». Yo corrí todo lo que pude, un cacho grande. A esto que siento cómo alguien me tira al suelo de un empujón. Era el Púas, ¡y gracias! En un segundo sonó como una tormenta. ¡Eran tiros!, ¿te lo puedes creer? Me dije: métete debajo de ese camión y espera a que cesen las balas. Viendo que en un momento se hizo el silencio, decidí salir de mi escondite y echar a correr. ¡Y así lo hice! ¡Me daba pánico pensar que estuvieran apuntándome y cogí el dinero que tenía en mi cuerpo escondido y lo tiré al aire!, ¡como si eso me sirviera de protección! Yo quise sobrevivir, ¿es eso tan malo? El caso es que no me querían a mí, ni a mi dinero, Juanlu y el gordo querían al Púas..., muerto, claro. ¡Qué fuerza te da el miedo!, ¿verdad, zoquete mío? El temor a morir, la cercanía del fin. Ahora pienso en el Púas y me parece muy triste: hubo un instante en que él pudo ganar la partida a los otros dos matones, pudo haber escapado y sobrevivir, e incluso haber ganado, y sin embargo no lo hizo porque se tropezó conmigo..., se me cayó encima. Es irónico, ¿verdad?, no salvó el culo porque se tropezó con el mío. Cosas de la vida, supongo.
Me froté los ojos mientras intentaba dar crédito a lo que veía. La hermosa mujer de Pierre, quizá ya viuda, sentada en la falda de Tortosa.
—Eres una mentirosa.
—¿Y por qué me dices eso, guapo? —Clarisse le dio un beso en la frente—. ¿Es que nunca me vas a creer en nada de lo que te diga?
—Es la historia más fantástica que te he escuchado últimamente.
—Jo, casi me muero del susto..., y solo sabes decir que miento.
—Hace un momento me dices que el tal Púas me puede ratificar tu coartada para ese sábado porque te salvó el culo, y ahora acabas de matármelo en un ataque de entusiasmo. —El cocinero se mostró muy serio durante unos segundos—. No seas mala y deja de jugar conmigo.
Bastaría empujar un poco una pesada puerta de madera para colarme en la cocina, justo delante de la encimera, donde estaba sentado Tortosa debajo de la única bombilla. Clarisse se contoneaba encima del cocinero, cariñosa. Yo miraba escondido, sin ser consciente de que lo hacía.
—Vale, vale —dijo la mujer—. Tienes razón. Es todo mentira, no pasó nada de eso. Pero es que no puedo contarte todo lo que hago, a todas horas. Mi vida no es tan excitante, ¿sabes? Me gusta verte enfadado...
—¿Piensas que soy tonto?
—Eres un zoquete...
Vivir a hurtadillas una historia de amor escondida y que no te pertenece es una de las situaciones más incómodas que pueden pasarle a uno en la vida. Aquello para mí fue un cierto alivio, porque de alguna manera libraba a mi conciencia del remordimiento que sentía por haberle sido infiel a mis sueños, y a Dulce en ellos.
Clarisse se echó hacia atrás y dejó caer a sus pies la blusa que llevaba. Tortosa se levantó y la tomó entré sus nerviosos brazos, arrebatado por un deseo torpe y primitivo; la besó, la tocó, se movía excitado..., paró, la miró, volvió a besarla, volvió a tocarla, la volvió a mirar. Con el torso desnudo, Clarisse se tumbó en la encimera, Tortosa se apresuró a terminar de desnudarla, rasgando la ropa interior con fuerza, sin ningún miramiento. Ella no cerró en un solo momento sus ojos. Me pregunté si conmigo provino igual. El cocinero la hizo suya mascullando palabras de amor que sonaban ridículas en su boca. Hacía como si se resistiera, manoteaba sobre la espalda de él, le clavaba las uñas y lanzaba grititos de protesta que se perdían entre los jadeos de ambos. Se rindió, quedó inerte sobre el frío mármol, entre los enclenques brazos, a merced de Tortosa. El rostro de la mujer del Francés dibujaba una mueca de placer, la boca estaba entreabierta, hinchada. Millones de cabellos castaños, pelirrojos, se mezclaban con el sudor de sus costillas, tapándole los pechos y el cuello.
Fue extraño, pero sentía un regocijo interior que no era capaz de reconocer, como una paz que se me escapaba de lo más hondo de mi propia fe. Tenía la sensación de ser yo Tortosa en aquel momento, de haberle robado toda su entrega y el pecado que pudiera gozar. Me di la vuelta y los dejé vistiéndose en la cocina.
Era muy temprano. Demasiado temprano, intenté dormir de nuevo.
* * *
Fred había preparado el desayuno; al igual que siempre. Leche, café, pan, mantequilla, sobrasada, jamón, huevos, galletas, bizcochitos, magdalenas, chocolate, plátanos, naranjas y manzanas. Sobre la encimera. Todos estaban demasiado ausentes, o cansados, o muy hambrientos, como para prestar atención al desorden de la cocina, a las manchas del mármol, al trozo de tela que colgaba en una esquina de la puerta. Eran los restos de una batalla de amor.
—Buenos días, ¿qué tal has dormido, muchacho? —me preguntó Fred nada más sentarme.
—Buenos días. He dormido bien —contesté.
Urría comía como si fuera la primera vez en su vida que lo hacía. No levantó la vista cuando entré ni cuando lo hizo Tortosa. Su rostro parecía el del diablo de muchos capiteles de iglesias que he visitado a lo largo de mi vida. Sus facciones estaban malditas con la fealdad más inhumana que el miedo puede imaginar. El parche que le cubría un ojo apenas escondía la gran mancha gris que nacía en su frente y que acompañaba a los cuatro pelos de la cabeza. No tenía barbilla, su boca terminaba en una faz de dos muelas negras como el carbón y en una nariz del tamaño de un colín de pan castizo. Costaba imaginar algo hermoso salido de él, engullía todos los alimentos que podía tragar de una sola vez.
—Chicos, hoy tenemos trabajo para regalar... —Tortosa le dio un sopapo a Urría con todas sus ganas—. Toca limpiar a fondo esta pocilga.
Ni a Fred ni al tuerto pareció importarles lo más mínimo la perspectiva de todo un día trabajando con un estropajo y un cubo de agua jabonosa, siguieron mañaneando de la misma guisa que cualquier otro día. En cambio a mí debía de habérseme puesto el semblante de una proporción tal que, al poco de empezar a tomarse su café, Tortosa me eximió con una mirada candorosa de cualquier obligación molesta o pesada.
—No te preocupes, que tú no limpiarás nada —me dijo—. Daremos un paseíto por los alrededores. Creo que todavía no conoces el barrio, ¿no?
Dudaba entre contestarle que no hacía falta que me absolviera de ningún trabajo por muy rudo que fuese, o darle las gracias por ser tan hipócrita con sus juramentos, a juzgar por lo que fui testigo en la madrugada. Aquel hecho, la infidelidad de Clarisse y la traición a Pierre por parte de su mejor amigo, son de los pensamientos que se te quedan grabados de por vida, con una implacable intensidad, claros como el agua. Cierro los ojos, y los cerraba entonces, y soy, y era capaz, de hacer que renacieran los quiebros traicioneros de mi alma, pero era incapaz de no disfrutar con ellos. Aún ahora sigo torturándome con los nimios detalles que perduraron hasta hoy.
—No hace falta, Pierre. Me gustaría ayudar en todo lo que pueda.
—¿Me has llamado Pierre?
—¿Pierre?
—Sí, me has llamado como al bueno del cojo.
—Lo siento, no me he dado cuenta. —Agaché la cabeza y le di un sorbo al café con leche. Detestaba el sabor amargo de ese café.
—No pasa nada, bobo —me contestó—. Eso es que lo tienes en la cabeza. Me gusta que sea así. Yo también he pensado mucho en él en las últimas horas.
—No tengo la menor duda. —No la tenía en realidad.
—Del Francés precisamente quería hablarte. Tengo noticias.
Dejé por imposible el café.
—¿Noticias?
—Noticias que te contaré cuando demos ese paseo.
No lograba quitarme de la cabeza la imagen de Clarisse. No podía dejar de pensar en ella. Traté de imaginar a mi añorada Dulce. Su sonrisa, su forma de hablarme. Era imposible. Me sentía mal conmigo mismo y cabreado con Tortosa.
—¿Has dormido bien? —ironicé mi énfasis al preguntar.
—¿Me lo dices a mí?
—Claro.
—¿Y a qué viene esa pregunta?
—Por nada en especial.
El cocinero me miró y empezó a mover la cabeza con una expresión demasiado seria. Temí haber sido un bocazas.
—¿Qué te ocurre, memo? ¿Qué te preocupa? Te hice un juramento, ¿recuerdas?, y yo los cumplo siempre, aunque la vida me vaya en ello. —Depositó la taza humeante sobre la encimera y se levantó de donde estaba—. Puse mi palabra sobre la misma cruz de Jesucristo y juré que no te pasará nada mientras estés conmigo.
El silencio me tranquilizó. Solo se escuchaba al gaznate de Urría. Forcé una sonrisa.
—Deja de preocuparte ya. Vayamos a dar ese paseo.
Era una hermosa mañana de mediados de mayo. Durante la noche el rocío apenas había dejado su fresca capa de gotas. Caminábamos uno al lado del otro, sumido cada cual en sus pensamientos.
—Tengo noticias de Pierre. Buenas noticias.
Doblamos una esquina que nos llevó de corrido a otra esquina. Tortosa amainó el paso hasta detenerse.
—Está vivo —dijo sin levantar la vista del suelo—, se encuentra ingresado en el hospital castrense del Santo Job, en la Alcurria. Malherido, pero vivo a fin de cuentas.
Estuve a punto de gritar. Me sentí tan contento que no atiné a decir nada coherente en unos segundos.
—¡Qué!, ¿cómo?..., ¿dónde dices?..., ¡vivo!... ¡No!
Tortosa se rio.
—Vamos —dijo reanudando la marcha—, sigamos paseando.
Cruzamos por lo menos dos grandes avenidas y otro par de calles peatonales sin abrir la boca. Ya a aquellas alturas de mi vida entendía el secreto de la prudencia, que no solo radica en actuar con reflexión y precaución, sino también en moderar esas reflexiones para no ser exageradamente precavido unas veces, y demasiado falto de sensatez otras. Dejé que fuese él quien hablara primero.
—Ya te dije que al Francés no era fácil enterrarlo.
—¡Está vivo!
—Por supuesto —Tortosa volvió a sonreír. Una vez más.
—¿Y quién te ha dicho dónde está?
Aunque yo sabía la respuesta, también intuía que no me lo diría.
—Un confidente de mala calaña, no te conviene conocerlo.
De nada valía seguir insistiendo en el mismo asunto. En ese momento de la mañana las calles aún estaban en silencio. Un silencio que presagiaba un tumulto.
—¿Y ese confidente te ha dicho cómo llegó al hospital?
—No hemos hablado mucho. Se limitó a decirme que el Francés estaba sano y salvo y que estaba en ese lugar. Con su mujercita.
—¿Con su mujercita?, ¿te dijo eso?
—No, él dijo su señora.
A mi lado, caminando despacio, Tortosa me observaba de reojo intentando adivinar mis pensamientos.
—¿Cómo es ella?
—¿Cómo es quién?
—Su señora, la señora de Pierre.
El cocinero apretó los dientes. Se agachó a coger una piedrecita del suelo y la tiró con indiferencia a un gato que se nos cruzó.
—¿No la conoces tú también?
—Bueno, solo de vista —dije haciendo hincapié en la palabra «vista»—. No me refiero a su físico, sino a ella como persona.
—Siempre ha sido una bala perdida, un bicho raro, a mi manera de entender. Nunca ha mostrado el menor interés por ser buena gente. Tampoco lo necesita, tiene a quien quiere comiendo de su mano...
—¿A Pierre?
—Él está encandilado con ella.
—¿Y ella con él?
—¡Y yo qué sé! —gritó—. ¡Clarisse no es una mujer de fiar!... Nunca se puede estar seguro de nada con mujeres de su clase.
—Pero tiene algo que atrae a los hombres, ¿no?
—¿A qué viene tanto interés?
Todos mis esfuerzos por hacer que la curiosa obsesión que me había surgido por Clarisse desapareciera, estaban siendo repudiados por un estúpido ataque de celos irracional. Me di cuenta a tiempo y borré de mi mente la imagen de la pelirroja desnuda frente a Tortosa. Cambié el giro de la conversación.
—Me parece increíble todo lo que está pasando.
—Muchacho —me dijo sin titubear ni una sola palabra—, es una necesidad del ser humano la de vivir. Y no hay nada más vital que cuestionar el paso de los años, conocer, explorar, sufrir, sentir, errar y acertar. Pero no seas nunca incrédulo con lo que te esté pasando, te arrepentirías. ¿Qué otra cosa mejor hay en este mundo que la emoción de tener el destino a mil horizontes de distancia y no poder nunca tocarlo con las manos?
—No puede haber emoción en un destino que ya está escrito —dije, como el que dicta sentencia—. Nadie es dueño de su destino.
—¿Y quién dice esa tontería?
—Lo dice mucha gente.
—¡Paparruchas!
Nos paramos frente a un mural. El confeti de azulejos era más alto que dos hombres juntos, y estaba encastrado en el muro mediante una sólida mezcla de colores cálidos y vivos. Aquello representaba, según ponía en un cartel, el amor desinteresado de las madres por sus hijos. Toqué la textura de la pared, era fría y agradable.
—Toda historia tiene más de un final —dijo el cocinero roncamente, mirando a ninguna parte—, hay que saber elegir el final feliz.
Armé mi tirria y esperanza en el silencio, sonreí y seguí tocando el mural. A pesar de lo que yo dijera sobre el destino, sí que me creía amo y señor del mío. Me di la vuelta y le hice una cómica reverencia a Tortosa.
—Sois verdaderamente sabio.
—Si fuera sabio —contestó a modo de guasa—, sería porque sé que no lo soy, bobalicón.
El cocinero me dio una de sus palmaditas en la espalda.
—Después de almorzar iremos a ver a Pierre al hospital. Ese viejo cojo tiene mucha suerte de tenerte como amigo, pequeño Adiel.
Miré a Tortosa y me pareció que una expresión de auxilio salió de sus ojos al decirme aquello. Ansiaba oír de mis labios lo que no merecía escuchar. No, después de lo de Clarisse. Comenzamos a andar y esperé a que dejara de rugir en mis vísceras la embaucadora razón.
—Pierre también tiene mucha suerte de tenerte a ti como amigo —mentí.
22
UN FINAL FELIZ
—En realidad ha tenido mucha suerte. Un golpe en la cabeza como ese puede ocasionar graves daños cerebrales a cualquier persona. Demos gracias a Dios: es muy posible que lo malo ya haya pasado y que se recupere totalmente. Ahora mismo sigue conmocionado, y no hay manera de saber cuánto tiempo estará así, los síntomas pueden desaparecer en unos días, en semanas, o incluso en más tiempo. No recuerda nada acerca..., acerca del accidente, está confuso —la mirada añeja de la religiosa, que tanto me desconcertó en mi anterior visita con el Francés al hospital castrense, se posó en mi tembloroso mohín—, sufre náuseas, le cuesta hablar con claridad y tiene lagunas en su memoria, le duele la cabeza, está continuamente durmiendo, pierde la concentración y se fatiga con facilidad... Les pediría que no olviden cómo se encuentra cuando entren a verle...
La monja nos recibió en uno de los cuartos habilitados de trastero, como indicaban los cachivaches que allí había. De la pared colgaba una hilera de repisas colmadas de frascos, botellas, papeles y libros. Parecía que una tempestad hubiese arrasado los estantes, llenando de un ordenado caos toda la habitación.
—Desde ayer por la mañana..., su mujer... —la monjita miró a Tortosa por encima de los quevedos—, la esposa no ha vuelto a su lado..., desde después del desayuno. Sería aconsejable que alguien pudiese estar con él, observándole, vigilando su estado, por lo menos durante la noche. Aquí somos pocas personas y no tenemos la posibilidad de hacer más de lo que hacemos.
Arrugué mi ceño y me consideré afortunado por poder tener la excusa de sentirme útil ayudando a Pierre.
—Yo me quedaré con él —dije decidido—. Es lo menos que puedo hacer.
La anciana se apalancó en una silla de madera. Se quedó inmóvil estudiando cada uno de nuestros movimientos. Tortosa me miró.
—No, me quedaré yo —dijo el cocinero—. Yo soy lo más parecido a una esposa que tendrá jamás el viejo cojo...
Aquel comentario no hizo gracia a nadie. Quedamos en silencio. Me pareció ver una expresión de candor en los ojos de la monja, la misma que en mis recuerdos tenía mi dulce Dulce. La mujer se echó hacia delante y puso sus manos sobre las mías.
—¿Fuiste a la tumba de tu padre?
—Sí —dije sorprendido con la dulzura que utilizaba en sus palabras.
—¿Encontraste paz?
Yo escuchaba sin querer entender: confiaba en no decir nada que pudiera darle pie a que me hostigara a preguntas.
—Solo encontré un nicho lleno de dudas, pero que me sirvió para darme cuenta de quién era yo.
—¿Y quién eres tú? —me preguntó.
—Yo soy el hijo del poeta.
Hubo una larga pausa, donde reinaba el mismo sonido que se derrochó en los ecos del tiempo: la prudencia. En toda la sala parecía que la luz no terminaba de encontrar el haz que alumbrara nuestros corazones.
Tortosa parecía que masticaba lentamente pensamientos, perdiéndose de vez en cuando en ellos. Rudo, se dirigió a la monjita:
—¿Quién trajo a Pierre al hospital?
—Fue su bella esposa quien firmó el ingreso y dio un generoso donativo.
—Pero ¿fue ella quien lo trajo? —insistió.
—Vino con Donabella.
—¡Maldita! —Al cocinero se le escapó la maldición, pero pareció hacer oídos sordos y siguió hablando con un lento ademán que trozaba la poca candidez del trastero en mil retazos—. ¿Y no dijo dónde se encontraba?
—¿Quién?
—Tito Donabella...
—¿Y por qué tendría que haberlo dicho? —La monja meneó la cabeza y se levantó—. No llegó a entrar al hospital, le vi rezando en la capilla y después despedirse de la joven mujer del enfermo..., de Pierre. No sé mucho más que pueda ayudarles.
—¿Y Clarisse?, ¿dijo dónde que podríamos encontrarla?
—Ella dijo que iría a verle, por eso está usted aquí, ¿no?
—¿Dijo ella que iría a verme?
—Dijo que avisaría a unos amigos. He supuesto que ustedes eran esos amigos. No ha venido nadie más.
—Pues se equivoca, hermana, no nos ha avisado ella. Ha sido otra persona...
—De todas maneras —se apresuró a decirnos la monja—, no dejó señas donde localizarla.
Tortosa me miró al tiempo que un gemido, que parecía más animal que humano, resonaba en todo el pasillo contiguo, como si un cepo en mitad de un bosque oscuro hubiese atrapado a un pequeño tejón.
—Después me dicen quién se quedará con el enfermo. —La monjita se ajustó la cofia—. Buenas tardes.
* * *
Un enorme crucifijo reposaba en lo alto del cabecero de la cama donde estaba Pierre. El rostro del Cristo parecía iluminarse con el reflejo de unas piedras engastadas en la corona de espinas. Lo sobrio del lugar contrastaba con lo ostentoso de sus paredes, todas pintadas de un celestial dorado.
El Francés tenía la cabeza totalmente vendada. Solo se le veían los labios, con su cicatriz. Incluso los ojos estaban semienterrados en unas sucias gasas del color del yodo. Cuando le vi, un dolor inmenso recorrió mi alma, no pude evitar sentirme culpable de los terribles acontecimientos que sucedieron a mi inevitable encuentro con mi pasado y con mi futuro. Yo me creía capaz de no sentir remordimientos por nada de lo que estaba pasando, pero no podía liberarme tan fácilmente de ese peso sin olvidar que yo no era como la mayoría de los atormentados con los que últimamente trataba. Cogí una silla que estaba arrinconada y me senté en ella, delante de mi amigo Pierre.
—Es duro verle así, ¿verdad? —me susurró en el oído Tortosa—. Está hecho una birria. Pobre viejo cojo... Mira lo que sobresale de allí...
Tardé un momento en entender lo que el cocinero quería que viera. Sobre lo que parecía un almohadón reposaba un trozo de carne ensangrentada.
—¿Lo ves? —preguntó.
—Sí.
—¿Reconoces lo que es?
—Pues... no sé.
—Míralo bien.
Achiné los ojos.
—¿Todavía no, mentecato?
—¡No tiene oreja! Es... ¡es un muñón! —dije escandalizado. Tortosa asintió y yo no pude reprimir una arcada—. ¡Se la han cortado!
Aquel cuerpo allí a lo largo, chupado, arqueado y enjuto, estaba más chupado, arqueado y enjuto que nunca, y posiblemente jamás estaría más chupado, arqueado y enjuto que entonces. El cocinero cerró la puerta de la habitación y cogió otra de las sillas que allí había para sentarse a mi lado.
—¿Qué piensas?
—No creo que ese tesoro merezca tantas muertes ni tanto dolor —respondí convencido de cada una de mis palabras—. Yo, desde luego, no lo quiero para mí. Es el legado de un diablo, de mi propio padre.
—Te equivocas, Adiel —Tortosa me miró con mucha seriedad—. El diablo nunca ha actuado con tanta generosidad...
—¿Generosidad? —Seguramente me irritaba más su cinismo que mi propia estupidez—. ¡Deliras!
—Nunca he hablado con más nitidez y mayor sensatez que ahora. El diablo, Satanás, la maldad, ¡llámalo como quieras!, nunca mostraría su debilidad ante los ojos de nadie, no dejaría que con el paso del tiempo se olvidase su nombre, o se repararan ofrendas... El poeta ha desnudado su alma y quiere curar el recuerdo de todos aquellos que sufrieron y a los que les debe un pasado.
—Eso me suena a una santa disculpa.
—No hay disculpas santas, no te equivoques. Lo más cómodo para todos es que esto nunca hubiese sucedido, que el tesoro se hubiera quedado en la tumba de tu padre para siempre. Pero, de alguna manera, tuvo que pasar, así lo quería el poeta, para bien o para mal. Además, no hay mejor excusa para ti, para no decaer en la búsqueda de tu tesoro, que ese viejo cojo que está ahí tumbado, ¿no crees, bobalicón? —dijo sonriendo Tortosa—. Recuperarás tu vida...
Yo también sonreí.
—Mi vida... ya nunca podré recuperarla.
—Podrás...
—Nunca podré —insistí—. No quiero. Pienso que lo único que merece la pena son los recuerdos bonitos que se nos quedan grabados.
—Piensas demasiado, muchacho —me dijo Tortosa volviendo su cuerpo hacia mí—. A medida que te vayas haciendo mayor te irás dando cuenta de que el único pensamiento válido es aquel que no pensaste en su momento. Es una ironía de los hombres el creer que siempre hay una alternativa a todo. Tú no tienes alternativa, debes buscar un final feliz, ¿recuerdas lo que te dije sobre eso?: toda historia tiene más de un final y hay que saber elegir el final feliz.
—¿Y qué final se supone que es el feliz?
No me contestó de inmediato. Infló sus carrillos y se alejó como mil millones de millones de distancia de mí.
—Aquel que sea el justo final...
—Ya, claro...
El ruido de unos pasos deteniéndose tras la puerta de la habitación interrumpió nuestra charla. El picaporte giró y la pequeña figura de la monja apareció como un fantasma resplandeciente.
—¿No se ha despertado aún? —dijo.
—No, hermana —le contesté—. Desde que hemos entrado no ha abierto los ojos.
—¿Han decidido quién se quedará con él esta noche?
—Me parece que nos quedaremos los dos, ¿no crees, Adiel?
—Desde luego yo me quedaré —afirmé.
La anciana cogió la última de las sillas vacías y se sentó a nuestro lado. Respiraba con dificultad.
—Cuando joven, era capaz de andar veinte kilómetros sin parar y apenas me cansaba. Los años me pesan cada vez más.
—Es ley de vida —señaló con auténtica desvergüenza Tortosa—. Todos llegaremos a viejos alguna vez.
—¿Todos? —dijo volviéndose a levantar la monjita.
—No es una cuestión de números, hermana —Tortosa sonaba molesto—. Decir «todos» es desear que así sea. Una vida feliz y larga... para todos...
—No, no es una razón de números. Tiene razón. Es una tesis mucho más profunda... Estamos hablando de Dios, de la voluntad de nuestro Creador. ¿No es él el único con la potestad suficiente para poder decidir sobre el sino de nuestros semejantes?, ¿no tiene él la clemencia que necesita un moribundo cuando le llega su hora?, ¿no es piadoso con sus hijos?
—Madre, Dios no es tan misericordioso como dicen.
—La vida del pecador no tiene por qué estar perdida si este cree en la misericordia de su Dios.
El cocinero calló.
—En veinte minutos el párroco de la iglesia del Santo Job celebrará misa en la capilla del hospital. Estáis invitados. —La anciana se santiguó delante del crucifijo antes de salir de la habitación. Tortosa se quedó pensativo, malgastando su mirada en el suelo.
En cuanto me paro a pensar en aquella triste figura, denostada, sentada en una silla apolillada y fea, un «yo» que no me gusta se insinúa ganador de muchas batallas interiores que tampoco me gustan. El cocinero tenía miedo, y se notaba que la muerte era lo único que le desconcertaba en realidad.
—¡Maldita vieja!
Tortosa se dobló como si un hombre invisible le hubiera dado un golpe en el pecho. Se apretó con una mano las costillas y con la otra se apoyó en el filo de la cama.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté asustado.
—¡Nervios! —gritó—, ¡es nerviosismo! De repente me han entrado unos nervios horrorosos.
Me disgustó el tono con el que me estaba hablando, era frío y distante. No podía dejar de mirarle preocupado. Cada dos por tres se retorcía en el asiento y gruñía con rabia. Con esa mirada que lanzaba ya no me atrevía a preguntarle nada.
—Soy un hombre demasiado nervioso —me dijo al cabo de unos minutos de silencio—. Demasiado.
Tortosa se levantó, dio media docena de pasos alrededor de la cama, se detuvo frente a la ventana y colocó una de sus temblorosas manos sobre los cristales. Confiaba en que terminaría tranquilizándose y se volvería a sentar a mi lado, pero no lo hizo. Abrió una de las hojas del ventanal y sacó la cabeza por ella como si buscara la inspiración o la misericordia divina en la que tan poca fe tenía. Después de un rato cambió el amargo rictus de su rostro. Volvió a sonreír.
—Lo que me ha pasado ahora, Adiel, puedes llamarlo un ataque de dignidad, sí, si lo miras bien no hay nada más digno en el ser humano que comportarse con la gravedad y el decoro de sus más bajos instintos y miedos.
Como si nada hubiera pasado, cerró la ventana y abrió la puerta de la habitación.
—Iré a esa misa a pedirle a Dios por nuestras almas, para que no se atormenten demasiado. Cuídame mientras tanto al viejo cojo.
* * *
Desde la ventana de la habitación vi un extraño atardecer. La luz menguaba a medida que mis ojos se cerraban a causa del cansancio. Soñé con el crepúsculo de una tarde de verano, en un hermoso jardín lleno de frutales, abrazado a Dulce, contemplando con ella un mar sinuoso, callado, en el fondo de nuestro horizonte. ¡Qué poco duran las tormentas de arena en el océano! En realidad, desde el ventanal se veía una vaporosa calle, lánguida y estrecha, cubierta de farolas desconchadas y sucias baldosas grises. La agonizante claridad del día parpadeaba como un disfraz entre cada uno de los poros del asfalto.
—Rosario...
Apenas se oyó la primera vez.
—Rosario...
Un parco susurro.
—Rosario...
Giré la cabeza despacio. Escuché de nuevo esa palabra, «Rosario», como un rumor de voces que crecía en mi corazón. Se me hizo un nudo en la garganta. Miré sin pestañear el cuerpo de Pierre, por si se me escapaba algún gesto.
—Rosario... —me repitió al oído el Francés, muy fatigado—. Ro-sa-ri-o...
Intentaba decirme algo, pero las palabras se le quedaban en un ahogo. No podía consolarle. Allí callado, inerte, con la mirada fija, roja, en un profundo cansancio, mi valor se perdía en el vano devaneo de mi incertidumbre.
Le arropé como si eso sirviera para aliviarle el dolor.
—Tranquilo, amigo —le dije—, mañana..., mañana estarás mejor. Intenta dormir.
Dijo sí con la cabeza. Cerró los ojos y se quedó dormido al instante.
Me invadió una irrefrenable alegría.
23
... NADA A NADIE...
Tortosa no habló durante toda la noche. Tenía una mirada sonámbula, perdida. Cuando regresó de escuchar misa y le conté lo que había pasado, se limitó a mirarme en suspenso, como si no estuviera diciendo toda la verdad. Yo me di cuenta entonces de que la extraña lógica del desconfiado exige que este viva atormentado en una eterna perfidia. Sin descanso.
Era bastante temprano. No recuerdo qué hora sería, pero no hacía más de una desde el amanecer; aún demasiado pronto para el café con leche. Entraron a la habitación, sin llamar. Eran Clarisse y la monjita.
—Buenos días —dijo muy bajito la anciana—. ¿Ha pasado buena noche el enfermo?
—Sí —contesté—. Ni siquiera se le ha escuchado respirar.
—¿Y los acompañantes?, ¿habéis podido descansar algo?
El cocinero pestañeó varias veces para quitarse de encima la embriaguez de toda una noche en vela, y sin ánimo de disimular ninguna aspereza se dirigió con una de esas miradas que matan a la mujer de Pierre.
—¡Cómo te atreves a dejar solo a tu marido estando tan mal como está!
Clarisse estaba guapísima. Llevaba un vestido rojo tan ceñido al cuerpo que parecía ser su propia piel la que estaba pintada del color del amor.
—Pero está ahora aquí —la disculpó la monja—. Eso es lo importante.
—Con todos los respetos, madre, ¡eso no es lo importante! —rugió Tortosa—. Esta mala esposa ha tenido la desfacha...
—¡Eh! —gritó Clarisse—, ¡tranquilízate! —Me sobresaltó más la cara del cocinero que el grito en sí—. Si a alguien debo darle alguna explicación, no es precisamente a ti.
Aquella voz atravesó todas las dudas. Seguí la estela de sus movimientos al andar.
Todos vigilaban. Todos callaban. Las miradas se tornaron más pesadas; el énfasis de cada palabra no descubierta, escondida, aumentaba al ritmo de los latidos que escuchaban aquellas cuatro paredes. La monjita salió de la habitación.
Tuve miedo de que la cara angelical de la mujer del Francés se posara sobre mí.
—Adiel, por favor, ¿te importaría ir a alguna plaza, o barbería, a comprar jabón de brocha y unas cuchillas para afeitar a mi marido? Seguro que por aquí cerca hay alguna botica o algún otro establecimiento que puede venderte los bártulos. Puedes preguntarle a la hermana...
Tuve miedo de que la cara angelical..., tuve miedo, ¡y me sentí feliz de que esos ojos me encontraran!
—Claro que sí.
Le dirigí una mirada a Tortosa. Él asintió con vehemencia. Cogí los dineros que me tendía Clarisse, y sin más preámbulos salí del hospital, sin preguntar a nadie, en busca de esa plaza donde encontrar lo que me habían encomendado.
Por espacio de tres cuartos de hora deambulé entre el laberinto de calles que rodeaban el lugar. Aquel entresijo de monumentos olía a brujería y a crímenes sin resolver. Mi imaginación devoraba imágenes e improntas inexistentes a un ritmo de miles de historias por segundo. Dejé que fuese mi maltrecha intuición la que me guiase por las avenidas solitarias en busca de un tenderete, tal vez en un viejo mercado de abastos. Recorrí los mismos pasos alguna que otra vez, hasta que, tímidamente, vi aparecer a lo lejos lo que parecía una torreta de moros o cristianos muy antigua. Quizá fue el azar, quizá esa intuición de la que antes he hablado, o quizá el maldito destino, pero fuera lo que fuese, en aquel mismo lugar en el que fijé mi vista un segundo antes, distinguí, sin lugar a dudas, el perfil inconfundible de mi amada Dulce; y ¡me maldigo ahora!, porque me atacó, fruto de la sorpresa, una más que tonta parálisis por todo mi cuerpo que me hizo perder el empuje y el trote necesario para acercarme hasta donde ella. Para cuando reaccioné, ese perfil inmaculado había desaparecido.
No sé a ciencia cierta por qué nunca le dije nada a nadie de aquella visión. Lo más probable era que ninguna persona, ni aun yo mismo, podía ser merecedora de un sobresalto tan amable y encendido como el despertar de aquel sueño de enamorados. Cuando llegué al lugar donde creía haberla visto, una jauría de mujeres, viejas, jóvenes, guapas, feas y estropeadas las que más, aparecieron al torcer el costado de un edificio amarillo y empinado. Era un mercado, un tropel de idas y venidas, con las chanzas de los tenderos, las ofertas de dos melones a ojo de pobre, el peso de la carne apilada encima de la madera ennegrecida del mostrador. Toda una cuadrilla de personajes que se arremolinaban en torno a una circunferencia con forma de mirador prodigioso. Me puse a preguntar a diestro y siniestro a todos los vendedores y viandantes con los que tropezaba; les decía si habían visto a una joven hermosa, con la belleza ceñida en su rostro como la más pura de las rosas. Algunos me negaban con la cabeza, otros se mofaban de mí, y los había que señalaban a todas las mujeres sin la menor de las deferencias hacia el buen gusto.
Desistí.
Entré en una droguería y compré jabón, una brocha y una navaja afilada de una sola cuchilla. Volví sobre mis pasos, con el pensamiento truncado. Yo he procurado vivir en mis actos. Con las yemas de mis dedos he tomado el pulso al mundo, he arrancado las ganas de morir a la depresión, he intentado desenmascarar todas las emociones que me han embargado, he abrazado lo que no huía de mi presencia y estaba delante de mí, sin mentiras. Pero no siempre ha sido así. En aquel momento de mi vida me sentía profundamente humillado. Y lo estaba porque no tenía orgullo al que sobreponerme, desconocía realmente si estaba enamorado de Dulce, si los deseos que me empujaron a la envidia la noche que vi juntos a Tortosa y a Clarisse no eran sino celos de un arrepentido embustero. Todas esas ideas sobre la inocencia, la verdad, la fidelidad o el deseo, me tenían confuso.
* * *
Cuando regresé a la habitación, Tortosa estaba pegado a Clarisse y ambos al catre donde yacía el Francés. Era como entrar en la fría cueva de un ermitaño, sin un atisbo del ajetreado mundo exterior. Lo único que se escuchaba era el delicado zumbido en el aire del abanico que la sufrida esposa danzaba en los morros de su marido.
—Tranquilo, mi vida, tranquilo —le decía—. No te canses.
Al verme entrar, el cocinero me indicó mediante gestos que cogiera la silla que quedaba libre. Me senté al lado de ellos. El rostro de Pierre era como una sábana blanca encostrada de sangre vieja.
—Está intentando hablar —me susurró Tortosa—. Lleva un rato despierto.
El Francés permanecía muy erguido a lo largo de toda la cama. La respiración que se oía era tan débil que a veces tenía que buscar en su pecho una prueba que me convenciera de que no había dejado de inspirar oxígeno.
—Deja... el... abanico.
Un susurro.
—Deja el maldi... to abanico.
Los labios apenas se distinguían debajo de las vendas. Clarisse titubeó, acercó su cabeza y Pierre repitió lo mismo:
—¡Deja el maldi... to abanico!
La mujer cerró el aventador con manos temblorosas. Forzó una sonrisa y se apartó de la cama un poco como ofendida.
—¡Viejo cojo! ¡Amigo! —le dijo Tortosa a Pierre—. ¡Creía que te habíamos perdido!
—Hola —dije yo—, ¿cómo estás?
El Francés pareció encogerse de hombros.
—Mejor que nunca —bromeó—. Si no fue... ra por estos trapitos de la cara..., íbamos ahora mismo... a tomarnos unas papas bravas...
Reprimí el impulso de reírme a carcajadas. No era el momento oportuno para mostrarme pletórico.
—Por poco, viejo amigo, por poco...
—Se les fue... la mano...
—Habrá que desquitarse...
—Déjalo correr..., de momento..., Tortosa...
—¡Hijos de...!
—¡Calla, hombre!, ¡que hay una... señorita... aquí presente!
—¡Señora! —contestó Clarisse malhumorada—. Hasta que la muerte nos separe, ¿lo has olvidado?
Aquella podía ser muy bien una escena en la representación de una tragicomedia clásica, donde el héroe, tendido en su lecho de muerte, le pide al inseparable consejero que cuide de su damisela. El problema es que el final de esta obra estaba por desarrollar, y ni el tendido era tan héroe, ni la damisela tan damisela, ni el inseparable consejero tan consejero. Yo miraba desde la barrera, con la seguridad difusa del que no tiene todo tan claro.
—Yo cuido de tu muchacho, como te juré.
Pierre levantó su mano.
—¿Y estás bien?... —me preguntó.
—Muy bien, Tortosa es muy atento y un buen compañero de fatigas.
—¿Te llama... bobali... cón?
—Sí —le contesté sin poder evitar una risita—, continuamente.
—Entonces... te tiene cariño.
El Francés tosió un poco. Clarisse no dejaba de alisarse el pelo con los dedos, indiferente a todo. Tortosa me dio un codazo.
—Cuéntale a Pierre, cuéntale —me dijo.
Carraspeé todo lo que quisieron mis amígdalas. Empecé mi historia desde que ambos corríamos como alma que lleva el diablo por los naranjos del cementerio de la Alegría el día que la penumbra de la lluvia nos impedía ver con claridad más allá de unos pocos pasos. Le recordé cómo todo se paró de pronto, cómo la silueta de alguien le estrelló contra la cabeza una especie de pala, cómo le creía muerto, y cómo quedé hipnotizado por la visión de su sangre en el suelo mezclada con la lluvia y el barro. Le dije que intenté moverme, sin poder hacerlo, que quise correr, saltar, pero que no pude; le dije que cuando me quise dar cuenta, taparon mi boca, cubrieron mi ojos, ataron mis manos y me introdujeron en el maletero de un coche. Le hablé de Mía, de aquella que decía que «nada más soy y nada más seré»; le hablé de nuestro trato: «Encuentra tú el tesoro para mí y yo te devolveré tu vida, tal y como la dejaste antes de que todo esto comenzara». No faltó coma por poner en cuanto le conté, hasta le dicté de memoria mis idas y venidas por el menú del restaurante de Tortosa.
Pierre rio.
—En dos días estaré bien del todo, y... seguiremos nuestra lucha... juntos.
Tortosa y yo asentimos a la vez. Quedamos callados, esperando en un estupor profundo a que aquella figura maltrecha arrancara de nuevo a hablar. El Francés entendió lo que le estábamos pidiendo.
—Yo no seré tan preciso como tú, Adiel..., muchacho —le costaba hablar con claridad—. Lo último que recuerdo... del cementerio de la Alegría es que... había mucha lluvia y que corríamos hacia... el porche. No logro fijar... en mi mente el momento preciso en el que... me golpearon. Todo es un vacío. Hace..., hace ya más de dos semanas de eso, ¿no?
—Ocho días —le contesté.
Pierre resopló y aparentó hundirse en la cama.
—Ocho días..., pues parecen ocho meses.
Echó la cabeza hacia atrás e hinchó sus pulmones con una gran bocanada de aire fresco. Después de intentar sin éxito beber él solo un trago de agua, dejó que yo mismo le ayudara a mojarse los labios. Emitió un leve gemido de placer y continuó hablando.
—Después, lo siguiente que recuerdo es a mí mismo en una habitación... muy fría..., desnudo, con un terrible dolor de cabeza... Dos hombres a cada lado..., no los veía porque tenía los ojos vendados..., ¡pero los sentía!, eso se siente... sin necesidad de ver. —Descansó un segundo—. Me preguntaban una y otra vez qué es... lo que... sabía y también me preguntaron... por un... rosario, ¡por un rosario!...
En la habitación empezaba a entrar el calor de la calle. Tardaría poco en instalarse el sofoco. Yo me sentía lleno de fuego, lleno de temores.
—¿Un rosario? —preguntó extrañado el cocinero—, ¿te preguntaron por un rosario?
—Sí.
—¿Uno de esos que sirven para rezar?, ¿te refieres a eso?
Tortosa lo miraba con la boca abierta. Miré por encima de mi hombro y vi cómo Clarisse se mordisqueaba las uñas.
—¡Mira que eres simple!... —El Francés hizo una cómica contorsión con sus manos—. Dijeron que si les decía... dónde estaba el rosario que el poeta utilizaba para rezar... me dejarían de dar hostias en la cabeza y... a lo mejor... perdonarían mi vida.
—¿Y por qué buscan eso?
—¡Yo qué sé! —a Pierre casi se le cae el grito de sus asaduras—. ¿Crees... que estaba... en disposición... de preguntarles... algo?
Con un suspiro horrible en el que casi consumió todas sus energías, el Francés se precipitó en un sopor almibarado, con la boca apenas entreabierta, con su media sonrisa apagada y las piernas flexionadas, empitonadas hacia el cabecero.
—¿Por qué te dejaron entonces con vida? —preguntó Tortosa.
Pierre cerró los ojos.
—Y por qué no... —dijo antes de quedarse dormido—. Por qué...
Salimos los tres de la habitación. Fuimos a otra contigua que era igual de sobria, pero más fresca y con más luz. Un ventilador giraba sus aspas lentamente en el techo removiendo todo el aire caliente. El primero en hablar fue Tortosa.
—Es obvio que lo han dejado con vida porque piensan que les será más útil vivo que muerto. No tiene otra explicación.
—¿Piensas que creen que les llevará hasta lo que buscan? —pregunté.
—No ganan nada con no intentarlo.
Clarisse se apartó de nuestro lado. Se puso frente a la pared. La bella esposa se iluminó de una cínica sonrisa y la habitación se llenó de pronto de una luz plateada y radiante.
—¿Y tú, Adiel, sabes dónde está ese rosario? —dijo con una amabilidad demasiado socarrona—. Porque sabes de lo que hablan, ¿no?
Tortosa me examinó afilando mi sorpresa. Aquello me enfureció.
—¡Claro que no lo sé! —contesté—. ¡No y no!
—Pero algo sabrás —insistió.
—¡Te repito que no tengo ni idea!
El cocinero tropezó conmigo al girarse sobre sí mismo, al intentar esquivar una avispa que se había colado por la ventana.
—Deja al chico en paz, mujer..., dice la verdad. Los malos son otros. Esos chorizos casi matan a tu marido y también lo secuestraron a él...
—¿Piensas que son los mismos los que torturaron a Pierre y me secuestraron a mí? —dije nada entusiasmado.
—¡Pues claro, memo! Piensa: ellos tumbaron al Francés y después le raptaron, al igual que a ti... ¿Quién si no?
Callé solo un momento. Solo un momento. No me terminaba de convencer esa aparente certidumbre.
—Pero..., si es así, ¿por qué no preguntarme a mí también por ese rosario? ¿No es más lógico que lo hubiesen hecho en vez de no decirme nada?
Me ruboricé al sentirme observado: era evidente que no habían pensado en ello. Nos volvimos a juntar en un mismo coro. Tortosa se tocó el pelo, Clarisse no le quitaba ojo a las aspas del ventilador, y yo los miraba a ellos. Fue de nuevo el cocinero quien rompió el hielo:
—Clarisse, Adiel y yo necesitamos un baño con urgencia. Además tenemos cosas que hacer... Cuida del viejo cojo en nuestra ausencia.
—Descuida..., es mi marido. Sé cómo cuidarle.
Ella se quedó esperando una réplica a su tono de desafío, sin embargo el cocinero se limitó a mirarla con desprecio y a quitarme de las manos los enseres de barbero que yo había comprado hacía ya buen rato en el mercado.
—Adecenta a tu marido. Aquí tienes jabón. Estoy seguro de que sabes cómo se utiliza la navaja. ¿Verdad que sí?
* * *
Dormí agarrotado por culpa de unos malos sueños. En realidad me desperté cuando todavía era de noche. Tenía el corazón encogido. Sentía un dolor aprisionándome el pecho. No quería renunciar a la lucidez que dan los primeros minutos después de las pesadillas. Me senté en la orilla de mi cama e intenté ordenar un poco mis pensamientos. Estaba excitado. No me di cuenta hasta entonces. En aquel momento. En unos malos sueños. Y no era la primera vez: «A unos gritos de Nano, el padre Benito se convierte en un lobo, aferrando bajo sus zarpas un rosario y el librito que me había dado anteriormente el cura...».
Yo tenía ese rosario.
Rebusqué entre todas mis cosas: las apiladas en un saliente de la mesa escritorio y las perdidas sobre las repisas del vestidor del cuarto de baño. Lo encontré en el aseo, tirado en un polvoriento olvido, junto al librito de las tapas blancas y cuarteadas. Puse los dos objetos dentro de un calcetín y lo escondí debajo del ropero, entre una de las patas del pesado mueble y la pared. Allí nunca podrían encontrarlo.
De momento no diría nada a nadie.
24
EL TEJO
Mi impresión general acerca del miedo me dice que no existe terror más detestable para el ser humano que aquel que siente su muerte sin entenderla.
* * *
Todavía no era de noche cuando atravesamos el portón y nos colamos en el porche de Palacios. Fred y Urría iban delante, el uno andaba con indiferencia y el otro con una satisfacción seca. Tortosa había decidido visitar al bibliotecario. Preguntarle sobre la casa negra, sobre el mundo de Ángelo. Una decisión rápida es una aceptable equivocación si se diese el caso de que se errara..., al menos eso era lo que decía el cocinero.
Nos encontramos la puerta entreabierta: no era nada extraño en un barrio de señoritos y comodones como aquel de la periferia. Del interior de la casa, por delante de unas escaleras balaustradas en forma de claveles ciclópeos, llegó el eco de unas risas. Eran tranquilas, vehementes, las de unos niños jugueteando con su padre. Se oyeron también las voces de una mujer que hablaba, hablaba, muy de corrido, entrecortada por unas risitas e interrumpida a veces por el vozarrón de Palacios, que ni sonaba altivo en esos momentos, ni temeroso.
Tortosa se adelantó a sus secuaces y entró el primero a la salita donde jugaban los padres con sus hijos, en lo alto de una desgastada alfombra beis.
—Buenas tardes. Hemos estado llamando y, al ver la puerta abierta y escuchar voces...
La mujer de Palacios gritó dando un salto. La fealdad de su rostro desencajado la hizo aún más grotesca. Abrazó velozmente a sus hijos y los ahogó entre sus enormes pechos. Palacios se quedó petrificado, de rodillas.
—¡Vaya! —dijo Tortosa—. Siento haberles asustado. Veníamos a hablar con usted, señor bibliotecario, de un asunto de cultura general.
El tono taimado del cocinero y la presencia del resto de la comitiva que lo acompañaba, sobre todo de Urría, que no desdibujó en ningún momento su semblante ido, consiguió que, lejos de tranquilizar al sumiso padre de familia, lo acobardara el doble.
—Salgamos fuera entonces —dijo Palacios—. Aquí ya empieza a no verse nada.
El bibliotecario pasó por delante de nosotros. Dejamos en aquella sala a la mujer con sus hijos aprisionados. Los dos pequeños miraban ingenuos a su padre, meneando sus manitas.
—¿Os habéis vuelto locos? ¡Cómo os atrevéis a venir a mi casa! ¡Jamás!, ¿me oís?, ¡jamás volváis a entrar de esa manera!
El jardín donde estábamos era la parte trasera de la vivienda. Una mesa de piedra rodeada de cuatro sillas de madera con encajes de roña y vetas de humedad en sus venas, le daban el toque de humanidad a un verdadero vergel.
Urría le dio un puñetazo a Palacios en la boca del estómago. Cayó doblado delante de uno de los rosales. Tortosa esperó a que le volviera la respiración para hablarle.
—Este pequeño borrico se me ha enfadado... —dijo poniéndole un pie en el cuello—. No le hagas enfadar más... Es bastante... burro.
El bibliotecario pareció comprender la gravedad de la situación. Me miró con una apenada extrañeza, la justa para hacer que yo desviara mi mirada hacia otro lugar.
—Levántate. Sentémonos a hablar tranquilamente. No hagamos un drama de esto, ¿de acuerdo?
Asintió con un imperceptible movimiento de cabeza. Tortosa y él se sentaron uno enfrente del otro, los demás nos quedamos de pie, a las espaldas del bibliotecario.
Aquello era una crueldad.
—¿Qué pasa?...
—No nos andemos con remilgos ni tonterías.
El cocinero lanzó una mirada asesina a Palacios. Este tragó saliva e hizo un gesto con la cabeza para que continuara.
—¿Qué es lo que se cuece por la casa negra en estos momentos?
El bibliotecario arrugó la frente indeciso.
—No te entiendo...
Urría le propinó un golpe en el hombro derecho a Palacios con todas sus fuerzas a una señal de Tortosa. Se escuchó un ruido seco, como el crujir de una rama.
—¡Me ha roto la clavícula! —gritó de dolor—. ¡Dios!
—Ya te he dicho que es muy burro. —Urría sonreía como un colegial—. ¿Vas a seguir diciendo bobadas?, ¿seguirás?, ¿eh?..., ¿seguirás comportándote como un melón?
Palacios apretó los dientes. Meneó la cabeza sombrío.
—Así me gusta. Te lo vuelvo a preguntar... ¿Qué se cuece por la casa negra en estos momentos?
—Yo... —empezó diciendo— no soy nadie allí..., quiero que lo sepas...
—Ya, ya..., pero tienes ojos y oídos, ¿no?, y estás allí más que en tu casa, ¿no?
—Sí..., bueno, no tanto..., es decir, soy amigo de hace muchos años..., pero no...
Tortosa enseñó los dientes, cerró un puño y lo dejó caer sobre el hombro dolorido de Palacios. Los ojos del bibliotecario se cerraron con fuerza. Estuvo a punto de desmayarse.
—No me hagas perder la paciencia, no tengo todo el tiempo que me gustaría, ¿lo entiendes, cretino? ¿Lo entiendes?
—Te contaré lo poco que sé... —contestó entre lágrimas el bibliotecario.
—Empieza. Te escuchamos todos... muy atentos. ¿Verdad, amigos?
Urría gruñó distraído, Fred dijo que sí muy serio, y yo temblé de puro miedo.
—Ha habido mucho movimiento por la casa... Mario y Fazio han estado continuamente entrando y saliendo. —Palacios intentaba sofocar los alaridos de dolor mordiéndose el labio inferior.
—Eso no es muy raro, bobalicón. La casa de Ángelo es lo más parecido a un burdel, ¡no es ninguna novedad! Ese lugar es la ratonera de los mayores asesinos, chantajistas, ladrones y proxenetas de la ciudad. ¿Qué hay de extraño en eso?
—¡Pero esta última semana la casa se ha llenado..., se ha llenado de escoria de fuera! No debería seguir hablando...
La voz del bibliotecario fue apagándose a medida que terminaba la frase. No sentía sus palabras como propias, más bien pertenecían a la presencia fantasmal de un difunto, dispuesto a devorarle al otro lado de la puerta que lleva al más allá, esperando, escuchando. Reinó el silencio.
—Considera mi visita, nuestra visita, como una pequeña prueba personal para mis hombres. Una enseñanza por la que deben pasar. Estamos aquí para ser cuidadosos con nuestro futuro, y si para ello debo, deben, arruinar el tuyo..., pues se hace y en paz. ¿Tienes miedo? —añadió Tortosa.
—No —contestó Palacios.
—Muy bien. Porque, como ya he dicho, no estoy aquí para hacer un drama de todo esto. Si te parece empezaremos de nuevo.
El bibliotecario examinó el rostro del cocinero detenidamente. Debió de ver alguna debilidad en él para decir lo que a continuación dijo:
—Si intentas hacerme daño. Si me matas. Si me pasara algo a mí o a mi familia, te juro que te arrepentirás.
—¿Lo juras?
—Sí...
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y por qué o quién lo juras?
Palacios tiritaba violentamente. No tenía el miedo de siempre, cuando el alma se esconde tras un hálito de modorra, esperando al diablo encogido en el infierno. Tampoco se trataba de la congoja que huye a todo correr de un combate, sin remedio, sin victoria ni perdición. El miedo que sentía ahora era diferente: una sensación fría y desgarradora de alivio, delirante, tenaz y valiente al mismo tiempo. Altivo.
—¡Lo juro por Dios!
Se me encogió el corazón previendo la reacción del cocinero, impredecible; pero Tortosa se limitó a darle tres bofetadas con el reverso de la mano.
—¡No digas bobadas!, nadie va a hacerte daño —prosiguió—. ¿Por qué dices que esta última semana la casa se ha llenado de escoria de fuera?
El bibliotecario empezó a inspirar con nervio y a espirar lentamente. Tardaba demasiado en hablar.
—¿Por qué dices que esta última semana la casa se ha llenado de escoria de fuera? —insistió impaciente el cocinero meciendo su puño.
—¡Me duele el hombro! —se quejó Palacios—. ¡Creo que tengo rota la clavícula!
Tortosa dejó caer de nuevo su garra sobre el hombro dolorido. El bibliotecario se tragó su propio aullido.
—Ángelo..., Ángelo ha... ha tenido mu... muchas visitas sorpresa... Donabella ha estado allí... dos..., tres veces, en los últimos días. ¡Eso no es normal!... No, no lo es... También ha ido... la zo... zorra de Clarisse, la mujer de Pierr... Pierre...
—¿Clarisse? —preguntó Tortosa.
—Sí...
—¿Qué se traían entre manos esos dos? ¿Iban juntos?
—Yo no les he visto juntos... No puedo decirte qué se traían entre manos porque no lo sé. Siempre se han quedado a solas con Ángelo, sin testigos, sin... sin un alma alrededor.
—¿Tienes agua? —dijo de pronto el cocinero.
Palacios le miró desconfiado.
—Sí, claro.
—¿Cómo se llama tu hijo mayor?
—Iré yo mismo a traerte agua —dijo a modo de contestación.
—Besugo... ¡Te he preguntado cómo se llama tu hijo mayor! —exclamó—. Solo voy a pedirle que nos traiga agua...
El bibliotecario dudó. Se encontraba furiosamente impotente.
—Lucas.
Tortosa se levantó de su asiento, sintiéndose el rey de una corte de enanos. Gigante. Dio diez pasos en dirección a un extremo del jardín, hacia donde se encontraba un altísimo árbol de tronco grueso y grisáceo. La copa brillaba al meneo del viento, unas veces sus pequeñas hojas parecían del color de la hierba madura y otras del infértil desierto.
—¡Machote!, ¡Lucas!, ¡sal de tu escondite! —gritó el cocinero al árbol—. ¡No te pasará nada!
Un niño de unos seis o siete años salió gateando de la espalda de un arbusto. Los churretes le corrían por los cachetes. Era tan rubio que no se le veía el pelo.
—Mamá sabe que estás aquí, ¿no?
El niño sacudió la cabeza afirmativamente.
—¿Ella te pidió que nos espiaras?
Volvió a asentir.
—Mala mamá... ¿Qué les pasa a las mujeres de hoy en día? —le dijo a Lucas, intentando ser gracioso—. ¿Será que están necesitadas de amor?
El niño no hacía nada. Se sorbía los mocos que le caían por el bigote al tiempo que sacaba la lengua para chuparlos.
—Anda, sé bueno y tráenos agua, ¿vale? Y dile a mamá que papi se lo está pasando muy bien, que no se preocupe.
Sonrió y salió disparado. Tortosa volvió al lado de aquel árbol.
—¿Esto es un tejo? —dijo dirigiendo una sonrisa malévola a Palacios.
—Creo que sí...
—Me pregunto si tienes idea de lo afortunado que eres de poseer un tejo... ¡Un tejo!
El gesto del bibliotecario volvió a torcerse. Un breve alarido, brevísimo, salió de su boca. Urría mugió como una vaca en celo al escucharle. Fred le dio un codazo.
—Claro que no tienes ni idea. Muy poca gente se imagina que tras esa apariencia de tristeza se esconde el árbol más importante de la historia. No sé dónde, encontraron un hacha de esta madera que tenía más de cuarenta y cinco mil años..., creo que fue a principios de este siglo; los mejores arcos y flechas se hacían con el tronco del tejo. Era más importante tener un bosque repleto de tejos para suministro de armas en una guerra que millones de monedas de oro en unas arcas escondidas en las catacumbas del castillo. ¡Es impresionante!
Estaba fascinado de verdad. Hablaba convencido de la suerte del pobre bibliotecario. Se mordía en una sonrisa el labio y resoplaba. Siguió hablando del mismo tema.
—Con palillos de tejo se puede adivinar el futuro, de sus ramas los druidas hacían bastones mágicos, y dicen que sus raíces van buscando las bocas de las calaveras de los muertos enterrados —Urría volvió a mugir como una vaca en celo—, por eso los cristianos construyeron durante siglos sus cementerios al lado de estos árboles. Pueden llegar a vivir miles de años, sobrevivir a todo tipo de plagas, generación tras generación. ¿Este qué edad puede tener?..., no es excesivamente grueso...
Tortosa miró de una manera cómica a un nervioso y dolorido Palacios. Esperaba una respuesta.
—Estaba ya aquí cuando mi abuelo compró la casa.
—¿Y de eso hace...?
—Pues..., unos ciento treinta años —contestó a regañadientes.
Si hubiese sabido rezar algo a algún santo, al que invocar para que me ayudase a entender esta locura, lo hubiese hecho en aquel mismo momento en voz alta: sin venir a cuento, Tortosa empezó a dar saltos debajo de la copa del árbol intentando agarrar un ramillete de aquellas verdes hojas.
—Pero lo más curioso, lo más increíble, lo más notable, no es eso que os he contado, sino la extraña doble virtud de todo su armazón de madera. Al igual que son conocidas desde hace miles de años las virtudes curativas del tejo, también está demostrado que una infusión de... ¡de estas hojas, por ejemplo! —mostró, respirando con dificultad, el manojo de las mismas que había recogido de la copa del tejo—, acelera el pulso del hombre más verraco, se lo interrumpe un segundo después para volvérselo loco otra vez..., hasta que se lo detiene definitivamente. Lo mata.
Nos quedamos mudos. Yo, más por la cara de terror contenida del bibliotecario que por lo que había dicho el cocinero.
El pequeño Lucas apareció portando una bandeja que parecía un paraguas en sus manos. Manaba más agua de los bordes de la fuente de metal que líquido dentro de los cuatro vasos que traía. Dejó en la mesa de mármol el recado y echó a correr, tal como su madre le dijo que hiciera.
Tortosa volvió a sentarse en la silla de madera, enfrente de Palacios.
—Las personas somos como el tejo, escondemos dos caras distintas. Una cara es toda virtud, amor, alegría. La otra es toda maldad, muerte, tristeza —dio un chillido—. ¡Fascinante!
El bibliotecario no quitaba la vista de encima a los vasos con agua. Sudaba y espiaba al ventanal, sudaba y espiaba al ventanal, sudaba y espiaba al ventanal.
Apareció la calma, tras la fría zozobra que el viento nos dejó. Callada.
Nos quedamos paralizados en ese silencio. Y en ese silencio oímos el vaivén de unos ojos observándonos no muy lejos. Cogí un vaso de agua y me lo llevé a la boca. Tenía sed. Antes de tocar mis labios el cristal, Tortosa me dio un golpe en el brazo haciendo que todo el contenido se desparramara en el suelo.
—No seas descortés, Adiel..., deja que sea nuestro anfitrión quien beba primero.
El bibliotecario me miró aterrado.
—No, no tengo sed —dijo—. No tengo sed.
—¡Bebe! —insistió el cocinero.
—¡No!
Tortosa sonrió. Hizo el gesto.
Por mucho que Palacios elevó sus torpes manos desde abajo para golpear la fea mandíbula de Urría, por mucho que intentó mantener la boca sellada, por mucho que intentó escapar de los brazos hercúleos del mastodonte, el bibliotecario no pudo evitar tragarse toda el agua que aún quedaba en los vasos, su propia agua, el contenido de otras falsías.
Del lodo del silencio apareció la mujer del bibliotecario, histérica. Se llevaba las manos a la cara y nos llamaba asesinos. Zafó a su esposo de las zarpas de Urría. Arrastró el cuerpo aturdido del marido unos metros por el césped, hasta que, el del parche, la tumbó de una sonora bofetada.
—¿Qué contenía el agua, zorra? —era la primera vez que hablaba Fred—. ¡Di!
La mujer temblaba de rabia. Con su aspecto se burlaba en vez de enojarse; observaba a Fred de rodillas con la insensatez más ordinaria que nunca he visto.
Ni una sola lágrima.
—¡Agua del diablo!
Fred le dio una patada en la cara que le rompió dos o tres dientes. Los niños miraban callados desde la ventana.
—¡Agu... agua!
No podía moverme. No podía dejar de mirar a aquella figura deshilachada sonreír.
Nunca después he visto una escena más inhumana.
Tortosa me agarró de la manga de mi camisa. Me giró la cabeza hacia él.
—Han intentado envenenarnos, Adiel. Se lo merecen.
—¿Cómo lo sabes?... —supliqué.
—Lo sé, Adiel..., se lo merecen...
Miré hacia la ventana donde estaban los niños mirando.
—¿Y ellos? —dije—. ¿Se lo merecen ellos?
No me contestó. Se limitó a pasarme el brazo por los hombros y a sacarme de allí mientras Fred y Urría terminaban de hacer su trabajo.
25
EL TRATO
El amor se convierte en un veneno sin cura que no puede ni quiere ser tratado por quien lo padece. Termina por asimilarlo el alma y es tan nocivo que incluso puede hacerte morir de sueños, de esperanza o incluso de pena. Mientras Tortosa estaba en la casa negra intentando averiguar el paradero de Tito Donabella, yo me quedé en la habitación con Pierre.
Habían pasado tres días desde lo de Palacios. Lo único bueno que me quedó de aquella maldita tarde en el jardín fue el placer de olvidar. Ni siquiera hoy, después de tantos años, logro quitarme de encima ese sentimiento de vergüenza.
—¿Me oyes? —El Francés estaba ladeado, con la cara escondida en la almohada—. ¿Estás despierto?
No todo lo que averiguamos de nuestra visita a Palacios se lo narramos al Francés, obviamos las misteriosas citas de Clarisse con Ángelo en la casa negra. El cocinero no quiso comentarle nada, de momento, no hasta que Pierre estuviese del todo recuperado de sus heridas, y él aliviado de sus pasiones. Al menos eso era lo que decía.
—¿No abres los ojos? —le pregunté.
Era una mañana radiante, uno de aquellos días en los que apetecía salir a la calle a olvidarse de que se está vivo. Pierre se dio la vuelta.
—Esta noche tampoco ha venido Clarisse, ¿lo sabías?
No me sorprendió nada, pero puse cara de incredulidad.
—Seguro que no ha podido.
—Pienso que me engaña —dijo abriendo por fin los ojos.
Yo, a esas alturas de mi vida, de mi corta vida, sabía que el rencor y la traición eran mucho peores que el odio y la envidia, o incluso la codicia. No le di mucha importancia a lo que tanto me incomodaba.
—No creo que debas preocuparte demasiado por eso. Seguro que ha tenido mucho trabajo.
—¿Trabajo?
Se pasó una mano por la cabeza.
—Adiel, te recuerdo que eres mi amigo..., no necesito a nadie que me dé golpecitos en la espalda. ¿Trabajo? ¡Clarisse no ha trabajado en su vida!
—Pero ella es cantante...
—¿Y te parece eso una profesión? —me dijo mientras se sentaba al filo de la cama.
—Si le pagan por cantar es una profesión.
—Lo hace por vicio, no por dinero. Le encanta ser el centro de atención de todo el mundo. Pavonearse y enseñar palmito...
—Es muy guapa...
—Demasiado guapa, ese es mi problema. Pero..., dime, ¿crees que me es infiel? ¡Si me... la...!
—¿Cómo puedo saberlo yo? Yo he visto el amor en sus ojos cuando te miraba.
—¡Qué tontería estás diciendo! ¡Qué sabrás tú del amor!
—Yo estoy enamorado —dije molesto—. Muy enamorado de Dulce.
El Francés continuó con la media sonrisa fruncida.
—Seguro que sí, Adiel. Pero no es lo mismo estar enamorado que amar.
Yo insistí.
—Yo siento amor..., es lo que sé...
—¿Y cómo es ese amor que tú sientes?, mejor me lo explicas para que no dude más de..., de tu criterio acerca del amor..., y de tu forma de entenderlo.
Un calor de remordimientos bajó de mi garganta hasta mi estómago.
—No sé cómo explicarlo..., me siento..., me siento melancólico, eso es, melancólico. No puedo dejar de pensar una y otra vez en el rostro de Dulce, en sus gestos..., ¡escucho hasta su voz mientras duermo! Creo verla en todos los sitios..., es un pensamiento obsesivo. ¡Se me acelera el pulso solo de pensar en ella! A veces creo que no podré vivir en un futuro sin que esté a mi lado...
Pierre volvió a tumbarse con mucha parsimonia.
—Podría contarte muchas cosas sobre ese amor que dices que te haría perder el sueño para el resto de tu vida. Pero tranquilo, no lo haré, si no tendría que ir de cabeza a buscar un cura para confesarme por blasfemo..., y, entre tú y yo, aunque sé dónde está en este hospital la capilla, no tengo intención de visitarla.
El Francés se sentó una vez más en el filo del colchón, de mala gana: por un lado, se percataba de que, por mucho que lo intentara, yo nunca le daría una confirmación a sus dudas; por otro lado, consideraba que allí, abatido, el devenir de los acontecimientos se le escapaba de las manos, percepción que no era del todo falsa.
—Ella no me ama, Adiel. La condición, ¡la única e indiscutible condición!, que hace que una persona pueda decir que se siente amada, o que ama, es la de creerse parte esencial en la felicidad de la que supuestamente ama. Yo solo soy un estorbo para Clarisse. Siempre lo he sido... Anda, ayúdame a levantarme..., necesito asearme un poco.
Le hice de bastón unos metros, a los que me empujó suavemente para valerse por sí solo. Su cojera estaba ahora disimulada por una joroba improvisada y amorfa que le salía de detrás de las paletillas, efecto del peso de los brazos caídos y de los hombros encorvados, a resultas esto otro de la dificultad que tenía para mantenerse de pie sin ayuda de nadie.
—La vida es un asco —me dijo mientras se enjabonaba la cara—. Unas veces te sientes dichoso por ser quien eres, y otras sientes repulsión cuando ves tu jeta en el espejo. Adiel, ¿me escuchas?
—Sí, claro que te escucho.
—¿Y no dices nada? Dime algo.
—¿Por qué dices que unas veces te sientes dichoso y otras sientes repulsión de ti mismo?
—¿A ti no te pasa? —me dijo con un desplante indiferente.
—No recuerdo sentir repulsión hacia mí mismo.
—¿Decepción?
—Sí, eso sí..., pero es algo normal. No siempre podemos estar contentos ni orgullosos de lo que hacemos...
—Pásame la navaja..., no calles..., sigue..., sigue hablando mientras me afeito...
—Una vez me contó mi tutor que por cobardía el hombre sustituye el miedo y las inquietudes por la sensación de búsqueda. Él me dijo que una promesa, una esperanza o una ilusión, tenían más valor para el ser humano que una realidad o un logro. Que por eso nunca estábamos contentos, que siempre vivíamos decepcionados.
—¿Te dijo eso Donabella?
—Más o menos esas fueron sus palabras...
—Pues no sé qué decirte. Debe de ser muy placentera esa sensación de búsqueda para que Donabella te haya abandonado de esta manera tan..., tan mezquina; o, a lo mejor, ese miedo que intentaba sustituir era demasiado emocionante como para no darte un poquito de él —indicó con voz pachorra Pierre—. Aunque he de reconocer que en algo estoy de acuerdo: siempre vivimos decepcionados porque nunca el gozo es completo.
El Francés volvió a tumbarse en la cama. Ya no me producía náuseas ver el apelmazado muñón cerca de su sien; ni olía ya el tufillo putrefacto de la sangre mezclada con pus que salía de vez en cuando de la carne cercenada.
—Quiero que abras bien los oídos ahora y escuches atento lo que te quiero decir...
Pierre me miraba como si no hubiera entendido lo que me había dicho.
—Pero antes sal al pasillo y asegúrate de que estamos solos...
Hubo un silencio desdibujado por el crujir de la puerta al abrirse: asomé mi cabeza en el ruido inerte del hospital. No había nadie. Estábamos solos.
—Sospecho de Tortosa y de Clarisse. Creo que ambos me engañan... No digo que sean amantes..., eso es imposible, pero los dos son avaros y venderían sus almas si creyesen ganar con ello la eternidad. No me fío de ninguno de los dos...
Entre la sorpresa de sus palabras y el rumor de mis propias sospechas casi me quedo sin aliento. El Francés bostezó como si nada y arremetió firme con una nueva estocada.
—Ese cuento de Clarisse de que fue Tito Donabella quien me llevó moribundo hasta ella en un..., ¿cómo dijo?..., ¿un acto de piedad?... Sí..., eso mismo: ¡un acto de piedad!... No me lo creo. No se sostiene con nada. Tito Donabella..., tanto él como ella, están involucrados en todo esto... Dejaré que crean que pueden jugar conmigo...
Pierre calló un minuto. Después de escupir un pequeño suspiro, dejó caer los brazos hacia atrás y rechinó un par de veces los dientes.
—Lo que más me duele —prosiguió— es que hasta este mismo momento he pensado que me amaba..., que era una pobre infeliz que no sabía comportarse como una mujer decente. La quería con toda mi alma, y hubiese dado mi vida por ella, ¿sabes?, pero eso se ha terminado..., eso se ha terminado..., terminado.
El eco nos trajo el portazo de una habitación remota. El Francés tenía la frente arrugada; estaba concentrado en algún pensamiento.
—Tortosa me oculta información, ¿verdad?
Seguramente Pierre pudo ver una mezcla de miedo y asombro en mi rostro. Tartamudeé antes de contestar torpemente.
—¿Ocultar?... ¿Yo?... No, no, bueno..., por tu bien..., eso es lo que me ha dicho Tortosa..., no creo que..., sí..., te lo pensábamos contar..., no...
—Tranquilo. No pasa nada. Conozco a Tortosa demasiado bien como para saber que siempre se guarda un as en la manga —dijo enseñándome su media sonrisa—. ¿Qué es lo que sabe ese asesino que debería saber yo?
—Es sobre Clarisse...
—Habla.
—Palacios nos dijo que la había visto en la casa negra, entrevistándose con Ángelo, en privado.
El Francés estuvo callado e inmóvil un rato. Los destellos metálicos de la cama parpadeaban con movimientos esporádicos y apagados.
—¿Solo eso?
—Que yo recuerde, sí.
—¿Y tú?, ¿me ocultas algo que yo deba saber?
Intenté no parecer nervioso.
—¿Qué puedo ocultar yo? —dije agitando mis manos al aire.
—¿El rosario..., por ejemplo?
Era imposible. Una locura. No podía saber nada.
—¿El rosario? No te entiendo, Pierre.
—¿Ah, no?
Negué, celoso de ser recatado, sin convicción. Aquel movimiento de cabeza desvistió toda mi alma.
—No me mientas..., tú no.
El Francés me miró fijamente. Mis carnes se separaron de los huesos, flojas, como sebo al que había que convertir en manteca.
—Nunca te he hablado del rosario, ni siquiera creo que sea relevante... ¿Cómo...?
—¿Cómo lo he sabido?
—Sí.
Pierre inclinó un poco la cabeza hacia los rayos de sol que se colaban por la ventana. Después de acopiar la energía suficiente me dio un triste tortazo, muy débil, en el muslo derecho.
—Cuando te recogí en la plaza de la iglesia llevabas un rosario colgado del cuello. No le di ninguna importancia, hasta cierto punto es normal en un muchacho como tú —señaló—. Después lo he vuelto a ver en tu habitación, rebujado entre la ropa y demás.
—Yo nunca he querido ocultarte nada. Debes creerme..., no te lo he dicho antes porque no creía que tuviese la menor importancia —dije sosteniendo mis ganas de llorar—. Esperaba a que te repusieras del todo para poder hablar contigo en confianza.
—Te creo, muchacho.
Me sonrió. Me dolió su sonrisa. Era perversa.
—Me quedan un par de días..., y ya podré irme de aquí.
—¿Solo un par de días?
—Unos dos días, cuando no uno solo.
Fingí estar sereno, aunque mis trémulos pellejos se movían zarandeados por la dura mirada del Francés. De pronto tenía mucho frío.
—No le dirás nada a Tortosa. Ya has visto cómo actúa... Esto será entre tú y yo. Intenta ver, oír y callar. No te fíes de él..., nunca lo hagas. Si hay algo que no debes hacer estando él delante es ser indiscreto..., recuérdalo.
Los pasos ahogados en el pasillo, cada vez más secos y más fuertes, hicieron que Pierre se constriñera en su propia estampa, harapienta. Yo me levanté rápido y me dirigí a la ventana a mirar por ella, como si eso fuera lo que debía estar haciendo por narices en aquel momento.
—Buenos días, amigos.
Era Tortosa quien había saludado. Le seguía Fred con un aura distante.
—Traigo noticias..., y muy buenas, de la casa negra. He hecho un trato con Ángelo.
Había grandes lagunas de entendimiento en mis impulsos y reacciones. Me asaltó una curiosa sensatez que hizo que no abriera la boca en ningún momento; aunque sí asentía a cada una de las palabras que decían el cocinero o el Francés.
—Con Ángelo eso puede significar muchas cosas. —Pierre se levantó de la cama, mostrándose efusivo—. Cuenta, ¿qué tal de bueno es ese trato?
—Nos pondrá en bandeja a Donabella si compartimos la información que poseemos sobre el tesoro del poeta.
El Francés soltó una carcajada.
—Es una mierda de trato —dijo—. Tanto para él como para nosotros.
—¿Por qué dices eso?
—No seas estúpido..., no sabemos más de lo que él ya pueda saber. Y nosotros, aun en el supuesto de que Tito Donabella verdaderamente nos sea útil para algo...
—¡Él tiene la llave!
—¿Y piensas que eso no lo sabe Ángelo?, ¿o que no la tiene ya en su poder?
—A eso no puedo contestarte, es cierto..., pero —insistió Tortosa— ¿y si realmente tiene la llave?
—Nos pondrá en bandeja a alguien que ya no le sirve.
—Pero a nosotros puede sernos útil. —El cocinero me miró de reojo. Hice como si no me hubiese dado cuenta—. Siempre es mejor algo que nada.
—Hay una cosa que no consigo entender de este trato: ¿cómo, y, sobre todo, cuándo se sabrá que el trato ha sido consumado? Porque no me negarás que es una estupidez como una casa el pensar que Ángelo se conformará con tu palabra como única garantía de que no está siendo engañado.
Tortosa se encogió y echó la cabeza hacia atrás. Comenzaba a relajarse.
—Les he confiado la vida de Urría. Si sospecharan lo más mínimo... —hizo un gesto con el pulgar sobre su cuello—, le rebanarán el gaznate.
—Adorable...
—Adorable pero efectivo. Ya me han cantado dónde puedo encontrar al pájaro.
—¿A Tito Donabella?
—Ajá. A Tito Donabella.
—¿A cambio de qué información?
—En realidad creo que nada que no supieran ya —el cocinero vaciló antes de seguir hablando—. Si no hay complicaciones soltarán a Urría pasado mañana, cuando contrasten la información que les he dado.
—¿Qué información?
—La de la llave..., la que nos dio el viejo demente...
En aquel momento quería perderme. Perderme en las sombras de cualquier cobijo donde existiera una cueva oscura libre de tesoros o intrigas; perderme lejos de las penas y las culpas, en algún lugar sostenido por el aire y la verdad.
—Amigo, te has aliado con el diablo...
—¿Es que hay mejor alianza que la que se hace con el diablo?
—¿Quizá la que no se hace? —objetó con mucha solemnidad Pierre.
—Pero ¿tenemos otra opción?
—No lo sé, dímelo tú.
El Francés se volvió a recostar en la cama. Tortosa dejó de parecer relajado. Fred no se inmutó.
Yo solo quería perderme.
—¡No tenemos otra opción! —contestó al rato el cocinero.
Pierre cerró los ojos y se giró dándonos la espalda a todos.
—De acuerdo..., no tenemos otra opción —dijo—, pero es una mierda de trato.
26
MUJER DE TALLE DESGARBADO
Es complicado contar lo que sucedió en aquellas horas de angustia, entre la noche cerrada y el amanecer del día siguiente al que Tortosa trajo bajo su sobaco el trato con Ángelo.
Me quedé a dormir en el hospital, junto a Pierre. Coloqué cuatro sillas en fila y me tumbé sobre ellas, con los pies al aire y la cabeza apoyada en una almohada pequeña y dura, hecha a base de zapatos y cartón. No era precisamente mi improvisada cama tan cómoda como un jergón de paja o hierba, pero al menos mis espaldas no se inflarían a causa de la frialdad del suelo.
No podía dormir. Los ronquidos del Francés salían a borbotones de su destellada media sonrisa. Nada conseguí tapándome los oídos, ni dándole erre que erre pequeños golpecitos en su pecho, ni siquiera con quejas a viva voz logré que dejara de bramarle a Morfeo: aquel hombre parecía una orquesta de cornos y fagotes tocando algún pasaje de la séptima sinfonía de Gustav Mahler. Decidí salir de la habitación a dar una vuelta por el interior del hospital.
Deambulé en la oscuridad de los pasillos sin advertir nada fuera de lo normal a esas horas de la noche. Las puertas de los módulos estaban cerradas o entornadas, y las enfermeras que quedaban de guardia dormitaban sentadas al final de cada corredor. Apenas se escuchaba otro sonido en toda la planta que no fuera el estrépito cacareado de Pierre. Al final de una de las galerías que daban a la calle, justo antes de la sala principal que hacía las veces de recibidor, vi una luz tenue escaparse de una pequeña ventana. Me dirigí hacia allí. inquieto por el cansancio y el aburrimiento. Hubiese sido más fácil abrir un poco la puerta que enmarcaba ese halo de claridad y asomarme con disimulo, pero decidí colgarme del resquicio de la ventanita y echar desde allí un vistazo. La habitación estaba toda forrada de madera, hasta el techo. No había más muebles que una vieja mesa de roble y dos sillones de terciopelo marrón desgastado hasta la vagancia. Una bombilla con decenas de mosquitos estrellados era lo que completaba la escena. No había ni un solo signo de intranquilidad.
Seguí curioseando.
Entré en la capilla del hospital. Aquella sala era especialmente tenebrosa. Al Cristo cautivo le acompañaban una docena y media de cucarachas más grandes que la palma de mi mano. Mientras una mitad de ellas correteaba de arriba abajo por el dorado manto de la estatua sin parar, las otras se hallaban quietas, delante de un pedestal de mármol, dirigiendo las alabanzas que allí, a modo de oración, proclamaban al hijo de Dios. Leí en voz alta:
Cristo Cautivo,
que tras espinas de amor entregas tu alma,
libera mis penas,
perdona mis faltas
Jesús,
perfumado de gracia divina,
hijo del Dios único y salve,
escucha mi lastre perdido,
mi llanto, mi fe, mi dicha,
escucha mi triste camino,
libra de mí la falsa palabra,
el comento, el engaño
Salve Dios tu hijo,
porque cautivo mira al mundo con amor,
porque el amor es su mundo cautivo,
porque su sentencia de muerte
nos libra del pecado
Cristo Cautivo,
que tras espinas de amor entregas tu alma,
perdona mis penas,
libera mis faltas
Me quedé un rato pensativo mirando a los ojos de la imagen. Se me ocurrió pensar que a lo mejor esa plegaria la había escrito mi padre, el poeta. La inspiración divina no solo fabrica salmos o utiliza las metáforas para decidir la verdad que más conviene a los miedos de los mortales, también destruye mentiras con las que puedan naufragar y sentir la debilidad de sus espíritus los mensajeros de Dios; yo, a sabiendas de estar pecando, me sentí orgulloso de ser egoísta y creerme un privilegiado que podía poseer para mí solo todo el deleite de la creación. Sonreí.
Delante de una imagen del santo Job, en la base del altar, se encontraban sin orden aparente varias calaveras esculpidas en una gran piedra. Estaban pintadas de amarillo y en muchas de ellas habían coloreado de un negro siniestro el perfil de sus órbitas huecas. Cuatro velas de color cano sobre unos candeleras de hierro viejo daban todo el fulgor que podía dar la combustión de unas cuantas cuerdas retorcidas pringadas de cera blanca. Me senté en uno de los tres bancos de la pequeña estancia mirando fijamente a una esquina del retablo, a la flama que salía de un cirio encendido. No tardé en quedarme en un estado de duermevela.
Debieron de transcurrir no más de veinte minutos cuando me sobresaltó la oscuridad. Yo me encontraba encogido encima del tablón de madera, por lo que posiblemente quien apagara todas las velas y velones no me vio allí dormitando. A tientas, porque era mucha la negrura, conseguí llegar hasta la puerta de entrada y salir de la capilla. El pasillo estaba sumido en la penumbra del descanso y ya no se oía al Francés roncando. Algo hizo detenerme de nuevo en la habitación forrada de madera que poco antes había explorado por el resquicio de la ventanita. Estaba todavía iluminada, pero ahora se escuchaban voces en el interior. Parecía que quien hablaba estaba muy asustado. Y asustada...
—¡Dios santo!, ¿estás segura?
—¡Por Cristo que lo estoy!
—¿Y dices que es la misma persona?
—¡No tengo la menor duda! «¡Señor, da la paz a los que esperan en ti, escucha las súplicas de tus siervos y llévanos por el camino de la justicia!»
—¿Qué podemos hacer?... ¡Dios santo! ¡Dios santo!
—«¡Señor, da la paz a los que esperan en ti, escucha las súplicas de tus siervos y llévanos por el camino de la justicia!»
—¡Hermana!..., perdone que se lo pregunte otra vez, ¿está segura de que es la misma persona que vio asesinar a ese infeliz en Francia? ¡Tenga en cuenta que de eso hace muchos años!
—¡Por Cristo que lo estoy! Padre, nunca podré olvidarlo..., ese rostro...
—¡Dios santo!... Esto debe saberlo la madre superiora cuanto antes...
Quise asomarme por la puerta. Deslizar mi pie en el interior del habitáculo donde ellos se encontraban conversando. Pero no me atreví. Me quedé allí inmóvil, detrás de la pared, debajo de la ventana. Escuchando, casi sin respirar, cada una de las palabras que aquellas dos personas venidas de mi oscuridad me revelaban a escondidas.
—¡Cuando me ha mirado a los ojos... me ha dado la impresión de que me ha reconocido! ¡He podido ver en sus pupilas la ira y el odio que vi aquella noche! Ha sido terrible, padre...
—Debe descansar, hermana..., mañana hablaremos con la madre superiora y ella sabrá qué hacer.
—«¡Señor...! ¡Señor, da la paz a los que esperan en ti!... ¡Señor, escucha las súplicas de tus siervos!... ¡Señor, llévanos por el camino de la justicia!»
—Hermana, no ha dormido nada desde que llegó esta mañana de Francia..., debe descansar. Mañana podrá rezar..., hágame caso. Váyase a la cama.
—«¡Señor...! ¡Señor, da la paz a los que esperan en ti!...»
Escuché pasos a lo lejos del pasillo. Alguien acercándose. No podía dejar que me vieran en aquella postura, agazapado al lado de la puerta, con la oreja pegada a las frescas paredes del hospital. Fui directo a la capilla. Me aseguré de que, aunque encendieran todas las luces de pronto, nadie pudiera verme escondido entre dos de los bancos: puse sobre mí un trozo de una polvorienta alfombra enrollada.
Ni dos minutos después escuché unos chillidos limpios y cálidos. La voz de la mujer asustada se acercaba cada vez más deprisa hacia donde yo me encontraba refugiado. La puerta de la capilla se abrió de par en par y entraron en tropel tres personas, tres jadeos distintos, tres zapateos diferentes. La puerta se cerró de nuevo.
Todo ocurrió muy deprisa.
La monja y el cura estaban de rodillas en el altar, al fondo. Enfrente de ellos, fuera de mi vista, la sombra proyectada en el suelo del que debiera ser el mismísimo diablo.
—¡No diré nada a nadie!, ¡lo juro!
—¡Dios santo! —suplicaba el cura—. ¡Ten piedad de nosotros!
—¡Me iré!, ¡me iré lejos de aquí!
—¡Ten piedad!, ¡ten piedad!, ¡hijo mío, ten piedad!
La alargada penumbra de un brazo encendió el cirio.
—¿Qué vas a hacer, por el amor de Dios?
—¡No diré nada!, ¡nada!, ¡nada a nadie!...
—¡Estás loco!, ¡por el amor de Dios!
Estaba muerto de miedo. Solo veía una sombra que se movía suave, lamiendo el terror de unos religiosos a los que únicamente les quedaban sus rezos.
—«¡A ti levantamos nuestros ojos, Señor, tu amor es más fuerte que la muerte, por eso esperamos en ti!»
—«¡Ten misericordia, Señor; perdona nuestros pecados, para que recibamos juntamente tu perdón y tu paz!»
Vi al horror mucho antes de que se constituyera el mismísimo infierno en el hospital. Como si se tratara de un mártir condenado a la santidad, el cura agachó la cabeza y no ofreció resistencia cuando la sombra desparramó encima de él algo acuoso, ¿aceite de ungir de la propia sacristía? La monja se desplomó en el suelo. Creo que el miedo la mató. Tuvo suerte.
La sombra acercó el cirio a la cabeza del clérigo y le prendió fuego. El condenado, al sentir el calor, emitió un sonido asfixiado, un alarido espantoso. El dolor le arrancó de su espíritu la suficiente vitalidad como para salir despavorido, prendido como una gran antorcha humana. Chocó en la imagen del santo Job, que enseguida empezó a arder corno papel añejo, haciendo que una gran llamarada envolviera por entero el altar. Todo aquel lugar se convirtió en un sol despiadado y cruel. El sacerdote se arrodilló, ya muerto, frente al Cristo Cautivo.
El incendiario vaciló un momento. Contemplaba cómo a la monja lenguas de fuego le daban bocados por todos los sitios, la desnudaban con la piedad justa de los injustos. Salió corriendo de la capilla después de tirar el misal encima del cuerpo de la religiosa.
Yo estaba trastornado por lo que acababa de ver. Dudaba entre coger de donde fuese un cubo con agua y lanzarme a apagar el fuego, o ir a dar cuentas a la policía de lo que había visto. Ni lo uno, ni lo otro. Decidí ir a ver a Pierre a su habitación, y dar la voz de alarma.
Al cruzar la puerta me quedé atónito. Por todo el corredor, como si un fino reguero de delirio hubiera sido sembrado, diferentes focos de chispas y flamas avivaban un fuego que ya no tenía remedio. No sabía qué hacer. Con mis propias manos le daba golpes a las llamitas más insignificantes, buscando al mismo tiempo algo con que poder sofocar el incendio. Empecé a gritar: «¡Agua, necesito agua!», e instintivamente me cubrí la boca y la nariz con un pañuelo.
El calor era insoportable. Las llamas eran demasiado altas y se propagaban velozmente por las corrientes que circulaban en el techo como carreteras del fuego eterno.
Cogí el respaldo de una silla de madera a la que desclavé de su anclaje y traté de usarlo como azotador. Golpeé con todas mis energías a las que creía más peligrosas, aquellas llamas que rodeaban las puertas de las habitaciones. Pero lo único que conseguía era esparcir aún más el desastre. Por el techo ya revoloteaban columnas de cenizas amenazantes y volutas de un polvo gris candente que arrasaba con todo lo que tocaba, tiznándolo de un gris triste y trágico.
Escuché gritos. Alguna explosión.
Me había olvidado por completo del Francés. Mi amigo estaba indefenso. El camino hasta su habitación, al igual que todo el hospital, era una enorme hoguera. Podía, a duras penas, mal andar por entre aquella zarza ardiente. Cada vez me costaba más respirar, y cada vez era más peligroso tentar a la suerte. El humo hizo que nunca llegara a ese módulo del hospital. Me desmayé.
* * *
El ruido ensordecedor del crujir del edificio al desplomarse el techo me despertó. Alguien me había rescatado de dentro. Me encontraba tumbado en una camilla de tela parecida a las hamacas de los barcos. Se escuchaban llantos de enfermos, de enfermeros, lamentos por la pérdida de una fe, y lamentos por la pérdida de vidas. La calle era un caos, sonaban sirenas, el viento aullaba terco, y más de una persona reía al fondo del coro de curiosos. Me levanté aturdido. Busqué a Pierre entre los enfermos. No estaba. Miré al otro lado de la acera, donde se apilaban los cadáveres. No estaba. Lo intenté una vez más en ambos sitios, y nada. Caí descorazonado.
—¡Eh! ¿Estás bien? —Era Tortosa. ¿Qué hacía aquí?—. ¿Te encuentras bien?
Apenas podía verle nítido. Tenía los ojos empañados de lágrimas.
—Sí..., por poco.
—¡Vaya susto!
—El Francés no..., no...
El cocinero sonrió tranquilizadoramente.
—¡El Francés qué!
—¡No ha podido salvarse! —dije preso de un ataque de llanto incontrolado.
Tortosa me agarró violentamente de la pechera de la camisa y me levantó de un único impulso. Hasta entonces no me percaté del profundo olor que desprendía a chamuscado, ni de las quemaduras superficiales que tenía el cocinero en el antebrazo.
—¡Botarate! —me dijo—, ¡deja de hacer el bobo! ¿Qué es lo que te dije yo de mi amigo Pierre la última vez que me lo mataste?
No le escuchaba. Miraba su antebrazo.
—Te lo recordaré. Te pregunté que si habías visto con tus propios ojos al Francés muerto.
No entendía nada de lo que me decía.
—Di.
Tenía que espabilar si no quería que Tortosa se enfadara conmigo. Bajé la mirada con torpeza, hice un esfuerzo para encontrar mi propia voz.
—No le he visto. Pero tampoco le veo ahora por aquí...
—¿Y has mirado bien, bobo?
—No está en las camillas, ni en el otro lado, con los cadáveres...
—Ni dentro del hospital... No te preocupes, no te voy a hacer sufrir más... Pierre está recibiendo cuidados por quemaduras dentro de una de aquellas ambulancias. Se ha quemado un poco..., el pompis, entre otras cosas.
Dejé que un difuso silencio pasara de largo.
—Gracias.
El cocinero dibujó dos palabras en sus labios. Me las repitió muy bajito al oído y se marchó lanzándome una mirada desnuda, crispada, antipática.
—De nada.
Me quedé paralizado. El tiempo se había detenido. El esqueleto del hospital estaba oculto por las llamas que lo devoraban. Lo único que se asomaba al cielo eran los restos de la capilla emergiendo de una humareda con apariencia de mujer de talle desgarbado.
Poco a poco se desvanecieron mis miedos. Dejé que la luz del crepúsculo me besara.
Fui a ver a Pierre.
27
NOCHE DE RUIDOS
Lo primero que noté cuando me abracé al Francés dentro de la ambulancia fue que sus ropas tenían el mismo olor que el incienso que había en la capilla del hospital, justo antes de salir ardiendo. A decir verdad, todo me parecía impregnado de aquel perfume, un frío aroma de santidad y fe, como si en mis narices se hubieran instalado miles de plegarias. Soplaba un viento cálido de sabor a carbón.
Sentí los dedos de Pierre clavarse en mi espalda. Estaba frío, horrible.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó.
—Salí a dar una vuelta..., te tengo que contar algo —le murmuré.
Era ya mañana despierta. Salimos de la ambulancia. El Francés tenía las manos vendadas y sus pocos pelos olían a chamuscado. Andaba con dificultad.
—¿Qué tienes que contarme?
—Sentémonos allí —dije señalando hacia un apartado corrillo de piedras.
—Date prisa, esos tienen orden de trasladarme a otro hospital —me señaló a dos robustos enfermeros que nos miraban fumando y hablando entre ellos.
No esperé a que se sentara para empezar a hablar.
—¡Tenías razón! ¡Tenías toda la razón con respecto a Tortosa! ¡Ha tenido que ser él! ¡Ha sido horrible!... ¡No tengo pruebas..., pero no puedo estar equivocado!... Además, ¡tiene quemaduras en su antebrazo!..., seguro que se las hizo provocando el incendio, ¡estoy seguro!...
—¡Un momento!, para, para..., ¡para! Empieza por el principio..., por favor... —dijo bajando la voz—. Antes de nada, ¿puedes decirme dónde estabas?
Pierre tenía el rostro cansado.
—Sí..., claro, perdona —respiré hondo—. No podía descansar con tus ronquidos, así que decidí salir a dar una vuelta por el hospital. Estaba como sonámbulo, perdido por los pasillos, medio dormido. Entré en la capilla que hay..., había..., justo detrás de donde estaba tu habitación, a las espaldas de ella..., al final del corredor..., cuatro o cinco pasillos más allá..., en... en...
—¡Sé dónde estaba la capilla, por Dios! ¿Quieres seguir?..., por favor.
Titubeé un instante. Asentí y continué.
—Me quedé dormido encima de un banco dentro del oratorio. Cuando ya regresaba para tu habitación escuché hablar de manera alterada a dos personas.
—Dos personas...
—Sí, creo que era el capellán y una de las enfermeras del hospital..., una monja, supongo, él la llamaba hermana.
—¿Escuchaste lo que decían?
El Francés me miraba preocupado.
—Puedes hablar en voz baja..., pero no despacio —dijo enseñándome su media sonrisa—. No creo que tarden mucho aquellos dos en venir a buscarme.
—Ella le contaba al otro que había reconocido a alguien ese mismo día, ¡creo que en la misma madrugada! Estaba muy asustada. Tenía motivos para estarlo...
—Me estoy perdiendo, Adiel. ¿Dijo la hermana a quién había reconocido?, ¿lo dijo?
—No señaló a nadie en concreto. No dio nombres. Le confesó al capellán que ella había sido testigo de un horrendo crimen en Francia, y que esa persona fue quien lo cometió. En ningún momento lo describió..., o dijo su nombre. Lo único que le escuché decir fue que él la había mirado a los ojos y que reconoció en sus pupilas la ira y el odio que vio la noche en la que presenció ese asesinato.
Pierre dudó un segundo, luego asintió.
—Y piensas que ese hombre puede ser Tortosa, ¿no es eso?
—¿Quién si no?
—¿A tu padre? —susurró—. ¿Crees que a quien mató fue a tu padre?
No lo había pensado. No contesté nada.
—De todas maneras no creo que corramos peligro..., de momento. Tuvo que eliminar a una testigo...
—Y casi nos mata a todos —dije molesto.
—Él es un sinvergüenza, cierto..., pero no creo que sea un asesino sin escrúpulos. Esto ha sido un accidente, sin más.
—¿Y qué hacemos? —dije impotente.
—Nada.
El Francés me miraba sin pestañear.
—¡No podré tratarle como si nada! —protesté.
—¡No seas infantil!
Yo observaba tenso al Francés, mirando por encima de su hombro a los dos robustos enfermeros que comenzaban a deslizarse a paso de tortuga hacia nosotros.
—No le pierdas de vista —me dijo—. Sabe más de lo que nos quiere hacer creer. Vigila también a Clarisse.
Las llamas habían terminado de arrancar los cimientos del hospital y todo aquel amasijo de escombros era una carbonera humeante. Entre el polvo de las cenizas y la aurora, la mañana tenía el color de una mala llantina.
—¡Mataría por uno de mis cigarrillos!
Los brazos fornidos de los enfermeros levantaron en volandas a Pierre. Antes de echar a andar entre los dos sanitarios me sonrió, dulcificando mi mosqueo.
—Quédate en el restaurante de ese viejo bribón. Iré a buscarte mañana por la noche, a mucho tardar. Recuerda lo que te he dicho...
Me quedé perplejo, sentado en aquel corrillo de piedras en el suelo, viendo cómo el Francés se alejaba poco a poco. No fue hasta que este se dispuso a entrar en la parte de atrás de la ambulancia cuando me di cuenta de algo; a trompicones conseguí llegar hasta la ventanilla del vehículo.
—¿Has sido tú quien me ha sacado del interior del hospital? —le grité—. ¿Has sido tú?
Pierre se asomó por el cristal y negó con la cabeza. Una sensación agria violentó mi estómago. Le saludé con la mano y me devolvió el saludo. Volví a sentarme en el corrillo a esperar que se hiciera completamente de día.
* * *
Un poco antes de medianoche abrí los ojos. Abajo se escuchaba el eco de unos golpes secos. Apenas había luz. En la calle una ventisca apuraba los últimos rayos de una tormenta, y de vez en cuando el fogonazo alumbraba toda la galería, llenando cada uno de mis pasos de un poco más de fatiga. Seguí el rastro del ruido hasta la cocina. Me quedé parado unos segundos, detrás de la puerta. Silencio. Oí un suspiro. Volvieron los porrazos ásperos después de una pausa, esta vez más intensos.
—¿Fred? —grité, sin apenas fuerza.
Escuché cómo de pronto callaban los golpes.
—¿Eres tú? —insistí.
Casi me desplomo en sus brazos del susto cuando la puerta se abrió de repente. Fred sostenía una maza de madera en una mano y un enorme pulpo de más de un metro en la otra.
—Pasa y cierra la puerta.
En la encimera flotaban varios octópodos sobre una gelatinosa materia grisácea. La bombilla parpadeaba al compás de las llamas azules del butano.
—Me relaja trabajar por la noche, sobre todo cuando no puedo pegar ojo. ¿Tú tampoco puedes dormir?
Asentí con un bostezo. Fred se acercó a un rincón de la alacena y cogió un puñado de sal que echó dentro de la olla que estaba en el fuego.
—Mañana pondremos pulpo a feira con cachelos. Especialidad del tito Fred.
Le veía triste y dolorido. Siguió dando mazazos a los pulpos encima del mármol. Callaba y yo me mantenía a la espera.
—¿Te ayudo? —le dije al cabo de unos minutos.
Me miró sin una pizca de fe.
—¿Quieres mancharte las manos?
—Sí —dije.
—¿Sí? —Fred rio—, ¿estás seguro?
—Claro que lo estoy —contesté remangándome el pijama—. No hay nada más divertido que pegarle una paliza a los pulpos. En mi casa, en el pueblo, solíamos hacerlo muy a menudo.
El cocinero apenas sonrió. Sacó de debajo de la mesa otra maza y me la dio, igual de gastada que la que él llevaba.
—Nunca te ofrezcas a mancharte las manos por nadie —soltó una carcajada seca y corta—. Podría costarte muy caro.
—No te preocupes por eso —le contesté—, pocas veces dejo que nadie me pida nada, y cuando lo hacen casi siempre tengo mucho que hacer.
—Cuentos...
—¿Cuentos?
—Digo que lo que has dicho es un cuento, un montón de palabras sin sentido. No intentes hacerte el listo conmigo, muchacho, no por hacerte el simpático... me caerás mejor...
Nos miramos en silencio los dos. Fred estaba pensativo. Yo aparentaba estarlo también, cuando en realidad me moría de nerviosismo por dentro. Las noches de la primavera seguían siendo largas y aquella en particular lo era demasiado.
Fred dejó de golpear al animal y bajó su mirada hasta lo más profundo de su alma. Arrojó violentamente la maza de madera a la chimenea y se quitó de un tirón el delantal que llevaba puesto.
—Mi mal humor no tiene nada que ver contigo, muchacho.
Se sentó en un taburete y empezó a suspirar con la cara escondida entre sus manos.
—¡Mierda de vida!
Me mantuve allí inmóvil, con la maza en una mano y un pulpo viscoso y molido a palos en la otra; tanto tiempo como el que necesité para atreverme a preguntar qué le pasaba. Me detuve a unos milímetros de Fred, sintiendo el aire cálido de sus pulmones flotar en la estancia.
—Sé que a Urría no le pasará nada. Antes de que puedan hacerle daño, él mismo se encargaría de terminar con su sufrimiento. Eso no me preocupa..., lo que me carcome por dentro es pensar que...
El cocinero calló. Volvió a levantarse y recogió la maza de madera de la chimenea apagada. Después retrocedió de donde estaba, como temiendo que sus palabras se hubiesen condensado en aquel rincón de la cocina. Apartó su mirada de cualquier lugar y reanudó el ritual del apaleamiento. Quedé a su espalda, totalmente apartado.
—Puedes confiar en nuestra amistad —murmuré—. Si algo te... preocupa...
La mirada de Fred volvió a fijarse, insegura, en mí.
—Al parecer, quien no es digno de confianza soy yo.
Mis manos se movían inquietas, temía abusar de mi necedad.
—¿Qué es lo que te carcome? —decidí insistir.
—En realidad nada importante, supongo.
El revoloteo de una palomilla, el chorreo de goterones clavándose en la ventanilla de la alacena y el continuo movimiento de las agujas de algún reloj de pared; todos esos sonidos llegaban a mis oídos atravesando la testaruda indiferencia de Fred. El cocinero volvió a martillear a los pulpos, pero esta vez no paró de hablar, ni siquiera para dejar que reposaran sus palabras en mi mente.
—No seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre nadie, pero ¿cómo se puede ser tan necio?
—¿Tan necio?, ¿quién es necio?
—¿¡Quién va a ser!?
—¿Tortosa?
Fred abrió levemente los ojos. No dejó que la sorpresa se reflejara en su rostro y se limitó a seguir hablando y chillando como una matrona en celo.
—¡Me cuesta creer que la idea de dejar a Urría como prenda a don Ángelo haya sido suya!
—No...
—Tortosa ha perdido su fe en mí...
—No creo que eso sea cierto —intenté consolarle.
—Tortosa nunca ha sido un hombre ambicioso, ni un malagradecido. Siempre ha sacado tiempo de donde sea para dedicarle a su negocio, a su gente. Es un hombre de palabra y un hombre de honor. Desde hace tiempo le encuentro diferente, y ¡no pienses que tiene que ver contigo, o con el puñetero tesoro de tu padre! Algo le ha cambiado...
Alzó el rostro hasta tocar con su barbilla la punta de mi nariz.
—Ha tenido que ser esa zorra...
Por sus muecas se adivinaba la tristeza que le embargaba. La tortura de sus gestos era la triste tristeza del que se sabe complacido por un amante que no le ama con la misma pasión que deposita el amado.
—Desde que Clarisse apareció..., Tortosa es otra persona...
Fred se restregó por la cara un trapo más sucio que sus propias manos. Abrió la puerta de la cocina que daba al callejón y me invitó a que le siguiera.
—Vamos a dar una vuelta —me dijo—. Tomaremos un poco el fresco, aquí hace demasiado calor.
Atrancó la puerta por fuera con un bidón de gasolina y nos pusimos a caminar, él a mi derecha, un poco más adelantado que yo. No le pregunté nada porque yo ya sabía que Fred tarde o temprano me diría lo que se le antojara decirme. El cielo estaba negruzco, mucho más oscuro que una noche normal; las estrellas se ocultaban detrás de los densos nubarrones, y la luna apenas había despertado de su siesta. Desfilamos uno detrás del otro por un falso pasaje de piedras, muy estrecho; una vereda que algunos vecinos habían cimentado por su cuenta con la intención de atajar camino para ir a las afueras, a la zona de tiendas, y así evitar cruzar toda la calzada principal. Era curioso ver por allí cañaverales, en pleno centro de la ciudad, escondidos entre añosas paredes de piedra y espesas capas de cal. El soniquete aburrido de las ranas se confundía con la orgiástica música de los grillos. La bocina de una ambulancia resonaba a destiempo y el llanto desconsolado de un bebé imperaba solitario sobre el armazón de hormigón de un edificio viejísimo. Aquella también era la noche de los ruidos. Nos detuvimos al borde de un antiguo pozo.
—Tortosa lleva días que no aparece por el restaurante, ni por casa..., y me consta que no ha estado todo el tiempo con el Francés en el hospital, ¿verdad?
—El último día que estuvo en el hospital fue el sábado que hizo el trato con Ángelo.
—Hoy estamos a lunes...
—Ya es martes —dije señalando al cielo.
—Nunca lo había hecho. Tres días seguidos. No es nada normal en él..., ausentarse de su negocio..., sin avisar, sin llamar, sin dejar una nota..., no es normal...
—En realidad, ahora que lo pienso, sí ha estado después de ese sábado en el hospital. Lo había olvidado...
Fred reanudó la marcha. Él por delante y yo atrás. Seguimos por el mismo atajo, el frescor de la noche empezaba a notarse.
—¿Y tiene eso importancia?
—Según se mire...
El cocinero se dio la vuelta y me miró intrigado.
—Apareció por la mañana, después del incendio —le dije.
—¿Y?
—Casi nos morimos achicharrados por la noche..., cuando aparece él, como de la nada...
De tener un cuchillo, Fred me hubiese cortado en dos.
—¿Y?
—Era muy temprano para ir al hospital...
—Para Tortosa nunca es temprano —dijo el cocinero notablemente irritado.
—No quiero que me malinterpretes. Solo estamos hablando...
—Entonces, ¿por qué has dicho: según se mire? —me interrogó.
Me hundí en una especie de niebla emocional, en un silencio mudo y doloroso. Caí en la cuenta de que los celos que veía en Fred no significaban que estos me procurarían la irrefutable ventaja sobre las emociones del cocinero. Debía andar con pies de plomo.
—No sé por qué lo he dicho... —dije—. Supongo que he contestado inconscientemente a tu pregunta.
—¡A mi pregunta! —exclamó—, ¿qué pregunta?
—Dijiste que no sabías cómo alguien podía ser tan necio, ¿recuerdas?... Si lo creemos necio no es importante las veces que haya ido Tortosa al hospital después de aquel sábado, ya que del ignorante y del imprudente se puede esperar cualquier cosa. Pero si por el contrario no lo consideramos como tal, una visita suya al hospital, a cualquier hora de la mañana, puede ser por algo muy importante..., o no.
La respuesta de Fred a mi contestación me tuvo con los ojos cerrados una eternidad. Procuré saborear la oscuridad que me invadía bajo aquel relente que empezaba a picar. Oía a mi corazón acelerarse y a mis entrañas desgarrarse con la tensión. Decidí abrir los ojos, pero de sopetón, para coger desprevenido a Fred y a su ira.
Aunque estaba de pie, sentía cómo el peso de la tierra me empujaba hacia delante, deprisa, con mucha suavidad. El cocinero estalló en una tolvanera sin polvo y hartada de risas.
—Anda —me dijo con la boca saciada de carcajeos—, volvamos a casa.
Definitivamente aquella era también la noche de los ruidos.
* * *
Ni siquiera me asusté. Le vi sentado en una silla delante de mi cama. Esperaba a que yo notara su presencia y me quedara hipnotizado por el brillo de su silueta. Fred se acuclilló ante mí y me cubrió el pecho con la sábana. Acarició mi cabeza y se alzó, cuan largo era.
Advertí que, mientras más enceguecidos veía a sus ojos, más lloraban. Se alejó hacia la puerta y la abrió. En un instante lo dijo todo.
—No se te ocurra nunca más insinuar que Tortosa es un criminal. La próxima vez... te mato.
Se fue.
28
MENTIROSO INTRIGANTE
Tortosa dejó caer un periódico sobre la mesa.
—¿Seré yo ese transeúnte caritativo? —siseó—. Página tres, mitad de cuartilla.
Una fotografía del hospital en ruinas encabezaba un pequeño titular. Allí no se decía gran cosa del incendio, se limitaban a comentar dos o tres detalles del mismo, sin la mayor trascendencia..., al menos para mí.
Yo sabía la verdad.
TRAGEDIA EN EL HOSPITAL CASTRENSE DEL SANTO JOB
La Capital (Redacción).
El incendio que el pasado lunes se produjo en el hospital castrense del Santo Job, en el castizo barrio de la Alcurria, ha dejado un triste balance de cinco muertos, tres heridos leves y decenas de pacientes evacuados a diversos centros de la ciudad. Según las declaraciones del jefe de policía, el fuego se inició sobre las tres de la madrugada y tuvo su origen en la capilla del hospital, donde al parecer un desafortunado accidente pudo ser el causante del siniestro. El máximo responsable de la policía también consideró la antigüedad del edificio y la precariedad de sus instalaciones como una explicación más que plausible a la ferocidad y velocidad con la que el fuego se propagó por todo el hospital. Algunos testigos del suceso relataban, en el mismo lugar de los hechos, cómo enfermos y personal laico y religioso del hospital huían de las llamas como podían, unos burlando el fuego de frente y otros rompiendo ventanas para poder escapar por ellas. Hubo muchos hechos heroicos, especialmente queda en la retina de todos el de un transeúnte caritativo que, poniendo su propia vida en peligro, no dudó en auxiliar a varios pacientes acorralados por el incendio, desafiando a las llamas y al calor asfixiante. Según fuentes de este periódico, desde diez años atrás los bomberos habían señalado la falta de medidas contra incendios en el hospital, aspecto que se reiteró en un informe muy reciente elaborado por el propio ayuntamiento. Las pérdidas, por los daños materiales, son millonarias, saldo que se multiplicaría por diez si resultan ciertos los rumores de que en el incendio también perecieron dos hermosos lienzos del pintor paisajista holandés Jan Dirkszoon Both.
Los ojos de Fred se posaron sobre mí. Instintivamente, los míos sobre los de Tortosa, que nos miraba a ambos. Sentía temor de no soportar con entereza aquel incómodo cruce de miradas, pero súbitamente la cafetera emitió un largo pitido que hizo que todos volviéramos la cabeza al mismo tiempo. Tortosa se sentó a desayunar con nosotros.
—Adiel, ¿has empaquetado ya tus cosas?
La pregunta me pilló por sorpresa, totalmente desorientado y sin una pizca de intención. Suspiré desconcertado y sorbí la taza sin ganas; mientras, Tortosa aulló indiferente a su taza, esperando de mí la contestación más coherente del mundo.
—¿Empaquetado? —dije confundido.
Fred dejó su vaso en el fregadero y se fue de la cocina sin decir una sola palabra. Tortosa me guiñó un ojo, relamiéndose.
—Mi leal Fred está un poco preocupado por Urría..., entre otras cosas. Esta mañana, mucho antes de que tú te levantaras de la cama, hemos tenido una interesante charla sobre nosotros mismos. Ha sido revelador.
Me fijé en sus manos, las movía nervioso, rodeando una y otra vez con los dedos un trozo de pan tostado. Se remangó intencionadamente la camisa hasta los tríceps. Tenía rasguños y pequeñas quemaduras en la piel de ambos brazos, a la altura del codo, como si los hubiera restregado en un ortigal en el campo.
—Desde que le vi esta mañana sabía que algo le trastornaba. No sé muy bien cómo lo hace, pero el bobalicón tiene en su cara un indicador de cabreos, y si Fred se cabrea, es que algo le ronda. Si el bueno de mi cachorro está preocupado..., eso me dije..., lo mejor sería hablar con él. Hacer que se despreocupe..., por el bien de todos. —Tortosa hizo como si dudara, hocicó unas palabras inescrutables y esbozó una amarga sonrisa—. Jamás se me ocurriría traicionar la confianza de un amigo, es muy mala idea hablar a las espaldas de nadie, es de bobos, ¿no crees?...
—Claro —me limité a contestar.
—Claro..., claro... Pues por eso mismo no puedo decirte qué fue lo que hablamos.
A medida que mi silencio se prolongaba, el ambiente se tornaba más cargado, cada vez más. La sucia cocina empezaba a empequeñecerse y los latidos en mi pecho se desbordaban a causa de los irritados compases que el nerviosismo me producía.
—Cosas de la vida... —farfulló.
No disimulé mi estupor y me quedé callado, con la boca entreabierta y exhalando demasiados soplos como para no llamar la atención. Tortosa se limitó a apartar con desgana el pan de su lado y a sonreír con la cabeza ladeada, sin sorpresa, como si no estuviera vivo en aquel momento.
Terminó por volver a confundirme cambiando de nuevo a la primera interrogación.
—Te preguntaba si habías empaquetado ya tus cosas.
El cocinero rio. Yo contesté con desgana.
—No, no sabía que tenía que hacerlo.
—Vuelves con el viejo Pierre. Le acaban de dar el alta. Fred está en este momento en tu habitación, ayudándote a hacer tu equipaje.
Abrí tanto los ojos que creo que nunca los he tenido más saltones. Me levanté de un bote y, de tan rápido que iba, subí las escaleras casi sin respirar, a cuatro patas. La puerta de mi habitación estaba abierta; al entrar me encontré con una montonera de ropa y trastos encima de la cama, revueltos. Fred estaba con un palo, agachado, rastrillando por debajo del ropero, como si buscara alguna cosa que se le hubiera caído. Empecé a sudar, era imposible que supiera que el rosario y el librito de las tapas blancas y cuarteadas estaban escondidos debajo del ropero, entre la pared y una de sus patas.
—¿Qué haces? —le dije sobresaltado.
El escudero del cocinero levantó la cabeza y me taladró con la mirada.
—Asegurarme de que no te dejes nada.
—¿Debajo del ropero?
—Se te ha podido caer algo, ¿no?
Tortosa apareció por la puerta portando una taza humeante de café. Sorbió un poco del caldo negro y se apoyó en la jamba, mirándonos risueño.
—No seas maleducado, el bueno de Fred solo pretende echarte una mano.
—No necesito la ayuda de nadie para hacer mi equipaje.
—¡No necesito la ayuda de nadie para hacer mi equipaje! —me remedó el infeliz escudero de Tortosa—. Valiente niñato.
Cerré el pico y me contuve como pude. Empecé a doblar la ropa y a meterla en la cartera de cuero que recogí de la joyería la última vez que estuve en el pueblo con el Francés. Fred se puso a mi lado, desafiante, empezó a mirarme con tanto odio que sentía cómo su sangre se le achancaba en las pupilas.
—¿Sabes qué puede llegar a pasarle a Urría por tu culpa?
Gracias a Dios no habían descubierto el escondite de debajo del ropero. Contesté a Fred sin levantar la mirada.
—Por mi culpa nada...
Tortosa callaba, expectante.
—No hay derecho, niñato, no señor —apostilló Fred—. ¡Que sean otros los que se jueguen el pellejo por ti, ¿verdad?, mientras tú te dedicas a ofender a quien te da de comer!, ¿es eso? Niñato, no, ¡eres un cafre!, un imbécil, un imbécil con los días contados.
Un calor asfixiante me empezó a surgir de súbito por el vientre, las tripas me temblaban. Dejé de pensar y me aferré de nuevo a mi instinto. Debía demostrarles que yo no era ni un niñato, ni un cafre, ni un imbécil. Tiré al suelo los pantalones que tenía entre manos y me abalancé al cuello de Fred de la manera más torpe posible, con los ojos cerrados y tropezando con los cordones de mis zapatos. Di con toda la frente en uno de los quicios del armario. Caí de culo a los pies de Tortosa.
—¿Qué os pasa conmigo? —grité—. ¿Qué os pasa?
Estaba ensangrentado, con un corte en la ceja derecha, con los ojos ennegrecidos por el miedo y sin una sola pizca de esperanza. Me habría orinado encima si no lo hubiese hecho ya un poco antes. Temblaba y lloraba como un niño, y necesitaba acurrucarme en algún cobijo oscuro a esperar que me encontrara de nuevo la niñez.
—¡Yo no he hecho nada malo! ¡Quiero volver a casa!
Tortosa seguía avizor. Reprimió a Fred con un gesto, y este salió de la habitación sin decir nada.
—Venga, levántate. Y estate tranquilo, Adiel, no voy a hacerte daño. Fred me ha puesto al corriente de esa charla que tuvisteis entre manos los dos ayer por la noche. Y debo confesarte que me decepcionó mucho lo que me ha contado.
—¿Qué te ha contado?
—¿No prefieres decírmelo tú?
—Se dijeron muchas cosas.
—No me seas mentecato, pequeño granuja —dijo mientras nos sentábamos en la cama—. Le insinuaste que fui yo quien provocó el incendio del hospital.
—¿Qué? ¡No le insinué eso!, le dije que apareciste al día siguiente del incendio muy temprano.
—Y que resulta de lo más extraño.
—¡No!
—Y que es de necios el madrugar como yo lo hice ese día sin un motivo.
—¡No dije eso!
—Fred no me miente nunca...
¿Qué más podía yo decir? Tortosa me extendió la mano y yo la recogí entre las mías. La apartó con frialdad.
—Nunca quise decir eso. Perdóname. Intentaba consolar a Fred, estaba muy molesto contigo, decía que tú habías perdido la fe en él y que ya no le hacías partícipe de nada. Solo pretendía que se quitara eso de la cabeza.
—Eso, y que piensa que Clarisse y yo teníamos un lío, también me lo ha contado...
Tortosa me miró, y en el reflejo de su mirada me pareció ver que mi rostro se alteraba. Mi sorpresa por la sinceridad de sus palabras hizo reír a Tortosa.
—¡Para que te quede claro de una vez, como el agua cristalina! —dijo. Su sonrisa desapareció—. Ni tengo nada que ver con el incendio, ni tengo un lío con la mujer de Pierre. ¿Te ha quedado claro?
—Sí.
—Y te voy a explicar algo, aunque no tendría por qué hacerlo. Las noches que no he estado con el Francés en la habitación me he quedado de guardia en la entrada del hospital, escondido entre las sombras, al acecho. Sabía que tarde o temprano alguien podría jugársela...
—¿Toda la noche?
—Prácticamente toda.
—Pero ¿por qué no nos dijiste nada a mí o a Fred?
—Memo, tenía que ser un secreto. No podía arriesgarme a que te sintieras tentado alguna vez a salir a curiosear por ahí.
—Y esa noche, ¿viste algo sospechoso?
—Yo llegué a las dos de la madrugada, no había nada anormal en aquel sucio portal...
—¿Y después?..., quiero decir, ¿no viste a nadie salir huyendo de allí que te haga pensar que fue él quien provocó el incendio?
—¿Me estás interrogando, Adiel? —Tortosa me dio una palmada en la espalda—. Desgraciadamente no observé nada fuera de lo habitual, los mismos aburridos sonidos, el relente..., cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, las llamas ya lo devoraban todo, y la gente salía en tropel del edificio.
—No tiene sentido —musité sin querer hacerlo.
—¿Qué no tiene sentido?
—Si no viste salir ni entrar a nadie que te parezca sospechoso, el culpable tuvo que esconderse en el hospital antes de que tú llegaras..., y debió de escapar con la confusión, entre toda la gente que huía del fuego, aun a riesgo de ser reconocido...
—Adiel..., ¿no estás fantaseando demasiado?... No le des más vueltas, ya has leído lo que dice la prensa: todo es fruto de un desafortunado accidente. No me seas burro.
Una vez, en una de nuestras charlas, mi tutor me había revelado los tres ribetes por los que se puede reconocer a los mentirosos intrigantes: la mirada soslayada, la falta de sorpresa y el discurso ingenioso. Tortosa dejaba caer sus ojos en el horizonte más lejano de la habitación, casi parecía bizquear adrede cuando nunca le había visto hacerlo; no mostró ni enfado, ni desconcierto, ni estupor, ni temor, ni reacción alguna, únicamente lamentó sentir extrañeza; poseía el don de la palabra, las torcía para hacerlas vivir en su verdad y en la mentira de todos.
—No es ningún desafortunado accidente, ¡yo lo sé! —dije cabezón.
—¿Tú sabes? ¿¡Qué sabes!?
—¿Quién diablos es la persona a la que vio la monja?, ¿de quién huían ella y el cura?, ¿quién los mató?
—¿Cómo?, ¿qué monja?, ¿qué cura? ¿¡Qué no me has contado!?
Me mordí los labios. Había traicionado a la traición. No tuve más remedio que relatarle todo lo que viví la noche de autos en la capilla del hospital, hasta el último detalle. Jugármela a varias cruzadas.
—¿Y cómo llegaste a la conclusión de que yo era un incendiario o un asesino? Me estoy empezando a enfadar de verdad, melón.
—Nunca he llegado a esa conclusión —mentí—. No pude reconocer al asesino, pero hay algo que me llamó la atención de él —volví a mentir—. Cuando levantó el cirio me pareció ver el reflejo de algo brillando. Fue un segundo, una menudencia, lo suficiente para no distinguir el rostro pero sí para fijarme en un detalle... ¡Eran canas!, el incendiario tenía la cabeza cubierta de canas.
Recé para que Tortosa se creyese aquella mentira y volviera a confiar en mí y en nuestro juramento. Más tarde, cuando ya estuviera a solas con Pierre, tendría que contarle que no fui capaz de quedarme con las culpas de mi conciencia... y callarme.
—¿Dices que era canoso?
—No tengo dudas, eran canas.
Tortosa estaba como hundido en un angosto sueño, silencioso, placentero, pensativo, muy reconfortante. Los brazos se le quedaron rígidos al lado de su cuerpo, que caía cada vez más hacia delante. Yo no he visto mentiroso más intrigante en mi vida que aquel cocinero y su pertinaz antifaz de jocoso amigo. Nunca. Al menos eso me pareció en aquel momento.
—¿Quién más sabe esto?
Negué, tragando saliva y sosteniéndome las ganas de salir corriendo. Tortosa asintió antes de sonreírme.
—Tengo una ligera idea de quién puede ser, pero no estoy seguro. Canas, ¿eh?... Tarde o temprano lo averiguaré. Tienes que mantener en secreto lo que viste, ¿lo has entendido?
—Tendré la boca callada.
—Y otra cosa, seré yo quien se lo diga al Francés... cuando crea que deba hacerlo.
—Sí, claro, por supuesto.
Tortosa, risueño, se puso de pie. Yo me levanté al momento. Nos quedamos enfrente uno del otro, sin decir nada. Intenté devolverle la gansa alegría que me mostraba con aquel ridículo abrazo que me dio. Le apreté las costillas contra las mías, lo más fuerte que pude, y le dije la sarta de mentiras más soeces, falsas y rastreras que recuerdo haber dicho nunca.
—Yo no merezco tu amistad, Tortosa. No si he podido dar a entender que he dudado de ella. No he conocido a nadie en el mundo que me haya enseñado tanto sobre el respeto a la vida y a la fidelidad como tú. Jamás he dudado de ti, y querría darte las gracias por tantas cosas que no sabría por dónde empezar.
—Suena a despedida, insensato, y todavía nos queda mucho que andar juntos.
—Ya lo sé, pero necesitaba decirlo. Siempre te estaré agradecido.
—Bien me debes tu vida —soltó con otra sonrisa chocarrera—, es cierto que me tienes que estar agradecido hasta que te mueras.
—No entiendo. —No quería entender.
—Ese transeúnte caritativo que se dedicó a salvar vidas en el incendio, del que habla el periódico, ese era yo.
—¿Fuiste tú quien me sacó del incendio?
—Con estos dos brazos. Casi la palmas. La próxima vez ten más cuidado y sé el primero en salir corriendo de un fuego. No siempre tendrás la misma suerte.
Me quedé patidifuso.
—¿Te ha sorprendido?
Volví a empacharme de sudor.
—No sé qué decir...
—No digas nada, y termina de empaquetar tus cosas. Pierre nos espera antes de comer.
29
PULLITAS DE ESCAMÓN
Ni una sola gota de agua. El río quebraba seco por los guijarros que marcaban su cauce fantasma. Llegamos a una llanura que se extendía sobre un valle repleto de árboles huraños y peñascos desnudos. El paisaje había cambiado de una manera sorprendente: antes el horizonte era verde y fértil, y ahora, a apenas veinte kilómetros de La Capital, todo lo que se divisaba era un tórrido y sediento raso.
Pierre volvió a girar a la derecha para tomar un camino de tierra que llevaba directo a una loma deshuesada donde únicamente se divisaba una casa alta y ruinosa muy a lo lejos. El coche avanzaba muy despacio dando trompicones sobre los baches y montículos del terreno.
A los cinco minutos de dar botes por aquel sitio, una interminable alambrada apareció de improviso al rebasar una rasante. El Francés frenó y aparcó el coche en una explanada, justo al lado de un pequeño cenagal.
Abrimos la verja con cuidado de no cortarnos con los alambres que envolvían el cerrojo. Bajo un sol de justicia, en el silencio de la tarde, aquella casa lejana tenía el aspecto de un mugriento hostal en ruinas en mitad de ninguna parte. La hierba crecía alborotada entre las piedras del camino, y millones de mosquitos nos daban la bienvenida en forma de picaduras y cojoneras sinfonías.
Tortosa andaba delante de nosotros dos con paso decidido. Pierre se ayudaba de mi hombro para poder seguir la marcha del cocinero. Por mi parte, sentía un ligero vértigo, me temblaban las piernas, y estaba preocupado porque aún no había tenido ocasión de contarle al Francés mi desafortunada conversación de por la mañana. Traté de serenarme y empecé a caminar más despacio de lo normal. Pierre pareció entender mi treta y menguó también él su ritmo. Dejamos que Tortosa se difuminara entre la bruma del bochorno.
—Esta mañana he tenido que contárselo todo a Tortosa —le susurré.
—¿Y qué es todo?
—Lo del incendio, lo de la monja y el cura, lo del asesino.
—¿Y nada más?
—Nada más, nada más...
El cocinero se paró y el pequeño trecho que nos llevaba de ventaja se esfumó en un periquete. Al rebasarle, me fijé en cómo sus cejas picudas se arrugaron hasta deformarse en una vasta sombra. Seguimos caminando hasta llegar a otra verja, más rudimentaria, donde un ramillete de rosales secos y un perfume rancio a rosas nos guio hasta la entrada de la casa.
La palabra que había utilizado Tortosa para describir el escondrijo de Tito Donabella había sido «madriguera». La fachada de aquel lugar era un inmenso panel forrado de anchas maderas blancas horizontales, desgastadas en todas las esquinas, sucia de polvo amarillo a un lado y otro, y sin una sola ventana. No tenía cumbre, al final de la mole se intuía un chato tejado donde el agua se encharcaría sin lugar a dudas y donde más de una alimaña pasaría sus horas en la noche, resguardada de la claridad de la luna. Una mesita de hierro oxidada y terroríficamente infectada de moscardones revoloteando encima de un plato de cristal quemado por el sol nos estrechaba aún más un soportal irregular y minúsculo, paso obligado hasta la puerta de entrada.
Miré a mis dos acompañantes y ellos me miraron a mí. En el Francés creí reconocer una expresión de alivio en sus ojos, y en Tortosa una de pura maldad. El enclenque cuerpo del cocinero se interpuso entre el mío y el del Pierre, justo en medio de los dos y por detrás de la mesita. Empecé a sudar, mis pensamientos zarandeaban a mi alma, comprendí que allí podía liberarme de todos los remordimientos que me habían asaltado durante esta maldita historia. Suspiré, después de tanto tiempo no sabía si quería volver a ver a mi tutor.
Pasaron unos minutos antes de que el cocinero golpeara la puerta con los nudillos. Lo único que se sentía era el silencio. Volvió a aporrear la madera, esta vez sin ninguna delicadeza. El sol juzgó desnudarse en aquel preciso momento haciendo que la terquedad de la espera se acentuara mucho más. Tardamos solo unos segundos en sentir pasos, de pies descalzos. Con un ruido de rechinadas bisagras la puerta se abrió, lentamente. El labio me temblaba a causa del nerviosismo, o la impaciencia.
La oscuridad nos cegó.
—¿Ya estáis aquí? Os esperaba mucho más tarde, no me ha dado tiempo de preparar café, ni hacer nada para la merienda. Os tendréis que conformar con mi compañía.
Un tufo a alcohol me desgarró el olfato.
—Estás borracho —espetó Tortosa.
Mi respiración era estruendosa. No tardé en distinguir la nariz aguileña de mi tutor enfilar por entre el polvo del resquicio de la puerta. Su corva mirada estaba empapada de humedad, y las arrugas de su frente dormían despatarradas sobre una hilera de pelos canosos que caían de su frente. Era el mismo Donabella de siempre, pero diez o veinte años mayor.
—¡Vaya facha! —exclamó el cocinero.
Tito salió al sucio soportal con los brazos en jarras, vestido únicamente con unos calzoncillos largos que se sostenían solos de la mugre que tenían. En torno a la bragueta el color parduzco de la tela se volvía de un palomino piojoso. Y el olor a sudor era tan nauseabundo que ni con veinte baños de sales con romero, menta y jazmín se podría eliminar tal pestilencia de su piel. Todos dimos un paso hacia atrás.
—¿Borracho? —Donabella apenas se mantenía en pie—. ¿Quién dice que estoy borracho?
Aparté al cocinero y me planté delante de mi tutor. ¿Todo lo que yo había sufrido se reducía a eso? En momentos como aquel es cuando me percato del significado del sufrimiento. Todo es una farsa, la vida te hace cambiar una y otra vez de dolor. Nunca se puede dominar a la amargura, a la angustia o al desconsuelo; siempre vuelven a aparecer con distintas etiquetas, mordiéndonos un trozo de alma que nunca volverá a nacer.
—Tito..., soy Adiel, ¿me reconoce?
El enclenque hombrecillo asintió, más pálido que el sudario de un beduino. En su mirada advertí angustia, pero no sorpresa. Levantó sus manos y me abrazó. Casi me desmayo.
—¡Déjanos pasar de una vez! —gritó Pierre—. ¡Aquí nos vamos a achicharrar!
Aquella intervención del Francés evitó que me desmayara por la peste. Donabella, después de tocarme una vez más el rostro con sus manos arqueadas, se dio la vuelta, siendo él el primero en mirar hacia aquel caserón.
—Tened cuidado de no pisar a... Óscar —dijo bajo el dintel—. A veces aparece..., la muy salvaje..., sin avisar, y se mete entre las piernas...
—¿Tienes un perro, Donabella?
—¿Un perro?, ¿quién dice que Óscar es un perro?... ¡Vaya ocurrencia!
—¿Un gato? —insistió Tortosa—, ¿una tortuga?, ¿un zorro?, ¿un león?, ¿un caballo?..., ¿un conejo?
—Una rata... Óscar es una rata, y muy bonita...
—¿Un roedor?
—Pierre, tú siempre tan refinado... Óscar es una rata ¡gordísima!, no la llames roedor, como si tal cosa...
El umbral de la vivienda parecía la puerta de acceso al más allá. El interior era más oscuro que la noche, y ni un rastro minúsculo de claridad se oponía a ello. Entramos, al fin, deseando no pisar al inquilino de mi tutor. La extraña casa era realmente una madriguera apestosa. Olía a vómitos.
Soporté el primer envite de aquel aliento tibio que corría por el aire lo mejor que pude. Me tapé la boca y la nariz con un pañuelo.
—Al antiguo dueño no le gustaban las ventanas... ¡Ni una!, no hay ¡ni una! —repetía Donabella—. Ni una ¡mísera! ventana... Encenderemos la bombilla, ¿no? Sí, sí..., la encendemos...
Mi tutor cruzó la habitación como un murciélago, sin hacer ruido. Al poco, se escuchó un crujido metálico y una luz escasa colgó del techo. Era deprimente; aquel lugar carecía de una mínima ventilación. Las paredes estaban pintadas de un verde escandaloso y todo el edificio era en sí una enorme caja vacía, cuyo interior solo lo ocupaban una mesa desconchada y seis sillas de plástico. No había retrete, ni cocina, ni camas, ni siquiera una mísera ducha. Un áspero liquen parecía ahorcarse de la única viga que atravesaba el techo, y cinco o seis botellas vacías de whisky barato rodeaban a una sandía en descomposición.
—No me encuentro muy... bien...
Óscar, la rata, comía de un melón en la esquina más alejada de nosotros.
—No... no me... encuentro muy... bien...
Donabella, que a la luz de la bombilla parecía un espantapájaros, movía la cabeza buscando un lugar donde fijar su mirada. Cedía pálido a cada sacudida del alcohol, sus manos venosas contemplaban cómo las convulsiones eran cada vez mayores. Cerraba los ojos, los volvía a abrir, los cerraba, los abría...
Terminó por caerse en redondo.
—Solo tiene que dormir la mona...
—Pierre tiene razón, se le pasará...
—Tú le ves escuchimizado, pero Donabella es muy fuerte..., y los tiene bien puestos...
—Eso espero... —dije.
Aunque sucio y hediondo, dentro se estaba mucho más fresco que fuera. Mi tutor hacía ya más de dos horas que dormía en un hoyo, en el centro de la casa, sobre un colchón de periódicos manoseados. Durante ese tiempo el Francés y Tortosa apenas habían abierto la boca. Yo llevaba un rato parado enfrente de la puerta mirando cómo un pequeño remolino de viento se llevaba de un lado a otro un haz de hojas secas. Con gusto me hubiera cambiado por cualquiera de aquellos frágiles desechos vegetales. Me sentía engañado por el mundo, el infierno se me tragaba con todo mi cansancio, y eso era demasiada culpa como para cargarla yo solo. Los últimos días habían sido terribles, llenos de sustos; pero en aquel momento no era consciente del despropósito del silencio, que es capaz de preceder a la locura tanto como el fuego a la mecha o a un reguero de pólvora. El recelo lo marcaba el límite de la palabra. Pierre y el cocinero empezaron a tirarse «pullitas de escamón».
—Tú habías estado aquí antes, ¿verdad? —preguntó Tortosa al Francés.
—¿Por qué dices eso?
—Apenas has necesitado indicaciones para dar con el sitio.
—No se necesitan más indicaciones de las que me has dado. Hasta un anormal llegaría sin problemas.
—Exageras...
—No exagero: carretera sur dirección meseta; primer cruce después del puente, doblar a la derecha hasta ver una impresionante casa encima de una loma; coger el primer camino de piedra que cruza la carretera; aparcar cuando termina el camino en una verja. ¿Exagero?
El cocinero tardó lo justo en contestar para que no pareciera demasiado importante lo que discutía.
—Puede que tengas razón... —dijo muy bajito Tortosa.
—¡La tengo! —increpó a grito limpio Pierre.
El tono de la conversación se enturbiaba cada vez más. Ahora me tocaba a mí comportarme como un versado descubridor de disfraces. Los observaba atentamente, pendiente de cada uno de sus gestos: la mirada desconfiada del Francés podría significar que, tras su corazón henchido de lealtad, una sospecha le estaba dando ardores en el estómago; o que tras los ruborizados cachetes del cocinero, un feo remordimiento carcomía su sesera.
—Vaya trato has hecho...
—¿Perdón?
—He dicho que ¡vaya trato que has hecho con Ángelo!
—Yo no creo que haya sido un mal trato. Tenemos aquí a este, cuando vuelva a estar vivo nos podrá decir algo, ¡vamos, digo yo!
—Eres más tonto de lo que creía, Tortosa...
—Sigue hablando así, y de esa manera no sobreviviremos los dos, Pierre...
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir lo que has oído. —El cocinero se ayudó de las manos para ponerse de pie. Se colocó justo encima del Francés, que todavía se encontraba sentado en un descansillo del soportal—. ¿Qué te pasa, amigo?, pareces otra persona totalmente diferente a la que yo conozco.
—¡No digas sandeces! —rugió el Francés—, ¡yo no cambio de piel como los camaleones, así se me antoje hacerlo! ¡Mamarracho! Yo te puedo hacer la misma pregunta: ¿qué te pasa a ti, rastrero sinvergüenza?, ¿te ha cambiado el carácter todo esto?, ¿crees que no me he dado cuenta de lo que quieres hacer?
Yo sabía cómo sonaba esa pregunta en los labios de Pierre, pero aun así esperé a que la reacción del cocinero me mostrara hasta dónde estaba viciada la relación entre ambos.
Tras una reflexión, Tortosa claudicó; no quiso enfrentarse a Pierre.
—Me voy a ver a Donabella..., aquí hace demasiado calor.
El Francés sacudió la cabeza. Se levantó del suelo. Jugó un instante con el bastón entre las manos. El cocinero llegó a mi altura y se dispuso a entrar en la casa.
—¡Tortosa! —llamó Pierre—... Ven..., por favor.
El cocinero se quedó varado, esperando otra llamada. Al ver que no llegaba, se dio la vuelta con la vista levantada al cielo. Sus ojos eran dos témpanos de hielo. Avanzó un solo paso y se detuvo insolente.
—¿Qué quieres?
—No quiero que te enfades, amigo, pero ya has hecho demasiado por nosotros —media sonrisa—. Te agradezco que hayas cuidado de Adiel mientras yo estaba en el hospital. No tienes por qué seguir con esto. En cuanto despierte la bella durmiente nos vamos de aquí..., y te dejo en tu apestoso bar para que sigas intoxicando a tu selecta clientela.
Tortosa sonrió.
—Nunca dejo de cumplir un juramento, Francés, ni siquiera si es para salvar la vida de un bobo carroñero como tú. Seguiré hasta el final, al lado de tu apestoso trasero, pegado como una lapa...
Pierre sonrió.
—Creo que tanto sol no nos ha sentado ni una pizca de bien.
—Opino lo mismo.
Supuse entonces que el lenguaje podía descifrar para mí la verdad de las cosas; pero no era más que pura ilusión. En menos de diez suspiros, el cocinero y el Francés habían pasado del temor y la sospecha a la calma y la confianza. La realidad que se agolpaba entre aquellas miradas no era más que el residuo de una metáfora, un recelo insufrible.
Entramos los tres a la vez en la casa. Mi tutor apenas respiraba engurruñado. Dio un par de vueltas como si fuera una cama de verdad, abrió los brazos en cruz y maulló al igual que una gata en celo. Tenía los ojos apretados más que cerrados.
—¿Qué tipo de sitio es este? —pregunté en voz baja a nadie en particular.
Pierre me contestó:
—Verás..., en un principio esto perteneció a la Iglesia. Fue un enorme granero donde se almacenaban toneladas de diezmos que recogían los curas de los campesinos de la región. Estoy seguro de que daba gusto ver este lugar por aquel entonces, ¡todo rebosante de heno, trigo o manojos y más manojos de zanahorias!
—¿De la Iglesia?
—De la Iglesia, de la Iglesia. Eso fue hace mucho tiempo, muchacho, ni yo había nacido.
—No creí que fuese tan antigua la construcción —dije sorprendido.
—Tendrá más de cien años seguro. —El Francés tragó un poco de aire antes de continuar con la explicación—. Poco después de estallar la guerra, el ejército rebelde lo requisó para que sirviera de tinglado donde guardar baúles de latas de conserva y botas de cuero. Yo mismo estuve aquí una temporada sirviendo como mozo de almacén...
—¿Después de la guerra?, ¿tú aquí?, ¿en esta pocilga? —le interrogué curioso.
—Sí, muchacho, pero ya...
—¡Traidor, sabía que conocías el sitio! —le interrumpió Tortosa.
—Pero ya no me acordaba —continuó el Francés sin hacer caso a la babeante malicia del cocinero—. De lo último que se acuerda uno es de sitios como este, llenos de... de... recuerdos tan lejanos...
El cocinero contempló pensativo el bulto que hacía Donabella en el suelo. Con los puños se golpeó, suavemente, en los muslos.
Yo miraba, sin decir nada.
—No sé cuándo ni cómo, pero llegó a mis oídos que Ángelo compró esta propiedad por cien duros a don Antonio Grádalo Garcilaso, quien a su vez le había ganado las escrituras de la casa y las tierras a un teniente coronel de intendencia en una memorable, fullera y trucada partida de cartas en el casino de La Capital.
—De eso no tenía ni idea —rio Tortosa—. Y ahora sirve de madriguera para ratas y comadrejas, ¿no?
—Desde luego no es ningún hotelito con encanto...
—Pero... —dije contrariado— ¿qué hace aquí mi tutor?..., ¿y de... de esta guisa?
—Yo apostaría a que no lo sabe ni él...
—Entonces está prisionero...
—¿Prisionero sin grilletes? —volvió a reírse el cocinero—. El bueno de Tito nos lo aclarará cuando esté medianamente consciente y decida que ya ha dormido bastante. No creo que tarde mucho en recuperar el sentido...
—En eso tienes razón... —El Francés señaló al suelo, hablaba como si nadie estuviera con él—. Nuestra bella durmiente parece que no quiere dormir más. Se está despertando...
30
UNA PROMESA DE AMOR
Cuando se tiene resaca, los acuerdos y recuerdos afloran todos de golpe en la mente del que la padece. El día anterior consigue ser un infinito muy corto, o un soplo fieramente largo. Las enormes lagunas de decencia que se pierden en una borrachera pueden estar justificadas por un amor despechado, o injuriadas por la lujuria de un pervertido. Pero no era el caso de mi tutor. Él jamás necesitó desquiciarse con el alcohol para ahogar penas o reflotar pesares. Yo nunca le había visto beber. Ni siquiera un poco en las navidades o en las fiestas del pueblo.
Donabella pareció despertar de improviso. Al resoplar, Tortosa y el Francés se inclinaron sobre él para levantarlo, pero mi tutor apretó su trasero en el suelo y opuso toda la resistencia que pudo para no ser ayudado. Intentó hablar y empezó a farfullar como una melé de viejas criticonas en la puerta del mercado. Solo después de tranquilizarse y respirar profundamente unos segundos, consiguió decir las primeras palabras entendibles desde que se derrumbara en el suelo hacía más de cinco horas.
—Dejad que me levante yo solo, sin la ayuda de nadie..., necesito sentir que aún tengo algo de dignidad.
Tito consiguió levantarse, no sin dificultades.
—Me arde horrores la garganta, parece como si una lluvia de alfileres estuvieran clavados en ella.
Se tambaleó varias veces antes de posar sus manos sobre mis hombros.
—¡Cuántas preguntas a las que contestar!, ¿verdad, Adiel?
Lo curioso es que yo no tenía preguntas en ese momento. Me encontraba ausente de la realidad hasta el punto de creerme otra persona. De pie delante de la única puerta, me di cuenta, en una revelación casi estúpida, de que a pesar de la suciedad, la oscuridad y lo bochornoso que resultaba sentirse asqueado por mi propio pasado, Donabella era la única persona en aquel lugar que podría dar un poco de sentido a mi vida.
Empecé a caminar cabizbajo por dentro de la casa, mi tutor no me perdía de vista durante todo el tiempo que pasé errando de aquí para allá. Me puse entre el Francés y el cocinero y él se acercó, sin dejar de mirarme. Hizo un gesto con la mano moviendo los dedos.
—Tito, ¿qué es lo que pasa?
Donabella alargó el suspense como primera respuesta a mi interrogación. Solo me mostró silencio. Pierre tenía el garbo de una estatua tallada en piedra, y Tortosa se fue apagando lentamente en una remota esquina oscura esperando a que allí los ecos resonaran mejor.
Volví a mirar a los ojos de mi tutor. Los tenía rojos, encendidos.
—¿Qué es lo que pasa? —deseaba gritar y abofetearle la cara por haberme abandonado—, ¿qué hacemos aquí?, ¿¡por qué estamos aquí!?..., ¿puede decírmelo?
Inesperadamente, Tito rompió a llorar. Hasta él mismo pareció sorprenderse de su ataque de ansiedad. Se sentó encima de una de las míseras sillas de plástico.
—¿Cuándo quieres que empiece?
* * *
—Adiel, yo nunca creí que una promesa de amor pudiera hacer tanto daño, tanto tanto tanto daño...
»Entró en mi vida hace dieciocho años, y lo hizo para nunca más salir de ella.
»Recuerdo todos los detalles del primer día que vi a tu madre: el vestido amarillo y la rebeca roja, el sombrerito, los zapatos brillantes, el olor a almizcle y el perfume de naranja. Iba agarrada al brazo del padre Benito, venían por la alameda huyendo de la policía. Por aquel entonces en La Capital eran tiempos revueltos y nadie se libraba de salir escardado por cualquier cosa en alguna ocasión. Los "listos", por ejemplo, cerraban la plaza Mayor para mandar allí a cuantos más maricones, revolucionarios, comunistas o retrógrados, mejor. De esa manera podían formas filas y ejecutar con un poco de orden y concierto. Era repugnante ver a algunos vecinos gritar en mitad de la calle consignas y canciones en contra de sus propios ideales. Todos estábamos locos por aquel entonces.
»El bueno del cura me pidió que cuidara de ella, que la escondiera un tiempo. Como pago, y en previsión de que pudiera necesitar mi ayuda, tu padre lo había arreglado todo para venderme por dos reales una joyería y unas tierras en el pueblo. Por supuesto, fruto de su sucia carrera en el Tribunal Serenísimo y en la Innombrable. Yo lo sabía, pero entonces no me preocupaba tener cargo de conciencia.
»A Don Benito le habían dado el soplo de que aquella misma noche se pasarían por su ermita a "limpiar" el lugar de apestados. Por eso me la trajo. Tu madre estaba a punto de dar a luz y el poeta se encontraba en Francia, donde había ido a rehacer su futuro. Tu padre quería empezar de nuevo lejos de esta ciudad, pero ni don Antonio Grádalo Garcilaso ni Ángelo lo permitirían. Mandaron a un asesino a que le siguiera la pista, a que le diera caza, y a que lo trajera de vuelta. Pero algo debió de salir mal porque nunca volvieron, ni tu padre ni su verdugo. El sicario se limitó a poner un telegrama desde Niza donde decía que "el poeta se había callado para siempre".
»El mismo día que tu madre te trajo al mundo, una persona anónima le mandó una copia de ese mismo telegrama. Al principio no quiso entender lo que en él decía, pero al cabo de seis meses sin tener noticia alguna de tu padre acabó por comprender que era mejor recordar a un muerto que esperar a un fantasma..., aunque nunca la vi llorar..., ni una sola lágrima. Tenía tanta pena acumulada que se resistía a soltarla. La quería toda para sí.
»Los tres años que vivimos juntos fueron los más maravillosos de mi vida. Me enamoré perdidamente de ella. El mundo era perfecto. A mí no me importaba que ella no me amara, me conformaba con tenerla a mi lado, con cuidarla, con servirla. Tú crecías muy rápido, y ella te mimaba con pasión. Te acurrucaba en sus brazos y te contaba cosas de tu padre todas las noches, una tras otra. El recuerdo del poeta siempre estaba vivo en mi casa. ¡Dios!, ¡cuánto llegué a odiarle, porque era a él, incluso muerto, a quien amaba la mujer que yo más amaba en el mundo! Me sentía dichoso y desgraciado al mismo tiempo.
»Tu madre empezó a sentirse mal cuando tú tenías dos años. El dolor le traspasaba el corazón y había rachas de semanas enteras en las que apenas podía dormir o descansar. Se quedó tan delgada que no tardó en necesitar ayuda para ir a cualquier sitio de la casa. Aun así, a mí me parecía la mujer más bella y delicada del mundo.
»Los médicos dijeron que no se podía hacer nada por su vida. Estaba predestinada a irse joven de este mundo.
»Fue la noche antes de morir cuando me lo contó todo. No quería llevarse ningún secreto a la tumba. Deseaba hacer bien las cosas y marcharse con la conciencia aliviada. Cada una de sus palabras las tengo grabadas en mi cabeza:
»—Tito, no puedo morir sin saber que mi hijo vivirá una vida mejor que la mía... Yo no soy más de lo que ves..., pero no merezco tanto castigo. Hace ya muchos años que no estoy viva, desde que Dios me arrebató a mi marido y me dejó sola en este mundo. Tito, he habitado durante los años después de su muerte, pero no he vivido. He habitado en medio de unas paredes calientes en invierno y frescas en verano. He habitado con tu cariño, con el cariño de mi hijo. Pero no he vivido, Tito, no he vivido. Ahora me llega mi último adiós y quiero morir viva, sin secretos. El poeta enterró en medio de algún sitio un gran tesoro... No es oro, ni dinero, ni joyas. Enterró decenas de vidas que algún día, cuando Adiel esté preparado, debe devolver a la muerte para que sean enterradas en paz. Tú sabes a qué se dedicaba el poeta, lo sabes y por eso lo has despreciado siempre. Pero ¿no es esta casa quizá también obra de su maldad? Debes prometerme una cosa, debes hacerlo por ese amor que me tienes y del que dices tanto te hace sufrir. Debes prometerme que lucharás con todas tus fuerzas para que Adiel nunca tenga que vivir como yo lo he hecho. Matarás si hace falta, mentirás, amarás, traicionarás, te venderás, harás lo necesario para que mi hijo no sufra. Llegará un día en el que vendrá alguien a dejarte una llave en prenda, será la señal de que todo ha empezado. Vendrán días de caos..., el padre Benito le dará a Adiel algo con lo que poder encontrar su legado. La llave es lo que abrirá ese legado... Hazte con ella... Aleja el peligro de mi hijo... Tito..., prométeme que matarás sin piedad si alguien o algo te impide cumplir esta promesa. ¡Prométemelo!
»Lo prometí. Y no he sido capaz de cumplir mi promesa. No he alejado el peligro de ti, Adiel. Lo único que he conseguido es hacer que mi vida tampoco tenga sentido. Ya no. Después de venderla, no.
—¿A quién has vendido tu vida? —preguntó Pierre.
Mi tutor contrajo los labios, vaciló un segundo y luego dijo:
—¿Y eres tú quien me lo pregunta?
Donabella estaba de pie, junto a mí. El Francés volvió su cabeza hacia nosotros y sonrió con su medio guiño.
—Sí, soy yo quien te lo pregunta.
—¿Y no lo adivinas?
—No —dijo—. No tengo tanta inventiva. Dímelo tú.
—No me hagas reír.
—No lo pretendo. Es lo último que me apetece ahora mismo, hacerte reír.
—No me he caído de un guindo, Pierre.
—¿No?, ¿en serio?
—¿De qué si no estaríamos ahora aquí, en esta situación? —estalló—, ¿cómo podrías tú saber nada del tesoro?, ¿cómo podrían haberse enterado la mitad de los maleantes de la ciudad de la «herencia» del pobre Adiel?, ¿cómo?, si no es por ella... ¡Sabes muy bien de quién hablo!, ¡no te hagas el tonto, Pierre, conmigo no!
Al Francés los ojos se le encendieron de furor y a Donabella un frío intenso le dejó marcas alrededor de todo su torso desnudo. Pierre se abalanzó al cuello de mi tutor.
—¡Perro!, ¡cerdo!, ¡sabandija!, ¡qué insinúas!
Yo me quedé indolente por el pánico, sentí asco por el miedo. Tortosa salió de su abrigo en la penumbra y separó a mi tutor de su presa.
—¡Si quieres matarlo, espera a que nos lo cuente todo! ¡Tranquilízate!
El Francés se retiró resoplando unos pasos. Al poco volvió a poner el aliento en el rostro de Donabella:
—¡Dime de una vez a quién has vendido tu puñetera vida, saco de estiércol!
Tito ya no se mostraba tan seguro.
—A tu mujer...
—¿A quién? —Pierre se inclinó hacia delante ante la débil oposición de mi tutor.
—A Clarisse, a tu mujercita...
—Mientes...
—No miento, Francés..., no miento.
—¡Mientes, cerdo!
Donabella estaba tan asustado que no vaciló en ser él el primero en pegar con todas sus fuerzas en la cara de Pierre al verlas venir. El Francés se tambaleó, pero el golpe no le había hecho ningún daño. Arremetió un puñetazo contra el indefenso cuerpecillo de Tito, que milagrosamente pudo esquivar. Pierre no se encontraba recuperado del todo; estaba torpe y pesado, por lo que tropezar y quedar atascado entre una de las sillas de plástico y la mesa fue todo un visto y no visto. Me señaló con el bastón y le ayudé a levantarse. Goterones de sudor rodaban por sus mejillas, como lágrimas humillantes.
—Está bien —dijo—, intenta convencerme de que no te mate. Habla.
—Clarisse trabaja desde hace años para Ángelo, ¿no lo sabías?... No, no lo sabías, tú no sabes nada de tu mujercita..., no quieres saberlo, ¿verdad?
—No tientes a la suerte, Donabella... —le advirtió Tortosa—, no la tientes.
—Claro..., la suerte. En fin...
Pude leer en los labios del Francés lo que este decía: «Te mataré, cerdo, te mataré». Traté de serenarme. Mi tutor empezó a hablar por fin.
—Todo esto es una cadena, los desgraciados como nosotros nos desvivimos para complacer a mujeres como Clarisse. Ellas se pierden por chuloputas del tres al cuarto que están todo el día intentando ganarse un puesto de confianza entre los lugartenientes de un sinvergüenza, tirándose toda una vida sirviendo como esclavos, para que tipos como don Ángelo puedan morir en paz y con el mayor número de caídos a sus espaldas. Lo más triste de todo es que esta cadena nunca deja de tener eslabones, siempre hay alguien por encima de ti, y por debajo también. Alguien a quien pisotear, y alguien que te pisotee.
—No te andes por las ramas —le dijo el cocinero—. ¿Qué tiene que ver Clarisse en todo esto?
—Ángelo, de alguna manera —continuó—, supo de la existencia del legado del poeta..., pero no tenía nada. ¡Solo eran rumores! Palacios, Saturnino, y a lo mejor otras personas, sabían que yo era el albacea de esa maldita herencia. ¡Pero no tenían ni idea de dónde estaba, de quién la tenía!... Por eso me mandó a Clarisse, estaba seguro de que me seduciría, y de que no le sería difícil sonsacarme todo lo que sabía. Así fue... Le conté todo: la existencia de la llave, mi promesa a la madre de Adiel, el padre Benito... ¡Dios!, ¡si yo pudiera hacer algo para volver atrás en el tiempo, lo haría! Por mi culpa mataron al cura..., es algo que no me perdonaré nunca.
—También mataron a Nano —le recalqué dolorido—. ¿Qué culpa tenía él?
—Sí, lo sé. Pobre desgraciado. Era un buen chico.
—Hay una cosa que no logro comprender, bobalicón —apuntó Tortosa—. ¿Por qué el sicario, y la comedia de la llavecita en tu joyería?, ¿por qué no es directamente el padre Benito quien se encarga de hacerle llegar su herencia a Adiel en vez de contratar a un tipo para que se aloje en una pensión de mala muerte y ponga nervioso a todo el mundo?
—Así lo quería el poeta...
—¡Anda ya! —El cocinero dio un golpe en el suelo con la silla—. ¿No tienes nada más estúpido que contestar?
—Supongo que el padre Benito lo hizo para cerciorarse de que todas las piezas del puzle terminaran en manos de Adiel solo cuando él estuviera seguro de que no había ningún peligro... Murió antes de poder decírmelo, ¿recuerdas?
—Sí, claro que lo recuerdo..., ¡murió por culpa de un simple bocazas mentecato!
—¿Y quién mató a Paulo? —dijo encolerizado Donabella como respuesta a la exclamación de Tortosa—, ¿por qué lo mataron a él?, ¿por hacer mal su papel?
—¿Y quién es Paulo?
Pierre aguardó al silencio. Dejó perder en la oscuridad todas las trágicas justificaciones que pudo inventar. Levantó su barbilla y ni siquiera pestañeó al hablar:
—A Paulo lo maté por hacer demasiado bien su papel. No quiso entrar en razón. El muy imbécil pensó que podría sacar aún más tajada de todo esto y quiso que yo me apuntara al festín. Iba a traicionaros. Tarde o temprano lo hubiese hecho.
—¡Mientes!, ¡lo mataste porque llevas el mal en tus entrañas!
—Pues ahora mismo te diría que sí...
—Todo puede ser, botarate. Es muy divertido saber tanto y decir tan poca cosa, ¿no, Donabella?
—No lo creas, solo es divertido si lo que dices son mentiras.
El cocinero metió la mano en su bolsillo y se rio. Sacó un pañuelo y se secó la frente sudorosa.
—¿Por qué no estás muerto? —le preguntó Tortosa—, ¿por qué no estás bajo tierra si Ángelo ya tiene lo que quería de ti?
—Ángelo no es tonto...
—¿No es tonto?
—No, él no mata por matar. Es más listo que todo eso. De mí se ha llevado la llave y la poca información que ha podido sacarme. Mientras que estoy vivo, puede utilizarme... Sabía que de alguna manera seguiría a Adiel, que intentaría cumplir mi promesa. Yo espiaba los movimientos de Adiel, y él espiaba los míos por mediación de Clarisse... Ya os he dicho que todo es una cadena. No se puede fiar uno de nadie... ¿Quién me asegura a mí que ni tú ni el Francés trabajáis bajo las órdenes de Ángelo?..., o peor aún, bajo la tutela de Mía...
—Se lo digo yo, Donabella —afirmé de forma ridícula y apasionada.
—No estés tan seguro, hijo...
—No me llame hijo. Nunca lo he sido para usted. Ahora no, no quiero...
—¡Todavía no está todo perdido! —exclamó Tito.
—¿Pero tú te has visto? ¿Dónde está tu ropa? ¿Qué haces medio en cueros en un sitio como este?, ¿por qué sabías que veníamos? No me ha parecido que te sorprendiera mucho nuestra visita, es más, hasta diría que la esperabas.
Mi tutor se retorció el cuello para mirar al Francés. Cada una de las palabras que salieron de su boca estaban cargadas de ira y rencor.
—¿No visteis cómo estaba la joyería? Ángelo creía que el tesoro del poeta se encontraba enterrado en la misma joyería, no me creía cuando le decía que era imposible... Levantó todo el piso y destrozó mi hogar... Era horrible... Cuando se dio cuenta de que no había nada debajo de aquellos escombros, me dio a elegir entre dos opciones: la primera era sepultarme vivo debajo de esos cascotes..., para que muriera de sed, de hambre o de aplastamiento...
—¿Y la segunda? —pregunté.
—La segunda era aún peor: me abandonarían aquí, con la única compañía de diez botellas de whisky y media docena de melones y sandías..., a la espera de que vinierais a socorrerme...
—¡Estás muy mal, bobalicón, si piensas que vamos a creerte!
—¡No!... ¡Escuchad!... Debía ganarme vuestra confianza, convenceros de que había sido torturado..., tenía que hacerme pasar por una víctima, no por un traidor...
—¡Eres una sabandija, un cerdo! —replicó Pierre.
—¡Déjame terminar!
El Francés escupió a los pies de Tito. Pasaron unos segundos.
—Juntos encontraríamos el tesoro —siguió con el mismo ímpetu—... ¡Juntos! Después, una vez que lo lográramos, debía traicionaros...
—¡Eres una sabandija, un cerdo! —insistió el Francés.
—Pero eso no va a pasar... —Donabella decidió no hacer más caso a los improperios de un Pierre que parecía ido—, ¿qué sentido tendría contarlo todo entonces?... Ganaremos juntos, podemos hacerlo juntos..., ¡no os traicionaré!...
—No puedo creerte..., no puedo hacerlo..., mi Clarisse..., sabandija...
—¡Cumpliré mi promesa de amor!... ¿Adiel?, ¿eh?, Tortosa... ¿Pierre?
—No te creo...
La tristeza que irradiaban los ojos de Donabella no era malsana tristeza. Podía sentir el tormento que existía dentro de él. Me conmovían las palabras temblorosas y el vacío de sus pasos siguiendo la marcha indolente del Francés por toda la casa. Se desvaneció cualquier sentimiento de huida en mi alma. Yo le creía. Decía la verdad.
—Yo le creo, Tito...
—Nos iremos de este sitio ahora mismo. Pierre, ¿estás de acuerdo?
El Francés tenía la cara de un hombre que mataría por ser franco. Su media sonrisa se desdibujó hacia el mentón. Volvió a escupir a los pies de Donabella.
—Estoy de acuerdo, Tortosa..., estoy de acuerdo...
* * *
Acurrucado en la parte de atrás del coche de Pierre, al lado de mi tutor, al azotador y cansado movimiento de las trémulas curvas que ondulaban la carretera, un pensamiento, o más bien un sueño, meció mi malestar y aturdió mi razón con tal severidad que no comprendí cómo aún seguía vivo con aquella incertidumbre deambulando por mi alma. ¿Dónde estaba Dulce? ¡Mi dulce Dulce! Donabella abrió los ojos de súbito pareciendo adivinar por mi reacción qué era lo que me turbaba en aquel momento. En silencio, se llevó el índice a sus labios y me negó con la cabeza. Con la nariz aguileña me señaló al Francés y al cocinero.
—Ella está bien —me susurró—. Ni la nombres...
31
COLCHÓN DE PLUMAS DE OCA
Incluso los mejores generales necesitan un plan para invadir un país por muy pequeño o indefenso que se encuentre. A la hora de aguantar los reveses de la fortuna, la naturaleza del ser humano nos hace tan cautelosos como torpes. Creemos ser más felices que el forastero cuando en realidad somos tan desdichados como él.
* * *
Entraron un momento en la casa de Pierre a recoger algunas cosas. Yo me quedé en la parte de atrás del coche medio dormido, intentando no parecer demasiado despierto. Cerré los ojos y casi podía sentirme libre de mis ataduras. Agrieté mis penas y noté la cálida brisa que barría las calles, arranqué mis culpas y era el vaporoso sol el que volvía a nacer para mí en aquel oscuro ocaso.
Donabella aseguraba que el fin de todo este misterio estaba cerca, que teníamos todas las piezas necesarias para ello. Iríamos al restaurante de Tortosa y allí podríamos porfiar hasta encontrar la mejor de las soluciones. Así de sencillo...
Yo solo quería matar de una vez por todas al tiempo, intentar que los recuerdos no asesinaran con odio a mi futuro. Intentar salvar el mayor número posible de días de las garras del olvido. Me decía a mí mismo que todo era sencillo, que todo saldría bien, que los verdugos se habían desvanecido de la faz de la tierra. No todo culpable necesita de una condena, ni todo héroe de una victoria. Eso lo sabía, pero yo era realmente ingenuo en aquel tiempo: pensaba que el universo giraba alrededor de la amistad, o de la lealtad..., o de la traición.
La noche regresaba de su retiro, y yo envidiaba su lecho de sueños...
Dormir. Era lo que más echaba de menos. Deseaba irme a dormir agotado, cansado por el trabajo, agobiado por el calor del día, o hastiado de soñar despierto. Ya no lo hacía. No dormía. Cerraba los ojos y automáticamente algo que no era mi alma me llevaba a la inconsciencia. Eso mismo ocurrió entonces: se me cayeron los párpados y tuve una visión. Vi un horizonte a través de una ventana blanca. Los rayos del sol eran violentos, pero apenas me hacían daño a los ojos. El reflejo de la luna se había pintado en un enorme lago donde animales de todo tipo nadaban, bebían o chapoteaban en el agua. Yo andaba por el borde de un precipicio agarrado de la mano de alguien al que no podía verle la cara. Nos dirigíamos a esa gran charca, y a medida que nos acercábamos se iba vaciando. Por algún motivo, aquello parecía haberse quedado sin vida, inerte. Y sin embargo el sol resplandecía más que nunca, brillaba con más fuerza, y todo se inundaba de colores brillantes y hermosísimos. Nos detuvimos y miré a mi derecha. Allí estaba Dulce. Miré a mi izquierda. Mi madre, a la que no recordaba. Miré al frente. Mi padre. Volví a mirar a la derecha y ya no estaba mi bella Dulce, en su lugar una mujer horrible se reía de mí. ¡A mi izquierda, Tortosa abría la boca y me sacaba la lengua burlándose e insultándome! Al frente, el Francés meneaba la cabeza sin parar de enseñarme su oreja mutilada... Sobresaltado, desperté en una cama con colchón de plumas de oca. Seguía con los ojos cerrados. Ahora escuchaba jadeos. ¡Una mujer que gemía! Subí corriendo unas escaleras interminables, crucé cientos de puertas, atravesé un túnel y salté por unas tapias..., y nunca llegué a ningún sitio. Me volví a sentar en la misma cama con colchón de plumas de oca. Me dejé caer con los brazos en cruz sobre ella y una de mis manos tocó un pecho. ¡La mujer de ojos claros, nariz pequeña, labios finos!... Clarisse volvía a estar a mi lado, tumbada, con la rosada pulpa del deseo entre mis dedos, y sus carnes firmes y blancas, muy blancas.
Un portazo me despertó.
—¿Sueñas con los angelitos, Adiel? —preguntó el Francés sacudiendo la cabeza—. ¡Dales recuerdos!
Nada, como después entendí, nada está pintado del color que resplandece.
Cuando llegamos al restaurante de Tortosa ya era noche cerrada. La puerta de la cocina no estaba abierta del todo. Del interior manaba un humeante aroma a hierbabuena y anís. Era el olor inconfundible de la infusión que Urría se preparaba todas las noches antes de irse a la cama. Asomamos las cabezas lentamente en la mugrienta sala, una tras otra. El primero en entrar fue el cocinero. Fred estaba sirviendo a su compañero una taza del vaporoso brebaje con olor a tisana.
—¿Ya estás en casa? —Tortosa saludó triunfante a su enorme pupilo—. ¿Te han tratado bien, papamoscas?
El rostro de Urría resplandecía de fealdad con el parche manchado de grasa. Los cuatro pelos de su cabeza apuntaban al norte, al sur, al este y al oeste. La nariz parecía estar atascada entre los carrillos de trompetero que asomaban tras ruidosos sorbetones al caldo.
—Acaba de llegar —dijo Fred—. Al parecer se ha pegado una buena caminata...
—Eso no es mal de morir. Andar es sano...
—Muy sano —recalcó Pierre.
—¿Estás bien, muchacho?
Urría contestó con una amarga sonrisa a la pregunta del cocinero. Alzó el gañote como un polluelo a su madre.
—Pues venga..., salid a tomar el fresco. Aquí no cabemos todos.
Fred, antes de que Urría moviera cualquier músculo para levantarse de la silla, le agarró por el brazo y tiró de él hacia arriba, hasta conseguir que el destartalado infeliz derramara su taza de infusión en la cabeza del Francés, justo donde estaba el muñón.
—¡Diossss!
La primera reacción de Pierre fue la de lanzar una brazada al aire, como queriendo atrapar a alguien entre sus manos. Apretó los dientes y salió disparado a meterse debajo de un caño de agua. El líquido elemento resbalaba delicadamente por su nuca. Sollozaba bajo el grifo, y a la vez maldecía sin parar. Al cabo de unos minutos se quitó el emplasto, y donde antes había una oreja, ahora apenas se diferenciaba un trozo de carne mezclada con pegotes de pomada y gasas.
—¿Estás bien? —me preocupé.
—¿Quema? —le preguntó mi tutor.
—¿Le matamos? —se burló Tortosa entre risas.
El Francés se secó con un paño pringoso y dio un puñetazo al cordero que colgaba de un gancho detrás de la pileta. Se acercó cojeando hasta donde estaba Urría encogido. Levantó amenazante su bastón.
—¡Una somanta de palos debía darte! ¡Inútil!
—Vamos, Pierre... —se interpuso Fred—, he tenido yo la culpa.
—¡Y qué!, ¿quieres una medalla o también quieres cobrar?
El Francés bajó el bastón.
—Lo sien... lo sien... to... —se trabó Fred.
Miré de reojo a mi tutor y noté en él cierta pesadumbre.
—¡Fuera de mi vista! —gritó Pierre—. ¡Los dos!
—Sí, claro..., nos iremos a dar ese paseo...
Al salir Urría y Fred de la cocina, Tortosa y Pierre se echaron a reír como colegiales. Contemplar a los dos retozando entre retorcijones y carcajadas me hizo pensar que la huraña complicidad existente entre ambos desde hacía días se había evaporado con los vahos de la infusión de hierbabuena y anís. Como por arte de magia.
Un espejismo.
—¿No será que tú le has ordenado que me riegue la oreja con esa mierda de bebida?
—¿Yo?
—¡No me extrañaría!
—No digas tonterías, majadero..., ¿de verdad piensas eso?
—Pensar lo pienso..., pero supongo que no eres tan tonto.
La tirantez se podía palpar en el ambiente. El accidente no hizo sino espabilar aún más la incertidumbre y el nerviosismo.
—No, no soy tan tonto, Francés, al menos no tanto como crees.
Un molesto silencio me obligó a entrometerme entre ambos.
—¿Por qué no nos sentamos? —dije—. Tenemos que idear un plan, ¿no?
El único que parecía estar impaciente por empezar era Donabella. Mi tutor se había vestido con ropas de Pierre y ya no parecía un haraposo desquiciado. El traje le hacía juego con su mirada, amarga y gris.
Rodeamos la mesa. Tito fue el primero en hablar.
—Para empezar, quiero dejar claro que a mí todo esto no me divierte...
—No tenemos mucho tiempo para tonterías, bobalicón, déjate de decir chorradas y discursitos. Ve directo al meollo.
Donabella miró abatido al cocinero.
—No vas a cambiar en la vida, ¿verdad?
Tortosa asintió. Mi tutor tragó saliva y continuó hablando.
—Tenemos la llave, bueno..., tenemos la información que en ella estaba grabada, que es lo importante...
—¿La tenemos?
—La tenemos, Pierre, la tenemos, pero déjame que siga... Sabemos que, además de la llave, el padre Benito le haría llegar a Adiel otros objetos con los que encontrar su legado. Dos piezas más de su particular rompecabezas...
—¿Le haría llegar? —dijo extrañado el cocinero—. ¿Cómo que le haría llegar?
—¿Dos piezas? —añadió el Francés—. ¿Qué dos piezas?
Pierre se encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada. Después se pasó la lengua por la cicatriz del labio, como limpiándose una manchita de chocolate. Se me quedó mirando sonriente. Sin ninguna compasión. Inmediatamente después empecé a sentirme mal.
—Un rosario y una especie de libro vacío, sin apenas nada escrito en él —siguió Donabella—. En el mismo momento en el que el padre Benito pisó el pueblo y le entregó a Adiel esas dos cosas, me lo hizo saber. Me pidió que escondiera la llave en un lugar seguro hasta que él hablase con el chico... Eso hice, agarré la llave y fui a donde Gabino, el padre de Nano. Mentí al viejo y le dije que Adiel me había contado de un mueble en la habitación de su hijo que era una joya... El muy ingenuo me acompañó hasta la misma puerta y se fue. Metí la llave en un saquillo de tela negra y la escondí detrás de una tinaja en una grieta de la pared...
—¿Y dices que este memo habló con el cura y no nos ha dicho nada? —le interrumpió Tortosa.
—El padre Benito nunca llegó a hablar con Adiel, lo asesinaron al día siguiente de irme yo del pueblo...
—¿Y cómo puedes estar tan seguro de que no lo hizo antes de que la palmara?
El único ruido que pesaba en la habitación era el áspero e incómodo sonido de la traición. El cocinero volvió a preguntar lo mismo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que el padre Benito no le reveló a Adiel antes de morir todo lo que nos has contado tú ahora?
—No solo estoy seguro, sino que apostaría mi propia vida...
—Poco valor le das tú a la vida, Tito...
—Adiel nos lo hubiera dicho —dijo Pierre.
—¿Ah, sí?
—¡Por supuesto que sí!, ¿no es cierto, Adiel?
Como dijeron alguna vez, el mundo tiene la consistencia de un diminuto grano de arena, y es tan frágil e ingenuo que todo el infinito es capaz de perderse en la palma de una mano. Mi mundo, mi infinito, e incluso mi eternidad, vagaban perdidos en aquel momento.
Me puse de pie, achiné los ojos, y muy enfadado decidí zanjar la discusión.
—La misma tarde que mataron al cura Benito habíamos quedado en la sacristía para hablar sobre mi padre. Me quedé dormido en el campo..., ¡y a lo mejor fue eso lo que me salvó de no terminar como él! Cuando llegué a su casa le encontré tirado en el suelo, ¡agonizaba!, y lo único que logró decirme fue que el poeta era un sicario..., que buscaban algo de él y que... y que mi padre era el aroma de la muerte.
Debí de ser muy convincente porque, cuando me volví a sentar en mi taburete, todos miraban a lo lejos, al rincón más alejado de nosotros. Me quedé quieto, giré a la izquierda y observé a mi tutor. La luz de la bombilla se derramaba sobre su frente, no parecía estar demasiado cansado. Era sorprendente.
El Francés se dio la vuelta y se puso enfrente de mí. Me habló en un tono cariñoso, casi paternal.
—Del rosario tenía noticias, Adiel, sabía de su existencia..., habíamos hablado de ello. Pero, hijo, de ese librito no tenía ni idea. ¿Por qué me lo has ocultado?
—No sabía que fuera importante; es más, hasta se me olvidó por completo que existía...
—¿Y cómo se puede olvidar algo así?
—No lo sé —dije, siendo totalmente sincero.
—Está bien...
—Lo siento, Pierre..., no quise esconderte nada.
—Te creo, Adiel, te creo.
—¡Un momento! —bufó el cocinero medio poseído—. ¿Me habéis estado ocultando información? ¡Tú tenías el rosario, y tú lo sabías!..., ¿y no me habéis dicho nada?
—Adiel no tiene la culpa, le dije que mantuviera la boca cerrada...
—¡Maldito traidor de...!
Tortosa se quedó sin voz, empezó a hinchársele la vena del cuello y a ponerse rojo como una granada a punto de estallar. Con un alarido horripilante, que incluso hizo regresar de su destierro a los dos secuaces del cocinero, cogió un cuchillo del tamaño de un brazo y lo lanzó contra la pared de la cocina con tanta fuerza que atravesó de lado a lado el grueso del tabique.
Con un movimiento de la cabeza, Tortosa indicó a Fred y a Urría que todo marchaba bien. Los dos pinches se volvieron a la calle.
La impaciencia empezaba a arruinarnos la serenidad. El cocinero fue dando la vuelta alrededor de todos hasta ponerse a la altura de mi tutor. Donabella estaba temblando. Al igual que yo. Le tocó la espalda y soltó sin reparos ni acentos el punto y seguido de aquella reunión:
—¿Cuál es el plan?
32
TRES MINUTOS
Sería un día eterno...
—Obrando con buena voluntad —dijo Donabella—, no tiene por qué salir mal, os lo aseguro...
—¿Y quién eres tú para asegurar nada? ¡No eres más que un botarate!
—¿Y tú? —protestó Pierre—, ¿acaso tú, Tortosa, eres más de fiar?
—Al menos no soy ningún cornudo...
—¡Eres un desgraciado, que es mucho peor!
Amenazaba un jueves turbio. Habían pasado unas horas desde que se terminó el café de la despensa. Yo estaba arrodillado al pie de la chimenea hacía ya un buen rato. Escuchaba sin escuchar las bufas grotescas del cocinero y del Francés, y las pacientes cantinelas, eternas, de mi tutor.
La cocina ya no olía a hierbabuena y anís. Rebosaba de una hedionda peste a fatalidad.
—Por favor, no podemos seguir así. Llevamos más de cuatro horas intentando no pelearnos entre nosotros. No es normal. Todos queremos lo mismo, ¿no?
—Yo solo sé lo que yo quiero, besugo..., ¡solo lo que yo quiero!
—¿Y puede saberse qué es?
—¿Si puede saberse? ¡Si puede saberse! ¡Por supuesto que puede saberse, Pierre! ¡Claro que puede saberse! Lo único que quiero es cumplir mi parte del trato con el chico... ¡Soy un hombre de palabra!...
—¡Y no digo lo contrario!... Yo también quiero cumplir lo que le he prometido a Adiel. ¿Lo dudabas?
—¡Y yo quiero consumar mi promesa de amor con la mujer del poeta! —ladró Donabella indignado—. ¡Es lo que pretendo haceros entender desde el principio! ¡Nos debemos todos al honor de nuestra palabra dada!
No ha habido ningún sabio a lo largo de toda la historia que haya sido capaz de entender la parte pasional del alma de los tramposos o de los cizañeros. Estos actúan como las ondas que se forman en una charca al lanzar una china en ella: se explayan tanto que al final terminan por desaparecer en el fondo de la nada.
Tito respiró hondo y volvió a intentarlo.
—Es el mejor plan que tenemos. Es que no puede haber otro..., de verdad que no hay otra opción...
—A ver si lo he entendido bien..., dejaremos que nos roben..., así, sin más...
—Sí, pero antes tenemos que destapar dónde está...
—Dónde está..., ajá..., claro..., dónde está...
—Dónde está el tesoro..., la herencia de Adiel.
—¿De verdad?..., ¿el tesoro, bobalicón?
—Sí, si no el plan no serviría para nada...
—Santa paciencia nos dé el Señor... Sé a lo que te referías, Donabella..., estaba siendo sarcástico...
—Vaya..., no te lo tomas en serio...
—Vaya..., ¿no me lo tomo en serio?
—No lo parece.
—¡Pues te equivocas!
—No lo parece...
—Te repito que te equivocas...
Callaron un momento.
—Cumpliremos exactamente lo que el poeta pidió —intervino el Francés—. Tenemos que ser respetuosos con su voluntad. Y con Adiel...
Parecía sincero. Ninguno de los otros fingió su sorpresa. Sus miradas anochecían con la misma facilidad que las palabras de Pierre cortaban sus sonrisas. Me levanté de donde estaba y ocupé mi lugar en la mesa de madera.
—Hallaremos ese maldito tesoro. Lo hallaremos...
—¿Hallaremos también la muerte? —ironizó Tortosa.
—Si hace falta morir para descubrir dónde se esconde ese maldito legado, moriremos.
—Mal plan ese...
—Nadie morirá por descubrir dónde se esconde el tesoro, ese misterio ya está resuelto, Francés..., solo hay que destaparlo...
—¿Está resuelto? —preguntó el cocinero—. ¿Cómo que está resuelto?
—Tenemos las piezas...
—Pero hay que saber cómo y dónde encajarlas, mentecato.
—Yo sé cómo —dijo Tito—. Pero no estoy seguro de querer hacerlo. ¿De verdad que no sois conscientes del precio que podemos pagar?
—No me importa no saberlo. Pero —volvió a insistir Pierre— ¿cómo que está resuelto?
La voz de mi tutor pareció quedarse atorada en el pecho.
—Está bien. Adiel, hijo, ¿dónde está el libro que te dio el padre Benito antes de morir?
—Rebujado entre la ropa que tengo en mi habitación en la casa del Francés.
—¿Se encuentra el rosario allí también?
—Sí.
—Necesitamos esas dos cosas para destapar el tesoro.
Donabella agachó la cabeza cansado. Al momento pronunció unas palabras con tanta rapidez y tan sutilmente que nadie escuchó nada. Las repitió en un tono más alto.
—Pierre, ¿habría algún problema en que los... los ayudantes de Tortosa fueran solos a tu casa a recoger esos dos objetos?
El Francés estuvo un buen rato quieto, sin moverse. Terminó negando con la cabeza.
—Pueden ir, no hay ningún problema. ¡Siempre que no me pisoteen las plantas del jardín!...
El cocinero salió a la calle en busca de Fred y Urría para hacerles el encargo. Durante ese sordo instante reconocí en mí un sentido pesar de la amargura. Unos fantasmas, como salidos de mi mente, cabalgaban a mi lado, burlándose de mi terrorífica inquietud y de mi silenciosa cobardía. No era capaz de mirar nada, erguía mis ojos como el que iza una bandera en la popa de un barco que se hunde. No sentía mis manos manchadas de sangre, pero las tenía tan calientes como las de cualquiera de ellos.
Nada más regresar Tortosa, mi tutor continuó hablando.
—En la llave que me hizo llegar el padre Benito con Paulo había varias letras grabadas debajo de las muescas. Sin duda era la mano del poeta quien había hecho el trabajo. Era su mismo trazo, su ese, la te, la eme... Aunque apenas se distinguían por estar enterradas en óxido, no tuve ningún problema en reconocer las tres palabras. Allí ponía «PRUSIATO AMARILLO-INVISIBLE».
No me hostigó la incertidumbre que estaba oculta en las palabras. Sentía cierto cosquilleo de orgullo al intuir que de los tres que atendíamos atentos a Donabella, yo era el único al que la existencia del prusiato amarillo no le cogía de sorpresa. En el taller de la joyería siempre existió un tarro de cristal con una etiqueta de aquel producto.
Tito miró el reloj de pared, eran las cinco en punto de la mañana. Prosiguió.
—En un primer momento no entendí qué podía significar el mensaje. El prusiato amarillo es uno de los componentes con los que elaboro la solución electrolítica para limpiar filigranas de joyería. Por lo tanto conocía la sustancia. La tercera palabra, «invisible», ¡no lograba hallar su significado dentro de la composición! ¿Qué quería combinar con aquellas tres palabras?, ¿cuál podía ser la intención del poeta dejando allí aquel mensaje? Después lo comprendí. Cualquier químico con un mínimo de imaginación podría haberlo adivinado... Solo tenía que hacer memoria y recordar del prusiato amarillo algunas de sus propiedades... mágicas.
—¿Mágicas? —preguntó Pierre.
—Muy mágicas... El prusiato amarillo es el nombre vulgar por el que se conoce al ferrocianuro sódico, y con él se pueden obrar efectos que parecen sobrenaturales..., sobre todo si se quieren ocultar mensajes escritos...
El Francés gesticulaba en silencio; miraba al cocinero y este me miraba a mí. Amanecía desconcertado el día.
—¿No lográis imaginar de qué hablo?
Nadie dijo nada.
—A ver..., me explicaré... Con prusiato amarillo y un poco de agua podemos hacer una especie de licor con el que esconder cualquier mensaje en un papel blanco. Solo tenemos que mojar esa tinta en una pluma nueva, totalmente inmaculada; escribir sobre un papel lo que queramos y dejarlo secar. Pasados unos minutos el mensaje escrito ni se verá ni se podrá leer; todo quedará limpio y pulcro...
—Pero...
—Está claro, Tortosa. El poeta utilizó ese prusiato, o como se llame, para ocultar un mensaje. Por eso la tercera palabra: invisible...
—¡Exacto, Pierre! —dijo emocionado mi tutor, golpeando la mesa con las yemas de los dedos—. Y creo saber dónde escribió ese mensaje oculto: en el libro que le dio el padre Benito a Adiel antes de su muerte.
—Por eso me dijo que en esas hojas encontraría mucha sabiduría... —pensé en voz alta—, por eso no había nada escrito en sus páginas, estaba oculto..., ahora lo entiendo todo...
Inspiré aire intensamente. Se escuchaba cantar a algún gallo en la lejanía.
—Pero, joyero, entonces, si es como dices, ¿qué puñetas hay que hacer para poder revertir todo el proceso?, ¿hacer visible lo invisible?
—También tengo la solución a tu dilema, cocinero. —Donabella se desanudó uno de los zapatos y sacó del fondo de un tacón una pequeña bolsita con algo dentro—. Vitriolo verde, su antagónico..., sulfato de hierro heptahidrato para más señas. Bastará con rozar las hojas del libro con un papel impregnado de vitriolo verde para que reaccionen ambas fórmulas y reaparezca el mensaje escrito por el poeta años atrás...
Es melancolía lo que recorren ahora mis venas al oír cómo un rumor preñado de emoción renace en mí y en mis recuerdos.
Mi tutor agarraba las palabras con maestría, como una hoz inesperada que siega los sentidos de quien no escucha atentamente. Percibía su voz eterna, como golpeando en mi sien un grito lejano. Me estremecía al pronunciar en mi conciencia el nombre de mi padre, el poeta. ¿Qué tipo de hombre era el poeta? Los minutos se escapaban sin darnos cuenta, y a cada bostezo dado, otro más grande renacía en nuestras gargantas.
—¿Y el rosario? ¿Sabes qué puede significar el rosario? —dijo el Francés.
Tito suspiró cansado.
—No lo sé..., no lo sé.
* * *
Tres minutos. Fue el tiempo que estuvimos solos. Ni un segundo más.
Mientras me hallé bajo el cielo abierto, añorando una vida que divagaba entre misterios y truhanes, un pensamiento me había flanqueado en el temporal amargo de la culpa: mi dulce Dulce.
No había tenido ocasión de hablar a solas con mi tutor.
Tres minutos. Solo tres minutos. Perpetuos.
—¿Dónde está?
—Ella está bien...
—Pero necesito... necesito saber dónde está...
—¡Y entiendo tu necesidad!... Pero ahora no podemos entretenernos demasiado. Cuando vuelvan a la cocina y no nos vean allí, sospecharán de nosotros, y no es bueno que lo hagan, aunque no haya nada por lo que tengan que sospechar...
—Todavía tardarán un poco, Pierre ha ido a buscar tabaco a su coche y Tortosa a por papel que no esté sucio, ¡para hacer eso que usted dice con el librito de mi padre!..., estará rebuscando en su dormitorio...
—¿Confías en mí?
—No me pregunte eso ahora. Necesito saber, Tito, necesito entender...
—Está bien, está bien..., Adiel, tengo que confesarte algo...
—¿Sí?...
—En otra situación no me costaría trabajo decírtelo, pero ahora todo es diferente. No debes juzgarme. ¿Lo prometes?
—¡Por favor, hable de una vez!
—¿Lo prometes?
—Lo intentaré..., pero no le prometo nada. Ya no puedo hacer más promesas.
—Está bien...
—Por favor..., ¿qué confesión?..., hable de una vez...
—Dulce es mi hija.
—¿Cómo?
—En realidad Elías no era su padre. Dulce es hija mía.
—No..., no puede ser...
—Lucía y yo mantuvimos una aventura durante años estando ella casada.
—Pero... ¿cómo es posible?
—A Lucía nunca la amé..., a la única mujer que he amado durante toda mi vida, y lo sigo haciendo, es a tu madre.
—¿De qué me está hablando?... ¿Usted el padre de...?
—Soy un hombre a fin de cuentas, y creo que necesitaba sentirme deseado, aunque todo fuese mentira.
—Pero..., pero ¿está diciéndome la verdad?
—Esa es la única verdad de mi vida...
—¿Dulce su hija?
—Sí, Adiel...
—¿Por qué no me lo ha dicho antes?
—Era nuestro secreto..., el de Lucía y mío, de nosotros dos... Nuestra aventura terminó justo el día en el que me dijo que se había quedado embarazada. Tenía que ser así... Debes comprender que eran otros tiempos, Elías sería un buen padre... Lucía y yo decidimos olvidarnos de todo y dejar que la vida siguiera su curso.
—¿Lo sabe Dulce?
—No, no tiene por qué saberlo. No debes decírselo nunca. Ella no se merece cargar con esa vergüenza. Para Dulce, sus padres son el difunto Elías y... Lucía, y debe seguir siendo así por siempre jamás. No es necesario que sufra por mis errores, ella nunca debe saber la verdad..., ella está llamada a ser alguien muy importante para mucha gente... Si te lo digo a ti es para que entiendas..., para que...
—¿Para que entienda qué?
—Nada, nada importante... Tampoco pretendo que cargues tú con ninguna vergüenza... Ojalá nunca saborees el agrio fruto del remordimiento...
—¿Y dónde está Dulce?
—La traje a La Capital para protegerla. Quedarse en el pueblo era demasiado peligroso para ella; estaría a expensas de que en cualquier momento uno de los esbirros de Ángelo pudiese secuestrarla, y utilizarla para extorsionarte. Ellos están convencidos de que tú estás enamorado de ella...
—Y lo estoy.
—Y lo estás, lo sé. Por eso mismo podrían utilizarla, ¡y no quiero que la nombres delante de ninguno de estos!..., nunca se sabe de qué lado pueden estar...
—Pero... ¿cuándo podré verla?, ¿ella está bien?
—Escucha atento: en el mercado de abastos del barrio de la Alcurria hay un quiosco de flores nada más entrar por la calle Mayor. La mujer que lleva el puesto, una anciana pequeña y menuda a la que llaman Ceniza, es el ama de llaves de la casa donde se aloja Dulce. Si algo saliera mal, si tuvieses que esconderte o si a mí me pasara algo, ve en busca de Ceniza y dile que eres el hijo del poeta y que quieres ver a tu musa. Ella te llevará hasta la persona que cuida de Dulce..., y allí podrás verla. Y no te preocupes más, ella está bien, muy bien...
Nos agitamos al oír el amortiguado rugir del motor de un coche irrumpiendo por el callejón mojado. Eran Fred y Urría.
Volvimos a la cocina y nos sentamos de nuevo en la mesa. A los pocos segundos el Francés surgió de las sombras con un cigarro entre los labios. Nos miró desconfiado y sonrió. El cocinero apareció poco después con cinco o seis hojas de papel, tan inmaculadas como las quería Donabella. Por último, los dos pinches entraron jadeando. Dejaron sobre la mesa el rosario y el librito de las tapas blancas y cuarteadas.
—¿Entonces, el plan es dejar que nos roben?
—El plan, Tortosa —contestó Tito—, es dejar que nos roben lo que queramos que nos roben...
* * *
Solo había tenido tres minutos de eternidad. Tres minutos. Solo tres minutos. Perpetuos.
33
PURA ESTRATEGIA
El cocinero y sus hombres prepararon una mesa en el comedor. Dispusieron un mantel de tela y despejaron el lugar de sillas y estorbos. El sol ya penetraba con toda su intensidad desde las pocas ventanas que estaban abiertas. La luz se escapaba de la penumbra en la cual nos sumergimos mi tutor, el Francés y yo esperando a que terminaran de recoger los últimos cristales de un vaso que se había roto.
Junto a la barra del bar, en una de las esquinas, incrustada en la pared, había una sucia pizarra con el menú del día anterior copiado en ella. Parecía la letra de un niño: rectas jotas y bellas eles tiesas y altas, eses como curvas sibilantes, y ges aplanadas y larguísimas. Al pie de aquella pizarra, encima de una banqueta, estaban el libro y el rosario.
Nos acercarnos todos a la vez. Solo se oía el ruido del bastón del Francés. El rostro más compungido era el de mi tutor, parecía una momia marchitada por una muerte lenta y precoz. Donabella sacó de su bolsillo la bolsita con el producto químico que había traído consigo escondido en el tacón de su zapato. Cogió el libro y el rosario de la banqueta y lo puso todo encima de la mesa que Tortosa y sus secuaces habían colocado en el centro de la sala.
Fred y Urría se fueron.
Tito posó sobre nosotros una mirada confusa, asustada, como si se acabara de dar cuenta de que nunca estuvo seguro de nada de lo que había dicho. Levantó la cabeza y suspiró hondamente. Sonrió y lanzó un pequeño grito. Luego volvieron a iluminársele los ojos.
Todos le observábamos atentos y callados. En un almizcle improvisado hizo un potingue con el vitriolo verde y untó con él varios folios de papel. Bastó que las hojas impregnadas de esa sustancia tocaran las páginas inmaculadas del librito de las tapas blancas y cuarteadas para que poco a poco unas letras azules empezaran a surgir del olvido. Ninguno ocultó la alegría, empezamos a dar saltos y nos abrazábamos estúpidamente. En aquel anhelo nadie sospechaba de nadie, y todos fuimos felices por un instante de consuelo.
Estaba allí, delante de nosotros. Podían ser los versos de una confesión maldita. Podía ser la custodia de un pasado, la condena de un futuro. El secreto que no se atrevió a contar nunca un poeta. Podía ser la salvación, o la muerte. Podía ser cualquier cosa.
Mi tutor exclamaba preso de la admiración...; para todos los demás aquellas letras azuladas que brotaron como por encantamiento seguían siendo invisibles. No nos atrevíamos a mirar por miedo a retener para siempre en las retinas algún maleficio o embrujo lanzado por mi padre desde el mismo infierno. Donabella empezó a leer en voz alta.
Cada día que pasa le doy gracias a Dios porque puedo sentir que aún palpita tu corazoncito contra mi pecho. Ya habrás crecido y serás todo un hombre. Estoy seguro de que tu madre ha hecho de ti una persona de provecho. Cuídala mucho. Quiérela mucho. Ella es amor.
Adiel, hijo mío, mi vida es todo odio, dolor, he tenido la desgracia de ser un mal hombre, de tener marcado en mi destino un rastro de sangre, la sangre de mucha gente inocente. Se acerca el día en el que los muertos volverán a tomar las riendas de la vida. Recuerda eso, hijo, el pasado siempre regresa si este está descontento con su futuro. No tengo perdón. No lo quiero tampoco. Ojalá nunca hubiese escrito esta esquela, ojalá nunca la encuentres, pero deseo que tu pasado descanse eternamente, y la única manera de que eso sea así es desterrando y matando para siempre mi culpa.
Hace unos años me propuse cambiar mi mundo. Limpiar la maldita conciencia, que tantos versos escribió por mí. Quizá ya conozcas quién fue tu padre, el verdadero, a ese que llaman el poeta. Pero yo te voy a hablar otra vez de él, de mí, y lo haré creyendo que me estás escuchando sin rencor, sin la vergüenza oprimiendo tu alma. Nunca he creído en el amor. Desde que era un niño he estado rodeado de afecto y de cariño, pero he sido incapaz de soportarlo conmigo y por eso siempre he necesitado escribir versos que huyeran de mi frustración. He luchado mucho, he peleado por querer, por amar, por ser honesto con mi suerte..., pero ha sido una pelea injusta y en balde. La muerte que espero es la que yo mismo he sembrado. Estoy condenado. He vagabundeado tanto por la infelicidad que incluso estoy feliz de saber que me he equivocado al elegir mi vida. Es la hora de que descanse mi memoria. Ahora sí.
Debes hacer esto por ti. Solo por ti:
En el cementerio de la Alegría, enterrados bajo las raíces de los cuatro naranjos, se encuentran unos baúles de hierro repletos de documentación de cuando la guerra. Hay informes detallados de todas las maquinaciones con las que el Tribunal Serenísimo se hizo con el poder, hay suficientes datos como para remover miles de tumbas. Ni don Antonio Grádalo, ni don Ángelo, ni Saturnino, ni Pierre, ni Tortosa, ni Palacios, ni siquiera el bueno de Pañitos, salen bien parados en esos documentos. Hay escrituras robadas, falsificaciones, confesiones juradas, hay cientos de dosieres de otros cientos de víctimas, de las cuales muchas no tienen ni quienes les lloren. Devuélveles la vida, hijo mío, haz que descanse mi memoria. Y lo haga en paz.
En paz...
En el cementerio de la Alegría,
el soldado de Dios aguarda a la vida,
el soldado de Dios encuentra la muerte
Nos quedamos callados. Tito me sonrió con ternura. Entre las miradas desperdigadas se perdió la habitual seguridad de Pierre, y el gesto altanero y arrogante del cocinero. Una cautelosa preocupación asomó en ambos rostros.
—¿Y —dijo uno— cómo haremos para coger lo que nos interese de los baúles sin que se den cuenta?
—¡Allí hay cientos de naranjos! —dijo el otro. —¿Y qué hay del rosario?... A ver..., Francés, Adiel, Tito..., no dice nada el mensaje del rosario, ¿verdad?
Todos negamos con la cabeza. Pierre cogió entre sus manos el rosario y empezó a darle vueltas. El cocinero escudriñaba desde donde estaba cada uno de los vuelcos que el Francés le daba a las bolas.
—¡Es un rosario cualquiera! —terminó explotando Tortosa—. ¡Un puñetero rosario normal y corriente! ¡Deja de darle vueltas!
Pierre dejó caer en la mesa el rosario, hizo que se le resbalara de los dedos, sin renunciar a mirar a Tortosa con indiferencia.
—Esto no puede salir bien... —susurró el Francés.
Mi tutor suspiró; desde donde estaba, delante de todos, podía mirar cansadamente cada uno de nuestros movimientos.
A mí, mis manos me estaban mareando: abre puño, cierra puño; abre puño, cierra puño. Tortosa apoyaba incesantemente su barbilla en un hombro u otro: derecha, izquierda; derecha, izquierda. Pierre no dejaba de repiquetear con sus tres talones: tacón, bastón, tacón; tacón bastón, tacón...
Donabella volvió a suspirar. Alzó su mano hasta tocar casi la lámpara que colgaba del techo. Mantuvo unos instantes esa pose, después la bajó y arrancó a hablar con una inusitada confianza, como si su coraje hubiese estado preso durante toda su vida, en una jaula de oro, esperando este preciso momento:
—No podemos seguir con el plan tal como lo habíamos pensado... Seguramente el cementerio de la Alegría estará vigilado día y noche y, si decidimos quedarnos con todo el pastel para nosotros solos, ¡démonos por muertos antes de que termine el mes! No tentemos a la suerte... Ángelo está convencido de que os traicionaré, espera mi señal para ir a por vosotros... Dejadme que vaya a verle y le convenza de que es imprescindible hacer un trato, de que es lo mejor... ¡Tendremos una oportunidad!
—¿Una oportunidad de qué? —gritó el Francés—. ¿Crees que son tan estúpidos como para dejar que todo esto se les escape de las manos?
—¡Pero no hay otra manera de salir vivos de esta pesadilla! ¿¡Es tan difícil de entender!?
El comedor se quedó un buen rato retumbando las asfixiadas palabras de mi tutor.
Era miedo lo que se respiraba. Mucho miedo.
—Creo que tiene razón, viejo amigo —terminó por decirle el cocinero a Pierre—. Tenemos que ser realistas..., si no podemos vencer, al menos intentemos que tampoco nos venzan.
—Está bien..., pero iremos todos a la casa negra a hablar con ese facineroso...
—¡Imposible! —gritó con furia Tito—. Si vamos en tropel para negociar con él sabrá de antemano que tiene todas las de ganar, partirá con ventaja; pero si en cambio soy capaz de convencerle de que es indispensable hacer un trato, el mango de la sartén estará de nuestro lado... Yo no tengo nada que perder..., ni siquiera el poeta me nombra en el mensaje...
—¿Y quién nos asegura que no nos traicionarás?
—Francés, Adiel se queda con vosotros... Para mí es como un hijo. Nunca podría perdonarme el que le pasara algo por mi culpa...
—¿Adiel como prenda?
—Os aseguro que no os traicionaré...
—Más te vale, botarate.
La expresión de Donabella no reflejaba una mota de miedo, su presencia era perspicaz y seria, y su actitud traslucía una seguridad firme y decidida. Yo estaba conteniendo el aliento desde hacía varios minutos sin saber muy bien qué sería de mí. Me turbaba la idea de no ser importante para nadie y de que, llegado el caso, alguien decidiera vaciar su ira sobre mi mala suerte.
—Anda, Tito, vete ya —le azuzó al fin Pierre—. No nos moveremos del restaurante esperando una respuesta.
Donabella me miró fijamente.
—De acuerdo. Marcho entonces... Les diré, si hay trato, que nos citemos en el cementerio de la Alegría esta misma tarde al anochecer..., o mañana al amanecer.
El joyero dio unos pasos hacia delante con la cabeza agachada.
—Bobalicón..., ¡espera!
—¿Sí?
—No nos la juegues. No dudaré..., no dudaré en ahorcar al chico en uno de esos naranjos del cementerio si tengo la más mínima sospecha de que nos has traicionado...
Mi tutor se detuvo en seco. La aguileña nariz emergió de la negrura de su rostro.
—Ya lo he dicho una vez, ¿cuántas más necesitas oírlo? ¡Nunca podría perdonarme que le pasara a Adiel cualquier cosa desagradable por mi culpa!..., no me lo podría perdonar. Para mí —Donabella levantó su incipiente barba y miró fijamente a Tortosa. Con asco—, ¡para mí sí tienen valor las promesas, los juramentos y las palabras dadas!
* * *
Fueron horas interminables en las que no cruzamos palabra. Nos pasamos toda la mañana en tensión, sin probar bocado y sin apenas movernos de nuestro sitio. Fred y Urría habían desaparecido del mapa. Al atardecer, Tortosa se fue a la cocina y trajo una tabla repleta de quesos y fiambre que colocó en la mesa del comedor. Nos indicó con la cabeza que nos sentáramos, y descorchó una botella de vino tinto. Llenó tres vasos hasta el borde y se sentó a esperar. Pronto serían las ocho de la tarde. La expectación me estaba matando.
Pierre cogió su vaso de vino y se lo bebió de un trago. Inmediatamente después, mudo, dejó unas cortezas de queso encima de la mesa y se levantó de donde estaba. Se excusó y fue a marcha perezosa en dirección a la barra, a los retretes de caballeros. Cuando ya no se escuchaban los taconeos del bastón del Francés, el cocinero se levantó de su silla y se arrimó tanto a mí que quedé cercado contra su cálido aliento. Su voz era dócil y amable.
—Adiel, muchacho, no tengas en cuenta lo que le dije a Donabella sobre colgarte de un naranjo. Nunca haría eso. Lo dije para comprobar hasta qué punto ese mentecato estaba diciendo la verdad.
—Buena actuación —dije con resignación—. Yo me lo creí.
Me había olvidado del miedo. No supe cómo, pero estaba fijamente mirándole a los ojos sin ningún temor. Tortosa sonrió y me devolvió la mirada con deleite.
—Tú y yo tenemos un juramento, lo recuerdas, ¿no?
El cocinero pareció leerme el pensamiento y sonrió maliciosamente.
—¿No lo recuerdas o no quieres recordarlo?
—Yo juré que nunca desvelaría lo que en el tesoro ponía sobre ti, y que haría todo lo posible para que Mía tampoco lo desvelara.
—Y yo juré sobre la misma cruz de Jesucristo que no te pasaría nada... mientras estuvieras conmigo.
—Eso es...
—¿Quieres que te diga una cosa que te va a tranquilizar?
Seguí mirándole con la misma confianza y asentí. Tortosa bajó aún más la voz y me arropó con sus brazos, rodeándome completamente.
—Sé que ni tú podrás cumplir tu juramento ni seguramente yo el mío. Claro que ninguno de los dos lo romperemos de manera maliciosa, por lo que no cometeremos perjurio ni seremos castigados por ello. ¿No es un consuelo saber que no tenemos que temer castigo alguno?
No sé por qué, pero aquella amenaza velada del cocinero me alivió en vez de preocuparme.
—Supongo que sí, que es un buen consuelo.
El taconeo del bastón del Francés hizo que Tortosa volviera a su silla. Me sonrió maliciosamente una última vez.
Pierre se quedó de pie, apoyado en una columna. Encendió un cigarrillo y empezó a suspirar. Era la imagen de un hombrecillo famélico y aterrado. El humo se le escapaba de entre los dedos y observaba quizá algún pensamiento que se arrastraba por el suelo con tristeza sin decir nada. Pronto sería de noche.
—¿Dónde están tus hombres?
El cocinero se encogió de hombros.
—Les he dado el día libre.
El Francés se rio. Tiró el cigarrillo y se acercó a la mesa.
—Pues entonces eres más estúpido de lo que yo creía.
Tortosa sonrió serenamente, recostándose en su silla.
—¿Y eso por qué?
Pierre me miró de reojo. Yo agaché la cabeza.
—Yo les hubiera mandado a que fueran al cementerio de la Alegría a tomar posiciones. A esconderse por ahí sin que los vieran..., por pura estrategia.
—¿Ah, sí?, ¿por pura estrategia?
—Sí, no me digas, amigo, que no lo has pensado. ¡No!, ¿no lo has pensado?
La voz del Francés atrapaba la ironía del cocinero, que le respondió con una tos inventada.
—Te pondré un ejemplo, querido amigo, de lo que es la estrategia, ¡y tú, Adiel, escucha y aprende de un veterano de guerra! En toda cruzada que se quiera ganar, y esto lo saben todos los generales de todos los ejércitos, hay que sacrificar peones de la tropa. En una batalla, una primera avanzadilla de valerosos y generosos hombres marcharán salvajemente en una carga homicida contra el hostil rival, ¡serán los que más pierdan en los prolegómenos de una victoria!, caerán como chinches, ¡pero también abatirán muchos enemigos!; en un segundo y rápido movimiento, otras fuerzas motorizadas y ayudadas por cañones de artillería rodearán todo el campo de hostilidades, masacrando, cuantas más víctimas mejor, sembrando el desconcierto y el pavor por doquier...
Tortosa exclamó cómicamente, abriendo mucho la boca, sin emoción.
—Por último, por fin, una tercera división, compuesta por el grueso del ejército y todos los mandos y estrategas, cabezas pensantes, inútiles solo en apariencia, entrarán victoriosos a desequilibrar las fuerzas...
—¡Bravo!, ¡bravo! —aplaudió el cocinero—. Ahora lo he entendido, gracias, amigo, si es que soy un asno enorme e ignorante..., gracias, gracias, amigo... Nunca podré pagarte toda la sarta de tonterías que has contado en un momento.
—Estúpido arrogante...
—Según tú, tengo que sacrificar a mis «peones» para poder ganar la «batalla»... Buena estrategia..., pero hay algo que falla en toda tu maquinación, amigo, y que hace improbable que funcione tu táctica: hay demasiados generales en esta guerra.
—Demasiados, claro... Solo hablaba para matar el tiempo..., amigo... Los dos sabemos que no eres tan estúpido como aparentas..., ¿verdad?
Me pareció que el Francés se alegró de poder escaparse de aquella conversación y volver con su preocupación inicial, esa que se arrastraba por el suelo con tristeza sin decir nada. Se encendió otro cigarrillo.
—Estamos todos nerviosos, muy nerviosos —dijo en voz baja Pierre—. Muy nerviosos.
No fue hasta las doce de la noche cuando apareció. Reconocí enseguida el rostro cetrino y el enorme mostacho gris que le tapaba media cara, y la revista vanidosa de vividor que estampaba el elegante traje negro de corte inglés que llevaba puesto. Mario, el mafioso de Ángelo, traía un mensaje, escueto:
—Don Ángelo les va a dar la oportunidad de seguir vivos. Mañana a las ocho de la mañana en el cementerio de la Alegría. Vosotros dos y el ragazzo; nada de sorpresas.
34
CIENTO CUARENTA Y OCHO NARANJOS MUTILADOS
El final de todo es cualquier historia que esté escrita de antemano. Da igual quién la cuente, pero nada es absolutamente cierto. He padecido la soledad del que abandona una vida que ha disfrutado, incluso en la desgracia. Es extraño, pero esta soledad es la misma que la que siente un enfermo de amor: no concibe la salud aunque la haya malgastado a raudales durante mucho tiempo.
Parecíamos el séquito fúnebre de la desdicha camino del matadero municipal. Tenía un terrible dolor de cabeza, y a medida que nos acercábamos al cementerio de la Alegría a ese malestar se le unió un pellizco en el estómago que me hacía revolverme en el asiento de atrás del B11 del Francés. Tanto Tortosa como Pierre llevaban dos pistolas cada uno escondidas en el cuerpo. No sé muy bien dónde las ocultaban, pero sí sé cierto que cada cual decidió esconderlas sin decir ni mu al otro. Mi protección era el rosario de mi padre colgando de mi cuello.
En cuanto vi los tres cerros con forma de melón y las ruinas del Colegio emergiendo en el horizonte, comprendí que de aquel lugar no podía esperar nada bueno. Alcé los ojos y el resplandor del cielo lo noté dolorido, deshecho, y sentí deseos de llorar, y todo y nada me dolió..., hasta que reconocí la vil sonrisa del cocinero posarse sobre mí.
Eran las siete y cincuenta y seis cuando el Francés apagó el motor de su Citroën. Todo era calma; fría, distante..., mentirosa. Frente a nosotros dos sicarios de Ángelo nos esperaban de pie, cada uno de ellos con una metralleta en las manos. Pierre me leyó la mirada y me guiñó un ojo intentando cambiar la angustia por serenidad. Uno de aquellos dos tipos pegó su rostro en la ventanilla del Francés, exhalando vapor en el cristal. Le reconocí nada más verle, era el mismo hombre dos veces un hombre que abrió la pesada puerta de entrada de la casa negra el día que la visité con Pierre.
Nos apeamos del coche y seguimos a los dos matones hasta el final de los muros del antiguo colegio, justo donde se encontraban los cinco eucaliptos. Allí se hallaba toda la corte de Ángelo, Clarisse incluida. El anciano llevaba puesto un sombrero de jipijapa y vestía un holgado traje de lino blanco. Estaba sentado en una butaca de mimbre, ligeramente ladeado y con las manos apoyadas en las rodillas.
Al llegar a la altura de un socavón nos hicieron parar, a unos diez metros de los eucaliptos.
—«Si hay trato, pueden ser amigos perro y gato» —dijo Ángelo a modo de saludo—. ¿No es cierto, Pierre?
—Solo si hay trato —contestó el Francés—. ¿Dónde está Donabella?
—¿Donabella?, ¡claro!, el bueno de Tito Donabella... Ya mismo lo traen, han ido a por él..., esta noche la ha pasado en el maletero de mi coche. Es un buen hombre..., un hombre de sentimientos puros..., no me cabe duda. —El anciano se quitó el sombrero e hizo una pantomima con el mismo, a modo de saludo—. ¡Oh!... ¡Ahí viene ya!
Miramos hacia donde había saludado. Mario apareció por detrás de la arboleda arrastrando de la manga a mi tutor. Tenía la cara cosida a arañazos y moratones y la barbilla desencajada. Apenas podía caminar. El esbirro de Ángelo lo empujó a los pies de un árbol con extremada violencia. Al chocar se golpeó la cabeza en el suelo y quedó sin sentido. Intenté salir corriendo para ayudarle pero el Francés me lo impidió trincándome del cuello de la camisa. A uno de ellos le pareció muy gracioso el espectáculo y se rio a carcajadas.
—No me culpéis por ser como soy —dijo el anciano con bastante mala uva—. Donabella merecía morir, y aun así he sido lo suficientemente benévolo como para dejar que viva un poquito más... Francés..., ese hombre me ha traicionado, y nadie que lo haya hecho antes está vivo.
Tragué saliva. Tenía cicatrices en la lengua de tanta fuerza que hacía al tragar.
—No creo que lo suyo haya sido una traición...
—¡No digas tonterías, Pierre!
—Lo digo en serio...
—Donabella trabajaba para mí desde que se lio con tu mujercita. ¿No lo sabías?
Noté cómo el Francés se ponía tenso. Los ojos dejaron de brillar y sus puños se cerraron. Escuché pasos por detrás de nosotros, entre las ruinas del Colegio.
—Para suerte la tuya, y para suerte la del repugnante hijo del poeta, no he podido sonsacar al infeliz de Donabella ni una sola palabra sobre qué decía el maldito mensaje del librito. —Ángelo empezó a sonreír con los labios moribundos—. ¿Que cómo sé lo del librito y lo del mensaje si no me lo ha dicho Donabella? —Sesgó la mirada hacia el cocinero, sonriendo—: «Llegada la ocasión, el más amigo es el más ladrón».
Fred y Urría aparecieron entre dos moles de piedra, confundidos por los rincones y las sombras de los escombros. La lobreguez del momento nos cogió por sorpresa. Volví los ojos a Pierre; las palabras no salían de mi garganta. De un puñetazo tumbaron al Francés, y de un empujón a mí. El cocinero sacó una pistola del bolsillo de su chaqueta y la puso en la espalda de Pierre. Durante algunos interminables lamentos el claro nirvana de aquella mañana se oscureció como si se tratara de un eclipse de sol, ante mis mudas lamentaciones.
—¡Eres una rata, Tortosa! —le insultó el Francés desde el suelo—. ¡Una insignificante rata!
—No eres mucho mejor que yo, Francés..., no seas hipó...
El cocinero dejó que nos levantáramos del suelo. De un puntapié alejó el bastón de Pierre. Quería que no tuviese otro garrote que no fuera yo. El anciano se mostró irónico de nuevo.
—No se lo tomes en cuenta, Francés: «Si con lobos andas, a aullar aprendes». Al final todos somos iguales, todos queremos lo mismo, ¿no te das cuenta? —sonrió enseñando varios huecos en su boca.
Pierre apenas podía sostenerse de pie, estaba rabioso. Nos dejaron arrinconados, junto al cuerpo inconsciente de mi tutor. Los sicarios Mario y Fazio, los dos maleantes con metralletas que estaban apostados encima del muro, Tortosa, Fred y Urría; todos ellos se acercaron al socavón y lo rodearon formando un coro alrededor nuestro. Clarisse se quedó a la vera de Ángelo; sus cabellos flotaban sobre el sombrero del anciano como una banderola brillante. A menudo, cuando henchía el pecho se le escapaba del escote una pizca de sus areolas carnosas y puntiagudas.
—Parece que no te sorprende la felonía de tu amigo el cocinero; yo siempre he dicho que hay dos tipos de personas con suerte: las que no me conocen, y las que beben del pozo de mi sabiduría...
El Francés no contestó el sarcasmo del anciano.
—«Vida sin amigo, muerte sin testigo», estarás al menos de acuerdo con eso, ¿no?
Piedad. Nadie pudo oír mi súplica, solo yo escuché a mi espíritu llorando de miedo.
—Eres medio hombre, Pierre, solo medio hombre...
—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó el Francés ignorando la provocación del anciano.
—¿Mataros? —fue la respuesta de Ángelo—, ¿ignoraros?, ¿desterraros al olvido? Todo a su tiempo, todo a su debido tiempo, no me gustan las prisas, «Las cosas de palacio van despacio». Antes deberíamos saber qué es lo que dice el mensaje que esconde el librito del poeta, ¿no te parece? ¡Tortosa!, ven aquí.
El cocinero se le acercó al momento, con apremio. Miró con extraña timidez a la mujer del Francés, como acobardado. Fue dando la vuelta a la butaca de mimbre hasta ponerse a un lado del anciano, se agachó y empezó a cuchichearle algo al oído. Ángelo asentía con la cabeza a cada siseo del cocinero. Mientras pasaba el silencio, yo sentía cómo las mejillas se me hundían aún más en mi cara, y cómo la flaqueza de mi cuerpo se perdía en una piel llena de calamidades y locura.
El anciano le dio dos palmaditas en la cara a Tortosa y este volvió a la carrera a donde estaban todos, al socavón. Ángelo levantó su único ojo vivo hacia nosotros y nos habló en voz alta sin abandonar el tono socarrón y trasnochado:
—¡Enterrar el destino en las raíces de unos naranjos! ¿Habrá ciento cincuenta naranjos?, ¿doscientos? ¡Es de locos!
Los dedos de Pierre se clavaron en mi hombro con fuerza y tuve que tragarme un grito para disimular el dolor. Al viejo, la cara que puse le hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, casi tragándose la lengua, medio ahogándose. Al cabo de varias arcadas se enderezó, con la ayuda de Clarisse, en la butaca y empezó a gritar dando órdenes a todo el mundo.
—¡Mario!, tú, Fazio, Julio y Giovanni, llevadme hasta el porche de la caseta del guarda, donde empieza el huerto de los naranjos. ¡Tortosa!, tú y tus hombres encargaos de que el Francés y el ragazzo no nos causen problemas, amarradles una soga al cuello y a las manos, y otra a los pies si hiciera falta, ¡y llevadlos a los naranjos también! Clarisse, bonita, tú hazme sombra con el paraguas, empieza a hacer ya demasiado calor... Terminemos pronto con todo esto y vayámonos de aquí cuanto antes.
—¿Y el joyero? —inquirió el cocinero—. ¿Qué hacemos con él?
—¡Ah! —exclamó Ángelo—. Pero ¿no está muertecito el bueno de Donabella?
Tortosa negó con la cabeza.
—¡Remátalo!
—¡No! —grité—. ¡Asesino!
Por puro instinto alargué mi mano contra el pecho del cocinero con tanta fuerza que logré que se cayera de espaldas contra el suelo y se quedara momentáneamente sin aliento. Jadeé preso de la excitación y me postré de rodillas al lado de mi tutor. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Adiel! —el Francés interpuso su cuerpo entre el mío y la pierna de Urría.
Pierre me cayó encima y yo encima de Donabella. Fred nos apuntó a los tres con su pistola. Tortosa se levantó y miró al anciano. Yo los miré a ambos, queriendo creer que la pesadilla que estaba viviendo era tan irreal como el infierno o el paraíso. Ángelo, alzado como un maharajá en su butaca por los sicarios, se quedó ausente de todo, sereno, tranquilo, callado. Después de un rato elevó su mirada más allá de las ruinas del Colegio, hacia los altos árboles que se divisaban a lo lejos. Se quitó el sombrero y ciñó lo máximo que pudo el lado sano de su cuerpo al mimbre del asiento antes de hablar.
—Imagino que «Victoria sin peligro, es un triunfo sin gloria». Cocinero, ¡vamos de una puñetera vez a los naranjos! Tráelos a todos, incluido al joyero... ¡Vivos!..., ya tendremos tiempo de divertirnos...
Tortosa agarró mis pelos y me levantó a pulso. Hizo que anduviera a base de pataleos y cachetazos desde el socavón y los cascotes y escombros de las ruinas hasta cerca de donde Pañitos tenía su limonero. Urría cargó con el cuerpo de Tito sobre el hombro derecho, parecía una marioneta a la que los cables le habían dado descanso. Fred encañonó al Francés y le obligó a menearse más rápido de lo que podía, por lo que más de una vez dio con sus rodillas en la tierra. Estábamos indefensos. A merced de la demencia.
Ángelo hizo que lo dejaran a la sombra del pequeño porche que daba al huerto de los naranjos, al otro lado de los cascajos. Desde allí podía dominar todo el valle de azahar.
—¡Julio!, ¡Giovanni!, permaneced aquí conmigo y no le quitéis el ojo de encima a estos tres, sobre todo a Pierre, que, aunque cojo y tullido, puede ser más peligroso que una pantera en celo —ordenó el viejo—. ¡Todos los demás a cavar! ¡Hay que encontrar los cuatro baúles!
Cavaban con tres palas y un pico. El único que no utilizaba ninguna herramienta, y lo hacía con sus propias manos, era el mudo, Urría; de una brazada suya sacaba más tierra que los otros cuatro a la vez. El cocinero resoplaba.
Pasaban las horas. Veinte. Treinta. Cuarenta naranjos mutilados, y nada.
Poco antes del mediodía mi tutor recobró la conciencia.
Tenía los ojos cerrados y me latía el corazón con nervio. Seguía vivo. Seguíamos vivos, después de todo. Sentí que me observaban y levanté mis rojizos párpados. Sorprendí al anciano sonriéndome. Deseé saber qué hacer en aquel momento porque creía que algo podía cambiar si yo dejaba de ser yo. Imaginé a mi padre, aquel poeta maldito, limpiándose el polvo de las botas después de enterrar los baúles, y riéndose de todos los males que allí dejaba para su hijo. Maldije a mi padre una y mil veces más.
—¡Francés! —Pierre se sobresaltó al escuchar la voz potente y desagradable de Ángelo—. ¡Debes estarle agradecido a Tortosa! Muy agradecido.
El Francés giró de nuevo la cabeza hacia los naranjos, impasible.
—No tienes derecho a estar triste... Te ha podido quitar de en medio muchas veces..., y no lo ha hecho. ¡Debes mostrarte agradecido! —el viejo insistía en la misma monserga—. No consintió que te dejáramos morir cuando, por ejemplo, aquí, en este mismo lugar, los hombres de Mía secuestraron al muchacho del poeta..., ese día llovía a mares, ¿lo recuerdas? Te dejaron tirado en el suelo como a un perro, lleno de sangre y con un corte muy feo en la cabeza... Pañitos dice que vio a un coche irse nada más llegar él... ¡No me lo creo!, ese malcriado estaba compinchado con esa bruja, sí, estaba al corriente de todo... ¡Por eso le encargué al cocinero que le recordara quién es el jefe!... ¿Me estás escuchando?
Pierre, sin cambiar de postura, asintió con la cabeza.
—Te trasladó a la casa negra en su coche, de madrugada. Pañitos, él fue quien te trajo a mí. Allí te curó la oreja tu amigo el cocinero. Parecía un enfermero de verdad. —El viejo se apretaba las rodillas, como si las tuviera doloridas—. Estabas jodido, Francés. ¡Pero aprovechamos la oportunidad! Decidimos interrogarte..., lo hizo aquel, el del bigotito. —Ángelo señaló a uno de los sicarios que portaba una metralleta—. Donabella nos había hablado del rosario, dijo que podía ser algo muy importante para encontrar el tesoro, pero juraba que ni sabía dónde estaba ni qué significaba. Yo creo que el poeta nos tomó el pelo con lo del rosario, ¿no crees?
Pierre no contestó.
—Te tenía en mi poder, ¿qué perdía yo si intentaba sonsacarte alguna información?, ¿y si estabas al corriente de algo sobre ese rosario?... Tú no podías saber que era yo quien te torturaba..., imaginarlo, sí..., pero no saberlo... —el anciano continuó hablando—. Tú hubieses hecho lo mismo, ¿no?, ¿te hubieras aprovechado de la situación?, era de tontos no hacerlo, ¿verdad?
Mi tutor y yo temblábamos, mientras el Francés parecía soportar la cruel espera con una entereza fanática. Temíamos que con esa conducta, insolente, el viejo terminara por hartarse demasiado pronto de nosotros. A Tito empezó a sangrarle la nariz profusamente; tuve que rasgarme la camisa para hacerle un tapón. Aquello no importaba a nadie.
—¿No dices nada?
—Yo no estoy aquí para hablar —Pierre ladeó su mirada hasta Ángelo—, ¿verdad?
—Eso es cierto. Estás para hacer un trato, ¿no?
El Francés contestó con una breve risotada. El anciano dio por terminada la conversación y se recostó en la butaca a examinar cómo cavaban sus hombres en la tierra. En los gestos de su boca envejecida corrían palabras de sangre, incluso cuando la blanca avidez del deseo sorbía con dulzura los arrumacos que la mujer de Pierre le daba con sus manos delicadas. Unas manos manchadas de demasiadas caricias.
Pasaron más horas. Cien. Ciento veinte. Ciento cuarenta y ocho naranjos mutilados, todos, y nada.
Estaban derrotados. Eran las tres de la tarde, los esbirros del anciano se acercaron al porche extenuados y con miedo. Sabían de la obsesión de Ángelo por los fracasados. Se sentían fracasados.
—¿Nada? —dijo indiferente el anciano—, ¿estáis seguros?
Sus sayones afirmaron en silencio, ocultando los rostros bajo la máscara de la duda.
—¿Nos la habrá jugado 'o guagliòne... (el muchacho), o el joyero —preguntó Mario, sacando aire de donde no podía—, y pretenden tomarnos el pelo sti disgraziati (estos desgraciados)?
—No... —contestó el viejo, divertido—. No se atreverían. A lo mejor resulta ser todo una gran mentira, y es el mismísimo poeta quien se está riendo de nosotros desde el infierno... Puede que no haya nada enterrado, ni nada de nada...
Tortosa tiró la pala que llevaba muy cerca de Donabella. Fred y Urría empuñaron sus pistolas.
—¡Nada de nada! —chilló el cocinero dirigiéndose a Ángelo—. ¿Qué broma es esta?
Mario y Fazio apuntaron con sus armas a Tortosa. Los otros dos sicarios de Ángelo hicieron lo propio con los pinches del cocinero.
El viejo se removió en su asiento. Los seguros de las pistolas y metralletas sonaron al unísono. Vi cómo el Francés metía su mano derecha por dentro del pantalón, aprovechando la tensión y el desorden.
—Estamos entre asesinos —dijo un Ángelo parco en sensatez—. Un poco de caridad cristiana nos vendría bien...
—¡Eres un loco bobalicón!
—No, Tortosa..., soy tu presente y tu futuro..., no olvides a quién estás levantando la voz...
—¡Y tú no olvides que no soy una de tus mierdas!
—¿Ah, no? «Nadie tira piedras sobre su tejado»..., y tú lo estás haciendo... Cuidado...
—¡Por Dios!... —estalló Tortosa—. ¡Me juraste que todo esto era verdad!, ¡que habías visto con tus propios ojos al poeta con esas cajas de metal el día que me mandaste asesinarlo! ¡Maté al poeta para nada!..., ¡incendié el hospital por nada! ¡Nada! —El cocinero lanzó un puño al aire—. ¡Me has hecho traicionar a Pierre!, ¡faltar a un juramento!, ¡le doy una paliza de muerte al bibliotecario para nada!, ¡asesino a Saturnino para nada!, ¡nada!... ¡Nada! —Tortosa andaba poseído por el demonio. Golpeaba a esa nada que tanto daño le hacía.
Reconocí la ira y el odio que dijo ver la monja en aquellas pupilas el día que asesinaron a mi padre, allá en Francia. La cordura y la prudencia parecía haberse roto, y el miedo no solo regresaba en forma de frío, sino también en destinos confrontados por la locura.
Sentía arduos deseos de lanzarme sobre el cocinero y estrangularle yo mismo. Dejar que reposaran sus últimos latidos en las palmas de mis manos. Hacerle gemir de dolor.
No pude llegar a odiarle lo suficiente: una bala atravesó la cabeza de Tortosa.
Se detuvo el infinito, justo antes de las primeras voces. Y de repente empezó el caos.
El aire se volvió azufre y cayeron de todos los lados insultos y salpicones de majaderías. Matraqueaban las metralletas y crepitaban en el barullo las pistolas. Pierre disparaba sin apuntar a nada, y en la butaca de Ángelo trozos de carne y restos de vida rociaban la blanca piel de Clarisse, que impávida quedó quieta, de pie, con la mano del anciano colgando de la suya, muerto.
Vi a uno de los dos que disparaba con la metralleta levantar el brazo muy alto y salir corriendo, como si estuviera pidiendo permiso para escapar. Fazio se tiró al suelo, y cayendo empezó a perseguir con sus disparos a todo el que intentaba huir. Cazó al que pidió permiso para vivir y también al que no lo hizo, alcanzando en el pecho a Urría, que a su vez había roto el cuello a Mario. No podía creer que en este mundo desierto de amor quedara tanta maldad.
Pierre me cogió con las dos manos mi pierna derecha y tiró con fuerza hacia él. Su espalda estaba apoyada sobre un quicio del porche. Me quedé allí arrugado. El Francés seguía sin apuntar al disparar. Fred aligeraba su cargador desde detrás del limonero, intentaba llegar al coche. Fazio no paraba de insultar y maldecir a nuestra derecha, parapetado por un naranjo grueso que yacía derrocado de su lecho. La metralleta que quedaba con vida escupía proyectiles que silbaban muy cerca de mi cabeza. Donabella se había quedado tumbado en medio de las balas. Clarisse seguía impávida, quieta, de pie, con la mano del anciano colgando de la suya, detrás de la butaca de mimbre.
No cesaban los disparos. El Francés me sonrió penosamente, sabía que aquello no terminaría hasta que solo quedara uno de ellos. Las balas cruzaban cada vez más espesas. Podía sentir los latidos del corazón de Fred golpeando contra su pecho, indeciso por salir corriendo cubierto de valor. Pierre también lo sintió, y guiñó el ojo para apuntar a la espalda del pinche del cocinero cuando echó a correr. Las piernas se le arquearon a Fred, pero le dio tiempo a darse la vuelta y a disparar un par de veces al cielo.
Fazio salió solo un segundo de su barricada naranja para respirar. Desde allí no podía vernos. Ni nosotros a él. Escuchamos una ráfaga de muerte y un grito aterrador. Muerte. El Francés se retorció de un salto, y volvió a agacharse cinco metros a su derecha. Frente a él encontró totalmente desarmado al hombre de la metralleta. Había matado a su compañero. Estaba desorientado, y a merced de nuestra suerte. Con el arma en el aire, se quedó parado, mirando a Pierre y negando con la cabeza. Se dejó matar.
Los ojos de Donabella sabían la verdad. Le habían alcanzado en el abdomen y se moría sin remedio. Crucé una mirada con el Francés y comprendí que no había nada que hacer. Le temblaba todo el cuerpo y cada vez más violentamente. A Clarisse, la ceguera del odio le había embrujado, seguía impávida y quieta. Pierre se marchó a atenderla y me dejó a solas con mi tutor.
—Adiel..., hijo mío..., me muero... —murmuró Tito, apretando los dientes—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando salí de casa?
Nunca he temido más desfallecer en los brazos de la pena que entonces. Era incapaz de derramar una mísera lágrima pero me estaba ahogando por dentro. Cogí la cabeza de Donabella y la posé delicadamente encima de mis rodillas. Me acerqué a sus labios y le acaricié las mejillas, a la vez que la oscuridad se desplomaba sobre su rostro.
—Te dije que algún día comprenderías que... que las razones por las que se hacen las cosas apenas importan... De nada vale lamentarse por lo que uno ha hecho en la vida, el lamento es... es solo la excusa del perdedor... Adiel, hijo mío...
—Tranquilo... —trataba de que no sufriera—, no intente hablar.
—Debo hacerlo... Tengo poco tiempo... ¡El rosario! —me preguntó asustado—, ¿dónde está?
—Aquí —la pena me arrancaba la respiración—, lo llevo colgado del cuello...
Me aferró con la mirada la garganta, y cerró los ojos cansados, preso del agotamiento. Su nuca me resbalaba de la mano a causa de algo caliente que goteaba.
—Antes de que el Colegio fuera una ruina había una capilla justo detrás de este naranjal, el... el cobertizo donde están las vacas es lo que queda de ella. —Respiraba cada vez más lento—. Los primeros monjes que cuidaron de este lugar plantaron... plantaron un rosario de... árboles en la entrada de... de la ermita.
Rompí a llorar, en silencio.
—Sembraron un limonero por cada una de las cinco decenas del avemaría de un rosario..., y un naranjo por cada padrenuestro que encabezaba a cada decena... Además... además de seis hermosos granados que representaban a los rezos que se cantan antes de anunciar el primer misterio. De aquello solo quedan las huellas que ha dejado el paso del tiempo. Están los troncos muertos, a ras del suelo...
Abrió los ojos buscando en los míos una cortina de amor que le diera paz. Le sequé el sudor de su frente y le besé la mano.
—A esos naranjos se refería tu padre..., allí están los baúles —apenas murmuraba, tuve que pegar mi oreja a sus labios—. Si pones tu rosario en el suelo, y le das la forma de un círculo, te... te servirá para guiarte en la búsqueda de los naranjos..., solo tienes que contar seis empezando por la primera raíz... por la primera raíz que veas muerta detrás de la misma espalda del cobertizo... Representará a los primeros seis rezos del rosario: el credo, un padrenuestro, tres avemarías y un último padrenuestro... Los primeros seis árboles..., granados... —insufló un torbellino de esperanza antes de seguir hablando—, a partir de ahí las raíces formarán un círculo y cada once de ellas será un naranjo..., un naranjo..., cava allí..., allí se encuentran los baúles..., cava allí..., cava...
En el fondo de mi alma no quería creer que se estaba muriendo. Hasta entonces no entendí cuánto le necesitaba, no podía entenderlo. Busqué alguna manera de consolarle y solo encontré un llanto desconsolado y vacío. No logré encontrar miedo o rabia. Le dije «te quiero», y me sonrió.
Todavía hizo un último esfuerzo.
—Ve a ver a mi dulce hija..., Ceniza..., mercado de Alcurria..., Dulce...
En mitad de un suspiro, aspirando otra lágrima mía, se desperezó y murió.
El Francés dejó que me desahogara durante un rato. Yo no quería abandonar a mi tutor en aquel cementerio miserable, a la intemperie, para festín de las alimañas. Pero era lo único que podíamos hacer. La policía en algún momento descubriría los cadáveres y le daría sepultura cristiana a Tito Donabella. Quería creerlo. Le daría sepultura cristiana.
Pierre escuchó atento lo que le dije acerca del rosario. Decidimos darnos prisa e irnos pronto de aquel sitio maldito.
Clarisse seguía como ida, tiesa como un palo y muda como un fantasma. El Francés la dejó apoyada en el muro del cobertizo mientras escarbábamos la tierra en busca del legado maldito del poeta.
Mientras me rompía las uñas descubriendo cuánta maldad podía esconder un tesoro, apremiaba escuchar una voz en mi interior que me dijera el sufrimiento que era capaz de soportar. ¡Ya no podía más!, caminaban mis plegarias al lado de mi niñez robada, junto al recuerdo de un padre al que no amé, ni amaría nunca.
Arrancamos de la tierra los cuatro baúles del poeta. Eran cuatro cajas de metal no más grandes que una de puros. Oxidadas, viejas, indefensas. Cuatro cajas de metal que contenían muchas vidas robadas en el pasado, y muchas sacrificadas aquel mismo día. Pesaban lo que pudiera pesar el barro que tenían en sus paredes.
Las abrimos. Todas estaban vacías, excepto una que contenía un sobre lacrado con cera verde. Tenía escrito mi nombre: «Adiel».
De pronto todo otra vez se trocó umbrío. Otra vez.
Pierre me miró con los ojos desorbitados. Extendió su mano derecha con el baúl oxidado que contenía mi tesoro, y con la izquierda sacó del bolsillo de su chaqueta una pistola. Juro que no sabía qué pasaba. Me aproximé hasta él y le cogí el sobre de dentro de la caja de metal. Un hilillo de saliva descendía de la comisura de sus labios. Su media sonrisa estaba llorona.
—He sido el primero en disparar hoy —el Francés se dio la vuelta. Tenía una daga clavada en la espalda—, también seré el último...
La mano ardiente de Clarisse se despegó de la empuñadura que había cortado la vida del Francés. La sangre salía a borbotones del corazón de Pierre. La blancura de la piel de aquella mujer se tiñó de muerte. El Francés le disparó tres veces a la cabeza.
El cuerpo de Pierre y el cuerpo de su mujer se desplomaron juntos, a la vez, sobre un nuevo tálamo de recién casados.
Corrí desesperado, sin aliento, a través de los bosques que rodeaban al cementerio de la Alegría. Escapaba de un campo sembrado de muerte, de espigas de desolación con el que los buitres harían festín y los demonios también.
Me dije que debía ocultarme durante la noche y huir a La Capital e ir a ver a mi dulce Dulce, como dijo Tito. Me repetía una y otra vez que todo había terminado.
Corrí sin parar. Sin descanso. Por medio de la espesura de la noche, por los badenes de la paranoia, por las sombras del infierno. Ya nada me daba miedo.
Estaba cansado, muerto de vida, y con un sueño atroz y triste repleto de pesadillas.
Todo había terminado.
35
EL JURAMENTO
Han pasado largos años desde aquellos días en que huir de la muerte era mi destino. Aunque no he vuelto a pisar en mi vida el cementerio de la Alegría, durante mucho tiempo no he dejado de pasear entre los naranjos y las ruinas del Colegio. A veces he recogido en mis recuerdos las altas nubes de la indiferencia, pero aun así me asaltaban y acosaban, y me derribaban las súplicas ahogadas de las ánimas. Así es la memoria, un vasto océano plano y sereno donde sin avisar se desatan oscuras y mortíferas tormentas. Ahora me cuesta menos llorar, pero nadie me habló del amor, nadie me contó que al final de esta historia el amor no triunfaría.
* * *
Llegué al alba, poco antes de que se fueran a la cama las luciérnagas y los serenos. En La Capital nunca dormían los bares, ni las iglesias, ni los tunantes. La gente salía muy temprano a la calle deseosa de un nuevo día, ansiosa de comprar, de vender, de improvisar, de mirar, de protestar, de rezar, esperanzada de que la pesadumbre y el aburrimiento se marcharan de una vez por todas de su infeliz rutina. Caminar por entre las abigarradas fortificaciones de los callejones era lo más parecido a pasear por un viejo y enorme castillo de la Edad Media, atiborrado de mozos correteando. Muchos artistas e historiadores lo proclaman sin ningún pudor: la joya de la vieja ciudad es el barrio de la Alcurria.
No tardé en encontrar el mercado, ya había estado allí cuando buscaba una barbería donde adquirir el jabón de brocha y las cuchillas que Clarisse necesitaba para afeitar a su marido en el hospital, el mismo día que creí ver el perfil de mi amada Dulce aparecer entre las sombras de una torreta.
Me dolía el cansancio, había caminado durante toda la noche por la orilla de la carretera, masticando mis miedos, y con una sensación de orfandad corrompida. La única motivación que me retenía a las puertas de aquel lugar era encontrar a la mujer que amaba. Esperé a que dieran las nueve y a que el bullicio del lugar disimulara mi mal aspecto. Por suerte para mí, la ropa que llevaba era tan oscura como la sangre que me habían salpicado Pierre o Donabella.
Cuando quise darme cuenta, me encontré envuelto en los estribillos habituales de los tenderos y charlatanes del mercado, frente al quiosco de flores, en su entrada por la calle Mayor. Una anciana de ojos verdes y garganta afilada, con una cola negra como el carbón, menuda y de achatadísima nariz, quitaba pétalos secos a un ramo de claveles rojos. Me acerqué a ella y le murmuré tan bajo que la pobre mujer creyó que yo era mudo:
—¿No puedes hablar? Cariño de niño..., pobre zagal... ¿Qué quieres?
—¿Eres Ceniza? —repetí en un tono de voz más alto.
—La misma —me contestó desconfiada—. ¿Quién lo pregunta?
—Me manda mi tutor, don Tito Donabella, el joyero del pueblo.
—Eso no responde a mi pregunta, zagal. ¿Quién eres tú?
Tenía una ligera bizquera que, sin afear el rostro, le hacía tener una expresión pensativa y apacible. Me preguntaba si alguna vez había sido joven y bella.
—Soy hijo del poeta...
—Ajá...
—Sí...
—¿Y?...
—Y quiero ver a mi musa.
Ceniza agarró todos los paquetes de un puñado y depositó las flores dentro del pequeño recinto de su tenderete. Me sonrió con la mueca más larga del mundo y tiró de la solapa de mi chaqueta para que me agachara.
—Me ordenó la señora que en cuanto apareciera le llevara a la casa.
Cerró de un portazo el quiosco. La anciana me miró con fijeza, luego apartó la vista y me dijo secamente:
—Está cerca.
A duras penas conseguía mantener el ritmo de Ceniza a través de las callejas de la Alcurria. Subí y bajé tantas cuestas como crestas hay en una montaña rusa. Diez minutos después, la florista se detuvo en lo alto de una colina empedrada, miró a la izquierda de la calle, y anduvo unos pasos más hacia un callejón sin salida. Se paró definitivamente a las puertas de un enorme caserón. Abrió el portón con una llave herrumbrosa, se remangó la falda y saltó un pequeño hoyo que había en el suelo. Me dijo que esperara fuera.
Tenía frío y hambre. Estaba destemplado y las fuerzas me fallaban. Me senté en la calle, con la espalda apoyada en la fachada de la casa. Se me cerraban los ojos y comencé a dar cabezadas. Metí mis manos en los bolsillos para entrar en calor. Con la yema de mis dedos toqué algo que me hizo espabilar... Papel. Lo había olvidado. Era el sobre lacrado con cera verde de mi padre; el legado del poeta que habíamos encontrado en el baúl de los naranjos.
Sentí de súbito miedo, como quien se sabe porteador de una maldición de la que nadie puede escapar. Ante mí tenía el tesoro. Resoplé más cansado aún.
El portón volvió a abrirse.
—Sígame.
Ceniza me guio por unas escaleras empinadas y antiguas como las vergüenzas, subimos hasta un segundo piso y me abrió con llave una puerta que daba a un pequeño zaguán.
—La señora me ha dicho que le acomode en esta habitación. En el escritorio encontrará un poco de pollo asado, vino y algo de pan. Encima de la cama tiene una toalla y ropa limpia que puede ponerse. El agua está caliente en la jofaina.
—Gracias...
—La señora me ha dicho que le diga que descanse. Esta noche le verá. Buenos días.
Escuché cómo la florista hacía crujir la cerradura tras de sí. No me importó, estaba demasiado cansado como para no descansar. Me tiré encima de la cama y me quedé dormido al instante.
Ceniza estaba de pie cuando me desperté, mirándome. Me incorporé extenuado en el filo de la cama.
—¿No ha comido nada? —me preguntó.
—Caí redondo... —dije.
—¿Quiere que le caliente un poco de agua para asearse?
—No, no se preocupe. Prefiero bajar ya de una vez y ver a Dulce.
—La señora quiere recibirle primero a usted a solas.
En aquel lugar había un profundo silencio. No se oía un mísero ruido por ningún sitio. Para colmo, la única luz que existía era el reflejo de una triste luminaria de un balcón enfrentado al mío.
—Como quiera...
Me llevó a otra sala penumbrosa en el primer piso y me dejó sentado allí, en soledad, en una especie de poyo de azulejos que rodeaba junto a otros una mesa de madera prehistórica. Un par de enredaderas daban color a unas frías paredes enmohecidas por el tiempo, desconchadas y mugrientas de pobreza. Lo que más me inquietaba era el crucifijo de casi un metro que presidía el arco de la puerta por donde había salido el ama de llaves.
Oí pasos acercándose a la habitación. Quien fuera se detuvo justo en la mirilla de la tortura, donde yo no le podía ni ver ni imaginar.
—¿Quién hay? —pregunté cauteloso—. ¿Es usted la señora?
El contraluz no me dejaba advertir con claridad de quién se trataba. Me sentí observado por una silueta.
—¿Señora?
Empezaba a angustiarme y quise irme de allí. Me dispuse a levantarme de mi frío asiento cuando la silueta dio un paso hacia delante y me contestó por fin.
—No me equivoqué contigo, realmente eres un chico muy valiente. Un hombretón educado e inteligente.
La silueta aún no se había retirado del todo de las sombras. Permanecía allí, inmóvil. Esperando a que la reconociese. Era la misma voz... ¡No!..., era el mismo tono de voz que tanto me sonaba.
—¿Mía? —Tenía la lengua pegada al paladar y era incapaz de mostrar emoción alguna—. ¿Es usted Mía?
—La última vez que hablamos te permití tutearme. Puedes hacerlo ahora también.
No lograba comprender nada. Un soplo de oscuridad le dio la espalda al contraluz. La anciana se descubrió delante de mí. La reconocí al instante.
—¡Usted... es... la... la religiosa..., la hermana del... del hospital del Santo Job!
Casi me desmayo de la impresión. Las arrugas de su cara, el pelo suelto y grisáceo, los labios prensados, las diminutas manos y la triste mirada cana. Era ella.
—En efecto, Adiel. Soy quien ves que soy, nada más soy y nada más seré.
—Pero..., pero, no logro entender nada... —Estaba realmente impresionado por la sorpresa.
—¿Y qué es lo que no entiendes, muchacho?
—Usted..., ¿usted no es una monja?... ¡Se supone que no comete pecados!
Mía se sentó a mi lado en uno de los poyos de azulejos. Levantó sus ojos al crucifijo de madera.
—Yo soy monja, como bien dices, y como tal una sierva de Dios... Rezo todos los días para que nuestro señor Jesucristo me dé fuerzas, y todos los días me siento regada por su gracia divina. Mis pecados son los pecados del hombre, y por ellos tengo que morir cuando llegue mi hora. Mientras tanto, mi deber es cuidar de los débiles y asolar a los que no tienen perdón...
Me pareció ver resbalar unas lágrimas por sus mejillas.
—¿Están todos muertos? —dijo.
Asentí.
—¿Donabella?
Agaché la mirada. Estuve a punto de romper en llanto. Asentí de nuevo.
—Ya todo ha terminado. —La monja recostó un suspiro dentro de su alma—. Yo también me muero, ¿sabes, hijo? Tengo algo en el hígado que me está dejando seca y me hace sudar de esta manera tan ridícula... Sudor amarillo..., es gracioso, ¿verdad? —Se inclinó despacio y me posó un beso en la frente.
—Lo siento...
—No, no lo sientas... Estoy deseando descansar.
Ya casi no había rescoldo de luz en la habitación. Los silencios se perdían entre las sombras y la penumbra. Todas mis palabras cayeron en una profunda marejada. La miré con pena. Ella me miró con compasión.
—Tengo mucho miedo, Mía, mucho mucho miedo. —Balanceaba mi cuerpo en el asiento, llorando por primera vez sin temor a equivocarme.
—Es normal que lo tengas. Todo está demasiado reciente. Pero no tienes nada que temer, Pierre ya no podrá hacerte daño...
Callé mis sollozos.
—¿Pierre?, ¡él era el único que se comportó como un amigo!
—Él no era ningún amigo, Adiel...
—¡No es cierto!, ¡me ayudó a seguir con vida! ¡Tortosa nos traicionó!
—Pierre lo hubiese hecho también tarde o temprano...
—¡No es cierto!
—Donabella lo sabía..., los dos lo sabíamos...
—¡Mientes!
Mía amansó la voz y me envolvió en sus brazos. Mientras, yo no podía parar de hipar y lamentarme.
—El odio, la codicia, la envidia..., el temor a lo desconocido..., es un mal veneno para el alma, Adiel...
—Pero... ¿Pierre?... Él... él...
—Él estuvo presente cuando mataron al padre Benito y no hizo nada para impedirlo...
—¿Cómo... puedes... saberlo?
—Ahora poco importa eso.
—Me importa a mí —susurré apocado.
—Tu tutor le vio salir justo después de ver cómo se iban los asesinos de la sacristía, y justo después de ver cómo entrabas tú por una ventana...
—Dios..., pero eso no prueba que me engañara, ¿no?...
—Asesinó a Paulo porque podría ponerte en contra suya... Engañó más de una vez a la Divina Providencia..., y eso es peor que traicionar a un juramento..., créeme
Morí y renací como las hojas caducas de un triste árbol desnudo. Tenía razón Mía, el odio, la codicia, la envidia y el temor a lo desconocido, todo era un mal veneno para el alma.
—¿Realmente mi padre está enterrado en aquella tumba tan fría?
—¿Tienes el tesoro?
—Sí. Solo es un sobre. Mi nombre está escrito en él.
—Creo que en él está la respuesta a tu pregunta.
Mía se levantó arrugando los labios y partió con un trocito de mi desdicha. Se dirigió hacia la penumbra. Se dio la vuelta y me sonrió.
—Cuando termines de leerla, baja y cena con nosotras. Dulce se alegrará de verte.
La monjita cerró la puerta a su espalda. Me quedé allí, pensativo, sin saber si abrir el sobre o enterrar mis recuerdos para siempre.
* * *
Mi bella Dulce. Tan bella. Mi enamorada. Mi única razón de ser. Yo viví todas mis torturas en la tierna y perpetua espera de sus abrazos, de sus besos, de su cariño. Fui feliz cuando asomaba en mí la imagen de su sonrisa, cuando la besaba en sueños y prometía amor eterno. Mi amada Dulce... Sentía el pulso de la vida palpitar a su lado, sentía mi propio calor radiar de su alma...
Ilusos los sueños son, porque ilusos los hombres somos.
* * *
Estaba muy nervioso. Antes de bajar a cenar me lavé dos veces la cara con el agua fría que estaba en la jofaina. Me cambié de ropa y me salpiqué un poco de colonia.
Abrí la puerta, bajé las escaleras corriendo y solo descansé al alcanzar la planta baja, donde deduje se encontraría el comedor. Me crucé con Ceniza, que llevaba entre sus manos una bandeja repleta de boniatos asados. La seguí por todo un pasillo bacheado hasta llegar a un salón grande, iluminado por varias lámparas de pie.
Allí estaba dándome la espalda Dulce, y enfrente de ella, mirándome con seriedad, Mía. A medida que me acercaba a la mesa, las canillas se tropezaban entre ellas, produciéndome un cosquilleo muy molesto en las rodillas.
Estornudé adrede dos veces, y una tercera vez aún más fuerte. Dulce se dio la vuelta y me sonrió como quien sonríe a un hermano pequeño.
—Hola, Adiel, ¿cómo estás? —me dijo enarbolando una gran sonrisa—. ¡Cuánto tiempo!
Me quedé turbado. Seguramente con cara de tonto. Siempre había creído que el amor era algo mágico, y que cualquier enamorado que lo estuviera de verdad era capaz de enamorar a quien quisiera. Descubrí entonces que eso no era verdad.
—¡Siéntate a mi lado, Adiel!
—Yo ya me iba —se disculpó Mía—. Nosotras ya hemos cenado, estábamos esperándote para el postre..., pero, prefiero no tomarlo, últimamente me da acidez todo... Buenas noches.
La anciana dejó sobre la mesa la servilleta con la que terminó de limpiarse los pequeños labios y se fue poco a poco; alejándose de nosotros con mucha tranquilidad.
—Te he echado de menos, Adiel. He echado mucho de menos tus tonterías, tu atontamiento conmigo, las charlas que teníamos sobre tu futuro o el mío, sobre América...
—Yo no he dejado nunca de pensar en ti...
Dulce sonrió y siguió hablando.
—Sé lo que sientes, no soy tonta. ¡Y no te voy a negar que en algún momento yo también me haya sentido atraída por ti de alguna manera! Yo te quiero mucho, Adiel, pero te quiero como amigo. Es lo máximo que puedo darte.
—¿Amas a otra persona?
La observé con detenimiento. Cada uno de sus movimientos me parecían bellísimos. Me miraba con una pena amable, y eso me dolía.
—Existe alguien, es cierto, pero de eso no quiero hablar, quiero saber cómo estás y qué vas a hacer ahora que todo ha terminado.
Me encogí de hombros.
—Yo estoy bien, no te preocupes. Después de lo que me ha pasado... ¿Lo sabes todo?, ¿te lo ha contado Mía?
—Sí, lo sé todo..., se llama Virtudes...
—¿Cómo?
—Mía es sor Virtudes...
—Sor Virtudes...
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—No lo sé con seguridad, quizá vaya a Francia, a Niza..., o quizá vaya a América con Gonzalo, el hijo de Pascualín el Mangascortas, el que quiso ser cantante... Dicen que de allí, con un poco de suerte, puedes venir nadando en oro. ¿No me vas a decir siquiera su nombre?, ¿cómo se llama?
La miré con toda la convicción que pude y asintió. Un escalofrío me zarandeó todo el cuerpo, desde el dedo gordo del pie hasta la coronilla.
—Voy a encomendar mi vida a Dios. Quiero ser monja.
Me quedé sin palabras. Permanecí durante unos segundos dividido entre la admiración muda y la risa, porque, aunque estaba seguro de que nunca podría hacerle cambiar de opinión, también lo estaba de que ningún otro hombre volvería a darle un beso, aunque fuera robado. Por su parte, Dulce me seguía mirando con esa pena amable que tanto me molestaba.
—¿Mon... monja?
—De las carmelitas descalzas...
—¿Es lo que quieres?
—Claro —dijo sonriendo—. Siempre lo he querido en realidad. Desde que era una niña... A mi madre también le agrada la idea, guardó un recuerdo muy bonito de cuando trabajó como ama de llaves de sor Virtudes antes de conocer a mi padre. ¿No lo sabías?
Negué con la cabeza.
—Eso sí que fue una historia de amor, la de mis padres..., se quisieron muchísimo. Mi madre nunca ha superado su muerte.
Recordé lo que me confesó mi tutor sobre Dulce: ella era su hija, y nunca debía saber la verdad.
—Don Elías era un buen hombre, lo dice todo el mundo...
—Lo era..., aunque no tienes por qué mentirme, sé que todos piensan que era un borracho y que murió por culpa de su mal beber... Eso no me importa.
—¿Y a qué convento vas a ir?
—A Ávila.
—¿Cuándo?
—Mañana a las cinco de la mañana... ¡Me acompañará mi madre! Ella está aquí conmigo desde hace unas semanas, en cuanto sor Virtudes le mandó recado para que viniera. Saldremos muy temprano...
Me quedé pensativo mirando la comida que había en la mesa. La visión de los boniatos hechos puré me produjo náuseas, pero aun así cogí un tenedor y estrujé uno bien hermoso en el plato.
—Con miel están riquísimos...
—Y con leche también —le dije con lágrimas en los ojos—. Y con azúcar.
—¡Eh!, Adiel...
Cerré los párpados, los apreté con fuerza. Intenté sonreír pero me temblaban demasiado los cachetes.
—No pasa nada, Dulce. No es nada... Algo me habrá entrado en el ojo...
—Me olvidarás, ya verás...
—Eso es imposible —conseguí despertar una leve sonrisa en mi rostro. Mi dulce Dulce me secó con sus dedos las lágrimas.
—Rezaré mucho por ti, Adiel..., todos los días de mi vida...
—Y yo te seguiré amando hasta que me canse de vivir y me ahogue de pena...
—Cuídate, amigo.
—Cuídate..., amiga.
* * *
Nunca me atreví a abrir el sobre del poeta. Quizá por miedo. Quizá por respeto a la muerte.
El tesoro de mi padre ha envejecido conmigo cincuenta y siete años, tantos años como días pasé en el infierno. Los viejos observamos nuestras vidas con denostada nostalgia, nos humillamos con el olvido, y esperamos que no nos olviden. Como si eso nos salvara de la muerte.
Perder la juventud es un pecado que embellece la historia de la humanidad. Cada día que pasa nos salvamos.
Juré que jamás volvería a sufrir y hoy he roto el juramento: he abierto el legado del poeta después de toda una vida.
Su vida...
Adiel, hijo mío:
Quiero que tengas presente, antes de empezar a leer esta carta, que desde el momento mismo en el cual viniste al mundo, lejos de mí, he sentido la apremiante necesidad de amarte sobre todas las cosas, y a la vez he padecido la dolorosa penuria de vivir sin vida, sabiendo que otra alma te ofrecía el cariño y los cuidados que yo, por deber divino, debía entregarte.
En mi tumba yace otra persona en mi lugar. Tortosa, engendro del diablo que espero nunca llegues a conocer, la mató en mi lecho pensando que era yo quien dormía aquella noche allí. No tuvo piedad alguna, como buen asesino, remarcó su ira con la más despiadada de las torturas. Clavó su cuerpo en la cama con una estaca y le prendió fuego. Esa muerte era para mí, y escapé de ella gracias al azar. Un azaroso azar que no merezco, pero que Dios ha querido regalarme.
Cuatro personas en el mundo saben que sigo vivo: Tito Donabella, el padre Benito, el viejo Saturnino y la madre Virtudes, a la que llaman Mía los que no la conocen. Ellos son los únicos que podrían poner la horca en mi cuello. Ellos, y ahora tú, hijo mío.
La madre Virtudes adquirió una lápida con un epitafio que reza así:«Yo solo fui un soldado que caminó por la triste mentira de unos versos callados». Se encargó también de buscar un nicho donde ponerla, y de que descansaran allí los restos de ese pobre diablo que me arrebató la muerte. De esa manera, aunque arañaran la tierra de mi tumba, nunca pondrían en duda que mi sueño es eterno al encontrar allí huesos enterrados.
He estado varias semanas de incógnito en La Capital, en la sacristía de una pequeña ermita, preparando con el padre Benito todo lo necesario para que pudieras recibir con garantías y sin peligro este mensaje. Hay demasiada sangre derramada que está clamando venganza, por lo que ha sido preciso envolverlo todo de secretos y mentiras. Hicimos correr el rumor de que habían ocurrido una serie de asesinatos por diferentes joyerías de La Capital y alrededores, una maldición que caía sobre quien recibía una llave, aprovechando una vieja historia que contaban sobre mí, y que es totalmente incierta..., escribí una nota a Palacios, para desviar la atención de todos aquellos a los que iría con el cuento del mensaje que le hice llegar, intentando sacar provecho, ¡rata!... El cuento de un testamento y de unos expedientes malditos que podrían perjudicar a cualquiera de los criminales de la ciudad de encontrarlo alguien que no fuera el hijo del poeta, te mantendría siempre a salvo de cualquier peligro. Los maleantes de La Capital nunca se atreverían a hacerte daño.
Ha sido preciso que lo hagamos así. Desde hace tiempo, Donabella está siendo vigilado por los mismos canallas que ordenaron mi asesinato. No le quitan ojo a la joyería, ni a ti. Pretenden hacerme daño, incluso estando para ellos muerto. Numerosos son los maleantes de La Capital que me odiaban y me tenían miedo, a muchos de ellos a lo mejor los has conocido ya: Pierre, al que llaman el Francés, fue en la juventud un gran amigo mío, ahora solo le desearía la muerte, si deseara algo para él; Ángelo, un verdadero monstruo que no merece ningún epíteto de misericordia; Clarisse, la mujer que nadie querría tener entre sus brazos; Mario, Fazio..., Fred, el monstruo de Urría..., demasiados...
Dejemos eso ya en el recuerdo.
Ni Donabella ni la madre Virtudes, ni por supuesto Saturnino, saben dónde se encontraba esta nota, aunque como habrás deducido sí conocían mi confabulación con el sacerdote para esconder nuestro secreto. Era fundamental para tu seguridad y la mía. Doy gracias a la Providencia, a la que tanta fe tiene el padre Benito, de que ahora estés leyendo estas líneas, eso significa que el bueno de Donabella ha sabido interpretar las claves que te ha dado el cura. Coméntale al que ha sido tu padre durante tantos años que jamás podré olvidar lo que ha hecho por nosotros, y que jamás podré pagarle tanto amor. Algún día, si puedo, volveremos a estar juntos.
Debes ir en busca de Saturnino (tu tutor te indicará dónde encontrarlo); te proporcionará un billete seguro para viajar sin problemas a Francia, o en todo caso te dará dinero extra para poder viajar sin apuros. Ya todo está concienzudamente preparado. ¡Ve solo a su casa! Di que eres el hijo del poeta, y que quieres ver a tu musa. Esa será siempre nuestra contraseña, no la olvides.
A día de hoy vivo en París. En la Rue de Berri, en casa de Olivier, de la Libraire Moderne, te dirán dónde encontrarme. Ellos saben que el día menos pensado aparecerás.
No le des a nadie mis señas, ¡a nadie!, ni siquiera a Donabella, al padre Benito o a la madre Virtudes..., ellos comprenden que es la única manera de mantenerse al margen de cualquier peligro... Estás rodeado de maldad desde que naciste. Y no quiero que vivas como yo lo he hecho. Soy un fantasma para ellos, y debo seguir siéndolo. Todo nos irá bien a partir de ahora.
No he sido generoso con la vida, le he dado tan poco que no espero nada de ella. Pero ahora todo va a cambiar. Seremos felices. Felices para siempre.
Espero impaciente tu llegada, hijo mío.