Estamos en el cuadragésimo primer milenio. El Emperador ha permanecido sentado e inmóvil en el Trono Dorado de la Tierra durante más de cien siglos. Es el señor de la humanidad por deseo de los dioses, y dueño de un millón de mundos por el poder de sus inagotables e infatigables ejércitos. Es un cuerpo podrido que se estremece de un modo apenas perceptible por el poder invisible de los artefactos de la Era Siniestra de la Tecnología. Es el Señor Carroñero del Imperio, por el que se sacrifican mil almas al día para que nunca acabe de morir realmente. En su estado de muerte imperecedera, el Emperador continúa su vigilancia eterna. Sus poderosas flotas de combate cruzan el miasma infestado de demonios del espacio disforme, la única ruta entre las lejanas estrellas. Su camino está señalado por el Astronomicón, la manifestación psíquica de la voluntad del Emperador. Sus enormes ejércitos combaten en innumerables planetas. Sus mejores guerreros son los Adeptus Astartes, los marines espaciales, supersoldados modificados genéticamente. Sus camaradas de armas son incontables: las numerosas legiones de la Guardia Imperial y las fuerzas de defensa planetaria de cada mundo, la Inquisición y los tecnosacerdotes del Adeptus Mechanicus por mencionar tan sólo unos pocos. A pesar de su ingente masa de combate, apenas son suficientes para repeler la continua amenaza de los alienígenas, los herejes, los mutantes... y enemigos aún peores. Ser un hombre en una época semejante es ser simplemente uno más entre billones de personas. Es vivir en la época más cruel y sangrienta imaginable. Éste es un relato de esos tiempos. Olvida el poder de la tecnología y de la ciencia, pues mucho conocimiento se ha perdido y no podrá ser aprendido de nuevo.
Olvida las promesas de progreso y comprensión, ya que en el despiadado universo del futuro sólo hay guerra. No hay paz entre las estrellas, tan sólo una eternidad de matanzas y carnicerías, y las carcajadas de los dioses sedientos de sangre.
«Desde la fundación de su Legión cuando nació el Imperio, los Marines Espaciales de los Angeles Oscuros han sido temidos por sus enemigos y reverenciados por aquellos a los que han protegido. Perseverantes y eficientes en combate, siempre permanecen alerta y cumplen con celo aquellas funciones que les son asignadas. Los Angeles Oscuros se cuentan entre los sirvientes más leales del Emperador. Pero no siempre ha sido así. Durante diez milenios los Ángeles Oscuros han ocultado un siniestro secreto, un acto tan terrible y vergonzoso que pone en peligro aquello que los Ángeles Oscuros más aman, algo que puede conducirles a la condenación eterna.»
Inquisidor Bastalek Grim
PRIMERA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
Astelan se encontraba en la pista de atraque con el silbido de los motores de la lanzadera extinguiéndose a sus espaldas. Las enormes y elaboradas puertas que tenía ante él estaban compuestas de metal negro forjado y presentaban el diseño de una espada alada idéntica a ambos lados.
En la inmensa y tenebrosa estancia que había tras ellas podía distinguir a diez gigantes figuras envueltas en blancas y pesadas túnicas. Permanecían en las sombras, entre los parpadeantes círculos de luz generados por las llamas de las largas velas que recorrían las paredes de la cámara. Cada una de las figuras sujetaba un mandoble hacia arriba frente a su pecho y su rostro. El filo de las armas destellaba con la temblorosa luz. El rojizo resplandor bailaba sobre los miles de cráneos que adornaban las paredes y el techo del enorme sepulcro y se reflejaba en las cuencas vacías y en las pulidas sonrisas descarnadas. Muchos de ellos eran humanos, pero la mayoría no. Una mezcla de rasgos sutiles y alargados, alienígenas de grandes y feroces mandíbulas, monstruosidades sin ojos, deformadas criaturas con cuernos y muchos otros aterradores semblantes inhumanos miraban con desprecio a los Ángeles Oscuros congregados.
Un solitario toque de campana llamó la atención de los guardias reunidos. Las grandes puertas frente a Astelan se abrieron hacia dentro. Un nuevo doble de campana ahogó el silbido del sistema hidráulico y el chirrido de las viejas bisagras. Astelan dio unos pasos hacia delante. A pesar de vestir su pesada servoarmadura negra, seguía siendo unos pocos centímetros más alto que aquellos Marines Espaciales. No tenía puesto el casco y, por debajo de una poblada ceja, sus oscuros ojos observaban con calma a los guerreros. La luz de las velas se reflejaba en su cabeza afeitada. Se volvió hacia el Marine Espacial que le había acompañado en la lanzadera, a quien llamaban Hermano Capellán Bóreas. El también vestía una túnica blanca y pesada, pero a diferencia de la guardia de honor, Bóreas conservaba puesta su armadura. Su rostro se ocultaba bajo un casco de oro deslustrado con la forma de la calavera de la muerte. Sus inertes lentes le observaban sin emoción.
—No esperaba a una guardia de honor —dijo Astelan refiriéndose a los Ángeles Oscuros que permanecían inmóviles a su alrededor.
—Y hacías bien. Están aquí para honrarme a mí, no a ti —respondió Bóreas tranquilamente con la voz algo distorsionada por el proyector vocal de su armadura.
Después levantó la voz y se dirigió al resto de los ocupantes de la estancia:
—¡Formad escolta!
Cinco de los Marines Espaciales se volvieron y se situaron frente a Astelan, mientras que el resto se colocó tras la pareja recién llegada. Bóreas dio otra orden y los guerreros empezaron a marchar despacio hacia delante. Astelan sintió que Bóreas le empujaba por detrás, obligándole a seguir a los demás. Cuando salieron de la cámara y entraron en un pequeño pero ancho pasillo de paredes revestidas con losas con nombres grabados, a Astelan le pareció reconocer aquel lugar.
—Acabamos de pasar el Portal de la Conmemoración, ¿verdad? —preguntó a Bóreas, que no respondió—. Estoy convencido. Todo me resulta muy familiar. La cámara de la entrada solía estar adornada con los estandartes de las familias de Caliban cuyos Señores habían perecido en combate.
—Hubo un tiempo en que fue así, pero ya no —admitió Bóreas.
—Pero ¿cómo es posible? Desde la lanzadera esto no parecía Caliban, parecía una especie de estación espacial —dijo Astelan—. Y el Portal de la Conmemoración se utilizaba para llegar hasta los sepulcros de las catacumbas que estaban bajo la ciudadela. Era un lugar para los muertos.
—Así es —respondió el Hermano Capellán.
Consternado y confuso, Astelan continuó avanzando en silencio mientras los Ángeles Oscuros le guiaban hacia las entrañas de aquel perturbador lugar. El camino estaba iluminado por unas antorchas que ardían sin humo colocadas en unos apliques a intervalos regulares a lo largo de las paredes. Otros pasillos salían a la izquierda y a la derecha, y Astelan recordó que estaban atravesando las tumbas de los antiguos gobernantes de Caliban. A pesar de todo, seguía sin relacionar lo que había visto antes de llegar con sus recuerdos. Se encontraba en una fortaleza blindada suspendida en el espacio. Había visto con sus propios ojos la gran cantidad de torres y de otros emplazamientos que se habían construido sobre lo que él había tomado por un gigantesco asteroide.
Giraron a la izquierda y a la derecha en una ocasión. Serpenteaban por aquel laberinto de túneles, rodeados de lápidas que proclamaban los nombres de los Ángeles Oscuros que habían muerto en heroico combate. Parecía que las tumbas se extendían eternamente en todas direcciones. Bajo sus pies, el polvo era espeso. Había permanecido imperturbable durante muchos años, tal vez décadas, o incluso siglos. Unos pequeños huecos en las paredes albergaban reliquias del pasado: hombreras ornamentadas, la empuñadura y media hoja de una espada de energía rota, cráneos con nombres grabados, un guantelete deslustrado, osarios protegidos por un cristal que exponían los huesos de aquellos que habían caído en combate con una placa debajo que explicaba quiénes habían sido en vida. Sobre su rostro, Astelan sentía corrientes y frescas brisas que emanaban de cámaras laterales y, en ocasiones, percibía un suspiro distante, o el sonido metálico de una cadena, que acentuaban el aire macabro de la cripta y ayudaban poco a serenar su mente inquieta.
Al girar a la derecha en un cruce determinado, un movimiento periférico captó la atención de Astelan y éste se volvió hacia la izquierda. Entre las sombras distinguió a un ser diminuto, no más alto que su cintura, casi oculto en la oscuridad. Era poco más que una pequeña túnica, pero desde las profundidades de la capucha negra, Astelan advirtió el brillo de una luz fría y azul en sus ojos mientras la extraña criatura le observaba. Tan de repente como lo había visto, el vigilante en la oscuridad volvió a confundirse entre las sombras y desapareció.
A causa de la confusión que se había apoderado de él conforme avanzaban hacia las entrañas del sepulcro, Astelan no se había dado cuenta de que se habían detenido. Los otros Ángeles Oscuros se dieron la vuelta y salieron por donde habían entrado, dejándoles a Bóreas y a él en una cámara circular de unos veinticinco metros de diámetro cuya circunferencia estaba cubierta de puertas de hierro macizo. Todas estaban cerradas excepto una, y Bóreas le indicó a Astelan que avanzase hacia ella.
Astelan vaciló por un instante y después se dirigió hacia la estancia. En cuanto entró se detuvo, atónito al descubrir lo que había en su interior.
Era una habitación pequeña, de apenas cinco metros cuadrados y un brasero la iluminaba desde una de las esquinas al otro lado. Una inmensa losa dominaba el centro de la estancia, perforada por unos aros de hierro de los que colgaban pesadas cadenas. A uno de los lados, una fila de estanterías estaba llena de varios utensilios de metal que, amenazadores, captaban la luz de las brasas de carbón. Había otros dos Marines Espaciales con túnicas esperándoles allí, con el rostro y las manos ocultos bajo sus pesadas capuchas y los tachonados guanteletes de metal. Uno de ellos dio un paso adelante y Astelan vislumbró fugazmente el color blanco hueso que se escondía bajo su capucha.
La puerta se cerró de un golpe a sus espaldas. Astelan se volvió y vio que Bóreas también había entrado. El Capellán se quitó el casco con forma de calavera y lo sujetó bajo su brazo. Sus penetrantes ojos miraban a Astelan con la misma frialdad que lo habían hecho los inertes rasgos de la calavera de la armadura. Como Astelan, tenía la cabeza afeitada y marcada con leves cicatrices. En la mejilla izquierda tenía tatuada una espada alada, el símbolo del Capítulo de los Ángeles Oscuros, y unos tachones de servicio agujereaban su frente.
—Se te acusa de traicionar al Emperador y a Lión El'Jonson, y yo, como Capellán Interrogador del Capítulo de los Ángeles Oscuros, he venido a administrar tu salvación —entonó Bóreas.
Astelan se echó a reír con aspereza ante el tono exageradamente solemne del hombre y sus carcajadas resonaron por las desnudas paredes de piedra.
—¿Que tú serás mi salvador? —rugió Astelan—. ¿Y qué derecho tienes tú a juzgarme?
—Arrepiéntete de tus pecados del pasado, admite que erraste en tus actos Lutheritas y tu salvación será rápida —dijo Bóreas haciendo caso omiso de aquel desaire.
—¿Y si me niego? —preguntó Astelan.
—En tal caso tu salvación será larga y ardua —respondió el Capellán al tiempo que señalaba con la mirada las afiladas hojas, las tenazas y los hierros de marcar que descansaban sobre las estanterías.
—¿Tanto se ha olvidado la gloria de los Ángeles Oscuros que os habéis visto reducidos a bárbaros torturadores? —escupió Astelan—. Los Ángeles Oscuros son guerreros, magníficos guerreros en combate. Y sin embargo, os escondéis aquí entre las sombras, volviéndoos contra vosotros mismos.
—¿No te arrepientes de tus actos? —volvió a preguntar Bóreas con tono y semblante severos.
—No he hecho nada malo —respondió Astelan—. Me niego a responder por este cargo, y me niego a reconocer tu derecho a acusarme.
—Muy bien. Entonces tendremos que librarte de la carga de tu alma —anunció Bóreas indicando de nuevo sus instrumentos de tortura—. Si no te arrepientes por voluntad propia para merecer una muerte rápida, tendremos que exorcizar el pecado de tu alma con dolor y sufrimiento. Tú eliges.
—Ninguno de vosotros podría aligerar el peso que he cargado sobre mis hombros —declaró Astelan—. Y ninguno de vosotros logrará ponerme un dedo encima sin luchar.
—Ésa ha sido la última equivocación que has cometido.
Bóreas sonrió forzadamente y señaló a uno de los otros Ángeles Oscuros.
—El Hermano Bibliotecario Samiel te lo demostrará.
El Marine Espacial se despojó de su capucha y reveló su oscuro y curtido rostro. Sobre su ojo derecho tenía tatuada una espada alada. El pomo tenía la forma de un ojo abierto. Tenía también el pelo rapado al cero y repleto de cicatrices y de marcas. En los ojos de Samiel había movimiento. Entonces Astelan advirtió que se trataba de minúsculas chispas de poder psíquico.
Astelan dio un paso hacia Bóreas con los puños levantados listo para atacar.
—Arcanatum energis!—gritó Samiel.
De los dedos del psíquico salieron unos rayos azules que acertaron en el pecho de Astelan y éste salió despedido por toda la habitación hasta golpear la pared. La vieja piedra se agrietó con el golpe y Astelan hizo una mueca de dolor. Pequeñas chispas azules danzaban por su armadura durante unos cuantos latidos más mientras se ponía de pie.
—¿Y tú me llamas traidor? ¿Tú que has incluido a un brujo entre tus propios hombres? —gruñó Astelan entre dientes mientras miraba con odio a Bóreas.
—¡Quieto! —gritó Samiel.
La voz del Bibliotecario atravesó la mente de Astelan golpeando todos sus sentidos del mismo modo en que el rayo psíquico había impactado contra su cuerpo. Sólo un instante después sintió que la fuerza de sus extremidades le abandonaba y se desplomó en el interior de su armadura. Los servomotores silbaban por mantenerle en pie.
—¡Duerme! —ordenó Samiel, y esta vez la resistencia de Astelan fue más fuerte y consiguió combatir el impulso de cerrar los ojos durante varios segundos. Su mirada se cruzó con la del Bibliotecario, y en ese momento, toda la fuerza de la mente del psíquico se desató. Astelan sintió que sus propios pensamientos se retorcían como un remolino; parecía que todo daba vueltas y un rugido inundaba sus oídos. Intentó desesperadamente liberarse de la intensa mirada de Samiel, pero no podía moverse. Su atención estaba bloqueada y sentía que su voluntad le abandonaba, succionada por el fuego que ardía en los ojos del psíquico.
—Duerme... —repitió Samiel.
Y Astelan perdió el conocimiento.
Cuando despertó, a Astelan no le sorprendió verse encadenado a la losa de interrogatorio. Al observar los gruesos eslabones de hierro que sujetaban sus piernas y sus brazos, supo que ni siquiera su fuerza aumentada podría ayudarle a romper aquellas cadenas. Le habían despojado de su armadura y yacía desnudo sobre la mesa de piedra. Su piel se estiraba sobre sus desarrollados músculos, marcados con decenas de cicatrices resultantes de las intervenciones a las que se había sometido durante su transformación en Marine Espacial. Entre su pecho y su abdomen había una segunda piel de tono negro apagado salpicada de accesorios de acero para conectar los cables, lo que le permitía interactuar con su servoarmadura cuando se armaba para la batalla. Ahora los conectores de metal y los circuitos permanecían inactivos, y sentía frío en las zonas del cuerpo en las que atravesaban su carne.
Observó la estancia y vio que estaba solo. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que regresaran sus torturadores. Aunque no tenía la menor importancia. Sabía perfectamente que podría bloquear cualquier clase de dolor que quisieran infligirle. El dolor era una debilidad y, como Marine Espacial de los Ángeles Oscuros, él no tenía debilidades. Se recordó a sí mismo, mientras esperaba tumbado, que había resultado herido muchas veces en combate y había continuado luchando. Incluso ahora, encadenado en la prisión de aquellos que habían rechazado el legado que les había dejado, continuaría con aquella lucha.
Otros ya le habían advertido que los Ángeles Oscuros ya no eran como habían sido siempre, que ahora les gobernaba la sospecha y el secretismo, pero se había negado a creerles. Si hubiese sabido lo que pretendían, jamás se habría entregado a ellos en Tharsis. Se había pasado las últimas semanas en un estado de constante confusión. Primero, los Ángeles Oscuros habían atacado el mundo que había gobernado y le habían obligado a defenderse. Después, tras un derramamiento de sangre considerable y en contra de lo que le aconsejaban sus subordinados, Astelan cejó en su desafío y permitió que sus atacantes entrasen en su búnker.
Los primeros Marines Espaciales que vio parecían muy desconfiados y muy confundidos. Pronto les llamaron a retirarse y el Capellán Bóreas llegó, flanqueado por Marines Espaciales con pesadas y blancas armaduras de exterminador. La forma tan poco convencional de su atuendo y los bárbaros adornos de huesos y plumas no hicieron más que aumentar la confusión de Astelan, al igual que el término que Bóreas había empleado para describirlos: el Ala de Muerte. En su ignorancia, no se resistió cuando le esposaron las manos con gruesas cadenas de titanio de manera que ni siquiera con su armadura pudiese romper los eslabones. Una cañonera de los mismos colores que el Ala de Muerte aterrizó directamente fuera de su centro de mando y mientras subía a bordo no vio a ningún otro Marine Espacial.
Desde entonces había permanecido totalmente aislado. Para trasladarle de la cañonera a una celda de la nave de los Ángeles Oscuros le taparon la cabeza con un saco negro y le amordazaron con una gruesa cuerda. Su único contacto había sido Bóreas, que se presentó y le llevaba comida y agua. Astelan no sabía exactamente cuánto tiempo había durado el viaje, al menos varias semanas. Entonces Bóreas regresó con la mordaza y el saco, y la lanzadera le trajo a la oculta plataforma de aterrizaje.
Ahora iba a ser torturado por aquellos que le habían aprisionado por equivocación. Sabía que, por ignorancia, le consideraban un traidor, y fieles a sus supersticiones creían que así salvarían su alma. Era una parodia de todo lo que le era preciado, de todo lo que los Ángeles Oscuros representaban en su día para la galaxia. Y conforme aumentaba su rabia, Astelan decidió demostrarles lo mucho que se equivocaban, demostrarles lo mucho que habían caído en desgracia a los ojos del Emperador.
Mientras esperaba, Astelan decidió entrar en trance y relajar su mente. Tal y como le habían formado para hacerlo, se separó de su cuerpo físico y permitió que el nodo catalepsiano implantado en la base de su cerebro controlase sus funciones mentales. En un estado de sueño parcial, permanecía consciente de lo que sucedía a su alrededor y alerta ante cualquier amenaza pero, al mismo tiempo, su cerebro descansaba y redirigía las señales neuronales desde las áreas dormidas hasta las que seguían despiertas.
En su estado de ensoñación, sus percepciones cambiaban de centro, de modo que la estancia pasaba de estar iluminada y llena de color durante unos minutos a volverse oscura y gris cuando su consciencia pasaba a otro lóbulo del cerebro. El sonido iba y venía, los recuerdos inundaban su mente y después desaparecían, y un momento sentía que flotaba en el aire para acto seguido notar la aplastante presión atmosférica que le rodeaba. Y durante todo ese tiempo, el ojo interior de su mente vigilaba la puerta, aguardando el regreso de sus carceleros.
Astelan era consciente de que había pasado bastante tiempo, tal vez varias horas, y volvió a su estado de plena consciencia. Su sentido del oído aumentado percibió el sonido de unos pasos que se acercaban desde fuera de la habitación. Fue esto lo que alertó a su subconsciente y le forzó a salir de su estado hipnótico. Tras escucharse el ruido metálico de unas llaves, el cerrojo se abrió con un fuerte y sordo sonido y la puerta se abrió. Seguido de Samiel, el Capellán Bóreas entró y cerró la puerta a sus espaldas. Se había despojado de su armadura y ahora tan sólo vestía una sencilla y blanca túnica. La parte delantera abierta del atuendo revelaba el torso increíblemente musculoso del Marine Espacial.
Bóreas se volvió y colgó las llaves en un gancho que había junto a la puerta.
—Espero que hayas empleado este tiempo de solitaria paz para recapacitar —dijo Bóreas, situado a la derecha de Astelan.
Astelan observaba cómo Samiel daba la vuelta a la estancia hasta colocarse a su otro lado.
—Vuestras amenazas no significan nada para mí; estoy convencido de que hasta vosotros lo entenderéis —respondió Astelan al tiempo que volvía la cabeza para mirar a Bóreas de frente.
—Si no te retractas de tus terribles acciones, debemos proceder según ordenan las antiguas tradiciones de mi oficio. —Entonó Bóreas y después comenzó el ritual de interrogatorio—: ¿Cómo te llamas?
—Soy el Comandante de Capítulo Merir Astelan —respondió con un tono de indignación en su voz—. Vuestro trato hacia mí no ha tenido en consideración en absoluto mi estimado rango.
—¿Y a quién sirves? —preguntó Bóreas.
—Serví a la Legión de los Ángeles Oscuros de los Marines Espaciales del Emperador —respondió Astelan bajando la vista al suelo.
—¿Serviste? ¿Y a quién sirves ahora? —inquirió el Capellán mientras daba un paso hacia delante.
—Me traicionaron mis propios Señores —reveló Astelan tras un momento de dolorosos recuerdos evitando todavía la mirada de Bóreas—. Me dieron la espalda, pero me he esforzado por continuar la gran misión para la que me creó el Emperador.
—¿Y qué gran misión es ésa? —Bóreas se inclinó sobre él frunciendo el ceño mientras le observaba.
—Que la humanidad gobierne la galaxia sin miedo a amenazas externas o internas —respondió Astelan con rabia mirando de frente al Capellán Interrogador—. Luchar con orgullo en el frente de batalla contra los alienígenas y los ignorantes.
—¿Y cómo es que luchaste contra los Marines Espaciales de los Ángeles Oscuros en el planeta Tharsis? —quiso saber Bóreas.
—Una vez más los Ángeles Oscuros me traicionaron, y de nuevo tuve que luchar para defenderme y para proteger lo que ibais a destruir inconscientemente.
Astelan levantó la cabeza para mirar directamente a los ojos del Capellán Interrogador, y Bóreas percibió el odio en su mirada.
—¡Esclavizaste a un mundo entero para satisfacer tus propios caprichos y tus necesidades egoístas! —escupió Bóreas inclinándose sobre él y agarrando con una mano la garganta de Astelan.
Los músculos del cuello del prisionero se tensaron al intentar defenderse ele la presión de los poderosos dedos del Ángel Oscuro.
—¡Tú eres quien ha traicionado todo lo que juraste respetar y defender! ¡Reconócelo!
Astelan calló mientras ambos se miraban con aversión. Durante varios minutos permanecieron fundidos en la mutua repugnancia que se profesaban, hasta que finalmente Bóreas aflojó la mano y se apartó.
—Cuéntame cómo acabaste en Tharsis —exigió el Capellán cruzándose de brazos como si no hubiese intentado hace tan sólo un instante arrancarle la vida al hombre encadenado que tenía delante.
Astelan tomó aliento unas cuantas veces para estabilizarse.
—Antes decidme una cosa —reclamó Astelan mirando primero a Bóreas y después a Samiel—. Decidme dónde estoy y por qué este lugar me resulta tan familiar y a la vez tan diferente. Después tal vez considere escuchar vuestras acusaciones.
—¿Todavía no se ha dado cuenta? —dijo Samiel mirando con sorpresa a Astelan.
El Capellán frunció el ceño brevemente antes de mirar a su prisionero.
—Estás en la Torre de los Ángeles, renegado —informó Bóreas.
—Eso es imposible —replicó Astelan.
Intentó sentarse, pero sus fuertes cadenas sólo le permitieron levantar un poco la cabeza.
—Cuando nos acercábamos no he visto que fuera Caliban. Esto no puede ser nuestra fortaleza. ¿Por qué me engañáis?
—No lo hacemos —respondió Samiel en voz baja—. Esta fortaleza es todo lo que queda de nuestro mundo natal Caliban.
—¡Mientes! —exclamó Astelan intentando sentarse de nuevo con los músculos hinchados mientras luchaba contra las cadenas—. ¡No es más que una trampa!
—Sabes que es la verdad —dijo Bóreas obligando a Astelan a tumbarse de nuevo poniéndole la mano en el pecho.
Su mirada atravesó los ojos de Astelan mientras pronunciaba sus siguientes palabras:
—Esto es todo lo que queda de nuestro mundo natal Caliban, el mundo que destruísteis con vuestra traición.
Durante varios minutos nadie dijo una palabra mientras Astelan absorbía esta información. Entonces empezó a sentir que el frío que despedía la losa sobre la que yacía le penetraba en la carne. Astelan jadeaba fuertemente y veía cómo su aliento se transformaba en una leve niebla en el aire. Su pecho ascendía y descendía muy deprisa. Durante todos los años que llevaba buscando información sobre sus primeros maestros, jamás había oído hablar de que semejante catástrofe hubiese tenido lugar. Tal vez fuese un truco para debilitar su determinación. Pero pronto desechó la idea, teniendo en cuenta las pruebas de las que había sido testigo desde que llegaron allí.
Se encontraba en las catacumbas bajo lo que en su momento había sido la gloriosa fortaleza del Capítulo de los Ángeles Oscuros y que por alguna razón había sido arrancada del planeta y vagaba por el espacio. Fue este pensamiento el que le instó a hablar.
—¿Por eso me atacasteis sin ser provocados en Tharsis? —preguntó—. ¿Pretendíais vengar injustamente vuestra pérdida destruyendo mi nuevo hogar?
—¿Tu nuevo hogar? —repitió Bóreas con desdén—. Era un mundo plagado de soldados y de esclavos que te habían jurado lealtad. ¿Cómo puedes no ser consciente de tu herejía?
—¿Ahora resulta que es herejía gobernar un mundo en nombre del Emperador? ¿Está mal que vuelva a dirigir un ejército como lo hice antaño? —replicó Astelan mirando primero a Bóreas e inmediatamente a Samiel.
—Nos crearon para servir a la humanidad, no para gobernarla —bramó el Capellán inclinándose de nuevo y limpiando una gota de sudor de la frente de Astelan con el pulgar.
—¿Acaso niegas que gobernamos en Caliban? —rió el prisionero—. Olvidas que un millón de siervos desfallecían en las tierras de nuestro mundo natal para vestirnos y alimentarnos, lo mismo que en las forjas y en los talleres de maquinaria para armarnos, y en nuestras naves, y en nuestras fábricas...
—¡Los mundos no deben ser esclavos de un único Marine Espacial! —rugió Bóreas.
—Todos somos esclavos de un modo u otro; algunos servimos al Emperador de manera voluntaria y a otros se les debe obligar a hacerlo —le respondió Astelan.
—¿Y a qué grupo perteneces tú? —preguntó Samiel de repente dando un paso hacia delante—. ¿No fuisteis tú y los tuyos los que os negasteis a servir y los que decidisteis usurpar el papel del León y traicionar a los Ángeles Oscuros?
—¡Eso jamás! —gritó Astelan tirando de sus ataduras—. ¡Fue el resto de la humanidad la que nos traicionó a nosotros! Vi cómo luchabais en Tharsis y me quedé consternado. Tenía unos ejércitos magníficos, dignos de ser dirigidos por el mismísimo Emperador, y estaban bien entrenados, pero contra el poder de de los Ángeles Oscuros con los que yo solía luchar, la batalla habría terminado en unos instantes. Pero ahora os han quitado los colmillos y os han esparcido por las estrellas. Esto es lo que he oído durante los últimos doscientos años.
—Te equivocas —objetó Bóreas paseándose de un lado a otro con la vista fija en Astelan como un depredador—. Las Legiones se dividieron para que nadie pudiese volver a ejercer esa clase de poder.
—Una decisión tomada por hombres de poca voluntad, celosos de nosotros y que temían lo que éramos —respondió Astelan moviendo la cabeza para seguir a Bóreas con la mirada—. Yo dirigía a un millar de Marines Espaciales; sólo era uno de los muchos Señores del Capítulo de los Ángeles Oscuros, y miles de mundos sucumbieron a nuestra ira. Yo habría tomado Tharsis en un solo día; sin embargo, vosotros tuvisteis que invertir diez veces ese tiempo.
—El poder que ejerciste te ha corrompido, igual que corrompió a muchos otros —dijo Bóreas antes de darse la vuelta—. Ésa es la tentación que debía eliminarse.
—¿Corrupto? ¿Y tú me llamas a mí corrupto?
Ahora Astelan gritaba, y su voz resonaba por la pequeña celda.
—¡Sois vosotros los que os habéis corrompido! Ocultos en esta oscura celda, moviéndoos entre las sombras, temerosos de vuestro propio poder. Recuerdo esto como un lugar de celebración y de victoria. Cientos de estandartes ondeaban desde las torres y los grandes festivales iluminaban estas estancias con miles de fuegos mientras celebrábamos nuestras glorias. Recuerdo a los Ángeles Oscuros atravesando la galaxia como si fuesen la mismísima espada del Emperador. Fuimos los primeros y los más grandes, ¡no lo olvidéis nunca! Jamás conocimos la derrota mientras seguíamos al Emperador, e incluso cuando nos destinaron a Caliban y El'Jonson se convirtió en nuestro líder, seguimos siendo los amos de la batalla. Deberíamos resucitar aquella época de gloria. Existimos para la guerra, y forjé un ejército para continuar la Gran Cruzada.
—La Gran Cruzada terminó hace diez mil años, cuando tú y otros como tú os volvisteis contra el Emperador e intentasteis destruir todo lo que había construido —respondió Samiel.
Bóreas seguía de espaldas, meditando en silencio.
—¡No acepto vuestra acusación! —replicó Astelan.
Una vez más, la celda quedó en silencio durante un tiempo hasta que Bóreas se volvió y se inclinó sobre la roca con los brazos cruzados sobre su abultado pecho y los bíceps tensando la tela de su túnica.
—Si no eres un traidor, entonces explica por qué ordenaste a tu ejército que se resistiese en Tharsis —preguntó con calma el Capellán Interrogador.
—No me dejasteis otra opción —respondió Astelan amargamente—. Mis naves y mis puestos de avanzada me informaron de la presencia de una nave procedente del espacio disforme y les envié a investigar. Vuestra nave de combate abrió fuego sin responder a sus llamadas y destruyó una de mis naves. Es normal que el resto de la patrulla atacase si fueron agredidos sin motivo. ¡No tuvisteis clemencia y asesinasteis a casi un millar de mis hombres!
—Pero cuando los hermanos de batalla aterrizaron y viste que se trataba de los Ángeles Oscuros seguiste sin rendirte y tampoco ordenaste a tu ejército que nos diese vía libre —continuó Bóreas.
—¡Ordené que resistieran a toda costa! —escupió Astelan.
—¡Fue tu sentimiento de culpabilidad el que les dio la orden! —rugió Bóreas—. ¡El miedo a enfrentarte a la justicia por tus terribles acciones!
—Lo hice para conservar lo que había creado —respondió Astelan, y su voz se convirtió en un susurro—. Los descarriados ya habían vuelto sus armas contra nuestro magnífico trabajo una vez. No iba a permitir que volviese a suceder.
—¿Vuestro magnífico trabajo? —repitió Bóreas con sorna—. ¿Un mundo que trabajaba para tu orgullo? ¿Diez millones de almas encadenadas para alimentar tu ambición? Trabajadores esclavizados, soldados reclutados, todos adláteres prisioneros de tu codicia.
—Tengo presente que el reino del Emperador abarca más de un millón de mundos —explicó Astelan mientras visualizaba las inmensas ciudades fábrica de Tharsis—. La cantidad de humanos es innumerable, hay billones y billones de ellos por todos los sistemas solares, en puertos espaciales y en naves. Apilados unos sobre otros en las ciudades colmena, desperdigados bajo las rocas de los mundos de minas, prisioneros en reformatorios flotantes... Sigo pensando que todos somos esclavos de la voluntad del Emperador.
—Del Emperador tal vez, pero tuyos no —contestó Bóreas—. Fuiste creado para servir, no para mandar. Eres un guerrero, no un gobernador. Tu deber es obedecer y luchar, y nada más.
—Soy un instrumento de la voluntad del Emperador, su arma y su símbolo —respondió Astelan mirando de nuevo a su interrogador—. ¿Es que no ves lo hipócritas que son tus palabras? Me acusas de resistirme. ¿Cómo no iba a hacerlo cuando las cañoneras arrasaron los campos que alimentaban a mi gente, cuando vuestros cañones destruyeron sus granjas y ciudades, cuando vuestros hermanos de batalla les asesinaron como si fuesen ganado en el matadero?
—Tú nos obligaste a hacerlo con tus acciones —dijo Bóreas señalando a Astelan con un dedo acusador—. Fue tu propia arrogancia la que trajo la miseria y la destrucción sobre los siervos del Emperador. Fuiste tú quien les envió contra nosotros. Fuiste tú quien les condenó a muerte. Sacrificaste sus vidas para proteger la tuya. Eres un traidor. Has destruido todo lo que has encontrado a tu paso. Tus pecados te han condenado a causar muerte y sangre a tu paso.
—Mi ejército luchó valientemente hasta el final, tal y como les había enseñado —replicó Astelan cerrando los ojos.
En su mente veía a sus tropas desfilando por la capital, miles de soldados fila tras fila, con los estandartes en alto, con el sonido militar de los tambores acompañado por las pisadas de las botas. Recordaba su última batalla en el búnker de mando, cómo se lanzaban contra el enemigo y los derribaban con sus propios cuerpos. Nadie había hablado de rendirse, ninguno de ellos había eludido su deber.
—Fue su amor por el Emperador lo que les llevó a tomar medidas tan desesperadas. Era su miedo a lo que representáis lo que les dio la fuerza para continuar, para frustrar vuestros parasitarios planes.
—¿Cómo te atreves a llamarnos parásitos, tú que vivías rodeado de lujos mientras la gente de tu mundo se moría de hambre y tus soldados luchaban por unas sobras? —dijo Bóreas desaprobando con la cabeza—. Eres una abominación, una terrible parodia de los Marines Espaciales. Donde tú ves fuerza, yo veo crueldad. Lo que tú consideras grandeza, no es más que el peor de los despotismos. Tus herejías son incomprensibles. Limítate a admitir tus pecados, libra a tu alma de esa carga y serás libre.
—¿Y a esto lo llamas libertad? —Astelan rió con amargura al tiempo que señalaba con la cabeza los instrumentos de tortura que descansaban sobre las estanterías—. ¿A esto lo llamas las obras del Emperador? Los Ángeles Oscuros fue la primera y la más digna Legión. Trazamos un sendero de luz por las estrellas en nombre del Emperador, y ahora os rodeáis de sombras y de engaños. Vuestros poderosos guerreros arrasan un planeta por un solo hombre, mientras que vuestros sistemas solares caen en manos de los alienígenas y de los impuros.
—¿Cómo te atreves a acusarnos? —exclamó Bóreas—. Juro por el León y por el Emperador que admitirás tus crímenes y te arrepentirás de tus pecados. Nos dirás todo lo que has hecho, cada una de tus malas acciones, cada terrible acto que hayas cometido.
—¡No os diré una palabra! —insistió Astelan.
—Mientes —dijo Samiel mirando a Astelan a los ojos—. Tienes miedo. Tienes secretos encerrados en tu mente, cosas que intentarías ocultarnos.
—¡Atrás, brujo! —rugió Astelan con las cadenas apretándose contra su carne mientras intentaba atacar al psíquico—. No quiero que contamines mi alma con tu magia.
—Tu alma ya está contaminada —dijo Bóreas empujando la cabeza de Astelan de nuevo contra la roca cubierta de sudor y manteniéndola ahí—. Sólo tienes una oportunidad de salvarla, y yo te la ofrezco. Arrepiéntete de tus actos Lutheritas, suplica el perdón del León y del Emperador. Tu vida ya está perdida, pero tu alma todavía puede salvarse. Confiesa tu maldad y obtendrás la salvación sin sufrimiento, sin dolor. Pero si te resistes me veré obligado a salvarte de ti mismo.
—Hazme lo peor que sepas hacer, torturador —le invitó Astelan lentamente.
El preso cerró los ojos y se volvió hacia Bóreas.
—Capellán Interrogador, en realidad. Y no necesito tu miedo, sólo tu sumisión —dijo Bóreas girándose y acercándose a las estanterías.
Cogió un hierro de marcar. Su extremo presentaba la forma del Águila Imperial de dos cabezas. Se aproximó despacio al brasero y mantuvo el hierro entre las llamas girándolo de vez en cuando para que se calentase bien por todos los lados. Después lo levantó y sopló ligeramente el extremo. El brillo apagado se encendió y unas volutas de humo se disiparon en el aire. El Interrogador sujetó el hierro sobre el brazo derecho de Astelan. El encadenado sentía el calor en su piel.
—¿Es que los Marines Espaciales se han vuelto tan débiles con los milenios que ahora temen al fuego y una simple quemadura les causa dolor? dijo Astelan con desdén.
—Empezaremos con poco dolor —aclaró Bóreas—. Pero incluso tú, físicamente perfecto aunque de espíritu corrupto, empezarás a sentir el tacto de la llama y la caricia de la cuchilla a los cien días, o a los mil días. El tiempo es lo de menos. El proceso de la purificación del alma debe ser lento. Es un largo y arduo camino, y tú y yo lo recorreremos juntos.
Astelan apretó los dientes al sentir que el hierro incandescente se apretaba contra su hombro e inundaba sus orificios nasales del hedor de su propia carne carbonizada.
PRIMERA PARTE
LA HISTORIA DE BOREAS
Las llamas de la inmensa hoguera se elevaban hacia el cielo nocturno y bañaban el anfiteatro natural de un cálido y rojo resplandor. La pared circular de roca tenía más de cien metros de altura, una antigua caldera volcánica de varios cientos de metros de longitud agujereada por decenas de cuevas que servían de morada y a las que se accedía a través de una intrincada red de escaleras de cuerda y de puentes.
El constante martilleo de los tambores retumbaba en los precipicios colindantes, que resonaban con el aullido de los cantos de los aldeanos reunidos que danzaban y saltaban alrededor del fuego central. Unas bestias extrañas de seis y ocho patas rodaban en largos asadores sobre las innumerables hogueras cavadas en el suelo de arena. El olor de la carne asada se mezclaba con el aromático humo de la pira ritual.
A los bordes de la caldera, el bosque se extendía a lo largo de muchos kilómetros. Conforme el murmullo y la luz de las primitivas celebraciones se disipaban en la distancia, eran sustituidos por los silbidos y gruñidos de los depredadores nocturnos, los gritos de alerta de sus presas y la constante agitación del viento a través de la densa y oscura cubierta forestal. Por encima de las copas de los árboles, la oscuridad nocturna se extendía por los cielos, salpicada de espesas nubes de humo de azufre de los muchos volcanes que había en Limnos V. La parte inferior de las nubes presentaba un instante tono rojizo a causa del resplandor de los incontables cráteres que vomitaban ríos de roca fundida sobre la superficie. Vastas extensiones de bosque eran engullidas por los fieros estallidos de la agitación interna del planeta.
De repente, un minúsculo punto de luz amarilla que avanzaba muy deprisa apareció en el lúgubre cielo. Conforme se acercaba, pronto se transformó en un nítido brillo y los rugientes motores de la cañonera se escucharon por encima del sonido del viento. Con los motores de plasma a todo gas, la Thunderhawk descendía en vertical en dirección hacia el bosque. Las puntas de sus pequeñas y gruesas alas dejaban un reguero de vaporosos remolinos y su roma proa se abría paso a través de la densa atmósfera.
Ante cualquier posible peligro, las armas de cañón múltiple se alineaban bajo las alas de la nave al tiempo que su estruendoso descenso se detenía y la cañonera se enderezaba a tan sólo diez metros sobre las copas de los árboles. La Thunderhawk avanzó a toda velocidad por encima del frondoso mar de hojas mientras la contracorriente hacía temblar las ramas superiores del bosque a su paso.
Cuando la nave empezó a frenar, el rugido del motor pasó a convertirse en una especie de alarido. El refulgente plasma de sus motores principales se apagó y fue sustituido por el resplandor azul de los propulsores de aterrizaje. Sobre estos pilares de celestes llamas, la cañonera descendió por la caldera. Al verla precipitarse desde el cielo nocturno hacia el fuego central, los aterrorizados miembros de la tribu salieron despavoridos.
Por un instante, el pánico se apoderó de los aldeanos que corrían frenéticamente de un lado a otro para evitar ser abrasados por los reactores hasta que sus líderes les gritaron que no tenían nada que temer. Para cuando la nave se hubo asentado con todo su peso sobre los pies de aterrizaje hundiéndose en la tierra que cubría el suelo del cráter, el jefe y sus mejores guerreros ya habían formado un comité de bienvenida cerca de la cañonera. Los motores se apagaron y durante unos segundos hubo un tenso silencio hasta que la rampa delantera empezó a descender con el chirrido del sistema hidráulico.
Bóreas salió de la Thunderhawk y la rampa resonó con el fuerte sonido metálico de sus pasos. Cubierto con su negra servoarmadura tenía un aspecto imponente. Gruesas placas de densa aleación cubiertas con ceramita ablativa protegían todo su cuerpo. Bajo el aplastante peso de la armadura, haces de fibras semejantes a los músculos se expandían y se contraían en respuesta a todos sus movimientos, lo que le permitía desenvolverse con tanta ligereza como si no estuviese cargado. Su casco con forma de cráneo estaba flanqueado por dos inmensas hombreras instaladas sobre unos accionadores que cambiaban constantemente de posición, lo que le proporcionaba libre movimiento y una amplia visibilidad, al tiempo que le prestaba un escudo prácticamente impenetrable contra los ataques enemigos. Todo esto funcionaba gracias al generador dorsal de la parte trasera de la armadura que estaba conectado directamente a su propio sistema nervioso de modo que pudiese regular a su antojo la energía que recibía, tan fácilmente como podía controlar el latido de sus dos corazones o los estimulantes de combate que su armadura podía inyectar en su torrente sanguíneo en un momento dado.
Incluso sin las propiedades potenciadoras de fuerza de su armadura, la fisiología genéticamente mejorada de Bóreas le hacía mucho más fuerte y más rápido que cualquier ser humano normal. Armado para la batalla era capaz de hacer añicos el cráneo de un hombre con una sola mano y de atravesar el blindaje de un tanque de un puñetazo. En el interior de su armadura, cientos de transmisores reforzaban sus ya de por sí agudos sentidos y le proporcionaban una constante corriente de información desde sentidos adicionales que su cerebro especialmente desarrollado asimilaba de manera inconsciente como cualquier hombre corriente que mira con sus propios ojos y oye con sus propios oídos.
Bóreas se detuvo durante un momento y observó a los aldeanos que se estaban reuniendo a su alrededor. Los autosentidos de su casco analizaban con una luz roja los alrededores. Los filtros olfativos le permitían identificar el contenido de la atmósfera, que en su mayoría estaba compuesta de oxígeno y nitrógeno pero con un fuerte contenido de sulfuro, el carbono de las hogueras y el sudor de los aldeanos, todo percibido de manera inconsciente.
—Visión de Terror —ordenó Bóreas en voz baja al sensor de audio de su armadura.
De repente se le nubló la vista y cambió. Ahora los aldeanos parecían toscos contornos y podía ver sus órganos y sus venas latiendo con vida a través de su piel. A Bóreas le llevó un momento acostumbrarse y distinguir las figuras superpuestas y los colores. Para los aldeanos, que le miraban boquiabiertos, los ojos de un color rojo apagado de su casco pasaron a convertirse en un resplandor de energía y un murmullo de turbación recorrió todo el emplazamiento.
Boreas observó con calma toda la caldera. Su visión aumentada atrave
saba la roca para analizar a las personas que se encontraban en el interior de las cuevas. Sus rudimentarias camas y muebles parecían una masa de líneas grises y verdes. Apenas había gente y en su mayoría eran niños. Satisfecho de encontrarlo todo como esperaba y de que no les acechase ninguna amenaza oculta en el asentamiento tribal, susurró otra orden y volvió a su visión normal.
Bóreas parpadeó en el interior de su casco para aclararse la vista. Incluso un momento tan corto de visión superaumentada le había dejado vagas postimágenes danzando por sus ojos. La primera vez que probó aquella armadura, mucho más sofisticada y dotada de sistemas auxiliares que una servoarmadura estándar, pensó que la Visión de Terror era algo milagroso. Sin embargo, pronto aprendió que utilizarla durante un tiempo prolongado podía provocarle una desorientación y unas náuseas severas, a pesar de los meses de entrenamiento y de sus siglos de experiencia.
—La zona es segura, seguidme —ordenó, y su casco transmitió sus palabras al resto de Marines Espaciales que todavía aguardaban en la cañonera.
Bóreas comenzó a descender por la rampa seguido de los demás miembros de su pequeño regimiento. El primero era Hephaestus, su tecnomarine y piloto de la Thunderhawk. Su armadura estaba casi tan ornamentada como la de Bóreas. La placa forjada de su pecho mostraba el diseño de un águila bicéfala con las alas extendidas con una rueda dentada entre sus garras. El austero verde de la armadura tan sólo se interrumpía por el rojo de su hombrera derecha, que simbolizaba su especial rango. Al tecnomarine le seguían los dos hermanos de batalla, Thumiel y Zaul, que marchaban por la rampa uno al lado del otro al unísono cargando sus respectivos bólters de manera informal, pero el constante movimiento de sus cascos revelaba su inmutable estado de alerta. El último del grupo era Néstor, el apotecario y guardián de su bienestar físico. Sus correspondientes accesorios abultaban su blanca armadura. De sus antebrazos sobresalían varias agujas y una gran cantidad de ampollas medio ocultas y unos cables colgaban pesadamente de su abultado generador dorsal.
El mayor de los aldeanos dio un paso adelante y se postró sobre una de sus rodillas seguido del resto de la tribu. Era delgado y enjuto, pero a pesar de su edad avanzada, sus músculos eran fuertes y se movía con mucha facilidad. Vestía una especie de sarong corto de piel animal tintado de un intenso color rojo y pintado con imágenes de hojas. Su cuerpo estaba cubierto de tatuajes azules en el pecho, los brazos y su calva cabeza. Todos estaban compuestos de pequeños puntos y representaban brillantes estrellas, extrañas y arremolinadas nebulosas y misteriosos diagramas de sistemas solares y lunas. Sobre sus hombros llevaba una larga capa tejida con finas enredaderas llenas de minúsculas espinas que se le clavaban en la carne y que dejaban sus hombros y su espalda sangrando en carne viva.
Tras una larga pausa de deferencia, volvió a levantarse. Erguido, su cabeza tan sólo llegaba al pecho de Bóreas. El jefe alzó la vista para mirar el serio, estilizado y esquelético semblante del casco de la armadura y sonrió. Su rostro cargado de pliegues se arrugó todavía más.
—Nos sentimos honrados de que hayáis vuelto a visitarnos —dijo con un leve asentimiento de satisfacción.
Bóreas necesitó unos instantes para entender el dialecto extranjero de Gótico Imperial, pero al momento su mente tradujo los términos más arcaicos y primitivos.
—En mi tiempo de vida, dos veces han visitado los guerreros de las estrellas a mi gente, y dos veces se han llevado a nuestros mejores hijos para que luchen con ellos.
—Discurso externo —subvocalizó Bóreas.
Su casco amplificó su voz de manera que llegase a todo el poblado. Buscando en su memoria, Bóreas recordó el nombre del líder de aquella tribu en particular.
—Así es, Hebris, ahora los hijos de tu gente nos honran con su habilidad y su dedicación. Y hemos regresado para seleccionar nuevos guerreros para el Emperador que está más allá de la nube. Confío en que estéis preparados.
—Como siempre, señores —respondió Hebris solemnemente—. Durante largos años hemos aguardado vuestro regreso, y nuestros mejores cazadores y guerreros han mirado a los cielos esperando ver indicios de vuestra llegada. Toda una generación de nuestros hombres más fuertes ha pasado mientras vuestros ojos estaban puestos en otro lugar, pero sus dignos sucesores están preparados para demostraros su valía.
—Me alegra oír eso —contestó Bóreas con la cabeza inclinada para mirar la cabeza tatuada del anciano—. Estamos listos para ponerlos a prueba.
—Nosotros siempre estamos listos, y es una buena señal que nos hayáis visitado en este día, el vigésimo aniversario de la muerte de mi padre y del día en que heredé la capa de espinas —informó Hebris—. Mi gente recordará esta noche durante muchas generaciones. Por favor, seguidme.
El grupo de guerreros se dividió y formó un pasillo para los visitantes. Todos eran altos y delgados y vestían armaduras hechas con pieles de las fieras bestias mutantes que cazaban en los bosques. Su forma imitaba toscamente a la de los Marines Espaciales que de vez en cuando se llevaban a sus jóvenes guerreros más valientes. Tenían petos abultados, hombreras redondeadas y anchas grebas alrededor de las piernas. Todos sujetaban una lanza con punta de hueso afilado de la que colgaban mechones de pelo animal, penachos y garras que habían arrebatado a sus presas.
Sus cuerpos, como el de su jefe, lucían tatuajes de estrellas y soles y de símbolos de lunas crecientes y cometas de larga cola.
Ninguno de ellos había visto tales cosas desde hacía milenios. El cielo nocturno era un monótono manto de nubes para ellos. El conocimiento de su existencia se les había transmitido desde sus ancestros, que ocuparon por primera vez aquel mundo hace más de veinte mil años, diez milenios antes de la llegada del Emperador, en una época conocida como la Edad Oscura de la Tecnología.
Durante cientos de siglos, Limnos V fue saqueado por sus depósitos ricos en minerales, el cielo se contaminó con los residuos y los ríos se secaron. Cuando la Era de los Conflictos azotó el antiguo imperio galáctico de la humanidad, Limnos V quedó aislado durante miles de años y, durante todo este tiempo, el mundo determinó deshacerse de los intrusos humanos. Las estaciones de energía geotérmica que en su momento extraían energía del centro de la Tierra acabaron deteriorándose y estropeándose. El planeta sufrió las sacudidas de intensos terremotos que destruyeron las enormes ciudades y acabaron con la vida de millones de personas. El mundo se vio sumido en una nueva era de barbarie.
Ahora los inmensos volcanes y los gases de sus coléricos estallidos dominaban Limnos V y sustituían la tóxica niebla que antaño producían las cien mil fábricas.
Hebris condujo a Bóreas y al resto de Marines Espaciales entre las dos filas de sus cazadores y guerreros personales mientras el resto de aldeanos se aglutinaban tras ellos para ver bien de cerca a los visitantes de otro mundo.
Siguieron al viejo jefe mientras les guiaba por una estrecha rampa que bordeaba el cráter hasta que alcanzaron una plataforma lisa en un claro a unos diez metros por encima del suelo de la caldera.
En la parte trasera de la plataforma se encontraba la boca de entrada más grande de todas las cuevas de la aldea y dos guardias la protegían. Éstos vestían de manera similar a los guerreros que habían formado la guardia de honor, sólo que contaban además con unos cascos hechos con cráneos de animales. En su interior había un santuario iluminado por cientos de lámparas elaboradas con la grasa de las criaturas del bosque que aquellas gentes habían cazado para sobrevivir. En unas mesas talladas de manera elaborada se exponían los artefactos sagrados de la prehistoria de la tribu para que fueran venerados por aquellos que jamás comprenderían su auténtico origen ni su funcionamiento. Eran casi tan incomprensibles para Bóreas como lo eran para el jefe y para su gente, pero él sabía al menos que se trataba de partes rotas de arqueotecnología.
La mayoría eran prácticamente irreconocibles bajo las densas capas de óxido que se habían acumulado a pesar de los esfuerzos de los sacerdotes de Hebris por mantenerlas limpias. El aire ácido y húmedo de Limnos V arruinaba cualquier metal. Pero aquí y allá Bóreas veía una parte que reconocía elaborada con materiales olvidados hacía tiempo y resisten te al hostil medio del planeta: hojas de un ventilador, engranajes y ruedas, sistemas de circuitos elaborados con complicadas capas de vidrio, botellas de cerámica que brillaban con luz propia. Bóreas se volvió para mirar a Hephaestus, que se había inclinado sobre uno de los objetos que parecía una araña mecánica con trozos de cubierta de cable saliendo de su cuerpo oxidado.
—No toques nada —dijo Bóreas al ver que el tecnomarine alargaba la mano hacia el dispositivo.
Hephaestus se detuvo de inmediato y se volvió hacia el Capellán Interrogador.
—El Adeptus Mecanicus apreciará estos artefactos —explicó el piloto a través del comunicador del escuadrón—. Pueden servir para negociar con ellos.
—Claro, y tú no tienes ningún interés personal en ellos —bromeó Zaul, que se encontraba detrás de él.
—Ante todo y sobre todo soy un Marine Espacial, y después tecnosacerdote —contestó Hephaestus con voz contrariada.
—Estamos aquí para atender otros asuntos; comportaos con decoro —les reprendió Bóreas—. Estas reliquias pertenecen a Hebris y a su gente; no deshonréis al Capítulo y a vosotros mismos faltándoles al respeto.
—Entendido, Hermano Capellán, disculpe mi error —respondió Hephaestus poniéndose firme.
—Yo también lamento cualquier falta —añadió Zaul asintiendo hacia Bóreas.
—Muy bien.
El Capellán advirtió que el anciano observaba a los gigantes guerreros con los ojos muy abiertos y un gesto de admiración. Por supuesto, el hombre era totalmente ajeno a la conversación que estaban manteniendo los Marines Espaciales, pero Bóreas se dio cuenta de que su lenguaje corporal y sus gestos mostraban que se estaban comunicando.
—Discurso externo. Sólo estábamos admirando las reliquias de tu gente —explicó a Hebris al tiempo que se apartaba del resto del equipo.
—Encontramos otra en el bosque hace siete veranos —dijo el anciano con orgullo y señalando con una enorme sonrisa un montón de escombros sin forma en particular.
—Discurso externo. Vuestra diligencia os honra a ti y a tu pueblo —dijo Hephaestus posando su inmensa mano cubierta por un guantelete sobre el hombro de Hebris.
El viejo se encogió visiblemente con el peso y el tecnomarine levantó inmediatamente la mano y cruzó los brazos sobre su pecho.
—Agradezco vuestras amables palabras —respondió Hebris—. Pero ¡dejemos esto! Traed el banco para nuestros señores.
El jefe dio unas palmadas y cuatro guerreros musculosos corrieron hacia el fondo de la cueva para regresar con un enorme asiento tallado de un solo tronco. Sudando y gruñendo a causa del peso, lo llevaron hasta la entrada de la plataforma, fuera de la cueva, y lo dejaron en el suelo. Bóreas y los demás se sentaron. El banco crujió por el peso de todos ellos, pero aguantó sin romperse.
—Puedes comenzar —animó Bóreas a Hebris invitándole con la cabeza.
El jefe correteó hacia delante y convocó a los aldeanos, quienes se reunieron en un semicírculo bajo el santuario.
—Queridos hijos e hijas —gritó con el rostro radiante—. ¡Ésta es la noche que tanto tiempo hemos estado esperando! Nuestros valientes jóvenes participarán en las pruebas ante los ojos de los guerreros del cielo que sirven al Emperador que está más allá de la nube. Los mejores viajarán a las estrellas para luchar por la gloria y traerán un gran honor y fortuna a nuestra gente. ¡Que salgan los candidatos!
De la cueva que había a los pies del precipicio empezaron a desfilar un grupo de veinte jóvenes que acababan de entrar en la adolescencia. Estaban completamente desnudos excepto por las moradas y rojas salpicaduras de pintura de guerra que embadurnaban con marcas de manos sus pechos y sus rostros. Todos llevaban un cráneo o un largo hueso en las manos, trofeos de cacerías en las que habían participado.
Marcharon solemnemente hasta el semicírculo de aldeanos y permanecieron en línea frente a los Marines Espaciales. Entonces levantaron los trofeos sobre sus cabezas y gritaron al unísono:
—¡Grandes señores del Emperador, hoy derramaremos nuestra sangre para demostraros nuestra valía!
El que se encontraba en el extremo más alejado dio un paso adelante, se postró sobre una rodilla y a modo de reverencia depositó un cráneo de fieros colmillos del tamaño de su torso ante él. Después se puso derecho y miró a los Marines Espaciales.
—He cazado durante seis temporadas de tormenta —les informó—. Este año he matado a un dientes de cuchillo con mi lanza y os ofrezco su cabeza como tributo.
Cuando volvió a su posición, el siguiente de la fila ocupó su lugar, cruzó dos huesos tan largos como sus propios brazos y los colocó junto al cráneo del dientes de cuchillo.
—He cazado durante siete temporadas de tormenta —entonó solemnemente—. Mis compañeros cazadores hirieron a este fauces de árbol y yo acabé con él con mi cuchillo.
Uno tras otro, todos los aspirantes dieron un paso hacia delante y proclamaron cómo habían obtenido sus ofrendas, que depositaban en el suelo a los pies de la plataforma. Bóreas permanecía sentado y saludaba a cada uno de ellos, pero no decía nada.
—Y ahora les mostraremos a nuestros honrosos visitantes la fuerza de nuestra gente —dijo Hebris, y volvió a dar unas palmadas.
De un lado de la caldera, un grupo de cinco guerreros emergió cargando troncos de diferentes dimensiones y los depositaron frente a la plataforma en orden ascendente según su tamaño. Después dieron un paso atrás y los jóvenes corrieron hacia delante.
En el mismo orden que antes, los aspirantes se acercaron al primer tronco y lo agarraron por un extremo. Entonces uno de los guerreros daba un paso al frente y colocaba uno de sus pies contra el extremo contrario para que no se moviese mientras el joven intentaba levantarlo por encima de su cabeza. Mientras lo levantaban y temblaban a causa de la fuerza, la tribu les aplaudía y los chicos volvían a dejar el tronco en el suelo. Todos superaron la primera prueba sin problemas.
Entonces se repitió el proceso con el segundo tronco, y una vez más los aspirantes lo consiguieron, aunque muchos se tambalearon peligrosamente y sus piernas amenazaban con torcerse bajo el peso. En el tercer tronco, el primer joven falló y se apartó hacia un lado al sentir que sus brazos cansados le fallaban cuando lo tenía levantado a la altura del cuello y el tronco se le escapó de las manos. Nadie le vitoreó esta vez, pero cuando se apartó del resto con la cabeza agachada para consolarse en los brazos de su familia, la tribu empezó a aplaudirle, a darle golpecitos de ánimo en la espalda y a alborotarle el pelo cariñosamente.
Otros tres chicos no lograron levantar el tronco y fueron eliminados. A uno de ellos se le escurrió de las manos y no le dio tiempo a apartarse, de modo que recibió todo el golpe en una pierna y cayó tumbado. Avergonzado, se marchó cojeando del certamen, rechazando las manos de aquellos que le ofrecían su apoyo.
Después del cuarto, dos más habían fallado, pero de los que quedaron, todos consiguieron elevar el quinto y el sexto tronco y provocar una ovación entre sus vecinos. Mientras los quince aspirantes restantes se arrodillaban en el suelo y hacían una reverencia a los Marines Espaciales, los guerreros retiraban los troncos.
—Y ahora mostrémosles a nuestros honrosos visitantes la velocidad de nuestra gente —anunció Hebris.
El anciano volvió a dar unas palmadas.
La multitud se apartó para formar un camino de un extremo de la aldea al otro, empezando desde la plataforma de la audiencia. En el extremo más alejado se colocaron seis guerreros sujetando unos trozos de tela de un vivo color rojo y otros seis se alinearon a los pies de la plataforma. Los aspirantes se colocaron en posición para comenzar la carrera.
Todos al mismo tiempo, los guerreros dejaron caer los trapos y los chicos empezaron a correr a toda prisa. Un muchacho menudo y pelirrojo pronto se puso a la delantera. Les llevaba varios metros de ventaja a sus compañeros tras sólo una docena de zancadas. La gente aplaudía y gritaba mientras los adolescentes corrían entre ellos y se abrían paso a codazos y empujones para poder verles bien.
El primer chico llegó al otro extremo rápidamente, agarró uno de los trapos y se volvió para comenzar la carrera de vuelta. Unos pocos segundos después, los demás jóvenes llegaron también a la mitad de la prueba y aquellos con las manos más rápidas consiguieron agarrar los cinco trapos restantes. Todos corrían a toda prisa hacia los Marines Espaciales, pero algunos empezaron a cansarse y a quedarse rezagados tras los demás mientras el grupo iba distanciándose poco a poco. A tan sólo unos cincuenta metros de la meta, el joven que llevaba la delantera empezó a aminorar la velocidad rápidamente y avanzaba con paso torpe, pues le había dado un calambre en la pierna. Con los dientes apretados, continuaba renqueando mientras los demás le pasaban por delante y se agarraban los unos a los otros para llegar primero y reclamar los restantes puestos de clasificación.
Uno tropezó y al caer otro le pasó por encima provocando la risa de los espectadores. Sacudiéndose el polvo de encima, el candidato se levantó y continuó corriendo cuidando su espalda herida con uno de sus brazos. En el esprint final, un joven alto de largas extremidades tomó la delantera. Por lo visto había estado reservando sus fuerzas y en los últimos diez metros corrió a toda velocidad y agarró uno de los trapos restantes. Los demás le siguieron y hubo una desesperada rebatiña entre aquellos que todavía no habían cogido ninguna de las telas, pero finalmente surgieron los doce ganadores.
Los tres que no lo consiguieron se volvieron para marcharse, pero el muchacho pelirrojo cojeó hacia uno de ellos y le agarró del hombro. Hubo un breve intercambio de palabras mientras el chico intentaba obligar al otro aspirante a coger el trapo ya que él no podía continuar, pero el otro joven se negó y lo apartó. Los guardias de Hebris intervinieron y separaron a los dos adolescentes cuando se disponían a pelear y los mandaron entre la multitud de un coscorrón en la cabeza. Cuando las cosas se calmaron, los once competidores restantes volvieron a sus posiciones frente a Bóreas con las telas rojas atadas alrededor de la cintura. Hebris levantó los brazos y el griterío de la gente cesó.
—Y ahora les mostraremos a nuestros honrosos visitantes cómo podemos saltar en el aire como el mono látigo —exclamó, y después dio una palmada.
Esta vez, veinte guerreros surgieron de una de las cuevas con un montón de estacas delgadas y afiladas que llegaban a la altura de la cintura. Formaron una línea desde la izquierda a la derecha de Bóreas a intervalos de un paso y se agacharon sujetando las lanzas delante de ellos con la punta hacia arriba.
El primer joven trotó hacia el principio de la hilera. Después se volvió y se inclinó ante los Marines Espaciales. Tras recibir el saludo de Bóreas, corrió hacia los agachados. Dio un salto en el aire, se apoyó en la espalda del primero de ellos y volvió a saltar hacia la espalda del siguiente por encima de la punta de las lanzas. Y así fue saltando de uno a otro con agilidad, utilizando a los guerreros como apoyo para saltar sobre las afiladas estacas. En el número doce falló, se lanzó hacia uno de los lados y aterrizó fuertemente en el suelo.
Los gritos de aclamación de los aldeanos resonaban en las paredes de la caldera mientras se ponía de pie y levantaba los brazos satisfecho.
El siguiente joven tan sólo consiguió dar ocho saltos y se hizo un sangriento corte en el muslo con la punta de la lanza, ya que perdió el equilibro y cayó hacia delante. Se puso de pie sobre una sola pierna con la sangre chorreándole por la otra y agradeció la adulación de la multitud. El siguiente aspirante casi logró llegar al final, y falló en el salto número diecisiete. Los gritos de admiración de la tribu eran ensordecedores.
Y así fueron pasando todos los muchachos, consiguiendo mejores y peores resultados hasta que todos terminaron la prueba. El décimo guerrero de la fila se levantó y con el mango de las delgadas lanzas que llevaba azotó a los cuatro chicos que no habían conseguido llegar a él hasta llevarlos con la masa de aldeanos. Ya sólo quedaban siete.
Los jóvenes corrieron al interior de una de las cuevas, fuera de la vista de Bóreas, y surgieron de nuevo unos minutos después. Cada uno de ellos sujetaba un bastón que terminaba en el largo colmillo de un depredador gigante y un escudo elaborado de piel de animal tejida y tensada sobre un marco de madera.
—¡Y ahora que hemos demostrado el valor de nuestros cuerpos, demostrémosles el valor de nuestro espíritu! —gritó Hebris.
La multitud formó un semicírculo frente a los Marines Espaciales y dejó a los aspirantes un espacio de unos veinte metros de ancho.
—¡Sólo podremos verlo en combate! —continuó el anciano.
Los chicos comenzaron a golpear el escudo con el bastón y otros tambores que había alrededor de la caldera siguieron su frenético ritmo. Durante varios minutos tocaron cada vez más fuerte hasta que los chicos empezaron a sudar a causa del esfuerzo y sus extremidades empezaron a temblar. Hebris miró a Bóreas y éste asintió.
—¡Que comience la prueba! —gritó el Capellán por encima de la algarabía.
Entonces se puso de pie y levantó su puño derecho por encima de su cabeza.
Los chicos rompieron filas y formaron un círculo los unos frente a los otros con las armas y los escudos preparados. Los demás tambores aminoraron el ritmo y resonaban ahora con un suave golpe cada dos segundos mientras los jóvenes aspirantes se miraban con recelo y volvían los ojos de vez en cuando hacia los Marines Espaciales que les observaban desde lo alto. Sin pronunciar una palabra, Bóreas bajó el puño y el combate ritual dio comienzo.
Un muchacho rubio a la derecha de Bóreas se lanzó hacia delante por el espacio abierto con el arma en alto al tiempo que lanzaba un grito de guerra. «Valiente, pero demasiado precipitado», pensó Bóreas al ver cómo los demás no tardaron en rodear al joven y en reducirle. Pronto el combate se convirtió en un conjunto de duelos independientes, excepto por dos de los guerreros que iban de una pareja a otra observando cautelosamente el progreso de la lucha.
Bóreas les prestaba especial atención y observaba cómo se aliaban cuando los vencedores de los duelos individuales buscaban nuevos rivales.
Pronto sólo quedó una pareja y uno más; el resto de los aspirantes dejaron sus armas y se rindieron. Unos quedaron inconscientes al ser abatidos y otros permanecían sentados en el barro sangrando considerablemente, incapaces de continuar. A su alrededor, los miembros de la tribu ululaban y salmodiaban con el constante golpe de los tambores resonando por el anfiteatro.
—Rápidos, fuertes e inteligentes —comentó Thumiel a través del comunicador refiriéndose obviamente a los dos que se habían aliado.
—Sí, parece que prometen —asintió Bóreas sonriendo en el interior de su casco—. El otro es muy valiente, fíjate en cómo continúa luchando aunque ha visto cómo han vencido a todos los demás.
Ya había visto suficiente; no tenía ningún sentido dejar que la sangría continuase. Alzó la mano por encima de su cabeza y, tras un instante, el combate se detuvo.
—Discurso externo. —Bóreas se volvió hacia Hebris y dijo—: Trae a los tres a la cámara de reconocimiento.
El Capellán se dio la vuelta y volvió al interior de la cueva seguido de los demás Marines Espaciales.
Atravesó el santuario de reliquias esparcidas hasta una abertura que había al final de la cueva cubierta por una espesa cortina de hojas entretejidas. Apartó la ligera barrera y atravesó el pasillo que daba a una caverna que había al otro lado. Era una cámara pequeña, presidida por una losa de piedra situada en el centro alta hasta la cintura y cubierta del color marrón rojizo de la sangre seca. Aquello le recordó a la celda de interrogatorios de la Torre de los Ángeles.
Le resultó irónico que aquel lugar de reclutamiento, de esperanza para el futuro, se asemejase tanto a un lugar dedicado a erradicar las vergüenzas del pasado.
Aquel pensamiento le perturbó, y se preguntó por qué le habría estado viniendo últimamente tanto a la cabeza el recuerdo de su primer interrogatorio. Durante varias semanas, durante sus oraciones o en sus momentos de mayor tranquilidad, su mente le transportaba a su encuentro con Astelan. Habían pasado casi quince años, y había llevado a cabo otras dos interrogaciones desde entonces. Sin embargo, aquella primera lucha de resistencia con uno de los Caídos se le había quedado grabada.
Él lo achacaba al aislamiento de sus hermanos. Durante varios años había permanecido acuartelado en el sistema Limnos con el resto de su regimiento, y durante todo ese tiempo no había tenido contacto con ninguno de sus superiores u otros miembros del Círculo Interior. El tiempo empezaba a preocuparle, y el haber alargado sus sesiones de oraciones no le había ayudado lo más mínimo a disipar las dudas que habían ido aumentando durante los últimos meses. Apretando los puños, Bóreas tomó el control de sus pensamientos y se obligó a regresar al asunto que tenía entre manos.
Esperaron durante unos minutos hasta que la cortina se apartó y los tres prometedores jóvenes entraron con los ojos abiertos y temerosos. Cuando vieron la losa se detuvieron y lanzaron nerviosas miradas a los gigantescos Marines Espaciales que les rodeaban.
—¿Quién será el primero? —preguntó Néstor mientras se acercaba al grupo.
Los chicos se miraron entre ellos y el mayor y más alto de todos dio un paso adelante. Bóreas calculó que no tendría más que doce o trece años terranos de edad, perfecto para el propósito de los Ángeles Oscuros. Era fuerte y delgado, con una espesa mata de pelo negro que le caía sobre su profundo par de ojos. En el rostro del muchacho se dibujó una sonrisa rapaz y dio un paso hacia el apotecario.
—Me llamo Varsin; yo seré el primero —dijo el chico con orgullo.
—Túmbate sobre la losa —le indicó Néstor.
El chico saltó sobre la mesa de reconocimiento y se tumbó con las manos cruzadas sobre su pecho. Néstor se inclinó sobre él. Una serie de cuchillas y de agujas sobresalían del narthecium incorporado en su antebrazo derecho.
—Pon los brazos a los lados, Varsin —dijo al tiempo que ponía una mano sobre la frente del muchacho.
Los movimientos del apotecario eran suaves y pausados mientras sus dedos, con los que podía fácilmente partir huesos, examinaban el cuerpo del joven.
—Esto te va a causar bastante dolor —le advirtió mientras hundía el narthecium en el estómago del adolescente.
Los alaridos de Varsin retumbaron estridentemente por las paredes de la cámara conforme las cuchillas se abrían paso a través de la piel y los músculos y los zarcillos avanzaban hacia sus tripas desde la herida. Néstor colocó una de sus manos sobre el pecho del chico y le sujetó mientras se retorcía, chillaba y pataleaba furiosa y agónicamente. La sangre que borboteaba del corte caía sobre la losa y salpicaba la blanca armadura de Néstor de rojizas gotas.
Los otros dos jóvenes lanzaron un grito ahogado de horror y empezaron a retroceder hacia la cortina de la entrada, pero Thumiel les cerró el paso y colocó con cuidado cada una de sus manos sobre sus cabezas para detenerles.
—Habéis visto cosas peores cuando las cacerías han acabado mal —dijo, y los muchachos asintieron en silencio, aterrados todavía ante la sangrienta escena que estaban presenciando.
Néstor permanecía tranquilo y sujetaba a Varsin mientras éste se retorcía, y dejaba que el narthecium hiciese su trabajo. Unas sondas automáticas obtenían muestras de las paredes estomacales del joven y extraían sangre, bilis y otros fluidos, medían la tensión y el pulso, inyectaban antitóxicos y cauterizaban las heridas. El ámbar resplandor de la luz de la parte trasera del dispositivo se volvió roja y Néstor retiró su puño. Con un rápido movimiento, una serie de agujas se extendieron y cosieron la herida en cuestión de segundos. Varsin se quedó allí tumbado, empapado de sudor, con el rostro cubierto de lágrimas y el pecho agitado bajo la palma de Néstor.
—Quédate quieto un momento o se te reabrirán las heridas —advirtió Néstor al joven mientras retiraba la mano y se apartaba.
El muchacho miró a los otros que habían participado en la prueba del combate, que temblaban y seguían aterrorizados. Después se volvió hacia Bóreas y el Capellán le tranquilizó con un gesto de aprobación. Néstor jugueteaba con las lecturas del narthecium e interpretaba las muestras que había obtenido. Pasaron varios minutos hasta que se escuchó una señal y el apotecario se acercó a Bóreas.
—¿Qué has concluido? —preguntó el Capellán.
—Sus tejidos son aptos en un noventa y ocho por ciento —respondió Néstor consultando el visualizador verde de su brazo—. No se han encontrado enfermedades endémicas ni hereditarias. Tiene niveles aceptables de tolerancia a exposiciones tóxicas, constantes vitales normales y respuesta al dolor. El chico es perfecto físicamente hablando.
—Bien —dijo Bóreas mirando al muchacho, que seguía temblando—. Discurso externo. Acércate, Varsin.
Varsin dejó caer las piernas fuera de la losa y saltó al suelo. Agarrándose el estómago, caminó junto a la roca, se colocó ante Bóreas y miró nervioso hacia arriba.
—Háblame de ti —pidió el Capellán.
—Soy el quinto hijo de Hebris, el jefe, que fue el segundo hijo de Geblin, que le arrebató la capa de espinas a Darsko en combate —respondió el chico sacando pecho—. El hermano mayor de mi padre fue elegido para ser guerrero del Emperador de las Estrellas.
—Parece que tienes una sangre fuerte, vienes de buena familia —dijo Bóreas—. ¿Cómo probarías tu lealtad al Emperador que está más allá de la nube?
—No le entiendo, señor —admitió Varsin.
—¿Matarías a tu padre si yo te lo ordenase? —quiso saber Bóreas.
—¿Matar a mi padre? —vaciló el muchacho—. Lo haría si me lo ordenase, pero eso me entristecería.
—¿Y por qué te entristecería? —preguntó Bóreas inclinándose para mirar a Varsin a los ojos.
El rostro del chico se reflejaba en las rojas lentes de su casco.
—Me entristecería que mi padre hubiese deshonrado a nuestra gente ofendiendo al Emperador que está más allá de la nube y a sus guerreros de las estrellas —respondió el joven inmediatamente—. No puedo imaginar ninguna otra razón por la que me mandaseis matar a mi padre. Ha servido bien a su gente.
—¿Y acaso eres tú, un simple chico, quien deba juzgar eso? —inquirió Bóreas observando a Varsin con la calavera de su casco.
—No, señor, cumpliría su orden y le daría muerte porque usted es mejor juez que yo —contestó Varsin sacudiendo ligeramente la cabeza.
—Bien —dijo Bóreas poniéndose derecho—. Sal y dile a tu padre que esta noche partirás con nosotros.
—¿De verdad?
Los ojos del muchacho se iluminaron con orgullo y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro. Se apresuró hacia la puerta y tuvo que detenerse estremecido de dolor.
—¡Te he dicho que cuidado con las heridas! —le reprendió Néstor.
—Lo siento, mi señor —dijo Varsin con una mueca de dolor antes de atravesar más despacio la cortina.
Bóreas se volvió hacia los otros dos aspirantes e hizo un gesto hacia la losa. Los jóvenes intercambiaron miradas preocupadas y entonces uno de ellos dio un dudoso paso hacia delante.
—Yo... yo soy... —el chico temblaba y observaba la sangre fresca sobre la mesa de reconocimiento—. ¡No! ¡No puedo hacerlo!
El adolescente cayó de rodillas llorando y se tapó la cara con las manos. Bóreas se acercó y se agachó a su lado, y los servos de su armadura silbaron fuertemente al hacerlo. El chico le miró, las lágrimas le caían por las mejillas, y sacudió la cabeza.
—Lo siento —gimoteó—. Os he deshonrado y he avergonzado a mi familia, pero no puedo hacerlo.
—¿Cómo te llamas? —la voz metálica de Bóreas resonó con aspereza por la cámara.
—Sanis, mi señor —respondió el muchacho.
—Hay que ser muy valiente para conocer los propios límites, Sanis —dijo Bóreas—. Pero un Marine Espacial del Emperador no debe tener límites, ¿lo comprendes?
—Sí —contestó Sanis.
—Entonces sigúeme —le dijo al joven.
Se dirigió hacia el otro extremo de la cámara, introdujo la mano en una grieta oculta en la piedra y activó un interruptor escondido. Una parte de la pared se retiró hasta perderse de vista y dejó un espacio oscuro poco más alto que el Capellán. Bóreas indicó a Sanis que entrase, y el chico desapareció entre las sombras seguido del Marine Espacial. El Capellán le instó a que siguiera unos pasos y transmitió un mensaje codificado a través del comunicador de su armadura. Una tenue luz roja se encendió sobre sus cabezas.
Estaban en una cámara que se extendía hasta la oscuridad. El suelo estaba cubierto de viejos huesos, algunos incluso llegaban a la altura de las rodillas en algunas zonas. Los cráneos sin ojos brillaban con el rojizo resplandor y observaban al aspirante.
—Si regresas con tu familia habiendo fallado la prueba, les deshonrarás —explicó Bóreas al chico, que asintió para darle la razón—. Perderían su posición social. Lo más seguro es que acabasen muriendo de hambre en menos de una estación. Tu gente te golpeará, te acosará y te despreciará.
—Es verdad —respondió Sanis suavemente—. Haré la prueba. Siento haber sido un cobarde.
—Es demasiado tarde para cambiar de parecer; no puedes negarte y después acceder —dijo Bóreas—. Tu vida, por poco más que dure, estará llena de sufrimiento y de dolor, y si regresas condenarás a tu familia. Aunque hayas fallado esta última prueba, fuiste elegido para llegar hasta aquí, y por eso mereces todo mi reconocimiento. Voy a ahorraros a ti y a tu familia la desdicha que tu negativa pudiese ocasionaros.
Bóreas estiró el brazo y su guantelete agarró al chico del cuello. A pesar de que éste abrió la boca para hablar, el Capellán giró su muñeca y partió sin dificultad la columna de Sanis. Con delicadeza, Bóreas recogió el cuerpo sin vida del chico, lo llevó hasta uno de los montones de huesos y reverente
mente lo depositó sobre ellos. Después dio un paso atrás e hizo una reverencia con la cabeza.
—Que tu alma esté libre de corrupción y que regrese para servir al Emperador en una nueva vida —entonó arrodillándose y posando una mano sobre el pecho del muchacho—. Diremos la verdad a tu gente, que perdiste la vida durante la prueba y que te enfrentaste a la muerte con valentía. No sufrirán tu vergüenza.
Después dio media vuelta y, al salir de la cámara secreta, envió otra señal para apagar la luz. Una vez fuera, presionó de nuevo el oculto interruptor y la pared volvió a su lugar sin dejar pistas de la existencia del espacio oculto.
El Capellán Interrogador se volvió hacia el joven que quedaba y señaló la losa. El aspirante no había visto nada de lo que había sucedido en la otra cámara, y sus ojos mostraban más confianza que antes.
—¿Quieres someterte al juicio de los Angeles Oscuros? —preguntó.
El adolescente sonrió y asintió.
Varsin observaba maravillado por la reforzada ventana de la Thunderhawk la figura, cada vez más próxima, de la nave de los Angeles Oscuros que orbitaba alrededor de Limnos V. De líneas elegantes y de proa afilada, dominada por sus inmensos motores, la Cuchilla de Caliban parecía un depredador espacial. Y no era del todo falso; siendo una de las más rápidas del sector, la veloz nave de ataque rápido se creó para llevar a cabo extensas patrullas por decenas de sistemas solares, tanto explorados como desconocidos, y para responder con celeridad ante cualquier situación al tiempo que transportaba arsenal suficiente como para destruir cualquier cosa que tuviese un tamaño similar.
Aunque se la consideraba pequeña para ser una nave con capacidad de salto disforme, medía casi medio kilómetro de largo y, en teoría, podía transportar a media compañía de Marines Espaciales, aunque su principal misión era ser los ojos y los oídos del Capítulo, y la función de transportar y de luchar recaía sobre los cruceros de asalto y las inmensas barcazas de batalla.
Un tercio de la longitud de la nave estaba ocupado por sus potentes motores de plasma y los reactores para dirigirlos. El resto de la estructura estaba prácticamente cubierta de emplazamientos de artillería, áreas de exploración y zonas de lanzamiento. En la parte delantera, la proa blindada estaba salpicada por los oscuros agujeros de los lanzatorpedos. Conforme se aproximaban, las estrellas parecían resplandecer y hubo un breve destello de luz azul y morada cuando atravesaron los escudos de vacío de la nave.
El otro aspirante, Beyus, estaba atado en uno de los asientos de la cañonera y muy sedado. Cuando entraron en órbita sobre Limnos V, la impresión le superó y empezó a gimotear, a llorar y a rascarse los ojos incrédulo.
No era algo extraño que un aspirante de un mundo salvaje sufriese un impacto cultural tan catastrófico, y Néstor le tranquilizó con un narcolépsico. Si el joven no recuperaba pronto el sentido, no sería reclutado y sería entregado a los tecnosacerdotes, quienes le borrarían la mente y le convertirían en un servidor para que siguiese siendo de alguna utilidad para el Capítulo.
La Thunderhawk penetró en la sombra de la nave y se aproximó a la plataforma de aterrizaje. Cuando fuera oscureció, Varsin se volvió con los ojos abiertos cargados de emoción. El interior de la Thunderhawk era una mezcla de capilla y centro de mando. Sus arqueadas hornacinas estaban repletas de pantallas parpadeantes y de visualizadores rúnicos digitales, y un estandarte bordado de ornamentos cubría el techo.
Los Marines Espaciales se habían quitado los cascos y los generadores dorsales estaban recargándose con los motores de la cañonera mientras su armadura funcionaba con su propia fuente de alimentación interna. Excepto Hephaestus, que estaba en el puente de mando pilotando, los demás estaban sentados y rezando con la cabeza inclinada y cada uno murmuraba en silencio sus propias oraciones al Emperador y a su primarca, Lión El'Jonson. Consciente del sobrio ambiente, el chico guardó para sí su emoción y se sentó en el extremo final de la cañonera, lejos de la intimidante presencia de los Marines Espaciales.
Pronto la luz entró a través de las escotillas conforme la Thunderhawk atracaba, acompañada de los golpes metálicos de las herramientas de sujeción que abrazaban el casco y conducían la nave con cuidado al interior de la Cuchilla de Caliban. Tras despertar de su ensueño, los Marines Espaciales se pusieron de pie y se acercaron hacia la batería de su armadura. Con el silbido de los sistemas hidráulicos y el sonido metálico de los mecanismos de seguridad, unos brazos automáticos implantaron el generador dorsal en su armadura de nuevo. Se agacharon a la altura del banco, recogieron sus cascos y los colocaron uniformemente debajo de su brazo izquierdo. La rampa de asalto descendió hasta la cubierta y los Marines Espaciales empezaron a desfilar lentamente hasta la plataforma de aterrizaje. Los tecnosacerdotes y los semimecánicos servidores iban de un lado a otro inspeccionando la Thunderhawk, dando gracias al Dios Máquina por hacer que regresase sana y salva y rociándola con aceites sagrados de pesados incensarios.
Los Marines Espaciales pasaron a través de la multitud que se concentraba. Néstor llevaba a Beyus bajo su brazo libre, y Varsin se esforzaba por llevar el paso de sus gigantescos acompañantes.
—¿Es que no todos los guerreros de las estrellas son como vosotros? —preguntó.
El chico miraba a todas partes, absorbiendo cada detalle de aquel entorno extraño, con una mezcla de sorpresa y de temor. Señaló a los sirvientes del Capítulo, que andaban ocupados por la cubierta de vuelo. Eran humanos normales que realizaban centenares de funciones rutinarias del Capítulo para sus señores, los Marines Espaciales.
—Hay muy pocos como nosotros —respondió Néstor mientras un grupo de funcionarios ataviados con túnicas corrían hacia él.
El apotecario les pasó al comatoso Beyus y éstos se lo llevaron.
—Se dice que el Imperio del Emperador posee más mundos que Marines Espaciales. Tú sólo has superado la primera prueba; todavía tendrás que pasar muchas más. Algunos no sobreviven, pero los que fracasan y viven para contarlo acaban sirviendo al Capítulo de otras maneras, como estos siervos.
—¿Más pruebas? —se interesó Varsin—. ¿Cuándo tendrán lugar? ¿Cuánto tendré que esperar para poder luchar por el Emperador como un Marine Espacial?
—¡Qué impaciente! —rió Zaul—. Si es que llegas a convertirte en un Marine Espacial, antes tendrás que pasar años de entrenamiento y de cirugía. Yo mismo tenía doce veranos de edad cuando me escogieron, pero no recibí mi primer caparazón hasta los dieciocho.
—¿Qué es eso? ¿Vuestra armadura? —preguntó el muchacho.
—Sí y no —respondió Néstor—. Durante los próximos años aprenderás sobre las estrellas y los mundos más allá de la nube para que entiendas realmente en lo que te vas a convertir. Mis hermanos del apotecarión transformarán tu cuerpo y harán que aumente como el nuestro. Recibirás nuevos pulmones para respirar veneno y un segundo corazón para que tu san
gre siga fluyendo en el fragor de la batalla a pesar de haber sufrido graves heridas. Te implantaremos la valiosa semilla genética del León, y su grandeza fluirá por tus venas y se calará en tus huesos. No sentirás más dolor, tendrás la fuerza de diez hombres, verás en la oscuridad con tanta claridad como si fuera de día y oirás la respiración de un asesino por encima del trueno de una tormenta. Entonces recibirás el caparazón negro que fundirá tu cuerpo con tu armadura para que puedas llevarla como si de una segunda piel se tratase.
El chico se quedó estupefacto, incapaz de concebir siquiera la genoterapia y el proceso de implantación a los que se iba a someter. Para él, los poderes del Emperador que está al otro lado de la nube eran pura magia, algo que no podía juzgar ni comprender.
—Pero no sólo se modelará tu cuerpo para convertirte en un arma viviente del Emperador —añadió Bóreas—. También debe entrenarse tu mente. Aprenderás los Catecismos del Odio, las oraciones de batalla del Capítulo, los himnos del León. Tendrás que aprender a usar los nuevos órganos que crecerán en tu interior y a controlar la ira que sentirás al enfrentarte a un alienígena, un traidor o un hereje. Al tiempo que crecen tus músculos se debe fortalecer también tu mente para que, como nosotros, nunca vuelvas a sentir miedo, ni duda, ni compasión, ni piedad, ya que se trata de debilidades que el terrible enemigo podría utilizar en tu contra.
Mientras pronunciaba estas palabras, al Capellán le sonaban falsas en su propio corazón. El legado de las palabras de Ast'elan todavía le atormentaba. Bóreas sabía que era culpable de todas aquellas cosas que enseñaba a los demás a suprimir. Tenía miedo de sí mismo y de su propio poder, dudaba de su propia lealtad y de sus razones para estar ahí, sentía compasión y piedad por aquellos a quienes su Capítulo había jurado destruir durante diez mil años. Como una herida abierta, sus traidores pensamientos se enconaban en su mente.
—No hay duda de que sois grandiosos. ¡Qué afortunados somos de tener unos señores tan magnánimos! —exclamó Varsin.
Los Marines Espaciales intercambiaron silenciosas miradas, pues todos conocían el sufrimiento y la tortura mental que habían tenido que soportar para convertirse en superhumanos. Ninguno de ellos recordaba realmente de dónde venía, ni a su familia y sus amigos. Eran Marines Espaciales del Capítulo de los Ángeles Oscuros, y eso era todo. Sólo vivían para servir al Emperador, honrar a sus hermanos de batalla y proteger a la humanidad. A pe
sar de ser los máximos defensores de la humanidad, jamás volverían a saber lo que se siente al ser humano.
—Ya basta de preguntas —gruñó Bóreas, disgustado ante su dolorosa introspección, y Varsin dio un respingo y por poco no cayó al suelo.
El Capellán miró a los demás, pero en sus rostros no había muestras de que hubiesen sentido que algo no iba bien.
—Ya habrá tiempo para preguntas cuando la Torre de los Angeles llegue a Limnos.
La Cuchilla de Caliban tardó varios días en regresar a Limnos IV. A diferencia del quinto mundo salvaje, Limnos IV mantuvo un barniz de civilización durante la Era de Conflictos, y cuando los Ángeles Oscuros reclamaron el mundo durante la Gran Cruzada, los humanos que habitaban el planeta les recibieron con los brazos abiertos. En muchos sentidos, Limnos era perfecto para el propósito de los Ángeles Oscuros. Los primitivos guerreros del quinto planeta les proporcionaban excelentes soldados. Eran hombres fuertes y naturales que sólo podían encontrarse en aquellas tierras de muerte o en las salvajes profundidades de un mundo colmena. Pero el cuarto y semiculturizado planeta les proporcionaba un puesto de avanzada, un refugio en el que podían residir sin interferir en el desarrollo de las tribus de Limnos V.
En aquel momento, la cañonera Thunderhawk descendía hacia la capital, Puerto Kadillus. Cuando la nave atravesaba la atmósfera superior, Hephaestus pidió a Bóreas que se reuniese con él en el puente de mando.
A través del parabrisas blindado, el Capellán vio los inmensos océanos de aquel mundo y las miles de islas volcánicas desperdigadas que se extendían por el planeta en cadenas de miles de kilómetros. Casi todas seguían activas e inhabitables. La isla más grande, Kadillus, destacaba entre las que tenía a su alrededor. Tenía varios kilómetros de altura y la formaban cinco enormes volcanes. Llevaban mucho tiempo inactivos, y la misma actividad geotérmica que había creado semejante planeta ahora abastecía a sus habitantes de la mayor parte de su energía. Desde la nave, Bóreas veía la ventilación térmica de las centrales eléctricas suspendida como una densa niebla sobre la isla que oscurecía el suelo bajo la cima de los volcanes.
—El sargento Damas ha redirigido desde nuestra fortaleza una señal de emergencia del coronel Brade —comunicó Hephaestus al Capellán Interrogador.
Brade había sido el comandante de las fuerzas de la Guardia Imperial estacionadas en Limnos durante los últimos años, desde que tuvo lugar una invasión de orkos que casi se hizo con el dominio del planeta. Algunos todavía resistían en las zonas inexploradas y, a pesar de las constantes operaciones de limpieza e incendio para destruir las posibles esporas de los pieles verdes, Limnos jamás se libraría de la amenaza de sus atroces ataques.
—Comunicación a través de Thunderhawk —ordenó Bóreas al transmisor de su armadura para que su voz se distribuyese por el sistema de largo alcance de la nave—. Aquí el Capellán Interrogador Bóreas; ¿en qué podemos ayudarle, Coronel?
—Lord Bóreas, los orkos están desarrollando un importante ataque en Vartoth —anunció Brade con la voz entrecortada a causa del transmisor.
Vartoth era una de las viejas minas principales. Ahora estaba abandonada, excepto por una maraña de edificios y algunos túneles subterráneos. Bóreas comprendió inmediatamente que si los orkos conseguían establecerse allí, haría falta un ataque a gran escala para expulsarles.
—Por favor, sea más específico, Coronel —pidió Bóreas sacudiendo la cabeza ligeramente en un gesto de inconsciente desaprobación.
—Calculamos que unos quinientos orkos ya han penetrado los muros del perímetro del complejo y se han ocultado en los edificios mineros —explicó Brade—. Ya tengo a los pelotones de infantería en la zona de guerra y a tres pelotones Puño Blindado en camino, pero los pieles verdes estarán bien atrincherados para cuando lleguen. De alguna manera, los orkos parecen ir muy bien armados. Necesitamos vuestra ayuda.
Bóreas calculó rápidamente que los hombres de Brade estaban en desventaja numérica y, a pesar de los transportes blindados y los tanques de apoyo ligero de los pelotones Puño Blindado, no sería fácil establecer un punto de apoyo desde el que lanzar un ataque coordinado sobre la mina principal.
—Por supuesto, coronel Brade —respondió Bóreas.
El Capellán miró a Hephaestus, que había estado escuchando a través de la central. El tecnomarine manipuló los mandos de una de las pantallas y elaboró un esquema táctico.
—Estaremos allí en diez minutos, Coronel —comunicó Hephaestus al comandante de la Guardia Imperial tras comprobar el mapa digital.
—Preparaos para avanzar en cuanto lleguemos —advirtió Bóreas.
—Me encuentro a un kilómetro al sur de la mina principal; espero vuestra llegada —dijo Brade—. Entonces hablaremos de cómo podéis ayudarnos mejor.
—No me ha entendido, Coronel —respondió el Capellán—. Realizaremos un ataque inmediato. Por favor, prepare a sus tropas para aprovechar cualquier ventaja.
—Ah... Yo... —tartamudeó Brade—. Por supuesto, empezaremos a avanzar de inmediato y estaremos listos para proporcionaros tropas adicionales cuando lleguéis.
—Gracias, coronel Brade. —Bóreas cortó la comunicación y se dirigió a Hephaestus—: Programa al espíritu-máquina para que nos lleve hasta allí. Abre el arsenal y distribuye los retrorreactores.
—De acuerdo —asintió el tecnomarine.
Las enormes manos del piloto se movieron a gran velocidad por los mandos de la cañonera antes de levantarse y dirigirse a la sección blindada en el extremo final de la Thunderhawk. Controlada por su propia mente artificial, la nave empezó a descender a través de las nubes en dirección a Vartoth.
Los jóvenes aspirantes se habían acurrucado en una esquina y observaban cómo los Marines Espaciales se preparaban para la batalla ayudándose entre ellos a ponerse los retrorreactores y ajustándose los arneses. Los retrorreactores abultaban todavía más que un generador dorsal normal, y la mayor parte la formaban dos anchos motores diseñados para permitir a su portador desplazarse por el aire a gran velocidad. Los Marines Espaciales se ajustaron el casco y extrajeron varios bólters del estante de las armas mientras Bóreas abría su pequeño relicario y sacaba la espada de energía.
Comprobó el botón de activación y la larga espada se vio envuelta en un resplandeciente halo azul de energía capaz de atravesar el plastiacero y de rebanar huesos. Satisfecho al ver que funcionaba, envainó la espada y sacó su rosarius, el símbolo de su posición. La elaborada insignia presentaba la forma de un cuadrado engarzado con un brillante rubí que actuaba como proyector del generador compacto de campo de fuerza que contenía en su interior. Después sacó la llave con forma de calavera alada del relicario y la introdujo en el rosarius, que cobró vida con un leve zumbido.
—Nos acercamos a la zona de lanzamiento —anunció Hephaestus desde el puente de mando.
Bóreas asintió.
—Comprobad los cierres y preparaos para desembarcar —ordenó el Capellán Interrogador al escuadrón.
Todos formaron una única fila en el centro de la cañonera y se dirigieron hacia la rampa de asalto delantera. Bóreas se acercó a Varsin y a Sanis, que permanecían perplejos sentados en silencio cerca del puente de mando. Entre aquellos guerreros parecían aún más pequeños de lo que eran.
—Apretaos bien los cinturones, preferiríamos que no os pasase nada hasta que os llevemos a la fortaleza —les dijo al tiempo que señalaba los arneses de seguridad que colgaban desde el interior del casco de la nave—. La Thunderhawk os llevará a un lugar seguro cuando nos hayamos marchado. No intentéis moveros de aquí ni siquiera cuando hayáis aterrizado. Podrían llamar a la cañonera en cualquier instante y sería una desgracia que no estuvieseis asegurados en ese momento.
Ambos aspirantes asintieron dócilmente. Habían aprendido la disciplina de los Angeles Oscuros en la Cuchilla de Caliban y sabían que tenían que obedecer cualquier orden a rajatabla.
—Descendiendo rampa —anunció Hephaestus al tiempo que activaba el sistema hidráulico de la cañonera tras comprobar que los chicos estaban bien seguros con los arneses abrochados.
—¿Qué va a pasar con nosotros? —preguntó Varsin estridentemente—. ¿No podemos acompañaros cuando aterricéis?
—¿Aterrizar? —rió Zaul—. Eso nos llevaría demasiado tiempo. No nos acompañaréis a ninguna parte. Quedaros en la Thunderhawk y no os pasará nada.
El rugido de los motores se volvió ensordecedor cuando la rampa se abrió y reveló el tono azul grisáceo del cielo de Limnos. El viento azotó el interior de la cañonera y los chicos se agarraron fuertemente a los arneses mientras éste les revolvía el pelo y les golpeaba la cara. El suelo se veía centenares de metros abajo y Bóreas se volvió hacia el resto desde el principio de la fila.
—¿Habéis comprobado las armas? —preguntó.
Los Marines Espaciales asintieron al unísono. Entonces Bóreas corrió y se lanzó por la rampa.
—¡Por el Emperador! ¡Gloria al León!
El Capellán Interrogador se impulsó desde el extremo de la rampa de asalto hacia el cielo; los demás le siguieron inmediatamente. Sobre ellos, la Thunderhawk se alejó a gran velocidad de la zona de conflicto. Su semiconsciente espíritu-máquina la guiaba hacia una zona de aterrizaje segura donde esperar a que Hephaestus volviese a reclamarla.
Una ráfaga de fuego del retrorreactor ralentizó el descenso de Bóreas durante un par de segundos y su mente analizó la escena que tenía a sus pies a la velocidad del rayo. El complejo de Vartoth estaba constituido por un grupo de cinco edificios concentrados alrededor de la mina principal en sí. Había una brecha en un muro perimetral al norte, y los escombros estaban esparcidos por la pista de rococemento que había al otro lado.
Los estallidos y el fuego láser centelleaban en la penumbra del crepúsculo mientras los orkos que se encontraban ya en el interior del edificio intercambiaban disparos con los guardias imperiales que intentaban atravesar la puerta y el agujero del muro desesperadamente. Pero los humanos lo tenían difícil; apenas había lugares donde refugiarse una vez que hubiesen atravesado la pared, y el suelo estaba salpicado de muertos y de heridos.
En el interior del complejo, los edificios eran en su mayoría rectángulos de ferrocemento gris de tres y cuatro plantas marcados por la erosión y agrietados por muchas partes por el hundimiento del suelo a causa de la gran explotación que había tenido lugar a sus pies. Había orkos en todas las ventanas desprovistas de cristal y disparaban salvajemente a la Guardia Imperial, rociando el patio de balas y de cartuchos usados. La principal concentración de tiros parecía proceder de la torre de diez pisos que había a la izquierda de Bóreas.
—¡Néstor! ¡Zaul! ¡Acompañadme a la izquierda! —ordenó—. ¡Hephaestus! ¡Thumiel! ¡Vosotros id al edificio de bombeo, a la derecha!
El suelo se acercaba a gran velocidad y los Marines Espaciales encendieron sus retrorreactores justo antes de aterrizar. Incluso a pesar de haber utilizado los retrocohetes, el aterrizaje fue muy pesado y sus botas resquebrajaron el suelo de rococemento con el impacto.
Bóreas desenvainó la espada de energía y la activó al tiempo que desenfundaba el bólter con la mano izquierda. Habían aterrizado en pleno tiroteo y las balas y el fuego láser silbaban sobre sus cabezas. Entonces se separaron y se dirigieron a sus respectivos objetivos a gran velocidad.
Una bala silbó cerca de la hombrera izquierda de Bóreas y el Capellán se volvió ligeramente y abrió fuego contra el rostro acolmillado del orko que le había atacado. Lanzó tres proyectiles de un solo disparo, y la pared del edi
ficio estalló y se convirtió en polvo y metralla cuando sus puntas explosivas detonaron un momento después del impacto.
El orko salió volando con fragmentos de ferrocemento en el rostro y el arma se escurrió de sus dedos sin vida.
Zaul y Néstor le cubrieron, y Bóreas corrió hacia la puerta de la torre. Mientras avanzaba, las balas le golpeaban en la armadura sin causarle ningún daño, y su bólter respondía constantemente con disparos.
Toda la parte delantera de la torre estaba agujereada por el fuego del bólter y varios de los brutales alienígenas colgaban muertos de las ventanas. De repente, un misil atravesó el patio echando humo desde uno de los otros edificios y una tremenda explosión hizo temblar el suelo de los alrededores. Zaul saltó por los aires con la detonación y aterrizó fuertemente en el suelo. Néstor se volvió y lanzó una granada por el espacio abierto a través de una de las ventanas. El edificio ocupado se vio envuelto en una nube de fuego y humo y de la abertura empezaron a surgir salpicaduras de sangre oscura y trozos de carne verde.
Zaul se levantó y disparó con una mano hacia las ventanas de la torre. Su hombrera derecha se había hecho añicos. Los mecanismos, rotos y retorcidos, chisporroteaban y zumbaban y la sangre brotaba de la herida del antebrazo del Marine Espacial. Néstor le echó un vistazo a la lesión, pero Zaul le hizo un gesto para que lo dejara.
—Ya me curarás después, apotecario —insistió el hermano de batalla mientras agarraba el bólter con las dos manos y empezaba a avanzar de nuevo.
—Un rasguño como ése no requiere mi atención —respondió Néstor con una sonora carcajada.
La puerta de la torre era de madera robusta, pero eso no suponía ningún problema para Bóreas y su servoarmadura. De una sola patada la partió en dos, arrancó las bisagras y derribó la puerta hacia el interior. La espada de energía del Capellán Interrogador resplandecía mientras la blandía a diestro y siniestro cortando cabezas y extremidades sin dificultad. Los orkos le acosaban y aporreaban su armadura con las culatas de sus pistolas robadas, pero fueron repelidos cuando el rosarius del Capellán cobró vida y les cegó con su blanco fulgor.
Bóreas le reventó la cabeza a otro orko de un tiro a quemarropa con el bólter mientras que, tras él, Zaul y Néstor se abrían paso a través de los alie
nígenas de piel verde con los puños, partiéndoles los huesos y arrancándoles la carne con sus fuertes manos sobrehumanas. Los orkos no eran ningunos enclenques. Sus músculos, duros como rocas, eran perfectamente capaces de herir brutalmente a un hombre normal, y con sus colmillos y sus garras podían arrancar la carne del hueso. Pero eran como niños comparados con los poderosos Angeles Oscuros y sus armaduras.
Los Marines Espaciales no tardaron en despejar la planta baja y pasaban sobre los cuerpos apilados de los alienígenas muertos para disparar a los que quedaban aún con vida. Zaul despejó la escalera con unos cuantos disparos certeros y por el momento la posición que mantenían quedó asegurada.
Los otros dos Marines Espaciales miraron a Bóreas y el Capellán le hizo un gesto de aprobación con la cabeza a Zaul. Insertando un nuevo cargador en su bólter, el hermano de batalla empezó a ascender las escaleras. Casi al instante le llovió una ráfaga de disparos que causó profundas brechas en su armadura e hizo saltar motas de pintura que formaron un remolino a su alrededor. Postrado sobre una de sus rodillas, devolvió los disparos y los cadáveres de dos orkos bajaron rodando desde el descansillo hasta los pies de Bóreas. Uno agitó la cabeza aturdido instantes antes de que la brillante punta de la espada del Capellán se hundiese en su cráneo.
Cubiertos por Zaul, Bóreas y Néstor subieron corriendo y empezaron a disparar antes de llegar al final de la escalera. Los orkos retrocedieron ante el ataque y se retiraron a dos habitáculos a ambos lados del descansillo. Bóreas se detuvo y extrajo una granada de fragmentación de su cinturón. Néstor hizo lo mismo y ambos las lanzaron al interior de las puertas simultáneamente.
Al tiempo que las granadas estallaron, los Marines Espaciales corrieron por el descansillo a través del humo y la metralla disparando los bólters como flores de fuego en la polvorienta neblina. Los orkos se tambaleaban y tosían. El ataque les había cogido por sorpresa. Bóreas perforó de un tiro el cráneo de uno de ellos y atravesó el muslo de otro. Recuperados del sobresalto, los pieles verdes se abalanzaron sobre el capellán y le golpearon con sus armas intentando atravesar su armadura con cuchillos. En un momento dado tenía cuatro encima que intentaban derribarle.
El primero recibió un disparo de bólter en el estómago y salió despedido. El segundo se apartó agarrándose la cara tras recibir un cabezazo del Capellán entre los ojos. De una patada en el pecho se quitó al tercero de encima, y el cuarto recibió un golpe de espada que le arrancó la mandíbula de cuajo y le lanzó al otro extremo de la estancia. Había otros ocho orkos más en la habitación pero, cuando se disponían a atacar, Zaul apareció junto a Bóreas y les lanzó una granada. Dos murieron despedazados al instante con el estallido; los otros se lanzaron al suelo. Con bólter y pistola, los dos Marines Espaciales acabaron con los supervivientes.
Planta por planta fueron derramando la sangre de los orkos. La armadura de Bóreas presentaba grietas y abolladuras por decenas de sitios cuando terminaron de despejar el último piso. Por debajo, la espesa sangre de los cortes que había recibido en los brazos y las piernas se había coagulado. Tras unos cuantos minutos sangrientos, en aquella torre no quedaba ni un solo orko con vida.
Bóreas se asomó por una de las ventanas para ver que, en el patio, la Guardia Imperial disparaba hacia las ventanas de los edificios restantes ahora que el mortal tiroteo había terminado.
—Informe del avance —solicitó Bóreas a los otros dos Marines Espaciales que se habían dirigido al edificio de la derecha al aterrizar.
—El edificio de bombeo está despejado. La Guardia Imperial ha asegurado la mina principal. Apenas queda resistencia —le informó Thumiel.
—Bien, retiraos al patio y reagrupaos —ordenó Bóreas a su escuadra.
El polvo y el humo inundaban el aire en el interior del complejo pero, a través de sus autosentidos, Bóreas veía claramente cómo el coronel Brade dirigía la operación de exterminio desde la entrada.
El comandante Imperial alzó la vista cuando las gigantes figuras surgieron de entre las tinieblas con expresión de cautela.
Las armaduras de los Marines Espaciales estaban picadas y cubiertas de arañazos. La pintura había saltado y tenían abolladuras y hendiduras por todas partes. Una de las lentes de Bóreas se había rajado al recibir el tiro a quemarropa de un cañón automático, y el Coronel veía que las sondas mecánicas del casco se le estaban clavando en la carne de alrededor del ojo. Apartó la vista y le ofreció la mano a Bóreas.
—Muchas gracias por su ayuda, lord Bóreas —dijo Brade.
La mano del Capellán Interrogador hizo que la del Coronel pareciese más pequeña de lo que era al estrechársela.
—Le agradezco su gratitud, pero la muerte de los enemigos del Emperador ya es suficiente recompensa —respondió Bóreas mientras retiraba su mano y se volvía al escuchar el sonido de los motores de la Thunderhawk.
Se giró y miró al tecnomarine que guiaba la nave hacia sus tripulantes.
—Confío en que usted y sus hombres podrán manejar la situación actual —dijo Bóreas dirigiéndose de nuevo a Brade.
—Sí, apenas quedan orkos ya. Sólo tenemos que incinerar sus cuerpos para evitar que liberen más esporas —asintió el Coronel—. Sin embargo, estos ataques se están volviendo cada vez más frecuentes y más organizados. ¿Puedo preguntarle de nuevo cuándo nos enviará su estimado Capítulo más hermanos de batalla para ayudarnos en nuestras campañas?
—Cuando la Torre de los Angeles regrese, notificaremos al Maestre Azrael cuál es la situación aquí y tomará una decisión —respondió Bóreas firmemente.
Aunque siempre lo hacía con respeto y de manera bienintencionada, las constantes solicitudes de Brade para que se estacionasen más Ángeles Oscuros en Limnos estaban empezando a acabar con su paciencia. Ya le había explicado en numerosas ocasiones que la misión de los Marines Espaciales no era guarnecer mundos en masa, y que de no ser por el valioso reclutamiento de Limnos V, la Guardia Imperial habría tenido que defender el planeta por cuenta propia sin la ayuda de Bóreas y de sus hombres.
—Entiendo. Contactaré con el Departamento Munitorum para solicitar más soldados —contestó el Coronel apartando la mirada con decepción.
—Bien, entonces hasta la vista.
Bóreas se volvió e indicó a los otros que le acompañasen conforme el rugido de los motores de la Thunderhawk ahogaba el crepitar de las llamas y de los disparos aislados.
SEGUNDA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
Astelan no sabía cuánto tiempo había permanecido encadenado a la losa de la celda. Lo único que sabía era que Bóreas le había visitado once veces, en ocasiones acompañado del psíquico y otras veces solo.
Su cuerpo estaba plagado de cortes y de quemaduras administradas por el Capellán Interrogador. Había extraído partes del caparazón negro de Astelan para analizar y purgar la carne que había debajo.
El hambre corroía a Astelan, tenía la garganta reseca y los labios agrietados. Estaba abatido y fatigado. Pero no se permitía quedarse dormido. No mostraría ningún signo de debilidad. En los momentos de respiro que le concedían entraba en un meditabundo trance, dejaba que el dolor abandonase su cuerpo y ponía la mente en blanco. Estaba decidido a no ceder ante ellos, pues hacerlo sería la mayor de las traiciones.
Todos los ideales y los principios en los que creía le decían que estaba en el camino correcto y que eran sus captores quienes se equivocaban. Eran ellos los que estaban engañados, coartados por aquellos que temían su poder. No importaba si moría o vivía, Astelan seguiría fiel a la causa para la que había sido creado.
En su duodécima visita, el Capellán Interrogador estaba solo de nuevo. Trajo consigo una copa de agua que el preso bebió de un trago, muerto de sed, derramando parte del frío contenido sobre su rostro y su garganta. Después aceptaba el pan que Bóreas le iba ofreciendo en pedazos y reunía fuerzas para masticar y tragar, a pesar del dolor que sentía al final de su deshidratado gaznate. Cuando hubo terminado, Bóreas extrajo un frasco del interior de su túnica y roció el líquido que contenía sobre las heridas del Astelan. Al principio el escozor sacudió su cuerpo, pero el dolor fue disminuyendo al cabo de varios minutos.
—Debemos dejar que el cuerpo se recupere, pues es más débil que el alma —explicó Bóreas, de pie junto al encadenado con los brazos cruzados—. El cuerpo debe perdurar mientras el alma impura perdure.
—Entonces tendrás que preservar mi cuerpo eternamente —respondió Astelan—. Jamás me someteré a vuestra equivocada lógica y a vuestros descarriados métodos.
—Háblame de Tharsis —pidió Bóreas haciendo caso omiso de la desafiante actitud del preso.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Astelan encogiéndose de hombros.
—Quiero saber cómo es posible que un mundo estuviese tan corrompido y tan alejado del servicio del Emperador —contestó el Capellán mientras se acercaba a las estanterías y cogía uno de los cuchillos que descansaban en ella.
—Yo no corrompí Tharsis; fui yo quien lo salvó —protestó Astelan.
—No te creo —bramó Bóreas al tiempo que jugueteaba con el instrumento de tortura—. Condenaste a ese planeta.
—No, eso no es verdad, estás muy equivocado —negó Astelan sacudiendo la cabeza—. Lo que hice fue salvar a Tharsis de sí mismo.
—Cuéntame cómo lograste realizar semejante hazaña —dijo Bóreas mientras volvía a colocar el cuchillo en su lugar y se acercaba a la losa de interrogatorios.
Se colocó junto a Astelan para que el preso sólo pudiese ver su rostro.
—Llegué a Tharsis hace ochenta años —comenzó Astelan—. Era un bello mundo de montañas y verdes llanuras, a diferencia de las decenas de mundos que he visto durante mi larga vida. Pero toda esa belleza padecía un terrible cáncer. El planeta estaba sumido en el caos, dominado por una despiadada guerra civil.
—¡Una guerra que tú iniciaste! —escupió Bóreas golpeando con uno de sus puños la mesa de piedra junto a la cabeza de Astelan.
—¡No! ¡Juro por el Emperador que eso no es cierto! —se defendió Astelan girándose lo máximo posible para mirar a su interrogador—. Fuimos a por suministros. Tharsis está en la frontera del espacio inexplorado. Es autosuficiente y está alejado de las garras de aquellos que han convertido el Imperio en una parodia del sueño del Emperador.
—Has dicho «fuimos». ¿Quién más estaba contigo? —la voz de Bóreas adquirió un tono de sospecha.
—Estuve viajando durante un siglo y medio antes de llegar a Tharsis y a sus males —explicó el encadenado—. Durante aquella época, el destino quiso que en mi viaje me cruzase con otros dos como yo. Pero en Tharsis discutimos. No querían apoyarme en mi misión de librar al planeta de los tiranos que pretendían usurpar el gobierno del Emperador.
—¿Te abandonaron allí? Deslealtad incluso entre los de vuestra propia calaña. No se puede ser más innoble —se mofo Bóreas.
—Les dejé partir de buena voluntad —respondió Astelan sacudiendo ligeramente la cabeza—. A pesar de que ellos no quisieron compartir conmigo la tarea que había decidido desarrollar, yo sabía que había encontrado un nuevo propósito, una oportunidad de hacer aquello para lo que había sido creado.
—¿Que era...? —preguntó Bóreas.
—¡Luchar por el Emperador, por supuesto! —las manos de Astelan se transformaron de manera inconsciente en puños y las cadenas chirriaron al hincharse sus músculos—. Los otros se marcharon, pero yo permanecí en Tharsis. Al principio era imposible distinguir al amigo del enemigo, pero pronto aprendía a diferenciarlos. El secesionismo, la herejía, la rebelión... como quiera que prefieras llamarlo, dominaban el lugar. Habían dividido a la población con grandilocuentes y vacuos discursos de fraternidad y de igualdad. Desafiaron al comandante Imperial y corrompieron a los miembros de su ejército. La guerra llevaba un año librándose cuando yo llegué.
—Qué extraña coincidencia que semejante conflicto fuese heraldo de tu llegada.
Bóreas no intentó en ningún momento ocultar su incredulidad. Su acusación estaba clara: Astelan había iniciado esa guerra.
—No fue una coincidencia, fue el destino casual —rebatió el preso—. Sea lo que sea lo que controla nuestro destino, decidió llevarme hasta Tharsis cuando más me necesitaban. ¿Cómo iba a negarme a intervenir? Durante la Gran Cruzada, ochenta mundos cayeron bajo poder de mi Capítulo por resistirse a la sabiduría y al gobierno del Emperador. ¡Ochenta mundos! Y allí tenía otra oportunidad de demostrar mi valía.
—¿Qué creías que ibas a poder hacer, un Marine Espacial solo en un conflicto global? —inquirió Bóreas poniéndose derecho de nuevo y alejándose de la roca.
Después volvió a mirar a Astelan y añadió:
—Semejante arrogancia es impropia de un Marine Espacial.
—No, no era arrogancia, era sentido del propósito —corrigió Astelan con la mirada fija en el Capellán que se paseaba por la estancia—. Mi corazón me decía que podía ayudar y lo hice.
—¿Y cómo conseguiste hacer tal cosa? —preguntó Bóreas de espaldas a Astelan.
Su grave voz resonó por todas las paredes de la celda.
—Al principio me limitaba a luchar contra los rebeldes cuando me encontraba con ellos, pero estaban mal entrenados y escasamente equipados —explicó el encadenado—. Se trataba más de una simple ejecución que de una batalla. Pero pronto me uní con otros que luchaban por el Emperador. Me recibieron con gran aclamación y alegría cuando luché con ellos en la ciudad de Kaltan y acabé con el enemigo con mi bolter y mis puños.
—¿Y no se extrañaban? —preguntó Bóreas, y se volvió para mirar a su prisionero con los brazos cruzados sobre su pecho—. ¿No se sorprendían de ver a un Marine Espacial solo?
—Me veían como lo que soy, un guerrero del Emperador —explicó Astelan con paciencia—. Les animaba mi presencia. Les reconfortaba saber que estaba de su lado porque eso confirmaba que su causa era justa.
—De modo que te erigiste como un símbolo de adoración. Creíste apropiado sustituir al Emperador en su corazón y en su mente —el rostro de Bóreas reflejaba la repugnancia por lo que consideraba un grave pecado.
—¿Piensas tergiversar todo lo que diga? —gruñó Astelan volviendo la cabeza con desdén—. ¿Se ha vuelto tan vano vuestro empeño que ahora intentáis menospreciar los logros de aquellos que continúan luchando por la verdadera causa?
—¡Tu causa no era más que pura megalomanía! —exclamó Bóreas dando una zancada hacia delante—. Lo único que pretendías era satisfacer tu propia ambición. ¡Eras un ex comandante del Capítulo que, tras perderlo todo, sólo anhelaba recuperar su poder!
—¿Poder? Voy a hablarte de poder —dijo Astelan con un suave susurro—. Mi palabra es la palabra del mismo Emperador. Mi espada es su espada. Todas las batallas que he librado las he librado en su nombre. Él tenía una visión: expulsar a los alienígenas y a los mutantes y reunir a la humanidad bajo su gobierno y su dirección. Luchaba para que la humanidad recuperase las estrellas que en su día habían sido nuestras, una visión que dejamos de lado por otros objetivos insignificantes y por adorar a la tecnología. De las cenizas de la Era de los Conflictos, el Emperador resurgió para volver a conducirnos a la galaxia para conquistar las estrellas y salvaguardar nuestro futuro. Él solo tuvo esta visión y fue él quien nos creó para verla realizada. Y nosotros, los Marines Espaciales, éramos su instrumento de creación. Nuestro deber, nuestro propósito, era convertir el sueño del Emperador en realidad.
—Y sin embargo, al final, le diste la espalda y pusiste en peligro todo por lo que habías derramado sangre por construir —la voz de Bóreas estaba más cargada de tristeza que de rabia.
—¡No fuimos nosotros quienes traicionaron primero! —protestó Astelan.
—¿Y Tharsis? —Bóreas se inclinó y susurró al oído del preso—: ¿Qué tiene todo esto que ver con que esclavizases un planeta entero? La Gran Cruzada fue hace diez milenios.
—En esa afirmación confirmas tu ignorancia —respondió Astelan mirando directamente a los ojos al Capellán—. La Gran Cruzada no pretendía ser un acontecimiento; es un estado de ánimo. La cruzada jamás terminará mientras exista un alienígena vivo que amenace nuestros mundos y mientras persista la discordia en el corazón del Imperio.
—¿De modo que continuaste la lucha en Tharsis?
Bóreas había desaparecido de la vista de Astelan y su voz era apenas un susurro en la oscuridad.
—Sí, y al hacerlo encontré apoyo —exclamó el encadenado con orgullo—. Con el tiempo me reuní con el comandante Imperial Dax en persona. Había oído hablar de mis victorias en nombre del Emperador y estaba encantado.
—Y aquello te hinchó el ego y la vanidad se apoderó de ti —el inquietante susurro del Capellán parecía provenir de todas direcciones y resonaba en las paredes como una multitud de acusadores.
—Jamás busqué engrandecerme, pero admito que me alegraron sus elogios —dijo Astelan moviendo la cabeza de un lado a otro para intentar ver a Bóreas—. Tú no sabes lo que es que te abandonen y te desprecien aquellos que en su día fueron aliados. Había estado perdido y buscaba un modo de recuperar mi lugar, y en Tharsis lo encontré.
—Pero hay una gran diferencia entre un guerrero de renombre y un déspota.
—Tus insultos no merecen más que desprecio y sólo demuestran tu falta de personalidad y tu lamentable ignorancia —respondió Astelan, cansado de los intentos del capellán de desorientarle y confundirle—. A pesar de que habíamos ganado algunas batallas, todavía quedaba mucho por hacer si queríamos prevalecer sobre los rebeldes. Aunque era el mejor guerrero de Tharsis, sabía que yo solo no podía alcanzar la victoria.
—Qué modesto por tu parte reconocer tales limitaciones.
—Si me escuchases en lugar de intentar inútilmente mofarte de mí por cada cosa que digo, tal vez empezarías a comprender —dijo Astelan lentamente al tiempo que apoyaba de nuevo la cabeza sobre la losa y volvía la mirada al techo.
Entonces rememoró sus primeros días en Tharsis.
—Estando solo no podía ganar la guerra por medios marciales, pero mi conocimiento y mis técnicas todavía podían salvar a Tharsis de los renegados. Entregué mis armas a los tecnosacerdotes del comandante Imperial para que las analizasen y preparasen las fábricas de municiones para producir armas superiores. Me enviaron a los cien mejores soldados a la capital. Allí les enseñé todo lo que sabía. Les estuve presionando mucho durante medio año. Muchos no sobrevivieron, y al principio surgieron dudas. El comandante Imperial confiaba en mí, pero sus asesores expresaron su preocupación acerca de mis métodos. Su presunción era mortificante. ¿Quiénes eran ellos, burócratas y sacerdotes, para poner en duda a un comandante del Capítulo de los Ángeles Oscuros en materia militar? Decidí no hacerles caso y las protestas cesaron cuando conduje a mi primera compañía de élite al campo de batalla por primera vez. No eran Marines Espaciales. Para lograr lo que aquellos sesenta hombres consiguieron habrían bastado cinco de mis antiguos hermanos de batalla, pero estaban mejor equipados y eran mucho más letales que los hombres a los que se habían enfrentado anteriormente los rebeldes. Asaltamos una de las fortalezas en las montañas Sezenuan. Las fuerzas leales al Emperador habían estado asediándola durante quinientos diecisiete días; nosotros la tomamos en una sola noche.
—Sí, recuerdo el enfrentamiento con tus llamadas «partidas sagradas» cuando retomamos Tharsis. Fanáticos, valientes... Eran dignos oponentes.
—¡Y tan dignos! —asintió Astelan—. Cincuenta y un miembros de la primera partida sagrada sobrevivieron el asalto, y les envié con otros regimientos para que cada uno de ellos formase a cien hombres, y cada uno de los que sobrevivieron formaron después a cien hombres más. Conforme el número de partidas sagradas crecía, la demanda de bólters, municiones, armaduras de caparazón, granadas y otras armas aumentaba más allá de la capacidad de las fábricas. El comandante Imperial puso en práctica mi recomendación de construir más, porque ¿de qué sirven las tierras de labranza cuando tienes al enemigo encima?
La celda quedó en silencio durante un momento, y entonces la incorpórea voz de Bóreas respondió:
—¿Para alimentar a aquellos a los que protegíais, tal vez? Cuando liberamos a Tharsis de tu tiranía lo habías convertido en un páramo. En las ciudades fábrica que habías construido de manera descontrolada reinaban la indigencia y la delincuencia. ¿En eso esperas convertir a la humanidad?
—Se trataba de un medio para conseguir un fin, no era el fin en sí —explicó Astelan—. No me juzgues por eso; he visto el Imperio que vosotros protegéis. Desolados mundos colmena cubiertos de cenizas en los que la población vive apilada en chapiteles de kilómetros de altura como insectos y las personas trabajan hora tras hora y explotan hasta las últimas gotas de los recursos de sus mundos muertos para abastecer a otros planetas de metales, de piezas de maquinaria y sustancias químicas. Y, por supuesto, de armas y de guerreros para los ejércitos del Emperador.
—El Imperio se mantiene unido gracias a la necesidad mutua —dijo Bóreas—. Todos los planetas dependen los unos de los otros para los alimentos, las máquinas o la protección.
—Y ahí reside su debilidad, porque es un sistema frágil —expuso Astelan mientras intentaba levantarse de nuevo lo máximo posible con renovada energía—. Los interesados comandantes imperiales compiten los unos contra los otros y arriesgan las defensas de los dominios del Emperador para favorecer sus propios objetivos. Hasta el sistema mejor protegido puede caer si uno de sus planetas vecinos resulta invadido y les deja sin abastecimiento de agua y alimentos. Es un sistema que se tambalea y que se mantiene por puro interés y por miedo, no por el noble ideal que nos llevó a crearlo.
—¿Y éste es el nuevo sistema que estabas imponiendo en Tharsis?
—No, al fin y al cabo yo soy sólo un guerrero con instintos de guerrero —confesó Astelan—. Aunque estábamos ganando batallas, estaba destruyendo Tharsis. Sí, las fábricas se extendieron por todas partes y empezamos a reclutar a los ciudadanos en el ejército, pero era necesario para la guerra. Conforme nuestra fuerza aumentaba, nuestros enemigos se volvían cada vez más astutos. Evitaban el combate abierto, nos arañaban desde sus escondites y sembraban el terror y la inseguridad. Desde sus refugios en las zonas inexploradas saboteaban nuestros abastecimientos, bombardeaban nuestras fábricas y asesinaban a nuestra gente. Estuviesen donde estuviesen nuestros ejércitos, nunca eran lo bastante grandes como para acabar con el enemigo y pasamos de obtener victorias a estar en un punto muerto. Si nosotros encontrábamos un cuadro de rebeldes y acabábamos con ellos, ellos se colaban sigilosamente en nuestras ciudades y atacaban las fábricas y los barracones. Conforme aumentaba el ejército necesitábamos más armas, más centros de racionamiento, más bases de reclutamiento y más líneas de abastecimiento. Y conforme éstos aumentaban, más soldados necesitábamos para protegerlos.
—Tu propia ambición se había convertido en el único propósito de la misma, y tu deseo de gobernar se retroalimentaba.
Astelan hizo caso omiso de la acusación del Capellán.
—La guerra continuó durante ocho años más —siguió—. Los líderes del ejército se relajaron. El comandante Imperial y sus asesores se volvieron fríos. Aunque acabábamos con miles de rebeldes al año, siempre había más idiotas descarriados que los sustituían. Habían perdido la fe en la causa por la que luchábamos, la gloria del Emperador estaba envuelta en las tribulaciones de la batalla y la supervivencia. La guerra se había convertido en un fin en sí, y no la victoria.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Bóreas—. Tu autoridad era absoluta cuando te arrebatamos el poder.
—Estás deformando los hechos a propósito —dijo Astelan con un suspiro—. Me cansé de ver morir a la gente a la que había esclavizado para liberarla de aquella época tan terrible.
—Una época que tú mismo creaste.
El susurro de voz estaba ahora justo detrás del preso. Astelan sintió el aliento del Capellán en su cuero cabelludo.
—¿Es que no has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho? —gritó, exasperado—. Ahora tienes que entender por qué luchamos cuando nos atacasteis. Toda una generación de Tharsianos había muerto para que su descendencia pudiese ocupar su lugar en la visión del Emperador. No podían quedarse quietos mientras se lo arrebatabais.
—De modo que decidiste hacerte con el control, sustituir al comandante Imperial e inculcar en Tharsis tu interpretación de la iluminación —le acusó Bóreas.
—No, al principio no —respondió Astelan antes de detenerse para toser a causa de la sequedad de garganta.
Entonces oyó movimiento por detrás de él y la mano de Bóreas apareció sujetando una copa llena de agua. El encadenado no podía cogerla; de modo que el Capellán vertió su contenido entre sus agrietados labios. Astelan tragaba la refrescante agua y saboreaba el momento antes de continuar.
—Llevaba mucho tiempo aconsejando a los generales y los coroneles, pero la mayoría de ocasiones no tenían en cuenta la sabiduría de mi experiencia. Me ponían en duda constantemente y me decían que lo que exigía del ejército sólo podía esperarse de los Marines Espaciales. Me daban las típicas explicaciones, y aunque les hablaba de esforzarnos por mejorar, por forjar un nuevo mundo en el crisol de la batalla, mis vehementes plegarias caían en oídos sordos. Finalmente, uno de nuestros regimientos sufrió una emboscada y fue aniquilado en los pasos de Tharzox y el comandante Imperial Dax me nombró comandante de los ejércitos leales de Tharsis. Le juré que bajo mi liderazgo conseguiríamos la victoria en menos de un año.
—Un juramento muy descarado... Otro signo de tu arrogancia —dijo Bóreas.
Sus palabras se escucharon acompañadas del chirrido del metal sobre la roca mientras colocaba la copa en el suelo.
—Era un objetivo alcanzable ahora que había obtenido la autoridad suprema y el control directo —respondió Astelan—. Lo primero que hice fue ejecutar a los comandantes de los ejércitos existentes. No eran más que miembros de la vieja nobleza planetaria acostumbrados a cazar por placer y a asistir a lujosos banquetes, no a dirigir a los hombres en la batalla. Los sustituí con los mejores líderes de mis partidas sagradas, hombres fuertes y capaces, hombres inteligentes y con una disciplina de hierro. Sabía que para ganar la guerra contra los renegados tendríamos que librar duras batallas, y los hombres que escogí para que dirigieran en mi nombre eran totalmente leales al Emperador, eran hombres que darían órdenes sin dudar y que me seguirían sin preguntar.
—¿Y cumpliste tu juramento? —preguntó Bóreas entre las sombras.
—Lo hice, en doscientos cincuenta días —declaró Astelan; orgulloso—. El antiguo régimen era débil y tenía poca visión de futuro. Sus cerradas mentes eran incapaces de concebir el objetivo final, de entender la necesidad de esfuerzo y de sacrificio. Se habían negado a tomar muchas de las medidas que yo proponía porque no entendían que el fin de todo aquello era la victoria. Esos doscientos cincuenta días fueron caóticos y traumáticos; se derramó mucha sangre y hubo mucho sufrimiento, pero era algo necesario para el futuro de Tharsis. De haber actuado como mis predecesores, la guerra aún continuaría y la gente de Tharsis se vería obligada a vivir una vida a medias de sumisión y de temor. Habría sido un largo y lento camino hacia la muerte del mundo.
—De modo que hallaste una cruel cura para aquella enfermedad planetaria... —la voz de Bóreas denotaba ira y Astelan oía que la respiración del Capellán se volvía cada vez más profunda—. Tú, su autoproclamado defensor, les sacó de la oscuridad.
—Era una época oscura —asintió el preso, que había decidido desoír la acusación en las palabras del Capellán—. Mis comandantes ejecutaban mis órdenes con crueldad. Una torpe tolerancia había generado debilidad, y mis hombres no debían mostrar piedad. Arrasamos los lugares de cría de los rebeldes, quemamos los agujeros donde se ocultaban, ejecutamos a sus familiares y a aquellos que les apoyaban con su inacción. Aunque no me siento orgulloso de lo que tuve que hacer, y hubo mucha oposición entre los hombres de Dax, el comandante Imperial me dio todo su apoyo. En aquel momento, sólo veía mi propósito y entendía que era algo necesario. No voy a negar el hecho de que fue una matanza de tremenda magnitud y que muchos inocentes fueron ejecutados sin ser sometidos a juicio. Pero era una necesidad excepcional; la gente de Tharsis tenía que aprender, tenían que comprender que la vida bajo el gobierno del Emperador no es algo que se obtenga de manera gratuita; hay que ganársela con sacrificio, el sacrificio de la libertad personal, con trabajo y, si es necesario, con sangre. Tharsis ardió por doscientos cincuenta días, y la limpieza continuaba. Pero el último día, mientras yo mismo dirigía el ataque de mis partidas sagradas, Tharsis ganó su libertad.
Astelan hizo una pausa para respirar; estaba jadeando y sudando. Mientras hablaba se había ido animando, tanto como las ataduras de sus extremidades le habían permitido.
—Tú no estabas allí —le dijo a Bóreas interpretando el silencio del Capellán como incredulidad—. ¿Cómo vas a entender nuestra euforia al conseguir la victoria final siendo tan frío, tan desprovisto de vida? Les habíamos ido reduciendo en número mes a mes hasta que les obligamos a librar su última batalla en la costa de los mares del norte. Sólo quedaban cuatro mil. Y a mi espalda había cincuenta mil guerreros y conmigo en el frente había veinte mil soldados de las partidas sagradas. Esta vez no podían huir, no tenían escapatoria ni guarida donde esconderse. Estaban rodeados y no tuvimos compasión. Tengo que decir que se defendieron bien y que ninguno intentó rendirse.
—¿Habría importado? —preguntó Bóreas.
—No —respondió Astelan sin rodeos.
El preso se encogió de hombros y su gesto hizo que las cadenas que le ataban sonasen débilmente.
—Sabían que estaban condenados a morir, y decidieron morir luchando. Nos llevó menos de una hora. Los proyectiles llovían sobre nuestras cabezas y las partidas sagradas cargaban contra ellos. Yo mismo acabé con ciento ocho de ellos. Maté a ciento siete en combate y, al final, Vazturan, el mejor de mis comandantes, un hombre adorado por sus soldados, me trajo al último de los rebeldes aún con vida. Recuerdo que era joven, no tendría más de veinte años. Tenía una herida de bala en el brazo y la cara ensangrentada. Su cabeza afeitada exponía los tatuajes de los símbolos de la rebelión: la cabeza del cuervo, el Aquila invertida. Lo llevé hasta el borde del precipicio, y las decenas de miles de soldados se reunieron a mi alrededor. Muchos de ellos se subieron a los tanques para poder ver la muerte del último renegado Tharsiano. Dejé caer al joven por el precipicio hacia las recortadas rocas que le esperaban a los pies y la multitud empezó a aplaudir y a clamar. Aquel griterío me recordó a los cantos de la victoria de mi Capítulo tras la conquista de Muapre Primus.
—Un gran motivo de celebración, por supuesto —gruñó Bóreas al tiempo que salía de la oscuridad.
Era la primera vez que mostraba auténtica emoción desde que había llegado. El Capellán Interrogador descruzó los brazos y se acercó a Astelan.
Sin previo aviso arremetió contra él y le golpeó la cara con el dorso de la mano. El dolor fue momentáneo, pero no pretendía hacerle daño físico. Era un insulto, un golpe para castigar a un aspirante. El ataque estaba cargado de desprecio y expresaba los sentimientos de Bóreas mucho mejor que cualquier palabra.
—¡Sé lo que hiciste! —bramó el Capellán Interrogador con la boca pegada a la oreja de Astelan—. Menos de una década antes de que tú llegases, antes de que hubiese ninguna guerra, antes de tu sanguinario régimen, hubo un Administratum encargado del censo de Tharsis. Los archivos que examinamos registraban que la población del planeta era de poco menos de ochocientos millones de personas. Cuando te hiciste con el poder, anotaste muy bien todos los datos. Registraste a todos los soldados, los trabajadores, los supervisores y a sus familiares. Tus partidas sagradas lo controlaban y lo anotaban todo. Vi esos archivos antes de marcharme. No mentías al decir que una generación había dado su vida por ti. Tus propios escribas calcularon que la población era de entre doscientos y doscientos cincuenta millones, ¡tan sólo un cuarto de la gente que tan orgulloso proclamas haber salvado!
—La guerra tuvo sus costos, se hicieron sacrificios. ¿Es que no lo entiendes? —gritó Astelan.
—Tú, tú que rompiste tu juramento y que traicionaste a tu propio primarca, eres culpable de un genocidio a escala masiva —la voz del Capellán disminuyó hasta convertirse en un viperino silbido.
—¿Y tú eres capaz de acusarme con la conciencia tranquila? —escupió Astelan—. ¿Los Ángeles Oscuros no se han manchado las manos de sangre?
—Estoy de acuerdo en que la guerra y el sacrificio acaban en muerte —respondió Bóreas con una mueca—. Entiendo que vivimos en un universo cruel y que entre las innumerables almas del Imperio, unos pocos millones de muertes no significan nada. Los Ángeles Oscuros han purgado mundos imposibles de redimir, y lo hemos hecho orgullosos pues sabemos que lo que hacemos lo hacemos por la seguridad del futuro. Es cierto que un momento de relajación genera toda una vida de herejía.
—¿Entonces me entiendes?
Astelan se llenó de júbilo por un instante. Por primera vez en dos siglos creyó que tal vez todavía quedasen individuos con el suficiente temple como para forjar un Imperio digno del Emperador. Tal vez los Ángeles Oscuros no habían caído tan bajo como los demás le habían contado.
—¿Admites que errasteis al atacarme? —continuó el preso.
—¡Jamás! —prorrumpió el Capellán.
Con la boca retorcida emitiendo un salvaje gruñido, Bóreas agarró el rostro de Astelan con ambas manos y continuó:
—Trescientos millones de Tharsianos murieron cuando terminó la guerra, cuando usurpaste el poder. Pero habías probado la sangre y querías más. ¡Eras depravado y despiadado y te deleitabas en el miedo de aquellos a los que dominabas! Los que no servían en tus partidas sagradas vivían aterrorizados, así es como mantenías tu gobierno. Nadie compartía la visión del gran Imperio, no había un esfuerzo colectivo por servir al Emperador. ¡Sólo había dos millones de sicarios y doscientos millones de esclavos aterrorizados! ¿Cómo podía haber caído tan bajo un comandante del Capítulo? O quizá siempre fuiste así. Quizá se necesitaron fanáticos sanguinarios durante la Gran Cruzada.
—Tenían razón, diez mil años sin el Emperador os ha vuelto débiles —Astelan desechó las acusaciones del Capellán y volvió la cabeza hacia otro lado.
—¿Quiénes? —inquirió Bóreas.
—Los otros como yo que me encontré durante mi largo viaje y que llevaban en tu universo más tiempo que yo. Aprendí mucho de ellos —explicó Astelan.
—¿Y fue Horus débil cuando dirigió a sus legiones contra el Emperador? ¿O era fuerte porque dejó muerte y desolación a su paso? —preguntó el Capellán.
Después soltó al preso y se alejó.
—¿Me estás comparando con el Señor de la Guerra maldito? —Astelan volvió la cabeza para mirar a Bóreas—. ¿Crees que deseaba esas muertes? ¿Que ansiaba el derramamiento de sangre?
—Creo que el peso de la culpa por los pecados que has cometido te ha vuelto loco —respondió Bóreas—. Has perdido el juicio. Jamás fuiste apto para dirigir un Capítulo, y cuando se expusieron tus faltas decidiste esconderte tras la sangre y la barbarie. ¿Consiguieron sus gritos eclipsar las voces que te maldecían por ser un renegado? ¿Logró la sangre de trescientos millones de vidas que según tú estabas protegiendo limpiar la mancha de tu traición?
—No podía arriesgarme a perder de nuevo aquello por lo que tanto ha
bíamos luchado —explicó Astelan apoyando de nuevo la cabeza contra la losa y volviendo la vista hacia el monótono techo de roca—. No podía permitir otra traición como la que sufrimos en Caliban. Tenía que protegerles de la duda, de los rumores y los susurros que corroen los corazones de los hombres y que debilitan su voluntad de levantarse y exigir lo que es suyo.
—De modo que te levantaste y exigiste lo que era tuyo, ¿no es así? —preguntó Bóreas.
—Cuando la guerra hubo terminado, la celebración continuó durante mucho tiempo pero, como siempre, la euforia de la gente acabó por apagarse —dijo Astelan, entristecido por el recuerdo.
Aunque era consciente de la debilidad de los hombres normales, no lograba llegar a comprenderla.
—Cuando ya no había enemigos contra los que luchar, los Tharsianos pronto se olvidaron del vínculo que les unía. Empezaron a escucharse rumores de desaprobación por lo que había sucedido. Nada concreto, era una especie de oleada de descontento. Empezaron a poner en duda el sentido de mantener a las partidas sagradas armadas, y en su ignorancia afirmaban que, puesto que la guerra contra los rebeldes había acabado, no había ninguna necesidad de mantener ningún ejército. No entendían que ganar la guerra de Tharsis era sólo el primer paso de un camino hacia mayores glorias. Formadas en combate, las partidas sagradas eran un ejército digno del Emperador. El espíritu de la Gran Cruzada todavía ardía en mi interior, y allí había una fuerza digna de asumir la responsabilidad que muchos otros habían rechazado.
—¿Querías embarcarte en una guerra de conquista para apoderarte también de los mundos vecinos de Tharsis? —le interrumpió bruscamente Bóreas.
—¡Quería mostrarle a la galaxia lo que había conseguido! —se defendió Astelan dando un puñetazo contra la losa—. Quería disipar las dudas de la historia antigua y demostrarles a aquellos con poder que el Imperio todavía podía volverse más fuerte. Pero cuando le revelé mis intenciones al comandante Imperial Dax, éste se volvió contra mí, como lo hizo El'Jonson cien siglos atrás.
El recuerdo le causó dolor como si alguien le estuviese retorciendo un puñal en el estómago. Había sido una época terrible, y sus esperanzas se vieron de repente truncadas. Incluso entonces, el sentimiento de pérdida seguía persiguiéndole. Durante un tiempo pensaba que había purgado su alma de los lamentos del pasado, pero que le desechasen de nuevo había sido demasiado duro.
—Me dijo que les había brindado a él y Tharsis un gran servicio, y que mis hazañas serían alabadas durante cientos de generaciones —continuó Astelan—. Pero sus palabras no significaban nada para mí, y de repente vi claro su propósito. Gracias a mí había logrado lo que él consideraba imposible y había permitido que me hiciese responsable. Si mi guerra hubiese fracasado, él no habría perdido nada, pero tenía mucho que ganar. Ahora hablaba de reducir el ejército, de restablecer a los capitanes y coroneles de las antiguas familias de nuevo. Me horrorizaba la idea, pero no podía hacer nada. Entonces, de repente, las partidas sagradas me mostraron el camino. Sin que yo lo ordenase, lo juro por el Emperador, asediaron los palacios de Dax. No había nadie para detenerles, todos excepto unos pocos soldados en todo el ejército me apoyaron como su comandante. Aquellos que se pronunciaron en contra de la acción fueron eliminados. Al enfrentarse a tamaña oposición, el comandante Imperial accedió a reconsiderar su decisión. Pero su cobardía sacó lo mejor de él, y murió asesinado al intentar huir del palacio.
—Qué conveniente —dijo el Capellán sacudiendo la cabeza con desaprobación.
Después cruzó los brazos sobre el pecho, fulminó a Astelan con la mirada y continuó:
—La lealtad de tus hombres debió de resultarte muy gratificante, y la muerte del comandante Imperial fue un incidente muy oportuno.
—No me hago ilusiones de que los soldados tuviesen algo más que mis grandes planes en mente —admitió Astelan—. Durante la rebelión, arriesgaron sus hogares y sus vidas para combatir al enemigo, pero me aseguré de que sus recompensas estuviesen a la altura de mis expectativas. Sé que el corazón de los hombres normales es débil, que nunca serán como los Marines Espaciales. Además de liderazgo y dirección, necesitan incentivos para vencer su inherente egoísmo. De modo que les dimos tierras y buenos alimentos. Todos los soldados tenían sirvientes que se encargaban de sus necesidades para que pudieran concentrarse en la batalla. No quería que se distrajeran con problemas insignificantes.
—Creaste una clase guerrera para dominar Tharsis, contigo a la cabeza sacó en conclusión Bóreas.
—Puede que así parezca desde tu cínico punto de vista, pero piensa en esto —respondió Astelan sosteniendo la despectiva mirada del Capellán—. Incluso ahora, desprovistos de vuestro poder, con las Legiones divididas, ¿cuántas personas en la Torre de los Ángeles no son Marines Espaciales? ¿Decenas, cientos, miles?
—El Capítulo se mantiene con aproximadamente quinientos sirvientes, servidores y tecnosacerdotes —respondió Bóreas con prudencia.
—Quinientas personas para un millar de Marines Espaciales, no parecen demasiadas —opinó Astelan con gesto incrédulo—. ¿Y más allá de las pareces de esta fortaleza, en las naves y en los cuarteles? ¿El mismo número? Probablemente muchos más. Y los alimentos que coméis, las municiones de vuestras armas e incluso la pintura de vuestras armaduras, ¿de dónde sale? Miles, decenas de miles de personas trabajan a diario para que vosotros estéis listos para la batalla, para que les protejáis de los peligros de la galaxia.
—Pero los Ángeles Oscuros son un Capítulo de Marines Espaciales, el único propósito de nuestra existencia es librar batallas, luchar contra los enemigos del Emperador —protestó Bóreas—. Ésa no es la misión de los mundos.
—¿Por qué? ¿Por qué no? —Astelan empezó a animarse de nuevo.
Aquello era el quid de su punto de vista. Le resultaba algo tan obvio... ¿cómo era posible que Bóreas no lo comprendiera?
—¡En tiempos fue la misión de Caliban! De modo que, ése era mi sueño, eso era lo que estaba intentando crear. Los débiles que ostentaban el poder temían a las Legiones, las desintegraron y ahora están desperdigadas por los rincones de la galaxia, esparcidas por las estrellas, impotentes. Los regimientos de la Guardia Imperial son armas torpes y difíciles de manejar. Aprendí mucho sobre ellos durante mi tiempo en Tharsis y llegué a despreciar lo que representaban. Dependen de las naves de la flota, controladas por una organización diferente. Toda una rama del Administratum, el Departamento Munitorum, se dedica a la única función de enviar regimientos a las zonas de guerra y de proporcionarles suministros. Esto lo sabes, pero no entiendes del todo lo que significa. Ahora son los escribas y los contables los que luchan por el Emperador, y no los militares. Se ha convertido en un vergonzoso lío de política y jerarquía empantanado por su propia complejidad. ¿Adonde ha ido a parar la visión? Era como mi ejército en Tharsis, que se volvía más rígido cada día en un intento de resolver su propia rigidez.
¿Quién continuará el ideal del Emperador de conseguir una galaxia humana libre de peligros? ¿Los vendedores? ¿Los granjeros? ¿Los mineros?
—¿Y tu modo es mejor? —dijo Bóreas con sorna—. ¿Depositar confianza en alguien como tú, un hombre que desencadenó una sangría sin precedentes en un mundo que tú mismo admites que adoptaste como propio?
—¡Hablas como los quejumbrosos sacerdotes de Tharsis! —exclamó Astelan.
—¿Los que asesinaste por pronunciarse en tu contra? —preguntó Bóreas dando de nuevo un paso hacia delante e inclinándose sobre Astelan.
—Cuando el comandante Imperial hubo muerto, fue la voluntad del pueblo que yo ocupase su lugar —respondió Astelan, desafiante.
No permitiría que su interrogador le obligase a admitir que estaba equivocado cuando en su corazón sabía que no lo estaba.
—Reconocieron que en realidad fui yo quien les llevó a ganar la guerra. Pero el precio de la victoria había sido alto, y pronto la clase gobernante se reveló como los ingratos que eran. A pesar de haber permitido que las gentes de Tharsis diesen su vida para protegerles, los concejales, los cardenales y la aristocracia se resistieron a aceptar mi autoridad. Y los ilusos hipócritas de la Eclesiarquía eran los peores de todos. Desde que abrí los ojos he visto de primera mano el daño que han ocasionado. Sus ridículos cuchicheos y sus pomposos sermones son los principales responsables de que se debilitase el poder del Imperio.
—¿Y sentiste que tenías motivos para eliminarlos también? —Bóreas agarró una de las cadenas y la retorció en su puño, tensándola sobre el musculoso pecho de Astelan hasta que se hundió en su carne—. Tal vez temías el poder que ejercían sobre tus esclavos. ¿Eran la única oposición verdadera que tenías, los únicos que amenazaban tu tenaz dominio sobre la gente de Tharsis? ¿No sería rabia y envidia de su posición privilegiada y de su autoridad espiritual?
—Conducidos por un dogma sin sentido, se negaban a aprobar mi proclamación como comandante Imperial porque me negaba a admitir que el Emperador fuese un dios —explicó Astelan al tiempo que luchaba contra la presión de las cadenas—. ¡Ja! He caminado al lado del Emperador, le he escuchado hablar, le he visto enfadado y triste. ¿Qué saben ellos, con sus tallas y sus pinturas, con su idolatría y sus supersticiones? No hay duda de que el Emperador es mucho más que un hombre normal, pero ¿un dios? Jamás pretendió serlo, y los locos que fundaron su Eclesiarquía cometieron un grave error. El emperador no es una distante figura de adoración, Él es la voluntad que nos mueve, el poder que lleva al ser humano a superar los obstáculos que se presentan. Fue Él quien dijo que la humanidad debía forjarse un destino, y ahora ese mensaje se ha desechado para que aquellos de poca voluntad puedan culpar a un dios de sus propias deficiencias.
—¿Presumes, de ser cercano al Emperador? —preguntó Bóreas al tiempo que soltaba la cadena, que golpeó la piel de Astelan.
—No, en absoluto —el preso sacudió la cabeza—. Fui Señor de Capítulo, uno de muchos miles, y estaba orgulloso de mis logros, pero no me sentía más merecedor de Su atención que los demás. Vi al Emperador sólo una vez, en el mundo de Sheridan, y por un breve espacio de tiempo. Siempre que me surgen dudas, rememoro aquel encuentro y el recuerdo me da fuerzas de nuevo. Sólo me dedicó unas pocas palabras de elogio por la campaña y por el fervor de mi Capítulo. De lo único que me arrepiento es de no haber estado con él cuando redescubrieron Caliban. Tal vez de haber estado ahí las cosas habrían sido de otra manera. Pero con el regreso de los primarcas todo cambió, nunca volvió a ser igual que cuando seguíamos sólo al Emperador.
—De modo que ordenaste a tus unidades de muerte que asesinasen a los sacerdotes, a los cardenales e incluso a los monaguillos y a los chicos del coro —silbó Bóreas con los dientes apretados.
—Exageras —contestó Astelan intentando rechazar con la mano la acusación del Capellán a pesar del impedimento de las cadenas—. Me dieron un ultimátum: que reconociese la divinidad del Emperador o que me enfrentase a otra revuelta. Y yo les presenté mi propio ultimátum: que retirasen su amenaza y abandonasen toda la parafernalia y las ventajas que habían obtenido con sus falsas enseñanzas o serían juzgados como traidores. Algunos aceptaron. Otros se negaron. No participé en su juicio, pero se declaró a todos culpables y fueron ejecutados. ¡Incluidos los chicos del coro!
—Pero no te detuviste con las órdenes sacerdotales —continuó Bóreas—. Te enfrentaste a todos los agentes del Imperio que no estaban de acuerdo contigo, y después a tu propio pueblo cuando empezaron a expresar su descontento.
—Tenían celos de mis éxitos —bramó Astelan con desprecio—. Los jueces, los árbitros, los condenados astrópatas, los intendentes del Munitorum y las ingentes hordas del Adeptus Terra. Recuperé el poder que ellos habían robado más de diez mil años antes, cuando arrebataron sutilmente el Imperio a aquellos que el Emperador había concebido para crearlo. Con su mezquindad y con sus destructivas disputas habían eclipsado la visión original, habían envilecido el ideal Imperial. Yo me había comprometido a restaurarlo, y ellos se interponían en mi camino. Pero jamás asesiné a nadie sin motivo. La gente del Imperio todavía conoce muchas de las grandes verdades, pero nunca se paran a pensar realmente en el significado de los lemas y las expresiones que citan. «Les conocerás por su manera de morir» fue la que acabó representando mi gobierno. Por un lado estaban los héroes leales que murieron en combate durante la guerra, y por otro estaban los traidores que morían después en la horca. Tharsis compartía mi sueño, creían en mí y en el Emperador.
—De modo que mientras tú reconstruías tus sueños de conquista, tus partidas sagradas hacían cumplir el toque de queda con bólters, impartían justicia en las calles con porras y espadas y asesinaban brutalmente a aquellos que no compartían ese sueño —dijo el Capellán mientras abría y cerraba el puño lentamente.
—juro por mi vida que sólo deseaba que hubiese armonía —protestó Astelan—. Hice todo lo que consideré necesario para acabar con la discordia que había reinado desde que el Emperador desafió a Horus.
Bóreas no respondió de inmediato. En lugar de hacerlo, le dio la espalda a Astelan y se alejó hacia la puerta con la cabeza en posición meditabunda.
—Pero hubo un disidente que escapó a tu ira —dijo entonces tranquilamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Astelan.
Estaba confundido. ¿A qué disidente se refería el Capellán?
—¿Por qué crees que llegamos a Tharsis cuando lo hicimos? —dijo Bóreas al tiempo que se daba la vuelta con una expresión triunfal en el rostro—. Permaneciste allí durante siete décadas, aislado del resto del Imperio. ¿Quién había oído hablar de Tharsis? Desde luego no los Altos Señores, y tampoco los Ángeles Oscuros. Tus fuerzas controlaban las naves para que nadie pudiese marcharse sin permiso, pero no contaste con la fe y la rebeldía de un hombre. Él abandonó tu flota, robó una lanzadera y atravesó con ella un campo de asteroides para evitar ser perseguido. Un desertor, aunque sospecho que hubo muchos otros. No tenía oportunidades de sobrevivir ni ningún lugar adonde ir, pero sintió la necesidad de liberarse. Y fue entonces cuando la casualidad, el destino, la providencia o como quieras llamarlo, volvió a interesarse en tus asuntos. Durante cincuenta días, el rebelde flotó por el espacio al borde de la muerte, desnutrido y gravemente deshidratado después de haber bebido demasiada agua reciclada. Cincuenta días no es demasiada distancia en las profundidades del espacio, pero llegó lo bastante lejos como para ser interceptado por una de nuestras naves que patrullaba los bordes del sistema Tharsis. Rescatamos su lanzadera y nos habló de los terribles acontecimientos que habían tenido lugar. Y fue entonces cuando supimos de ti.
—¿Atacasteis Tharsis por los delirios de un loco? —preguntó Astelan con escarnio.
—No, comandante Astelan —respondió Bóreas lentamente mientras se acercaba con medidos pasos hacia él hasta entrar de nuevo en el campo de visión del encadenado.
Sus ojos brillaban con la tenue luz del brasero.
—Las memorias de los Ángeles Oscuros se remontan a muchos años atrás, a diez mil años atrás, cuando aquellos como tú se volvieron contra sus hermanos y les traicionaron. Ahora se sabe poco sobre esa época de anarquía, y quedan pocos documentos sobre lo que sucedió, pero existe una lista; una lista custodiada por el Gran Maestre de los Capellanes en una caja sagrada en la capilla principal. Durante diez milenios hemos perseguido a los Ángeles Caídos que estuvieron a punto de destruir al León y a su Legión allá donde estuviesen. No sabemos cuántos sois ni dónde encontraros, pero tenemos esa lista, y contiene los nombres de los primeros ciento treinta y seis Marines Espaciales que juraron lealtad a Luther cuando se levantó contra nuestro primarca. Tu nombre, comandante Astelan, encabeza esa lista. Te hemos estado buscando durante mucho tiempo, y ahora nos dirás la verdad.
Bóreas se volvió y abrió la puerta. Allí, envuelto en su túnica, estaba Samiel. El Bibliotecario entró suavemente en la habitación y se colocó junto a la cabeza de Astelan. Después bajó la mano y el preso intentó apartarse, pero sus cadenas se lo impidieron. El psíquico apoyó sus frías manos sobre su frente y Astelan escuchó una voz que susurraba en su mente.
«Te has estado engañando durante demasiado tiempo —decía—. Ha llegado el momento de dejar a un lado las mentiras. Ahora revelaremos tus engaños hasta que lo único que quede sea la oscura verdad de tus acciones.
Te has ocultado de la culpa en el centro de tu alma, pero no permitiremos que sigas escondiéndote. Vas a conocer la vergüenza y el dolor que nos has hecho pasar, y te arrepentirás de tu maldad.»
—¡Yo no he hecho nada malo! —bramó Astelan intentando liberarse.
—¡Mientes! —rugió Bóreas, y un dolor superior a cualquiera que hubiese soportado antes atravesó la cabeza del preso.
—Ahora empezaremos de nuevo —anunció el Capellán Interrogador a su prisionero—. Háblame de Tharsis.
SEGUNDA PARTE
LA HISTORIA DE BOREAS
Habían pasado cuatro días desde el enfrentamiento con los orkos, y Bóreas estaba arrodillado en silencio, meditando en la capilla del puesto de avanzada. Sólo llevaba puesta su túnica blanca, distintivo de su rango entre los guerreros de élite del Capítulo, el Ala de Muerte. Lo que el resto no sabía era que se trataba también de una marca de su condición de miembro del secreto Círculo Interior del Capítulo. Con la túnica ligeramente levantada, se había arrodillado frente a un altar de oscura piedra taraceada en oro y platino. El ara se encontraba en uno de los extremos de la capilla, que estaba situada en la planta superior de la pequeña torre de cinco pisos donde se alojaban los Ángeles Oscuros en Puerto Kadillus, capital de Limnos IV. No era una cámara demasiado grande, ya que el espacio escaseaba. Sólo permitía que cincuenta personas asistieran a las misas que celebraba Bóreas diariamente al amanecer y al anochecer.
Tres encargados de la torre que no eran Marines Espaciales estaban renovando los murales que cubrían el interior de la capilla. Eran antiguos aspirantes que fracasaron pero sobrevivieron a las pruebas. Dos se encontraban reaplicando dorado a un retrato del primarca de los Ángeles Oscuros, Lión El'Jonson, que se elevaba unos tres metros por encima del altar.
Bóreas intentó bloquear los ocasionales crujidos y chirridos del andamiaje de madera de los pintores. El otro estaba renovando una escena añadida tras la última defensa de los Ángeles Oscuros en Limnos, cuando los caudillos de los orkos Ghazghkull y Nazdreg combinaron fuerzas y cayeron sobre el pla
neta como dos rayos de destrucción. A Bóreas, aquella imagen en particular le llenaba de orgullo y de consternación al mismo tiempo. Representaba la defensa de la basílica de los Ángeles Oscuros que en su momento había servido como su puesto de avanzada en la capital. Desde allí, el mismo Capellán había dirigido la lucha contra la feroz horda alienígena en numerosas ocasiones, ya que la posesión de aquel importante punto estratégico había ido cambiando de manos durante toda la campaña. Fue en la batalla por la basílica donde Bóreas había perdido el ojo derecho tras recibir un fuerte puñetazo de un orko que casi le rompe la cabeza. Aunque finalmente los alienígenas fueron expulsados de la basílica y, tras una épica batalla en la Cresta Koth, consiguieron salvar el planeta, la lucha había sido tan intensa en la sangrienta morada del capítulo que tras vencer a los orkos tuvieron que abandonar la fortificación y construir una nueva torre. Las ruinas seguían allí, a un kilómetro de donde se encontraba el Capellán, como testimonio por la protección que los Ángeles Oscuros le habían brindado durante incontables milenios.
Al recordar a sus valientes hermanos de batalla, cuyas moribundas voces había escuchado en aquellos habitáculos y pasillos destrozados, y consciente de los grandes sacrificios que habían hecho sus compañeros Marines Espaciales, tanto los Ángeles Oscuros como los del Capítulo de los Precursores , Bóreas sintió una presión en el pecho. «¿Realmente era tan importante aquella basílica?», se preguntó una vez más. Tal vez no fuese más que orgullo lo que llevó al Maestre Belial a ordenar a Bóreas que defendiera el edificio a toda costa. Al final, la lucha en la oscura catedral no había sido más que algo secundario en la campaña, y los relativos méritos del combate fueron insuficientes comparados con la masacre de la Cresta Koth.
Con una seca orden, Bóreas pidió a los sirvientes que se retirasen. Su presencia le impedía concentrarse mientras intentaba recordar el juramento de fidelidad que había pronunciado cuando se unió al Círculo Interior. Sin mirarle dos veces, recogieron sus herramientas en silencio y se marcharon. Bóreas lo agradeció. A pesar de las dudas que sentía, todavía tenía un deber en Limnos como comandante de los Ángeles Oscuros: mostrar un fuerte liderazgo y servir de ejemplo a los demás. Si él mostrase la más mínima debilidad, podía causar importantes daños, no sólo a sí mismo, sino también a aquellos que confiaban absolutamente en su sabiduría y en su orientación. Si esa confianza se rompía, sólo Bóreas sabía realmente qué actos de anarquía y de corrupción podían acontecer.
Al darse cuenta de que no era la presencia de los sirvientes lo que le impedía meditar sino sus propios sombríos pensamientos, Bóreas decidió que no acallaría a su alma inquieta quedándose aislado. Pensó que tal vez encontrase más consuelo en compañía de los cinco Marines Espaciales bajo su mando y decidió abandonar la sala. Tras lanzarle una breve mirada al primarca a medio dorar que tenía delante, se dio la vuelta y salió de la capilla golpeando fuertemente con los pies descalzos las losas del suelo. Tras atravesar la doble puerta del santuario, se volvió y la cerró. El sonido de las pesadas puertas de madera retumbó en la silenciosa torre. Giró a la izquierda del pasillo y cruzó la torre hasta la armería, donde esperaba encontrar a Hephaestus.
Bóreas vio que había acertado al entrar en el taller del tecnomarine. Como casi todas las estancias de la torre, la cámara era cuadrada y funcional, con las sencillas paredes de rococemento carentes de adornos. Allí, entre los estantes llenos de armas y las mesas de trabajo, acompañado de sus cinco auxiliares, Hephaestus estaba sentado en un banco trabajando en la servoarmadura del Capellán. Tenía la pieza del peto en un torno y estaba limando laboriosamente los cortes sufridos en la placa durante la batalla contra los orkos. A su lado, uno de sus ayudantes metió un cucharón en una copa con agua sagrada y vertió su contenido sobre la lima mecánica.
A la izquierda de Bóreas había un montón de fundas de bólter y cajas de munición apiladas ordenadamente y marcadas con el águila Imperial y la espada alada, símbolo de los Ángeles Oscuros. Junto a ellas había varias espadas y hachas colgadas en la pared, entre las que se encontraban espadas sierra, espadas de energía y el crozius del Capellán. Las armas resplandecían con la luz de las tiras luminosas del techo como resultado de las atenciones de Hephaestus, que las limpiaba cariñosamente todas las noches con aceites benditos.
—¿Qué te trae a mi cámara, Hermano Capellán? —preguntó Hephaestus.
Bóreas se dio cuenta de que se había evadido mirando el brillo de su crozius. El tecnomarine tenía la cabeza vuelta sobre su hombro y le observaba.
—Llegaste tarde a la misa anoche —dijo Bóreas, aunque sabía perfectamente que no estaba del todo seguro de por qué había ido.
—Pasa, pasa —dijo Hephaestus al tiempo que se limpiaba las rollizas manos con un trapo blanco y se ponía de pie—. Sabes que tenía que ocuparme de mi trabajo aquí, como he hecho todas las noches desde la pelea de Vartoth.
—Por supuesto —asintió Bóreas, que sabía perfectamente que el tecnomarine estaba exento de asistir al oficio si su presencia interfería en la reparación o el mantenimiento del equipo de los Marines Espaciales—. No sabía que nuestro encuentro te había dejado una tarea tan larga.
—Prefiero pasar veinte horas reparando un bólter a pensar por un instante que mis hermanos de batalla no lo han dado todo en combate por tomarme a la ligera mis labores —respondió Hephaestus con una sonrisa—. Y me estoy centrando especialmente en tu armadura, Capellán Interrogador, le estoy dando la atención que merece.
—Sí, conozco tu pasión por el trabajo del artesano Mandeus —dijo Bóreas permitiéndose expresar sonrisa—. ¿No me dijiste una vez que morirías en paz si algún día confeccionases una armadura la mitad de buena que la que yo heredé?
—Es muy posible que lo dijera —asintió Hephaestus—, pero me equivocaba. Ahora, después de haber trabajado tanto en tu armadura, he aprendido mucho de las técnicas de Mandeus, ¡y sólo moriré contento si consigo hacer una tan buena como ésta!
—¿No preferirías superar el trabajo de Mandeus? —preguntó Bóreas mientras se acercaba a la mesa de trabajo y observaba las piezas de los servos y las fibras musculares artificiales que el tecnomarine había extraído de la placa del pecho.
—Si consigo emular su técnica con estas herramientas y con el tiempo que tengo, me consideraré mejor artesano —dijo Hephaestus tranquilamente.
Bóreas le lanzó una mirada inquisitiva, y el tecnomarine continuó:
—Los grandes artesanos Mandeus, Geneon, Aster, etcétera, trabajaban en la Torre de los Ángeles, entre los hermanos, con acólitos que realizaban muchas de las tareas que ocupan mis días. Tú has visto el gran armorium de nuestro Capítulo. Hace que toda esta torre entera parezca insignificante.
—¿Te pesa tu trabajo aquí? —preguntó Bóreas suavemente sabiendo que él sentía también aquella opresión en el alma, la misma necesidad de li
brarse de Limnos y de sus limitaciones—. ¿Crees que podrías servir mejor al Emperador en el armorium con los demás tecnomarines?
Hephaestus vaciló y observó atentamente la expresión de Bóreas. Tras comprobar que los auxiliares de la habitación estaban ocupados en sus tareas y no prestaban atención a sus maestres, o eso parecía, respondió prudentemente:
—Todos hemos luchado aquí y hemos derramado nuestra sangre en estas islas volcánicas para proteger a Limnos de los orkos —dijo manteniendo la voz baja mientras se inclinaba y se acercaba al Capellán Interrogador—. Estoy preparado para volverlo a hacer y trabajaré en este lugar hasta que el Gran Maestre del Armorium estime oportuno enviar a otro para mi puesto.
—Pero no has contestado a mi pregunta —persistió Bóreas con una triste sonrisa—. No voy a juzgarte; ¿acaso no has alcanzado ya la gloria con tus buenas obras? No voy a culparte por desear seguir los pasos de tus grandes predecesores. Eres un artesano magnífico, y tu paciencia es un tributo a nuestro Capítulo. No puedo hablar por los Grandes Maestres, pero cuando la Torre de los Ángeles regrese conocerán tu dedicación y tus aptitudes.
—No buscaba elogios, Hermano Capellán —se apresuró a decir Hephaestus—. Me has hecho una pregunta y te la he respondido lo más sinceramente que puedo.
—Mereces los elogios, aún más porque no los buscabas —respondió Bóreas apoyando una mano sobre el hombro de su camarada—. No te he preguntado porque sospeche, sino porque confío en ti. Jamás te juzgaría por tus pensamientos y tu ambición; quiero que te sientas libre de exponerlos, a mí o a cualquiera de los demás. Sólo con el deseo de aumentar nuestra grandeza podemos mantener el honor y el orgullo de nuestro Capítulo.
—En ese caso, ¿puedo hacerte una pregunta, Hermano Capellán? —dijo Hephaestus observando detenidamente el rostro de Bóreas.
—Sí, por supuesto —respondió el Capellán.
—Es sobre tu ojo —aclaró el tecnomarine—. Pareces algo inquieto últimamente, y me preguntaba si funcionaba correctamente... ¿Te está causando dolor?
—Me duele constantemente, ya lo sabes, Hephaestus —respondió Bóreas retirando su mano y dando un paso atrás—. No aceptaría que fuese de otro modo, ya que me sirve para recordar que no debo caer en la autocomplacencia.
—Me gustaría examinarlo un momento, para disipar mis propios temores —insistió Hephaestus.
—Hiciste un buen trabajo con mi ojo —dijo Bóreas—. Es bueno que seas exigente con tu trabajo, pero eres demasiado duro contigo mismo.
Viendo la mirada decidida del tecnomarine, Bóreas asintió resignado y se sentó en el banco. Hephaestus se inclinó sobre él. Sus dedos trabajaban con destreza en el mecanismo del órgano biónico y, con un sonoro chasquido, la pieza principal se soltó. Al mismo tiempo, Bóreas perdió la vista en el ojo derecho. No le preocupaba. Una vez al año, Hephaestus le sacaba el ojo para comprobar que seguía funcionando correctamente. No obstante, era extraño que el tecnomarine hubiese insistido en hacerlo ahora que habían pasado sólo dos meses desde su última revisión.
Tras coger una compleja herramienta de su mesa de trabajo, Hephaestus desbloqueó la cubierta del ojo y dejó libre el interior. Después sacó con delicadeza las lentes, las limpió con el trapo y las dejó a un lado antes de empezar a hurgar en el interior del mecanismo con unas finas pinzas. Bóreas estudió a Hephaestus con su ojo bueno mientras el tecnomarine continuaba con su trabajo y observaba la intensidad en el rostro del artesano mientras examinaba su propio diseño. Si Hephaestus se estaba preocupando demasiado por el bienestar de Bóreas, tal vez los demás también se hubiesen percatado de su cambio de humor. El Capellán Interrogador decidió hablar con ellos cuando hubiese terminado allí para evaluar su estado de ánimo y hacerles las preguntas pertinentes. A pesar de estar formados para soportarlas, la falta de actividad y la rutina hacían monótona su estancia. Habían pasado dos años desde que la Torre de los Ángeles les había visitado por última vez, y el aislamiento del resto del Capítulo podía haber empezado a afectarles como le había sucedido a Bóreas.
—Todo parece funcionar como es debido —informó Hephaestus al tiempo que volvía a recomponer el ojo biónico y lo reinsertaba en el agujero.
Bóreas sintió un leve cosquilleo en el ojo derecho e inmediatamente recuperó la visión completa.
—Sin embargo —continuó el tecnomarine—, he visto que había unas cuantas costras en el implante, como si la herida se hubiese vuelto a abrir recientemente. Deberías pedirle a Néstor que le echase un vistazo.
—Gracias, lo haré —dijo Bóreas contento de tener una excusa para ir a hablar con el apotecario.
No es que necesitase justificar su visita, puesto que él era el responsable de conservar la moral y la disciplina de aquellos hombres.
—¿Te veré en la misa de esta noche?
Hephaestus se volvió para mirar a la armería y evaluar el trabajo que le quedaba. Después se giró hacia Bóreas y asintió antes de sentarse de nuevo ante su mesa y coger de nuevo la lima mecánica. Los ásperos dientes de la herramienta cobraron vida tras Bóreas mientras éste salía de la cámara.
El Capellán Interrogador descendió dos pisos por la escalera de caracol del centro de la torre. Allí se encontraba el apotecarión, el dominio de Néstor y centro médico del puesto de avanzada. Cuando Bóreas entró, no había ni rastro del apotecario. Las crudas tiras luminosas del techo se reflejaban en las brillantes superficies de acero y en el material quirúrgico meticulosamente ordenado. Las ampollas de fármacos y los elixires estaban dispuestos en filas sobre largas estanterías. Tres mesas de operaciones dominaban el centro de la estancia. Sin saber dónde podía estar Néstor si no estaba allí, Bóreas se acercó al comunicador que había junto a la puerta y presionó la runa de atención general de la torre.
—Aquí Bóreas. Apotecario Néstor, conteste —dijo, y soltó el botón de activación.
A los pocos segundos llegó la respuesta. La pantalla del comunicador indicaba que la transmisión procedía de los sótanos inferiores de los cimientos de la torre.
—Aquí Néstor, Hermano Capellán —respondió el apotecario.
—Por favor, reúnete conmigo en el apotecarión; necesito hablar contigo —dijo Bóreas.
—De acuerdo, estaré allí en breve —respondió Néstor.
Bóreas se acercó a la mesa de operaciones más cercana y observó su reflejo en la brillante superficie de metal. Había estado allí en numerosas ocasiones, tanto como paciente como para proporcionar apoyo espiritual a aquellos a los que se estaba operando. En demasiadas ocasiones había tenido que acudir a un apotecarión a pronunciar los ritos fúnebres de un hermano de batalla moribundo mientras un apotecario extraía las glándulas progenoides para que la sagrada semilla genética pudiese transmitirse a futuros guerreros. Era la tarea más importante que cualquier apotecario podía realizar, un acto esencial para la supervivencia del Capítulo.
Era imposible crear nueva semilla genética. Jamás, en ningún Capítulo que Bóreas conociera, había conseguido nadie tal hazaña, de modo que las futuras generaciones de Marines Espaciales dependían únicamente de los órganos de almacenamiento de la vital semilla genética que se implantaban en todos ellos. Todos los marines tenían dos progenoides, y en teoría, su muerte podía ayudar a crear dos sustitutos. Pero a pesar de los valientes y temerarios esfuerzos de los apotecarios, en los campos de batalla se perdían demasiadas progenoides antes de que pudiesen recuperarlas para garantizar la existencia continuada de un Capítulo. Los capellanes eran los encargados de enseñar a los Marines Espaciales el legado que albergaban en su interior y formarles en su responsabilidad con la gloria del Capítulo. Un Marine Espacial aprendía que, aunque podían pedirle que sacrificase su vida en cualquier momento, jamás debía entregarla en vano, pues haciéndolo traicionaba a aquellos que vendrían después de él.
Según un dicho imperial «sólo en la muerte termina el deber». Pero para los Marines Espaciales, ni siquiera la muerte acababa con su deber de proteger a la humanidad y al Imperio que los súbditos del Emperador habían creado. En la muerte continuaban viviendo en nuevos Marines Espaciales. Algunos, aquellos cuyos cuerpos físicos no podían salvarse, eran sepultados en los poderosos tanques andantes llamados dreadnoughts para continuar viviendo durante miles de años como gigantes guerreros atrapados en un inerte cuerpo de plastiacero, adamantio y ceramita. De este modo, durante más de diez mil años de Imperio, había un vínculo que hermanaba al primero de los Marines Espaciales con aquellos que acababan de ser nombrados exploradores de la 10ª Compañía. Era esta relación física lo que unía a todos los guerreros del Capítulo. No se les llamaba hermanos de batalla sólo por tradición.
O eso enseñaban las letanías, pero Bóreas sabía otra realidad. Se había enterado de muchas cosas al convertirse en miembro del Ala de Muerte, el Círculo Interior de élite de los Ángeles Oscuros. Y había conocido muchas más al interrogar al Ángel Caído Astelan, cosas que todavía le preocupaban.
El silbido de las puertas herméticas que se abrían anunció la llegada del apotecario Néstor. De los cinco Marines Espaciales bajo el mando de Bóreas, Néstor era el que más tiempo había pertenecido al Capítulo, y con un amplio margen. Bóreas había sido un Ángel Oscuro durante casi trescientos años, pero con más de seiscientos años, el viejo Néstor era uno de los miembros más antiguos. Bóreas no sabía por qué el veterano no había ascendido más, por qué no había sido admitido en el Ala de Muerte. Era uno de los mejores apotecarios en el campo de batalla. Le salvó la vida al Capellán cuando éste resultó herido en la ofensiva por la basílica. También había sido honrado por su heroica lucha durante el primer ataque orko en la Cresta Koth.
En cuanto a su apariencia, el apotecario tenía el cabello todavía más entrecano que el Capellán. La densa y cérea piel de su rostro estaba marcada de cicatrices, y tenía seis tachones clavados en la frente, uno por cada siglo de servicio. Sus ojos eran oscuros y tenía la cabeza rapada al cero, lo que le daba un aspecto amenazador que no se correspondía en absoluto con el hombre concienzudo y bondadoso que Bóreas sabía que era. Pero que fuese bondadoso no significaba que fuese débil. En el campo de batalla, Néstor era tan fiero como cualquier otro guerrero a cuyo lado hubiese luchado jamás el Capellán.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el apotecario mientras pasaba junto a Bóreas y se apoyaba contra la mesa de operaciones.
Al Capellán le pareció ver algo en la mirada de Néstor, un momentáneo destello de nerviosismo.
—Hephaestus dice que es posible que mi ojo se haya movido en la herida, y me ha aconsejado que lo examines —respondió Bóreas de inmediato mirando al apotecario directamente a los ojos.
—Es posible que se desplazase un poco en Vartoth —sugirió Néstor.
El médico se puso derecho e indicó a Bóreas que se echase sobre la mesa. El Capellán Interrogador obedeció y se tumbó con la vista puesta en la luminosa lámpara que había justo encima de la losa de reconocimiento. Néstor desapareció un instante y volvió con uno de sus instrumentos, con el que exploró la carne cauterizada del lado derecho del rostro de Bóreas. En realidad, en su mayoría era carne artificial injertada en la placa de metal que sustituía gran parte de la sien, la mejilla y la frente del Capellán. Bóreas sentía el instrumento palpando suavemente su rostro mientras el apotecario examinaba la vieja herida. Con un gruñido, Néstor se enderezó.
—Parece que hay un pequeño desgarro en el injerto, nada grave —comentó Néstor—. ¿Te molesta?
—No más de lo normal —respondió Bóreas mientras se sentaba y bajaba las piernas de la mesa—. ¿Crees que empeorará?
—Con el tiempo, sí. Algunos de los capilares se han retraído, y otros han fallado; la carne está pudriéndose lentamente. Necesitarás un nuevo injerto para que se cure del todo. —Néstor repasó con la vista el apotecarión y continuó—: Pero me temo que aquí no tengo los medios para realizar tal intervención. Voy a darte una solución para que te laves la cara con ella todas las mañanas. Eso debería ralentizar la necrosis. No te preocupes por la infección; tu cuerpo está más que preparado para deshacerse de cualquier enfermedad de la que te pudieras contagiar en Limnos.
—Hephaestus se alegrará de oírlo —dijo Bóreas—. Se preocupa demasiado.
—¿Eso crees? —preguntó Néstor tranquilamente mientras colocaba el instrumento en un autolimpiador oculto en la pared del apotecarión.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Bóreas al tiempo que se ponía de pie y se ajustaba la pesada túnica—. Acabas de confirmarme que no hay razón para preocuparse.
—En lo que respecta a tu ojo, es cierto —respondió Néstor.
Retiró la sonda y volvió a colocarla cuidadosamente en su lugar, entre los bisturís, los espéculos, las jeringas y otras herramientas de su profesión.
—Sin embargo, es posible que uno de los motivos de la insuficiencia de sangre en el injerto sea el estrés del resto de tu cuerpo.
—¿Crees que necesito una revisión más completa? —preguntó Bóreas mirándose a sí mismo—. Yo me siento bien.
—No es eso lo que quiero decir —respondió Néstor sacudiendo ligeramente la cabeza.
—¡Pues di lo que quieres decir! —exclamó Bóreas, cansado de aquellas sutiles insinuaciones—. ¿Qué crees que va mal?
—Discúlpame, Hermano Capellán —dijo Néstor inclinando la cabeza con aquiescencia—. Sólo era una observación.
—¡Pues hazla más clara, por el León! —gruñó Bóreas.
—Pienso que estar acuartelado aquí, lejos de tus hermanos, debe de ser más duro para ti que para todos nosotros —expuso Néstor alzando la vista para observar a Bóreas.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando algo nos preocupa, acudimos a ti para que nos recuerdes nuestros sagrados deberes, para que nos recuerdes los votos que todos profesamos —explicó Néstor suavemente—. Cuando lamentamos la falta de actividad en nuestro puesto, cuando ansiamos la compañía de los demás, siempre eres tú quien nos orienta y nos aconseja. Pero ¿a quién acude el consejero?
—Me escogieron para ser Capellán por mi fe y mi fuerza mental —señaló Bóreas—. Nuestra misión es transmitir esa fuerza interior a los demás.
—Entonces disculpa mi error —se apresuró a decir Néstor—. Alguien como yo, a quien ocasionalmente le surgen dudas y que necesita que le guíen por el sangriento camino que atravesamos, no es capaz de comprender lo poderosa que debe de ser tu mente para realizar este camino solo.
—Del mismo modo que yo no comprendo para qué sirven las máquinas de esta cámara, o los secretos del hélix de Caliban en nuestra semilla genética, pero tú sí —respondió Bóreas tras meditar un momento—. Y como tampoco comprendo el mecanismo de este ojo postizo que Hephaestus fabricó para mí a partir del frío metal y el cristal y que aún así parece estar vivo.
—Sí, supongo que cada uno de nosotros tiene una función aquí, en este mundo —asintió Néstor dándole a Bóreas unos golpecitos amistosos en el brazo—. Hephaestus se encarga de las máquinas, yo del cuerpo, y tú, Hermano Capellán, de nuestra mente y nuestra alma.
—Y por eso, me gustaría preguntarte si tienes alguna preocupación —dijo Bóreas aprovechando la oportunidad de desviar la conversación a un derrotero más de su agrado.
Sabía que Néstor no estaba cuestionando sus pensamientos o su lealtad, pero cuanto más hablaba de estas cosas, más fuerte sentía el Capellán la risa de Astelan resonando en sus oídos.
—Estoy satisfecho —respondió Néstor—. He servido al Emperador y al León durante seis siglos, y tal vez, si tengo suerte, pueda servirles durante otros dos más. Pero he cumplido con mi deber. Me he adentrado en el candente fuego de la batalla y he creado nuevas generaciones de Ángeles Oscuros. He hecho todas las cosas que en su día deseaba demostrar a mí mismo y a mis hermanos, lo único que me queda por hacer es transmitir mis conocimientos y mantener el orgullo y la dignidad de nuestro Capítulo. Si el destino y el Supremo Maestre consideran conveniente que acabe mis días en Limnos IV, no seré yo quien se oponga.
—Pero tienes demasiada experiencia para que te encomienden una tarea tan rutinaria —dijo Bóreas al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho fuertemente—. Con toda esa experiencia, ¿no crees que invertirías mejor tu tiempo en la Torre de los Ángeles enseñando a aquellos que vendrán después que tú? Hacer de niñera de un Capellán con un ojo roto no está a la altura de tu talento.
—¿Estás intentando provocarme, Hermano Capellán? —dijo Néstor con aspereza—. Cumplo la voluntad del Emperador y repito que estoy satisfecho. Limnos es un sistema de reclutamiento, no sólo un puesto de vigilancia o de presagio. Es precisamente por mi habilidad y mi experiencia que puedo juzgar quién puede venir detrás. Estoy cumpliendo una función más importante de la que puedas pensar para el futuro del Capítulo.
—No pretendía menospreciar tu trabajo aquí. Creo que has malinterpretado mis palabras y te pido disculpas —se apresuró a decir Bóreas descruzando los brazos y acercándose a Néstor.
El apotecario sonrió y aceptó las disculpas del Capellán. Dándole un último vistazo, Bóreas se volvió y caminó hacia la puerta.
—Hermano Capellán... —dijo Néstor.
Bóreas se giró.
—¿No olvidas algo?
—Puedo recitar los trescientos versos de las Crónicas de Caliban. Nunca olvido nada —señaló Bóreas.
—¿Entonces no quieres el elixir balsámico para lavarte la cara? —preguntó Néstor.
—Tráemelo esta noche en la cena —respondió Bóreas con una sonrisa.
El Capellán continuó descendiendo las escaleras hacia el piso siguiente para buscar a los otros dos miembros superiores de su cuadrilla. En el descansillo se detuvo y miró por el grueso cristal de la estrecha ventana para pensar un momento. La niebla tóxica oscurecía casi todo el paisaje, de modo que las torres y las fábricas en la distancia no eran más que vagas siluetas. Un pájaro revoloteó cerca y después desapareció entre las nubes de color gris amarronado. Mientras observaba cómo se perdía en la distancia se dio cuenta de que las conversaciones con Hephaestus y Néstor le habían hecho ver que necesitaba pasar más tiempo con los demás en lugar de darle tantas vueltas a sus propias dudas. El hecho de que pensaran que dudaba de ellos o que estaba poniéndolos a prueba sutilmente demostraba que se habían desacostumbrado a su compañía. Se alejó de la ventana y continuó bajando las escaleras hacia el primer piso.
Allí se encontraban las dependencias de los aspirantes, y Bóreas sabía que el sargento veterano Damas estaría en el gimnasio con ellos continuando con el riguroso entrenamiento físico que habían empezado en cuanto llegaron a la torre. Aunque Bóreas estaba al mando en el puesto de avanzada, los aspirantes eran responsabilidad de Damas. Tras alcanzar el rango de sargento veterano le trasladaron a la 10a Compañía como parte de la fuerza de reclutamiento. Como todos en Limnos, a Damas le confirieron honores por su actuación durante la invasión de los orkos. Junto a su cuadrilla de exploradores y el ahora legendario sargento Naaman, se infiltró en las líneas orkas y, tras recopilar información vital sobre el enemigo, destruyó una de las estaciones repetidoras que los alienígenas habían estado utilizando para propulsar su inmenso teletransporte orbital. Aquello supuso un gran contratiempo en el avance orko y, aunque Damas resultó gravemente herido mientras los infiltrados se retiraban, consiguió retrasar el contraataque orko el tiempo suficiente para que sus hombres consiguiesen escapar.
Damas se encontraba entre los catorce jóvenes que tenía bajo su tutela. Casi el doble de alto que los chicos a su cargo y a pesar de no llevar puesta su armadura, el sargento era un gigante incluso para los Marines Espaciales. Cuando Bóreas entró, los aspirantes estaban sentados en círculo alrededor de él. Bóreas escuchó durante un momento desde la sombra del portal.
—Vuestro cuerpo es vuestra principal arma —decía a los atentos muchachos—. Incluso antes de que poseáis huesos y músculos como los míos, voy a enseñaros cómo romperle el cuello a un hombre de un solo golpe. Os enseñaré a reventarles los órganos internos con los puños, a dejarlos incapacitados con los dedos y a reducirlos con los codos y las rodillas.
Después se agachó y colocó su inmensa mano sobre la cabeza de uno de los jóvenes.
—Con la fuerza que me dieron los apotecarios y con mi fe, puedo aplastarte el cerebro en un segundo —le dijo al chico, que rió de manera nerviosa provocando las carcajadas de los demás—. De hecho, puedo soportar cualquier ataque por vuestra parte.
Damas ordenó a los chicos que se levantasen. Después señaló a uno de ellos y le pidió que le golpease lo más fuerte posible. El muchacho se acercó vacilante.
—No te la voy a devolver —le aseguró el sargento—. Pero si vuelves a dudar a la hora de seguir mis órdenes, haré que te azoten.
Escarmentado, el chico cargó contra él con un estridente grito y lanzó el puño contra el abdomen de Damas. Bóreas pensó que el golpe tan sólo habría empujado ligeramente a un hombre normal, y tampoco consiguió que Damas se balancease siquiera. El joven lanzó un alarido y se agarró los doloridos nudillos. Bóreas se echó a reír, al igual que el resto de aspirantes. La única parte vital de un Marine Espacial que no estaba protegida por su caparazón negro era la cabeza. Los corazones, los pulmones, el estómago, el pecho... todo era inmune a cualquier golpe desarmado, incluso al del más fuerte de los atacantes.
Al escuchar la risa del Capellán, Damas se volvió. Siguiendo la mirada de su instructor, todos los chicos vieron a Bóreas e instantáneamente guardaron un solemne silencio e inclinaron la cabeza. Bóreas entró y posó una de sus manos sobre la espalda del chico que había atacado a Damas, lo que le hizo perder el equilibrio.
—Valiente intento —dijo el Capellán al tiempo que ayudaba al joven a ponerse de nuevo derecho.
Bóreas vio que se trataba de Beyus, uno de los dos candidatos que habían traído justo antes de la batalla en Vartoth. Era evidente que ya se había recuperado de la impresión. Sólo habían pasado unos días y el chico ya había cambiado. Le habían afeitado la cabeza y toda la gordura de la infancia había desaparecido de su robusto torso. El muchacho estaba muy erguido y su mirada era mucho más feroz que antes. Damas estaba haciendo un buen trabajo.
—¡A correr! —ordenó el sargento dando dos palmadas.
Y sin más, los jóvenes empezaron a trotar siguiendo las paredes del gimnasio, que ocupaba todo el piso de la torre. El ruido de sus pies desnudos sobre las tablas de madera enmascaraba la conversación de los dos Marines Espaciales.
—Veo que todo va bien —empezó Bóreas indicando con la mirada a los corredores.
—Son una buena selección. Los dos últimos en particular tienen un gran potencial —asintió Damas.
Después su mirada se apagó ligeramente y continuó:
—Pero sólo tenemos catorce. La Torre de los Ángeles llegará en menos de medio año y esperan contar con treinta reclutas para pasar a la segunda fase de las pruebas.
—¿Qué prefieres, que no lleguemos a la cuota o que pasemos a chicos que fracasarían en cuestión de segundos? —preguntó Bóreas—. Si no hay calidad, no hay calidad.
—Ya sabes lo que quiero decir —insistió Damas—. No entiendo tu reticencia.
—¿Te refieres a las tribus del este? —dijo Bóreas—. ¿Crees que deberíamos buscar reclutas entre esos salvajes?
—Todos son salvajes —respondió Damas encogiéndose de hombros—. No veo la diferencia.
—Pues yo sí —contestó el Capellán—. Ya te he dicho que son demasiado sanguinarios, incluso para nuestro propósito. Si tuviésemos todavía a toda una compañía estacionada aquí los exterminaría. Algunas de sus prácticas son... bueno, rayan lo intolerable. Han dejado de adorar al Emperador y han vuelto a un estado de barbarismo del que no creo que podamos sacarles ni con una década de entrenamiento.
—Me recuerdan mucho a mi gente de Slathe —comentó Damas a modo de indirecta—. Tal vez les estés juzgando con excesiva dureza.
—Tal vez tu continua insistencia sobre este asunto indique otras reservas —expresó Bóreas—. Hace ya varios meses que no hemos hablado de otra cosa.
—Me preocupa que falten aspirantes, eso es todo —respondió el sargento tranquilamente—. Creo que es mi deber recordarte las opciones que tenemos. No pretendo menospreciar tu postura. Sé que todos nosotros tenemos nuestros propios deberes y códigos a los que adherirnos.
—Quizá lo que te preocupa es precisamente su similitud con las tribus de Slathe.
—¿Crees que es posible que añore mi mundo natal? —preguntó Damas, extrañado.
—Añorar es una palabra demasiado fuerte. No dudo ni por un momento de tu lealtad a los Ángeles Oscuros —respondió Bóreas—. Considero que la tradición de no destinarnos nunca a nuestros mundos natales es bastante sensata, por lo que pudiera suceder. Tal vez haya sido un error enviarte aquí, cerca de un planeta tan similar al tuyo.
—Yo no creo que sea un error —replicó Damas—. Mi mundo es ahora la Torre de los Ángeles y lo ha sido durante dos siglos. Slathe no es más que otro de los muchos mundos que he jurado proteger.
—Entonces disculpa mi error —dijo Bóreas inclinando la cabeza cortésmente—. No me gustaría que pensases que tengo alguna reserva acerca de la tarea que realizas. Estoy aquí como vuestro guardián y consejero. Quiero que te sientas libre de expresar cualquier cosa que te preocupe.
—Pues me preocupa tener tan pocos candidatos, eso es todo —respondió Damas tranquilamente.
—Muy bien, anotaré tus sugerencias en mi diario, de modo que si no llegamos al número exigido, nadie te hará responsable —prometió Bóreas.
—No es eso lo que me inquieta, Hermano Capellán. Lo que me preocupa es la futura fuerza del Capítulo —le corrigió Damas.
—Entonces lo haré constar en mi entrada —dijo Bóreas—. Y dejando a un lado el tema del número, ¿estás contento con estos aspirantes?
—Todos han mejorado sus habilidades y cumplen mis expectativas —confirmó Damas.
Después dio otras dos palmadas. Inmediatamente, los aspirantes se reunieron alrededor de los dos Marines Espaciales atentos a su instructor.
—Te dejaré con tus alumnos —dijo Bóreas.
Y dio la vuelta para marcharse.
Mientras salía, oyó cómo el veterano sargento ordenaba a su grupo que se pusiesen en parejas para practicar el combate sin armas.
Bóreas estaba inquieto. Presentía que algo no iba bien. A simple vista, parecía que todo era normal, pero percibía el descontento de sus hombres. No sabría decir qué era exactamente, pero detectaba en ellos un ligero reproche. Como él, se sentían frustrados, prácticamente abandonados en el sistema Limnos mientras sus hermanos de batalla libraban gloriosas batallas a cientos, si no miles, de años luz de allí. O tal vez sólo estuviese proyectando en ellos su propia impotencia. Los otros estaban ligeramente decepcionados con su destino, pero eso era todo. No era algo de extrañar. De todos ellos, Néstor era el que parecía más cómodo con la situación. Pero eso podía suponer un problema en sí. ¿Se había resignado el viejo apotecario a su futuro? ¿Habría perdido su empuje? ¿Estaría simplemente esperando a la muerte, hastiado tras sus largos años de servicio?
Antes de ir a ver a los hermanos de batalla Thumiel y Zaul, el Capellán decidió que necesitaba más tiempo para pensar sobre todo aquello. Subió las escaleras de caracol hasta el último piso de la torre, hasta el tejado donde se encontraba la plataforma de observación y de tiro. Desde allí veía todo Puerto Kadillus y el gran volcán a cuyos pies se había construido. Cada vez más fuerte, la brisa soplaba en su rostro y agitaba su túnica al tiempo que refrescaba su mente. Solía acudir allí cuando los límites de la capilla ahogaban sus pensamientos en lugar de ayudarlos a fluir. Primero se dirigió hacia el parapeto sur y observó las pendientes que daban al mar.
Allí se encontraba el centro industrial de Puerto Kadillus, con sus inmensos muelles donde los gigantescos transatlánticos iban y venían, y donde las altas grúas y puentes cruzaban la bahía para descargar su cargamento de gases y minerales extraídos del fondo del mar. Las fábricas rodeaban el puerto como una mancha y vomitaban humo mientras procesaban minerales y fundían metales que se enviarían a otro planeta. Allí se encontraban los edificios prefabricados, inmensas estructuras de rococemento plagadas de los millones de trabajadores de Puerto Kadillus. Estaba oscureciendo y pronto las sonoras sirenas anunciarían el final de la jornada diurna y comenzaría la vigilancia nocturna. Cuando llegaba la noche, los miles de hornos y plantas de fundición teñían el cielo de rojo.
Bóreas se paseó por el parapeto y miró hacia el este. Allí se encontraba el distrito más rico, cercano a las viejas ruinas de la antigua basílica. Más allá de los altísimos chapiteles de los nobles planetarios y de los cada vez más numerosos palacios de la comandante Imperial, la señora Sousan, se encontraba la Cresta Koth. Allí fue donde los Ángeles Oscuros y la Guardia Imperial se habían enfrentado a los orkos. De haber fracasado en aquella defensa, las dos fuerzas de pieles verdes se habrían unido y el planeta se habría perdido para siempre.
Fue allí, en aquel yermo y rocoso tramo de tierra donde miles de guardias y casi un centenar de Marines Espaciales derrotaron a lo que parecía una interminable horda alienígena. Bóreas no estuvo allí, pues entonces todavía estaba luchando en Kadillus. Pero había escuchado aquel relato de victoria y heroísmo con orgullo. Los hermanos de batalla de los Ángeles Oscuros habían luchado con fuerza y habían sufrido terribles pérdidas, pero gracias a su sangre obtuvieron la victoria y libraron a Limnos de ser esclavizado. Si Limnos IV hubiese caído en sus manos, los orkos no habrían encontrado ningún tipo de resistencia al descender a Limnos V. Las tribus que habitaban el planeta habrían sido asesinadas o esclavizadas, y los Ángeles Oscuros habrían perdido otro mundo para siempre.
Bóreas no podía dejar de pensar con amargura en los acontecimientos de los últimos cinco años. En una ocasión, una compañía entera se había destacado allí a las órdenes del Maestre Belial. Ahora, sólo quedaban él y un puñado de veteranos de la campaña para defender el futuro del Capítulo. La Torre de los Angeles regresaba cada vez con menos frecuencia, y Bóreas se preguntaba cuánto tardarían en olvidarse todas aquellas grandes hazañas.
Continuando su circuito, Bóreas se volvió hacia el norte. Lo primero que vio fue la inmensa pista de atraque del puerto septentrional, donde las naves aterrizaban y despegaban todas las semanas para abastecerles de suministros vitales y llevarse a cambio los minerales del planeta hacia lejanos sistemas. Pero algo no iba bien. El Capellán se concentró y vio unas volutas de humo oscuro serpenteando como zarcillos de las calles cercanas a la pista. También distinguió el parpadeante color naranja de las llamas.
El Capellán Interrogador corrió hacia la torreta de tiro más cercana y entró en ella. Conectó el comunicador y presionó el botón para contactar con el centro de mando, que estaba en la base de la torre. Zaul estaría de guardia en ese momento.
—Aquí Bóreas. ¿Habéis recibido alguna alerta inusual del norte de la ciudad? —preguntó.
—Negativo. No hemos recibido ninguna llamada fuera de lo común en todo el día —respondió Zaul al cabo de un instante—. ¿Hay algún problema?
—Ponme con el cuartel del coronel Brade —ordenó Bóreas al tiempo que activaba los sistemas de control de la torreta.
Los motores zumbaron y el comunicador crepitó mientras Zaul lo conectaba con la antena principal que se elevaba desde el centro de la torre. Con una mano manipuló los controles y dirigió el arma hacia el norte mientras observaba la pantalla sensora de gran alcance. En la pantalla veía claramente que había varios fuegos por las calles, y el humo llenaba las grandes calzadas.
—¿Lord Bóreas? —se escuchó a través del comunicador.
—Coronel Brade. Estoy viendo que parece haber disturbios cerca del Puerto Norte —dijo Bóreas—. Por favor, póngame al tanto de la situación.
—Ha habido un pequeño motín, mi señor —respondió Brade—. Sólo han sido un centenar de individuos; las fuerzas de seguridad de la comandante Imperial están intentando contenerles mientras hablamos.
—Informe a quien sea que esté a cargo de la operación que me reuniré con él en breve —dijo Bóreas viendo que había cada vez más incendios en el monitor.
—No creo que sea necesario, mi señor —dijo Brade secamente—. Estoy convencido de que los hombres de la comandante Imperial son capaces de manejar la situación.
—Me gustaría presenciar estos sucesos personalmente. Por favor, comunique al comandante de tierra de que espere mi llegada.
Bóreas cortó la comunicación y desconectó la torreta. Recorrió a toda velocidad el tejado hasta las escaleras y descendió a toda prisa por ellas hasta llegar al primer nivel subterráneo. El Capellán saltó los últimos escalones y entró en el garaje de la fortaleza. Allí, dos largos transportes blindados Rhino y tres motocicletas de combate descansaban en la penumbra. Se dirigió hacia las últimas. Con inmensas ruedas reforzadas, coraza blindada y bólters incorporados, en vez de motos parecían más bien pequeños vehículos de carretera. Estaban diseñadas para que los Marines Espaciales pudiesen realizar ataques relámpago en territorio enemigo. A Bóreas le resultaban útiles para viajar por las curvas calles de la ciudad de Kadillus las pocas veces que dejaba el puesto de avanzada, normalmente para asistir a ceremonias tradicionales con la comandante Imperial.
Montó en la máquina y conectó el motor. Su mecánico rugido resonó por todo el garaje. Bóreas contactó con la cámara de control.
—Controla todas las transmisiones locales. Me dirijo al área del Puerto Norte para averiguar qué está pasando —anunció a Zaul.
—Tengo tu rastreador localizado en la pantalla-oráculo —confirmó el hermano de batalla.
El transpondedor incorporado en el chasis de la moto transmitiría su posición cada pocos segundos para que el resto de Marines Espaciales conociesen su situación en todo momento para saber dónde acudir en caso de que el conductor se encontrase con algún peligro o no contactase con ellos cuando estuviese previsto.
—Abre la puerta —ordenó Bóreas antes de darle a acelerar y soltar el embrague. Dejando una columna de humo azul a su paso, subió a toda prisa la rampa y salió hacia la luz crepuscular de la ciudad.
Tras pasar los reforzados bastiones de la torre, Bóreas cambió rápidamente de marcha y corrió por las calles. Su túnica ondeaba al viento. Los pocos coches y los pesados y largos transportadores que había en la carretera ralentizaron su paso para dejarle pasar. Todo el mundo estaba trabajando, de modo que las calles estaban prácticamente despiertas. A ambos lados, los sombríos edificios de Kadillus pasaban a gran velocidad, y el Capellán captaba la expresión de sorpresa en los rostros de los pocos ciudadanos que había en las aceras. Pocas veces veían a sus misteriosos y sobrenaturales guardianes, y algunos peatones empezaron a correr tras él gritando elogios y alabanzas.
Al cabo de unos pocos minutos el cielo sobre Bóreas se volvió negro a causa del espeso humo. La multitud estaba reunida, pero no tardaban en apartarse conforme él avanzaba en su veloz vehículo, más despacio ahora que las calles estaban llenas de gente. Pronto divisó el uniforme rojo oscuro de uno de los miembros de las fuerzas de seguridad de Kadillus y se acercó hasta ella. La mujer, con la cabeza y los ojos ocultos bajo su visera de cristal reflectante, se quedó boquiabierta al ver que se detenía justo delante de ella. Llevaba un rifle láser que empezaba a temblar entre sus nerviosas manos.
—¿Quién está al mando y dónde puedo encontrarle? —preguntó Bóreas inclinándose hacia la agente.
La mujer parecía más pequeña de lo que era a su lado y se sentía claramente intimidada por su presencia.
—El teniente Verusius —respondió la mujer sin aliento—. Está en la zona de mayor agitación, al oeste, en el siguiente cruce.
—No deje que nadie más entre en la zona —le ordenó Bóreas.
—Eso es lo que estamos intentando —contestó la agente mientras daba un paso atrás.
—Bien —dijo Bóreas.
Después aceleró y se dirigió adonde le había indicado. Conforme se acercaba al cruce, que se encontraba a un kilómetro de distancia, cada vez encontraba más personal de seguridad. Los ciudadanos también se volvían cada vez más numerosos, retenidos por el cordón policial. Sus empujones y su ira cesaron al ver al Marine Espacial. La multitud se apartaba para dejarle paso y los gritos anunciaban su avance.
No tardó en ver la primera línea. Las columnas de humo se elevaban hacia el cielo y decenas de guardias formaban una línea a lo largo de la carretera. Cerca había un todo terreno blindado, y un pequeño grupo de oficiales se encontraban de pie a su lado. Todos se volvieron al mismo tiempo al escuchar el chirrido de la moto que se detuvo tras el vehículo.
—¡Lord Bóreas! —exclamó uno de ellos.
Llevaba un comunicador en la mano que de vez en cuando graznaba con sonidos incomprensibles.
—¡Qué gran honor! —continuó.
—¿Eres el teniente Verusius? —preguntó Bóreas al joven.
—No, soy yo —dijo un agente más viejo y más bajo.
No llevaba casco, y su uniforme constaba de un largo chaquetón rojo con ribetes dorados. Tenía un rostro amplio, dividido por un oscuro bigote. Su cabello, que ya empezaba a escasear, era corto.
—Como le aseguré al coronel Brade cuando me ofreció su ayuda, está todo bajo control.
—No lo dudo; sólo quiero saber qué está pasando —dijo Bóreas.
—Comenzó hace meses —explicó Verusius con aspereza—. Últimamente ha estado reinando la inquietud en las fábricas. La gente ha empezado a hablar sobre los misteriosos augurios que han estado presenciando, como las inusitadas tormentas en plena estación seca, el hecho de que todas las minas hayan llegado a grietas vacías en el transcurso de unas pocas semanas y las extrañas criaturas mutantes que han atacado a los cosechadores en el océano. Corren rumores de que los astrópatas han estado viendo remolinos de sangre en sueños, y que han oído los gritos de niños agonizando. Ha habido más peleas que de costumbre, incluso ha muerto gente en las reyertas, y ahora esto.
—Eso no explica esta desobediencia repentina —respondió Bóreas—. Algo o alguien debe de haber instigado esta agitación.
—Esta mañana aterrizó una nave en la estación orbital —explicó Verusius—. Después empezaron a correr rumores de que su navegante había sufrido una especie de ataque, que le habían sacado de su pilastra con la cara chorreando sangre, como si todos los vasos sanguíneos de su cuerpo hubiesen reventado. Intentamos evitar que los rumores se propagasen, ordenamos el cierre del espaciopuerto por seguridad, pero no sirvió de nada. La gente empezó a reunirse aquí para informarse, y la cosa se puso fea.
—¿Por qué no se me ha comunicado nada? —inquirió Bóreas—. Esta información afecta a la seguridad de nuestro puesto.
—Yo no sé nada de eso, tendrá que ponerse en contacto con los asesoíes de la comandante Imperial —respondió Verusius encogiéndose de hombros—. Tenemos órdenes de abrir fuego si la cosa empeora.
—¡No! —rugió Bóreas mirando al resto de agentes de seguridad—. No quiero muertes innecesarias. Dejad que evalúe la situación. Yo os diré qué medidas tomar.
El Capellán continuó avanzando por la calle y vio que los alborotadores habían construido barricadas de carretas y ruedas en llamas. Estaban lanzando trozos de manipostería a los agentes y arrojaban objetos en llamas al interior de los edificios que había a ambos lados de la calle. El personal de seguridad había formado una línea irregular a lo largo de la avenida principal hasta el espaciopuerto para evitar que los alborotadores accediesen a la zona, cercana a los palacios Imperiales. Bóreas se colocó tras la línea y observó por encima de las cabezas de los agentes a la muchedumbre en la calle. Los guardias que tenía delante se volvían ligeramente, sobresaltados.
Habría unas doscientas personas reunidas. Muchas llevaban antorchas llameantes y armas improvisadas de algún tipo. La calle resonaba con la algarabía del motín, pero el agudo sentido del oído de Bóreas le permitía distinguir todos los sonidos. Sus gritos y chillidos se escuchaban por encima del crepitar de los fuegos, del crujir de la madera y del estallido de los cristales rompiéndose. El Capellán podía oler el humo de los fuegos, el sudor de los cuerpos, y la sangre derramada por la calle.
El rojo de los uniformes contrastaba contra la negra roca de la carretera allí donde los guardias heridos yacían. Sus compañeros no podían llegar hasta ellos a causa de la ira de los alborotadores. Bóreas se abrió paso a través de la línea. Uno de los agentes perdió el equilibrio cuando el fornido Marine Espacial pasó por su lado.
Bóreas comenzó a caminar hacia la muchedumbre encolerizada mientras los trozos de manipostería se hacían añicos contra el suelo a su alrededor. Los alborotadores le vieron a los pocos segundos. La lluvia de misiles disminuyó y finalmente cesó. Los gritos también se apagaron. En cuestión de segundos, la mera presencia del Capellán había sofocado aquella violencia. Su sola apariencia había sido suficiente para apartar los pensamientos de desobediencia de las mentes de los alborotadores. Ahora se habían sustituido por miedo y respeto. Bóreas se encontraba a tres pasos de la muchedumbre y continuaba avanzando con paso lento y decidido. Al igual que los otros ciudadanos habían hecho anteriormente, la inquieta multitud se separó ante él y formó un círculo. El Capellán se detuvo en medio del grupo. Sólo el crepitar de las llamas y algún que otro tintineo de los cristales rotos bajo los pies de los manifestantes rompían el silencio que le recibía.
Bóreas observó a las personas que tenía a su alrededor. Sus gestos de ira y de odio se habían transformado en terror apenas contenido. Muchos empezaron a llorar, algunos se pusieron de rodillas y vomitaron a causa de la impresión. Otros empezaron a murmurar alabanzas al Emperador, soltando los ladrillos y las porras que llevaban en las manos contra el suelo de rococemento. Cuando por fin se hizo el silencio de nuevo, lo único que Bóreas oía era el jadeante pánico y los agitados latidos de sus corazones. Ninguno se atrevió a enfrentarse con la mirada de enojo del Capellán Interrogador mientras sus ojos recorrían a la sometida multitud.
La propia ira de Bóreas se apagó mientras miraba a la gente. Aquéllos no eran herejes a los que matar. No se trataba de insatisfechos resueltos a llevar a cabo una rebelión. No eran más que ciudadanos cuyo temor se había vuelto ira, y que pedían a gritos ayuda y orientación.
—¡Perdónenos, señor, perdónenos! —rogó un hombre escuálido que vestía el uniforme de uno de los trabajadores de los cargueros de Puerto Norte mientras se lanzaba a los pies de Bóreas—. ¡No pretendíamos provocar su ira!
—Tranquilos —dijo el Capellán por encima de la temerosa y apiñada multitud.
Después se agachó y ayudó al hombre a levantarse.
—Soltad vuestras armas, dejad a un lado vuestra ira y vuestro miedo. Miradme y recordad que los sirvientes del Emperador velan por vosotros. No temáis, porque estoy aquí como vuestro guardián, no como vuestro verdugo.
La multitud guardó silencio mientras observaban al Marine Espacial e intercambiaban miradas entre ellos.
—Pero tenemos miedo, mi señor —dijo el trabajador del puerto—. Se avecina una época de oscuridad, hemos visto los presagios, hemos oído los augurios.
—Y yo estoy aquí para protegeros —les aseguró el Capellán—. Mis hermanos y yo estamos aquí para cuidaros, para defenderos de cualquier peligro. Estoy aquí como representante de los Angeles Oscuros, como guerrero del Emperador, y he venido a recordaros los sagrados juramentos que unen nuestro destino al vuestro. ¡Y renuevo mi promesa aquí y ahora! Juro por el honor de mi Capítulo y por mi propia vida que yo y mis hermanos de batalla daremos nuestras vidas por defender vuestro mundo si es necesario, sea cual sea la amenaza.
—¿Qué será de nosotros? —gritó una mujer alta con sangre en su rubio cabello y un corte a un lado de la cara.
—No puedo culparos por vuestros temores —respondió Bóreas—. Pero no puedo perdonar vuestros actos. No podéis levantaros contra los sirvientes del Emperador y quedar impunes. Le rogaré a la comandante Imperial que sea indulgente, pero os pido que os entreguéis a la merced de vuestro gobernador y que os sometáis al juicio de su sistema legal. ¿Quiénes se declaran líderes de estos disturbios?
Hubo unos murmullos y tres hombres dieron un paso vacilante al frente con la cabeza inclinada, avergonzados. Los tres vestían de manera similar, con los uniformes de los trabajadores del puerto y con emblemas de supervisor bordados en el pecho.
—¡Había uno más! —exclamó alguien—. ¡Fue él quien lo empezó todo!
—Era de otro mundo, estaba ahí pronunciando discursos —añadió otra voz.
—Habladme de ese hombre —exigió Bóreas a los líderes del círculo.
Fue el más viejo quien respondió, un hombre de mediana edad con una espesa mata de pelo rizado y larga barba.
—Trabajaba en una nave en órbita. Fue su lanzadera la que trajo la historia del navegante mutilado —explicó el hombre mientras buscaba entre la multitud—. No lo veo por aquí.
—Habladme de esa nave —ordenó Bóreas inclinándose sobre el hombre—. ¿De qué nave procedía este hombre?
—Se llamaba San Carthen —respondió otro de los líderes de la revuelta—. Dijo que era una nave comercial independiente. Nos contó que venía de otros mundos que se habían sublevado, de mundos donde los poderes oscuros dominaban la mente de los gobernadores. Acusaba a la comandante Imperial Sousan, decía que ella estaba bajo el dominio de una influencia alienígena.
—¿La San Carthen? ¿Estás seguro de que era ése el nombre de la nave? —inquirió Bóreas agarrando la parte delantera del chaquetón del hombre y alzándolo de puntillas.
Aquel nombre atravesó al Capellán como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
—Sí, sí, mi señor —tartamudeó el trabajador con los ojos llenos de temor.
Bóreas le soltó y se alejó rápidamente. La gente reunida se apartaba y tropezaba para dejarle pasar. Bóreas se detuvo a los pocos pasos al ver que los guardias caminaban cautelosamente hacia delante. Entonces se volvió hacia la multitud de nuevo.
—¡Someteos al juicio de vuestros tribunales y dad gracias al Emperador de que hoy estoy de un humor tolerante! —les dijo antes de marcharse a toda prisa con la mente sumida en un remolino de oscuros pensamientos.
Verusius se encontraba junto a la moto de Bóreas mientras el Capellán Interrogador se acercaba velozmente al grupo de agentes de seguridad.
—Muchas gracias por su intervención, mi señor —dijo con una rápida reverencia—. Vuestra clemencia os honra.
—Castígales como veas conveniente —respondió Bóreas al tiempo que apartaba a Verusius de un empujón y montaba sobre la moto.
En aquel momento sólo le preocupaba una cosa: comprobar la presencia de la San Carthen. Si definitivamente estaba en Limnos, aquello anunciaba más peligro que unos cuantos ciudadanos sublevados y la agitación a causa de unas simples supersticiones.
—Recuerda que los de mente débil necesitan una mano fuerte que les guíe —le dijo a Verusius con tono severo—. La benevolencia es loable, pero la debilidad sólo permitirá que el cáncer de la herejía degenere poco a poco. Yo no soy quién para juzgarles, eso es cosa de vuestros legisladores, pero sugiero que ejecutéis a los cabecillas. Han defraudado la confianza que se había puesto en ellos, y eso no debe consentirse. Castigad a los demás rápido y haced que vuelvan al trabajo, ya que la inactividad producirá disconformidad. También exijo que encontréis a cualquiera que proceda de la San Carthen y que le ejecutéis de inmediato.
No explicó que si Verusius no seguía la sugerencia del Capellán, era posible que los Angeles Oscuros tuviesen que acabar convirtiéndose en verdugos. Cuantos menos oyeran hablar de la San Carthen, menos probable sería que se descubriese su desagradable historia. Verusius empezó a hablar de nuevo, pero el vibrante rugido del motor de la moto ahogó su voz. Bóreas dio un giro en el vehículo, la rueda trasera escupió polvo y humo, y se alejó a toda prisa. Su corazón palpitaba fuertemente mientras regresaba a gran velocidad al puesto de avanzada, ajeno a los transeúntes y a los guardias que patrullaban las calles y que se dispersaban a su paso.
TERCERA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
La habitación parecía dar vueltas ante los ojos de Astelan y girar en un remolino gris por encima de la losa. Había perdido todo concepto del tiempo, y sus experiencias se reducían a alternos períodos de dolor y de vacío. En cierto modo, había llegado a temer más a los intervalos de soledad más que a la tortura. Cuando Bóreas estaba presente, retorciendo todo lo que había hecho y convirtiendo las propias palabras de Astelan en cuchillos con los que apuñalarle, le resultaba más fácil centrarse. A pesar del dolor de sus heridas, podía concentrarse en defenderse de las acusaciones. Intentaba que los Angeles Oscuros entendiesen por qué había hecho todo lo que ellos llamaban «crímenes». El deseo de sacarles de su ignorancia, de hacerles ver la gran visión que se escondía tras sus actos, eran un reto al que aferrarse, un objetivo tangible por el que luchar.
Pero cuando le dejaban solo durante lo que parecían días y días, le resultaba más difícil continuar aquella lucha. Cosas que había visto tan claras mientras se las explicaba a Bóreas de repente se tornaban envueltas en duda.
Las preguntas del Capellán se le habían quedado grabadas, le acosaban constantemente y debilitaban su determinación. ¿Y si había perdido el rumbo? ¿Y si se había vuelto loco y todo lo que había hecho no habían sido más que los viles actos de una mente atormentada?
Astelan luchó contra estos pensamientos, porque prestarles atención significaba aceptar que todo lo que había hecho carecía de sentido y que Bóreas tenía razón y había cometido un grave pecado.
Pero él no había pecado. Astelan se mantenía firme en su convicción en los valiosos momentos en los que conseguía pensar con claridad. Sus interrogadores no habían estado allí; ellos no sabían lo que había pasado. Ahora tenían la oportunidad de descubrir la parte desconocida de su historia, el acontecimiento que tanta mella había hecho en sus almas. Astelan podía enseñarles lo que sabía y conducirles de nuevo al auténtico camino del Emperador. Conseguiría apartar de ellos sus sospechas y sus doctrinas y volvería aquel interrogatorio en beneficio propio. Tenía mucho que decir, y los Ángeles Oscuros le escucharían.
No obstante, todavía tenía que luchar contra el psíquico, el brujo Samiel. El recuerdo del hombre penetrando en su interior, rebuscando entre sus pensamientos y sus sentimientos hizo que se sintiese violado. Esto era lo que le preocupaba más que nada. Junto a los alienígenas, los mutantes psíquicos eran la principal amenaza de la humanidad. El Emperador lo sabía y les había hablado de los peligros de la posesión y de la corrupción. ¿Acaso no había censurado a los Mil Hijos por jugar con la magia? Y ahora, diez mil años de desgobierno habían hecho que el Imperio se plagase de brujos. Existían organizaciones dedicadas exclusivamente a su reclutamiento y a su formación. Eran una afrenta a todo lo que el Emperador había querido alcanzar. El Adeptus Astra Telepathica con su ritual de unión del alma absorbía la magnificencia del Emperador para ellos mismos. La Scholastika Psykana reclutaba a psíquicos en el ejército. A Astelan le dolía pensar en la insensata negligencia de permitir que el mayor enemigo del hombre prosperase y se nutriese a expensas de la humanidad. ¿Habían olvidado los peligros que aquello implicaba? ¿O simplemente habían decidido ignorarlos, arriesgando así el futuro del Imperio y de la humanidad?
¡Y lo más estúpido de todo era que habían permitido que los psíquicos se convirtiesen en Marines Espaciales! Les llamaban Bibliotecarios, un reconfortante eufemismo para no tener que pensar demasiado en las consecuencias. Era una máscara, una cortina de humo para que aquellos que estaban en el poder pudiesen fingir que había un motivo para permitir que aquellas abominaciones existiesen. Astelan temía por el Imperio que había nacido tras la calamidad de la Herejía de Horus, y temía por las posibilidades que tenía la humanidad de sobrevivir en una galaxia decidida a extinguirla.
Pero ¿qué podía hacer? Como comandante de Capítulo siempre había estado al frente de la batalla para proteger el futuro de la humanidad. Ahora se veía rodeado de ignorancia y de odio por lo que representaba.
Pero ¿qué representaba en realidad? Una vez más, las preguntas de Bóreas atormentaban su mente y deshacían los argumentos que había utilizado para justificar sus acciones. ¿Era realmente diferente a los primarcas que habían convertido la causa del Emperador en la suya propia? ¿Quién era él, un simple guerrero, para juzgar el destino de la humanidad? Su papel era cumplir órdenes, librar batallas y dirigir a los soldados, no marcar el rumbo del futuro de la humanidad. ¿Fue entonces la arrogancia lo que le llevó a abandonar a Lión El'Jonson? ¿Conocía la mente del Emperador tan bien como aseguraba?
—Veo que has estado meditando sobre tu vida —dijo Bóreas.
Astelan se asustó por un momento. No había oído entrar al Capellán Interrogador. ¿Cuánto tiempo había pasado sin ser consciente de la presencia de Bóreas, con la atención fija en sus propios pensamientos?
—¡Estoy intentando sacarme la voz de ese asqueroso brujo de la cabeza, pero me ha envenenado! —silbó Astelan al tiempo que intentaba limpiarse la suciedad que sentía sobre su rostro.
Pero las cadenas estaban demasiado tensas y sus manos no hacían más que bailar burlonamente delante de él. Por un momento, Astelan pensó que eran las manos de Samiel, listas para emborronar su mente de nuevo, para hurgar en los recovecos de su memoria, y se estremeció. Mientras movía las manos, Astelan se centró en la celda y en Bóreas.
—Lo estás haciendo bien, Astelan —le dijo el Capellán—. Veo que empiezan a salir las impurezas y las mentiras, y oigo como gritas implorando perdón.
—¡Jamás! —el preso recuperó su determinación de inmediato.
Tenía la cabeza totalmente despejada de nuevo. Jamás admitiría que se había equivocado. Eso supondría una repulsa a todas las enseñanzas del Emperador y la aprobación de la farsa en la que se había convertido el Imperio.
—No necesito ser perdonado por nada. Eres tú quien debería implorar misericordia al mismísimo Emperador por corromper su sueño, por pervertir su gloriosa ambición.
—No he venido para escuchar tus desvarios. He venido a obtener información —le interrumpió Bóreas.
—Pregúntame lo que quieras, te contestaré la pura verdad —contestó Astelan—. Aunque dudo mucho que la aceptes.
—Eso ya lo veremos —respondió Bóreas mientras adoptaba su postura de costumbre, con los brazos cruzados y a la cabeza de la losa—. Aseguras que llegaste a Tharsis en una nave, y que había otros Caídos contigo. Cuéntame cómo te hiciste con la nave y cómo encontraste a estos compañeros.
—Primero tengo que contarte lo que me sucedió tras las batallas de Caliban —dijo Astelan—. Era una época que comenzó con gran confusión y dolor. Sentí durante una eternidad que no tenía forma, pues la ira distorsionaba y retorcía mi interior. Me sentía en el centro de una tormenta, y era parte de la vorágine en sí. Sólo conservaba una fracción infinitamente pequeña de consciencia de mí mismo, de quién o de qué era. Y entonces desperté, como si saliese de un sueño. Al principio era como si Caliban, la guerra y el fuego de los cielos fuesen tan sólo un recuerdo imaginario.
—¿Dónde? ¿Dónde te encontraste a ti mismo? —preguntó Bóreas.
—Eso fue lo más desconcertante de todo —dijo Astelan torciendo el gesto.
Estaba mareado y cansado de su tortura a manos de Bóreas y de la exploración mental de Samiel, y cerró los ojos para ayudarse a concentrarse.
—Me encontraba en una pendiente rocosa, un lugar estéril, un páramo desierto que se extendía ante mí. Lejos quedaban los densos bosques de Caliban, el cielo era amarillo y una estrella destacaba en el horizonte. Al principio pensé que tal vez no me había despertado, que seguía soñando. Al ver que aquello no era posible me sentí frustrado y empecé a dudar de mi cordura. Pero cuando el sol desapareció y el cielo nocturno se llenó de estrellas que no conocía, me di cuenta de que era real. Sin entender cómo había llegado allí, decidí descubrir en qué clase de lugar me encontraba. Tardaría mucho tiempo en descubrir la verdad.
—¿Y cuál era la verdad?
—Me hallaba muy lejos de Caliban —suspiró Astelan—. A la mañana siguiente, decidí caminar hacia el este, no tenía ningún motivo en particular, pero algo dentro de mí me decía que debía caminar hacia el sol. Esperaba encontrar algún poblado o algo que me indicase dónde estaba. Anduve todo el día por las pedregosas pendientes de un inmenso e inactivo volcán, y no encontré nada.
—¿Cómo sobreviviste?
—El planeta no estaba tan desierto como me pareció en un principio. Había pequeños bosquecillos de largos y delgados árboles y de espinosos ar
bustos. Descubrí que si cavaba lo bastante hondo había pequeñas corrientes de agua entre las rocas, pequeños charcos bajo la superficie. También había roedores, serpientes e insectos que se alimentaban los unos de los otros, y eran fáciles de cazar. Así es como sobreviví. Me temo que de no haber sido por este extraordinario cuerpo que me dio el Emperador habría perecido. Si mi estómago, mis músculos y mis huesos no hubiesen sido tan eficientes, habría muerto de hambre o de alguna enfermedad a causa del agua contaminada. Pero nos crearon para sobrevivir, ¿verdad? El Emperador nos modeló para que sobreviviésemos en medios de muerte y pudiésemos continuar la lucha.
—Pero ¿y la nave? ¿Cómo diste con ella? —preguntó Bóreas, impaciente.
—Conté los días que estuve caminando, siempre hacia el este, siempre hacia el sol de la mañana —continuó narrando Astelan, satisfecho al ver la frustración del Capellán—. De noche me dedicaba a cazar, pues era cuando las criaturas salían de sus guaridas y sus madrigueras en busca de alimento. Durante doscientos cuarenta y dos días y noches, subsistí de este modo hasta que por fin di con signos de vida inteligente. Pasé todo ese tiempo intentando entender qué había pasado, reviviendo las batallas, intentando reconstruir los últimos momentos de la lucha en Caliban. A día de hoy todavía no he hallado las respuestas.
—¿Qué sucedió tras los doscientos cuarenta y dos días? —la voz de Bóreas no contenía ira, sólo un ligero tono de irritación.
—Divisé una luz en el cielo nocturno —dijo Astelan, y el recuerdo le hizo sonreír—. Al principio pensé que se trataba de un cometa o un meteorito, pero cuanto más lo observaba, vi que viraba en el cielo hacia el norte y después desapareció. Las estrellas fugaces no se mueven de ese modo. Entonces volví a recobrar la esperanza, pues supe que se trataba de una nave o de algún medio de aviación. En ese momento no me paré a pensar en si serían amigos o enemigos, sólo lo vi como una señal hacia donde dirigirme. De modo que durante doce días más caminé hacia el norte y, al cuarto día, vi cómo la nave se marchaba de nuevo y acudía a su destino de una manera más directa.
—¿Y descubriste dónde había aterrizado?
—Como todo lo demás en aquel mundo desolado, la humanidad había decidido vivir bajo la superficie, y se refugiaba en espacios cavados en la roca —explicó Astelan—. Vi portales blindados en la ladera de una gran colina, sobre la que había una inmensa explanada iluminada con cientos de luces para guiar a las naves. Después de haber visto sólo la luz del sol y de las estrellas durante tanto tiempo, aquel resplandor amarillo y rojo me resultó glorioso al verlo brillar en el horizonte. Redoblé mis esfuerzos, y crucé las rocosas llanuras a gran velocidad para alcanzar la aurora de civilización que tenía por delante.
—¿Y qué sucedió? ¿Qué encontraste allí? ¿De qué lugar se trataba? —Bóreas disparaba las preguntas como si abriese fuego con un bólter.
—Cuando me acercaba al final de mi viaje, de repente me invadió la duda —continuó Astelan con languidez y saboreando la insatisfacción de Bóreas—. El Imperio se estaba desgarrando a causa de la guerra desatada por Horus. Los dominios del Emperador estaban divididos, y no tenía modo alguno de saber de qué lado estaban los habitantes de aquella ciudad subterránea. No veía ningún signo de guerra, y me pasé un día entero observando, buscando alguna señal que me indicase a qué bando pertenecían, pero no había ninguna.
—Pero la Herejía de Horus había terminado. El Emperador había obtenido la victoria mucho tiempo atrás —señaló Bóreas.
—No era consciente del tiempo que había transcurrido, no tenía modo de saber la cantidad de años que me había perdido, o cómo había sucedido todo —respondió Astelan, abriendo los ojos y mirando a Bóreas—. Finalmente, me atreví a entrar, pues prefería morir a manos de unos traidores que esperar a la muerte segura que me aguardaba en aquel páramo. Me presenté en la puerta más cercana como guerrero de los Ángeles Oscuros. Jamás había visto una expresión de tanta sorpresa como la que se formó en el rostro de aquel hombre cuando aparecí. Pero no intentó atacarme, y vi que no tenía nada que temer. Abrumados, los guardias me llevaron dentro y llamaron a sus superiores.
Los agrietados labios de Astelan comenzaron a sangrar de nuevo cuando sonrió al recordar la sensación de alivio que sintió al ser bien recibido en el poblado subterráneo. Hasta ese momento no había sido consciente de lo perdido que se había sentido, de lo mucho que los acontecimientos más recientes de su vida le habían desorientado.
—Reunieron a su consejo de gobierno —continuó—. Poco podía decirles, ya que no tenía ni idea de cómo había llegado allí. Los sacerdotes decían que era un milagro, que el Emperador me había enviado hasta ellos. Pero por cada pregunta que me hacían, yo formulaba muchas más. ¿Cuáles eran las últimas noticias acerca de la Herejía? ¿Dónde estaba y cómo podía reunirme con mis hermanos? Y me enteré de muchas cosas en aquella primera reunión. Para mi horror, me dijeron que habían pasado más de nueve mil años. No podía entenderlo, era demasiado tiempo, demasiado vasto como para comprenderlo. Me quedé impactado y mudo mientras intentaba asimilar aquella información.
—Pero imagino que finalmente aceptaste lo que había sucedido —dijo Bóreas.
—Nunca llegué a hacerlo completamente —admitió Astelan—. La magnitud de aquel hecho superaba la imaginación y la comprensión. Descansé en unas cámaras a las que me guiaron, incapaz de razonar mientras intentaba aclarar lo que había sucedido, pero no lograba hallar las respuestas. Incapaz de racionalizar lo que estaba experimentando, decidí averiguar todo lo que pudiese sobre qué había ocurrido durante mi extraordinaria ausencia. Empecé por lo más obvio y exploré aquel nuevo lugar en el que me encontraba. Era una colonia minera en un mundo llamado Scappe Delve. Tenían pocos mapas estelares exactos, pero, para mi consternación, conseguí calcular que me encontraba a mil doscientos años luz de Caliban. Una inmensa sensación de soledad me invadió de nuevo, tan lejos del mundo que había adoptado como mi hogar. Pero el resto de revelaciones habían sido tan extrañas que me resultó más fácil aceptar este terrible hecho.
—Y entonces te enteraste de lo que había pasado desde que os levantasteis contra el León y le hicisteis la guerra a Caliban.
La voz de Bóreas era ahora más neutra. Había decidido dejar que Astelan narrase su historia como quisiera.
—Hoy en día es difícil distinguir entre los rumores y las mentiras —suspiró Astelan—. Casi diez mil años han oscurecido los acontecimientos de la Herejía, y las historias de Scappe Delve no eran demasiado extensas. Pero yo había vivido en la época en que el Emperador todavía caminaba entre nosotros y supe cribar la verdad de las leyendas. Las crónicas hablaban de cómo Horus atacó Terra y la batalla llegó hasta el mismísimo Palacio Imperial. El Señor de la Guerra había desatado a los sanguinarios Devoradores de Mundos, y los Puños Imperiales protegieron sus muros contra los incesantes ataques. Pero el final era demasiado confuso como para entenderlo. Lo único que saqué en claro fue la victoria del Emperador en combate singular contra Horus y las importantes heridas que sufrió para garantizar su triunfo. Fue entonces cuando la intervención del Ministorum se hizo más evidente. Los archivos decían que el Emperador ascendió a divinidad desde un trono dorado, y que su magnificencia se extendió por toda la galaxia como haces de luz.
—Demasiado adornado, no cabe duda, pero intrínsecamente veraz —confirmó Bóreas—. Muy pocos entienden realmente qué sucedió en aquella época oscura. Incluso lo que yo sé, como miembro del Círculo Interior de los Ángeles Oscuros, no es más que una fracción de toda la verdad.
—No es de extrañar en un mundo donde se ha enseñado al hombre a detestar el conocimiento, a venerar reliquias del pasado por encima de los vivos y de las esperanzas de futuro y a confundir el mito con la realidad.
A Astelan le asombraba lo mucho que había cambiado el Imperio desde la desaparición del Emperador, un hombre dedicado al conocimiento y al entendimiento, a superar la superstición y la ignorancia de la Era de los Conflictos.
—El Emperador abrazaba el conocimiento. Fue esto lo que le llevó a crearnos, el conocer los terribles peligros que aguardaban a la humanidad y prever la solución. Vosotros, que habéis nacido y crecido en esta época tan poco iluminada, que os convertisteis en Marines Espaciales y que habéis luchado en todo este Imperio que conocéis, no podéis entender cómo es ante mis ojos. Vuestra perspectiva está deformada porque lo veis desde fuera. Incluso vuestras historias han evolucionado con el paso de los milenios, se han reinterpretado, censurado, y reescrito de modo que hoy en día son poco más que cuentos para niños.
—¿Y con tus conocimientos sobre la historia antigua crees saber cuál es el camino correcto a seguir? —el desprecio había vuelto a la voz de Bóreas, y su rostro adoptó una mueca despectiva—. Ya he oído tus delirios antes, y no me resultan menos arrogantes ahora que cuando los expresaste al hablar de tu tiranía sobre Tharsis.
—Esta perspectiva no tiene nada que ver con Tharsis, va mucho más allá —replicó Astelan—. Se remonta a un tiempo previo a la Herejía de Horus, a cuando comenzaron los cambios con la llegada de los primarcas.
—Hablaremos de eso después. Antes cuéntame más sobre tu tiempo en Scappe Delve.
—Al principio me resultaba imposible asimilar cuánto había cambiado la galaxia, aunque en muchos aspectos seguía siendo igual —continuó Astelan esforzándose por encontrar las palabras adecuadas para expresar cómo se había sentido.
¿Cómo podía explicar lo que se sentía al descubrir que la galaxia había envejecido diez milenios sin que fuese consciente de ello?
—Aunque ya no estaba encabezada por la Gran Cruzada de las Legiones, la expansión y la reconquista de la humanidad había continuado, y ahora el Imperio se extendía más allá de un millón de mundos.
Astelan hizo una pausa en su discurso. Esperaba una interrupción, pero Bóreas parecía estar dispuesto a dejarle continuar sin sus habituales críticas.
—Me alegró saber que la visión del Emperador seguía viva, hasta que empecé a leer más y hablé con los sacerdotes, los tecnoadeptos y los consejeros. Vi el inmenso edificio en ruinas en el que se había convertido el Imperio, que se derrumbaba por su propio peso, perdido en su propia complejidad. Vi las facciones, los sangrientos conflictos. Vi cómo el poder cambiaba constantemente de manos, de los individuos a impersonales e irresponsables organizaciones. Tras la desaparición del Emperador, incluso los primarcas habían fracasado en su empresa de continuar aquello para lo que habían sido originalmente creados. Y conforme iban muriendo o desapareciendo, cada vez iba quedando menos de aquel ideal del Emperador.
—¿De modo que has pasado a odiar el Imperio que en su día construiste por celos de que ahora el poder resida en manos de otros? —le acusó Bóreas.
—No odio el Imperio. Lo compadezco —explicó Astelan.
Su directa mirada indicó claramente al Capellán que a él le compadecía de igual manera.
—Ni los billones de adeptos que intentan verle algún sentido, ni sus señores en sus torres, ni los Altos Señores de Terra que ahora dicen gobernar en nombre del Emperador pueden controlar lo que han creado. La humanidad ya no tiene líderes, sólo tiene hombres débiles que intentan desesperadamente aferrarse a lo que tienen. Sí, ha habido algunos individuos iluminados, como Macharius, que han revivido la llama y han tratado de eliminar la oscuridad, pero en la galaxia en la que vivieron ya no había sitio para los héroes. Sólo hay sitio para la mediocridad, el anonimato y la supresión del derecho del hombre a esforzarse por alcanzar la gloria.
—No obstante, la mayor amenaza para el Imperio fue Horus —sostuvo el Capellán—. Él obtuvo ese poder del que hablas. Poseía la absoluta auto
ridad del Emperador. Confiaron en él para que dirigiese a la humanidad hacia una nueva era. Cuando tú obtuviste una ínfima parte de ese poder, éste te corrompió y convertiste Tharsis en un osario. ¡Admite que tal poder no debe recaer sobre un solo hombre!
—Fue esta misma falta lamentable de valor lo que se apoderó de Tharsis durante la rebelión —bramó Astelan—. El miedo a lo que pueda pasar ahoga a la humanidad, que no se atreve a arriesgar lo que tiene para intentar ganar todo lo que tiene derecho a poseer. La timidez y la incertidumbre dominan ahora al Imperio. Os. guía el temor a lo desconocido, sois presos de la duda, os coarta el deseo de la seguridad y la previsibilidad. La visión del Emperador se ve envuelta en un miasma de estúpidas tribulaciones.
—Y tú decidiste cambiarlo todo y reconvertir el Imperio en lo que tú viste como su propósito original —gruñó Bóreas.
—Mi ambición jamás fue tan grande, pues sólo el Emperador puede conseguir tal cosa —dijo Astelan negando con la cabeza enérgicamente—. Pero pensé que podría encender un fuego de aviso, como una almenara para aquellos que luchan contra las ataduras que les mantienen alejados de la gran lucha, para que el Imperio vuelva a ser algo glorioso, y no sólo un modo de supervivencia.
—Y para eso tenías que marcharte de Scappe Delve —Bóreas llevó las preguntas de nuevo a la narración de los hechos de Astelan—. No podías hacer nada en un distante planeta minero, no había grandes logros que obtener ni gloriosas batallas que ganar.
—Era la necesidad de saber más, de averiguar todo lo que pudiese acerca de la galaxia en la que me encontraba ahora lo que me movía. Me estaba consumiendo —explicó el preso—. Mi existencia había dado un giro completo, y el destino me había enviado a una tierra oscura y desconocida. Tienes razón, Scappe Delve se convirtió en una cárcel para mí. Me sentía encerrado en un estrecho mundo de túneles y luz artificial. Pero aquel planeta se encontraba en los márgenes del espacio desconocido, era completamente autosuficiente con sus subterráneas cultivadoras de hongos y sus plantas de reciclaje de agua. Tenía poco contacto con el resto del Imperio. Ni siquiera los metales excavados salían de allí. No paraban de cavar los pasillos y las cámaras subterráneas sólo para almacenarlos. ¡Qué estupidez! Era un mundo olvidado, demasiado insignificante y demasiado pequeño para merecer la atención de los sabios y poderosos del Imperio.
—Pero habías visto una nave antes, y sabías que antes o después llegaría otra —adivinó Bóreas—. De modo que esperaste y planeaste pacientemente hasta que se presentó la oportunidad.
—Tuve que ser muy paciente —asintió Astelan—. En dos años y medio ninguna nave visitó siquiera aquel sistema estelar. Pero finalmente llegó una. Por casualidad supe que era la misma que me había guiado hasta la mina en su día. Era la San Carthen, y estaba capitaneada por un comerciante llamado Rosan Trialartes. Decían que era un comerciante independiente, y quise saber lo que eso significaba. Te puedes imaginar cómo me sentí cuando me lo explicaron.
—Y viste a los comerciantes independientes como otro indicio de la decadencia de los Marines Espaciales —expuso Bóreas rotundamente—. Exploradores civiles con derecho a comerciar sin restricciones, con derecho a viajar más allá de las fronteras conocidas del Imperio para descubrir nuevos mundos. Imagino que te indignó enormemente saber que, aunque en su día sólo los Capítulos de Marines Espaciales podían adentrarse en la oscuridad del espacio, ahora las familias de comerciantes y los nobles desposeídos tenían derecho a hacerlo.
—Sí, como tú dices, aquello me indignó enormemente, pero contuve mi ira —admitió Astelan—. Los habitantes de Scappe Delve no tenían la culpa, ellos no eran más que víctimas. Pero la llegada de Trialartes suponía una oportunidad de ver lo que había sido de la galaxia, de comparar las áridas palabras de los pergaminos de la historia con lo que había más allá de Scappe Delve en realidad.
—De modo que te marchaste con el comerciante independiente, Rosan Trialartes. ¿Qué pasó después? —quiso saber Bóreas—. ¿Cómo encontraste a los otros Caídos? ¿Y cómo llegaste a Tharsis?
—No me marché inmediatamente. Al principio, Trialartes se negaba a que le acompañase por simple y puro miedo —explicó Astelan con la mandíbula apretada con enfado al recordarlo.
—Pensaba que un comerciante independiente se alegraría de tener a un Marine Espacial a bordo de su nave —expresó Bóreas.
—Yo también —asintió Astelan.
—Entonces ¿cuáles eran sus objeciones? —preguntó el Capellán con gesto inexpresivo.
—Eran vagas generalizaciones —masculló Astelan—. Él lo llamaba una afrenta a su licencia de comercio y decía que mi presencia limitaría las libertades que su fuero de comerciante independiente le concedía. Decía que yo representaba a una autoridad de la que él era libre. Sin embargo, el consejo de Scappe Delve estaba de mi lado y finalmente transigió y accedió a tenerme a bordo. Creo que la gente de la mina se alegró al verme marchar. Por alguna extraña razón, mi presencia allí les causaba una inquietud infundada.
—Es bastante normal —dijo Bóreas—. Para la mayoría de los humanos, los Marines Espaciales somos una fuerza distante defensora de la historia y la leyenda. No es de extrañar que en ocasiones se sientan turbados al descubrir que existimos de verdad y que todavía caminamos entre ellos.
—Después descubrí que el recelo de Trialartes tenía una buena explicación —le interrumpió Astelan con una amarga risotada—. Viajamos desde Scappe Delve a Orionis para descargar los metales de los mineros a cambio de pistolas láser y de baterías. Pero aquello suscitó mis sospechas. El intercambio tuvo lugar fuera de las fronteras del sistema. No hubo ningún contacto con los habitantes del mundo, y no intentó atracar en la estación orbital.
—¿Era un contrabandista?
—Él me dijo que era injusto emplear tal término con un comerciante independiente —respondió Astelan tras meditar un momento.
Le avergonzaba haber permitido que aquel hombre actuase de aquella manera sin ser castigado.
—Según me explicó, alguien tenía que transportar el armamento de un sistema a otro. Su conducta me preocupaba, pero no estaba familiarizado con las costumbres y el funcionamiento de aquel nuevo Imperio, y me sentía ingenuo al tratar con él, porque él sabía mucho más sobre la galaxia que yo. De modo que, a causa de mi ignorancia, no hice nada y lo dejé correr.
—¿Y qué hay de los otros Caídos? —la insistencia había vuelto a la voz de Bóreas—. ¿Dónde les conociste?
—¡Si quieres saber lo que pasó, deja que te lo cuente a mi manera! —exclamó Astelan.
—No me interesan tus interminables historias; estoy aquí para hacer que te enfrentes a tus pecaminosos actos y te arrepientas —rugió Bóreas—. Quiero saber qué pasó con los otros Caídos.
Los dos hombres guardaron silencio y se miraban fijamente mientras ambos intentaban imponer su voluntad. Durante varios minutos, lo único que se escuchaba era su intensa respiración y algún que otro chisporroteo en el brasero.
—Les conocí en un lugar al que Trialartes llamaba en broma Puerto Imperial —dijo finalmente Astelan—. Le pedí que me llevase de vuelta a Caliban para poder reunirme con mis hermanos, pero me confesó que ignoraba su situación. Me parecía increíble que el hogar de la primera Legión hubiese caído en el olvido. Le mostré dónde estaba en los mapas y el comerciante insistía en negar que allí hubiese un planeta habitado. Le exigí que me llevase, pero se negó. Al final me vi obligado a abandonar la idea. Hicimos muchos viajes más. Viajamos de sistema en sistema para descargar armas en un lugar y cargar cámaras de plasma que llevábamos a otro lugar y así durante varios meses. Pero ninguno de los mundos que visitábamos tenía lo que yo buscaba. Trialartes ejercía su oficio en los límites del Imperio, viajaba entre los distantes mundos de las fronteras del espacio desconocido. Cuando le hablé de mi deseo de saber más, de ir a un mundo con conocimientos que pudiese estudiar, sugirió que buscase en Puerto Imperial a un capitán más dispuesto a llevarme. Fue allí donde conocí a los otros dos hermanos desposeídos.
—¿Dónde está ese lugar? —inquirió Bóreas.
—Ahórrate el esfuerzo de buscarlo, interrogador —rió Astelan—. Ya no existe.
—¡Mientes! —rugió Bóreas agarrando a Astelan por la barbilla y empujando su cabeza contra la mesa de interrogatorio.
—No tengo necesidad de mentir —escupió Astelan entre dientes—. ¿Crees que trataría de proteger a los renegados y marginados que vivían allí? ¿Crees que escondo a mis hermanos de tus atenciones? No, te estoy diciendo la verdad. Puerto Imperial ya no existe. Y lo sé de buena mano porque yo lo destruí.
—¿Más destrucción para saciar tus ansias de matanza? —gruñó el Interrogador.
—¡En absoluto! —Astelan apartó la cara de las manos de Bóreas y el Capellán dio un paso atrás—. Puerto Imperial era una guardia de contrabandistas, piratas y herejes. Me horrorizó encontrar a dos Ángeles Oscuros allí. En su momento, aquel lugar había servido de puerto orbital y de astillero. Los magníficos escribas del Administratun olvidaron su existencia con el paso de los siglos, después de que fuese abandonado tras una vieja guerra.
Lo que en su día había servido para que las flotas Imperiales hiciesen escala se vio abandonado durante siglos hasta que aquellos salteadores lo descubrieron. Los Hermanos Methelas y Anovel habían permanecido en una de aquellas naves durante más de un siglo antes de mi llegada.
—¿Les conocías? —la voz de Bóreas reveló su sorpresa.
—No —respondió Astelan negando levemente con la cabeza—. No eran de mi Capítulo. Ni siquiera pertenecían a la antigua Legión, eran hijos de Caliban. Pero me reconocieron al instante. Al principio actuaban como si el mismísimo Emperador hubiese llegado, pero pronto detuve su indigno comportamiento.
—Explícate —pidió Bóreas.
—No sabían si temerme o alegrarse de tenerme allí —aclaró el encadenado—. Se habían vuelto indisciplinados, habían perdido el rumbo. Desde luego, se habían hecho con el control de Puerto Imperial. Nadie se atrevía a oponerse a ellos, pero carecían de propósito. Merecían el apelativo de Caídos, pues se habían establecido como los señores de los piratas y de la escoria.
—Y tú tenías mayores ambiciones. Querías establecerte como señor de un mundo entero de cientos de millones de almas.
—Insistes en tus insinuaciones y acusaciones a pesar de todo lo que te he contado —lamentó Astelan—. Tu obvio miedo a la verdad me resulta totalmente inexcusable.
—¿Qué provocó la destrucción de la estación espacial?
Esta vez fue Bóreas quien hizo caso omiso de la burla.
—Cuando llegué me hice con el mando, y ellos me obedecían sin dudar —dijo Astelan con orgullo—. Mientras que ellos se habían limitado a existir, a sobrevivir al límite de la civilización, les conté todo lo que había ido averiguando y les hablé de lo que pensaba que podía conseguir. No tardaron en compartir mi visión de regreso a una era de grandeza. Mi sueño les inspiró, y juntos ideamos un modo de dar un paso adelante hacia aquel magnífico objetivo. Para empezar necesitábamos una nave. La San Carthen era la mejor que podíamos requisar, pero Trialartes rechazó nuestras ofertas y recurrió a la violencia para echarnos de su nave. Fue un grave error por su parte.
—¿Le matasteis para llevaros su nave? —dijo Bóreas, incrédulo.
—Un crudo pero bastante acertado resumen de los hechos —admitió Astelan—. Parte de la tripulación se reveló contra nosotros y se condenaron con su resistencia. Algunos capitanes de otras naves también cometieron el error de oponerse a nosotros, y fue entonces cuando nos dimos cuenta de las carencias de nuestra recién tomada nave. Le faltaba de todo menos las armas más básicas. Tenía unas cuantas baterías y lásers con los que defenderse, pero no era suficiente para el tipo de transporte que necesitábamos si queríamos iniciar una nueva cruzada. Abordamos una de las otras naves y repetimos a su tripulación la oferta que le habíamos hecho a Trialartes. El estúpido capitán no le veía el sentido a nuestra oferta y se negó a apoyarnos. Una vez más nos vimos obligados a luchar y tuvimos que matar a la mayoría de los tripulantes hasta que los demás se sometieron a nuestras necesidades. Una vez que demostramos nuestra fuerza ya no volvimos a encontrar resistencia.
—De modo que pasaste a dirigir una flota de salteadores y contrabandistas —dijo Bóreas con desdén—. Debió de ser muy duro para ti, un comandante de Capítulo en su día tan alabado, verse reducido a un príncipe pirata.
—No tenía ninguna intención de dirigir a semejante grupo de escoria —bramó Astelan—. Pasamos meses adecuando la San Carthen para su misión. Le añadimos armas de otras naves para prepararla para la situación. La tripulación de las otras naves colaboraba movida únicamente por el miedo.
—¿Y qué planeabais hacer con aquel buque de guerra que habíais creado? —preguntó Bóreas—. ¿Pensabais que podríais continuar la Gran Cruzada sin ayuda de nadie?
—¡Jamás debió haber terminado! —exclamó Astelan—. La traición de Horus supuso un gran contratiempo, pero se impidió la catástrofe y fue el fracaso de los primarcas y de los líderes de la humanidad lo que lanzó a la humanidad de vuelta a las estrellas. Pero veo que mis argumentos siguen cayendo en oídos sordos.
—No tienes argumentos, sólo desvarios ilusorios —dijo Bóreas alejándose de espaldas de nuevo como para desoír las palabras de su prisionero.
—Mis desvarios, si así es como quieres llamarlos, son más poderosos que todo este nuevo Imperio —dijo Astelan a la ancha espalda del Capellán—. ¿No imaginas lo que se podría conseguir si la humanidad volviese a estar realmente unida? ¡No habría fuerza entre las estrellas que pudiese resistirse a nosotros!
—Unida bajo tu mando, supongo —expuso Bóreas mirando de nuevo a Astelan—. Te erigirías como el nuevo Emperador y nos guiarías hacia esa fantástica era dorada con la que sueñas.
—No eres consciente de la vileza de tus acusaciones.
Astelan deseó estar libre de sus cadenas, que pesaban cada vez más en su cansado cuerpo.
—Jamás podría compararme con el Emperador. Nadie puede. Ni siquiera Horus, favorito entre los primarcas, pudo igualar su grandeza. No, no soy yo solo quien debería dirigir a la humanidad, deberían hacerlo todos los Marines Espaciales. Os han arrebatado vuestro verdadero propósito, os han convertido en sus esclavos.
—¡Nuestro deber es proteger a la humanidad, no gobernarla! —Bóreas se volvió y señaló a Astelan con un dedo acusador—. ¡Admite que lo que predicas no son más que herejías! Acepta que cuando le diste la espalda a Caliban, rompiste todos los juramentos que habías pronunciado, abandonaste todas tus obligaciones.
—No fuimos nosotros quienes rompimos nuestras promesas —protestó Astelan.
—¡Lo abandonaste todo por tus propias ambiciones, desde Caliban hasta tu hegemonía en Tharsis! —la voz de Bóreas fue subiendo de volumen hasta convertirse en un rugido mientras avanzaba furioso por la celda.
—Eso no es verdad, porque no sabía nada de Tharsis cuando partimos de Puerto Imperial —refutó Astelan intentando conservar la calma.
—Entonces ¿qué pretendías hacer? —inquirió el Capellán—. ¿Viajar hasta Terra? ¿Exponer tus argumentos ante el Senatorum Imperialis para compartir con los Altos Señores tu gran visión?
—Los Altos Señores no son nada para mí —Astelan habría escupido de no haber tenido la boca tan seca—. No son más que unos títeres que fingen tener poder. No, es la gente del Imperio, los incalculables billones de personas, quienes tienen la llave del destino de la humanidad. El Imperio se ha estancado, se ha vuelto autocomplaciente a lo largo de los siglos y los milenios. Quienes llevan las riendas del poder se contentan con seguir gobernando. Son los que trabajan a diario, los que luchan a bordo de las naves y sacrifican sus vidas por el Emperador en distantes campos de batalla quienes guiarán a la humanidad hacia una era de supremacía.
—¿Y cómo pensabas que ibas a conseguir que se produjese el cambio con tu rudimentario buque de guerra y tu tripulación pirata? —preguntó Bóreas, que había recobrado la compostura.
—¡Sirviendo de ejemplo! —exclamó Astelan inclinándose hacia el Capellán como para intentar hacerle entender—. Volvimos nuestras armas contra las demás naves, borramos Puerto Imperial del mapa y perseguimos a aquellos que trataron de huir. Aquellos salteadores, aquellos renegados eran tan culpables como los cobardes chupatintas que estaban en el poder. Eran parásitos que se alimentaban de los restos de un Imperio en decadencia y agotaban su fuerza. ¿Cuántas naves se desperdician persiguiendo corsarios cuando podían estar ampliando las fronteras del reino del Emperador? ¿Cuántas vidas se pierden luchando contra estas sanguijuelas? Vidas que podrían estar exterminando alienígenas y colonizando nuevos mundos para construir nuestra fuerza. Del mismo modo que el Imperio ha caído en una espiral de decadencia, un acto de grandeza puede servir de catalizador para hacer realidad la visión del Emperador. Un mundo ganado es un mundo que puede contribuir a la gran causa. A partir de ese mundo puede descubrirse o conquistarse otro, y desde este otro, otro, y otro. En eso consiste la Gran Cruzada. No se trata de batallas y de guerra, se trata del dominio de la humanidad.
—Sigo sin entender cómo pretendías lograr eso tú solo con una única nave.
—La San Carthen no era más que un medio para conseguir un fin, un vehículo para llegar a un lugar desde el que podría empezar a desarrollar mis planes —explicó Astelan—. Como ya sabes, había logrado mi propósito en Tharsis hasta que llegasteis vosotros y destruisteis mi gran ejército, cegados por aquellos más débiles que vosotros.
—Pero has dicho que no sabías nada de Tharsis. Tendrías algún plan, algún objetivo en mente —insistió Bóreas.
—Al principio mis metas eran vagas e imprecisas —expuso Astelan lentamente—. Anovel y Methelas me explicaron muchas cosas. Me hablaron de cómo las Legiones se habían dividido en Capítulos tras la Herejía de Horus. También me dijeron que los alienígenas continuaban descontrolados, y que los traidores se rebelaban contra el Emperador libremente. El plan, el regreso de la Gran Cruzada, iba creciendo en mí y me alimentaba. No llegó a tener un alcance tan profundo hasta que llegué a Tharsis, pero me empujaba subconscientemente hacia delante. Los mapas estelares de Trialartes eran deplorables, y sin un navegante para pilotar la nave a través del espacio disforme, nos dirigimos hacia sistemas estelares más poblados. Fue entonces cuando descubrí la mayor tragedia de la traición de Horus. En su intermi
nable guerra contra el Emperador, los traidores habían mancillado el nombre de los Marines Espaciales. Como tú dices, los demás no nos comprendían, y cuando nos encontrábamos con naves Imperiales nos tomaban por renegados, de modo que huían o nos atacaban. Tuvimos que destruir algunas para defendernos y recuperábamos lo que podíamos de los restos. Encontramos resistencia en los mundos que visitamos y nos echaron de allí. No podíamos sobrevivir sin abastecimiento, de modo que tuvimos que saquear lo que necesitábamos de otras naves en los puestos de avanzada.
—Piratería —afirmó Bóreas rotundamente—. Tu conciencia te revela como un pirata. Tu armadura y tu causa no cambian ese hecho. Te habías convertido en aquello que dices que tanto desprecias.
—¿También es piratería que uséis bólters procedentes de otro mundo? —preguntó Astelan—. ¿Sois piratas porque vuestros alimentos vienen de otros lugares?
—Es una mala comparación. Nuestro modo de abastecimiento está estipulado en antiguos tratados —respondió Bóreas sacudiendo la cabeza en un gesto burlón—. Nosotros cumplimos con nuestro deber de proteger a la humanidad, y la humanidad tiene la obligación de alimentarnos y armarnos. No hay intimidación ni violencia.
—¿Que no hay intimidación? —continuó Astelan—. ¿Y qué hay del miedo a provocar la ira de los Angeles Oscuros? ¿Y del temor de vuestros proveedores a las represalias si rompen esos tratados? La única diferencia es que tú lo ves justificable. ¿Qué querías que hiciera? Mis necesidades eran igual de legítimas, y mis objetivos igual de dignos. Pero en la impenetrable masa en la que se había convertido el Imperio no había lugar para mí. No encajábamos en aquel esquema retorcido, de modo que nos vimos obligados a tomar otras medidas.
—¿Y qué pasó con tus hermanos, Methelas y Anovel? —inquirió el Capellán.
—Nunca entendieron completamente lo que me impulsaba —respondió Astelan—. ¿Cómo iban a hacerlo? Ellos no pertenecían a la vieja Legión. Sí, habían apoyado a Luther, pero descubrí que sólo les guiaba la mezquindad. Dudo que creyesen realmente en mis planes de reconstruir el Gran Imperio. Sólo buscaban atacar a aquellos que a su modo de ver les habían repudiado. Buscaban venganza, no un mayor propósito. Cuando al final llegamos a Tharsis, decidieron no acompañarme y nos separamos.
—Te abandonaron —afirmó Bóreas con perspicacia.
—No sé cuáles fueron sus motivos, pero se marcharon sin mí —confirmó Astelan.
—¿Y cómo te llevó tu reconstrucción del Imperio a un mundo desgarrado por una guerra civil? —quiso saber el Capellán.
—Nuestra nave estaba averiada. Buscábamos un refugio pero llegamos al sistema de Tharsis por casualidad, y mi vida cambió para siempre —explicó Astelan.
—¿Cómo se averió la nave?
El tono de Bóreas era tranquilo, casi indiferente, como si se limitase a observar a Astelan y no le interesasen realmente sus respuestas.
—Nos tacharon erróneamente de renegados y fuimos perseguidos y acosados —empezó a narrar los sombríos recuerdos—. La situación se volvió intolerable, estuve a punto de abandonar mi sueño. Las circunstancias se habían vuelto en mi contra a causa de aquellos que se negaban a que los que servían al Emperador escuchasen mi mensaje porque amenazaba todo aquello que habían enseñado durante diez milenios. Enviaron una flota para destruirnos, y estuvieron a punto de conseguirlo en Giasameth. Tuvimos que huir, cosa que no había hecho en mi vida.
—De modo que ha sido la cobardía lo que te ha guiado durante todos estos años —dijo Bóreas secamente—. ¿Admites ahora que fue tu miedo al deber, tu temor a la carga que acarreabas, lo que hizo que te volvieses contra tus señores?
—No, no huí como un cobarde, lo hice con el convencimiento cada vez mayor de que mi mensaje, mi visión, era crucial —respondió Astelan enérgicamente—. Era más importante que yo, y habría entregado contento mi vida de saber que alguien iba a continuar mi misión, pero no encontré a nadie que pudiera hacerlo. Las vicisitudes de aquella época no hicieron más que aumentar mi propósito. Reforzó mi creencia de que el Imperio se ha vuelto corrupto e interesado. Erigen llamativas estatuas del Emperador por toda la galaxia, le rinden homenaje y le ruegan que responda a sus plegarias sin ninguna consideración por lo que realmente representa su figura.
—¿Y qué representa según tú? —Bóreas empezaba a enojarse de nuevo y empezó a pasearse de un lado a otro ante las estanterías sobre las que descansaban los instrumentos de tortura.
—A la humanidad, Bóreas, representa a la humanidad —respondió Astelan lentamente, como si estuviese instruyendo a un niño tonto—. Algo que ni tú ni yo podremos hacer jamás, porque hace mucho tiempo que no podemos considerarnos humanos normales. Al crear a los Marines Espaciales, el Emperador llevó a la humanidad de vuelta a las estrellas. Sigues acusándome de actuar por mera ambición, pero no has estado escuchando lo que te he contado. No luché en las sangrientas campañas de la Gran Cruzada sólo por mi propio beneficio. No libré batallas en decenas de mundos por puro egoísmo. La verdad es que no creamos el Imperio para nosotros, lo creamos para aquellos que no podían hacerlo. No lo hicimos por el Adeptus Terra, ni por los tecnosacerdotes, ni por el Ministorum, ni por las casas de comercio, lo hicimos por la humanidad. Estoy convencido de que eres consciente de que el Imperio actual no es humanidad; simplemente se ha convertido en un modo de mantenerse.
—Juré proteger el reino del Emperador y defender a la humanidad —insistió Bóreas.
—¡Y yo hice el mismo juramento! —le recordó Astelan con vehemencia.
—¡Pero rompiste esa promesa cuando traicionaste al León! —bramó Bóreas acercándose con furia hacia el encadenado.
—¡Y te repito que no fuimos nosotros quienes cometieron la primera traición! —Astelan empezaba a cansarse de declarar su inocencia—. ¡Fueron los primarcas! ¡Tu León entre ellos, maldito sea tres veces!
—¡Tus blasfemias no tienen límite! —rugió Bóreas al tiempo que golpeaba con el puño el rostro del interrogado y le reventaba los hinchados labios. La espesa sangre cayó sobre la losa.
—Veo que no has progresado en absoluto. No estás ni siquiera un paso más cerca de admitir tus pecados que al principio. El odio te ha invadido profundamente, ha corrompido todo tu interior, y no eres consciente de ello. Si te niegas a verlo, nos veremos obligados a abrirte nosotros los ojos.
—¡No! ¡No me estás escuchando! —exclamó Astelan obviando el dolor en su boca y el sabor de su propia sangre—. ¡Por favor, reflexiona sobre mis palabras! No cedas ante la oscuridad en la que te han envuelto. Todavía puedes salir victorioso, puedes triunfar sobre aquellos que quieren destruirte —Astelan estiraba las manos hacia el Capellán Interrogador todo lo que las cadenas le permitían, y Bóreas las apartó de un manotazo.
—¡Tú y los demás traidores nos destruísteis en el momento en que decidisteis aliaros con Luther el Traidor! —rugió el Capellán—. Veo que todavía queda trabajo para el Hermano Samiel.
—¡Aleja a ese brujo de mí! —gritó Astelan sin poder ocultar su desesperación.
Jamás había sentido miedo, pero al pensar en el regreso del brujo le invadió un pánico antinatural.
—¡Aléjale de mi cabeza! Su corrupción sigue en mi interior, siento como invade mi alma.
—¡Pues arrepiéntete de tus pecados! —Y la voz de Bóreas pasó a convertirse en un susurro—: Puedes salvar tu alma fácilmente. Sólo tienes que admitir tus pecados, abjura tus herejías y todo acabará sin dolor. No siquiera tienes que hablar. Sólo asiente con la cabeza.
Astelan se desplomó, sus cadenas sonaron contra la piedra, y cerró los ojos con fuerza. Las gotas de sudor resbalaban por su cuerpo y empapaban la losa, y muchas de sus heridas se habían reabierto a causa de los esfuerzos y manchaban su cuerpo de sangre.
—No reconozco tu derecho a juzgarme —dijo con un ronco susurro—. No acepto tu autoridad.
—Entonces no me dejas elección —le dijo Bóreas.
El Capellán se acercó a la puerta de la celda y la abrió de golpe.
TERCERA PARTE
LA HISTORIA DE BOREAS
—¿No han dejado ninguna ruta de viaje? —preguntó Bóreas a través del comunicador.
Estaba en el puente de mando de la nave de los Angeles Oscuros, la Cuchilla de Caliban, que se encontraba en órbita sobre Limnos IV. Había contactado con la nave de asalto rápido para que se preparase a capturar la nave del comerciante independiente mientras regresaba a la torre, pero ésta había abandonado la órbita. Ahora él y el resto de Marines Espaciales estaban a bordo de la Cuchilla de Caliban para dirigir la búsqueda de la nave desaparecida. Antes de partir, el Capellán envió un mensaje astropático cifrado a la Torre de los Ángeles para informarles de la presencia de los Caídos en Limnos. Pasarían al menos doce días hasta que el mensaje llegase a su destino, y otros tantos hasta que llegase una respuesta. Bóreas esperaba estar ya de vuelta en Limnos IV para recibirla. Pero en lugar de esperar impacientemente a recibir instrucciones, el Capellán había decidido salir tras la San Carthen por si se les pasaba la oportunidad y los Caídos se les escapaban de las manos.
—La nave intrasistema ya ha patrullado el pasaje de salida y no hay ni lastro de la San Carthen, lord Bóreas —respondió el comodoro Kayle, capitán de las naves de defensa de todo el sistema Limnos.
Se había comprometido a ayudar a Bóreas en su búsqueda de la nave sospechosa y dirigía la operación desde la estación de acoplamiento orbital.
—Tengo cuatro naves controlando los límites más alejados, dos más en la biosfera y otra se dirige en estos momentos al interior del sistema.
—Dirigiremos también nuestra nave a los planetas centrales —le dijo Bóreas—. Es posible que sepan que les estamos buscando. Saben que si intentan alcanzar unas coordenadas seguras para saltar al espacio disforme serán detectados.
—De acuerdo, señor —asintió Kayle—. La nave es la Thor 15, bajo el mando del capitán Stehr. Le informaré de que estaréis cerca de su posición en unos días.
—Le agradezco su cooperación en este asunto —dijo Bóreas—. Por favor, recuerde a sus capitanes que sólo deseo localizar la nave. No deben abordarla en ningún caso. En todo caso, vuestras naves pueden disparar para entorpecer su progreso, pero no deben realizar ningún otro tipo de contacto.
—Transmitiré su mensaje, lord Bóreas, pero no entiendo el porqué de tanta precaución —respondió Kayle—. Mis hombres son perfectamente capaces de tratar con este tipo de piratas.
—Si se trata sólo de piratas me sentiré aliviado y mi precaución habrá sido infundada —contestó Bóreas—. Sin embargo, me temo que un enemigo mucho peor aguarda a cualquiera que intente abordar esa nave. Nadie, absolutamente nadie debe entablar ningún tipo de contacto con la tripulación de la San Carthen.
—Como desee, señor —dijo Kayle—. Le informaré en cuanto sepamos algo, y espero que se me mantenga informado de cualquier novedad por su parte.
Kayle concluyó la conversación y el comunicador zumbó unos instantes hasta que Bóreas lo apagó. Se quedó allí un momento observando las amplias pantallas que cubrían la mayor parte del oscuro interior del puente de mando, entre las paredes llenas de pantallas de lectura, indicadores, altavoces, visualizadores y monitores de control. Deseaba en silencio que la San Carthen apareciese en una de esas pantallas, pero sabía que la búsqueda no sería ni tan rápida ni tan sencilla.
Al igual que la torre en el planeta a sus pies, la nave estaba provista principalmente de siervos que no habían llegado a ser Marines Espaciales, servidores mecánicos y unos cuantos tecnosacerdotes. Se volvió hacia Sen Neziel, el oficial más antiguo de la nave, que cumplía la función de Capitán cuando no había ningún Ángel Oscuro a bordo. Llevaba una sencilla túnica de un verde intenso sobre una prenda negra ajustada que le cubría todo el cuerpo.
Su rostro estaba cubierto de cicatrices de la infancia sufridas durante el reconocimiento realizado por los apotecarios.
—Traza un recorrido por el sistema interior hasta penetrar en la frontera de Limnos III —ordenó al hombre—. Quiero que los augures estén ocupados en todo momento. Debemos encontrar la San Carthen antes que nadie.
—De acuerdo, Capellán Interrogador, avanzaremos a toda velocidad hacia Limnos III —confirmó Neziel—. Calculo que tardaremos tres días solares y medio en llegar.
—Bien, Neziel, bien —respondió ausente Bóreas antes de darse la vuelta y abandonar el puente de mando.
Se dirigió al ascensor para bajar los tres niveles hacia las dependencias de los Marines Espaciales, quienes le esperaban para recibir instrucciones. Mientras aguardaba la llegada del ascensor con los típicos ruidos metálicos de las cadenas y de las puertas, meditó sobre qué iba a decirles exactamente. Ninguno de ellos pertenecía al Ala de Muerte, de modo que no tenían conocimiento alguno sobre la existencia de los Caídos. De hecho, sólo habían recibido la información más básica acerca de la Herejía de Horus, adornada con leyendas y mitos.
Bóreas había pronunciado los votos sagrados de no divulgar jamás su conocimiento respecto a aquella época turbulenta, y sólo a los admitidos en el Ala de Muerte se les revelaba la primera capa de medias verdades. Él aceptó completamente el secreto tradicional del Capítulo. Si trascendiera el hecho de que los Ángeles Oscuros estuvieron una vez al borde de la traición, el Capítulo estaría condenado.
Nadie fuera del Círculo Interior conocía la verdad completa, excepto quizá unos pocos inquisidores del Imperio que sospechaban mucho pero no podían probar nada. Como Capellán Interrogador, Bóreas era miembro del tercer nivel del Círculo Interior, lo que correspondía con el séptimo nivel de secretos de la élite del Ala de Muerte. Sabía mucho sobre la traición del primarca Horus, de cómo los lutheritas se aliaron contra el Emperador y de cómo los Ángeles Oscuros habían buscado durante diez milenios expiar su pasado. Pero averiguó mucho más en la celda de interrogatorios con Astelan. Mucho, mucho más. Bóreas no le había creído en su día, y tachaba sus palabras de propaganda y de juicios ciegos. Pero durante los últimos años, y especialmente en los últimos meses, los argumentos del Caído parecían haber alcanzado un gran peso en su mente.
El ascensor llegó con un fuerte chirrido. Las puertas se abrieron despidiendo un ligero vapor y el Capellán entró en él. Cuando volvieron a cerrarse, pulsó la runa que indicaba las cabinas de los Marines Espaciales. El ascensor traqueteó lentamente hacia los pisos inferiores, lo que le dio más tiempo para pensar en qué les diría a los demás. Cuando por fin llegó, salió hacia la cubierta metálica y respiró hondo. En lugar de dirigirse directamente a la cámara de reuniones, giró a la derecha y recorrió la corta distancia hacia la capilla de la nave. Estaba escasamente decorada, con un sencillo relieve del símbolo del Capítulo y un pequeño altar sobre el que descansaban una copa dorada y una jarra de vino tinto. Tras llenar la copa, se arrodilló e hizo una reverencia con la cabeza. Después bebió un largo trago de vino, dejó la copa sobre el suelo a su lado y unió las manos sobre su pecho con los dedos entrelazados.
—Vivimos en una galaxia de oscuridad —susurró con la garganta seca—. Los antiguos enemigos del Capítulo nos rodean. Los alienígenas abandonan sus escondites. Los herejes invaden el dominio del Emperador. Me temo que el peor de los males ha regresado. Los corruptos, los renegados, los traidores entregados a los Poderes Oscuros sacan sus garras para destruir lo que hemos construido. He trabajado duro para proteger a la galaxia de estos peligros y para proteger a mis guerreros de la perversa verdad del universo en el que vivimos. Ahora pongo en riesgo mi honor. Debo romper mi pacto de silencio para cumplir el gran juramento de proteger al Emperador y a sus subditos. Gran León, tú que eres el señor de la guerra más poderoso de Caliban, protégeme desde el otro lado del velo. Guía mis palabras y mis acciones desde tu lugar junto al Emperador. Dame la fuerza para erradicar el cáncer de la traición. Perdóname por lo que he de hacer para proteger tu nombre y el honor de tu creación. Aunque mi promesa como guerrero del Ala de Muerte quede anulada, juro ahora ante ti que nada me detendrá hasta que haya acabado con esta oscuridad. Ningún obstáculo impedirá que proteja aquello que más venero. Bendíceme en este empeño y lucharemos para servirte. Concédenos la victoria en ésta, nuestra cruzada.
Una vez de pie, Bóreas se inclinó y volvió a llevarse el cáliz a los labios hasta apurar la última gota de vino. Después volvió a colocarlo sobre el altar, se dio la vuelta y se marchó con paso decidido hacia la sala de reuniones. Su momento de reflexión y de oración había reafirmado su confianza en lo que tenía que hacer. Sintiéndose fortalecido y preparado, observó a los hombres sentados en la primera de las diez filas de bancos que ocupaban la estancia. Un pulpito con la forma de una estilizada águila bicéfala con las alas abiertas presidía el auditorio, y Bóreas se colocó tras el atril con las manos agarradas tras su espalda.
—Hermanos —empezó dirigiéndose a aquellos rostros atentos—. En los últimos años pocas veces hemos tenido que desempeñar el papel para el que fuimos creados. Refriegas, manifestaciones, patrullas; esto ha sido lo más parecido que hemos realizado a las batallas para las que fuimos entrenados. Pero ese tiempo de espera ha llegado a su fin. Los años de letargo han acabado y ha llegado la hora de liberar a los ángeles de la muerte del León. ¡Ha llegado la hora de que vuelva a conocerse la ira de los Ángeles Oscuros! Hay un enemigo cerca, en este sistema estelar que protegemos. Se trata del peor enemigo al que podríamos enfrentarnos jamás, y debemos castigarles terriblemente por sus atroces crímenes. Se trata de los peores crímenes jamás realizables, pues se cometieron contra lo que todos más amamos: contra el mismísimo Emperador, contra nuestro primarca, Lión El'Jonson y contra todo nuestro Capítulo.
Bóreas hizo una pausa y se dio cuenta de que estaba agarrando con tanta fuerza el atril que el metal del águila empezaba a hundirse bajo la presión de sus dedos. El resto también tenía la mirada puesta en sus manos y sus rostros reflejaban inquietud. «Que vean mi ira. Que aprendan con mi ejemplo lo que significa realmente odiar a un enemigo», se dijo el Capellán manteniendo la mano apretada con fuerza.
—Hay algo que debo contaros —continuó Bóreas observando a cada uno de ellos.
Zaul tenía los ojos entrecerrados y los labios apretados en un gesto de aprensión. Damas miró al Capellán a los ojos con la misma intensidad. Thumiel se frotaba la barbilla y parecía pensativo. Hephaestus se cruzó de brazos y esperó pacientemente a que Bóreas continuase su discurso. Al último que miró fue a Néstor. El apotecario parecía tranquilo; sus ojos alternaban entre Bóreas y los demás, y tenía las manos cruzadas sobre su regazo.
Al Capellán le invadió la duda mientras el resto le observaba expectante. Según tenía entendido, lo que estaba a punto de hacer no tenía precedentes en la historia del Capítulo. Podía interpretarse como un terrible abuso de su posición. Se preguntó si estaría a punto de excederse en su autoridad. ¿Podía realmente tomar aquella decisión sin el consentimiento de sus superio
res? Pero no tenía elección. Su mensaje tardaría semanas en llegar a la Torre de los Ángeles, y tendrían que pasar otras tantas para recibir una respuesta. Para entonces podían haber perdido el rastro de la San Carthen. Decidió que la amenaza de los Caídos no sólo superaba la importancia de lo que estaba a punto de contarles a sus hermanos, sino que también superaba las futuras consecuencias que tuviera que pagar por ello.
—Cuando os convertisteis en Marines Espaciales, aprendisteis muchas cosas —empezó Bóreas—. Sobre todo aprendisteis la gran historia de los Ángeles Oscuros y la fundación del Imperio de la Humanidad. Hace diez mil años, la galaxia estaba envuelta en oscuridad y la humanidad se encontraba dispersa por las estrellas. Vivían aislados, eran presa de alienígenas y estaban divididos por la discordia. Pero entonces el Emperador se reveló y provocó el fin de la Era de los Conflictos, y de este modo dio comienzo la época dorada del Imperio. Fue él quien dio vida a los Marines Espaciales. Nosotros reconquistamos la galaxia en su nombre. Luchamos contra miles de enemigos, liberamos a la humanidad de las garras del mal. El Emperador nos hizo guerreros perfectos y nadie podía interponerse en nuestro camino. Nosotros, los Ángeles Oscuros, fuimos la primera Legión, estuvimos al frente de la Gran Cruzada. Lión El'Jonson, nuestro verdadero padre y nuestro primarca, nos dirigió victoria tras victoria y el nombre de los Ángeles Oscuros era conocido en todas las estrellas. El mismísimo Emperador se enorgullecía de nuestro valor, nuestra tenacidad y nuestra ferocidad.
Bóreas veía el orgullo reflejado en los ojos de sus hombres. Todos habían escuchado las grandes historias, conocían las leyendas y se imaginaban aquellos gloriosos días como si hubiesen estado allí. La sangre del León corría por sus venas, los últimos de diez milenios de guerreros superhumanos dedicados al Emperador.
—Pero la oscuridad corroía el corazón de lo que construimos —la voz de Bóreas pasó de ser casi un rugido a convertirse en un mero susurro que habría sido imperceptible para un humano normal—. Aprendisteis cómo las Legiones más débiles acabaron corrompiéndose, cómo esa serpiente de Horus les alejó del camino de gloria que había creado el Emperador. Se sublevaron y atacaron al hombre que les había creado en un acto de traición tan vil que jamás hasta entonces había tenido lugar y que nunca más se ha vuelto a repetir. Los hermanos de batalla lucharon entre ellos y el Imperio lloró ante la destrucción a la que se veía sometido. Pero vencimos a la oscuridad. El Emperador se sacrificó para destruir a Horus. Su cuerpo quedó destrozado casi hasta la muerte y ahora sólo puede guiarnos con la fuerza de su mente y de su espíritu. Llevaron el Imperio al borde del desastre, despedazaron todo lo que habíamos construido y estuvieron a punto de arrebatarnos al Emperador. Pero no nos rendimos, resistimos. Desde el trono dorado que le mantiene con vida, el Emperador nos ha guiado durante diez largos milenios y hemos luchado para reconstruir aquello que estuvieron a punto de dividir.
Ahora el orgullo había desaparecido, y el odio brillaba en los ojos de los Ángeles Oscuros, que escuchaban atentamente las palabras de Bóreas. Durante toda su vida habían oído hablar de los renegados que siguieron al Señor de la Guerra Horus y que sumieron al Imperio en una catastrófica guerra civil. Habían aprendido que no había enemigo más odiado, que nadie merecía la muerte más que aquellos Marines traidores. Ellos fueron quienes recurrieron a los dioses oscuros y todavía entonces salían de sus escondrijos para causar miseria y devastación.
Los Ángeles Oscuros estaban preparados para oír lo que Bóreas tuviese que contarles.
—Pero hay una historia todavía más oscura que debéis conocer —el Capellán hizo otra pausa y volvió a respirar hondo.
Estaba en un punto sin retorno. Lo que estaba a punto de decirles les cambiaría para siempre.
—Aprendisteis los nombres de estos traidores, las Legiones que odiaremos y que perseguiremos mientras quede uno sólo de ellos con vida: los Hijos del Emperador, los Mil Hijos, los Devoradores de Mundos, la Legión Alfa, los Portadores de la Palabra, los Guerreros de Hierro, la Guardia de la Muerte, los Amos de la Noche y los Hijos de Horus. Recordáis estos nombres con rabia. Pero hay una legión cuyo nombre no aparece en esa repugnante lista: los Ángeles Oscuros.
Los hombres reunidos se quedaron impactados. Bóreas veía la confusión dibujada en sus rostros. Sabía perfectamente los pensamientos y las emociones que invadían sus mentes. La repentina sensación de vacío, la duda, la negación. Fue Damas quien habló primero.
—No lo entiendo, Hermano Capellán —dijo el sargento veterano con una ceja levantada como si siguiera pensando—. ¿Cómo puede estar nuestro Capítulo entre los traidores?
—¡Yo soy tan leal al Emperador como el mismísimo León! —exclamó Zaul, que se había puesto de pie con el puño contra su pecho.
—Todos somos fieles guerreros —asintió Hephaestus—. ¿Cómo puedes acusarnos de algo así?
—Vuestra pureza y lealtad es incuestionable —dijo Bóreas bajándose del púlpito y colocándose delante de ellos—. Pero la semilla de la herejía reside en todos nosotros.
—¿Se trata de una prueba? —preguntó Thumiel mirando a los demás—. Es una prueba, ¿verdad?
—Nuestra vida es una prueba constante, hermano Thumiel —respondió Néstor con calma—. No creo que ésa sea la intención del Capellán Interrogador.
—¡Escuchad! —silbó Bóreas, e hizo un gesto a Zaul para que se sentase.
El Marine Espacial volvió al banco de mala gana y mirando a Bóreas con recelo.
—Escuchad y obtendréis sabiduría y conocimiento. ¿Por qué creéis que los Ángeles Oscuros no lucharon en la batalla de Terra? ¿Por qué no luchamos ante los muros del Palacio Imperial junto a los Puños Imperiales y los Cicatrices Blancas?
—Nos retrasamos combatiendo a las fuerzas del Señor de la Guerra —respondió Hephaestus—. Llegamos cuando la batalla ya estaba ganada. ¿O estás diciendo que eso también es mentira?
—No es mentira, pero es una verdad a medias —respondió Bóreas—. Es cierto que combatíamos contra los que se habían levantado contra el Emperador. Pero estábamos luchando contra nuestros propios hermanos de batalla que se habían aliado contra él. Cuando el León regresó a Caliban, fueron sus propios Marines Espaciales quienes le atacaron.
—¡Pero eso no tiene sentido! —protestó Zaul—. Éramos la más antigua y magnífica de las Legiones, ¿por qué íbamos a inclinarnos ante Horus?
—¿Quién puede saber lo que pasaría por la mente depravada de aquellos que se volvieron contra sus hermanos de batalla?
Bóreas mintió descaradamente, porque él sabía perfectamente lo que hizo que los Ángeles Oscuros se volvieran contra ellos mismos. Se lo había revelado Astelan. Pero no necesitaba que sus hombres lo entendieran, sólo que obedecieran.
—Les corrompió un hombre con una gran labia que ocultó su amargura tras una falsa amistad con el León. Fue el mismísimo pariente adoptivo de El'Jonson quien se volvió contra él: Luther el Traidor.
—Luther era como un padre para el León —rugió Damas—. ¿Cómo es posible que nuestras leyendas hayan omitido un hecho tan grave?
—Porque lo suprimimos —respondió Bóreas tajantemente—. Porque la verdad es demasiado peligrosa como para no restringirla. Porque dejar que se sepa es corrupción en sí. Porque vosotros, mis hermanos de batalla, debéis pensar con claridad y pureza, y los tiempos de la Herejía de Horus están cargados de duda y de ambigüedad.
—¡Nos mentisteis! ¡Nos tratasteis como si fuéramos niños! —Thumiel escondió la cabeza entre las manos con la mirada fija en el suelo—. Dudasteis de nosotros y nos ocultasteis todo esto.
—¡No! —exclamó Bóreas—. Lo hicimos porque vosotros no debéis cargar con este legado de vergüenza. La información es algo peligroso. Enturbia la mente y genera falta de diligencia y herejía. Sólo los más tenaces, sólo los más puros y devotos deben conocer la culpa que ocultamos por este atroz acontecimiento en el momento de nuestra mayor gloria. Sólo aquellos con valor para enfrentarse a la oscuridad de nuestras propias almas pueden luchar por recuperar el honor de nuestro Capítulo. Considero que estáis preparados para esa lucha, y no os cuento esto para perjudicaros, sino para infundiros la fuerza que necesitáis para cumplir vuestro deber con celo y con vigor.
—¿Y por qué decides revelar esta información ahora, Capellán Interrogador? —preguntó Néstor pausadamente.
Los demás se giraron hacia él y después volvieron de nuevo su atención hacia Bóreas y asintieron esperando también una respuesta.
—¡Porque ahora tenemos la oportunidad de redimirnos! —declaró Bóreas, y empezó a pasearse de un lado a otro ante ellos—. Éste es el malvado enemigo del que os hablo. ¡Es posible que los Lutheritas, los Angeles Caídos, estén aquí, en el sistema Limnos!
—¿Los renegados están aquí? —exclamó Zaul con sorpresa—. ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué deberíamos confiar en lo que dices?
—Durante siglos todos habéis confiado en el Capítulo y habéis escuchado mis palabras y las de otros Capellanes —señaló Bóreas—. Nunca os hemos mentido, no directamente. Sólo queríamos protegeros, libraros de la mancha de nuestra historia. Ha sido así durante diez mil años. ¿Cómo creéis que me sentí yo cuando descubrí la verdad? ¿Pensáis que acepté mi voto de silencio con alegría después de saber lo que supe, que es lo mismo que sabéis vosotros ahora? Yo me planteé las mismas preguntas que vagan ahora por vuestras mentes. Intenté buscar algo de sentido en la anarquía de mis pensamientos. Y lo encontré, gracias a mis hermanos, como vosotros vais a hallarlo gracias a mí. Ésta es la mayor prueba para los Angeles Oscuros. Pero no es una prueba que se pueda superar o en la que se pueda fracasar, no existen parámetros que aplicar. Es una prueba para que juzguéis en vuestro propio corazón cómo enfrentaros a la verdad. La verdad es difícil de soportar, y ahora vosotros estáis entre aquellos que deben compartir esa carga. Debéis caminar entre vuestros hermanos de batalla conociendo nuestro propósito mientras que ellos lo desconocen. Eso es lo que significa pertenecer al Ala de Muerte.
—¿El Ala de Muerte? —preguntó Hephaestus—. ¿Qué relación tiene el Ala de Muerte con los Caídos?
—Todos aquellos que forman o han formado parte del Ala de Muerte saben lo que os acabo de contar —explicó Bóreas—. Ahora sois, por el mero hecho de saberlo, guerreros del Ala de Muerte. El Ala de Muerte es al mismo tiempo el honor del Capítulo y la vergüenza de nuestro pasado compartidos en una sola alma.
—¿Estoy en el Ala de Muerte? —rió Thumiel—. ¿Así sin más, me he convertido en un miembro de la Primera Compañía, de la élite del Capítulo?
—Se debe celebrar una ceremonia, debéis pronunciar unas promesas y se os pintará vuestra armadura —dijo Bóreas, deteniéndose ante el hermano de batalla y apoyando una mano sobre su cabeza—, pero sí, ahora sois miembros del Ala de Muerte, no puede ser de otro modo. Un hermano de batalla corriente no puede saber lo que acabo de revelaros, de modo que debo introduciros en el Ala de Muerte e informaros del secreto de nuestro Capítulo.
—Repito mi pregunta, Capellán Interrogador, ¿por qué ahora? —preguntó Néstor.
—¡Los Caídos están en Limnos! —repitió Bóreas—. Mientras hablamos estamos rastreando su nave. Esta misión es una cruzada, es una guerra santa contra el enemigo más antiguo de nuestro Capítulo. Debemos prepararnos para la batalla. Nos pondremos nuestra armadura, cogeremos nuestras armas y no descansaremos hasta destruir al enemigo. Se trata de un juicio que lleva esperando cien siglos, y por fin podremos vengarnos. Este es el propósito real de los Angeles Oscuros. Ésta es la auténtica misión del Capítulo. Mientras quede un Caído con vida, sin arrepentirse de sus pecados, no podremos obtener honor alguno, no podremos servir al Emperador como sus guerreros más gloriosos. Cualquier otra cosa que hagamos será vana en esencia. La cacería, la búsqueda es nuestra razón de ser. Sólo cuando hayamos curado las terribles heridas de la Herejía de Horus podremos empezar a construir de nuevo.
—¡El dolor me quema por dentro! —declaró Zaul golpeándose el pecho con la palma de una mano.
Tenía los ojos muy abiertos y los músculos tensos. Entonces se postró a los pies de Bóreas.
—¡Lo comprendo, Capellán Interrogador! ¡Perdona mis dudas! Gracias por abrirme los ojos a este misterio. Gracias por darle un propósito a mi vida. Juro que te seguiré hasta el mismísimo Ojo del Terror para borrar este hecho de nuestro pasado.
Los demás le siguieron y se arrodillaron ante el Capellán. Néstor vaciló un momento, miró a los demás y se arrodilló al final de la línea. El corazón de Bóreas se colmó de orgullo mientras recorría la fila de hombres y les tocaba la cabeza uno a uno. Sus dudas parecieron disiparse como la niebla al mirar a los guerreros arrodillados. Zaul tenía razón. Tenían un propósito. Tenía ante él lo que había estado buscando durante los últimos dos años. Estaban listos para luchar y para erradicar la vergüenza del Capítulo.
Bóreas estaba listo para luchar y para erradicar el recuerdo de Astelan y su propia vergüenza.
Durante los días siguientes, conforme la Cuchilla de Caliban avanzaba hacia el interior del sistema Limnos, los Ángeles Oscuros se preparaban en la nave. No se estaban preparando sólo para la guerra; se estaban preparando para una cruzada, la empresa más sagrada que podía realizar un Marine Espacial. No se trataba sólo de una misión, habían hecho un juramento sagrado y no descansarían hasta cumplirlo o morir. Era más que una simple búsqueda; los Marines Espaciales entraron en un nuevo estado mental y renunciaron a todo tipo de consideraciones para alcanzar su objetivo.
Durante una cruzada no descansaban ni dormían, sólo pasaban una hora al día en el estado meditativo semiconsciente en el que les permitía entrar el nodo catalepsiano implantado en su cerebro. El resto del tiempo lo dedicaban a preparar su equipamiento de batalla y a orar. Ahora que Bóreas les había hecho miembros del Ala de Muerte repintaron sus armaduras del color blanco hueso de la Primera Compañía de los Ángeles Oscuros y añadieron nuevos distintivos. Ahora podían mostrar heráldicas personales, y se pasaban horas con Bóreas y los viejos textos que poseía, buscando sus respectivos emblemas y colores según la tradición del Capítulo. El Capellán Interrogador les enseñó nuevos himnos de batalla: el secreto Catecismo del Odio reservado para los Caídos, el Opus Victorius en honor a la victoria de los Ángeles Oscuros leales sobre los Lutheritas, y los Versos de Condena que enumeraban cómo se había descubierto a los Caídos y sus delitos desde que empezó la búsqueda.
Mientras tanto, la Cuchilla de Caliban atravesaba el éter en busca de la San Carthen. Sen Neziel estaba constantemente en contacto con la Thor 15, y al cabo de ocho días habían pasado Limnos III y seguían avanzando hacia el interior del sistema. Hubo unas cuantas falsas alarmas, cuando una u otra de las naves detectaron una lectura anómala. La mayoría de las veces habían resultado ser errores del sistema, asteroides radiactivos, y una vez se cruzaron con una nave comerciante que había sufrido daños al salir del espacio disforme e iba a la deriva por Limnos, con su sistema de comunicación de largo alcance estropeado. La Cuchilla de Caliban estuvo a punto de pasarles cuando recibieron una llamada de socorro. Bóreas entabló un corto y explosivo intercambio de palabras con el capitán de la nave y se negó a abandonar su búsqueda para guiar a la nave perdida de vuelta a las rutas comerciales. Después recibieron un mensaje de preocupación del capitán de la Thor 15 y del Comandante Kayle, pero Bóreas hizo caso omiso de ellos. Estaba centrado en la cruzada y nada le distraería o le desviaría del objetivo de su búsqueda.
El Capellán pasaba mucho tiempo con los demás, les ayudaba a asimilar las revelaciones que habían escuchado. Guiaba sus oraciones hasta que llegaban a comprenderlas. Zaul había reaccionado con rabia; su odio hacia los renegados se iba convirtiendo en una furia casi incontrolable cuanto más le hablaba Bóreas de su traición y de la guerra civil que dividió el Capítulo. La ira de Damas era más fría, más introvertida. Pasaba todo el tiempo posible trabajando en sus armas y las armaduras y escribiendo minuciosamente el Opus Victorius en su servoarmadura en minúsculas letras, y el acto en sí le liberaba y hacía que centrase sus pensamientos en la venganza. Hephaestus trabajaba de manera similar en la forja y en el taller de la nave y bendecía cada arma, cada proyectil de bólter, cada generador de energía y cada espada con la fuerza del Dios Máquina. Thumiel se pasaba el tiempo en el campo de tiro, salmodiando sin aliento mientras abatía una y otra vez los objetivos estáticos y en movimiento, y maldecía a los Caídos cada vez que disparaba. Estaba ansioso por que llegase el momento del enfrentamiento.
Por otro lado, estaba Néstor. Él era el que menos había cambiado después de que Bóreas les revelase el pasado del Capítulo. Los sometió a todos un completo examen médico, el más riguroso que podía realizar, y dijo que se encontraban en perfectas condiciones para luchar, listos para la guerra santa. Aunque tal vez sí que había cambiado en algo: parecía todavía más callado. Conforme se alargaba la búsqueda se iba volviendo más cerrado y menos comunicativo, como si deseara librarse de la nave en sí. Cada vez que Bóreas sacaba el tema, él respondía que sólo quería concluir aquella misión cuanto antes, pues temía por Limnos si los Caídos se encontraban en el sistema.
Esto también preocupaba a Bóreas. Con la urgencia de perseguir a la San Carthen, el Capellán se había llevado a todos sus hombres con él. Por primera vez en milenios no había ningún Marine Espacial en Limnos IV, sólo sus guardias. Hasta entonces, incluso en sus cortas misiones de reclutamiento en Limnos V, Damas, Zaul o Thumiel se habían quedado al mando de la torre. A Bóreas le preocupaba haber evaluado mal la situación. Temía que su enemigo le hubiese engañado para alejarlo de Limnos. Desechaba la idea, pero ésta volvía a su mente una y otra vez, y le acosaba en el fondo de sus pensamientos mientras oraba, le atormentaba mientras practicaba técnicas de combate con sus hermanos. Pero no podía hacer nada excepto continuar adelante con la medida que había tomado. Como miembro del Ala de Muerte era su deber sagrado perseguir a los Caídos allá donde estuviesen, y ahora tenía la oportunidad de cumplir con ese deber. Había declarado cruzada y el futuro estaba decidido, para bien o para mal. Limnos IV seguía bajo la protección de quince mil Guardias Imperiales y las propias tropas de la comandante Imperial; ni siquiera los Caídos podrían enfrentarse a un número tan elevado.
Tras nueve días de búsqueda, por fin se hizo contacto. La Thor 15 de
tectó una nave justo en el exterior de la órbita estelar de Limnos II y se dirigía hacia ella para investigar. Bóreas ordenó a la Cuchilla de Caliban que avanzase a toda velocidad hacia la zona. A simple vista, aquel contacto no tenía por qué ser más importante que todos los que habían detectado hasta ahora, pero el Capellán sentía en su interior que esta vez se trataba del enemigo, que el momento de confrontación se acercaba a gran velocidad. Todavía faltaban dos días de viaje para interceptar la nave independiente, de modo que convocó a los Ángeles Oscuros en la capilla. Todo estaba físicamente listo para la batalla que se avecinaba; ahora estaban terminando de preparar su mente y su alma.
El primer día, ayunaron y meditaron, cada Marine Espacial solo con sus propios pensamientos. Bóreas invirtió este tiempo de reflexión en meditar sobre el futuro. A menos que el Capítulo se viese sumido en una guerra declarada, la Torre de los Ángeles se desviaría hacia Limnos, y acabaría en el espacio disforme en respuesta a las advertencias de Bóreas. A una parte de él le preocupaba que sus temores fuesen infundados, y que sus acciones se juzgasen como precipitadas y egoístas. Pero otra deseaba que esto fuese verdad, porque eso significaría que no había Lutheritas en Limnos, y que no tendría que llevar a cabo otro interrogatorio. Había realizado otro más desde su encuentro con Astelan, pero había sido mucho más directo que éste. El Marine Espacial no había parado de despotricar, totalmente corroído por los Poderes Oscuros y, a pesar de la terrible tortura de Bóreas se negó a arrepentirse de sus pecados hasta el final. Murió gritando a causa de sus numerosas heridas y maldiciendo el nombre de Lión El'Jonson. No hubo en él ni las insinuaciones ni las astutas indirectas de Astelan, ni más supuestas revelaciones sobre la Herejía de Horus que incluso ahora perturbaban los pensamientos del Capellán.
Pero la mayor parte de él deseaba que hubiese otro enfrentamiento con el antiguo enemigo. Bóreas quería demostrar su lealtad de nuevo, tras muchos meses de duda e introspección. Al igual que Zaul, deseaba que la guerra santa limpiase su alma, deseaba borrar sus dudas y sus miedos con la sangre de sus enemigos. De pronto, mientras oraba en la noche, Bóreas se dio cuenta de que vivían para la batalla, y sólo para la batalla. Ningún Marine Espacial se había sentido nunca tan decidido, tan vivo y tan consciente de su propio potencial como él en el campo de batalla, y ésta era una sensación que le habían negado desde hacía demasiado tiempo. Incluso los enfrentamientos con los orkos habían sido superficiales, clínicos, una simple reyerta en comparación con la batalla de la basílica, un frío y preciso combate que no le puso a prueba ni le distrajo de sus problemas.
El segundo día, Bóreas rezó junto con sus hermanos de batalla la oración final:
Nacidos en la oscuridad, un sueño que cobró vida,
guerreros sagrados que la luz brindan.
El fervor por arma y la fe por coraza,
dioses guerreros que encabezan la batalla.
Espadas del Emperador, escudos de la humanidad,
creados para la guerra y destinados a morir.
Protectores del débil, verdugos de la maldad,
luchamos hasta exhalar el último aliento.
No hay retirada, no hay rendición,
el odio al enemigo es nuestro empuje inmortal.
Mientras viva el alienígena y la herejía perdure,
no habrá paz hasta obtener la victoria final.
Fortaleced vuestros corazones, endureced vuestras almas,
lanzaos alegremente a las fauces de la muerte.
No hay tiempo para la paz, no hay tregua, no hay perdón,
sólo hay guerra.
Una vez preparados físicamente y purificados en alma, los Angeles Oscuros esperaron impacientemente mientras la Cuchilla de Caliban se aproximaba al punto de intercepción. La Thor 15 se aproximaba desde los planetas interiores tras haber detectado la nave enemiga en una pasada de vuelta. Fue al rato de empezar el segundo turno de vigilancia del día cuando los augures encargados de la nave de asalto rápido comunicaron que habían detectado una fuente de energía cercana.
La Thor 15 fue la primera en encontrarse con la San Carthen y se vio y entabló un combate a distancia con ella. El capitán de la nave de asalto, Jahel Stehr, estaba solicitando ayuda cuando Bóreas entró en el puente de mando. Observó la pantalla principal y observó el combate durante un momento. Los intermitentes rayos láser no dejaban de salir de las cubiertas de tiro de la nave renegada, iluminando los escudos de vacío de la nave del sistema con explo
siones de ondulantes ondas azules. Éstos a su vez lanzaban misiles que atravesaban a toda prisa el fondo estrellado, pero pasaban junto a la San Carthen sin ocasionarle ningún daño. La nave pirata se estaba acercando a la nave Imperial, y en unos minutos conseguiría pasar su popa y cargar contra sus motores. La Thor 15 parecía estar perdida en todos sus frentes.
—Está muy bien armada para ser una nave mercante —indicó la voz entrecortada de Stehr a través del comunicador.
Bóreas sabía perfectamente de lo que era capaz la nave enemiga. Astelan le había contado cómo la había equipado como una nave pirata que había arrasado a muchos convoys bajo su mando.
Bóreas vio que la Thor 15 estaba poco preparada y que estaba mal dirigida, de modo que ordenó que se activasen los reactores de plasma al máximo para intentar acortar la distancia lo más rápidamente posible. Después ordenó al resto que estuviesen preparados en las plataformas de carga. Su plan era inutilizar los motores de la San Carthen y realizar un pequeño ataque a su cubierta de mando. Una vez bajo control, desactivaría los sistemas de habitabilidad y mataría a todos los tripulantes. Podía hacerse con la nave con pérdidas mínimas y, sobre todo, si había Caídos a bordo, sólo los demás Angeles Oscuros lo sabrían. Al igual que lo había hecho un siglo atrás, Bóreas y los demás juraron proteger el oscuro secreto del Capítulo con su vida. Como él, harían lo que fuera necesario para evitar que el conocimiento de la existencia de los Caídos se extendiese, pues aquella vergüenza era de los Angeles Oscuros, y serían ellos quienes la expiarían.
—Hagáis lo que hagáis, aseguraos de cerrar cualquier vía de escape —respondió Bóreas.
Después observó el visualizador táctico que estaba iluminado en la pantalla principal.
—Pronto estaremos a una distancia lo bastante próxima como para atacar.
—Muy bien, lord Bóreas, mantendremos el combate lo máximo posible —dijo Stehr—. Dirigiremos el ataque a los motores e intentaremos abordar la nave.
—¡No! —rugió Bóreas haciendo que todos los presentes en el puente de mando se detuviesen alarmados—. Mis órdenes son claras. No debéis abordar la San Carthen.
—Nos estamos arriesgando a que nos hagan añicos —protestó Stehr—. La única posibilidad que tenemos es acercarnos y abordarla.
Bóreas intentó contestar, pero la Thor 15 había interrumpido la comunicación.
—Sigue intentando contactar con el capitán Stehr y dile que se mantenga alejado de la San Carthen —ordenó Bóreas al oficial de comunicaciones—. Dile que si intenta hacerlo nos veremos obligados a intervenir.
Sen Neziel salió de su puesto de artillería con un cuaderno de datos en la mano y se lo entregó a Bóreas. Éste compartió una sonrisa con el viejo oficial mientras estudiaba la información táctica que contenía. Las lecturas de los sensores de la Cuchilla de Caliban combinados con un constante flujo de informes técnicos de la Thor 15 indicaban que el sistema de armas de la San Carthen era sólo lateral. Aun así, tendría que disparar a la proa durante el ataque. Era perfecto para el objetivo de Bóreas; podrían atacarla de frente, enviar un transbordador de combate y abordarla sin exponerse a una sola ráfaga. Por supuesto, sólo era una presunción, y correrían un grave peligro si se equivocaban, pero Bóreas no veía otra opción si querían tomar la nave enemiga sin una prolongada lucha previa.
—Nuestro principal objetivo es apresar la nave —dijo Bóreas a Neziel—. No debe escapar; abre fuego contra ella si es necesario.
El oficial de artillería informó de que pronto la tendrían a tiro.
—¡Activa la alerta de combate! —gritó Bóreas, y las sirenas empezaron a llamar a la tripulación a sus puestos mientras se preparaban para abrir fuego.
El puente de mando entró en una actividad frenética transmitiendo las órdenes a todas las estaciones de la nave.
—Bajada a velocidad de combate, desvío de potencia a escudos de vacío —ordenó Neziel tras recibir el consentimiento de Bóreas—. Carga de los lanzatorpedos dos y cuatro, trazado de trayectoria de disparo al objetivo.
—Torpedos preparados.
—Escudos al noventa por ciento.
—Propulsión de los motores al cincuenta por ciento, maniobrabilidad transferida de puesto de navegación a puesto de mando.
—Baterías de artillería cargadas, tripulación reunida.
—Puertas de área selladas. Fuegos extinguidos.
—Cambio a visualización aumentada —terminó Neziel, y la pantalla táctica desapareció y reapareció en una pequeña ventana, sustituida por la imagen de la San Carthen.
Era una nave elegante y fina. Dos grupos de motores de plasma flan
queaban el casco. Su superficie metálica reflejaba cientos de destellos amarillos mientras los rayos láser salían escupidos desde los cañones ocultos en su vientre. Un destello azul y violeta resplandecía alrededor de la popa mientras sus escudos absorbían un ataque de la Thor 15.
—Lord Bóreas, la Thor 15 se acerca al objetivo muy deprisa; parece que va a abordar —informó uno de los oficiales de inspección.
Bóreas se acercó a los comunicadores y pulsó la runa de transmisión.
—Thor 15 —dijo con tono serio—. Abortad vuestro intento de abordaje o me veré obligado a abrir fuego contra vosotros.
La respuesta tardó unos segundos en llegar.
—¡Por los dientes del Emperador! —maldijo Stehr a través de los altavoces—. ¡Estamos del mismo bando! No puede hablar en serio.
—Control de torpedos, cambiad la trayectoria del objetivo al vector uno-cinco-seis —ordenó Bóreas al oficial de artillería.
—Confirmado, nueva trayectoria en uno-cinco-seis —respondió el oficial tras observar un momento su panel.
—Fuego —ordenó Bóreas mirando a Neziel.
—¿Seguro, señor? —preguntó Neziel comprobando de nuevo su pantalla táctica—. Con esa trayectoria estaremos disparando a la Thor 15.
—¡Lanzad los torpedos! —rugió Bóreas, haciendo que Neziel y el resto de oficiales se estremecieran—. ¡Si volvéis a cuestionar mis órdenes haré que los tecnosacerdotes os conviertan en servidores!
—Sí, mi señor—dijo Neziel, vacilante—. Lanzad los torpedos, objetivo uno-cinco-seis.
—¡Torpedos lanzados! —gritó el oficial de artillería.
Bóreas activó la runa del comunicador una vez más.
—Thor 15, reducid la velocidad al treinta por ciento y cambiad el rumbo cuarenta grados a babor —dijo lanzando una mirada de enfado a Neziel—. Si no lo hacéis, recibiréis el impacto de nuestros torpedos.
—¿Habéis lanzado torpedos contra nosotros? —la voz de Stehr sonó ronca a través del enlace—. Por el Emperador, ¿de qué lado estáis?
—Repito, cambiad el rumbo cuarenta grados a babor y reducid la velocidad al treinta por ciento —respondió Bóreas—. Dejad de acercaros y estaréis a salvo.
El Capellán Interrogador miró al puesto del oficial de inspección. Éste observaba su retícula atentamente.
—Thor 15 reduciendo velocidad —dijo, confirmando lo que Bóreas estaba viendo en su propio panel táctico—. Está virando a babor y ascendiendo.
—Bien —gruñó el Capellán—. Preparad el lanzamiento de la nave de combate y cargad las baterías de estribor. Quiero que la proa del objetivo esté inclinada cuando nos acerquemos.
—Confirme objetivo, por favor —dijo Neziel a modo de indirecta.
—La San Carthen —respondió Bóreas con el ceño fruncido—. Otro comentario como ése, Neziel, y haré que te ejecuten por insubordinación. ¿Entendido?
—Perdón, lord Bóreas —contestó Neziel inclinando la cabeza—. Nunca antes había disparado a una nave aliada.
—Yo tampoco —respondió Bóreas tajantemente—. Comunica a la bahía de anclaje que se preparen para mi llegada. Neziel, confío en que a partir de ahora cumplirás cualquier orden para evitar que la Thor 15 aborde el objetivo. Si uno de sus soldados pisa esa nave, será ejecutado junto con la tripulación enemiga.
—Lo siento, señor —contestó Neziel secándose el sudor de los ojos—. Ya lo he entendido. La Thor 15 no se acercará a la nave enemiga.
—Bien —dijo Bóreas.
Después caminó hacia la puerta, cogió su casco de un perchero que había al lado de ésta y lo enganchó a su cinturón.
—Una cosa más, mi señor —dijo Neziel antes de que se marchase.
Bóreas se volvió con expresión inquisidora.
—Que el Emperador le cuide y guíe su mano.
—Gracias, Neziel —respondió Bóreas al cabo de un momento—. Que el Emperador os bendiga a ti y al resto de tripulantes mientras estemos fuera. Cuida de la nave por mí, Neziel.
—Lo haré, lord Bóreas, lo haré —aseguró Neziel asintiendo con una sonrisa.
Con un rugido y una sacudida, el transbordador de combate salió despedido del casco de la Cuchilla de Caliban. Se trataba de una cápsula de desembarco modificada, y parecía más bien una lágrima blindada con palancas como garras en la base y un anillo de quemadores de fusión en el casco para atravesar hasta el blindaje más grueso de una nave enemiga. Pequeños pro
pulsores de maniobra ardían de manera esporádica a lo largo de la nave mientras Hephaestus la dirigía por una ruta hacia la San Carthen. Satisfecho al comprobar que la trayectoria era correcta, se desabrochó el arnés y se puso de pie. Las botas magnéticas lo mantenían pegado al suelo a pesar de que hubiese gravedad cero. Mientras recorría el casco hacia Bóreas, el Capellán hizo un gesto para que los demás se levantasen.
—¿Tiempo restante para el impacto? —preguntó el Capellán Interrogador comprobando el cronómetro de sus autosentidos.
—Faltan aproximadamente veintisiete minutos terranos, Hermano Bóreas —respondió Hephaestus.
—Cronómetro en cuenta atrás, veintisiete minutos —indicó Bóreas a su armadura.
La lectura de la cuenta atrás de los minutos y segundos cobró vida en la esquina inferior izquierda de su campo de visión. Aunque podían suceder muchas cosas en media hora en un espacio de batalla, Bóreas confiaba en que la velocidad y el reducido tamaño del transbordador de combate les llevaría hasta su objetivo sin problemas. Los augures y los escáneres de una nave grande eran inmensamente poderosos, construidos para surcar el inmenso abismo del espacio. Sin embargo, un objeto tan pequeño como un transbordador no se registraba hasta encontrarse a corta distancia de los escáneres de nivel inferior del enemigo, e incluso si lo detectaban, lo más probable es que pasara por un asteroide errante o los restos de alguna nave.
—Comprobad las armas —ordenó.
Inmediatamente comprobó el botón de activación de su crozius y con la otra mano quitó el seguro de su pistola bólter. Después hizo un recuento del equipamiento de su cinturón, aunque todos lo habían hecho ya tres veces en sus comprobaciones precombate. Además del crozius con generador de campo de fuerza y de su pistola bólter, Bóreas tenía cinco cargadores de repuesto con quince disparos cada uno, cuatro granadas de fragmentación, dos granadas cegadoras, dos bombas de fusión, cinco minas antipersonales activadas por proximidad, un dispositivo auspex de rastreo, un cuchillo de combate de filo monomolecular, una batería de repuesto para el crozius y otra para el generador de campo de conversión de su rosarius.
Los hermanos de batalla Zaul y Thumiel llevaban sus bólters estándar y sus cuchillos de combate, así como la misma cantidad de granadas y de minas. Damas llevaba un inmenso puño de combate en la mano derecha que complementaba su pistola bólter, y una espada sierra colgada del cinturón al lado del cuchillo. Hephaestus portaba una pesada hacha de energía y una pistola de plasma, ambas creadas con sus propias manos. Néstor también tenía una pistola bólter y una espada sierra. La cabina se inundó con el ronco zumbido de los dientes al rotar mientras comprobaba el motor. Satisfecho al ver que la comprobación había terminado, Bóreas inclinó la cabeza, y el resto le imitaron.
—¿Cuál es nuestro propósito? —entonó.
—La guerra —respondió el resto.
—¿Cuál es el propósito de la guerra?
—Derrotar a los enemigos del Emperador.
—¿Quién es el enemigo del Emperador?
—El hereje, el alienígena y el mutante.
—¿Qué significa ser enemigo del Emperador?
—Significa estar condenado.
—¿Cuál es el instrumento de condena del Emperador?
—Nosotros, los Marines Espaciales, los ángeles de la muerte.
—¿Qué significa ser un Marine Espacial?
—Significa ser puro, ser fuerte, no mostrar ni compasión, ni piedad, ni remordimientos.
—¿Qué significa ser puro?
—Desconocer el miedo y no flaquear nunca en combate.
—¿Qué significa ser fuerte?
—Seguir luchando cuando los demás huyen; quedarse y morir sabiendo que la muerte tiene una recompensa final.
—¿Cuál es la recompensa final?
—Servir al Emperador.
—¿A quién servimos?
—Servimos al Emperador y al León, y a través de ellos servimos a la humanidad.
—¿Qué significa ser Ángeles Oscuros?
—Significa ser los primeros, los honrados, los hijos del León.
—¿Qué buscamos?
—Purgar nuestra vergüenza con la muerte de aquellos que le dieron la espalda al León.
—¿Cuál es nuestra victoria?
—Reparar lo que en su día se destruyó y recuperar la confianza del Emperador.
—¿Y qué destino espera a los Caídos que capturemos?
—¡Castigo y muerte!
La última frase resonó por el comunicador como un trueno vocal cargado de rabia y de ira.
Después se quedaron en silencio, y Bóreas sacó una pequeña ampolla de una bolsa que colgaba de su cinturón. Entonces recorrió la hilera de Marines Espaciales y derramó un poco del fluido de la ampolla en el casco inclinado de todos los guerreros.
—Con el agua bendita de Caliban, yo consagro vuestras almas al Emperador y al León —dijo Bóreas mientras llevaba a cabo el ritual—. Sed puros de mente, cuerpo y espíritu. Tal y como el agua fluye sobre vosotros, dejad que el odio fluya en vuestro interior. Tal y como el agua perdida se derrama, derramemos la sangre de nuestros enemigos. Tal y como el agua se seca, endurezcamos nuestro corazón ante el miedo. Somos los Ángeles Oscuros, los elegidos del Emperador, los guerreros sagrados de Caliban. La sangre del León corre por nuestras venas. Su fuerza palpita en nuestros corazones. Su espíritu reside en nuestro interior.
—Alabado sea el León —respondieron a coro los Ángeles Oscuros poniéndose firmes.
Bóreas les guió hasta el puerto de salida. La cuenta atrás del cronómetro indicaba que quedaban menos de diez minutos para el impacto.
A través de la placa de visión veía perfectamente la San Carthen. La nave había frecuentado sus pesadillas durante años, y ahora la veía de verdad por primera vez. Las descargas láser de alta potencia de la Cuchilla de Caliban pasaban sobre sus cabezas en dirección a la nave enemiga. Una explosión de ondas de energía moradas y verdes indicaba que uno de los escudos de vacío estaba sobrecargado, y la siguiente lluvia de disparos consiguió impactar directamente contra el casco de la nave, lo que levantó ráfagas de aire ardiente y restos de la superficie.
De repente el comunicador cobró vida y se escuchó la urgente voz de Sen Neziel.
—Lord Bóreas, hemos detectado intensificaciones de energía en la proa inferior de la San Carthen. Creo que está provista de baterías delanteras y que está a punto de abrir fuego.
—Acercaos más, preparaos para el impacto y distraed su atención —respondió Bóreas—. ¡Lanzadles torpedos para cubrir nuestra señal!
A pesar de la peligrosa situación del transbordador de combate, Bóreas no podía dejar de admirar la astucia del capitán de la San Carthen. Durante el combate con la Thor 15 había tenido muchas oportunidades de concluir la ofensiva lanzando un ataque con las baterías de la proa inferior, y en lugar de hacerlo había prolongado el duelo para llevar a la Cuchilla de Caliban a una posición vulnerable. Aquello podía resultar peligroso, pero seguía convencido de que conseguirían llegar hasta su objetivo. Las posibilidades de que un arma principal fuese capaz de acertar en algo tan pequeño y tan rápido como el transbordador eran escasas, pero los Ángeles Oscuros podían acabar absorbiendo fuego enemigo de forma involuntaria.
—Hephaestus, vuelve al asiento del piloto y elévanos; quiero estar por encima del ángulo de disparo de la batería —ordenó mirando fijamente a través del ventanal blindado.
Su visión aumentada percibió la llameante estela de una salva de misiles que desaparecieron bajo el transbordador mientras el tecnomarine regresaba a los mandos y activaba los propulsores para elevar la nave y alejarla de la línea de fuego de la San Carthen.
Fue entonces cuando las torretas antiabordaje de la nave pirata abrieron fuego. Una red de rayos láser surgió de seis emplazamientos de defensa direccional dispersos por la proa. Aunque eran demasiado pequeños como para preocupar a una nave espacial, sí eran lo bastante potentes como para convertir un transbordador de combate en metralla de un golpe directo. Centelleantes rayos de energía azul rodeaban el transbordador, y el casco de Bóreas activó automáticamente un filtro sobre sus lentes para evitar que el resplandor le cegase.
El Capellán volvió a comprobar la cuenta atrás. Quedaban dos minutos para hacer impacto.
—Rastrea la posible posición de la cámara de mando —ordenó Bóreas a Hephaestus.
Desde allí, el castillo de proa de la San Carthen se veía como un conjunto de torretas, revestimiento acorazado y galerías de observación. Pero en alguna parte tenía que estar el puente de mando, y Bóreas quería irrumpir en la nave lo más cerca posible del centro neurálgico. Su plan dependía de un golpe rápido y decisivo. A pesar de ser un espacio confinado y de poseer una artillería muy superior sería muy difícil vencer a toda la tripulación de una nave. Tenían que tomar el puente y desactivar el sistema de habitabilidad en cuestión de minutos o se verían atrapados y asesinados. O algo peor, pensó Bóreas. Podían ser capturados. La idea le repugnaba, y decidió que se quitaría la vida antes que caer en manos de los Lutheritas.
—He localizado el centro de comunicaciones —informó Hephaestus interrumpiendo los malsanos pensamientos de Bóreas—. Sistemas de trayectoria fijados.
El casco se agitó al recibir el impacto de un rayo láser en el exterior, que derritió parte del blindaje del transbordador de combate. Un instante después recibieron otro impacto que hizo fundirse y explotar los fusibles.
—Visión de terror —rugió Bóreas a su armadura.
Su visión se aclaró instantáneamente. El sofisticado conjunto de lentes le proporcionó una vista artificial de potentes ondas de radiación en lugar de luz ordinaria.
—Preparaos para el impacto —advirtió Bóreas mientras el casco de la San Carthen se acercaba a gran velocidad hacia él a través de la ventana. Los retrorreactores se activaron en el último momento para ralentizar ligeramente su paso.
No obstante, cuando el transbordador llegó a su destino el impacto fue inmenso. Los servos y los músculos artificiales de la armadura de Bóreas crujieron y rechinaron para mantenerle derecho mientras la cabeza ablativa de la nave se estrellaba y las palancas de aterrizaje se extendían, rasgaban el metal y empujaban el transbordador de combate hacia el interior de la nave enemiga. Con una llamarada candente, los cortadores de fusión cobraron vida y se abrieron paso a través de la ceramita y del metal en unos segundos, justo antes de que los arietes neumáticos empujaran y arrojaran la sección cortada hacia el interior de la nave enemiga y dejase una abertura circular serrada en la chapa de blindaje de metros de espesor. Bóreas pulsó el botón de la rampa de asalto, y ésta descendió con un estruendoso sonido metálico.
Las ráfagas de fuego láser no tardaron ni un instante en inundar la abertura. Uno de los rayos impactó contra el casco de Bóreas y le empujó la cabeza hacia atrás. El rugido del bólter de Zaul llenaba sus oídos y ahogaba el silbido de los rifles láser. Bóreas se recuperó al instante y saltó por la rampa, fijándose en los cuatro cuerpos ensangrentados que había desparramados por la malla metálica de la entrada que habían abierto y que los proyectiles explosivos habían agujereado. Otros enemigos se agazapaban tras columnas y contrafuertes mientras disparaban frenéticamente a los Marines Espaciales.
Zaul y Hephaestus flanqueaban a Bóreas mientras éste apuntaba su bólter hacia el objetivo más cercano, un hombre con un casco con visera que se había detenido para cambiar la batería de su rifle láser. Una retícula de tiro apareció ante la vista de Bóreas mientras el selector de objetivo del bólter conectaba con su casco. Cuando cambió a rojo, apretó el gatillo suavemente y un momento después una parpadeante estela de fuego marcó el paso del proyectil. Atravesó el peto almohadillado del hombre sin detenerse antes de que la cabeza, reactiva a la masa, detonase y le abriese el pecho desde dentro. Bóreas y los demás avanzaron con decisión por el pasillo, y cada paso iba acompañado del ladrido de un bólter o de una pistola y el grito de un hombre moribundo.
—¡Adelante, por el Emperador! —entonó Bóreas.
—¡Castigo y muerte! —respondió Zaul mientras expulsaba el cartucho vacío de su bólter, sacaba otro con soltura de su cinturón y lo insertaba en el arma, al tiempo que varios impactos de láser rebotaban inocuamente en su servoarmadura.
A Bóreas también le golpeaban los rayos, que quemaron la pintura de su hombrera izquierda, dejaron una abolladura en su guantelete izquierdo y rebotaban en las placas de la armadura que le protegían los muslos y las ingles. A su izquierda, la pistola de Hephaestus escupió una parpadeante bola de plasma azul que atravesó un montante e incineró al hombre que se ocultaba tras éste. El humeante brazo y la cabeza del desdichado salieron despedidos por la cubierta. Veinte metros adelante, el corredor daba a una intersección con más pasillos que continuaban hacia delante y hacia la izquierda. Dejando tres decenas de cuerpos a su paso, los Marines Espaciales continuaron su implacable asalto hacia el cruce y se pusieron a cubierto. Bóreas le arrancó la pierna de un disparo a uno de los tripulantes que intentaba huir, y sus gritos resonaban en los receptores de sonido del Capellán Interrogador. De repente se hizo el silencio, y los enemigos desaparecieron de su vista.
—Control de situación —ordenó Bóreas apuntando con su pistola hacia el pasillo de la izquierda.
Zaul y Thumiel tenían el pasillo hacia delante cubierto.
—Entrada despejada —confirmó Zaul—. ¡Alabado sea el León!
—Necesitamos orientarnos hacia el puente —dijo Bóreas mientras enfundaba su pistola.
Después le pasó su auspex a Hephaestus.
El tecnomarine activó el escáner y lo movió formando un arco lento a la izquierda y a la derecha, y después arriba y abajo. El remolino de ruido de la pantalla se transformó en una imagen de su entorno que se extendía unos cincuenta metros.
—Capto varias señales de vida delante y a la derecha —informó Hephaestus mientras todavía sujetaba el auspex—. También detecto la red eléctrica, parece que hay una terminal a treinta metros por delante, en una cámara a la derecha; y la red de comunicaciones en la misma posición.
—Zaul, Néstor, asegurad este punto —ordenó Bóreas al tiempo que cogía el auspex que le devolvía el tecnomarine.
Había entre treinta y cuarenta tripulantes cerca de allí, esperando tras una esquina por delante y en las habitaciones laterales a la izquierda.
—Preparaos para contraatacar. El resto venid conmigo. Hay que ocupar y mantener la cámara terminal.
Los Marines Espaciales avanzaron rápidamente, y nada más aproximarse a la puerta cerrada de la cámara, el estallido de los bólters resonó tras ellos.
—El enemigo está atacando, hemos ocasionado muchas bajas —informó Néstor—. No necesitamos asistencia.
Hephaestus se inclinó para examinar el teclado numérico que había junto a la puerta de la cámara. En ese momento, más de veinte tripulantes de la San Carthen cargaron contra ellos desde la esquina delantera. Las balas repiqueteaban en los mamparos y el fuego láser destellaba brillante por el pasillo. Thumiel devolvió los disparos inmediatamente, con el bólter en semiautomático, y trazó un camino de cráteres sangrientos sobre los pechos de la primera línea de atacantes, lo que les levantó del suelo y los lanzó contra los que les seguían detrás. Para cuando pasaron sobre los muertos, Bóreas les esperaba pistola en mano, y sus disparos abrieron agujeros como puños en el cuerpo de aquellos hombres escasamente protegidos. Los últimos fueron conscientes de su error demasiado tarde y fueron abatidos mientras intentaban darse la vuelta y huir. Sus cuerpos sin vida cayeron sobre el montón de cadáveres de sus compañeros.
—Han conectado los sistemas de seguridad; la zona está bloqueada —informó Hephaestus.
—¿Me permites? —dijo Damas levantando el puño de combate, que de repente se iluminó con una resplandeciente energía azul.
—Afirmativo —asintió Bóreas.
El Capellán volvió su atención hacia el auspex. No había ninguna señal de vida a menos de cincuenta metros.
Damas se preparó ante la puerta blindada y colocó su mano izquierda contra ésta. Apretando el puño de combate, dio un giro. Cuando su golpe atravesó el metal, una estruendosa detonación resonó por el pasillo. Después abrió la mano y peló el metal rasgado como si de papel se tratase para abrir un agujero lo bastante grande como para permitirles pasar.
—Thumiel, monta guardia. Zaul y Néstor, despejad la zona desde lejos y avanzad hasta esta posición.
Tras recibir sus respuestas afirmativas, el Capellán Interrogador se abrió paso hacia el interior de la cámara de energía seguido de Hephaestus y Damas. No era grande, apenas medía cinco metros cuadrados y estaba llena de ruidosos conductos eléctricos y rollos de cables de comunicación de un dedo de grosor.
—Interfaz de comunicación —dijo Hephaestus señalando una pantalla y una terminal a su izquierda.
Bóreas asintió y se acercó a la máquina. El tecnomarine sacó un surtido de cables de su generador dorsal y probó un par hasta encontrar el que conectaba con la interfaz.
—Asimilando planos —anunció Hephaestus.
Bóreas consultó su cronómetro. Sólo habían pasado dos minutos desde que habían iniciado el abordaje. Pasaron quince segundos más hasta que Hephaestus confirmó que tenía la información que necesitaba.
—Estamos cuatro niveles por debajo del puente de mando principal y a unos sesenta metros de estribor —les informó.
Después se detuvo un momento y consultó el plano tridimensional que había extraído de la red de comunicaciones.
—Hay un hueco de ascensor a veinte metros por delante que nos permitirá acceder a la entrada del puente de mando.
El comunicador de Bóreas chasqueó al recibir una transmisión externa y la decodificó.
—Lord Bóreas —oyó decir a Sen Neziel—, la San Carthen ha reducido el fuego considerablemente. Creo que está reuniendo a la tripulación para repeler a los abordadores.
—Recibido —respondió el Capellán antes de volverse hacia Hephaestus—. ¿Está despejada esa zona?
—Hay un punto de acceso por la escalera a cien metros y tres ascensores más o menos a la misma distancia —respondió tras una breve pausa.
—¿Puedes bloquear los ascensores desde aquí? —preguntó Bóreas.
—No inmediatamente. Acabo de iniciar los ritos de control —respondió el tecnomarine sacudiendo la cabeza—. Sin embargo, desde aquí podemos cortar la electricidad de toda la sección, lo que ralentizará la llegada de refuerzos.
—De acuerdo —asintió el Capellán—. Colocad bombas de fusión.
Mientras Hephaestus empezaba a instalar las cargas con la ayuda de Damas, que seguía las instrucciones del tecnomarine sobre cuáles eran los mejores puntos donde situarlas, Bóreas volvió al pasillo, donde le esperaban Zaul, Thumiel y Néstor.
—Zaul, Thumiel, avanzad hasta la esquina y asegurad el ascensor —ordenó.
Los Marines atravesaron el pasillo con el bólter preparado. Hephaestus y Damas salieron corriendo de la cámara de transmisión un momento antes de que su interior se inundase con la luz incandescente de los estallidos. Los cables de energía dañados chisporrotearon y al instante se apagaron las luces. La vista artificial de Bóreas lo cubrió todo de una neblina roja.
—Avanzad rápido; eso sólo los detendrá durante un tiempo —dijo Bóreas guiando a los demás tras Zaul y Thumiel.
Ai pasar la esquina vio a los dos hermanos de batalla flanqueando las dobles puertas que daban acceso al ascensor. Con la potencia que la servoarmadura daba a su fuerza, Bóreas sólo tardó un momento en abrirlas. El hueco se extendía varios niveles arriba y debajo de su posición. El ascensor en sí estaba en el siguiente piso inferior.
—Zumiel, Zaul, cubrid el hueco del ascensor. Néstor, tú quédate aquí. Hephaestus, Damas, vosotros venid conmigo —dijo.
Después enfundó su pistola, saltó por el agujero y se colgó de los cables del ascensor. Los hilos de metal chirriaron a causa del peso adicional. Tras comprobar que no soportaría el peso de los tres Marines Espaciales armados, Bóreas se inclinó y clavó los dedos en el relativamente fino metal de las paredes para tener un sitio donde agarrarse. A continuación soltó la otra mano, se columpió y clavó la punta de una de sus botas en la pared.
Una vez seguro, se dispuso a escalar por el agujero, abriendo puntos de apoyo con los puños.
De repente se abrieron las puertas de unas plantas más arriba y la luz inundó el agujero. Zaul abrió fuego inmediatamente. Los disparos pasaban silbando junto a Bóreas y acababan explotando tres pisos sobre su cabeza. Algo ensangrentado y andrajoso cayó por su lado y aterrizó sobre el techo del ascensor con un sonido húmedo y sordo. El Capellán hizo caso omiso de los intermitentes disparos que procedían de arriba y de abajo mientras escalaba, y se concentró en mantener el equilibrio al tiempo que atravesaba el irregular fuego láser y el silbido de las balas.
Un nivel por debajo de las puertas abiertas, que era el mismo donde se encontraba el puente de mando, Bóreas se detuvo y volvió la vista hacia abajo. Hephaestus se encontraba tan sólo a dos metros por debajo de él, y Damas a una distancia similar de éste más abajo. Les indicó que dejasen de escalar y sacó una granada de fragmentación de su cinturón. Con la mano libre, programó el temporizador para un segundo, tiró del percutor y lanzó el proyectil hacia arriba. La granada formó un arco hacia la abertura y explotó a mitad de vuelo. La metralla cayó ruidosamente sobre la armadura del Capellán e hizo añicos todo lo que estuviese ante aquel portal. Con un gruñido ascendió un par de pasos más y saltó hacia la abertura clavando los dedos en la malla del suelo.
Se puso de pie de un impulso, sacó su crozius y miró a su alrededor. Cuatro cuerpos desmembrados cubrían el vestíbulo donde se encontraba. Se encontró de cara con un grupo de más de una decena de hombres armados con rifles láser y escopetas que se tambalearon hacia atrás aterrorizados.
—Discurso externo. ¡Ni piedad, ni tregua, ni huida! —entonó Bóreas, y sus altavoces exteriores convirtieron aquel grito de batalla en un rugido ensordecedor que aturdió a los traidores todavía más.
Antes de que pudiesen reaccionar se abalanzó sobre ellos y con un golpe de crozius le aplastó la mandíbula a uno y el pecho a otro. Hephaestus pasó corriendo por su lado y con su resplandeciente hacha partió en dos por el estómago a uno y le cercenó el brazo a otro. Los hombres se separaron e intentaron huir, pero no pudieron escapar de los Marines Espaciales, que avanzaban dando largos y veloces pasos que les dieron alcance, y sus potentes armas dejaron un húmedo reguero de sangre y de carne chamuscada.
—Salida despejada —gritó Bóreas—. Reunios en mi posición.
Mientras esperaba a que Néstor, Zaul y Thumiel le alcanzasen, el Capellán comprobó el cronómetro una vez más. Habían pasado cinco minutos y medio desde que comenzó la operación. Después sacó el auspex, lo activó y lo dirigió en dirección al puente. La parpadeante pantalla estaba prácticamente blanca de la cantidad de señales de vida que detectaba.
—Carga total, combate cuerpo a cuerpo —anunció cuando estuvieron todos presentes—. Zaul y Thumiel, fuego de cobertura. Néstor en la retaguardia.
Todos asintieron y prepararon sus armas para el ataque final. Hephaestus pulsó el botón para abrir la puerta de la cámara.
—¡Por el León! —gritó Bóreas abalanzándose contra la entrada que llevaba al puente.
El pasillo estaba desierto, y el Capellán se detuvo a unos cuantos pasos momentáneamente desconcertado. Se extendía unos veinte metros antes de llegar a un vestíbulo. Ante él tenía las puertas del puente de mando, un portal enormemente blindado con las barras hidráulicas en su sitio. Comprobó el auspex una vez más y éste seguía indicando una abrumadora cantidad de señales de vida. Lo golpeó con la culata de su pistola. El aparato emitió un lastimero aullido electrónico y la pantalla se apagó.
—Hermano Capellán, detecto una señal de interferencia que proviene del puente —anunció Hephaestus—. Están bloqueando nuestros escáneres.
Bóreas volvió a enganchar el auspex en su cinturón y miró al resto.
—Se han refugiado en el puente de mando —dijo avanzando con cautela por el pasillo seguido de los demás—. Es imposible saber cuántos hay, pero debemos asumir que estará muy bien protegido.
—No tenemos equipamiento de demolición para derribar el portal —les dijo Hephaestus.
—¿Hay algún otro punto de acceso? —preguntó Bóreas mientras llegaban al vestíbulo.
Éste también estaba vacío. Bóreas advirtió la lente de un escáner en la pared justo encima de la puerta y le disparó con su bólter haciendo que una cascada de chispas cayese sobre su armadura.
—Hay varios puntos débiles en el tabique —respondió Hephaestus mientras miraba a la izquierda y a la derecha inspeccionando el muro.
—Visión de terror aumentada —murmuró Bóreas, y su visión artificial pasó a convertirse en un mapa de contornos.
Veía la pared, los teclados de la maquinaria y las consolas que había al otro lado. La tripulación enemiga aparecía como unas intensas manchas rojas que resaltaban entre líneas superpuestas. Había al menos tres decenas esperando allí dentro, puede que más, y muchas de ellas estaban reunidas alrededor de la entrada. Vio el contorno de Hephaestus, que avanzaba para señalar una sección del tabique que era más fina que el resto.
—Interrumpir aumento —ordenó Bóreas a su armadura, y recuperó una vaga aproximación de la visión normal.
—Si utilizamos el resto de nuestras bombas de fusión, podemos abrir un agujero —explicó el tecnomarine al tiempo que activaba su hacha de energía y marcaba un tosco contorno en el metal de la pared a unos cinco metros a la derecha de la entrada. Marcó seis puntos para indicar dónde debían colocar las bombas de fusión. Damas reunió los explosivos y empezó a trabajar. Desactivó los temporizadores para que sólo explotasen mediante detonación a distancia. Cuando terminaron, formaron un semicírculo a un par de metros de la futura brecha y dispusieron sus granadas de fragmentación.
—Zaul, Damas, entraréis los primeros y os dirigiréis a la derecha. Hephaestus y Néstor, vosotros entraréis después y cubriréis la delantera. Thumiel, tú vendrás conmigo a la izquierda —dijo Bóreas—. Preparad las granadas para que estallen en tres segundos.
Damas dio un paso adelante con su resplandeciente puño de combate y con Zaul ligeramente agachado detrás de él. Hephaestus miró a Bóreas y el Capellán Interrogador asintió. Con un silbido y un fuerte chirrido, las bombas de fusión detonaron y fundieron el tabique de metal en un instante. Damas se apresuró hacia delante, golpeó con el puño de combate el muro debilitado y penetró en el puente de mando disparando con la pistola bólter. Zaul le siguió de inmediato con el bólter en una mano y el cuchillo de combate en la otra. Sus gritos resonaron por el comunicador mientras Néstor y Hephaestus hacían su entrada con las armas escupiendo fuego. Después entró Bóreas, quien se dirigió a la izquierda, hacia la puerta. Thumiel le seguía de cerca con su rugiente bólter.
Había veinte oficiales y miembros de la tripulación junto a la entrada, armados con una mezcla de pistolas láser, ametralladoras y escopetas. Se disponían a responder al ataque, pero Bóreas abrió fuego primero. El primer proyectil atravesó la cara de un hombre con una bandana roja un momento antes de que su cabeza estallase. El segundo explotó contra la culata de una escopeta e hizo que su portador saltase por los aires al estallarle el arma en las manos.
Sin dejar de disparar, Bóreas atravesó el agujero sujetando el crozius por encima de su cabeza. Los destellos de luz se reflejaban en las brillantes superficies de los paneles de control y las pantallas mientras su campo de conversión cobraba vida al tiempo que recibía los disparos de las escopetas, los bólters y las ametralladoras. Recibió un tiro importante en su rodilla derecha que le hizo tropezar. Un disparo afortunado había perforado el aislante dzflexium que había entre las placas que protegían su pierna, pero el dolor remitió al instante cuando su armadura estimuló sus glándulas de supresión del dolor para que entrasen en acción. Thumiel se colocó ante el Capellán Interrogador dejando caer los casquillos de bólter gastados sobre él mientras disparaba en semiautomático contra el enemigo.
Con un gruñido, Bóreas se obligó a levantarse. Dejó la pistola y agarró el crozius con las dos manos. El primero golpe lanzó a un hombre por el puente de mando a cinco metros de distancia hasta que aterrizó pesadamente en un estallido de potenciómetros y cableado. El golpe siguiente aplastó el pecho de un oficial que vestía una larga chaqueta azul decorada con galones dorados y le hizo caer contra el suelo. Borboteaba sangre por la boca procedente de sus pulmones destrozados. Otro hombre blandió una espada y golpeaba como un loco contra la cabeza de Bóreas. La hoja golpeó el casco y le empujó la cabeza hacia atrás. El Capellán apartó la mano derecha del crozius y, cuando el hombre se dispuso a atacarle de nuevo, Bóreas lo detuvo con el brazo, agarrando la espada con el guantelete. Apretó con fuerza y la espada se torció entre sus dedos hasta partirse. Después, el Capellán insertó la punta en la garganta del hombre y la soltó, dejando que el cuerpo del traidor cayese al suelo empapado de sangre arterial.
Sólo quedaban tres hombres con vida y los tres soltaron las armas y levantaron las manos por encima de sus cabezas. Zaul disparó al primero en el pecho y le destrozó la columna y los órganos internos. Bóreas agarró la cabeza del siguiente con la mano y le partió el cuello. Después lanzó el cuerpo a un lado con facilidad. El tercer hombre se postró de rodillas. Las lágrimas le corrían por las mejillas, y el miedo volvió marrones sus blancos pantalones. El traidor farfulló alguna oración impía antes de que la bota que cubría el pie de Bóreas le aplastase la cabeza y le arrancase la vida contra la dura cubierta.
—Damas, Néstor, asegurad la entrada —ordenó el Capellán mientras se apartaba de los cuerpos desparramados y señalaba la humeante brecha en el tabique—. Hephaestus, localiza y desconecta los sistemas de gravedad artificial y de habitabilidad.
El puente de mando era suyo.
CUARTA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
Astelan escuchaba unas voces que le llamaban desde las oscuras sombras de la celda. Se agitó febrilmente entre las cadenas que ataban su cuerpo, en su día fuerte y poderoso, ahora consumido y arruinado. Ni un milímetro de su carne se había librado de las crueles atenciones del Capellán Interrogador.
Su mente se encontraba igualmente devastada a causa de las intrusiones psíquicas de Samiel. Con su cuerpo abatido y sus pensamientos hechos un lío, Astelan luchaba por mantener un mínimo de contacto con la realidad.
Incapaz de mover su cabeza demasiado lejos, su mundo se limitaba a un espacio de unos pocos metros. Conocía cada una de las grietas que había en el techo sobre él. Si cerraba los ojos podía verlas tan claras como un mapa. Sabía que había trece cuchillas, tres taladros, cinco perforadoras, ocho tenazas, nueve hierros de marcar y dos ganchos espinados sobre la estantería. Recordaba la sensación de cada uno de ellos en su carne; todos se diferenciaban un poco. Incluso cuando Bóreas no estaba allí empleando sus terribles instrumentos, la cabeza de Astelan estaba tan confundida que en ocasiones se despertaba sintiendo su despiadado tacto.
Tanteando con los dedos había contado los eslabones de sus cadenas cientos de veces para mantener la mente ocupada. En cuanto dejaba de concentrarse en algo, las voces regresaban.
Hacía mucho que había renunciado a su negativa a dormir. No tenía ninguna importancia que gritase cuando las pesadillas le asaltaban. Des
pierto, era apenas más lúcido, y hacía tiempo que había dejado de distinguir el límite entre el sueño y la realidad.
Sabía todo esto gracias a una parte objetiva y coherente de su mente que en ocasiones luchaba por hacerse con el control. Era consciente de que las voces no eran más que ecos de las preguntas de Bóreas y de la exploración psíquica de Samiel que resonaban en su cabeza. Sabía que aquellas manos que salían de entre las sombras para alcanzarle no eran más que una mera ilusión de sus torturados sentidos. Pero aquellos momentos de lucidez eran poco frecuentes y cada vez se volvían más escasos y más cortos. El preso había perdido la cuenta del número de visitas que había recibido por parte de sus captores. Tal vez fueran cincuenta, tal vez quinientas. En ocasiones discutía, en otras se encerraba en sí mismo y hacía caso omiso del corte del bisturí que le atravesaba la carne, de la perforación del taladro que agujereaba sus huesos, o de la abrasión de su piel bajo el extremo del hierro. Bóreas iba y venía. Samiel iba y venía. Y Astelan no veía que siguiesen ningún patrón. Algunas veces se despertaba y veía que Bóreas estaba allí de pie, a su lado, observándole, escuchando cómo gritaba a causa de las pesadillas. En otras ocasiones el Capellán le acosaba con preguntas y analizaba todos los puntos de sus respuestas, pero no le infligía más dolor físico. Otras veces sólo había dolor y ninguna pregunta, o el insidioso susurro del psíquico dentro de su cabeza, llamándole mentiroso y traidor.
Tumbado allí, sobre la losa, atormentado y delirante, le aterrorizaba pensar en el sonido de la gran llave de latón en el cerrojo. Pero a veces ansiaba el regreso de Bóreas, cuando su mente estresada no podía aguantar más y necesitaba comunicar sus rugientes pensamientos. Se esforzaba por acordarse de por qué estaba allí, y entonces los recuerdos volvían de repente y eliminaban el dolor. Aunque era una lucha constante, de alguna manera conseguía conservar una pequeña parte de lo que había sido.
En su mente lo visualizaba como una resplandeciente estrella oculta en el centro de su cerebro. Las sombras la ocultaban, los abrasadores ojos del brujo la estudiaban, pero estaba sana y salva. Era su sueño, su ambición. El regreso a la gloria de la Gran Cruzada, el apartar a todas aquellas instituciones y disposiciones que no tenían ningún sentido y que eran la vergüenza de la humanidad. Mientras se concentrase en esto, la refulgente estrella aumentaría de tamaño alimentada por sus recuerdos y por sus deseos.
Astelan sabía que jamás volvería a ver el Gran Imperio y que nunca volvería a dirigir a los ejércitos del Emperador en las zonas de guerra entre el estallido de los bólters y el crepitar de las llamas. Aquello estaba ya fuera de su alcance. Se lo arrebataron en el momento en que se entregó en Tharsis. De haberlo sabido, si hubiese sido consciente de cuáles eran sus intenciones, se habría resistido y habría luchado como nunca lo hubiese hecho antes.
El arrepentimiento se transformó en una profunda pena al ver su plan desmoronado. La estrella dorada no era más que un borroso resplandor que aparecía y se escabullía, esquivándole. Durante siglos había sido un protector, un líder, un guerrero formado para la conquista. Se paró a pensar en el despojo en el que se había convertido y maldijo a Lión El'Jonson por haberles enviado por este camino. La pena se transformó en rabia y sacudió débilmente las cadenas que le amarraban a aquella mesa de piedra, aunque apenas logró levantarse un poco.
Astelan sintió una brisa familiar en su mejilla y se volvió hacia la puerta abierta mientras descansaba de nuevo la cabeza contra la losa. A través de sus amoratados y ensangrentados ojos vio entrar a Bóreas. En el fondo, Astelan agradecía que el Capellán hubiese venido solo. El Interrogador se acercó rápidamente a la losa y Astelan escuchó el movimiento de las cadenas y el sonido metálico de una llave en un candado. Una por una, le fue quitando todas las cadenas y sintió que le quitaban un gran peso de las extremidades y el pecho. Despojado de los pesados hierros, Astelan intentó sentarse, pero vio que no tenía fuerza para hacerlo.
—Vuelve a intentarlo —le susurró Bóreas suavemente al oído—. Tus músculos necesitan que les recuerdes para qué sirven. Inténtalo de nuevo y empezarán a recordar.
Astelan emitió un graznido sordo y centró todas las fibras de su ser en reunir todas las fuerzas que tenía. Sentía que le ardía la columna, le dolían todas las articulaciones del cuerpo y los músculos se resentían por el esfuerzo, pero al cabo de lo que parecieron horas, Astelan consiguió erguirse.
—Muy bien —le felicitó el Capellán Interrogador, que iba y venía ante él.
Después señaló la puerta.
—Puedes marcharte.
Astelan volvió la cabeza lentamente de la puerta a Bóreas, sin entender realmente lo que le decía el Capellán. Frunció el ceño incapaz por el momento de hallar las palabras para comunicar sus aturdidos pensamientos.
—¿Quieres hacerme una pregunta?
Astelan cerró los ojos y se concentró. Tras un enorme ejercicio de voluntad consiguió que su mente dejase de girar. Después señaló débilmente a su garganta.
—¿Necesitas beber agua?
Astelan asintió dejando caer la cabeza inútilmente de lado a lado.
—Muy bien —dijo Bóreas mientras se acercaba a la puerta.
Astelan permanecía sentado, mirando hacia la parpadeante luz de las antorchas que había al otro lado de la puerta. Le quemaban los ojos tras haber pasado tanto tiempo en las tinieblas. Lo único que tenía que hacer era ponerse de pie y dar cinco pasos para salir de la celda, pero estaba agotado. Primero reuniría sus fuerzas y después se marcharía.
El Capellán volvió con una jarra de agua y una copa.
—Quieres marcharte, ¿verdad? —dijo.
Entonces Astelan se dio cuenta de que tenía las manos estiradas hacia la puerta y las dejó caer a su lado.
Bóreas dio un paso adelante, vertió el agua en la copa y dejó la jarra en el suelo. Cogió una de las manos del preso, envolvió con sus dedos el recipiente e hizo lo mismo con la otra mano. Cuando el Capellán apartó sus manos, el cáliz se escurrió y cayó al suelo derramando el agua y mojando a Astelan. El frío avivó sus sentidos al instante.
—Inténtalo de nuevo —le dijo Bóreas.
Rellenó de nuevo la copa y se la acercó.
—Has conseguido sentarte, de modo que también podrás beber.
Los dedos de Astelan agarraron la copa, pero Bóreas no la soltó hasta que vio que estaba segura entre sus manos. Tembloroso, levantó el cáliz hasta sus labios y dejó caer unas pocas gotas en su lengua. Saboreando la sensación dejó caer unas cuantas más en su boca, hasta que ya no pudo aguantar más las ganas y empezó a tragar el contenido. El agua le refrescó inmediatamente y alivió parte de la confusión y del dolor.
—¿Puedo marcharme? —preguntó con voz temblorosa.
—Ahí tienes la puerta. Sólo tienes que levantarte y salir.
—¿Sin artimañas?
—Yo estoy por encima de las artimañas; sigo mi vocación sagrada.
—¿No cerrarás la puerta cuando esté a punto de llegar hasta ella?
—No; te doy mi palabra de Marine Espacial de que no la cerraré cuando estés a punto de llegar hasta ella. De hecho, esa puerta ya no volverá a cerrarse mientras sigas en esta celda. Eres libre de marcharte cuando lo desees.
Astelan permaneció sentado meditando las palabras de Bóreas un rato. Al principio sus pensamientos eran lentos, pero fueron ganando velocidad y claridad. Habiendo tomado una decisión, Astelan asintió para sí mismo y se obligó a ponerse de pie. Las piernas le fallaron, pero se agarró a la losa. Bóreas se apartó y le animó a avanzar hacia la puerta.
—Muy bien, Comandante —dijo el Capellán asintiendo—. Sólo unos pasos y estarás fuera de esta celda.
Astelan le miró, pero la expresión del Capellán era indefinida y no le revelaba nada. Reuniendo todas sus fuerzas dio un paso hacia delante apoyado todavía contra la mesa de piedra. Sus piernas apenas soportaban su peso y fue apartando con cautela la mano hasta que consiguió soltarse del todo, aunque se balanceaba de lado a lado. Arrastrando el pie por el suelo consiguió dar otro paso y sintió que sus maltratadas articulaciones chirriaban al hacerlo. El dolor en las rodillas, las caderas y la columna era insoportable y apretó los dientes para aguantar la agonía. Delante de él, el rectángulo de luz más allá de la puerta bailaba de un lado a otro y se desenfocaba.
—¿Entiendes lo que significa que te marches? —preguntó Bóreas.
Astelan hizo caso omiso de su provocación y dio otro tambaleante paso.
—Si abandonas esta celda, es porque tienes miedo. Es porque sabes que tus convicciones son falsas.
Astelan se volvió y miró al Capellán.
—¿Qué quieres decir? —dijo.
—Tu gran visión, tu magnífico plan —explicó Bóreas—. No te creo. Creo que eres un mentiroso y un tirano y que lo único que te ha guiado han sido tus propios deseos egoístas.
—Eso no es verdad —replicó Astelan—. Lo hice por el Emperador, por la humanidad.
—No estoy seguro. Pero vas a irte, ¿verdad? Que yo te crea o no es irrelevante. Es obvio que estás muriendo; ni siquiera un Marine Espacial puede soportar la tortura a la que te he sometido. Todos tus órganos sobrehumanos y tu fuerza sobrenatural te han abandonado, y sin asistencia médica morirás pronto. Has resistido mucho tiempo; tu semilla genética es muy fuerte.
Es posible que los Apotecarios la estudien cuando hayas fallecido. Pero morirás en paz.
—¡Yo no vivo para morir en paz! —la voz de Astelan era ahora un poco más áspera.
—Entonces ¿para qué vives? —preguntó Bóreas.
—Para morir en combate, para construir el Imperio del Hombre, para servir al Emperador —respondió Astelan con voz ronca.
—¿Y vas a hacer eso saliendo por esa puerta y muriendo en alguna cámara perdida? —el tono burlón de Bóreas azotó a Astelan e hizo que sus pensamientos volviesen a girar formando un remolino—. ¿Huyes de la lucha, Comandante de Capítulo? ¿Tienes miedo de que tal vez tus convicciones no sean tan fuertes como pensabas? ¿De que quizá tus mentiras estén empezando a desvelarse? Pero ¡márchate! Márchate y muere sabiendo que no tuviste que enfrentarte a la prueba final, que renunciaste a la oportunidad de hablarme más de tu visión, de convencerme de tu valía. Vete y te ahorrarás mucho sufrimiento y mucho dolor, y yo sabré que moriste como un hereje, porque si te marchas me demostrarás que eres débil, que eres la clase de hombre que rompe sus juramentos, que se vuelve contra sus señores y que hace la guerra a aquellos a quienes sirvió en su día. ¡Márchate!
—¡No! —exclamó Astelan dando un paso hacia Bóreas.
Su ira alimentó una repentina fuerza que invadió su interior.
—¡Sé que tengo razón! He seguido el verdadero camino, y sois vosotros quienes os habéis alejado.
—Pues quédate y demuéstralo —ofreció Bóreas—. ¿Cuánto dolor merece la auténtica voluntad del Emperador? ¿El dolor que sientes ahora? ¿El doble? ¿El triple, tal vez? ¿Cuánto dolor estás dispuesto a soportar por ser fiel al Emperador?
—Todo el que haya en la galaxia, si eso te demuestra que lo que digo es cierto —respondió Astelan.
—¿Me crees si te digo que puedo mantenerte con vida durante un siglo? —preguntó Bóreas.
—Sí, sí, te creo —dijo Astelan asintiendo con la cabeza contra su pecho.
—Y piensa que sólo has sufrido mis atenciones durante quince días —le informó el Capellán con una macabra sonrisa.
—¿Quince días? Eso es imposible —la repentina fuerza que se había apoderado de él le abandonó de inmediato.
¿Cómo era posible? ¿Había soportado sólo quince días de aquel tormento?
—Yo no miento, ¿por qué iba a hacerlo? —respondió Bóreas cruzándose de brazos—. Llegaste aquí hace tan sólo quince días. Ese tormento, ese dolor, es el resultado de quince miserables días. Pero tienes la opción de acabar con todo. Sólo tienes que dar dos pasos para abandonar esta celda y dejar atrás la agonía.
Astelan miró el resplandor al otro lado de la puerta, que le llamaba y le tentaba con la misma intensidad. Dio dos pasos más, hasta la puerta, y se detuvo para calmar las protestas de su cuerpo.
—Un paso más. Estás a un solo paso de la paz —le incitaba Bóreas.
Astelan se apoyó en la puerta, se volvió para mirar al Capellán Interrogador por encima de su hombro. Dobló el brazo y cerró la puerta de golpe. El sonido metálico resonó por la celda. Por un instante, una efímera fracción de segundo, la estudiada expresión de Bóreas cambió, y Astelan vislumbró un aire de aprobación que pronto volvió a convertirse en el gesto neutro del Capellán.
Astelan se irguió, avanzó con paso decidido hacia la losa, se tumbó sobre ella y miró a Bóreas. El Capellán Interrogador se acercó y se inclinó sobre su prisionero.
—Muy bien, has hecho tu elección —dijo—. Pero aún tienes otra opción. Una opción sin cadenas, sin dolor, sin el hermano Samiel.
—No quiero seguir escuchando tus trampas —respondió Astelan girando la cabeza.
—No hay ninguna necesidad de seguir con esto. Puedo dejar a un lado las cuchillas y los ganchos y nos limitaremos a hablar, de Marine Espacial a Marine Espacial —dijo Bóreas con voz suave y serena—. Lo único que te pido es que abras tu mente y tu corazón, que examines tus sentimientos y que analices tus motivos. Que intentes mirar con ojos libres de siglos de odio, libres de años de aislamiento y de incomprensión. Que consideres tus ambiciones y decidas si son puras.
—Sé que lo son —respondió Astelan desafiante.
—Por ahora —rebatió Bóreas inclinándose más sobre la losa—. Pero sólo hablaremos. Tú me escucharás y yo te escucharé, y te darás cuenta de que tus argumentos no tienen ninguna base.
—Gracias, pero no —resopló Astelan.
—Bien, pues si no tienes nada que ocultar, habla libremente, cuéntame tu historia, comparte conmigo tus pensamientos y ya veremos qué ocurre después —dijo Bóreas con insistencia.
Astelan volvió a sentarse y miró directamente a Bóreas, pero la expresión del Interrogador seguía sin revelar nada.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Astelan.
—Háblame de Caliban, tu mundo natal —pidió Bóreas.
—Dices que quieres hablar abiertamente y con sinceridad, pero empiezas formulando una pregunta basada en la ignorancia.
Astelan empezó a reírse pero acabó atragantándose y le dieron arcadas.
—¿Qué quieres decir? —Bóreas frunció el ceño mostrando su confusión.
—Caliban no es mi mundo natal. Nunca lo fue —respondió Astelan.
Hizo una pausa y se tumbó de nuevo sobre la losa hasta que su respiración se hubo calmado.
—Yo pertenecía a la vieja Legión, a los Ángeles Oscuros previos a la llegada de Lión El'Jonson. Nací en Terra, en el seno de una familia cuyos antepasados habían librado a la antigua cuna de la humanidad de las terribles garras de la Era de los Conflictos. Desde que el Emperador se reveló y manifestó su propósito, mi gente luchó a su lado. Cuando empezó a crear una nuevo tipo de guerrero sobrehumano, fue a mi gente a quien tomó para realizar sus primeras pruebas. Con su ayuda, el Emperador reconquistó Terra y la humanidad estaba al borde de embarcarse en una era dorada, la Era del Imperio. De modo que no es de extrañar el hecho de que cuando perfeccionó sus técnicas en la creación de los Marines Espaciales, mucha de mi gente fuese elegida para dirigir la Gran Cruzada, yo incluido. Por eso no sabes lo que estás diciendo. Yo nací en Terra.
—Entonces ¿Caliban no te importaba nada? —inquirió Bóreas.
—Eso tampoco es cierto —respondió Astelan cerrando los ojos y sintiendo que el sudor por el esfuerzo que había realizado le corría por la cara—. Mientras las Legiones conquistaban la galaxia, redescubrían mundos humanos y los liberaban de los alienígenas y de su propia y autodestructiva ignorancia, encontramos a los primarcas. El Emperador había utilizado una versión de esa semilla genética para crearnos, de modo que todos los primogenitores, las Legiones, estaban en parte unidos al destino de su primarca. Cuando el Emperador encontró a Lión El'Jonson en Caliban todos lo celebramos. El Emperador nos informó de que los Ángeles Oscuros tenían un nuevo hogar y aquello nos llenó de alegría, pues nos encontrábamos muy lejos de Terra.
—¿Y qué pasó después? ¿Qué os llevó hacia el oscuro camino de la traición? —la voz de Bóreas era neutra e impasible.
—Adoptamos Caliban como si fuera nuestro, y cuando El'Jonson recibió el mando de la Legión pensamos que era lo más adecuado —respondió Astelan lentamente deteniéndose para poner en orden sus pensamientos antes de cada frase y haciendo caso omiso de la acusación de la traición.
Ya no tenía fuerzas para rebatir todos los comentarios mordaces del Capellán.
—Era bueno que se formasen nuevos Capítulos de Ángeles Oscuros con la gente de Caliban, pues esto les proporcionaba identidad y un propósito, algo que era muy valioso en aquellos tumultuosos tiempos. Pero por aquel entonces yo no sabía que nuestro nuevo primarca nos traicionaría y destruiría todo lo que habíamos creado.
—Háblame de la lucha en Caliban. ¿Cómo empezó? —preguntó Bóreas.
—Nuestro glorioso primarca, con su supuesta sabiduría, nos abandonó allí. Dio la espalda a todos aquellos que habían llegado antes que él, a aquellos que le habían recibido como a un padre y que habían aceptado su mundo como propio —un escalofrío recorrió el cuerpo de Astelan al recordar los hechos que le llevaron a rebelarse contra el primarca.
Después miró a Bóreas y continuó:
—Fue un grave error, pero hicimos un juramento de lealtad y no pensábamos romperlo. Esperábamos que nuestro primarca se diese cuenta del error que había cometido. Le envié emisarios para que reconsiderase su decisión, pero todos volvían sin respuesta. ¡Ni siquiera envió una respuesta! En algún lugar lejano, El'Jonson nos estaba desdeñando con su silencio.
—¿Y así fue como Luther te convenció para que apoyases su terrible plan? —preguntó Bóreas, cuya voz se estaba volviendo cada vez más insistente.
—¿Luther? ¡Ja! —la exclamación de Astelan volvió a transformarse en otra dolorosa tos y tardó varios segundos en poder volver a hablar—. Vuestras historias le demonizan, le culpan por todo lo que les ha sucedido a los Ángeles Oscuros, pero sabéis tan poco de lo que pasó en realidad... Os con
viene que vuestras leyendas le muestren como el archivillano, la víbora que espera en el nido mientras el gran León conquistaba la galaxia, ¡pero la traición de El'Jonson hacia Luther fue la peor de todas! Sin mí, Luther se habría quedado despotricando y gritando desde su torre en vano.
—¿Estás diciendo que fuiste tú el responsable del cisma de nuestra Legión y no Luther? —preguntó Bóreas incapaz de ocultar su desconfianza—. ¡Ésa es una grave y espantosa declaración!
—No he dicho eso —respondió Astelan tranquilamente—. Pocas veces los hechos de la historia son tan convenientes como los escritos afirman. Luther era quien más razones tenía para estar resentido, de eso no hay duda. Había sido como un padre para el primarca, fue su mejor amigo y su aliado. Él salvó a El'Jonson de morir en el bosque. ¿Y qué hizo El'Jonson para pagárselo? Lo condenó a permanecer en Caliban, como al resto de nosotros. Lo dejó para que se pudriese mientras él buscaba la gloria.
—Luther era el guardián del León en Caliban —dijo Bóreas, que había empezado a caminar de nuevo de un lado a otro de la cámara—. El primarca le honró y demostró que tenía tanta fe y confianza en él como para dejar la protección de su mundo natal en sus manos.
—Luther era casi tan buen comandante como Lión El'Jonson —protestó Astelan—. Aunque nuestro primarca no tenía comparación como planificador y estratega, Luther conocía muy bien los corazones y las mentes de los hombres, mejor que jamás lo hiciera El'Jonson. Cuando el Emperador llegó por primera vez y los Ángeles Oscuros recibieron a El'Jonson para dirigirles, Luther lamentó ser demasiado viejo para convertirse en Marine Espacial.
—Como muchos de los guerreros de Caliban —respondió Bóreas, que se había detenido y miraba directamente a Astelan—. Por eso el Emperador envió a sus mejores cirujanos y tecnoapotecarios, para que aquellos que eran demasiado viejos para recibir la semilla genética del primarca pudiesen disfrutar de muchos de los beneficios de nuestros cuerpos mejorados, vivir mucho más tiempo y realizar grandes hazañas.
—Y precisamente por eso, ¿no te resulta todavía más extraño que Luther tuviese que quedarse en Caliban en lugar de dirigir a aquellos guerreros al campo de batalla? —preguntó Astelan cambiando de postura para ver mejor al Capellán—. A mí sí. Creo que El'Jonson tenía miedo de Luther, de su popularidad entre los soldados, y le dejó en Caliban para que su estrella no pudiese seguir brillando.
—Eso no son más que mentiras de Luther. Te han corrompido la mente, como corrompieron las de todos aquellos que se volvieron contra sus hermanos —la negación de Bóreas era absoluta, y su rostro seguía inmutable.
—A pesar de su don para pronunciar fogosos discursos y apasionados susurros, Luther no era ni sería jamás un Marine Espacial —señaló Astelan—. Hubo unos cuantos que le escucharon, la mayoría de ellos de la nueva Legión. Mis Marines Espaciales, aunque sentían un profundo respeto por Luther y sus grandes logros, sólo habían servido al Emperador en sí, y sólo le debían su lealtad a él.
—Entonces ¿cómo fue que aquellos supuestamente leales Ángeles Oscuros le dieron la espalda a su primarca y traicionaron al Emperador si les era indiferente la oratoria de Luther? —preguntó Bóreas mientras se acercaba.
—Porque yo me puse de su lado y le ofrecí mi apoyo —respondió Astelan con un susurro.
La duda inundó su mente por un instante. ¿Habrían sucedido las cosas de otra manera de no haberlo hecho? Desechó la idea. El futuro de los Ángeles Oscuros se había decidido mucho antes de aquello.
—¿Y por qué lo hiciste? —interrumpió sus pensamientos la voz de Bóreas.
—Para que pudiésemos hacer aquello para lo que fuimos creados: luchar contra los enemigos del Emperador y eliminar la oscuridad que rodeaba a la humanidad —respondió Astelan.
—Explícate.
—El primarca se encontraba lejos, continuando la Gran Cruzada, y entonces recibimos terribles noticias —relató Astelan al Capellán—. Horus, el más grande de los primarcas, el Señor de la Guerra del mismísimo Emperador, se había vuelto un traidor. Las informaciones que recibíamos eran incompletas y poco frecuentes, pero poco a poco fuimos recomponiendo lo que había sucedido. Oímos hablar de su bombardeo vírico en Istvaan y de la masacre que ocasionó. Los primarcas y sus Legiones se estaban volviendo contra el Emperador y contra ellos mismos. Era imposible distinguir al amigo del enemigo. Escuchamos en más de una ocasión que los Ángeles Oscuros le habían dado la espalda al Emperador, o que Lión El'Jonson había sido asesinado. Se decía que los Lobos Espaciales estaban luchando contra los Mil Hijos, y que los hermanos de batalla se estaban matando entre ellos por toda la galaxia.
—De modo que viste la oportunidad de volverte un traidor también y de aliarte con Horus —le acusó Bóreas.
—¡Queríamos marcharnos! ¡Queríamos ir y luchar contra Horus! —Astelan no tenía ganas de discutir; su cuerpo no acompañaba a la fuerza de su espíritu—. No estábamos seguros de nada excepto de lo que sentíamos en nuestros corazones. Luther fue el primero en hablar de dejar Caliban y unirnos a la lucha para defender al Emperador.
—¡Luther os habría llevado hasta Horus! —rugió Bóreas—. ¿Y qué hay de las órdenes del León? ¿Es que la administración de Caliban no significaba nada para Luther ni para ti?
—Significaba mucho para Luther. Para mí, algo menos, como comprenderás —admitió Astelan—. Pero ¿cómo íbamos a saber lo que quería nuestro primarca que hiciéramos? No había comunicación, y los propósitos del León se veían borrosos a causa de los cientos de años luz que nos separaban y de las historias contradictorias. Podía estar combatiendo en algún planeta distante, o podía haberse aliado con Horus, o estar dirigiendo la defensa del Emperador. No lo sabíamos. De modo que decidimos descubrir nuestro propio camino, porque era lo único que podíamos hacer.
—¿Y qué sucedió entonces? ¿Qué provocó la lucha?
Bóreas se había acercado de nuevo. Su túnica y su piel bañadas con la roja luz del brasero le daban un aspecto medio demoníaco.
—Hubo algunos de nosotros, hermanos de batalla recién reclutados que tal vez carecían de la fe y el celo de la vieja Legión, que se opusieron a que nos marchásemos —respondió Astelan.
—Así que les atacasteis, os deshicisteis de los disidentes —el rostro de Bóreas adquirió un gesto de desprecio y su ira volvió a aumentar.
—Fueron ellos quienes atacaron primero, y revelaron su traición con cientos de muertes —le corrigió Astelan—. Lo habíamos preparado todo para marcharnos, y estábamos embarcando en los transportes que nos llevarían a órbita, donde nos esperaban las barcazas de batalla y los cruceros de asalto. Cuando las naves empezaron a despegar, los traidores atacaron. Sus naves orbitales abrieron fuego contra nosotros, asaltaron las baterías de defensa planetaria y abrieron fuego contra los transportes. Los lásers de defensa los eliminaron del cielo e hicieron que las piezas lloviesen sobre nosotros. Algunos intentaron continuar hacia la órbita y fueron destruidos por el enemigo, mientras que otros acabaron hechos añicos mientras trataban de aterrizar.
Sin embargo, su ataque duró poco, ya que contraatacamos con fuerza. Sus naves huyeron, y aquellos que habían tomado las baterías acabaron expulsados o asesinados.
—Actuaban para evitar que desobedecieseis las órdenes del primarca —sugirió Bóreas.
—¡No tenían ningún derecho! —exclamó Astelan—. Ya te he dicho que no sabíamos cuáles eran los deseos del primarca, como tampoco sabíamos cuál era el estado de la guerra contra Horus. ¡Fueron ellos quienes pecaron al disparar contra nosotros!
—Pero al final no os marchasteis, ¿verdad? —señaló Bóreas.
—No podíamos —dijo Astelan sacudiendo tristemente la cabeza—. Temíamos por lo que pudiese suceder si dejábamos Caliban en manos de los hermanos traidores. No podíamos marcharnos hasta estar convencidos de que Caliban estaba a salvo.
—¿Y cómo pensabais garantizar eso? —inquirió Bóreas.
—Les perseguimos, por supuesto —respondió Astelan—. Se ocultaron en la profundidad de los bosques y efectuaban ataques relámpago, pero finalmente nuestra superioridad numérica acabó con ellos y pensamos que los habíamos exterminado. Durante tres meses, nuestras armas permanecieron en silencio y fue entonces cuando tal vez cometimos nuestro único pecado: nos volvimos confiados. Al pensar que habíamos destruido al enemigo bajamos la guardia y una vez más empezamos a prepararlo todo para marcharnos. Entonces volvieron a atacar. Se habían ocultado mucho mejor de lo que podíamos imaginar, en los lugares más inhóspitos de Caliban. Sin previo aviso, reunieron toda su fuerza y lanzaron un ataque contra el puerto estelar, y tomaron varios de los transportes. Aturdidos por la sorpresa, no reaccionamos lo bastante rápido y para cuando los lásers de defensa se activaron ya estaban entre nuestra flota y no podíamos atacarles por miedo a dar en nuestras propias naves. Concentraron sus ataques en la nave más grande de la flota, mi propia barcaza de batalla, la Ira de Terra. Los traidores la asaltaron, se hicieron con el control y dirigieron sus inmensas armas y torpedos contra el resto de la flota. La batalla duró poco, pues la Ira de Terra superaba con creces a cualquier nave en órbita, y pronto la flota de mi capítulo se vio reducida a humeantes restos.
—De modo que os quedasteis varados en Caliban, y aquellos que se mantuvieron fieles a su primarca consiguieron evitar que os unieseis al Se
ñor de la Guerra —afirmó Bóreas mostrando cierto orgullo ante aquel acto desesperado.
—Aquél no fue su acto final —dijo Astelan amargamente—. Pilotaron la Ira de Terra hasta la atmósfera de Caliban donde ardió y explotó en abrasadores fragmentos que llovieron sobre la superficie. Los reactores de plasma, emanando mil infiernos, explotaron en los bosques y formaron cráteres kilométricos. El polvo y la roca que levantaron ocultaron el sol. Los restos se estrellaron contra las ciudades y los castillos, destruyéndolos, y la parte más grande de la nave cayó en el océano del sur y provocó un maremoto que asoló todo lo que había a veinte kilómetros de la costa del sur. No sólo nos abandonaron en Caliban, sino que provocaron una destrucción sin precedentes en el planeta que se habían convertido en nuestra prisión.
—Si lo que dices es cierto, ¿cómo es que disparasteis cuando regresó nuestro primarca? —preguntó Bóreas en tono acusador.
—Caliban se había convertido en un lugar asolado y devastado —continuó Astelan, su voz convertida ahora en un susurro casi inaudible—. Los bosques habían muerto. Las nubes de tierra y ceniza que cubrían el aire bloqueaban la energía vivificadora del sol. El planeta se estaba destruyendo lentamente porque no pudimos protegerlo de nuestros propios hermanos de batalla. Hablas de vergüenza, pero eso no es nada comparado con la culpabilidad que sentíamos entonces, cuando vimos arder los árboles y nos arrebataron la luz de las estrellas.
—Pero ¿por qué atacasteis al León?
—Luther se había instalado en Angelicasta, la Torre de los Ángeles, la ciudadela más grande de Caliban y la principal fortaleza de los Ángeles Oscuros. Yo asumí el mando de las defensas exteriores y de las baterías láser de un centro de mando a cientos de kilómetros de distancia. Cuando recibimos la señal de que una nave espacial había entrado en órbita, al principio pensamos que las naves de los traidores habían regresado, las que habíamos expulsado en la primera batalla.
—¿Por eso abristeis fuego? —preguntó Bóreas.
—No, no fue por eso —respondió Astelan , desafiante—. Pronto estuvo claro que se trataba de nuestro primarca. Luther contactó conmigo para pedirme consejo. Estaba preocupado porque había interceptado un mensaje que aseguraba que era El'Jonson quien dirigía las naves que se acercaban. No sabía qué hacer, y temía la ira del León por lo que había sucedido en Caliban.
—¿Y qué le dijiste?
—No le dije nada —contestó Astelan con voz grave—. Ordené a las baterías que abrieran fuego contra aquellas naves.
—¿Tú diste la orden? —escupió Bóreas agarrando a Astelan por la garganta y presionándole de nuevo contra la losa—. ¿Fuiste tú quien precipitó la destrucción de nuestro mudo natal? ¡Y dices que no tienes pecados de los que arrepentirte!
—Y mantengo mi decisión —respondió Astelan con voz ronca intentando sin conseguirlo librarse de la terrible presión del Capellán—. No podía hacer otra cosa. El'Jonson iba a eliminarnos. Sospeché que las naves de los traidores se encontraron con él y su versión de los hechos nos habría condenado. Nuestro caritativo primarca nos habría aniquilado a todos por lo que le había sucedido a su mundo natal. También temía que se hubiese vuelto contra el Emperador. Habíamos oído muy poco sobre las hazañas de los Ángeles Oscuros durante la Herejía de Horus, y no descarté la posibilidad de que El'Jonson se hubiese aliado con el Señor de la Guerra.
—De modo que disparaste porque tenías miedo a ser castigado —gruñó Bóreas levantando la cabeza de Astelan y golpeándola de nuevo contra la mesa de piedra.
—¡Disparé porque quería matar a El'Jonson! —escupió Astelan empujando débilmente a Bóreas para librarse de él—. Yo debía lealtad primero y ante todo al Emperador, y El'Jonson estaba muy por detrás de él. Mi deber para con el Emperador era proteger a los Marines Espaciales bajo mi mando; Marines Espaciales que él mismo había escogido y formado, y que entonces se veían amenazados por su primarca. ¿Entiendes?
—No, no lo entiendo. No logro comprender la traición que late en tu corazón —contestó Bóreas al tiempo que soltaba a Astelan con desprecio y se alejaba de él.
Después volvió a hablar sin mirarle.
—Volverse contra el propio primarca y desear su muerte es el peor pecado que se puede cometer.
—Fueron los primarcas quienes se volvieron contra el Emperador. Antes de que llegaran no había discordia ni guerra civil —repuso Astelan impulsándose para sentarse—. Fueron ellos quienes volvieron a las Legiones contra su verdadero Señor, quienes favorecieron sus propias ambiciones con los miles de Marines Espaciales que tenían bajo su mando. Fueron los primarcas quienes casi destruyeron el Imperio, y fue Lión El'Jonson quien condenó Caliban con sus propias acciones.
—¡Tu arrogancia se alimentó de envidia, lubricada por los oscuros alicientes que te prometía Luther! —rugió Bóreas—. Te volviste contra tu primarca a cambio del poder y el dominio de los Poderes Oscuros.
—¡Me defendía de un loco que ya había intentado destruir mi Capítulo y no dudaría en volverlo a hacer! —se defendió Astelan—. Jamás hice ningún juramento con los Poderes Oscuros. ¡Sólo estaba siendo leal al Emperador! Pero también me equivoqué.
—¡Entonces lo admites!
El rostro de Bóreas reflejaba triunfo mientras recorría la celda hacia Astelan.
—No admito nada.
Las palabras del interrogado detuvieron al Capellán a medio camino y transformaron su euforia en rabia.
—Me equivoqué al pensar que Lión El'Jonson quería castigarme a mí. Era a su amigo y mentor, Luther, a quien pretendía destruir. Era a Luther, el guardián de Caliban, su salvador, a quien El'Jonson odiaba y envidiaba. ¡Sus actos prueban mis palabras! ¿Acaso no dirigió personalmente el ataque contra la Torre de los Ángeles mientras sus naves bombardeaban Caliban desde su órbita? ¿No pretendía destruir todas las pruebas de su propia debilidad atacando a aquellos que le habían visto como lo que era en realidad?
—El León había oído hablar de la traición de Luther y sabía que para curar el mal tenía que actuar con decisión y rapidez —explicó Bóreas—. Atacando a Luther esperaba salvar Caliban de su terrible influencia.
—Cuando los misiles y el plasma empezaron a descender a toda velocidad desde la órbita, las intenciones del primarca eran obvias —argüyó Astelan—. Los mares hirvieron, la tierra se resquebrajó y las fortalezas se convirtieron en ruinas. Recuerdo que el suelo empezó a temblar bajo mis pies y después caí en lo que parecía ser un pozo sin fondo antes de perder la consciencia.
—Y ahí está la principal prueba contra ti, ¡la aplastante prueba de tu culpabilidad! —entonó Bóreas—. Al final, mientras el torturado Caliban se destruía, tus señores oscuros te tendieron la mano para salvarte de las garras de la muerte. Mientras el mundo se desintegraba, una gran tormenta disforme asoló Caliban y te hizo desaparecer, junto con todos aquellos que habían dado la espalda al León. Por eso eres culpable, por eso no hay justificaciones ni argumentos que puedan convencerme de que hubiese otro propósito tras tus acciones. Los Poderes Oscuros os salvaron a ti y a los tuyos y os dispersaron por el tiempo y el espacio para que no pudiésemos vengarnos contra vosotros. Luther era tan corrupto como Horus, ¡como todos vosotros! ¡Admítelo y arrepiéntete!
—¡No! —rugió Astelan—. ¡Rechazo todas tus acusaciones! ¡He sido leal al Emperador desde el día que fui elegido para convertirme en Marine Espacial, y seguiré siéndole fiel hasta mi último aliento! ¡Torturadme! ¡Rebuscad en mi mente con los poderes de ese brujo! ¡Niego tus acusaciones! ¡Ahora veo en lo que se ha convertido la semilla genética supuestamente pura de Lión El'Jonson! ¡Os habéis convertido en criaturas de las sombras y la oscuridad, y no os reconozco como Ángeles Oscuros!
—¡Muy bien! —exclamó Bóreas empujando a Astelan de nuevo contra la losa—. Entonces volveré y usaré mis cuchillas y mis hierros, y haré venir al Hermano Samiel. Tu alma conocerá la justicia, lo quieras o no. Has escogido el camino del sufrimiento cuando podías haber seguido el camino de la paz y la iluminación.
Bóreas se dirigió hacia la puerta y la abrió de golpe.
—¡Espera! —gritó Astelan.
—¡No quiero oír más mentiras! —exclamó el Capellán mientras salía.
—¡Tengo más cosas que contar! —insistió el preso.
Bóreas se detuvo y se volvió.
—No deseo saber nada más —respondió.
—Pero no has escuchado toda la historia —le dijo Astelan, su voz convertida en un ronco susurro—. No conoces la verdad.
—Descubriré la verdad a mi manera.
Bóreas se giró para marcharse de nuevo.
—No lo harás —contestó Astelan—. Ahora te toca a ti decidir, como todos, qué camino va a seguir tu vida. Si te vas y regresas con tu brujo y tus instrumentos de tortura jamás divulgaré los secretos que guardo en mi interior. Ni siquiera tu psíquico conseguirá sacarlos de mi alma. Pero si te quedas y me escuchas, te los contaré libremente.
—¿Y por qué ibas a hacer algo así? —preguntó Bóreas sin mirar atrás.
—Porque deseo salvarte tanto como tú deseas salvarme a mí —respondió Astelan mientras se ponía de pie, jadeando al sentir que el dolor inun
daba su cuerpo—. Con dolor y sufrimiento no oirás mis palabras y jamás sabrás la verdad. Pero si me escuchas como tú me has pedido que escuche, conocerás muchas cosas que de otro modo nunca descubrirás.
—¿De qué secretos hablas? —Bóreas se volvió—. ¿Qué más podrías revelarme?
—Un pensamiento interesante, algo que me preocupa —dijo Astelan mirando al Capellán a los ojos.
—¿Y de qué se trata? —inquirió Bóreas retrocediendo un paso.
—Aunque supimos poco al respecto en su momento y la información de lo que pasó en realidad es difícil de descubrir, he averiguado todo lo que he podido sobre el asedio al Palacio del Emperador y la batalla por Terra al final de la Herejía de Horus —explicó Astelan lo más deprisa que sus destrozados pulmones le permitían—. Es algo conmovedor, estoy convencido de que estarás de acuerdo. Existen historias sobre las hazañas de los Puños Imperiales defendiendo los muros contra los frenéticos ataques de los Devoradores de Mundos. Cientos de páginas alaban a los Cicatrices Blancas y sus valientes ataques en las zonas de aterrizaje. Hay incluso informes, imagino que falsos en su mayoría, que hablan de cómo el Emperador se teleportó hasta la barcaza de batalla de Horus y los dos entraron en un titánico combate.
—¿Y? —preguntó Bóreas con recelo.
—¿Dónde están los Ángeles Oscuros en todas estas historias de batalla y heroísmo? —respondió Bóreas.
—El León dirigía a la Legión hacia la defensa de Terra, pero tuvo que librar muchas batallas por el camino y llegó demasiado tarde —explicó Bóreas.
—¿De modo que, Lión El'Jonson, el mejor estratega del Imperio, el primarca que jamás conoció la derrota en combate, llegó tarde? Me cuesta creerlo.
A Astelan le abandonó la fuerza de nuevo y volvió a desplomarse contra la losa de interrogatorios con las piernas dobladas.
—¿Y qué crees que sucedió en realidad, hereje? —inquirió Bóreas.
—Hay una razón muy simple por la que Lión El'Jonson no tomó parte en las batallas finales de la Herejía de Horus.
Astelan se dejó caer hasta el suelo con la espalda contra la mesa de piedra y los ojos cerrados.
—Es maravillosamente simple si te paras a pensarlo. Estaba esperando.
—¿Esperando? ¿A qué? —preguntó Bóreas tranquilamente. Astelan miró al Capellán directamente a los ojos y vio que ahora reflejaban curiosidad.
—A ver qué lado ganaba, por supuesto.
Bóreas volvió a entrar en la celda y cerró la puerta tras de sí.
CUARTA PARTE
LA HISTORIA DE BOREAS
La tripulación de la San Carthen tardó seis horas en perecer. En ese tiempo, los desesperados herejes lanzaron catorce contraataques contra el puente de mando en un intento de recuperar la cámara de control y de reactivar los sistemas ambientales. Cada ataque se encontró con una controlada y mortífera ráfaga de fuego de bólter. Las probabilidades de perder el puente habrían sido mínimas incluso en la peor de las situaciones. Además de ser implacables en el avance, los Angeles Oscuros sobresalían en la defensa, y se negaban tenazmente a ceder un solo centímetro de suelo oleada tras oleada de los enloquecidos tripulantes. Con la atmósfera respirable escapando a través de las cámaras abiertas y los respiraderos desactivados, y luchando contra la falta de gravedad, sus ataques fracasaban miserablemente y más de doscientos cadáveres flotaban en el vacío como testimonio de sus cada vez más imprudentes ataques.
Sólo cuando los escáneres internos de la nave registraron que no había ninguna señal de vida en el puente, Bóreas consideró segura su posición. Incluso entonces había mucho trabajo por hacer. Durante más de una hora, los Marines Espaciales atravesaron los pasillos y las cámaras cubiertas de cadáveres dispersos en busca de supervivientes o algún rastro de los Caídos, pero volvieron con las manos vacías al puente de mando. Una vez reunidos de nuevo, fue Néstor quién planteó el asunto que había estado acosando a Bóreas desde que habían tomado el puente.
—Si esta nave pertenece a los Caídos, ¿dónde están? —preguntó el Apotecario, que dejó de observar una pantalla para mirar a Bóreas—. ¿Qué hace que esta nave sea diferente de todas las demás naves piratas del sector? Quizá tu información era incorrecta. Tal vez toda esta matanza haya sido innecesaria.
Bóreas no respondió de inmediato. Caminó pesadamente por el puente hasta el asiento de mando. La negra piel que la tapizaba estaba salpicada de sangre y rasgada a causa de la metralla y de los agujeros de las balas. Observó las chispeantes consolas, miró los cuerpos flotando y los glóbulos de sangre subiendo y bajando en la poca atmósfera que quedaba en la nave. ¿Estaba Néstor en lo cierto? ¿Significaba la presencia de la San Carthen que los Caídos estaban en Limnos después de todo, o había reaccionado de manera exagerada?
—En su momento, esta nave fue capitaneada por uno de los Caídos —explicó Bóreas a los demás—. Durante casi un siglo luchó contra el Imperio desde este puente.
—Pues ya no está aquí —dijo Néstor mientras apartaba un cuerpo y se acercaba al Capellán Interrogador.
Después señaló el uniforme de uno de los oficiales.
—Mirad a éste. A mí no me parece ningún traidor. Mirad su ropa, los símbolos y las insignias. Son insignias Imperiales, insignias Imperiales mercantes.
—Por supuesto que llevan insignias civiles —interrumpió Damas—. Atracaron en la estación orbital y enviaron una lanzadera a Limnos IV. No iban a llevar un letrero para proclamar que eran traidores.
—Se harán preguntas —dijo Néstor solemnemente—. Surgirán dudas.
—¡Pues que pregunten! —rugió Zaul desde su posición junto a la brecha del tabique con una nube de casquetes de bólter suspendida en el aire a su alrededor—. Hablas como si hubiésemos obrado mal.
—Hemos disparado a una nave Imperial —señaló Néstor—. Hemos abordado y exterminado a la tripulación de otra nave sin pruebas que confirmen nuestros motivos.
—Las pruebas no tienen ninguna importancia —dijo Bóreas apartando la vista de la silla hecha jirones.
—La Inquisición se enterará de esto, el Comodoro Kayle se asegurará de ello —suspiró Néstor.
—¡No! —exclamó Bóreas—. Es su palabra contra la nuestra. Nosotros juramos mantener el secreto de los Caídos, nadie debe enterarse. ¡Nadie! No importa si podemos demostrarlo, porque hacerlo sólo pregonará nuestra vergüenza por toda la galaxia. Nos aplastarán, nos perseguirán como a herejes y el Capítulo será destruido.
—Han estado aquí —dijo Hephaestus tranquilamente.
El tecnomarine había estado ocupado con una de las consolas de datos durante un tiempo. El resto de la cuadrilla se volvió para mirarle.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Damas atravesando el puente y mirando las parpadeantes pantallas.
—Sí, hermano sargento, así es —respondió Hephaestus—. He encontrado algunos de sus registros de navegación. Llevan en el sistema varios meses y han hecho frecuentes viajes a Limnos II. A una de sus lunas, para ser más exactos.
—A excepción de los planetas tres y cuatro el resto del sistema está deshabitado —dijo Thumiel—. ¿Es posible que se trate de una especie de puesto de avanzada secreto?
—Eso es lo que yo creo —asintió Hephaestus mirando directamente a Bóreas—. También he encontrado datos que pertenecen a un tipo de generador de energía en particular y que usaron para repostar bastante antes de venir a Limnos.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Damas.
—Aparte del hecho de que casi toda la energía que necesita la nave se la proporciona su propio reactor de plasma, el perfil de las células de energía que subieron a bordo es el mismo que el que usamos en nuestros propios generadores dorsales —explicó el tecnomarine—. El inventario de las armas y demás equipamiento de la nave no incluye nada que requiera semejantes células. La única explicación posible es que tuvieran una servoarmadura.
—Entonces los Caídos han estado a bordo —concluyó Bóreas.
—Al menos uno, probablemente varios —añadió Hephaestus.
—¿Algo más? —preguntó Bóreas.
—La mayoría de los datos se han borrado o se han destruido con la toma del puente —respondió el tecnomarine sacudiendo la cabeza.
—¿Qué ordenas? —preguntó Néstor apartando con un golpe de hombre un cadáver que había chocado con él.
—Damas, contacta con Sen Neziel; dile que envíe una Thunderhawk para recogernos —dijo el Capellán poniéndose derecho y lleno de determi
nación de nuevo—. Ordénale que cargue los torpedos para una descarga completa y que se prepare para atacar esta nave. Hephaestus, transmite las coordenadas de navegación al puente de mando de la Cuchilla de Caliban y ponles en la ruta más directa hacia Limnos II.
—¿Crees que destruir la nave evitará las preguntas? —dijo Néstor sacudiendo la cabeza.
—No, pero destruirá todo rastro de la existencia de los Caídos —respondió Bóreas—. Localizaremos y destruiremos también su base, y diremos que hemos erradicado un cuadro de renegados.
—¿Una mentira? —preguntó Néstor.
—Una verdad a medias —contestó el Capellán—. Dejaremos suficientes pruebas de que Marines Traidores han estado operando en este sistema. Nadie preguntará a qué Legión pertenecían.
—¿Crees que eso disipará las sospechas? —preguntó Damas.
—Hemos perseguido a los Caídos durante diez milenios y hemos ocultado el verdadero propósito de nuestra búsqueda —explicó Bóreas detenidamente^—. La Inquisición verá lo que nosotros queramos que vea. Es posible que tengan dudas, pero no serán motivo suficiente como para que actúen o pregunten más de lo necesario.
—Esto me hace sentir incómodo —admitió Thumiel volviendo la cabeza para mirar a los demás—. Siento que este engaño nos deshonra.
—¡Ya estamos deshonrados! —exclamó Zaul—. ¿Es que no habéis escuchado las palabras del Hermano Capellán? ¿No os parasteis a pensar en el juramento de silencio que pronunciamos? Nuestro pasado ya nos maldice a los ojos del Emperador, y nunca expiaremos ese pecado si se descubre nuestra vergüenza. Bóreas tiene razón, nos perseguirían por traidores. Diez mil años de servicio y lealtad manchados por un momento de debilidad. ¿Queréis que los Ángeles Oscuros pasen a la historia como héroes o que se les incluya en la calaña de los Devoradores de Mundos y la Legión Alfa?
—¡Ya basta! —gruñó Bóreas—. Hephaestus, dirige el camino hasta la plataforma de aterrizaje, hablaremos de todo esto más tarde. Primero debemos destruir esta maldita nave y librarnos del Capitán Stehr y la Thor 15. Después seguiremos a esos desalmados hasta su guarida y los eliminaremos. Ésa es nuestra única preocupación ahora.
—Como ordenes —respondieron todos a coro.
Bóreas estaba de pie en el puente de mando de la Cuchilla de Caliban y observaba cómo se expandía lentamente la nube de gas, plasma y escombros que antes había sido la San Carthen. Sintió alivio al ver que la relumbrante masa se disipaba por estrellado telón de fondo. Era un sentimiento mucho más profundo que la simple destrucción de una posible amenaza, lo sentía en el centro de su alma. Desde que escuchó de nuevo el nombre de la nave tras los disturbios se le había quedado clavado, como una espina en su cabeza, un recordatorio de Astelan. Aunque era casi imposible físicamente que sintiese miedo, la nave representaba algo espantoso para el Capellán Interrogador. Observar su destrucción exorcizó su ansiedad, le hizo olvidar las dudas y las preocupaciones que le habían estado invadiendo últimamente.
—Lord Bóreas —interrumpió sus pensamientos el oficial de comunicaciones—. Tenemos una llamada del Capitán Stehr.
—Muy bien —asintió Bóreas.
Se acercó al panel de comunicaciones y activó el altavoz.
—Vuestra presencia ya no es necesaria, Capitán. Os deseo un viaje de vuelta al puerto orbital rápido y sin contratiempos.
—¡Esto es intolerable! —rugió la voz de Stehr a través del comunicador—. Esa nave era de gran valor para la Flota Imperial, no tenías ningún derecho a destruirla.
—No sólo tenía derecho, sino también la autoridad y el deber de hacerlo —respondió Bóreas duramente—. He considerado que la existencia de la nave traidora era una amenaza y he actuado en consecuencia. No entiendo a qué viene tanto recelo.
—Nosotros vimos antes esa nave, podíamos apresarla por derecho de salvamento —protestó Stehr—, Mi tripulación habría recibido una suculenta remuneración por recuperarla.
—Haber servido al Emperador es de por sí la recompensa—respondió Bóreas rotundamente—. Su estado económico no me incumbe.
—Pienso informar al Comodoro Kayle de esta acción no provocada —continuó Stehr—. No sólo habéis disparado contra una nave de la Flota Imperial, sino que habéis aniquilado a toda una tripulación y habéis destruido una nave de gran valor.
—Espero que transmitas al Comodoro Kayle un informe bien detallado de lo sucedido —dijo Bóreas—. Y no olvides mencionar que desobedecis
teis mis órdenes de no abordar la San Carthen. También deberías molestarte en decirle que tu irrespetuoso comportamiento me ha irritado.
—¡Nos habéis lanzado torpedos! —la voz de Stehr era casi un chirrido.
—Lanzamos torpedos cerca de vuestra nave para evitar que os acercaseis por vuestro bien —corrigió Bóreas al oficial naval—. No obstante, exijo que abandonéis la zona de inmediato y que no volváis a intentar contactar con la Cuchilla de Caliban, de otro modo mi próxima salva de torpedos no estará dirigida para fallar. No pienso tolerar ni un segundo más esta insubordinación.
—Haré que te juzguen por esto —respondió Stehr—. Incluso si eso significa que me lleven ante el consejo de guerra por desobedecer tus órdenes. Recurriré a las máximas autoridades si es necesario.
—Tus amenazas no significan nada para mí, Capitán Stehr —respondió Bóreas—. No pertenecemos a la Flota Imperial, y ni el Comodoro Kayle, ni vuestros almirantes, ni el Gran Almirante del segmentum tienen ninguna autoridad sobre nosotros. Ni siquiera la comandante Imperial Sousan tiene autoridad sobre nosotros, sólo respondemos ante el Supremo Maestre de los Ángeles Oscuros y ante el Emperador. Hemos luchado junto a vosotros porque tenemos un enemigo en común, pero la forma en que decidimos combatir a los enemigos del Emperador es de nuestra competencia exclusiva. Si estáis aquí ahora es sólo porque yo lo tolero, y tus continuas y recalcitrantes amenazas están agotando mi paciencia. Vuestra presencia aquí también representa una amenaza para la seguridad de mi nave y de mis hermanos de batalla, y si no os veo partir en los próximos quince minutos, tomaré medidas al respecto personalmente.
Bóreas dio un manotazo a la runa de comunicación y cortó la conexión haciendo que el panel de madera que la rodeaba se resquebrajase.
—Cargad el lateral a estribor. Apuntad a la Thor 15—ordenó.
Esta vez la tripulación actuó sin vacilaciones.
Pasaron varios minutos antes de que uno de los oficiales de observación informase de que la Thor 15 estaba iniciando sus motores de plasma y adquiriendo velocidad. Bóreas ordenó a la tripulación de la cubierta de artille ría que se retirasen y abandonó la cámara malhumorado.
La Cuchilla de Caliban tardaría seis días en alcanzar la órbita de Limnos II Bóreas sentía que el tiempo pasaba lentamente. Aunque la destrucción de la San Carthen había sido una victoria merecida, todavía tenían que erradicar a los Caídos. El Capellán esperaba que fuese cual fuese el diabólico plan que pensaran llevar a cabo, se hubiese visto frustrado con la destrucción de su nave. No había manera de asegurarse, y la única opción posible era seguir las pocas pistas que tenían con la esperanza de encontrar a los Caídos varados en su base de Limnos II.
Pero tenía otro asunto que atender. Al día siguiente del abordaje de la San Carthen reunió a sus hombres de nuevo en la cámara de reuniones.
—Estáis a punto de luchar contra un enemigo distinto a todos con los que os habéis enfrentado hasta ahora —empezó el Capellán Interrogador—. Todos habéis combatido contra renegados en el pasado, pero luchar contra los Caídos es luchar contra un oscuro reflejo de vosotros mismos. Algunos son completamente depravados, físicamente tan corrompidos como un berserker o un marine de Plaga, pero otros no se distinguen en apariencia de nosotros. Visten la librea de la Legión de los Ángeles Oscuros, portan los mismos símbolos sobre sus hombros. Pero recordad que no son como nosotros. Son traidores y herejes que se volvieron contra el León y el Emperador.
—Esto no es nada nuevo —dijo Thumiel inclinándose hacia delante—. Estamos preparados para luchar contra ellos igual que lo estábamos antes.
—Es posible que penséis que estáis preparados, pero debéis armaros de valor para la realidad —les advirtió Bóreas—. Intentarán hablaros, intentarán atraeros como hermanos Marines Espaciales. Distorsionarán las enseñanzas del León para sembrar la duda y debilitar vuestra determinación. ¡No escuchéis sus palabras! Protegeos de sus mentiras, de sus falsedades y de sus retorcidas filosofías.
—¡Yo no oiré nada más que el rugido de mi bólter! —exclamó Zaul con un gruñido—. ¡A ver si sus cadáveres consiguen corrompernos!
—Ahí está el peligro —dijo Bóreas lentamente—. Los Caídos no son un enemigo al que podamos ejecutar así como así.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Hephaestus—. El castigo para los traidores de su calaña es la muerte y la condenación.
—Pero esta misión, esta cruzada, no pretende sólo eliminar las pruebas de nuestro deshonroso pasado —dijo Bóreas con la mirada fija sobre sus cabezas como si pudiese ver a través de la pared de la capilla—. Debemos expiar los pecados del pasado. No basta con que simplemente matemos a los Caidos, pues la mancha permanece en nuestras almas. Sí, merecen la muerte, y seremos nosotros quienes se la demos. Pero antes es nuestro deber permi
tirles que se arrepientan de sus pecados. Sólo ofreciéndoles la salvación de sus almas obtendremos nuestro propio perdón.
—¿Salvación? —Zaul casi escupió la palabra, y Bóreas le miró con dureza—. Fueron ellos quienes trajeron esta maldición sobre nosotros, ¿qué esperanzas tienen de ser salvados? Matémosles rápidamente y libremos a la galaxia de su perniciosa presencia y ya habremos expiado bastante.
—No nos corresponde a nosotros juzgar la sabiduría de diez mil años —le interrumpió Néstor antes de que Bóreas respondiera.
Zaul miró al Capellán con una expresión de absoluta consternación.
—Matar al mutante, al brujo, al hereje y al alienígena —insistió tercamente el hermano de batalla—. Eso es lo que nos enseñaron.
—Y habéis aprendido bien —respondió Bóreas con una leve sonrisa antes de que su gesto volviese a endurecerse—. Pero ahora debéis aprender una nueva lección, y debéis aprenderla rápido. Si nos encontramos con los Caídos, tenemos que capturarlos vivos. Los apresaremos hasta que llegue la Torre de los Ángeles y después pasarán a manos de mis Hermanos Capellanes.
—¿Y después? —inquirió Zaul—. ¿Después morirán?
—Sí, pero no hasta que hayamos conseguido revelar todos sus crímenes —explicó Bóreas—. No hasta que tengan la oportunidad de salvar sus almas admitiendo su traición.
Los demás no dijeron nada, y adivinaron correctamente lo que las palabras del Capellán implicaban. Sólo el zumbido de las líneas de alimentación, el vibrar de los motores a través del casco y el distante ruido metálico de la maquinaria interrumpían el silencio de la cámara de reuniones. Bóreas se volvió hacia Zaul y le miró directamente a los ojos.
—Hermano Capellán, si es tu voluntad que capturemos a los Caídos vivos, que así sea —dijo finalmente el hermano de batalla bajando su mirada al suelo.
—Lo es —respondió Bóreas.
La pantalla de la sala de reuniones parpadeó y se iluminó con una imagen de la superficie de la luna. En el centro de una cuadrícula blanca superpuesta se extendía la base de operaciones de los Caídos en un granuloso y monocromático color rojo. Al no saber qué defensas protegían la estación de los renegados, Bóreas había ordenado a la Cuchilla de Caliban que se acercase con cautela, bordeando la órbita avanzando unos pocos kilómetros cada vez, listos para retroceder ante cualquier fuego procedente de la superficie. No recibieron ningún ataque, y ahora la nave de ataque rápido flotaba a tan sólo dos kilómetros sobre la escasa atmósfera de la luna con sus augures y rastreadores dirigidos hacia la craterizada superficie.
En el centro de la base, Bóreas distinguía la forma grande y cuadrada de una nave de desembarco de unos trescientos metros de largo y cincuenta de ancho. El resto de los edificios se expandían alrededor de la nave como una tela de araña de ferrocemento formada por pasarelas cubiertas y búnkeres medio enterrados en polvo y arena. Unos finos rayos de luz salían de las ventanas y los puertos.
Los demás estaban junto al Capellán Interrogador analizando la imagen y señalando detalles que parecían generadores de energía, sistemas de comunicación y antenas de rastreo.
—No tienen artillería capaz de realizar un ataque orbital —dijo Hephaestus confirmando lo que Bóreas ya había sospechado—. Sin embargo, con el equipo de rastreo de la nave central, potenciado por los repetidores de las subestaciones, me temo que debemos asumir que son conscientes de nuestra presencia a pesar de que no puedan actuar.
—Esto parecen torretas de armamento —dijo Damas señalando tres emplazamientos separados, uno en la misma nave y otros dos en torres a unos cientos de metros de distancia formando una defensa triangular. Pasó el dedo por la gran pantalla para indicar sus campos de convergencia de fuego.
—Están bien posicionados, no hay una ruta de ataque fácil. Lo hagamos por donde lo hagamos, seremos el objetivo de al menos dos torretas.
—Parecen armas de energía, ¿verdad? —dijo Bóreas mirando a Hephaestus.
El tecnomarine asintió.
—Sí, se ven los conductos de energía reforzados que salen de los repetidores de los motores centrales de la nave de desembarco —señaló—. Por su aspecto yo diría que son cañones láser. Dada su elevación y la baja difracción de la atmósfera, deben de tener un campo efectivo de cuatro o cinco kilómetros y podrían alcanzarnos en cuanto entrásemos en la atmósfera superior.
—Quizá deberíamos lanzar un ataque orbital para derribar sus generadores —sugirió Thumiel—. El objetivo es bastante grande; estoy seguro de que los artilleros pueden darles desde órbita.
—Eso sería demasiado arriesgado —argüyó Bóreas—. Si fallamos, podríamos destruir la estructura principal y enterrar a nuestra presa. Incluso si diésemos en el blanco, no hay manera de saber si se produciría una reacción en cadena con las mismas consecuencias catastróficas.
—Además, así sabrían lo que pretendemos y se prepararían contra nosotros —añadió Damas—. Damos por hecho que saben que estamos aquí, pero si no es así todavía podemos contar con el factor sorpresa. Si abrimos fuego, perdemos esa opción.
—La atmósfera de ahí abajo es irrespirable para los humanos, y al estar en la cara oculta la temperatura será de un número considerable de grados bajo cero —observó Néstor—. Tal vez lanzar un ataque inicial que dañe la estructura por varias partes y acabe con la mayoría de soldados que no sean Marines Espaciales incline la balanza a nuestro favor.
—Eso no nos garantiza el éxito —dijo Hephaestus sacudiendo la cabeza—. Por su estructura, parece que toda la base está compartimentada, y probablemente todas las conexiones entre los compartimentos estén blindadas. Tendríamos que dañar todas las partes primero. Además, los Caídos no pueden haber construido esto ellos solos, y sus subalternos deben de estar equipados con trajes ambientales para operar fuera del interior controlado. Puede que acabásemos con algunos de los que están dentro, pero no podríamos actuar lo bastante rápido como para eliminar a un número suficiente antes de que se colocasen el traje.
—Conseguimos dominar a la tripulación de una nave —señaló Zaul—. Estos cuarteles no son lo bastante grandes como para acomodar ni a la mitad de hombres que había a bordo de la San Carthen.
—Entonces contábamos con el factor sorpresa y con un objetivo claramente obtenible —suspiró Bóreas apartándose de la pantalla—. Ojalá esta nave contase con varias cápsulas de desembarco. Podríamos haberles sorprendido lanzando cápsulas vacías como señuelos para las torretas. Pero bueno, tendremos que atacar con una Thunderhawk, y ni siquiera podemos arriesgarnos a disparar desde órbita para cubrir nuestro acercamiento.
—¿Y si aterrizamos a lo lejos y atacamos a pie? —sugirió Néstor—. Los informes ambientales indicaban que había dos tercios de la gravedad terrana. Podríamos cubrir cinco kilómetros en menos de diez minutos.
—Si nos detectasen, los cañones láser nos liquidarían al instante ad virtió Hephaestus—. Sin embargo, tendrán que disparar varias veces para derribar la Thunderhawk, lo que nos proporciona una medida de protección adicional contra esas baterías. Si hubiésemos sabido que íbamos a vernos envueltos en algo más que un abordaje habríamos traído un Rhino con nosotros. Un ataque blindado nos habría permitido acceder a la base de forma relativamente segura.
Bóreas se sentó frente al banco del auditorio y la madera del asiento crujió bajo el peso de su armadura. Después miró de nuevo la pantalla y sacudió la cabeza. Los demás se reunieron a su alrededor mientras se rascaba la barbilla pensativo.
—No hay manera de acabar con esto de manera rápida y concluyeme —les dijo inclinándose hacia atrás—. Sin embargo, al igual que en un abordaje, los estrechos límites de los pasillos y las cámaras evitarán que el enemigo se abalance contra nosotros en masa. Atacaremos tan rápido y tan fuerte como podamos, entraremos y despejaremos la base habitación por habitación, pasillo por pasillo. Zaul, tú llevarás un lanzallamas, será de gran ayuda en las zonas estrechas. Debemos llevar toda la munición y todas las granadas que podamos. Preparad vuestro equipo y después pronunciaré las oraciones previas al combate en la capilla. Hephaestus, haz que la tripulación prepare una Thunderhawk para el lanzamiento, y que esté completamente armada.
—Bendeciré los misiles yo mismo —asintió Hephaestus.
El tecnomarine se dirigió hacia la puerta, se volvió hacia los hombres y dijo:
—Creo que esta vez necesitaremos que el Emperador, el Dios Máquina y el León velen por nosotros.
—Ellos nos guiarán, y no fracasaremos —dijo Zaul llevándose una de sus manos sobre el símbolo de los Ángeles Oscuros sobre su pecho—. ¡Alabado sea el León!
Bóreas estaba de pie en el puente de mando de la Thunderhawk y miraba por encima del hombro de Hephaestus a través de la transparente y blindada cubierta. La Cuchilla de Caliban se había desplazado hasta el lado permanentemente iluminado de la luna antes de que despegaran, y los indicadores del medio exterior mostraban que el interior de la cañonera estaba cada vez más y más caliente, aunque la armadura de los Marines Espaciales les protegía de temperaturas tan extremas. El plan era entrar en órbita fuera de la vista de la base enemiga y llegar casi al nivel del suelo. Una vez allí llevarían a cabo un ataque relámpago y después darían la vuelta y aterrizarían en el lado contrario de la instalación, lo más cerca posible del complejo.
El brillante blanco de la superficie agujereada de la luna casi inundaba la vista desde el puente de mando y la cañonera empezó a dar ligeras sacudidas conforme la atmósfera se espesaba. Hephaestus empujó hacia delante la palanca de mando para inclinar hacia abajo el morro de la Thunderhawk y descender a toda velocidad hacia la superficie. A unos pocos cientos de metros para el impacto, el tecnomarine niveló la ruta de vuelo y la cañonera rugió sobre los cráteres y las zanjas salvajes, elevándose por encima de los pocos picos bajos que había y sumergiéndose en las amplias grietas de la superficie lunar.
—Tiempo para el ataque relámpago: dieciocho minutos —anunció Damas desde su puesto de artillería junto al tecnomarine.
—Los objetivos principales son esas torretas —indicó Bóreas al sargento veterano—. Los objetivos secundarios los dejo a tu criterio.
—Entendido, Hermano Capellán —asintió Damas con tono firme y sin apartar la mirada de la pantalla táctica que reflejaba su luz verde en la cara de su casco.
Bóreas entró en el compartimento principal, donde el resto estaban sentados sobre los bancos en silencio tras haber comprobado sus armas. Zaul tenía su cuchillo de combate entre las manos y estaba' grabando algo en el lanzallamas. A pesar de los tumbos y las vueltas que daba la nave, sus movimientos eran precisos y controlados.
—¿Qué estás escribiendo? —preguntó el Capellán mientras se sentaba al lado del hermano de batalla.
Zaul levantó el arma para mostrárselo. Con una clara escritura había grabado: «Purifica lo impuro». Bóreas conocía el resto del verso, era parte de una oración dedicada al Dios Máquina. «Castiga al impío con el sagrado proyectil, purifica lo impuro con el fuego de la pureza, parte en dos al impuro con la espada del odio.»
—Protege tu alma con el escudo de la justicia —dijo Bóreas empezando el siguiente verso.
—Resguarda tu corazón con la protección del honor —continuó Thumiel.
—Fortalece tu brazo con el acero de la repugnancia —terminó Néstor.
Sonriendo para sí mismo, Bóreas cogió el crozius del cajón de las armas de debajo del banco. Se sintió bien con él en las manos, era el símbolo de su oficio y una arma mortífera. Antes que él, otros quince Capellanes Interrogadores habían llevado aquel crozius. Aprendió todos sus nombres cuando se lo entregaron. Por un instante se preguntó cómo habrían sido, cómo habría sido vivir durante la Era de la Apostasía y haber formado parte de las cruzadas que siguieron al Cónclave de Gathalamor. Sintió que aquellos tiempos regresaban. Su instinto le decía que los rumores, las habladurías, los augurios y los presagios no eran sólo simple superstición. La presencia de los Caídos tan cerca de un mundo de los Ángeles Oscuros no podía ser una mera coincidencia. Las fuerzas se estaban agitando, en aquella realidad y en la disformidad, y se imaginaba qué papel iba a jugar en los acontecimientos que estaban por llegar.
Sumido en sus reflexiones, el tiempo pasó deprisa y se sorprendió un poco cuando escuchó a Damas anunciar que estaban a un minuto del campo de tiro.
—Estamos detectando una especie de campo de rastreo —informó Hephaestus mientras los instrumentos de la Thunderhawk mostraban datos en media docena de pantallas diferentes.
Pasaron unos segundos y tres cegadores estallidos de luz blanca iluminaron la oscuridad que tenían por delante y pasaron por debajo de la cañonera. Otra lluvia de lásers de alta energía pasó a toda velocidad desde un ángulo ligeramente diferente cruzando por la ruta de la Thunderhawk a unos cien metros por delante.
—Esperemos que su puntería no mejore de repente —bromeó Damas mientras tomaba el mando de las armas, y añadió más serio—: Los espíritus máquina de nuestros misiles están detectando los objetivos.
Otra salva de disparos se dirigió hacia ellos, esta vez un poco más cerca que las dos anteriores. Hephaestus descendió la cañonera todavía más hasta situarse a apenas treinta metros sobre el nivel del suelo. La maniobra fue bastante suave. Después se elevó ligeramente hacia la amplia cima de la colina sobre la que se asentaba la base.
—Disparando misiles —anunció Damas mientras presionaba el botón de lanzamiento.
Dos regueros de fuego salieron disparados a ambos lados de la nave y se separaron cuando el minúsculo metriculador que llevaba cada uno de los misiles los guió a sus respectivos objetivos. Unos segundos después, surgieron explosiones a la izquierda y a la derecha.
—Confirmada la destrucción de uno de los objetivos —informó Damas—. No estoy seguro del otro, pero no cabe duda de que le hemos dado.
La respuesta llegó sólo un momento después, cuando dos rayos de blanca energía impactaron contra el morro de la Thunderhawk, rompieron el parabrisas en mil pedazos e hicieron que las consolas del puente de mando estallasen en chispas multicolores. La cañonera se tambaleó hacia estribor mientras Hephaestus luchaba con los mandos que habían dejado de responder. Bóreas y los demás salieron despedidos hacia un lado del casco. El ala descendió de manera alarmante y Bóreas sintió que perdían altitud muy deprisa.
—¡Preparaos para chocar! —advirtió Hephaestus mientras soltaba los controles y se agarraba a la barra que había sobre el asiento del piloto.
El ala de estribor golpeó un afloramiento rocoso que hizo que la cañonera virase violentamente entre el chirrido del metal y el rugido de los motores que explotaban. Girando rápidamente, la Thunderhawk se estrelló contra el borde de un cráter y volcó hacia el otro lado, lo que hizo rodar a los Marines Espaciales en el interior de la nave mientras el casco se doblaba y las llamas surgían de los conductos de combustible dañados donde se habían roto las alas. La cañonera rodó cuatro veces antes de detenerse con el morro enterrado bajo las toneladas de rocas que sé habían levantado. Los Marines Espaciales estaban amontonados en el suelo. Thumiel estaba tumbado sobre el pecho de Bóreas. Zaul y Néstor estaban enredados el uno con el otro justo fuera del puente de mando.
Haciendo caso omiso de las parpadeantes llamas, cuyo calor ni siquiera empezaba a pelar la pintura de su armadura, Bóreas apartó a Thumiel y se puso de pie. Comprobó el estado de los demás y nadie presentaba heridas graves, sólo daños menores en sus armaduras y unas cuantas magulladuras.
Bóreas se abrió paso a través de la maraña de palos doblados y de tabiques abollados hasta la rampa de salida. El sistema hidráulico se había convertido en una masa que escupía líquido sobre la cubierta, y el Capellán hizo estallar los pestillos explosivos que mantenían la rampa cerrada, dando las gracias en silencio al Dios Máquina porque el mecanismo de emergencia no se hubiese roto al chocar. La rampa rodó hacia el exterior de la cañonera hasta detenerse en las marcas de la roca talladas por el accidente.
La popa de la Thunderhawk se encontraba varios metros por encima del suelo, y Bóreas tuvo que saltar. Sus botas levantaron una nube de polvo al aterrizar. Calculó que se habían estrellado a un kilómetro de las afueras de la base. Aun así sacó el bólter e inspeccionó el perímetro del cráter mientras los demás salían de la nave siniestrada. Adoptaron posiciones de defensa alrededor de la ruinosa cañonera mientras el Capellán pensaba en el siguiente paso a seguir.
—¿Puedes confirmar nuestra posición? —preguntó dirigiéndose a Hephaestus.
—Estamos a un kilómetro en esa dirección —respondió el tecnomarine señalando hacia una parte del cráter que era menos profunda que las demás—. He informado a la Cuchilla de Caliban de la situación y están esperando órdenes, Hermano Capellán.
—Continuaremos con los ataques, avanzaremos en parejas —dijo Bóreas—. Hephaestus y yo, Zaul y Néstor, Thumiel y Damas. Intervalos de cincuenta metros. Zaul y Néstor, vosotros cubriréis el flanco derecho. Thumiel y Damas el izquierdo. Nosotros intentaremos penetrar en la parte más cercana del cuartel enemigo y les atacaremos desde dentro.
—Entendido, Hermano Bóreas —asintió Damas.
Después le dio unos golpecitos en el brazo a Thumiel y señaló a la izquierda. El sargento asintió y ambos se marcharon dando largos saltos. Bóreas dirigió a Hephaestus hacia delante mientras los otros dos avanzaban rápidamente hacia la derecha.
En unos instantes llegaron al borde del cráter. Bóreas se asomó con cautela por encima y divisó las luces de la guarida de los Caídos contra el oscuro cielo. También vio la silueta de decenas de figuras que avanzaban hacia su posición.
—¡Atacad! ¡Atacad! —exclamó Bóreas abandonando su posición y levantando el crozius por encima de su cabeza.
La posibilidad de llevar a cabo un plan sutil y una estrategia compleja desapareció en el momento en que la Thunderhawk se había estrellado. Ahora lo único en lo que podían confiar era en la superioridad de sus armas y en su capacidad sobrehumana.
—¡Por el honor del León, atacad!
Los destellos brillaban en la oscuridad mientras los traidores abrían fuego, pero a medio kilómetro de distancia sus disparos no daban en el blanco. Bóreas avanzaba dando pasos de cinco metros para reducir la distancia antes de atacar. A la izquierda del Capellán, Thumiel se detuvo y disparó varias veces con el bólter. Damas le imitó con fuego de cobertura. Cincuenta metros por delante, Bóreas se detuvo y preparó la pistola bólter mientras Zaul y Néstor avanzaban por la derecha. Tras cambiar el modo a semiautomático, vació el cartucho en cinco cortos disparos, y los proyectiles explosivos atravesaron a un grupo de enemigos a trescientos metros por delante de él.
El Capellán Interrogador veía al enemigo con mucha más claridad ahora. Llevaban una colección dispar de trajes de aislamiento, viseras y máscaras para respirar. Su abultada vestimenta protectora ralentizaba sus movimientos y les volvía torpes. Llevaban una mezcla de armas automáticas y de escopetas ligeras que escupían balas trazadoras en medio de la noche. Cuando llegaron a su posición a la derecha de Bóreas, Zaul y Néstor se detuvieron y abrieron fuego. La parpadeante estela de sus proyectiles propulsados resplandecía en la oscuridad. Bóreas sacó el cartucho vacío de la pistola bólter y lo descartó. Agarró otro de su cinturón y lo insertó en el arma. Miró a su izquierda y vio a Hephaestus sobre una de sus rodillas apuntando con la pistola de plasma. La boca del arma escupió una bola de energía azul que proyectaba danzantes sombras mientras avanzaba a toda velocidad hacia el pecho de uno de los traidores, atravesaba su traje y le salía por la espalda antes de que la energía se disipase.
Los disparos sobre sus cabezas y a la izquierda indicaban que Zaul y Damas habían avanzado hasta su siguiente posición de tiro, y el Capellán avanzó de nuevo, esta vez lanzando disparos independientes mientras corría. El visualizador impuesto sobre su visión estaba cubierto de objetivos. Algunos corrían hacia él, otros se agachaban tras grandes rocas y en agujeros poco profundos. Cada vez que la mira cambiaba a rojo, Bóreas apretaba el gatillo y otro enemigo caía al suelo un segundo o dos después.
A lo largo de seiscientos metros avanzaron en formación, cuatro proporcionando fuego de cobertura y el otro par avanzando. Poco a poco los traidores se vieron obligados a retroceder ante su implacable arremetida. Los sensores auditivos de Bóreas percibían el traqueteo de los fusiles y, conforme se acercaban, los disparos empezaron a alcanzarles y a levantar esquirlas de cera mita ablativa y a hundirse en la capa de plastiacero de debajo. Tras deshacerse del cuarto cartucho vacío, el Capellán dedicó un minuto a evaluar la batalla.
Entre cuarenta y cincuenta cuerpos yacían en el terreno que separaba a los Marines Espaciales del afloramiento más cercano a la base de los traidores. Unos cuantos seguían avanzando de manera irregular. Aquellos que habían sobrevivido a sus heridas sufrían la falta de oxígeno y morían congelados a causa de los desgarros en sus trajes. Todavía quedaban veinte enemigos, a cubierto en lugares más seguros, que disparaban esporádicas salvas a los Marines Espaciales que seguían avanzando. De las puertas más cercanas salían más figuras, pero muchas de ellas eran derribadas al instante por el fuego cruzado de Zaul y Thumiel.
—¡Continuad hacia los edificios! —ordenó Bóreas disparando una vez más tras localizar a otro traidor que corría torpemente por una esquina.
Su disparo impactó en el muslo del hombre y le hizo caer al suelo y soltar el arma lentamente.
—Asegurad la entrada inmediatamente. Acabaremos con los supervivientes una vez hayamos despejado el interior.
Damas avanzó, y el enemigo concentró sus disparos en él. Las balas silbaban junto al sargento y rebotaban contra su armadura. Finalmente llegó a un punto de entrada a unos cien metros por delante de Bóreas, por la izquierda. Tras sacarse una granada del cinturón, la lanzó por la abertura y un momento después tuvo lugar la explosión, que arrojó el cuerpo destrozado de un hombre a los pies del veterano. Damas desapareció por la puerta, y unos segundos después su voz se escuchó por el comunicador.
—Resistencia leve —anunció, y el sordo sonido de su bólter interrumpió sus palabras—. Punto de entrada despejado.
Bóreas hizo señas a Hephaestus y a Zaul y se volvió para cubrir a Néstor y a Thumiel mientras corrían delante de él. Una bala le dio en el casco y atravesó la lente derecha de éste hasta llegar a la biónica de debajo. Un repentino dolor inundó el rostro de Bóreas y le hizo tambalearse hacia atrás y perder el equilibrio. Consiguió estabilizarse antes de derrumbarse del todo, pero cayó sobre una de sus rodillas. Sentía un dolor punzante en la cabeza y la vista se le nublaba mientras intentaba recuperarse. El ojo augmético echaba chispas de nuevo y le quemaba por dentro. El Capellán apretó los dientes. Veía vagas figuras que corrían hacia él y levantó la pistola para abrir luego.
—¡No dispares, Hermano Capellán! —escuchó decir a Néstor, y relajó el dedo sobre el gatillo.
Con la vista aún borrosa logró distinguir la pálida armadura del apotecario que se acercaba con el brazo extendido para ayudar a Bóreas a ponerse de pie. El Capellán se levantó y se apoyó en Néstor por un momento mientras sus aturdidos sentidos volvían a la normalidad. El dolor de su rostro había desaparecido. Sentía cómo la armadura le inyectaba un calmante. Su espesa sangre ya se estaba coagulando en la herida, pero notaba que el aire escapaba por el casco. Avanzó unos pocos pasos tambaleándose y después recuperó el equilibrio. Ahora distinguía la puerta que ocupaban los demás y se lanzó a correr a grandes zancadas, con Néstor a su lado.
El interior del edificio era estrecho, sólo lo bastante amplio como para que avanzasen de uno en uno. Damas ocupó el final del pasillo, bólter en mano. Hephaestus se quedó algo más atrás, sentado a horcajadas sobre una pila de cuerpos.
—Zaul y Thumiel están cubriendo los cruces de más adelante —informó Damas—. Siguen encontrando poca resistencia.
—Está casi desierto —añadió Thumiel—. Las habitaciones que hemos barrido están vacías.
—¿Crees que han evacuado y han dejado atrás una retaguardia? —preguntó Bóreas mientras una sensación de inquietud crecía en su subconsciente.
—No es sólo que apenas haya un alma, Hermano Capellán —respondió Thumiel—. Está vacío. Completamente vacío, como si no hubiese habido nada nunca.
—Eso no tiene sentido —dijo Néstor—. Una instalación de este tamaño podría albergar a varios cientos de hombres.
—Tal vez sea una nueva adición al complejo —sugirió Hephaestus—, y que no estuviese terminada. Al fin y al cabo está a las afueras de la estación.
—Mantened vuestras posiciones —ordenó Bóreas para darse tiempo para pensar.
La cabeza todavía le daba vueltas tras el disparo y le costó unos momentos organizar sus pensamientos. Cogió el auspex de su cinturón y seleccionó el modo de escáner de máximo alcance. De ese modo no le proporcionaría una información detallada, pero confirmaría o descartaría sus crecientes sospechas. El transformador tardó varios segundos en calentarse, y la pantalla cobró vida. En ella se veían unas cuantas manchas luminosas que indicaban formas humanas, pero era una señal muy baja. El silencio del exterior llamó su atención y se volvió para ver a través de la puerta. Miró a la derecha y a la izquierda, pero no veía nada más que los cuerpos que se enfriaban a gran velocidad. Los veintitantos rebeldes que habían obligado a retroceder habían desaparecido.
—La base está desierta —anunció Bóreas al tiempo que apagaba el auspex y volvía a colocarlo en su cinturón—. No importa si es porque la han evacuado o porque todavía tienen que terminarla. Debemos llegar a la cámara de control lo antes posible. Con la ayuda del León allí hallaremos respuestas.
—¿Y qué hay de la limpieza aquí? —preguntó Damas.
—¡No hay prácticamente nada que limpiar! —exclamó el Capellán exasperado ante aquel inesperado giro de los acontecimientos—. Vayamos a toda velocidad hacia la nave central, barred toda resistencia que encontréis y avanzad.
—De acuerdo, Hermano Capellán —respondió Damas—. Thumiel, Zaul, id por delante.
Mientras avanzaban, Bóreas vio lo exacto que había sido el breve informe de Thumiel. No había absolutamente nada en aquellos pasillos, ni en las cámaras que pasaban, sólo desnudo y gris ferrocemento. No había manchas, ni escombros, ni muebles ni nada que indicase que aquel lugar había sido habitado. Sólo los débiles globos de luz sobre sus cabezas delataban el hecho de que el área en el que se encontraban estaba al menos conectada a los generadores principales. Unos disparos esporádicos procedentes de delante rompían ocasionalmente el silencio y, mientras avanzaba, Bóreas pasaba junto a algún que otro cuerpo con traje ambiental al que le faltaba una extremidad, o la cabeza, o el pecho. Al observar los pasillos laterales, Bóreas se dio cuenta de que muchos ni siquiera estaban terminados. Parecía que toda la base se hubiese montado en un corto espacio de tiempo y después se hubiese abandonado.
Entonces las grises y monótonas paredes se volvieron de metal bruñido, y el Capellán vio que habían pasado al cuerpo de la nave de desembarco que estaba en el centro de aquella red de pasillos y habitaciones. Las paredes estaban pintarrajeadas con toscos dibujos y lemas. Al detenerse para examinarlos, Bóreas sintió una punzada en el estómago al ver que se trataba de pobres imitaciones de los grandes murales de la capilla central de la Torre de los Ángeles. Unas negras figuras mal dibujadas que avanzaban a través de chillonas llamas parecían representar el cuadro de la Purificación de Aris.
—¡Esto es una burla! —exclamó Zaul mientras se reunían en una cámara circular.
El techo estaba cubierto de pintura pelada y el cuadro descascarillado era una torpe reproducción de la Salvación del León, y mostraba al primarca de los Angeles Oscuros en los oscuros bosques de Caliban rodeado de guerreros. Una figura vestida de blanco puro extendía la mano hacia el hombre medio salvaje. Bóreas gruñó disgustado al reconocer que se trataba de Luther, representado como un angélico salvador.
—Esto raya en la peor clase de profanación —bramó Zaul al tiempo que levantaba su bólter y disparaba al mural.
Esquirlas de metal y polvo le llovieron encima y cubrieron su armadura color hueso de una fina capa de motas de colores.
—¡No debemos tolerar semejante barbaridad!
—Los Caídos no pintaron esto —dijo Bóreas mirando de nuevo la escamada escena.
Al igual que la primera, no sólo era pobre en su técnica, sino también en su composición y proporción. Sólo el contenido en sí guardaba algún parecido con los cuadros que imitaban.
—Aunque no seamos pintores, cualquiera de nosotros podría hacer réplicas más exactas de la gran capilla. Éstas son obra de alguien que no ha visto nunca los originales. Las pintaron los sirvientes de los lutheritas basándose en descripciones y en los recuerdos de sus maestros.
—¿Por qué? —inquirió Zaul girándose para mirar a Bóreas con la boca del bólter todavía echando humo.
—Es una forma de adoración —gruñó Bóreas—. Idolatran a los Caídos, han sido corrompidos por ellos y ahora no sólo los adoran a ellos, sino también a los retorcidos ideales que representan.
—No deberíamos entretenernos aquí —interrumpió Damas—. Has ordenado que avancemos hacia el centro de mando.
—Debe de estar por allí —dijo Hephaestus señalando hacia la izquierda—. Debe de haber una ruta directa desde los pasillos centrales. Sólo tenemos que girar a la izquierda cuando lleguemos al pasillo principal.
—Avanzad con más cautela —ordenó Bóreas al recordar las dispersas concentraciones de señales de vida que había detectado el auspex—. Es posible que los lutheritas sigan aquí.
Tras mirar por última vez aquellas pinturas herejes, Zaul reinició la marcha seguido de Thumiel.
A unos cien metros más adelante llegaron a un amplio cruce con pasillos que se extendían en ocho direcciones distintas. Uno era claramente el que llevaba al centro de mando de la nave de desembarco, ya que sus muros estaban cubiertos de toda clase de pintadas que deificaban a Luther y ensalzaban las hazañas de los Caídos. Las puertas blindadas del extremo final estaban abiertas, y Bóreas advirtió movimiento en el interior.
Thumiel ya lo había visto y avanzó a toda prisa levantando la boca del lanzallamas. En dos zancadas estuvo en la entrada y abrió fuego. La llama envolvió el interior de la cámara de control. Los agudos gritos se mezclaron con el crepitar de las llamas, y una figura que ardía intentó salir corriendo. La pistola bólter de Damas rugió una sola vez. La cabeza del hombre envuelto en llamas explotó y su cuerpo voló por los aires hasta desplomarse de nuevo en el interior de la estancia.
—¡Necesitamos un prisionero para obtener información! —gritó Bóreas mientras el resto del grupo avanzaba con las armas preparadas—. ¡Coged a uno vivo!
Al irrumpir en la cámara, el Capellán vio que era alta y estrecha, y estaba repleta de bancos cubiertos de consolas apagadas y chamuscadas. El suelo y las paredes estaban llenos de charcos de combustible del lanzallamas. Los cuerpos chamuscados y humeantes yacían dispersos por la estancia o agachados tras los paneles y las sillas donde los traidores habían intentado resguardarse. Varios todavía se retorcían en el suelo, aullando de agonía o con el rostro retorcido en un grito silencioso.
Algunos habían sobrevivido al fuego y sus balas rebotaban en la armadura de Thumiel, que fue el primero en entrar. Zaul les devolvía los disparos desde detrás de su hermano de batalla, y sus descargas desintegraron varias pantallas, agujerearon varios bancos de comunicación y de lectura y atravesaron los cuerpos de tres sirvientes de los Caídos.
Quedaban otros dos con vida, y Bóreas los redujo rápidamente disparándoles en las piernas. Como los demás, estaban vestidos en monótonos trajes ambientales, y tenían la mirada desorbitada tras la visera tintada de sus máscaras. Uno intentó alcanzar su escopeta para disparar de nuevo, pero antes de que su dedo lograse apretar el gatillo, Néstor sacó su cuchillo de combate y lo insertó en el hombro del traidor haciéndole soltar el arma.
Bóreas desenfundó la pistola y avanzó hacia ellos. Los hombres intentaron alejarse a rastras y se apoyaron contra una de las terminales de trabajo cubierta con una unidad de comunicaciones resquebrajada y chispeante. Bóreas agarró al más cercano por el tubo de su respirador y lo levantó dejándolo colgado por encima del suelo. El otro empezó a alejarse hasta que el Capellán puso un pie sobre su pierna herida, destrozándole el hueso y obligándole a emitir un grito sordo.
—Discurso externo. ¿Dónde están? —inquirió Bóreas con el cadavérico semblante de su casco a un palmo de la cara del hombre.
Él sacudió la cabeza desesperadamente y miró a ambos lados, pero no había ninguna vía de escape, sólo otros cinco Marines Espaciales vengativos.
—¡Contéstame! —gritó Bóreas, y los altavoces de su casco amplificaron sus palabras hasta convertirlas en un bramido ensordecedor que estremeció al traidor—. ¿Cómo te llamas?
El prisionero miró al otro superviviente, que sacudió la cabeza con vehemencia.
—¡No digas nada! —gritó el hombre del suelo a través de su respirador—. ¡Recuerda nuestro juramento!
Bóreas dejó al hombre en el suelo y lo empujó sobre la unidad de comunicaciones. Lo sujetó a ella con una de sus manos y se giró hacia el otro rebelde. Se agachó, agarró el tobillo destrozado del hombre y lo levantó como si de un niño se tratase.
—Tu amigo tendrá una muerte rápida —dijo el Capellán.
Acto seguido balanceó su brazo hacia atrás y hacia delante, y golpeó la cabeza del hombre contra los pies del terminal de trabajo, haciendo que su cuello se partiese violentamente. Después lanzó el cadáver a un lado, colocó una de sus manos alrededor de la garganta del que era ya el único superviviente y presionó el tubo de aire de la máscara de respiración.
—Tú tendrás una muerte lenta.
—¡Es... Escobar Venez! —gritó el traidor.
Intentó deshacerse de la implacable fuerza del Marine Espacial durante varios segundos hasta que finalmente se rindió y se dejó caer hacia atrás de nuevo.
—Yo soy el Interrogador Capellán Bóreas, y pertenezco al Capítulo de los Ángeles Oscuros —le informó—. Tengo la habilidad de hacer que un Marine Espacial se retuerza de dolor y me cuente sus más profundos secretos y sus más oscuros miedos. Sólo me llevará unos momentos hacerte hablar; es absurdo que te resistas.
—No quiero morir —dijo Venez.
—Ya es demasiado tarde —contestó el Capellán—. Lo único que queda por decidir ahora es si tendrás una muerta lenta y dolorosa. Pero si me cuentas todo lo que quiero saber, tu tormento acabará de manera rápida.
—Si hablo, ¿será rápida? —preguntó el traidor.
Bóreas asintió una vez.
Las lágrimas empezaron a cubrir la máscara de Venez y a inundar las placas oculares. El hombre miró a Bóreas. Después se volvió hacia los demás y miró de nuevo a Bóreas. A continuación asintió entre sollozos. Bóreas le soltó y dio un paso atrás. Se giró y vio a Damas y a Thumiel en la puerta, listos para atacar. Zaul estaba cerca, pendiente del prisionero y apuntando con el bólter al estómago del hombre. Hephaestus y Néstor estaban un poco más alejados.
—¿Dónde están tus señores? —preguntó Bóreas de nuevo.
—Se marcharon hace mucho tiempo —respondió Venez—. Hace unos veinte o veinticinco días.
—¿Dónde están ahora? —inquirió Bóreas inclinándose de nuevo hacia delante y apoyándose contra el panel roto por encima del rebelde.
—No estoy seguro —respondió Venez.
Bóreas se acercó todavía más y Venez se encogió.
—¡En Limnos IV! ¡Iban a Limnos IV en la nave!
—¿Qué nave? —intervino Zaul por detrás del Bóreas.
—La San Carthen —contestó Venez sin apartar la mirada del rostro de la muerte del Capellán.
—¿Qué están haciendo en Limnos IV? —preguntó Bóreas intentando mantener la calma.
En su interior estaba furioso y lleno de inquietud. Como se había estado temiendo todo este tiempo, sus decisiones le habían estado alejando cada vez más de su presa en lugar de acercarle a ella.
—No conozco los detalles —confesó Venez—. Pero escuché a los maestros hablar sobre una especie de código... el código del seguro.
—¿El seguro de qué? —inquirió Bóreas—. ¿Para qué necesitaban ese código?
—¡No lo sé! —exclamó Venez apartando la vista y cerrando los ojos con fuerza—. Tenía algo que ver con vuestra fortaleza, es todo lo que sé.
—¡Cuéntamelo todo! —silbó el Capellán.
—¡No sé lo que planeaban hacer! ¡Lo juro! —rogó el prisionero—. La San Carthen les llevó a Limnos, y ellos sabían que la perseguiríais y no les detendríais.
—¿Qué más? —preguntó Bóreas con la máscara de la calavera a unos pocos centímetros del rostro de Venez.
—Iban a esperar a que os marchaseis para ir a vuestra fortaleza, es lo único que sé —sollozó el hombre—. Teníamos que reteneros aquí el máximo tiempo posible. Este puesto de avanzada no es más que una artimaña para engañaros y manteneros alejados de ellos.
—¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? —exigió Bóreas.
Venez se estremecía con cada palabra.
—Dos grupos... Vinieron en dos grupos —balbuceó—. Nosotros seguíamos a lord Cypher, pero luego llegaron otros en la San Carthen. A veces discutían entre ellos. Creo que tenían planes distintos. No les veíamos demasiado a menudo y nunca hablaban mucho cuando estábamos delante. No creo que lord Cypher esté al tanto del plan del seguro, creo que él busca otra cosa en vuestra fortaleza. Eso es todo lo que sé, ¡lo juro!
Con un rápido movimiento, Bóreas insertó sus dedos en la caja torácica de Venez y le arrancó el corazón. La sangre borboteaba por toda su cara mientras se deslizaba hasta el suelo. Dio unas cuantas sacudidas durante unos segundos antes de que sus movimientos se volviesen más débiles. Su acusadora mirada estaba fija en el Capellán.
—Las promesas a los traidores no tienen ningún valor —gruñó Bóreas antes de darse la vuelta—. Muere con dolor.
Los dedos de Venez golpearon inútilmente la bota del Capellán Interrogador antes de resbalarse a un lado y quedar tendidos sobre el suelo de metal.
—Debemos partir —dijo Hephaestus pesadamente mientras se acercaba a Bóreas.
—¿Sabes de qué estaba hablando? —preguntó Bóreas.
Hephaestus apartó la mirada y no dijo nada.
—¡Cuéntamelo!
El tecnomarine se alejó unos pasos y después se volvió de cara a ellos. Todos le estaban observando, incluso los dos Marines Espaciales que protegían la puerta.
—El seguro es un dispositivo construido en el sótano de la fortaleza —explicó el tecnomarine mirando a sus hermanos de batalla—. Se conoce como el annihilus. Tras la batalla con los orkos por la basílica, se decidió que cuando se construyese la nueva fortaleza debería hacerse de manera que jamás pudiese caer en manos enemigas. Puesto que el único modo de que la fortaleza cayese era si el resto de Limnos IV era también subyugado, la idea era negarle el planeta a cualquier invasor.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Bóreas con un mal presentimiento—. ¿Cómo iba este dispositivo de seguridad a negarle un planeta entero al enemigo?
—Es un arma vírica —respondió Hephaestus rotundamente y mirando directamente al Capellán.
Su casco sin expresión no decía nada, pero el tono de voz del tecnomarine revelaba todo el temor que sentía.
Bóreas se quedó petrificado. Quiso decir algo pero se detuvo, no había palabras que valiesen. Intentó encapsular sus sentimientos, exteriorizar el temor y la ira que aumentaba en su interior, pero no había manera de expresarlas.
—La fortaleza bajo mi mando, nuestro puesto de avanzada en ese mundo, contiene un dispositivo diseñado a erradicar a todo ser vivo sobre el planeta —dijo por fin secamente sintiéndose fatigado y adormecido—. ¿Y por qué no me lo había dicho nadie?
—No debías conocer su existencia a menos que fuese absolutamente necesario —respondió Hephaestus—. Los Supremos Maestres fueron muy específicos con sus órdenes.
—¡Y sin embargo los Caídos, nuestro peor enemigo, supieron de su existencia! —rugió Bóreas avanzando a toda prisa hacia el tecnomarine.
Tiró del crozius de su cinturón y apretó el botón. La parte superior del arma resplandeció con una fría luz azul. Cuando el Capellán lanzó el brazo hacia atrás para atacar, la mano de Néstor rodeó su muñeca y le detuvo.
—Esto no solucionará nada —dijo el apotecario tranquilamente—. La investigación y, si es necesaria, la justicia pueden esperar hasta que hayamos impedido este desastre.
Bóreas se quedó allí de pie un momento. Las palabras de Néstor se filtraban a través de la rabia que bullía en su mente. Más relajado, el Capellán asintió y el apotecario le soltó. Bóreas miró el crozius, miró la espada alada de su empuñadura, y con un gruñido mudo lo dejó caer al suelo.
—Solicita a la Cuchilla de Caliban que nos envíen una Thunderhawk, Hermano Tecnomarine —refunfuñó, y se dirigió hacia la puerta, dejando el crozius en el suelo junto al moribundo Venez.
QUINTA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
El ex comandante de Capítulo puso en orden sus pensamientos antes de empezar. Sentado sobre la mesa de piedra, hablaba despacio pero con determinación. Su voz no revelaba en absoluto su debilidad física y mental.
—Puedes hacer caso omiso de todo lo que te he contado si quieres. No puedo negar que se trata de una historia sorprendente, y que te puede resultar difícil de aceptar. Si no reconoces mis argumentos basándote en lo que ya has escuchado significa que tus maestros te han formado bien, y tu lealtad te honra. Pero la depositas en el lugar equivocado. La consagras a aquellos que la desmerecen. Sólo debes lealtad al Emperador y a la humanidad, no lo olvides nunca. Tenlo en cuenta cuando escuches lo que voy a contarte ahora. De las muchas verdades que tengo que revelarte, ésta es la más importante. Los Ángeles Oscuros se consideran malditos por la vergüenza de los acontecimientos de la Herejía de Horus, pero se equivocan. Su maldición comenzó cuando Caliban fue redescubierta y Lión El'Jonson tomó el mando de la Legión.
Astelan hizo una pausa y observó el rostro de Bóreas. Era tan inexpresivo como siempre, con la mirada oscura e intensa.
—Continúa —dijo el Capellán.
—Durante diez mil años, los Ángeles Oscuros han intentado reparar lo que sucedió en Caliban. Esto lo supe gracias a Methelas y Anovel, y tú lo has confirmado con tus propios actos y palabras. Os habéis envuelto en secretismo, habéis suprimido toda información acerca de aquellos hechos y habéis eliminado toda prueba de que los Caídos existen. Incluso entre vuestros propios rangos habéis creado niveles de secretismo de manera que incluso los hermanos de batalla del Capítulo desconocen sus verdaderos orígenes. Susurráis entre las sombras como un aquelarre de insatisfechos. Conspiráis para continuar vuestra búsqueda a escondidas de los ojos de los demás. Un velo de oscuridad cubre todo lo que hacéis. No es por la Herejía de Horus. Ni porque Luther, yo y otros como nosotros lucharan contra sus propios hermanos. Ni tampoco porque jamás deba conocerse la vergüenza de nuestros pecados. Todo eso son excusas, invenciones, justificaciones para ocultar la verdad. Y la verdad es tan simple que resulta espeluznante. Había algo oscuro en Lión El'Jonson. Una oscuridad que todos albergáis en vuestro interior y que os rodea, pero no sois conscientes de su presencia. Intriga, secretos, mentiras y misterio: ése es el legado de vuestro primarca.
—¿Y qué te hace pensar eso? —preguntó Bóreas.
—Es una explicación muy larga, pero escúchala hasta el final —respondió Astelan—. Empieza antes de los albores de la Era del Imperio. En la Antigua Tierra reina la discordia y la anarquía mientras la Era de los Conflictos domina a la humanidad. Un visionario consigue ver el modo de sacar a la humanidad de aquella oscuridad e idea un plan para guiar al hombre de vuelta a las estrellas. Le conocemos sólo como el Emperador, y está muy lejos de ser un hombre corriente. Tras crear un ejército de guerreros superiores consiguió someter a las tribus bárbaras que dominaban la Antigua Tierra y creó una nueva sociedad, la de Terra, la base del Imperio que planea construir. Aunque Sus guerreros eran fuertes, rápidos, inteligentes y leales, quiere ir más allá para perfeccionar Su visión, y crea a los seres conocidos como los primarcas. Esto lo supe siendo comandante de Capítulo de los Ángeles Oscuros. Los primarcas eran creaciones perfectas, muy superiores a cualquier hombre mortal, nacían de una manera totalmente antinatural, pero se les proveía de genes modificados que les hacían inigualables en toda la galaxia. Lo que pretendía exactamente el Emperador nunca lo sabremos, pues le arrebataron a los primarcas prácticamente del mismo modo en que tú dices que aquellos de nosotros que apoyamos a Luther desaparecimos de Caliban. Puede que el Emperador los diese por perdidos, o que supiese que estaban en algún lugar de la galaxia esperando a ser redescubiertos. Los primarcas no podían recrearse, o el Emperador no estaba dispuesto a intentarlo, de modo que fundó las legiones de los Marines Espaciales en su lugar.
Usando la semilla genética que le sobraba de los primarcas, nos creó a nosotros, los Angeles Oscuros, y a las demás Legiones, y así se completó la Primera Fundación. La Gran Cruzada dio comienzo y salimos hacia las estrellas en una gran guerra de conquista. Conforme íbamos dominando planetas, o devolviéndolos al redil del creciente Imperio, formamos nuevos guerreros y creamos nuevos Marines Espaciales a partir de esa misma semilla genética, y de este modo las Legiones se mantenían con toda su fuerza. Con el paso del tiempo, los primarcas fueron redescubiertos. No habían sido asesinados, sino que habían sido arrojados a los rincones de la galaxia y habían despertado como niños en mundos de población humana. De este modo se criaron en una sociedad humana y fueron redescubiertos por el Emperador y las Legiones que se habían creado a partir de ellos. A cada uno se le adjudicó el mando de la Legión que portaba su semilla genética, y la Gran Cruzada continuó. Estoy seguro de que conoces casi toda esta información. Sin embargo, entre estas mismas leyendas se ve la evidencia de lo que estoy a punto de contarte. Algunos de los primarcas eran defectuosos. Es posible que su semilla genética no fuese tan perfecta como el Emperador había pensado, o quizá los poderes oscuros les influenciaron demasiado mientras estuvieron alejados del Emperador. Pero existe una explicación mucho más simple. Los primarcas y sus Legiones se convirtieron en uno. Su semilla genética se utilizaba directamente para formar nuevos Capítulos para las Legiones, y se convirtieron en comandantes. Su personalidad y la de su mundo natal se grababa indeleblemente en las Legiones, de manera que sus hermanos de batalla se convirtieron en reflejos inferiores de sus primarcas. Ellos, por supuesto, compartían un mundo natal, su gente había criado a los primarcas como si fuesen hijos suyos. Sin embargo, esto no explica completamente el efecto que los primarcas tendrían en las Legiones que comandaban. Creo que la razón por la que los primarcas y sus Legiones se hicieron uno fue porque los primeros aprendieron a ser humanos en sus mundos natales. Cuando Leman Russ despertó en Fenris, se encontró en un mundo helado salvaje gobernado por bárbaros guerreros. Creció siendo tremendamente leal, impetuoso y poco ortodoxo, como aquellos que le habían criado. Cuando Roboute Guilliman llegó a la edad adulta en Macragge, había sido educado por hombres de estado, estrategas y líderes de sociedad, y era afamado por su sentido de la organización, desde el mayor de los planes hasta el más pequeño de los detalles. Piénsalo. Los primarcas tuvieron que apren
der a ser humanos. Quizá fuese algo inevitable, o tal vez la intención del Emperador siempre había sido educarlos como sus propios hijos. Fuera cual fuera la causa, los primarcas, a pesar de toda su destreza, su fuerza, su velocidad y su inteligencia, eran una tabula rasa. Aprendieron bien y aprendieron rápido, pero el caso es que tuvieron que aprender a ser humanos. Tú y yo somos Marines Espaciales, y somos muy superiores a cualquier humano normal. Nuestros cuerpos sólo se asemejan físicamente a los de los humanos corrientes. En nuestro interior, la semilla genética y los órganos implantados nos han convertido en algo fuera de lo normal. No sólo nos escogieron porque nuestro cuerpo fuese apto. Nosotros, como los primarcas, somos inteligentes, diestros y tenemos la capacidad de pensar rápido, y una década de entrenamiento y toda una vida de batallas han desarrollado esas aptitudes. Se dice que no conocemos el miedo, y es verdad, pues la clase de miedo que padece un hombre normal nos es ajeno. Somos incapaces de sentir la pasión que tanto alaban los humanos en sus poemas y en sus sagas. Ya no somos humanos, el modo en que nos crearon es garantía de ello. Es un sacrificio, pues la intrínseca humanidad del hombre lo hace débil, vulnerable a la traición, a la duda, a la desesperación y a la destructiva ambición. Nosotros estamos más allá de tales debilidades, pero jamás volveremos a formar parte realmente de la humanidad, nunca volveremos a ser una de las criaturas para cuya protección se nos creó. Pero incluso con semejante catálogo de cambios que nos hacen muy superiores, y en ocasiones mucho más débiles, seguimos siendo mucho más cercanos a la humanidad que los primarcas. Ellos eran totalmente artificiales. Jamás habían tenido una madre o un padre de verdad. Nosotros, los Marines Espaciales, tú y yo, en su día fuimos humanos. A pesar del entrenamiento, a pesar de lo que hicieron con nuestros cuerpos y a pesar de cuánto nos haya endurecido la batalla, en el fondo de nosotros siempre quedará esa humanidad. Nunca surgirá del todo, está suprimida, profundamente enterrada en nuestro subconsciente, pero en nuestros corazones y en nuestras almas fuimos, y somos todavía, humanos, algo que los primarcas no fueron jamás.
—¿Y en qué afecta eso a Lión El'Jonson? —preguntó Bóreas—. Él se crió con Luther, entre los leales y valientes guerreros de Caliban.
—La habilidad que los primarcas tenían para aprender, para adaptarse a aquellos que les rodeaban y a su medio fue su perdición. Al carecer de una inalterable y básica humanidad, no eran más que réplicas. Eran físicamente perfectos, intelectualmente inigualables, pero espiritualmente vacíos. Desde el momento en que despertaron empezaron a aprender, empezaron a formarse en lo que se acabarían convirtiendo. Aquellos a su alrededor colaboraron en este proceso, les enseñaron los valores que tan importantes serían para ellos durante el resto de sus vidas. Los primarcas aprendieron sus valores morales de las culturas en las que se criaron; aprendieron a luchar, a dirigir y a sentir de los demás.
—Sigo sin ver qué importancia tiene eso —dijo Bóreas sacudiendo la cabeza.
—En algunos casos tal vez ese aprendizaje se asemejara a lo que el Emperador pretendía. Roboute Guilliman era el más grande de los primarcas y jamás vaciló en su dedicación y servicio. Pero era inferior a Horus en todos los aspectos. No era ni tan inteligente, ni tan carismático ni tan hábil físicamente como el Señor de la Guerra. ¿Por qué entonces Horus se unió a los poderes del Caos, con lo supuestamente perfecto que era, mientras que Guilliman, a pesar de su inferioridad, sigue siendo recordado diez mil años después como el magnífico ejemplo de primarca? Porque Guilliman había aprendido a ser incorruptible. Por la razón que fuera, de la fuente que fuese, Guilliman había formado su mente para ser impermeable a la tentación del poder y de la ambición personal. Dijo que los Marines Espaciales estaban libres de autoenaltecimiento, y decía la verdad, pues daba por hecho que todos los Marines Espaciales eran tan honorables como él. Horus, en algún momento de su crecimiento, aprendió una terrible debilidad, una grieta en la armadura de su alma que le llevó a considerarse mejor que el Emperador. Se volvió contra su señor, como todos aquellos que tenían defectos similares, y finalmente Horus fue asesinado y los demás fueron conducidos al Ojo del Terror, donde permanecen en la actualidad alimentando sus debilidades y reafirmando sus prejuicios.
Bóreas meditó las palabras de Astelan.
—Sigo esperando escuchar algo que explique por qué Lión El'Jonson fue el culpable de la caída de los Ángeles Oscuros. Si lo que dices es cierto y el León estaba viciado, seguía siendo culpa de Luther, el hombre que proclamas como el salvador derrotado de los Ángeles Oscuros. Si Luther educó bien a Lión El'Jonson, entonces fue él quien se volvió contra el Emperador, de modo que sigue siendo su pecado.
—Eso podría ser cierto, excepto por una cosa —continuó Astelan—. Nuestro primarca, el gran León, comandante de los Ángeles Oscuros, era imperfecto cuando Luther lo salvó de las armas de la partida de caza de Caliban. Él había despertado en las profundidades de los bosques, que eran lugares salvajes y peligrosos, envueltos en oscuridad, donde el sol raras veces atravesaba la cubierta forestal. En las sombras acechaban terribles criaturas mutantes que podían acabar con un hombre de un solo mordisco con sus monstruosas mandíbulas o de un golpe con sus letales garras. Esas bestias se perseguían y se cazaban las unas a las otras, la depravación del depredador y la presa. Ése es el mundo en el que creció Lión El'Jonson y el mundo del que aprendió. Aprendió que las oscuras sombras podían ocultar peligros, pero también que le proporcionaban refugio. Se convirtió en una criatura de la oscuridad, un ser que evitaba la luz, pues lo hacía vulnerable y lo exponía al peligro. Cuando Luther le encontró, El'Jonson era totalmente salvaje, incapaz de hablar. Era prácticamente un animal. Encontró al cazador pero también a la presa. Poco importa lo que Luther le enseñase, lo bien que lo criara o los valores que le transmitiese como su hijo adoptivo. Aunque por fuera el León se volvió culto, elocuente e intelectual, por dentro seguía siendo aquella criatura, una presa temerosa. El defecto ya estaba ahí, sólo se ocultó con capas de civilización y de aprendizaje. De modo que había un conflicto en el corazón del gran primarca. Aunque en su día maldije su nombre y deseé su muerte, he conseguido superar esos sentimientos. No se puede culpar a los primarcas por ser lo que son, del mismo modo que no se puede culpar a los orkos de ser belicosos alienígenas, o a un arma porque te dispare. Es para lo que han sido creados. Acabamos odiando sus acciones, aborreciendo lo que representan, del mismo modo en que yo he acabado odiando y aborreciendo a los primarcas por aquello en lo que se convirtieron y por lo que hicieron. Pero es el síntoma lo que odiamos y no la enfermedad, es el efecto lo que detestamos y no la causa.
—Una teoría muy imaginativa, pero eso es todo —dijo Bóreas—. Las teorías no son la realidad, y eso es lo que me prometiste que oiría.
—¿Son pruebas lo que necesitas? ¿Se disiparán tus dudas de esa manera? En ese caso, dejemos las teorías de momento, y te contaré el final, o lo que es en realidad el principio de mi historia.
Astelan inspiró profundamente y estiró sus doloridas extremidades cubiertas de cicatrices. Se bajó de la losa, se agachó para rellenar la copa de agua y dio un largo trago. Bóreas le observaba con su inalterable mirada sin apartar ni un segundo los ojos de su rostro, tal vez con la intención de adivinar la verdad en su expresión.
—Cuando supimos que habían encontrado a nuestro primarca, sentimos gran alegría —continuó Astelan apoyando la espalda sobre la mesa de piedra—. Era como si un antiguo antepasado regresase a nosotros desde la tumba, y en muchos aspectos esto es una verdad literal en lugar de una conveniente analogía. Parte de él se había usado para crearnos y le debíamos gran parte de lo que éramos. Pasaron otros dos años de lucha hasta que pude llevar a mi Capítulo a Caliban y conocer a nuestro gran comandante, pero el encuentro fue agradable. Más que agradable fue tranquilizador. Siempre habíamos luchado por el Emperador en sí, y ahora teníamos un nuevo comandante. Había sido una época de incertidumbre, pues aunque confiábamos incondicionalmente en el Emperador, quien le entregó el mando de los Ángeles Oscuros a Lión El'Jonson y por tanto debía de ser lo correcto, no estábamos seguros de las consecuencias. Pero cuando conocí a nuestro primarca por primera vez, cuando me cogió del hombro y me miró a los ojos, todos mis miedos se desvanecieron. Sólo los ojos del Emperador albergaban más sabiduría que aquella mirada inmortal. Oscura, penetrante, que todo lo veía, la mirada del León te miraba directamente al alma. Si hubiese visto entonces la locura que se ocultaba tras aquella intensidad, el curso de la historia podría haber sido muy diferente, o tal vez no. Tal vez si le hubiese asesinado en ese mismo momento ya habría sido demasiado tarde. Su legado ya se había transmitido a los Ángeles Oscuros por diez mil años. Es difícil explicar lo que se siente en la presencia de un primarca. Incluso yo, un curtido comandante de Capítulo de la mejor de las Legiones me sentía intimidado. No es de sorprender que las leyendas hablen de cómo algunos hombres corrientes se desmayaban al verle. El León rezumaba poder e inteligencia, ejecutaba todas sus acciones a la perfección, y consideraba cada una de sus palabras. Más que temor, lo que sentía en su presencia era inspiración. Habían pasado muchos largos años desde que el Emperador nos había dirigido en persona, el Imperio había crecido inmensamente en todo ese tiempo y sus esfuerzos y su asistencia habían aumentado en proporción. De modo que, delante de nuestro primarca y sintiendo su fuerza como un calor que abrasase mi piel, pronuncié un nuevo juramento de lealtad al Emperador, a la humanidad, a los Ángeles Oscuros y a Lión El'Jonson. La Gran Cruzada estaba en pleno apogeo y pasé sólo unos días en Caliban, maravillado ante su belleza. Ahora me doy cuenta de que nuestro primarca era un reflejo de su mundo. La superficie era impresionante, pero por debajo albergaba oscuridad. Mi Capítulo regresó al frente de la frontera en expansión del Imperio, y continuamos luchando contra los enemigos de la humanidad y avanzando cada vez más en la oscuridad. Fue entonces cuando las cosas empezaron a cambiar. Lenta y sutilmente, la influencia del León empezó a sentirse, y la Legión cambió en concordancia. Cuando luchábamos por el Emperador, teníamos prácticamente rienda suelta. Recibíamos una orden, una misión que cumplir, y nosotros entendíamos perfectamente lo que se esperaba de nosotros. Es la misma visión de la que te hablaba antes, y ahora comprendo por qué te resultaba tan difícil de entender. Los que no estabais allí, los que no escuchasteis los discursos del Emperador y no pronunciasteis vuestros juramentos ante Él, jamás lo entenderéis. Pero aquello forma parte de mí tanto como mi segundo corazón. Donde antes el Emperador nos había enviado con la seguridad de que su voluntad era nuestra voluntad, ahora nuestro primarca impuso un mayor control. Al principio parecía sumamente apropiado, al fin y al cabo era un fantástico estratega y con él coordinando nuestros esfuerzos nada podría detenernos. Pero poco a poco, año tras año, los comandantes de Capítulo teníamos cada vez menos poder para actuar de manera independiente, de idear nuestro propio plan de acción. El León tensaba cada vez más las riendas de la Legión. Fue entonces cuando tuvo lugar un incidente que empezó a levantar mis sospechas. Aparentemente no era nada. Mi Capítulo había salido del espacio disforme a un sistema estelar en particular y estábamos avanzando hacia su centro para ver si había algún mundo habitable. Conforme nos aproximábamos a los planetas interiores, nuestros exploradores nos informaron de que había otra flota cerca de nosotros. Nos situamos en nuestros puestos de combate, nos preparamos para un ataque inmediato y empezamos a maniobrar para ganar ventaja. Cuando por fin nuestra flota estaba en posición de ventaja, di la orden de atacar. Esa orden nos podría haber costado muy cara de no haber sido por la alerta del capitán de una de las naves de la vanguardia. Rechazó la orden de abrir fuego e informó inmediatamente. ¡La flota enemiga no era enemiga en absoluto! Estábamos a punto de atacar a las naves del Vigésimo Tercer Capítulo, bajo el mando del Comandante Mentheus. El casi catastrófico ataque se abortó y no se habló más al respecto, pero entonces empecé a plantearme: ¿qué hacía Mentheus allí? ¿Por qué habría enviado El'Jonson dos flotas al mismo sistema? Pensé que tal vez al principio nuestro primarca había cometido un error. Pero eso era imposible, la exactitud de su planificación y coordinación era uno de los puntos fuertes del León. Jamás cometía errores de esa índole. Eso dejaba la posibilidad de que o Mentheus o yo nos hubiésemos equivocado, pero, tras contrastarlo el uno con el otro, ambos llegamos a la conclusión de que estábamos siguiendo nuestras órdenes perfectamente. La única opción que quedaba era que Lión El'Jonson hubiese querido que ambos estuviésemos allí. No veía razón alguna para enviar a dos Capítulos, el sistema era inhabitable. No había nada que indicase una amenaza lo bastante grande como para enviar a dos Capítulos, ambos recién renovados y a pleno rendimiento. No había ninguna razón, y durante un tiempo decidí hacer caso omiso de los pensamientos que habían empezado a rondar en mi subconsciente, hasta que me llevaron por nuevos derroteros. Nadie me comunicó que ambos nos estábamos dirigiendo hacia el mismo sistema. Y tal vez lo más preocupante fuese que a nuestro primarca no le pareció necesario informarme siquiera de que estábamos luchando en el mismo sector, aunque a Mentheus sí se lo habían comunicado. Esto hizo que me diera cuenta de que con todo aquel control del primarca sobre el Capítulo, la comunicación entre comandantes era prácticamente inexistente. En los albores de la cruzada habíamos estado en contacto regularmente para idear una estrategia, para coordinar nuestros esfuerzos y maximizar las posibilidades de victoria y de éxito. Ahora sólo recibíamos órdenes y las seguíamos. Era como si El'Jonson estuviese intentando aislarnos. El miedo y la desconfianza que se habían arraigado en su alma durante su infancia parecían estar convirtiéndose en paranoia. El instinto de supervivencia al más básico nivel se había mezclado con las enseñanzas de Luther y la educación que Lión El'Jonson había recibido. Si antes había visto enemigos y presas en las sombras, ahora volvía a verlos en la galaxia que le rodeaba. Creo que nuestro primarca empezó a temernos y, sin razón aparente, empezó a considerarnos a todos como una amenaza. Decidí oponerme a este creciente aislamiento y empecé a solicitar información constantemente. En este punto yo todavía no sospechaba nada; sólo veía que se estaba desarrollando un problema e intentaba evitarlo. Conforme fui recopilando más información todo se volvió más claro. Todos los antiguos Capítulos, los fundados antes del redescubrimiento de Caliban, tenían una sombra, un nuevo Capítulo fundado en Caliban con la propia semilla genética de Lión El'Jonson, a una distancia de cinco sectores o inferior. Se puede pensar que esto era una mera coincidencia, o que la idea era que se apoyasen mutuamente, y estaría de acuerdo de no ser por el hecho de que muchos de los comandantes de los nuevos Capítulos parecían estar al tanto de la presencia de las flotas de la antigua Legión, pero los comandantes que habían servido conmigo en la Gran Cruzada desconocían la proximidad de sus compañeros. Nos estaban vigilando. Tal vez pienses que era yo el que padecía paranoia, y no el primarca. Y puede que tengas razón, puede que su mancha se me hubiese contagiado, y debo recalcar que por aquel entonces no había nada que me preocupase realmente, ningún motivo de queja serio, sólo presentía que algo iba mal. Ese instinto se volvió más intenso cuando descubrí otra cosa. A nuestro primarca siempre se le había alabado por su actividad, por luchar en primera línea incluso mientras dirigía al resto de Capítulos. Pero por lo visto no dirigía su atención por igual en toda la Legión. Para ser un primarca del que se decía que amaba su mundo más que cualquier habitante mortal de Caliban, los hechos eran muy curiosos. En lugar de mostrar un favoritismo, comprensible aunque preocupante, hacia los Capítulos que compartían el mundo de su nacimiento, el León pasaba más tiempo dirigiendo a los Capítulos de la antigua Legión. Aunque dos tercios de los Ángeles Oscuros procedían entonces de Caliban, nuestro primarca acompañaba a esos capítulos menos de un cuarto del tiempo. De modo que llegué a una conclusión inevitable y terrible: ¡el primarca de los Ángeles Oscuros, nuestro comandante, no confiaba en nosotros!
Astelan se detuvo para dejar que la trascendencia de sus palabras penetrase en los pensamientos de Bóreas, pero la expresión del Capellán Interrogador seguía inmutable. Era como si nada de lo que Astelan le estaba contando tuviese el menor sentido para él.
—¿Es que no lo entiendes? —preguntó el ex comandante de Capítulo.
—Explícamelo mejor —respondió Bóreas.
—¡Éramos los Ángeles Oscuros! ¡La primera y la mejor de las Legiones del Emperador! El mismísimo Emperador había supervisado nuestra fundación, nuestra formación y nuestras guerras. Éramos los mejores guerreros del Imperio. Nadie había conquistado más mundos, y nadie había mostrado más celo en combate y más dedicación en sus obligaciones. ¡Y nuestro primarca no confiaba en nosotros! Al darme cuenta sentí como una puñalada en el estómago y me quedé consternado. A vosotros os han educado los hijos de Lión El'Jonson, y su legado está en vuestro interior, de modo que la desconfianza y el secretismo son para vosotros como una segunda naturaleza. ¡Pero no para mí! Yo busqué desesperadamente algún tipo de racionalización, necesitaba llegar a una conclusión alternativa, pero no había nada más que pudiera explicar las acciones de nuestro primarca. Y a pesar de todo, jamás dudé del León. Jamás pensé que la culpa fuera suya; no me di cuenta de que fue su locura, su desconfianza, la que nos había llevado a esto. Mi primer pensamiento fue que tal vez tuviese un motivo, que quizá la antigua Legión estaba fallando de algún modo. Podría ser que, sin ser conscientes de ello, estuviésemos luchando con menos valor bajo el mando de El'Jonson que cuando lo hacíamos por el Emperador directamente. Tal vez nuestros logros fuesen inferiores a los de los nuevos Capítulos. Quizá nuestra atención a nuestro deber había disminuido de alguna manera. Esto se convirtió en una gran preocupación para mí, especialmente cuando el mismo primarca me dijo que él mismo se encargaría de mi Capítulo en su siguiente campaña. Aquello era prácticamente una acusación, y cuando se lo comuniqué a los capitanes de mi compañía remarqué la necesidad de sobresalir, de luchar con más dureza y dedicación que nunca. Les recalqué la importancia de resplandecer en combate mientras la mirada del primarca estuviese sobre nosotros. Los capitanes transmitieron el mensaje a los hermanos de batalla, y mientras nos desplazábamos al sistema Altyes nos entrenábamos con más entrega que nunca para no fracasar ante los ojos de nuestro primarca.
—¿De modo que fue entonces cuando volviste a tu propio Capítulo contra el primarca? —preguntó Bóreas pesadamente—. ¿Fue entonces cuando comenzó tu herejía?
—No le hablé de mis preocupaciones a nadie, y mi investigación había sido circunspecta y secreta pues esperaba que mis crecientes sospechas fuesen infundadas —respondió Astelan—. No diré que acusé directamente a Lión El'Jonson, ni que me veía a mí mismo como su juez y que vi sus defectos desde el principio. No, fue más tarde, dorante aquellos largos años en Caliban, e incluso después todavía, mientras deambulaba por la desolada Scappe Delve cuando junté todas las piezas del rompecabezas y aquellos instintos y observaciones subconscientes se volvieron claras y nítidas. En aquella época tenía mucho tiempo para pensar sobre mi vida, y cuando abandoné Scappe Delve, la visión del Gran Imperio empezó a tomar forma y a ocupar mis pensamientos. Pero es la primera vez que comparto estas verdades.
—Un dudoso honor, te lo aseguro —dijo Bóreas—. Como tú mismo has señalado, estos hechos tienen explicaciones, incluso si pasamos por alto tu paranoia y tu megalomanía. Nada de lo que me has contado justifica tus acciones en Caliban, particularmente tu intento de asesinar al mismísimo primarca. ¿Cuándo comenzaron tus herejías, Astelan? ¿Cuándo empezaron realmente? Sólo cuando te enfrentes a ellas las verás como los actos de traición que eran y serás capaz de arrepentirte de lo que has hecho.
—Todo empezó en el sistema Altyes en realidad. Se habían detectado señales de origen humano, y nuestro primarca deseaba investigarlas. Procedimos con tanta cautela como siempre, pues la Gran Cruzada era una guerra para llevar luz a la oscuridad. Nunca sabíamos qué nos esperaba en la galaxia a la sombra de las estrellas: antiguas razas con misteriosas armas, bárbaras civilizaciones humanas, mundos dominados por la tecnología sin límites, asentamientos humanos esclavizados por alienígenas, todo esto y mucho más. De modo que entenderás que siempre que entrábamos en un nuevo sistema lo considerásemos hostil al no saber qué esperar. La agresividad, la velocidad y la determinación eran nuestras mejores armas, templadas por la pureza de nuestro propósito. Y todas nos hicieron falta cuando llegamos a Altyes.
—¿Qué encontrasteis allí?
—Las débiles señales y sus orígenes se confirmaron. Había humanos en Altyes. Habían conservado gran parte de su civilización y serían una gran adición el creciente Imperio, excepto por un obstáculo. Altyes estaba dominado por los orkos. Los pieles verdes habían llegado un siglo antes y habían sometido a los altyanos, de modo que el mundo estaba totalmente esclavizado. La población humana se veía obligada a trabajar en grandes fábricas construyendo naves y armas para los orkos, cuyo ingente número plagaba el planeta. Atacamos todos a la vez. Para los altyanos debió de haber sido como un milagro de los cielos; para los orkos fue como si la galaxia en sí se hubiese vuelto contra ellos. Mientras descendíamos en las cápsulas y en los transportes, la flota abría fuego sobre el planeta. Tuvimos que asumir la idea de que miles de Altyanos perderían la vida junto a los orkos, pero era el mundo entero lo que estábamos intentando salvar, no a los individuos. ¿Cuántas veces han luchado los Ángeles Oscuros todos juntos como un solo Capítulo en tu época, Capellán Bóreas?
—Nunca que yo recuerde, en la mayor guerra en la que he luchado participaban cinco compañías. ¿Por qué?
—Es algo digno de ver, todo un Capítulo en guerra. Más de mil Marines Espaciales personificando la ira del Emperador. Los cielos se inundan del agudo chirrido de los reactores y se ennegrecen con las cápsulas de desembarco y las cañoneras. La superficie estalla con rayos láser, misiles y plasma que van directos al corazón del enemigo, y les arrancan las ganas de luchar del pecho de un solo golpe. Sin embargo, a pesar de ser todo un Capítulo, mil Marines Espaciales son pocos guerreros para dominar un mundo, aunque son suficientes para erradicar a cualquier enemigo. Con ataques decisivos, arrasamos, tomamos y destruimos las principales fábricas. Con velocidad y precisión, atacamos los puentes y las carreteras, las fortificaciones y las plataformas de aterrizaje. En órbita, nuestra flota combatió contra las naves orkas y las llevó hacia la atmósfera o las redujo a un amasijo de metales en llamas. En dos días habíamos afianzado un punto de apoyo en Altyes. Desde esa brecha en sus defensas continuamos avanzando y obligando a los orkos a retirarse. Les tendíamos emboscadas, les empujábamos por los barrancos y hacia las costas. Poco a poco su resistencia empezó a flaquear, y nosotros continuamos presionándoles con fuerza. Les teníamos rodeados, aunque ellos nos superaban por cientos a uno. Con movilidad y coordinación conseguimos dividirlos y subdividirlos y continuamos separándolos y exterminándolos parte por parte. Cuando los orkos aterrizan en un mundo lo contaminan, y nosotros libramos rigurosamente a Altyes de su presencia, y erradicamos hasta la más mínima pizca de su contaminación. Volvían a atacar cuando podían, pero contra los hermanos de batalla de los Ángeles Oscuros sus ataques desorganizados y mediocres no tenían nada que hacer. Su ferocidad era tan intensa como siempre, pero contra el León estaban condenados. Les superábamos en todos los sentidos, en arsenal, en estrategia, en supremacía orbital, y en puro fervor. Siempre estábamos por encima de ellos. Cuando unían sus fuerzas, les atacábamos desde las naves. Cuando estaban dispersos, enviábamos nuestras fuerzas de ataque rápido para acabar con ellos antes de que lograsen formar una resistencia.
—A pesar de mi experiencia y de mis habilidades, aprendí mucho en la campaña de Altyes. Observé al León, su manera de planear, su manera de dirigir nuestras fuerzas y de idear estratagemas que jamás se me habrían pasado por la cabeza, y mucho menos ponerlas en práctica. Sí, aprendí mucho y aprendí bien, pero no fue hasta que llegué a Tharsis y viví aquella terrible rebelión que yo mismo volví a emplear aquellas lecciones. A pesar de nuestros éxitos paralelos, a pesar del valor de los hermanos de batalla, destruir un mundo lleno de orkos no es algo que se pueda hacer de la noche a la mañana. Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y así pasó un año. Pero al final tan sólo quedaba una pequeña resistencia importante. Varios miles de orkos se habían refugiado en uno de los pasos que dividían las montañas en el centro del continente sur. Mientras que la mitad de mi Capítulo eliminaba todo rastro de los orkos por el resto de Altyes, El'Jonson y yo dirigimos a cinco compañías para acabar con el último campamento de pieles verdes. Fue entonces cuando Lión El'Jonson reveló su verdadera naturaleza. Los orkos atacaron por sorpresa, tal vez movidos por la desesperación, o quizá al ver algún punto débil en nuestras filas. Salieron del paso mientras nos preparábamos para atacar, y consiguieron vencer a la Octava Compañía. Pero en lugar de avanzar hacia el este o el oeste se dirigieron al norte, hacia la ciudad de Keltis. Nuestro primarca me dio órdenes de permitirles que invadieran la ciudad. En mi opinión, aquello era una auténtica locura, ya que pondría en peligro a medio millón de altyanos innecesariamente.
—Pero tú mismo has dicho que hubo víctimas altyanas durante el ataque inicial —replicó Bóreas—. ¿Qué tenía de diferente el destino de Keltis?
—Siempre hay muertes inevitables de civiles durante una guerra —respondió Astelan pensando bien lo que decía—. Si hubiésemos actuado en un principio con más cautela habríamos puesto en riesgo todo el comienzo de la campaña, nos habría retrasado y, como consecuencia, Altyan habría corrido un mayor peligro. En Keltis no había tales consideraciones a tener en cuenta. Creo que simplemente fue la indiferencia que sentía El'Jonson por el valor de la vida humana y la egoísta ansia de conservación de aquellos que tenía bajo su mando lo que le llevaron a idear aquel plan.
—Bien, y habiendo asumido arrogantemente que el primarca estaba equivocado, ¿qué hiciste? —preguntó Bóreas.
—Mi Segunda y mi Cuarta Compañía estaban en buena posición para frustrar el ataque de los orkos y entretenerles mientras el resto del Capítulo respondía —explicó Astelan—. Fue entonces, mientras observaba las pantallas tácticas, cuando tanto la parte de genio del León como su lado oscuro se revelaron. La Segunda y la Cuarta Compañía estaban en una posición perfecta para el ataque de Keltis, y el primarca pretendía rodear a los orkos en la ciudad y erradicarles. También vi claro que el punto débil en nuestras filas y el disperso despliegue de la Octava Compañía habían sido meticulosámente ordenados por el León para alentar a los orkos a salir del laberinto de valles y cañones. Para evitar un asalto potencialmente sangriento en la posición de los orkos, les había obligado a salir y estaba usando a la gente de Keltis como cebo. Hasta entonces el plan se había llevado a cabo con éxito, pero, en mi opinión, el sacrificio de Keltis era innecesario. Ahora que los orkos estaban en las llanuras podíamos atacar con fuerza antes de que lograsen llegar a la ciudad, de modo que solicité que la Segunda y la Cuarta Compañía bloqueasen el avance de los orkos. Nuestro primarca se negó. Me dijo que permitiera que los pieles verdes saqueasen Keltis para reunidos y atacarles a todos juntos para acabar con ellos de una vez por todas. El'Jonson temía que si les atacábamos en las llanuras el enemigo pudiera dispersarse o incluso retirarse, lo que nos costaría muchos más meses de lucha, así como la vida de muchos Marines Espaciales. Le pregunté cómo iba a justificar medio millón de muertes para evitarnos unas cuantas batallas, y me contestó que ese millón de muertes salvaría la vida de cien Marines Espaciales. Me quedé estupefacto. No es típico de nosotros considerarnos más valiosos que las vidas de aquellos a los que protegemos. Nuestro deber era defender a la humanidad de los alienígenas, no utilizarla para salvarnos a nosotros mismos. Aunque la muerte de la población de un mundo en plena conquista es indeseable, en numerosas ocasiones es inevitable. Sin embargo, Keltis podía salvarse, de modo que le insistí a El'Jonson, pero se negó a escuchar mis consejos. De modo que, muy a mi pesar, me vi obligado a ordenar a la Segunda y la Cuarta Compañía que interceptase a los orkos y los detuviese antes de que llegasen a Keltis.
—¿Desobedeciste al León? —la voz de Bóreas delató su sorpresa.
—Así es, y lo volvería a hacer. La Segunda y la Cuarta Compañía sufrieron muchas bajas, tal y como El'Jonson había predicho, pero entretuvieron a los orkos hasta que pudimos contraatacar con fuerza. Y también como el primarca había vaticinado, los orkos se retiraron por las llanuras, pero la victoria final que él había anticipado no llegó a suceder. Conseguimos salvar Keltis, y estoy convencido de que hice bien.
—¿Y qué pasó después? —preguntó Bóreas.
—El'Jonson estaba furioso —respondió Astelan con los ojos cerrados y sacudiendo la cabeza—. Nos envió a mí y a mi Capítulo de vuelta a Caliban, y el 23a Capítulo de Mentheus nos sustituyó en Altyes. Por supuesto, ¿no te parece una casualidad muy oportuna que se encontrasen a tan sólo tres subsectores de distancia? Nuestras sombras habían estado allí todo el tiempo. Yo protesté, pero El'Jonson se negó a recibirme. Y así fue como comenzó nuestro exilio en nuestro propio planeta.
—De modo que así diste los primeros pasos para traicionar a tu primarca y a tu Legión —suspiró Bóreas—. Con ese acto tan simple de desobediencia condenaste a los Angeles Oscuros a un legado de temor y de secretismo. No fue el León quien originó nuestro nefasto futuro, fue tu falta de fe en él, tu naturaleza rebelde y tus celos.
—Aquél había sido mi destino desde que Luther redescubrió a Lión El'Jonson en los bosques de Caliban —argüyó Astelan—. Fue la llegada de los primarcas lo que casi destruye al Imperio, y no me refiero sólo a aquellos que traicionaron al Emperador durante la Herejía de Horus. Al comienzo de la Gran Cruzada estábamos sólo nosotros y el Emperador. Éramos uno. Pero cuando los primarcas asumieron el mando de las Legiones había otra fuerza implicada. Su orgullo individual, su honor, sus ambiciones y sus tradiciones emborronaban la claridad de la visión del Emperador. Fue en ese momento cuando el Imperio se vio condenado a caer una vez más.
—Sin embargo, el Imperio ha prevalecido diez mil años después. A pesar de lo que dices, seguimos aquí —dijo Bóreas señalando la celda con la mirada.
—Pero la Gran Cruzada es una leyenda, un recuerdo lejano. Nunca pretendió ser algo así, no era un acontecimiento, era un estado mental. Fueron los primarcas quienes le otorgaron el poder a los débiles y falibles humanos tras la Herejía de Horus. Y no lo hicieron con mala intención, sino por ignorancia. Los humanos jamás debían controlar su propio destino, son incapaces de hacerlo. ¿En qué se ha convertido el Imperio? Se ha convertido en un laberinto de organizaciones y políticos, de comandantes Imperiales que discuten constantemente, y lo gobiernan intermediarios, no líderes. Las Legiones de Marines Espaciales se dividieron en Capítulos, y a la Guardia Imperial que surgió al tiempo que nosotros perdió sus naves para que se formase la Flota Imperial. Incluso ahora me encuentro en esta celda, condenado, a causa del mismo miedo. El Imperio se nutre del miedo a los grandes hombres, del amor a la mediocridad. Los humanos y los primarcas que se convirtieron en sus marionetas se condenaron a sí mismos y a nosotros a una muerte larga y lenta. Los Ángeles Oscuros temen a los humanos que protegen. ¿No te parece una extraña ironía que el sacrificio que hice desembocara en diez mil años de esconderse en la oscuridad? Las brillantes estrellas del firmamento de la batalla se han convertido en sombras, y temen mostrarse como lo que son por miedo a sí mismas por aquello que saben que reside en su interior. Haz caso omiso de mis palabras si quieres, pero cuando llegue el momento, mira en tu interior, siente el espíritu del León dentro de ti. La mancha está ahí. Lo repetiré una vez más para que lo recuerdes bien. Había oscuridad en el interior de Lión El'Jonson. Una oscuridad que todos lleváis dentro. Os rodea, pero no sois conscientes de su presencia. Intriga, secretos, mentiras y misterio. Ése es el legado de vuestro primarca.
Bóreas no respondió pero se quedó allí de pie meditando durante largo rato. Finalmente miró de nuevo a Astelan. Con un leve asentimiento se dio la vuelta y se acercó a la puerta. Una vez delante la abrió, se detuvo y volvió la cabeza a un lado.
—¿He terminado, Gran Maestre? —preguntó.
Astelan estaba confuso.
—Buen trabajo, Hermano Capellán —respondió una voz por detrás de Astelan—. Te has ganado una perla negra para tu rosarius. A partir de ahora me encargaré de este traidor personalmente.
Astelan miró a su alrededor, pero al principio no veía nada. La puerta se cerró y la celda quedó a oscuras de nuevo. Sus ojos captaron un movimiento y miró más atentamente en esa dirección. Entre las sombras surgió una calavera, y vio que era la máscara de un hombre envuelto en una túnica negra. El extraño se acercó entre la penumbra del brasero. Astelan reconoció que se trataba del otro Marine Espacial que había estado presente en la cámara el día que lo llevaron allí.
—¿Lo has escuchado todo? ¿Has estado aquí todo este tiempo? —preguntó sin acabar de creérselo—. ¿Quién eres?
—Soy Sapphon, Gran Maestre de los Capellanes, Descubridor de Secretos —respondió el hombre con voz pausada—. Y sí, he estado aquí todo el tiempo. Ha sido bastante simple, sólo hemos captado tu mirada para que centrases tu atención en otras cosas y no en mi presencia.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó Astelan.
Sapphon señaló por encima del hombro del preso y no dijo nada. La puerta se abrió y otras dos figuras con máscaras de calavera y túnicas negras entraron. Ambas agarraron a Astelan con sus guanteletes. Él se resistió en vano, pues las fuerzas le habían abandonado tras todos aquellos días de tor
tura. Lo llevaron hasta la puerta hasta que Sapphon levantó una de sus manos y se detuvieron.
—Te llevaremos al lugar más escondido de la Roca, y permanecerás allí, bajo los cuidados del mejor de nuestros apotecarios —dijo el Gran Maestre con su profunda voz—. No habrá arrepentimiento, no habrá final, ni rápido ni de ninguna otra índole. Allí escucharás los gritos del Traidor, y entenderás todo lo que has hecho.
—¿Luther... Luther está aquí? —preguntó Astelan.
Su cabeza era un torbellino de pensamientos.
—¿Cómo? ¿Por qué? ¿No murió a manos del León en Caliban?
—No —respondió Sapphon—. Es nuestro, y está preso en la celda más profunda de esta roca. Mientras sus gritos de arrepentimiento resuenan en tus oídos aprenderás a suplicar misericordia también.
—No lo entiendo —confesó Astelan.
—Conoces bien los dichos del Imperio —respondió Sapphon mientras hacía un gesto a los Marines Espaciales que sujetaban al prisionero—. Has dicho que tenían un significado mucho más profundo de lo que la gente piensa. Yo también entiendo la sabiduría que reside en los proverbios y en las maldiciones populares.
Astelan asintió. Después volvió a escuchar la voz de Sapphon mientras los guardias lo sacaban de la celda y cerraban la puerta.
—El conocimiento es poder; protégelo bien —dijo el Gran Maestre tras él.
QUINTA PARTE
LA HISTORIA DE BOREAS
Con el reactor de la Cuchilla de Caliban a una velocidad peligrosa, todavía quedaban doce días para regresar a Limnos IV. Tan pronto como los Marines Espaciales estuvieron de nuevo a bordo, la nave inició su curso. Bóreas se dirigió directamente a la capilla, cerró herméticamente la puerta y permaneció allí durante diez días.
Sustentado únicamente por los sistemas de mantenimiento de su armadura, el Capellán Interrogador permanecía arrodillado inmóvil ante el altar en una silenciosa vigilia. Si alguien le hubiese visto, habría pensado que se trataba de una estatua. Pero a diferencia de su inmovilidad física, la cabeza del Capellán era un febril torbellino. Intentó calmar sus pensamientos con oraciones y salmodias y recitó todos los himnos y catecismos que conocía durante horas, pero no sirvió para nada. La desesperación se convirtió en ira, la ira en temor y el temor de nuevo en desesperación en el remolino de su mente.
Intentaba desesperadamente recuperar la razón y la calma, pero la locura inundaba sus pensamientos, aporreaba su conciencia, le arrancaba el orgullo y alimentaba su culpabilidad. La vergüenza se apoderaba de él mientras recordaba lo imprudente y lo estúpido que había sido. El remordimiento le torturaba hasta que arremetió mentalmente contra él y maldijo a los Grandes Maestres por su secretismo y a Hephaestus por su desconfianza. Lo que más le atormentaba era lo inútil de su situación. Estaba desesperado, y sus emociones, que tanto tiempo había contenido gracias a su formación y a una disciplina de hierro, se habían descontrolado.
Rogó fervientemente para pedir orientación, algún signo de qué era lo que tenía que hacer, pero no obtuvo respuestas ni revelaciones. La sensación de traición inundó sus pensamientos. La traición de aquellos a los que servía, la traición de aquellos a los que había servido durante todo aquel tiempo. Una risa burlona se mofaba de él y empezó a alucinar. Veía apariciones de un Limnos desierto, con el suelo cubierto de millones de huesos. Rostros deformados y sonrientes envueltos en sombras inundaban su vista y se reían de su ignorancia.
Lo más doloroso de todo era el pensar que había perdido. Los Caídos le habían arrastrado de la nariz todo aquel tiempo, le habían atraído hacia delante para alejarle de Limnos. Y aún peor era la sensación de que además de haberle engañado le habían corrompido espiritualmente. Había abandonado su juramento de proteger Limnos y a sus habitantes. Le habían obligado a enfrentarse a las fuerzas leales del Emperador. La escala de lo que habían hecho resultaba desconcertante. Todo había sido una ilusión, un elaborado juego de sombras para alejarle cada vez más de su verdadero propósito.
Ahora le resultaba obvio que habían sido los Caídos quienes habían provocado los disturbios para atraer su atención. No había habido ningún navegante mutilado, todo había sido un pretexto. ¿Cuánto tiempo llevaban los agentes de los Caídos manipulando a los ciudadanos de Puerto Kadillus? ¿Cuánto tiempo llevaban plantando las semillas dé sus mentiras y conspirando en el centro del reino que Bóreas había jurado defender? Sabían que se enteraría de la presencia de la San Carthen. Desde ese momento pusieron en movimiento su complejo plan. Los Ángeles Caídos sacrificaron sin compasión a sus seguidores para llevar a cabo su objetivo a sabiendas de que los Ángeles Oscuros actuarían de manera despiadada. Dejaron la información justa para que siguiera el rastro hacia una base falsa que lo alejase de donde tenía que estar.
Lo más terrible de aquella conspiración era su audacia. En sus momentos de lucidez, Bóreas fue atando cabos, y fueron estas deducciones las que le hicieron perder las esperanzas de salvar Limnos IV del aciago destino que los Caídos habían planeado. Y si Limnos IV caía, Limnos V sería sin duda su siguiente objetivo. Cuando la San Carthen llegó e inició la cadena de acontecimientos que habían alejado a Bóreas, los Caídos habían estado allí y habían desembarcado en el planeta. Cuanto más perseguía a la nave, más distancia había entre él y su auténtica presa. Había sido una calculada y cruel ironía, conjurada para causarle el mayor de los tormentos. Como titiriteros, sus enemigos le habían manipulado y habían conspirado para llevarle hasta la situación en la que ahora se encontraba. No contentos con destruir el mundo bajo su protección, lo habían preparado todo para condenar su alma en el proceso.
Bóreas se arrodilló en el suelo de la capilla con la cabeza inclinada ante el altar y rogó al Emperador y a su primarca que le perdonasen. Pero sabía que no obtendría su perdón, porque ni siquiera él podía perdonarse a sí mismo. Era esa vergüenza, esa oscura espiral de pecado la que se retorcía en su interior y le mantenía encerrado en aquel santuario. ¿Cómo iba a salir de allí y mirar a Hephaestus a la cara, quien sin ser consciente de ello le había condenado? ¿Qué podía decirle a Zaul, que había sido el más ferviente de todos y que tenía a Bóreas por un héroe del Capítulo? Y los demás: Néstor, Damas y Thumiel... sus acusaciones serían silenciosas, pero no menos atroces. Bóreas no podía enfrentarse a aquello. No tenía ninguna de las respuestas que necesitaban. Acudirían a él en busca de fuerza y valor, pero no tenía ni una cosa ni la otra para dar.
El décimo día, medio delirante y ridiculizado por los demonios que él mismo había creado, el Capellán sacó su pistola y presionó la boca del arma contra la ensambladura más débil de la pieza del cuello de su armadura. El rayo le atravesaría la garganta y le reventaría la columna acabando con el dolor para siempre. Durante medio día permaneció sentado con el dedo sobre el gatillo imaginando la dichosa inconsciencia que se encontraba a un simple gesto de distancia.
Su mente se había serenado. Todo se había alejado de sus pensamientos. Sus emociones se habían concentrado en un único punto en su mente. La galaxia había desaparecido. La nave, sus hermanos de batalla, todos habían desaparecido de su consciencia. Lo único que quedaba eran él y la pistola. La vida y la muerte.
En ese momento alzó la mirada con su ojo bueno y vio el símbolo del Capítulo de los Angeles Oscuros en la pared que tenía delante. Estaba hermosamente elaborado. La espada del centro estaba hecha de oro y plata puros, las oscuras alas a ambos lados estaban cinceladas en mármol negro. Bóreas se puso de pie y la pistola resbaló de entre sus dedos. Estiró la mano hacia la encarnación de todo por lo que había vivido, todo aquello para cuya protección le habían creado. Dio un par de tambaleantes pasos hacia delante y después avanzó más decidido por el altar y colocó una de sus manos sobre la espada. Se quitó el casco abollado y lleno de cortes y lo apartó a un lado. Se inclinó hacia delante, apoyó la frente contra la empuñadura de la espada y sintió la intensidad y el ritmo de la nave vibrando a través de su desgarrado rostro. Cerró los ojos, se agachó más todavía y besó la hoja con delicadeza a modo de agradecimiento.
—Alabado sea el León —susurró—. Alabado sea el León por su fuerza, su sabiduría y su fortaleza. Su sangre corre por mis venas. Su espíritu reside en mi alma. Alabado sea el Emperador por su valor, su orientación y su propósito. Fui creado por sus manos. Vivo por su voluntad. No hay paz, no hay tregua. Sólo hay guerra.
Bóreas encontró a los demás reunidos en el reclusium, sentados y meditando en silencio vestidos con sus túnicas. Fue Zaul quien advirtió primero su presencia y su expresión de sorpresa pronto se convirtió en alegría.
—¡Hermano Bóreas! —exclamó poniéndose de pie.
Los demás salieron de su trance y también se levantaron con una mezcla de curiosidad y alivio. Sólo Hephaestus permaneció sentado con la vista hacia el suelo.
—¿Hermano Hephaestus? —dijo Bóreas mientras se colocaba delante de él.
El Capellán advirtió que el tecnomarine tenía cortes y magulladuras en las manos e importantes cardenales en el pecho y los hombros. Levantó la cabeza para mirar al Capellán Interrogador y tenía una expresión angustiada. Bóreas le ofreció la mano y, tras vacilar un momento, el tecnomarine la aceptó firmemente y se puso de pie con una débil sonrisa en sus labios.
—Néstor tenía razón —dijo el Capellán mientras se volvía para dirigirse a todos ellos—. No es momento de juzgar o de recriminar nada. Ahora debemos permanecer más unidos que nunca. Quieren dividirnos, volvernos a los unos contra los otros y contra nosotros mismos. Debemos impedir que lo consigan. Somos más fuertes que ellos.
Zaul corrió hacia delante y le dio unas palmaditas a Bóreas en el hombro izquierdo sin dejar de sonreír.
—Estábamos desconcertados por tu ausencia, Hermano Capellán —dijo, y su sonrisa pasó a convertirse en una expresión de consternación—. Estábamos perdidos sin tu orientación y sin tus sabias palabras.
—Hemos estado debatiendo mucho sobre lo que debíamos hacer —explicó Damas—. No estábamos seguros de cuál era la mejor medida que debíamos tomar.
—Yo tampoco —admitió Bóreas, y le devolvió a Zaul los golpecitos en el hombro—. He estado recorriendo un solitario camino, pero el León me ha guiado de vuelta.
—¿Qué ordenas que hagamos? —preguntó Néstor—. Creo que es fundamental que regresemos a la ciudadela en cuanto lleguemos a Limnos IV.
—Estoy de acuerdo —respondió Bóreas mientras daba un paso atrás y formaba puños con ambas manos—. Debemos confirmar que lo que nos han dicho es cierto. Los Caídos han estado jugando a un juego muy peligroso con nosotros hasta ahora, y esto podría tratarse de otra falacia para confundirnos.
—¿Y si no lo es? —preguntó Thumiel—. ¿Qué haremos entonces?
—Si podemos, evitaremos que se salgan con la suya —respondió Bóreas rápidamente—. Si llegamos demasiado tarde, lamentaremos la pérdida.
—¿Y qué será de los Caídos? —inquirió Damas.
—Serán juzgados y castigados, como hemos hecho con ellos durante diez mil años —contestó el Capellán.
Los Ángeles Oscuros permanecieron allí de pie por un momento unidos por aquel pensamiento. Bóreas dio un paso hacia Damas y tiró ligeramente de su túnica.
—No llevas puesta tu armadura, Hermano Sargento —dijo con una ligera sonrisa—. Ninguno la lleváis. No recuerdo haber anunciado que la cruzada hubiese terminado.
—Como desees, Hermano Bóreas —dijo Zaul—. Nos armaremos y continuaremos la lucha. Pero sugiero que mientras lo hacemos te alimentes con ganas y te refresques un poco. Te he olido antes de verte, y tienes la cara tan delgada que pareces un eldar. Tu búsqueda de orientación debe de haberte llevado muy lejos.
—Ha sido un largo camino —asintió Bóreas—. Largo y peligroso, pero ya no tendré que volver a recorrerlo.
Conforme la Thunderhawk descendía a toda velocidad a través de la atmósfera superior de Limnos IV, el comunicador se llenó de una algarabía de transmisiones. Durante los últimos dos días la Cuchilla de Caliban había intentado contactar con la superficie del planeta o la estación orbital, pero no había obtenido respuesta. El continuo silencio había acrecentado los miedos de Bóreas, pues temía que se debiese a la extinción de la vida en el planeta, a que los Caídos hubiesen activado el annihilus y hubiesen erradicado a todo aquello que había jurado proteger. Ahora, mientras los Marines Espaciales se dirigían hacia su fortaleza, cada frecuencia, cada medio de transmisión estaba repleto de frases casi incomprensibles y, por muy terrible que fuera, Bóreas sintió alivio al ver que todavía había vida en aquel mundo bajo sus pies.
Todo intento de contactar con la superficie seguía siendo fallido, y el Capellán Interrogador seguía sin decidir cómo debían actuar. Por mucho que lo intentaba, Hephaestus no podía hacer nada por filtrar los mensajes que se solapaban unos con otros, y sólo unos fragmentos sueltos se escuchaban a través de la unidad de audio en confusos estallidos.
—...víctimas al treinta y cinco por ciento...
—...continúan los incendios aislados, repliégúense... —...no nos abandones en la hora de necesidad, vuélvete hacia el gran y benevolente...
—...ala oeste está en ruinas, los incendios se extienden, las embarcaciones...
—...la del juicio del Emperador ha llegado, pues los pec... —...evacuación se ha paralizado...
—...abandonado. No puedo creer que nos hayan abandonado. No puedo creer...
—...o responden a los saludos. Es como si...
—...Emperador nos proteja, hay cadáveres por todas partes. Es como un matadero en...
—...qué han hecho esto? No tiene ningún sent...
—...víctimas al cuarenta por ciento, posible avance... Bóreas, frustrado, apagó el comunicador y se quedó mirando en dirección al chato morro de la cañonera. Bajo ellos se extendía una espesa nube blanca, pero más adelante se divisaba una creciente mancha oscura que contaminaba el cielo. Durante unos segundos, mientras la Thunderhawk atravesaba la nubosidad, el Capellán Interrogador no veía nada más que blancura. Después, una vez que la cañonera la hubo atravesado, Bóreas avistó por primera vez Puerto Kadillus.
Más de una decena de columnas de humo se elevaban en el aire por toda la ciudad, e incluso a aquella altitud se veían los inmensos fuegos que rodeaban las plataformas y los puertos. El capellán volvió la mirada hacia su izquierda y vio más muestras de problemas. Las explosiones minaban las laderas de los volcanes cerca de la mina de Barrak al norte de la cresta Koth.
—Id directos al puesto de avanzada; aterrizaremos en el parque Kandal —dijo Bóreas incapaz de apartar la vista de la devastación que tenían ante sí.
Mientras la Thunderhawk caía en picado sobre la ciudad, Bóreas iba divisando más muestras de lucha pesada. Las derruidas estructuras de los edificios y las ardientes ruinas de los bloques de habitáculos se extendían junto a extensiones de escombros, fábricas demolidas y un amasijo de vigas retorcidas y grúas.
—¿Qué puede haber pasado? —preguntó Hephaestus—. Es como si la ciudad se estuviese autodestruyendo.
—Eso parece —respondió Bóreas señalando las calles de más abajo.
Estaban plagadas de gente, decenas, tal vez cientos de miles de personas abarrotando las carreteras, encendiendo fuegos, saqueando y peleando. Vio grupos de la Guardia Imperial que disparaban de manera indiscriminada hacia la multitud. Y lo más alarmante era que los tanques avanzaban por las carreteras derribando los edificios y a los ciudadanos con la misma furia. Abrían fuego con sus bólters pesados y dejaban un reguero de cuerpos aplastados a su paso. Vio a los guardias peleando entre ellos, luchando por los tejados, y de calle a calle.
La gente empezó a advertir la presencia de la cañonera sobre sus cabezas, que descendía y planeaba para aterrizar. Algunos lanzaron sus armas al aire como suplicando la ayuda de los Marines Espaciales. Cerca, las balas silbaban mientras otros empezaban a disparar, y los rayos láser rebotaban inútilmente en el duro blindaje de la Thunderhawk.
—¡No puedo aterrizar! —exclamó Hephaestus—. No hay ninguna zona libre.
Bóreas miró hacia delante y vio que el parque público estaba repleto de gente. Las plantas y los setos, la única vida vegetal de la ciudad fuera de los jardines de la Comandante Imperial, estaban siendo pisoteados e incendia
dos. El césped y los pedregales estaban cubiertos de gente y de muchos cadáveres.
—¡Tú aterriza! —ordenó Bóreas desabrochándose el arnés para dirigirse al compartimento de la tripulación.
Hephaestus miró la espalda del Capellán que se marchaba, sacudió la cabeza y volvió su atención hacia los mandos.
La Thunderhawk descendía sobre columnas de fuego azul. La gente intentó apartarse, pero la presión de los cuerpos hizo que muchos quedasen atrapados en el torbellino descendiente de los reactores y fuesen reducidos a cenizas instantáneamente. La cañonera aterrizó pesadamente sobre la blanda superficie y aplastó los cuerpos carbonizados de aquellos que no habían logrado escapar. Sus patas metálicas se hundieron a un metro bajo tierra. La rampa de asalto descendió y Bóreas se quedó de pie en la cabecera, pistola en mano. La gente empezó a correr hacia él, y el Capellán disparó al aire. Algunos se detuvieron. Otros se lanzaron al suelo. Muchos dieron la vuelta e intentaron huir, y sus gritos inundaron el aire.
Una mujer con el pelo enmarañado y un vestido rojo de lana cubierto de hollín corrió por la rampa con un cuchillo de trinchar en las manos. Se abalanzó sobre Bóreas y empezó a golpearle sobre el peto. Él la empujó a un lado haciéndola caer por la rampa sobre el manto de cuerpos chamuscados.
—¡Acabad con esta locura! —entonó.
Pero la multitud aterrorizada y frenética le hizo caso omiso y salió desbandada en todas direcciones, tropezando sobre aquellos que habían se habían caído, y sus llantos de terror y de dolor se ahogaban entre los gritos y los chillidos.
—Debemos abrirnos paso, emplead la fuerza mínima —dijo antes de empezar a descender por la rampa—. Planearemos una estrategia cuando hayamos comprobado si la fortaleza sigue intacta.
Los demás le siguieron, mirando a ambos lados con incredulidad mientras bajaban. Cuando el último de ellos llegó al suelo, la rampa se cerró a sus espaldas con un fuerte chirrido.
Bóreas se abrió paso a empujones a través de la multitud de hombres y mujeres. Agarró a un anciano que había intentado agarrar su pistola bólter por la garganta y lo lanzó a un lado. Otros intentaban hacerse con su cuchillo o le golpeaban en el pecho y en las piernas mientras él los despachaba con letales movimientos de su mano. Miró por encima de su hombro y vio que los demás avanzaban igual de despacio, ya que la multitud volvía a agruparse tras él conforme el Capellán continuaba avanzando.
Mientras se abría paso a través del cúmulo de personas, Bóreas empezó a escuchar sus gritos. Maldecían a los Ángeles Oscuros y les llamaban traidores y asesinos. Rogaban al Emperador que se vengase de los Marines Espaciales y les acusaban de haber roto sus promesas. Una terrible sensación invadió a Bóreas al adivinar lo que había sucedido.
Los Caídos estaban allí, o habían estado. Los ciudadanos de Limnos, la Guardia Imperial, los agentes de seguridad les habrían tomado por Marines Espaciales leales. Sabían poco sobre la Herejía de Horus, y menos de la continua lucha contra las Legiones Traidoras, y nada en absoluto de la traición de los lutheritas. Bóreas no quiso ni pensar en las atrocidades que habrían cometido pero, fueran las que fueran, habían vuelto al mundo entero contra los Ángeles Oscuros.
—Debemos llegar al puesto de avanzada a toda costa —dijo a sus hombres al tiempo que golpeaba con su guantelete el pecho de un hombre delgado y barbudo que le había golpeado con una barra de metal.
Bóreas empezó a avanzar con mayor violencia, aplastando a la gente y enviándolos a ambos lados. Por fin llegó a la alta verja de metal que rodeaba el parque y notó subconscientemente los cadáveres que yacían a lo largo de ella, aplastados hasta morir por la multitud. Sin detenerse, abrió un pequeño agujero en la verja y siguió rompiendo el metal hasta hacer un agujero lo bastante grande como para poder pasar. La calle al otro lado estaba tranquila, los altos edificios se extendían desiertos a ambos Jados.
Giró a la izquierda y echó a correr por la calle en dirección a la fortaleza. Conforme aumentaba su ira aumentaba su celeridad, hasta que llegó un momento que avanzaba a toda velocidad por la carretera. Giró una esquina y corrió hacia el amplio campo de batalla que rodeaba el puesto de avanzada. Allí había montones de Guardias Imperiales luchando contra los ciudadanos y entre ellos. Los llameantes restos de un transporte blindado de tropas le daban un aire sangriento a la escena. Bóreas aminoró el paso hasta detenerse. Mirando más allá de la gente peleándose, divisó otro transporte de tropas con el estandarte del coronel Brade. El resplandor de los disparos iluminaba la macabra escena mientras el multiláser del transporte abría fuego y los bólters de energía atravesaban a los hombres de la Guardia Imperial y enfurecían a los ciudadanos.
—Abrios paso. Disparad a herir si es posible, a matar si es necesario —ordenó el Capellán al tiempo que sacaba la pistola bólter.
Avanzaba disparando hacia delante con tiros bajos que fracturaban los fémures, atravesaban las caderas y destrozaban las rótulas de quienes se interponían en su camino, hasta que se abrió un pasillo ante él que le llevaba hasta Brade. La pequeña torreta del TBT giró en su dirección y, por un momento, parecía que iba a dispararle. Después los cañones se inclinaron hacia abajo y lanzaron otra ráfaga de disparos hacia la terrible batalla que abrió un nuevo sendero para él. Bóreas corrió hacia delante. El resto de Ángeles Oscuros le seguían de cerca. Finalmente se detuvo junto al transporte y golpeó el casco. Un momento después se abrió la trampilla y el coronel Brade asomó la cabeza.
—Gracias al Emperador que habéis vuelto, lord Bóreas —exclamó el Coronel saliendo del tanque como podía.
Observó por un momento a los Marines Espaciales como si fuera la primera vez que les veía bien. Entonces Bóreas se dio cuenta de que así era, al menos con su aspecto actual. Su armadura era de color blanco hueso y estaba decorada con heráldica roja, verde y negra y adornada con sellos de pureza que revoloteaban al viento. Las abolladuras, los agujeros de bala, las quemaduras láser y los trozos incrustados de metralla seguían marcando su armadura a pesar del buen trabajo de reparación que había realizado Hephaestus en el poco tiempo que había tenido. La de Damas presentaba de los pies a la cabeza el texto íntegro del Opus Victorium, y el lateral roto del casco de Bóreas estaba cubierto de una simple placa de metal.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Bóreas al tiempo que se volvía para observar la lucha.
El combate empezó a alejarse mientras los guardias que protegían al Coronel les obligaban a avanzar hacia el norte con ráfagas de fuego láser y alejaba a la multitud armada de la fortaleza. No obstante, las balas y los disparos láser todavía silbaban ocasionalmente por encima de sus cabezas, y el aire estaba inundado con el clamor de los gritos, los disparos y las explosiones intermitentes.
—No sé ni por dónde empezar... —dijo Brade sacudiendo la cabeza y mirando cautelosamente a su alrededor.
—Háblame de los Marines Espaciales —le animó Bóreas, al tiempo que indicaba a Thumiel y a Damas que cubriesen el otro lado del vehículo con un gesto de su mano.
El Capellán oía los disparos de los bólters cada dos por tres mientras disparaban a los rebeldes que habían atravesado el cordón de la Guardia Imperial.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Brade.
—Eso no importa —respondió Bóreas eludiendo la pregunta del Coronel—. Debes contarme todo lo que sepas sobre los otros Marines Espaciales.
—Nadie sabe a ciencia cierta cuándo llegaron. Desde luego no vinieron en ninguna nave ni ninguna lanzadera de las que aterrizaron aquí —empezó el Coronel—. Los hombres de la Comandante me informaron de que los Marines Espaciales habían regresado a la fortaleza, y no le di ninguna importancia, pues daba por hecho que seríais vosotros. Después los orkos volvieron a atacar en un número que no había visto desde la invasión. Invadieron Vartoth en una tarde, y formamos una línea para evitar que avanzasen hacia el sur. Atravesaron nuestras defensas ayer por la noche y ahora estamos intentando que no entren en Barrak.
—He visto la lucha —dijo Bóreas—. ¿Dónde están los Marines Espaciales ahora?
—No lo sé —respondió Brade encogiéndose de hombros.
Una bala detonó contra el muro de un edificio cercano, y el Coronel se estremeció.
—Intenté contactar con vosotros en la fortaleza, pero no hubo respuesta, de modo que envié a un representante para solicitar una reunión. Fue entonces cuando emergieron. Sólo tengo informes aislados, no estoy seguro de qué sucedió después.
—Cuéntame lo que sepas —insistió Bóreas—. Cada detalle podría ser importante.
—Bien, el primer grupo que surgió obvió a los mensajeros —dijo Brade frunciendo el ceño a modo de concentración.
Parecía que estaba a punto de desmayarse, estaba demacrado, con los ojos oscuros y apesadumbrados.
—Eran tres, o puede que cuatro. No cabía duda de que se trataba de Marines Espaciales. Su armadura era igual que la vuestra, con el símbolo del Capítulo y las insignias. Mis oficiales intentaron hablar con el líder, pero los empujaron a un lado, de modo que no insistieron para no ofenderles.
—¿Cómo sabían quién era el líder? —preguntó Bóreas.
—Vestía de manera diferente —explicó el Coronel—. Llevaba una larga túnica con un chaquetón sobre su armadura y llevaba dos pistolas bólter en bajas pistoleras.
—Una espada en su vaina. ¿Llevaba una espada larga en una vaina ornamentada? —inquirió Bóreas sintiendo un extraño escalofrío de presentimiento.
—Sí, sí, creo que el superviviente mencionó algo así —respondió Brade asintiendo ligeramente—. ¿Le conoces?
—De oídas —respondió Bóreas—. Pero eso no es asunto tuyo. Continúa. ¿Has dicho que hubo un superviviente?
—Eh... sí —dijo Brade temblando visiblemente—. El primer grupo se dirigió hacia el sur, hacia el puerto, y desapareció. No sé adonde fueron. Mis hombres no sabían qué hacer. Se pusieron en contacto conmigo por el comunicador para recibir órdenes, y fue entonces cuando salieron los demás. Abrieron fuego inmediatamente. Oí los gritos del teniente Thene y el fuego de bólter. Uno de los agentes, el teniente Straven, huyó inmediatamente. Fue él quien consiguió escapar, y los demás murieron allí.
—¿Y entonces? —animó Bóreas a Brade, que se había quedado sumido en sus pensamientos.
—Entonces empezó la masacre —dijo el Coronel con una mueca de dolor—. Avanzaron hacia la ciudad y asesinaron a todo el que se interpuso en su camino, destruyeron vehículos, lanzaron granadas al interior de los edificios. Fue una carnicería. No sabíamos qué hacer, y cuando por fin llegó una sección habían desaparecido. Pero era demasiado tarde. El pánico se había extendido. Se corrió la voz de que los Ángeles Oscuros se habían vuelto contra nosotros. Yo no lo creí, pero entonces todo se convirtió en un caos. Había disturbios por todas partes; la mitad de mis hombres participaron con la excusa de dar caza a los Marines Espaciales. Después todo fue a peor.
—¿Cuál es la situación actual? —preguntó Bóreas.
—Estoy convencido de que tú mismo lo has visto —respondió Brade amargamente—. La ciudad entera se ha sublevado, pero la comandante Imperial está a salvo; hemos estacionado tanques en todas las carreteras que llevan a los palacios. El puerto Norte está en ruinas, ninguna nave puede partir o aterrizar, y el puerto ha quedado reducido a escombros.
—Debo atender asuntos urgentes en la fortaleza —informó Bóreas.
Tras indicar a sus hombres que le siguieran, Bóreas empezó a avanzar hacia la casa de guardia de la fortaleza. Dio unos pocos pasos y se volvió hacia Brade.
—Gracias por confiar en nosotros —dijo.
—Tenía que hacerlo —respondió el Coronel apoyándose contra el transporte blindado—. Necesitaba creer que no nos habíais traicionado. La alternativa es demasiado terrible.
—Sí, Coronel, lo es —asintió Bóreas suavemente—. Defended este perímetro todo el tiempo que podáis. Me pondré en contacto en breve.
La puerta principal de la ciudadela estaba sellada. Tras presionar la combinación para entrar, la puerta se deslizó hacia un lado y los Marines Espaciales entraron con las armas preparadas. Una vez dentro, la puerta silbó tras ellos mientras volvía a su posición.
En la entrada yacían tres cuerpos en charcos de sangre. Sus túnicas rojas indicaban que se trataba de los guardianes de la puerta, cuyo deber había sido el de recibir a los delegados de la Comandante Imperial. Tras examinarlos, Néstor señaló las profundas puñaladas que tenían en el pecho y en la garganta. Habían hecho una carnicería con ellos, probablemente mientras daban la bienvenida a sus inesperados visitantes.
Conforme avanzaban fueron encontrando más signos de asesinatos a sangre fría. Guardias, escribas y logistas yacían en su lugar de trabajo o cerca de él, y también habían sido brutalmente asesinados y apuñalados. Abriéndose paso hacia la torre, hallaron cuerpos en las escaleras y en los vestíbulos. Con inquietud, Bóreas siguió a Damas hacia las cámaras de los aspirantes.
El sargento veterano emitió un aullido de angustia y corrió hacia delante. Los cuerpos de los jóvenes yacían desparramados sobre sus catres y sobre el suelo. A algunos parecía que los habían estampado contra las paredes. Damas fue uno tras uno comprobando que estaban muertos, y cuando llegó al último sacudió la cabeza lentamente.
—Les han partido el cuello —dijo rotundamente.
Los cuerpos se reflejaban en las rojas lentes de su casco. El sargento le
vantó las manos del chico que tenía a sus pies, el joven Varsin. Tenía los nudillos rotos y ensangrentados.
—Intentaron luchar como yo les enseñé, pero fue en vano.
—Murieron valientemente —dijo Zaul—. Murieron luchando por el Emperador.
—¡No! —rugió Damas—. ¡No lucharon por valentía, lucharon por desesperación! Ha sido una matanza sin sentido. No hay motivo que lo justifique. Estas muertes no tienen razón de ser. ¡Estaban indefensos!
Había un motivo, pero Bóreas decidió no compartirlo con su angustiado hermano. Era el insulto final, el desafío final para los poderosos Ángeles Oscuros. Era una declaración de intenciones, y al Capellán le resultaba tan clara como si estuviese escrita en sangre en las paredes: los Ángeles Oscuros no tenían futuro.
—Debemos comprobar el sótano —dijo Néstor de repente.
—Es obvio que el annihilus no ha sido activado —señaló Hephaestus—. Si lo hubieran hecho no quedaría nada con vida en la isla.
—Es posible que hayan trasteado con él —insistió el apotecario.
—Bien —asintió Bóreas—. Néstor, Hephaestus, venid conmigo. Zaul, Thumiel, comprobad los pisos superiores y el tejado. Damas, ve al aparcamiento y prepara el Rhino para el combate.
Mientras bajaba las escaleras, Bóreas se sentía agotado y vacío. Los Caídos habían hecho mucho más que atacar a los sirvientes del Capítulo. Atacando aquí, en el mismo puesto de avanzada de los Ángeles Oscuros, habían clavado una espada en el corazón del Capítulo.
Pasaron señales de lucha esporádica mientras descendían a través de la fortaleza: agujeros de bala en las paredes, un cuerpo destrozado tirado por la escalera, rastros de sangre seca en el suelo, etcétera.
Cuando llegaron al sótano, y tras pasar sobre los cuerpos de tres siervos que habían intentado defender la entrada, Néstor continuó avanzando y pasó la cámara de operaciones hasta los túneles. Más adelante había una puerta blindada abierta, con las pesadas bisagras desenroscadas y los cerrojos arrancados. Néstor entró a toda prisa en la pequeña cámara al otro lado. Unos momentos después reapareció y se apoyó apesadumbrado contra la pared.
—Se la han llevado —se lamentó el apotecario.
—¿El qué? —inquirió Bóreas.
El Capellán conocía la existencia de la cámara de almacenamiento del apotecario, y daba por hecho que la utilizaba para guardar medicamentos poco comunes, o tal vez volátiles.
—La semilla genética. Se han llevado la sagrada semilla genética —respondió Néstor entre graves susurros.
—¿La semilla genética? —dijo Bóreas, confuso.
Y de repente lo entendió todo y su ira despertó de nuevo.
—¡Más secretos! ¡Más mentiras y verdades a medias!
—Era por la seguridad el Capítulo, Bóreas —dijo Néstor cabizbajo—. Sería una locura que toda nuestra semilla genética se almacenase en la Torre de los Angeles. ¿Y si sucediese lo impensable? ¿Y si la Roca se perdiese o se destruyese en el espacio disforme? Tras sobrevivir a la pérdida de Caliban, el León quería garantizar que el Capítulo perdurase eternamente. De modo que se decidió que parte de la semilla genética se enviase a puestos de avanzada distantes, que se ocultase y que sólo unos pocos elegidos conociesen su paradero.
—¿Qué más sabes sobre Caliban? —inquirió Bóreas—. ¿Qué más me has estado ocultando?
—Bóreas, Hermano Capellán... —la voz de Néstor tenía un aire de burla mezclado con locura—. Tengo seiscientos diecisiete años, ¿de verdad pensabas que después de todo este tiempo no iba a pertenecer al Círculo Interior? Ésa es la razón por la que un veterano como yo está aquí, en este puesto de avanzada abandonado. Para proteger el futuro y custodiar la semilla genética.
Las palabras de Astelan regresaron a la mente de Bóreas: «Había algo oscuro en Lión El'Jonson. Una oscuridad que todos albergáis en vuestro interior y que os rodea, pero no sois conscientes de su presencia. Intriga, secretos, mentiras y misterio». Era cierto que todo aquello envolvía el Capítulo de los Ángeles Oscuros, un velo de oscuridad que se había tejido en torno a personas ajenas y a ellos mismos.
—Debemos recuperar la semilla genética a toda costa —insistió Néstor avanzando hacia Bóreas y Hephaestus una vez se hubo recuperado del golpe.
El tecnomarine permanecía rígido, aturdido por el giro de los acontecimientos. Cuando vio a Néstor pasar a toda prisa, pareció animarse.
—Primero debemos comprobar que el annihilus está intacto —afirmó el tecnomarine mirando a Bóreas.
—¿Cómo? —preguntó el Capellán Interrogador.
—Desde la cámara de control principal, puedo acceder a él desde allí —respondió Hephaestus mientras comenzaba a seguir a Néstor por la tenue luz del túnel.
Tras entrar en la cámara de control, Hephaestus se acercó a la plataforma central y activó uno de las interfaces centrales. A su alrededor, las pantallas cobraron vida y bañaron la estancia de un irregular resplandor verde, y las agujas de los indicadores que controlaban los sistemas de electricidad temblaban bajo sus cristales. En una pantalla a la izquierda de Bóreas, el Capellán vio el patio exterior y observó cómo los rebeldes avanzaban contra la línea de la Guardia Imperial. Algunos eran abatidos sin piedad por ráfagas de fuego, otros se abrían paso con los puños y con rocas. Bóreas apartó la mirada y observó cómo los dedos de Hephaestus danzaban sobre el teclado de runas.
—¡Deprisa! ¡A cada momento que pasa, los Caídos y la semilla genética están más lejos de nuestro alcance! —exclamó Néstor desde fuera de la entrada.
Varios números, letras y símbolos sin sentido inundaban la pantalla mientras Hephaestus hacía su trabajo. Entonces la pantalla se quedó en blanco durante unos segundos antes de que apareciese un cuadro blanco en el centro.
—Me pide la clave de autoridad —explicó el tecnomarine mientras tecleaba una serie de runas.
La pantalla se puso en blanco de nuevo durante unos cuantos segundos más hasta que apareció un mensaje.
CLAVE ACEPTADA DISPOSITIVO DE SEGURIDAD VIRAL DEL ANNIHILUS ACTIVADO
—Algo va mal —advirtió el tecnomarine martilleando las teclas sin respuesta.
—¿Qué está pasando? ¿Qué significa esto? —inquirió Bóreas mirando las palabras en la pantalla.
Hephaestus desoyó al Capellán y continuó introduciendo desesperadamente protocolos de seguridad y órdenes de cancelación. Después dio un paso atrás y dio un puñetazo en la pantalla haciendo volar trozos de cristal por los aires.
—¡Hephaestus, dime qué está pasando! —gritó Bóreas arrastrando al tecnomarine hasta tenerlo frente a frente.
—Otro truco más —masculló Hephaestus.
El tecnomarine se giró hacia la pantalla hecha añicos y después se volvió de nuevo hacia el Capellán.
—Han entrado en el núcleo del espíritu máquina y han introducido nuevas órdenes. Lo han preparado para que al introducir la clave de acceso del annihilus el virus se activase directamente.
—¿No puedes detenerlo? —preguntó Néstor entrando en la habitación.
—No, es imposible. No hay manera de retrasarlo —dijo Hephaestus—. La activación es inmediata. El annihilus era una medida de emergencia. No tenía sentido arriesgarse a que alguien lo desactivase durante la cuenta atrás.
—¿Quieres decir que el virus se está propagando ahora mismo? —preguntó Bóreas mirando a su alrededor como si pudiese ver la toxina mortal flotando en el aire.
—Así es —respondió el tecnomarine dejándose caer contra la consola—. Hemos fracasado.
—¿Y ahora qué? —preguntó Néstor—. ¿Qué clase de virus es?
—Omnifago —respondió Hephaestus, apenado—. Devorará todo tipo de materia orgánica, ya sea por aire o por agua, y se transmite por contacto. Puerto Kadillus quedará infectado en dos horas tras su liberación, y la isla en medio día. Después todo depende de la fuerza del viento y de las corrientes, pero el virus acabará con todas las criaturas vivas y destruirá todas las células orgánicas del planeta en cinco días. Conforme se extiende se vuelve más virulento mediante un efecto cíclico que dejará el planeta vacío. Destruirá hasta los huesos. De no ser por las armaduras y los cascos ya estaríamos muertos. Hemos fracasado.
—No del todo —dijo Néstor.
Bóreas y Hephaestus le miraron inmediatamente. El Capellán Interrogador se llenó de esperanza.
—Todavía podemos rescatar la semilla genética.
—Zaul, Damas, Thumiel, reunios en la cámara de la entrada —ordenó Bóreas mientras bajaba a toda prisa de la tarima de control.
Los otros dos le siguieron. Mientras caminaba les explicaba la situación a los tres que no habían estado presentes.
—¿Por qué iban a hacer algo así? —preguntó Zaul a través del comunicador—. ¿Qué sentido tiene?
—No estoy seguro, pero creo que es un mensaje —dijo Bóreas—. Quieren que nuestros hermanos sepan lo que ha pasado aquí, pero no sé por qué retorcida razón.
—¿Por qué iban a arriesgarse a que no lo activásemos? —se preguntó Hephaestus—. Hacer coincidir la clave de acceso con la de la activación es una locura.
—El prisionero al que Bóreas interrogó en su base hablaba de desacuerdos —recordó Néstor—. Quizá algunos de ellos no estuviesen de acuerdo y sólo fuesen tras la semilla genética. Y es posible que los otros no tuviesen la oportunidad de liberar el annihilus y tuvieran que recurrir al engaño.
—O querían asegurarse de estar fuera del planeta antes de que se liberase el virus —sugirió Damas—. Semejante acto de cobardía no me extrañaría nada viniendo de ellos.
—Eso no importa —gruñó Bóreas—. ¡Nos lo contarán todo cuando les cojamos! Yo mismo me encargaré de ello.
Damas fue el último en llegar a la cámara de la entrada y se colocó junto a Bóreas, que estaba de cara a la puerta cerrada.
—Debemos regresar a la Thunderhawk. Mataremos si es necesario —dijo el Capellán a sus hombres—. Los Caídos no escaparán, les buscaremos bajo cada roca y por cada kilómetro del espacio. Cuando les capturemos, les ocasionaré un sufrimiento como nunca antes ha imaginado nadie por lo que han hecho hoy. Les haré agonizar durante un año y un día para que paguen por sus crímenes.
El Capellán dio un paso hacia la puerta y se detuvo de repente.
—¿Qué pasa, Hermano Capellán? —preguntó Néstor.
—Hephaestus, dime, ¿dónde se almacena el virus? —preguntó Bóreas volviéndose hacia el tecnomarine.
—En el último sótano —respondió—. ¿Qué importancia tiene eso?
—El primer objetivo del virus es eliminar a los intrusos de la fortaleza, ¿verdad? —continuó Bóreas con su cadena de pensamientos.
—Sí, el virus se libera aquí dentro primero antes de extenderse al resto de la ciudad —confirmó Hephaestus.
—¿Y cómo se propaga? —preguntó el Capellán.
—Es muy sencillo. Si la fortaleza tiene alguna grieta o la han invadido, hay numerosas maneras de que el virus salga al... —la voz de Hephaestus se fue apagando mientras seguía la mirada de Bóreas hacia el portal blindado de la entrada—. No ha habido ningún ataque ni ninguna grieta...
—La torre está totalmente sellada —explicó Bóreas mirando a todos los demás—. Para protegerla del gas o de un ataque vírico exterior, la torre es hermética. Hasta que rompamos ese hermetismo, el virus está confinado en el interior.
—Pero lo romperemos en cuanto salgamos —dijo Néstor—. No lo entiendo.
—No nos iremos —explicó Damas lentamente.
—Pero los Caídos, la semilla genética... —protestó Néstor amargamente—. Limnos ya está condenado. Aunque las circunstancias de su activación puedan haber sido poco ortodoxas, el objetivo del virus bomba sigue siendo el mismo. Kadillus está en plena revuelta, y los orkos están atacando en cantidades sobrecogedoras. El planeta ya está perdido. Con el virus sólo aceleraremos su desaparición. El virus asolará el mundo como era su función, para negárselo a los enemigos del Emperador.
—No —respondió Bóreas tajantemente.
—¿Cómo que no? —rugió Néstor—. ¿Vas a abandonar la esperanza del futuro de nuestro Capítulo por un mundo que ya está en llamas y al borde de la destrucción? ¿Vas a sacrificarlo todo por un planeta moribundo?
—Un planeta que juramos proteger —le recordó Bóreas—. Juramos que daríamos nuestra vida y lo protegeríamos como fuese necesario.
—¡Limnos ya está perdido! —declaró el apotecario—. ¡Si la rebelión no lo destruye, lo acabarán dominando los orkos! ¡Ya no queda nada que salvar, Bóreas!
—No nos marcharemos —insistió Bóreas recordando sus discusiones con Astelan—. Vivimos para servir al Emperador y a la humanidad, no a los Ángeles Oscuros.
—Eso es herejía —rugió Néstor—. ¿Estás renunciando a tu juramento de lealtad?
—No, lo estoy recordando —respondió Bóreas con brusquedad—. Juramos proteger Limnos, y eso es lo que haremos. No importa si el precio son nuestras vidas, o incluso la sagrada semilla genética. Esta misión es más importante que todas los demás.
—No puedo dejar que hagas esto —dijo Néstor dando un paso hacia la puerta—. Mi deber, mi juramento, era proteger esa semilla genética.
Bóreas agarró la pistola de plasma del cinturón de Hephaestus y presionó el botón de activación. Pronto empezó a zumbar y a vibrar en su mano mientras se cargaba.
—No abrirás esa puerta, hermano apotecario —le advirtió Bóreas apuntando con la pistola a la cabeza de Néstor.
—¿Qué clase de traición es ésta?
La voz de Néstor, a pesar de estar distorsionada por la armadura, estaba cargada de desprecio.
—¿Preferirías matar a tus propios hermanos antes que continuar la gran búsqueda de nuestro Capítulo? ¿Tú? ¿Un Capellán guardián de nuestras tradiciones y guía de nuestras almas preferirías matarme a expiar un pecado de diez mil años de antigüedad? No lo creo.
Néstor dio tres pasos más y llegó al panel rúnico del portal. Bóreas apretó el gatillo y una bola de plasma sobrecalentado golpeó al apotecario y estalló con el impacto. Su torso sin cabeza, con el muñón de su cuello cauterizado y humeante, se desplomó hacia delante y se estampó contra la puerta.
—Ninguno de nosotros va a marcharse —dijo Bóreas devolviéndole la pistola a Hephaestus.
—¿Sois conscientes de que si no nos marchamos, moriremos aquí? —dijo el tecnomarine—. El virus permanece activo durante setenta días una vez liberado. Eso son veinte días más de lo que aguantan los sistemas ambientales de nuestra armadura.
—Yo obedeceré tus órdenes, Hermano Capellán —dijo Zaul—. Si la orden es morir aquí, que así sea.
—Tenéis que llegar a la órbita de Limnos V y protegerla de cualquier intrusión —ordenó Bóreas a Sen Neziel, que estaba de pie en la estación de comunicaciones de la sala de control—. No debe aterrizar nadie, ¿entendido?
—Sí, lord Bóreas —respondió el oficial de la nave.
—Pronto transmitiré un mensaje cifrado —continuó Bóreas—. Cuando llegue la Torre de los Ángeles, mi mensaje deberá ser transmitido al Gran Maestre Capellán Sapphon. Ningún tipo de culpa recaerá sobre vosotros o la tripulación por lo sucedido ni por nuestras acciones de estas últimas semanas. Te elogio por tu dedicación al Capítulo y tu perseverancia a la hora de realizar tus tareas.
—¿Cuándo os reuniréis con nosotros de nuevo? —preguntó Neziel.
Bóreas hizo una pausa, sin saber muy bien qué contestar.
—Eso no sucederá —dijo finalmente—. Éstas son mis últimas órdenes. Los Grandes Maestres te informarán de tu futuro.
—No lo comprendo, mi señor —la voz de Neziel evidenciaba su confusión.
—No tienes que entender nada; sólo tienes que obedecer las órdenes, Sen —le dijo Bóreas—. Honra al Capítulo. Venera al Emperador. ¡Alabado sea el León!
—¡Alabado sea el León! —respondió Neziel, y Bóreas apagó el comunicador.
Después, el Capellán volvió su atención al diario de datos y activó la grabadora.
—Soy el Capellán Interrogador Bóreas del Capítulo de los Ángeles Oscuros del Emperador —empezó—. Éste es mi último comunicado desde Limnos como comandante de los Ángeles Oscuros en el sistema. Nuestros viejos enemigos han lanzado un golpe contra nuestro Capítulo. El injurioso enemigo nos ha herido de gravedad. Estamos metidos en una conspiración que supera nuestra comprensión. Los acontecimientos que estoy a punto de relatar van más allá de este mundo, más allá de los límites más lejanos de nuestro sistema estelar. Unos grandes y oscuros poderes están actuando, veo cómo su mano nos manipula, nos doblega para alcanzar sus retorcidos objetivos.
El Capellán se detuvo para escoger cuidadosamente sus palabras.
—Durante diez mil años hemos buscado la redención. Hemos perseguido aquello que avergonzó a nuestros hermanos cuando nuestro momento de triunfo estaba en camino. Es un terrible e imperdonable pecado que debe ser expiado, de eso no hay duda. Pero estos últimos días, un pecado todavía más grave ha salido a la luz. Se trata del pecado de la ignorancia, el pecado de repetir los errores del pasado. Me pregunto a mí mismo qué significa ser uno de los Ángeles Oscuros. ¿Significa dar caza a los Caídos, perseguir sombras por los oscuros rincones de la galaxia? ¿Significa llevar a cabo nuestra búsqueda a cualquier precio, ante el resto de juramentos y deberes? ¿Significa mentir, esconderse y conspirar para que otros nunca conozcan la verdad de nuestra vergüenza? ¿Mantener a nuestros propios hermanos ajenos a la verdad de nuestro pasado, el legado que todos compartimos? ¿O significa ser un Marine Espacial y seguir el camino establecido por el Emperador y Lión El'Jonson cuando fundaron el gran Imperio del Hombre para proteger a la humanidad, eliminar al alienígena y purificar lo impuro? Debemos actuar como un hierro incandescente en la noche, dirigir el camino que deben seguir los demás. Somos los guerreros del Emperador, los guardianes de la humanidad. Roboute Guilliman nos consideraba las estrellas brillantes del firmamento de la batalla, libres de autoenaltecimiento. Sin embargo, nosotros, los Ángeles Oscuros, hemos cometido un gran pecado. Hemos enterrado nuestras tradiciones, hemos enmascarado nuestra auténtica historia con leyendas y misticismo para confundir a los demás. Ya no somos estrellas brillantes, somos una oscuridad vacía, una sombra que pasa y que no sirve más que a su propio propósito.
El Capellán se detuvo de nuevo; se sentía cansado y se apoyó contra el panel. Sabía que no le escucharían, que no podían escucharle, porque lo que les decía iba en contra de todo lo que había convertido a los Ángeles Oscuros en lo que eran ahora.
—En este diario hay un informe detallado del desastre que ha sufrido Limnos y nosotros mismos. Asumo toda la responsabilidad. Nuestros enemigos nos conocen demasiado bien. Nos hemos convertido en un anatema para nosotros mismos, tal y como demuestra la conspiración de los Caídos. Todo lo que ha acontecido nos ha llevado a este lugar y a este tiempo, y no podemos hacer nada más que lo que debemos hacer.. Hace diez mil años, nuestra alma estaba dividida. Nos decimos constantemente que nuestras dos mitades son la luz y la oscuridad. Pero he aprendido una lección amarga: eso no es verdad. Es una mentira reconfortante que nos mantiene a salvo de la duda, para que no formulemos las preguntas cuyas respuestas tememos. No existen ni la luz ni la oscuridad, sólo las sombras del crepúsculo que hay entre ellas. Si alguna vez tuvimos la oportunidad de redimir nuestros pecados fue hace diez mil años. Durante cien siglos nos ha guiado y nos ha consumido al mismo tiempo. No conoceremos la paz mientras uno de los Caídos siga con vida. Pero ¿qué pasará después? ¿Qué significa ser Ángeles Oscuros sin los Caídos? Hemos acabado definiéndonos por ellos. Si desaparecieran, nos quedaríamos sin propósito. Nos hemos alejado demasiado del camino, y rezo fervientemente para que vosotros, los Grandes Maestres del Capítulo, los más sabios de todos nosotros, encontréis el auténtico camino de nuevo. De no ser así, nunca habrá salvación, y todo aquello a lo que aspiramos que
dará en nada, todo lo que hemos conseguido será en vano. Os ruego que no dejéis que esto pase. Vamos a sacrificarnos por la gente de Limnos, para salvaguardar nuestro futuro. No hagáis que las muertes de mis hermanos sean para nada.
Bóreas apagó el grabador y se alejó. Cuando llegó a la puerta, se detuvo. Otro pensamiento le vino a la cabeza. Volvió y reactivó el grabador.
—Tengo otro mensaje que transmitir. Caminad por el oscuro pasillo que lleva a las habitaciones de los interrogadores, pasad las catacumbas hasta las cámaras más profundas. Acercaos a aquella celda solitaria en el centro de la Roca y decidle esto al preso: «Tenías razón».
Los Ángeles Oscuros se reunieron en la capilla con sus túnicas sobre la armadura. A lo largo de una de las paredes yacían los cuerpos de los cuarenta y dos guardias y los catorce aspirantes, todos cubiertos con un blanco sudario con el símbolo del Capítulo. Al final de la fila, con el sudario invertido, yacía Néstor. Los Ángeles Oscuros se arrodillaron formando una única línea ante el altar, Zaul y Hephaestus a la izquierda de Bóreas y Thumiel y Damas a la derecha. Todos tenían una bomba de fusión contra el pecho y la cabeza inclinada. Bóreas sujetaba el detonador con el pulgar sobre el botón de activación. La decisión había sido unánime: mejor acabar con aquella terrible experiencia antes que desesperar de hambre y asfixia y mostrar debilidad. De esta manera sería algo limpio e instantáneo.
—¿Cuál es nuestro propósito? —entonó.
—La guerra —respondió el resto.
—¿Cuál es el propósito de la guerra?
—Derrotar a los enemigos del Emperador.
—¿Quién es el enemigo del Emperador?
—El hereje, el alienígena y el mutante.
—¿Qué significa ser el enemigo del Emperador?
—Significa estar condenado.
—¿Cuál es el instrumento de condena del Emperador?
—Nosotros, los Marines Espaciales, los ángeles de la muerte.
—¿Qué significa ser un Marine Espacial?
—Significa ser puro, ser fuerte, no mostrar ni compasión, ni piedad, ni remordimientos.
—¿Qué significa ser puro?
—Desconocer el miedo y no flaquear nunca en combate.
—¿Qué significa ser fuerte?
—Seguir luchando cuando los demás huyen; quedarse y morir sabiendo que la muerte tiene una recompensa final.
—¿Cuál es la recompensa final?.
—Servir al Emperador.
—¿A quién servimos?
—Servimos al Emperador y al León, y a través de ellos servimos a la humanidad.
—¿Qué significa ser Ángeles Oscuros?.
—Significa ser los primeros, los honrados, los hijos del León.
—Alabado sea el León —dijo Bóreas antes de presionar el botón.