—¡Draco encontró el paradero de la sagrada Biblioteca Negra y entró en ella! —exclamó Eldrad.
Sin duda, sin duda. Aquel lugar, oculto en la propia Telaraña, protegido por fuerzas terribles, con su localización exacta conocida tan sólo por los grandes arlequines, era depositario del mayor conocimiento sobre demonios y debería haber sido impenetrable para siempre a menos que se dispusiese de un guía que indicara el camino. Draco no podía, no debía, haber sido capaz de encontrar la Bilbioteca Negra sin ayuda y mucho menos de entrar en ella. Pero lo había hecho. Todavía peor: había robado uno de sus libros.
En la galaxia desgarrada por la guerra del cuadragésimo primer milenio, la sagrada Inquisición libra una lucha interminable para proteger a la humanidad de la corrupción de los Poderes Oscuros. Desolado por la muerte de su aliada más cercana, el inquisidor renegado Jaq Draco se prepara para entregar su alma a los dioses del Caos y así lograr descubrir el lugar mítico donde el tiempo vuelve atrás y los muertos pueden alzarse de nuevo. Sólo mediante la renuncia a su fe inquebrantable en el Dios Emperador puede lograr ese objetivo...¡y una eternidad de condenación!
CLASIFICACIÓN: Nivel de Inteligencia Primario
NIVEL DE ACREDITACLON: Granito
ENCRIPTACION: Cryptox v.2.21
FECHA: 093.M41
AUTOR: Adepto Preste Rhan'hei, Adeptus Ministorum
ASUNTO: Interceptación de comunicado
DESTINATARIO: Inquisidor Halfadru Memphos, Asignado al Ordo Xenos
Mi señor,
Tal como me ordenó, he seguido al Adepto G... desde hace ya nueve semanas. Su parálisis es cada vez más aguda y ha perdido sin cesar capacidad visual. Me ha sido bastante fácil revisar los pergaminos de datos mientras se encontraba distraído. He logrado apoderarme de unos cuantos objetos que le serán de interés (y que podréis encontrar en el punto de recogida Hvrax dentro de cinco rotaciones), pero me pareció que merecía la pena correr el riesgo de enviaros este mensaje de forma directa, ya que es bastante escueto, además de que os resultará de gran interés, dado vuestro especial empeño en estudiar esa raza alienígena exótica, los eldars.
Espero que esta última remesa de información sirva para cumplir mis «obligaciones». En cualquier caso, la salud de mi mujer ya es tan mala que no creemos que sobreviva más de unos pocos días. Dentro de poco no dispondrá de ninguna clase de poder sobre mí, ya que mi propia vida no significa nada para mí. Créame si le digo que si no vuelvo a tener noticias suyas, moriré siendo un hombre feliz.
Rhan'hei
[Comienza transcripción): Mi gran amigo, debo hablar con vos.
Los augurios me han vaticinado sucesos de enorme importancia más allá de este lugar en el tiempo, sucesos que incluso pueden llegar a traemos conocimientos de asuntos largo tiempo olvidados.
Soy Athenys, del mundo astronave [censurado], de tan mala fortuna. Por tanto, soy pariente del vidente Eldrad Ulthran. Su saga sobre el inquisidor humano renegado al que conocemos con el nombre de Jaq [trad: ¿dragón?] y el puñado de individuos que lo acompañan ha sido considerada durante muchas generaciones carente de final, al igual que su irrupción en la sagrada y secreta Biblioteca Negra y el robo de nuestro libro del destino más preciado, el Rhana Dandra.
Hace algunas rotaciones, mientras me encontraba en mi [trad: ¿valle de hojarasca?] observando la miriada de entramados y cambios de la telaraña, observando todos los posibles futuros que pueden acabar aconteciendo a nuestra raza, mis sentidos captaron un rastro serpenteante. Estaba entretejido con tal [trad: ¿confusa madeja de hilos?] de posibilidades que al principio creí que se trataba de las trazas, no de un hecho que estaba [trad: ¿pescado de aleta alta?] sin duda a punto de ocurrir, sino de un hecho que jamás había ocurrido. ¿¿Cómo es posible?? [Fallo momentáneo de la transmisión) antes de ese terrible momento.
Y sin embargo..., en el interior de ello, casi palpitante como un corazón que latiera, se encontraba el desafiante registro psíquico de ese tal Jaq [?]. Al seguir las trazas de su espíritu dentro de la telaraña y más allá, pude rastrear esa línea vital hasta el final y revelar el final de su saga. Una conclusión, sin embargo, que puede no ser más que una [trad: ¿capa de nubes bajas?] tendida por el Gran Enemigo.
Ya que conozco el tremendo agravio que este humano supuestamente le ha causado a toda nuestra raza, creo de un modo ferviente que no puedo hacer caso omiso de esta [trad: ¿herramienta de perforación de un carpintero?] como un simple capricho. Todos mis sentidos me indican que este inquisidor y sus actos son poco más que un mito, un ¿? [Fallo momentáneo de la transmisión] más que una realidad auténtica. Sin embargo, mi espíritu me insiste en que estos actos, tanto tiempo ocultos a nuestros ojos, pueden haber ocurrido perfectamente del modo que yo observé.
Así pues, ése es mi dilema. Le debo a mi raza y a mi mundo astronave la búsqueda de la verdad sobre todo este asunto. Tenía la esperanza de que me podríais ayudar con vuestra excelente habilidad en mí [trad: ¿curioseo, acercamiento?]. Os propongo encontrarnos en la [trad: ¿Sala de las Manos Alzadas?] cuando nos llegue la hora declinante, donde podré contaros todas las partes de mi dilema. [Fin de transcripción]
UNO
RUNAS
—Has fallado —le increpó con un siseo el arlequín a Zephro—. Estúpido humano débil.
La expresión que mostraba la máscara camaleónica del arlequín era de desprecio y burla. Hasta los caleidoscópicos ropajes del alienígena, tan fruncidos, tan llenos de cintas y de adornos, parecían burlarse de Zephro Carnelian, con su atuendo de triángulos rojos y verdes y que le parecía tan «arlequinesco».
¿Acaso Zephro no parecía otra cosa que un payaso con aquel tricornio que incluía una ostentosa pluma roja? ¿No semejaba más bien a un mono humano que tan sólo imitaba a los raudos eldars?
—Así que estás «iluminado» —se mofó el arlequín.
Zephro se encogió en su fuero interno por la pulla. ¿Debería pedirle ayuda al vidente Ro-fhessi, su mentor, su amigo? Esperaba que todavía fuese su amigo, ¡si es que alguna vez lo había sido de verdad!
Si su presunto amigo había oído la burla, no dio muestra alguna de que hubiera sido así. El visor parecido a un morro de caballo del yelmo decorado de Ro-fhessi mantenía oculta la expresión del rostro del vidente. No era el momento adecuado para molestar a Ro-fhessi, sobre todo si se tenía en cuenta que su mentor, Eldrad Ulthran, estaba a punto de lanzar las runas. Todos sus pensamientos debían estar concentrados en el rito de adivinación que se iba a realizar. En realidad, Zephro debía sentirse privilegiado de que le permitieran asistir a la ceremonia, sin importar cuál fuese el resultado final. La hostilidad procedente del grupo de arlequines era comprensible, era aceptable.
Quizá la presencia de Zephro no fuese tanto un privilegio como una necesidad lamentable debido a su actuación en el fracaso que había hecho preciso aquel rito adivinatorio. ¿Fracaso? No..., más bien catástrofe.
Visto desde el espacio, el mundo astronave de Ulthwé se asemejaba a una catedral coralina de recargada decoración que tuviera las dimensiones de una luna mayor, aunque fuese horizontal y no esférica. Las cúpulas que se extendían a lo largo de toda su superficie lo embellecían como si fueran gemas que salpicasen un escudo dorado. Muchas de esas cúpulas estaban a oscuras en esos tiempos. Otras relucían tan sólo con un leve resplandor espectral. Con varios cientos de años de paz, el hueso espectral de Ulthwé, ese material psicoplástico, sería capaz de autorrepararse hasta que el escudo reluciese por completo y las gemas resplandeciesen.
Por desgracia, la paz era algo de lo que carecían desde hacía mucho tiempo.
Pegado a la popa del mundo astronave, flotaba un torbellino de luz de oscuridad lóbrega. Contenido en estasis como si se tratara de una galaxia joven, ese torbellino era el portal principal de Ulthwé a la Telaraña. Las naves espectrales podían alcanzar las estrellas más lejanas a través de él. Sin embargo, el mundo astronave no utilizaba ese torbellino como medio para avanzar. Eran unas velas etéreas las que impulsaban a Ulthwé en su carrera para alejarse de otro torbellino de estrellas mucho mayor y terrible situado a muchas decenas de años luz de él. En aquellos días, el Ojo del Terror parecía expandirse a mayor velocidad de la que podía huir Ulthwé.
Allí, en aquel golfo interestelar, la cantidad de energía que se lograba recoger era escasa. El mundo astronave sólo podía avanzar con lentitud.
¿Cuánto tiempo quedaría antes de que un peligro extremo los obligara a reunir todas las gemas espirituales disponibles para implantarlas en los cuerpos blindados de combate de los guardianes espectrales? Si aquellos cuerpos artificiales resultaban destruidos, los espíritus que albergaban de forma temporal se perderían de forma irrevocable.
¿Cuánto tiempo quedaría antes de que el Avatar del Dios de la Guerra fuera despertado? La furia asesina del Avatar era capaz de destruir a sus enemigos..., pero también el lugar donde se librara la batalla, incluso si ese lugar era una parte del propio Ulthwé, tan destrozado ya.
Eldrad Ulthran dejó a un lado el gran báculo y la larga espada antes de quitarse el yelmo y dejar al descubierto la cabeza. Tenía el cabello teñido de plata. Cada uno de los movimientos fue lento y deliberado, como correspondía a la gravedad del momento, sin duda. Sin embargo, en aquellos días, Eldrad se movía con lentitud, como si estuviese atravesando una melaza temporal invisible antes de detenerse del todo.
Eldrad sacó las piedras rúnicas de una bolsita que llevaba en el cinturón. Lanzó una de ellas sobre el hueso espectral al descubierto. Luego anunció de modo formal el asunto de la adivinación, que no era más que el último de una serie de asuntos graves y penosos sobre el mismo tema.
—¡El inquisidor Jaq Draco! —declaró Eldrad—. ¡Draco, el que penetró en la Biblioteca Negra!
Así era. Un fracaso. Una catástrofe.
Eldrad, junto a Ro-fhessi, Zephro Carnelian, el brujo Ketshamine y media docena de arlequines, se encontraba en la Cúpula de los Videntes de Cristal.
Debido a los ataques de los incursores del Caos, muchas zonas de Ulthwé habían quedado convertidas en áreas desiertas y en ruinas, en odiosas regiones devastadas. Sólo los guardianes negros y los guerreros especialistas utilizaban aquellas partes desoladas y lóbregas, y sólo como zonas de entrenamiento de combate.
Otras partes del mundo astronave conservaban su sublime elegancia inicial, con esbeltas pirámides y torres acanaladas que se alzaban entre bosquecillos de árboles que parecían esculpidos en jade.
La Cúpula de los Videntes de Cristal era un lugar de una belleza sagrada especial y de un poder casi intimidatorio. Era allí donde el núcleo de hueso espectral de Ulthwé estaba a la vista y formaba el suelo, un suelo de color crema salpicado de vetas doradas. Ese material con potencial psíquico, casi vivo, que formaba la armazón del mundo astronave, estaba cubierto por un manto de hierba y tierra o por suelos de mosaico y de mármol..., o por cascotes y ruinas.
Allí, desde la esencia desnuda de Ulthwé, se alzaban millones de árboles de hueso espectral. Cada uno de los enormes árboles había crecido a partir de la joya espiritual de un ciudadano muerto para así unir sus almas a la propia sustancia y conciencia de Ulthwé. En los claros entre árboles de la cúpula se veían numerosos cuerpos cristalizados anclados al suelo. Eran los videntes que habían logrado una armonía completa con aquel lugar, algo que le ocurriría en poco tiempo a Eldrad Ulthran. Habían pasado bastantes años desde que Eldrad había salido de la propia cúpula. Habían pasado décadas desde que Eldrad había abandonado Ulthwé en una misión como la que había rescatado a Zephro de las garras del Caos, más de un siglo antes.
Los árboles de hueso espectral más antiguos y de mayor tamaño habían crecido hasta atravesar la cúpula y salir al espacio. Aquella bóveda transparente capaz de retener la atmósfera estaba formada por una sustancia híbrida compuesta por materia sólida y energía y permitía con facilidad el paso de las copas de los árboles. Las ramas superiores de cada tronco se convertían en tentáculos que salían, inquisitivos, de una burbuja transparente de suave luz a un lago de negro vacío.
Las estrellas no eran más que pequeñas lámparas en aquel lago oscuro. Muchas habían acabado absorbidas hacía ya iones por la gangrena espeluznante, la horrible bilis y la ictericia infecciosa del Ojo del Terror, que era demasiado visible al otro lado de la cúpula. La irrealidad de pesadilla devoraba cada vez más soles y transmutaba cada vez más planetas hasta convertirlos en hogar de monstruos y de demonios.
Si los invasores procedentes del Ojo del Terror conseguían por fin apoderarse de Ulthwé, no sólo morirían los defensores del mundo astronave, sino que también quedarían destruidos los bosques de hueso espectral. Diez mil años de patrimonio y legado de la otra vida acabarían desintegrados..., aunque no caerían en el olvido. No. Todos los espíritus de los muertos terminarían inmersos por completo en los tormentos infernales del Caos.
—¡Draco encontró el paradero de la sagrada Biblioteca Negra y entró en ella! —exclamó Eldrad.
Sin duda, sin duda. Aquel lugar, oculto en la propia Telaraña, protegido por fuerzas terribles, con su localización exacta conocida tan sólo por los grandes arlequines, era depositario del mayor conocimiento sobre demonios y debería haber sido impenetrable para siempre a menos que se dispusiese de un guía que indicara el camino. Draco no podía, no debía, haber sido capaz de encontrar la Biblioteca Negra sin ayuda y mucho menos de entrar en ella.
Pero lo había hecho.
Todavía peor: había robado uno de sus libros.
El brujo Ketshamine apoyó su cuerpo de elevada estatura sobre la empuñadura de la espada bruja hasta que la punta afilada se hincó en el hueso espectral desnudo. La máscara de Ketshamine representaba un cráneo blanquecino, lúgubre e inmutable. La mata de cabello que salía de detrás de la máscara era negra como el carbón. En las mangas anchas y negras y en la amplia falda lucía unas enormes runas bordadas iguales a las que aparecían en las piedras. Ketshamine también poseía poderes psíquicos, aunque los suyos estaban más orientados hacia sus usos mortíferos en combate que hacia el estudio del flujo continuo y cambiante de las probabilidades y de las profecías, y no llegaban a la capacidad de un vidente.
—¡Draco robó el Libro de Rhana Dandra! —expresó en voz alta Eldrad.
Así era. El mutable Libro del Destino había desaparecido. Ya no se encontraba en la Biblioteca Negra de la Telaraña..., por culpa del maldito Jaq Draco.
Había sido Zephro quien había involucrado a Draco en los asuntos de los eldars.
¡Pero no sin una buena razón! No sin la aprobación y la guía de sus superiores. No sin que el nombre de Jaq Draco apareciese en el propio Libro del Destino.
—¿Robó Draco el Libro de Rhana Dandra para rehabilitar su nombre en el Imperio? ¿Adónde lo ha llevado? ¿Qué ocurrirá?
Eldrad lanzó las demás piedras mientras lo decía. Se quedó mirando con atención el dibujo que habían formado sobre el hueso espectral y las formas de las propias runas. El vidente comenzó a entrar en trance. Las runas ya habían empezado a brillar a medida que se convertían en canales de energía, pero no sólo la energía del océano psíquico que rodeaba la realidad material, sino también la energía espiritual de los pasados videntes gracias al contacto físico con el hueso espectral.
Las runas se calentaron. Al hacerlo, sus formas cambiaron de un modo sutil.
Las piedras empezaron a irradiar calor.
Calor naranja. Calor rojo.
Eldrad lanzó un grito con una voz aguda y extraña.
—¡Cuando Draco robó en la Biblioteca Negra, sufrió una tragedia...! ¡Una tragedia tan terrible que lo más probable es que lo vuelva loco!
¿Una tragedia? Aquello era algo nuevo, extraído del océano psíquico.
—¿Qué clase de tragedia? —preguntó Zephro de un modo impulsivo.
Ro-fhessi, con un gesto impaciente de la mano, indicó a su protegido humano que se callase. Eldrad estaba estudiando con atención la madeja de probabilidades futuras. La «tragedia» de Draco era la responsable de la probabilidad de que enloqueciese, por lo que esa tragedia aparecía en el flujo de causas y efectos. En cuanto a la tragedia en sí, que ya había ocurrido, sólo se sabía que ya se había producido, pero no su naturaleza exacta.
El miedo se apoderó de Zephro. Los eldars habían planeado que Draco fuese víctima de una posesión demoníaca y que luego se le llevara hasta la salvación. Draco se convertiría en un «iluminado», como el propio Zephro, y sería inmune al Caos.
Había creído que Draco se convertiría en un illuminatus y, como tal, les ayudaría a buscar y descubrir a los hijos ocultos del Emperador. El señor de los humanos había engendrado a esos hijos antes de quedar incapacitado y confinado en el Trono Dorado hacía ya diez mil años. El Emperador no conocía la existencia inmortal de sus descendientes. Sus hijos eran vacíos psíquicos para su mente y ellos no comprendían la propia naturaleza de su existencia hasta que los illumínati se la explicaban.
Los hijos debían convertirse en caballeros sensei y formarían un cuerpo de guardia, a la espera. Cuando el Emperador acabase fallando y el Caos se abalanzara para devorar el cosmos, esos caballeros sensei, todos ellos aspectos del propio Emperador, librarían la última batalla. O eso creían.
El nombre que los eldars le habían puesto a la última batalla entre la realidad y el Caos era la Rhana Dandra. En el Libro del Destino eldar estaba escrito que el resultado de la batalla final sería un cataclismo de proporciones cósmicas que daría como resultado la aniquilación mutua del Caos y de la realidad. Eso, al menos, sería preferible al triunfo del Caos.
¡El Caos! Ya existían cuatro grandes dioses del Caos, que se comportaban como reyes malignos y rivales entre las incontables entidades poderosas que poblaban el espacio disforme. El colapso convulso y psicótico de la civilización eldar, que se extendía de un extremo a otro de las estrellas desde hacía diez mil años, había provocado el nacimiento de la ignominiosa deidad Slaanesh.
Si la raza humana, aunque más débil, se hundía, aparecería un quinto dios del Caos para acabar por fin de separar la realidad de la cordura.
Pero existía una alternativa...
Inmerso en el océano psíquico del espacio disforme, alimentado por lo que hubiese de noble en la humanidad, una fuerza del bien podía aglutinarse: el Numen, el sendero brillante, la luz de los Nuevos Hombres que renovarían la humanidad.
¡Era una esperanza tan frágil! Los videntes eldars habían entrevisto que el Numen podría emerger cuando el Emperador fallase finalmente.., si sus hijos se fundían en una tormenta mental, si quedaban consumidos en esa deflagración psíquica para dar luz a un fénix de salvación y renovación. De ese modo, el Apocalipsis se podría evitar. Los videntes dirigirían un cosmos renovado y luminoso. Los eldars recuperarían su gloría de antaño.
Se suponía que Jaq Draco iba a desempeñar una misión pequeña pero crucial en todo aquel proceso. Sin embargo, la naturaleza exacta de esa misión estaba envuelta en el misterio.
Y Draco acababa de robar el Libro del Destino.
Quizá lo había hecho por pura venganza. Draco había descubierto el plan preparado para que lo poseyera un demonio y la subsiguiente purificación y había reaccionado de un modo muy negativo.
Si Draco estaba a punto de enloquecer..., bueno, la locura tan sólo estaba a un paso de la posesión demoníaca. La locura era una puerta abierta para cualquier demonio. Draco estaba suelto y sin supervisión alguna. Además, ¡llevaba consigo el inestimable y poderoso Libro de Rhana Dandra! Una catástrofe. Un desastre.
Una duda terrible asaltó a Zephro: ¿y si en realidad los eldars no controlaban a la mayoría de los illuminati y, por tanto, a los hijos del Emperador? Zephro le debía la salvación de su alma a los eldars, lo mismo que otros illuminati. Sin embargo, existían pruebas de que algunos illuminati renegados estaban esforzándose por crear un arma psíquica cataclísmica con la que destruir al inmundo Caos y a los alienígenas por igual.
Aquellos renegados se afanaban en infestar los mundos del Imperio con insidiosos parásitos psíquicos. El parásito «hidra» era capaz de permanecer aletargado durante siglos. En algún momento del futuro, convertiría de repente a toda la raza humana en esclavos mentales. Todas esas personas esclavizadas psíquicamente se lanzarían a un ataque de paroxismo letal y el resultado más probable de todo ello, o eso se temían los videntes, sería la aparición del quinto poder del Caos.
Zephro se había infiltrado en la conspiración Hidra para sabotear aquel peligroso plan.
¿Y si no era más que un títere? ¿Qué pasaría si existían más illuminati y él no lo sabía? Otros que se hubieran purificado solos y por sí mismos y que también hubieran reunido a los hijos del Emperador para crear una verdadera guardia. ¿Qué pasaría si los actos de los eldars, o sus propios actos, no fuesen más que un engaño imitador de esa búsqueda verdadera por parte de individuos iluminados, una búsqueda verdadera que realmente estuviese acercando al Numen a la humanidad?
¿Qué pasaría si los persuasivos eldars estuviesen tan seguros de que el apocalipsis de la Rhana Dandra fuese tan inevitable que lo que en realidad pretendían era consumir a los hijos del Emperador en esa hora cataclísmica para asegurarse por completo la destrucción mutua del Caos y del cosmos y que nada sobreviviera?
¡Zephro no debía albergar semejantes dudas! Se sentía extraño sólo porque Draco había provocado aquel desastre, porque algunos arlequines lo despreciaban y lo culpaban de todo aquello.
Ro-fliessi no lo culpaba. Seguro que no.
Las runas fluctuaban y relucían. Las piedras brillaban al rojo blanco. La energía surgía de aquellas piedras, desde la disformidad hasta el hueso espectral, desde el hueso espectral hasta la disformidad. Incluso los árboles de hueso espectral retemblaban. Sin duda, en los claros entre árboles, hasta las propias estatuas cristalinas de los videntes estarían vibrando.
—¿Dónde es posible que Draco sucumba a la locura? —gritó Eldrad—. ¿En cuál de los mundos?
Se oyó un trueno, un crujido restallante.
Zephro creyó por un momento que una de las piedras rúnicas había estallado.
¡No! ¡El ruido procedía de arriba..., de la propia cúpula!
Aescos atravesaba el domo hasta llegar al espacio, acababa de estrellarse una nave. Los contornos del aparato cambiaban de un modo antinatural. Durante un segundo parecía un escarabajo, pero al momento siguiente se asemejaba a un cangrejo. Sus garras frontales, rodeadas por rayos de energía maligna, ya estaban desgarrando la propia sustancia de la estructura de la cúpula.
Detrás de ella se acercaba otra nave.
Aquellas astronaves no estaban allí hacía unos instantes. O más bien, estaban allí, pero invisibles a los centinelas eldars mediante brujería de ocultación.
En cuanto la primera nave logró atravesar la cúpula, un chorro de plasma surgió de su morro. Las salpicaduras compactas de gas hipercalentado e incandescente impactaron contra un enorme árbol y luego contra otro. Los gigantescos troncos cayeron derribando otros árboles de menor tamaño y los partieron con un chasquido seco. El aullido de la atmósfera que se escapaba resonaba como el aullido de agonía de los árboles.
El aullido fue disminuyendo poco a poco a medida que la cúpula se iba autorreparando sola..., hasta que la desgarraron una segunda vez cuando llegó la siguiente nave.
El primer intruso iba descendiendo con lentitud mientras rotaba sobre su propio eje horizontal y disparaba chorros de plasma en todas direcciones excepto hacia donde se estaba llevando a cabo el rito de adivinación...
i... que todavía no había concluido! El Caos jamás se había atrevido a lanzar un ataque contra aquel lugar de poder. Sin embargo, la necesidad urgente de llevar a cabo aquella adivinación hacía imposible por completo la huida ante aquel ataque. Eldrad rezó para que hubiera suficientes guardianes y guerreros especialistas para repeler la incursión.
—¿En cuál de los mundos? ¡Mostrádmelo! ¡Mostrádmelo! —le gritó a las piedras.
¿Dónde? Era más fácil encontrar una aguja en un pajar o una pulga en el pellejo de un oso. Que Draco llevase encima el Libro del Destino parecía bloquear la capacidad de percepción del vidente y le impedía averiguar el paradero del infernal inquisidor....
Sin duda, Draco habría salido de la Biblioteca Negra y se habría adentrado en la Telaraña, el laberinto de túneles de energía que atravesaban el espacio disforme. Existían muchas entradas y salidas a mundos humanos, aunque sus habitantes no lo sabían.
—¡Mostrádmelo!
Lo que le mostraron fue algo distinto por completo.
Zephro se vio asaltado por una fuerte sensación de náusea, a la que acompañó una visión momentánea. Vio un paisaje de pesadilla repleto de volcanes, de llanuras de lava y de riscos puntiagudos. El cielo sombrío y lóbrego tan sólo se veía iluminado por destellos de múltiples colores, unas descargas incesantes de energía antinatural. Sobre una cima vertiginosa se alzaba una gigantesca torre negra que parecía alcanzar el cielo. En lo más alto de esa torre titánica brillaba un gran globo ocular cristalino.
Aquella náusea le resultaba familiar a Zephro: se trataba de la pestilencia de la influencia demoníaca. Se deshizo de ella con un súbito impulso de fuerza de voluntad.
¿Habrían tenido los demás la misma visión? Ya no podían retrasar más hacer frente al ataque. El brujo Ketshamíne descargó varios rayos de energía con la espada contra la nave que ya descendía. Los relámpagos centelleantes alcanzaron el aparato pero salieron rebotados de inmediato contra los árboles del bosque y destrozaron el hueso espectral.
La nave se dispuso a aterrizar en la gran cicatriz que estaba creando para ella.
Los arlequines desenfundaron las armas shuriken y láser que llevaban en las pistoleras ocultas entre las bufandas, los cinturones y las grandes hebillas de sus brillantes trajes, unos trajes que de repente quedaron envueltos en relucientes destellos con todos los colores del arco iris.
Varios grupos de guardianes negros aparecieron a lo lejos empuñando las temibles catapultas shuriken. Sus cascos dorados parecían cabezas de abeja pegadas a los cuerpos de hormigas-guerrero de dos piernas y color ébano. En los estandartes dorsales que llevaban algunos se veía el emblema rúnico del ojo que derramaba una lágrima de apasionada pena vitriólica por los sufrimientos de Ulthwé.
Unos enjambres de arañas surgieron del hueso espectral al descubierto. Aquellas pequeñas criaturas blanquecinas se materializaron brotando de la propia sustancia del hueso. ¡Miles de arañas, decenas de miles, lanzadas como una defensa psíquica del mundo astronave! Una alfombra de aquellos seres avanzó ondulante por el suelo.., hacia las piedras rúnicas al rojo blanco.
¡Por supuesto! Las piedras estaban actuando como una baliza psíquica. Las runas se encontraban en un estado de activación tan intenso que habían guiado a los atacantes hasta la Cúpula de los Videntes.
Las arañas se abalanzaron sobre las piedras, las cubrieron y se convirtieron de forma casi instantánea en vapor siseante. Las siguió otra oleada, dispuesta a apagar las runas. Sin duda alguna, el rito de adivinación había terminado. ¡Fue terrible que no hubiese traído la verdad deseada, sino a los discípulos del Caos en su lugar!
Una visión urgente asaltó la sensible percepción de Zephro. Una imagen: una cúpula desierta en algún otro punto de Ulthwé. Una incursión a través de un portal de la Telaraña..., ¡por marines espaciales del Caos! Una escuadra tras otra de guerreros del Caos aparecían en la visión, apoyados por letales diablíllas de Slaanesli. ¡Se trataba de una situación apremiante, de una emergencia!
Se estaba produciendo un segundo ataque, llevado a cabo por las viles perversiones de guerreros humanos que antes habían sido combatientes nobles y orgullosos, pero a los que el Caos había pervertido diez mil años antes y que se habían convertido en los portaestandartes eternos de su depravación feroz.
Los estandartes de batalla que llevaban enganchados a las placas dorsales eran tan grotescos y obscenos como para hacer sentirse enfermos a los testigos del ataque. Zephro compartía su náusea.
El perfil de la nave que iba en cabeza se estabilizó y tomó una forma rectangular, con alerones afilados como cuchillas y pinzas en la parte delantera. La nave que la seguía continuaba disparando mientras descendía y provocaba nuevos destrozos en el bosque sagrado.
Una tercera nave apareció sobre la cúpula, pero un navío espectral eldar de Ulthwé se lanzó al ataque contra ella. Las grandes velas de la astronave eldar se hincharon al recoger las partículas del escaso éter. ¡Éter! El espacio estaba repleto de la presión radiante procedente del Ojo del Terror, que era lo que estaba propulsando al navío permitiéndole maniobrar. Un cañón de fusión situado en cubierta disparó con un destello cegador.
Un instante después, la nave incursora se convirtió en una bola de luz tan intensa que las repentinas sombras causadas por los árboles fueron como grandes garrotes que golpearan el amado suelo de Ulthwé. La visión de Zephro quedó llena de puntitos luminosos y sombras alargadas.
¡Qué tremendo impulso psíquico! Seguía viendo el paisaje desolado de otro punto de Ulthwé como destellos estroboscópicos.
Los guerreros especialistas ya estaban respondiendo a la invasión. Las espectros aullantes, con las armaduras rojas y blancas, avanzaban contra el enemigo. Poseídas por el espíritu de su santuario, aquellas guerreras se lanzaban al combate profiriendo alaridos capaces de aturdir la mente. Las máscaras de las armaduras tenían la forma de un feroz rostro aullante. Las descargas de energía salieron parpadeando de las pistolas láser. Las espadas de energía zumbaban ante la expectativa del combate.
Las diablillas se lanzaron a la carga contra los espectros. ¡Aquellas diablillas, tan deseables por los muslos, los pechos y las curvas de las caderas, y tan mortíferas en los demás aspectos! Cuán celosas estaban de las espectros, cuán deseosas de destrozar a las hembras eldars con las enormes pinzas que llevaban al extremo de los brazos, cuán ansiosas de empalarlas con el agudo aguijón de sus colas.
Detrás de ellas avanzaban los guerreros del Caos. De todas partes de sus armaduras surgían excrecencias parecidas a las de los crustáceos. Empuñaban bolters de formas obscenas. ¡Y aquellos estandartes que mostraban unos iconos eróticos tan extraños como ofensivos!
Los guerreros escorpiones de Ulthwé atacaban por el flanco. ¡Escorpiones asesinos! Corrían con una ligereza increíble, ya que la agilidad era su defensa contra los proyectiles explosivos que escupían los bolters de los renegados del Caos. La agilidad y la resistente armadura de color verde oscuro festoneada de negro funerario.
Los escorpiones dispararon ráfagas de estrellas shuriken con las pistolas. Las estrellas rebotaron contra las armaduras del Caos. Los escorpiones asesinos se esforzaron por encontrar una oportunidad para lanzarse a la carga y clavar a sus enemigos los aguijones. En cuanto estuvieran trabados en combate cuerpo a cuerpo, los dispositivos que llevaban incorporados a los cascos descargarían un tremendo chorro de agujas energéticas envueltas en un rayo de plasma para luego dar el golpe de gracia con las espadas sierra.
Más marines del Caos desembarcaron de la nave que había conseguido posarse en el suelo de la cúpula. Los acompañaban una manada de hombres bestia.
Los nuevos marines iban armados con bolters pesados y con cañones láser. Sus servoarmaduras eran angulares en extremo. Las hombreras eran redondeadas, pero el resto mostraba unos ángulos agudos y letales. Unos paneles sobresalían de los cascos como hojas de hacha. Todo su aspecto era angular. Las armaduras también mostraban efigies y talismanes que habrían enfurecido a cualquier marine espacial devoto. Eran burlas sobre el honor o recuerdos de victorias sangrientas sobre sus hermanos de batalla de antaño.
—¡Renegados de Tzeentch! —gritó Ro-fhessi.
Los hombres bestia avanzaban a mayor velocidad que los marines del Caos. Tan sólo llevaban una armadura ligera y corrían sobre unas extremidades que eran patas de animales. Les salían unos cuernos retorcidos de la frente y empuñaban los bólters con unas manos que más bien eran garras. En las vainas de la cintura portaban unos enormes alfanjes. Sus pezuñas dejaban marcado el signo del Caos en el hueso espectral. Sin duda, eran criaturas de Tzeentch, del Poder de la Mutabilidad, de la Transformación Destructora.
—He vislumbrado el torreón —gritó Zephro para confirmarlo.
Así era. La visión psíquica que Zephro había tenido era la de la Torre del Cíclope. Zephro la había reconocido por los terribles dibujos que Ro-fhessi le permitió ver una vez. Aquella torre se encontraba en el Planeta de los Hechiceros, en el Ojo del Terror. Aquel planeta era la fortaleza de los maléficos taumaturgos dedicados al Señor de la Transformación. En tiempos pasados habían sido verdaderos marines espaciales, pero se habían convertido en servidores de un amo que utilizaba ese ojo gigantesco para vigilar el espacio disforme. También espiaba el mundo de la realidad, deseoso de encontrar nuevos trofeos..., como por ejemplo, aquellas piedras rúnicas sagradas.
Era evidente que los otros marines espaciales del Caos, los que habían entrado por la zona devastada, eran servidores de Slaanesh, el señor del Deseo Perverso. ¿Era una simple coincidencia o ambos habían llegado a un acuerdo maligno para elegir el mismo momento de ataque?
Los guardianes negros dispararon las catapultas shuriken contra los hombres bestia y contra sus señores. Los marines de Tzeentch respondieron con disparos de los bólters pesados y de los cañones láser. Muchos de los disparos impactaron contra los árboles. Los proyectiles penetraron en profundidad y explotaron. Los árboles se estremecieron desde las raíces hasta las copas. Uno de los guardianes saltó en mil pedazos cuando uno de aquellos proyectiles le acertó de lleno. Otro ardió en una única llamarada feroz al ser alcanzado por el disparo de un cañón láser...
Los defensores de aquel lugar devastado, las espectros y los escorpiones, eran expertos en el combate cuerpo a cuerpo. ¿Dónde estaban los halcones cazadores, que podían lanzarle granadas al enemigo mientras lo sobrevolaban?
Los arlequines pasaban centelleantes de un punto a otro del bosque de hueso espectral. Una vez en movimiento, eran casi invisibles. Se detenían un momento para disparar rayos láser y ráfagas de pequeñas estrellas afiladas, pero eran muy pocos.
¿Dónde se encontraban los guerreros especialistas? ¿Dónde, dónde estaban? ¿Se habrían visto obligados a desviarse para rechazar el otro ataque?
¿Dónde estaban las plataformas gravitatorias con láseres multítubo? Era terrible pensar que unas armas como aquéllas tendrían que utilizarse entre los árboles sagrados.
¿Dónde estaban los cañones shuriken? ¿Dónde estaban los cañones espectrales?
Los arlequines siguieron moviéndose, apareciendo y desapareciendo.
Tzeentch deseaba lanzar una oleada de transformaciones destructiva y gigantesca por todo el cosmos, para así desencajar la propia continuidad espacio-temporal.
El demoníaco señor del Planeta de los Hechiceros había sentido sin duda la pérdida del Libro del Destino y también habría detectado sin duda los ritos de adivinación que Eldrad Ulthran había realizado con anterioridad. De lo que no cabía duda era de que la trayectoria final de aquellos atacantes del Caos la había guiado hasta Ulthwé el último y desesperado intento de Eldrad por localizar el Libro del Rhana Dandra y su ladrón. Era evidente que el destino era cruel.
Aquellas astronaves de forma cambiante habían atravesado el espacio disforme y habían regresado al espacio de la realidad muy, muy cerca de Ulthwé; tanto, que había tomado por sorpresa a sus defensores. Ulthwé siempre estaba rodeado y protegido por patrullas de navíos espectrales. No había ninguna estrella cerca del mundo astronave que obligara a las naves espaciales a emerger a millones de kilómetros de su objetivo. Cualquier atacante podía materializarse de repente sobre el propio mundo astronave, sobre todo si tenía una baliza psíquica como la que Eldrad se había visto obligado a encender.
Los otros marines espaciales, los de Slaanesh, habían aparecido irrumpiendo a través de la Telaraña, siguiendo alguna clase de rastro psíquico. Sin duda, debía de existir un portal en el planeta desde donde habían partido. Ese portal debía estar sellado. ¿Qué era lo que podía haber debilitado esos sellos? ¿Qué era lo que podía haber dejado ese rastro psíquico?
Una incursión anterior, la que había arrasado esa parte del mundo astronave, procedía de un planeta del Caos que giraba sobre sí mismo como una peonza enloquecida. Los guerreros especialistas habían expulsado a los marines del Caos de regreso a sus guaridas allí. Lo que habían visto era un paisaje enloquecedor. En mitad del cielo de ese mundo habían divisado un demonio henchido de alegría maligna recostado sobre la curva de una luna creciente.
Era más que probable que los invasores de Slaanesh procedieran de ese mismo planeta. Un adepto eldar había sellado la ruptura. ¿Qué era lo que podía haber abierto de nuevo la Telaraña al Caos aparte de una intrusión en su mundo desde el lado del mundo astronave?
El rastro llevaba hasta Ulthwé. El intruso entrometido debió de ser Jaq Draco en persona cuando huyó del mundo astronave para buscar la Biblioteca Negra. Por maldad o por estupidez, Draco había roto los sellos.
Maldito fuera Draco una y otra vez. No habría pasado mucho tiempo en aquel planeta con aquel demonio sobre la luna. Tan sólo habría sido una visita breve, ¡pero qué daños había causado!
Precedidos por los hombres bestia, los marines de Tzeentch ya estaban atravesando los claros del bosque. Se dirigían hacia el punto donde las piedras rúnicas seguían después de que la marea de arañas las hubiera apagado para abortar el intento de adivinación. Si los cañones láser hubieran sido capaces de recargarse con mayor rapidez, el avance habría sido mucho más veloz.
Los hombres bestias iban muriendo con rapidez bajo los disparos de los arlequines. Las arañas se esforzaban por atravesar la piel y el pellejo de aquellos cuerpos de animal para disolverlos, algo que desviaba la atención de los hombres bestia. Los marines del Caos parecían casi imparables en su avance. Las estrellas shuriken y los rayos láser rebotaban contra aquellas armaduras arcanas y antiguas. Los altavoces de las servoarmaduras aullaban cánticos de: ¡Tzeentch! ¡Tzeentch!, que luego se convirtieron en un rugido que gritaba: ¡Magnus!, ¡Magnus!, ¡Hijos de Magnus!
Era cierto: Magnus había sido su fundador y su primarca, pero se había convertido en el rey-hechicero en la Torre del Cíclope. Eran los autoproclamados Mil Hijos de Magnus.
El plan eldar incluía a los hijos biológicos del Emperador moribundo, quien desconocía la existencia de sus descendientes. Estos eran los hijos salvajes de otra estirpe. ¡Qué ironía más lúgubre! Eldrad Ulthran apuntó con el Báculo de UIthamar invocando y canalizando sus energías. Ketshamine lanzó otra descarga con su espada bruja. Era una forma de mandar un mensaje psíquico para pedir ayuda. ¿Dónde estaban los guerreros especialistas? ¿Dónde estaban las plataformas gravitatorias con las armas pesadas?
Maldito fuera Draco para toda la eternidad. Que los dioses lo volvieran loco y se convirtiera en el juguete de uno de los demonios.
No, eso no debía ocurrir. Debían encontrarlo.
Pero ¿cómo? Ulthwé estaba siendo atacado.
Otros mundos astronave se unirían a la búsqueda. La pérdida del Libro de Rhana Dandra resultaba una calamidad para toda la raza eldar. Los espías investigarían. Los arlequines recorrerían la Telaraña pasando por un mundo humano tras otro y arriesgarían sus vidas y montarían espectáculos como pretexto por su presencia.
Zepbro apuntó con la pistola láser a uno de los grandes hombres bestia, que empuñaba un alfanje. El arlequín humano estaba preparado para matar y morir.
De repente, apareció una plataforma gravitatoria. El artefacto avanzaba zigzagueando entre los inmensos troncos de los árboles. Detrás del arma pesada surgieron volando los halcones cazadores. Sus alas surcaban el cielo aullando, convertidas en borrones de color azul.
¡Todavía había esperanza! Pero era una esperanza desolada.
DOS
PEREGRINACIÓN
La región salvaje del continente meridional del planeta Karesh era en realidad pastos para cabra repletos de peñascos. Bajo aquellas malezas rocosas se extendían grandes cavernas de piedra caliza. Una de esas cavernas era un portal de entrada y salida a la Telaraña.
Bajo el suelo florecían colonias de líquenes fosforescentes. El tenue brillo azul de la Telaraña le parecería a cualquier observador casual desde el otro lado de la caverna un simple resplandor algo más fuerte que la luminosidad natural y habitual en el lugar. De ese modo, el portal quedaba camuflado.
De todas maneras, ¿quién iba a bajar desde la superficie para investigar? Aquellas cavernas eran enormes, tenebrosas y atemorizadoras. La curiosidad sin sentido no solía ser muy recomendable.
Sin duda, alguno de los pastores de cabras habría entrado alguna vez, quizá a la búsqueda de un animal que hubiese caído por uno de los pozos o que se hubiese adentrado demasiado en la caverna. Delante de la entrada a la Telaraña se alzaba un grupo de tres rocas con el cráneo de un carnero sobre cada una. Los cuernos de las calaveras apuntaban de forma defensiva hacia el túnel de color azul, como si pretendieran empalar a cualquier ser que saliese de allí.
Aquel grupo de calaveras implicaba que los habitantes del planeta eran gente primitiva. Lex sugirió que entraran de nuevo en la Telaraña para buscar un mundo de tecnología más avanzada. Jaq seguía profundamente afectado por la muerte de Meh'lindi y no se sintió capaz de tomar una decisión. Lex y Grimm discutieron unos momentos sobre el asunto.
Volver a entrar en la Telaraña suponía arriesgarse. Necesitaban comer, beber y descansar. Tenían que esconderse. Tenían que pensar. Tenían en sus manos el Libro del Destino, una obra alienígena escrita con unas anotaciones indescifrables en un lenguaje que ninguno de ellos conocía ahora que ella había muerto.
El libro era la clave para muchísimos secretos. Por ejemplo, aquel asunto de los hijos del Emperador. Ya que se suponía que el libro contenía varias profecías sobre el final de los tiempos, debía de incluir algunos detalles sobre esos hijos entre las anotaciones..., si es que esos descendientes existían de verdad. Tan sólo tenían la palabra dada por un arlequín al respecto, además de la de Zephro Carnelian. Ambas partes podían haberles mentido, pero el libro era la prueba definitiva, una prueba que no eran capaces de leer.
Para colmo, no podían arriesgarse a ponerse en contacto con ninguna de las autoridades imperiales. La Inquisición disponía entre sus miembros de personal experto sobre los asuntos de los eldars. Cualquiera de ellos habría dado un brazo por tener la oportunidad de revisar el libro. Sin embargo, la Inquisición había sido infiltrada por conspiradores y sufría una guerra intestina. Habían declarado a Jaq hereje y renegado.
¿En qué punto de la Telaraña se suponía que estaba el lugar donde el tiempo podía marchar hacia atrás? ¿Hacia el momento que Meh'lindi todavía estaba viva? ¡Mejor ni pensar en ello! Ni siquiera los grandes arlequines sabían dónde se encontraba ese lugar..., si es que realmente existía. Tan sólo alguien de una iluminación suprema sería capaz de hallar ese sitio. Un mago de capacidad extraordinaria...
Alguien como... ¿el propietario del Libro del Destino? Alguien como... ¿una persona que hubiera sufrido una posesión demoníaca y se hubiese redimido por sí sola?
—Todavía estás traumatizado —le dijo Lex con voz severa cuando mencionó aquella posibilidad.
—Rezaré para que me aclare las ideas —respondió Jaq, algo atontado. No rezó.
—Escuchad esto —dijo de repente Grimm—. Visité una vez una luna agrícola donde la gente era tan supersticiosa que hasta las ruedas estaban prohibidas porque representaban la ciencia sin dios. Conllevaba los peligros de la brujería, ¿entendéis? Pues bien, hasta en esa luna había plataformas gravitatorias y una capital apestosa donde habían construido un espacio-puerto.
Karesh demostró ser un planeta similar. No era que la rueda estuviera prohibida, pero el campesinado se encontraba sumido en la ignorancia y en la superstición más absolutas.
Encontrar la ruta de salida de la caverna les llevó un tiempo. Tropezaron con un pastor de cabras media hora después de llegar a la superficie, pero el individuo salió corriendo cuando los vio. Después de una hora caminando llegaron a un villorrio de covachas construidas con piedras sin argamasa.
Los campesinos quedaron asombrados por la estatura sobrehumana de Lex. ¿Aquel pecho suyo, con todas las costillas unidas bajo los músculos formando un sólido bloque, era un pecho humano? ¿Qué eran aquellos agujeros en la espina dorsal? Sí, eran las conexiones de su cuerpo con la armadura que había perdido. Los lugareños se mostraron desconfiados por la apariencia de Grimm, pero quedaron despavoridos con el ceñudo Jaq y su armadura de malla. Sin embargo, su dialecto era bastante comprensible, por lo que los tres dedujeron que aquel mundo no debía de estar demasiado aislado del Imperio.
Los campesinos recordaron ciertas leyendas sobre unos extranjeros de gran poder y poseedores de unas armas increíbles que recorrieron una provincia vecina para dedicarse a eliminar herejes y mutantes.
Los psíquicos eran muy temidos en aquella zona. Los habitantes del lugar hacían el gesto de los cuernos con la mano para espantar el mal, algo sobre lo que no se debía hablar demasiado en otras circunstancias. Debían entregar ofrendas a una amenaza sin nombre que era a la vez terrible y benigna y que se mantenía lejos de allí. ¿Era aquella amenaza el propio Emperador, con un culto algo deformado y malentendido? Los campesinos proporcionaron algunos regalos al trío para su camino hacia «la ciudad»: una túnica nueva de color beige para Jaq y un enorme chaleco tejido a mano para Lex. El chaleco había pertenecido a una especie de prodigio local, un granjero de gordura grotesca.
La ciudad resulté ser una aldea miserable, aunque disponía de un campo de aterrizaje. Los pastores llevaban los excedentes de ovejas a aquel lugar para que las sacrificaran, ya que los sesos de cabra eran una delicia muy solicitada por los gourmets de allende ciertos mares. Fue en aquel lugar donde los tres descubrieron por fin el nombre del planeta al que habían llegado, un detalle que los pastores de cabras habían sido incapaces de aclararles.
Karesh, el planeta se llamaba Karesh.
La capital era Ciudad Karesh. Cada dos semanas se enviaban sesos congelados desde aquella aldea a la capital. De no haber sido por esto, la región habría estado más aislada. El siguiente vuelo estaba previsto para dos días más tarde. Grimm entregó a regañadientes un magnífico amuleto de plata con la figura de uno de sus antepasados a cambio de comida y cama en una hospedería situada cerca del campo de aterrizaje.
Lex soborné al piloto de la nave de carga con una de las gemas más pequeñas que sacó de la cubierta del Libro de Rhana Dandra.
Con otra joya diminuta consiguieron alojamiento en Ciudad Karesh. Lex y Grimm se tuvieron que dedicar a estudiar el registro de naves interestelares que debían hacer escala en aquel planeta. Jaq continuaba hundido en la melancolía por la muerte de su cortesana asesina. ¿Estaba obsesionado por la búsqueda de la iluminación y la verdad..., o por el supuesto lugar oculto donde podría partirle el espinazo al propio tiempo y hacer que Meh'lindi regresara a la vida? A Lex y a Grimm les parecía a veces que era lo segundo. Sin duda, era consecuencia de su desolación. Después de conocer a un inquisidor como Baal Firenze, Lex respetaba por completo la atormentada lealtad de Jaq. Puesto que Meh'lindi habla muerto al servicio de Jaq, parte de esa lealtad la simbolizaba como algo vivo, de momento.
Lex comprendía muy bien cómo la muerte de un verdadero camarada podía afectar a una persona. Llevaba inscritos en los huesos de la mano izquierda y de forma repetida los nombres de dos camaradas marines espaciales que habían muerto décadas antes. Habla disuelto la carne de la mano en ácido para poder hacerlo.
Yeremi Valance y BifTundrish, de la colmena Trasoír, en el planeta Necromunda.
Los cirujanos de la fortaleza monasterio del capítulo le habían implantado fibra muscular sintética, cables de nervios y pseudopiel después de aquella tremenda penitencia autoimpuesta. Después de varias décadas, a Lex le seguía picando la mano cuando pensaba en aquellos nombres grabados en los huesos.
El mercante interestelar y nave de pasajeros Libre comercio, de Vega, pareció ser un modo adecuado de salir de Karesh. Según el registro, su capitán poseía una carta de comercio hereditaria muy antigua. Un capitán así debía ser un hombre de honor y era muy improbable que asesinara a unos pasajeros si pensara que llevaban algo de valor en el equipaje. No se atrevería a arriesgarse a perder su carta de comercio imperial para navegar y llevar a cabo negocios por donde quisiera sin tener la obligación de obedecer a la administración de la flota mercante. El espíritu emprendedor de alguien como él sin duda aceptaría un enorme rubí con el que podría comprar media docena de naves interestelares. Sin duda, también sería discreto.
Lo que para Jaq decidió el asunto fue el destino de la nave: ¡Sabulorb!
Meh'lindi había llevado a cabo una misión en aquel planeta. Tres años antes de conocer a Jaq, Sabulorb había sido el escenario de su hazaña más valerosa y espantosa. Simuló ser un horrible híbrido genestealer y se infiltró en uno de sus cultos secretos, donde mató al patriarca y logró escapar con vida.
Caminar por donde ella había caminado, a pesar de que lo hizo con el corazón lleno de horror... Ver lo que ella había visto... ¡Estar donde ella había estado!
Grimm puso una objeción cuando por fin estuvieron en la habitación de hotel y con las persianas de plastiacero bajadas para estar seguros de la privacidad.
—Mira, jefe, vale que ha pasado más de un siglo desde que ella estuvo allí, porque habéis pasado todo ese tiempo en estasis, pero es posible que Sabulorb siga infestado.
Los genestealers eran una raza furtiva. Intentaban lograr y mantener el control mediante la astucia. Se infiltraban en la sociedad por la puerta de atrás mediante los híbridos, que tenían un aspecto más normal y ocultaban sus verdaderas intenciones: apoderarse de toda la colectividad para transformarla de un modo monstruoso.
Las persianas de plastiacero estaban decoradas con dibujos de flores. Aromas frutales y florales se esparcían por el aire procedentes de pequeñas rejillas en el centro de las flores metálicas. Las paredes estaban cubiertas de ricos brocados con un friso de capullos en proceso de florecer en la parte superior. Una pintura dentro de un marco con filigrana mostraba una ninfa envuelta en un vestido de gasa transparente que bailaba de forma provocativa e inalcanzable sobre una enorme planta carnívora procedente de una selva llena de vaho.
—¿Suponéis —les preguntó Grimm— que lo de matar al patriarca dio como resultado que la amenaza saliera a la luz pública? Porque si no recuerdo mal, actuó en secreto.
Era cierto. Su «visita» al planeta había formado parte de un experimento bastante cruel por parte del director secundus del Oficio Asesinorum. Meh'lindi había informado del resultado de la operación tan sólo al director secundus de su templo.
—Puede que ese culto genestealer siga con sus planes bajo otro patriarca y otro magus —señaló Grimm con toda intención—. Es posible que hayan solucionado los daños que causó. Es más: incluso es posible que existan más ramas de la secta. ¿Cuál es la cadena de mando que tendría que recorrer cualquiera que quisiera intervenir?
Lex se quedó pensativo. Había pasado horas incontables en los scriptoriums de la fortaleza-monasterio de los Puños Imperiales, su capítulo. También se había familiarizado hasta cierto punto con el intrincado funcionamiento de las organizaciones imperiales. Muy pocas personas eran capaces de abarcar todos aquellos mecanismos burocráticos de un modo global.
—Si no recuerdo mal —dijo por fin—, el templo debió informar al Administratum y el Administratum debió llamar a las armas a un capítulo de marines espaciales.
En una galaxia tan inmensa, con tantas misiones para tan sólo un millón de marines espaciales, además de cientos de millones de funcionarios en la burocracia imperial, era perfectamente posible que se tardase años en tomar las decisiones adecuadas, a pesar de que los genestealers se consideraban una amenaza directa a la humanidad. El resultado podía tardar décadas en producirse.
Grimm se rascó la mejilla rubicunda cubierta por la barba.
—Es posible que ese director, Tarik Ziz, maldita sea su alma, borrara el informe de Meh'lindi porque no quería que nadie supiera el experimento que estaba llevando a cabo. Puede que no haya ocurrido nada todavía. Irse a vivir a ese planeta puede ser algo arriesgado.
Jaq sonrió.
¡Caminar por donde ella había caminado!
★ ★ ★
Grimm y Lex visitaron al capitán del Libre comercio a bordo de la nave en el espacio-puerto para preguntarle sobre las perspectivas comerciales de un planeta como Sabulorb y su estabilidad política, con vistas a conseguir un pasaje hasta ese mundo. También era posible que desearan ir a otro planeta. El magnífico rubí que Lex le mostró al capitán fue un discurso más que suficiente.
Lex no habló mucho y le dejó el discurso y la negociación a Grimm. El marine espacial ya se había arrancado de la frente los distintivos conmemorativos de los largos años de servicio con la ayuda de Grimm y de unas pinzas mientras estaban en el villorrio, al otro lado del océano. Lex se había guardado los clavos de metal en una pequeña bolsa de cuero. Debía ir de incógnito. A Lex le había dolido tener que quitárselos, pero no físicamente, sino en el ánimo. ¿No era un puño imperial capaz de soportar más dolor que nadie? ¿No era cierto que cualquier puño imperial le tomaba en privado cierta afición al dolor?
Sin embargo, la increíble musculatura de Lex descubriría su verdadera identidad a cualquiera que se hubiera topado en persona con uno de aquellos guerreros legendarios o que hubiera visto las holografias devocionales. El tatuaje en la mejilla, un puño esquelético que aplastaba la luna hasta sacarle sangre, revelaría a qué capítulo pertenecía a cualquier conocedor aficionado del tema. Esa persona incluso podría deducir por las ocho cicatrices que desfiguraban la frente de Lex que lo habían expulsado por alguna clase de acto deshonroso. Incluso si tuviese todo el conocimiento pertinente se preguntaría el motivo de que Lex hubiese quedado liberado de sus votos en vez de ser sentenciado a un proceso de cirugía experimental para que le extrajeran los órganos y los destinaran a un uso más sagrado.
Era muy improbable que Lex se encontrara con alguien que dispusiera de todos esos conocimientos. Además, con aquel chaleco y el taparrabos, Lex parecía más bien un esclavo de procedencia bárbara al servicio de Jaq, a quien acompañaba su asistente de confianza, Grimm.
Incluso si alguien hubiera llegado a ver todo el entramado de cicatrices antiguas que recorrían el torso de Lex, producidas por las operaciones para implantar los poderosos órganos internos adicionales de los marines, lo más probable habría sido que se imaginara que lo habían azotado sin piedad hasta convertirlo en un sirviente sumiso, sin duda después de su captura en uno de los mundos salvajes del Imperio. En caso de que se fijara en los huecos parecidos a enchufes de su espina dorsal, pensaría que aquel esclavo, en algún momento de su vida, había sido utilizado como servidor conectado directamente a una grúa o a una máquina excavadora.
Por lo que se refería a las cicatrices de la frente, seguro que le habían dado un golpe con alguna clase de rastrillo, y gracias a su grueso cráneo había sobrevivido al impacto.
Para reforzar su imagen de bárbaro, Lex dejó de hablar el gótico imperial alto con fluidez y volvió a utilizar la jerga pandillera del submundo de su ciudad colmena natal en Necromunda. Era un puño imperial, un pensador. Era capaz de fingir sin ningún problema.
Grimm y Lex se enteraron por el viejo pero activo capitán que Sabulorb era sin duda políticamente estable..., de momento. En el planeta se habían infiltrado, o eso se rumoreaba, alimañas alienígenas, pero, gracias al Dios Emperador, los marines espaciales habían purificado el planeta setenta y cinco años estándar antes. ¡Nada menos que marines espaciales! ¡Ultramarines, por lo visto! Era evidente que el capitán no relacionaba a esos marines con el gigantesco bárbaro que tenía en su propio puente de mando.
—¿Alguno de esos ultramarines se quedó para..., no sé, establecer un puesto de reclutamiento? —le preguntó Grimm.
No lo habían hecho. Las ciudades de Sabulorb habían necesitado grandes reparaciones antes de que la economía se recuperara. Se había producido una gran devastación y muchas muertes. Pero les dijo que se tranquilizaran, que lo ocurrido ya formaba parte del pasado. Sabulorb había superado su fase de recuperación y se encontraba de nuevo en un momento de prosperidad relativa. Además, era Año Santo en el planeta. Los millones de peregrinos que acudían lo hacían con las bolsas repletas de dinero.
Qué oportuno para el trío que Sabulorb esperara tantos visitantes de otros planetas.
Qué predecible que se hubieran producido tantos daños y muerte tres cuartos de siglo antes. La operación de los ultramarines había tenido lugar veinticinco años después de la misión de Meh'lindi en Sabulorb. Desde luego, no se trataba de una respuesta rápida en términos imperiales, aunque se había producido en menor tiempo que otras similares. ¿Alguno de los burócratas habría enviado el informe al lugar equivocado? ¿Habría borrado Tarik Aziz la información sobre el asunto? ¿Habría llegado el aviso sobre la infiltración alienígena por otro lado?
Fuese cual fuese la razón, lo cierto era que aquel período de veinticinco años había permitido a los alienígenas reforzarse mucho, por lo que su respuesta al ataque de los marines espaciales había sido, en correspondencia, mucho más violenta. Pero a pesar de todo, Sabulorb había sido purificado.
El viaje de Karesh a Sabulorb comenzó con un breve trayecto impulsado por los motores de plasma convencionales para salir a la zona de salto del sistema planetario. Aquello llevó tres días, a los que siguió el salto al espacio disforme, que atravesaron en tan sólo setenta horas, aunque recorrieron varios años luz. La Libre comercio emergió en la zona exterior del sistema Lekkerbek, un próspero puerto de renombre.
Se adentraron en él y lo cruzaron durante varios días hasta prepararse para el siguiente salto, similar al primero, para por fin llegar al exterior del sistema Sabulorb. El viaje hasta el planeta en sí duró casi una semana, ya que el sol del sistema era una estrella gigante roja.
En total, incluida la parada en Lekkerbek, fue un viaje de tres semanas.
Jaq permaneció encerrado en la suite de tres estancias conectadas entre sí durante todo el trayecto. Lex decidió que era mejor no dejarse ver demasiado, pero Grimm se dedicó a recorrer la astronave, como haría cualquier squat, verdaderos fanáticos de la mecánica. Entre los pasajeros de la nave ya había peregrinos, pero subieron muchos más en Lekkerbek. Todos estaban ansiosos por estar presentes cuando se levantara el velo que dejaba al descubierto la Faz Verdadera del Emperador, una ceremonia que tan sólo ocurría cada cincuenta años estándar en la ciudad de Shandabar, en Sabulorb.
Grimm procuró no hacer demasiadas preguntas específicas sobre la naturaleza de la ceremonia para mantener el engaño de los fervorosos peregrinos a los que acompañaban. Era evidente que muchos de los peregrinos habían ahorrado durante la mitad de su vida para poder pagar el viaje. Contemplar el rostro auténtico de su deidad los bendeciría por completo y de por vida proporcionándoles dicha y felicidad además de que les aseguraría la paz de sus almas al morir. Aquel grupo fervoroso supuso que Grimm, su recluido señor y el esquivo esclavo estaban realizando el mismo peregrinaje.
Grimm fue lo bastante sarcástico sobre el asunto de los peregrinajes en general como para que Jaq le dirigiera una furiosa admonición de advertencia.
—¿Te gustaría que se burlaran de tus antepasados squat, pequeña criatura? Tú los reverencias, así que ¡no te burles de la devoción de esta gente!
Lex mostró su aprobación de la reprimenda con un asentimiento de cabeza. El marine espacial se dedicaba a menudo a rezar en su camarote a Rogal Dora, el primarca y progenitor de los puños imperiales..., los mismos de los que, se podría decir, había desertado. Rezaba al Dios Emperador de la Tierra mediante sus plegarias a Dom.
También pasó parte del tiempo estudiando una pequeña Guía general de Sabulorb. El capitán de la nave se la vendía a los peregrinos, pero a Grimm le había regalado una.
Aquella guía apenas contenía información sobre la ceremonia del Año Santo en sí. Se suponía que los peregrinos ya conocían todos los detalles al respecto. El texto hablaba sobre todo del planeta, y aquello era lo principal para Lex, ya que estaba acostumbrado a estudiar toda la información sobre un planeta antes de atacarlo.
Para completar una órbita alrededor de la estrella gigante, Sabulorb tardaba diez años terrestres. Cada estación equivalía a tres años completos. Los habitantes los contaban siguiendo el calendario estándar imperial.
—Eso es muy sensato —comentó Grimm—. Si no, imagínate lo que pasaría al preguntarle la edad a la gente. ¡Vaya, ya tengo dos años, voy a tener que casarme! ¡Oh, vaya, ya tengo ocho años, me voy a morir!
Debido a la escasa inclinación del eje del planeta, todas las estaciones de Sabulorb eran similares: frías. El sol era enorme pero difuso. No irradiaba una gran cantidad de calor.
La mayor parte de los tres grandes continentes del planeta estaba compuesta por desiertos fríos y los polos estaban siempre cubiertos por varias capas de hielo. Los desiertos de guijarros daban paso a desiertos de piedras o de arena. Además, había que estar atento a los peligrosos desiertos de polvo. Una red hidrográfica extendía largos ríos a través de todos aquellos continentes, desde un mar hasta otro.
Era posible imaginarse que aquellos ríos habían sido excavados como canales gigantescos en algún momento de un pasado muy lejano, y que las cuencas de los mares se habían creado gracias a unas explosiones de potencia inimaginable. Los escombros habrían formado los desiertos. Las cuencas se habrían llenado con el agua extraída de debajo de la corteza del planeta.
Aquí y allá, repartidas por la superficie de la tierra, se veían lo que podían ser unas ruinas antiguas, aunque erosionadas hasta quedar reducidas a simples muñones que sobresalían del suelo. Quizá se tratara tan sólo de formaciones naturales. Según la guía, los mares estaban repletos de algas y de vegetación acuática que producían oxígeno. Las aguas bullían con peces y con batracios parecidos a ranas que vivían sobre las masas de maleza acuática que flotaban en la superficie. En tierra, la fauna consistía principalmente en manadas de camelopardos que pastaban en las franjas de vegetación que recorrían las riberas de los ríos. Esos cuadrúpedos tenían unos cuernos cortos y unos cuellos largos y serpenteantes. Eran la presa favorita de los lobos de arena, de costados escamosos.
—Vaya —comentó Grimm—. La vida es muy simple en Sabulorb...
¿Dónde estaba la relación biológica entre los anfibios marinos y los herbívoros terrestres? Pero había algo más extraño todavía: el equilibrio entre camelopardos y lobos de arena, entre depredador y presa, que debía alternarse de forma continua, era demasiado simple en un cosmos donde lo habitual era que los planetas estuviesen repletos de formas de vida que se devoraban entre sí en una cadena alimenticia de voracidad feroz.
—Alguien o algo ha modelado el planeta...
Ninguna de aquellas formas de vida podía haber aparecido y evolucionado en Sabulorb por cuenta propia. Una estrella gigante roja se transformaba en gigante precisamente mediante un proceso de expansión. En un pasado muy remoto, ese sol debió ser más pequeño y más caliente..., por lo que Sabulorb no habría sido más que un planeta congelado lejos de la estrella que lo iluminaba. Al expandirse, la estrella habría devorado cualquiera de los cálidos mundos cercanos a ella. Al verse enfrentadas a una destrucción inevitable y cercana, las criaturas inteligentes de uno de aquellos planetas habían preparado a Sabulorb para que fuera habitable. O quizá, si se tenían en cuenta aquellas presuntas ruinas, era que Sabulorb se parecía a Darvash, el mundo desierto donde Tarik Ziz se escondía. ¡Ojalá pudiera cocer vivo a Ziz dentro de su propia armadura de dreadnought! Eso le encantaría al alma de Meh'lindi. Eones atrás, Darvash había sufrido alguna clase de modificación planetaria previa a manos de una raza antiquísima. Los edificios antiguos de Darvash eran enormes y se encontraban casi intactos..., no convertidos en ruinas erosionadas cornos los que se encontraban en Sabulorb.
—Creo que unos alienígenas desconocidos visitaron Sabulorb hace miles de miles de años —sugirió Lex—. Ése es el origen de las criaturas batracias de los mares...
A Jaq le importaban muy poco todas aquellas especulaciones sobre el origen del planeta o de la vida que albergaba, pero Grimm había escuchado con atención las conclusiones a las que había llegado Lex.
—Eres todo un mostrenco inteligente —le espetó.
Lex se limitó por un momento a sonreír de forma poco amistosa antes de imitar de nuevo la jerga pandillera.
—Hrunt gruñe. Hombretón escucha. Hombretón pega.
—Vaya, estoy temblando —le contestó Grimm, aunque no con demasiada seguridad en la voz.
También asimilaron el dialecto de Sabulorb mediante un casco de aprendizaje hipnótico que el capitán les proporcionó igualmente gratis. Los demás pasajeros se vieron obligados a pagar para utilizarlo.
El dialecto de Sabulorb estaba repleto de afijos personales: «Rióse de mí», «Obligóme a hablar». Hablaban siempre con ese mismo tono reverencial, como si fuera un momento sagrado..., como si fuera un espacio intemporal eterno.
Meh'lindi siempre estaba presente en los pensamientos de Jaq de un modo incesante, de un modo doloroso. En cuanto encendía incienso en su camarote, el humo se retorcía para sugerir la forma espectral de la silueta de su Dama Mortífera.
Sin duda, su devoción personal se había transformado, ya que antaño se hubiera purificado por aquel simple atisbo de herejía.
¿Habría perdido la claridad de pensamiento?
Quizá se trataba de que al permitir que el recuerdo de Meh'lindi lo acosara y lo atormentara, al permitir que lo obsesionara, podría utilizar esa obsesión para elevarla a un estado mental enfervorecido, un estado mental psíquico que trascendería todos los límites ordinarios. ¿Se atrevería a invitar a un demonio para que lo poseyera, a un demonio de lujuria letal para vencer a sus demonios interiores y de ese modo convertirse en un iluminado, inmune al Caos, capaz de descifrar y utilizar los secretos del Libro de Rhana Dandra al servicio de un deber justo y pío? Quizá incluso podría traer a Meh'lindi de nuevo a la vida. ¡Ni siquiera debía pensar en esa posibilidad! No debía permitir que el capitán Lexandro d'Arquebus, de los puños imperiales, su supuesto esclavo bárbaro, sospechara que aquellas palabras que había pronunciado sin pensar seguían ocupando buena parte de sus intenciones.
Debía purgar aquel pensamiento. Debía encerrarlo bajo llave en una mazmorra bien profunda. Sin duda, la idea de recuperar a Meh'lindi de más allá de la muerte era algo imposible, ¡una fantasía enloquecida!
Jaq recordó las dos ocasiones en que ella lo había rodeado de un modo extático con sus letales extremidades tatuadas..., aunque por razones más elevadas.
Meh'lindi había cumplido bien a su servicio y por tanto al Imperio; de un modo excelente. Dejaría que su imagen continuara de una manera obsesiva en su mente (¡y en sus nervios!) para que le sirviera como modo de afilar su conciencia. Sería un icono personal, un fetiche, algo que le suministraría energía de una forma parecida a la forma en que Lex se relacionaba con la figura de Rogal Dom. ¡Exacto! Le serviría como inspiración atormentadora para que llegara hasta los mismos límites de la cordura, quizá más allá..., hasta más allá de nuevo, para llegar a la pureza sublime.
Aquello no constituiría una herejía, sino una demostración de verdadera fidelidad y consagración al Dios Emperador de la Tierra.
Jaq jugueteé a solas con el guijarro moteado que llevaba colgando del cuello. Era la joya espiritual falsa de Meh'lindi. No había engañado durante mucho tiempo a los eldars. Las almas de esos alienigenas podían transmitirse a esas gemas en el momento de la muerte, pero no ocurría lo mismo con las almas de los humanos. La joya no era más que un guijarro vistoso.
Sin embargo, era posible que le sirviera a Jaq como amuleto. Quizá como punto focal de su propia conciencia psíquica, para imbuirla con una pasión dolorosa.
Si existía alguna clase de resonancia verdadera con Meh'lindi, sin duda residía en la carta del Asesino de la baraja del Tarot Imperial de Jaq. Esa carta del palo de Adepto había acabado por parecerse mucho a Meh'lindi. ¿Todavía se parecería? Al morir ella, ¿se habría acabado el parecido?
Jaq sacó el mazo de cartas de la túnica. El Tarot seguía protegido y aislado dentro de la cubierta de piel de mutante despellejada. Cerró los ojos y sacó a ciegas y al tacto las cartas antes de cortar la baraja.
Allí estaba: el Asesino del Adepto. El pelo negro azabache, los ojos dorados, los destellos marfileños de su rostro. Estaba desnuda hasta la cintura. Unos escarabajos tatuados caminaban por encima de sus pechos exquisitos decorando antiguas cicatrices. Era tan ágil y esbelta, un arma tan mortífera... Jaq habría llegado incluso a llorar lágrimas de sangre. La imagen de Meh'lindi en el interior del cristal psicoactivo de la carta estaba apagada y rígida. Sus ojos estaban vacíos. Era la muerte encamada. Era el olvido.
¡Las cartas! ¡Qué estúpido! La imagen burlona de Zephro Carnelian debía seguir en el mazo de cartas, como un infiltrado en mitad de ellas disfrazado de arlequín. Era posible que Carnelian fuera capaz de espiarlo a través de la carta.
Si los tres querían seguir en el anonimato, debía destruir esa carta del Arlequín, no sólo aislarla. ¿Cómo era posible que no hubiese pensado antes en eso? Sin duda, su capacidad de análisis debía de estar mermada debido a la tragedia que había sufrido.
Si destruía una sola de las cartas del mazo, la integridad de la baraja quedaría deteriorada.
Se guardó la imagen de Meh'lindi en uno de los bolsillos interiores antes de envolver de nuevo la baraja. No necesitaba protegerse ni aislarse de ella. La carta del Asesino era el icono perfecto, un fetiche y un memento mori.
La Libre Comercio estaba a punto de efectuar su segundo salto a través de la disformidad. Jaq, Lex y Grimm esperaban que sonaran las sirenas de advertencia en el pequeño recibidor que conectaba los cubículos donde se alojaba cada uno. Ojalá los pasajeros y la tripulación tan sólo tuvieran pensamientos puros mientras la nave se encontraba en tránsito a través del mar de almas perdidas..., ¡donde acechaban los depredadores psíquicos!
Jaq se quitó la tira de cuero de la que llevaba colgada la piedra alrededor del cuello y la sostuvo en alto sobre la boca de un conducto para la eliminación de desechos para que Lex y Grimm la vieran con claridad.
—Debo purificarme de cualquier clase de distracción —les dijo.
—Oh, no, señor —protestó Grimm.
Lex, sin embargo, asintió con gesto solemne.
—Sí —afirmó el gigante—. Al igual que yo me quité los clavos que señalaban mis años de servicio.
Jaq dejó caer la piedra para que acabara incinerada y las cenizas esparcidas por el espacio.
—Lo que más me perturba —siguió diciendo Jaq—, es que también debo destruir las cartas del Tarot para evitar que Carnelian tenga la posibilidad de seguir nuestro rastro.
En ese preciso instante aullaron las sirenas. La Libre Comercio estaba a punto de entrar en el inmaterium y dejarse llevar por las corrientes psíquicas del lugar. Que los entes balbuceantes que arañaban el casco no consiguieran entrar. Que no quedaran atrapados en aquel torbellino, que no se convirtieran en otro pecio espacial perdido, a la deriva, repleto de cadáveres momificados.
¿Qué lugar seria más apropiado para que Jaq se deshiciera de las cartas? Lo más probable era que las cenizas no pasaran de un modo directo al espacio disforme debido a los escudos de energía de la nave, pero lo harían en el vacío en cuanto la Libre Comercio surgiera de nuevo al espacio real.
Jaq dejó caer en el conducto su propia carta significante: el gran sacerdote sentado en un trono con un martillo de guerra en la mano. Los ojos de color azul hielo, el rostro curtido, el delgado bigote y la barba espesa. Ojalá se convirtiese en alguien tan invisible al escrutinio como cualquiera de aquellos supuestos hijos del Emperador lo era para su engendrador paralítico.
El espíritu del Emperador imbuía aquellas cartas, unas cartas que se suponía El mismo había diseñado. ¡Si los peregrinos hubiesen llegado a ver a Jaq convirtiendo en cenizas la propia carta del Emperador, aquel rostro ceñudo y ciego enclaustrado en el Trono Dorado, un soporte vital de lujo!
Jaq tiró a continuación la carta del Marine Espacial. Que el capitán Lexandro d'Arquebus continuara siendo anónimo. La carta había comenzado a imitar a Lex: una piel olivácea salpicada por las cicatrices de duelos, un anillo de rubí que le atravesaba el agujero derecho de la nariz, unos ojos negros y brillantes, unos dientes blancos y relucientes.
Jaq dejó caer por el agujero la carta del Squat.
—Buf—soltó el verdadero squat, corno si de repente hubiese notado una sensación incómoda en el estómago.
Que la carta se pareciera o no a Grimm no era relevante. Todos los squats se parecían mucho entre sí: narices abultadas, mejillas rojizas y gruesas, barbas espesas y pelirrojas con unos mostachos tremendos. El cabello rojizo de Grimm ya había vuelto a crecerle con el vigor habitual.
La mayoría de los squats que viajaban fuera de su sistema planetario, normalmente para servir al Imperio, se vestían del mismo modo: unos monos verdes de trabajo muy apreciados entre ellos, chalecos antibalas acolchados de cuadros, gorras con visera y grandes botas de aspecto pesado.
Jaq apenas miró la contaminada carta del Arlequín. La lanzó al agujero, al fuego, a las cenizas, al vacío. Lejos, lejos, de prisa.
Muchas más cartas bajaron por el agujero.
Apareció la carta del Demonio del palo de la Discordia. Jaq se quedó dudando, ya que la imagen parpadeaba.
—Jefe, ¿qué es lo que ves?
Grimm también miró y lanzó un gemido al verlo.
Aquella carta había tornado en el pasado la forma de una hidra: un revoltijo de tentáculos gelatinosos debido a la contaminación procedente de la carta del Arlequín. Sin embargo, en aquel momento, tenía la apariencia de un demonio claro y explícito..., si algo así podía ser claro. El pico largo y afilado, unas garras de aspecto letal dirigidas hacia uno... La imagen volvió a parpadear.
De repente, cambió de nuevo. El rostro repugnante se arrugó sobre sí mismo, el cuello se encogió, la cabeza se hundió en el pecho, aparecieron unos cuernos retorcidos.
Jaq invocó de forma instintiva un aura de protección, pero siguió con la carta en la mano.
—¡Tírala! —gimoteó Grimm.
El cuerpo del demonio fluctuaba de un modo enorme.
Unos rostros burlones le aparecieron y desaparecieron por todo el cuerpo. Los labios se abrían como si fueran a hablar. Eran labios delgados y crueles. Eran labios gruesos y babosos. Labios torcidos. Se abrían y se cerraban, y se abrían de nuevo en otro punto de la piel.
Lex soltó un jadeo al ver aquello, pero se trataba de una expresión que sugería un reconocimiento de lo que veía.
—¡Destrúyelo, por Dom! —gritó.
Jaq conocía bastante bien la imagen por los códices de uso restringido que había consultado en una ocasión en uno de los laboratorios demonológicos del Ordo Malleus.
Se trataba de Tzeentch, el Señor de la Transformación, el presunto Arquitecto del Destino. Recordar las horas de estadio sobre aquel ente que había pasado en la Tierra, en el seno de la Inquisición, provocó que esa imagen casi le causara una punzada de nostalgia a la vez que de horror.
Tzeentch encamaba el camino de la anarquía, de la mutación, de la confusión, capaz de cambiar el curso de los acontecimientos. ¿Era la propia Transformación con lo que Jaq debía arriesgarse a tratar más que con el deseo voraz de Slaanesh?
¡Buscar una ruta hasta el lugar de la Telaraña donde el tiempo y la historia podían cambiar! ¡Dónde Meh'lindi todavía seguiría viva! ¡Desde donde podría recuperarla!
La angustia se apoderó de Jaq. Lex parecía paralizado por la imagen que estaba viendo, como si su fuerza hubiese quedado sometida. Grimm casi balbuceaba, pero aquellos murmullos sonaban como espumarajos. Balbuceaba sobre el peligro de invocar a un demonio en el propio espacio disforme...
Los balbuceos se convirtieron en algo muy molesto.
—Ya he lanzado un aura de protección —le dijo Jaq con un gruñido malhumorado—. ¡Tengo la vara de energía preparada!
Siguió observando con atención la carta.
¿Era posible que Tzeentch dirigiera aquella primera fase de su transfiguración en el camino a la iluminación? ¿Se trataba de uno de los grandes demonios de Tzeentch?, ¿alguna clase de jugarreta del Señor de la Transformación? ¿Qué significado tenía todo aquello? Pasase lo que pasase, Jaq mantendría una parte de su propio espíritu intacto.
Qué tentación.
Una nube de humo formó varias siluetas inexplicables en torno a la cabeza del demonio, repletas de revelaciones, de visiones.
Aquella carta podía ser una prueba determinante de los peligros que acechaban a Jaq. Una medida de su avance. Una señal de aviso.
La cordura recuperó su dominio. Grimm tenía razón. Si aquella situación continuaba, lo que podía acabar rodeando al Libre Comercio serian horrores en vez de pensamientos puros. ¿Estarían esos horrores pegados al casco, arañando y gateando por un armazón de planchas metálicas en busca de un modo de entrar? Unos grandes entes borrosos de largos brazos y de color rosa entrarían a raudales en la nave. Así estaba escrito en el Codex Daemonicus.
¡Pero la idea de incinerar aquella carta...!
¿A quién rezaría en busca de apoyo y guía después de haber quemado la carta del Emperador, la carta directora de la baraja? ¿A Su Señora de la Muerte, quizá?
A Lex se le escapó un gruñido ahogado y se inclinó hacia Jaq como si tirase de unas cadenas de adamantium unidas a una pared de roca.
—¡Escúchame bien como inquisidor vuestro que soy! —le gritó Jaq. Lex se detuvo, quizá aliviado de no tener que acercarse más—. Si alguna vez tengo que utilizar el Libro de Rhana Dandra, deberé tratar con ciertas fuerzas ocultas. Estoy entrenado y preparado para ello. Esta carta puede servirme de advertencia, como si fuese un monitor de radiación.
Jaq envolvió con cuidado la carta del Demonio en la piel del mutante para mantenerla segura; la misma piel que había protegido y aislado a toda la baraja.
—Ya está asegurada...
Destruyó todas y cada una de las cartas restantes.
Un capitán normal de los marines espaciales como Lex podría haber quedado anonadado por aquel simple atisbo del Caos. No era un bibliotecario exterminador, uno de aquellos especialistas con poderes psíquicos. Sin embargo, había conseguido soportar una breve estancia, un corto paso temporal por un mundo del Caos. La simple visión de Tzeentch parecía haber causado una conmoción interna a Lex, como si hubiera provocado de nuevo la aparición de una antigua pesadilla. El capitán se arañó el dorso de la mano izquierda con las grandes uñas de la otra mano, con fuerza, como si quisiera arrancarse la carne y dejar los huesos al descubierto. O como si quisiera infligirse alguna clase de daño.
Lex se estaba esforzando por alejarse espiritualmente de aquel breve momento. Jaq oyó al gigante rezar en voz baja.
—Ilumíname la vida, Dom, mi creador.
Lex levantó la mirada con tranquilidad. El capitán había conseguido vencer alguna clase de trauma que albergaba en su interior, pero era algo que no estaba dispuesto a comentar.
—Me siento guiado por tus conocimientos —fue lo único que le dijo a Jaq.
—Tendré mucho cuidado en todo lo que hagamos —le prometió el inquisidor.
Sí, tendría cuidado de no enajenarse a sus compañeros.
Respecto a lo de la prudencia... Bueno, un individuo podía pasarse horas asomado a un acantilado y estudiando un remolino para calcular cada giro y cada ola de las corrientes, pero en cuanto saltara, tendría que despedirse de toda solidez y estabilidad.
Después de un intervalo, las sirenas de aviso sonaron de nuevo. La Libre Comercio estaba a salvo y en la zona exterior del sistema Sabulorb.
El espectro del Caos perseguía a Jaq en un sueño....
★ ★ ★
El harén de lord Egremont de Askandar ocupaba cien kilómetros cuadrados en el centro de la metrópolis de Askandargrado. Hasta dos días antes, el inmenso harén había sido una ciudad prohibida dentro de la ciudad, un recinto amurallado. La mitad de aquella ciudad prohibida estaba ya en ruinas. Los incendios se propagaban por doquier. Las columnas de humo subían hasta un cielo mancillado donde brillaban dos soles. El de mayor tamaño era de color naranja, mientras que el pequeño era blanco y refulgente.
Dos grandes franjas de destrucción procedentes del norte y del oeste atravesaban Askandargrado para converger en el destrozado premio que representaba el harén.
Entre la enorme y destrozada muralla que separaba el harén de la metrópolis, en lo que antes era el único punto de entrada, se encontraba el monumental palacio de lord Egremont, convertido en un infierno. Si había tenido suerte, el anterior gobernador supremo de Askandar ya estaría muerto, al igual que los centenares de miembros de la Guardia de Eunucos, lo mismo que los miles de soldados de la fuerza de defensa o que las doncellas del harén. Eso, si habían tenido suerte.
Jaq estaba agazapado junto a tres guardias eunucos en las ruinas de lo que había sido una casa de baños magnífica. Eran unos individuos fornidos, con el pecho descubierto a excepción de unos chalecos de cuero bordado adornados con ribetes rojos. Unos aros dorados resaltaban sus brazos musculosos. De los cinturones que sostenían los pantalones abombados colgaban la funda de una abultada pistola telaraña y la vaina de una espada de energía.
Aquellas armas eran más que suficientes para mantener la paz en un harén tranquilo. La pistola telaraña inmovilizaría a cualquier intruso o residente rebelde. La espada de energía decapitaría a quien fuese si llegara a ser necesario.
Suficientes hasta ese momento...
Los uniformes de los eunucos estaban desgarrados y sucios. Uno de ellos había perdido la coleta que le sobresalía de la nuca a causa del chorro ígneo de un lanzallamas que había fallado por poco, y tenía la piel enrojecida y levantada. Otro empuñaba un bólter decorado de un modo obsceno que había perdido uno de los invasores al resultar herido.
El techo de madera de guatambú de la casa de baños había caído sobre las aguas perfumadas del largo estanque de mármol blanco. Las vigas y la cubierta se habían estrellado contra los cuerpos desnudos. Algunas de las bañistas habían muerto de forma instantánea. Algunas se habían ahogado. Cuerpos que horas antes eran adorables estaban rotos y sumergidos. Algunas de las víctimas todavía lanzaban gemidos, heridas y atrapadas por los restos, pero capaces de jadear y tomar aire a bocanadas intermitentes.
Una parte de la pared lateral se había derrumbado. Jaq y los eunucos supervivientes fueron testigos, ocultos detrás de un montón de escombros de mármol blanco, de los inmundos festejos que se celebraban en la amplia y bella plaza donde las urnas de terracota repletas de flores y capullos yacían rotas en el suelo.
Jaq se preguntó si las prisioneras femeninas encadenadas y aullantes estaban sufriendo alguna clase de alucinación mientras perpetraban sobre ellas aquellas abominaciones de forma lenta y perversa. Sin duda, era cierto que los marines espaciales del Caos de Slaanesh habían utilizado granadas alucinógenas, además de bólters, rifles de fusión y las terribles espadas sierra, sin contar con las armas pesadas. ¿Estaban los efectos de las granadas alucinógenas intensificando aquella visión ya de por sí terrible, el toque implacable y cruel de esas figuras de armaduras de colores suaves y damasquinadas de forma exquisita, con decoraciones libertinas en los pectorales y en las hombreras? ¿Estaban aumentando aquellos dolores terribles hasta un punto monstruoso, hasta casi hacer perder la cordura?
Unos cuantos de los marines atormentadores se habían despojado de partes de la armadura y habían dejado al descubierto sus entrepiernas mutadas de forma grotesca, con los órganos del placer bifurcados o peor todavía, con ojos que sobresalían en la punta junto a unos labios babeantes.
Otros no habían tenido necesidad de despojarse de ninguna parte de su armadura. Eran los engendros del Caos, criaturas del tamaño de un lobo que tenían patas como arañas y cuerpos de demonio, con tentáculos serpenteantes y tubos fálicos por doquier. Jaq pensó por un momento que él mismo estaba sufriendo alucinaciones. Un cordón umbilical parecido a una serpiente unía a aquellos engendros con las abultadas guardas de la entrepierna de sus amos, que se mantenían un poco atrás rugiendo y aullando de placer mientras guiaban a los engendros en las torturas de sus víctimas y absorbían las sensaciones de aquellos miembros externos tan móviles.
Los que se dedicaban a acorralar a las histéricas cautivas eran hombres bestias esclavos con hachas de filo de sierra. Un tecnomarine del Caos se dedicaba a vigilar a aquellos esclavos. Tenía la armadura cubierta de pinchos. Cada una de las hombreras tenía la forma de una mano gigantesca de dedos huesudos. Llevaba puesto un casco de color rojo parecido a una cabeza de caballo de pesadilla.
Uno de los peludos hombres bestia empezó a babear y soltó el hacha para alargar la garra y empezar a acariciar a una esclava de silueta voluptuosa.
El tecnomarine actuó de forma inmediata: pulsó varios botones de un mando de control que llevaba unido al antebrazo.
El collar de metal que el hombre bestia desobediente llevaba al cuello estalló y le arrancó la cabeza, que saltó por los aires y acabó cayendo entre las cautivas, donde rebotó y rodó mientras el resto del cuerpo, todavía en pie, se tambaleaba.
Los cuerpos de dos de los guardias eunucos yacían malheridos y destrozados en el suelo. Un apotecario de armadura estrambótica se inclinó sobre uno de ellos y le abrió el vientre para sacarle las entrañas mientras el desgraciado todavía se retorcía. Rebuscó en la maraña de órganos y tubos y le cortó una glándula, que luego guardó en un frasco de hierro que llevaba en el cinturón. Sin duda, extraería alguna clase de droga de aquella glándula, droga que luego utilizaría para provocar un estado de frenesí enloquecido.
Ver aquello fue demasiado para uno de los compañeros de Jaq.
—¡Hasim! —gimió—. ¡Amigo mío!
Antes de que ninguno de los otros dos pudieran detenerlo, cruzó de un salto la barricada de trozos de mármol con la pistola telaraña en una mano y la espada de energía en la otra.
El campo de energía de la espada se puso en marcha con un zumbido y emitió un leve destello azul. La pistola era difícil de empuñar debido al grueso cañón y al depósito de pegamento que llevaba debajo. El eunuco avanzó trastabillando y disparó la pistola. Su puntería vaciló un momento antes de que una masa oscura de hilos enmarañados surgiera del cañón del arma. La masa se expandió mientras surcaba el aire, pero la nube de gruesos hilos falló y pasó de largo junto al apotecario..., para acertar de pleno al tecnomarine y envolverlo por completo, inmovilizándolo.
El apotecario ya había recogido su espada sierra del suelo. La espada emitió un zumbido al ponerse en marcha, como un millar de abejas enfurecidas. Los afilados dientes de la sierra se hicieron invisibles en cuanto tomaron velocidad. El médico de los marines espaciales avanzó hacia el eunuco con aparente placer y una mano a la espalda.
Los dientes de la espada sierra soltaron un chirrido cuando entraron en contacto con el campo de energía del filo de la espada. Una explosión de color azul eléctrico hizo saltar por los aires los dientes de sierra. El brazo del marine espacial se estremeció con fuerza, como si estuviera a punto de salir despedido también. Sin duda, aquella sensación agradaba sobremanera al marine. La guarda de la espada sierra se había enganchado a la espada de energía.
El apotecario sacó la mano que llevaba a la espalda empuñando un largo cuchillo quirúrgico y lo clavó en el vientre del eunuco. La espada cayó de la mano del guardia, que quedó inerte de forma repentina. La pistola telaraña también se estrelló con un repiqueteo contra el suelo. El vigilante del harén trastabilló hacia atrás agarrando con las dos manos la empuñadura del cuchillo.
Tropezó. Cayó. Se retorció de un lado a otro. El médico rugió de satisfacción: una herida como aquélla no lo mataría con rapidez, lo que le proporcionaba multitud de oportunidades para operar al individuo mientras siguiese con vida.
Por supuesto, unos cuantos de los marines espaciales mutantes ya se estaban dirigiendo hacia el lugar de donde había salido el eunuco. Abandonaron los placeres de los que estaban disfrutando y empuñaron con fuerza los bólters.
Mientras tanto, la telaraña lanzada por la pistola constreñía cada vez con mayor fuerza la armadura del tecnomarine.
Varios hilos apretaron unos cuantos de los botones del mando que llevaba en el antebrazo.
Quizá el tecnomarine intentó activar el circuito de frenesí para incitar a los hombres bestia a una furia asesina y que se dirigiesen hacia la casa de baños...
Uno de los collares explotó. Una cabeza peluda saltó por los aires.
Explotó otro collar.
Un tercero. Un cuarto...
Jaq se despertó del sueño cubierto de sudor frío...
TRES
REVUELTA
Después de hacer una larga cola, Grimm pudo cambiar una de las gemas más pequeñas por una bolsa llena de shekels en el campo de aterrizaje de Shandabar. Los peregrinos atestaban el espaciopuerto, que servía tanto para los vuelos a larga distancia dentro del planeta como para los viajes interestelares. Los peregrinos de la Libre Comercio no eran más que otros viajeros que se unían a los procedentes de otros puntos del propio Sabulorb.
La mayoría de los creyentes preferían guardar el dinero para el alojamiento y la adquisición de reliquias, y no fue muy difícil encontrar una limusina de vapor con grandes medidas y ventanas oscurecidas para viajar hasta la ciudad. Debían encontrar cualquier clase de oficina que se encargase de gestionar alquileres de viviendas a largo plazo. Jaq no tenía ninguna intención de permanecer en uno de los caravasares atestados donde había permanecido Meh'lindi, donde había fingido ser la hija del gobernador de otro sistema solar.
Shandabar era una metrópolis fría y polvorienta de tamaño considerable. Incluso así, estaba atestada. Según el conductor de la limusina, la población habitual solía llegar a unos dos millones. En aquellos días, el número de personas en la ciudad ascendía a seis millones.
Por el lado norte de la ciudad corría el río Bihishti, el abastecedor de agua, de dos kilómetros de ancho. Al sur se encontraba el Desierto Gris. El polvo y la arenilla azotaban Shandabar con frecuencia, aunque era raro que una tormenta depositara más de unos pocos centímetros de gránulos. De todas maneras, los neumáticos de las ruedas eran por costumbre parecidos a globos, tanto en los coches como en la multitud de carros tirados por tranquilos camelopardos de largo cuello y pezuñas anchas.
La policía mantenía vigilada a la muchedumbre desde sus puestos en los vehículos blindados. Era una multitud de peregrinos con túnicas y capuchas, repartidores de propaganda y ladronzuelos, de mendigos y malabaristas, de esclavos, artesanos, misioneros y fanáticos religiosos que predicaban a la gente que pasaba, de porteadores y buhoneros, de parejas enamoradas, con miradas bobas, que paseaban bajo un cielo de color cobrizo mientras el enorme sol rojo coloreaba los muchos edificios de la ciudad que tenían cúpulas y arcadas.
Después de ver los hologramas de varias mansiones de las afueras, Jaq escogió la que le parecía más aislada y fortificada. Un diamante de gran tamaño fue aceptado sin ninguna clase de problemas como depósito para un alquiler de diez años. Sin duda, el agente inmobiliario se alegró por la enorme comisión que iba a recibir.
Para cuando el conductor de la limusina los llevó hasta el apartado distrito meridional, el gran sol rojo ya se estaba poniendo, aunque de forma lenta y majestuosa. Un reborde enrojecido del astro ocupaba buena parte del horizonte mientras en el resto ya comenzaban a brillar multitud de estrellas.
El reborde superior de la pared protectora de la propiedad estaba cubierto por una alambrada letal. La limusina se detuvo delante de los portones de plastiacero forjado. Media docena de individuos cubiertos con capas y armados con rifles automáticos pasaban por allí en ese momento.
Se detuvieron para observar con atención a la limusina. El conductor no pareció preocuparse.
—Es una patrulla de vigilancia vecinal.
Grimm le pidió las llaves del vehículo al conductor antes de que él, Jaq y Lex se bajaran. Los vigilantes vecinales se acercaron para comprobar quiénes eran.
El pequeño individuo se presentó como el nuevo mayordomo de aquella residencia y les dijo su nombre, que era bastante común entre los squats. El nombre del ceñudo nuevo propietario de la mansión era sir Tod Zapasnik, que era el nombre que Jaq había decidido adoptar mientras estuvieran en Shandabar. El enorme esclavo bárbaro no merecía presentación alguna.
El jefe de la patrulla se dignó en informar a los nuevos residentes que durante el tiempo que la mansión había estado vacía la alambrada del muro parecía haber perdido su carga letal, lo que había permitido que durante unos cuantos días un grupo de peregrinos fanáticos treparan el muro e instalaran en el interior un campamento de tiendas para guarecerse de los momentos más fríos de la noche.
—Entrado no han en la mansión, gran señor—le dijo el individuo a Jaq—, pero cortado han varios arbustos preciosos para hacer fuego, lo mismo que algunos árboles. Los propietarios anteriores olvidaron pagar a nuestra virtuosa patrulla.
Jaq le hizo un gesto con la barbilla a Grimm y el squat se puso de forma inmediata a repartir unos cuantos shekels entre los presuntos vigilantes. El inquisidor de antaño los habría maldecido por aquel chantaje y aquella blasfemia. ¿Qué sabían personas como aquéllas de la verdadera virtud? La virtud era la dedicación, la virtud era la consagración. La virtud era una asesina cortesana que sólo lo había abrazado dos veces, pero en cada ocasión había sido una razón excelente.
Sin embargo, como residentes recién llegados al distrito, el trío no debía provocar antipatías innecesarias, sino, más bien, respeto.
—¡Estamos preparados para defendernos, a nosotros y a nuestra propiedad! —les advirtió Jaq.
Alzó un poco la capa y dejó a la vista su arma, Piedad del Emperador.
Los ojos de todos los miembros de la patrulla se abrieron de par en par al ver aquel bólter antiguo y valioso, estampado con placas de titanio iridiscente sobre el que a su vez se habían grabado runas de plata. Tan sólo quedaban dos proyectiles explosivos en el cargador, pero Jaq también tenía a mano una pistola láser completamente cargada.
Grimm mostró a su vez la otra arma, la Paz del Emperador. A él sólo le quedaba un proyectil, así que también liberó la trabilla que mantenía asegurada su pistola láser en la funda.
Lex sacó de la malla de transporte que llevaba a la espalda, debajo del chaleco, el bólter que todavía tenía el cargador completo y pasó una pistola láser a la funda multiusos que llevaba enganchada en el muslo. Hasta aquel momento, la funda había permanecido casi vacía. Tenía varios compartimentos, por lo que parecía la clase de funda que llevaría un esclavo para cargar sus herramientas.
Grimm no había conseguido munición para los bólters durante las dos semanas que habían pasado en Karesh. Aquellas armas sólo podrían disparar una o dos veces más antes de quedar mudas por completo. Bueno, bastantes veces en el caso de Lex. Las pistolas láser les vendrían muy bien.
La penumbra se hacía más densa. Las sombras comenzaban a apoderarse de las calles. El conductor de la limusina carraspeó con impaciencia.
Grimm guardó el Paz del Emperador después de aquella demostración de armamento y abrió las grandes puertas. Les dio un fuerte empujón para que se abrieran lo suficiente y el vehículo pudiera entrar antes de devolverle las llaves al conductor. Sin duda, después de haber visto todas aquellas armas, ni siquiera pensaría en largarse a toda velocidad con el equipaje.
—Espéreme en el interior —le ordenó el squat con voz gruñona.
Mientras el conductor cumplía la orden, el jefe de la patrulla se quedó mirando las piernas al descubierto de Lex y su escasa indumentaria. Se subió el cuello de la capa y tembló un poco.
—Está empezando a hacer frío —comentó.
Lex soltó un bufido despectivo. Había sido entrenado para ser capaz de soportar el frío y el calor extremos. Le habían modificado la anatomía para conseguirlo. Bajo la piel tenía un caparazón cuasi orgánico en simbiosis con el sistema nervioso, lo que permitía que la servoarmadura actuara de forma automática a sus deseos mediante los implantes de conexión que le habían fijado en la espina dorsal. El caparazón también le servía como aislante del exterior. ¿Qué sabrían aquellos individuos del verdadero frío?
El esclavo flexionó unos músculos como ellos no habían visto jamás.
—Flojuchos —dijo con acento barriobajero.
Los vigilantes retrocedieron para quitarse de en medio. ¿Tan impresionados estaban?
No. Unas sombras marrones aparecieron a lo largo de la calle en dirección a la mansión. Primero fueron una docena. Después, una veintena, o más. De repente, empezó un cántico: «Su Faz, la Faz Verdadera, Su Faz, la Faz Verdadera».
—¿Quién osa interrumpir el paso a Sus verdaderos peregrinos? —gritó una voz enfervorizada—. ¡Peregrinos somos que regresamos a nuestras tiendas con reliquias sagradas! ¡Apartaos, apartaos! ¡En Su Nombre, apartaos!
El sentido de la vista de Grimm estaba muy agudizado. Los squats solían crecer en cuevas y túneles bastante lóbregos, donde la luz era escasa y la energía estaba muy racionada.
—Jefe, sólo llevan pistolas —informó a Jaq.
Las pistolas que disparaban balas normales eran el armamento habitual de los pandilleros de baja estofa. A pesar de ello, Jaq les gritó una advertencia.
—¡Avisaos! ¡Las circunstancias han cambiado! ¡Arrojad las armas y retirad las tiendas vuestras de esta propiedad!
Las matanzas innecesarias no solían ser la política habitual del Imperio, aunque, demasiado a menudo, las circunstancias obligaban a provocar un baño de sangre para sostener la civilización y mantener la estabilidad y la cordura, además de la fe. Sin embargo, siempre era motivo de lamentaciones. Las matanzas sin sentido eran el estilo de la herejía cruel del Caos.
La respuesta a la advertencia de Jaq fueron una serie de chasquidos parecidos a ramas que se partieran al pisarlas. Varias balas pasaron silbando cerca de ellos. Uno de los proyectiles rebotó con un zumbido metálico contra las puertas abiertas, mientras otros se estampaban contra el muro.
Enfervorizados por la proximidad del espectáculo religioso que se avecinaba, los devotos estaban poseídos por un sentimiento de rectitud y justicia.
Un instante después, los bólters, poseedores de su propia justicia, hablaron con claridad. ¡CLAAAKpapSSSHHHSSpacBLAM! ¡CLAAAKpapSSSHHHSSpacBLAM!
Uno de los proyectiles salió despedido y enseguida encendió el combustible que lo impulsaba. El propelente lo lanzó contra su objetivo, donde impactó. El proyectil se abrió paso antes de explotar. La carne, el hueso o algún órgano vital saltaron por los aires. Fue así con cada uno de los bólters.
En contraste, las pistolas láser funcionaban de un modo más silencioso. Si la puntería fallaba, el haz de energía se dispersaba con rapidez. Cuando uno de aquellos escalpelos luminosos acertaba, abrasaba la zona y provocaba un grito de dolor agónico, eso si la víctima todavía tenía aliento, pulmones y fuerzas para gritar.
Huyeron unos diez peregrinos. Una veintena o más yacían muertos o moribundos, casi todos por los disparos de las pistolas láser.
Una pequeña matanza.
El jefe de la patrulla de vigilancia regresó. Miró los bólters bajo la escasa luz del atardecer con cierta especie de devoción.
—Son armas de los marines espaciales, ¿no, gran señor? Mi abuelo contóme la ocasión cuando los marines espaciales vinieron, cuando él no era más que un crío. Purgáronse todos los alienígenas de nuestro seno. ¡Los peregrinos recogieron muchas reliquias!
El individuo tiró de un collar fino de cuero que llevaba al cuello. Jaq se puso tenso por un momento, pero lo que colgaba de la tira de cuero era un proyectil de bólter reluciente, que el vigilante besó con fervor.
—¿Dónde encontraste eso? —le exigió saber Grimm.
—Los venden como reliquias aquí, en Shandabar.
Sin duda, los marines espaciales dejaron atrás cargadores enteros de munición sin utilizar, unas piezas de equipo que se convirtieron en objetos de adoración.
—Déme eso —le ordenó Lex—. Pertenece a esto —dijo al mismo tiempo que daba una palmada a su bólter.
Estaban seguros de que el jefe de vigilantes se negaría a entregárselo. ¿Qué autoridad, aparte de su musculatura, tenía Lex para exigir algo semejante?
Sin embargo, no fue así: el individuo en cuestión parecía estar sumido en un estado hipnótico y dispuesto a hacer lo correcto.
—Ver disparar unas armas así... —murmuró mientras le entregaba con gesto reverente el proyectil. Luego miró al montón de cadáveres—. Mañana pediremos un grupo de limpieza, gran señor.
—Agradézcooslo —le contestó Jaq—. Mi esclavo utilizará las tiendas de los peregrinos como bolsas de cadáveres y dejarálos aquí en la calle.
El sol casi había desaparecido por completo y las estrellas relucían con mayor brillo. Sabulorb no tenía ninguna luna satélite. Si la hubiera tenido, los mares habrían invadido buena parte de la tierra cada noche de lo llano que era el terreno. Lo que impulsaba a los ríos debía de ser la fuerza centrífuga coriodis producida por la rotación del planeta. Los buenos ciudadanos no pensaban en aquel tipo de secretos arcanos, unos asuntos que dejaban en manos de los tecnosaeerdotes.
Según la Guía general del planeta, la ciudad santa poseía tres templos principales, además de las incontables capillas dedicadas al gran Dios Emperador. Cada uno de aquellos templos estaba situado donde antaño se había alzado una de las puertas de la ciudad durante los primeros milenios de la colonización de Sabulorb.
Al día siguiente el trío se dirigió, por la mañana temprano, hacia el Templo de Oriens. Más adelante comprarían uno de aquellos vehículos con ruedas como globos. Las joyas del Libro de Rhana Dandra los podrían hacer ricos en millones de shekels si las vendían todas a la vez, pero tan sólo un idiota haría algo semejante. Caminar era la mejor manera de comprender una ciudad, incluso si era necesario hacerlo durante horas.
Oriens era el templo donde Meh'lindi había estado. Aquél era el lugar donde había encontrado el culto genestealer. Debían seguir sus pasos. Debían buscar más reliquias como la que llevaba al cuello el jefe de la patrulla de vigilancia.
De camino al templo vieron un gigantesco edificio sin ningún parecido a la arquitectura local situado al extremo de una larga avenida. En lugar de cúpulas y arcadas mostraba unas murallas enormes con contrafuertes y una torre central.
—Parece un palacio de justicia —comentó Grimm con cierto tono de duda.
No había mención alguna a algo parecido en el pequeño mapa de Shandabar que incluía la Guía General.
Tampoco habían visto hasta aquel momento ningún indicio de alguna patrulla del Adeptas Arbites en las calles abarrotadas.
—Será mejor que le echemos un vistazo más tarde —sugirió el pequeño individuo.
A medida que el trío se aproximaba al lugar donde debía de encontrarse el Templo de Oriens, los edificios se fueron convirtiendo en ruinas. Todo un vecindario había quedado arrasado y no se había efectuado ninguna clase de obra de reconstrucción. A pesar de ello, cientos de peregrinos se aproximaban a través de los escombros polvorientos. En poco tiempo se reunió un gentío de aprovechados que incluía mendigos, presuntos adivinos y vendedores, tanto de recuerdos como de delicias tales como ratas rellenas o vino especiado. Los puestos, los tenderetes y los quioscos se alzaban por doquier, como si se estuviera celebrando alguna clase de feria en lo que antaño había sido un campo de batalla. El comercio prosperaba en mitad de aquella devastación. Había toda una legión de compradores. Los aprovechados zumbaban entre la multitud como avispas alrededor de una fruta jugosa mientras los presuntos guías asediaban a los visitantes.
Alquilaron los servicios de uno de aquellos guías para evitar que los demás los acosaran de un modo continuo. El aspecto del guía, un individuo bastante delgado de mediana edad, parecía impedir que los demás se interesaran. Tenía los ojos terriblemente saltones debido a alguna clase de glándula sobreactiva. En algún momento de su vida, un tajo de cuchillo le había partido el labio superior, o quizá lo habían operado de forma bastante inepta de algún tipo de deformidad. Debido a ese labio partido de forma permanente, las palabras le salían a borbotones. Se llamaba Samjani.
—Agradézcoles que requieran mis servicios, señores, a su llegada a Shandabar para ver la Divina Faz!
—La tuya no es demasiado divina, ¿verdad, Sam? —le comentó Grimm—. ¿Tienes menos clientes comparado con los demás guías?
Samjani le mostró una sonrisa espantosa.
—Lo normal es que nadie se preocupe por mi belleza facial, al menos, no aquí, en Oriens. —Soltó una breve risita—. ¡Y menos donde antes esos híbridos deformes acechaban!
Hasta qué punto era Samjani capaz de aprovechar de un modo dramático su labio partido y sus ojos saltones para remedar a los engendros semihumanos de los genestealers. Sin duda, en una época normal sería un guía de primera clase.
—Admito, pequeño señor, que mi aspecto estropéame algo de la clientela de peregrinos cuando vienen a ver la Faz Verdadera.
Lo cierto era que la cara del Dios Emperador quedaría al descubierto dos días más tarde en el Templo de Occidens.
Tendrían que esperar a visitar el templo para saber más detalles sobre la ceremonia. Mientras tanto, se encontraban en Oriens, donde había estado Meh'lindi.
Pero ¿dónde estaba Oriens en mitad de todas aquellas ruinas?
Samjani los llevó hasta un montículo de escombros.
—¡Ante vos lo tenéis!
Entre las ruinas y los cascotes de una zona bastante amplia se veían abiertos varios agujeros. Era evidente que esos agujeros daban paso al laberinto subterráneo de túneles, catacumbas, cámara y criptas. Habían retirado todos los escombros que se encontraban bajo la superficie. Unas escaleras llevaban hasta los túneles que habían estado llenos de alienígenas deformes y que constituían el núcleo central de sus dominios, un lugar que había sido purificado por fin por los Ultramarines, los legendarios guerreros de armadura azul. Era lógico y normal que un sitio como aquél se convirtiera en un centro de peregrinación. Sin embargo, ¿a qué se debía que el Templo de Oriens no hubiese sido reconstruido?
—Los sacerdotes del Templo de Occidens negáronse a reconstruir el de Oriens, señores.
Era evidente que siempre había existido una rivalidad entre Oriens y Occidens. Aunque tenía un estatus menor, Oriens se había enriquecido porque poseía una gigantesca jarra donde se encontraban, o eso decía la leyenda, las uñas cortadas de los dedos del Dios Emperador. El era inmortal y su espíritu llegaba a toda la galaxia, por lo que aquellos recortes de uña se comportaban como si todavía estuviesen unidos a Su Cuerpo y continuaban creciendo. Los sacerdotes de Oriens cortaban trozos pequeños, los colocaban en relicarios de plata y los vendían a los devotos. Sin embargo, Occidens sólo podía mostrar la Faz Verdadera una vez cada año santo, es decir, cada cincuenta años estándar.
El culto genestealer había pervertido por completo la administración de Oriens. El siniestro mago de ese culto había Regado al cargo de gran sacerdote. Cuando todos los miembros del culto murieron a manos de los marines espaciales y el templo quedó arrasado en los combates junto a buena parle del vecindario, también propiedad del templo, dejó de existir alguna clase de administración al respecto.
El Pontifex Urbi et Orbi debería haber nombrado nuevo gran sacerdote para el Templo de Oriens. Sin embargo, aquel dignatario de la Eclesiarquía había sido asesinado en su propio palacio durante la revuelta de los híbridos de genestealer. Por antigüedad, su sucesor era el gran sacerdote del culle imperial en el Templo de Occidens.
—¿Compréndenlo, señores?
El anciano gran sacerdote de Occídens se había negado a nombrar un nuevo gran sacerdote de Oriens. Por muy sumiso que fuera al principio el recién nombrado, el poder acabaría por hacerle olvidar cualquier alianza anterior. El gran sacerdote de Occidens había insistido, lleno de devoción y piedad, que antes de nada, su propio nombramiento debía ser ratificado de una manera adecuada por una autoridad superior a la suya. Su argumento era que si unos monstruos impíos habían conseguido mancillar uno de los templos principales de la ciudad santa, ¿cómo iba a ser posible que cualquier otro sacerdote de uno de los otros templos fuese lo bastante importante para consagrarlo en su cargo?
—Pasaron años redactando un informe sobre la herejía...
Por fin habían enviado el informe a treinta años luz de distancia, al despacho del Cardenal Astral, quien era responsable de una diócesis de varios años luz cúbicos de tamaño. Puesto que el informe no había sido enviado de forma correcta por el despacho del Pontifex de Sabulorb (ya que estaba muerto y, por tanto, no podía firmar), uno de los oficinistas devolvió el informe, eso según los cotilleos de Samjani.
Mientras tanto, el escrupuloso gran sacerdote había muerto de viejo. Su sucesor en el cargo envió de nuevo el informe junto a una petición para que se le ordenara de un modo formal como clérigo de mayor rango, lo que en realidad quería decir el puesto vacante de Pontifex de Sabulorb.
De ese modo, ya habían pasado varias décadas.
Las ruinas de Oriens demostraron ser un lugar de peregrinaje tan atractivo como la antigua Sala de la Uña Santa. Los beneficiarios eran los guías y los vendedores..., aunque todos ellos pagaban con una parte sustanciosa de sus beneficios un diezmo al Templo de Occidens, encargado de supervisar todo aquello.
—Los ultramarines estuvieron aquí —dijo Lex con acento barriobajero.
—Así fue, mi voluminoso señor.
—Aaah...
A Lex le costaba mucho mantener su comportamiento como bárbaro inculto en una situación semejante, ya que debía examinar ciertas reliquias en los expositores de los vendedores ambulantes.
La mayoría de aquellas reliquias no eran más que falsificaciones, simples copias en metal sólido de proyectiles de bólter: no tenían ni punta perforante ni propelente ni detonador de contacto con masa ni explosivo.
Después de un escrutinio cuidadoso, Lex le aconsejó a Grimm que comprara dos proyectiles explosivos auténticos. El precio que les pidieron era caro hasta la ridiculez, tan alto como el cielo, pero Lex también era alto, además de enorme. El vendedor no se atrevió a rechazar la oferta de Grimm después de que Lex se inclinara un poco hacia adelante y gruñera algo sobre copias baratas y blasfemias.
Por último, se dirigieron a las criptas abiertas al público.
Cuando Jaq miró al interior de una de aquellas criptas, sus labios formaron el nombre de ella: Meh'lindi.
La asesina había bajado convertida en un monstruo como disfraz por uno de aquellos pasajes que conducían a las criptas y que se habían convertido en un sitio lleno de mirones vulgares, ninguno de los cuales tenía la más mínima idea de su valerosa angustia, lo mismo que tampoco lo sabían los guías ni nadie de Sabulorb, a excepción de Grimm, Lex y él mismo.
¡Qué vulgaridad! Jaq hubiera bajado de un salto a la cripta con un látigo en la mano y hubiera flagelado a diestro y siniestro para erradicar de aquellas ruinas a todos aquellos turistas presuntuosos. ¿Cómo se atrevían a borrar las huellas que ella habría dejado en el polvo con sus propios pasos triviales?
—¿Descendemos a ver los monstruos, señores? —les sugirió Samjani.
Jaq dejó escapar un gruñido desde lo más profundo de su garganta dirigido al molesto guía, que no era más que otro de aquellos infames instrumentos de la vulgaridad. ¿Por qué no podía gruñir como una bestia? ¿No debería dejar escapar aquella pasión desolada que sentía hasta alcanzar alguna clase de frenesí y abandonar de forma momentánea su conciencia racional?
Grimm se apresuró a intervenir.
—¿Qué es lo que ocurrió exactamente, Sam ...? Me refiero a qué ocurrióle a la jarra con las uñas.
—Cayóse y partióse durante los combates, mi pequeño señor. Sus sagradas uñas acabaron entre los escombros y todavía aparecen de vez en cuando, aunque son difíciles de identificar.
—Seguro que sí —contestó Grimm mostrándose de acuerdo.
—Guardarse una uña se castiga con la flagelación. Todas las uñas encontradas guárdanse en Occidens. ¡Dase medio shekel de recompensa por encontrar una!
—¿Las uñas siguen creciendo?
—Las uñas guárdanse encerradas y bajo llave en Occidens. Nunca expónense al público.
—Me sorprendes.
—Durante la época de mi bisabuelo producíanse grandes enfrentamientos encarnizados entre los discípulos de las uñas y los seguidores de la Faz Verdadera...
Jaq deambuló de hueco en hueco. Se detuvo en cada uno de ellos y estuvo un rato contemplándolos con un ensimismamiento amargado. Lex se mantuvo a su lado, en silencio.
Aquel sitio también era para Lex un lugar de pureza potencial desvalijado por ladrones. Era un lugar donde los nobles marines espaciales habían combatido con valentía y habían vencido. Sin duda, también habrían muerto algunos a los que los médicos habían extirpado con reverencia las glándulas progenoides.
Los ultramarines de armadura azul habían llegado, habían purificado y se habían marchado. Habían dejado atrás las semillas de nuevas leyendas, pero no tantos proyectiles bólter sin utilizar como podía sugerir el boyante comercio de reliquias.
A Lex le hubiera encantado conseguir todo un saco de cargadores de munición. Sin embargo, creía que en ese caso se habría sentido más que un impostor, alguien que imitaba a un marine espacial por la envergadura de su cuerpo, ¡cuando en realidad era un marine espacial de verdad! Sí, un caballero renegado que se había arrancado los implantes metálicos de la frente que indicaban los años de servicio... Ojalá que el espirita de Rogal Dom, el iniciador de su ser, permaneciera con él durante todo aquel autoexilio que se había impuesto a sí mismo, por el bien de todos.
A pesar de todos los esfuerzos de Grimm, Samjani se acercó de repente a Lex en mitad de uno de aquellos momentos de reflexión. Se dirigió a él sonriendo y soltando pequeñas risitas de forma estúpida.
—¡Casi podría pasar por un ultramarine, señor!
¿Pasar por un ultramarine? ¿Cómo podía ser? ¿Si bajaba de un salto a la cripta sin armadura alguna? ¿Si se abría paso a la carrera entre aquella multitud de ladrones y de maleantes?
Pasar por un ultramarine..., ¡cuando era un puño imperial por derecho propio! Lex echó la mano hacia atrás, pensativo, con la enorme palma a punto de golpear en el rostro a Samjani.
Grimm se interpuso entre los dos.
—¡Sam! En esta ciudad hay un palacio de justicia, ¿verdad? Un palacio de justicia, sí, todo un palacio de justicia —barbotó.
Lex logró contenerse. El palacio de justicia, claro. En realidad, si le partía el cuello al guía, si lo liquidaba no le importaría nada a los miembros del palacio de justicia. Sin embargo, que existiera un palacio de justicia en aquel planeta, cuando Meh'lindi no había mencionado ninguno..., eso podía ser un contratiempo.
Los crímenes más vulgares no eran algo que preocupara a los palacios de justicia imperiales. ¿Asesinatos y robos? Que la policía local se encargara de ellos. Los asuntos en los que un palacio de justiciase implicaba eran los crímenes contra el Imperio, y lo cierto es que el trío estaba implicado en lo que no parecía otra cosa que una terrible traición encubierta.
¿Se habría dado cuenta Samjani de que había escapado por poco? Quizá no. Los peregrinos devotos y apasionados para los que trabajaba sin duda eran temperamentales en su comportamiento.
—Sí, sí que hay un palacio de justicia —contestó Sanijani, obediente—. Empezaron a construirlo poco después de que los ultramarines pasaran por aquí.
Era de suponer. La subversión de un templo importante dentro del culto imperial por parte de unos astutos híbridos inhumanos, además de mostrar la corrupción de la organización administrativa del planeta, era una prueba de negligencia. La negligencia sí que era un crimen.
Según Samjani, al gobernador hereditario de aquellos años, Hakim Badshah, lo habían absuelto de los cargos de herejía, lo mismo que a toda su familia. La dinastía Badshah pudo continuar gobernando, aunque tuvo que pagar unas multas enormes que se utilizaron para edificar y mantener el palacio de justicia, que había tardado diez años en construirse.
Samjani mencionó que las puertas del palacio de justicia solían estar cerradas. Los arbites parecían estar más ocupados en sus propios asuntos e intrigas.
Jaq empezó a prestarle atención.
—¿Los arbites del palacio de justicia no efectúan patrullas regulares por Shandabar?
—No, que yo sepa —contestó Samjani.
—¿No envían grupos de ejecución en busca de los criminales?
Samjani no pareció reconocer el término «grupo de ejecución».
—La gente mátanse ya lo suficiente entre ellos —respondió, pero se negó a aclarar aquello. Quizá se refería a las peleas debidas a las rivalidades religiosas.
Dejaron atrás aquella desolación repleta de gente y a su informador y se dirigieron hacia el Templo de Occidens, situado al otro de la ciudad. Iban a pasar junto al palacio de justicia para estudiarlo. La caminata podría llevar dos o tres horas si uno se detenía a observar las capillas menores, el gran mercado de pescado o el corral de camelopardos, con su impresionante vista del palacio del gobernador, que se encontraba no muy lejos de allí.
Cuando estuvieron cerca del inmenso palacio de justicia se dedicaron a observarlo con atención desde el otro lado de una avenida amplía y atestada de gente.
Los edificios que componían el conjunto del palacio de justicia ocupaban toda una manzana de la ciudad. Era evidente que se habían demolido varias hectáreas de edificios civiles para hacerle sitio a un conjunto semejante..., a no ser que aquellos edificios ya hubieran caído durante el levantamiento de los genestealers.
Unos muros gruesos, que más parecían murallas, se alzaban agujereados por cientos de aspilleras, demasiado estrechas para que pudiera pasar un cuerpo humano pero que servían como excelentes troneras para disparar. Había numerosos bastiones defensivos a lo largo de los muros. Los contrafuertes estaban reforzados. Unas gárgolas ceñudas sobresalían por debajo de los parapetos almenados y las torretas fortificadas. En lo más alto de la torre del edificio central había un orbe con la forma de una calavera. A lo largo de la parte superior del palacio de justicia se extendía un friso imponente de diez metros de alto con el dibujo repetido de una calavera sin mandíbula alternándose con el lema PAX IMPERIALIS-LEX IMPERIALIS.
La Paz del Emperador, la Ley del Emperador.
Lex pensó que era una coincidencia ver su propio nombre escrito en lo alto y con letras tan enormes, una acusación dirigida a su deserción del deber, ¡como si el friso estuviera mostrando los nombres de criminales famosos!
—Vaya, mi nombre todavía no aparece ahí —bromeó Grimm—. Aún no me están buscando.
¿Estarían los arbites buscando a alguno de ellos en concreto? De todas maneras, tal como había dicho Samjani, las grandes puertas ornamentadas de plastiacero del palacio estaban cerradas a cal y canto.
Aquello podía deberse a la enorme afluencia de peregrinos en un año santo como aquél. Era muy probable que los arbites que residían allí no desearan que una enorme masa de gente acabara atravesando el gran portal empujados por los demás peregrinos y que se metieran el amplio espacio abierto que sin duda había detrás de las puertas.
La otra razón podía ser, tal como había sugerido Samjani, que los ocupantes del palacio de justicia estuvieran más preocupados por sus propios asuntos dado que Sabulorb estaba pacificada del todo.
Jaq recordó otro palacio de justicia, uno que había visitado en un planeta más cálido. Tenía las puertas siempre abiertas y los siempre atentos arbites vigilaban sin cesar a la gente que entraba en el patio del conjunto de edificios. En ese patio se encontraba una multitud de suplicantes que podían llevar acampados allí semanas o incluso meses. Los acompañaban los vendedores que les servían infusiones de hierbas y pasteles especiados, cocineros que cocían y horneaban, funcionarios que se encargaban de recibir los documentos, consejeros legales que los ayudaban a redactar los documentos y que hacían referencia a los intrincados procedimientos de las leyes y decretos imperiales aprobados cientos o incluso miles de años antes. Algunos de los suplicantes pasaban la mitad de la vida en aquel amplio patio fortificado, que no era más que una zona exterior del palacio de justicia. Los suplicantes más devotos incluso llegaban a convertirse en reclutas que ingresaban en las filas del Adeptas Arbites cuando los casos originales que los habían llevado hasta allí ya los tenían sin cuidado.
Allí, en Sabulorb, ocurría lo contrario: el patio estaba vacío por completo.
—Se podrían decir muchas cosas sobre el hecho de actuar bajo los propios ojos de la ley —comentó Jaq a sus compañeros, aunque el murmullo piadoso de los peregrinos que los rodeaban casi ahogaron sus palabras. Nadie más podía haber oído lo que decía—. La vista de la ley llega muy lejos, pero es posible que no se dé cuenta de lo que ocurre a sus propios pies.
Grimm señaló con un gesto de la barbilla una enorme pantalla de visión que se alzaba sobre un gran andamio metálico en el siguiente cruce de calles. En un gran cuenco de bronce situado bajo ella caía una lluvia de donativos, aunque el tintineo de las monedas era inaudible a aquella distancia. La pantalla estaba en blanco. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que había más pantallas instaladas a intervalos regulares.
El squat se acercó a un peregrino para preguntarle sobre aquello. Al parecer, las pantallas no tenían ninguna clase de relación con el palacio de justicia, ni siquiera con la vigilancia rutinaria de la policía local.
Como era lógico, no era posible que seis millones de peregrinos pudieran presenciar en persona la revelación de la Faz Verdadera. Ver la ceremonia en una pantalla situada en cualquier lugar de la ciudad se consideraba algo equivalente a ser un testigo directo. Los espectadores incluso tendrían una visión más clara del acontecimiento.
—No es que acuse a los arbites de negligencia —comentó Jaq—, pero me parece que quizá están más interesados en su propio poder que en llevar a cabo investigaciones rigurosas. A veces se cae en esa tentación. Un palacio de justicia se puede convertir en un mundo propio.
Detrás de aquellas grandes puertas, más allá del intuido patio, habría un inmenso laberinto de estancias y de pasillos, de sótanos y armerías, de barracones y polvorines acompañados de galerías de tiro, de scriptoriums y archivos, de almacenes y cocinas, de gimnasios y garajes. Un palacio de justicia no se diferenciaba mucho de un monasterio-fortaleza, un reino soberano donde los jueces presidían las sesiones convocadas por miembros de la corte, que a su vez dirigían a los arbites, quienes, bien armados, se dedicaban a hacer cumplir las leyes del Imperio o a castigar si se infringían.
—Supongo —siguió diciendo Jaq—, que el actual lord Badshah no trama ninguna clase de conspiración, como tampoco lo hacía Hakim Badshah. ¿Para qué? Podía pagar el mantenimiento del palacio de justicia mediante los impuestos. La administración local estaba libre de híbridos genestealers desde hacía años. Los arbites debían considerar su simple presencia una amenaza suficiente frente a cualquier intento de traición. Aquello era una equivocación, una equivocación..., aunque les venía muy bien. Llamarían mucho más la atención en una ciudad más pequeña. De todas maneras, debían permanecer cerca del espaciopuerto, ¡a menos que encontraran una puerta de entrada a la Telaraña enterrada en las arenas de aquel planeta!
Quizá podrían detectar una entrada oculta si utilizaran el ojo amputado con la runa de Azul Petrov...
El ojo de la disformidad del navegante llevaba grabado una especie de mapa que conducía a la Biblioteca Negra situada en mitad de la Telaraña. ¿Sería el ojo capaz de señalar la presencia de un portal en aquel laberinto de caminos?
Pero ¿cómo podría utilizarse aquel ojo letal, excepto para matar con su mirada? ¿Y por qué tendría que haber un portal de entrada en Sabulorb?
Tan sólo habían dado un centenar de pasos que los acercaron al gran cuenco de bronce situado bajo la pantalla, cuando un griterío, incoherente al principio, se elevó por delante de ellos, una algarabía muy superior al bullicio habitual. Un grito, transformado por una mezcolanza de dialectos, recorrió como una ráfaga de tormenta la muchedumbre.
—¡Muéstrase la Faz Verdadera!
—¡Que ya se ve la Faz Verdadera!
—Looosss sacerdooootes muestran la Faaaz Verdadeeeera!
—¡Ostentus vultus sancti!
Sólo podía ser un rumor infundado. Las pantallas permanecieron apagadas. Sin duda, los sacerdotes del Templo de Occidens no revelarían la Faz Verdadera al público con dos días de antelación.
Pero el rumor lo creyeron los peregrinos que habían llegado desde otros puntos del planeta y desde otros planetas. Perderse aquel momento tan crucial sería algo intolerable. ¡Perdérselo después de cincuenta años esperando! El rumor se extendió como un incendio forestal.
A continuación llegó una versión del rumor que parecía darle cierta lógica.
—Muéstrase en sesión privada para los que sobornáronlos!
—Muchos sobornos pagáronse para verlo en privado!
—¡Suponíase que era un acontecimiento público!
Las pantallas permanecieron apagadas.
La consecuencia de todo aquello fue un pánico y un caos absolutos. La multitud salió de estampida hacia adelante. Los peregrinos que caminaban por las avenidas laterales se unieron a la estampida. Una marea de cuerpos empujó y aulló y arañó y atropelló. Jaq, Lex y Grimm consiguieron refugiarse a un lado del gran cuenco de bronce. Incluso vacío, aquel cuenco debía de pesar más de una tonelada.
Parte del gentío situado al lado del palacio de justicia comenzó a llamar la atención de forma enloquecida. Golpearon las puertas del edificio con los puños mientras un millar de voces exigía justicia.
—¡Hemos pagado!
—¡Pagóse lo pedido!
—!Los peregrinos devotos exigimos justicia!
¿Es que se suponía que aquella injusticia formaba parte de la jurisdicción del palacio de justicia? En absoluto. Por supuesto que no.
Una turbamulta enfurecida que aporreaba su entrada sí era asunto del palacio de justicia. Los puños que estaban golpeando las puertas de plastiacero podían considerarse parte de un ataque criminal. Por las troneras asomaron en pocos momentos los cañones de rifles láser que apuntaban hacia abajo. A lo largo de los cañones se veían unos tubos.
Una voz resonó procedente de las gárgolas, que en realidad eran altavoces.
—¡Buenos ciudadanos y peregrinos, césense todos los golpes y deténgase este ataque a las puertas del palacio de justicia! ¡Retírense con tranquilidad en nombre del Emperador!
Sin embargo, el ataque continuó.
Las gárgolas gritaron de nuevo.
—Deténgase este ataque inmediatamente! ¡Peregrinos, no se lancen contra los muros de este palacio de justicia! ¡Dispérsense! ¡No nos obliguen a responder con fuerza letal!
La llamada de advertencia fue en vano. El golpeteo con Ira la puerta siguió.
Instantes después, pareció que los arbites ocultos hacían caer una lluvia de grandes monedas de plata sobre la multitud. Era posible que lanzaran aquellas monedas para devolver el dinero a los peregrinos por todos los costes que los peregrinos se creían que habían tenido en vano, unas monedas que podían considerarse una ofrenda adicional al Emperador, ya que los peregrinos podrían arrojarlas al interior del gran cuenco de bronce.
Las monedas comenzaron a explotar en medio de la multitud.
—¡Son granadas de fragmentación! —exclamó Grimm agachándose.
Nada menos que granadas de fragmentación. Los tubos que iban acoplados a los cañones de los rifles láser eran lanzagranadas.
Cada una de las granadas estallaba y lanzaba decenas de fragmentos afilados como navajas. Atravesaron las ropas. Atravesaron los cuerpos. Cortaron venas y cuellos. Hirieron y cegaron. Escribieron runas sangrientas en las mejillas y en las manos alzadas.
Se produjo un enorme griterío y confusión, un pánico frenético parecido al de una manada de bestias azuzada por el dolor. Bastantes de los peregrinos iban armados con algo más que un simple cuchillo o una porra tachonada de metal. Sólo un idiota se paseaba por cualquier planeta sin alguna clase de protección. Aparecieron pistolas primitivas, algunos arcos, incluso unas cuantas pistolas láser. ¿Qué debía hacer la gente que todavía no había resultado herida o no había quedado cegada? ¿Debían esperar a que cayera otra lluvia de granadas? ¿Esperar a los rayos láser? Huir era casi imposible. Había demasiados cuerpos en el camino. Cuerpos en pie. Cuerpos tambaleantes. Cuerpos caídos.
Los peregrinos armados respondieron a los disparos que hacían desde las troneras. Dispararon balas, pequeñas flechas y rayos láser. Había muy pocas posibilidades de hacer blanco, ni siquiera de apuntar en condiciones. Sin embargo, ya era evidente que el palacio de justicia, la propia justicia, estaba siendo atacada.
Las puertas principales de plastiacero se abrieron con suavidad y con un retumbar sordo. La multitud retrocedió un poco.
El acceso seguía bloqueado al otro lado de las puertas. Allí había tres vehículos blindados, uno al lado del otro, casi envueltos por el humo de los motores.
Dos de los vehículos llevaban montadas ametralladoras pesadas. El de en medio iba armado con un cañón automático. Los techos de los tres vehículos se habían convertido en plataformas para transportar escuadras de arbites. Los visores reflectantes de los cascos ocultaban sus rasgos. Sus uniformes eran oscuros y amenazantes.
Los lanzagranadas de los vehículos escupieron una mezcla de proyectiles de fragmentación, de gases lacrimógenos y cegadores. Después, la boca del cañón automático, decorada como si fuera una cabeza de serpiente, disparó una andanada de proyectiles sólidos y las ametralladoras pesadas lanzaron ráfaga tras ráfaga de balas de gran calibre.
Los proyectiles de diverso tamaño segaron varias filas de peregrinos aturdidos, sangrantes, heridos. Después, más y más filas. Las balas rebotaron en el gran cuenco de bronce detrás del que se ocultaban Jaq, Lex y Grimm.
Aquel palacio de justicia se había convertido en un oso al que se había molestado durante la hibernación en su propia madriguera. O en un nido de avispas asesinas.
CUATRO
CATASTROFE
El cuenco resonaba como una gran campana cada vez que una de las balas perdidas impactaba contra él. Las notas no duraban mucho. Tampoco es que el trío quisiera durar mucho allí. Sin embargo, excepto en la amplia zona donde se producía la matanza, alrededor de las puertas del palacio de justicia, apenas quedaba ningún otro espacio abierto. En todos los demás lugares se apiñaba una multitud de peregrinos aterrorizados.
Los guardianes del palacio de justicia no habían tenido ninguna necesidad de abrir la entrada. Las puertas eran de plastiacero y los muros enormes.
Cualquier ataque a un palacio de justicia, por equivocado o provocado que estuviera, era un desafío a la autoridad imperial. ¿Cómo podrían haber permanecido los arbites dentro del recinto judicial ante aquella afrenta? Quizá el comportamiento de los peregrinos no era en realidad una rebelión, pero si no se respondía de forma contundente a aquel comportamiento, quizá el incidente llevaría a un desafío o una afrenta todavía mayores. Una respuesta moderada por parte de los ocupantes del palacio de justicia podía malinterpretarse con facilidad.
¿Habría alguno de los jueces consultado durante los libros de que disponía en busca de un precedente previendo un incidente parecido? El día más sagrado estaba a punto de llegar. La ciudad estaba llena hasta reventar de visitantes enfervorizados. Shandabar no era una ciudad de un mundo colmena, pero en aquellos momentos, su densidad de población era muy parecida. Los jueces se enorgullecían de su reputación en la tradición de lanzar a las escuadras de choque contra los manifestantes. El orden público podía convertirse con mucha facilidad en un desorden más allá de la capacidad de contención de la policía local.
El cañón automático y las ametralladoras pesadas dejaron de disparar. Los arbites se bajaron de un salto de los vehículos. Cargaron los cartuchos en las recámaras de las escopetas y se desplegaron. Al principio apenas se preocuparon de apuntar las armas hacia la ingente masa de peregrinos. Debido a la cantidad de cuerpos que había tirados por los suelos, el avance de los arbites fue lento e inseguro. Los respiradores de los cascos filtraban el gas lacrimógeno, que la leve brisa que soplaba se había encargado de alejar del trío agazapado.
Muchos peregrinos comenzaron a tirarse al suelo con la esperanza de escapar de la muerte. Aquello dejó más al descubierto todavía a los poseedores de armas y los convirtió en objetivos de una eliminación más precisa. Los disparos alcanzaron mayor distancia, lo que provocó que más peregrinos se echaran al suelo.
De ese modo, más y más peregrinos, y cada vez más lejos, se arrojaron de bruces al suelo. El movimiento adquirió un impulso propio. Una oleada de cuerpos que se tiraban al suelo obligaba a la siguiente fila de peregrinos a caer también aunque no quisieran.
En el lugar donde se encontraban ellos, la multitud se postró en dirección al Templo de Occidens, como si estuvieran realizando un acto de adoración abyecta hacia el Dios Emperador. Aquel homenaje ilimitado se extendió por toda la ciudad. Las imágenes de aquello habrían quedado incluidas en los hologramas devocionales si no hubiera sido por la sangre y los incontables cuerpos aplastados que se veían al fondo.
Los arbites habían dejado de disparar y estaban cruzando un mar de cuerpos flácidos o gimoteantes. Parecían los vigilantes de una ceremonia de rezo cuya misión fuese castigar a cualquier asistente que levantara el rostro.
Así era como se controlaba el cosmos humano de un modo justiciero para la salvación de sus almas. Así era como se controlaban los desórdenes. Así era como se podaba lo superfluo de la humanidad. Para defender la ley y la estabilidad, a menudo debían tomarse, por desgracia y de forma obligatoria, las medidas más duras.
Ante aquel espectáculo de gobierno ejercido de un modo tan poderoso, Jaq sintió un espasmo de reverencia. Experimentó un sentimiento de nostalgia por las cosas sencillas de la vida. No es que su carrera como inquisidor hubiese sido siempre sencilla, pero antaño su pureza le había parecido tremendamente lúcida comparada con los dilemas que lo asaltaban en aquellos momentos.
Un instante después, el horror de la matanza que se extendía ante él lo hizo estremecerse. ¿Cuántas muertes podían justificarse por las exigencias de la ley y de la estabilidad? Conocía la respuesta. La alternativa, una anarquía cósmica, era infinitamente peor. Si el Imperio fracasaba, el Caos más cruel seria el que reinaría.
—¡Vámonos ya! —exclamó Grimm.
Tendrían que cruzar una extensión repleta de peregrinos tumbados en el suelo.
—¡No! —gritó Lex, pero era demasiado tarde. No alargó la mano a tiempo para agarrar a Grimm y arrastrarlo de nuevo a la protección del cuenco. El pequeño individuo echó a correr con los hombros agachados y las grandes botas pisoteando los cuerpos tirados por doquier. Se alejó antes de que los arbites sin rostro se acercaran lo bastante para investigar. Quizá Grimm estaba en lo cierto esta vez y el equivocado era Lex. Sin pensárselo más, el marine espacial tiró de Jaq y lo puso en movimiento.
—¡Corre, Jaq, corre!
El impacto del cuerpo de Lex, incluso el de Jaq, sobre los cuerpos postrados fue más pesado que el de Grimm. Los caídos lanzaron gemidos y se retorcieron, protestando. Sin embargo, no impidieron que Lex o Jaq continuaran corriendo.
—¡Deténganse en Su nombre!
—!Deténganse ahora mismo!
Los arbites se habían dado cuenta de la huida de aquel trío, que era precisamente lo que Lex había querido evitar.
Un squat, un humano enorme y un humano normal... ¿Qué era lo que les hacía comportarse de un modo tan culpable? Un squat que huyese no habría llamado tanto la atención. No era un tipo muy grande. Los squats no adoraban al Emperador. Lo que ocurría era que sus habilidades técnicas eran útiles para el Imperio. Sin duda, aquel squat se había visto atrapado en aquella confusión por simple mala suerte.
¿También un gigante que se largaba a la carrera junto a otro individuo de aspecto robusto? Aquel trío era algo más que una simple coincidencia. ¿Quizá se trataba de los cabecillas?
Los arbites se lanzaron en su persecución. Los tres, uno por cada fugitivo, por si acaso se separaban. Dispararles por la espalda podía implicar la pérdida de una posible fuente de información durante un interrogatorio en los calabozos del palacio de justicia. Ese era el motivo de que los persiguiera una escuadra de captura en vez de un equipo de ejecución.
A Lex ya Jaq les pareció insoportable huir como si fueran criminales. Los arbites corrían bastante de prisa por encima de las cabezas, las espaldas y los traseros, pero los fugitivos habían salido con ventaja e incluso estaban logrando aumentar la distancia que los separaba.
Divisaron un callejón lateral un poco más adelante, una calleja repleta de peregrinos histéricos que creían que una de las pantallas gigantes, que no podían ver desde donde estaban, se había encendido para retransmitir la ceremonia de la revelación del rostro del Emperador. Por eso la masa de adoradores estaban sobrecogidos en actitud de adoración. Los peregrinos, ignorantes de cuál era la verdadera situación, se daban codazos y se arañaban para avanzar.
Grimm se abalanzó hacia ellos y se puso de rodillas para pasar por debajo de la multitud. Parecía un niño grotesco que jugara entre las piernas de los mayores.
Lex se estampó contra la masa de gente. Todo el peso de los músculos y de los huesos reforzados con ceramita abrió un hueco en el gentío. Jaq lo seguía muy de cerca.
—¡Detengan a esos hombres!
Ya había más espacio. Un instante después sólo los rodeaban las paredes del callejón. Se encontraron de frente con algunos peregrinos que corrían en dirección a la avenida. Lex chocó de forma deliberada contra varios de ellos para derribarlos. Grimm, que se había puesto en pie de nuevo, pisoteó a varios peregrinos con sus grandes botas al tropezar con ellos. Los cuerpos caídos se quedaron retorciéndose sobre los adoquines.
El trío dobló una esquina y siguieron corriendo.
Acababan de entrar en un callejón sin salida. Se detuvieron resbalando sobre las entrañas y los huesos de algún animal. A un lado se veía un perro muerto y ensartado. Otro perro se estaba asando sobre un fuego de carbón improvisado que los dueños acababan de abandonar para echar a correr hacia la avenida. ¿Habrían creído que las explosiones de las granadas eran el estallido de los fuegos artificiales por la celebración?
A primera vista, no tenían más opción que dar media vuelta y enfrentarse a los arbites.
Las bandas de jóvenes llevaban generaciones pintando graffitis en las paredes de aquella parte del callejón. Los nombres y las obscenidades en grandes letras cubrían las piedras..., y también una puerta de hierro que casi habían ocultado por completo.
Un segundo vistazo hizo que Lex se diera cuenta de que, si había existido, ya no quedaba nada del picaporte que antes abría la puerta, y salió corriendo hacia ella cargando con el hombro. El capitán chocó con fuerte estrépito contra la hoja metálica, provocando una lluvia de polvillo oxidado y un fuerte crujido.
Se abalanzó contra ella una segunda vez. La puerta cedió con un chirrido de goznes reventados y Lex terminó de abrirla de un empujón.
Lo que había al otro lado era un almacén destartalado.
Unas pequeñas claraboyas muy sucias y protegidas por unas rejillas eran la única fuente de la escasa iluminación del lugar.
¿Qué era lo que se apilaba a lo largo de las estanterías de plastiacero? Ah, eran sillas de montar, bridas, riendas, todo lo necesario para montar en camelopardo. Miraron atrás y vieron aparecer a los arbites de rostros de espejo, con las escopetas en las manos, entrando a la carrera en el callejón sin salida. Jaq y Grimm pasaron un momento antes de que Lex derribara una de las estanterías para bloquear la entrada. Los arbites respondieron a aquello con varios disparos de escopeta. Las postas se estrellaron contra las estanterías y derribaron las sillas de montar que todavía quedaban sobre ellas. Algunos proyectiles entraron zumbando en el almacén. Las chispas provocadas por los impactos iluminaron durante unos momentos el lugar mientras el trío lo cruzaba a toda prisa, medio agachados, en dirección a una puerta mucho más grande que tenía un portillo en el centro.
Sin duda, el portillo estaría cerrado con llave, pero la puerta grande estaba asegurada con cerrojos manuales. ¿Quién iba a pensar que alguien querría escapar del interior del almacén? Lex tiró de uno de los cerrojos hacia arriba y luego del otro hacia abajo. De la otra entrada les llegó el sonido de los arbites que pasaban por encima o a través de la obstrucción.
¡Tenían que intentar que se detuvieran unos instantes! Lex sacó el bólter que llevaba escondido en la espalda y disparó una sola vez por el pasillo del almacén.
¡CLAAAKpapSSSHHHSSpacBLAM!
Los arbites eran profesionales bien entrenados. Sin duda reconocerían el sonido característico de un bólter al disparar y sin duda eso debería hacerles detenerse unos instantes a reflexionar. ¿Sería aquella arma una reliquia del paso de los ultramarines por la ciudad décadas antes? ¿Era una pieza de contrabando procedente del exterior del planeta? ¿Había logrado algún armero local reproducir los mecanismos de un arma semejante?
La única consecuencia de la acción de Lex pareció ser un aumento del interés de los arbites por ellos. El trío se adentró en una calle repleta a rebosar de peregrinos que tenían aspecto de sentirse enfurecidos. Mientras Lex se abría paso a empujones oyeron con claridad el murmullo rabioso que decía algo sobre asesinar a los rostros de espejo..., o de rostros de espejo asesinos. La confusión era terrible.
Jaq se tambaleó y tuvo que agarrarse a Lex.
—Entre esta gente hay un telépata. ¡Puedo sentirlo! Es un psíquico. Está aterrorizado. Está enviando imágenes caóticas...
Así era: imágenes confusas de la matanza que habían asaltado los sentidos del telépata con fuerza debido a la intensidad del dolor y de la agonía de los muertos. Los peregrinos que poseían algunas trazas de poder psíquico también estaban captando esas imágenes. Todo el mundo estaba tremendamente tenso. En aquella calle no existía la postración en masa y desesperada de la avenida. La gente gritaba exaltada.
—¡Asesinos!
—¡Rostros de espejo!
Los que gritaban, en realidad no tenían ni idea de si los rostros de espejo estaban involucrados en alguna clase de asesinato o que debían matar a cualquiera que encajara con esa descripción. La histeria se iba apoderando de ellos por momentos, de casi todos ellos, tanto si tenían la menor traza de poderes psíquicos como si no.
Lex giró la cabeza y vio a los arbites salir del almacén. Jaq y Grimm sólo podían oír el estruendo de la multitud, por lo que no pudo avisarlos. Durante unos cuantos segundos, el trío se vio arrastrado hacia atrás por la marea de intenciones homicidas que se dirigía contra los arbites. Unos instantes después, estaban libres.
Escaparon a través de una callejuela lateral que estaba menos abarrotada y que se bifurcaba una y otra vez.
Siguieron corriendo para luego avanzar al trote hasta llegar al mercado de pescado de Shandabar, donde todo parecía normal.
Una multitud de puestos y casetas ocupaban varias hectáreas polvorientas con arcadas en tres de los lados. Había un gran ambiente de negocio bajo el gran sol rojo. Los pescaderos no paraban de cantar las maravillas de su mercancía, traída desde el ancho río Bihishti y desde el mar más cercano, ya fuese pescado fresco o seco, salado o en salmuera. Un hedor pegajoso invadía todo el lugar. Allí nadie se había enterado de lo ocurrido cerca del palacio de justicia, del mismo modo que tampoco se habían enterado ninguno de los peces de ojos saltones y vidriosos que miraban ciegos desde los mostradores y las losas de las mesas.
Grimm estaba jadeando.
—¡Mis piernas! Supongo... que... esa gente... ha machacado a los.., rostros de espejo.
—Es lo más probable —contestó Lex, mientras se rascaba con cierta frustración el puño—. No habría sido correcto que nosotros matáramos a los representantes de la justicia imperial. Tan sólo estaban cumpliendo su deber. No debí haber disparado el bólter. Os pido disculpas.
—¿Por qué? —preguntó Grimm.
—Esos arbites habrán informado de que les han disparado con un bólter. Puede que se inicie una investigación.
—¿Crees que los arbites habrán pasado por todas las agencias de alquiler con la esperanza de encontrarnos?
—No creo que llamáramos tanto la atención, sobre todo si tenemos en cuenta la barahúnda que se ha formado. Además, también he visto a unos cuantos tipos especialmente grandes en la calle y bastantes enanos.
—Squats —lo corrigió Grimm con cierto malhumor—. Yo también he visto a unos cuantos de los míos. Lo más probable es que sean ingenieros de las naves espaciales. A los squats nos gusta viajar y ver mundos. Si me encuentro con uno de ellos, te aseguro que no andaremos codeándonos. No destacamos mucho, al menos, no con todos estos lunáticos piadosos por aquí.
—Almas devotas —lo corrigió a su vez Jaq.
El pequeño individuo se quedó hiperventilando durante unos momentos antes de contestar.
—En mi libro —siguió diciendo—, siempre hay algo raro en la mayoría de los peregrinos. O están muy gordos, o bizquean o tienen una nuez del tamaño de una manzana en mitad de la garganta. También pueden tener alguna enfermedad de la piel o los dedos de los pies unidos con membranas. Si quieres saber mi opinión, son un puñado de bichos raros.
—Nuestro libro, ahora mismo —le espetó Jaq—, es el Libro de Rhana Dandra.
—Que no podemos leer, porque está escrito en eldar y la escritura es algo imposible.
Jaq se encogió de hombros.
—Me pregunto cuánta animosidad tiene la gente de aquí contra el palacio de justicia, aparte del pánico que existe hacia los arbites. Lo que ocurrió antes no fue más que una acción refleja de animales aguijoneados. Supongo que los magistrados del palacio de justicia sentirán ahora la necesidad de mostrar una mayor presencia en las calles. Como dice Grimm, hay un montón de gente en esta ciudad, incluso en época normal, y nosotros tan sólo somos unos más de ellos. Por desgracia, tengo que alegrarme de las rivalidades religiosas que existen aquí. Crearán bastante confusión.
Se quedó un momento pensativo.
—Es posible que nos veamos obligados a entrar en contacto con criminales para integrarnos en el entorno y protegemos de cualquier posible investigación por parte del palacio de justicia. Después de todo, el crimen está en todos los planetas. Nosotros mismos somos algo parecido a unos criminales.
Grimm sonrió.
—¿Ladrones cósmicos de joyas?
Jaq miró a Lex, quien se limitó a asentir.
—Transgresores de las leyes del Imperio, mi señor inquisidor. Eso parece. De forma temporal, hasta que lo comprendamos todo. Hasta que podamos informar a una autoridad de confianza.
—Si la Inquisición está inmersa en una guerra civil, Lex, ¿en quién podemos confiar?
—¡Ya lo sé! Mi capítulo es intachable, pero nuestros bibliotecarios tan sólo podrían informar al Administratum.
—Que a su vez se lo comunicaría al Adeptas Tena. La Inquisición intervendría, pero ¿cuál de sus facciones lo haría?
Lex inclinó un instante la cabeza, como si le estuviese rezando en privado a su sagrado primarca.
Por fin llegaron a la amplia extensión arenosa delante del complejo de cúpulas que era el Templo de Occidens. Unos cuantos miles de peregrinos ya habían acampado allí, expectantes. Varios miles más se arremolinaban en los alrededores. El ambiente estaba cargado de los aromas de incienso y de los pinchos de pescado, que se vendían en cuanto se acababan de asar sobre las brasas, acompañado del olor a vino y a cuerpos. Los acróbatas realizaban sus piruetas en lo alto de postes para que todos las pudieran ver. Los adivinos desplegaban distintas versiones del tarot imperial. Los tullidos mendigaban limosna.
Era posible abrirse camino serpenteando hasta la parte delantera del templo en un lento trayecto de un kilómetro, y eso es lo que hizo el trío.
El templo estaba rodeado por una barrera de plastiacero vigilada por diáconos armados. Una pasarela elevada cubierta de bordados lujosos salía desde las escaleras del templo hasta llegar a una magnífica plataforma instalada por encima de la barrera.
En una de las entradas de la barrera había un diácono que se dedicaba a pedir ofrendas sustanciosas a quien quisiera tener la oportunidad de entrar en el templo, que en realidad, o en teoría, estaba cerrado para los peregrinos, ya que la ceremonia era inminente. Un sacristán armado acompañaría a aquellos que más pagaran. Aquellos privilegiados podrían ver la hornacina donde se guardaba el relicario con la Faz Verdadera.
Al día siguiente, el anterior a la ceremonia, las ofrendas deberían ser el doble de generosas.
Aquél era el origen del rumor que había provocado cientos de muertos y heridos. Alguien se había confundido y esa confusión se había convertido en algo más grave y mortífero.
Un individuo calvo y obeso, acompañado por su hija bizca, le había entregado una bolsa repleta de shekels al diácono, que los estaba contando en ese momento. Para la mayoría de los peregrinos, el coste de admisión era demasiado elevado, por mucho que tuviera alguna clase de virtud especial.
Jaq sentía una curiosidad tremenda que se unía al deseo de todo inquisidor de saber qué ocurría. Sacó del bolsillo una pequeña esmeralda de la mejor calidad.
En vez de ocultar de forma inmediata la joya, el diácono la levantó hacia la luz. ¿Cómo podía pensar que una gema así era falsa? Incluso bajo la débil luz del sol rojo, el brillo que despedía indicaba lo contrario.
Grimm tiró de una de las mangas de Jaq. Una mujer situada entre la multitud y vestida con una tánica gris de gran capucha los estaba mirando con atención.
—Meh'lindi... —dijo Jaq con un jadeo.
Era ella. Su fantasma. Dentro de la sombra de la capucha, su cara...
No, no era el rostro de Meh'lindi. No debía engañarse. Sus rasgos tan sólo tenían un cierto parecido, lo mismo que la altura y la apostura. La mujer ya se había dado media vuelta con tanta naturalidad como si no hubiera estado mirándolos en absoluto y se alejaba entre la multitud, donde desapareció un instante después.
—Esa señora estaba mirando la joya —comentó Grimm.
—Olvídala —dijo Jaq con un tono de voz distraído.
Aquella mujer no era Meh'lindi. Por supuesto que no lo era. Meh'lindi estaba muerta, destripada por la lanza de energía de una guerrera fénix. En cuanto al parecido... Bueno, había millones de posibilidades en el aspecto físico de los seres humanos. Mejor dicho, miles de millones, más si se tenía en cuenta que la galaxia estaba rebosante de billones y billones de personas. Sin duda, en varios puntos de la galaxia debía existir bastante gente que se pareciera muchísimo a Meh'lindi, y muchos más que tan sólo tuvieran un cierto parecido.
Nadie podía compararse de verdad a Meh'lindi. ¡Nadie!
El sacristán que guiaba al trío era un individuo nervudo y anciano de rostro astuto. Llevaba una pistola láser metida en el ancho cinto de la sotana tejida con pelo de camelopardo.
—Al entrar en nuestro templo lo primero que verán es...
Un pórtico repleto con los cientos de tumbas talladas de los grandes sacerdotes del lugar. Algunas estaban astilladas y la piedra ya se desmoronaba.
En el enorme atrio con columnas que se encontraba al otro lado ardía un bosque de palitos de incienso que despedían un olor casi asfixiante. Las espirales de humo dulzón ascendían hasta atravesar unos conductos abiertos en el techo en forma de cúpula. Aquella estancia parecía un gigantesco incensario.
Más allá se encontraba la basílica, donde patrullaban grupos de diáconos armados.
—Existen cincuenta capillas laterales dedicadas a cincuenta atributos del Dios Emperador...
En el lugar ardían innumerables velas. Los milenios de humo habían depositado una capa de hollín y de cera en paredes y suelos. La gran basílica era un luminoso, pero debido a todo aquel hollín, la sensación que provocaba era la de una oscuridad que avanzaba sobre la luz reinante para apagarla.
—Presten atención, viajeros, al gran mosaico de la pared que muestra la victoria de nuestro bendito Emperador sobre el maldito Horus, el rebelde...
El mosaico sí estaba libre de hollín y de cera. Lo habían limpiado tantas veces que los detalles casi habían quedado borrados del todo. El individuo obeso y la chica bizca se habían quedado mirando el mosaico con la boca abierta, mientras el resto del grupo los esperaba impaciente.
Lo siguiente que vieron fue un oratorio para rezos privados. Jaq y Lex se arrodillaron tan sólo unos momentos. En la parte posterior del oratorio colgaba una cortina muy antigua entretejida con hilos de titanio. La cortina estaba tan deshilachada, a excepción de los resistentes hilos de titanio, que se podía ver a través de ella la sacristía que estaba al otro lado.
A través de la cortina y de la puerta enrejada y resplandeciente.
...es de tungsteno forjado...
En la sacristía, iluminada por la luz de muchas velas, se veía de forma borrosa una hornacina donde se encontraba el cofre, que estaba recargado de detalles en oro y plata que lo más probable sería que cegara a cualquiera que no lo mirara a través de un velo. Varios sacristanes armados montaban guardia al lado del cofre mientras entonaban un cántico en voz baja.
—Ese cofre sagrado tiene un triple cerrojo. En su interior reposa un relicario enjoyado. Dentro de ese relicario se encuentra la Faz Verdadera del Dios Emperador...
Aquel preciado tesoro sólo se exponía a la dañina luz del sol en los años santos. En el intervalo entre aquellas escasas presentaciones públicas, la Faz se mostraba de vez en cuando y a la luz de las velas de la sacristía a los donantes más generosos, pero tan sólo durante medio minuto.
—No se permiten esas visitas privadas durante el Año Santo, pero...
Levantaron la mirada y vieron encima de la entrada a la sacristía un cuadro con marco de oro. Lo habían pintado con tinta sobre vitela de camelopardo. Era el dibujo de un rostro delgado y apesadumbrado, pero glorioso.
—¡Viajeros, regocíjense de la vista de una copia de la Faz Verdadera del Emperador!
Dos artistas contratados trabajaban sin descanso para producir copias idénticas.
—¿Son muy caras? Me refiero para comprarlas —preguntó Grimm, sin emocionarse lo más mínimo.
Pues resultaba que había dos sacerdotes, a los que se conocía como la Fraternidad de la Faz, que vendían copias en una de las capillas de la basílica. El sacristán los acompañaría hasta la capilla en el camino de regreso.
Hacía ya más de diez mil años, cuando el bendito Emperador todavía caminaba por la galaxia, se limpió la cara con un paño. Su energía psíquica había impreso los rasgos de su faz en el tejido. Después de tantos milenios, el tejido original era muy frágil, por eso los artistas lo copiaban de una copia.
—¿Muéstrase una copia a la multitud? —preguntó Grimm.
La expresión del rostro del sacristán se ensombreció. Pasó una mano por la empuñadura de la pistola láser.
—!Muéstrase la Faz Verdadera! —le espetó.
Jaq se quedó mirando el rostro de la vitela.
Cuando había visto, o había creído ver, al Dios Emperador en su enorme tronó rebosante de energía y restallante de descargas provocadas por el ozono, en medio de estandartes de batalla e iconos valiosos, el rostro enmarcado en ese trono protésico le había parecido el de una momia reseca. De la mente de aquel cuerpo había surgido tal oleada de pensamientos capaces de arrancarle el alma que Jaq casi había quedado aniquilado. ¿Cómo podía una pulga comprender a un mastodonte?
¿Volvería Jaq alguna vez a aquella sala del trono, iluminado en su interior?
¿Cómo se atrevía a considerar la posibilidad de permitir que alguna clase de poder demoníaco accediese a su alma con la esperanza de exorcizarse a sí mismo y así iluminarse?
El trío no quiso comprar ninguna copia de la Faz.
—Ya hemos dado lo que teníamos de valor para echar un vistazo en la sacristía —mintió Grimm.
Cuando ya se estaban alejando de la barrera que rodeaba el templo y atravesando la multitud de peregrinos y de tiendas de campaña, una mano huesuda con la piel marcada por manchas hepáticas agarró a Jaq de la manga.
—Una limosna para inválida registrada —graznó una voz anciana.
Varios incensarios humeantes colgaban de una plataforma, contra la que estaba apoyado un carrito desvencijado provisto de unas pequeñas ruedas metálicas. Sobre el carrito se encontraba una vieja vestida con harapos. Tenía el rostro tremendamente arrugado y reseco por la edad. El cabello blanco le caía en largos mechones lacios. Sin embargo, sus ojos de color azul relucían con una especie de intensidad inteligente. La expresión de aquella mirada mostraba cierta expectación que iba más allá de la esperanza de obtener unas cuantas monedas.
Grimm estudió con detenimiento las circunstancias que la rodeaban. La plataforma de incienso la protegía e impedía que los peregrinos tropezaran accidentalmente con ella. De la parte posterior del carrito salía una larga empuñadura, lo que indicaba que se podía tanto tirar como empujar. Allí estaba ella, inclinada bajo el tibio sol rojo y pidiendo limosna.
—¡No hay respeto por los mayores en la mayoría de los mundos! —gruñó el pequeño individuo mientras rebuscaba en un bolsillo hasta que por fin dio con medio shekel—. ¡Oh! Se le han secado las piernas, señora.
Era algo evidente: los dos palos marrones que correspondían a dichas extremidades estaban doblados de manera antinatural. ¿Veía mal, o Grimm estaba a punto de derramar una lágrima? El carrito de la vieja apestaba a orina.
Grimm se quedó con la moneda en la mano.
—¿Quién le empuja el carrito cuando se hace de noche, señora?
Aaaahh. Bien pensado. Era posible que su propia familia se las hubiera roto para que pudiera pedir limosna de un modo más eficiente.
—Hacerlo algún servidor del templo —le contestó—. Los servidores ayúdanme, amable señor.
—¿Rompióle el templo las piernas, señora?
No creía que al Templo de Occidens le hiciera falta crear y explotar inválidos para incrementar sus ingresos.
La anciana se inclinó hacia adelante de repente, como si le hubiera dado un dolor de estómago.
—¡Oh, sí, rompióme las piernas! —contestó—. Pero no para lo que usted piensa.
Grimm se agachó al lado del carrito. Jaq y Lex lo imitaron.
La anciana se llamaba Herzady. Jamás había sido una «señora», porque nunca se había casado, y les dijo en tono desafiante que tenía once años.
¿Qué otra persona de Sabulorb contaría su edad en términos de años locales? Había vivido lo bastante para llegar a un número de dos cifras. Había conseguido sobrevivir más de ciento diez años imperiales, la mayoría de ellos montada en aquel carrito. Grimm quedó impresionado por la longevidad de la mujer, a pesar de que un centenar de años no era mucho para un squat, acostumbrado a vivir muchos más.
—!Es bastante impresionante para una humana normal sin implantes, sobre todo en estas circunstancias!
Un siglo antes, cuando era una joven, Herzady había asistido a la ceremonia del Año Santo con sus piadosos padres, a los que había perdido cuando murieron durante el tumulto que se había producido a continuación. Ella había quedado inválida de las piernas. Un sacerdote compasivo se había apiadado de ella y le había proporcionado aquel carrito. Herzady había esperado durante décadas a que llegara el siguiente Año Santo. Cuando se produjo la ceremonia, la observó desde un lugar mucho más seguro.
¿Tumulto?
Sin duda. En la ceremonia anterior, cincuenta años antes, se había producido otro tumulto homicida provocado por la histeria de los peregrinos que querían ver.., lo que no se podía ver.
¿Lo que no se podía ver? ¿Qué quería decir con aquello?
Resulta que Herzady había sido todo oídos y ojos durante décadas. Sabía que la Faz se había desvanecido hasta ser invisible. En el clímax del día de la ceremonia, cuando el gran sacerdote de Occidens sacaba el relicario en una procesión magnífica y lo abría por unos instantes, lo que dejaba a la vista de cientos de miles de peregrinos era un paño vacío, aparte de un par de manchas que estaban más o menos donde debían encontrarse los ojos.
—¡Los peregrinos se esfuerzan por ver algo que no está! ¡Se esfuerzan y se pelean por ver!
Como consecuencia, se producía un tumulto que interrumpía la ceremonia. Pero ¿qué había de las copias que se hacían?
Pues resultaba que la primera copia se había hecho pegando un material sensible sobre el preciado paño medio borrado hasta que la imprenta psíquica se había transferido. Después embellecieron con devoción esa imagen impresa.
—Vaya —comentó Grimm—. En otras palabras, ¡se lo inventaron todo!
Aquel relato sobre la Faz Verdadera llenó a Jaq con una sensación de asombro ante la inmensa devoción de muchos de los ciudadanos imperiales. ¿Qué importaba que los peregrinos fuesen engañados? ¿Qué importaba que muriesen o resultasen heridos por distinguir un leve atisbo del paño donde El se limpió una vez el rostro? Su dolor no era nada comparado con el dolor eterno del Dios Emperador. La veneración de los peregrinos pasaría al océano psíquico de la disformidad y lo impregnaría con su bendición.
Jaq, que seguía arrodillado al lado del carrito de Herzady, se dio cuenta de que era capaz de rezar. Al menos, durante un tiempo.
—Al estar inválida, inválida por venir a adorarlo, compartís el dolor de nuestro Señor —le dijo con voz suave.
—Estoy esperando —le respondió ella con voz sombría—. Espero que muchas más personas queden inválidas o mueran pasado mañana, porque estoy segura de que pasará. Luego, moriré contenta.
¡Ese era el motivo por el que Herzady había logrado sobrevivir durante cincuenta años desde el anterior Año Santo! ¡Para ver aquella tragedia repetida! La persistencia de la vieja era algo patológico. Su lucidez era locura.
La futilidad de todo aquello golpeó con fuerza la renovada fe de Jaq, lo mismo que el paso del tiempo había borrado la Faz Verdadera. Se tambaleó de un lado a otro.
—¿Qué pasa con el palacio de justicia? —preguntó Grimm a Herzady—. ¿Ha oído usted que alguien hablase del palacio de justicia? ¿Involúcrase mucho en la vida de la ciudad?
¿Es que Grimm creía que iban a llevar a aquella vieja con su carrito hasta su mansión en las afueras para que se convirtiera en su informadora en todos los temas relativos a Sabulorb?
El pequeño individuo la incitó para que hablara.
—Cientos de personas han muerto delante del palacio de justicia hoy mismo. Todos imagináronse que la Faz Verdadera mostraríase hoy y llevóselos el pánico.
Sorprendida por aquello, la vieja enderezó la espalda y se puso firme sobre sus piernas resecas. Jadeó de forma trágica.
—Herzady se ha perdido todas esas muertes...
En su rostro arrugado apareció un espasmo de dolor. Se llevó una de las pequeñas manos manchadas al pecho antes de caer derrumbada.
Lex comprobó su pulso. La muñeca de la mujer parecía poco más que un lápiz en la enorme mano del marine espacial. Estaba muerta. De un ataque al corazón, o de un corazón roto.
Fue Grimm quien alargó la mano y le cerró los ojos abiertos de par en par.
—Bueno —comentó—, de todas maneras, al menos me he ahorrado medio shekel.
★ ★ ★
Dos días después, ya por la tarde, se esforzaron por colocarse lo más atrás que pudieron en aquella gran plaza.
Aunque Grimm se había mostrado reticente a asistir a la ceremonia, Jaq deseaba estudiar el fanatismo de una multitud poseída por un rapto de fe hasta un punto de locura donde no se sentían ni las heridas ni la muerte. Se podían aprender lecciones sobre la pasión, la obsesión y la posesión, sobre las locuras transitorias de los sentidos y del alma.
La plaza despedía un calor fétido aquella tarde, resultado de la exhalación de tantas respiraciones y la cercanía de los cuerpos que se rozaban.
¿Cuántas personas de aquella multitud se habrían desmayado o asfixiado durante las horas de espera? Los peregrinos saludaron con un rugido la aparición de la, supuesta, Faz Verdadera. Los espectadores se estremecieron con fuerza. Aquel mar de personas se parecía a la superficie del agua de un cazo que estuviera llegando al punto de ebullición, o quizá a una gigantesca sartén de aceite hirviendo.
—!Argh! ¡Por mis sagrados ancestros! —aulló Grimm.
El pequeño individuo estaba aplastado entre Jaq y Lex. El marine espacial utilizó su musculatura reforzada para echar a un lado a los peregrinos gemebundos y probablemente rompió unas cuantas costillas al hacerlo. La larga y alta pared de piedra caliza de una casa cercana tenía varios nichos, como si una fila de estatuas hubiese vigilado el lugar, o como si la vieja pared hubiese acabado con esa forma por las apreturas y los roces de la gente que se había arremolinado en el lugar durante tantas ceremonias desde el pasado.
Lex sacó de un tirón a varios peregrinos de uno de los nichos y se convirtió en un tremendo baluarte contra la enorme marea de individuos frenéticos. Era una cobertura parcial para Jaq y para Grimm, situados a su espalda.
Grimm gimió y jadeó para volver a llenar sus pulmones vacíos. ¿Cuántos pechos estarían siendo aplastados en ese momento entre la multitud? El squat soltó un bufido de disgusto. Por supuesto, no podía ver nada aparte de los cuerpos más cercanos.
Jaq notaba el olor a histeria en el aire. Sólo Lex era capaz de ver por encima de las cabezas, los gorros y las capuchas que llevaban la insignia de la Faz Verdadera..., aunque el centro de su atención estaba a un kilómetro de distancia.
—El sacerdote está abriendo el relicario ahora mismo —gritó. Un rugido mucho más fuerte surgió y ahogó por unos instantes su voz—. La gente se abalanza contra la plataforma...
Habría sido inevitable que esa plataforma acabase cediendo y que la pasarela se viniese abajo de no haber sido por la intervención de los diáconos guardianes con sobrepellizas blancas.
Al principio, los diáconos habían utilizado las pistolas y los rifles aturdidores para dejar inconscientes a los peregrinos más exaltados. Lo único que consiguieron aquellos que habían acampado al lado de la barrera fue ser los primeros en quedar inconscientes sobre sus propias tiendas derribadas. Una muralla de cuerpos aturdidos se alzaba rodeando la barrera.
La muralla humana fue tomando altura a medida que los peregrinos frustrados trepaban por ella y resultaban a su vez inconscientes. En poco tiempo, la altura de la muralla de cuerpos puso en peligro la propia integridad de la barrera. Para entonces, el gran sacerdote ya se había retirado después de cerrar el relicario. Los peregrinos siguieron empujando para avanzar.
Los diáconos arrojaron a un lado las armas aturdidoras. Lo más probable era que se hubieran quedado sin carga, así que debieron recurrir a los rifles automáticos y a las escopetas. Comenzaron a disparar proyectiles de alta velocidad y cartuchos de postas de baja velocidad. El gigantesco sol rojo que llenaba una cuarta parte del cielo se puso más rojizo todavía, como si estuviese absorbiendo la sangre que se estaba derramando, aunque era más probable que se tratase de la enorme cantidad de polvillo que estaban levantando los miles de pies de los peregrinos.
Los tres lograron salir a duras penas y llenos de moretones de aquel lado de la plaza.
A pesar de todas las muertes que se habían producido en las cercanías del templo, los ojos de la mayoría de los peregrinos brillaban de felicidad. Tenían todo el aspecto de estar drogados. Muchos lloraban de alegría. Algunos murmuraban balbuceantes, «Ah, la Faz Verdadera!», aunque en realidad no hubieran visto prácticamente nada.
Esa noche, Jaq soñó de nuevo con Askandargrado.
Los collares que los hombres bestia llevaban puestos estallaron uno a uno separando las cabezas de los cuellos.
Algunas de las doncellas gimoteantes estaban encadenadas entre sí. Otras lo estaban a los macizos de plantas que salían de las urnas destrozadas. Si alguna de las doncellas hubiera logrado escapar mientras no las estaban vigilando... Si tan sólo una de ellas hubiera escapado en vez de caer en manos de otros asaltantes, si se hubieran escondido en algún lugar de las ruinas...
La ayuda que habían pedido ya se encontraba de camino. Pocos días antes de la invasión de los renegados del Caos, los marines espaciales del capítulo de la Guardia del Cuervo habían repostado en Askandar y habían partido con su nave. Los mejores guerreros del Imperio habían dado media vuelta cuando el astrópata del palacio les envió un mensaje de socorro antes de que el propio palacio quedara destruido. Llegarían a Askandar dentro de dos días. Los guardias del cuervo, de negra armadura y poderosas armas, atacarían a su vez a los asaltantes. Ojalá las visiones demoníacas que habían presenciado no obligaran a borrarles la mente a los hermanos de batalla para que no enloquecieran.
Casi parecía que los poderes del Caos hubieran planeado de forma deliberada provocar a los guardias del cuervo.
¡Si alguna de las cautivas hubiera escapado! Pero el tronar de los collares explosivos había atraído la atención sobre las doncellas.
—¡En nombre del Emperador, dispara esa arma! —le ordenó Jaq al eunuco que estaba a su lado.
Jaq acompañó la orden con el ejemplo y se asomó por encima de la barricada improvisada para empezar a disparar el bólter contra una de aquellas parodias de un caballero justo. ¡CLAAAKpap ...!
El guerrero del Caos llevaba la runa de Slaanesh, masculina y femenina a la vez, grabada de un modo provocativo en las protecciones de las rodillas. A diferencia de sus malignos camaradas, su armadura, forjada con formas obscenas, estaba esmaltada de púrpura y oro, una burla sarcástica de los antiguos colores de su capítulo antes de que el mal lo pervirtiera.
El proyectil impactó contra el lado derecho de la placa pectoral y la penetró, un poco al menos. ¡BLAM! Explotó. El guerrero giró sobre sí mismo agitando los brazos.
¡CLAAAKpap ...!
El eunuco también disparó. La protección que cubría el antebrazo del objetivo interceptó el proyectil. ¡BLAM! El brazo quedó inutilizado. ¡Ojalá la herida del pecho fuese lo bastante grave como para colapsarle un pulmón! El renegado seguía girando sobre sí mismo, como si estuviese bailando un vals solitario. Ojalá fuese una danza de muerte, la suya.
¡CLAAAKpap ...!!CLAAAKpap ...! Ambos dispararon de nuevo y se agacharon un momento antes de que un siseo tórrido cruzara toda la parte superior del parapeto. El chorro de un rifle de fusión estaba sobrecalentando el aire. Unos instantes después oyeron un terrible rugido. El chorro había tropezado con los extremos superiores de algunas de las vigas de madera que sobresalían del estanque. La humedad de la madera se evaporó en un segundo. Las vigas estallaron y dagas de madera y astillas volaron por los aires como púas escupidas por un hystrix enfurecido.
El otro eunuco aulló de dolor. Varias astillas de gran tamaño se le habían clavado en un hombro. Se echó hacia atrás para intentar quitárselas.
Ffssshhhh... El chorro del rifle de fusión le alcanzó en la cabeza, que había quedado al descubierto. Los ojos se vaporizaron al instante, lo mismo que sus mejillas mofletudas y el resto de la cara. Pareció que un chorro de ácido lo hubiese alcanzado de lleno y le hubiera corroído la carne en un momento, dejando el cráneo al descubierto y el cerebro licuado hirviendo en su interior, lo que provocaba hilillos de vapor que salían de los agujeros de los oídos y de las cuencas de los ojos. El eunuco muerto se desplomó sobre el suelo de mármol.
La resma de los trozos de viga se había incendiado. Las llamas bailaban por encima del estanque, cubierto de restos y de cuerpos, algunos de los cuales todavía estaban vivos. Les llegó el sonido de unas risas crueles. Jaq tiró del eunuco superviviente.
—!Tenemos que irnos!
El eunuco se quedó mirándolo con ojos de loco.
—¡No debería estar en la casa de baños de las doncellas! —le gritó.
Había perdido el juicio.
Lo que decía el eunuco era cierto hasta hacía poco. Tan sólo dos días antes, el harén era una zona prohibida para cualquier hombre sin cierto tipo de mutilación, a excepción de lord Egremont.
Y a excepción de cierto inquisidor joven, que había llegado para investigar los rumores de la existencia de uno de los cultos perversos a Slaanesh en aquella ciudadela de mujeres vigilada por guardias. El gran experimento de lord Egremont sobre un control benigno de la población había dado lugar a ciertas frustraciones maliciosas. Egremont era un idealista y su reinado había sido excelente, aunque algo excéntrico. Askandar había prosperado.
¡Qué locos por unirse a un culto semejante! Allí estaban las consecuencias, dolorosas y evidentes. ¡Agónicas! Los corruptos marines espaciales del Caos habían llegado para llevarse la cosecha de aquella locura ociosa, arrasando Askandargrado y violando con crueldad y sadismo el harén.
El eunuco se quedó mirando el bólter de manufactura obscena que tenía en las manos. Le dio la vuelta y se colocó el cañón del arma en la boca.
—Los refuerzos llegarán dentro de dos días —le susurré Jaq.
¡Carcajadas! ¡Muy cerca! Arriesgarse a echar un vistazo seria perder la vida. Quedarse más tiempo sería un suicidio. Jaq se retiró con rapidez, corriendo agachado entre los maderos en llamas.
¡CLAAAKpap ...BAM! El eunuco se había pegado un tiro. Al hacerlo, quizá se había librado de una muerte mucho peor y más prolongada.
Jaq se despertó una vez más temblando y sudoroso.
CINCO
LADRON
La mansión que habían alquilado tenía tres pisos, con una docena de estancias en cada uno de ellos además de varios sótanos y bodegas. Los muebles eran de ébano y los suelos de pizarra negra. En algunos aspectos, ¡aquella mansión se parecía mucho al fúnebre interior de la nave que había perdido Jaq! Había lámparas por todas partes, lo que le recordaba, al menos en la forma en que la luz se reflejaba en las superficies pulidas, a las electrovelas colocadas en los nichos de las paredes de la Tormentum Malorum.
Jaq ordenó que todas las cortinas de la casa permanecieran cerradas y taparan la visión de los matorrales de color marrón, los senderos de gravilla gris, el gran sol rojo, el alto muro y los tejados vecinos.
Un nuevo inquilino correteaba de una estancia a otra. Se trataba de un pequeño mono barbudo que se comportaba como un niño travieso, con los ojos brillantes y la piel moteada. Grimm le había comprado aquella parodia en miniatura de un ser humano a un vendedor callejero. El comentario que Lex hizo al ver a la criatura sentada en el hombro del vendedor lo incitó a comprarlo:
—Un marine espacial es a un squat lo que un squat a ese mono.
—Bueno, pues ya estoy harto de ser el que tenga el culo más cerca del suelo —replicó Grimm. Jaq no se opuso a que lo comprara.
La soledad ansiosa del animal emocionó un poco a Jaq. El mono no tenía pareja, pero se dedicaba de forma constante a buscarla, como si al doblar la próxima esquina o en la siguiente estancia estuviese a punto de encontrar a otro de su misma especie. A veces, lo exasperaba el parloteo constante de la criatura dirigido a su propio reflejo borroso en las superficies brillantes.
El mono intentaba buscar parásitos en la espesa barba pelirroja de Grimm, que ni siquiera se había preocupado por ponerle un nombre.
Una semana después de la ceremonia de la Faz Verdadera, el animal despertó a Grimm con sus chillidos e idas y venidas en mitad de la madrugada.
El squat estaba soñando con un tiroteo en el interior de una cueva. Junto con unos cuantos camaradas squats estaban enfrentándose a una horda de orkos. Aquellos alienígenas brutales de piel verde iban armados con mosquetones y trabucos antiguos y ruidosos. Las bocas de los cañones de aquellas armas escupían tuercas y tornillos además de una lluvia de chispas y bocanadas de humo. Grimm y sus compañeros, armados con bólters, estaban acabando con aquella escoria alienígena: RRRAAARG, SSHHHHIIUU, GGGG. RRRAAARG, SSHHHHIIUU, GGGG. Era una batalla entre el ruido sistemático y el anárquico.
Grimm quiso seguir con aquel agradable sueño y estaba a punto de apartar de un manotazo a la molesta mascota. cuando una silueta oscura se inclinó sobre él. Lex. Tenía que ser Lex. El capitán agarró con dos dedos al animal por el cuello y apretó un poco para que se callara. Se acercó a Grimm para murmurarle algo.
—Sigue roncando como antes y escúchame bien —le dijo.
¿Roncando? ¿Roncando? ¡Por eso estaba soñando aquello!
—RRRAAARG —soltó Grimm, con el mismo sonido que un pájaro carroñero con la garganta irritada. A continuación dejó escapar el aire—. SSHHHHIIUU GGGG —bufó por último.
Mientras Grimm se esforzaba por imitar lo que debían ser los sonidos producidos por sus ronquidos, Lex mantuvo en alto al mono, todavía vivo. El squat escuchó inquieto lo que le decía.
—Hay un intruso en algún lugar de la casa. Creo que ha bajado a los sótanos...
Lex había detectado la intrusión gracias a sus oídos de Lyman, que sustituían a los órganos internos auditivos habituales: el tímpano, los osículos y el caracol coclear. Servían para proteger al marine espacial de la sensación de mareo además de incrementar la capacidad auditiva, logrando incluso filtrar los sonidos irrelevantes.
Lex estaba dormido momentos antes, pero un marine espacial sólo duerme con la mitad del cerebro. El otro hemisferio permanece alerta y atento. La entrada del intruso lo había despertado y se había dedicado a rastrear su presencia. A pesar de los tremendos ronquidos de Grimm, el mono también debía de haber oído los leves ruidos que había hecho el desconocido.
—RRRAAARG —repitió Grimm. Salió de la cama vestido tan sólo con los calzoncillos de algodón y sacó una pistola láser de una jarra de cerveza vacía que tenía en una mesita al lado de la cama. A continuación dejó escapar otra vez el aire—. SSHHHHIIUU. Aquello sonó como el fin natural de una serie de ronquidos... o la muerte por asfixia de alguien.
Desnudo por completo aparte de un chaleco, Lex alzó la mano que tenía libre para mostrar la pistola láser que empuñaba. No podía soltar al animal: en cuanto lo hiciera, empezaría otra vez a chillar con frenesí. ¿Debería romperle el cuello? Quizá había estado intentando avisarlos de la única forma que podía. Lo mantuvo agarrado y avanzó en silencio, con el squat pegado a su espalda, hacia los sótanos, para averiguar lo que ocurría.
Una lámpara solitaria ardía a mitad de un pasillo de piedra e iluminaba la puerta de uno de los sótanos. Estaba abierta. Era la puerta de aspecto más resistente de todas las del lugar. Era el sótano donde guardaban el enjoyado Libro de Rhana Dandra, encerrado dentro de un cofre de hierro encadenado a la pared. La débil luz de un electrolumen brillaba en el interior, aumentando y disminuyendo de potencia: era evidente que se movía en la mano de alguien.
Sonó el chasquido suave de una cerradura al ceder. Luego, una tapa crujió con lentitud al abrirse. Grimm entró el primero, con la pistola láser en la mano. Se agachó y disparó al techo, tanto para asustar como para distraer la atención. La descarga de energía se extendió por el techo abovedado como una flor de fósforo, que iluminó por unos instantes las piedras y los contrafuertes que lo sostenían. También iluminó el atril de ébano que Jaq había comprado para poder estudiar con comodidad y detenimiento el enigmático volumen, aunque no llegase a comprenderlo.
Ese breve resplandor les mostró asimismo una silueta oscura inclinada sobre el cofre de hierro abierto. Era una figura vestida tan de negro que parecía recortada de la propia realidad. Esa ausencia se incorporó y se dio media vuelta con agilidad. El rostro era oscuro. Sólo se podían ver los ojos: amarillos, felinos. La silueta se irguió en toda su estatura.
¿Sería un eldar que intentaba recuperar el Libro del Destino? ¿Y si aquella persona era un asesino imperial?
La luz de la descarga murió un instante después, al igual que el electrolumen. La oscuridad se hizo más profunda todavía. Grimm sintió que algo pasaba a toda velocidad a su lado por la corriente de aire que le acarició la piel hirsuta.
De repente, la salida quedó bloqueada por algo tan resistente como cualquier puerta reforzada. Al mismo tiempo, un chillido pasó corriendo entre los pies descalzos de Grimm: Lex había soltado al mono para agarrar con fuerza al intruso. El desconocido se retorció, tironeó, golpeó con las rodillas y la cabeza..., pero todo fue inútil. ¿Quién podría liberarse del abrazo de un cuerpo con los músculos hiperdesarrollados y reforzados con ceramita? Si duda, la persona vestida de negro sería incapaz.
—!Lo tengo! ¡Enciende las luces, squat!
Pero no era un desconocido: era una desconocida. El rostro ennegrecido era de una mujer. Una mujer humana, no eldar. Se parecía enormemente a Meh’ lindi después de cubrirse los rasgos de la cara con pintura negra! Aunque sus ropas también se parecían mucho a las de una asesina, no llevaba puestos ninguna clase de filtros nasales ni un fajín rojo alrededor de la cintura donde ocultar venenos o un alambre para estrangular.
Grimm la reconoció.
—¡Eres tú! —exclamó—. Estabas entre la multitud en el Templo de Occidens. Te quedaste mirando nuestra esmeralda.
Era ella, por supuesto. La mujer de elevada estatura y aspecto ágil había cambiado la túnica gris por un mono negro ceñido que era casi idéntico al traje monopieza que Meh'lindi solía llevar. Era lo más apropiado para una ladrona que esperaba colarse sin ser vista en mitad de la noche para robar... un tesoro.
El Libro del Destino estaba envuelto con la vieja túnica de Jaq. La ladrona la había retirado y había dejado al descubierto la impresionante visión de todas aquellas joyas incrustadas en la cubierta de la tapa. Sobre el libro había un envoltorio mucho más pequeño. La ladrona había comenzado a abrirlo cuando fue sorprendida. El pañuelo estaba desanudado, pero todavía ocultaba su contenido.
La mujer se quedó quieta en brazos de Lex, aunque éste no cometió el error de interpretarlo como una rendición total.
—Es una ladrona muy poco común —le comentó Lex a Grimm—. Ha logrado desconectar las alarmas y ha conseguido descubrir el camino hasta aquí, además de abrir muchas cerraduras y cierres.
—Por un momento pensé que era un eldar o un asesino imperial! —exclamó el squat.
La mujer abrió los ojos de par en par. Lex lanzó un gruñido de disgusto a Grimm por su indiscreción.
—¿Por qué vendrían un alienígena o un asesino a este sótano? —preguntó la mujer. Hablaba el mismo gótico imperial estándar que ellos.
—Tú no eres de Sabulorb. ¿Quién te envía? —la interrogó Grimm.
Lex la sacudió con fuerza.
La mujer frunció los labios y se quedó pensando la pregunta de Grimm durante unos momentos.
—¿Cuán cerca estoy de la muerte? —le espetó Lex—. ¿Eso es lo que estás pensando? Si dices que nadie te envió, entonces nadie sabrá lo que te va a pasar.
La mirada de la desconocida se posó con avidez en el libro enjoyado.
En ese preciso momento, el mono se subió de un salto al borde del cofre. Se quedó mirando las gemas, que relucían bajo la luz. Alargó una mano para tirar de una de ellas, pero estaban incrustadas con firmeza. ¡Hacía falta un cuchillo muy resistente para sacarlas, no los simples deditos de un mono! Frustrado, el pequeño animal se dedicó a acabar de desdoblar el envoltorio de tela negra. Metió una mano mientras parloteaba sin cesar y sacó una baratija tan negra como la noche.
—¡No mires!
Lex apartó la vista al mismo tiempo que le tapaba los ojos y el resto de la cara a la mujer con una de sus grandes manos.
La baratija resonó contra el fondo del cofre. Había golpeado algo metálico, por lo que estaba fuera de la vista. Lex volvió a colocar la mano como un cepo alrededor del brazo de la mujer.
El mono lanzó un chillido penetrante y se agarró la cabeza con las dos manitas. Un instante después, la cabeza estalló lanzando por doquier fragmentos de pelo, de piel, de cráneo y de cerebro que se estamparon contra el techo y las paredes del sótano. La cabeza del mono era poco mayor que una ciruela, pero varios trozos de ella llegaron hasta Grimm, Lex y la mujer.
Grimm se frotó la frente sucia.
—Me alegro de no haberle puesto un nombre al bicho! Por lo menos sabemos que el ojo de Azul funciona. Por cierto, pensé que su objetivo era que los posibles ladrones lo descubrieran por sí mismos. ¿No, grandullón?
—No podemos interrogarla si está muerta —le espetó Lex.
Empujó un poco más a la mujer hacia el interior del sótano, como si la proximidad al objeto que había matado al mono fuera algo útil para persuadirla.
—De haber sido yo la que abriera esa tela negra, ¿me habría pasado a mí? —preguntó la desconocida con voz temblorosa.
—No necesariamente —contestó Grimm con voz sombría—. Quizá te hubieras ahogado. Quizá te hubieras tragado tu propia lengua. A lo mejor sólo se te hubieran salido los ojos de las órbitas.
—¿Es un veneno? ¿Un veneno de asesinos?
—Qué va —respondió Grimm con tono burlón—. Es el ojo de la disformidad de un navegante muerto. Ahora se ha quedado en el fondo del cofre y tendré que buscarlo a tientas y con los ojos cerrados.
—¿Quiénes sois?
—¿Quién eres tú qué sabes de los venenos de los asesinos?
—Soy una ladrona —declaró ella—. Vine a Sabulorb a forrarme porque está lleno de peregrinos que asisten a la ceremonia de la Faz Verdadera. Estaba vigilando el templo para descubrir quiénes eran los ricos. Os seguí y vigilé la mansión sin que me vieran las rondas de vigilantes. Eso es todo...
Grimm se limpió con la punta de la lengua un resto de piel de mono del bigote. Luego escupió al suelo.
—¿Qué pasa aquí?
Jaq había bajado vestido con una bata gris y con una pistola láser en la mano. En cuanto vio a la mujer vestida de negro se abalanzó hacia ella y se le escapó un gemido de los labios.
—¡Mi asesina! —exclamó sin darse cuenta.
—No, no lo es, jefe —dijo Grimm—. Es una ladrona. Intentaba robarnos. Mi pobre mono se llevó la peor parte de la trampa que teníamos puesta para alguien como ella. El ojo de Azul funcionó a la perfección. ¡Tiene que ser una ladrona entre ladronas para haber conseguido colarse hasta aquí! Además, sabe algo acerca de los asesinos imperiales, aunque no sé cómo.
Jaq echó un vistazo al animal descabezado, con el cuello reventado y goteante.
—Debo encontrar a un joyero que pueda crear un monóculo a partir del ojo de la disformidad. Podré llevarlo tapado con un parche protector.
La cautiva se quedó mirado atemorizada al recién llegado, aunque era evidente que se esforzaba por ocultar ese temor. ¿Quién era aquella gente?
—¿Cómo es que llevas puesta ropas de asesina? ¿Por qué las llevas puestas? —exigió saber.
—Para camuflarme entre las sombras —contestó con enfado la mujer—. Para ocultarme mejor. ¿Por qué va a ser sino?
—Lo cierto es que te pareces mucho a ella —murmuró meditabundo—. Sin embargo, no lo bastante. ¡Eres más bien una caricatura! —Jaq la apuntó con la pistola láser, aunque no dispararía mientras Lex la mantuviera sujeta—. Habrías robado el libro sólo por las joyas. Ahora sabes que está aquí.
La mujer pareció querer hundirse más entre los brazos de Lex.
—¡No sé lo que es! —gritó—. ¡Pero sí sé algo sobre asesinos!
La ladrona siguió hablando para prolongar su vida un poco más.
Se llamaba Rakel benth Kazintzkis. «Benth» significaba que era hija de alguien llamado Kazintzkis. El salvaje mundo natal de Rakel era el lugar donde los asesinos vestidos de negro conseguían la materia prima para elaborar la droga que les permitía alterar su apariencia física por la simple fuerza de voluntad. Los aspirantes a asesino y los ya iniciados practicaban la capacidad de cambiar de forma y las habilidades de sigilo acechando y matando entre los habitantes del primitivo planeta. La gente del mundo natal de Rakel estaba muy al tanto de la existencia de los asesinos, aunque no eran conocidos ni amigos de ellos.
La droga procedía de un liquen. Los chamanes psíquicos de su mundo hervían el liquen y bebían el jugo. Momentos después, su aspecto físico cambiaba y se transformaban para tomar los rasgos físicos de los espíritus de los muertos.
Grimm mostró su aprobación por aquel modo de honrar a los antepasados.
Aquellos espíritus eran unos guías apacibles y sabios, pero Rakel había comenzado a dudar de su eficacia después de que su propio hermano muriera y un asesino en prácticas se hiciera pasar por él.
A Jaq aquello le sonaba más bien a que los chamanes se arriesgaban a atraer demonios más a que unos espíritus benévolos. Quizá no era así. De otro modo, los asesinos, que estaba claro que pertenecían al Templo Callidus, como la propia Meh'lindi, no hubieran utilizado aquel planeta como campo de entrenamiento y fuente de la polimorfina.
Los habitantes del planeta de Rakel no podían evitar inhalar las esporas en la época de la floración. Tenían sus organismos impregnados de una versión suave de la droga, lo mismo que los animales nativos. Todos podían alterar su forma física hasta cierto punto, ¡aunque no hasta los límites que lograban los asesinos imperiales!
Lo que los asesinos hacían era cruel y terrible. Refinaban el liquen y lo destilaban una y otra vez en sus laboratorios hasta lograr un producto de una pureza y una potencia enormes.
Una asesina podía cambiar de sexo y transformarse en un asesino y viceversa. Se requería un entrenamiento intensivo, una enorme concentración y resistencia al dolor, aunque los asesinos parecían inmunes al sufrimiento físico.
A veces, los asesinos capturaban a los nativos del planeta para llevar a cabo experimentos tremendamente dolorosos, además de letales.
Lex sabía que aquello era una práctica muy normal. Los devotos cirujanos de los marines espaciales debían experimentar con prisioneros esclavizados mentalmente y con aspirantes que habían fracasado en su interminable programa de investigación sobre las capacidades y las debilidades de los implantes de órganos que convertían a personas como Lex en individuos sobrehumanos.
Los científicos de los templos de asesinos estudiaban la estabilidad de las metamorfosis. A un habitante capturado en el planeta de Rakel le inyectarían la droga en estado puro y lo obligarían a transformar su apariencia. A veces, incluso lo dejarían libre, pero vigilado por un enjambre de moscas espía que observarían sus esfuerzos inútiles por mantener su nueva forma física. Al no haber sido entrenado por los expertos del Templo Callidus, incapaz de controlar y concentrarse lo bastante y debido a la pureza de la droga, tarde o temprano el sujeto del experimento entraría en un estado de cambio continuo y de dolor agonizante. El cuerpo se distorsionaría, los órganos y las extremidades se reblandecerían y se reharían de un modo terrible hasta que quedara convertido en un charco de gelatina protoplásmica.
Eso era todo lo que Rakel sabía sobre los asesinos.
Un día, la nave de un comerciante independiente aterrizó en el planeta de Rakel, cerca de su hogar nómada. Rakel mantuvo una buena relación con el capitán, por lo que, cuando éste se apresuró a marcharse al enterarse de la calaña de los visitantes de negra vestimenta que tenía aquel mundo, se la llevó con él como muestra de agradecimiento.
Rakel dejó al capitán después de aprender numerosos trucos útiles durante sus viajes entre sistemas estelares y de convertirse en una ladrona excelente. Llevaba en Shandabar bastantes meses, asociada con algunos criminales y preparándose para robar a los peregrinos. Jamás había soñado con apoderarse de un tesoro como el que había en el cofre.
Jaq le preguntó cómo había logrado localizarlo en una mansión tan grande.
Con su instinto de ladrona, respondió. La gente pensaba a menudo que un sótano era el lugar más seguro. Luego sólo había que encontrar la puerta de aspecto más sólido con la cerradura más complicada.
—Pues me alegro de que no abrieras el libro para mirar los dibujos —le comentó Grimm—, o hubieras acabado siendo uno de ellos.
Estaba mintiendo. El Libro de Rhana Dandra no contenía ninguna clase de dibujos así. Si Rakel, por cualquier casualidad de la vida lograba tener ocasión de echarle un vistazo, seguro que procuraría evitarlo después de oír aquello.
Jaq se limitó a asentir y a mantener la pistola láser apuntada contra el pecho de la ladrona.
—Podría ser una informadora útil sobre los criminales —murmuró Grimm—. ¿Tienes contactos útiles?
—¿Sois hechiceros? —le preguntó a Lex con un susurro mientras seguía sin intentar liberarse.
—¡Ni mucho menos! —respondió él, malhumorado. ¿Era cierto aquello? ¿No estaba Jaq acercándose de forma peligrosa a un modo de actuar semejante?
El inquisidor metió la mano que tenía libre en un bolsillo interior de la bata y sacó un fajín rojo doblado. El fajín de Meh'lindi. ¿Vería Rakel el fajín como un trozo de tela para atarle las manos? ¿Cómo una mordaza? No. Reconoció lo que era.
—El fajín de un asesino —exclamó con un siseo.
—Sí —confirmó Jaq—. Dentro de este fajín hay una ampolla de polimorfina...
—Poli...
—Es el nombre técnico que el Templo Callidus le ha dado a la droga de la que hemos estado hablando.
Rakel se retorció entre los brazos de Lex sin conseguir soltarse lo más mínimo.
—Os he dicho toda la verdad! ¡Lo juro! ¡No estoy asociada con nadie, sólo tengo contactos de negocios! Peristas de objetos robados. Pégame un tiro con la pistola —le rogó—, ¡pero no me inyectes eso!
Jaq hizo un gesto a Grimm y a Lex.
—Tenemos que hablar a solas. De momento, la encerraremos en la bodega de al lado. Grimm, tráeme unos grilletes de plastileno flexible. ¡Date prisa! Lex, llévala a la bodega.
Grimm volvió en seguida con un trozo de cable flexible con un recubrimiento negro.
—Regístrala antes para ver dónde tiene las ganzúas. No, déjalo. No servirá de nada. Lo más probable es que no las encuentres todas. Ni las armas digitales ni los venenos. Hasta un cuerpo desnudo tiene sus escondrijos. Desnúdala antes de atarla de pies y manos.
Esperaba que Rakel no malinterpretara sus propósitos, que no se imaginara que la iban a violar aquel gigante medio desnudo, el enano peludo y el hombre de rostro arrugado y barba antes de inyectarle la droga y hacerla pasar por una transformación continua y mortífera.
Lex la sujetaba de cada extremidad mientras Grimm la iba despojando de la ropa. Jaq estudió con atención la anatomía de la cautiva, analizando la redondez de los senos,, la flexibilidad de su cintura, la curva de sus nalgas.
—Lavadle la cara y las manos —ordenó.
Debido a la pintura de camuflaje que se había puesto, sus rasgos contrastaban de un modo muy extraño con la blancura lechosa del resto de su cuerpo.
En una de las esquinas del sótano había una pileta junto a un aguamanil y algunos trapos. Grimm lo había dejado todo allí después de limpiar el atril. El agua estaba algo sucia, pero serviría.
Finalmente, dejaron a Rakel a solas en la oscuridad y Jaq salió con sus compañeros.
—Lamento que hayamos sido tan bruscos —les dijo para empezar, aunque no pudo evitar pensar que Meh'lindi ni se hubiera inmutado por un comportamiento semejante—. Lo pasará mucho peor si decidimos que siga viva. Esa mujer no debe importarme mucho.
—Quieres inyectarle la polimorfina —dijo Grimm—. Quieres que sea exactamente igual que Meh'lindi, pero ¿cómo vas a conseguirlo?
Jaq sacó de la bata la carta del Asesino del tarot imperial, que en ese momento representaba a la perfección a Meh'lindi.
—Con este foco psíquico, pequeño.
—¡Creí que habías quemado todas las cartas menos la del Demonio! Así que te guardaste ésta...
—Podemos utilizarla para salvar una vida, al menos de momento. Nos vendrá bien disponer de los servicios de una ladrona experimentada. Para ser capaz de comprender lo que pone el libro, necesito disponer de un programa sobre lenguaje eldar para un casco de aprendizaje hipnótico. El único lugar que se me ocurre que puede tener algo parecido en este planeta es el palacio de justicia.
Los arbites se ocupaban sobre todo de la seguridad interna, aunque lo cierto era que a veces los eldars se inmiscuían en los asuntos de los humanos. Era bastante posible que el palacio de justicia dispusiera en su banco de datos de un programa para interpretar mensajes alienígenas. Haría falta un ladrón experimentado para colarse en aquel edificio protegido por murallas almenadas y vigilado por arbites.
—Esa chica abandona a la gente—le recordó Grimm a Jaq.
—Por eso debe permanecer unida a nosotros, para que nunca quiera abandonamos. Por eso debemos obligarla a transformarse en una réplica exacta de Meh'lindi. —La voz de Jaq reflejó el tormento interior que sentía—. Debe creer que sólo unos refuerzos psíquicos regulares de su nuevo aspecto podrán impedir que ocurra un flujo de transformaciones que la lleve a la muerte.
—¿Es cierto que le pasaría eso? —preguntó Grimm en voz baja.
Jaq también bajó la voz.
—Insistiré en que es la verdad.
—Ya veo...
—Ten en cuenta —añadió Jaq— que es posible que algunos criminales tengan fuentes de información dentro del palacio de justicia, por muy puros que sean los jueces y los arbites. Debo rezar en busca de guía. Debo meditar. Después actuaremos.
Jaq se alejó por un pasillo a oscuras hacia una pequeña cripta.
—¿Tú qué piensas, hombretón? —susurró Grimm—. ¿Será bueno para la cabeza del jefe tener por aquí una réplica viva de Meh'lindi?
Lex se quedó pensativo.
—Creo —dijo al cabo— que eso puede hacer que Jaq deje de obsesionarse de un modo fútil. No importa lo exacta que sea la duplicación: la mente de ese cuerpo jamás será la de Meh'lindi.
—Sí, ya entiendo. Distraerlo hasta que se desengañe del todo. Lo mismo pensaba yo.
★ ★ ★
Jaq se arrodilló en la cripta, completamente a oscuras, y cerró los ojos.
Si alguna vez olvidaba la imagen de Meh'lindi, olvidaría un ejemplo magnífico de entrega al deber, de dedicación, de valentía y de perfección.
¿Qué había del deseo? El deseo podía provocar frenesí, sobre todo cuando era frustrado!
Sin duda, debía procurar el frenesí si quería pasar más allá del delirio para llegar a la pureza iluminada. ¿Lograría aquella mujer, Rakel, con el cuerpo transformado, hacerlo entrar en un estado de frenesí con su simple presencia física al mismo tiempo que lo frustraba de un modo profundo por sus diferencias esenciales con Meh'lindi?
¡El deseo! Pariente cercano de la lujuria, ¡de la pasión de Slaanesh! En justicia, un inquisidor debía evitar la experiencia del deseo. ¿Había deseado de verdad a Meh'lindi? Su belleza era muy extraña, aunque no en la oscuridad. Sus tatuajes no eran fosforescentes. No eran electrotatuajes luminosos, que brillaban a voluntad de su propietario. En la oscuridad tan sólo tenía el alfabeto serpenteante de los miembros, que debía ser leído como lo hacían las personas ciegas.
¿Qué palabras habían pronunciado las extremidades de Meh'lindi en la oscuridad? El deseo era algo que iba más allá del lenguaje y de la razón. ¿Era aquello simplemente otra forma de decir que el deseo era un estado de locura? El deseo actuaba sin análisis, en un espacio carente de explicación. Funcionaba en un auténtico vacío de lógica. En ese vacío podían aparecer las supersticiones más poderosas, capaces de expulsar a los parámetros familiares de cordura y deber. Perder aquellas pautas era convertirse en alguien caótico. Era rondar una especie de Caos, del cual no se sabía qué clase de nuevo orden podría surgir.
¡La belleza! ¡Bah! ¿De qué servía la simple belleza?
¿Se podía decir que Jaq había estado enamorado de Meh'lindi? ¡No! ¿Cómo podría haberle respondido él con amor..., aun cuando todavía estaba viva? En lo más profundo del deseo insatisfecho de Jaq, interrumpido además por la muerte, anidaban el misterio y la paradoja... y, por tanto, el camino a la iluminación.
Lo más probable era que fuese una pura fantasía imaginarse que, incluso iluminado, fuera capaz de encontrar el lugar de la Telaraña donde se podía dar marcha atrás al tiempo para así hacer volver a Meh'lindi en su propia forma camal anterior al momento en que la mataron. ¿No habían buscado aquel sitio legendario los propios grandes arlequines desde hacía miles de años?
Pero ¿podía Jaq admitir que el valiente espíritu de Meh'lindi simplemente se había disuelto en un mar de almas cuando había muerto? ¡No! Si al final lograba la iluminación y llevaba a Rakel hasta la Telaraña, ¡tan cerca de la disformidad! Sí, si la llevaba transformada por la polimorfina en la gemela física de Meh'lindi, ¿no se sentiría el espíritu de Meh'lindi atraído de forma irresistible hacia ese cuerpo duplicado? ¿No recuperaría Meh'lindi su carne y su sangre?
Mente y cuerpo se reunirían de nuevo. La conciencia que era Rakel benth Kazintzkis sería desplazada, exorcizada, ¡como si fuera un demonio menor! Meh'lindi sería Meh'lindi de nuevo, por completo.
Existe el curioso fenómeno de que la gente tiene el aspecto exacto que su personalidad sugiere que deberían tener. O por decirlo de otro modo: la personalidad de cualquier ser humano está completamente de acuerdo con su aspecto. Para explicar aquello, un poeta había escrito: «El alma es la forma y de ese modo crea al cuerpo». Por tanto, si un cuerpo recreaba a la perfección el de Meh'lindi, sin duda el alma de Meh'lindi debería oír su llamada, la compulsión de la identidad.
¿Debería Jaq haberse purgado y purificado por albergar preocupaciones y pasiones personales?
¡No cuando debía estar lleno de energía para entrar en un frenesí al servicio de la verdad!
Así pues, Jaq meditó.
★ ★ ★
Encendieron las lámparas y desataron a Rakel. Escuchó, encorvada y desnuda, con los ojos abiertos de par en par por el horror, la explicación de Jaq sobre lo que tenía que hacer como alternativa a su muerte inmediata por un disparo de pistola láser. La muerte ya no era una opción para ella a menos que la transformación fallase.
—¡No fallará! —le aseguró Jaq. Le entregó la carta del Asesino a Grimm para que la sostuviera delante del rostro de Rakel durante el doloroso proceso de transformación—. Rakel, debes concentrarte en esta imagen en todo momento. Te indicaré lo necesario sobre los tatuajes de su cuerpo. Han quedado grabados en mi mente...
Lo mismo que en su corazón.
Meh'lindi llevaba bastantes tatuajes de color negro para ocultar y embellecer las cicatrices de su cuerpo. Una serpiente de grandes colmillos se retorcía sinuosa alrededor de su pierna derecha. Una araña peluda le rodeaba la cintura. Por su pecho caminaban varios escarabajos. Buena parte de su cuerpo estaba tatuado..., y todo él era mortífero. Rakel debía imitar la superficie de ese cuerpo a la perfección. ¿Qué había de las profundidades del mismo? Meh'lindi había admitido a Jaq a esas profundidades dos veces para purificarla y consagrarla, con el consentimiento absoluto de ella, incluso algo más que el consentimiento.
A los asesinos se los entrenaba para que toleraran el dolor. Rakel no estaba entrenada para ello. Si le fallaba la concentración, podía acabar entrando en un flujo de transformación continuo y letal.
—¡Sé fuerte, mujer! —la animó Lex—. El dolor es nuestro maestro y salvador. Dolor est lux.
Rakel apretó los dientes.
—Por si no lo sabías, las mujeres damos a luz —replicó.
—¿Has dado a luz alguna vez? —le preguntó el gigante. Ella negó con la cabeza.
—Bueno —comentó Grimm—, pues estás a punto de darte a luz a ti misma, a una Rakel nuevecita.
De vez en cuando surgía un grito de la garganta de Rakel cuando una parte de su cuerpo se remodelaba.
—¡Concéntrate! El cuello de la serpiente se dobla hacia la izquierda...
Más a menudo gemía, como si fuera un animal atrapado por un cepo de dientes aguzados.
—La voz tiene que ser un poco menos ronca...
—El pecho derecho un poco más pequeño...
—¡Ojos dorados! Eran ojos dorados...
—¡El rostro más plano...!
—Más músculos en las pantorrillas...
—¡Las piernas una pizca más largas!
Era toda una letanía de invocaciones. Los gemidos de Rakel eran las respuestas. De algún modo, había conseguido mantener la mirada fija en la carta que Grimm sostenía en alto, delante de su cara mientras la carne y los huesos la castigaban allí mismo, encima de las losas de piedra.
Finalmente, una Meh'lindi falsa se puso en pie tambaleante. Lex tuvo que ayudarla. Jaq tenía los ojos entrecerrados en una mezcla de asombro y adoración. Más bien, casi idolatría. ¿Qué otra cosa era Rakel sino una imagen animada de su cortesana asesina?
Jaq recuperó la carta del tarot de las manos de Grimm. La carta desprendía más calor del que simplemente le debía de haber transmitido la palma de Grimm.
—¡Rakel! —llamó con voz severa. Tuvo que evitar el autoengaño de llamarla Meh'lindi—. Rakel, esta carta es algo que jamás podrás robar, ya que sin mi fuerza psíquica jamás podrás utilizarla.
Cuando fue a meter la carta en el bolsillo interior de la bata encontró algo que ofrecía resistencia. El obstáculo acabó saltando del bolsillo. Otra carta cayó al suelo liberada de su envoltura de piel de mutante. Un pequeño Demonio de la Transformación se mofó de la metamorfosis de Rakel.
Lex se estremeció y tragó saliva antes de soltar a Rakel. Ella se tambaleó, pero logró apoyarse en una pared. Lex dio dos pasos hacia adelante dispuesto a pisotear la terrible imagen... con el pie descalzo.
—Dora, luz de mi ser... —empezó a salmodiar.
—¡Atrás! —Jaq lanzó todo el peso de su cuerpo contra Lex—. ¡Vas a dejarte marcado el pie!
Grimm se había puesto a cuatro patas y golpeó los duros dedos del pie de Lex. Lex retrocedió y el squat tomó con cuidado en la mano la carta del Demonio, pero se la entregó de forma inmediata a Jaq, como si fuera un carbón encendido. El inquisidor la envolvió en seguida en la funda de piel y se la guardó en el bolsillo.
—Sois hechiceros, eso es lo que sois! ¡Y ese libro enjoyado! ¡Agh! ¡T-ten-tengo tanta hambre que me parece-que voy a devorarm-me a mí mis-ma!
A Rakel le castañeteaban los dientes. La réplica se estremecía de arriba abajo, como a punto de desmoronarse.
—¡Alimentadla! —ordenó Jaq—. ¡Grimm, dale lo mejor que tengamos! Abre una de las arquillas de estasis. Calienta el cordero no nato además de las lenguas y los riñones. Ponle una manta o cualquier cosa que sirva para taparla.
Lex miró a su alrededor.
—¿Dónde están sus ropajes negros?
—Tengo que examinarlos.
—Pues traeré una manta de la cama.
¿Es que Lex quería estar un rato a solas?
—Grimm puede encargarse tanto de la manta como de la comida. Lex, quédate aquí conmigo.
Jaq apartó la mirada mientras Grimm se llevaba a Rakel. Lex observó la anatomía transformada de la ladrona con lo que parecía algo más que simple curiosidad.
—¿Permanecerá estable? —le preguntó a Jaq. Había ansiedad en su voz.
—Estoy seguro de que así será. La carta del Asesino la mantiene estable. Sin embargo, tu reacción a esa carta del Demonio, tanto aquí como a bordo de la Libre Comercio me obligan a efectuarte una pregunta inquisitorial, capitán d'Arquebus.
Jaq hizo que el electrotatuaje que tenía en la palma de la mano mostrara por un momento el rostro demoníaco signo de su orden.
—Te hablo como inquisidor del Ordo Malleus, que se ocupa sobre todo de las actividades demoníacas —dijo con voz solemne—. Durante tu carrera como marine espacial, ¿te has encontrado alguna vez con el Poder conocido como —y Jaq bajó la voz al llegar a ese punto—Tzeentch? ¿Has tenido contacto con él o has tenido conocimiento de este Poder? Confiésalo, Lex. Te lo ordeno en nombre del Dios Emperador. ¡In nomine imperatoris!
El poderoso marine palideció antes de arrodillarse.
—Sí —murmuró.
Le contó lo ocurrido a Jaq de forma entrecortada.
Fue muchas décadas atrás, mucho antes de que Lexandro d'Arquebus ascendiera a oficial. Sucedió en una caverna de un mundo minero habitado por squats leales a un señor rebelde llamado Fulgor Sagramoso. Los seguidores de lord Sagramoso capturaron a Lex y a sus compañeros. Los marines espaciales cautivos fueron encadenados y preparados para ser entregados como ofrendas al Modificador de la Historia. El propio lord Sagramoso, corrompido por completo, había sufrido varias transformaciones corporales viles y asquerosas. Lex había sentido una repugnancia increíble en lo más profundo de su ser. Había sido testigo de una posesión demoníaca. Había conocido la enfermedad que lleva a la muerte.
Gracias al Dios Emperador, los marines espaciales con el uniforme de exterminadores de puño imperial entraron en la caverna con los bolters de asalto y los liberaron.
Debido a su valentía y a su resistencia, tanto a Lex como a sus dos camaradas supervivientes los consideraron merecedores de recordar la experiencia en vez de que se la borraran de la mente para asegurarse de su cordura. Lex, Yeremi y Biff habían jurado que jamás contarían a los demás hermanos de batalla lo que habían visto sobre Tzeentch.
Lex no había jurado no contárselo a un inquisidor. Aquel recuerdo del pasado lo seguía desconcertando de un modo horrible.
—Has sufrido un encuentro directo con el Caos —le dijo Jaq con respeto y en tono absolutorio—. Sabes lo tortuoso que es nuestro cosmos y, por lo tanto, lo astutos, incluso lo insidiosos, que a veces deben ser los paladines de la verdad.
¿Tan insidiosos como el propio Jaq?
¿Era aquella confesión de Lex otra indicación a Jaq de que el camino a la iluminación podría ser a través de Tzeentch más que de Slaanesh? ¿A través de la transformación más que a través de la lujuria?
¿Sería posible equilibrar los dos Poderes del Caos de modo que una persona fuera poseída al mismo tiempo por ambos y de ese modo impedir que ninguno de los dos la poseyera por completo? ¡Una guerra en mitad del alma! Así, los demonios se anularían de forma mutua, lo que permitiría a la presunta víctima escapar hacia la salvación y la inmunidad. ¿Podría ser?
Jaq sacó del interior de la bata su vara de energía. Besó la punta con reverencia sacramental.
—Con este artefacto se exorciza a los demonios...
Le ofreció la vara a Lex, que la besó sin dejar de estar arrodillado.
—Si alguna vez me... poseyeran —murmuró Lex—, ¿podrías salvarme?
—O matarte. O ambas cosas.
—¿Podría hacer yo lo mismo por ti?
Jaq frunció el entrecejo.
—Sólo un psíquico poderoso puede utilizar esta vara.
Un psíquico sin preparación era una especie de imán para los demonios. Si un psíquico preparado como Jaq abusaba de su formación y corrompía su propia cordura, ¿qué podría llegar a conjurar?
—¿Qué les pasó a tus dos camaradas? —preguntó Jaq. Lex se rascó con fuerza la mano izquierda.
—Biff murió combatiendo contra los tiránidos —dijo simplemente—. Yeri murió más tarde. El destino de todo el mundo es morir.
Jaq volvió a fruncir el entrecejo.
—Excepto para los supuestamente inmortales hijos del Emperador. Eso, si de verdad existen. ¡Bueno, se supone que su destino también es la muerte en esa pira de almas que dará lugar al Numen!
Si esos hijos existían, dondequiera que estuvieran.
SEIS
ROBO
Lejos de la mansión no era demasiado difícil acordarse de llamar a Jaq «Tod» o «sir Zapasnik». Sin embargo, dentro de la propia mansión llegó el momento inevitable: cuando Grimm llamó al jefe «Jaq» en presencia de Rakel.
—Jaq —dijo Rakel con cautela mientras se sentaban los cuatro a la mesa—, la comida en tu casa siempre parece tan maravillosa.
Estaban comiendo caviar rosado de Sabulorb y medallones de pescado mahgir amarillo cocido a fuego lento en leche especiada de camelopardo.
La voz de Rakel era muy similar a la de Meh'lindi. Meh'lindi nunca habría hecho un comentario como aquél. A Meh'Iindi siempre le había sido indiferente si se comía rata cruda o estofado. Los nudillos de Jaq se pusieron blancos cuando agarró el tenedor de plastiacero.
—¡Eh! —bramó Grimm—. ¡Nunca llames así en público al jefe! Y el chef soy yo. Da igual, no deberías disfrutar tanto con lo que comes.
—No, lo entiendo —le dijo Jaq a Rakel haciendo un esfuerzo—. Has visto cómo la cosa que más temes ha alterado tu cuerpo, así que puedo estar seguro y confiar en ti en lugar de matarte. ¿Cuánta confianza debo otorgarte? —Lanzó una mirada furiosa a Grimm—. Rakel, es cierto que mi nombre es Jaq y que estoy actuando en secreto. Muy en secreto. Soy un inquisidor. ¿Sabes qué es un inquisidor?
Ella lo sabía. Palideció. Había estado en muchos mundos. En uno de esos planetas se estaba eliminando una herejía.
Le habían permitido a Rakel volver a su antiguo alojamiento, escoltada por Lex, para que pudiera recuperar sus objetos de valor robados y traerlos a la mansión y guardarlos en su nueva habitación del segundo piso. Los tesoros acumulados por Rakel eran algo insignificante comparado con las joyas que todavía quedaban en el libro prohibido de la bodega.
Jaq insistía en que Rakel debía hacer gimnasia. Para ello, Grimm había conseguido toda una serie de aparatos que estaban alojados en una cámara adyacente a la de ella: barras, poleas, vigas...
Como ágil ladrona que era, Rakel nunca había descuidado su forma física. Ahora debía ponerse completamente a punto. ¡Iba a convertirse en el santuario apropiado para el espíritu de Meh'lindi! Sin embargo, Jaq no le decía nada sobre eso. El objetivo teórico era mantener a la falsa Meh'lindi ocupada y haciendo ejercicio para consumir el exceso de energía que tenía.
A Rakel la inquietaba que esa extenuante actividad pudiera deteriorar su nuevo cuerpo. Pero no, Grimm la tranquilizó asegurando que el fin era reforzarlo. Rakel se estaba adaptando a sus nuevos compañeros en aquella casa tapada por cortinas por extraños que pudieran parecer sus misteriosos objetivos. La atrocidad de la que había sido objeto era... superable. ¿Qué otra elección tenía más que ponerse de lado de este trío?
Como mayordomo de la casa, Grimm siempre podía encontrar la forma de mantenerse ocupado, especialmente en la cocina. Lex también hacía ejercicio en solitario, respetando los ritos pertinentes del Adeptas Astartes. De todas formas, Lex anhelaba algo más que el ejercicio y la oración. Lex le había confiado a Grimm, que en ese momento estaba preparando costillas de camelopardo en una salsa especiada, su creciente necesidad de tallar algún objeto. Estaba ansioso por grabar una imagen en un hueso.
El pequeño individuo le sugirió que utilizase una costilla de camelopardo después de haberla rechupeteado hasta dejarla limpia. Esto provocó la furia del marine. ¿Es que el squat no entendía que Lex sólo podía tallar los huesos de camaradas caídos? Tal vez pudiera tener el honor de decorar un hueso de alguien que hubiera pertenecido a otro devoto capítulo, pero, desgraciadamente, no había ningún cuerpo de ultramarine enterrado en Sabulorb. Todos los que caían eran devueltos al monasterio-fortaleza.
¿Es que Grimm, con su supuesta reverencia a los ancestros, no entendía esto?
Lex se sentía frustrado.
Grimm le había mencionado este asunto a Jaq.
—Este mundo estuvo en su día infestado por los genestealers —le comentó Jaq a Rakel mientras estaban cenando—. ¿Sabes quiénes son?
Sí, sus contactos en el mundo criminal le habían hablado de la invasión de los antiguos alienígenas de cuatro brazos.
—Puede que no se destruyera a todos los híbridos —dijo Jaq—. No parece que los tribunales estén actuando con la diligencia debida en estos días. No estoy sugiriendo que los tribunales estén contaminados, pero, aun así, un inquisidor debe siempre albergar sospechas, y a menudo actuar con todo sigilo. Puede que hayas visto cómo actuaba algún inquisidor en ese mundo que visitaste. La parte más importante de la labor de la Inquisición se lleva a cabo oculta a los ojos de todo el mundo, hasta el momento decisivo. Ese libro de abajo contiene secretos sobre los genestealers y sus orígenes.
¿Era verdad? ¿Era mentira?
A Lex casi se le escapó que los tiránidos los alimentaban, pero guardó silencio.
En la nave colmena de los tiránidos, en aquel malvado leviatán con forma de caracol, Biff y Yeremi habían muerto...
—Para leer el libro necesitaré algo que probablemente está guardado en el palacio de justicia. No debo descubrirme demasiado pronto ante los arbites, por lo que tu llegada ha sido providencial. Sin embargo, debes someterte a una prueba. Después de todo, nosotros logramos atraparte.
»Me han contado —continuó diciendo Jaq— que el Templo de Oriens fue en su tiempo la sede del antiguo fémur de un marine espacial, guardado en un relicario. —La verdadera Meh'lindi se lo había contado—. Me pregunto si ese fémur sobrevivió a la destrucción del templo. Me pregunto si el Templo de Occidens requisó ese hueso, al igual que han hecho con las uñas del Emperador. ¡Averígualo, Rakel, pregunta a tus contactos en el mundo criminal! Si ese fémur está escondido en Occidens, quiero que lo robes y lo traigas aquí para que Lex lo ornamente con sus grabados.
—Sí, por favor —dijo Lex—. ¡Sí! —repitió, abriendo y cerrando los puños como si ya tuviese en sus manos el venerado hueso.
El motivo por el que Lex quería realizar dicha actividad era algo que no podía entender. Rakel sabía el nombre de Lex, pero no su identidad real.
—Pregunta también sobre cultos ilegales —continuó Jaq—. ¿Existe algún culto consagrado a la metamorfosis o al cambio revolucionario? ¿Hay algún culto consagrado a los placeres lujuriosos y lascivos de la piel?
Rakel se atrevió a preguntar.
—¿Es por eso que no debo elogiar la comida que comemos, sin importar lo refinada que sea?
—¡De ninguna manera! Comemos bien porque la austeridad estrecha nuestra forma de ver las cosas.
Grimm se inclinó ante su jarra de cerveza.
—No solías permitir ninguna clase de alcohol a bordo de la buena nave Tormentum, Jaq.
Grimm había recibido permiso para abastecer la despensa con cerveza y vino e incluso con un poco de djinn, el fuerte licor local. El propio Jaq seguía sin beber alcohol. Para Lex, con su estómago preomnor suplementario y su riñón oolítico purificador, aquella complacencia era innecesaria.
—El alcohol desordena los sentidos —explicaba Jaq—. Tal vez necesite aprovechar el desorden. Tú, Rakel, en tu nueva forma de asesina, no deberías expresar preferencias sensoriales acerca de la comida. No es apropiado.
Jaq colocó la faja de asesino sobre la mesa. Sacó de ella tres pequeños anillos abultados, como tres dedales barrocos.
—Llévalos en los dedos, Rakel.
Con una mirada profesional, aunque perpleja, Rakel empezó a evaluar el posible valor monetario de aquellas supuestas piezas de bisutería.
—Doblas el dedo así, con un movimiento rápido —explicó con un gesto Jaq—. Son unas raras armas digitales de fabricación jokaero. Este lanza una aguja tóxica; este otro, un rayo láser, ye! tercero es un lanzallamas minúsculo. Sólo disparan una única vez. No tenemos forma de volver a cargarlos. Son para que se utilicen en caso de quedar acorralado, sin ninguna otra posibilidad de escapar.
Rakel miró los aparatos digitales y a las tres personas que estaban sentadas a la mesa.
—¡Fíjate cómo confiamos en ti! —dijo con soma Grimm.
—Sin embargo, no podrías conmigo —gruñó Lex—; no con líquidos tóxicos, ni con llamas ni con rayos láser. Incluso ciego, te partiría en dos.
—Y tu cuerpo en seguida cambiaría —dijo Jaq. Asintiendo, Rakel se colocó las tres armas digitales en dedos distintos.
—Eres perfecta —dijo Jaq sombríamente.
El squat mojó un dedo rechoncho en la leche especiada y lo chupó como si fuera un pezón.
—¡Hum, esta salsa se está quedando fría!
Rakel ya no era una agente libre. Físicamente, ya ni siquiera era ella misma. Pero entonces, ¿qué significaba la libertad? ¿Qué valor tenía la libertad de acarrear una bolsa de joyas y drogas robadas y fichas de crédito imperiales y cosas así de sistema estelar a sistema estelar, pagando sobornos y comisiones? ¿Qué valor tenía para ella, en aquel cosmos de incalculables trillones de personas? Si algo definía su persona, era el robo, la sustracción de efectos materiales de otras personas con los que engalanar en privado su propia identidad.
En aquella mansión había obtenido, sin pretenderlo, una nueva identidad totalmente falsificada, creada a partir de su propia carne. ¿No era ése un triunfo perverso? Tenía una misión y un mandato para robar concedido por un inquisidor clandestino. ¿No era ése un reconocimiento perverso?
Ella demostró ser un útil intermediario. Sus principales contactos eran los hermanos Shuturban, dos hombres de grandes bigotes y tez oscura cuyo padre, ahora anciano, había sido contrabandista y pastor de camelopardos. Chor Shuturban era astuto, les explicó ella. Mardal Shuturban era impulsivo e irascible.
Los Shuturban estaban muy intrigados por los cambios que había experimentado el físico de Rakel desde la última vez que la habían visto. Al principio habían sido bastante escépticos de que Rakel fuera en verdad Rakel, hasta que la mujer les recordó algunos antiguos tratos ilegales que sólo eran conocidos por ella y los hermanos.
¿Así que se había sometido a una gran operación en el hospital Hakim y ya se había recuperado? Ella se vio obligada a contarles a Chor y a Mardal, aunque exagerando mucho, lo del zumo de liquen de su mundo natal y de cómo convertía a su gente en maestros del disfraz. Ella estaba disfrazada cuando la conocieron, eso les dijo con una sonrisa retorcida, y lo que en ese momento contemplaban era su verdadera apariencia. Rakel les habló de productos químicos moldeadores de cuerpos y formas en su sangre. Chor murmuró algo sobre brujería.
Chor Shuturban sí conocía el paradero de ese fémur. Lo había recogido de las ruinas de Oriens en su relicario de oro, seriamente dañado cuando se retiraron los escombros de un túnel en tiempos de su padre. Los diáconos de Occidens estuvieron supervisando la excavación. El progenitor de los Shuturban se había ocupado de saber adónde se llevaban un oro repujado tan machacado. El relicario había sido guardado en el interior de un altar de una de las capillas laterales de la basílica de Occidens.
Mientras el viejo Shuturban meditaba acerca del futuro de ese oro, un irascible camelopardo le dio una coz en la barriga. El dolor iba en aumento. Debió de afectarle algún órgano interno. Sólo cuando fue a Occidens a rezar en aquella capilla concreta y prometió que nunca la profanaría, se curó de forma milagrosa.
El relicario debía de estar todavía allí a día de hoy. Debido a la rivalidad religiosa, ¿cuánto tiempo podría continuar desaparecida la reliquia, sin ser examinada? ¿Cuánto tiempo tardaría en quedar olvidada? Ninguna promesa impedía a sus hijos deshacerse del oro si alguien más decidía saquear el altar.
La basílica tenía cincuenta capillas laterales. Alguno de los altares era de adamantium. Uno era de marfil, consagrado a los dientes del Emperador. La mayoría eran de plastiacero. A cambio de una parte del preciado metal, Chor Shuturban le diría a Rakel cuál era la capilla. Rakel había prometido considerar la oferta.
—Lógicamente —declaró Jaq—, debe de ser la capilla de Sus Muslos...
Rakel había llegado a la misma conclusión. Occidens estaba abierto otra vez al público después del paroxismo de la ceremonia del Año Santo. Después de salir del local de los Shuturban había visitado Occidens para rezar alrededor de las denominadas Estaciones del Emperador de forma tan precipitada como lo permitía el decoro.
La basílica estaba abarrotada de bolsas de piel de camelopardo que contenían cadáveres, cuerpos que nadie había reclamado. El olor de la descomposición quedaba cubierto casi por completo por el predominante y dulzón aroma del incienso que se deslizaba procedente del atrio. Como los peregrinos habían muerto adorando la Faz Verdadera, merecían un tiempo de exposición en la basílica. Las bolsas de los cadáveres estaban cerradas hasta el cuello, mostrando para su examen la cabeza o lo que de ella quedaba. Aquello servía para identificarlo y también para que se pudiera reconocer un milagro. Un cadáver podría permanecer incorrupto, pudiéndose demostrar que estaba bendecido por El en la Tierra. Invariablemente, siempre había uno o dos de esos milagros. Estos milagros reivindicaban todas las muertes que de otra forma habrían parecido, para un hereje, un hecho que deslucía la ceremonia que culminaba el Año Santo.
En la basílica, desgraciadamente, había una capilla consagrada a Su Muslo Izquierdo y otra dedicada a Su Muslo Derecho.
—¿Lanzamos una moneda al aire? —preguntó Grimm cuando Rakel terminó con su informe.
Jaq frunció el entrecejo ante aquella irreverencia.
—Esconderían el hueso a la siniestra de la basílica. En la capilla de la izquierda. La izquierda es el lado de las fórmulas, de las ciencias ocultas, de la malicia..., y de los secretos.
Lex asintió. El había grabado los nombres de los muertos Biff y Yeremi en los huesos de su mano izquierda.
—Los sacerdotes no harían caso omiso de los simbolismos de rigor —afirmó Jaq.
La mejor ruta que tenía Rakel para entrar en Occidens era a través de las aberturas de la cúpula del atrio, por las que salía al exterior el humo del incienso. Vestida de negro, descendería con la ayuda de una fina cuerda, como una araña colgando de un hilo de seda, y luego aterrizaría como un gato sobre el suelo. Por la noche, cuando el templo estuviera cerrado, no habría diáconos armados patrullando por el atrio de la basílica. Había advertido que los residentes del templo, al contrario que sus visitantes, rara vez miraban hacia lo alto. La parte superior del templo estaba siempre envuelta en humo.
Desde el atrio entraría en silencio en la basílica, en el altar utilizaría unas ganzúas de plastiacero y sacaría el pesado relicario de oro.
—Pesado también a causa del fémur —insistió Lex—. Los huesos de marine espacial son grandes y están reforzados.
Rakel se quedó mirándolo, pero no le preguntó nada.
La siguiente tarea era abrir la bolsa de un cadáver.
—¿Esconder el cuerpo dentro del altar? —preguntó Grimm.
—No —dijo Jaq—. Eso sería un sacrilegio.
Pondría el relicario dentro de la bolsa junto con el cadáver, volvería a cerrar la bolsa y regresaría al atrio. Un cómplice dejaría caer una cuerda para recuperar a Rakel.
—¿Voy a tener que estar en el tejado? —quiso saber Grimm—. ¿Qué clase de examen es éste?
Rakel sonrió levemente.
—Hay otras maneras de entrar en el templo. Las alcantarillas, por ejemplo. Estoy segura de que Chor Shuturban me lo contará si le prometemos una cantidad suficiente de oro. ¿No sería preferible involucrarlo a él?
Ella no era Meh'lindi. Meh'lindi habría encontrado una forma de entrar por las alcantarillas, retorciéndose y dislocando sus extremidades si era necesario. Rakel era más bien una persona inteligente y analítica.
La mañana siguiente al robo del altar se presentaría en el templo acompañada por un corpulento esclavo. Ella identificaría una cabeza que sobresaldría de la bolsa. Lloraría con una mezcla de dolor y alegría. El esclavo la ayudaría a transportar el peso.
Y si el relicario resultaba ser demasiado grande, incluso estando tan machacado, la noche anterior le cortaría la cabeza al cadáver, escondería el cuerpo sin cabeza y sujetaría la cabeza a la parte superior del relicario. Este sustituiría al cadáver.
—¿Esconderlo, dónde? —preguntó Jaq.
—Yo esperaba que pudiéramos utilizar el altar —contestó Rakel con toda humildad.
—Sacrilegio. Blasfemia.
—Verdaderamente —afirmó Lex.
—Supongo —dijo Grimm malhumoradamente— que esto significa que puede que tenga que subir con la cuerda ese cadáver en descomposición y sin cabeza después de que tú hayas llegado arriba.
—Un ladrón utiliza todos los medios a su disposición —repuso Rakel.
—Estás intentando manipulamos para compensar por lo que te ha ocurrido a ti —dijo Jaq de forma severa.
Rakel se encogió de hombros.
—Estoy a tu servicio como mejor pueda hacerlo —replicó tajantemente.
Jaq la miró sorprendido ante ese eco de su fallecida cortesana asesina.
—Ese plan tiene posibilidades —reconoció.
—Siempre y cuando —se burló Grimm— ¡no te metas tú mismo dentro de la bolsa de cadáveres para salir del templo! Incluso con verdín y fango cosmético en tu cara puede que los sacerdotes decidan que tu cuerpo está incorrupto y que ha sucedido un milagro. Ah, eso me recuerda algo. ¿No creéis que un cadáver que se ice a cierta altura podría caerse en pedazos de camino al tejado?
—Me llevaré una red —explicó Rakel—. Una red bien tupida. No habrá problema para encontrar una red adecuada en Shandabar.
—Una red con un cadáver dentro —murmuró Grimm—. Vaya redada.
—Siento que la corrupción se reúne a mí alrededor —murmuró Jaq sombríamente—. Como supongo que debe reunirse —añadió con suavidad.
—Sectas —continuó Rakel—. Quería preguntaros sobre las sectas. Hay una sociedad privada de lujuria en el distrito de Mahabbat de Shandabar. Afrodisiacos, orgías. Mardal Shuturban asiste a sus desenfrenos. Y su hermano ha oído rumores de una secta de «alteración trascendental». Evidentemente algunas personas aspiran a evolucionar más allá de su condición humana.
—¿Hay alguna posibilidad de que estos «alteradores dentales» se afilen los dientes para que parezcan colmillos de genestealer? —preguntó Grimm.
—Mardal sólo ha oído vagos rumores. Mi asombroso cambio físico parece explicar mi interés.
—Puede ser un vestigio de híbridos genestealers, jefe.
—O discípulos involuntarios de cierto Poder, que se imaginan con cierta ingenuidad que el cambio evolutivo es algo virtuoso! Seguramente el tribunal es demasiado permisivo en sus investigaciones —declaró Jaq—. Es de alabar que haya un inquisidor aquí para comprobar cuán permisivo es.
La noche siguiente, dos horas después de la medianoche, Jaq y Lex estaban escondidos entre el montón de restos de los puestos de los vendedores que habían sido demolidos durante el furor de la ceremonia.
Era en ese momento cuando el cuerpo y el espíritu estaban en su momento más bajo, la hora en que la gente muere con mayor frecuencia en mitad de su sueño. Ese reflujo nocturno parecía especialmente melancólico en el gran espacio situado frente al templo. En ese momento, la marea de peregrinos visitantes ya había abandonado la ciudad. Donde había anteriormente una aglomeración de tiendas, ahora sólo dormitaban algunos mendigos desperdigados, con los cuerpos cubiertos por completo para protegerse del frío reinante; muertos para el mundo. Tal vez en el distrito de Mahabbat unos mendigos vigorosos seguían tendiendo una mano a los borrachos que salían de los burdeles, a los afortunados ganadores que abandonaban los garitos de juego. Pero no allí. Allí, los estáticos mendigos envueltos en túnicas parecían personificar la tristeza exhausta de la ciudad tras las secuelas del frenético clímax del Año Santo. Nadie se movía. Ni siquiera se oía a nadie toser.
Las estrellas que punteaban todo el cielo iluminaban débilmente la plaza del templo y las cúpulas de Occídens que se vislumbraban en la lejanía.
Privado de su servoarmadura e interfaz con calculadora, Lex no tenía vista telescópica. Ninguna imagen ampliada alimentaba su corteza visual ahora. Se esforzaba por detectar las minúsculas figuras de Grimm y Rakel sobre el tejado del templo. Tal vez no estuviera ni siquiera viéndolos, sino que sólo fuera una ilusión causada por la oscuridad y la luz de las estrellas. Tal vez Grimm ya hubiera apoyado la escalera telescópica ultraligera contra la cúpula para alcanzar la abertura de ventilación más baja. Tal vez Rakel ya estuviera descendiendo en la oscuridad repleta de humo, alumbrada solamente por innumerables puntitos de incienso ardiendo. Lex mantenía alerta sus afinados oídos a la espera de cualquier mido de disparos.
Sus manos estaban ansiosas por acariciar el fémur y por poner en funcionamiento su herramienta para tallar. Qué paz mental meditativa le traería, qué serenidad reverente. Suponiendo que no fallara el robo. ¡Bueno, robo! Era la devolución de un hueso sagrado a unas manos legítimas para que Lex pudiera rendir honores a quienquiera que fuera el marine, muerto tal vez desde hacía milenios. La operación tenía que salir adelante.
—Con tu permiso —susurré a Jaq—. Voy a subir al tejado por si acaso hay algún problema.
—Rezaré una oración para que no lo haya —fue la respuesta.
Una gran sombra abandonó rápidamente el lugar.
A Grimm le picaban y le lloraban los ojos mientras contemplaba el atrio. La cuerda se le aflojé en las manos peludas. La había izado un buen trecho por si acaso algún sacerdote insomne la detectaba mientras daba un paseo. Había amarrado el extremo de la cuerda a un saliente de piedra con un nudo que había aprendido en un mundo de ganaderos nómadas donde los cascos de los animales retumbaban en los caminos que atravesaban las vastas estepas cubiertas de pasto y donde se ataba así a los corceles para que fuera más fácil soltarlos. Un corcel podía tirar de su soga hasta ahogarse. El jinete sólo tenía que tirar de un extremo de la cuerda para deshacer el nudo.
Incluso con la aguda vista de un squat, Grimm difícilmente podía distinguir las formas más evidentes que tenía debajo. Podría estar mirando una oscura nebulosa cubierta de humo y gases en la que brillaban débilmente unas estrellas a una gran distancia. ¡Aun así no debía permanecer demasiado a la vista! Podía parecer una gárgola mirona. Era un poco como mirar insistentemente por el agujero de una chimenea. Grimm reprimió un cosquilleante impulso por carraspear y escupir una flema.
Cientos de velas ardían en la basílica. La luz disputaba su perpetua guerra abocada al fracaso contra la oscuridad. La oscuridad era una condición fundamental.
Habiendo tantas, era inevitable que muchas velas ardieran con luz parpadeante. Sus llamas saltaban y palidecían. Las sombras oscilaban como criaturas nocturnas incorpóreas que infestaban las capillas laterales. Rakel, de negro, tan sólo era una de aquellas sombras.
★ ★ ★
Una inscripción desgastada decía: FÉMUR SINIESTR-BENEDIC
En silencio, Rakel levantó del altar una custodia de cristal que recordaba la explosión de una supernova. A su lado, unas campanillas de oración y un candelabro de hierro que tenía la forma de un acorazado colocado en vertical. Retiró el brocado del altar.
Aquel altar de plastiacero solamente llevaba cerrado unas pocas décadas. Los goznes se rindieron a sus ganzúas. Levantó la pesada tapa.
¡Qué pesado era el desgastado relicario! Para moverlo tuvo que escurrirse dentro del altar e incorporarse con toda su fuerza, utilizando el borde del altar como apoyo. Previamente había arrastrado una maloliente bolsa con un cadáver hasta colocarla de forma que amortiguara el ruido de la caída. De otro modo, el estrépito del impacto sobre la losa habría retumbado por toda la basílica.
Ahora que el relicario reposaba en el suelo, examinó la cabeza de la mujer muerta. Memorizó el rictus de los labios y los ojos hundidos y cerrados. Deshizo el nudo de la tira de cuero que sujetaba la bolsa al cuello del cadáver. Quitó la piel de camelopardo del cuerpo ultrajado. Aunque ya llevaba muerta diez días, no parecía probable que el cuerpo fuera a descomponerse todavía.
Con una cuchilla monomolecular cercenó la cabeza de la mujer muerta por la base del cuello. Grimm había diseñado un aparato para engancharla al relicario.
Un gancho se anclaba dentro de un hueco del relicario. El otro se alojaba dentro de la cabeza del cadáver. Así, ambas piezas quedaban sujetas entre sí.
Apenas había comenzado a meter un gancho a través de una de las aberturas arteriales de la base del cráneo cuando oyó una voz que exclamaba:
—¿Quién está ahí?
Ella se agachó. Se había quedado helada.
¿Sacristán? ¿Diácono? ¿Sacerdote? Los suaves pasos se acercaban.
—¿Eres tú, Jagan el Alerta?
Rakel tenía una pistola láser. Disparar la pistola no produciría ningún ruido, pero si alcanzaba a alguien se produciría una brillante explosión. Si por lo menos la noche fiera tormentosa... Pero no lo era.
¿Qué otra cosa podía hacer salvo utilizar la pistola de agujas en miniatura? Esta disparaba una aguja minúscula dotada de una poderosa toxina. La víctima sufriría convulsiones, se asfixiaría y tendría un ataque al corazón y un derrame cerebral, todo al mismo tiempo. Con un poco de suerte caería sin hacer más ruido que un pequeño golpe sordo contra el suelo.
¡Vaya, ahora sería una asesina! Mientras el incauto entraba en la capilla, ella movió un dedo hacía su silueta.
En lugar de una míniaguja silenciosa, del anillo barroco salió un chorro de un producto químico. Ardiendo en el aire, el volátil líquido envolvió en llamas el pecho del intruso. Y él gritó, gritó mucho. Había confundido el arma digital que llevaba el lanzaagujas. Si hubiera apuntado más alto, su víctima habría aspirado instantáneamente las llamas hasta sus pulmones y hubiera sido incapaz de lanzar un solo grito.
Con la cabeza echada hacia atrás, aullaba agónicamente mientras intentaba librarse de la sotana en llamas con sus manos chamuscadas. Era una antorcha dando alaridos, una chirriante alarma incandescente que se alejaba de ella dando brincos.
El tiempo prácticamente se detuvo. Cada instante parecía prolongarse infinitamente. La adrenalina de Rakel se disparó. ¡Había que descartar el plan de la bolsa de cadáver! ¡Había que sacar la reliquia de la mole del relicario! Los segundos pasaron con tremenda rapidez. Arañó el oro que había perdido sus glorias pasadas con el gancho de Grimm, forzándolo y rompiéndolo para abrirlo. Nadie respondió a los gritos todavía. Los segundos seguían su rápida carrera. ¿Cuánto tiempo más?, ¿cuánto?
¡Por mis ancestros, cómo he podido ser tan estúpido! Cuando Grimm oyó el grito, dejó caer la cuerda que había recogido. Un instante después estaba sobre el borde del hueco de ventilación. Se metió por la abertura y se deslizó por la cuerda a gran velocidad, frenando ligeramente la caída con las botas. Si sus manos no hubieran sido tan callosas se las habría quemado con la soga. ¿Qué habría pasado si se hubiera encontrado con Rakel ascendiendo por encima de la penumbra envuelta en incienso? ¡El choque habría sido tremendo! Sin embargo, no había ni rastro de ella.
Se estrelló contra el suelo y se quedó paralizado. Atravesó corriendo el atrio rodeado de columnas. Inmediatamente descubrió la estridente antorcha humana, que pasó a toda velocidad a su lado.
Se arrodilló junto a Rakel, ayudándola a abrir el relicario, benditas sean sus fuertes manos peludas.
—¡Oh, por todos mis ancestros, cómo he podido ser tan estúpido!
Lanzando gritos ya sólo de forma espasmódica, la antorcha humana cayó al suelo. Un aura que brillaba con luz suave se extendió a su alrededor como si alguna clase de energía física hubiera entrado en acción. ¿Un reflejo de las llamas en las losas?
—¡Ufl —El fémur salió por fin de su resquebrajado contenedor de oro. El hueso era un poco voluminoso, pero sencillo de manejar.
Empezaron a llegar los problemas en la forma de varias figuras corriendo a toda prisa, unos con más ropa que otros: personal del templo blandiendo aturdidores, armas automáticas, escopetas, pistolas láser. Había que tener un especial cuidado con esos aturdidores. Era posible que los sacerdotes no estuviesen dispuestos a abrir fuego con proyectiles y armas de fragmentación en medio de las capillas sagradas.
¡Esa aura que rodeaba al sacristán en llamas! ¡Vaya, el mismo suelo estaba ardiendo con unas pequeñas llamas! La grasa y el hollín depositados por generaciones de velas había prendido. En la parte de los muros de la basílica debía de haber una capa incluso más gruesa. Grimm se deshizo por un momento del hueso y disparó su pistola láser por encima de las cabezas de los que se aproximaban. Moviendo el arma a ambos lados, abrió fuego en varias direcciones.
El fuego del láser floreció de forma deslumbrante sobre los muros. Una luminosa y casi delicada llama se deslizaba desde el lugar de cada explosión con un suave sonido.
—¡Corre, Rakel! ¡No levantes la cabeza!
Los habitantes del templo se habían detenido para mirar con ojos desorbitados este fenómeno que estaba extendiéndose con rapidez por las superficies internas de la basílica. Aquellos que portaban los aturdidores se habían quedado asombrados y sobrecogidos. Todo el edificio comenzaba a resplandecer como si fuera una vela. Por todos los sitios brillaban las llamas de las velas aunque sin consumirse. Sin duda aquello era un milagro. Sin duda lo que lo había provocado, la chispa, era el sacristán agonizante que seguía retorciéndose. ¡El y esos estallidos de fuego psíquico! ¿Sería esto alguna clase de manifestación del espíritu del Emperador, alguna clase de epifanía inesperada y maravillosa del Año Santo?
Mientras la llama milagrosa se extendía por el gran techo de forma majestuosa pero aparentemente inofensiva, comenzaron a caer gotas de cera derretida. Las gotas impactaban en las caras de los que estaban debajo. Un diácono gimió cuando la cera caliente lo alcanzó en un ojo.
De repente, todos comprendieron lo que ocurría.
—¡Es fuego!
—¡Es un incendio!
—¡Un incendio!
Grimm y Rakel llegaron al arco de entrada al atrio. Allí fueron descubiertos. Haciendo caso omiso del posible daño a las columnas, alguien abrió fuego con proyectiles de alta velocidad. La razón abandonó a muchas mentes. ¿No estaban todos ahora en un inmenso horno, a punto de ser consumidos?
Grimm y Rakel llegaron a la cuerda. No había tiempo para desplegar una red para la reliquia.
—¡Arriba, mujer, sube!
Ella comenzó a ascender, poco a poco.
¿Cómo podría Grimm trepar por la cuerda con un gran hueso debajo del brazo? ¡Imposible!
El hueso era demasiado grande para agarrarlo con los dientes.
Ató el extremo de la cuerda alrededor del hueso. Hizo un nudo corredizo de los que se utilizaban para izar un mástil. Nada más terminar de hacerlo comenzó a subir por la cuerda detrás de Rakel.
Increíblemente, la soga ascendía mientras ellos subían. Estaba siendo izada con gran energía, por un torno sobrehumano que se hacía familiar a medida que se vislumbraba en la abertura de ventilación que tenían sobre ellos.
Los perseguidores llegaron hasta el lugar envueltos en la nube de humo de incienso. La desaparición de los fugitivos los desconcertó durante un instante. Algunos salieron disparados hacia el oratorio.
¿Podrían haber salido volando los intrusos? Al final, uno de ellos alzó la vista para mirar entre el humo. Algo estaba a punto de desaparecer a través de la abertura de ventilación.
Lex recibió una bocanada de calor en la cara cuando ayudó a subir a Rakel. Podía sentir la combustión de una sustancia grasienta. Luego salió Grimm del agujero, seguido por un cabo de cuerda en el que oscilaba un gran hueso. Los disparos no tardaron en comenzar. Varios atravesaron la abertura, perdiéndose en el aire. Otros explotaron dentro, detenidos por el reborde de la abertura de ventilación que actuó como escudo, y los cascotes salieron volando en todas direcciones. Lex deshizo respetuosamente el nudo del hueso.
Dejaron la cuerda, que seguía enganchada para poder soltarse fácilmente. Ya no tenía sentido retirar las pruebas de su forma de acceso. Que los furiosos diáconos colocaran parrillas de plastiacero en la docena de aberturas de ventilación. Arriba, en los tejados, se pusieron en pie para comenzar un tortuoso descenso.
★ ★ ★
Jaq había oído el tiroteo, pero amortiguado y débil. Unos hombres armados atravesaron el pórtico. Se hacían gestos unos a otros para dirigirse al conjunto de edificios del templo.
Apuntó con su pistola láser desde el interior de las ruinas de los tenderetes. Murmurando una oración de perdón, ya que aquella gente eran los discípulos leales a El en la Tierra, Jaq disparó con precisión quirúrgica. Un pequeño restallido de energía hizo caer a un objetivo, aunque el hombre continuó retorciéndose.
Jaq volvió a disparar, y cayó otro hombre.
Un disparo de alta velocidad se estrelló contra la madera que tenía a su lado, levantando astillas. Jaq se apartó. Agachándose, se dirigió como una flecha hacia la oscuridad. Diáconos y sacristanes estarían ocupados durante un rato disparando a la madera.
★ ★ ★
Un par de horas después se encontraron en la mansión...
Lex estaba sentado sobre el negro suelo de pizarra con el fémur sobre su regazo. El hueso reflejaba el paso del tiempo en sus abundantes marcas. Los dedos de Lex lo recorrían como si se tratara de un instrumento de música que hubiera perdido las cuerdas. Antes de que pudiera comenzar a grabarlo debía lijarlo finamente y sumergirlo en parafina caliente para sellar sus poros y prevenir así que se corriera la tinta de los dibujos. Entretanto, acariciaba el sagrado fémur con una serena alegría interior. ¿Podría incluso haber pertenecido en su día a un puño imperial, varios eones atrás? En lugar de a un ángel sangriento o a un lobo espacial o a cualquier otro. Probablemente no. Pero daba igual.
—Te estoy muy agradecido —dijo a la falsa Meh'lindi.
—Y yo a ti —respondió ella—, por tirar de la cuerda con tanta rapidez.
—Hum —dijo Grimm—. Han sido necesarias tres personas para robar un hueso, y nada de oro. Además de prender fuego a un templo. —El pequeño hombre se encogió de hombros—. ¡Prender fuego a una chimenea para limpiarla!
Las llamas habían sido sólo superficiales. Aquella grasa cubierta de hollín debía haberse consumido por sí misma o haberse apagado con facilidad. Si no fuera así, el cielo de la noche habría resplandecido con la hoguera de Occidens.
Los diáconos habrían encontrado el relicario destripado, huérfano de su reliquia. Pensarían que aquello tenía que ser un asalto religioso o sectario. ¿Perpetrado por quiénes? ¿Por leales a Oriens? ¡Era difícil imaginarse quiénes podían ser! No tras la invasión de los genestealers, la intensa limpieza y todas las posteriores décadas. ¿Entonces el asalto había sido organizado por el Templo Austral? Ahí era donde podría apuntar el dedo de la sospecha, provocando una contienda religiosa amarga y fútil...
¿Ya habían hecho suficientes pruebas a Rakel? ¿El robo había resultado ser en parte un fiasco? Las iniciativas arriesgadas a menudo fallaban, aunque los cuatro participantes estaban a salvo y seguían de incógnito.
—Mañana —dijo Jaq a Rakel— irás al local de esos hermanos Shuturban luciendo un rubí más valioso que el oro, arrancado de nuestro libro. Diles a esos Shuturban que has encontrado ese rubí junto con el relicario. Di que el oro no era más que una capa dorada sobre cobre blando. Recoge todos los datos sobre el palacio de justicia, sobre todo del lugar donde se almacena la información. Se contrató a constructores locales.
Grimm sonrió de un modo alentador.
—El mejor plan una vez que estés dentro tal vez sea darle una cuchillada a un arbites y robarle su equipo negro y su casco. Será mejor que practiques tus ejercicios, aprendiz de asesina.
Jaq estaba mirando a la mujer con una amarga melancolía. ¡Por supuesto que tendría que asesinar a algún oficial cuando estuviera dentro del edificio de los tribunales! ¿Qué otra estrategia debería utilizar un devoto inquisidor para empujar a los jueces y arbites para que cumplieran con sus deberes? ¿Qué otra cosa sembraría la confusión y la paranoia entre ellos?
Durante la noche, una vez más, Jaq soñó con Askandargrado, arrasada e invadida...
Los guardias del cuervo, protegidos por sus servoarmaduras de color negro, avanzaban entre las ruinas humeantes y empuñaban los bólter dispuestos a disparar a cualquier cosa que se moviera. Muchos hermanos también iban armados con espadas sierra.
Cualquier cosa que se moviera sólo podía ser alguien del enemigo, cuya mayor alegría era matar, pero de forma especial y libidinosa, apresurándose a actuar con la espada de energía o la espada sierra. El contacto cercano y letal era una delicia para aquellos diabólicos marines, un impulso erótico y sádico que los obligaba en ocasiones a llevar a cabo imprudencias demenciales.
Siempre y cuando el marine espacial se mantuviera en calma, aquellos ataques podían ser una oportunidad ideal para matar o lisiar a un renegado.
¿Cómo podía uno mantenerse en calma? Los engendros del Caos correteaban, como arañas, sobre el terreno humeante. Era una sensación nauseabunda cuando una de aquellas criaturas saltaba sobre un marine espacial para agarrarse a su armadura. Poco daño podían hacerle, pero sí podían desorientarlo. Algo peor, y mucho más repugnante y peligroso, eran las diablillas.
Su exquisito y único pecho. Sus lujuriosas caderas y pubis. Sus ojos verdes, asombrosamente almendrados, y sus melenas de rubia cabellera. ¡Las pinzas cortantes como cuchillas de sus manos! ¡Y las colas dentadas que intentaban empalar al enemigo!
Ser asaltado por una criatura así era algo repugnante y desestabilizador para un fervoroso marine. Las diablillas aparecían como cómplices de los renegados. Eran manifestaciones de los deseos depravados de la progenie del Caos.
Jaq, agotado, supervisó junto a un capitán de la Guardia del Cuervo el avance desde el tejado de un almacén. Los ventiladores cubiertos parecían centinelas frailunos. No había dormido desde hacía cincuenta o más horas. Los edificios cercanos se habían venido abajo, formando montañas de escombros. La destrucción era desproporcionada. Algunos de los marines espaciales pecaminosos estaban acogiendo en su cuerpo a demonios, demonios con poderes, cuyo mayor placer era destruir a las personas si era posible, además de las propiedades de esas personas, para que sus víctimas quedaran tan vulnerables y desnudas como fuera posible, completamente indefensas. Para los marines espaciales de Slaanesh la batalla era una orgía de nauseabundo placer.
El capitán había estado examinando runas de la disposición de sus propios hombres en su visor.
—¡Los Hijos del Emperador! —exclamó con amargura hacia Jaq. Aquellos renegados habían sido un simple hito histórico para él, hasta aquel momento—. ¡Cómo se atreven esos diablos a emplear ese título para denominarse a sí mismos! Nuestro Emperador protege a los inocentes —susurró de forma angustiada—. Los demonios están en sus filas. ¡Qué abominable blasfemia!
¿Estaba a punto de venirse abajo aquel hombre espléndidamente entrenado? Las condecoraciones de su armadura negra hablaban de un pasado heroísmo. La pieza protectora del hombro lucía una marca de quemadura. Su estandarte dorsal había quedado reducido a pedazos.
—Venceremos —le aseguró el capitán a Jaq—. Tenemos que vencer.
Porque si no, sus insignias y las de sus hombres serian tomadas como trofeos y, lo que era peor, sus órganos y hormonas serian extraídos de los cadáveres para hacer drogas de delirio.
Aullando, una diablilla brincó sobre la rampa de escombros por delante de...., ¡lo que debía ser un capellán del Caos!
La armadura estaba adornada de un modo desmesurado con runas masculinas y femeninas de Slaanesh y con obscenas insignias hermafroditas. La armadura relucía de forma poco natural, envuelta en energías malignas. Aquello no era solamente un capellán del Caos, sino un capellán poseído. Se había entregado como anfitrión de un demonio o había invocado a uno. La espada sierra que tenía en la mano aullaba como si estuviera sometida a un suave tormento. Su arma bólter, que sobresalía de forma fálica, escupió un disparo. El proyectil penetró en una columna de ventilación situada junto al capitán. Atravesó de lado a lado el pilar y pasó silbando antes de explotar en el aire.
El capitán se obligó a hacer caso omiso del acoso de la diablilla, que ya estaba muy cerca, y contestó al fuego del pervertido capellán. Las energías que rodeaban al capellán parecieron atrapar el disparo y desviarlo lejos de él.
Jaq rezó y reunió todo su poder psíquico mientras apuntaba la reluciente y negra vara de energía que había aprendido a utilizar muy recientemente. La vara de energía tenía insertados unos pocos circuitos arcanos y parecía más una flauta maciza, prácticamente sin rasgos distintivos.
—¡Súmete en la disformidad! —gritó Jaq, blandiendo la vara de energía.
La diablilla cayó hacia adelante. En su caída se enroscó sobre sí misma formando una bola, que empezó a rebotar sobre los cascotes en dirección a Jaq.
De repente, la bola empezó a encogerse con mucha rapidez.
Algo que sólo era del tamaño de un guisante rodó hacia la bota de Jaq, y él lo aplastó.
Otro disparo del capitán de la Guardia del Cuervo no logró penetrar las defensas del capellán. Blandiendo su espada sierra, el capellán se adelantó. No se molestó en disparar de nuevo con su arma. Su rabioso deseo era el de penetrar hasta lo más profundo de la armadura del capitán, no matarlo desde lejos.
Jaq apuntó con su vara de energía. ¿Podría reunir otra carga con la suficiente potencia tan pronto después de la primera? Rezó una oración al Emperador y aplicó toda su voluntad.
La vara de energía vibró en sus manos.
Un resplandor naranja, como el de una nave entrando en la atmósfera, engulló al capitán. Nubes de color naranja se arremolinaron a su espalda, formando volutas y espirales y evaporándose. Su armadura estaba siendo despojada de su oculto escudo diabólico.
El capitán abrió fuego. RAAARK, RAARK. BAM, BAM. Los disparos alcanzaron su objetivo y explotaron. El capellán dio un traspié. Se tambaleó.
Jaq dejó caer la vara de energía y empuñó su propio bólter para añadir sus disparos a los del capitán.
El peto del capellán había reventado. Su sangre escarlata brotaba de la herida. La sangre no se solidificaba y se convertía en cinabrio, como ocurría normalmente con la sangre de un marine espacial. Estaba coagulándose en una gelatina luminosa y trémula, como si brotaran pólipos del hombre transmutado. La espada sierra y el bólter resbalaron de sus manos. La blindada monstruosidad perdió el equilibrio, estrellándose contra los cascotes.
—¡Venceremos! —prometió el capitán.
Jaq despertó, desorientado. La noche lo acosaba, oscura como la armadura de un guardia del cuervo.
Ah. Sabulorb,.., Shandabar...
Tan lejos en el tiempo y en el espacio de Askandar.
La Guardia del Cuervo había expulsado a los Hijos del Emperador de aquella ciudad y de aquel mundo. Con un coste muy alto.
Siempre había un coste. El número de bajas era con frecuencia abrumador en la valiente lucha por contener la desintegración. La batalla sólo podía librarse de forma salvaje. Cualquiera que hubiera presenciado la violación de Askandargrado podía imaginarse los horrores universales, multiplicados por un millón, que tendrían lugar si el Caos cayera sobre la galaxia con matanzas, plagas y corrupción, con la anarquía y la mutación.
Jaq volvió a cerrar los ojos y se quedó meditando con repugnancia sobre los Hijos del Emperador, herramientas de Slaanesh. ¡Ya no eran hijos de El en la Tierra! Biológicamente nunca lo habían sido, excepto en el sentido de que los científicos del Emperador habían creado su semilla genética. Por lo que se refería a los verdaderos hijos del Emperador, sus hijos inmortales, ¿habrían existido realmente alguna vez?
SIETE
ORGÍA
Los hermanos Shuturban quedaron verdaderamente impresionados con el rubí. Ya les había llegado la noticia de un alboroto en el exterior del Templo de Occidens, e indudablemente también dentro, y tal vez incluyendo un fuego, o al menos eso parecía. A dos residentes del templo les habían disparado en el exterior de los muros. Los investigadores se habían subido a lo alto de los tejados. Los sacristanes no abrieron las puertas del templo por la mañana, como era costumbre. Los fieles habían esperado fuera en vano.
Evidentemente, uno de los mendigos que vivían en el vasto patio había estado lo suficientemente alerta para dirigirse al otro lado de la ciudad para hablar con los Shuturban.
Rakel la Ladrona pedía ahora algunos datos sobre el edificio del palacio de justicia del Imperio. ¿No había límite alguno para sus iniciativas?
La fuente de los Shuturban había advertido cómo huía un hombre con túnica de las inmediaciones de Occidens, mientras que otro mendigo le había contado al informante cómo había espiado a un gigante y a un enano en las inmediaciones del templo aquella noche...
Los datos sobre el palacio de justicia eran posibles; un rubí como aquél era muy persuasivo. Sin embargo, Chor Shuturban insistía en dar dicha información a Rakel en presencia del misterioso patrón de la chica, cuya existencia ella no podía razonablemente negar. Chor deseaba conocer a este nuevo patrocinador del crimen. La nueva Rakel abandonó su alojamiento con mucha prisa. Alguien dijo que mi esclavo gigante la acompañaba.
La reunión debía ser en terreno neutral. Rakel había sentido curiosidad por las sectas dedicadas a la lujuria, ¿no? Por tanto, el terreno neutral debía ser un edificio en el distrito de Mahabbat dentro de una semana. El jefe de Rakel, y ella misma, estaban invitados a un «espectáculo».
Chor le aseguró a Rakel que no había obligación de tomar parte físicamente en la celebración. ¡Todo dependía de ella misma y de su jefe! El gigante y el enano podían participar también. Aquellos dos podían resultar unos participantes divertidos.
—Chor Shuturban espera desestabilizar nuestras mentes —dijo Jaq—, buscando que uno de nosotros sea indiscreto.
Pero ¿no deseaba él mismo que su cordura fuera desestabilizada y desquiciada?
—Mi mente es firme contra las tentaciones de la carne —afirmó Lex.
Ahora él tenía el fémur para acariciarlo si fuera necesario. Lex ya había comenzado a preparar el fémur para su talla, lijándolo y encerándolo. Mientras trabajaba, rezaba a Rogal Dom en silencio, por si acaso Rakel alcanzaba a oír sus oraciones.
Grimm hizo un mohín.
—¡Hum, que un squat como yo deba participar en alguna especie de orgía con seres humanos normales! Muy poco probable. Si hubiera alguna mujer fornida como yo tal vez me sintiera tentado.
Esperar toda una semana era algo frustrante, aunque los hermanos Shuturban tardarían ese tiempo en disponer de la información que había pedido Rakel. Mientras tanto, sin embargo, había mucho trabajo que hacer.
Rakel robé un casco hipnótico del Colegio Mercantil del distrito sureño de Saudigar. Aquello no suponía ningún desafío especial para sus conocimientos, pero se necesitaba un casco. El disco de datos de aquel casco en concreto estaba programado en gótico imperial estándar para que lo utilizaran los exportadores que querían viajar a mundos extraplanetarios. Jaq retiró el disco.
Después, Rakel robó un escalpelo láser en el hospital Hakim. Grimm compró cierto equipo en el distrito industrial. Lex instaló un sistema de imágenes para poder observar el ojo disforme de Azul Petrov sin mirarlo directamente.
¿Podría ser letal el ojo para el espectador cuando se viera en una pantalla? La prueba la proporcionó un leproso que Grimm llevó con los ojos vendados por una ruta alternativa a la mansión a cambio de prometerle cincuenta shekels que podrían comprar los miserables ungüentos consagrados en el hospital Hakim.
Aquel leproso no era uno de esos cuya enfermedad ya había comenzado a atacarle los nervios con grandes dolores. Hasta aquel momento, la lepra sólo lo había privado de prácticamente toda sensación corporal, algo que él esperaba que el ungüento pudiera restablecer. ¿Temía el leproso un tratamiento erróneo en su desconocido destino? Sus anfitriones, si albergaban malas intenciones, difícilmente podían hacerle sufrir mucho, ya que buena parte de su carne necrósica ya estaba entumecida.
Dentro de una habitación que no llegó a ver, le pusieron una gran capucha en la cabeza y le quitaron la venda. Ante los ojos, compartiendo el vacío del interior de la capucha, tenía una pequeña pantalla. Sencillamente le dijeron que mirara la pantalla y que describiera lo que viera.
—Veo una bola negra —dijo el leproso—. Sujétase por una abrazadera. El frente de la bola está tallándose con una forma, una runa...
—Continúa mirando a la bola.
Después de estar diez minutos mirando sin sufrir una apoplejía, le vendaron los ojos de nuevo, lo devolvieron a las inmediaciones del hospital y lo dejaron allí, con cincuenta shekels en su zarpa mutilada.
Evidentemente, el enano que lo había abordado había sido un milagroso intercesor en su destino.
Por curiosidad, Grimm estuvo rondando por la entrada del hospital. Media hora después, un leproso de aspecto abominable, desnudo a excepción de un taparrabos, apareció tambaleándose, aullando y pidiendo a gritos que lanzaran agua sobre él, quejándose a todo el que se acercaba de que su cuerpo estaba en llamas. El ungüento consagrado debía de haber estimulado su carne y nervios entumecidos. A falta de agua, el leproso se retorcía en el polvo frío de la calle para refrescarse en vano.
Lex se puso a trabajar en el ojo de Azul con el escalpelo láser mientras el fémur se empapaba de parafina. No tenía a mano ninguna calculadora para ayudarlo con el cálculo de gradientes y curvas, y tenía que estudiar el proceso en pantalla, no directamente, aunque sus dedos gruesos eran ágiles y hábiles. Habría sido una maravilla quedarse a su lado y observarlo si un vistazo accidental al ojo en cuestión no pudiera destrozar el sistema nervioso del observador o matarlo directamente. El propio Lex utilizó unas anteojeras de seguridad para impedir cualquier desvío accidental de la mirada.
Por el bien de la simetría de la lente, era necesario reducir la runa que estaba situada en la parte frontal del ojo. ¿Por qué era importante? Aquella runa era la guía de la Biblioteca Negra, a la que no querían volver.
Ah, cuánto deseaba el ordo de Jaq poseer aquella guía.
Era necesario frustrar a la Inquisición y al Ordo Malleus. Sin embargo, antes de comenzar, Lex tomó la precaución de copiar la runa en un pergamino de camelopardo. Si en el futuro algún otro navegante estaba dispuesto a sacrificar el amplio espectro de su visión disforme, se podría hacer una réplica sobre el ojo de ese voluntario.
¡Seguramente nadie en el cosmos había hecho antes un monóculo con el ojo de la disformidad de un navegante!
La lente resultante debía ser lo suficientemente fina como para que Jaq pudiera ver a través de ella, si fuera necesario. Finalmente rebajó bastante material del ojo duro como la obsidiana como para que se pudiera introducir una lente opaca en la gruesa montura del monóculo, que iba protegido por unas gruesas tapas esmaltadas provistas de bisagras en las partes delantera y trasera.
¿Se vería disminuida la mirada asesina del ojo disforme por la eliminación de tanto material? ¿O la lente demostraría ser una quintaesencia, un concentrado letal?
—Dudo que podamos traer aquí otra vez al mismo leproso —comentó Grimm—. A estas alturas probablemente ya se habrá ahogado en el Bihishti. De todas maneras, supongo que tiene que ser una persona a quien expongamos ahora, sólo para estar seguros, no otro maldito mono... —El pequeño hombre se rascó la cabeza y sonrió—. Pero no hace falta hacerlo aquí en casa. Tú yo, Jaq, deberíamos ir a dar un paseo por algún barrio problemático y aguardar a que se produzca algún altercado. Entonces será culpa del pobre estúpido que se atreva a atacamos.
Nada de un paseo en compañía de Lex. Su físico amilanaría a todo el mundo. Un paseo con Rakel, por otro lado...
De modo que los tres marcharon a una zona industrial, el distrito de Bellagunge. Jaq portaba su armadura de malla debajo de la ropa. Grimm confiaba como siempre en su chaleco antibalas acolchado. Rakel llevaba una resplandeciente túnica azul de seda sobre su ceñida ropa interior térmica. Ella no iba a ser un objetivo inmediato para un cuchillo o una bala. Tal vez para un intento de rapto o para un ultraje, pero no para un asesinato instantáneo.
Jaq caminaba brazo con brazo junto a Rakel, alardeando de ella como lo haría un señor con su cortesana. Grimm iba un poco detrás de ellos, como un raquítico sirviente.
Los barrios bajos humeantes situados alrededor de las fábricas del distrito de Bellagunge servían de hogar a cientos de miles de almas. Cualquier pequeña fábrica que produjera componentes para vehículos servía de vivienda para toda la familia que trabajara allí. La calle junto a ella alojaba a otra que fabricaba afanosamente clavos cortando y afilando el metal. Doblando la esquina había una docena de empresas que se esmeraban en soldar, laminar o sumergir tuercas de mariposa en fluidos venenosos para galvanizarlos. Cada una de aquellas empresas que explotaban a los trabajadores guardaba celosamente su atestado territorio. Dentro y fuera de los edificios desvencijados la maquinaria retumbaba, traqueteaba, resonaba y expulsaba humos y gases. Las conversaciones se desarrollaban a gritos. Las toses eran endémicas. Los vendedores de agua, sorbetes y empanadillas de pescado contribuían al barullo.
Para alguien que no pudiera ocultar que era rico, pasear por aquel hormiguero era una invitación para que alguien lo atacara más tarde o temprano.
El sol gigante se elevaba sobre los gases como una tapa al rojo vivo. De hecho, debido a todos los gases expulsados a la atmósfera y a la caótica maquinaria, Bellagunge era unos pocos grados más cálido que el resto de la fría Shandabar. Muchos trabajadores solían quitarse sus monos de algodón.
De repente, en un callejón, cuatro tipos delgaduchos abordaron a Jaq y a sus acompañantes. Aquellos asaltantes habían estado siguiendo al trío durante un rato y después habían tomado un atajo para encontrárselos de frente.
De entre los harapos de dos de los oportunistas aparecieron unas pistolas. Los otros dos sacaron unas llamativas espadas con forma de cuchillos de carnicero. Evidentemente, la hoja de las espadas estaba hecha de plástico, un plástico afilado y flexible que habían teñido de rojo sangre para ofrecer una impresión amenazante. Una de las hojas rojas mostraba el dibujo de la cabeza de una serpiente verde dispuesta para atacar. La otra tenía un maligno ojo verde.
Un ojo. Qué prometedor. Qué apropiado.
Grimm se echó a reír.
¿Acaso el monóculo cubierto de Jaq le proporcionaba una apariencia ridícula en lugar de siniestra?
—Si sois inteligentes —dijo arrastrando las palabras—, quitaos de mi camino.
—Tu camino acábase aquí —fue la respuesta—, salvo que esa mujer acompáñenos para venderla en Mahabbat. —El individuo que hablaba estaba masticando betel. Escupió un salivazo escarlata en el polvo.
—Si sois inteligentes —volvió a avisar Jaq.
Otro hombre hizo oscilar su espada.
—¿Estás ciego de «ambos» ojos? —preguntó con ironía.
El primer hombre ya se había cansado de la conversación.
Disparó con su arma corta al pecho de Jaq, que era el objetivo más grande.
La armadura de malla que llevaba debajo de la túnica perforada se puso rígida de forma instantánea, absorbiendo y repartiendo el impacto. Comparado con el impacto de un bólter explosivo, el golpe había sido prácticamente insignificante. La bala aplastada cayó a los pies de Jaq.
Otro proyectil alcanzó a Jaq cuando preparaba su pistola láser y disparaba. El estallido de energía lanzó al asaltante hacia atrás. El otro asaltante, atónito, fue abatido por un disparo de Grimm. El de la hoja de serpiente se dio la vuelta y fue alcanzado por la espalda. Quedaba uno: el hombre con la espada del ojo.
—No te muevas o te atravieso las piernas con el láser! Y dejarlo por tanto lisiado.
Durante un segundo el hombre miró a Rakel como si estuviera tentado de lanzar su espada contra ella para privar de la mujer vestida de seda al rico intruso, o al menos para desfigurarla.
—¡Tira la espada! —gritó Jaq.
El hombre obedeció. Arrodillándose, balbuceó palabras de piedad. Grimm se colocó detrás del tipo y se arrodilló sobre sus pantorrillas para inmovilizarlo. Le agarró las muñecas por detrás de la espalda. Entonces cerró los ojos, como si fuera el squat quien aguardara su ejecución.
Jaq se arrodilló enfrente del cautivo sobre el polvo lleno de basura. Con un ojo, Jaq miró fijamente al tembloroso objeto de su experimento.
Llegados a aquel punto, Jaq no quería mirar a través de la lente que había sido el ojo disforme de Azul Petrov. Dicho extremo debía reservarse para la ocasión en que, poseído, tuviera que elegir entre expulsar a un demonio de su mente o morir en el esfuerzo. Simplemente, levantó la tapa frontal. Por supuesto, el cautivo se quedó mirando para ver que escondía una tapa así.
Un gorgoteo surgió desde lo más profundo del hombre.
Era como si estuviera saliendo su misma alma desde algún lugar de sus tripas, junto con todo el aire de sus pulmones. Los ojos del hombre se le salieron de las órbitas, salpicados de un color rosáceo hemorrágico. Un sonido agónico se ahogó hasta acabar en silencio cuando se tragó la lengua. Su cara se puso morada. Su cuerpo flaco y huesudo sufrió un espasmo.
Jaq bajó la tapa de la lente, retiró el monóculo y se lo guardó en la túnica.
—Puedes volver a mirar, Grimm.
Grimm soltó las muñecas del hombre y el cuerpo cayó hacia adelante. Entonces Grimm recogió la espada del ojo y la clavó en la espalda del hombre moribundo, casi hasta la empuñadura.
—Parece más natural de esta forma.
El pequeño hombre señaló con la cabeza a un puñado de personas que estaban un poco más allá en el callejón.
Salieron de Bellagunge sin impedimento alguno. Jaq ya no llevaba del brazo a Rakel, aunque ella seguía caminando a su lado. La túnica azul que vestía debía de resultar odiosa para un ladrón de tan llamativa como era.
—Tod Zapasnik, el hechicero —murmuró ella.
—Sabes muy bien —dijo Jaq de modo cortante— que lo que ha matado a ese hombre no era nada más que el núcleo del ojo de disformidad de un navegante.
—Nada más —repitió ella. Su cuerpo se estremeció a pesar de la ropa interior térmica de combate que llevaba puesta—. ¿Qué clase de nada más habrá cuando vayamos a Mahabbat, donde habría sido vendida por esos rufianes?
—Escucha, Meh'lindi —le dijo—, no participaremos en la orgía.
En seguida se dio cuenta de cómo se había dirigido a Rakel. Su expresión se angustió y siguió andando en silencio.
Habían alquilado una limusina para ir al distrito de Mahabbat. Los hombres de seguridad, protegidos por chalecos antibalas grises y baratos, se mezclaban con la multitud que estaba en el exterior de las casas de placer, de juego y glotonería, de lujuria y drogas. Los carteles iluminados parpadeaban.
¡BIENVENIDO SEA A MAHABBAT, BIENVENIDO SEA AL PLACER! ¡EUNUCOS HIGIÉNICOS AQUÍ!
¡SÓLO CINCUENTA SHEKELS POR UN JUGO DE LA ALEGRÍA! ¡GANE UN MILLÓN!
¿TIENE NECESIDADES ESPECIALES?
¡MARAVILLOSAS MUJERES!
Todos aquellos hombres de seguridad de piel de cobre, penetrantes ojos azules y narices ganchudas, parecían proceder del mismo clan o tribu. Ninguno era particularmente joven. Todos lucían su pelo negro recogido en un moño, como un gran botón reluciente sobre sus coronillas.
—Las armaduras parecen un montón de desechos de la Guardia Imperial —opinó Grimm.
Sabulorb, por supuesto, contribuyó con su diezmo de un regimiento de los mejores hombres del Imperio: especialistas, en este caso, en la guerra en desiertos fríos. Los regimientos de Sabulorb estarían en otros sitios del cosmos. Aquellos individuos deberían haber cumplido su periodo de servicio y regresado a su mundo natal. La delegación del Departamento Munitorum que supervisaba el reclutamiento no estaba en la capital, sino en otro continente más duro, hacia el norte. Allí en el norte estaba la base principal del ejército planetario, que lord Badshah prefería mantener bien alejado de la capital. En caso de emergencia, las tropas podían ser aerotransportadas para reforzar la guarnición de Shandabar. Mientras tanto, el grueso del ejército se encargaba de eliminar a varias tribus guerreras recalcitrantes y de hacer una leva de nuevos soldados, de los que los mejores serían enviados al exterior del planeta.
Los integrantes de las patrullas privadas llevaban armas automáticas pero sonreían a los clientes que pasaban a su lado. Sonrieron al grupo de Jaq cuando los cuatro se apearon de la limusina con las lunas oscurecidas. Evidentemente, las experiencias interestelares habían acostumbrado a estos antiguos guardias imperiales a los sofisticados placeres de la ciudad, aunque ninguno de ellos podía haber sobrevivido durante sus años en el ejército siendo unos hombres blandos.
El edificio cubierto por una cúpula adonde los hermanos Shuturban habían invitado a Rakel era conocido como la Casa del Éxtasis. Un lacayo gordo con una trenza dorada escoltaba a los visitantes hacia la cámara principal. Vieron que hológrafos eróticos titilaban de forma lánguida entre la clientela que estaba sentada a las mesas donde se servían las bebidas. Varios hombres y mujeres acróbatas actuaban de manera muy sugerente en una tarima situada en el centro. El aire estaba cargado de almizcle y pachulí.
Pasaron a través de esta cámara principal hacia la Suite de Sensualidad, que estaba reservada para clientes especiales y fiestas privadas.
El suelo de aquella suite era un relleno de terciopelo rosado, acolchado y suave. Unos mullidos sofás de poca altura sobresalían formando parte integrante del suelo, igual que un pecho forma parte de la anatomía. Sobre esos pechos de terciopelo estaban tumbados unos cincuenta buscadores de placer expectantes vestidos con sedas multicolores. La mayoría eran hombres de mediana edad. Algunos eran mujeres maduras. La iluminación era tenue y rosada. Una ninfa cuyo torso y extremidades estaban pintados con espirales negras circulaba portando una luminosa bandeja de inhalantes. Cada paso que daba sobre el flexible suelo hacía que su cuerpo pareciera latir, como si estuviera dando botes.
—Por favor, vayan quitándose los zapatos y las botas, caballeros...
Lex no tenía botas que quitarse. Qué diferente era aquel antro sibarita de los suelos de plastiacero de un monasterio fortaleza.
Qué diferente, aparte de la luz crepuscular, del fúnebre interior del perdido Tormentum Malorum de Jaq.
—No me he lavado los pies —murmuró avergonzado Grimm, mientras se quitaba sus grandes botas de combate.
—Ah —suspiró Rakel—, ahí están los Shuturban...
Dos hombres se levantaron de un blando diván. Ambos tenían el pelo oscuro y rizado, cejas anchas, grandes ojos transparentes, narices respingonas y sonrisas resplandecientes. Varios de sus dientes eran de oro. Unos bigotes extravagantes separaban las sonrisas de las pequeñas narices.
—Chores el corpulento.
El astuto. En la mejilla derecha mostraba un tatuaje de un camelopardo que parecía trotar sobre el terreno cuando flexionaba sus músculos faciales.
Su irascible hermano lucía una cicatriz en la mejilla derecha. Cosido a la cicatriz tenía un gran granate de color rojo intenso. Ese carbúnculo parecía una erupción permanente de lava procedente de su interior.
—Relájense con nosotros —los invitó Chor.
Jaq, el gigante, el squat y la ladrona vestida de seda azul fueron instalados en seguida en un semicírculo de suaves divanes junto con los dos Shuturban. En nombre de su grupo, Jaq rechazó los inhalantes que les ofreció la ninfa saltarina. Lex redujo sus respuestas a gruñidos. Grimm echó una mirada burlona y despreciativa a la ninfa. ¡Apenas tenía cintura!
—El Templo de Occidens robádose ha un hueso sagrado perteneciente a Oriens —comentó Chor.
Jaq asintió, desdeñoso, señalando a Lex con la cabeza.
—Un hueso para que lo mastique mi mastín. Estábamos probando las habilidades de Rakel.
—Ella ha cambiado bastante desde que conocímosla.
—Su mundo natal es un planeta de cambios de formas.
—Por lo menos eso díjonos ella. —Chor se inclinó hacia adelante—. ¿Es usted un mago de los cambios? Rakel nos pregunta acerca de alteradores trascendentales.
—¿Sábese su paradero?
—Su identidad continúa envuelta en el misterio, sir Tod.
—Con un buen rubí cómprase mucha información.
Mientras Jaq observaba el granate de la mejilla de Mardal Shuturban, un arrebato de furia pareció recorrer a éste. ¿Supondría Mardal que Jaq estaba comparando desfavorablemente el granate con un rubí? El hermano cogió una ampolla de inhalante a una ninfa que pasaba a su lado, la aplastó debajo de su nariz e inspiró profundamente.
—Viénese aquí para relajarse —comentó Mardal—. Para descargarse tensiones.
Chor continuó sondeando a Jaq, que siguió contestándole. Chor agitó en el aire un dedo con un anillo. Sobre el anillo, como si fuera un sello, tenía un disco de datos del tamaño de medio shekel. Evidentemente, los planos del edificio del palacio de justicia estaban grabados en aquel disco. Antes de entregar el anillo, Chor quería saber más cosas. Pero no parecía tener prisa.
Una puerta se abrió, y los hedonistas que estaban esperando dieron un suspiro cuando un camarero empujó una jaula con ruedas al interior de la cámara.
Una mujer mutante ciega estaba acuclillada en la jaula. Cuando el artilugio avanzó unos metros por el blando suelo, se agarró a los barrotes para enderezarse. Su cuerpo era escamoso. Su textura era la de la armadura de malla que había vuelto a ponerse Jaq esta noche. Tal vez no fuera así y la mujer estuviera simplemente embutida en un ceñido traje de piel de lagarto, ya que su cara blanca era tersa. Era difícil distinguirlo con una luz tan tenue.
Entonces se hizo evidente que las piernas de la mujer estaban unidas por debajo de las caderas. Se estrechaban y ensortijaban a su alrededor como una serpiente, con la apariencia de estar hechas solamente de músculo, sinhueso. Sus ojos eran bolas de albúmina hervida, ¡muy similares a los de un astrópata que haya experimentado la comunión de almas con el Dios Emperador!
—¡Lamia, Lamia! —le dio la bienvenida la clientela.
¿Por qué estaba enjaulada? ¿Para que no saliera y se deslizara entre ellos? ¿Para que la clientela no invadiera su espacio personal? ¿Para que se controlara, ayudada por los barrotes? ¿Cuál era su función?
Se balanceó hacia adelante y hacia atrás de un modo hipnótico.
¡La mujer mutante debía de proyectar ilusiones eróticas en las mentes de las personas! ¿Fue así como escapó de ser asfixiada cuando, al nacer, emergió su cuerpo similar al de un gusano? ¿Habría sobrevivido seduciendo a sus padres...?
¿Era así como había escapado también de ser asesinada por sus vecinos, por los sacerdotes o por los cazadores de mutantes? Cuando llegó a la adolescencia, ¿habría sido reclutada para su formación astropática a pesar de su deformidad? ¿Habrían incluso integrado su alma, causándole la pérdida de visión y la potenciación de sus poderes telepáticos?
Jaq se esforzó por imaginársela actuando como una astrópata normal, transmitiendo y recibiendo mensajes cifrados o comunicaciones de información comercial.
Obligada desde su más temprana edad a influir sensualmente en las mentes para sobrevivir, pero teniendo negada para siempre la gratificación física debido a la frustrante fusión de sus piernas, ¡qué fuente inagotable de libido debía ser!
—Lamia está aquí —dijo en voz alta la mujer serpiente con una voz sinuosa y acariciante—. Liberad todos vuestros deseos secretos. Hacedlos tangibles para vuestros nervios.
¡Ah, esa mujer serpiente no era un fenómeno anormal enjaulado y explotado! De ninguna manera. Era una verdadera madama, una prostituta reina del recóndito santuario de la Casa del éxtasis.
—Ese de ahí es Bhati Badshah —le confió Chor, haciendo un ademán hacia un tipo de apariencia lasciva que lucía unos voluminosos anillos de plata. Se podían distinguir unos maniquíes de un brillante y frío azul iridiscente colgados en posturas gimnásticas de los aros. Sin duda, estaban hechos de aluminio—. Es uno de los sobrinos de nuestro gobernador general...
¡Alta sociedad, no había duda!
Aquélla no iba a ser la orgía que Jaq estaba esperando. Iba a ser una orgía mental. Tal vez no resultara nada fácil abstenerse de participar. Jaq podría resistir físicamente las emisiones de la mujer serpiente, si así lo decidía. Pero ¿qué pasaría con Grimm, Lex o Rakel?
La sesión de espiritismo sexual ya estaba empezando. Unos dedos parecían recorrer la carne por debajo de la ropa, acariciándolo. No importaba que llevara puesto un corsé de armadura de malla. Nada detenía a aquellos dedos inmateriales. ¿Cómo sabían tan bien qué nervios tocar y estimular? Pues porque él mismo lo sabía. Así lo había tocado Meh'lindi, como experimentada cortesana que era, además de asesina.
¿Era Meh’lindi quien ahora se estaba comunicando en silencio con él desde más allá de la tumba, en un lenguaje táctil, sin palabras, imperativo y cautivador? ¿Estaría rondando su súcubo a menos de una membrana de él? ¿Una entrega total a su abrazo la acercaría de nuevo a la existencia?
¿O podría aquello abrir el camino a la posesión por parte de los demonios de la lujuria? Sí, en ese mismo sitio y lugar, Jaq había visto a Vitali Googol sucumbir a la posesión de Slaanesh. Jaq había estado dentro del aura maldita del navegante cuando una diablilla violó a Vitali. Ser poseído en ese mismo lugar, loco de lascivia, y de alguna manera tambalearse hasta un espejo, sacar la lente del ojo de la bolsa, destaparla, mirar fijamente en el ojo a tu propio yo y fulminar al demonio, ¡desterrándolo de vuelta al espacio disforme! ¡Devenir así en iluminado! ¿Podría ser posible aquello?
Los dedos fantasmales recorrían todo el cuerpo de Jaq de forma dulce y atormentadora.
El comenzó a rezar en lenguaje hierático.
—i Veni, Voluptas! ¡Evoe, oh appetitus, concupisco lascive! —Una oración que nunca había pronunciado anteriormente. Era lo contrario de cualquier oración dirigida a El en la Tierra, en Su sufrimiento eterno. Una invocación de la lujuria personificada.
A su alrededor los participantes en este obsceno rito estaban gimiendo. La mayoría eran totalmente ajenos a lo que los rodeaba. Varios habían rodado y estaban retorciéndose sobre los sofás de terciopelo o el suave suelo de idéntico material. Otros estaban tumbados de espaldas, jadeando mientras unos cuerpos imaginarios de placer copulaban con ellos.
Jaq vagamente entendió que la mujer serpiente de la jaula estaba absorbiendo las respuestas de las inflamadas sensaciones fantásticas. La jaula servía para impedir que se escurriera entre los cuerpos que se estaban revolcando, perdiendo el control de su propia energía psicoerótica. Si eso llegara a ocurrir, los demonios de la lujuria podrían muy bien tener conocimiento de ello. Es posible que se dirigieran rápidamente a este lugar. Podrían desplazar a los súcubos de la imaginación de cada uno con formas demoníacas que se harían realidad, recibiendo la sustancia de la conversión de esa energía. Jaq estaba a punto de invocar eso, ya que estaba extendiendo sus sentidos psíquicos en monstruosa invitación.
Rakel se estaba arrastrando a su propio delirio.
Grimm estaba jadeando.
—jGrizzle, Grizzle! —La mujer muerta de la que había hablado Grimm debía de ser real después de todo.
Lex estaba abofeteándose la cara con la mano izquierda con una fuerza tremenda. Sus labios formaron el nombre de Rogal Dom.
Mardal Shuturban estaba sonriendo y babeando con un alegre abandono. Su hermano Chor seguía alerta.
De repente, Lamia lanzó un grito:
—¡Hay uno aquí que no ha conocido nunca mujer desde que se transformó en un sobrehumano! Hay otro que desea a la Señora de la Muerte...
Chor Shuturban prestó toda su atención a Lamia.
Algunos aspectos del Caos Dios de la Lujuria se estaban concitando. Estaban a punto de apoderarse de un canal y manifestarse en persona. ¿En la persona de Jaq? ¿O en la de algún otro?
Una desdichada cordura rescató a Jaq del límite. Resistiéndose a los dedos inmateriales, sacó la vara de energía de entre sus ropas. Demasiado tarde.
Lamia retrocedió dentro de su jaula. Emitió un gran maullido lascivo. ¡La mujer serpiente estaba siendo poseída! Como Jaq se había resistido, los poderes del Caos estaban entrando en el vórtice de energía psicoerótica de Lamia.
Los suspiros de éxtasis estaban cambiando a gritos de doloroso placer, como si unas uñas afiladas estuvieran arañando ahora los cuerpos.
Lex estaba sacudiendo a Rakel como a un muñeco de trapo para que recuperara sus sentidos. Luego le dio un fuerte golpe a Grimm, lo suficiente para magullarlo pero no para romperle un hueso.
Aparecieron hilillos de sangre sobre las sedas de los buscadores de placer a medida que unas garras invisibles afiladas como cuchillas iban estimulando sus cuerpos con una perversidad deliciosa. La sangre estaba comenzando a empapar la seda y el terciopelo.
El granate de la mejilla de Mardal Shuturban estaba al rojo vivo. Las pasiones lo estaban enardeciendo. Víctima de un ataque, se lanzó sobre su otro yo, sobre Chor. Los pulgares de Mardal se clavaron en los globos oculares de Chor. Este lanzó un aullido agónico, demasiado anonadado por el dolor para saber cómo resistirse. Mardal estaba echando espuma por la boca. Besó a su hermano en un crescendo de éxtasis perverso. Sus pulgares apretaban más fuerte, para penetrar hasta el cerebro, hasta la comunión definitiva entre ellos.
Lamia estaba a punto de estallar en su jaula, intentando andar sobre su cola mutante.
Lex atrapó la mano que se agitaba en el aíre. No logró quitar el anillo. Como no quería levantar el disco de datos por si acaso sufría daños, Lex inclinó la cabeza sobre la mano de Chor. Cuando Lex se incorporé un instante después, a Chor le faltaba un dedo. Lex le había arrancado de un mordisco dedo y anillo. La mano mutilada de Chor estaba flácida. Para entonces Chor ya estaba muerto, o había sido reducido a la imbecilidad por el aplastamiento del cerebro. Mardal lanzó un rugido, enfurecido. Sus pulgares estaban atrapados en las órbitas sangrientas del cráneo de su hermano.
Con un sentimiento de sincera repulsión, Jaq descargó su vara de energía contra la jaula. Las energías centellearon. Un salvaje destello de pavorosos rayos iluminé la cámara de terciopelo. Una red de rayos irregulares rodeó a Lamia, que exploté hacia dentro para tragarse a sí misma y a su alma.
Formas saltarinas de luz permanecían libres en la mullida cámara. ¡Brillantes siluetas danzantes!
Jaq descargó su vara de energía otra vez, pero de forma más débil. Lex arrastró a Rakel y a Grimm, uno en cada mano, como marionetas. El movimiento que provocó los hizo tambalearse y recuperar el uso de sus extremidades.
La puerta principal se había abierto. El mismo lacayo de la trenza dorada se quedó boquiabierto, incrédulo, cuando entró en la Suite de la Sensualidad. Los gemidos de los cuerpos desperdigados y manchados de sangre parecían una prueba de un intento de masacre y no de masaje. Una silueta resplandeciente se abalanzó sobre él. El sirviente lanzó un grito de alarma.
La silueta desapareció.
Cuando Jaq y Lex, todavía arrastrando a los vacilantes Grimm y Rakel, pasaron rápidamente junto al lacayo en la cámara principal, las siluetas los siguieron. Como polillas a la llama de una vela, las siluetas volaron hacia los hologramas de posturas eróticas. Los hologramas cambiaron. Los ojos se sesgaron, se hincharon y se tomaron verdes. Los lúbricos traseros se convirtieron en colas dentadas.
El pánico hizo aparición. Las mesas rodaron. Una campana comenzó a sonar.
La alarma atrajo rápidamente a una pareja de hombres de seguridad de piel cobriza con aquellos grandes botones negros de pelo aceitoso sobre sus cráneos.
¡Vaya conmoción había en la Casa del Éxtasis! ¡Vaya horror en el espectáculo! Saltando sobre las mesas y gritando ¡abajo, abajo!, los antiguos guardias apuntaron con sus armas automáticas a los hologramas que tan odiosamente habían mutado. Jaq y el grupo se agacharon detrás de una figura femenina desnuda, más grande que el original, esculpida en sólido mármol blanco. Los proyectiles de alta velocidad atravesaron los hologramas e impactaron en las paredes y en los cuerpos de la clientela. Volaron esquirlas del gigante de mármol cuando un par de proyectiles dieron en la estatua.
Los acróbatas habían detenido la función. ¿No eran parte del espectáculo que había aterrorizado tanto a los clientes? Los proyectiles mataron a varios de ellos, incluso cuando los temibles hologramas fueron desapareciendo uno por uno.
Lex escupió el dedo de la boca en el camino de vuelta a la mansión en la limusina. Estaban separados del conductor por una pantalla de privacidad y aislados de Shandabar por un cristal ahumado.
Rakel había recuperado la voz.
—Ese puede ser un Dedo de Gloria —declaró ella—. Si Tod es un mago verdadero...
—No lo soy —gruñó Jaq. Había rechazado la oportunidad que se había presentado tan terriblemente cerca y tan inesperadamente.
—Eh, ¿qué es un Dedo de Gloria? —preguntó Grimm.
—Es el dedo de alguien que ha muerto de manera abominable —dijo ella—. Lo pones en conserva durante las adecuadas invocaciones. Lo secas. Si luego lo enciendes, te mostrará el camino y al mismo tiempo esconderá tu presencia hasta que se consuma.
—Es precisamente el billete que necesitamos para entrar en el edificio del palacio de justicia —dijo Grimm.
—Supersticiones —gruñó Lex. Medio cerró el puño izquierdo y susurró dirigiéndose a él—: Biff y Yeremi, vosotros me ayudasteis allí. Bendigo vuestros nombres y el de Rogal Dom...
—No es una superstición —murmuró Jaq—. Sólo un poco de demonología efectiva. Al menos, eso creo.
—Sólo existe una gloria —afirmó Lex—, y ésa es la Columna de Gloria en Su palacio en la Tierra.
Allí donde los cráneos de los puños imperiales muertos hacía mucho tiempo sonreían con su destrozada armadura empotrada noblemente en una torre a una altura de medio kilómetro.
—Necesitaré unas botas nuevas hechas a medida, maldición —dijo Grimm. El, Jaq y Rakel seguían tan descalzos como Lex.
Los cuatro quedaron conmocionados por lo que había ocurrido en la Casa del Éxtasis. La moral requería que Grimm diera una fiesta. Platos delicados como la lengua de grox importada debían ir acompañados por el mejor licor local djinn y una fuerte cerveza.
Al comienzo fue Grimm quien más se entregó al djinn. Rakel siguió luego sus pasos. ¿La Meh'lindi real se habría permitido emborracharse como Rakel lo estaba haciendo?
Jaq dio un sorbo, ya que él había aprobado aquel exceso. Lex también bebió ceremoniosamente el fuerte licor, que sería eliminado por sus órganos especiales.
En aquel momento, Grimm, muy borracho, comenzó a tener hipo.
—Oh, ancestros, hip, creo que hoy es mi santo. Oh, bien, hip, sino es hoy lo será algún día...
—Recuerda tu cuerpo —lo reprendió Lex.
El pequeño individuo se molestó.
—¿Es tu cuerpo un templo de gloria? Bueno, hip, en ese caso el mío es una pocilga. ¿A quién le importa? En tiempos de gran confusión una pocilga puede durar más que un templo. —Grimm levantó el vaso—. Brindo por los hijos del Emperador, dondequiera que estén, suponiendo, hip, que estén en algún sitio. Brindo por los conspiradores Illuminati. ¡Brindo por ti, jefe!
De forma brusca agarró un frasco de cerveza y bebió y bebió para desordenar sus sentidos. Dio un trago a la botella de djinn.
Sentado en el comedor de negras cortinas, Jaq se tambaleó. ¿Seguiría cerniéndose la energía arcana en las proximidades? ¿Le estaría fallando la vista cuando vio a la falsa Meh'lindi?
—Ven a mi habitación ahora —le dijo bruscamente a Rakel. Y se llevó consigo el dedo amputado.
¿Qué rito, sólo conocido por inquisidores que hayan sondeado el límite de la perversión por medio de otro durante sus investigaciones del mal, celebró con Rakel?
Más tarde, cuando ambos volvieron, Rakel estaba blanca y temblando. Jaq sudaba y tenía fiebre. Grimm ya estaba roncando con la cabeza apoyada en la mesa. Lex estaba sentado con el fémur ante él, como si fueran realmente los restos de la comida de un mastín. Estaba puliendo el hueso meticulosamente.
—¿Lujuria o Transformación? —preguntó Jaq en alto, al aire. Blandía el dedo, ahora despojado del anillo y del disco de datos. Se había quedado duro y apergaminado.
—!Contemplad el Dedo de Gloria! ¡Un lumen para mi falsa Meh'lindi, mi ladrona, cuyo cuerpo está dispuesto aunque su alma me esquiva! Tal vez me esté convirtiendo en un mago sin tener que recurrir a Slaanesh o a Tzeentch.
Lex siguió, puliendo.
Después de un rato, el marine espacial se dirigió a Jaq:
—Si te vuelves loco, mi inquisidor general, puede que tenga que matarte a pesar de mi juramento.
Jaq dio un manotazo a una botella de djinn que había sobre la mesa. La botella se hizo añicos contra el suelo de pizarra negra. Ni siquiera ese golpe despertó a Grimm.
—Matarme podría estar justificado —dijo Jaq—, aunque arruinaría toda esperanza.
—Tal vez lo haga. Utiliza ese dedo del cadáver como desees. Mis propios dedos veneran este hueso.
Rakel los escuchaba atontada.
OCHO
EL PALACIO DE JUSTICIA
Jaq se sentía humillado y psicótico mientras esperaba con Lex y Grimm en el almacén de monturas y bridas cerca del palacio de justicia. La puerta trasera estaba atrancada con un tablón de madera, aunque Lex lo había roto con facilidad, y los arbites habían puesto en su sitio las estanterías caídas y las habían protegido con unos sellos de pureza de los que el trío hizo caso omiso. Todos los peregrinos se habían marchado de Sabulorb, por lo que el callejón de atrás estaba vacío, salvo por los huesos carbonizados de los perros que las ratas habían roído. El almacén era el punto de encuentro con Rakel, que caminaba sola en ese instante por el palacio de justicia.
Grimm había observado mientras montaba guardia cómo Rakel entraba por la tapa cerrada de una boca de alcantarilla que daba acceso a una cloaca seca. La tapa había sido mal colocada durante el largo proceso de construcción. En ese momento ya debía de estar sola entre cientos de sirvientes, funcionarios, detectives, arbites, mariscales y jueces.
El alma de Jaq estaba impregnada de mugre. Era la mancha de la traición a sí mismo, al fervoroso capitán de los marines espaciales, a la memoria de Meh'lindi y, sobre todo, al Dios Emperador. Sin embargo, ¿no seguía existiendo todavía su alma pura debajo de la creciente capa de suciedad psíquica, concentrada en la luz? ¿No era mediante la transmutación de la suciedad cuando él debía aspirar a una alquimia poderosa? Tenía que soportar tales sensaciones y otras peores sin provocar que Lex lo ajusticiara.
Le vino a la memoria un verso de una canción en el dialecto criollo de un mundo al que Jaq una vez ayudó a limpiar: «Eh, Johnny Fedelor dos tías es chungo!»
«!Eh, fiel Johnny, Johnny Fedelor, el fijarse en dos damas está prohibido!», era la traducción que le habían hecho. No podía haber una Meh'lindi falsa y una Meh'lindi verdadera. ¿Podría la falsa Meh'lindi invocar con un ritual a la verdadera... o excluirla?
Sin duda, tales reflexiones eran típicas de la psicosis, y ésta podría ser el instrumento de la iluminación.
—¿Qué tarareas, jefe? —le preguntó Grimm.
—¡Nada, pequeño squat!
—Ah, entonces mis oídos me engañan. Oye, mientras esperamos, ¿podría recitar una de esas cortas baladas squat?
—Si Rakel tardara tanto —dijo Jaq en un tono adusto—, es que la habrían pillado o, de lo contrario, estaría muerta.
—Considera mi balada como un cronómetro de ladrones, como un reloj de arena. Cuando se acabe, más nos vale largamos. ¡Y no me digas que iremos a buscar a Rakel al palacio de justicia! No lo haré, jefe. El templo era otro asunto.
»Sabes —continuó—, en realidad existe una Balada de la Bota, sobre un pícaro squat filibustero que recorrió toda la galaxia en su nave de piratas.
Grimm levantó un pie sucio y descalzo y se lo rascó con fuerza con una gruesa uña. Se quitó la roña y se peló las durezas. Había encargado un nuevo par de botas hechas a medida que tardarían una semana en estar listas, pues, una vez cosidas, tenían que desgastarse para que fueran más cómodas o si no, le harían callos.
—¿¡Eh, Johnny Fedelor, dos tías es chungo!? —susurró Jaq.
—¿Qué? ¿Es algún tipo de invocación... magus?
A Jaq se le puso la piel de gallina.
—¡Esto quietus, Loquax! —ordenó—. Tengo que meditar.
—Lo mismo digo —dijo Lex con severidad.
Faltaban dos horas para que Rakel se reuniera con ellos. Cuando apareció, a Jaq le dio un vuelco el corazón. Su Meh'lindi estaba de repente entre ellos como si hubiera salido de la nada, como si se hubiera materializado en aquel momento desde el mar de las almas perdidas.
—Lo conseguí —dijo simplemente.
Entre las yemas de dos dedos de la mano izquierda Rakel sostenía lo que parecía un disco de datos. No, era una lámina grasienta de la que surgía una última voluta de humo. Eran los restos del Dedo de Gloria de Chor Shuturban, ahora ya consumido por completo. Con su ayuda había conseguido ocultarse hasta llegar al almacén, imperceptible incluso para el sentido psíquico de Jaq y los oídos especiales de Lex.
De la otra mano de Rakel colgaba una pesada cartera.
Vestida de negro, con la cara ennegrecida y con dos anillos mortíferos en los dedos, Rakel había entrado en las mazmorras del palacio de justicia. La luz roja de unos extraños electrolúmenes resplandecía en la oscuridad reinante. Caminaba sin hacer ruido, cuando oyó unos gruñidos lejanos y después unas risas que provenían del cuerpo de guardia. La puerta de plastiacero estaba entornada y había luz en el interior. Pasó de largo aquel lugar y subió los escalones de piedra que llevaban a un nivel subterráneo superior, un laberinto de almacenes; después volvió a subir...
En la mansión había dedicado horas a estudiar en pantalla la estructura del palacio de justicia: con varios niveles, laberíntica, una compacta y compleja fortaleza-municipio. Si no lo hubiera hecho, lo más probable sería que ahora estuviera totalmente perdida, tan perdida como un caso legal en un gran archivo.
Rakel evitó los patios interiores. Prefería los pasillos oscuros. Fue la oscuridad personificada y se escabulló de sombra en sombra. A medida que subía cada vez más arriba, había más globos de luz encendidos y reinaba más actividad nocturna. Los funcionarios examinaban los textos arriba y abajo en las salas de escritura abovedadas y a continuación escribían. Aunque aquel palacio de justicia tan sólo tenía unas décadas de antigüedad, había generado montañas de documentos, como si aquel lugar fuera un vasto y rico depósito nutriente en el cual las bacterias de datos se multiplicaran de forma exponencial sur necesidad de ninguna referencia de lo que había más allá de sus confines; donde, quizá, diferentes cepas bacterianas, correspondientes a las opiniones variables de los jueces de las cámaras altas, se enfrentaban por la supremacía.
Los administrativos del turno de noche avanzaban con resmas de papel recién impreso. Los subordinados cyborg avanzaban lentamente mientras absorbían el polvo y los documentos caídos al suelo. Los lentos ventiladores del techo parecían pterosaurios de latón, que agitaban los papeles y hacían que se deslizaran de los escritorios. Si no fuera por los ventiladores, el aire viciado se acumularía en focos asfixiantes. Varias vitrinas protegidas por rejas contenían armas y los látigos y mazas ceremoniales.
Así como la verdad emerge de la desconcertante oscuridad, cada vez había más iluminación. El atuendo negro de Rakel la traicionaría, por lo que no le quedó más remedio que recurrir al Dedo de Gloria. Prendió fuego a la punta y una débil llama trémula se agitó en el aire. Se dejó ver, pero no la veían.
Mientras atravesaba arcadas y galerías, el dedo se consumió, quedando reducido a cenizas hasta la mitad de la falange.
Un arbite con oscuras vestimentas y armado con una escopeta apareció por un pasillo lateral y le bloqueó el paso. En su visera reflectante vio la llama del dedo titilando. El arbite se quedó perplejo, pues no podía distinguir a Rakel mientras estaba allí de pie en silencio, aguantando la respiración. Algún tipo de polarización de la luz le permitía ver la llama del dedo que sostenía, como si fuera una luciérnaga suspendida en el aire.
—¿Quién anda ahí? —le oyó decir.
Hablaba en gótico imperial estándar, en un palacio de justicia imperial, y aparentaba toda la seguridad del mundo. El arbite sacudió la cabeza para deshacerse de la molesta imagen.
—¿Dónde estás, Corvo? —gritó—. Algo le pasa a esta visera. Sueles usar este casco, ¿no?
El compañero llamado Corvo no parecía estar por allí.
El arbite retiró una mano de la escopeta y dejó que el cañón del arma descendiera. Alzó la mano libre y levantó la visera, dejando al descubierto una cara seria y delgada. Dos colgantes le pendían de los orificios de la nariz, como mocos endurecidos. Probablemente eran filtros de gas. Frunciendo el entrecejo, miró fijamente hacia ella.
Los pulmones de Rakel iban a reventar. Tenía que respirar. En cuanto oyó el aliento de su respiración, el arbite levantó el arma empuñándola con una sola mano.
Rakel dobló un dedo. Lo recordó bien esta vez. La aguja tóxica le dio al arbite en plena mejilla.
Mientras se retorcía, ella avanzó como una flecha y cogió la escopeta antes de que cayera al suelo. El arbite se precipitó sobre ella de repente, lo que provocó que se apagara la llama del dedo. En sus últimos segundos de lucidez y de horror, el arbite pudo vislumbrar los ojos de Rakel en aquella cara ennegrecida, que, como un depredador del mar de las almas, surgía de la nada para llevárselo.
Pegado a ella, su cuerpo se contrajo con espasmos, como si estuviera experimentando una especie de éxtasis malsano. El casco empezó a resbalársele y ella tuvo que deshacerse del dedo para cogerlo. Con una mano sujetando la escopeta y con la otra el casco, Rakel se tiró al suelo para parar la caída mortal del arbite. Se retorció con fuerza sobre ella, hasta que de pronto se quedó inerte.
Consiguió salir de debajo y encontró el dedo-vela. Arrastró el cadáver hasta un hueco, lo despojé de su uniforme negro, se vistió con él y se puso el casco reflectante. Los restos del dedo y el encendedor los metió en su bolsillo.
El almacén de datos que buscaba estaba cerca de las cámaras de los jueces. Las puertas talladas de las salas estaban abiertas. Unas lámparas de aceite con esencias frutales ardían en un vestíbulo con paneles de intrincados mosaicos de mármol oscuro que relataban antiguos juicios con todo lujo de detalles.
La gruesa puerta de plastiacero del almacén de datos también estaba abierta. Salía luz de la habitación. Caminó de puntillas.
El almacén no era muy grande. No había estanterías altísimas de hierro llenas de mamotretos como ya había entrevisto en algún que otro sitio, ni escaleras ni andamios. En su lugar, había solamente un enorme libro en el centro, más alto que ella, que estaba colocado sobre una plataforma giratoria. Sus páginas, del tamaño de la vela de un barco, de plástico rígido, se desplazaban en un giro de doscientos setenta grados. A modo de palabras sobre aquellas páginas, cientos de discos estaban clasificados en líneas y columnas sobre códigos de referencia.
Un funcionario vestido de seda estaba pasando una página, buscando un disco. El empleado era particularmente alto y delgado, como si lo hubieran estirado en un potro de tortura para ayudarlo en sus tareas administrativas o para conseguir mayor alcance. Los brazos largos y delgados eran como los de un centollo.
El funcionario buscaba el disco a las órdenes de una figura corpulenta vestida de forma ostentosa, con adornos de armiño y un alto turbante negro. Los ojos del dignatario sobresalían tras unos pequeños anteojos de plata inapropiados, que denotaban una atención minuciosa. El bocio, protegido con una piel de primera calidad, deformaba el cuello del juez. Su cabeza parecía la cima de una auténtica montaña, con una capa de nieve por debajo y recubierta de hollín volcánico. Estaba toqueteando una vara de metal que tenía un campo de energía azul parpadeando en el extremo. Ese era su mazo, con el que podía dejar sin conocimiento a un malhechor o, en una situación límite, derribar una pared.
Mientras el supuesto arbite entraba, el juez sonrió a su propia imagen y su poder se reflejó en la visera.
—Ah, Kastor, todavía estoy aquí... —El juez debía de haber estado esperando que un arbite con ese nombre lo visitara en su despacho.
Con respeto, Rakel inclinó la cabeza.
—Has llegado pronto, Kastor. Date prisa, Drork —ordenó el juez al empleado, y blandió el mazo—. ¡El disco no se ha podido clasificar mal!
—Desde luego yo no lo hice, señor —respondió el esquelético Drork—, pues, si no me falla la memoria, nunca antes lo había buscado desde que me contrataron. Quizá lo extravió mi predecesor. —Al parecer había cierta informalidad y mutuo entendimiento entre el funcionario y el juez.
—Es un disco de un idioma extraño para un casco hipnótico —explicó el juez al falso arbite—. Al final he podido nombrarte mariscal de la corte, mi fiel Kastor.
Rakel inclinó la cabeza aún con más respeto. Ojalá el juez no esperara una respuesta verbal.
El campo energético del mazo se desvaneció en la invisibilidad. Con cuidado, el juez frotó su gran bocio con la punta del mazo, masajeando su deformidad.
—¡Agradezco tu reticencia, Kastor! Quiero que formes un equipo pequeño y discreto. Con tres arbites además de ti serian suficientes. Ayer nuestro astrópata recibió un comunicado del que sólo yo tengo conocimiento. Varios alienígenas vestidos de forma muy extraña aterrizaron en el planeta Lekkerbek, haciéndose pasar por artistas ambulantes. Eran miembros de la raza eldar. Esos payasos también aparecieron en Nero IX. Hicieron lo mismo en el planeta Karesh, sin medios de transporte evidentes. Sin duda, escondieron su nave en algún sitio muy lejano. En Karesh ocurrió un altercado que acabó con la muerte de dos de los tres alienígenas. El tercero desapareció. En caso de que pasara algo similar en Sabulorb, querría que tú y tu equipo estuvierais preparados para arrestarlos e interrogarlos en su propia lengua.
—Ah —exclamó Drork—. Aquí está el disco en cuestión.
El funcionario arrancó el disco de datos con forma de moneda de la alta página de plástico.
—Toma, utilízalo, Kastor.
Rakel inclinó la cabeza, obediente. Aceptó el disco que le dio Drork y lo ocultó en su uniforme robado.
¿Cuánto tardaría en llegar el verdadero Kastor? ¿No había dicho el inquisidor que se comportara como una asesina, como una ladrona, allí, en el corazón del palacio de justicia?
El juez continuaba restregándose su enorme bocio con el mazo inactivo.
—Si la fortuna nos sonríe, estaré en la supremacía entre mis distinguidos colegas. Dime, mariscal Kastor...
¿Decirle qué? ¡Lo que le pedía era imposible! En el acto, Rakel levantó la escopeta y disparó contra aquella mole vestida con pieles. En el momento en que estalló la onda expansiva contra el juez, la mano de éste activó el mazo. La energía azul brilló con fuerza y de inmediato se volvió a apagar cuando el juez cayó de lado al suelo.
El segundo disparo lanzó a Drork hacia atrás contra el libro de discos e hizo girar la plataforma sobre la que estaba colocado. Dos gigantescas páginas de plástico se cerraron y el empleado moribundo quedó atrapado entre ellas.
—¡Su Señoría! —Se oyó un grito por el pasillo. Ese debía de ser Kastor.
¿Iba también a dispararle? Los estampidos debían de haberlo puesto sobre aviso. Bajó la escopeta, sacó los restos del dedo y lo encendió.
Kastor estaba cerca del vestíbulo con aromas frutales, con la escopeta preparada. Cuando Rakel pasó junto a él sin ser vista, sintió el desplazamiento del aire. ¿Qué explicación había para aquella brisa repentina?
—¡Su Señoría! —lo oyó llamarlo otra vez.
Estaba escapando de la manera más silenciosa posible.
Kastor pronto entraría en la sala de datos y descubriría que el juez estaba muerto, de forma inexplicable además, y el administrativo también. Ya no quedaba nadie para contar lo de los alienígenas eldar, a menos que se consultara al astrópata del palacio de justicia. Como éste temería por su propia piel, negaría todo conocimiento. Sólo había revelado aquel comunicado al juez al que habían asesinado, y el autor del crimen podría ser un juez rival...
Rakel se detuvo para apagar el Dedo de Gloria. El dedo de Chor se había consumido hasta la falange proximal. Continuó hacia adelante como un arbite de máscara reflectora con un recado urgente del que se tenía que ocupar, y con pleno derecho a estar en cualquier rincón del palacio de justicia.
Tendría que encender el dedo otra vez cuando se acercara al calabozo, donde debía deshacerse del uniforme robado. Estaba empeñada en quedarse con unos restos del metacarpo del dedo, con los que sorprendería al inquisidor, a su gigante y a su enano.
Que la respetaran. Así lograría seguir con vida. Así Jaq Draco la aceptaría como una sustituta adecuada de la mujer muerta que había inflamado el corazón del inquisidor de la misma forma que una espina venenosa inflamaba la carne herida.
—¿Qué hay en la cartera? —le preguntó Grimm—. ¿La cabeza de un juez?
—No —contestó Rakel—. Pero sí que maté a uno, como me ordenaron. —Abrió el bolso—. Me encontré con esto en un arsenal mientras escapaba.
¡Cargadores de proyectiles de bólter! ¡Más de una docena de cargadores! Los suficientes para que la Paz del Emperador, la Piedad del Emperador y el bólter de Lex expresaran sus opiniones todas las veces que quisieran.
Con reverencia, Lex buscó en la cartera, sacó un cargador y lo besó, casi como si depositara un beso en Rakel.
—¿Lo hice bien, no? Este robo debería desconcertar al palacio de justicia por partida doble. Véanse estas reliquias y una reliquia robóse también de Occidens.
Su manera de hablar oscilaba entre gótico y dialecto Sabulorb. Después de aquella hazaña estaba cansada.
¿Había traicionado alguna vez la fatiga a la auténtica Meh'lindi?
—Cuéntamelo todo, de prisa —dijo Jaq—, para el caso de que te ocurriera algún accidente. Resúmelo rápido.
Rakel contó a toda prisa lo del juez y el funcionario, así como lo del disco y el comunicado astrópata.
—Has actuado bien —la elogió Jaq—. Cuando lleguemos a casa reforzaré tu imagen con esa carta especial del tarot y con presión psíquica. No sufrirás los cambios.
—Qué lástima lo de esos eldar que se acercaban, ¿eh, jefe? —dijo Grimm—. Si los arlequines vinieran, habría sido mejor que un juez hubiera tenido un plan para meterlos en el calabozo.
—¡Ni hablar! —exclamó Jaq—. Si algunos eldar llegaran aquí de forma misteriosa sabríamos que hay un portal oculto de la Telaraña en Sabulorb. Si llegaran como pasajeros en una nave mercante, sabríamos que hay uno solo. Si llegaran con su propia nave, entonces el portal estaría en el planeta rocoso más remoto, o en una luna de uno de los gigantes locales gaseosos.
En efecto, en la raza eldar nunca se había producido la mutación de los navegantes, por lo cual los humanos eran capaces de pilotar las naves de la disformidad velozmente de estrella en estrella. Los eldar sólo tenían una Telaraña en la que basarse, y las naves interplanetarias de corta distancia.
Quizá sus videntes podían haber introducido un gen navegante en los niños de su raza, pero los eldar apenas se atrevían a entrar en la disformidad. Su caída había dado origen a Slaanesh. Slaanesh resonaría para siempre en las mentes de los eldar, era una maldición perpetua que les había caído encima, ansiosa de acabar con los supervivientes. Para los eldar, viajar en la disformidad sería ofrecerse como sacrificio. La red era la única vía segura para viajes interestelares.
—Además —añadió Jaq—, una vez haya aprendido el idioma, necesitaré un tutor para que me enseñe .a leer las runas.
—¿Un arlequín encadenado en nuestro sótano, torturado hasta convencerlo para que te dé clases? —El pequeño individuo todavía recordaba el trato que le dieron Jaq y Meh'lindi en la sala de máquinas de la Tormentum Malorum, antes de que confesara sus relaciones con Zephro Carnelian, quien también lo había engañado. El suplicio de Grimm había sido casi cien por cien sugestión, motivado por una imaginación exagerada.
—Ya te he dicho que la tortura física no es eficaz. Hay una manera mucho mejor para persuadir aun eldar —le insinuó Jaq.
—¿Cuál es?
—En primer lugar, necesitamos atrapar a nuestro eldar antes de que ellos nos cojan a nosotros. Tenemos que marchamos ya. ¡Hay que salir de esta zona!
—Pronto surgirá el rojo amanecer —apuntó Lex—. Pronto llegará un nuevo día rojo.
Durante la semana siguiente, Jaq se pasó las noches llevando el casco hipnótico y practicando durante el día frases que ninguno de los otros podían entender.
—Nil ann ach cleasai, agus tá an jomad measa aige air féin —recitaba, por ejemplo.
Sólo la verdadera Meh'lindi habría sido capaz de contestar. Los ejercicios verbales de Jaq constituían un diálogo unilateral con el espíritu de la difunta.
Sólo en ocasiones aclaraba algunas de sus palabras enigmáticas. Dio la casualidad que Rakel escuchaba cuando él entonó «Nil ann ach cleasai ...», Jaq se quedó mirando su rostro dolorosamente familiar, todavía atónito.
—El tramposo piensa demasiado en sí mismo —tradujo al gótico imperial—. Este sería nuestro lema en cuanto a los arlequines.
Mientras Jaq estudiaba el idioma eldar, Lex empezó a tallar el fémur con el punzón de grabado de carburo de silicio. En lugar de informar a los suyos, algo que no debía hacer todavía, Lex comenzó a grabar una imagen dé aquel mundo del Caos, donde un demonio se había sentado a pescar en una baja media luna y donde los valientes puños imperiales habían muerto resistiendo el ataque de los marines del Caos.
Cuando por casualidad Rakel examinó su progreso unos días más tarde, dijo en tono acusador:
—¡Pero si estás imaginando pesadillas!
¿Tenía ella esas pesadillas?
—No, mujer —replicó—. Estoy visualizando la realidad. O mejor dicho, imaginándome una espantosa irrealidad que, sin embargo, existe. No deberías plantearte esas cosas, los que tienen esas visiones merecen que les borren la memoria.
—¿Que les borren la memoria? —repitió—. En ese caso, ya nunca volveré a mirar tu trabajo —dijo antes de abandonar la habitación.
No, no debía mirar sus grabados. A continuación quiso visualizar a Meh'lindi asesinada por una Señora Fénix que la atravesó con una lanza en la Telaraña.
Después de prestar toda su atención a los detalles del mundo del Caos, Lex paseó por el jardín para que sus ojos descansaran.
Grimm miraba fijamente al enorme sol de color rojo.
—Hoy hace más calor —observó el squat—. Siempre ha hecho más calor desde que estamos aquí. ¿No lo notáis en vuestra piel desnuda?
Lex no era un ser que prestara mucha atención a si hacía frío o calor. Además, había estado concentrado en las delgadas líneas dibujadas por el instrumento de grabado y en lo bien que se correspondían esas líneas con terribles recuerdos. Sorprendido, asintió.
—Pero al mismo tiempo —dijo Grimm—, ese rojizo sol parece, no sé, ¿pequeño?
Lex reflexionó un instante.
—Que yo recuerde —dijo—, ese inmenso orbe rojo es en realidad la atmósfera exterior del sol extendida cientos de millones de kilómetros. Mucho más adentro, oculto a nuestros ojos, hay un núcleo candente, un corazón muy pequeño. Cuando el resplandor de ese núcleo llega a los extremos, la temperatura es la misma que la de un atizador de hierro al rojo. —Arrugó la frente—. He oído que la producción de radiación de las enanas blancas puede fluctuar. Esto tiene que ver con la alquimia de los elementos. —Se dirigió a Grimm con algo de sarcasmo—: Un enano puede ser inestable.
El pequeño squat se rascó la cabeza bajo la gorra.
—Quizá estamos pasando por una ola de calor, ¿eh?
—Espero que no! ¿Quién sabe cuál podría ser el límite superior de una ola de calor?
—No intentes asustarme, estúpido. Este mundo alberga vida desde hace siglos.
—Unos siglos son apenas segundos en el reloj del tiempo.
—¡Ya lo sé!
—Tal vez un impacto relativamente sin importancia pudiera bastar para desestabilizar el corazón de la enana blanca. Una tormenta de la disformidad que tuviera lugar en la zona, o incluso una nave de la disformidad que se materializara por accidente dentro de una estrella y que afectara a la estructura del espacio antes de evaporarse.
—Gracias por tranquilizarme.
—El cosmos no existe para nuestro provecho, pequeño, no más de lo que un perro existe para dar refugio a las pulgas. Quizá las pulgas piensen así, pero se equivocan. El heroísmo está en aceptar este hecho y continuar esforzándose en el nombre del Emperador.
—Por cierto, ¿sabes cómo se llama?
Lex cerró el puño a modo de advertencia.
—Nadie recuerda su nombre —contestó Jaq, que también había salido al jardín—. Puede que ni siquiera él lo sepa después de tantos milenios de angustia sin límites y tras demasiado tiempo observando el universo.
»Bionn anfear cialimar ma thost nuair ná bionn pioc le rá aige —recitó de modo enigmático, y comenzó a pasear a través de los arbustos.
NUEVE
EL BUFÓN
Unas semanas más tarde, Rakel trajo noticias de un trío de nuevos artistas magníficos que estaban teniendo mucho éxito en un teatro del distrito de Mahabbat.
Dos de aquellos acróbatas iban vestidos con ropas muy variopintas y caleidoscópicas cuyos colores cambiaban continuamente. Los artistas también llevaban unas máscaras-holograma que mostraban todo un abanico de personajes. En reposo, las caras mostraban esas máscaras eran afablemente humanas. Nadie vio nunca sus verdaderos rostros de carne y hueso tras aquellas caretas.
El tercer miembro de la minúscula troupe llevaba puesta una máscara de esqueleto y unos huesos blancos decoraban su traje negro. ¡Qué sonrisa tenía aquella calavera! ¡Qué juguetón era el que la llevaba! Se trataba del que hablaba gótico imperial, aunque no el dialecto de Sabulorb. Con la mímica podía conseguir muchas cosas. ¡Qué mimos tan buenos tenía por compañeros!
—Al parecer todo el mundo supone que son humanos —contó Rakel—. Un poco altos, quizá; pero tienen los brazos, las piernas y la cabeza en su sitio.
Aquellos exóticos artistas habían llegado a Shandabar en una caravana de camelopardos desde la ciudad de Bara Bandobast a través del Desierto Gris. Pertenecerían sin duda a alguna tribu nómada.
El que informaba a Rakel sobre estos artistas era Mardal Shuturban, que todavía estaba destrozado por el fratricidio de su hermano. Sus pulgares tenían cicatrices donde tuvo que arrancarlos al final para sacarlos de los huesos de la calavera de Chor. Mardal creía que por alguna brujería desconocida, Tod Zapasnik había salvado su vida y también la de Mardal durante el delirio en la Suite de la Sensualidad. Su astuto hermano Chor había esperado que la mujer serpiente curioseara en la mente de Zapasnik, pero el plan había salido inconcebiblemente mal. ¿Qué importaba si habían mordido y arrancado el dedo de Chor con impaciencia? Comparado con lo que Mardal le había hecho a los ojos y, a los lóbulos frontales de su hermano, un dedo era algo trivial.
Mardal había parloteado con Rakel de manera impulsiva. Estaba muy perturbado por la experiencia. Sin embargo, un criminal no podía permitirse tener un período de convalecencia. Mardal estaba a punto de proponer una especie de alianza con el poderoso y temible patrón de Rakel.
—¡Ay, hermano, hermano! —se lamentaba—. ¡Ay, mi prudente y atento hermano!
¿Por qué Rakel le preguntaba de parte de sir Tod sobre aquellos exóticos artistas? Chor habría adivinado por qué, pero estaba muerto, y Zapasnik era un enigma.
¿Había entrado Rakel de verdad en el palacio de justicia? Los miembros de la casta de recogedores de basura, a quienes se les permitía el acceso sólo para llevarse las cenizas tóxicas de un incinerador, habían oído a los cocineros hablar sobre un juez al que habían asesinado. ¡No era necesario que Rakel dijera una palabra si no quería! ¡Ah, qué calor hacía, cómo sudaba! Nunca antes, que recordara, se había sudado tanto en Shandabar, ¡y mucho menos fuera de una sala del pecado en el distrito de Mahabbat! En el Desierto Gris el polvo bailaba con el calor.
—¡Ay, hermano mío, hermano mío!
Ah, sí, aquellos extraños artistas... Mardal continuaría observándolos para sir Tod, pero no haría nada precipitado.
—Obviamente —dijo Jaq a sus compañeros—, los arlequines eldar están buscando el libro robado.
Los ojos de Rakel se abrieron de par en par al oír esta nueva revelación.
—El libro contiene secretos atroces —le contó—. Lo cogimos de la Biblioteca Negra de los eldar situada en la Telaraña, a la que se llega mediante la disformidad. Sólo un inquisidor puede adentrarse en ese lugar. Todo esto es conocimiento prohibido que ahora tienes que saber.
—El conocimiento es una maldición —dijo ella con voz sombría—, no una bendición.
Los arlequines estaban ampliando poco a poco su ejército de búsqueda, para alcanzar tantos mundos como fuera posible.
Los grupos de arlequines visitaban muy de vez en cuando mundos inofensivos del Imperio para presentar su espectáculo de danza y mímica. ¡Un regalo para la vista! ¡Un enigma para casi todos los espectadores humanos! Una troupe estaba formada normalmente por al menos cien alienígenas, e incluía modistas y operadores de los proyectores de hologramas además del núcleo de actores disfrazados que también eran guerreros. Así que la visita de tres actores a Sabulorb quería decir que otros arlequines estaban visitando de forma similar a tantos mundos como fuera posible. ¡Sin duda, arriesgándose mucho!
En Sabulorb, los arlequines se hacían pasar por hombres enmascarados de tribus exóticas. Los jueces locales no sabían nada del comunicado astrópata. En otros mundos, los eldar podrían pasar como seres humanos de gracia etérea; como visitantes de un planeta imperial donde la población no sabía nada de raquitismo ni de bocios o enfermedades dermatológicas. Los eldar a veces revelaban incluso con descaro su identidad de alienígenas dotados de generosos fondos, como hicieron en Lekkerbek, según dicen. En otros muchos planetas como Karesh tienen que arriesgar sus vidas y a veces las pierden, víctimas de estrictos jueces, fervientes predicadores o muchedumbres xenófobas.
¡Todo para recuperar el libro!
El trío de alienigenas habían llegado desde Bara Bandobast y no por el campo de aterrizaje de Shandabar.
Jaq dio gracias de que existiera en algún sitio cerca una entrada y una salida a la Telaraña. El, Lex y Grimm empezaron a hacer planes, que incluirían a Mardal Shuturban ya sus hombres.
Jaq contaba ahora con tres bólters cargados y pistolas láser. No obstante, era imprudente ir en contra de tres guerreros trovadores alienígenas sin ayuda, sobre todo cuando uno de ellos era un bufón de la muerte, un gran especialista en armamento pesado. ¡Ah, pero difícilmente habría podido llevar ese bufón un cañón shuriken montado en suspensores gravitatorios en su equipo! Si los arlequines habían traído una motocicleta a reacción con armas a través de la Telaraña hasta Sabulorb, tenían que haberla escondido muy lejos, en el desierto, con la caravana de camelopardos.
El problema era que los eldar tenían mayor sensibilidad psíquica que los humanos. La población de Shandabar generaba un murmullo mental, un estiércol líquido en ebullición de emociones e imágenes medio formadas. Sin duda, los arlequines pretendían cribar el torrente fétido para buscar cualquier dato pertinente, aunque con ninguna garantía de encontrarlo. ¿Qué sobresaldría entre aquel murmullo, como algo inusual?
En el templo había una gran confusión. Los sacerdotes y los diáconos de Occidens intentaban descubrir si el Templo Austral había sido el responsable del robo del fémur...
El misterioso asesinato de un juez...
Una truculenta aparición de Slaanesh en la Casa del Éxtasis quedó grabada en la mente de los supervivientes, lo que debería llamar la atención de cualquier arlequín, ¡suponiendo que el sensible eldar fuera capaz de encontrar una aguja en un pajar!
Manan Shuturban estaría irradiando un horror intenso por lo que había pasado en la Casa del Éxtasis. Su horror podría estar asociado con imágenes visuales de cierto mago, que tenía acceso a unas joyas de valor inestimable.
Necesitaban proyectar alrededor de Shuturban un aura de protección tan pronto como fuera posible. O eso, o matarlo. Pero necesitaban su ayuda.
La mansión amurallada estaba lo bastante lejos del barrio de Mahabbat para impedir que siguieran cualquier rastro de Jaq. Este podía proteger sus pensamientos de forma psíquica. Lex no tenía un casco con psycurium para protegerse, pero siempre podría entonar un mantra de Rogal Dom, Rogal Dom... ¿Podría Jaq mantener unas auras protectoras para Grimm y Rakel, y también para Shuturban?
—Lex —dijo Jaq—, quiero que empieces una oración mentalmente para ocultar tus pensamientos a intrusos psíquicos. Grimm: quiero que recites la balada más larga que sepas, en silencio, y no pares. Rakel: tengo que conjurar una protección a tu alrededor y para ello tendré que abrazarte.
¿Acaso se escapó un gemido de los labios de Rakel?
—Luego —le dijo—, tienes que ir a buscar a Shuturban y decirle que su vida está en peligro por culpa de esos artistas, a menos que lo proteja psíquicamente.
—Seguro que cree que eres un hechicero, jefe —comentó Grimm.
—Tal vez me estoy convirtiendo en uno de ellos. —Un rictus le torció la cara por un instante—. Con tu fiel ayuda, mi squat factotum, y con la tuya en especial, capitán d'Arquebus.
Era la primera vez que Rakel sabía con seguridad que el gigante era un marine espacial. Dio un grito ahogado y Lex apretó el puño. ¿Era un saludo o una reprimenda? Se levantó y fue hacia la falsa Meh'lindi. Juntó los talones, y si no hubiera sido porque iba descalzo, habría sonado un taconazo.
—Señora —dijo formalmente—, al fin me puedo presentar como es debido. Marine espacial capitán Lexandro d'Arquebus de los Puños Imperiales, que viaja de incógnito como escolta del lord inquisidor Jaq Draco. Este puño partirá el cuello de cualquiera que revele mi identidad o la de mi señor inquisidor.
—Sí —murmuró Rakel—, ya veo.
Rezó una oración entre dientes. ¿Cuántos secretos terribles podría soportar?
—Tendremos que encontramos con Shuturban en algún sitio discreto bien lejos del distrito de Mahabbat —dijo Jaq.
—¿Qué tal por Ballagunge? —propuso Grimm—. ¡Ahora que todos los bólters están llenos de munición!
—¿Y desperdiciarla? —replicó Lex con un tono mordaz—. Lo podemos hacer sin armar jaleo.
¿Entonces, dónde se reunirían? Las ruinas de Oriens daban refugio a muchos mendigos. El almacén de sillas de montar seria ya una trampa que habrían preparado sus propietarios, y estaba demasiado cerca del palacio de justicia.
—¿Qué decís de los zapateros donde compré mis botas nuevas? —soltó Grimm, y dio una patada en el suelo. Por su aspecto, las sustitutas de sus viejas botas parecían ya desgastadas—. No tiene ningún sentido que nos encontremos allí, así que es perfecto; además, está lejos de Mahabbat. Pero claro, primero tendremos que echar al zapatero para salvarle el pellejo, pues le estoy muy agradecido.
Jaq asintió con la cabeza.
—Shuturban puede traer toda la escolta que quiera. —Se giró hacia Rakel y del interior de su túnica sacó la carta del Asesino—. Ven conmigo, mi falsa Meh'lindi, in nomine Imperatons, para estrecharte entre mis brazos y así poder protegerte.
★ ★ ★
Entre hormas de hierro, tenazas y discos de pulir, entre máquinas de coser y de cortar suelas había un montón de bólters, pistolas láser y pistolas automáticas. El taller del zapatero jamás había visto en su vida tal reunión de armamento como el que tenían en las manos, los cinturones y en las pistoleras el grupo de Jaq y la media docena de hombres de Shuturban.
El taller era una habitación larga y amplía, iluminada por electrolúmenes colocados en las paredes. De las vigas colgaban unos cien pares de botas y zapatos.
Por la noche, en cuanto llegó el grupo de Jaq, mucho antes que Shuturban y su gente, desalojaron al gordo y calvo propietario, el señor Dukandar, junto con su corpulenta esposa y dos hijos aprendices. Los Dukandar no podían quedarse en el piso de arriba por si escuchaban a escondidas. ¡Sí sabían lo que les convenía, sería mejor que se diesen un paseo de un par de horas! Aunque el aire nocturno pudiera resultar algo fresco para ser Sabulorb, la temperatura era casi agradable, así que los Dukandar no se resfriarían.
—Nos encontramos de nuevo —saludó Mardal a Jaq, con un aire pesimista—. ¿Está mi vida en peligro otra vez?
—En peligro inminente por culpa de esos artistas exóticos. Son guerreros psíquicos alienígenas.
Mardal golpeó con un puño la palma de su mano.
—Si, aplastémosles —asintió Jaq—. Pero exijo uno de ellos como prisionero para interrogarle y para que confiese cómo llegaron hasta aquí. Mardal Shuturban, apestas a un ataque mágico inmediato. Pronto los alienígenas conocerán tus intenciones. El recuerdo de lo que te pasó en la Casa del Éxtasis atrae a los psíquicos como moscas carroñeras a la gangrena. Me necesitas para protegerte con un conjuro que te oculte. Entonces atacaremos, con rapidez.
—¿Un conjuro? —El sudor le caía a Shuturban por las mejillas.
—Para que seas inmune a la vigilancia psíquica. Mardal Shuturban, extenderá un escudo mental que requiere que recite ciertos anatemas y te bendiga con ellos. —Jaq mostró su brillante vara negra de energía, acumuladora y amplificadora de su propia energía mental.
Mientras Jaq dejaba a un lado al dócil Shuturban, entre alicates, escofinas y máquinas de coser suelas, Grimm sonrió por un momento. Ah, el jefe podía extender un aura de protección sobre una nave entera. No usaría la vara de fuerza para hacerlo. Aquella arma extraña y antigua era para atacar a manifestaciones demoníacas. El jefe estaba improvisando por el bien de Shuturban, y este último estaba impresionado, como era de esperar.
Ya había pasado más de media hora desde que el grupo de Jaq había llegado al local del zapatero. Estaban a punto de salir juntos, con Mardal Shuturban y compañía para dirigirse a un teatro de Mahabbat.
En la noche retumbó una voz amplificada:
—!ARBITES IMPERIALES DE SU MAJESTAD! LOS EDIFICIOS ESTÁN RODEADOS. ¡CUATRO PERSONAS HAN ENTRADO! ¡ENTREGUEN SUS ARMAS Y SALGAN DE RODILLAS UNO POR UNO CON LAS MANOS DETRÁS DE LA CABEZA! ¡EL PEQUEÑO QUE LLEVABA UNAS BOTAS NUEVAS QUE SEA EL PRIMERO!
—¡Oh, por mis antepasados!
Jaq se volvió hacia Shuturban, que musitó protestas de inocencia que parecieron totalmente sinceras.
—¡ENTRÉGUENSE DE FORMA PACÍFICA PARA UN INTERROGATORIO LEGAL POR EL ARBITE STEINMULLER!
Las botas, las botas... Había sido un error garrafal. Habían abandonado un extraordinario par de botas nuevas en la destrozada Suite de la Sensualidad de la Casa del Éxtasis. Alguien había informado de ello al palacio de justicia. Podía haber sido alguno de los antiguos soldados, que actuaba en secreto como informador del palacio de justicia. Podría haber sido el lascivo sobrino del gobernador planetario u otro de los demás clientes, furioso por cómo la orgía lo había puesto en peligro. Alguien con posición social que pudiera presentarse en el palacio de justicia e investigar.
Punto uno: el atrofiado squat que perdió sus botas había estado con un esclavo gigante y con un hombre con barba y túnica.
Punto dos: el hombre con barba no fue una víctima, sino que tomó parte en el conflicto.
Por lo tanto: encuentra al squat y descubre la verdad del caso. Actúa con astucia, sin que se note que estás llevando a cabo una investigación. Por tanto, entre otros procedimientos, visita a todos los zapateros de la ciudad con la esperanza de que el squat necesite unas botas nuevas.
Debió de llevarle un buen rato al arbite Steinmuller idear ese plan de acción. De hecho, para cuando el alguacil del palacio de justicia visitó a Dukandar, Grimm ya había recogido sus botas nuevas. Cuando Grimm volvió para echarlo, el zapatero había salido corriendo en dirección al comunicador público más cercano que no estuviera destrozado.
¿O quizá ni siquiera tuvo que hacerlo? Dukandar ya habría hablado de la primera visita de Grimm. En caso de que las botas envejecidas fueran defectuosas y el malhumorado cliente pudiera volver, el alguacil estaría vigilando el taller del zapatero desde otro edificio.
Ahora había un squat por allí.
—EL SQUAT SALE EN DIEZ SEGUNDOS —dijo aquella voz—. NUEVE... OCHO...
Grimm preparó la Paz del Emperador. Jaq apuntó con la Piedad del Emperador. Lex dirigió su bólter hacia la puerta. Los hombres de Shuturban dirigieron las pistolas automáticas y las pistolas láser hacia las ventanas con postigos. Mardat había sacado una pistola láser.
Cuando Shuturban y compañía llegaron, el alguacil debía de estar ocupado contactando con el palacio de justicia. No sabían de la presencia de aquellos visitantes inesperados. Los arbites creían que sólo había cuatro bellacos dentro del local de Dukandar, en vez de una docena.
Tampoco sabían los arbites que tres de ellos estaban armados con bólters totalmente cargados.
Cuando acabó la cuenta atrás, unas explosiones ensordecedoras volaron la fachada delantera del local y los escombros salieron por los aires junto con nubes de polvo. Toda la pared, la puerta y las contraventanas se desintegraron; las vigas se derrumbaron. El yeso del techo caía en cascada sobre las herramientas y las mesas de trabajo. Todavía sostenido por las paredes laterales, el primer piso no se derrumbé sobre la planta baja, aunque el edificio crujió de forma alarmante.
Los arbites habían disparado una descarga de granadas perforantes para reventar la fachada del local de Dukandar. El efecto de la explosión estaba centrado completamente en el objetivo, sin explosiones colaterales. ¿Estarían los arbites cambiando de posición para lanzarles granadas e inutilizar a aquellos a los que acechaban? ¿O eran granadas atrapadoras?
—Fuera, fuera o atraparánnos —gritó Lex a los hombres de Shuturban, aunque sin olvidarse de utilizar el dialecto del planeta—. ¡Fuera ya matar!
Con un rugido se lanzó contra la nube de polvo y salió de entre los escombros, al igual que Jaq, que llevaba a Rakel con él. Grimm hizo lo mismo, así como Mardal y sus hombres, aunque estos últimos vacilaron tan sólo unos segundos.
Cinco arbites con viseras reflectantes aparecieron de inmediato en la oscura calle polvorienta. Dos de ellos iban armados y estaban ocupados cargando con granadas los largos cañones.
¡CLAAAKpapSSSHHHSSpacBLAM! ¡CLAAAKpapSSSHHHSSpacBLAM! ¡CLAAAKpapSSSHHHHSSpacBLAM!
El primer CLAAAK de la explosión, como el rugido escandaloso de algún terrorífico lagarto carnívoro o de un perro infernal que aparecía de entre el polvo, provocó que los arbites vacilaran unos instantes. Los proyectiles de los bólters atravesaron los pechos y los vientres. Explotaron, y la sangre lo salpicó todo. Las pistolas automáticas también eran muy ruidosas. Agachados, dos arbites supervivientes dispararon sus escopetas y le dieron a un hombre de Maldar a la vez. Los dos habían elegido el mismo objetivo, ¡el que menos importaba! Quizá Lex se parecía más a una fuerza de la naturaleza que a un adversario mortífero. No debían disparar al squat. En cuanto al hombre con barba, ¿estaba usando a aquella mujer como escudo? La mujer sería importante para la investigación. Decisiones equivocadas, sí.
La Paz del Emperador y la Piedad del Emperador lanzaron por los aires con un estruendo a aquellos dos arbites.
¿Cuál de los cinco cadáveres sería el arbite Steinmuller?
Por un callejón del lateral de la zapatería se acercaban tres arbites más que venían a ayudar. Por el otro lado aparecieron dos más. Estaban entre dos fuegos. Una explosión de energía alcanzó a Grimm en el borde de su chaleco antibalas y lo arrojó al suelo, pero el squat fue capaz de caer sobre sus rodillas. Otro de los hombres de Mardal dio un grito y cayó.
¡CLAAAKpapSSSHHHSSpacBLAM!
¡La locura de las pistolas automáticas! ¡El violento estallido de las descargas de energía que impactaban en su objetivo!
El tiroteo duró unos quince segundos. Quizá no tanto. Sin embargo, pareció que durara varios minutos a cámara lenta.
Todos muertos los arbites estaban o al menos gravemente heridos. Lex pasó de prisa de un cuerpo a otro para comprobar a la luz de las estrellas si había alguna señal de vida, y allí donde encontró algún superviviente, acabó con él para que no pudiera informar al palacio de justicia.
¿Dónde estaba el zapatero?
—Señor Dukandar! —gritó Grimm en la noche—. ¡Su tienda está destruida! —¡Qué lamentable era la visión de aquel edificio desplomado!—. ¡Tenemos que salvar sus herramientas, señor Dukandar!
Una vez se fueron los vencedores, acudieron al lugar los vagabundos para robar las botas y los zapatos, así como las tenazas, las máquinas de cortar, las agujas y la piel. No apareció ningún zapatero, y si Dukandar era listo, ya estaría corriendo con su mujer y sus hijos para perderse en algún lugar de las entrañas humeantes de Ballagunge. ¿Todavía miraba un alguacil a través de las grietas de una contraventana desde algún edificio vecino? ¿Estaba quizá susurrando con urgencia en un comunicador?
Lex barrió la calle con su mirada.
—¡Tenemos que salir de aquí! —le gritó a Shuturban.
—¡Al teatro! —exclamó Jaq.
Grimm se detuvo un momento para recoger una de las escopetas que había en el suelo y a la que un arbite había cargado el tubo del lanzagranadas que llevaba incorporado. El pequeño humano metió en diagonal el cañón en su cinturón.
Al teatro, por supuesto. Se fueron al Teatro Miraculorum, en la calle Khelma de Mahabbat, como unos juerguistas nocturnos borrachos ansiosos por encontrar más entretenimiento exótico.
Por el camino, Mardal Shuturban reunió a cinco hombres más, armados de forma muy diversa con escopetas y espadas sierra.
El grupo de Mardal ya ascendía a nueve hombres más él mismo. ¿Bastarían catorce personas para encargarse de tres guerreros trovadores, serían suficientes para matar a dos y hacer prisionero a un tercero? Así lo creían los hombres de Mardal, sobre todo los supervivientes del encuentro en la zapatería. Estaban exultantes por haber exterminado a toda una patrulla de arbites.
Vestidos de manera elegante, con sedas y pieles, los clientes de aquella actuación nocturna estaban saliendo del abovedado vestíbulo del teatro de la calle Khelma para encontrarse con la escolta y los chóferes. Había vehículos de ruedas como globos y carruajes dorados tirados por camelopardos con cuellos de serpiente que olfateaban y abarrotaban la calle. Pies, pezuñas y ruedas levantaban el polvo. Caros perfumes competían con el humo de los cigarrillos, con los gases del tubo de escape y el olor a heces y orina de los animales.
La irrupción de los catorce en aquel ámbito tranquilo y seguro parecía más bien una continuación del espectáculo dramático, en especial porque ninguno de los que iban al teatro tenía el aspecto de que fuera a cometer un robo, un rapto o un asesinato. Los arlequines no se enterarían si se acercaban de frente y rápido a través de la muchedumbre entusiasmada que emitía un gran ruido psíquico, ¿No era aquél el momento y el lugar donde un inquisidor actuaría de forma extravagante? No importaba que el palacio de justicia sospechase la presencia secreta de un inquisidor, sí, ¡y también la de un asesino imperial! Se quedarían perplejos y trastornados.
No blandían las armas con descaro, aunque los testigos presenciales podrían notar la hoja dentada de la espada sierra o los largos cañones de las escopetas y las pistolas láser arrebatadas a los muertos. Bien, bien. ¿No había visto Shandabar una rebelión de genestealers y la purificación posterior por parte de los marines espaciales, además de las revueltas devotas y sangrientas de los peregrinos? A veces la muerte era una moneda tan común como el shekel. Jaq y los demás se quedaron un poco atrás y dejaron que Mardal y sus hombres tomaran la delantera.
El auditorio abovedado, casi desierto, estaba iluminado por lámparas de araña de resplandecientes electrolúmenes.
Tras un telón de lentejuelas se ocultaba el escenario. Mientras los intrusos bajaban por los pasillos, algunos acomodadores se escondían detrás de las butacas de felpa.
—¡Maestro Jadu! —gritó en un tono muy agudo uno de aquellos encargados.
El telón se abrió entre destellos para descubrir al productor teatral mirando detenidamente desde un extremo. ¡Qué tipo tan peculiar aquel Jadu! Llevaba unos tacones exageradamente altos y unas piernas flacuchas sostenían un cuerpo como un tonel vestido con terciopelo de color púrpura decorado con medias lunas y cometas. Con el sombrero rojo de petimetre sobre la cabeza parecía una nerviosa y rolliza ave de corral. Uno se podía imaginar al maestro Jadu agitando los brazos y soltando cloqueos y cacareos retumbantes.
Detrás de él, mucho más arriba, brillaban unos destellos multicolores allí donde no había telón. Un fantasma con cara de pan del propio Jadu se balanceaba en el aire. Era el arlequín camaleónico. Su traje de holograma estaba captando los alrededores. ¡Su máscara psicoactiva imitaba la cara del propio productor! Parecía que un artefacto flotara sin apoyo; era un aparato liso y brillante. ¡Era algo hecho de plástico psíquico o hueso espectral, una pistola shuriken!
Un torrente de lo que parecían lentejuelas inundó uno de los pasillos. Uno de los hombres de Mardal gritó. Su ropa estaba llena de sangre. La espada sierra se le cayó de la mano enrojecida, de la que también cayeron dos dedos. No eran lentejuelas, sino diminutos discos giratorios y afilados lanzados a gran velocidad por un acelerador gravitatorio compacto. Aquellos pequeños discos arrancaban la carne, cortaban arterias, agujereaban órganos internos y cortaban huesos. El hombre de detrás se contrajo espasmódicamente de dolor y se desplomó.
Abrieron fuego las pistolas automáticas. El productor con forma de ave parecía que sacudiera sus plumas mientras los proyectiles lo alcanzaban.
¡CLAAAKpapSSSHHHSS!, resonó el bólter de Lex mientras disparaba contra los asientos.
¡CLAAAK-CLAAAK!, resonaban la Paz del Emperador y la Piedad del Emperador a coro.
Los proyectiles explosivos desgarraron el telón de lentejuelas como si fuera un simple pañuelo, y al menos uno detonó con toda seguridad sobre la carne del alienígena. Etéreamente alto, cambiante como un calidoscopio, parecía que la figura se inclinara hacia adelante. Su falsa cara era ahora una pesadilla personal para cualquiera que la contemplara.
—¡Chor, no! —gritó Mardal.
Rakel chilló mientras veía sus propias pesadillas. ¿La figura del escenario era la asesina a la que imitaba que venía hacia ella?
Las lentejuelas shuriken se esparcieron por todas partes. La sangre salió volando de la mejilla rubicunda de Grimm. Asimismo, también manó sangre de la parte superior de la ceja de Lex, como compañía de las viejas marcas que se había hecho en otros duelos. La sangre en seguida se coaguló en un grumo de cinabrio.
¡CLAAAK!
¡CLAAAK!
El arlequín bailó su último baile.
Los asaltantes corrieron hasta el escenario pasando en busca de un desgarbado cadáver alienígena cubierto con el horror y pasando al lado del cadáver de un regordete pavo muerto, el desafortunado empresario Jadu.
Se encontraron al bufón de la muerte merodeando por una habitación azul cuyas paredes eran de lapislázuli. ¡Oh, qué imagen tan pícara y desgarbada tenía! Su traje estaba decorado con huesos auténticos. La máscara de esqueleto estaba enmarcada en un gran cuello amarillo de payaso, como unos pétalos abiertos de una enorme flor de la selva. Una mata de pelo azul oscuro caía desde su corona como una fuente.
El arlequín saludó al primer hombre que cruzó la puerta con un Beso de Arlequín.
Atado con una correa detrás del antebrazo del bufón había un tubo pegado a un depósito con forma ovalada. El bufón cerró el puño y golpeó el aire que tenía delante. Al instante el intruso tembló como si se hubiera convertido en gelatina y se desplomó. Lo que había sido un hombre se había transformado en una masa de órganos machacados y huesos.
Ésa era la consecuencia del monofilamento que había saltado del tubo para agujerear el cuerpo de la víctima y desenrollarse dentro de sus entrañas. Retorciéndose como un látigo, el alambre había reducido a estiércol líquido las tripas, el hígado, los pulmones y el corazón.
El alambre había saltado de nuevo a su recipiente, muy bien enroscado.
Al momento ya estaba saliendo otra vez para besar al siguiente hombre con las mismas consecuencias.
¡Con qué rapidez se llevó al tercero! Fue el mismo Mardal. Después de unas sacudidas quedó convertido en una gelatina huesuda en un caldo caliente, que se derramó por el suelo.
El bufón de la muerte besaría con aquella arma a cualquiera que fuera a por él antes de que tuvieran la ocasión de disparar.
Grimm dejó caer la Paz del Emperador y sacó la escopeta, accionó el mecanismo del lanzagranadas y disparó unas cuantas veces al interior de la habitación de lapislázuli.
Salieron nubes de gas de allí dentro.
Hasta aquel momento, Grimm no había sabido exactamente qué tipo de proyectiles salían del lanzagranadas. Era posible que aquellos arbites hubieran querido capturarlos en vez de matarlos o herirlos. Entonces, Grimm percibió un olorcillo y empezaron a llorarle los ojos, luego se quedó sin respiración.
Jaq arrastró hacia atrás a Rakel. Los hombres de Maldar que quedaban empezaron a jadear ya toser por la fuga de gas dentro de la habitación azul.
—¡Dejad de disparar! —gritó Lex—. ¡Mataré a cualquiera que vuelva a disparar!
A diferencia de los cascos que llevaban los eldar de aspecto guerrero, la máscara del bufón de la muerte no era hermética, no aislaba del aire. Dentro de la nublada habitación la alta figura se tambaleaba, inclinándose, incontrolada.
Lex se preparó para entrar en la habitación. Correría con los ojos cerrados, pelearía y agarraría al bufón y lo sacaría de allí. Justo entonces, el eldar se acercó a la entrada dando tumbos, esquivando como un loco a todo el que se cruzaba en su camino. Ya no era capaz de usar su arma porque podía encontrarse de frente con el alambre monofilamento cuando éste se retrajera.
Lex agarró al alienígena y le partió la muñeca. El arlequín ya no podría cerrar el puño y golpear otra vez. Lex lanzó por los aires al eldar, que patinó por el suelo por el pasillo, lejos del gas. Se lanzó contra el alienígena medio asfixiado y le colocó los largos brazos hacia atrás, bajo la capa de huesos. Un instante más tarde, Grimm soltó la escopeta y se situó detrás de Lex. De una bolsa sacó unos grilletes de plastileno flexible para esposarle la muñeca sana a la muñeca rota. Si oponía resistencia sólo conseguiría que se tensaran más los extremos. Otros grilletes inmovilizaron los tobillos del bufón. En seguida Grimm recuperó la Paz del Emperador antes de que robaran la preciada arma.
—Este ya es nuestro —bramó Lex a los que estaban allí de pie, tosiendo—. ¡Encontrad al tercer arlequín y matadlo!
Jaq se arrodilló ante el inhabilitado y asfixiado bufón y dijo en eldar:
—Tengo tu Libro del Destino. Te llevaremos hasta él, bufón.
Con aquello se aseguraba de que el bufón de la muerte no se matara tragándose la lengua o con alguna otra artimaña.
Mardal estaba muerto. Sólo Mardal imponía algún tipo de disciplina sobre sus pistoleros. Cualquier disciplina que hubieran tenido ahora apenas existía. Les había dado la orden de buscar al otro arlequín por el teatro para mantenerlos ocupados mientras ellos escapaban para ponerse a salvo.
El tercer arlequín también debía de haber escapado en vez de permanecer en aquel peligroso entorno.
Habían salido por una puerta trasera del Teatro Miraculoruin. Lex llevaba al bufón echado sobre el hombro y trotaba rápido por los impenetrables callejones oscuros. Se oyó el lamento de unas sirenas en la distancia y luego unos disparos esporádicos.
Ningún arlequín que destacara en la oscuridad ensombrecía su camino. Lex lo oiría con toda seguridad cada vez que se detuviera. Jaq lo percibiría. El tercer arlequín habría considerado que era mejor escapar de Shandabar y habría robado un camelopardo para que lo llevara por el Desierto Gris hasta que le fallara el corazón al animal en su camino a dondequiera que estuviera la Telaraña oculta.
¿Volvería aquel arlequín unos días más tarde acompañado por guerreros montados en motocicletas a reacción? ¿O diría el espía que la misión había resultado letal y no concluyente?
★ ★ ★
El bufón estaba encadenado en el sótano cerca del atril, aunque no podía tocarlo. Después de eliminar el beso del arlequín de la muñeca rota, lo que el bufón aguantó con estoicismo, le habían entablillado la fractura y se la habían vendado.
Menos estoica fue su reacción cuando le retiraron la máscara de esqueleto. Se había resistido y retorcido, pero una vez se la quitaron, descubrieron una enjuta y atractiva pero siniestra cara de alienígena, con los pómulos prominentes y unos rasgados ojos turquesa.
A la mañana siguiente Jaq empezó a estudiar las runas.
Al principio el bufón no cooperó, hasta que Jaq arrancó una página del Libro de Rhana Dandra y prendió el papel de vitela con el mismo encendedor que Rakel había usado para encender el Dedo de Gloria.
La llama subió y las runas se contorsionaron como si estuvieran vivas. Crujieron y se desmenuzaron hasta convertirse en cenizas. El humo se agarró al aire como si las palabras consumidas intentaran mantener una existencia fantasmal. Jaq apartó el humo de forma tan brutal como un guante de energía rompiendo telarañas.
El bufón gimió de dolor ante tal panorama, un dolor más grande que el que le podría haber causado cualquier tortura física. Habían reducido el destino de su raza.
—Página por página —juró Jaq en eldar—, destrozaré el libro delante de tus narices, bufón. ¡Te meteré la última página en la garganta para asfixiarte!
—¡Eso es lo que hacéis los humanos: destrozáis lo que no podéis entender!
—Exacto, por eso quiero que leas las runas.
El bufón rió de forma horrible.
—¡Las grandes runas hieráticas eldar! ¿Tienes un mes de sobra y la mente de un meditador?
—Tengo todo el tiempo del cosmos, una mente perfeccionada por mí orden y haré un hechizo para una mayor concentración.
Jaq arrancó lo que quedaba de la mitad de la página y las runas se escurrieron entre sus dedos.
—¡No! —gritó el bufón—. ¡Basta! ¡Te enseñaré!
El arlequín se llamaba Marb'ailtor, que significaba algo similar a «cadáver bromista».
Jaq esperó al día siguiente para hacerle más preguntas.
—¿Dónde está la entrada de la Telaraña que usáis?
El bufón no dijo nada. Jaq arrancó una página entera del libro y le prendió fuego. ¿Sería aquélla la página donde estaba grabado su contacto con los eldar?
—¡Estás realmente loco! —gritó el bufón.
Jaq alisó la página medio consumida contra su túnica y le mostró los restos para provocarlo, pues así le habían enseñado a atormentar a una persona.
—A un día de camino al este de la ciudad llamada Bara Bandobast —confesó el arlequín—, hay un laberinto de roca. Según los humanos ese lugar está embrujado porque los agujeros de las rocas dan voz al viento. Cerca del centro hay seis setas gigantes de piedra. Esa es la puerta.
—Creo que estás mintiendo —dijo Jaq, y volvió a encender la página.
El bufón dio un alarido, lleno de impotencia. Sin duda, había dicho la verdad.
—¿Cómo puede haber setas de piedra? —le preguntó Jaq.
—El viento gira alrededor de los pilares de piedra y la arena los erosiona. Los granos grandes de arena no pueden elevarse tan alto como los granos más ligeros, así que la parte más baja del pilar se desgasta antes que la parte superior.
★ ★ ★
Más tarde, Jaq le preguntó:
—¿Dónde tienen los hijos del Emperador su fortaleza?
—¡No lo sé, no lo sé! —insistió Marb'ailtor.
En cuanto a las runas, el bufón encadenado cooperó bastante bien, aunque era muy escrupuloso y a veces repetitivo. ¿Prolongaba Marb'ailtor el periodo de instrucción con la esperanza de que lo rescataran antes de que Jaq pudiera leer las profecías con la suficiente fluidez?
No obstante, el bufón parecía estar casi impaciente por acelerar el proceso. Era como si Marb'ailtor se debatiera entre dos consecuencias contradictorias; las dos indeseables.
Uno de los resultados seria que Jaq pronto dominaría el Libro del Destino y, por lo tanto, se llevaría consigo el libro robado a algún sitio para actuar según lo que había aprendido. La otra repercusión seria que él y el libro se quedarían una temporada en Sabulorb, pero ¿con qué consecuencias? La peor sería la destrucción del libro, de modo que los eldar lo perderían para siempre. ¿Cómo podría destruirse el libro si no era mediante el tipo de vandalismo con el que Jaq había amenazado antes al bufón?
Incluso en el sótano debajo de la mansión el aire era menos frío. En el piso de arriba, a pesar de la negras cortinas que cubrían las ventanas, las habitaciones eran cálidas. Fuera, la temperatura era casi sofocante. Era la primera vez en milenios que Shandabar sudaba. Se podía apreciar cómo el gran sol rojizo se había encogido ligeramente.
—¿Cómo puede menguar un sol y encima calentar aún más? —preguntó ella.
Lex estaba preocupado, y Rakel, perpleja.
—El gas se contrae hacia dentro y se condensa —le explicó Lex—. Por lo tanto, se quema más gas en el interior y de esa forma irradia más calor.
—Ya hemos antes pasado por esto —apuntó Grimm. El pequeño humano se quitó la gorra y con soma se secó la frente—. Uf, estamos asados, y encima el Libro de la Rana Manca está ardiendo en llamas. Mira, Lex, estás hablando de oscilaciones. Este planeta se podía haber cocido hasta estar crujiente si las fluctuaciones fueran extremas.
—Sí, es verdad —reconoció Lex.
—Marb'ailtor —dijo Jaq con severidad—, ¿crees que este planeta está a punto de arder?
El bufón miró a Jaq fijamente con aquellos espeluznantes ojos turquesa al descubierto.
—Jugarás con las fuerzas del Caos —dijo el eldar en voz baja—. He sentido el señuelo de la corrupción. De acuerdo con la doctrina de Tranglam, a la que algunos llaman la Teoría del Caos, nuestros videntes dijeron que una pequeña perturbación a veces tiene grandes consecuencias cuando las circunstancias son vulnerables al cambio. Por ejemplo, una mariposa nocturna que agita sus alas puede provocar una tormenta posterior al otro lado del mundo. Si eso se cumple con una mera mariposa, ¡qué podría ocurrir con las energías que emana la disformidad psicopotente! El tiempo da motivos para preocuparse.
—Continúa descifrando las runas —le ordenó Jaq.
Debido a unos gradientes termales que pasaban por los vientos del interior, se estaba levantando una tormenta de arena en el desierto que había más allá del Desierto Gris. Cintas de arena serpenteaban, alzándose cada vez más alto y entrelazándose en una alfombra voladora veloz y ondulante.
En el mismo Desierto Gris, la arena irrumpía con fuerza en las alturas y se convertía en una pared oscura que avanzaba a toda prisa. Tras esa pared no se filtraban los rayos de sol, no en esa sofocante zona negra como la noche...
DIEZ
RENEGADOS
Magnus, de cabellos rojos como llamas, había buscado por la disformidad desde su atalaya, como si intentara encontrar un rastro del Libro del Destino de los eldar.
¡Oh, apoderarse de aquel misterioso texto mutable, poder recorrer con la vista las extrañas runas y robar las profecías sagradas! Mediante la fuerza mental podría alterar las palabras y tergiversar el mismo futuro. Cómo se regocaría el poderoso lord Tzeentch y cómo bendeciría a Magnus y a sus seguidores.
Sobre los peñascos recortados desde los que se alzaba la atalaya, la energía de la disformidad crepitaba en un cielo estigio. Por encima de la torre sobresalía un enorme globo ocular desnudo. Aquella cúpula, cristalina y protoplásmica, latía por dentro mientras divisaba la disformidad en el reino de la realidad ordinaria lejos del Ojo del Terror y detectaba las ondas de la actividad psíquica.
Magnus tenía tan sólo un ojo, que estaba en el centro, encima de la nariz. Había sido así desde que era el obstinado comandante de uno de los capítulos más audaces de los marines espaciales, que llevaba a cabo una cruzada para conquistar la galaxia en nombre de su Emperador. Incluso entonces, sin conocer la batalla entre sus hermanos, estaba marcado por el Caos, y había estado ávido de sabiduría arcana La había ansiado con tanta impaciencia que cuando el demoníaco Señor de la Guerra Horus se sublevó, Magnus también tuvo que rebelarse, y se vio forzado a aliarse con los demonios, ¡y fue bendecido con una energía y una fuerza demoníacas!
Magnus se dedicaba a espiar con su único ojo por el telescopio de aquel otro ojo ciclópeo torvo que coronaba la atalaya. En un éxtasis de compenetración había detectado las profecías de los videntes alíenígenas desesperados por recuperar el Libro del Destino robado de su biblioteca secreta. Su espionaje era en parte percepción psíquica, en parte visión simbólica y también algo de intuición interpretativa.
Sus seguidores habían viajado a través de la disformidad para atacar el lugar donde se desarrollaban aquellas profecías alienígenas, para desbaratarlas y desorientarlas. Quizá incluso para asestar un golpe mortal a aquel inmenso planeta medio lisiado que se negaba con obstinación a someterse a su destino final.
Las naves de forma cambiante del Planeta de los Hechiceros llevaban un visor cristalino, similar al ojo de la atalaya. Con el visor hechicero podían rastrear la percepción de actividad psíquica.
Desde su torre de vigilancia, Magnus había divisado, muy lejos de Ulthwé el Condenado, un halo de llamamientos mágicos, un preludio de la brujería, relacionado con el libro perdido. Por entonces, el libro lo obsesionaba tanto que se comportaba como una mariposa almizclada cuando olía una sola feromona liberada a mil kilómetros de distancia.
A lo lejos, una carta de tarot de Tzeentch se estaba agitando, animada por el siempre intrigante Arquitecto de! Destino, y por una poderosa pasión obsesiva que el psíquico tenía por descoser el tiempo. ¡Un psíquico en cuyo poder estaba el libro robado del destino!, en quien los impulsos contradictorios estaban en guerra. Fidelidad estúpida y trágica ansia. El hecho de arrojar una nueva luz sobre el universo constituía un tremendo idealismo. El deseo de que pudiera ocurrir un cambio, pero de que el despojo tiránico de la fierra pudiera mantenerse o purificarse.
El deseo cambiante era lo que caracterizaba el alma del psíquico confundido. Sucumbiría al Gran Conspirador o al Señor de la Lujuria. La balanza se inclinaría hacia cualquier lado. Si aún no se había decantado por ninguno, era debido a la precaria conjunción de las fuerzas, y quizá a causa de una agonía espiritual. El Señor de la Lujuria sabía cómo transformar la agonía en placer y viceversa. El Señor de la Lujuria era el rival de Tzeentch en la corrupción cuadruplicada del cosmos.
Magnus había enviado otras naves de forma cambiante a toda prisa por la disformidad. ¡Oh, Mutador Señor del Destino, que los renegados del Caos del gran Magnus llegaran pronto a su meta!
A mediodía, normalmente había una atmósfera lúgubre en la encortinada mansión; pero esa vez, el exterior estaba envuelto en una gran oscuridad. Un polvo compacto irrumpió de modo sofocante en la ciudad. La visibilidad era casi nula. En el exterior, sí te ponían una mano enfrente de la cara apenas la podías ver, suponiendo que alguien no se hubiera asfixiado a pesar de llevar un trapo mojado sobre la nariz y la boca.
Cientos de habitantes de las calles y vagabundos debieron de morir durante la media hora después de que llegara la tormenta. Una vez pasara de largo el temporal, la brigada de los servicios sanitarios estaría ocupada durante días transportando cuerpos a las fosas comunes. Con aquel calor tan poco habitual, los cadáveres sin recoger empezarían a apestar.
La tormenta de arena podría alcanzar los tres metros de altura. En los tramos más bajos, cerca del suelo, también se arremolinaba la arena transportada por el aire. La fricción de los granos y la arenilla provocó que Jaq, Rakel, Grimm y Lex sufrieran repentinos e insoportables dolores de cabeza, como el comienzo de una posesión inoportuna. El potencial eléctrico en el aire se habría elevado a ochenta o noventa voltios por metro cúbico, lo que perturbaba fuertemente el campo eléctrico del cuerpo y el cerebro de una persona.
Jaq empleó su fuerza psíquica para combatirlo. Sin embargo, no se trataba de un ataque psíquico.
Cada vez le costaba más pensar con claridad. Quizá debía relajarse y dejar que le vinieran náuseas hasta que se apoderara de él un estado de ánimo donde pudiera ser vulnerable a la locura y la posesión.
Jaq se puso el monóculo con tapa que había sido el ojo de la disformidad de Azul mientras pensaba en aquello.
Fuera, aulló el oscuro viento, cargado de arena y polvo. Las cortinas se agitaron. Los cuatro se habían reunido en la misma habitación, en el suelo, como si algo más que los simples elementos estuvieran atacando la mansión. ¿No había una sensación sombría de que algo estaba a punto de ocurrir?
Algo a lo que Jaq invitaba y absorbía mientras aquello se esforzaba por absorberlo a él, y luego se repelía al mirarse en el espejo y ver su propio reflejo a través del ojo de Azul. ¿Había un tiempo mínimo en el que estaría poseído por la fuerza que viniera para lograr iluminarse cuando se liberara? ¿Y mientras estuviera poseído, qué rito debería representar con la falsa Meh'lindi?
¿Se estaba agitando la carta del Asesino dentro de sus ropas? ¿Estaba vibrando la carta del Demonio como anticipación al triunfo de la carta del Asesino?
¡Cómo le dolían a Jaq la cabeza y el alma!
Rakel se quejó.
—Mi cabeza, mi cabeza, me la voy a arrancar...
¿Se hubiera quejado de aquella manera Meh'lindi?
—No malgastes energía diciéndome que te duele la cabeza! —refunfuñó Jaq.
No debía compadecerla. Meh'lindi siempre se había considerado prescindible en el caso de tener que sacrificarse por una causa superior. En el rechazo de si misma había residido la verdadera perfección de la asesina. Si Rakel se iba a perder a sí misma cediendo el lugar al alma de Meh'lindi, entonces, en aquel momento, Rakel participaría al menos en un instante de perfección; y ésa sería su recompensa.
Pero, por supuesto, todavía no habían alcanzado el lugar de la Telaraña donde el tiempo se distorsionaba, Jaq aún no sabía cómo llegar hasta allí, ni tampoco estaba logrando las condiciones previas necesarias para resucitar a Meh'lindi.
¿O sí? Cómo le dolía a Jaq el alma y la cabeza con tanta confusión. Aquella interferencia eléctrica provocaba un gran desorden en la mente.
—¡Qué maldito sufrimiento es éste! —exclamó Grimm—. Me pregunto cómo lo estará llevando nuestro bufón. ¡Qué hipersensibles pedantes son estos eldar! ¡De personalidad tan intensa! Tienen los sistemas nerviosos tan tensos como las cuerdas de un arpa. Cualquier sensación se les intensifica. Es indescriptible. ¡Debe de estar volviéndose loco allá abajo! ¡Ataques y paroxismos! Voy a ver, jefe. Quizá haya menos voltaje en el sótano. Ven conmigo, Rakel, se te despejará la cabeza.
—Id, id —dijo Jaq con desdén.
Grimm bajó las escaleras de piedra pisando con fuerza, mientras Rakel caminaba con cuidado detrás de él. Avanzaron hasta la celda. En cuanto el squat tocó con su mano rolliza la llave de hierro de la cerradura, soltó un gritó, sacudió los dedos y escupió sobre ellos.
—¡Maldita sea, cómo pica!
Para evitar otra descarga eléctrica, Grimm usó un pañuelo mugriento para hacer girar la llave.
El bufón, con su atuendo de huesos, estaba sentado sobre el colchón de un camastro que Jaq le había proporcionado. Tintineó una cadena cuando alzó su mano de largos dedos a modo de siniestro saludo.
Grimm se dio en la frente.
—¡Ah, claro! Las cadenas descargan a tierra la electricidad...
—¿Qué pasa? —preguntó Marb'ailtor, que hablaba gótico imperial.
—Es sólo una tormenta. Las partículas se frotan entre sí y el voltaje aumenta.
—El ascenso de las temperaturas ha provocado esta tormenta —anunció el bufón—. El sol abrasará este mundo y todo lo que haya en él. Habrá esqueletos blancos por todos sitios. El tuyo, el mío el de ella.
—¡No, eso no pasará! ¡El sol no hará eso, porque nunca antes lo ha hecho!
—Esta vez sí, pequeño humano, pues la muerte está aquí. La muerte gastará una broma a Sabulorb.
—¿Qué?
—Libérame, squat. Ayúdame a encontrar la Telaraña. Los eldar te protegerán.
—¿De quién? Seguro que me divertiré mucho mientras me menosprecian los tuyos el resto de mi vida.
El bufón movió la cabeza hacia el arcón cerrado que estaba fuera de su alcance.
—Te recompensaremos con brillantes joyas. ¡Una fortuna! Tu amo está loco, se convertirá en un poseído. Este mundo arderá en llamas. Ya noto que los demonios se acercan. Vuestro señor os sacrificará como a ganado.
—Yo soy el mayordomo —dijo Grimm, orgulloso. Rakel se estremeció.
—¿Cuál será mi destino? —le preguntó a Grimm. El squat la miró.
—No te preocupes, este cuerpo aún te durará muchos años. Sigue con tus ejercicios, ¿vale?
¿Había surgido el principio de una lágrima en el ojo de Rakel?
—¡Y tú, cállate! —le gritó enfadado Grimm a Marb'ailtor—. Estás asustando a la señora.
En el piso de arriba se oyó un estrépito sordo, como si el viento se hubiera transformado en una fuerza huracanada y hubiera estallado a través de la ventana. No, aquel ruido lo había provocado otra cosa. Alguna otra intrusión violenta.
—¡Guerreros especialistas chiflados! —La aversión de cualquier squat hacia la afectación de los eldar iba de la mano de un prudente grado de respeto.
»Supongo que el temporal no será tan fuerte como parece. Han llegado detrás de la tormenta en sus motocicletas a reacción. La han utilizado para mantenerse ocultos. Ahora han olido a este saco de huesos y se han lanzado al ataque.
Grimm agarró con firmeza la Paz del Emperador. Agachado en la entrada, apuntó con el bólter al pasillo.
—¡Saca tu pistola, chica!
Mientras Rakel preparaba su pistola láser, Marb'ailtor le imploró que disparara al squat con aquellos inquietantes ojos turquesa y usando la mímica. Ella negó con la cabeza.
No estaba dispuesta a arriesgar su cuerpo para que sucumbiera a un cambio incontrolado.
—Supongo que el polvo obstruiría también los motores —murmuró Grimm—, aunque...
—¿Una visita de los arbites enmascarados? —susurró ella—. Con todas las máscaras cubiertas de polvo. No verían nada...
—No nos moveremos de aquí hasta que estemos seguros de lo que pasa —dijo Grimm—. Tú —se dirigió al bufón—, no abras más el pico o te tragas un disparo de bólter.
El bufón no sólo no dijo nada, sino que se puso a temblar.
—¡Demonios! —decía entre dientes—. ¡Demonios!
¿Habría iniciado Jaq una reacción en cadena con sus circuitos cerebrales afectados por el alto voltaje?
—Debería decirle al jefe que se encadenara, o algo —masculló Grimm.
Ni él ni Rakel tenían intención de moverse.
Los dos primeros asaltantes que reventaron el panel de cristal de la ventana y rasgaron las cortinas negras con sus puños de metal habrían vislumbrado en la habitación a dos hombres: uno con barba y vestido con una túnica, el otro, enorme y austero; un esclavo bárbaro, un ser inquieto vestido con un taparrabos y un cinturón de esparto, con el pecho descubierto. ¡Qué muslos, qué bíceps, qué pectorales, qué pecho tan fuerte, como una tabla! ¡Qué vulnerabilidad hacía las personas que eran como él, sobre todo cuando una servoarmadura los protegía! Sin duda, aquel austero gigante era un marine espacial, uno de los caballeros vilmente devotos al Emperador paralítico, ¡como lo habían sido aquellos mismos asaltantes hacía mucho tiempo! ¡Testigo de ello eran las cicatrices quirúrgicas de antaño en su anatomía!
Aquello fue lo que vieron los invasores antes de que el polvo asfixiante se metiera con ellos en la habitación y anulara la capacidad de visión normal.
Pero, por supuesto, los asaltantes llevaban un intensificador de imagen en los cascos.
Lex y Jaq sólo llegaron a distinguir un aspa como la hoja de un hacha que sobresalía por encima de los cascos angulares. Era una armadura monstruosa de rebordes y aristas duras, excepto por las hombreras redondeadas.
Alrededor de las terribles figuras parpadeaban descargas eléctricas. Los halos crepitaban. Las auras chisporroteaban. La armadura estaba repujada con hechizos arcanos y esmaltada con insignias de caras burlonas de animales. Una de las crueles bestias llevaba un pesado bólter. Aquella arma asesina podía destruir un vehículo blindado ligero, por no mencionar a un hombre. La servoarmadura sostenía con facilidad su peso. El bólter que empuñaba el otro intruso parecía de piquete en comparación.
—¡Por Tzeentch! —chirrió un amplificador por encima del rugido del viento, mientras el polvo que entraba cegaba y ahogaba a Jaq y a Lex.
¿Habían acudido aquellos espantosos emisarios en respuesta al atormentado examen introspectivo de Jaq?
Podía haber estado a punto de invitar a un demonio a poseerlo, pero ¡ninguna invitación corrompía a un esbirro humano! ¡Ni siquiera si se trataba de un hechicero por derecho propio! El orgullo barrió el alma de Jaq mientras apretaba una palma contra la nariz y la boca, no para evitar el vómito, aunque las náuseas le retorcían las tripas, sino para filtrar el polvo.
La arenilla hacía que le picaran los ojos. Los tenía que cerrar. Debía confiar en los tumultuosos indicios psíquicos. ¡Ay, si tuviera un mínimo, del sentido de un astrópata ciego que pudiera detectar interiormente y de manera exacta las personas de los alrededores! De hecho, el propio Jaq estaba ciego y aguantaba la respiración.
¿Qué uso tenía un monóculo del ojo de la disformidad cuando sus víctimas no podían verlo? Atientas, Jaq agarró su vara de energía. Se sentía confuso y enfermo. Invocó a la repulsión, a la disrupción y al anatema y los descargó en la arenosa y arremolinada oscuridad, agitando su vara de lado a lado en vez de apuntar con ella.
El impacto de una armadura lo lanzó contra la pared y le causó una conmoción. Se deslizó vertiginosamente por el duro suelo de pizarra.
Lex había disparado, pero no sabía con qué consecuencias. La armadura lo abarcaba, aplastándolo en un gran abrazo de oso. Le arrancaron el arma de las manos. Si hubiera intentado quedársela habría perdido los dedos tan fácilmente como una araña pierde las patas a manos de un niño despiadado. La electricidad perdida lo aguijoneaba. Sus orificios nasales se estaban encenagando. Tenía que parar de respirar. Sus dos corazones latieron con fuerza, llenos de terror, al recordar cuando una vez lo capturaron.
Sí, fue capturado en un túnel en el mundo de Antro, mucho más abajo de la rojiza luz de la estrella conocida como Karka Secundus. En aquella terrible ocasión, unos implacables aros con pinchos propulsados por pistones lo paralizaron dentro de su armadura, que más tarde le quitaron para sacrificarlo a Tzeentch.
Ahora la fuerza acorazada de los renegados del Caos de Tzeentch estaba arrastrando a Lex a la impenetrable tormenta de polvo. No podía resistirse, pues el esfuerzo sería inútil; no podía ni dar rienda suelta a un alarido, ya que para hacerlo tendría que respirar. Si respiraba, se ahogaría.
Jaq se despertó. Apenas podía ver la habitación. Una luz rojiza se filtraba a través del polvo, como si estuviera mirando la escena con infrarrojos. Las cortinas se agitaban cómo grandes alas predatorias. Una gran armadura angular permanecía inmóvil en el suelo de pizarra.
La tormenta estaba a punto de acabar y la vara de energía había matado a uno de los marines traidores.
Jaq sufrió un ataque de tos y escupió espuma arenosa. Cogió la punta de túnica y se la pasó por la boca y la nariz. Volvió a toser una y otra vez, como si los pulmones se le hubieran puesto del revés. Al fin, el espasmo bronquial se calmó. Inhaló aire a través de la tela de su túnica. Luego se obligó a respirar de modo más superficial.
Lex no aparecía por ninguna parte. El viento ululaba a través de las ventanas destrozadas. No parecía haber agitación en otras partes de la casa. ¡Los renegados del Caos del Ojo del Terror se estaban acercando! Había un bólter tirado en el suelo. Era el arma de Lex. Jaq sacó la Piedad del Emperador y apuntó al jardín cubierto de polvo.
Aquellos marines del Caos habían entrado en esa habitación. Había visto a dos antes de que el polvo lo cegara, y lo más seguro es que hubiera uno o dos más. No habían avanzado mucho. No habían intentado, todavía, saquear la mansión; sino que se habían marchado e incluso habían dejado vivo a Jaq.
¡Se habían llevado a Lex como premio!
—¡Grimm! —bramó Jaq, y lo volvió a sacudir la tos.
El pequeño squat llegó casi en seguida, con la Paz del Emperador en una mano. Al entrar en la habitación destrozada, Grimm se cubrió la parte inferior de la cara con la gorra. Rakel, que estaba a su lado, empezó a resoplar.
Fuera, el viento disminuía. La atmósfera se iba aclarando. El polvo más ligero aún tardaría unas horas en asentarse. Más allá de los arbustos y la gravilla, la lejana pared divisoria había desaparecido bajo una nave tan grande como la misma mansión. Era una nave rectangular, con tenazas gigantescas en la proa y alerones muy puntiagudos. Del morro de la nave sobresalía lo que parecía un cañón de plasma. Había más armamento en la parte superior y en la popa.
—Eh —masculló Grimm—, veo que tenemos nuevos vecinos. Como si no hubiera ya demasiadas leyes de urbanismo en Shandabar. —Observó la armadura caída con curiosidad temerosa. Le castañeaban los dientes—. ¿A-alguien ha e-entregado una nueva armadura para nuestro cachas? —Se aplastó la gorra contra la boca para controlarse.
—Los marines del Caos —dijo Jaq de manera lacónica para no volver a toser. Fulminó con la mirada a Rakel como si quisiera borrar las palabras de su conciencia.
La proximidad a aquellos instrumentos impíos de corrupción era intensa, visceral, y le destrozaba el alma. El hecho de que aquellos agentes abominables estuvieran allí, en el corazón del Imperio, era un terrible acontecimiento. El Caos parecía omnisciente y todopoderoso. El Imperio era como una gran telaraña que abarcaba todas las estrellas y que buscaba eliminar a los avispones, las langostas y las más asquerosas plagas del Caos. La telaraña intentaba ser de adamantio. ¡Qué frágil y oxidada estaba! Los marines espaciales y la guardia imperial eran demasiadas arañas corriendo para picar a los avispones tóxicos que rasgaban la telaraña. No era de extrañar que sus aguijones fueran feroces y a veces indiscriminados. Y quizá el esfuerzo estaba condenado.
Una desesperada ráfaga de orgullo recorrió el alma de Jaq, y éste sonrió como un loco.
—¡El Caos nos ha venido a ver, pero no como había soñado!
¿Por qué los marines traidores se habían retirado? La lógica del Caos no tenía por qué ser la lógica de los humanos. Aquellos caballeros debían de haber acudido en respuesta de la carta del Demonio y, quizá, para robar el Libro del Destino, que había percibido su presencia así como ellos la de él.
¿Había afectado a su razonamiento la vara de energía? Jaq estaba debilitado por el alto voltaje del ambiente, y uno de los intrusos, de hecho, estaba muerto. La vara de energía les había confundido las ideas. Tal vez la fuerte descarga eléctrica había ayudado. ¿El metal de sus armaduras los habría protegido o habría acumulado el voltaje?
Con repugnancia, Jaq recordó la confesión de Lex. Este último tuvo contacto una vez con el Caos, con la cercana presencia de Tzeentch. En cuanto a los asaltantes del Caos, Lex debió de acordarse del encuentro anterior. ¡Qué alegría malsana sentirían al controlar y corromper a un piadoso marine espacial! Después usarían a ese infeliz como instrumento contra sus antiguos colegas. Era mucho más retorcido que simplemente matarlo.
¿No le había asegurado Jaq a Lex que la vara de energía lo salvaría o lo mataría, si era necesario?
Grimm interrumpió la meditación de Jaq.
—Eh, jefe, ¿nos vamos a quedar aquí a ver qué pasa o nos largamos con el Libro de la Rana Manca y les dejamos al bufón?
¿Esperarían a que se acercara un pervertido gigante homicida caminando pesadamente y ataviado con una armadura prestada del Caos? ¿Mataría con la vara de energía a Lex? ¿Y si era en vano? Lex había dicho que quizá tendría que ejecutar a Jaq... ¡Cómo se habían vuelto las tornas!, ¡de qué manera el destino hacía perder toda esperanza!
Después de matar a Lex, ¿esperarían a que viniera una avalancha de más renegados armados? ¿Intentarían esfumarse con el libro? Lo más seguro es que los detectara algún radar o un sensor de movimiento a bordo de la espantosa nave. Del cañón saldría un chorro de plasma que consumiría la mansión y todo lo de los alrededores.
—Eh, jefe, ¿tienes la esperanza de que algún vigilante local se enfade por una nave aparcada en el jardín trasero de alguien y dispare? ¡Tenemos que salir de aquí!
—No.
—Eh, ¿esperas que los arbites se den cuenta de que hay marines espaciales hostiles por estos barrios y envíen un equipo de ejecución? Naturalmente, estarán encantados de salvarnos el pellejo si antes no los fríe el plasma, ¡que es lo más probable!
—Por eso precisamente no nos podemos marchar —dijo Jaq con brusquedad—. La nave del Caos tiene cubierta esta mansión.
Ojalá los arbites o los soldados de las tropas locales prestaran su ayuda. ¡Ojalá aquellos que sí eran aliados se unieran! La solitaria situación de renegado de Jaq no le permitía esperar demasiado.
Se quedó mirando la armadura tirada en el suelo.
—Tengo que subir a esa nave con mi vara de energía. De alguna manera me pondré esa armadura para que imaginen que su vil compañero ha vuelto...
—Eso es ridículo. Es una servoarmadura. No tienes conexiones en la espina dorsal para controlarla. No estás modificado ni por fuera ni por dentro. Lex apenas podía moverse con la armadura cuando se quedó sin energía, ¿te acuerdas?
—Quizá las armaduras del Caos sean más ligeras.
—¿Hechas de titanio? Tiene la pinta de ser de acero resistente y ceramita.
—Tal vez pueda forzarla a avanzar hacia adelante, como si estuviera malherido. La furia me dará fuerza. Rezaré mucho.
—¡Me importa un comino! Ojalá no tuvieras razón respecto al cañón de plasma. —Grimm corrió hasta el traje y se arrodilló. Retiró el casco para abrirlo. La cara muerta que apareció era como la de un tiburón, severa y delgada. El rostro lucía un montón de tatuajes diminutos de color rojo bermellón, como si unos labios pintados o manchados de sangre lo hubieran besado varias veces. Le caían unas babas rosa por la barbilla.
—¡Échame una mano, Rakel!
Minuciosamente quitaron aquellas hombreras redondeadas, luego los avambrazos angulares y afilados, las escarcelas y las grebas. Después las polainas, la coquillera y las botas claveteadas. El tiempo pasaba y el polvo se asentaba poco a poco.
—¡No hay conexiones para la espina dorsal, jefe! Sólo unas cosas como úlceras arrugadas o unas ventosas para la columna vertebral. O una especie de labios...
Los labios de Tzeentch, que se abrían por todas partes en aquel cuerpo demoníaco para darle instrucciones contradictorias...
—¡Demonios! —gritó Jaq con una terrible alegría. Habían escuchado su oración—. La armadura está sincronizada a través de hechizos con el que la lleva. Está sincronizada físicamente.
El cuerpo muerto del renegado estaba cubierto en su mayor parte de escamas iridiscentes, tan transparentes como las de un pez. Parecía que estuviera sufriendo una metamorfosis. Se le podía imaginar en cualquier ciudadela apestosa donde viviera, holgazaneando en una piscina de mármol antes de ponerse la armadura. Ahora, el bonito destello extraño e inquietante de las escamas iba perdiendo intensidad.
Con ayuda de los otros dos, Jaq empezó a ponerse la desconocida armadura.
Cuando acabó de ponérsela, con la visera aún levantada, la visibilidad en el exterior era más clara y pudo ver mejor la nave del Caos. Jaq todavía llevaba el monóculo con tapa del ojo de Azul.
La nave se tambaleó y empezó a cambiar de forma, al menos para el ojo del espectador. Los proyectores de hologramas minúsculos que tachonaban el casco debían de estar generando una apariencia falsa, un camuflaje por facetas; a menos que la energía de cambio demoníaca pudiera manipular el material de aquella nave y dotarla de nuevas curvas y configuraciones.
La nave ya no parecía una nave angular y con aspecto de caja, sino un edificio. Había adquirido una forma similar a la de la mansión desde la que el trío lo estaba viendo todo. Un espectador ocasional se lo hubiera creído, sobre todo con la nube de polvo que había a su alrededor, aunque la imitación descansaba sobre una pared aplastada.
¿Estarían mirando boquiabiertos los ocupantes de la auténtica propiedad colindante desde sus propias ventanas, a través de sus propios jardines llenos de arbustos este fenómeno, este espejismo surgido entre la neblina? ¿Creerían que Tod Zapasnik era un brujo capaz de acercar su morada a ellos protegido por la tormenta, traspasando la línea divisoria? ¿Había sido la tormenta tan fuerte que había arrancado y movido la casa de Zapasnik? Aquellos propietarios no tenían que acercarse a la estructura a la que tenían prohibido el paso.
Debido al inusitado calor, al temor y a las expectativas, Jaq estaba traspirando. Rezó por la comunión con aquella servoarmadura poco natural, para que le hiciera caso a su psique y obedeciera su voluntad.
—!Oh, por mis ancestros!
La dura transformación que produjo la armadura en Jaq fue lo que arrancó aquel grito a Grimm. Como la nave, había cambiado su aspecto. Se envolvía en una ilusión holográfica o demoníaca. Poco a poco los colores iban oscilando: verde intenso, amarillo chillón, doloroso azul... Entonces, como bendecida por algún tipo de gloria, la armadura se hizo roja con adornos de oro. Así se quedó. Las aspas como hachas situadas en la parte posterior del casco se habían abierto en forma de alas de murciélago metálicas de color rojo sangre. Las hombreras estaban adornadas con esvásticas doradas. En los protectores de las rodillas había calaveras grabadas y en la coquillera llevaba grabado un escarabajo. Seguramente era una piadosa armadura imperial, testigo de una pureza hace mucho tiempo perdida.
Dentro del casco, la cara de barba entrecana estaba deformada por alguna visión, ¿relacionada con Rakel? Con tristeza la miró entrecerrando los ojos y dio un paso.
—¡Atrás! —ordenó—. ¡No avancéis! ¡No lo hagáis!
Delante de él, Jaq vio a Meh'lindi tumbada, dormida en aquella calle sin salida de la Telaraña. Grimm y los marines estaban a su lado, incluso él mismo estaba allí durmiendo; y también el condenado navegante embustero.
Si Meh'lindi caminaba hacia adelante moriría atravesada por una lanza a manos de una Señora Fénix. ¿Era aquél el momento de salvarla de un funesto destino? ¿Era allí cuando se podía arrebatar su alma para que estuviera segura y... consagrada...? No podía pensar con claridad. Estaba totalmente confundido, como si estuviera a punto de sumergirse en el Caos.
Entre tanta confusión surgió la imagen de la cara ovalada de una muchacha, desdibujada, como un espectro. Sabía su nombre: Olvia. Jaq había tenido relaciones con Olvia a bordo de la terrible nave negra que los llevaba a ella, a él y a otros cientos de jóvenes psíquicos a la Tierra para ser consumidos y alimentar al Dios Emperador; y a algunos de ellos para ser santificados como astrópatas o inquisidores. Pero Olvía no, ella no. Y había perdido la vida, ¡como Meh'lindi!
¡Oh, las pérdidas, las pérdidas! ¡Qué agonía! ¡Oh, damnum detrimentuin!
Las palabras salieron con fuerza de la boca de Jaq:
—¡Atrás! ¡No avancéis! ¡No lo hagáis! ¡Lo juro por Olvía! ¡Atrás!
Su otro yo, allí en la Telaraña, rugió lleno de repugnancia.
—¡Ego te exorcizo! —Una fuerza violenta y repulsiva repelió a Jaq con gran ímpetu. Aquel rincón de la Telaraña se estaba encogiendo hasta desaparecer.
¡Pero todavía estaba mirando fijamente a la cara de Meh'lindi! ¡Ay, no, era la cara de Rakel! Con sus guantes de acero podía haber golpeado aquella cara seductora, salvo porque era sagrada en algún rincón privado y profano de su alma.
—¿Jefe? ¿Ya has vuelto a nosotros?
—¿A qué te refieres? —preguntó Jaq.
—Has estado ahí de pie, como una estatua, estupefacto y embrujado.
Sí, estaba absorto en aquella visión de la Telaraña donde el tiempo pasaba de manera diferente.
—¿Cuánto rato he estado así? —preguntó.
»¿Tanto tiempo? —Al oír la respuesta, Jaq gruñó.
—Si no fuera una especie de chucho fiel, me habría largado yo solo —le contestó el squat.
—Y si no fuera por el cañón de plasma —le recordó Rakel—, ¿qué te habría pasado?
—¡Eso no importa!
Jaq casi pudo arrancar el alma de Meh'lindi de su cuerpo maldito mientras aún estaba viva y llevarla allí. Su visión, inducida por la armadura del Caos, era inútil.
—Se le ve tan majestuoso con la armadura —murmuró Rakel.
—Soberbio, rojo y dorado —asintió Grimm—. Calaveras en las rodillas y un escarabajo en la coquillera.
Ahora Jaq volvía a tener ese aspecto serio y duro, y la armadura cambió a un color azul apagado.
Lo habían visto exactamente como se había visto a sí mismo en la Telaraña en aquella ocasión anterior.
—No puedo evitar admirarte, jefe; excepto por tu parálisis, claro. Como estás ahora no habrías impresionado a ningún marine del Caos y no hubieran creído que eras uno de ellos. Aunque tampoco te hubieses movido de aquí.
¿Había sido éste el significado de la ilusión proyectada por la armadura: el auténtico honor y la pureza todavía residían dentro de él a pesar de sus escarceos con los demonios, a pesar de su adicción patológica a Meh'lindi? ¿Eran aquellas obsesiones de hecho el camino para la virtud?
Cuando se puso la armadura del Caos, ¿le habría tocado el sendero resplandeciente después de tanto tiempo? ¿Lo había transformado el Numen? ¿Lo guiaría el Numen hacia la nave del Caos, como una vez había hecho a través del palacio del Emperador y por la misma habitación del trono? ¿Lo guiaría sin que lo vieran y de forma segura?
¿Estaba ya iluminado, sin saberlo, sin tener que recurrir a los demonios? ¿Sin tener que entregar su alma? ¿No se había entregado ya al traje de acero del Caos y se había exorcizado a si mismo?
—Me voy a la nave del Caos —gruñó—. Dame mi vara de energía, Grimm. —Estaba a punto de bajar la visera, de ocultar su cara.
—¡Oh, por mis ancestros! —gritó Grimm—. Ya es demasiado tarde.
Desde la nave del Caos se acercaba Lex tambaleándose. Tenía el rostro contraído por un gruñido psicopático.
ONCE
TZEENTCH
La peor pesadilla de Lex se había hecho realidad.
La amenaza de sacrificio a Tzeentch había sido tan real en aquella cueva del Antro... , pero los bibliotecarios exterminadores habían salvado a Lex, Biff y Yen. Ahora nada podía salvar a Lex.
Aún peor: sus nuevos torturadores eran marines corruptos que se habían rebelado en contra del Dios Emperador hacía diez mil años. Si a Lex lo habían elevado a una condición de superhumano había sido mediante la cirugía y la simiente genética de Rogal Dom. En cambio, aquellos marines antiguos se habían convertido en algo radicalmente inhumano. Los demonios habían mantenido sus vidas retorcidas, dotándolos de horribles poderes. Su existencia era la blasfemia más repugnante del cosmos.
Y lo peor de todo: no tenían la intención de sacrificarlo o torturarlo hasta la muerte, sino que querían convertirlo en uno de ellos, en un cadete endemoniado del Caos.
El contorno interior de la nave estaba distorsionado a propósito: torcido, inclinado y sinuoso. La decoración era infernal y enrevesada. Todo aquello era nauseabundo. Era como si le tiraran de la mente. Ardía incienso de azufre, quizá para ocultar algún mal olor.
Dos de los captores de Lex lo sujetaron con facilidad, gracias a sus guantes de energía, por las muñecas y los tobillos sobre una mesa estriada de hierro. Desdeñaron los grilletes que estaban soldados a los extremos de la mesa, pues así podrían darle la vuelta, como a un niño enorme, para examinar sus conexiones en la espina dorsal y para dejar que un compañero corrupto le insertara una sonda fría en aquellos enlaces. El mero contacto de aquella sonda hizo que Lex se retorciera de dolor.
¿Cuántos cautivos, cuántos psíquicos vulnerables habían examinado sobre aquella mesa hasta que se volvieron locos o hasta que se convirtieron en esclavos para aquellos hechiceros renegados?
Ahora un cautivo de los Puños Imperiales había caído en sus manos. Debía luchar por ocultar la verdadera identidad del capítulo, por si acaso fuera deshonrado. ¿Reconocerían el tatuaje de la mejilla, su heráldica personal como puño imperial?
¡Qué risas tan secas provenían de los que se levantaban las viseras! Mostraron electrotatuajes faciales, que cambiaban con facilidad de forma y color.
Lo que se echaba de menos en el cuerpo de un marine espacial era una glándula suicida. Les faltaba la capacidad de desear su propia muerte.
¿Cómo podía considerarse ni siquiera alguna vez esa posibilidad? Incluso si estaba herido de muerte y de forma horrorosa, un marine debía aguantar, al menos hasta que las glándulas progenoides se pudieran recuperar; De otro modo, ¿cómo podría crearse otro nuevo superguerrero para que lo reemplazara?
Lex recibiría encantado el dolor puro. Podía transformar el dolor en adoración a Dom.
No así aquella curiosidad impía, aquella invasión de lo más íntimo.
Un dedo con una uña negra localizó las cicatrices en la frente de Lex de donde había arrancado los remaches metálicos que indicaban sus años de servicio.
—Debes de ser un desertor —le dijo su torturador, mientras le latían sus tatuajes demoníacos—. Un traidor fugitivo. ¡Has encontrado a tu nueva familia, desertor! Ahora tus hormonas huelen a odio hacia nosotros. Apestan a lealtad a ese desgraciado primarca y a esa cosa de la Tierra. ¿Cómo puede ser, cómo puede ser? Vamos a ver, vamos a ver.
La voz se hizo hipnótica con aquella rima.
—Todo cambia, todo es alteración y mutación. Te mutaremos y te iniciaremos para que tu alma se ajuste a la apariencia del renegado. Te convertirás en uno de nosotros durante los próximos siglos, aunque un poco menor, pero, no obstante, uno de nosotros, capaz de servir a nuestro señor, Tzeentch, y ser recompensado con atributos y aspirar a una brujería potente. Oh, sssí...
Durante las fases del noviciado de Lex como futuro marine, se le había iniciado de una forma sobrecogedora: con un banquete de excrementos y otras ceremonias extraordinarias.
El rito obligatorio de iniciación, que fue como una violación dentro de aquella nave del Caos, fue deplorable y casi indescriptible. ¿Cómo podría Lex borrar de su memoria el Beso de la Corrupción, la Comunión con el Caos, la Oración de la Perfidia, los hechizos y las invocaciones? Y todo el rato estuvo notando cómo se deslizaban los zarcillos dentro de su espina dorsal, cómo le invadían el sistema nervioso, generando visiones repugnantes de la fragilidad del cosmos, de la debilidad de la realidad que los dedos demoníacos querían arrancar y recolocar a su antojo.
Lex sufrió mientras miraba el cosmos al completo emergiendo de una simple burbuja en la disformidad de la energía. ¡El universo era el pedo de un gorrión! El pedo se infló de repente, se inflamó y explotó. El gas se convirtió en materia. El espacio se ensanchó para acomodar la efusión. La materia se convirtió en las estrellas y los planetas de miles de millones de galaxias. Todo era insustancial sobre el oculto océano tempestuoso de la disformidad. Por último, la fuerza de la disformidad arrastraría todas las galaxias y el espacio, juntándolo todo otra vez, suprimiendo aquella interrupción temporal que era el tiempo y el espacio, y toda una vida de lucha y sufrimiento.
Los deseos y los disgustos de la vida provocan que entidades terribles se unan a la disformidad y den lugar a entidades inferiores, a demonios de rango superior e inferior. Los demonios tratan de aferrarse a la realidad para arrastrarla y que sus moradores vuelvan a la disformidad antes de tiempo. Tzeentch y sus tenientes demoníacos en especial querían cambiar el futuro del cosmos oblicuo. Tzeentch triunfaría.
El Emperador de la Tierra no era más que una vela que parpadeaba en la maligna oscuridad. El resplandor de Rogal Dom y los demás primarcas eran simples lucecitas.
¿Qué había del sendero resplandeciente que buscaba Jaq? ¿Qué pasaba con la buena luz que despertaría gracias a la benevolencia, la compasión y el autosacrificio que se alzaba por todo el universo? Una pequeña explosión podía convertirse en un huracán. El espíritu del Numen dormía, inconsciente de su existencia salvo en ataques de ensueño.
¡Y si les decía a los iniciadores que lo atormentaban que el nombre de su capítulo es Puños Imperiales! ¡Y si entregaba el Libro del Destino a los adoradores de Tzeentch! ¡Y si se unía a ellos con regocijo en el trastorno del inútil cosmos y así ser recompensado!
A lo largo de los nervios y de la mente de Lex se escurrían poderosos demonios como una invasión de diminutas hormigas, que en realidad eran una bestia colectiva.
—¿De qué capítulo desertaste?
Farfulló. La boca le echaba chispas. Estaban ahogándole el alma en vileza, luego la reanimaban y la volvían a ahogar. Dentro de poco ya no sería su alma, sino una propiedad de Tzeentch; y se convertiría en una marioneta.
—¿Qué capítulo?
Cuando abrió los labios para contestar, su mano izquierda se liberó del guante que la sujetaba. Alzó la mano como si quisiera ahogarse, estrangularse. Esa era la mano en cuyos huesos estaban inscritos los nombres de Biff Tundrish y Yeremi Balance de Necromunda, y de los Puños Imperiales...
A Lex le pareció oír desde muy lejos, en el mar de las almas, las voces de Biff y Yen animándolo a que resistiera. No, para que dejara que ellos resistieran en su nombre, para que les dejara ser su fuerza y su salvación. Yeri, en particular, siempre había ansiado proteger a Lex, ¿no?
Dejaría que Biff y Yeri fueran sus propios demonios protectores, que se pasearan por su interior, que se hicieran con su alma para salvarlo, aunque le pareciera estar en manos de Tzeentch. Las inscripciones ocultas en los huesos de su mano izquierda eran las runas mágicas más poderosas. Gracias a aquellas runas, la mano izquierda agarró la misma mano de Rogal Dom a través de su compañero muerto. Aunque cayera, lo levantarían en el último momento.
Temblando y sudando, Lex se rindió a los marines del Caos. ¿El nombre del capítulo? Se lo podía decir sin temor, porque era el más orgulloso de los nombres.
¿El Libro del Destino? Lo podía traicionar, pues ya sabían que estaba cerca.
¿A quién tendrían que enviar a buscarlo, a matar o a morir, sino al traidor, al nuevo cadete pariente del Caos?
—¡Es su prueba de iniciación!
—En aquella casa pensarán que ha escapado de nosotros...
—Pero los matará o los trastornará.
Cómo le entusiasmaba a Lex la posibilidad de incapacitar al inquisidor con sus propias manos. Con qué impaciencia esperaba entregar a Jaq a sus nuevos hermanos de brujería. Cómo le alegraba la idea de matar al insolente squat o de despedazarlo. Y en cuanto a Rakel, esa farsante, ¿qué sería lo mejor para ella y que además atormentara al máximo a Jaq? Inyectarle de nuevo polimorfina para que le diera un terrible ataque, ¡que le proporcionaría una frustración visible de las estúpidas ambiciones de Jaq Draco!
Luego también estaba el bufón de la muerte, que serviría a sus nuevos hermanos mayores. Lex disfrutaría con eso y permitiría que las hormonas se le alborotaran, porque su mano izquierda consagraba su salvación. Ahora la mano estaba calmada, fingía.
Los marines de Caos se estaban riendo. ¿Y si mataban al nuevo iniciado cuando regresara a la mansión? Por supuesto, moriría totalmente trastornado, como un traidor a su capítulo de musculosos ingenuos y al Imperio maltrecho. Después, los Príncipes del Caos aplastarían la mansión y se harían con las recompensas.
El mismo Lex era un premio gordo, pero quizá se disfrutaría más de él si se desperdiciara.
—¡Viene a por nosotros! —vociferó Grimm, y apuntó con la Paz del Emperador.
Jaq agitó la vara de energía.
—¡No dispares hasta que use esto! Lo puedo purgar y limpiar.
—Me parece muy bien lo que dices, pero es que tú llevas armadura.
Al menos Lex no llevaba una armadura del Caos.
—Te ordeno que no uses el bólter. Si lo haces, te mataré.
—¡Oh, por mis ancestros! Quizá prefiera que me mates tú que lo que se nos acerca.
Lo que inevitablemente llegaría.
Fuera lo que fuera lo que Jaq consiguiera con Lex, seguramente sería en vano. Suponiendo que pudiera recuperar la razón del marine espacial para conseguir otro par de manos, bastante fuertes, eso sí, ¿para qué, para disparar otro bólter contra los marines del Caos con armadura? ¿Y al final contra el cañón de plasma?
—¿Libero al bufón de la muerte? —preguntó Rakel.
—¿Qué?, ¿y armar al arlequín? ¿Arriesgarse a que el bufón se aliara temporalmente con sus captores para salvar el Libro del Destino y que no cayera en manos de las fuerzas del Caos?
¡Qué suposición tan confiada o desesperada era aquélla!
Lex apareció por el marco de la ventana. De inmediato, su propia mano izquierda lo agarró para detenerlo y hacerlo retroceder.
Su cara era una máscara de odio asesino. ¡Cómo le gruñía a su propia mano! La mano liberó su presa y se convirtió en un puño desafiante, que lo golpeó con brutalidad en la barbilla.
—¡Se pelea consigo mismo!
La mano hizo un gesto a Jaq para que no usara la vara de energía. Jaq le hizo caso, al menos de momento.
—¡Está o no poseído!
La mano hizo como si abriera un libro y señaló hacia abajo, en dirección al sótano; les decía que se metieran allí. Una aureola de luz brilló alrededor de la mano, dejando rastros casi fosforescentes en el aire lleno de polvo, como blasones de un camino luminoso que se ha de seguir.
Con qué desesperación Lex les hacía señas.
De hecho, tenían que darse prisa si los renegados a bordo de la nave estaban observando, con perplejidad, a través de los aparatos de observación.
—El sótano es el mejor sitio donde podemos estar cuando el cañón de plasma dispare! De ese modo nos pueden enterrar vivos y así nos asaremos más lentamente.
La brillante mano izquierda, una mano entera y no un simple Dedo de Gloria, se extendió hacia Jaq, no para tocar la vara de energía, sino para invitarlo a que la tocara con su guante libre. La mano estaba poniéndose translúcida, como si fuera una radiografía de alabastro. Se veían los huesos, unas tallas en marfil que tenían inscritas unas letras en cursiva, de forma elegante y minuciosa y cuyas palabras apenas se podían leer por lo pequeñas que eran. No había tiempo para un examen más riguroso.
Mientras Jaq aceptaba la mano, la luz parpadeó alrededor de su armadura prestada, que una vez más tenía aquel aspecto glorioso de color rojo y dorado. ¿Estarían los renegados observando en aquel momento algo tan inexplicable y misterioso que los desconcertaría durante unos valiosos minutos? ¿Podrían pensar que Tzeentch se estaba manifestando de alguna forma dentro de la mansión? ¡Que Tzeentch estaba provocando todos aquellos extraños cambios! ¡Qué metamorfosis tan aparentemente majestuosa!
La mano ayudó a Jaq a manejar la armadura. La Mano de la Gloria lo guió.
—¡Quédate, Grimm, quédate! —le ordenó Jaq—. Rakel, tú también. Los renegados deben ver que todavía hay alguien aquí arriba o podrían venir a investigar.
—¡Oh, por mis ancestros...!
Rakel se quedó boquiabierta, como atontada, mientras veía cómo los dos brujos estaban a punto de marcharse de la habitación profanada.
¡Cómo se abrieron aquellos ojos turquesa! El bufón hizo muecas como un loco al verlos. Jaq, con aquella magnífica armadura, iba acompañado por Lex, que lo guiaba con la mano iluminada, de la que salían vetas fosforescentes que permanecían un instante flotando en el aire. ¡Cómo tiraba Marb'ailtor de las cadenas!
—¡Deamhan diabhal! —dijo consternado.
El gigante apestaba a demonios, aunque su mano encendida parecía una antorcha viva que mantenía el mal a raya. Aquella armadura resplandeciente era una ilusión, de brillante seda y cubierta de cuchillas. Algo de capital importancia había ocurrido y todavía estaba pasando. ¿Qué, qué? Sin duda, la Muerte estaba a punto de gastarle una broma al bufón, que moriría en la ignorancia.
Lex y Jaq hicieron caso omiso del eldar cautivo.
El Libro de Rhana Dandra permanecía abierto en el atril. Con la mano encendida, Lex tocó el tomo. Parecía que sus dedos resplandecientes se hundieran en la vitela. Cuando levantó la mano, ¿le cayeron de los dedos runas fosforescentes? Las runas de la página se movieron.
Marb'ailtor dio un alarido al ver aquella profanación.
Con la Mano de la Gloria, Lex señaló desesperado a la vara de energía de Jaq y luego a sí mismo. La otra mano de Lex, su mano poseída, se agarró a la hombrera de la armadura de Jaq. Aquel contacto provocó que la brillante apariencia de rojos y dorados se distorsionara, destellara y se apagara, deshaciendo la colosal ilusión que descubrió la armadura de renegado en su dura angulosidad.
Jaq lo entendió. Lex estaba intentando expulsar los demonios hacia Jaq, pues la luz actuaría como un conductor y así le pasaría su fuerza.
Jaq apretó la vara de energía contra el pecho de Lex.
—¡Entrégame el mal que hay en ti! ¡Pásamelo! ¡Ego te exorcizo! —dijo Jaq y activó la vara.
El destello lanzó a Lex hacia atrás y lo estrelló contra la jamba. Lex se giró despacio. La Mano de la Gloria, que cada vez perdía más intensidad, dejó unas marcas fosforescentes en la piedra cuando cayó lentamente al suelo. Se puso bocabajo. Mientras miraba a Jaq, aún vivo, seguía atento, con la luz de la salvación en los ojos.
Jaq se tambaleó, y podía haber caído, pero se mantuvo de pie gracias a la coraza de la armadura. La vara cayó de su guante y él se agarró al atril para estabilizarse. Se quedó mirando a las resplandecientes runas cambiantes, que se deslizaban como mercurio derramado.
¿Qué deseaba que le dijera el libro? ¿Qué quería que le diera?
Su destino, su futuro...
La ubicación del lugar donde se podía cambiar el tiempo... O un lugar donde se pudiera rescatar un alma de la muerte... Un lugar de salvación, de liberación.
Un lugar en la disformidad del que saliera el sendero resplandeciente. Para llegar allí tendría que sobrecargar al Numen aletargado. El Hijo del Caos empezaría a darse cuenta de la divinidad y de la transfiguración de la energía, e incluso podría encamar una fracción de sí mismo en el mortal iluminado que lo visitó en su cuna del Caos.
Sin duda, aquello era imposible, ¡una fantasía de megalómano! Y aun así, desde el lugar fundamental para resucitar a alguien que valiera la pena, se debería enviar una onda luminosa a través de toda la estructura de la disformidad y también del cosmos...
Alguien tan digno como Meh'lindi, sí.
Serviría a ambas, a la pasión personal y a la salvación cósmica. Se salvaría el Imperio y se transformaría, así como el Dios Emperador. ¡Oh, poder llevar bálsamo curativo a aquel Dios herido y reconciliarlo con el Hijo de la Luz!
¡Cómo ansiaba Jaq resucitar a Meh'lindi, reencarnarla! Era como un miembro amputado. Su presencia fantasmagórica persistía y persistía.
Una charla inquietante acechó en su mente. Su percepción estaba aumentando. Qué claro lo veía: una frase descendía de forma tortuosa hacia la página. La página se enroscó sobre sí misma como un gusano excavador de plata. La palabra con la que empezaba la frase servía como un código condensado que daba lugar a un conjunto de instrucciones, que eran simples indicaciones. Cié, ceart, lár: izquierda, derecha, centro. ¡Orientaciones a través de la Telaraña! Para dirigir a Jaq a su destino.
Cuando la runa se le apareció a Azul Petrov en su visión de agonía, había revelado el camino oculto a la Biblioteca Negra, cuyo punto de partida era precisamente donde Petrov estaba por casualidad en aquel momento.
Así que tenía que ser con aquella frase serpenteante.
Con la punta de un dedo cubierto de acero, Jaq levantó la tapa de su monóculo letal.
De repente la frase se entrecortó y se dividió. Ya no era una frase en absoluto, sino una intricada red. Lo que Jaq vio a través del monóculo ilustraba en vez de describir. Había en especial un camino en la red que estaba dibujado con claridad A veces volvía sobre sí mismo o se entrecruzaba. Pasó dos veces por un eje principal, que serian dos pasadizos de naves espectrales.
¡Por supuesto! El lugar con poder en la Telaraña, el nódulo que decían que buscaban los grandes arlequines, no estaba en ningún sitio determinado. Sólo podía materializarse, única y exclusivamente si seguías una combinación precisa de caminos desde cualquier punto de partida.
No era de extrañar que los grandes arlequines no hubieran encontrado nunca el lugar. En principio, podía estar en cualquier sitio. No lo habían encontrado aún porque nadie había seguido la combinación exacta. ¿Quién, en su sano juicio, cruzaría el enorme túnel de un eje principal de naves espectrales?
Jaq escudriñó con la mirada. Había un espacio en blanco en aquella ruta; y en otra parte, un hueco más.
¿Qué significaban aquellas lagunas sino que el buscador debía salir de la Telaraña en algún sitio y luego volver a entrar? Dentro del mundo astronave había demasiados portales de la Telaraña para elegir el correcto, excepto por pura casualidad. Aquellos espacios tenían que estar relacionados con planetas en los que hubiera no sólo una, sino dos aberturas. Tendría que viajar por la superficie de un mundo de un portal a otro.
La runa de la Biblioteca Negra había sido cortada del ojo de la disformidad. Jaq sintió que la runa que indicaba el camino al lugar de energía se estaba grabando físicamente en delgadas líneas negras sobre el monóculo del ojo de la disformidad.
Mientras lo hacía, la página dejó de tener partes ocultas.
Jaq tapó el monóculo, como un coleccionista de escarabajos hubiera guardado un magnífico espécimen. Siempre que mirara por el monóculo, en cualquier dirección, vería la ruta.
¿Todavía estaba implícito el camino en la página? ¿Podrían otros descubrirlo? De manera violenta arrancó la página y la enroscó.
Lex estaba agachado. Tenía el pecho manchado como de hollín, aunque la herida le parecía superficial y nada grave, una quemadura insignificante.
Jaq le lanzó el pergamino a Lex.
—Guárdame esto. No lo pierdas. ¡Ayúdame a salir de esta voluminosa e incómoda armadura! De prisa, no tenemos mucho tiempo...
Con qué anhelo miraba el bufón de la muerte el pergamino. Debía de creer que su brujo captor había descubierto una profecía de valor inconmensurable, ¡de mucho más valor que el resto del Libro del Destino!
Mientras Lex lo ayudaba a quitarse los avambrazos, las grebas y las hombreras, Jaq se exploró por dentro.
Parecía que estaba limpio; aún perseveraba...
Y encontró una presencia.
Una sensación había ocupado la punta del dedo de su pie derecho. Qué insignificante parecía, como una verruga. Se estaba ocultando lo más lejos posible de su cerebro.
Apenas lo había detectado, cuando la presencia se extendió como una anémona de mar abriendo sus frondas, que increíblemente se iban alargando cada vez más. A Jaq se le entumeció el dedo del pie derecho, que no obedecía sus órdenes. El pie se sacudió hacia un lado. La presencia lo controlaba.
La pierna de Jaq estaba entumecida hasta la rodilla, hasta el muslo. La invasión corría cuerpo arriba, como una inundación. Unos rápidos encantamientos consiguieron un ligero efecto. Aquella energía de la disformidad estaba desesperada por tomar un cuerpo material para su propio uso.
A Jaq todavía le quedaban las manos, pero si usaba la vara de energía contra sí mismo, acabaría gravemente herido. La mano luminosa había protegido a Lex y el demonio tenía previsto trasladarse a otro cuerpo. Jaq tenía que arrancarse al demonio de su propia médula y desterrarlo a la disformidad.
Mientras tanto, Jaq aún controlaba su propia voz y le gritó a Lex.
—¡No mires al monóculo! ¡Sujeta la armadura enfrente de mi cara como escudo y espejo!
Lex comprendió. El gigante agarró la hombrera redondeada. En el momento que Jaq vio el reflejo de su rostro barbudo y lleno de surcos con su visión normal, volvió a levantar la tapa del monóculo y se quedó mirándose a sí mismo a través del ojo de la disformidad. La runa de la ruta se interrumpió con un entramado de filigrana, era como si la energía que de allí manaba saltara a su cerebro. Una energía de la disformidad pura, a fin al demonio que tenía dentro, aún inconsciente de su propia naturaleza.
Como una ola cuando rompe en la orilla, esa energía empezó a retirarse con fuerza, absorbiendo su alma. Era lo que ocurría cuando los hombres perdían la vida o se volvían locos. La energía también estaba absorbiendo al demonio que se apoderaba de Jaq con tanta rapidez.
El ímpetu del demonio se convirtió en parte de aquella fuerza que iba disminuyendo. La ola lo había arrastrado y había perdido su identidad mientras gritaba.
El demonio ya estaba fuera de Jaq.
Tapó el monóculo y respiró profundamente.
Lex se había deshecho de la hombrera y había cerrado de un golpe el Libro de Rhana Dandra. Con una uña endurecida arrancó de la tapa unas piedras preciosas que estaban medio sueltas y las metió en una bolsa que llevaba al cinto. Estaba planificando. Si cabía la posibilidad de que escaparan de la mansión, no se podrían llevar muchas cosas aparte de armas y la condensada abundancia de joyas.
—¿Estás... iluminado? —le preguntó Jaq a Lex, lleno de asombro por lo que había ocurrido.
Lex no hizo caso de la pregunta. ¿Cómo podía haberse iluminado si, para empezar, nunca había sido un psíquico? Había sido un milagro, gracias a los nombres grabados en los huesos de sus dedos, a la intervención de las almas de sus compañeros muertos y a la intercesión de la brillante luz de Rogal Dom.
—¿Y tú? —le espetó Lex a Jaq.
Jaq no lo sabía. Se analizó como pudo, pero no fue consciente de ninguna iluminación. Había visto con claridad el Libro del Destino con la ayuda de una Mano de la Gloría que ya no brillaba. Había estado medio poseído, aunque no en el fondo de su alma. Cuando encontrara el centro de poder y resucitara a Meh'lindi, aquél sería el momento sumamente esclarecedor.
Arriba, se empezó a oír un bólter y el sonido sordo de unos disparos más potentes que le contestaban. Los renegados volvían en masa a la mansión, y allí sólo estaban Grimm y Rakel.
Mientras Jaq y Lex subían de prisa las escaleras del sótano, dejando allí el libro y el bufón, empezó un pandemónium de explosiones que estaba más allá de toda explicación...
La razón era maravillosa y terrible a la vez.
Los marines del Caos habían salido de su nave para acercarse de nuevo a la mansión. Grimm esperé a abrir fuego hasta que llegaron a medio camino. Estaba dispuesto a morir con tal de conseguir que se retrasaran un poco.
Los disparos provocaron una reacción atronadora y, momentos después, unos aparatos voladores aparecieron entre el aire polvoriento. Había media docena de naves biplaza armadas.
El Imperio las había clasificado como Vypers, las naves de los eldar, un poco más grandes que las motocicletas a reacción. Algunas lucían catapultas gemelas shuriken; otras, cañones shuriken. Tres de las Vypers, además, llevaban cañones de plasma. Las otras tres llevaban cañones láser. Los pilotos y los artilleros eran una escuadra de los guardianes de un mundo astronave que llevaban armaduras espectrales verde claro y cascos verde oscuro, así como estandartes verdes.
Una séptima Vyper volaba en la distancia. En el asiento del artillero, del pasajero, resplandecían unos colores. El tercer arlequín había alcanzado el portal de la Telaraña. Había traído con él la venganza. ¿Venganza o refuerzos? ¿A pesar de la protección psíquica de Jaq, había notado el arlequín algo del verdadero motivo del ataque al teatro? ¿Había sentido, o adivinado, la conexión con el Libro del Destino?
Aquel arlequín no se había dado cuenta de que habían capturado al bufón de la muerte en vez de matarlo, pues de lo contrario, habría otra Vyper con un asiento vacío para rescatarlo.
Aquellas Vypers habían volado hasta Sabulorb aprovechando la tormenta, lo que les había servicio de protección. ¿Habían descubierto los arlequines a la nave del Caos mientras descendía sobre la ciudad protegida? Si no, su aura demoníaca les habría llamado la atención y habían ido a investigar. No debían dejar el libro en manos de sus archienemígos.
Una Vyper abrió fuego con un cañón de plasma y otro de láser sobre la nave con aspecto de mansión. Los pilotos y los artilleros habían visto a marines renegados saliendo de allí.
¡Aquello no era un simple caserón!
Los proyectiles incandescentes de plasma estallaron contra su objetivo. Irradiaron olas de calor, acompañadas de impactos atronadores. Algunas partes del blanco se convirtieron en gas sobrecalentado e ionizado que, si se hubiera contenido, habría sido de intensidad termonuclear.
Los proyectiles de energía de los cañones láser descargaron su tremenda potencia. El camuflaje desapareció y quedó al descubierto la nave con forma de caja. La gigantesca pinza de la parte delantera estaba destrozada. El cañón de plasma del morro estaba reventado. Parte del casco y uno de los afilados alerones se habían roto; aquel alerón voló por los aires como una especie de achatada criatura depredadora y chocó contra el tejado de la mansión colindante. El alerón debía de llevar incorporada una unidad de energía, porque un instante después estalló todo el techo de aquella enorme casa y se formó una pequeña bola de fuego seguida de un espeso humo negro.
El cañón de plasma de la parte superior de la nave disparó un chorro deslumbrante. Una de las Vypers se convirtió en una bola de abrasador gas refulgente.
Los cañones de plasma tuvieron que tomarse un buen rato para recargar después de aquel gasto de energía. Los pilotos de las Vypers que quedaban estaban centrando su atención en los renegados con armadura que estaban fuera, del mismo modo que aquellos renegados se concentraban en las Vypers que tenían encima. Empezaron a caer discos shuriken hacia abajo, mientras pesados proyectiles de bólter y descargas de energía volaban hacia arriba. Un artillero vestido de azul cayó herido. Acribillado una docena de veces, un marine traidor resultó muerto.
Grimm disparó de un modo casi tranquilo hacia el jardín.
Fue entonces cuando el cañón de plasma, que estaba cerca de la popa de la nave del Caos, abrió fuego hacia el otro lado de la mansión en llamas y la reja llena de parras.
Se empezaba a ver tráfico: vehículos blindados semioruga con ametralladoras pesadas o con cañones automáticos, que iban acompañados de autómatas de ébanos con caras reflectantes. Eran arbites, armados con sus escopetas.
El plasma desintegró la verja y causó algunos heridos. El vehículo semioruga aceleró y se dirigió directamente a la nave a través del calor y del gas que se disipaban con rapidez. Antes de que pudieran recargar el cañón de plasma de atrás, los semiorugas se dieron prisa y se situaron a cada lado de la nave.
¿Qué harían los arbites con esos aparatos voladores alienígenas que bajaban en picado para enfrentarse con los despiadados y angulosos marines? Los vehículos blindados y los arbites a pie abrieron fuego a discreción sobre todos los que violaban la paz del Emperador. Bam, bam, bam. Los proyectiles de gran calibre salieron disparados de las grandes armas automáticas. Las descargas de láser destellaron como fuegos artificiales que caían sobre el acero, pero los renegados tenían unas armaduras tan fuertes que los proyectiles rebotaran sobre ellas.
La contienda se había triplicado y era desmedida. La mansión de Jaq había sufrido suficientes daños colaterales como para derrumbarse. El ruido de las detonaciones era ensordecedor.
—¡Larguémonos de aquí! —gritó Grimm.
Jaq cogió la túnica que había tirado para ponérsela encima de su armadura metálica.
—¡Mi hueso! —exclamó Lex. ¿Qué pasaba con el fémur sobre el que había trabajado por el bien de su capítulo sí alguna vez se reunía con sus hermanos de batalla? ¡Y por el bien de su alma!
Las cortinas estaban ardiendo a causa de los disparos de las armas láser. Las llamas trepaban hasta el techo.
—Tendrás que dejar el hueso, gran mastín —gritó Grimm. Lex se quejó de dolor.
—¿Y el bufón? —chilló Rakel.
—¡Dejaremos que se queme, por supuesto! —le contestó Grimm—. Y el Libro de la Rana Manca también, Dale a sus estirados amigos algo para que ocupen la mente. Si esos tíos quieren ganar a los chicos del Caos así como a los de las caras reflectantes, sería mejor que tomaran el control de la batalla.
Al tener que ocuparse de los molestos arbites, los marines del Caos estaban sucumbiendo al ataque aéreo. La nave del Caos, dañada, empezó a vibrar y a escupir relámpagos de plasma. A pesar de lo destrozada que estaba, se preparaba para despegar. El piloto iba a abandonar a todos los marines traidores supervivientes.
Entre toda aquella locura aún era posible escapar por un costado de la casa gracias al polvo que todavía estaba en suspensión y al humo concentrado de las explosiones y los disparos.
Mientras Jaq y sus compañeros huían, un pequeño sol pareció surgir sobre la roja y neblinosa inmensidad del propio sol de Sabulorb, que en ese instante se reafirmaba en el cielo. Un sol menor, pequeño y oscilante: la antorcha de plasma de la nave del Caos.
Sin un alerón y con el otro cada vez menos firme, había sufrido bastantes daños e iba a la deriva. Si conseguía la suficiente velocidad para escapar, la nave de los renegados sólo avanzaría por el espacio... unos días, o incluso podía pararse antes, dependiendo de la velocidad, y caería en el abrazo del gran sol rojo. ¿Cuánto se adentraría en los gases exteriores de la caldera antes de explotar?
¿O activaría el piloto el motor impulsor en la disformidad para escapar de su destino, que aniquilaría su nave y trastocaría el espacio circundante al enviar una onda expansiva hacia el interior del contráctil gigante rojo?
En la vasta magnitud del sol, ésta sería una onda expansiva insignificante, pero, al fin, quizá importante. Una mariposa moribunda que desencadenaría una tormenta.
DOCE
TORMENTA DE FUEGO
Un transporte aéreo de tropas procedente del continente septentrional llegó al espaciopuerto de Shandabar poco antes de que empezara la tormenta. A bordo llevaba doscientos soldados curtidos en combates. Los enviaban al espacio para que se reunieran con los demás regimientos nativos de Sabuloib, una nave de transporte de la Guardia Imperial había aterrizado para efectuar el viaje. Los encargados de escoltarla eran dos escuadras de guardias imperiales veteranos.
La mitad de la guarnición de Shandabar estaba desplegada de forma rutinaria alrededor del perímetro del espacio-puerto, y la otra mitad cerca del palacio del gobernador. Inmediatamente después de la tormenta recibieron un mensaje entrecortado del magistrado jefe del palacio de justicia de la ciudad.
Unos alienígenas montados en vehículos voladores de dos tripulantes y procedentes del Desierto Gris habían atacado un barrio del exterior de la ciudad. Aquel mismo barrio ya había sido invadido por unos guerreros formidables de armaduras impresionantes aprovechando la cobertura de la tormenta. Los atacantes extraplanetarios habían escogido Shandabar como el escenario de alguna clase de guerra privada. Habían muerto muchos arbites, de modo que necesitaban ayuda inmediata.
Debido al asesinato de un juez y a la aniquilación de toda una patrulla en la ciudad, el palacio de justicia había decidido adoptar una estrategia de respuesta rápida a cualquier avistamiento o informe.
Los veteranos y los reclutas desembarcaron de la nave espacial para montar en todos los transportes de tropas disponibles de la guarnición del espaciopuerto. Los vehículos llevaban protegidas las grandes ruedas preparadas para el desierto mediante unas abultadas planchas de blindaje.
Poco después de que las tropas abandonaran el espacio-puerto, una nave no identificada descendió desde la órbita del planeta sin previo aviso y sin solicitar autorización. Durante la fase final de descenso disparó un cañón de plasma contra la nave imperial, que estaba casi vacía y seguía posada en el suelo. La nave estalló en mil pedazos y la lluvia de restos destrozó al transporte de tropas que estaba cerca de ella.
En cuanto la nave desconocida se posó, lanzó una nueva descarga de plasma, pero esta vez contra la torre de control. Lo siguiente que desapareció entre llamas fue la terminal del espaciopuerto. Unos guerreros enormes protegidos por unas servoarmaduras de aspecto terrorífico desembarcaron de la nave de aspecto anguloso.
En otro punto de Shandabar se avistaron muchas motocicletas a reacción, manejadas por figuras de estatura elevada y armaduras verdes con cascos que parecían largas capuchas ahusadas...
Los ciudadanos que se habían puesto a cubierto de la tormenta salieron y se encontraron en todas las calles con víctimas asfixiadas por el polvo levantado y tumbadas sobre montículos de arenisca. El retumbar de unas explosiones lejanas y el tableteo de las armas ligeras procedente de diversos barrios sugerían que las bandas estaban aprovechándose de la confusión.
Lo cierto era que varios diáconos con ropas de camuflaje procedentes del Templo de Oriens habían lanzado un ataque de venganza contra el Templo Austral, aunque aquello no era la causa de tanta explosión y retumbar.
Todavía no se habían desmontado las pantallas gigantes desplegadas por toda la ciudad para mostrar la ceremonia de la Faz Verdadera. Uno de los jueces mandó un mensaje al gran sacerdote del Templo de Oriens para que utilizara las pantallas y proclamara un estado de emergencia y el toque de queda debido a que la ciudad estaba siendo atacada por alienígenas y que los arbites estaban restaurando el orden sin piedad ayudados por la Guardia Imperial.
Mientras tanto, los devotos del culto imperial habían comenzado a acudir a través de las calles abarrotadas de polvo y arenisca hasta la explanada delantera del Templo de Oriens para rezar. En cuanto las oraciones empezaron a resonar en el aire, de repente apareció como por milagro un pequeño vehículo volador en mitad de la amplia explanada..., que llevaba a la Muerte como pasajera. A los mandos iba una figura delgada y extraña, con un cráneo ennegrecido por el humo por todo rostro y un cuerpo de huesos cosidos a una capa humeante. La Muerte parecía sufrir tremendos dolores y estar enloquecida, quizá a punto de morir ella misma.
La Muerte proclamó su mensaje por un altavoz para que todo el mundo la oyera.
—Vuestro sol está a punto de derretir vuestro mundo! ¡Vuestro sol está a punto de hacer hervir vuestros mares! ¡Vuestro sol está a punto de fundir vuestros desiertos! ¡Toda la carne se achicharrará, toda la sangre hervirá, toda vida acabará!
El asombrado gran sacerdote no dejó de transmitir aquella escena a todas las pantallas cubiertas de polvo de todos los barrios de Shandabar. La mayoría de los que la vieron no acabaron de entender el gótico imperial estándar de la figura, pero el mensaje estaba claro. El sol quemaba cada vez con mayor fuerza a través del polvo que cubría el aire. Todo el cielo parecía estar envuelto en llamas.
Un momento después, la Muerte cayó de su elevado pedestal, como si le hubieran disparado para hacerla callar. Se estrelló contra el suelo, donde se quedó, quemada y rota.
Marb'ailtor había sufrido quemaduras muy graves a pesar de la tremenda valentía de dos guardianes de armadura verde que lo habían rescatado al sentir sus gritos psíquicos de ayuda. Lo habían rescatado junto al humeante Libro de Rhana Dandra. Aun así, Marb'ailtor había insistido a sus rescatadores que la ciudad debía quedar sumida en la anarquía más absoluta para permitir que los eldars se enfrentaran a los renegados del Caos y pusieran a salvo el Libro del Destino sin interferencia alguna de las autoridades humanas..., además de poder rastrear a aquel mago-inquisidor que se había llevado una página crucial.
¡Que se desatara la anarquía más absoluta!
Marb'ailtor sobrevivió el tiempo suficiente para desencadenar aquella anarquía.
No fue hasta que el bufón de la muerte cayó de la Vyper y el vehículo se marchó a toda velocidad cuando el gran sacerdote pronunció por fin la orden del toque de queda. Aquella orden procedente del palacio de justicia contradecía por completo la advertencia que acababa de comunicarles la Muerte sobre una calamidad inminente. ¿O no? Que la gente esperara de forma sumisa su extinción..., ¡mientras las autoridades, libres de las multitudes, utilizaban alguna clase de ruta de escape!
El pánico azotó Shandabar. El pánico y la indignación. Nadie hizo caso del toque de queda. Si dos millones de personas, menos unos cuantos miles de asfixiados, desobedecían a la vez, ¿qué podrían hacer unos pocos centenares de arbites?
La ciudad empezó a quedar salpicada de incendios aquí y allá. El Templo Austral fue uno de los primeros edificios en ser pasto de las llamas.
Calor. Fuego. El inmenso horno del sol que se hundía con lentitud en el horizonte. Neblina por el polvo, neblina por el calor, columnas de humo, incluida una procedente del espaciopuerto...
El rumor sobre la existencia de una ruta de escape se extendió como un relámpago. ¡No se podía escapar por el espaciopuerto! Lo habían destruido. Había una nave de guerra hostil allí mismo. En cuanto una nave de transporte intentaba despegar, una descarga de plasma la destrozaba y una nueva explosión sacudía la ciudad.
¿Escapar por el río Bihishti? ¿Huir sobre sus aguas frescas? Miles de personas se apoderaron de todos los botes que pudieron. Los botes sobrecargados zozobraron bajo el peso de los cuerpos. Miles de personas se ahogaron. Aquélla no podía ser la ruta de escape. Los botes eran demasiado lentos y ninguna de las autoridades planetarias huía por allí.
Un fanático religioso predicó la necesidad de una penitencia en el desierto, pues la salvación estaba en aquella región desolada.
—¡Enfrentad vuestras almas al desierto para demostrar vuestra fe! ¡Buscad el crisol del amanecer de mañana!
La inmensa mayoría de la gente no tenía una idea muy clara de lo que estaba ocurriendo, excepto la necesidad urgente y desesperada de alejarse de Shandabar. La ciudad iba a arder de los pies a la cabeza. En poco tiempo comenzó un éxodo enorme. Se parecía a los movimientos de masas previos y a los que ocurrían durante la ceremonia de la Faz Verdadera en su carácter histérico, aunque a una escala incluso mayor.
La evacuación comenzó mediante convoyes terrestres, con camiones y limusinas, todos bamboleándose sobre las grandes ruedas casi esféricas, seguido de carros individuales, trineos de arena y carromatos tirados por camelopardos o con personas montadas en los propios camelopardos o a pie, todo en completo desorden. Cuando el sol por fin se puso al otro lado del horizonte, irradiando una luz rojiza y un calor inclemente, toda la población de la ciudad estaba desplegada en dirección sur a lo largo del Desierto Gris, hacia Bara Bandobast.
La emigración en masa vino acompañada por varios enfrentamientos a pequeña escala. Unos cuantos núcleos de violencia estallaron en mitad de aquel mar de gente. Los marines del Caos de mayor movilidad, homicidas y enloquecidos como siempre, libraron algunas escaramuzas contra las veloces tropas de los alienígenas. Los guardias imperiales participaron en aquellos combates. Los arbites también. Aquellas escaramuzas provocaron pequeñas carnicerías en el gentío que formaba parte del éxodo, lo que actuó como un nuevo acicate para la huida de la masa de refugiados.
El avance del inmenso gentío provocó una gigantesca nube de polvo. Entre el velo del polvo y la puesta del sol, la marcha se convirtió en un impulso ciego hacia adelante, iluminado tan sólo de vez en cuando por los disparos y las explosiones de las armas.
Una serie de estallidos azotaron el desierto cuando Shandabar ya se habría convertido en una silueta sinuosa en el horizonte si hubiera existido visibilidad suficiente. Segundos más tarde, una inmensa vaharada de aire caliente procedente del norte arrastró buena parte del polvo que flotaba en el aire, lo que dejó al descubierto un muro de llamas en el horizonte, una cinta anaranjada y ondulante que iluminaba de un modo siniestro el desierto.
—En nombre de todos mis ancestros, ¿qué es eso?
Grimm, Rakel, Lex y Jaq estaban apretujados en el interior de la cabina de un tren terrestre de un solo vagón. Hasta aquel momento, el conductor, que seguía obedeciendo sin rechistar al propietario del bólter que le apuntaba a la cabeza, había conducido el vehículo de transporte gracias a los débiles haces de luz de los faros frontales. De repente, el gran resplandor procedente de la parte trasera iluminó los espejos retrovisores recargados de adornos que había a cada lado del vehículo.
El transporte llevaba montadas unas ametralladoras pesadas en la parte posterior y en la zona media por si de improviso aparecían en esos mismos retrovisores bandidos nómadas, a pie o montados en camelopardos, con la intención de abordarlo. Lo cierto era que en la ruta que llevaba hasta Bara Bandobast rara vez actuaban los bandidos. A pesar de todo, el techo del tren terrestre estaba abarrotado de refugiados que habían trepado hasta allí y allí se mantenían, agarrados como pulgas al lomo de un oso que estuviese nadando. Jaq había prohibido que se disparase contra ellos. Aquella gente actuaba como una capa, comparable a las capas de humanos que llevaban los demás vehículos. Eran su camuflaje.
El transporte de mercancías estaba repleto de camelopardos de pura sangre de los establos de cría ubicados en el distrito sur de Shandabar. Según el conductor, llevaba a las bestias para que participaran en las carreras anuales en el desierto alrededor de Bara Bandobast. Ese era el motivo de su viaje, antes de ser secuestrado por Jaq y sus acompañantes. La tormenta había cesado, así que él ya estaba a punto de salir cuando se produjeron todos aquellos acontecimientos.
Los animales iban atados de patas para impedir que se mataran a patadas, además de amordazados para evitar que se mordieran. Su peso, sumado al de los refugiados del techo, provocaban que al motor le costase un poco más de la cuenta hacer avanzar al vehículo. A Jaq le pareció bien: no quería que corrieran. Si se distanciaban de la masa en estampida, quizá acabarían llamando la atención. Tal como estaba la situación, ¿cómo podría cualquiera de sus perseguidores de ambos bandos localizarlos entre la multitud de vehículos y la masa de fugitivos de un millón o más de personas?
Aquella luz que atravesaba la nube de polvo, aquella explosión que había conseguido apartar esa nube de polvo de forma temporal, aquella muralla de fuego...
—¿Han bombardeado Shandabar desde la órbita del planeta? —exclamó Grimm.
Lex negó con la cabeza.
—No lo creo —contestó—. Hasta el polvo normal concentrado en un determinado número de granos por centímetro cúbico en una atmósfera oxigenada puede estallar si existe un iniciador. Creo que la fuerza de la tormenta ha dejado al descubierto enormes depósitos de carbón, de sulfuro y de nitrato de potasio en el Desierto Gris y después ha levantado grandes cantidades de esas sustancias para mezclarlas en el aire. Luego ha extendido la mezcla como un aerosol sobre la ciudad hasta que ha alcanzado una densidad crítica. Las explosiones de plasma han provocado la activación de la mezcla. La ciudad ha estallado en una tormenta de fuego.
—¿Quieres decir que estamos viajando por un desierto de pólvora? ¿Que todo esto también puede explotar?
—Lo dudo mucho, squat, porque si fuera así, las llamas ya nos habrían alcanzado a estas alturas. No. Existen otros factores, como que la superficie de la ciudad estuviera cargada de electricidad estática debido a la fricción de las partículas arrastradas por la tormenta y al efecto del Caos. Lo cierto es que podemos rezar dando las gracias de que Shandabar haya explotado.
»Mañana por la mañana, cuando salga el sol, la temperatura se elevará. La masa de gente quizá decida regresar a sus casas, pero sus hogares han quedado borrados del mapa. Seguiremos siendo una aguja en un pajar enorme. Los eldars, los renegados del Caos y las fuerzas del orden planetarias pueden seguir matándose entre sí. Sin duda, acabarán agotados. ¡Vaya un poco más despacio, conductor!
Debían intentar dormir, al menos un poco, en el interior de aquella cabina traqueteante mientras Lex o Jaq o Grimm vigilaban por turnos al conductor. Rakel podría dormir todo lo que quisiera, o lo que fuera capaz.
¿Cómo podía saber el grupo de Jaq que una segunda nave del Caos había aterrizado en el espaciopuerto?
¿Para qué querrían saberlo si la tormenta de fuego ya habría abrasado aquella nave?
Cuando llegó el amanecer, la columna de humo que se alzaba sobre Shandabar no era más que una mancha en el horizonte septentrional. El desierto estaba salpicado en todas direcciones por vehículos y por los caminantes que habían logrado mantener el paso a lo largo de toda la noche, que había sido amenazadoramente cálida. Era realmente sorprendente que todavía quedaran personas a pie por allí. El miedo a la muerte era un acicate increíble. También era seguro que se habían hecho alguna clase de tratos.
Era muy probable que se hubieran estropeado unos cuantos vehículos en las horas anteriores, o que se hubiesen quedado sin combustible, lo que habría obligado a bajar a sus ocupantes y a los que iban montados encima. Casi todos los vehículos avanzaban con menor rapidez de la que podían debido al peso de los «polizones».
Los vehículos marchaban con lentitud rodeados por grupos de personas que parecían moscas que acompañaran a un grox moribundo. Esperaban su turno para montar sobre los vehículos. En la enorme masa de gente había aparecido de forma espontánea una cierta organización social para que todos subieran por turnos a los vehículos o tuvieran que caminar.
El rumor de que existía una ruta hacia la salvación se mantuvo. ¿Quién conocía de verdad esa ruta? ¿Quién quería, sin conocer esa ruta, alejarse de quienquiera que tuviese ese conocimiento?
¿Cómo era posible que la ruta simplemente llevara hasta Bara Bandobast? Si el sol iba a destruir toda la vida que había en Sabulorb, ¡sin duda también destruiría la de Bara Bandobast!
¿Podría ser que el secreto de esa ruta lo tuvieran los feroces alienígenas? ¿O los terribles atacantes de espantosas armaduras? Los supervivientes de ambas facciones, dispersos en mitad de aquel éxodo gigantesco, continuaban enfrentándose, agotados, en escaramuzas entre ellos y contra las fuerzas locales. Al llegar el amanecer, tan sólo parecía quedar una de las motocicletas armadas en el aire. No se veía ninguno de los vehículos biplaza. ¿Los habrían tenido que abandonar los pilotos después de que las toberas quedaran obturadas por el polvo? ¿Habrían quedado inutilizados por los disparos enemigos? ¿Quién podría decirlo? Las escaramuzas se parecían a los ataques de los peces desgarradores contra un banco de arenques. Al ser los arenques tan numerosos y las escaramuzas comparativamente tan escasas, la probabilidad de morir en un cruce de disparos era en realidad bastante pequeña..., excepto para las personas que morían. Los combatientes utilizaban a los «arenques», los vehículos y los camelopardos como cobertura móvil.
¿De verdad quería alguien alejarse de aquellos combatientes, que quizá conocían el modo de escapar? Los guerreros de ambos bandos procedían de fuera del planeta. Si el mundo iba acabar ardiendo, la salvación tan sólo se podría conseguir fuera del planeta. Poco a poco se extendió el rumor de que una enorme flota de naves estelares esperaba en lo más profundo del desierto para evacuar a aquellos que tuvieran la fe más fuerte, esa misma fe que estaba siendo puesta a prueba.
El sol siguió ascendiendo tembloroso por el horizonte oriental. El calor empezó pronto a golpear con fuerza la superficie del desierto. El brillo del cielo cegaba. Los espejismos surgieron por doquier. Vehículos fantasmales que flotaban junto a los vehículos verdaderos, riadas de gente espectral, lejanas torres centelleantes. Sin duda, debían ser las naves estelares mencionadas en aquel rumor. También aparecieron espejismos de un río ancho y poco profundo que los refugiados más lejanos parecían vadear.
¿Cómo se podía estar seguro de cuáles de los espejismos eran verdaderos y cuáles eran imaginarios? Todos parecían reales. Cuán confusos para cualquiera que intentara buscar esa aguja en el pajar, ahora que el desierto ya brillaba tanto.
De repente, el conductor se derrumbó encima de los mandos: se había quedado dormido. El tren terrestre dio varios bandazos y se detuvo por fin. Un par de refugiados que iban en el techo salieron despedidos hacia adelante. Uno de ellos logró trepar de nuevo por la parte frontal del vehículo y se quedó mirando la aglomeración de gente que había en el interior de la cabina. El conductor parecía muerto de un ataque al corazón o algo semejante, así que se ofreció por gestos a conducir él.
Grimm echó a un lado el cuerpo del conductor y encendió los potentes limpiaparabrisas para apartar al individuo del cristal. El refugiado perdió el asidero y cayó, pero logró agarrarse en su caída al brazo del limpiaparabrisas, separándolo del cristal.
El conductor se despertó aturdido.
—¿Qué... está... pasando...?
Le temblaban las manos. Era evidente que ya no estaba en condiciones de seguir conduciendo. El rugiente motor se había parado. Oyeron el sonido de pisadas en el techo. También oyeron un tamborileo: eran los camelopardos, que pateaban para mostrar su inquietud.
El individuo que se había caído debía de haberse roto una pierna. Extendió un brazo con un gesto de dolor en el rostro pidiendo ayuda. Otras dos cabezas boca abajo aparecieron delante del cristal de la cabina de mando para echar un vistazo al interior.
Lex inmovilizó al conductor agarrándolo por el cuello. Con la otra mano abrió rápidamente una puerta lateral de la cabina y arrojó al hombre fuera antes de cerrarla otra vez. Grimm se apresuró a colocarse en el asiento del conductor y luego se puso a gritarles a las caras que asomaban cabeza abajo.
—¡Bájese uno de vosotros y enderece el brazo del limpiaparabrisas o conectaré las armas del techo!
Grimm puso en marcha de nuevo el motor mientras uno de los refugiados se apresuraba a obedecer. El tren terrestre se puso en marcha con lentitud mientras el individuo se esforzaba por cumplir la orden. Quizá las ruedas esféricas no aplastaron al hombre de la pierna rota, pero pasarle por encima hubiera sido más misericordioso que dejarlo atrás con vida.
Siguieron viajando hacia el sur, en dirección a Bara Bandobast. Se suponía que el laberinto de rocas y de setas de piedra del que había hablado el bufón de la muerte precisamente se encontraba al este de Bara Bandobast. Marb'ailtor les había dicho que estaba a un día de marcha. Unos cincuenta kilómetros. En poco tiempo tendrían que cambiar el rumbo hacia el sudeste.
Si un único tren terrestre cambiaba de dirección respecto a la marcha general de la multitud de vehículos, destacaría de forma inmediata.
El aire del interior de la cabina estaba caliente y viciado. No mejoraría, sino que se calentaría más todavía. El sudor les caía en gruesos regueros, y los pulmones se esforzaban por encontrar oxígeno en cada bocanada de aire espeso. La cabina de mando disponía de sistema de ventilación. Se oía el chirrido de un ventilador oculto en funcionamiento. Sin embargo, ningún vehículo de Sabulorb había necesitado hasta ese momento un sistema de refrigeración, tan sólo de calefacción. Aunque ese sistema de calefacción estaba apagado, en realidad parecía estar funcionando a toda marcha. La armadura de malla que Jaq llevaba debajo de la túnica se había vuelto opresiva y asfixiante, por muy flexible, porosa y ligera que fuese, pero ¿cómo podría prescindir de su protección aunque lo agobiase?
Grimm se limpió el sudor que amenazaba con cubrirle los ojos.
—Tenemos que abrir las ventanas.
Jaq se mostró de acuerdo.
—También va siendo hora de que cambiemos de rumbo.
Una manilla giratoria manual abría y cerraba la ventanilla del lado contra el que estaba aplastado. El mecanismo le recordó, aunque en miniatura, una máquina de torturar que había estudiado como aprendiz de inquisidor. Bajó el cristal blindado y gritó a los refugiados.
—¡Eh, los que estáis ahí arriba! ¡Oídme!
Aparecieron varías cabezas.
—¡Sabemos el camino a la salvación! ¡Júrolo por el Dios Emperador de la Tierra! Pero no debemos dirigirnos nosotros solos a la salvación. —Tuvo que dejar de hablar un momento para tragar y así poder seguir hablando. Hacía ya bastante tiempo que habían agotado el agua de la cantimplora de la cabina—. Si no, los alienígenas y los renegados intentarían detenemos. Todos nosotros debemos dirigirnos al sudeste. Debéis acercaros a los demás vehículos para comunicarles la noticia. Ellos, a su vez, deben extenderla. Sólo cuando cambien de dirección suficientes vehículos, harémoslo nosotros. Nuestro destino es un laberinto de piedra en el desierto, a unos cincuenta kilómetros de Bara Bandobast. —Intentó tragar saliva de nuevo—. ¡Id y corred la voz! Sólo nosotros conocemos el lugar exacto de ese laberinto. Os llevaremos a la salvación. Marchad y regresad. Si no, dispararé a la cuenta de diez..., nueve...
Grimm detuvo el tren terrestre. Para cualquiera que observara la maniobra parecería que el vehículo simplemente se había averiado. Los refugiados que iban en el techo comenzaron a bajarse. Varios indicaron con gestos sus gargantas o gimieron pidiendo agua. ¿Cómo podrían decir nada sin unos pocos sorbos?
Podrían. Jaq les contestó también con gestos que no había agua en la cabina de mando. Uno de los individuos se mordió la muñeca y sorbió un poco de sangre.
¿Cómo podrían correr y darse prisa? Sin embargo, lograron avanzar tambaleantes sin dejar de lanzar miradas temerosas al vehículo detenido, pero éste siguió inmóvil y tampoco aparecieron otros posibles pasajeros improvisados en los alrededores.
—Idiotas pusilánimes —gruñó Lex—. Pero necesitamos que vuelvan, tanto como un cangrejo necesita su caparazón.
No regresaron tantos refugiados como se habían marchado. Unos cuantos debieron de desmayarse mientras estaban lejos del vehículo. Tampoco todos pudieron subirse a su antiguo y achicharrado lugar de viaje. A pesar de todo, el tren terrestre volvió a tener su cobertura de gente.
La masa de vehículos repletos de refugiados ya había comenzado a girar sobre la marcha. Grimm siguió el movimiento y se produjo un impulso generalizado. Ya no haría falta que la noticia pasase de boca en boca. Los vehículos más alejados cambiaron de dirección simplemente porque muchos otros también lo hacían.
Llevaban ya cierto tiempo oyendo una serie irregular de estampidos. Las pequeñas explosiones no parecían estar relacionadas con ningún ataque o escaramuza. De repente, una de aquellas explosiones zarandeó el tren terrestre y la cabina se inclinó hacia un lado.
Se produjo otra detonación y el vehículo fue zarandeado de nuevo.
—Alguien dispara contra los neumáticos...
Hubo otra explosión y el transporte comenzó a arrastrarse sobre la arena. Se inclinó un poco más y oyeron al motor esforzarse por hacerlo seguir avanzando.
—No nos dispara nadie —comentó Rakel con voz ronca. Señaló con un gesto cuando vio que a una limusina cercana le reventaba una de las ruedas—. El calor dilata el aire de los neumáticos y están estallando.
El tren terrestre había quedado inutilizado, de modo que salieron de la cabina de mando.
Los neumáticos estallaban aquí y allá. Jaq, Grimm y Lex cubrieron con los bólters y las pistolas láser al grupo de refugiados que habían bajado del techo. Lex bajó la rampa de carga posterior y sacó a los camelopardos uno por uno. Los animales, que todavía estaban atados de patas, avanzaron a pequeños pasos. Sus largos cuellos se balancearon de un lado a otro intentando golpear con la cabeza a sus compañeros. Al salir al calor exterior, todos se colocaron de manera instintiva de modo que presentaran el menor perfil al tremendo calor del sol. Los rostros de las bestias tenían una expresión estúpida y maliciosa. Sus cuerpos eran flacuchos, las costillas y los demás huesos sobresalían de una forma tan prominente que parecía que alguien había envuelto los esqueletos con una tela elástica peluda. Las jorobas parecían enormes forúnculos a punto de reventar.
Aquellas bestias ni siquiera estaban sudando. El ambiente dentro de la zona de carga no apestaba demasiado. Era evidente que los camelopardos eran capaces de soportar temperaturas más elevadas que los humanos. Lo más probable era que se debiera a que la falta de grasa en sus cuerpos, aparte de las enormes jorobas, les permitía disipar el calor de un modo más rápido y eficiente.
Sin duda, los camelopardos habían sido incorporados a la fauna del planeta al comienzo de la colonización humana con vistas a un posible aumento de la temperatura. Incontables generaciones de camelopardos debieron de estremecerse de frío durante miles de años al ser incapaces de crear grasa porque sus genes estaban bloqueados. Sin embargo, por fin, las bestias comenzaban a encontrarse en su ambiente, aunque quizá no durante mucho tiempo. Si la radiación del sol continuaba intensificándose a aquel ritmo, el verano feliz de los camelopardos tan sólo duraría unos pocos días, hasta que murieran de asfixia y de calor, eso sí, más tarde que sus actuales amos.
La docena de animales se quedó allí mismo, todavía atados para evitar que intentaran escapar y demasiado estúpidos como para ni siquiera pensar en ello. Los pasajeros aturdidos miraron a las bestias con codicia. Algunos grupos se habrían lanzado a por ellas si no hubiese sido por las armas que les apuntaban.
—En esas jorobas tiene que haber agua —dijo de repente Grimm con voz entusiasmada pero reseca—. Toda una puñetera cisterna de agua. Clavaré un cuchillo y lo utilizaremos como espita...
—Señor, señor —exclamó una mujer cubierta de polvo. Era bastante obesa, lo que sin duda estaba provocándole un infierno—. Señor, no es así. Las jorobas almacenan grasa, no líquido.
El squat le indicó con un gesto que se acercara.
—Explícate.
—Hace falta quemar la grasa para soltar el agua.
—Mierda, no tenemos tiempo de andar cocinando jorobas...
—La sangre, señor, la sangre...
—¡Menuda idea! ¡Beber sangre salada para quitarse la sed!
—La sangre no es salada, señor. Las células de hemoglobina se llenan de agua cuando los camelopardos beben. Ensánchanse, hínchanse. Las células expándense un cuarto de su tamaño original...
—¿Con que las células crecen un veinticinco por ciento de una tacada? ¡Vaya!
—Es verdad! A las bestias dióseles de beber antes de partir. Obsérvese lo hinchadas que están las jorobas...
Estaba en lo cierto.
El motor del tren terrestre estaba situado en gran parte debajo de la cabina de mando. Una parte sobresalía hacia adelante y estaba cubierto por un capó abombado. Lex abrió el capó y lo arrancó para luego acercarlo a los camelopardos.
Un puño imperial piensa. Un puño imperial planifica.
Lex sacó una gran pala del vehículo y abrió un agujero amplio pero poco profundo donde colocó el capó: lo había convertido en una cisterna.
Aquella cisterna quedó llena con la sangre de dos carnelopardos sacrificados. Jaq, Rakel, Grimm y Lex bebieron por turnos y a lametones mientras los otros mantenían a raya con las armas a los cada vez más desesperados refugiados bajo el sol implacable. Lex llenó las cantimploras del vehículo y sólo después permitió que los refugiados saciaran su sed en la gran cantidad de sangre que sobró.
Los demás camelopardos habían observado el final de sus compañeros con un desinterés petulante. En el compartimento de carga encontraron cuatro sillas de montar y riendas apropiadas.
Lex puso en pie de un tirón a la mujer obesa. Tenía la cara cubierta de una costra de sangre, lo mismo que ella, lo mismo que todos los demás. La sangre seca y el polvo servirían de protección contra las quemaduras solares, algo que nadie en Sabulorb había sufrido con anterioridad.
El capitán había visto cómo se montaban y se manejaban los camelopardos en las calles de Shandabar. Lo normal era que se pusiera la silla de montar detrás de la joroba, pero aquéllas eran sillas de montar de competición, por lo que quizá se colocaban de otra manera.
—La silla colócase detrás de la joroba. ¿No es así, mujer? —le preguntó. Ya no tenía sentido que hablara con la jerga de los barrios bajos.
—Así es, señor. Si no, gíranse para morder.
—¿No quédanse amordazados?
—Necesitan abrir la boca para correr, señor. —Se quedó callada un momento, mirando el enorme cuerpo de Lex—. Con su peso, señor, la bestia no correrá, andará tan sólo.
Una vez saciada la sed, los refugiados se acercaron a los camelopardos muertos con los cuchillos en la mano. No querían la carne, sino el pellejo peludo que les serviría para hacerse unas grandes pañoletas con las que cubrirse la cabeza y los hombros.
—¿Cómo ordénase a los animales que corran? —le preguntó Lex—. ¿Qué palabras son mejores?
—¿Llévanme con ustedes? —gimió la mujer—. ¿Detrás del enano?
—A lo mejor —admitió Lex.
—Sé mucho de camelopardos, señor —insistió ella.
—¿Y qué hay de su peso, señora? —la interrumpió Grimm. La mirada de la mujer se posó en las cuerdas que Lex también había sacado del vehículo.
—Llévanse las demás monturas —dijo con un tono de voz acusador.
No pensaban dejar los demás camelopardos a los refugiados.
—¡Vámonos! —gritó Jaq.
No corrían peligro de que la inmensa emigración los dejara atrás. La enorme masa de gente seguía extendida a lo largo del paisaje hostil y cada vez más abrasador, sin importar los cientos de miles que ya habían quedado atrás o que simplemente habían caído a sus espaldas para no levantarse nunca más.
Rakel la apuntó con la pistola láser.
—Dinos las palabras. Si no son ciertas, no iremos muy lejos.
Era cierto. Si no lograban que las bestias de monta galoparan, o que al menos trotaran, la mujer recibiría un rápido castigo.
La mujer se apresuró a contestar.
—Para empezar, hay que gritarles «!Jut, jut, shutur!». Para que troten, «!Tez-rau!» y, para que galopen, «!Yald!». Si quieren pararse, hay que gritar «!Rokna!».
Aunque se notaba que era algo más pequeño que el día anterior, el sol seguía siendo gigantesco. El calor que desprendía los aplastaba.
Lex se dirigió a sus compañeros.
—Escuchad, podemos conseguirlo. El calor no es tan fuerte como parece. ¡Todavía no! Es fuerte porque lo comparamos con el de días anteriores.
—¡Ja! —soltó Grimm.
Lex podía decir lo que quisiera, ya que su cuerpo había sido modificado y lo habían preparado para que soportara temperaturas extremas, aunque lo cierto era que los squats estaban acostumbrados a sufrir temperaturas elevadas en el interior de las profundas galerías de sus minas. Sin embargo, no cabía duda alguna de que era una locura continuar aquel viaje de día, una locura capaz de hacerte hervir el cerebro. ¿Qué otras opciones tenían? Algunos de los refugiados que ya se habían confeccionado aquellas pañoletas improvisadas y sangrientas cortaron tajos de carne correosa antes de ponerse a resguardo a la sombra del vehículo abandonado.
Jaq se quitó la túnica y dejó al descubierto la armadura de malla escamosa que llevaba debajo. Se la quitó, se colocó la túnica de nuevo y enrolló la armadura flexible antes de atarla a la silla de montar como si fuera un armadillo capturado que siguiera hecho una bola.
Rakel se tambaleó y, de repente, vomitó sangre, como si un pequeño proyectil la hubiera alcanzado sin que nadie se diese cuenta y la hubiera destrozado por dentro. Pero no, sólo era la sangre de camelopardo que había bebido.
En la cisterna improvisada todavía quedaba algo de sangre fresca, aunque los bordes ya habían comenzado a tomar un color marrón púrpura al empezar a coagularse.
—¡Maldita sea! ¡Tendrás que beber otra vez! —le soltó Grimm a Rakel.
La agarró y la acercó a la cisterna. Ella no opuso resistencia. Se arrodilló y bebió de nuevo a lametones.
Lex empezó a atar a los camelopardos formando una reata. Una montura de refresco para Jaq, otra para Grimm, otra para Rakel y dos más para su tremendo peso.
¿Por qué trotar cuando podía intentar galopar? Bueno, al menos hasta que el corazón le reventara a su primera montura.
Lex aseguró con fuerza las sillas de montar y colocó las riendas. Les quitó los bozales a las bestias procurando que no lo mordieran y las destrabó sin que consiguieran darle una coz. Los cuatro montaron.
Quedó un camelopardo libre.
—Llévese éste, señora —le dijo Lex a la mujer obesa—, como agradecimiento por sus consejos. ¡Jut, jut, shutur! —gritó a continuación.
El camelopardo se puso en marcha con un movimiento brusco. Los demás camelopardos pusieron los ojos en blanco por un momento y dejaron escapar pequeños hilos de baba de los gruesos labios, que separaron para dejar al descubierto unos grandes dientes amarillentos.
—¡Jut, jut, shutur! —gritó Jaq.
—¡Jut, jut, shutur! —gritó Grimm.
—¡Jut, jut, shutur! —gritó Rakel.
—¡Tez-rau! —aulló Lex, y a continuación—: ¡Yald!
A su espalda vieron durante unos instantes a través del polvo los esfuerzos de la mujer obesa por subirse al camelopardo que quedaba y cómo sus compañeros refugiados salían de forma apresurada de la sombra del vehículo para disputarle la propiedad del animal.
¡Era una pena que tanta gente buena tuviera que ser tratada como algo prescindible! Sin embargo, lo más probable era que Lex, Grimm y Rakel acabaran igual antes de que terminase el día.
TRECE
OLA DE CALOR
El aire parecía vidrio fundido. El vidrio era imperfecto, lleno de distorsiones y defectos. Aquellos defectos servían como canales para los espejismos, como lentes para las imágenes de vehículos lejanos y jinetes de camelopardos, de refugiados que avanzaban arrastrando los pies..., y de cadáveres, cadáveres cada vez más numerosos.
¿Estaba cerca aquella figura ominosa con una servoarmadura angular y armada con un bólter? ¿Deberían Jaq, Lex o Grimm disparar contra aquel renegado? La imagen se estremeció y desapareció antes de que pudieran decidirse.
Era tan sólo un fenómeno natural. Parecía que el calor asfixiante hacía hervir la sangre del cerebro y que eso provocaba visiones de locura.
La capucha de la túnica de Jaq lo protegía del sol pero no le enfriaba la cabeza. Grimm tenía su gorra, que lo protegía hasta cierto punto. A Lex lo habían entrenado para soportarlo insoportable, pero ¿no le cocería el cerebro el sol, a pesar de todo? Los huecos abiertos en la espina dorsal del marine espacial parecían ser el resultado de una ráfaga de disparos. Rakel había improvisado y se había hecho un sombrero con una hoja de pergamino doblada y atada bajo la barbilla con el fajín de asesino. El fajín le daba el aspecto de alguien a quien le habían cortado la garganta de oreja a oreja. El pergamino era en realidad la página que Jaq había arrancado del Libro de Rhana Dandra.
¿Estaría poniendo a salvo alguno de los arlequines en ese momento el Libro del Destino en mitad de aquella marea decreciente de personas? ¿Habrían llevado ya el libro al portal de la Telaraña en una motocicleta a reacción o en una Vyper? Todas aquellas preguntas parecían remotas e irrelevantes en aquellos momentos.
El suelo relucía por el brillo del sol. Cabalgaban sobre un yunque centelleante mientras la estrella roja los martilleaba con su calor. Era una inversión del arte de la herrería. Los que se encontraban bajo el martillo no se reblandecerían como el metal en una forja, sino que se secarían y se endurecerían por completo. Nadie los agarraría con unas pinzas para sumergirlos en agua y refrescarlos.
Pasaron cabalgando al lado de cuerpos que ya parecían momias, con todos los fluidos corporales evaporados.
Sin embargo, sí era posible que algo los levantara del suelo. Unos grandes cilindros de arenisca se alzaban, vagando al azar entre los espejismos y los verdaderos refugiados. Aquellos huracanes térmicos concentrados eran el equivalente a surtidores de agua. Uno de aquellos cilindros arrastró a un refugiado que estaba sentado al lado de una carreta volcada... y lo dejó caer poco después convertido en un esqueleto de huesos pulidos por la erosión concentrada de las diminutas partículas de arena. Había que esquivar a toda costa aquellos cilindros en movimiento.
Se oía de forma constante el mido de las piedras al partirse y las rocas agrietarse, tal era el calor.
Jaq tuvo una visión: estaban bajo un cielo que en realidad era un útero de luz. En su interior flotaba un gran niño hinchado y palpitante de color rojo sangre: el sol. ¿O quizá aquella enorme masa roja era el útero en sí, en el interior del cual flotaba un feto enano blanquecino?
Jaq se encontró de repente rezándole al Hijo del Caos.
—¡Nace de una vez! ¡Toma conciencia! Muéstrame de nuevo el sendero reluciente, el camino de azogue.
¿Cómo podría aparecer un sendero reluciente en un mundo donde el cielo y la tierra parecían estar en llamas? ¿No era aquella oración una herejía?
—Muéstrame la luz de Dom —murmuró Lex.
La luz era de color rojo vivo, casi rojo blanco.
Rakel comenzó a balbucear en voz baja.
—Soy una asesina. ¿Verdad que lo soy? Una asesina invencible puede resistir cualquier tormento.
Aquello era apropiado. Rakel se iba adaptando a su destino. Quizá el calor borrase algunas de las funciones superiores de su cerebro, lo que haría más fácil la transición de su personalidad a la de Meh'lindi...
—¡Mirad! —exclamó Grimm.
Una fuente de agua surgía del terreno un poco más adelante. La lluvia de finas gotitas creaba un arco iris...
—Otro espejismo...
—No, no. ¡Yald! ¡Yald!
Los camelopardos ya habían abierto los ollares y trotaban con mayor rapidez.
Hasta ese momento, sólo una de las bestias se había derrumbado bajo el peso de Lex. Eran unas criaturas resistentes. Los tres compañeros de Lex se habían quedado sentados mientras el marine espacial cambiaba de montura. Ellos también hubieran podido cambiar de montura, pero estaban demasiado agotados y ninguno consiguió reunir las fuerzas suficientes para hacerlo.
No hizo falta que les gritaran, ¡Rokna! a los camelopardos para que se detuvieran al llegar al estanque que se había formado al lado de la fuente. Antes de que Jaq y los demás tuvieran tiempo de desmontar, una docena de refugiados emergieron de los espejismos. Tres de ellos llegaron montados en camelopardos, y media docena iban montados en el interior de una limusina blanca. Una nube de vapor salía de debajo del capó.
La fuente era sin duda un sendero reluciente. Un sendero vertical que ascendía media docena de metros antes de volver a caer para llevar la salvación a los sedientos. Los animales y los humanos se agruparon para saciar la sed y empaparse.
Jaq se puso en pie, chorreando.
—Deberíamos darle las gracias al Dios Emperador por este milagro —dijo a los demás.
—También podríamos darle las gracias al puñetero calor —contestó Grimm—. Que ha abierto unas cuantas fisuras en las rocas, lo que ha permitido que el agua de algún estrato inferior salga a presión.
Probablemente era cierto, pero no lo parecía. Seguro que se trataba de un milagro.
Lex se quedó mirando el vehículo envuelto en una nube de vapor. El conductor, que llevaba puesto un turbante, transportaba un poco de agua para refrescar el capó antes de ni siquiera intentar abrirlo. Aquel tipo sabía de qué iba aquello.
—¡Eh! —le gritó Lex—. ¿Ha desinflado las ruedas?
El conductor se detuvo asombrado al oír hablar el gótico imperial estándar, lo que indicaba que era un extranjero de otro planeta.
—¿Ha desinflado antes las ruedas como prevención? —insistió Lex.
—Sí. —La respuesta fue tensa, a la defensiva. Quizá pensaba que aquel gigante armado quería arrebatarle el vehículo.
—¡Bien hecho, hombre!
¿Cuántos conductores más habrían pensado en aquello? ¿Un diez por ciento? ¿Un cinco por ciento? Eso significaría que serían miles.
—Encontrámonos en un lugar seguro —dijo uno de los pasajeros de la limusina. Sonaba algo bobalicón—. Entraremos en el agua dejaremos fuera sólo la nariz.
Quizá era ingenioso, pero estaba loco.
—El único lugar seguro está más adelante —le replicó otro pasajero con voz paciente, como si fuera necesario razonar con el individuo enloquecido si no quería que se rompiera el lazo social que los había llevado hasta aquel lugar—. Encuéntrase en el laberinto de piedra embrujado. Antes debemos pasar por el ermitaño del que hablé.
—¿Embrujado? —gritó una mujer joven y delgada con la piel quemada por el sol que había llegado montada en un camelopardo—. ¿Cómo que está embrujado?
—¿Qué ermitaño? —preguntó su compañera, una mujer de aspecto más recio y mayor a la que el cabello le colgaba en mechones lacios a causa del sudor.
—Los fantasmas recorren aullando el laberinto —siguió diciendo el individuo—. Yo vivía en Bara Bandobast, por eso lo sé. El laberinto es tabú, pero debemos entrar allí, pero antes debemos pasar por la Ermita de los Ascetas de los Pilares.
—¿Quiénes? —preguntó el bobalicón.
—Los Estilitas de la Soledad Aislada rezan para que la Faz del Emperador aparezca en el sol y de ese modo Sabulorb se convierta en el planeta principal de peregrinación de todo el cosmos.
—Disculpe —lo interrumpió Grimm—. ¿Cuántos eremitas rezan?
—Cientos.
—Disculpe de nuevo, pero ¿cómo es posible que sean eremitas si son tantos en el mismo sitio?
—¡Cada eremita vive sentado a solas sobre un pilar de roca diferente! —le contestó. ¿Es que aquel squat era estúpido?
—¡Vaya, pues hoy deben de estar rezando el doble si no quieren caerse de sus pilares como moscas!
Detrás de un pequeño montículo apareció tambaleante una figura de estatura elevada protegida por una armadura de color verde pálido, aunque no llevaba puesto casco. Los rasgos del rostro seguían siendo gráciles y bellos a pesar de las tremendas quemaduras en la piel. Llevaba desplegado el cabello negro en una cola ancha sobre la cabeza como si fuera un patético parasol de juguete. Era un guardián eldar y todavía empuñaba su catapulta shuriken.
La piel inflamada alrededor de los ojos casi se los cerraba, aunque ya parecía estar medio ciego a causa del resplandor. Tropezó y cayó. Tuvo que apoyarse en el cañón del arma para volver a ponerse en pie. Luego apuntó con la catapulta hacia la fuente de agua, el grupo de personas y la humeante limusina blanca.
—¡Un alienígena!
Alguien sacó una pistola automática y disparó contra el guardián, pero falló por mucho. Para la mayoría de los oídos no habría existido mucha diferencia entre el sonido del disparo y el de una roca al partirse. Sin embargo, los agudos sentidos del eldar debieron de notar la diferencia, ya que se echó el arma al hombro y disparó hacia el origen del sonido.
Tampoco le dio al que le había disparado, pero la ráfaga acribilló la parte trasera de la limusina. El metal se rasgó y salió un chorro de combustible humeante de la brecha. El chorro duró poco, ya que estalló en llamas escasos momentos después. El vehículo se convirtió en un lanzallamas vertical antes de que el fuego retrocediera sobre sí mismo y se metiera en la propia limusina. Toda la parte posterior estalló y el fuego devoró por completo el vehículo.
El conductor aullaba y se arrancaba trozos de las ropas con desesperación.
¡CLAAAKpapSSSHHHSSpacBLAM!
Lex disparó su bólter y el guardián medio ciego murió en el acto. Lex volvió a montar con rapidez y le indicó a Jaq y a los demás que hicieran lo mismo antes de que los pasajeros sin vehículo se recuperaran de la sorpresa. Las dos mujeres ya habían montado incluso antes de que Grimm lo hiciera. Habían llegado a la misma conclusión que Lex: los pasajeros se habían quedado sin medio de transporte, pero allí había unas cuantas monturas.
Lex empuñó con gesto amenazante el bólter mientras le gritaba al camelopardo.
—¡Jut, jut, shutur! ¡Tez-rau! ¡Yald!
Un coro de ¡Jut, jut, shutur! y ¡Yald! dejó atrás en segundos a los ocupantes de la limusina quemada. Al menos, habían quedado atrapados en un oasis... hasta que el sol evaporara toda el agua. Cuando llegara ese momento, ¿se metería el loco gracioso bajo el agua para morir hervido y escaldado?
Las dos mujeres se mantuvieron pegadas al grupo de Jaq. Aquello le venía bien. De ese modo, el grupo parecería más normal..., si es que algo podía parecer normal a aquellas alturas de la situación.
—Las juntas habrían acabado saltando más tarde o más temprano —comentó Grimm con cierta frivolidad—. El bloque de cilindros se habría partido. No siempre los grandes esfuerzos logran grandes productos.
—Ahórranos tus comentarios mecánicos propios de un squat —lo interrumpió Jaq—. Cállate. Quiero meditar.
—Podríais haberles dejado vuestras monturas de refresco —dijo la mujer más joven.
—Pues vosotras bien que os subisteis de un salto y zumbando a los camelopardos! —le replicó Grimm.
Rakel se quedó mirando a la joven.
—No nos molestes —le espetó como advertencia. Quizá sería un aviso útil—. Soy una asesina imperial —continuó diciendo.
¿Sería que estaba a mitad de camino entre la locura y la cordura?
Vieron los pilares de piedra oscura. Miles de columnas rocosas con el extremo superior aplanado. Medían desde tres o cuatro metros de altura hasta incluso cincuenta. Se alzaban sobre el desierto arenoso a lo largo y ancho de una zona de muchos kilómetros cuadrados.
Aquello tenía el aspecto de las ruinas de un templo gigantesco. En el interior se alzaba un montículo de roca enorme, repleto de entradas de cuevas. Esa debía de ser la capilla interior del templo.
Había un eremita vestido con una túnica blanca arrodillado sobre la plataforma superior de una columna de roca. Lo que podía verse de su cara bajo la capucha de la túnica tenía el color marrón del cuero envejecido. El calor lo había secado allá arriba, en aquella altura solitaria. Sin duda, ya se habría convertido en una momia.
En la base de la columna natural de piedra alguien había grabado: OBSÉRVANOS SU GRAN OJO ROJO.
Un poco más allá se alzaba otro pilar sobre el que estaba arrodillado otro eremita. La inscripción en la roca decía PATRIARCA DE TODOS.
Numerosos refugiados ya estaban atravesando la zona. Algunos iban montados en camelopardos o en motocicletas de tres ruedas. Otros seguían pedaleando, agotados. Muchos habían quedado reducidos a la condición de peatones, De vez en cuando, alguno caía al suelo y no se levantaba más. Los ojos cansados y atormentados apenas miraban el espectáculo de los eremitas subidos a los pilares de piedra.
Existían muchos lugares en el Imperio donde la devoción y la locura no se podían distinguir la una de la otra. La locura era a menudo contagiosa y persuasiva. Los peregrinos que a lo largo de los años habían visitado Shandabar y se habían visto inspirados por el fervor de las celebraciones quizá habían visitado después aquella ermita en el desierto. ¡Cuántos eremitas había, cada uno sobre su columna! La extensión de la ermita sólo se hizo realmente visible cuando el grupo de Jaq se adentró más.
Todos los eremitas se habían convertido en cadáveres correosos, desecados por el calor asfixiante o por la reciente tormenta de polvo. Habían quedado convertidos en gárgolas en la misma postura de oración que tenían cuando los alcanzó la muerte.
Habitualmente, los eremitas se encontraban lo bastante arriba para que no los afectaran las tormentas de arenisca o de arena. Sin embargo, durante una tormenta de polvo, sin duda debían verse obligados a retirarse a la capilla central para evitar quedar asfixiados. Estaba claro que la comida y la bebida diarias debían proceder de ese lugar y ser entregadas por sirvientes. Era probable que se hubiese excavado aquella gran roca a lo largo de los siglos o de los milenios, creando las cámaras y los almacenes necesarios para ello e incluso algunas catacumbas.
¡Era obvio que los eremitas se habrían resguardado de la tormenta de polvo!
Cuando la tormenta amainó, volvieron a sus lugares de rezo. Luego, el sol empezó a matarlos de calor. Las reglas que observaban aquellos estultas debían de contemplar la posibilidad de retirarse por una tormenta de polvo..., pero no por un aumento de la temperatura. Sabulorb era un planeta frío, siempre lo había sido. Por tanto; los eremitas permanecieron arrodillados sobre la cúspide de los pilares rezando cada vez con más fervor.
¿Estarían los sirvientes lloriqueando de impotencia en el interior de la capilla rocosa? Quizá estaban disfrutando del hecho de estar libres de todo servicio. A lo mejor algunos estaban de luto mientras otros estaban de fiesta. También era posible que, privados de una razón fundamental para vivir, se hubieran lanzado unos contra otros para matarse cuando el calor comenzó a invadir lo que antaño había sido un hogar agradable.
Los camelopardos habían dejado de galopar y estaban trotando, en parte debido a los numerosos pilares, ya que de seguir a esa velocidad se hubieran podido estampar contra uno de ellos, pero también en parte porque aquel lugar ejercía cierta influencia tranquilizadora en los altaneros animales. La zona estaba sumida en un silencio profundo. Todas las piedras con grietas debían de haberse partido hacía ya bastante tiempo. Los camelopardos avanzaron con cuidado y sin resoplar, como si sintieran temor de perturbar la tranquilidad del lugar.
Vieron de nuevo la inscripción que decía PATRIARCA DE TODOS. ¿Por qué no ponía «Padre de todos»? Esa era una expresión más común.
El terror recorrió de puntillas la espina dorsal de Jaq. Uno de los eremitas abrió los ojos de un color violeta hipnótico y los miró. Abrió los labios agrietados y dejó al descubierto unos dientes puntiagudos.
Los eremitas de otras columnas cercanas empezaron a moverse. Jaq espoleó al camelopardo para que avanzara con mayor rapidez y sobrepasara aquella columna en concreto.
—¡Son híbridos genestealers! —avisó a los demás con un susurro.
Tanto Grimm como Lex soltaron unas cuantas imprecaciones y prepararon sus bólters para disparar.
—¿Qué ocurre? —preguntó la joven.
—¿Qué nos harán? —inquirió Rakel.
Algo en el interior de Jaq saltó por fin.
—Mi verdadera asesina habría sabido lo que pueden hacer los genestealers y sus híbridos. Ella tomó su forma inhumana. Ella destrozó a los híbridos con sus propias garras.
Los genestealers pasaban su semilla a los humanos, sin importar que fueran hombres o mujeres. Los padres humanos concebían y daban a luz a una descendencia horripilante y no eran capaces de negarse a sí mismos cuidarla y protegerla, ya que se convertían en esclavos de su progenie. Algunos híbridos eran realmente monstruosos. Otros parecían humanos de grandes huesos y calvos, aunque sus dientes eran inusualmente afilados y sus ojos tenían una mirada hipnótica.
Así eran los eremitas que había encima de las columnas de piedra.
Los genestealers puros eran extremadamente fuertes y resistentes. Sus zarpas eran capaces de desgarrar una plancha de acero. Los híbridos compartían bastante de ese vigor y robustez como para haber podido soportar aquel aumento de temperatura. El aspecto correoso de la piel de los eremitas se debía probablemente a la aparición de alguna característica adulta de los genestealers, como el pellejo casi córneo y de color púrpura, una respuesta al cambio ambiental.
Si todos los eremitas que había en el exterior eran híbridos, ¿qué clase de monstruos albergaría la capilla central? Tanto los eremitas como los monstruos estarían comunicados de forma empática con el engendro deforme que era el patriarca. Era evidente que Sabulorb no había sido purificado con eficacia y que los supervivientes de una progenie habían pervertido la ermita del desierto, donde se habían multiplicado...
Si Meh'lindi estuviera allí. Si todavía tuviera en su cuerpo los implantes de genestealer para confundir a los híbridos subidos a los pilares. ¡No, aquello era un deseo impío! Los implantes de la asesina habían sido una abominación.
—¡Destrozó a los híbridos con sus propias garras! —repitió Jaq.
Rakel, agotada y casi enloquecida, se estremeció de forma convulsiva.
—Esperas mucho de tus mujeres, mi señor inquisidor!
Jaq se vio asaltado por la vergüenza. Le tembló la voz al hablar.
—Tu imitación es sagrada —le dijo.
No era así: era profana.
Pero tampoco era así: la imitación de Meh'lindi por parte de Rakel se convertiría en algo sagrado cuando Meh'lindi se reencarnara en Rakel y cuando el Hijo del Caos se estremeciera en el útero del espacio disforme, santificando así el autosacrificio de Rakel y el bautismo de Jaq en la nueva alma que contendría aquel cuerpo.
—Me disculpo en nombre de los ultramarines —dijo Lex mientras observaba columna tras columna, sobre las cuales comenzaban a moverse lentamente las figuras vestidas de blanco—. ¡Cómo puede ser que los genestealers hayan recuperado sus fuerzas en tan poco tiempo! Sin duda, es mejor que este mundo quede arrasado por el fuego.
Uno de los eremitas se había puesto en pie con lentitud para observar mejor el pausado llegar de lo que quedaba de la inmensa emigración. La capucha cayó hacia atrás y dejó al descubierto una cabeza calva que relucía bajo el destello del sol y unas cejas prominentes. Extendió unos brazos con músculos como cables, invitando a todos a que entraran, bendiciendo su llegada.
La dispersa masa de refugiados debió de parecerle maná caído del cielo..., o el motivo para que se produjera un ataque enloquecido. Unos cuantos eremitas más también se habían puesto en pie. En tiempos de crisis, lo imperativo era pasar la herencia genética de los genestealers. Allí llegaba una horda de ganado humano, lista para ser inseminada.
Quizá parte de ese ganado humano se pudiera utilizar como alimento si el calor disminuía en vez de seguir aumentando. Aquel desierto era demasiado árido. ¿Es que los sirvientes de los eremitas cultivaban comida en las catacumbas? ¿Tendrían gallinas y tanques de algas en las profundidades? Un festín de carne humana siempre sería bienvenido. El resto se podría ahumar o escabechar.
Grimm empezó a soltar una risita histérica.
—Sigue con cuidado, bestia mía —le dijo a su montura—. Sigue adelante, camelopardo bonito.
Pasaron al lado de otro pilar. El híbrido que estaba en lo alto los miró con ojos hipnóticos.
Eran miles de moscas entrando en una telaraña. Los híbridos parecían sapos cuyas lenguas salían disparadas cuando un movimiento adecuado pasaba por su retina al ponerse a tiro sus presas.
¿Cuánto tardarían los híbridos en comenzar a bajarse de los pilares? Quizá lo harían en cuanto los genestealers completos empezaran a salir de las bocas de las cuevas excavadas en la roca.
Había sido un viaje de pesadilla bajo un sol abrasador..., pero la peor alucinación de todas resultaba ser real.
—Trota un poco más de prisa, camelopardo bonito...
Ponerse al galope, o incluso a medio galope, podría precipitar la matanza. La mujer obesa no les había dicho cómo se ordenaba el trote. Grimm espoleó un poco con las rodillas a la montura.
—Eh —llamó en voz baja a la mujer que estaba más cerca de las que los acompañaban—. ¿Cómo dícese trotar?
—Dícese «asan» —le contestó la joven— Quiere decir «caminar fácil».
—Asan, asan, shutur!
Lo dijo casi como si fuera una plegaria. La montura de Grimm avanzó con algo más de rapidez. Los demás lo imitaron.
El squat deseaba con todas sus fuerzas ir montado en una motocicleta de tres ruedas en vez de en aquel cuadrúpedo bamboleante. Tenía el trasero dolorido e irritado.
Todos los eremitas se habían puesto en pie. Todos parecían estar atentos a algo. ¿Estaban esperando alguna clase de señal acústica o un impulso mental que les indicara el momento adecuado para el ataque? Sin embargo, tenían puesta la atención hacia el norte, de donde procedía la migración en masa.
—¡Una aeronave! —gritó Lex.
Poco tiempo después, todo el mundo oyó el ronroneo de los motores.
En mitad del brillo cegador del cielo apareció un gran transporte de tropas que volaba bajo. Lex se puso una mano de visera para protegerse los ojos y se quedó mirando mientras la nave viraba. Tenía la intención de dar una vuelta alrededor de la ermita.
—Creo que lleva insignias imperiales —les dijo.
Los eremitas híbridos le prestaban toda su atención en ese momento.
Uno de los cuatro motores de la aeronave empezó a fallar lanzando pequeños estampidos hasta que se paró por completo.
—¡Casi no tiene combustible!
La aeronave no podía proceder de Shandabar. El lugar no era más que un erial de ceniza y restos humeantes.
—Debe de proceder del continente septentrional, de la base de la Fuerza de Defensa Planetaria o del Departamento...
Después de la tormenta de polvo y antes de que toda la ciudad explotara al mismo tiempo, alguno de los astrópatas había enviado un mensaje concerniente a la incursión de los alíenígenas y de los marines espaciales del Caos. Después, Shandabar había quedado en completo silencio. Los mandos habían enviado un transporte de tropas para que investigaran el motivo y la zona. Si se había quedado sin combustible, entonces sin duda tropezó con varias tormentas en el recorrido. Seguramente el piloto habría contado con aterrizar en Shandabar, pero no pudo y se limitó a contemplar la absoluta e inexplicable destrucción de la capital. La aeronave había seguido volando al ver las señales de la migración en masa: decenas de kilómetros de cadáveres y vehículos abandonados. Más tarde, los refugiados que seguían avanzando con los camelopardos..., y aquel giro, el cambio de rumbo que los alejaba de la ruta más obvia en dirección a Bara Bandobast. Al parecer, la masa de gente se dirigía hacia aquel lugar repleto de piedras en mitad del desierto.
Seguramente la velocidad del aire había ventilado el interior de la aeronave, por lo que el viaje a bordo no habría sido tan asfixiante. La aeronave tenía una compuerta en uno de los costados, y por allí comenzaron a salir cuerpos que frenaron su caída en cuanto se abrieron los paracaídas blancos. Los soldados fueron cayendo con un leve balanceo. Eran tropas con un uniforme de camuflaje de color gris desierto salpicado por manchas amarillas claras. Llevaban sus rifles láser colgados del cuello. Tan sólo uno de los paracaídas falló. El soldado cayó a plomo contra el suelo. Uno tras otro salieron del avión y desplegaron las grandes telas blancas de los paracaídas. Ciento cincuenta soldados, ¡por lo menos!
Los motores de la aeronave se fueron apagando también uno tras otro. El piloto intentó hacer planear la aeronave con la esperanza de llegar a desierto abierto, pero sólo hasta que golpeó contra un pilar especialmente alto con la punta de un ala. La aeronave giró con rapidez sobre sí misma y desapareció. El impacto contra el suelo levantó una columna de humo, pero no se produjo ninguna explosión: no quedaba combustible que pudiera estallar.
Las tropas llegaron a tierra y los eremitas se apresuraron a descender de los pilares. Bajaron con rapidez por las columnas de piedra, sobre todo porque conocían todos los recovecos donde podían agarrarse con los dedos. A la vez, ¡las bocas de los túneles de la capilla de roca vomitaron oleada tras oleada de monstruos!
Eran criaturas de cuatro brazos. El par superior acababa en unas garras tremendas. Jaq reconoció el modo de avanzar casi a saltos y la velocidad, la increíble velocidad. De la espina dorsal les surgían una especie de cuernos que no tenían continuidad en las largas colas sinuosas o los alargados cráneos.
Detrás de aquellos monstruos «puros» surgió una marabunta de híbridos que no tenían apenas aspecto de humanos. No eran más que una sátira vil de la humanidad, con cabezas hinchadas y dientes afilados. Incluso desde lejos se podían distinguir sus deformidades. Algunos tenían garras en vez de manos. De la espalda de otros surgían hileras de espinas.
Aquellos híbridos odiosos estaban equipados con una abigarrada colección de rifles automáticos y escopetas, además de espadas normales y espadas sierra. Por supuesto, los genestealers puros no utilizaban armas ni herramientas de ninguna clase aparte de sus garras y sus resistentes cuerpos.
En cuanto llegaron al suelo, los eremitas sacaron pistolas automáticas y pistolas láser de debajo de las túnicas blancas.
—¡Padre de lengua plateada, tu saliva salva nuestras almas! —gritó uno de los eremitas.
En la boca del túnel más grande apareció el patriarca para supervisar la matanza que su progenie iba a provocar. Parecía un cerdo de cuatro brazos y enormes colmillos. Las espinas que le sobresalían de la espalda eran del tamaño de hojas de palmera. Tres pezuñas de garras enormes arañaban la roca sobre la que se encontraba. Estaba demasiado lejos para lograr distinguir sus ojos de color violeta llenos de venillas.
Aun así, ¡estaba demasiado cerca!
Grimm disparó contra el eremita más cercano, al que destrozó el pecho.
—¡Tez-rau! ¡Yald! —gritó Jaq.
Se pusieron a medio galope para pasar casi en seguida al galope. Uno de los genestealers ya se dirigía hacia ellos. El bamboleo de su camelopardo hizo que Lex fallara un disparo. El proyectil desperdiciado destrozó la inscripción de uno de los pilares. Jaq detuvo al monstruo con una plegaria y un proyectil del Piedad del Emperador. Siguió vivo, pero retorciéndose en el suelo de gravilla.
Los eremitas estaban atacando a los refugiados, agotados y abrasados por el sol, y a menudo lo hacían con las manos desnudas. Algunos se agachaban sobre las víctimas y bebían su sangre para saciar la sed. Los refugiados más aguerridos se defendieron con pistolas automáticas. Las tropas de uniforme amarillo y gris, dispersas por una gran zona, atacaron con descargas de rayos láser contra los genestealers o los híbridos que se abalanzaban contra ellos. La mayoría de los genestealers alcanzaban a las víctimas que habían escogido y las despedazaban. Un vehículo semioruga, atraído primero por el espectáculo de la lluvia de paracaidistas y después por el fragor del combate, apareció a toda velocidad. En el techo iba un arbite con el uniforme negro de servicio, pero que había perdido o había tirado el casco. La piel se le estaba cayendo del rostro inflamado por las quemaduras. Un genestealer salió corriendo de detrás de una de las columnas y se lanzó a la carga hacia el vehículo. El arbite giró el cañón automático montado en el vehículo e intentó acribillar a un monstruo que no debería estar pisando el suelo de Sabulorb. Uno de los proyectiles de gran velocidad le arrancó uno de los brazos inferiores.
El conductor del semioruga sucumbió por fin al calor debido al esfuerzo y a la tensión del repentino acelerón del vehículo, o quizá intentó alejar el vehículo del monstruo que se abalanzaba contra ellos. Una de las orugas se bloqueó y chocó contra una piedra. El vehículo patinó y comenzó a volcarse. El artillero salió despedido y el genestealer aceleró la carrera. El arbite rodó sobre sí mismo e intentó desenfundar una pistola láser, pero una de las garras ya se había cerrado sobre su cabeza desprotegida.
El genestealer centró su atención un momento después en el vehículo volcado. Las garras impactaron contra el metal para buscar un asidero desde el cual arrancar uno de los paneles laterales.
Apareció una motocicleta a reacción.
Era un tiburón aéreo estilizado, con una runa pintada sobre el alargado fuselaje delantero y unos estabilizadores laterales con forma de hacha de doble cabeza. Voló esquivando las columnas de roca, serpenteando a tan sólo un par de cuerpos de distancia del suelo. De ese modo, había logrado acercarse mucho antes de que se la detectara. Un vuelo a tan baja altura implicaba que se arriesgaba a que uno de los genestealers saltara y se agarrara a uno de los estabilizadores.
A los mandos del vehículo iba una mancha borrosa de diversos colores: un arlequín cuyo escudo holográfico estaba en pleno funcionamiento caleidoscópico. A cada lado del afilado morro de la motocicleta sobresalían como colmillos unas catapultas shuriken. Los cañones de aquellas armas mellizas bajaron por un momento y lanzaron un chorro de discos de metal afilados como navajas y demasiado veloces para poder distinguirlos a simple vista. Un genestealer cayó revolcándose al suelo: los proyectiles le habían atravesado el duro caparazón y le habían destrozado el frágil interior.
La motocicleta a reacción se dirigió hacia la boca del túnel donde el patriarca se encontraba supervisando la matanza de un modo insolente. Había genestealers en la zona, en un lugar bastante cercano al portal de entrada a la Telaraña. Los eremitas híbridos, guardianes de un vil secreto, no se hubieran atrevido a alejarse mucho en el pasado de sus columnas de piedra. Al menos, no tan lejos como para llegar al laberinto de piedra. La supervivencia de su progenie exigía aislamiento, no exploración. Sin embargo, Sabulorb estaba a punto de desaparecer envuelto en llamas. Si el patriarca se daba cuenta de que existía una manera de escapar del planeta, los híbridos y los genestealers harían todo lo posible por encontrar aquel lugar. Sin duda, los genestealers lograrían soportar el creciente calor durante el tiempo suficiente. Podrían quedar sueltos por la Telaraña, capaces, si el destino por alguna clase de triquiñuela siniestra lo permitía, de encontrar el camino a un mundo astronave.
Eso no debía ocurrir de ninguna forma. El arlequín hizo virar la motocicleta a reacción hacia la capilla de roca, hacia la terrible silueta que se encontraba en la entrada de la cueva.
Una ráfaga de proyectiles shuriken acribilló el lugar. Buena parte de ellos le dieron de lleno. El cerdo hipertrofiado se tambaleó pero no cayó. Una de las dos manos le quedó colgando sostenida por un solo ligamento, y uno de los ojos le había reventado, pero el disco shuriken que lo había alcanzado debía de haberse quedado clavado en un hueso orbital especialmente duro, por lo que no había logrado atravesarle el cerebro. De las heridas salía un espeso fluido pegajoso. Una de las rodillas también había quedado destrozada. Sin embargo, la criatura parecía invencible. El patriarca quizá estaba herido de muerte, pero se mantenía vivo, en pie y en una postura desafiante.
El arlequín tan sólo tuvo un par de segundos para percibir todo aquello. Quizá la intención original del arlequín había sido acribillar hasta matarlo al patriarca de los genestealers y luego ascender en vertical en el último momento para esquivar la pared de roca de la capilla pero ¿al ver aquello, no se atrevió.
La motocicleta a reacción, sin dejar de disparar en ningún momento, se estrelló contra el pecho del patriarca. El impacto lanzó a la gran bestia de espaldas al interior del túnel, junto a la motocicleta a reacción y al piloto. Un instante después, el combustible del vehículo estalló y una llamarada de fuego purificador surgió de la boca del túnel.
—¡Yald! ¡Yald!
El grupo de Jaq ya casi había sobrepasado el último pilar de roca cuando un híbrido se abalanzó sobre la mujer shandabar más joven.
El híbrido la bajó de un tirón de la montura y luego se quedó sobre ella mientras la muchacha se retorcía y chillaba. El híbrido gritaba de forma incoherente. No intentó ponerse en pie o montarse en el camelopardo.
—¡No te pares! —le gritó Lex a Rakel mientras miraba atrás. Ella había tirado de las riendas del camelopardo, lo mismo que la compañera de la muchacha caída—. ¡Sigue galopando! ¡Yald! ¡Yald!
La mujer robusta ya había logrado que su montura diera media vuelta.
—¡Ayúdennos!
No era posible ayudarlas sin retrasarse. No tardar en dejar atrás la capilla era más importante que la apariencia de normalidad que le daba cabalgar con aquellas dos mujeres. Debían rezar para que suficientes combatientes de todos los bandos quedaran muertos o incapacitados para que no los pudieran perseguir de un modo efectivo.
El híbrido todavía continuaba gritando de forma incomprensible, como si fuera él quien estuviera inmovilizado en el suelo. Una tormenta psíquica provocada por la muerte del patriarca debía de estar afectando a todos los miembros de la progenie y les impedía comportarse de un modo racional. Quizá la mujer robusta lograra clavarle un cuchillo al híbrido y rescatar a su amiga.
CATORCE
CONGOJA
Aunque el gran sol rojo ya había pasado su cenit y comenzaba a bajar hacia el horizonte, el calor insoportable y el resplandor no hacían más que aumentar, como si otro giro de la manivela de aquel potro de tortura por fin lograra que los huesos se salieran de las articulaciones y los cuerpos enloqueciesen con aquella agonía feroz.
El polvoriento mosaico de piedra de aquella parte del desierto se estaba convirtiendo en una enorme parrilla, una superficie dolorosa incluso para los pies acolchados y encallecidos de los camelopardos. A las bestias no les quedaba más remedio que seguir avanzando: para aliviar el dolor de una pata tenían que levantarla y echarla hacia adelante, luego lo mismo con otra y así de modo continuo. El aire estaba cargado de forma permanente con el hedor de pelo chamuscado que acompañaba a los camelopardos.
Los jinetes tenían todo el aspecto de haber muerto y haberse quedado momificados sobre las sillas de montar.
Quedaban pocos refugiados y todos iban montados en camelopardos. Los viajeros de los espejismos superaban en número a los reales. Si uno miraba de reojo se daba cuenta de que no se veían vehículos por ningún lado, de que no existían ni siquiera como espejismos. En la lente hipercalentada en que se había convertido el aire, se podía incluso divisar espejismos de uno mismo. Parecía que la propia realidad se había fundido.
¿Cuántos refugiados habían muerto ya? ¿Un millón y medio? El grupo de Jaq debía de ser la vanguardia. Ninguno de los escasos supervivientes que estaban alrededor les prestaba atención como poseedores de un conocimiento especial.
Los incontables cientos de miles de habitantes de Shandabar serían en poco tiempo nada más que una fracción de la lista de muertos planetarios..., aunque nadie los contaría jamás.
El terreno parecía ocupado de este a oeste, por lo que se asemejaba a una ciudad abandonada. Se veían rincones oscuros, en contraste con los techos relucientes. Los camelopardos aumentaron el trote con cierta expectación.
La ciudad resultó ser una pequeña meseta de poca altura que se había partido en grandes bloques, separados por anchos cañones y estrechos desfiladeros. El viento cargado de partículas de arena se había ocupado a lo largo de millones de años de esculpir cámaras, pasillos, estancias y avenidas, además de puentes de piedra. Por fin habían llegado al laberinto, que se extendía por un área de decenas de kilómetros cuadrados.
Era un lugar reseco, capaz de partir piedras enormes y evaporar el tuétano de los huesos. Era seco como la misma muerte.
Se pararon a descansar y se refugiaron de forma momentánea en una cámara natural excavada en la roca que era tan grande como su antigua mansión. La temperatura era diez grados más fresca en el interior. Bueno, más bien era diez grados menos achicharrante. El lugar les habría parecido un horno en otras circunstancias.
Debían comer y debían beber. Habían agotado hacía tiempo el agua que habían recogido en el oasis.
El suelo de piedra era liso y no presentaba ninguna clase de cavidad natural donde recoger sangre.
Grimm indicó mediante gestos y gruñidos que conocía un modo de lograrlo. El pequeño individuo recordó un método que vio una vez en un mundo agrícola primitivo.
Grimm le quitó el gorro de pergamino a Rakel y recuperó el fajín de asesino que lo mantenía pegado a la cabeza. El fajín llevaba un cordón de alambre utilizado para estrangular entremetido en el tejido.
Lex reunió las escasas fuerzas que le quedaban, agarró a la bestia escogida y la obligó a agachar el largo cuello serpenteante. Grimm rodeó el cuello del animal con el fajín y lo apretó como si fuera un torniquete. El camelopardo intentó zafarse. Gruñó y escupió, pero Lex lo mantuvo agarrado con firmeza.
Grimm clavó la punta de un cuchillo hasta llegar a la arteria carótida del animal. El chorro de sangre que saltó salpicó a Grimm en la cara cuando el corazón de gran tamaño del camelopardo la bombeó a través de la arteria. Grimm se apresuró a pegar la boca a la herida. Movió los labios y chupó como si fuera un vampiro pequeño y robusto.
Después de unos momentos tapó la herida con un pulgar. Los nativos del planeta habían utilizado un tapón.
—Te toca, Jaq.
Jaq, que apenas podía hablar, indicó por señas que la siguiente debía ser Rakel. La mujer estaba a punto de expirar y le era imprescindible. Era esencial para lo que debía ocurrir en aquel lugar de la Telaraña.
Rakel se acercó tambaleándose al cuello del animal y Grimm apartó el pulgar.
El animal ya forcejeaba menos y parecía somnoliento. Ojalá el torniquete no estuviese tan apretado como para matarlo y que simplemente fuese que su cerebro estuviese recibiendo menos sangre y los pulmones menos aire.
Jaq fue el siguiente en chupar la sangre.
¿Qué podría hacer Lex, el encargado de mantener inmóvil al animal? Grimm intentó colocar la gran cantimplora debajo del chorro, pero salía de un modo demasiado disperso y no tenían tiempo que perder. Le indicó por gestos a Rakel que le alcanzara el sombrero de pergamino, que estaba en el suelo. El no podía hacerlo, ya que tenía puesto el dedo en el agujero para impedir que saliera la sangre.
Jaq recogió del suelo la página del Libro del Destino doblada con habilidad y se la entregó a Grimm como si llevara el receptáculo de un rito sagrado. El squat quitó el dedo y la sangre de camelopardo llenó el cáliz de pergamino.
Jaq sostuvo el sombrero lleno de sangre en alto para que Lex pudiera beber directamente de allí.
El animal ya había muerto, asfixiado por completo. Sus compañeros camelopardos pusieron los ojos en blanco, pero quizá tan sólo estaban intentando despejárselos de polvo.
La carne del cuerpo estaría llena de fibras y tendones, así que Grimm rajá la piel de la joroba y dejó al descubierto la gruesa capa de grasa, que cortó en trozos.
Tenía un sabor asqueroso.
—La quemaremos como combustible de gran octanaje —explicó Lex a los demás.
Claro, para él era muy fácil decirlo, ya que disponía de un segundo estómago y era capaz de digerir incluso venenos, pero todos se obligaron a comerlo.
La grasa de la joroba parecía estar a punto de ponerse rancia bajo aquel calor, pero a pesar de todo, Grimm metió toda la que pudo en unos cuantos morrales. La cantimplora la llenaron con la sangre del gran sombrero después de que Lex acabara de beber.
El calor. El calor. Por mucho que les apeteciera tumbarse y dormir, no debían hacerlo, pues acabarían incinerados. Aunque el sol ya casi se había puesto, la luz rojiza, más propia de un horno de fundición, seguía e iluminaba el cielo con fuerza. Adelante, adelante, antes de que la oscuridad ocultase aquel lugar laberíntico.
Jaq había recuperado el fajín del cuello del animal. Miró el sombrero improvisado, cubierto de sangre reseca, con las runas eldars sucias y manchadas.
—No importa si abandonamos la página —le dijo con voz cansada a Rakel—. Si no hemos encontrado las setas de piedra por la mañana, estaremos muertos.
Se anudó el fajín a la cintura para llevarlo consigo. Lex apartó a Jaq para hablar un momento con él.
—Estoy seguro de que deberíamos conservar esa página —le dijo con un murmullo—. Sé que no podíamos traernos todo el libro con nosotros, pero tirar el último resto que nos queda del texto me parece un error. Utilizarlo como sombrero... era el único modo de salvar a Rakel de una insolación, pero utilizarlo para contener la sangre del animal, aunque yo estuviese dispuesto a beber de allí...
Lex meneó la cabeza.
—Capitán, ¿no estarás reverenciando un texto alienígena? —le preguntó Jaq con voz severa.
—¿No es cierto que el texto cambia? ¿No es posible que aparezca alguna referencia a los hijos del Emperador en este fragmento de libro? Me parece que, obligados por las circunstancias, nos estamos desviando de nuestro deber, de nuestros juramentos sagrados.
—¡En absoluto! No, Lex, en absoluto —Jaq se esforzó por convencerlo—. Me opondré a la muerte en el lugar de la Telaraña donde la historia puede cambiar y resucitaré a Meh'lindi. Este hecho enviará una onda de choque por todo el Mar de las Almas de tal manera que es posible que oprima y coagule al Hijo del Caos, aunque sea tan sólo un ápice, ¡pero ese ápice puede ser crucial! La Teoría del Caos eldar indica que el simple aleteo de una polilla puede provocar un huracán al otro lado de un planeta. Marb'ailtor lo dijo. ¿No será mucho más potente un efecto similar en el nodo crucial del interior de la Telaraña, dentro del propio espacio disforme?
Lex parecía escéptico.
—¡Te lo juro, capitán! ¿No te guió la Mano de Gloria? ¿No tomé en mi interior el demonio que se apoderó de ti y lo expulsé al abismo?
Lex asintió. Aquello era completamente cierto.
—¿No estoy iluminado? Si me equivoco —añadió Jaq—, te ruego que me mates. Te suplicaría que me encadenaras y me llevaras ante la Inquisición si no fuera porque está infiltrada y repleta de conspiradores, en guerra con ella misma.
¿A qué autoridad de confianza podía Lex llevar a Jaq? ¿A los bibliotecarios exterminadores de los Puños Imperiales, si alguna vez lograba regresar a su capítulo? El alienígena Libro del Destino, los hijos del Emperador... Todos aquellos asuntos eran demasiado grandes, demasiado importantes como para que los manejara un solo capítulo de marines espaciales. Y tal como lo había expresado Jaq, la propia Inquisición estaba en entredicho.
—Escúchame, Lex: estamos participando en un proceso de perfeccionamiento del espíritu que debe llevarse a cabo con un sacrificio santificado...
Del alma de Rakel.
Lex se estremeció. Un sacrificio semejante recordaba demasiado a algo demoníaco.
—El autosacrificio es algo sublime —murmuró. Los ojos de Jaq despidieron chispas.
—¿Es que no crees que me sacrificaría yo mismo si eso fuese posible? Recemos en silencio para que el sendero reluciente bendiga a nuestra señora ladrona con el don de la comprensión. La honraré, sin duda. Es un recipiente sagrado. Un inquisidor debe realizar elecciones duras pero devotas. Las elecciones que no cuestan nada son pura herejía.
—Sí, es cierto: el dolor es pureza —contestó Lex mostrándose de acuerdo.
—La reencarnación de Meh'lindi será un acto de amor —insistió Jaq—. Será un cristal semillero de amor incrustado en el mar psíquico. Será un triunfo sobre la muerte y el Caos, algo que el mar psíquico debe escuchar.
El mar psíquico..., ¿o el mar «psicótico»?
Si hubiera habido moscas en las profundidades de aquel desierto, aquella plaga se habría pegado alrededor de los cuatro viajeros mientras continuaban su particular peregrinaje. Las moscas se les hubieran pegado a las ropas y a la piel, cubiertas de costras de sangre seca de camelopardo.
Durante un rato avanzaron con un paso más parecido al de los patos que al de las personas, sobre todo Grimm, debido al sufrimiento provocado por todas aquellas terribles horas montados en los camelopardos.
Ya habían abandonado las monturas. Siguieron un desfiladero estrecho y serpenteante hasta que llegaron a un callejón sin salida..., a excepción de una especie de pasillo que se abría en una de las paredes del desfiladero. El pasillo natural era bastante amplio al principio, pero después se fue estrechando hasta que tuvieron que cruzarlo avanzando a cuatro patas hasta que llegaron al siguiente desfiladero.
Las enormes paredes de piedra corrían paralelas la una a la otra. Aunque se alzaban hasta una altura de cincuenta metros, tan sólo tenían un espesor de un metro. El viento había abierto agujeros aquí y allá, pero apenas se podía pasar. Un viento achicharrador recorría el laberinto, y cuando pasaba por los agujeros parecía decir: «Shhíguemeee, shhiguemeee»; el recuerdo de las voces de los viajeros muertos que se habían perdido allí a lo largo de los siglos y que deseaban tener compañía en su triste estado.
A pesar de aquella grasa tan energética, Rakel se desmayó de cansancio. Lex se la echó al hombro para llevarla, aunque a veces, en los pasajes más angostos, tuvo que arrastrarla detrás de él.
El sol, oculto por las altas paredes, ya se había puesto, aunque el calor seguía siendo tan fuerte como antes. Unas auroras antes inexistentes bailaban en el firmamento y prestaban su luz al entorno.
Se encontraron con media docena de refugiados tambaleantes que también estaban registrando el laberinto en busca de un lugar seguro..., sin tener ni idea de cómo sería un sitio así. No había peligro en contarles el secreto a unos pocos supervivientes agotados, ganadores de la lotería del éxodo. ¡Más bien lo contrario!
—¿Habéis visto un círculo de piedras grandes en forma de seta? —les preguntó Jaq.
Ninguno de los refugiados se había encontrado con algo semejante. Se alejaron tambaleantes en busca de aquello. Juraron que si alguno encontraba el lugar, gritaría con la esperanza de que sus roncas voces resonaran con la fuerza suficiente para llegar a través de los desfiladeros y cañones.
Jaq consultó la lente ocular. La runa de la ruta estaba a la vista, pero ¿dónde estaba el punto de partida en el mundo real?
Lex cerró el puño izquierdo.
—Oh, Dorn, luz de mi ser —rezó—. Ayúdame en esta hora. Biff—murmuró—, Yeri...
¿Qué podría invocar la luz de Rogal Dom? El calor no era todavía lo bastante intenso como para que se pudiera comparar con el tormento del potro de tortura, el infierno que le habían provocado aquellas visiones en el pasado. ¿Qué clase de dolor agónico haría falta para ver, para llegar a la luz?
—Grimm, saca tu cuchillo —le dijo Lex—. Debes clavarme la punta lentamente en el ojo para que pueda ver el camino.
Lex se arrodilló sin bajarse a Rakel del hombro.
—¡Déjate de tonterías, grandullón!
Grimm miró a Jaq, pero el inquisidor estaba asintiendo con gesto lento ante la idea. El autosacrificio era una herramienta, una herramienta trascendente. Más aún: en todo aquello existía un patrón, una ecuación críptica que el capitán debía de haber percibido, una ecuación entre el ojo de Azul, que Lex en persona había arrancado, y el propio ojo de Lex.
—¿Es que no ves la armonía de las circunstancias? —le preguntó Jaq a Grimm.
El pequeño individuo negó con la cabeza.
—Ojo por ojo de la disformidad —le aclaró Jaq con voz tranquila—. Iluminación a través del tormento. La alternativa es nuestra muerte y un fracaso completo. Capitán, tu alma está repleta de inspiración. ¿Prefieres que yo empuñe el cuchillo?
—Creo que el squat realizará esa tarea mejor que cualquier servidor mecanizado.
No, Lex no quería que Jaq empuñara el cuchillo. ¿Acaso era él un hereje para que el inquisidor lo sometiera a semejante dolor?
—¿No parpadearás? —le preguntó Grimm al marine espacial arrodillado.
—Mantendré los ojos completamente abiertos, squat. Juro no parpadear. Cuando me reúna con mi capítulo, los cirujanos y los apotecarios me implantarán un oculus artificial.
Puede que lo hicieran. Sin embargo, que un combatiente sacrificase la vista de un ojo cuando el futuro aparecía tan lleno de peligros y de incertidumbre era un acto de increíble valentía. ¿O sería tan sólo una locura?
Grimm comenzó la tarea y Lex contuvo la respiración.
En el mismo momento que el globo ocular saltó y surgió un chorro de fluido, el puño de Lex comenzó a emitir una fosforescencia verdosa.
Su dedo índice se extendió y señaló. Señaló el camino.
Lex miraba a un lado y a otro mientras caminaba con Rakel todavía echada al hombro. De ese modo compensaba la pérdida de visión. Llevaba el fajín rojo de asesino sobre la cuenca ocular vacía, como si fuera un vendaje ensangrentado.
Sin aquella venda, se quedaría inevitablemente sin visión a causa de la luz que caería sobre la cuenca vacía, que parecía un absceso de pus reventado. El reluciente dedo índice señalaba hacia adelante.
Entraron en una amplia plaza natural iluminada por la luz de las auroras.
Había seis piedras con forma de seta que se alzaban a una altura poco mayor que la de Lex. Formaban un círculo y casi se tocaban por los bordes. En el interior se veía un borroso disco de luz en posición vertical de color azul. Era el portal de entrada a la Telaraña. Allí comenzaba el túnel que llevaba a otro sitio, lejos de aquel laberinto, lejos de Sabulorb.
Lex dejó a Rakel en el suelo y la sacudió.
—Estamos a salvo —gruñó.
Ella se despabiló un poco y se quedó boquiabierta al ver el rostro vendado de Lex. La voz le tembló un poco.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—Es un sacrificio —le contestó Jaq—. Siempre llega un día en que todos debemos hacer un sacrificio, incluso si los sacrificados somos nosotros mismos. ¿Qué somos comparados con el Hijo del Caos? O con el Dios Emperador de la Tierra? ¿O con el Mar de Almas donde toda la angustia y la rabia y el deseo junto a todas las virtudes de un billón de billones de almas quedan disueltas a la espera de la apoteosis?
—¿Qué quiere decir apoteosis?
—Significa convertirse en divinidad, ya sea maligna o gloriosa. Aunque tan sólo somos restos flotando comparados con ese mar, pero nuestros actos de autosacrificio pueden provocar una pequeña corriente que dé lugar a una ola poderosa.
—Bonito discurso —comentó Grimm—. ¿Cuánto hay hasta la primera abertura por donde podamos bajar a algún planeta? Tenemos que descansar. Necesito una especie de mundo paraíso con un montón de comida, de bebida y descanso. Ella necesita lo mismo, por cierto.
Jaq abrió la tapa del monóculo y concentró la mirada en el nebuloso túnel azul.
—Sólo veo diez bifurcaciones antes del primer hueco. Tenemos suerte.
De repente, quizá debido a que estaban tan cerca de un lugar seguro, el calor les pareció insoportable a pesar de que el sol se estaba poniendo. El aire nocturno era abrasador.
Sin duda faltaba poco para que, al otro lado de Sabulorb, los mares comenzaran a hervir y a evaporarse. Los mares acabarían desapareciendo y todos los materiales combustibles de los continentes estallarían en llamas de forma espontánea. La vegetación, los edificios y los cadáveres se convertirían en humo. Las mismas rocas y desiertos arderían incandescentes.
Habría que borrar un nombre de la lista de un millón de planetas: el de Sabulorb. Pero ¿quién prestaría atención a aquella desaparición ínfima? Los habitantes de los sistemas estelares vecinos, los navegantes y, por supuesto, los lejanos funcionarios del Adeptas Ministorum (ya que perderían un planeta para la fe del Emperador), los funcionarios del Departamento Munitorum (ya que perderían una base de reclutamiento) y los jefes del Adeptas Arbites (que perderían un palacio de justicia..., aunque a Sabulorb ya no le haría falta vigilancia alguna).
A cinco mil años luz, al otro lado del Imperio, ¿quién habría oído ni siquiera hablar de Sabulorb? La mayoría de la gente seguiría con sus vidas sin enterarse de lo ocurrido al planeta achicharrado por su sol. La mayoría de la gente seguiría con sus vidas sin enterarse de nada. ¿Derramaría el Emperador, embalsamado en su trono, una solitaria lágrima por sus resecas cuencas oculares?
Entrar en la Telaraña eldar fue como entrar en un túnel de hielo. El contraste de temperatura era tan tremendo que los cuatro fugitivos abrasados por el sol empezaron casi en seguida a estornudar y a temblar.
Incluso Lex se vio afectado, aunque mucho menos. El cambio del calor excesivo a una temperatura normal, pero que parecía glacial en comparación, le trajo recuerdos antiguos, del Túnel del Terror en la fortaleza-monasterio de los Puños Imperiales. En aquel terrible túnel, las zonas de calor tórrido se alternaban con las de frío glacial, de vacío sin aire e incluso de dolor inducido..., además de otras de tentadora seguridad.
Todo aquel túnel que se adentraba en la disformidad era un lugar de seguridad relativa..., siempre que no se encontraran con un Señor Fénix como el que había alanceado a la verdadera Meh'lindi. Aparte de aquella terrible posibilidad, sin duda no se toparían con viajeros normales. Como mucho, sentirían pasar un leve fantasma a su lado, en otro plano distinto al de ellos. Así era la Telaraña. Cada viajero o grupo de viajeros ocupaba un único punto cuántico de tiempo. Dos grupos que partían en momentos distintos y en lugares distintos no podían coincidir en el mismo tiempo y espacio dentro de aquel entramado que recorría toda la galaxia.
Mientras se estaba en la Telaraña se perdía la noción del tiempo. ¿Había entrado unos pocos minutos antes, o ya hacía horas que caminaba? ¿O ya eran días? ¡Era imposible saberlo! Ni siquiera los cronómetros eran de fiar en la Telaraña, ya que unas veces mostraban un registro de varias horas y, al momento siguiente, de tan sólo unos minutos.
Era aquella falta de paso del tiempo lo que los mantendría con vida mientras estuvieran dentro del túnel, hasta que llegaran a un hueco en la ruta rúnica y pudieran salir a un planeta. Viajar por la Telaraña era como hacerlo por un sueño.
Con Jaq, que llevaba el monóculo destapado, en cabeza, los cuatro llegaron a la primera bifurcación, y luego a la siguiente ya la siguiente. Lex ayudaba a Rakel a caminar. ¿Habría necesitado ayuda la verdadera Meh'lindi? ¿Habría necesitado el apoyo de alguien hasta que hubieran llegado a un mundo con comida y agua donde descansar sin que los molestaran?
¿Un mundo tranquilo? ¿Un mundo paraíso, como lo había definido Grimm? ¿Por qué habrían de salir a un mundo semejante? ¿Por qué no a un planeta desolado y terrible? ¡O incluso a un mundo absorbido por el Caos!
Salieron del túnel azul a una cueva húmeda pero bien ventilada y repleta de helechos verdes. Las matas crecían alrededor de un estanque del que hacía un arroyo que bajaba salpicando por los peñascos.
Una bestia de pelaje pardo retrocedió asustada y les gruñó, mostrando unos colmillos curvados y amarillentos. La cola, acabada en un mechón, se balanceaba de un lado a otro con rapidez.
Grimm disparó dos veces al animal con la pistola láser. El cuerpo quemado cayó al estanque.
El morro se quedó bajo el agua, por lo que no tuvieron duda alguna de que estaba muerto. Tras una pausa prudente, los cuatro se unieron al animal muerto en el agua y empezaron a beber a grandes sorbos.
El arroyo salía por la boca de la cueva en dirección a un bosque de color dorado bajo un cielo azul. Parecía ser una tarde de otoño en aquel mundo.
—Fíjate cómo estábamos —comentó Grimm con disgusto.
Tenían la piel levantada y llena de ampollas. Los cubría la suciedad y costras de sangre seca de camelopardo. Lex sólo tenía un ojo. Rakel estaba vomitando agua.
Quedaba algo de grasa de la joroba. Grimm la apretó con las manos y se untó la cara con ella. Sonrió por su idea y se dedicó a cubrir las caras de Jaq, Rakel y Lex del mismo modo.
¿Qué clase de animal habían matado? Era un carnívoro desconocido, de sangre roja. Era poco probable que albergase toxinas en el cuerpo. La bestia había estado bien protegida gracias a sus colmillos y a sus garras, hasta que ellos llegaron. Poco tiempo después estaban masticando su carne cruda.
Un suave sol amarillo se puso poco a poco. Varios cúmulos pintados de color naranja y carmesí siguieron su movimiento perezoso.
No era muy sensato quedarse a dormir tan cerca de un portal de la Telaraña. Salieron de la cueva tambaleándose de agotamiento. Lex se llevó los restos despedazados de la bestia hasta cierta distancia para ocultarlos detrás de un árbol caído. No debían dejar semejante señal de que hacía poco que habían pasado individuos armados por aquel portal. Lex regresó con rapidez al estanque mientras los demás lo esperaban y se lavó de los restos de sangre que le quedaban.
Encontraron un pequeño valle donde les pareció lo bastante seguro acampar detrás de una pantalla de ramas arrancadas. Lex permanecería alerta con la mitad de su cerebro. Jaq rezó para dar las gracias por aquel mundo mientras Grimm ya estaba roncando.
Lex despertó a Grimm sacudiéndolo.
Era una mañana repleta de luz perlada. El rocío iluminaba miles de telarañas de seda casi invisible tejidas entre el follaje dorado y reluciente. Pequeñas telarañas tejidas por pequeños seres, que si no hubiera sido por el rocío habrían pasado inadvertidas. Varias de ellas estaban rotas y sueltas a la salida de su campamento improvisado.
—Rakel se despertó y se marchó en silencio hace unos cuantos minutos —le dijo Lex con un murmullo.
—¡Vaya, pues imagínate por qué! Yo también tengo la vejiga a punto de explotar.
Sin embargo, debían suponer que su marcha no era inocente del todo. Jaq seguía durmiendo, con la cabeza apoyada en el brazo de Lex. El marine espacial no quería despertar al agotado inquisidor.
Después de cumplir de forma apresurada con las obligaciones de su cuerpo, Grimm marchó en pos de Rakel procurando no pisar demasiadas ramas que hicieran ruido. Se dio cuenta de que era una tontería aquel intento de sigilo y empezó a avanzar a grandes pasos hacia la entrada de la cueva. Rakel podía haberse marchado en cualquier dirección, pero en cualquiera de aquellas direcciones se la podría rastrear con cierta facilidad. En todas menos en una. Si entraba en la Telaraña...
Grimm no vio señal alguna de ella de camino a la cueva. Cuando llegó a la cueva, parecía vacía.
Casi se dio la vuelta para buscar por otro sitio.
Pero no. Empuñó su arma, Paz del Emperador, y entró a la carga en el túnel neblinoso de color azul. Sus grandes botas resonaron con fuerza.
Meh'lindi, allí, en mitad de la neblina azul...
No, era Rakel. Estaba de pie y dudando delante de la primera bifurcación.
—¡Quieta ahí, muchachita, o te pego un tiro en la espalda!
Rakel se quedó inmóvil.
—Date la vuelta con lentitud y que no te vea ninguna pistola láser.
Rakel se dio media vuelta.
—Grimm... —Su voz era suplicante.
—No deberías haberte detenido a elegir —le dijo el pequeño individuo, casi disculpándose—. No importa que hubieras ido a la izquierda o a la derecha, a menos que seas supersticiosa. Deberías haber echado a correr. Venga, regresemos.
—Elegir —repitió Rakel—. ¿Qué elección tengo sobre, mi destino? Tengo miedo...
A Grimm le llamó la atención algo de sus manos. Sus dedos...
—¡Eh, ni se te ocurra doblar los dedos en mi dirección!
Los grandes anillos en sus dedos, armas digitales, una de las cuales todavía no había utilizado...
—No pretendía... —Parecía derrotada. Sin embargo, le quedaba algo de arrogancia feroz—. Grimm, dime la verdad..., ¡por todo lo que hemos pasado juntos! ¿De verdad empezaré a cambiar sin poder parar si Jaq no me refuerza psíquicamente?
Por eso se había parado. Había aprovechado su oportunidad de escapar, de escapar atravesando un laberinto increíble que recorría toda la galaxia para salvarse de algo que desconocía, pero ¿qué pasaría si conseguía huir sólo para sucumbir a un espasmo despiadado de polimorfina?
—Es completamente cierto —mintió Grimm con absoluto descaro—. Venga, no seas boba y regresa con nosotros..., pero por propia voluntad, no porque temas que te dispare. Vas a vivir. No vas a morir.
Su cuerpo no iba a morir. Eso era absolutamente cierto. Sin embargo, su alma y su mente lo abandonarían si los conjuros de Jaq funcionaban. Quizá la hechicería fallase. Si era así, Jaq se libraría en cierto modo de una obsesión que lo perseguía.
—Jaq pretende utilizarme de algún modo, pero al utilizarme me destruirá.
—Te juro que no, Rakel benth-Kazintzkis.
Háblale a la ladrona con su nombre completo, hónrala y alábala. ¿No se habría mostrado Lex reacio a perseguir a Rakel para no tener que mentir y a deshonrarse así ante alguien a quien prácticamente consideraba una camarada?
—¿Lo juras por tus ancestros, Grimm? —insistió Rakel.
Grimm sintió que el corazón le martilleaba con fuerza. Sin duda, aquél era un juramento de obligado cumplimiento para un squat. Grimm todavía se dolía de las mentiras con las que lo había engañado Zephro Carnelian sobre los supuestos hijos del Emperador y la benigna custodia por parte de los eldars sobre la larga vigilancia llevada a cabo por los caballeros sensei. ¡Le mintieron, le engañaron y le hicieron quedar como un tonto! Las mentiras eran como veneno. A veces, un veneno servía para contrarrestar otro.
—No lo jurarás, ¿verdad? —dijo Rakel—. Eres un squat honrado, más humano que muchos humanos.
—Vaya, sí que lo haré. —Grimm se esforzó por improvisar—. Ese es el problema. Pensaba que, precisamente, un juramento por los Grandes Ancestros sólo nos obliga entre squats, pero que los humanos normales no tenéis ancestros. —Logró simular una pequeña risotada—. No me refiero a que seáis bastardos. ¡Muchos de los grandes y poderosos señores pedirían mi cabeza! No, lo que ocurre es que no adoráis a vuestros antepasados del mismo modo que hacemos nosotros.
—En mi planeta natal —le recordó Rakel—, nuestros chamanes se beben el jugo del liquen que contiene la polimorfina sin refinar para adoptar el aspecto físico de nuestros antepasados muertos y así albergar sus espíritus de forma temporal. La comunión con nuestros ancestros es algo sagrado para nosotros.
Era cierto. Lo había dicho durante el primer interrogatorio al que la habían sometido.
Era inútil retrasarlo más. Se dijo a sí mismo que debía pensar en una causa noble y justa, o eso le habría dicho Jaq.
—Rakel benth-Kazintzkis —dijo Grimm con voz solemne—, te lo juro por mis nobles y virtuosos ancestros. Que me deshereden espiritual y genéticamente si miento. Que sólo sea padre de monstruos deformados. Que mis gónadas se resequen. Que nunca me convierta en un ancestro.
Grimm sintió el corazón hecho cenizas mientras acompañaba a Rakel de regreso a la cueva. Creía en la maldición que había pronunciado. Ya no llegaría jamás a tener una edad realmente madura ni conseguiría poder y sabiduría. Un gusano espiritual lo consumiría por dentro. No ese año, ni el siguiente, pero acabaría haciéndolo.
Si le contara a Jaq lo del juramento y lo mucho que le iba a costar, ¿sería capaz de entenderlo el inquisidor? ¿Se daría cuenta Jaq de que la enormidad de aquella mentira compensaba la duplicidad bienintencionada de Grimm sobre Carnelian? Quizá Lex, que se había autoexiliado de la compañía de sus camaradas, fuera capaz de comprenderlo.
Cuando Grimm y Rakel salieron de la cueva, el sol matutino ya había comenzado a brillar a través de la neblina mañanera. Rakel miró a su alrededor. Respiró profundamente, como si fuera el primer momento de una fase nueva y sublime de su vida..., o como si quisiera guardar ese momento porque nunca iba a experimentar algo parecido en su vida y el recuerdo de aquello sería un preciado consuelo.
Para Grimm, jamás existiría ese consuelo, tan sólo cenizas y congoja.
El squat pensó mientras regresaban que quizá moriría en poco tiempo. Quizá eso fuese lo mejor. Que le pegaran un tiro en la cabeza. Ya no pensaría más, ya no sentiría más.
Le dolía el corazón. Cómo le dolía.
QUINCE
COSECHADORES
Jaq ya estaba despierto cuando Grimm y Rakel regresaron al campamento. El inquisidor apenas hizo caso a Grimm, aparte de una rápida mirada. Lex y él estaban discutiendo sobre el otro portal que debía existir en algún punto de aquel planeta. El mapa de la lente de Jaq simplemente mostraba que existía otro punto de entrada a la Telaraña, pero no la dirección en la que se encontraba ni lo lejos que estaba.
Lex se quitó con lentitud el fajín rojo y dejó al descubierto lo que le quedaba del ojo. Lo que quedó a la vista hizo que a Rakel se le revolviese el estómago. Grimm parecía remiso a fijarse en la herida que había causado con el cuchillo.
El squat no hacía más que mirar a otro lado.
—A mí me parece un mundo muy agradable —murmuró Grimm con tristeza—. Aparte de que haya algún animal carnívoro. Mira: árboles, arroyos y un sol suave. ¡Aunque seguro que no todo es tan agradable por aquí! Nunca lo es. Ojalá hubiera muerto con mi Grizzle en aquel terremoto. —Recuperó la compostura—. Otra vez el cuchillo, ¿no?
—No veo otro modo —contestó Lex.
—No hay otro modo. Ese debería ser nuestro lema. Menos mal que al menos te dejé algo de tu ojo para que pudieran operarte. No nos servirías de mucho si estuvieses ciego por completo. Tendríamos que llevarte por todos lados o confiar en esas orejotas operadas.
Rakel se mostró esperanzada.
—Quizá deberíamos explorar este mundo un poco más antes de hacer algo tan drástico. Parece un lugar acogedor. Seguro que hay gente. Seguro que esa gente nos dice dónde puede encontrarse ese portal. A lo mejor creen que es otra cosa diferente a lo que realmente es. Puede que lo hayan tapado o que lo adoren.
Grimm se quedó mirándola.
—Vaya, te gusta perder el tiempo, ¿O es que necesitas unas vacaciones?
—Tenemos las joyas, todavía —insistió ella—. Podemos comprar información. Podemos comprar gente.
—No es seguro que haya gente, no tiene por qué —la contradijo Jaq—. Puede que no haya nadie en absoluto.
Grimm se pasó la lengua por los labios.
—O es posible que el planeta esté repleto de orkos pieles-verdes a los que les encantaría esclavizarnos. ¿Te gustaría ser la esclava de un matasanoz?
—Estoy esperando —comentó Lex con impaciencia.
Grimm dejó escapar un suspiro y desenvainó el cuchillo. Escupió en la hoja, como si aquello fuera algo antiséptico.
—Este es el tipo de cirugía que le encanta a los matasanos.
—No conozco a esas criaturas —exclamó Rakel.
—Bueno, pues sería mejor que nos largáramos de este planeta antes de que tengas la ocasión de hacerlo.
—Dices eso para meterme presión. No hay prueba alguna de ello.
—. Los árboles son verdes. ¿Por qué no iban a ser verdes también los habitantes del planeta? —Grimm husmeó el aire—. No huele a contaminación —admitió—. Un mundo verdaderamente orko apestaría a contaminación.
—Veo que estás de mal humor —le comentó Jaq al squat—. Creo que debería ser yo quien empuñara el cuchillo.
—¿De mal humor? —repitió Grimm—. No tienes ni idea. ¡Por supuesto que no! —Tenía las mejillas enrojecidas—. Sólo estoy preparándome para torturar a Lex, eso es todo.
Había jurado en falso, así que no debía permitir que Rakel viera la tristeza que lo embargaba, porque si no, ella se daría cuenta y aquel juramento hipócrita no habría servido para nada.
Lex se arrodilló como si estuviera ante un altar, y Grimm presionó la punta del cuchillo contra la zona ocular del gigantesco individuo.
Increíblemente, la luz del dedo apareció de nuevo. Lex estaba seguro de que se trataba de la luz de Dom. Jaq, de que era la del sendero reluciente. Quizá ambas eran aspectos del mismo brillo guía.
Cuando Lex apuntó hacia el este, el dedo brilló con fuerza. Cuando señaló al norte, al sur o al oeste, el brillo disminuyó de intensidad.
Recolectaron nueces maduras de las ramas más bajas, grandes bayas azules de unos arbustos y hongos carnosos. Lex lo probó todo primero para comprobar qué tal era la comida.
No era tóxica. Era nutritiva, agradable.
Caminaron todo el día por el bosque sin encontrar problema alguno, tan sólo el mido de animales apenas entrevistos que escapaban entre los arbustos. Llegaron a una zona donde los árboles eran más escasos cuando empezó a atardecer. Los tocones mostraban huellas de hachazos, algunos bastante recientes. Habían cortado los árboles para utilizarlos como combustible o como material de construcción.
Los orkos habrían devastado zonas enteras del bosque de forma indiscriminada, dejando atrás grandes cicatrices en la tierra. ¿Habrían sido humanas las manos que habían empuñado esas hachas?
Quizá eran los eldars exiliados quienes vivían allí. Eran unos puritanos fanáticos que huyeron a los límites de la galaxia antes de que la sacudida del nacimiento de Slaanesh devastara su civilización. Habían sobrevivido gracias a una vida sacrificada. Sin embargo, un mundo semejante no estaría conectado a la Telaraña. También era posible que lo hubieran conectado mucho después de ser colonizado.
El día anterior, el tremendo cansancio había obligado a los viajeros a echarse a dormir antes de que se hiciera de noche, por lo que no pudieron observar el cielo nocturno. Si aquel mundo se encontraba en los límites de la galaxia, en el cielo se verían pocas estrellas y el negro vacío intergaláctico estaría muy cerca. También era posible que dependiendo de en qué hemisferio se encontraran se pudiera ver el brillo del grueso de la galaxia. Si era así, había muchas posibilidades de que fuera un mundo poblado por eldars, pero de los llamados exiliados, aunque les extrañaba la existencia del portal en la Telaraña.
Lo más probable era que se tratara de un mundo humano primitivo que habría perdido todo contacto con la civilización del Imperio y que incluso habría olvidado la etapa de colonización.
Al final llegaron a un gran claro. Una sucia ceniza de color gris cubría hectárea tras hectárea de tierra. Aquí y allá se veían trozos de vigas quemadas sobresaliendo del suelo. Aquel espacio debió de estar ocupado por un pueblo de tamaño respetable hasta hacía muy poco tiempo, pero había quedado incinerado casi por completo. Caminaron por encima de la ceniza y encontraron algunos esqueletos carbonizados, pero no muchos. No muchos.
¿Qué enemigos habrían saqueado y quemado la ciudad? El grado de destrucción parecía mucho mayor del que se podía esperar de una tecnología que todavía utilizaba hachas para cortar árboles. ¿Por qué había tan pocos huesos?
Un camino de piedra serpenteaba alejándose entre árboles. Lo siguieron con precaución. Después de recorrer unos veinte kilómetros llegaron a los restos de lo que debió de ser un pueblo de mayor tamaño todavía que el anterior. También había quedado reducido a cenizas. El camino continuaba sin que nadie lo recorriera aparte de ellos. Al caer la noche acamparon en un pequeño claro, aunque a una distancia prudencial del camino.
El cielo había estado cubierto de nubes durante casi todo el día, pero al comenzar a anochecer se aclaró.
Poco después, estaban mirando una cadena de pequeñas lunas que colgaban como un collar de perlas en el ecuador del planeta. Quizá habría aproximadamente un centenar de satélites. Cada uno de ellos tenía un aspecto diferente: una concha de caracol blanqueada, un feto acurrucado sobre sí mismo y fosilizado de color blanco enfermizo. Un caracol, o un feto, quizá un feto con pico. Había pocas estrellas..., pero ¿qué eran aquellas lunas? ¿Tantas lunas dispuestas en un anillo tan poco natural?
Mientras miraban, una de aquellas lunas en miniatura se alejó de la fila y comenzó a descender hacia la atmósfera. Lex soltó una maldición en voz baja.
—¿Qué son? —preguntó Rakel también en voz baja, como si temiera que aquellas extrañas lunas la oyeran.
La respuesta de Lex fue tan fría y tan dura como el mármol.
—Rakel, ya viste los genestealers en la ermita de Sabulorb. Ahora vas a enterarte de un secreto terrible. Las criaturas que van a bordo de esas naves fueron las creadoras de los genestealers. Son más temibles que los genestealers. Se las conoce por el nombre de tiránidos. Los tiránidos cosechan mundos enteros y devoran el material biológico para crear y transformar sus mutaciones abominables. Despojan a los planetas de todo nutriente. El proceso ya ha comenzado aquí con la cosecha de la forma de vida más elevada: el hombre.
Las flotas colmena tiránidas procedían de algún punto muy lejano del vacío intergaláctico, a dos millones de años luz o más. Se suponía que previamente habían arrasado y devorado toda la vida existente en una galaxia anterior. La vida era su materia prima. A partir de esa materia prima creaban abominaciones como los zoántropos, los perforacarnes o los aulladores asesinos.
Por supuesto, «aullador asesino» no era más que el término que habían acuñado los supervivientes humanos después de sus encuentros con los tiránidos. Se trataba de una criatura monstruosa, pesada y redonda, que aullaba de forma horrible mientras avanzaba agitando sus enormes garras afiladas como navajas y escupiendo bioplasma venenoso. No era más que un nombre humano..., para algo vil e inhumano.
Lo mismo ocurría con los perforacarnes. No era más que un nombre aullado por los supervivientes enloquecidos en un intento por describir un arma de mano que no era otra cosa que un nido de escarabajos letales, unos escarabajos que el arma era capaz de escupir hacia su objetivo para que devoraran la carne y el hueso como si fueran papel...
Hasta las propias naves en las que viajaban eran creaciones orgánicas, compuestas por miles de criaturas esclavizadas, modificadas y conectadas a una glándula empática central. Una mente enjambre organizaba la gigantesca flota de millones de naves de mayor o menor tamaño. Si se destruían diez mil naves (¡ojalá se pudiera!), la mente seguiría controlándolo todo. Si se destruían cien mil naves (¡vana esperanza!), la mente seguía relativamente intacta. Las unidades de la flota seguirían arrancando la vida de los planetas para crear nuevas criaturas.
Ni los feroces guerreros, a los que los marines espaciales llamaban tiránidos, ni los carnifexes, el otro nombre de los aulladores asesinos, eran entidades individuales. Cada uno de ellos era una célula especializada en el organismo colosal y multifacético que llamaban flota colmena. Llevaban infiltrándose en la galaxia desde hacía unos dos siglos más o menos, pero se habían convertido en una amenaza tan mortífera como los poderes del Caos, que llevaban miles de años intentando extender su cáncer por toda esa misma galaxia.
El enjambre tiránido era otra prueba irrefutable de que el Imperio debía comportarse de un modo impasible e incluso inmisericorde si no quería que la humanidad acabase devorada.
¿Era posible que la única forma de librarse del Caos fuera la absorción de toda vida por el enjambre tiránido? Aquello sería una solución vil y definitiva.
Lex se golpeó la palma de la mano con el puño, aunque aquello no apagó el Dedo de Gloria.
—He luchado contra ellos! He abordado una nave tiránida. Nos apoyaba una flota de batalla. Llevaba puesta mi armadura de combate...
Pero en aquel momento, el marine espacial estaba solo y casi desnudo. Sus compañeros tan sólo llevaban puestas algunas ropas, lo que era casi lo mismo que ir desnudo. En cuanto a su patético armamento... Si algún tiránido llegaba a verlos, estaban condenados a convertirse en materia prima.
¿Cómo podrían dormir esa noche con todas aquellas naves parecidas a caracoles de marfil colgando en el espacio? ¡Y menos con las naves que se dedicaban a subir y bajar transportando carne capturada!
La primera oleada de destrucción ya había pasado por aquella zona y había capturado a las formas de vida más avanzadas. ¡Qué suerte había tenido el viejo carnívoro oculto en su cueva! Había escapado de los cosechadores y había tenido una muerte rápida.
Los cuatro viajeros debían continuar avanzando en cuanto pudieran sin dejar de seguir al dedo y rezar para que el siguiente portal no estuviera a cinco mil kilómetros de allí, ni a mil, ni a cien. ¿Cómo podían esperar cruzar cien kilómetros antes de que una nueva oleada de cosechadores pasara por la superficie de aquel mundo condenado?
Sin embargo, antes debían dormir algo, pero ¿cómo podrían dormir con el temor de que una de aquellas criaturas los sorprendiera en el sueño y se los llevara? El miedo los mantendría despiertos y los dejaría agotados. A menos que...
—No soy un asesino —dijo Jaq, con una mirada que no dejaba muy claro si le reprochaba a Rakel que no fuera una asesina de verdad—. He sido testigo de cierta capacidad de los asesinos para matar con un simple toque del dedo en el cuello. Una presión menor deja a la persona inconsciente. Entiendo el principio sobre el que funciona. Conozco el nervio vital. La Inquisición nos enseña las fragilidades del cuerpo humano. Propongo que...
Que se quedaran inconscientes. La inconsciencia se transformaría en un sueño natural reparador.
Lex estaba entrenado para ser capaz de dormitar durante cualquier pausa en el combate. Debía ser Lex quien dejara inconscientes a los demás.
Jaq le mostró el punto donde debía hacerse antes de que él, Grimm y Rakel se tumbaran en el suelo.
—No aprietes mucho —le dijo Grimm—. Oye, de hecho me parece que prefiero que me des un golpe en la cabeza con la culata del bólter.
Un momento después ya estaba inmóvil. ¿Estaría muerto o inconsciente? Lex se apresuró a agacharse sobre el squat.
—Sigue vivo. Los squats son gente dura.
—Encomiendo mi espíritu... —comenzó a decir Jaq. Lex lo dejó inconsciente, comprobó sus signos vitales y luego se giró hacia Rakel.
—Espera...
—Dime.
—Estos tiránidos... No sabía lo horrible que este universo podía ser. Los genestealers, esos renegados corrompidos... Y lo que le pasó a Sabulorb, todo un planeta calcinado.
—Eso se debió a la variabilidad de su sol. Bueno, a menos que la presencia del archienemigo actuara como una especie de catalizador.
—Fue tan terrible...
—He visto cosas peores, mujer. He visto un mundo del propio Caos. Comparado con esa locura, una nave tiránida es relativamente fácil de comprender, aunque sea algo execrable.
—Es demasiado, demasiado. Somos camaradas, ¿verdad? En cierto modo lo somos. Cuatro camaradas en el infierno.
—En cierto modo —admitió Lex.
Jamás habría pensado que un puño imperial llamaría camarada a una ladrona. Sin embargo, los marines espaciales siempre habían sido los defensores de los débiles. Rakel fue un simple instrumento en manos de Jaq desde el principio. Lo había sido desde que cometió el terrible error de intentar robarles en la mansión. ¿Cómo era posible que sintiera pena por ella en aquel momento? Qué fútil era en un cosmos tan inmisericorde.
—Ponme a dormir —le rogó ella.
¿Le estaba pidiendo en realidad que la matase de un modo que ella jamás se enteraría?
—Se acabó la cháchara —dijo él—, o acabaremos despertando a los otros.
La tocó en el cuello con dos dedos, con fuerza pero con suavidad, con mayor suavidad de la que había tocado a Jaq o a Grimm, aunque con el mismo resultado.
Jaq había lanzado un conjuro de aura de protección. ¿Sería aquello suficiente frente a la enorme masa de criaturas cosechadoras que poseían el instinto natural de recolectar vidas? ¿O frente a cualquier guerrero tiránido que todavía permaneciese por allí?
La recolección y la absorción de la vida en aquel planeta acababan de comenzar. Todo el proceso podría durar diez o veinte años. El tiempo no resultaba un impedimento para una mente colmena inmortal que había atravesado el vacío que separaba las galaxias a lo largo de ciento de milenios.
Mientras tanto, el bosque continuaba repleto de pequeños animales. Eso sí, no había señal alguna de personas. Los lugares donde habían habitado los humanos, ya quemados, también estaban vacíos de cualquier animal habitual allí, ya fueran perros, caballos o cabras. Se los habían llevado a todos, lo mismo que a sus dueños, en la primera oleada de cosechadores.
Al final, hasta los gusanos y los escarabajos acabarían recolectados. Incluso las bacterias y los microbios serían filtrados por los nanocosechadores microscópicos, hasta que todo quedara estéril y esa esterilidad fuera esterilizada con fuego.
El dedo de Lex brillaba con más intensidad.
Por favor, por favor, que el otro portal estuviese cerca. Que fueran mellizos, en resonancia el uno con el otro, que fueran conductos de energía que se hubieran separado en el Último momento de su formación.
El camino pedregoso se alejaba de la dirección que indicaba el dedo de Lex. En esos momentos estaban cruzando una zona boscosa no hollada por el hombre repleta de hojas doradas y rojizas. Aquellos árboles eran extraños a la vez que familiares. Los árboles no eran especies en sí, sino una estructura biológica que respondía a las leyes de la gravedad y de la fotosíntesis.
Había escasa maleza, probablemente debido a los productos químicos excretados por las raíces de los árboles en su eterna lucha por conseguir espacio y recursos.
En mitad de la zona boscosa había grandes peñascos. Aquí y allá también se veían profundos pozos naturales que se abrían en mitad del humus y del barro. Algunos estaban medio tapados por las ramas que habían caído y se habían quedado cruzadas sobre la abertura para luego quedar cubiertas de más ramas y hojas. En realidad, eran las tapas de unas trampas. Caminar sin precaución por aquel bosque podía ser letal.
Hundido en el agua de un pozo de paredes casi verticales vieron un cuerpo con seis miembros segmentado y encorvado. Se trataba de una gárgola. Tenía el doble de tamaño de una persona normal y parecía tallada en coral ámbar y rojizo, del mismo color que las hojas otoñales.
—Es uno de ellos —susurró Lex.
Rakel se esforzó por ahogar el grito de pánico que le subió a la garganta.
Tenía una cintura de avispa, patas de aspecto blindado y una cabeza alargada. Había dejado grandes surcos en la pared del pozo con sus grandes garras, pero en vano. Al final, se había ahogado.
De repente, la criatura abrió sus ojos dorados. Los ojos se quedaron mirándolos fijamente. El cuerpo se estremeció de forma convulsiva en el agua. Las garras arañaron de nuevo la piedra. Si la gárgola dorada hubiese podido subir por aquellas paredes... Pero no podía, a pesar de la atracción que sentía por la carne que tenía encima de ella.
—¿La matamos? —preguntó Grimm.
—No —contestó Lex—. Nuestras armas son demasiado ruidosas, incluso las pistolas láser. El eco del pozo multiplicaría el sonido.
—Es una pena que no tengamos una pistola de agujas —comentó Grimm al mismo tiempo que echaba un vistazo al arma digital de Rakel, ya sin munición—. Te hubiera venido bien disparar contra tus miedos.
Rakel tragó saliva varias veces en un esfuerzo por no vomitar.
El gran cuerpo coralino se dobló sobre sí mismo en el fondo del pozo, como si quisiera empalarse con su propia cola puntiaguda o para impulsarse con mayor fuerza hacia el borde del pozo.
Jaq se estremeció al sentir la llamada empática. Sintió levemente el aullido psíquico, lo mismo que el grito ultrasónico de un murciélago se registraría en un oído hipersensible como un pequeño chillido. Pero fue perceptible.
—¡Está llamando a los suyos! ¡Tenemos que huir!
Corrieron como locos.
Tuvieron cuidado con los pozos ocultos, estuvieron atentos a cualquier sonido lejano, pero corrieron. El dedo de Lex relucía. Adelante, adelante.
Poco tiempo después, aunque todavía muy lejos, pero cada vez más cerca, oyeron un aullido inhumano, el chillido de la persecución. Quizá aquel siseo ululante estaba pensado para aterrorizar o manipular a las presas que tuvieran capacidad para oírlo. Quizá el aire pasaba comprimido por ciertos conductos del exoesqueleto de los perseguidores, lo que causaba aquel sonido gemebundo.
Miraron atrás y vieron un destello lejano de color ámbar rojizo. Sin duda, no se trataba de hojas que se estuvieran moviendo.
Otro destello. Los tiránidos ya estaban encima de ellos.
Uno de los monstruos los había visto. Parecía imposible, pero los persiguió a mayor velocidad todavía. El par de brazos superiores empuñaban lo que parecía una pata de color dorado arrancada a un pájaro gigante similar al avestruz.
Lex conocía aquello muy bien.
Era un escupemuerte.
Era una de las armas más viles empleadas por los tiránidos. Aquella arma orgánica se componía de tres tipos de criaturas simbióticas entre sí. Unos gusanos tóxicos de caparazón duro se criaban en una especie de útero húmedo y tibio. Cuando el guerrero tiránido disparaba, una criatura babosa de mandíbulas como las arañas atrapaba uno de los gusanos y lo despojaba de su caparazón duro, dejando al descubierto su carne corrosiva. Para librarse del contacto con aquellos fluidos cáusticos, las entrañas del arma sufrían un espasmo que lanzaba por el aire y a gran velocidad el gusano venenoso. La carne viscosa, ardiendo agónicamente por el contacto con el oxígeno, actuaba como el fósforo en llamas contra cualquier criatura contra la que se estrellara.
En aquellos artefactos nauseabundos convertían los tiránidos a las criaturas que atrapaban en sus expediciones de conquista biológica.
Lex había visto durante el ataque que los puños imperiales habían llevado a cabo contra una nave tiránida a unos seres humanoides sin extremidades superiores y en cuyas cabezas iban enganchadas lámparas orgánicas. No se atrevía a imaginarse a él mismo, o a Rakel, transformados en algo parecido. Sin brazos, sin voluntad propia, convertidos en linternas móviles. Quizá sólo se utilizaban el protoplasma y las runas genéticas de los prisioneros para producir aquellas criaturas auxiliares.
De cualquier manera, aquella idea era insoportable. Ese destino horrible era el que estarían sufriendo en aquellos momentos los habitantes del planeta y el que podrían sufrir Lex y sus compañeros en pocos minutos. Eso o morir bajo los gusanos corrosivos del escupemuerte...
—¿Qué... es... eso... que lleva? —preguntó Grimm entre jadeos.
—¡No quieras saberlo!
En aquel mismo momento, Rakel tropezó y cayó de bruces al suelo.
Lex se detuvo casi en seco y volvió sobre sus pasos. Le puso una mano bajo el brazo y la levantó de un tirón mientras ella todavía intentaba ponerse en pie. Luego, casi la arrastró sin dejar de correr. Ambos habrían caído en uno de los pozos sino hubiera sido por el grito de advertencia de Grimm.
—¡Lex, cuidado!
El Dedo de Gloria le dolió con fuerza. El dolor, una señal; el dolor, el revelador de la verdad. El dedo brillaba con tanta fuerza que parecía a punto de estallar en llamas.
—¡Es aquí, justo aquí! —le gritó a los otros dos.
Grimm se paró y Jaq se giró. Lex asomó la cabeza para mirar al interior, lo que dejó a Rakel al borde, jadeante y temerosa.
Lex rezó para ver, y para no ver, una abertura hacia la Telaraña allí abajo, en las profundidades del pozo de paredes abruptas. Para verla, porque entonces la habrían encontrado. Para no verla, porque sin cuerdas, aquella entrada era inalcanzable. Bueno, cuerdas, ¡y unos cuantos minutos para utilizarlas! El enorme tiránido estaba más cerca cada segundo que pasaba, con el escupemuerte dirigido hacia adelante, apuntando hacia los humanos, como si fuera un artefacto antigravitatorio que lo estuviese arrastrando con fuerza. Aparecieron más tiránidos. El aullido habría parecido un grito de guerra si aquellas monstruosidades hubieran sido humanos, squats, orkos o eldars, cualquier entidad individual de aquella galaxia.
Lex sólo vio las paredes verticales del pozo y el agua azul que relucía en el fondo.
Un agua muy azul.
La entrada era horizontal, no vertical. Estaba debajo de la superficie del agua.
—¡Saltad, saltad!
Lex arrojó al fondo a Rakel, que chilló mientras caía. Luego agarró a Grimm e hizo lo mismo.
El inquisidor estaba al otro lado del pozo.
—¡Salta, Jaq, salta!
Dos desapariciones de muestras de presa. La captura ya no es obligatoria.
El escupemuerte disparó su primer gusano proyectil chirriante con una tos seca..., en el preciso instante que Lex saltaba.
¿Qué pasaría si estaba equivocado? Cuando llegó al agua, se preguntó qué pasaría si la cabeza de Rakel reaparecía a su lado, con Grimm al otro, y se quedaban flotando e impotentes mientras miraban durante los últimos instantes de su vida a las feroces cabezas inhumanas que se asomaban al borde del pozo.
Lex nadó bajo el agua.
El brillo azul lo cegó. Siguió bajando y bajando. El agua burbujeó a su alrededor. El agua lo empujó hacia arriba.
Dora. Salió a la superficie al lado de Rakel, que estaba escupiendo agua, y de Grimm, que había perdido su gorra. Instantes después, apareció la cabeza de Jaq, chorreando agua, y los cuatro se quedaron flotando en un círculo de agua rodeado de paredes de piedra.
Encima de ellos, inclinadas hacia abajo, vio unas alargadas cabezas babeantes.
DIECISEIS
MUNDO EN GUERRA
La desorientación desapareció. Lo que había encima de sus cabezas era el techo de una caverna. Lo que se cernía sobre ellos eran estalactitas goteantes, no las cabezas que Lex se había imaginado que eran. Uno de los bordes del pozo se alzaba de forma vertical antes de inclinarse de forma abrupta hasta la superficie del pequeño estanque. El lado más alto estaba pulido y sobre su superficie corría una delgada película de agua. El lado bajo era un aliviadero natural por donde el agua que sobraba escapaba hacia un canal subterráneo. La luz azul que surgía del fondo del pozo iluminaba la entrada de bordes redondeados de un túnel seco. Los torrentes subterráneos habían pulido los bordes cada vez que llovía con fuerza en la superficie del mundo adonde habían llegado.
Empapados, recuperaron el aliento sobre una gran losa de piedra situada al lado de la entrada del túnel. El dedo de Lex ya no brillaba. La única luz del entorno procedía de la superficie reluciente del agua, hasta que Grimm sacó un electrolumen de uno de los morrales que llevaban consigo.
Los bólters y las pistolas láser, además de la vara de energía, estaban todavía húmedos, pero aparentemente en buen estado. También conservaban el monóculo de Jaq y su armadura de malla, que llevaba doblada y atada bajo la túnica, así como las joyas y los demás objetos que Grimm llevaba en sus morrales. Eso incluía unas cuantas nueces, que devoraron en pocos momentos.
—¿Por qué no entramos otra vez en la Telaraña? —Grimm fue el primero en pedírselo a Jaq—. Hemos caído por una cañería, de un orinal a otro. —Grimm dirigió el chorro de luz hacia el pasillo de piedra. El túnel subía un poco antes de girar en una esquina donde parecía estrecharse de forma considerable—. ¡Venga, vámonos! Esos bichos pueden seguirnos.
—No lo creo —contestó Lex—. Tienen otro asunto del que ocuparse...: cosechar.
Jaq murmuró una oración en voz baja, pero ¿a qué deidad?
—Si un dedo luminoso no señala ya a ningún punto —dijo al cabo de unos momentos—, eso quiere decir que el lugar indicado se encuentra aquí. ¿Conocemos todo lo intrincada que es la Telaraña? ¿Lo entienden acaso los grandes arlequines? La entrada a la Telaraña debe estar aquí, en el estanque.
—¡Jefe, esta entrada lleva a un mundo repleto de monstruos!
—Esta entrada no se parecía en nada a las otras que hemos visto. Apenas se podía considerar una entrada.
—¿Te refieres a que más bien era un recodo topológico? ¿Una anomalía geométrica? ¿Como las que provocan el campo de contención de energía cero en un núcleo de disformidad de un reactor de neoplasma?
Jaq se quedó mirando a Grimm.
—Tendrías que preguntarle a los maestros de los gremios de ingeniería para saber más —añadió el squat de forma apresurada—.Yo no soy más que un ingeniero vulgar y corriente.
—Vaya, un ingeniero que se cree que sabe más que los tecnosacerdotes de Marte!
—Esos magos —murmuró Grimm—, esos cuyos experimentos con tecnología squat sobre núcleos de disformidad provocaron la destrucción de Ganímedes.
—¿Qué has dicho? Bah, no importa. Creo que esto es uno de esos recodos. Entrar de nuevo en el portal desde este lado nos debería llevar de regreso a la Telaraña.
La voz de Rakel se estremeció al hablar.
—¿Tirarnos otra vez.., ahí?
Se giró hacia Lex con una mirada suplicante. El marine espacial se puso en pie, todavía mojado, y la agarró por el brazo para llevarla hasta el agua.
—Rakel, será mejor que nos tiremos desde la parte más alta del reborde antes de que nos apetezca todavía menos.
Ella forcejeó en vano.
—¡Esos monstruos...! ¡Jamás vi semejante horror!
—Ya te he dicho que hay cosas peores.
—Nos pasamos toda la vida en una cámara de tortura...
—Sin embargo —le contestó Lex—, todo resulta ser una gigantesca cámara de tortura. Billones de personas ingenuas logran sobrevivir sin apenas complicaciones hasta que fallecen de forma natural.
—No, yo no.
Rakel gritó cuando Lex la obligó a saltar con él.
Salieron a la Telaraña de color azul neblinoso. El final del túnel era líquido, pero estaba contenido por un tipo de membrana que permitía el paso de los seres vivos pero no de la materia inorgánica. ¿Sería aquello una creación de los eldars durante una época anterior? ¿O quizá se trataba de un fenómeno propio de la Telaraña? En el universo, como muy bien sabía Jaq, lo desconocido y lo imposible de conocer superaban con mucho todo lo aprendido.
Se alejaron con rapidez de aquel lugar utilizando la lente rúnica como guía.
Jaq fue el primero en salir de la Telaraña... a lo que parecía a primera vista una verdadera cámara de tortura, aunque estaba vacía.
En la sombría cripta, iluminada tan sólo por la luz suave de la Telaraña, se veían una sucesión de máquinas de aspecto terrible llenas de pinchos. De varias de ellas incluso sobresalían hojas afiladas. Se oía un estruendo tan fuerte que se podía pensar que era provocado por las máquinas, pero éstas se encontraban completamente paradas. El estrépito procedía de algún otro lugar. De arriba. Reverberaba a través de las paredes. Era tal la vibración que una fina lluvia de polvo caía con lentitud por el aire estancado y rancio.
¿Habría una factoría del Culto Mecánico funcionando encima de aquella cripta?
Una serie de estampidos indicaron que más bien se trataba de un combate a gran escala.
Grimm exploró toda la cripta con el rayo de su electrolumen. Debido a los rayos de luz que atravesaban el polvo, el aire estaba repleto de formas geométricas. Parecía que de aquellos aparatos de aspecto cruel emanaran unos sutiles campos de energía. El propósito de aquellos artefactos debía de ser...
—¡Quietos! —gritó Grimm, pero fue demasiado tarde.
Jaq dio un paso y pisó el suelo de baldosas negras. Cada una de ellas estaba marcada con un símbolo arcano de color rojo oscuro. Una de las losas crujió bajo su pie. Una de las máquinas se puso en marcha con un chirrido traqueteante, preparándose para lanzarle a Jaq una decena de cuchillas afiladas.
Se oyó un fuerte crujido cuando el artefacto sucumbió al óxido y al paso del tiempo. Las palancas, los muelles y los trinquetes se separaron entre una lluvia de partículas de óxido. Todo el aparato se desplomó. Las cuchillas cayeron resonando al suelo, donde se partieron, ya que el metal se había vuelto tremendamente frágil con el paso de incontables siglos.
—Son trampas —les dijo Grimm.
Era cierto. Todos aquellos artefactos estaban diseñados para lanzar las cuchillas contra cualquiera que saliera de la Telaraña, sólo que todas ellas eran ya antiquísimas. No había salido nada por aquel lugar desde hacía miles de años. La presión de un pie sobre una baldosa determinada provocaba que la máquina se pusiera en funcionamiento... para después desmontarse sola.
El ingeniero squat lanzó un grito de alegría y se puso a dar saltos por la cripta. Bailó encima de las losas hexagonales y media docena de máquinas chirriaron y sisearon antes de convertirse en pilas de chatarra oxidada.
La vibración y el estruendo sordo procedentes del exterior continuaron.
Otra pasada del rayo del electrolumen no reveló ninguna salida, ningún tramo de escaleras, ninguna puerta de hierro, ninguna escotilla visible.
Las paredes eran grandes losas vacías. Unos arcos semicirculares que salían de unas columnas pegadas a la pared sostenían las enormes losas del techo. No se veían contrafuertes por ningún lado. El efecto que causaba aquello era que parecía una cueva artificial, enorme y segura, parecida a una fortaleza. Habría sido un refugio estupendo contra proyectiles de catapultas o disparados por armas de pólvora, construida por albañiles primitivos pero ingeniosos..., si hubiera existido alguna manera de entrar o de salir. La ausencia de cualquier salida indicaba que aquella enorme construcción se había construido tan sólo para contener la abertura a la Telaraña, para encerrarla para siempre junto a aquellas máquinas asesinas. Lo más probable era que ya nadie conociera la existencia de aquella cripta. Quizá habrían construido un edificio sobre la parte superior del sello para taparlo. Ese edificio se habría derrumbado hacía siglos y habría proporcionado los cimientos para el siguiente edificio, cuyo derrumbe a su vez habría creado otra base para un nuevo edificio. Así ocurría a menudo. Las ciudades se alzaban sobre los restos de su antigüedad.
Por el estruendo apagado que se oía, no debían de estar muy lejos de la superficie, ¡aunque también era posible que se encontraran bajo varios cientos de metros de roca sólida!
Bam-bam-bam-bam. Aquello sonó como el disparo de un enorme cañón cuádruple.
—Me ruge el estómago —gruñó Grimm—. Puede que Lex sea capaz de comer piedras y polvo, pero yo no.
—Desde luego que puedo masticar roca —le soltó Lex—, pero eso no me alimentaría. Apaga la luz. Ahorra energía.
Si regresaban por la Telaraña a otro mundo, interrumpirían la pauta que debían seguir para llegar a aquel lugar especial. Aquel era el segundo hueco en la pauta. Debían cruzar aquel hueco. No hacerlo equivaldría a tener que repetir toda la secuencia de la pauta desde el principio. ¿Cómo lo podría lograr? Lex ya había perdido el líquido cristalino y la córnea del ojo. Tan sólo le quedaba la retina y el nervio óptico para torturarlo, si fuese necesario.
—Un cañón cuádruple es un objetivo importante —comentó Lex—. Debemos tener la esperanza de que un cañón de batalla o un arma de proyección de rayos de gran tamaño lo tome como objetivo y destruya el emplazamiento. —Estudió con atención los arcos reforzados que soportaban el peso de las grandes losas del techo—. Deberíamos refugiarnos en el interior del portal de la Telaraña y rezar para que la superficie de este lugar reciba un impacto directo.
Jaq desenrolló con cuidado la armadura de malla antes de ponerse a rezar. Se quitó la túnica, se colocó la armadura y después volvió a ponerse la túnica. Los cuatro se sentaron en el interior de la Telaraña e inclinaron las cabezas, en la postura típica de alguien que esperara el impacto de un proyectil de gran calibre. A Rakel le castañeteaban los dientes. Nadie tuvo en cuenta el silencio de Grimm. A los squats no les servían para nada las oraciones imperiales.
La detonación estruendosa de una oración al ser respondida hizo que se estremeciera toda la cripta, como si fuera una presa entre las mandíbulas de un carnosaurio.
El rugido ensordecedor continuó y fue aumentando de volumen. Estaba claro que sobre sus cabezas se estaba derrumbando un edificio, lo que significaba que se les estaban viniendo encima toneladas de escombros. Los arcos de la cripta lanzaron un gruñido gimiente momentos antes de partirse hacia dentro. Una oleada de polvo asfixiante invadió el portal de la Telaraña.
Cuando el polvo se aclaró lo suficiente como para que pudieran ver, se dieron cuenta de que una de las losas bloqueaba a medias el portal. Sin embargo, quedaba espacio suficiente para que pasara un marine espacial.
Varios rayos de luz natural se filtraban hasta la cripta procedentes de algún hueco en la parte superior. Habían tenido mucha suerte de que los maestros albañiles que habían construido la cripta lo hubieran hecho con unas proporciones tan enormes. Las grandes losas y bloques de piedras estaban apoyados los unos sobre los otros en una tremenda confusión vertical, lo que creaba fisuras y aberturas por las que sería posible trepar... hacia la descomunal batalla.
Eso fue lo que vieron al salir.
El bastión demolido, que había sido una plataforma de disparo para el cañón cuádruple, yacía casi desintegrado a un lado. Se encontraba sobre una colina escarpada que se alzaba sobre un valle extenso. La colina parecía ser el núcleo de un volcán ya extinguido. La cripta la habían construido dentro del cráter, y sobre ella habían edificado el bastión, que en aquellos momentos era poco más que una pila de escombros puntiagudos que recordaban las fortificaciones primitivas de los orkos. Era el emplazamiento ideal para un cañón cuádruple, que disparaba proyectiles con mucha elevación. Desde allí habrían alcanzado más distancia de tiro y habrían descendido con una potencia mucho mayor para penetrar los blindajes.
Había unos cuantos cuerpos aplastados bajo los escombros. Los demás habrían sido lanzados al precipicio. No vieron señales de vida por los alrededores.
Sin embargo, ¡los alrededores no tenían interés alguno con el panorama que se veía!
Un mar tempestuoso de hombres y máquinas se enfrentaban allí abajo. Una multitud combatía con ferocidad. En el centro de la infantería se veían tanques de batalla y carros superpesados, cañones de batalla móviles, artillería especializada y montajes cuádruples de cañones láser sobre unidades motorizadas. Sin embargo, empequeñeciendo a todo aquello, divisaron numerosos titanes, máquinas de guerra gigantescas armadas con cañones automáticos y de plasma, con brazos acabados en inmensas espadas sierra y con los escudos de energía a toda potencia para absorber los daños de la lluvia de disparos.
Del cielo encapotado caía una fina lluvia y el humo de los combates y el de los motores envolvía el escenario de batalla. El cuadro era un espectáculo impresionante.
Los titanes parecían gigantescas tortugas que anduvieran a dos patas de un modo lento y majestuoso mientras aplastaban a la infantería, tanto amiga como enemiga. El brazo del cañón automático de uno de ellos colgaba inerte. La pierna de otro se había quedado rígida, por lo que debía balancearla hacia adelante para avanzar. Un gran cráter brillante indicaba el punto donde el reactor de otro titán se había sobrecargado y había estallado.
La infantería luchaba contra la infantería. Los tanques luchaban contra los tanques. Los titanes luchaban contra los titanes. Los láseres múltiples apuntaban contra los titanes los cuatro cañones del arma para que acertaran en el mismo punto del escudo de energía del objetivo en movimiento. Los titanes destrozaban las unidades que transportaban los láseres múltiples. Era un enfrentamiento confuso y feroz. El campo de batalla estaba sembrado de restos mecánicos y de cadáveres que parecían hormigas aplastadas. Ardían un millar de pequeñas hogueras. Si en aquel valle había existido alguna clase de pueblo, de prado o de cultivos, ya no quedaba el menor resto de ello.
El bastión derruido vibraba con las ondas de choque. El aire palpitaba. Las hordas de la humanidad luchaban con tesón. Las armas eran poderosas. Algunos de los titanes eran de la clase Carnivore, equipados con lanzacohetes múltiples y destructores turboláser. También había algunos Warhound con cañones de plasma y megabólters. Cañones, garras y puños de combate, láseres múltiples. Después del encuentro con los tiránidos, ver un conflicto humano normal casi les llenó el alma de una familiaridad bendita, en vez de con horror. Aquella visión casi devolvía la fe en la resistencia humana.
Rakel dejó escapar un gemido.
Sobresaliendo muy por encima de los demás titanes había un castillo rojo montado sobre dos bastiones redondeados. El humo lo había ocultado hasta entonces, pero después se había hecho claramente visible. Desde sus torres más altas sobresalían cañones láser y de plasma. Dos de las cuatro torres estaban envueltas en llamas. Las pulgas humanas se habían refugiado en las adornadas almenas inferiores. Aquellas almenas se encontraban sobre unos vastos hombros metálicos. Una reluciente calavera gigantesca giraba en medio de ellos. A cada lado tenía también dos inmensas armas montadas sobre pivotes: un cañón de fusión y otro de plasma, de los que colgaban los restos rasgados de unos estandartes de batalla. El torso que soportaba todo aquello estaba directamente conectado a una pelvis cilíndrica y horizontal. Unos grandes pistones, sin duda de adamantio, encajaban en unos inmensos bastiones con aspecto de botas. Uno de aquellos bastiones estaba envuelto en llamas.
Un castillo entero, con forma humana, y adornado de un modo increíble por todos lados con calaveras doradas y águilas imperiales de doble cabeza, con flores de lis y emblemas cruciformes.
Una inmensa bota roja se alzó en el aire y recorrió un amplio trecho. Todo el edificio avanzó un paso. ¡Aquello no era un simple castillo, era un titán entre titanes! En la base de la bota en movimiento vieron unas escaleras anchas que se asemejaban a garras. Una riada de tropas surgió de una puerta abovedada que había al final de una de las escaleras.
—Por todos los... —exclamó Grimm—. ¡Los del Adeptus Mecanicus han estado muy ocupados!
A pesar de todo, el titán entre titanes tenía problemas. Sus torres y uno de sus enormes pies estaban envueltos en llamas y el cañón de plasma parecía estar inutilizado. El brazo del cañón de fusión todavía disparaba descargas de calor infernal que reducían los tanques enemigos a charcos de metal fundido. Mientras miraban, uno de los titanes de menor tamaño, pero de gran coraje, logró un impacto directo con su arma de plasma en mitad de la pelvis del castillo. Aunque la escena no ofrecía suficiente claridad para ser analizada, parecía que las fuerzas imperiales estaban perdiendo.
Un gemido surgido de lo que creían era otro cadáver llamó su atención. Las hombreras doradas del largo abrigo de cuello alto parecían anémonas marinas. Las mangas y el pecho estaban decorados con iconos devocionales y trencillas de honor. Los amplios guantes tenían tachonados cráneos de acero en miniatura. El rostro del individuo estaba quemado por el estallido, tenía las piernas aplastadas y lo más probable era que también lo estuviera la pelvis. La sangre empapaba el suelo a su alrededor.
El gemido que se le había escapado al recuperar la conciencia se convirtió en un gruñido desafiante de furia al notar su incapacidad para moverse. ¿Tendría también rota la espina dorsal? Giró la cabeza e inspiró profundamente.
—¡En nombre del Emperador, ayudad a vuestro comisario! —les ordenó.
¿Sufriría alucinaciones aquel individuo? ¿De verdad se creía que el gigantón, el squat, el tipo de la túnica y la mujer temblorosa podían ser miembros de la Guardia Imperial? Los regimientos de la Guardia eran reclutados en muchos planetas, preferiblemente de entre los mejores soldados de las Fuerzas de Defensa Planetaria de cada mundo, aunque también a menudo de bandas violentas o de bárbaros. El deber de un comisario era imponer la obediencia y la unidad además de la pureza de propósito.
¿Cómo podían aquellas cuatro personas bien armadas estar en aquel bastión a menos que participaran en el combate de algún modo? Si eran rebeldes, como debían parecer, el comisario herido parecía decidido a someterlos a la obediencia imperial mediante el asombro por su increíble determinación. Una súplica o la rendición eran inconcebibles.
Jaq se dio cuenta en ese momento: la explosión que había destruido el emplazamiento artillero, aparte de dejarlo incapacitado para andar, lo había dejado ciego. El comisario suponía que si él había sobrevivido, habría más supervivientes. Cualquiera que lo hubiera hecho debía ayudarlo a cualquier precio.
Jaq se acercó al individuo destrozado y se arrodilló a su lado.
—Comisario, soy un inquisidor imperial —le dijo.
—Por fin —respondió el comisario entre jadeos—. ¡Por fin!
—Le mostraría el tatuaje de la mano, pero está usted ciego...
—¡Por fin...!
Aunque pareciera increíble, por lo visto el comisario había estado rezando para que llegara un inquisidor imperial. Así pues, lo que estaba ocurriendo allí no era una simple rebelión..., ¡sino alguna clase de herejía perniciosa! Al parecer, aquella herejía estaba venciendo en el campo de batalla.
El comisario estaba sin duda desorientado por el dolor y la ceguera. Sin embargo, nadie podía tomarse a aquel individuo devoto por un bobo.
—Nos capturaron poco después de que aterrizáramos —mintió Jaq—. Logramos escapar hace poco. Hemos estado buscándolo. Los oficiales de la Guardia Imperial que hemos encontrado en el camino no son precisamente personas sutiles. Comisario, defíname usted con sus propias palabras la naturaleza de esta herejía.
—El rebelde Lucifer Princip proclama que es el hijo del Emperador y, por lo tanto, el heredero del Imperio. Sus seguidores creen que este planeta, Genost, se convertirá en la nueva Tierra. Así de sencillo y así de pecaminoso...
Un acceso de dolor azotó al comisario, que se mordió los labios.
Aquello dejó estupefacto a Jaq.
¡Un hijo del Emperador! Además, uno que parecía conocer muy bien su origen..., a menos que el tal Lucifer Princip fuera tan sólo un mentiroso oportunista y persuasivo que se había inventado todo aquello.
Si Princip no era un mentiroso, ¿lo habrían localizado e identificado los arlequines en el pasado? ¿Lo habrían iluminado los arlequines? Si era así, también resultaba evidente que aquel individuo había evitado tener nada que ver con los eldars. ¿Lo habrían encontrado los caballeros sensei y lo habrían informado de su verdadera naturaleza? Por supuesto, era difícil que Princip estuviera participando en alguna clase de vigilancia secreta de la galaxia. ¿Qué sabría aquel individuo de los caballeros sensei o de los hijos del Emperador? ¡Si es que en verdad existían todos ellos y no eran una invención!
—¿No es muy sencillo? —repitió el comisario.
¿Había un tono de suspicacia en la pregunta? Los comisarios estaban entrenados en detectar la herejía y en erradicarla. ¿Sencillo? ¡No era sencillo en absoluto!
—Comisario, en la Inquisición tenemos la experiencia de que lo simple muchas veces oculta engaño y corrupción. Dígame, ¿ese tal Lucifer Princip proclama que es inmortal?
—¡Por supuesto que sí, pero nadie es inmortal, salvo nuestro amado Dios Emperador!
Un ataque de tos sacudió al comisario, que tuvo que morderse los labios otra vez para contener el dolor.
—Princip era nativo de este planeta, de... —el nombre se le resistió por un momento— ¿Genost?
—No lo sé. ¿Cómo logró escapar, inquisidor? ¿Quién más va con usted? Me llamo Boglar Zylov. ¿Cómo se llama usted?
Jaq se limitó a seguir haciéndole preguntas.
—Zylov, ¿sabe algo de un misterioso túnel neblinoso de color azul a, digamos, unos treinta kilómetros de aquí?
El otro portal, el que Jaq debía encontrar, lo podrían haber utilizado los eldars para visitar Genost y así descubrir a Princip, eso si Princip era un nativo de aquel mundo y si los eldars estaban involucrados en todo aquello de algún modo.
Suponiendo que Princip fuera de verdad inmortal, un genuino hijo del Emperador, ¡era muy improbable que siguiera en su planeta natal diez mil años después de que el Emperador tuviera descendencia! Aquellos enigmas afligían tanto a Jaq como las heridas y la ceguera debían de dolerle al comisario.
—No sé nada de un túnel azul —gruñó el comisario, confundido—. ¿Qué es? ¿Para qué?
El portal existente bajo el bastión había sido sellado a conciencia mucho tiempo atrás. El otro portal debía estar escondido del mismo modo, incluida toda una estructura similar.
—¿No conoce ninguna estructura antigua parecida a ésta a unos treinta kilómetros de aquí?
Zylov inclinó la cabeza hacia el valle, donde la guerra continuaba atronando.
—Sus preguntas me confunden, inquisidor.
—Espero sinceramente que las fuerzas imperiales capturen con vida al rebelde —le contestó Jaq.
—La intención principal ahora mismo es mantenernos con vida.
—Dígame, ¿cuántos comisarios aparte de usted acompañan a nuestras fuerzas?
—Tres. No, dos. A Gryphius lo mataron. Otros dos y yo.
—Comisario Zylov —dijo Jaq con voz amable—, me temo que no está en condiciones de combatir. Ojalá pudiera ver el tatuaje de la palma de mi mano, Necesito adoptar el cargo de comisario para llevar a cabo mi investigación inquisitorial. Procuraré no hacerle daño sin necesidad mientras le quito el abrigo.
Aquel abrigo con toda su parafernalia, a pesar de estar manchado, haría que las fuerzas imperiales identificaran en el acto a Jaq como alguien a quien debían obedecer en el acto.
—Ciertos inquisidores preferimos actuar de incógnito —le confié Jaq a Zylov—. De ese modo aprendemos más, y la herejía de Princip requiere...
—¡La erradicación!
—Es un punto de vista magnífico para un comisario. Yo debo tener un punto de vista más amplio in nomine Imperatoris.
Zylov estaba evidentemente confuso y sometido a un terrible dolor, así que se sometió.
—¡Papeo! —gritó Grimm.
Mientras Jaq interrogaba al comisario y Lex observaba el desarrollo de la batalla desde detrás de una de las losas de piedra, el squat había rebuscado entre las ruinas y había encontrado unas cuantas raciones de comida y varias cantimploras de agua.
Grimm, con las manos llenas de comida y bebida, se quedó mirando a Jaq, que ya llevaba puesto el abrigo largo con las charreteras y demás parafernalia.
—Qué estirado. Qué aspecto de implacable. ¿Qué se te ha ocurrido, jefe?
Si le contaba lo del hijo del Emperador a Grimm sólo lograría confundirlo, además de que sería perder el tiempo. Era una prioridad absoluta descubrir la verdadera naturaleza de Lucifer Princip, quien en esos momentos dispondría de una seguridad impenetrable. Haría falta un verdadero asesino, no uno de pacotilla, para llegar hasta Princip. Haría falta una asesina del Templo Callidus, cuya habilidad distintiva era la astucia. Cuánto necesitaba Jaq a Meh'lindi para aquella misión. En realidad, ella ya no estaba muy lejos, tan sólo estaba muerta temporalmente. Su resurrección, que provocaría un terremoto psíquico, que Jaq también deseaba como prioridad, estaba a una docena más o menos de pasillos en la Telaraña.
—Debemos encontrar un lugar que se parezca algo a éste. Es posible que ese sitio ya haya sido destruido por la guerra y que el portal esté al aire libre. Si no es así, tendremos que echar abajo nosotros mismos el lugar. Necesitamos un transporte y protección, además de una buena atalaya y armas pesadas, de modo que vamos a tomar el mando de un titán imperial.
Lex carraspeó.
—Mis compañeros y yo una vez nos apoderamos de un titán hereje.
Grimm dejó caer las raciones de comida para ponerse a aplaudir de un modo socarrón y malhumorado.
—Qué suerte tenemos. Ahora sí que vamos a saltar de la sartén al fuego.
—Para saber cómo manejar un titán —continuó diciendo Lex—, mis camaradas y yo tuvimos que comemos los sesos de los tripulantes que matamos.
Rakel se tambaleó, asqueada.
—No tendría sentido que ninguno de vosotros lo hiciera con la esperanza de adquirir habilidades nuevas —acabó de explicar el capitán—. Carecéis del órgano omofágico de los Adeptas Astartes. Es esencial para discernir los hechos de la vida de una persona mediante la digestión de su carne.
—Bueno, grandullón —comentó Grimm—, yo fui ingeniero ayudante en un envío de titanes procedente de Marte. Así que ya sé lo complicados que son.
—He dicho que tomaremos el mando de un titán —exclamó Jaq alzando el tono de voz—, no que vayamos a entrar a la fuerza en uno y matar a la tripulación. La tripulación nos obedecerá. En mi cargo de inquisidor tengo potestad para asumir las funciones de un comisario. ¿Cómo puede ser que las fuerzas imperiales estén perdiendo si no es por la falta de fe?
Aquello era de una lógica irrebatible.
—Pues entonces ya ves —le dijo Grimm a Rakel—. No hay nada de lo que preocuparse. ¡Por mis ancestros que no! Simplemente entraremos en el valle de la muerte y él mostrará sus brillantes charreteras. Si para entonces no hemos sido evaporados o hervidos o achicharrados o hechos pedazos, podremos montar en un cacharro bien grande.
DIECISIETE
MEH'LINDI
Cuánto tiempo llevaba librándose aquella batalla en el valle? ¿Desde el amanecer? En aquellos momentos, el simple agotamiento ya debía de estar causando bajas entre las fuerzas enfrentadas. El agotamiento de los hombres y también de las armas.
Resonaba por todos lados una cacofonía horrísona. Los titanes seguían avanzando y pisoteando. Las descargas de energía segaban hombres y vehículos. Los tanques rodaban sobre las orugas. Ambos bandos parecían en muchos aspectos dos púgiles aturdidos que estaban trabados en un abrazo, pero en el que cada uno de ellos tenía varios cientos de miles de brazos. Tal como Lex veía la situación, en poco tiempo debía producirse alguna clase de pausa en el combate. Las fuerzas imperiales habían perdido la batalla, pero los rebeldes no podían conseguir aniquilar a una multitud semejante..., a menos que desapareciesen toda disciplina y fe.
Las destrabazones de combates no eran fáciles ni rápidas, como no lo serian para los púgiles, o para los luchadores, si los pegaran con un pegamento resistente.
Una combinación de fatiga por el combate y de suerte, unidas al aura de protección alzada por Jaq, llevaron a los cuatro hasta las cercanías de un titán imperial. En el trayecto se habían visto obligados a matar a unos cuantos rebeldes. El abrigo que Jaq había tomado prestado era una provocación.
Él mismo recibió unos cuantos impactos que la armadura de malla absorbió. Lex sufrió una herida leve en la parte superior del brazo, pero la sangre que brotó se endureció de forma casi inmediata y tomó el aspecto de una pequeña indicación de rango.
Delante de ellos caminaba un titán casi intacto. Las cubiertas de sus piernas tenían grabadas calaveras y águilas imperiales de doble cabeza. El estandarte que le quedaba mostraba un ángel blanco cortándole la cabeza a una serpiente verde. Aquel titán estaba equipado en parte para el combate cuerpo a cuerpo. Uno de los brazos armados estaba rematado por un puño de combate, mientras que en el otro llevaba un multiláser. En el caparazón parecido al de una tortuga que había encima de la cabeza se alzaba orgulloso un láser de defensa, aunque su arma gemela había quedado convertida en un montón de chatarra fundida.
Jaq trepó hasta la parte superior de un tanque superpesado destruido y abrió los brazos de par en par para que se viera bien el uniforme de comisario antes de ponerse a hacer señales.
La cabeza de tortuga lo divisó. Las pantallas verdes y resplandecientes de los ojos parecieron mirar directamente a Jaq, aunque, por supuesto, los ojos eran de adamantio casi indestructible. Detrás de aquellos ojos se encontraba la cabina de mando blindada, donde el prínceps del titán estaría observando con atención las dos pantallas ovaladas que reproducían de forma fiel lo que se veía fuera.
El titán se dirigió hacia el tanque con grandes pasos que aplastaron cadáveres bajo los pies llenos de remaches. Allí se detuvo, y su láser de defensa cubrió la zona delantera del terreno a la vez que el escudo de energía frontal derecho dejaba de brillar. El puño desprotegido, tan grande como un land raider, comenzó a descender con rapidez.
Lo normal es que la tripulación entrara al titán por una pasarela. Jaq esperaba que bajaran por la espalda una escalerilla metálica flexible. Estaba claro que el princeps de aquel titán era un oficial que sabía improvisar. Jaq indicó a los demás que se apresuraran a seguirlo. Lex tuvo que cargar con Rakel para que subiera al tanque.
★ ★ ★
El puño de metal abrió los dedos, invitándolos a subir. Los cuatro treparon hasta la palma. La mano subió con rapidez y los elevó por el aire lleno de humo. El brazo quedó inmóvil en posición horizontal y ellos lo cruzaron con precaución hasta que pasaron por debajo del escudo del caparazón, desde donde llegaron a una estrecha pasarela de mantenimiento que conducía a una escotilla de entrada.
La temperatura dentro de la cabeza del titán no desmerecía la de Sabulorb cuando comenzó a encaminarse hacia la incineración. Unos vapores hirvientes se entremezclaban con el fuerte olor de los inciensos devocionales. El sudor empezó a correrles por todo el cuerpo en cuanto entraron, a pesar de los esfuerzos de las gárgolas de ventilación por renovar el aire.
Grimm se quedó con Rakel al lado de la salida de emergencia situada en la parte posterior mientras Jaq y Lex se dirigían a la cabina de mando para hablar con el princeps. Cuatro personas metidas en aquel espacio podrían llegar a ser algo agobiante.
La cámara de escape tenía las paredes cubiertas de pintadas: «La muerte es el destino final! ¡Destripemos a nuestros enemigos!». Unos pasillos cortos llevaban, a derecha e izquierda, a las cabinas de los hombros, donde los cuatro moderati controlaban el puño de combate, el cañón multiláser, el láser de defensa del caparazón y... La cuarta arma era metal fundido. Conectado a los mandos por un puñado de cables serpenteantes, era muy posible que su moderatus hubiese muerto por la descarga de energía.
Si el reactor del titán se sobrecargaba, aquellos puestos de mando entrarían de forma automática en la cámara de escape muy poco antes de que la cabeza saliera disparada. Si eso ocurría, Grimm y Rakel quedarían pulverizados, a menos que en el mismo instante en que sonara la bocina de aviso salieran disparados hacia adelante.
Los servos chirriaron. Los chorros estabilizadores sisearon. Las gárgolas tragaron aire y luego silbaron.
El princeps, sujeto por correas a una silla giratoria y protegido por blindajes y acolchamientos, estaba delante de las grandes pantallas oculares ovaladas. Unos huesos de bronce enmarcaban el conjunto. A lo largo de una hilera de monitores menores de diagnóstico aparecían iconos como escarabajos fosforescentes. Un manojo de cables salía de su unidad de impulso mental y se adentraba en varios conductos. Varios cables salían de sus hombreras metálicas, al igual que lo hacían unos cuantos alambres de su casco de impulsos..., que se giró para mirar a los recién llegados.
Detrás de los visores distinguieron unos ojos de color azul con aspecto cansado. Bajo los visores estaba la nariz, con un aro de zafiro en cada agujero, unos labios finos y un mentón depilado y tatuado con pequeños tentáculos plateados.
Jaq mostró el tatuaje de la palma.
—Soy el inquisidor imperial Tod Zapasnik —declaró—. ¿Sabe lo que es un inquisidor?
El princeps asintió con tranquilidad.
—El comisario Zylov ha muerto —mintió Jaq. Quizá a aquellas alturas había dicho la verdad—. He asumido su autoridad y su uniforme. Mi compañero es un capitán de los marines espaciales que está llevando a cabo una misión de reconocimiento secreta...
—Ah —murmuró el princeps al mirar a Lex. Se quedó observando admirado al gigante casi desnudo con el fajín rojo sobre uno de los ojos y al bólter que empuñaba.
—Princeps, no debo distraerlo mucho de su tarea de controlar al titán. Tomo el mando de su espléndida máquina in nomine Imperatoris, como es mi derecho y mi privilegio. Es de vital importancia que localicemos un edificio parecido al emplazamiento artillero del cañón cuádruple que estaba situado en aquel risco occidental. ¿Ha detectado un lugar semejante en un radio de unos treinta kilómetros?
La atalaya que proporcionaba el titán era elevada. Aunque las nubes de humo tapaban a menudo la observación normal, las pantallas oculares podían funcionar en modo infrarrojo, además de que también disponían de un radar.
El princeps ordenó mentalmente que apareciera un mapa holográfico sobre una de las pantallas y que brillara una pequeña flecha en un punto concreto.
—Quizá se refiera a la llamada Torre de la Atrocidad, a unas dieciocho leguas de aquí. No hay mucho más.
Lex dejó escapar un suspiro de alivio. Era posible que su ojo no tuviera que ser maltratado de nuevo. Si se destruía el nervio óptico sería necesario implantarle alambres neuronales en el cerebro además de en el óculo artificial. No quería cargar a los cirujanos de la fortaleza-monasterio con aquella tarea.
—Llévenos allí con la mayor rapidez —ordenó Jaq.
—Con el debido respeto —contestó el princeps—, está muy alejado de la zona de combate y muy lejos de nuestra fuerza principal. Puede parecer que desertamos. Una derrota se puede convertir en una huida en estampida. Debería comunicárselo a...
—No. Es posible que los herejes intercepten el mensaje... y luego a nosotros.
—Señor, puede que mueran doscientos mil hombres. Incluso puede que perdamos nuestra base en este planeta.
—¡No importa! —gritó Jaq, aunque le resultó angustioso decir algo así. Luego habló con voz más tranquila—. Princeps, existen consideraciones más importantes. La aparente deserción de una unidad de combate no puede representar un cambio tan radical como para que toda la batalla cambie.
Eso decía, pero ¿no era cierto que él mismo se comportaba como si los grandes acontecimientos del futuro pudiesen cambiar como consecuencia de su actuación?
—¡In nomine Imperatoris! —repitió.
Echó atrás la parte inferior del largo abrigo y colocó la palma de la mano en la empuñadura del Piedad del Emperador. Sin duda, tan sólo una persona de enorme autoridad podría poseer un arma tan preciada y antigua, chapada con titanio iridiscente y runas plateadas grabadas. Alguien así, o el compañero de una persona semejante.
—¡La herejía de Princip debe ser aplastada! —insistió Jaq—. ¡Es posible que la clave se encuentre en esa Torre de la Atrocidad!
—Informaré a mis moderati —accedió el comandante del titán.
Para destrabarse del combate hizo falta utilizar un poco el láser de defensa y el cañón multiláser, además de lanzar por los aires unos cuantos tanques de batalla con el puño de combate. Hubo un momento en que pareció que los escudos de vacío posteriores del titán estaban a punto de sobrecargarse. La temperatura subió todavía más cuando la máquina se esforzó por dispersar el exceso de energía. Por fin, el titán pudo caminar con mayor rapidez hacia el este pisoteando una zona arrasada y carbonizada de antiguos viñedos abandonados, a excepción de unos cuantos saqueadores de cadáveres.
Los rayos de luz del sol poniente atravesaron por fin la capa de nubes bajas y pintaron el horizonte de color naranja sangriento. La temperatura de la cabina bajó un poco, lo mismo que la de la cámara de escape, donde Grimm se había echado a dormir y Rakel estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas y los nudillos de las manos blancos.
Las largas sombras del atardecer hacían que la torre de grandes losas de piedra, edificada sobre un montículo aislado, pareciera todavía más siniestra. Incrustadas en las paredes de aquella torre sin ventanas había cientos de púas recurvadas y oxidadas. De algunas de ellas colgaban esqueletos blanquecinos. En la base de las paredes había apilamientos de huesos también blanquecinos. Los costados estaban cubiertos de manchas marrones. Aquella torre era el lugar de ejecución de aquellos que habían cometido crímenes atroces. No se había utilizado hacía poco, ya que entonces habría algún cadáver descomponiéndose. Algún malhechor moribundo estaría empalado mirando al horizonte mientras sufría una muerte lenta.
¿Era aquella falta de uso un síntoma de la herejía de Lucifer Princip?
La torre había sobrevivido a los embates de la guerra. Nadie habría querido escalar por aquellas púas para montar un cañón en la parte superior. La torre no sobreviviría a las atenciones que el titán, que ya llegaba a la cima, iba a dispensarle.
El moderatus del cañón multiláser disparó descargas de energía contra el edificio, lo que provocó que se tambaleara toda la estructura. Realizó una especie de operación dental contra la torre, como sí ésta fuera un enorme diente picado al que hubiera que agujerear antes de ponerle un empaste de ceramita. La mampostería comenzó a caer en grandes bloques, con los pinchos metálicos todavía incrustados.
La torre parecía ser sólida por todos lados.
Jaq le dio una serie de instrucciones al moderatus a través del princeps. Su arma sacudió con fuerza y de forma repetida la base del edificio. Una nube de huesos desmenuzados llenó el aire como si fueran copos de nieve.
El titán se acercó un poco más y con el puño de combate atravesó una y otra vez la debilitada estructura del edificio, como si fuera una bola de demolición. El princeps inclinó el caparazón contra la parte superior del edificio y golpeó repetidamente. Con un fuerte crujido, la torre acabó arrancada de su base y se derrumbé.
El titán se agachó un poco más y se puso a excavar entre los cimientos. El puño de combate sacó grandes trozos de mampostería y los arrojó a un lado. Escarbó y sacó tierra y piedras. Se inclinó al límite de su capacidad, con los aparatos hidráulicos chirriando y las lámparas iluminando el trabajo, para atravesar con el puño el techo de una cámara subterránea.
Cuando los escombros cayeron en el interior de la cámara, unas cuantas máquinas antiguas lanzaron cuchillas..., antes de desmoronarse de puro viejas.
—Ha servido al Imperio con nobleza —felicité Jaq al princeps.
Las lámparas del titán ya no iluminaban. Los cuatro compañeros se bajaron de la palma abierta del puño de combate y entraron en la cámara destrozada, donde vieron el resplandor azul.
Ya estaba anocheciendo. Nadie que mirara desde arriba sería capaz de ver el portal. Durante el día ni siquiera se vería el resplandor. Por la noche, si alguien lo divisaba, pensaría que se trataba de alguna forma de radiación peligrosa.
Unos cuantos miles de años atrás, aquel portal debió de estar oculto en las profundidades de un denso bosque, que talaron más adelante. Jaq estaba seguro de que el montículo era artificial. Alguien había colocado toneladas de piedras y tierra para formar una base sobre la que construir la Torre de la Atrocidad.
Tendría que regresar a aquel mundo en cuanto hubiera resucitado a su sublime asesina. Cuando volviera, la guerra contra el hereje Lucifer Princip todavía continuaría, a menos que las fuerzas imperiales de Genost fueran aniquiladas. Aun así, llegarían más. Puede que llegaran los marines espaciales atravesando el vacío interestelar para eliminar aquella blasfemia. Era posible que alguna fuerza eldar se infiltrase por el portal de la Telaraña con la esperanza de capturar al autoproclamado hijo del emperador... o de negociar con él.
Jaq necesitaba que la ruta permaneciera abierta pero protegida, así que le ordenó al princeps que marcara unos cuantos puntos de radiación con el dedo del puño de combate del titán entre los escombros esparcidos por el montículo, pero que jamás se lo dijera a nadie. La gente que conocía la tecnología militar pensaría que un misil o un torpedo excavador había destruido la torre y dejado atrás unos cuantos restos de letal radioactividad. Los ignorantes eran demasiado supersticiosos para investigar.
Así pues, se adentraron de nuevo en la Telaraña, con Jaq abriendo el camino con su monóculo.
El tunel de luz azul se bifurcó varias veces antes de abrirse a la inmensidad.
A la derecha y a la izquierda se abría una niebla azul sin límites. No, no era exactamente sin límites. Se veían las paredes de la Telaraña en ambas direcciones, pero muy lejos.
El túnel capilar había llegado a una de las principales arterias de la Telaraña. Allí, las naves de tamaño estelar tenían espacio suficiente para viajar de un mundo astronave a otro, o de una estrella a otra, aquélla era la ruta que indicaba la lente rúnica. La realidad era intimidatoria: ¡cruzar el fondo de aquel espacio sin perderse! ¡Encontrar el punto azul del capilar correspondiente en mitad de aquel otro azul enorme!
—Saldremos uno por uno —dijo Lex—. Nos mantendremos en ángulo recto con esta pared, cuando el primero de nosotros esté a punto de desaparecer, saldrá el segundo. Gritaremos nuestros nombres a intervalos regulares para localizar dónde estamos. Permaneceremos en línea recta unidos por las cuerdas de nuestras voces.
Gracias a su oído mejorado, Lex sería capaz de detectar las desviaciones y gritar las correcciones a izquierda o derecha.
Jaq saldría el primero a la niebla. Grimm sería el segundo, con Rakel siguiendo sus pasos. Lex actuaría de voz anda y cerraría la marcha.
★ ★ ★
De repente, les llegó un grito.
—¡Soy Jaq! ¡Lo he encontrado!
Siguieron la señal de la voz de Jaq hasta que estuvieron reunidos de nuevo. El pasaje capilar entraba de nuevo en otra arteria enorme. Ya estaban muy cerca del lugar que buscaban. Tan sólo tenían que cruzar aquel segundo abismo y luego bastaría con pasar por tres bifurcaciones.
Jaq ya había cruzado. Grimm ya había cruzado también. Rakel se estaba acercando. Lex aparecería pronto.
Se distinguía un palpitar extraño justo en el borde de la capacidad auditiva. No era tanto un sonido como una vibración de la niebla. El palpitar se intensificó con rapidez.
—¡Es una nave eldar en tránsito! —gritó Grimm—. ¡Una nave espectral se dirige hacia aquí! ¡Corre, Rakel, corre! ¡Lex, corre! ¡Viene una nave espectral!
La niebla comenzó a arremolinarse. La nave que se aproximaba estaría en otra fase, pero incluso así, el tamaño y el impulso que llevaba el fantasma de la nave espectral sin duda provocarían alguna clase de efecto.
¿Qué ocurriría si dos naves eldars fuera de fase se encontraban de frente en la misma artería principal? ¿Podrían pasar una al lado de la otra ya que la arteria era lo suficientemente amplia? ¿O pasarían una a través de la otra? Sin duda, aquel tipo de desastres se evitaba con alguna clase de equipo de detección o de principio de exclusión. Las tripulaciones de unas naves tan grandes debían sufrir sin duda la desorientación y la sensación de arrastre provocado por una situación así. ¿Cuánto más lo debían experimentar los viajeros a pie, tan pequeños en proporción?
Rakel llegó a la carrera, con los ojos abiertos de par en par por el miedo al ver el movimiento de la neblina, al sentir la palpitación y al oír el aviso de Grimm.
Lex llegó corriendo un instante después.
—¡Corred, corred!
Por un momento les pareció que una enorme mariposa blanca con las alas extendidas pasaba a toda velocidad. Aquello les llenó por un instante el campo de visión. Casi fue demasiado rápido para que se pudiera distinguir con claridad una imagen tan grande. La niebla quedó dividida en varias oleadas gigantescas. La succión tiró de los tres que estaban refugiados en el interior del túnel. A Lex se lo llevó por los aires. Lo arrastró la estela de la nave espectral y giró y giró sobre sí mismo antes de desaparecer en pocos segundos.
Grimm gritó el nombre de Lex de forma reiterada durante varios minutos.
No les llegó ninguna respuesta.
Aun así, esperaron. Sin duda, a aquella arteria principal se le unían más de un par de capilares. ¿Cómo distinguir los unos de los otros si no fuera por la presencia de los camaradas que te estaban esperando y en la misma fase? ¿Qué ocurriría si aparecía otra nave espectral? Aun así, esperaron. Grimm siguió gritando su nombre de vez en cuando.
El tiempo era engañoso en el interior de la Telaraña. ¿Había pasado una hora o medio día estándar cuando por fin oyeron una respuesta? ¡Cuando por fin apareció Lex corriendo!
—Vaya, el grandullón ha vuelto —dijo Grimm después de pasarse una manga por el ojo.
Lex se reunió con una sonrisa con sus camaradas y respiró profundamente para recuperar el aliento.
—Te has tomado tu tiempo para volver—le dijo el squat en tono de broma—. ¿Has pasado por muchas entradas laterales?
—Por seis —contestó Lex—. Están bastante espaciadas. Pensé que daba igual que me estuvierais esperando o no. Lo más problemático era saber si iba en la dirección correcta. Había dado tantas vueltas para cuando me paré que al final no sabía exactamente hacia dónde estaba mirando. Le recé a Rogal Dom para que me guiara al elegir.
—Podrías haber probado a meterte el dedo en el ojo.
—Debería metértelo en uno de los tuyos, idiota.
Lex agarró con fuerza a Grimm y le apretó los hombros al squat antes de soltar una breve carcajada y sacudirlo como si fuera un muñeco.
Llegaron a un punto donde convergían cuatro túneles. Aquel cruce de caminos no podía ser otro que el lugar que buscaban.
—Ya hemos llegado —exclamó Jaq, con un tono de triunfo y de esperanza trágica a la vez en su voz.
Jaq ya había cerrado el monóculo y se lo había guardado en un bolsillo. Dos pares de ojos y uno solitario miraron a Rakel-benth-Kazintzkis. Ella se puso a juguetear con la única de las tres armas digitales que estaba cargada todavía, retorciéndose el dedo mientras temblaba.
—Me siento mareada —dijo, como si hubiera llegado el momento de que Jaq reforzara la integridad de su cuerpo alterado echando un vistazo a la carta del Asesino—. Es terrible caer en manos de un inquisidor.
—Rakel —intentó tranquilizarla Jaq—, en la disformidad, al otro lado de las paredes de esta Telaraña, existe una fuerza de bondad, de nobleza y de verdad divina. Existe un impulso hacia su transfiguración. Existe el embrión de un nuevo dios que puede renovar a nuestro bendito Dios Emperador o incluso superarlo, ¡que me perdone la herejía! Si lo supera, lo liberará de su agonía eterna para llevarlo a un regocijo triunfal.
A Jaq le costaba hablar. ¿Podría creerse del todo en aquella posibilidad de victoria?
Había experimentado el sendero reluciente. Había presenciado el brillo del Dedo de Gloria de Lex. Sin embargo, siempre debía quedar alguna duda.
Parecía que Lex estuviera sometido a emociones contradictorias.
¡Ojalá Dornie diera apoyo a su alma! ¡Que ese apoyo no fuera una mancha de deshonor, una horca para un traidor inconsciente!
Grimm parecía profundamente amargado, como si hubiera perdido el alma a lo largo del camino.
¿No habían llegado a donde nadie más había logrado llegar? Que la duda no pervirtiera aquel momento.
Jaq, Lex y Rakel se arrodillaron en el centro de aquel cruce de cuatro caminos, bañados por la luz azulada de la Telaraña alienígena. Sólo Grimm se quedó de pie, desafiando su devoción, sin el don de la gracia.
Jaq rezó en voz alta al Dios Emperador, al Numen, al Sendero Reluciente.
Se giró hacia Rakel, pero no encontró las palabras apropiadas.
—Me estás pidiendo que acepte mi propia muerte —murmuró Rakel antes de mirar un momento a Grimm.
A Jaq lo recorrió una tremenda sensación de frustración.
—¿Qué le has dicho? —le gritó al squat.
—¡Nada! —aulló Grimm—. ¡Lo juro por mis ancestros ausentes, nada!
—Me esforcé —dijo Rakel con voz temblorosa—. Me esforcé de verdad. Por favor, concédeme el olvido antes de que las pesadillas como los tiránidos se apoderen de mí. O el Caos, o cualquiera de los otros horrores.
—Por supuesto —contestó Jaq con voz suave. Todo iba bien, después de todo—. La verdadera Meh'lindi también deseaba el olvido —le dijo—. Pero se negó el olvido a sí misma.
Rakel estaba sollozando.
—¡Y ahora quieres traerla de vuelta a este horror y este sufrimiento! Comprendo lo que deseas —dijo luego en voz baja.
—Qué gran espíritu —exclamó Jaq, asombrado. Experimentó una oleada de éxtasis. Aquello debía de ser un buen augurio para lo que sin duda ocurriría dentro de poco.
»Qué gran espíritu...
Pero no era tan grande como el de Meh'lindi, que debía suplantar a aquella mujer en su cuerpo modificado.
—Rakel, necesito a Meh'lindi. ¡La necesito! Necesito tenerla a mi lado para enfrentarme a Lucifer Princip.
—La necesitabas antes de que ni siquiera oyeras hablar de Lucifer Princip. Acepto mi destino. ¡Lo acepto! Envíame a la oscuridad para impedir que mis ojos vean más abominaciones como las que ya han visto. No puedo enfrentarme a ninguna clase de futuro. Todos los futuros son horribles y temibles.
—Todos menos el Sendero Reluciente, el que con tu sacrificio ayudarás a encender. Emperador de todos —gritó Jaq—, perdóname! Este es... el camino.
Rakel siguió sollozando, pero asintió con la cabeza. Aquella afirmación era a la vez una negación de sí misma... a favor de otra mujer, una mujer a la que se parecía como una réplica exacta, incluidos los tatuajes, gracias a la polimorfina.
Lex estaba profundamente conmovido.
—Compañera —le dijo a Rakel.
Empezó a rascarse la mano izquierda como si quisiera arrancarse la línea de la vida de la palma.
Jaq comenzó a sacar la carta del Asesino.
Al igual que en la ocasión anterior, sin que él quisiera, otra carta saltó y se mostró. La carta de Tzeentch, sin la envoltura, cayó boca arriba en el suelo de la Telaraña.
El rostro demoníaco miró burlón a Jaq. El inquisidor casi se dejó arrastrar por un ataque de pánico. Puso encima con rapidez la carta del Asesino. La carta que mostraba a Meh'Iindi pero también a Rakel triunfó sobre la carta del Demonio.
¿No había triunfado él sobre Tzeentch en la mansión?
¿No había expulsado a un sirviente del Gran Conspirador? ¿No había vencido las tentaciones de Slaanesh? Jaq no sentía lujuria, sino pura adoración por aquel ídolo de carne que estaba tan cerca de él y que en muy poco tiempo sería reanimado.
—Alegrémonos —declaró Jaq.
—Me alegro del olvido —gimoteó Rakel.
Aquéllas habrían podido ser las palabras de Meh'lindi. Rakel ya no era Meh'lindi sólo en cuerpo, sino también en parte, o eso parecía, en la forma de hablar.
Jaq le indicó con un gesto a Lex que le entregara el fajín de asesino. Lex deshizo el nudo que mantenía el trozo de tela sobre la cuenca del ojo, lo que dejó al descubierto el destrozo que había sufrido. El inquisidor colocó el fajín alrededor del cuello de Rakel como si fuera una estola, como si fuera a estrangularla con ella.
—Mira fijamente la carta del Asesino —le dijo Jaq a Rakel—. Mírala directamente a los ojos. Piérdete en sus ojos. Húndete en ellos. Vas a entrar en el Mar de las Almas para ayudar a llegar a un espíritu poderoso hasta la conciencia, gracias a que vas a convertirte en parte de ese espíritu con tu sacrificio voluntario.
»Spiritum tuum —continuó diciendo con voz solemne pero en lengua hierática—. Ipacem dimitto. Meh’lindi meum, a morte ad vitam novam revocatio.
Grimm estaba temblando. Lex se tapó lo que le quedaba del ojo con la mano izquierda, lo mejor que podía hacer para permanecer atento a lo largo de un rito tan macabro como el que había soportado en la fortaleza-monasterio de los Puños Imperiales.
La imagen de Meh'lindi en la carta del Asesino se empezó a retorcer.
—En este lugar —entonó Jaq—, donde el tiempo se retuerce, por el poder y la gracia...
Rakel cayó hacia adelante estremeciéndose. Se retorció en el suelo. Se giró y se dobló sobre sí misma. Se volvió a retorcer, como si sufriera un dolor agónico.
De los labios de aquella mujer que se retorcía surgió un grito de desafío y de autoafirmación.
—¡Meh’ Lindi!
Era el grito feroz de identidad de una niña salvaje secuestrada en su mundo selvático para ser entrenada en el Oficio Asesinorum. Aquél era el grito que le había dado el nombre en el lenguaje imperial: Meh'lindi.
Jaq se sintió inconmensurablemente satisfecho.
Meh'lindi se desenroscó. Sus manos se exploraron por un momento el vientre, donde la lanza de la Señora Fénix se había clavado y le había retorcido las tripas como con una manivela.
—¡Meh’ Lindiiiiii! —aulló.
Rodó sobre sí misma y se puso en pie de un salto. Los ojos le brillaban de furia. Tenía una mano cerrada en un puño y la otra abierta, con los dedos juntos, dispuesta a cortar.
¡Aquellos ojos! No pareció reconocer en absoluto a Jaq. ¿Lo estaba viendo en realidad?
Tampoco parecía estar viendo a Grimm o a Lex cuando giró la cabeza.
—¡Morid, Señores Fénix! —aulló Meh'lindi un momento antes de lanzarse contra Jaq.
DIECIOCHO
ILUMINACION
Era posible que confundiese a Jaq porque llevaba puesto el abrigo largo de cuello alto con charreteras del uniforme de comisario, que estaba quemado y manchado de sangre, aparte de los iconos y las condecoraciones en el pecho y en las bocamangas? ¡No! Lo había llamado Señor Fénix. De hecho, a Jaq, a Grimm y a Lex. Los había llamado Señores Fénix.
Eran los héroes guerreros de los eldars, que no tenían un mundo astronave propio. Recorrían la telaraña trasladándose de mundo en mundo. A veces desaparecían durante cientos de años. Oían una llamada de auxilio y entonces acudían y reaparecía de forma devastadora.
¿Señores? ¡Divinidades inmortales o casi! ¡Desde luego, no personas en el sentido normal de la palabra!
En un pasado muy distante, cada Señor Fénix había sido un guerrero que había seguido el sendero de la guerra de forma tan absoluta que habían llegado a un punto sin retorno, ni siquiera a la persona que antes había sido. Si uno de ellos moría, su alma pasaba a la joya espiritual que llevaba en el interior de la armadura. La propia armadura llamaba a otro candidato para revivir la misma identidad, como el fénix, el ave legendaria que resurgía de sus propias cenizas.
Había sido una Señora Fénix, la Tormenta Silenciosa, la que había empalado y matado a Meh'lindi a la misma puerta de la Biblioteca Negra, el lugar oculto donde se guardaban los secretos de los eldars.
La resucitada Meh'lindi estaba bloqueada mentalmente en los últimos momentos de su combate definitivo. Aquello había ocurrido en otro punto de la Telaraña, cerca de la Biblioteca Negra. Allí, en el cruce de caminos donde el tiempo se retorcía, aquel suceso dominaba todavía su conciencia. El modo en que había muerto monopolizaba su mente reencarnada, así que luchó.
Meh'lindi libró de nuevo su combate final desde el principio al fin, como un alma condenada en el infierno a repetir su muerte angustiosa, pero intensificada.
Los tres individuos eran Señores Fénix. La terrible visión triple la poseía con tanta seguridad como un demonio poseía a su víctima. Tales eran las energías contenidas por la Telaraña, concentradas allí, donde tejían una ilusión tiránica.
Ella no debía ser una víctima de nuevo! ¡No debía!
El puño de Meh'lindi golpeó con tremenda fuerza el pecho de Jaq, justo debajo del corazón.
El golpe habría matado a alguien desprotegido. Sin embargo, la armadura de malla que Jaq llevaba debajo del abrigo absorbió la fuerza letal del puñetazo. Sorprendido, trastabilló hacia atrás, con el alma asombrada.
Ella pareció darse cuenta inmediatamente de la existencia de la armadura. Se abalanzó sobre él y lo agarró. Se detuvo un momento para dar tiempo a la armadura a que se ablandara de nuevo. Jaq se quedó mirando, destrozado, aquellos ojos que no lo reconocían.
—Meh'lindi —murmuró.
Ella siguió sin reconocerlo.
Con una fuerza implacable, le alzó un brazo y tiró.
El codo de Jaq se partió con un mido seco. El dolor le recorrió el cuerpo como si el tuétano de los huesos se hubiera convertido en lava burbujeante. Soltó un alarido.
Ella lo hizo girar mientras todavía sufría aquella agonía y lo lanzó por encima de sus caderas. Jaq se estrelló contra el suelo de la Telaraña. El golpe hizo que la armadura se endureciera durante unos cuantos segundos agónicos.
Había caído pesadamente. El dolor que sentía en la cadera se debía seguramente a la lente del monóculo, aplastada por la caída.
Meh'lindi saltó y giró en el aire. El talón de su pie golpeó la muñeca de Lex e hizo salir volando el bólter que el marine espacial había sacado de su funda en la espalda.
Jaq vio aquello a través de un velo de dolor. Aquel velo hacía borrosos los movimientos de Meh'lindi. Lex se estaba defendiendo con uno de sus poderosos brazos. Ella intentó clavarle los dedos en la cuenca vacía. Hizo una finta. Estaba intentando dejar ciego del todo a Lex. En vez de ello, pegó otro salto en el aire... y al caer al suelo se tambaleé, aunque se recuperé con rapidez. Grimm estaba tirado en el suelo. Estaba soltando tacos, por lo que seguro que estaba vivo.
Sin duda, era la falta de familiaridad de Meh'lindi con aquel cuerpo, su falta de entrenamiento, lo que había salvado al squat. Sus movimientos no eran tan coordinados como ella esperaba que fuesen. Aquello la tenía perpleja y furiosa.
Lex flexionó sus poderosos músculos. Giró un poco la cabeza, como para proteger su ojo sano. Dudó un momento. La hostilidad de Meh'lindi era completamente inexplicable..., a menos que se hubiera vuelto loca. A menos que hubiera regresado del Mar de las Almas enloquecida y demente. A menos que hubiera un demonio en su cuerpo.
—Meh’Lindi! —gritó de nuevo.
Había adoptado una postura de bestia feroz, con las manos extendidas delante de ella.
Sólo entonces llamaron su atención los tres gruesos anillos que llevaba en los dedos. Las armas en miniatura. El lanzadardos venenoso. El lanzallamas. El láser. Lanzó un aullido de desesperación. ¡No se había fijado en seguida! ¡No se había dado cuenta! ¡Estar tan ceñida a su propio cuerpo, a las extremidades, a la espalda, a los nervios!
Meh'lindi apuntó con un dedo a Lex. Giró y apuntó otro hacia Grimm. Giró de nuevo y apuntó con el último dedo a Jaq.
Jaq interpuso de forma instintiva su brazo sano. La descarga de energía estalló contra su mano, que ninguna armadura o guantelete protegía.
La onda expansiva puso rígida la armadura que llevaba debajo, desde la muñeca hasta el hombro. Por unos instantes, el brazo permaneció alzado, como una vara repleta de adornos. Los adornos consistían en trozos quemados de huesos carpianos a los que se habían quedado pegados unos cuantos colgajos de carne y de piel. La descarga de energía no le había amputado la palma y los dedos: le había volatilizado la mano.
El dolor dudó un momento antes de surgir con fuerza tiránica. Aunque Jaq ya no tenía mano, sentía como si se la estuvieran asando en vivo. Derramó unos grandes lagrimones, pero la pena que más lo afligía estaba gimiendo en su interior, consumiéndolo. La desesperación se apoderó de él. Perdió toda esperanza. No sólo en sus propias esperanzas grandiosas y trágicas, sino también en la humanidad, la esperanza de que el Imperio sobreviviera, de que llegara la salvación.
Meh'lindi miró al gigantesco Señor Fénix, que todavía seguía vivo y en pie, al pequeño Señor Fénix, que ya se estaba incorporando. Ni siquiera miró al enemigo a quien su láser digital había dejado manco. Meh'lindi miró luego su propia mano.
El lanzadardos en miniatura había fallado. El pequeño lanzallamas había fallado. Ninguno estaba cargado.
¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía ser? ¿Por qué su cuerpo era tan imperfecto, tan impreciso? ¡Llevaba el fajín de asesino alrededor del cuello en vez de enrollado a la cintura! Lo agarró con el puño.
Aquellos Señores Fénix estaban jugando con ella un juego horrible. Era como si quisieran que luchara con una mano a la espalda, ¡aunque eso podía hacerlo sin problemas! ¡O morir en el intento! No, el fallo era algo más fundamental.
¿Qué podía ser? ¿Cómo era posible que no supiera que dos de sus armas digitales estaban descargadas? ¿Cómo era posible que su cuerpo no respondiera a la perfección a su voluntad? ¡Estaba atrapada en una pesadilla! Debía luchar o huir. Era una Callidus. Era astuta.
Qué poco tiempo había pasado. Antes de que el gigante o el enano pudieran reaccionar, Meh'lindi ya estaba huyendo hacia la niebla azul de uno de los pasillos escogido al azar.
Corrió y corrió con sus largas piernas. Se percató de una leve sensación de cansancio. Se obligó a sí misma a mantener el ritmo de la carrera. ¿Estarían los Señores Fénix persiguiéndola con sus armas hechiceras? Al respirar no conseguía aspirar tanto aire como quería. Empezó a ver motitas de luz en los ojos. El túnel se dividió en dos y entró en el de la derecha al azar.
Jaq estaba destrozado, tanto en el cuerpo como en el alma. Tenía un brazo machacado y había perdido por completo una mano. Las oleadas de dolor agónico lo azotaban. La tragedia le había dejado una cicatriz en el alma. Casi estaba compartiendo la angustia del propio Emperador.
El Emperador fracasaría. El Imperio se hundiría. Sus espasmos de muerte serían tales que el honor, la nobleza, la fe y la perseverancia orgullosa no serían más que gotas en un caldero lleno de sangre hirviente. No se despertaría ningún niño dios nuevo. La humanidad perecería. De su caída aullante surgiría vomitado un nuevo gran poder del Caos de maldad inimaginable. El Caos devoraría la realidad.
La desesperación reconcomía a Jaq como si un parásito de icneumón le estuviese devorando las entrañas. Había cometido herejías y traiciones. La resurrección de Meh'lindi había sido una abominación. ¡Sí al menos lo hubiera destrozado por completo!
Lex le había prometido hacerlo si al final resultaba ser necesario. El capitán había recuperado su bólter. Jaq se puso en pie apoyándose en el muñón de su mano desaparecida. No debía causar más daños herejes.
Cayó de nuevo de rodillas. Se obligó a sí mismo a enderezarse, pero se quedó de rodillas, condenado por él mismo. Lanzó a Lex una mirada homicida, de odio psicótico.
Y entonces blasfemó. Blasfemó a pleno pulmón.
—Que el débil Emperador humano se reseque! ¡Que la luz de tu primarca se apague como una vela! ¡Gloria a Tzeentch! ¡Chi’khami’tzann Tsunoi!
Jaq estaba invocando a los grandes demonios de Tzeentch en su propio lenguaje. Debía de estar poseído de nuevo.
Jaq dejó al descubierto los dientes con una mueca rugiente. En esta ocasión el demonio lo había poseído por completo..., o eso parecía.
Lex preparó el bólter. Le disparó a Jaq a la cabeza mientras musitaba el nombre de Rogal Dom.
CLAAAK...
Un golpe violento contra la parte superior del cráneo lo podría haber dejado con vida. Si el proyectil lo hubiera tan sólo rozado, la onda de choque se habría transmitido por todo el cráneo hasta la base rígida, que se habría fracturado.
Una explosión en el interior de la cabeza ya era otro asunto. Aquello destrozaba el puzzle de piezas óseas del cráneo. Y aunque la cabeza de Jaq no se abrió por completo, lo que llevaba unido desde la niñez se separó. El hueso frontal se despegó de los parietales y éstos a su vez de la placa occipital de la parte posterior. La pulpa licuada en la que se había convertido el cerebro salió de su recipiente destrozado.
Grimm se esforzó por tapar aquella visión desplazando hacia arriba el abrigo largo del comisario, pero desistió. Lex se levantó de rezar.
Grimm gritó amargado.
—¡Creía que los demonios no podían traspasar las paredes de la Telaraña!
Lex estudió el cuerpo con el ojo que le quedaba sano.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con lentitud.
—Por lo que yo sé, los eldars no se atreven a viajar por el espacio disforme en naves, como hacemos nosotros, porque atraerían a los demonios con mucha facilidad. Por eso utilizan la Telaraña para viajar. La Telaraña actúa como una barrera contra los demonios. ¿Cómo logró un demonio meterse en Jaq?
—Debido a la naturaleza única de este cruce de caminos! Grimm negó con la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Porque el demonio continuaba escondido dentro de él desde que me exorcizó! —exclamó Lex.
—¿Adónde iría un demonio desde aquí?
—¡No soy responsable de los problemas de los demonios, squat!
—Si es que alguna vez hubo un demonio...
Lex se agarró al bólter como si fuera la mano de un hermano de batalla que le estuviera ofreciendo apoyo.
—¡Explícate!
—¡Creo que Jaq se desesperó! —gritó a su vez Grimm—. Se desesperó por completo. Por ella. —Señaló con un gesto de la cabeza la dirección en la que se había marchado Meh'lindi—. Fue una locura resucitarla. Y ella está loca.
—¿Se desesperó? ¿A pesar de todos sus votos?
—¡Yo sé lo que es la desesperación! Puedo reconocer la desesperación.
—¿Cómo es eso? —exigió saber Lex con voz amenazadora.
Grimm dejó escapar un suspiro.
—No quiero contarlo.
—Hazlo o te lo sacaré de algún modo.
Grimm se lo confesó con tristeza.
—Le juré a Rakel que viviría, que no resultaría destruida. ¡Lo juré por mis ancestros! Yo sabía que no le estaba diciendo la verdad.
—¿Y qué significa para ti un juramento en falso?
Grimm se lo contó con voz lúgubre.
—Es igual que si tú traicionaras a tu primarca. Un squat que jura así, en falso, jamás tendrá descendencia. Jamás se convertirá en un ancestro vivo.
El temor pareció apoderarse del gigante.
—No he... traicionado.., a mi primarca. No he... traicionado... a mi primarca —insistió en voz baja—. Pero me han alejado del capítulo. Debo pagar por ello y compensarlo. Debo... redimirme.
El squat se retorció con nerviosismo las manos.
—¡No te saques el otro ojo! ¡No te quedes ciego!
—¡Eso sería una blasfemia, idiota! Debemos regresar a Genost, donde esos rebeldes campan a sus anchas. Debemos averiguar todo lo que podamos sobre ese tal Lucifer Princip. Sin duda, mis hermanos de batalla vendrán a Genost para llevar a cabo una cruzada y purgar la rebelión dentro de un año, o dos, o tres. Serán lobos espaciales, o ángeles sangrientos o ultramarines. No importa quiénes sean.
—Cuando intenté.., tapar a Jaq con el abrigo, tropecé con la lente rúnica. Está rota.
—¡Puedo recordar muy bien la ruta, squat! Por Dom, ya va siendo hora de que nos pongamos en camino y nos marchemos de este lugar marcado por el fracaso.
Grimm se sonó la nariz con una mano que luego se limpió en el pantalón. Sonrió con pesimismo.
—Entonces, ¿volvemos a Genost? A los bobos se los tienta con un bonito arco iris que los obliga a caminar en busca de un tesoro escondido. Lo mismo nos pasa a nosotros, pero con un arco iris de color negro que nos hace seguir avanzando... ¡hacia la muerte o la locura!
—No —replicó Lex—, eso sería un sacrilegio. Sucumbir a la desesperación es una blasfemia.
Lex cerró la mano libre con fuerza. Grimm pensó por un momento que lo iba a golpear con aquel puño, pero en vez de eso, el marine espacial sonrió torciendo la boca. No importaba lo lejos que estuviera de la fortaleza-monasterio y de sus hermanos de batalla: aunque estuviera medio ciego y medio vestido, seguía siendo un puño imperial.
—Vamos, pequeño camarada —soltó—. Tú te redimirás sirviendo al Dios Emperador.
★ ★ ★
CLAAAK...
Por un brevísimo instante... pap...
Jaq lo supo.
SSSHHHSS...
Después, todo el universo estalló.
Flotaba sin cuerpo dentro de la luz azul. Ya no era un hombre, sino un punto de vista. Desde ese punto de vista miró hacia abajo, hacia su cadáver; que yacía destrozado en el suelo.
Miró a Lex, que estaba arrodillado y rezando. Miró a Grimm, que estaba intentando en vano tapar la cara destrozada del cadáver.
El alma de Jaq se vio inundada por una increíble sensación de serenidad. Los túneles de luz azul corrían en cuatro direcciones. Supo que mediante su simple fuerza de voluntad podría recorrer a toda velocidad cualquiera de aquellos túneles. O que simplemente podría dirigir su visión a lo largo de un túnel o de otro, como si estuviera mirando por un telescopio potentísimo.
Eso fue lo que hizo..., y su visión alcanzó a Meh’lindi. Corría a grandes zancadas, como un animal perseguido.
¡Para, para! Deseó que lo pudiera oír; oír su voz, pero ella no podía.
Mientras su visión la acompañaba, percibió un aura centelleante a su alrededor; algo que jamás había percibido antes. Se dio cuenta de que ella se había comportado de aquel modo porque se encontraba en trance de combate, hipnotizada por el momento de su propia muerte. En cierto modo, en esos momentos se parecía a los Señores Fénix, poseídos por el sendero del combate hasta el punto de excluir cualquier personalidad. Su estado emocional mortífero se calmaría sin duda en cuanto su inteligencia comenzara a tomar el control.
El aura de Meh’lindi era tremendamente compleja. ¿Sería posible que Rakel no hubiera salido del todo de aquel cuerpo, el suyo? ¿Cabía la posibilidad de que la personalidad de Rakel todavía permaneciera en lo profundo de aquella mente? ¿De que, en cierto modo, Rakel poseyera a Meh'lindi? Bueno, no de una forma directa, como un demonio poseería a una persona, pero presente de todas maneras. ¿O era el espíritu de Meh'lindi el que poseía el cuerpo de Rakel, como lo hacía un demonio?
Sí, así era: Rakel no estaba muerta del todo.
Meh’lindi tendría una personalidad volátil. Sería inestable. ¡Ojalá prevaleciera su feroz fuerza de voluntad!
No podía comunicarse con ella. No podía ponerse en contacto con ella por mucho que deseara hacerlo.
Así pues, Jaq dejó que su visión siguiera más allá de donde se encontraba Meh’lindi..., hasta que el túnel azul llegó a su final, dentro de una caverna repleta de cristales centelleantes. Su visión no podía pasar más allá. No podía salir de la Telaraña.
Una vez más estaba mirando tranquilamente su propio cadáver.
Grimm se estaba lamentando. Lo hacía tanto por Jaq como por sí mismo. El aura del squat estaba repleta de tonos de desesperación, algo que Jaq no había visto hasta aquel momento. ¡Grimm, Grimm! El squat creía que estaba condenado porque le había jurado en falso y por sus ancestros a Rakel. Pero estaba equivocado, ya que Rakel no había desaparecido por completo.
Si al menos Grimm lo supiera. Pero no había forma alguna de que Jaq se lo pudiera decir al squat.
Cuatro túneles salían de aquel lugar, bifurcándose y dividiéndose en diferentes rutas que llevaban a cualquier punto de la Telaraña..., a cualquier punto de toda la galaxia. La inmensidad de aquella visión hizo que Jaq se sintiera exaltado. Y en aquella exaltación, Jaq sintió otras presencias. Le pareció que los cuatro túneles correspondían, en cierto modo, a cuatro de los principales Señores Fénix eldars. Sus identidades trascendentes entraron en su mente y comprendió sus títulos.
Maugan Ra, el Cosechador de Almas.
Baharroth, la Muerte en el Viento.
Jain Zar, la Tormenta Silenciosa.
Karandras, el Cazador en las Sombras.
Eran unos poderosos enemigos del Caos.
Y se dio cuenta de que, al haber muerto en aquel lugar especial, en aquel cruce de caminos, su alma no había entrado en el Mar de las Almas sino que se había unido a la Telaraña. Su visión podría recorrer toda la Telaraña, aunque su espíritu no podría abandonarla. Al viajar por la Telaraña, el conocimiento iría inundándolo. Sintió, a lo lejos, los espíritus de los videntes eldars muertos. Podría entrar en comunión con aquellos videntes de un modo que jamás podría ningún otro miembro de la raza humana.
¡Sería más iluminado de lo que cualquiera de los iluminados humanos llegaría a ser nunca!
Lex y Grimm se alejaban del lugar donde yacía su cadáver ¿Por qué no se habían llevado con ellos la vara de energía? ¡La valiosa vara de energía! Ni Lex ni Grimm tenían poderes psíquicos. Ninguno de ellos podría utilizar la vara. Jaq se esforzó en vano por llamarlos, por decirles que su espíritu había sobrevivido, por explicarles lo que había ocurrido con Meh’lindi. Por animarlos.
Fue en vano.
Se sintió transportado por un éxtasis ante la proximidad de nuevas revelaciones. En cierto modo, era como si se uniera con el Numen. Se estaba convirtiendo en parte de algo increíblemente noble, pero tan difuso como los átomos de hidrógeno en el vacío, que un día se condensarían para formar una estrella.
¡Ojalá pudiera comunicarse con la atormentada humanidad! Los eldars eran capaces de comunicarse con las almas de los muertos a través de las joyas espirituales, mediante el hueso espectral, mediante el circuito infinito. La carta del Tarot personal de Jaq habría sido un buen modo de comunicarse con él, pero la había destruido hacía tiempo convirtiéndola en cenizas que luego soltó al espacio.
La visión de Jaq siguió durante mucho rato a Lex y a Grimm por la Telaraña mientras ellos volvían sobre sus propios pasos de regreso a Genost para enfrentarse al hereje, a Princip. En su estado trascendente y sublime, Jaq fue incapaz de intervenir.