John Boyd
LA ULTIMA ASTRONAVE DE LA TIERRA
Titulo original: The last starship from Earth
Traducción: Amparo García Burgos
© 1968 by John Boyd
© 1970, Ediciones Martínez Roca, S. A.
Avda. José Antonio 774, Barcelona
ISBN: 84-270-0595-4
Edición electrónica de Sadrac
Buenos Aires, Diciembre de 2000
A la memoria de Henry Tudor VIII
Extracto de El discurso de Johannesburgo
Aunque confiamos tiernamente y oramos con fervor para que pase rápidamente este horrible azote de la guerra, sin embargo no podemos derogar la promesa de la ciencia láser, tan mal utilizada por los ángeles inferiores de nuestra naturaleza.
La aceleración de los quanta de luz, a la vez que barre las viejas fronteras de la ciencia física, supone un serio aviso para las ciencias sociales. Aún podemos emanciparnos de la historia para convertirnos en jueces de nuestro pasado... dioses de nosotros mismos, por así decirlo.
Conduzcámonos en la justicia, tal como nosotros vemos la justicia, de forma que estas generaciones no se desvanezcan de los anales del tiempo.
A. LINCOLN
1
Pocas veces se le concede a un hombre el don de conocer el día y la hora en que el hado interviene en su destino pero, como había mirado el reloj justo antes de ver a la muchacha de las caderas, Haldane IV supo el día, la hora y el minuto. En Punto Sur, California, el 5 de septiembre a las dos y dos minutos, tomó una dirección equivocada y empezó a recorrer el camino hacia Infierno.
Por irónico que parezca iba siguiendo las indicaciones que le diera su compañero de habitación, y si algo había aprendido en los dos años que llevaba en Berkeley era que los estudiantes de cibernética teológica no distinguían la derecha de la izquierda. Se dirigía en coche a ver un modelo de cápsula de propulsión láser en funcionamiento, y Malcolm le había dicho que el museo de ciencias estaba a la derecha de la calle, frente a la galería de arte. Giró hacia la derecha y se encontró en el área de aparcamiento de dicha galería, exactamente al otro lado de la calle y frente al museo de ciencias.
Los pundonorosos estudiantes de matemáticas pocas veces visitaban las galerías de arte, pero ésta parecía llamarle y atraerle desde la explanada ante la entrada, que subía en curva a partir del aparcamiento hasta un punto rocoso donde el edificio, que recordaba a una gaviota dispuesta a alzar el vuelo, se hallaba en equilibrio sobre el Pacífico a setenta metros más abajo.
Era un día agradable. La brisa procedente del océano atemperaba el calor del sol. El pórtico del edificio ofrecía una perspectiva del océano hacia el noroeste. Miró el reloj y decidió que podía perder un poco de tiempo.
Había aparcado el coche, y se dirigía hacia la entrada, cuando vio a la chica delante de él. Caminaba a largos pasos y sus caderas se movían suavemente a cada paso, como si la pelvis fuera un motorcito que originara una notable fuente de energía en torno a su eje. Pasaron varios microsegundos antes de que la estética del movimiento derrotara a estos conceptos matemáticos. Las proletarias solían caminar así a fin de seducir al varón, pero esta muchacha llevaba la blusa y la falda plisada de una profesional.
Redujo el paso a fin de mantenerse a poca distancia de ella cuando la muchacha entró en la rotonda y se detuvo a mirar un cuadro. Ansioso por contemplar su geometría frontal, Haldane se puso a su lado y, mientras la chica estudiaba el cuadro, la inspeccionó disimuladamente. Vio un cabello castaño, brillante y de reflejos dorados; una barbilla enérgica pero redondeada; las cejas muy finas y en arco sobre unos ojos azules; un cuello largo, senos altos y erectos y un estómago plano que se fundía con la V alargada de sus muslos.
Ella se volvió de pronto y le pilló mirándola. Fingiendo un aire de desconcierto, Haldane alzó la mano hacia el cuadro.
—¿Qué es?
Como resultaba adecuado en una profesional, ella no le miró sino que habló como si mirase a través de él:
—Representa el movimiento.
Lanzó él ahora al lienzo lo que confiaba fuese una mirada de entendido y dijo:
—Bueno, las líneas sí parecen moverse.
La respuesta salió bruscamente de sus labios.
—Y giran. Me están trastornando el estómago.
Él bajó la vista a la A-7 estarcida en su blusa. La A significaba que era una estudiante de arte, pero no sabía qué subclase representaba el 7... probablemente la de crítico de arte.
—He oído decir que el té es un buen remedio para las náuseas. ¿Puedo invitarte a una taza de té como primeros auxilios?
El rostro de le muchacha seguía siendo impasible, pero ahora clavó sus ojos en él.
—¿Sueles abordar a las mujeres en las galerías de arte?
—Generalmente trabajo en las iglesias, pero hoy es sábado.
En la máscara que era su rostro rieron los ojos.
—Puedes invitarme a una taza de té si quieres perder el tiempo con una virgen extracategórica.
—El sábado es mi día para las vírgenes.
La llevó al pórtico y eligió una mesa junto a la barandilla desde la que podían contemplar directamente el oleaje en la base del acantilado. Una vez la ayudó a sentarse, y hubo hecho un gesto a la camarera, dijo:
—Soy Haldane IV, M-5, 138270, 31/10/46.
—Y yo Helix, A-7, 48361, 13/15/47.
—Desde el instante en que te hablé comprendí que eras sueca, pero ¿qué significa el 7?
—Poesía.
—Eres la primera de esa categoría que he conocido.
—No somos muchas — dijo ella cuando la camarera hizo rodar una bandeja hasta la mesa —. ¿Azúcar y leche?
—Un terrón, por favor, y un poquito de leche... Pues es una tragedia que seáis tan pocas — dijo él admirando la armonía fluida del movimiento del brazo y la muñeca al poner los terrones.
—Tiene gracia que un matemático hable así de la poesía.
—Yo no hablaba de eso. Lamentaba tan sólo que dispongáis de una selección de varones tan escasa entre los que elegir. Probablemente acabarás con algún bardo de pelo liso que te abandonará en una pradera mientras se aleja para declamar sus versos a una florecilla mustia.
—Ciudadano, tú eres un atávico — le reprochó ella, y su voz bajó una octava —, pero yo simpatizo con las emociones primitivas. Mi especialidad es la poesía romántica del siglo XVIII... ¿Sabías que antes del Hambre había un culto de inseminadores llamados «amantes», y que uno de los más grandes fue un poeta llamado Lord Byron?
—Tendré que buscarlo en un libro.
—Pues que no te coja tu madre leyéndolo.
—Imposible. Está muerta. Murió en una caída por accidente.
—¡Oh!, lo lamento. Yo tengo más suerte. Tengo padres adoptivos, pero los dos viven y me quieren muchísimo. Mis padres murieron en un accidente de nave espacial...
» Pero me sorprende que sepas tan poco de mi categoría. Uno de vuestros grandes matemáticos, un M-5 si no recuerdo mal, escribió poesías que jamás me han interesado, pero que, al parecer, aún leen los intelectuales. Tal vez hayas oído hablar de Fairweather I, el hombre que diseñó al Papa.
—Ciudadana, ¿pretendes decirme que Fairweather escribió eso... poesía? — la miraba con auténtico desconcierto.
—No te escandalices tanto, Haldane. Después de todo entretenerse con baladas no es lo mismo que retozar con una damisela.
Ahora sí se sintió él escandalizado, horrorizado y satisfecho. No estaba seguro de la palabra «damisela», pero podía interpolar y sabía que, por primera vez en su vida, había oído una respuesta ingeniosa en los labios de una mujer. Además, era también la primera vez en su vida que una profesional, y no en una casa de recreo, le diera voluntariamente una muestra de ingenio tan cautivadora y tras fachada tan hermética.
En aquella chica había encontrado la raíz cuadrada de menos uno.
—Tengo derecho a sentirme escandalizado — dijo, ocultando la confusión inmediata tras una confusión más profundamente arraigada —. Precisamente mi especialidad son las matemáticas de Fairweather. He estudiado a ese hombre desde que estaba en la escuela primaria. Hoy vine hasta aquí para ver un modelo de cápsula de propulsión láser inventada por él, en ese museo de ahí enfrente. Sé que tenía la mente más inventiva que jamás ha existido, a excepción de la tuya y la mía, pero ninguno de mis profesores, ni catedráticos, ni compañeros de estudios, ni siquiera mi padre, mencionó jamás que hubiera escrito una línea de poesía. Hasta ahora mismo creía ser el mejor experto del mundo sobre Fairweather I, así que tendrás que perdonarme si parezco un poco desconcertado.
—Estoy segura de que nadie intentaba ocultarte ese hecho — dijo ella —. Tal vez ninguno de tus profesores lo sepa. Tal vez se avergüencen de ello y, en este caso, creo que quizá tengan derecho a avergonzarse.
—¿Por qué?
—Me alegro de que tu Fairweather tuviera tanto éxito en matemáticas, y sé que triunfó también en teología, pero, en mi opinión, fracasó miserablemente como poeta.
—Helix, eres una chica muy lista. No me atrevería a discutir tus conocimientos en tu especialidad, pero cualquier cosa que hiciera ese hombre tenía que hacerla de un modo soberbio. Yo no distinguiría un verso anapéstico de un antipasto pero, si él lo escribió, tenía que ser bueno.
—La prueba de la pila está en los protones — dijo ella —. Yo tengo una memoria fotográfica, y lo único escrito por él que puedo citarte son unos versos que me dijo un hombre muy viejo cuando era pequeña, y se me dijeron más como una curiosidad que como un poema.
—Recítamelo — de pronto se sentía interesado.
—El título es casi tan largo como el poema — dijo ella —. Lo tituló: «Reflexiones desde un Lugar más Elevado. Revisado». Y dice:
Puesto que estás torturada en el potro de la opresión del tiempo.
Yo te mataré, amada, como mi bendición final.
Te hiciste demasiado vieja demasiado pronto.
El discurso ha acallado tu lengua.
Haciendo acopio de toda mi gracia social mezclaré la cicuta a tu gusto,
nos dijo, desde otro lugar, que el que pierde gana la carrera,
que las líneas paralelas llegan a encontrarse en el espacio.
Sin embargo, amada mía, lloraré por tu rostro enojado.
Hizo una mueca de desaprobación.
—Le encantan esas pequeñas y tontas paradojas como el potro compresor y la bendición del asesinato. Todo es pura teoría.
Haldane meditó un momento.
—Parece que estuviera parafraseando el Sermón de la Montaña modificado por la Teoría General de Einstein. «El que pierde la carrera» es otro modo de decir «los mansos heredarán la tierra». Eso explicaría el título también. El «lugar más elevado» es el Monte, y las reflexiones fueron «revisadas» por Einstein.
Ella le miró con asombro y admiración.
—¡Vaya, Haldane IV, eres un genio del Neanderthal! Tienes razón, estoy segura. Ni el viejo ni yo pensamos jamás en eso, y tu interpretación explicaría lo de los muertos vivientes.
Ahora fue él quien se sintió asombrado.
—¿Quiénes son los muertos vivientes?
—¡Oh!, ya sabes, los exilados a Infierno, los cadáveres oficiales.
La respuesta de la muchacha le devolvió a la tierra.
—¿Qué tienen que ver ellos con esto?
—El viejo, que era un familiar mío, solía conocer a uno de esos Hermanos Grises que llevan a los exiliados a las naves de infierno. Esto era allá en los tiempos en que subían a pie a bordo, y ese monje le contó que un día tuvo muchos problemas porque, subiendo por la plancha, una condenada se puso histérica... (¿y quién no...?) y empezó a revolverse y a chillar.
» Los monjes eran casi impotentes para dominarla cuando un hombre, delante de ella en la fila, le gritó: «El que pierde gana la carrera, y las líneas paralelas llegan a encontrarse en el espacio».
» Cuando el hombre le dijo eso, ella se tranquilizó y subió a bordo como si se embarcara en una nave del sistema solar para hacer un viaje a otro planeta... Ahora comprendo que él le dio una especie de consuelo espiritual abreviado.
» Sin embargo yo prefiero a Shelley. ¿Has leído su Oda al viento del sur?
Haldane la escuchaba, pero parte de su mente seguía recordando el hobby subversivo de Fairweather. Cada hombre es libre de distraerse como quiera, pero resultaba irónico que el poema que animara a los exiliados hubiera sido escrito por el mismo hombre que inventara el sistema de propulsión que los lanzaba al planeta helado llamado Infierno, descubierto por las investigaciones de Fairweather y al que Fairweather pusiera el nombre, sin duda por su afición a las paradojas.
Helix era estudiante de primer año en la Universidad Golden Gate, y planeaba dedicarse después a la enseñanza en su categoría. Estaba ansiosa por hablar de su especialidad, y el muchacho se contagió de su interés. Lovelace y Herrick, Suckling y Donne, Keats, Shelley... aquellos nombres arcaicos surgían de sus labios con la misma facilidad que si se tratara de amigos suyos, y los citaba ya con burla, ya con nostalgia. Su voz, que resonaba por encima del estruendo de las olas, despertaba en él la sensación de un dorado comienzo, y se sentía conmovido por la impresión de los hechos históricos.
Finalmente, cuando ya el sol poniente alargaba las sombras de las montañas occidentales, ambos comprendieron que debían irse.
Ella caminó ante él por la terraza y, viéndola caminar, Haldane exclamó:
—¿Cuál era ése sobre la raza imperial?
Ah, lo que vale a la raza imperial.
Esas formas divinas,
y toda virtud, y toda gracia...
Rose Harmon, todas fueron tuyas.
» ¡Ésa eres tú, Helix — exclamó con entusiasmo —, tal como te veo desde aquí!
—¡Calla, majadero! Alguien podría oírte.
El la acompañó a su coche y le cerró la portezuela.
—Haldane, tienes la galantería de Sir Lancelot.
—No me has hablado de él. ¿Serías lo bastante valiente como para reunirte conmigo una noche en San Francisco, por ejemplo, mañana por la noche, y hablarme de ese Sir Lancelot en un marco apropiado, digamos la sala superior del Sir Francis Drake?
—¿Cómo sabes que no soy una mujer policía?
—Y ¿cómo sabes tú que no soy yo el policía?
—Sólo pensaba en tu seguridad — sonrió ella —, porque yo puedo cuidarme de los policías.
Y, con un gesto de la mano, desapareció.
Haldane volvió lentamente a su coche pensando que algo funcionaba mal con la química de su cuerpo. Se había sentado a charlar un ratito con una chica que ya había desaparecido para siempre en el inmenso anonimato de San Francisco; sin embargo había sido feliz en su presencia y ahora se sentía triste.
Fue en el coche hasta la autopista y puso el piloto automático en la banda del Berkeley, disfrutando de la velocidad repentina que le dijo que el camino estaba libre muchos kilómetros por delante. Echándose atrás en el asiento, y avanzando entre las montañas grises y el mar azul, se permitió unos breves momentos de introspección.
En algún punto, en la matriz de la humanidad, al este, donde incluso en los riscos de las Rocosas se alzaban las moradas de los seres humanos, había una muchacha de dieciocho años que un día elegirían para él los técnicos en genética. Sin duda tendría el pelo horrible y la mandíbula cuadrada, como la mayoría de las estudiantes de matemáticas. Tal vez fuera ingeniosa y amable, y digna de toda devoción, pero a partir de ese momento contaría con una grave desventaja: no sería Helix, Golden Gate.
Mientras el coche se metía en una avenida de árboles y las sombras alargadas de los pinos gigantescos parecían un encaje delicado sobre el camino ante él, Haldane experimentó el sabor agridulce de la despedida. Tenía veinte años, era la hora del crepúsculo y había dicho «adiós» para siempre a una muchacha que viniera a él como una Deirdre a un irlandés de antaño, con tal belleza y tal gracia que las flores se habían inclinado a su paso cuando caminaba ante ellas. Luego le había dejado, y los vientos de septiembre que azotaban ahora su coche a toda velocidad cantaban baladas de otras épocas, cuando los hombres habían caminado sobre la tierra como reyes, épocas de hacía más de trescientos años de este año de Nuestro Señor... El parpadeo de la lucecita roja le sacó de su ensueño.
Siempre estaban trabajando en estas bandas magnéticas, quitándolas y volviéndolas a poner. Bien, se consoló al tomar el volante para conducir personalmente por algún tiempo, no le vendría mal un poco de ejercicio.
Cuando Haldane entró en la habitación que compartía con Malcolm VI, su compañero de cuarto estaba trabajando en su mesa con una hilera de cifras que se proyectaban en una curva de probabilidades sobre la aparición de periquitos de pico azul en un número dado de generaciones, y a partir de un número dado de progenitores.
—Hola, Malcolm, ¿sabes una cosa?
—¿Qué?
—Conocí a una dama en Punto Sur, muy hermosa, como un hada. Su paso era largo, sus ojos brillantes y sus palabras absurdas. Una poetisa. ¿Has conocido a alguna de esa categoría?
—Hay un puñado de ellas ahí, en Golden Gate. Una vez tropecé con ellas cuando andaba algo borracho por la Costa Barbary. Escuchar su charla es como beber rayos de luna. ¡Por la santa computadora, que parecen las Parcas, o frailes, cualquier cosa!
—Pues ésta era una de vive la diferencia.
Haldane se lanzó a su litera, se tumbó sobre el estómago y apoyó el rostro en las manos cruzadas.
—Sí, hermano, su especialidad es la poesía primitiva y te aseguro que tiene mucha información que no estaba en el libro de historia que yo leí.
» Cuando cita la poesía amorosa casi puedes oír a los antiguos dulcémeles derritiendo de placer cúpulas de hielo, y a damiselas gimiendo por sus demoníacos amantes.
—Me suena como si estuviera haciendo investigaciones para la Casa de Belle.
—En su caso es pura afición a las antigüedades, y por tanto es legal. Dime, ¿sabías tú que Fairweather, nuestro gran hombre, escribió un poema?
—¿Bromeas?
—No bromeo.
—¡Por los tubos recalentados del papa! Haldane, creo que estás chiflado. Será mejor que hagas una visita rápida a Casa de Belle y te purgues de pensamientos subversivos. Además, necesito ayuda.
—¿Todavía sigues con esa gráfica de los cromosomas?
—Sí.
Haldane se levantó, se acercó a él y examinó las ecuaciones que Malcolm escribiera junto a la gráfica, y también ésta misma. Varias líneas de símbolos divergían desde la base y, a intervalos en esas líneas, una X azul indicaba la aparición de periquitos de pico azul. Algunos símbolos estaban rodeados por un círculo, y allí se detenía la línea.
En Denver, Washington, Atlanta, los técnicos en genética trabajaban con gráficos semejantes pero con un propósito muy distinto del inherente al ejercicio de Malcolm. En una ocasión Haldane había seguido un curso voluntario en genética, y había visto las gráficas humanas de las dinastías de los profesionales. De vez en cuando se veían áreas en blanco porque no había habido nacimientos y, con poca frecuencia, las áreas en blanco seguían a una X en rojo con la anotación E.O.E., es decir Esterilizado por Orden del Estado.
Al mirar ahora la gráfica de Malcolm, Haldane no pensaba en esas cosas, aunque sí formaban parte de sus recuerdos. Y expresó en voz alta lo que pensaba:
—¡Y tú te ríes de los poetas que hablan de la luz de la luna! Te han dado un problema con la respuesta incluida en la proposición. No lo calcules paso a paso. Resuélvelo por la a X azul y deja que el resto siga... de este modo...
—Pero se supone que debo eliminar los casos fortuitos de al menos uno de cada veinte. ¿Qué sucede si la Y se come a este periquito de aquí?
—Depende de tu elección. Tú eres el águila. Pero, recuerda, un espacio en blanco significa un mantoncito de plumas que ya no volarán más bajo la luz dorada del sol.
Malcolm alzó la vista y miró a su compañero de cuarto.
—Será mejor que bajes a la tierra, muchacho. Una tarde con esa poetisa y tu subconsciente está ya pensando en amoríos extraños a tu categoría, lo que significa mezcla de razas. Implícitamente ya has discutido la política del Estado, lo que es desviacionismo; y te has burlado de tu propia profesión, lo que refleja tu esprit de corps.
—En vez de darme consejos — sugirió Haldane — ¿por qué no dedicas tu talento a calcular las probabilidades estadísticas de que dos personas se encuentren dos veces por accidente en una ciudad de ocho millones de personas?
—Llévale tu problema al Papa.
—¡Vaya mundo maravilloso en el que vives, Malcolm! Para ti, cualquier problema puede ser resuelto por el papa o por una prostituta.
Malcolm alzó el segundo dedo de la diestra con la palma hacia arriba.
Haldane se dirigió al balcón y miró hacia el otro lado de la bahía donde las luces de San Francisco se hacían más y más brillantes al avanzar el crepúsculo. Mentalmente trató de imaginar el campus de la Universidad Golden Gate.
Ella estaría ahora sentada ante la mesa de su dormitorio, inclinada sobre un libro que apoyaba en el brazo izquierdo, y la luz de la lámpara de la mesa brillaría en sus brazos. Se habría dado una ducha y olería a jabón, a limpio, el cabello refulgente de reflejos dorados.
Se le ocurrió de pronto que estaba viendo cosas en su imaginación. Sin duda era así como pensaban los poetas, ya que, por un instante, algo había intervenido en sus pensamientos aparte del cerebro. Había llegado a oler la fragancia de su pelo, y a sentir de nuevo aquella peculiar impresión de placer que experimentara en compañía de la muchacha.
Helix se alegraría de saber que Haldane era capaz de pensar como un poeta; pero ella jamás lo sabría.
Si quisiera podría sacar su teléfono de bolsillo, marcar el número genético de Helix y enviarle directamente su voz y su imagen. Incluso tenía una excusa para llamarle: comprobar la referencia decimal de Dewey sobre el volumen de Sir Lancelot.
Ella le daría su respuesta en tonos precisos y mesurados, la referencia y cierto número de títulos. Y eso sería el fin de Haldane IV con toda seguridad.
Pues Helix sabría sin la menor duda que la pregunta no era más que un camuflaje de sus anhelos primitivos, ya que aquella muchacha estudiaba el atavismo como un prerrequisito para la escritura de poesías.
Una conversación casual con un muchacho en una tarde de sol no suponía nada, aparte de una distracción sin importancia, pero una segunda conversación, y buscada a propósito, indicaría peligro. Su próximo encuentro habría de surgir de circunstancias tan naturales que ella no advirtiera el riesgo ni alertara sus defensas.
Haldane no hubiera sido capaz de decir en qué punto se resolvieron sus pensamientos en una decisión; pero supo que la había tomado a pesar del peligro. La recompensa bien valía la pena.
Al otro lado de la bahía una muchacha tan linda como un hada estaba investigando libros de antiguos romances. Él disimularía su romanticismo del siglo XVIII bajo la máscara del realismo social del siglo XX y trataría de encontrarla de nuevo. Tal vez tuviera que aprenderse de memoria algunas poesías para crear el ambiente propicio, pero, con su memoria, eso no sería problema. Poco sabía ella que pronto, muy pronto, iba a aparecer el romance en su vida, que los hilos finísimos que tejían el tapiz multicolor de sus sueños cobrarían una realidad sólida gracias a la varita mágica de Haldane IV.
En Berkeley, cuatro años antes, un estudiante profesional de matemáticas había determinado la ruina de una técnica en economía. Ambos habían sido E.O.E., y degradados, y el matemático había acabado convertido en un famoso zaguero de los Cuarenta y Nueve. Según el argot del campus nunca se diría de Haldane IV que andaba aspirando a «formar parte de los Cuarenta y Nueve». Pero había un riesgo, y allí, de pie en el balcón, lo aceptó sin vacilar.
Como si alguien susurrara en su memoria creyó escuchar unos versos que ella le citara, y ahora los repitió, aunque ligeramente alterados, contemplando la noche ya oscura:
La Iglesia y el Estado pueden irse al diablo y yo me iré a mi Helix.
2
Durante la semana siguiente, y en sus clases, Haldane hizo los cálculos que podían llevarle a un segundo encuentro con la muchacha sobre una gráfica y utilizando sólo variables, maldiciendo la especialidad de los estudios de poesía que llevaban a sus estudiantes a conferencias de arte, conciertos, recitales y museos, y a los cafés y bares inferiores de San Francisco. Dónde buscar era el problema más fácil de los tres que tenía, pero al registrar toda aquella área se convenció de que la gente se tomaba lo del arte demasiado en serio.
Ya que la Universidad Golden Gate estaba allí, su base de operaciones tendría que estar en San Francisco. Lo cual significaba que tendría que organizarse partiendo de su piso ancestral, porque no podía permitirse el lujo de alquilar una habitación para los fines de semana sin pedirle ayuda a su padre. Y su padre ya presentaba bastantes problemas: el viejo era miembro del Departamento de Matemáticas; como tal era oficial del Estado; y su suspicacia natural exigiría una destreza verbal por parte de Haldane casi igual a su talento matemático.
Habría de buscar una razón de peso para explicar su asociación con los estudiantes de arte a sus padres y a sus amigos.
Los oficiales de ciencias consideraban a las gentes del arte como una sociedad inferior. Los escritores llevaban boina, los pintores llevaban las chaquetas un par de centímetros más largo de lo normal, y los músicos apenas movían los labios al hablar. Todos utilizaban al fumar unas boquillas exageradamente alargadas y lanzaban la ceniza con un floreo. A pesar de la aceptación pública de su producto se veían socialmente relegados a unos cuantos bares y cafés baratos en torno a San Francisco, al sur de California, y a Francia.
Ningún matemático empacaría su mente con los símbolos — definidos por ellos — de que hacían gala en su conversación, y que iban encaminados no a la comunicación, sino a la «expresión». En sus breves encuentros con tales personas jamás en toda la historia de sus relaciones sociales había oído Haldane decir tanto sobre tan poco a tanta gente.
Personalmente los toleraba, siempre que no pretendieran salirse de su lugar. Sus cuerpos endebles, con melenas lisas, parecían arrastrarse más que caminar y, con la extraordinaria excepción de Helix, ni las mujeres tenían caderas ni los varones hombros.
No le gustaba aferrarse a las generalidades sobre los grupos, pero siempre podían hacerse generalidades: los pueblos de color eran generalmente de color; los de las Islas Fiji eran más alegres que los esquimales; y los matemáticos tenían una mente más precisa que los artistas.
Sin embargo, sus sentimientos hacia ellos no eran del todo condenatorios. Porque daban testimonio de la variedad y versatilidad de las formas de vida en el planeta, y en consecuencia eran un tributo a la magnanimidad del Creador.
El padre de Haldane, técnico en estadística, no era tan liberal. En realidad tenía prejuicios. Según él, todos los que no fueran matemáticos eran ciudadanos de segunda clase, y se negaba a permitir la integración. Su actitud divertía a Haldane, matemático teórico, que consideraba a los de estadística poco menos que peones de albañil, pero este técnico en particular era miembro del departamento, y las órdenes por él pronunciadas tenían fuerza de ley. Le preocuparía ver a su hijo asistiendo a conferencias de arte. Y su preocupación serían extremas si sospechaba que su hijo se proponía cometer el delito de mezcla de razas y con una artista.
Más pronto o más tarde Haldane tendría que explicarle la verdadera razón. El viejo era inquisitivo, empecinado y dictatorial. Peor aún: era un jugador de ajedrez inveterado. Haldane había empezado a derrotarle sin esfuerzo desde que cumpliera los dieciséis años, y el trauma psíquico resultante había dejado convencido a su padre de que las derrotas — y perdía el noventa y nueve, por ciento de las veces — eran pura casualidad.
La presencia de su hijo los fines de semana no impresionaría a Haldane III; sólo despertaría sus sospechas. Por lo general Haldane sólo pasaba en casa un fin de semana al mes, y había meses en que incluso se olvidaba. Su actitud hacia su padre había sido siempre de un afecto indiferente, tanto más afectuoso en realidad cuanto más indiferente parecía.
Por tanto, su encuentro con la muchacha, cuando lograra encontrarla, debía ser casual y fácilmente explicable. Si ella empezaba a sospechar, se largaría como una nave espacial a toda potencia. Después de congraciarse, Haldane necesitaría una habitación a la que llevarla de modo casual y lógico, sin que pareciera que se proponía seducirla. Más tarde el encanto de Haldane sería el vehículo para la conquista.
La suerte le facilitó el lugar de la cita.
Los padres de Malcolm tenían un apartamento en San Francisco. Lo habían dejado hacía cuatro meses para realizar un viaje de un año a Nueva Zelanda, con el propósito de adoctrinar a los sacerdotes maorís en cibernética teológica con vistas a los comunicados papales. Haldane sabía lo del apartamento, ya que Malcolm iba allí de vez en cuando a repasarlo y quitar el polvo a los muebles. Jamás habría pensado en hacerle confidencias a su compañero de cuarto y pedirle la llave. Fundamentalmente no confiaba en Malcolm. Este no fumaba, bebía muy poco y asistía a la iglesia con regularidad.
El jueves, Malcolm entró en el cuarto agitando un papel.
—Haldane, gracias a tus estúpidos consejos he fracasado.
Haldane, que estaba tumbado en la cama, reconoció la gráfica sobre los periquitos de pico azul, y vio que la nota era una B.
Se sintió molesto.
—¿Por qué te han dado menos de A?
—El profesor lo analizó y me castigó por falta de exactitud.
—No debería utilizar criterios subjetivos para un test objetivo.
—Él se figuró que era subjetivo, puesto que yo era el águila, así que no lo hizo pasar por la máquina de calificar... Cuando me comí el periquito, algunas plumas cayeron en mi plato.
Merced al talento de Haldane, espoleado por su larga meditación, la inspiración le vino como un rayo.
—Mira, Malcolm, si Fairweather I pudo reducir las leyes morales a sus equivalentes matemáticos, y almacenarlos en un banco de memoria para crear al papa, ¿por qué no había yo de poder separar los componentes de una frase, dar a cada unidad un peso matemático y diseñar una máquina para examinar y calificar los ensayos escritos?
Malcolm lo pensó por un momento:
—Creo que para ti sería una tarea muy fácil a no ser por dos razones: no eres técnico en gramática, y no eres Fairweather.
—Sí, y no sé nada de literatura; pero leo de prisa.
—Lo que propones está más allá del límite de lo que puede descubrirse. Si recuerdo bien, aunque no tengo una memoria fotográfica, Fairweather I obtuvo 312 grados distintos del significado de una sola palabra, crimen, que iba desde el crimen por provecho hasta la eutanasia para los proletarios indeseables llevada a cabo por el Estado, tendrías que analizar todas las figuras de dicción del lenguaje.
—El no analizó todas las gradaciones — objetó Haldane —. Partió de los dos extremos y trabajo hacia el centro.
—No lo sabía.
—Escucha, ¡esta idea podría ser una contribución! — se puso en pie y empezó a pasear por la habitación, en parte para lograr un efecto dramático, y en parte arrastrado por un entusiasmo genuino —. Ya me parece ver ahora la primera página de la publicación, con su título. Ahí está en grandes letras Bodoni, de 14 puntos: EVALUACION MATEMÁTICA DE LOS FACTORES ESTETICOS DE LA LITERATURA, por Haldane IV... No, utilizaré tipos Garamond.
Dio la vuelta y se golpeó la palma de la mano con el puño.
—Piensa en lo que significaría esto. Los profesores de literatura ya no tendrían que calificar los ensayos, sólo meterlos por la ranura de siempre.
Malcolm, sentado en el borde del lecho, miró a su compañero con auténtica preocupación.
—Haldane, hay algo en ti que me asusta. Un pensamiento vago cruza por tu mente y, ¡pum!, ya es una obsesión. ¡Por los transistores infalibles del papa, te juro que estás tocado de locura! Creo que serías capaz de exhumar los huesos de Shakespeare, cubrirlos de nuevo de carne y obligarlos a bailar al son que quisieras.
Haldane quedó impresionado al oír aquel nombre.
—También tú pareces conocer algo de literatura.
—Claro que sí. Mi madre era la séptima hija de la séptima hija de un trovador alemán medieval. Yo quería ser un trovador vagabundo, pero mi padre era matemático.
—Si he de trabajar en esa idea — dijo Haldane como si estuviera pensando en voz alta — tendré que pasar los fines de semana en San Francisco, en las conferencias de literatura. Mi padre será un problema, con su afición al ajedrez. Si tuviera un lugar en el que poder estar a solas unas horas...
—Podrías utilizar el apartamento de mis padres, si le quitas el polvo.
—¿Quitarle el polvo? ¡Lo fregaré!
—Se friega solo. Pero lo que mis progenitores desean proteger sobre todo son los objets dart de la sala.
Se dirigió a su mesa, sacó una llave y se la entregó a Haldane, que la aceptó con fingida indiferencia.
Haldane III estaba satisfecho, aun a pesar suyo, de que su hijo hubiera decidido venir a casa los fines de semana. Al principio no hizo preguntas, y tampoco Haldane le ofreció voluntariamente información alguna. Más pronto o más tarde vendrían las preguntas, de eso estaba seguro, y sus actos parecerían más auténticos si era su padre el que tenía que sonsacarle la información.
Visitó el piso de los padres de Malcolm, un apartamento de cuatro habitaciones en el octavo piso, con una hermosa vista a la bahía, y se aprendió de memoria la situación de todos los elementos móviles de la sala utilizando un sistema nemotécnico. Si el tigre de brocado del tapiz sobre el respaldo del diván se corriera un metro, vendría a tropezar con el corzo estilizado que era el pie de madera tallada de la lámpara.
No se preocupó por los muebles pesados. Un policía que viniera a poner un micrófono en la habitación no se tomarla la molestia de moverlos.
Juzgó el apartamento recargado, pero la vista de la bahía desde el amplio ventanal de la fachada compensaba su falta de gusto. Tras haber terminado la comprobación permaneció contemplando ociosamente Alcatraz y las colinas, más allá, hasta que le vinieron a la mente unos versos que ella citara: «¿Qué loca búsqueda? ¿Qué caramillos y panderetas?»
Una pregunta muy buena. ¿Qué loca búsqueda le había traído hasta aquí? ¿Qué místicos caramillos y panderetas había escuchado para sentirse reducido de tal modo? No era normal que un chico de veinte años, y hombre de mundo, hiciera planes tan complicados para experimentar algo que sólo podía ser una variación sin importancia, todo lo más, de un tema antiguo y familiar.
Entonces volvió a su memoria la imagen de la chica y vio de nuevo la sombra de la tristeza tras la risa en sus ojos, y oyó su voz que tejiera en torno a él un encantamiento que le había encadenado, con su visión de otros mundos y otras épocas. El recuerdo de Helix volvió a iniciar en su sangre la extraña reacción química que tanto le confundiera, y comprendió cuál era la música que le llamaba... El había oído, y lo seguiría, el sonido irresistible de la flauta de Pan que bailaba con saltos ligeros sobre sus pezuñas.
Dos salidas en su primer fin de semana: una conferencia sobre arte moderno en el centro cívico, y la representación de Edipo rey a cargo de los estudiantes en el campus de Golden Gate, sólo dieron como resultado tres A-7 típicas. No se sintió desilusionado. De momento andaba olfateando en torno a fin de coger el rastro y no esperaba vencer tan pronto la ley de los promedios.
De regreso a su facultad aprovechó todos los minutos del horario para sentarse en la biblioteca a leer la poesía y la prosa del siglo XVIII. Leía rápidamente, con concentración total. Los conceptos eran fecundos en su mente como larvas en un pantano, y uno de los conceptos que bordeaban tal ciénaga era el temor de haber emprendido la tarea de demoler el monte Everest con una simple azada.
John Keats murió a los 26 años, y ése fue el suceso más feliz en toda la vida de Haldane IV. Si el poeta hubiera vivido cinco años más, sus obras, y las obras escritas sobre sus obras, habrían significado dos bibliotecas más que Haldane habría tenido que examinar.
Para aumentar su confusión, se sentía incapaz de distinguir entre las obras importantes de los poetas sin importancia y las obras sin importancia de los poetas importantes. Como resultado se convirtió en el único estudiante del mundo que podía repetir de memoria largos pasajes de El anillo y el libro, de Robert Browning. Sin saberlo, era también autoridad única en el mundo sobre las obras de Winthrop Mackworth Prad. Y dominaba a Felicia Dorothea Hemans.
Largas horas de aburrimiento se alternaban con instantes en los que se mesaba el cabello en su intento de captar significados ocultos tras aquellas cortinas de frases ininteligibles.
En San Francisco se sentía igualmente frustrado. Pasaban las semanas sin que hallase rastro de la muchacha. Su padre, que eventualmente llegaría algún día a averiguar la verdadera historia, respetaba tan poco las actividades de su hijo que le molestaba que vinieran a interferir con sus partidas de ajedrez.
Al cabo de seis semanas Haldane ya no necesitaba la visión de aquella belleza de otro mundo para sentirse espoleado. Ahora le intrigaba la capacidad de aquella muchacha para vencer las leyes de los promedios. Estaba haciendo juegos de manos con las estadísticas.
En el campus se dedicaba con ansia a devorar el núcleo de la literatura inglesa con una monotonía que le impedía acudir al gimnasio, atender a las relaciones sociales con los estudiantes, o mezclarse en las juergas en Casa de Belle. Volumen tras volumen iban cayendo a sus espaldas como las perfollas de las mazorcas tras el campeón de los deshojadores de maíz. Los bibliotecarios llegaron a tenerle tal respeto que le daban el cubículo particular de un profesor, ahora de permiso sabático, para que el rumor del paso de las hojas de los libros de los demás estudiantes no distrajera su fantástica concentración.
Finalmente, empapado de Shelley, Keats, Byron, Wordsworth y Coleridge, y con Felicia Dorothea Hemans saliéndose por los poros, llegó en sus estudios al 31 de diciembre de 1799 como el corredor de larga distancia que hace el sprint final hacia la meta. Era a media tarde de un viernes cuando cerró el último libro y salió vacilante de la biblioteca al pálido sol de noviembre.
Se sintió algo sorprendido de que fuera ya noviembre. Octubre era su mes favorito. Y en algún punto, entre Byron y Coleridge, se había perdido octubre.
Agotado hasta los huesos se fue a casa; el cuerpo le exigía descanso, pero el cerebro había programado un concierto de estudiantes en Golden Gate y el cuerpo tuvo que ceder. Después de examinar con la vista a 562 estudiantes de tipo A no encontró a Helix, pero se quedó para el concierto porque su conocimiento de la música era bastante limitado. Descubrió que se dormía con mayor facilidad oyendo a Bach que a Mozart.
El sábado por la tarde derrotó rápidamente a su padre en tres partidas seguidas de ajedrez. Durante la cuarta, en la que el viejo insistiera en tono quejumbroso, y que Haldane tuvo que ganar a toda prisa con objeto de llegar a un recital de música de cámara que formaba parte de sus planes, Haldane III alzó la vista hacia su hijo y preguntó:
—¿Qué tal van tus estudios en la escuela?
—Sigo estando en el diez por ciento superior.
—Pues no trabajas para ello.
—No tengo por qué. He heredado una mente espléndida.
—Será mejor que empieces a pensar en aplicarla. Las matemáticas son un terreno muy amplio y, a fin de cubrirlo, hay que trabajar deprisa.
Haldane sintió que se le venía encima un sermón y ahora no tenia el ánimo para consejos paternos, especialmente en su estado de fatiga mental. Logró alejar la amenaza de esa conferencia iniciando una discusión.
—Yo no creo que el terreno sea tan amplio.
—¡Dios mío, qué arrogancia!
—No, papá. Fairweather llevó a cabo el avance sensacional y definitivo de la ciencia cuando se saltó la desviación del tiempo; los matemáticos ya no han hecho más que sacar brillo a los pedazos. Yo profetizo que el siguiente avance sensacional en el progreso humano se deberá a los psicólogos.
Brillo la rabia en los ojos del viejo.
—¡Los psicólogos! Ni siquiera trabajan con fenómenos mensurables.
Sin estar demasiado seguro de su rumbo, Haldane se lanzó al mar de las teorías:
—No siempre son los fenómenos mensurables los que cuentan. Desde el punto de vista de su literatura, nuestros antepasados no hicieron otra cosa (al parecer) más que luchar; sin embargo, ellos tenían algo que nosotros hemos perdido: el espíritu de actuar como individuos. Se lanzaban a aceptar los desafíos sin cuidarse de las directrices de dieciséis comités distintos. Esa sublime independencia de acción fue sofocada bajo el reinado (de influencia Dewey) del sociólogo Henry VIII, ¡aquel antihomopapal, mecanodeísta y asesino de categorías!
—Si vas a burlarte de un héroe de Estado, ¡cuidado con la lengua, jovencito!
—De acuerdo, retiro los calificativos modificadores. Pero enfréntate a ellos, papá. En éste, el mejor de todos los planetas posibles, con el mejor de todos los sistemas sociales posibles, no tenemos ningún lugar al que ir más que hacia nuestro interior, y cualquier renacimiento del espíritu será una implosión determinada por la jurisdicción del Departamento de Psicología.
Haldane III, olvidada ya la partida de ajedrez, se lanzó rugiente a la batalla.
—Y yo te digo, falso gramático, que si el Departamento de Psicología llega alguna vez a hacer algo será merced a la ayuda del Departamento de Matemáticas. Fairweather no sabía nada de teología, pero se introdujo en la Iglesia y construyó un papa infalible que puso fin a todos los decretos tímidos y contemporizadores.
—Sí, fíjate en Fairweather — contraatacó Haldane —. El nos dio las naves espaciales y ¿qué sucedió? Unas cuantas naves perdidas en las primeras pruebas, o que tal vez sigan aún dando vueltas por ahí; unas cuantas tripulaciones que regresaron con la locura del espacio, y el triunvirato suprime las pruebas. ¡Estamos aherrojados por los sociólogos y vencidos por los psicólogos!
» ¿Dónde están hoy esas naves? Quedan dos, con unas tripulaciones reducidas al mínimo, y ambas son naves de Infierno. Tenemos las estrellas, pero no los redaños suficientes para investigar qué contienen. Y ahora, ¿qué contribución puede hacer un matemático?
Anonadado por la sinceridad explosiva de su hijo, Haldane III bajó la voz en un sarcasmo burlón.
—Si te pasaras en el laboratorio la mitad del tiempo que pasas en esos palacios del arte, tal vez pudieras hacer alguna contribución aparte de esa absurda teoría de la sedimentación que jamás habría sido aceptada.
Suavemente preguntó Haldane:
—Papá, ¿puedes presentar alguna contribución que hicieras antes de los veinte años?
—Mozalbete — dijo su padre, el orgullo paternal calmando su cólera —, yo he olvidado más matemáticas de las que tú sabrás en la vida. Te toca mover.
Haldane miró el reloj. Se le acababa el tiempo. Tenía que prepararse para el recital, de modo que derrotó a su padre en cuatro jugadas.
—¿Quieres otra partida? — preguntó Haldane III —. Podríamos apostar algo.
Sus apuestas siempre consistían en unas copas que el perdedor había de preparar y servir.
—Nada de eso, papá. Soy jugador de ajedrez, pero no un sádico. Sin embargo, te prepararé una bebida.
Era algo más que una copa; era una oferta de paz, y su padre la aceptó.
Mientras Haldane le preparaba la bebida, su padre, que estaba guardando las piezas de ajedrez, dijo:
—A propósito de Fairweather I: Greystone viene el sábado próximo a dar una conferencia sobre el Efecto Fairweather en el Auditorio Cívico. ¿Quieres acompañarme?
—Parece interesante — dijo Haldane exprimiendo una lima.
Tenía que serlo. Greystone era secretario del Departamento de Matemáticas, y se suponía que era uno de los pocos matemáticos que comprendían el Teorema de la Simultaneidad en el que se basaban las naves espaciales. También era un genio para simplificar los conceptos.
—Tal vez vaya.
—Esto aún no es del dominio público, pero ayer llamé a Washington y hablé con Greystone. Cree poder conseguir que venga con él el piloto suplente de las naves «Estigia» y «Caronte».
Haldane dejó la copa sobre la mesa, delante de su padre, y dijo:
—Si consigue que uno de esos monstruos ariscos diga algo, es que es una maravilla.
—Greystone puede conseguir lo que nadie.
A pesar de su observación convencional sobre el hombre del espacio, Haldane sentía un íntimo respeto por los de su clase. Desde las tripulaciones originales que se encargaron de las pruebas espaciales, hacía más de cien años, los que habían sobrevivido eran los más duros de todos.
En la televisión había visto con frecuencia su llegada en las naves-prisión de Infierno, taciturnos, melancólicos, lo más próximo a los inmortales en este mundo, ya que sólo envejecían unos cuantos meses, según el tiempo de la tierra, en cada siglo. Con los hombros muy amplios, fuertes, mucho mejor formados que sus descendientes, seguían unidos a la Tierra menos por deseo propio, en opinión de Haldane, que por aquel cordón umbilical que era la línea de aprovisionamiento.
—Me gustaría ir a la conferencia — dijo Haldane — si no se presenta otra cosa más importante.
—Y ¿qué puede ser más importante que una conferencia sobre Fairweather I?
—Mira papá — Haldane pasó el brazo en un gesto casual hombros de su padre —, si quieres que vaya como intérprete, entonces dilo. Pero te aseguro que comprender a Fairweather no es tanto cuestión de conocimiento como de intuición.
—¡Instrúyeme, experto!
Haldane fue esa tarde al recital de música de cámara sin demasiadas esperanzas de ver a Helix, y no la vio. Desde aquella sesión de ruidos primitivos se fue en coche a un bar que frecuentaban los poetas, la Taberna de la Sirena.
Había algunos estudiantes A-7 presentes, y se unió a ellos. Su abrigo le ocultaba la insignia y, a la luz débil de la lamparita de sobremesa, todos le confundieron con uno de ellos. Uno mencionó a Browning, y Haldane los dejó atónitos al citarles un largo párrafo de El anillo y el libro.
Con aquel movimiento constante de las manos para acentuar sus palabras, o cuando se adelantaban bruscamente hacia él para escuchar, sin dejar de hacer gestos afirmativos o negativos, le recordaban unos lepismas o pececillos de plata removiéndose en algún rincón húmedo y oscuro. Sin embargo su entusiasmo ante una frase recordada, citada en ocasiones en el idioma del autor, le produjo un impacto similar al que recordaba haber sentido cuando estuviera con Helix en Punto Sur.
Pero se descubrió su engaño cuando uno de ellos le preguntó qué opinaba de la última traducción del alemán de Maria Rilke. Con una entonación afectada contestó:
—La adoro en alemán pero Maria, en inglés, no es nada.
El que le preguntara se volvió a un compañero:
—¿Has oído a éste, Philip? La adora, a ella, en alemán.
—¿Qué eres, amigo? ¿Un confidente de la policía?
—Tal vez sea un sociólogo de categoría investigando a sus campesinos.
Haldane abandonó la afectación.
—Cuando me llames sociólogo, ¡sonríe, bardo amigo!
—Lárgate, chico, antes de que te larguemos.
Podría haber vencido a tres en, un instante, pero eran cinco. Se largó. No deseaba en ese momento una reprimenda del decano.
Mientras regresaba en coche a Berkeley se sentía perplejo.
En los dos meses y medio que llevaba buscando a Helix había visitado y vuelto a visitar los lugares en los que debería haber estado. Había visto ya más de una vez a varias estudiantes A-7, pero jamás a Helix. Algo iba mal con las leyes de la probabilidad.
No fue a la conferencia sobre Fairweather.
El miércoles, cuando estaba cenando en la unión de estudiantes, vio un anuncio en el periódico de la escuela. Un tal Profesor Moran iba a dar una conferencia en el campus de Golden Gate el viernes por la tarde sobre la poesía romántica del siglo XVIII. Al leer el tema no pudo terminar la comida, se puso en pie y salió. Si Helix no asistía a tal conferencia, jamás iría a otra en este mundo.
De camino a casa comprendió que había en él una debilidad que podía traicionarle: sus nervios. Había llegado a tal grado de tensión en sus esperanzas que corría el peligro de derrumbarse.
A veces imaginaba su encuentro. Pero en vez de cubrir sus rasgos un gesto de grata sorpresa se veía cayendo al suelo y arrastrándose hacia Helix hasta aferrarse a sus tobillos y gemir histéricamente de alivio y gozo.
Y, como una reina, ella bajaba los ojos hacia el hombre caído a sus pies, escandalizada y desdeñosa, se libraba de sus manos de una patada y se alejaba de él para siempre.
Sonreía ante esas imágenes al subir las escaleras, pero una comprensión repentina le obligó a sentirse serio de pronto. Su dedicación total a la literatura había dado un tinte y un carácter emocional a su modo de pensar. Por extraño que pareciese,.todo le parecía más vivo ahora.
El padre de Haldane sufrió un desengaño cuando éste le dijo que no le acompañaría a la conferencia de Greystone. Viendo la desilusión en el rostro paterno, Haldane sintió remordimientos.
—Lo lamento, papá, pero no me decido a perderme la conferencia sobre el período romántico. Encaja exactamente con la época que he elegido para demostrar mi análisis matemático de los estilos literarios. De todas formas la conferencia de Fairweather es demasiado avanzada para un estudiante de segundo año. En el sexto dominaré a la perfección la mecánica de Fairweather y si pudieras proporcionarme una transcripción, de la conferencia para mis notas de reserva, te lo agradecería.
Esta conferencia sobre poesía tiene una importancia válida mis propósitos actuales, y para un principiante en literatura es más beneficioso oír los versos que leerlos.
Su padre agitó la cabeza.
—No sé, hijo. Tal vez lo que estás haciendo tenga valor. Me embaucaste con la teoría de la sedimentación, y tal vez estés embaucándome con esto. Adelante. Tu mente lo ha decidido. Eres un Haldane, y nada de lo que yo haga podrá influir en ti.
Llegó temprano a la sala de conferencias y se sentó en una de las últimas filas para estudiar los rostros de los que llegaban. Como había adivinado, el ochenta por ciento de los estudiantes que asistían eran A-7, y prácticamente todos los profesionales, aunque no llevaban insignia, tenían el aspecto de los A-7: un aire soñador y abstraído, y los que fumaban lo hacían con boquillas de mango muy largo.
La mayoría de los estudiantes llegaban en grupos a los asientos y, cuando ya las luces se bajaron en la sala, todavía entraron unos cuantos más desde el vestíbulo. No había visto a Helix pero, como ese grupo entró cuando la sala estaba en penumbra, confió en que fuera una de aquellas figuras confusas.
Cuando se encendió la lucecita sobre el atril y el conferenciante subió al estrado, Haldane dedicó toda su atención al orador, un hombrecillo calvo, de sesenta años, con las orejas muy prominentes. Muy tieso tras el atril, habló con una voz notablemente fuerte para un hombre tan pequeño:
—Me llamo Moran y soy catedrático de esta facultad. Mi especialidad, así como el tema de esta noche, son los poetas románticos de Inglaterra. En cuanto a mí, personalmente, allá en el pasado remoto mis gentes vinieron de Irlanda. Nuestra historia familiar dice que se nos prohibió pertenecer al sacerdocio porque un duendecillo se metió en el campo de coles de los Moran. ¿Pueden creerlo?
El público rió, de acuerdo con el conferenciante.
—Eso en lo que a mí se refiere. Ahora bien, en cuanto a los poetas me limitaré a nombrarlos y dejaré que ellos hablen por sí mismos.
Moran hizo exactamente lo que había prometido que haría.
Sus lecturas, pronunciadas con voz clara y cautivadora, iban más allá del significado, revelaban las emociones y estados de ánimo que latían en los poemas. A partir de la primera línea del primer poema, Haldane se sintió fascinado.
El recitado de Moran cubría abismos que jamás alcanzaría a salvar ninguna teoría de la estética. Helix, con toda su belleza y con todo su entusiasmo, no era sino un pálido amanecer comparado con el sol de mediodía que era este hombre.
Haldane oyó el estruendo del río Alph, que se hunde en un mar sin sol y supo en quién pensaba Coleridge cuando escribiera:
Traza tres veces un círculo a su alrededor
y cierra sus ojos con santo temor,
pues él se alimentó con el dulce rocío
y bebió la leche del Paraíso.
Lord Byron le habló personalmente.
Antes había considerado una suerte que Keats muriera tan joven. En aquel auditorio en sombras lloró ahora la muerte de un poeta capaz de hablar con tal sentimiento y describir con tan dulce exactitud La Belle Dame sans Merci.
Shelley cantó para él. Wordsworth le consoló. Y su corazón bailó al ritmo de las danzas escocesas de Burns.
Cuando se encendieron las luces de la sala, y la muchedumbre dispuso a salir, todos parecían abrumados todavía por el sentimiento. No hubo susurro de voces, ni aplausos.
Haldane se dirigió rápidamente al vestíbulo para esperar la salida de Helix
Algunas miradas se cruzaron con la suya, observándole con suave tristeza, pero los ojos de Helix no estaban entre ellos.
Dio la vuelta, salió del vestíbulo y bajó por la avenida hacia el fresco anochecer, los pies hollando suavemente las hojas caídas. Se detuvo un instante ante la fuente, en el centro del campus, y repitió nuevamente para sí:
Por eso estoy triste aquí,
solo, pálido, aguardando en vano,
aunque ya los juncos han desaparecido del lago
y ya no cantan los pájaros.
Se arrebujó estrechamente en la capa para defenderse del frío y se subió también el cuello observando su sombra sobre las piedras de granito que rodeaban la fuente.
Era una sombra byronesca, como debía serlo. Pues ahora se sentía uno con Byron, con Keats, con Shelley. Había venido a su amada y sólo había hallado los amores vivos de unos hombres muertos; sin embargo, estaba solo
Mortalmente agotado, y abrumado por sus sentimientos, giró en redondo y avanzó sobre el césped marchito y bajo los miembros desnudos de los árboles que susurraban al viento de finales de noviembre. Era un fantasma caminando entre fantasmas, pues ya no era Haldane IV del siglo XX, Helix le había presentado, y Moran le había unido, a los muertos inmortales. Sólo su cuerpo avanzaba sobre el paisaje desolado; su espíritu bailaba un minué en un salón del siglo XVIII.
Subió al coche y regresó al apartamento.
Su padre no había llegado. Recordando la desilusión que el viejo sintiera por su culpa, Haldane se dirigió al escritorio y sacó las piezas de ajedrez, disponiéndolas para una partida.
Greystone no estaría hablando toda la noche. Su padre llegaría con tiempo suficiente para jugar con él. Y, movido por el arrepentimiento, Haldane supo por adelantado que su padre ganaría esta noche.
Entró Haldane III trayendo el frío exterior en su abrigo y frotándose las manos. Se le iluminaron los ojos al ver el tablero de ajedrez.
—¿Listo para una paliza?
—Dispuesto a darte una.
—Bien. ¿Qué tal la conferencia?
—Así, así — dijo Haldane —. ¿Y la tuya?
—Excelente. Ya me sé al dedillo el Efecto Fairweather. ¿Qué tal si me preparas una copa mientras voy haciendo boca?
Haldane se dirigió al bar y mezcló dos bebidas.
Su padre, libre ya del abrigo, volvió y acercó una silla a la mesa de ajedrez.
—De modo que tu conferencia sólo fue regular. Pues la mía fue buena, muy buena.
Ya avanzada la partida, Haldane, muy callado y melancólico, oyó de pronto que su padre decía:
—No puedo comprender por qué vosotros, los jóvenes, siempre andáis saltándoos las categorías.
—Ya...
—Había una estudiante de arte en la conferencia de esta noche. Una muchacha. Me presentaron al público como invitado de honor antes de la conferencia, y luego se me acercó ella y se presentó. Nos sentamos y hablamos un ratito, y me escuchó con gran atención. Más de lo que puedo decir de mi hijo.
—Ya... Y ¿qué aspecto tenía? Jaque.
—¿Qué importancia tiene eso? Una mujer es una mujer.
—Solo me preguntaba si mi viejo aún tendría ojos para el sexo débil.
—Como con tanta frecuencia has indicado amablemente, hijo, no soy demasiado observador. Pero según recuerdo esa chica tenía el pelo castaño, los ojos azules, un rostro redondeado y una barbilla muy decidida. La nariz un poco respingona. Sus senos muy altos y separados. Caminaba con un ligero movimiento de las caderas que duplicaría sus ingresos de ser una prostituta. — Miró a su hijo con una sonrisa —: ¿Quieres que te hable también de la peca bajo el seno izquierdo y de la cicatriz del apéndice a ocho centímetros bajo el ombligo?
Haldane le miró muy serio.
—Padre, jamás había llegado a sospechar que fueras un verdadero sátiro.
—La muchacha tenía belleza, una belleza extraña. Parecía tanto una cualidad de la mente como del cuerpo y, mientras le hablaba tuve la impresión de que lo hacía con una mujer mucho mayor. Estaba escribiendo un ensayo sobre la poesía de Fairweather, y le hablé de ti.
—Debe de haberte hecho mucha impresión si estabas dispuesto a revelar los secretos de familia.
—Pues sí. La invité a cenar mañana por la noche. No vive muy lejos. Está estudiando en Golden Gate. Le dije que procuraría conseguir que tú estuvieras con nosotros, si no habías de acudir a alguna conferencia sobre poesía.
—Trataré de estar aquí — dijo Haldane.
3
Brillaba con la frialdad de la Estrella del Norte y sus ojos, tan sonrientes al mirar a su padre, se clavaron en Haldane con una corrección impecable.
—Si tu máquina funcionara, ciudadano, todo lo que habrías de hacer sería invertir la energía recibida y tendrías un poeta electrónico. Tal invento destruiría mi categoría.
» Y el paso siguiente, como es lógico, sería las máquinas que crearan máquinas, con lo que ya no habría necesidad social de seres humanos. ¿No está de acuerdo, señor?
—Absolutamente, Helix. Ya le dije que era una idea tonta.
Haldane jamás había encontrado a su padre más dispuesto a asentir, ni le había visto jamás tan encantador ni animado. La luz de los ojos del viejo iluminaba prácticamente la mesa. Vencido por él, Haldane se dedicó a comer en silencio mientras su padre iniciaba un monólogo.
—Has mencionado una idea que nosotros, los del Departamento, ya hemos tomado en consideración: lo poco aconsejable de retirar por completo el elemento humano de la manipulación de la maquinaria. Una vez nos presentaron un invento para el examen de la junta...
Haldane observó la frase «nosotros, los del Departamento».
Su padre estaba presumiendo. De ordinario sólo decía «el Departamento».
Cuando le presentaran en la sala de estar, ella había dicho:
—Ciudadano, tu padre me dice que te interesa la poesía.
—Sólo por asociación.
—Cualquiera confiaría en que habías de asistir únicamente a las conferencias de matemáticas.
De modo que Haldane había entrado al comedor con el corazón alegre, restaurada su fe en la ley de los promedios.
Helix había estado buscándole en las conferencias de matemáticas a la vez que él andaba en su busca.
Ahora, mientras su padre hablaba, los pensamientos de Haldane pasaban de las matemáticas a la analítica. Helix tenía cierta cualidad extrañamente nueva, semi-etérea, semi-mundana, que le recordaba la hierba de primavera cuando surge entre los manchones de la nieve que ya empieza a derretirse, y la vivacidad de sus pensamientos se reflejaba en los gestos de su rostro.
La muchacha era una imposibilidad lógica. El sabía que debía tener hígado, y pulmones, y un tórax que funcionara como los de cualquier mujer; pero el conjunto era superior a las partes.
Se inclinó y volvió a llenar de vino la copa de su padre.
Haldane III dejó de prestar atención a Helix el tiempo suficiente para preguntarle:
—¿Tratas de emborracharme para impresionar a nuestra invitada con tu ingenio e inteligencia mientras yo duermo?
—¿Preferirías beber sólo agua?
Había ofrecido esta alternativa para asegurar una elección. Poco le importaba lo que bebiera su padre mientras bebiera.
En tanto que Haldane III le observaba, Helix dijo:
—Si estás decidido a ser un viviseccionista de la poesía, ciudadano, tal vez te interese su nacimiento. Como proyecto de clase, estoy escribiendo un poema sobre Fairweather I, y necesito ayuda para traducir sus matemáticas en palabras. Tu padre me ha dicho que tú comprendes muy bien sus obras.
—En realidad, ciudadana — contestó Haldane —, y para no dejar en mal lugar esa confianza de mi padre, estoy dispuesto a correr a la biblioteca después de la cena y escribir una explicación en un solo párrafo de su Teorema de la Simultaneidad y un diagrama que demuestre el Efecto Fairweather es muy sencillo. Se limita a utilizar cuarks para saltar a la desviación del tiempo.
Haldane III le interrumpió:
—Me gustaría que nosotros, los matemáticos, recibiéramos parte de la adulación que se concede a sociólogos y psicólogos, pero no creo que Fairweather fuera un buen sujeto para ello.
—¿Por qué, papá?
—Entre otras cosas, él trataba con instrumentos metálicos y fenómenos físicos. Era muy semejante a un trabajador manual, en absoluto un teórico puro... Yo no aconsejaría a Fairweather como sujeto... ¿Quieres excusarme un momento, Helix?
Cuando su padre se levantó para salir, Haldane tomó una decisión rápida, últimamente sus investigaciones le habían llevado a creer más y más en la validez de sus matemáticas de la estética, pero había malgastado demasiados esfuerzos en la búsqueda de la chica para verse frustrado por su integridad. Antes de que Haldane III hubiera cruzado la puerta, su hijo ya había reconquistado sus principios.
Se inclinó hacia ella.
—Yo te ayudaré.
—Sabía que lo harías.
—Escucha, Helix. Tengo que hablar deprisa... Algo me sucedió aquel día en Punto Sur. Desde entonces me he sentido como un electrodo cargado y sin un polo negativo. A la vez feliz y desdichado por ello. ¿Soy un poeta atávico, o un matemático del Neanderthal? Tú eres una experta. Dímelo.
Su rostro expresivo reveló una serena comprensión y un asombro cargado de gozo.
—¡Te has enamorado de mí!
—No es eso exactamente. Más bien he remontado el vuelo como una alondra. Shelley, Keats, Byron... ahora sé cómo se sentían. Soy como una estrella en comparación con sus pobres luminarias... ¡Tengo el cinturón negro!
—¡Oh, no! — agitó la cabeza —. Los primitivos conocían muy bien eso que tú sientes, y le llamaban «amor pueril». Pero no es más que un síntoma. Si el germen se incuba adecuadamente, llega a desarrollarse en lo que los primitivos llamaban «compañerismo entre adultos», según el cual hombre y mujer disfrutan estando juntos.
—¡Ah, no! — negó a su vez Haldane pensando que había ciertas lagunas en sus conocimientos —. Sé de lo que hablas, pero esto está en mi mente. Disfruto mirándote, y tocándote... — se inclinó y le cogió la mano —. Sólo cogerte la mano ya me parece maravilloso.
—Pues suéltame — dijo ella —, antes de que vuelva tu padre.
Obedeció, observando que Helix podía haber retirado la mano con la misma facilidad y no lo había hecho. Volvió a echarse atrás en la silla.
—Me hubiera gustado decirte que mi corazón es como un pájaro que canta... pero no soy capaz.
Ignoraba que la voz humana pudiera encerrar tal dulzura hasta que oyó su respuesta:
—Olvida que eres un poeta imperfecto y sé el matemático preciso. Calcula a toda prisa el modo de ayudarme a escribir la épica de Fairweather, o no te ayudaré a despertar los anhelos de mi corazón.
—El había planeado muy de antemano la respuesta:
—Reúnete conmigo mañana por la mañana, a las nueve en punto, en la fuente de tu campus.
Asintió ella y se llevó la taza de café a los labios cuando ya el padre volvía a entrar en el comedor.
Haldane se levantó a las siete el domingo por la mañana y dedicó casi una hora a afeitarse un par de veces, a arreglarse las uñas de manos y pies, a ducharse, enjabonarse, enjuagarse, volver a enjabonarse y a enjuagarse, a secarse y a ponerse la loción para después del afeitado; luego se secó las manos en el pecho desnudo. No quiso abusar de la crema para el pelo, y sólo se puso lo suficiente para darle un poco de brillo.
Desnudo ante el espejo hizo unas cuantas flexiones, notando muy ligeros los músculos gracias a las clases de judo. Eligió la camisa gris bordeada de hilo de plata, con la M-5, también en plata, cosida sobre el pecho; el abrigo a juego, con el forro plateado, y las botas grises de ante reforzado. Los pantalones eran de algodón gris forrados de lana.
Vestido ya, y de pie ante el espejo, hubo de admitir a disgusto que tenía un aspecto muy semejante al típico galán de boudoir del siglo XVIII. El rostro delgado y sensible recordaba a John Keats, a no ser el pelo. Este, abundante y rubio, y ligeramente ondulado, era más bien byroniano, y los ojos fríos miraban con la serenidad calculadora de un nacido al método empírico. Cogiendo el abrigo con un floreo se dirigió a la cocina, donde sin soltar el abrigo, desayunó de pie e inclinándose para que las migas no mancharan la tela brillante.
Después se puso el abrigo y salió de la morada paterna sabiendo que el patriarca, dormido en su cámara, despertaría suponiendo que su hijo se había ido a la primera misa, y tendría razón en parte.
De camino al campus, pasó en coche junto al fondeadero. A su izquierda, unas torres azuladas subían por las colinas Nob y Rusa. A su derecha, la brisa fresca agitaba las olas que venían a morir en la bahía. Por encima de él unas nubes, apenas más grandes que los senos de las adolescentes, acentuaban el brillante azul del cielo. Era un día estimulante y embriagador, como del siglo XVIII.
Aparcó y cruzó el campus entre los árboles. Al acercarse a la fuente, y mientras reducía la distancia, la vio a través de las ramas de los árboles.
Estaba de pie junto a la fuente, leyendo un libro, cubierta con un chal en lugar de una capa y con una falda que indudablemente había planchado bajo el colchón.
Lamentando todas las molestias que se tomara al vestirse, salió del abrigo de los árboles.
Ella alzó la vista y sonrió, tendiéndole la mano cuando le vio acercarse. Haldane se inclinó a besársela.
—No me vengas con estos modales caballerescos, Haldane — dijo, retirando la mano rápidamente —. En el campus hay muchos aficionados a observar los pájaros.
—Llevo mis ropas de domingo, las de ir a misa.
—Eso pensé que harías — dijo ella —, por eso me vestí de modo tan distinto, para que la gente no fuera a pensar que habíamos ido a misa juntos.
—Eres tan lista como hermosa. ¿Tienes frío?
—Un poco.
—¿Qué son esos libros?
—El pequeño las obras poéticas de Fairweather, y el grande una antología de la poesía del siglo XIX.
—¡Oh! — trató de ocultar su resentimiento hacia los libros. Casi había olvidado la razón de su encuentro, y el recuerdo le desilusionó. Era como si la chica se hubiera traído también a su hermanito a la cita —. No tenemos por qué hablar de ellos con este frío — continuó.
Le habló del apartamento de Malcolm, y de cómo había llegado a conseguirlo. Le dio un informe verbal de la conversación con su compañero de cuarto, aunque sin descubrir los motivos ocultos tras la conversación. Ella juzgó sensata la idea.
—Coge este libro grande y dirígete hacia el norte, y yo me volveré por donde vine. Si alguien nos estuviera observando, creerá que nos hemos reunido sólo para darte un libro, maneja ese libro con mucho cuidado, es un legado familiar. Me retrasaré unos minutos antes de ir al apartamento.
—A papá no le importó tu elección del tema, ¿lo observaste?
—Esperaba su reacción.
—¿Cómo es eso?
—Te lo diré en el apartamento.
—¿No estás asustada?
—Un poco — confesó ella.
—El riesgo depende únicamente de nosotros.
—No es que tema que se enteren de nuestra reunión. Es algo importante, que he encontrado en los libros. Ve ahora y no te vuelvas siquiera a mirar.
Haldane dio la vuelta y se alejó silbando por la avenida. Para un observador casual no sería sino un estudiante que había ido a pedir un libro a otro estudiante, y que ahora se volvía a su casa.
Silbaba para ocultar su propia preocupación. En el rostro de Helix había visto una ansiedad profunda, más que un temor ligero. Ignoraba lo que había encontrado la muchacha en los libros, pero desde luego la había dejado preocupada.
Helix se sintió impresionada por el apartamento de Malcolm. Después de haberse quitado el abrigo, y dejado los libros el diván, estalló en comentarios:
—¡Qué vista tan hermosa... ¿No es adorable esta talla...? ¡Creí que habías dicho que tenías que quitar el polvo!
Haldane no había vuelto al apartamento desde su primera inspección. Ahora se encogió de hombros.
—Necesita el toque femenino; y yo también.
Helix miraba por la ventana cuando él se le acercó y le pasó los brazos en torno. Se volvió, alzando el rostro.
Él la besó.
Hasta ese momento jamás había valorado especialmente un beso por sí mismo. Las parejas, los hermanos, se besaban. Ni el beso había sido tampoco una de las armas principales de su arsenal; en realidad había juzgado poco sano este ritual, si bien había cedido a los convencionalismos. Besar a esta chica era definitivamente agradable, y lo estaba alargando hasta la exageración cuando ella le rechazó.
Con gran dolor y consternación comprobó que el rostro de la muchacha adoptaba la máscara impersonal de la formalidad, y que su voz era monótona cuando dijo:
—Como ciudadana que ostenta en la blusa la insignia de la profesional, es mi deber mantener lo más íntimo de mi ser consagrado a los propósitos del Estado. Seré siempre femenina, pero en ningún momento femenil, excepto en presencia del compañero elegido para mí por el Departamento de Genética.
Hizo ahora una pausa mirándole fijamente, no a través de él, y sus ojos bajaron por un segundo.
—No vamos a arriesgarnos a que nos desclasifiquen. Uno de los dos ha de ser fuerte, y el instinto me dice que ése no serás tú.
De pie ante ella, Haldane comprendió que sus planes se habían ido al traste, y no tanto por lo que ella dijera sino por lo que él sentía ahora. Porque todo su ser tendía hacia Helix.
En comparación con las muchachas de Casa de Belle, ella era como una orquesta filarmónica comparada con un banjo; pero una orquesta tenía una sección de cuerda y, en su propia respuesta al sinnúmero de emociones que Helix despertara en él, Haldane sentía más orgullo que vergüenza por haberla asustado. La deseaba con un deseo que no se ocultaba a sí mismo, pero equilibrado por un deseo mayor de guardarla de todo mal. Nunca permitiría que el muchacho juerguista y alegre que fuera él hacía sólo dos meses llevara a cabo sus planes y pusiera en peligro a esta chica.
De modo que también él adoptó la máscara y le contestó:
—Estoy de acuerdo contigo, ciudadana, en que es absurdo que un profesional ponga en peligro el bienestar social por un temblor de su sensualidad... — hizo una pausa ante la frase familiar y oyó su voz, como si no fuera la suya, que seguía recitando su credo —...aunque ese temblor pudiera ser la expresión del sentimiento más elevado del corazón humano y tan libre de los impulsos de la carne como un águila en pleno vuelo — y siguió con el credo —...y el que está dispuesto a sacrificar tanto por tan poco ha empañado su honor y su linaje dinástico, y traicionado al Estado.
De pronto sonrió y una autoridad repentina y brutal sonó en su voz:
—Estoy de acuerdo contigo porque eres una muchacha tan agradable, pero si te inclinaras hacia mí y susurraras: «Vamos, Haldane, desflórame», también estaría de acuerdo contigo y no necesitaría tantas palabras.
Ella soltó una carcajada.
—Ya has oído las dos versiones — continuó él —. La mía y la de ellos. Recuerda mi versión, ¿quieres? Que te den la versión oficial esos peces fríos de Golden Gate cuando sus manos tropiecen como por accidente con tus caderas.
—¡Vamos, tonto, estás celoso!
—¡No estoy celoso! Pero me encorajina pensar que alguno de esos supuestos hombres llega probablemente muy temprano a clase con objeto de verte entrar, y se retrasa en marcharse para observarte cuando sales. Tampoco los profesores se recatan en sus miradas lascivas. Apuesto a que siempre sacarías una A aunque escribieras las respuestas en sánscrito.
Riéndose, Helix señaló con un dedo imperioso el sofá.
—Siéntate. No es la lujuria de los poetas lo que temo, sino virilidad de los matemáticos. — Se sentó en el extremo más lejano del sofá y continuó —: Tenemos que llegar a un acuerdo. Nada de reuniones dominicales. Paso los domingos en Sausalito, con mis padres, y si rompiera esta costumbre despertaría sospechas. Nada de llamadas por teléfono. Sólo por fono, y éstas muy cortas. Debemos limitar nuestros encuentros a una sola hora los sábados, y variar la hora del encuentro, poniéndonos de acuerdo el sábado anterior.
—Eres muy aguda — dijo él.
—Debo serlo. Si alguien con autoridad nos descubriera, e imaginara lo peor, podrían psicoanalizarnos.
—Espero no volver a pasar por eso — dijo Haldane.
—Entonces ¿ya te han psicoanalizado?
—Mi madre se cayó por la ventana cuando estaba regando en el alféizar. Yo era un niño cuando ocurrió. En mi interior eché la culpa a las macetas. Cuando las tiré por la ventana con una escoba, una de ellas fue a caer sobre un peatón. Me analizaron por agresión.
—Debió hacerlo un analista estudiante — dijo ella —. Pero volvamos al presente. ¿Has leído algo de la poesía de Fairweather.
—Deliberadamente no. Todavía no he salido de los bosques del siglo XVIII. Ese amigo tuyo, Moran, me ayudó mucho, llegue al maestro, quiero poder comprender su lenguaje.
—Desde luego sobrestimas la fuerza poética de nuestro héroe — le entregó el volumen pequeño —. Ábrelo al azar y léeme alguna cuarteta.
El abrió el libro y leyó:
Hacía tanto frío que la nieve crujía bajo los pies,
y los remolinos de viento alzaban nubes blancas
desde la superficie nívea, formando nuevos remolinos
que se abalanzaban contra los abetos.
—Su lenguaje no es difícil, ¿verdad? — comentó ella.
—Hace uso de algunas palabras que yo no utilizaría al hablar; claro que yo no lo haría porque mis amigos no me entenderían si lo hiciera.
—¿Qué opinas del tema?
—¿La escena de la nieve...? Me gusta. Siempre he tenido debilidad por esa nieve tan dura que cruje y se quiebra, alzándose contra el viento. Pero no la nieve que se ensucia y embarra si se la pisa.
—Pero no hay simbolismo — protestó ella.
—A algunos les gustan los símbolos, y a otros no. Yo no aguanto los símbolos en las escenas de nieve. Me gusta la nieve pura y sin adulterar.
—Un poema debe significar algo más, aparte de lo obvio — insistió ella —. Ahora, pasa a la página 83.
Buscó esa página y encontró el título familiar: «Reflexiones desde un lugar más elevado. Revisado». Pero sólo había cuatro de las líneas que ella le repitiera de memoria en Punto Sur, y recalcadas por una serie de asteriscos decorativos.
Él nos dice, desde Su lugar,
que el que pierde gana la carrera,
que la cicuta tiene un gusto agradable,
que las líneas paralelas deben encontrarse en el espacio.
—Tú dijiste que te parecía el Sermón de la Montaña — dijo ella cuando Haldane alzó la vista de la página — y el editor así lo creyó también. Por eso escribió «Él» y «Su» con mayúscula, y omitió aquellas líneas de la bendición por el asesinato que no habrían sido adecuadas para Jesús.
» Otra cosa: los asteriscos representan, por lo general, la omisión de algo. El editor quiso darles el aspecto de un adorno, lo que me hace pensar que trataba de encubrir lo hecho. Si a él y le dijera: «Oiga, éste no es un poema» podría decir: «Sí, pero ya lo indiqué con una nota. Vea los asteriscos».
» Y el que tendría que decirlo, el editor de este volumen, es el jefe del Departamento de Literatura. Su firma da autoridad a la obra. Pero ¿por qué habría de editar el jefe del departamento la obra de un poeta ignorado?
—Fairweather fue un héroe del Estado — le recordó Haldane.
—Pero no en poesía. Además, el título de este libro es Obras completas de Fairweather I. Y ese título es completamente falso.
—Estás acusando a una autoridad del Estado de tergiversación.
—Exactamente. Es algo horrible, ¡pero cierto! Coge el otro libro con cuidado y encontrarás en él un poema de Fairweather, que ni siquiera se menciona en las Obras poéticas completas.
» Ese libro es una antología de la poesía del siglo XIX. Dejó de imprimirse hace más de cien años; es un legado familiar, y probablemente el único ejemplar que existe en el mundo. Mira la página 286.
Haldane buscó cuidadosamente la página. Las hojas estaban quebradizas por la edad, pero los viejos tipos de imprenta aún eran hermosamente legibles.
Encontró el poema. Sólo el título lo revelaba ya como puro Fairweather: Lamento de una Estrella Errante caída a la Tierra.
Podías seguir nuestro curso por la Vía Láctea
por nuestra estela de luz cegadora,
pero nos llamaron a casa cuando doblábamos la quilla
en torno a la ensenada de la Osa Menor
(dijeron que Las Parcas habían cogido
tela de araña de la galaxia
para tejerla en hilos más finos
en el telar del destino)
Urano había sido nuestra nave dragón
como las Columnas de Hércules,
el brillo de Orión era como una boya rojiza
que llevaba a las Pléyades,
donde Merope llora envuelta en velos
y registra los cielos en vano
por su amor mortal que volvió a ella,
pero que ya no vuelve más.
Sólo se yerra una vez cuando se cabalga en la luz.
Los corazones firmes deben gobernar el timón.
Todos los hombres se entristecen, y algunos enloquecen,
pues el vacío es abrumador.
Pero, ¡Oh Dios!, si yo pudiera, tomaría de nuevo la nave
y me atrevería a cruzar otra vez ese mar;
pues Las Parcas han cogido mis estrellas
para tejerme una mortaja.
Mientras Haldane seguía inclinado sobre la página, su mente captó la primera imagen del poema (era exacto, cierto, y con una certeza total, imaginar una nave láser arrojando tras ella su estela de luz cegadora) y de pronto también él deseó volar entre la amplitud estrellada, gimiendo ante la traición definitiva de Merope, la que amó a un mortal y por eso murió, y lamentando y rechazando la mortaja tejida para la valiente estrella errante que deseaba volver, aunque eso significara la locura del espacio y la muerte. Los gigantes habían caminado por la tierra hacía un siglo.
Pero Helix quería símbolos... Merope, naturalmente, representaba los sueños perdidos del romance, hecho que él no habría reconocido dos meses antes.
—¿Encontraste algún simbolismo?
La urgencia de su pregunta la convertía en una súplica. Helix le miraba confiando en que le asegurara que el Estado era benigno y digno de confianza, como se le había enseñado.
—Merope era una de las siete hermanas que se enamoró de un mortal y fue exiliada del cielo...
—Y las tres Parcas son el destino — interrumpió ella casi con impaciencia —; pero ésas son alusiones míticas, un estilo literario que ya se agotó con aquel insufrible John Milton.
» Estoy preocupada porque esta antología está en microfilm, y los análisis de datos deberían haber reproducido el poema de los archivos cuando se compilaban las obras poéticas de Fairweather. ¿Se te ocurre alguna razón de por qué debía censurarse este poema?
Haldane ignoraba que las Parcas fueran tres. Helix sufría una confusión que obedecía a las formas poéticas. No había nada en el libro que impidiera que Fairweather convirtiera una alusión en un símbolo. Con una comprensión creciente del significado del poema, adivinó claramente lo que Fairweather había hecho.
—Pasas por alto un hecho, Helix — dijo —. Los editores han de publicar las obras. Ningún editor incluiría esas puerilidades de poesía.
Su idea dio en el blanco y ella se relajó.
—Creo que tienes razón, Haldane. Sí, estoy segura. Y las omisiones representadas por los asteriscos tal vez se hicieran por la misma razón. Durante algún tiempo empecé a sospechar de la censura, lo que significaría que había algo podrido en la condición del Estado.
Se sentía visiblemente relajada ahora, de nuevo en pleno dominio de su inteligencia y de sus sentimientos.
—Sugiero que el próximo sábado nos reunamos a las diez. Me gustaría que me ayudaras a pensar en la rima que debo usar en mi poema. Para ir ambientándonos, yo comprobaré la biografía oficial de Fairweather, y me gustaría que tú leyeras en la historia general todo lo de la época de Fairweather.
» Mientras tanto, me temo que vamos a tener que utilizar este rato para la limpieza del apartamento. En las seis semanas que llevas viniendo aquí, por lo visto te has propuesto dejar el polvo para la cosecha del año que viene.
Se puso a rebuscar en el armarito de los útiles de limpieza para coger el trapo del polvo, mientras Haldane se sumía en una profunda meditación.
Ahora sabía quiénes eran Las Parcas, sabía lo que significaba Merope, y sabia con certeza inequívoca que el poema había sido censurado. Los símbolos que Helix no supiera ver se alzaban ante él con todas sus terribles implicaciones: había algo podrido en la condición del Estado.
Cuando se separaron, Haldane no se fue inmediatamente a casa. Se dirigió a la entrada del Puente Golden Gate y caminó sobre el puente eligiendo el lado del océano.
Durante más de una hora estuvo apoyado contra la baranda, viendo como un banco de niebla surgía del océano. Se movía lentamente, un acantilado de neblina finísima bajo el las olas que saltaban hacia él con un ritmo lento, golpeando contra los pontones a sus pies con un suave chass...
A su izquierda, el Presidio se perdía en la niebla, y a su derecha, semioculta, la ladera occidental de Tamalpais; pero era el océano el que le fascinaba sobre todo: liso, aceitoso, siniestro, latiendo bajo el banco de niebla.
En épocas lejanas ese mar había llamado a los hombres; y los hombres habían respondido, pero eso era hacía mucho, muchísimo tiempo. Entonces los monstruos vivían en sus profundidades, y los vientos torturaban su superficie, pero los hombres habían venido, y la raza de hombres que desafiaran al mar había muerto con los terrores del mar. Ahora los únicos que lo surcaban eran los navegantes de los submarinos de carga que se deslizaban muchas brazas más abajo, indiferentes a las tormentas que azotaban la superficie.
Luego había llegado la llamada del espacio, y muchos hombres habían respondido a ella, pero Las Parcas habían cancelado las pruebas, y las estrellas, que debían haber sido el nuevo universo del hombre, se habían convertido en su mortaja.
Él estaba en el mismo centro del destino del hombre, en la mejor de todas las sociedades posibles, en el mejor de todos los planetas posibles; sin embargo, algún átomo en su ser seguía anhelando mundos que conquistar. No estaba satisfecho. Un anhelo inefable despertaba la fiebre en su sangre.
Deseaba a Helix, pero con un deseo que estaba por encima de ella, pues ella era lo que había despertado la inquietud en su mente, y allí la oscuridad luchaba por encontrar la luz.
Cuando ya las vaharadas de niebla se enroscaban sobre el puente, cada vez más espesas, e incluso apagando el brillo de las luces, Haldane dio la vuelta y volvió a tierra. Sus pasos despertaban ecos en el puente desierto, y se sintió intensamente solo.
Por un momento tuvo la impresión de que no volvía a San Francisco, sino que entraba en una tierra oscura poblada por hombres hostiles. Inconscientemente, sin pretender recordarlo, acudió a su mente uno de entre los miles de versos que había leído en los últimos meses, un fragmento que representaba su exilio de una tierra repentinamente extraña, y dijo en voz alta esa línea, como si hablara a la niebla:
—Childe Roland llegó a la torre oscura...
4
Helix le llamó el viernes.
Estaba solo en su habitación, después de tomar una ducha, cuando sonó el fono. Suponiendo que le llamaba algún compañero de clase, lo sacó del bolsillo de la bata y dijo:
—Haldane.
Se sobresaltó al oír la voz de Helix que decía:
—Ciudadano, lamento informarte que el volumen que solicitaste está en la lista de libros prohibidos.
La voz de Haldane no pudo simular un tono frío y oficial cuando estalló:
—¡Señora, él construyó al papa!
—Sin embargo, su biografía está proscrita. Ciudadano, debes comprender que esto interferirá con el proyecto.
El proyecto no le importaba en lo más mínimo, pero, sin nada que justificara sus encuentros, Helix podría cancelarlos.
De pronto su voz sonó con toda autoridad:
—Tengo otras fuentes de información, señora. ¿Estará abierta biblioteca el sábado?
—Si los arreglos se hacen de antemano, sí abrimos el sábado. Creo que usted tiene una cita, ¿no?
—Si.
—Entonces tengo una sugerencia para un tópico secundario que espero ofrecerle mañana.
—Gracias, señora, y buenos días.
Se sentó en el borde de la cama, furioso y enojado y con la impresión del hombre que se ha visto defraudado por un truco insignificante.
Podía comprender por qué nadie había mencionado que Fairweather escribiera poesía. Era una información nada acorde con su temática, y él jamás hubiera osado discutirlo. Pero esto era distinto.
Se había pasado dos años en la facultad estudiando las ideas de un hombre que contribuyera más a las matemáticas que Euclides o Einstein; un hombre que contribuyera más a la teología que San Agustín; un hombre enterrado en una tumba de héroe en Arlington; sin embargo, jamás había leído siquiera una insinuación en una nota al pie de una página con referencia a que Fairweather hubiera resultado sospechoso para la Iglesia.
¿Acaso era la historia un secreto de Estado?
Él disponía de un as; y lo jugaría.
Como miembro del Departamento, Haldane III tendría acceso a tal información. Sólo dos semanas antes le habría preguntado sin rebozo a su padre por qué la Iglesia había tenido el descaro de proscribir la biografía del hombre que creara al último representante de San Pedro en la tierra; pero ahora tendría que moverse con circunspección. Haldane III podría sospechar, si le hacía esa pregunta, que su hijo había continuado una relación ilícita con su invitada a la cena.
Tal sospecha resultaría fatal para sus planes. Si las premoniciones que sintiera en el puente el domingo pasado resultaban ciertas, su padre estaría en el campo del enemigo.
De camino a casa se detuvo en una tienda de artículos de deporte para hacer una compra, con lo que llegó después que su padre. Desafió a éste a jugar al ajedrez.
—Para no perder el tiempo, doblaremos la apuesta.
Casi cometió un error táctico. Su padre aceptó inmediatamente la oferta, y Haldane ganó la primera partida. La ginebra doble resultó tan fuerte que casi le hizo incapaz de perder la segunda.
Pero su padre ganó la tercera partida con tanta facilidad que observó:
—El ajedrez separa a los verdaderos matemáticos de los empleados con galones.
Después de dos victorias más, Haldane III criticaba ya todo el sistema de juego de su hijo con grandilocuencia:
—¡Ataca! La agresividad es el espíritu del juego, y lo esencial es la reina. El ajedrez es un matriarcado basado en el poder de la hembra, y el que no puede controlar el poder de la hembra pierde su virilidad, y está castrado como jugador de ajedrez.
Haldane apreció los comentarios de su padre porque necesitaba toda la ayuda posible para llevar a cabo los movimientos que le impidieran ganar.
Mientras tanto, hacía acopio de todo su valor para dirigir la conversación hacia un tema que le ayudara a resolver el enigma de la proscripción de Fairweather.
Para mantener el engaño ganó esta vez, y obtuvo el valor necesario del mismo licor que agudiza la omnisciencia del ajedrez en su padre. De pronto comprendió que estaba malgastando demasiado tacto y diplomacia en una conversación que Haldane III ni siquiera recordaría a la mañana siguiente.
—Papá, ¿por qué está prohibida la biografía oficial de Fairweather?
—¿Será porque experimentó con la antimateria?
—Pero él vivió antes de que se prohibieran tales experimentos.
—Tienes razón. Te toca mover.
Haldane movió el rey, poniéndolo en peligro.
Su padre estudió el tablero.
—Entonces, ¿por qué se ha prohibido su biografía?
—Sé que tuvo una gran pelea con el Papa León XXXV. León trató de excomulgarle. Pero los sociólogos apoyaron a Fairweather. Y no es que ellos apreciaran a Fairweather, ¿sabes? Pero se figuraron que León pretendía conseguir más poder. Era un Papa muy popular. Y, con el apoyo de los fieles... ¿quién sabe?
Haldane aguardó con nerviosismo mientras su padre movía al fin sin hacer jaque al rey.
—Pero un Papa no dictaría un proceso de excomunión contra un héroe del Estado sin un motivo poderoso.
—Tienes toda la razón, hijo. Te toca mover.
Haldane movió el rey dejándolo a punto de hacer jaque mate a la reina de su padre, pero éste movió un peón en diagonal y bloqueó el peligro.
Haldane retiró la pieza y movió la torre.
—¿Por qué le permitieron inventar al papa?
—En aquellos tiempos había grandes luchas internas en el triunvirato. Los sociólogos y psicólogos se unieron contra la Iglesia. Y acogieron con gusto el invento de Fairweather. Henry XVIII, el sociólogo principal, comprendió, con la seguridad de que el mundo existe, que ya no tendría que preocuparse por las maniobras políticas de una computadora... ¡Jaque!
Haldane movió la torre por tercera vez.
—¿Por qué deseaba León castigar a Fairweather?
—Secreto de Estado, hijo. Te toca mover.
—Acabo de mover, papá. Una torre. Si todo es tan confidencial, ¿por qué su biografía sólo está prohibida?
—Primero fue censurada. La proscripción fue sólo un soborno, para apaciguar a la Iglesia.
Había necesitado mucha habilidad y un sinnúmero de movimientos ilegales para conseguirlo, pero ahora tenía ya a su padre en una situación en que cualquier movimiento que hiciera lo llevaría a dar jaque mate a su hijo. Había una sonrisa burlona en el rostro de Haldane III, una expresión vibrante de triunfo inminente mientras estudiaba el tablero. Haldane interrumpió el satisfactorio proceso que se abría paso en la mente de su padre y le preguntó:
—¿Crees que podrías conseguirme esa biografía? Podría ser interesante.
—Cógela tú mismo — agitó una mano impaciente hacia su estudio —. Está ahí, en el estante superior... ¡Jaque mate!
Llegó temprano al apartamento de Malcolm para comprobar que no había micrófonos ocultos y arreglar una docena de rosas que trajera en una vasija de bronce en el vestíbulo. Cuando terminó su tarea se sentó en el sofá y empezó a releer la biografía que había estado leyendo toda la noche hasta la madrugada.
La oyó detenerse al entrar junto a las rosas, pero simuló estar enfrascado en el libro. Alzó la vista y vio que Helix arreglaba de nuevo las flores.
—Deberían extenderse más. A este hermoso patriarca hay que darle una posición dominante.
Con unos cuantos movimientos había transformado su torpe ramo en un diseño lleno de armonía.
Él se le acercó y la besó en la mejilla.
—La personificación es una figura literaria muy mala.
—Ahora eres tú el que enseña a la profesora. Eres muy listo.
—Listo, rápido y tortuoso — la llevó al sofá e indicó el libro que estaba allí. Ella se inclinó y lo levantó casi con temor.
—Su biografía...
—Papá me la prestó.
—¿Supongo que no le hablaste de Fairweather?
—Ni se acordará siquiera. El médico le recomendó una o dos copas antes de acostarse, por su hipertensión. Anoche estaba muy tranquilo.
Helix frunció el ceño enojada.
—Si sus facultades no fueran perfectas, jamás habría sido nombrado para el departamento.
—Tuvo el suficiente sentido común para no hablar de secretos de Estado. Casi lo hizo, pero en el último momento no reveló nada.
—¿Te dijo por qué fue proscrita la biografía?
—Como un soborno a la Iglesia. El Papa León intentó excomulgarle, pero los sociólogos y psicólogos se lo impidieron.
—¿Y la biografía habla de ese incidente?
Haldane apartó la vista.
El domingo anterior, Helix se había sentido horrorizada ante la idea de que el Estado fuera capaz de practicar la censura en éste, el mejor de todos los mundos posibles, y él había mentido para proteger las creencias de la muchacha. La vida de Helix estaba condicionada a la creencia de que el Estado era siempre benévolo, y él se preguntaba si tenía derecho a poner a prueba esa fe, a poner en peligro su mente.
Pero era una profesional, no el perro de Pavlov, y ahora estaba consagrada a la búsqueda de la verdad. ¿Tenía derecho Haldane a censurar ciertas verdades desagradables en sus conversaciones con ella? Si guardaba silencio, se convertiría en un aliado de aquellos contra los que luchaba, y deshonraría la mística que le unía a ella.
Con toda deliberación contestó:
—Menciona el incidente sólo en términos generales. Verás, Helix, antes de que la biografía de Fairweather fuera prohibida, se la censuró.
—Entonces, ¿sabes que hay censura?
—Lo he sabido desde el domingo pasado — admitió él. Por un segundo creyó ver el alivio en sus ojos, pero esa emoción se mezclaba con otra de preocupación... por él.
—Así pues, ¿sabes quiénes son Las Parcas? — su voz era monótona, sin inflexiones.
—Sí — contestó él.
—Estaba preocupada por ti — confesó ella, relajándose ahora —, ya que tanto te condicionan.
De modo que había estado protegiéndole.
De pronto sus modales cambiaron, y Helix se mostró animada y dispuesta a trabajar.
—¿Así que la biografía no insinúa siquiera las razones que tuvo el Papa León para tratar de excomulgar a Fairweather?
—Ni siquiera le llama excomunión. Dice que fue amenazado con una posible censura. Semánticamente la declaración es cierta. La excomunión es una forma de censura, una forma definitiva.
» Sin embargo, aclara: «por razones de supuesta depravación moral»
—Otra de esas frases — dijo ella con impaciencia —, pero, dime, ¿cuánto tiempo tardó él en crear al papa, después de esa censura?
—La censura tuvo lugar en 1850, y el papa fue colocado en la nueva Santa Sede en 1881.
—Entonces trabajó treinta años en las viñas de Nuestro Señor, aunque el Papa había tratado de echarle de ellas.
—Esto te interesará. Se casó con una proletaria.
—¿Cuándo? — preguntó Helix.
—En 1882. Tuvieron un hijo. La biografía casi no le menciona, aparte de decir que ingresó como profesional en el departamento de matemáticas. Indudablemente la dinastía terminó con el hijo.
—Eso no me interesa tanto como los treinta años que pasó al servicio de la Iglesia, aunque ese matrimonio proletario sugiere un individualismo que podría haber llevado al desviacionismo.
—No hay caso — dijo Haldane —. Los sociólogos y psicólogos jamás se habrían puesto de parte de un desviacionista contra la Iglesia.
—Pero ¿por qué ofrecer toda su lealtad al mismo departamento que intentara destruirle?
—Tal vez el Papa se propusiera acabar con él, y Fairweather acabó con el Papa; con el vivo, quiero decir.
—El odio no es bastante fuerte para impulsar a un hombre a lo largo de treinta años hasta hacer lo que hizo. Sólo el amor podría hacerlo; o el remordimiento.
» Haldane, déjame que lea el libro. Tal vez, razonando juntos, podamos hallar la respuesta.
—Si encontramos la respuesta errónea — dijo él —, quedaría bloqueado el proyecto... Porque tú mencionaste un proyecto secundario por el fondo. ¿Cuál era tu idea?
—No hay por qué tomar en consideración mi idea ahora que dispones de un ejemplar de su biografía. Yo pensaba que podría preparar un ensayo sobre las técnicas y reacciones emocionales de un amante del siglo XVIII. Como estás enamorado de mí, habrías sido el sujeto más idóneo.
—¿Pretendes decir que yo tenía que representar el papel?
—Ésa era la idea general. Deseaba probar algunas técnicas que utilizaban las coquetas, creo que se le llamaba «flirtear» a fin de aumentar la excitación de sus amantes.
De haber sabido que ése era su plan, se juró Haldane interiormente, ¡jamás habría traído el libro! Con toda calma, dijo:
—Ese plan sigue siendo válido. Para escribir un poema yo te habría podido ayudar muy poco, a no ser en la investigación. Y el tema puede vencemos. No podemos revelar secretos de Estado, que se supone ignoramos, ni siquiera como símbolo, sin despertar las sospechas del triunvirato, pero sí podría haberte dado mucha información de primera mano sobre las técnicas y reacciones de los amantes del siglo XVIII. En realidad soy una mina de oro de material original sobre ese tema.
—Demuéstramelo.
—Para empezar, tenemos un beso romántico; así.
La abrazó y la echó atrás en el diván, sin besarla en la boca, sino subiendo sus labios desde el hombro hacia la barbilla y abriéndole los labios súbitamente, al estilo de un saxofonista que prueba el instrumento. Helix le cogió el pelo con a mano, le torció la cabeza y le mordió en la oreja.
Haldane lamentó que ella le hubiera robado el movimiento que se proponía realizar a continuación. Se puso en pie relajado, indiferente, se dirigió a la chaqueta y cogió un cigarrillo.
—¿Fumas? — preguntó.
—No, pero si tú vas a hacerlo, será mejor que no te metas el filtro en la boca.
Se reía y, cuando él encendió al fin el cigarrillo, comprendió, por inexperto que fuera en este tipo de experimentos, que ella nunca estaría de ánimo propicio mientras se riera. Para reclamar de nuevo su atención sobre el tema, dijo:
—Los antiguos románticos practicaban una forma de autocontrol que se llamaba «yoga». En cierto sentido era una religión. Capté un poco al respecto en mis estudios sobre el tema.
Aspiró el humo en lenta chupada, luego apagó el cigarrillo y se sentó junto a Helix, pasando el brazo como por casualidad sobre el respaldo del diván, próximo a ella.
—Una religión interesante, el yoga.
—¿También pasaban el brazo sobre los hombros de la chica cuando hablaban de religión?
—Por supuesto. Le llamaban «una charlita frívola». A veces era sobre política, a veces sobre asuntos mundanos. Pero, sobre todo, hablaban de religión.
—Tu investigación no encaja con la mía.
—Estira las piernas para que pueda ver los hoyuelos de tus rodillas.
—Tampoco leí nada sobre eso.
—Tus rótulas son muy bonitas. Quítate las sandalias para que te vea los deditos de los pies... Estupendo, cinco y cinco, diez preciosas cositas rosadas... Esto que te digo ahora es un piropo.
Colocó la mano sobre la rodilla más próxima a él.
—Sólo trato de comprobar si todo es tuyo... Esta es una observación que solían hacer para llegar a tocar lo que ellos llamaban zonas erógenas secundarias.
—A eso sí que lo llamo yo una charlita frívola — dijo ella.
Haldane le pasaba los dedos por las rodillas.
—Estás hecha según las líneas de un arco gótico — dijo —, de modo que la perspectiva de tus miembros atraiga la atención hacia arriba.
—¿Miembros? — interrumpió Helix.
—Palabra arcaica para las piernas... Volviendo al arco gótico, sus líneas estaban diseñadas para llamar la atención hacia el cielo.
—¿Y esto es un piropo — preguntó la muchacha — o una conferencia sobre arquitectura gótica?
—¡Helix! — le dio un golpecito en la rodilla con aire de reproche —. Se supone que eres poetisa. Eso es simbolismo. Te estoy diciendo, al estilo antiguo, que tu área sacrolumbar es estupenda.
Ella agitó la cabeza.
—O tú eres un poeta muy malo, o yo no sirvo para entender símbolos. Dame otro ejemplo.
—Muy bien. Consideraremos tus miembros como manadas. Este derecho es muy fuerte, de buenos músculos. Sin duda haces carreras.
—¿También se supone que eso es adulación?
—En cierto modo — explicó él —. En realidad es lo que llamaban un cumplido velado. Cuando una muchacha corre mucho, se da por sentado que es porque la persiguen.
El brazo de Helix, rígido hasta entonces contra su hombro, se relajó ligeramente, y ella sonrió.
—Algún instinto primitivo me dice que ya te estás acercando al área general de conquista.
Más animado, Haldane le acarició la parte interior de la rodilla y sintió que una compulsión gótica le aferraba los dedos.
—Tu piel es tan satinada como la seda.
—¿Satinada como la seda, o sedosa? — preguntó ella, alerta como siempre a aclarar las figuras de dicción. Pero Haldane observó que su respiración se apresuraba, lo que le inspiró a improvisar.
—Pero mantén esos dedos satinados por debajo de la falda — siguió ella a toda prisa; y añadió —: No. Para.
Esta orden le confundió. Se preguntó si querría decir por separado: «No» y «Para» o bien «No pares». Si deseaba que él se parara, razonó, siempre podría rechazarle de un empujón. En cambio se le abrazaba con más firmeza que nunca, casi histéricamente.
—¡Oh, Haldane, detente, por favor!
Ahora lloraba, y él no había querido hacerla llorar. Además, sí le suplicaba definitivamente que se detuviera, así que se separó de ella y se levantó para encender otro cigarrillo, cogiéndolo cuidadosamente por el lado correcto. Observó que sus manos temblaban ligeramente y dejó el cigarrillo para sacar el pañuelo de la chaqueta. Qué extraño que un simple ejercicio en el modo de cortejar a la antigua le hubiese dado una visión tan profunda de la historia... Bien comprendía ahora la explosión demográfica. Inclinándose a enjugarle las lágrimas supo que, de haberse mostrado Helix algo más receptiva, sin duda habría caído él en el crimen de la mezcla de razas, a pesar de las promesas que se hiciera a sí mismo.
Ella abrió los ojos y le miró con hostilidad.
—¿Estuviste en alguna de esas casas antes de venir aquí?
Perplejo por estas palabras que no venían al caso, le contó bruscamente:
—No he estado en ellas desde el día en Punto Sur.
Sin duda le creyó.
—El yoga nos ha salvado — dijo ella —. Yo te desafié, y sin duda habría perdido.
Ahora le tocó a Haldane el turno de molestarse. Sentado junto a ella, dijo:
—Pero, Helix, no se trata del yoga. Me retiene un soporte atlético. Estoy bajo prohibición.
Le pasaba un brazo en torno a la cintura cuando ella cerró los puños y empezó a golpearle en el pecho llorando de nuevo.
—¡Bestia! ¡Bestia, grosero y traidor! Y me dejaste creer que yo era una tentación. Todo el tiempo estuve intentando vencer al yoga...
Dejó de pegarle y escondió el rostro entre sus manos, sollozando. Haldane se inclinó suavemente hacia ella tomándola de nuevo por los hombros y la tranquilizó:
—Helix, y lo dejaste hecho añicos.
Ella rechazó su brazo, se puso en pie de un salto, se dirigió a una silla donde se sentó y le miró furiosa:
—¡No te atrevas a tocarme de nuevo, bestia!
La mente de Haldane era un torbellino. Estaba verdaderamente furiosa con él por haberla obedecido un momento antes, pero, una vez le explicara el porqué, se había puesto más furiosa aún con él por hacer lo que antes le había enojado que no hiciera. Alzó las manos en gesto de desesperación.
—Helix, examinemos esta cuestión con lógica — dijo — y olvidemos el siglo XVIII. Vuelve aquí, déjame que te coja la mano y me disculparé por mi engaño y mi conducta irracional. Hay algunos refinamientos más de este ritual que podrían ayudarte para cuando comenzaras a escribir...
Ella agitó la cabeza tercamente.
—No; si sucedió una vez, sucedería de nuevo. Tú estás enamorado, idiota. Vamos — se inclinó a recoger la biografía de Fairweather y se la lanzó hacia él —, lee acerca de tu dios, de tu santo de las matemáticas.
—Yo no tengo dioses. Soy un perdedor nato, y todos los dioses supieron triunfar. Jesús, Fairweather, Jehovah, todos ganadores. El único equipo de pelota al que aplaudo son los Orioles de Baltimore. Sólo en un instante de mi vida se me concedió el don de mirar a la belleza al rostro y la belleza me desdeñó.
Helix no le escuchaba. Sus ojos miraban a lo lejos, y enfurecidos. Sus rodillas, modestamente unidas, apuntaban en dirección contraria a Haldane.
Este guardó silencio, con el libro de Fairweather olvidado en su regazo.
Finalmente se levantó ella y salió al vestíbulo, mirándole con altiva frialdad, manteniéndose muy erguida y a más de un brazo de distancia de él cuando pasó por su lado, sin desviar las caderas ni un centímetro de la perpendicular. Al salir al vestíbulo sus manos rozaron el vaso de rosas ligeramente, con una caricia de gracia infinita.
Pero entró de nuevo en la habitación con una guitarra, avanzando con aire de cansancio hasta más allá del sofá que Haldane ocupaba. Volvió a sentarse en la silla y las líneas de su cuerpo se relajaron en arcos suaves en torno al instrumento. Al tararear unas notas y acariciar las cuerdas, le recordó un cuadro, la Madona y el niño, hasta que le miró y sus labios formularon en silencio y otra vez la palabra: «¡Bestia!»
La observó afinar el instrumento, los dedos diestros sobre los trastes, atentos los oídos para captar el sonido. Cada movimiento estaba lleno de sus propia gracia peculiar, y resultaba delicioso estar sentado allí observándola, aunque Helix estuviera furiosa y con los labios apretados.
Finalmente se volvió hacia él.
—Quería cantarte unas antiguas baladas inglesas y escocesas para enseñarte un metro muy sencillo en el mismo contexto de los antiguos poemas épicos, es decir: oral. En su origen la poesía se escribía para ser cantada. Tenía el propósito de hacerlo para darte una idea del verso prerromántico, pero ahora lo hago para que recobres la razón.
En ese momento nada le apetecía menos que una balada, pero no deseaba despertar la cólera de aquella mujer, mezcla de diosa y harpía, de modo que simuló interés.
Su interés no fue simulado por mucho tiempo.
La voz de Helix era débil, y su alcance limitado, pero su pronunciación era clara y el timbre bajo y vibrante. Como todo en ella, era una mezcla de opuestos, ronca y a la vez dolorida.
Tocaba bien la guitarra, y la voz era la adecuada para la canción. Indudablemente las baladas no se habían compuesto para cantantes virtuosos.
Aunque sentimentales y tristes, aquellas canciones eran desenfadadamente sentimentales, y su tristeza no era morbosa. Parecían recrearse en la muerte y las despedidas. Barbry Allen hablaba de dos que habían muerto de amor, y los rosales que crecían sobre sus tumbas subían por el muro de la iglesia hasta enlazarse en un nudo de amantes, fenómeno bastante improbable pero en el que era grato pensar. Otra se refería a un caballero llamado Tom Dooley que asesinara a una mujer y fuera ahorcado. Con un humor extraño, la multitud al pie del patíbulo le exhortaba a llorar mientras le colgaban.
Escuchándola y observándola, le parecía imposible que ésta fuera la misma chica que le golpeara con rabia y frustración apenas poco minutos antes. El hombre que se uniera a ella sabría de contrastes; después de verse zarandeado emocionalmente por su belleza e ingenio, siempre podría entrar en el puerto sereno de su amabilidad y su arte.
En ese momento Haldane tuvo el primer chispazo de una idea que sabía cargada de peligro para si mismo, para ella y para sus respectivas dinastías. Pero la idea estaba ante él, y tenía que meditarla con cuidado. Una vez meditada, surgió la decisión.
Reclamaría legalmente el dominio del corazón de Helix. Como fuera, del modo en que pudiera conseguirlo y aunque ello significara desafiar a los sociólogos, engañar a los técnicos en genética y subvertir las leyes del Estado, él conseguiría unirse legalmente a Helix.
Alzó lentamente la biografía oficial de Fairweather de su regazo y luego besó el libro.
5
Las Navidades llegaron muy pronto ese año, o así se lo pareció al estudiante con un problema tan complicado. Se sorprendió al descubrir que ya se preparaban los tradicionales ponches de huevo y brandy en los dormitorios. Tarareaba distraído un villancico de vez en cuando, aunque sólo por aquello de disimular, mientras su mente seguía aferrada al problema con el empeño de un pulpo que hubiera apresado el cadáver de una ballena asesina.
Saltarse las barreras genéticas era una hazaña imposible. Saltárselas y aterrizar además en un punto predeterminado, de los quinientos millones de puntos sólo en el continente norteamericano, era una imposibilidad elevada al cubo. Sólo el intento de subvertir la política del Estado con fines personales podía dar como resultado cuando menos un E.O.E. y llegar incluso al exilio al planeta Infierno.
La locura es una situación relativa y él, por lo menos, sabía que estaba loco. Otros factores contaban a su favor: el conocimiento de su padre y su convicción creciente de que el Estado omnisciente no era una abstracción, sino una aglomeración de sociólogos, psicólogos, sacerdotes y profesiones que, según la Escala de Inteligencia Comparativa de Kraft-Standford, no alcanzaban los niveles de los matemáticos teóricos.
La Gran Idea se le ocurrió durante una juerga en los dormitorios el último viernes antes de las vacaciones. Los estudiantes habían estado entrando y saliendo durante casi toda la tarde, bebiendo ponche entre observaciones cínicas, bromas, chistes y discusiones. Haldane, aislado del grupo, repasaba las Vidas de los Papas que él regalara a Malcolm para corresponder a su regalo de un batín. Había descubierto que el Papa León, el último Papa humano, había establecido la orden de los sacerdotes proletarios, llamados los Hermanos Grises, que eran admitidos a la hermandad sin una educación oficial en teología. Era un acto humanitario que no encajaba con sus intentos de excomulgar a Fairweather. Haldane, interesado, preguntó:
—Oye, Mal, si no te importa, ¿me prestas este libro para las vacaciones?
—Claro, pero devuélvemelo, que es un regalo de Navidad.
Casi simultáneamente desaparecieron los invitados y el brandy, y Malcolm y Haldane quedaron solos en el dormitorio. Aquél le invitó a que le acompañara y pasara las vacaciones esquiando con él en las sierras.
—Algo estupendo, chico. El aire helado en las mejillas, el crujir de la nieve bajo los esquís, y el chasquido de las piernas rotas.
» Vamos a llegamos a Bishop. Si no resulta tan divertido, podemos hacer un viaje en helicóptero a la Santa Sede. Mientras sigues practicando el celibato, podrías relacionarte con el sacerdocio. Tal vez pudieras comprobar los circuitos del Papa.
Haldane se preguntó si la invitación era puramente social o si su compañero de cuarto, al advertir las tendencias inconformistas de Haldane, se sentía realmente preocupado con su bienestar espiritual.
—Gracias por la invitación, pero tengo mucho que leer.
—No me digas... ¿la estética de las matemáticas... o son las matemáticas de la estética? Sigo confundiendo la energía absorbida con la energía producida.
Mientras Haldane se afeitaba, disponiéndose a salir hacia su casa, recordó que Helix había señalado la lógica de invertir la energía recibida y comprendió que ya había estado trabajando en el proyecto que le pondría en una categoría completamente nueva, una en la que Helix lograra encajar con la misma facilidad que los dientes de una rueda de engranaje.
El diseñaría y construiría un Shakespeare electrónico que, lógicamente, exigiera el codesarrollo de la cibernética literaria.
Helix tomaría la cibernética como materia optativa.
Entonaba una cancioncilla al terminar de afeitarse, y Malcolm, que le oía desde el cuarto, preguntó:
—¿Qué clase de canción es ésa?
—Una que cantaban nuestros antepasados.
—Pues sí que tuvimos unos progenitores sanguinarios. Había estado tarareando aquella cancioncilla estúpida:
Lizzie Borden cogió un hacha
y le dio cuarenta hachazos a su madre.
Cuando vio lo que había hecho
le dio cuarenta y uno a su padre.
Aunque la cancioncilla reflejaba un temor subconsciente: le asustaba lo que tenía que decirle a Helix el sábado.
¿Cómo ofrecía uno graciosamente a una chica el hacha con que asesinar a los antepasados de su espíritu?
Esa noche, jugando al ajedrez, Haldane sonsacó a su padre ciertos datos utilizando la sinceridad como máscara:
—Mientras leía la biografía de Fairweather me preguntaba cómo habría logrado unirse a una trabajadora.
—El rango tiene sus privilegios.
—Cuando tú te emparejaste, ¿a cuántas mujeres entrevistaste?
—A seis. Es lo habitual para un matemático de una especialidad. A mí siempre me gustaron las orientales, y, si hubiera tenido dinero para viajar hasta Pekín, tú serias eurasiático.
—¿Qué te hizo elegir a mi madre?
—Dijo que sabía jugar al ajedrez... pero no me distraigas. Creo que ya te he vencido.
El sábado hacía un tiempo infernal en San Francisco. Las Colinas Nob, Rusa y Telégrafo se perdían entre un banco de nubes, hundidas en ellas como rejas de arado en el negro fango. Una espesa cortina de lluvia cegaba la bahía, y Alcatraz estaba envuelta en la niebla.
Helix entró tan vibrante como un himno a la belleza intelectual, los libros bajo el brazo, las ideas brillando en sus ojos.
—El juicio de Fairweather se celebró en noviembre de 1850. Su compañera murió en febrero de aquel año. De acuerdo con el plan de apareamientos, ella debía tener unos cuarenta y tantos años, por tanto no murió de causa natural. Es posible, probable incluso, que lo que causara su muerte diera origen también al juicio. Fairweather debió hacer algo terrible aquel año, si es que ella se mató. ¿No estás de acuerdo en que es una posibilidad lógica que se matara?
—Una probabilidad lógica. Estaba unida a un hombre cuyas ideas no podía compartir, ya que hoy en día no existen ni quince hombres en todo el mundo capaces de comprender todas las derivaciones de sus teorías.
—¡Bien! Ahora nos queda la figura de Fairweather II, su hijo. Sólo se menciona su nacimiento y su ingreso en la profesión de las matemáticas. Y ya no vuelve a hablarse más de él, en ninguna parte. Sabemos que vivió hasta cumplidos los veinticuatro años, puesto que se le admitió en una profesión. En aquella época sus padres llevaban casados veintiocho años. Las estadísticas demuestran que la mayoría de las mujeres se matan entre los treinta y los treinta y seis, cuando el motivo del suicidio es la disolución marital. Luego hay más probabilidades de que no se matara por no comprender las ideas de su marido. Poco importaba, ya que éstas le habían dado a él (y por tanto también a ella) prestigio internacional. Debemos suponer que se suicidó por otra razón.
» ¿Qué pudo haber hecho Fairweather para que su esposa se suicidara por ello y la Iglesia dictara un proceso de excomunión contra él? ¿Qué pudo haber hecho para originar en él tal remordimiento que llegara a lamer la bota que le golpeara? ¿Qué remordimiento pudo ser tan amplio y genuino como para que la Iglesia lo considerara penitencia digna, permitiendo de ese modo que el Papa León abriera de nuevo las puertas de la Iglesia al pecador arrepentido?
Se levantó del sofá y se apartó de Haldane, volviéndose luego a mirarle.
—La lógica sólo me deja una alternativa: filicidio. Fairweather asesinó a su propio hijo. Recuerda: «Haciendo acopio de toda mi gracia social, mezclaré la cicuta a tu gusto».
—¡Oh, Helix! — su voz era casi un gemido de protesta —. Estás tratando de encontrar motivos personales en la mente más impersonal y universal que ha existido jamás.
Ella agitó la cabeza.
—Tú has erigido un dios en tu mente. Juzgas a Fairweather capaz tan sólo de una conducta divina. Yo me enfrenté a la posibilidad de que el Estado practicara la censura. Ten tanto valor como yo, y enfréntate tú a los hechos de la lógica.
—Estoy de acuerdo contigo en esa información de que el Papa León era humanitario — dijo él —, pero la lógica se vuelve contra ti. Si Fairweather hubiera asesinado a su propio hijo, habría sido excomulgado.
—No, si hubiera habido una duda legal — y recalcó la palabra «legal» — que le habría ganado el apoyo de sociólogos y psicólogos. A éstos les preocupa la legalidad, mientras que la Iglesia se preocupa de la moralidad. Si él puso pirañas en la piscina sin decírselo a su hijo... ¿me sigues?
—Sí — asintió Haldane —, pero los sociólogos y psicólogos no se opondrían a la Iglesia por un simple legalismo.
—¿Que no? — preguntó ella enojada —. ¿Qué significaba para ellos la vida de un semiproletario? ¡Nada! Pero ¿qué significaba el modo en que murió para la Iglesia? ¡Todo!
» Ahora bien, supongamos que sociólogos y psicólogos se unieron para proteger no tanto a Fairweather I como para oponerse y acabar con la Iglesia. Supongamos que convirtieron el juicio de Fairweather en una cause célebre. ¿Qué habrían ganado?
Eso mismo había insinuado su padre, recordó Haldane, y con muchos más conocimientos que ella. Su interés se agudizó cuando Helix se acercó y tomó el libro de historia.
—He señalado el pasaje. Escucha: «En el cónclave de febrero de 1952, la redistribución de la autoridad dio a la Iglesia la autoridad espiritual completa sobre los que no profesaban la fe (recuerda que aún había unos cuantos budistas y judíos farisaicos en la primera mitad del siglo XIX), y todo el poder político quedó en manos del Departamento de Psicología, mientras que las funciones judiciales se entregaban al Departamento de Sociología». Este cambio fue probablemente resultado directo del juicio de Fairweather.
Haldane se echó atrás en el sofá. Helix había hecho una magnífica labor analítica, pero razonaba como una mujer, por intuición. Había establecido una teoría y buscado luego los hechos para que la apoyaran; en vez de dejar que los hechos llevaran a la teoría.
—Juzgado puramente por su trabajo — dijo Haldane —, Fairweather fue un gran humanitario. Y los humanitarios no asesinan.
—¡Humanitario! — Helix se acercó y se sentó en la otomana frente a él, como si le rogara que comprendiera su actitud —. Cuando éramos niños, tanto a ti como a mí se nos exigía que observáramos la llegada y salida de las naves de Infierno. Recuerda aquellas horribles naves grises que caían del cielo. Recuerda aquellos hombres del espacio caminando lentamente hacia las cámaras, con la mandíbula cuadrada y el cuerpo grueso, como escuerzos que surgieran del barro primitivo.
» ¿Recuerdas a los Hermanos Grises, con sus capuchas, entonando los salmos mientras conducían a los muertos vivos por las planchas hacia la nave? ¿Recuerdas el golpetazo cuando se cerraba la última portilla como la puerta de una tumba? ¿Recuerdas esos felices momentos de nuestra infancia, Haldane?
» Aquellos ejercicios para condicionamos por el terror... aquellos shows de la televisión que teníamos que ver aunque por la noche nos despertáramos gritando; aquellas naves, aquellas tripulaciones... todas surgieron del cerebro de Fairweather. ¿Llamas a eso humanitarismo?
—Helix — dijo él —, tú lo miras todo desde el punto de vista de una muchacha sensible que sentía miedo. Ni siquiera de niño me asustó jamás mirar aquellas naves, porque no eran naves de Infierno para mí. Eran naves espaciales.
» Fairweather no las diseñó como transportes prisión. Se las dio a la humanidad como un puente a las estrellas, pero Las Parcas: Sociólogos, Psicólogos y la Iglesia, las hicieron volver de las estrellas. Cuando los ejecutivos prohibieron las pruebas espaciales, Fairweather hizo lo único que podía hacer: salvó las naves y los restos de sus tripulaciones.
» Esos repulsivos hombres del espacio son los hermanos de sangre de tus poetas románticos.
» El Acheron y el Estigia, siguiendo la desviación del tiempo entre nosotros y Arcturus, son el legado que Fairweather nos dejó. Si logramos alzarnos de nuevo a las alturas que alcanzaron nuestros antepasados, esas naves estarán esperando para llevarnos a las estrellas.
—Haldane, eres un chico extraño y maravilloso, pero no puedes ser objetivo acerca de Fairweather.
—No puedo ser objetivo acerca de nada... te admito esa tesis de que Fairweather tal vez asesinara a su hijo. ¿Eres tú capaz de igualar mi objetividad?
—Absolutamente.
Poco a poco fue acorralándola.
—¿Puedes contemplar objetivamente tu propia muerte?
—¡Tan objetivamente como cualquier hombre!
—Si yo te dijera que te amaba y que estaba dispuesto a morir por ese amor, tú, con tus conocimientos de los amantes, ¿creerías en mi sinceridad?
—Ése era uno de los mandamientos del culto de los amantes. Lo aceptaría en teoría, pero jamás te pediría que lo cumplieses.
—¿Tan generosa eres?
—Me gusta pensar que lo soy, pero jamás lo confesaría voluntariamente si no lo fuera.
Las respuestas de Helix la habían ido llevando hacia la trampa de los sofismas de Haldane, que ahora la cerró.
—Para repetir tus palabras, voy a pedirte que iguales tu generosidad con mi egoísmo, pues voy a ofrecerme voluntario para morir por ti, y te pido que escuches con esa objetividad que afirmas poseer.
Y Haldane se oyó a sí mismo exponer fríamente su plan para unirse y mezclar sus categorías. Por primera vez le detalló su teoría matemática de la estética aplicada a la literatura y, desde esta primera frase, Helix captó todas las derivaciones. Haldane lo comprendió al ver la ansiedad y la tristeza en los ojos de la muchacha. Aunque la mayor parte de sus frases eran puros términos matemáticos, ella le escuchaba en un silencio tan intenso que revelaba cuán bien le comprendía. Sólo en una ocasión, cuando le explicaba los pesos matemáticos dados a las partes de la dicción, le interrumpió ella con una pregunta que le sonó ronca en su garganta:
—¿Qué peso darías a los nominativos absolutos?
Haldane explicó y detalló los pasos que ella debla seguir para obtener su título de doctor en Filosofía a fin de fundir sus categorías en una nueva. Luego, al cabo de una hora y media, todo quedó dicho.
Helix apartó los ojos de su rostro y miró por la ventana hacia la bahía, ahora espléndida bajo un sol brillante.
—¡Oh, oscuro, oscuro, oscuro, entre el brillo de la luna! — Y se volvió a él con la triste resignación del rendimiento —: Yo deseaba abrir una puerta para ti, y una para mí. Quería traer a este planeta viejo y cansado el último amor apasionado. Pensé que nuestro amor podía florecer sólo por algún tiempo en el desierto. Pero había un tigre en el oasis.
» Desde hace mucho tiempo el clima de la tierra se ha ido enfriando más y más para nosotros los poetas. No es de extrañar que haya muerto la llama que nos caldeaba. ¡Oh!, yo no soy completamente inocente. Animé la llama de tu inspiración hacia mí, y ahora descubro que me estoy quemando también.
» Entonces, ¿debo apartarme de las cenizas de mis padres y los templos de mis dioses? Sí, porque no soy una loca que haga sufrir a su amor sólo para satisfacción de su propio orgullo.
» Y tú, si fallas, serás exiliado a Infierno. Si triunfas, algunos seres humanos serán deshumanizados.
—Pero, si triunfo, tú y yo viviremos y moriremos juntos.
—Puesto que yo te amo con toda la fuerza e intensidad de que mi alma es capaz, ésta no es una decisión que deba tomar mi razón. Se trata de mi ser. Acepto tu oferta.
Haldane no se levantó para darle un beso ceremonial. Se echó atrás en el asiento. Estaba cumplida la tarea, el pacto firmado y, en lo más íntimo de su decisión, creía ver un aura de despedida. Sentía lo que tal vez sintiera Colón al pasar las Columnas de Hércules, o lo que debió sentir Ivanovna cuando el globo coloreado de su tierra particular se iba alejando de ella: una impresión de determinación mezclada con temor.
Alzó el rostro hacia Helix.
—Hay un hecho que debo conocer. ¿Es posible que el fundador de una nueva categoría defina los requisitos genéticos? Lógicamente la respuesta es sí pero, si la respuesta es no, debemos maldecir de Dios y morir.
—¿Cómo averiguarlo?
—Se lo preguntaré a mi padre.
—Si él sospecha de este complot, lanzará un edicto verbal — avisó ella — y los últimos amantes del mundo jamás habrán experimentado el acto del amor.
Cuando ella hizo esta observación, Haldane se había sentido perdido en la confusión de sus pensamientos, pero más tarde, al acercarse la Navidad y estar separado de Helix durante las vacaciones, disponiendo de más tiempo para recordar y analizar sus observaciones, leyó en sus palabras una promesa y un deseo.
Desde su casa en Sausalito ella envió a Haldane III una respetuosa tarjeta de Navidad, con lo que el hijo de éste pudo conocer sus pensamientos. Después de haber comprado la oferta anual de ginebra para su padre, Haldane acabó con las compras de Navidad. La semana anterior a esa fiesta, así como la última del año, las pasó leyendo.
Leyó las obras completas de John Milton porque recordaba el odio que había habido en su frase: «¡Ese inmencionable John Milton!», y se preguntaba por qué despertaría tanto desprecio en ella el poeta. Le encantaron las frases sonoras en el lenguaje altisonante de aquella era, y en particular admiró el personaje de Lucifer en El Paraíso Perdido. ¡Aquél era un hombre! Sabía ahora que tal obra estaría prohibida por el Estado, pero se había escrito siglos antes de que Lincoln consiguiera la hegemonía política de las Naciones Unidas. Mucho antes de que pudiera acusársela de traición o desviacionismo, el poema había quedado establecido como un clásico, y Satán conservaba su condición de Príncipe de las Tinieblas.
Repasando las obras de Milton tropezó con este verso: «¡Oh, oscuro, oscuro, oscuro, entre el brillo de la luna!», y recordó que Helix lo había citado cuando se sintiera vacilante ante su sugerencia. Tuvo deseos de llamarla y preguntarle: «Si detestas al poeta, ¿por qué citas sus palabras?»
Las relaciones con su padre eran ahora muy, muy circunspectas. Se mostraba extraordinariamente obediente y respetuoso, jugando constantemente al ajedrez y perdiendo el diez por ciento de las partidas. Sólo el domingo después de Año Nuevo, su última noche en casa, sintió que había llegado el momento de cobrarse los dividendos de una conducta tan ejemplar.
Apoyado en el tablero de ajedrez le preguntó a su padre:
—Papá, los técnicos en genética ¿cruzan alguna vez las categorías?
—Cuando surge la necesidad. Hace años teníamos problemas con los navegantes interplanetarios, ya que sucumbían a la locura del espacio. Entonces unieron a una matemática con un corredor de larga distancia. El pulso de éste era como la mitad del hombre normal, y tenía el sistema nervioso de una tortuga. La idea era unirlos para conseguir un matemático torpe. Tres veces se unieron, y el fruto fue cada vez una tortuga nerviosa. La muy idiota de la madre se sentía tan unida a sus hijos que se mató cuando también hicieron morir al pequeño, y el padre siguió corriendo.
Haldane estudió el tablero y movió un caballo.
Estaba en situación de hacer jaque mate en tres movimientos y sabía que su padre vería el plan, pero mientras éste trataba de guardarse del caballo; el alfil, aún en su posición original, era la principal amenaza.
Como se figuraba Haldane, su padre pasó a una posición defensiva para evitar el peligro del caballo.
Haldane movió el alfil.
Su padre, desesperadamente a la defensiva, trató de contrarrestar este movimiento. Haldane, que veía aún cuán intensamente estaba pensando su padre, le preguntó:
—¿Has oído hablar alguna vez de una unión a petición del mismo profesional?
—La Fairweather es la única de que he oído hablar.
Había contestado a toda prisa para concentrarse en el tablero.
Haldane habló de nuevo:
—Supongamos que dos miembros de un equipo de trabajo, de categorías diferentes, estuvieran especialmente bien coordinados en su esfuerzo de trabajo...
—¡Los sociólogos lo sabrían!
—¿Y admitirían una petición de los miembros del equipo?
Era una pregunta bruscamente lanzada aunque camuflada a la vez por un aire casual. La respuesta fue enloquecedoramente lenta; e incompleta.
—Probablemente. Dependería de las circunstancias.
Su padre avanzó una pieza para impedir el avance del alfil. Haldane movió el caballo y dijo:
—¡Jaque!
Haldane III se humedeció los labios y estudió el tablero. Había una solución para este problema. Podía sacrificar su torre y liberar a la reina para dar jaque a su hijo, lo que exigiría que éste sacrificara su caballo.
Haldane aguardó hasta ver aparecer la sonrisita que acompañaba al estudio de las alternativas de su hijo. En cuanto la vio, lanzó su pregunta:
—Si un antropólogo tropezara con algún aspecto de una cultura primitiva que, en su opinión, podía arrojar luz sobre los problemas de la actualidad, es decir, si sus estudios entraran en el campo de la antropología social, ¿podría entonces pedir a los sociólogos que le emparejaran con una socióloga y no con otra antropóloga?
—¡Sí... sí... sí...! ¿Adónde demonios quieres llegar?
La atención de Haldane III pasó del tablero de ajedrez a su hijo, y en el rostro pálido brillaron repentinamente los ojos.
—¡Caray, papá! ¿No puedo hacer una pregunta hipotética sin que te abalances contra mí furioso?
—Déjame que te dé una respuesta hipotética a tu pregunta hipotética. Si se evidenciara una auténtica necesidad social en tal petición, sí sería considerada. Si hubiera la menor posibilidad de sospecha de que esa petición se basaba en la atracción sexual, se haría un estudio completo de ambos protagonistas, con vistas a descubrir sus tendencias regresivas. Si se descubre que un profesional es atávico, él (o ella) es condenado al proletariado, y esterilizado por orden del Estado.
» Cualquier profesional que hiciera una petición como ésa podría estar escribiendo su propia sentencia de muerte. El peligro se duplicarla si la mezcla solicitada fuera una unión extracategórica. Y se triplicaría en el caso de que la unión involucrara un arte y una ciencia. ¡Y sería un hecho predeterminado si las categorías fueran matemáticas y poesía!
¡Su padre lo sabía!
Todos los viejos antagonismos hacia su padre estallaron en su mente, pero la prudencia serenó su mano. Fingiendo indiferencia, dijo:
—Ésa es una respuesta bastante específica para una pregunta hipotética.
—No me gusta ver que un hombre se anda por las ramas. Tu madre pensaba que yo era un tonto obstinado, pero siempre he sido sincero. Ahora voy a darte un consejito paternal y muy sincero. ¡Olvídate de esa Helix!
—¿Por qué la metes en esto?
—¡No te hagas el inocente! ¿Creíste en realidad que no me extrañaría que de pronto empezaras a prestar tanta atención al arte y a mí, especialmente después que una Safo con el ábaco bajo el brazo se introdujera prácticamente a la fuerza en mi casa? Un poema épico sobre Fairweather... ¡vaya embuste idiota! — El sarcasmo cedía ante la sinceridad en la voz de su padre —. Escucha, hijo. Esas leyes genéticas nos protegen. Sin ellas, cualquier estúpida adolescente de ojos soñadores tendría hijos defectuosos procedentes de cualquier fuente de esperma que viniera a adular su vanidad.
» Las leyes te protegen. Ningún amateur tiene la capacidad de dar un producto de calidad al precio que cobran los profesionales, y el que se cree más listo es el que va por lana y sale trasquilado.
» Y las leyes me protegen. No quiero ver una X en rojo al final de la dinastía de los Haldane simplemente porque mi hijo sea un mercader inepto en el mercado de la carne.
Haldane se resintió de tan burlona referencia a su habilidad como mercader, y viniendo de un hombre que había lanzado un diamante sobre un mostrador de cero noventa y cinco.
—¡Pareces más orgulloso de ese linaje que de mí!
—¿Por qué no? Tú y yo sólo somos fracciones de un continuo; pero el nombre que llevamos significa algo.
—Tal vez yo no quiera ser una cifra en una serie. Tal vez prefiera ser la suma de los dígitos.
—¡Señor, qué arrogancia! Si fueras un niño, quizá simpatizara con tus palabras. Si no respetas tu dinastía, piensa un poco al menos en tu propio intelecto. Si, por cualquier razón, privas a la sociedad de los servicios de esa mente, habrás cometido un crimen contra la humanidad.
—Pero si yo tengo ciertas dudas graves sobre el valor de la sociedad, entonces cualquier contribución por mi parte es un pecado contra mí mismo.
—¡Graves dudas sobre la sociedad! ¿Quién eres tú para dudar de la sociedad? Sólo tienes veinte años. ¿Son ésas las ideas que te ha contagiado esa estúpida?
Haldane se puso en pie, el cuerpo tenso, el rostro pálido.
—¡Escucha, viejo, estoy harto de que la llames estúpida!
—¿Quieres que te diga lo que es?
Con toda calma, Haldane se retiró de la mesa. Colocó cuidadosamente la silla en su posición adecuada. Casi con delicadeza pasó a la biblioteca y recogió sus libros en un montón, asegurándolos apretadamente con un cinturón y cogiendo éste por un extremo.
Sacó el abrigo del armario, recogió los libros y cruzó la sala hacia la puerta del piso.
Su padre se levantó y le siguió hasta allí preguntando:
—¿Adónde vas?
—Voy a salir de aquí antes de romperte el cuello.
Haldane III se mostró repentinamente amable.
—Escucha, hijo, te pido perdón por haberme encolerizado. No tengo nada contra esa chica, a no ser que es una fuerza que actúa contra ti. Disfruté siendo el foco de ése su poder peculiar, pero no es una de nosotros. No es vieja, lo sé, pero jamás fue joven. En tu inocencia has caído bajo el dominio de una Dalila.
» Y no es ella la que me preocupa, sino tú. Eres mi hijo, el único que puede reemplazarme...
—Papá, estamos muy lejos el uno del otro. Sí, yo soy tu reemplazo. Y después de mí vendrá Haldane V, marcado con el mismo número de elementos. ¡Sólo somos elementos de una computadora! El humanismo de Fairweather quedó bien demostrado en su ironía al convertir a Dios en una computadora estatal.
» ¿Cuál es nuestro propósito? ¿Adónde vamos? Después de todo ésta es la mejor de todas las sociedades posibles, en el mejor de todos los planetas posibles.
—¿Crees tú eso?
—Ahora ya no.
Haldane III se sentó en el sofá. Había un aire de desconcierto en su rostro.
—Esto es lo que ella te ha hecho.
—Ella no ha hecho nada. Se ha limitado a hacer preguntas, y yo encontré las respuestas. Tu sociedad, la máquina computadora, lo ha destrozado todo, incluso la relación entre tú y yo. Pero, papá, yo derrotaré a esa máquina. Fairweather lo hizo, y yo puedo hacerlo también.
—¡Siéntate! Quiero decirte algo.
Aunque su padre no había alzado la voz, latía en ella un ímpetu que exigía obediencia. Haldane se sentó.
—¿Tú crees que Fairweather I fue el último humanista? Pues lo fue el Papa León XXXV.
Cesó de hablar por un instante, como si intentara reunir sus pensamientos. Sus ojos se enfocaban en un objeto distante y, al hablar, respiraba con dificultad. Continuó:
—Te diré un secreto de Estado. Fairweather tuvo un hijo monstruoso con su compañera proletaria, Fairweather II, un ser que originó más maldad en este planeta que todos los males ocurridos desde el Hambre. A pesar de la maldad de Fairweather II, el Papa León inició el proceso de excomunión contra Fairweather I porque éste traicionó a su propio hijo y lo entregó a la policía.
De nuevo se hizo el silencio, sólo cortado por la ronca respiración. Al fin siguió hablando:
—Quiero que sepas esto porque, si tienes razón en tu arrogancia, si eres capaz de repetir sus hazañas, quiero que sepas la clase de modelo que has elegido.
» El Papa León consideró esa traición un grave daño moral. Sus acusaciones contra Fairweather tenían una base puramente humana. Los sociólogos y psicólogos arguyeron que Fairweather I había puesto su deber social por encima del deber moral. Ellos ganaron. El Papa perdió. Pero Fairweather I envió a su propio hijo a Infierno.
—¿Cómo lo has averiguado?
La flaqueza pasajera de Haldane III se transformó de nuevo en la fría altivez del profesional.
—¿Acaso discutes los conocimientos de un miembro del departamento, estudiante?
—¡He ganado el derecho a discutir tal acusación contra Fairweather, miembro del departamento!
—¡Fuera! — la autoridad se reflejaba ahora en todos los rasgos del rostro de Haldane III.
Su hijo recogió los libros y pasó ante él, pero se volvió desde la puerta ardiendo de cólera y desesperación.
Allí estaba el viejo, destructor, inflexible, aficionado a la ginebra y jugador de ajedrez. Odiaba a Helix. Odiaba a su esposa.
Odiaba a su hijo. Ahora odiaba el recuerdo de Fairweather.
Arrastrado por la cólera, preguntó:
—Dime, ¿se cayó mi madre por esa ventana, o saltó por ella?
Su padre se desmoronó en el sofá. El dolor sustituyó a la ira.
Cerró los ojos y agitó la mano en un gesto de futilidad y de derrota mientras Haldane cerraba de un portazo tras él.
Al regresar en coche al campus fue calmándose su enojo y, al ir serenándose, comprendió que ésa había sido la última tormenta tropical antes de la era de hielo que ahora llenaría su mente. El rey estaba muerto, destruido por la seguridad que sentía Haldane de que su padre había dicho la verdad; Helix era ahora una doncella de nieve perdida en la niebla helada. Y Fairweather, el horrible filicida, era un sicofante de la Iglesia que había construido el Papa.
Deseaba rezar pero, en su desolación interior, sólo fantasmas de viejos dioses se burlaban de él. Sin embargo, mientras se ajustaba al frío subártico de su espíritu, una aurora boreal se inició hasta estallar en una explosión de luz vibrante que hizo que la sangre le corriera locamente por las venas.
LV 2 = (— T)
Si podía demostrarlo, ¡no necesitaría dioses a los que rezar! De pronto la luz se apagó. Era cierto, y él lo sabía, pero ningún laboratorio de la tierra disponía de lo necesario para que Haldane llevara a cabo la demostración.
Sus pensamientos volvieron al campo de hielo.
6
La primera clase del lunes de Haldane, sobre el análisis de tensión, le aburría hasta en condiciones ordinarias. En principio había elegido ese tema aburrido, y con un profesor bastante pelma también, como un amortiguador para el típico dolor de cabeza de los lunes por la mañana. Ahora, fatigado por una noche sin sueño, halló doblemente difícil, y doblemente necesario, concentrarse en hechos nada emocionales a fin de que no le venciera por completo la desesperación que bordeaba la periferia de su conciencia.
El gran edificio mental que él planeara erigir en secreto se había visto derribado por las rápidas deducciones de su padre. Ahora Helix huiría de él, dejándole privado de toda autoestimación, porque la poetisa había tenido razón sobre Fairweather y el matemático se había equivocado. Y además estaban los fragmentos de su ídolo destrozado, que traicionara a la humanidad de un modo tan monstruoso.
Sobre todo estaba el recuerdo del dolor en el rostro de su padre. Haldane no había creído ni por un momento que la muerte de su madre fuera suicidio, pero en la mente de su padre quedaría el suficiente remordimiento de viejas peleas familiares para convertir esa acusación en un arma cruel.
Apenas se había sentado cuando su propio remordimiento dio paso a la cólera.
—El Decano Brack quiere verte, Haldane.
Un mensajero había entrado calladamente en la clase, susurrándole esas palabras al oído.
Haldane recogió los libros y salió del aula.
Comprendía que su padre no podía haber llamado al decano para advertirle de las inclinaciones atávicas de su hijo. Tal llamada habría comprometido al mismo Haldane III.
Siguiendo la práctica de los miembros del departamento, Haldane III transferiría a su hijo para «que ampliara la extensión de sus estudios». Probablemente le asignarían a una escuela de metalurgia en Venus. Estaba en el diez por ciento superior de la clase pero él podría echar mano de algunos recursos, y el Decano Brack lamentaría la pérdida de un estudiante que vendría a rebajar el promedio de la Escuela de Matemáticas. Haldane daría al decano cuantas municiones necesitara éste para bloquear la acción de su padre.
Con los dientes apretados y el cuerpo rígido entró en la oficina del decano, y la secretaria le indicó el primer puesto de la fila de estudiantes que esperaban. Se alegró de que no hubiera retraso. Deseaba lanzarse a la batalla de inmediato.
No valía la pena revelar su agresividad al decano. Antes de cruzar la puerta ya había fijado en su rostro la máscara impasible del profesional.
No había nada impersonal en el decano.
—Siéntate, Haldane — dijo amablemente.
—Gracias, señor.
—Por lo general inicio la conversación con mis estudiantes preguntándoles por sus notas, pero conozco bien, y me complace, tu informe.
—Gracias, señor.
Éste hablaba vacilante ahora.
—En ocasiones mi deber me resulta desagradable... y yo... bien... escucha, muchacho, nada puedo hacer en absoluto para suavizar lo que voy a decirte. Tu padre, tu bien amado e inteligente padre, murió anoche.
—¿Cómo?
—Hemorragia cerebral. Murió mientras dormía.
—¿Dónde está? ¿Dónde le han llevado?
—Ahora están disponiendo su cuerpo en la funeraria Sutro. Mañana le harán un funeral de Estado en la catedral de San Gauss. Naturalmente, quedas excusado de tus clases y estudios durante el resto de la semana.
Había compasión en el silencio que guardó ahora el decano. Finalmente, sugirió:
—Si necesitas el consuelo de tu fe, la capilla está abierta.
Haldane no deseaba el consuelo de la fe, pero la sugerencia actuó en su mente como una orden y salió del despacho mareado, cruzando el campus hacia la capilla.
En el interior en penumbra hacía un fresco agradable. Hizo una genuflexión y se arrodilló junto al altar sobre el que se alzaba el Crucifijo.
Intentó pensar en la agonía de Cristo en su asalto final contra Roma, pero Cristo había muerto en la cima de su victoria definitiva, una muerte cargada de significado a manos de los enemigos de la Iglesia. No había sido su hijo el que le atravesara el pecho.
Sin embargo, al salir de la capilla se sentía más en paz. Habla sido como un refugio en sombras en el que meterse a lamerse las heridas.
De nuevo en su cuarto se tumbó y dejó transcurrir las largas horas del día.
Luego vino Malcolm y le ofreció sus condolencias. Cuando los informativos televisados dieron la noticia de la muerte, otros estudiantes entraron a presentarle sus respetos. Mientras alguien le hablara no estaría a solas con sus pensamientos. Temía la noche, con su soledad.
Malcolm se ofreció a llevarle en coche al funeral, y aceptó.
Cuando él y Malcolm llegaron a la catedral de la calle Stockton, esta se hallaba abarrotada y la atmósfera cargada por el aroma de las flores. La mayor parte del público era de la clase que conocieran a su padre, pero también había acudido un grupo de proletarios a ver el cadáver que sería enterrado.
Haldane no les prestó atención cuando les hicieron entrar. Poco después de haberse sentado notó la presión de una mano en la suya y, al volverse, descubrió que Helix se había colocado junto a él. No lloraba, pero sus ojos estaban tristes.
Helix despertó la conciencia de Haldane, que advirtió entonces otras mujeres entre el público, algunas secándose francamente los ojos con el pañuelo. En una mezcla extraña con el dolor, acudió a su mente el pensamiento de que tal vez su padre se hubiese movido en otras áreas de las que él nada sabía.
Aunque la idea le divirtió, no logró consolarle, como tampoco le consolaban las flores, los amigos, ni las salmodias eventuales de los sacerdotes llevando a cabo los actos que los hombres utilizaran durante siglos para evitar la desesperación.
Al preceder la procesión que se acercó a contemplar los restos del difunto, observó que había la huella de una sonrisa en el rostro del cadáver. El mismo inicio de una sonrisa ligeramente sarcástica y muy divertida que viera mil veces en el rostro de su padre cuando alzaba los ojos del tablero de ajedrez tras efectuar un movimiento con el que creía atrapado a su hijo.
Una vez fuera, bajo el sol y el aire limpio y claro, Haldane aspiró profundamente y su pena quedó atrás al pronunciar unas palabras formularias:
—Helix, ¿puedo presentarte a Malcolm III, mi compañero de habitación? — y, volviéndose a Malcolm, dijo —: Helix conocía a mi padre.
—Siempre me alegra conocer a una poetisa — Dijo Malcolm al advertir la A-7 cosida en la blusa —. No puedo evitar el hojear un libro de vez en cuando. Distingo un troqueo de un anapesto. ¿De modo que conociste a su padre? Yo nunca llegué a conocerle.
—Era un hombre adorable — dijo Helix utilizando el lenguaje funcional para llenar el silencio —. Su muerte ha sido una pérdida para la sociedad.
—Vamos todos a tomar una taza de café — sugirió Haldane.
—Yo no puedo — se excusó Malcolm —. Tengo una prueba esta tarde, y estoy empollando. He de volver antes de que se me olvide todo. Me alegro de haberte conocido, Helix.
Con un ademán, Malcolm desapareció.
—¿No había de llevarte allá en su coche? — preguntó Helix.
—Tengo la semana libre.
—Éste es el chico cuyos padres son los dueños del apartamento, ¿no?
—Sí.
—¿Sabe algo de nosotros?
—Claro que no... Le hablé de ti cuando te conocí en Punto Sur, pero se le habrá olvidado... Escucha, Helix. Papá sabía lo nuestro.
—¿Cómo es posible?
—Siguiendo sus razonamientos, llegó a conocer la verdad.
Un temor repentino cubrió los rasgos de la muchacha.
—Yo me vuelvo a las clases. Tú ve y recoge tus pertenencias. No pases la noche en el piso de tu padre, que te deprimirá. Ve a un hotel.
—No me preocupa ahora la seguridad — dijo él —. Tengo que hablarte. Reúnete conmigo en el apartamento.
Casi susurrando, dijo ella:
—Si me necesitas, no tengo alternativa. Allí estaré.
Mientras la miraba irse se sintió primitivamente solo entre el gentío de acompañantes que salían de la catedral y a los que tuvo que agradecer un golpecito en la espalda, la presión de una mano en su brazo o un murmurado «lo siento».
Helix le esperaba cuando llegó al apartamento. Le cogió de la mano y le llevó al sofá, donde Haldane estalló:
—Helix, ¡yo maté a mi padre!
—Tonterías. Las noticias dicen que murió de un ataque cerebral.
—Pero yo fui la causa.
Vacilante al principio, y luego con mayor rapidez, Haldane le contó la historia de su discusión con su padre. Ella le escuchaba en silencio mientras él seguía refiriéndole todos los detalles, sin callar nada.
—Cuando le asesté el golpe final al hablarle de la muerte de mi madre... eso le mató.
—Los dos estabais furiosos. No puedes culparte más a ti mismo que a él.
—A mí me correspondía la tarea de mantener la conversación serena. Yo era el suplicante, el hijo. Él podía haber cambiado de opinión y habernos ayudado. Ni una vez lanzó un edicto que prohibiera nuestras reuniones. Y tú habías despertado su primitivismo, de modo que él conocía su poder.
» Aunque él hubiera tirado a mi madre por la ventana, no sería más culpable que yo, puesto que yo le serví la cicuta.
—Tienes que dejar de decir eso, y has de dejar de creerlo — en la voz de Helix latía la seguridad —, porque no es cierto. Tuvisteis una discusión familiar, con cólera, sí, pero sin odio. Le dijiste, o más bien dejaste ver, que te proponías cometer un crimen contra el Estado. ¿Esperabas que él gritara de gozo? ¡Claro que no, tonto! Sufrió un shock, y el shock agudizó su condición, ya muy débil. Tu desprecio no le mató. Le mató su amor por ti, y eso fue un accidente.
—Estoy cansado — dijo Haldane —. Mortalmente cansado.
En cierto modo las palabras de Helix habían suavizado su impresión de culpabilidad, y de pronto se sentía como si llevara siglos sin dormir.
—Tiéndete, Haldane. Aquí, pon tu cabeza en mi regazo.
Mientras ella le acariciaba el pelo, Haldane siguió hablando:
—Yo le amaba. Y te amo a ti. Sin embargo, si un amor debía cancelar el otro, prefiero cancelado el suyo porque sin ti... Dicen que murió mientras dormía. No lo acepto. Ese ataque debió caer sobre su cerebro como un martillo... pero sería un golpecito suave en comparación con el golpe lanzado por mí.
Ella le dejaba hablar, y no como un hombre sino como un niño asustado, sin defensas.
Su confesión fue serenándose y ya casi se había dormido cuando el recuerdo del rostro de su padre flotó en su mente. Lo vio contraído de dolor y ahora su propio rostro se tensó de pena al gemir:
—¡Yo debía morir también!
Ella cogió un pañuelo y le secó la frente diciéndole suavemente:
—Querido muchacho, mi querido muchacho...
La tensión que latía en su voz luchaba contra las nuevas oleadas de culpabilidad que amenazaban la mente de Haldane, y Helix le sujetó cariñosamente la cabeza como para librarle de la tormenta interna.
Luego él advirtió que dejaba de acariciarle, pero sus ojos estaban cerrados y no vio el movimiento diestro de la mano libre de Helix, que se desabrochaba la blusa. Sólo sintió que ella se inclinaba, se acercaba más, y sintió también un roce suave en sus labios cuando ella dijo:
—Vamos, niño mío, aliméntate de la vida.
Y así llegó él a conocerla en su belleza y sencillez primitivas, y ese conocimiento fue muy distinto de todo lo que había conocido en su vida, o imaginando que llegaría a conocer.
Al día siguiente volvió a sus clases.
El sufrimiento perduró en él durante mucho tiempo, pero al remordimiento había sucedido un dolor sereno. Era como si los actos de Helix explicaran y justificaran la muerte de su padre.
Aún les quedaban cuatro meses antes de que regresaran los padres de Malcolm, y ella y Haldane aceptaron ese espacio de tiempo como aceptaran aquel martes de sentimientos encontrados. El no se saciaba nunca, y ambos revivían una y otra vez los antiguos encantos del romance. Eran novios, y utilizaban ese término.
Incluso cuando se agotaba la pasión a Haldane le encantaba hablar con Helix, acariciarla viendo las luces secretas de su ser salían al exterior.
Podía haber cierto punto de acidez en ella.
En una ocasión en que Haldane la felicitaba por asuntos puramente técnicos, Helix dijo:
—Alguien ha de tomar la iniciativa, cariño. Si yo no me hubiera aprovechado de tu dolor para seducirte, aún estaríamos en el sofá sólo cogidos de la mano.
Él le preguntó por qué le disgustaba tanto John Milton.
—No me gusta el tono de indignación moral que utiliza. De vez en cuando se justifica un pecado, y siempre hay un argumento en favor del diablo. Ese hombre era un estadista antes de que existiera un Estado. No es más que un apologista de los sociólogos.
El tiempo parecía correr hacia el último sábado en que estarían juntos.
El primer sábado de abril, cuando aún les quedaban tres, Haldane llegó al apartamento y descubrió que ella ya estaba allí. Generalmente llegaba él primero para buscar micrófonos y llevar flores, flores que habían llegado a ser tan importantes para el espíritu que ellos habían recreado.
En el exterior dominaba la neblina producida por unas tormentas intermitentes y Helix siguió mirando tristemente por la ventana, dejándole que arreglara él las flores.
Podía comprender su tristeza. Porque la compartía. Habían retirado todo calendario visible de la sala o de la cocina, y se habían puesto de acuerdo para no mencionar el tiempo.
Al terminar con las flores se acercó a ella, le pasó los brazos en torno y dijo:
—Ahora sé lo que significa aquella frasecita de «el potro de la opresión del tiempo».
Había lágrimas en los ojos de Helix. También ella le pasó el brazo por la cintura y, casi cansadamente, fue con él al sofá.
—De acuerdo, cariño, sé que sólo nos quedan tres días más, pero no podemos pasárnoslos sentados aquí como dos viejos consolándose de la catástrofe de la mortalidad.
En vez de volverse hacia él con su antiguo ardor, Helix se limitó a cogerle una mano y siguió mirando por la ventana.
De pronto habló, y había una tristeza infinita en su voz:
—«Puesto que estás torturado en el potro de la opresión del tiempo, yo te mataré, amado mío, como mi bendición final». Haldane, estoy embarazada.
—¡Dios mío! — el brazo que tenía en tomo a ella se quedó rígido de pronto y luego cayó desmayadamente.
Creyó sentir la presencia física del Estado.
Una cosa era pelear con dragones en una época lejana y soñada, con una lanza afilada, montado a caballo y con cota de malla. Y otra muy distinta hallarse ahora, sin armas ni armadura, con el dragón enroscado en la misma habitación y respirando fuego.
Helix estaba atrapada. Aquella muchacha de piel suave y huesos frágiles llevaba en sí misma la prueba de una conspiración que les destruiría a ambos.
—¿Estás segura?
—Segura.
Haldane se puso en pie y empezó a recorrer la habitación.
—Hay drogas.
—Pídelas en una farmacia y te arrestarán allí mismo.
—¿Quién era aquel francés, Thoreau, que tuvo la idea de que corriendo a cuatro patas provocaba el aborto?
—Era Rousseau — dijo ella —, y lo que eso hacía era facilitar el parto.
—Si pudiéramos meterte en una centrifugadora...
—No, a menos que vayas a otro planeta.
Haldane se sentó en el sofá, respirando agitadamente.
—Tal vez un trampolín...
—Y ¿qué se diría de una profesional que actuara como una artista de circo?
Haldane meditó por un instante. Helix podía hacer un viaje al Parque del León de Mar y subir a la montaña rusa. Si alzara el cuerpo, echándolo a la vez hacia atrás, para conseguir la perpendicular total del útero...
—Creo... — dijo, observando por primera vez que, si el tigre de brocado se resbalara hacia adelante, no tropezaría con la cabeza de corzo estilizado que formaba la base de la lámpara. Le daría exactamente en el ojo.
—¿Qué crees?
—Creo que todo lo que digamos o hagamos será académico — se puso en pie y se dirigió a la lámpara, la cual levantó.
En la base hueca de la misma, y sobre una mesita, había un pequeño objeto metálico, no más grande que una tarántula pero mucho más mortal. Todos los sonidos de la habitación habían sido recogidos y llevados a un amplificador distante.
¿Dónde estallan los oyentes? ¿A una manzana de distancia?
¿A media manzana? ¿En el mismo edificio?
Estuvieran donde estuviesen, le habrían oído alzar la lámpara. Y agarrar violentamente el micrófono, llevarlo hasta la ventana y lanzarlo por ella. También oirían el estallido cuando se estrelló en la acera, ocho pisos más abajo.
—No debías haberío hecho — dijo ella —. Ahora te acusarán por destruir uno propiedad del Estado. Ellos harán que lo lamentes y que te arrepientas.
Agitado por oleadas de cólera y temor que luchaban violentamente por vencerse, Haldane quedó en pie ante ella, exteriormente sereno pero preparando ya su última voluntad y testamento para el único ser que amaba.
Comprendió que, en su actual estado de ánimo tan turbado, Helix no podría recordar lo que él le dijera a menos que lograra asociar sus frases a conceptos conocidos por ella y que nunca olvidaría. De modo que, a fin de que Helix conservara siempre un recuerdo de su amor, y ayudado por la inspiración motivada por la misma desesperación, dijo:
—¿Arrepentirme por un micrófono? ¡No! Ni me arrepiento ni lamento eso, ni temo lo que puedan hacerme esos alcahuetes de sociólogos y psicólogos; más bien sentiré siempre desdén por esos pastores estúpidos que nos abruman con su hedor a lanolina.
—Pero ¿qué podemos hacer, Haldane?
—Amada mía, no sé qué harás tú, pero, en cuanto a mí, yo lucharé. Lucharé con ellos aquí. Lucharé con ellos en los pantanos de Venus. Lucharé con ellos, si fuera necesario, desde los helados rincones de Infierno. ¡Jamás me rendiré!
» No soy el dueño de mi destino pero sí el capitán de mi mente, y no cesaré en esta lucha mental ni dormirán mis pensamientos en mi cerebro hasta que logremos alzar de nuevo en esta tierra un edificio de libertad o... — su voz bajó de pronto — de muerte.
Se sentó junto a ella, el rostro pálido de cólera, respirando entrecortadamente, golpeándose violentamente con el puño la palma de la otra mano.
La mente rápida de Helix comprendió sus intenciones. Inclinándose a acariciarle el pelo, dijo:
—¡Tan rubio, tan brillante...! — luego siguió hablando —. No puedo cambiar tus pensamientos, ni minimizar la prueba que nos espera, pero si pudiera alzar la mano para decir a esta evidencia en mi interior: «fuera, maldito», mi corazón gritaría: «¡No!», pues esta mano mía preferiría hacerle una canasta tejida de rayos de estrellas, que aún serían más brillantes.»¡Oh!, ¡cómo desearía prepararte café y pan para tu delicias y té, y cacao por la noche! Cuando esté lejos, acuérdate un poco de mí.
Su voz se quebró y ya no pudo hablar más.
También la voz de Haldane vacilaba, pero se forzó a seguir hablando. Volviéndose a Helix, dijo:
—¡Acordarme! Yo siempre recordaré este abril con alegría aun a través de unos ojos llenos de lágrimas, porque tú viniste a mí con dulce acento en la noche oscura de nuestras almas. Pero esta noche tiene una cualidad de pesadilla, y sé que tú saldrás de ella, para mi, como un sueño agradable.
» Siempre estarás en mi corazón con tu modo de ser alegre y fantástico, y siempre serás hermosa, libre y sincera, pues tú eres la reina entre las mujeres, Helix, la que está a mi lado. Y, como compañera de mis pensamientos, jamás envejecerás.
Se abrazaron violentamente, murmurando una serie de frases entrecortadas que darían a su vida, con su recuerdo, toda una eternidad de unión y compañerismo que ahora les negaba el Estado para siempre.
Para los dos policías y la mujer policía que entraban ya en la sala, sus palabras debían sonar como el arrullo de dos tórtolas enloquecidas.
7
La Estación de Policía del Embarcadero estaba casi desierta cuando los policías llevaron allí a Haldane. Era demasiado temprano para la avalancha de borrachos del sábado por la noche, pero el lugar apestaba por su reciente presencia. Un sirviente lavaba el suelo con desinfectante, lo que aún empeoraba el olor.
El otro civil presente era un hombre larguirucho, con impermeable, los pies colocados sobre el banco en que se sentaba para evitar que se los mojara la fregona. Estaba enfrascado en una novelita de bolsillo.
—Uno para usted, sargento — dijo uno de los que le arrestaran al policía sentado tras una mesa.
—¿Nombre y designación genealógica? — Preguntó el sargento contemplando a Haldane con la mirada fría e impersonal que los profesionales reservaban para el proletariado.
Haldane le contestó, su rostro una pura máscara.
—¿Cuál es la acusación, Frawley? — Preguntó el sargento al policía.
—Sospecha de mezcla de razas y de fecundación. Llevamos a la mujer al centro médico de la ciudad. A medianoche nos remitirán su informe desde la oficina.
—Enciérrenlo — dijo el sargento — y hagan el informe.
—Un minuto, sargento — el civil larguirucho bajó los pies del banco y se aproximó a ellos —. ¿Puedo hablar unas palabritas con el prisionero?
—Claro, Henrick — dijo el sargento —. Es propiedad pública.
Henrick, el civil, sacó del bolsillo un cuaderno y un lápiz muy gastado. Su movimiento descubrió la camisa. Apenas legible por las manchas de cerveza o de salsa, Haldane distinguió la designación de Comunicaciones, clase 4.
Era un hombre delgado, de rostro expresivo, pelo rojo y pecas. La nuez de Adán sobresalía odiosamente. Una insinuación de desprecio latía en las comisuras de sus finos labios, y el olor a whisky que surgía de su boca hacía que el del desinfectante pareciera débil en comparación. Si hubiera sido un perro, la inclinación de los ojos tristones habría revelado a un cocker spaniel. Pero no era un perro, era un periodista.
—Me llamo Henrick, y trabajo para el Observer.
Había en su voz cierta nota de fatuidad, como si se sintiera satisfecho de sí mismo por estar relacionado con ese periódico.
Haldane dijo:
—¿Y qué?
—He oído tu nombre y designación genealógica. Hubo otro M-5, Haldane, que murió el día 2 o 3 de enero de este año. Si no recuerdo mal, era III. Deduzco que eres su hijo, ¿no?
—Sí.
—Una lástima que él haya muerto. Podría haberte ayudado. ¿Te importa darme el nombre y designación genealógica de la mujer?
—¿Para qué?
—No quiero trabajar horas extras. Quiero irme a casa. Puedo conseguirlo en la oficina de información, pero será medianoche antes de que llegue al centro. Si no me lo dices, tendré que esperar por aquí. No recibimos en esta comisaría a muchos profesionales, y a muy pocos acusados de fecundación, así que ésta es una historia importante.
Haldane guardó silencio.
—Hay otra razón de peso — continuó Henrick —. Soy un escritor independiente, no un simple reportero al que envían a recoger informes para escribir allí el reportaje. Como yo exponga la historia, así se publicará. Puedo inclinarme en uno u otro sentido. Puedo presentarte como un intelectual demasiado estúpido para saber protegerse, y eso encantará a los proletarios. Les gusta ver a un profesional haciendo el ridículo.
» Por otra parte, puedo presentarte como un jugador arriesgado, un ser humano demasiado sincero que sintió el deseo por una mujer y se dijo: «¡Al diablo con los preservativos!», y eso hará de ti un héroe ante los proletarios.
—Y ¿qué me importa a mí lo que ellos piensen?
—No te importa ahora. Pero dentro de un par de semanas sí supondrá una diferencia. Porque estarás allá abajo, con ellos.
Haldane quedó anonadado ante la lógica de aquel hombre, así como su modestia y sencillez. Era un C-4, categoría admitida entre las profesiones hacía menos de una década, cuya vida no podía ser muy feliz. Día tras día sentado en las comisarías, viendo pasar la escoria de la humanidad y tratando de tejer con sus hilos miserables un tapiz pintoresco, si no hermoso, al menos de «interés humano».
Sin duda Henrick simpatizaba con los desechos que encontraba allí, pues el olor a whisky que flotaba a su alrededor era síntoma de tensiones.
Pensando en el hombre que le hablaba no como el símbolo de todos los periodistas, sino como un individuo con problemas personales que llevaba su orgullo como escudo contra la realidad de su trabajo y que reforzaba ese orgullo, cuando temía perderlo, con el alcohol, Haldane sintió por primera vez en su vida compasión por una personalidad con la que no estaba familiarizado.
Abandonando, pues, su máscara, Haldane preguntó:
—Henrick, ¿por qué quieres ir a casa?
—Por mi compañera. No es gran cosa, pero se preocupa por mí. Piensa que bebo demasiado. Hoy es su cumpleaños, y quería darle una sorpresa presentándome en casa a cenar.
—Henrick, no deseo que tu compañera tenga que esperar en su cumpleaños.
Le dio el nombre y la designación genealógica de Helix.
—Trátala amablemente en tu historia. La compasión fue su único crimen, de modo que devuélvele esa compasión.
La informalidad entre profesionales en su primer encuentro era una torpeza, y una petición de compasión, aunque no fuera para el mismo interesado, bordeaba el sentimentalismo y la familiaridad. Haldane no se proponía suplicar, pero había creído ver una secreta tristeza en aquel hombre flaco de pelo rojo.
Y fue su misma compasión la que halló respuesta en el otro. Henrick tendió la mano y estrechó la suya.
—Buena suerte, Haldane.
No sólo le dio él la mano sino que, cuando Haldane alzó la vista, observó que la frialdad había desaparecido de los ojos del sargento que ocupaba la mesa. Frawley, el policía, le cogió por el brazo y le dijo casi amablemente:
—Por aquí, Haldane.
Le llevó por un corredor hasta una celda, la abrió y le hizo pasar. Era una habitación de muros empapelados, con una litera, una silla y una mesa en la que veía una Biblia. De no ser por los barrotes de la ventana, podía haber sido la habitación de un hotel.
Haldane se volvió a Frawley.
—¿Cómo supisteis que estábamos en aquel apartamento?
—Tu amigo Malcolm nos lo contó. Estabais utilizando el lugar con su permiso, y pensó que podían culparle como cómplice. No debería decírtelo, pero pareces diferente de los demás profesionales. Casi actúas como un proletario.
Con aquel dudoso cumplido del policía en los oídos, Haldane se sentó en el borde del lecho y se quitó los zapatos.
De la tragedia de su arresto habían surgido dos hechos que le animaban. Uno en la oficina de ingreso, cuando su propia humanidad había establecido un puente, por tenue que fuera, con otros seres humanos.
El otro incidente había tenido lugar en el apartamento, cuando la policía se llevara a Helix. Al echar su última mirada, la última en este mundo, al rostro de la muchacha que amaba, había observado la expresión de sus rasgos, y en ellos no había habido terror, ni ansiedad en sus ojos. En cambio había visto allí orgullo y una extraña exaltación, como si considerara un santo a su amante y se gloriara de compartir su martirio.
Esa noche durmió con el sueño más profundo que disfrutara en muchos meses, y se despertó refrescado para tomar un buen desayuno.
Sabía que había llegado a la Segunda Edad de Hielo de su mente, pero ya se estaba aclimatando al frío. Su sensibilidad estaba helada, y todos los problemas eran los de un cadáver. La desesperación sin esperanza era un calmante del dolor.
Una hora después del desayuno se abrió la puerta de su celda con el impulso alegre de una fresca brisa en forma de un joven sonriente y de pelo rubio con una cartera, que extendió la mano para saludarle y dijo:
—Soy Flaxon I, tu abogado.
Cuando Haldane se levantó para estrecharle la mano, el otro lanzó la cartera sobre la mesa, corrió ésta a un lado con la mano libre y arrastró la silla con un pie para situarla frente a la litera. Y ya se sentaba ante él cuando Haldane todavía no había vuelto a sentarse en el lecho.
No había malgastado un solo movimiento. Verdaderamente, decidió Haldane, era el hombre más eficiente que había visto en la vida.
—Antes de ir al grano me presentaré. Tú no tienes por qué hacerlo. Ya estaba en pie a las cuatro de la madrugada leyendo el informe de la policía y tu expediente. Eres el único profesional al que me han asignado jamás. No tenemos muchos en este tribunal.
» Soy el primer Flaxon. Mi padre era un escribano en San Diego y, cuando demostré aptitudes para la ley, el Estado me concedió el permiso. Hube de tomar parte en unas oposiciones en U.S.C. y quedé el tercero entre 542. Así que tienes ante ti al origen de una dinastía.
Haldane acogió la biografía de Flaxon con una sonrisa.
—Saludos del que va de bajada al que va de subida.
—Una observación errónea, Haldane — la sonrisa de Flaxon se transformó en un gesto grave —. ¿Por qué? Porque demuestra un humor frívolo sobre una situación muy seria, lo que, a su vez, refleja indiferencia hacia tu posición social. Vosotros, los que figuráis en las categorías durante dos o tres generaciones, tendéis a tomar las responsabilidades para con el Estado con demasiada ligereza.
» Y tenemos un deber para con el Estado: estar actuando siempre. Precisamente aquí, en este distrito, hay jueces que se pasan más tiempo en las pistas de tenis que en los tribunales. Te tomaré a ti como ejemplo. Con todas las casas que el Estado facilita a los estudiantes para su recreo, invades otra categoría y, ¡por los hielos de Infierno, que ni siquiera utilizas un anticonceptivo! Ni ella tampoco. ¡Parece como si los dos tuvierais tratando de que os cogieran!
—¿Saben ya con seguridad que está embarazada?
—Por supuesto. De eso te acusan.
—¿Has visto a Helix, o hablado con ella?
—No tengo razones para verla. Te defiendo a ti. De todos modos, ¿por qué te preocupas por la chica?
» Ahora eres culpable de lo que te acusan. No hay duda al respecto, ya que la fecundación prueba la mezcla de razas, una fechoría es prueba de felonía... ¡si eso no es mover una montaña con una palanca!
» Dentro de siete o diez días, según el turno, serás juzgado y sentenciado. Antes del juicio te entrevistarán los jurados: un sociólogo, un psicólogo y un sacerdote. Y otro más, elegido entre la categoría del acusado; en este caso, un matemático.
» Nuestra tarea consiste en influir en el jurado.
—Pero, Flaxon, ¿por qué preocuparse por el jurado, ni por el juez, si ya se ha decidido de antemano que soy culpable?
—Buena pregunta. Demuestra que piensas. Respuesta: pediremos clemencia.
» Como decimos en la ley, la degradación también tiene sus grados. Si bien admito que te esterilizarán y te relegarán a los proletarios, la clemencia puede significar la diferencia entre un empleo cómodo en la tierra o las minas de uranio en Plutón.
» Mi plan para la defensa tiene dos enfoques. Primero, presentaremos todos los factores atenuantes que podamos descubrir a fin de suavizar el juicio del tribunal. Segundo, y lo más importante, me propongo crear una impresión tan favorable de ti ante los jurados, que ellos sean los que pidan al juez que sea clemente contigo.
» Pero antes hay unas cuantas preguntas que me gustaría hacerte, y sobre todo ésta, por pura curiosidad, aparte de la esperanza de que resulte ser importante. ¿Por qué diablos no utilizasteis un anticonceptivo?
En respuesta, y siguiendo el ritmo marcado por su abogado, Haldane hizo un rápido resumen de los sucesos que siguieron al funeral de su padre.
—No fuimos allí preparados — explicó tímidamente.
—¡Bien! — la voz de Flaxon temblaba de excitación —. La respuesta es importante. Estabais abrumados por el dolor. Te volviste a la muchacha en busca de consuelo. No había un complot para subvertir las leyes genéticas del Estado.
» Según la declaración de Malcolm, tu compañero de cuarto, la chica y tú os encontrasteis en el funeral. Si ella estaba allí, sin duda apreciaría a tu padre. Los dos tratasteis de hallar consuelo mutuamente bajo el peso de vuestro dolor.
—Flaxon, lamento introducir una nota discordante en tu discurso, pero no fue así, en absoluto. Yo estaba en estado de shock por la muerte de mi padre, y Helix trató de consolarme. No hubo dolor compartido.
—La verdad de las situaciones no es inherente a las mismas más que desde el punto de vista que adopta el que las examina. Dices que su conducta obedeció más a su deseo de consolarte que a un dolor propio. Yo infiero de ello que surgió de una situación extraña a vosotros mismos. Mi punto de vista es correcto para el juicio.
» Deseamos mantener que el acto que llevó a la concepción fue un accidente — continuó Flaxon — y rechazamos la atracción entre los dos, porque el grado de esa atracción es el grado de vuestro primitivismo. Lo que se quiere es el sexo sanitizado.
» Podemos explicar las acciones siguientes basándonos en la teoría de que tú habías encontrado algo nuevo, distinto y refrescante. La chica no era una proletaria, de ahí puede deducirse que suponía una variación deliciosa de las casas del Estado... ¡Eh, espera un minuto! — la pluma de Flaxon, que escribía a toda prisa, se detuvo en seco —: ¿Cuándo murió tu padre?
—El tres de enero.
—¡Pero sólo está embarazada de un mes, y estamos en abril! ¡Qué diablos! ¿Quién estaba a cargo de los detalles de la seguridad? ¿Tú o ella?
—Ella. De ese modo parecía más... delicado.
—¡Vaya, pues sí que armó un buen lío! Si no fuera porque también ella se juega el cuello, juraría que estaba tratando de colgarte... Bien, nuestra historia se mantiene, a pesar del elemento de la estupidez que se añade al elemento del dolor. En apariencia los dos erais intelectualmente incapaces de traicionar al Estado... Tal vez ése sea un punto en vuestro favor.
Flaxon apenas parecía prestar atención a su cliente cuando se echó atrás meditando en la defensa con una honestidad que molestaba a Haldane casi tanto como las acusaciones; pero era cierto. Ni siquiera había pensado en el lapso de tiempo hasta este momento.
De pronto el cuerpo de Flaxon se puso rígido y se inclinó hacia delante. Sus ojos taladraban a Haldane.
—Ahora la pregunta más crucial de todas: ¿Por qué arrojaste el micrófono por la ventana?
—Pensé que la policía ya había oído bastante. No servía de nada comunicarles mi última voluntad y testamento, ya que no dejaba herederos.
—Eso es razonar después de un hecho — dijo Flaxon secamente —. Ahora dime la verdad. ¿Por qué arrojaste el micrófono por la ventana?
—De acuerdo. Estaba furioso. Fue algo espontáneo. Lo hice sin pensar.
—Ya nos acercamos a la verdad. Puede ser una verdad desagradable, pero hay que descubrirla si queremos aprovecharla en nuestro favor. De modo que intenta otra respuesta. ¿Por qué arrojaste el micrófono por la ventana?
—¡Lo odiaba!
—Pero era un objeto inanimado. ¿Cómo puedes odiar un objeto inanimado?
—Odiaba lo que representaba.
—Ahora estamos llegando al fondo. Lo odiabas porque representaba el poder del Estado. Por extensión, odias al Estado. Esa es una verdad desagradable.
» Tirar el micrófono por la ventana tal vez fuera el peor de toda una serie de actos; desde luego nada que te valiese una medalla del Departamento de Sociología por buena conducta.
—Tratas de ver demasiadas cosas en un impulso — dijo Haldane.
—Yo no interpreto nada. Sólo me preocupa lo que pensará el psicólogo del jurado. Los psicólogos no piensan como tú y yo. Su proceso mental es retorcido, una serie de ideas vagamente unidas por conjunciones indefinidas.
» Podrían culparte de violación e inseminación según cuarenta categorías distintas y, si tú siguieras frotándote las manos, el psicólogo dejaría de preguntarse sobre tus crímenes de procreación y sólo se fijaría en ese movimiento. ¡Y con eso nada más te levantaría el cadalso, por el amor de Dios!
» Te digo que lo del micrófono es malo, pero ya pensaremos en ello.
Flaxon dio una palmada como para poner punto final a un proceso mental turbador, se levantó y se dirigió a la ventana. Miró al exterior por un momento.
De pronto se volvió, regresó al lecho y se sentó:
—Creo que tenemos aquí un plan, algo que puede resultar atractivo, pero necesitaré mucho más — se echó atrás por un instante reflexionando; luego se dirigió de nuevo a Haldane —. Quiero darte una tarea. Escríbeme los detalles de todo lo ocurrido entre la chica y tú desde el primer encuentro. No te justifiques, no te expliques. Déjame eso a mí, pero dime la verdad aunque duela.
» Puedes decirme cualquier cosa. Yo me convertiré en tu alter ego y explicaré los hechos.
» Lo que me digas será absolutamente secreto. En cuanto lea las notas, las quemaré. Para cuando acabe aquí sabrás que nunca traicionaré tu confianza, como hizo esa rata de Malcolm, pues si yo lo hiciera y te enviaran a Plutón, tú, como prisionero, me tendrías colgando por la misma parte de mi cuerpo que te trajo a ti aquí.
» Llevo papel en la cartera. Puedes empezar en cuanto me marche. Mi propósito es saber de ti lo suficiente como para proyectar tu personalidad y carácter con compasión. Del grado de compasión que logremos despertar en los jurados, depende el grado de clemencia que conceda el juez. — Se echó atrás en la litera, apoyado en un codo.
» Entre los jurados, no debes preocuparse demasiado por el matemático. Éste será el custodio de tus conocimientos, una especie de experto en el trabajo. Dependerá de ti, ya que estará evaluando capacidades que yo no puedo juzgar. Pero el sacerdote...
Se puso en pie de un salto, dio otra palmada y volvió de nuevo a la ventana.
—Al sacerdote no le gustará que acudieras a otro ser humano en busca de consuelo. En las cuestiones referentes a la mortalidad humana, se espera que uno acuda a la Iglesia en busca de consuelo. En esencia, sustituiste a Nuestra Santa Madre por una mujer humana. A propósito, ¿eres religioso?
—No.
—¿Tuviste algunos pensamientos religiosos cuando te dijeron que tu padre había muerto?
—Me fui a la capilla, en el campus.
—Muy bien. Eso es mejor que un pensamiento. ¿Rezaste?
—Me arrodillé ante el altar, pero no pude rezar.
—¡Bien!
Flaxon dio la vuelta y empezó a recorrer nerviosamente la celda. Haldane observó que incluso esos movimientos al azar no carecían de eficiencia. Daba los cinco pasos que permitía el espacio, giraba y daba otros cinco; y seguía hablando:
—Aquí empezamos a esculpir la verdad. Cuida mucho de decirle al sacerdote que fuiste a la capilla y te arrodillaste ante el altar. El supondrá que rezaste, y no somos responsables de lo que él suponga.
» Tal vez sí rezaste. ¿Ni siquiera murmuraste un Pater Noster, o pasaste unas cuentas?
—No. Intenté simpatizar con Cristo. Finalmente decidí que no podía, porque El se había buscado el sufrimiento, y yo no.
—¡No le digas eso! Es como si trataras de equipararse con nuestro Bendito Salvador, y a la Iglesia le gusta la humildad, no sólo ante Dios, sino ante sus representantes en la tierra.
» Mantén abierta esa Biblia, tanto si la lees como si no; y no la abras por el Cantar de Salomón.
Ahora se acercó y dejó un montón de papeles que sacó de la cartera.
—Aquí tienes material de escritura. Disponemos de unos cinco días antes de tus entrevistas con los jurados, pero puedo conseguir una prórroga si la necesitamos.
» Creo que hemos tenido suerte de que ella quedara embarazada. De otra forma habrías sido psicoanalizado con seguridad, y algo me dice que el psicoanálisis habría significado para ti la marcha a Plutón. Ahora que el primitivismo es un hecho establecido, podemos ofrecer nuestra opinión en vez de dejar que los psicólogos presenten la suya. A propósito, ¿has sufrido alguna vez psicoanálisis civil?
—Una vez, cuando era niño.
—Y ¿por qué?
—Por agresión. Tiré varias macetas por la ventana y casi le di a un peatón. Mi madre se había caído de la ventana mientras regaba las plantas, y yo les echaba la culpa a ellas.
Flaxon aplaudió y sonrió ampliamente.
—¡Eso explica lo del micrófono!
—¿Cómo?
—Cuando tiraste el micrófono por la ventana estabas regresando a una conducta infantil compulsiva. Helix era la sustituta de tu madre. El micrófono que la destruía eran las macetas que destruyeron a tu madre. Te estabas aliviando de un viejo trauma.
—Esa teoría me suena muy rebuscada.
—Eso es lo mejor de ella. Escucha — Flaxon se inclinó hacia delante, reclamando con urgencia su atención —. Cuando el psicólogo venga a verte le dices como de pasada: «No es la primera vez que hablo con uno de su profesión».
» Naturalmente, él te pedirá detalles y tú se los darás. Déjale que saque sus propias conclusiones. Tú y yo no tendremos nada que ver con tales conclusiones.
Sacó un pañuelo y se secó la frente.
—¡Caray, estaba preocupado con lo del micrófono!
Haldane sabía que Flaxon había estado realmente preocupado, y le conmovió que un hombre al que había conocido hacía menos de una hora pudiera interesarse de tal modo por sus problemas. Por supuesto, se esperaba que los abogados defendieran a sus clientes, pero se sentía agradecido de que el Estado le hubiera asignado un hombre tan completamente consagrado a su causa que había llegado a llamar «rata» a Malcolm por cumplir sus deberes como ciudadano.
—Ahora bien, el sociólogo es el presidente del jurado — continuó Flaxon —. Sus deberes son administrativos, lo que significa que los demás jurados toman las decisiones y él se lleva todo el mérito. Con frecuencia te saldrá con una idea sin importancia expresada en un lenguaje grandilocuente. Sus frases serán tan largas que te olvidarás del sujeto antes de que llegue el predicado, pero préstale mucha atención. Y lo digo muy en serio. Si crees que trata de mostrarse ingenioso, sonríe. Si sabes que trata de ser ingenioso, ríe. Es un miembro del departamento decisorio, así que obtén su favor.
» En general recuerda que eres un profesional, y que serás tratado como tal hasta ser sentenciado. Muéstrate amistoso, casual, franco, pero no ofrezcas voluntariamente ninguna información, ya tienen bastantes hechos con los que trabajar sin que tú contribuyas.
Ahora se dirigió a la ventana y, mirando al exterior, dijo:
—Tenemos algunas cosas en nuestro favor. Tú eres inteligente, y con personalidad, y todo el asunto comenzó durante una crisis emocional extrema. Hemos de convencerles de que tu delincuencia no surgió del atavismo.
Se volvió y miró a Haldane casi acusadoramente:
—Francamente, por tu interés en la chica creo que tal vez sí seas atávico, pero por mí está bien — sonrió —. También yo tengo unas cuantas tendencias atávicas.
» Empieza en seguida con esas notas. Volveré por la mañana a recoger lo que hayas escrito. Recuerda, cuantos más hechos me des, más fácil será que elijamos las verdades que podemos utilizar para proyectar una imagen tuya como la de un muchacho noble y cumplidor de la ley.
Hubo un rápido apretón de manos y ya Flaxon cerraba de golpe la puerta tras él.
Haldane recogió todas las hojas de papel para ponerse a la tarea. Se sentía cada vez más sorprendido al encontrarse seres de inteligencia tan aguda en profesiones mediocres. Dentro de los límites de la ortodoxia social, Flaxon tenía una mente brillante y rápida, era capaz de una gran visión interior y le respaldaba la compasión humana.
Le gustaba aquel hombre. Durante la entrevista Flaxon había sonreído, fruncido el ceño, meditado. Ni una sola vez se había puesto la máscara.
Haldane empezó a escribir, en orden directo y cronológico, todos los incidentes que tuvieron lugar entre el encuentro en Punto Sur y su arresto. Escribía a la hora del almuerzo, y seguía escribiendo cuando le trajeron la cena. Sólo al quedarse sin papel se acostó.
Por la mañana saludó a Flaxon con un:
—Consejero, necesito más papel.
Flaxon había acudido preparado. Sacó un block de su cartera, comentó cuán legible era la letra de Haldane y se marchó con la parte ya terminada del manuscrito.
Completamente consagrado a su tarea, Haldane revivió todos los instantes de sus relaciones con Helix. Su interés principal en la composición era la claridad, pero descubrió que, al recordar y describir su pasión, en cierto modo parte de su emoción se desbordaba en las palabras. Mientras avanzaba el trabajo, comprendió que estaba escribiendo para un público de uno la última historia de amor de la Tierra.
Sin duda Flaxon se pasó más tiempo leyendo las notas de lo que a Haldane le costara escribirlas. Por la mañana llegó cansado y agotado, aunque su energía impetuosa y constante daba un mentís a su aspecto.
—Eso del poema épico de Fairweather — apuntaba —. No le digas al sacerdote que abandonaste la idea porque te figuraste que no se podría publicar. Dile que detuviste el proyecto cuando descubriste que la biografía estaba proscrita. Eso es exactamente lo que sucedió y él dará por sentado un motivo religioso.
Luego añadía, en uno de esos apartados puramente personales que hacían que Haldane le apreciara tanto:
—No entres en detalles sobre la matemática de la estética con el matemático. Por cuanto yo sé esa idea es válida, y tal vez quisieras trabajar en ella como proletario. Dale sólo una idea, y a lo mejor descubres, dentro de veinte años, que otro ha publicado un libro con tu teoría.
E insistía en la misma idea desde ángulos distintos:
—Háblale al sociólogo de tu teoría. A él le gustará ver una idea social en tus intentos por absorber una parcela de arte. Insinúaselo también al psicólogo. Éste quedará convencido de que, si trabajabas en esa clase de trato con la chica, tu relación había de ser en el plano del super-ego. Tu id se te escapó en un momento en que te distrajiste.
La mente de Flaxon siempre estaba investigando el material que recogía en el manuscrito.
—No dejes que el sociólogo sepa que nunca tuviste miedo a las naves de Infierno. Esos tipos han consagrado todo su tiempo, energías y conocimientos a condicionarse para que sientas miedo. Y no aceptan amablemente la derrota.
Una vez hizo un comentario personal que despertó una serie de ideas en la mente de Haldane:
—Con tus conocimientos de la mecánica de Fairweather resultarías un buen mecánico en la sala de máquinas de una nave espacial. Nadie podría quitarte ese empleo.
A pesar de la amistad creciente entre ellos, Flaxon no hacía preguntas sobre Helix.
—Si les preguntara, sabrían de dónde proviene mi interés, y tú saldrías perjudicado. Además, el castigo de la muchacha estará determinado por el tuyo, aunque será más suave. Jamás se considera a las mujeres como parte agresora en un caso de mezcla de razas, ya que la ley opina que no tienen opinión.
Cada día, durante dos horas, Flaxon repasaba las notas que había preparado a partir del manuscrito de Haldane, y daba instrucciones a su cliente:
—Ahora, acerca de la chica. Al leer lo que escribiste sobre ella me sentí conmovido. Sin duda el retrato que pintas es auténtico. Desde luego es una descripción hermosa, tal vez cargada de prejuicios, y es atávica. Has conseguido que yo la vea como espero te vean a ti los ojos de los jurados.
» Por eso te aviso de algo fundamental: no insinúes siquiera al jurado que sentías por ella otra cosa que un deseo transitorio. Esto sí lo comprenderán. Y también comprenderían otras cosas, pero no en beneficio nuestro.
Flaxon estaba consagrado a no omitir nada sobre el ambiente y el nombre de Haldane IV.
Sin alterar los hechos básicos deseaba crear una imagen a fin de que Haldane apareciera ante el sacerdote como un joven de fuertes convicciones religiosas; ante el matemático, como un matemático brillante pero ortodoxo; ante el sociólogo, como un hombre socialmente rebosante de vida que había deseado eliminar una categoría molesta; y al psicólogo, un super-ego normal que había caído víctima de una libido extraordinaria.
Al cabo de cinco días él y Flaxon estuvieron de acuerdo, después de los ensayos, en que el protagonista ya estaba dispuesto para su actuación.
—Mañana serás entrevistado — dijo Flaxon —. Quemaré tu manuscrito esta noche, y vendré por la tarde a que me digas cómo fueron las entrevistas. Tú preocúpate del Jurado, y yo me cuidaré del juez. Y la mía es la parte más fácil.
Se estrecharon la mano y más tarde, tendido en la litera, Haldane experimentó la primera impresión de confianza que conociera en muchos meses. Fuera cual fuese el grado de clemencia que le concedieran, estaba convencido de que Flaxon lograría para él lo mejor que pudiera conseguirle cualquier abogado; y no es que buscara el nivel más alto de clemencia: se proponía elegir el trabajo inferior en la escala de prioridad.
En esa Primera Edad de Hielo de su descontento había discernido el fallo en la Fórmula de Simultaneidad de Fairweather, 2(LV) = S. Pero se había limitado a relegar ese descubrimiento al fondo de su mente, ya que sus asuntos mortales le apremiaban y sabía que ningún laboratorio en la Tierra le ofrecería utillaje para probar la teoría de Haldane, LV2 = (-T). Pero había un laboratorio, no de esta tierra, disponible ahora.
Podía haber pensado que alguna deidad le había llevado a este fin de no haber llegado a la conclusión de que los molinos que molían despacio no eran los de los dioses.
LV2 = (-T) borraría la mancha de la sangre de su padre, haría desaparecer la razón que le condenaba, ¡y acabaría con Las Parcas!
La Iglesia se sentiría agradecida por recibir en sus brazos al culpable más penitente desde la fundación del Santo Imperio de Israel, y los compañeros de universidad de Haldane O, nacido IV, se quedarían atónitos al descubrir que el Paul Bunyan de las salas de recreo, así conocido por ellos, había elegido la vida de celibato de un mecánico de la sala de máquinas láser de una nave espacial.
8
Como resultado de la investigación llevada a cabo por Haldane de la literatura del siglo XVIII, había adquirido cierto gusto por las historias de lujuria y violencia, y en ellas pensaba, a la mañana siguiente, cuando oyó una llamada en la puerta. Buscando el Sermón de la Montaña, dejó abierta la Biblia por él y fue a abrir la puerta.
Un anciano de casi ochenta años estaba en el corredor, con un gesto de cortesía en el rostro.
—¿Eres Haldane IV?
—Sí, señor.
—Lamento molestarle. Me llamo Gurlick V, M-5, y me han dicho que venga a hablar contigo. ¿Puedo entrar?
—Por supuesto, señor.
Haldane le hizo pasar y le ofreció la silla. Él se sentó en el borde de la litera mientras el viejo se dejaba caer en la silla diciendo:
—Esta es la primera vez que me obligan a actuar de jurado desde hace diez años. A propósito, conocí a tu padre. Él y yo trabajamos en un proyecto hace unos tres años.
—Murió el pasado enero — dijo Haldane.
—Ah, sí, qué pena. Era un buen hombre — el viejo miró al espacio en un esfuerzo visible por enfocar sus pensamientos —. Me han dicho que te enredaste con una joven de otra categoría.
—Sí, señor. También ella conocía a papá. — Mirando al viejo, Haldane se imaginó que de nada serviría ocultar sus teorías a Gurlick. Como mucho, le quedaban diez años de vida, y en esos años su mayor preocupación serían sus propias funciones físicas.
—El nombre de Gurlick me suena familiar señor, enseñó alguna vez en California?
—Sí. Enseñé matemáticas teóricas.
—Probablemente he visto su nombre en el catálogo.
—Sí. Cuando supe que iba a formar parte de tu jurado llamé al Decano Brack. Éste dice que eres un mago, tanto en matemáticas teóricas como empíricas. La mayor parte de lo que yo hice en la otra línea fue crear un sistema para ganar al «tres en raya». Dime una cosa, hijo — su voz bajó a un susurro —: ¿Conoces bien el Efecto de Fairweather?
La primera reacción de Haldane ante la pregunta humilde y susurrada fue casi de pena. Tenía ante él a un matemático mucho más viejo que su padre pidiéndole una información que Haldane III había sido demasiado orgulloso para solicitar. Deseó abrazar al viejo por el valor de su humildad.
Pero se le ocurrió también que el anciano podía estar lanzándole una pregunta muy intencionada con el objeto de calibrar la categoría de su trabajo. Muy bien. Si era una pregunta para nota, deseaba que le dieran la más alta posible.
—Si — contestó.
—¿Qué quiere decir él por «menos tiempo»?
—Tiempo en exceso de simultaneidad.
—¡Define! — en el viejo matemático el pedagogo estaba alerta, y su voz se quebró cuando casi gritó la orden.
—La llamada barrera del tiempo impide una velocidad mayor que la de la simultaneidad, porque un sólido no puede ocupar dos lugares al mismo tiempo. Uno no puede salir de Nueva York y estar en San Francisco una hora antes de salir, excepto según el tiempo relativo de la Tierra, porque estaría en San Francisco al mismo tiempo que en Nueva York. No se pueden ocupar dos lugares a la vez.
—Haces que parezca sencillo.
—Mi comprensión no es cuestión de inteligencia — admitió modestamente Haldane —. Uno entiende a Fairweather mediante un truco de la mente. Hay que pensar en conceptos no humanos. Fairweather señala explícitamente la naturaleza de esta comprensión en su Salto de la desviación del tiempo; sin embargo, algunos matemáticos todavía no pueden captar sus ideas.
—¿Cómo podía aplicar conceptos no humanos a las cosas mecánicas, como las naves de Infierno? Responde a eso, jovencito.
—No lo hizo — dijo Haldane —. Las naves espaciales operan según el principio de Newton de que cada acción tiene una reacción. El concibió una cápsula láser en la que la luz convergía en un solo punto para dar impulso antes de que los rayos divergieran. El principio real es el mismo que se usaba en los aviones jet primitivos.
—Bien, que me cuelguen. No hay nada nuevo bajo el sol. Ojalá pudiera vivir un poco más para averiguar qué harán después.
—Si yo tuviera el don de la profecía... — empezó a decir Haldane, pero una lucecita de aviso se encendió en su mente.
Estaba bordeando la periferia de un concepto que había surgido en su intelecto como una aurora boreal en el más profundo invierno de su mente, y este hombre en particular no era tanto un jurado como un juez.
Por extraño que parezca, el viejo no le pidió que terminará la frase. En cambio, volvió los ojos azules y acuosos hacia la ventana y se rascó de un modo encantador y absurdamente humano. Aquellas manos frágiles y surcadas de venas tanteando en la entrepierna despertaron la compasión de Haldane. Si este viejo profesor era capaz de hacer preguntas de doble sentido a un estudiante, entonces Haldane era su propia abuela.
—Sí, últimamente he tenido bastantes problemas con los riñones. No creo que viva mucho más en este mundo, pero no puedo menos que preguntarme qué inventarán después.
Se hallaba tan precariamente equilibrado en el mismo borde de la eternidad que Haldane temió por él. Sin embargo, dentro de aquel cráneo envuelto en una piel apergaminada todavía latía la ingenua curiosidad de un niño o de un matemático.
—No me considero precisamente un profeta, señor, pero tal vez consigan romper la barrera de la luz. Uno no puede estar en San Francisco antes de salir de Nueva York, pero, claro, es que uno no tiene que estar en Nueva York.
—La gente siempre está corriendo de un lado a otro y con prisa... Hijo, se supone que yo he de averiguar cuáles son tus sentimientos acerca de la gente, si prefieres trabajar con un grupo o más bien solo; pero tengo que irme. Si el resultado este juicio no te favorece, ¿has pensado ya qué trabajo te gustaría hacer?
—No me importa colaborar con un grupo pequeño, y preferiría trabajar con los rayos láser.
—Ah, sí, eres pragmático. Lo recordaré... Bien, no quiero molestarle más. Me voy.
Se levantó lentamente y extendió la mano.
—Gracias por invitarme a entrar. He disfrutado mucho hablando contigo. ¿Puedes indicarme dónde está el lavabo, hijo?
Haldane le acompañó hasta la puerta y le indicó el lavabo, al otro lado del corredor. Cuando se alejaba a toda prisa, Gurlick aún le gritó:
—Recuerdos a tu padre, hijo.
Al regresar a su celda Haldane se sintió entristecido ante la decadencia de una mente que se disculpaba por haberle molestado, olvidando que él era un prisionero, y le daba recuerdos para un hombre que ya llevaba muerto más de tres meses.
La melancolía de Haldane se evaporó con la llegada del segundo entrevistador.
El Padre Kelly XL tenía un número imposible de dinastía, como resultado de una batalla sanguinaria por la preponderancia entre judíos e irlandeses dentro de la Iglesia. Cierto grupo de irlandeses pertenecientes al clero se había arrogado números que se remontaban a una época muy anterior al Hambre, basando su sistema de numeración en sus antepasados conocidos que fueran sacerdotes. Los judíos respondían a esto con sus antepasados, remontándose probablemente hasta Jesús. Por lo visto el Padre Kelly XL había decidido incluir algunos antepasados que fueran sacerdotes druidas.
Este número imposible encajaba con su personalidad. Era un hombre increíble.
Ni en todo el mundo del espectáculo había visto nunca Haldane un hombre más guapo. Su sotana negra y larga se ajustaba al cuerpo alto, de hombros amplios, con precisión militar. El pelo y las cejas, de un negro lustroso, destacaban el brillo del cuello blanco. La nariz fina y algo curvada parecía tan sensitiva que Haldane casi esperaba verla temblar. Tenía los labios muy finos, la mandíbula cuadrada, con una hendidura en el centro, y la palidez de la piel tal vez habría parecido señal de poca salud en otro, pero en el Padre Kelly XL era el fondo perfecto para los ojos y el cabello oscuros.
Estos ojos, muy hundidos y penetrantes, eran tan oscuros que el iris casi no se advertía. Se enfocaban con la fuerza de fanático o un hipnotizador, y eran, al mismo tiempo, el rasgo menos atractivo y el más fascinante de su rostro.
Si fuera posible que un hombre tan dotado de belleza tuviese un punto notable en particular, en el caso del Padre Kelly era el perfil. Visto de perfil sus rasgos parecían tallados por un artista, un escultor magistral que hubiera pasado años retocando la forma de la nariz y la línea de los labios.
Haldane le conocía bien. Había aparecido a menudo en la televisión local presidiendo los ritos fúnebres de actores famosos. Visto a través de la cámara era guapo. En persona, resultaba abrumador. Hacía que Haldane lamentara el tamaño de la celda.
Con una sonrisa cautivadora y esa mundanidad autoconsciente del hombre de Dios, las primeras palabras del Padre Kelly después de su presentación fueron:
—Hijo mío, me han dicho que perdiste la cabeza por unas faldas.
—Sí, Padre.
—Lo mismo le ocurrió a Adán. Y a ti. E incluso podría sucederme a mí — indicó a Haldane que se sentara en la litera, pero él siguió en pie y se acercó a mirar por la ventana.
No había más que ver que un patio interior. Los ojos de Flaxon ni siquiera habían captado lo que allí había, pero el Padre Kelly alzó los ojos al cielo y quedó como bañado en la luz del sol.
—Sí, hijo mío. Creo que podría haberle ocurrido incluso a Nuestro Bendito Salvador, ya que conocía a mujeres de las que hubiera podido decirse, con toda justicia, que la castidad era la menor de sus virtudes.
Era una observación bastante extraña en labios de un sacerdote, pero subrayaba «la amistosidad normal» del Padre Kelly, y Haldane se relajó ligeramente. Si tenía una preferencia en cuestión de sacerdotes, ésta era por los tipos amistosos; aunque había descubierto que esa normalidad se exageraba a menudo hasta llegar a la anormalidad.
—Ahora que lo menciona, padre, estoy seguro de que Jesús debió ser tan atractivo para las mujeres como para los hombres.
De pronto se volvió el sacerdote y miró directamente a Haldane, como si sus ojos clavaran al prisionero contra la pared.
—Hijo mío, ¿te arrepientes de tu pecado?
La piedad repentina de Kelly, después de su observación tan impía, cogió por sorpresa a Haldane, y sus sentimientos amistosos hacia el sacerdote quedaron borrados por la palabra «pecado».
—Padre, por supuesto que lo lamento... pero...
—Pero ¿qué, muchacho?
—No había pensado en ello como pecado. Sólo lo había visto como una ofensa civil.
De nuevo la sonrisa afable cubrió el rostro del sacerdote.
—No, supongo que tú no lo juzgarías un pecado. A ningún hombre le gusta pensar que es pecaminoso.
Apartó la vista, esta vez hacia la puerta, la barbilla ligeramente alzada, y este gesto reveló a Haldane toda la verdad. El Padre Kelly era vanidoso. Se había dirigido a la ventana para captar la mejor luz, y ahora le mostraba su perfil.
Cuando se volvió de nuevo a Haldane sus rasgos se habían modificado. Ahora había altivez en sus ojos.
—Tú no puedes juzgar, pero yo sí. Las matemáticas son asunto tuyo; la moralidad es el mío. Te diré con toda crudeza, hijo mío, que la concupiscencia es un pecado.
—Padre — inconscientemente Haldane sintió que su voz era igualmente altiva y decidida — he conocido la concupiscencia en sus muchas formas en las casas patrocinadas por el Estado, y mis relaciones con esa muchacha, en comparación con aquellas experiencias, eran tan distintas como distinto es lo sagrado de lo profano.
—Tal vez juzgues mal esas relaciones — dijo duramente el sacerdote —. Fue algo carnal, y, siendo carnal, fue pecaminoso. Pecamos cuando hacemos daño a alguien a quien no deseamos herir. Tú te has hecho daño a ti mismo, a la muchacha y al Estado. Es un triple pecado.
» Has pecado, hijo mío, y pasarás el resto de tu vida haciendo penitencia, que lo pases en oración o no, depende de ti Nuestra Santa Madre no desea verte castigado. Desea perdonarte. Pero no puede haber perdón si no hay reconocimiento del pecado.
Luces extrañas flameaban en sus ojos. El fervor latía en una voz que subía y bajaba cadenciosamente, llenando la celda con sus vibraciones. Luego el sacerdote apartó la vista, ofreciendo de nuevo su perfil.
—Padre, no es la Iglesia la que me castiga. Me castiga el Estado.
—El nuestro, hijo mío, es un Estado trino. La Iglesia es el tercer miembro.
—Entonces, señor, si es el Estado el que me castiga, la Iglesia está pecando contra mí.
—Hijo mío, te dije que pecar es hacer daño a alguien a quien no deseamos herir. El Estado desea herirte.
—Padre, acaba de decir que Nuestra Santa Madre no desea castigarme.
—Yo hablaba de María, hijo mío.
Tanto ergotismo por parte de Kelly, unido a su vanidad, despertaron el antagonismo en Haldane. Recordó lo que Flaxon le había aconsejado: que proyectara humildad. Pero no podía proyectarse imagen alguna a este monumento de piedad, porque estaba tan interesado en sus propias proyecciones que todas las que le llegaban quedaban ahogadas por las emitidas por él.
Haldane no pudo resistirse a exponer también un sofisma y con toda mansedumbre, la voz cargada de humildad, preguntó:
—Padre, Jesús nos dijo que nos amáramos. ¿Acaso quiere la Iglesia castigarme porque he amado a otra persona?
El Padre Kelly se metió la mano en el bolsillo de la sotana y sacó una pitillera. Se acercó a Haldane y le ofreció un cigarrillo que éste rehusó, en parte por temor a encender la punta — con el filtro. El Padre Kelly sí encendió uno y de nuevo se volvió a la luz.
No había contestado pero su cabeza inclinada demostraba que estaba meditando el problema, y la sonrisa ligeramente superior en sus labios decía a Haldane que no meditaba en la profundidad de la pregunta sino en cómo responder mejor a un matemático de mente sencilla.
También Haldane meditaba por su cuenta. No le gustaba hacer juicios morales sobre los expertos en moralidad. Además, su interés ahora era puramente clínico: sentía el anhelo del investigador por descubrir cómo funcionaba el proceso mental del sacerdote. Pero le intrigaba la posibilidad de que el Padre Kelly hubiera recibido gracia divina y hubiese pasado por alto este don, perdido entre los demás dones que Dios había acumulado sobre él.
El Padre Kelly alzó la cabeza, el humo saliendo por las aletas de la nariz.
—Hijo mío, cuando Jesús dijo: «Amaos los unos a los otros», quería decir exactamente eso. Debemos Amarnos mutuamente con la fuerza suficiente para respetar los derechos sociales del otro. Cuando intentas traer una vida no autorizada a este planeta superpoblado, no estás amándome a mí. Jesús dijo: «Amaos los unos a los otros». No dijo: «Haced el amor unos con otros».
Los sofismas de Haldane jamás lograrían vencer a los de este hombre. El sacerdote no tenía rival, ni en la tierra ni en el cielo. Haldane se había colocado al borde del desastre por echarle el anzuelo, ya que aquella mente retorcida, en la que dominaba el propio sentido de la justicia, podía definirle como un apóstata, incluso como un anti-Cristo, y su caso quedaría arruinado.
Alzó unos ojos grises y humildes a las negras cuentas que eran los del sacerdote.
—Gracias, padre, por haberme iluminado.
En un segundo, el lebrel del cielo se convirtió en el pastor que miraba con benignidad a su rebaño.
—Ven, hijo mío. Oremos.
Se arrodillaron a rezar.
Por breve que fuera la ceremonia tuvo un efecto tremendo en el sacerdote. El Padre Kelly XL había entrado en la celda de Haldane como un buen amigo, sonriente y amistoso; y ahora salía de allí como una procesión eclesiástica de un solo miembro.
Brandt, el sociólogo, fue el tercer entrevistador de Haldane.
—¿Era el Padre Kelly ese que salía de aquí?
—Si, señor.
—Haldane, observa la sabiduría del Estado. En lo referente a la mezcla de razas, ese hombre es un experto.
—¿Le conoce?
—En tiempos fui miembro de su parroquia... pero salí huyendo con mi compañera... Espero que antes de que fuera demasiado tarde.
De pronto la actitud de Brandt se transformó en la de una preocupación intensa, apoyada por una sinceridad que resultaba refrescante después del histrionismo de Kelly.
—Haldane, estás en muy mala situación. El dejarte coger fue un descuido imperdonable. El Estado esperaba grandes cosas de ti. Para un hombre con tu talento... Dejémoslo.
» Hay muchas cosas aquí que no entiendo. No alcanzo a comprender cómo llegó a quedar embarazada. Sin eso podrías haberte librado tan sólo con una reprimenda... Y California tiene una de las mejores casas del Estado.
» De paso te diré que hablé con Belle. Se sintió anonadada, furiosa y triste. Tenías a toda la casa a tu favor. Me dijo que los demás estudiantes eran simples aficionados comparados contigo.
» ¡Por las campanas de los trineos de Infierno! ¿Cómo fuiste a caer con una profesional, y una poetisa además?
—Me estaba ayudando en un proyecto de investigación.
—¡Investigación! ¿Qué estabas investigando, el ritmo copulatorio de una poetisa?
—Nada tan interesante como todo esto. Fundamentalmente estaba trabajando en una idea que habría eliminado por completo la categoría de esa muchacha.
—¿Con su ayuda?
—Ella no captó las derivaciones sociales. Yo había empezado a ayudarle a escribir un poema sobre Fairweather, pero, cuando descubrimos que la biografía de Fairweather estaba en la lista de libros prohibidos, lo abandonamos. La persuadí para que me ayudara a inventar un Shakespeare electrónico.
—Fácil resulta comprender cómo la persuadiste. Ahora bien, yo estoy a favor de eliminar las categorías no funcionales, pero ¿no te estabas arrogando privilegios que no te correspondían? Nosotros los del Departamento decidimos qué categorías hay que eliminar o crear.
—Sí, señor. Pero usted se refiere a proyectos ya terminados. Mi idea estaba sólo en la etapa inicial — Haldane se golpeaba la palma de la mano con el puño —. Brandt, tal vez crea que yo tengo delirios de grandeza, y hubiera preferido no presentarle esta idea hasta poder demostrar todo el programa, pero sé que la habría aceptado. ¡Diablos, la presión del Departamento de Educación habría acabado con usted en caso de rechazarla! Claro que se habría hecho siguiendo las vías oficiales, pero yo habría corrido el rumor extraoficialmente.
—Tal vez así lo hagamos — asintió Brandt —. Tengo unas cinco categorías en mi lista, y la poesía es una de ellas.
Se frotó el cuello con aire dudoso, y Haldane aguardó mientras el otro meditaba. Brandt dejó caer de pronto ambas manos sobre la mesa y se inclinó hacia Haldane.
—Tengo una proposición que hacerte. Soy el presidente de este jurado. Teóricamente mi labor es administrativa, pero en realidad tengo mucha influencia. Te ofrezco un trato con toda sinceridad. A partir de mañana tú serás un simple trabajador, de modo que no podrás declarar contra mí, por eso hablo sin temor a ningún prejuicio. ¿Me sigues?
Haldane asintió.
—Estoy dispuesto a recomendar al juez que se te conceda el mayor grado de clemencia. Eso significa que podrás elegir cualquier trabajo que desees, no asociado con los profesionales. Lo cual supone que podrás seguir trabajando en un proyecto como el que tienes. Como proletario privilegiado, se te darán facilidades para trabajo, y material en bruto.
—¿Cuál es el truco? — Haldane trataba de que su lenguaje encajara con el modo de hablar, sorprendentemente sincero, del sociólogo.
—El truco es éste: puedes seguir trabajando en tu proyecto siempre que trabajes a la vez en un proyecto de mi elección.
Haldane se sintió alerta. No había habido cambio en los modales francos de Brandt, pero sus dedos, que se crispaban sobre la mesa, reflejaban la tensión interior.
Entonces preguntó lentamente:
—¿Cuál es ese proyecto coexistente?
—Eliminar el Departamento de Matemáticas.
—¡Ése es mi departamento!
—Corrige. Era tu departamento.
Luchando por controlar su expresión facial, Haldane preguntó:
—¿Qué le hace pensar que yo podría hacerlo?
—El Decano Brack me dijo que eras su mejor teórico. Si pudiste hacerlo en literatura, lo de matemáticas sería sencillo. Tenemos computadoras que pueden resolver cualquier problema matemático que nos interese, pero necesitamos una máquina traductora para convertir las instrucciones verbales en conceptos matemáticos.
Haldane parpadeó ante esa idea, pero su instinto le dijo que Brandt estaba en lo cierto. Se podía construir un traductor cibernética. Pero ¿por qué venía la sugerencia de este hombre? Seguramente los matemáticos habían pensado antes en ello.
¡Y no se había hecho nada al respecto!
¡Diablos, podría hacerlo con una mano! Pero ¿por qué eliminar al departamento? Está muy alejado del suyo.
—Greystone está insistiendo en reanudar las pruebas espaciales. Si se abriera el espacio de nuevo, la sociedad se transformaría, se haría dinámica, expansiva, exploratoria. Los valores sociales se perderían ante el desarrollo científico. Hemos de guardarnos contra esa posibilidad
Por tanto Haldane no estaba sólo en su sueño de reafirmar el espíritu del hombre. Grandes fuerzas se hallaban en conflicto en las escalas superiores del gobierno, y ahora le pedían que se uniera al partido que juzgaba erróneo.
—¿Y si yo fallara?
—Serías relegado a la tarea general de tu propia elección.
—¿Y si tuviera éxito?
—Atacaríamos de nuevo.
—Atacar ¿qué?
—El Departamento de Psicología.
—Brandt — dijo Haldane tratando de sonreír —, si usted consiguiese eliminar todas las categorías, entonces no quedaría nada que gobernar, así que se eliminaría a usted mismo.
—¡Ya me preocuparé yo de eso! — la voz de Brandt era dura.
—¿Y si me niego?
—Entonces tendrás tu oportunidad con el juez... sin prejuicios, desde luego, pero sólo será una oportunidad.
Brandt le estaba ofreciendo la inmortalidad, la inmortalidad de un Marqués de Sade, o de un Fairweather I.
Sin duda se habían hecho tales proposiciones a miles de matemáticos durante los últimos dos siglos y medio, pero sólo uno había aceptado. Brandt le ofrecía la inmortalidad o la oportunidad de morir según una noble tradición. Sin que Brandt lo supiera, había todavía una tercera carta boca abajo sobre la mesa que podría eliminarle a él mismo, pero tal vez fuera Haldane eliminado primero. El estaba dispuesto a arriesgarse, pero no a arriesgar el Departamento de Matemáticas, ni a Greystone.
—Vamos, Brandt. Yo no soy Fairweather I. No construiré su papa.
Brandt se puso en pie y salió. No hubo apretón de manos de despedida.
En el intervalo del almuerzo, Haldane meditó sobre las entrevistas.
Después de los ensayos con Flaxon se sentía como un atleta super adiestrado. Se había preparado para un aluvión de preguntas penetrantes, muy bien encaminadas a atraparle y conseguir que revelara actitudes atávicas, ateas o antisociales. En cambio, había mantenido una conversación idiota con un pedagogo viejo y senil, se había visto sometido a los discursos de un fanático religioso, y por fin el sociólogo había tratado de sobornarle.
Tan sólo en una predicción se había equivocado Flaxon. El sociólogo no había sido vago en sus palabras; al contrario, había ido directamente al grano.
Pensó que había conseguido ofrecerles la imagen de un joven y ansioso estudiante que errara inadvertidamente, pero ninguno de los jurados parecía especialmente interesado en esa imagen. Ellos tenían sus propios problemas.
Haldane esperaba con ansia la visita del psicólogo, y no quedó desilusionado.
Glandis VI, su cuarto entrevistador, pertenecía a un linaje que se remontaba al mismo principio de la cría selectiva. Era rubio, tímido y apenas mayor que Haldane. No se mostraba demasiado seguro en sus modales profesionales... más bien deferente.
Después de estrecharle la mano, Glandis dio vuelta a la silla y se sentó con los brazos cruzados sobre el respaldo, los ojos registrando la celda.
—Se supone que un psicólogo tiene empatía, y yo siento mucha por ti.
—La necesito. Fue un golpe muy duro... A propósito, no es usted el primer psicólogo con el que he tratado profesionalmente.
—¿Has sido ya psicoanalizado?
—Bueno, cuando tenía seis o siete años... — Haldane le contó la historia de las macetas.
—Eso explica lo del micrófono. Me preocupaba más que lo de Helix. En realidad no tengo el menor problema para comprender el caso de Helix. Es muy agradable. Podría decirse, con ese lenguaje que ahora se usa, que es un miembro notable de los Cazadores de Berkeley.
Aunque no estaba familiarizado con ese tipo de lenguaje, Haldane sospechó que el cumplido era muy personal, pero le interesaba la observación del psicólogo desde un punto de vista legal. Flaxon había dicho que la muchacha no estaría personalmente involucrada en el juicio.
—¿La ha visto?
—Sí, y fue una tontería por mi parte. No estoy familiarizado con los deberes de un jurado, e ignoraba que no debía hablar con ella. Pero Helix no perjudicó tu caso en absoluto. Todo lo que deseaba era hablar de Sigmund Freud, y todo lo que yo deseaba era escucharla.
» Esa chica sí que lee de verdad. Ha leído más obras de Freud que yo. Y me ha dicho también que ahora obtiene un gran consuelo leyendo los poemas de esa mujer de Browning... dice que le hace mucho bien leer los problemas de otra mujer.
El corazón de Haldane se caldeó ante el mensaje que Helix le enviaba. Cuanto deseara comunicarle se resumía en el soneto «Cómo te amo», y ése era su legado para él.
Incluso sintió afecto por el portador inconsciente del mensaje, que seguía hablando como un chiquillo:
—Te digo, Haldane, que no se puede sublimar la libido por completo. Cuando yo tenía diecisiete años experimenté esa misma reacción extraña, aunque muy intensa, por una mujer llamada Lolopratt. Llevaba siempre un pekinés en el regazo, y hablaba como una niña. Nunca olvidaré al animal... se llamaba Flopit. Y me mordió.
» ¿Crees que pegué al perro? Ni lo sueñes. Aprendí a hablar como ella. ¿Te imaginas a una chica como Helix hablando así?
—Helix es un mujer muy inteligente, pero jamás pensé en ella como alguien del sexo opuesto hasta el día del funeral.
—¿De verdad? — la observación de Glandis era una pregunta recalcada por una sonrisa de escepticismo —. Entonces yo diría que necesitas el psicoanálisis.
—Bueno, no pensé en ella hasta el punto de arriesgar una desclasificación.
—Verás — dijo Glandis —, a veces pienso que el castigo por la mezcla de razas está desfasado. Cojamos el fruto de la unión, digo yo, eduquémosle y neguemos a los padres el privilegio de aparearse.
» Y demos una oportunidad al hijo. Es posible que esos bastardos fueran un buen material profesional.
—Ésa es una buena idea — Haldane se mostró espontáneamente de acuerdo —. ¿Por qué no negar únicamente a los padres su cuota de hijos y ver qué sucede con el niño? Matemáticamente es casi imposible tratar de formar un rasgo específico de la personalidad con más de cien millones de variables en un óvulo fertilizado.
—Tal vez tengas razón — dijo Glandis —, pero los de genética tienen algo en su favor. Mira los antiguos jukeses y kalikaks, mira a los actuales negros de Mobile. Mira los caballos de carreras.
—Hay rasgos, aparte de los rasgos físicos — indicó Haldane —, que podrían ser el resultado no de los genes sino del ambiente familiar. La cultura es un factor muy importante. El mejor matemático del mundo tal vez esté ahora empujando una carretilla.
Glandis se dio una palmada, demostrando su acuerdo.
—En eso tienes razón. Al ambiente jamás se le presta atención suficiente. ¡Eso es responsabilidad de Freud! Si escucháramos a Pavlov...
» Y ¿sabes por qué se les da su oportunidad a los técnicos del ambiente? Porque los barones salteadores se hicieron con el control e hicieron de la genética un sub-departamento de la Biología, responsable ante Sociología. Si la Psicología tuviera el control de los nacimientos, podrían ocurrir algunas cosas sorprendentes.
—Será mejor que no discutamos sobre esto — le avisó Haldane —, ya que bordea la crítica del Estado.
—Ésta es una conversación privada — dijo Glandis con indiferencia — y, para mí, el Estado es el Departamento de Sociología.
—Deduzco que no le interesan los sociólogos.
—¡Oh, sí! Me gustan, claro, como individuos. Algunos de mis mejores amigos son sociólogos. Pero, como grupo, están bastante abajo en la escala Kraft-Stanford, sólo dos grados por encima de nosotros, que ocupamos el quinto puesto empezando por debajo.
Haldane sonrió ante su sinceridad.
—Si sus dos categorías se hallan en un nivel tan inferior en la escala de inteligencia, ¿cómo es que son la primera y la segunda en la jerarquía?
—Somos pensadores sociales. Las demás categorías son como ovejas que ramonean la hierba de sus propios pastos sin alzar jamás la cabeza para mirar por encima de la valla. Vosotros los matemáticos, por ejemplo, sois pequeños fetos muy dichosos en el seno de vuestros propios problemas. No tenéis una visión amplia.
» Nosotros los psicólogos sí tenemos esa visión amplia, por eso somos los vicepresidentes ejecutivos a cargo del condicionamiento. Los sociólogos son meros administradores. Y siempre habrá necesidad de condicionadores. Cuando el proceso quede concluido, no habrá necesidad de administradores. Los sociólogos desaparecerán.
Haldane ya no estaba tan seguro de que hubiera sido correcta su primera impresión favorable de Glandis. No le gustaba el brillo intenso en los ojos de aquel joven.
—Y ustedes tendrán el control, Glandis, pero ¿el control de qué?
—De un orden social perfectamente unificado.
Como estaban discutiendo la sociedad del futuro, de mil años más adelante, Haldane se sintió libre para rebatirle.
—Digamos que consiguen ese perfecto orden social en el que las ovejas pasten bajo la mirada vigilante de los pastores, los psicólogos. Sólo veo un ligero inconveniente. La unidad absoluta significa que los pastores son las ovejas. No habrá sociólogos ni psicólogos. Como psicólogo, su función consiste en explorar al individuo, no en erigir un orden social.
Haldane daba lentas palmadas en la mesa mientras intentaba reducir sus ideas a un nivel que Glandis pudiera comprender:
—Si la unidad es el propósito de su condicionamiento, y ese propósito fue establecido por los sociólogos, entonces a ustedes se les ha engañado. Porque desaparecerán entre la masa, mientras los administradores permanecerán siempre por encima de su condicionamiento.
Vio que la duda se iniciaba en los ojos de Glandis, e insistió:
—Su terreno es el hombre, no todos los hombres. Su deber es ayudar a la expansión del individuo. En un Estado donde todos se conforman perfectamente unos con otros, no hay necesidad del Indice Kraft-Stanford, ni de los hombres que lo crearon. No hay escala, a menos que haya diferencias que medir. Glandis, se está destruyendo usted mismo a merced de unos manipuladores más diestros que usted: los sociólogos.
Glandis había escuchado intensamente. Ahora, con expresión preocupada, se levantó y puso la mano en el hombro de Haldane.
—Perdóname por haber despreciado tu categoría. Lo hice para enfurecerte, porque sabía que jamás hablarlas libremente conmigo en una relación de jurado-acusado.
» Compréndeme — apartó la mano y se alejó unos pasos —; sé que tu índice de inteligencia es muy alto, y yo necesitaba tu ayuda.
Volvió a la silla y, cuando se sentó esta vez, sus manos se aferraron al respaldo de la misma.
—Comprende — repitió —. Nuestro problema son los sociólogos.
» Toma, por ejemplo, su práctica de disipar las energías de los hombres en esas casas de prostitución. Un uso descarado del principio del placer; opio para las masas. Si pudiéramos cerrar esas casas ¡qué maravillosas aberraciones de conducta tendrían lugar, cuántas neurosis florecerían!
» Piensa en los sentimientos de culpabilidad que sólo el autoestímulo produciría. Tendríamos toda una cosecha de historiales. En mis cinco años de práctica de la psicología, Haldane, únicamente he encontrado un asqueroso caso de erupción diagnosticable como psicosomático. Nada de úlceras, ni alcohólicos. Sólo suicidios. Muchos, pero ninguno con individualidad. Y siempre se tiran por la ventana. ¡Siempre se tiran!
Glandis unió los brazos sobre el respaldo de la silla y apoyó la cabeza sobre las manos. Miraba tristemente al vacío sin decir nada. Haldane se sintió culpable. Finalmente Glandis se dominó.
—Una vez entrevisté a un viejo economista, un desviacionista que iba camino a Infierno, abrumado ante el temor horrible de que el Estado estaba alcanzando la síntesis final de la tesis definitiva y la antítesis definitiva. Era un neurótico estupendo, y la nuestra fue una entrevista encantadora, encantadora... — suspiró en voz alta —. Ahora ya no quedan chiflados.
Glandis se aferró al recuerdo de su único neurótico hasta que la marea de su presión sanguínea volvió a la normalidad. Entonces miró el reloj.
—Tengo que irme corriendo, Haldane, pero hay unas cuantas preguntas de rutina que se supone debo hacerte. ¿Dispuesto?
—Dispuesto.
—¿De qué liga de béisbol eres partidario en las series mundiales?
—De ninguna.
—¿Tienes algún equipo favorito?
—Se supone que los Orioles, o los Met de Nueva York, o los Bravos de Kansas City.
—¿Quién crees que ganará el partido California-Stanford en diciembre?
—Ni idea.
—¿Tienes algún deporte favorito?
—El judo.
—¿Prefieres leer un libro o ir a la bolera con los muchachos?
Haldane se golpeó en la palma con el puño.
—Ahora me ha cogido. Hay dos variables, el libro y los muchachos. Dependería de ellas.
—¿Amabas más a tu padre que a tu madre?
—Sí.
Glandis alzó una ceja.
—Pareces muy seguro de ello.
—Casi no conocí a mi madre. ¿Recuerda?
—Ah, sí... bien, eso lo completa todo para el Departamento de Psicología — se puso en pie y estrechó la mano de Haldane —. He disfrutado de nuestro pequeño interrogatorio, Haldane. Me has dado mucho en qué pensar... A propósito, supongo que tu abogado te diría que el trabajo que te asignen depende del grado de clemencia concedido. Esto es extra-oficial, porque no es asunto mío, pero ¿has pensado lo que te gustaría hacer?
—Diablos, no lo sé, Glandis. Estoy bastante asustado, en serio. Creo que, por mi propia paz mental, debiera hacer algo difícil y no necesariamente agradable. Tal vez podría fichar como mecánico en una de las naves espaciales.
—Hermano, ¡te estás jugando el cuello!... Bien, si estás completamente loco, recordaré lo que deseas cuando haga mi recomendación al tribunal... Buena suerte, Haldane. Hasta mañana.
Flaxon escuchó intensamente el informe de Haldane a última hora de la tarde, y no se sintió sorprendido cuando éste le contó el soborno que le ofreciera Brandt.
—Así es como trabajan — dijo —. Hay mucha rivalidad entre los departamentos.
» Te hizo una propuesta de negocios. No te amenazó si no la aceptabas. Probablemente tenias la oportunidad para librarte del anzuelo, pero, si no quisiste aceptarla, ésa fue tu decisión.
» Tal vez estuviera probándote para ver si vendías a tu propio departamento. Si eso es cierto, tu respuesta fue la adecuada, porque la lealtad a tu departamento es evidencia de que tu condicionamiento es de buena fe.
» Glandis me preocupa más. Los psicólogos están alerta ante las tendencias criminales, y el hecho de que establecieras buenas relaciones con él nada significa. Si se hubiera mostrado hostil, tú habrías guardado silencio y él jamás habría podido evaluar tu personalidad. Tal vez hablaste de más al mencionar las naves a Infierno. No lo sé.
» De todas formas ya ha terminado. Si tú supiste manejarlos, yo sabré manejar al juez. Intenta conseguir una buena noche de descanso — acabó Flaxon —. Te veré por la mañana en el tribunal. Estoy trabajando en una petición de clemencia. Si quieres puedes declarar en tu propia defensa, pero sólo para rebatir los puntos presentados por el fiscal. Mientras tanto, intenta calmar tu ansiedad natural. No podrás hacerlo por completo, pero tengo buena impresión con respecto a la audiencia.
Por extraño que parezca, Haldane durmió bien hasta primera hora de la mañana, cuando le despertó un recuerdo que flotaba en su subconsciente.
Recordó el nombre de Gurlick. No lo había visto en un catálogo de la universidad de California. Había sido en la bibliografía de un libro que leyera sobre la Mecánica de Fairweather. Se afirmaba de él que era uno de los quince hombres en la tierra que poseían la total comprensión del Teorema de la Simultaneidad.
El hombre a quien él compadeciera como un pedagogo senil, era un genio matemático.
9
Lloviznaba cuando el coche que llevaba a Haldane al tribunal entró en la corriente de tráfico que giraba en tomo a la Plaza Cívica. Vio a algunos vagabundos encogidos como gallinas mojadas en los bancos, y envidió a todas las personas que habían tenido el suficiente sentido común para no salir con aquella lluvia.
Desde la Plaza Cívica el edificio del tribunal ofrecía una fachada esbelta y empapada ahora, con las airosas columnas dóricas de mármol plástico color rosa. Desde la callejuela en que se metió el coche parecía un mausoleo con una ranura en el centro: la entrada de los prisioneros.
Flaxon, que esperaba en la antecámara, se acercó a su cliente.
—Al preparar la petición de clemencia cogí una hoja de tu libro e investigué en la literatura de los primitivos. Tengo la defensa de Leopold y Loeb interpolada con el juicio de Warren Hastings y reforzada por el discurso de Lincoln en Johannesburgo. Si tú tienes al jurado, yo tengo al juez.
El entusiasmo de Flaxon no era compartido por Haldane, que aún se sentía turbado por su tardío reconocimiento de Gurlick. Las imágenes podían proyectarse en dos direcciones, y si Gurlick no era el viejo olvidadizo y vacilante que había fingido, entonces era un actor muy superior a Haldane.
En la sala del tribunal la mayoría de los espectadores eran de comunicaciones. Henrick estaba allí, y alzó una mano huesuda cuando Haldane entró por el pasillo para desearle suerte.
—¿Un amigo tuyo?
—No exactamente. Pero está a mi favor. Trabaja en el Observer.
—Publicó tres artículos, y todos desfavorables. Algo lacrimógenos.
—Está tratando de suavizar mi caída.
La sala, en pendiente, bajaba hasta un espacio nivelado ante la mesa del juez, sobre la cual, y en los paneles de madera, se leía la frase: «Dios es justicia». Desde los muros, a derecha e izquierda, se proyectaban los tubos esbeltos de las cámaras de televisión que se utilizaban en los juicios de interés público.
Cuando entraron en la sala se quedó atrás la escolta de Haldane, dos guardias, y Flaxon le hizo pasar a la mesa del consejo, ante el tribunal.
—El fiscal — dijo Flaxon — es ese hombre de la mesa de la izquierda que parece un halcón. Franz III. Tal vez intente zaherirte un poco para borrar las historias del Observer, pero es un caso cerrado ya por cuanto a él se refiere.
» EI presentará las pruebas: la declaración de Malcolm, la cinta grabada, el informe médico y, probablemente, al final y para efectos dramáticos, el micrófono destrozado.
» Yo confesaré la culpabilidad para transformar este juicio en una audiencia de clemencia. Entonces haré mi alegato, y tú puedes sentarte tranquilamente a escuchar.
» Los jurados no declaran en los crímenes contra la humanidad. Presentan sus informes al fiscal y al juez. El fiscal puede rechazar el alegato, o guardar silencio. Si lo rechaza, entonces tú tienes el privilegio de rebatirle viva voce, a través de mí o por escrito. Las refutaciones escritas no suelen usarse por lo general, a no ser en casos que involucran decisiones técnicas, porque su longitud podría influir adversamente en el juez.
» El juez es Malak — seguía diciendo Flaxon — y con frecuencia se duerme. Si puedes mantenerle despierto, la mitad de la batalla está ganada.
Haldane observó que Franz, un hombre de cuello muy flaco, se ponía en pie y se dirigía hacia ellos.
Habló sonriente con Flaxon.
—Consejero, trata de que tu petición de clemencia dure menos de tres minutos. Tengo una reunión importante a la que asistir esta tarde.
—No te preocupes, fiscal — le aseguró Flaxon —. Ya me cuidaré de que no te pierdas la primera carrera.
Mientras los dos abogados discutían como expertos sobre un caballo de la tercera carrera de Bay Meadows, Brandt entró en el palco del jurado. Gurlick estaba ya presente, dormitando en la silla de la esquina, el Padre Kelly junto a él. Sólo faltaba Glandis.
Cuando Franz volvió a su mesa, Haldane dijo, medio enojado:
—Ustedes, los abogados, no parecen tomarse al tribunal muy en serio.
—Y ¿por qué habíamos de hacerlo? — sonrió Flaxon —. No es nuestra ropa sucia la que se lava aquí — Entonces, observando la preocupación en el rostro de su cliente, añadió —: No te preocupes. Conocemos la gravedad del caso. Pero hay cierta cantidad de toma y daca en los procedimientos de los tribunales, y ahora vamos a pedir un poquito de esto último.
» ¡Ah, aquí hay una pega! — la preocupación estalló en la voz de Flaxon cuando Glandis salió por una puerta tras la mesa del tribunal, haciendo un gesto de asentimiento a sus compañeros del jurado.
—¿Qué ocurre?
—El psicólogo ha estado en la cámara del juez. Espero que entrara a despertarle.
—¿Es eso malo?
—No necesariamente, pero sí extraordinario. Tal vez haya entrado a buscar una aclaración sobre un punto legal.
—Eso es comprensible — dijo Haldane —. Es la primera vez que actúa como jurado.
—¿Eso te dijo?
—Sí.
—Pues mintió — declaró Flaxon secamente —. Se le ha nombrado especialmente jurado porque es un especialista en mentalidad criminal.
Sintiendo un temor helado, Haldane se volvió a su abogado.
—Es cuestión de honor que los miembros del departamento jamás mientan.
—Toda verdad es relativa. Una mentira dicha en favor de la causa del Estado es una verdad a los ojos del Estado.
—¿Eso enseñan en la escuela de leyes?
—No con esas palabras, pero nosotros aprendemos deprisa. Tú y yo utilizamos un truco similar con el jurado.
Cierto, pensó Haldane, pero había habido integridad en la imagen creada por el abogado y por él. Habían destacado ciertas áreas de verdad, y menguado el énfasis de otras pero, en ningún momento, habían pervertido los hechos. Glandis había mentido lisa y llanamente, y Gurlick lo había hecho de un modo sutil.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la entrada del alguacil, que nevaba en el hombro la insignia de oficial de los tribunales. Entró desde la cámara del juez, cogió el mazo y dio tres veces sobre la mesa.
Todo el mundo se puso en pie.
—Atención, atención, atención, toda la sala en orden. Estamos reunidos en el tribunal del distrito quinto, prefectura de California, Unión de Norteamérica, Estado Mundial, para oír los alegatos en el caso de Haldane IV, M-5, 138270, 3/10/46, contra el pueblo del planeta Tierra. Está acusado de haber cometido mezcla de razas con todo propósito y sin permiso. Preside el Juez Malak III. El tribunal abre la sesión. Sigan en pie.
Malak surgió de su cámara con el ropaje negro y el cabello blanco, y sus ojos, que barrieron la sala, eran vivaces y dominantes. Por un momento se fijaron en Haldane con curiosidad. Éste comprendió que el hombre no se dormiría en la mesa.
Cuando el juez se sentó, se sentaron los espectadores.
Malak indicó al fiscal que presentara las pruebas.
Franz parecía aburrido mientras leía la declaración de Malcolm, que probaba que dicho estudiante creía que una relación ilícita tenía lugar en el apartamento de sus padres, daba la dirección, lo presentaba como prueba A, y admitía que lo sabía de oídas pero que, a la luz de los descubrimientos subsiguientes, se demostraría que era cierto.
El informe médico de Helix se presentó como prueba B.
Haldane escuchó con indiferencia hasta que se presentó la prueba C, la cinta que repetía su voz y la de Helix, recogidas y transmitidas por el micrófono.
Tal vez fuera un acto deliberado por parte de Franz, o quizás un fallo mecánico, pero la emisión era tan lenta que daba a su voz y a la de Helix cierta deliberación, reemplazando la tensión nerviosa con una nota de cálculo. Su propia voz sopesaba las proposiciones de desbaratar las contingencias previstas.
La cólera que inundaba su mente se alivió al oír el susurro de Flaxon:
—Engañaste a Glandis, muchacho. Ni siquiera ha presentado el micrófono roto como prueba.
Luego oyó que el juez decía:
—Se admiten las pruebas. ¿Qué declara el acusado?
Flaxon se puso en pie.
—Culpable de lo que se le acusa, su señoría.
—¿Quiere la defensa presentar una solicitud de clemencia?
—Así lo desea, señoría.
—Proceda.
Como defensor, Flaxon se dirigió a la arena mirando al juez y también al jurado.
—Su señoría, señores del jurado...
Al principio sus palabras fueron vacilantes, cortadas, como si estuviera inseguro de sí mismo. Refirió el primer encuentro en Punto Sur, un accidente que resultó coincidente con la introducción de Helix en la casa Haldane por su padre, famoso miembro del departamento. Su voz se alzó, aumentó en ritmo, Flaxon se convirtió en un coro griego de un solo hombre que y tejía los hilos de las vidas de Haldane y Helix con la inexorabilidad del destino.
Mientras continuaba hablando su voz ganaba en impostación e intensidad, y el énfasis iba pasando sutilmente a un muchacho Ingenuo e inocente que era poco a poco arrastrado a un torbellino por los remolinos de la mortalidad hasta que, al sentir que se hundía, trataba de salir a flote y cometía el hecho.
—¿Premeditado? — la voz de Flaxon sonó como el trueno de la indignación y luego bajó al susurro de la lluvia serena —. No más premeditado, honorables señores, que la caída de un rayo de sol al amanecer sobre los pétalos de una rosa cubierta de rocío.
Parte del discurso es bastante recargado, pensó Haldane, pero Flaxon trataba de hacerse con el público y lo hacía bien. El sonido, intermitente al principio, de los estenógrafos fue alcanzando volumen hasta unirse en un murmullo bajo.
Flaxon oyó el sonido y éste le impulsó a mayores alturas de retórica ensayada, arrastrando a su público con él. Estaba haciendo más por crear una impresión favorable a Haldane que todos los Henrick del mundo.
Haldane, mentalmente aislado de ello, admiraba al abogado, aunque hubiera preferido una argumentación más profunda y menos artística. Pero ya no quedaban gentes como Clarence Darrow en este planeta, y por tanto aplaudió al Flaxon de la primera generación. Ocurriera lo que ocurriese con la dinastía Flaxon, su fundador se estaba conduciendo perfectamente.
Sólo una persona en la sala se mostró indiferente ante el discurso... Franz. Leía un documento allá en su mesa, y únicamente cuando los aplausos repentinos, reducidos bruscamente al silencio por el juez, marcaron el final del discurso de Flaxon, alzó él la vista.
Haldane sabía que los aplausos estaban prohibidos, pero, si la reacción de los espectadores reflejaba los sentimientos del juez, creía tener asegurada una clemencia de primer grado.
—¿Qué dice la acusación?
Franz se puso en pie.
—Señoría, basándome en las pruebas del informe de los jurados, sugiero que sea rechazada la acusación de mezcla de razas pronunciada contra Haldane IV por el pueblo.
La alegría de Haldane al volverse a Flaxon se borró ante la consternación reflejada en el rostro de su consejero que miraba al fiscal.
—¿Acaso no es eso bueno?
—¿Qué dice la defensa? — preguntó Malak.
En ese momento la defensa estaba ocupada.
—Puede ser bueno, claro. Pero es algo muy extraordinario, especialmente viniendo de Franz.
» Es un tipo raro. Tal vez haya algo en el informe médico...
—Pero él habló del informe de los jurados — indicó Haldane.
—Cierto. Sin embargo, Glandis entrevistó a la chica. Tal vez añadiera un apéndice al informe médico relativo a la libido compulsivo de la muchacha, lo cual estaría calificado a hacer como psicólogo, y ese apéndice puede que figure en el informe de los jurados.
—¡Atienda la defensa! — Malak perdía su equilibrio judicial.
La mente de Haldane quedó confusa por lo que suponían las palabras de Flaxon, y su intranquilidad aumentó al recordar la observación de Glandis de que Helix era un miembro notable de los Cazadores de Berkeley. ¿Habría estado teorizando el joven miembro del departamento, o habría hablado por experiencia?
Flaxon ya estaba en pie.
—Su señoría, ¿puedo solicitar indulgencia del tribunal durante cinco minutos, mientras el consejo aclara un punto legal con el acusado?
—¿Qué dice la acusación? — preguntó Malak.
Flaxon se volvió para que el juez no viera lo que hacía y alzó un dedo de una mano y cuatro de la otra. Haldane descifró rápidamente el mensaje al fiscal: si daba permiso, Franz vería la primera carrera. Si no, Flaxon alargaría la audiencia hasta la cuarta.
Franz entonó rápidamente:
—Se concede el permiso.
Flaxon se sentó de nuevo y empezó a hacer diagramas a toda prisa en el cuaderno.
—Ésta es la situación, según la ley. Si Franz sabe que la muchacha es una ninfómana y yo no me opongo, estás completamente libre. El Estado abandonará las acusaciones contra ti para volverse contra la chica.
—¡Ella no es una ninfómana!
—Pero si yo no protesto y la muchacha es una confidente de la policía, estás completamente perdido, ya que él puede pronunciar contra ti una acusación de desviacionismo...
—¡Ella no es una confidente de la policía!
—Y ya que no me he opuesto a las pruebas inadmisibles del informe del jurado, tampoco será admisible en la segunda fase, y no tendríamos la oportunidad de una sola chispa de Infierno para demostrar que hubo trampa. La policía jamás admitiría voluntariamente la conspiración.
—¡Helix no es una confidente, ni una ninfómana!
—¡De acuerdo! Eso es lo mejor de la maniobra de Franz. Sabe que nosotros sabemos que no es nada de eso... La policía nunca la dejaría salir de la comisaría.
» Pero si me opongo, y ella es una ninfómana, ¡estás acabado! Supondría el máximo castigo para ti, el exilio a Plutón, porque el castigo de Helix determina el tuyo, y ella será embarcada a Plutón en el siguiente cohete de transporte. Tú serías inocente, pero habrías de ir porque ya hemos dicho que eres culpable.
—¿Yo sería inocente? — Haldane estaba desconcertado.
—La Regla de MacNaughton: cualquier hombre capaz de distinguir el bien del mal, es decir cualquier hombre normal, no tiene más salida que la relación sexual con una vividora, que es como llaman los abogados a una ninfómana.
—Pero ¿por qué Plutón? ¿Por qué no envía el Estado a las prostitutas?
—Las prostitutas se vuelven locas en las colonias penales. Sus clientes son seres ruines, bestiales, malolientes, degenerados, lo cual es carne fresca para las ninfómanas.
—¡Ése no sería lugar para una muchacha de dieciocho años, de carácter amable!
—De acuerdo — dijo Flaxon —, a menos que haya desarrollado una afición por los seres ruines, bestiales, malolientes y depravados; pero la chica no es mi cliente.
—¿Conseguiría yo el privilegio de visitarla si fuera enviado a Plutón?
—Durante cinco minutos a la semana, pero tendrías que esperar en una cola muy larga... Ahora bien, si yo no protesto y él nos sale con una acusación de desviacionismo en tu contra, nuestra defensa se basaría en un punto de la ley que dice que la perversión no es necesariamente desviación. Admito que los dos conspirasteis para pervertir el código genético con fines personales, pero no cometisteis un acto para interferir en la política del Estado. Los dos jamás salisteis de aquel departamento por razones obvias, así que no podía darse un claro obstruccionismo.
Haldane estaba pensando. Helix leía mucho. Cualquier chica que leyera a Freud leería libros de leyes como distracción. Podía estar lo bastante familiarizada con la ley para fingirse una ninfómana y librarle del peligro porque le amaba. Él no aceptaría su sacrificio.
—Entonces, vamos a objetar.
—No es fácil... Te tienen a ti, si ha habido trampa. Ni siquiera te E.O.E., y tu condena será Infierno con toda seguridad... Como dicen en la escuela de leyes, el E.O.L. (esterilizado por orden de la ley) precede al E.O.E. Odio perder la oportunidad de una ninfómana, aunque eso signifique librar a una confidente de la horca.
» Pero todas las pruebas indican que sí es una confidente, y si yo no me opongo jamás tendré la oportunidad de examinar los hechos para decidir si hubo trampa — Flaxon estaba genuinamente perplejo —. Podría ser una ninfómana; ese embarazo suyo tuvo lugar con demasiada facilidad. Característico del ansia amorosa, de la avidez, del hambre de saciedad. Sin embargo, cuando leí tu manuscrito, tuve la impresión de que estabas siendo conquistado por una experta, lo que sugeriría una trampa. Además, ella te mintió, aunque eso no indique ninfomanía ni relación con la policía.
—¿Insinúas que es una mentirosa?
—No. Tan sólo defino su posición legal. Mil verdades pronunciadas no hacen sincero a un hombre, pero una mentira entre esas verdades le marca a partir de entonces y para siempre como un condenado mentiroso. Tú eres mi cliente y creo que, te falte lo que te falte, al menos tienes la honradez del torpe. Así que no puedo definirte como mentiroso.
—No sigo tu razonamiento legal.
—Cuando comprobé tu informe fui a la biblioteca y busqué las Obras Poéticas de Fairweather. La chica decía la verdad sobre lo del poema de cuatro líneas con el nombre tan largo, pero el «Lamento de una Estrella Caída» estaba en la cuarta página del libro.
—Tal vez esa hoja fuera arrancada del libro de Helix.
—Ella lo habría sabido, si lee tanta poesía como dices. Está en todas las antologías de la biblioteca pública.
» Pero se nos acaba el tiempo. De ti depende, Haldane. Si tú haces una protesta y ella es una ninfómana, estás acabado. Si no protestas y ella es una confidente de la policía, estás acabado... Bien, ¿qué es, ninfómana o confidente?
Mareado por las complejidades legales, y atónito ante la mente de computadora de Flaxon, Haldane dijo:
—No puede confiarse en que un hombre tome semejante decisión con respecto a la mujer que ama... Tú eres mi abogado, consejero. ¡Echa al aire tu propia moneda!
—Personalmente me gustaría tener la oportunidad de leer el informe de los jurados — Flaxon se ponía ya en pie — Protesto, señoría, sobre la base de que la evidencia es inadmisible.
—Se acepta la protesta.
—Su señoría — dijo Franz —, ¿retirará la defensa su objeción si se le permite ver el informe de los jurados?
—¿Qué dice el defensor?
—La defensa retirará la protesta.
Haldane, que observaba intensamente, vio una ligera sonrisa en el rostro del Padre Kelly XL, sentado directamente detrás de Franz. Casi como un reflejo el padre alzó el rostro, y Haldane lo comprendió: se estaba colocando para las cámaras de la televisión. Aquel brillo benigno en sus ojos le dijo a Haldane que Helix no era una ninfómana.
—Petición concedida... El tribunal se retira durante treinta minutos para que el consejo de la defensa lea el informe de los jurados.
—Algo me dice — observó Flaxon — que no he cometido un error. Nunca puedes equivocarte si te inclinas hacia el peso de la evidencia... De todas formas debería haber sabido que tú serías incapaz de reconocer a una ninfómana.
Se levantó y fue a la cámara del juez, mientras los guardias se adelantaban para quedar junto a Haldane.
Era difícil creer que ella, con todos sus recursos de inteligencia y encanto, fuera un agente secreto de la policía. La idea le ponía enfermo.
Pero tenía que librarse de las emociones. La experiencia y la lógica deberían haberle enseñado ya que todo el mundo Podía ser cualquier cosa. Flaxon era abogado.
Enfocó su atención en la manecilla del reloj, a la derecha de la mesa, y le vio devorar el tiempo segundo a segundo. Finalmente oyó tras él el jaleo de los espectadores que volvían, Franz, Flaxon y el Juez Malak salieron de la cámara. Flaxon caminó rígidamente hasta su mesa mientras los guardias se retiraban. Tenía los ojos vidriosos, ocupó su asiento junto a Haldane, libre ya de sus guardias, y Malak llamó al alguacil a la mesa.
—Era una confidente — dijo Haldane — y yo estoy acabado.
Flaxon ni siquiera le miró. Hablaba consigo mismo.
—Yo soy el chivato — dijo — y estoy acabado. En mi quinto juicio... Muchos abogados ni siquiera tropiezan con uno. El viejo Flaxon lo consigue en el quinto juicio. En mi quinto juicio... en mi quinto... ¡en MI QUINTO!
Haldane le cogió por el hombro. Estaba en estado de shock.
Su atención se desvió del abogado cuando el alguacil exclamaba: «¡Atención!» para acabar diciendo: «... a fin de oír los alegatos en el caso de Haldane IV, M-5, 138270, 3/10/46, contra el estado mundial, por acusación de desviacionismo».
Haldane ya no estaba acusado de un simple crimen contra la humanidad. Ahora estaba acusado de un crimen contra el Estado.
Las luces rojas chispearon sobre las cámaras de televisión y Haldane supo, por experiencia lo que sucedía más allá del tribunal. Las discusiones amistosas cesarían en las tabernas. Las conversaciones y el ruido de los cubiertos contra los platos en los restaurantes públicos se apagarían. Las amas de casa se alegrarían de que algo así interrumpiera sus seriales en la televisión.
Como las muchedumbres que se reunieran cinco siglos antes al pie de la Colina Tyburn, ahora se reunirían todos también, pero no para observar con fascinación mientras el encapuchado verdugo abría la trampa para una muerte inocente.
Ahora se emocionarían ante el terror prolongado de la agonía consciente de un muerto vivo.
El alguacil iba llamando a los jurados por su nombre, y Haldane comprendió ahora con toda certeza que los hombres que respondían a la llamada no eran ya sus jueces, sino sus ejecutores.
Yendo tan lejos como se lo permitía su competencia, Flaxon había asumido que Helix tenía «razón» al decir que aquel poema sólo constaba de cuatro líneas. Mientras Haldane percibía cómo la Tercera Edad de Hielo de su mente se desmoronaba sobre él, supo con certeza intuitiva que cuatro líneas eran todo lo que tuviera el poema «Reflexiones desde un Lugar más Elevado. Revisado», y que Helix había compuesto las otras sentada en la mesa y ante él en Punto Sur.
Había inventado aquellas líneas sabiendo que volvería a encontrarse con él y que aprovecharía las dudas de Haldane a fin de destruir su lealtad para con el Estado. Cuando la policía se lo llevó, el triunfo y exultación que él leyera en los ojos de la muchacha no había surgido del éxtasis de un martirio compartido con su amante, sino de la alegría por el triunfo de su nefasto complot.
Como asesina de lealtades había triunfado más de lo que suponía, pues la lealtad de Haldane para con ella había muerto también. Tal vez, como insinuara Flaxon, no fuera una confidente de la policía, pero le había traicionado, y ahora ella estaba muerta, se había ido a su lecho de muerte, y los fríos vientos gemían ya sobre la tumba donde él la había enterrado.
Helix ya no existía para él. Su padre había muerto. Y Flaxon estaba en estado de shock.
Haldane viajaría en una nave espacial, no como un mecánico de la sala de máquinas láser, sino como cargamento en el viaje a Infierno, del que ya no se regresaba.
10
Como miembro del departamento más antiguo, y como portavoz del jurado, Brandt el sociólogo fue el primero en ocupar el estrado.
Había previsto la dirección que tomaría el juicio, ya que había hecho ciertos preparativos. Tras él el alguacil colocó un trípode en el que colgó un diagrama. Brandt lo dispuso en ángulo a fin de ofrecer una buena visión al juez y al jurado, pero colocado directamente frente a las cámaras de la televisión.
—Su señoría, solicito de antemano la indulgencia del tribunal por la brevedad de mi informe, que se basa puramente en un perfil sexo-sociológico de la concordancia surgida de una revisión de fenómenos transitorios para proyectar la visión más completa del acusado en relación con el grupo de pares al que el sujeto pertenece, en un plano vertical y de modo sumario, porque esta dimensión, estoy seguro, será manejada mucho mejor por mis estimados colegas, contrastada con las agrupaciones socio-económicas que rodean a su grupo de pares, y relacionada con ello en un nivel horizontal, y sin caer en equívocos, consistente en datos verificables, empíricos y objetivos que llevan al análisis profundo de las áreas sexo-sociológicas, porque mis deberes departamentales son apremiantes; por tanto, no sólo debo disculparme por la brevedad de mi informe y por mi confianza en la tolerancia de su señoría sobre el análisis subjetivo de factores horizontales en profundidad, sino que además solicito que se la elimine del resto del proceso tras el término de mi informe.
—Permiso concedido — dijo el Juez Malak —. Continúe.
Haldane no estaba seguro de qué permiso se concedía y, juzgándose distraído, decidió concentrarse mucho más en lo que decía el sociólogo.
—En el campo de la conducta sexo-social, aparte de los valores recreativos, el estudiante todavía no emparejado está practicando una forma de búsqueda de situación dentro de los grupos de pares y entre los grupos de pares, según se indicó en el estudio monumental sobre el tema llevado a cabo por Neek, Baltan y Fring, a quienes deseo expresar mi agradecimiento. He compilado un diagrama que muestra la Curva de Grossinger para seis grupos representativos, no ejemplos al azar, que van desde los teólogos, aquí — Brandt se adelantó y señaló una pequeña porción del diagrama que apenas era la treinta y seisava parte del mismo, cuya anchura era de 75 cm. hasta los estudiantes de ingeniería mecánica, aquí — esto hizo que los estudiantes de ingeniería mecánica entre el público soltaran un silbido. Su porción abarcaba casi todo el espacio,
» Después de ellos, y con un espacio sólo inferior en cinco centímetros, vienen los estudiantes de matemáticas — Haldane sintió un orgullo negativo por su propio departamento al ver aquel espacio. Su departamento sobresalía, pero sólo era el segundo. Si los muchachos de matemáticas hubieran sabido que estaban en segundo lugar, se habrían esforzado mucho más.
» Partiendo de ambas extremos, los estudiantes de ingeniería mecánica y los estudiantes de teología, hemos establecido una norma para todos los estudiantes, descontando las vacaciones de verano y eliminando estadísticamente tales desviaciones secundarias como el auto-estímulo, la participación mutua y los casos aislados de celibato obligado que existe (incluso entre los estudiantes de ingeniería mecánica y de matemáticas con una inclinación hacia la teología) como forma de búsqueda de situación a la inversa. Pero, su señoría, esta visión completa del campo significa poco en sí a no ser como un preludio para el análisis bastante notable, o más exactamente asombroso, del tema en relación con el grupo de pares del acusado, y especialmente en relación con el mismo acusado. Su señoría, con todo respeto al tribunal debo confesar cierto temor en lo referente al perfil sexo-sociológico, analizado dentro del grupo de pares, para los años 1967 y 1968 del mismo acusado. Si el tribunal me lo permite puedo presentar, para su edificación, el perfil sexo-sociológico de Haldane IV.
Con un floreo dramático extendió la mano y quitó la hoja superior del diagrama; debajo de ella, y en forma de gráfico, la línea roja de Haldane IV resultaba impresionante si se la contrastaba con la azul de sus compañeros matemáticos y el brillante púrpura de los ingenieros mecánicos.
—Su señoría, deseo indicar al tribunal que, aunque el índice se basa únicamente en las estadísticas de la Casa de Recreo Berkeley, la posibilidad de la movilidad social fue tenida en cuenta por el departamento, y se preparó un informe sobre el acusado que incluía una fotografía móvil y un análisis detallado de sus técnicas, entre ellas el modus operandi, mediante un reloj de pulsera con un segundero muy exacto para calcular el tiempo del período de reacción al estímulo de sus co-participantes y el uso de un movimiento circular y peculiar conocido en el campus de la Universidad de California como el «palito giratorio de Haldane», características que recibieron identificación positiva sin fotografías en áreas que se extienden por el norte hasta más allá de Seaside. Oregon, y por el sur hasta Pismo Beach.
Señalando el diagrama, Brandt continuó:
—Si su señoría quiere fijarse, el gráfico está dividido en tres períodos de tiempo; 1967, 1968 y 1969. En el período de 1967, su primer año, y 1968, su segundo año, el acusado, sin ayuda de nadie, elevó el porcentaje de toda su categoría en un.08. Observe además su señoría que tanto la línea púrpura de los E.M. como la azul del grupo de sus pares — sin él — continúa durante marzo de este año, pero la línea roja de Haldane IV se detiene el 5 de septiembre de 1969, el mismo día de su encuentro accidental con la entonces estudiante virgen y extracategórica Helix, ahora bajo custodia, y cuya situación de embarazada queda demostrada por la Prueba B ya comprobada...
—Con todo eso ha acabado contigo — gimió Flaxon.
Haldane sabía que estaba acabado. Brandt continuó hablando y enlazando oraciones subordinadas durante casi media hora para demostrar que tales impulsos no podían sublimarse al invento de una computadora por compleja que fuera, sino que debían haberse empleado en las relaciones con Helix.
Entonces Franz llamó a Gurlick al estrado.
Al viejo le llevó mucho tiempo el llegar a la silla de los testigos, pero lo logró sin ayuda de nadie. Cuando habló, su voz aguda e infantil parecía ir a perderse en el micrófono, pero al fin se le oyó con toda claridad.
—Después de tranquilizar la mente del muchacho preguntándole, por su padre, al que conocía ligeramente debido a una relación profesional, empecé a investigar su mentalidad en cuanto a las actitudes.
» Juez, si quiere mirar la línea 83 de la página siete del informe de este jurado, encontrará una observación que hizo el muchacho, y que dice: «Tal vez sea yo un mal profeta, pero lo que harán a continuación será romper la barrera de la luz».
El hombre que le diera sus saludos para otro ya muerto, debido a su mala memoria, citaba ahora la página y el número de línea del informe de un jurado.
—Ni un hombre entre cien mil hubiese dicho la «barrera de la luz». A lo que Fairweather se refería no es de conocimiento general, pero este joven sí lo sabe. El término que suele usarse es el de «barrera del tiempo», ya que se llama la Teoría de la Simultaneidad, pero la mecánica de Fairweather afirma que el tiempo y la luz, para propósitos teóricos, son el mismo fenómeno expresado en medios distintos.
» Ahora bien, juez, yo puedo hablarle sin temor a contradicción porque mi lenguaje es el que se habla en su mundo, y si usted vuelve a su mundo y les cuenta lo que yo he dicho, ellos no le entenderán y por tanto no podrán volverse contra mí; pero le digo, señoría, que este mozalbete ha pensado en la luz negativa, y no se puede pensar en conceptos no humanos sin una habilidad conceptual no humana. Lo cual significa que es tan listo como yo, ¡y eso no me gusta!
» En este momento me estoy dirigiendo a él, y él sabe perfectamente de lo que hablo, porque está por encima del hecho de que la luz negativa es otro nombre para el tiempo negativo, si Fairweather tenía razón, y así era.
» Ese muchacho es un pecador. Y lo que es peor, ¡es un teórico pragmático! Me insinuó que deseaba un empleo en una nave a Infierno. Este chico no buscaba un empleo. ¡Buscaba un laboratorio!
» Según mi observación, señoría, los pecadores no se arrepienten de los pecados pidiendo perdón al Padre. Sólo se arrepienten de que los hayan cogido. ¡Arrepentimiento de chinos!
» ¡Y este chico tampoco estaba arrepentido. Iba a favorecerse tratando de corregir su error. Iba a probar de nuevo. ¡Y él sabe lo que quiero decir!
Ya lo creo que lo sabía Haldane. Ese concepto vasto y secreto que se abriera paso en la serenidad de una mente helada y que prometía su liberación, estaba expuesto en el tablero de exhibición del viejo.
—Ahora bien, cuando el acusado habló con Brandt (página 76, libro 22) él dijo: «Yo no soy un Fairweather. Yo no construiré su papa».
—Pensé que nuestras conversaciones eran secretas — susurró
Haldane.
—Y lo eran. No fueron grabadas. Ni siquiera ahora puede leerlas en voz alta. No hace más que citar de memoria.
El viejo continuaba:
—No se habla así de un héroe del Estado, a menos que uno se considere su igual...
—Te avisé acerca de Jesús — gimió Flaxon —, pero no podía avisarte sobre todos los malditos detalles.
—Ese Shakespeare electrónico, que él hablaba de crear en su tiempo libre, habría reproducido un cerebro más complejo que el de cualquier Papa, y habría tenido que hacerlo en ocho años si iba a salvar la valla para llegar a esa potranca en la época del parto, y a Fairweather le costó treinta años construir al papa.
» ¡Creo que podría haberlo hecho! Juez, ahora tendrá que excusarme, pero yo afirmo que este joven tiene una mente en la que la amoralidad práctica, emparejada con la inmortalidad potencial, podrían acabar con mi trabajo y el de su señoría, por lo que yo recomiendo que se congele su mente.
Cuando Gurlick bajó vacilante del estrado, dirigiéndose a uno de los lados, se adelantó el Padre Kelly ofreciendo su perfil a las cámaras y prestó declaración, una declaración mucho menos decisiva que la de sus predecesores. únicamente insistió en el comentario de Haldane de que Dios era amor.
—Con sus intentos de sofisma — dijo el sacerdote — el acusado atacó la piedra angular de la Iglesia. Sin un concepto de Dios como justicia, y la firmeza concomitante que el Espíritu Santo revela al administrar su orden, Freud cobraría nueva Vida, se predicaría a Darwin, y Darrow estaría desgarrando nuestras túnicas.
Incluso acabó con una nota de benevolencia. Oraría para que se concediera justicia al alma de Haldane IV.
Glandis, el miembro juvenil del departamento, se lanzó a la arena con el ímpetu de un gladiador.
—Su señoría, antes de entrevistar al acusado hice amplios preparativos para establecer la empatía. Bajo la suposición de que el sujeto era posiblemente atávico, leí el texto habitual sobre aberraciones de la personalidad que los antiguos llamaban «estar enamorados», la obra Diecisiete, de Booth Tarkington.
» Suponiendo que el objeto de la obsesión libidinoso del sujeto pudiera arrojar alguna luz sobre la personalidad del mismo, entrevisté a dicho objeto. Ella me dio un mensaje velado para el sujeto, el cual era, en esencia, que él debía leer para consolarse los sonetos de una tal E.Browning, poetisa célebre por su exceso de sentimentalismo en una era ya famosa por sus excesos de sentimentalismo. Cuando le comuniqué el mensaje, los ojos del sujeto se iluminaron y toda su conducta expresó felicidad.
» Con una profunda visión comprendí que había establecido empatía y descubierto el atavismo.
» Siguiendo con las técnicas de conquista establecidas por la psicología del interrogatorio policial, expresé la opinión de que el castigo por la mezcla de razas tal vez fuera exageradamente severo, ya que existía la posibilidad de que los productos de nacimientos antisociales llegaran a ser socialmente útiles.
» Creyéndome un aliado, el sujeto demostró que la teoría de la selección eugenética era matemáticamente errónea, y que los factores ambientales podían determinar su éxito.
» Me gustaría señalar al tribunal que la teoría de la psicología ambiental ha sido declarada herética.
Flaxon respondió automáticamente:
—¡Protesto!
—Se admite la protesta — dijo Malak —. La herejía no viene a cuento ahora.
—Después de establecer una magnífica relación con el acusado — continuó Glandis —, seleccioné estímulos de cólera y desperté ideas de agresión en el sujeto burlándome de su categoría. Su respuesta fue burlarse de mi categoría porque no desarrollaba la personalidad individual, favoreciendo así subconscientemente el egoísmo sobre la reacción condicionada, o el individualismo sobre el mayor bien para el mayor número. Es válido señalar al tribunal que este concepto no es aristotélico, y resulta antipavloviano. ¡Es puro Freud! Durante el período de la entrevista llegué a captar los errores de actuación de un psicópata social. Al revisar los informes de otros jurados he advertido la preocupación del acusado por la personalidad de nuestro noble héroe, Fairweather I.
» Su interés por las ideas de Fairweather I sí era consistente en un joven de su categoría; pero su antipatía hacia un héroe del Estado indicaba una relación sadomasoquista de amor-odio.
» ¡Este hombre buscaba un dios personal! Rechazaba la adoración de Jesús, socialmente aprobada, sencillamente porque era socialmente aceptable. Rechazaba a Fairweather simplemente porque era un héroe del Estado. Este hombre buscaba un dios no integrado, no victorioso, no conformista y no aprobado por el Estado.
Escuchándole, Haldane sintió una furia helada que silbaba entre las nieves de su mente, esta no era una conspiración policíaca, sino una trampa vil por parte de los oficiales del Estado. Le habían cogido en una trampa. Incluso las observaciones más casuales de sus jurados habían sido cebos para llevarle a ella, y este muchacho de labios de pez y frente sudorosa que parecía tan inocuo había sido el maestro del engaño.
—En las preguntas rutinarias sobre la Liga Nacional Americana su reacción, naturalmente, fue negativa. Se mostró indiferente a los deportes de grupo, y equívoco sobre la recreación en grupo, descubrimiento ampliamente apoyado por los datos recogidos sin un análisis profundo por el Departamento de Sociología. Pero estaba muy interesado en el deporte del judo, individualista, competitivo y autosatisfactorio.
» Su señoría, toda la amplitud de la orientación antisocial del sujeto está en la respuesta a la pregunta sobre su petición de trabajo: ¡quería un puesto en las naves a Infierno!
» Señor, se han gastado millones para crear en la mente del sujeto una infiernofobia neuropsicótica... y este tipo lo ha desbaratado todo — Glandis latía de indignación incrédula y su cara de pez suplicaba al dios de los peces que presenciara esta abominación —. Entonces me pregunté, su señoría, si el Estado había fallado en esta área importante de su adoctrinamiento, ¿en cuántas áreas de menor importancia no habría fallado también?
» Aquí no había un simple atavismo. Reuní, pues, el perfil psicológico y entregué los datos al analizador de personalidad del departamento.
» Su señoría, de los 153 puntos que indican un síndrome de Fairweather, el sujeto llegó a 151. Una simple mayoría basta para definirlo.
» La bomba de tiempo no ha explotado, pero va está en marcha. No hay psicosis porque no ha habido una acción declarada, pero aquí — y señaló a Haldane con el índice — se sienta un auténtico y maduro síndrome de Fairweather. El Departamento de Psicología debe felicitarse por su descubrimiento.
Se volvió para enfrentarse con el juez.
—En apariencia el acusado era encantador, sincero y persuasivo. De no haber sido por el entrenamiento que se me dio en el departamento, este genio socio-psicopático andaría haciendo estragos por el sistema solar sin que nadie se lo impidiera. Mis sospechas iniciales se despertaron ante un gesto ocioso que los demás pasaron por alto; la indicación de la agresividad sublimada en la costumbre de darse con el puño en la palma abierta.
» Que mis palabras en favor del departamento figuren también en los informes del tribunal.
Cuando el juez dijo: «Cúmplase esta petición», y mientras el victorioso Glandis volvía a ocupar su asiento junto al resto de los jurados, Haldane se volvió a Flaxon:
—Una pregunta, consejero. Si Fairweather era semejante paría, ¿por qué le permitieron que construyera al papa?
—El síndrome de Fairweather no recibió el nombre del gran matemático — contestó Flaxon —, sino de su hijo, Fairweather II.
—¿Quién fue Fairweather ll?
—Un revolucionario de ojos fanáticos que organizó un ejército de profesionales y proletarios disidentes para derribar al Estado. ¡Ya puedes imaginar qué hazaña! Tú no necesitaste más que una chica y un abogado estúpido para que te cogieran.
—Jamás leí nada sobre él en los libros de Historia.
—¿Crees que el Estado iba a publicar un manual para los revolucionarios? Los únicos que lo saben son los que han de estar en guardia para detectarlo, gentes como abogados, sociólogos, psicólogos... ¡algunos abogados, claro!
» Este caso termina con los Flaxon. Uno no defiende a un síndrome de Fairweather, ¡sino que lo denuncia! — hundió la cabeza entre las manos —. El noventa y nueve por ciento de los abogados se pasan la vida sin oír hablar siquiera de uno de ellos, y yo me tropiezo con él en mi quinto juicio.
Parte de la mente de Haldane simpatizaba con el ser abyecto que tenía a su lado, pero la curiosidad le hizo olvidar su preocupación, no sólo por Flaxon, sino por sí mismo, cuando preguntó:
—¿Qué sucedió con aquel ejército?
—¡Fue aniquilado! El padre de Fairweather lo descubrió y se lo contó a la policía. Cuando su hijo atacó, le estaban esperando. Los revolucionarios se apoderaron de Moscú durante una semana, hicieron volar unas cuantas estaciones de energía en América, entraron a saco en Buenos Aires; sin embargo, todo acabó en tres días.
» Pero de ello obtuvieron una ventaja. Analizaron la personalidad de Fairweather antes de enviarle a Infierno, así que el Estado se ha mantenido vigilante desde entonces... todos menos yo, claro.
La voz del alguacil interrumpió los pensamientos de Haldane.
—¿Quiere ponerse en pie el acusado?
Haldane obedeció.
El Juez Malak se inclinó hacia delante y le examinó con curiosidad, como si quisiera imprimir en su mente los rasgos de un ser que poseía el síndrome terrible.
Cuando habló, parecía indiferente:
—En vista de los descubrimientos del tribunal, Haldane IV, es obligatorio que se te someta a juicio. Sin embargo, suspendo la sentencia a la espera de tu apelación hasta las dos de la tarde de mañana. Permanecerás bajo custodia de la Iglesia, y que Dios muestre justicia hacia tu petición.
Haldane se sentó mientras escuchaba en torno el rumor de los espectadores que salían, se apagaban las luces de las cámaras y se retiraban los jurados. Volviéndose a Flaxon, ahora con el rostro pétreo, le preguntó:
—¿A qué tribunal vamos a apelar?
Flaxon se levantó, se metió los folios bajo el brazo y dijo:
—No nosotros. Tú solo, aunque el cielo sabe que también es mi única oportunidad. Y no vas a apelar a un tribunal. Vas a apelar directamente a Dios.
Se volvió y se alejó caminando como un viejo, mientras Haldane miraba tristemente la espalda en retirada del primero y el último del linaje de los Flaxon.
Observó que Franz se dirigía ya hacia la salida. Llegaría a la primera carrera de Bay Meadows.
11
Se acercaban al Monte Whitney desde el sudeste, después de haber girado en un amplio arco sobre Bishop y el borde occidental de las Montañas Inyo, cerrando el arco en el Valle de la Muerte para lanzarse casi en ángulo recto hacia el macizo de las Sierras.
En el asiento delantero del avión, entre el Padre Kelly y un guardia, Haldane observaba el muro de granito ante ellos, sus laderas cubiertas de vegetación allá donde los arroyos caían desde las cumbres nevadas. Más abajo, las morenas del Panamint y las dunas del Valle de la Muerte marcaban el desolado acercamiento a la ciudad de Dios.
—Ahí está — susurró el sacerdote con temor.
Haldane compartía este sentimiento. Volaban lo bastante bajo, y lo bastante cerca, para sentir la inmensidad de la cumbre montañosa en la que se alzaba la catedral construida para albergar al hombre-máquina que ellos llamaban papa.
Bajando hacia la catedral, como mariposas de alas quietas que convergían hacia una única flor, blancas naves peregrinas empezaron a flotar junto a ellos, pero no hubo alteración en la línea de vuelo del negro aparato que llevaba a Haldane. Los peticionarios para escapar a Infierno tenían prioridad sobre los peregrinos que iban a rezar. La justicia de Dios era rápida.
Al oeste de la catedral estaba el campo de aterrizaje, excavado en el sólido granito, sobre el que descendió la nave. No era mucho mayor que un campo de fútbol de buen tamaño, y estaba abarrotado de naves de peregrinos.
Dejando a su prisionero con el guardia, el Padre Kelly saltó del avión y vino a caer de rodillas frente a la catedral, con los ojos cerrados y murmurando frases en latín. Haldane y el alguacil bajaron mientras el sacerdote terminaba su plegaria con un: «Mea culpa, mea culpa; Haldane maxima culpa».
El agente hizo apresuradamente la señal de la cruz pero permaneció en pie los ojos clavados en Haldane. Este no hizo nada. No consideraba esta catedral una casa de Dios, sino un monumento a los complejos de culpabilidad de sus antecesores.
El Padre Kelly se puso en pie.
—Sígueme, hijo mío.
Los tres juntos subieron los muchos tramos de escalones. Pasaron ante la larga cola de peregrinos que miraron el uniforme negro de Haldane con hostilidad, ya que no tendría que esperar como ellos en la cola.
Les recibió en la puerta un monje de cogulla gris, de la orden de los Hermanos Grises. El Padre Kelly fue acogido con todo respeto, y conversó con el monje en susurros. Todo lo que Haldane pudo pescar de su conversación fueron las palabras: Deux ex machina, pero vio que el Padre Kelly le entregaba al otro una tarjeta perforada.
El monje se llevó la tarjeta y desapareció en las sombras del edificio.
El Padre Kelly se volvió a Haldane.
—Le he dado al Hermano Jones la transcripción de tu juicio, unida a tu informe, ya en el archivo del papa. La habrá insertado para cuando lleguemos al altar. Ven.
El interior estaba oscuro y fresco, y el aire cargado en exceso de oxígeno. Haldane, que miraba hacia arriba, apenas llegaba a ver el techo, tan inmensa era la catedral.
Lentamente, adaptando el ritmo de su avance al paso del Padre Kelly, Haldane y el alguacil recorrieron la larga nave hacia el ábside y el elevado altar que albergaba al papa.
Al llegar al crucero, el sacerdote se detuvo.
—Es obligatorio que hagas tu petición sin intercesión por mi parte. Arrodíllate. Habla directamente hacia el altar en un tono de voz normal. Dale al papa tu nombre y designación genealógica. Pídele que revise todo lo descubierto en tu caso. Dile que sólo deseas justicia. Exponle todas aquellas circunstancias que creas pueden disculpar tu crimen. Es costumbre dirigirse al papa llamándole «su excelencia».
» Y sé breve — continuó el Padre Kelly —, pues otros aguardan una audiencia.
Al avanzar hacia el reclinatorio, Haldane sintió el terror de una curiosidad intensa. Viniera de donde viniera su diseñador, esta computadora era la máquina más perfecta jamás inventada.
No necesitaba mantenimiento, porque reparaba sus propios defectos. Respondía a la voz hablada en la lengua del que hablaba, y Haldane había oído el rumor, seguramente apócrifo, de que sí se le hablaba en mal latín contestaba en mal latín.
Su decisión era definitiva. Ya había ocurrido que dejara a asesinos en libertad, y que permitiera que unos desviacionistas salieran de la catedral con un informe de nuevo libre de toda culpa.
Realizó todo el ritual prescrito por el Padre Kelly y terminó con su alegato de clemencia:
—No pido justicia sino piedad, y en esto me someto en el nombre de Nuestro Salvador. Amé a una mujer con un amor que sobrepasó a la comprensión de mis hermanos en Cristo.
De pronto salió una gran voz del altar, hablando en un tono hueco, mecánico y resonante, y sin embargo con una notable carga de amabilidad.
—¿Ese amor fue para Helix?
—Sí, su excelencia.
Hubo un silencio subrayado por el lento zumbido de las dinamos, y en ese silencio nació la esperanza en la mente de Haldane, llenando de luz su cerebro.
La voz había sido demasiado amable para condenar, demasiado amable para arrancar a un inocente del cálido y verde planeta madre y lanzarle a los olvidados desiertos de Infierno. Haldane se inclinó aguardando las palabras que le dejarían libre, repondrían a Helix en su profesión y devolverían a Flaxon su dinastía:
Entonces oyó las palabras:
—Es el juicio de Dios que la decisión del tribunal es cierta y justa en todos los aspectos.
Hubo un zumbido final y un clic irrevocable, definitivo, último. Haldane quedó tan atónito que no pudo levantarse y permaneció arrodillado en el reclinatorio hasta que el guardia, con el sacerdote, vinieron y le obligaron a ponerse en pie.
Incluso la acústica de la catedral había cambiado cuando el papa comunicó su decisión, pues las palabras inundaron la enorme cámara. Desconcertado, Haldane salió entre el sacerdote y el ardía a la luz brillante del sol y el aire fino de la cumbre de montaña. Una vez lejos de la influencia hipnótica del papa, Haldane se sintió traicionado y la rabia estalló en su interior. Se volvió al sacerdote que nada sospechaba:
—Si ese conjunto de transistor proyectado por un idiota moral es la voz de Dios, entonces reniego de Dios y de todas sus obras.
Aterrado, el Padre Kelly volvió hacia él sus ojos, de ordinario piadosos y ahora ardiendo de cólera:
—¡Eso es blasfemia!
—Lo es — aceptó Haldane —, y ¿qué hará al respecto el Departamento de la Iglesia? ¿Sentenciarme a Infierno?
La lógica ironía de Haldane fue como un bofetón para el sacerdote con su verdad, y la exultación del justo volvió a su rostro ahora alzado:
—Sí, hijo mío, para ti no hay Dios. Sentirás Su ausencia en los minutos largos como horas, que formarán horas, largas como meses, que se transformarán en meses largos como edades de la eternidad de Infierno sin Dios, y sufrirás, y sufrirás, y sufrirás...
Antes de mediodía estaban de regreso en San Francisco. Después del almuerzo, Haldane fue llevado de nuevo al tribunal, y le sorprendió encontrar que la sala estaba aún más abarrotada que la víspera. Las luces rojas brillaban sobre las cámaras de televisión, el jurado seguía presente y un aire de expectación pendía sobre la sala.
Sólo Flaxon estaba ausente. Con alguna tarea nueva, se figuró Haldane; tal vez fregando los comedores del tribunal.
Haldane pensó que la sentencia sería un anticlímax, ahora que ya se sabía que su apelación había sido denegada pero de pronto recordó que la sentencia era la punta de la daga. Éste era el momento que unificaba al mundo entero en un pueblo y un festival del pueblo. Éste era el momento en que caía el hacha del verdugo, y se quebraba el cuello; el punto crucial del juicio. Habían venido para verle desmoronarse bajo la tensión, como él mismo había observado a veces cuando daban por televisión el juicio de un desviacionista.
Generalmente, recordó, el espectáculo empezaba con la exhibición obsequiosa de humildad por parte del acusado, que daba las gracias a todos por un juicio justo, a menudo estrechando una por una la mano a los jurados, luego venía una y babel creciente de histeria cuando el condenado solicitaba piedad, que no podía concedérsela. El clímax tenía lugar cuando el villano caía gimiendo ante el juez besando el borde de su toga, llorando o desvaneciéndose en un desmayo mortal. Tal era la Secuencia habitual que siempre solía seguirse. No se consideraba de buena educación, ni satisfacía al público, que el condenado se desmayara demasiado pronto.
Todo esto era «pan y circo» para la multitud, y la lección más efectiva que había inventado el departamento ejecutivo del Estado para comunicar al pueblo los horrores que aguardaban al desviacionista.
De pronto se acordó de Fairweather II. Desde luego la mente que, a solas y en secreto, casi había vencido a Las Parcas no se habría acobardado ante este juicio, y él tenía los mismos rasgos de personalidad que Fairweather II. El orgullo de la tradición alimentaba la hoguera de su cólera, y una resolución se fijó en la mente de Haldane.
Él ofrecería a la multitud un espectáculo completamente distinto.
De nuevo el alguacil puso al público en pie, entró el juez y así tuvo lugar la solemnidad teatral, el Padre Kelly dando a conocer la decisión del papa.
Malak dijo:
—¿Quiere ponerse en pie el acusado?
Haldane se levantó.
—Cuando lo desee el prisionero puede hablar al tribunal, antes de que se dicte sentencia — en el tono paternal de Malak, latía la esperanza.
Ahora era el momento de las súplicas aduladoras al jurado. Ahora el momento de que Haldane se inclinara obediente y luego se pusiera en pie con su petición de piedad. Hablando con voz normal al micrófono, empezó:
—Nací para la honrada profesión de las matemáticas, cuarto en el linaje de Haldane. Si todo hubiera salido como estaba planeado, yo habría resuelto los problemas que se me asignaran, me habría unido a una mujer adecuada, habría muerto con honor, exactamente como murió mi padre, y su padre y el suyo.
Hizo una pausa. Esto ya resultaba suficientemente trillado, y lo bastante contrito.
—Pero conocí una mujer cuyo lugar, fijado de antemano, me era prohibido, pero que para mí poseía una belleza indecible. Cuando caminé con ella en un viejo mundo, que de pronto parecía joven, con sus encantos tejí un hechizo y, según ese hechizo, tuve visiones y obtuve mucha sabiduría. Encontré el Santo Grial, y toqué la piedra filosofal.
» Escúchenme. En mi inocencia, repito que fui yo el que tejí ese hechizo y, en mi ignorancia, yo fui el único instrumento de mi condenación.
» Ella me alzó a un plano más elevado de autoconciencia y de olvido de mí mismo; lo que en tiempos se llamó «amor romántico»
» Si bebí cicuta de ese cáliz juzgándolo un elixir, yo fui el que me llevé la copa a los labios. Si la canción que escuché de boca de mi amada era la canción de Circe, entonces desearía oír de nuevo esa canción, ya que era inefablemente dulce.
» Que el tribunal sepa que no reniego de esa muchacha.
» Así fui llevado a la comprensión de mi identidad, y la comprensión de mí mismo como individuo, y no mi amor por esa chica, es lo que me ha traído al umbral de Infierno y me ha convertido en un seguidor de Fairweather II. Como yo puedo hablar con una autoridad única, que se sepa que reniego de esta tierra y de sus dioses, pero que no reniego de Fairweather II.
» En su sabiduría y amabilidad, Fairweather II, el último santo sobre la tierra, animó a los hombres a que guardaran su individualismo, a que preservaran alguna porción oculta de su propio ser contra los manejos de los que vendrían a nosotros con sonrisas persuasivas y lógica irreprochable en nombre de la religión, de la higiene mental, del deber social, con sus banderas, sus Biblias, sus créditos comerciales, para robar nuestra inmortal...
—¡Ya basta, condenado! — Malak se inclinó desde la mesa y gritó a los operadores de televisión tras las ranuras de los muros:
—¡Apaguen esas cámaras!
—¡Déjenle hablar! — gritó una voz entre el público y ya empezaban los abucheos y chillidos cuando Haldane lanzó su último grito de desafío antes de que se apagaran las luces rojas:
—¡Abajo los sociólogos y Psicólogos! ¡Destrocemos al papa!.
Una falange de guardias avanzó desde una habitación lateral
para arrastrar a la muchedumbre hacia las puertas. Haldane estaba rodeado de uniformes.
—Saquémosle de aquí — dijo alguien.
Toda la fuerza y desafío que impulsaran a Haldane le abandonaron ahora, y se dejó sacar y llevar a una antecámara con barrotes. Un guardia dijo:
—El jefe dice que le retengamos aquí hasta que llegue el carro blindado.
—Por el amor de Dios, no habrás sudado para pensar eso — se quejó uno —. Si nos movemos ahora, llegaremos a la gran A antes de que la multitud tenga tiempo de formarse. Si esperamos unos veinte minutos, lo lincharán.
Un guardia se volvió a Haldane.
—Tengo que descubrirme ante ti, amigo. Si estás tratando de impedir que te lleven a Infierno haciendo que te maten, tu truco es estupendo. El problema es que a la vez podrías hacer que murieran algunos hombres buenos.
Sin embargo, esperaron y, cuando le llevaron desde la cámara hasta la rampa de los prisioneros, cuatro coches estaban ya dispuestos, los rifles sobresaliendo por las aspilleras de las ventanillas blindadas. Era la primera vez en su vida que Haldane veía una demostración de fuerza por parte de la policía.
Lentamente se inició la marcha por la calle lateral. En la Plaza Cívica se les unió un coche blindado con armas láser en la torrecilla, y la procesión giró a la izquierda por la Calle Market. Avanzaban lentamente dejando que las sirenas abrieran paso, y a Haldane le hizo el efecto de que los espectadores salían de los edificios al sonido de la sirena y quedaban como estatuas de piedra en las aceras, viendo el avance de la procesión.
A la izquierda del embarcadero dieron la vuelta y siempre había gente de pie, mirando, sin hacer ninguna demostración franca de antagonismo hacia él. Como si fueran personas en trance.
Cuando se acercaban al puente largo y bien vigilado que llevaba a Alcatraz, Haldane observó un gesto de la multitud. Antes de entrar en el puente, una mujer alzó la mano y le hizo una seña de despedida.
Esta despedida galvanizó su mente.
Los delegados habían creído que él corría peligro a manos de la multitud, pero esta idea había sido un reflejo condicionado. ¿Era posible que fueran los alguaciles los que corrieran peligro por parte de la muchedumbre, y no él?
Cuanto más pensaba en aquella mujer solitaria, más se convencía de que la unión del pueblo no suponía una amenaza para él. La mujer le había hecho un simple gesto porque era todo lo que sabía hacer. En otros tiempos tal vez hubieran arrojado piedras contra los guardias o levantado barricadas para detener los coches, pero esas reacciones habían sido eliminadas en ellos.
La muchedumbre no podía correr a las barricadas, si no sabia dónde estaban las barricadas.
Cuando fue introducido en la prisión, cuando sus guardias grises fueron sustituidos por los azules y recorrió corredores interminables, aún se aferraba a la esperanza, como un talismán contra la desesperación, de que el gesto final de despedida de aquella mujer había sido un símbolo que le aseguraba que la visión de un pueblo libre (que había llevado a Fairweather a Infierno) no había sido una visión en vano.
En los días siguientes experimentó la necesidad de un talismán contra la desesperación, ya que la desesperación atacaba su mente con el ímpetu del oleaje del océano, y se sentía sucumbir ante sus embates. En la noche oscura de la mente estuvo echado e inmóvil en el lecho días, semanas, no lo sabía exactamente; sólo tenía conciencia de que le alimentaban por vía intravenosa.
En los últimos días amargos antes de su partida oyó un sonido, como el susurro de una sibila, que penetraba en su conciencia con un aliento de profecía, de promesas, haciéndole resurgir.
Haldane estaba en una sala muy amplia y de techo elevado, circundada por una galería en la que patrullaban los guardias. En la parte inferior había celdas individuales, con muros y techos de barrotes, con lo que los guardias podían vigilar a sus ocupantes. Haldane estaba solo en su celda.
Al otro lado del corredor, de tres metros de anchura, había también una celda grande que albergaba a varios prisioneros; serían proletarios, se dijo. Los habría ignorado a no ser por el canto que salía de allí y llenaba toda la amplitud de la prisión como si llorara por un alma muerta.
Era una canción de proletarios, a los sones de una guitarra.
La desesperación que casi destruyera a Haldane actuó como un tratamiento de shock, y el cerebro que escuchaba la canción vulgar despertó con el ansia y la receptividad de un niño al que despierta el canto de un pájaro. En las palabras de la canción latía una esperanza que sobrepasaba toda belleza:
Que vengan las lluvias,
que soplen los vientos,
que caiga la nieve,
que llega la helada.
Pero siempre viene el buen tiempo.
Siempre, siempre habrá buen tiempo.
En el buen tiempo yo soy mi dueño.
Antes de que terminara la canción, Haldane ya estaba en pie y mirando la celda al otro lado del corredor. Vio a un negro, un enorme, sentado en la litera y con la guitarra entre manazas que empequeñecían el instrumento.
—¡Negro! — gritó —. ¿Sabes lo que estás cantando? ¿Sabes quien fue Fairweather?
(N. de la T.) Fairweather significa buen tiempo en castellano.
—Hombre blanco, querrás decir qué es el buen tiempo.
—¡Quiero decir quién fue Fairweather!
—Escuchad al intelectual. Quiere que yo le diga quién era Fairweather.
De otra celda se escuchó una voz:
—¿Y por qué ha de interrogar un intelectual a un proletario?
—El buen tiempo es el sol, blanco.
De nuevo hubo risas, burlonas y despectivas, como si todos compartieran un conocimiento tan obvio que incluso preguntar por él era ridículo hasta el punto del sarcasmo. Eran un grupo muy variado, desde un enano pálido y canijo al gigante negro que debía medir más de dos metros. Algunos estaban marcados con el tono amarillento de Venus, y otros con ese color blancuzco de las minas de Plutón. Si Haldane los hubiera visto encadenados a todos por las calles de San Francisco, los habría juzgado un desecho de las fuerzas de trabajo lnterplanetarias; pero ahora formaban parte de su propio hábitat y los miraba como individuos.
—Puedes hablarme de Fairweather — gritó —, porque yo soy un condenado, sentenciado a Infierno.
—Hombre, tú estás mal — le contestó el negro —, pero nosotros, los de esta celda, tenemos que aspirar un poquito de gas de cianuro.
Le rechazaban, y él sintió la lógica de su rechazo. ¿Por qué compartir un secreto amado, si había tal secreto, con un condenado? Y si el hombre no estaba condenado, entonces era un espía.
Esa noche, cuando la luz de las lámparas nocturnas bañaba la prisión en una luminiscencia azul, Haldane yacía de espaldas en su camastro, mirando al techo, cuando un papel entró volando en su celda y aterrizó junto a él. Lo cogió, lo desarrugó y se acercó a la luz de la lamparilla.
Nosotros creemos que fue un hombre como Jesucristo, o A.Lincoln, o I.W.Wobbly. Algunos no dicen más. Mi madre me dijo que era un buen hombre. ROMPE ESTO.
Había establecido contacto, pero se sentía turbado.
Rompió el papel en muchos pedacitos e, inclinándose hacia la lámpara nocturna, para que los hombres de la celda del otro lado del corredor pudieran verle, masticó los pedacitos y se los tragó.
Ahora estaba convencido de que la canción del buen tiempo era una canción sobre la luz del sol. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando estos hombres, en su analfabetismo, situaban a Fairweather en el mismo plano que I.W.Wobbly, que no era una persona, en absoluto, sino las iniciales de un antiguo sindicato de trabajadores del vino? No culpaba a aquellos hombres, pero los analfabetos eran incapaces de transmitir mensajes ni de preservar su historia por escrito.
Pensando en esto, Haldane se sintió en paz con el mundo; pero su paz era un repudio. Helix había desaparecido; su padre había muerto; los profesionales eran ovejas y los proletarios brutos insensibles.
Y Dios era una computadora.
Creyó que había dejado de sentir hasta tres días antes de que vinieran a llevárselo. Y entonces sintió, y con una intensidad jamás conocida en su vida.
—¡Oye, intelectual!
Era el negro que gritaba al otro lado del corredor, de pie junto a los barrotes y con la guitarra colgando del cuello con un cordel muy sucio.
—Tengo una nueva canción, intelectual. Un condenado acaba de traerla del exterior. ¿Quieres oírla?
Había insolencia en el negro. Su amplia sonrisa, en la que no había el menor servilismo, despertó los antiguos hábitos profesionales de Haldane.
—Cuando hables conmigo, cerdo, ¡borra de tu rostro esa sonrisa de sandía!
—No puedes insultarme, intelectual. Yo soy un negro de Mobile. Ya me han trabajado todos esos «ólogos»... Vas a oírla, quieras o no.
El hombre tenía razón. Durante el Hambre, cuando la carne de negro era considerada un plato delicado, los negros de Mobile habían escapado a la extinción debido al aislamiento de su pequeña isla en la costa de Alabama. Después los antropólogos habían mantenido pura la raza, y los negros de Mobile habían sido tema de monografías interminables y derogatorias escritas por los científicos sociólogos.
Rozó suavemente unas cuerdas y cantó:
Hubo un hombre que amó a una mujer.
La poseyó, y lo metieron en la cárcel.
El juez le dijo: Reniega de esa mujer.
Y el hombre dijo: No, porque soy humano.
Levanta la cabeza, pobre Haldane.
Levanta la cabeza, y no llores.
Levanta la cabeza, pobre Haldane.
Pobre muchacho, tú nunca morirás.
Antes de que terminara la canción, Haldane estaba en pie y aferrado a los barrotes de la celda.
Había subestimado a aquellos brutos. Sus canciones eran su historia. En una estrofa muy mala, el cantante había resumido el juicio de Haldane, y había utilizado la segunda para mantener viva la esperanza en la mente de los hombres.
La canción del buen tiempo era la canción de Fairweather.
Tres días más tarde vinieron y le vistieron un ropaje gris y le llevaron, a lo largo del interminable corredor, hasta las rampas de cargamento, donde un coche negro le esperaba para llevarle al terreno de aterrizaje de la nave de Infierno.
Caminó impasible y con la cabeza muy alta y los prisioneros se apretujaron junto a los barrotes que bordeaban el corredor.
Como las multitudes que se apiñaran a lo largo de la Calle Market, también éstos parecían ahora estatuas, contemplándole mientras se lo llevaban, pero sus labios se movieron casi insensiblemente y sus voces se unieron en el coro final de las palabras que un condenado había compuesto con la música de una vieja canción que Helix le cantara en una ocasión, un día de sol que ya parecía muy lejano, con el título de Tom Dooley.
Era fácil mantener la cabeza erguida. La segunda tarea le sería más difícil.
12
Oficialmente, Haldane IV era un cadáver.
Estaba inconsciente cuando los Hermanos Grises le subieron a bordo del Estigia en una camilla. En la comida o el agua que tomara le habían dado una droga para retrasar los procesos vitales de su cuerpo.
Por eso no vio la larga fila de figuras con capucha que ascendían con su carga por la larga rampa y cantaban los himnos de difuntos. Ni oyó cómo se cerraban las portillas, ni el zumbido inicial de los cohetes. Tampoco sintió la ascensión, lenta al principio, ni el estallido final de movimiento cuando la gran nave se liberó de la atracción de la Tierra, y tampoco sintió el tirón brusco cuando los cohetes se desprendieron y los propulsores láser tomaron el mando, lanzando a la nave con un mudo estruendo por los negros caminos del espacio.
Silenciosos, sin cuerpo, inmunes a los detritus que giraban por el espacio, avanzaban por un reino donde toda luz, excepto la luz del interior de la nave, se desvanecía como el sonido se desvanece en los oídos a partir de cierto punto. Ellos eran la luz, cabalgando en una ola de simultaneidad que les habría permitido cruzar sin el menor daño el mismo centro del sol. Durante tres meses terrenales durmió Haldane, y cada minuto de los relojes de la nave volvían atrás un día de la Tierra.
Le despertó una mano que le agitaba por el hombro, y alzó la vista hacia los rasgos tensos y curtidos de un astronauta, cuyo rostro grave estaba iluminado por una lámpara de emergencia unida al casco.
—Despierta, cadáver. Mueve los brazos y piernas, como un escarabajo de espaldas... Está bien... Tengo que darte una píldora, y un poco de oxígeno.
Le habían soltado las correas de la litera en una celda, y todo lo que veía a aquella luz débil, aparte del rostro del astronauta, era una escalera que subía por un agujero que había en el techo metálico sobre su cabeza.
Hizo los movimientos que se le sugerían y sintió que sus músculos respondían con una fuerza y vigor que le sorprendió.
—Basta — dijo el otro —. Ya puedes incorporarte.
—¿Cuánto tiempo llevamos de viaje?
—Unos tres meses, de nuestro tiempo. Vamos toma esto.
Haldane aceptó el tubo de agua y la píldora que le ofrecían, recordando que sólo existían dos naves espaciales. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que este hombre hubiera estado en la nave que llevara a Fairweather a Infierno.
—Dime — preguntó Haldane —. ¿Recuerdas a un cadáver llamado Fairweather que vino en estas naves?
—Todo el mundo a bordo llegó a conocerle. En aquella época no les hacíamos dormir. Iban despiertos todo el camino. El y los demás cadáveres se mezclaban con la tripulación.
» Así Dios le ayude, jamás pude comprender por qué hablan arrojado a aquel hombre de la Tierra. Era la persona más amable que he conocido en la vida. Si una mosca se hubiera posado en su plato, ni siquiera habría tratado de alejarla. Lo creas o no, habría dicho: «Dejadla que coma. También tiene hambre». Pero no era la amabilidad del débil. Él era fuerte.
—¿Qué aspecto tenía?
—Alto, delgado, con el pelo rubio. No tenía un aspecto imponente, pero, cuando se ponía a hablar, todos le escuchaban. Aunque no digo que hablara mucho. No era así. Nos gustaba tanto por su silencio, supongo, como por su charla.
El astronauta se detuvo un momento.
—Algo curioso, ¿sabes? Me preguntas por alguien y, si yo te contesto: «El viejo Joe es buen chico. Suele beber demasiado y es malhablado, pero te daría hasta su último dólar», ese tipo de respuesta te describe bastante bien al viejo Joe. Sin embargo, no puedes hacer lo mismo con Fairweather.
—Inténtalo por mí, ¿quieres? — le suplicó Haldane —. Es importante.
Y lo era. Se sintió de pronto como se habría sentido un creyente en Cristo al conocer a un apóstol. Ardía de ansiedad por saber detalles jamás revelados.
—Lo intentaré, pero pronto volverás a dormirte.
—¿Se reía él? — Haldane inició un gambito a fin de estimularle la memoria.
—Sonreía mucho, pero jamás le oí reír. Aunque no era su sonrisa. Eran sus silencios, y el modo en que hablaba cuando hablaba. Solía meditar lo que iba a decir antes de decirlo, de modo que todo lo que hablaba resultaba significativo.
» No es que nos diera conferencias, ¿eh? Dios sabe que podía haberío hecho. Parecía saber más de la historia de la Tierra que cualquier hombre con el que he hablado, pero no insistía en ello.
» Supongo que estaba triste. A veces tenía una mirada en sus ojos que te hacía desear ir a él y darle unos golpecitos en el hombro; pero nunca se quejó.
» Y no era tampoco un remilgado. A veces decía cosas sucias, pero que no resultaban sucias cuando uno pensaba en ellas. Recuerdo que en una ocasión me dijo: «Sam, en ese sexo tuyo, ahora abortado, hay semillas de una generación mucho mejor que la que existe».
» Eso suena sucio, pero, si uno mira a la generación más joven, comprende lo que quiso decir.
» Recuerdo otra vez que yo estaba de guardia en el puente de mando y él fue allí y me habló. Preguntó por los instrumentos; cómo se leían; y si me gustaba ser astronauta o no. Yo le dije que a todo el mundo le gustaba ser un héroe, y entonces él dijo algo que siempre he recordado, y lo dijo con cierta indiferencia, como si no estuviera siquiera pensando en ello: «No serán rosas, rosas todo el camino. Me temo que estás viendo las últimas rosas».
» ¿Sabes? ¡Tenía razón! Nos dan tres días en Tierra después de cada viaje y, para la mayoría de nosotros, aún nos sobran dos. Nadie puede sentirse a gusto si entra en un bar y ve que el tipo del taburete de al lado se corre tres o cuatro lugares.
» Pero tú quieres saber de Fairweather.
» Tenía un modo especial de escuchar. Te sentabas y hablabas con él, y él te miraba con aquellos ojos jóvenes y viejos a la vez que tenía, y al minuto siguiente estaba contando todo lo que te había ocurrido en la vida. Hacía que un mecánico de la sala de máquinas se sintiera tan importante como el capitán.
» Reservado, imagino que le llamarías tú. Pero tenía mucho más que reserva: comprensión, simpatía, tal vez incluso podría decirle que amor.
» Era Como... — el astronauta buscaba las palabras y Haldane deseaba decirle que se apresurara porque ya le envolvía la niebla y tenía dificultades para oír su voz. Logré mantenerse despierto el tiempo suficiente para oír —...como tener a Jesús en el puente de mando.
Cuando Haldane se despertó por segunda vez, una voz distinta resonó en sus oídos desde la escotilla.
—Levántate y brilla, cadáver. Levántate y brilla. Agita una pierna. Sube las escaleras y quédate en el corredor.
Lentamente, sintiendo cómo le iba abandonando la marea del sueño, Haldane se incorporó. Alguien le había soltado el cinturón, y notó el tirón de la fuerza centrífuga que le retenía contra el lecho.
Como sus ojos advirtieran más luz, y la voz siguiera animándole, dejó la litera y subió por la escalerilla.
Un astronauta muy alto y de brazos largos se inclinó y le ayudó a subir los últimos peldaños. Haldane parpadeó al llegar al pasadizo, sintiendo que el cuerpo se le iba hacia delante.
Sosteniéndole por un brazo para impedir que cayera, el astronauta buscó tras él en un cajón y sacó un chaquetón de piel y un par de botas forradas de suave vellón.
—Ponte este equipo y colócate bien ajustada la capucha. Estamos de nuevo en el espacio, girando a mil kilómetros por encima de Infierno. Bajarás allí dentro de pocos minutos. Estás en la Sección ocho, y tu letra es K. ¿Ves esa luz ahí abajo, donde pone «Ocho»?
—Sí.
—Cuando llamen a tu sección sigue por el corredor detrás del cadáver marcado «J». Llevará la letra cosida a la espalda. Sigues adelante y te sujetas con correas en el asiento marcado «K». Después te llegarán tus instrucciones.
Dejó a Haldane y continuó por el corredor para despertar a otros durmientes.
Haldane siguió inmóvil unos minutos hasta librarse por completo de las telarañas del sueño, permitiendo que el cuerpo recobrara su energía. Aquel sueño tan prolongado no le había afectado más que la siesta de una tarde. Rápidamente, como el excursionista se ajusta a la carga física de una mochila, los órganos de equilibrio de su cuerpo se ajustaron a la inclinación determinada por la fuerza centrífuga, y pudo colocarse perfectamente todo el equipo allí mismo y de pie.
—Ahora, ¡atención! — gritó una voz por el interfono —. Ahora, ¡atención! Sección ocho, adelante.
Haldane giró hacia la derecha, viendo la «J» en la espalda del cadáver de delante de él. Lentamente, guiada por un astronauta, la columna siguió adelante, sus miembros un poco vacilantes mientras las piernas se habituaban de nuevo a la marcha, y al fin cruzó por la escotilla marcada «ocho» al espacio que comunicaba con un aeroplano unido al casco. Haldane era el último cadáver de la fila.
Era un espacio muy reducido que llevaba a una nave auxiliar, la cual se separaría de la nave nodriza en cuanto se soltaran los pernos. Al bajar al avión apenas iluminado, encontró el asiento marcado «K» y se ató las correas.
Oyó por encima de él el zumbido neumático de una portilla al cerrarse, y la escotilla sobre su cabeza quedó asegurada. A través de la envoltura metálica que le rodeaba distinguió una voz en el interfono de la nave nodriza que decía:
—Dispuestos a lanzar el ocho.
Entonces, muy remota, oyó por última vez una voz terrestre que decía:
—Lanzad el ocho.
Hubo un clic metálico al soltarse los pernos, un zumbido al abrirse la escotilla de salida, y un movimiento ligero hacia adelante cuando el avión fue lanzado por una corta rampa a la oscuridad, a mil kilómetros sobre Infierno. Entonces vino la ingravidez. Caían atravesando el frío y la oscuridad, saliendo del espacio sin aire merced a la atracción del planeta gigante que tenían a sus pies.
No había movimiento aparente. Haldane torció el cuello y miró al exterior por la ventanilla a su lado. Por primera vez vio el lugar de destino de los rechazados de la Tierra, el planeta helado, y se quedó atónito.
A la pálida luz del sol distante, parte del planeta era visible. Un lado estaba cubierto por las sombras de la noche pero, en el lado iluminado, vio la superficie cubierta de nieve; pero no era toda blanca. Había extensiones negras cubiertas de nubes, y comprendió que era el océano. Lo que le dejó sin aliento fue la vista de unas líneas sinuosas, que atravesaban las partes cubiertas de nieve no ocultas por las nubes.
No podía confundirse el contorno de aquellas líneas, a las que se unían otras. Mientras la nave se acercaba al planeta sus sospechas se convirtieron en certidumbre. Las líneas representaban un sistema fluvial tendido sobre la blanca superficie de un continente.
Los ríos de Infierno no estaban helados.
Hubo un choque suave cuando el avión entró en la atmósfera y se niveló bajo la dirección del piloto automático. Se advirtió calor perceptible en el interior. Sintió que el morro del avión chocaba con la masa de aire, lanzándose ligeramente hacia adelante, y poco a poco la sensación de la gravedad llenó de nuevo la cabina.
Ahora planeaban, bajando hacia la noche del planeta. No se veía el sol pero una luna enorme pendía inmóvil en el cielo.
De pronto, y entre las sombras de la noche de Infierno, el avión empezó a girar en círculos, dirigiéndose a un pequeño punto luminoso, mucho más abajo, que parpadeaba de modo intermitente entre las nubes. Poco a poco bajaron planeando en círculos decrecientes, introduciéndose en el espesor de las nubes para salir a una negrura total, sin luna.
El vehículo sacó el tren de aterrizaje e inclinó el morro. Sintió el golpe de las ruedas al dar contra la nieve y oyó el crujido metálico y agudo. El avión se inclinó a un lado, luego se enderezó y siguió adelante hacia el punto de luz. Finalmente se detuvo en seco.
Haldane IV había llegado a Infierno.
En cuanto cesó el zumbido de la maquinaria del avión se oyeron unos golpes en el fuselaje y una puerta se abrió a su lado, dando paso a una oleada de frío procedente de una noche tan oscura que la negrura pareció entrar en la cabina.
—¡Todos fuera, a paso ligero! — la orden venía de la oscuridad, y Haldane, el más próximo a la puerta, se soltó el cinturón de vuelo y salió por ella, bajando por la rampa a la nieve, tan sólida como piedra.
Junto a él había una figura gruesa y baja, apenas iluminada por la luz de la cabina del avión, y la voz que surgía de él parecía cargada de maldiciones reprimidas.
—¡Salid aprisa! En cuanto se cierre la puerta, el avión volverá a la nave.
Figuras confusas atravesaron la puerta con toda rapidez. Aparentemente satisfecho de la velocidad con que se movían los exiliados, el hombre se echó atrás esperando, y Haldane preguntó:
—¿Son siempre tan oscuras las noches?
Aunque pronunciada con toda amabilidad a fin de desarmarle, su pregunta tenía una doble intención. Por la respuesta del hombre podría saber si era un guardia de los convictos o bien otro exiliado cuya dureza fuera el tono habitual de los habitantes de Infierno.
—No. Esta noche las nubes cubren la luna, y hay un apagón general en el campo de aterrizaje.
Su voz era absurdamente amable, la voz de un profesor que habla a un niño retrasado.
Sin amilanarse, Haldane insistió:
—Y ¿por qué ese apagón general?
—No queremos que la nave de allá arriba sepa que tenemos luces. Pero sí las tenemos y en abundancia. Alguna noche, cuando ese bastardo esté dando vueltas por ahí, se va a encontrar con un proyectil metálico que venga en dirección opuesta.
No había duda acerca de la condición de este hombre. Era un exiliado.
Ahora dijo a las figuras reunidas en torno a él en la oscuridad:
Retiraos y dejad que vuestros ojos se habitúen a esta noche mientras cierro la puerta. Luego, seguidme. Si alguno se separa del grupo, que se encamine a ese punto de luz. Si os despistáis en este planeta, estáis perdidos.
Manteniendo los ojos en la figura de su guía, el grupo avanzó sobre la nieve.
Les costó diez minutos llegar al barracón del campo de aterrizaje.
El interior estaba cálido y bien iluminado, y la cafetera sobre el mostrador en una esquina llenaba de aroma la habitación. Había mesas y bancos de madera basta, más muebles de madera de lo que Haldane había visto en la vida.
El guía se quitó el chaquetón y dijo por encima del hombro:
—Hay tazas, leche y azúcar junto a la cafetera. Servíos. Los guías que han de llevaros a la ciudad estarán aquí dentro de quince minutos.
Se volvió y entró en un área separada de la sala principal por una barandilla de madera. En una esquina de ese recinto había un transmisor de radio, y Haldane, sin parar mientes en el café, observó que se sentaba ante el aparato y hablaba por el micrófono:
—Joe, aquí Charlie. Ha llegado el grupo del Páramo de Marston. Tres parejas, y dos que van solos.
—Ya hay cinco en camino.
—¿Están dadas las luces?
—Tres minutos más.
—Hasta luego, Joe.
Cuando Charlie hubo cortado, Haldane le preguntó:
—¿Cuál es la presión y contenido de oxígeno de esta atmósfera?
—Veinte por pulgada cuadrada al nivel del mar, y veintiocho por ciento.
—¿De dónde viene el café?
—¡Pues de los granos de café, por el amor de Dios! ¡Marchando, con dos terrones de azúcar y un poquito de leche!
Se volvió al oír la voz y vio a Helix que se dirigía hacia él con un cubilete de café en la mano, y moviéndose con la gracia serena de antaño y la actitud de una camarera en una sala de té. Primero se sintió algo sorprendido al verla, más aún al comprobar su figura esbelta, y al fin atónito ante la sonrisa que brillaba con el placer y la autosatisfacción de la mujer que ha logrado mantener oculta una sorpresa a su compañero. No había nada culpable en aquella sonrisa.
Aceptó el café y se lo tomó. Estaba delicioso, aromático, suave y, al mismo tiempo, cargado. Probó otro sorbo y el gusto no era ilusorio.
—Tenía la idea de que tal vez tropezara contigo aquí. Flaxon se figuró que eras buen material para este planeta.
—¿Quién es Flaxon?
—Un hombre que ahora friega suelos en el tribunal de San Francisco. Pero tú deberías estar... — acabó la frase con un movimiento de la mano.
—Tan hinchada como un globo — acabó Helix por él —. A petición mía, el doctor suspendió mi animación vital tres días después de que fuera arrestada. Estaba segura de que el Estado te enviaría aquí.
Algo andaba mal, se dijo Haldane, con sus cálculos sobre la situación; tanto que decidió practicar la discreción. Algo le decía que las instalaciones de recreo en este planeta tal vez no fueran demasiado buenas, y no quería poner en peligro cualquier fuente en potencia.
—¿Cómo estabas tan segura de que vendría?
—Porque he leído libros de historia. Un decreto papal emitido en 1858, el famoso decreto de «culpable por asociación», exiliaba a todos los que participaran en un delito de desviacionismo o como codesviacionistas.
—Supongamos que no hubieran descubierto que yo era un desviacionista y que simplemente me hubieran E.O.E.
—Yo sabía que lo averiguarían — dijo ella —. Reconocí tu síndrome de Fairweather el primer día en que nos conocimos. De todos modos, hice que el doctor me reviviera el día en que fueras sentenciado. No podía perderme el espectáculo.
» Pero no iba a esperar ocho años sólo para tener una oportunidad en un diagrama genético. Emprendí la acción directa.
—De modo que eso explica tu intervalo de seguridad. Pero ¿qué te hace pensar que me uniré a una chica que ya no es virgen?
—Ya lo has hecho, y por decreto papal.
—El papa no es infalible en Infierno, y no puedes reclamar en un planeta sin ley.
Ella agitó la cabeza tristemente.
—La lógica nunca fue tu punto fuerte, compañero. Comprobé las estadísticas antes de tomar la decisión, y los varones están en relación de cinco a tres con respecto a las hembras en Infierno. Antes de hablar contigo ya estuve conquistando a ese de cabellos grises que mira por la ventana. Parece muy necesitado de la simpatía de una mujer.
Se tomó el café y miró a las otras dos mujeres. Una era se estaba poniendo demasiado gorda; la otra era flaca. Y las dos mayores de veintiocho años.
Algún día entendería del todo a Helix, tal vez el día en que descubriera la fórmula para la cuadratura del círculo. Lo único estúpido por parte de ella había sido reírse de Haldane porque la quisiera. ¿Quién había seguido a quién a Infierno?
—Te aceptaré — dijo —, y ahora llévate esta estúpida taza para que pueda vencer mis escrúpulos de besar a una mujer en la boca.
La besó en los labios pero empezando desde el cuello entre una riada creciente de risitas y gozo, y en una demostración pública algo improcedente que despertó consternación en los hombres de rostro agotado, y sonrisas posesivas y ansiosas en las exiliadas.
—De modo que eres mía — susurró Haldane —. ¿Qué te parece estar unida a un hombre que jamás leyó la letra pequeña de ningún libro de poesía?
Esta vez la risa de Helix no obedecía a razones amorosas.
—Te engañé al burlarme de Milton. Sabía que, con tu síndrome, te enfrascarías tanto en él que ya nunca volverías a Fairweather... Psicología para el niño negativo... Pero me sentí orgullosa de ti, Haldane, y las muchachas de mi grupo te aplaudieron al ver que no te desmoronabas... Cuando te levantaste para defender a mi... poeta menos favorito y a mí misma, después de lo que yo te había dicho, me sentí abrumada y lloré.
Lágrimas de orgullo y alivio empezaban a formarse en sus ojos y, para evitar que la demostración todavía fuera más impropia, dijo él:
—Me pregunto si las costumbres y educación de este planeta permitirán que nos presentemos a los demás exiliados.
—Probemos — sugirió ella.
—¿No harás ninguna actuación para ese hombre de cabellos grises, o ese joven guapo y moreno?
—Tú eres el único criminal con el que me uniré — dijo ella.
Habían dado al grupo que les observaba la suficiente distracción para que todos se sintieran relajados, a excepción del viejo, que aún seguía de pie, resguardándose los ojos del brillo inferior y mirando por la ventana.
Todos se alegraron de su acercamiento. Parecían patéticamente ansiosos de presentarse también y explicar los crímenes que les habían llevado a Infierno.
Harlon V y su compañera Marta eran sociólogos a los que se hallara culpables de alterar los archivos de los trabajadores para las audiencias de liquidación. Harlon calculaba que él y Marta habían salvado casi cincuenta proletarios de la cámara de cianuro.
Hugo II era un músico de Berlín cuyo pelo, largo y abundante, formaba una aureola en torno a la cabeza. Con fuerte acento alemán explicó en tono brusco que había intentado formar un grupo a fin de impedir que se interpretara música compuesta por máquinas en los festivales del Estado. Uno de los que quiso unir al grupo, músico de su propia orquesta, había sido miembro de la policía secreta.
Su esposa Eva se mostró mucho más locuaz:
—Vinieron por nosotros a medianoche, y ya estaban enterados de todo lo referente a Hugo. A los tres días fue juzgado y condenado. A los cinco días ya estábamos en camino hacia aquí. Nuestra polizei alemana, ¡ah, son diablos muy eficientes! Pero mi Hugo es eficiente también. Lleva todas las obras de Bach, en microfilm, bajo el bisoñé. Así que nos hemos venido los tres, Hugo, Bach y yo, a Infierno. ¿No es un nombre delicioso para un planeta helado?
Hyman V era un contable cuyos antepasados fueran fariseos antes de la hegemonía de Judea. Le habían detenido leyendo la Tora y vistiendo una yarmulka. Haldane opinaba que esa prenda era tan absurda como dejar embarazada a una mujer.
De pronto la mente retroactiva de Haldane funcionó, y recordó las palabras de Helix: «Reconocí el síndrome de Fairweather el primer día que nos conocimos».
¡De modo que había captado un esquema de conducta que pasaron por alto un abogado y tres investigadores entrenados! ¿Cómo? Y ¿cómo sabía siquiera que existía el síndrome de Fairweather?
Necesitaba más explicaciones de Helix.
Hall II, el hombre que estaba junto a la ventana, fue el último en presentarse, hablando con una sinceridad que satisfizo a Haldane.
—Yo era profesor, naturalista, y al Estado no le gustaron mis métodos... pero eso ya queda atrás. Escuchen, he estado mirando por la ventana y estoy seguro de que se ven árboles. Los árboles significan clorofila, y la clorofila significa luz del sol. Ese sol que vemos podría dar suficiente energía para cultivar dientes de león.
—Cierto — dijo Haldane —. Y los ríos no están helados.
—La luz no proviene del sol — Hall se volvió a Haldane —, a menos que... — y frunció las cejas.
—¡A menos que el planeta gire en una elipse! — exclamó Haldane.
—Exactamente, hijo. Perihelio, verano. Afelio, invierno.
De pronto un aire de desconcierto cubrió los rasgos de Hall.
—Pero ¿por qué no ha comprendido la Tierra lo que está sucediendo?
—A lo mejor alguien allá abajo nos aprecia — dijo Haldane —. A no ser que los astronautas tengan un acuerdo con Infierno... Pero no. Ese chico, Charlie... ¡sí! Tal vez el capitán tenga miedo de informar...
—¡Oh, no! — objetó Hall —. Los astronautas son valientes. No conocen el temor... Es más probable que los planes de vuelo... sí, eso sería posible...
—Claro que es posible. Nunca se desvían. Pero los planes no se fijaron en Infierno...
Toda esta serie de razonamientos fue interrumpida por Charlie, que entró y distribuyó las tarjetas diciendo:
—Llenadlas.
De modo que iban a ser clasificados y asignados incluso en Infierno. Empezaba a sentirse molesto cuando miró la tarjeta. Todo lo que requería era su nombre, profesión y la razón de su exilio. La llenó escribiendo simplemente: «Síndrome de Fairweather».
Cuando terminaba oyó un ruido procedente del exterior que parecía acercarse. Se volvió a Helix.
—Suenan como las campanillas de los trineos.
El guía recogió las tarjetas, las colocó en un mantoncito en el borde de la mesa y salió a encender los focos. A través de la puerta abierta Haldane distinguió una fila de trineos que avanzaban por un camino de cemento arrastrados por caballos semejantes a los de la raza Clydesdale, de pelo largo. Entonces el guía cerró la puerta.
Cuando ésta se abrió de nuevo entraron cinco hombres con chaquetones y botas de piel. Se adelantaron a recoger las tarjetas de la mesa, echándose atrás el capuchón. Uno de ellos se volvió y dijo:
—¡Haldane y Helix!
—Aquí — respondió Haldane.
El otro se acercó. Tendría sesenta años, el pelo gris acerado y unos rasgos delgados y firmes. Había amistad e inteligencia en sus ojos, y tendió la mano a Haldane en un gesto cordial.
—Soy Francis Hargood. Estoy encargado de llevarte a la ciudad, buscarte alojamiento e iniciar tu programa de orientación. Supongo que ésta es tu esposa Helix.
Haldane no había oído jamás el término «esposa», pero Helix dijo:
—Lo soy, aunque él todavía no se ha ajustado a la idea.
El apretón de manos de Hargood era amistoso.
—Entonces, abandónale. Sería criminal que te limitases a un público de uno... Haldane, acepta tu matrimonio. Un matrimonio feliz te da una buena base para las operaciones, y nada atrae tanto a la hembra como un anillo de boda. Actúa en ella como un desafío. Subid al primer trineo, junto a la puerta.
Se echó a un lado mientras Haldane seguía a Helix al exterior. Fuera ya, le dijo:
—Por cuanto yo sé, y es muy poco, tú eres el primer matemático que hemos recibido con el síndrome de Fairweather. Bienvenido a Infierno.
Haldane ayudó a Helix a subir al trineo mientras Hargood daba la vuelta y la envolvía solícito en una manta de viaje. Luego se puso a su lado y dio una palmada en el lomo del caballo.
—¿Son importados los caballos? — preguntó Haldane.
—No. Nacidos aquí. La flora y la fauna de Infierno son muy semejantes a las de las zonas templadas de la Tierra.
Agitando la cabeza y lanzando vapor por los ollares, el caballo inició la marcha, los patines del trineo haciendo crujir la nieve y con el sonido de las campanillas, dirigiéndose a una avenida de luces, allá en la distancia, que no estaba iluminada cuando aterrizó el avión.
Las luces bordeaban una amplia pista que atravesaba lo que parecía ser un bosque de pinos. Cuando entraron en la avenida, el caballo inició el trote. Con el aire fresco cortándole las mejillas, y la mano de Helix en la suya, bajo la manta, Haldane experimentó un gozo inicial que casi vencía sus temores.
Cierto, el hombre del campo de aviación se había mostrado reservado, y el trineo arrastrado por el caballo era un modo primitivo de viajar, pero Hargood era amistoso y debía haber cierto tipo de tecnología en el planeta, ya que había electricidad y radio.
Y había habido otro detalle por parte de Hargood que no le había pasado desapercibido a Haldane.
Allá en la barraca, cuando aquél había terminado de leer la tarjeta que Haldane llenara, la había roto con indiferencia, lanzando los trozos a la papelera.
—Voy a llevaros a la ciudad y a dejaros en el hostal con los demás — explicó Hargood —; pero, después que hayáis comprado ropas y os hayáis aclimatado algo, tendréis otro alojamiento hasta que se os construya la casa.
» A propósito — añadió —, tenéis mucha suerte los dos. Se ha requerido vuestra presencia en casa de un catedrático de universidad que vive en el campus de la misma. La mayoría de los que llegan son asignados por sorteo.
—Y ¿cómo supo él que llegábamos? — preguntó Haldane.
—No os conocía por el nombre. Simplemente solicitó el matemático teórico más joven del envío H. Es un caballero anciano muy distinguido, pero muy activo. Creo que tiene unos cien hijos, así que no le dejes solo demasiado tiempo con Helix.
Hargood se frotó la barbilla.
—Lo que me desconcierta es que pudiera calcular que íbamos a recibir un matemático teórico en el envío H, o en el A, o en el B, si vamos a ver... Tú eres el primer matemático teórico que he visto en la vida.
13
—Nuestra ciudad se llama Páramos de Marston, en la boca Río Redstone; población: cuarenta y cinco mil; la industria mas importante: la universidad. Como el centro de población es una ciudad de minas de cobre, a trescientos kilómetros río arriba, comprenderéis que no hemos hecho una gran mella en el planeta. Pero seguimos la vieja máxima de «creced y multiplicaos». Como tenemos inviernos largos hay televisión, el crecimiento de la población va de maravilla.
» Esta es una ciudad interesante, sobre todo por las gentes de la universidad. Hay tipos estupendos allí. El Director de Económicas, que por otra parte es un hombre muy lógico, predica que algún día Tierra e Infierno se reunirán en la sins final de la tesis y la antítesis.
» Tenemos varias playas hermosas por aquí y profetizo ahora que cuando andes por ellas en traje de baño vas a armar un escándalo.
—¿También los nativos llaman a este planeta Infierno? — preguntó Haldane.
—Sí, por deferencia a Fairweather I. De todas formas Hell (infierno) significa luz en alemán.
—¿Mostráis deferencia hacia el hombre que exilió aquí a su hijo?
—Nuestro Fairweather II fue un loco en su juventud, así que le envió aquí para salvar su piel. Luego inventó al papa para que su hijo disfrutara de compañeros excepcionales con los que jugar al bridge... ¿Tú nadas, Helix?
—Es uno de mis deportes favoritos.
—Disfrutarás de los Páramos de Marston, y la ciudad disfrutará contigo. La mayoría de las mujeres nacidas en Infierno son muy bajas, y con mucho trasero. En cierto modo tienden a parecerse a las avispas. No es que no sean atractivas; simplemente poseen diversos grados de atracción, y tú figurarás en el dos por ciento superior.
—¿Pretendes decir que el papa es un truco de los departamentos ejecutivos?
—Sí... tenemos algunas tiendas para señoras formidables en los Páramos de Marston. Aquí se visten de modo provocativo.
—Estoy segura de que me encantarán las telas finas y brillantes. Apenas puedo...
—¡Pero yo maldije al papa!
—Todos lo hicimos — Hargood se volvió a Helix —. El hecho de que los dos fuerais emparejados por el papa no significa necesariamente que estéis mutuamente restringidos.
—El planeta se mueve en una elipse en tomo al sol, ¿no? — interrumpió Haldane.
—Sí de modo que tenemos cuatro meses de invierno, tres de primavera y otoño, y dos de verano cada medio año... Nuestros veranos jamás se hacen tediosos, y nuestros inviernos pueden ser muy interesantes.
—¿Cuál es tu especialidad? — preguntó Haldane. Hargood se echó a reír.
—Llamar especialista a un hombre en este planeta es casi tan grave como llamarle hijo de puta.
—¿Qué significa eso?
Helix se echó a reír.
—Una expresión antigua. Significa que tu madre fue una perra.
Haldane meditó sobre esa expresión. Era mordaz, y comprendía que iniciaría una reacción desfavorable en un hombre que hubiese cultivado un afecto indebido por su madre.
—En realidad — continuó Hargood —, yo era ginecólogo en la Tierra...
—Creí que tenías algo más que un interés pasajero en tales asuntos — interrumpió Haldane.
—Pero aquí lo he dejado. Toco el violoncelo en la orquesta de la ciudad de la cámara de consejeros, y enseño en la universidad.
» Pocos hombres son especialistas en este planeta. Tengo ocho hijos de mi esposa, y siete de las esposas de otros hombres, así soy especialista como padre. Algo extraño, según las normas de la Tierra... — hizo una pausa reflexiva —, pero aquí los inviernos son muy largos.
—Y ¿qué opina de esto tu esposa? — preguntó Helix.
—Ella tiene doce hijos.
—Por qué no han informado a la Tierra los astronautas que este no es un planeta de hielo?
—Cuando se hicieron los cálculos rutinarios durante las pruebas, la tripulación exploradora aterrizó en pleno invierno, y se figuró que el planeta sólo tenía una habitabilidad mínima. Fairweather comprobó los cálculos, descubrió el error y fijó los planes de salida de las naves-prisión para que siempre llegaran en invierno.
Pasaron ante la primera casa, una estructura de dos pisos visible a la luz de las lámparas de la calle. Estaba hecha de leños, con el techo pintado cubierto de nieve, y el brillo de luz en las ventanas, le pareció muy alegre a Haldane.
Después de que el caballo cruzara un puente de madera sobre un amplio barranco, vieron más casas, y el olor del humo de madera en el aire era reconfortante.
Helix le apretó la mano.
—Podría ser la Inglaterra del siglo XVIII.
Pasaron ante una iglesia de piedra. Las lámparas que brillaban en el vestíbulo iluminaban, un letrero sobre la puerta que decía: «Dios es amor».
Haldane llamó la atención de Hargood hacia el letrero.
—Así que adoráis a un Dios de amor, no de justicia.
—Por supuesto — respondió Hargood —. Aunque tal vez utilicemos una definición más amplia de la palabra... A propósito, unidos por el papa, debió haber una razón. Si necesitan un ginecólogo...
—Hablaremos de eso más tarde — interrumpió Haldane.
Tu embarazo no parece muy avanzado.
—Estuve voluntariamente en animación suspendida esperando que fuera embarcado mi amante — miró a Haldane —. Y te diré, jovencito, que tienes que darme muchas explicaciones.
—¿Sobre qué? — preguntó, genuinamente desconcertado, pensando que también ella tendría que aclararle ciertos detalles inexplicables.
—Éste no es el momento ni el lugar. Pero el lugar está cerca, y el momento también.
Qué viento guiaba a esta chica, jamás lo sabría. En la Tierra ya se había sentido preocupado en una ocasión por el temor de que nunca pudiera captar su infinita variedad, y ahora volvía a él la antigua impresión de inseguridad. Pero de una cosa sí estaba absolutamente seguro, y con una intuición creciente: si la misión de comprenderla estaba por encima de él, al buen Doctor Hargood le encantaría muchísimo tener la oportunidad de probar.
Hargood miraba a Helix con ojos en exceso admirativos para ser lascivos, dándole algunos consejos médicos con aire paternal.
—Por supuesto, en esta etapa del embarazo nada estropeará tus actividades. Puedes tener una luna de miel con toda tranquilidad.
—¿Qué es una luna de miel? — preguntó Haldane.
—El período en el que llegan a conocerse los recién casados. Es una vieja costumbre de la Tierra, que hemos revivido en Infierno.
—Yo creía que ya habíamos tenido nuestra luna de miel — dijo Helix —, pero he descubierto que no... ¡Mira, las tiendas aún están abiertas!
—Ahora entramos en el centro de la ciudad. Os pido disculpas por carecer de rascacielos, pero no los necesitamos.
Pocos edificios tenían más de tres pisos. Las viviendas estaban apiñadas, las ventanas alegremente iluminadas en la planta baja, y había bastantes peatones muy abrigados por la calle, al parecer de compras. Los ojos de Haldane registraban el panorama de luces y adornos y la abundancia de mercancías en los escaparates, pero se deleitaba con la serenidad de la gente que circulaba por las aceras. Aquí no se caminaba con la prisa y el propósito decidido que uno encontraba en las calles de San Francisco.
Hargood tiró de las riendas del caballo ante una callecita estrecha que iba a morir en un gran patio abierto ante un edificio de dos pisos que Haldane, al ver todas las ventanas iluminadas, dedujo sería el hostal. Ahora el edificio y el patio al final de la calle se destacaron de pronto al abrirse las nubes y dejar pasar la luz de la luna, y el brillo de la nieve dio una cualidad medieval a la escena.
—Parece que está aclarando — dijo Hargood, dirigiendo el trineo en amplio arco para detenerlo ante la puerta del hostal.
Un muchacho de unos catorce años salió corriendo del interior para coger las riendas que Hargood le lanzaba.
—Hola, doctor — dijo el muchacho.
—Hola, Tommy. Si tienes tiempo, ¿quieres cepillar al caballo? Te lo agradecería mucho.
—Doctor, ya cepillé a ese condenado bruto hasta los huesos esta mañana.
—De acuerdo, Tommy — dijo Hargood pacientemente —. No cepilles al caballo.
Cuando el chiquillo se llevaba al animal por el patio hasta el establo, y ellos caminaban hacia la puerta del hostal, Haldane preguntó:
—¿Es costumbre que un mozo de cuadra se niegue a hacer lo que le pide un profesional?
—El nombre de este mozo de cuadra es Tommy Fairweather, y aquí no hay profesionales, como clase.
—Supongo que su abuelo se revolvería en la tumba si supiera que un Fairweather estaba trabajando en un establo.
—Si lo hiciera sorprendería a muchas personas en la universidad, ya que allí no saben que está muerto... Ahora, un último ritual, amigos. ¡Dad la vuelta!
Habían llegado al vestíbulo del hotel, que estaba vacío, y la orden de Hargood aún era una orden. Haldane se detuvo y giró en redondo.
Sintió que la mano de Hargood desgarraba la inicial de su chaquetón, la inicial de clasificación que ya había olvidado. Hargood dijo:
—Así acaba tu última clasificación de la Tierra. No hay números dinásticos en Infierno. Utilizamos los nombres propios, al viejo estilo. Helix es ahora Helix Haldane. Tú necesitarás ahora un nombre propio.
—Don Juan — sugirió Helix.
Haldane no pensaba en nombres. Se volvió.
—¿Pretendes decirme que Fairweather II vive todavía?
—Por supuesto. Sólo tiene ciento ochenta años.
—¿Cuánto tiempo se vive en este planeta?
—Tanto como quieras. Hay métodos para retrasar la destrucción de las células. Se conocen en la Tierra, pero allí no están permitidos. Aquí la prolongación de la vida es casi obligatoria.
Hargood ayudaba a Helix a quitarse el chaquetón. Haldane se quitó el suyo y se lo entregó al doctor, que lo llevó a un cuartito tras la mesa de recepción, ahora vacía.
—Son casi las catorce horas, de modo que Hilda, la camarera estará cuidándose sin duda de las habitaciones.
Mirando por una puerta abierta Haldane vio un gran comedor; en el otro extremo unos troncos ardían en la chimenea. Se volvió a Helix.
—¿Oíste eso? Fairweather todavía vive.
—Oh, no. Está muerto... ¿No es un fuego precioso?
Parecía hipnotizada por las llamas distantes, perdida en hermosos sueños.
—¡Hargood dice que vive!
—No, ese es Fairweather Il.
—¡A él me refería, Helix! El culpable de que me enviaran aquí.
Helix salió de aquella especie de trance.
—Por supuesto, querido. Pero nosotros buscábamos a Fairweather I. Yo creí que hablabas de Fairweather I.
Hargood volvió y les hizo pasar al comedor. A la derecha de la entrada había un bar, y a la izquierda una escalera que llevaba a una galería corrida a todo lo largo de la habitación. La gran sala estaba en sombras, apenas iluminada por lámparas individuales sobre las mesas, y en el otro extremo había un área despejada, con suelo de madera, junto a la chimenea, y un segundo bar que ahora no se utilizaba.
Hargood les dirigió al bar.
—Hilda — dijo —, quiero que conozcas a Don y Helix Haldane, recién llegados. Dales la suite nupcial.
—Bienvenidos a Infierno — dijo la mujer — volviéndose a un tablero que había tras ella y cogiendo una llave.
Era alta y delgada, con mejillas cadavéricas. Sus caderas apenas eran más anchas que la cintura y la expresión de sus ojos al mirar a Haldane era de un hambre caníbal. Aunque los senos le caían como un par de papadas, y las dos trenzas de su pelo estaban manchadas de gris, aquellos ojos hambrientos despertaron un erotismo extraño en Haldane. Comprendió que, de no haber estado allí Helix, se habría quedado en el bar.
Hilda le echó la llave con un movimiento indiferente, pero sin insolencia.
—Habitación 204, justo al final de la escalera — se volvió a Hargood —. Un auténtico hombre el que ha traído esta vez, doctor. Y joven también.
Luego se volvió a Helix.
—La mayoría de los exiliados que recibimos aquí tienen cuarenta años por lo menos. Tu hombre parece muy activo. No es tan alto como el nativo de Infierno, por término medio; pero bastante alto para ser terrestre. Y esos brazos parecen fuertes. Si te cansas de él esta noche, pásamelo
» Lo divertido — y su voz bajó una octava al inclinarse hacia Helix en el típico cotilleo femenino — es que consigo mucho más de los hombres pequeños y tímidos. Una nunca puede adivinarlo sólo con una mirada.
Dirigiéndose de nuevo a los tres, dijo:
—¿Qué vais a tomar, amigos? Invita la casa.
—Cerveza para todos — dijo Hargood —. Y no la juzguéis generosa. Para los exiliados, siempre invita la casa.
—¿Por qué me dejas mal? Deseaba que creyeran que era una filántropo.
—Pedí cerveza — explicó Hargood — porque quería que la probaseis. Todo parece mejor aquí.
Hargood inició una disertación sobre los sabores de los productos del planeta atribuyéndolos a la calidad del suelo. Como se dirigía casi exclusivamente a Helix, los ojos de Haldane registraron el bar.
Junto a ellos se sentaba un hombre esbelto, de ojos oscuros, que tomaba casi con éxtasis una bebida mientras lanzaba unas miradas corteses a Helix a través del espejo del bar. Había un gigante con botas y gorra de marinero. Tenía la boca abierta, y la barba roja se le erizaba con una electricidad estática que Haldane atribuyó al deseo. Supuso esto tras echar una mirada a los ojos del hombre, los ojos más expresivos que había visto jamás. Al mismo tiempo que desnudaban a Helix parecían inventar treinta y seis variaciones distintas — Haldane las contó — sobre un mismo tema.
Se volvió bruscamente a Hargood.
—Vamos a una mesa.
—Espera un minuto — este se inclinó sobre el bar y llamó amable mirón —: Halapoff, ¿qué te parece si me arreglas una cena para ocho?
—Por supuesto, doctor — respondió el hombre moreno — ¿Cuándo llegarán aquí?
—Inmediatamente.
Tomaron sus vasos y cruzaron el comedor hacia una mesa. Había más de una docena de parejas en el comedor y, aunque los hombres iban acompañados de mujeres, se oyeron silbidos discretos de aprobación cuando Helix cruzó la sala.
Haldane sintió un ramalazo de cólera dirigido contra Helix. Ella era consciente de lo que indicaba el sonido, y su paso cadencioso, con el agitar de caderas, se redujo a un pasito discreto y su rostro enrojeció. Pero aún se pavoneaba.
¡Su propia novia, hermosa y embarazada, disfrutaba de que silbaran a su paso!
La cólera que iba creciendo en Haldane se cortó en seco.
Cuando pasaban junto a una mesa observó a una mujer de cabellos rojos cuyos pómulos elevados y cuya prestancia daban un toque de realeza a su belleza innegable, incrementada por una generosa exhibición de sus senos en el escote, muy bajo. Su belleza física era cautivadora, el seno un producto de la naturaleza, pero la atracción que surgía de ella emitía un campo de fuerza tan poderoso que Haldane, sin querer, avanzó en su dirección.
La mujer, que hablaba en tono indiferente con su compañero de mesa, alzó la vista, vio la mirada de Haldane, le lanzó una sonrisa radiante y apreciativa y silbó también.
Helix captó la situación y miró a la mujer con tal rabia que destruyó su campo de fuerza y restauró el equilibrio de Haldane. Se adelantó, le cogió del brazo y lo arrastró hacia la mesa.
—¡Cómo te gustó eso! — susurró.
—También tú te estabas divirtiendo.
Hargood había elegido una mesa cerca de la chimenea.
Haldane preguntó para qué se utilizaba el espacio abierto con el suelo pulido.
—Sobre todo para el baile. Por desgracia no siempre. Hemos revivido el baile social como recreo, ya que resulta estimulante.
Haldane explotó:
—¿Es que estas gentes necesitan un estímulo?
Hargood se echó a reír.
—A un terrestre no se lo parecería, claro. Pero Infierno es, literalmente, el infierno para algunos ciudadanos de la Tierra; sin embargo, pocas mujeres son desgraciadas aquí. Todas son amadas y apreciadas; especialmente apreciadas. No hay una sola mujer que carezca de atractivos. Algunas, sencillamente, poseen un poco más.
Miró a Helix.
Haldane se tomó meditabundo la cerveza. No era un puritano, pero desde luego no le gustaba la idea de andar disparando tiros por su esposa en cuanto ella entrara en una tienda. Se proponía avanzar rápidamente en este planeta y no quería malgastar energías como guardaespaldas de su mujer, o de sí mismo.
—¿Qué tipo de tecnología tenéis en este planeta?
—El suficiente para nuestras necesidades, y disponemos de grandes recursos naturales.
—¿Podéis construir una nave espacial?
—Eso queda fuera de mi terreno. Sin embargo estoy seguro de que se podría hacer. Ten en cuenta que traemos aquí a las mejores mentes de la Tierra. ¿Por qué lo preguntas?
—Tengo una idea para una nave espacial que puede sobrepasar la simultaneidad... ir más de prisa que ahora. ¿Tienes un lápiz?
—¿Acaso planeas volver a la Tierra? — preguntó a su vez Helix.
—No a la que dejamos.
Cogió el lápiz que Hargood le ofrecía y empezó a dibujar un croquis en el mantel.
—Éste es un sistema de propulsión láser. La luz emitida desde esta fuente, aquí, sale hacia delante para converger, aquí, permitiendo que la corriente de luz se incremente aquí. Como podéis ver, se sobrepasa fácilmente la velocidad de la luz, tal y como nosotros la conocemos, pero el principio de convergencia, como probablemente sabéis, queda limitado por la longitud al orificio de los láser.
—Don, yo soy ginecólogo.
—Ahora bien, este símbolo representa la simultaneidad, una función perfecta de las líneas convergentes. En la práctica, esa función nunca se alcanza. Por ejemplo, en tiempo real nos costó seis meses hacer los cuatro millones de años luz hasta Cygnus, lo cual resulta a unos 0.987643, si consideramos la S como 1.
—¡Pero yo soy ginecólogo!
—Se me ocurrió esta idea de una serie de espejos curvos dispuestos así, en círculo, que reforzarían el rayo original del láser emitiendo pulsaciones, que reforzarían a su vez la velocidad reforzada. Una reacción en cadena... ¿me sigues?
—No.
—Bien, yo creo que la idea es válida, y ciertas observaciones que se hicieron en mi juicio me confirman en mi opinión.
—Don, ya me he perdido. Las matemáticas no están a mi alcance.
—Perdona, doctor, debo recordar que tus intereses van en otra dirección... Pero sí puedes decirme esto: ¿qué forma de gobierno tenéis aquí?
—Le llamamos «democracia», una palabra griega, y es como griego para mí. No tengo una mente muy abstracta. Entiendo y aprecio aquello que puedo tocar. Pero elegimos un presidente cada seis años, y él nombra consejeros.
—Y ¿qué es lo que consigue que un hombre salga elegido?
—Wong Lee lo consiguió prometiendo reducir las fuerzas de policía. Se estaba arrestando a demasiada gente por turbar la paz... Helix, cuando hagas planes para tu casa en este planeta, has de tener en cuenta la construcción de dormitorios extra.
Haldane seguía pensando por su cuenta mientras Hargood y Helix hablaban.
Si las promesas eran la clave para el poder político en este planeta, él habría de descubrir lo que atraía a este pueblo. Pensó en montar casas de recreo, e instalar en ellas trabajadoras profesionales, pero inmediatamente rechazó la idea. Un entretenimiento tan estéril no apetecería a una población que deseaba fertilizar y ser fertilizada.
—Pero, doctor — decía Helix —, mi problema más apremiante son las ropas. No he traído nada.
—Visitaremos las tiendas de señoras mañana.
—Necesitaré ropa interior y pijama para esta noche.
—¿En tu noche de bodas?
También podría ofrecer premios estatales por la concepción de hijos, seguía pensando Haldane. Era una idea, pero el problema sería poder demostrar quién era el padre.
Otros exiliados habían llegado con sus guías, habían sido invitados en el bar y ahora iban a sus mesas. El temor había desaparecido de sus rostros. De camino a la mesa, Harlon V y Marta se detuvieron junto a ellos para intercambiar las primeras impresiones.
Marta había recibido un tratamiento semejante — si bien no tan entusiasta — al de Helix a su paso por el comedor, y el aire de refinamiento distinguido había sido reemplazado por la vivacidad y el placer. El aire de digno refinamiento de Harlon había sido reemplazado a su vez por uno de dolida dignidad. Tal vez Harlon, se dijo Haldane, no pudiera resistir la comparación.
Halapoff, una vez se puso a preparar la cena, fue bastante rápido. Sin duda algún ucraniano en su árbol genealógico le dirigió en la preparación del shishkebab, y se esponjó de satisfacción cuando Helix le felicitó.
—Pues aún es mejor como acordeonista — dijo Hargood, cuando sus observaciones fueron interrumpidas por un estruendo.
Empezando en un rumor bajo y alzándose hasta el puro chillido bajaba en una serie de alaridos prolongados. Haldane se volvió y vio al gigante de barba roja que antes estuviera en el bar y que ahora había saltado al centro de la pista de baile, la cabeza alzada hacia el techo, sus puños hercúleos golpeando brutalmente el barril que era su pecho.
—Mi nombre es Whitewater Jones. Soy medio caballo y medio lagarto. Puedo caminar descalzo sobre una valla de alambre espinoso y sacar chispas con los pies. Soy un nativo de Infierno de tercera generación, y el día en que nací le saqué los ojos a un lince y le arranqué la cola. Soy tan rápido como el rayo, y tan fuerte como un oso. He zurrado a todos los hombres y disfrutado de todas las mujeres desde los Páramos de Marston hasta el Punto de Portazgo. Y no disparo nada más que balas vivas.
Tratando de hacerse oír a pesar del estruendo de la pista,
Haldane preguntó a Hargood:
—¿Qué es lo que le ocurre?
—¡Ah! — contestó éste —. Como nación de individualidades, nuestras gentes son muy extremadas. Este tipo es un fanfarrón, y precisamente ahora está haciendo su ritual de la fertilidad.
» Conduce el barco por el río entre aquí y Punto de Portazgo, sólo viene a la ciudad unos tres días al mes. Este es su modo de una soltar vapor, metiéndose en una pelea y buscándose una Mujer.
—¿No tenéis policía?
—Sólo tenemos nueve en toda la ciudad. Si intentaran encerrarle saldrían muy malparados, y habrían de dejarle libre a los dos días porque él es el único piloto del río.
Era difícil hablar con aquel escándalo, y todo lo que decía el hombre resultaba interesante. Haldane le oyó presumir de que podía llegar a su barco con un banco de arena sobre la espalda. Hargood le dio un golpecito en el hombro:
—Don, disfrutarás de dos semanas con todos los gastos pagados como regalo de luna de miel del papa... y, a propósito, es tradicional que el novio cruce el umbral con la novia en brazos.
Haldane intentaba escucharle, pero Whitewater Jones exigía su atención.
—Halapoff, saca el acordeón y tócanos una canción antes de que te dé un puñetazo que te salte las pecas. Ninguno de esos hijos de la Tierra sabe bailar, y Whitewater Jones va a darles una lección. ¡Vamos!
Halapoff cruzó el comedor de un salto hasta el bar, donde tenía el acordeón. Fue la demostración más asombrosa por amenaza que Haldane había visto jamás. Halapoff estaba realmente asustado.
Hargood no hizo intentos por detener al hombre cuando éste paseó vacilante y en círculo ante todas las mesas, mirando lascivamente a las mujeres y, especialmente, a las mujeres de la Tierra.
—Whitewater Jones quiere bailar, y cuando Whitewater baila, lo hace acariciando a su pareja. A la mujer que aún no ha sido acariciada por Whitewater Jones le espera la impresión más emocionante de su vida.
Su avance lujurioso y vacilante resultaba extraño contra el fondo de música ucraniana en la que los dedos temblorosos de Halapoff desafinaban sin querer.
Se acercó a la mesa de Hargood, vio a Helix y rugió:
—Doctor, ¿es que te guardas a esta preciosa potranca? ¡Déjala salir de la cuadra!
—Has estado bebiendo demasiado — le reprochó Hargood.
—¿Insinúas que no sé aguantar la bebida? Puedo levantar un barril de aguardiente y dejarlo seco sin tirar ni una gota. Comerme un médico para calmar el estómago, y limpiarme los dientes con el brazo de un terrestre.
Se detuvo y pasó un brazo enorme sobre los hombros de Helix. Su rugido bajó a un susurro cautivador cuando dijo:
—Señora, sé que vosotras, las mujeres de la Tierra, no sabéis bailar, pero el vals es fácil. Te agradecería que me permitieras darte la primera lección...
Haldane se levantó en silencio tras el marinero borracho de amor, y salió a la pista de baile mientras oía decir a Jones:
—Sólo soy un marinero patán, y no vengo mucho a la ciudad. Me gustaría darte la primera lección... — alzó la voz y aulló a Halapoff —: ¡Toca un vals!
En el silencio subsiguiente le gritó Haldane:
—¡Vamos, ven a bailar conmigo, hijo de puta!
En una de esas inspiraciones repentinas que nunca había podido analizar, a Haldane se le había ocurrido que aquel gigante de barba roja podía amar a su madre.
—¿Qué es lo que me has llamado, muchacho?
Por el dolor e incredulidad que latía en la voz de Jones, Haldane pensó que tal vez se hubiera pasado. Pero, tal y como le pedía el marinero, repitió la frase, y acentuando las últimas palabras.
No sólo se había pasado. Había ido a tropezar con el campeón de los que aman a su madre. La increíble velocidad que galvanizó al gigante borracho, que cruzó la sala de un salto para caer sobre Haldane, hacía de Whitewater Jones el hijo más afectuoso desde Edipo Rey.
14
Con el aspecto esbelto y desamparado de una gacela ante el ataque de un rinoceronte furioso, Haldane aguardó a pie firme mientras el acordeón de Halapoff estallaba en una versión sincopada del Vals macabro.
Cuando Jones pasó del punto en que Haldane estuviera, éste se había echado a un lado poniéndole la zancadilla, lo que le hizo caer y patinar por todo el suelo encerado. Dio con la cabeza en la fila de taburetes vacíos ante el bar, y los repartió de un modo tan similar a la caída de los bolos en una bolera, que una voz en la sala gritó: «¡Un pleno!»
Hubo algunos aplausos corteses de los espectadores. Whitewater se puso en pie, se tanteó el labio cortado y miró la sangre en sus dedos. La vista de su propia sangre debió volverle loco. Sin embargo, y a pesar del ímpetu duplicado, Haldane se marcó ahora tres mesas con sus ocupantes al lanzarle por el área del comedor.
Los aplausos aumentaron de volumen.
Y lo que era más importante aún: había maniobrado hasta tener a Jones en posición. Cuando éste cargó sobre él por tercera vez, le cogió por el brazo extendido, se alzó al marinero por encima del hombro y lo envió volando por el aire para aterrizar sobre el trasero con un golpetazo terrible y patinar luego, con los pies por delante, hasta la chimenea y las llamas rugientes.
Los gritos de dolor procedentes de la chimenea originaron aplausos prolongados del comedor y la música de «Baila conmigo otra vez, Willy» del acordeón.
Por lo visto, Jones tenía una adaptación a la educación bastante rudimentaria. Utilizando la cabeza en vez de los pies chamuscados, avanzó lentamente hacia Haldane sin hacer un movimiento repentino que pudiera utilizarse en su contra. Cayó sobre el terrestre con los brazos extendidos como pinzas que lentamente rodearon a Haldane.
Se había metido en la boca del león. Cuando el público retuvo temerosamente el aliento, comprendió su error, pero también supo que contaba con la simpatía de todos.
Los brazos iban aproximando a Haldane contra su enorme pecho, mientras las piernas se abrían a fin de tener una base sólida para llegar a aplastarle. Pero Haldane no estaba vencido en absoluto.
Alzó la rodilla con fuerza explosiva.
Con un aullido que sobrepasó al de la chimenea en varios decibelios, Jones soltó a Haldane y se agarró el área dolorida. Haldane le lanzó un golpe de karate a la base del cuello. Jones en el suelo, donde quedó en posición fetal, tanteándose dos puntos, sangrando y gimiendo:
—Cuerda de ternero... cuerda de ternero...
Haldane nunca había oído hablar de una cuerda de ternero.
Dio la vuelta al bulto caído, que afortunadamente estaba sobre el lado derecho y tenía la barbilla al aire para recibir una buena patada.
Cuidadosamente colocó el pie contra la barbilla y echó un paso atrás para dar el coup de gráce mientras Halapoff tocaba «Por los viejos amigos», y se oían «Olés» de la multitud.
—¡Detente, Haldane!
Era la llamada imperiosa de un profesional. Años de disciplina detuvieron en seco a Haldane.
Hargood se metió en la pista, manchada por la sangre que caía de la boca de Jones.
—Cuando uno grita «Cuerda de ternero», significa que se da por vencido.
—Lo siento, señor — se disculpó Haldane —. No estoy familiarizado con las costumbres del país.
—De pie, Jones. Quiero mirarte esa boca.
Lentamente, primero sobre una rodilla, Jones se puso en pie vacilante y abrió obediente la boca.
—Tal vez pierdas un diente, y te has roto un labio. Ve a tu habitación y duérmela. Te veré a las diez de la mañana.
Agitando la cabeza y murmurando entre dientes, aquel medio caballo, medio lagarto, se dirigió hacia una puerta trasera en la que se leía «Salida».
—Algo me dice que vas a ajustarte bien a Infierno, Haldane — Hargood le cogió por el brazo y le llevó a la mesa.
Aquél temblaba ligeramente, pero no por el ejercicio, que apenas había tenido importancia.
El jurado de la Tierra había sido correcto al evaluarle. Bajo la fina capa de la civilización era un bruto despiadado, y esta noche se había roto la cáscara que lo cubría. Sentía como si hubiera salido de un desierto de represiones para lanzarse. a las aguas frías y claras de la violencia. Se había propuesto matar a Jones, y habría disfrutado haciéndolo.
Antes de sentarse, Helix le preguntó heladamente:
—¿Era preciso que hicieras eso?
—Siempre estoy irritable cuando me despierto.
—Ese pobre hombre sólo quería bailar conmigo. Admito que fue rudo y grosero, pero hablaba con cierta poesía.
—¡Que sólo quería bailar contigo! — Haldane la miraba incrédulo —. ¿Cómo puedes ser tan ingenua? Si tanto te interesa su poesía, te traeré al imbécil y puedes pasar con él nuestra noche de bodas.
—Sí, te ajustarás bien a Infierno — dijo Hargood con triste certeza.
—Eres muy agresivo, ¿no? — Helix alzaba la barbilla, pero había en sus ojos una admiración que revelaba un primitivismo de acuerdo con el suyo; era ella quien se había ajustado a Infierno, y se había ajustado tan rápidamente que parecía ya una nativa del planeta.
—Doctor Hargood, sé que estás cansado y querrás ir a casa, con tu esposa y tus doce hijos, ocho de ella, así que Helix y yo nos disculpamos, pues vamos a retirarnos.
—No sé si debería ir arriba contigo o no — dijo ella —. Eres tan brutal...
—Como el buen doctor ha indicado, hay una vieja costumbre según la cual el novio cruza el umbral con la novia en brazos. Y me gustaría recordarte que todavía hay una costumbre más antigua, según la cual el novio se lleva a la novia a su cueva arrastrándola por el pelo.
—Voy, amo — dijo ella poniéndose en pie.
De nuevo le atacó la inspiración impredecible.
—Te llevaré yo, para asegurarme — dijo.
Se la echó sobre el hombro. Mientras ella se revolvía y chillaba de cólera fingida y auténtico gozo, cruzó con Helix el comedor y subió escaleras arriba, mientras el público se ponía en pie encantado y les ofrecía una ovación. En la parte superior de la escalera se volvió saludó a la muchedumbre y le dio a Helix una palmada en él trasero.
El público se volvió loco y redobló los aplausos y silbidos.
Haldane abrió la puerta de un empellón y entró a la novia en una habitación donde la chimenea, con un fuego rugiente de leños, lanzaba sus luces sobre un hermoso lecho de cuatro postes, con dosel y cortinas.
—¡Maldito animal! — susurró ella —. ¡Sabía que harías algo así! Nunca podré levantar de nuevo la cabeza en Infierno.
—No fue nada personal — le aseguró Haldane echando a un lado las cortinas para lanzarla sobre la cama —. Estaba iniciando un campana política, mi primera exhibición en la carrera por la presidencia... En este planeta no importa si tienes cabeza o no. Las tres quintas partes de la población jamás miran a esa altura... Estos brutos tienen una energía primitiva que me propongo controlar y, con un mando unificado, llegar a conformarlos de tal modo que puedan producir la tecnología que mi idea va a necesitar.
Ella se echó atrás, apoyada en los codos, y le miró asombrada:
—¡Conformismo! Contra eso luchaste en la Tierra. El papa tenía razón. Habrías destrozado la Tierra si yo no te hubiera sacado del planeta.
—Escucha, Helix — se sentó en la cama, la ansiedad reflejada en todos los rasgos de su rostro —, aquí es donde el fin justifica los medios. Yo podría librar a la Tierra del dominio de los sociólogos.
» Esa reacción en cadena de la luz, liberada por una fuente láser, significaría velocidad de aceleración infinita. Verás, es como una rueda de engranaje de luz generando en sí misma una fuerza tan tremenda que el orificio de propulsión no necesitaría ser mayor que esto.
—¡Deja de hacer gestos lascivos!
—Y el impulso liberado por ese orificio no sería más grande que un puntito de luz, pero ese puntito sería tan poderoso que no necesitaría un lanzamiento ayudado por cohetes... ¿Por qué te quitas la blusa?
—Tengo demasiado calor.
—El fuego se apagará... Lo que sugiero en la práctica es un taxi a través del tiempo. Es un axioma que el movimiento de la velocidad de la luz sobrepasará el fluir del tiempo, pero el fluir del tiempo sólo es en una dirección. Ergo, si yo saltara diez minutos dentro de los próximos cinco minutos, estaría donde estoy ahora; pero si pudiera saltar quince minutos, estaría subiéndote por las escaleras hace cinco minutos.
» No se necesitará un molesto y complicado sistema de soporte vital en el taxi porque a velocidad infinita se puede calcular el tiempo de llegada en el lugar que se desea alcanzar antes de que se acabe el oxígeno... ¿Por qué te quitas la falda?
—Está refrescando.
—Ésa es una reacción opuesta, lo que me recuerda que la ley de Newton, por cada acción una reacción igual y opuesta, sigue vigente. Podrías reducir el peso del taxi hasta necesitar una planta de potencia de energía no superior a la pila de un transistor.
» Verás, Helix, ésa es la belleza de la Teoría de Haldane desde un punto de vista clásico. Unifica la Teoría Cuántica, la Física de Newton, la teoría de la energía de Einstein, la Simultaneidad de Fairweather... todos danzarán sobre la tumba de Henry VIII y yo me uniré a ellos bailando a los sones de LVI = (— T). ¿Dónde vas?
—A la cocina, a pedirle unas cuantas recetas a Halapoff.
—Acabo de ofrecerte la fórmula más importante desde E = MV2 y te vas a hablar con un cocinero... ¡Eh, que no llevas puestas más que las botas!
—Ésa es la idea.
Una verdad, en absoluto matemática, se abrió paso en la mente de Haldane.
—Ven aquí, chica.
Con una mano en la cadera y apoyándose con indiferencia contra la puerta, Helix preguntó:
—¿Estás celoso?
—Muchísimo, y de un hombre llamado Flaxon, el hombre más listo que he conocido en la vida.
—Iré si me prometes...
—¡De acuerdo, de acuerdo! No hablaré más de la Teoría de Haldane contigo esta noche... Yo debería haber sido ginecólogo.
—Ésa no es la promesa que quiero, ni mucho menos — continuó ella sin moverse de la puerta.
Haldane recogió la falda y la blusa que Helix se quitara y las tiró a un rincón. Abriendo los brazos con ansia, dijo:
—Habla.
—Dime, ¿cuál es la técnica del «palito giratorio» de Haldane?
Éste cerró los ojos y se llevó la mano a la frente en un gesto de desesperación.
—De las cinco mil trescientas ochenta y ocho líneas de la transcripción del juicio, fuiste a elegir esa frase. Ven, Helix, yo te explicaré su significado, y te aclararé por qué no intenté demostrárselo nunca a una virgen tierna y joven, o así lo creí, en una ciudad abarrotada como San Francisco.
Cuando abrió los ojos ella estaba de pie muy cerca de él, mirándole con amor, admiración y ansiedad reprimida. La abrazó para impedirle que se fuera con Halapoff.
—Cuando te conocí por primera vez — siguió Haldane —, pensé que tu belleza y tu gracia no eran de la Tierra, pero me sentí dolorosamente desconcertado por tu mente analítica, racional y tan poco femenina. Mi padre me avisó de que tú no pertenecías a mi tiempo y lugar. Mi abogado insinuó que la tuya era una inteligencia diabólica en forma de mujer. Ahora una pregunta referente a un chismorreo sin importancia y nada pertinente me ha convencido de que sí eres una mujer. Ha desaparecido para siempre mi esperanza de romance con una Lilith, eterna...
—Deja de decir tonterías. Vamos, cuenta, Don. ¿Qué es eso de...?
—¿Por qué todo el mundo me llama Don?
—Ése es el nombre que yo te di. Don Juan.
—¿Por el héroe romántico de Byron?
—No exactamente. Yo pensaba en G.B.Shaw.
—¿Quién es ése?
—Oh, alguien del siglo XIX. No le conoces.
—Por supuesto. Yo empecé en el XVIII y fui hacia atrás.
—No estamos aquí para hablar de literatura...
Hubo una llamada a la puerta y Haldane echó a su novia desnuda, a excepción de las botas, en el centro de la cama, diciendo:
—Escóndete tras las cortinas hasta que me libre de algún estúpido botones.
—Dame la ropa — susurró ella —. No es ningún botones, así que no te librarás de él.
—¿Es que eres extrasensorial, además de extrasensual? — preguntó él, corriendo las cortinas.
Molesto por la interrupción, se dirigió a la puerta y la abrió de par en par.
Su visitante, un hombre alto y de pelo castaño-rojizo, habló apenas en un susurro:
—¿Puedo entrar un momento, Haldane IV? Mi nombre es Fairweather II.
Haldane se echó hacia atrás y se inclinó al estilo de un jugador de baloncesto dispuesto a saltar.
—Por supuesto, señor, es un honor para mí.
—Confiaba en llegar aquí antes de que comenzaran las nupcias, pero tuve que entrevistar a Hargood primero. Me dice que, aun sin saberlo, has pasado las pruebas de competencia y valor físico. Me siento orgulloso de ti, hijo.
» Perdona mi familiaridad, pero ahora debes saber que tú y yo tenemos más en común que la mayoría de los viejos amigos. Hargood me dice que incluso has descubierto mi Teoría del Tiempo Negativo.
—¿La de LV2 = (-T)?
—¡Exactamente! — la satisfacción en la sonrisa de Fairweather casi anuló la desilusión de Haldane, al tener que renunciar a su propiedad de la Teoría de Haldane.
—¿Quiere sentarse, señor? Mi compañera se halla un poco indispuesta en este momento.
Los ojos grises de Fairweather barrieron la habitación mientras llevaba una silla ante el fuego. Al dar las gracias a Haldane por su invitación, añadió:
—Todavía lleva esas botas... — luego alzó la voz hacia el lecho con las cortinas cerradas —. Sal, mujer, y recoge tus ropas. Tu desnudez no tiene encantos para mí.
—Señor, podría ser un poco embarazoso... Yo se las daré.
—No te preocupes, Haldane. Le he visto el trasero con la misma frecuencia que el rostro. Su madre es una de mis esposas más gandulas, y muchas veces tuve yo que cambiarle los pañales.
—¿Pretende decir, señor, que es usted su padre?
—No me lo eches en cara, hijo. Estaba ya viejo y cansado cuando ella nació. Además, entre ochenta y una no hay más remedio de que salga alguna mala de vez en cuando.
—¡Papá! — chilló Helix detrás de la cortina —, ¡yo quería decírselo personalmente!
—Señor, me siento honrado de ser su hijo político, y usted tiene una hija extraordinaria, pero... — por el rabillo del ojo vio que Helix saltaba del lecho para ir a coger su ropa — tengo grandes dudas acerca de mí mismo. Soy el conejillo de Indias uno del universo. Yo amaba a la muchacha, y ella me engañó. Su hija, señor, es una mujer muy segura de sí misma. Me engañó con unas cuantas tonterías para traicionarme, y con consecuencias más profundas.
—¡Unas cuantas tonterías! — el chillido agudo venía del rincón —. Papá, él arrastró el nombre de Fairweather por el fango. Me robó mi virtud. Me llevó a la ruina. Es el padre de mi hijo. ¿Son ésas tonterías?
Metiéndose la blusa por la falda se acercaba ya hacia la chimenea.
—Padre, este hombre me traicionó. Tuve que casarme con él para hacer de Haldane un hombre honrado.
—Ése no fue nuestro acuerdo, muchacha — le riñó Fairweather — es costumbre que un padre apruebe los pretendientes de su hija.
Se volvió hacia Haldane.
—No se habló para nada de que se casara contigo, pero supongo que está bien, ya que estaba a punto de ser una solterona cuando aceptó la tarea...
—¡Maldita sea, padre! — gritó Helix indignada —. Sabes bien que rechacé cuatrocientas veinte proposiciones... En cuanto a ti, Haldane, de los sesenta y cinco mil posibles M-5 del planeta, fuiste elegido por mí. Si eres un conejillo de Indias, eres uno muy especial.
—Siempre puedo confiar en que mi hija haga lo que deba hacer — dijo Fairweather —, mientras no se oponga a lo que ella desea hacer. Emprendió la misión con la mira puesta en un ejemplar como tú... no digas que no es verdad, hija.
—Sí, lo es, pero deja de descubrir mis secretos.
La mente de Haldane giraba locamente debido a las derivaciones de lo que acababa de oír, pero una de ellas se alzó en su mente como un Anapurna que surgiera en las llanuras de Salisbury.
—Señor, si ella ha rechazado cuatrocientas veinte proposiciones, debe ser una mujer de mucha experiencia.
—Bastante — asintió Fairweather —, pero demasiado selectiva para una nativa de Infierno. Además, sólo tenía veintidós años cuando la hicimos retroceder hasta la edad de seis para el viaje a la Tierra. Contando los doce años que ha pasado en la Tierra, sólo tiene treinta y cuatro. Orgánicamente, por supuesto, no pasa de los dieciocho.
Bruscamente se volvió Haldane contra ella y explotó:
—¡Y tú discutías mis experiencias! ¡Vaya, si tú ya coqueteabas cuando yo todavía andaba jugando con cometas, y en este planeta! ¡Oh, cómo debes haberte reído de mi conducta tan... experta! Encender cigarrillos por el lado contrario... Practicar el yoga...
Se sentía genuinamente dolido, y ella le puso una mano en el hombro. Había ternura y compasión en la voz de Helix cuando dijo:
—Por favor, no te sientas inadecuado ni inferior, cariño. Nosotras, las mujeres maduras, damos mucho más valor al entusiasmo juvenil que a las artes de la experiencia. Y en ningún punto de Infierno hay un hombre que pudiera alzar el promedio general en un 0.8 por ciento.
Calmado por sus disculpas, Haldane sonrió:
—Tú, mujer de Infierno... — luego se volvió a Fairweather —. Pero, señor, ¿cómo la envió a la Tierra?
—Un truco para explotar la capacidad de la fórmula del tiempo negativo. No es una nave espacial, realmente. Más bien un bote auxiliar espacial. Estoy seguro de que podrás deducir el tipo de vehículo que utilizamos.
—Pero ¿cómo la encajó en el esquema del tiempo, lógicamente?
—Un cohete transcontinental se estrelló en el Pacífico Sur. Sus padres murieron. No hubo supervivientes, a no ser una niña que se halló flotando milagrosamente, y en un salvavidas, cerca de la escena... Tuvimos que esperar por una pareja de A-7, compréndelo, ya que Helix es algo poetisa.
—Pero ¿cómo sabía usted que ese cohete se estrellaría...? — se detuvo. Un taxi del tiempo también podía ir hacia delante, no sólo retroceder —. Disculpe esa pregunta, señor.
—Ahora, jovencita, si le das un beso a tu padre y te sientas en silencio en un rincón, pronto podrás volver a los rituales del himeneo, si eso no es abusar del término.
Tras la ceremonia del beso, Helix se sentó y Fairweather se volvió a Haldane.
—Si interpreto correctamente tu síndrome, estarías dispuesto a ayudarnos a derrocar el Departamento de Sociología y liberar el espíritu del hombre en la Tierra.
—Señor, yo ya estaba haciendo planes por mi cuenta para descomponer su maquinaria cuando su hija amenazó con dejarme. Tenía algo que hacer en la cocina.
—Tratar de descomponer la maquinaria no sirve para nada a menos que se conozca el punto débil — dijo Fairweather —. hay pocos períodos de la historia, y ésos tuvieron lugar hace mucho tiempo, en los que un hombre podía alterar el curso de las naciones. Para eliminar el poder de los sociólogos debemos destruir la semilla de ese poder, que fue implantada antes de que nacieran los sociólogos.
» Necesitábamos un matemático teórico para la bajada, porque habrá que hacer ciertos ajustes durante la aproximación a la Tierra. El regreso no es problema. Simplemente se mueve la palanca de activación.
» Tuvimos que enviar a Helix a buscarte a la Tierra porque nunca venia un matemático teórico entre los exiliados. Ellos están tan absortos en sus problemas que no les importa nada el gobierno; en realidad ni siquiera se dan cuenta de que hay un gobierno. Helix tenía que plantar la semilla del desviacionismo. Tu síndrome es un beneficio extra que nadie esperaba.
» Para el período histórico que nuestros expertos han elegido, tendrás que estar más de ocho años en la Tierra, todo lo más. Si se necesita más tiempo será algo violento para ti, ya que no envejecerás. Tenemos que estabilizar tu equilibrio celular para prevenir la enfermedad. También te enseñaremos a autohipnotizarte, a fin de controlar el dolor, y el yoga para controlar el derramamiento de sangre en caso de que te rompas un miembro, o te cortes. Naturalmente, habrás de aprender a autoadministrarte ciertas ayudas médicas.
» Un pequeño aparato que te incrustaremos en una muela te guiará de noche o en tiempo muy nublado hasta el vehículo de que estará en transmisión constante mediante la energía solar, así que estarás relativamente seguro de todo daño.
» Se necesitarán catorce semanas de adiestramiento intensivo, al término de tu luna de miel, a fin de prepararte para el descenso.
—Pero, señor, Helix está... Quiero estar con ella cuando nazca el niño.
—No estarás fuera más de tres días, del tiempo de ella. El mecanismo está programado para compensar el tiempo perdido en el viaje de vuelta.
—Por supuesto — dijo Haldane —, puedo aumentar la V2.
—Tu cápsula es muy pequeña, y diseñada para que parezca un pedrusco, pero es demasiado pesada para que la muevan, es imposible de abrirla por la fuerza con ningún instrumento conocido en ese período de la historia.
—¿Se me dará toda la información de ese tiempo y lugar?
—Absolutamente toda. Se te adiestrará durante el sueño, con instrucciones hipnóticas, toda la gama.
» El idioma no será problema. Tenemos eruditos que lo hablan prácticamente en todas las naves espaciales que llegan.
» Una vez hayas llegado, no debes tardar en ajustarte más de lo que te costaría ir de San Francisco a Chicago.
Fairweather hizo una pausa y miró al fuego.
—Un problema me desconcierta porque no puedo contestarlo por mí mismo, y tú y yo somos alter egos.
Se volvió y algo en su voz exigió toda la atención por parte de Haldane.
—El método de descomponer el sistema quedará en tus manos únicamente, ya que tú estarás en el lugar idóneo y tendrás que evaluar la situación. Se te darán en la universidad planes alternativos de acción, y se te sugerirán diversos métodos de enfocarlo, pero la solución final será tuya.
» Existe la posibilidad de que tengas que elegir el asesinato como método. ¿Hay algo en tu experiencia que te lleve a creer que eres capaz de cometer un crimen por tus principios?
Haldane recordó el golpe letal que habría terminado con Whitewater Jones si Hargood no le hubiera detenido.
—Podría matar — dijo sencillamente.
—Esto es muy personal, hijo, pero te lo pregunto por el conacimiento de mi propia personalidad: ¿crees que tu amor por Helix podría mantenerte en tu propósito, a pesar de los halagos de las mujeres que quizá tratarán de disuadirle?
—Señor, ahora ya conozco sus trucos. De ella aprendí mucho sobre las mujeres.
—Hay una pregunta final, y muy importante: ¿vacilas en tu resolución si te digo que la lengua que debes aprender es el hebreo?
Haldane silbó bajito.
Jamás había pensado en el deicidio.
Sentado allí, en otro planeta, era fácil pensar en ello. Pero colocar a aquella Figura en una cruz sería un asunto muy distinto cuando llegara el momento.
¡Oh, diablos!, recordó. La cruz no fue inventada siquiera hasta que EI tenía sesenta y cinco años, sólo cinco antes de que muriera. Tendría que llegar a El antes de que Él tuviera cuarenta años, y eso significaría utilizar un cuchillo o una lanza. Pero no tenía por qué ser mediante un asesinato, se recordó a sí mismo.
Iba a asegurarse de que no fuera así.
Alzó los ojos a Fairweather.
—La resolución está modificada, pero no renuncio a ella — de pronto sonrió —. Señor, si tuviera ya el adiestramiento, estaría dispuesto en tres horas para la caída en Israel.
—Fanfarrón — dijo Helix.
—Entonces eso aclara la razón de mi visita, bastante extraordinaria.
Se levantó, le dio la mano, se inclinó a besar a Helix y se detuvo en la puerta.
—Después de tu luna de miel acércate por la universidad. Hemos reconstruido un pueblo hebreo, con los instrumentos que utilizaban y la comida que tomaban...
» Tus instructores serán judíos fariseos en su mayor parte, no reconstruidos, y estarán luchando la batalla de Jerusalén una y otra vez. No te dejes envolver en sus prejuicios políticos, porque probablemente tú estarás en el otro bando.
» Te llamarán por tu nombre de guerra, que será Judas, un nombre bastante común en aquella área y época, y uno que no figura en Sus anales. El nombre completo, según recuerdo ahora, es Judas Iscariote.
Epílogo: La Tierra vuelta a visitar
Detestaba las juergas en los campus, con las chicas de pelo lacio y los muchachos barbudos. Ningún estudiante de ingeniería mecánica que se respetara a sí mismo tomaría parte en ninguna de ellas. Pero cruzaba el campus hacia la Unión de Estudiantes, y vio a la chica al bordear la multitud.
Ella estaba de pie y separada de los demás oyentes, el pelo oscuro retirado de la elevada frente, mirando al orador con un desprecio burlón en sus ojos castaños. Por el color de su cutis y las suaves curvas de su cuerpo se figuró que sería libanesa.
Recordó las palabras de un amigo, muerto hacía tiempo: «En una corporeidad, el Oriente inescrutable, el Sur perfumado y lujuriante, el frío y brillante Norte y la audacia del Oeste. Sí, Hal, el vino del amor sólo se bebe en odres levantaos».
Generalmente William Shakespeare sabía de lo que hablaba pero, precisamente en aquel momento, recordó Hal, Bill estaba enredado con una chica de Aleppo. Sin embargo, se detuvo junto a esta muchacha, simuló escuchar al orador y luego le preguntó:
—¿Contra qué se protesta esta vez?
—La enseñanza de nuevo — contestó ella —. El orador trata de organizar un boicot de la universidad.
—Un estudiante romano llamado Junio lo intentó una vez, y Domiciano Flavio lo hizo descuartizar en el Foro.
—Por su efectividad, éste podría ser Junio. Estoy ansiosa de enseñar a estos estudiantes la técnica básica de la organización.
—Si tan ansiosa estás — dijo él —, y ya que yo me dirijo a la cafetería, te invitaré si me enseñas.
Ella se volvió y le miró intensamente.
—¿Intentas impresionarme derrochando tu dinero?
—No. Anoche gané jugando a las cartas, e intento librarme la calderilla.
—Generalmente cobro más de treinta centavos, pero hago precios de saldo los viernes.
Como había pocos estudiantes en la cola de la cafetería durante el período de clase, ella tuvo una buena oportunidad en la elección de los dulces. Echando una ojeada a su perfil, el color de la piel y la frente semítica, él se afirmó en su idea: deliciosa. Y su languidez mientras vacilaba al elegir los bollos, era una expresión que provenía directamente de los bazares de Oriente Medio.
—¿Eres libanesa? — preguntó mientras se dirigían a una mesa.
—No. Griega. Mi nombre es Helen Patrouklos.
—No está tan al sur como Aleppo, ni tan al este como Bagdad, pero es suficiente.
—Ya que estamos reviviendo chistes étnicos — observó ella —; ¿eres holandés?
—No — repuso él —. Hebreo. Hal Dane. D-a-n-e.
—Un nombre raro para ser judío.
—No era mi nombre original. Mi nombre hebreo era Iscariote.
—Judas Iscariote, sin duda — dijo ella eligiendo una mesa —, y sin duda también me estás tomando el pelo.
—Ojalá pudiera experimentar ese gozo.
—No es más que una expresión, tonto.
—Pero muy gráfica — dijo él —. Me encanta vuestro argot moderno.
—¿Moderno? Eso es más viejo que el mundo.
—Lo sé — dijo él —. Lo oí por primera vez de un antiguo amor mío, interesada por tales antigüedades.
—Y ¿dónde está ese antiguo amor? — la pregunta parecía cargada de interés personal, y él pensó: Esta chica está colada por mí.
—Perdida en la inmensidad del tiempo — le aseguró —, más allá de Arcturo.
—¡Si que eres misterioso...! ¿Puedo mojar?
—Por favor, hazlo.
Era la primera chica que había visto, desde el amanecer de la era cristiana, que mojara un bollo en el café con gracia.
—Si me permites una observación personal — dijo —, admiro la gracia de tu mano y tu muñeca cuando haces ese movimiento para mojar en el café.
Ella alzó las cejas y le miró por encima del bollo.
—No me digas que eres de Literatura.
—No. Ingeniería mecánica.
—Pues suenas como un poeta e historiador.
Algo en esta conversación le recordó otra que tuviera lugar casi en este mismo punto y hora en su primer viaje, cuando inicialmente subestimara el poder de una mujer.
—Ese desagradecido de John Milton me puso en contra de la poesía — explicó —. El que pintó a Satán de un modo tan épico que la gente ya no puede reconocerle. Él tiene demasiado sentido común para posar como Príncipe de las Tinieblas. Por cuanto sabemos, Satán puede ser el suegro típico sin nada más extraordinario que un ingenio especial.
—Estás chiflado, Hal, pero me gustas.
No podía saber si era sincera, o si fingía, pero esa distinción siempre sería uno de los misterios de la vida para el varón cargado con la honestidad de su torpeza.
—¿Cuál es tu especialidad? — preguntó.
—Ciencias sociales.
—Debería haberío adivinado. Siempre se os encuentra en los jaleos.
—A mí no — dijo ella —. No se organizan esas cosas con publicidad en televisión, sentadas estudiantiles y boicots. No es tan fácil. Se forman organizaciones conquistando las mentes una a una, y convenciéndolas una a una.
—¿Estás organizando algo?
—Sí. Una organización internacional de estudiantes para avanzar la amistad mundial a nivel joven-adulto. Además del intercambio de estudiantes en los campus, estoy escribiendo a estudiantes en Inglaterra, Rusia, Argentina. Tengo un joven muy entusiasta en Haifa que está deseando organizar Israel. Pero escribe en hebreo, y yo en inglés... ¿Hablas hebreo?
—Con toda fluidez — dijo él — y en varios dialectos.
—¿Lo dices en serio, Hal?
—Pues claro. También hablo árabe, griego, italiano, francés, alemán, español y ruso.
—Dime algo en griego — le desafió ella.
—¿En ateniense puro, o con acento de Creta?
—Habla en griego ateniense — dijo ella —, pero muy despacito.
Estaba seguro de que la chica mentía, pero no habló lentamente. Le dijo en tono normal y con plena sinceridad:
—Eres una de las chicas más hermosas que he conocido en la vida, y aunque sé que la belleza y la virtud raras veces se encuentran juntas, en tu caso no supondría diferencia alguna. Literalmente podría hacer el amor contigo durante cien años sin cansarme, si duraras todo ese tiempo.
Ella bajó los ojos maravillada, satisfecha y tímida, y dijo:
—Vi cómo se movían tus labios, pero no pude entender ni una palabra de lo que dijiste.
De modo que lo había entendido todo. Bien, la verdad era la verdad.
De pronto ella se inclinó hacia él hablando con intensidad:
—Nuestro movimiento podría utilizar tu talento para los Idiomas. No... seré más sincera contigo. Te necesito. Todo lo puedo ofrecerte es mi profundo aprecio y la satisfacción que obtendrías de trabajar para una causa más importante y duradera que tú o que yo.
Ahora agitaba las manos al estilo de los griegos — o los judíos — y esas manos, los ojos oscuros, el aire semítico de sus rasgos hicieron surgir en él una nostalgia que luchó por ocultar. De nuevo se sintió en el viejo Jerusalén, y la chica frente a él era María Magdalena. Tenía la misma intensidad y generosidad persuasiva de María Magdalena, y utilizaba casi los mismos argumentos que utilizara María cuando le había convencido para que dejara su sitio a Joshua, ahora llamado Jesús, y cediera el pasaje a su amigo en la última nave espacial de la Tierra.
Los esquemas nunca cambiaban. Las mareas de la historia ascendían de nuevo y su único amor terrenal llegaba otra vez. María Magdalena estaba sentada ante él apenas ligeramente cambiada en forma y modales, y su ingenio y su expresión eran los de su único amor que no era de esta Tierra, Helix. Inclinó la cabeza simulando rascarse el puente de la nariz... Incluso ésta le llamaba «tonto» y «chiflado», como Helix.
Cuando alzó los ojos, Helen estaba silenciosa, pero la súplica seguía latiendo en su mirada.
—Verás, Helen ¿por qué no voy a tu alojamiento mañana por la tarde? Podemos pensar en la idea, y ver qué sale.
—Estaré esperándote — dijo ella, hablando mientras escribía la dirección en un papel —, porque me gustas y creo que serás muy valioso para la organización. Tu mentalidad social está desenfocada, probablemente porque eres un ingeniero, y los ingenieros son hombres de acción.
—Sí — dijo él aceptando la dirección —. En lo referente a la acción estamos en el tres por ciento superior, especialmente si se trata de la unión entre estudiantes.
—¡Oh!, confío en un chiflado — dijo ella poniéndose en pie y te agradezco la invitación y la charla. Pero debo volver corriendo al Hombre y la Civilización. No te olvides del sábado. Ven hacia las seis y te prepararé algo de comer.
Comprendió que no se olvidaría del sábado cuando la vio alejarse de la mesa con un movimiento de caderas que le recordó a Helix. Había estado pensando muy a menudo en Helix últimamente. En cuestión de segundos ahora, según el tiempo de ella, Helix y su papá iban a llevarse la sorpresa de su vida cuando la puerta del taxi del espacio se abriera y saliese el Profeta Hebreo. O tal vez no fuese una sorpresa.
Bien, había tenido que hacerlo de ese modo. Había demasiadas preguntas pendientes entre aquí y allá. Como Flaxon había dicho una vez, la verdad está en el ojo del que la contempla, y Haldane tenía los ojos débiles. No es que creyera que se le habían dicho mentiras deliberadas; sólo que la verdad se comportaba extrañamente en presencia de los Fairweather. Y las parábolas de Joshua eran claras como el cristal si uno tomaba en consideración que los cristales desvían la luz, y Haldane IV, alias Judas Iscariote, alias Hal Dane, nunca había sido eliminado en el análisis del espectro.
En primer lugar, Haldane se preguntaba si se habría apartado de la historia, o la habría modificado, cuando había depositado el cuerpo de Jesús, drogado por el hisopo, en el taxi espacial justo después de la Crucifixión. Personalmente él no podía perder de ningún modo. Si había iniciado un Armagedón al lanzar la nave al espacio, entonces era el olvido para él, y muy bien que le vendría el sueño. El aparatito que le pusieron en una muela le estaba haciendo pasar muy malos ratos, y ahora no podía hacer que se lo quitaran. Cualquier dentista que echara una mirada a aquel receptor se figuraría que era un agente extranjero y llamaría a gritos al F.B.I.
Una vez el F.B.I. descubriera que él había sido ciudadano de Georgia durante trescientos años, sabrían que esa Georgia era la que estaba junto a Alabama, y llamarían a la C.I.A, la C.I.A. lo comprobaría con la Interpol, y la Policía Internacional llamaría a Estambul, Damasco, Roma, París, Londres y Moscú. (¡Caray, confiaba en que nunca lo comprobaran en Tbilsi y hablaran con los descendientes de Ailya Golovina!) Y alguien empezaría a figurarse que algo se les había ido ligeramente de la mano. Ya se imaginaba los titulares:
EL JUDIO ERRANTE DESCUBIERTO VIVO. ¡ADMITE QUE FUE JUDAS ISCARIOTE! ¿No se quedarían atónitos los goyím al descubrir que Judas Iscariote era un cristiano?
El diente hacía que se le fuera la cabeza
Helen Patrouklos se detuvo en la entrada para hacerle un gesto de despedida, y el Judío Errante le devolvió el saludo. En el preciso instante en que su mano caía de nuevo sobre la mesa, la voz quejumbrosa de un vaquero empezó a cantar: «No puedo soportar el decir adiós».
Si él hubiera arreglado la fusión final de la tesis definitiva con la antítesis definitiva, entonces sería el gran Jubileo, y nadie perdería, excepto probablemente el profesor de economía de los Páramos de Marston.
El diente no le molestaría tanto si pudiera elegir un poco de música popular o clásica de vez en cuando.
Nada podía perder reuniéndose con Helen. Si su organización ayudaba a traer la armonía a este mundo, entonces la armonía podía apresurar el desarrollo de una tecnología decente. Si no, aún tendría el placer de su compañía, y él necesitaba toda la diversión que pudiera encontrar. Según el índice actual del progreso científico, pasarían otros dos mil años antes de que pudiera abordar una nave para salir de este planeta.
Había otra posibilidad que él temía. Tal vez tuviera que continuar hasta que Él volviese, y eso significaría el Purgatorio si estaba condenado a caminar por la Tierra, entre el primer año y el segundo año de carrera, durante los diez mil años siguientes. La vida sería realmente tediosa sólo bromeando, sentado y escuchando a su muela que tocaba la música de aquel absurdo país y la música del Oeste todo el tiempo.
FIN