Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

Henning Mankell

El ojo del leopardo

PRIMERA PARTE. Mutshatsha

Se despierta en medio de la noche africana y, de repente, siente como si su cuerpo se hubiera resquebrajado, como si hubiera reventado. Como si sus entrañas hubieran explotado. La sangre le corre por la cara y por el pecho.

En la oscuridad intenta palpar a ciegas el interruptor, lo gira, sin embargo la luz no se enciende y piensa que debe de tratarse de otro corte en el suministro eléctrico. Su mano busca debajo de la cama hasta alcanzar una linterna, pero la batería se ha agotado y permanece tumbado en la oscuridad.

Trata de convencerse a sí mismo de que no es sangre. «Debe de ser la malaria. Tengo fiebre, todo mi cuerpo está empapado en sudor. Tengo pesadillas, las pesadillas de la enfermedad. El tiempo y el espacio se anulan mutuamente. No sé dónde estoy, ni siquiera sé si estoy vivo…»

Los insectos se deslizan por su rostro atraídos por la humedad que se abre camino a través de los poros. Piensa que debería levantarse de la cama y buscar un pañuelo, pero sabe que no sería capaz de mantenerse en pie, tendría que arrastrarse y tal vez luego no podría volver siquiera a la cama. «En caso de que vaya a morirme, quisiera hacerlo en mi cama», piensa, a la vez que siente que va a darle otro golpe de fiebre.

«No quiero morir en el suelo. Desnudo y con cucarachas recorriéndome la cara.»

Aprieta con fuerza la sábana empapada preparándose para un ataque que presiente será más violento que los anteriores. Débilmente, con una voz que apenas puede emitir, llama a gritos a Luka en la oscuridad, pero allí sólo hay silencio y el canto de las cigarras en la noche africana.

«Quizás él esté ahí, al otro lado de la puerta», piensa con desesperación. «Tal vez esté ahí sentado, esperando que me muera.»

La fiebre avanza por su cuerpo igual que impetuosas y sucesivas olas de tempestad. La cabeza le arde como si miles de insectos estuvieran picando y taladrando su frente y sus sienes. Poco a poco va perdiendo el conocimiento, sumergiéndose en senderos subterráneos donde, tras las sombras, se vislumbran las distorsionadas imágenes de las pesadillas.

«No puedo morir ahora», piensa aferrándose a la sábana en un intento por mantenerse vivo.

Pero la virulencia del acceso de malaria es más fuerte que su voluntad. Atrapa la realidad cortándola en pedazos que no coinciden con ningún lugar determinado. De repente cree que va sentado en el asiento trasero de un viejo Saab que avanza sin control por los interminables bosques de Norrland. No puede ver a la persona que se encuentra sentada delante de él, sólo una espalda negra, sin cuello, sin cabeza.

«Es la fiebre», piensa de nuevo. «Tengo que mantenerme así, pensando todo el tiempo que es sólo la fiebre, sólo eso.»

De pronto se da cuenta de que ha empezado a nevar en la habitación. Los copos blancos se deslizan por su rostro y siente inmediatamente el frío a su alrededor.

«Ahora nieva en África», piensa. «Es curioso, en realidad no debería ser así. Tengo que buscar una pala. Debo levantarme y quitar la nieve si no quiero quedarme aquí enterrado.»

Llama a Luka de nuevo, pero nadie contesta, no viene nadie. Decide que, si sobrevive a este golpe de fiebre, lo primero que hará será despedir a Luka.

«Bandidos», piensa desconcertado. «Seguramente son ellos los que han cortado el cable de la luz.»

Se queda escuchando y le parece oír sus silenciosas pisadas fuera de la casa. Coge con una mano el revólver que tiene bajo la almohada, hace un esfuerzo para incorporarse y mantenerse sentado y apunta con él hacia la puerta. Para lograr levantarlo lo sostiene con ambas manos y, desesperado, nota que no tiene fuerza suficiente en el dedo para apretar el gatillo.

«Voy a despedir a Luka», piensa furioso. «Él es el que ha cortado el cable de la luz, él ha traído a los bandidos hasta aquí. Tengo que acordarme de despedirlo mañana.»

Intenta atrapar algunos copos de nieve con el cañón del revólver, pero se derriten ante sus ojos.

«Tengo que ponerme los zapatos», piensa. «Si no, me quedaré congelado.»

Haciendo un esfuerzo extremo se dobla sobre el borde de la cama tanteando con una de sus manos, pero ahí sólo está la linterna apagada.

«Los bandidos», piensa aturdido. «Me han robado los zapatos. Han entrado mientras dormía. Tal vez todavía estén aquí…»

Dispara directamente hacia fuera de la habitación. El disparo retumba a lo lejos en la oscuridad y el impulso del retroceso le hace caer sobre las almohadas.

De repente se siente tranquilo, casi satisfecho.

«Sin duda es Luka el que está detrás de todo. Él es quien ha conspirado con los bandidos y quien ha cortado el cable de la luz. Pero lo he descubierto, así que ya no tiene poder. Lo despediré, tendrá que irse de la granja.»

«No van a poder conmigo», piensa. «Soy más fuerte que todos ellos juntos.»

Los insectos siguen taladrándole la frente y está muy cansado. Se pregunta si faltará mucho para que amanezca y piensa que debe dormir. La malaria va y viene, es la que le produce las pesadillas. Debe saber diferenciar lo que se imagina de lo que es real.

«No puede nevar», piensa. «Y no voy en el asiento trasero de un viejo Saab que corre a través de los claros bosques de Norrland en verano. Estoy en África, no en Härjedalen. Llevo aquí dieciocho años. Tengo que ser capaz de no confundir mis pensamientos. La fiebre provoca que rebusque en recuerdos antiguos, me los trae a la superficie y me hace creer que son reales.

»Los recuerdos son cosas muertas, álbumes y archivos que se tienen que guardar con frialdad y mantener cerrados bajo llave. La realidad exige mi conocimiento. Tener fiebre significa perder la orientación interior. No debo olvidarlo. Estoy en África y llevo aquí dieciocho años. No era mi intención, pero sin embargo aquí estoy.

»Ignoro en cuántas ocasiones he tenido malaria. A veces los ataques son violentos, como ahora, otras veces más leves, con la sombra de la fiebre pasando rápidamente por mi rostro. La fiebre me seduce, quiere engañarme, produce nieve a pesar de que la temperatura supera los treinta grados. Pero yo estoy todavía en África, no me he movido de aquí desde que llegué y salí del avión en Lusaka. Iba a quedarme unas semanas, pero se han prolongado. Y ésta es la verdad, no que esté nevando.»

Respira de forma agitada y siente cómo la fiebre recorre su cuerpo haciéndolo retroceder en el tiempo hasta llevarlo al punto de partida, a esa madrugada de hace dieciocho años en la que sintió por primera vez el sol africano sobre su rostro.

De pronto, a través de la neblina de la fiebre surge un momento de gran claridad, un paisaje de contornos afilados y nítidos. Se quita de la cara una cucaracha grande, que avanzaba a ciegas con sus antenas dirigidas hacia uno de sus orificios nasales, y se ve a sí mismo de pie ante la puerta de entrada del gran reactor, en lo más alto de la escalerilla.

Recuerda que su primera impresión de África fue que, debido a los rayos del sol, el cemento de la pista de aterrizaje se veía totalmente blanco. Después un olor, algo amargo, a una especia desconocida o a carbón vegetal.

«Así fue», piensa. «Ese momento puedo reproducirlo con exactitud durante el resto de mi vida. Hace dieciocho años. He olvidado muchas cosas que han ocurrido después. Para mí, África se ha vuelto una costumbre. Me he dado cuenta de que nunca podré sentirme totalmente tranquilo ante este herido y lacerado continente… Yo, Hans Olofson, me he acostumbrado a la idea de que sólo soy capaz de abarcar y comprender parcialmente este continente. En esta continua desventaja he persistido, me he quedado aquí, he aprendido uno de los muchos idiomas que hay, he dado empleo a más de doscientos africanos.

»He aprendido a sobrellevar la difícil y particular situación de ser amado y odiado a la vez. Cada día me encuentro frente a frente con doscientas personas negras que quisieran matarme, cortarme el cuello, ofrecer mis órganos sexuales, comerse mi corazón.

»Cada mañana, al despertar, me asombro de estar vivo todavía después de dieciocho años. Cada tarde reviso mi revólver, hago girar el cargador entre mis dedos, controlo que nadie haya sustituido los cartuchos por casquillos vacíos.

»Yo, Hans Olofson, he aprendido a soportar la soledad más absoluta. Nunca había estado rodeado de tantas personas que exigen mi atención, esperan que tome una decisión pero a la vez me vigilan en la oscuridad, ojos invisibles que me vigilan, que están al acecho.

»Sin embargo, lo que recuerdo con más claridad es cuando salí del avión en el Aeropuerto Internacional de Lusaka, hace dieciocho años.

«Retrocedo constantemente a ese momento en busca de coraje, de fuerza para soportar, retrocedo a ese punto en el que yo todavía conocía mis propias intenciones…

»Mi vida es ahora un continuo deambular por días teñidos de irrealidad. Llevo una vida que no es mía ni de nadie. No siento el éxito ni el fracaso por lo que hago.

»La duda constante de qué habrá pasado en realidad me domina. ¿Qué fue realmente lo que me trajo aquí, lo que me impulsó a realizar ese largo viaje desde el interior de la lejana Norrland, siempre cubierta de nieve, hasta África, donde nadie me ha llamado? ¿Qué hay en mi vida que no he entendido nunca?

»Lo más misterioso, sin embargo, es que haya estado aquí dieciocho años. Tenía veinticinco cuando abandoné Suecia y ahora tengo cuarenta y tres. Desde hace tiempo el pelo se me está empezando a poner gris, y la barba, que nunca me decido a afeitar, ya es del todo blanca. He perdido tres dientes, dos de la mandíbula inferior y uno de la izquierda superior. El dedo anular de mi mano derecha está amputado a la altura de la primera falange. Periódicamente también sufro dolor de riñones y con regularidad tengo que quitarme unos gusanos blancos que se me incrustan debajo de la piel en los pies. Los primeros años apenas podía llevar a cabo esas operaciones con unas pinzas esterilizadas y unas tijeras para uñas. Ahora cojo un clavo oxidado o cualquier cuchillo que encuentre a mano y escarbo hasta sacar los parásitos que viven en mis talones.

»A veces intento ver todos estos años en África como un paréntesis en mi vida que algún día se demostrará que en realidad no ha existido. ¿Es tal vez un sueño demencial que se desvanecerá como un hechizo cuando por fin sea capaz de salir de esta vida que llevo aquí? Este paréntesis en mi vida tendrá que rectificarse alguna vez…»

En el acceso febril, Hans Olofson es lanzado contra invisibles y escarpados arrecifes que arañan su cuerpo. Durante unos breves segundos la tormenta amaina y él se mece sobre las olas sintiendo que se convierte enseguida en un bloque de hielo. Pero justo en el momento en que cree que el frío ha llegado a su corazón y helado su palpitar hasta pararlo vuelve la tormenta y la fiebre lo lanza de nuevo contra los candentes arrecifes.

En esos agitados y demoledores sueños que causan estragos en su interior como demonios, él regresa constantemente al día en que llegó a África. A ese sol blanco, a ese largo viaje que lo llevó a Kalulushi, hasta esta noche, dieciocho años después.

El golpe de fiebre se halla frente a él como una silueta malvada. Con mano temblorosa saca el revólver en un intento extremo de salvación.

El ataque de malaria va y viene.

Hans Olofson, que creció en una desanimada casa de madera a la orilla del río Ljusnan, tiembla tiritando de frío bajo la sábana húmeda.

Los sueños le conducen al pasado reflejando una historia que espera llegar a comprender algún día…

El delirio de la nieve le hace retroceder a la infancia.

Están a mediados del invierno de 1956, son las cuatro de la mañana y el frío hace crujir las vigas de la vieja casa de madera. Pero no lo despierta ese ruido, sino un chirrido terco y un murmullo en la cocina. En su pijama de rayas azules siempre manchado de rapé, con calcetines de lana en los pies, calados por la cantidad de agua que derrama enfurecido por el suelo, el padre persigue a sus demonios en la noche invernal. Medio desnudo en la fría noche ha atado los dos perros grises junto a la leñera, ajustando las heladas cadenas, mientras que poco a poco en el fuego de la chimenea el agua hierve.

Y ahora friega embistiendo furiosamente contra esa suciedad que sólo él ve. Arroja el agua hirviendo hacia las telarañas que de repente se inflaman en las paredes, lanza un cubo entero a la chimenea porque está convencido de que ahí se esconde una madeja de serpientes moteadas.

Todo esto lo ve él desde la cama, un chico de doce años que se tapa estirando de la manta de lana hasta la cabeza. No tiene que levantarse y andar con sigilo por los fríos tablones de madera para mirar lo que está ocurriendo. Lo sabe de todos modos. Y, a través de la puerta, oye la risa entrecortada y nerviosa de su padre, sus desesperados arrebatos de cólera.

Siempre ocurre por la noche.

La primera vez que se despertó y que se acercó con sigilo a la cocina tenía cinco o seis años. A la pálida luz de la lámpara de cocina con la pantalla empañada, había visto a su padre chapoteando en el agua, con el pelo castaño totalmente revuelto. Y lo que había entendido, sin poder formulárselo, era que él mismo era invisible.

Se trataba de una visión distinta de cuando vio al padre intentando cazar con el cepillo de fregar. Ahora iba tras algo que solamente él podía ver y eso le dio más miedo que si le hubiera puesto un hacha encima de la cabeza.

Mientras se halla tumbado en la cama escuchando, sabe también que los próximos días van a ser tranquilos. Su padre se quedará inmóvil en la cama hasta que por fin se levante, coja su tosca ropa de trabajo y de nuevo se encamine hacia el bosque, a cortar leña para Iggesund o para Marma Långrör.

Ninguno de los dos, ni el padre ni el hijo, va a hacer la más mínima mención acerca del fregado nocturno. Porque el muchacho, en su cama, lo rechaza como un espejismo desagradable, hasta que vuelva a despertarse otra vez cuando el padre empiece a fregar para echar afuera sus demonios.

Pero ahora es febrero de 1956. Hans Olofson tiene doce años y dentro de unas horas deberá vestirse, comer a bocados algunas rebanadas de pan, coger su macuto y, en medio del frío, salir hacia la escuela.

La oscuridad nocturna es una figura ambivalente, amiga y enemiga a la vez. En la oscuridad pueden levantarse pesadillas y terrores imperceptibles. Los crujidos de las vigas de madera en medio del frío intenso se convierten en dedos que intentan atraparle. Pero la oscuridad también puede ser una amiga, una oportunidad para tejer pensamientos ante lo que está por llegar, eso a lo que se le llama futuro.

Se imagina abandonando por última vez esta cabaña solitaria a orillas del río, corriendo hasta el otro lado del puente, desapareciendo bajo sus arqueados tramos, fuera, en el mundo, aproximándose a Orsa Finnmark.

«¿Por qué estoy precisamente aquí?», se pregunta.

«¿Por qué yo y no otra persona?»

Sabe con exactitud cuándo fue la primera vez que reflexionó acerca de esta decisiva cuestión.

Sucedió después de una luminosa tarde de verano. Había estado jugando en la fábrica de ladrillos abandonada que hay más allá del hospital. Se habían dividido en grupos de buenos y malos, sin precisar mucho más acerca de cómo jugarían, y unas veces había habido tormenta, y otras defendían el edificio medio derruido y sin ventanas. Solían jugar allí, no sólo porque estaba prohibido, sino también porque una casa en ruinas era como una sucesión interminable de decorados que se adaptaban a todo. La identidad de la casa se había perdido y, a través del juego, le daban una apariencia que cambiaba continuamente. La ruinosa fábrica de ladrillos se hallaba indefensa. Las sombras de las personas que habían trabajado allí ya no estaban para defender el edificio. Los que jugaban la dominaban. Sólo muy de vez en cuando venía algún padre rugiendo y sacaba a su hijo del juego salvaje. Había pozos en los que podían caerse, escaleras podridas por las que rodar, puertas de horno oxidadas que podían pillar manos y piernas. Pero los que jugaban conocían los riesgos y los evitaban, habían explorado los caminos seguros que podían tomar en el inmenso edificio.

Y fue en esa luminosa tarde de verano, cuando estaba escondido tras un horno de ladrillos oxidado y derrumbado, a la espera de ser descubierto y encerrado, cuando se preguntó por primera vez por qué él era él y no otra persona. Semejante pensamiento le había excitado e indignado a la vez. Fue como si una criatura desconocida hubiera penetrado en su cabeza y le hubiera susurrado la contraseña del futuro. Después de aquello los pensamientos, la reflexión misma, se le aparecían siempre como una voz que venía de fuera, se metía en su cabeza, dejaba su mensaje y luego, rápidamente, volvía a desaparecer.

Esa vez había roto el juego, se había ido con sigilo, se había escondido tras los pinos que rodeaban la inerte fábrica de ladrillos y había bajado hasta el río.

El bosque estaba tranquilo, las nubes de mosquitos todavía no habían tomado esa pequeña aldea que se hallaba donde el río hacía un recodo en su largo viaje hacia el mar. Una corneja gritaba su soledad en lo alto de un pino torcido, batiendo después las alas hacia donde la calle Hedevägen serpenteaba hacia la izquierda. El musgo cedía bajo sus pies. Había escapado del juego y en el camino hacia el río todo se había transformado. Mientras no había tenido en cuenta su propia identidad, sino que había sido uno más entre otros muchos, había disfrutado de una inmortalidad sin límite de tiempo, el privilegio de ser niño, el sentido más profundo de la infancia. En el mismo instante en el que se le metió en la cabeza la pregunta de por qué él era él se convirtió en una persona determinada y, a partir de ahí, mortal. Ahora se había decidido, él era el que era, nunca sería ningún otro. Se dio cuenta de lo inútil que es defenderse contra ello. Ahora tenía una vida por delante, única, en la que podría ser quien es.

Se sentó sobre un pedrusco al lado del río y contempló el agua marrón que corría lentamente hacia el mar. Un barco se mecía golpeando la cadena. Se dio cuenta de lo fácil que sería desaparecer. De la aldea, pero nunca de sí mismo.

Se quedó un buen rato al lado del río y tomó conciencia de que era una persona. Ahora todo tenía límites. Volvería a jugar, pero nunca como antes.

Cruza el río sorteando las piedras hasta que divisa la casa donde vive. Se sube a un montículo que huele a mar y a tierra, mira el humo que sale por la chimenea.

¿A quién le va a contar su gran descubrimiento? ¿Quién va a ser su confidente?

Mira de nuevo hacia la casa. ¿Llamará a la puerta agrietada que está en la planta baja para decir que quiere hablar con Karlsson el huevero? ¿Pedirá permiso para entrar en la cocina, que huele siempre a rancio, a lana sudada y orín de gatos? No puede hablar con Karlsson. El no habla con nadie, cierra la puerta de su casa como si cerrara herméticamente una cáscara de hierro a su alrededor. Lo único que sabe Hans Olofson de él es que siempre está de mal humor y es un testarudo. Suele pasarse con la bicicleta por las granjas y comprar huevos que luego suministra a distintas tiendas de ultramarinos. Siempre trabaja por la mañana y el resto del día vive encerrado en casa.

El silencio de Karlsson caracteriza la casa. Descansa como la bruma sobre los descuidados groselleros y los huertos compartidos de patatas, sobre el puente de la entrada y la escalera que lleva a la planta superior, donde vive Hans Olofson con su padre.

Tampoco puede imaginarse haciéndole confidencias a la vieja Westlund, que vive enfrente de Karlsson el huevero. Ella lo envolvería con sus bordados y sus mensajes sobre la Iglesia libre. No sólo no lo escucharía, sino que inmediatamente lanzaría sobre él sus santas palabras.

Únicamente queda la pequeña buhardilla que comparte con su padre, Erik Olofson. Nacido en Åmsele, lejos de esta zona helada, en la melancolía más profunda del sur de Norrland, una aldea olvidada en el corazón de Härjedalen. Hans Olofson sabe cuánto daño le hace a su padre vivir tan lejos del mar, tener que conformarse con un río de poco caudal. Con la intuición del niño, es capaz de darse cuenta de que un hombre que ha sido marinero no puede sentirse bien en un sitio donde el bosque tupido y helado oculta los horizontes abiertos. En la carta de navegación que cuelga en la pared de la cocina se ven las aguas que rodean las islas Mauricio y Reunión, y en el borde descolorido se vislumbra la costa este de Madagascar. En esos sitios, al mar se le atribuye la increíble profundidad de cuatro mil metros. Ése es el recuerdo constante de un marinero que ha ido a parar a un lugar totalmente equivocado, que se las ha arreglado para desembarcar donde ni siquiera hay mar.

En el estante de la chimenea hay un velero de tres mástiles en una vitrina de cristal, comprado hace décadas en una lúgubre tienda en Mombasa por sólo una libra esterlina. En esta parte del mundo derrotada por el frío, en la que viven los cristales de hielo y no las jacarandas, se ponen cabezas de alce y rabos de zorro como adorno en las casas. Aquí tiene que oler a botas de goma y a arándanos, no a ese olor lejano al salado mar del monzón ni al de las oscuras hogueras de carbón. Pero el barco de vela está ahí, en la repisa de la chimenea, con aquel nombre que invita a soñar, Céléstine. Hans Olofson decidió hace demasiado tiempo que nunca se casaría con alguien que se llamara Céléstine. Sería como traicionar al padre, al barco, a sí mismo.

También imagina que hay una oscura relación entre la embarcación colocada en su polvorienta vitrina y las recurrentes noches en las que el padre friega su furia. Un marinero siempre se siente llevado a tierra en la selva virgen de Norrland, donde no puede determinarse la posición ni medir la profundidad del mar. Se imagina que el marinero vive con un grito de queja reprimido en su interior. Y cuando la añoranza es demasiado fuerte, pone la botella encima de la mesa, saca del baúl de la entrada la carta de navegación y se adentra de nuevo en el mundo marino. El marinero se convierte en un hombre fracasado que tiene que limpiar su añoranza, transformada en ilusiones disueltas en alcohol.

La respuesta se encuentra siempre más allá.

Su madre desapareció. Un día, de repente ya no estaba. Él era tan pequeño entonces que no recuerda nada, ni de ella ni de su arrebato. Lo único que conoce de ella son las fotos que hay en el diario de a bordo del padre, que está detrás de la radio, y su nombre, Mary.

Las dos fotografías le inspiran una sensación de amanecer y de frío. Su rostro redondo, de cabello castaño, la cabeza un poco ladeada, quizá la insinuación de una sonrisa. En el dorso de las fotos pone «Estudio Strandmark, Sundsvall».

A veces se la imagina como el mascarón de proa de un buque que ha naufragado durante una fuerte tormenta en los mares del Sur y que después descansa en el fondo de una fosa marina a cuatro mil metros de profundidad. Se imagina su mausoleo, invisible en algún sitio de la carta de navegación que hay sobre la pared de la cocina.

Tal vez fuera de Puerto Luis o cerca del arrecife que hay delante de la costa oriental de Madagascar.

Ella no hubiera querido. Ésa es la explicación que recibe las contadas ocasiones en que el padre toca el tema de su partida, utiliza siempre las mismas palabras.

Alguien que se niega a hacerlo.

Ella ha desaparecido repentina e inesperadamente. Él lo comprende. Un día se marcha con una maleta. Alguien la ha visto subir al tren que va a Orsa y a Mora. Su rastro se pierde en terreno finlandés.

Lo único que conserva de esa desaparición es una desesperación muda y latente. Supone que la culpa de aquello es, a partes iguales, del padre y suya. No valían. Fueron abandonados sin darles nunca después la menor señal de vida.

Ni siquiera está seguro de si la echa de menos. Para él su madre se reduce a dos fotos, no a una persona de carne y hueso que ríe, lava la ropa y le tapa con la manta hasta la nariz cuando entra el frío invernal a través de las paredes de la casa. Esa sensación que soporta es muy parecida al miedo. Y además la vergüenza de no haber sido digno de ella.

No tarda en compartir el desprecio que el decoroso aldeano lleva como grilletes por la deshonra de la madre. Él está de acuerdo con los decentes, los adultos. Con esa eterna e inevitable carga continúan su vida juntos en aquella casa donde las vigas se quejan a gritos durante los prolongados inviernos. Hans Olofson se imagina a veces que su casa es una nave anclada esperando el viento. Las cadenas de los perros grises que están junto a la leñera son en realidad cadenas de ancla; el río, una bahía abierta al mar. La buhardilla es el camarote del capitán, mientras que el piso de abajo corresponde a la tripulación. La espera a que sople el viento se hace larga, pero alguna vez las anclas saldrán de las profundidades. Y entonces la casa navegará río abajo viento en popa a toda vela, saludará por última vez en la parte donde el río hace un recodo en dirección al Parque del Pueblo y luego el viento se los llevará lejos de aquí, a un largo viaje que no incluye el regreso.

En un torpe intento por entender se aferra al único motivo razonable que pueda justificar que el padre se haya quedado en esa aldea reseca. Cada día coge sus herramientas y se adentra en el bosque que le impide ver el mar, avanza una posición y otea en busca de remotos horizontes.

Por lo tanto, tala el bosque. Avanza con dificultad en la pesada nieve y tala un árbol tras otro. Se araña la piel con los troncos y, lentamente, abre el paisaje a horizontes infinitos. El marinero en tierra tiene una función que cumplir, volver a abrirse camino hacia la lejana costa.

Pero la vida de Hans Olofson no se compone sólo de melancolía, de la ausencia de la madre y del alcoholismo periódico del padre. Estudian juntos los detallados mapas y las cartas de navegación del padre, desembarcos en puertos que ha visitado y explorado con su imaginación, junto con sitios que están esperando todavía a que lleguen ellos. Clavan las cartas de navegación a la pared, las desenrollan y estiran con ceniceros y tazas desportilladas para hacer peso. Las tardes pueden alargarse, pues Erik Olofson es un buen narrador. A los doce años, Hans Olofson ya conoce al detalle lugares tan lejanos como Pamplemousses y Bogamayo, ha palpado los secretos más profundos del navegante, embarcaciones desaparecidas de forma misteriosa, piratas y marineros sumamente despiadados. Se ha familiarizado con los distintos aspectos de ese mundo misterioso y con las complicadas normas a las que tienen que atenerse fletadores y particulares; no las entiende del todo pero, sin embargo, es como si rozara una fuente de sabiduría grande y decisiva. Conoce el olor a hollín de Bristol, el fango indescriptible del río Hudson, los cambiantes monzones del océano Índico, la belleza amenazadora del iceberg y el crujido de las palmeras.

– Aquí susurran -dice Erik Olofson-. Pero en los trópicos no susurran. Allí las palmeras crujen.

Trata de imaginarse la diferencia, golpea un vaso con un tenedor, pero las palmeras se niegan obstinadamente a tintinear o a crujir. En sus oídos, aún susurran las palmeras, como los abetos que hay a su alrededor.

Pero cuando le dice a su profesora que las palmeras crujen y que hay nenúfares tan grandes como el círculo que hay en medio de la pista de hockey sobre hielo que está fuera de la escuela, se le ridiculiza de inmediato y se le tilda de mentiroso. El jefe de estudios Gottfried sale impetuosamente, con la cara enrojecida, de su despacho sin ventilar -donde muestra su resistencia al hastío de enseñar bebiendo vermú constantemente-, tira del pelo a Hans Olofson y le amenaza diciéndole lo que les ocurre a quienes frecuentan el mundo de las mentiras.

Después, solo en el jardín de la escuela y sintiéndose el centro de la burlas, decide que nunca más divulgará otro de sus conocimientos. En ese enorme montón de nieve sucia y casas de madera no puede entenderse nada sobre las verdades que deben buscarse en el mar.

Llega a casa con la cara roja e hinchada, hierve patatas y espera al padre. ¿Es entonces cuando toma la decisión de que su vida será un viaje sin fin? Junto a la cacerola de patatas, el santo espíritu del viajero toma posesión de él. Sobre la chimenea cuelgan los mugrientos calcetines de lana del padre.

«La vela», piensa, «la vela zurcida y llena de parches.»

Por la noche, cuando está tumbado en la cama, le pide a su padre que le hable una vez más de los nenúfares que hay en las islas Mauricio. Y se duerme seguro, convencido de que el jefe de estudios Gottfried va a arder en el infierno por no creer en los relatos de un marinero.

Después, Erik Olofson bebe café hundido en la desvencijada silla que hay junto a la radio. A bajo volumen, deja susurrar las ondas de éter, como si en realidad no quisiera oír. Como si el susurro fuera suficiente mensaje. La respiración del mar, a lo lejos. Las fotos se queman en el diario de a bordo. Tiene que guiar solo a su hijo. Y por mucho que despeje, los bosques parecen estar cada vez más tupidos. A veces piensa que es la auténtica gran derrota de su vida, la que él soporta a pesar de todo.

¿Pero por cuánto tiempo? ¿Cuándo estallará, como un cristal calentado en exceso?

Las ondas de éter susurran y se pregunta de nuevo por qué los abandonó, por qué dejó al hijo. Por qué se comportó como un hombre. Los hombres abandonan, desaparecen. Las madres no. Y mucho menos como resultado de un intento de fuga bien elaborado y preparado meticulosamente. ¿En qué medida puede comprenderse de verdad a otra persona, sobre todo cuando se vive tan cerca de ella, en los círculos más íntimos de la propia vida?

Erik Olofson intenta comprender bajo la luz pálida, junto a la radio.

Pero las preguntas vuelven y a la noche siguiente cuelgan de nuevo en sus perchas. Erik Olofson trata de entrar en el meollo de una mentira. Ser capaz, comprender, poder soportar.

Finalmente ambos se quedan dormidos, el marinero de Ămsele y su hijo de doce años. Las vigas de madera crujen en la oscuridad de mediados de invierno. Un perro solitario corre a lo largo del río a la luz de la luna.

Pero los dos perros grises están acurrucados cerca del fuego de la cocina, ponen tiesas las orejas cuando crujen las vigas, y luego vuelven a relajarlas.

La casa duerme al lado del río. El amanecer aún queda lejos esta noche en Suecia de 1965.

Suele evocar su partida hacia África como un juego borroso de sombras chinescas.

En las imágenes que recuerda se le representa un gran bosque que en algún momento fue un espacio panorámico y abierto, pero que cada vez está más invadido por la vegetación. No tiene ningún instrumento para vigilar los brotes y matorrales en esta zona. Los recuerdos crecen sin cesar, cada vez resulta más difícil abarcar con la vista el paisaje.

Sin embargo, algo queda de aquella mañana de septiembre de 1969 en que deja todos sus horizontes atrás y sale al mundo.

Esa mañana la niebla sueca era muy densa. Un pesado e interminable chubasquero le cubre la cabeza cuando sube por primera vez a un avión. Al atravesar la pista de aterrizaje, la humedad se le mete en los zapatos.

«Dejo Suecia con los calcetines mojados», piensa. «Si llego alguna vez a África, quizá me acompañe un saludo otoñal en forma de resfriado.»

De camino hacia el avión había vuelto la cabeza, como si a pesar de todo allí hubiera alguien a quien saludar con la mano. Pero las sombras grises de la terraza del aeropuerto de Arlanda no le corresponden. Nadie sigue su partida.

En el momento de embarcar, de repente deseó romper el pasaje, gritar que era un error y dejar bruscamente el aeropuerto. Pero da las gracias cuando le devuelven el pasaje junto con la tarjeta de embarque y le desean buen viaje.

Su primera parada de camino hacia el desconocido horizonte es Londres. De allí a El Cairo, Nairobi y, finalmente, a Lusaka.

Se imagina que podría estar igualmente de camino hacia una constelación lejana como Lyra o hacia una de las estrellas fijas de menor brillo de la constelación Orión.

Lo único que sabe de Lusaka es que la ciudad lleva el nombre de un cazador de elefantes africano.

«Mi misión es tan absurda como ridícula», piensa. «¿Quién en el mundo, excepto yo, va de camino hacia una extraña misión en lo más profundo de la selva virgen, en el noroeste de Zambia, más allá de los trillados caminos que van hacia Kinshasa y Chingola? ¿Quién viaja a África con un impulso fugaz como único equipaje? Echo de menos el plan de viaje organizado, nadie me acompaña cuando salgo, nadie va a esperarme. El viaje que estoy a punto de comenzar es una evasiva…»

Esos son sus pensamientos en aquel momento, y después sólo queda la vaga sombra del recuerdo. El modo de sentarse en el avión y de agarrarse instintivamente a sí mismo. El fuselaje vibra, los motores de reacción silban, el avión se pone en marcha dando un tirón.

Con una leve inclinación de cabeza, Hans Olofson sube por los aires.

Exactamente veintisiete horas después, según el horario, aterriza en el Aeropuerto Internacional de Lusaka. Naturalmente, allí no hay nadie esperándole.

El encuentro de Hans Olofson con el continente africano no es nada especial, no tiene nada de extraordinario. Él es el visitante europeo, el hombre blanco con su arrogancia y su ansiedad, que se defiende ante lo desconocido censurándolo de inmediato.

En el aeropuerto reina el desorden y el caos, hay que rellenar complicadísimos documentos de llegada, las indicaciones están mal escritas, y hay africanos que controlan el pasaporte y a los que no parece preocuparles nada relacionado con horarios ni organización. Hans Olofson espera durante un buen rato en la cola hasta que, bruscamente, le indican que se ponga en otra cola distinta, cuando ya había llegado al mostrador marrón sobre el que hormigas negras llevan de un lado a otro partículas invisibles de comida. Se da cuenta de que se ha puesto en la cola destinada a los que regresan a su país, los que tienen pasaporte y permiso de trabajo de Zambia. La gente suda. Su nariz se llena de olores extraños y desconocidos y el sello que ponen finalmente en su pasaporte está al revés y además se da cuenta de que la fecha que indica su llegada es incorrecta. Consigue un nuevo impreso que una africana increíblemente guapa pone sobre su mano rozándola de repente, y luego declara verazmente el dinero extranjero que trae consigo. En la aduana reina un evidente caos general, las maletas se lanzan desde ruidosos carros empujados por excitados africanos. Al final encuentra su maleta medio chafada entre unas cajas rotas de cartón. Cuando se inclina para tirar de ella recibe un empujón que le hace caer de bruces. Al darse la vuelta no hay nadie que le pida disculpas, parece que nadie ha notado que se ha caído, sólo ve una masa humana como una oleada que empuja para llegar a los empleados de aduana que, furiosos, ordenan a todos que abran sus equipajes. Es absorbido por ese movimiento ondulante, empujado hacia delante y hacia atrás como si él fuera una parte mecánica de algún juego, y de repente desaparecen todos los empleados y ya nadie le pide que abra su desgastada y rota maleta. Un soldado con ametralladora y uniforme deshilachado se rasca la cabeza con el arma, y Hans Olofson descubre que no puede tener más de diecisiete años. Una agrietada puerta giratoria se abre y él entra en África en serio. Pero ya no hay tiempo para reflexiones, los chicos que llevan las maletas cogen la suya y le agarran de los brazos, los taxistas ofrecen sus servicios a gritos. Es arrastrado hasta un coche indescriptiblemente destrozado, en el que alguien ha escrito con letras irregulares y llamativas la palabra TAXI en una de las puertas. Meten su maleta en un maletero en el que ya hay dos gallinas con las patas atadas, y, al cerrarla, la puerta se mantiene en su sitio por medio de un alambre cosido de forma artística. Él cae en un asiento trasero que no tiene suspensión y siente como si estuviera sentado directamente sobre el suelo. Se golpea una de las piernas con un bidón que pierde gasolina y, cuando entra el taxista manteniendo su cigarrillo encendido en la boca, Hans Olofson comienza a odiar África.

«Este coche no va a arrancar nunca», piensa desesperado. «Antes de que hayamos dejado el aeropuerto el coche explotará…» Ve cómo el conductor, que apenas tiene quince años, acopla dos cables sueltos al lado del volante, el motor responde con desgana y el conductor se vuelve sonriente hacia él preguntándole adónde va.

A casa, quisiera contestar él. O por lo menos lejos, lejos de este continente en el que se siente totalmente indefenso, que le arranca todos los recursos de supervivencia que, a pesar de todo, él ha adquirido hasta ahora…

Sus pensamientos se interrumpen porque de repente siente cómo palpa su cara una mano que entra por la ventanilla, que carece de cristal. Se endereza, se da la vuelta y ve de frente los dos ojos apagados de una ciega que palpa con su mano pidiendo dinero.

El conductor emite una especie de rugido en un idioma que Hans Olofson no conoce, la mujer responde gritando y gimoteando, y Hans Olofson se halla sentado en el suelo del coche sin poder hacer nada. Con un brusco arranque, el conductor se deshace de la mujer y Hans Olofson se oye a sí mismo gritar que quiere ir a un hotel en la ciudad.

– ¡Pero que no sea demasiado caro! -grita.

Lo que contesta el conductor nunca lo sabrá. Un autobús cuyo tubo de escape apesta y que avanza con violentos acelerones se les mete por delante ahogando la voz del conductor.

La camisa se le pega a causa del sudor, le duele la espalda por la incomodidad del asiento y piensa que debería haber acordado un precio antes de ser forzado a entrar en el coche.

El aire, increíblemente caliente y lleno de olores misteriosos, le da en la cara. Ante sus ojos pasa a toda velocidad un paisaje anegado por el sol, como una fotografía que hubiera estado expuesta a la luz demasiado tiempo.

«Nunca sobreviviré a esto», piensa. «Voy a morir atropellado antes de haber comprendido siquiera que estoy realmente en África.» Como si hubiera expresado de forma inconsciente una profecía, en ese mismo instante el coche pierde una de sus ruedas delanteras y empieza a dar bandazos carretera abajo hasta parar en la cuneta. Hans Olofson se golpea la frente con el borde de acero del asiento delantero y luego se lanza afuera del coche temiendo que explote.

El conductor lo mira asombrado, después se pone en cuclillas ante el coche y contempla el eje de la rueda rajado por el abandono. Luego desengancha del techo del coche una rueda de recambio con parches y completamente gastada. Hans Olofson se pone en cuclillas sobre la tierra roja y mira al conductor que, con lentos movimientos, coloca la rueda de recambio. Las hormigas le suben por las piernas y el resplandor del sol es tal que el mundo palidece ante sus ojos.

Para soportar y recuperar el equilibrio interior, busca con la mirada algo que pueda reconocer. Algo que le recuerde a Suecia y la vida a la que estaba habituado. Pero no encuentra nada. En cuanto cierra los ojos, los extraños olores africanos se mezclan con vagos recuerdos.

La rueda de recambio ya está colocada y el viaje continúa. El conductor conduce su coche dando tumbos hacia Lusaka, que será el paso siguiente de esa pesadilla en la que se ha convertido el primer encuentro de Hans Olofson con las tierras de África. La ciudad es un caos acústico de coches destartalados, ciclistas titubeantes y vendedores que aparentemente han dejado sus artículos en medio de la calle. Huele a gasolina de los tubos de escape. En un semáforo, el taxi de Hans Olofson va a parar junto a un camión lleno de animales desollados. Un montón de moscas negras y verdes se mete de inmediato en el taxi, y Hans Olofson se pregunta si en algún momento va a conseguir una habitación de hotel donde poder cerrar la puerta tras de sí.

Por fin llegan al hotel. El taxi frena junto a un arbusto florido de jacarandas. Un africano vestido con un uniforme deshilachado y que le va estrecho logra forzar la puerta y le ayuda a ponerse de pie. Hans Olofson paga al conductor lo que le pide a pesar de darse cuenta de que es una cantidad disparatada. En la recepción no tiene que esperar demasiado para que alguien le diga si hay alguna habitación libre. Rellena el interminable formulario de registro y piensa que debe aprenderse de memoria inmediatamente su número de pasaporte, ya que es la cuarta vez que se ve obligado a repetirlo. Ha puesto la maleta entre sus piernas, convencido de que hay ladrones al acecho por todas partes. Luego tiene que hacer cola durante media hora para cambiar dinero, rellena el nuevo formulario y entonces le da la sensación de que ese día ya le han puesto delante el mismo formulario.

Después, un ascensor desvencijado le conduce arriba y un empleado con los zapatos rotos le lleva la maleta. Finalmente, la habitación 212 del Hotel Ridgeway se convierte en su primer respiro en ese nuevo continente y, en un gesto de impotencia y rebelión, se quita la ropa enseguida y se desliza desnudo entre las sábanas.

«El viajero del mundo», piensa, «ahora no es más que un ratón asustado por la ansiedad.»

Llaman a la puerta y él se levanta de modo precipitado, como si hubiera hecho algo ilegal metiéndose en la cama. Se envuelve con la colcha y abre.

Una mujer vieja y demacrada vestida con una bata le pregunta si tiene ropa para lavar. Él niega con la cabeza y responde de modo exageradamente amable, dándose cuenta de pronto de que no sabe cómo debe comportarse con un africano.

Vuelve a acostarse después de correr las cortinas. Hay un ruidoso aparato de aire acondicionado. De repente empieza a estornudar.

«Son los calcetines mojados de Suecia», piensa. «La humedad que llevo encima. Soy un rosario interminable de debilidades», piensa resignado. «En mi vida está la herencia de la angustia.»

Del delirio de la nieve ha surgido una figura que le amenaza sin cesar diciéndole que va a perder todos sus puntos de referencia.

Intentando, pese a todo, no resignarse, trata de actuar, levanta el auricular y llama al servicio de habitaciones.

Hans Olofson observa que el camarero lleva un zapato diferente en cada pie. Uno de ellos no tiene tacón, la suela del otro está abierta como la boca de un pez. Sin saber bien qué dejar de propina, da demasiada y el camarero le mira desconcertado antes de desaparecer silenciosamente por la puerta.

Duerme después de comer y cuando se despierta ya es de noche. Abre la ventana y mira hacia la oscuridad preguntándose si hará tanto calor como por la mañana, a pesar de que el sol ya no se ve.

Las escasas farolas apenas desprenden luz. Se vislumbran las oscuras sombras al pasar. Le llega una carcajada desde la garganta de un desconocido que se encuentra en el aparcamiento bajo su ventana.

Contempla la ropa que tiene en la maleta preguntándose si será adecuada para llevarla en un comedor africano. Sin haber elegido del todo, se viste y después esconde la mitad del dinero que tiene en un agujero en el cemento detrás del inodoro.

En el comedor comprueba sorprendido que casi todos los huéspedes son blancos, rodeados de camareros de color, todos con zapatos de mala calidad. Se sienta junto a una mesa vacía, se hunde en una silla que le recuerda el asiento del taxi e, inmediatamente, se ve rodeado de camareros de color a la espera de que pida algo.

– Ginebra y tónica -dice amablemente.

Uno de los camareros contesta en un tono de voz afligido que no hay tónica.

– ¿Hay alguna otra cosa para mezclar? -pregunta Hans Olofson.

– Hay zumo de naranja -responde el camarero.

– Está bien -dice Hans Olofson.

– Lamentablemente no hay ginebra -dice el camarero.

Hans Olofson percibe que está empezando a sudar.

– ¿Qué tienen? -pregunta con amabilidad.

– Aquí no hay nada -responde alguien desde la mesa de al lado, y Hans Olofson se da la vuelta y ve a un hombre hinchado y de rostro enrojecido que lleva un desgastado traje de color caqui.

– Hace una semana que se terminó la cerveza -agrega el hombre-. Hoy hay coñac y jerez por un par de horas más. Después se acabarán también. Se rumorea que mañana habrá whisky. Puede que sea cierto.

El hombre termina sus comentarios lanzando a los camareros una mirada furibunda y luego se hunde de nuevo en su silla.

Hans Olofson pide coñac. Se imagina que África es un continente en el que todo se está acabando.

Mientras bebe su tercera copa de coñac una mujer africana se sienta de repente en la silla de al lado y le sonríe de modo tentador.

– ¿Compañía? -pregunta.

Se siente halagado enseguida, a pesar de darse cuenta de que la mujer es una prostituta. «Pero ha llegado demasiado pronto», piensa. «Todavía no estoy preparado.» Sacude negativamente la cabeza.

– No -dice-. Esta noche no.

Ella le mira y sonríe indiferente.

– ¿Mañana? -pregunta.

– Alguna vez -contesta-. Pero mañana tal vez tenga resaca.

La mujer se levanta y desaparece en la oscuridad de la barra del bar.

– Putas -dice el hombre de la mesa de al lado, que aparentemente quiere cuidar de Hans Olofson como un ángel de la guarda-. Aquí son baratas -agrega-. Pero son mejores en los otros hoteles.

– Entiendo -responde Hans Olofson amablemente.

– Aquí son o demasiado viejas o demasiado jóvenes -continúa el hombre-. Antes había más orden.

Hans Olofson no logra saber en qué consistía ese buen orden anterior, ya que el hombre vuelve a interrumpir la conversación y se hunde de nuevo en su silla cerrando los ojos.

En el restaurante se ve rodeado enseguida de camareros nuevos y comprueba que todos llevan zapatos rotos.

Un camarero que pone una jarra con agua sobre su mesa no lleva zapatos y Hans Olofson se queda mirando sus pies descalzos.

Después de dudarlo mucho pide carne. En el mismo instante en que llega la comida a la mesa nota los síntomas de una fuerte diarrea. Uno de los camareros se da cuenta inmediatamente de que retira el tenedor.

– Tal vez sea buena -dice el camarero preocupado.

– Seguro que es excelente -replica Hans Olofson-. Es mi estómago el que no está como debería.

Ve con impotencia que los camareros se agolpan a su alrededor.

– No hay nada malo en la comida. Es cosa de mi estómago.

Luego ya no puede aguantar más. Los comensales observan atónitos su huida precipitada de la mesa mientras él piensa que no va a llegar a su habitación a tiempo.

Antes de entrar en el ascensor se asombra al ver que la mujer que le había ofrecido antes su compañía deja el hotel junto con el hombre hinchado del traje caqui que aseguraba que las prostitutas de ese hotel no eran buenas.

En el ascensor se hace de vientre. Un violento hedor se esparce a su alrededor y baja por sus piernas. El ascensor lo sube a su piso con infinita lentitud. Tropieza por el pasillo y oye tras una puerta cerrada a un hombre riéndose.

En el cuarto de baño se da cuenta de su miseria. Después se tumba en la cama y piensa que la tarea que se ha impuesto a sí mismo resulta imposible o carece de sentido. ¿Cuál es en realidad su punto de partida?

En la cartera lleva, borrosa, la dirección de una misión que está en el curso superior del río Kafue. No tiene la menor idea de cómo conseguirá llegar. Antes de partir se informó de que hay un tren hasta Copperbelt.

¿Pero saldrá de allí? ¿Doscientos setenta kilómetros de trayecto por una zona árida y sin carreteras?

En la biblioteca de su aldea ha leído sobre el país en el que ahora se encuentra. Durante el periodo de lluvias hay grandes extensiones intransitables. ¿Pero cuándo es el periodo de lluvias?

«Como de costumbre, me he equipado mal», piensa. «Mis preparativos son superficiales, un equipaje metido a toda prisa en una maleta. Siempre trato de elaborar un plan cuando ya es demasiado tarde.

»Quería ver esa misión en la que Janine nunca pudo estar, donde nunca pudo llegar antes de morir. Me hice cargo de su sueño en lugar de crear uno propio…»

Hans Olofson se ha dormido, duerme intranquilo y se levanta al amanecer. A través de la ventana del hotel ve cómo se alza el sol igual que un enorme globo de fuego sobre el horizonte. Abajo, en la calle, se vislumbran sombras oscuras. El olor de las Jacarandas se mezcla con el del humo de las hogueras alimentadas con carbón vegetal. Mujeres con abultadas cargas sobre la cabeza y acarreando niños a la espalda se desplazan hacia metas que él desconoce. Sin que se trate de algo definitivo en realidad, se decide por continuar hacia Mutshatsha, hacia esa meta que Janine nunca pudo ver…

Cuando Hans Olofson se despierta en la fría noche invernal y su padre está durmiendo boca arriba en el suelo de la cocina después de la larga lucha nocturna con los demonios invisibles, sabe que, a pesar de todo, no está solo en el mundo. Tiene un confidente, un aliado en cuya compañía atormenta a la mujer sin nariz que vive en Ulvkälla, una concentración de chabolas que hay en la parte sur del río. Con él va en busca de aventuras, que incluso en esta comunidad congelada debe de haber.

La casa de madera en la que él vive tiene un vecino poderoso. Rodeada de piedras y barrotes de acero siempre recién pulidos están la jurisdicción y el juzgado. Una casa blanca con bóvedas y amplias puertas de dos batientes. El piso inferior es la sala de audiencia, en el superior habita el juez.

La casa está vacía desde que falleció el viejo juez Turesson, hace algo más de un año.

Un día entra en el patio del juzgado un Chevrolet cargado hasta arriba. La gente de la aldea mira a través de sus visillos con gran expectación.

Del brillante coche desciende la familia del nuevo cacique de la comarca.

Uno de los niños que corretea por el jardín se llama Sture. Él va a ser el amigo de Hans Olofson.

Una tarde, cuando Hans Olofson deambula ocioso cerca del río, ve a un chico desconocido sentado en una de sus piedras preferidas, un sitio desde el que se divisa el puente de hierro y la orilla sur del río. Se esconde tras un matorral y mira al intruso, que parece estar pescando.

Descubre que es el hijo del nuevo juez. Satisfecho, alimenta todo el desprecio que es capaz de sentir. Sólo un idiota o un forastero supone que se puede pescar algo en el río durante esta época del año.

Von Croona. Ése es el apellido de la familia. Por lo que ha oído, se trata de un apellido aristocrático. Es una familia, un apellido. No un Olofson cualquiera. El nuevo juez tiene un linaje que se pierde en la neblina de los campos de batalla.

Hans Olofson decide que el hijo del juez que está pescando en este momento debe de ser un tipo desagradable. Sale de detrás del matorral para que le vea.

El muchacho que está sentado sobre las piedras lo mira con curiosidad.

– ¿Hay peces aquí? -pregunta.

Hans Olofson mueve la cabeza negativamente a la vez que se le ocurre que debería darle un empujón. Echarle de las piedras. Pero se contiene porque el aristócrata le mira directo a los ojos sin dar muestra alguna de incomodidad. Enrolla el sedal, tira de la bolsa de gusanos y se pone de pie.

– ¿Vives en la casa de madera? -pregunta.

Hans Olofson asiente.

Y como si fuera la cosa más normal del mundo, se hacen compañía a lo largo del camino. Hans Olofson va delante, el aristócrata le sigue unos pasos más atrás. Hans Olofson indica y dirige, conoce los senderos, los diques, las piedras. Deambulan en dirección al pontón que conduce al Parque del Pueblo y atajan después por Allmänna Grästäkten hasta que desembocan en Kyrkogatan. En la puerta de la pastelería de Leander Nilsson dos perros se están apareando y los miran con interés. Al lado del depósito de agua, Hans Olofson le indica el lugar donde el loco de Rudin se prendió fuego hace unos años como protesta porque el jefe de servicio Torstenson se había negado a ingresarlo en el hospital a pesar de sus dolencias estomacales.

Sin disimular su orgullo, Hans Olofson trata de presentarle las tramas más espeluznantes que conoce de la historia de la aldea. Rudin no es el único loco que ha habido.

Dirige sus pasos con decisión hacia la iglesia y le muestra el hueco que hay en el muro de la parte sur. Una noche a finales de enero del año pasado uno de los servidores de confianza de la iglesia, en un ataque agudo de crisis de fe, había tratado de derribar la iglesia. Utilizando una palanca y un mazo había hecho con gran acopio de fuerzas un hueco en el grueso muro. Por supuesto, el ruido había causado alarma y, abrochándose el abrigo, el oficial de policía Bergstrand había salido en medio de la ventisca de nieve a detenerlo.

Hans Olofson habla y el aristócrata escucha.

A partir de ese día crece la amistad entre este par tan desigual, el aristócrata y el hijo del talador. Los dos comparten la misma opinión sobre las inmensas diferencias que existen. No todas, siempre queda una especie de tierra de nadie donde nunca llegan a entrar, pero se acercan uno a otro todo lo que pueden.

Sture tiene una habitación propia en el desván que hay en el piso superior del juzgado. Es una habitación grande y luminosa, llena de aparatos curiosos, mapas, mecanos y productos químicos. Allí, en realidad, no hay ningún juego, sólo dos maquetas de avión que cuelgan del techo.

Sture señala una foto de la pared. Hans Olofson ve en ella a un hombre barbudo que le recuerda algo a los viejos cuadros de clérigos que hay en la iglesia. Pero Sture le explica que es Leonardo y que él quiere hacer lo mismo que él algún día. Descubrir lo nuevo, crear algo que las personas no imaginan que se pueda necesitar…

Hans Olofson le escucha sin acabar de entender. Pero se imagina la importancia de lo que está escuchando y cree reconocer en ello sus propios sueños y su obsesión por cortar las amarras de la miserable casa de madera y dejarse llevar a lo largo del río hacia ese mar que todavía no ha visto.

En esta habitación en el desván del juzgado comparten sus juegos de misterio. Sture no va casi nunca a casa de Hans Olofson. Le agobia el ambiente cerrado, el olor de los perros grises, del algodón mojado.

Naturalmente no le dice nada sobre esto a Hans Olofson. Le han educado para que no hiera a nadie sin necesidad, él sabe de dónde procede y le alegra no tener que vivir en el mundo de Hans Olofson.

Durante este primer verano, en que se están conociendo, ya empiezan a hacer escapadas nocturnas. Restos de una escalera apoyada en la ventana del desván permiten que Sture pueda marcharse sin que nadie le oiga, y Hans Olofson soborna a los perros grises metiéndoles huesos en la boca y sale sin que la puerta haga ruido. En la noche estival deambulan por la aldea dormida y su principal motivo de orgullo es no ser descubiertos. Dejan de ser las cautelosas sombras del principio e incorporan audacias cada vez más atrevidas. Se deslizan a través de setos y verjas rotas, escuchan a través de ventanas abiertas, se sube uno a los hombros del otro y acercan la cara a las pocas ventanas de la aldea en las que aún hay luz. Ven a hombres borrachos con mugrientos calzoncillos, tumbados y durmiendo en apartamentos que apestan a cerrado. En una ocasión, que lamentablemente nunca más se repitió, presencian el violento ataque de un ferroviario a la empleada de la zapatería Oscaria en una cama de la tienda.

Dominan las calles vacías y los jardines.

Una noche de julio llevan a cabo un robo ritual. Entran en la tienda de bicicletas que se halla junto a la farmacia, especializada en la marca Monark, y cambian de lugar algunas bicicletas del escaparate. Luego salen de la tienda rápidamente, sin haber sustraído nada. Lo que les atrae es el delito en sí, crear un enigma desconcertante. Wiberg, el comerciante de bicicletas, no va a entender nunca lo que ha ocurrido.

Pero por supuesto también roban. Una noche se llevan una botella de aguardiente de un coche sin cerrar que se halla a la puerta del Hotel Turist y pasan su primera borrachera sentados en las piedras a orillas del río.

Uno sigue al otro, uno conduce al otro. No se enfadan nunca.

Pero como es natural, no comparten todos los secretos.

A Hans Olofson le humilla mucho el hecho de que Sture tenga siempre tanto dinero. Cuando la sensación de desventaja es demasiado fuerte, Hans Olofson decide que su propio padre es un inútil que carece del sentido común suficiente para asegurarse ingresos sólidos.

El secreto para Sture es al revés. En Hans Olofson ve a un aliado capaz, pero también a alguien que, afortunadamente, él no tiene que ser.

¿Acaso piensan los dos que su amistad es imposible? Pero ¿cuánto tiempo puede alargarse esta unión sin que se rompa? El precipicio está ahí, ambos suponen que muy cerca, pero ninguno quiere provocar la catástrofe.

En su amistad se desarrolla también una tendencia malvada. Ninguno sabe de dónde proviene, pero de repente está ahí. Y apuntan con sus armas negras contra la mujer sin nariz de Ulvkälla.

La mujer sin nariz contrajo en su juventud mononucleosis, por lo que fue necesario operarla de la nariz. Pero Stierna, el médico de urgencias que hay en ese momento en el hospital, tiene un mal día, la nariz desaparece del todo bajo el corte de sus manos torpes, y la mujer se ve obligada a volver a casa con un agujero en medio de los ojos. En ese momento tiene diecisiete años y en dos ocasiones intenta ahogarse, pero las dos veces sale a flote en la orilla. Vive sola con su madre, que es costurera y que muere antes de que haya transcurrido un año de la catastrófica operación.

Si Harry Persson, el pastor de la Iglesia libre, al que llaman comúnmente Hurrapelle, no se hubiera apiadado de ella, con toda seguridad habría conseguido quitarse la vida. Pero Hurrapelle la llevó a los bancos de madera de la iglesia baptista, que se encontraba entre los dos lugares que se consideraban más pecaminosos, la cervecería y la Casa del Pueblo. En la iglesia se rodeó de unas compañías que no creía que existieran. En la parroquia había dos enfermeras bastante mayores que no se asustaban ante la mujer sin nariz ni del agujero que tenía entre los ojos, en el que introducía un pañuelo. Habían servido como misioneras en África durante muchos años, la mayor parte del tiempo en la cuenca del Congo Belga, y allí habían visto cosas más indignantes que personas sin nariz. Llevan consigo recuerdos de leprosos putrefactos y de los grotescos cuerpos inflados como bolsas a causa de la elefantiasis. Para ellas la mujer sin nariz era un gratificante recuerdo de que la misericordia cristiana debía hacer milagros incluso en un país tan ateo como Suecia.

Hurrapelle envió a la mujer sin nariz a que fuera puerta por puerta con las publicaciones parroquiales en la mano, y nadie se negó a comprarle un ejemplar. De pronto se había convertido en una mina de oro para Hurrapelle y en seis meses ya pudo cambiar su oxidado Vauxhall por un flamante Ford.

La mujer sin nariz vivía en Ulvkälla en una casa apartada, y una noche Sture y Hans Olofson se apostaron junto a su oscura ventana. Escucharon un rato sin moverse y luego regresaron atravesando el puente del río.

A la noche siguiente volvieron y clavaron en la puerta una rata muerta. El fantasma de la costumbre les inducía a hacer sufrir.

En una de esas intensas semanas de verano, una noche desenterraron un hormiguero y lo echaron por la ventana entreabierta de ella. Otra noche untaron de barniz sus groselleros y al final le metieron una corneja sin cabeza en el buzón de correo, junto con algunas páginas rotas de un número pegajoso de la revista Cocktail que habían encontrado en un contenedor de basura. Dos noches después volvieron, esta vez equipados con las tijeras de podar de Nyman, el portero. Planeaban acabar con todas sus flores.

Mientras Hans Olofson vigilaba en la esquina de la casa, Sture cargó contra uno de los cuidados arriates. En ese momento se abre la puerta y la mujer sin nariz está ahí en albornoz claro y les pregunta, totalmente tranquila, sin pena ni enfado, por qué hacen esas cosas.

Siempre habían determinado cuándo era el momento de retirarse. Pero en vez de desaparecer como dos ratones atrapados se quedan inmóviles, bajo el influjo de una presencia que no pueden evitar.

«Un ángel», piensa Hans Olofson mucho tiempo después, muchos años después de que haya desaparecido, en la noche tropical africana. Ahora que está muerta la recuerda como un ángel bajado del cielo, y con este viaje se propone hacer realidad el sueño que ella le ha encargado.

La mujer sin nariz se halla ante la puerta aquella noche estival. Su albornoz blanco brilla entre las luces grises del amanecer. Espera la respuesta de ellos, que no llega nunca.

Entonces se hace a un lado y les pide que entren en la casa. Su ademán es irresistible. Se mueven de forma silenciosa al lado de ella, en la cocina que acaba de limpiar. Hans Olofson reconoce de inmediato el olor a jabón, el de las furiosas limpiezas de su padre, y piensa que tal vez la mujer sin nariz también se pasa destructivas noches en vela restregando.

Su delicadeza los hace débiles, indefensos. Si del hueco en el que una vez tuvo la nariz hubiera salido fuego y azufre, habrían podido manejar la situación. Se vence con más facilidad a un dragón que a un ángel.

El olor a jabón se mezcla con el del cerezo que hay al otro lado de la ventana abierta de la cocina. Un reloj de pared produce un sonido áspero.

Los merodeadores bajan la mirada hasta clavarla en el suelo.

En la cocina está todo tranquilo, como si estuvieran rezando. Y tal vez también la mujer sin nariz se dirige en silencio al dios de Hurrapelle buscando consejo acerca de cómo va a conseguir que los dos frustrados vándalos le expliquen por qué una mañana encontró su cocina llena de hormigas furiosas.

En la cabeza de los dos compañeros de armas no hay absolutamente nada. Los pensamientos están atascados como si se hubieran congelado. ¿Qué hay que explicar en realidad?

El fuerte y turbulento impulso de torturar no tiene en apariencia ningún punto de partida. Las raíces del odio se extienden en el subterráneo mantillo oscuro que apenas se puede percibir y mucho menos explicar.

Los dos se sientan en la cocina de la mujer sin nariz y, después de un buen rato sin que digan nada, la mujer los deja ir.

En el último momento les pide con toda amabilidad que vuelvan cuando crean que pueden explicarle el motivo de sus delitos.

El encuentro con la mujer sin nariz se convierte en un momento crucial. Vuelven a menudo a su cocina y surge entre los tres una gran intimidad. Ese año Hans Olofson cumple trece años y Sture catorce. Siempre son bienvenidos cuando llegan a la casa de ella. Como si lo hubieran acordado previamente, nunca se habla de la corneja decapitada ni del hormiguero. Se ha transmitido la disculpa en silencio, se ha recibido el perdón y se ha pasado página…

Una de las primeras cosas que descubren es que la mujer sin nariz tiene nombre. Y no es un nombre cualquiera, porque se llama Janine, un nombre que suena a perfume extraño y místico.

Ella tiene nombre, voz, cuerpo. Todavía no ha cumplido los treinta años. Aún es joven. Empiezan a imaginarse un vago resplandor de belleza cuando logran desviar su atención y ver más allá del agujero abierto que hay bajo sus ojos. Imaginan latidos del corazón y pensamientos furtivos, deseos y sueños. Y como si fuera la cosa más natural del mundo, los guía a través de la historia de su vida, les describe el espantoso momento en que se dio cuenta de que el cirujano le había cortado toda la nariz, y la siguen en dos ocasiones a las profundidades del oscuro río y sienten cómo se rompe la soga que la arrastra en el descenso precisamente cuando sus pulmones están a punto de explotar. La siguen como sombras invisibles hasta el banco de penitencia de Hurrapelle, escuchan el místico abrazo de redención y al final se quedan junto a ella cuando ve las hormigas arrastrándose por el suelo de la cocina.

Ese año florece un extraño enamoramiento entre los tres.

Una flor salvaje en la casa que hay al sur del río…

En un mapa sucio, Hans Olofson pone su dedo sobre el nombre de Mutshatsha.

– ¿Cómo puedo llegar hasta aquí? -pregunta.

Es el segundo día que pasa en África, tiene molestias en el estómago y nota cómo el sudor le corre por dentro de la camisa.

Está de pie en la recepción del Hotel Ridgeway. Al otro lado del mostrador hay un viejo africano de pelo blanco y ojos cansados. El cuello de su camisa está deshilachado y el uniforme sin lavar. Hans Olofson no puede evitar la tentación y se inclina sobre el mostrador para ver qué lleva en los pies.

«Si el continente africano tiene la misma constitución que los zapatos de la población, el futuro ya ha pasado de largo y cualquier vago intento de salvación habrá fracasado», piensa en el ascensor que lo lleva abajo. Siente crecer dentro de sí una angustia imprecisa debido a todos esos zapatos rotos que está viendo.

El viejo va descalzo.

– Tal vez llegue algún autobús -dice el hombre-. Tal vez un camión. Antes o después también irá seguramente un coche.

– ¿Cómo puedo encontrar el autobús? -pregunta Hans Olofson.

– Poniéndose al lado de la carretera.

– ¿En una parada de autobús?

– Si es que la hay. A veces hay. Pero normalmente no.

Hans Olofson se da cuenta de que esa vaga respuesta es toda la información que va a obtener. Percibe algo superficial, pasajero, en el modo de vida de los negros, alejado y extraño con respecto al mundo del que procede.

«Tengo miedo», piensa. «África me asusta, con su calor, sus olores, sus gentes con zapatos rotos. Aquí se me ve demasiado. Mi color de piel brilla como una vela en la oscuridad. Si dejo el hotel me tragará la tierra, desapareceré sin dejar huella alguna…»

El tren para Kitwe saldrá por la noche. Hans Olofson pasa el día en su habitación. Se queda largos ratos mirando por la ventana. Ve a un hombre harapiento que con un cuchillo largo y de hoja ancha corta la hierba que hay alrededor de una gran cruz de madera. Muchas personas deambulan con bultos informes sobre la cabeza.

A las siete de la tarde deja su habitación y se ve obligado a pagar por esa noche que no va a quedarse. Cuando sale del hotel es asaltado de inmediato por taxistas que le gritan.

Se pregunta por qué harán un ruido tan espantoso y le sobreviene la primera oleada de desprecio.

Se dirige al coche que parece menos deteriorado y coloca la maleta a su lado, en el asiento de atrás. Ha escondido el dinero en los zapatos y en los calzoncillos. Cuando se acomoda en el asiento posterior, se arrepiente enseguida de haber elegido esos sitios para guardarlo. Los billetes se le pegan al cuerpo y le molestan.

En la estación de tren reina un caos todavía peor que el del aeropuerto, aunque no lo creyese posible. El taxi le suelta en medio de un montón de personas, fardos de ropa, gallinas y cabras, vendedores de agua, hogueras y restos oxidados de coche. La estación casi está a oscuras. Las escasas bombillas se han fundido o las han robado.

Apenas le da tiempo de pagar el taxi cuando se ve rodeado de niños sucios que ofrecen sus servicios para llevarle la maleta o le piden dinero. Sin saber hacia dónde ir, se aleja apresuradamente de allí, con los pies doloridos por los montones de billetes. Descubre un agujero abierto en una pared en la que un letrero roto indica que es el despacho de billetes. La sala de espera está a rebosar, huele a orín y a estiércol, y él se coloca en algo que cree puede ser una cola. Un hombre al que le falta una pierna se acerca arrastrándose sobre un tablón y trata de venderle un sucio billete a Livingstone, pero él sacude negativamente la cabeza, se da la vuelta y se aleja retrayéndose en sí mismo.

«Odio este caos», piensa. «Aquí no se puede prever nada. Estoy aquí a merced de casualidades y personas que se arrastran sobre tablones.»

Compra un billete a Kitwe y sale al andén. Hay un tren con locomotora diesel estacionado enfrente y él mira desalentado lo que le espera. Vagones ruinosos que ya estaban atestados de gente, como figuras de juguete en cajas de cartón a punto de estallar, ventanillas rotas…

De repente ve a dos personas blancas que se suben al vagón más próximo a la locomotora. Como si todos los blancos fueran amigos suyos en ese mundo oscuro, corre tras ellos y casi se cae al suelo al tropezar con un hombre que está tumbado durmiendo en el andén.

Espera haber comprado un billete que le permita acceder a ese vagón. Se abre camino hasta el compartimento en el que las dos personas blancas a las que ha seguido están apretando sus maletas en el estante para el equipaje.

«En Suecia, al entrar en un compartimento de tren, sueles sentirte como si accedieras a tu propio cuarto de estar», piensa.

Pero en este compartimento es recibido por sonrisas amables y saludos. Imagina que con su presencia refuerza un ejército blanco desintegrado y en constante mengua.

Se trata de un hombre mayor y de una mujer joven. Padre e hija, intenta adivinar. Deja su maleta y se sienta, empapado en sudor. La mujer lo mira animada mientras saca un libro y una linterna.

– Vengo de Suecia -dice, como si de repente necesitara hablar con alguien-. Supongo que éste es el tren que va a Kitwe.

– Suecia -dice la mujer-. How nice.

El hombre ha encendido su pipa y se vuelve a apoyar en su rincón.

– Masterton -dice-. Me llamo Werner, mi esposa es Ruth.

Hans Olofson se presenta y siente una gratitud infinita por estar con personas que llevan zapatos en condiciones.

De repente, el tren se pone en marcha de un tirón y el ruido de la estación crece hasta convertirse en un violento fragor. Ve un par de piernas por la ventana y a un hombre que se encarama al techo. Detrás de él una cesta llena de gallinas y un saco con pescado seco que se rompe y esparce inmediatamente su olor putrefacto y salado.

Werner Masterton mira su reloj de pulsera.

– Diez minutos de antelación -dice-. O el conductor está borracho o tiene prisa por llegar a casa.

Los vapores del diesel van quedando atrás, las hogueras arden a lo largo de la vía y las luces de Lusaka desaparecen lentamente.

– Nunca vamos en tren -explica Werner Masterton desde el fondo de su rincón-. Lo hacemos aproximadamente una vez cada diez años. Pero en pocos años apenas quedarán trenes en este país. Después de la independencia todo ha decaído. En cinco años se ha arrasado casi con todo. Se roba todo. Si este tren se para esta noche de repente, cosa que seguramente sucederá, significa que el conductor está vendiendo combustible de la locomotora. Los africanos llegan con sus bidones. Las luces verdes de los semáforos han desaparecido. Los niños las roban e intentan vendérselas como esmeraldas a los turistas. Pero pronto tampoco habrá turistas. Los animales salvajes han huido o los han matado en las cacerías, están en vías de extinción. No sé de nadie que haya visto un leopardo en los últimos dos años. -Hace un gesto en dirección a la oscuridad-. Aquí había leones. Por aquí avanzaban los elefantes en enormes y libres manadas. Hoy ya no queda nada.

Los Masterton tienen una granja en las afueras de Chingola, según deduce Hans Olofson del largo viaje nocturno hacia Kitwe. Los padres de Werner Masterton llegaron procedentes de Sudáfrica a principios de 1950. Ruth era hija de un maestro que volvió a Inglaterra en 1964. Se conocieron en casa de unos amigos en Ndola y se casaron, a pesar de la gran diferencia de edad.

– La independencia fue una catástrofe -dice Werner Masterton invitándole a un trago de whisky-. Para los africanos la libertad significaba no tener que trabajar más. Nadie daba órdenes, nadie creía que debía hacer algo que nadie le exigía. El país vive ahora de sus recursos de cobre. Pero ¿qué ocurre cuando bajan los precios del mercado mundial? No se ha invertido en ninguna alternativa. Tienen un país agrícola. Podría ser uno de los mejores del mundo, ya que aquí hay agua y la tierra la necesita. Pero no se invierte. Los africanos no han entendido nada, no han aprendido nada. Arriar la bandera inglesa e izar la propia desencadenó una serie de desgracias que aún se suceden.

– No sé casi nada de África -reconoce Hans Olofson-. Lo poco que sabía ya he empezado a dudarlo. Aunque sólo llevo aquí dos días.

Le miran interrogantes. Piensa inmediatamente que debería haber dado una respuesta distinta.

– Voy a visitar una misión en Mutshatsha -dice-. Pero en realidad no sé cómo llegar hasta allí.

Para su sorpresa, los Masterton se interesan al instante por la cuestión de cómo llevar a cabo su expedición. Enseguida piensa que tal vez el problema que presenta es fácil de resolver, al contrario del que ha contado Werner Masterton hace poco. ¿Acaso los problemas de los negros tienen que ser resueltos por negros y los de los blancos por blancos?

– Tenemos amigos en Kalulushi -dice Werner Masterton-. Te llevo allí en mi coche, ellos pueden ayudarte en lo sucesivo.

– Sería pedir demasiado -dice Hans Olofson.

– Aquí es así -expone Ruth Masterton-. Si los mzunguz no nos ayudamos entre nosotros, nadie lo hace. ¿Crees que alguno de los negros que trepan por las empalizadas de los vagones te ayudaría? Antes te robarían los pantalones.

Ruth Masterton saca algo de comida de una bolsa e invitan a Hans Olofson a compartirla.

– No llevas ni siquiera agua -dice ella-. El tren puede llegar con un día de retraso. Siempre hay algo que se rompe, que falta o se ha olvidado.

– Creía que había agua en el tren.

– Está tan sucia que ni siquiera un munto la bebería -dice Werner Masterton escupiendo hacia la oscuridad.

Hans Olofson piensa que quizás en África todos los blancos tienen actitudes racistas. Pero ¿los misioneros también?

– ¿No viene el revisor? -pregunta para evitar tener que comentar lo que acaba de oír.

– No es seguro que aparezca -contesta Ruth-. Puede que haya olvidado su tren. O que haya fallecido algún pariente lejano y se haya ido al entierro sin despedirse. Los africanos pasan una gran parte de su vida yendo y viniendo de entierros. Pero puede que venga. Nada es imposible.

«Son restos de lo que quedó, de algo perdido», piensa Hans Olofson. «El colonialismo está en la actualidad totalmente enterrado a excepción de Sudáfrica y de las colonias portuguesas. Pero las personas siguen ahí. Una época histórica siempre deja un puñado de personas para la posteridad. Se convierten en nostálgicos, soñadores, amargados. Miran sus manos vacías y se preguntan adonde han ido a parar las herramientas del poder. Entonces descubren de repente que esas herramientas están en manos de personas a las que antes sólo se dirigían cuando tenían que darles órdenes y reprimendas. Viven en la Época de la Amargura, en un mundo subterráneo y decadente. Los blancos en África son los vestigios de un pueblo errante del que nadie quiere saber. Han perdido los fundamentos que creían que iban a existir eternamente.»

Se le ocurre una pregunta evidente:

– ¿Entonces antes era mejor?

– ¿Qué se puede contestar a eso? -pregunta Ruth mirando a su marido.

– Contesta cómo se ven las cosas en realidad -sugiere Werner.

Una luz vaga y vacilante deja el compartimento en penumbra. Hans Olofson mira la pantalla de la luz, completamente cubierta de insectos muertos. Werner Masterton le sigue la mirada.

– La pantalla sucia y el empleado de la limpieza ha sido despedido -dice-. No le echaron al día siguiente después de un aviso, sino de inmediato. Parece imposible que haya un tren más sucio que éste. Dentro de unas horas estaremos en Kabwe. Antes se llamaba Broken Hill. Hasta el nombre antiguo era mejor. La verdad, si quieres saberla, es que no se ha conservado nada y tampoco ha mejorado nada. Estamos obligados a vivir en medio de un proceso de corrupción.

– Pero… -dice Hans Olofson antes de ser interrumpido.

– Tu objeción llega demasiado pronto -replica Ruth-. Supongo que piensas preguntar si los negros no están mejor. Eso tampoco es cierto. ¿Quién podría ocupar el lugar de todos los europeos que dejaron el país en 1964? No había nada preparado, sólo una arrogancia sin límites. Un grito embrujado sobre la independencia, bandera propia, probablemente una moneda propia muy pronto.

– Para asumir responsabilidades hay que tener conocimientos -continúa Werner-. En 1964 había seis negros con título universitario en este país.

– Un tiempo nuevo se crea a partir de lo que había antes -objeta Hans Olofson-. Habría mala formación.

– Partes de una suposición errónea -dice Ruth-. Nadie pensaba en eso que tú llamas de un modo tan dramático época nueva, sino que el desarrollo continuaría, todos estarían mejor, negros incluidos. Pero sin que estallara el caos.

– Una época nueva no surge por sí misma -insiste Hans Olofson-. ¿Qué fue lo que ocurrió en realidad?

– Una traición -dice Ruth-. La traición de las madres patria. Nos dimos cuenta demasiado tarde de que nos habían abandonado, en Rodesia del Sur lo entendieron y allí no han ido las cosas tan mal como aquí.

– Precisamente venimos de Salisbury -dice Werner-. Allí podíamos respirar. Tal vez nos vayamos a vivir allí. Los trenes salían puntuales, las pantallas de la luz no estaban llenas de insectos. Los africanos hicieron lo que mejor saben hacer, obedecieron órdenes.

– La libertad -dice Hans Olofson, sin saber cómo continuar.

– Si libertad significa morirse de hambre, entonces los africanos van por buen camino en este país -replica Ruth.

– Resulta difícil de entender -comenta Hans Olofson-. Difícil de asimilar.

– Vas a verlo tú mismo -continúa Ruth, sonriéndole-. A nosotros no hay nada que nos impida decir las cosas tal como son, ya que de todos modos la realidad se te va a aparecer.

El tren se para de pronto sobre la vía. Los frenos chirrían, luego todo queda en calma. Se oyen las cigarras en la calurosa noche y Hans Olofson se asoma a la oscuridad. El cielo estrellado parece cerca y encuentra de nuevo el destello luminoso de la constelación de La Cruz del Sur.

«¿Qué iba pensando mientras abandonaba Suecia? ¿Que iba hacia una estrella fija, lejana y sin apenas luz?»

Ruth Masterton se ha quedado absorta en la lectura de un libro con la ayuda de su linterna. Werner Masterton chupa su pipa apagada. Hans Olofson se siente obligado a tratar de hacerse una idea de su situación.

«Janine», piensa. «Janine está muerta. Mi padre se emborracha pensando en un barco que nunca más va a hacerse a la mar. El recuerdo de mi madre se reduce a dos fotografías hechas en el Estudio Strandmark de Sundsvall. Dos imágenes que me infunden temor, el rostro de una mujer contra un fondo de una luz despiadada. Vivo con un legado de olor a perro gris, de noches invernales y la permanente sensación de que en realidad nadie me necesita. En el momento en que elegí no amoldarme a mi origen, no ser talador de troncos como mi padre ni casarme con alguna de las chicas con las que bailaba en la Casa del Pueblo al compás de la orquesta Kringström, eliminé también los únicos puntos de partida que había tenido. Dejé la escuela primaria como un alumno al que los profesores nunca recordarían, viví cuatro años espantosos en la capital y recibí un anodino bachillerato para que no sucumbiera en el fracaso. Hice el servicio militar en un regimiento blindado en Skövde, de nuevo como una persona que siempre pasaba inadvertida. Alimentaba la esperanza de ser abogado, el defensor legal de las circunstancias atenuantes. Viví durante algo más de un año como realquilado en un oscuro apartamento en Uppsala, en el que cada día tenía frente a mí a un loco a la hora del desayuno. El desconcierto de la clase obrera actual, la apatía y el temor, tienen en mí a un representante de pleno derecho.

»Sin embargo, no me he rendido. Los frustrados estudios jurídicos sólo fueron una humillación temporal, puedo sobrevivir a eso.

»¿Me falta tal vez un sueño? ¿Viajo a África con el sueño de otra persona, de alguien que ya ha muerto? En vez de partir me pierdo en un viaje ridículo, como si realmente fuera el culpable de la muerte de Janine.

»Una noche de invierno me arrastré sobre los fríos arcos de hierro del puente. La luna suspendida en el cielo parecía un ojo de lobo helado y yo estaba completamente solo. Tenía catorce años y no me caí. Pero después, cuando Sture quiso hacerlo…»

Los pensamientos se quiebran. Se oye roncar a alguien en alguna parte. Intenta localizar el ruido a través de los tablones del vagón.

En un acceso repentino de furia se le presentan dos alternativas: continuar los estudios de derecho o volver a la helada comarca de su infancia.

El viaje a la misión africana en Mutshatsha va a irse a pique. En la vida de cada persona hay acciones imprevistas, viajes que nunca tendrían que haberse realizado. Volverá a Suecia dentro de dos semanas y dejará atrás la Cruz del Sur. A partir de ahí se habrá cerrado un paréntesis.

Werner Masterton se levanta de repente y se pone a su lado a mirar la oscuridad exterior.

– Venden combustible diesel -dice-. Sólo espero que no hagan mal las cuentas para que no tengamos que quedarnos aquí. Dentro de un año, las hormigas cazadoras errantes habrán transformado este tren en un esqueleto de hierros retorcidos…

Después de una hora el tren arranca dando un tirón.

Luego paran en Kapiri Mposhi durante un buen rato, sin saber el motivo. Al amanecer, Hans Olofson dormita en su rincón. Al revisor nunca se le ve.

En el momento en que el bochornoso calor de la mañana empieza a notarse, el tren llega oscilante a Kitwe.

– Acompáñanos -dice Ruth-. Luego te llevamos a Kalulushi.

En cierta ocasión, Janine les enseña a bailar.

La gente a su alrededor espera que llore y se queje, pero ella elige un camino totalmente distinto. Encuentra su salvación en la música. Decide que ese dolor que tiene clavado en lo más profundo de su cuerpo va a convertirse en música. En la tienda de música de Hamrin adquiere un trombón y luego practica a diario. Hurrapelle intenta inducirla durante un tiempo a que elija un instrumento más atractivo, como una guitarra, una mandolina o, como mucho, un tambor. Pero ella persiste, renuncia a la alegría que probablemente implique el hecho de formar parte del grupo de música de la Iglesia libre y practica en soledad, para sí misma, en su casa al lado del río. Compra un gramófono Dux y a menudo rebusca con impaciencia en las cajas llenas de discos de la tienda de música. Queda atrapada en el jazz, en el que el trombón tiene con frecuencia un lugar destacado. Escucha, acompaña la música y aprende. En las oscuras tardes de invierno, cuando cesan las llamadas a la puerta para traerle paquetes de revistas y no tiene que asistir a rezos parroquiales u otro tipo de colaboración, se queda absorta en su música. De su trombón fluyen temas como Some of these days, Creole Love Call y, sobre todo, A Night in Tunisia.

Toca para Sture y para Hans Olofson. La primera vez la miran asombrados, sentados descalzos en el suelo de la cocina, con el gramófono girando de fondo y el instrumento de metal sobre los labios. A veces desentona, pero las notas casi siempre se confunden con las de la orquesta que yace comprimida en los surcos de los discos.

Janine con su trombón…

Janine con su cara sin nariz y ese gesto increíble de dejarlos entrar en su casa en vez de avisar a la policía convierte el año 1957 en una aventura que ninguno cree que podrá volver a vivir.

Para Sture, el traslado desde una ciudad de Småland hasta esta aldea en Norrland había sido una pesadilla. Estaba convencido de que se hundiría en esa abandonada región del norte cubierta de nieve. Pero halló un compañero y ambos encontraron a Janine…

Hans Olofson crea un gran sueño donde poder refugiarse como si fuera un gran abrigo. Se ha dado cuenta enseguida de que se ha enamorado de ella, en sus sueños la ve con nariz, la convierte en sustituta de su madre.

Aunque consideran a Janine propiedad común, intentan mantenerlo en secreto, porque todo no puede compartirse y los secretos hay que guardárselos para uno mismo. En los complicados caminos de la vida es muy importante saber diferenciar los sueños que se pueden compartir de los que debemos guardar en un lugar secreto.

Janine observa, escucha e intuye. Considera que la actitud de Sture es demasiado arrogante y tirana, y supone que Hans Olofson echa de menos a la madre que se escapó. Ve las fisuras que hay, las grandes diferencias.

Pero una tarde les enseña a bailar.

La orquesta Kringström, que ha tocado ininterrumpidamente en los bailes del sábado desde 1943, ha aceptado furiosa el desafío que le impone la juventud, cada vez más insatisfecha, y ha empezado a cambiar el repertorio con desgana. Un sábado sorprenden a todos, incluidos ellos mismos, introduciendo algo que podría tener relación con la nueva música que está arrasando procedente de Estados Unidos.

Precisamente esa tarde Sture y Hans Olofson se encuentran cerca de la entrada de la Casa del Pueblo. Están impacientes por tener la edad suficiente para poder sacar una entrada ellos mismos y dirigirse a la abarrotada pista de baile. La música atraviesa las paredes y Sture se da cuenta de que ha llegado el momento de que aprendan a bailar.

Entrada la noche, cuando están helados y entumecidos por el frío, bajan hasta el puente, hacen carreras, gritan bajo el tramo de hierro y no paran hasta que llegan a la puerta de Janine.

Se oye la música a través de las paredes. Esa noche ella está tocando…

En cuanto se da cuenta de que quieren aprender a bailar se dispone a enseñarles. Ella solía bailar antes de que el médico le deformara la cara. Pero después de aquello no ha vuelto a moverse con nadie por una pista de baile. Los agarra de la cintura con decisión, les hace repetir una y otra vez alternando los pasos a la izquierda y a la derecha hasta que los introduce en los rítmicos pasos del vals y del foxtrot. Les atrae firmemente hacia su cuerpo, uno tras otro, y dan grandes vueltas sobre el suelo de linóleo de la cocina. El que no baila se encarga del gramófono, y los cristales de la ventana no tardan en empañarse por los esfuerzos que hacen para seguirla y llevar el paso.

De un armario de la cocina saca una botella de licor casero. Cuando le preguntan cómo la ha conseguido, ella se ríe. A cada uno de ellos le sirve un vaso pequeño, pero ella bebe hasta emborracharse. Enciende un puro y echa el humo por el agujero de la nariz, a la vez que se declara la única mujer locomotora del mundo. Les cuenta que a veces se imagina que abandona el banco de penitencia de Hurrapelle y desaparece en el mundo del espectáculo. Nunca podrá ser una estrella sobre la cuerda floja, pero sí un monstruo que produce repugnancia y provoca sensaciones prohibidas. Enseñar a personas deformes a cambio de dinero es una tradición tan antigua que se pierde en el tiempo. Les habla del Niño de la Risa, al que le cortaron las comisuras de los labios hasta las orejas para venderlo luego a unos feriantes, y que enriqueció a sus dueños.

Luego abre un cajón de la cocina y saca una sonrosada nariz de payaso que se ajusta con una goma alrededor de la cabeza, y ambos miran enmudecidos a esa mujer que irradia tantos poderes contradictorios. Lo más difícil de entender y que a la vez más les preocupa es cómo puede vivir Janine su doble vida.

Bailar descalza sobre el suelo de la cocina, la bebida que guarda en el armario. Los duros bancos de la parroquia de Hurrapelle.

Pero la salvación no es ningún descubrimiento. Ella conserva a su dios en el corazón. Seguramente ya no estaría viva si no hubiera tenido esa comunidad que le ofreció la parroquia en algún momento. Pero eso no quiere decir que la llamen ni que sea admitida en todas las funciones parroquiales. Considera que reunir dinero para enviarlo a las distantes misiones africanas de los bantúes no sólo carece de sentido, sino que es un delito serio contra el decreto que dice que hay que respetar la libertad de creencia. Cuando la parte femenina de la parroquia se reúne en el círculo de costura por la demanda actual que hay de producción de tapetes para mercadillos benéficos, ella se queda en casa cosiendo su ropa. En el mundo de la parroquia es un elemento inquietante, pero mientras que recaude por su cuenta la mayor parte de los ingresos anuales, no duda en permitirse ciertas libertades. Hurrapelle intenta inducirla regularmente a que vaya al círculo, pero ella le rechaza. Él se echa para atrás enseguida, pues teme que empiece a flaquearle la fe o, peor todavía, que cambie su dios por otro de la competencia. Cuando los miembros de la parroquia se quejan de la conducta independiente de ella, les trata con severidad.

– La menor de mis hijos -dice-. Considerad su sufrimiento. Considerad cuánto bien hace a nuestra parroquia…

Ese año, las tardes con Janine se convierten en una sucesión de sesiones particulares. Con un fondo de Some of these days, ella agarra de la mano a aquellos dos vándalos que pretendían amargarle la vida movidos por la maldad que produce la incomprensión.

En ella encuentran ambos, cada uno a su modo, algo del misterio que antes habían buscado inútilmente en la aldea. La casa junto a la orilla sur del río se convierte en un viaje por el mundo…

La tarde que empieza a enseñarles a bailar descubren por primera vez la excitante sensación de estar cerca de un caliente y sudoroso cuerpo de mujer.

Y tal vez no en ese momento, sino más tarde, ella piensa que le gustaría quedarse desnuda delante de ellos para ser vista por alguien una sola vez, aunque sólo sean dos chicos bajos y flacos.

Por la noche empiezan a arder las fuerzas oscuras a las que nunca había dado rienda suelta. En ese instante grita su necesidad, siguiendo la exhortación de Hurrapelle de entregarse siempre al dios que esté más atento, cosa imposible. Es cuando se rompe el hilo religioso y entonces ya no tiene a nadie más que a sí misma para sujetarse. La mayor de todas sus desgracias es que nunca ha tenido ocasión de dejarse abrazar, ni siquiera en el asiento trasero de algún coche sucio aparcado junto a un apartado camino forestal.

Pero se niega a ser una persona quejica. Ella tiene su trombón. En los amaneceres del verano se pone a tocar Creole Love Call en su cocina.

Y siempre deja entrar a los chicos que le llevaron el hormiguero. Al enseñarles a bailar se alegra de que puedan superar su pueril timidez.

Sture y Hans Olofson pasan muchas tardes en casa de ella a finales del invierno y principios de la primavera de 1957. A menudo regresan a sus casas poco antes de la medianoche.

De nuevo es primavera. Un día aparecen las sencillas pero esperadas coronas amarillas de las fárfaras llenando de color la sucia cuneta. Hurrapelle está una mañana en el cuarto de atrás de la iglesia baptista buscando en una caja de cartón carteles que anuncian el Encuentro de Primavera. Se acerca el tiempo en que hasta los carteles del sermón cambian la piel.

Pero la primavera es ilusoria, porque la belleza sólo intenta ocultar que la muerte se esconde tras los ojos de las fárfaras.

Para Sture y Hans Olofson la muerte es un insecto terco e invisible que mordisquea la vida y todo lo que ocurre. Suelen pasar largas tardes sentados en las piedras que hay junto al río, o en la cocina de Janine, reflexionando sobre cómo se podrá entender y explicar la muerte en realidad. Sture sugiere que la muerte debe parecerse a Jönsson, el encargado del restaurante que se pone en la escalera del Hotel Stor y recibe a sus clientes en un grasiento frac negro. No le resultaría difícil verter unas gotas envenenadas en la oscura sopa o en la salsa que acompaña los asados. Acecharía al lado de la puerta de la cocina y los manteles se transformarían en mortajas manchadas…

Para Hans Olofson la muerte es demasiado complicada como para poder compararla con un encargado de restaurante. Es demasiado fácil hablar de la muerte como alguien de carne y hueso, con sombrero y uniforme y nariz congestionada. Si la muerte tuviera cara, ropa y zapatos, no sería más difícil de vencer que cualquiera de los espantapájaros con los que Under, el comerciante de caballos, adorna los arbustos de bayas.

La muerte es algo más vago, es un frío helado que sopla de repente por encima del río sin que el agua se encrespe. Esa primavera no puede acercarse más a la muerte, hasta que ocurre la catástrofe y la muerte toca su trompeta más estridente.

Aún así, hay algo que siempre recordará.

Mucho tiempo después, cuando le envuelve la noche africana y su adolescencia está tan lejana como el país en el que se encuentra, se acuerda de lo que hablaban sentados sobre las piedras junto al río o en la cocina de Janine. Recuerda como un sueño inalcanzable el año en que Janine les enseñó a bailar y cuando estaban de pie en la oscuridad, en la puerta de su casa, y oyeron las notas de A Night in Tunisia.

En Kitwe, un africano sonriente corre a su encuentro.

Hans Olofson observa que va en zapatillas de deportes, sin agujeros, sin suelas recortadas.

– Es Robert -dice Ruth-. Nuestro chófer. El único en quien se puede confiar en la granja.

– ¿Cuántos empleados tenéis? -pregunta Hans Olofson.

– Doscientos ochenta -contesta Ruth.

Hans Olofson se arrastra hasta el asiento trasero de un jeep en mal estado.

– ¿Supongo que llevarás el pasaporte? -pregunta Werner-. Vamos a pasar por varios puestos de control.

– ¿Qué buscan? -se pregunta Hans Olofson.

– Mercancía de contrabando para Zaire -le contesta Ruth-, o espías sudafricanos. Armamento. Pero en realidad sólo quieren mendigar comida y cigarrillos.

Llegan a la primera barrera en el norte de Kitwe. Troncos cruzados cubiertos con alambre de espino cortan las calzadas. Un deteriorado autobús ha parado justo antes de que lleguen ellos, y Hans Olofson ve a un soldado joven, con un arma automática en la mano, echando afuera a los pasajeros. Salen tantos africanos que parece que no se va a acabar nunca, y él se pregunta cuántas personas caben realmente en el autobús. Mientras obligan a los pasajeros a ponerse en fila, un soldado trepa y se sube al techo del autobús y tira del montón informe de bultos y colchones. Una cabra que estaba atada se suelta de repente, salta al suelo y desaparece balando en la densa campiña que hay al lado de la carretera. Una anciana empieza a dar gritos y estalla un ruido violento. El soldado que está en el techo del autobús grita y levanta su fusil, la anciana quiere ir corriendo detrás de su cabra, pero se lo impide un grupo de soldados que sale rápidamente de una choza que hay cerca de la carretera.

– Es una pesadilla llegar precisamente detrás de un autobús -dice Ruth-. ¿Por qué no has avisado?

– No lo he visto, Madame -contesta Robert.

– La próxima vez tienes que darte cuenta -dice Ruth irritada-. De lo contrario, habrás de buscarte otro trabajo.

– Sí, Madame -contesta Robert.

Parece que los soldados están cansados después de haber registrado el autobús y les indican que avance el jeep, sin controlarlo. Hans Olofson ve desplegarse un paisaje lunar. Altas montañas de basura intercaladas con profundas excavaciones mineras y desfiladeros destrozados. Se da cuenta de que está en medio de la inmensa zona del cobre que se extiende como una cuña en la provincia congoleña de Katanga.

Se pregunta a la vez qué habría hecho si no hubiera encontrado a la familia Masterton. ¿Habría bajado del tren en Kitwe? ¿O se habría escondido en el compartimento y habría regresado de nuevo a Lusaka?

Atraviesan nuevos puestos de control. Policías y soldados borrachos comparan su cara con la fotografía del pasaporte, y se da cuenta de que tiene mucho miedo.

«Odian a los blancos», piensa. «Del mismo modo que, evidentemente, los blancos odian a los negros…»

Salen de la carretera principal y de repente la tierra es completamente roja. Ante el jeep se despliega un paisaje irregular, cercado y extenso.

Dos africanos abren una puerta de madera y les hacen un dudoso saludo militar. El jeep se para ante un chalet blanco de dos plantas, con soportales y coloridas buganvillas.

Hans Olofson sale y piensa que ese palacio blanco le recuerda al juzgado de su aldea lejana.

– Ahora eres nuestro invitado -dice Werner-. Mañana te llevaré en coche a Kalulushi.

Ruth lo acompaña para enseñarle su habitación. Atraviesan pasillos en los que hace fresco y tienen el suelo enlosado y con alfombras.

Un hombre de avanzada edad se para de repente frente a ellos. Hans Olofson ve que el hombre va descalzo.

– Louis se encargará de ti mientras estés aquí -dice Ruth-. Cuando te vayas puedes darle algo de dinero. Pero no demasiado. No le estropees.

Hans Olofson se preocupa porque el hombre lleva la ropa rota. Los pantalones tienen dos grandes agujeros en las rodillas, como si se hubiera pasado la vida arrastrándose. La descolorida camisa está deshilachada y llena de remiendos.

Hans Olofson mira por una ventana y ve un extenso parque. Sillones blancos de mimbre trenzado, una mecedora de madera del mismo color. De pronto se oye afuera, en alguna parte, la voz indignada de Ruth, una puerta que se cierra. Se oye correr el agua del cuarto de baño.

– La bañera está preparada, Bwana -dice Louis, que está detrás de él-. Las toallas están encima de la cama.

Hans Olofson siente indignación ante esas palabras.

«Tengo que decir algo», piensa. «Quiero que entienda que yo no soy uno de ellos, sino un visitante casual que no tiene costumbre de compartir sirvientes.»

– ¿Llevas mucho tiempo aquí? -pregunta.

– Desde que nací, Bwana -responde Louis.

Después sale de la habitación y Hans Olofson se arrepiente de haberle hecho esa pregunta. «Es la pregunta de un señor a un servidor», piensa. «A pesar de que la hago con la mejor intención, me convierto en falso y mezquino.»

Se sumerge en la bañera y se pregunta qué posibilidades le quedan de huir.

Se ve a sí mismo como un tramposo cansado de intentar que no lo descubran.

«Me ofrecen ayuda para llevar a cabo una misión absurda», piensa. «Están dispuestos a llevarme a Kalulushi y a ayudarme después a encontrar el último medio de transporte que vaya a la misión en las regiones salvajes. Se molestan en hacer algo que es sólo un impulso egocéntrico, un viaje de turismo motivado por un sueño artificial.

»E1 sueño de Mutshatsha murió con Janine. ¿Saqueo su cadáver al llevar a cabo esta huida a un mundo con el que no tengo nada en común? ¿Se puede estar celoso de alguien que ha muerto? ¿Celoso de su voluntad, de sus sueños bien definidos a los que se aferraba a pesar de que nunca podría convertirlos en realidad?

»¿Cómo puede un ateo, alguien que no es creyente, hacerse cargo repentinamente del sueño de ser misionero, de ayudar a la gente humillada y pobre, con una razón religiosa como fuente principal de energía?»

En la bañera toma la decisión de volver, de pedir que lo lleven de nuevo a Kitwe dando cualquier explicación creíble como motivo para cambiar sus planes.

Se viste y sale al gran parque. Bajo un alto árbol que despliega su amplia sombra hay un banco que está hecho de un solo bloque de piedra. Apenas le da tiempo a sentarse cuando llega el sirviente con una taza de té. De repente ve a Werner Masterton de pie frente a él, vestido con un desgastado mono de trabajo.

– ¿Quieres ver la granja? -pregunta.

Se sientan en el jeep, que está recién limpiado. Werner apoya sus grandes manos sobre el volante después de ajustarse a la cabeza un sombrero raído. Pasan por delante de largas filas de gallineros y pastizales. De vez en cuando frena el coche e inmediatamente llega el empleado negro corriendo. Reparte órdenes en una mezcla de inglés y otro idioma que Hans Olofson no conoce.

Hans Olofson tiene todo el rato la sensación de que Werner hace equilibrios en un lugar resbaladizo donde puede ser atacado en cualquier momento.

– Es una granja grande -dice cuando continúan.

– No especialmente -responde Werner-. En otros tiempos seguro que habría ampliado la superficie. Ahora ya no se sabe nada. Puede que confisquen las granjas de los blancos. Por envidia, descontentos de que seamos muchísimo más capaces que los granjeros negros que empezaron después de la independencia. Nos odian por nuestra capacidad, por nuestra habilidad para organizar y hacer que las cosas funcionen. Nos odian porque ganamos dinero, porque tenemos mejor salud y vivimos más tiempo. La envidia forma parte de la herencia africana. Pero sobre todo nos odian porque no nos afecta la magia negra.

Pasan por delante de un pavo real que despliega su colorido plumaje.

– ¿La magia negra? -pregunta Hans Olofson.

– Un africano que triunfa se expone siempre a la magia negra -dice Werner-. Las brujerías que se practican pueden ser sumamente eficaces. Si hay algo que los africanos conocen bien, es cómo mezclar venenos mortales. Ungüentos que se untan en un cuerpo, hierbas que se camuflan como verduras comunes. Un africano dedica más tiempo a cultivar su odio que a cultivar su tierra.

– Hay muchas cosas que desconozco -afirma Hans Olofson.

– En África uno no aumenta sus conocimientos -responde Werner-. Disminuyen cuando crees que vas entendiendo.

Inesperadamente, Werner interrumpe la conversación y frena enfurecido.

Hay un trozo de cerca rota en el suelo y, cuando llega un africano corriendo, Hans Olofson ve asombrado que Werner lo coge de la oreja. Es un hombre adulto de unos cincuenta años, pero su oreja está colgando en la terrible mano de Werner.

– ¿Por qué no se ha arreglado? -ruge-. ¿Cuánto tiempo lleva rota? ¿Quién la ha roto? ¿Dónde está Nkuba? ¿Está borracho de nuevo? ¿Realmente quién puede responder? Dentro de una hora tiene que estar arreglada. Dentro de una hora estará aquí Nkuba.

Werner empuja al hombre hacia un lado y regresa al jeep.

– Sólo puedo estar fuera dos semanas -dice-. Después de dos semanas se viene abajo toda la granja, no sólo el trozo de una cerca.

Paran al lado de una pequeña colina, frente a un amplio pastizal en el que vacas encorvadas se desplazan en lentas manadas. En lo alto de la colina hay una tumba.

JOHN MCGREGOR, KILLED BY BANDITS 1967, lee Hans Olofson en la lápida que hay en el suelo.

Werner está en cuclillas fumando su pipa.

– Lo primero que uno piensa cuando cae en una granja es en elegir el sitio de su sepultura -dice-. Si no me expulsan del país, yo también estaré enterrado aquí algún día, igual que Ruth. John McGregor era un joven irlandés que trabajaba conmigo. Murió con veinticuatro años. Fuera de Kitwe habían puesto un control falso. Cuando se dio cuenta de que había sido detenido por bandidos y no por policías, trató de salir de allí con el coche. Le dispararon con una ametralladora. Si hubiera parado, solamente le habrían quitado el coche y la ropa. Sin duda olvidó que estaba en África, que aquí no se defiende el coche.

– ¿Bandidos? -pregunta Hans Olofson.

Werner se encoge de hombros.

– Vino la policía y dijeron que habían disparado a unos sospechosos durante un intento de fuga. ¿Quién puede saber si eran ellos? Lo importante para la policía era poder justificar a alguien como culpable.

Sobre la tumba hay un lagarto inmóvil. Hans Olofson ve a lo lejos a una mujer negra andando muy despacio por un camino de gravilla. Es como si se dirigiera directamente al sol.

– En África la muerte siempre está presente -dice Werner-. Desconozco el motivo. El calor, todo lo que se pudre, los africanos con su rabia totalmente a flor de piel. No se necesita mucho para excitar a la muchedumbre. Luego matan a cualquiera con un mazo o una piedra.

– Sin embargo vivís aquí -dice Hans Olofson.

– Puede que nos mudemos a Rodesia del Sur -responde Werner-. Pero yo tengo sesenta y cuatro años. Estoy cansado, tengo dificultad para orinar y para dormir. Pero quizá nos vayamos.

– ¿Y quién comprará la granja?

– Tal vez le prenda fuego.

Regresan a la casa blanca y de algún sitio llega un papagayo y se posa sobre el hombro de Hans Olofson.

En vez de comunicarle que ya no es necesario continuar el viaje a Mutshatsha se queda mirando el papagayo, que pellizca la tirilla de su camisa.

«A veces mi recurso dominante es el miedo», piensa con resignación. «Ni siquiera me atrevo a exponer algo que es verdad a personas que no me conocen en absoluto.»

La noche tropical cae como una cortina negra. El anochecer es como una sombra fugaz que pasa a toda velocidad. Con la oscuridad siente también que retrocede en el tiempo.

En la gran terraza que se extiende a lo largo de la parte delantera de la casa bebe whisky con Ruth y Werner. Acaban de sentarse con sus vasos cuando los faros de un coche iluminan el césped y oye cómo Ruth y Werner intentan adivinar quién puede llegar.

Un coche frena delante de la terraza y un hombre de edad indeterminada se acerca a ellos. A la luz de los quinqués que cuelgan del techo, Hans Olofson ve que el hombre tiene una cicatriz roja en la cara. Está totalmente calvo y viste un traje holgado. Se presenta como Elvin Richardson, granjero igual que los Masterton.

«¿Y yo quién soy?», se pregunta Hans Olofson. «¿Un compañero de viaje ocasional del tren nocturno procedente de Lusaka?»

– Ladrones de ganado -dice Elvin Richardson dejándose caer pesadamente en una silla con un vaso en la mano.

Hans Olofson escucha como si fuera un niño absorto en un cuento.

– Ayer por la noche destrozaron el cercado, abajo, muy cerca de Ndongo -relata Elvin Richardson-. Le robaron tres terneros a Ruben White. Los animales fueron apaleados y matados allí mismo. Los guardias nocturnos, por supuesto, no oyeron nada. Si las cosas siguen así, aquí tenemos que organizar patrullas. Matar a un par de ellos para que entiendan que va en serio.

El sirviente negro se vislumbra entre las sombras del balcón.

«¿De qué hablan los negros?», piensa rápidamente Hans Olofson. «¿Cómo me describe Louis cuando está sentado con sus amigos frente a su hoguera? ¿Percibió mi inseguridad? ¿Afila un cuchillo destinado exclusivamente para mí?

»En este país no parece haber ningún tipo de negociación entre blancos y negros. Es un mundo dividido y los unos no confían en los otros. Se gritan órdenes desde una distancia abismal, eso es todo lo que hacen.»

Escucha la conversación, se da cuenta de que Ruth es más agresiva que Werner. Mientras Werner habla de que tal vez deberían esperar, Ruth dice que van a echar mano de las armas inmediatamente.

Se sobresalta cuando uno de los sirvientes negros se inclina ante él y le llena el vaso. De repente se da cuenta de que tiene miedo.

La terraza, la oscuridad que cae de forma tan rápida, la alarmante conversación; todo le produce inseguridad. La misma indefensión que sentía de niño cuando las vigas crujían por el frío en la casa junto al río.

«Aquí se está preparando una guerra», piensa. «Lo que me da miedo es que Ruth, Werner y el desconocido no parecen darse cuenta de ello…»

La conversación cambia durante la cena y Hans Olofson se siente más cómodo al estar sentado en una habitación donde la luz eléctrica aparta todas las sombras, una luz en la que los negros no pueden esconderse.

En la mesa se habla de tiempos pasados, de personas que ya no están.

– Somos como somos -dice Elvin Richardson-. Seguramente somos unos locos que nos aferramos a nuestras granjas. Detrás de nosotros no hay nada. Somos los últimos.

– No -replica Ruth-. Te equivocas. Algún día los negros llamarán a nuestras puertas y pedirán que nos quedemos. La nueva generación ve el camino que están tomando las cosas. La independencia era un trapo de colores que se colgó en un asta. Una proclamación solemne de promesas vacías. Los jóvenes ven ahora que lo único que funciona en este país es lo que todavía está en nuestras manos.

De repente, Hans Olofson se siente borracho y con ganas de hablar.

– ¿Sois todos igual de hospitalarios? -pregunta-. Yo mismo podría ser un delincuente perseguido, una persona cualquiera con un pasado turbio.

– Eres blanco -dice Werner-. En este país es garantía suficiente.

Elvin Richardson desaparece después de la cena y Hans Olofson se da cuenta de que para Ruth y Werner las tardes son breves. Cierran las verjas de las puertas rigurosamente a cal y canto, los pastores alemanes ladran fuera en la oscuridad y a Hans Olofson se le indica cómo tiene que desconectar la alarma si sale a la cocina durante la noche. A las diez está tumbado en su cama.

«Me encuentro rodeado de vallas», piensa. «Una cárcel blanca en un país negro. El candado del miedo alrededor de las propiedades de los blancos. ¿Qué piensan los negros cuando ven nuestros zapatos y los andrajos que llevan ellos? ¿Qué piensan de la libertad que han logrado?»

Luego se desliza en un sueño corto e intranquilo.

Se despierta sobresaltado a causa de algún ruido que percibe de forma inconsciente. En la oscuridad, no sabe por un momento dónde está.

«África», piensa. «Todavía no sé nada de ti. ¿Sería África en los sueños de Janine tal como es ahora? Se me ha olvidado de repente de qué hablábamos alrededor de la mesa de su cocina. Pero supongo que aquí mis habituales valoraciones y pensamientos no son suficientes, ni siquiera válidos. Se necesita otro tipo de mirada…»

Escucha la oscuridad que hay fuera. Se pregunta si lo imaginado es el silencio o los sonidos. Siente miedo otra vez.

«Una catástrofe rodea la amabilidad de Ruth y Werner Masterton», piensa. «Toda esta granja, esta casa blanca, están rodeadas de una angustia, una cólera que ha sido reprimida durante demasiado tiempo.»

Yace despierto en la oscuridad y se imagina que África es un depredador herido que aún no tiene fuerza suficiente para levantarse. La respiración de la tierra y la del animal coinciden, la maleza tras la que se esconden es impenetrable. «¿No era así como Janine se imaginaba este continente herido y lacerado? ¿Como un búfalo al que obligan a ponerse de rodillas, pero que tiene todavía tanta fuerza que los cazadores deben mantenerse a distancia?

»¿Pudo ella tal vez, con su sensibilidad, profundizar en la vida real más que yo dando vueltas por el continente?

Quizá realizó un viaje en sueños que era igual de real que mi huida sin sentido hacia la misión Mutshatsha.

«Puede que haya algo más. ¿Tengo la esperanza de encontrar a otra Janine en esa misión? ¿Alguien vivo que pueda reemplazar la pérdida?»

Permanece despierto hasta que la luz del amanecer quiebra la oscuridad. A través de la ventana ve el sol que se eleva sobre el horizonte como un globo de fuego.

De pronto se da cuenta de que Louis está de pie, observándolo cerca de un árbol. Siente frío, a pesar del calor que hace. «¿De qué tengo miedo?», piensa. «¿De mí mismo o de África? ¿Qué hay en África que no quiero saber?»

A las siete y cuarto se despide de Ruth y se sienta al lado de Werner en la parte delantera del jeep.

– Vuelve cuando quieras -dice Ruth-. Siempre serás bienvenido.

Cuando giran para salir a través de la gran verja, dos africanos le hacen un desvalido saludo militar y Hans Olofson descubre a un anciano riéndose en el alto pasto elefante que hay muy cerca del camino.

Medio escondido, pasa rápido por delante de ellos. Muchos años después volverá a recordar esta imagen.

Un hombre escondido que ríe en silencio en la madrugada…

¿Habría malgastado su tiempo el gran Leonardo cogiendo flores?

Están sentados en la buhardilla del edificio del juzgado y de repente les envuelve un gran silencio. El verano de 1957 se aproxima y con él el fin de curso.

Para Sture, la escuela primaria habrá terminado dentro de poco y le espera el bachillerato.

A Hans Olofson le queda todavía un año para decidirse. Ha contemplado la idea de seguir los estudios. Pero ¿por qué? Ningún niño quiere ser niño, todos desean ser adultos tan pronto como puedan.

Pero ¿qué le ofrece realmente el futuro?

Para Sture el camino ya parece estar marcado. El gran Leonardo cuelga en su pared y le incita a ello.

Hans Olofson oculta la vergüenza de su desesperanzado sueño, ver la casa de madera soltar amarras y alejarse a lo largo del río. Cuando Sture lo acosa con preguntas no sabe qué responder.

¿Saldrá a talar el bosque hasta ver el horizonte, como su padre? ¿Pondrá a secar sobre la chimenea sus calcetines de lana mojados?

No lo sabe. Siente envidia y desasosiego cuando está sentado con Sture en la buhardilla y el aire que anuncia el verano entra a través de la ventana abierta. Hans Olofson ha venido a proponer que vayan a cortar flores para el fin de curso.

Sture esta sentado, inclinado sobre un mapa astronómico. Toma notas y Hans Olofson sabe que ha decidido descubrir una estrella desconocida hasta el momento.

Cuando Hans Olofson propone cortar flores, se extiende el silencio. Leonardo no perdía el tiempo buscando por el campo con qué decorar la mesa.

Hans Olofson se pregunta con ira contenida cómo puede estar Sture tan seguro. Pero no dice nada. Espera. Esta primavera se ha convertido en algo cada vez más habitual esperar a que Sture acabe alguna de las importantes tareas que se ha impuesto.

Hans Olofson se da cuenta de que la distancia entre ellos va creciendo. Dentro de poco tiempo, lo único que quedará de la antigua confianza entre ambos serán las visitas a Janine. Eso le preocupa. Sobre todo porque no sabe qué ha pasado.

Una vez se lo pregunta directamente.

«¿Qué diablos iba a pasar?», es todo lo que obtiene por respuesta.

Pero Sture también es cambiante. Como ahora, cuando de repente tira el plano de la estrella y se levanta impaciente.

– ¿Vamos? -pregunta.

Descienden por la pendiente del río y se sientan bajo el ancho arco de hierro y piedra del puente. El deshielo primaveral corre ante sus pies, el tranquilo y habitual chapoteo ha sido sustituido por estruendosos remolinos. Sture tira al río una raíz podrida que desaparece inmediatamente llevada por la corriente.

Sin que él mismo sepa el motivo, Hans Olofson tiene un delirio repentino. La sangre le golpea las sienes y siente que debe hacerse visible al mundo.

A menudo ha imaginado cómo será su iniciación en la vida adulta, pasar por encima del río por uno de los arcos del puente que sólo tiene unos decímetros de grosor. Escalar hasta un espacio vertiginoso sabiendo que una caída significa la muerte.

«Descubrir estrellas», piensa con rabia. «Voy a subir más cerca de las estrellas de lo que pueda llegar Sture.»

– Estaba pensando en subir por uno de los arcos del puente -dice.

Sture mira los enormes arcos de hierro.

– No se puede -dice.

– Claro que se puede -contesta Hans Olofson-. Sólo hay que atreverse.

Sture mira otra vez los arcos del puente.

– Sólo un niño puede hacer una tontería así -replica.

A Hans Olofson le da un vuelco el corazón. ¿Está diciendo que escalar por los arcos del puente es cosa de niños?

– No te atreves -dice-. Me apuesto lo que quieras a que no te atreves.

Sture le mira asombrado. Habitualmente, el tono de voz de Hans Olofson es débil, pero en ese momento suena alto, firme y duro, curtido como la corteza de un pino. Y además le desafía diciéndole que no se atreve…

No, no se atrevería. Subir por uno de los arcos del puente sería arriesgar la vida para nada. No tiene vértigo, si es necesario trepa por un árbol como un mono. Pero esto es demasiada altura, si resbalara, no hay red de seguridad.

Pero, naturalmente, eso no se lo dice a Hans Olofson. Empieza a reírse y a escupir en el río con desprecio.

Cuando Hans Olofson le ve escupir, toma la decisión. La acusación burlona que ha oído acerca de su falta de madurez sólo puede ser contestada desde lo alto de las vigas.

– Voy a subir -dice con voz temblorosa-. Y te juro que voy a ponerme de pie encima del tramo del puente y a orinar sobre tu cabeza.

Las palabras vibran en su boca, como impulsadas por una extrema necesidad.

Sture le mira incrédulo. ¿Lo dirá en serio?

Aunque Hans Olofson, tembloroso y a punto de llorar, no aparenta ser en absoluto un escalador preparado para afrontar el lado difícil de la montaña, hay algo conmovedor en su obsesión que hace dudar a Sture.

– Hazlo -dice-. Yo lo haré después.

Naturalmente, ya no hay vuelta atrás. Desistir en este momento significaría exponerse a una humillación ilimitada.

Como si fuera de camino hacia su propia ejecución, Hans Olofson trepa por la pendiente del puente hasta que alcanza el estribo. Se quita la chaqueta y se agarra a uno de los arcos. Cuando alza la vista ve perderse a lo lejos la enorme banda de hierro, fundirse con la grisácea capa de nubes. La distancia es interminable, como si fuera a subir al cielo. Intenta tranquilizarse, pero la agitación es cada vez mayor.

Desesperado, intenta reflexionar sobre lo que está haciendo y se da cuenta de que, naturalmente, no sabe qué necesidad tiene de trepar por ese maldito puente, pero ya es demasiado tarde y se arrastra por la banda de hierro como una rana indefensa.

Sture, que por fin se da cuenta de que Hans Olofson va en serio, quiere gritarle que baje, pero siente a la vez una especie de atracción prohibida por lo que está viendo y se queda esperando. ¿Va a ser testigo tal vez del fracaso de alguien ante lo imposible?

Hans Olofson cierra los ojos y sigue arrastrándose. El viento silba en sus oídos, la sangre le golpea las sienes y está totalmente solo.

Siente en su cuerpo el frío de la viga de hierro, las cabezas de los remaches le arañan las rodillas y los brazos, y tiene los dedos totalmente rígidos. Intenta no pensar, sólo continuar arrastrándose, como si fuera uno de sus sueños habituales. Sin embargo, es como si estuviera arrastrándose por el eje mismo de la tierra…

De pronto siente que el tramo que hay debajo de él comienza a aplanarse. Pero eso no le tranquiliza, más bien acrecienta su pánico, porque ahora es consciente de lo alto y lo lejos que está en su absoluta soledad. Si cae ahora, nada podrá salvarle.

En su desesperación, continúa arrastrándose, se aferra al tramo arqueado y se desliza metro a metro hacia el suelo. Los dedos se prenden al hierro como garras inmóviles y, por un instante, cree que se ha transformado en un gato. Detrás de él siente algo que repentinamente le produce calor, pero no sabe qué puede ser.

Cuando llega al estribo en la otra orilla del río, abre con cuidado los ojos y se da cuenta de que realmente ha sobrevivido, se abraza al arco como si se tratara de su salvador. Permanece un buen rato tendido antes de bajar de un salto.

Mira el puente y piensa que él ha ganado la batalla. No contra un enemigo exterior, sino contra algo que había dentro de sí mismo. Se seca la cara, se frota las manos para recobrar la sensibilidad y ve a Sture, que se acerca andando por el puente con su chaqueta en la mano.

– Se te ha olvidado orinar -dice Sture.

¿Se le ha olvidado? No, en absoluto. Ahora sabe qué era ese calor que sintió de repente sobre la fría viga de acero. Era el cuerpo, que cedía. Señala la mancha oscura que hay en sus pantalones.

– No, no se me ha olvidado -responde-. ¡Mira esto! ¿O quieres olerlo?

Luego llegan las consecuencias.

– Ahora te toca a ti -dice mientras se pone la chaqueta.

Pero Sture ya ha preparado una excusa. Cuando se da cuenta de que Hans Olofson está bajando por el otro lado del puente sin caer en el río, busca inmediatamente una forma de escapar.

– Lo voy a hacer -contesta-. Pero no ahora. No he dicho cuándo.

– ¿Entonces cuándo? -pregunta Hans Olofson.

– Ya lo diré.

Buscan el camino de regreso a casa en aquella noche de principios de verano. Hans Olofson ha olvidado las flores. Hay muchas, pero sólo un tramo de puente.

Un gran silencio se interpone entre ellos. Hans Olofson quiere decir algo, pero Sture se cierra en sí mismo y no puede. Se despiden rápidamente fuera de la verja del juzgado…

El último día de clase llega con una ligera y flotante niebla que se desvanece enseguida y desaparece cuando sale el sol. En las aulas huele a limpio y el jefe de estudios Gottfried está en su despacho desde las cinco de la mañana preparando el discurso de despedida para los alumnos que van a salir al mundo.

Esa mañana, llena de nostalgia y reflexión, tiene cuidado con el vermú. El último día del curso es un recordatorio de su propia fugacidad, en medio de la burbujeante expectación que conocen los alumnos…

A las siete y media sube la escalera. En el fondo, espera no tener que encontrarse con ningún alumno sin familia. No hay nada que le conmueva tanto como ver a un niño solo el día de fin de curso.

A las ocho suena el reloj de la escuela y en las aulas reina una calma expectante.

El jefe de estudios Gottfried recorre el pasillo haciendo una visita a todas las clases, cuando se le acerca Törnkvist, uno de los maestros, y le dice que falta un alumno del último curso. Es Sture von Croona, el hijo del jefe comarcal. El jefe de estudios Gottfried mira su reloj y decide que hay que llamar al padre.

Pero antes, cuando llega el momento de partir hacia la parroquia, va rápidamente a su despacho y llama a la oficina de la jurisdicción. Le sudan las manos y, por mucho que intenta convencerse a sí mismo de que todo tiene una explicación, está muy intranquilo…

Sture se ha levantado temprano. Por desgracia, su madre no le puede acompañar porque tiene hoy mucha jaqueca. Por supuesto, Sture ha ido a la escuela, le asegura el juez por teléfono.

El jefe de estudios se dirige apresuradamente hacia la parroquia. Los últimos niños con sus padres ya están llegando a la antesala y él tropieza y casi se echa a correr mientras trata de entender qué le ha pasado al alumno Von Croona.

Pero cuando de verdad empieza a temer que haya pasado algo es cuando tiene en las manos el libro de calificaciones de Sture.

En ese mismo instante ve que se abren las puertas de la antesala, se abren con mucho cuidado. Inmediatamente piensa que es Sture, hasta que ve que el que está allí es el padre, el jefe comarcal Von Croona.

El jefe de estudios Gottfried habla del legítimo derecho al descanso, de la fuerza de la unión y de la preparación ante el nuevo año lectivo, exalta el autodominio en todos los contextos de la vida. Luego se acaba y la iglesia queda vacía al cabo de unos minutos.

El jefe comarcal le mira, pero el jefe de estudios Gottfried sólo sacude la cabeza. Sture no ha venido a la clausura.

– Sture no suele desaparecer sin motivo -dice el jefe comarcal-. Voy a llamar a la policía.

El jefe de estudios Gottfried hace un gesto afirmativo con la cabeza y siente cómo crece en su interior la preocupación…

– Puede que él, a pesar de todo…

No le da tiempo a decir más. El jefe comarcal ya está saliendo de la iglesia con pasos decididos.

Pero no es necesario organizar una batida. Sólo una hora después de la clausura, Hans Olofson vuelve a encontrar a su amigo desaparecido.

El padre, que le ha acompañado a la clausura, se ha vuelto a poner su ropa de trabajo y se ha ido a talar árboles. Hans Olofson disfruta de la gran libertad que tiene por delante y, como siempre, baja deambulando hacia el río.

Enseguida piensa que no ha visto a Sture ese día. ¿Ha decidido tal vez simplemente no ir a la escuela el último día y, en lugar de ello, se ha dedicado a buscar en el cielo una estrella desconocida?

Se sienta junto al río en su piedra habitual y piensa que en realidad se siente satisfecho de estar solo. El verano que tiene ante sí requiere un rato de reflexión. Considera que después de haber vencido el enorme arco de hierro del puente le va a resultar más fácil estar solo consigo mismo.

Su mirada queda atrapada en algo rojo que brilla bajo el puente. Entorna los ojos y piensa que puede ser un pedazo de papel que se ha quedado pegado a las ramas que hay en la orilla del río.

Y cuando va a investigar qué es realmente eso rojo que brilla, se reencuentra con Sture. Lo que brilla es su chándal de verano y él está tendido en la orilla. Se ha caído desde el puente y se ha fracturado la columna vertebral.

Yace ahí indefenso desde la pasada madrugada, cuando, al despertarse, tomó la repentina decisión de vencer al puente. Quiere investigar solo qué dificultades oculta y, cuando lo haya hecho, volverá al puente en compañía de Hans Olofson, a demostrarle que él también puede vencer a las vigas de hierro.

Baja rápido al puente en el húmedo amanecer. Se queda un rato mirando el enorme arco antes de empezar a trepar.

Una sensación de orgullo le envuelve. Estira el cuerpo y se cuelga despreocupadamente con las manos. Lo azota una ráfaga de viento que no sabe de dónde viene, se balancea, nota que sus manos se desprenden y cae. Recibe un golpe fuerte del agua y una de las piedras de los surcos del río le rompe la columna vertebral. Desvanecido, un remolino lo lleva hacia la orilla y la cabeza se balancea por encima de la superficie del agua. El agua del río le enfría el cuerpo y cuando Hans Olofson le encuentra está casi muerto de frío.

Hans Olofson le saca del agua, le llama a voces sin obtener respuesta y luego sube gritando hacia la aldea.

El verano se acaba en el momento en que él va corriendo a lo largo del río. La gran aventura desaparece bajo una enorme sombra.

Llega a las calles de la aldea dando gritos como un loco. La gente, asustada, se esconde como si fuera un perro rabioso.

Rönning el chatarrero, que había sido voluntario en la Guerra de Invierno finlandesa y ha vivido situaciones bastante peores que oír vociferar a un muchacho salvaje, lo alcanza y le grita preguntándole qué ha pasado. Luego bajan los dos rápidamente hacia el río.

El taxi, que se utiliza incluso como ambulancia, llega patinando sobre la grava y desaparece en dirección al puente. Se informa al jefe comarcal y a su esposa de lo ocurrido y, en el hospital, el único médico que hay, siempre tan cansado, empieza a reconocer a Sture.

Está vivo, respira. La conmoción cerebral pasará.

Pero la columna vertebral se ha fracturado. Está paralizado de los pies a la garganta.

El médico permanece de pie un momento junto a la ventana mirando las copas de los árboles del bosque, antes de salir a hablar con los padres, que lo están esperando.

En ese mismo instante, Hans Olofson se ha puesto a vomitar en el cuarto de baño de la comisaría de policía. Un policía le pasa la mano por los hombros y, cuando ya se encuentra mejor, comienza un cuidadoso interrogatorio.

– El chándal rojo -repite una y otra vez-. He visto su chándal rojo flotando en el río.

Finalmente vuelve el padre del bosque. Rönning el chatarrero los lleva a casa y Hans Olofson se mete en la cama.

Erik Olofson se sienta en el borde de la cama hasta pasada la medianoche, cuando su hijo logra al fin quedarse dormido.

En el gran piso superior del juzgado, las luces están encendidas durante toda la noche.

Después del accidente, Sture desaparece de la aldea.

Una mañana temprano es trasladado en una ambulancia que está esperando y se lo llevan hacia el sur. El coche levanta la gravilla cuando pasa por Ulvkälla. Pero es todavía temprano. Janine está durmiendo y el coche desaparece en dirección a los bosques infinitos de Orsa Finnmark.

Hans Olofson no tiene oportunidad de visitar a su compañero. La tarde anterior al día que se llevan a Sture deambula preocupado alrededor del hospital, trata de imaginarse cuál es la ventana de la habitación en la que se encuentra Sture. Pero todo resulta misterioso, oculto, como si la fractura de columna vertebral fuera a contagiarse.

Del hospital baja al río, percibe el implacable magnetismo del puente y siente el gran peso de la culpa.

Él ha provocado el accidente…

Cuando le dicen que se han llevado a Sture de la aldea por la mañana temprano a un hospital que está lejos de allí, escribe una carta que introduce en una botella y la tira al río, como un mensaje. La ve apuntar en dirección al Parque del Pueblo y luego él se dirige apresuradamente a la casa de Janine.

Esa tarde ella tiene en su parroquia un Encuentro de Primavera, pero cuando ve a Hans Olofson como una sombra blanca en su puerta, se queda en casa. Él se sienta en la silla de siempre en la cocina. Janine se sienta frente a él, observándole.

– No te sientes en esa silla -dice él-. Es la de Sture.

«Un dios que llena la tierra de penas sin sentido», piensa ella. «¿Cómo puede partir la columna vertebral de un muchacho joven cuando empieza a percibirse el verano?»

– Toca algo -le pide él de repente, sin levantar la cabeza para mirarla.

Ella saca el trombón y toca Creóle Love Cali lo mejor que puede.

Cuando ha terminado y saca la saliva del instrumento, él se levanta, coge su chaqueta y se marcha.

«Es una persona demasiado pequeña en un mundo demasiado grande e incomprensible», piensa ella. En un repentino acceso de cólera acerca la boquilla a sus labios y toca el lamento Siam Blues. Los tonos suenan como aullidos de animales heridos y no se da cuenta de que Hurrapelle entra por la puerta y mira estupefacto el balanceo de sus pies descalzos al ritmo de su música. Cuando le descubre, deja de tocar y lanza sobre él una serie de preguntas llenas de rabia. Hurrapelle se ve obligado a escuchar sus dudas sobre el dios conciliador y le da la sensación de que el agujero que ella tiene bajo los ojos amenaza con engullirlo.

Él se agacha en silencio y la deja hablar hasta desahogarse. Luego elige sus palabras cuidadosamente y con mucha ternura la lleva de nuevo al camino correcto. Pero, a pesar de que ella no ofrece resistencia, no está seguro de haber logrado infundirle de nuevo la fuerza de la fe. Al instante toma la decisión de mantenerla en lo sucesivo bajo una observación rigurosa y le pregunta si no va a participar esa tarde en el próximo Encuentro de Primavera. Pero ella no dice nada, sólo mueve negativamente la cabeza y abre la puerta para que salga. El le hace una leve inclinación con la cabeza y se marcha, desapareciendo entre los primeros signos del verano.

Janine está muy apartada de él en sus pensamientos y para que regrese tendrá que transcurrir mucho tiempo…

Hans Olofson vuelve a casa caminando envuelto en olor a diente de león y a hierba húmeda. Cuando está bajo las vigas del puente, aprieta los puños.

– ¿Por qué no esperaste? -grita.

La botella que lleva el mensaje se mece en dirección al mar…

Después de un viaje de dos horas, de camino a la misión Mutshatsha, el distribuidor del coche en el que viaja se llena de lodo.

Han parado en una zona abandonada y árida. Sale del coche, se quita el polvo y el sudor de la cara y se queda mirando hacia el horizonte infinito.

Hans Olofson se hace una idea de la gran soledad que puede llegar a sentirse en el continente negro. «Esto tiene que haberlo visto Harry Johanson», piensa. «Vino por el otro lado, por el oeste, pero el paisaje debía de ser el mismo. El viaje duró cuatro años. Cuando llegó, toda su familia había muerto. La muerte determinó la distancia entre el tiempo y el espacio. Cuatro años, cuatro muertos…

»Hoy en día ya no se viaja. Se nos lanza a través del mundo, como piedras provistas de pasaporte, en catapultas idénticas. Nuestro tiempo no es más largo que el de nuestros antepasados, pero lo hemos ampliado con la tecnología. Vivimos una época en la que el pensamiento se deja engañar cada vez menos ante el espacio y el tiempo…

»Pero sin embargo no es así», rectifica. «A pesar de todo hace diez años que oí hablar a Janine por primera vez de Harry Johanson y de su esposa Emma, y del viaje de ambos a la misión Mutshatsha.

»Ahora ya estoy llegando y Janine ha muerto. Era el sueño de ella, no el mío. Soy un peregrino disfrazado que sigue las huellas de otro. Algunas personas amables me ayudan a vivir y a viajar, como si mi tarea fuera importante.

»Como ese David Fischer que se inclina sobre el distribuidor de su coche.»

Por la mañana temprano, Werner Masterton ha entrado en el patio de David Fischer. Unas horas después salen de camino a Mutshatsha. David Fischer es de su edad, delgado y con poco pelo. A Hans Olofson le recuerda a un pájaro inquieto. Mira continuamente a su alrededor, como si todo el tiempo sospechara que alguien le persiguiera. Pero, por supuesto, quiere ayudar a Hans Olofson a llegar a Mutshatsha.

– Las misiones de Mujimbeji -dice-. No he estado nunca allí. Pero conozco el camino.

«¿Por qué no pregunta nadie?», piensa Hans Olofson. «¿Por qué no quieren saber qué voy a hacer en Mutshatsha?»

Viajan a través de los montes en el oxidado jeep militar de David Fischer. La lona del techo está desplegada, pero el polvo entra por los orificios. El coche de tracción en las cuatro ruedas patina y derrapa en la arena profunda.

– ¡El distribuidor se va a llenar de barro! -grita David Fischer en medio del estruendo del motor.

Hans Olofson está rodeado de monte. De vez en cuando se vislumbran personas entre la alta hierba. «¿Es posible que tan sólo sean sombras?», piensa. «¿Que tal vez no los vea realmente?»

Luego, el distribuidor vuelve a llenarse de barro y Hans Olofson está de pie en el agobiante bochorno escuchando el silencio de la noche africana.

«Como una noche de invierno en la aldea», piensa. «El mismo silencio, el mismo abandono. Allí era el frío, aquí es el calor. Aun así, una recuerda a la otra. Yo podía vivir allí, lo soportaba. Por lo tanto, debería poder vivir aquí también. Haber crecido en el interior de la sueca Norrland podría ser un buen antecedente para vivir en África…»

David Fischer cierra el capó del coche, echa una ojeada por encima del hombro y se pone a orinar.

– ¿Qué saben los suecos de África? -pregunta de repente.

– Nada -contesta Hans Olofson.

– Los que vivimos aquí no lo entendemos -dice David Fischer-. Ese nuevo interés de Europa por África cuando ya nos abandonasteis una vez. Ahora volvéis con mala conciencia, como salvadores modernos.

En ese momento, Hans Olofson se siente responsable personalmente.

– Mi visita es del todo inútil -contesta-. Lo último que se me ocurriría hacer aquí sería salvar a alguien.

– ¿Qué país de África recibe más ayuda económica de Europa? -pregunta David Fischer-. Es un enigma. Si lo adivinas serás el primero que lo haga.

– Tanzania -propone Hans Olofson.

– Te equivocas -dice David Fischer-. Es Suiza. Hay números de cuentas anónimas que se llenan con dinero de las ayudas que sólo hacen un viaje rápido a África y vuelven. Y Suiza no es un país africano…

De forma inesperada el camino desciende en picado hacia un río y un desvencijado puente de madera. Grupos de niños se bañan en el agua verde. Mujeres de rodillas lavan la ropa.

– El noventa por ciento de estos niños va a morir de bilharzia -grita David Fischer.

– ¿Qué se puede hacer? -pregunta Hans Olofson.

– ¿Quién quiere ver morir a un niño inútilmente? -grita David Fischer-. Debes entender que por eso estamos tan amargados. Si hubiéramos tenido permiso para continuar como antes, seguro que habríamos dominado también los parásitos intestinales. Pero ahora es demasiado tarde. Al abandonarnos abandonasteis también la posibilidad de que este continente creara un futuro soportable.

David Fischer da un frenazo porque un africano se pone en medio del camino indicando con las manos que quiere viajar con ellos. David Fischer toca el claxon furioso y al pasar le grita algo al hombre.

– En tres horas habremos llegado -anuncia a voz en grito David Fischer-. De todos modos, espero que pienses en lo que te he dicho. Naturalmente, soy racista. Pero no un racista tonto. Quiero lo mejor para este país. He nacido aquí y espero poder morir aquí.

Hans Olofson trata de hacer lo que le ha dicho, pero los pensamientos se escurren, se dispersan. «Es como si viajara en mi memoria», piensa. «Ahora ya siento este viaje como algo distante, igual que un recuerdo lejano.»

Es después de mediodía. El sol cae de lleno sobre el parabrisas del coche. David Fischer frena y apaga el motor.

– ¿Otra vez el distribuidor? -pregunta Hans Olofson.

– Hemos llegado -dice David Fischer-. Esto debe de ser Mutshatsha. El río que acabamos de cruzar es el Mujimbeji.

Cuando cesa la polvareda, aparece un grupo de edificios bajos y grises alrededor de un espacio abierto donde hay un pozo. «Por lo tanto, hasta aquí llegó Harry Johanson. Éste era el inicio del viaje de Janine en sus sueños solitarios…» A lo lejos ve acercarse a un anciano blanco que anda a paso lento. Los niños se amontonan alrededor del coche, desnudos o medio tapados con harapos.

El hombre que va hacia él tiene la cara pálida y hundida. Hans Olofson se da cuenta enseguida de que no es bienvenido en absoluto. «Me meto por la fuerza en un mundo cerrado. Un asunto de los negros y los misioneros…» Enseguida decide desvelar al menos una parte de la verdad.

– Voy siguiendo las huellas de Harry Johanson -dice-. Soy de su mismo país, estoy buscando su recuerdo.

El hombre de cara pálida se queda mirándole. Luego indica a Hans Olofson que le acompañe.

– Espero aquí hasta que me digas que puedo marcharme -dice David Fischer-. De todos modos no llegaré antes del anochecer.

A Hans Olofson lo llevan a una habitación en la que hay una cama, un lavabo agrietado y un crucifijo en la pared. Una lagartija desaparece por un agujero que hay en la pared. Un fuerte olor que le resulta imposible definir le produce picor en la nariz.

– El padre LeMarque está de viaje -anuncia el hombre pálido, que ha recuperado la voz-. Se espera que regrese mañana. Le diré a alguien que le traiga sábanas y que le indique dónde puede conseguir comida.

– Me llamo Hans Olofson -dice él.

El hombre le hace un saludo con la cabeza, sin presentarse.

– Bienvenido a Mutshatsha -dice con tono de voz triste antes de marcharse.

Tras la puerta entreabierta hay dos niños que le miran en silencio, con atención.

Se oye de repente el sonido de la campana de una iglesia. Hans Olofson se queda escuchando. Siente que el miedo se desliza por su interior. Aquel olor indefinido le produce mucho picor de nariz.

«Me marcho», piensa agitado. «Si me marcho inmediatamente, es como si nunca hubiera estado aquí.» En ese mismo instante entra David Fischer, que le trae la maleta.

– Veo que vas a quedarte -le dice-. Suerte con lo que vayas a hacer. Si quieres volver, los misioneros tienen coches. Y ya sabes dónde vivo.

– ¿Cómo podré agradecértelo? -dice Hans Olofson.

– ¿Por qué hay que dar siempre las gracias? -pregunta David Fischer y se marcha.

Hans Olofson ve cómo desaparece el coche. Los niños le miran inmóviles.

De pronto se siente mareado a causa del bochorno. Entra en la celda de convento que le han asignado. Se tiende sobre la dura cama y cierra los ojos.

Las campanas de la iglesia ya no se oyen y todo está en silencio. Cuando abre los ojos, los niños siguen mirándole inmóviles por la abertura de la puerta. Estira la mano y les hace señas. Desaparecen de inmediato.

Necesita ir al baño. Se levanta y sale. Siente el golpe de calor como una bofetada en el rostro. La gran superficie de arena está desierta, hasta los niños se han ido. Da la vuelta alrededor de la casa buscando un retrete. En la parte trasera ve una puerta. Al intentar mover la manivela, la puerta se abre. Entra en la oscuridad como un ciego. Un olor penetrante le provoca malestar. Cuando se ha acostumbrado a la oscuridad, se da cuenta de que está en un depósito de cadáveres. En la oscuridad distingue los cuerpos de dos africanos muertos extendidos en bancos de madera. Sus cuerpos desnudos apenas están cubiertos por sábanas sucias.

Se da la vuelta, sale y cierra la puerta tras de sí. Enseguida vuelve a sentir el mareo.

Un africano que está sentado en la escalera que conduce a su habitación le mira al pasar.

– Soy Joseph, Bwana -se presenta-. Voy a vigilar junto a tu puerta.

– ¿Quién te ha dicho que te sientes aquí?

– Los misioneros, Bwana.

– ¿Por qué?

– Por si ocurre algo, Bwana.

– ¿Qué iba a ocurrir?

– En la oscuridad pueden ocurrir muchas cosas, Bwana.

– ¿Qué puede ocurrir?

– Eso se sabe cuando ocurre, Bwana.

– ¿Ha pasado algo antes?

– Siempre pasan muchas cosas, Bwana.

– ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí sentado?

– Estaré aquí mientras Bwana esté, Bwana.

– ¿Cuándo duermes?

– Cuando hay tiempo, Bwana.

– Sólo hay noche y día.

– A veces se producen otros tiempos, Bwana.

– ¿Qué haces mientras estás aquí sentado?

– Espero a que ocurra algo, Bwana.

– ¿Qué puede ocurrir?

– Eso se sabe cuando ocurre, Bwana.

Joseph le indica dónde hay un retrete y dónde puede ducharse debajo de un bidón de gasolina con una manguera goteando. Cuando se ha cambiado de ropa, Joseph le acompaña al comedor de la misión. Un africano cojo recorre las mesas vacías y las seca con un trapo sucio.

– ¿No hay nadie? -pregunta Hans Olofson a Joseph.

– Los misioneros están de viaje, Bwana. Pero tal vez regresen mañana.

Joseph se queda al otro lado de la puerta. Hans Olofson se sienta a una mesa. El africano cojo llega con un plato de sopa. Empieza a comer y se sacude algunas moscas que zumban alrededor de su boca. De repente siente que un insecto le pica en la espalda y, sobresaltado, derrama la sopa encima de la mesa. El hombre cojo viene inmediatamente con su trapo.

«En este continente hay algo que marcha al revés», piensa. «Cuando alguien limpia, la suciedad se extiende aún más.»

El breve crepúsculo casi ha pasado de lejos cuando sale del comedor. A la salida, Joseph le está esperando en la puerta. Las hogueras resplandecen a lo lejos. Cuando están fuera, se da cuenta de que Joseph se tambalea y apenas puede mantener el equilibrio.

– Estás borracho, Joseph -le dice.

– No estoy borracho, Bwana.

– ¡Claro que estás borracho!

– No estoy borracho, Bwana. Por lo menos no mucho. Sólo bebo agua, Bwana.

– Nadie se emborracha con agua. ¿Qué has bebido?

– Whisky africano, Bwana. Pero no está permitido. Si alguno de los mzunguz lo supiera no podría estar aquí.

– ¿Qué pasaría si alguno de los mzunguz viera que estás borracho?

– A veces tenemos que ponernos en fila por la mañana y echar el aliento en un wakakwitau, Bwana. Si alguien huele a algo que no sea agua, es castigado.

– ¿Cómo?

– En el peor de los casos, tiene que dejar Mutshatsha con su familia, Bwana.

– Yo no diré nada, Joseph. No soy ningún misionero.

Estoy aquí solamente de visita. Quiero comprar un poco de whisky africano.

Se da cuenta de que Joseph intenta pensar cómo debe actuar y tomar una decisión.

– Voy a pagar bien por tu whisky -le dice.

Sigue la silueta de Joseph, que se tambalea en las sombras pegado a las paredes de las casas, hasta llegar a una zona de chozas de hierba. Oye risas en la oscuridad procedentes de caras que no ve. Una mujer discute con un hombre invisible, ojos de niños brillan al lado de una hoguera.

Joseph se acerca a la entrada de una de las chozas y grita algo en voz baja. Dos hombres y tres mujeres salen afuera, todos borrachos. A Hans Olofson le resulta difícil distinguirlos en la oscuridad. Joseph le indica con un gesto que entre con él en la cabaña. En la oscuridad interior percibe un fuerte hedor a orina y a sudor.

«Debería tener miedo», piensa enseguida. «Sin embargo, me siento totalmente seguro en compañía de Joseph…»

En ese mismo instante tropieza con algo que hay en el suelo y cuando lo palpa se da cuenta de que es un niño dormido. Las sombras bailan sobre las paredes y Joseph le indica con el dedo que se siente. Se deja caer en una estera y una mujer le da un tazón. Lo que bebe sabe a pan quemado, está muy fuerte.

– ¿Qué estoy bebiendo? -pregunta a Joseph.

– Whisky africano, Bwana.

– Sabe muy mal.

– Estamos acostumbrados, Bwana. Hacemos el lituku destilando restos de maíz, raíces, agua y azúcar. Cuando se termina, hacemos más. A veces bebemos también cerveza de miel.

Hans Olofson siente que está borracho.

– ¿Por qué se han ido? -pregunta.

– No están acostumbrados a que venga un mzungu, Bwana. En esta choza nunca ha estado un mzungu.

– Diles que vuelvan. Yo no soy misionero.

– Pero eres blanco, Bwana. Eres un mzungu.

– Díselo de todos modos.

Joseph les grita en la oscuridad y las tres mujeres y los tres hombres vuelven y se ponen en cuclillas. Son jóvenes.

– Mis hermanas y mis hermanos, Bwana. Magdalena, Sara y Salomo. Abraham y Kennedy.

– Salomo es un nombre de hombre.

– Mi hermana se llama Salomo, Bwana. Por lo tanto es también un nombre de mujer.

– No quiero molestar. Díselo a ellos. Diles que no quiero molestar.

Joseph traduce y una de las mujeres, Sara, dice algo mientras mira a Hans Olofson.

– ¿Qué quiere? -pregunta.

– Se pregunta por qué visita un wakakwitau una choza africana, Bwana. Se pregunta por qué bebes, ya que aquí todos los blancos dicen que está prohibido.

– No para mí. Aclárale que yo no soy misionero.

Joseph traduce y estalla una violenta discusión. Hans Olofson mira a las mujeres, sus cuerpos oscuros que se perfilan bajo sus chitengen. Tal vez Janine vuelva a mí con formas de africana.

Hans Olofson bebe hasta emborracharse esa bebida que sabe a pan quemado mientras escucha una discusión que no entiende.

– ¿Por qué estáis tan indignados? -le pregunta a Joseph.

– ¿Por qué no beben todos los mzunguz, Bwana? ¿En especial los que predican sobre su dios? ¿Por qué no entienden que la revelación sería mucho más intensa con whisky africano? Eso lo sabemos los africanos desde los tiempos de nuestros primeros antepasados.

– Diles que estoy de acuerdo con ellos. Pregúntales qué piensan realmente de los misioneros.

Cuando Joseph termina de traducir se produce un silencio general.

– No saben qué contestar, Bwana. No están acostumbrados a que un mzungu les haga este tipo de preguntas. Temen no contestar del modo correcto.

– ¿Qué podría pasar?

– Vivir en una misión significa ropa y comida, Bwana. No quieren perderlas por no contestar del modo correcto.

– ¿Qué podría pasar?

– Los misioneros podrían disgustarse, Bwana. Quizá todos nosotros fuéramos expulsados de aquí.

– ¿Suele ocurrir? ¿Se expulsa a los que no obedecen?

– Los misioneros son como los otros blancos, Bwana. Exigen el mismo sometimiento.

– ¿Por qué no contestas con más claridad? ¿Qué ocurre?

– Los mzunguz siempre piensan que los negros somos desobedientes, Bwana.

– Hablas de un modo misterioso, Joseph.

– La vida está llena de misterios, Bwana.

– No me creo ni una palabra de lo que dices, Joseph. ¡Los misioneros no os expulsan!

– Es natural que no me creas, Bwana. Sólo digo las cosas como son.

– No dices nada.

Hans Olofson sigue bebiendo.

– Las mujeres -pregunta-. ¿Son tus hermanas?

– Es correcto, Bwana.

– ¿Están casadas?

– Se casarían contigo de buena gana, Bwana.

– ¿Por qué?

– Lamentablemente, un hombre blanco no es negro, Bwana. Pero un Bwana tiene dinero.

– ¿Me han visto antes alguna vez?

– Te vieron cuando llegaste, Bwana.

– ¿No me conocen?

– Si se casaran contigo aprenderían a conocerte, Bwana.

– ¿Por qué no se casan con los misioneros?

– Los misioneros no se casan con negras, Bwana. A los misioneros no les gustan las personas negras.

– ¿Qué demonios estás diciendo?

– Sólo digo las cosas como son, Bwana.

– ¡Deja de llamarme Bwana!

– Sí, Bwana.

– ¡Claro que les gustan los negros a los misioneros! ¿Acaso no están aquí por vuestro bien?

– Los negros pensamos que los misioneros están aquí como un castigo, Bwana. Por el hombre que ellos clavaron en una cruz.

– ¿Por qué os quedáis aquí?

– Llevamos una buena vida, Bwana. Creemos con mucho gusto en un dios extranjero si nos dan comida y ropa.

– ¿Sólo por eso?

– Claro, Bwana. Nosotros ya tenemos a nuestros dioses de verdad. No les importa que crucemos las manos varias veces al día. Cuando nos dirigimos a ellos, tocamos nuestros tambores y bailamos.

– ¿Supongo que eso no podéis hacerlo aquí?

– A veces nos adentramos en el bosque, Bwana. Allí nos están esperando nuestros dioses.

– ¿Eso no lo saben los misioneros?

– Claro que no, Bwana. Se enfadarían mucho si lo supieran. No sería bueno. Especialmente ahora que van a darme una bicicleta.

Hans Olofson se levanta tambaleándose. «Estoy borracho», piensa. «Mañana volverán los misioneros. Tengo que dormir.»

– Ayúdame a volver, Joseph.

– Sí, Bwana.

– ¡Deja de llamarme Bwana!

– Sí, Bwana. Dejaré de llamarte Bwana cuando te hayas ido.

Hans Olofson da unos billetes a Joseph.

– Tus hermanas son muy bonitas.

– Se casarían contigo de buena gana, Bwana.

Hans Olofson se mete en la dura cama. Antes de dormir oye que Joseph ya está roncando en la puerta.

Se despierta de pronto con la impresión de que el hombre pálido le está mirando.

– El padre LeMarque ha vuelto -anuncia en voz baja-. Dice que quiere verle.

Hans Olofson se viste rápidamente. Se encuentra mal y la cabeza está a punto de estallarle a consecuencia del whisky africano. En el temprano amanecer, sigue al hombre pálido por la tierra roja.

«Los misioneros viajan por la noche», piensa. «¿Qué voy a decir del motivo por el que he venido en realidad?»

Entra en una de las dos casas grises. Un hombre joven de barba espesa está sentado a una modesta mesa de madera. Va vestido con una camiseta hecha pedazos y unos pantalones cortos sucios.

– Nuestro invitado -dice sonriendo-. Bienvenido.

Patrice LeMarque es de Canadá, según le informa a Hans Olofson. El hombre cojo ha traído dos tazas de café y se sientan en la parte trasera de la casa a la sombra de un árbol. En la misión Mutshatsha hay misioneros y personal sanitario de distintos países.

– ¿No hay nadie de Suecia? -pregunta Hans Olofson.

– No en este momento -contesta Patrice LeMarque-. La última fue hace aproximadamente diez años. Una enfermera que procedía de una ciudad que creo que se llamaba Kalmar.

– El primero era de Röstånga. Harry Johanson.

– ¿Realmente has venido hasta aquí sólo para visitar su tumba?

– Cuando era muy joven seguí su destino. No acabaré hasta que vea su tumba.

– Harry Johanson, cuando quería estar solo y meditar, se sentaba a la sombra de este árbol, solía refugiarse aquí. Entonces, nadie podía molestarle. He visto también una fotografía suya sentado aquí. Era bajo de estatura, pero tenía mucha fuerza física. Además era muy vehemente. Todavía hay africanos que le recuerdan. Cuando se enfadaba podía levantar una cría de elefante por encima de su cabeza. Obviamente, esto no es cierto, pero sirve para que te hagas una idea de su fuerza.

Deja la taza de café.

– Voy a enseñarte su tumba -dice-. Por desgracia, después tengo que dedicarme a mi trabajo. No funciona nuestra bomba de agua.

Van cuesta arriba a lo largo de una senda sinuosa hacia una colina. De vez en cuando se vislumbra el espejo del río a través de los tupidos matorrales.

– No vayas allí sin Joseph -le advierte Patrice LeMarque-. Hay muchos cocodrilos.

El terreno se nivela y forma un rellano en el alto cerro. De repente, Hans Olofson está ante una simple cruz de madera.

– Es la tumba de Harry Johanson -dice Patrice LeMarque-. Tenemos que cambiar la cruz cada cuatro años porque se la comen las termitas. Pero él quería tener una cruz de madera sobre su tumba. Hacemos su voluntad.

– ¿Qué sueños tenía Harry Johanson en realidad? -pregunta Hans Olofson.

– No creo que tuviera mucho tiempo para soñar. Una misión en África implica un trabajo práctico continuo. Era mecánico, artesano, agricultor, comerciante. Harry Johanson tenía futuro en todos esos campos.

– ¿Pero la religión?

– Nuestro mensaje está plantado en el maizal. El evangelio es algo imposible si no se rodea de la vida cotidiana. La conversión es una cuestión de pan y salud.

– ¿Pero es a pesar de todo la conversión lo decisivo? ¿La conversión de qué?

– Superstición, pobreza y magia.

– Puedo entender la superstición, pero ¿cómo puede sacarse a alguien de la pobreza?

– El mensaje inspira esperanza. Los conocimientos dan ánimo.

Hans Olofson piensa en Janine.

– ¿Harry Johanson era feliz? -pregunta.

– ¿Quién conoce los pensamientos más íntimos de otra persona? -pregunta a su vez Patrice LeMarque.

Vuelven al mismo sitio del que partieron.

– No conocí a Harry Johanson -dice Patrice LeMarque-. Pero debe de haber sido una persona original y obstinada. Cuanto más viejo se hacía, menos parecía entender. Aceptaba que África siguiera siendo un país desconocido.

– ¿Se puede vivir por tiempo indeterminado en un mundo desconocido, sin intentar transformarlo para que nos recuerde el mundo que hemos dejado en algún momento?

– Una vez tuvimos un sacerdote joven de Holanda. Valiente y fuerte, abnegado. Pero un día, sin previo aviso, se levantó de la mesa cuando estábamos cenando y se fue directamente al monte. Decidido, como si supiera hacia dónde iba.

– ¿Qué ocurrió?

– Nunca lo encontraron. Parecía que su meta era ser absorbido, no regresar. Algo se rompió.

Hans Olofson piensa en Joseph y sus hermanas y hermanos.

– ¿Qué piensan los negros en realidad? -pregunta.

– Aprenden a conocernos a través del dios que les mostramos.

– ¿Pero no tienen sus propios dioses? ¿Qué hacen con ellos?

– Dejan que desaparezcan por sí mismos.

«Es un error», piensa Hans Olofson. «Pero para aguantar, tal vez un misionero debe dejar de ver ciertas cosas.»

– Voy a buscar a alguien que pueda enseñarte los alrededores -dice Patrice LeMarque-. Lamentablemente, casi todos los que trabajan aquí están en este momento en la campiña. Visitan las aldeas apartadas. Le voy a pedir a Amanda que te enseñe los alrededores.

Al caer la tarde le enseñan a Hans Olofson el hospital. El hombre pálido, que se llama Dieter, le comunica que Amanda Reinhardt, a quien Patrice LeMarque ha designado para que le acompañe, está ocupada y le pide disculpas por no poder hacerlo.

Cuando vuelve de visitar la tumba de Harry Johanson, Joseph se sienta al lado de su puerta. Rápidamente se da cuenta de que Joseph está asustado.

– No voy a desvelar nada -dice.

– Bwana es un buen Bwana -dice Joseph.

– ¡Deja de llamarme Bwana!

– Sí, Bwana.

Bajan al río y buscan cocodrilos, no ven ninguno. Joseph le muestra los extensos cultivos de maíz de Mutshatsha. Ve por todas partes mujeres con azadas en las manos, inclinadas sobre la tierra.

– ¿Dónde están los hombres? -pregunta.

– Los hombres toman decisiones importantes, Bwana. También puede ser que estén preparando el whisky africano.

– ¿Decisiones importantes?

– Decisiones importantes, Bwana.

Después de tomar la comida que le ha servido el hombre cojo, se sienta a la sombra del árbol de Harry Johanson.

No comprende a qué se debe el vacío que caracteriza la misión. Trata de pensar que Janine realmente había llevado a cabo su largo viaje.

El ocio le incomoda. «Tengo que volver a casa», piensa. «Volver a lo que tengo pendiente por hacer, sea lo que sea…»

Al anochecer, Amanda se presenta en su puerta. Él duerme tumbado en la cama. Ella lleva un farol de queroseno. Es baja y regordeta. Habla inglés con acento alemán.

– Lamento que te hayas quedado solo -dice-. Pero en estos momentos somos muy pocos aquí y hay mucho por hacer.

– He estado pensando en Harry Johanson -dice Hans Olofson.

– ¿En quién? -pregunta ella.

En ese mismo instante aparece entre las sombras un africano muy alterado. Intercambia algunas frases con Amanda Reinhardt en el idioma que Hans Olofson no entiende.

– Un niño se está muriendo -le informa ella-. Tengo que irme.

Cuando está saliendo, se da la vuelta repentinamente.

– Acompáñame -le dice-. Acompáñame a conocer cómo es África.

Se levanta de la cama y emprenden enseguida el camino al hospital, que se halla al pie de la colina de Harry Johanson. Hans Olofson retrocede en cuanto entra en una habitación llena de camas de hierro, ve que hay personas enfermas tumbadas por todas partes. En las camas, entre las camas, debajo de las camas. En algunas camas las madres están junto a sus hijos enfermos. Cacerolas y fardos de ropa le impiden abrirse paso en la habitación y un fuerte olor a sudor, orín y excrementos le aturde. En una cama hecha con tubos de hierro retorcidos unidos con alambre hay un niño de sólo tres o cuatro años. Alrededor de la cama hay varias mujeres en cuclillas.

Hans Olofson descubre que incluso una cara negra puede irradiar palidez.

Amanda Reinhardt se inclina sobre el niño, le toca la frente mientras habla con las mujeres.

«La sala de espera de la muerte», piensa él.

Las lámparas de queroseno son las llamas de la vida…

De repente, las mujeres que están sentadas en cuclillas alrededor de la cama empiezan a gritar todas a la vez. Una de las mujeres, de apenas dieciocho años, se lanza sobre el niño que está en la cama, y su queja es tan aguda y estridente que Hans Olofson siente la necesidad de huir. Se queda paralizado por los gemidos y aullidos de dolor que llenan la habitación. Quisiera dejar África tras de sí dando un gran salto.

– Así es la muerte -le dice Amanda Reinhardt al oído-. El niño ha muerto.

– ¿De qué? -pregunta Hans Olofson.

– De sarampión -responde Amanda Reinhardt.

El grito de las mujeres sube y baja. Nunca ha oído el sonido del dolor como en esa habitación sucia, con su luz irreal. Unos mazazos retumban en sus tímpanos.

– Van a gritar toda la noche -advierte Amanda Reinhardt-. Con este calor, el entierro tiene que hacerse mañana mismo. Después, las mujeres se quejan algunos días más. Continúan aunque se desmayen de inanición.

– No creía que hubiera un lamento así -dice Hans Olofson-. Este debe de ser el sonido del dolor.

– Sarampión -comenta Amanda Reinhardt-. Seguro que lo has pasado. Pero aquí mueren los niños de eso. Venían de una aldea lejana. La madre anduvo con su hijo a cuestas durante cinco días. Si hubiera llegado antes probablemente podríamos haberle salvado. Pero ella recurrió en primer lugar al hechicero. Vino aquí cuando ya era tarde. En realidad el sarampión no mata. Pero los niños están desnutridos, sin defensas. La muerte de un niño es el final de una larga cadena de causas.

Hans Olofson sale solo del hospital. Ha prestado a alguien su lámpara de queroseno y asegura que puede volver solo. Le siguen los gritos de lamento de las mujeres. Joseph está sentado en la puerta de su habitación, al lado de la hoguera.

«Voy a acordarme de él», piensa Hans Olofson. «Me acordaré de él y de sus bellas hermanas…»

Al día siguiente toma otra vez café con Patrice LeMarque.

– ¿Qué piensas ahora de Harry Johanson? -le pregunta éste.

– No lo sé -responde Hans Olofson-. Sin duda, en lo que más pienso es en el niño que murió ayer.

– Ya lo he enterrado -le informa Patrice LeMarque-. Y también he logrado que funcione la bomba de agua.

– ¿Cómo puedo marcharme de aquí? -pregunta Hans Olofson.

– Moses viaja mañana a Kitwe con uno de nuestros coches. Puedes irte con él.

– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte aquí? -pregunta Hans Olofson.

– Mientras viva -responde Patrice LeMarque-. Pero no creo que vaya a vivir tanto como Harry Johanson. Debe de haber sido muy especial.

Al amanecer, Joseph le despierta.

– Me voy a casa -le dice-. Al otro lado del mundo.

– Yo me quedo junto a la puerta de los blancos, Bwana -dice Joseph.

– ¡Saluda a tus hermanas!

– Ya lo he hecho, Bwana. Lamentan que te marches.

– Entonces, ¿por qué no vienen a despedirme?

– Lo hacen, Bwana. Se están despidiendo de ti, pero no las ves.

– Una última pregunta, Joseph. ¿Cuándo vais a echar a los blancos de vuestro país?

– Cuando llegue el momento, Bwana.

– ¿Y eso cuándo será?

– Cuando decidamos que sea, Bwana. Pero no podemos echar a todos los mzunguz del país. Los que quieran vivir con nosotros pueden quedarse. No somos racistas como los blancos.

Un jeep los lleva a la casa. Hans Olofson coloca su maleta. El conductor, que se llama Moses, le hace un saludo con la cabeza.

– Moses es buen conductor, Bwana -dice Joseph-. Sólo se sale a veces de la carretera.

Hans Olofson se sienta en el asiento delantero y giran hacia la carretera.

«Ya ha pasado», piensa. «El sueño de Janine y la tumba de Harry Johanson…»

Después de unas horas de viaje descansan. Hans Olofson descubre entonces que los dos cuerpos que había visto en el depósito de cadáveres están embalados en el portaequipajes del jeep. Inmediatamente se siente mal.

– Van a la policía de Kitwe -dice Moses, que se ha dado cuenta de su espanto-. La policía tiene que examinar a todos los que han sido asesinados.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Eran hermanos. Fueron envenenados. Sin duda su cultivo de maíz era demasiado grande. A sus vecinos les daba envidia. Los mataron.

– ¿Cómo?

– Algo que comieron. Luego se hincharon y les reventó el estómago. Olían muy mal. Los malos espíritus los habían matado.

– ¿Crees de verdad en los malos espíritus?

– Naturalmente -responde Moses riéndose-. Los africanos creemos en hechizos y malos espíritus.

El viaje continúa.

Hans Olofson trata de convencerse de que va a retomar los estudios de derecho que ha dejado sin terminar. Una vez más se aferra a su decisión de convertirse en defensor de las causas perdidas.

«Pero en el fondo nunca he sabido muy bien lo que implica pasar la vida en la sala de una audiencia», piensa. «Allí voy a tratar de diferenciar lo que es mentira de lo que es verdad.

»¿Debería hacer como mi padre? ¿Ir a talar horizontes en el bosque? Todavía tengo que elegir el modo de salir de la confusión que caracteriza mi origen…

»E1 largo viaje a Mutshatsha está llegando a su fin. Tengo que decidirme antes de aterrizar de nuevo en Arlanda. No me queda más tiempo.»

Le indica a Moses el camino hacia la granja de Ruth y Werner.

– Primero te llevo a ti, después llevaré los cadáveres -dice Moses.

Hans Olofson se alegra de que no le llame bwana.

– Saluda a Joseph cuando regreses.

– Joseph es mi hermano. Le saludaré.

Llegan poco después de las dos de la tarde…

El mar.

Una ola azul y verde que avanza hacia la eternidad.

Sopla un frío helado procedente de Kvarken. Un velero, con timonel inseguro, está parado sobre las crestas de las olas, las velas del barco ondean con gran estruendo. Las algas y el barro esparcen su olor a humedad por la cara de Hans Olofson, y a pesar de que el mar no es como se había imaginado le impresiona de verdad.

Hans Olofson y su padre pasean, con el fuerte viento en contra, a lo largo de un cabo fuera de Gavie. Erik Olofson ha pedido una semana libre para llevar a su hijo a ver el mar y trata de aliviar el dolor que le produce pensar todo el rato en Sture. Un día de mediados de junio salen de la aldea en un autocar, hacen transbordo en Ljusdal y llegan a Gavie a última hora de la tarde.

Hans Olofson encuentra restos de una barca abandonada rota por la erosión y se los guarda en la chaqueta. Erik Olofson se acuerda de los barcos bananeros en los que navegaba en otros tiempos. El marinero emerge del leñador y se da cuenta una vez más de que su mundo es el mar.

Hans Olofson piensa que el mar cambia constantemente de cara. Nunca consigue captar con la mirada el espejo de agua en su totalidad. Siempre hay un movimiento inesperado en alguna parte. Brilla y se transforma sin cesar, incansablemente, por la interacción del sol y las nubes.

No se cansa nunca de mirar el mar, que se encrespa y ruge, lanza las olas hacia delante y hacia atrás, calla y, luego, de nuevo, resopla, canta y gime.

El recuerdo de Sture está ahí, pero es como si el mar lo enjuagara y enterrara lentamente el dolor más agudo y la más profunda de las penas. Disminuye la confusa sensación de culpa, de haber sido la mano invisible que arrojó a Sture desde el puente, y sólo deja un malestar que no se le va, como un dolor que le acecha.

Sture ya ha comenzado a ser un recuerdo. Cada día que pasa el contorno de su cara se vuelve más difuso y, sin planteárselo, Hans Olofson se da cuenta de que lo más importante de todo es la vida que continúa y le envuelve. Se imagina que se dirige hacia algo desconocido que le va a aportar nuevas e inquietantes fuerzas para crecer.

«Estoy esperando algo», piensa. Y mientras espera busca tenazmente restos de naufragios a lo largo de las playas.

Erik Olofson se queda a un lado, como si no quisiera molestar. Le duele que su propia espera aparentemente no tenga fin. El mar le recuerda su propio naufragio…

Se hospedan en un hotel barato cerca de la estación de ferrocarril. Cuando se duerme el padre, Hans Olofson sale de la cama y se sienta en el ancho hueco de la ventana. Desde allí se ve la pequeña plaza que está delante del edificio de la estación.

Intenta ver la habitación del hospital abandonado en que está Sture. Ha oído decir algo de un pulmón de acero. Un grueso tubo negro metido en la garganta, una laringe artificial que respira para Sture. La columna vertebral está rota, partida como la de una perca.

Trata de imaginarse lo que significa no poder moverse, pero naturalmente no puede, de repente no soporta la inquietud que le produce y la desecha.

«No me interesa», piensa. «Yo me arrastré por el arco del puente y no me caí. ¿Qué diablos tenía que hacer él solo, por la mañana, con niebla? Debería haberme esperado…»

Los días al lado del mar pasan rápidamente. Tienen que volver después de una semana. Entre los vaivenes del autocar, de pronto se dirige a gritos a su padre.

– ¡Mamá! -grita-. ¿Por qué no sabes dónde está?

– Hay muchas cosas que no pueden saberse -dice Erik Olofson intentando defenderse de la inesperada pregunta.

– ¡Los padres desaparecen -grita Hans Olofson-, las madres no!

– Ahora has podido ver el mar -dice Erik Olofson-. Y aquí no se puede hablar. El autobús hace un ruido tremendo.

Al día siguiente, Erik Olofson vuelve a liberar el horizonte. Busca impacientemente con el hacha una rama obstinada que se niegue a separarse del tronco. Pone todo el peso de su cuerpo en el golpe y corta la rama con furia.

«Talo árboles para ayudarme a mí mismo», piensa el padre. «Corto todas esas malditas raíces que me amarran aquí. El muchacho cumplirá pronto catorce años. Dentro de pocos años se las arreglará por sí mismo. Entonces podré volver al mar, al buque, a los cargamentos.»

Corta con el hacha, cada golpe es como si se golpeara la cabeza con el puño diciendo: tengo que hacerlo…

Hans Olofson corre en la luminosa tarde de verano de Norrland. Ir andando lleva demasiado tiempo, ahora tiene prisa. La blanda y pantanosa tierra quema…

En una arboleda que hay más allá de la fábrica de ladrillos que está cerrada levanta un altar para Sture. No se lo puede imaginar ni vivo ni muerto, simplemente no está, pero le construye un altar con restos de tablones y musgo. No sabe qué hacer con eso. Piensa que podría preguntarle a Janine, iniciarla en su secreto, pero desiste de ello. Visitar el altar a diario y ver que nadie ha estado allí es suficiente. A pesar de que Sture no lo sabe, comparten un secreto más.

Sueña que la casa en la que vive va a soltar sus amarras y se dejará llevar a lo largo del río para no volver nunca más.

Vive el verano desbocadamente, corre a lo largo del río hasta quedarse sin aliento, empapado en sudor. Cuando no quede nada, siempre estará Janine, a pesar de todo.

Una tarde va corriendo y ella no está en casa. Por un momento le preocupa que ella también se haya ido. ¿Cómo va a perder a otra de las personas que sostienen su vida? Pero sabe que ella está en uno de los Encuentros de Primavera en la parroquia y decide sentarse a esperar en la escalera de su casa.

Cuando llega, lleva un abrigo blanco sobre un vestido azul claro. Una repentina ráfaga de preocupación le sacude el cuerpo.

– ¿Por qué te pones colorado? -pregunta ella.

– Y una mierda. Yo nunca me pongo colorado.

Se siente sorprendido y avergonzado, aunque no quiere reconocerlo.

Inesperadamente, esa tarde Janine empieza a hablar de viajes.

– ¿Adonde va una persona como yo? -pregunta Hans Olofson-. He estado en Gavie. No creo que pueda llegar mucho más lejos. Pero puedo tratar de colarme en el ferro-bus que va a Orsa. O decirle al sastre que me haga un par de alas.

– Estoy hablando en serio -responde Janine.

– Yo también -dice Hans Olofson.

– Me gustaría viajar a África -confiesa Janine.

– ¿A África?

Para Hans Olofson es un sueño inconcebible.

– A África -repite ella-. Viajaría a los países que hay al lado de los grandes ríos.

Se pone a contarle cosas. La cortina de la ventana de la cocina se mueve levemente con el aire. Le habla de los momentos oscuros. De esa angustia que le produce añoranza de África. Sobre todo, porque allí no llamaría la atención que le faltara la nariz. No estaría rodeada de forma constante de aversión ni volverían la cabeza para mirarla.

– La lepra -dice-. Cuerpos que se pudren, almas que se marchitan en la desesperación. Allí podría hacer cosas.

Hans Olofson trata de imaginarse El Reino de los Sin Nariz, trata de ver a Janine entre cuerpos informes de personas.

– ¿Vas a hacerte misionera? -pregunta.

– No, misionera no. Tal vez podría llamarse así, pero yo trataría de mitigar el dolor.

– Puedes viajar sin moverte del sitio donde estás -comenta ella-. Un viaje empieza siempre dentro de ti. Seguro que eso les ocurrió a Harry Johanson y a su esposa Emma. Prepararon durante quince años un viaje que seguramente no creían que iban a realizar nunca.

– ¿Quién es Harry Johanson? -pregunta Hans Olofson.

– Nació en una pequeña cabaña en Röstånga -dice Janine-. Era el penúltimo de nueve hermanos. Cuando tenía diez años tomó la decisión de ser misionero. Fue a finales de la década de 1870, pero no pudo marcharse hasta 1898, veinte años después, cuando ya estaba casado con Emma y tenía cuatro hijos. Harry había cumplido treinta años, Emma era unos años más joven. Viajaron desde Gotemburgo. En Suecia había también seguidores del misionero escocés Fred Arnot, que trató de hacer una red de misiones a lo largo de los caminos que había recorrido Livingstone en África. Navegaron desde Glasgow en un buque inglés y llegaron a Benguella en enero de 1899. Uno de sus hijos murió del cólera en la travesía y Emma estuvo tan enferma que tuvieron que llevarla a tierra cuando llegaron a África. Junto con otros tres misioneros y más de cien porteadores negros iniciaron, después de un mes de espera, una excursión de dos mil kilómetros por un camino de tierra. Tardaron cuatro años en llegar a Mutshatsha, donde Fred Arnot había decidido que estuviera la nueva misión. Tuvieron que esperar un año al lado del río Lunga hasta que el cacique local les dio permiso para que atravesaran su país. Durante todo el trayecto padecieron enfermedades, falta de comida, agua contaminada. Cuando Harry, después de cuatro años, pudo llegar por fin a Mutshatsha, estaba solo. Emma había muerto de malaria y los tres niños de distintas enfermedades intestinales. También habían muerto los otros tres misioneros. El propio Harry estaba aturdido por la malaria cuando llegó junto con los pocos porteadores que no se habían marchado. Su soledad debió de ser indescriptible. ¿Y cómo fue capaz de aguantar, cuando toda su familia había desaparecido, intentando difundir el mensaje de Dios? Harry vivió cerca de cincuenta años en Mutshatsha. Cuando murió había crecido en torno a la pequeña choza una sociedad que fue el principio de la misión. Había un hospital, una guardería, una casa para mujeres mayores, apartadas de sus aldeas acusadas de brujería.

»A1 morir Harry Johanson le apodaron Ndotolu, "el sabio". Lo enterraron en un cerro donde solía refugiarse los últimos años y había construido una humilde choza. Cuando murió, en Mutshatsha había médicos ingleses y otra familia de misioneros suecos. Harry Johanson murió en 1947.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunta Hans Olofson.

– Me lo ha contado una anciana que estuvo una vez en Mutshatsha -contesta Janine-. Fue allí de joven para trabajar en la misión, pero se puso enferma y Harry la obligó a volver. Visitó nuestra parroquia el año pasado y hablamos durante un buen rato de Harry Johanson.

– Dilo otra vez -le pide Hans Olofson-. El nombre.

– Mutshatsha.

– ¿Qué hizo allí en realidad?

– Llegó como misionero. Pero luego se hizo el hombre sabio. El médico, el trabajador, el juez.

– Dilo otra vez.

– Mutshatsha.

– ¿Por qué no vas tú allí?

– Sin duda no tengo lo que tenía Harry Johanson. Y que también Emma tenía aunque ella no llegó nunca.

«¿Qué tenía Harry Johanson?», piensa mientras vuelve a casa en la clara noche de verano.

Se viste con la ropa de Harry Johanson y lleva tras de sí una amplia fila de porteadores. Antes de que la caravana cruce el puente, envía a porteadores para que miren si hay cocodrilos escondidos en los bancos de arena. Cuando llega la caravana a la casa en la que él vive, han pasado cuatro años y han llegado a Mutshatsha. En ese momento está solo, no queda ningún porteador, todos le han abandonado. Cuando va subiendo la escalera piensa que el altar que ha hecho para Sture en el bosque se llamará Mutshatsha…

Abre la puerta y el sueño de Harry Johanson y Mutshatsha se derrumba, pues Erik Johanson está sentado en la cocina emborrachándose con cuatro de los bebedores más notorios de la aldea. Han sacado a Céléstine de su vitrina y uno de los borrachos está sentado hurgando el meticuloso montaje con sus torpes dedos. Uno de ellos, que ni siquiera se ha quitado sus sucias botas de goma, está durmiendo en la cama de Hans Olofson.

Los borrachos le miran con curiosidad y Erik Johanson se levanta tambaleante diciendo algo que se pierde con el chasquido de una botella al caer contra el suelo.

Habitualmente, Hans Olofson siente pena y vergüenza cuando el padre empieza a beber y entra en uno de sus periodos. Pero ahora sólo siente furia. La visión del barco de vela sobre la mesa, como si hubiera encallado entre vasos, botellas y ceniceros, le produce tanta rabia que tiene que hacer un esfuerzo para tranquilizarse. Va hacia la mesa, levanta la maqueta y mira directamente a los ojos brillantes del borracho que estaba hurgándolo.

– ¡No la vuelvas a tocar, maldito! -chilla muy enfadado.

Sin esperar respuesta, coloca de nuevo la nave en su vitrina. Luego se dirige hacia su habitación y le da patadas al hombre que está roncando en su cama.

– Vamos, arriba. ¡Levanta de una vez! -grita. Y no cesa hasta que el hombre se despierta.

Ve que el padre está apoyado en el marco de la puerta, con los pantalones medio caídos, y cuando se fija en su mirada errátil empieza a sentir odio por él. Echa a los soñolientos borrachos de la cocina y cierra la puerta delante de los ojos de su padre. Aparta la colcha de la cama y se sienta. Nota el palpitar de su corazón.

«Mutshatsha», piensa.

Oye que en la cocina arrastran sillas, abren la puerta exterior y murmuran algo, luego todo queda en silencio.

Al principio cree que el padre se ha ido con los borrachos a la aldea. Pero luego oye que alguien arrastra los pies y hace ruido en la cocina. Cuando abre la puerta, ve a su padre, que se arrastra dando vueltas con un trapo en la mano intentando limpiar el suelo.

A Hans Olofson le parece un animal. Se le han caído los pantalones y se le ve el culo. Un animal ciego que se arrastra dando vueltas y más vueltas…

– Ponte los pantalones -dice-. Y no te arrastres más. Yo limpiaré el suelo.

Ayuda al padre a que se ponga en pie, pero Erik Olofson pierde el equilibrio y caen los dos en el sofá de la cocina abrazados involuntariamente. Cuando él intenta soltarse, el padre le retiene.

Enseguida piensa que el padre quiere pelea, pero luego oye que solloza, gime y estalla por fin en un violento ataque de llanto. Nunca le había pasado eso antes.

Nostalgia y brillo en los ojos, voz temblorosa más gruesa de lo normal, eso lo conoce. Pero nunca este llanto abierto, de desamparo.

«¿Qué demonios voy a hacer ahora?», piensa mientras siente en su garganta el peso de la cara sudorosa y sin afeitar del padre.

Los perros grises se agachan inquietos debajo de la mesa de la cocina. Han recibido patadas y pisotones y no han comido en todo el día. La cocina apesta a sudor, a humo de pipa y a cerveza agria.

– Tenemos que limpiar -dice Hans Olofson soltándose del padre-. Acuéstate tú y yo limpiaré toda esta porquería.

Erik Olofson se hunde en la esquina del sofá y él empieza a secar el suelo.

– Saca a los perros -masculla el padre.

– Sácalos tú -contesta Hans Olofson.

Le molesta mucho que haya permitido repantigarse por la cocina a «el Tiniebla», el borrachín más despreciado y temido de la aldea. «Podrían haberse quedado en sus casuchas», piensa, «que se queden allí con sus mujeres, sus hijos y sus botellas de cerveza…»

El padre duerme en el sofá. Hans Olofson le pone una manta por encima, saca a los perros y los amarra a la leñera. Luego va al altar que hay en el bosque.

Ya es de noche, la clara noche del verano de Norrland. En la puerta de la Casa del Pueblo, un grupo de jóvenes alborota alrededor de un brillante Chevrolet. Hans Olofson vuelve a su caravana, cuenta a los porteadores y les incita a partir.

Misionero o no, se precisa cierta autoridad para que a los porteadores no les dé pereza y empiecen a robar las provisiones. Se les debe animar con cierta frecuencia con perlas de cristal y baratijas así, pero también se les tiene que obligar a que presencien castigos por negligencia. Sabe que durante los muchos meses, quizás años, que la caravana va a estar en camino, no va a poder dormir más que con un ojo cada vez.

Más allá del hospital, los porteadores empiezan a gritar que necesitan descansar, pero él les mete prisa. Cuando llegan al altar que hay en el bosque les deja quitarse los enormes bultos que cargan sobre sus cabezas…

– Mutshatsha -dice al altar-. Vamos a viajar alguna vez a Mutshatsha, cuando tu columna vertebral se haya curado y puedas levantarte de nuevo…

Antes indica a los porteadores que se alejen para estar tranquilo y reflexionar.

«Viajar tal vez signifique tomar la decisión de vencer algo», piensa un tanto confundido. Vencer a los burlones que nunca hubieran pensado que saldría de allí, que no llegaría siquiera a los bosques de Orsa. O vencer a los que ya han emprendido el viaje hacia lugares mucho más lejanos, desaparecer todavía más abajo, en zonas salvajes. Vencer la propia pereza, la cobardía, el miedo.

«Vencí al puente», piensa. «Soy más fuerte que mi propio miedo…»

Deambula hacia su casa en la noche de verano.

Hay más preguntas que respuestas. Erik Olofson, su incomprensible padre, ¿por qué empieza a beber ahora cuando han estado en el mar y han visto que aún está ahí? ¿Por qué empieza a beber a mediados de verano, cuando la nieve y el frío quedan lejos? ¿Por qué deja entrar a los borrachines y les permite que toquen a Céléstine?

¿Y por qué se marchó su madre en realidad? Se para en la puerta de la Casa del Pueblo mirando lo que queda de los carteles que anuncian el último programa de cine de principios del verano.

«Spring for livet» [Corre por tu vida], lee. Y va corriendo en silencio en medio de la tibia noche de verano.

«Mutshatsha», piensa.

«Mutshatsha es mi contraseña…»

Hans Olofson se despide de Moses y ve desaparecer el coche con los dos muertos entre una nube de polvo.

– Quédate el tiempo que quieras -dice Ruth, que ha salido a la terraza-. No voy a preguntarte por qué has vuelto ya. Sólo te digo que puedes quedarte.

Cuando entra en su antigua habitación, Louis ya le está preparando el agua para el baño.

«Mañana», piensa, «mañana voy a volver a ocuparme de evaluar las cosas, decidir adónde quiero volver.»

Werner Masterton ha viajado a Lubumbashi a comprar ganado, le comenta Ruth por la tarde cuando están sentados con un vaso de whisky en la terraza.

– Agradezco vuestra hospitalidad -dice Hans Olofson.

– Aquí es necesaria -contesta Ruth-. No sobreviviríamos unos sin los otros. Abandonar a un blanco es el único pecado mortal que nos podemos permitir. Pero nadie lo comete. Y también es importante que los negros se den cuenta de ello.

– Puede que me equivoque -dice Hans Olofson-. Pero percibo aquí un estado de guerra. No se ve, pero sin embargo está ahí.

– No se trata de guerra -responde Ruth-. Pero hay que defender lo que nos diferencia, si es preciso por la fuerza. En realidad, los blancos que quedan en este país son la máxima garantía para los nuevos soberanos negros. Utilizan su poder recién obtenido para modelar su vida como nosotros. El gobernador de este distrito pidió a Werner que le prestara los planos de esta casa. Ahora está edificando una copia, con una sola diferencia, su casa es mayor.

– En la misión de Mutshatsha, un africano me habló de que se estaba gestando una cacería -dice Hans Olofson-. La cacería de los blancos.

– Siempre hay algunos que elevan más que otros la voz -contesta Ruth-. Pero los negros son cobardes, su método es la muerte a sueldo, nunca la guerra abierta. No hay que preocuparse por los que gritan. Sin embargo, hay que estar alerta con los que callan.

– Afirmas que los negros son unos cobardes -dice Hans Olofson, notando que empieza a emborracharse-. Eso suena como si fuera un defecto de la raza. Pero me niego a creerlo.

– Tal vez he hablado demasiado -se excusa Ruth-. Pero mira por ti mismo, vive en África, vuelve a tu país y cuenta lo que has visto.

Cenan los dos en la mesa grande. Los sirvientes les cambian los platos en silencio. Ruth dirige todo con miradas y movimientos precisos de las manos. De repente, uno de los sirvientes derrama salsa sobre el mantel. Ruth le dice que se marche.

– ¿Qué le va a pasar? -pregunta Hans Olofson.

– Werner necesita trabajadores en la pocilga -responde Ruth.

«Debería levantarme e irme», piensa Hans Olofson. «Pero no hago nada y me absuelvo a mí mismo diciendo que yo no formo parte de esto, que sólo soy un invitado que pasa de largo casualmente…»

Ha pensado quedarse en casa de Ruth y Werner algunos días. Su pasaje de avión le permite volver en una semana como muy pronto.

Pero, sin darse cuenta, las personas se agrupan a su alrededor, tomando posiciones de salida en el drama que le va a retener en África durante casi veinte años.

Muchas veces se preguntará qué ocurrió realmente, qué fuerzas le incitaron, provocaron la necesidad y, al final, lograron que le resultara imposible levantarse y marcharse.

El telón se levanta tres veces antes de que Werner lo lleve en su coche a Lusaka. Ha decidido retomar sus estudios de derecho, intentarlo otra vez.

El leopardo se deja ver una tarde por primera vez en la vida de Hans Olofson. Una mañana encuentran muerto un ternero Brahman. Van a buscar a un africano viejo que trabaja como jefe de tractor para que vea al animal hecho jirones. Enseguida reconoce las huellas apenas visibles como las garras de un leopardo.

– Un leopardo grande -dice-. Un macho solo. Audaz, tal vez también astuto.

– ¿Dónde está ahora? -pregunta Werner.

– Cerca -responde el hombre viejo-. ¿Quién sabe si nos estará viendo ahora?

Hans Olofson, que se halla con ellos, nota el miedo del hombre. El leopardo es temido, su astucia es superior a la de las personas…

Tienden una trampa. Levantan el ternero muerto y lo atan a un árbol. A cincuenta metros de allí hacen una choza, con un agujero para un arma.

– Tal vez venga otra vez -dice Werner-. Si vuelve lo hará poco antes del amanecer.

Cuando regresan a la casa blanca, Ruth está sentada en la terraza con una mujer.

– Es una buena amiga mía -dice Ruth-. Judith Fillington.

Hans Olofson saluda a una mujer delgada de ojos asustados y ve una cara pálida, avejentada. No puede determinar su edad, pero se imagina que tiene unos cuarenta años. Posee una granja que produce sólo huevos, según deduce de la conversación que mantienen. Una granja que está al norte de Kalulushi, con el río Kafue como uno de los límites con el campo de cobre.

Hans Olofson se esconde en las sombras. Lentamente van apareciendo fragmentos de una tragedia.

Judith Fillington ha venido a contar que por fin ha logrado que se reconozca que su marido está muerto. Ha superado finalmente un oscuro trámite burocrático.

Un hombre vencido por la melancolía, supone Hans Olofson. Un hombre que desaparece sin que se den cuenta en el monte. Un trastorno mental, tal vez un suicidio inesperado, un depredador tal vez. Un cuerpo que nunca se encuentra. Ahora hay un papel que certifica que ha muerto legalmente.

«Sin el sello, ha estado deambulando por ahí como un fantasma», piensa Hans Olofson. «Es la segunda vez que oigo hablar de hombres desaparecidos en el bosque…»

– Estoy cansada -le confiesa Judith Fillington a Ruth-. Duncan Jones se ha hundido totalmente en el alcohol, ya no va a poder encargarse de la granja. Si me ausento más de un día, todo se viene abajo. No se venden los huevos, se estropea el tractor y se acaba la comida de las gallinas.

– No vas a encontrar otro Duncan Jones en este país -dice Werner-. Tendrás que poner un anuncio en Salisbury o en Johannesburgo. Tal vez también en Gaborone.

– ¿Quién puedo conseguir que venga? -pregunta Judith Fillington-. ¿Quién va a mudarse hasta aquí? ¿Otro alcohólico?

Vacía rápidamente su vaso de whisky y pide que le sirvan más alargando la mano con el vaso. Pero cuando llega el sirviente con la botella, ella retira el vaso vacío.

Hans Olofson escucha sentado en las sombras. Elige siempre la silla más alejada de la luz, piensa. «En medio de una reunión busco un escondite.»

Hablan del leopardo durante la cena.

– Existe una leyenda sobre los leopardos que los trabajadores negros cuentan a menudo -dice Werner-. El último día, cuando todas las personas hayan desaparecido, la lucha final por el poder será entre un leopardo y un cocodrilo. Dos animales que han sobrevivido hasta el final gracias a su astucia. La leyenda está inconclusa. Se interrumpe en el preciso momento en que los dos animales se atacan. Los africanos proponen que el leopardo y el cocodrilo prolonguen el duelo hasta la eternidad, en la oscuridad final o el renacimiento.

– El mero hecho de pensar en ello produce vértigo -dice Judith Fillington-. La absoluta lucha final en la tierra, sin espectadores. Únicamente un planeta perdido y dos animales clavándose garras y dientes uno a otro.

– Acompáñanos esta noche -sugiere Werner-. Puede que vuelva el leopardo.

– De todos modos no puedo dormir -dice Judith Fillington-. Así que ¿por qué no? No he visto nunca un leopardo a pesar de que he nacido aquí.

– Pocos africanos han visto un leopardo -dice Werner-. Las huellas de las patas están allí al amanecer, pegadas a las chozas y a las personas. Pero nadie ha visto nada.

– ¿Hay sitio para uno más? -pregunta Hans Olofson-. Tengo una gran capacidad para quedarme en silencio sin ser visto.

– Los caciques suelen ir vestidos con piel de leopardo como signo de dignidad e invulnerabilidad -explica Werner-. El rugido mágico del leopardo une distintas etnias y tribus. Un kaunde, un bemba, un luvale, todos respetan la sabiduría del leopardo.

– ¿Hay sitio? -pregunta de nuevo Hans Olofson, pero no recibe respuesta.

Salen poco después de las nueve.

– ¿Quién va contigo? -pregunta Ruth.

– El viejo Musukutwane -responde Werner-. Sin duda es el único de esta granja que ha visto más de un leopardo en su vida.

Dejan el jeep cerca de la trampa del leopardo. Musukutwane, un africano viejo con ropa gastada, encorvado y delgado, avanza hacia el bosque. Los guía en silencio a través de la oscuridad.

– Elegid bien el sitio donde sentaros. Vamos a estar aquí por lo menos ocho horas.

Hans Olofson se sienta en un rincón y todo lo que oye es la respiración de los otros y el sonido de la noche.

– Nada de cigarrillos -susurra Werner-. Nada. Si habláis, hacedlo en voz baja, al oído del otro. Pero cuando lo decida Musukutwane, todos debemos estar callados.

– ¿Dónde se encuentra ahora el leopardo? -pregunta Hans Olofson.

– Sólo el leopardo sabe dónde está -contesta Musukutwane.

El sudor corre por la cara de Hans Olofson. De repente, nota que alguien lo agarra del brazo.

– ¿Por qué hacemos esto en realidad? -susurra Judith Fillington-. Esperar toda la noche a un leopardo que probablemente ni aparezca.

– Tal vez encuentre una respuesta para mí mismo antes del amanecer -dice Hans Olofson.

– Despiértame si me quedo dormida -le pide.

– ¿Qué se le exige a un capataz de tu granja? -pregunta él.

– Todo -responde ella-. Hay que recoger quince mil huevos, envasarlos y entregarlos todos los días, incluso los domingos. Tiene que haber comida, hay que tirar de las orejas a doscientos africanos. Cada día hay que evitar un sinfín de crisis que pueden provocar una catástrofe.

– ¿Por qué no puede ser capataz un negro? -pregunta él.

– Si sirviera para algo -dice ella-. Pero no es así.

– Sin Musukutwane no hay leopardo -dice él-. No puedo entender que un africano no pueda llegar a ser capataz en este país. Hay un presidente negro, un gobierno negro.

– Vente a trabajar conmigo -le propone ella-. Todos los suecos son agricultores, ¿no es verdad?

– No del todo -responde él-. Tal vez antes, pero ya no. Y yo no sé nada de gallinas. No sé lo que comen quinientas gallinas. ¿Cobre con migajas de pan?

– Desperdicios del maíz molido -responde ella.

– No creo que sea capaz de tirarle de las orejas a nadie -dice él.

– Necesito que alguien me ayude.

– Me voy de aquí dentro de dos días. No creo que vuelva.

Hans Olofson espanta a una mosca que da vueltas delante de su cara. «Podría hacerlo», piensa rápidamente.

«Al menos podría intentarlo hasta que encuentre a alguien adecuado. Ruth y Werner me han dejado su casa y me han dado un respiro. Tal vez tendría que darle lo mismo a ella.»

Piensa que tal vez el atractivo esté en que él puede salir así de su espacio vacío. Pero, por supuesto, desconfía de esa atracción, ya que también puede ser un modo de esconderse.

– ¿No se necesitan papeles? -pregunta-. ¿Permiso de residencia, permiso de trabajo?

– Se necesita una cantidad enorme de papeles -contesta ella-. Pero conozco a un coronel del Departamento de Inmigración en Lusaka. Llevando quinientos huevos a la puerta de su casa se obtienen los sellos que haga falta.

– Pero no sé nada de gallinas -dice él de nuevo.

– Ya sabes lo que comen -contesta ella.

«Una choza y una oficina de empleo», piensa, imaginándose que está en presencia de algo muy poco habitual…

Cambia de postura con mucho cuidado. Le duelen las piernas y le molesta una piedra al final de la espalda.

Se oye pasar un pájaro nocturno que se queja en la oscuridad. Las ranas están en silencio y escucha las distintas respiraciones que le rodean. La única que no puede oír es la de Musukutwane.

Werner mueve la mano y produce un leve ruido metálico con el rifle. «Como en una trinchera», piensa. «A la espera del enemigo invisible…»

Poco antes de amanecer, Musukutwane emite repentinamente un sonido gutural apenas perceptible.

– A partir de ahora -susurra Werner-, ningún ruido, ningún movimiento.

Hans Olofson gira la cabeza con cuidado y hace un pequeño agujero con el dedo entre las ramas. Siente la respiración de Judith Fillington muy cerca de él. Un leve sonido revela que Werner ha quitado el seguro de su rifle.

La luz del amanecer llega despacio, como el leve reflejo de una hoguera lejana. Las cigarras no cantan, el pájaro nocturno se ha alejado.

De repente, la noche está en silencio.

«El leopardo», piensa. Cuando se acerca, le precede el silencio. A través del agujero de la pared de la choza, trata de distinguir el árbol al que está atado el cadáver del animal.

Esperan, pero no pasa nada. De pronto es completamente de día, el paisaje está al descubierto. Werner asegura su rifle.

– Podemos volver a casa -dice-. Esta noche no viene el leopardo.

– Ha estado aquí -dice Musukutwane-. Vino poco antes del amanecer, pero sospechó algo y desapareció de nuevo.

– ¿Lo has visto? -pregunta Werner con desconfianza.

– Estaba oscuro -responde Musukutwane-. Pero sé que ha estado aquí. Lo he visto en mi cabeza. Pero estaba receloso y no llegó a subir al árbol.

– Si el leopardo ha estado aquí, tiene que haber dejado huellas -dice Werner.

– Hay huellas -contesta Musukutwane.

Salen arrastrándose de la choza y se dirigen al árbol. Las moscas zumban alrededor del ternero muerto.

Musukutwane señala al suelo.

Las huellas del leopardo.

Ha salido de la densa maleza, un poco más atrás del árbol, se ha desplazado en círculo para mirar el ternero desde distintos sitios antes de acercarse al árbol. Repentinamente se ha dado la vuelta y ha desaparecido raudo entre la densa maleza. Musukutwane lee las huellas como si estuvieran escritas.

– ¿Qué lo asustó? -pregunta Judith Fillington.

Musukutwane sacude la cabeza y pasa con cuidado la palma de la mano sobre la huella.

– No oyó nada -contesta-. Sin embargo sabía que corría peligro. Es un leopardo viejo y experto. Ha vivido mucho, por lo tanto es prudente.

– ¿Volverá esta noche? -pregunta Hans Olofson.

– Eso sólo lo sabe el leopardo -contesta Musukutwane.

Ruth los espera con el desayuno.

– No he oído ningún disparo esta noche -dice-. ¿No ha aparecido ningún leopardo?

– Ninguno -responde Judith Fillington-. Pero tal vez he encontrado un capataz.

– ¿De verdad? -pregunta Ruth mirando a Hans Olofson-. ¿Estás pensando en quedarte?

– Por poco tiempo -contesta-. Mientras encuentra a la persona adecuada.

Después del desayuno hace la maleta y Louis la lleva al Land Rover que está esperando.

Le asombra no arrepentirse en absoluto. «No me comprometo», piensa intentando defenderse. «Sólo me permito una aventura.»

– Tal vez el leopardo vuelva esta noche -dice a Werner cuando se despiden.

– Eso cree Musukutwane -responde Werner-. El hombre es la única debilidad del leopardo. No puede ver una presa tan abandonada y perdida.

Werner le promete a Hans Olofson cambiarle el pasaje de vuelta.

– Vuelve pronto -le pide Ruth.

Judith Fillington se coloca una gorra sucia sobre su pelo oscuro y pone la primera marcha con grandes dificultades.

– Mi marido y yo no tuvimos hijos -dice de repente, mientras gira para salir de la verja de la granja.

– No pude evitar escuchar -confiesa Hans Olofson-. ¿Qué ocurrió realmente?

– Stewart, mi marido, llegó a África cuando tenía catorce años -dice Judith-. Sus padres dejaron la depresión inglesa en 1932, sus ahorros alcanzaron para un viaje de ida a Capetown. El padre de Stewart era matarife y se las arreglaba bien. Pero su madre, de repente, empezó a salir en medio de la noche a predicar a los trabajadores negros de las chabolas. Enfermó de los nervios y se suicidó sólo algunos años después de que llegaran a Capetown. Stewart temía todo el tiempo que le pasara lo mismo que a su madre. Cada mañana, cuando se despertaba, buscaba alguna señal de que estaba perdiendo la razón. A menudo me preguntaba si pensaba que estaba haciendo o diciendo algo raro. No creo que heredara nada de su madre, creo que su propio miedo le hizo enfermar. Perdió el coraje después de la independencia de aquí, con todos los cambios, todos los negros que iban a tomar decisiones. Sin embargo, cuando desapareció no estaba nada preparado. No dejó ningún mensaje, nada…

Llegan después de una hora larga de camino. Hans Olofson lee GRANJA FILLINGTON en un cartel de madera resquebrajado que hay clavado en un árbol. Dan la vuelta hasta llegar a una verja que abre un africano vestido con ropa gastada, atraviesan hileras de incubadoras de huevos y paran al final en la entrada de una casa de ladrillos de color rojo oscuro. Una casa que, por lo que ve Hans Olofson, no está acabada.

– Stewart siempre andaba cambiando la casa -le cuenta ella-. Derribaba y volvía a construir. Nunca le gustó la casa, hubiera preferido derribarla del todo y hacer una nueva.

– Un palacio en medio de la campiña africana -comenta Hans Olofson-. Un edificio peculiar. No creía que los hubiera.

– Bienvenido -dice ella-. Llámame Judith y yo te llamaré Hans.

Lo conduce a una habitación grande y luminosa, con las esquinas desparejas y el techo inclinado y a medio caer. A través de la ventana observa un patio medio cubierto de maleza con muebles de jardín deteriorados. En un espacio cercado, varios perros pastor alemán corren intranquilos de un lado a otro.

– Bwana -dice alguien detrás de él.

«Un massai», piensa rápidamente al darse la vuelta. «Así me los he imaginado siempre. Los hombres de Kenyatta. Así eran los guerrilleros Mau-mau que expulsaron a los ingleses de Kenya.»

El africano que tiene ante sí es muy alto y su semblante digno.

– Me llamo Luka, Bwana.

«¿Se puede tener un sirviente que es más digno que uno mismo?», piensa Hans Olofson de inmediato. «¿Un sirviente cortés que llena tu bañera?»

Judith está en la puerta.

– Luka cuida de nosotros -dice-. Me recuerda lo que se me olvida.

Más tarde, sentados en los deteriorados muebles de jardín tomando café, ella continúa hablando de Luka.

– No confío en él -revela-. Hay algo malévolo en su persona, incluso aunque nunca haya podido sorprenderlo robando o mintiendo. Pero, naturalmente, hace ambas cosas.

– ¿Cómo tengo que comportarme con él? -pregunta Hans Olofson.

– Con decisión -contesta Judith-. Los africanos buscan siempre tu punto débil, cada vez que puedan persuadirte de algo. No le des nada, busca algo de lo que quejarte la primera vez que te lave la ropa. Aunque no sea nada, sabrá que eres exigente…

A los pies de Hans Olofson duermen dos grandes tortugas. El calor le provoca un constante dolor de cabeza. Cuando vuelve a poner la taza de café sobre la mesa, ve una gran pata de elefante disecada.

«Podría quedarme a vivir aquí el resto de mi vida», piensa de pronto. Es un impulso repentino, que invade su conciencia sin que pueda formular objeción alguna. «Podría dejar atrás veinticinco años de mi vida sin que nadie me recordara lo que pasó anteriormente. ¿Cuáles de mis raíces morirían si intentara plantarlas aquí, en esta tierra roja? ¿La tierra de labranza de Norrland frente a la arenosa tierra rojiza que hay aquí? ¿Por qué iba a querer vivir en un continente donde tiene lugar un implacable proceso de rechazo? Me he dado cuenta de que África quiere que se marchen los blancos. Pero éstos perseveran, construyen sus reductos de defensa con el racismo y el desprecio como instrumento. Las cárceles de los blancos son cómodas, pero son cárceles al fin, un bunker con servidores reverentes…»

Sus pensamientos son interrumpidos. Judith mira la taza de café que sostiene en la mano.

– La porcelana es un recordatorio -dice-. Cuando Cecil Rhodes obtuvo sus concesiones de lo que hoy se llama Zambia, envió a sus sirvientes a las regiones salvajes para terminar los acuerdos con los caciques locales. Quizá también para obtener su ayuda para rastrear yacimientos de minerales. Pero esos empleados que a veces tenían que viajar sin interrupción durante años por la campiña serían también la vanguardia de la civilización. Cada expedición era como enviar una mansión inglesa con porteadores. Iban conducidos por bueyes. Cada noche, cuando acampaban, sacaban el servicio de porcelana. Se preparaba una mesa con mantel blanco, mientras Cecil Rhodes se bañaba en su tienda y se ponía la ropa de noche. Este servicio perteneció una vez a esos hombres que abrieron camino al sueño de Cecil Rhodes de que hubiera un territorio inglés continuo desde Ciudad del Cabo hasta El Cairo.

– A todos nos dominan a veces sueños imposibles -dice Hans Olofson-. Sólo los que están más locos tratan de realizarlos.

– No están locos -contesta Judith-. En eso te equivocas. No están locos, sino que son inteligentes y previsores. El sueño de Cecil Rhodes no era imposible, el problema que tenía es que estaba solo, a merced de los impotentes y temperamentales políticos ingleses.

– Un imperio construido sobre el menos firme de los cimientos -replica Hans Olofson-. Opresión, alienación en su propio país. Una construcción así tiene que venirse abajo antes de que esté terminada. Hay una verdad inevitable.

– ¿Cuál? -pregunta Judith.

– Que los negros estaban aquí antes -argumenta Hans Olofson-. El mundo está lleno de distintos sistemas judiciales, en Europa tenemos el romano como punto de partida. En Asia hay otros modelos, en África, en todas partes. Pero siempre se defiende el derecho de origen, incluso cuando tiene un sentido político. El indio norteamericano fue exterminado casi constantemente durante cientos de años. Sin embargo, sus derechos de origen estaban registrados en la ley…

Judith se echa a reír.

– Otro filósofo -dice-. Duncan Jones se pierde también en vagas reflexiones filosóficas. Nunca he entendido nada, aunque al principio me esforzaba. Ahora su cabeza es un caos a causa de la bebida, tiembla y se muerde los labios hasta romperlos. Quizá viva algunos años antes de que tenga que enterrarlo. En su día fue una persona con dignidad y decisión. Ahora vive constantemente en un país de sombras, alcohol y decadencia. Los africanos creen que se está transformando en un santo. Le tienen miedo. Es el mejor perro guardián que puedo tener. Y ahora llegas tú, el siguiente filósofo. ¿Tal vez África invita a elucubrar a ciertas personas?

– ¿Dónde vive Duncan Jones? -pregunta Hans Olofson.

– Mañana te lo diré -contesta Judith.

Hans Olofson se queda un buen rato tumbado en su habitación irregular con el techo que se cae. Por la habitación se esparce un olor que le recuerda al de las manzanas de invierno. Antes de apagar la luz mira una gran araña que está, inmóvil, en una de las paredes. Una viga se queja en algún lugar del armazón del techo y de pronto se siente transportado a la casa que se halla junto al río. Escucha los perros que Luka ha soltado. Inquietos, corren alrededor de la casa dando vueltas.

«Por poco tiempo», piensa. «Un visitante ocasional que tiende una mano para prestar su ayuda a personas con las que no tiene nada en común, pero que sin embargo se han hecho cargo de él durante su viaje a África.

»Han abandonado África, pero no los unos a los otros. Ésa va a ser también su perdición…»

En sus sueños aparece, en una choza, el leopardo que esperaba la noche anterior.

Ahora está cazando en su interior, en busca de una presa que Hans Olofson ha dejado atrás. El leopardo se adentra en su territorio más secreto y de pronto ve a Sture ante sí. Se sientan en las piedras que hay junto al río y miran un cocodrilo que se ha arrastrado hasta un banco de arena, muy cerca de las enormes piedras del río.

Janine se balancea con su trombón sobre una de las vigas del puente. Trata de oír lo que está tocando, pero el viento nocturno se lleva las notas.

Al final sólo queda el ojo avizor del leopardo, que lo mira desde el espacio de los sueños, esos sueños que van alejándose y no recordará cuando despierte en el amanecer africano.

Es un día de finales de septiembre de 1969.

Hans Olofson va a quedarse en África dieciocho años…

SEGUNDA PARTE. La granja de gallinas en Kalulushi

Cuando abre los ojos en la oscuridad, la fiebre ha desaparecido. Sólo quedan restos del dolor y una especie de silbido en la cabeza.

«Aún estoy con vida», piensa. «Todavía no me he muerto. La malaria aún no me ha vencido. Todavía tengo tiempo, antes de morir, de llegar a entender por qué he vivido…»

El pesado revólver oprime una de sus mejillas. Gira la cabeza y siente en su frente el frío del cañón. A través de la nariz le entra un vago olor a pólvora, como a estiércol de vaca quemado en un pastizal.

Está muy cansado. ¿Cuánto tiempo ha dormido? ¿Un par de minutos o un día? No lo sabe. Escucha en la oscuridad, pero lo único que oye es su propia respiración. El calor es asfixiante. La sábana ya no puede absorber todo lo que suda.

«Ahora es mi oportunidad», piensa. «Antes de que tenga otro acceso de fiebre. Ahora tengo que pillar a Luka, que me ha traicionado y me ha entregado a los bandidos para que me corten la cabeza. Debo pillarlo ahora y asustarlo para que venga en silencio a buscarme esta noche. Están allí afuera, en la oscuridad, con sus armas automáticas, picos y cuchillos, esperando a que empiece a delirar otra vez para entrar y matarme…»

Sin embargo, parece no importarle que le maten la malaria o los bandidos.

Escucha en la oscuridad. Las ranas croan. Un hipopótamo suspira abajo en la orilla del río.

«¿Estará Luka sentado en cuclillas al otro lado de la puerta? La cara negra concentrada, introspectivo, escuchando a los antepasados que hay dentro de él. ¿Y los bandidos? ¿A qué esperan? ¿Estarán escondidos tras la espesa maleza del hibisco, más allá de la glorieta que derribó el viento el año anterior en la fuerte tormenta que llegó cuando todos creían que había pasado la temporada de lluvias?»

«Hace un año», recuerda. Ha vivido junto al río Kafue durante diez años. Tal vez quince o más. Trata de calcular, pero está demasiado cansado. En cualquier caso, sólo iba a quedarse aquí dos semanas y luego volver. ¿Qué fue lo que ocurrió en realidad? «Hasta el tiempo me traiciona», piensa.

Puede rememorar con nitidez el momento en que sale del avión en el Aeropuerto Internacional de Lusaka, hace ya tantos años que no puede entenderlo. El asfalto era totalmente blanco, el calor envolvía el avión como una neblina y un africano que empujaba un carro de equipajes se echó a reír cuando pisó la ardiente tierra africana.

Recuerda su angustia, su inmediata desconfianza hacia África. En esa ocasión perdió la aventura que había imaginado desde su infancia. Siempre se había imaginado que saldría hacia lo desconocido con amplio conocimiento, liberado de la angustia.

Pero África echó abajo esa idea. Cuando salió del avión y se encontró de pronto rodeado de personas negras, olores extraños y un idioma que no entendía, deseó volver de inmediato a su país.

El viaje a Mutshatsha, la dudosa peregrinación hacia la meta final del sueño de Janine lo llevó a cabo como una obligación que él mismo se había impuesto. Aún recuerda la humillante sensación de que el miedo era su único compañero de viaje. El dinero que se le pegaba al cuerpo bajo los calzoncillos, la criatura asustada que se acurrucó en su habitación de hotel.

África venció su aventura interna cuando recibió el primer soplo de aire en aquel continente desconocido. Enseguida empezó a hacer planes para su viaje de regreso.

Quince, diez o dieciocho años después sigue todavía allí. Su billete de vuelta está en algún cajón entre zapatos, correas de reloj inservibles y tornillos oxidados. Hace muchos años lo vio cuando buscaba algo en el cajón y los insectos ya habían atacado la sobrecubierta y el pasaje era ilegible.

¿Qué ocurrió en realidad?

Escucha en la oscuridad.

De repente, es como si estuviera de nuevo en su cama, en la casa de madera al lado del río. Su padre ronca en su habitación y él piensa que pronto, muy pronto, las amarras de la casa de madera serán cortadas y la casa será impulsada lejos, a lo largo del río, en dirección al mar…

¿Qué ocurrió? ¿Por qué se quedó en África junto a este río, en esta granja, donde tiene que ver cómo matan a sus amigos, donde, según parece, pronto estará rodeado de muertos?

¿Cómo ha podido vivir tanto tiempo con un revólver bajo su almohada? Para una persona que ha crecido junto a un río en Norrland, en una sociedad y en una época en la que nadie cerraba la puerta por la noche, no es normal tener que controlar cada noche si el revólver está cargado, que nadie haya cambiado los cartuchos por casquillos de fogueo. No es normal vivir rodeado de odio…

De nuevo intenta comprender. Antes de que la malaria o los bandidos le venzan quiere saber…

Nota que va a tener un nuevo acceso de fiebre. El silbido de la cabeza ha cesado de súbito. Ahora sólo se oyen las ranas, el suspirar del hipopótamo. Agarra la sábana con fuerza para sujetarse cuando la fiebre se lance sobre él como una ola tempestuosa.

«Tengo que aguantar», piensa con desesperación. «Mientras mantenga la voluntad, la fiebre no podrá vencerme. Si pongo una almohada sobre mi cara no se oirán mis gritos cuando sufra alucinaciones.»

La fiebre cierra sus rejas a su alrededor. Le parece ver a los pies de la cama el leopardo que sólo aparece cuando él está enfermo. Lo mira con su cara felina. Los ojos fríos, inmóviles.

«No existe», piensa. «Sólo va a la caza en mi interior. Con mi voluntad puedo vencerlo incluso a él. Cuando desaparezca la fiebre, el leopardo ya no estará. Entonces tengo control de mis pensamientos y de mis sueños. Entonces él ya no está…

»¿Qué ocurrió realmente?», se pregunta de nuevo.

De pronto se olvida de quién es. La fiebre lo aleja de su conciencia. El leopardo vigila al lado de la cama, el revólver descansa sobre una de sus mejillas.

La fiebre lo persigue por las infinitas llanuras…

Era finales de septiembre de 1969.

Le ha prometido a Judith Fillington que se va a quedar a ayudarle con la granja.

Cuando despierta la primera mañana en la habitación con el techo inclinado, ve que alguien ha dejado sobre su silla un mono de trabajo con parches en las rodillas.

«Luka», piensa. «Mientras duermo hace lo que ella le dice. Silenciosamente, deja el mono de trabajo sobre una silla, mira mi cara y desaparece.»

Observa por la ventana la extensa granja. Le embarga una inesperada sensación de euforia. Por un instante cree que ha vencido su angustia. Puede quedarse unas semanas a ayudarla. El viaje a Mutshatsha le queda lejos, es un recuerdo. Permanecer en la granja de Judith no es como seguir las huellas de Janine…

Durante las ardientes horas de la mañana, Hans Olofson escucha el evangelio de las gallinas. Están sentados a la sombra de un árbol y ella le informa.

– Quince mil huevos al día -dice-. Veinte mil gallinas que ponen huevos, a los que hay que añadir al menos cinco mil polluelos que reemplazan a las gallinas que ya no ponen y que hay que matar.

»Las vendemos todos los sábados por la mañana, al amanecer. Los africanos suelen esperar toda la noche en colas silenciosas. Vendemos la gallina a cuatro kwacha, ellos las venden después en el mercado por seis o siete kwacha.

«Parece un pájaro», piensa Hans Olofson. «Un pájaro inquieto que espera todo el tiempo a que descienda sobre su cabeza la sombra de un halcón o de un águila.» El se ha puesto el mono de trabajo que estaba en la silla cuando despertó. Judith lleva unos pantalones color caqui, desteñidos y sucios, una camisa roja excesivamente grande y un sombrero de ala ancha. Sus ojos descansan inaccesibles en la sombra, bajo el ala del sombrero.

– ¿Por qué no vendes tú en los mercados? -le pregunta a ella.

– Me centro en sobrevivir -contesta-. Estoy a punto de perecer bajo la carga del trabajo.

Llama a Luka y le dice algo que Hans Olofson no entiende.

«¿Por qué todos los blancos son aparentemente tan impacientes?», se pregunta. «Es como si todos los hombres o mujeres fueran desobedientes o necios.»

Luka vuelve con un mapa sucio y Hans Olofson se sienta en cuclillas al lado de Judith. Ella le indica en un mapa los sitios a los que su granja suministra los huevos. El trata de recordar los nombres, Ndola, Mufulira, Solwezi, Kansanshi.

La camisa de Judith está abierta en la parte superior. Cuando se inclina hacia delante, se ven sus pechos delgados. El sol le ha bronceado un triángulo en dirección hacia el ombligo. De repente corrige su postura, como si se hubiera dado cuenta de que él ya no está mirando el mapa. Sus ojos siguen escondidos bajo el sombrero, inaccesibles.

– Abastecemos a las cooperativas estatales -dice ella-. Vendemos a las compañías mineras, siempre remesas importantes. Los compradores locales adquieren como mucho mil huevos diarios. A cada empleado se le da un huevo al día.

– ¿Cuántas personas trabajan aquí? -pregunta él.

– Doscientas -contesta ella-. Intento aprenderme los nombres cuando tengo que pagarles el sueldo. Les descuento las borracheras y los que faltan al trabajo sin motivo justificado. Reparto avisos y sanciones, despido a la gente y le doy empleo, uso la memoria para garantizar que no se le vuelva a dar empleo a ninguno de los despedidos. De los doscientos que trabajan aquí, veinte son guardias de noche. Aquí hay diez corrales de ponedoras, cada uno de ellos atendido por un capataz y diez trabajadores que se turnan. Además hay matarife, carpintero, conductor y otro tipo de trabajadores. Sólo hay hombres, ninguna mujer.

– ¿Qué tengo que hacer realmente? -pregunta Hans Olofson-. Ya sé lo que comen las gallinas, dónde se venden los huevos. ¿Qué más tengo que hacer?

– Seguirme como una sombra, escuchar lo que digo, controlar que se haga. Todo lo que se pide tiene que ser repetido, exigido de nuevo, controlado.

– Debe de haber algún error -dice Hans Olofson-, algo que los blancos no han entendido nunca.

– Puedes amar a los negros -dice Judith-, pero sigue mi consejo. He vivido entre ellos toda mi vida. Hablo su idioma, sé cómo piensan. Busco médico a sus niños cuando fracasan los chamanes, pago sus entierros cuando no hay dinero. Dejo que los niños más capaces vayan a la escuela a mi costa. Cuando se acaba la comida, ordeno que envíen sacos de maíz a sus casas. Hago todo lo necesario por ellos, pero al que sea sorprendido robando un solo huevo lo llevaré a la policía. Despido a los que se emborrachan y a los vigilantes nocturnos que se quedan dormidos.

Hans Olofson se da cuenta poco a poco de lo que significa todo eso. El reglamento de una mujer sola, africanos que se someten porque no tienen otra alternativa. Dos formas distintas de pobreza, cara a cara en un punto de encuentro común. El miedo de los blancos, su vida como supervivientes colonialistas de un imperio consumido. Un montón de cenizas en una colonia negra nueva o que vuelve a surgir.

La pobreza de los blancos es lo que les duele. Su falta de alternativas es el punto en común con los africanos, sin que ellos mismos se den cuenta. Incluso un jardín como éste, con sus imperceptibles sueños de parque Victoriano cubierto de verdor, es un bunker fortificado.

La última defensa que le queda a Judith Fillington es ese sombrero que impide acceder a sus ojos.

La pobreza y la vulnerabilidad de los negros es la pobreza del continente. Modelos de vida forzados y caducos que pierden sus raíces en la niebla de la Edad Antigua, reemplazados por locos constructores de imperios que se vestían con frac hasta en los bosques tropicales y en el alto pasto elefante.

Este mundo entre bastidores se mantiene todavía. Los africanos intentan dar forma a su vida aquí. ¿Tienen acaso una paciencia infinita? ¿Acaso no están seguros todavía de cómo será su futuro? ¿Cómo van a poder llevar esos bastidores a la disolución y la aniquilación? Los blancos que quedan sólo han aplazado temporalmente su destrucción.

¿Pero qué ocurrirá entonces?

Hans Olofson empieza a preparar de inmediato un plan de huida.

«Estoy aquí sólo por poco tiempo», piensa. «Le estoy haciendo un favor pasajero a una mujer desconocida, como si le ayudara a levantarse después de caerse en una calle. Pero me mantengo todo el tiempo fuera del curso de los acontecimientos. No me inmiscuyo, no pueden pedirme ninguna respuesta…»

Ella se pone en pie súbitamente.

– El trabajo espera -dice-. La mayoría de tus preguntas sólo puedes responderlas tú mismo. África es dominio de cada uno de nosotros por separado, nunca en conjunto.

– No sabes nada de mí -dice él-. Mis antecedentes, mi vida, mis sueños. Aun así, estás dispuesta a darme una amplia responsabilidad. Eso es incomprensible desde mi punto de vista, como sueco.

– Estoy sola -contesta ella-. Abandonada por un hombre al que ni siquiera tuve la posibilidad de enterrar. Vivir en África significa siempre asumir la responsabilidad…

Mucho tiempo después recordará sus primeros días en la granja de Judith Fillington como un viaje irreal en un mundo que, por mucho que lo intenta, parece entender cada vez menos. Rodeado de las caras de los trabajadores negros, tiene la impresión de que se encuentra en medio de una catástrofe latente, pero que todavía no se ha desencadenado.

Durante esos días descubre que las sensaciones segregan ciertos olores. Imagina que el odio tiene un olor amargo, como el estiércol o el vinagre. Por todos lados, adondequiera que siga a Judith como una sombra, ese olor lo envuelve. El olor está también ahí cuando despierta por la noche, como una ligera oleada que atraviesa el mosquitero que cuelga sobre la cama como protección contra la malaria.

«Algo tiene que pasar», piensa. «Un estallido de rabia entre la impotencia y la pobreza.

»No tener ninguna alternativa no significa no tener nada en absoluto», piensa. «No ver nada más allá de la pobreza es otro tipo de pobreza…»

Piensa que tiene que marcharse, abandonar África antes de que sea demasiado tarde. Pero después de un mes sigue todavía allí. Está tumbado en su habitación con el techo inclinado escuchando los perros, que se mueven inquietos alrededor de la casa. Cada tarde, antes de irse a dormir, ve a Judith controlar que puertas y ventanas estén cerradas. La ve que apaga antes la luz de la habitación y luego entra para correr las pesadas cortinas. Está continuamente al acecho, se queda inmóvil de repente, en medio de la escalera o de un movimiento. Todas las noches se lleva a su dormitorio una escopeta de caza y un pesado rifle de elefantes. Durante el día, las armas están cerradas bajo llave en un armario de acero, del que ha visto que ella siempre lleva consigo las llaves.

Después de un mes se da cuenta de que ha empezado a compartir incluso el miedo de ella.

Como un brusco atardecer, esa peculiar casa se convierte en un bunker silencioso. Le pregunta si ha encontrado algún sucesor, pero ella mueve la cabeza negativamente.

– En África, todo lo importante lleva mucho tiempo -responde.

Empieza a sospechar que ella no ha puesto anuncios en ninguna parte, que nunca se ha puesto en contacto con los periódicos que le propuso Werner Masterton. Pero procura que no perciba su desconfianza.

Judith Fillington le infunde un extraño respeto, tal vez también devoción. Él la sigue desde el amanecer hasta el atardecer, sigue los continuos esfuerzos que conlleva que quince mil huevos salgan a diario de la granja, a pesar de las malas condiciones en las que están los camiones, deteriorados por los choques y el maltrato; de la constante carencia de residuos de maíz, que es la base de la alimentación de las aves, y de los repentinos brotes de un virus que en una sola noche se cobra la vida de todas las gallinas de una de las alargadas hileras de ladrillo, llenas de jaulas en las que las aves están comprimidas. Una noche Judith lo despierta, empuja la puerta, apunta hacia su rostro con una linterna y le dice que se vista rápidamente.

Fuera de la casa, cerrada a cal y canto por todos lados, un aterrado vigilante nocturno está gritando que han entrado hormigas en uno de los bloques de gallinas. Cuando llegan ve que unos africanos igualmente asustados están buscando las infinitas colonias de hormigas, intentando quemarlas. Sin dudar, asume la dirección para que las hormigas cambien el sentido de la marcha y le grita cuando él no entiende qué quiere que haga.

– ¿Quién soy yo? -le pregunta una mañana-. ¿Quién soy yo para los negros?

– Un nuevo Duncan Jones -responde ella-. Doscientos africanos están buscando en este momento tu punto débil.

Después de dos semanas ve al hombre al que ha venido a sustituir. Pasan cada día por delante de la casa en la que permanece sentado, encerrado con sus botellas y transformándose en un santo. La casa está en una colina, justo al lado del río, rodeada de una tapia muy alta.

Un coche oxidado, tal vez un Peugeot, se ve a veces al otro lado de la tapia. Siempre está aparcado como si lo hubieran dejado con prisa. La ventanilla de atrás está abierta, por una de las puertas sobresalen los flecos de una manta sucia.

Se imagina un estado de sitio, una batalla final que se va a librar sobre esa colina entre los trabajadores negros y el solitario hombre blanco que está dentro, en la oscuridad.

– Los guardias de noche están asustados -dice Judith-. Oyen sus aullidos por las noches. Tienen miedo, pero a la vez les transmite seguridad. Creen que su transformación en santo hará que los bandidos se mantengan lejos de esta granja.

– ¿Los bandidos? -pregunta Hans Olofson.

– Están por todos lados -contesta ella-. En los barrios bajos de las afueras de Kitwe y Chingola hay grandes cantidades de armas. Surgen bandas que son aniquiladas y vienen otras en su lugar. Se asaltan las granjas de blancos, los coches conducidos por blancos son parados en las carreteras. Seguramente hay muchos policías implicados, y también muchos trabajadores de las granjas.

– ¿Y si vienen? -pregunta.

– Confío en mis perros -contesta ella-. Los africanos temen a los perros. Y tengo a Duncan, que aúlla por las noches. La superstición puede ayudar si se sabe cómo manejarla. Quizá los guardias de noche creen que se está transformando en una serpiente.

Una mañana topa con Duncan Jones por primera vez.

Está de pie vigilando que los sacos vacíos de pienso se carguen en un camión abollado cuando los trabajadores negros dejan de trabajar repentinamente. Duncan Jones va andando despacio hacia él. Lleva unos pantalones sucios y una camisa rota. Hans Olofson ve a un hombre que tiene el rostro lleno de marcas de la maquinilla de afeitar. Un rostro bronceado, de piel curtida. Párpados gruesos, pelo gris enmarañado y sucio.

– No te vayas nunca a orinar antes de que estén cargados todos los sacos y la puerta trasera cerrada -dice Duncan Jones antes de toser-. Si vas a orinar antes, tienes que contar con que desaparecerán al menos diez sacos. Venden los sacos a un kwacha por unidad. -Alarga la mano para saludarlo-. Sólo hay una cosa que no entiendo -dice-. ¿Por qué ha tardado tanto Judith en encontrar un sucesor? Todas las personas tenemos que ser descartadas antes o después. Sólo se libra de ello quien muere antes de tiempo. ¿Quién eres?

– Soy sueco -responde Hans Olofson-. Estoy casualmente aquí.

El rostro de Duncan Jones se abre en una sonrisa y Hans Olofson ve ante sí una boca de dientes renegridos.

– ¿Por qué tienen que disculparse todos los que vienen a África? -pregunta-. Hasta los que han nacido aquí dicen que están de visita.

– En mi caso es verdad -dice Hans Olofson.

Duncan Jones se encoge de hombros.

– Judith se lo merece -dice-. Se merece la ayuda que le prestan.

– Ha puesto anuncios -comenta Hans Olofson.

– ¿A quién puede interesarle? -cuestiona Duncan Jones-. ¿Quién quiere venirse a vivir aquí? No la dejes. Y no me pidas consejos nunca, no tengo ninguno. Quizá tuve alguno en algún momento, que debería habérmelo dado a mí mismo. Pero ya no están. Viviré un año más, no creo que dure más…

De repente, ruge a los africanos que miran en silencio su encuentro con Hans Olofson.

– Trabajad -grita-. Trabajad, no os durmáis.

Inmediatamente agarran los sacos.

– Me tienen miedo -aclara Duncan Jones-. Sé que creen que voy a descomponerme y aparecer en la figura de un santo. Voy a transformarme en un kashinakashi. O tal vez en una serpiente. ¡Yo qué sé!

Luego se da la vuelta y se marcha. Hans Olofson ve que se detiene y se oprime con una mano la columna vertebral, como si le hubiera dado un dolor repentino.

Por la noche, cuando están cenando, le habla del encuentro a Judith Fillington.

– Tal vez sea capaz de alcanzar cierta claridad -dice ella-. África le ha liberado de todos los sueños. La vida para Duncan es un compromiso que se nos ofrece por casualidad. Bebe consciente y metódicamente hacia el gran sueño. Sin miedo, creo. ¿Deberíamos envidiarlo, quizás? ¿O tal vez deberíamos sentir compasión de él por su falta de esperanza?

– ¿No tiene esposa ni hijos? -pregunta Hans Olofson.

– Tiene relaciones sexuales con mujeres negras -contesta ella-. ¿Tendrá también hijos negros? Sé que a veces ha maltratado a mujeres con las que se ha acostado. Pero ignoro por qué lo ha hecho.

– Parecía que le doliera algo -dice Hans Olofson-. ¿Tal vez los riñones?

– Él contestaría que es África que le ataca por dentro -responde ella-. Nunca reconocería otra enfermedad.

Luego pide a Hans Olofson que se quede un poco más. Él se da cuenta de que está escuchando a una persona que está mintiendo cuando le dice que aún no ha obtenido respuesta a los anuncios que puso en los periódicos de Sudáfrica y Botswana.

– Pero no mucho tiempo -contesta-, un mes como máximo, no más.

Una semana antes de que haya transcurrido el plazo establecido, Judith se pone súbitamente enferma una noche. Él se despierta al sentir que ella, al lado de su cama, en la oscuridad, le toca el brazo. No va a olvidar nunca lo que ve cuando, medio somnoliento, logra encender la luz.

Una persona que está muñéndose, tal vez muerta ya. Judith lleva su vieja bata moteada. Tiene el pelo despeinado y enredado, la cara brillante por el sudor, los ojos muy abiertos, como si mirara algo insoportable. Lleva en la mano su escopeta de caza.

– Estoy enferma -dice-. Necesito que me ayudes.

Totalmente agotada, se cae en el borde de la cama. Pero el colchón es blando. Sin hacer nada por evitarlo, se desliza hasta el suelo y se queda sentada con la cabeza apoyada en la cama.

– Es la malaria -le aclara-. Necesito las medicinas. Coge el coche, ve a hablar con Duncan, despiértalo, dile que te dé medicinas. Si él no tiene, ve a buscarlas a casa de Werner y Ruth. Ya sabes cómo ir allí.

El le ayuda a subir a la cama.

– Llévate el rifle -dice ella-. Cierra con llave cuando salgas. Si Duncan no se despierta, dispara con el rifle.

Cuando gira la llave del coche, la noche se llena de una violenta música de rumba procedente de la radio.

«Es demencial», piensa mientras obliga a la lenta palanca de cambios a entrar en su sitio. «Nunca he tenido tanto miedo antes. Ni siquiera cuando de niño trepé por el puente del río.»

Conduce por los caminos de arena llenos de baches, demasiado rápido e inseguro, patina con la palanca de cambios y siente el cañón del fusil contra su hombro.

Fuera de la granja de gallinas, los guardias nocturnos aparecen a la luz de los faros del coche. «Un hombre blanco en la noche», piensa. «No es mi noche, es la noche de los negros.»

Toca el claxon frenéticamente a la puerta de Duncan Jones. Después sale del coche, busca una piedra en el suelo y empieza a golpear con ella la puerta de la tapia. Le estalla la piel de los nudillos, trata de escuchar algún ruido proveniente de la casa, pero sólo oye su propio corazón. Va al coche a buscar el rifle, quita el mecanismo de seguridad y luego dispara un tiro a las lejanas estrellas. La culata retrocede golpeando su hombro, el disparo retumba en la noche.

– ¡Sal de una vez! -grita-. ¡Despierta de la borrachera, sal con la maldita medicina!

De repente, se oye un ruido chirriante al otro lado de la puerta y Hans Olofson grita preguntando quién es. Duncan Jones está de pie desnudo ante él. Lleva un revólver en la mano.

«Esto es una locura», piensa otra vez Hans Olofson. «Nadie me creerá, ni yo mismo podré creerme mis propios recuerdos. Voy a buscar su medicina. Después me marcharé. Esto no es vida, es una locura.»

Duncan Jones está tan borracho que Hans Olofson tiene que explicarle una y otra vez por qué ha venido. Al final le apunta con la escopeta sobre el pecho.

– La medicina para la malaria -ruge-. La medicina para la malaria…

Duncan Jones entiende por fin y vuelve tambaleante a su casa. Hans Olofson entra en una indescriptible decadencia de ropa sucia, botellas vacías, restos de comida y periódicos amontonados.

«Esta es la casa de un cadáver», piensa. «La muerte está haciendo aquí una última reorganización.

»Por supuesto, Duncan Jones no puede encontrar las medicinas en ese caos», piensa, preparándose ya para emprender el largo viaje hasta la granja de los Masterton. Pero Duncan Jones viene tambaleándose de la habitación que se supone es su dormitorio, y lleva en la mano una bolsa de papel. Él tira de la bolsa y se marcha.

Una vez en casa y tras cerrar todas las puertas con llave, se da cuenta de que está empapado en sudor.

Con mucho cuidado, zarandea a Judith Fillington para que salga del sueño febril y la obliga a que tome tres pastillas, después de haber leído el envase. Ella vuelve a hundirse en las almohadas y él se sienta en una silla y respira profundamente. De pronto, se da cuenta de que todavía tiene el rifle en las manos. «No es natural», piensa. «Nunca podría acostumbrarme a esta vida. Nunca sobreviviría…»

Se mantiene en vela durante la noche, ve cómo se aplaca su acceso de fiebre y cómo vuelve luego. Al amanecer toca su frente. La respiración es profunda y regular.

Sale a la cocina y cierra la puerta. Luka está ahí, esperando.

– Café -dice Hans Olofson-. Nada de comer, sólo café. Madame Judith hoy está enferma.

– Ya lo sé, Bwana -contesta Luka.

El cansancio se apodera de la mente de Hans Olofson y estalla en una pregunta.

– ¿Cómo puedes saberlo? -pregunta furioso-. Los africanos lo sabéis todo de antemano.

Luka se mantiene impasible ante su arrebato.

– Un coche que va demasiado rápido por la noche, Bwana -contesta-. Cada mzungu conduce de forma distinta. Bwana para en la puerta de la casa de Bwana Duncan. Dispara el rifle, grita en medio de la noche. Luka despierta y piensa que Madame está enferma. Madame no está nunca enferma, sólo cuando tiene malaria.

– Prepárame el café -dice Hans Olofson-. Es demasiado temprano para escuchar explicaciones tan largas.

Poco después de las seis se sienta de nuevo en el jeep y trata de hacerse a la idea de que es Judith. Realiza sus quehaceres, marca en una lista los trabajadores que han venido, supervisa que se recojan los huevos y salgan de la granja. Hace un cálculo aproximado del excedente de comida y organiza el transporte en tractor al molino que le corresponde suministrar residuos de maíz.

A las once llega un coche oxidado con los amortiguadores desgastados y se detiene ante el cobertizo de adobe en el que Judith ha instalado su oficina. Hans Olofson sale al sol resplandeciente. Un africano, sorprendentemente bien vestido, va hacia él. Una vez más, Hans Olofson se encuentra implicado en un complejo procedimiento de saludos.

– Busco a Madame Fillington -dice el hombre.

– Está enferma -contesta Hans Olofson.

El africano le mira, le sonríe y le observa.

– Soy Mister Pihri -se presenta después.

– Yo soy el capataz provisional de Madame Fillington -responde Hans Olofson.

– Ya lo sé -dice Mister Pihri-. Precisamente por ser usted quien es, he venido con unos papeles importantes. Como le he dicho, soy Mister Pihri, que de vez en cuando hace pequeños servicios a Madame. No son servicios grandes, pero a veces los servicios pequeños también pueden ser necesarios para evitar problemas que pueden resultar inquietantes.

Hans Olofson se imagina que debe tener cuidado.

– ¿Papeles? -pregunta.

Mister Pihri, de repente, parece estar afligido.

– Madame Fillington suele invitarme a té cuando la visito -dice.

Hans Olofson ha visto una tetera en el cobertizo y le grita que prepare té a uno de los africanos que están agachados con las ilegibles listas de asistencia. El rostro afligido se transforma inmediatamente en una amplia sonrisa. Hans Olofson decide sonreír también él.

– Nuestras autoridades son muy cuidadosas con las formalidades -informa Mister Pihri-. Eso lo aprendimos de los ingleses. Tal vez nuestras autoridades actualmente exageran la minuciosidad. Pero hemos de tener cuidado con las personas que visitan nuestro país. Todos los papeles deben estar en regla.

«O sea, que se trata de mí», piensa Hans Olofson. «¿Por qué tiene que venir este hombre sonriente justo hoy, cuando Judith está enferma?»

Toman té en la oscuridad del cobertizo y Hans Olofson observa que Mister Pihri pone en su taza ocho cucharadas de azúcar.

– Madame me pidió ayuda para que agilice los trámites de su permiso de residencia -dice Mister Pihri, mientras bebe su té a lentos sorbos-. Por supuesto, es importante evitar problemas innecesarios. Madame y yo solemos intercambiar servicios para nuestro mutuo beneficio. Lamento mucho oír que está enferma. Sería extremadamente desfavorable que ella muriera.

– Quizás yo pueda ayudarle en representación de ella -dice Hans Olofson.

– Me parece excelente -contesta Mister Pihri.

Saca unos papeles de su bolsillo interior, escritos a máquina y sellados.

– Soy Mister Pihri -dice otra vez-. Oficial de policía y un buen amigo de Madame Fillington. Espero que no muera.

– Naturalmente, le estoy muy agradecido en su nombre. Le haré con gusto un favor en representación de ella.

Mister Pihri continúa sonriendo.

– Mis amigos y colegas del Departamento de Inmigración están muy ocupados en estos momentos. La carga de trabajo es especialmente elevada. También se deniegan muchas solicitudes de permiso de residencia temporal. Por desgracia, a veces también tienen que rechazar a personas que quisieran residir en nuestro país. Naturalmente, no es agradable tener que dejar un país en veinticuatro horas. Sobre todo ahora que Madame Fillington está enferma. Sólo espero que no muera. Pero mis amigos del Departamento de Inmigración son muy comprensivos. Me alegro de poder dejar esos papeles, firmados y sellados en el debido orden. Siempre hay que evitar los problemas. Las autoridades miran con recelo a las personas que carecen de los documentos necesarios. Por desgracia, a veces también están obligadas a meter a personas en la cárcel por tiempo indeterminado. -Mister Pihri parece afligido de nuevo-. Desgraciadamente, las cárceles de este país están muy abandonadas. En especial para los europeos, que están habituados a otras condiciones.

«¿Qué quiere?», piensa Hans Olofson.

– Como es natural, le estoy muy agradecido -dice-.

Quiero mostrarle mi aprecio también en nombre de Madame Fillington.

Mister Pihri vuelve a sonreír.

– El maletero de mi coche no es muy grande. Pero caben quinientos huevos sin dificultad.

– Carga quinientos huevos en el coche de Mister Pihri -ordena Hans Olofson a uno de los empleados de oficina que están en cuclillas.

Mister Pihri le da los documentos sellados.

– Desgraciadamente, de vez en cuando hay que renovar esos sellos. Siempre hay que evitar problemas. Por eso Madame Fillington y yo nos vemos con regularidad. De ese modo, pueden evitarse muchas dificultades.

Hans Olofson sigue a Mister Pihri hasta el coche, en el que ya están apilados los cartones de huevos en el maletero.

– Mi coche empieza a estar viejo -advierte Mister Pihri preocupado-. Puede que un día deje de funcionar por completo. Visitar a Madame Fillington puede que me resulte entonces un problema.

– Le diré que su coche está empezando a fallar -responde Hans Olofson.

– Se lo agradecería mucho. Dígale también que en este momento está en venta un Peugeot en muy buenas condiciones en casa de uno de mis amigos de Kitwe.

– Se lo diré.

Repiten el complejo ritual de saludos.

– Encantado de saludarle -dice Mister Pihri.

– Le estamos muy agradecidos -contesta Hans Olofson.

– Hay que evitar los problemas -dice Mister Pihri, sentándose tras el volante y poniendo el coche en marcha.

«El prototipo de la corrupción», piensa Hans Olofson mientras regresa al oscuro cobertizo. «Una conversación cortés y discreta…»

Cuando examina los documentos que le ha dejado Mister Pihri, se asombra al comprobar que Judith ha solicitado y obtenido permiso de residencia para él, como residente, por dos años más.

Se siente indignado de inmediato. «No voy a quedarme aquí», piensa. «No voy a permitir que me incluya en sus propios planes de futuro…»

Cuando vuelve a la casa para el almuerzo, Judith está despierta. Sigue en la cama de él. Está pálida y cansada, pero se esfuerza para sonreír. Cuando él comienza a hablar, sacude la cabeza para impedírselo.

– Más tarde -dice-. Ahora no. Estoy demasiado cansada. Luka me da lo que quiero.

Cuando Hans Olofson regresa por la tarde, ella ha vuelto a su propia habitación. Observa su desamparo en la ancha cama de matrimonio. «Con la enfermedad ha menguado», piensa. «Su piel se ha encogido. Sólo los ojos no han cambiado, siguen igual de grandes e inquietos.»

– Estoy mejor -dice ella-. Pero me siento muy cansada. Cada vez que tengo malaria las fuerzas se me desvanecen. Detesto la debilidad, no poder hacer nada.

– Mister Pihri ha venido de visita -dice-. Ha dejado papeles con muchos sellos y le he dado lo que quería, quinientos huevos.

Sin dejar de sonreír, Judith dice:

– Es un sinvergüenza, de los peores que hay. Sin embargo es de fiar, siempre da resultado jugar a la corrupción con él.

– Quiere un coche de segunda mano. Ha visto un Peugeot.

– Lo obtendrá cuando yo consiga un asunto lo suficientemente sucio para él.

– ¿Por qué has solicitado para mí un permiso de residencia de dos años?

– Creo que no los hay para menos tiempo.

«A pesar de estar enferma es capaz de mentir», piensa. «Cuando se ponga bien, le preguntaré por qué.»

Sale de la habitación de ella y cierra la puerta. Se queda un rato detrás de la puerta escuchando sus leves ronquidos.

Luego recorre toda la casa, cuenta las habitaciones que hay, busca habitaciones de invitados abandonadas y se detiene ante una puerta que no había visto antes. Está al final de un pasillo y apenas se ve pues está metida en el panel marrón.

La puerta se abre cuando toca el picaporte y percibe un fuerte olor a alcanfor. Busca en la pared el interruptor de la luz. De repente, una bombilla que cuelga del techo se ilumina. Se encuentra en el umbral de una habitación que está llena de esqueletos de animales. Ve un fémur que supone podría ser de un elefante o de un búfalo. Un cocodrilo con las costillas prolongadas de reptil. Distintos cráneos y cuernos parcialmente rotos, mezclados.

Se imagina que en algún momento los animales pueden haber sido encerrados vivos en esta habitación y que han ido pudriéndose lentamente hasta quedar reducidos a huesos y cráneos.

«La habitación de su marido», piensa. «La habitación de muchacho en la que sueña un hombre adulto.» Hay un cuaderno de notas lleno de polvo en un hueco de la ventana. Trata de descifrar lo que hay escrito a lápiz y se da cuenta de que tiene ante sus ojos el borrador de unos poemas.

Temblorosos fragmentos de poemas escritos tan débilmente con un lápiz que el texto apenas se percibe…

«Todo lo que encontró fue una mochila llena de hormigas», piensa. «Eso también es poesía, el enigmático epitafio de la desaparición…»

Abandona la habitación abatido.

Escucha una vez más al otro lado de la puerta de Judith y luego entra en su propia habitación. Todavía queda entre las sábanas un suave olor a su cuerpo. La huella de la fiebre… Deja al lado de la cama el rifle de ella. «Sin quererlo, voy a encargarme de algo de ella», piensa. «Uno de sus rifles ya está junto a mi cama.»

De repente echa de menos su casa, de un modo infantil, se siente abandonado. «Ahora he visto África», piensa. «No entiendo lo que he visto, pero lo he visto. No soy ningún viajero, las expediciones a lo desconocido sólo me atraen en la imaginación.

»Una vez trepé por el arco de un puente como si cabalgara por el eje mismo de la tierra. Dejé algo allí arriba, en el helado tramo de hierro. Fue el viaje más largo que haré en mi vida…

»Es posible que aún esté ahí arriba, con los dedos aferrados al frío hierro. Puede que no bajara nunca. Todavía estoy ahí arriba, rodeado de mi miedo…»

Se acuesta y apaga la luz. Le llegan sonidos desde la oscuridad. Las pisadas de los perros, el hipopótamo que suspira desde el río.

Cuando está a punto de dormirse, se espabila un momento. Alguien ríe en la oscuridad. Uno de los perros ladra y luego todo vuelve a estar tranquilo.

En el silencio recuerda la fábrica de ladrillos. Las ruinas en las que fue consciente de sí mismo por primera vez.

En la risa que le ha llegado de la noche cree imaginar una continuación de ese momento. Las ruinas de la fábrica de ladrillos le esclarecieron su existencia. El dormitorio fortificado de la casa al lado del río Kafue, rodeada de grandes perros, revela una condición. La risa que le ha sobrecogido describe el mundo en el que casualmente se encuentra.

«Así es», piensa. «Antes creía saberlo. Ahora me doy cuenta de cómo ha cambiado el mundo, esa pobreza y ese sufrimiento son la auténtica verdad. Sólo las estrellas y el prolongado horizonte de los abetos estaban encaramados al puente. Quería salir de allí y ahora ya he llegado. Estar aquí significa que estoy en medio de este tiempo, que resulta que es mío.

»No sé quién se reía. Tampoco puedo determinar si la risa suponía una amenaza o una promesa. A pesar de ello, algo sé…»

Piensa que va a marcharse pronto de allí. El pasaje de vuelta es su mayor garantía. No necesita participar en el reparto del mundo, en las decisiones del mundo.

Estira la mano en la oscuridad y toca la fría superficie del rifle.

El hipopótamo suspira al lado del río.

De pronto tiene prisa por volver a casa. Judith deberá buscar un sucesor de Duncan Jones sin su participación. El permiso de residencia que Mister Pihri ha obtenido de sus amigos y por el que le han pagado con quinientos huevos no se utilizará nunca…

Pero Hans Olofson se equivoca.

Como tantas otras veces, empieza a darle vueltas a los elementos de juicio y regresa al punto de partida, como sus contradicciones.

El pasaje de vuelta ya ha empezado a desvanecerse…

Los sueños de Hans Olofson son casi siempre recuerdos.

En sus sueños es consciente de que no olvida nada. A menudo hay un preludio recurrente, como si los sueños retiraran el mismo telón raído para la misma clase de música.

La música es la noche de invierno, la noche estrellada, el frío solsticio de invierno.

Allí fuera está él, Hans Olofson, todavía algo inmaduro. Está en algún lado junto al muro de la parroquia, bajo un farol de la calle. Es una sombra solitaria y triste que resalta en la blancura de la dura noche invernal…

No podía imaginárselo. No podía mirar a hurtadillas el mundo encubierto del futuro cuando en realidad era su último día de clase, había tirado los libros de clase bajo la cama y había salido hacia su primer trabajo de jornada completa como ayudante de almacén en la Asociación de Comerciantes. Entonces el mundo era comprensible y perfecto en sumo grado. Ahora tendría su propio dinero, cargaría con sus gastos, aprendería a ser adulto.

Lo que recordaría después de su época en la Asociación de Comerciantes era que tenía que empujar una carretilla sin parar por la cuesta que lleva a las vías del tren. La carretilla que le habían asignado estaba descuidada y gastada, y sin dejar de maldecir tiraba de ella y la arrastraba en un circuito interminable entre el despacho de mercancías y el almacén. Aprendió enseguida que las palabrotas no hacían que la cuesta fuera menos difícil de subir. Las palabrotas eran producto de la furia vengativa e impotente y, por lo tanto, una fuente de energía.

Pero no servían para allanar la cuesta.

Decide que ese infierno que es el almacén de la Asociación de Comerciantes no puede ser la verdad. El Honor del Trabajo y la Unión de los Trabajadores deben de ser algo distinto.

Y, naturalmente, es distinto empezar a trabajar como subordinado del comerciante de caballos Under, que necesita de repente un ayudante después de que uno de sus mozos de cuadra haya sido mordido gravemente en un brazo por un caballo furioso.

Hans Olofson hace su entrada en el extraño reino del comerciante de caballos un día a mediados de septiembre, cuando ya se percibe la nieve en el aire. Los preparativos para el invierno están en marcha, los compartimentos de la cuadra se tienen que volver a construir y ampliar, arreglar las goteras del techo, revisar los arreos, hacer un inventario de las existencias de herraduras y clavos. El lento otoño es el anticipo de la hibernación. Personas y animales van a dormir, pero Hans Olofson, en vez de eso, está de pie con un mazo en la mano derribando una de las paredes. Under da vueltas con sus chanclas alrededor del polvo del cemento, soltando buenos consejos. En una esquina está sentado Visselgren, remendando una pila de arreos, le guiña el ojo a Hans Olofson. A Visselgren, que es cojo y procede de Escania, se lo encontró una vez en el mercado de Skänninge. Los fornidos mellizos Holmström derriban uniendo sus fuerzas otra pared. Los caballos no podían haberlo hecho mejor y Under va de un lado a otro satisfecho.

En el mundo del comerciante de caballos hay una continua mezcla de distracción por falta de interés y de opiniones fundamentales que defiende apasionadamente. La columna principal de su imagen del mundo es que, en principio, no hay nada en verdad demostrable, excepto comerciar con caballos. Sin ningún tipo de pudor, considera que es uno de los pocos elegidos que lleva el peso del mundo sobre sus hombros. Sin negocios de caballos reinaría el caos, los caballos salvajes se apoderarían de la tierra como nuevos soberanos bárbaros.

Hans Olofson golpea con su pesado mazo y se alegra de haberse liberado de la pesada carretilla. ¡Aquí hay vida!

Durante un año va a formar parte de esta importante comunidad de comerciantes de caballos. Sus obligaciones van a variar continuamente, los días serán atractivos y distintos unos de otros.

Un día va corriendo por el puente en dirección a casa de Janine.

Esa tarde ella se ha adornado con su nariz de payaso y está sentada a la mesa de la cocina sacando brillo a su trombón, cuando oye los pasos de él en la escalera exterior.

Hace tiempo que dejó de llamar a la puerta para entrar. La casa de Janine es un hogar, una casa distinta a la de madera que está junto al río, pero que sin embargo es su casa. Una pequeña bolsa de piel que está colgada sobre la mesa de la cocina esparce un olor a comino. Janine, que ya no percibe ningún olor, puede, a pesar de ello, acordarse del comino de aquel tiempo que hubo antes de la desafortunada operación.

A Janine le confía casi todo. No todo, eso es imposible. Mantiene en secreto pensamientos y sensaciones que él apenas puede reconocer. Incluido el descubrimiento, cada vez más inquietante y doloroso, del extraño deseo que hierve en su interior.

Hoy lleva su nariz roja, pero habitualmente el agujero de la nariz está tapado por un pañuelo blanco. Lo mete en el agujero de la nariz de modo que él puede ver la incisión roja hecha con el bisturí, y la visión de la carne roja desnuda bajo sus ojos se convierte en algo prohibido que le induce a pensar en cosas completamente distintas.

Se la imagina desnuda, con el trombón delante de la boca, y entonces se ruboriza de la excitación. No sabe si ella sospecha algo de lo que él piensa. Tan pronto le gustaría que así fuera como desea lo contrario.

Está tocando algo nuevo que ha aprendido. Se llama Wolverine Blues y lo ha seleccionado en su tocadiscos. Hans Olofson mueve el pie al compás, bosteza y escucha prestando poca atención.

Cuando termina, él no puede quedarse más tiempo. No hay nada que lo reclame, sin embargo tiene prisa. Ha estado corriendo desde que acabó la escuela. Hay algo que le incita, le preocupa y le atrae…

La casa está donde está. Una ligera capa de nieve descansa sobre el huerto de patatas que nadie cava. En una de las ventanas encendidas ve la sombra de su padre. Hans Olofson siente repentinamente pena por él. Intenta imaginarse a su padre de pie en la cubierta de popa de una nave que avanza bajo unos tibios vientos alisios.

A lo lejos, donde caen los últimos rayos de luz del atardecer, brillan débilmente las luces del siguiente puerto en el que va a atracar…

Pero cuando entra en la cocina se le hace un nudo en el estómago, porque su padre está sentado con una botella medio vacía sobre la mesa y le brillan los ojos.

Hans Olofson se da cuenta de que ha vuelto a naufragar en el alcohol…

«¿Por qué tiene que ser tan complicado vivir?», piensa. «Por todos lados, a cualquier sitio que vayas, hay hielo que te puede hacer resbalar…»

Durante ese invierno se desvela también que Under no es sólo un comerciante de caballos con buenas intenciones que va en chanclas. Tras su máscara amable hay maldad.

Hans Olofson se da cuenta de que la amabilidad tiene precio. Bajo el amplio abrigo se esconde un reptil. Lentamente, empieza a entender que en el mundo del comerciante de caballos no hay nada más que un par de brazos fuertes y unas piernas que le obedecen. A mediados de febrero, cuando Visselgren se siente mal porque le duelen las articulaciones, la diversión ya ha acabado para él. El tratante de caballos le da un billete de ida a Skänninge y lo conduce a la estación. Allí no se molesta siquiera en salir del coche y agradecerle el tiempo que ha trabajado para él. Cuando vuelve al establo suelta un sermón, de los que no había dado hacía tiempo, sobre la falsa naturaleza de Visselgren, como si quisiera decir que su cojera debería ser considerada en realidad un defecto de carácter.

Entran y salen nuevos empleados, hasta que finalmente sólo quedan de los antiguos los hermanos Holmström y Hans Olofson. Hans Olofson vuelve a pensar otra vez lo mismo que cuando arrastraba la carretilla entre el almacén y el despacho de mercancías.

¿Está de nuevo en el mismo lugar? En el esfuerzo diario que creía que era el gran Objetivo en la vida ¿dónde se hallan entonces el Honor del Trabajo y la Unión?

Algunas semanas después de la desaparición de Visselgren, el comerciante de caballos entra una tarde en el establo con una caja negra bajo el brazo. Los hermanos Holmström ya se han marchado en su melancólico Saab y Hans Olofson está solo preparando el establo para esa noche.

El tratante de caballos dirige sus pasos hacia una parte olvidada de la cuadra donde, encogido en un rincón, está un cansado caballo del norte de Suecia. Lo acaba de comprar por un precio simbólico y Hans Olofson se pregunta por qué no lo habrán llevado aún al matadero.

El comerciante de caballos saca de la caja negra algo parecido al transformador de una toma eléctrica. Luego llama a Hans Olofson y le dice que busque un cable. El tratante de caballos canturrea, vuelve del revés su gran abrigo y Hans Olofson hace lo que le ordena.

¿Y qué le ordena?

Que sujete al viejo caballo con cadenas mientras le ponen unas pinzas de acero en las orejas. La electricidad pasa luego a través de los cables y el animal empieza a temblar y a tener convulsiones por las descargas eléctricas. El comerciante de caballos Under ajusta con satisfacción el pequeño mando del aparato, como si estuviera manejando un juguete, y Hans Olofson, impotente, decide que nunca va a olvidar la mirada de sufrimiento del animal.

La tortura se prolonga casi una hora y el marchante de caballos le ordena a Hans Olofson que controle que las cadenas estén tensas para que el caballo no tire.

Odia al maldito comerciante de caballos que tortura al caballo sin fuerzas. Se da cuenta de que Under especula con todo, incluso con este caballo agotado. Pero las descargas y las pinzas le devuelven la fuerza al animal, una fuerza que sólo surge del pánico.

– Parece que vuelve a rejuvenecer -dice Under subiendo aún más la corriente eléctrica.

El caballo echa espuma por la boca, los ojos se le salen de las órbitas.

Hans Olofson desearía poner las pinzas de acero en la nariz del comerciante de caballos y después girar el mando de la corriente hasta que suplicara clemencia y piedad. Pero, naturalmente, no lo hace. Hace lo que le dicen.

Después acaba todo. El caballo está patas arriba y el comerciante mira su obra.

De repente agarra a Hans Olofson de la camisa, como si le diera un bocado.

– Esto queda entre nosotros -dice-. Entre tú y yo y el caballo. ¿Entendido?

Saca de su bolsillo un billete arrugado de cinco coronas y lo aprieta en la mano de Hans Olofson…

Cuando rompe el billete en el muro de la parroquia, se pregunta si el Propósito de la Vida se le va a revelar en algún momento.

¿Quién necesita de ti, Hans Olofson? ¿Dónde, sino tirando de una carretilla o en un establo donde se tortura a débiles caballos?

«Tengo que alejarme de aquí», piensa. «Alejarme de este asqueroso comerciante de caballos.»

Pero ¿qué va a hacer en lugar de eso? ¿Tiene la vida solución realmente? ¿Quién puede susurrarle al oído la contraseña?

Aquella noche invernal de febrero de 1959 vuelve a casa.

La vida es un segundo vertiginoso, un soplo en la boca de la eternidad. Creer que se puede desafiar al tiempo sólo lleva a la locura…

Se detiene en la puerta de la casa de madera. El frío destella en la nieve.

El arado, el ancla, ambos amarran.

«Ser yo y ninguna otra persona», piensa. «Pero ¿y después? ¿A continuación, más allá?»

Entra en la silenciosa casa. Se desata las botas. Su padre ronca y suspira desde su habitación.

Al acostarse, los pensamientos se acumulan en su mente como bandadas de pájaros inquietos. Trata de atraparlos, examinarlos uno a uno.

Pero todo lo que ve son los ojos asustados del caballo y al comerciante de caballos, que sonríe burlón como un diablillo malvado.

«La vida es un segundo vertiginoso», piensa de nuevo antes de quedarse dormido.

En el sueño, Céléstine crece en la vitrina y, con un mundo que él desconoce como fondo, corta por fin las amarras.

¿Tiene el tiempo algún rasgo físico? ¿Cómo podemos saber cuándo nos está haciendo señas con la mano para despedirse?

Un día se da cuenta de que ya lleva un año en casa de Judith Fillington. Ha pasado un periodo de lluvias. Siente de nuevo la opresión del pesado calor sobre su cabeza y sobre la tierra africana.

¿Y qué cosas se pregunta? Los interrogantes siguen ahí, una duda sólo es sustituida por otra. Después de un año ya no le sorprende estar donde está, sino cómo ha podido pasar el tiempo tan rápidamente.

Después del ataque de malaria, Judith siguió estando débil y no se recuperó hasta transcurrido medio año. Un parásito identificado demasiado tarde que se introdujo en sus entrañas contribuyó a su debilitamiento. Hans Olofson no veía ninguna posibilidad de viajar. Habría supuesto abandonar a esa mujer extenuada, que dormía en una cama demasiado grande. Consideraba un misterio que tuviera el valor de dejar en sus manos inexpertas el cuidado de la granja.

Un día descubre que se despierta por las mañanas con una alegría totalmente nueva y desconocida. Le parece que por primera vez en su vida tiene una tarea, aunque sólo sea ver desaparecer los coches cargados de huevos en la polvareda de tierra roja. «Tal vez no haya nada más importante», piensa. «Producir comida y saber que siempre hay alguien esperándola.»

Después de un año también le asaltan pensamientos que le parecen frívolos. «Me quedo», piensa. «Mientras Judith esté débil, mientras no venga el sucesor. Estoy aprendiendo algo de todo esto. De los huevos y el constante problema de los alimentos. De cómo guiar a doscientos africanos. Algo de esto tendrá su sentido incluso en el momento de volver a casa.»

Después de seis meses escribe una carta a su padre y le comunica que va a quedarse en África por un tiempo indeterminado. Sobre sus estudios, sobre si va a volver a querer ser el defensor de las circunstancias atenuantes, sólo escribe: «Aún soy joven». La carta es una epístola desenfrenada, un drama de terror en el que varían por completo las dimensiones.

«Es un agradecimiento que llega tarde», piensa. «Un agradecimiento por todo lo vivido a través de la carta de navegación que hay en la casa junto al río.»

«Formo parte de una aventura», escribe. «Una aventura que ha surgido de esa fuente de energía que tal vez sea lo realmente importante de la aventura: las casualidades que se van acoplando y me permiten participar.»

Le envía un diente de cocodrilo, como si se tratara de un valioso cargamento que hay que bajar a la bodega del Céléstine.

«En este país los dientes de reptil son una garantía contra la desgracia», escribe. «Aquí tienes el amuleto que va a defenderte contra un corte mal dado con el hacha o un árbol del que no te ha dado tiempo de escapar.»

Una noche que no puede dormir, recorre la casa a oscuras hasta la cocina para beber agua y oye de pronto que Judith llora encerrada en su habitación. Y quizás es en ese momento, mientras está de pie en la cálida oscuridad al otro lado de la puerta, cuando vislumbra por primera vez el presentimiento. El presentimiento de que se va a quedar en África. Como una puerta que se entreabre en su conciencia y deja ver fugazmente un futuro que nunca había pretendido.

Ha transcurrido un año.

En la orilla del río suspira el hipopótamo que él nunca ha llegado a ver. Una mañana, una cobra brillante serpentea en la hierba húmeda ante sus pies. Por la noche ve hogueras que brillan en el horizonte y le llega un lejano retumbar de tambores como un idioma difícil de descifrar.

El pasto elefante arde y los animales huyen. Se imagina que se trata de una batalla iniciada hace tiempo, una guerra que ha continuado a través de la niebla de la prehistoria…

«Yo», piensa. «Yo, Hans Olofson, en realidad tengo tanto miedo a lo desconocido como cuando bajé del avión y el sol hacía que el mundo pareciera blanco. Me doy cuenta de que una catástrofe me rodea, un aplazamiento momentáneo de la hora final, el momento en el que dos épocas colisionan. Sé que soy blanco, una de esas velas que se ven con demasiada claridad, uno de los que están de paso por este continente. Y sin embargo me quedo.

»He tratado de protegerme, de transformarme en alguien que no forma parte de esa pugna. Me quedo afuera, soy un visitante ocasional, sin complicidad ni responsabilidad. ¿Es inefectivo tal vez? ¿Es acaso la mayor ilusión del hombre blanco? Sin embargo, veo con toda claridad que mi miedo es distinto al que tenía cuando estaba de pie bajo el blanco sol.

»Ya no creo que todos los negros afilen de modo indiscriminado un panga para cortarme alguna vez la cabeza mientras duermo. Mi miedo actual proviene de las bandas de asesinos que causan estragos en este país, de los sicarios que tal vez también se escondan en esta granja. Pero yo no justifico lo que no sé viendo asesinos en cada uno de los negros con que me encuentro. Para mí los trabajadores de la granja ya no son anónimos y amenazantes rostros parecidos entre sí.»

Una tarde en que Judith empezaba a recuperar las fuerzas, llegan Ruth y Werner Masterton de visita. El momento de la comida se prolonga y luego siguen sentados un buen rato, apurando sus vasos tras las puertas cerradas con llave.

Esa tarde, Hans Olofson se emborracha. Apenas habla, se agacha en un rincón y se siente, de repente, fuera de lugar otra vez. Entrada la noche, Ruth y Werner deciden quedarse a dormir. Los asaltos a coches solitarios vuelven a ser frecuentes. Por la noche, el hombre blanco es presa segura.

Cuando va a acostarse se encuentra a Judith apostada en la puerta de la habitación de ella. Piensa enseguida que puede estar allí esperándolo, borracha como él, con una mirada errátil que le recuerda a la de su padre.

De repente, ella estira la mano, lo agarra, lo arrastra a su habitación y tienen un encuentro sexual inevitable y violento sobre el frío suelo de piedra. Cuando él abraza su cuerpo delgado, piensa en la habitación de arriba, en los huesos de animales muertos que hay allí.

Después, ella se da la vuelta hacia un lado, como si él le hubiera hecho daño. «Ni una palabra», piensa. «¿Cómo se puede hacer el amor sin decir una sola palabra?»

Al día siguiente, él se siente mal por la resaca y recuerda el cuerpo de Judith Fillington como algo áspero y repugnante. Despiden a Ruth y Werner al amanecer. Ella evita mirarlo a los ojos ajustándose el sombrero de ala ancha por debajo de la frente.

Ha transcurrido un año.

Se ha habituado al sonido de fondo de las cigarras. Como si siempre hubieran estado ahí, le envuelven el olor a carbón de madera, a pescado seco, a sudor, y el hedor de los montones de basura.

Pero la totalidad del continente negro, según lo va conociendo, se vuelve cada vez más inaccesible. Imagina que África, en realidad, no es una unidad ni, en cualquier caso, algo que se pueda abarcar, ni adonde se pueda llegar con ideas preconcebidas.

«Aquí no hay contraseñas sencillas. Aquí hablan con la misma claridad los dioses de madera que las personas. La verdad europea pierde su vigencia en la infinita sabana.»

Se ve todavía como un viajero angustiado, no como uno de los ambiciosos y bien equipados exploradores. Sin embargo, está ahí, lejos de los bosques de abetos, lejos de los senderos finlandeses al otro lado del río y del puente…

Un día de octubre, cuando lleva un año en la casa de Judith, ella va a su encuentro en el jardín cubierto de maleza. Es domingo, sólo hay un hombre viejo regando. Hans Olofson elige ese día para tratar de arreglar un soporte para la bomba que lleva agua desde el río Kafue hasta la casa.

Ve la cara de ella a contraluz y enseguida se preocupa. «No quiero escuchar lo que va a decirme», piensa de inmediato.

Se sientan a la sombra del alto árbol y, cuando ve que Luka llega con café, se da cuenta de que ella ha preparado la conversación.

– Hay un punto que es irrevocable en la vida de cada persona -dice ella-. Algo que no se quiere, algo que se teme pero de lo que no se puede escapar. Me he dado cuenta de que ya no puedo soportar esto, ni la granja, ni África ni este modo de vida. Por eso te voy a hacer una proposición. Algo que quiero que analices, pero que no es necesario que me contestes ahora. Lo que yo diga requiere que tomes una decisión y te puedo dar tres meses. Voy a marcharme de aquí dentro de poco. Aún estoy enferma, la debilidad me asfixia. Creo que no voy a recuperar mis fuerzas nunca más. Me voy a Europa, tal vez a Italia. No tengo ningún otro proyecto de futuro a partir de ahí. Pero ahora te ofrezco que te hagas cargo de mi granja. Produce ganancias, no está hipotecada ni hay indicios de que pueda perder valor. El cuarenta por ciento del beneficio será para mí durante el resto de mi vida. Ése es el precio que tienes que pagarme si te haces cargo de la granja. Si vendieras luego la granja antes de transcurridos diez años, me correspondería el setenta y cinco por ciento de la ganancia. Después de diez años se reduce al cincuenta por ciento y después de veinte años a nada. Naturalmente, lo más fácil para mí sería vender la granja enseguida. Pero algo me lo impide. Creo que me siento responsable por las personas que trabajan aquí. Quizá se deba a que no soporto ver a Duncan obligado a alejarse de lo que será un día su tumba. Te he visto durante un año en mi granja. Sé que podrás hacerte cargo de ella.

Se queda en silencio y Hans Olofson piensa que quiere firmar inmediatamente el documento de cesión. Siente que le embarga una gran alegría. Oye de pronto la voz que le habló en la fábrica de ladrillos diciéndole: ser necesario, ser alguien…

– No me lo esperaba -es, sin embargo, todo lo que responde.

– Tengo miedo de perder lo único que es irreemplazable -dice ella-. Mi voluntad de vivir. El simple hecho de levantarse de la cama al amanecer. Todo lo demás tal vez pueda reemplazarse, pero eso no.

– Sin embargo, no deja de ser algo inesperado -dice él-. Soy consciente de tu cansancio, lo veo a diario. Pero a la vez veo que estás recuperando las fuerzas.

– Cada día me resulta más pesado -contesta ella-. Y eso no puedes verlo. Sólo lo noto yo. Debes saber que he preparado todo esto con antelación. Desde hace tiempo hay dinero en bancos de Londres y Roma. Mi abogado de Kitwe está informado. Si dices que no, venderé la granja. Nunca faltan especuladores.

– Mister Pihri va a echarte de menos -dice él.

– Mister Pihri sobrevivirá -responde ella-. Su hijo mayor va a ser también policía. Vas a hacerte cargo incluso del joven Mister Pihri.

– Se trata de una decisión muy importante -dice él-. En realidad yo ya tendría que haber regresado hace mucho tiempo.

– No te he visto viajar -dice ella-. He visto que te quedas. Tus tres meses empiezan a partir de ahora, aquí, a la sombra del árbol.

– ¿Entonces vas a volver? -pregunta él.

– Para vender o para embalar las cosas -responde ella-. O quizás ambas cosas.

Sus preparativos han sido minuciosos. Cuatro días después de la conversación bajo el árbol, Hans Olofson la lleva al aeropuerto de Lusaka. La sigue hasta el mostrador de facturación y después va a la terraza para ver, en el calor de la noche, el momento en que el gran reactor toma velocidad y desaparece con un rugido en dirección a las estrellas.

Su despedida ha sido simple. «Debería haber sido yo», piensa. «Con toda franqueza, tendría que haber sido yo el que por fin se marchara de aquí…»

Se queda una noche en el mismo hotel donde se escondió una vez. Se sorprende al comprobar que le han dado la misma habitación, la 212. «Cosas de la magia», piensa. «Se me olvida que estoy en África.»

Una sensación de desasosiego lo induce a bajar al bar en busca de la mujer negra que en aquella ocasión se le ofreció. Al no ser atendido por los camareros con la suficiente rapidez, le grita a uno que está sin hacer nada junto a la barra del bar.

– ¿Qué hay hoy? -pregunta.

– No hay whisky -contesta el camarero.

– ¿Entonces hay ginebra? ¿Hay tónica?

– Hoy hay tónica.

– ¿Hay ginebra y tónica?

– Hoy hay ginebra y tónica.

Bebe hasta emborracharse y piensa que va a bautizar la granja con el nombre de Granja Olofson.

Enseguida se planta una mujer negra delante de su mesa. Tiene dificultades para verle la cara en la oscuridad.

– Sí -dice-. Quiero compañía. Habitación doscientos doce. Pero no ahora, todavía no.

Ve que la mujer duda si esperar o no al lado de su mesa.

– No -dice él-. Cuando me veas subir las escaleras, espera una hora más. Luego vienes.

Cuando ha terminado de comer y sube las escaleras no la ve. «Pero ella me está mirando», piensa.

Luego ella llama a la puerta. Se da cuenta de que es muy joven, de apenas diecisiete años. Pero tiene experiencia. Nada más entrar, ya está solicitando que acuerden las condiciones.

– Toda la noche no -dice él-. Quiero que te vayas.

– Cien kwacha -dice ella-. O diez dólares.

Él asiente con la cabeza y le pregunta cómo se llama.

– ¿Qué nombres te gustan? -pregunta ella.

– Maggie -propone él.

– Me llamo Maggie -dice ella-. Esta noche me llamo Maggie.

Cuando se acuesta con ella es consciente de que no tiene sentido. No hay nada más aparte de la excitación, sólo un espacio que ha estado vacío demasiado tiempo. Aspira los olores de su cuerpo, a jabón barato, a perfumes que le recuerdan a algo ácido. «Huele igual que una manzana», piensa. «Su cuerpo es como un apartamento cerrado que recuerdo de mi infancia…»

Enseguida pasa todo. Le da el dinero y ella se viste en el cuarto de baño.

– Puedo volver otra vez -sugiere ella.

– Me gusta el nombre Janine -dice él.

– Entonces me llamaré Janine -contesta ella.

– No -dice él-. Nunca más. Vete.

Cuando entra en el cuarto de baño ve que se ha llevado el papel higiénico y su jabón. «Roban», piensa. «Si pudieran, nos sacarían el corazón…»

Al anochecer del día siguiente está en la granja otra vez.

Come lo que le ha preparado Luka.

«Voy a llevar esta granja de otro modo», piensa. «Los continuos argumentos sobre la necesidad de los blancos van a desaparecer a través de mi ejemplo. El hombre que designe como mi sustituto será negro. Construiré mi propia escuela para los hijos de los trabajadores, no sólo voy a prestarles ayuda cuando haya que enterrarlos.

«Actualmente, la realidad de esta granja o la de Ruth y Werner, es el trabajo mal retribuido, la ruina de los trabajadores. El dinero de Judith en los bancos europeos son los sueldos que nunca se han pagado.

»Voy a cambiar esta granja, y la escuela que voy a construir se llamará Janine. Cuando deje un día la granja, será en recuerdo del momento en el que, por fin, se refutaron las ideas de los granjeros blancos…»

Pero también es consciente de su prosperidad. Su situación es acomodada incluso en el punto de partida. La granja representa una fortuna. Aunque duplicara el sueldo de los trabajadores, las gallinas pondrían huevos directamente en sus bolsillos…

Espera el amanecer con impaciencia. Anda por la casa silenciosa y se queda un rato ante los espejos mirándose la cara. Lanza un aullido que resuena en la casa vacía…

Al amanecer abre las puertas. El río arrastra consigo leves capas de niebla. Luka espera allí fuera, igual que el jardinero y la mujer que lava su ropa. Cuando ve sus rostros silenciosos, se estremece. A pesar de que no puede leer sus pensamientos, son suficientemente claros…

Dieciocho años después recuerda esa mañana. Como si la imagen que recuerda y la actual fueran simultáneas, puede volver a evocar la niebla que había sobre el Kafue, el rostro impenetrable de Luka, el temblor que sintió en el cuerpo.

Cuando casi todo ha pasado, regresa a ese momento de octubre de 1970. Recuerda cómo estuvo deambulando por la silenciosa casa, los propósitos que se hizo. En el reflejo de esa noche contempla los dieciocho años de su vida que ha vivido en África.

Judith Fillington nunca volvió. En diciembre de 1970 le visita su abogado, que le sorprende por ser un africano, no un blanco, y le deja una carta procedente de Nápoles, en la que ella le pide su decisión. Él da su respuesta a Mister Dobson, que promete enviarle a ella un telegrama y volver con los papeles que hay que firmar.

Hacia principios de año se intercambian firmas entre Nápoles y Kalulushi. Simultáneamente, Mister Pihri va a visitarlo con su hijo.

– Todo es como antes -dice Hans Olofson.

– Hay que evitar los problemas -contesta Mister Pihri sonriendo-. Mi hijo, el joven Mister Pihri, vio hace unos días una motocicleta de segunda mano en Chingola.

– Mi permiso de residencia tiene que renovarse pronto -dice Hans Olofson-. Naturalmente, el joven Mister Pihri necesita una motocicleta.

A mediados de enero recibe una larga carta de Judith, franqueada en Roma.

«He entendido algo», escribe ella. «Algo que antes jamás me atreví a ver. Durante toda mi vida en África, desde mi infancia, crecí en un mundo basado en la diferencia entre blancos y negros. Mis padres se compadecían de los negros, de su pobreza. Vieron que era necesario el desarrollo, me enseñaron a entender que las condiciones de los blancos sólo existirían por un tiempo determinado. Tal vez dos o tres generaciones. Después tendría lugar una revolución, los negros asumirían las funciones de los blancos, que verían recortada su importancia ficticia. Tal vez quedarían reducidos a una minoría oprimida. Aprendí que los negros eran pobres, sus vidas limitadas. Pero también aprendí que tienen algo que nosotros no tenemos. Una dignidad que en algún momento va a ser decisiva. Reconozco que me he negado a comprenderlo, quizás especialmente después de desaparecer mi marido sin dejar rastro. He acusado a los negros de su desaparición, los he odiado por algo que no han hecho. Ahora, en este momento en que África está tan lejos, ahora que he decidido vivir el resto de mi vida aquí, me atrevo a asumir de nuevo el punto de vista que me negaba anteriormente. He visto a la bestia en el africano, pero no en mí misma. Siempre hay un punto en la vida de una persona en el que lo más importante hay que dejarlo en manos de otros.»

Luego le pide que le escriba si muere Duncan Jones y le da la dirección de un banco en Nueva Jersey.

Mister Dobson llega con una cuadrilla de hombres que embalan las pertenencias de Judith en grandes cajas de madera, después de que él haya revisado minuciosamente una lista.

– Lo que quede es suyo -le dice a Hans Olofson.

Van a la habitación que está llena de huesos.

– No menciona nada de esto -dice Mister Dobson-. Por lo tanto, es suyo.

– ¿Qué hago? -pregunta Hans Olofson.

– Podría ser un asunto para un abogado -responde Mister Dobson amablemente-. Pero supongo que hay dos posibilidades. Dejarlo donde está o retirarlo. El cocodrilo conviene que sea llevado de nuevo al río.

Junto con Luka, lleva los restos al río y los ve hundirse en el fondo. El fémur de un elefante brilla a través del agua.

– Los africanos vamos a evitar este sitio, Bwana -dice Luka-. Vemos animales muertos que aún viven en el fondo. El esqueleto del cocodrilo puede ser más peligroso que el cocodrilo vivo.

– ¿Tú qué piensas? -pregunta Hans Olofson.

– Pienso lo que pienso, Bwana -contesta Luka…

Hans Olofson extiende su arco del tiempo, el arco que integran aquellos dieciocho años dedicados a transformar esa granja, que ahora es suya, en un modelo político.

Un sábado por la mañana temprano reúne a todos los trabajadores fuera del cobertizo de adobe que es su oficina, se sube a un bidón de gasolina y les dice que ahora es él, y no Judith Fillington, el dueño de la granja. Mira las caras expectantes, pero está firmemente decidido a llevar a cabo su propósito.

Durante los años posteriores, en que no cesa de trabajar, trata de llevar a cabo lo que se ha impuesto como su gran misión. Designa como capataces a los trabajadores más hábiles y les da tareas más cualificadas. Aumenta los salarios drásticamente, construye viviendas nuevas, y ve levantarse una escuela para los hijos de los trabajadores. Desde el principio percibe la oposición de los demás granjeros blancos.

– Estás minando tu propia situación -le advierte Werner Masterton una tarde que va a visitarlo.

– No sabes lo que haces -dice Ruth-. Espero que cuando te des cuenta no sea demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde para qué? -pregunta Hans Olofson.

– Para todo -contesta Ruth.

A veces aparece Duncan Jones como un fantasma y se queda mirándolo. Hans Olofson ve el pavor que les produce a los negros.

Una noche en que, una vez más, se despierta por la lucha violenta de los vigilantes nocturnos contra las invasoras hormigas cazadoras, oye aullar a Duncan Jones en su casa fortificada.

Muere dos años más tarde. En el periodo de lluvias, la casa empieza a oler y, cuando irrumpen en ella, encuentran el cuerpo putrefacto en el suelo entre botellas y restos de comida. La casa está llena de insectos y de mariposas amarillas que vuelan por encima del cadáver.

Por la noche oye retumbar los tambores. El alma del hombre santo flota ya sobre la granja al lado del río.

Duncan Jones tiene su tumba en lo alto de un cerro, junto al río. Un sacerdote católico viene desde Kitwe. A excepción de Hans Olofson, no hay ningún blanco al lado del ataúd, sólo los trabajadores negros.

Escribe una carta al banco de Nueva Jersey para contar que Duncan Jones ha muerto. No recibe ninguna respuesta de Judith.

La casa permanece vacía durante un tiempo hasta que Hans Olofson decide derribar los muros y hacer un centro de salud para los trabajadores y sus familias.

Le parece percibir algún cambio, aunque infinitamente lento. Metro a metro, trata de eliminar la barrera que lo separa de los doscientos trabajadores.

Cuando vuelve de un viaje a Dares-Salaam, le asalta el presentimiento de que en algo está totalmente equivocado, que todas sus buenas intenciones han fracasado. Sin motivo alguno, la producción empieza a caer de un día para otro. Llegan quejas de huevos rotos o que no se han entregado. Empiezan a robar piezas de repuesto, de forma inexplicable desaparece alimento para las gallinas y herramientas. Descubre que los capataces falsifican listas de asistencia y en un control nocturno se encuentra a la mitad de los vigilantes durmiendo, algunos de ellos totalmente borrachos.

Reúne a los capataces y les pide responsabilidades. Pero todo lo que consigue son excusas raras.

Ha viajado hasta Dares-Salaam en busca de piezas de repuesto para el tractor de la granja. Que desaparece al día siguiente de haber sido reparado. Llama a la policía, despide a todos los vigilantes nocturnos, pero el tractor sigue sin aparecer.

A la vez comete un grave error. Envía un recado a Mister Pihri y toman el té los dos en el cobertizo de adobe.

– Ha desaparecido mi tractor -dice Hans Olofson-. Emprendí un largo viaje a Dares-Salaam para comprar las piezas de repuesto que no se pueden adquirir en este país. Viajé hasta allí para que mi tractor pudiera empezar a trabajar de nuevo. Ahora ha desaparecido.

– Eso es naturalmente un gran problema -contesta Mister Pihri.

– No entiendo por qué sus colegas no pueden encontrar el tractor. No hay muchos tractores en este país. Un tractor es difícil de ocultar. También tiene que ser complicado conducirlo a través de la frontera con Zaire para venderlo en Lubumbashi. No entiendo que sus colegas no puedan encontrarlo.

Mister Pihri se pone de repente muy serio. A Hans Olofson le parece descubrir en la oscuridad un peligroso destello en sus ojos. Se produce un largo silencio.

– Si mis colegas no pueden encontrar el tractor se debe a que ya no es un tractor -contesta al fin Mister Pihri-. ¿No podría estar ya desmontado? ¿Cómo se puede diferenciar un tornillo de otro? Una caja de cambios no tiene cara. Mis colegas podrían indignarse mucho si supieran que usted no está satisfecho con su trabajo. Indignarse mucho, mucho. Eso podría acarrear problemas que ni siquiera yo podría resolver.

– ¡Pero yo quiero que me devuelvan el tractor!

Mister Pihri se sirve un poco más de té antes de contestar.

– No todos están de acuerdo -dice.

– ¿De acuerdo en qué?

– En que los blancos aún sean propietarios de la mayor parte de los mejores terrenos sin ser siquiera ciudadanos de nuestro país. No quieren cambiar de pasaporte, pero sí apropiarse de nuestros mejores terrenos.

– No entiendo qué tiene que ver eso con mi tractor.

– Hay que evitar los problemas. Si mis colegas no encuentran su tractor, significa que ya no existe tal tractor. Naturalmente, sería muy desafortunado que, además, indignara a mis colegas. Tenemos mucha paciencia. Pero puede acabarse.

Acompaña a Mister Pihri afuera, al sol. Su despedida es inhabitualmente corta, y Hans Olofson se da cuenta de que ha transgredido una norma invisible.

«Tengo que andarme con cuidado», piensa. «No debería haberle hablado del tractor…»

Se despierta de repente por la noche y, mientras escucha desde la cama la intranquila vigilia de los perros alrededor de la casa, decide dejarlo todo. Vender la granja, transferir los excedentes a Judith y marcharse. Pero siempre hay una misión que debe terminar antes. La disminución en la producción cesa cuando, después de un tiempo, él mismo vuelve a asumir todas las decisiones.

Le escribe cartas a su padre y le pide que venga a visitarlo. Sólo una vez recibe contestación y deduce, por lo confuso de la carta, que Erik Olofson bebe cada vez más y con más frecuencia.

«Tal vez entienda las cosas más tarde», piensa. «¿Entenderé alguna vez por qué estoy aquí?»

Mira en el espejo su rostro bronceado. Ha cambiado su aspecto, se ha dejado crecer la barba.

Una mañana se da cuenta de que ya no se reconoce a sí mismo. La cara del espejo es la de otro. De repente se sobresalta. Luka está detrás de él y, como de costumbre, no ha oído las pisadas de sus pies descalzos sobre el suelo de piedra.

– Ha venido un hombre de visita, Bwana -dice.

– ¿Quién?

– Peter Motombwane, Bwana.

– No conozco a nadie que se llame así.

– Sin embargo ha venido, Bwana.

– ¿Quién es y qué quiere?

– Eso sólo lo sabe él, Bwana.

Se da la vuelta y mira a Luka.

– Dile que se siente y espere, Luka. Enseguida voy.

Luka se marcha.

Algo inquieta a Hans Olofson. Pasarán muchos años hasta que lo comprenda…

¿Quién le susurra la contraseña al oído? ¿Quién le descubre cuál será su objetivo? ¿Cómo encuentra un sentido en la vida que no sea sólo un punto de la brújula?

Incluso este año, 1959, la primavera se abre camino por fin a través de las heladas barreras del frío, y Hans Olofson ha decidido que necesita marcharse. Lo decide de forma vaga y vacilante, pero siente que no puede eludir esa exhortación que se hace a sí mismo.

Un sábado por la tarde del mes de mayo, cuando llega el tratante de caballos Under en su polvoriento y enorme Buick negro, se arma de valor y va a su encuentro. Al principio, el tratante de caballos no entiende lo que masculla el muchacho. Intenta espantarlo, pero él es obstinado y no se entrega hasta que logra que escuche el mensaje. Cuando Under comprende que el muchacho está tratando de presentarle su dimisión, se pone furioso. Levanta la mano para darle una bofetada, pero el muchacho es rápido y la evita. Ya sólo le queda repartir una humillación simbólica. Saca un fajo de billetes, elige el de menor valor, el de cinco coronas, y se lo tira al suelo.

– Éste es el pago que te mereces. Lo que siento es que no haya billetes de menor valor. Con esto se te paga de más…

Hans Olofson recoge el billete y entra en la cuadra para despedirse de los caballos y de los hermanos Holmström.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntan los hermanos, que, con la noche del sábado por delante, se están lavando bajo el grifo de agua fría.

– No lo sé -contesta él-. Algo saldrá.

– Nosotros también nos iremos a mediados del próximo invierno -dicen los hermanos cambiándose las botas llenas de estiércol por unos zapatos de baile negros.

Quieren invitarlo a un trago de aguardiente.

– Maldito tratante de caballos -dicen mientras comparten la botella-. ¡Si ves un Saab, somos nosotros! No lo olvides…

Aquella tarde de primavera cruza rápidamente el puente para comunicarle a Janine su decisión. Ella todavía no ha vuelto de uno de los gloriosos Encuentros de Primavera de Hurrapelle, por lo que da un paseo alrededor del jardín recordando el momento en que él y Sture untaron de barniz sus groselleros. Deja atrás el recuerdo, prefiere no acordarse de la irreflexiva hazaña.

«¿Quién puede entender aquello? ¿No es la vida lo realmente difícil de manejar, con todas esas cosas incomprensibles que nos engañan acechándonos tras las esquinas por las que hemos de pasar? ¿Quién puede controlar en verdad los oscuros impulsos de origen desconocido que se esconden en nuestro interior?

»Espacios secretos y caballos salvajes», piensa. «Eso es lo que se lleva dentro.»

Baja las escaleras y piensa en Sture. «Tiene que encontrarse en algún sitio. ¿Estará en un hospital apartado o en una de las estrellas más lejanas del universo?» Ha pensado muchas veces en preguntar por él a Nyman, el conserje del juzgado. Pero nunca lo ha hecho.

Ya tiene demasiado. Prefiere no estar totalmente seguro de nada. Sin embargo, puede ver ante sí lo desagradable, casi con excesiva claridad. Un tubo de metal, grueso como la boquilla de una cafetera, metido en la garganta. ¿Y el pulmón artificial? ¿Qué puede ser? Ve un gran escarabajo que abre su cuerpo y rodea a Sture bajo las alas brillantes.

¿Pero no poder moverse, un día tras otro, es una vida completa? Intenta imaginárselo sentándose totalmente rígido en la escalera de Janine, pero no funciona. No puede entenderlo. Por eso es mejor no estar seguro al cien por cien de nada. Así hay una puerta pequeña que tal vez se pueda abrir. Una puerta pequeña a la idea de que Sture puede haberse curado, o que el puente de hierro, el río y el chándal rojo sólo han sido un sueño…

Se oyen crujidos en el camino de gravilla y es Janine, que llega. Está tan absorto en sus pensamientos que no la oye abrir la verja. Se levanta de golpe, como si hubiera estado haciendo algo prohibido.

Janine aparece con un abrigo blanco y un vestido azul claro. Al atardecer, la luz cae de tal modo que el pañuelo blanco que se pone bajo los ojos parece del mismo color que su piel.

Algo sucede, un estremecimiento. Algo más importante que todos los malvados tratantes de ganado…

¿Cuánto tiempo hace de eso? Dos meses ya. Una mañana, Under llevó a una empleada joven y asustada a la cuadra, entre los caballos. Alguien que había encontrado en una mansión solitaria en la profundidad de los bosques de Halsinge. Alguien que quería salir de allí, que entendía de caballos, y que él metió en el asiento de atrás de su Buick…

Hans Olofson la había amado sin límites. Durante el mes que estuvo en la cuadra había dado vueltas alrededor de ella como una mariposa vigilante, y cada tarde había retrasado la salida para quedarse a solas con ella.

Pero un día ella desapareció. Under la había llevado de vuelta a su casa y no paraba de refunfuñar algo acerca de que los padres llamaban a todas horas para saber cómo se las arreglaba.

La había amado y al anochecer, cuando el pañuelo no se ve, también ama a Janine. Pero le asusta la capacidad que tiene ella para leerle las ideas. Por eso se levanta deprisa, escupe en la gravilla y le pregunta dónde demonios ha estado.

– Hemos tenido Encuentro de Primavera -dice ella.

Se sienta a su lado en la escalera y miran un gorrión que salta alrededor de la huella de un pie que ha quedado marcada en la gravilla.

Uno de los muslos de ella tropieza con su pierna.

«La chica del establo», piensa él. Marie o Rimma, como la llamaban. Una vez se quedó, se escondió detrás del heno y la vio desnudarse y lavarse al lado del grifo de agua. Estaban tan cerca que a él poco le faltó para lanzarse sobre ella, para penetrarla, para dejarse absorber por ese Misterio incomprensible…

El gorrión se agazapa en la huella de la gravilla. Janine roza y empuja su pierna. ¿No sabe lo que está haciendo? Los caballos salvajes tiran y tratan de soltarse cuando están encadenados en sus cuadras. ¿Qué pasa si se sueltan? ¿Qué puede hacer?

De repente, ella se levanta, como si le hubiera leído los pensamientos.

– Tengo frío -dice-. En la iglesia había corriente de aire y él ha hablado hoy mucho tiempo.

– ¿Hurrapelle?

Ella se ríe de él.

– Sin duda, es el único que no sabe cómo le llamamos -dice ella-. Seguramente se enfadaría si lo supiera.

En la cocina le cuenta que se ha despedido del tratante de caballos. ¿Pero qué pasó en realidad? ¿Cómo ocurrió? Se describe a sí mismo indignado y levantando la voz; al tratante de caballos, en cambio, pequeño como un enano tembloroso. Pero ¿no era su voz la que apenas se oía y mascullaba las palabras de tal modo que apenas se le podía entender? ¿Es él demasiado pequeño o el mundo demasiado grande?

– ¿Qué vas a hacer? -pregunta ella.

– Creo que voy a empezar el bachillerato y pensar un poco -contesta él.

Y eso es también lo que ha decidido. Tiene calificaciones suficientes para ello, lo sabe, se lo ha confirmado el jefe de estudios Gottfried. Quizá sea más difícil convencer a Erik Olofson de la utilidad de volver a un banco de escuela roto por el uso.

– Hazlo -dice ella-. Seguro que te las arreglarás bien.

Pero él se defiende.

– Si no me va bien me marcho de viaje -dice-. Está el mar. Pero al tratante de caballos no vuelvo más. Que torturen otros a los caballos…

Cuando regresa de la casa de Janine, baja a sentarse en su pedrusco. Corre el agua del deshielo primaveral y un tronco muy grande se ha quedado atascado en el cabo del Parque del Pueblo. «Las complicaciones de la vida», piensa.

Esa tarde puede contarle a su padre la decisión que ha tomado, da igual un día que otro. Permanece sentado hasta que el tren de cercanías tiembla encima del puente y desaparece luego en el bosque. El agua del deshielo baja danzando…

Al llegar a casa, Erik Olofson está sentado puliendo el pequeño revólver con empuñadura de nácar. El revólver que compró una vez a un chino que encontró en Newport News, el revólver que le costó nueve dólares y una chaqueta. Se sienta al otro lado de la mesa de la cocina y observa al padre que, con mucho cuidado, frota la reluciente culata.

– ¿Se puede disparar con ella? -pregunta.

– Naturalmente que se puede -contesta Erik Olofson-. ¿Piensas que compraría un arma que no pudiera utilizar?

– ¿Cómo se supone que iba a saberlo?

– No, cómo ibas a saberlo.

– Exactamente.

– ¿A qué te refieres?

– A nada. Pero he dejado de trabajar con ese asqueroso tratante de caballos.

– Nunca deberías haber empezado a trabajar con él. ¿Qué te dije?

– ¿Me dijiste algo?

– Te dije que te quedaras en el almacén de la Asociación de Comerciantes.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– No escuchas lo que te digo.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Luego llegas a casa y dices que no he dicho nada.

– No debería haber empezado a trabajar en ese almacén. Y también he terminado con el maldito tratante de caballos.

– ¿Qué te dije?

– No me dijiste nada.

– ¿No te dije que te quedaras en el almacén?

– ¡Tendrías que haberme dicho que no empezara a trabajar allí!

– ¿Por qué tendría que habértelo dicho?

– ¡Ya lo he dicho! ¿No vas a preguntarme qué pienso hacer ahora?

– Por supuesto.

– Entonces, ¡pregunta!

– No creo que haya nada que preguntar. Si tienes algo que decir, adelante. Esta culata nunca queda limpia del todo.

– Yo la veo reluciente.

– ¿Tú qué sabes de culatas de nácar? ¿Sabes lo que es el nácar?

– No.

– Entonces.

– Voy a empezar el bachillerato. Ya me he informado y tengo calificaciones suficientes.

– Ya veo.

– ¿Es todo lo que tienes que decir?

– ¿Qué quieres que diga?

– ¿Te parece bien?

– Yo no soy el que va a estudiar.

– ¡Mierda!

– No seas mal hablado.

– ¿Por qué?

– Eres demasiado joven.

– ¿Cuántos años hay que tener para hablar mal?

– Dímelo tú…

– ¿Tú qué crees?

– Creo que te tendrías que haber quedado en el almacén. Es lo que siempre he dicho…

La primavera, el verano, tan corto, tan fugaz, y enseguida llega la época de las bayas de serba, y Hans Olofson va a hacer su entrada en el instituto. ¿Qué ambiciona en realidad? No ser el mejor, pero tampoco el peor. Estar en algún sitio en medio de la corriente, siempre lejos de los precipicios. No tiene intención de ponerse a la cabeza y alejarse nadando…

Hans Olofson se convierte en un alumno que los profesores olvidan. A veces puede parecer tranquilo, casi lento. Es de los que cuando se les pregunta contestan en general, y no del todo erróneamente. Pero ¿por qué no levanta nunca la mano cuando, al fin y al cabo, sabe las cosas? Y en geografía tiene amplios conocimientos de la mayor parte de los sitios extraños. Puede hablar de Pamplemousse como si hubiera estado allí. Y de Lourenco Marques, donde quiera que se encuentre…

Hans Olofson nunca se ahoga en el río del saber, en el que nada durante cuatro largos años. Se vuelve inaccesible y pasa lo más inadvertido posible en medio de la clase. Allí marca su territorio y crea su escondrijo. Se convierte en una capa de protección contra la indecisión.

¿Qué espera realmente de esos cuatro años? No tiene proyectos de futuro. Sus sueños van por otros derroteros.

Con serena obsesión espera que cada lección le descubra el Objetivo de su vida. Sueña con ese momento decisivo, cuando pueda cerrar los libros, levantarse y marcharse para no volver nunca más. Mira a los profesores con atención, busca su guía…

Pero la vida es como es y hay muchos otros fuegos que también arden en su interior durante esos últimos años que vive junto al río. Se adentra en la edad en que hay un pirómano en cada persona, equipado con su propia piedra de mechero en un mundo generalmente incomprensible. Son las pasiones que se inflaman y se apagan, que vuelven a empujarlo con velocidad, lo consumen, pero una vez más logra salir con vida de las cenizas.

Las pasiones liberan unas fuerzas que le dejan asombrado. En ese momento cree que está rasgando las últimas capas que lo mantienen unido a su infancia, a ese tiempo que tal vez empezó y terminó de forma simultánea en las ruinas de la fábrica de ladrillos, cuando descubrió que él era precisamente él y no otra persona, nadie más.

Y las pasiones se inflaman hasta llegar a las notas monótonas de la orquesta Kringström. Ahí hay bajos y trompetas, clarinete, guitarra y acordeón. Dando un suspiro, empiezan con Velas rojas al atardecer, cansados hasta que no pueden más después de miles de años de incesante interpretación en la pista de baile de la Casa del Pueblo, donde siempre hay corriente de aire. Kringström, que ya ni siquiera recuerda su nombre de pila, padece bronquitis crónica después de haber estado continuamente expuesto al humo de los cigarrillos, al calor de las estufas y a las corrientes de aire de las puertas que se abren y se cierran por el constante trasiego de gente. Cierta vez, durante su juventud, deseó ser compositor. No de los graves y pesados que componen para la posteridad, sino ligero y popular, un compositor especializado en canciones pegadizas. ¿Pero qué le pasó? ¿Qué le queda de la pálida sonrisa de la vida? Las melodías no aparecieron, no salieron nunca del acordeón por mucho que buscara inspiración, por mucho que intentara tocarlas con los dedos. Todo estaba ya escrito y formó su orquesta para sobrevivir. La gente patalea ahora en las pistas de baile mientras ellos siguen tocando hasta el momento en que la eternidad los empuje al último precipicio. La música que una vez fue un sueño se ha convertido en un suplicio. Kringström tose y ve ante sí un espantoso muerto por cáncer de pulmón. Pero sigue tocando y, cuando suena la última nota, agradece los aplausos. Bajo la tarima de la orquesta hay, como siempre, jóvenes vociferantes y borrachos, incapaces de bailar, pero dispuestos a insultar si no les gusta la música. Hace tiempo que la orquesta Kringström ha dejado de intentar complacer al público, su música es algo monótono que sale de los instrumentos. Amortigua el sonido todo lo que puede con tapones para los oídos y sólo oye lo necesario para no perder el ritmo. Siempre que pueden hacen una pausa e intentan prolongarla al máximo. Beben café con licor en la desolada habitación trasera, donde una solitaria bombilla se balancea colgada del techo y en la pared hay un póster roto con un encantador de serpientes, se sientan en silencio y se turnan para entreabrir la puerta y echar un ojo a los instrumentos, por si a alguno de los jóvenes borrachos se le ocurre meterse titubeando en el escenario y posar los dientes en un clarinete…

Después de Velas rojas al atardecer viene Diana, y luego han de interpretar piezas más rápidas porque el público empieza a quejarse. Y la orquesta arremete con el fuerte sonido de Alligator Rock, mientras Kringström piensa que un ser perverso detrás de él le golpea la cabeza con un mazo. En la pista de baile, los jóvenes saltan y giran como locos, y Kringström a veces se imagina que está en un manicomio. Después de este estallido musical vienen otras dos piezas lentas y, a veces, Kringström se venga de la exigencia de los jóvenes interpretando un vals. Entonces la afluencia de gente en la pista disminuye y la ruidosa muchedumbre se encamina hacia las puertas giratorias que conducen al café, donde se puede mezclar perfectamente el aguardiente que cada uno trae con zumo de naranja. Hans Olofson llega a entrar incluso en ese mundo.

A menudo va en compañía de los hermanos Holmström. Aún no han encontrado a sus elegidas y han dejado al tratante de caballos abandonado a su suerte. El patrimonio, el proyecto que tenían de ser agrimensores, puede esperar un año más, y cuando las tardes en otoño empiezan a ser frías, se encaminan hacia los bailes del sábado de la Casa del Pueblo. Acaban de aparcar su Saab y tropiezan con Hans Olofson, que está apoyado en la pared sin saber si entrar o no. Le cogen enseguida del brazo, se lo llevan detrás de la peluquería de señoras y le invitan a aguardiente. Les ha afectado mucho el hecho de que se enfrentara al tratante de caballos y le comunicara que se iba. Casi todos los que abandonan el trabajo de Under son despedidos en toda regla. Pero Hans Olofson se plantó ante él y por eso se merece un trago y un abrazo protector.

Hans Olofson nota cómo el aguardiente le calienta la sangre y sigue a los dos hermanos en medio de la aglomeración. Gullberg, el portero, está al lado de la taquilla mirando con recelo el alboroto. No permite la entrada a los que van demasiado borrachos y eso suele provocar débiles protestas. Pero sabe que por delante de sus narices entra un litro tras otro de aguardiente y coñac, en bolsos y abrigos amplios. Pero pasan a través del ojo de la aguja, entran en el calor y el olor de las nubes de tabaco, en el mundo de las bombillas rotas. Los hermanos Holmström son jóvenes inexpertos en el baile, pero con suficiente aguardiente en el cuerpo son capaces hasta de invitar a bailar un decente foxtrot y hacerlo bien. Enseguida se encuentran con chicas que conocen de algún lejano verano y Hans Olofson se siente de repente desamparado.

Sabe los pasos, le ha enseñado Janine. Pero no le ha podido enseñar a atreverse a invitar a una chica a bailar.

Tiene que pasar la prueba de fuego él solo y se pisa a sí mismo los dedos de los pies con rabia por no conseguir invitar a ninguna de las muchas jóvenes que esperan en el borde de la pista de baile, temblando de deseo y temor por bailar. Encima de la pista, como flotando, se mueven Los Envidiables, Las Bellas y Las Buenas Voluntades. A las que siempre invitan a bailar y apenas les da tiempo de llegar al borde de la pista pues ya las han vuelto a sacar. Bailan con los hombres de paso seguro, coche propio y buena presencia. Hans Olofson ve deslizarse a la que fue elegida Lucía [1] el año anterior, en brazos del conductor Juhlin, que lleva uno de los grandes vehículos de la Administración de Carreteras. Huele a sudor, los cuerpos despiden vaho y Hans Olofson se dice que tiene que estar allí, como sea…

«La próxima vez», piensa. «La próxima vez me tiro a la piscina…»

Pero cuando se ha decidido por la hija de la enfermera del distrito, y ha adoptado la postura y la dirección del pie que corresponden, es demasiado tarde. Como ángeles salvadores, los hermanos Holmström llegan dando gritos, rebosando energía y calor después de despotricar violentamente en la pista. En el servicio de caballeros se refrescan con aguardiente templado e historias impúdicas. Detrás de una de las puertas cerradas se oye a alguien vomitando.

Después salen otra vez y ahora Hans Olofson tiene prisa. Ahora va a cruzar la línea pase lo que pase, de lo contrario se hundirá en el desprecio a sí mismo. Se mete en la pista con piernas temblorosas en el mismo momento en que Kringström inicia una variante sumamente lenta de All of me. Se queda ante una de las damas de honor de la fiesta de santa Lucía del año anterior. Ella va detrás de él, en medio del gentío, y después se abren paso hasta la abarrotada pista de baile…

Muchos años después, en su casa junto a la orilla del Kafue, con una pistola cargada debajo de su almohada, recordará All of me, el calor del humo de la estufa y a la dama de honor con la que se abría paso en la pista de baile. Cuando se despierta de repente en la noche africana, empapado en sudor, asustado por algo que ha oído o cree haber oído en la oscuridad, recuerda esos momentos. Puede verlo todo como era.

Kringström interpreta ahora otra canción. La Paloma o Twilight Time, no recuerda cuál de las dos. La ha bailado con la dama de honor, ha tomado un trago más de la botella de los hermanos Holmström, y ahora va a bailar de nuevo. Pero cuando se pone delante de ella, le tiemblan las piernas, ella sacude la cabeza y mira hacia otro lado. Cuando extiende el brazo para alcanzar el suyo, lo rechaza. Ella hace muecas diciendo algo, pero suenan los tambores y cuando se inclina hacia ella para oír lo que dice pierde el equilibrio. Sin saber cómo, se encuentra de pronto con la cabeza en un maremagno pies y zapatos. Cuando intenta incorporarse, siente que una recia mano lo levanta por el cuello. Es el portero Gullberg, que ha estado atento y ha descubierto al muchacho que, borracho, se arrastra por el suelo, y decide expulsarlo inmediatamente.

En la noche africana recuerda la humillación, y el malestar es tan fuerte como en el momento en que ocurrió…

Aquella tarde de otoño se aleja tambaleándose de la Casa del Pueblo y sabe que Janine es la única persona a la que puede contarle su desdicha. La despierta cuando golpea su puerta. La saca de repente de un sueño en el que había vuelto a ser una niña. Pero cuando abre la puerta medio dormida, Hans Olofson está ahí con los ojos muy abiertos.

Lentamente, él va saliendo de su reserva y ella espera paciente, como siempre. Se da cuenta de que está borracho y molesto, pero espera, lo deja libre en su silencio. Cuando se sienta en la cocina de Janine y ve nítida la imagen de su derrota, la amplía a proporciones grotescas. Nadie puede haberse expuesto a mayor ignominia que él, ni los locos que intentan quemarse a sí mismos ni los que en las noches de invierno deciden echar abajo la iglesia con una fría palanca.

Ahí estaba él, tirado entre todos aquellos pies y zapatos. Levantado en el aire como un gato al que agarran por el pescuezo.

Extiende una colcha y una manta en la habitación en la que está el gramófono y le dice que se tumbe. Sin decir una palabra, él se tambalea y cae en el sofá. Ella cierra la puerta y luego se acuesta en su cama, sin poder dormir. Se revuelve inquieta, esperando algo que nunca va a ocurrir…

Cuando Hans Olofson se despierta por la mañana, con las sienes palpitándole y la boca reseca, un sueño permanece en su inconsciente. Se abre la puerta, Janine entra en su habitación y se tumba en el suelo mirándolo desnuda.

El sueño es como un prisma tallado, claro como una imagen fuera de la realidad. Se introduce entre la niebla del arrepentimiento… «Tiene que haber ocurrido», piensa. «Tiene que haber entrado esta noche aquí, sin ropa…»

Se levanta del sofá y va sigilosamente a la cocina a beber agua. La puerta de la habitación de ella está cerrada, se para a escuchar y oye sus leves ronquidos. Las manecillas del reloj señalan las cinco menos cuarto y vuelve a deslizarse en el sofá, para dormirse otra vez y soñar, o para olvidar que existe…

Cuando se despierta varias horas después, ya amanece y Janine está sentada a la mesa de la cocina, con su bata de andar por casa, haciendo punto. Al verla, quiere quitarle de las manos lo que está haciendo, desatarle la bata y enterrarse en su cuerpo. Hasta que la puerta de esta casa al sur del río se cierre para siempre. Nunca volverá a dejar esta casa.

– ¿En qué piensas? -pregunta ella.

«Lo sabe ya», se le ocurre enseguida. «No vale la pena mentir, nada vale la pena.» Las dificultades de la vida se amontonan ante él como inmensos icebergs. ¿Qué se imagina en realidad? ¿Que va a encontrar una contraseña con la que podrá controlar esta maldita vida?

– Estás pensando -dice ella de nuevo-. Lo noto. Tus labios se mueven como si hablaras con alguien. Pero no oigo lo que dices.

– No estoy pensando -contesta-. ¿En qué iba a pensar? ¡Tal vez no soy capaz de pensar!

– Sólo hablas de ti mismo -replica ella.

Una vez más, imagina que va hacia ella y le quita el cinturón de la bata. Después le pide que le preste un suéter y desaparece en el escarchado paisaje otoñal.

En la Casa del Pueblo, la esposa del portero Gullberg está limpiando. Cuando llama, ella abre la puerta trasera malhumorada. Su abrigo cuelga todavía de la percha como un trozo de cuero abandonado. Le da la ficha con el número.

– ¿Cómo puede olvidar uno la ropa? -pregunta ella.

– Se puede -contesta Hans Olofson y se va…

Poco a poco se da cuenta de que el olvido puede ser enorme.

Las estaciones del año cambian, el río se congela para volver a desbordarse de nuevo. Por mucho que tale su padre, los bosques de abetos se mantienen inmóviles en el horizonte. El tren de cercanías traquetea encima del puente y, dejando atrás las estaciones del año, Hans Olofson va y viene de casa de Janine. El río del conocimiento por el que transita lentamente, año tras año, no le descubre ningún Objetivo. Pero sigue transitándolo y esperando.

Se encuentra fuera de la casa de Janine. Los sonidos de su trombón se escapan a través de una ventana entreabierta. Cada día está allí, y cada día decide quitarle el cinturón de la bata. Cada vez con más frecuencia decide visitarla cuando piensa que no va a estar vestida. Llama a su puerta los domingos por la mañana temprano, otras veces se planta en su escalera a altas horas de la madrugada. El cinturón que está atado alrededor de su bata brilla como fuego.

Pero cuando finalmente ocurre, cuando sus dedos buscan a tientas el cinturón de ella, no hay nada que se parezca a lo que ha imaginado en su fantasía.

Sucede en el mes de mayo, un domingo por la mañana, dos años después de que haya dejado al tratante de caballos. La noche anterior ha estado empujando y ha sido empujado en la pista de baile. Pero se ha marchado temprano, mucho antes de que el portero Gullberg, hecho una furia, haya empezado a hacer señales intermitentes con las lámparas y la orquesta Kringström haya empezado a guardar sus instrumentos. De repente, tiene suficiente y se marcha de allí. Vaga por los alrededores en la clara noche de primavera antes de pasar sigilosamente por delante de la puerta del huevero Karlsson y meterse en la cama.

Se despierta temprano y toma café con su padre en la cocina. Después va a ver a Janine. Ella le deja entrar y él la sigue hasta la cocina y le suelta el cinturón. Despacio, se dejan caer hasta el suelo, como dos cuerpos que se hunden en el mar y se dirigen a un fondo lejano. Se cierran herméticamente en el deseo que ambos sienten.

Un deseo que para ella nunca se ha apagado del todo en el banco de penitencia de Hurrapelle. Durante mucho tiempo ha temido que ese deseo se agotara algún día, pero la esperanza nunca se ha extinguido.

Hans Olofson sale por fin de sí mismo, de su sensación de impotencia. Le parece que por primera vez tiene la vida en sus manos. Ve ante sí a Sture, inmóvil en su cama, mirando lo que pasa con una sonrisa.

Pero ninguno de los dos se imagina que no hay que fiarse de la pasión mientras se retuercen uno contra el otro en el suelo de la cocina. Ahora sólo existe el gran alivio. Luego toman café. Hans Olofson la mira furtivamente y quisiera que ella dijera algo.

¿Sonríe? ¿En qué piensa? La manecilla del reloj de pared sigue dando vueltas en silencio…

«Un momento que no hay que dejar escapar», piensa él. «Posiblemente la vida, a pesar de todo, no sea sólo penas y preocupaciones. Posiblemente hay algo más.

»Un momento que no hay que dejar escapar.»

En una foto en blanco y negro está al lado de Peter Motombwane.

Detrás de ellos se ven las paredes de las casas de los blancos y la foto está tomada bajo una brillante luz solar. Hay un lagarto inmóvil en la pared, junto a la cabeza de Peter Motombwane. Va a formar parte de su retrato conjunto.

En la foto, los dos se ríen de Luka, que es el que está utilizando la cámara de Peter Motombwane. Pero ¿por qué quería hacer la foto? ¿Por qué propuso Peter Motombwane que se hicieran la foto? No puede recordarlo…

Un día Hans Olofson invita a sus capataces a comer en su casa. Se sientan en silencio a la mesa, engullen la comida como si no hubieran comido en mucho tiempo, beben hasta emborracharse. Hans Olofson les hace preguntas y sólo obtiene monosílabos por respuesta.

Después le exige a Luka que se lo explique. ¿Por qué esa falta de entusiasmo? ¿Por qué ese testarudo silencio?

– Eres un mzungu, Bwana -dice Luka.

– Eso no es una respuesta -dice Hans Olofson.

– Es una respuesta, Bwana -insiste Luka.

Uno de los trabajadores, que limpia el almacén de alimentos y caza ratones, se resbala un día desde lo alto de los sacos amontonados y cae, con tan mala suerte que se parte la nuca. El muerto deja mujer y cuatro hijas en una miserable choza de adobe que Judith le había permitido construir cierta vez. La mujer se llama Joyce Lufuma y Hans Olofson empieza a ir a menudo a su casa. Le lleva un saco de maíz, un chitenge o cualquier otra cosa que necesite.

A veces, cuando está muy cansado, se sienta fuera de la choza de ella y mira a las cuatro hijas mientras juegan en la tierra roja.

«Quizás ésta sea mi aportación permanente», piensa. «Ayudar a estas cinco mujeres, más allá de mis grandes planes.»

Pero la mayor parte de las veces logra mantener bajo control su cansancio y un día reúne a los capataces y les comunica que les va a dar cemento, ladrillos y chapas para el tejado, para que puedan arreglar sus casas, o puedan incluso construirse una nueva. Como compensación, exige que caven hoyos para la basura y para construir letrinas cubiertas.

Por un tiempo le parece percibir cierta mejoría. Luego, todo vuelve a ser como antes. La basura se arremolina sobre la tierra roja. De repente, ve las viejas planchas de nuevo en los tejados. Pero ¿dónde están las nuevas que ha comprado? Pregunta pero no obtiene respuesta.

Habla con Peter Motombwane sobre esto y trata de entender. Por la tarde se sientan en su terraza y Hans Olofson piensa que en Peter Motombwane ha encontrado su primer amigo negro. Le ha llevado cuatro años. No sabe por qué vino aquel día a la granja a visitarlo. Se plantó en su puerta y dijo que era periodista, que quería escribir sobre la gran granja de huevos. Pero Hans Olofson nunca logra leer un reportaje suyo en el Times of Zambia.

Peter Motombwane vuelve y nunca le pide nada a Hans Olofson, ni siquiera unos huevos.

Hans Olofson le habla de sus grandes planes. Peter Motombwane escucha con su seria mirada fija en algún lugar por encima de la cabeza de Hans Olofson.

– ¿Cómo crees que van a responderte? -pregunta Peter Motombwane cuando ha terminado.

– No lo sé -dice-. Pero lo que hago debe de ser lo correcto.

– No creo que vayas a tener la respuesta que esperas -dice Peter Motombwane-. Ahora estás en África. Y África es algo que el hombre blanco nunca ha entendido. En vez de asombrarte, vas a decepcionarte.

Su conversación no termina nunca, ya que Peter Motombwane siempre la interrumpe de forma inesperada. Está sentado en una de las blandas sillas de la terraza y, de repente, se levanta y se despide. Tiene un coche viejo del que sólo se puede abrir una de las puertas traseras. Para llegar al volante ha de saltar por encima de los asientos.

– ¿Por qué no arreglas las puertas? -pregunta Hans Olofson.

– Hay cosas más importantes.

– ¿Acaso tiene que excluir una a la otra?

– A veces es así.

Después de las visitas de Peter Motombwane siempre se queda preocupado. Sin que pueda saber a ciencia cierta el qué, siente que le ha recordado algo importante, algo que olvida siempre…

Pero también van a visitarlo otras personas. Conoce a un comerciante indio de Kitwe que se llama Patel.

De forma irregular y sin lógica aparente, distintos artículos de primera necesidad se acaban de repente en el país. Un día no hay sal, otro no pueden imprimirse los periódicos por falta de papel. Recuerda lo que pensó cuando llegó por primera vez a África. En el continente negro todo está siempre a punto de acabarse.

Pero a través de Patel puede conseguir siempre lo que necesita. De recónditos almacenes saca lo que la colonia blanca requiere. Por vías de transporte desconocidas introduce los artículos en el país y la colonia blanca puede tener siempre lo que necesita a un razonable sobreprecio. Para no ser objeto de la furia de los negros ni arriesgarse a ver su negocio quemado o saqueado, Patel visita en persona a los distintos granjeros para ver si les falta algo.

«Nunca viene solo. Siempre le acompaña un primo o un amigo de Lusaka o Chipata, que casualmente está de visita. Todos se llaman Patel. Si gritara el nombre, me encontraría rodeado de miles de indios», piensa Hans Olofson. «Y todos preguntarían si necesito por casualidad algo en este momento.

»Puedo entender su cautela y el miedo que tienen. Son más odiados que los blancos, ya que la diferencia entre ellos y los africanos es muy llamativa. En las tiendas hay de todo lo que los negros casi nunca pueden comprar. Y todos conocen los almacenes secretos, todos saben que las grandes fortunas se llevan fuera del país y se esconden en cuentas lejanas en Bombay o Londres.

»Puedo entender su miedo. Con la misma claridad que puedo entender el odio de los negros…»

Un día se presenta Patel en la puerta de su casa. Lleva turbante y huele a café dulce. En un principio, Hans Olofson no está dispuesto a aceptar los sospechosos privilegios que le ofrece Patel. «Bastante tengo con Mister Pihri», piensa.

Pero después de un año se rinde. Ha aguantado ya mucho tiempo sin café. Decide hacer una excepción, y Patel vuelve a su granja al día siguiente con diez kilos de café de Brasil.

– ¿Dónde lo consigues? -pregunta Hans Olofson.

Patel abre las manos y parece muy abatido.

– Faltan tantas cosas en este país -dice-. Sólo trato de subsanar las mayores carencias.

– ¿Pero cómo?

– A veces ni yo mismo sé cómo lo hago, Mister Olofson. Sin previo aviso, el gobierno del país impone duras restricciones de cambio de moneda, el valor del kwacha cae de forma drástica cuando baja el precio del cobre.

De repente, Hans Olofson se da cuenta de que ya no va a poder enviarle el dinero a Judith Fillington que estipula el contrato.

Una vez más, llega Patel para salvarlo.

– Siempre hay una salida -dice-. Déjeme que me encargue de esto. Sólo pido el veinte por ciento de los riesgos que asuma.

Hans Olofson no sabe nunca cómo lo hace, pero le da dinero todos los meses y regularmente llega la confirmación del banco en Londres de que el dinero ha sido transferido.

En esa época Hans Olofson abre también una cuenta propia en el banco en Londres, y Patel saca mensualmente por su cuenta dos mil coronas suecas.

Percibe una intranquilidad creciente en el país, que se confirma cuando Mister Pihri y su hijo empiezan a visitarlo cada vez con más frecuencia.

– ¿Qué está ocurriendo? -pregunta Hans Olofson-. Las tiendas indias han sufrido incendios y saqueos. Ahora se habla de que hay peligro de motines porque no se puede conseguir maíz y los negros no tienen comida. ¿Pero cómo se puede terminar el maíz de repente?

– Lamentablemente, hay muchos que pasan maíz de contrabando a nuestros países vecinos -contesta Mister Pihri-. Los precios son mejores allí.

– ¡Pero se trata de miles de toneladas!

– Los que llevan a cabo el contrabando tienen contactos influyentes -contesta Mister Pihri.

– ¿Autoridades aduaneras y políticos?

Están sentados, charlando en el estrecho cobertizo de adobe. Mister Pihri baja la voz de repente.

– Tal vez no sea adecuado hacer tales afirmaciones -dice-. Las autoridades del país pueden ser muy sensibles. Recientemente, un granjero blanco fuera de Lusaka mencionó el nombre de un político en relación con algo desafortunado. Fue obligado a dejar el país en veinticuatro horas. La granja ahora ha sido tomada por una cooperativa estatal.

– Yo sólo quiero que me dejen en paz -dice Hans Olofson-. Sólo pienso en los que trabajan aquí.

– Es totalmente correcto -admite Mister Pihri-. Hay que evitar los problemas mientras se pueda.

Cada vez hay que revisar y aprobar papeles con más frecuencia, y la tarea que se ha impuesto Mister Pihri siempre resulta algo más difícil de llevar a cabo.

Hans Olofson también tiene que pagarle cada vez más y en ocasiones se pregunta si es cierto lo que dice Mister Pihri. Pero quisiera saber cómo va a poder controlarlo.

Un día llega Mister Pihri a la granja acompañado de su hijo. Está muy serio.

– Puede que hayan problemas -advierte.

– Siempre hay problemas -contesta Hans Olofson.

– Los políticos adoptan constantemente decisiones nuevas -dice Mister Pihri-. Decisiones inteligentes, necesarias. Pero, por desgracia, pueden provocar inquietud.

– ¿Qué ha ocurrido ahora?

– Nada, Mister Olofson. Nada.

– ¿Nada?

– Nada por el momento, Mister Olofson.

– ¿Va a ocurrir algo?

– Puede ser, no es seguro, Mister Olofson.

– ¿Sólo puede ser?

– Podría decirse así, Mister Olofson.

– ¿Qué?

– Lamentablemente, las autoridades no están satisfechas del todo con los blancos que viven en nuestro país, señor Olofson. Las autoridades opinan que sacan dinero del país de modo ilegal. Como es natural, esto se extiende a su vez a nuestros amigos indios que viven aquí. También se sospecha que los impuestos no se pagan como debería hacerse. Por eso las autoridades planean llevar a cabo una redada secreta.

– ¿A qué te refieres?

– Muchos policías van a ir a todas las granjas blancas a la vez, Mister Olofson. En secreto, por supuesto.

– ¿Lo saben los granjeros?

– Naturalmente, Mister Olofson. Para eso he venido, para comunicarle que va a haber una redada secreta.

– ¿Cuándo?

– El jueves por la tarde de la próxima semana, Mister Olofson.

– ¿Qué debo hacer?

– Nada, Mister Olofson. Solamente tiene que procurar que no haya ningún papel de bancos extranjeros a la vista. Sobre todo, ningún dinero extranjero. De lo contrario podría resultar muy problemático. Entonces yo ya no podría hacer nada.

– ¿Qué ocurriría?

– Por desgracia, nuestras cárceles están todavía en muy malas condiciones, Mister Olofson.

– Le agradezco mucho la información, Mister Pihri.

– Encantado de ayudarle, Mister Olofson. Desde hace tiempo, mi esposa me dice que tiene grandes problemas con su vieja máquina de coser.

– Naturalmente, eso no es bueno -dice Hans Olofson-. ¿Puede ser que haya oído que de cuando en cuando hay máquinas de coser en Chingola?

– Yo también lo he oído -contesta Mister Pihri.

– Entonces debe comprar una antes de que se acaben -dice Hans Olofson.

– Eso mismo pienso yo -contesta Mister Pihri.

Hans Olofson deja unos billetes sobre la mesa.

– ¿Es buena la motocicleta? -pregunta al joven Mister Pihri, que ha estado sentado en silencio durante la conversación.

– Excelente -contesta-. Pero, según parece, el próximo año va a venir un modelo nuevo.

«El padre le enseña bien», piensa Hans Olofson. «El hijo podrá encargarse pronto de mis asuntos. Pero una parte de lo que le pague en el futuro siempre irá a parar a manos del padre. Me cuidan bien. Soy su fuente de ingresos.»

Las informaciones de Mister Pihri son correctas. El jueves siguiente, poco antes del anochecer, llegan a la granja dos jeeps conducidos por policías. Hans Olofson sale a su encuentro con fingido asombro. Un policía con muchas estrellas en las hombreras se dirige hacia la terraza en la que los está esperando Hans Olofson. Ve que el policía es muy joven.

– Señor Fillington -dice el policía.

– No -contesta Hans Olofson.

Se produce un grave momento de confusión como resultado de que la orden de registro domiciliario está extendida a nombre de Fillington. Al principio, el joven oficial de policía se niega a creer lo que dice Hans Olofson, e insiste, con un tono de voz agresivo, en que Hans Olofson se llama Fillington. Hans Olofson le enseña la escritura del traspaso y la de la propiedad y finalmente el policía se da cuenta de que la orden que tiene en su mano está a nombre de una persona equivocada.

– Pero son bienvenidos de todos modos a registrar la casa -dice Hans Olofson de inmediato-. Es fácil que ocurra un error. No quiero de ningún modo que haya problemas.

El policía parece aliviado y Hans Olofson piensa que ahora tiene un amigo más, quizás alguien que pueda serle de provecho en el futuro.

– Me llamo Kaulu -dice el oficial de policía.

– Tenga la amabilidad de entrar -dice Hans Olofson.

Después de media hora escasa, el oficial de policía sale de la casa de nuevo a la cabeza de sus hombres.

– ¿Está permitido preguntar qué buscan? -quiere saber Hans Olofson.

– Siempre hay actividad subversiva -responde el oficial de policía en tono serio-. El valor del kwacha es socavado continuamente por las transacciones ilegales de moneda.

– Entiendo que tengan ustedes que intervenir -dice Hans Olofson.

– Comunicaré a mis superiores su complacencia -contesta el oficial de policía haciéndole el saludo militar.

– Se lo agradeceré -dice Hans Olofson-. Vuelva cuando quiera.

– ¡Me encantan los huevos! -grita el oficial de policía, y Hans Olofson ve desaparecer el coche en una nube de polvo.

De repente entiende algo de África. Comprende a la África joven, la angustia de los estados independientes.

«Debería reírme de este desvalido registro domiciliario», piensa. «De este joven oficial de policía que seguramente no entiende nada. Pero entonces cometería un error, ya que esa indefensión es peligrosa. En este país se cuelga a las personas, policías jóvenes torturan a personas, matan a personas con látigos y mazos. Reírse de esa indefensión puede ser lo mismo que exponerme a un peligro de muerte…»

El arco del tiempo crece. Hans Olofson continúa viviendo en África.

Cuando lleva nueve años en Kalulushi, llega una carta que le cuenta que su padre ha fallecido en un incendio. Una fría noche de enero de 1978, la casa junto al río ha quedado destruida por las llamas.

«Nunca se ha aclarado el motivo. Se te buscó en el entierro, pero no te hemos localizado hasta ahora. En el incendio murió además otra persona, una vieja viuda de apellido Wesflund. Se cree que el incendio empezó en el apartamento de ella. Pero seguramente nunca se aclarará del todo. No quedó nada, las llamas destruyeron la casa hasta los cimientos. Respecto a lo que se haga con el inventario de los bienes de tu padre, yo no soy la persona adecuada para dar semejante información…»

El nombre de la persona que firma la carta le recuerda vagamente a uno de los capataces de su padre cuando trabajaba en el bosque.

Lentamente, va cargando la pena sobre sí.

Se ve en la cocina, frente al padre sentado a la mesa. El fuerte olor a algodón mojado. Céléstine está en su vitrina, pero ahora es un trozo de carbón, un pedazo humeante. Ahí está, también carbonizada, la carta de navegación de la ruta marítima al estrecho de Malaca.

Al padre se lo imagina en una camilla bajo una sábana.

«Ahora estoy solo», piensa. «Si elijo no volver, mi madre va a continuar siendo un enigma, igual que el incendio.»

La muerte del padre se convierte en una deuda pendiente, tiene la sensación de haber cometido una traición, de haber abandonado.

«Ahora estoy solo», piensa de nuevo. «Voy a tener que soportar esta soledad mientras viva.»

Sin saber bien por qué, se sienta en el coche y va a la cabaña de Joyce Lufuma. Ella está de pie machacando maíz y se pone a reír y a mover los brazos cuando lo ve llegar.

– Mi padre ha muerto -dice.

Inmediatamente, ella comparte su pena y empieza a gemir, se tira al suelo aullando por una pena que en realidad es de él.

Se acercan otras mujeres, comprenden que en un país lejano ha muerto el padre del hombre blanco y enseguida forman parte del coro de gemidos. Hans Olofson se sienta bajo un árbol y se obliga a escuchar los atroces quejidos de las mujeres. Su propio dolor no tiene palabras, es una angustia que le clava las uñas en la carne.

Vuelve a su coche, oye por detrás los gritos de las mujeres y piensa que África rinde su homenaje a Erik Olofson. Un marinero que se ha ahogado en el mar de los bosques de Norrland…

A modo de peregrinación hace un viaje a los manantiales del río Zambezi, en el extremo noroeste del país. Viaja a Mwinilunga y a Ikelenge, duerme una noche en su coche, a la puerta del hospital de la misión en Kalene Hill, y continúa después a lo largo del casi intransitable camino de arena que conduce a la cuenca en la que nace el río Zambezi. Para llegar tiene que atravesar una amplia extensión de espeso y desértico monte.

Un sencillo túmulo de piedra marca el lugar. Se pone en cuclillas y ve que de vez en cuando caen gotas del bloque de piedra hecho pedazos. Un reguero, no más ancho que su mano, serpentea entre piedras y matorrales. Ahueca una de sus manos en el reguero y de este modo interrumpe el caudal del río Zambezi.

Pasado el mediodía se marcha de allí para que le dé tiempo a llegar a su coche antes de que oscurezca.

En ese momento decide quedarse en África. Ya no le espera nada. También saca fuerzas de la pena para ser sincero consigo mismo. Nunca va a poder transformar su granja en el modelo político que ha soñado. A pesar de que una vez estuvo firmemente decidido a no perderse nunca en laberintos ideológicos, lo ha hecho.

«Un blanco no puede nunca ayudar a los africanos a desarrollar su país partiendo de una posición de superioridad», piensa. «Desde abajo, desde dentro, seguramente se puede contribuir con conocimientos y nuevos modelos de trabajo. Pero nunca como un bwana. Nunca como alguien que tiene todo el poder en sus propias manos. Los africanos ven a través de las palabras y las medidas que se adoptan, ven al blanco como dueño y aceptan agradecidos los aumentos de sueldo que les hace, o la escuela que construye, o los sacos de cemento de los que él libremente quiera prescindir. Sus ideas sobre influencia y responsabilidad las perciben como caprichos sin importancia, gestos inesperados que aumentan la posibilidad de que el capataz pueda, por su cuenta, guardarse más huevos o piezas de repuesto que luego podrá vender.

»Un prolongado pasado colonial ha eximido a los africanos de todas las ilusiones. Conocen el mal carácter de los blancos, su continuo cambio de ideas, de lo que exigen en cuanto el negro se muestre entusiasmado. Un hombre blanco no pregunta nunca por las tradiciones, menos aún por las opiniones de los antepasados. El hombre blanco trabaja mucho y rápido, y la prisa y la impaciencia el hombre negro las relaciona con la poca inteligencia.

»La sabiduría del hombre negro es pensar mucho y detenidamente…»

Acude al manantial del río Zambezi en busca de un punto muerto inimaginable y confuso. «He construido mi granja con el impulso capitalista y con una capa de sueños socialistas», piensa. «Me he entretenido haciendo algo imposible, he sido tan inmaduro que ni siquiera he percibido las contradicciones más elementales que existen. Siempre he tenido en cuenta mi punto de partida, mis propias ideas, nunca las de los africanos, nunca África.

»Doy a los trabajadores negros una parte de las ganancias, más de lo que les daría Judith Fillington o cualquier otro granjero. La escuela que he edificado, los uniformes que pago son obra de ellos, no mía. Mi misión fundamental es mantener la granja unida, no permitir demasiados robos ni que los trabajadores dejen de ir. Nada más. Lo único que puedo hacer es, una vez entregada la granja a un colectivo de trabajadores, cederles la propiedad de la misma.

»Pero incluso eso es una ilusión. Porque no ha llegado el momento. La granja se vendría abajo, algunos se enriquecerían, otros quedarían excluidos y serían más pobres aún.

»Lo que puedo hacer es seguir llevando la granja como hasta ahora, pero sin romper la tranquilidad con ideas repentinas que, al fin y al cabo, nunca significarán nada para los africanos. Su futuro es obra de ellos mismos. Colaboro en la producción de comida, y eso siempre es tiempo bien invertido. Realmente, no sé nada acerca de lo que piensan los africanos de mí. Tengo que preguntárselo a Peter Motombwane y tal vez también pedirle que lo averigüe sondeando a mis trabajadores. ¿Qué pensarán Joyce Lufuma y sus hijas?»

Vuelve a Kalulushi con una sensación de sosiego.

Se da cuenta de que nunca va a llegar a entender por completo los ocultos entresijos de la vida. «A veces hay que evitar plantearse ciertas preguntas», piensa. «Hay respuestas que simplemente no existen.»

Mientras atraviesa la verja de la granja, se acuerda del huevero Karlsson, que aparentemente ha sobrevivido al incendio. «En mi infancia tuve de vecino a un vendedor de huevos», piensa. «Si en aquel momento me hubieran dicho que un día sería vendedor de huevos en África, no me lo hubiera creído. Creérselo habría sido una insensatez.

»Sin embargo, hoy lo soy. Mis ingresos son importantes, la granja sólida. Pero mi existencia es un cenagal.

»Tal vez venga un día Mister Pihri con su hijo a decirme que ya no piensan hacerse cargo de mis papeles. Las autoridades pueden declararme persona no grata. Vivo aquí sin derechos propios, no soy un ciudadano enraizado lícitamente en África. Pueden expulsarme sin previo aviso, la granja puede ser confiscada…»

Varios días después de su regreso del Zambezi, busca a Patel en Kitwe para incrementar las transferencias de moneda extranjera al banco en Londres.

– Cada vez es más difícil llevarlas a cabo -dice Patel-. El riesgo de que sean descubiertas crece sin cesar.

– ¿Un diez por ciento más difícil? -pregunta Hans Olofson-. ¿O un veinte por ciento más difícil?

– Yo diría probablemente que un veinticinco por ciento más difícil -responde Patel afligido.

Hans Olofson se despide y abandona la oscura habitación en la que huele a curry y a perfume.

«Me pongo a salvo a través de una maraña de sobornos, transacciones ilegales de dinero y corrupción», piensa. «Casi no tengo elección. Me cuesta pensar que la corrupción en este país es más importante que en Suecia. La diferencia está en la claridad con que se hace. Aquí todo es tan obvio. En Suecia, los métodos son más evolucionados, un modelo refinado y bien guardado. Pero ésa es, probablemente, la única diferencia.»

El arco del tiempo sigue ampliándose, Hans Olofson pierde un diente y poco después otro más.

Cumple cuarenta años e invita a una fiesta a muchos blancos y a pocos negros. Peter Motombwane dice que no puede asistir y nunca le aclara el motivo. Hans Olofson está muy borracho durante la fiesta. Oye incomprensibles discursos de personas que apenas conoce. Discursos que le ensalzan y resaltan la honorabilidad de su granja africana.

«Me dan las gracias porque he empezado a llevar mi granja sin importarme demasiado que funcione como un ejemplo para el futuro», piensa. «Aquí no se dice ni una palabra que sea verdad.»

Hacia la medianoche, tambaleándose, agradece que haya venido tanta gente. De repente se da cuenta de que ha empezado a hablar en sueco. Oye su viejo idioma y se escucha a sí mismo en un enardecido ataque contra la arrogancia racista que caracteriza a los blancos que viven todavía en este país africano. Empieza a insultarlos mientras esboza una sonrisa.

– Sois un grupo asqueroso de sinvergüenzas y putas -les suelta levantando el vaso para brindar.

– How nice -le comenta luego una señora mayor-. Queda muy bien mezclar los dos idiomas. Pero, lógicamente, quisiéramos saber qué ha dicho.

– Apenas me acuerdo -contesta Hans Olofson y sale a la oscuridad. Oye un leve gruñido a sus pies y descubre el cachorro de pastor alemán que le han regalado Ruth y Werner Masterton.

– Sture -dice-. A partir de ahora te llamas Sture.

El cachorro gruñe y Hans Olofson llama a Luka.

– Encárgate del cachorro -le dice.

– Sí, Bwana -contesta Luka.

La fiesta degenera en una noche de caos. Personas borrachas se van dispersando y acostando por las habitaciones. Una pareja desigual se ha metido en la cama de Hans Olofson y en el jardín alguien prueba su puntería disparando con un revólver a las botellas que un sirviente asustado le coloca sobre una mesa.

Hans Olofson se siente excitado de repente y empieza a dar vueltas alrededor de una mujer que proviene de una de las granjas más alejadas. La mujer está gorda e hinchada, la falda se le engancha sobre las rodillas y Hans Olofson ha visto que su marido duerme bajo una mesa en la habitación que había sido la biblioteca de Judith Fillington.

– Voy a enseñarte algo -dice Hans Olofson.

La mujer, que se había quedado medio dormida, se sobresalta y lo sigue hasta el segundo piso de la casa, a la habitación que en otros tiempos estaba llena de esqueletos. Enciende una lámpara y cierra la puerta.

– ¿Esto? -le pregunta ella riéndose-. ¿Una habitación vacía?

Sin contestarle, la aprieta contra la pared, le sube la falda y la penetra.

– Una habitación vacía -repite ella y luego se echa a reír.

– Imagínate que soy negro -dice Hans Olofson.

– No digas eso -contesta ella.

– Imagínate que soy negro -dice Hans Olofson otra vez.

Cuando todo ha pasado, ella se aferra a él y Hans Olofson puede percibir el olor a sudor de su cuerpo sin lavar.

– Otra vez -le pide ella.

– Jamás -dice Hans Olofson-. Es mi fiesta y yo decido.

Se marcha rápidamente y la deja allí sola.

Los disparos del revólver resuenan desde el jardín y de repente ya no tiene más ganas de quedarse. Sale vacilante a la oscuridad y piensa que la única persona con la que desea estar es con Joyce Lufuma.

Abandona su casa y su fiesta y se sienta en el coche, arranca bruscamente. Se sale dos veces del camino pero consigue no volcar, llega por fin y aparca enfrente de la choza de ella.

El jardín está a oscuras y en silencio. Mira el deterioro que han sufrido los faros del coche, apaga el motor y se sienta en la oscuridad. La noche es tibia y se dirige hacia su sitio habitual, bajo el árbol.

«Todos llevamos dentro de nosotros un perro abandonado que está ladrando», piensa. «Sus patas son de colores distintos, el rabo puede que se lo hayan cortado. Pero todos lo llevamos dentro.»

Se despierta al amanecer y ve a una de las hijas de Joyce frente a él mirándolo. Sabe que tiene doce años, recuerda cuando nació.

«Quiero a esta niña», piensa. «En ella puedo volver a ver algo de mí mismo, la grandeza del niño está en ser siempre amable y atento con los demás.»

Ella lo mira seriamente y él tiene que forzar una sonrisa.

– No estoy enfermo -le dice-. Sólo estoy aquí sentado descansando.

Cuando él sonríe, ella también empieza a sonreír.

«No puedo dejar a estas niñas», piensa. «La responsabilidad de Joyce y sus hijas es mía, de nadie más.»

Le duele la cabeza y está mareado, la resaca le golpea el pecho con fuerza y le dan escalofríos cuando se acuerda de la relación sexual que mantuvo en la habitación vacía.

«Podría haberlo hecho igualmente con uno de los esqueletos», se dice a sí mismo. La humillación a la que se expone parece no tener límites.

Vuelve a su casa y ve a Luka quitando cascos de vidrio del jardín y piensa que también se avergüenza ante él. La mayoría de los invitados ha desaparecido, sólo quedan Ruth y Werner Masterton. Están sentados en la terraza tomando café. El cachorro que él ha bautizado como Sture juega a los pies de ellos.

– Has sobrevivido -dice Werner sonriendo-. Parece que las fiestas son cada vez más violentas, como si el caos fuera inminente.

– ¿Quién sabe? -dice Hans Olofson.

Luka pasa por debajo de la terraza. Lleva un cubo lleno de botellas destrozadas. Lo siguen con la mirada, lo ven desaparecer en dirección al hoyo en el suelo donde entierra sus basuras.

– Ven a vernos algún día -le invita Ruth cuando ella y Werner se levantan para volver a su granja.

– Lo haré -dice Hans Olofson.

Algunos días después de la fiesta sufre un fuerte ataque de malaria, peor que ninguno de los que ha tenido hasta entonces. Las pesadillas lo persiguen.

Ve cómo es linchado por sus propios trabajadores. Le destrozan la ropa, le golpean con troncos y palos hasta que sangra y lo llevan delante de ellos hacia la casa de Joyce Lufuma. Imagina que ésa será su salvación, pero ella sale a su encuentro con una soga en la mano, y él se despierta justo en el momento en que se da cuenta de que ella y sus hijas van a colgarlo del árbol, con la soga sujeta como un lazo alrededor de su garganta.

Cuando se ha repuesto y hace su primera visita a la casa de Joyce, recuerda de repente el sueño. «Tal vez se trate de una señal», piensa. «Reciben mi cuidado, dependen de mí. Ésos son los motivos que tienen para odiarme, los olvido con demasiada frecuencia. Olvido las diferencias y las verdades más simples.»

El arco del tiempo se extiende sobre su vida. Es como un río que lleva dentro de sí. A menudo retrocede con el pensamiento a aquel lejano espacio de tierra que una fría noche de invierno se quemó y que nunca ha visitado. Se imagina la tumba de su padre y, cuando ya lleva dieciocho años en África, empieza a pensar en la suya.

Va a la colina donde Duncan Jones descansa desde hace muchos años y deja vagar la mirada. Es por la tarde y el sol se tiñe del tono rojo de esa tierra invisible que siempre va arremolinándose por el continente africano. Ve a contraluz las hileras blancas donde están las gallinas, a los trabajadores que vuelven a casa cuando finaliza su jornada. Es octubre, poco antes de que empiece a caer la larga lluvia. El suelo está quemado y seco, sólo brillan los cactus, diseminados como manchas verdes en el reseco paisaje. El Kafue casi no lleva agua. El lecho del río está desecado, y sólo queda una fina corriente en medio del surco. Los hipopótamos se han ido en busca de lejanos pozos de agua, los cocodrilos no regresarán hasta que haya vuelto la lluvia.

Quita las malas hierbas que han crecido sobre la tumba de Duncan Jones y entorna los ojos al dirigir la mirada hacia el sol. Busca la tumba que algún día tendrá, pero no quiere decidirse, sería como llamar a la muerte prematuramente.

Pero ¿qué es prematuro? ¿Quién puede tener una idea del tiempo que va a vivir?

«Nadie se queda impasible durante casi veinte años, rodeado de las supersticiones africanas», piensa. «Un africano nunca habría buscado un sitio para su sepultura y mucho menos lo habría indicado. Sería como dar un grito para llamar la atención de la muerte.

»En realidad estoy en esta colina porque lo que veo desde aquí es bonito.

»Aquí el espacio está recortado, los horizontes infinitos que siempre buscó mi padre. ¿Acaso lo veo bonito porque sé que es mío?

»Aquí está el principio y tal vez también el final, un viaje casual y un encuentro más casual aún me trajeron aquí.»

De repente decide visitar Mutshatsha de nuevo. Sin pensárselo dos veces se pone en camino. Se haya en pleno periodo de lluvias y los caminos están llenos de barro líquido. Aún así conduce deprisa, como si tratara de escapar de algo. La desesperación le abre paso en medio del lodazal. El trombón de Janine resuena en su cabeza…

No consigue llegar a Mutshatsha. De repente, el camino ha desaparecido. Con las ruedas delanteras asomando por un precipicio, mira directamente hacia abajo y ve que se ha abierto una quebrada. El camino a Mutshatsha se ha derrumbado. Ya no hay modo de llegar. Cuando gira el coche para volver, se hunde en el barro. Arranca unos arbustos y los pone bajo las ruedas, pero el neumático sigue sin agarrarse. Durante el corto atardecer llega la lluvia y Hans Olofson se sienta en el coche a esperar. «Tal vez no venga nadie», piensa. «Puede que mientras duerma invadan el coche las hormigas y cuando pase el periodo de lluvias sólo queden mis huesos, limpios como un trozo de marfil.»

Por la mañana cesa la lluvia y consigue que algunas personas de un pueblo cercano le ayuden con el coche. Vuelve a la granja entrada la tarde…

El arco del tiempo continúa expandiéndose, pero de repente empieza a inclinarse hacia la tierra.

Las personas se agrupan de nuevo alrededor de él en la oscuridad, sin que sepa lo que pasa. Es enero de 1987.

Ya lleva dieciocho años en África.

El periodo de lluvias este año es violento y prolongado. El Kafue se desborda, las lluvias torrenciales amenazan con anegar su gallinero. Los vehículos de transporte conducen a toda velocidad en el barro, caen los postes y se suceden prolongados cortes de luz. Es el periodo de lluvias más largo que ha conocido.

En el país se viven a la vez momentos de intranquilidad. La masa está en movimiento, los desórdenes públicos causados por la falta de alimentos afectan a las ciudades y a la zona de cobre de Lusaka. Uno de sus coches que se dirigía a Mufulira cargado de huevos es obligado a detenerse por un gentío indignado que le quita la carga. Se oyen disparos por la noche, los granjeros evitan dejar sus casas.

Un día, cuando Hans Olofson llega al amanecer a su diminuta oficina, alguien ha tirado una gran piedra por la única ventana que hay en el cobertizo de adobe. Interroga a los vigilantes nocturnos, pero ninguno ha oído ni visto nada.

Un viejo trabajador mira desde lejos el interrogatorio que está llevando a cabo Hans Olofson. En la cara del viejo africano hay algo que lo obliga a parar de inmediato y decir a los vigilantes que se marchen a sus casas sin imponerles ningún tipo de castigo.

Imagina que hay algo amenazante, aunque no puede decir qué es. El trabajo se hace, pero una atmósfera pesada flota sobre la granja.

Una mañana, Luka ha desaparecido. Cuando abre, como de costumbre, la puerta de la cocina al amanecer, Luka no está ahí. No había pasado nunca. La niebla cae sobre la granja después de la lluvia nocturna. Llama a Luka a gritos, pero no viene nadie. Pregunta, pero nadie contesta, nadie ha visto nada. Va a su casa en el coche y se encuentra todo abierto, la puerta sin cerrar.

Por la tarde limpia las armas que ha heredado de Judith Fillington, y el revólver que le compró hace más de diez años a Werner Masterton, que tiene siempre bajo su almohada. Por la noche duerme intranquilo, los sueños lo acechan y se despierta de repente. Le parece oír pasos en la casa, en el piso superior, encima de su cabeza. Coge el revólver en la oscuridad y escucha. Pero sólo es el viento que sopla alrededor de la casa.

Está acostado despierto, el revólver descansa sobre su pecho.

En la oscuridad, poco antes del amanecer, oye que un coche para ante la casa y, enseguida, le llegan unos golpes violentos en la puerta. Empuñando el revólver grita a través de la puerta y reconoce la voz de Robert, el encargado de Ruth y Werner Masterton. Abre la puerta y se da cuenta, otra vez más, de que hasta un negro puede palidecer.

– Ha ocurrido algo, Bwana -dice Robert, y Hans Olofson ve que está muy asustado.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta.

– No lo sé, Bwana -contesta Robert-. Algo. Creo que estaría muy bien que Bwana viniera.

Ha vivido en África el tiempo suficiente como para poder diferenciar algo serio en la enigmática forma de expresarse del africano.

Se viste deprisa, mete su revólver en el bolsillo y lleva en la mano el rifle de caza. Cierra cuidadosamente, se pregunta dónde está Luka y luego se mete en el coche y sigue a Robert. En el cielo se amontonan nubes negras de lluvia cuando los dos coches entran en la casa de los Masterton.

«Una vez vine aquí», piensa, «en otro tiempo, como otra persona.» Reconoce a Louis entre los africanos que hay fuera de la casa.

– ¿Por qué están aquí? -pregunta.

– Precisamente se trata de eso, Bwana -dice Robert-. Las puertas están cerradas. Incluso ayer estaban cerradas.

– Puede que se hayan ido de viaje -dice Hans Olofson-. ¿Dónde está su coche?

– Ha desaparecido, Bwana -contesta Robert-. De todos modos, no creemos que se hayan ido de viaje.

Mira la casa, la fachada inmóvil. Camina alrededor de la casa, grita hacia el dormitorio de ellos. Los africanos le siguen distantes, expectantes.

De pronto siente miedo, sin saber el motivo. Ha ocurrido algo.

Siente un vago temor por lo que va a ver, pero pide a Robert que le traiga una ganzúa del coche. Al abrir la puerta exterior no suenan las alarmas. En el momento en que logra abrir la puerta se da cuenta de que el cable del teléfono que va a la casa está cortado cerca de la pared de la casa.

Entra solo, le quita el seguro al rifle y derriba la puerta de un disparo.

Lo que encuentra es peor de lo que había podido imaginarse. Es como una película macabra, como entrar en un matadero con cuerpos de personas que yacen destrozadas en el suelo.

Nunca llegó a entender cómo no perdió el conocimiento ante lo que vio…

Y después, ¿qué queda después?

El último año antes de que Hans Olofson dejara atrás la pesada extensión de abetos y abandonara a su padre, Erik Olofson, soñando con un mar lejano que lo llama desde su interior.

El último año que Janine aún vive…

Un sábado por la mañana temprano, en marzo de 1962, Janine se pone en la esquina de la ferretería y La Casa del Pueblo. Es el cruce más importante, una esquina que nadie puede evitar. A esas horas tan tempranas sostiene por encima de su cabeza un cartel, con un texto en letras negras que ella ha escrito la tarde anterior…

Va a ocurrir algo terrible. Un rumor crece y se convierte en una rotunda convicción. Hay una minoría que se atreve a insinuar que Janine y su cartel solitario expresan el sentido común del que carecen desde hace demasiado tiempo. Pero sus voces se desvanecen en el helado viento de marzo.

Los que piensan razonablemente se movilizan… ¿Una persona que ni siquiera conserva su nariz, acaso se habían pensado que iba a descansar tranquila y segura en brazos de Hurrapelle? Pero ahí la tienen, a la que debería pasar inadvertida y esconder su fea cara. Janine conoce esa forma de pensar, que corre como la pólvora.

De todos modos, ha aprendido algo de las monótonas reprimendas de Hurrapelle. Sabe lo que es estar en contra cuando cambia el sentido del viento y hay que buscar a tientas un asidero para la fe…

Ese día, por la mañana temprano, lleva una pancarta en medio del gentío adormecido. La gente se apresura por la calle, con los abrigos aleteando sobre sus piernas al andar, y se detienen para leer lo que ha escrito ella. Luego continúan, a paso rápido, tratando de atrapar a la persona más cercana y pedirle un momento para que conteste qué supone que quiere decir esa loca. ¿Va a decirnos una mujer sin nariz lo que debemos pensar? ¿Quién le ha pedido que levante esa barricada ambulante?

Los viejos salen tambaleándose de la cervecería para contemplar la parafernalia con sus propios ojos. No les importa el destino del mundo, y sin embargo se convierten en sus mudos partidarios. Tienen una necesidad de venganza ilimitada. Quien lleva una pancarta en el centro del hormiguero se merece todo el apoyo que se pueda tener… Guiñando los ojos por el reflejo de la luz salen dando tropezones del oscuro local. Notan con satisfacción que esa mañana es distinta de las demás. Inmediatamente se dan cuenta de que Janine necesita todo el apoyo que le puedan dar, y algún osado se acerca a ella vacilante para invitarla a una cerveza, que ella rechaza con amabilidad.

En ese mismo momento llega Hurrapelle derrapando con su coche recién comprado, a quien un feligrés ya ha puesto al tanto de todo después de haberlo despertado por teléfono. Hace lo que puede para detenerla. Suplica, suplica todo lo que puede. Pero ella sólo sacude la cabeza. Va a quedarse. Cuando ve que su decisión es inamovible, acude a la iglesia para discutir con su dios sobre este fastidioso asunto.

En la comisaría de policía buscan en los textos legales. En alguna parte debe de estar el artículo que permita una intervención. Pero no creen que se pueda denominar «delito», ni siquiera «disturbio», o «que portaba armas peligrosas». Mientras los policías suspiran sobre los huecos textos legales buscando febrilmente en el grueso libro, Janine continúa en su puesto de la esquina…

De repente alguien se acuerda de Rudin, que algunos años antes se había prendido fuego. ¡Ahí puede estar la solución! Hacerse cargo de una persona que no está en situación de hacerlo por sí misma. Siguen pasando las páginas con dedos sudorosos y finalmente se disponen a intervenir.

Pero cuando los policías se acercan y el gentío espera ávido lo que va a ocurrir, Janine baja su pancarta tranquilamente y se aleja de allí. Los policías se quedan boquiabiertos, la muchedumbre refunfuña y los viejos de la cervecería aplauden con satisfacción.

Cuando todo se ha calmado se puede razonar sobre lo que ella ha escrito en su insolente pancarta: NO A LA BOMBA ATÓMICA. UNA SOLA TIERRA. ¿Pero quién quiere tener una bomba en la cabeza? ¿Y a qué se refiere con «una sola tierra»? ¿Podría haber más? Si la verdad se va a predicar así, rehúsan que lo haga cualquiera que se sienta con ganas de hacerlo, y menos aún si es una mujer a la que le falta la nariz…

Janine se aleja con la cabeza alta, aunque, como de costumbre, va a contracorriente. El próximo sábado se colocará de nuevo en aquella esquina y nadie podrá pararla. Con toda discreción, lejos de los escenarios en los que se desarrolla el mundo en serio, va a hacer su aportación según sus posibilidades. Se dirige al puente, se suelta el pelo y tararea A Night in Tunisia. Bajo sus pies bailan los primeros témpanos de hielo de la primavera. Se ha atrevido a dar la cara por sí misma. Hay alguien a quien desea intensamente. Aunque todo tiene que terminar alguna vez, ha vivido esos momentos de liberación en los que ha logrado vencer al dolor…

Durante el último año que Hans Olofson vive todavía junto al río se produce un movimiento en sus vidas. Como un desplazamiento lento del eje de la tierra, un movimiento tan débil que al principio es casi imperceptible. Pero incluso en este alejado rincón, las olas encrespadas hablan de una forma de vida que ya no se conforma con el destierro en una inmensa oscuridad. La perspectiva ha empezado a desplazarse, el temblor de lejanas guerras de independencia y la insurrección traspasan las murallas de los bosques de abetos.

Están sentados juntos en la cocina de Janine aprendiéndose los nombres de las nuevas naciones. Y perciben el movimiento, la vibración de los lejanos continentes donde las personas se ponen en pie. Con asombro no exento de angustia, ven cómo cambia el mundo. Un mundo viejo que se está desintegrando, donde los dobles fondos podridos se vienen abajo dejando al descubierto una miseria increíble, injusticia, atrocidad. Hans Olofson empieza a entender que el mundo en el que pronto se adentrará va a ser distinto al de su padre. Y piensa que hay que descubrir todo de nuevo, revisar la carta de navegación, sustituir los nombres de antes por los nuevos.

Trata de hablar con su padre de lo que está experimentando. Lo incita a que deje el hacha clavada en un tronco y regrese al mar. A menudo la conversación termina antes de que empiece siquiera. Erik Olofson se defiende, no quiere acordarse.

Pero una vez ocurre algo inesperado…

– Voy a viajar a Estocolmo -anuncia Erik Olofson mientras están comiendo.

– ¿Por qué? -pregunta Hans Olofson.

– Tengo que hacer un recado en la capital.

– ¡Pero si no conoces a nadie en Estocolmo!

– He recibido contestación a mi carta.

– ¿Qué carta?

– La carta que escribí.

– Tú nunca escribes cartas.

– Si no me crees, no hablamos más de esto.

– ¿Qué carta?

– De la compañía Vaxholm.

– ¿La compañía Vaxholm?

– Sí, la compañía Vaxholm.

– ¿Y eso qué es?

– Una empresa de navegación. Se encargan del transporte marítimo en el archipiélago de Estocolmo.

– ¿Para qué te quieren?

– He visto un anuncio en algún sitio. Necesitan marineros. Pensé que podía ser algo para mí. Puertos nacionales y tráfico costero en las aguas interiores.

– ¿Has buscado trabajo?

– ¿No oyes lo que estoy diciendo?

– ¿Qué te escriben?

– Quieren que vaya a Estocolmo para verme.

– ¿Y así pueden saber si eres un buen marinero?

– No. Pero pueden hacerme preguntas.

– ¿Sobre qué?

– Por ejemplo, por qué no he navegado durante tantos años.

– ¿Qué contestas tú?

– Que los hijos han crecido y pueden arreglárselas solos.

– ¿Los hijos?

– Pensaba que sonaría mejor si decía que tenía varios. Los marineros han de tener muchos hijos, siempre lo he oído.

– ¿Y cómo se llaman los chicos?

– Me lo inventaré. Sólo es cuestión de pedir algunos nombres. Puedo pedir prestadas algunas fotos.

– ¿Vas a pedir a otros que te presten fotos de sus hijos?

– ¿Qué diferencia hay?

– ¡Hay una diferencia enorme!

– No creo que tenga que jurar que son míos. Pero sé cómo son los navieros. Es mejor estar preparado. Hace tiempo había un naviero en Gotemburgo que exigía que todos los que quisieran enrolarse en sus barcos tenían que ser capaces de andar con las manos. La federación de marineros protestó, como era de esperar, pero se hizo como él quería.

– ¿Pudiste andar con las manos?

– No.

– ¿De qué estás hablando realmente?

– De que tengo que hacer un recado en Estocolmo.

– ¿Cuándo te vas?

– Todavía no lo he decidido.

– ¿Qué quieres decir?

– Puede que no me presente.

– ¡Por supuesto que vas a ir! Ya no puedes seguir dando vueltas por el bosque.

– Yo no doy vueltas por el bosque.

– Sabes a qué me refiero. Nos iremos cuando termine los estudios.

– ¿Adonde?

– Tal vez podamos enrolarnos en el mismo navío.

– ¿En un barco de Vaxholm?

– ¡Yo qué sé! Pero quiero marcharme más lejos. Voy a salir al mundo.

– Entonces espera a que hayas terminado los estudios.

– Tú no tienes que esperar. ¡Debes irte ya!

– No puede ser.

– ¿Por qué?

– Ya es demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde?

– Se ha acabado el tiempo.

– ¿Cuándo?

– Hace aproximadamente medio año.

– ¿Hace medio año?

– ¿Y qué?

– ¿Y me lo cuentas ahora? ¿Por qué no te fuiste?

– Pensaba hablar antes contigo.

– ¡Santo cielo!

– ¿Qué pasa?

– Tenemos que marcharnos lejos de aquí. Aquí no se puede vivir. ¡Tenemos que salir y descubrir el mundo otra vez!

– Creo que empiezo a ser demasiado viejo.

– Te vuelves viejo de andar pateando el bosque sin cesar.

– ¡No pateo el bosque! Trabajo…

– Ya lo sé, pero de todos modos…

«A pesar de todo, es posible», piensa Hans Olofson. «Puede que se marche de nuevo. Lleva el mar dentro de sí, ahora lo sé…» Acude rápidamente a casa de Janine a contárselo. «Ya no voy a tener que verlo arrastrándose en la cocina por las noches, empapado hasta el cuello de agua de fregar…»

Se queda un rato en el puente contemplando los témpanos de hielo que son arrastrados hacia el mar por las aguas del río. Lejos de allí está el mundo, ese mundo nuevo que espera al conquistador de la Edad Moderna. Ese mundo que está descubriendo con Janine…

Pero en algún punto del camino cada uno se irá por su lado. Para Hans Olofson, el cambio se vislumbra como un tiempo de espera personal. Su peregrinación, con o sin Erik Olofson, va a tener lugar en un mundo que otros están poniendo en orden para él.

Los pensamientos de Janine son distintos. Para ella, el descubrimiento es que esa incomprensible miseria no es ni un capricho de la naturaleza ni una ley impuesta por el destino.

Ve a personas que eligen conscientemente un odio atroz como arma para su propio beneficio. De ese modo dividen el mundo en dos mitades.

Hans Olofson emerge de su tiempo de espera. Janine siente que su conocimiento de las cosas exige una acción, no sólo los ruegos para los necesitados de los que participa bajo la dirección de Hurrapelle. La pregunta se hace más profunda, no la abandona, ni siquiera en sueños. Y empieza a buscar cómo expresarla. «Una cruzada personal», piensa. «Una cruzada solitaria para hablar de ese mundo que hay más allá de los bosques de abetos.»

Lentamente va madurando su decisión y, sin decir nada a Hans Olofson, decide ponerse en guardia en la esquina de la calle. Siente que esa decisión tiene que tomarla sola. No puede compartir su cruzada con nadie sin haber estado allí una vez…

Precisamente ese sábado de marzo por la mañana, Hans Olofson se la ha pasado en el garaje del ingeniero de montes donde, junto a uno de los hijos, ha intentado inútilmente poner en marcha una vieja motocicleta. Hasta después del mediodía, cuando ha ido al quiosco de Pettersson, no ha sabido nada de lo sucedido. Siente un desgarrón en el corazón cuando oye lo que ha hecho Janine. Piensa que ahora ha sido descubierto. Seguro que todos saben que va furtivamente hasta su puerta, a pesar de que siempre ha intentado evitar que lo vean cuando atraviesa la verja. Empieza a odiarla de inmediato, como si la intención de ella en realidad fuera implicarlo a él en su propia humillación. Siente que tiene que distanciarse rápidamente, apartarse de ella.

– No se debe tener en cuenta a una mujer sin nariz -dice.

Ha decidido ir a visitarla por la tarde. Pero en vez de eso se pasa la tarde en la Casa del Pueblo. Baila con todas las que puede y, cuando entra dando empujones y cabezazos en el servicio de caballeros, cuenta las cosas más despreciables que se le ocurren de Janine. Cuando la orquesta Kringström termina con Twilight Time, se da cuenta de que ya se ha retractado lo suficiente. Ahora nadie podrá pensar que lleva una vida secreta junto a la chiflada de la pancarta. Sale a la calle, se seca el sudor de la frente, se queda de pie en la oscuridad viendo cómo desaparecen las parejas. La noche rebosa de griterío y de risas tontas. Avanza con paso vacilante, está mareado de tanto aguardiente.

«Esa endiablada bruja», piensa. «Si hubiera pasado por allí en ese momento, no habría dudado en pedirme que le ayudara a llevar la pancarta…»

De repente, decide visitarla por última vez y decirle lo que piensa. Para no ser descubierto, cruza el puente cautelosamente como un delincuente y espera un rato fuera de su verja antes de entrar a escondidas en la oscuridad.

Ella lo recibe sin reproches. Se supone que tendría que haber venido, pero no lo hizo. Nada más que eso.

– ¿Has estado esperando? -pregunta.

– Estoy acostumbrada a esperar -contesta ella-. No importa.

Él la odia y la desea, pero al mismo tiempo sabe que esa tarde es el portavoz de la aldea y le dice que no volverá nunca más si ella se pone otra vez en la esquina.

Ella siente un frío soplo de viento que le atraviesa el corazón.

Ha creído todo el tiempo que él iba a animarla, que iba a decirle que lo que hacía era lo correcto. Así había interpretado ella la conversación que mantuvieron acerca del mundo que cruje por el viento del cambio. La pena desciende como lodo sobre su cabeza. Ahora sabe que se ha quedado sola de nuevo… Pero aún no, porque el deseo de él se impone y los cuerpos vuelven a abrazarse con fuerza otra vez.

La última época que pasan juntos se convierte en un tormento prolongado. Hans Olofson vuelve al punto de partida, la cabeza de corneja que él y Sture dejaron en su buzón. Ahora quisiera cortarle la cabeza a ella. Escupe y blasfema ante ella, deja a un lado lo que habían acordado y se dedica a criticarla ante todo el que quiera oír.

En medio de ese caos, él consigue su certificado de estudios. Haciendo un esfuerzo de concentración, obtiene unas excelentes e inesperadas calificaciones. El director Bohlin se encarga de que se envíe una solicitud de ingreso al instituto de la capital. Cuando se ajusta la gorra gris, toma la decisión de seguir estudiando. Ahora no necesita esperar a que el padre deje a un lado el hacha de la indecisión, ahora puede decidir él mismo cuándo marcharse. Ser libre sólo depende de él.

La noche del examen se planta ante la puerta de Janine. Ella lo espera con flores, pero él no quiere sus puñeteras flores. Se va a marchar y ha venido por última vez. La gorra gris cuelga del cuadro de María sentada a la ventana… Pero al final de ese verano va a visitarla. Sin embargo, nunca llega a saber el último secreto de ella…

La marcha, el final. Se siente indeciso y desamparado. Una tarde de mediados de agosto la visita por última vez. Se encuentran un momento en la cocina, sin apenas palabras, como si hubiera sido la primera vez, cuando llegó con las tijeras de podar en la mano. Dice que le va a escribir, pero ella le contesta que es mejor que no lo haga. Es mejor dejar que todo se diluya, que se lo lleve el viento.

Abandona la casa por última vez. Detrás de sí oye las notas de Some of these days…

Al día siguiente su padre lo acompaña a la estación del ferrocarril. Hans Olofson mira a su padre. Ese aspecto gris, esa indecisión…

– Vendré a casa alguna vez -le dice-. Y tú podrás visitarme.

– Claro, por supuesto que voy a ir a visitarte -contesta Erik Olofson-. El mar… -comienza, y luego se calla.

Pero Hans Olofson no lo oye. Está impaciente, esperando a que el tren de cercanías se ponga en marcha.

Erik Olofson permanece de pie en la estación un buen rato y piensa que aún queda el mar. Bastaría con que él pudiera… Siempre esta sensación de impotencia. Luego vuelve a su casa junto al río y escucha el bramido del mar a través de su aparato de radio…

Es el mes de la serba, la época de la serba. Un domingo de septiembre por la mañana. Un banco de niebla se deja caer sobre la aldea, que empieza a despertar poco a poco. El aire es helado y la gravilla cruje cuando un hombre solo dobla la esquina de la calle principal y toma un atajo para bajar la pendiente que conduce al río. El Parque del Pueblo, en la punta del cabo, resplandece solitario bajo la luz grisácea de la mañana como unas ruinas medio demolidas. En los terrenos del tratante de caballos, los animales pastan en medio de la niebla. Se mueven silenciosamente, como naves a la espera de que sople viento.

El hombre suelta un bote en el ensanche del río y se sienta junto a los remos. Luego rema en dirección al estrecho que hay entre la punta del Parque del Pueblo y la orilla sur del río. Allí suelta un ancla que queda atrapada en las rocas del fondo del río. Lanza un sedal y espera.

Después de una hora decide intentar bajar un poco más en dirección a la punta. Deja el ancla suelta bajo la quilla mientras rema. Pero de repente algo se engancha a ella y, cuando por fin logra soltarla, ve que un trozo de ropa casi podrida se ha quedado atravesado en el rezón. Es un trozo de blusa de mujer. Pensativo, vuelve a remar en dirección a la orilla…

El trozo de tela está sobre una mesa en la comisaría y Hurrapelle la mira. Luego asiente con la cabeza.

El equipo de rastreo que se convoca de inmediato no tiene que buscar mucho. La segunda vez que los dos botes de remos se deslizan por el estrecho, uno de los anzuelos que rastrea el fondo se queda enganchado. En la playa, Hurrapelle ve volver a Janine…

El médico mira el cuerpo por última vez antes de decidir que se haga la autopsia. Después de lavarse, se queda junto a la ventana mirando las copas de los abetos que se tiñen de color por la puesta de sol. Se pregunta si es el único que conoce el secreto de Janine. Sin saber por qué, decide no ponerlo por escrito en el protocolo de la autopsia. Aunque no sea correcto, piensa que no cambia nada. De todos modos sabe que se ha ahogado. Había un grueso cable de acero alrededor de su cintura y se había metido planchas y pesados trozos de tubería en la ropa. No se ha producido ningún delito. Por lo tanto, no tiene que escribir que Janine estaba embarazada cuando murió…

En la casa junto al río, Erik Olofson está inclinado sobre una carta de navegación. Se coloca bien las gafas y guía con el dedo índice su nave a través del estrecho de Malaca. Siente el olor del mar, ve a lo lejos los faroles resplandecientes de los navíos en dirección contraria. Al fondo, las olas braman a través de la radio. «¿Es posible, a pesar de todo?», piensa. «¿Una nave pequeña que va con mercancías a lo largo de la costa? Tal vez…»

¿Y Hans Olofson? No recuerda quién se lo dice, pero ha oído algo. Y sabe que Janine ha muerto. La que se ponía cada sábado con su pancarta en la esquina de la Casa del Pueblo y la ferretería. Por la noche abandona la pensión, que detesta, y vaga inquieto por la oscura ciudad. Trata de convencerse de que no tiene la culpa de nada. Ni él ni nadie. Pero él lo sabe todo. «Mutshatsha», piensa. «Querías viajar allí, ése era tu sueño. Pero nunca pudiste marcharte y ahora estás muerta.

»Un día, detrás de un horno derruido en la vieja fábrica de ladrillos, descubrí que yo era yo y nadie más. ¿Pero luego qué? ¿Y ahora?»

Se pregunta cómo va a pasar cuatro años en ese instituto desconocido. Se debate sin tregua entre la fe en el futuro y la resignación. Intenta animarse. «Vivir tiene que ser como prepararse continuamente para hacer nuevos viajes», piensa. «O, por el contrario, ser como mi padre…»

De pronto se decide. Algún día irá a Mutshatsha. Algún día va a hacer ese viaje que Janine nunca hizo. Ese pensamiento se convierte enseguida en algo sagrado. La meta más delicada de todas ha aparecido ante él. El sueño de otra persona del que él se hace cargo…

Con mucho cuidado, sube en silencio los escalones que lo llevan a su habitación. Le parece reconocer el olor del apartamento de la vieja Westlund. Olor a manzana, a caramelo ácido. Los libros esperan sobre la mesa. Pero él piensa en Janine.

«Ser adulto tal vez consista en ser consciente de nuestra soledad», piensa. Se queda un rato sentado.

Es como si estuviera sentado otra vez en el gran arco del puente. Allá arriba, las estrellas.

Debajo de él, Janine…

Lugar y Fecha.

Texto.

TERCERA PARTE. El ojo del leopardo

En los sueños de Hans Olofson el leopardo caza.

El terreno es una zona alejada y en declive, la sabana africana se desplaza para convertirse en su guarida. La perspectiva cambia continuamente. A veces él está delante del leopardo, otras veces detrás, y entretanto él mismo adopta el aspecto del leopardo. En los sueños siempre está anocheciendo. Se ve a lo lejos, en una llanura, rodeado por el alto pasto elefante. El horizonte le asusta. La escena del leopardo es una amenaza que se acerca de forma constante a su intranquila conciencia, noche tras noche.

A veces se despierta de repente y cree que lo entiende. Que no le persigue un leopardo, sino dos. En su fuero interno, el leopardo va contra su naturaleza de cazador solitario y se junta con otro animal. Nunca logra descifrar qué armas lleva durante sus recurrentes cacerías nocturnas. ¿Tiende lazos o lleva una lanza con punta de hierro forjado? ¿O persigue al leopardo con las manos vacías? El paisaje se extiende en sus sueños como una llanura infinita en la cual él imagina que hay un borroso lecho de río cerca del lejano horizonte. Quema el alto pasto elefante para echar al leopardo. A veces también le parece vislumbrar la sombra del leopardo, como un rápido movimiento en el espacio alumbrado por la luna. El resto es sosiego, su propia respiración que resuena dentro del sueño.

«El leopardo lleva un mensaje», piensa cuando se despierta. «Un mensaje que aún no soy capaz de descifrar…»

Cuando el ataque de malaria presiona su mente y le provoca alucinaciones, ve el ojo vigilante del leopardo.

«Es Janine», piensa confuso. «El ojo que veo es el de ella, me mira desde el fondo del río mientras me balanceo en el arco del puente de hierro. Se ha puesto sobre los hombros una piel de leopardo para que no pueda darme cuenta de que es ella.

»¿Pero acaso no está muerta? Cuando me marché de Suecia y dejé atrás todos mis antiguos horizontes, ya hacía siete años que ella faltaba. Pronto llevaré dieciocho años en África.»

El ataque de malaria lo lanza fuera del sopor y al despertar no sabe dónde está. El revólver, que nota junto a una de sus mejillas, se lo recuerda. Escucha en medio de la oscuridad.

«Estoy rodeado de bandidos», piensa desesperado. «Luka es quien los ha llamado, quien ha cortado el cable del teléfono y la corriente eléctrica. Están esperando en la oscuridad. Pronto vendrán para abrirme el pecho y llevarse mi corazón mientras aún late.»

Reuniendo sus últimas fuerzas se incorpora para apoyar la espalda en el cabecero de la cama. «¿Por qué no oigo nada?», piensa. «El silencio…

»¿Por qué no suspiran los hipopótamos junto al río? ¿Dónde está el condenado de Luka?» Grita en la oscuridad. Pero no contesta nadie. Tiene el revólver entre sus manos.

Está esperando…

La cabeza cortada de Werner Masterton está en el suelo de la cocina en medio de un charco de sangre.

En sus ojos han metido dos tenedores. En el comedor se encuentra sentado a la mesa su cuerpo sin cabeza, las manos cortadas están en una fuente delante de él, el mantel blanco aparece totalmente manchado de sangre.

En el dormitorio encuentra a Ruth Masterton con la garganta cortada, la cabeza casi separada del cuerpo. Está desnuda, uno de sus fémures se lo han partido de un hachazo. Las moscas zumban sobre su cuerpo y él piensa que lo que está viendo no es verdad.

Se da cuenta de que está llorando de miedo y al salir de la casa se desmorona. Los africanos, que están esperando, retroceden y él les grita que no entren. Le dice a Robert que avise a los vecinos, que vaya en busca de la policía y, súbitamente, desesperado, dispara al aire con su rifle.

Vuelve a casa después del mediodía, aterrorizado, apático, sin fuerzas para soportar toda la rabia que sabe que va a sentir. Durante ese largo día, el rumor se ha extendido entre la colonia blanca, han llegado coches y se han vuelto a marchar e, inmediatamente, hay una opinión que predomina. Ruth y Werner Masterton no han sido víctimas de unos bandidos comunes. Aunque no esté el coche y hayan desaparecido cosas de valor, esta insensata doble muerte es algo más, un odio reprimido que ha logrado ponerse en marcha. Este es un crimen racista, un asesinato político. Ruth y Werner Masterton han encontrado su destino en manos de unos negros que se han autoproclamado vengadores.

La colonia blanca se reúne de forma improvisada en la casa de uno de los vecinos de los Masterton para hablar sobre distintas medidas se seguridad.

Pero Hans Olofson no los acompaña, dice que no tiene fuerzas, y alguien propone ir a visitarlo por la tarde para informarle de la conclusión a la que han llegado. Pero él rechaza el ofrecimiento, tiene a sus perros y sus armas, sabe tener cuidado.

Cuando vuelve a su casa ha empezado a llover, cae un violento aguacero y prácticamente no se puede ver nada. De pronto le parece vislumbrar una sombra negra que desaparece detrás de la casa cuando da la vuelta para entrar en el patio. Se queda sentado un rato en el coche con los limpiaparabrisas funcionando al máximo. «Estoy asustado», piensa. «Más asustado que nunca. Los que han matado a Ruth y Werner han hundido sus cuchillos también en mí.» Le quita el seguro al rifle y corre bajo la lluvia, abre la puerta y la cierra de nuevo con fuerza tras de sí.

La lluvia retumba contra las chapas del tejado, el perro que le regalaron cuando cumplió cuarenta años está sentado en el suelo de la cocina, curiosamente tranquilo. Enseguida tiene la sensación de que alguien ha entrado en la casa mientras él estaba fuera. En la actitud del pastor alemán hay algo que le preocupa. Normalmente acude a su encuentro alegre y con energía. Ahora está inexplicablemente quieto.

Mira el perro que tiene gracias a Ruth y Werner Masterton y se da cuenta de que la realidad se está convirtiendo en una pesadilla. Se pone en cuclillas delante del perro y le rasca detrás de las orejas.

– ¿Qué ha pasado? -le susurra-. Cuéntame qué es, muéstrame lo que haya ocurrido.

Recorre la casa con el seguro del rifle quitado, y el perro le sigue en silencio. La sensación de que alguien ha entrado en la casa no lo abandona a pesar de que no ve huella alguna, nada que haya desaparecido o cambiado. Sin embargo, lo sabe.

Suelta al perro para que se una a los otros.

– Ahora vigila -le dice.

Durante la noche permanece sentado en una silla con sus armas a mano. Piensa que hay un odio ilimitado, un odio contra los blancos que ahora se toma en serio por primera vez. Nada indica que pueda evitar estar rodeado de ese odio. El precio que tiene que pagar por la buena vida que lleva en África es que ahora está despierto, sentado junto a sus armas.

Al alba se adormece en la silla. Los sueños lo trasladan de nuevo al pasado. Se ve andando con dificultad en medio de la nieve de varios metros de altura, como un bulto sobre unas botas que siempre le van demasiado grandes. En alguna parte se vislumbra el rostro de Janine. Céléstine en su vitrina.

Se despierta de repente y se da cuenta de que ha sido por un golpe en la puerta de la cocina. Quita el seguro de su arma y abre. Fuera está Luka. La furia le llega de no sabe dónde y dirige su arma hacia él oprimiendo sus costillas con el cañón.

– ¡Exijo la mejor explicación que puedas darme! -le grita-. La necesito. Y la voy a tener ahora. De no ser así, no volverás a entrar en mi casa.

Ni su arrebato, ni el arma con el seguro quitado, parecen afectar al digno hombre negro que está de pie ante él.

– Una serpiente blanca se lanzó sobre mi pecho -dice-. Taladró mi cuerpo como una llamarada de fuego. Para no morir, me vi obligado a buscar a un kashinakashi. Vive lejos de aquí, es difícil de encontrar. Fui caminando durante un día sin parar. Me recibió y me liberó de la serpiente blanca. Enseguida volví, Bwana.

– Mientes, negro maldito -dice Hans Olofson-. ¿Una serpiente blanca? No hay serpientes blancas, no hay serpientes que atraviesen el tórax de una persona. No me interesa lo que acabas de inventarte, quiero saber la verdad.

– Lo que digo es verdad, Bwana -contesta Luka-. Una serpiente blanca atravesó mi pecho.

Hans Olofson, fuera de sí, le golpea con fuerza con el cañón del arma. La sangre brota de la mejilla de Luka, pero aun así no consigue afectar su impasible gesto de dignidad.

– Estamos en 1987 -dice Hans Olofson-. Eres un hombre adulto, has vivido entre mzunguz toda tu vida. Sabes que la superstición africana es la causa de vuestro retraso, antiguas ideas de las que no os podéis liberar porque sois demasiado débiles. Esto es algo en lo que los blancos también tenemos que ayudaros. Si no estuviéramos aquí os aniquilaríais unos a otros con vuestras creencias.

– Nuestro presidente es un hombre culto, Bwana -dice Luka.

– Es probable -replica Hans Olofson-. Ha prohibido los rituales de magia. Un médico brujo puede ser enviado a prisión.

– Nuestro presidente lleva siempre un pañuelo blanco en la mano, Bwana -añade Luka impasible-. Lo lleva para ser invulnerable, para protegerse de los maleficios. Sabe que no puede evitarlo, aunque lo prohíba.

«Es inalcanzable», piensa Hans Olofson. «Es la persona a la que más debo temer, pues conoce mis costumbres.»

– Tus hermanos han matado a mis amigos -dice-. Ya lo sabrás, por supuesto.

– Todos lo saben, Bwana -dice Luka.

– Buenas personas -comenta Hans Olofson-. Gente trabajadora e inocente.

– Nadie es culpable, Bwana -dice Luka-. Es un hecho lamentable, pero a veces tienen que suceder hechos lamentables.

– ¿Quién los mató? -pregunta Hans Olofson-. Dime si sabes algo.

– Nadie sabe nada, Bwana -contesta Luka con serenidad.

– Creo que mientes -dice Hans Olofson-. Siempre sabes lo que ocurre, a veces incluso antes de que haya ocurrido. Pero ahora, de repente, no sabes nada en absoluto. ¿Acaso fue una serpiente blanca la que los mató y les cortó la cabeza?

– Puede ser, Bwana -contesta Luka.

– Has trabajado en mi casa durante casi veinte años -dice Hans Olofson-. Siempre te he tratado bien, te he pagado bien, te he dado ropa, una radio, todo lo que has pedido e incluso lo que no has pedido. Sin embargo no me fío de ti. ¿Qué impide que una mañana me cortes la cabeza con un panga en vez de servirme el café? Cortáis la garganta de vuestros benefactores, habláis de serpientes blancas y acudís a magos. ¿Qué crees que ocurriría si todos los blancos dejaran este país? ¿Qué ibais a comer?

– Entonces nosotros decidiríamos qué hacer, Bwana -responde Luka.

Hans Olofson baja el rifle.

– Una vez más -dice-. ¿Quién asesinó a Ruth y a Werner Masterton?

– Lo hizo quien lo hizo, Bwana. Ningún otro.

– Pero tendrás alguna idea -dice Hans Olofson-. ¿Qué ronda por tu cabeza?

– Es un periodo de intranquilidad, Bwana -responde Luka-. A la gente le falta comida. Nuestros coches con los huevos son asaltados. Las personas hambrientas son peligrosas justo antes de perder las fuerzas por completo. Ven dónde hay comida, oyen hablar de las comidas de los blancos, y ellos tienen hambre.

– ¿Pero por qué precisamente Ruth y Werner? -se pregunta Hans Olofson-. ¿Por qué precisamente ellos?

– Las cosas siempre empiezan en alguna parte, Bwana -dice Luka-. Siempre se tiene que ir hacia un punto de la brújula.

«Tiene razón, por supuesto», piensa Hans Olofson rápidamente. «En la oscuridad se toma una decisión sanguinaria, un dedo apunta en una dirección casual y ahí está la casa de Ruth y Werner Masterton. La próxima vez, ese dedo puede apuntar hacia mí.»

– Debes saber una cosa -dice a Luka-. Jamás he matado a una persona. Pero no dudaré en hacerlo. Ni siquiera si tengo que matarte a ti.

– Lo recordaré, Bwana -dice Luka.

Un coche se acerca despacio por el camino enlodado y destrozado del criadero de gallinas. Hans Olofson reconoce el Peugeot oxidado de Peter Motombwane.

– Café y té -ordena a Luka-. A Peter Motombwane no le gusta el café.

Se sientan en la terraza.

– Supongo que me estabas esperando -dice Peter Motombwane mientras remueve el té en su taza.

– En realidad no -contesta Hans Olofson-. En este momento espero todo y no espero nada.

– Olvidas que soy periodista -le recuerda Peter Motombwane-. Olvidas que tú eres una persona importante. Eres el primero que vio lo que había ocurrido.

Inesperadamente, Hans Olofson empieza a llorar. En su interior se desata un intenso acceso de llanto y tristeza. Peter Motombwane espera con la cabeza gacha, mirando hacia el resquebrajado suelo de piedra de la terraza.

– Estoy cansado -dice Hans Olofson cuando se le ha pasado el llanto-. Veo a mis amigos muertos, las primeras personas que conocí cuando llegué un día a África. Veo sus cuerpos desfigurados, una violencia absolutamente incomprensible.

– Puede que no sea así -le rebate Peter Motombwane despacio.

– Te daré detalles -dice Hans Olofson-. Vas a tener toda la sangre que tus lectores sean capaces de soportar. Pero antes vas a explicarme qué ha ocurrido.

Peter Motombwane abre las manos.

– No soy policía -dice.

– Eres africano -argumenta Hans Olofson-. Además eres inteligente, eres un hombre culto, ya no crees en las supersticiones. Eres periodista, supongo que tú u otra persona tenéis cosas que explicarme.

– Muchas cosas de las que dicen son ciertas -contesta Peter Motombwane-. Pero te equivocas cuando crees que no soy supersticioso. Lo soy. Con el pensamiento, intento alejarme de ello, pero en mis sentimientos lo he heredado para siempre. Uno puede ir a vivir a un país extranjero, como has hecho tú, allí se tiene que buscar el sustento, construir su vida, pero nunca debe dejar atrás los orígenes. Algo queda para siempre, algo que es más que un recuerdo, que te recuerda quién eres en realidad. Yo no rindo culto a los dioses tallados en madera, cuando estoy enfermo acudo a los médicos que llevan batas blancas. Pero escucho también la voz de mis antepasados, me pongo cintas negras alrededor de las muñecas como protección cuando viajo en avión.

– ¿Por qué Werner y Ruth? -dice Hans Olofson-. ¿Por qué este insensato baño de sangre?

– Te equivocas -responde Peter Motombwane-. Piensas de modo equivocado debido a que los puntos de partida que eliges son erróneos. Tu cerebro blanco te embauca. Si quieres entender, tienes que pensar como los negros. Y no creo que seas capaz. Del mismo modo que yo no puedo expresar pensamientos blancos. ¿Preguntas por qué han sido asesinados precisamente Werner y Ruth? ¿Podrías preguntarte de igual manera por qué no? Hablas de un doble asesinato insensato. No estoy seguro de que lo fuera. Las cabezas cortadas evitan que las personas se aparezcan; las manos cortadas, que las personas puedan vengarse. No cabe la menor duda de que los asesinaron africanos, pero es poco probable que fuera tan espantoso como te figuras.

– Por lo tanto, crees que fue un asesinato por atraco común -replica Hans Olofson.

Peter Motombwane sacude la cabeza de un lado a otro.

– Si hubiera ocurrido hace un año habría pensado eso -contesta-. Pero no ahora, no con la intranquilidad que aumenta cada día en nuestro país. Es un caldo de cultivo para las fuerzas contrarias. Creo que Ruth y Werner fueron víctimas de asesinos que en realidad hubieran querido clavar sus pangas en la cabeza de los líderes negros de este país. Hay incluso mzunguz negros. Supones erróneamente que esta palabra significa «hombre blanco», pero en realidad significa «hombre rico». Debido a que riqueza y blanco se han relacionado de un modo natural, el significado original de la palabra se ha ido perdiendo. Creo que en la actualidad es importante rescatar el significado real.

– Dame una explicación -pide Hans Olofson-. Dibújame un mapa político, una imagen plausible de lo que podría haber sucedido.

– Lo primero que debes entender es que lo que hago es peligroso -dice Peter Motombwane-. Los políticos en nuestro país no tienen escrúpulos. Vigilan su territorio dejando correr siempre a sus perros sueltos. Hay un solo órgano efectivo en este país que está bien organizado y permanentemente en activo, se trata de la policía secreta del presidente. Se vigila a la oposición con una tupida red de delatores, en cada pueblo, en cada empresa siempre hay alguien que está ligado a la policía secreta. Incluso en tu granja hay por lo menos un hombre que una vez a la semana informa a un superior desconocido. A eso me refiero al decir que es peligroso. Sin que lo sepas, Luka puede ser el hombre que informe desde aquí. No se puede dejar crecer a la oposición. Los políticos que imperan hoy en día vigilan nuestro país como si se tratara de un botín. En África es fácil desaparecer. Los periodistas que han sido demasiado críticos y no han escuchado las voces de alarma han desaparecido, los redactores de los diarios se designan por su fidelidad a partidos y políticos, y eso significa que es natural que en los periódicos no se diga nada sobre los periodistas desaparecidos. No creo que se pueda explicar con más claridad. Hay una serie de hechos ocultos en este país que la gente no conoce. El rumor se extiende, pero no se puede confirmar nada. Las personas son asesinadas a través de suicidios organizados. Cuerpos masacrados sobre las vías del tren, rociados con alcohol, se convierten en accidentes por embriaguez. Supuestos ladrones que son abatidos a tiros bajo igualmente supuestos intentos de fuga pueden ser personas que intentan activar los sindicatos dirigidos de forma estatal. Los ejemplos son infinitos. Pero la intranquilidad permanece todo el tiempo ahí. En la oscuridad se oye el descontento. Las personas se preguntan por qué ha desaparecido de repente la harina de maíz a pesar de que el récord de cosechas se ha sucedido uno tras otro durante varios años. Según los rumores, algunos camiones que pertenecen a las autoridades atraviesan las fronteras por la noche con harina de maíz que se saca de contrabando. ¿Por qué ya no quedan vacunas ni medicinas en los hospitales a pesar de que todos los años se le donan a este país por millones de dólares? Alguien ha estado en Zaire y en una farmacia ha podido comprar medicinas y ha visto el texto DONATION TO ZAMBIA escrito en la caja. El rumor se extiende, la insatisfacción crece, pero todos temen a los delatores. La oposición y las protestas tienen que buscar otros caminos. ¿Es posible que algunas personas hayan estado reflexionando sobre su situación desesperada y sus hijos hambrientos y, conociendo la traición de los políticos, hayan llegado a la conclusión de que la única forma de enfrentarse a los soberanos es ir dando rodeos? Matar a personas blancas, crear inestabilidad e inseguridad. Ejecutar a blancos para alertar de ese modo a los soberanos negros. Así podían ir las cosas. Pues algo va a ocurrir en este país. Pronto. Hemos sido una nación independiente durante más de veinte años. Para las personas no ha mejorado nada en realidad. Sólo unos pocos que sucedieron a los dirigentes blancos han hecho unas fortunas enormes. ¿Hemos llegado tal vez al punto límite? ¿Se aproxima una insurrección que hasta ahora se venía conteniendo? Yo no sé nada con seguridad, nosotros los africanos con frecuencia seguimos impulsos que simplemente están ahí. Nuestras reacciones son a menudo espontáneas, la falta de organización la suplimos con arrebatos vehementes de furia. Si ha ocurrido de este modo, nunca vamos a saber quién o quiénes mataron a Ruth y Werner Masterton. Muchos sabrán sus nombres, pero van a protegerlos. Se rodean inmediatamente de un respeto supersticioso y de miedo, como si nuestros antepasados hubieran adoptado sus formas. Regresa el guerrero del pasado. Es posible que la policía saque a la luz a algunos ladrones insignificantes, diga que son los asesinos y les dispare en un supuesto intento de fuga. Se arreglan falsos protocolos de interrogatorio y confesiones. Poco a poco sabremos si lo que digo es verdad o no.

– ¿Cómo? -pregunta Hans Olofson.

– Cuando sea asesinada la siguiente familia blanca -contesta Peter Motombwane con tranquilidad.

Luka atraviesa la terraza, lo siguen con la mirada y ven que les lleva unos restos de carne a los perros.

– Un delator en mi granja -dice Hans Olofson-. Como es natural, ya estoy empezando a pensar quién puede ser.

– Supongamos que logras saberlo -dice Peter Motombwane-. ¿Qué ocurre entonces? Inmediatamente se designa a otro. Nadie puede negarse, también va incluido un pago. Al final vas a intentar cazar a tu propia sombra. Yo que tú, haría algo totalmente distinto.

– ¿Qué? -pregunta Hans Olofson.

– No pierdas de vista a ese hombre que en realidad dirige el trabajo en tu granja. Hay muchas cosas que no sabes. Pronto habrás estado aquí veinte años, pero desconoces lo que ocurre de verdad. Puedes vivir aquí veinte años más y seguirás sabiendo igual de poco. Crees que has repartido poder y responsabilidad designando a tus capataces, pero no sabes que tienes un hechicero en tu granja, un brujo que es el que manda en realidad. Un hombre insignificante que nunca revela la verdadera influencia que posee. Tú lo ves como uno de los muchos trabajadores que han estado durante mucho tiempo en la granja, uno de los que nunca te causarían problemas. Pero los demás trabajadores le temen.

– ¿Quién? -pregunta Hans Olofson.

– Uno de tus empleados que recoge huevos -responde Peter Motombwane-. Eisenhower Mudenda.

– No te creo -dice Hans Olofson-. Eisenhower Mudenda llegó justo después de marcharse Judith Fillington. Es lo que tú dices, nunca me ha causado problema alguno. Nunca se ha ausentado por haber bebido, nunca ha sido reacio a trabajar más tiempo cuando ha hecho falta. Cuando me topo con él, se inclina hasta llegar casi al suelo. A veces he pensado que su servilismo me irrita.

– ¿De dónde vino? -pregunta Peter Motombwane.

– Apenas me acuerdo -contesta Hans Olofson.

– En realidad no sabes nada acerca de él -dice Peter Motombwane-. Pero lo que digo es cierto. Yo que tú, no lo perdería de vista. Sobre todo demuéstrale que no tienes miedo después de lo que ha ocurrido con Ruth y Werner Masterton. Pero, por supuesto, no reveles nunca que ahora sabes que él es hechicero.

– Nos conocemos desde hace tiempo -dice Hans Olofson-. ¿Y ahora me cuentas algo que seguramente has sabido durante muchos años?

– Ahora es importante -contesta Peter Motombwane-. Además soy un hombre cauto. Soy africano. Sé lo que puede ocurrir si no me ando con mucho cuidado y revelo lo que sé, si olvido que soy africano.

– ¿Qué te ocurriría si Eisenhower Mudenda supiera lo que me has dicho? -pregunta Hans Olofson.

– Probablemente moriría -contesta Peter Motombwane-. Sería envenenado. La magia me alcanzaría.

– No existe la magia.

– Soy africano -argumenta Peter Motombwane.

De nuevo se quedan en silencio cuando pasa Luka.

– Callarse es hablar con Luka -dice Peter Motombwane-. Ha pasado dos veces y las dos veces nos hemos quedado en silencio. Por lo tanto, sabe que hablamos de algo que él no debe oír.

– ¿Tienes miedo? -pregunta Hans Olofson.

– En este momento es razonable tener miedo -responde Peter Motombwane.

– ¿Qué ocurrirá en el futuro? -dice Hans Olofson-. Mis amigos más cercanos han sido masacrados. La próxima vez, un dedo en la oscuridad puede señalar hacia mi casa. Tú eres africano, eres radical. Aunque no pueda creer que seas capaz de cortar cabezas humanas, formas parte de la oposición que, a pesar de todo, existe en este país. ¿Qué crees que va a ocurrir?

– Una vez más estás equivocado -le corrige Peter Motombwane-. Una vez más llegas a una conclusión equivocada, una conclusión blanca. En una situación concreta podría perfectamente levantar un panga y dejarlo caer sobre la cabeza de un hombre blanco.

– ¿Incluso sobre mi cabeza?

– Puede que el límite esté ahí -contesta Peter Motombwane despacio-. Sin duda, creo que le pediría a un buen amigo que te cortara la cabeza en lugar de tener que hacerlo yo mismo.

– Esto sólo es posible en África -dice Hans Olofson-. Dos amigos están sentados tomando té y café juntos, discutiendo la posibilidad de que uno de ellos, en una situación determinada, pueda cortar la cabeza del otro.

– El mundo es así -dice Peter Motombwane-. Las discrepancias son mayores que nunca. Los nuevos constructores de imperios son los traficantes internacionales de armas, que se desplazan entre las distintas guerras ofreciendo su mercancía. El poder de colonización de la gente pobre es hoy mayor que nunca. De los países ricos brotan millones de las llamadas ayudas al desarrollo, pero por cada libra que entra se devuelven dos. Vivimos en medio de una catástrofe, un mundo que arde en llamas a mil grados. La amistad todavía puede darse en los tiempos que vivimos. Pero a menudo no vemos que el suelo que ambos pisamos ya está socavado. Somos amigos, pero ambos llevamos un panga escondido detrás de nosotros.

– Vayamos un poco más allá -dice Hans Olofson-. Tienes esperanzas, sueños. Si te entiendo correctamente, ¿puede convertirse tu sueño en mi pesadilla?

Peter Motombwane asiente con la cabeza.

– Eres mi amigo -dice-, al menos en este momento. Pero naturalmente deseo que todos los blancos se vayan de este país. No soy racista, no hablo del color de la piel. Considero que la violencia es necesaria, no hay otra salida para evitar prolongar el dolor de mi gente. La revolución africana, generalmente, es un espantoso baño de sangre, la lucha política queda siempre ensombrecida por nuestro pasado y nuestras tradiciones. Es posible que podamos unirnos contra un enemigo común si nuestra desesperación es lo bastante grande. Pero luego dirigimos nuestras armas contra los hermanos que están a nuestro lado cuando no pertenecen a la misma tribu que nosotros. África es un animal gravemente herido, de nuestros cuerpos cuelgan lanzas que nos han tirado nuestros propios hermanos. Sin embargo, tengo que creer en un futuro, en otro tiempo, en un continente africano que no esté dominado por tiranos que imitan a los violentos que ha habido siempre. Mi inquietud y mis sueños son los mismos que la inquietud que percibes ahora en este país. Debes entender que esta inquietud extrema es la expresión de un sueño. ¿Pero cómo devolver a la gente los sueños que les han arrebatado la policía secreta y los dirigentes que amasan fortunas robando vacunas que pueden proteger a nuestros hijos contra las enfermedades más comunes?

– Dame un consejo -le pide Hans Olofson-. No es seguro que pueda seguirlo, pero quiero oír tus palabras.

Peter Motombwane mira hacia el jardín.

– Vete -dice-. Vete antes de que sea demasiado tarde. Tal vez estoy equivocado, tal vez pasen muchos años antes de que se ponga el sol para los mzunguz de distinto color de piel que hay en este continente. Pero si aún estás aquí en ese momento, será demasiado tarde.

Hans Olofson le sigue hasta el coche.

– Los detalles sangrientos -le recuerda.

– Ya me los has dado -dice Peter Motombwane-. Puedo imaginármelos.

– Vuelve pronto -dice Hans Olofson.

– Si no volviera, las personas de tu granja empezarían a dudar -contesta Peter Motombwane-. No quiero que duden, especialmente en momentos de intranquilidad.

– ¿Qué va a ocurrir? -se apresura a preguntar Hans Olofson.

– En un mundo en llamas puede ocurrir de todo -responde Peter Motombwane.

El coche desaparece a trompicones y con los amortiguadores gastados. Cuando Hans Olofson se da la vuelta, ve a Luka en la terraza, inmóvil, mirando en dirección al coche que se ha marchado.

Dos días después, Hans Olofson ayuda a llevar los féretros de Ruth y Werner Masterton a su tumba común, al lado de la hija que había muerto muchos años antes. Son llevados por blancos, que miran con rostros pálidos y serenos los ataúdes mientras los meten en la tierra roja. A cierta distancia están los trabajadores negros. Hans Olofson ve a Robert, inmóvil, solo, un rostro sin expresión. La tensión es latente, una rabia conjunta que fluye de los blancos que se han reunido para despedir a Ruth y a Werner Masterton. Muchos llevan armas a la vista y Hans Olofson piensa que se halla en medio de un entierro que en cualquier momento puede convertirse en una lucha armada.

La noche después del entierro, la casa de Ruth y Werner Masterton es destruida por las llamas. Por la mañana sólo permanecen en pie las paredes humeantes. El único en el que creía, Robert el conductor, desaparece de repente. Sólo quedan los trabajadores, a la espera de algo que nadie sabe qué es.

Hans Olofson levanta barricadas en su casa. Cada noche cambia de dormitorio, bloquea las puertas con mesas y armarios. Durante el día lleva el trabajo como siempre. Mira a escondidas a Eisenhower Mudenda, recibe continuamente sus humildes saludos.

Otro vehículo que transporta huevos es saqueado por personas que han levantado una barricada en la carretera que lleva a Ndola. Las tiendas indias de Lusaka y Livingstone son asaltadas y quemadas.

Después del atardecer nadie va de visita a casa de un vecino. No se ven faros de coches en la oscuridad. Las lluvias torrenciales riegan las casas aisladas. Todos aguardan a que un dedo vuelva a apuntar en la oscuridad. Sobre Kalulushi caen violentas tormentas. Hans Olofson está despierto en la cama sumido en la oscuridad, tiene sus armas al lado.

Una mañana, justo después del entierro de Ruth y Werner, cuando Hans Olofson le abre la puerta de la cocina a Luka después de otra noche sin dormir, se da cuenta enseguida por la cara de Luka de que ha ocurrido algo. El rostro inescrutable y digno ha cambiado. Hans Olofson ve por primera vez que Luka también puede tener miedo.

– Bwana -dice-. Ha ocurrido algo.

– ¿Qué? -grita Hans Olofson a la vez que empieza a angustiarse.

Antes de que Luka tenga tiempo de contestar lo descubre él mismo. Hay algo clavado en el tronco del mangle que está en el centro, frente al camino de acceso, un árbol de primavera plantado por Judith Fillington y su marido hace muchos años. Al principio no puede ver qué es, luego se lo imagina, pero no quiere creer lo que sospecha. Con el revólver en la mano se aproxima lentamente al árbol.

Amarrada al tronco por un alambre, ve la cabeza cortada de un pastor alemán. Es la del perro que le regalaron Ruth y Werner Masterton y al que él le puso el nombre de Sture. Tiene la cabeza ante sí, le han cortado la lengua, los ojos están abiertos y entumecidos.

Hans Olofson siente miedo. «El dedo ha apuntado en la oscuridad», deduce. «El temor de Luka, él debe de saber lo que significa. Vivo rodeado de locos salvajes», piensa desesperado. «No puedo llegar a ellos, sus expresiones atroces me resultan incomprensibles.»

Luka está sentado en la escalera de piedra que conduce a la terraza. Hans Olofson ve que está temblando de miedo. El sudor brilla en su piel negra.

– No pienso preguntarte quién lo ha hecho -dice Hans Olofson-. Sé que vas a contestarme que no sabes nada. Tampoco creo que hayas sido tú, pues me doy cuenta de que estás asustado. No creo que te pusieras a temblar por tus propios actos, al menos no lo harías ante mí. Pero quiero que me digas qué significa. ¿Por qué le cortan la cabeza a mi perro por la noche y luego la amarran a un árbol? ¿Por qué le cortan la lengua a un perro que ya está muerto y por lo tanto no puede ladrar? El que lo ha hecho quiere que yo entienda algo. ¿O es suficiente con asustarme?

Luka contesta despacio, como si cada palabra que pronuncia fuera una mina a punto de estallar.

– El perro era el regalo de unas personas que están muertas, Bwana -dice-. Ahora el perro también está muerto. Sólo el propietario está vivo. Un pastor alemán es lo que el mzungu utiliza más a menudo para defenderse, pues los africanos tienen miedo de los perros. Pero quien mata un perro está demostrando que no le tiene miedo. Los perros muertos no protegen a ningún mzungu. La lengua cortada evita que el perro muerto ladre…

– Los que me lo regalaron están muertos -dice Hans Olofson-. Al perro le han cortado la cabeza. Ahora sólo queda el destinatario del regalo. El último eslabón de la cadena vive aún, pero está indefenso. ¿Es eso lo que me estás diciendo en realidad?

– Los leopardos cazan al amanecer -murmura Luka.

Hans Olofson lo mira a los ojos, muy abiertos por algo que guarda dentro de sí.

– Esto no lo ha hecho ningún leopardo -replica-. Lo han hecho personas como tú, negros. Ningún mzungu pondría la cabeza degollada de un perro en un árbol.

– Los leopardos cazan -vuelve a murmurar Luka, y Hans Olofson ve que su miedo es completamente real.

De repente tiene un presentimiento.

– Leopardos -dice despacio-. ¿Personas que se han convertido en leopardos? ¿Que se han vestido con sus pieles para ser invulnerables? ¿Eran personas con piel de leopardo las que fueron por la noche a casa de Ruth y Werner Masterton?

El desasosiego de Luka aumenta tras oír todo aquello.

– El leopardo ve sin ser visto -continúa Hans Olofson-. Tal vez también pueden oír desde lejos, leer los labios de las personas. Pero a través de muros de piedra no pueden ver ni oír.

Se levanta y Luka le sigue. «Nunca hemos estado tan cerca el uno del otro», piensa Hans Olofson. «Ahora compartimos el peso del miedo que ambos tenemos. Luka también siente la amenaza. ¿Quizá porque trabaja para un blanco, tiene la confianza de un blanco y otros muchos beneficios? ¿Podría ser que un hombre negro que trabaja en casa de un mzungu fuera poco fiable en este país?» Luka se sienta en el borde de una silla de cocina.

– Se oyen palabras que recorren la oscuridad, Bwana -dice-. Palabras difíciles de entender. Pero están ahí y vuelven una y otra vez. Alguien las pronuncia sin que nadie sepa de quién es la voz.

– ¿Qué dicen esas palabras? -pregunta Hans Olofson.

– Hablan de leopardos raros -contesta Luka-. Leopardos que han empezado a cazar en manada. El leopardo es un cazador solitario, peligroso en su soledad. Las manadas de leopardos son mucho más peligrosas.

– El leopardo es un depredador -dice Hans Olofson-. ¿Los leopardos buscan la presa?

– Las palabras hablan de personas que se reúnen en la oscuridad -dice Luka-. Personas que se transforman en leopardos que quieren echar a todos los mzunguz del país.

Hans Olofson se acuerda de algo que ha dicho Peter Motombwane.

– Mzunguz -dice-. Hombres ricos. ¿Pero no hay también negros ricos?

– Los blancos son más ricos -responde Luka.

Queda una pregunta, aunque Hans Olofson conoce de antemano la respuesta de Luka.

– ¿Yo soy rico? -pregunta.

– Sí, Bwana -responde Luka-. Un hombre muy rico.

«Sin embargo me voy a quedar», piensa al instante. «Si hubiera tenido una familia, los habría enviado fuera de aquí. Pero estoy solo, debo quedarme o rendirme.»

Se pone unos guantes, suelta la cabeza del perro y Luka la entierra al lado del río.

– ¿Dónde está el cuerpo? -pregunta Hans Olofson.

Luka sacude la cabeza.

– No lo sé, Bwana -dice-. En algún lugar donde no podemos verlo.

Se despierta por las noches. Dormita inquieto en una silla tras las puertas que ha bloqueado con muebles. Tiene las armas preparadas sobre sus rodillas, montones de munición de reserva esperando en distintos sitios de la casa. Piensa que la defensa final la llevará a cabo en la habitación donde estaban los esqueletos.

De día visita a los granjeros de los alrededores y les transmite el confuso relato de Luka sobre la manada de leopardos. Sus vecinos le proporcionan más piezas para el puzzle, aunque nadie parece haber percibido señales de alarma.

Antes de la independencia, durante la década de los cincuenta, en ciertas zonas de Copperbelt surgió algo llamado el «movimiento del leopardo». Un movimiento clandestino que mezclaba política y religión y amenazaba con tomar las armas si no se disolvía la federación y Zambia se independizaba. Sin embargo, no se tiene constancia de que el movimiento del leopardo haya utilizado nunca la violencia.

Hans Olofson aprende de los granjeros que han vivido muchos años en el país que en realidad nunca muere nada. No es raro que reaparezca un movimiento político y religioso desaparecido hace mucho tiempo, cosa que aumenta la veracidad de las palabras de Luka.

Hans Olofson descarta aceptar voluntarios como refuerzo en su propia casa. Al atardecer se refugia tras sus barreras y cena en soledad, después de decirle a Luka que se marche.

Aguarda a que ocurra algo. El cansancio lo consume, el miedo corroe su espíritu. Sin embargo, está firmemente decidido a quedarse. Piensa en Joyce y sus hijas. Personas que viven apartadas de todos los movimientos clandestinos, personas que tienen que luchar a diario por su propia supervivencia.

La lluvia cae con violencia y retumba sobre las chapas de su tejado durante las largas y solitarias noches.

Una mañana se encuentra a un hombre blanco en la puerta de su casa. Alguien a quien nunca ha visto. Para su sorpresa, se dirige a él en sueco.

– Estaba preparado para esto -dice el desconocido riendo-. Sé que eres sueco. Te llamas Hans Olofson.

Se presenta como Lars Häkansson. Trabaja como experto de Cooperación para el Desarrollo, según le explica. Ha sido enviado por ASDI para supervisar la ampliación de estaciones de enlace para telecomunicaciones, con fondos suecos de Cooperación para el Desarrollo. Su encargo consiste en algo más que ir a visitar a un sueco que casualmente vive en Kalulushi. Hay una zona elevada, propiedad de Hans Olofson, adecuada para colocar una de las estaciones de enlace. Una torre de acero con un repetidor en el extremo superior. Un cercado, un camino transitable. Una extensión total de cuatrocientos metros cuadrados.

– Naturalmente se te pagará si no estás dispuesto a prescindir de tu terreno -dice Lars Häkansson-. Seguro que seremos capaces de arreglarlo de modo que puedas recibir el dinero en una moneda conveniente, en dólares, libras o en marcos alemanes.

A Hans Olofson no se le ocurre ningún motivo para negarse.

– Telecomunicaciones -dice-. ¿Líneas telefónicas o televisión?

– Ambas cosas -responde Lars Häkansson-. Los repetidores envían y reciben las ondas electromagnéticas que la persona decida. Las señales de televisión se recogen de un receptor de televisión, los impulsos telefónicos se lanzan a un satélite situado por encima del meridiano cero, que seguidamente transmite las señales hasta cada teléfono que pueda haber en todo el mundo. África se incorpora a una realidad.

Hans Olofson invita a Lars Häkansson a tomar café.

– Aquí vives bien -dice Lars Häkansson.

– El país está intranquilo -contesta Hans Olofson-. Ya no estoy tan seguro de que sea bueno vivir aquí.

– He estado diez años fuera -dice Lars Häkansson-. He trazado los enlaces de comunicación en Guinea Bissau, Kenia y Tanzania. Por todos lados hay intranquilidad. Como experto de Cooperación para el Desarrollo no lo percibo demasiado. Eres un santo porque repartes cantidades millonadas que salen de las mangas de tu camisa. Los políticos te hacen reverencias, militares y policías te saludan al llegar.

– ¿Militares y policías? -pregunta Hans Olofson.

Lars Häkansson se encoge de hombros y hace muecas.

– Enlaces y repetidores -continúa-. Cualquier tipo de mensaje se puede enviar a través de la nueva tecnología. Policías y militares pueden controlar mejor lo que ocurre en las alejadas zonas periféricas. En una situación de crisis, los hombres que tienen las llaves pueden interrumpir una retransmisión alborotadora. El parlamento sueco prohíbe a Cooperación para el Desarrollo que colabore con cualquier tipo de objetivo que no sea civil. ¿Pero quién va a controlar para qué se utilizan las estaciones de enlace? Los políticos suecos no han entendido nunca la verdadera realidad del mundo. Los hombres de negocios suecos la han entendido mucho mejor. Por eso los hombres de negocios nunca se meten en política.

Lars Häkansson es fuerte y decidido. Hans Olofson envidia la seguridad que muestra.

«Aquí estoy sentado entre huevos», piensa. «Mis uñas están llenas de mierda de gallina.» Mira las manos limpias de Lars Häkansson, su chaqueta caqui bien confeccionada. Se imagina que Lars Häkansson es un hombre feliz de unos cincuenta años de edad.

– Voy a quedarme aquí dos años -dice-. Tengo mi base en Lusaka, una casa magnífica en la Independence Avenue. Es una garantía vivir en un lugar donde casi a diario puedes ver pasar al presidente con su escolta. Supongo que antes o después me invitará al State House para presentar este maravilloso regalo sueco. Ser sueco en África hoy en día es mejor que ser sueco en Suecia. Nuestro afán de ayudar al desarrollo nos abre puertas y accesos a palacios.

Hans Olofson le refiere algunos pasajes escogidos de su vida en África.

– Enséñame la granja -dice-. He leído algo en los periódicos acerca de un atraco con varios asesinatos en una granja por esta zona. ¿Ocurrió cerca de aquí?

– No -responde Hans Olofson-. Ocurrió bastante lejos de aquí.

– En Småland también los agricultores pueden ser asesinados -dice Lars Häkansson.

Suben a su todoterreno, que está casi sin usar. Dan una vuelta por la granja, van a ver uno de los gallineros. Hans Olofson le enseña su escuela.

– ¿Todavía os acostáis con las hijas antes de que se casen, como los terratenientes de antaño? ¿O lo habéis dejado, ahora que toda África tiene sida?

– Nunca lo he hecho -responde Hans Olofson en tono indignado.

Fuera de la casa de Joyce Lufuma, dos de las hijas mayores lo saludan. Una tiene dieciséis años y la otra quince.

– Una familia a la que cuido especialmente -le cuenta Hans Olofson-. Quisiera mandar a esas dos chicas a estudiar en Lusaka. Lo que pasa es que no sé cómo hacerlo.

– ¿Qué problema tienes? -pregunta Lars Häkansson.

– En realidad todos -contesta Hans Olofson-. Han crecido en una granja aislada, el padre murió en un accidente. Apenas han visitado Chingola o Kitwe. ¿Cómo van a poder acostumbrarse a vivir en una ciudad como Lusaka? No tienen parientes cercanos allí, ya lo he averiguado. Como chicas, están desprotegidas, careciendo además de una familia que las defienda del entorno. Lo mejor habría sido que hubiera podido enviar a toda la familia, a la madre y sus cuatro hijas. Pero ella no quiso.

– ¿Qué habrían estudiado? ¿Para ser profesoras o para ser enfermeras?

Hans Olofson asiente con la cabeza.

– Enfermería -dice-. Seguramente lo harían muy bien. El país necesita enfermeras, ambas cosas son necesarias.

– Para un experto en cooperación no hay nada imposible -dice Lars Häkansson rápidamente-. Puedo arreglarte las cosas. Hay dos habitaciones de servicio en mi casa de Lusaka, de las cuales sólo se usa una. Pueden vivir allí. Yo cuidaré de ellas.

– No me atrevo a pedirte algo así -se excusa Hans Olofson.

– En el mundo de la cooperación hablamos de mutual benefit -argumenta Lars Häkansson-. Tú cedes tu colina a ASDI y a los nativos de Zambia a cambio de una compensación razonable. Yo dispongo de un apartamento de servicio sin utilizar para dos chicas ávidas por estudiar. Eso también es un aporte al desarrollo de Zambia. Puedes estar seguro. Yo también tengo hijas, mayores, por supuesto, pero recuerdo cuando tenían esa edad. Pertenezco a una generación de hombres que velan por sus hijas.

– Naturalmente, yo respondería de ellas -dice Hans Olofson.

– Ya lo sé -contesta Lars Häkansson.

Otra vez, Hans Olofson no encuentra ninguna excusa para rechazar una invitación de Lars Häkansson.

Hay algo que le preocupa, aunque no sabe qué es. «En África no hay soluciones sencillas», piensa. «La efectividad sueca aquí no es normal. Pero Lars Häkansson es convincente, su ofrecimiento es idealista.»

Vuelven al punto de partida. Lars Häkansson tiene prisa, debe continuar hasta una posible localización de una estación de enlace.

– Eso resulta más difícil -le explica-. Tengo que negociarlo con todo un pueblo y un cacique local. Va a llevar tiempo. El trabajo de la cooperación sería sencillo si se pudiera evitar la relación con los africanos.

Le comunica que va a volver a Kalulushi en menos de una semana.

– Piensa en mi propuesta -dice-. Las hijas son bienvenidas.

– Te lo agradezco -contesta Hans Olofson.

– No tienes por qué hacerlo -dice Lars Häkansson-. Solucionar problemas prácticos me produce la sensación de que la vida es, a pesar de todo, manejable. Hubo una época, hace mucho tiempo, en que subía por los postes de teléfono con pinchos en las botas. Arreglaba postes y ponía en contacto distintas voces. Era un momento en el que el cobre de Zambia salía a raudales hacia las industrias telefónicas de todo el mundo. Después estudié ingeniería, me separé y me fui de viaje. Pero tanto si estoy aquí como trepando por los postes, soluciono problemas prácticos. La vida es como es.

Hans Olofson siente alegría de repente por haber topado con Lars Häkansson. Aunque durante los años que lleva en África se ha encontrado con suecos, generalmente técnicos empleados por grandes empresas contratistas internacionales, los encuentros siempre han sido fugaces. Hans Häkansson puede significar algo más.

. -Puedes quedarte a vivir aquí cuando estés en Copperbelt -dice Hans Olofson-. Aquí hay sitio de sobra, vivo solo.

– Lo tendré en cuenta -dice Lars Häkansson.

Se saludan con un apretón de manos, Lars Häkansson se sienta en su coche y Hans Olofson se despide de él agitando la mano.

Ha recuperado la energía. De repente está dispuesto a combatir su temor, a no someterse más. Se sienta en su coche y lleva a cabo una amplia inspección de la granja. Controla las cercas, las existencias de comida para las gallinas y la calidad de los huevos. Conjuntamente con sus conductores, estudia mapas y marca itinerarios alternativos para evitar que los coches sean saqueados. Estudia los informes de los capataces y las listas de ausencias, reparte advertencias y despide a un vigilante nocturno que ha aparecido borracho en repetidas ocasiones.

«Yo conozco esto», piensa. «Doscientas personas trabajan en la granja, más de mil personas dependen de que las gallinas estén bien y pongan huevos. Yo asumo mi responsabilidad, consigo que todo funcione. Si me dejara asustar por el asesinato sin sentido de Ruth y Werner Masterton y de mi perro y me marchara, miles de personas se verían expuestas a la inseguridad, a la pobreza, tal vez al hambre.

»La gente que se disfraza de leopardo no sabe lo que hace. En nombre de la insatisfacción política empujan a sus hermanos al abismo.»

Deja a un lado los sucios informes de los capataces, pone los pies sobre un montón de cajas de huevos y elabora en su mente algo que acaba de ocurrírsele.

«Voy a llevar a cabo un plan», piensa. «Aunque, evidentemente, no todos los africanos tienen miedo a los perros, sienten gran respeto y temor por las personas que muestran coraje. ¿Tal vez la fatalidad de Werner Masterton fue que se había ablandado? ¿Se había vuelto blando y condescendiente, un hombre viejo preocupado por su dificultad para orinar?»

Rápidamente le viene a la mente una idea racista. «El instinto africano es como el de la hiena», se dice a sí mismo. «En Suecia, la palabra hiena es un insulto, una expresión despectiva de debilidad, es un parásito. Para los africanos, la forma de cazar de la hiena es algo natural. Algo que se les quisiera hacer a las presas entregadas o perdidas. Uno se lanza sobre un animal herido e indefenso. Werner Masterton tal vez se comportó ante los demás como un herido después de todos esos años viviendo en África. Los negros lo vieron, atacaron. Ruth nunca pudo ofrecer resistencia.»

Recuerda su conversación con Peter Motombwane. Luego toma una decisión. Llama a uno de los empleados de oficina que están esperando fuera del cobertizo.

– Ve a buscar a Eisenhower Mudenda -dice-. Rápido.

El hombre se queda de pie sin saber qué hacer.

– ¿A qué esperas? -grita Hans Olofson-. ¡Eisenhower Mudenda! ¡Sanksako! Te daré una patada en el mataku si no está aquí dentro de cinco minutos.

Unos minutos después Eisenhower Mudenda se halla dentro del oscuro cobertizo. Respira con dificultad y Hans Olofson se da cuenta de que ha venido corriendo.

– Siéntate -le indica Hans Olofson señalando una silla-. Pero límpiate antes. No quiero que manches la silla de mierda de gallina.

Eisenhower Mudenda se limpia rápidamente y se sienta en el borde de la silla. «Su disfraz es bueno», piensa Hans Olofson. «Un hombre viejo e insignificante. Pero ninguno de los africanos de esta granja se le opondría. Incluso Peter Motombwane le tiene miedo.»

Duda por un momento. «El riesgo es muy grande», piensa. «Si llevo a cabo el plan que he pensado, va a ser un caos.» Sin embargo, sabe que es necesario que siga adelante con él.

– Alguien ha matado a uno de mis perros -dice-. La cabeza apareció clavada de un árbol. Supongo que lo sabrás, como es natural.

– Sí, Bwana -contesta Eisenhower Mudenda.

«La falta de expresividad», piensa Hans Olofson. «Eso lo dice todo.»

– Hablemos abiertamente, Eisenhower -dice Hans Olofson-. Has estado aquí muchos años. Has ido a tu gallinero miles de veces, por tus manos ha pasado una cantidad infinita de huevos. Naturalmente, sé que eres un hechicero, un hombre que puede hacer mujoli. Todos los negros te tienen miedo. Ninguno se atrevería a contradecirte. Pero yo soy un bwana, un mzungu con el que no puede tu mujoli. Ahora quiero pedirte algo, Eisenhower. Puedes tomarlo como una orden, como cuando te digo que trabajes un día en el que realmente tendrías que haber librado. Alguien de esta granja mató a mi perro. Quiero saber quién es. Tal vez tú lo sepas ya. Pero yo quiero saberlo también y lo antes posible. Si no dices nada, tendré que pensar que eres tú quien lo ha hecho. Y serás despedido. Ni siquiera tu mujoli podrá evitarlo. Tendrás que dejar tu casa, no podrás ser visto en la granja nunca más. Si aún así lo hicieras, la policía vendría a buscarte.

«Tendría que haber hablado con él a la luz del día», piensa Hans Olofson. «Aquí dentro ni siquiera puedo verle la cara.»

– Puedo contestar a Bwana ahora mismo -dice Eisenhower Mudenda, y a Hans Olofson le parece notar cierto tono de dureza en su voz.

– Tanto mejor -dice-. Te escucho.

– Nadie de esta granja ha matado ningún perro, Bwana -dice Eisenhower Mudenda-. Por la noche han venido personas y luego han vuelto a desaparecer. Sé quiénes son, pero no puedo decir nada.

– ¿Por qué no? -pregunta Hans Olofson.

– Los conocimientos me llegan como visiones, Bwana -contesta Eisenhower Mudenda-. Sólo a veces pueden desvelarse las visiones. Una visión puede convertirse en un veneno que me mate el cerebro.

– Utiliza tu mujoli -dice Hans Olofson-. Crea un antídoto, habla de tu visión.

– No, Bwana -replica Eisenhower Mudenda.

– Entonces estás despedido -dice Hans Olofson-. En este momento termina tu trabajo en mi granja. Mañana, al amanecer, tu familia y tú habréis abandonado tu casa. El sueldo que te quede por percibir te lo pago ahora mismo.

Deja un montón de billetes en la mesa.

– Me marcho, Bwana -anuncia Eisenhower Mudenda-. Pero volveré.

– No -dice Hans Olofson-. Si vuelves, la policía vendrá a buscarte.

– La policía también es negra, Bwana -contesta Eisenhower Mudenda.

Coge el montón de billetes y desaparece en medio del sol. «Una pugna entre la realidad y la superstición», piensa Hans Olofson. «Tengo que creer que la realidad es más fuerte.»

Por la tarde se encierra, asegura la casa para que no entre nadie y aguarda a que ocurra algo. Duerme intranquilo en la cama. Los cuerpos destrozados de Werner y Ruth lo despiertan una y otra vez. Pálido y sin descansar, deja entrar a Luka al amanecer. En el horizonte se amontonan negras nubes de lluvia.

– Nada es como debería, Bwana -dice Luka con gesto serio.

– ¿A qué te refieres? -pregunta Hans Olofson.

– La granja está en silencio, Bwana -contesta Luka.

Se sienta en el coche y conduce rápidamente hasta el gallinero. Todos han abandonado sus puestos de trabajo. No se ve a nadie por ningún sitio. Los huevos están sin recoger, los comederos vacíos. Junto a las ruedas de los coches hay cajas de huevos vacías. Las llaves de contacto están puestas.

«Lucha de poderes», piensa. «El hechicero y yo nos enfrentamos en la arena.» Vuelve a sentarse en el coche enfurecido. Con los frenos chirriando para en medio de las chozas de adobe. Los hombres están sentados en grupos junto a sus hogueras, las mujeres y los niños miran por el hueco de la puerta. «Como es natural, me están esperando», piensa rápidamente. Pide a algunos de los capataces mayores que se acerquen.

– Nadie trabaja -dice-. ¿Por qué?

Como respuesta obtiene silencio, miradas indecisas, miedo.

– Si volvéis todos inmediatamente, no os preguntaré ni siquiera el motivo -dice-. Nadie será despedido, a nadie se le descontará nada del sueldo. Pero tendréis que volver todos al trabajo inmediatamente.

– No podemos, Bwana -dice uno de los capataces de más edad.

– ¿Por qué? -pregunta Hans Olofson de nuevo.

– Eisenhower Mudenda ya no está en la granja, Bwana -continúa diciendo el capataz-. Antes de marcharse nos reunió y dijo que cada huevo que se incuba ahora es un huevo de serpiente. Si tocamos el huevo, los dientes venenosos nos morderán. La granja se inundará de serpientes.

Hans Olofson reflexiona. «Las palabras no sirven», piensa rápidamente. «Tengo que hacer algo, algo que puedan ver con sus propios ojos.»

Se sienta en el coche, va al gallinero y recoge huevos hasta llenar una caja. Cuando vuelve, reúne de nuevo a los capataces a su alrededor. Sin decir una palabra, rompe un huevo tras otro, dejando que la clara y la yema salpiquen el suelo. Los hombres le dan la espalda, pero él continúa.

– No hay ninguna serpiente -dice-. Son huevos comunes. ¿Quién ve una serpiente?

Pero los capataces son inaccesibles.

– Cuando nosotros cojamos los huevos, Bwana, entonces habrá serpientes.

Hans Olofson les acerca un huevo, pero ninguno se atreve a recibirlo.

– Perderéis vuestro trabajo -dice-. Perderéis vuestras casas, todo.

– No creemos que sea así, Bwana.

– ¿No oís lo que digo?

– Las gallinas tienen que comer, Bwana.

– Encontraré otros trabajadores. La gente hace cola para trabajar en una granja blanca.

– No cuando oyen lo de las serpientes, Bwana.

– No hay serpientes.

– Nosotros creemos que sí, Bwana. Por eso no trabajamos.

– Le tenéis miedo a Eisenhower Mudenda. Tenéis miedo de su mujoli.

– Eisenhower Mudenda es un hombre muy inteligente, Bwana.

– No es más inteligente que cualquiera de vosotros.

– Nos habla a través de nuestros antepasados, Bwana. Nosotros somos africanos, tú eres un Bwana. No puedes entender.

– Os despediré a todos si no volvéis al trabajo.

– Ya lo sabemos, Bwana.

– Buscaré trabajadores de otra parte del país.

– Nadie quiere trabajar en una granja en la que las gallinas ponen huevos de serpiente, Bwana.

– ¡Ya he dicho que no hay huevos con serpientes!

– Sólo Eisenhower Mudenda puede quitar las serpientes, Bwana.

– Lo he despedido.

– Está esperando volver, Bwana.

«Pierdo yo», piensa Hans Olofson. «Pierdo como pierde siempre el hombre blanco en África. No es posible llevar a cabo un plan contra la superstición.»

– Avisa a Eisenhower Mudenda -dice mientras va al coche para dirigirse a su cobertizo de adobe.

Ve a Eisenhower Mudenda, que aparece de repente en el hueco de la puerta, como una silueta en el blanco y agobiante sol.

– No pienso invitarte a que te sientes -dice Hans Olofson-. Recuperas tu trabajo. En realidad debería obligarte a que demuestres a los trabajadores que no hay ninguna serpiente en los huevos. Pero no lo voy a hacer. Dile a los trabajadores que has deshecho tu mujoli. Vuelve al trabajo, eso es todo.

Eisenhower Mudenda sale al sol. Hans Olofson va tras él.

– Debes saber algo más -dice-. No me siento derrotado. Algún día ya no habrá más mujoli, los negros se pondrán en contra de ti, te aplastarán la cabeza con sus mazos de madera. No pienso venir a defenderte.

– Eso no ocurrirá nunca, Bwana -contesta Eisenhower Mudenda.

– Las gallinas nunca pondrán huevos con serpientes dentro -contesta Hans Olofson-. ¿Qué harás cuando alguien quiera ver una de esas serpientes?

Al día siguiente hay una cobra muerta en el asiento del conductor del coche de Hans Olofson.

La cáscara del huevo está esparcida alrededor de la serpiente muerta…

África aún está lejos.

Pero Hans Olofson va de camino. Trata todo el rato de encontrar nuevos territorios hostiles. Ha dejado atrás la casa que está junto al río, ha obtenido el título de bachiller en la capital y en este momento está en Uppsala, donde se supone que estudia derecho.

Para financiarse los estudios trabaja tres tardes a la semana en Estocolmo, en la tienda de armas Johannes Wickberg. Conoce mejor la filosofía del tiro al plato que las leyes jurídicas. Sabe más de la historia de los rifles de caza italianos, y tiene muchos más conocimientos de la flexibilidad de la grasa para armas a baja temperatura, que de derecho romano, que es el punto de partida de todo.

Además, de vez en cuando entra en la tienda alguien que se dedica a la caza mayor para hacerle otro tipo de preguntas, mucho más curiosas que las que tiene que responder en el curso preparatorio.

¿Hay leones negros? Cree que no. Pero un día se planta ante él un hombre que dice llamarse Stone y declara que hay leones negros en el desierto de Kalahari. Stone viene de Durban para encontrarse con Wickberg. Pero Wickberg ha ido a la aduana para solucionar un problema de importación de munición proveniente de Estados Unidos y Hans Olofson está solo en la tienda.

En realidad se llama Stone Stenberg y, aunque hace muchos años que vive en Durban, es originario de Tibro. Se queda en la tienda más de una hora, contándole a Hans Olofson cómo imagina su propia muerte. Padece desde hace muchos años un picor extraño en las piernas que le impide dormir. Ha visitado médicos e importantes hechiceros para contarles su sufrimiento, pero no han podido ayudarle. Cuando, además, le informan de que la mayoría de sus órganos internos están afectados por distintos parásitos, se da cuenta de que el tiempo que le queda es limitado.

Una vez, a principios de los años veinte, viajó alrededor del mundo como promotor de cojinetes suecos. Se quedó en Sudáfrica, enmudecido por todos los ruidos nocturnos y las infinitas llanuras de Transvaal. Poco a poco dejó los cojinetes y montó una empresa de caza mayor, Hunters Unlimited, y cambió su nombre por Stone. Pero las armas se las compra a Wickberg y viaja a Suecia una vez al año. Va a Tibro para regar las tumbas de sus padres, a Estocolmo para comprar armas. Está de pie en la tienda contándolo todo, sin que nadie se lo haya pedido. Cuando se marcha, Hans Olofson sabe que hay leones negros…

Stone le cuenta su vida a Hans Olofson a mediados de abril de 1969.

Durante nueve meses ha estado yendo y viniendo de Uppsala a Estocolmo, de los estudios al trabajo. Después de nueve meses todavía siente que está en territorio enemigo. Ha venido del norte como un inmigrante ilegal y un día lo descubrirán y lo enviarán a su lugar de origen.

Cuando dejó atrás la capital, fue como escapar por fin de una Edad de Hierro personal. Sus herramientas estaban afiladas y frías, las preguntas de los profesores habían colgado sobre su cabeza igual que hachas amenazantes. Vivió los cuatro años de aprendizaje como si le hubieran hecho un favor. Nunca pudo quitarse de encima el olor de los perros grises, la habitación de la pensión le carcomía, los papeles pintados floreados resultaron ser carnívoros. Tuvo pocos amigos en esa pulcra habitación vacía. Pero se obligó a resistir y finalmente pasó un examen que sorprendió a todos, incluido él mismo. Ha pensado que las calificaciones no reflejan sus conocimientos, sino que han sido una demostración de resistencia, como si hubiera sido un corredor de orientación o un atleta.

También se le ocurrió allí la idea de estudiar leyes. Ya que no puede ser talador, tal vez pueda ser abogado. Empieza a imaginar vagamente que el derecho puede darle medios para sobrevivir. Las leyes son normas probadas e interpretadas a través de generaciones. Marcan los límites de la decencia, muestran qué caminos puede seguir el deshonesto. Pero ¿es posible que se esconda también allí otro horizonte? ¿Puede convertirse tal vez en el desaparecido portavoz de las circunstancias atenuantes?

«Toda mi vida debería contemplarse como una sucesión de circunstancias atenuantes», pensó entonces. «De mi origen no pude sacar ni amor propio ni ambición. Sin ocasionar ruido ni desorden, trato de moverme en distintos terrenos hostiles. Aunque tal vez pueda verse como una circunstancia atenuante porque no me quedé en mi lugar de origen. Pero ¿por qué no me quedé? ¿Por qué no cogí una azada y enterré las raíces, me casé con una de las damas de honor?

»Mi patrimonio es un velero en una vitrina. El olor a calcetines mojados que se secan en la chimenea. Una madre que no podía más y desapareció en un tren que iba hacia el sur, un marinero perdido que se las arregló para desembarcar donde ni siquiera había mar.

»Tal vez pueda mantenerme encubierto como el defensor de la circunstancia atenuante. Yo, Hans Olofson, poseo un talento irrefutable. El arte de encontrar los mejores escondites…»

El verano posterior a su examen en la capital regresa a la casa que está junto al río. En la estación no hay nadie esperándole, y cuando entra en la cocina, huele a recién fregada y el padre está sentado a la mesa mirándole con ojos brillantes.

Se le ocurre que comienza a parecérsele cada vez más en su aspecto externo. La cara, el pelo enmarañado, la espalda encorvada. «¿Pero me pareceré incluso en lo interno? ¿Adónde iré a parar en tal caso?»

En un repentino acceso de responsabilidad, intenta ocuparse de su padre, que, evidentemente, bebe más y con más frecuencia que antes. Se sienta enfrente de él junto a la mesa de la cocina y le pregunta si no va a marcharse pronto. ¿Qué pasó con el pequeño navío que recorría los puertos nacionales a lo largo de la costa?

Apenas obtiene respuesta. La cabeza del padre cuelga como si se le hubiera roto la nuca…

Una sola vez atraviesa el puente para ir a la casa de Janine. Es tarde por la noche, la clara noche de Norrland, y de repente le parece oír su trombón durante un corto e incómodo momento. Los groselleros brillan desamparados. Se va de allí y no vuelve jamás. Evita la tumba de ella en el cementerio.

Un día se encuentra con Nyman, el conserje del juzgado. Como una rápida y turbulenta inspiración, le pregunta cómo está Sture. El conserje Nyman lo sabe. Sture, después de diez años, permanece todavía tumbado e inmóvil en una cama de un hospital para enfermos incurables, en las afueras de Vastervik.

Preocupado, deambula a lo largo del río.

Camina sin rumbo fijo con sus raíces arrancadas en la mano buscando un trozo de tierra adecuado donde ponerlas. Pero ¿dónde plantarlas en Uppsala si en todas las calles hay adoquines?

A principios de agosto puede marcharse por fin y siente un gran alivio. De nuevo es la casualidad la que lo mueve. Si no hubiera tenido a Ture Wickberg como compañero de clase, nunca le hubieran ofrecido poder ganarse la vida y financiar sus estudios trabajando en la tienda de armas de su tío en Estocolmo.

El padre lo acompaña a la estación. En el andén se pone a vigilar las dos maletas. De repente, Hans Olofson siente un fuerte arrebato de furia. ¿Quién iba a robarle las maletas?

El tren se pone en marcha y Erik Olofson levanta la mano con torpeza y le dice adiós. Ve que mueve la boca, pero no oye lo que dice. Cuando el tren traquetea sobre el puente de hierro, Hans Olofson está de pie ante la ventanilla. Los arcos de hierro van pasando, el agua del río corre hacia el mar. Luego cierra la ventanilla, como si bajara un telón de acero. Está solo en la penumbra del compartimento. Inmediatamente piensa que se encuentra en un escondite donde nadie va a poder encontrarlo…

Pero los revisores de la empresa nacional de ferrocarriles no reparan mucho en el hecho de que los compartimentos estén cerrados y a oscuras. La puerta se abre, Hans Olofson se siente sorprendido en las profundidades de su secreto y, en silencio, le alarga el billete como si estuviera pidiéndole clemencia. El revisor lo corta y le comunica que debe cambiar de tren de madrugada…

«En un mundo herido y dolorido no hay sitio para la ansiedad de los ratones asustados», piensa.

Y ese pensamiento no lo abandona, ni siquiera mientras realiza cada día el mismo recorrido entre Uppsala y Estocolmo durante casi nueve meses.

Hans Olofson encuentra donde vivir en la casa de un hombre que ama apasionadamente las setas y trabaja como catedrático adjunto de biología. Una bonita buhardilla de una vieja casa de madera se convierte en su nuevo escondite. La casa está en medio de un jardín descuidado y se imagina que el catedrático ha establecido allí su jungla privada.

En la casa impera el tiempo. Hay relojes por todas partes y también en todas las paredes. Hans Olofson se imagina que es la obra de un relojero, el áspero sonido del tictac, el suspiro de una orquesta que mide el tiempo y la sublime insignificancia de la vida. En los huecos de las ventanas corre la arena de los relojes a los que les dan la vuelta incesantemente. Una anciana madre recorre las habitaciones vigilando los relojes…

Por lo que sabe se trata de una herencia. El padre del catedrático, un excéntrico inventor que en su juventud hizo una fortuna con cosechadoras de tecnología avanzada, había sumido su vida en una apasionante colección de relojes.

Los primeros meses de ese otoño los recordará como un largo tormento en el que parece que no entiende nada. El derecho se esboza como un lenguaje cuneiforme para el que carece por completo de decodificador. Cada día está dispuesto a rendirse, pero persevera al máximo y finalmente, a principios de noviembre, consigue vencer el enigma y salvar la oscuridad que hay tras las palabras.

Más o menos por entonces decide cambiar de aspecto. Se deja crecer la barba y se corta el pelo. En las cabinas de fotos automáticas gira el taburete hasta ponerlo a su nivel, mete monedas de una corona y luego estudia sus facciones. Pero detrás de su nuevo aspecto siempre presiente el rostro de Erik Olofson…

Se imagina, desmoralizado, cómo sería su escudo de armas.

Un montón de nieve, un perro gris encadenado y un fondo de bosque sin fin. Nunca va a poder escapar de eso…

Una vez, estando solo en la casa de los relojes, decide explorar los secretos que guardan el catedrático amante de las setas y su madre medidora del tiempo. «Tal vez pueda considerarlo como una misión en mi vida», piensa. «Mirar a hurtadillas. Adoptando la forma de un ratón me escapo de mi ingenioso sistema de pasadizos secretos…» Pero no encuentra nada ni en las cómodas ni en los armarios.

Se sienta entre los relojes y con total seriedad trata de entenderse a sí mismo. Ha llegado hasta aquí, desde la fábrica de ladrillos, a través del arco del puente. ¿Pero y más adelante?

«Ser abogado, el defensor de las circunstancias atenuantes, sólo porque tal vez no sirvo para trabajar en el bosque… No soy ni dócil ni impaciente», piensa. «He nacido en una época en la que todo se divide… Tengo que tomar una decisión. Tengo que decidirme a continuar lo que he emprendido. ¿Es posible que encuentre a mi madre? Mi indecisión puede convertirse en un escondite, y existe el riesgo de que no pueda encontrar el camino de salida…»

Precisamente ese día de abril en el que Stenberg de Tibro, experto en caza mayor, le ha hablado de los parásitos que alberga en sus entrañas y de los leones negros de Kalahari, tiene un telegrama esperándole cuando regresa a la casa de los relojes. Se lo ha enviado su padre y le comunica que llega a Estocolmo al día siguiente en el tren de la mañana.

La furia le embarga de inmediato. ¿Por qué viene? Seguramente Hans Olofson se había imaginado que el padre estaba amarrado tras los abetos. ¿Para qué viene? El telegrama no aclara el motivo.

Por la mañana temprano va raudo a Estocolmo y espera en el andén la llegada del tren de Norrland. Ve a su padre mirando hacia delante con precaución en uno de los últimos vagones. En la mano tiene la maleta que Hans Olofson utilizaba cuando viajaba a la capital. Lleva un paquete bajo el brazo, envuelto en papel marrón.

– Ah, eres tú -dice Erik Olofson cuando ve a su hijo-. No sabía si había llegado el telegrama.

– ¿Qué habrías hecho en ese caso? ¿Y qué haces aquí?

– Es otra vez por lo de los barcos de Vaxholm. Ahora necesitan marineros…

Hans Olofson se lo lleva a una cafetería que hay en la estación.

– ¿Sirven cerveza aquí? -pregunta Erik Olofson.

– No, nada de cervezas. Te servirán café. ¡Ahora cuéntame!

– No hay mucho que contar. Escribí y me contestaron. Tengo que estar a las diez en su oficina.

– ¿Dónde vas a alojarte?

– Pensaba que habría alguna pensión.

– ¿Qué llevas en el paquete? ¡Está chorreando!

– Asado de alce.

– ¿Asado de alce?

– Sí.

– Pero ahora no es época de caza, ¿verdad?

– De todos modos es asado de alce. Lo he traído para ti.

– Del paquete gotea sangre. La gente puede pensar que has matado a alguien.

– ¿Quién podría ser?

– Santo cielo…

Consiguen una habitación en el Hotel Central. Hans Olofson ve cómo el padre saca su ropa. Nada le resulta desconocido, todo lo ha visto anteriormente.

– Aféitate bien antes de ir. Y nada de cerveza.

Erik Olofson le alcanza una carta, y Hans ve que los barcos de Vaxholm tienen una oficina en Strandvägen.

Cuando Erik Olofson se ha afeitado, se marchan.

– Me han dejado una foto de los hijos de Nyman. Está tan borrosa que en realidad no se puede ver nada. Creo que irá bien.

– ¿Aún piensas enseñar fotos de los hijos de otros?

– Los marineros deben tener muchos hijos. Es propio de ellos.

– ¿Por qué no se lo dijiste a mi madre?

– Precisamente pensaba preguntarte por ella. ¿No la habrás visto por casualidad?

Hans Olofson se para en seco en medio de la calle.

– ¿Qué quieres decir?

– Sólo preguntaba.

– ¿Por qué habría de verla? ¿Dónde la iba a ver?

– Aquí vive mucha gente. Debe de estar en algún sitio.

– No sé a qué te refieres.

– Entonces no hablemos más de ello.

– Ni siquiera sé qué aspecto tiene.

– ¿No has visto las fotos?

– Pero son de hace veintidós años. Las personas cambian. ¿Crees que la reconocerías si pasara por aquí?

– Claro que sí.

– Y una mierda.

– Mejor que no hablemos más de eso.

– ¿Por qué no la has buscado nunca?

– No hay que salir corriendo detrás de la gente que se va de ese modo.

– ¿Pero acaso no era tu esposa? ¿Mi madre?

– Todavía lo es.

– ¿Qué quieres decir?

– Nunca nos hemos separado.

– ¿Así que todavía estáis casados?

– Supongo que sí.

Cuando han bajado a Strandvägen y todavía les queda media hora hasta las nueve, Hans Olofson lleva a su padre a un café.

– ¿Sirven cerveza aquí?

– Nada de cervezas. Te servirán café. Y ahora vamos a empezar por el principio. Tengo veinticinco años, no he visto nunca a mi madre, sólo en unas fotos muy malas. No sé nada de ella aparte de que se cansó y desapareció. He dudado, he reflexionado, la he echado de menos y la he odiado. Y tú nunca me has dicho nada. Nada…

– Yo también he pensado.

– ¿Qué?

– Pero yo no tengo tantas palabras.

– ¿Por qué se marchó? Debes saberlo. Tienes que haberlo pensado tantas veces como yo. No te has separado, no te has vuelto a casar. De algún modo has continuado viviendo con ella. En lo más profundo de tu ser has esperado que volviera. ¿No tienes ninguna explicación?

– ¿Qué hora es?

– ¡Te da tiempo a contestar!

– Debe de haber sido distinta…

– ¿Distinta a quién?

– A la que yo creía.

– ¿Y qué creías?

– Ya no me acuerdo.

– Cielo santo.

– Reflexionar no sirve de nada.

– Has estado sin mujer durante veinticinco años.

– ¿Y tú qué sabes de eso?

– ¿Qué quieres decir?

– No son cosas para hablarlas aquí. ¿Qué hora es? Hay que ser puntual en la empresa naviera.

– ¿Quién?

– Si quieres saberlo, he estado algunas veces con la mujer de Nyman. Pero no tienes que hablar de eso. Nyman es un buen hombre.

Hans Olofson no cree lo que está oyendo.

– ¿Son hermanos míos?

– ¿Quiénes?

– Las fotos de los hijos de Nyman. ¿Son de hermanos míos?

– ¡Son hijos de Nyman!

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de ello?

– Solamente nos hemos visto cuando ella estaba embarazada -dice Erik Olofson sin más-. Esas cosas se aprenden. La paternidad nunca puede ser compartida.

– ¿Y pretendes que me lo crea?

– No pretendo nada. Sólo digo las cosas como son…

Hans Olofson se queda en el café mientras Erik Olofson visita la naviera. «Mi padre», piensa. «Evidentemente no sé nada de él…»

Erik Olofson vuelve después de media hora.

– ¿Cómo ha ido?

– Bien, pero no he conseguido trabajo.

– Entonces no ha ido bien.

– Se pondrán en contacto conmigo.

– ¿Cuándo?

– Puede que cuando necesiten marineros.

– Creía que necesitaban dar empleo a alguien ahora.

– Seguramente se lo darán a otro.

– ¿Y no te importa?

– He esperado durante muchos años -dice Erik Olofson con repentina determinación-. He esperado y casi he pensado en rendirme. Pero ahora por lo menos lo he intentado.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Vuelvo a casa esta tarde. Pero ahora quiero tomar una cerveza.

– ¿Qué vamos a hacer el resto del día?

– Creía que estudiabas en la universidad.

– Es lo que hago. Pero ahora estás aquí y no nos habíamos visto desde hace tiempo.

– ¿Cómo te va con los estudios?

– Me va bien.

– Bueno.

– No has contestado la pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Qué quieres hacer hoy?

– Ya te lo he dicho. Quiero tomar una cerveza. Luego volveré a casa.

Pasan el día en la habitación del hotel. A través de las cortinas se cuela el pálido brillo del sol otoñal.

– Si la encuentro -dice Hans Olofson-. ¿Qué quieres que le diga?

– No le digas nada de mí -contesta Erik Olofson con determinación.

– ¿Qué apellido tenía antes de casaros?

– Karlsson.

– Mary Karlsson o Mary Olofson de Askersund. ¿Qué más?

– Cuando era pequeña tenía un perro que se llamaba Buffel. Recuerdo que me lo contó.

– Ese perro debe de estar muerto desde hace cincuenta años.

– De todos modos se llamaba Buffel.

– ¿Eso es todo lo que sabes?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Un condenado perro que se llamaba Buffel?

– Se llamaba así, lo recuerdo perfectamente.

Hans Olofson lo acompaña hasta el tren.

«Voy a buscarla», piensa. «No puedo tener una madre que sea un misterio. Puede que me esté mintiendo y ocultando algo, o puede que mi madre sea una mujer importante.»

– ¿Cuándo vuelves a casa? -pregunta Erik Olofson.

– Para el verano. No antes. ¿Quién sabe si no serás de nuevo marinero para entonces?

– Tal vez. Quizá…

Hans Olofson le acompaña en tren hasta Uppsala. Lleva el asado de alce bajo el brazo.

– ¿Quién caza ilegalmente? -le pregunta.

– Nadie que tú conozcas.

Hans Olofson vuelve a la casa de los relojes.

«No puedo rendirme», piensa. «Nada puede impedirme realmente que sea defensor de las circunstancias atenuantes. Las barricadas las levanto dentro de mí mismo.

»No puedo rendirme…»

Mira la serpiente muerta.

¿Qué le transmite? ¿Qué mensaje lleva? El hechicero interpreta las voces de los antepasados, las masas se inclinan movidas por el miedo y el servilismo. Piensa que tiene que marcharse, dejar la granja, dejar África.

De repente le parece inconcebible. «Pronto llevaré casi veinte años en África. Una vida irreal, incomprensible. ¿Qué creía que iba a poder conseguir en realidad? La superstición es verdadera, eso es algo de lo que siempre me olvido. Todo el tiempo me dejo engañar por el punto de vista de los blancos. Nunca he logrado comprender el modo de pensar de los negros. Pronto habré vivido veinte años aquí sin conocer realmente el terreno que piso.

»Ruth y Werner murieron porque se negaron a comprender…»

Se sienta en su coche con la sensación de que ya no puede más y se dirige a Kitwe. Entra en el Hotel Edinburgh para poder dormir, corre las cortinas y se tumba desnudo sobre las sábanas. Hay una fuerte tormenta, los rayos caen por delante de él. La lluvia torrencial azota la ventana como golpes de mar.

De repente echa de menos su casa. Una sed melancólica del agua clara del río, las copas inmóviles de los abetos. Tal vez era eso lo que quería transmitirle la serpiente blanca. ¿O acaso intentó darle un último aviso?

«Salí corriendo de mi propia vida», piensa. «Donde en principio había una posibilidad, una adolescencia, que tal vez era pobre, pero era totalmente mía, con el olor de los perros grises. Podría haber continuado haciendo realidad una ambición, velar por las circunstancias atenuantes.

«Casualidades más fuertes que yo originaron mi confusión. Acepté el ofrecimiento de Judith Fillington sin saber bien lo que realmente significaba.

«Ahora que estoy entrando en la mediana edad, temo que parte de mi vida se haya ido a pique. Todo el tiempo quiero algo distinto. En este momento quisiera volver, empezar desde el principio si fuera posible.»

Se viste con desasosiego. Baja al bar del hotel. Saluda a algunas caras conocidas y ve a Peter Motombwane en un rincón, inclinado sobre un periódico. Se sienta a su mesa sin decirle lo que ha ocurrido en la granja.

– ¿Qué pasa? -pregunta-. ¿Nuevos motines? ¿Nuevos saqueos? Cuando llegué a Kitwe parecía que todo estaba tranquilo.

– Las autoridades han puesto en el mercado reservas de emergencia de maíz -dice Peter Motombwane-. Va a llegar azúcar procedente de Zimbawe, en Dares-Salaam hay trigo canadiense. Los políticos han decidido no tener más disturbios. Muchas personas han sido encarceladas, el presidente está escondido en el State House. Lamentablemente, todo va a volver a la tranquilidad. Una montaña de sacos de harina de maíz es suficiente para posponer por un tiempo indeterminado un motín africano. Los políticos pueden dormir seguros sobre sus fortunas, tú puedes quitar los obstáculos que has puesto en las puertas y volver a dormir tranquilo.

– ¿Cómo puedes saber que he puesto obstáculos en las puertas? -pregunta Hans Olofson.

– Lo sabría aunque no tuviera imaginación -contesta Peter Motombwane.

– Pero Werner y Ruth Masterton no van a recuperar sus vidas -dice Hans Olofson.

– Algo es algo -contesta Peter Motombwane.

Hans Olofson se sobresalta. Siente una furia repentina.

– ¿Qué quieres decir? -pregunta.

– Había pensado en ir a verte algún día -dice Peter Motombwane con indiferencia-. Soy periodista. He investigado el país en penumbra en que se ha convertido la Granja Rustlewood. Las verdades se descubren, nadie teme que los muertos vuelvan a andar porque les cortaron la cabeza. Cuando hablan los trabajadores negros aparece un mundo desconocido. Tenía pensado ir un día a tu casa para contártelo.

– ¿Por qué no ahora? -pregunta Hans Olofson.

– En tu granja estoy cómodo -contesta Peter Motombwane-. Viviría allí con mucho gusto. En tu terraza se puede hablar de todo.

A Hans Olofson le parece captar un doble sentido en las palabras de Peter Motombwane. «No lo conozco», piensa rápidamente. «Más allá de nuestras conversaciones y de las tardes que hemos pasado juntos, vuelve una y otra vez a la cuestión fundamental, que él es negro y yo un europeo blanco. Las diferencias entre los continentes no son nunca tan grandes y evidentes como cuando están representadas por dos personas particulares.»

– Dos cuerpos asesinados y destrozados -dice Peter Motombwane-. Dos europeos que han vivido aquí durante muchos, muchos años, asesinados y hechos jirones por negros desconocidos. Tomé la decisión de ir por detrás, de buscar luz entre las sombras. Quizá porque podía estar equivocado, a pesar de todo, y lo de los Masterton no fue casual. Estoy haciendo mis indagaciones y un mundo subyacente ha empezado a emerger. Una granja siempre es algo reservado, los propietarios blancos levantan vallas visibles e invisibles alrededor de ellos y de sus trabajadores. Hablo con los negros, unos rumores sueltos, y de pronto surge algo coherente y claro. Estoy ante una suposición que empieza a confirmarse. Werner y Ruth Masterton no fueron asesinados por casualidad. Nunca estaré seguro, las casualidades y las decisiones tomadas de forma consciente también pueden estar entretejidas por hilos invisibles.

– Cuéntamela -dice Hans Olofson-. Cuéntame la historia de las sombras.

– Empezaba a aparecer una imagen -dice Peter Motombwane-. Dos personas con un odio irrazonable hacia los negros. Un régimen de terror con amenazas y castigos continuos. Antes nos azotaban con látigos hechos con piel de hipopótamo. Actualmente sería imposible hacerlo. Los látigos son invisibles, sólo dejan huella en el cerebro y en la delicada piel del corazón. Los negros que trabajaban en la Granja Rustlewood vivían expuestos continuamente a humillaciones y amenazas de despido, traslados degradantes, multas y sanciones. Este país es evidentemente un territorio sudafricano de un racismo desmesurado. El alimento principal de Ruth y Werner era el desprecio que cultivaban.

– No lo creo -dice Hans Olofson-. Los conocía. No eres capaz de descubrir la intención de las mentiras que sacas de ese mundo de sombras que has visitado.

– No te pido que me creas -dice Peter Motombwane-. Lo que te doy es la verdad negra.

– Una mentira nunca va a ser verdad por más que la repitas -dice Hans Olofson-. La verdad no tiene matices, o al menos no debería tenerlos en una conversación amistosa.

– Las versiones coincidían -insiste Peter Motombwane-. Los detalles aislados se confirmaban entre sí. Ahora que lo sé, me encojo de hombros ante el destino que corrieron. Quiero decir que creo que se hizo justicia.

– Esa conclusión hace imposible nuestra amistad -declara Hans Olofson levantándose.

– ¿Ha sido posible en algún momento? -pregunta Peter Motombwane impasible.

– Creía que sí -contesta Hans Olofson-. Al menos ésa era mi sincera intención.

– No soy yo el que lo impide -dice Peter Motombwane-. Eres tú el que no se atreve a ver ante sí la realidad de dos personas muertas, en lugar de ver la amistad de alguien que está vivo. En este momento estás adoptando una actitud racista. De verdad que me sorprende.

Hans Olofson siente ganas de agredir a Peter Motombwane, pero se contiene.

– ¿Qué haríais sin nosotros? -dice-. Sin los blancos, este país se hundiría. No son palabras mías, sino tuyas.

– Estoy de acuerdo contigo -contesta Peter Motombwane-. Sin embargo, la ruptura no sería tan grande como te imaginas. Pero sería lo bastante importante como para provocar un cambio. Podría surgir algo que estaba latente desde hacía tiempo. En el mejor de los casos lograríamos deshacernos de la influencia europea que nos oprime sin que estemos preparados realmente. Tal vez entonces por fin podamos llevar a cabo nuestra independencia africana.

– O si no, nos cortamos las cabezas unos a otros -dice Hans Olofson-. Raza contra raza, bemba contra luvale, kaonde contra luzi.

– De cualquier modo, ése es nuestro problema -contesta Peter Motombwane-. No podemos culparos de ello.

– África se hunde -dice Hans Olofson indignado-. El futuro de este continente ya ha pasado. Lo que queda es sólo una decadencia cada vez mayor.

– Si vives el tiempo suficiente, te darás cuenta de que estás equivocado -contesta Peter Motombwane.

– Según todos los cálculos, mi expectativa de vida es superior a la tuya -dice Hans Olofson-. Tampoco va a poder acortarla nadie poniendo un panga contra mi cabeza.

El desenlace no tiene arreglo posible. Hans Olofson se marcha sin más, Peter Motombwane se agazapa entre las sombras. Cuando vuelve a su habitación y cierra la puerta, siente pena y desamparo. El perro solitario ladra en su interior y ve de repente ante sí el impotente refriegue de su padre. «Concluir una amistad», piensa. «Como romperse las falanges de los dedos. Con Peter Motombwane pierdo mi enlace más importante con África. Voy a echar de menos nuestras conversaciones, su razonamiento de que las ideas de los negros sean como son.» Se tumba en la cama y piensa. «Naturalmente, Peter Motombwane puede tener razón. ¿Qué sé yo en verdad acerca de Ruth y Werner Masterton?

»Hace casi veinte años compartimos el vagón de un tren entre Lusaka y Kitwe, me ayudaron en lo sucesivo, me cuidaron cuando volví de Mutshatsha. Nunca ocultaron su oposición a la transformación que se está llevando a cabo en África, siempre se referían a la época colonial como el momento que podría haber impulsado a África hacia delante. Se sentían traicionados y decepcionados a la vez. Pero ¿y esa brutalidad extrema que según Peter Motombwane había marcado la vida diaria de los Masterton?

»Quizá tenga razón», piensa Hans Olofson. «¿Estaré negando una verdad? ¿Tendré reacciones racistas?» Regresa rápidamente al bar para tratar de reconciliarse con Peter Motombwane.

Pero la mesa está vacía. Uno de los camareros le dice que de repente se marchó de allí. Duerme cansado y desolado en su cama del hotel.

Por la mañana, cuando está desayunando, le vuelve el recuerdo de Ruth y Werner Masterton. Uno de sus vecinos, un irlandés que se llama Behan, entra en el comedor y se acerca a su mesa. Ha aparecido un testamento en la casa ensangrentada, en un armario de acero que ha sobrevivido al incendio. Un bufete de abogados que hay en Lusaka está autorizado a vender la granja y transferir el beneficio correspondiente a la residencia británica de ancianos que hay en Livingstone.

Behan le adelanta que la subasta de la granja se va a llevar a cabo dentro de quince días. Hay muchos presuntos compradores blancos, no van a permitir que la granja caiga en manos negras.

«Esto es una guerra», piensa Hans Olofson. «Una guerra que sólo se ve por casualidad. Pero el odio racial se palpa en todas partes, el de los blancos a los negros y a la inversa.»

Vuelve a su granja. Un violento aguacero, que impide la visibilidad a través del parabrisas, le obliga a quedarse en el arcén poco antes de llegar. Una mujer negra con dos niños pequeños pasan andando al lado del coche, manchados de barro y agua. Ella es la esposa de uno de los trabajadores de la granja. «No me pide que la lleve», piensa. «Yo tampoco me ofrezco a llevarla. Nada nos une, ni siquiera una fuerte tromba de agua cuando sólo uno de nosotros tiene paraguas.»

«El comportamiento bárbaro de las personas siempre ha tenido rostro humano», piensa lleno de confusión. «Es lo que hace a la barbarie tan inhumana.»

La lluvia retumba contra el techo del coche, espera en soledad a que se pueda volver a ver. «Podría tomar una decisión aquí y ahora», piensa. «Decidir romper con todo. Vender la granja, volver a Suecia. No sé cuánto dinero exactamente me ha sacado Patel, pero no creo tampoco que esté sin un céntimo. Esta granja de gallinas me ha dado algunos años de respiro.

»Hay algo de África que me asusta tanto como aquella vez que salí del avión en el Aeropuerto Internacional de Lusaka. Veinte años de experiencia en este continente en el fondo no han cambiado nada, ya que nunca he cuestionado el punto de partida del blanco. Si alguien me pidiera que le contara lo que ocurre en este continente, ¿qué diría en realidad? Estoy en posesión de recuerdos arriesgados, espantosos, exóticos. Pero apenas tengo algún conocimiento real.»

De repente cesa la lluvia, se abren entre las nubes espacios claros y el terreno empieza a secarse. Antes de poner en marcha el motor decide que va a dedicar una hora al día a su futuro.

La granja está sumida en una calma total. Parece que no ha pasado nada. Se encuentra casualmente con Eisenhower Mudenda, que se inclina hacia el suelo. «Un hombre blanco en África es alguien que forma parte de una obra de teatro sin saberlo», piensa. «Sólo los negros conocen el contenido del diálogo.»

Cada noche alza sus barricadas, controla sus armas y cambia de habitación entre los distintos dormitorios. Cada amanecer es un alivio y se pregunta cuánto tiempo podrá aguantar. «Todavía no sé cuál es mi límite», piensa. «Pero debe de estar en alguna parte…»

Lars Häkansson vuelve una tarde y aparca su brillante coche ante la puerta del cobertizo de adobe. Hans Olofson descubre que se alegra de verlo. Lars Häkansson tiene pensado quedarse dos noches y Hans Olofson decide rápidamente organizar sus barricadas interiores en silencio.

A la hora del crepúsculo se sientan en la terraza.

– ¿Por qué venimos a África? -dice Hans Olofson-. ¿Por qué nos marchamos? Supongo que te lo pregunto a ti porque estoy cansado de preguntármelo a mí mismo.

– No creo que un experto de Cooperación para el Desarrollo sea la persona más indicada para preguntárselo -contesta Lars Häkansson-. Al menos si quieres tener una respuesta sincera.

»Más allá de lo superficial, con sus motivos ideológicos, se esconde un panorama de razones egoístas y económicas. Firmar un contrato en el extranjero es tener una posibilidad de hacer dinero llevando a la vez una vida agradable. El bienestar sueco te sigue a todas partes y se eleva a cotas insospechadas cuando se trata de expertos de cooperación bien remunerados. Si tienes hijos, el Estado sueco subvenciona la mejor educación para ellos, vives en un mundo marginal en el que prácticamente todo es posible. Comprar un coche libre de impuestos de importación cuando llegas a un país como Zambia y venderlo con contrato de modo que luego tienes dinero para vivir y no necesitas tocar tu sueldo, que crece y prospera en una cuenta bancaria en alguna parte del mundo. Tienes una casa con piscina y personal de servicio, vives como si te hubieras llevado contigo una mansión sueca. He calculado que en un mes he ganado tanto como la mujer del servicio en sesenta años. Lo calculo basándome en el valor de mi moneda extranjera en el mercado negro. Aquí en Zambia no creo que haya un solo experto sueco que vaya a un banco a cambiar su dinero por la moneda oficial. No aportamos ningún beneficio que tenga una relación razonable con nuestros ingresos. El día que los contribuyentes suecos se den cuenta realmente de adónde va a parar su dinero, el gobierno actual caerá en las siguientes elecciones. Los contribuyentes suecos de la clase trabajadora han aceptado durante muchos años lo que se llama "ayuda al tercer mundo". De hecho, Suecia es uno de los pocos países del mundo en el que el concepto de solidaridad todavía goza de esplendor. Pero quieren, por supuesto, que la recaudación de sus impuestos se utilice correctamente. Y eso casi nunca ocurre. La historia de la cooperación sueca es un sedal con un sinfín de proyectos frustrados, muchos escandalosos, unos pocos descubiertos y denunciados por los periodistas, la mayoría enterrados y silenciados. La cooperación sueca es un cementerio de perros. Digo esto porque tengo la conciencia limpia. Desarrollar las comunicaciones es, a pesar de todo, una posibilidad de acercar a África al resto del mundo.

– En algún momento se hablaba de Suecia como de una autoproclamada conciencia mundial -dice Hans Olofson desde su silla en la oscuridad.

– Ese tiempo ya ha pasado -contesta Lars Häkansson-. El papel de Suecia es insignificante, el primer ministro sueco asesinado fue probablemente una excepción. Por supuesto, el dinero sueco es solicitado, la ingenuidad política hace que una cantidad sin fin de políticos y hombres de negocios negros hagan grandes fortunas privadas con recursos de cooperación. En Tanzania hablé con un político que había dimitido y que era lo bastante viejo como para decir lo que quería. Era propietario de un castillo en Francia que había financiado en parte con dinero sueco de cooperación, destinado a instalaciones de agua en las zonas más pobres del país. Hablaba de una asociación sueca entre los políticos del país. Un grupo de personas que se encontraban regularmente y se transmitía sus experiencias acerca de cómo meterse en los bolsillos los recursos de cooperación de Suecia. Esto último no sé si es cierto, pero se puede suponer. El político con el que hablé de su castillo en Francia tampoco era especialmente cínico. Ser político en África es una posibilidad legítima de establecer una fortuna. Que luego salga de los más pobres es algo que pertenece a unas reglas de juego no escritas.

– Me cuesta creer lo que dices -contesta Hans Olofson.

– Precisamente por eso es posible que continúe un año tras otro -dice Lars Häkansson-. La situación es demasiado incomprensible como para que alguien la crea, y menos aún que saque un hacha.

– Todavía queda una pregunta sin responder -dice Hans Olofson-. ¿Por qué te marchaste tú?

– Un divorcio que fue un baño de sangre mental -contesta Lars Häkansson-. Mi esposa me abandonó del modo más banal. Encontró un agente inmobiliario en Valencia. Mi vida, que hasta entonces nunca había puesto en tela de juicio, se hizo añicos como si un camión hubiera entrado en mi mente. Viví durante dos años paralizado emocionalmente. Luego me levanté y me marché. Me habían abandonado las ganas de vivir. Pensé que lo mejor era viajar y morir. Pero todavía vivo.

– Las dos chicas -dice Hans Olofson.

– Ya te lo dije -contesta Lars Häkansson-. Serán bienvenidas, yo las cuidaré.

– Todavía falta un poco para que empiecen sus cursos de formación -dice Hans Olofson-. Pero me figuro que necesitan tiempo para acostumbrarse. Había pensado llevarlas a Lusaka dentro de unas semanas.

– Seréis bienvenidos -dice Lars Häkansson.

«¿Qué es lo que me preocupa?», piensa Hans Olofson de forma inmediata. «Hay algo que me asusta. Lars Häkansson es un sueco que inspira seguridad, lo suficientemente honrado como para confesar que ha formado parte de algo que ni siquiera podría denominarse un escándalo. Reconozco su disposición a ayudar. Sin embargo, hay algo que me inquieta.»

Al día siguiente visitan juntos a Joyce Lufuma y a sus hijas. Cuando Hans Olofson se lo dice a las hijas mayores, enseguida se ponen a bailar de alegría. Lars Häkansson se queda a un lado, sonriendo, y Hans Olofson se da cuenta de que ser atendidas por un hombre blanco es una garantía para Joyce Lufuma. «Me preocupo innecesariamente», piensa Hans Olofson. «¿Será porque yo no tengo hijos?

»Pero eso también es una verdad sobre este continente contradictorio. Para Joyce Lufuma, Lars Häkansson y yo somos las mejores garantías que pueda imaginar para sus hijas. No solamente porque somos mzunguz, hombres ricos. Tiene una confianza total e ilimitada en nosotros debido a nuestro color de piel.»

Dos semanas después, Hans Olofson lleva a las dos hermanas a Lusaka. Marjorie, la mayor, va sentada a su lado en el asiento delantero. Peggy detrás de él. Son de una belleza deslumbrante, sus ganas de vivir le hacen sentir de repente un nudo en la garganta. «Sin embargo hago algo», piensa. «Me ocupo de que estas dos jóvenes no se vean obligadas a dejar estancadas sus vidas sin sacarles ningún tipo de provecho, tengan demasiados hijos en pocos años, pobreza, privaciones, vidas que se acaban antes de tiempo.»

La recepción en casa de Lars Häkansson es tranquilizadora. El apartamento que pone a disposición de las dos chicas está recién pintado y bien equipado. Marjorie se queda asombrada ante el interruptor de la luz que por primera vez en su vida va a darle electricidad.

Hans Olofson se da cuenta de que la inquietud que ha sentido no significa nada. Piensa que proyecta su propia angustia en otras personas. Pasa la tarde en casa de Lars Häkansson. A través de la ventana del dormitorio puede ver a Marjorie y a Peggy, sombras que se vislumbran detrás de finas cortinas. De repente se acuerda del momento en que llegó a la capital procedente de la aldea. La primera salida, tai vez el viaje más decisivo de todos…

Al día siguiente hace una escritura de traspaso de la colina de su terreno y deja su número de cuenta en el banco inglés. Antes de marcharse de Lusaka se detiene impulsivamente en la puerta de una de las oficinas aéreas de Zambia y solicita los horarios de las conexiones con los vuelos a Europa.

El largo viaje de vuelta a Kalulushi también se ve interrumpido en ocasiones por los golpes de lluvia que impiden la visibilidad. A última hora de la tarde llega finalmente a la verja de su granja. El vigilante nocturno va hacia él bajo el resplandor de los faros del coche. De repente, le parece que no reconoce al hombre y se le ocurre que puede ser un bandido que se ha puesto el uniforme del vigilante. «Mis armas», piensa desesperado. Pero el vigilante es el de siempre, según puede comprobar Hans Olofson al verlo de cerca.

– Bienvenido a casa, Bwana -le saluda el vigilante.

«Nunca voy a entender si lo dice de verdad», piensa Hans Olofson. «Sus palabras pueden significar, del mismo modo que me da la bienvenida, que va a tener la posibilidad de arrancarme el corazón del cuerpo.»

– ¿Todo tranquilo? -pregunta.

– No ha ocurrido nada -contesta el vigilante.

Luka lo está esperando, ha dejado la cena preparada en un armario que la mantiene caliente. Dice a Luka que se marche a su casa y se sienta a la mesa. «La comida puede estar envenenada», se le ocurre de pronto, sin fundamento alguno. «Me encuentran muerto, se me practica una chapuza de autopsia, y nunca se descubre veneno alguno.»

Retira el plato con la comida, apaga la luz y se queda sentado en la oscuridad. Desde el hueco del techo oye el batir de alas de los murciélagos. Una araña pasa rápidamente por encima de su cabeza. De repente se da cuenta de que casi está al límite. Como un mareo, una vorágine de sentimientos y pensamientos que no han salido a la luz, que se va aproximando.

Permanece sentado mucho rato en la oscuridad hasta que se da cuenta de que va a tener un acceso de malaria. Le empiezan a doler las articulaciones, le palpitan las sienes y la fiebre se dispara por su cuerpo. Rápidamente levanta sus barricadas, pone armarios delante de las puertas exteriores, controla las ventanas y elige un dormitorio donde se tumba con su revólver. Toma una dosis de quinina y se pierde lentamente en el sueño.

En sus sueños hay un leopardo cazando. De pronto se da cuenta de que es Luka vestido con una sangrante piel de leopardo. El acceso de malaria lo persigue hasta un precipicio.

Cuando despierta al amanecer, siente que el acceso no ha sido demasiado fuerte. Se levanta de la cama, se viste rápidamente y va a abrirle la puerta a Luka. Retira un armario y de repente se da cuenta de que aún lleva el revólver en la mano. Ha dormido toda la noche con el dedo en el gatillo. «Estoy perdiendo el control», piensa. «Imagino sombras amenazantes por todos lados, pangas invisibles continuamente alrededor de mi laringe. Al proceder de Suecia no estoy preparado para poder controlar todo el tiempo el miedo. El miedo que me domina es una sensación reprimida que está al borde de la insurrección para liberarse de una vez por todas. El día que ocurra habré llegado a mi límite. Entonces África me habrá vencido, finalmente, definitivamente.»

Se obliga a desayunar y luego se acerca en coche al cobertizo de adobe. Los oficinistas negros, que están ocupados con informes de transporte y listas de asistencia, se levantan para saludarlo.

Ese día, Hans Olofson percibe que las acciones más simples le resultan dificilísimas. Cada decisión, antes adoptada de modo rutinario, de repente le genera dudas. Se dice a sí mismo que está cansado, que debería dejar la responsabilidad a alguno de los capataces y viajar lejos de allí, tomarse unas vacaciones.

Justo después empieza a sospechar que Eisenhower Mudenda lo está aniquilando de forma imperceptible con venenos invisibles. El polvo que hay sobre su escritorio se convierte en polvos tóxicos que emiten gases asfixiantes. Inmediatamente decide poner por las noches un candado al cobertizo. Una caja de huevos vacía que cae de una pila es la causa de un ataque sin sentido. Los trabajadores negros lo miran con ojos inquisidores. Una mariposa que se posa en su hombro le produce un fuerte sobresalto, como si alguien le hubiera puesto la mano encima en la oscuridad.

Por la noche yace en la cama sin dormir. Siente un gran vacío interior. De repente se pone a llorar, casi a gritos, en la oscuridad. «Estoy perdiendo el autocontrol», piensa cuando ya ha pasado. «Siento cosas distintas que, sin saber de dónde proceden, atacan y desfiguran mi sentido común.» Ve en su reloj que es casi medianoche. Se levanta, se sienta en una silla y empieza a leer un libro que ha sacado al azar de la colección que dejó Judith Fillington. Los pastores alemanes se mueven de un lado a otro frente a la puerta, oye sus gruñidos, las cigarras, algunos pájaros que gritan desde el río. Lee una página tras otra sin entender realmente, mira a menudo su reloj y espera a que amanezca.

Se duerme en la silla poco antes de las tres, con el revólver apoyado sobre el pecho. Se despierta de repente. Algo lo ha despertado y escucha en la oscuridad. La noche africana está serena. «Debe de tratarse de un sueño», piensa. «Algo que he soñado me ha despertado. No ha pasado nada, todo está tranquilo… La tranquilidad», piensa enseguida. «Eso es lo que me ha despertado. Ha ocurrido algo, esta tranquilidad no es natural.» Siente cómo lo invade el miedo, el corazón le palpita con fuerza y coge su revólver mientras escucha lo que pasa fuera en la oscuridad.

Las cigarras cantan, pero los perros guardan silencio.

De repente está seguro de que algo ocurre en la oscuridad, fuera de su casa. Corre en medio del silencio y va a buscar su rifle de caza. Con manos temblorosas mete la munición en ambos cañones y quita el seguro del arma. No deja de escuchar, pero los perros guardan silencio. Ya no gruñen, el ruido de sus pasos ha cesado. «Ahí afuera, en la oscuridad, hay alguien», piensa con desesperación. «Ahora vienen a por mí.» Vuelve a correr a través de la habitación vacía y descuelga el teléfono. No hay línea. Entonces lo entiende todo y siente tanto miedo que casi no puede controlar su respiración. Sube corriendo la escalera hasta el piso superior, coge un montón de munición que hay sobre una silla en el pasillo y continúa hasta la habitación de los esqueletos. La ventana no tiene cortinas. Mira con cuidado hacia fuera. Las lámparas de la terraza lanzan una luz pálida sobre el patio. No ve a los perros por ningún sitio.

De repente se apagan las luces, se oye un ligero tintinear de uno de los globos de cristal. Mira hacia la oscuridad. Durante unos segundos está seguro de oír pasos. Se obliga a pensar. «Intentarán entrar por la planta baja», se dice a sí mismo. «Cuando se den cuenta de que estoy aquí arriba van a quemarme.» Vuelve a atravesar el comedor corriendo, baja la escalera y escucha junto a las puertas que ha bloqueado con los armarios.

«Los perros», piensa desesperado. «¿Qué han hecho con los perros?» Va y viene entre las dos puertas que dan a la calle y se imagina que el ataque llegará de ambos lados a la vez. Recuerda de pronto que la ventana del cuarto de baño no tiene rejas. Es una ventana pequeña, pero una persona delgada tal vez pueda abrirse paso a través de ella. Empuja con cuidado la puerta del cuarto de baño, el rifle tiembla en sus manos. «No puedo dudar», se dice a sí mismo. «Si veo a alguien tengo que apuntarle y disparar.» La ventana del cuarto de baño está intacta y vuelve a las puertas de entrada.

De repente percibe unos chirridos que proceden de la terraza. «El techo», piensa. «Intentan entrar en el piso de arriba escalando por el techo de la azotea.» Vuelve a subir corriendo la escalera que va al piso superior. Las ventanas de dos habitaciones de invitados dan a la azotea, ambas tienen rejas. Dos habitaciones que no se utilizan casi nunca. Empuja cuidadosamente la puerta de la primera habitación, avanza a tientas hacia la ventana y palpa las delgadas barras de hierro fijadas al cemento. Deja la habitación, empuja la puerta de la siguiente. Los chirridos de la azotea están cada vez más cerca. Avanza a tientas en la oscuridad y estira el brazo para palpar las rejas. Las puntas de sus dedos rozan el cristal de la ventana. Las rejas no están. Alguien las ha quitado.

«Luka», piensa. «Luka sabe que casi nunca entro en esta habitación. Lo voy a matar. Voy a matarlo de un disparo y tirarlo a los cocodrilos. Lo heriré gravemente y dejaré que terminen de matarlo los cocodrilos.» Se dirige de nuevo hacia la puerta, estira un brazo buscando una silla que sabe que hay ahí y se sienta.

En el rifle de caza hay seis cartuchos, el cargador del revólver tiene ocho. «Debe de ser suficiente», piensa con desesperación. «No voy a poder cargarlos de nuevo porque me tiemblan las manos.» Pensar en Luka lo tranquiliza de repente, la amenaza que ahora está en la oscuridad tiene un rostro. Siente que una necesidad extraña crece dentro de él. Una necesidad de apuntar a Luka con el arma y disparar. Los chirridos de la azotea cesan. Alguien empieza a hacer presión con una herramienta en el marco de la ventana para forzarla. Enseguida se le ocurre que seguramente es una de sus propias herramientas. «Ahora disparo», piensa. «Ahora disparo ambos cañones a través de la ventana. La cabeza y la parte superior del cuerpo tienen que estar justo detrás del cristal.»

Se levanta en la oscuridad, da algunos pasos hacia delante y levanta el rifle. Le tiemblan las manos, no puede evitar que se mueva.

Ha aprendido a mantener la respiración en el momento del disparo. «Ahora mato a una persona», piensa. «Aunque sea en defensa propia, lo hago con premeditación.» Levanta el rifle, nota de repente que tiene lágrimas en los ojos, contiene la respiración y aprieta, primero un cañón, inmediatamente después el otro.

Las detonaciones retumban en sus oídos, los trozos de cristal le golpean en la cara. Da un paso atrás por el retroceso y casualmente roza el interruptor de la luz con uno de los hombros. En vez de apagarla, se pone a dar alaridos en medio de la noche y va corriendo a la ventana a la que ha disparado. Alguien ha encendido las luces de su coche. Delante del coche se vislumbran dos sombras negras y le parece ver que una de ellas es Luka. Apunta rápidamente y dispara contra las dos sombras. Una de ellas tropieza y la otra desaparece deprisa. Olvida que todavía le quedan dos cartuchos en el rifle, lo deja caer sobre el suelo y saca su revólver del bolsillo. Dispara cuatro veces contra la sombra que ha tropezado, antes de darse cuenta de que también ha desaparecido.

Descubre que el techo de la terraza está lleno de sangre. Se inclina a recoger el rifle, apaga la luz y cierra la puerta. Luego se sienta en el suelo del pasillo y empieza a recargar. Le tiemblan las manos, el corazón le palpita con fuerza en el pecho y se concentra al máximo para cargar de nuevo sus armas de munición. Piensa que lo que más le gustaría hacer es dormir.

Se sienta en el pasillo y aguarda el amanecer. Con las primeras luces de la mañana retira el armario y abre la puerta de la cocina. Las luces del coche se han apagado, se ha agotado la batería. Luka no está ahí. Se dirige lentamente hacia la terraza, con el rifle aún en una de sus manos.

El cuerpo ha quedado atrapado por un pie en un canalón y está colgando con la cabeza sobre algunos de los cactus que un día plantara Judith Fillington. Una piel de leopardo ensangrentada pende sobre los hombros del africano muerto. Con el palo de un rastrillo, Hans Olofson mueve el pie del cuerpo, que se suelta y cae. A pesar de que casi todo el rostro está destrozado por los disparos, reconoce de inmediato que es Peter Motombwane. Las moscas zumban ya en la sangre. Busca en la terraza un mantel y lo extiende sobre el cuerpo. Junto al coche hay un charco de sangre. Unas huellas de sangre lo conducen hasta la espesa sabana. Allí terminan de repente.

Cuando se da la vuelta, ve a Luka de pie por debajo de la azotea.

Levanta el rifle al instante y va hacia él.

– Vives aún -dice-. Pero no vas a vivir mucho más. Esta vez no voy a fallar.

– ¿Qué ha ocurrido, Bwana? -pregunta Luka.

– ¿Me preguntas a mí?

– Sí, Bwana.

– ¿Cuándo quitaste la reja de la ventana?

– ¿Qué reja, Bwana?

– Sabes a lo que me refiero.

– No, Bwana.

– ¡Ponte las manos en la cabeza y camina delante de mí!

Luka hace lo que le dice y Hans Olofson lo lleva al piso de arriba. Le enseña el agujero de la ventana que ha sido destrozada por los disparos.

– Casi lo has logrado -dice Hans Olofson-. Pero sólo casi. Sabías que yo nunca entro en esta habitación. Cortaste los barrotes de la reja cuando yo no estaba aquí. Así no os habría oído cuando entraseis. Luego habríais bajado las escaleras a escondidas en la oscuridad.

– La reja ha desaparecido, Bwana. Alguien se la ha llevado.

– Alguien no, Luka. Tú te la has llevado.

Luka lo mira a los ojos y sacude la cabeza.

– Tú estabas aquí anoche -dice Hans Olofson-. Te vi y te disparé. Peter Motombwane está muerto. ¿Pero quién es el tercer hombre?

– Yo estaba durmiendo, Bwana -dice Luka-. Me despertó el disparo de un uta. Muchos disparos. Luego me quedé despierto. He venido cuando estaba seguro de que Bwana Olofson había salido.

Hans Olofson levanta el fusil y quita el seguro.

– Te voy a disparar -le dice-. Te dispararé si no me dices quién es el tercer hombre. Te mataré si no me cuentas lo que ha ocurrido.

– Yo dormía, Bwana -contesta Luka-. No sé nada. Veo que Peter Motombwane está muerto y que tiene una piel de leopardo por encima de los hombros. No sé quién se ha llevado la reja.

«Dice la verdad», piensa Hans Olofson enseguida.

«Estoy seguro de que lo vi anoche. Nadie aparte de él ha podido quitar la reja, nadie más que él sabe que casi nunca entro en esa habitación. Sin embargo, creo que dice la verdad.»

Vuelven al piso de abajo. «Los perros», piensa Hans Olofson de repente. «Me olvidaba de los perros.»

Los encuentra justo detrás del tanque de agua. Seis cuerpos extendidos en el suelo. De sus bocas cuelgan restos de carne. «Veneno concentrado», deduce. «Con un mordisco bastaba. Peter Motombwane sabía lo que se hacía.»

Observa que Luka mira los cuerpos muertos con incredulidad. «Naturalmente, hay una explicación posible», se dice a sí mismo. «Peter Motombwane conoce mi casa. A veces me ha esperado solo. Incluso los perros. Los perros lo conocían. Puede ser lo que dice Luka, que estaba durmiendo y se despertó cuando disparé el rifle. Puedo haber visto mal en la oscuridad. Me imaginaba que Luka estaría allí, por lo que también me pareció verlo.»

– No toques nada -ordena-. No entres en la casa, espera fuera hasta que vuelva.

– Sí, Bwana -dice Luka.

Empujan el coche para ponerlo en marcha, el motor diesel empieza a trabajar y Hans Olofson va a su cobertizo de adobe. Los trabajadores negros se quedan mirándolo inmóviles. «¿Cuántos de ellos pertenecen a los leopardos?», piensa. «¿Cuántos creen que he muerto?»

El teléfono del cobertizo funciona. Llama a la policía de Kitwe.

– Decid a todos que estoy vivo -comunica a los oficinistas negros-. Decidles que maté a los leopardos. Tal vez uno de ellos sólo esté herido de bala. Decidles que pago el salario de un año al que encuentre al leopardo herido.

Regresa a su casa. Sobre el cuerpo de Peter Motombwane, que yace bajo el mantel, hay un enjambre de moscas.

Trata de pensar mientras espera a la policía. «Peter Motombwane vino para matarme», se dice a sí mismo. «Del mismo modo que fue una noche a matar a Ruth y Werner Masterton. Su único error fue llegar demasiado pronto. Subestimó mi miedo creyendo que ya había vuelto a dormir por las noches.

»Peter Motombwane vino para matarme, eso no debo olvidarlo nunca. Ése es el punto de partida. Me habría cortado la cabeza y me habría convertido en un cuerpo de animal masacrado. La ambición de Peter Motombwane debe de haber sido muy grande. Sabía que tenía armas, por lo tanto estaba dispuesto a ofrecer su vida. Ahora me doy cuenta de que al mismo tiempo intentaba alertarme diciéndome que me marchara de viaje para evitar tener que hacerlo. Probablemente ese conocimiento se había convertido en una penosa desesperación, un convencimiento de que era necesario el máximo sacrificio.

»E1 hombre que trepó por mi tejado no era un bandido. Era una persona convencida de que hacía lo que él llamaba un encargo necesario. Eso tampoco tengo que olvidarlo. Al matarlo, tal vez he matado también a una de las mejores personas de este lacerado país. Alguien que, más que un sueño de futuro, tenía una disposición a actuar él mismo. Al matar a Peter Motombwane he matado la esperanza de muchas personas.

»A1 mismo tiempo, se dio cuenta de que mi muerte era importante. No creo que viniera porque fuera vengativo. Creo que Peter Motombwane prescindía de tales sentimientos. Trepó por mi tejado porque estaba atormentado. Sabía lo que estaba ocurriendo en este país, no vio otra salida que unirse al movimiento de los leopardos, iniciar un ataque desesperado y tal vez lograr presenciar algún día la necesaria sublevación. ¿Fue tal vez él el que creó el movimiento de los leopardos? ¿Lo hizo solo, con unos pocos partidarios, o quería asegurar un resurgimiento antes de que él mismo cogiera su panga?»

Hans Olofson se aleja en dirección a la terraza, evitando mirar el cuerpo bajo el mantel. Encuentra lo que busca detrás de unas rosas africanas. El panga de Peter Motombwane está reluciente, en la empuñadura hay distintos símbolos tallados. Le parece ver la cabeza de un leopardo, un ojo tallado profundamente en la madera marrón. Vuelve a dejar el panga entre las rosas y, para que no se vea, lo cubre con unas hojas que arrastra con el pie.

Por la carretera se aproxima un coche oxidado y al que le falla el motor, dentro van policías. Se detiene justo al lado del camino, parece que se le ha terminado la gasolina. «¿Qué habría ocurrido si hubiera podido llamarlos por teléfono anoche?», piensa. «¿Si les hubiera pedido venir en mi auxilio? ¿Habrían comunicado que lo sentían, que no tenían gasolina? ¿O quizá me habrían pedido que fuera a buscarlos con mi coche?»

De pronto reconoce al policía que se dirige hacia él delante de cuatro soldados agentes. Es el policía que estuvo una vez en su casa con una orden de inspección equivocada. Hans Olofson recuerda su nombre, Kaulu.

Hans Olofson muestra el cuerpo muerto, los perros, describe el curso de los hechos. Admite también que conocía a Peter Motombwane. El oficial de policía sacude la cabeza con resignación.

– No podemos fiarnos nunca de los periodistas -dice-. Ahora está demostrado.

– Peter Motombwane era un buen periodista -replica Hans Olofson.

– Le interesaban demasiado ciertas cosas en las que no debía meterse -dice el oficial de policía-. Pero ahora sabemos que era un bandido.

– La piel de leopardo -dice Hans Olofson-. He oído vagos rumores de que es un movimiento político.

– Entremos -propone enseguida el oficial de policía-. Se habla mejor en la sombra.

Luka sirve el té, se sientan en silencio.

– Ciertos rumores lamentables se extienden con demasiada facilidad -dice el oficial de policía-. No existe ningún movimiento leopardo. El mismo presidente ha aclarado en público que no lo hay. Así que no existe. Por lo tanto sería lamentable que surgieran nuevos rumores. Nuestras autoridades se sentirían insatisfechas.

«¿Qué está intentando transmitirme?» piensa Hans Olofson. «¿Una información, una advertencia? ¿O una amenaza?»

– Ruth y Werner Masterton -dice Hans Olofson-. Esto habría quedado como la casa de ellos si yo no lo hubiera matado, y tal vez a otro hombre más.

– No existe ningún tipo de relación -dice el oficial de policía.

– Naturalmente que existe -afirma Hans Olofson.

El oficial de policía mueve su taza despacio.

– Una vez vine aquí con una orden expedida de modo erróneo -dice-. Usted se mostró muy solícito en esa situación. Para mí es una gran alegría poder devolverle el favor ahora. No existe ningún movimiento leopardo, lo ha decidido nuestro presidente. Tampoco hay motivo para relacionar cosas que no tienen ninguna relación. Además, sería muy inadecuado que se extendiera el rumor de que usted conocía al hombre que intentó matarlo. Eso crearía sospechas en las autoridades. ¿Se podría empezar a pensar, tal vez, que fue una forma de venganza? ¿Relaciones poco claras con un granjero blanco que originan rumores sobre el movimiento leopardo? Podría meterse en dificultades con mucha facilidad. Lo mejor es escribir un informe sencillo y claro sobre una agresión lamentable que por fortuna terminó bien.

«Ya salió», piensa Hans Olofson. «Después de una explicación confusa tengo que darme cuenta de que todo se va a enterrar. Peter Motombwane ya no será en lo sucesivo un desesperado luchador de la resistencia, sino que su recuerdo se asociará al de un bandido.»

– Las autoridades de inmigración se van a preocupar -añade el oficial de policía-. Pero le devolveré la amabilidad que tuvo usted conmigo olvidando este caso lo antes posible.

«Es inaccesible», piensa Hans Olofson. «Es evidente que tiene instrucciones. En este país no existe oposición política alguna.»

– Supongo que tendrá licencia de armas -dice el oficial de policía en tono amistoso.

– No -contesta Hans Olofson.

– Podría haber sido causa de problemas -contesta el oficial de policía-. Las autoridades se toman muy en serio la falta de licencias de armas.

– Nunca lo había pensado -reconoce Hans Olofson.

– Para mí será un placer olvidar eso también -dice el oficial de policía poniéndose en pie.

«El caso está cerrado», piensa Hans Olofson. «Sus argumentos eran mejores que los míos. Nadie quiere tener que pasar por una cárcel africana.»

Cuando salen, el cuerpo ha desaparecido.

– Mis hombres lo han hundido en el río -responde a su pregunta el oficial de policía-. Es más sencillo así. Nos hemos tomado la libertad de utilizar alguna chatarra que encontramos en su jardín.

El policía espera en el coche.

– Lamentablemente, la gasolina se ha acabado -informa-. Pero uno de mis hombres ha tomado prestados unos cuantos litros de combustible de su reserva mientras tomábamos el té.

– Por supuesto -dice Hans Olofson-. Cuando pase por aquí, puede parar y llevarse algunas cajas de huevos.

– Los huevos son buenos -reconoce el oficial de policía ofreciéndole su mano para saludarlo-. No es frecuente acabar las investigaciones criminales con tanta facilidad.

El coche de policía desaparece y Hans Olofson dice a Luka que queme el mantel manchado de sangre. Lo mira mientras lo quema.

«Aun así puede haber sido él», piensa Hans Olofson. «¿Cómo voy a poder seguir viviendo con él a mi lado? ¿Podré continuar aquí?»

Se sienta en su coche y lo estaciona fuera del gallinero en el que trabaja Eisenhower Mudenda. Le enseña el panga de Peter Motombwane.

– Ahora es mío -dice-. A quien ataque mi casa lo mataré con el arma que no pudo vencerme a mí.

– Es un arma muy peligrosa, Bwana -admite Eisenhower Mudenda.

– Conviene que todos lo sepan -dice Hans Olofson.

– Todos lo van a saber enseguida, Bwana -dice Eisenhower Mudenda.

– Entonces nos entendemos -dice Hans Olofson de camino a su coche.

Se encierra en su dormitorio, corre las cortinas y ve a Luka enterrando los perros muertos. «Vivo en un cementerio africano», piensa.

En el techo de la terraza está la sangre de Peter Motombwane. «Una vez fue mi amigo, mi único amigo africano.» La lluvia viene a enjuagar su sangre; los cocodrilos destrozan su cuerpo en el fondo del río Kafue.

Se sienta en el borde de la cama agotado por el cansancio. «¿Cómo voy a poder soportar lo que ha ocurrido?», piensa otra vez. «¿Cómo voy a seguir adelante en este infierno?»

La impotencia que siente Hans Olofson va en aumento durante el mes siguiente. El periodo de lluvias está llegando a su fin y él mantiene a Luka bajo control. Los vecinos van a visitarlo cuando oyen el rumor del ataque, y él vuelve a contar la historia de la noche en que murieron Peter Motombwane y los perros. Nunca encuentran al otro hombre, el rastro de sangre acaba en el vacío. En su imaginación, el tercer hombre se va convirtiendo en una sombra y la imagen de Luka como sospechoso se desvanece poco a poco.

Padece sucesivos accesos de malaria en los que tiene alucinaciones y vuelve a vivir la situación de ser atacado por bandidos. Una noche cree que va a morir. Cuando despierta, la luz está cortada, el golpe de fiebre hace que pierda la orientación. Dispara con su revólver hacia la oscuridad.

Cuando despierta, el acceso de malaria ha pasado y Luka está como siempre, esperando fuera de la puerta al amanecer. Alrededor de su casa corren nuevos pastores alemanes que le han llevado los vecinos como regalo incuestionable de la colonia blanca.

Controla como siempre el trabajo diario en la granja. Los coches de huevos ya no son saqueados, sobre el país reina la tranquilidad.

Se pregunta cómo va a aguantar. «Nunca podría haber evitado matar a Peter Motombwane», piensa. «Él no me lo hubiera permitido. Si hubiera podido, me habría cortado la cabeza. Su desesperación debe de haber sido tan grande que no podría haber vivido más tiempo esperando a que llegara el momento oportuno, que la insurrección fuera creciendo poco a poco. Debe de haber pensado que ese momento podía acelerarse y echó mano de la única arma que tenía. ¿Acaso era consciente también de que fracasaría?»

Se compara con Peter Motombwane, rememora prolongados y dolorosos episodios de su vida. «Mi vida está hecha con cemento de mala calidad», piensa. «Las grietas del edificio son profundas y algún día se derrumbará todo. Mis ambiciones han sido siempre superficiales y deficientes. Mi actitud moral se basa en los sentimientos o en la impaciencia. En realidad casi nunca me he exigido nada a mí mismo.

«Estudié buscando una salida, un modo de quitarme de en medio. Viajé a África para llevar a cabo el sueño de otra persona. Se me puso en las manos una granja. Cuando Judith Fillington se marchó, el trabajo ya estaba hecho. Sólo tenía que repetir las mismas cosas que ella hacía como rutina. Finalmente me asigné el indignante papel de matar a una o tal vez a dos personas. Personas que estaban dispuestas a hacer algo que yo nunca me hubiera atrevido a hacer. Apenas se me puede reprochar que defendiera mi vida. Sin embargo lo hago.»

Cada vez con más frecuencia se emborracha por las noches y recorre las habitaciones vacías tambaleándose. «Tengo que irme lejos de aquí», piensa. «Vendo la granja, le prendo fuego y me voy.»

Piensa que sólo le queda una tarea por hacer. Las hijas de Joyce Lufuma. «A ellas no puedo abandonarlas», piensa. «Aunque esté ahí Lars Häkansson, tengo que quedarme hasta cerciorarme de que estarán seguras para poder llevar a cabo su formación.»

Después de un mes decide de forma inesperada viajar a Lusaka para visitarlas. Piensa que debería comunicar su llegada, pero no llega a llamar por teléfono, sino que se sienta en el coche y se pone en marcha.

Cuando entra en la ciudad, se siente contento por primera vez después de mucho tiempo.

«Tendría que haber tenido hijos», piensa. «Mi vida no es natural incluso en ese aspecto.»

Mientras conduce hacia la casa de Lars Häkansson, piensa que tal vez no sea demasiado tarde todavía.

El vigilante nocturno le abre las verjas y entra en la pista de gravilla que hay fuera de la casa…

En el momento de la derrota, Hans Olofson hubiera querido poder soplar al menos una flauta de madera de sauce.

Pero no puede. No tiene ninguna flauta, sólo tiene entre las manos sus propias raíces arrancadas…

A principios de septiembre de 1969 está sentado en una cervecería de Estocolmo con Hans Fredström, el hijo del confitero de Danderyd, compartiendo sus reflexiones. No sabe quién les ha propuesto que esa tarde de miércoles tomen el tren que va a Estocolmo y se unan a otros más para beber cerveza, pero él acepta. Son cinco en total y se conocieron unos años atrás en el curso preparatorio de derecho que empezaron a la vez.

Hans Olofson había ido a su casa la primavera pasada con la amarga sensación de que nunca llegaría a terminar sus estudios. Hasta ese momento había vivido bastante tiempo en la casa de los relojes y también había aguantado lecciones y estudiado por su cuenta lo suficiente como para darse cuenta de que no encajaba en ningún sitio. La ambición que tuvo una vez de ser el defensor de las circunstancias atenuantes se había ido diluyendo hasta desaparecer como un espejismo fugaz. Oía el tictac de los relojes a su alrededor con una creciente sensación de irrealidad, y al final se había dado cuenta de que la universidad era un pretexto para pasar las tardes en la tienda de armas Wickberg, y no al revés.

La salvación del verano fueron los hermanos Holmström, que aún no habían encontrado a sus elegidas y siguieron buscándolas todavía durante algún tiempo en su viejo Saab por los luminosos bosques estivales. Hans Olofson se hundía en el asiento trasero y compartía el aguardiente de ellos mientras veía pasar bosques y lagunas. En una pista de baile lejana se encontró con una de las damas de honor de la fiesta de santa Lucía y enseguida se enamoró profundamente de ella. Su nombre era Agnes, la llamaban Agge y se estaba preparando para trabajar en la peluquería de señoras Die Welle, situada entre la librería y la tienda de motos y ciclomotores de segunda mano de Karl-Otto. Un día se dio cuenta de que el padre de ella era uno de los que trabajaban con él en el almacén de la Asociación de Comerciantes, uno al que compraba el rapé y le fregaba las tazas de café. Ella vivía con una hermana mayor en un pequeño apartamento encima del Handelsbanken; y como la hermana desapareció al marcharse en una caravana con un hombre en dirección a la Costa Alta, tenían el piso para ellos solos. Allí iban los hermanos Holmström levantando polvo con su Saab, hacían juntos los planes para la tarde y luego volvían.

Entonces decidió quedarse. Buscarse un trabajo, trazar una línea divisoria, no volver al sur en otoño.

Pero también el amor era imaginario, un nuevo escondite que se había creado, y volvió al sur a pesar de todo, para poder escapar por fin. Los ojos de ella le decían que se sentía traicionada.

Aunque tal vez también se marchó porque no soportaba ver a su padre, Erik Olofson, luchando cada vez más a menudo con esos demonios que no podía evitar ni siquiera echándoles agua caliente. Ahora bebía de modo obstinado, había decidido vivir humillado ante su incapacidad de regresar al mar.

Ese verano, Erik Olofson se convirtió por fin en talador de bosques. Ya no era el marinero que se dejaba la vida entre cortezas y brotes de árboles para despejar el horizonte y calcular sus posiciones.

Un día Céléstine cayó al suelo. Hans Olofson la encontró como si se hubiera hundido en un inmenso huracán, mientras su padre dormía la borrachera en el sofá. Recuerda ese momento de furia e impotencia al ver dos fuerzas opuestas enganchadas entre sí.

Inmediatamente después volvió a Uppsala y ahora está sentado en una cervecería de Estocolmo y Hans Fredström le salpica la mano de cerveza.

Hans Fredström tiene algo que le parece envidiable. Tiene una vocación, ser fiscal.

– Al malhechor hay que agarrarlo por las orejas y juzgarlo -dice-. Ser fiscal es hacer limpieza. Lavar el cuerpo de la sociedad.

Hans Olofson le ha revelado que piensa ser el portavoz de los débiles.

Inmediatamente cae en desgracia con Hans Fredström.

Desde su adinerado punto de vista en Danderyd pone en marcha una hostilidad de la que Hans Olofson no puede desentenderse. Su discurso es tan incendiario y está tan lleno de prejuicios que le resulta repugnante. Las discusiones que mantienen siempre terminan antes de que comience la pelea. Hans Olofson procura evitarle. Si se enfrenta a él, siempre pierde. Cuando derrama cerveza sobre su mano, la retira.

«Voy a hacerle frente», piensa. «Ambos vamos a defender conjuntamente leyes y derechos cuando sea oportuno.»

Ese pensamiento le parece imposible por el momento. Debería poder hacerlo, debería obligarse a resistir. De otro modo, Hans Fredström causaría estragos libremente, como un depredador en las salas de juicio, aplastando con patas de elefante la circunstancia atenuante que tal vez estuviera allí a pesar de todo.

Pero no puede ponerse en pie. Está demasiado solo y mal equipado.

Se levanta de repente y se marcha. Oye la risa socarrona de Fredström a su espalda. «¿Cómo pueden oírse las muecas de una persona?», piensa.

Vaga inquieto por la ciudad, eligiendo las calles al azar. Su conciencia está vacía como los salones de un palacio en ruinas. Al principio cree que allí no hay nada, sólo las tapicerías estropeadas y el eco de sus pasos.

Pero en una de las habitaciones se encuentra Sture tumbado en su cama y un tubo grueso y ennegrecido sale de su garganta. El respirador mecánico lo envuelve con sus alas brillantes y se oye un silbido, como una locomotora que suelta vapor. En otra habitación resuena una palabra, Mutshatsha, Mutshatsha, y tal vez oye también los leves acordes de Some of these days…

Decide en ese instante visitar a Sture, y volver a verlo vivo o muerto…

Varios días después está en Västervik. Por la tarde se baja de un autobús al que ha subido en Norrköping y que continúa hasta Kalmar. Siente enseguida el olor del mar, y como si fuera un insecto guiado por el olor, se pone a buscar Slottsholmen.

Una brisa otoñal procedente del mar sopla mientras pasea por los embarcaderos mirando los barcos. Un velero solitario navega con viento en popa hacia el puerto y la vela golpetea rizada por una mujer…

No encuentra pensión y en un momento de ligereza entra en el Stadshotell. A través de la pared de su habitación oye a alguien que habla en tono excitado durante mucho tiempo. Se imagina que es un hombre que está ensayando una obra de teatro…

En recepción, un hombre muy amable con un ojo de cristal le ayuda a buscar el hospital donde se supone que está Sture.

– La Colina de los Abetos -dice el hombre del ojo de cristal-. Seguro que está allí. Es donde se llevaba a los que no tenían la suerte de morir inmediatamente. Accidentes de tráfico, motos, espaldas rotas. Seguro que lo encuentras allí.

«La Colina de los Abetos es un nombre del todo incorrecto», razona Hans Olofson cuando llega con un taxi al día siguiente por la mañana. El bosque se abre, ve una casa solariega rodeada de plantaciones bien cuidadas y una punta del mar que se vislumbra detrás de una de las alas de la casa. Hay un hombre sin piernas sentado en una silla de ruedas a la entrada de la puerta principal. Está envuelto en mantas y duerme con la boca abierta.

Hans Olofson atraviesa la alta puerta y se le ocurre que el hospital le recuerda al juzgado donde vivía Sture. Le indican que vaya a una pequeña oficina en la que hay una luz verde, entra y un hombre se presenta como el señor Abramovitj. Habla con voz apagada y casi inaudible, y Hans Olofson se figura que su misión principal en la vida debe de ser mantener el silencio.

– Sture von Croona -susurra el señor Abramovitj-. Ha estado con nosotros diez años o más. ¿Pero a usted no lo recuerdo? Supongo que será algún familiar.

Hans Olofson asiente.

– Un hermanastro -dice.

– A algunas personas que vienen por primera vez puede que les afecte negativamente -susurra el señor Abramovitj-. Como es natural, presenta un aspecto pálido e hinchado por estar siempre tumbado. Tampoco se puede evitar del todo que haya cierto olor a hospital.

– Quiero hacerle una visita -dice Hans Olofson-. He venido desde lejos para verlo.

– Le consultaré a él -dice el señor Abramovitj poniéndose en pie-. ¿Cuál era su nombre? ¿Hans Olofson? ¿Un hermanastro?

Cuando vuelve, ya está todo en orden. Hans Olofson lo sigue a través de un largo pasillo hasta que llegan a una puerta en la que el señor Abramovitj da unos golpes. Como respuesta oye un sonido gutural.

Al entrar en la habitación, nada es como se había imaginado. Las paredes están cubiertas de libros y en medio de la habitación, rodeado de plantas y altos ramos de flores, está Sture en una cama pintada de azul. Pero no hay ningún tubo que salga de su garganta, ni ningún insecto enorme que extienda sus alas alrededor de la cama azul.

La puerta vuelve a cerrarse y se quedan solos.

– ¿Dónde diablos has estado? -pregunta Sture en un tono de voz que revela su enfado a pesar de la afonía.

Las expectativas de Hans Olofson se vienen abajo de modo brutal. Se había imaginado que una persona que tiene la columna vertebral fracturada hablaría en voz baja y con pocas palabras, no con esta furia.

– Siéntate -dice Sture intentando ayudarle en esa complicada situación.

Retira un montón de libros de una silla y se sienta.

– Me dejas esperar diez años -sigue diciendo Sture-. Diez años. Al principio estaba decepcionado. Tal vez durante un par de años. Después he estado sobre todo cabreado.

– No tengo ninguna explicación -se excusa Hans Olofson-. Ya sabes cómo son estas cosas.

– ¿Cómo demonios voy a saberlo? Yo estoy siempre aquí tumbado. -Luego, su rostro insinúa una sonrisa-. A pesar de todo has venido -dice-. Hasta aquí, donde las cosas son como son. Si quiero tener una vista panorámica, ponen un espejo para que pueda ver el jardín. La habitación la han pintado dos veces desde que llegué. Al principio me sacaban al parque. Pero luego me negué. Donde mejor estoy es aquí. Me siento cómodo. Nada impide que alguien como yo se entregue a la pereza.

Hans Olofson escucha enmudecido por la fuerza de voluntad que emana Sture en la cama. Con una creciente sensación de irrealidad, se da cuenta de que Sture, a pesar de su horrible desventaja, ha desarrollado una fuerza y una decisión que él no posee en absoluto.

– Como es natural, la amargura es mi compañera más fiel -dice Sture-. Cada mañana, cuando despierto de los sueños, cada vez que me hago mis necesidades encima y empieza a oler. Cada vez que me doy cuenta de que no soy capaz de hacer nada. Sin duda, eso es lo peor, no poder ofrecer resistencia. La columna vertebral es lo que falla, es cierto. Pero también se rompió algo en mi cabeza. Tardé varios años en comprenderlo. Pero en ese momento tracé un proyecto de vida aparte de mis aptitudes, no por la carencia de ellas. Decidí vivir hasta que cumpliera treinta años, unos cinco años más. Entonces habré concluido mi concepto del mundo y mi relación con la muerte. El único problema que tengo es que no puedo acabar con todo por mí mismo, ya que no puedo moverme. Pero me quedan aún cinco años para encontrar una solución.

– ¿Qué ocurrió realmente? -pregunta Hans Olofson.

– No lo recuerdo. Se me ha borrado por completo. Recuerdo lo que pasó mucho antes y recuerdo cuando me desperté aquí. Eso es todo.

De repente se expande un hedor en la habitación y Sture aprieta su nariz contra un timbre.

– Sal un momento. Me tienen que cambiar.

Cuando vuelve, Sture está tumbado bebiendo cerveza con una paja.

– A veces bebo aguardiente -dice-. Pero no les gusta. Si me pongo a vomitar tenemos problemas. Además puedo decir cosas desagradables a las enfermeras. Es mi manera de recuperar lo que no puedo hacer.

– Janine -dice Hans Olofson-. Murió.

Sture se queda callado un buen rato.

– ¿Qué pasó? -pregunta.

– Al final se ahogó.

– ¿Sabes con qué soñaba? Con quitarle la ropa, acostarme con ella. Todavía me enfurezco por no haberlo hecho. ¿No lo pensaste nunca?

Hans Olofson sacude la cabeza. Se aferra a un libro con fuerza para evitar el tema.

– Con mi educación nunca hubiera llegado a estudiar la filosofía radical -dice Sture-. Soñaba y quería ser el Leonardo de mi época. Veo mi propia constelación en un cosmos privado. Pero ahora sé que la razón es lo único que me consuela. Y razonar es darse cuenta de que morimos solos, irremediablemente, todos, incluso tú. Trato de pensar en ello cuando escribo. Lo grabo en una cinta, otros se limitan a escribirlo.

– ¿Sobre qué escribes?

– Sobre una columna vertebral rota que se atreve a salir al mundo. Abramovitj no parece estar especialmente fascinado cuando lee lo que las chicas han pasado a limpio. No entiende lo que quiero decir y eso le preocupa. Pero dentro de cinco años se librará de mí.

Cuando Sture le pide que le hable de su vida, considera que no tiene nada que decir.

– ¿Recuerdas al tratante de caballos? -pregunta-. Murió el verano pasado. Tenía cáncer de huesos.

– No llegué a conocerlo -dice Sture-. ¿Conocí en realidad a alguien más aparte de ti y de Janine?

– Hace mucho tiempo de eso.

– Dentro de cinco años -dice Sture-. ¿Me ayudarás en ese momento si no he encontrado solución a mi último problema?

– Si puedo.

– No se rompe una promesa con alguien que tiene fracturada la columna vertebral. Aparecería en tu mente como un fantasma hasta que cayeras rendido.

Por la tarde se despiden.

El señor Abramovitj entreabre la puerta con cuidado y comunica a Hans Olofson que puede ofrecerle transporte hasta la ciudad.

– Vuelve una vez al año -dice Sture-. No más. No tengo tiempo.

– Puedo escribir -dice Hans Olofson.

– No, cartas no. Me indignan. Las cartas son demasiado ágiles para que pueda soportarlas. Vete…

Hans Olofson se va de allí con la sensación de ser el rey de los infravalorados. En Sture se ha visto a sí mismo como en un espejo. No puede escapar de esa imagen…

Regresa a Uppsala a última hora de la tarde. Los relojes suenan en la impenetrable jungla de tiempo en que vive.

«Mutshatsha», piensa. «¿Qué queda aparte de ti?»

Esa mañana de septiembre de 1969, en la que deja atrás todos los horizontes que tenía hasta ese momento y vuela a otro mundo, el cielo sueco está cubierto. Ha ido a por sus ahorros y ha comprado ese billete que lo llevará por el aire hacia su dudosa peregrinación a la Mutshatsha con la que soñaba Janine.

Al subir a un avión por primera vez pende sobre él un cielo inmóvil, un muro de nubes infinito. Cuando cruza la pista, la humedad traspasa sus zapatos. Se da la vuelta como si, a pesar de todo, alguien hubiera ido a despedirlo…

Observa a los que van a ser sus compañeros de vuelo. «Nadie va a Mutshatsha», piensa. «En este momento eso es lo único de lo que puedo estar seguro.»

Con un leve movimiento de cabeza, Hans Olofson siente elevarse el avión.

Veintisiete horas después exactamente, como está indicado en el panel, aterriza en Lusaka. África lo recibe con un bochorno terrible. Nadie ha ido a esperarlo.

Un vigilante nocturno va a su encuentro con una porra en la mano.

Hans Olofson ve que está muy asustado. Dos grandes perros pastor alemán corren inquietos de un lado a otro por el descampado mal iluminado.

De pronto se siente molesto por tener que estar siempre rodeado de perros guardianes nerviosos y de altas tapias coronadas con puntas de vidrio incrustado. «Viajo de un bunker de blancos a otro», piensa. «Ese temor está por todas partes…»

Llama a la puerta del apartamento de servicio y contesta Peggy. Entra y ve que detrás de ella está Marjorie. Ambas se ríen y se alegran de que haya llegado. Sin embargo, enseguida nota que algo no va bien. Se sienta en una silla y escucha sus voces desde la cocina donde le están preparando té.

«Me olvido de que soy un mzungu incluso para ellas», piensa. «Sólo con Peter Motombwane he logrado tener un trato completamente natural con un africano.» Toma el té y les pregunta cómo les va en Lusaka.

– Nos va bien -contesta Marjorie-. Bwana Lars se encarga de nosotras.

No les habla del ataque nocturno y sí les pregunta en cambio si echan de menos su casa. Cuando responden que no, vuelve a notar que algo no va bien. Una especie de inseguridad detrás de la habitual alegría que siempre muestran. Algo que las atormenta. Decide esperar hasta que regrese Lars Häkansson.

– Mañana me quedo todo el día -dice-. Podemos acercarnos en coche a Cairo Road e ir de compras.

Al salir, oye que cierran con llave. «En los pueblos africanos no hay cerraduras», piensa. «En los búnkeres de los blancos es lo primero que aprendemos. Cerrar una puerta con llave da una seguridad ilusoria.»

El vigilante nocturno se dirige hacia él con su porra en la mano.

– ¿Dónde está bwana Lars? -pregunta Hans Olofson.

– En Kabwe, Bwana.

– ¿Cuándo vuelve?

– Tal vez mañana, Bwana.

– Me quedo aquí esta noche. Ábreme la puerta.

El vigilante desaparece en la oscuridad y va a buscar las llaves. «Seguro que las ha enterrado», se le ocurre a Hans Olofson.

Bruscamente, golpea a uno de los perros que olfatea sus piernas. Se retira gimiendo. «En este país hay una inmensa cantidad de perros que están adiestrados para atacar a personas de piel negra», piensa. «¿Cómo se puede adiestrar a un perro para que tenga un comportamiento racista?»

El vigilante abre la puerta, que está cerrada con llave. Hans Olofson toma las llaves y cierra desde dentro. Primero la verja con dos cerraduras y un travesaño con otra cerradura más. Después la puerta exterior con dos cerraduras y tres cerrojos.

«Ocho cerraduras», piensa. «Ocho cerraduras para poder dormir… ¿Qué podía agobiarlas? ¿Echan tal vez de menos su casa y no se atreven a reconocerlo?

»¿0 hay algo más?»

Va encendiendo las luces de la espaciosa casa de Lars Häkansson y recorre sus habitaciones, amuebladas con buen gusto. Hay equipos electrónicos de música que brillan por todas partes y deja que salga la música por los ocultos altavoces.

Elige una habitación de invitados que está preparada con sábanas limpias. «Aquí estoy más seguro que en mi propia granja», piensa. «Por lo menos eso creo, ya que nadie sabe dónde estoy.»

Se baña en un cuarto de baño reluciente, apaga el equipo de música y se acuesta.

Cuando está a punto de quedarse dormido, se sobresalta y se espabila de nuevo. Piensa en Marjorie y en Peggy, percibe que algo no va bien. Trata de convencerse a sí mismo de que África le ha hecho demasiado vulnerable en sus juicios, que después de todos esos años le parece ver miedo en la cara de todas las personas.

Se levanta y recorre la casa, abre puertas, observa los lomos de los libros y el dibujo de una estación de enlace que está colgado en una de las paredes del estudio de Lars Häkansson. «Todo se ha hecho a la perfección», piensa Hans Olofson.

Lars Häkansson se ha instalado en África sin una mota de polvo, poniendo cada cosa en su lugar. Abre cajones y ve ropa interior colocada en montones dispuestos de modo meticuloso. Una habitación la ha convertido en estudio fotográfico, detrás de otra puerta hay una bicicleta de entrenamiento y una mesa de ping-pong.

Vuelve a la gran sala de estar pensando que no encuentra nada que aporte una imagen del pasado de Lars Häkansson. No ve por ningún sitio fotos de los hijos ni de la esposa de la que se separó. Se imagina que Lars Häkansson se aprovecha de que África está demasiado lejos de Suecia. Lo que está lejos, no está; no tiene que acordarse de nada si él mismo no quiere.

Abre el cajón de una pequeña cómoda. Allí hay montones de fotografías. Al enfocarlas con una lámpara ve lo que representan. Son fotos pornográficas de personas negras. Imágenes de relaciones sexuales, poses individuales. Todos los de las fotos son muy jóvenes. Ahí están también Peggy y Marjorie. Abandonadas e indefensas.

Entre las fotos hay también una carta, escrita en alemán. Hans Olofson logra descifrar que es de un hombre de Frankfurt que le da las gracias por las fotos que le ha enviado, quiere que le mande más y le comunica que se han remitido tres mil marcos alemanes a un banco de Liechtenstein, según lo acordado.

Hans Olofson se asusta de su arrebato de cólera. «Ahora estoy en condiciones de hacer cualquier cosa», piensa. «Ese hijo de puta en el que puse toda mi confianza está engañando, amenazando o seduciendo a mis hijas negras para que hagan esto. No merece vivir. ¿Las estará forzando también? ¿Estará tal vez una de ellas o ambas ya embarazada?»

Escoge las fotos en las que aparecen Peggy y Marjorie y se las mete en el bolsillo. Vuelve a cerrar el cajón y se decide.

A través de una ventana que queda abierta por la noche habla con el vigilante y se informa de que Lars Häkansson vive en un department guest-house, cerca del campamento militar de Kabwe, en el acceso sur de la ciudad.

Hans Olofson se viste y sale de la casa. El vigilante nocturno lo mira asombrado cuando se sienta en el coche.

– Es peligroso conducir a un lugar tan apartado por la noche, Bwana -dice.

– ¿Qué peligro puede haber? -pregunta Hans Olofson.

– Hombres que roban y matan, Bwana -contesta el vigilante.

– No tengo miedo -dice Hans Olofson.

«Además es cierto», piensa mientras atraviesa la verja. «Lo que experimento ahora es una sensación más fuerte que todo el miedo con el que he convivido tanto tiempo.»

Sale fuera de la ciudad, se obliga a no conducir demasiado deprisa para no arriesgarse a chocar con un coche africano que no lleve faros. «Con qué facilidad me dejo embaucar», piensa. «Encuentro a un sueco y enseguida me apoyo en él. Me inspiró confianza al verlo delante de mi casa queriéndome comprar una colina de mis propiedades.

»Puso una casa a disposición de Peggy y Marjorie con excesiva rapidez. ¿Qué habrán recibido? ¿Dinero o amenazas? ¿Ambas cosas? En realidad no hay castigo posible», piensa. «Pero quiero entender cómo puede comportarse alguien de ese modo.»

A mitad de camino entre Lusaka y Kabwe llega a un control militar. Disminuye la velocidad y para en el puesto de control. Los soldados en uniforme de camuflaje y con cascos van hacia él bajo la luz de los focos, llevan los rifles automáticos en alto. Baja la ventanilla y uno de los soldados se inclina y mira adentro del coche. Hans Olofson percibe que el soldado es muy joven y está muy borracho. Le pregunta adonde va.

– A mi casa -contesta Hans Olofson con amabilidad-. A Kalulushi.

El soldado le ordena que salga del coche. «Voy a morir», piensa enseguida. «Me disparará hasta matarme, por el único motivo de que es medianoche y está borracho y aburrido.»

– ¿Por qué te diriges a tu casa en medio de la noche? -pregunta el soldado.

– Mi madre se ha puesto enferma -le contesta Hans Olofson.

El soldado se queda mirándolo con ojos brillantes, el fusil automático apuntando hacia su tórax. Luego le hace señas con el fusil.

– Continúa -le indica.

Hans Olofson se sienta de nuevo en el coche, evita hacer movimientos imprudentes y se aleja conduciendo despacio.

«En África todo es imprevisible», piensa. «Sin embargo, he aprendido algo después de todos estos años. Si no sirve referirse a la madre, ya no hay nada que ayude…»

Va aumentando la velocidad poco a poco y se pregunta si hay mayor soledad que estar solo y abandonado en una barrera de control en la noche africana.

Son casi las cuatro de la mañana cuando llega a Kabwe. Da vueltas alrededor durante casi una hora hasta que ve un cartel que indica DEPARTMENT GUEST-HOUSE.

Lo único que ha decidido es despertar a Lars Häkansson y enseñarle las fotos que lleva en el bolsillo. «Puede que le pegue», piensa. «O tal vez le escupa en la cara.»

Delante de la verja de los apartamentos hay un vigilante nocturno durmiendo. Una de las botas de goma del hombre huele a quemado porque se ha acercado demasiado al fuego. A su lado hay una botella de lituku vacía. Hans Olofson lo sacude sin que se despierte.

Levanta él mismo la verja y mete el coche. Enseguida ve el coche de Lars Häkansson ante la puerta de uno de los pequeños apartamentos. Aparca al lado del coche blanco, apaga el motor y quita las luces.

«Lars Häkansson», se dice a sí mismo. «Ahora voy a por ti.»

Llama tres veces a la puerta antes de oír la voz de Lars Häkansson.

– Soy Hans Olofson -dice-. Tengo un encargo.

«Debe de haberse dado cuenta», piensa rápidamente. «¿Se habrá asustado y no se atreve a abrir?» Pero Lars Häkansson abre la puerta y le deja entrar.

– Ah, eres tú -dice-. No te esperaba. ¿En medio de la noche? ¿Cómo me has encontrado aquí?

– Tu vigilante -contesta Hans Olofson.

– Es un comandante militar al que se le ha ocurrido que su hermano es el maestro de obras apropiado para levantar los cimientos de las estaciones de enlace en todo el país -dice Lars Häkansson-. Ha olido el dinero y necesita tiempo para darse cuenta de que las cosas no son como se imagina.

Pone delante de ambos una botella de whisky y dos vasos.

– He ido a Lusaka a saludar a Marjorie y a Peggy -dice Hans Olofson-. Tal vez debería haber llamado por teléfono antes.

– No hay ningún problema con ellas -dice Lars Häkansson-. Son chicas espabiladas.

– Sí -dice Hans Olofson-. Forman parte del futuro de este país.

Lars Häkansson apura su vaso y sonríe con ironía.

– Eso suena muy bien -dice.

Hans Olofson mira su pijama de seda.

– Lo digo de verdad -contesta.

Saca las fotos de su bolsillo y las pone sobre la mesa, una por una. Cuando ha terminado, ve que Lars Häkansson lo mira con frialdad.

– Obviamente debería enfadarme mucho porque has estado hurgando en mis cajones -dice-. Pero lo pasaré por alto. Es mejor que digas qué quieres.

– Esto -dice Hans Olofson-. Esto…

– ¿Qué pasa con esto? -interrumpe Lars Häkansson-. Sólo son fotos de personas desnudas.

– ¿Las has amenazado? -pregunta-. ¿O les has dado dinero?

Lars Häkansson vuelve a llenar su vaso y Hans Olofson nota que no le tiembla la mano.

– Afirmas haber vivido en África veinte años -dice Lars Häkansson-. Deberías conocer el respeto a los padres. Los lazos de la sangre son elásticos, tú has sido su padre y ahora ese papel lo he asumido yo en parte. Puedo pedirles amablemente que se quiten la ropa, que hagan lo que les digo. Les da vergüenza, pero el respeto por el padre es más fuerte. ¿Por qué iba a amenazarlas? Estoy tan interesado como tú en que acaben sus estudios. Por supuesto les doy dinero, lo mismo que tú. Siempre hay una parte privada de la ayuda al desarrollo que damos a los demás.

– Prometiste que ibas a responsabilizarte de ellas -dice Hans Olofson, dándose cuenta de que le tiembla la voz-. Las has convertido en modelos fotográficas y vendido sus fotos en Alemania.

Lars Häkansson aparta el vaso con firmeza.

– Has buscado en mis cajones -dice indignado-. Debería echarte de aquí inmediatamente, pero no voy a hacerlo. Voy a ser educado y paciente y escuchar lo que tienes que decir. Pero no vengas con asquerosos principios morales. No lo soporto.

– ¿También te acuestas con ellas? -pregunta Hans Olofson.

– Todavía no -dice Lars Häkansson-. Supongo que tengo miedo al sida. Pero seguro que aún son vírgenes, ¿verdad?

«Lo voy a matar», piensa Hans Olofson. «Lo voy a matar aquí mismo.»

– Acabemos la conversación -dice Lars Häkansson-. Estaba durmiendo, mañana tengo que aguantar a un negro tonto y peleón en uniforme. Me interesa la pornografía, sobre todo el revelado. La desnudez que aparece en el agua del aclarado. Puede ser realmente excitante. También se paga. Algún día me voy a comprar un barco y desapareceré rumbo al lejano paraíso. Las personas que fotografío apenas corren peligro. Obtienen dinero y las fotos se publican en países donde nadie las conoce. Sé por supuesto que las fotos pornográficas no están permitidas en este país. Pero tengo una inmunidad que me da más seguridad que si hubiera sido embajador de nuestro país. Aparte de ese comandante idiota que tengo aquí en Kabwe, los dirigentes militares de este país son amigos míos. Construyo las estaciones de enlace para ellos, se beben mi whisky, a veces reciben parte de mis dólares. Pasa lo mismo con los policías y con el Ministerio. Soy invulnerable mientras el Estado sueco dé sus millones y mientras tenga responsabilidad. Si tuvieras la mala idea de ir a la policía con estas fotos, correrías un gran riesgo de ser deportado del país con un billete de ida y un plazo de veinticuatro horas para que metas tus dieciocho años en una maleta. No se puede hablar más claro. Si estás indignado no puedo hacer nada.

Si quieres llevarte a las chicas a casa no lo puedo impedir. Aunque sería una pena, pensando en su educación. Nuestros asuntos pueden acabarse, he conseguido tu terreno, tú recibes tu dinero. Pienso que es una lástima que termine de este modo. Pero no soporto a las personas que se aprovechan de mi confianza rebuscando en mis cajones.

– Eres un cerdo -dice Hans Olofson.

– Ahora vete de aquí -dice Lars Häkansson.

– Suecia echa fuera a los que son como tú -dice Hans Olofson.

– Soy un buen experto de Cooperación para el Desarrollo -contesta Lars Häkansson-. Y muy respetado en ASDI.

– ¿Pero si lo supieran? -pregunta Hans Olofson.

– Nadie te creería -dice Lars Häkansson-. A nadie le importaría. Cuentan los resultados, todos tienen vida privada. Defender puntos de vista morales o idealistas está más allá de la realidad política.

– Una persona como tú no merece vivir -dice Hans Olofson-. Debería matarte, aquí y ahora.

– Pero no lo haces -contesta Lars Häkansson poniéndose en pie-. Ahora vete al Elephant's Head y descansa. Mañana estarás menos indignado.

Hans Olofson recoge deprisa las fotos y sale. Lars Häkansson le acompaña.

– Voy a enviar alguna de estas fotos a ASDI -le amenaza Hans Olofson-. Van a saberlo y alguien tiene que reaccionar.

– Nunca creerán que las fotos provienen de mí -contesta Lars Häkansson-. Una molesta acusación de un productor de huevos sueco que ha vivido demasiado tiempo en África. El asunto se archiva, desaparece en la nada.

Hans Olofson se sienta en su coche enfurecido, gira la llave de contacto y enciende las luces. Lars Häkansson está en pie con su pijama de seda, un punto blanco que brilla en la noche africana. «No voy a atraparlo», piensa Hans Olofson. Da marcha atrás.

Luego cambia bruscamente de marcha, mete la primera, pisa el acelerador y lanza el coche hacia Lars Häkansson. Hans Olofson cierra los ojos cuando lo atropella. Siente un ruido sordo y un golpe en la carrocería. Continúa hacia la verja sin volver la cabeza. El vigilante está dormido, las botas de goma apestan. Hans Olofson empuja los hierros de la verja y abandona Kabwe.

«En este país se cuelga a los asesinos», piensa desesperado. «Tengo que decir que fue un accidente, que estaba tan confuso que sólo acerté a irme de allí sin comunicar lo que había pasado. Estoy disculpado porque recientemente he sido expuesto a un ataque terrible. Estoy cansado, extenuado.»

Se dirige a Kalulushi con la sensación de que debería arrepentirse, pero no puede. Está seguro de que Lars Häkansson ha muerto.

Al amanecer se sale de la carretera principal y para. El sol se eleva sobre un páramo interminable. Quema las fotos de Peggy y Marjorie, deja que el viento cálido se lleve las cenizas.

Piensa que ha matado a dos personas, y tal vez a un tercero, aunque eso no es seguro. «Peter Motombwane fue quizás el mejor hombre de este país», piensa. «Lars Häkansson era un monstruo.

»Matar a una persona es algo incomprensible. Para poder soportarlo, tengo que pensar que reparé lo de Peter Motombwane lanzando el coche contra Lars Häkansson. Algo se ha reparado, aunque en el fondo no cambia nada…»

Espera a la policía durante dos semanas, la angustia lo consume hasta destrozarle los nervios. Delega todo lo que puede a sus capataces, dice sufrir continuos ataques de malaria. Patel visita su granja y Hans Olofson le pide somníferos. Luego duerme sin soñar nada y no despierta hasta que Luka lleva un buen rato llamando a la puerta de la cocina.

Piensa que debería visitar a Joyce Lufuma, hablar con ella, pero no sabe qué decir. «Sólo puedo esperar», piensa. «Esperar a que llegue la policía a buscarme en un coche estropeado. ¿Tendré que darles gasolina para que me lleven de aquí?»

Después de dos semanas, una mañana le cuenta Luka que Peggy y Marjorie han regresado de Lusaka en autobús.

El miedo lo paraliza. «Ahora vendrá la policía», piensa. «Ahora ya ha pasado.»

Pero las únicas que llegan son Peggy y Marjorie. Las ve al sol, fuera del oscuro cobertizo de adobe en el que está sentado con sus papeles. Va hacia ellas y les pregunta por qué han vuelto de Lusaka.

– Mzungu llegó contando que bwana Lars había muerto -dice Marjorie-. No podíamos seguir viviendo en nuestra casa. Un hombre que es del mismo país que tú nos dio dinero para volver. Y aquí estamos.

Las lleva a casa en coche.

– No se va a retrasar nada -dice-. Voy a organizarlo de alguna forma. Cursaréis los estudios de enfermería como habíamos decidido.

«Compartimos un secreto sin que ellas lo sepan», piensa. «¿Sospechan tal vez que la muerte de Lars Häkansson está relacionada conmigo y con las fotos? Tal vez no.»

– ¿Cómo murió bwana Lars? -pregunta.

– El hombre de tu país dijo que fue un accidente -responde Peggy.

– ¿No acudió ningún policía? -continúa.

– Ningún policía -contesta Peggy.

«Un vigilante nocturno dormido», piensa. «No vi ningún otro coche. Tal vez Lars Häkansson estaba solo en el edificio. El vigilante de Lusaka tiene miedo de meterse en problemas. Quizá ni siquiera dijo que yo estuve allí la noche que ocurrió. Peggy y Marjorie seguramente no han contado nada y es probable que nadie les haya preguntado sobre lo ocurrido esa noche en Kabwe. ¿Es posible que no haya habido siquiera interrogatorio? Un accidente inexplicable, un experto de Cooperación para el Desarrollo es trasladado a su país en un ataúd. En los periódicos dicen algo, ASDI es el anfitrión en el entierro. La gente se hace preguntas, pero dicen que África es el continente de lo inexplicable.»

Se da cuenta de que nadie viene a acusarle de la muerte de Lars Häkansson. Un experto de Cooperación para el Desarrollo fallece de forma inexplicable. La policía hace una investigación, encuentra fotos pornográficas, el caso es sobreseído rápidamente.

El desarrollo de una red de estaciones de enlace para telecomunicaciones no sirve para pensar que alguien tenga sospechas de que se haya cometido un crimen. «Las estaciones de enlace me eximen de culpa», piensa.

Está sentado bajo el árbol junto a la choza de adobe de Joyce Lufuma. Peggy y Marjorie se han ido a juntar leña, las hijas menores van a por agua. Joyce tritura maíz con un tronco duro.

«La perspectiva de África en el futuro depende de lo que ocurra con las mujeres africanas», piensa. «Mientras los hombres en las aldeas están sentados a la sombra del árbol, las mujeres trabajan en el campo, tienen hijos, recorren kilómetros con sacos de maíz de cincuenta kilos sobre sus cabezas. Mi granja no es la verdadera imagen de África, con hombres como mano de obra principal. Las mujeres africanas llevan el continente sobre sus cabezas. Ver a una mujer con una gran carga sobre su cabeza da impresión de fuerza y confianza en sí misma. Nadie sabe los dolores de espalda que producen esas cargas.

»Joyce Lufuma puede que tenga treinta y cinco años. Ha dado a luz cuatro hijas, tiene aún fuerza suficiente para triturar el maíz con un grueso tronco. En su vida no ha habido nunca sitio para la reflexión, sólo para el trabajo, trabajar para subsistir. Tal vez se haya imaginado vagamente que al menos dos de sus hijas van a poder vivir otra vida. Los sueños que tiene se los transmite a sus hijas.

»Golpea el maíz con el tronco como si fuera un tambor. África es una mujer que tritura maíz», piensa. «Partiendo de ahí se pueden deducir todos los pensamientos sobre el futuro de este continente…»

Joyce deja de golpear y empieza a colar su harina. De vez en cuando lo mira y cuando se encuentran sus ojos se ríe mostrando unos dientes blancos que relucen. «El trabajo y la belleza van juntos», se dice a sí mismo. «Joyce Lufuma es la mujer más hermosa y más digna que he encontrado en mi vida. Mi amor por ella es un amor de respeto. Lo sensual me llega a través de su continuo deseo de vivir. De ahí que su riqueza sea mucho mayor que la mía. El esfuerzo de mantener a sus hijos vivos, de poder darles comida siempre y evitar verlos consumirse por desnutrición y tener que llevarlos en ataúdes a los cementerios que hay en la pradera.

»La riqueza de ella es infinita. Soy muy pobre si me comparo con ella. Me equivocaría afirmando que mi dinero aumentaría su prosperidad. Sólo facilitaría la labor que ella lleva a cabo a pesar de todo. Se libraría de morir a los cuarenta años, gastada por su esfuerzo…»

Las cuatro hijas regresan en fila, llevando sobre sus cabezas cubos de agua y leña. «Voy a recordar esto», piensa dándose cuenta de repente que ha decidido dejar África. Después de diecinueve años, la decisión se ha manifestado por sí misma. Ve a las hijas acercarse por un sendero, sus cuerpos negros, estirados para ayudar a sus cabezas en el balanceo de las cargas, las mira y se acuerda de cuando estaba en una ruinosa fábrica de ladrillos a las afueras de la aldea.

«Hasta aquí he llegado», piensa. «Mientras estaba escondido tras un horno de ladrillos oxidado me preguntaba cómo era el mundo en realidad. Ahora lo sé. Joyce Lufuma y sus cuatro hijas. He tardado más de treinta años en darme cuenta de ello.»

Comparte la comida de ellas, a base de nshima y verduras. Las llamas del carbón centellean, Peggy y Marjorie hablan de Lusaka. «Han olvidado ya a Lars Häkansson y su cámara de fotos», piensa. «Lo que ya pasó, pasó.»

Se sienta un buen rato al lado del fuego, escucha, dice unas pocas palabras. Ahora que ha decidido deshacerse de su granja, marcharse, ya no tiene prisa. Ni siquiera está enfadado porque África le haya vencido, le haya consumido hasta tal punto que ya no pueda más.

El cielo estrellado sobre su cabeza es totalmente claro.

Al final están sentados solos él y Joyce Lufuma, las hijas duermen en la choza de adobe.

– Pronto va a amanecer de nuevo -dice utilizando el idioma de ella, el bemba, que ha aprendido a medias después de todos los años que ha estado en África.

– Si Dios quiere, otro día más -contesta ella.

Piensa en todas las palabras que no existen en el idioma de ella. Para expresar la felicidad, el futuro, la esperanza. Palabras que no han sido posibles porque nunca han representado experiencias que les ocurran a ellos.

– ¿Quién soy yo? -pregunta de repente.

– Un bwana mzungu -responde ella.

– ¿Nada más? -dice él.

Lo mira sin entender.

– ¿Hay algo más? -pregunta ella.

«Tal vez no», piensa. «Tal vez eso es lo que soy, un bwana mzungu. Un bwana extraño, que no tiene hijos, ni siquiera una esposa.» De repente decide decir las cosas como son.

– Voy a marcharme de aquí, Joyce -dice-. Otras personas van a encargarse de la granja. Pero voy a sentirlo por ti y por tus hijas. Tal vez sea mejor que vuelvas con ellas a las regiones que rodean Luapula, de donde viniste una vez. Allí está tu familia, tu punto de partida. Voy a darte dinero para que puedas construirte una casa y comprar suficientes limas de tierra de cultivo para que puedas vivir bien. Antes de viajar voy a encargarme de que Peggy y Marjorie puedan llevar a cabo sus estudios de enfermería. ¿Sería mejor tal vez que vayan a la escuela que hay en Chipata? No se encuentra tan lejos de Luapula y no es tan grande como Lusaka. Pero quiero que sepas que voy a irme y quiero pedirte que no se lo digas a nadie por ahora. La gente de la granja puede preocuparse y no quiero que eso pase.

Ella ha escuchado atentamente y él le ha hablado con calma para demostrarle la seriedad de la situación.

– Regreso a mi país -continúa-. Del mismo modo que tú quizá regreses a Luapula.

De repente ella le sonríe, comprendiendo el significado real de sus palabras.

– Allí te espera tu familia -dice-. Tu esposa y tus hijos.

– Sí -dice-. Están esperando desde hace tiempo.

Le pregunta con mucho interés sobre su familia y él crea para ella tres hijos y dos hijas, además de una esposa.

«No lo entendería nunca», piensa. «De todos modos, la vida del hombre blanco es incomprensible para ella.»

A última hora de la tarde se levanta y va hacia el coche. A la luz de los faros la ve cerrar la puerta de la choza de adobe. «Los africanos son hospitalarios», piensa. «Sin embargo, no he entrado nunca en su casa.»

Los perros vienen a su encuentro fuera de su casa.

«Nunca más voy a tener perros», piensa. «No quiero vivir rodeado de sirenas ruidosas y perros que están adiestrados para morder gargantas. Para un sueco, no es normal tener un revólver bajo su almohada, controlar cada noche que está cargado, que el tambor gira con las balas.»

Atraviesa la silenciosa casa preguntándose si en realidad tiene algo a lo que regresar. «¿Son tal vez dieciocho años demasiado tiempo? Apenas sé qué ha ocurrido en Suecia durante todos estos años.» Se sienta en la habitación que considera su estudio, enciende una lámpara y controla que las cortinas estén corridas.

«Cuando venda la granja voy a tener muchos billetes de kwacha que no podré llevarme ni tampoco cambiar. Seguro que Patel podrá ayudarme con una parte, pero se imaginará que tiene la posibilidad de exigir al menos un cincuenta por ciento de impuestos por el cambio. Tengo dinero en un banco en Londres, aunque no sé exactamente la cantidad. Cuando me marche, lo haré con las manos vacías.»

De pronto, vuelve a dudar si es realmente necesaria su partida. «Tengo que aceptar la pistola bajo la almohada», piensa. «El miedo que está siempre presente, la inseguridad con la que he vivido hasta ahora.»

«Si me quedo otros quince años, podré jubilarme, irme a vivir a Livingstone o a Suecia. Otras personas aparte de Patel me pueden ayudar a sacar el dinero, asegurar los años que me quedan.

»En Suecia no tengo nada que espere mi regreso. Mi padre murió hace tiempo, en la aldea casi nadie recordará quién era yo. ¿Cómo voy a poder sobrevivir en una provincia invernal cuando ya me he acostumbrado al calor africano, cambiar las sandalias por unas botas?»

Durante un momento, juega con la idea de reanudar sus estudios, utilizar su madurez para terminar sus exámenes de derecho.

Ha trabajado durante veinte años para moldear su vida, a pesar de haberse quedado en África por una casualidad. Volver a Suecia no es un retorno. «Voy a tener que empezar otra vez desde el principio. ¿Pero con qué?»

Deambula inquieto por su habitación. Un hipopótamo grita desde el río Kafue. «¿Cuántas cobras he visto durante todos estos años que he estado en África?», se pregunta. «Tres o cuatro al año, incontables cocodrilos, hipopótamos y serpientes pitón. Una sola mamba verde durante todos estos años, que se había escondido en uno de los gallineros. Una vez atropellé a un mono con mi coche en las afueras de Mufulira, un babuino gigante macho. En Luangwa he visto leones y miles de elefantes, a veces se me han cruzado en el camino pocos y kudus, dando altos brincos por la hierba. Pero nunca he visto un leopardo, aparte de su sombra la noche que Judith Fillington me pidió que la ayudara con su granja.

«Cuando me marche de aquí, África se irá apagando como un sueño extraño, prolongado hasta abarcar una parte decisiva de mi vida. ¿Qué voy a llevarme de aquí? ¿Una gallina y un huevo? ¿El bastón con inscripciones que encontré una vez en el río, el bastón que dejó olvidado un hechicero? ¿O me llevaré el panga sagrado de Peter Motombwane, para mostrar a la gente el arma que destrozó a dos amigos míos y que una noche se alzaría sobre mi propia garganta? ¿Me llenaré los bolsillos de tierra roja?

»Llevo África dentro de mí, tambores lejanos que retumban en la noche. Un cielo estrellado cuya claridad no había presenciado antes. Los cambios de la naturaleza en el paralelo diecisiete. El olor a carbón vegetal, el constante olor de mis trabajadores a sudor rancio. Las hijas de Joyce Lufuma, que vinieron en fila con su carga sobre la cabeza…

»No puedo dejar África sin reconciliarme antes conmigo mismo», piensa. «Me he quedado aquí durante casi veinte años. La vida es como es, la mía ha sido lo que ha sido. No habría sido más feliz si hubiera acabado mis estudios y hubiera pasado este tiempo en el mundo de la justicia sueca. ¿Cuántas personas no sueñan con viajar? Yo lo hice y se puede decir también que he tenido suerte en algo. Sería una insensatez que no aceptara mis dieciocho años en África como algo que agradezco a pesar de todo.

»En el fondo también sé que tengo que marcharme. He matado a dos personas, África me está consumiendo, ello impide que me quede. Tal vez estoy huyendo, puede que sea una salida natural. Tengo que empezar a organizar mi viaje enseguida, mañana mismo. Tomarme el tiempo necesario, pero no más.»

Cuando está acostado en la cama, piensa que ya no se arrepiente de haber atropellado a Lars Häkansson. Su muerte apenas lo conmueve. La cabeza destrozada de Peter Motombwane le duele en lo más hondo. Sueña con el atento ojo del leopardo, que lo vigila sin descanso…

El último periodo de Hans Olofson en África se prolonga medio año más. Entrega su granja a la colonia blanca, pero, para su asombro, nadie se interesa por comprarla. Cuando pregunta el motivo, se da cuenta de que es porque está demasiado aislada. Es una granja que produce beneficios, pero nadie quiere hacerse cargo de ella. Después de dos meses sólo tiene dos presuntos compradores y comprende que le van a ofrecer poco dinero.

Los dos interesados son Patel y Mister Pihri con su hijo. Cuando se ha hecho público que va a dejar la granja, ambos vienen a visitarlo y no coinciden en su terraza por pura casualidad. Mister Pihri y su hijo lamentan que se marche. «Es natural», piensa Hans Olofson. «Desaparece su mejor fuente de ingresos. Nada de coches de ocasión, nada de máquinas de coser, nada de asientos de coche repletos de huevos.»

Cuando Mister Pihri pregunta cuánto pide por la granja, Hans Olofson piensa que es debido a la constante curiosidad del hombre. Luego comprende sorprendido que Mister Pihri es especulador. «¿Le he dado tanto dinero durante estos años como para que ahora pueda comprarme la granja?», piensa. «Si es así, sería una síntesis inmejorable de este país, quizá de África.»

– Quiero hacerte una pregunta -dice Hans Olofson de repente-. Una pregunta de modo totalmente amistoso.

– Nuestras conversaciones siempre son amistosas -dice Mister Pihri.

– Los documentos -dice Hans Olofson-. Todos esos documentos que siempre había que sellar para que no tuviera problemas, ¿eran necesarios?

Mister Pihri piensa un rato antes de contestar.

– Creo que no entiendo bien -dice.

«Sería la primera vez», piensa Hans Olofson.

– De modo totalmente amistoso -continúa-. Sólo me pregunto si tú y tu hijo me habéis hecho realmente tantos servicios como siempre he creído.

Mister Pihri parece abatido, el hijo baja la mirada.

– Siempre hemos evitado los problemas -contesta Mister Pihri-. En África procuramos el provecho recíproco.

«Nunca sabré cuánto me ha engañado», piensa Hans Olofson. «Cuánto ha pagado él a su vez a otros funcionarios corruptos. Tendré que vivir con ese enigma.»

Patel llega a su granja el mismo día en su coche oxidado.

– Una granja como ésta no será difícil de vender -dice con amabilidad.

«Tras su humildad hay un depredador», piensa Hans Olofson. «En este momento está calculando el porcentaje, preparando su discurso acerca de lo peligroso que es hacer transacciones ilegales de dinero fuera del control del Banco Nacional de Zambia. Mister Pihri y Patel son una de las parejas más deplorables de este continente. Sin ellos no funciona nada. Lo corriente es el precio de la corrupción, la impotencia de los pobres.» Hans Olofson menciona sus dificultades y el precio que ha pensado.

– Naturalmente es una rebaja escandalosa -dice.

– Son momentos de inseguridad -contesta Patel.

Dos días después recibe una carta en la que Patel le comunica que está interesado en comprar la granja, pero que el precio le parece algo elevado, teniendo en cuenta el momento conflictivo que atraviesan. «Ahora tengo dos interesados», piensa Hans Olofson. «Los dos están dispuestos a especular conmigo, con mi dinero…»

Escribe una carta al banco en Londres comunicando que pone en venta su granja. El contrato que se hizo con el abogado de Kitwe establecía que el monto total de la venta ahora le pertenece a él. El despacho de abogados en Kitwe ya no existe, su abogado se ha ido a vivir a Harare. Dos semanas después recibe respuesta del banco en Londres en la que le comunican que Judith Fillington murió en 1983. Debido a que el banco no tenía ya relaciones mercantiles entre el antiguo propietario y el nuevo, no habían considerado necesario informarle de la muerte de Judith Fillington.

Se sienta un rato con la carta en la mano pensando en el encuentro amoroso que mantuvieron. «Cada vida es una totalidad acabada», piensa. «Después no se permite ningún retoque, nada adicional. Por más vacía que haya sido, al final forma un todo completo…»

Un día de finales de noviembre, algunos meses antes de dejar África, Hans Olofson lleva a Joyce Lufuma y sus hijas a Lusaka. Cargan sus escasas propiedades en uno de los vehículos que utilizan para los huevos. Colchones, cacerolas, fardos de ropa. En las afueras de Luapula sigue las instrucciones de Joyce, se desvía por un camino casi impracticable y al final para el coche ante un grupo de casas de barro.

Niños sucios y delgados rodean el coche inmediatamente. Enjambres de moscas revolotean alrededor de Hans Olofson al salir. Detrás de los niños llegan los adultos, que reciben enseguida a Joyce y a sus hijas en su comunidad. «La familia africana», piensa Hans Olofson. «En todas partes tienen algún familiar dispuesto a compartir con ellos lo que en realidad no tienen. Con el dinero que le he dado a Joyce va a ser el componente más acaudalado de esta comunidad. Pero va a compartirlo, en las aldeas apartadas existe una solidaridad que no se percibe en otras partes de este continente.»

En las afueras de la aldea, Joyce le muestra dónde va a construir su casa, con sus cabras, su cultivo de maíz y su mandioca. Vivirá con sus hijas en casa de una de sus hermanas hasta que la casa esté construida. Peggy y Marjorie van a llevar a cabo sus estudios en Chipata. Hans Olofson se ha puesto en contacto con una familia de misioneros que han prometido encargarse de ellas y ponen a su disposición una parte de su casa. «No puedo hacer más», piensa. «No creo que los misioneros les hagan fotos posando desnudas para enviarlas a Alemania. Tal vez traten de adoctrinar a las chicas, pero eso no puedo evitarlo.»

Le ha hecho una transferencia bancaria de diez mil kwacha a Joyce y le ha enseñado a escribir su nombre. También ha enviado diez mil kwacha a los misioneros. Piensa que veinte mil kwacha es lo que uno de sus trabajadores gana al cabo de su vida. «Todo es absurdo», se dice a sí mismo. «África es un continente en el que nada guarda proporción con lo que yo estaba acostumbrado. Puedo convertir a Joyce en una mujer rica con absoluta facilidad. Seguramente ella misma no comprende cuánto dinero le he dado. Tal vez sea mejor así.» Se despide con lágrimas en los ojos. «Ahora dejo África de verdad», piensa. «Con Joyce y sus hijas cesa lo que me vincula a este continente.»

Las hijas bailan alrededor de él cuando se sienta en el coche. «Lo que ocurra en el futuro es cuestión de estas mujeres», piensa de nuevo. «Sólo puedo entregarles parte del dinero del que, aun así, tengo más que suficiente. El futuro es cosa de ellas…»

Reúne a sus capataces y les promete hacer lo que pueda para que el nuevo propietario mantenga a todos los empleados. Compra dos bueyes y organiza una fiesta. Pide que le traigan en un camión cuatro mil botellas de cerveza. La fiesta dura toda la noche, las hogueras están encendidas y africanos borrachos bailan al son de un sinfín de tambores. Hans Olofson se sienta con los ancianos y ve los cuerpos oscuros que se mueven alrededor de las llamas. «Esta noche no me odia nadie», piensa. «Mañana la realidad volverá a ser como siempre. Esta noche no brillan hojas de cuchillos. Las piedras de afilar descansan.

»Mañana la realidad será de nuevo como tiene que ser, rebosante de contradicciones que un día explotarán en una sublevación necesaria.» Le parece ver en las sombras a Peter Motombwane. «¿Cuál de esas personas va a difundir su sueño?», piensa. «Alguien lo hace, estoy completamente seguro…»

Un sábado del mes de diciembre vende los muebles que hay en la casa en una subasta improvisada. Ha venido la colonia blanca, apenas algunos negros. Mister Pihri y su hijo son una excepción. Patel otra. Ninguno de los dos puja. Los libros que heredó de Judith Fillington se adjudican a un ingeniero de minas de Luansha. Su rifle se lo queda uno de los vecinos. Su revólver lo ha excluido de la subasta. Los muebles que ha utilizado en las barricadas los cargan en coches que luego desaparecen en dirección a distintas granjas. Se queda con dos sillas de terraza de mimbre. Este sábado recibe un sinfín de invitaciones, cenas de despedida. Acude a todas.

Al acabar la subasta sólo queda su casa vacía y la pregunta de quién va a hacerse cargo de la granja. Las ofertas de Mister Pihri y de Patel coinciden, como si formaran parte de un pacto secreto. Pero Hans Olofson sabe que están enemistados y decide ponerlos frente a frente de una vez. Fija una fecha, el quince de diciembre a las doce del mediodía. El que en ese momento le haya dado la mejor oferta se hará cargo de la granja.

Espera en la terraza con un abogado que ha traído de Lusaka. Pocos minutos antes de las doce llegan los dos, Patel y Mister Pihri. Hans Olofson les pide que escriban sus ofertas cada uno en un papel. Mister Pihri se disculpa por no llevar bolígrafo y el abogado tiene que prestarle el suyo. La oferta de Patel es más alta que la de Mister Pihri. Cuando Hans Olofson comunica el resultado, ve el brillo del odio a Patel en los ojos de Mister Pihri.

«Patel tendrá problemas con él», piensa Hans Olofson. «Con él o con el hijo.»

– Hay una condición invisible -dice Hans Olofson a Patel cuando se han quedado solos-. Una condición que no dudo en imponer, ya que has comprado esta granja a un precio descaradamente bajo.

– Son tiempos difíciles -dice Patel.

– Los tiempos son siempre difíciles -interrumpe Hans Olofson-. Si no tratas bien a tus trabajadores voy a aparecerme en tus sueños. Los trabajadores son los que conocen esta granja. Ellos me han alimentado durante todos estos años.

– Todo seguirá como antes, por supuesto -contesta Patel sumiso.

– Más te vale -dice Hans Olofson-. De no ser así, volveré y colgaré tu cabeza en una estaca.

Patel se queda pálido y se agacha sobre el taburete en el que está sentado a los pies de Hans Olofson. Se firman los papeles, se transmiten las propiedades. Hans Olofson escribe su nombre con rapidez para dejar todo hecho.

– Mister Pihri se ha llevado mi bolígrafo -dice afligido el abogado mientras se levanta para irse.

– No vas a recuperarlo nunca -dice Hans Olofson.

– Ya lo sé -dice el abogado-. Pero era un bolígrafo bueno.

Patel y él se quedan solos.

Se pone como fecha del traspaso el primero de febrero de 1988.

Patel promete enviar todo el dinero que pueda al banco en Londres. Estima que las dificultades y riesgos costarán un cuarenta y cinco por ciento.

– No vengas por aquí hasta el día que me marche -dice Hans Olofson-. Ese día me llevarás a Lusaka, entonces tendrás tus llaves.

Patel se levanta enseguida y le hace una reverencia.

– Puedes irte -dice Hans Olofson-. Ya te informaré de cuándo tienes que venir a buscarme.

Hans Olofson emplea el tiempo que le queda para despedirse de sus vecinos. Visita una granja tras otra, bebe hasta emborracharse y regresa luego a su casa vacía.

La espera le produce inquietud. Reserva su billete, vende barato su coche al irlandés Behan, a cambio de que pueda usarlo mientras siga allí.

Cuando sus vecinos le preguntan qué va a hacer, dice que no lo sabe. Le sorprende descubrir que muchos envidian su partida. «Tienen miedo», piensa. «Un miedo totalmente racional. Saben que se les ha acabado el tiempo, igual que a mí. Sin embargo, no son capaces de marcharse…»

Unos días antes de partir le visita Eisenhower Mudenda. Le da una piedra con vetas y una bolsa de cuero marrón llena de polvo.

– Sí -dice Hans Olofson-. Va a haber otro cielo estrellado sobre mí. Viajo a un país singular en el que el sol brilla a veces incluso por la noche.

Eisenhower Mudenda piensa un rato lo que le ha dicho Hans Olofson.

– Lleva la piedra y la bolsa en tu bolsillo, Bwana -dice al fin.

– ¿Por qué? -pregunta Hans Olofson.

– Porque yo te las doy, Bwana -contesta Eisenhower Mudenda-. Eso te va a proporcionar una vida larga. Pero también implica que sabremos a través de nuestros espíritus cuando ya no estés. Entonces podremos bailar para ti cuando regreses con tus antepasados.

– Las llevaré -dice Hans Olofson.

Eisenhower Mudenda se prepara para irse.

– Mi perro -dice Hans Olofson-. Una mañana alguien le había cortado la cabeza y la había atado a un árbol con alambre de púas.

– El que lo hizo está muerto, Bwana -dice Eisenhower Mudenda.

– ¿Peter Motombwane? -pregunta Hans Olofson.

Eisenhower Mudenda lo mira un rato antes de contestar.

– Peter Motombwane vive, Bwana -dice.

– Entiendo -contesta Hans Olofson.

Eisenhower Mudenda se marcha y Hans Olofson ve su ropa rota. «Después de todo no va a maldecirme cuando deje África», piensa. «No he sido uno de los peores a pesar de todo. Además hago lo que ellos quieren, me marcho, me reconozco discriminado…» Se queda solo en su casa vacía, solo con Luka. Ha llegado el final. Le da mil kwacha.

– No esperes a que esté lejos -dice Hans Olofson-. Puedes irte ahora. ¿Pero adonde vas?

– Mis raíces están en Malawi, Bwana -contesta Luka-. Más allá de la montaña junto al gran lago. Es un largo camino para andar. Pero soy lo suficiente fuerte aún para hacer el largo viaje. Mis pies están preparados.

– Vete mañana. No estés fuera de mi puerta al amanecer.

– Sí, Bwana, me marcharé.

Al día siguiente se había ido. Nunca supo qué había en su mente. «Nunca lograré saber si era él el que vi la noche que maté a Peter Motombwane…», piensa Hans Olofson.

La última tarde pasa mucho tiempo sentado en la terraza. Los insectos zumban su despedida alrededor de su cara. Los pastores alemanes han desaparecido, sus vecinos se los han llevado. Escucha en la oscuridad sintiendo la caricia del cálido viento en su rostro. Otra vez es época de lluvias, otra vez retumba la lluvia torrencial sobre su cabeza. Pero en su última tarde el cielo está despejado.

«Ahora, Hans Olofson», piensa. «Ahora te marchas de aquí. No vas a volver nunca. Una piedra con vetas azules, una bolsa de piel marrón y algunos dientes de cocodrilo es todo lo que te llevas de aquí…»

Trata de pensar qué puede hacer. Lo único que es capaz de imaginar es buscar a su madre. «Si la encuentro, podré hablarle de África», piensa. «De este continente herido y lacerado. De la superstición y la infinita sabiduría. De la necesidad y el sufrimiento que hemos creado nosotros, los hombres y mujeres blancos. Pero puedo hablarle también del futuro que hay aquí, según yo lo he visto. Joyce Lufuma y sus hijas, la enorme resistencia que sobrevive siempre en el más pisoteado de todos los mundos. Tal vez haya entendido algo después de todos estos años. Que África ha sido sacrificada sobre un altar occidental, se ha arrebatado el futuro de una o dos generaciones. Pero no más, no por más tiempo, eso también lo he entendido…»

Se oye una lechuza en la oscuridad. Soplan fuertes vientos. Cigarras invisibles cantan al lado de sus pies. Cuando al final se levanta y entra, deja la puerta abierta tras de sí…

Despierta al amanecer. Es el día dos de febrero de 1988 y está dejando África. Un viaje de vuelta que se ha aplazado durante casi diecinueve años.

A través de la ventana de su dormitorio ve el sol rojo elevarse sobre el horizonte. La niebla se desliza lentamente sobre el Kafue. Desde un río regresa a otro. Desde los ríos Kafue y Zambezi vuelve al Ljusnan. Se llevará consigo el hipopótamo que suspira, y piensa que en sus sueños van a vivir los cocodrilos en el río de Norrland.

«Mi vida está dividida por dos ríos», piensa. «En mi corazón llevo una mezcla de Norrland y África.»

Recorre por última vez la casa silenciosa. «Siempre me voy con las manos vacías», piensa. «¿Será una ventaja a pesar de todo? Es algo que me facilita las cosas.»

Abre la puerta que da al río. El suelo está mojado. Va descalzo hasta el lecho del río. Le parece ver huesos de fémur de elefante en el fondo. Luego tira su revólver al río.

Vuelve a la casa a recoger su maleta. En su chaqueta lleva el pasaporte y el dinero en una funda de plástico. Patel está sentado en la terraza esperando. Se levanta rápidamente y hace una reverencia cuando llega Hans Olofson.

– Dame cinco minutos -dice-. Espera en el coche.

Patel baja tan deprisa la escalera que la tela de sus pantalones va agitándose. Hans Olofson intenta reducir los casi diecinueve años para que quepan en un último instante. «Tal vez pueda entenderlo después», piensa. «¿Qué han significado todos estos años en África? ¿Estos años que han pasado con indescriptible rapidez y que me han lanzado desprevenido a la mediana edad? Es como si estuviera flotando en el vacío. Sólo mi pasaporte confirma que aún existo…»

Un pájaro de alas púrpura semejantes a una capa pasa volando. «Voy a recordarlo», piensa. Se sienta en el coche en el que Patel está esperando.

– Conduce con cuidado -dice.

Patel lo mira preocupado.

– Yo siempre conduzco con cuidado, Mister Olofson.

– Llevas una vida que hace que te suden siempre las manos -dice Hans Olofson-. La avaricia es lo que has heredado, nada más. No tu falso gesto preocupado y de buenas intenciones. ¡Ahora, conduce sin responder!

Después de mediodía se baja del coche en el Hotel Ridgeway. Arroja las llaves de su casa al asiento y deja a Patel. Ve que el africano que abre la puerta lleva los mismos zapatos rotos que cuando llegó hace cerca de diecinueve años.

Según ha solicitado en la reserva, le dan la habitación 212. Pero no la reconoce. La habitación ha cambiado. Los rincones son distintos. Se desnuda y se pasa el tiempo de espera en la cama.

Después de muchos intentos, consigue que le confirmen su reserva. Hay un sitio reservado para él bajo las estrellas.

«Alivio y preocupación», piensa, «eso es lo que siento. Estos dos sentimientos componen mi escudo de armas mental. Debería enmarcarse en mi futura lápida mortuoria. Busco los elementos de mi peculiar vida en el olor de los perros grises y en las hogueras de carbón africanas…

»Sin embargo también hay algo más. Las personas como Patel o Lars Häkansson entienden que el mundo está hecho para aprovecharlo. Peter Motombwane entendió que era para cambiarlo. Tenía el conocimiento, pero eligió un arma equivocada y un momento equivocado. Sin embargo, ambos tenemos algo en común. Entre Patel y yo hay un abismo. Y Lars Häkansson está muerto. Peter Motombwane y yo somos los supervivientes, a pesar de que el único corazón que late es el mío. Esos conocimientos nadie me los va a poder arrebatar…»

Al anochecer, en la habitación del hotel piensa en Janine y sus sueños acerca de Mutshatsha. Su solitaria guardia en la esquina de la Casa del Pueblo y la ferretería.

«Peter Motombwane», piensa. «Peter, Janine y yo…»

Un taxi oxidado lo lleva al aeropuerto. Hans Olofson da sus últimos billetes de kwacha al joven conductor.

En la cola de facturación de equipajes casi todos son blancos.

«Aquí se acaba África», piensa. «Europa ya está más cerca que las llanuras de alto pasto elefante.»

En el murmullo del mostrador escucha los suspiros del hipopótamo. Detrás de las columnas cree ver el ojo del leopardo vigilándolo. Luego atraviesa los distintos controles.

De repente empiezan a retumbar dentro de él tambores lejanos. Marjorie y Peggy bailan, sus caras negras resplandecen.

«Nadie me encontró», piensa.

«Sin embargo, me encontré a mí mismo.»

«Nadie me acompaña al partir, excepto el que yo era entonces, el que ahora dejo aquí.»

Ve su propia sombra en una de las ventanillas del avión.

«Ahora viajo a casa», piensa. «No es más extraordinario que eso, aunque ya sea de por sí bastante extraordinario.»

El gran avión reluce por la lluvia y las luces de los reflectores de luz. Lejos, bajo una luz amarilla hay un africano que está solo en la pista de despegue. Está de pie, totalmente inmóvil y absorto en sus pensamientos. Hans Olofson lo mira durante un buen rato antes de subir al avión que lo llevará lejos de África.

«Nada más», piensa. «Ahora ya ha pasado.»

Mutshatsha, buen viaje…

Henning Mankell

***