Guillermo Solana es periodista. Pero más que periodista es un profundo pensador, un analista del mundo que le rodea, un crítico mordaz, pero serio, de las injusticias de la época que le ha tocado vivir.ISSSCO es una multinacional, esencia de todas las multinacionales, un monstruo multicéfalo de empresas interconectadas que abarca una serie de monopolios, principalmente el de los centros turísticos. Para conservar sus privilegios, la ISSSCO emplea todo tipo de subterfugios: desde la persuasión hasta el asesinato, de la presión económica al soborno masivo."Los siervos de ISSSCO" intentan alzarse contra este pulpo invisible que atenaza sus vidas. La lucha se encarniza; las escaramuzas a nivel de espionaje, de intriga, de sabotaje e incluso de guerrilla, mantienen al lector en una tensión que no decrece en ninguna línea.Es ficción en la medida en la que esta novela constituye una extrapolación de lo que hoy sucede. Es ciencia por el estudio detallado y solvente de toda la estructura económica y sus implicaciones sociales que caracterizan a una sociedad multinacional.

Guillermo Solana

Los Siervos de ISSSCO

Asesor de la colección: Domingo Santos

Director editorial: Virgilio Ortega

© Guillermo Solana Alonso

© Por la edición original, Ediciones Albia

© Por la presente edición, Ediciones Orbis, S.A., 1986

Apartado de Correos 35432, Barcelona

© la ilustración de la cubierta: Tomás C. Gilsanz

ISBN: 84-7634-840-1

D.L.: B. 39692-1986

Impreso y encuadernado por

printer industria gráfica, sa, c.n. II, cuatro caminos, s/n

08620 sant vicenç dels horts Barcelona 1986

Printed in Spain

23° 58' N 121° 58' E

NEW YORK, 17 (UAPIR)[1] MILES DE MODESTOS ACCIONISTAS (CUARENTA Y CINCO POR CIENTO DEL CAPITAL) DE LA INTERNATIONAL SKY, SUN AND SEA COMPANY (ISSSCO) APLAUDIERON AL PRESIDENTE DEL CONSEJO DE ADMINISTRACION DE LA EMPRESA CUANDO ESTE LES ANUNCIO, A TRAVÉS DE UN CIRCUITO CERRADO DE TELEVISION Y DURANTE LA JUNTA GENERAL, QUE POR CADA DIEZ ACCIONES REGALARIA UN VIAJE A UN HOGAR ABORIGEN. «ANTES DE UN AÑO, LES DIJO, ISSSCO ABRIRA SU CENTRO DE VACACIONES EN MARTE Y EN UN PROXIMO FUTURO LLEGAREMOS A LAS FRONTERAS DEL SISTEMA SOLAR»

AFIRMO QUE TODOS LOS CENTROS DE VACACIONES DE ISSSCO HABIAN ARROJADO SUPERAVIT DURANTE EL EJERCICIO DEL PASADO ANO Y QUE LA COMPAÑIA CONTROLABA YA EL OCHENTA Y CINCO POR CIENTO DEL TRAFICO TURISTICO MUNDIAL Y LA TOTALIDAD DEL TRANSLUNAR. «EL VIAJE QUE OS OFREZCO, AÑADIO MILTON F. ACHALICHE DIRIGIÉNDOSE A LOS PEQUEÑOS ACCIONISTAS, ES SUPERIOR AL DIVIDENDO QUE PUDIERA ENTREGAR A CAMBIO DE VUESTROS AHORROS CUALQUIER OTRA EMPRESA. VIAJARÉIS EN VUESTROS AVIONES, OS ALOJARÉIS EN VUESTROS HOTELES, NADARÉIS FRENTE A VUESTRAS PLAYAS Y CONTEMPLARÉIS LOS HOGARES ABORIGENES, QUE ESTAN A VUESTRAS ORDENES. ASI COMPROBARÉIS ADEMAS COMO SE ADMINISTRA VUESTRO DINERO.»

Los ocho «fingers» desplegaron sus pasillos telescópicos y se pegaron como ventosas al costado multicolor del avión. La lluvia barría sus alas, ahora totalmente extendidas, que se reflejaban sobre los inmensos charcos de agua del «tarmac».

Los rostros que se concentraban en las pantallas de televisión que transmitían al interior las imágenes de afuera, reflejaban idéntico desencanto. Todos aquellos viajeros estaban asegurados contra el mal tiempo en general y contra la lluvia en particular, pero la indemnización, como siempre, llegaría tarde. Cuando pudieran cobrar la parte alícuota correspondiente a ese día y deducible del 40 por 100 del importe del viaje, garantizado en caso de mal tiempo (si los meteorólogos de la filial aseguradora de la ISSSCO no lograban demostrar que, al fin y al cabo, aquel día no fue tan malo), la inflación se habría encargado de reducir al ridículo la cantidad de la indemnización.

Habían cruzado medio mundo por un cielo de un azul al que la gran altura tomaba ya muy oscuro. Sus retinas estaban ya hartas de la televisión de a bordo y del cine tridimensional de a bordo y ansiosas de auténticos paisajes verdes, de amarillas playas y de un mar turquesa. Sus estómagos estaban estragados por la insípida comida que sólo parecía apetitosa en Tos abigarrados anuncios publicitarios. Sus posaderas y sus piernas habían sufrido el enclaustra— miento de unos sillones concebidos para liliputienses por unos diseñadores sádicos que aprovechaban el espacio al centímetro. Ahora descubrían que aquí, como en los barrios hacinados de donde procedían, su único refugio sería otra vez el holocine y la televisión tridimensional con los mismos personajes que habían dejado a varios miles de kilómetros.

A Shefton la lluvia le puso de peor humor porque, aunque pretendiera parecerlo (con excelentes resultados), él no era un turista dispuesto a pasar unas vacaciones en el Hogar Aborigen que en Hualien explotaba la ISSSCO. El era, nada más ni nada menos, que un agente permanente a sueldo de la ISSSCO. Para Shefton las vacaciones constituían la regla y el trabajo la excepción sin más condición que la de estar siempre al alcance de un teléfono, dispuesto a entrar en acción cuando le mandaran trasladarse con la mayor presteza al otro extremo del mundo o a la misma Luna (bien es verdad que sólo una vez le enviaron al Centro Lunar de vacaciones y no querría repetir la experiencia; averiguó quién era el loco que se dedicaba a perforar las escafandras de emergencia, pero su estómago jamás aceptó de buen grado el viaje espacial).

Shefton Rogers, treinta y un años, natural de Plymouth, en Inglaterra, cuya policía conservó de él durante mucho tiempo una ficha que mencionaba un alias vulgar y ya casi olvidado: «Squirrel» (Ardilla). Shefton disparaba mal (y sólo disparaba cuando no podía evitarlo), era cobarde y parecía enclenque (pero había aprendido artes marciales en Pyongyang). Sin embargo, los servicios de seguridad de la ISSSCO no contaban con nadie que superara a Shefton en el arte de seguir una pista, de apoderarse de un objeto o de desvelar un secreto.

Por eso estaba en Hualien el ex «Squirrel», ex chantajista rescatado de la cárcel cuando la ISSSCO tuvo conocimiento de sus portentosas habilidades. Su ficha electrónica quedó borrada «accidentalmente» en los archivos de Croydon (a donde se trasladó en el siglo pasado New Sco— tland Yard). Naturalmente, cuando se hallaba en la cárcel (de donde salió por medios que no son del caso) no se llamaba Shefton Rogers, pero éste era el nombre que figuraba ahora en su tarjeta de identidad, antepuesto a una profesión: «Agente comercial.» Los ingleses, como los americanos, se envanecían de que sus tarjetas de identidad fuesen indestructibles e infalsificabies. La primera de las afirmaciones era cierta (por lo menos, nadie había demostrado que no lo fuese). La segunda carecía de fundamento.

Cuando llegó al vestíbulo central a bordo de una velocísima cinta transportadora vestía como un turista, pero, en el maletín que no soltaba de su mano derecha, llevaba un equipo de detección y escucha que valía una fortuna.

Quienes habían sido sus compañeros de viaje (y Shefton nunca se había sentido compañero de nadie) se agrupaban ya frente a unos carteles de la ISSSCO que portaban unas azafatas. Seguirían a éstas hasta los andenes de donde partirían para el Hogar Aborigen en un tren electromagnético. Pero Shefton se dirigió hacia el mostrador de una modesta Agencia local de alquiler de coches sin chófer y sin control remoto. Cuando preparó el viaje desechó de antemano la posibilidad de recurrir a una de las grandes organizaciones del ramo. Sabía que a donde iba llamaría más la atención con un modelo de los que se desplazan sin tocar el suelo y, si se prefiere, sin tocar tampoco el volante.

Alquiló un viejísimo modelo de ruedas que le estaba destinado desde antes de su llegada y cuyo motor solar no era precisamente el último grito de la técnica. Diez minutos más tarde corría (es un decir) por la carretera que desde el aeropuerto se extiende hacia el Norte, paralela a las anchas playas del Pacífico.

La carretera era llana y para mayor ventaja se hallaba poco frecuentada. Por la derecha le llegaba el rumor del Océano y por la izquierda, entre campos cultivados y verdísimos, salpicados aquí y allá por las manchas negras de los búfalos, distinguía una cadena de montañas. Al cabo de una veintena de kilómetros en la misma dirección la carretera se desvió hacia el Oeste y Shefton, cada vez más lejos de las playas, dejó de percibir el ruido del mar.

Ahora tenía frente a sí, cada vez más próxima, una muralla de montañas que parecía infranqueable. Pero Shefton, con el mapa desplegado sobre las rodillas, sabía que no lo era. Entre aquellos millones de toneladas de mármol que formaban esos picachos había un paso hacia el que se dirigía la carretera y que era precisamente el punto de destino de Shefton Rogers: la Garganta del Taroko.

Dejó su coche en la misma entrada de la Garganta, en el aparcamiento que precedía a una bermeja, enorme y bellísima puerta budista. Entonces pensó que, al fin y al cabo, la lluvia tenía su lado bueno porque no había nadie a la vista cuando sacó del maletero del coche el reactor individual que algún agente de la ISSSCO había dejado allí tal y como estaba previsto.

Del maletín tomó sólo lo imprescindible: un lanzamicró— fonos telescópico de aire comprimido, tres micrófonos con los correspondientes equipos de radio de diversas frecuencias y la filmadora en videotape dotada de visores infrarrojos ultrasensibles. Enrolló a su cuerpo cien metros de fibra sintética y se ajustó el arnés del reactor. Después abrió la espita del gas y éste hinchó la almohada que ahorraría a su espalda las vibraciones del reactor.

Se elevó lentamente, en perfecta vertical. Hasta que el dial de su muñeca derecha señaló los setenta metros de altura sobre el suelo. Entonces comenzó a seguir el curso de la estrecha garganta al tiempo que continuaba ascendiendo. Procuraba evitar, para no ser advertido, la carretera que serpenteaba allá abajo y que desaparecía una vez tras otra en una larga sucesión de túneles. Pero no extremó las precauciones; sabía que a aquellas horas era difícil que hubiera por allí nadie y contaba además con la protección de las nubes bajas que empapaban su cara y que, cada vez con mayor frecuencia, le ocultaban la visión del suelo.

Shefton experimentó frío y se preguntó si sólo sería la humedad del ambiente. Se sintió de repente demasiado solo, suspendido en el aire, entre precipicios y sobrevolando un fondo rocoso y estrecho. Él era un hombre de tejados, de cajas fuertes, de naves industriales y circuitos de alarma y le desasosegaba aquella petulante explosión vegetal que habían creado sobre las rocas las lluvias y las nieblas tropicales.

¿Miedo? Shefton Rogers sabía muy bien que el simple

miedo aguzaba sus sentidos, perfeccionaba sus habilidades. ¿Premonición? Quizá. Y se estremeció. Pero esta vez no era de frío. Se recordó a sí mismo que iba bien armado y palpó sus tobillos. En el izquierdo contaba con un cuchillo del que nunca se separaba y al derecho se había sujetado una pistola de la que le habían hablado maravillas y que había probado un par de veces en un polígono secreto de tiro.

Era, en realidad, un lanzagranadas. Los minúsculos proyectiles destrozaban a un hombre situado a cincuenta metros, aunque el tirador no hubiera sido capaz de atinarle y el cargador contenía cincuenta de aquellas mortíferas bolitas.

El reactor era casi silencioso pero se desplazaba con una lentitud que a Shefton siempre le había parecido agobiante. Y sin embargo, se decía para calmarse, era lógico puesto que la mayor parte de su potencia, que no era mucha, se consagraba a mantenerle en el aire. A veces una brisa muy ligera le apartaba, como si fuera una pluma, del curso que se había trazado. Al menos —pensó— aquí no corría el riesgo de toparse con un cable de alta tensión (como estuvo a punto de sucederle en Pretoria) o con el chorro descendente de una corriente energética teleportada.

No llevaba mapas pero conocía muy bien su objetivo. Lo había visto en decenas de fotografías. Era una minúscula pagoda, blanca y roja, alzada casi al pie de una de las laderas de la Garganta, precisamente allí donde ésta se ensanchaba permitiendo que el río que corría por el fondo cobrara más anchura y reposo. Junto a la pagoda, entre helechos, se precipitaba un torrente que procedía de alturas ahora invisibles y que desembocaba en el río tras una cascada blanca y ruidosa.

La pagoda —pero esto no lo sabía Shefton Rogers ni le hubiera importado un comino en el caso de haberlo sabido— fue construida en el siglo XX por un mariscal chino llamado Chiang Kai-chek, pocos años después de ser expulsado con su ejército del continente asiático. Chiang Kai-chek llevó a la Garganta a millares de soldados de aquel ejército que empezaron a abrir túneles y a construir puentes para tender una carretera que cruzara la isla de Este a Oeste.

Hasta entonces, en ese recorrido que forzosamente habia de realizarse a pie, se invertian treinta jornadas por vericuetos de pesadilla y vértigo. Cuando estuvo concluida la carretera, los vehículos de ruedas de aquella época, sin duda más afortunada que la que ahora vivimos, pudieron ir de costa a costa en seis horas.

La suspensión electromagnética hubiese tornado en buena parte inútil aquella carretera de no haber sido por la belleza de la Garganta... y los precipicios por los que en caso de fallo del motor habrían caído los coches modernos. Los vehículos de ruedas prosiguieron utilizando la ruta, repletos de turistas. Los camiones tampoco desaparecieron porque los motores modernos representaban un coste prohibitivo para vehículos pesados que no fueran militares.

Doscientos de aquellos soldados de Chiang Kai-chek no volvieron nunca de la Garganta del Taroko. Perecieron por obra de la dinamita que utilizaban para rajar las montañas de puro mármol o de las caídas por aquellas laderas casi cortadas a pico. Cuando la carretera quedó concluida Chiang Kai-chek, muy cerca de la entrada occidental de la Garganta, mandó edificar aquella pagoda en memoria de los doscientos hombres que perecieron accidentalmente en la empresa.

Shefton descendió sobre un risco cubierto de musgo, a unos trescientos metros de la pagoda y a unos cincuenta por encima de su nivel. Armó su lanzamicrófonos y, apuntando cuidadosamente, disparó dos veces. Los dos micrófonos, casi invisibles, se clavaron en la fachada lateral, bajo el enorme tejado saledizo a dos aguas. Después se caló los auriculares y por la radio con la que estableció contacto con los micrófonos sólo le llegó el gorgoteo amplificado del agua que caía del tejado hasta las losas del suelo.

Luego buscó en el risco un escondrijo donde esperar guarecido de la lluvia cuanto le fuera posible. Cuando percibió ruido de pasos sobre las piedras encharcadas ya de noche. Apuntó a la pagoda su filmadora de infrarrojos y comprendió que tendría que prescindir de las imágenes. Los recién llegados que arribaban en grupos —él contó veintisiete siluetas pero eran treinta— se cubrían con impermeables de capucha (¿sólo para protegerse de la lluvia?). Se contentaría con el sonido y esto es lo que grabó cuando todos se reunieron dentro de la pagoda:

—No es necesario que nos presentemos. Todos sabemos por qué estamos aquí. Es posible que en el futuro, y ojalá sea pronto, nuestros descendientes digan que ésta fue una convocatoria histórica, la primera en la que se reunieron los representantes de los Hogares Aborígenes para enfrentarse con la tiranía, con la explotación de la ISSSCO tras haber intentado por separado alcanzar la categoría de hombres auténticamente libres. No somos aborígenes, lo sabéis muy bien, ni nunca hemos querido serlo. Sólo somos los hijos, los nietos, los descendientes de muchas generaciones de quienes no tuvieron otra opción que la de someterse para sobrevivir. No queremos permanecer esclavizados en los Hogares como animales de un zoológico porque aspiramos a vivir dignamente...

—... Y es de todo punto imprescindible, casi no hace falta que yo os lo diga, que guardemos el más absoluto silencio sobre lo que aquí se decida, sobre lo que aquí resolvamos. Soy el primero en hablar, me habéis conferido ese honor, sólo por ser el más viejo de los que aquí estamos, pero no pienso valerme de esa modesta ventaja ni siquiera para ser el primero en formular una propuesta respecto de lo que conviene hacer frente a la ISSSCO. Cedo este honor a Rosa Kúo. Es la más joven y pienso que en esta asamblea más necesitamos de los hombres y de las mujeres jóvenes que de los viejos porque la pugna, lo creo, será larga y dura. Rosa Kúo es, además, taiwanesa. Ha hecho más que todos nosotros para que esta reunión fuese posible.

—Gracias, Amer. Como no sé hablar como tú y como el tiempo apremia, me esforzaré en ser concisa. Pienso que | no hemos hecho lo suficiente para forzar a la ISSSCO a una negociación que nos conduzca a la libertad. Cuando quienes gobiernan la ISSSCO y todas sus empresas adviertan nuestra unión y nuestra resolución, accederán probablemente a negociar. Hasta ahora y desde hace mucho tiempo les ha sido muy fácil negarse sucesivamente a negociar con los representantes de los diversos Hogares Aborígenes. No podrán negarse a negociar con todos los Hogares unidos, con esta asamblea o con los miembros de esta asamblea a quienes les encomendemos esa misión. Por eso propongo que se constituya un comité esta misma noche y que, abierta y formalmente, ese comité solicite de la ISSSCO la iniciación de unas conversaciones. La ISSSCO tendrá que dar entonces el primer paso, reconociendo al comité como representantes de las poblaciones de todos los Hogares Aborígenes.

—Para semejante decisión no valía la pena habernos arriesgado a venir hasta aquí. Hace un momento decías que ésta podría ser una reunión histórica. Será una reunión simplemente ridícula si lo único que acordamos es ponernos de rodillas, todos juntos desde luego, para solicitar de la ISSSCO una negociación. Creo que hay entre nosotros algunos que no han comprendido que sólo podrá ser histórica para los que representamos y para los hijos de sus hijos si la consideramos como lo que realmente debe ser, es decir, como una declaración de guerra. Somos un conjunto de comunidades oprimidas, de grupos económicamente explotados de todas las razas, de hombres y mujeres encadenados...

En aquel momento un levísimo zumbido puso en alerta a Shefton. Sabía lo que significaba: el sistema de contradetección de su receptor había señalado la presencia de uno o varios rastreadores electrónicos.

Se sintió sorprendido y un tanto irritado contra el que le había mandado a Hualien sin prevenirle de que aquellos individuos contaban con semejante equipo. Si lo hubiera sabido a tiempo habría renunciado a toda la impedimenta electrónica y se habría ocultado a cuerpo limpio en el interior de la pagoda para algo era el Ardilla.

Pero ya era demasiado tarde para pensar en lo que hubiera podido hacer. Dentro de unos minutos habrían descubierto sus micrófonos y el examen de su trayectoria les conduciría poco después hasta aquel risco. Guardó todos sus trebejos y se lanzó al aire tratando de alcanzar la altura máxima en el menor tiempo posible.

No le importaba ya que advirtieran su presencia en el aire con tal de que pudiera escapar. Pero no hacia donde estaba el coche. Se esforzaría por salir de la Garganta y llegar hasta la playa. Allí buscaría una lancha o regresaría a pie a Hualien. No podía pensar en volver al aeropuerto con aquel reactor que consumiría su combustible en pocos minutos.

Pero nunca llegó a la playa. El fino chorro de un láser orientado por un radar capaz de localizar a un ser humano a tres kilómetros de distancia le alcanzó cuando aún volaba sobre la Garganta. O, para ser más exactos, incidió precisamente y sin titubeos sobre el depósito de combustible que llevaba a la altura de los riñones.

Shefton Rogers se convirtió en una bola de fuego que, describiendo una curva elíptica, falso aerolito de blandas entrañas, se estrelló cien metros más abajo contra un amasijo de rocas proximo a la carretera. Cuando al día siguiente le descubrieron, lo que había sido su cuerpo y lo que había constituido su equipo resultarían absolutamente irreconocibles. Los especialistas más concienzudos no podrían hallar rastro de proyectil ni de perforación alguna y tendrían forzosamente que declarar que su muerte había sido accidental.

—Si es que esos chismes deberían estar prohibidos. Sólo sirven para gastar tiempo y dinero en la búsqueda de un cadáver que acaba siempre por caer en el peor sitio. Todo el mundo sabe que los reactores individuales, aun manejados por expertos, son unas antiguallas, aunque no existe nada más moderno en su género, aparatos extraordinariamente peligrosos y con una molesta inclinación a estallar cuando se les antoja.

En el mejor de los casos la muerte de Shefton Rogers sería sólo una noticia breve en los telefacsímiles locales.

Quien desde luego no admitirla la hipótesis del accidente seria el hombre de la ISSSCO que habia enviado a Rogers a la Garganta del Taroko.

*

La prehistoria de la ISSSCO arranca de la época en que la semana laboral de cuatro días se generalizó en los países entonces llamados desarrollados.

En 1978, Henk Vredeling, un representante de la llamada Comunidad Económica Europea y encargado de las cuestiones laborales y sociales, afirmaba en un estudio que los países que constituían aquella organización necesitarían disponer para siete años más tarde de ocho millones de nuevos puestos de trabajo con destino a los jóvenes nacidos en. el «baby boom» de los años sesenta de aquel siglo, amén de seis millones y medio de otros puestos de trabajo para los obreros que ya estaban sin empleo en 1978.

Su solución: acabar con las horas extraordinarias y reducir la jornada laboral. Pero antes de 1985 ya resultaba claro que aunque hubiese sido estrictamente aplicada, y no lo fue, la solución de Vredeling no habría remediado la situación. Entonces, al final de la década de los ochenta, se impuso paulatinamente en los países industrializados, la semana de cuatro días de trabajo.

Después, en Europa, Norteamérica y el Japón se tornaron ya normales los quince días de vacaciones cada trimestre. Los Gobiernos de esas zonas del planeta pudieron asi explicar que la automación, la minicomputerización, el empleo masivo de los generadores solares, la teleportación energética y toda las restantes maravillas de la técnica habían hecho ya posible que en muchas tareas, las máquinas, cada vez más numerosas, cada vez más complejas, cada vez más especializadas, reemplazaran a los hombres y éstos gozaran de esa manera de un ocio mas prolongado.

Callaron que esas vacaciones eran el procedimiento de urgencia para combatir el creciente paro obrero, fruto de la «estanflación» y para impedir que la frustración de las nuevas generaciones amenazara con quebrantar el sistema.

La explotación del ocio se convirtió entonces en la primera industria a escala mundial (pero más de la mitad de la población mundial seguía sufriendo del hambre). La función necesitaba el órgano. La ISSSCO vino luego por obra de un proceso biológico del neocapitalismo privado-capitalismo de Estado que tomó su base en la fusión de sociedades nacionales primero y en la de multinacionales después.

La ISSSCO fue una de éstas, quizá la mejor constituida en su campo. (¿Pero dónde empezaba y acababa su campo? ¿En la propiedad de equipos de rugby americano y en la reedición de las Obras Completas de Chejov?) Pronto empezó a fagocitar otras multinacionales. Devoró y dirigió a toda prisa urbanizaciones estivales, fábricas de artículos deportivos, líneas aéreas, campos de golf, promotoras del «bricolage», estaciones de invierno, cotos de caza, circuitos hoteleros, cruceros marítimos, casinos, moteles, holocines, cadenas de televisión y teatros.

Había millones de seres en el mundo que no sabían lo que significaba ISSSCO, pero que habían visto esas letras en los lugares más insospechados. Había también millones de personas para las que el cambio en una vicepresidencia de la ISSSCO podía transformar más profundamente sus vidáfc que un golpe de Estado o el descubrimiento de un rico yacimiento en su propio país.

Apenas afirmadas las instalaciones permanentes en la Luna, la ISSSCO puso a pleno rendimiento a todos sus «lobbies» y grupos de presión para reservarse el monopolio de su explotación turística. Instaló en la Luna casinos de juego (no, no fue posible montar ruletas. Técnicamente cabía acelerar su giro para que fuera como el de la Tierra, pero la gente siempre desconfiaría) y centros de recreo en los que las sorpresas (a veces dolorosas) de la diferencia de gravedad enmascararan el tedio insoportable de una existencia enclaustrada y de las excursiones en autobuses-oruga a los «paisajes incomparables» (visto uno, vistos todos).

Un ingeniero demasiado optimista convenció a la 1SSSCO para que montara una atracción verdaderamente espectacular: un viaje en «hovercraft» a reacción a lo largo de los vertiginosos tajos del cañón de Hygynus, al sur del Mare Vaporum. La idea fue aceptada con demasiada rapidez, pero los «tours» jamás se iniciaron. En el primer recorrido de prueba y aunque aquel ingeniero afirmara que había tenido en cuenta todas las peculiaridades de la gravitación lunar, la ISSSCO tuvo que abandonar la empresa y movilizar a todos sus hombres influyentes en los medios de comunicación para que nunca se supiera que había intentado tamaño dislate.

El vehículo era extraordinariamente voluminoso, puesto que había de portar una gran cantidad de gas que irremisiblemente no recuperaría. Nunca llegó a recorrer el cañón de Hygynus.

Apenas iniciado su vuelo la obturación de una de sus toberas y el aumento en la presión de salida de la gemela lo enviaron dando tumbos a varios miles de metros de la superficie lunar. El cálculo de la órbita en la que se había situado contra la voluntad de sus tripulantes estuvo a punto de hacer enloquecer a una computadora. Varios días tardó en llegar un «ferry» hasta el «hovercraft» convertido en satélite artificial. Pero no llegaba con esperanzas porque las reservas de oxígeno del vehículo sólo alcanzaban a seis horas («únicamente se trataba de un paseo»). Allí estaban, aferrados a los mandos, el ingeniero y sus dos ayudantes. Sin las correas que les sujetaban habrían muerto mil veces estrellados contra los mamparos de la cabina. Afortunadamente para ellos fue un colapso lo que les quitó la vida. No habían podido resistir la sensación de mareo dentro de aquella endiablada coctelera.

La ISSSCO resolvió olvidarse del incidente y ordenó al «ferry» que aplicara un cohete auxiliar a la popa dpi «hovercraft». Así abandonó su órbita y se perdió para siempre en una trayectoria en torno del Sol cuyos para tros nadie trató de determinar.

Los ejecutivos de la ISSSCO tardaron veinte años y más de cien destituciones en darse cuenta de que todo lo que habían hecho hasta entonces en la Tierra o en la Luna no era suficiente, ün centro de vacaciones del Mediterráneo se parecía a un centro de vacaciones de Florida como una gota de agua a otra; el Caribe trivializado y climatizado de los hoteles de la ISSSCO era exactamente igual que el Pacífico tahitiano en hoteles de la misma propiedad.

Y no valía la pena pensar en el turismo cultural porque, por muchos que fueran los esfuerzos publicitarios de la ISSSCO, no interesaba a sus presuntos clientes y porque, además, por lerdos que éstos fueran, sabían que el Museo del Louvre se conoce mejor a través de una videocasette doméstica o de un holofilme que recorriendo a pie salas y más salas atestadas de curiosos que sólo pretenden decir que han estado allí.

Entonces, y por un proceso de eliminación en el que se examinaron las sugerencias más descabelladas, llegaron a la decisión de explotar el «color» local, pero no sólo en el espacio, sino en el tiempo. Si en otras épocas las empresas turísticas habían sabido crear un falso «typical», aborto del folklore (danzas balinesas en el comedor de un hotel, aprenda a ser torero en una tarde, diviértase con las geishas, etc.), la ISSSCO podía hacerlo mejor y a una escala gigantesca.

La ISSSCO lograría además que sus clientes conocieran el más «típico» pasado: el África negra de la trata, el mítico mundo aéreo de la segunda guerra mundial, el hechizo de las antiguas dinastías chinas, la América de los indios caribes que vivieron antes de que Colón asomara por aquellas tierras, la Inglaterra isabelina, la Rusia autocritica de Iván y Catalina, la California teocrática que surgió tras el terremoto de 1983, etc.

Seria la historia que los clientes de la ISSSCO desearan vivir y contar, la historia cliché de los manuales de enseñanza básica y de los seriales de la televisión.

Los clientes obtendrían el más puro «tipismo» de cada época y de cada lugar: la Francia de Pimpinela Escarlata, la India de Kipling, la España de la Inquisición, el México de Villa, la Viena de los Strauss, el Haití de Chris— tophe, el Egipto de Tutankamón. Pero sin sutilezas, sin complicaciones, sin escenas especialmente desagradables (aunque se podrían reservar algunas sólo para los aficionados al género), sin suciedad y sin estridencias. Nadie aprendería nada, pero nadie se sentiría humillado por su ignorancia. Todos hallarían lo que esperaban hallar.

Los turistas vivirían en los hoteles a los que estaban acostumbrados (y que cada día eran peores), pero podrían pasar horas y horas sumidos en la atmósfera que, a su entender, correspondiera a un lugar y a un tiempo «típicos».

Y, desde luego, podrían adquirir recuerdos: armas, ropas, chucherías, supuestamente elaboradas según las técnicas de entonces y con los materiales de ese imaginario entonces. En Takamatsu, en el Japón, la ISSSCO obtuvo la concesión de una zona franca y montó allí un complejo fabril de donde salían a millares espadas toledanas, naifs de Port-au-Prince, alfombras de Bujara, bastones de Java, papiros de Menfis y ánforas griegas. Los souvenirs de Takamatsu atenderían a la demanda de todos los establecimientos de la ISSSCO.

Los nuevos enclaves turísticos de la ISSSCO recibieron el nombre de Hogares Aborígenes y presuntamente tales serían sus pobladores: camareros, chóferes, prostitutas, cocineros, bailarinas, actores, administrativos, intérpretes, porteros y contables. Los departamentos de planificación eligieron cuidadosamente las zonas donde la depresión económica, endémica incluso en los países teóricamente desarrollados, resultaba más agudizada (y donde, por tanto, más bajo era el precio del suelo y más alto el número de parados).

Cuando llegó el momento de contratar a los primeros «aborígenes», la ISSSCO recurrió en el mundo entero a millares de especialistas, capaces de hallar un resquicio en la más estricta legislación laboral. Sus audaces ejecutivos habían llegado a la conclusión de que el funcionamiento óptimo de cada Hogar, así como su «imagen», exigía una estabilidad en el empleo que (a ser posible) se extendiera a la descendencia de los contratados.

Como no parecía aconsejable que semejante estabilidad fuera fruto de sueldos superiores a la media de cada localidad, los abogados de la ISSSCO lograron del Comité de Defensa de las Etnias en Peligro, integrado en la Secretaria General de las Naciones Asociadas, que a los aspirantes a empleados de los Hogares les reconocieran los Gobiernos correspondientes la categoría de aborígenes y, por tanto, su derecho a unas medidas especificas de protección para evitar la extinción del pertinente grupo étnico, cultural, religioso y aquí un etc. muy amplio para que cupieran en la legalidad todos los designios de la ISSSCO.

Todos aquellos audaces especialistas en leyes y en cifras i redescubrieron así la relación de vasallaje. La ISSSCO protegería a sus empleados de los Hogares, éstos realizarían determinadas prestaciones. A perpetuidad; así reinventaron los siervos de la gleba cuando ya nadie sabía multiplicar por dos cifras porque para eso estaban las computadoras y cuando cada vez eran más los que no sabían leer.

Si hubieran conocido el pasado de su propia especie aquellos especialistas hubieran podido ser acusados de mala fe. Pero lo ignoraban. A ninguno de ellos se le pasó por la cabeza la idea de que sus proyectos habían sido sustancialmente realidad muchos siglos atrás, cuando las computadoras no existían y cada hombre solía vivir y morir a menos de treinta kilómetros del lugar en el que había nacido.

Siete políticos de tercera fila constituyeron la MIHACDEPNA (Misión Investigadora de los Hogares Aborígenes. Comité de Defensa de las Etnias en Peligro. Naciones Asociadas). Aunque esa Misión no logró nunca que en los principales idiomas se escribieran en el mismo orden sus iniciales (con el resultado de que los profanos creían a veces que se trataban de dos o más entidades y criticaban el desarrollo de la burocracia), consiguió al menos para sus miembros unos sobornos, colaterales y espléndidos, de manos de los agentes de la ISSSCO. En justa retribución la MIHACDEPNA dio su bendición a la ISSSCO y a su filantrópica obra (cuando aún era sólo un proyecto).

La ISSSCO proveería a los aborígenes de viviendas adecuadas, aseguraría la instrucción de sus hijos «en su propio ambiente cultural», procuraría (y conseguiría) su exención del servicio militar y del pago de impuestos (que abonaría simbólicamente en su nombre) y, a través de Patronatos de Aborígenes, limitaría su capacidad de contratación para evitar que fueran engañados (por alguien que no fuera la propia ISSSCO).

A cambio de las mercedes que otorgaba, la ISSSCO (pero todo esto correspondía ya a la letra pequeña y en algunos países ni siquiera se hacía mención expresa del tema) restringía a los aborígenes la opción de abandonar el Hogar correspondiente si no era mediante un acta de emancipación por la que el interesado perdía su condición peculiar y la ISSSCO «se declaraba desligada de toda obligación tutelar respecto del infrascrito». Para garantizar aún más la protección de éste, el tribunal de la localidad del Hogar en cuestión debería sancionar el acta. El tribunal habría de asegurarse, naturalmente, de que el interesado había pagado todas las deudas contraídas con la ISSSCO, entre las que figuraban en primer lugar las dimanadas de su educación. Y éstas, al igual que las restantes, por obra de un shylockiano enredo de intereses, alcanzaban dimensiones mastodónticas que en teoría tornaban la emancipación más difícil que un viaje a Marte en cabina individual.

En la práctica era aún peor. Y el que quiera conocer más detalles que se lo pregunte a Dick Benson.

Aunque parezca mentira, Dick Benson fue una vez un muchacho animoso e ingenuo que acababa de licenciarse en la Facultad de Periodismo de la Columbia University y malvivía como free-lance. Hoy podría ser uno de esos sesudos comentaristas que desde la televisión le dicen todos los días al presidente de la Federación Americana lo que tiene que hacer.

Pero Benson tuvo la desdichada ocurrencia de realizar un reportaje sobre las presuntas emancipaciones de aborígenes. Era lo bastante listo como para comprender que no podía abordar directamente el tema ante la ISSSCO, por lo que se dirigió a la Compañía supuestamente interesado en conocer toda su estructura. Así pudo averiguar que en el inmenso conglomerado de filiales de la ISSSCO, en el laberinto de divisiones y departamentos donde trabajaban legiones de abogados, economistas, sociólogos, etnólogos, publicitarios, psicólogos e ingenieros, no existía realmente una sola oficina, por modesta que fuera, encargada de tramitar las hipotéticas solicitudes de emancipación.

Escribió el reportaje y se lo vendió a The World de Canberra. The World publicó el hallazgo de esa ausencia.

No, ese periódico ya no existe; fue comprado por la ISSSCO y liquidado al cabo de tres meses.

¿Y qué fue de Dick Benson?

Ahora vive en Europa. Es el único neoyorquino en la nómina del servicio de limpieza del Ayuntamiento de Copenhague.

*

Dos horas después de la muerte de Shelton concluyó la asamblea de la pagoda y sus treinta participantes, en grupos de cinco y a intervalos de quince minutos, abandonaron la Garganta del Taroko en furgonetas del Hogar Aborigen. Rosa Kúo figuraba en el último grupo y en la semioscuridad del porche distinguió a tres o cuatro taiwaneses que se dirigían hacia los últimos delegados.

Aunque no les conocía pensó que, al fin coterráneos, sería con ella con quien quisieran hablar, pero advirtió un poco sorprendida que a quien buscaban era al negro alto y fuerte, sí, a ese Miguel Gori que parecía dispuesto a arrasarlo todo a sangre y fuego. ¿A qué insensatos se les habría ocurrido designar un delegado como aquél? Mañana mismo, antes de separarse, tendría que hablar con Amer sobre Gori. Ese hombre era peligroso para todos y quizá I también hasta para él mismo.

Gori se alejó unos metros con los taiwaneses. Lo suficiente como para que nadie pudiera oírles. Evidentemente eran los taiwaneses quienes tenían algo que decirle. El se limitó a escucharles y después sonrió, estrechó sus manos y se reunió con los últimos delegados.

Casi al mismo tiempo llegó la última furgoneta de ruedas y los cinco subieron por la puerta trasera. Se sentaron sobre unos sacos de patatas y la oscuridad de aquel vehículo sin ventanillas laterales les empujó a mirar hacia adelante, entre los hombros y las cabezas del conductor y del individuo que le acompañaba a su lado. Al girar la furgoneta, sus faros iluminaron una placa que los delegados conocían muy bien.

Escrita en más de cien lenguas y distribuida por todo el mundo en millares de ejemplares (a veces mármol, otras bronce, pero plástico las más de las ocasiones) era un homenaje de la ISSSCO a un lejano pasado rastreado por sus especialistas en relaciones públicas y hecho mito en beneficio de los intereses de la Compañía: al World Council of Indigenous People (WCIP) constituido en el Canadá[2] en 1975 «para luchar contra el racismo y obtener una justicia económica, social y política en beneficio de los pueblos indígenas».

La placa del Taroko, mármol muy blanco que relucía bajo la lluvia, estaba impoluta. David Kumi, que había acudido a Taiwan desde la Federación Americana, recordó que en el oeste y sudoeste de su país, al pie de esa inscripción, manos anónimas habían pegado papeles en los que aparecía la leyenda-denuncia de los indios wyandots de los Estados Unidos:

«En un principio el indio se hallaba sentado sobre el tronco de un árbol. Llegó el blanco y le dijo: "¡Déjame sitio!” El indio se hizo a un lado para permitir que también se sentara el blanco. Pero el blanco, que acababa de aparecer, siguió insistiendo: “¡Déjame un sitio, déjame más sitio!" Cuando el indio cayó al suelo el blanco proclamó satisfecho: “¡Este tronco es ahora mío!“».

*

El hombre que había enviado a Shefton Rogers a Taiwan se llamaba Stanislas James y estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. Tenía treinta y cinco años y un despacho en Galveston, junto a la playa. El rótulo fijado sobre su puerta informaba que Stanislas James era el jefe de relaciones públicas del «Searama» de Galveston. Y verdaderamente ese «Searama» necesitaba de unas buenas relaciones públicas.

Cuarenta años atrás era una empresa ruinosa donde desde tiempo inmemorial se exhibían caimanes, delfines y oreas. La ISSSCO la compró nadie sabía por qué. Después el «Searama» fue olvidado por los cerebros de la organización y malvivió sin que nadie se ocupara de remozarlo.

A Stanislas James las relaciones públicas del «Searama» no le quitaban el sueño. Realizaba un trabajo rutinario y discontinuo porque ese puesto era sólo una fachada que ocultaba su verdadera tarea: la de jefe de seguridad de la ISSSCO.

Existía oficialmente otro jefe de seguridad cuyo nombre aparecía en todos los staffs de la multinacional, pero aquel fantoche, que vivía en Nueva York rodeado de los últimos «gadgets» y de las secretarias más espectaculares, ignoraba incluso que habitara en el mundo alguien llamado Stanislas James. La maquinaria de los servicios de seguridad estaba harto bien engrasada para que necesitara un jefe como el de Nueva York cuando se trataba de los asuntos corrientes. Y cuando lo que se presentaba o podía presentarse— era un «caso especial», la ISSSCO recurría a James.

Stanislas James podía gastar todo el dinero que se le antojara, James podía contratar a quien le pareciera, James sólo tenía que dar cuenta de sus actos, y en muy contadas ocasiones, a dos vicepresidentes de la ISSSCO. James había enviado a Shefton Rogers a Taiwan porque, a cambio de una suma que podía servir teóricamente para su emancipación (aunque no la solicitaría), un aborigen le había informado de lo que se estaba gestando en el seno de los Hogares de la ISSSCO.

Pero hacía ya seis horas que James aguardaba a que Shefton Rogers le llamara a Galveston para decirle sencillamente que había obtenido las muestras solicitadas en el acuario de Hualien. Bastaba con eso para que James supiera que todo había ido bien. Pero Rogers no había llamado y James estaba ya harto de contemplar la caída de la lluvia sobre las aguas mansas y grises del golfo de Méjico.

Finalmente juzgó que ya había aguardado bastante y abandonó su despacho. Si Shefton había fracasado tenía que ser él quien lo intentara. No se molestó siquiera en cerrar la puerta. Allí no había nada que guardar. Todos sus secretos —y eran muchos— se hallaban en su cabeza.

Salió del edificio —un modesto y sucio prefabricado de dos pisos— y se dirigió, cruzando el césped, hacia un sólido garaje de hormigón, capaz para un solo coche: el suyo. La célula sónica identificó su voz y abrió la puerta.

Su coche estaba bien guardado porque no era precisamente el que correspondía a un simple public relations de un insignificante «Searama». Una vez dentro del vehículo conectó la frecuencia del aeropuerto de Houston y lo puso en marcha. El coche se encargaría de llevarle hasta allí sin que él tuviera que prestar la más mínima atención a su manejo. Recorrería las veintitrés millas que le separaban del terminal y se desviaría únicamente ante la presencia de un obstáculo, siempre a dos metros de altura sobre las tierras bajas, ahora encharcadas, del sur de Tejas. Sólo le demorarían a aquella hora las inevitables detenciones para los cambios de frecuencia.

Llamó por radioteléfono a Nueva York y pidió a alguien, muy solícito, que le reservara tres plazas separadas en el segundo expreso Nueva York-Moscú de aquella misma tarde. Tecleó otros dos números de Nueva York y concertó dos citas para media hora antes de que saliera el expreso de la estación del Bronx: una en el restaurante Rossiya, de la misma estación, y otra en la sala de espera de primera clase. Después, con otra llamada a Zurich, se aseguró de que a su llegada a Nueva York recibiría un pedido normal El «pedido normal» era un sobre sin membrete y que contenía cien billetes de mil dólares nuevos, cantidad más que suficiente para hacer frente a los gastos del viaje que iniciaba. Después oprimió otro botón y en el salpicadero se encendió una diminuta pantalla. Dijo simplemente:

—Nueva York, una plaza, ahora, 01583GAX en tránsito al terminal.

Al cabo de medio minuto la pantalla le señaló el número de su reserva y le indicó en una línea de verdes caracteres que el avión partiría diez minutos después de su llegada al aeropuerto.

Encendió un cigarrillo y por enésima vez durante las últimas horas se preguntó qué demonios habría sido de Shefton Rogers y si los hombres tras de los que la ISSSCO le había enviado eran realmente más peligrosos de lo que la propia ISSSCO podía suponer. Rogers no era hombre capaz de olvidarse de cumplir lo que se le había ordenado. Ni de dejarse arrastrar por la botella, el sexo o los placeres electroquímicos. Por eso Shefton había sido siempre tan eficaz. ¿Había sido? Se dio cuenta que ya no contaba con Shefton Rogers.

Quedaba un leve margen para la posibilidad de una traición, pero ¿quién podría pagar a Shefton más de lo que él le pagaba? Era imposible, una verdadera aberración. Y pensar que Shefton hubiese hecho algo sin que mediara dinero resultaba aún más descabellado. Dejó un leve margen a la eventualidad de que Rogers se hubiera sentido tentado por la idea de realizar un trabajo «por su cuenta». Pero, en definitiva, existía un 95 por 100 de probabilidades de que Rogers hubiese sido asesinado o secuestrado. En cualquier caso, tanto le daba, ya no podría contar con él.

Su coche cruzó ahora sobre la antigua autopista. A uno y otro lado sólo se extendían terrenos baldíos en los que a veces se adivinaban las siluetas de algunos edificios aislados. A la izquierda vio el terminal del pequeño aeropuerto de Clear Lake que en otro tiempo mantenía una línea de enlace con el de Houston. Los de la derecha correspondían a lo que antaño fue una base aérea. Y más lejos, con mirada distraída, distinguió tras los anuncios luminosos del Motel Sheraton y del Ramada Inn los focos del Museo de la N.A.S.A. (hoy propiedad de la ISSSCO). Al parecer allí estuvo el cuartel general de los hombres que en otra época, más tranquila y feliz, concibieron y realizaron los primeros vuelos lunares con sus inverosímiles cacharros.

Poco tiempo después el coche se sumergió en tierra siguiendo una rampa y se detuvo, descendiendo a tierra, ante una puerta acristalada. James marcó el piloto automático que obligaría al vehículo a volver por sí sólo a su garaje y penetró en el terminal subterráneo. No llevaba equipaje porque no sabía si tendría tiempo de recogerlo en Nueva York. Titubeó unos momentos mientras el coche se alejaba y pensó si no habría sido mejor aguardar unas horas más alguna llamada de Hualien. Después se encogió de hombros y se dirigió hacia la banda transportadora.

Los dos hombres que le aguardaban en el terminal de Idlewild (ex Kennedy) eran unos agentes uniformados de la New Pinkerton. Le reconocieron (en otra ocasión James les había dado a entender que era un corredor de arte), pero, formulariamente, uno de ellos le preguntó:

—¿Míster James?

—Sí, claro. ¿El sobre?

—Firme aquí, por favor.

—Gracias por su puntualidad. No podría perder un minuto. ¡Y siempre tiene que haber vendedores que quieren el dinero en mano!

Firmó y los dos hombres se alejaron, un poco reacios ante la idea de dejarle solo con tanto dinero encima. Pero, o no conocían realmente a Stanislas James o Stanislas James no se conocía realmente a sí mismo. Cinco años atrás la ISSSCO le había pagado un curso en la Universidad Psicotrónica Bejterev (cinco de los mejores profesores y sólo para él); salió de Minsk convencido de que nadie que estuviera a menos de cinco metros podría atacarle sin que él no se sintiera previamente advertido gracias a su adiestramiento paranormal.

Jamás había tenido la ocasión de poner a prueba los conocimientos recibidos en Minsk, pero al menos éstos le habían proporcionado una seguridad en sí mismo —y una audacia— que con su inteligencia eran sus mejores armas.

El monorraíl le dejó en la estación del Bronx. Como aún le quedaban dos horas para las citas fijadas se dirigió al hotel automático y tomó una habitación del pabellón de lujo, introduciendo un billete de cien dólares en la ranura lectora.

El mecanismo no actuó inmediatamente. James siempre pensaba que a esas ranuras les «molestaba» leer los billetes y que preferían el automatismo de las tarjetas de crédito («¿por qué no puede haber máquinas perezosas?»), pero él jamás se permitiría utilizar una tarjeta de crédito que fuera dejando un rastro de su paso. Sólo las empleadas en casos de urgencia y naturalmente las que llevaba habían sido impecablemente falsificadas.

Por fin chasqueó la puerta y James, tras entrar, comprobó que se cerraba con el mismo chasquido. Utilizando su clave numérica que, claro está, no se hallaba a su nombre, llamó entonces a la central de comunicaciones de Galveston. Quería que le retransmitieran las llamadas registradas en su ausencia. No había ninguna de Taiwan.

Iba a desconectar cuando le transfirieron una conferencia de Hualien, recién solicitada. Era lacónica y no esperaba respuesta: la secretaria del acuario lamentaba informar al «Searama» de Galveston que no podía servir las cinco muestras pedidas.

Si el mensaje no hubiera especificado ninguna cifra habría significado que Shefton Rogers había fracasado en su misión. LA introducción del número cinco en la comunicación señalaba que Shefton Rogers, además de fracasar, había perdido la vida y no precisamente en un accidente.

Tomó un baño de sales regeneradoras y después llamó al Departamento de Medios informativos de la ISSSCO para que transmitieran a la videopantalla de su habitación el directorio de noticias de UAPIR distribuidas en las últimas seis horas en Extremo Oriente. No había nada referente a Rogers ni, realmente, tampoco había esperado que lo hubiera. Había sido un tiro a ciegas y resultó fallido. Si la muerte de Rogers había sido noticia para algún medio de comunicación, el alcance de éste tendría que hallarse circunscrito a Taiwan (a no ser que hubiese aparecido crucificado, devorado por osos polares o mondado por hormigas rojas).

Al menos ahora sabía que su muerte, tal como hubiese sido disfrazada —asesinato por robo, accidente, causas naturales tenía que haber revestido características absolutamente lógicas para cualquier observador superficial.

Lo que venía a significar que no estaba tratando con aficionados.

Salió de su habitación y descendió hasta el vestíbulo principal, tres plantas con un patio central día y noche agitado por un remolino de viajeros que llegaban, se iban o simplemente aguardaban el momento de marcharse.

Ya en la primera planta se dirigió hacia el teclado del Departamento de Viajes. Marcó la tecla «Compact»; después la tecla «Varón» y a continuación utilizó las clavijas de cifras para indicar por este orden sus medidas de calzado, talla, cuello y hombros.

Casi en el acto la máquina le señaló en cifras luminosas una cantidad de dinero. La depositó en una bandeja retráctil y aguardó exactamente dos minutos junto a la banda transportadora que discurría tras del teclado. Y apareció la maleta. Estaba seguro, esa computadora no fallaba jamás, de que la maleta contendría dos camisas-slip, un traje integral, un par de zapatos, un surtido de lociones, equipo de aseo y afeitado, una caja de pañuelos de papel... y un estuche de píldoras anticonceptivas, naturalmente masculinas. Era el equipaje standard del viajero apresurado o de aquel a quien no le importaba pagar unos dólares más por evitarse la molestia de hacer una maleta.

Pesaba poco y, además, el Rossiya se hallaba frente a su hotel, al otro lado de una galería comercial. Como el bar siempre estaba lleno a nadie le extrañaría que se sentara a la mesa de un desconocido sin cruzar con él la palabra. El «desconocido» tenía un sobre encima de la mesa. James bebió aprisa la cerveza que había pagado en el mostrador automático y, como si fuera suyo, cogió el sobre y se lo guardó en un bolsillo.

El desconocido parecía ensimismado y no miró una sola vez a James cuando éste se alejó. Concluyó su propia cerveza y al cabo de algunos minutos tomó lentamente el camino del andén. En el bolsillo llevaba su propio billete para el expreso.

James, rumbo a la sala de espera, retiró del sobre su propio billete. En la sala, aunque había asientos libres, algunos viajeros, quizá los más impacientes, preferían medir a zancadas la anchura del enorme recinto. James se sentó en un cómodo sillón de un televisor tragaperras y después de activarlo a fuerza de monedas, echó un vistazo a diversos canales. Luego, aparentemente aburrido, se puso en pie y se alejó.

Casi inmediatamente un hombre ocupó su lugar. Nunca faltaban individuos dispuestos a ver gratis unos minutos de televisión cuando el que los había pagado había preferido marcharse antes de que concluyera el tiempo abonado. Nadie podía extrañarse de que aquel fuera uno de ésos. El hombre se retrepó en el sillón y bajo la protección de un portafolios sus manos hurgaron en las interioridades del sillón hasta recoger el sobre «olvidado» por James.

Media hora después James y sus dos agentes estaban a bordo del expreso. Parecía ser un solo vagón de cien metros de longitud porque sus articulaciones resultaban casi invisibles; pronto se cerrarían todas las escotillas del techo por donde penetraban los últimos pasajeros.

Los tres hombres se hallaban separados entre sí por varias filas de butacas y mostraban el gesto aburrido de todos los ejecutivos de rango medio que viajan solos, con los gastos pagados, el tiempo medido y una revista económica que no leerían.

*

Cuando el tren se alzó lentamente de su cuna metálica momentos antes de lanzarse hacia el túnel, las palmas de las manos de Stanislas James comenzaron a humedecerse. Sí, era miedo. Lo sabía. Había utilizado aquel tren docenas de veces, pero jamás había conseguido acostumbrarse y evitar la sensación de pánico.

Prefería el avión, tan familiar, tan seguro... y tan lento en comparación con aquel bólido. En ocasiones se engañaba a sí mismo concibiendo tortuosos itinerarios para no tener que utilizar aquel expreso. Pero ahora no había otro remedio. Dentro de cuatro horas en Moscú. ¿Y qué avión podía ir en cuatro horas de Nueva York a Moscú? De Moscú a Hualien, con transbordo en Hong-Kong, recurriría afortunadamente al avión.

¿A quién se le podía haber ocurrido inventar aquel maldito cacharro? Bueno, todo el mundo sabía que la idea fue de un norteamericano del siglo XX, pero nadie se acordaba ya de su nombre. Tampoco recordaría nadie su idea si, muchos años después, en Tobolsk, el ingeniero Maisky no hubiese logrado construir la perforadora automática que hoy lleva su nombre y que permitió hacer realidad el proyecto del norteamericano.

Y su proyecto era muy simple: un túnel entre Nueva York y Moscú, pero un túnel (casi) absolutamente recto, es decir, un túnel que fuera la materialización del arco de la circunferencia terrestre que delimitan ambas capitales. Tomando como punto de partida la ciudad de Nueva York, en la primera parte de su recorrido el expreso se precipita por el túnel hacia las profundidades de la Tierra, siempre cuesta abajo pero cada vez menos cuesta abajo. Hasta que llega un momento en el que esa cuesta abajo alcanza la horizontal y es inmediatamente reemplazada por una cuesta arriba, cada vez más pina, que concluye en la gran cúpula caldeada de Lionzova, junto a Moscú.

Stanislas James era perfectamente consciente de que el individuo más sensible es incapaz de percibir una alteración de la presión interior del tren y que la aceleración, como la deceleración, resultan perfectamente tolerables. No le atenazaba tanto la claustrofobia como el conocimiento de que el tren volaba por el túnel a medio metro del suelo, a medio metro del revestimiento aislante del costado derecho... y cada hora a un metro del tren que cruzaba en dirección opuesta.

Y una vez, hacía dos años ¿o eran tres?, algo falló inexplicablemente en uno de esos cruces y los trenes se rozaron. Los técnicos aseguraron que todo fue demasiado rápido para que nadie de a bordo llegara a enterarse, que la muerte sobrevino instantáneamente.

Antes de que pudieran arribar las perforadoras Maisky hubo que introducir equipos de refrigeración que redujeran a niveles aceptables la temperatura de la masa fundida. Después, las perforadoras necesitaron varias horas para despejar el túnel.

La masa fundida se amontonó junto a los terminales de Nueva York y de Moscú. De nada hubiera servido buscar en aquella chatarra informe algo que hubiese sido humano o de propiedad humana. Más tarde, las excavadoras automáticas, lejos de las zonas habitadas, como si se tratara de enterrar desechos radiactivos, abrieron sendos hoyos en la Federación Americana y en la Unión Soviética y en cada una de esas simas depositaron la correspondiente masa que cubrieron después con tierra, sin dejar rastro de su presencia.

El Times de Londres publicó la carta de un tal Archibald Swanson, presidente de la Sociedad Británica de Amigos del Ferrocarril, en la que, tras lamentarse de la desaparición definitiva de los «verdaderos trenes», sugería la erección de un monumento conmemorativo. La idea fue defendida por varios lectores. Uno de ellos, Horacio Tsirotave, escribió desde Tananarive, con membrete del Instituto Malgache de Arqueología, proponiendo que «sobre aquellas tumbas de lo que habían sido paneles de titanio, motores electromagnéticos y corazones humanos, se levantaran dos túmulos grandiosos».

La sociedad soviético-americana que explotaba la línea no estaba interesada en perpetuar el recuerdo de aquella catástrofe. La ISSSCO, accionista mayoritaria del consorcio americano, prometió una placa; el Ministerio soviético de transportes prometió un monolito. Ni una ni otro cumplieron sus promesas.

Media hora después de la partida, James se levantó de su asiento y se dirigió al bar. Le siguieron sus dos agentes que, al parecer, no le habían perdido de vista. Nadie se fijaría en ellos dos veces. Eran exactamente iguales a miles de individuos que viajaban en aquel momento en las líneas aéreas de todo el mundo, a varias decenas de hombres que se desplazaban en aquel mismo tren. Su camuflaje, pensó Stanislas con satisfacción, era absolutamente perfecto (¿o tal vez no era camuflaje?, ¿no sería simplemente que se trataba de ejecutivos del crimen?).

Esta vez no había recurrido a tipos como el difunto Shefton Rogers. El y otros se encargarían de investigar. A éstos les quería para matar. Y sabía que en su especialidad eran excelentes. Sólo tenían un defecto, el de todos los ejecutivos: pretendían ascender y ascender significaba invadir su propio terreno. Por eso, si la ocasión lo merecía, podría permitirse el lujo de sacrificar a uno o a los dos. No eran imprescindibles y cuando empezaban a saber algo comenzaban también a ser peligrosos. Sólo eran para James unas herramientas precisas, pero peligrosas. («Tírense después de usados», pensó mientras pedía un whisky en la barra.)

Los dos hombres le flanquearon y pidieron bebidas. La música ambiental había cobrado un volumen suficientemente alto como para que tuvieran la seguridad de no ser oídos. El tipo de la izquierda, moreno, delgado y de pelo excesivamente corto estaba evidentemente contento de sí mismo. Decía llamarse Raymond Szechin, pero James sabía que ése no era su verdadero nombre. Abrió el fuego con petulancia:

—¿Y ahora, qué?

—Ahora, a Moscú y de allí a Hualien, en Taiwán, vía Hong-Kong. Es posible que no lleguemos tan lejos. Necesito averiguar por qué han matado a un hombre y coger al que le mandó matar.

El otro, más bajo que Stanislas y que Szechin, parecía tan impersonal como el ambiente aséptico del bar a millones de toneladas de roca de la superficie de la Tierra. («¡Otra vez he vuelto a pensar en lo mismo! ¡Si por lo menos supiera cuándo se cruza con otros trenes!») Era casi albino y parecía muy acostumbrado al corte elegante del traje integral que vestía.

—A Raymond y a mí nos gustaría saber algo más: ¿Armas?, por ejemplo. Nos dijiste que no trajéramos nada.

—Así es como hay que hacerlo. No quiero problemas con la policía de Moscú. Cuando lleguemos a Lionzova, cada uno reservará un pasaje para el primer avión con destino a Hong-Kong. En ese sobre que he dejado junto a mi copa hay dinero de sobra. Cógelo tú, Rolf. Ahora marchaos.

Stanislas James se quedó solo, de pie ante la barra. Pidió otra copa y luego otra. Con las piernas bien abiertas trataba de advertir un cambio en la inclinación de la marcha, aunque sabía que sería anunciado por los altavoces. Pero él lo notó unos segundos antes de que la locutora advirtiera que habían llegado a la mitad del recorrido y que a partir de entonces «subían» hacia Moscú.

Pagó sus copas y se dirigió a la cabina de comunicaciones. Era un cubículo ahora afortunadamente vacío, por lo que se ahorraría la espera, con un pupitre ante el que se alzaba la inevitable pantalla. Stanislas marcó un larguísimo número y antes de que se iluminara el tubo catódico se aseguró de que a sus espaldas, la puerta se hallaba bien cerrada.

La cara que apareció ante la pantalla era la de un chino de edad indefinible.

—Ya veo donde estás. Me imagino que no te encontrarás muy a gusto.

—Así es. ¿Sabes lo que ha sucedido?

—Sí, me enteré ayer, por casualidad. Él no regresó y estaba preocupado.

—¿Un accidente?

—Eso dice el telefac.

—¿Se ha recuperado su equipaje?

—No. Sólo el coche. Vacío.

—¿Ha concluido la reunión?

—Sí.

—¿Han pasado por allí?

—Algunos sí. Otros se marcharon directamente, pero todavía espero a varios. ¿Les invito a que se queden?

—Sí, invítales.

—¿Traes dinero?

—Sí.

—Magnífico. ¿Vienes solo?

—No, con unos amigos.

—Que quieren reunirse con tus otros amigos.

—Exactamente. Pero hay algo que me preocupa. A lo mejor uno de mis amigos, de los que vienen conmigo, necesitará cuidados en Hong-Kong. No se encuentra muy bien. No creo que sea nada grave. Tampoco quiero que te molestes demasiado. Simplemente que estés preparado por si empeora su estado.

—Todo estará como tú quieres. Adiós.

—Adiós.

Cuando concluyó la comunicación, Stanislas James se levantó satisfecho. ¡Este maravilloso Wong! Costaba caro, pero valía lo que costaba. Stanislas necesitaba vivo a alguno de los hombres que habían participado en la reunión clandestina de Hualien. Tenía que enterarse como fuera de lo que allí se había tratado. Siempre era preferible prevenir. Y al que cayera en sus manos le obligaría a cambiar de estrategia. Había enviado a Shefton porque con Shefton era seguro que no habría escándalo ni sangre. Y habían matado a Shefton. Ahora uno de esos tipos le diría a la fuerza lo que el pobre Rogers había tratado de averiguar.

Volvió al bar, pero esta vez sólo tomó un «kvas». Lo dejó mediado y se preguntó cuándo aprenderían los rusos a hacer una bebida decente sin alcohol.

*

Había dejado a sus dos hombres en el bar de un hotel de Kowloon y tomó un taxi que por West Point le llevó hasta el templo de Man Mo. Desde allí bajó los peldaños de Ladder Street hasta toparse enfrente, en Wing Kut Street, con uno de esos edificios impersonales de Hong-Kong que inducen a pensar que o el arquitecto carecía de imaginación o se acabaron los fondos antes que el edificio. En el piso 25 le aguardaba Wong, arrellanado de espaldas a la puerta en una hamaca que había conocido mejores días.

—Hola, Wong.

—Hola, Stanislas. Siéntate y mira.

Allá abajo y allá lejos navegaban los especímenes de toda la historia de la Marina mercante. James pensó que sólo faltaban una balsa y un kayak.

—Hermoso, ¿verdad?

—Sí. Uno de los puertos, ¿cómo llamáis a ése?

—Sun Yat-sen. Antes se llamó Victoria Harbour.

—¿Dos deidades locales?

—No. Victoria fue una reina inglesa que nos impuso el opio y la civilización. Sun Yat-sen fue un... ¿Cómo te diría?... un emperador-filósofo, cuyas enseñanzas nos ayudaron a desembarazarnos de los ingleses... conservando como ellos hubieran hecho la mayor parte de los nombres de las calles.

—Me parece que no tienes prisa.

—No, ni es necesaria. Toma algo. Las botellas están ahí detrás.

—¿Qué hay de Hualien?

—Envié tres hombres. No han averiguado cómo matarori a tu individuo, pero te repito que no fue un accidente. Tengo la impresión de que no todos los asistentes a la reunión que te interesaba llegaron a enterarse del «accidente» de tu amigo. Como ya te dije, se marcharon muchos. Cuando me llamaste sólo quedaban ya tres.

—¿Siguen allí?

—Sí.

-¿Pasarán por aquí?

—Sí.

-¿Cuándo?

—Dentro de dos horas.

—¿Cómo piensas cogerles?

—En realidad, a ti sólo te interesa uno. Es un negro alto, fuerte y listo. Es el jefe. Desgraciadamente, ignoro su nombre. Piensan quedarse en el aeropuerto y tomar una hora más tarde otro avión para Moscú.

—¿Qué has decidido hacer?

—Bueno, todo sería muy fácil si quisieras eliminarles. Tengo un apartamento en Kowloon desde donde se domina la pista. Y un buen paralizador. Una descarga en el momento del descenso y ¡puaf!

—Pero les quiero vivos, Wong. Por lo menos a uno, a ése.

—Ya. Entonces tendrá que ser en el terminal. Con mucha gente alrededor. Habrá que crear una maniobra de diversión.

—Sí.

—He pensado en una bomba. No te alarmes. Pocas víctimas. Pero muy espectacular. Llamas, humo y todo eso. En un extremo del terminal. Y a los pocos minutos, otra bomba en uno de los aviones aparcados junto al terminal. Si no salen huyendo como los demás es que están catató— nicos.

—¿Y nosotros?

—Tú y yo aquí. Tengo otro apartamento frente a la salida. Nos informarán de todo lo que suceda. Avisa a tus hombres. Diles que irá a buscarles un fulano que se llama Svenson. Ahí tienes el teléfono. Ellos tendrán que abordar a los de Hualien. Si todo va bien, pagarán el pato. ¿No tienen antecedentes?

—No.

—Perfecto. Espero que fallen. Mis hombres irán disfrazados de policías. Y probablemente matarán a los tuyos. Después se encargarán de proteger a los de Hualien, metiéndoles en un blindado. Y les traerán hasta aquí.

*

El avión empezó a perder altura. Cuando enfiló el canal de Tathong sus alas estaban ya completamente desplegadas. Cuando dejó atrás el cuello de botella de Lei Yue— Mun sus motores comenzaron a girar y a la altura de Kwung Tong, a cincuenta metros del agua, se hallaban ya casi completamente verticales.

Llegaban a Hong-Kong. Miguel Gori y dos de sus fieles en el Consejo. Habían demorado su partida porque Miguel creyó que si la ISSSCO tendía una trampa, los primeros en salir de Hualien serían los primeros en caer, pero ahora reconocía su error. Nada les había sucedido a los demás. Todo podía sucederles a ellos. Durante sus últimas horas en Hualien sus amigos taiwaneses le habían informado repetidas veces que eran espiados por tres chinos de Hong-Kong. Los tres chinos no se hallaban a bordo, pero Miguel Gori temía que hubiera otros esperándoles.

El avión descendió sobre el extremo de la pista que avanzaba por el mar y luego se desplazó lentamente hacia el terminal. Al final del «finger» por el que salieron del avión Miguel tomó por la galería de la izquierda. Uno de sus acompañantes le cogió del brazo.

—Miguel. Es por ahí...

—No, por aquí.

El otro le hizo una seña para que se callara y los tres siguieron por la galería que había preferido Miguel. Al final se abría un vestíbulo, donde estaba el control de la policía de Pekín.

—Escuchad. No vamos a Moscú. Tendríamos que aguardar aquí y creo que podría ser peligroso. Tomaremos el primer avión a cualquier parte. Cuanto menos tiempo estemos en Hong-Kong, mejor.

—¿Y los equipajes?

—Que se vayan a Moscú o al infierno. Esto es serio.

Diez minutos más tarde tenían ya sus pasajes para Canberra. Miguel Gori empezaba a sentirse satisfecho. Si habían preparado algo contra ellos sería en el vestíbulo de espera para viajeros en tránsito. Y no aquí. Aún no habían vuelto a traspasar el control de pasaportes. Quedaban cinco minutos para que saliera su avión.

Entonces aparecieron ios policias al otro extremo de la sala. Llegaban sin aliento, tras una larga carrera por las galerías, pero sus rostros reflejaban más desconcierto que preocupación. Falsos policias. Sorprendidos por el cambio de planes de Gori, se habían precipitado. Llegaban antes ¿e que la segunda bomba estallara en uno de los aviones. El primer artefacto había estallado tan lejos que en aquella sala nadie se había apercibido de nada.

Gente, mucha gente. Tranquila, pacífica. Dentro de unos segundos o unos minutos echaría a correr aguijoneada por el pánico. Raymond y el albino, los compinches de James, examinaban los grupos, tratando de localizar al que buscaban.

Miguel Gori se sentía acorralado; sabía que aquellos policías, auténticos o falsos, encontrarían muy pronto un pretexto para detenerles.

—Vámonos.

—¿A dónde?

—Seguidme.

A los mostradores de Telecoach, de los Bancos, de las Agencias de turismo, de la propia ISSSCO... y de New Pin— kerton Agency, alineado uno junto a otro en uno de los costados de la sala.

—Queremos protección.

—¿A partir de cuándo?

—Desde este momento.

—Pasen por aquí.

Un fragmento del mostrador se alzó del suelo como por arte de magia. Gori y los dos pasaron al interior. El mostrador volvió a su sitio y el cristal a prueba de balas que se alzaba hasta el techo se tornó opaco (desde fuera) mientras una pantalla iluminada anunciaba el cierre temporal de la sucursal de New Pinkerton Agency. Ya estaban a salvo. La Agencia sólo abandonaría a sus clientes si la policía exhibía una orden de detención debidamente extendida.

—¿Equipaje?

—Sin equipaje.

—¿Tiempo de protección?

—Indefinido.

Miguel Gori pagó en metálico los servicios de tres días, comprometiéndose a advertir con veinticuatro horas de antelación si deseaba una prórroga de la protección.

Abandonaron la Agencia por la trastienda y en un ascensor minúsculo descendieron los tres hasta el garaje de la New Pinkerton.

—Este es su coche.

Se acomodaron los tres en ej asiento trasero. En el interior, junto al chófer, armado y uniformado, se hallaba ya otro agente con un paralizador portátil sobre las rodillas. Tras ese coche, aguardaba el de escolta con otra pareja de agentes.

—¿A dónde, señores?

—Al 67 de Nathan Road, en Kowloon, Hotel Hyatt Regency. Por favor, solicite una suite para tres.

Mientras los coches se ponían en marcha y dejaban atrás el aeropuerto de Kai Tak, el hombre del paralizador establecía contacto con el hotel.

A cien metros del aeropuerto estalló la segunda bomba. El conductor vaciló un instante y musitó algunas palabras al hombre que llevaba a su lado. El otro le respondió en el mismo idioma: mandarín. Miguel Gori no lo hablaba, pero no era difícil adivinar la razón de aquellos titubeos y el tema de la conversación. Estaban discutiendo si sería mejor volver, si aquellos individuos podían ser los que habían desencadenado la explosión. Por la radio les llegaron las voces de los otros dos hombres del segundo coche. También en mandarín. Miguel Gori decidió acabar rápidamente con aquellas vacilaciones antes de que los coches dieran media vuelta y emprendieran el regreso.

—Escuchen. Comprendo que tienen razones para sospechar que nosotros seamos los autores de esa explosión cuando hemos contratado su protección para librarnos de quienes han puesto la bomba. Llamen a la policía y díganles a dónde vamos. Adviértale que no nos moveremos de allí en las próximas horas y ustedes mejor que nadie podrán asegurarse de que cumpliremos nuestra promesa. Si ¡Rieres investigar, que nos busquen en el hotel.

El hombre del paralizador se volvió para sonreírles.

—Iba a sugerirles precisamente eso. Gracias.

*

—¿Por qué nos hemos metido en esta ratonera?

La «ratonera» era una suite de cuatro habitaciones en el piso 15 de aquel hotel, desde cuyos ventanales se dominaba el magnífico espectáculo del puerto Sun Yat-sen. El que había empleado esa palabra era Edward Crichton que, como el tercer hombre del grupo (Domenico Bonomi), estaba asustado.

—Porque no se me ha ocurrido nada mejor para escapar de esos tipos. De momento no nos pasará nada. Aunque sean policías auténticos tardarán varías horas en conseguir la orden de detención. Recuerda que somos turistas y aquí los turistas son más sagrados que en cualquier otro sitio.

Resonó el zumbador del sistema interior de comunicación.

—¿Sí?

—New Pinkerton Agency, señor. Desde el pasillo. La policía. Yo me quedaré en la puerta. Mi compañero le acompañará al interior.

—De acuerdo, adelante («No te fías de su identificación», pensó Gori).

El policía fue muy amable. Gori le invitó a sentarse y el otro agente de la New Pinkerton no descuidó su vigilancia.

—Si hemos contratado los servicios de unos vigilantes ha sido porque nos sentimos amenazados. Por eso y antes de que usted siga adelante, le rogaría que me permitiera efectuar una llamada a la Jefatura. Sí, ya sé, su uniforme y su tarjeta, pero...

El policía accedió y Gori a través de la central del hotel estableció contacto con la Jefatura. La identificación fue satisfactoria. Después, el policía quiso saber de dónde venían y Gori le mostró los pasajes. Eran la prueba que el sabueso estaba buscando. Si habían llegado en ese avión no podían ser ellos quienes habían colocado las dos bombas. No quiso seguir adelante. No quiso saber más. Se despidió entre sonrisas y reverencias.

Seis horas más tarde estalló el incendio. Fue en el piso 10 y la operadora, con su mejor gesto, les informó que pro— bablemente sería sofocado antes de una hora pero que como medida de seguridad, convendría que subieran* andando, hasta la terraza. Si el fuego alcanzaba mayores proporciones, los helicópteros se encargarían de evacuarles.

Los agentes de la puerta habían recibido también la misma comunicación.

Fue una corazonada. Miguel Gori lo vio muy claro desde el primer momento. La trampa de la ratonera estaba ya tendida, pero si sabían burlarla, la ratonera permanecería abierta y podrían huir.

En el umbral apareció uno de los dos vigilantes.

—Señor, me imagino que ya habrán recibido el aviso de la operadora.

—Pero no ha sonado la alarma de incendios.

—¿Quiere usted que llame a la operadora?

—No. Probablemente sería inútil. Fuera de cámara alguien la estará apuntando con un arma.

—De cualquier manera será más seguro que mi compañero explore previamente la escalera. Si no hay peligro, subiremos todos a la terraza.

—¿A esperar a que llegue un helicóptero que no vendrá precisamente a rescatarnos?

El agente titubeó.

—Subirán ustedes dos. Nosotros tres aguardaremos aquí y no abriremos la puerta hasta su vuelta.

—No sé...

-Pueden estar de regreso antes de cinco minutos. Rápido.

Cuando el agente salió para emprender con su compañero la descubierta de la escalera, Gori hizo una señal a sus camaradas para que le siguieran.

Entonces resonaron los disparos. A juzgar por los estampidos, se había desencadenado en ta escalera una verdadera batalla.

—Es el momento.

Llamaron al ascensor y descendieron tranquilamente hasta el lobby.

—Ahora, vamos a encargarnos unos trajes.

—¿Estás loco, Miguel? —preguntó Domenico.

—Creo que nunca he estado más cuerdo. Ya conoces la rapidez de los sastres chinos de Hong-Kong. Ahora nos tomarán las medidas y en seis horas tendremos listos los trajes.

Penetraron en la trastienda. Diez minutos después el solícito sastre inquiría sus nombres.

—Cárguelos en la cuenta de la suite 1575, a nombre de Miguel Gori. ¿Qué hora es?

—Las 15,20, señor.

—Anótela, por favor. Tengo entendido que usted se compromete a tener los trajes listos para las 9,20 de la noche. ¿No es eso?

—Incluso antes, tal vez.

—Me basta con que estén a las 9,20. A esa hora quiero los trajes en la suite.

—Allí estarán, tal como usted desea. ¿Una taza de té?

—Sí, gracias.

Bebieron su té despaciosamente. Pero a Domenico y a Cdward les traicionaban los nervios.

—¿Está muy lejos el consulado de la Federación Americana?

—En el 26 de Garden Road. ¿Quieren que llame un taxi?

—Perfecto.

El sastre marcó un número y dos minutos más tarde un taxista uniformado entraba en la trastienda, procedente del lobby.

—¿Ya está?

—Sí, señor. Por aquí.

El taxista se hizo a un lado para dejarles pasar. Salieron directamente a la calle por una puerta del fondo de la tras» tienda. El taxista abrió la portezuela del vehículo, que después cerró el obsequioso sastre.

-Lleva a los señores al consulado de la Federación Americana, 26 de Garden Road.

Apenas se alzó el coche del pavimento y se puso en marcha doblando la manzana, Domenico y Edward volvieron la cabeza. El sastre les saludaba con la mano. Miguel Gori, por el contrarío, atisbaba las aceras a uno y otro lado. Cuando encontró una joyería ordenó al taxista que se detuviera.

—He olvidado comprarle un regalo a mi mujer. No me lo perdonaría.

—Les esperaré aquí.

—No es necesario. Soy muy exigente a la hora de escoger.

Le tendió un billete y abandonaron el coche sin aguardar a que les devolviera el cambio. Curiosearon ante los escaparates. En las lunas se reflejaba la silueta del vehículo, que partió lentamente al cabo de unos instantes.

Tomaron otro taxi cuando el primero se había perdido ya de vista. Miguel Gori sacó un nuevo billete. De cien dólares nuevos. Y no de Hong-Kong, sino americanos. El taxista se lo guardó antes de preguntarles:

—¿Chicas? ¿Chicos? ¿Algo especial? ¿Inhalación?

—No. Apaga la pantalla y el fono. Tendrás otro como ése si antes de cinco minutos estamos en el aeropuerto.

Estuvieron. Domenico y Edward, todavía temerosos, casi como autómatas, siguieron a Miguel. En el vestíbulo de entrada éste les entregó nuevos billetes. («¿Cuánto dinero llevará este hombre?»)

—Edward, tres pasajes para el primer avión a Sydney. Domenico, tres pasajes para Tokio. Yo sacaré otros tres para Singapur.

Se reunieron en el punto en donde se habían separado. El avión que despegaba antes era el de Singapur. Y allá se

fueron. La ratonera quedaba atrás.

*

Ahora el sol brillaba con fuerza sobre el golfo de Méjico. «Surfistas» tímidos se balanceaban cerca de la playa. Más allá se desplazaban las aerolanchas que alzaban hasta las alturas inmensos ciervos volantes. Junto al «Sea— ránía» se agolpaban coches y más coches, cuyos propietarios se divertían ahora con los trucos mil veces repetidos He las oreas de los estanques. Hacia calor. Por la arena cruzaba una alegre manifestación de nudistas. En sus pancartas proclamaban su derecho a la lucha contra la segregación: «Ghettos sólo para los puritanos», «Playas libres para cuerpos libres», «No a la inmoralidad del bikini». Comenzaba un magnífico fin de semana.

Pero Stanislas James no recordaba una época peor que aquella. Ni siquiera la de sus años de guardaespaldas de la ISSSCO, cuando todo el ritmo de su vida tenía que acomodarse unas, veces al de un noctámbulo y otras al de un madrugador. Cuando había de representar sucesivamente los papeles de alcahuete, ayuda de cámara, secretario y chófer al tiempo que mantenía los ojos bien abiertos a la eventualidad omnipresente de un atentado o de un secuestro.

pero aquella cadena de humillaciones y tensiones tuvo al final una oportunidad y Stanislas James supo aprovecharla. Fue cuando la ISSSCO proyectaba instalar una toma de fuerza para su parque natural de Nueva Laponia, en Finnmark. La toma no se materializó en Tana, donde estaba prevista, sino en la soviética Murmansk y el hombre que adoptó la decisión correspondiente, recibió una espléndida cantidad porque así fuera. Él consiguió millones. Stanislas consiguió las pruebas del soborno que, debidamente manejadas, le auparon hasta el puesto de responsable de la seguridad de la ISSSCO para toda Europa.

Lo demás fue ya, si no más limpio, sí más fácil. Un buen día el nombre de Stanislas James desapareció para siempre de los escalafones. Fue para sus antiguos compañeros y rivales como si se le hubiera tragado la tierra. Acudió a Nueva York, cenó con dos vicepresidentes y a la semana estaba en Galveston al frente de su nueva misión.

Ahora todo su pequeño imperio podía venirse abajo. El viejo chantaje de nada servía ya, porque la víctima había muerto dos años atrás en un desgraciado accidente de caza en los Cárpatos.

Era inútil que culpara a Wong de lo sucedido en Asia. Wong había sido sólo un auxiliar a sueldo que operaba por su cuenta y al que jamás volvería a recurrir (entre otras razones porque había sido capturado por la policía china y logró que fuera envenenado antes de que hablara). Era inútil también que culpara a Raymond y a su compinche. Estaban muertos y bien muertos.

Había tenido que mendigar el perdón en Nueva York. Sólo había obtenido la gracia condicionada de un aplazamiento: «Es la última vez, James. Si la próxima falla, tendrá que abandonar.»

Y se preparaba una guerra. Lo sabía él y lo había sabido la ISSSCO que había querido ahogarla en el huevo: «Los Hogares nos han hecho llegar sus ofertas de negociación y la ISSSCO no negocia con nadie. Los Hogares replicarán con dureza y a usted le corresponde lograr que esos activistas acaben como se merecen. Ciaste todo el dinero que necesite gastar. Son billones los que están en juego y no nos mostraremos cicateros en las cuentas. Pero seremos implacables con usted, James, si usted no sabe ser implacable con esos agitadores. Reflexione, James, no se descuide...»

53° 05' N 8o 50' E

BREMEN, 28 (UAPIR). «LOS INTERESES DE NUESTROS CLIENTES SON PRIORITARIOS. NO NEGOCIAREMOS CON LOS HUELGUISTAS HASTA QUE SE HAYAN REANUDADO NORMALMENTE TODOS LOS SERVICIOS DEL HOGAR ABORIGEN DE LA LUFTWAFFE», HA DECLARADO EL DOCTOR WILFRED KUNG, DIRECTOR DE ESTE CENTRO DE LA ISSSCO. «EN PLENA TEMPORADA VERANIEGA, CUANDO MILES DE TURISTAS HABIAN ACUDIDO A CONTEMPLAR LA REMEMORACION DE LAS HAZAÑAS DE LA AVIACION GERMANA EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, UN PUÑADO DE REVOLTOSOS, POSIBLEMENTE ALENTADOS POR INTERESES INCONFESABLES, HA SORPRENDIDO LA BUENA FE DEL RESTO DE LOS TRABAJADORES ABORIGENES. DE LA LEALTAD DE ÉSTOS Y DE SU SENTIDO DE LA DISCIPLINA LO ESPERAMOS TODO: QUE REPELAN ESAS INSINUACIONES Y QUE REANUDEN SUS ACTIVIDADES.»

EL DOCTOR WOLFGANG FRANK, JEFE DE POLICIA DE LA CIUDAD LIBRE HANSEATICA DE BREMEN, HA DECLARADO POR SU PARTE QUE LAS FUERZAS DEL ORDEN ESTAN PRESTANDO YA TODO GÉNERO DE ASISTENCIA A LOS TURISTAS, AL TIEMPO QUE SE MANTIENEN ALERTA PARA INTERVENIR EN CUANTO SE PRODUZCA LA MENOR ALTERACION DEL ORDEN PUBLICO.

El Hogar Aborigen de la Luftwaffe en Bromen era el orgullo de Kung y de la ISSSCO, lo que, en opinión de los entendidos, venía a ser la misma cosa. La leyenda afirma que hubo un Kung, nacido en St. Goar, junto al Rhin que, como piloto de la caza nocturna del III Reich, pereció entre llamas sobre Bremerhaven tras haber derribado tres Lancaster y dos Wellington.

En cualquier caso, la historia comienza con otro Kung, Helmut, que nació en Sao Paulo y ascendió por el frondoso árbol de la ISSSCO hasta la mismísima presidencia. Éste fue el que creó el Hogar Aborigen de Bremen. Compró los terrenos del viejo aeropuerto, muy próximo a la ciudad, y derribó todos los edificios a excepción de las construcciones bajas de ladrillo rojo, que se extendían al este del terminal. En el frontispicio de la primera de aquellas casitas, que fueron residencia de pilotos de la Luftwaffe, quedaba todavía visible el rastro del lugar que había ocupado el águila que sostenía la cruz gamada. Repuso el águila y la svástica y en unos barracones de Praga encontró a precios de saldo unos tranvías con los que resucitar la línea urbana que hasta treinta años antes todavía unía el aeropuerto con el centro de Bremen. Reparó también el motor del gran molino junto al Weser para que, como en los viejos tiempos, sus aspas giraran aunque no soplara la más ligera brisa y remozó la Altstadt.

En realidad pudo haber comprado toda la ciudad porque para entonces Bremen valía ya muy poco. Dicen que hace muchísimos años fue uno de los puertos más activos de la Europa del Norte y que en la época de la segunda guerra mundial fue bombardeada precisamente a causa de su importancia industrial. Pero en los folletos de la ISSSCO se explica que, extinguidos los yacimientos petrolíferos del mar del Norte y tras la guerra entre los países árabes y el Irán, la VII Oran Crisis Energética hizo pasar a Bremen muy malos momentos. Después, cuando se popularizó el panel Keltor, pieza básica en el desarrollo de los motores solares, Bremen, casi siempre nublada y cada vez más lejos de un mar que se retiraba, no pudo competir con las ciudades mediterráneas y del Oriente Medio.

En Bremen se quedaron unas 6.000 personas que difícilmente sabían lo que era un empleo seguro. Con ellas y con otros miles de desocupados que trajo de diversos puntos de Alemania y para los que consiguió Kung falsos certificados de nacimiento, se constituyó el Hogar Aborigen de la Luftwaffe. El Gobierno de Bonn-Kóln le expidió la correspondiente patente y Helmut Kung adecentó algunos hoteles de la Neuestadt para recibir a los primeros turistas.

Envió a sus mejores diseñadores al Imperial War Museum de Londres y en Toulouse le construyeron los Lancaster, los Heinkel, los Wellington, los Focke Wulf y los Messerschmitt que necesitaba. Sus especialistas no pudieron conseguir la reproducción de los motores de gasolina (fabricaron un Rolls Royce que estalló a la primera prueba), que al parecer empleaban aquellos artefactos, pero se las ingeniaron para lograr los efectos acústicos y luminosos con los que enmascarar a los motores solares.

Con los años y la llegada de turistas, cada vez más numerosos, la población de Bremen, sus «aborígenes», fue también aumentando. En primer lugar porque se reprodujeron los «fundadores» (durante los primeros lustros pagó unas astronómicas primas a la natalidad, sin que le importara el estado civil de la madre y después las hizo extensivas a unas adopciones absolutamente irregulares que conmocionaron el mercado clandestino de venta de recién nacidos) y, además, porque fueron admitidas nuevas oleadas de desocupados: todos altos (aunque fuera con tacones), todos rubios (aunque fueran teñidos), todos de ojos azules (aunque llevaran lentillas ad hoc) y todos de ascendencia germánica por lejana y discutible que pareciera (se admitió a un cupo de aceituneros de Jaén que afirmaron descender de alemanes llevados a su tierra por un rey llamado Carlos III).

Ahora todos los aborígenes, por convicción los menos, por temor los más a un llamado Frente Internacional de Liberación de los Hogares Aborígenes Oprimidos, se habían declarado en huelga. Y aunque la huelga había sido preparada por el Consejo de Resistencia, el Frente era obra exclusiva de Miguel Gori.

Naturalmente negó que lo fuera cuando le preguntaron por el tema sus compañeros del Consejo.

—El Frente —afirmó— es sólo obra de agentes provocadores que quieren desenmascararnos.

Mientras tanto, los «aborígenes» aguardaban asustados el desarrollo de los acontecimientos, sin atreverse a salir de sus casitas de plástico emplazadas al otro lado del aeropuerto y disimuladas por una faja de árboles. Procuraban mantenerse alejados de los enfurecidos turistas y de las provocaciones de la policía de Herr Doktor Wolfgang Franje, que sólo aguardaba el pretexto oportuno para intervenir.

En el último avión que descendió sobre el ahora cerrado aeropuerto de Bremen llegaron los restantes miembros del Consejo de Resistencia. Gracias a la ayuda que les prestaron algunos de los empleados del terminal, consiguieron diluirse en un grupo de empecinados turistas a quienes no parecía importar lo que se avecinaba (o que ni siquiera se habían enterado de lo que sucedía).

Pero ahora muchos de esos turistas estaban también demasiado asustados para asomarse a las calles. En las aceras eran mayoría los agentes de la policía, uniformados o de paisano (pero casi reconocibles para un ciego) y minoría los más levantiscos de los aborígenes. Pese al criterio de manga ancha que había presidido durante muchos años la selección de ese «Herrenvolk» al revés, era imposible hacer pasar por arios a la taiwanesa Rosa Kúo, al fang Miguel Gori o al nubio Fuad Amer. Ellos, como el resto de sus compañeros del Consejo de Resistencia, habían encontrado acomodo y refugio en una casa de la Altstadt.

Para el Consejo era aquella la prueba del fuego. Rechazadas de plano las negociaciones, enfrentados con medidas laborales disciplinarias en medio mundo, sus miembros habían decidido estar presentes en la acción y dirigir la primera gran huelga general frente a la ISSSCO. Y esa huelga, por designio del Consejo, había estallado en Bremen y tendría que extenderse después al resto del mundo.

¿Por qué Bremen? Simplemente porque era allí donde los «aborígenes» parecían mejor organizados y donde los últimos seis meses habían estallado varios conflictos que serían el mejor caldo de cultivo para la huelga general Miguel Gori pretendía armar a los piquete! huelguísticos (ya había armado a sus fieles del Frente Internacional de Liberación de los Hogares Aborígenes Oprimidos). Había conseguido, nadie sabía cómo ni él lo dijo, varias docenas de antiquísimas pistolas en buen estado y con abundante munición.

—Pido que esas armas sean inmediatamente destruidas-declaró Rosa Kuo en el Consejo reunido en sesión casi permanente—. No sólo me opongo a que armemos a todos los piquetes. Es que, además creo que si una sola de esas pistolas cae en manos de los hombres de Frank dispondrán ya de un motivo para acusarnos de sedición y obrar en consecuencia. La huelga puede acabar en un baño de sangre.

_Esas armas están ahora bien seguras —le replicó Gori— v se repartirán sólo entre hombres de confianza. Por lo que se refiere a tus temores, Rosa Kúo, me parece que debieras haber reflexionado antes de venir a Bremen. Esta huelga, el comienzo de esta huelga sobre todo, no va a ser un juego de niños. Tarde o temprano, con pretexto o sin pretexto alguno, Frank nos acusará de sedición. Necesitará algo, cualquier cosa, para hacer intervenir a sus hombres y lo encontrará. Él y la 1SSSCO saben que esto es una guerra. También deberíamos saberlo nosotros y quien no sepa verlo así está de sobra en este Consejo. ¿Para qué entonces decimos que es de Resistencia?

Amer intervino, conciliador:

—Este Consejo fue democráticamente designado por los Comités de los Hogares y actuará democráticamente. Miguel Gori quiere armar a los piquetes. Rosa Kúo prefiere que sigan desarmados. Tenemos que decidirnos entre estas dos opciones. Si resolvemos que es mejor lo que propugna Rosa Kúo, y yo soy de esa opinión por lo que se refiere a la entrega de armas, habremos de decidir qué hacemos con esas pistolas. Gori, yo preferiría hablar de lucha y no de guerra. Y sé que va a ser una larga lucha; no somos nosotros los que debemos empezar a recorrer el camino de la violencia. Si así lo hiciéramos acabarían con la huelga en un abrir y cerrar de ojos. En ese terreno son y serán siempre los más fuertes. Pero tampoco podemos, Rosa, determinar todos nuestros movimientos en función de lo que haga el adversario, los hombres de la ISSSCO en todo el mundo, los hombres de Frank aqui. Si la huelga I acaba en sangre —y esto os lo digo a los dos—, que esa sangre se vierta sobre sus cabezas.

Sus ojos enfermos y viejos observaron uno a uno los rostros de los miembros del Consejo mientras hablaba. Sus ojos le dijeron que la mayoría no era partidaria de la violencia que quería Miguel Gori ni del pacifismo con que soñaba Rosa Kúo.

Procedieron a votar sin ulterior debate. El resultado fue concluyente: los piquetes proseguirían desarmados. Una segunda votación resolvió que las armas no fueran destruidas, que continuaran a buen recaudo ante la eventua lidad de que las condiciones objetivas se vieran modifí. cadas. Asi quedó en buena parte debilitada la firmeza de la primera decisión.

Miguel Gori no reveló, ni nadie se lo preguntó, el lugar donde ocultaba las pistolas.

En otro edificio de la Alstadt y a esa misma hora, el doctor Wolfgang Frank, que iba ya por el tercer schnapps de la mañana, juzgó que había llegado el momento de actuar. Acababa de mantener una tormentosa conversación telefónica con el doctor Kung y éste le había recordado lo que Frank debía a la ISSSCO y a su propia persona. Mencionó también la posibilidad de que la ISSSCO retirara su subvención mensual para el Fondo de Ayuda a la Sociedad Asistencial de Transeúntes de la Ciudad Libre de Bremen, institución cuya única finalidad era la de que Frank y algunos de sus amigos y subordinados se repartieran unas sustanciales cantidades de dinero.

Oprimió el botón del intercomunicador y dijo solamente:

—Buschwitz.

Buschwitz apareció cuando Frank acababa de retirar el dedo del intercomunicador. Ludwig Buschwitz, de profesión (supuesta) inspector del alcantarillado de Bremen, no pertenecía (oficialmente) a la Policía de la ciudad pero era en realidad la Policía. Gordo y alto se jactaba de la superioridad que le brindaba su hígado enfermo sobre los hombres que se dejaban atraer por el alcohol. Naturalmente jamás se le hubiera ocurrido referirse al tema en presencia de Frank. Le gustaban las joyas, los dulces y los jovencitos. pe esta última afición Frank conservaba en su caja fuerte un rimero de pruebas escritas que podrían mandarle a la cárcel en cualquier momento.

—Nada hasta ahora. Los huelguistas no se han movido. Sus piquetes se muestran pacíficos y no creo que las cosas vayan a cambiar en las próximas horas.

—Pues es necesario que cambien. No podemos esperar más.

—¿Kung?

—Sí, Kung se impacienta y me está apretando las clavijas. Haz algo y pronto. Kung quiere acción. Y yo necesito un pretexto para la acción. Esto se ha llenado de periodistas. No es necesario que operes con guante blanco, pero cuida de que todo parezca limpio y legal.

Buschwitz dio media vuelta. Cuando ya estaba a punto de abandonar el despacho, Frank le detuvo:

—¡Ah y que nadie se vaya de la lengua!

—Descuide. Tendré cuidado.

Media hora más tarde, cinco «huelguistas» se aproximaban a la antigua Hauptbanhof. Para que su personalidad no fuera puesta en duda portaban una descomunal pancarta en la que podía leerse: «Trabajadores del Hogar Aborigen de Bremen en Huelga.» Y más abajo, en caracteres aún mayores «MUERA LA ISSSCO, MUERAN LOS CERDOS TURISTAS». Tendieron su pancarta de árbol a árbol y apedrearon los ventanales de la Hauptbanhof, convertida en Museo de los Ferrocarriles Alemanes.

Casi por ensalmo acudió una brigadilla de las Fuerzas Hanseáticas de Seguridad y Antisubversión. Para entonces, los «huelguistas» se habían esfumado entr, numerosos grupos de ociosos, muchos de ellos «aborigenes» que deambulaban por la gran plaza que se extiende ante la Hauptbanhof y sobre la que cruza la vieja autopistl elevada que conduce a Hamburgo.

Dos pequeños aerodeslizadores blindados barrieron a la multitud con sus radiaciones paralizantes (a menos de veinte metros) y sumamente dolorosas (hasta los 50 metros).

La multitud, en un principio arremolinada, se decidió ahora a escapar, dividida, por las numerosas calles adyaJ centes, salvando las barreras de gases lacrimógenos que habían alzado otros aerodeslizadores y la batería de lanza, humos que se había situado sobre la autopista. Quince minutos después de que comenzara el ataque la gran plaza se hallaba vacía; fuera de los policías sólo había una veintena de magullados huelguistas que vagaban sin rumbo cegados y entontecidos entre centenares de zapatos abandonados. Discretamente se alzó el registro de una alcantarilla y salieron los cinco «huelguistas» ocultos tras unas máscaras antigás exactamente iguales a las de los policías y partieron al instante en un vehículo gris, al que abrieron paso las barreras alzadas por las fuerzas antidisturbios.

Un cuarto de hora más tarde las cadenas de televisión del mundo entero anunciaban que una enfurecida multitud de huelguistas de Bremen había atacado a unos pacíficos turistas refugiados en la Hauptbanhof. Después, el doctor Frank comparecía ante las cámaras para afirmar que estaba dispuesto a todo con tal de garantizar la seguridad de ios turistas.

—Los culpables de la bárbara agresión —añadió— serán severamente castigados. No estamos dispuestos a que un grupo de agitadores que han promovido una huelga — a todas luces, pongan en peligro las vidas de pacíficos ciudadanos.

En su telefacsímil de la noche «Iskra», desde Moscú, atacaba violentamente la pasividad de las autoridades de Bremen que «había permitido que casi cien turistas soviéticos hubiesen corrido serios peligros én un conflicto que revela la creciente tensión que existe en el mundo capitalista como resultado de sus propias contradicciones internas». Por su parte, The New York Examiner advertía en un editorial que con el recurso a la violencia los hueguistas habían perdido todo derecho a que sus reivindicaciones fuesen contempladas con simpatía. «Los revoltosos de Bremen —puntualizaba— han demostrado carecer de la voluntad de diálogo que resulta imprescindible en una moderna sociedad democrática.» Die National Baobachter clamaba por una reforma de la legislación laboral, que automáticamente habilitara a la policía para detener a los organizadores y alentadores de una huelga ilegal como la de Bremen. «Alemania —decía— tiene derecho a saber cómo y por qué no existe todavía un dispositivo que impida a unos extranjeros alterar la paz de una ciudad germana.

Aquellas noticias y tales ataques alcanzaron a todo el planeta cuando el Consejo de Resistencia había dado ya la orden de que la huelga se extendiera a todos los Hogares Aborígenes. En los de Volgogrado, Yasnia Poliana, Lenin— grado, Transilvania, Kaliningrado y Vladivostok por no citar más que algunos de los centros de vacaciones con que contaba la ISSSCO en países socialistas (y donde el entendimiento entre los dirigentes de la multinacional y las autoridades había sido siempre excelente), la huelga duró media hora.

Simplemente el tiempo necesario para que la policía detuviera a los «aborígenes» más levantiscos (inmediatamente trasladados a centros de reacondicionamiento psicológico) y les reemplazara sin atender provisionalmente a sus características raciales— por agentes del Gosu— darstvennoi Bezopasnosti (Ministerio de la Seguridad del Estado).

También se frustraron, tras algunos choques y diverso número de muertos, los paros de Azca (Perú), El Cairo, Tahití y Santa Cruz de Tenerife. Una semana más tarde y además de Bremen sólo quedaban en huelga Richmond en Inglaterra, Hualien en Taiwan y Windhoek en Namibia. Los paros de los dos últimos puntos concluyeron cuando los huelguistas agotaron sus recursos y la ISSSCO logró evitar que llegaran fondos de las cajas de resistencia de otros Hogares. Tales cajas, por lo demás, no estaban preci— sámente bien provistas cuando estalló la huelga. El Consejo, convencido en su mayoría de que la ISSSCO acep. taría negociar a las cuarenta y ocho horas del comienzo del paro, no había previsto (o quizá no había podido) constituir unos recursos con los que subsistir durante largo tiempo.

Pero la estrategia de la ISSSCO fracasó en Richmond gracias a Elmer Fulton. Había pasado de los cuarenta y era un tipo larguirucho y miope que sólo se interesaba por sus rosas, por su perro y por su gato. Vivía en una viejísima casa de Richmond Hill, desde donde se divisaba la ancha curva del Támesis ya próximo a Londres.

Sus amigos eran escasos porque no había muchos hombres capaces de soportar unas veces su lengua mordaz v otras sus largos silencios. Se casó a los treinta años y se divorció a los treinta y uno cuando para todo el mundo era evidente la infidelidad de su mujer. Los bien enterados y eran bastantes— aseguraban que sólo le había sido fiel un par de semanas.

Sus enemigos decían de él que era avaro pero jamás escatimó la comida de «Tango», un enorme gato blanqui— negro que era el amo y señor de todos los tejados del barrio, y la de «Fred», un dálmata de quien afirmaba que era bastante estúpido, pero que sabía obligar a Fulton, siempre que quería, a que le llevara a pasear por Richmond Park.

Elmer Fulton era uno de los pocos habitantes del Hogar Aborigen de Richmond que nunca exhibía el obligatorio salvoconducto para abandonar el centro. Los vigilantes —uniformados como los «beefeaters» de la Torre de Londres, pero arsenales ambulantes de las armas más modernas— sabían que en razón de su cargo (responsable del servicio de suministros alcohólicos de los pubs, restaurantes y posadas del Hogar) iba con frecuencia a Londres e incluso a veces hacía viajes a Escocia, Francia o España.

Durante los meses que precedieron a la huelga y mientras que fermentaba el sentimiento de rebeldía frente a la ISSSCO nadie habló del asunto a Fulton. En primer lugar, porque no era fácil hallar el momento adecuado; al fin y al cabo Fulton no gustaba de los lugares públicos. Además, y fundamentalmente, aunque nadie sabía cómo pensaba al respecto todos le suponían satisfecho de su vida, de su trabajo y de sus rosas.

Pero un día Elmer Fulton recibió una carta encabezada con el enrevesado escudo nobiliario de lord Charles Pickford (y que le había costado una fortuna, porque todos sabían que su abuelo había sido chef de partie en un garito del Soho).

Le informaba escuetamente de los planes de expansión del Hogar Aborigen («cuya prosperidad es, en buena parte, debida a empleados de dedicación tan constante como la que usted presta a la ISSSCO, mi querido señor Fulton»).

Mencionaba el hecho de que Elmer vivía en una casa del siglo XIX que, convenientemente «restaurada», podría servir junto con las de la vecindad para establecer un sorprendente pendant: la Inglaterra victoriana junto a la Inglaterra isabelina. Elmer Fulton debería, por consiguiente, trasladarse a una nueva residencia al otro lado de Richmond Park. Por supuesto, todos los gastos del traslado serían de cuenta de la ISSSCO, que le abonaría además una gratificación para que pudiera renovar su mobiliario en su moderna vivienda.

Elmer Fulton conocía esa nueva residencia. Y la había odiado desde que empezaron a excavarla. Para que no alterara el paisaje los ambientadores de la ISSSCO habían juzgado preferible que fuera subterránea. Un día alzaron una cúpula de plástico de la que salían varios anchos tubos del mismo material. Después procedieron en su interior y bajo tierra a la explosión controlada de una diminuta bomba «limpia», poco más que una pelota de tenis. Por los tubos se escaparon los gases y los desechos aventados y un tren de excavadoras robot se encargó de retirar la tierra.

En el hueco así creado se construyó un inmenso paralelepípedo de hormigón sobre el que las palas mecánicas arrojaron la tierra extraída que, esponjada, llegó a formar una suave colina pronto recubierta de césped. El monstruo de hormigón de las profundidades fue dividido en pequeños apartamentos, donde la temperatura era siempre la misma y en donde las ventanas simuladas contaban con un mando que permitía cambiar a voluntad de paisaje estereoscópico (hasta diez diferentes). En ese infierno de aire acondicionado y música ambiental Elmer Fulton, divorciado y sin hijos tendría exactamente derecho a treinta metros cuadrados sin sol y sin el ruido de la lluvia otoñal que golpeara en los cristales.

Y sin rosas, sin «Fred» y sin «Tango» porque para garantizar los niveles ambientales (eso decían) estaba terminantemente prohibida la introducción de vegetales y de animales domésticos.

Le entregaron la carta cuando salía de su humilde oficina a la caída de la tarde. La abrió en la calle y la leyó cuando ya había alcanzado un callejón de puntiagudos guijarros que utilizaba como atajo para llegar a su casa. La rompió con rabia y dejó que el viento diseminara los pedazos sobre un pavimento de la época de sir Walter Raleigh (laboriosamente construido hacía dos años).

Cualquiera que le conociera y que le hubiese visto en aquel instante habría comprendido que Elmer Fulton estaba fuera de sí. Porque Elmer siempre archivaba las escasas cartas que recibía y porque jamás arrojaba un papel al suelo, acción que por lo demás estaba severamente prohibida en el recinto del Hogar.

Pero cuando entró en casa había conseguido dominarse. Llenó una jarra de cerveza negra que guardaba para sí (y cuyo precio de venta al público se descontaba a sí mismo escrupulosamente al rendir cuentas) y pasó el resto de la tarde, sorbiéndola lentamente, sin hacer siquiera caso de las acuciantes demandas de «Fred».

La luz del Sol que reflejaba el cercano Támesis, daba nueva vida al viejo cuero rojo de los cuatro tomos de una antiquísima edición de David Copperfield y rebotaba después de nuevo sobre su rostro, a intervalos cubierto por nubecillas de un humo levemente azulado. La jarra de cerveza, un toby barato, pero simpático, que reproducía la efigie imaginaria de Dick Turpin, se reflejaba a su vez en la pantalla apagada del televisor.

Cuando llegó la noche y desaparecieron casi por completo David Copperfield, Dick Turpin y el televisor, Elmer «o se molestó en encender la barata araña del techo ni la estrafalaria pantalla de Portobello que tenía al alcance de su mano. Sólo se levantó, mucho más tarde, para volver a llenar su toby. Pero esta vez se bebió la cerveza a tragos rápidos y salió a pasear con «Fred», que empezaba a creer ya que su enclaustramiento sería eterno.

Acababa de concluir los últimos toques a un plan de acción que partía de las siguientes premisas:

a) No estaba dispuesto a vivir sin «Fred», sin «Tango» y sin las rosas.

b) Se hallaba plenamente convencido de que no podría conseguir de lord Charles Pickford un trato de excepción que le permitiera albergar en su nueva residencia a «Fred» y a «Tango». Por lo que a los rosales se refería y aun suponiendo que hubiese podido conseguir ese permiso era incapaz de resolver lo que podría hacer con ellos en el bunker de Richmond Park.

c) Carecía de dinero, de fuerzas y de esperanzas para iniciar los interminables trámites legales que le permitieran abandonar el Hogar Aborigen y vivir en Londres o en cualquier otro lugar con «Fred», con «Tango» y con las rosas.

A partir de ahí su plan era muy simple: adiós «Fred», adiós «Tango», adiós rosas y, por tanto, adiós Elmer Fulton... pero también adiós maldito Charles Pickford, de quien no se encontraría un pedazo que valiera la pena enterrar.

Pickford vivía en Heston, en Middlesex, en una casa sólida y fea, cuyo mayor atractivo eran sus trescientos años de antigüedad en un mundo que parecía dispuesto a hacer tabla rasa del pasado y reinventarlo en los Hogares. Fulton conocía muy bien su bodega porque precisamente era él quien se encargaba de reponer las botellas bebidas (por supuesto, a costa del Hogar). La bodega era profunda y aunque Fulton no sabía gran cosa de estructuras, imaginaba que no le sería difícil hacer volar por los aires toda la mansión si situaba adecuadamente los explosivos junto a las paredes maestras. Y de explosivos entendía un poco. De su juventud, de la época en que trabajó en la Sección de Allanamientos, Departamento de Expansión del Hogar había conservado, siquiera fuese nostálgicamente, la afú ción a la técnica de las explosiones controladas. Guardaba una pequeña biblioteca técnica sobre toda clase de productos capaces de provocar una explosión espléndida y precisa (con la natural excepción de los nucleares). Sabia además, cómo llegar a la red de fabricantes y distribuí! dores de explosivos industriales (por supuesto, los mem. bretes del Hogar, eso pensaba él, aventarían cualquier brizna de sospecha) y cómo obtener los permisos necesa. ríos. (¿Quién iba a negárselos si eran para la ISSSCO?)

Por el dinero no tendría que preocuparse. Para cuando la ISSSCO supiera que había sido estafada y con qué fines Elmer Fulton ya no estaría en este mundo. Claro está que para entonces, y eso era lo que realmente importaba habrían desaparecido Charles Pickford y su bodega (con las cinco botellas de auténtica absenta y las dos de Marsy, el licor obtenido mediante la destilación de liqúenes marcianos y cuya venta estaba prohibida desde hacía cuarenta años).

Para aquel día tendría que buscar también un veneno rápido e indoloro que acabara con «Fred» y con «Tango». «Fred» no ofrecería problema. Era un tragón y con un poco de carne picada se comería todo lo que le echaran. «Tango» seria distinto. Siempre desconfiado, como si fueran a envenenarle en cualquier momento... Resolvió que el sistema más adecuado seria encerrarle durante cuarenta y ocho horas en el más estricto ayuno. Luego un buen pedazo de atún y listo.

Pero, por mucho que caviló no pudo imaginar un medio que no fuese brutal para acabar con los rosales. Sobrevivirían a «Fred», a «Tango» y... a él mismo. ¿Por cuánto tiempo? Hasta que se secaran o los agostaran los abrojos. Y con tal de que se agostaran sin demasiados sufrimientos...

Tardó tres horas en conseguir dos millones de libras esterlinas. Fue terriblemente sencillo falsificar cinco veces la firma de Charles Pickford que él conocía muy bien. ¿A quién se le podía ocurrir comprobar aquellas firmas cuando quien presentaba los talones era el buenazo de gjflier Fulton? Elmer tuvo buen cuidado, sin embargo, de que los talones no fueran a parar a manos de un jovencito demasiado entusiasmado con el reglamento.

A cambio de aquellos cheques le extendieron otros tantos al portador y contra otros Bancos. Era, evidentemente, una práctica fraudulenta, pero sancionada por la costumbre. Los Bancos sabían muy bien (o creían saber) que esos dos millones de libras iban destinados a pagar a proveedores de licores cuyas importaciones y cuyas relaciones con el Fisco no eran enteramente diáfanas. Preferían —lo sabía todo el mundo— talones al portador que no comprometían a nadie. Cabía incluso la posibilidad de que alguno de esos talones no fuera enviado a un proveedor, sino que se destinara a la cuenta corriente de un funcionario voluntariamente miope.

Los otros cinco Bancos en donde Elmer Fulton reunió los dos millones de libras en billetes tampoco pusieron objeciones por motivos análogos. El cliente siempre sabe lo que hace y cuando ese cliente es la ISSSCO, la inoportunidad está de más porque nunca faltarían otras entidades que recibirían las cuentas de la ISSSCO con los brazos abiertos.

En el monorraíl, de regreso a Richmond, y al detenerse en la estación de Hammersmith leyó en la pantalla electrónica del Evening Standard, la noticia de la muerte de Pickford. Descendió en Kew Gardens en vez de continuar hasta el final de la línea.

Precisaba de tiempo para reflexionar y sobre todo necesitaba,un periódico para saber por qué demonios le había sucedido esto a él, Elmer Fulton. Ya no podía volverse atrás. Los talones estaban falsificados y bien falsificados y dentro de quince días —más o menos ése era el tiempo que solía tomarse el Departamento de Contabilidad del Hogar se descubriría el desfalco. Charles Pickford había fallecido durante la madrugada en su residencia de Heston. El primer ministro, que pasaba una de sus largas temporadas en las Bahamas, había enviado un mensaje de condolencia. La muerte, indicaba en tono contristado el periódico, debió sorprenderle en pleno sueño. Lord Chalmers, su médico personal, había declarado que fue debida a un paro cardiaco que, en razón de las circunstancias, no pudo ser combatido a tiempo.

Naturalmente que se le habría parado el corazón. Para eso, pensó Elmer, no hacía falta lord Chalmers. El, tanto como su médico personal, podía determinar muy bien la causa de esa muerte. Porque sabía lo que trasegaba Pikford y que su último arrechucho había tenido antecedentes muy graves.

Si la muerte había tardado varias horas en ser conocida sería porque lord Chalmers habría necesitado algún tiempo para reponerse de su propia borrachera ya que solía ser el acompañante habitual de las veladas etílicas del difunto.

«¡Y precisamente hoy! ¡Y precisamente á mí!»

Depositó el periódico en un masticador («Por favor arrojen solamente papeles que puedan ser reconvertidos») y se dispuso a tomar el siguiente elevado. Cogió de nuevo el maletín de auténtico cuero que invariablemente le acompañaba en todas sus expediciones a Londres y su extraordinario peso le recordó el aspecto más enojoso de sus ya innumerables problemas personales:

«¿Para qué quiero yo ahora dos millones de libras esterlinas?»

Podía dar media vuelta. Coger el tren que le llevaría en sentido contrario, cambiar de línea unas estaciones más allá y dirigirse a Heathrow o a New Gatwick para tomar el primer avión a cualquier parte.

No.

Si optaba por regresar a Richmond, por seguir viviendo como si nada hubiera pasado aún tendría dos semanas de «Fred», de «Tango» y de rosales. Dos semanas de respetabilidad hasta la llegada del vehículo celular y de los guardias que le encontrarían muerto.

Si se decidía por huir, a cualquier parte, por cualquier medio, sin nadie que protegiera su fuga y borrara sus rastros, sabía que la ISSSCO daría la alarma y que su largo brazo le alcanzaría en un par de días.

Optó por volver y se sorprendió al encontrar a esas horas cerrada la historiada puerta principal del Hogar. (Una imitación de hierro forjado, demasiado frondosa para Le fuera auténtica.)

Como la noticia de la muerte de Charles Pickford figuraba en la primera página del Evening Standard y Elmer sintió siempre una manifiesta aversión por los telefacsímiles no siguió adelante con la lectura. Tampoco era el momento (hay que comprenderle), pero si hubiera sentido un hálito de curiosidad por lo que sucedía en el mundoy Richmond estaba en el mundo— habría leído que en la tercera página se anunciaba el comienzo de la huelga en el Hogar Aborigen.

Los ejecutivos de la ISSSCO citados por el periódico denunciaban a un tai Geoffrey Morton como instigador del movimiento huelguístico.

Geoffrey Morton en persona abrió a Elmer una de las puertas auxiliares del recinto. Tras él vigilaban, sumariamente armados, unos cuantos hombres, todos jóvenes, todos fuertes.

—¿Vienen? —preguntó Morton a Elmer.

—¿Quiénes?

—¡Qué sé yo! La policía, rompehuelgas, matones de la ISSSCO...

—¿Puedes decirme qué es lo que sucede? ¿A qué viene todo esto? ¿Por qué habéis cerrado la puerta?

—¡Tenías que jser tú para no enterarte de que por fin ha estallado la huelga! ¡Vamos todos a la huelga! ¿Te das cuenta? ¡Y en todo el mundo! ¡O se acaba la ISSSCO o la ISSSCO acaba con nosotros! ¿Qué llevas ahí? ¡No me digas que todavía estás trabajando!

Gracias al peso, recordado, del maletín, Elmer Fulton pareció volver de nuevo a la realidad frente a la exaltación de Morton.

—No, no es eso.

—¡Contéstame! ¿Estás trabajando? Elmer Fulton, nada tenemos contra ti, pero aquí no queremos amarillos. Si te quedas, estás en huelga. Si quieres marcharte, aún tienes tiempo.

Elmer Fulton vio crisparse algunos puños y enrojecer el rostro de Morton. Evidentemente, o estaba borracho de sus propias palabras o fingía ante los que le rodeaban. Porque Elmer sabía que Morton no estaba hecho de la pasta de los agitadores. Era un mecánico de veinticinco años, asignado a la Sección de Transportes interiores. Le conocía desde que era un chiquillo tímido que hostigaba a hurtadillas al otro «Tango». Porque «Tango» tuvo un antecesor del mismo nombre y que murió unas Navidades de una indigestión de pasteles robados Dios sabía dónde —Morton, quiero hablar contigo. A solas. Geoffrey Morton vaciló. Sabía que su jefatura era tan reciente, como nominal. Los que eran más jóvenes y más impetuosos que él olían traiciones por todas partes. Y verdaderamente el Comité del Hogar sólo le había encargado que vigilara las puertas...

—¿Es que quieres convencerme de que renunciemos a la huelga? Si es así, pierdes el tiempo y no estoy dispuesto a que consigas hacer que lo pierda yo.

—No, no es eso, Geoffrey Morton. He dicho solamente que quiero hablarte a solas, pero no es eso, no es para lo que temes. Estoy con vosotros, estoy con la huelga y puedo ayudaros. Algunos puños se abrieron y algunos gestos se relajaron.

—Si puedes ayudarnos tenemos tanto derecho como Morton a saber de qué se trata.

El que había terciado era casi un niño. Fulton le conocía muy bien. Vestido de bufón, se metía todas las noches en un inmenso pavo de plástico que era trasladado después a la Cueva de los Tudor, donde se servían cenas medievales a los turistas de la clase A. Ya sobre la mesa el pavo, el muchacho accionaba un resorte desde su interior y saltaba al enlosado para realizar cabriolas entre los aplausos de los comensales. Por las mañanas controlaba un centenar de aspiradoras-robot que recorrían las calles desde las cuatro a las ocho. Tenía el cociente intelectual más elevado de todo el Hogar.

—Y lo sabréis. Morton os lo dirá. Confía en mí, Tim. Morton advirtió que el muchacho no había quedado satisfecho. Por un momento, Tim pareció asustado de su propia audacia. Después, se adelantó hacia Fulton. jjjorton le dio la espalda y cogió a Fulton del brazo.

—Bueno, vamos a «Hawkinn's Inn» a mi casa.

—¿Vas a ir solo, Geoffrey? —le preguntó un mozo que, evidentemente, se había autonombrado su guardaespaldas.

—Claro. Es Elmer Fulton, ¿sabes? Y sólo Elmer. Tú y los demás ocupaos de lo que pueda venir de Londres. Eso es lo que verdaderamente importa. Vamos, Elmer.

purante diez minutos caminaron en silencio por calles de pesadilla, donde se mezclaban las casas de todos los estilos y de todas las edades, ninguna de las cuales había existido cincuenta años atrás. Dejaron a su derecha una plaza enorme, tranquila, provinciana, de fuertes robles y césped falsamente descuidado, en cuyo centro unos desmañados artesanos habían hecho crecer una apariencia de jardín del Renacimiento florentino. Dejaron atrás el gótico decimonónico de la iglesia de Santa Isabel de Hungría, que entre tanto pastiche parecía una joya de autenticidad y unos minutos más tarde, entraron en la casa de Fulton, alta, inverosímilmente estrecha, entre dos casas tan altas y tan estrechas como la suya y que ya estaban deshabitadas.

Elmer tuyo que quitarse de encima a «Fred» y expulsar a «Tango» de su sillón. Morton se sentó sin ceremonia en el sillón frontero y Elmer abrió el maletín bajo sus mismas narices.

—¿Te interesa esto, Geoffrey? Geoffrey no respondió. No sabía qué decir, pero pensó lo peor. Elmer comprendió en el acto que su golpe de efecto había sido un error y cerró el maletín. Trajo cerveza y explicó a un Morton adusto y mudo lo que había hecho y por qué lo había hecho.

—Ahora eres tú quien ha de decidir. Ese dinero es para ti. para la huelga, para la gente de este Hogar y de todos los Hogares. Si lo quieres, es tuyo. Si crees que se trata de «na trampa para comprarte o comprometerte, déjalo donde está pero yo no me moveré de aquí. No huiré. Es la única prueba de que lo que te he dicho es cierto, de que no soy un esbirro de la patronal.

—Pero, Elmer... Compréndelo. Ahora te creo. Antes pensé... no sé. Sin embargo, yo no puedo decidir por mí mismo. Te acusarán, nos acusarán de haber robado ese dinero, vendrá la policía y tendrá un motivo legítimo para detenernos. Nos condenarán por ladrones.

—Te acusarán de cualquier manera, de cosas mucho más graves.

—No, mientras me mantenga dentro de la Ley.

—Geoffrey Morton, estás ciego, no te das cuenta, no quieres darte cuenta de que aquí no habrá más ley que la de la ISSSCO o la que nosotros implantemos.

Elmer Fulton, bien lo advertía él mismo, era el verdadero rebelde. Y estaba empezando a descubrir algo que jamás hubiera sospechado: que era un hombre de acción. Geoffrey Morton y los demás habían conspirado durante varios meses, dándose ánimos unos a otros, ocultando cada uno su propio miedo y ahora, cuando llegaba el momento de la decisión descubrían que, fuera de los más jóvenes, la mayoría no estaba dispuesta a llegar a nada que no fuera un acuerdo «honorable» con la ISSSCO. Nosotros aquí, vosotros allá, venga esa mano y a trabajar todos juntos, olvidándonos de antiguas querellas. Toda la ira de Morton se había evaporado a la vista de tantos billetes.

Morton no era un cobarde. Estaba haciendo el servicio militar cuando estalló la guerra entre los Estados Unidos del Mahgreb y la Federación Socialista del Sahel. Fue una guerra larga y dura, de patrullas y emboscadas, en la que se ventilaba sobre todo la explotación de los grandes hornos solares construidos con capital angloamericano. Morton ascendió a sargento en la British Expeditionary Forcé que el Gobierno de Londres envió en ayuda del Mahgreb. Supo lo que eran la sed y el miedo, el calor y la traición. Fue una guerra delimitada por la política; poseían cohetes capaces de localizar y matar a un hombre a cincuenta kilómetros de distancia, pero también tuvieron que defenderse a machetazos.

Había mandado un pelotón de lanzaminas que en un en un día podía alzar una barrera de explosivos a cien kilómetros de distancia. Cada mina era lanzada por un cohete que la dejaba caer sobre el objetivo mediante un para— caídas que aminoraba el impacto. Una vez en tierra, la mina, ya activada, ponía automáticamente en acción sus espirales perforadoras y se iba hundiendo en el suelo mientras una rueda de paletas se encargaba de cubrirla de tierra. Al llegar a medio metro de profundidad, se detenia oara siempre, aguardando a que la vibración de un motor, el peso de una rueda o la proximidad de una masa metálica la convirtieran en un infierno destructor.

Todos sabían que muchos vehículos portadores habían volado por los aires con el lanzamiento de un cohete porque las minas, demasiado complejas, eran también muy inestables. Pero Morton nunca había tenido miedo. Recibía órdenes. Las cumplía. Eso era todo.

Discutieron sin que ninguno de los dos dijera algo que no hubiera dicho antes y en el curso de la polémica Elmer Fulton, que sabía que para él no habría pacto, que su suerte estaba echada, se enteró de que la «verdadera función» se estaba representando en Bremen. En aquel mismo momento renunció a persuadir a Morton.

—Geoffrey, acabo de decidirlo. Me iré a Bremen. Allí puedo ayudar y aquí creo que sólo seré un estorbo. Pero antes de marcharme quiero hacer un trato contigo.

—Veamos —repuso Geoffrey, que aún temía una nueva ofensiva dialéctica de Fulton.

—Quiero que alguien se cuide de mi perro «Fred», de mi gato «Tango» y de mis rosas. Hasta que yo vuelva... si es que vuelvo, lo que, vistas las circunstancias, me parece muy dudoso. Y si no regreso ni existe nadie que pueda quedarse con ellos, que alguien se ocupe de hacerlos desaparecer. Sin dolor. Bueno: al perro y al gato, porque a los rosales... Además, Geoffrey, tú sabes que he nacido aquí, que quiero también a Richmond... Voy a dejarte un millón de libras esterlinas para la huelga del Hogar. Partamos la diferencia... y el dinero.

—¿Estás loco? Ya te he dicho que no puedo aceptar ese dinero. Ni dos millones, ni un millón, ni una sola libra.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Es un dinero robado.

—Robado por mí, no por ti. ¿Y cuánto nos ha robado la ISSSCO? ¿Cuánto te robó a ti? ¿Eres tan desmemoriado que ya no te acuerdas de tu padre, vestido de mamarracho, tosiendo todas las noches a la puerta del «Wolsey's» hasta que se lo llevó la bronquitis? El ladrón soy yo y yo responderé del robo de los dos millones de libras. Si aquí dejo un millón...

—Se sabrá. Tarde o temprano, pero se sabrá.

—No tiene por qué saberse. Ni a nadie le importa. La ISSSCO buscará un culpable y ese culpable seré yo. Y yo no voy a decir nada. Mira, Geoffrey, sabes que nunca he tomado una decisión apresurada ni una decisión a medias. Cuando me resolví a hacer esto, decidí también que no caería nunca vivo en manos de la ISSSCO o de la policía de ningún país del mundo. A mí nadie podrá preguntarme qué he hecho con los dos millones de libras esterlinas. Por otra parte, ¿cómo crees, además, que soportaréis la huelga? ¿Sabes lo que es una caja de resistencia?

—Si, la tenemos.

—¿Cuánto tiempo calculas que podréis aguantar con sus fondos?

—Ocho, nueve días.

—La ISSSCO aguardaría años para poneros de rodillas. Y ten en cuenta que cuando os llegue la hora de apretarse el cinturón, muchos empezarán a flaquear. Con lo que hay aquí tienes para una buena temporada. ¿O quieres que trate con los otros? ¿Prefieres que salga afuera y debata la cuestión en asamblea?

—No, no, eso no. Aceptarían. Han perdido el sentido de la medida. Hay gente dispuesta a marchar sobre las oficinas de Londres. Y algunos tipos querían secuestrar a unos turistas antes de que empezara la huelga. Por favor, Elmer, no trates con ellos. Los que pretendemos poner un poco de orden y cautela en este movimiento nos veríamos desbordados.

—Entonces, decide tú: o el millón o la asamblea.

Geoffrey Morton, aprendiz de revolucionario, agachó la cabeza en señal de asentimiento.

^Quiero también algo a cambio. ¡Pobre Morton! No penses que te voy a dar un millón por nada. Tienes que proporcionarme un medio de llegar hasta Bremen.

—Puedo llevarte en mi coche hasta Heathrow. Allí tomarás un avión.

—Nunca saldría de Heathrow como no fuera entre las carras de la ISSSCO. Heathrow, New Gatwick, cualquier aeropuerto son ahora una trampa para mí. Necesito un medio de transporte «sólo para Elmer Fulton» —y sonrió irónicamente a Morton—, ya te he dicho que esas libras no constituyen un regalo... pero desde luego son bastantes para cubrir holgadamente todos los gastos.

No esperó a que le respondiera Morton. Trajo una bolsa de viaje y guardó allí el millón de libras que se quedaría en el Hogar. Geoffrey Morton le veía hacer, en silencio, todavía asustado a la vista de tanto dinero. Salieron juntos. Elmer, con su maletín; Geoffrey, con la bolsa hinchada de fajos. Desde el alféizar de una ventana «Tango», que dormitaba, insensible al vértigo, les vio salir. Pareció extrañado de que Fulton, sin «Fred» abandonara la casa a semejante hora. Cerró los ojos y tornó a dormirse junto al vacío.

Media hora más tarde, con un levísimo susurro, un blanco aerodeslizador descendía por el Támesis a casi cien kilómetros por hora. Dentro de la cabina el ruido era aún más imperceptible. El piloto y el propio Fulton se hubieran sentido sorprendidos si alguien les hubiese explicado que muchísimos años atrás, cuando aún no se conocían los motores solares, los aerodeslizadores, grandes o pequeños, eran unos vehículos sumamente ruidosos.

El «hovercraft» que había recogido a Fulton en Rich— mond a poco de que Geoffrey Morton hablara con uno de los individuos que montaban guardia permanente junto a la entrada del recinto, dejaba atrás puente tras puente. El Piloto no miraba ante sí sino a la gran pantalla de radar, cuyo verde resplandor iluminaba débilmente las caras de los dos hombres que apenas habían cruzado unas palabras desde que el vehículo se puso en marcha junto al puente de Enrique VII. Los faros del aerodeslizador no habían sido encendidos. En ese tramo del río, la señalización electrónica los había tornado inútiles.

Pero, aunque invisible desde las orillas, el aerodeslizador había sido ya detectado por el radar de la policía. Sobre el puente de la Torre un foco rojo e intermitente avisó al vehículo que debería detenerse en aquel punto. Y, por si no respetaba la orden, junto a uno de los estribos, dos «hovercrafts» de la patrulla fluvial estaban ya preparados para dar caza a aquel aerodeslizador que estaba sobrepasando la velocidad permitida.

Pero el piloto de Richmond oprimió entonces un botón del tablero de instrumentos y casi inmediatamente el foco rojo se tomó verde para apagarse después. Los aerodesli— zadores que aguardaban se dieron media vuelta. Tenían paso libre para descender por el río a aquella velocidad. Fulton, un tanto sorprendido, aunque nunca le habían entusiasmado ni interesado los trucos de la electrónica, se volvió hacia el piloto, interrogándole con la mirada y éste le señaló hacia sus espaldas. Fulton se volvió dificultosamente y distinguió la camilla vacía.

—Este botón sirve para advertir a la patrulla fluvial que esto es una ambulancia y que se trata de un caso urgente.

El viaje río abajo fue monótono y rápido. Cerca ya de la entrada del estuario y cuando se divisaban a la izquierda las luces de Southend on Sea, el aerodeslizador se aproximó a la orilla de ese lado al tiempo que reducía su velocidad.

El piloto encendió entonces un foco giratorio situado sobre el techo de la cabina y el haz de luz barrió la margen del Támesis. Buscaba, evidentemente, un lugar despejado para abandonar las aguas. Cuando lo halló, el «hovercraft» dejó atrás el río y ascendió por unas tierras estériles hasta alcanzar una carretera o lo que en otros tiempos fue una carretera.

Pero el conductor no prestó atención, ni había por qué, a los numerosos baches que ocupaban casi la cuarta parte de su agrietada superficie. De cualquier manera ésta era bastante regular como para que el aerodeslizador retornara a los cien kilómetros por hora. Más allá del foco, que permanecía encendido, no se distinguía absolutamente nada.

parecía un viaje a ninguna parte, un sueño sin sentido y sin fin entre una neblina ligera. El mundo concluía en las ventanillas de la estrecha cabina. Al otro lado ni un árbol, ni una casa, nada, permitía advertir la realidad del movimiento. Elmer Fulton pensó que si el aerodeslizador estuviera inmóvil sobre su cama de aire a presión no advertiría la más ligera diferencia.

A Elmer Fulton el juego de luces y de tensiones ante el puente de la Torre le había permitido olvidarse de su propia aventura personal. Ahora la nueva monotonía del viaje le empujaba a encerrarse en si mismo: ¿Qué haría «Fred» en aquellos momentos? ¿Se sentiría verdaderamente a gusto «Tango»? Las rosas le preocupaban menos. La noche era casi tibia y lloviznaba ligeramente. El intuía que las rosas necesitaban más que una determinada temperatura y una humedad precisa para sentirse felices, que quizá querían sentir la suave pisada de sus zapatillas en la tierra próxima, la mirada satisfecha e incluso las palabras de aliento que, a veces, se le escapaban ante un rosal, pero era consciente de la incomunicación de su cariño.

Fulton vio llegar la curva porque el piloto no había apagado el foco y pensó que si era tan cerrada como se le antojaba, los cien kilómetros por hora concluirían muy pronto en una catástrofe. Pero el piloto no aminoró la marcha y cuando llegó el «hovercraft» a aquel recodo el vehículo prosiguió en línea recta, tras una seca sacudida sobre la cuneta. Ahora corrían sobre un prado y Elmer se preguntó dónde estaría la próxima cerca. Estaba allí pero, evidentemente, el piloto lo sabía porque antes de que se hubiera hecho visible (el radar no podía apreciar semejante desnivel) había reducido la marcha a unos modestísimos cuarenta kilómetros por hora y elevado el «hovercraft» a dos metros del suelo. Ahora su desplazamiento era menos seguro, pero de cualquier manera salvaron la cerca y casi inmediatamente se encontraron en una zona pantanosa. El piloto redujo a cero la velocidad, el «hovercraft» osciló en el aire y luego, cuando el piloto paró el motor, descendió hasta tierra.

—Hemos llegado. ¡Salga!

Elmer abrió la portezuela y bajó al suelo para hundirse en barro hasta el tobillo. Se volvió hacia el piloto, pero éste cerró la portezuela desde dentro. Alzó la mano y Elmer creyó que sería un signo de saludo pero tan sólo se trataba de indicarle perentoriamente que se alejara del vehículo. Chapoteó en el barro maloliente y cuando quiso apercibirse, el «hovercraft», casi en silencio, había desaparecido de su vista.

Se preguntó si todo aquello no seria una manera de deshacerse de su molesta persona, pero después juzgó que en ese trance no le habrían dejado con un millón de libras.

¿Qué podía hacer ahora? No sabía dónde estaba ni la dirección que debería tomar. Y Elmer Fulton, con su maletín en la mano, aguardó pacientemente quince minutos, sin atreverse a pensar que había caído en una trampa.

—¿Cómo se le ha ocurrido quedarse ahí?

La voz parecía muy próxima. Elmer optó por no responder y acercarse. Apenas había dado unos pasos, comprendió que la voz, fuera de quien fuese, tenía razón. Porque había permanecido en terreno profundamente enfangado a sólo dos metros de una tierra dura y seca.

Antes de distinguir al hombre que le había hablado, vio la silueta del avión. Era muy pequeño y la figura del desconocido empequeñecía aún más la aeronave.

—Métase dentro.

Elmer Fulton obedeció, consciente de que embarraría la cabina, pero se dijo que no era momento para disculparse. Se acomodó en el único asiento y el íombre, del que sólo podía distinguir unos brazos delgados y un rostro caballuno, le ayudó a colocarse una maraña de correas que sujetaron su cuerpo al asiento. Después, ese mismo individuo accionó varios mandos, manipuló en un breve teclado situado entre los diales e instruyó a Elmer:

—Cuando yo cierre la portezuela oprima ese botón. No se preocupe de más y el avión le dejará cerca de Bremen. Al llegar a tierra le estarán esperando. Salga y torne a oprimir ese botón. Bremen se encargará de dirigir el aparato en ambos trayectos, pero si algo fuera mal o se le ordenara que abandonase el avión, tire hacia si de la palanca roja y luego de la verde.

Cerró la portezuela y se perdió en la oscuridad. Fulton hizo lo que le habian indicado y el avión comenzó a elevarse verticalmente. A medida que tomaba altura divisaba las luces de Southend on Sea. Después, ya más arriba, distinguió la inmensa extensión luminosa de Londres, reflejada en las nubes bajas. Más tarde el avión en vuelo oblicuo penetró entre éstas y puso rumbo a Bremen. Fulton sacó su pipa y la cargó de tabaco. El humo pronto llenó el reducido espacio de la cabina. Evidentemente, el sistema de renovación del aire no estaba concebido para aquella cachimba, pero Elmer siguió fumando. El humo no le impedía ver nada porque más allá de los cristales no había nada. El avión volaba entre nubes bajas, a veces casi al ras del agua. Era el mejor sistema para hurtarse a la detección o, al menos, para que ésta fuese discontinua.

*

Aquel día había resultado agotador para Inge Sáuber. Conocía Bremen como la palma de la mano, pero había tenido que dar mil vueltas para ir de un lado para otro, burlando las patrullas de la policía, los controles montados en las calles más céntricas, los incendios provocados por los activistas de Miguel Gori y los grupos del «Freikorps», creado casi de la nada por Ludwig Buschwitz.

Estos últimos eran los peores. La policía detenía sistemáticamente a todo miembro del Hogar Aborigen que no pudiera demostrar en el acto que se hallaba fuera de servicio (porque, naturalmente, la huelga era ya ilegal para todos los efectos). Pero los individuos del «Freikorps», entre los que no faltaban miembros del Hogar, se limitaban a asesinar a los sospechosos en una calleja próxima, a una prudente distancia de las unidades policiales, que dejaban hacer siempre que el «Freikorps» actuara con una cierta discreción y mientras que los medios informativos siguieran refiriéndose a «ajustes de cuentas» entre partida— ríos y adversarios de la huelga.

Los huelguistas no podían contar con el teléfono o la radio para coordinar sus actividades, para alertar a grupos en peligro y para disuadir a los más violentos, empujados más que controlados por Miguel Gori. Tuvieron que recurrir a enlaces dispuestos a jugarse la vida o la libertad. Hacia una semana que Inge Sáuber se había.presentado voluntaria para realizar esa misión.

No sabia muy bien por qué, pero estaba resuelta a proseguir hasta que dejara de ser necesaria y decidida a no ser torturada por la policía o asesinada por el «Freikorps». Para eso contaba con una cápsula de cianuro de potasio que sabría utilizar si llegaba la ocasión.

Del Weser, muy próximo, llegaba una brisa suave y húmeda. Más allá se distinguía el resplandor, ahora menguado, de las luces de Bremen. Inge había dejado su motocicleta al borde del prado y miraba sin ver la negrura del cielo.

Se dijo que era inútil puesto que el avión llegaría sin luces de situación y que sólo en el último momento podría distinguir su silueta. No sabía cómo sería el hombre al que aguardaba y para distraer la espera trató de imaginársele. Probablemente se trataría del emisario de alguno de los Hogares. ¿O sería quizá un terrorista, un hombre dispuesto a todo? En cualquier caso, tendría que tratarse de alguien decisivo para lo que estaba sucediendo en Bremen.

Y no porque ella estuviese allí. Inge, al fin y al cabo, era sólo un enlace. Tendría que llevarle con su motocicleta hasta una casa del otro extremo de la ciudad y allí, verosímilmente, otro enlace se encargaría de trasladar al recién llegado hasta el refugio del Consejo de Resistencia. La presunción era obvia. Si Inge y su pasajero eran capturados jamás podrían revelar dónde se hallaba escondido el Consejo.

Inge habla cumplido ya los treinta y cinco años y hacia cinco que se esforzaba en vivir como una máquina, sin pensar más que en la tarea cotidiana, en la pequeña obra bien hecha. Ahora la huelga, con sus peligros, le había devuelto el entusiasmo por la vida y el amor por su propio cuerpo. Respiraba satisfecha el aire húmedo y experimentaba una rara satisfacción al sentir bajo sus pisadas la hierba jugosa.

Cinco años ya. Al principio, los primeros días, todo parecía igual. «Sabia» que Hermann se había suicidado porque su cerebro no pudo resistir la tensión del trabajo en una central de energía teleportada, porque todas las computadoras del mundo no podían evitar que un día cometiera un error y que el chorro energético que él enviaba desde Catania se desviara unos minutos de grado y aniquilara toda una ciudad. Pero allí estaba todavía su villa siciliana como si Hermann fuera a volver de un momento a otro.

Lo peor vino después. Cuando regresó a Alemania y la ausencia de Hermann se tornó lacerante, cuando empezó a preguntarse si ella no era culpable (¿totalmente culpable, en parte culpable?) de la muerte de Hermann. No había querido tener hijos (por lo menos en los primeros años); se había dejado obsesionar por su trabajo (en el servicio de arqueología submarina) y no había quebrado los largos silencios de Hermann cuando regresaba a casa. («Sabia que estaba preocupado, pero él nunca me dijo nada y creí que sería mejor no importunarle, dejar que él resolviera sus problemas sin que yo interviniera o esperar a que recurriera a mi.»)

Después, el tiempo y las necesidades más perentorias acolcharon su sentimiento de culpabilidad. En Alemania, en su propia tierra, no había trabajo para su especialidad ni posibilidades de hallarlo. De tumbo en tumbo, como podía haber concluido en un Eros Center de St. Pauli, acabó en el Hogar Aborigen de Bremen. Al fin y al cabo era alta, rubia y sus ojos eran azules.

Sí, el hombre al que esperaba —ella, que no había esperado a ningún hombre desde hacía cinco años— tendría que ser alguien importante. Porque por un don nadie no estarían ahora jugándose la libertad dos especialistas del control automático de vuelos intereuropeos, que se encargarían de conducir el miniavión hasta aquel prado y hacerlo regresar vacío a su punto de procedencia,

Cinco años de voluntaria soledad. Cinco años para olvidar un inolvidable pasado; sin una amistad, sin un hombre, recluida en sí misma y cada vez mejor adaptada a la cárcel, que ella misma se había construido. ¿Por qué estaba allí, esperando a que llegara un desconocido? ¿Por qué se había unido hacia unas semanas al movimiento clandestino que preparaba la huelga? ¿Por buscar tal vez un sentido a una vida que carecía de objetivo? ¿Por tedio? ¿Por el deseo de autocastigarse corriendo unos riesgos cada vez más grandes?

No lo sabía pero se sentía a gusto aquella noche, en aquella oscuridad. Se sentó en el suelo, juntó sus manos sobre las rodillas y pensó que si aquello no era la paz que había estado buscando, era, al menos, el camino para encontrarla. Y entonces, antes de percibir ningún sonido vio la masa, negra y minúscula, que se dibujaba sobre un fondo de estrellas.

Se alzó al instante y corrió hacia el lugar sobre el que ya descendía el avión. Sus ruedas se hundieron levemente sobre la hierba y el susurro de su motor solar se transformó en un leve silbido que se extinguió muy pronto.

Inge se quedó inmóvil y silenciosa ante el avión inmóvil y silencioso como si hubiese estado allí desde el principio del tiempo. Después oyó el chasquido de la portezuela y una sombra se dejó caer al suelo.

Era un hombre, alto y encorvado, quizá más encorvado porque salía de aquella cabina. Se quedó frente a ella sin decir una palabra. Después, cansado y aturdido, acertó a balbucear unas palabras banales, como si aquella situación fuera absolutamente banal:

- Wie geht es Ihnen? Ich freue mich, Sie zu sehen. El acento era tan horrible y las palabras tan fuera de lugar que Inge sonrió por primera vez en mucho tiempo. —No se preocupe. Puedo entenderle. Venga conmigo.

Comenzó a caminar al lado de Inge y ella pensó que tenía que ser alguien tan importante como para permitirse el lujo de no ser precavido. Aquello podía ser una trampa pero él en ningún momento se mostró receloso.

—Me llamo Elmer Fulton...

—No era necesario que me lo dijese. No me diga nada de usted. No quiero saberlo porque así es más seguro. Por la misma razón no le diré nada de mí.

—Si usted lo prefiere. Jamás imaginé que estarían así las cosas.

—Aún no ha llegado a Bremen. Ya verá, ya le dirán.

—¿Y el avión?

—Mire, allá va.

Elmer se volvió para distinguir la sombra que se alzaba a una veintena de pasos.

—¿Vuelve?

—Sí.

—¿Y nosotros?

—Hemos de andar un poco.

A veces, caminando por aquel prado él o ella tropezaban y sus hombros se unían por un instante. Inge redescubrió de repente que era agradable tropezar con un hombre, con aquel hombre.

Pero Elmer Fulton no parecía haberse apercibido. Tal vez había olvidado hacia muchísimo tiempo lo que era caminar junto a una mujer por un prado a la luz de las estrellas. Tal vez estaba simplemente cansado. Sin embargo, le hubiera gustado hablar con aquella mujer. Sencillamente, no se atrevía. «Nada de usted, nada de mí.» ¿Pues de qué iban a hablar los dos solos en plena oscuridad?

—Déme la mano.

—¿Qué sucede?

—Nada, hombre. Es que hay que bajar hasta un arroyo y conozco el camino.

Era muy cálida. Elmer se preguntó cuánto tiempo hacía que no tenía entre una de las suyas, por más tiempo que el de un formulario saludo, la mano de una mujer. Algo se encendió en él. De repente descubrió que se sentía contento.

Cruzaron el arroyo y la mano se desasió sin premura. Elmer experimentó su ausencia pero como ahora el terreno se remontaba, aplicó todas sus energias al esfuerzo físico y sólo muy allá dentro su mano siguió pidiendo otra mano.

Estaban en la cuneta de un viejo camino. Y en la cuneta, entre matorrales había escondido Inge la motocicleta. Era pesada, muy pesada, pero por fin la enderezaron entre los dos. Inge empuñó los mandos y le dijo:

—Venga. Súbase.

¿Es que ella no había notado que en la otra mano llevaba el maletín.

—¿Y esto?

Ahora lo vio. Lo cogió y cuando lo colocó en la rejilla anterior no pudo evitar decir:

—¡Cómo pesa! ¿Qué trae usted aquí? ¿Piedras?

Casi inmediatamente se arrepintió de haber preguntado nada.

A Elmer le divirtió la pregunta. A Elmer le divirtió aún más su propia respuesta.

—No. Sólo un millón de libras esterlinas.

—¡Cállese! ¡Ya le he dicho que no quiero saber nada.

Pero sujetó con más cuidado el maletín en la rejilla.

—¡Hala! ¿Qué espera?

Se sentó en el mismo asiento tras ella y dejó caer las manos a lo largo de su cuerpo. Inge había esperado sentirlas sobre su cintura y arrancar de un salto, pero puesto que lo prefería así puso en marcha la moto con una lentitud desesperante. Después ajustó la manija de la aceleración para que el vehículo alcanzara progresivamente los ciento cincuenta kilómetros por hora.

Mientras la moto aceleraba poco a poco se dijo que «necesitaban» esa velocidad, que no podían permitirse el lujo de convertirse en blanco de un tirador del «Freikorps» apostado a la entrada de Bremen. Pero no era sincera consigo misma y lo sabía. Inge necesitaba también las manos de aquel hombre en su cintura y su cuerpo pegado al suyo.

Elmer se resistió tanto como pudo pero un bache que estuvo a punto de arrojarle de la moto le hizo olvidarse de todas las inhibiciones. Cuando entraron en Bremen eran dos cuerpos plácidamente unidos, carne con carne, como si no existieran sus ropas ni el frío de la velocidad.

Inge conducía sin luces, entre callejas mal iluminadas para burlar las barreras policiacas. Frenaba y aceleraba para no ofrecer jamás un blanco. Elmer, sin gafas protectoras, lagrimeando, se preguntaba si no habían pasado cien veces por las mismas callejas.

Y al final vieron el resplandor rojizo.

para Elmer aquellas lejanas llamas al final de una avenida eran sólo un incendio. Para Inge eran la aurora de una catástrofe. Paró la moto y la ocultó entre las sombras de un raquítico jardincillo. Descolgó de su pecho los prismáticos y contempló la escena.

La casa ardía por cuatro o cinco puntos a la vez. No hacía falta ser un experto para comprender que el fuego había prendido simultáneamente en varios lugares. Junto a la casa, en la explanada se agolpaban las plataformas volantes de los bomberos. Y los bomberos esperaban pacientemente a que concluyera el fuego.

Frente a la entrada principal yacían, amontonados, muebles y enseres arrojados visiblemente desde los balcones a juzgar por su estado. Y el fuego de esta pira, más que el auténtico incendio de la casa era el que iluminaba ios cadáveres —¿seis, siete?— que colgaban de los árboles de la explanada. Unos hombres uniformados de negro y rojo —los hombres del «Freikorps»— montaban guardia.

—Vámonos.

—¿Qué ha pasado?

—Lo peor. Ahora no tengo tiempo de decirle más. Vámonos cuanto antes.

Reanudaron la carrera por las calles. Elmer tornó a pensar que estaban recorriendo más de una vez los mismos trechos. Y ahora acertaba porque Inge no sabía qué hacer con aquel hombre ni con ella misma.

Tenía que haber entregado al inglés a quienes ahora colgaban ahorcados de los árboles, en aquella casa que ahora ardía por los cuatro costados. El «Freikorps», era evidente, había descubierto el escondrijo y la policía, como de costumbre, dejaba hacer.

¡ Pero ella no sabía a dónde pensaban enviar las victimas del «Freikorps» al hombre llegado de Inglaterra! Suponia que le llevarían al lugar donde estuviese oculto el Consejo de Resistencia. ¿Pero dónde estaría ese lugar?

Tampoco podía arriesgarse a conducirle a su propia casa, en el Hogar Aborigen. Si conseguía llegar hasta allá, las barreras de la policía les detendrían a la entrada del recinto de residentes. Sólo quedaba una solución: la casa de Freching.

En realidad, apenas era una casa. Poco más que una cabaña donde pasaba los fines de semana Karoline. Cuando se marchó a Francfort, hacía dos meses, Karoline le dejó las llaves y le dijo que la utilizara cuanto quisiera. Naturalmente, no llevaba las llaves consigo, pero podrían entrar por una ventana. Lo difícil sería llegar hasta allí. Tendría que decírselo al inglés. Tenía derecho a saber que iba a jugarse la vida.

Aminoró un tanto la marcha de la moto y volvió la cabeza hacia él.

—Sólo tengo un refugio para usted. Pero hay que salvar un control de carretera. Pueden matarnos, pero me parece que es la única posibilidad.

—¡Adelante y suerte! —replicó Fulton.

Desde aquella mañana empezaba a encontrar un raro gusto a su vida. Era un sabor agradable. Se sentía rejuvenecido desde que no le abandonaba la sensación de peligro. Jamás había sabido lo que era aquello y descubrió qúe por nada del mundo querría volver a vivir su antigua vida.

Carretera adelante, ya fuera de Bremen, distinguió las barreras. Sabía que estaban escalonadas. Los focos iluminaban como si fuera de día medio kilómetro de pista.

—Agárrese bien.

Lanzó la moto por campo abierto. Creía recordar aquellos parajes como relativamente llanos. No había trincheras ni curso de agua pero a aquella velocidad la moto saltaba como si estuviera endemoniada.

Sin embargo, no podía ir más despacio. Su salvación, si la lograba, sería cosa de segundos. Para entonces ya les habría localizado el radar de la policía y muy pronto barre— flan el terreno los visores de infrarrojos. En cuanto les sorprendieran entrarían en acción los paralizadores.

Campo a través había llegado ya a la altura de la barrera. Distinguía perfectamente la agitación de los guardias que se lanzaban a sus motos. Así pues, si escapaban a los paralizadores tendrían que enfrentarse a la persecución en carretera. Y las motos de Frank eran más rápidas que la suya.

Pasaron dos minutos. Inge comprendió que ya había salvado el peligro de los paralizadores. Estaba fuera de su radio de acción y del alcance de su radar de rastreo. Paró la moto y se dejó caer en la hierba. Se hallaba agotada. Elmer se sentó a su lado y le preguntó con su tono más flemático:

—Perdone, ¿puede explicarme lo que está sucediendo?

Inge se lo contó todo. Le habló del «Freikorps», de la imposibilidad de llevarle al lugar a donde en principio estaba destinado, de la casita de Karoline, que era una amiga suya, que trabajaba en una Compañía de Seguros, de la barrera policiaca.

—Ahora nos quedaremos aquí varias horas mientras patrullan la carretera. No se atreverán a lanzarse a ciegas por campo abierto y, como les conozco, sé que no denunciarán a la Jefatura nuestra presencia porque eso significaría reconocer que habían sido engañados. Dentro de unas horas nos podremos marchar tranquilamente.

—Creo que ahora debo seguir explicándole lo que empezaba a contar cuando desembarqué. Había empezado por decirle que me llamaba Elmer Fulton...

Habló largo rato, sin que Inge le interrumpiera. Después, rememorando aquella noche, Elmer Fulton pensó que jamás había hablado tapto tiempo en toda su vida. Empezó por contarle su aventura pero, quizá para justificarse, tuvo que hablarle de su entorno y éste, naturalmente, no se justificaba sin su vida. No omitió ningún detalle, ni siquiera los que fueron más dolorosos pero ya no lo eran. Cuando calló, su silueta empezaba a recortarse con más claridad. A su espalda una raya de luz se insinuaba en el horizonte. —Adelante —dijo Inge—, está amaneciendo. Se levantaron. La moto brillaba, tumbada sobre la hierba, a diez metros de ellos. Sólo diez metros. Inge se cogió de su brazo y juntos recorrieron ese corto trecho. En silencio.

Elmer Fulton no podia saber que a aquellas horas se había convertido en el hombre más buscado del mundo, que su fotografía había aparecido ya en las videopantallas de todos los taxis del planeta, que la ISSSCO había ofrecido 10.000 libras por su captura y que Miguel Gori, más enfurecido que nunca, insultaba a los hombres que hubieran debido conseguir que a esas horas Elmer Fulton y sobre todo su maletín estuvieran a buen recaudo.

Todo empezó unas horas antes, en el mismo instante en que Fulton volvió a Richmond. Zachary hubiera querido avisar con tiempo, pero tuvo que elegir entre informarse de lo que hacía Fulton y llamar a Londres. Optó por seguir a Fulton. Le intrigaba el deseo de éste de hablar a solas con Morton y había visto llegar a Fulton porque formaba parte de los piquetes de vigilancia. Le interesaba sobre todo el maletín que traía.

Zachary Gance era un chivato. Podía entrar en cualquier lugar del Hogar Aborigen porque para eso pertenecía al Departamento de inspección y control de obras. Estaba, pues, autorizado a revisar el funcionamiento de un grifo o la carga de un extintor, las representaciones tridimensionales de Hampton Court y las tomas de fuerza para las naumaquias del Támesis. Tenía veintisiete años y hacia tres que desempeñaba además el oficio de delator. A la ISSSCO le interesaba todo lo que pudiera suceder en Richmond. Seguiría realizando su doble tarea un par de años más. Después resultaría sospechoso. Normalmente tendría que ser ascendido —pero su eficacia como delator disminuiría si tuviese que permanecer recluido en un despacho— y si no lo era todo el mundo se preguntaría por qué.

Dentro de dos años, si todo iba bien, Zachary Gance se convertiría en míster Gance, Supervisor General de algún modesto centro de vacaciones de la ISSSCO (tenía la promesa escrita y bien guardada de que así seria). De esta manera se abriría camino hacia la emancipación en el propio seno de la ISSSCO. Empezaría una carrera que le llevaría muy, muy lejos...

Con un poco de suerte esos dos años iban a convertirse ahora en un par de semanas. La huelga le obligaría a «quemarse» como delator pero la ocasión —ya se lo habían dicho— lo exigía.

Llamó a Londres en cuanto vio partir a Fulton. Media hora más tarde Londres empezó a atar cabos y tras una consulta con Nueva York solicitó de las computadoras bancarias información sobre las cuentas de la ISSSCO. El paso siguiente fue más largo. Media docena de hombres, a veces por teléfono, a veces mediante visita personal, desenmarañaron los hilos de la madeja y averiguaron que Elmer había llegado al Hogar Aborigen con dos millones de libras que eran propiedad de la ISSSCO.

Gance no había abandonado su emisora. Cuando le llamaron para averiguar con quién se había reunido Fulton antes de partir dio el nombre de Morton. Afortunadamente para éste Gance no habia visto en la oscuridad la bolsa de viaje; insistió ante Londres en que Fulton subió al aerodeslizador con un maletín del que no quería separarse.

Geoffrey Morton fue interrogado a conciencia. Bastaron diez minutos para que confesara... parte de la verdad. Sí, Elmer Fulton había robado dos millones de libras, pretendía esconderlas en el Hogar, pero él no lo consintió. Por eso se fue en el aerodeslizador... bien..., lo diré también, fue a Bremen... No sé cómo.

A Gance no le complacieron aquellas respuestas y suponía que Morton había dispuesto el viaje y avisado a los aborígenes de Bremen la llegada de Fulton, como sucedió realmente, pero los agentes de la ISSSCO estaban obsesionados por los dos millones de libras esterlinas e insistieron en que les acompañara a Londres. Naturalmente, ya no le era posible permanecer un minuto más en el Hogar. Fuera de allí Zachary Gance no podía averiguar nada, no podía hacer nada, había dejado de ser útil a la ISSSCO. Era, pues, llegado el momento de que la ISSSCO le resultara útil a él.

En Londres importunó lo indecible para que se le recompensara. Zachary Gance había estudiado cibernética, no sabía Historia e ignoraba por tanto que Roma no paga traidores. Cuando se insolentó y explicó que tenia una promesa por escrito le pidieron que la mostrara. Respondió cándidamente que la tenía bien guardada... en el Hogar, que no había podido llevarla consigo ante la precipitación de la huida.

Le replicaron que los agentes de la ISSSCO se encargarían de recuperar aquel documento si les decía dónde lo guardaba y que, una vez en su poder, podían optar por romperlo (con lo que el compromiso quedaba roto) o por entregárselo a los huelguistas para que supieran quién era Zachary Gance (¡y Richmond está tan cerca de Londres!).

Hay que explicar qué fue de Zachary Gance porque no es probable que nadie vuelva a topárselo cualquier día. Efectivamente, y tal como deseaba fue nombrado Supervisor General. Bueno, donde está puede llamarse así o como prefiera porque no hay otro ser humano en varios centenares de kilómetros a la redonda. Vive (¿vive?) en la American Highland, entre la Tierra de Wilkes y la Tierra de Enderby, sí, en la Antártida.

La ISSSCO supo sacar provecho de sus conocimientos de cibernética. Zachary es amo y señor de una tribu de excavadoras automáticas, de grúas que saben hacer su trabajo y de trenes de vagonetas que conocen dónde y cuándo tienen que detenerse. Zachary Gance pasa su tiempo bajo tierra, en una cabina de control que es al mismo tiempo su residencia. Cada seis meses un avión monstruoso se posa muy cerca y llena su panza con la car— notita que han extraído las máquinas de Zachary.

Gance sube también al avión y se traslada a Kerguelen, donde está la planta industrial que convierte la carnotita en vanadio. Tiene derecho a una semana de vacaciones. Toda una delicia en una isla donde jamás creció un árbol y que se llamó antes de la Desolación. A la semana un helicóptero le devuelve a su pequeño reino de la American Higland con una resaca monumental y la cartera vacía (las dos prostitutas de Kerguelen son implacables en ese punto y la esperanza de que alguna vez le dejen un solo billete jamás se ha visto cumplida).

*

Al tercer día en Freching, Elmer se decidió a poner las cosas en claro. Acababan de comer. El sol entraba por una ventana e iluminaba la yacija donde Elmer pasaba las noches. Inge ya se había incorporado para llevar platos y vasos y cubiertos al fregadero, pero esta vez Elmer no se levantó para ayudarla. La tomó de la mano.

—Por favor, Inge, siéntate. Tenemos que hablar.

—¿Hablar? ¿Pero no nos pasamos hablando todo el día?

—Precisamente por eso. Tenemos que hablar, pero no como hasta ahora. Hemos pasado tres días aquí. Nos cono¬cemos como si hubiéramos vivido juntos toda la vida, pero no hacemos más que esperar. Esperar, ¿qué? No sabemos nada de lo que sucede en Bremen y no hemos resuelto qué tenemos que hacer.

—¿Te refieres a tu maletín, al dinero?

—Me refiero al maletín pero antes que a todo eso, me refiero a ti y a mí. Es difícil decirte esto pero tengo que decirlo. Ya sé que después nada será lo mismo y que puede que sea peor, pero he de hacerlo.

—¡ Elmer!

—No te asustes. Sólo quiero decirte que deseo vivir contigo el resto de mi vida. Anoche, cuando te ibas a la alcoba estuve a punto de decírtelo pero, verás, hubiera sido más fácil y también menos claro que ahora.

Encendió un apestoso puro indonesio e Inge tendió sus manos hacia su diestra.

—No, Inge, esto tiene que solucionarse tan desapasionadamente como nos sea posible. Yo no soy joven, no tengo un medio de trabajo y soy perseguido. Para mí hay alg0 fuera de cuestión: prometí entregar ese dinero del maletín Después, nada me ata a esa revuelta de los Hogares.

Ya está. Ya lo había dicho. Inge sonreía. Con todo el aplomo del mundo, con una seguridad que hacía siglos que no sentía, acercó su silla a la de Elmer.

—Elmer, ¿te das cuenta de que acabas de declararte? Dio una gran chupada al cigarro. Inge lo cogió entre sus dedos y lo lanzó limpiamente a la apagada chimenea. Después acercó sus labios y le besó y se dejó besar. Una, otra y otra vez.

Al día siguiente arreglaron la casa (no fue preciso poner en orden la yacija en la que nadie había dormido) y se fueron andando al Centro Comunal de comunicaciones. Fue un paseo entre casitas de campo y huertas bien henchidas de matas.

El edificio, pomposamente denominado Centro Comunal de comunicaciones era poco más que una barraca con diversos cubículos, desde los que cada usuario podía ponerse en contacto automático sólo con los residentes de Bremen.

Inge tecleó muchos teléfonos. Los más no respondieron a la llamada. En otros fue ella, al no reconocer la cara de la pantalla, quien se limitó a interrumpir la comunicación. Cuando ya Elmer desesperaba de que aquello fuera a servir para algo apareció la imagen de un muchacho rubio, cuyo ojo derecho había sufrido, evidentemente, algún contratiempo, a juzgar por la tumefacción. Pero Elmer se sintió celoso de su sonrisa a Inge y de que Inge se la devolviera.

—Hola. Hacía varios días que no sabía nada de ti.

—No pude ir.

Inge tiró del brazo de Elmer para que también el muchacho pudiera verle. —¿Es él?

—Sí.

Sin decir palabra, Inge tomó el maletín de manos de Elmer y dejó que lo viera su comunicante.

—¿Cuándo?

—Cuanto antes, mejor. Estoy en casa de mi amiga Karoline. Pregunta la dirección a Gustav.

—Antes de media hora.

—Una condición —intervino Elmer—, quiero entregarlo a alguien autorizado, como...

Inge le puso la mano en la boca y la retiró para apretar sus labios contra los suyos. El muchacho de la pantalla se echó a reír y cortó la comunicación.

Regresaron a la cabaña. Pero esta vez su paso era más vivo. Elmer revisó la motocicleta e Inge llenó un par de morrales con los útiles más imprescindibles. Veinticinco minutos después un vehículo de las Fuerzas de la Federa¬ción Americana destacadas en Alemania se posó sobre las coles del huerto. Era, en realidad, un coche como los demás pero en las portezuelas lucía el águila calva y las 70 estrellas del escudo de la Federación.

Junto al conductor se hallaba un negro que lucía las insignias de capitán. Detrás viajaban dos soldados blancos que no se molestaban en disimular las bocas de sus paralizadores.

—¿Elmer Fulton?

—Yo soy.

—¿Este es el maletín?

—Sí.

—¿Cuánto hay?

—Un millón de libras esterlinas.

Uno de los falsos soldados dejó escapar un silbido de admiración. El negro estrechó la mano de Fulton.

—Gracias. ¿No se va a quedar con algo?

—Sería un robo. Así es un botín de guerra.

—Como prefiera, pero váyanse cuanto antes. Y no dejen que les cojan vivos.

—Descuide. Adiós.

El coche se elevó hasta unos tres metros y partió como una exhalación. Inge no perdió el tiempo en contemplar la partida. Corrió hasta el cobertizo donde guardaban la motocicleta y empuñando el manillar, la empujó con dificultad. No era una tarea fácil. Estaba ya cargada con dos pesados morrales y sus ruedas se hundían en la blanda y húmeda de la huerta.

Elmer se acercó a Inge.

—Déjame.

—¿Sabes?

—Creo que sí.

Apenas un silbido. Elmer arrancó lentamente. Inge se inclinó y le besó en el cuello. Después se apretó contra él y Elmer aceleró la máquina. Juntos, muy juntos.

—¿Sabes a dónde vamos?

—No, ni me importa.

—A mí tampoco.

Medio kilómetro más allá alcanzaron una modesta encrucijada. Elmer giró hacia la derecha y puso rumbo al Sur. Pensó que no sabía si le quedaban horas, días o años de vida, que no sabía cómo seria esa vida ni en donde la viviría, pero estaba resuelto a olvidarse para siempre de la ISSSCO, de los Hogares y del millón de libras, que estaba resuelto a no separarse jamás de Inge.

*

«Fred» esperó varias noches a su amo. Cada mañana y cada tarde un chiquillo se colaba por una ventana del piso bajo (la primera vez tuvo que romper un cristal) y llenaba su plato de carne. «Fred» no prestaba entonces atención ala comida porque se acostumbró muy pronto a los paseos con el chiquillo. Ya tendría tiempo después para la carne. Un buen día el chiquillo se presentó con las manos vacías y, contra su costumbre, sujetó una correa a su collar.

Aquella vez no fueron al parque. Recorrieron calles, cruzaron una carretera y acabaron por detenerse en una casita de campo donde unos niños que, al parecer tenían alguna relación con el chiquillo, aguardaban su llegada.

Allí vivió «Fred» muchísimo tiempo hasta que un buen día, ya casi ciego, sus patas se negaron a sostenerle. El chiquillo, que había crecido y había cambiado la voz, le llevó en su coche hasta una casa donde un hombre de blanca bata palpó su cuerpo. Meneó tristemente la cabeza y dijo algo al muchacho. Éste acercó su cara a sus orejas y aunque ya estaba muy sordo, pudo oír que le llamaba «Fred» y que algo húmedo corría por una cara en donde había empezado a aparecer la barba.

Después, el hombre de la bata blanca se le acercó con un tubo de vidrio. Sintió un pinchazo y las tinieblas de la nada le envolvieron para siempre.

«Tango» no regresó a la segunda noche tras la huida de Fulton. Estaba ya harto de hallar vacío su plato. Vagó varias noches por los tejados y pasó hambre porque los ratones no abundaban aquel año. A la semana se coló en un jardín en busca de comida y una viejecita que desayunaba al sol le tendió un platillo de leche. Bebió vorazmente la leche y la viejecita le llenó de nuevo el platillo. Después se empeñó en peinar sus pelos encrespados y «Tango» la dejó hacer porque comprendió que allí valía la pena quedarse.

Vivió dos años en aquella casa. Hubiera podido vivir mucho más tiempo si aquella noche no hubiera errado el salto. Pero se equivocó y cayó al vacío desde el tejado. La viejecita le descubrió a la mañana siguiente. Pidió prestado a una vecina un azadón y cavó un minúsculo hoyo junto a unos rosales trasplantados dos años antes. Allí enterró a «Tango» envuelto en un paño de cocina que lucía la silueta de un gato gordo y satisfecho.

18° 30' N 69° 55' O

SAN JUAN, 9 (UAPIR). UN AVION DE PASAJEROS DE LA COMPAÑIA DE VUELOS CHARTER AIR-FIESTA, FILIAL DE LA INTERNATIONAL SKY, SUN AND SEA COMPANY (ISSSCO), HA SIDO SECUESTRADO ENTRE PARIS Y PUERTO PLATA (FEDERACION AMERICANA). EL AIR-FIESTA 275 HABIA PARTIDO DE MOSCU E HIZO ESCALA EN LA CAPITAL FRANCESA PARA COMPLETAR SU PASAJE. LLEVA A BORDO 1.500 TURISTAS DE DIVERSAS NACIONALIDADES QUE PROYECTABAN PASAR SUS VACACIONES DURANTE LOS PROXIMOS QUINCE DIAS EN EL HOGAR ABORIGEN QUISQUEYANO QUE LA ISSSCO POSEE CERCA DE PUERTO PLATA.

SE IGNORAN DETALLES DEL SECUESTRO, HASTA AHORA SOLO CONOCIDO GRACIAS A LA ALARMA SECRETA DE EMERGENCIA QUE PUDO SER ACCIONADA POR ALGUN TRIPULANTE.

Para su fortuna, cuando la UAPIR transmitió esta noticia a sus abonados, aún menos sabían del secuestro los pasajeros del Air-Fiesta 275. En las tres primeras cabinas habían consumido ya el almuerzo-express que les fue servido al abrirse automáticamente los respaldos de los asientos precedentes. Se habían desembarazado de los restos de la comida y de los cubiertos de plástico, arrojándolos a los tubos neumáticos del suelo. Ahora veían en sucesivas pantallas la misma película (en siete idiomas distintos): un remake de Lo que el viento se llevó en versión condensada y referida a una imaginaria guerra en un país no menos imaginario y en una época indeterminada.

Los pasajeros de las restantes cabinas aguardaban pacientemente la aparición de la señal verde que anunciaría la inmediata apertura de los respaldos y observaban la visión exterior previamente grabada y sin ninguna correspondencia con la realidad (detalle que casi todos ignoraban), que aparecía en los televisores de los costados de las cabinas.

Para entonces Rosa Kúo, azafata de la cabina 7 había llegado ya a la cabina 1. Era todo un récord y sudaba copiosamente. Su uniforme violeta de azafata de la cabina 7 estaba ahora en un lavabo de la cabina 6, cerrado con llave. Y en las sucesivas salas había ido dejando los uniformes correspondientes a las anteriores, que hasta entonces había guardado en su bolsa de viaje.

Gracias a este complejísimo subterfugio había conseguido atravesar de un extremo a otro todo el espacio del avión reservado al pasaje, burlando unas medidas reglamentarias que, evidentemente, no estaban destinadas a impedir acciones como la que se proponía realizar. Fue el único medio que imaginó para esquivar una prohibición formal en todos los grandes cruceros aéreos (y los de Air— Fiesta no eran precisamente una excepción): tanto a los pasajeros como al personal auxiliar de vuelo les estaba terminantemente vedado abandonar la sala que les había sido asignada, hasta que el comandante diera por concluido el vuelo.

Rosa Kúo había oído decir que aquella medida fue impuesta hacía muchísimos años (en un avión supersónico que todavía no estaba dotado de motores solares) tras un partido de rugby entre la selección nacional de Nueva Zelanda y la francesa. Ganaron los neozelandeses en París y tras derribar la estatua de Albadalejo, que se alzaba a la entrada del estadio, emprendieron el vuelo de regreso con una buena provisión de coñac en los estómagos y abundantes reservas embotelladas con las que proseguir la celebración durante el viaje.

La orgía fue épica y el escándalo estalló cuando algunos fans, animados por fraternales impulsos, en una de las salas quisieron reunirse con los de las salas inmediatas. Una azafata se opuso, explicándoles pacientemente que el desplazamiento de centenares de personas podía poner en peligro la estabilidad del avión. Fue inmediatamente violada (pero en un lavabo). Al jefe de auxiliares de vuelo fe estrellaron una botella (vacía) en la nuca y murió sin darse verdaderamente cuenta de lo que estaba sucediendo. Ej comandante hizo descender el avión sobre Ankara y i0s policías turcos redujeron con presteza a los revoltosos. Bien es verdad que veinte de los fans menos afortunados murieron apaleados sobre la misma pista y que cuarenta más pasaron varios meses en un hospital.

Rosa Kúo sabía que en la sala 1 se hallaban, para ella desconocidos, hombre de la facción de Miguel Gori. Al fin y al cabo la idea del secuestro había sido de Miguel y Rosa, como otros miembros del Consejo de Resistencia, se había dejado arrastrar por la fría lógica del fang. Pero sólo cuando fueron patentes el fracaso de la huelga mundial de los Hogares Aborígenes y la firme negativa de la ISSSCO a negociar sobre cualquier término. Al menos —y sólo porque ella era la única persona que podía hacer posible la realización del plan de secuestro— había conseguido de Gori en última instancia la promesa solemne de que aquella operación no sería incruenta, que simplemente se trataría de inducir a la ISSSCO a temer la violencia y, consecuentemente, a pactar.

No ignoraba, sin embargo, que en aquella sala 1 habría también agentes de la ISSSCO preparados para cualquier eventualidad^ Viajaban en todos los vuelos. Por curiosidad y desde que trabajaba en Air-Fiesta, Rosa Kúo se había esforzado siempre en identificar a alguno de aquellos agentes. Se reía de sí misma a veces cuando creía haberlo logrado y descubría después que era un ejecutivo que aprovechaba las horas de vuelo para poner en orden sus notas. En otras ocasiones se quedaba con las dudas. Jamás consiguió identificar por sí misma a algunos de aquellos «duros». Sólo una vez, y accidentalmente, pudo presenciar cuál era su forma de operar.

Sucedió varios meses atrás, en un Air-Fiesta que acababa de salir de Río rumbo a Nueva York para que sus pasa— teros transbordaran al expreso de Moscú. Evidentemente, alguien había cometido un error al dejar subir a bordo a aquel hombre. Era alto, corpulento, casi bestial.

Y estaba drogado, peligrosamente drogado. Con delicadeza, Rosa trató de arrancarle la botella de colonia que había robado de un lavabo (porque llevaba la etiqueta de ¿ir-Fiesta) y el hombretón apartó su boca del gollete para escupir un torrente de obscenidades en media docena de lenguas.

Al advertir lo que sucedía, Julio Cáñamo, el auxiliar filipino de aquella sala se acercó rápidamente y Rosa Kúo comenzó a temblar por Julio porque no era, a todas luces, el hombre más indicado para reducir a aquella bestia.

Cuando se esforzó por arrebatarle el frasco, Julio Cáñamo tuvo el mismo éxito que Rosa, pero la reacción del drogado fue más violenta. El hombretón derribó a Julio de un manotazo. Julio cayó de espaldas y entonces, el pasajero, vacilante, se puso en pie, dejó caer el frasco sobre el asiento, que se empapó rápidamente de colonia, y en su mano derecha apareció, impulsada por un resorte, la hoja de una navaja.

Rosa Kúo sabía que no tenía ya tiempo para pedir ayuda a otros tripulantes. Y los pasajeros más próximos, los únicos que habían vislumbrado lo que sucedía, estaban demasiado asustados como para enfrentarse con el drogado. Dos filas más allá, una viejecita de ojos vivos y cuerpo menudísimo, que había vuelto la cabeza para seguir con atención el incidente, se levantaba ya de su asiento para poner pies en polvorosa. Posiblemente pronto empezaría a chillar y en unos instantes toda la sala se vería anegada por una auténtica marea de pánico.

Pero la viejecita no pretendía chillar ni huir. Se acercó al hombretón y antes de que éste reparase en ella, con una increíble celeridad, asestó un violentísimo puntapié a los testículos de aquel drogado. El gigante se plegó en dos, desfondado, y se derrumbó sobre sí mismo; a punto ya de tocar el suelo con todo su corpachón, la viejecita le arrebató la navaja que todavía empuñaba y la hizo desaparecer en los entresijos de su bordado corpiño.

Algunos pasajeros se alzaron de sus asientos, pero para entonces ya se había puesto en pie Julio Cáñamo. \\ parecer, había recobrado sus fuerzas y trataba de recuperar su aplomo. Estiró la camisa de su uniforme y Se esforzó por sonreír. Todavía más que sonrisa era una mueca pero tranquilizaba.

—No se alarmen —dijo en el tono preciso para que sólo le oyeran ios que estaban verdaderamente alarmados, es decir los que se hallaban cerca, los que trataban de dar un sentido a la veloz e incomprensible sucesión de imágenes que había llegado a sus retinas—. Este caballero se ha puesto enfermo y ahora le atenderemos.

Rosa Kúo, a espaldas del drogado, tampoco entendía muy bien lo que había sucedido pero daba por bueno el resultado. No había tiempo de traer una camilla porque se arremolinaría la gente. Con Julio y otras dos azafatas trasladó a aquel individuo hasta una estrecha cabina próxima a la repostería. La viejecita siguió tras el cortejo y cuando intentó penetrar también en el cubículo, Rosa la detuvo.

—No se preocupe, señora. Por favor, vuelva a su asiento. Nosotros le cuidaremos. Yo regresaré muy pronto y le prepararé una infusión. ¿Qué prefiere? ¿Té? ¿Tila?

La viejecita no se molestó en responder. Asestó un empellón a Rosa Kúo y entró tras ella en la cabina. Cerró la puerta con el pie y casi inmediatamente descorrió una cremallera de su vestido y se despojó de la máscara facial de plástico adhesivo y de la peluca que ocultaba un cráneo rapado al cero. Era un coreano (Rosa lo advirtió al momento), muy joven, que ahora guardaba tranquilamente en su pantalón corto la navaja del drogado.

—Déjenle ahí. Y no se preocupen por él. Ese hombre está muerto y yo asumo toda la responsabilidad. Avisen al comandante. Soy un agente de seguridad en vuelo de la ISSSCO. Quiero utilizar nuestro canal privado de la radio.

Al día siguiente los noticieros de Recife informaban que un avión de la Air-Fiesta, en vuelo de Río a Nueva York, había tenido que realizar una escala imprevista en el aeropuerto Geisel porque uno de los pasajeros había sufrido un ataque cardiaco. Infortunadamente, cuando el avión se posó en tierra, el pasajero era ya cadáver. Catorce horas después (comprobada la irreversibilidad del proceso necrótico) era incinerado (así lo preceptuaba el articulo 1.575, apartado a) de la Convención de Estambul sobre Vuelos Civiles).

Los telefacsímiles añadían que no podían comunicar el nombre del fallecido, que no sería revelado por Air-Fiesta hasta que fueran informados sus parientes más próximos.

Para entonces el servicio de seguridad de la ISSSCO había borrado de los controles electrónicos del aeropuerto de Río el registro de salida de aquel pasajero y trasladado a Tierra del Fuego al responsable de que el drogado hubiera subido al, avión. Si aquel hombre tenía familiares interesados en saber qué había sido de él, lo más lejos que llegarían en sus investigaciones seria hasta el hotel donde había residido en Río y que, por supuesto, también estaba explotado por la ISSSCO. La gerencia estaba ya suficientemente aleccionada al respecto: la noche anterior no regresó a su habitación y allí estaba su equipaje, traído inmediatamente de Recife a Rio y abierto.

La gerencia se había encargado también de comunicar la desaparición de aquel hombre a la policía local, que hasta entonces no había logrado hallar pista alguna del desaparecido («ya saben: Río, de noche, puede ser peligroso cuando uno se aventura, solo por ciertos barrios, con dinero y en busca de sensaciones exóticas»).

Al salir del primero de los lavabos de la sala 1 y mientras proseguía pasillo adelante, los ojos de Rosa recorrieron rápidamente la fila de asientos de cabecera hasta localizar al individuo que buscaba. Sí, aquel del suéter anaranjado y los cabellos rojizos («Demasiado llamativo —pensó— ¿O quizá sería mejor que lo fuese para parecer más inofensivo?») tenía que ser Peter. No conocía su apellido ni le interesaba saberlo («porque, además, tampoco se llamaría Peter»).

Parecía un estudiante en vacaciones, tal vez un profesor joven, un niño de papá, cualquiera incapaz de un golpe de mano. Junto a sus pies, como si fuera a recogerla muy pronto, con el aire profesional de una azafata que está en su casa mientras que el pasajero es un visitante más o menos asiduo, Rosa dejó una bolsa con seis pistolas y dos granadas deslumbrantes. Se dirigió casi sin detenerse hacia la puerta que comunicaba con el espacio reservado exclu. sivamente a los auténticos tripulantes: el comandante, el copiloto (un lujo impuesto por los Sindicatos y que Air— Fiesta se podía permitir), el radio (verificador en pantalla de la precisión de los aterrizajes automáticos en descenso vertical) y el ingeniero solar (el personaje más importante de la cabina... pero también el peor pagado).

Tras de Rosa y sobre la pantalla cinematográfica en donde proseguía la proyección se había encendido una luz roja. El lanzahúmos que había colocado en el lavabo funcionaba a pleno rendimiento y los aparatos automáticos de detección emitían ya una señal de alarma indescifrable para los pasajeros (tres destellos largos, uno corto: «Cuanto menos sepa y más crea saber —le explicaron cínicamente a Rosa al ingresar en Air-Fiesta— más se parecerá el pasajero al contenedor de un avión de carga y menos problemas planteará»).

Una azafata, la que en aquel momento se hallaba más próxima, abrió la puerta del lavabo y la cerró inmediatamente al advertir lo que sucedía. Tal vez se trataba de un fuego pero si las cuatro duchas del techo no habían empezado a funcionar era que el calor percibido no resultaría excesivo.

Se puso un pañuelo en la boca y entró en el lavabo a la búsqueda de un cuerpo. Como no lo encontró, respiró tranquila (pura retórica porque la atmósfera era sofocante). Salió aprisa, cerrando la puerta con la misma presteza.

Sus ojos estaban enrojecidos y el pañuelo apagó su tos. Casi a tientas, todavía cegada por las lágrimas, halló un pulsador en el mamparo exterior y presionó cuatro veces sobre el botón. Era la señal de alarma número 2.

Los altavoces de aquella sala rogaron a miss Simpson que acudiera a la repostería. Los pasajeros que seguían con sus auriculares inalámbricos la banda estéreo de la película, no se enteraron. Los que preferían dormitar —la iluminación no permitía la lectura y el tabaco era sacrilego en los aviones desde antes de que existiera Air-Fiesta— no prestaron atención a la llamada.

pero todas las azafatas y el auxiliar masculino de vuelo de la sala 1 se precipitaron al instante hacia la repostería, porque miss Simpson no existía. Era, simplemente, la clave de llamada urgente a todos los empleados de un compartimento.

Rosa Kúo tenía ya dispuesta la grabadora de pulsera que antes de subir a bordo le había entregado una desconocida azafata de tierra, («iOjalá funcionase!») Oprimió el cuadrado fluorescente que activaba el intercomunicador de la cabina de la tripulación.

Hasta ahora todo podía haberse explicado más o menos satisfactoriamente (peor que bien, ésta es la verdad). A partir de entonces ya no sería posible volverse atrás. Con la simple presión de sus dedos sobre aquel pulsador Rosa entraba en el largo túnel del que sólo se puede escapar hacia adelante. Ya no cabían los arrepentimientos de última hora. Al final de ese túnel le aguardaban el éxito o la muerte bajo las diversas formas de la pena capital en los países donde concluyera la aventura.

—¿Sí? —preguntó el comandante.

Entró en funcionamiento la grabadora con una aceptable imitación de la voz del jefe de auxiliares de vuelo.

—Rinaldi, señor. Solicito autorización para entrar en la cabina.

El comandante ni siquiera se molestó en contestar. Sobre la rejilla del intercomunicador se encendió un panel verde y chasqueó la puerta. Peter saltó como un rayo, aferrando en su mano izquierda la bolsa de la muchacha y antes de que hubiera podido apercibirse la puerta se cerró automáticamente; Peter había desaparecido al otro lado y el panel verde había dejado de brillar.

Volvió la cabeza y advirtió que la puerta del lavabo estaba ya abierta y no distinguió el menor rastro de humo, para entonces sin duda enteramente absorbido por los extractores. El jefe de auxiliares, a quien distinguía de espaldas, ya erguido, habría encontrado el lanzahúmos

vacío. Transcurriría muy poco tiempo antes de que el auténtico Rinaldi tratara de pasar a la cabina para informar al comandante (no podía comunicarse por el teléfono interior puesto que corría el riesgo de que le oyeran algunos de los pasajeros más próximos) y sorprendiera polla espalda a Peter.

Pero el intercomunicador de la cabina ladró un «¡Adelante!» y volvió a encenderse el panel verde y a chasquear la puerta. No había sido, desde luego, la voz del piloto la que había escuchado Rosa Kúo.

No se atropellaron ante la puerta. Cruzaron a toda velocidad y cuando hubieron pasado los seis, Rosa les siguió con la misma celeridad. Rinaldi corría ya por el pasillo pero cuando alcanzó la puerta ésta se cerró de nuevo.

Al otro lado la oscuridad era casi total. Los seis hombres tantearon el mamparo opuesto hasta encontrar la manija de la segunda puerta y cuando la abrieron se sintieron deslumhrados por la intensa claridad del día que inundaba la cabina.

Los cuatro tripulantes ocupaban sus puestos. El comandante aferraba los mandos (al parecer había sido desconectado el piloto automático), el radio, con la cabeza inclinada, hacía ademán de escuchar quién sabe qué estación, pero no tenía calados los auriculares y sus ojos se hallaban desorbitados por el terror. El ingeniero solar contemplaba el jeroglífico de luces que tenía frente a su asiento lateral, pero sus manos temblaban visiblemente. El más tranquilo parecía el copiloto, inmóvil, que aferraba con su mano una palanca roja; su cabeza se inclinaba sobre los mandos. Un hilillo de sangre que partía de su nuca recorría su tostado cuello hasta manchar la bien planchada camisa verde, el verde intenso de Air-Fiesta, de la ISSSCO. Desde la puerta, la desviación de su cabeza permitía distinguir el ojo izquierdo, vidrioso.

La luz que entraba a raudales, subrayaba la palidez de los rostros del comandante, del radio y del ingeniero solar. Peter, protegido por los demás asaltantes, pistola en mano, se hallaba en pie entre el primero y los dos siguientes.

Peter, que no ignoraba que aquella palanca había desencadenado la señal automática de secuestro. Porque la palanca, cuya posición normal era la vertical, presentaba ahora un ángulo de 45° en relación con el suelo del cockpit. peter no había dudado en matar. Peter había prescindido deliberadamente de las instrucciones recibidas. Quince días antes, el Consejo de la Resistencia —tras un tenso debate— había proscrito el derramamiento de sangre.

En los primeros instantes, el resol y algunos de los secuestradores impidieron que Rosa Kúo se apercibiera de la muerte del copiloto. Pero cuando la cabeza de éste cayó hacia un lado vio, todavía brillante, la sangre. Y se abrió paso a empujones para llegar hasta Peter.

—¿Por qué ha hecho eso? Le habían ordenado que no hubiera víctimas.

—A menos de que no fuera para defenderme, para defendernos —replicó Peter—, y este hombre ha accionado la palanca de alarma de secuestro. A estas horas saben en todo el mundo que este avión ha sido capturado. No podremos enmascarar su identidad. Antes de que nos demos cuenta tendremos aquí a una patrulla aérea. Estamos cogidos y bien cogidos.

—¿De qué servía entonces disparar si el mal ya estaba hecho?

Peter se encogió de hombros y miró en silencio a uno de los del grupo, un hombre fuerte, moreno e inverosímilmente narigudo, que zanjó autoritariamente la polémica.

—A callar. Lo hecho, hecho está. Y esos tipos —hizo oscilar su pistola señalando a los tres tripulantes— no están muertos y pueden oír.

Rosa Kúo pensó por un momento en decirle a aquel hombre quién era ella, explicarle que, además de que, gracias a su empleo, había hecho posible el secuestro, era un miembro del Consejo de Resistencia. Deseaba también saber quién podía ser aquel hombre que, evidentemente, mandaba el grupo y de cuya presencia nadie le había advertido. Pero juzgó que, al fin y al cabo tenía razón en un punto: los tripulantes ya habían escuchado demasiado.

De repente, además, tras las palabras de aquel individuo, se dio cuenta de que también ella, como el avión.

los tripulantes y los pasajeros había caído en una trampa. Nunca esperó ni ambicionó la dirección de la operación, a la que se opuso con Amer hasta el último momento. Pero entonces, cuando parecía que el Consejo renunciaría al plan del secuestro presentado por Gori...

Cerato, un peruano que no ocultaba sus simpatías por la posición de Gori, les proyectó las tridiapositivas. Evidentemente, no eran obra de profesionales y habían sido tomadas en condiciones de clandestinidad que, a veces, las tornaban confusas. Pero lo que consiguieron ver habría podido ser el plato fuerte de una Cámara de los Horrores, Los cuerpos que allí se mostraban habían sido de todos los colores, blancos, negros, amarillos, pero ahora sólo lucían el rojo de la sangre o el cárdeno de los golpes. Bajo la imagen y visible en la proyección, alguien se había afanado en escribir el nombre de lo que fue un hombre o una mujer y el lugar en que dejó de serlo bajo la acción de la tortura.

Cuando concluyó la proyección, Eusebio Cerato guardó sus tridiapositivas y miró uno a uno a los restantes miembros del Consejo. Diez minutos más tarde, el Consejo daba su aprobación condicionada al proyecto de Miguel Gori.

Desde hacía dos minutos un Rinaldi, evidentemente cada vez más nervioso, multiplicaba en el intercomunicador sus peticiones de permiso para entrar en la cabina. Con la pistola de Peter sobre la sien, el piloto leyó a Rinaldi el breve texto que había redactado el narizotas:

—«Permiso denegado, Rinaldi. Ya le llamaré cuando le necesite. Ahora estamos ocupados. No insista.»

No insistió, pero Rosa se preguntó qué estaría pensando ahora Rinaldi tras lo sucedido y si el tono del piloto habría sido suficientemente convincente como para que Rinaldi

aceptara de buen grado una respuesta tan insólita.

*

Los rayos solares en aquellas alturas, violentos y crudos a pesar de las sucesivas capas de plástico que los filtraban, tornaban aún más brillantes los ojos de Rosa Kúo. Eran grises, cálidos, inalcanzables, temerosos siempre de encontrarse con otros ojos. Rosa Kúo, taiwanesa, miembro del Hogar Aborigen de Hualien y agregada temporalmente (iba para tres años) al personal de la compañía Air-Fiesta, tenia bien ganada fama de tímida.

—Vosotros, los occidentales —dijo una vez un.copiloto de Honan al comandante de un Air-Fiesta, que había recibido tres rotundas negativas de Rosa a otras tantas invitaciones— nunca podréis comprender a una mujer como ella. Os habéis acostumbrado a la profesional que en Oriente sabe a la perfección cómo tiene que tratar a un occidental y a la mujer china que se ha empeñado en occidentalizarse a cualquier trance. Pero Rosa quiere seguir siendo como es, porque nunca sabría ser de otra manera. Y en esa conciencia de su supuesta limitación está su mejor encanto. Una pregunta demasiado directa, una mirada inquisitiva, una cordialidad de bulldozer la convierten en el ser más torpe del mundo.

El copiloto de Honan calló que también él, a su manera, había fracasado con Rosa; quizá, pensó melancólicamente, porque era demasiado extrovertido y siempre decía más de lo que hubiera querido decir. Tal vez porque a veces se sentía complejo, harto desarraigado y Rosa era sencilla hasta parecer casi indefinible e intemporal.

Era muy alta y sabía disimular su talla con una leve inclinación de su cabeza. Apenas sonreía porque sus labios, extrañamente gruesos, extrañamente pálidos, eran en sí mismos, una sonrisa. Sus pómulos mate, muy pronunciados, parecían recién cincelados por las manos de Chu San-sung, el delicado artista de la escuela de Chia-ting, en la época de los Ming. Al andar, sus manos aleteaban ligeramente con una gracia no aprendida. Más que una belleza, Rosa Kúo parecía la evocación de una belleza. Un recuerdo de imposibles sueños masculinos, un anhelo de eternidad para el instante en que ella detenía su niirada. Era, al mismo tiempo la imagen femenina que obsesionaba a un adolescente y la ilusión de último amor del hombre que titubea ante las puertas de la vejez.

Una vez, en un vuelo directo de Londres a Singapur, entre las últimas sombras de una noche que casi no 10 había sido, un pasajero cualquiera, un auditor pertrechado para revisar la contabilidad de una naviera indonesia, pero que hacía muchísimos años (¿o eones?) fue joven v escribió versos, recibió de sus manos una taza de té japonés, frío, amarillo, casi misterioso. Semidormido aún recién llegado de un sueño en el que había viajado por otros paisajes y por otros tiempos, le dijo sin saber verdaderamente lo que le decía:

—Tú no eres de este mundo.

Rosa Kúo apartó aún más sus ojos del rostro cansado y ablandado del hombre. Temblaron sus manos en un imperceptible titubeo y siguió adelante con su bandeja mientras en las tazas el té, agitado, trepaba hasta los bordes.

«Tú no eres de este mundo.» ¿Cuántas veces se había dicho Rosa Kúo aquellas palabras? Nunca se había sentido parte y entraña del inundo que conocía, un mundo de multitudes que iban y venían de un continente a otro, de aeropuertos exactamente iguales, de hoteles inmensos. Sin calor, sin frío, sin una esperanza, sin una sorpresa. Un mundo que había renegado del pasado, transformándolo en una simple caricatura, en un souvenir «barato», en la anécdota picante de la grabación de un cicerone. Donde todas las danzas que siglos atrás fueron rituales y autóctonas concluían ahora en un get together, para que también pudieran bailar los turistas. Donde existía una versión «condensada» (30 minutos) del Festival de Bayreuth y otra versión (todos los domingos) de los encierros de San Fermín con toros (siempre los mismos) teleguiados gracias a los electrodos implantados en sus cabezas.

Y ese mundo de Rosa Kúo no sólo prefería ignorar que existía un mundo infinitamente más grande, donde la comida diaria seguía siendo una aventura y la enfermedad un hecho cotidiano, sino que le había robado su cultura reemplazándola por la televisión mundial (vía tres satélites «fijos») que derramaba constantemente vaciedades sobre las pantallas diminutas de los ultrabaratos televisores de las Agencias de publicidad.

Dios era una habitación impoluta y vacía entre la peluquería y la free shop de cualquier terminal aéreo; una sala para todas las confesiones y donde, precisamente por eso, no podían hallar cobijo ni una cruz ni una imagen de Gautama Buda.

El amor eran dos horas en una cama vibratoria (perfumadores incorporados) junto a un hombre que había dejado sobre el sofá cualquiera de los uniformes de la ISSSCO, la blusa floreada de un turista, el traje integral de un ejecutivo o el dolmán gris de las fuerzas de seguridad.

La alegría era una botella de «Suzy» («Con Suzy no existe la mañana siguiente a la noche anterior») o quince minutos en las salas «prohibidas» de inhalación.

El hogar era siempre la misma habitación en diferentes lugares del planeta, repetidos al ritmo de los turnos de viajes. Con una ventana desde la que se distinguía un paisaje de tarjeta postal: nieve-sol, palmeras-montañas, mar— nubes, lluvia-monumento.

La comida era una bandeja de plástico asimilable (dos platos, casi siempre los mismos, un zumo sintético y en el ángulo superior derecho la mínima y adulterada variedad local).

La amistad era una cara vagamente recordada (¿Anchorage? ¿Samarkanda?), seguida de una mirada a la pechera del hombre o de la mujer para leer su nombre. Y unas palabras en inglés básico (500 palabras) para expresar y escuchar siempre las mismas trivialidades (Más caro — el frío que hizo anoche — en la televisión me eché a reír — por culpa de aquel tipo que quería meter un queso — en el avión cada vez hay más trabajo — y el sueldo que te pagan en esta Compañía).

¿La muerte? La muerte sólo existía en masas anónimas como cifras de las noticias de los telefacsímiles. Y también como una elipsis deliberada, en los traslados de última hora para sustituir a alguien que «nos había abandonado» o que «había sufrido un lamentable accidente».

*

Rosa Kúo acababa de cumplir veintitrés años. La Canopus, hacía casi veintitrés años, se perdió en un viaje de regreso de la Luna, cuando se hallaba a menos de 100.000 kilómetros de la órbita terrestre, en la que había de situarse para transbordar el pasaje y la carga al enjambre de ferrys espaciales de la ISSSCO.

A pesar del tiempo transcurrido (o quizá por eso) nadie sabía exactamente lo que sucedió en la Canopus. Mejor dicho, por qué sucedió. Llevaba a bordo trescientos pasajeros que, durante ocho días se habían aburrido soberanamente en el centro de vacaciones de la Luna y veinticinco tripulantes que serían relevados en la órbita terrestre antes de que la Canopus emprendiera su siguiente viaje hacia la órbita lunar.

El centro de control de vuelos del cráter Mósting, al sur del Sinus Aestuum y junto al Ecuador lunar (el Polo del Tedio le llamaban los operadores) había transferido ya la tarea de seguimiento de la nave al centro de Kano, en Nigeria (que tampoco era el Carnaval de Río). Cuando aún no se habían apercibido de nada los tripulantes de la Canopus, Harry Jenkins, ingeniero de servicio en Kano, fue el primero en advertir que algo no iba bien a bordo de la nave.

Una luz roja que comenzó a brillar en su tablero de instrumentos estuvo a punto de arrojarle al suelo del susto y le obligó a olvidarse de Le marteau sans maitre de Boulez, su compositor favorito.

Cerró el magnetófono y a través del teclado solicitó de la computadora una explicación para aquella luz roja. Casi inmediatamente la computadora empezó a desgranar sobre la pantalla líneas y más líneas de datos. Cifras, letras y signos vertidos en distintos colores que sólo un experto podía interpretar. Pero bastó la primera línea para que Harry comprendiera que, por vez primera en su vida, se enfrentaba con una catástrofe, pero también, aliviado, que el problema superaba todas sus capacidades. Era la típica situación-límite de los ejemplos del Manual. Y el Manual señalaba lo único que tenía que hacer en tales casos: transferir el problema a más altas instancias. Accionó nerviosamente una barra del mismo teclado y los números se disolvieron en la pantalla para dejar paso a la imagen, no más atrayente, de Theodore Ladd, ingeniero-jefe del centro de control de Kano.

Aun dudando de la fidelidad de la transmisión, resultaba evidente que Theodore Ladd era un hombre pelirrojo y gordo que no se sentia entusiasmado por la interrupción. Porque de interrupción en toda regla se trataba; medio oculta por el rostro de Ladd, Harry podia ver otra pantalla en la que aparecía una franja de césped y unas figuras borrosas. Conocía el programa: Ladd era un fanático del «cricket» y aunque Harry no comprendía una sola de sus reglas, sabía que había llamado a su jefe en un momento crucial. El semblante de Ladd no podia ser más adusto.

¿Sí?

—Doctor Ladd: señal roja para Canopus.

Accionó un botón y su pantalla quedó en blanco mientras que a la del ingeniero-jefe pasaban ahora los datos que había examinado Harry anteriormente. No por mucho tiempo. El rostro de Theodore Ladd se hizo visible de nuevo. Era patente que ya no pensaba en el «cricket» y que estaba demasiado preocupado para acordarse de que hacía unos instantes se hallaba irritado.

—Voy ahora mismo.

Aunque Harry no creyera en la teleportación hubiera podido jurar que existía porque el obeso Ladd apareció a su lado casi inmediatamente. Para entonces Harry había establecido ya contacto con la nave lunar.

- Canopus. Aquí Kano. Ingeniero de guardia a comandante.

—Kano. Aquí Canopus. Habla el oficial de guardia. El comandante no está en la cabina.

—Muy urgente. Llámele. Prioridad «01».

—Llamado. Establecerá contacto antes de un minuto. Soy Peterson. ¿Algo va mal aquí? ¿O es que el problema está en Tierra?

—Me llamo Jenkins. El problema es suyo. Ruego que no abandonen la cabina las personas presentes en este

momento. Por favor, secreto absoluto hasta que resuelva el comandante.

—Recibido. Estoy solo. Mantenga la comunicación.

Hablan transcurrido solamente unos minutos, pero bastaron para que Theodore Ladd diera mientras tanto la alarma al Centro de Pasadena y éste pusiera en estado de alerta a toda la red planetaria de control de vuelos espaciales. A partir de ese momento más de una docena de computadoras y varios centenares de hombres y mujeres aguardarían lo que tuviera que decirles Peterson. Y lo que Peterson les dijo fue muy simple:

—No puedo hacer nada. Los controles de los motores están bloqueados. He probado los cuatro equipos complementarios y el control manual-batería. Es inútil. Tampoco responden. Sólo conseguiría detener esos motores a hachazos.

Las computadoras de Tierra empezaban ya a calcular las posibilidades que podía ofrecer la utilización de los retro— cohetes de emergencia, teóricamente concebidos para la corrección mínima de una trayectoria. No existían tales posibilidades. Desde Pasadena un ingeniero había llamado a la central neoyorquina de la ISSSCO y ésta había transmitido la información audiovisual a media docena de teléfonos del área metropolitana.

Eran las cinco de la madrugada. Seis hombres que no tenían ni la más ligera idea del funcionamiento de un motor solar, pero que controlaban algunas parcelas de la compleja maraña de la ISSSCO, se habían enterado, despertados en pleno sueño, de que la Canopus se dirigía a la Tierra a una velocidad excesiva, de que su aceleración se elevaría irremediablemente y de que cuando alcanzara las altas capas de la atmósfera (si para entonces no se había arbitrado una solución) se convertiría en cenizas, o (si se efectuaba una corrección orbital) saldría rebotada hacia una trayectoria elíptica en torno del Sol, siguiendo una curva cuyos parámetros aún no habían sido determinados.

Tanto daba que no lo fueran nunca. Si la Canopus salía rebotada, poco importaría saber dónde estarían el afelio y el perihelio de su órbita. La catástrofe sería irremediable. Y, por añadidura, lenta. Con las reservas reglamentarias, la Canopus disponía de aire, agua y alimentos para seis días. Se alejaría de la Tierra a una velocidad inicial superior a los 60.000 kilómetros por hora. Pensar en alcanzarla a tiempo era puro dislate.

Quince minutos después, Europa, en plena mañana, conocía la noticia a través de la televisión. Las llamadas telefónicas que cruzaban el Atlántico vía satélite bloqueaban las líneas de la ISSSCO.

Daniel Roscoe estaba ya convencido de que ni Peterson ni las computadoras de la Tierra hallarían una solución al problema. Realmente tuvo la seguridad de que no existía solución alguna desde que Peterson le llamó precipitadamente y tuvo él que dejar a Betty en su camarote. Ahora el comandante de la Canopus, sentado en un sillón de la cabina, sujeto por bandas elásticas que reforzaban la débil gravedad artificial de la nave, reflexionaba sobre ese problema que atenazaba su conciencia. Sabía muy bien que se jugaba su futuro y no solamente el profesional. El problema, tal como se lo había planteado a si mismo Daniel Roscoe, era muy simple:

«Si tenemos en cuenta que la Canopus alberga en este momento a 325 personas y que sólo posee dos "ferrys" complementarios cada uno de los cuales dispone de 20 plazas. ¿Qué criterio de selección tendría que seguir para elegir a esas 40 personas que, una vez corregida la trayectoria de la Canopus, podrían trasladarse a los "ferrys", dotados de motores propios y llegar a bordo de éstos a la mismísima superficie terrestre?»

«Advertencia fundamental: Si se corrige la trayectoria de la Canopus y ésta se aleja rebotada de la Tierra, las 285 personas que no encuentren cabida en los "ferrys" morirán por falta de oxígeno a los ocho días. Si no se corrige la trayectoria no podrán partir los "ferrys" y las 325 personas que ahora hay en la nave PERECEREMOS instantáneamente y sin dolor en cuanto la Canopus alcance las capas más altas de la atmósfera terrestre.»

Así de sencillo.

Roscoe se sintió violentamente irritado contra la ISSSCO porque sus ingenieros no hubieran previsto nunca semejante eventualidad. Y contra su suerte porque le hubiese sucedido precisamente a él y precisamente ahora. Tenía una excelente esposa, dos hijos ejemplares... y Betty. Sabía que pronto dejaría de volar y que se quedaría para siempre en la Tierra, en uno de esos despachos que explican por sí solos el éxito de su ocupante.

Y ahora tenía que ser él quien decidiera todo. Sabia que en tales circunstancias, de la Tierra sólo recibiría inútiles consejos y unas palabras de aliento no menos ineficaces. Tendría que ser él quien dispusiera todo y quien considerara cualquier riesgo. Hasta la posibilidad de que la puerta de la cabina en donde ahora se hallaba pudiera venirse abajo si dos hombres medianamente fuertes se proponían derribarla. Oprimió un botón y casi en el acto le respondieron:

—¿Sí?

—Erik, le habla el comandante. Venga inmediatamente a la cabina. ¿Hay armas a bordo? ¿Sabe usted de alguien que posea una?

Un silencio seguido de un carraspeo.

—Señor, es ilegal.

—Ya sé que es ilegal, demonios, pero conteste: ¿Sabe usted si hay armas?

—No... no, señor.

—Bien, vaya al taller y traiga una soldadora láser. Tiene que haber cuatro; rompa las válvulas de las otras tres.

—Pero quedarán inservibles.

—Eso es lo que pretendo. Rápido.

Tendría que confiar en Erik para que con la soldadora defendiera la puerta de la cabina. Tarde o temprano los demás tripulantes advertirían quizá que algo iba mal... y por si fuera poco habría que realizar la selección. Erik no era un genio, pero le sabía fiel. Para su desgracia, esa fidelidad iba a costarle la vida.

—Peterson.

—¿Sí, comandante?

—Desconecte todo el sistema de comunicaciones internas de la nave. Y esté preparado para activarlo en aquellos sectores que yo le señale y solamente en ésos, Roscoe imaginaba que Peterson habría comprendido ya lo que se proponía hacer y que estaría pensando en salvar su propio pellejo. De cualquier manera obedeció la orden sin rechistar.

—Desconectado.

—Ahora cierre todos los canales de comunicación con Tierra, incluyendo Pasadena y Kano. Deje tan sólo abierto en los dos sentidos el canal prioritario de ISSSCO-Nueva York.

—Cerrados.

Ya podía reflexionar con más calma acerca del problema. Le hubiera gustado echar mano de su calculadora de pulsera, pero le avergonzaba recurrir al aparatito... en presencia de Peterson.

Cada uno de los dos ferrys precisaba de dos tripulantes. Él —y ésta podría ser la justificación para librarse de la catástrofe— pilotaría el primero y se encargaría de la navegación de los dos. Peterson tendría que ser, inevitablemente, su copiloto. Se hallaba allí, tenía que estar a punto de alcanzar por su cuenta conclusiones semejantes y podría llegar a la violencia si pretendía condenarle a quedarse en la nave.

Para el otro ferry contaría con el primer oficial, sobrino del presidente de Travel Films, a su vez filial de la ISSSCO para la producción de holopelículas y documentales con destino a todos los vehículos y residencias de la empresa matriz, Y CON BETTY.

Era posible que en la Tierra (porque esperaba que en Canopus sólo se enterarían cuando fuera demasiado tarde) más de uno advirtiera que Betty era sólo radio de tercera clase. Pero con tal de que sólo dijeran eso... Sí, Betty se salvaría. Pero todavía no le diría nada, puesto que al fin y al cabo Betty ni siquiera sabía que estaba en peligro.

Restaban 36 plazas para sobrevivir. Y eran 30 las cabinas de lujo.

¿Qué otra cosa podía hacer?

Reconoció que, sin darse cuenta, había empezado ya a preparar los argumentos que tendría que formular en respuesta a las preguntas más o menos intencionadas de los miembros de la Comisión senatorial de Transportes Espaciales de la Federación Americana y, previamente, ante el Comité que constituyera la ISSSCO para decidir si le apoyaba o le dejaba caer con todas sus consecuencias.

Desde la cubierta superior y reptando por el túnel de mantenimiento, esos treinta pasajeros podrían llegar hasta los ferrys sin necesidad de que se enteraran los 270 viajeros de la clase turística.

¿Podría culparle alguien de que los ferrys arribaran a la Tierra con seis plazas vacías? ¿Cómo escoger a seis entre los 270 pasajeros y los restantes tripulantes condenados a quedarse en la Canopus?

No había tiempo ni circunstancias para un sorteo que verosímilmente no sería respetado y que acabaría en una lucha ciega y desigual entre los perdedores y los afortunados. Tampoco le parecía concebible la leyenda de las renunciaciones heroicas colectivas. Toda esa palabrería de «Las mujeres y los niños primero», mientras los que se quedan cantan a coro «Más cerca de ti, Dios mío...». Si esos seres humanos alcanzaban a sospechar que no tenían salvación, lo más probable sería que los ferrys no llegaran a apartarse a tiempo de la nave.

—¿Peterson?

—¿Comandante?

—Conecte el canal de tripulación. Llame al tercer oficial. Dígale que venga. Pero tranquilo, no le alarme. Si está durmiendo no le apremie. Podrían estar escuchando otros.

Peterson respiró satisfecho. Y esbozó una media sonrisa, al mismo tiempo amarga y de alivio. Pero se avergonzó casi en el acto de sí mismo porque era un buen hombre y porque, además, sentía toda la comprensión que por los sufrimientos de los demás experimenta el que goza. Podía permitirse el lujo de la lástima. A cada momento que pasaba se sentía más seguro de que el comandante no podía dejarle a él en la Canopus. Pero quiso cerciorarse: —Ahora mismo viene. ¿Señor?

—Diga, Peterson.

—¿Utilizaremos los «ferrys»? Yo...

—No se preocupe por usted.

Y allí estaba poco después el tercer oficial. Era un hombre joven, demasiado joven («Pero con estos chinos nunca se sabe», se dijo Roscoe, que en aquel momento no recordaba la edad de su subordinado), de escasa musculatura y de mirada resuelta, que borraba todo aspecto de debilidad que pudiera prestarle su anatomía.

Cuando el comandante le dijo lo que pensaba hacer, sus ojos oscuros brillaron de desesperación y sus largas manos se contrajeron. Un sudor frío reflejó en su frente las luces de la cabina. Acababa de ser condenado a muerte.

Lo sabía, aunque Roscoe, con el silencio cómplice de Peterson, le hubiera explicado que ya preparaban en la Tierra la expedición de rescate para los que hubiesen quedado en la Canopus. ¿Para qué tantas explicaciones y tantas seguridades? ¿Es que Roscoe no comprendía que lo que le estaba diciendo era un insulto a su capacidad profesional? Sabía que Roscoe mentía y Roscoe sabía que él lo sabía.

Se limitó a preguntar a su comandante para acabar con aquella verborrea:

—¿No habría posibilidad de ocupar esas seis plazas vacantes? Los niños...

—No, Kúo, he reflexionado mucho sobre el tema y he llegado a la conclusión de que, por muy lamentable que sea, es preciso que nadie sepa nada en la clase turística. De todas maneras, sólo habrán de aguardar unas horas a que lleguen los ferrys de la Tierra.

Richard Kúo tornó a sentirse tentado de acabar con aquella farsa. Pero su dignidad le contuvo. Si se negaba a representar su papel en aquella comedia, el comandante Roscoe le.acusaría de cobarde.

Peterson, de espaldas a los otros dos hombres, simulaba un trabajo que no existía. Temió por un instante que Kúo se insubordinara y que él hubiera de volverse en defensa del comandante. Pero Richard Kúo pareció conformado con su suerte.

Fue entonces cuando en su angustia brilló de repente el fogonazo de una esperanza. Daniel Roscoe ignoraba lo que a él, Richard Kúo, más le importaba en aquellos momentos.

—Ahora, Kúo, le necesito. Vaya a la cubierta de la clase turistica y si sucede algo trate de dominar la situación a cualquier precio. Si no puede, llámeme. No recurra a nadie más. Si empezaran a sospechar algo diga a tripulantes y pasajeros que el problema está controlado, que únicamente habrán de soportar unas horas suplementarias de viaje antes de que lleguen ios ferrys de la Tierra.

Cuando alcanzó la cubierta turística nadie se había apercibido de nada. Probablemente casi todos los pasajeros dormían en sus cubículos con la ayuda de unas pildoras. Eran el mejor medio de soportar un viaje que pocos estómagos toleraban sin inmutarse. De la tripulación sólo distinguió a dos camareros-mecánicos que jugaban al gin~ rummy con naipes magnéticos. Oprimió el timbre de un cubículo cuya puerta se deslizó de costado.

Richard Kúo la cerró y evito la mirada de la mujer. Era muy joven. Era taiwanesa. Era su esposa.

Se lo contó todo. Sin una pausa, sin apartar los ojos de la rejilla de aireación, retorciéndose las manos a la espalda.

Ella empezó a llorar en silencio. No preguntó nada.

—No es momento para llorar ni para desesperarse. No sé qué será de ti ni de mí, pero Rosa se salvará. Te lo juro.

Rosa era una bola de carne sonrosada que en aquel momento dormía en una cuna de viaje, bien afirmada a un mamparo.

—¡Yo no me separaré de mi hija!

—Si conseguimos salvarnos sólo estarás unas horas sin ella. Si no hay solución para nosotros y prefieres que Rosa siga a nuestro lado la estás condenando a muerte.

—¿Qué piensas hacer?

Se lo dijo y Gene Kúo siguió llorando, pero comprendió que ahora lloraba por ella y por su marido. Se enjugó las lágrimas y luchó por aceptar la realidad tal como era.

Pero Richard no tenía tiempo que perder. Ya le sobrarían horas para Gene. Ahora sólo importaba Rosa. Buscó una bolsa de cierre automático y unas bandas elásticas de las que utilizaban los pasajeros para sentirse más seguros en las literas. De la alacena de emergencia de que disponía cada cubículo extrajo un cuentagotas y un diminuto frasco.

—¿Para qué quieres eso?

—Necesita un somnifero. No quiero que llore antes de que hayan desatracado los ferrys. Irá bien escondida. Sé donde ocultarla. Antes de que nadie asome por alli la cabeza. Aunque registren los ferrys antes de que entren los elegidos —y sonrió amargamente al pronunciar esta palabra— no podrán hallarla.

Gene cogió en sus brazos a la niña mientras Richard depositaba diez gotas en su boquita entreabierta. Chasqueó la lengua. Richard sabia muy bien que aquel liquido no era desagradable. Casi inmediatamente el sueño de la niña pareció tornarse más profundo. Gene apretó contra si a Rosa y sus brazos abarcaron todo su cuerpo.

Después, cuando dulce pero firmemente se la arrebató Richard, los brazos de Gene cayeron yertos y sus lágrimas redoblaron. ¡Así que la felicidad de unas vidas dependía de un tornillo, de un circuito, de cualquier artilugio que súbitamente se había negado a funcionar!

Le faltó valor a Kúo para esconder alli mismo a la niña en la bolsa, aunque sabía que eso hubiera sido lo más seguro. Se la llevó a toda prisa y en el recodo más próximo, del corredor, tras haberse cerciorado varías veces de que nadie le veía, introdujo a la niña en la bolsa y cerró casi completamente la cremallera. El «casi» era sólo el espacio imprescindible para que pudiera respirar sin dificultad.

Ascendió a la cubierta superior por una trampilla metálica. La trampilla estaba cerrada (quien paga un camarote de lujo paga también el derecho a no ver a nadie que no haya pagado un camarote de lujo). Aplicó el anillo polarí— [zador de su meñique izquierdo, que era el sésamo ábrete de todos los oficiales, y la trampilla se alzó sin ruido. También sin ruido tornó a cerrarla Richard Kúo cuando se halló con su preciada bolsa en la cubierta superior.

Diez minutos después Rosa continuaba durmiendo plácidamente bajo un sillón neumático del ferry complementario número uno. Las bandas elásticas sujetaban su bolsa formando una robusta «cama de gato» que resistiría sin riesgo las deceleraciones del vehículo al entrar en la

atmósfera si para entonces él no habla tenido ocasión de avisar al ferry de la presencia de su hija.

La vía más directa para llegar a los ferrys pasaba por la cubierta turística, pero Kúo, juzgando que ésta se hallaría más frecuentada, había seguido la que concibió Roscoe para salvar a los pasajeros de lujo: el tur el de mantenimiento. Pensó por un momento en ocultar allí a Gene para que pudiera unirse al grupo de los «elegidos», pero desechó la idea por impracticable. Roscoe estaría con ellos y Roscoe conocía muy bien a los pasajeros de lujo. En aquellos instantes en que lo que importaba era ya sólo la supervivencia, en esos momentos en que el hombre sólo viera al hombre como enemigo, Gene sería maltratada y quizá perdería la vida violentamente. Y Richard se ocuparía ahora de que la muerte de Gene fuese tan sosegada como la vida que había querido ofrecerle.

Regresó al cubículo de su esposa y la abrazó en silencio. Mientras sus manos sostenían el cuerpo desfallecido de Gene, su mente pensó que aquella muerte, aun emparejados, aun sosegada, resultaba sencillamente estúpida.

Richard Kúo, oficial de una nave translunar, estaba preparado desde hacía mucho tiempo para la muerte. Sabía que ese frágil equilibrio de las condiciones de vida en el espacio, repetido día tras día, podía quebrarse alguna vez cuando algo decidiera ir mal sin remedio. Pero era absurdo, casi insultante, que Gene pereciera en su primer viaje fuera de la Tierra, entre los cuatro mamparos de un cubículo anodino.

Ahora también le pareció estúpida la idea de haberle llevado a la Luna. Gene Kúo, empleada como decoradora de bungalows en el Hogar Aborigen de Hualien, de veintiún años de edad, tenía derecho a unas vacaciones de quince días. Podían haber ido a cualquier parte, a cualquier rincón, podían haberse quedado en el propio Hogar porque al fin y al cabo sólo pretendían estar dos semanas juntos, con la niña. Gene, Rosa y él en cualquier playa, en un refugio de montaña, entre los bambúes altos y misteriosos de Chitu.

Pero Richard Kúo removió Roma con Santiago para conseguir todos los descuentos imaginables y ofrecer el mejor regalo a la madre primeriza que unas semanas antes tanto había sufrido cuando trajo al mundo a Rosa. La llevada a la Luna. Y acumularla todas sus estancias lunares, aborrecidas por los tripulantes de cualquier categoría, para estar esos quince días junto a Gene y junto a Rosa. Pasaron dos semanas maravillosamente y el encanto no fue obra de la Luna sino de su mutua compañía. Rosa pareció entusiasmada desde el primer momento con la gravedad lunar (como le habia entusiasmado la débil gravedad artificial de la nave) y se portó como una muchacha seria resuelta a no aguar las vacaciones de sus padres.

No les sobró el tiempo. Pasaron muchas horas en la cúpula giratoria de la Edison Tower contemplando la Tierra y las estrellas. Hicieron proyectos y se arrepintieron de no haberse casado antes. Discutieron interminablemente sobre cómo sería Rosa al cabo de dos años, de cinco, de diez o de veinte y se comprometieron solemnemente a proporcionarle un hermanito tan pronto como fuera oportuno.

No tuvieron tiempo para fijarse en las tripulaciones que iban y venían renegando de unas horas de estancia en la Luna. Ni en los tours dominados por el tedio. Ni en los súbitos nostálgicos de la Tierra que se pasaban horas mirando una determinada zona del tercer planeta como si no fueran a volver al cabo de unos días. Ni en los turistas solitarios que generalmente acababan repletos de whysky tratando de bajar las escaleras de cuatro en cuatro peldaños. Ni en un suicida, sediento de originalidad, que vino de la Tierra con el único propósito (logrado) de salir afuera sin traje presurizado.

Y después, la vuelta a la rutina que para Richard empezaba en un Jínger de la Canopus. ¿Por qué no le dijo a Daniel Roscoe nada acerca de la existencia de su mujer y su hija? Y ni siquiera cuando le llamó a la cabina para enfrentarle con la muerte. Reflexionando después sobre su propio silencio, llegó a la conclusión de que quiso sustraerse al recelo de Roscoe. El comandante ^ra desconfiado (de otra forma no hubiera sido comandante) y podía temer que su mujer acabaría por conseguir subrepticia, mente una cabina de lujo cuando él sólo había pagado para su mujer la tarifa normal. ¿Fue una premonición? No lo sabía pero la explicación hubiera resultado bastante simple para cualquiera que no fuese Richard Kúo. Si se hubiera conocido mejor habría comprendido que la razón de su silencio no era otra sino la de que Richard Kúo jamás decía nada que no considerara imprescindible decir. Y a fin de cuentas, tampoco el resto de la tripulación sabía que en la Canopus viajaban su mujer y su hija.

Habían realizado el vuelo de ida en la Betelgeuse, su nave habitual. Los tripulantes de la Canopus apenas sabían de Kúo sino que era hombre de fiar, impenetrable sin ser hosco, amable pero resuelto y siempre pronto a sacrificarse por otro, como lo probaba el hecho de que se hubiera quedado quince días en la Luna. Y eso era también lo que sabía Roscoe. Y por eso le había llamado.

Diez minutos después Peterson recibió de la ISSSCO la confirmación de lo que ya habia imaginado. Casi inmediatamente después el operador de Nueva York advirtió al comandante Daniel Roscoe que iba a hablarle Milton F. Achaliche.

Roscoe sólo había visto su imagen en las pantallas de televisión. Ahora, aunque la transmisión no era buena, advirtió que Achaliche se esforzaba por mostrarse solemne y tranquilo. Sólo consiguió aparecer preocupado y nervioso.

—¿Comandante Resco? Perdón, comandante Roscoe.

—A sus órdenes, señor presidente.

—Ya lo sabe todo... hemos hecho cuanto nos ha sido posible... pero...

—Lo sé, señor presidente. Y se lo agradezco en nombre de la tripulación y del pasaje.

—¿Pero están enterados todos?

—No, señor presidente. Sólo dos tripulantes y, naturalmente, yo. Un gesto de alivio inútil se dibujó en las comisuras de los gruesos labios de Achaliche.

—Perfecto. Están los ferrys...

—Ya he pensado en eso, señor.

—Pero me han dicho que sólo tienen capacidad para cuarenta personas...

—Exactamente, señor.

—Y usted como comandante de la nave tendrá que elegir. A usted y sólo a usted le corresponde decidir quién... Y yo no permitiré que nadie desde la Tierra le diga lo que tiene que hacer. Comandante Roscoe, no le envidio pero le admiro.

—Gracias, presidente.

—Ah, una última cuestión. Me ha llamado el presidente de Travel Films. Está ya informado de todo lo relacionado con la Canopus. No sé si usted sabe...

—Si, presidente, sé que mi primer oficial es su sobrino...

—No, no me interprete mal. Insisto en que a usted y sólo a usted le corresponde decidir... pero si el primer oficial se quedara en la nave, deseo que le diga que su tío querría despedirse...

—Señor presidente. Usted me ha honrado con su confianza. Puedo asegurarle que la selección, la difícil selección, ya está hecha. Por razones de seguridad —no puedo descartar el riesgo de que esta transmisión sea captada subrepticiamente en alguna estación terrestre— no le comunicaré la lista. Pero puedo decirle que mi primer oficial pilotará uno de los dos ferrys. Yo pilotaré el otro y dirigiré la navegación de los dos. Es una maniobra compleja. No he pensado en mi seguridad ni en la del primer oficial sino en la de las personas —escasas por desgracia— que podrían salvarse.

—Gracias, Roscoe. No olvidaré lo que está haciendo por la ISSSCO en estos difíciles momentos. Adiós, Roscoe, y otra vez gracias.

Cuando la pantalla se apagó, Daniel Roscoe no pudo evitar una sonrisa. Iban a ser unas horas difíciles pero tendría un premio, un premio mucho mayor del que jamás se hubiera atrevido a soñar. Y con la ISSSCO a su favor, nadie podría permitirse la más mínima crítica a Daniel Roscoe. Y éste sería verdaderamente su último viaje. Se juró no volver jamás al espacio ni siquiera como pasajero.

Y su despacho, estaba seguro, seria más opulento de lo que había imaginado. Tendría dinero suficiente para que Betty también dejara de volar... —¿Peterson? —¿Comandante?

—Llame a Pasadena. Quiero todos los datos para la corrección de la trayectoria.

La llamada no exigió el empleo del canal de sonido. La gran pantalla situada sobre la cabeza de Peterson se tornó más oscura y empezó a lanzar un torrente de cifras. Con su calculadora auxiliar Roscoe hubiera podido interpretar aquella maraña de jeroglíficos, pero estaba demasiado preocupado y demasiado cansado. Ni siquiera le importaba ya que Peterson pudiera creer que era incapaz de entender lo que había transmitido la computadora de Pasadena.

—¿Cuánto tiempo?

—Cuarenta y cinco minutos.

—Pase toda la información a la memoria del ferry número uno.

—Perdone, comandante. ¿Va usted a...?

—Sí, maldita sea, Peterson. ¿Es que todavía no lo ha entendido? Usted irá conmigo en ese ferry. Necesitaremos todos los datos para la navegación de los dos vehículos complementarios. Ahora llame a Kúo, cuéntele que estoy ocupado, lo que se le antoje, que estoy hablando con Nueva York. Pero antes de decirle una palabra, cerciórese de que se encuentre solo, esté donde esté. Quiero que traslade a los pasajeros de la cubierta de lujo hasta los dos ferrys. En diez minutos. Mientras tanto, ábrame el canal de tripulación: cubículos 2 y 17.

Antes de llamar a Richard Kúo, Peterson tecleó con su mano izquierda las cifras perdidas («Así que también Betty»). Si el comandante quería salvar a Betty sería el colmo de la suerte. Se prometió a sí mismo que la próxima vez que pasara un fin de semana con Betty no volvería a reírse de Roscoe («Tonto, en el fondo creo que yo le intereso menos que su mujer y sobre todo le interesa su puesto. Pero cuando se pone meloso... y además se está haciendo

polvo el estómago a fuerza de afrodisiacos... ya verás, me dice, eso de que a los veinte años... es un puro camelo...»).

Erik se portó como quien era. Estuvo a punto de abrasar a unos tripulantes que habían venteado lo que 'se tramaba y se quedó con un palmo de narices cuando se cerró la compuerta de comunicación con los hangares (Peterson logró engañarle hasta el último momento) y desatracaron por fin los dos ferrys.

Poco después de ingresar en Air-Fiesta («A usted no podemos negarle el alejamiento temporal de Hualien. Ese fue también el caso de su padre y, ai fin y al cabo, usted sigue siendo para muchos de nosotros "la niña que se salvó en el ferry"»), Rosa Kúo consiguió de la Compañía Translunar la grabación de las últimas comunicaciones de la Canopus. A veces la llevaba consigo en algunos viajes, y sola, por las noches, en la habitación de un hotel, volvía a escuchar aquellas palabras de la tragedia. Entrecortadamente, porque se sabía de memoria la grabación, dando paso al sonido sólo cuando quería volver a sentir la angustia de una determinada frase. Y esa frase o esas palabras bastaban para lograr que volviera a vivir la emoción de la primera vez que escuchó el hilo.

—Soy Richard Kúo, tercer oficial de la Canopus. Tengo dificultad en el establecimiento de contacto con los ferrys que han desatracado hace cinco minutos. Por favor, transmitan mensaje urgente al comandante Roscoe, ferry 1, banda HYZ-17.

—Aquí Nueva York. Listos para recibir el mensaje.

—Bajo el asiento 17-15 hay una niña. Es mi hija. Se llama Rosa Kúo. Nacimiento registrado en el Hogar Aborigen de Hualien con el número 5518-KWX-961...

—El comandante Roscoe dice que la niña se encuentra perfectamente. Envía saludos de ánimo a la Canopus. Vía

Pasadena ha declarado a UAPIR que accedió encantado a su demanda de que la niña fuese admitida en el ferry... Un momento... le habla míster Achaliche, presidente de ISSSCO.

—Escucho.

—¿Míster Kúo? El comandante Roscoe me ha informado de su decisión de salvar a la niña. Le he felicitado por semejante medida y le aseguro que la ISSSCO se cuidará de la pequeña Rosa Kúo, bueno, quiero decir si...

—Soy Delgado, segundo oficial. ¿Es que no han salido todavía NUESTROS ferrys?...

—No sé... Aquí... les dirán lo que estamos intentando... ¿Operador?... Dígale lo que estamos intentando...

—¿Me oyen, Canopus? Vamos a establecer un intercambio de mensajes con los pasajeros y los tripulantes durante las próximas horas. Sólo una llamada por persona. Por favor, brevedad... —Pero ¿Y LOS FERRYS!...

—¿Quiénes están ahí? Quiero decir si, además de los tripulantes...

—La situación es sencillamente ingobernable. Ha habido dos muertos, dos tripulantes... No he podido impedir que algunos pasajeros llegaran hasta aquí... La mayoría de la tripulación no obedece órdenes...

—Lamento informarle, míster Delgado, que no habrá ferrys...

—Nueva York, soy Richard Kúo otra vez. Acabo de poner un poco de orden en todo esto... Se han llevado a Delgado... parece enloquecido... Creo que estamos listos para el intercambio de mensajes... algunos... todos no...

—Nueva York, necesito hablar con un médico. Algunos tripulantes y muchos pasajeros me han manifestado ya su deseo de acabar de una vez por todas. Comprenda. Imagino que dentro de poco tiempo serán más. No sé si es bueno o si es malo que los que no opten por esa solución tengan una agonía más larga puesto que asi durará más el oxigeno.

—Escuche, doctor. No poseo más que un curso de primeros auxilios, pero la farmacia de a bordo está bien surtida... quieren algo indoloro, rápido...

—Trataré de seguir sus indicaciones, pero ha habido varios pasajeros que han asaltado la repostería y desde luego ya están borrachos...

—... Quedamos muy pocos con vida y realmente a casi ninguno nos interesa seguir viviendo. Es horrible. Ésta será la última vez que establezcamos comunicación. Voy a abandonar la cabina. El hedor es insoportable. Ahora transmito un mensaje para mi hija Rosa Kúo: «Quiero que cuando seas mayor puedas escuchar estas palabras. Tendrás en Hualien imágenes de tu madre y de tu padre. Tendrás mi voz. Moriremos contentos porque te hemos dado la vida por segunda vez. Sólo la vida. Pienses lo que pienses, hagas lo que hagas, cuida de que esa vida tuya que nosotros no conoceremos sea valiosa. Poco importa que vaya a ser corta o larga pero empéñate, Rosa, en que tenga un sentido para ti aunque resulte incomprensible para los demás. Que sea verdaderamente la vida que has elegido vivir. Adiós, Rosa...»

La grabación continuaba todavía durante unos minutos. La voz del operador de Nueva York llamaba frenéticamente a la Canopus, pero la comunicación no se reanudó. El operador permaneció seis horas más en su puesto. Después se volvió hacia el televisor. Allí estaba, rodeada de cámaras, de flores, de cintas y de caras que aspiraban a un pedazo de su efímera popularidad, la «niña de la Canopus».

En la gran pantalla verde se materializaron como seis puntos de luz blanca. Sólo eso. De haber sido aviones civiles, el radar hubiera podido disponer de los datos indicativos transmitidos automáticamente por cada una de las aeronaves. Sólo seis puntos blancos en la pantalla.

Medio minuto después eran seis puntos negros en el parabrisas del cockpit. Venian hacia el avión, en línea recta, pero se desviaron en el último momento para realizar un looping escalofriante que les colocó en torno del gran aparato. Como una madrina con sus polluelos. Sólo que esta vez los polluelos estaban dispuestos a imponer su rumbo a la gallina.

—Atención, Air-Fiesta 275. Hemos recibido la llamada de secuestro. Quiero hablar con el jefe del grupo. Soy Dex Norton, patrulla de guardacostas de San Juan.

Respondió el narigudo.

—Este es el comando «Bremen» del Frente de Liberación de los Hogares Aborígenes Oprimidos. Efectivamente, el Air-Fiesta 275 está en nuestro poder. Si no se cumplen nuestras exigencias estrellaremos este avión sobre la zona residencial del Hogar Aborigen Quisqueyano.

—No estoy autorizado para negociar. Si dentro de cinco minutos no han devuelto el mando al piloto destrozaremos el avión.

El narigudo no respondió. Prefirió aguardar a que transcurriera el plazo fijado por la patrulla aérea.

—Atención Air-Fiesta 275. Están a punto de cumplirse los cinco minutos. Responda. Quiero una decisión.

Silencio.

Siete minutos más tarde el tal Norton se obstinaba todavía en amedrentar a los secuestradores.

—El primer round ha sido nuestro.

—Atención Air-Fiesta 275. Pasen a frecuencia KH283 de clave sincronizada.

A una señal del narigudo el radio cumplió la indicación.

—Aquí Nueva York, ISSSCO-Seguridad. ¿Qué quieren?

—Es muy sencillo. Libertad de los encarcelados en Bremen y Richmond. Promesa formal de apertura de negociaciones con el Consejo de Resistencia de los Hogares Aborígenes, con fianza de 1.000 millones de dólares, pagadera en Zurich a nuestros agentes para el caso de rompimiento de las negociaciones.

—No tengo autoridad para responder. Continúen volando en circulo sobre esa zona del Caribe. Aguarden mi llamada. Máximo de espera: treinta minutos.

Habían desaparecido los aviones de la patrulla. El narigudo juzgó que se habrían situado a cola, posición desde la que resultaban invisibles desde el cockpit. Probablemente no querían que se sintieran acorralados y perdieran los nervios.

- Air-Fiesta 275. Sí a la liberación de presos. No a las negociaciones y, por supuesto también no a los 1.000 millones de dólares.

El narigudo iba a responder cuando advirtió que del tablero del ingeniero solar desaparecían todas las luces verdes, amarillas y azules. El tablero era sólo un chorro de luz roja que brotaba de mil recovecos. El narigudo no era un técnico pero tenía olfato para las anormalidades. De un gesto indicó al radio que cortara la transmisión y se volvió hacia el ingeniero solar:

—¿Qué pasa?

—No lo sé pero los paneles Keltor se están descargando a un ritmo que no corresponde a nuestro consumo. Estamos gastando energía suficiente para hacer volar a muchos aviones. No, de verdad que no lo entiendo.

—Radio, ponme con ese Norton.

—Al instante.

—Norton. ¿Qué pasa?

—Ustedes lo sabrán. Nosotros nos limitamos a volar tras de su cola. ¿Les sucede algo?

Era inconfundible el tono de burla de su voz.

De repente las luces verdes y amarillas retornaron a una parte del cuadro del ingeniero y casi inmediatamente el avión dio un violento bandazo. Ahora fue el piloto quien preguntó:

—¿Qué sucede, Edmund?

—Ya he dicho que no lo sé. Los motores de babor han 125 recobrado su fuerza mientras que los de estribor se han quedado prácticamente a cero.

Otro cambio de luces. Otro violento bandazo. Esta vez hacia el otro costado.

¡ENERGIA SUFICIENTE PARA HACER VOLAR A MUCHOS AVIONES!

—¡Ese Norton está haciendo algo ahi detrás! ¿Qué puede ser? ¿O eres tú? ¡Tú no te salvarás con esos trucos!

—¡Le juro que yo nada tengo que ver con esto! Pero podría ser que...

—¡Venga, suéltalo ya!

—Si uno de esos aviones estuviera equipado con una toma de fuerza... Tendría que tratarse de una sonda experimental para poder ir a bordo. Y si hubiese establecido contacto físico con este avión...

—¿Cómo?

—Eso sería muy simple: un cohete-rémora portador de un cable y lanzado a corta distancia.

—¡Piloto, pica!

—¿Cómo?

—¡Pica! ¿Me entiendes? Violentamente. A fondo. O te mato ahora mismo.

Cayeron unos sobre otros. Si los tripulantes hubieran estado menos asustados habrían tenido alguna probabilidad de desarmar a los secuestradores. Pero ninguno lo intentó. Rosa Kúo pensó con horror en lo que estaría sucediendo allá afuera. Centenares de contusos, algunos heridos graves y quizá algún muerto tras el terrible picado que habría lanzado contra el techo a docenas y docenas de pasajeros.

Rinaldi, muy nervioso, pretendió de nuevo entrar en el cockpit. Pero esta vez el narigudo no se molestó en proseguir la comedia. Sin dejar tiempo a que respondiera el piloto, le mandó al infierno.

—Sigue hasta abajo. Muy cerca del mar. Como te arrugues te descerrajo un tiro.

Era inútil la advertencia. El piloto se había convertido en un simple instrumento en manos del narigudo. Y ahora ese instrumento podia obedecer las órdenes que se le daban. Porque al iniciar el picado el avión había recobrado toda la potencia de sus motores. En el tablero del ingeniero solar ya no brillaba una sola luz roja.

—¿A dónde vais, idiotas? —era la voz de Norton.

—¡Cierra la radio!

A mil metros de altura el Air-Fiesta 275 se estabilizó en la horizontal rumbo hacia el Sur, pero el narigudo insistió en que siguiera descendiendo hasta llegar a ras del agua. Divisaron Tierra. Cruzaron a cien metros de altura el «tarmac» del aeropuerto internacional de Sosúa y luego siguieron el curso del río Yaroa hasta Gurabito, remontándose lentamente hasta poder saltar al valle del Cibao, pero sin abandonar las proximidades del suelo; cuando bordeaban la cordillera Central, afortunadamente limpia de nubes, divisaron a más altura la cima recortada y enhiesta de Pico Duarte.

—Abre la radio. Quiero Nueva York.

—¿Sí? ¿Air-Fiesta 2751

—Aquí estamos. ¿Ha habido cambio de opinión entre los jefazos?

—No. ¿Dónde están?

—Pregúntaselo a Dex Norton, si es que lo sabe, porque hace un rato que nosotros no le vemos.

—Sugerimos que aterricen en Puerto Plata y que continuemos desde allí las negociaciones.

—No será Puerto Plata. Será en el Aeropuerto de las Américas, en Santo Domingo. Sólo el tiempo suficiente para dejaros diez cadáveres si antes de media hora no os avenís a razones.

—¡Eso no puede ser!

Había gritado Rosa Kúo. Había sido oída en Nueva York.

—Corte la comunicación.

El narigudo se volvió hacia Rosa Kúo y descargó contra su mandíbula un solo golpe. Rosa se derrumbó sin sentido. Algunos hombres parecieron dispuestos a protestar pero la autoridad del narigudo se impuso.

—¿Alguien quiere más? Esto no es un juego de niños y estáis tan pringados como yo.

Volvió a zumbar el intercomunicador. Otra vez Rinaldi. —Preparaos junto a la puerta de la antecámara. Tú —se dirigió al piloto—, abre.

Cuando Rinaldi abrió la puerta apenas distinguió en la oscuridad de la antecámara más que unos cuantos rostros tensos y las bocas de unas pistolas. Sospechaba lo que iba a encontrar, pero fue demasiado optimista respecto de sus posibilidades. El estaba a plena luz. Era un blanco perfecto. Y también los dos hombres que le seguian, sin más armas que unos extintores de incendios.

Llenaron la antecámara de espuma pero cayeron abrasados a quemarropa. El narigudo pasó sobre sus cuerpos y se enfrentó al pandemónium de la sala 1. Gritos. Ataques de nervios, carreras hacia nadie sabia dónde.

—Si, es un secuestro y el que intente algo acabará como éstos. Que nadie vuelva a tocar esta puerta, que nadie llame al intercomunicador.

Retrocedió sin volver la espalda, sin bajar la pistola. Y cerró la puerta. Cuando regresó al cockpit el brillo del Sol había sido reemplazado por una intensa y lechosa claridad y el piloto, llorando, trataba de convencer a algunos de los secuestradores de que si no le dejaban remontarse podían estrellarse en cualquier momento.

—Todo lo contrario —le gritó al piloto—, vuelo vertical y abajo, al suelo.

—Pero no sé lo que encontraré abajo. No sé hasta dónde llegan las nubes. —¡Baja!

El ritmo de los motores se alteró visiblemente. Cobró más fuerza. El radio había apartado el cadáver del copiloto y había ocupado su asiento. Torpemente obedecía las órdenes del comandante cuyos nervios parecían a punto de quebrarse definitivamente mientras repetía como un poseso: —¡Vamos a estrellarnos! ¡Es una locura! ¡Nos estrellaremos!

—Calma, amigo, todavía puedes salvar el pellejo si tienes suerte y habilidad para hacer aterrizar este cacharro.

—¿Pero en dónde^ No sé dónde estoy. La radio no funciona. El altímetro no me sirve de nada porque no conozco

la altura del terreno. Ni siquiera sé si lo que hay abajo es la ladera de una montaña.

Eea la ladera de una montaña. El avión habia descrito ya la compleja curva del vuelo horizontal al vuelo vertical. Descendía ahora lentamente cuando tocó tierra. Primero la cola que se partió al impacto y se incendió con la parte posterior del fuselaje. Las alas se quebraron un instante después.

El resto del fuselaje resbaló por la pendiente. Roca. Peñascos que rajaban la panza del avión. Después un prado minúsculo y húmedo que aceleró la velocidad del fuselaje y finalmente un arroyo. La carrera habia durado quince segundos. El cockpit se abrió donde habia estado el tablero de instrumentos y entró el agua hasta las rodillas de los que de pie se agarraban a donde podían.

—¡Todos fuera!

El agua fría había reanimado a Rosa Kúo. Peter pasó una mano por su cintura y la arrastró afuera. Los demás ya habían saltado al lecho del arroyo.

Tampoco era necesario que les dijeran que corriesen. El cockpit iba a convertirse muy pronto en un brasero. Unos metros más allá el regato se trocaba en nubes de vapor al contacto con la masa fundida del resto del fuselaje y las llamas que brotaban por todas sus grietas. Un horno rojo. A veces por lo que habían sido las puertas se distinguían siluetas borrosas, cuerpos ya muertos, cenizas que se agitaban entre las llamas.

Siguieron arroyo abajo y se tumbaron en el suelo, alli donde se detuvo el primero de los terroristas. Entre la niebla de aquellas alturas negreaban todavía las columnas de humo que se escapaban de lo que habia sido un Air— Fiesta. No sabían dónde estaban. No sabían qué camino seguir. Hasta el mismo narigudo parecía haber renunciado por el momento a la jefatura del grupo de secuestradores y secuestrados.

Al cabo de media hora dos hombres, el radio y uno de los secuestradores, estaban ya muertos. El narigudo dio la orden de ponerse en marcha y continuaron descendiendo junto al arroyo, temblando de frío todos, de fiebre algunos.

Y sin saber cómo tropezaron con la carretera. Poco más que un camino forestal. La niebla se había disipado y contemplaron un valle estrecho y verde que descendía hacia el Este, jalonado por el arroyo y la carretera. Después sintieron el rumor de los helicópteros que rastreaban aquellos parajes. Volaban muy bajo, pero no cruzaron sobre su vertical. No les vieron; ya más atentos, prosiguieron el descenso.

A media tarde vieron llegar a los primeros orugas de los rurales dominicanos. Todavía muy abajo, remontando la ruta zigzagueante. El narigudo deseaba acabar su penosa marcha y disparó al aire para atraer la atención de los rurales.

Los orugas aceleraron su marcha. A cien metros del grupo se detuvieron y de sus portalones traseros saltaron enjambres de soldados que se diseminaron fulminantemente. Pretendían cercarles.

El narigudo mandó a sus hombres que se refugiaran en la cuneta y dejó en el centro del camino al piloto y al ingeniero solar. El narigudo no sabía español y se preguntó si hablarían inglés algunos de los soldados que ahora les cercaban. Gritó a los cuatro vientos:

—¡Queremos un oruga y un paso libre. A cambio tendréis a estos dos hombres.

Le respondió un disparo. La bala se incrustó en el tronco tras del que se protegía y cubrió de astillas su cara. No intentó replicar al fuego. ¿Qué podían hacer ellos con sus pistolas?

El narigudo comprendió que frente a aquellos hombres de tan excelente puntería había sido un error dejar en la carretera a los secuestrados. Podía matarles cuando quisiera. Pero no podía protegerse con sus cuerpos. Acabaría con ellos:

—¡Es mi último aviso. Paso libre o les matamos!

Los dominicanos enmudecieron un instante. Pero los orugas se pusieron en marcha. Barrían las cunetas con sus metralletas. El narigudo alzó su pistola y apuntó al piloto, tumbado sobre las piedras del camino. Rosa saltó hacia adelante. Había partido de algún lugar situado a sus espaldas y ahora corría por el camino. Iba a reunirse con el piloto y el ingeniero. A protegerles o a morir con ellos. No llegó a alcanzarles.

—¡Fuego a ésos! ¡A todos!

Tres balas alcanzaron a Rosa Kúo en plena carrera. Sus piernas de antílope joven se quebraron bajo el impacto del plomo que había penetrado en sus pulmones, pero su cuerpo, lanzado, pareció proyectarse hacia el cielo y después se derrumbó sobre las piedras. Ya no existía la belleza de su cara ni el brillo de sus ojos. Su boca era sólo un manantial de sangre cálida que manaba a borbotones. Estaba muerta.

El piloto y el ingeniero murieron casi instantáneamente.

Nadie ordenó a los rurales que reanudaran el fuego, pero sus armas crepitaron hasta ponerse al rojo. Un diluvio de balas rebotaba sobre las rocas y deshacía tallos, quebraba ramas y pulverizaba enormes flores rojas. El narigudo y sus hombres estaban muertos, sañudamente muertos. Cuando al día siguiente, en Bonao, un médico dominicano practicara su autopsia encontraría veintidós balas en el cadáver del cabecilla.

*

Media hora después llegó al lugar de la matanza el primer helicóptero. Era solamente el lazarillo de un gigantesco ejemplar de la misma especie que descendió hasta un prado diez minutos más tarde. Una docena de hombres emplazaron en las inmediaciones todo un equipo sumario de control de vuelos y, cuando estuvo listo, el cielo vomitó enjambres de máquinas. Descendieron tres hospitales aéreos que de poco sirvieron, un centenar de agentes de la ISSSCO, tres helicópteros de las cadenas de televisión de la Federación Americana, cuatro helicópteros grúas, laboratorios, especialistas, curiosos más o menos autorizados y equipos de campaña para asegurar la permanencia de tantos hombres en aquellas soledades. Tres horas más tarde un helicóptero se llevó los cadáveres de los terroristas. Otro helicóptero se encargarla de recoger los cadáveres de la carretera, los de los dos tripulantes y el de Rosa Kúo, caída a cuatro metros de ellos.

Ya era de noche cuando se alzó esta aeronave; puso rumbo a Santo Domingo y abandonó la encrucijada de luz de los focos que siguieron su ascensión. Pero entonces el piloto anunció que su vuelo se había tornado errático y no sabía por qué. Los focos buscaron al helicóptero, pero antes de que lo encontraran estalló en el aire, a la vista de todos, y se trocó en una lluvia de hierros retorcidos derramada sobre un fangal.

Aquel accidente dejó sin aclarar uno de los misterios de la tragedia: ¿Quién había matado a Rosa Kúo? Para la ISSSCO —aunque careciera de pruebas y sólo porque convenía a sus intereses— Rosa Kúo, como los pasajeros y los otros tripulantes, había sido víctima de un puñado de asesinos. Pero Stanislas James nunca pudo explicar qué hacía en el cockpit cuando hubiera debido estar en la última sala, que nunca pisaron los secuestradores.

Para el Consejo de Resistencia, Rosa Kúo había muerto a manos de los rurales dominicanos. Pero Amer no concebía a Rosa integrada voluntariamente en una banda de pistoleros.

La represión fue feroz. En la Unión Soviética el Ministerstvo Gosudarstvennoi Bezopasnosti prohibió que cualquier miembro de un Hogar Aborigen pudiera subir jamás a un avión. En la Federación Americana la campaña desencadenada por algunos medios de información provocó varios linchamientos de supuestos aborígenes y la inclusión de todos los aborígenes extranjeros en la categoría de personas no gratas. En la Federación Austral su presidente vitalicio, mariscal Rossi, ordenó a los tribunales militares establecidos hacía muchísimos años en virtud de la Ley de Defensa de la Ciudadanía, que fueran competentes en todas las transgresiones de cualquier género en las que se hubieran visto envueltos los aborígenes.

La ISSSCO puso una lápida con la efigie de Rosa Kúo a la puerta de la Escuela de Azafatas de Denver. Varios de sus amigos volaron hasta Kaohsiung para asistir a sus funerales budistas. Un copiloto de Honan se emborrachó la noche que supo su muerte y murió —nadie sabe si voluntariamente— cuando intentó descender con su coche desde el puente de Brooklyn al East River.

38° 00' N 23° 38' E

EL PIREO, 23 (UAPIR). A LAS CUATRO QUINCE, HORA LOCAL, HA ATRACADO ESTA MAÑANA EL «ATLANTIS», PRIMER SUBMARINO DE LUJO DE LA INTERNACIONAL SKY, SUN AND SEA COMPANY (ISSSCO) QUE ESTA NOCHE ZARPARA PARA REALIZAR SU CRUCERO INAUGURAL.

EL «ATLANTIS», CONSTRUIDO EN GOTEBORG Y CON UN DESPLAZAMIENTO EN SUPERFICIE DE CUARENTA Y CINCO MIL TONELADAS, PODRIA DAR CINCO VECES LA VUELTA AL MUNDO SIN EMERGER. EN ESTE PRIMER CRUCERO TRANSPORTARA CUATROCIENTOS PASAJEROS EN SUITES Y CAMAROTES DE LUJO. VERSIONES POSTERIORES DE ESTE TIPO DE NAVIOS SERAN DESTINADAS A UN TURISMO MÁS POPULAR CON CAPACIDAD PARA UNOS DOS MIL PASAJEROS.

YA HAN LLEGADO A ATENAS MUCHAS DE LAS PERSONALIDADES QUE DISFRUTARAN DEL PRIMER CRUCERO DEL «ATLANTIS» DESDE ESTE PUERTO AL DE ALEJANDRIA. EL SUBMARINO VISITARA DIVERSAS ISLAS DEL EGEO Y PARA LA EXPLORACION DE LOS FONDOS DEL MERITERRANEO, LOS PASAJEROS PODRAN UTILIZAR TAMBIÉN LOS MINISUMERGI— BLES AUXILIARES DE QUE VA DOTADA LA NAVE. VERAN GRUTAS SUBMARINAS, EMPLAZAMIENTOS CARACTERISTICOS DE LA FLORA Y LA FAUNA DEL EGEO, ASI COMO ANTIGUAS NAVES HUNDIDAS.

«NUESTROS DISTINGUIDOS PASAJEROS DISFRUTARAN DE SENSACIONES DESCONOCIDAS Y CONTEMPLARAN LO QUE HASTA AHORA NADIE HA VISTO, EN UNAS INIGUALABLES CONDICIONES DE LUJO Y EXCLUSIVIDAD», HA DICHO BEN ROSS, VICEPRESIDENTE DE RELACIONES PUBLICAS DE LA ISSSCO, QUE PARTICIPARA EN EL CRUCERO. «NUESTRA COMPAÑIA HA QUERIDO, ADEMAS, BRINDARLES UNA ABSOLUTA INTIMIDAD. LOS PASAJEROS PODRAN INSCRIBIRSE CON EL NOMBRE QUE DESEEN, BIEN ENTENDIDO QUE EN NUESTROS REGISTROS SE CONSERVARA CONFIDENCIALMENTE EL AUTÉNTICO Y LA ISSSCO GARANTIZA QUE NO SE EFECTUARAN A BORDO REPORTAJES EN DIRECTO O EN DIFERIDO QUE NO SEAN PREVIAMENTE AUTORIZADOS.» Y AÑADIO, RIENDOSE. «NI EL FISCO NI SU CELOSA CONYUGE SABRAN NUNCA QUE USTED ESTUVO ALLI. Y PROMETO QUE HABRA MAS SORPRESAS.»

Miguel Gori saboreaba un café helado a unos pocos kilómetros, tierra adentro, del lugar en donde estaba atracado el Atlantis. Miguel estaba en una plazoleta provinciana, desde la que se divisaban, muy próximos, los contrafuertes de la Acrópolis ateniense. Era una tarde cálida bajo un cielo gris y cargado que no parecía dispuesto a resolverse en lluvia.

Gori se había sentado ante una de las minúsculas mesas de un café, en una acera inverosímilmente estrecha y observaba el centro de la plazoleta donde un seto de boj formaba un anillo, en cuyo centro se alzaba un airoso templete. Era un añoso cilindro que empequeñecía la plazoleta. Databa de la dominación romana y su arquitectura había sido reproducida millares de veces desde las imágenes de la antiquísima Historia Universal de César Cantú al videocasette «La Grecia de la ISSSCO». Sobre el friso combatían las figuras de unos hombres que el tiempo había dejado en puras evocaciones. Siglos y siglos, cuando la plazoleta fue mercadillo, aquel templete ahora dignificado, sirvió de mingitorio de urgencia a sucesivas generaciones de atenienses.

Más allá, en las alturas de la Acrópolis, se plasmaba un paisaje familiar, casi un puro tópico: la inmensa cúpula helvética que desde hacia quién sabe cuántos años protegía de las inclemencias del tiempo y de la polución a las piedras enfermas de la antigua ciudadela de Pericles.

Ahora, por fortuna, los reflejos del Sol no deslumbraban la imagen. Pero dos helicópteros zumbaban sobre la estructura lanzando a presión chorros de agua mezclada con detergentes. Pese a todas las limpiezas y a las promesas de los constructores, la cúpula de la Acrópolis nunca fue enteramente transparente. Había salvado los monumentos pero había destrozado la perspectiva.

A Gori no le interesaba la Acrópolis. Jamás habia subido hasta allá, ni pensaba subir jamás. Ni una sola vez volvió la cabeza para mirar hacia arriba. Tampoco había seguido con la mirada a una sola de las mujeres de piernas incitantes que pasaron junto a su mesa. A Gori sólo le interesaba el templete de aquella plazoleta y, más específicamente, su contenido.

Hacía dos noches que tres de sus hombres habían aterrizado en Atenas, acosados por agentes de la ISSSCO. Los tres hombres portaban una carga explosiva que Gori necesitaba en El Pireo. Pero cuando comprobaron que el escondrijo preparado había sido descubierto (les bastó realizar una llamada telefónica para la que no hallaron respuesta), precipitadamente optaron —a la fuerza ahorcan— por buscar un escondite provisional para los explosivos y para el receptor de radio capaz de convertirlos en un infierno en cuanto recibiera la señal en la única frecuencia que podía captar.

Para entonces ya estaba muy próximo el amanecer. Las piedras de la Acrópolis se dorarían lentamente y el cielo cobraría el tono plomizo característico de la contaminación ateniense. Grecia, cada vez más pobre, aún no había podido prescindir enteramente de los motores de explosión que resultaban desconocidos en los países donde los generadores solares domésticos no eran un lujo.

No conocían a nadie en Atenas que en aquel momento pudiera proporcionarles otro escondrijo y si la persecución se tornaba más acuciante su furgoneta de ruedas no era precisamente una garantía de éxito.

Separaron sin esfuerzo una de las losas de los flancos del templete y encontraron en el interior espacio suficiente para depositar los explosivos. Retuvieron la emisora-deto— nadora porque no era mayor que una cajetilla de tabaco.

Antes de aterrizar en Atenas, Gori sabía cuál era la losa removida y vuelta a colocar en el lugar que había ocupado durante siglos pero por más que se empeñaba —y su vista era excelente— no podía descubrir diferencia alguna entre sus junturas y las de las demás losas. Aquellos tres hombres en apuros hablan hecho un buen trabajo.

Estaba inquieto, pero se sentía feliz. Dos días antes, en una buhardilla ginebrina, frente al viejísimo Hotel Car— nevin, se habia convertido de facto en el dictador del Consejo de Resistencia que, consiguientemente, era ya una estantigua. Sus miembros se habían congregado en aquella ciudad para decidir la nueva política de la organización tras la catástrofe del secuestro del Caribe, la represión policiaca y la ofensiva de la ISSSCO contra los grupos de activistas, cada vez menos numerosos, cada vez más tenaces. El derrotismo, disfrazado de realismo alentaba ya, larvado, en el seno del Consejo. Y el desconcierto alcanzaba a las mismas filas de los más audaces. ¿Qué podrían hacer ante aquella encrucijada los derrotistas, los audaces y los hombres que ni querían abandonar ni suicidarse?

—Pero no ha sido un fracaso —proclamó Miguel ante un vacilante Consejo—. ¿No os dais cuenta de que, a pesar de la pérdida de nuestro comando y de que la ISSSCO haya conseguido eliminar a algunos de nuestros mejores hombres situados en posiciones clave, somos hoy más temidos que nunca? Es preciso mantenernos en el mismo camino, avanzar por esa ruta, responder con un nuevo golpe al contragolpe del Caribe, llevar el terror a la ISSSCO y sobre todo a sus lugares de explotación, porque ahí están sus puntos más vulnerables. Una planta solar, un complejo químico, pueden contar con agentes de protección hasta debajo de las piedras. Pero la ISSSCO no puede hacer lo mismo con una playa o con un coto de caza. No es posible tomar el sol entre alambradas ni bailar a la sombra de los blindados. La ISSSCO, sabedlo, ha salido maltrecha. ¿A mí qué me importa que aquí se haya dicho que hemos perdido el apoyo moral de buena parte del mundo? No podemos vivir del apoyo moral de nadie, de la misma manera que la ISSSCO no puede pedir valor a sus clientes. Si la ISSSCO no es segura, y tenemos que encargarnos de que no lo sea, se quedará sin clientes.

—Y si cierra los Hogares, las líneas aéreas, los centros de vacaciones, las islas artificiales y todo lo demás —le replicó

Amer—, los nuestros se morirán de hambre. La huelga se llevó todo el dinero de nuestras cajas de resistencia, las vidas de unos pocos y significó la cárcel para muchos. La ISSSCO no accedió entonces a negociar cuando sabía que estábamos dispuestos a transigir. ¿Va a negociar ahora si proseguimos por el camino de la violencia? Tú nos aseguraste que en el secuestro no se derramaría la sangre de nadie y aquello fue una carnicería. No sé si la culpa fue tuya, si fue de la ISSSCO o si, en realidad, todos somos culpables, pero tenemos que enfrentarnos con una realidad. Antes éramos marginados; ahora seguimos siéndolo, pero además somos odiados. Para quienes ven la televisión y leen los telefacsímiles hoy, decir aborigen es decir asesinos. Y ésos que nos creen asesinos son miles de millones en el mundo entero. Pienso que debemos reconsiderar toda nuestra política y adoptar nuevas decisiones...

Gori se levantó como si fuera a interrumpir a Amer. Se acercó a la ventana y miró, sin ver, hacia la plaza. Era un gesto calculado para ofender a Amer y lograr que se perdiera en el hilo cada vez más enmarañado de su diatribk. Amer pareció dispuesto a callarse, pero prosiguió al ver que Gori regresaba a su asiento.

... Pero esas decisiones, compañeros, tienen que ser democráticas. La clandestinidad nos obliga a prescindir de muchas cosas, de las que no es la menos importante la posibilidad de que quienes aquí estemos representemos realmente los intereses de todos los trabajadores de los Hogares Aborígenes. Pero no nos impide, aunque sea superando muchas dificultades, que podamos consultar a todos los Comités de los Hogares. Y esos Comités han de votar para designar a los que hayan de ocupar las vacantes que, por desgracia, hay ahora en este Consejo de Resistencia, los huecos que han dejado nuestros muertos: el de Rosa Kúo, que murió todavía no sabemos cómo; los de Washington González y Abelardo Cardozo, asesinados por la L. P. P.[3]; los de Hildegarde Schmidt, Manuel Zobe y Vladimir Kuchin, que perecieron a manos del «Freikorps» de Bremen. Seis en total. Necesitamos que cada uno de los Comités correspondientes designe un nuevo delegado. Creo que hasta entonces se impone un tiempo de reflexión. Aguardaremos ocultos y expectantes a que este Consejo sea verdaderamente tal como lo concebimos.

—No hay tiempo, ése es tu error —replicó Gori—, no podemos aguardar. ¿O es que quieres que digamos a la ISSSCO que espere a que hayamos ocupado las vacantes? Nos cazará uno a uno o a todos juntos. Desenmascarará nuestras células en cada Hogar y proseguirá introduciéndose en nuestras filas. ¿O es que creéis que no hay infiltrados de la ISSSCO?

Hizo una pausa y su mirada recorrió rápidamente los rostros de todos los presentes. Nadie le replicó, pero el desasosiego de algunos era evidente. Comprendió que su golpe de efecto había tenido éxito. Amer pareció a punto de responderle, pero también optó por callar. A partir de ese momento todo el que se opusiera a Miguel Gori tendría que defenderse de la acusación, expresa o tácita, de ser un vendido a la ISSSCO.

—Si cada vez que muere un miembro de este Consejo, del cerebro de lo que debería ser la lucha implacable contra la ISSSCO, hemos de aguardar a reponer la vacante ¿semanas, meses?, sólo seremos, cuando más, una agrupación de charlatanes que pronto acabará por perder la confianza de todos los nuestros, de los hombres y de las mujeres que se juegan diariamente la vida mientras nosotros NOS IMPONEMOS UN TIEMPO DE REFLEXION Y AGUARDAMOS OCULTOS Y EXPECTANTES, como ha dicho Amer. Ésta es una cuestión de supervivencia y nadie se decide a esperar cuando lo que está en juego es la supervivencia.

Ahora sus palabras fluían con mayor rapidez, con mayor entusiasmo, con una energía que acabó por encandilar a algunos miembros del Consejo que al principio, por miedo o por convicción, estaban dispuestos a someterse a Amer. Peleó incansablemente, casi inútilmente, puesto que apenas tenía adversarios. Amer, el nubio, se sintió de repente mucho más viejo, muy cansado, consciente de que su autoridad nao ral saltaba hecha pedazos a cada frase de Gori.

EIfang presionaba para conseguir una nueva votación que decidiera el aplazamiento del ingreso de los nuevos delegados. Sabía que ahí estaba su oportunidad y su riesgo. Seis «nuevos» en el Consejo podían ser seis votos más para Amer, seis delegados que se inclinarían, y además de muy buena gana, ante su prestigio. Sabía Miguel que en los Comités de los Hogares la fatiga y la desesperanza tras las batallas perdidas frente a la ISSSCO impulsarían a sus miembros a enviar como delegados a hombres y mujeres dispuestos ai compromiso e incluso a la simple apariencia de un compromiso que dejara todo como estaba antes. Y temía, sobre todo, que al Consejo llegara un agente de la ISSSCO.

Su Frente de Liberación había descubierto o creído descubrir en los escalones inferiores a algunos de estos agentes. Probablemente sólo una mínima parte serían hombres de la ISSSCO. Pero Miguel y los suyos sólo se mostraron cuidadosos de que no llegara a conocimiento del Consejo la «justicia» revolucionaria que aplicaban a los sospechosos.

Venció en toda la línea. Consiguió que se votara y el Consejo aprobó el aplazamiento que él había solicitado. Pidió una nueva votación y por 15 votos contra 9 logró que el Consejo se decidiera por la renuncia a toda negociación que no admitiera previamente el reconocimiento del Consejo de Resistencia como representante exclusivo de los Hogares.

Era un eufemismo que no engañaba a nadie, ni siquiera a ios que habían votado a favor de la propuesta de Gori. La ISSSCO jamás, jamás, admitiría esa condición previa.

El Consejo había optado, pues, de hecho y en buena parte sin advertirlo, por la violencia sin límite de tiempo ni de medios. Finalmente, como remate de su victoria, Miguel Gori fue comisionado por el Consejo —a petición de uno de sus fíeles— para dirigirse a los Hogares con objeto de que designaran a los seis nuevos delegados «cuando las circunstancias fuesen oportunas».

El propio Consejo acababa de aprobar su liquidación. A partir de ahora sería solamente una pantalla tras la que se escudaría Miguel Gori. El revolucionario había llegado a dictador antes de haber hecho su revolución. Si Gori triunfaba los Hogares sólo conocerían otro género de servidumbre.

Amer se levantó para presentar su dimisión como delegado. Le imitaron otros tres miembros. Miguel Gori —¿quién sino él podía ya hablar?— lamentó la decisión de Amer («El hombre que fue ejemplo para todos nosotros cuando la ISSSCO aún no había desplegado toda su violencia») y se declaró entristecido y resignado ante aquellas cuatro dimisiones irrevocables.

Irrevocable era un término que no había empleado el nubio ni tampoco sus fíeles pero tanto daba ya. Miguel Gori concluyó sus alabanzas pidiendo a los delegados que mantuvieran secreta su decisión («Hasta en vuestros Hogares») durante los tres próximos meses. Nadie fuera de aquella buhardilla debía saber que ya no pertenecían al Consejo. Amer accedió, quizá tan vencido por el halago («Para la lucha que ahora abandonas puedes al menos dejarnos un nombre como el tuyo, cargado de prestigio») que no advirtió la última trampa que le había tendido aquel día Miguel Gori.

Al día siguiente los cuatro delegados dimisionarios salieron de Ginebra en el primer avión con destino a Londres. En el aeropuerto de New Gatwick les aguardaba un enlace del Consejo que les condujo a un coche. Al despedirles en Ginebra, Miguel Gori les prometió que se encargaría de proporcionarles un refugio seguro («Por nosotros y por vosotros no podemos correr el riesgo de que caigáis en manos de la ISSSCO»).

—Está ya programado para dirigirse a Ventnor —Ies advirtió el enlace—, lamento no poder acompañarles, pero les aseguro que serán bien atendidos. Cuando el coche se detenga en Ventnor un amigo mío se encargará de todo.

Y todo fue bien hasta llegar a Portsmouth. El coche pasó muy cerca de la vieja Victory de Nelson, refulgente en su «pecera» acristalada, desplegado todo el velamen como si se dispusiera a romper su burbuja protectora y lanzarse otra vez al mar. El vehículo tomó entonces rumbo a la isla de Wight, cuya silueta se dibujaba ya nítidamente. Se desplazaba cruzando el brazo de mar a dos metros de altura sobre las aguas tranquilas.

En una terraza de Ryde, en la orilla a la que se dirigía el coche, un hombre les veía acercarse. A través de los prismáticos distinguía incluso las cabezas de ios cuatro viaje— roi. Cuando juzgó llegado el momento, dijo simplemente:

—¡ Ahora!

A su lado, otro individuo que había seguido el desplazamiento del vehículo con una antena parabólica, accionó un conmutador. El coche alzó su morro al cielo y se elevó violentamente hasta unos cinco metros del agua. Después aceleró y picó hacia el mar. En un segundo desapareció desintegrado bajo las aguas.

Cuando la estación de Telecoach Ltd., en Ventnor, dio la alarma al servicio de salvamento de Ryde porque había perdido el contacto con el vehículo, era ya demasiado tarde. Los cadáveres fueron recuperados unas horas después. Evidentemente, y así lo reconoció el coroner, el vehículo de Telecoach Ltd. estaba en excelentes condiciones y sólo cabía culpar del desgraciado accidente a una perturbación electromagnética muy localizada («Extraordinariamente infrecuente», añadió por su cuenta el portavoz de Telecoach Ltd.), que había bloqueado el haz de orientación.

Para entonces los dos hombres de la terráza de Portsmouth habían regresado a Londres en el aerotrén de Sout— hampton. El día anterior Miguel Gori se había desembarazado de sus rivales en el Consejo de Resistencia. Ahora había acabado con las semillas del apaciguamiento.

Contaba treinta y cinco años y había pasado buena parte del último lustro en las bibliotecas de media Europa. Era un estudioso consciente de su autodidáctica. Sabia de sociometría, de estrategia polivalente o de la Historia del colonialismo más que muchos especialistas titulados, pero su ojo deliberadamente inexperto seria incapaz de distinguir un Rubens de un Vlaminck.

Ignoraba dónde había nacido y si conocía su edad era porque, a los pocos meses de nacer, fue recogido en una calleja de Douala por un auxiliar de la Misión Metodista Americana. A los trece años, el día en que el presidente Fuller ordenó el desembarco de los marines en Sáo Tomé, la Misión fue saqueada y él, mendigando por los poblados de las tribus «playeras», escapó al Hogar Aborigen de Kogo, donde afirmó haber cumplido los dieciséis. Le admitieron porque era un verdadero ejemplo racial del tipo fang y en Kogo, por extraño que parezca, no abundaban.

Llegó a Kogo con lo puesto, que era sólo un taparrabos, y casi de milagro. En Acalayong, todavía temible por culpa de las fiebres, recorrió la orilla maloliente, infestada de esos asquerosos insectos que viven enterrados en la arena, hasta encontrar un cayuco de podrido tronco y un palo que le sirviera de remo. El cayuco hacia agua por todas partes y amenazaba con desintegrarse en mil pedazos. Cuando comenzó a navegar por el Utamboni las corrientes le empujaban unas veces hacia el mar, tan próximo, y otras, río arriba. Remó con fuerza, orientándose por las luces que divisaba en la lejanía, pero sin saber en ningún momento dónde empezaba el mar y dónde terminaba el río. Tampoco le importaba porque pensó que si el cayuco se deshacía, tanto le daba morir entre las mandíbulas de los tiburones como entre las de los cocodrilos.

En Kogo le adiestraron en el acompañamiento de los háleles con unos grandes cencerros de madera de okume de las tierras altas de Moka, en la isla de Malabo. El sabía que aquellos cencerros no eran fang sino de los odiados bubis, pero apechó con la tarea porque le aseguraba la comida y le ofrecía la posibilidad de obtener, al margen, una remuneración adicional. Sus propios compañeros de balele fueron los que le enseñaron a ganar el dinero que no le pagaba la ISSSCO y después le odiaron porque Gori acabó por ganar más que todos juntos.

Los turistas que acudían a Kogo no eran ricos. Viajaban con todos los gastos pagados de antemano o a plazos y unos menguados cheques de viajero para comprar a un «haussa» una agujereada piel de boa o una talla senega— lesa. Peros estas compras habían de ser furtivas porque la ISSSCO monopolizaba el negocio de los souvenirs. Recuerdos aparte, nunca faltaba una vieja, blanca, amarilla o negra que se encaprichara por Miguel y que estuviera dispuesta a abonar el precio que él mismo se fijara.

Y si no tenía dinero a mano tanto daba, porque Miguel, a fuerza de chascos, había aprendido a distinguir las piedras preciosas de las imitaciones y el buen oro del chapado. Tampoco le hacía ascos a los gadgets más extravagantes: la radio portátil que conectaba con la más próxima central de teléfonos (dotada de pantalla, con un peso de 100 gramos y un alcance de 50 kilómetros) o el visor de neutrinos, para los que siempre encontraba compradores. En suma, pedía por su cuerpo una fortuna o lo que a él se le antojaba entonces una fortuna.

¿Qué podía hacer, sin embargo, con aquel dinero después de envanecerse ante los compañeros por haberlo conseguido? Buena parte de sus ganancias se transformaba en brandy español, desde tiempo inmemorial la bebida de más arraigo a orillas del Utamboni. A los dieciocho años estaba al borde del alcoholismo y cada vez le repugnaban más aquellas mujeres que le pagaban el brandy. Y por eso, mordiéndose la cola la pescadilla de su dilema, necesitaba más brandy. Siempre más brandy. Sólo le quedaba una barrera que aún no había saltado, que no quería saltar y que estaba a punto de saltar: un viejo, blanco, amarillo o negro, pagaba más brandy.

Pero una noche estalló la crisis de identidad de Miguel Gori. Fue en el bungalow que ocupaba, sola, desde hacía unas horas, una mujer que le dijo que la llamara Jessica.

Jessica era huesuda, pecosa y miope. Por.supuesto hacía muchísimo tiempo que habia dejado de ser joven. Pagó sin tasa por tener la seguridad de que Miguel Gori sería para ella, aunque sólo fuera por un rato. Pero después quiso otro rato, o toda la noche, y le puso en la mano un nuevo fajo de billetes.

Miguel Gori respondió negativamente porque ya estaba deseando el brandy y porque el aseó que sentía en aquellos instantes hacia Jessica y hacia él le llegaba hasta la boca y si continuaba a su lado un minuto más acabaría por agriarle el brandy que aún no habia bebido.

Dejó los billetes sobre una mesa. Jessica le cogió de la muñeca y tornó a ponerle el dinero en la palma de la mano derecha. Estaba convencida de que si los ojos de Miguel se concentraban en los dólares y se apartaban de su cuerpo, de su cara, acabaría por obtener lo que estaba anhelando. Pero ahora Miguel no cerró la mano y los billetes se desparramaron por el entarimado.

Jessica, paciente, obstinada, todavía humilde, los recogió uno a uno, dispuesta a probar por tercera vez. A gatas, para apoderarse de los últimos billetes, parecía un animal extraño y repulsivo. Miguel Gori le volvió la espalda y se dirigió hacia la puerta.

Jessica se puso en pie con una rapidez increíble en su edad y le retuvo por los faldones de una blusa aún desabotonada. Casi en Un susurro, con rabia mal contenida, le dijo que no era hombre, le amenazó con denunciarle por ladrón. Miguel Gori sabía muy bien que no se atrevería a recurrir a la Administración, que no le acusaría y se limitó a encogerse de hombros. Nada sabía de aquella mujer pero juzgó que, despechada, acabaría en una crisis de nervios y le dejaría marchar sin escándalo.

—Hazlo. Ahora mismo.

Fue un error.

Jessica le escupió. Jessica alzó la voz y le llamó negro. Le dijo negro en muchas lenguas que Miguel no conocía, pero cada una de aquellas palabras hirió su cerebro como la punta de un látigo.

Ahora, en la tranquila y ruidosa placita ateniense, Miguel Gori parece olvidado por un instante de lo que ha traído hasta allí y siente un vago agradecimiento hacia la mujer que se llamaba Jessica. Ante el café helado, del que aún le resta la mitad, Miguel Gori juzga que aquella vieja que le insultaba le hizo ver a fuerza de injurias lo que había sido su vida, lo que era su vida, lo que sería su vida hasta convertirse en un alcohólico lelo que acabaría haciendo cestos, trasladado muy tierra adentro para no ofender la vista de los extranjeros.

Nada hubiese ocurrido a pesar de los insultos si Jessica no se hubiese interpuesto entre la puerta y él. Pero allí continuó. Ya no buscaba más placer que el de seguir insultándole y para eso necesitaba su presencia. Miguel Gori sintió cómo la rabia le latía en las sienes y en los puños, la rabia contra sí mismo, contra ella, contra todo un mundo, y la empujó con todas sus fuerzas, que no eran pocas.

La mujer salió despedida hacia atrás. Su trayectoria se detuvo cuando su pie derecho tropezó en una tabla saliente del entarimado. Cayó hacia atrás, todavía gesticulante. La nuca fue la parte de su cuerpo que antes alcanzó el suelo, sobre la plancha de metal que cerraba el registro de todas las conducciones de servicio.

Durante unos instantes creyó que su mirada estaba clavada en él. Su cuerpo parecía un montón de ropa reunida al azar. Miguel aguardó a que sus ojos se movieran pero su mirada seguía allí, inmóvil. Luego reparó en que no era a él a quien miraba, que sus pupilas quietas parecían orientadas hacia el techo.

Muerta. Miguel sabía que había sido un golpe desgraciado, pero ¿quién más lo sabía? Le condenarían a cadena perpetua, por asesinato. Y en las cárceles guineanas nadie había sobrevivido más allá de diez años.

Hubo de recorrer dos kilómetros con el cuerpo a cuestas. Y no es que pesara mucho pero tuvo que ir por la selva, pues no podía arriesgarse a que le vieran si tomaba la senda que habitualmente recorrían los turistas.

Cuando llegó cerca de la torre oyó un murmullo de voces, quizá demasiado alegres. Eran, posiblemente, los últimos visitantes que aquella noche dejaban la torre. Depositó el cadáver en el suelo y aguardó a que se alejaran. Cuando se restableció el coro de gritos, alaridos y aullidos, que en la jungla nocturna es el mejor indicio de la ausencia de un extraño, tomó otra vez el cuerpo y reanudó su marcha.

Como de costumbre, la puerta del ascensor estaba abierta. Cualquier turista, de dia o de noche, podia llegar hasta alli (sin gasto extra) para contemplar desde las alturas, sobre todo al atardecer, la arribada de los animales salvajes que acudían a abrevar en una charca próxima. Naturalmente, nadie se molestaba en explicar a los visitantes que el agua de la charca se renovaba cada ocho días gracias a unas canalizaciones subterráneas y que los animales sólo podían beber allí puesto que aquel pedazo de selva que se extendía más allá de la torre estaba rodeado por invisibles campos de fuerza. En aquel cercado la Administración del Hogar, a veces con no muy buen criterio ecológico, introducía regularmente nuevos animales para reponer las piezas cobradas por los grandes carnívoros o por las enfermedades.

El ascensor se elevó sin ruido y sin prisa por el entramado de la torre metálica. Sesenta metros más arriba se detuvo sobre una plataforma cuyo piso de rejilla inducia al vértigo a algunos visitantes.

Miguel registró minuciosamente las proximidades con uno de los visores infrarrojos que servían a los turistas para disfrutar del espectáculo nocturno y después dejó caer el cadáver al vacío. Al bajar distinguió el bulto a unos metros de la entrada del ascensor. El campo de fuerza empezaba más allá y, por tanto, los carroñeros se quedarían con las ganas de devorarlo.

Fue descubierto al día siguiente por un grupo de turistas madrugadores. La policía guineana realizó algunas discretas averiguaciones, un tanto apremiada por el administrador que no quería que las Compañías aseguradoras inculparan a la ISSSCO de la ausencia de elementos de seguridad en la torre de observación. La policía (o, mejor dicho, Ornar Moluba, su jefe local) insistió en el tema. A! final, el administrador se vio obligado a acceder a lo que pretendía Moluba y él trataba de evitar: la donación él un motor solar para las fuerzas de seguridad —y que fue instalado en la lancha deportiva de Moluba— y de un cajón de medicamentos procedentes de Jerez de la Frontera, que fueron distribuidos entre la gendarmería local (la resaca duró cuarenta y ocho horas).

Nadie había sospechado de Miguel Gori. Nadie advirtió tampoco que el asombroso cambio operado en la persona de aquel fang coincidió con la muerte de la turista. Miguel Gori resolvió de repente que ya no quería saber nada más ¿e los háleles y solicitó una audiencia del administrador.

Necesitó quince días de espera y varios sobornos para llegar hasta el sancta sanctorum del Hogar Aborigen de Kogo, el despacho del falsísimo Luis XV que ocupaba Casimiro Jones. Le dijo sencillamente:

—Quiero trabajar en la madera.

Casimiro Jones, que había pasado de los cincuenta años, era un mulato inteligente, cojo y presuntuoso. Naturalmente, se había informado sobre Miguel Gori, pero nadie le había dicho que se trataba de un fang puro. Como buen administrador habría tenido que negarse a la petición de Gori. Pero cuando le vio allí, plantado ante él, con su juventud insolente y su negritud sin mezcla, ni siquiera le preguntó por qué quería irse al bosque. No podia aguantar a aquel tipo. No podía aguantar a negros orgullosos de ser negros, a los jóvenes, a los que no necesitan pagar a una mujer. Sin titubear un instante, casi visceralmente, le replicó:

—De acuerdo. Vete a Mantenimiento.

Jones llamó a Mantenimiento por el intercomunicador. Al día siguiente, sobre un camión de ruedas que había conocido mejores tiempos y mejores carreteras, Miguel Gori dejó atrás el Monte Mitra, camino de Mongomo, del interior.

La madera, la buena madera, escaseaba desde tiempos lejanísimos. El bosque secundario había crecido sobre las expoliaciones de otras épocas y ya no crecían árboles como los antiguos. Había que seguir trochas de elefantes, lejos del sol, bajo una llovizna que descendía eternamente de la bóveda vegetal y pudría la capa de ramas caídas en el suelo, hasta encontrar un tronco que valiera la pena cortar. Y, una vez localizado, trepar metro a metro por la inmensa columna viva, hasta llegar a su copa. Desde alli 1 Miguel tenia que avisar por el radioteléfono al helicóptero-grúa de Ebebiyin y luego emitir la señal de identificación para que el radiogoniómetro del helicóptero encontrara el árbol en la masa confusa de verdes tonalidades que era la selva desde arriba.

Cuando por fin llegaba aquel abejorro inmenso, precedido por el rítmico estruendo de los rotores y soltaba los — cables, él tenía que afirmar sus ganchos al tronco, jugándose la vida entre las ramas, para que, cuando serraran la base del árbol, el helicóptero pudiera alzarlo y llevárselo hasta el río.

Otras veces, allá abajo, habia de montar con unos palos el andamio sobre el que se elevaría después a dos metros de altura. Desde el andamio y con el haz de láser de su cortadora seccionaba los anillos seculares del tronco. Y así, año tras año, porque aunque cada vez eran más y mejores las variedades plásticas, la ISSSCO necesitaba un toque de autenticidad en sus búngalows más caros y en sus bares de lujo. Tuvo que resistir a los insectos y a las fiebres, a las tentaciones del brandy y a las asechanzas de los machetes de las reyertas, pero se endureció por dentro.

Miguel Gori había conocido el camino fácil de la degradación. Después recorrió otra ruta que, sin tino o sin voluntad, hubiera podido llevarle al mismo lugar. Fue su prueba del fuego. Cuando escapó a Europa y se sumergió en las bibliotecas estaba ya templado para emprender su carrera de revolucionario.

*

—Puedes embarcar ahora mismo en el Atlantis. No te preocupes por nosotros. Antes de dos horas habremos recobrado los explosivos y los llevaremos a El Pireo. Stavros tiene en regla su documentación de estibador. Alexis y yo no estamos fichados y nuestros pasaportes son una verdadera maravilla. Y los demás, como querías, están ya en marcha hacia el submarino.

Era un hombre moreno y obeso, sebáceo y nervioso. Le atosigaban los vendedores ambulantes porque respiraba riqueza por los cuatro costados. Una riqueza adquirida quizá muy aprisa, con ese miedo que impulsa a huir como sea de la miseria o una riqueza simulada que sólo podía engañar a unos vendedores ambulantes.

Si verdaderamente era rico parecía el pasajero ideal para el viaje solemne y primero del Atlantis. No era difícil imaginarse a este hombre en Sydney, en Buenos Aires o en la propia Atenas, dispuesto a pagar lo que fuera preciso por viajar en EL SUBMARINO. Por decir que había estado allí, por codearse con otros y otras, ricos auténticos o fingidos pero en cualquier caso famosos, por decir a la vuelta (rodeado de antiguos amigos que ahora estaban a su servicio) a quien quisiera oírle:

—¡Y aquella noche no me llevé a la cama a Dunia Rob— bins porque no me apeteció!

Tampoco costaba trabajo imaginársele arruinado o cosido a balazos en un arreglo de cuentas. Miguel Gori no sabía en realidad si aquel hombre era rico o trataba de parecerlo. «Todo depende, pensó, del punto de vista del que juzga la riqueza de otro.»

Se había sentado en una silla inmediata a la de Gori y fumaba nerviosamente un delgado cigarrillo, tapándose la boca con la manaza cada vez que inhalaba el humo. Era un truco barato pero quizá servía. Así, atropellada y disimuladamente, iban surgiendo sus frases en un inglés de bronco acento.

Miguel no le miró ni una sola vez. Mientras le escuchaba oteaba todas las salidas porque no se sentía tranquilo («Es seguro, le habían dicho, puedes confiar en él. Se trata de un verdadero profesional. Tanto le da la ISSSCO como nosotros. Y con las libras que le has pagado y las que le has prometido hay dinero suficiente para asegurarse la fidelidad de cien como él»).

Las libras esterlinas de Bremen. Miguel Gori habia gastado una buena parte, pero aún le quedaba lo suficiente para esta operación. Y además sólo tenia que pagar a este hombre, el único profesional. Los demás eran suyos.

Aquel individuo calló de repente. Agachó la cabeza para sorber un café negro y espeso, muy caliente, y sus ojillos brillaron alarmados. Habia visto asomar por todas las bocacalles los coches electromagnéticos de la policía de Atenas. Y, como era un profesional, depositó la taza en el platillo, dejó caer al suelo una cajita negra y se alejó a buen paso sin decir una palabra a Miguel Gori.

También Gori había visto los coches y los agentes uniformados que descendían a toda prisa. Pero él sólo se movió para coger del suelo la cajita. Sabia perfectamente de qué se trataba. El-hombre-que-parecía-rico había querido desembarazarse de lo único comprometedor que llevaba encima y ahora pretendía escapar de la trampa que estaban tendiendo en la plazuela.

¿Le había vendido? ¿Le habrían seguido? Miguel distinguía al hombre sebáceo conversando con varios agentes. No se volvió hacia él ni una sola vez. Ni los agentes dirigieron sus miradas hacia el lugar en donde Miguel Gori aguardaba a ver en qué paraba todo aquello. Claro que, a lo peor, estaban bien preparados y no se delatarían con unas miradas.

De cualquier manera, probablemente nunca sabría si aquel hombre era un traidor o, lo que es más sencillo, alguien que amaba su pellejo. Los agentes comenzaron a identificar a cuanto adulto había en la plazuela... pero no dejaban salir a ninguno de los ya identificados. Y allí estaba el-hombre-que-parecía-rico junto a otros individuos.

Miguel se levantó ahora. Como si fuera a salir de la plazuela, como si el lugar no rebosara de guardias y de voces de protesta de los retenidos. Cuando llegó a la altura del primer portal se refugió en su interior, tras un resquicio del muro. En el mismo momento apretó el pulsador del detonador.

La onda de presión entró como una tromba en el portal de aquella modesta casa y pasó a su lado, sofocándole. Hubo un instante de silencio entre las voces de protesta de los retenidos y el estampido. Después otro momento de silencio, sorpresa y miedo. Y por fin, los gritos.

Antes de refugiarse en el portal Miguel habia prestado especial atención a la distancia que le separaba de la más próxima bocacalle y de la dirección que deberla seguir. Cuando se extinguió la onda expansiva se lanzó afuera, corriendo. Fue una excelente precaución porque la plazuela sólo era ahora un espacio turbio, penetrado de humo, de polvo, de llamadas y alaridos.

En su carrera, Miguel tropezó con un agente, de cuyo uniforme sólo quedaban jirones. Empuñaba una pistola, pero las cuencas de sus ojos estaban vacías. Miguel se hizo a un lado y saltó sobre cuerpos que se retorcían, sobre cascotes, sobre sillas y mesas destrozadas, sobre cadáveres. Corría por una alfombra de sangre y vidrios.

Al doblar la esquina no amenguó su carrera. Ya distinguía otra vez, aunque difusa, la luz del día. Nadie reparó en él. Otros hombres y otras mujeres también corrían, empavorecidos. Los más, ensangrentados, lacerados.

Dobló otra esquina y luego otra y otra. Corrió en zigzag hasta que le faltó el aliento. Ya estaba lejos. Una mujer quiso detenerle para preguntarle algo en un idioma que él no conocía. La esquivó y prosiguió, andando, a la velocidad que le permitían sus pulmones. Había salvado esa distancia más allá de la cual las gentes sólo podían inquirir qué habría sido aquella explosión y a dónde irían tantas ambulancias.

Sacudió de sus ropas el polvo de la plazuela. Entró en un bar y bebió una enorme botella de cerveza. En el lavabo desprendió de sus cabellos lanosos el polvo impalpable de la tragedia que había provocado. Detuvo un taxi.

—Quiero ir a El Pireo. Muelle de atraque del Atlantis. Por el espejo retrovisor el taxista le miró con curiosidad. ¿Sería éste uno de esos pasajeros millonarios del crucero submarino? ¿Y dónde estaba entonces su equipaje? Además, por aquella zona no había hoteles de lujo. ¿No se trataría más bien de un tripulante de tres al cuarto? Le preguntó por la explosión, pero aquel individuo no hablaba griego y su inglés no era suficiente para una charla. Por otra parte, ese tipo estaría probablemente demasiado asustado para entenderle.

Cuando Miguel le pagó quedó convencido de que se trataba de un pasajero. La propina fue fastuosa pero no podía ser de otra manera. Aquel taxista, que por lo demás parecía muy curioso, le vería dirigirse hacia el portalón del pasaje. Si no quería, por tanto, despertar sus sospechas, tendría que comportarse como un auténtico pasajero millonario.

*

Cualquiera a quien le entusiasmen los barcos antiguos recordará sin duda haber visto alguna vez la imagen de un petrolero. Todavía quedan algunos en servicio, pero tan herrumbrosos y alterados por transformaciones sucesivas que es difícil apreciar la pureza de un diseño que nos trae el sabor de otros tiempos. Los petroleros de antaño, a pesar de sus dimensiones —algunos llegaron a desplazar un millón de toneladas—, lucían a cierta distancia una línea airosa, sin duda obra de una despejada cubierta y de una eslora tan larga que empequeñecía el retrasado puente.

Pues bien, el Atlantis se parecía a uno de esos venerables barcos, aunque sus dimensiones fueran más reducidas y su casco se abombara más arriba de la línea de flotación hasta dejar reducida a poco más de cuatro metros la anchura de la cubierta superior.

A popa se alzaba una torre monumental, tan plateada como el casco y hacia proa la rampa de lanzamiento de los minisumergibles. La nave estaba amarrada a varios metros del muelle. Más no hubiera podido acercarse y no por falta de calado, sino porque bajo la superficie del agua se extendían en sus costados los planos de estabilización, los timones de profundidad y el inmenso bulbo de la parte inferior de la proa.

Ni un solo ojo de buey, ni una escotilla visible, como si más que nave fuera una inmensa maqueta sobre la que ondeaban ahora gallardetes de todos los colores. A proa, por un portalón abierto a la altura del muelle, penetraba una cinta sin fin por donde el submarino tragaba fardo tras fardo.

Unos buceadores emergieron cerca del Atlantis y otros se lanzaron a relevarles en la vigilancia submarina. Se hablan tomado todas las medidas imaginables para evitar un atentado contra el más reciente orgullo de la ISSSCO, cuyo verde pabellón se agitaba, más alto que la misma torre, en un mástil enhiesto en el mismo muelle.

Bajo ese pabellón partía la pasarela casi horizontal que concluía en la nave. Dos parejas de guardias griegos vigilaban sin demasiado entusiasmo a todos los que se aproximaban. Si por su apariencia no les juzgaban dignos de la categoría de pasajeros inquirían desabridamente por su destino. Miguel Gori pasó este control sin que le detuvieran.

Más allá estaban dos jóvenes, impecablemente uniformados de azul. Parecían recién salidos de un holofílme romántico. Simulaban estar allí para registrar la entrada de pasajeros, pero Miguel Gori sabía que su papel era puramente decorativo. Probablemente ni siquiera pertenecían a la tripulación del Atlantis. Uno de los jóvenes, todo miel y sonrisas, solicitó su pasaje, pero Miguel no se molestó en representar la comedia.

Sin hacerle caso, se dirigió hacia uno de los individuos de paisano, una media docena, que vigilaban al pie de la pasarela. Estos eran los auténticos cancerberos. No se dignaron saludarle hasta que hubieron mirado y remirado toda su documentación y el pasaje. Ahora sí eran amables. Dos le acompañaron hasta el vestíbulo de recepción y le dejaron en manos de los tripulantes. Estos comprobaron que su equipaje ya había llegado y que estaba en su camarote. Una azafata le acompañó hasta allí entre sonrisas (¡siempre sonrisas!) y contoneos discretamente incitantes.

Cuando se quedó solo en su camarote y porque temía que funcionaran unos presuntos visores —al menos a la llegada—, hizo lo que en su lugar hubiera hecho cualquier pasajero. Curioseó el cuarto de baño, accionó el mecanismo de la cama, que descendió desde un mamparo, volvió a alzarla, tomó una copa de «uzo» (cortesía de la Cámara de Comercio de Atenas) y echó un vistazo a la inmensa cantidad de folletos turísticos que la ISSSCO había puesto a su disposición (en una carpeta que hubiera parecido de cuero a alguien menos dispuesto que Gori a fiarse de las apariencias).

Gracias a uno de esos folletos Miguel Gori hizo como que se enteraba de la historia del Atlantis y de sus precursores. Aparecían al principio unas fotografías (¡en blanco y negro!) del Mésoscaphe que construyó en 1964 un tal Jacques Picard, hijo del célebre profesor Auguste Picard. En realidad, aquel submarino turístico, explicaba el folleto, que podía transportar 40 pasajeros (¡sentados!), fue sólo una atracción de la «Expo» suiza que aquel año se celebró en Lausanne y estaba concebido para navegar por el lago Leman.

Para los olvidadizos, el folleto aclaraba que Lausanne es una población situada a corta distancia del famoso complejo invernal ISSSCO-SKI, NUMERO 3, el más célebre de Europa. Ya tenía bastante con aquella lectura.

Sabía muy bien que el Atlantis, hasta que llegara el momento de zarpar, podía ser una ratonera de lujo. Si los hombres que habían irrumpido en la plazuela le buscaban a él y sospechaban cuál era el lugar al que se dirigía, le atraparían muy pronto porque no es fácil escapar de un submarino aunque esté fondeado.

Por lo tanto, no tenía por qué preocuparse. Oprimió el botón de «No molesten» (que salvo casos de urgencia determinaba también un silencio telefónico) y tomó un somnífero. Volvió a bajar la cama y se echó vestido. Un minuto después, ya estaba dormido.

Así se ahorró el «esssssspléndido esssssspectáculo» de la partida, retransmitido a la televisión interior y a la de medio mundo, los fuegos artificiales y el baile de cubierta que se inició al dejar atrás el Atlantis la bocana de El Píreo.

Se despertó a las seis de la mañana y tras el aseo, todavía sin desayunar, puso en marcha el televisor. En la pantalla, silenciosa, apareció una imagen inmóvil de la cubierta. Se distinguían al fondo algunas figuras borrosas, por lo que supuso que no estaba próxima una inmersión.

Aunque sólo fuera por la brisa valía la pena de subir hasta allí. Cerca de la puerta de la torre una pareja se besuqueaba contra el mamparo. Evidentemente, aún no se habían acostado y él estaba más borracho que ella; apenas le miraron. Más allá dos individuos corrían por el centro mismo de la cubierta, vestidos con unas sucintas ropas deportivas que permitían apreciar que sus ejercicios gimnásticos no eran precisamente un modelo como fórmula desengrasante.

Y más allá todavía, el Sol asomaba sobre el mar. Miguel Gori recorrió toda la cubierta hasta llegar a la misma proa, bajo la rampa de los minisumergibles, y por enésima vez desde que había subido a bordo se preguntó qué podía hacer ahora que no poseía explosivos con los que volar el Atlantis. Tenía unos hombres —o suponía que los tenía—, pero ¿qué podía intentar con ellos? ¿Un crucero de lujo mientras la ISSSCO se embolsaba el dinero de sus pasajes? Ni siquiera sabía cuántos hombres eran. Cuántos habían escapado a la persecución en Atenas. Cuántos eran todavía de fiar.

—Por la televisión de a bordo acaban de decir que dentro de dos horas nos sumergiremos. ¿No es emocionante?

No había oído llegar a aquella mujer. Estaba junto a él pero no le miraba. Sus ojos se clavaban en el horizonte. Sus manos se aferraban a los travesaños de la rampa de los minisumergibles. Manos muy largas, finas, con dos sortijas exóticas cuyo estilo resultaba desconocido a Miguel Gori que, sin embargo, supo calibrar su valor.

El viento empujaba hacia atrás, en bandera, sus largos cabellos. Muy negros. El short blanco hacía más rotundas sus caderas.

—Supongo que sí.

Demasiado rotundas quizá para un tórax que no se correspondía exactamente con el resto del cuerpo. Porque sus piernas eran largas, fuertes y bellas, pero la holgura de la blusa, también blanca, no acertaba a disimular que sus pechos, sin ser minimos no eran los de una mujer mediterránea de su tipo.

—¡Es maravillosa esta paz después del gentío de ayer! ¿Estuvo usted en la fiesta?

Ahora volvió la cara hacia Miguel. Si, sus ojos también eran negros y su nariz grande, quizá un tanto excesiva, se abría con sensualidad a la brisa del mar. También era grande su boca. Aquella mujer era su boca, el universo rojo de unos labios restallantes, el universo blanco y geométrico de unos dientes perfectos, el universo húmedo de su lengua.

Estaba descalza.

—No, me sentía un poco cansado.

Miguel Gori se preguntaba a dónde querría llegar aquella mujer. Podía ser una millonaria ninfómana, un miembro de su grupo, una mujer que simplemente deseaba divertirse poniendo nervioso al primero con que se topara o un cebo de la ISSSCO. Pero Miguel Gori no tenía cartas para ese juego. Esperaría a que ella descubriera las suyas.

—Entonces no se enteró quizá de la horrible explosión de ayer en Atenas.

—Sí, me lo dijo el taxista que me trajo hasta El Pireo.

—Pues yo me enteré mientras bailaba con un tal Alexis no sé qué...

¡ALEXIS!

¿Cuántos millones de Alexis hay en el mundo? ¿Cuántos Alexis hay en este submarino? ¿Ese NO SÉ QUÉ es Dimi— triades? Estás cerca, Miguel, ¿cerca de qué? ¿De una trampa? Si no lo es, tienes que dar un paso ahora, sin comprometerte. Porque puede que también ella tema que tú seas una trampa... Tienes que improvisar. La muerte de Osvaldo ha roto la cadena, os ha dejado a todos sin el eslabón que podría uniros, la identificación...

—Lamento haber perdido la oportunidad de bailar con usted. Pero el vuelo desde Ginebra...

—¿Ginebra?...

Vaciló.

—¿Gori?

Su pregunta fue casi inaudible. Habían hablado en inglés, pero era evidente que no era ésta la lengua materna de ninguno de ellos. Miguel pensó que ante aquel callejón sin salida ella había optado por el método más directo. Si no era destinatario de aquella pregunta, aquella palabra casi ininteligible no probaría nada... si él no era un agente de la ISSSCO; ojo probaría todo... si lo era ella. Riesgo por riesgo se decidió por el mismo camino. Asintió Miguel con la cabeza.

Ella pareció respirar con alivio. Sin un gesto extemporáneo siguió hablándole.

—Me llamo Helena Risto. Alexis Dimitriades nos espera en la piscina.

Sin responder una palabra, Miguel se puso en camino hacia la torre, Helena siguió tras él. La pareja de noctámbulos había desaparecido y los individuos que hacían ejercicio corrían ahora con menos vigor.

Miguel Gori había visto imágenes de la piscina en los folletos de la ISSSCO, pero no le hacían justicia a sus verdaderas dimensiones. Eran colosales. Se separaron al llegar a los vestuarios y se reunieron al salir casi simultáneamente. Miguel no tuvo ojos para el espléndido cuerpo de Helena. Buscaba alguna cabeza en el agua porque los bordes de la piscina estaban desiertos. De repente emergió una al otro extremo. Tenía que ser Alexis.

Todo un costado de la piscina era un muro transparente batido por el agua. Ahora que el submarino navegaba en superficie y que brillaba afuera la luz del Sol, la piscina no recibía más luz que la que llegaba del mar a escasa profundidad. Después, cuando se sumergiera, se encenderían los focos del exterior que devolverían a la piscina una nueva luz fantasmagórica reflejada por las profundidades.

Helena se lanzó al agua y Miguel nadó tras ella. Cumpliendo el rito que sería ya inevitable en los bañistas, se sumergieron cerca del muro transparente para experimentar la sensación de nadar en aquel mar verde y tranquilo que ondulaba bajo la superficie sus masas de agua al paso del casco del submarino.

Cuando emergieron estaban ya muy cerca del famoso Alexis.

—Es él, Gori.

Alexis les contempló con desconfianza, negándose a admitir abiertamente que conocía a Helena.

—Osvaldo murió ayer, en la explosión —dijo Gori.

¿Y si no había muerto? ¿Y si quedó con vida, con vida suficiente para delatarle, para que pudieran tenderle esta trampa?

—Vamos —replicó Alexis.

Volvieron a reunirse, esta vez con Alexis en la cubierta, ahora completamente vacia. Poco a poco los temores de Alexis y los de Helena y los recelos de Gori se fueron aventando sin llegar a desaparecer por completo. Como era imposible que allí hubiera micrófonos ocultos porque el ruido del mar habría ahogado cualquier escucha y como ya no era ocasión de titubear ante las revelaciones, Alexis, explicó a Miguel cuál era la situación tras las últimas horas en Atenas.

—Sí, sabemos que Osvaldo murió. Uno de los nuestros le vio en el depósito de cadáveres. Es imposible que hubiese podido decir nada a la policía después de la explosión. Así que, tras su muerte, somos siete: nosotros tres y dos mudhachos que viajan juntos. Están en su camarote aguardando órdenes. Hay, además, otros dos, mujer y hombre en la tripulación. Ella es camarera, él trabaja en el departamento de comunicaciones. Si no es absolutamente necesario preferiría que no se «quemasen» en este golpe.

Alexis había cumplido ya los cuarenta años y parecía muy seguro de sí. Vestía descuidadamente, pero emparejado con Helena era la estampa clásica del millonario que se divierte con el capricho de turno.

—¿Pero qué golpe? —preguntó Helena—; no sé lo que pensaríais hacer con los explosivos, pero ahora...

—No hemos venido a disfrutar de un crucero de lujo —replicó Miguel—, descuida. Ni dejaremos que lo disfruten «ellos». Algo haremos, pero necesito más datos. ¿Armas?

—Frangois, el de comunicaciones, consiguió meter una maleta con cuatro pistolas y un lanzagranadas perforantes. No es precisamente un arsenal.

—¿Y qué otras armas puede haber a bordo?

TOC \o "1-3" \h \z —No lo sé. Como no ignoras, oficialmente los pasajeros nopueden introducir armas, pero alguno de ellos habrá con gardaespaldas y ésos se las ingenian siempre para no abandonarlas. Por lo que se refiere a la tripulación, nada previsto. Si el comandante o algún oficial tienen alguna pistola, eso será todo.

—Conforme. Ahora me vuelvo a mi camarote. Quiero veros esta tarde a todos menos a Francois y a la «cama-rera» en el salón de juegos. Escoged una mesa discreta y pedid una baraja. A las cinco. ¿Estará libre de servicio Francois?

—Sí-

—Que me aguarde entonces a las seis en la piscina. ¿La «camarera»? ¿Cómo se llama?

—Fatma. Fatma Jaled.

—¿Joven? ¿Bonita?

El rostro de Alexis reflejó una sombra de extrañeza, quizá de inquietud.

—No seas estúpido. No puedo ir por todo el submarino citándome con la gente y menos aún con una camarera. El único sitio lógico es mi camarote, si es joven y bonita... ¿Entiendes?

—Sí... Es joven y bonita. No te había entendido.

—Bien, dile que vaya a verme a mi camarote. A las diez. ¿Hay visores infrarrojos en los camarotes?

—No.

—Perfecto. Porque de otra manera hubiera tenido que hacer el amor con ella.

*

Aguardaron en una salita anodina, mirándose unos a otros y mirando también a la azafata que les sonreía con la misma impersonalidad de aquel decorado. Aquella muchacha les había explicado ya que no existía el más mínimo riesgo en la excursión, pero que si experimentaban algún malestar (no atribuible desde luego al minisumergible) lo más conveniente sería que avisarán al piloto en cuanto advirtieran los primeros síntomas para que éste pudiera emprender inmediatamente el regreso al Atlantis.

Después se descorrió una puerta y un muchacho sonriente y fotogénico les invitó a pasar. Allí, en el centro del espacioso y bien iluminado hangar concluían las rampas de los minisumergibles. El piloto se dirigió al de la derecha.

—Yo, es así, tengo que ser el primero en subir. Después entrarán uno a uno todos ustedes. Como una vez dentro no existe la posibilidad de cambiar de asiento, es mejor que decidan ahora el orden de subida.

La explicación era casi innecesaria porque el minisu— mergible parecía un enorme bolígrafo y no costaba trabajo imaginar que todos los pasajeros habrían de sentarse uno tras otro. La cabina, de asientos abatibles, ocupaba la parte anterior del vehículo, cuya anchura interior no superaba el metro y medio.

Cuando entró el último, la azafata cerró la compuerta basculante y se acercó al parabrisas del morro. El piloto hizo señal de que todo iba bien y la azafata salió del hangar, asegurándose de que a su espalda la luz que lucía sobre la puerta era ya roja.

Los que estaban en el minisumergible empezaron a percibir un ligero fragor. Por algún lugar al que no podian alcanzar desde allí con la mirada entraba el agua a raudales. Pronto desapareció el suelo y la base de la rampa y más de uno pensó que allí, hace un momento, se hallaba una mujer que, de haber permanecido, estaría ahogada para entonces. El agua llegó a los ojos de buey y siguió ascendiendo.

Cuando se extinguió el fragor se descorrió el opérculo de la cubierta.

—Comprueben que sus cinturones están bien sujetos —advirtió el piloto—, la salida es un poco brusca. Sólo unos instantes. durante los cuales seremos impulsados por la catapulta.

Partieron como lanzados por un resorte, hasta el final de la rampa. Por los ojos de buey distinguieron la proa bulbosa del Atlantis que se quedaba tras ellos, cada vez más baja. Cuando el minisumergible abandonó la rampa, su impulso disminuyó paulatinamente hasta quedarse casi detenido, mecido con suavidad por las corrientes submarinas. Después el piloto puso en marcha los dos motores eléctricos y la nave-lápiz empezó a moverse por sí misma.

—Descenderemos poco a poco hasta el fondo, que está ya muy cerca. Esta es una zona especialmente rica en peces. Vamos allá.

—No.

Aquella negativa estaba respaldada por el cañón de una pistola sobre la nuca del piloto. El que empuñaba la pistola era Miguel Gori. Un instante después Helena, que estaba sentada tras de Gori, se volvía difícilmente en su asiento y con otra pistola encañonaba al matrimonio sueco que ocupaba los dos asientos inmediatamente posteriores al suyo. Y tras de ellos uno de los muchachos —Jorge Simón— y Alexis sacaban también sus armas.

—Arriba, lentamente, hasta la superficie y vira para situarnos detrás del Atlantis.

—Corremos el riesgo de emerger junto al torpedo de comunicaciones.

—Evítalo, pero mantente cerca del torpedo.

Aunque la mar se hallaba tranquila aquel minisumergible no estaba, evidentemente, concebido para navegar en superficie. La sensación de mareo era espantosa y la visibilidad difícil. La espuma cubría a intervalos el parabrisas del piloto y el radio de acción visual era limitadísimo.

—Ahora, hacia el torpedo.

Tardaron diez minutos en hallar su estela y después, siguiéndola, divisaron su masa oscura. Parecía un minúsculo cetáceo sobre cuyo lomo hubieran clavado un puñado de extraños arpones. Los arpones eran todas las antenas mediante las que el Atlantis se comunicaba con el mundo cuando se hallaba sumergido. Privar a la nave de aquel torpedo era dejarla sorda, muda y casi ciega mientras estuviera bajo el agua. Y no podría emerger hasta que hubiera recuperado sus dos minisumergibles.

—Prepara las pinzas.

—¿Qué pretende hacer?

—Te he dicho que prepares las pinzas. Ya te explicaré lo que quiero hacer. Y no intentes radiar ningún mensaje ahora que estamos en superficie. Te mataría en el acto.

El piloto bajó un conmutador situado sobre su cabeza y de ambos costados del morro del minisumergible emergieron dos largos brazos mecánicos articulados que intensificaron el cabeceo de la nave.

Las pinzas eran una atracción turística más. En una excursión normal el piloto, cerca del fondo, habría invitado a los pasajeros a que escogieran un pequeño objeto hundido, casi siempre un pedrusco más o menos decorativo, y lo habría recogido con las pinzas, accionándolas desde la cabina. Las pinzas lo guardarían con otros objetos en un receptáculo de la proa y al término de la excursión el piloto entregaría a cada pasajero el souvenir submarino que hubiera elegido. Pero aquellas pinzas eran dos sólidos brazos que podían servir para otra misión y el piloto había adivinado ya de qué se trataba.

—Ahora quiero que te sumerjas bajo el torpedo y lo adelantes.

Unos minutos más tarde, realizada la maniobra, el piloto y Gori distinguieron el grueso cable que partía de la torre del Atlantis y acababa, remolcándolo, en el torpedo que navegaba en superficie.

—Agarra el cable con la pinza de babor.

—Es una maniobra difícil a esta velocidad. No sé si podré lograrlo.

—Procura agarrarlo. Te va la vida en eso. Y no trates de hacerte el torpe. De aquí no saldrás vivo si no haces lo que te digo.

Era, en verdad, una tarea endiablada conducir la nave con una mano mientras que con la otra trataba de manipular la pinza correspondiente. Y las dos manos temblaban. La camisa del piloto se habia empapado de sudor.

—Cuando agarres el cable, corta inmediatamente los motores.

Quince minutos. Tres intentos fallidos. Dos garfios abiertos al extremo de un muñón metálico. Ya está.

—Los motores.

Una sacudida violenta. Después, a intervalos casi regulares, unos golpes que amenazaban con quebrar el minisumergible. Remolcados ahora por el mismo cable, el torpedo y la nave se rozaban y se separaban una y otra vez.

—Ahora, la pinza derecha. Al cable. No, los garfios no. Las sierras.

—¿Para cortarlo?

—Sí.

Cuando las sierras seccionaron limpiamente el cable cesaron ios golpes. El torpedo se quedo atrás y el minisumergible, que también había perdido sus ataduras, empezó a girar sobre su eje longitudinal. Tras de él, Miguel Gori oyó las arcadas y ios vómitos. Sabía que éste era uno de los peores momentos del secuestro y presionó más fuertemente con el cañón de su pistola.

—Los motores. ¡Rápido!

Obedeció el piloto y se restableció una relativa calma.

—Retira las pinzas y vuelve al Atlantis. Descendieron. El Atlantis, casi una sombra al principio, estaba allí, quieto, entre dos aguas. Hubieron de aguardar a que penetrara en su rampa el otro minisumergible. Después les llegó su turno. El hangar, completamente inundado. El ruido de las bombas que expulsan el agua. Alexis que sale corriendo del submarino y se refugia tras la plataforma de la rampa. La puerta que se abre.

Jorge Simón, la pareja sueca y Helena bajan tambaleándose. La azafata se acerca solícita a los suecos.

—¿Se encuentran mal?

Alexis la golpea con el caño de su pistola. Y entonces sale Gori y después, encañonado, el piloto.

—Atad a los tres.

Ya está. Se guardan las pistolas. En la salita, otra azafata.

—¿Ha sido agradable la excursión? Pronto les entregaremos sus souve/tirs del fondo del mar. Otro golpe.

—Atadla también.

En aquel momento entró Franpois en la salita.

—Ya sé que todo ha ido bien. Pero estamos emergiendo. El comandante quiere que examinemos el cable y el torpedo. Y, en cualquier caso, las comunicaciones quedarán restablecidas en cuanto salgamos a la superficie. —¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Gori.

—Con el ángulo fijado, unos cinco minutos. Podríamos llegar antes, pero es evidente que el comandante no quiere asustar al pasaje. Ha cursado un aviso dando cuenta de la averia y prometiendo que dentro de cinco minutos se restablecerán las comunicaciones momentáneamente interrumpidas con el exterior.

—¿Fatma? ¿Silvio?

—Esperan en el pasillo. Junto a esta puerta.

—Vamos todos. Pero nada de grupos. No alarmad a nadie.

Recorrieron pasillos y más pasillos. Franco», que encabezaba la marcha con Gori, sólo tomaba por corredores de acceso libre para los pasajeros. Se cruzaron con hombres y mujeres despreocupados por la averia. ¿A quién le podia importar al fin y al cabo aquella interrupción de contacto? Todo iba bien a bordo. Sólo algún fanático del dinero, incapaz de olvidarse de todo para disfrutar de un crucero, estarla mordiéndose las uñas porque no recibia algunas cotizaciones o porque nada sabia de un contrato a punto de formalizarse.

Casi en popa Frangois se detuvo ante una puerta, cuyo acceso quedaba bien claramente limitado a los tripulantes. Gori se retiró del campo de visión de un eventual visor y llamó a un timbre. La puerta se abrió y Francois, apoyando la nuca sobre el visor, dejó pasar a sus seis compañeros. Después la cerró y tornó a encabezar la marcha. Se cruzaron con hombres y mujeres de la tripulación. Habían adoptado el aire profesional de quien sabe a donde va y va rutinariamente. Nadie reparó en ellos. Al final de un pasillo transversal otra puerta, otro visor. Pero esta vez preguntaron antes de abrir.

—Francois Letellier. Comunicaciones.

En circunstancias normales un tripulante de Comunicaciones nada tenia que hacer en el cuarto de derrota, pero éstas no eran circunstancias normales. Resultaba lógico, además, que alguien de Comunicaciones acudiera al cuarto de derrota en esos momentos y aunque no hubiera

sido llamado. Y abrieron la puerta.

*

Los marineros, devotos de su patrona Santa Irene, la llaman Santonn, que es una deformación del nombre de la santa. Su nombre oficial es Thera. Asi la llamaban también tos antiguos griegos. Nadie sabe cómo la denominaban el año 1520 antes de Cristo.

Fue un año terrible en el Mediterráneo oriental. Los puertos de la Creta de Levante quedaron cegados para siempre y nubes cargadas de cenizas arruinaron los campos cultivados de muchas islas. Sobre el cielo se cernía un círculo gris de más de mil kilómetros de radio. El centro de ese círculo estaba en Thera.

Los temblores de tierra anunciaron la catástrofe y después, por el cráter del volcán, saltaron a los aires millones de toneladas de piedra pómez al rojo vivo. Las aguas penetraron por las grietas abiertas a los pies del volcán y llegaron hasta sus entrañas. La explosión fue instantánea.

Thera tenía hasta entonces la forma de una almendra. Thera es hoy dos islas, Thera y Thirasía con un diminuto mar interior, muy profundo, que ocupa el lugar del antiguo cráter. Y en ese mar hay tres islotes: Néa Kaméni, Palaiá Kaméni y el más pequeño, Aspronisi.»

Cuando Miguel Gori, recién emergido el submarino frente a Aspronisi, subió a la torre del Atlantis sólo divisó hacia el Norte las luces del pueblo de Thera y al Sur unos pocos fanales que marcaban en la ladera de la montaña el enclave de la aldea de Akrotiri. Estaba satisfecho. Todo había sucedido a las mil maravillas. Abajo, en el gran comedor, cerradas todas las puertas, se hallaba el pasaje. La mayoría de la tripulación, igualmente encerrada, se encontraba en el salón de baile y el comandante y varios oficiales permanecían en el cuarto de derrota bajo la vigilancia de sus seis compañeros.

Diez minutos más tarde, los botes neumáticos empezaron a trasladar a los pasajeros hasta Aspronisi. No había temor de que pudieran dar la alarma. Aspronisi está perpetuamente deshabitado y aunque fueran capaces de destruir el faro automático, no acudirían a repararlo hasta la mañana siguiente por lo menos; Y de nada servía tampoco que gritaran porque de Aspronisi hasta Palaiá Kaméni, el islote más próximo, hay más de dos millas.

Los botes iban y venían. No había prisa. Nadie podía lanzar un S. O. S. porque el departamento de comunicaciones había sido destrozado irreparablemente por Frangois con la eficacia de un experto.

Desde cubierta, Helena volvió su cara hacia la torre y le indicó que ya había concluido el desembarco de pasajeros.

—¡La tripulación!

Se reanudaron los viajes a Aspronisi. Cada uno de los botes neumáticos era conducido por un marinero. No había miedo de que ninguno se apartara de su curso y escapara hacia Néa Kaméni. Con sus prismáticos nocturnos, Miguel seguía el ir y venir de las embarcaciones y los tripulantes estaban advertidos: el comienzo de una maniobra en falso significaría la muerte inmediata de todos los que quedaban a bordo.

Helena volvió otra vez la cara. Había terminado la segunda fase del desembarco. Los botes neumáticos se agolpaban junto al costado del Atlantis.

—¡Izad dos y hundid los demás! Los siete tripulantes que habían manejado los botes fueron conducidos a proa. Ya sólo quedaban en el navio aquellos hombres, los secuestradores y los tres oficiales del cuarto de derrota. Con el comandante.

Miguel se dejó caer por el tubo electromagnético y aterrizó suavemente al nivel de la cubierta. En el cuarto de derrota le aguardaban, bien vigilados, sus últimos rehenes. Tenían miedo, mucho miedo, y Miguel Gori sabía que unos hombres asustados son siempre peligrosos.

—Todos los pasajeros han sido desembarcados junto con los tripulantes. Sólo quedan ustedes. No teman. Pronto estarán también libres. Ahora sólo quiero que realicen una última maniobra. Después quedarán libres. Pero cuidado. Ni un error ni un gesto equívoco. Yo también estoy nervioso. Quiero que me lleven el Atlantis unas millas al Sudeste, exactamente entre Paliá Kaméni y Akrotiri, allí donde es mayor la profundidad por esta parte de Thera: 280 metros más o menos.

—¿Es que piensa hundirlo?

—A la tarea, comandante, y no se preocupe de mis proyectos.

—Enhorabuena, Francois. Bien hecho —dijo Miguel. Estaban a unos centenares de metros del Atlantis, del que sólo se divisaban ya la popa y la torre. Con la ayuda de un motor auxiliar y un equipo de relojería, Alexis había abierto todas las compuertas del navio que dentro de unos minutos chocaría violentamente contra el fondo volcánico del mar.

Pero Gori no miraba por última vez al Atlantis; observaba a los oficiales y marineros que ocupaban el bote que remolcaba el suyo. Temía que la muerte del submarino provocara en el comandante una crisis de nervios. Y cuando creyó que era inminente le gritó:

—¡Hala!, comandante. Al motor. Dentro de muy poco tiempo estarán libres. Rumbo a Aspronisi.

Lentamente, las dos embarcaciones reanudaron su navegación.

—Hacia aquella caleta, a la izquierda. Allí estarán los demás. ¿Hay alguno que no sepa nadar? Nadie replicó.

—AI agua entonces y rápido, hacia tierra. Que nadie intente nada en el último momento, porque les mataré a todos.

Se deslizaron al agua y cuando se aproximaban a tierra, Miguel Gori contó las cabezas. Sonriente, se volvió a Jorge Simón.

—Ahora te toca a ti, muchacho. ¿Tienes la navaja?

—Sí.

Jorge haló de la cuerda que unía ambos botes y saltó al otro. Rajó a diestro y siniestro la cubierta plastificada y el aire se escapó formando burbujas al ras del agua. Desapareció un momento bajo el agua y reapareció al instante, de regreso a su bote. Dos brazos le alzaron a bordo y ya en el bote desató el cabo del que pendían los restos de la otra embarcación.

—Francois, al motor.

El bote dobló la punta meridional de Thera y puso rumbo al Este.

Navegaron el resto de la noche y cuando hacia delante distinguieron la primera pincelada de luz estaban cansados, ateridos y empapados de agua. Miguel se preguntó cuánto tiempo tardaría en llegar a la cumbre de la ISSSCO la cartera impermeable que había entregado al comandante antes de abandonar el cuarto de derrota.

Contenía una sola hoja de papel y como firma mencionaba al Consejo de Resistencia de los Hogares Aborígenes. El Consejo reivindicaba la destrucción del Atlantis, el Consejo amenazaba con destruir una de las naves translunares (pero Miguel sabía que eso era imposible; carecía de medios para dar ese golpe), el Consejo amenazaba con volar la Edison Tower (otro imposible). El Consejo enumeraba los agravios de la ISSSCO, los asesinatos de la ISSSCO, las depredaciones de la ISSSCO. Falsos unos, ciertos otros. El Consejo ofrecía la paz a la ISSSCO, condicionada a la apertura de unas negociaciones para un nuevo estatuto de los Hogares.

¿Serviría de algo? Miguel Gori creía que no. Todavía necesitaría otro golpe al menos, una nueva acción que hiciera comprender a la ISSSCO que la lucha no se detendría, que estaba dispuesto a llegar hasta el final.

Miró a sus compañeros. ¿Pensarían también lo mismo? ¿Estarían resueltos a seguir la lucha acosados hasta el último rincón? ¿Hasta qué punto su fanatismo podría compensar la misma exigüidad de su número?

Frangois fue el primero en verlo. Sólo era una diminuta silueta que cortaba la raya del horizonte cerca de la ya próxima isla de Anafi. Modificó el rumbo y aceleró la marcha. No cabía la posibilidad de un error. En todos los mares del mundo no había un buque como el Willoughby.

*

Sus cinco mástiles se alzaban hasta 60 metros de altura sobre la cubierta. Medía 137 metros de eslora y desplazaba 12.000 toneladas. Desgraciadamente, era una verdadera ruina flotante. Se llamaba Willoughby porque Willoughby fue el hombre que a finales del siglo XX tuvo la idea de resucitar la navegación a vela. Su razonamiento'era sólido: a los precios que entonces tenía el petróleo un barco de su tonelaje gastaba al año un millón de dólares en 7.000 toneladas de petróleo. Willoughby calculó que su barco de vela, tripulado por 14 hombres, podía construirse con sólo 14 millones de dólares (la realidad es que la cifra fue un poco más elevada) y que su remozado sistema de navegación sería ideal para mercancías no perecederas y para países carentes de petróleo.

El Willoughby no tuvo descendencia. La especie murió apenas nacida por obra del panel Keltor, que acabó también con la supremacía energética del petróleo. Pasó de mano en mano, a pesar de que en condiciones óptimas alcanzaba los 22 nudos y hacía muchísimos años que no había visto un dique donde hubieran puesto remedio a sus numerosos achaques. Saltaba de isla en isla del Egeo con los cargamentos más inverosímiles, siempre dispuesto a lograr el flete más miserable.

Cuando los siete terroristas subieron a bordo, un par de marineros turcos se encargaron de rajar el bote neumático y enviarlo al fondo con la garantía suplementaria de un pesado lastre. Helena y Fatma fueron enviadas a la cocina. Miguel, Alexis, Frangois, Silvio y Jorge se incorporaron a la tripulación. En circunstancias normales un barco como el Willoughby hubiera debido contar con cincuenta hombres. Ahora, incluyendo a los siete del Atlantis, llevaba veintiséis.

Todo estaba en regla: los tripulantes perfectamente documentados, la carga de malolientes corderos llenaba las bodegas y parte de la cubierta. Y el destino especificado: Kos, junto a la costa turca.

Puso rumbo a Amorgos y cuando se divisaron las agrestes costas de la isla, el Willoughby viró al Sudeste | camino de Kos.

Aquella misma mañana comenzó la invasión de Thera. Todo empezó al amanecer cuando un modesto pescador oyó los gritos de los ex pasajeros del Atlantis. Su barca sólo soportaba el peso de otro hombre y ése fue el comandante del submarino. La emisora que la Marina griega tenía en Thera transmitió la noticia a Atenas y de Atenas se difundió al resto del mundo. Millones de personas que no conocían a nadie en el Atlantis se regocijaron de que al fin hubiesen aparecido sus pasajeros. Miles de marinos que, desde hacía veinticuatro horas rastreaban el Egeo, respiraron satisfechos de que la búsqueda hubiese terminado. Y otros millares de hombres en todo el planeta fletaron aviones, barcos, helicópteros y aerodeslizadores para llegar a Thera con sus cámaras antes que la competencia.

La ISSSCO movilizó todas sus influencias para conseguir la captura de los terroristas. Cuando Stanislas James volaba sobre el Atlántico en un avión especial, tuvo el honor de ser llamado por el todopoderoso Achaliche y el valor de decepcionarle.

—James, les quiero vivos. No me importa cómo ni siquiera el precio. O yo no entiendo nada de estas cuestiones o detrás de esos individuos hay toda una organización aún muy fuerte que usted tiene que desmantelar. He presionado a Washington para que las Marinas griega y turca, junto a la de la Federación Americana y quizá la Flota soviética se dediquen a perseguir a esos piratas.

—Creo, señor presidente, que nuestras posibilidades de éxito son mínimas.

—Ya le he dicho que no me importa lo que gaste.

—No es sólo cuestión de dinero. Quienes han dado ese golpe sabían muy bien que podrían salir bien librados. Entiéndame, señor presidente. Durante las veinticuatro horas transcurridas desde que se interrumpieron bruscamente las comunicaciones con el Atlantis todo ha sido concordia y colaboración entre buques y aviones de muy distintas nacionalidades, porque de lo que se trataba era de BUSCAR UNA NAVE o los restos de una nave o de salvar a sus pasajeros. Éstos ya están rescatados. La nave, perdida para siempre. Y ahora hay que buscar a cinco hombres y a dos mujeres. ¿Dónde? Posiblemente aún no habrán salido del Egeo. Posiblemente llegaron con su bote neumático hasta alguna isla o hasta algún barco y el Gobierno soberano de esa isla o de ese barco no permitirá una investigación de buques de otras nacionalidades. Este hecho descarta en favor de los terroristas a buena parte de sus perseguidores. Por si fuera poco, esas siete personas contarán, a buen seguro, con un escondrijo o con una documentación a toda prueba.

—¿Me está sugiriendo que lo más conveniente es cruzarse de brazos?

—No, señor presidente. Le ruego que no me interprete mal. Aunque me duela reconocerlo, admito que he sufrido una nueva derrota y que no ganaré esta guerra si sólo me esfuerzo en paliar las consecuencias de ese fracaso. No creo que tras de esos hombres exista ya una gran organización. Tengo razones para pensar que son pocos. Ahora aguardarán camuflados y prepararán su próximo golpe. De acuerdo con todas las reglas será más violento que éste. Espero ganar esa batalla.

—No es una amenaza, James, pero para usted ésta sí que será la última si no la gana. Se le han perdonado otros fracasos.

—Lo sé, señor.

—Adiós, James.

—A sus órdenes, señor presidente.

Hasta su llegada a Atenas, Stanislas James dictó mensaje tras mensaje. Era curioso que ninguno estuviera directamente relacionado con la misión que le había llevado al Egeo. James preparaba sus piezas para el próximo movimiento del adversario. Alertó a todos sus confidentes en los Hogares Aborígenes, presionó a policías de muy diversos países para que detuvieran a sospechosos de lealtad al Consejo de Resistencia y movilizó a todos sus mejores hombres de acción. Con ellos constituyó equipos de retén que se reunirían en los cinco continentes. No sabía sónde asestarían los terroristas su próximo golpe pero quería estar preparado para responderles.

Y acertó plenamente por lo que se refería a los fugitivos del Egeo. El Willoughby sólo fue detenido una vez. Sucedió cerca de Kos y por obra de una corbeta que llevaba la misma bandera que el Willoughby: la turca. El oficial que subió a bordo y examinó la documentación y la carga, no parecía dispuesto a llevar muy lejos la investigación. Tampoco se extrañó de que muchos de los tripulantes no fueran turcos. Dejó partir al Willoughby y, a petición de su capitán, le proveyó de un documento que acreditaba la inspección realizada.

El Willoughby dejó a los siete terroristas en la cercana costa de Anatolia. Desembarcaron y el barco viró para llegar a Kos con las primeras luces del día. Desde el capitán hasta el último grumete quedaron muy satisfechos de sus pasajeros. Por unas horas de riesgo habían ganado más que en el fatigoso contrabando de licores.

En la costa de Anatolia les aguardaban tres hombres y una reata de borricos. A lomos de las bestias remontaron las montañas de la costa y alcanzaron una alquería. Tres días después, sobre los mismos asnos, arribaron a Kusa— dasi. Allí permanecieron escondidos tres semanas. Al cabo de ese tiempo, llegaron a Esmirna en un taxi desvencijado.

El grupo se disolvió en el mismo aeropuerto. Helena y Miguel, tal como estaba convenido, volaron juntos hasta Roma. Era la primera vez que se veían a solas desde aquella mañana en la cubierta del Atlantis.

—Y ahora, ¿qué?

—Simplemente, esperar. Tenemos que desaparecer por una temporada. Cuando la ISSSCO renuncie a capturarnos, tendrá que resolver acerca de nuestro ultimátum. Si prefiere seguir luchando, volveremos a luchar.

—No preguntaba eso. Te preguntaba por mí.

—Al llegar a Roma te daré dinero. Es mejor que no vuelvas a Grecia en algunas semanas. Vete a donde quieras. No me digas a qué sitio. No quiero saberlo. Es más seguro.

—Quiero ir contigo.

—Has tenido mucha suerte, Helena. Has salido bien librada de este golpe, pero no siempre sucede así. La próxima vez...

—Quiero ir contigo.

—Duplicaremos el riesgo si nos quedamos juntos.

—No. En cualquier lugar del mundo un hombre y una mujer no tienen que dar razón alguna al hecho de vivir juntos. Un hombre solitario, una mujer solitaria, son siempre un cebo para la sospecha.

—Si te quedas conmigo y te cogen, no tendrán piedad de ti.

—Quiero ir contigo. Siempre, Miguel.

No se detuvieron en Roma más que el tiempo imprescindible para cambiar de avión. Dos días después alquilaron una casita de campo a veinte kilómetros de Douar— nenez, tierra adentro. Fueron felices. La televisión se había olvidado ya del hundimiento del Atlantis y dedicaba horas y más horas a los preparativos de la gran expedición a los aledaños de Júpiter. La Federación Americana había enviado a Florida tres divisiones aerotransportadas para hacer frente a la marcha de los adversarios del proyecto. Dos japoneses se dinamitaron ante la Casa Blanca en señal de protesta. El mundo, decían los fanáticos de la campaña anti-Júpiter, necesita mil cosas más urgentes que unos datos más sobre la atmósfera jupiterina.

Miguel parecía haberse olvidado también de la ISSSCO y de los Hogares Aborígenes. Se levantaba temprano. Daba largos paseos bajo la lluvia. Engordó un poco. Por las tardes jugaba interminables partidas de ajedrez con Helena. Perdía casi siempre. Sólo se irritaba cuando en un movimiento de ella creía descubrir un error premeditado para regalarle la victoria.

Al segundo día de su estancia, Helena tomó en la carretera el autobús articulado que llevaba a los aldeanos a hacer sus compras en Douarnenez. Regresó cargada de víveres y de tubos de pintura. Obligó a Miguel a que posara para ella. Era un Miguel con ropas de campesino mediterráneo, de piel oscura, pero de rasgos latinos, sobre un fondo de tierras pardas, viejas y erosionadas que no existía en el paisaje bretón.

Después colocó su caballete en la huerta y pintó la casa. Una tarde, cuando daba los últimos toques al cuadro, el autobús dejó junto a su puerta a un muchacho enclenque y tímido, cuyas manos se hundían en los bolsillos del impermeable. En 1a casa no había armas y Helena sintió pronto miedo de aquel chico de mirada febril que preguntó por Miguel Gori. Y nadie conocía aquel nombre en la vecindad.

No le dejó pasar a la huerta. Cruzó apresurada entre los cuadros de lechugas y de patatas y penetró en la casa. Miguel leía tumbado en la cama. A su lado, sobre el suelo se apilaban seis o siete libros que había encontrado la tarde anterior en un rincón del desván.

Miguel salió a la huerta y con un gesto indicó al muchacho que pasara. Se encerraron en la cocina. Helena regresó a puerta, pero ya no volvió a pintar. Sin apercibirse de su actitud, empezó a vigilar la carretera. A veces pasaban coches rápidos y silenciosos que agitaban tras de sí, sin tocar el asfalto, las altas hierbas de la cuneta, pero en las más de las ocasiones sólo veía vehículos agrícolas, de pesadas ruedas. Ninguno se detuvo.

Así transcurrieron dos horas. Atardecía. De repente, se abrió la puerta de la casa y el muchacho de los ojos febriles cruzó ante ella sin despedirse. Miguel no se asomó al umbral. El muchacho aguardó cinco minutos al otro lado de la carretera y cuando llegó el autobús articulado le hizo señas de que se detuviera. Cuando el vehículo desapareció con él, Helena corrió hacia la casa. En la alcoba, metódicamente, sin pausa, Miguel Gori hacía su equipaje. Sólo su equipaje.

—¿No quieres que vaya contigo?

—No.

—¿Volverás?

—No lo sé.

—Entonces, ¿es el fin?

—No quiero que lo sea, Helena. Quédate aquí. Si puedo, te llamaré. Pero tienes que entender que esto no podía ser eterno. Yo también había empezado a creérmelo. Ese muchacho me ha devuelto a la realidad. Y la realidad es que no puedo abandonar la lucha. Yo les he llevado al combate. No puedo desertar ahora-porque te haya encontrado a ti. Si triunfamos, tú vendrás conmigo. Si hemos de seguir luchando, te llamaré. Mi causa soy yo mismo pero ahora también tú eres un poco de yo mismo. Y no temo por mí. Temo por ti, Helena.

Se abrazaron en silencio. Ya era de noche.

—¿Te vas ahora mismo?

—Sí.

Junto a la puerta se detuvo un deportivo. Venía de Douarnenez. Miguel besó precipitadamente a Helena y salió cerrando la puerta tras de sí. Helena se asomó a la ventana y le vio recorrer la huerta a grandes zancadas. Cuando llegó al coche, su silueta casi era ya invisible. El coche arrancó sin ruido, hacia el interior.

Arrojó todos los lienzos a la chimenea. Arrojó el tablero y las piezas del ajedrez. Destrozó vasos, platos, espejos y pensó en el suicidio. Pero volvió a la ventana. Se sentó junto a los cristales, que ahora sólo le transmitían su propia imagen. No se apartó de la ventana hasta que clareó el día. Entonces se levantó para poner un poco de orden en el desorden que ella misma había creado. Ya sabía lo que tenía que hacer. Esperaría como habían esperado millones de mujeres. Esperaría hasta que volviera, corriendo por aquella huerta, el hombre que se había marchado. O hasta que ese hombre la llamara desde el otro extremo del mundo.

50° 44' N 7o 06' E

CHICAGO, 4 (UAPIR). CALVIN HOUSTON, DE CUARENTA Y SIETE AÑOS, VICEPRESIDENTE DE FINANCIACION Y PROMOCION DE LA ISSSCO, HA MUERTO ESTA MAÑANA EN SU DESPACHO DEL EDIFICIO QUE LA COMPAÑIA POSEE EN CARTER AVENUE 4667, A CONSECUENCIA DE UNA EXPLOSION DE ORIGEN DESCONOCIDO. DOS DE SUS SECRETARIAS, QUE SE HALLABAN EN LA HABITACION INMEDIATA, RESULTARON GRAVEMENTE HERIDAS.

«TODAVIA CARECEMOS DE PISTAS», HA AFIRMADO EL CAPITAN GEORGE LOMBARDO, DE LOS SERVICIOS DE SEGURIDAD DE LA ISSSCO, «AUN NO ES POSIBLE AFIRMAR SI SE TRATA DE UN SUICIDIO O DE UN ASESINATO, PERO HEMOS COMPROBADO QUE HASTA LA HORA EN QUE SE PRODUJO LA EXPLOSION, 9,57 DF. LA MAÑANA (CENTRAL TIME), MR. HOUSTON NO HABIA RECIBIDO TODAVIA A NINGUN VISITANTE. POR OTRA PARTE, ME INTERESA ACLARAR QUE LAS PERSONAS ENCARGADAS DE LA VIGILANCIA NOCTURNA Y DE LA LIMPIEZA DEL EDIFICIO DE CARTER AVENUE PERTENECEN A NUESTRA ORGANIZACION Y, EN CONSECUENCIA, FUERON OBJETO DE UNA CUIDADOSA INVESTIGACION ANTES DE SER ADMITIDAS EN SUS ACTUALES PUESTOS DE TRABAJO.»

«ANTE LAS CAMARAS DE LA INTERNATIONAL BROADCAS— TING SYSTEM UN PORTAVOZ DE LA POLICIA HA SEÑALADO QUE LA TAREA DE LOS INVESTIGADORES SE VERA DIFICULTADA POR LA CIRCUNSTANCIA DE QUE EL CADAVER Y EL DESPACHO HAYAN QUEDADO PRACTICAMENTE DESTROZADOS. EL PORTAVOZ SE NEGO A ADMITIR QUE SE HUBIERA DESCUBIERTO NINGUNA RELACION ENTRE ESTA EXPLOSION Y LA QUE EN KUALA LUMPUR (MALASIA) SE PRODUJO HACE DOS DIAS EN EL DESPACHO DE MR. V. SONG, DIRECTOR DEL SERVICIO DE PROGRAMACION DE LA UNIVERSAL POWER AND ELECTRONICS, FILIAL DE LA ISSSCO. V. SONG MURIO HORAS MAS TARDE EN LA UNIDAD DE VIGILANCIA INTENSIVA DEL HOSPITAL NIPOAMERICANO DE LA CAPITAL MALAYA SIN HABER RECOBRADO EL CONOCIMIENTO.»

Cuando a la mañana siguiente Joshua Soko, director de ISSSCO para el África oriental, llegó a su despacho del piso diecisiete del Mombasa Building en Nairobi, los especialistas concluían su enésimo registro. Aunque la ISSSCO había conseguido fácilmente que las policías de Kuala Lumpur y Chicago no aceptaran por el momento conexión alguna entre ambas explosiones, sus propios investigadores trabajaban de firme para encontrar ese eslabón de cuya existencia estaban seguros.

Los dos despachos destrozados habían sido sometidos a los análisis más inverosímiles y concienzudos y los árboles genealógicos de Song y de Houston habían sido trepados centímetro a centímetro hasta la cuarta generación sin hallar rastro de rama de uno de los árboles que rozara siquiera a alguna del otro.

Los sabuesos de la ISSSCO llegaron incluso a saber que cinco años atrás una antigua amante de Houston había tomado unas copas con Song en un bar de Bucaramanga y que en otra ocasión un primo segundo de Song había jugado al poker con Houston en un motel de Portofino, pero aquellas dos pistas no les llevaron a ninguna parte.

Stanislas estaba en Kuala Lumpur cuando murió Houston. Había llegado en un avión especial —la ocasión lo requería— desde el que mantenía contacto permanente con su propia red de investigadores. Y aún sabía muy poco acerca de las explosiones.

Parecía casi seguro que habían sido realizadas a distancia, mediante una emisora de radio, pero ¿por qué? ¿Se trataba simplemente de una serie de asesinatos destinados a amedrentar a la ISSSCO? Sin embargo, existían miles de sistemas para eliminar a unos individuos sin tener que recurrir en los dos casos a la peligrosa colocación de un explosivo en el cuarto de baño anejo a cada despacho.

¿No habría habido visitas previas a las víctimas? ¿Amenazas por carta? Nadie sabía nada y esa ausencia de datos torturaba a Stanislas James. Existían docenas de peces gordos en todas las empresas de la ISSSCO, hombres que hubieran podido ser víctimas propiciatorias de unos terroristas, ejecutivos de relumbrón cuya pérdida no hubiese significado una pérdida sensible para el buen fluir de la ISSSCO.

Pero los dos asesinados eran piezas decisivas, insustituibles en la medida en que unos hombres pueden serlo, ejecutivos que sabían muchas cosas que los peces gordos ignoraban... que sabían, que sabían. ¿Habían tratado de hacerles hablar? ¿De qué? Stanislas conocía algunos secretos de la ISSSCO, pero era consciente de que por encima de él la maraña del sigilo era aún más espesa. No podía soñar siquiera en penetrar en ese terreno vedado.

James suponía que sería cuestión de horas el hallazgo de una pista sobre los autores de los asesinatos. Al fin y al cabo expertos electrónicos de aquella categoría y relacionados de alguna manera con los Hogares Aborígenes no podían ser tantos en todo el mundo.

Pero en esas horas podían morir otros altos ejecutivos de la ISSSCO. ¿Quiénes? No tenía ni el más ligero indicio. Poseía medios sobrados para avisar a todos al instante. ¿A todos? ¿Hasta qué nivel? Para pedirles que se abstuvieran de acudir a sus despachos por un cierto tiempo. Pero a cambio de salvar una o varias vidas alertaría quizá a los terroristas y llevaría el pánico al corazón de la ISSSCO, donde ya no reinaba precisamente la tranquilidad. Y esto no se lo perdonarían quienes le pagaban tan generosamente.

Envió, pues, cinco mensajes urgentes para ser descifrados por clave personal allí donde estuvieran en aquel momento sus destinatarios y dejó a los demás ejecutivos entregados a su propia suerte.

Soko no ignoraba que la investigación iniciada en relación con los dos atentados se extendería primero a H vidas privadas de las víctimas y después a las de los restantes personajes que se habían encaramado en el organigrama de la ISSSCO. Bastarían para ello unas horas de computadoras, unas llamadas a algunos departamentos especializados y un examen de los ficheros secretos (tanto que jamás fueron confiados a una memoria electrónica y se guardaban en cajas que, sin una adecuada manipulación, estallarían en las manos de los curiosos).

Después, era inevitable, alguien se interesaría por las contabilidades de aquellos que ostensiblemente hubieran incurrido en gastos anómalos. Este era su caso y eran estas pesquisas y no las bombas las que aquella mañana le preocupaban.

Cuando por fin se quedó solo, tras las zalemas reglamentarias de su más inmediato staff («No quiero visitas, no quiero llamadas»), juntó las manos ante su cara, se retrepó en el sillón fabricado a la medida y una vez más se preguntó qué demonios podía hacer.

No lamentaba las muertes de Song y de Houston («Un par de cerdos que habían trepado con malas artes»), pero sabía que éstas le empujaban inexorablemente hacia la catástrofe. Sus libros de contabilidad, por emplear un término que todavía se utilizaba sin saber por qué, no se hallaban precisamente en orden. Y no había, al parecer, forma de arreglarlos. El, como todos los responsables de los centros de la ISSSCO, transmitía sus datos a una consola central que los reexpedía a un complejo de computadoras. Después la consola central enviaba a cada institución de la ISSSCO las órdenes de las computadoras... y a algunos despachos las anomalías percibidas.

Pero aunque no hubiese conocido los libros de contabilidad, Joshua Soko conservaba en la caja fuerte de su residencia privada unas anotaciones de su puño y letra. Allí figuraban los datos reales de la contabilidad de la ISSSCO en Africa oriental durante los últimos dos meses. Y esos datos no coincidían con los que él había ordenado remitir a la consola central. La diferencia, a favor de los datos de la caja fuerte era de 2.700.000 dólares nuevos. Esa cantidad, en otra nota guardada en la misma caja, se desglosaba de la siguiente manera:

Doloares nuevos

Collar de rubíes para Miriam...800.000

Chalé en el lago Kivu, adquirido a nombre de Miriam... 1.200.000

Gastos varios con Miriam...500.000

Entrega a cuenta a los abogados Milton y Cock para la

tramitación del divorcio de Gladys... 200.000

Total...2.700.000

Antes de diez días, antes de que se cumpliera el plazo de tres meses y la computadora escupiera a la consola central un estado de cuentas que significaría el encarcelamiento de Soko, éste tendría que reponer los 2.700.000 dólares nuevos y declarar (amonestación que no sería tenida en cuenta en su expediente personal) que había errado involuntariamente en la transmisión de los datos.

Su acosado cerebro había urdido planes de ventas apresuradas, peticiones de préstamos, un nuevo desfalco que «tapara» el anterior, aunque sólo fuera por algunas semanas. Pero para todo eso necesitaba tiempo. Y ahora ya ni siquiera disponía de esos días que antes le parecieron tan escasos. En cuanto los inspectores de tesorería cayeran sobre los datos impresos en violeta por las computadoras, podía considerarse ya recluido en alguna de las colonias penitenciarias de las resecas tierras del Norte, entre los «shiftas» (bandidos) de la frontera somalí.

Entonces le llamaron. Estaba tan abstraído que se enderezó irritado al recordar que había dicho que no quería llamadas, pero se contuvo cuando advirtió que la voz no procedía del intercomunicador. Venia del cuarto de baño cuya puerta, naturalmente, estaba cerrada.

—¡Mister Soko! Por favor, es urgente.

La voz le llegaba apagada y era aún más perentoria que las palabras. Alguno de esos malditos inspectores de Seguridad. Se levantó, aún más irritado ahora y abrió la puerta del cuarto de baño.

No había nadie.

Dio media vuelta y pensó que se estaba volviendo loco, que ya oía lo que no tenia que oír o que le había llamado desde el antedespacho algún imbécil que había conseguido burlar la barrera de sus secretarias. Extendió la mano para apagar la luz y volvió a oír la misma voz. —¿Míster Joshua Soko?

Ahora era menos apagada pero tenía extrañas resonancias.

—No se mueva, no intente escapar... o morirá en el acto. Le hablo a través de una radio instalada dentro del depósito de agua pero no bajo el agua (una risita). La radio es también una bomba dotada de un detector de infrarrojo sumamente sensible. Usted ha activado ese detector al entrar en esa habitación. Si pretende abandonarla, aunque sea corriendo, el detector registrará la consiguiente disminución de las ondas de calor y estallará la bomba antes de que llegue a ningún timbre de alarma o a la puerta de su despacho. No abra ningún grifo. Si es de agua fría estallará la bomba. Si es de agua caliente la haré estallar yo para que no se me escape. Baje la tapa de la taza. Siéntese. Póngase cómodo. Tenemos que hablar...

La voz se extinguió. Soko hizo lo que le había dicho y decidió esperar unos minutos. Tal vez se trataba de una simple amenaza sin consecuencias de algún loco alentado por las noticias de las muertes de Song y de Houston. Tal vez aquel aparato se había averiado. En cualquiera de las dos eventualidades (y sobre todo en esta última) juzgó que lo más prudente era aguardar. El espejo reflejaba su imagen y se sintió satisfecho al advertir que no revelaba miedo.

Si le viera ahora Gladys... No, eso era imposible porque Gladys había dicho que sólo volvería a hablarle en el despacho del juez que les divorciara.

Si le viera ahora Miriam... Miriam, auténtica rubia. Miriam, que cayó un día por Zanzíbar cuando él realizaba un viaje de inspección y estaba ya harto de las obsequiosidades debidas a su persona y a la ocasión. Miriam con un martini en el Bar Polar del ZANZÍBAR ISSSCO. Miriam en la «suite del sultán» (por supuesto, la más lujosa), la que él ocupaba y en donde consintió en tomar otro martini sin que Joshua Soko tuviera que insistir demasiado. Miriam en Serengeti. Miriam en las falsas minas del Rey Salomón...

—¿Míster Soko? Ya sé que sigue usted ahí porque de otra manera este cacharro le habría matado. He preferido dejarle unos instantes de calma para que se tranquilizara y comprendiera la situación. En realidad no quiero que muera usted como murieron Song y Houston.

Soko no era ningún cobarde. Una vez, en Karachi, mató con sus manos a un hombre que le aventajaba en talla y que alguien (siempre creyó que sería un «colega» de la ISSSCO) había enviado para que le acuchillara. Otra vez, en Salzburgo, se enfrentó con ocho kurdos que pretendían pulverizar el aerotrén de Hamburgo con una granada atómica. Pero tampoco era un iluso. Aquello no podía ser una simple amenaza.

Respiró hondo antes de hablar. Se esforzó por lograr que su voz fuera firme y tranquila, casi impersonal pero también casi amistosa. Aquella voz que brotaba del depósito podía ser la de un demente dotado de los medios para matar así.

—Escucho. ¿Qué es lo que quiere de mi?

—Sólo un dato. Si me lo revela puedo desactivar desde aquí el detector de infrarrojos y usted saldrá sano y salvo de ese cuarto de baño. Quiero solamente que me diga dónde está la consola central de las computadoras de la ISSSCO.

Así que no era un demente.

—¿Para qué quiere saberlo?

—Eso no le importa. El que pregunta soy yo. No trate de ganar tiempo. Es inútil. No espere ninguna ayuda y no intente avisar a nadie. El detector es muy sensible. No soportaría la presencia de otra persona. Vamos, responda rápidamente.

—Es que no lo sé. Nosotros nos comunicamos con la consola central por satélite, con un tiempo de acceso cero y, naturalmente, en clave. Ni lo sabemos ni nos importa. Supongo que estará en América o en Europa.

—Miente. Usted tiene en la ISSSCO categoría suficiente para saber dónde se encuentra la consola. Hemos compro— bado que, por lo menos en dos ocasiones, usted ha visdlÉI esa consola central: cuando fue ascendido por última vez y hace dos meses. En su última visita transmitió a Yasnaia Poliana un saludo dirigido a Henry Voss que entonces era todavía gerente de ese Hogar. Le advierto que si vuelve a engañarnos no tendrá otra oportunidad de sobrevivir.

Joshua Soko no podía saber que aquella aventura terrorista de la que él era víctima era también la última oportunidad para los que le hablaban. Es decir, para el poso de «aborígenes» de la Resistencia que aún quedaba tras la acción de los filtros implacables de la ISSSCO. La última oportunidad, porque casi todos aquellos hombres y mujeres estaban ya fichados y su captura era cuestión de tientpo, de muy poco tiempo.

¿Habían tenido realmente alguna oportunidad? La ISSSCO les había hecho aborígenes por los siglos de los siglos. A ellos, a sus hijos y a todos los genes de su descendencia. Habían nacido con un falso pasado y sólo en el terrorismo se sentían auténticos. Pero ante sí únicamente les quedaba la desesperanza. Si todo seguía igual, si morían o se sometían, acabaría por nacer una nueva especie, la de los verdaderos aborígenes del miedo y la opresión, del pastiche y el disfraz.

Los que todavía se negaban a aceptar la inmutabilidad de su destino ya no eran masas de descontentos ni multitudes ansiosas de lanzarse a la lucha. Constituían tan sólo un puñado de desesperados asesinos.

Frente a la pequeña emisora, Miguel Gori pensó entonces que de nada le había servido su larga preparación teórica para la lucha, que toda su estrategia había fracasado porque estaba condenada de antemano, que tendría que haber empezado por donde ahora terminaba, por ese puñado de desesperados dispuestos a todo. Y ese grupo tendría que haber sido el catalizador del combate de los demás aborígenes. Si esos desesperados hubiesen comenzado por el auténtico principio, atacando a la ISSSCO en sus puntos vitales, la ISSSCO, a través de sus propioá hombres y de la policía, habría respondido con una represión feroz e inmediata; habría conseguido que detuvieran, torturaran y asesinaran a millares de inocentes. Habrían florecido el odio y la conciencia de uná persecución indiscriminada. Cada «aborigen» se habría sentido en peligro por el hecho de serlo.

Pero se había dejado arrastrar por los partidarios de la negociación (y al llegar aquí se preguntó en qué punto falló exactamente su trayectoria) y cuando se desembarazó de ellos ya era demasiado tarde. La ISSSCO había tenido medios para responder pausadamente, golpe tras golpe a su escalada, y en ningún momento ni en ningún punto había contado la Resistencia con el poder suficiente para crear a la multinacional una situación de vida o muerte.

¿Pero era tan malo el fracaso? ¿Qué haría él, Miguel Gori, si la ISSSCO se hubiera avenido a razones? ¿Trabajar pacíficamente para lograr un aumento de sueldo a las órdenes de la ISSSCO y de los pacifistas que fundaron el Consejo? No, él sólo sería él así y si la lucha terminaba de una u otra manera, tendría que alzar otra bandera.

Además, ya no podía volverse atrás. Sabía que el camino no llevaba a parte alguna, pero no cabía desandarlo. Tal vez, más adelante, si la contienda se prolongaba, la ISSSCO cometería un error...

—Está en Vevey, en Suiza, junto al lago Lemán. Yo...

—¿Cree que soy idiota? Lo que alli está es el complejo de computadoras, a quince metros de hormigón bajo tierra, protegido por una barrera de radiaciones que volverían loco a un mamut y atendido por media docena de robots cuyo cociente mental no supera al de una gallina... o al de una serpiente de cascabel. Y le digo esto —no se haga ilusiones de que así podrá disponer de más tiempo y salvar su pellejo— para que sepa que estamos bien enterados. Le hemos preguntado por la consola central y sabe muy bien de qué se trata. Mi paciencia se ha agotado. Contaré hasta diez. Uno...

Era Miguel Gori el que había hablado ahora. No podía permitirse que su compañero perdiera los nervios ante las maniobras de Soko —porque Soko era muy listo y de otra manera no estaría donde estaba— y accionara el conmutador. Tendría que ser Soko el que hablara. No podía arriesgarse a repetir por cuarta vez el mismo truco. Aquel sistema sería magnífico si no fuese por el hecho de que Artiom, el hombre de los adhesivos, tenía que ascender por las fachadas hasta las alturas donde trabajaban esos potentados.

Para entonces Joshua Soko, atenazado por el miedo, se había olvidado momentáneamente de Miriam, de Gladys, de los 2.700.000 dólares y de... —... dos... tres... cuatro...

... todo lo que no fuera aquella nueva voz que brotaba con extrañas resonancias del interior del depósito de agua. Era más autoritaria y, podía ser una buena señal; siempre es mejor tratar con los jefes. Entre aquella voz y su vida había un lazo que se llamaba ISSSCO. No, se daba cuenta de que no podía olvidarse de la ISSSCO... ni del dinero. Si conseguía salvar la vida y salvar a la ISSSCO de la amenaza que parecía representar aquella voz... ¿ —... cinco... seis... siete...

—Sí... lo diré. Está en Nueva York, en Long Island, New Hyde Park, North 6 Street, en el número 976...

Toda la habitación se llenó de luz. Fue un relámpago deslumbrador al que al instante se unió la luz del Sol tropical que penetró a raudales cuando toda una pared quedó pulverizada por la onda expansiva. El reloj de pulsera (una excelente imitación de los antiguos cronómetros) fue recogido diecisiete pisos más abajo por un chiquillo que echó a correr, asustado de aquel estruendo que venía del cielo. La hebilla de oro del cinturón de Joshua Soko aterrizó a cien metros de distancia sobre los paneles solares de un edificio más bajo que el Mombasa Building. Y uno de sus zapatos cruzó a media altura el antedespacho y destrozó una excelente fotografía estereoscópica de la Edison Tower lunar.

La explosión que descuartizó su cuerpo y aventó sus entrañas le impidió añadir que aquella casa de New Hyde Park era un chalé (muy próximo a otro, pero esto no pensaba decirlo, donde vivió cuando sólo era un modesto intérprete de «swahili» en las Naciones Asociadas) de dos pisos, pintado de blanco y exactamente igual a todos los que se alzaban por la misma zona.

Soko había juzgado correctamente que no existía ninguna interconexión con la emisora de la radiobomba y que los individuos con los que hablaba necesitarían tiempo para trasladarse de Nairobi a Nueva York y comprobar que habían sido engañados.

En el peor de los casos también les haría falta tiempo para avisar a sus supuestos cómplices en Nueva York y para que éstos comprobaran que habían sido engañados.

Si aquellos individuos podían ser capturados (y él se habría encargado de que lo fueran), Joshua Soko se convertiría en un héroe y la ISSSCO, tanto si quería como si no quería, tendría que recompensar a su héroe. Y no sólo con su fotografía en la revista de la organización y en los cuadros de honor de todos los establecimientos de la ISSSCO. ¿Qué mejor premio que olvidarse de los 2.700.000 dólares? De cualquier manera lo que estaba en juego parecía valer mucho más y no se envía a un héroe a que cumpla una condena a trabajos forzados.

Para su suerte o su desgracia, Joshua Soko nunca llegó a entender que aunque hubiese dicho la verdad su destino habría sido el mismo. Murió sin saberlo y su fin liquidó los problemas que tanto le habían preocupado. Gladys y Miriam le olvidaron muy pronto.

Cuando Miguel Gori ordenó a un artificiero de la República autónoma de Molucas del Sur que le construyera las bombas, éste le explicó que sus conocimientos, que no se refirieran estrictamente a explosivos, eran sumamente limitados y que las radiobombas que le entregaría estarían fabricadas de tal forma que una vez activado el control de rayos infrarrojos no sería posible desactivarlo. Tarde o temprano la víctima intentaría huir y entonces moriría. Aunque hubiesen transcurrido cuarenta, y ocho horas.

Gori hubiese querido obtener más detalles de Soko, pero el mecanismo rudimentario de la radiobomba desencadenó espontáneamente la explosión. Con Song apenas tuvo tiempo de intercambiar unas palabras cuando el artefacto hizo volar medio piso del Puyi Building. Con Houston, uno de sus hombres estaba a punto de vencer su resistencia (o al menos eso creía) cuando la radiobomba se puso en marcha por su cuenta. ¿Es que aquel artificiero era algo más que estúpido? No, no podía pensar en una traición porque el precio para la ISSSCO habría sido demasiado caro.

AI fin y al cabo, concluyó, Soko le había dado una dirección. Y podía ser cierta o constituir al menos una pista. Cuando alguien se ve coaccionado a mentir en un lapso muy breve de tiempo, generalmente su mentira acaba por revelar un pedazo de la verdad. Tendría que averiguar muy pronto qué había en aquel chalé de New Hyde Park.

Cuando aquel mismo día Stanislas James, que todavía se hallaba en Kuala Lumpur y se disponía a marcharse a Chicago, tuvo la primera noticia del desfalco de Soko (media hora después de saber que había muerto), resolvió que tenía que ser mantenido en secreto. Ordenó una transferencia de fondos reservados (esta vez hubo de hacer tres llamadas porque la cantidad resultaba exorbitante incluso para él) a la cuenta de ISSSCO-Nairobi en el complejo central.

Mandó interrogar a fondo a Gladys y a Miriam. Sus agentes no pudieron recuperar el collar de rubíes. El amante de Miriam (¡pobre Soko!) había huido con la joya y a esas horas el collar ya no existiría. Pero sus hombres lograron «convencer» a la rubia para que en el acto firmara un documento de cesión del chalé del lago Kivu a la Mutua Benéfica Africana (que había sido creada media hora antes). La Mutua vendió el chalé y sus espléndidos jardines a una inmobiliaria congolesa (sólo por un millón de dólares) y una hora después se disolvió tan rápidamente como había nacido. Miriam hizo las maletas y fue expulsada de Kenya aquel mismo día.

Los agentes de James se esforzaron especialmente por estudiar las similitudes de los dos casos anteriores con lo sucedido en el Mombasa Building y en recurrir a sus contactos para que se cerrara al tráfico el aeropuerto de Nairobi («sólo por seis horas y porque una excavadora había cortado accidentalmente la toma de fuerza de la señalización electrónica de cabecera de pista», que fue la primera excusa que se le ocurrió al jefe del aeropuerto) y la estación del aerotrén El Cabo-El Cairo («por culpa de las lluvias torrenciales en la meseta de los massai»).

Diez minutos antes de que se paralizara el aeropuerto, Miguel Gori, que ya había previsto la eventualidad y aceleró su escapada, consiguió partir rumbo a Nueva York en un avión de línea regular.

Y aquella misma mañana, beneficiándose de la diferencia horaria conservada por la aeronave, Miguel Gori llegaba a Idlewild. Su compañero de Nairobi se habia encargado de allanarle dificultades.

Cuando se dejaba llevar por la cinta transportadora (a puyo final se iniciaba el control policiaco) se abrió una de las puertas laterales de servicio y un hombre de blanco uniforme le hizo una seña. Miguel, que no llevaba equipaje, saltó la pasarela y en un santiamén franqueó la puerta. Siguió al hombre de blanco por un angosto corredor, bajó unas escaleras y en un rellano su acompañante retiró de detrás de un enorme extintor de incendios un uniforme idéntico al suyo, el de los auxiliares del control sanitario para la llegada de pasajeros.

Miguel se lo endosó sobre sus propias ropas y los dos alcanzaron el nivel del «tarmac». Allí aguardaba una plataforma de ruedas, remolcada por un diminuto tractor. Los dos hombres se sentaron sobre la plataforma con el gesto de cansancio del que acaba de concluir su jornada de trabajo. El tractor se puso en marcha y por un túnel salieron al exterior del terminal a un recinto alambrado donde entre los vehículos industriales más heterogéneos se distinguían al fondo las siluetas de los ruinosos rascacielos de Manhattan.

Saltaron de la plataforma sin que ésta se detuviera y penetraron en el terminal por otra puerta de servicio. Una nueva escalera les permitió alcanzar el nivel de llegada de pasajeros. Pero para cuando llegaron allá Miguel se había despojado de su uniforme y su acompañante lo arrojó a un incinerador, marchándose él por donde habia venido.

Y así alcanzó Miguel Gori el enorme vestíbulo. Atrás quedaban los controles policiacos y los que la propia ISSSCO había montado por su cuenta media hora antes de que llegara el avión de Nairobi. Tomó un taxi hasta la calle 14, esquina a la Octava avenida, y cuando se alejó el vehículo anduvo un par de manzanas hasta coger otro taxi para ir a la 43 Este, esquina a Madison Avenue. Desde una cabina pública habló por un teléfono sin visor (los menos controlados) y después echó a andar camino de la boca del Metro de la calle 52. Tomó un tren neumático que le llevó hasta el final del trayecto, en Jamaica Avenue, y una vez en la superficie, el monorrafl urbano Q43, con el que llegó también al final de su recorrido.

Era en Nueva York una tarde de primavera. Nunca había estado anteriormente en aquella parte de la ciudad, en aquella plaza polvorienta que podía ser de cualquier parte, pero el «Funeral Parlor» que le habían descrito en su comunicación telefónica se hallaba al otro extremo. Tenía, pues, que seguir adelante por aquel paseo de árboles añosos, demasiado solitario para su gusto.

Ya sólo le quedaban, pues, unas manzanas de casas hasta llegar a la North 6 Street de New Hyde Park. Reparó muy pronto en que por la misma acera le seguían dos hombres de raza blanca. Nada habían hecho para pasar desapercibidos; cuando estuvieron a unos metros de distancia metió las manos en los bolsillos de su zamarra y en cada una empuñó una navaja. Se volvió y saltó a la calzada como si aguardara la llegada de un vehículo.

Pero los dos hombres le adelantaron, sin detenerse. Y el más próximo musitó ai pasar:

—¡Go!

Podía sentirse tranquilo. Así, pues, ni policías ni agentes de la ISSSCO. Eran suyos, del grupo de asalto que estaba dispuesto desde que salió de Nairobi y que se puso en movimiento cuando llamó desde la calle 43.

Prosiguió su camino y al doblar la esquina de la North 6 Street se topó con un coche parado; era un modelo deportivo, europeo quizá, de suspensión electromagnética de gran altura, pero dotado de conducción propia. Una negra se hallaba al volante. Al extremo de la calle, enfrentado, estaba detenido otro coche parecido.

La muchacha negra oprimió un botón del tablero y la portezuela se descorrió hacia arriba. Gori se lanzó hacia el interior y como el vehículo descansaba en el pavimento se dejó caer sobre el asiento. La puerta tornó a cerrarse con la misma rapidez.

Miguel advirtió esa extraña sensación que se experimenta en uno de esos vehículos cuando el motor está ya en marcha pero aún no ha sido conectada la suspensión electromagnética. Era como acomodarse entre las visceras de un organismo vivo, como percibir una vibración indefinible que sólo cabe comparar a la que recorre el cuerpo de un animal veloz cuando dispone sus músculos para la carrera o el salto.

Los dos individuos que le habían precedido estaban ya casi a la altura del número 976 y del otro extremo de la calle procedían dos hombres más que ya habían rebasado el segundo coche.

Su compañera había activado los micrófonos exteriores del vehículo herméticamente cerrado y a través del altavoz parecía más anómala, más profunda, la paz de aquellos lugares. Un perro ladraba muy lejos. Las pisadas de los cuatro hombres resonaban en la acera.

Era aquél un barrio típico de la clase media del siglo xx, de casas unifamiliares y césped que llegaba hasta la misma acera sin valla ni múrete que lo contuviera. Algunas de aquellas casitas, quizá reconstruidas hacia muchísimo tiempo, conservaban todavía un atisbo de empaque me— socrático. Pero muchas parecían ya abandonadas, otras habían sido ocupadas por los hawaianos rechazados de barrios más prósperos y bastantes habían sido demolidas para dejar paso a esas enormes naves industriales que nadie sabe para qué se álzaron ni para lo que realmente sirven.

En resumen, el barrio habia dejado de ser tal. Ya sólo constituía una masa confusa de construcciones sin carácter ni vida propios y por donde muy pocos se atreverían a transitar.

Gori se sentía inquieto. Todo resultaba demasiado sencillo. Luego pensó que, a lo mejor, así tenia que ser: Soko habría dicho la verdad. Aquel barrio le parecía un escondite ideal. A nadie podía ocurrírsele que allí estuviera la consola central y precisamente por eso podía estar allí.

Casi simultáneamente los dos coches se alzaron del pavimento y obstruyeron la calle como si trataran de cambiar de sentido. Para entonces los cuatro hombres estaban ante el 976. Dos echaron a correr hacia la entrada principal y los otros dos a la lateral que en esas casas, inevitable— mente, da paso directo a la cocina de la vivienda. Mientras que la pareja de la calle oprimía civilizadamente el pulsador, la del lateral tanteaba la cerradura para determinar las posibilidades de violentarla. Y era facilísimo. Demasiado fácil. Se trataba de un tipo ya casi inexistente que cedía mediante la introducción de una simple tarjeta de plástico.

Uno de los hombres que entró por la cocina abrió la puerta a los que aguardaban ante la entrada principal. El otro comenzó un minucioso registro al que pronto se unieron sus compañeros. Diez minutos después estaban absolutamente seguros de que Joshua Soko les había engañado. Porque la casa estaba vacía y con tanto polvo y telarañas como pudiera haber acumulado en diez años de abandono.

Los dos coches no habían concluido su supuesto giro. Se hallaban inmovilizados a medio metro del suelo, meciéndose levemente al impulso de las fluctuaciones electromagnéticas. Por radio el grupo del interior estableció contacto con Gori. —¿Podemos salir? Aquí no hay nada. Miguel barbotó una obscenidad a la memoria de Joshua Soko y replicó:

—¿Estáis seguros? ¿El sótano? ¿Una trampilla? ¿Un campo de fuerza?

—Nada. Y necesitarían tener alas para andar por aquí sin dejar huellas en el polvo. ¡Ah! Y la energía eléctrica está cortada.

Miguel Gori se disponía a decirles que salieran, pero en aquel momento la muchacha negra le dio un violento codazo. A gran velocidad un vehículo se precipitaba hacia el otro coche. Demasiado grande. A aquella distancia parecía un blindado antidisturbios. ¿De la policía? ¿O sería quizá uno de esos mastodontes escandinavos que la ISSSCO empleaba para el transporte de dinero? ¡Tanto daba! Más allá del nítido perfil de la negra distinguió otro vehículo idéntico dispuesto a acometer a su propio coche.

—¡Rápido! ¡Fuera de aquí!

—¿Y los de la casa?

—¡No hay tiempo! ¡Fuera!

La negra (a Miguel Gori le pareció jamaicana) obedeció al instante pero sus mandíbulas se contrajeron más de rabia que de miedo. Elevó el coche hasta la máxima altura que podía soportar. Sólo eran cinco metros, pero bastaban para superar muchos obstáculos. Con la radio abierta, pensó Gori, a los de la casa no les cogerían por sorpresa.

¿Cómo habían sido descubiertos? Soko, aunque les mintió, no tuvo tiempo de tenderles ninguna trampa. ¿El hombre que le permitió burlar los controles policiacos del aeropuerto? ¿Acaso no había sido todo harto fácil? ¿Estaría fichado el grupo que él había movilizado desde la calle 43? Si la explicación era ésta tendría que rehuir a toda esa gente como si estuviera apestada.

Pero ahora lo único que importaba era salir de aquella ratonera. Al otro lado de la calle el blindado (que carecía de torreta paralizadora) había embestido al otro coche, que cayó al suelo con estrépito. El blindado retrocedió aprisa unas decenas de metros. Sus tripulantes sabían muy bien lo que iba a suceder. El coche estaba despanzurrado sobre el asfalto. Una maraña de chispas y descargas eléctricas envolvía la carrocería mientras que los dos ocupantes pugnaban por salir. Las puertas estaban encajadas. Brotaron las llamas y el coche se convirtió en una antorcha.

Miguel Gori no pudo ver más porque para entonces su propio vehículo volaba sobre setos, depósitos de chatarra, corrales, garajes, cuerdas de ropa puesta a secar en los humildes refugios de los hawaianos, piscinas desfondadas y todo un amasijo de desechos que eran el mejor retrato de la decadencia del barrio.

La negra poseía unos rapidísimos reflejos; esquivaba constantemente viejos tendidos eléctricos, grúas herrumbrosas, farolas ciegas, tejados desventrados y postes y más postes de los que nadie hubiera podido decir para qué servían. Cuando el coche irrumpía por unos momentos en espacios abiertos sus zigzagueos se tornaban más vio. lentos. La explicación de tales bandazos estaba en el retro, visor.

El otro blindado electromagnético seguía tras de ellos y Gori podía distinguir perfectamente la ranura acristalada que correspondía a su paralizador (éste sí que tenía torreta), agitándose incesantemente. Pero aún no había disparado. Aún no habían oído el chirrido agudísimo que correspondía a cada una de las descargas. Era imposible tomar puntería en aquel vuelo de pesadilla, pero esa carrera no podía durar mucho. Gori pensó además que si no se estrellaban antes, los individuos del blindado acabarían por disparar a ciegas con la esperanza de alcanzarles.

El coche cruzó sobre varias calles. La muchacha negra prefirió los riesgos del vuelo entre la maraña de casas, patios y almacenes. Si hubiesen tomado por una calle, fiados en la ventaja de acelerar y escapar así a la persecución, el blindado les habría cazado en un abrir y cerrar de ojos, barriendo con su paralizador de acera a acera.

Los instantes parecían horas. Indudablemente el otro blindado y tal vez otros vehículos habrían sido ya avisados por radio y estarían cercando la zona. En cualquier momento podían aparecer ante el morro del coche. Como si la jamaicana hubiese adivinado lo que Gori temía, le dijo:

—Tenemos que jugarnos el todo por el todo. No podemos seguir así mucho tiempo.

—¿Saltamos?

—No, ahora verás. Espera.

Enfiló un callejón entre dos altos muros. No tendría más allá de treinta metros de longitud, pero si el blindado les sorprendía allá dentro aniquilaría los inductores del coche antes de que éste tuviera tiempo de salir de aquel pasillo.

Aunque afuera brillaba el Sol, en el callejón dominaba una penumbra que velaba la visión de un pavimento cubierto de basura. Miguel observó con desasosiego los muros. Por allí no habría forma de escapar hacia las terrazas. La única salvación, si es que existía, estaría en la salida del callejón.

Miguel Gori se sorprendió cuando la jamaicana redujo la marcha del coche y mientras sujetaba el volante con la mano derecha oprimía el botón que hizo bajar el cristal de la ventanilla. Después, y con esa mano, sacó de la guantera una diminuta granada que lanzó al exterior.

Entonces aceleró el vehículo brutalmente, casi en el mismo instante en que por el extremo del callejón aparecía el morro del blindado. Sus ocupantes no podían haber visto caer la granada; tampoco podrían distinguirla a esa velocidad en el suelo plagado de cascotes y desperdicios.

La onda expansiva estuvo a punto de lanzar el coche contra uno de los muros del callejón, pero la jamaicana, que estaba preparada, pudo enderezarlo y salir a tiempo de aquel infierno.

Se echó a reír nerviosamente.

—Lo mejor que tienen los blindados —dijo— es que no están blindados por la panza.

La granada había estallado justamente debajo del vehículo perseguidor. Lo había alzado entre un relámpago cegador y había desequilibrado su marcha. Chocó primero con un muro y después contra el opuesto. A aquella velocidad los dos impactos provocaron un nuevo relámpago. Ahora era el vehículo el que estallaba. A más de cincuenta metros de distancia y a través de la carrocería de su propio coche, la jamaicana y Miguel Gori sintieron la ola de calor que despedía el blindado.

A la salida del callejón, la muchacha dobló hacia la derecha y frenó violentamente. El coche descendió a tierra.

—¡Salta ahora mismo! ¡Sigúeme!

Activó otra de las granadas y la colocó sobre el asiento. Con las puertas cerradas, aquella nueva explosión lo destruida por completo.

La jamaicana corrió hacia una boca del Metro seguida por Miguel Gori. Cuando habían descendido las escaleras cruzó sobre ellos la onda de la nueva explosión, pero la llegada de un tren apagó el estruendo. La negra le cogió del brazo y entraron en un vagón.

Media hora después subían las escaleras mecánicas de Times Square. Miguel la sujetaba por la cintura y ella apoyaba su cabeza en el hombro de él. Hombre y mujer junto a otros hombres y otras mujeres. Una pareja más entre las gentes que se apresuraban a volver a sus casas antes de la hora del toque de queda.

—Aún quedan treinta y cinco minutos y es más seguro ir andando —le dijo la jamaicana—, pueden haber distribuido ya nuestras fotos a las telepantallas de los taxis con conductor o reconocernos en los automáticos.

«Será tu foto», pensó Miguel Gori, pero no dijo nada.

—Está relativamente cerca. En la 45, esquina a la Tercera. Es uno de los apartamentos para estos casos.

«Donde ya nos estarán aguardando la policía y la ISSSCO», tornó a apostillar para sí Miguel Gori.

—Creo que es más seguro también que nos separemos. Yo te seguiré a unos veinte metros. Si adviertes algún barullo y tratan de detenerme, no vuelvas la cabeza y sigue. Así no nos cogerían a los dos.

—¿Y si me cogieran a mí? A ti no te conocen en el apartamento...

—No te preocupes, ya me las arreglaría...

Tomaron por la 42 rumbo a la Tercera. Gori mantuvo al principio la distancia prometida. Después fue rezagándose paulatinamente.

Al llegar a la Quinta estaba a punto de perderla de vista. Miguel dobló hacia Central Park y aceleró el paso. Dentro de un cuarto de hora, precisamente al anochecer, millares de sirenas anunciarían el toque de queda.

Si no es muy viejo, para un neoyorquino el toque de queda es algo tan perenne como la peligrosa toma de fuerza del Empire State o los pescadores dominicales de Battery Park. Y, sin embargo, hubo una época en que el Hudson y el East River estaban tan contaminados que no contenían peces y en que la energía eléctrica no llegaba por los aires hasta la terraza del Empire. Un tiempo en que en Nueva York no estaba prohibido circular de noche.

No estaba prohibido, pero cada vez eran menos los que se atrevían a salir. Hacía falta, además, todo un ejército de policías para mantener un simulacro de seguridad, conducir a los hospitales o al depósito a las victimas de los atracos y dejarse matar por locos homicidas. Entonces un alcalde, Horton, tuvo la idea de imponer el toque de queda, ahorrando así muchos millones al municipio. El gobernador del Estado dio el visto bueno a la idea y el toque de queda quedó implantado sin que casi nadie protestara. A partir del ocaso, todo hombre o mujer sorprendido en una calle o en el interior de un vehículo sin estar en posesión del correspondiente permiso —renovable cada tres meses— era automáticamente condenado a dos años de prisión.

Ya había disminuido visiblemente el número de coches y el de viandantes era aún más escaso. En el tramo de la Quinta Avenida que distinguía Gori, no habría más de unas docenas de personas, verosímilmente residentes en las proximidades.

Sólo se le ocurrió un remedio para salir de aquel atolladero. Accionó el pulsador de un «S. O. S. Policía» y una cara femenina apareció en la pantalla.

—¿Qué le sucede?

Miguel Gori procuró mantenerse fuera del foco de la cámara para evitar ser reconocido si esa comunicación quedaba registrada.

—Estoy enfermo.

No se molestó en explicar dónde se hallaba. Sabía que en la pantalla de la central policiaca quedaría señalado el lugar desde donde se hacía la llamada.

—No se mueva. Antes de tres minutos estará ahí un coche-patrulla y le llevarán a un hospital.

La comunicación concluyó y Miguel se refugió en el quicio de un portal que ya estaba cerrado a cal y canto.

En los instantes que habían mediado desde que decidió llamar a la policía, las docenas de personas se habían quedado reducidas a seis o siete individuos que corrían por las aceras. Ni siquiera se detuvieron cuando apareció el patrullero electromagnético entre un despliegue de destellos y aullidos.

El coche se detuvo junto al «S. O. S. Policía» y uno de los dos agentes descendió a la calle. Como no vio a nadie se volvió desconcertado hacia su compañero. Fue entonces cuando Miguel Gori lanzó con todas sus fuerzas la granada deslumbrante.

La penumbra era suficiente como para que el policía no hubiese advertido su trayectoria. La granada cayó en la acera de enfrente y el policía se precipitó hacia donde había estallado. Miguel contuvo la respiración. Se había jugado su escapada a una carta y su salvación dependía de que el hombre del volante cometiera un error, Lo cometió. Saltó del coche, pistola en mano, y siguió a su compañero a unos veinte metros de distancia y en oblicuo, listo para protegerle con su fuego. Antes de que uno de los dos policías comprendieran que aquello podía ser una jugarreta, Miguel Gori se deslizó hasta el coche y penetró, agachado, por la portezuela de la derecha. —¡Cuidado, Jack! ¿Qué ha sido? Jack —era el primero— se volvió. Tenía que arrancar ahora mismo aunque también Jack empuñaba su pistola. El coche saltó hacia arriba y hacia adelante, pero Miguel lo hizo descender casi al ras del asfalto para que las balas que empezaban a llover no alcanzaran a los inductores.

No lo alcanzaron. El coche dobló por la próxima esquina y luego cambió varias veces de dirección en los minutos siguientes. Los policías habrían dado la alarma a la central, pero si era bastante rápido y bastante astuto, la central no podría delimitar una zona pequeña para que los demás patrulleros le acorralasen.

A la altura de la calle 23 y la Séptima Avenida enderezó, por fin, su camino, siguiendo la primera de esas arterias hacia el Oeste. Redujo la marcha cerca del Hudson y sobrevoló el río en la oscuridad, muy lentamente, hacia el Sur, confiando en que el radar tomara su coche por una pequeña embarcación. Próximo ya a Pavonia Avenue, en Jersey Gity, se aproximó paulatinamente a la orilla y aceleró al volver a sobrevolar la tierra. Destino: aeropuerto de Newark, cuya población no estaba afectada por el toque de queda (pese a las repetidas protestas de las organizaciones cívicas). Dejó el coche en un sombrío aparcamiento próximo al

terminal de salida y echó a correr. Tomaría el primer avión a cualquier parte fuera de los Estados Unidos y si hubiera sabido rezar habría rezado para que ese avión partiera pronto.

Diez minutos más tarde aquel avión que llevaba a Gori se alzaba lentamente sobre un inmenso círculo de hormigón, Solo, en el compartimento de primera, Miguel Gori alargaba la mano para coger la copa de champaña que le tendía la azafata. Y Miguel Gori brindó por Miguel Gori.

Cuando concluyó su fase de vuelo vertical, el avión cabeceó suavemente y emprendió un vuelo ascendente que le llevaría hasta los 20.000 metros y de allí, sin escalas, hasta Bombay.

*

A Henry Voss todavía le parecía mentira estar allí. Habían pasado dos meses, pero se sentía tan entusiasmado como el primer día.

—He visto centenares de veces las holopelículas de Ana Karenina y de Guerra y Paz. ¿Te das cuenta? ¡De Guerra y Paz! ¡Ya estaba harto de policías soviéticos, disfrazados de mujiks, de las fotos «dedicadas»: «Para fulano de tal, de León Nicolaievich», del Santo Sínodo y de las turbas de chalados a los que en cuanto inventan una nueva religión se les ocurre largarse a Yasnaia Poliana. En cambio esto...

«Esto», a juzgar por el gesto de su mano, podia ser una espléndida euroasiática que le servía una extraña bebida azul y cuyo vestido ajustado hasta el límite lucía dos vertiginosas aberturas en los costados; o la piscina donde el agua del índico brillaba bajo un sol que sería implacable en tierra; o las danzarinas malgaches que bailaban al borde del agua.

Hablaba con un hombre que ya no era joven ni fuerte y que le sonreía con una punta de escepticismo. Y en su voz habia un acento de agradecimiento porque ese hombre, el todopoderoso Daniel Roscoe, antes de abandona!

las vicepresidencias de la ISSSCO había conseguido el traslado de Henry Voss.

—Mira, Henry, también yo pensaba como tú cuando dejé de ir a ta Luna y comencé a volar desde un despacho. Luego... ya ves, cuando quieres advertirlo, un año cual— quiera, te llega el inevitable retiro y te encuentras como yo, sin saber qué hacer.

—Pues, simplemente, no hagas nada. Disfruta. Aún te quedan muchos años de vida y más dinero del que necesitas. ¿Quieres otra cosa?

Y guiñó un ojo hacia la euroasiática, que se alejaba sin demasiadas prisas. Roscoe se echó a reír sin entusiasmo.

—No, Henry, para mí ya no...

—Pero hay medios, y no me refiero a las pastillas habituales. Tengo aquí un cocinero chino que lo sabe todo de afrodisiacos...

—No me interesa; gracias, Henry. Por cierto, ¿por qué, Henry? Siempre he querido preguntártelo, pero jamás se me ha ocurrido cuando tú estabas delante.

—Por la misma razón que bebo esto en vez de cerveza y no hablo jamás alemán como no sea en Alemania. No quiero ser alemán, no quiero que algún jefazo de la ISSSCO me encasille para determinados puestos por el hecho de ser alemán. Soy Henry Voss, pero cuando vivía en Yasnaia Poliana me hice más tolstoiano que el propio conde. Sé que te moviste mucho para sacarme de allí, para promocionarme, pero igualmente podían haberme enviado a otro Hogar Aborigen. Sin embargo, me enviaron aquí. ¿Por qué? Porque soy Henry Voss y porque hace falta un Henry Voss para algo que resulta completamente nuevo, completamente incasillable también. Y no hay precedentes de «esto».

«Esto» era ya todo lo que les rodeaba porque el giro de su mano fue por lo menos de 180 grados. «Esto» era el primer balneario flotante de la ISSSCO, ahora a diez millas de la Pequeña Nicobar, al sur del Mar de Andaman, en el Indico.

Henry Voss ignoraba probablemente que fueron paisanos suyos los precursores del balneario flotante (o «Isla del Ensueño», como lo bautizó algún publicitario sin imaginación). En el siglo XX la Atoll Gmbh de Munich construyó el primer prototipo de isla flotante para fines turísticos con un coste de 700.000 marcos y un no menos modesto diámetro de 27 metros.

La Isla de la ISSSCO, como empezaban a llamarla (pronto tendrían que numerarlas, pues habia dos más en construcción), era una inmensa balsa de diversas piezas que se fijaba al fondo por unas ventosas y unos cables y que se protegía del oleaje por un anillo exterior. Contaba con Casinos que no tenían que pagar impuestos a ningún Gobierno ni protección a ningún grupo mafioso y con bares donde el whisky resultaba mucho más barato que en Escocia. El número de sus piscinas parecía incalculable, pero las de agua salada, sin fondo, estaban prudentemente cerradas por una red a cinco metros de profundidad para evitar la intrusión de bañistas carnívoros. Sus Massage parlors eran alabados por su eficacia y su discreción y el teléfono quedaba estrictamente limitado a la voluntad del cliente («Si usted no desea que le llamen o quiere sólo recibir determinadas comunicaciones, nuestras especialistas telefónicas son capaces de inventar en cada momento la excusa más oportuna: una avería en el satélite, una excursión de pesca o una huelga de operadoras».)

Poco antes de que se iniciara la temporada monzónica, la isla sería desplazada hacia el Mar Rojo, gracias a un enjambre de remolcadores que la dejarían en aguas adecuadas para la pesca submarina. Y aunque la ISSSCO evitaría a sus clientes las incomodidades de unas borrascas (fácilmente previsibles gracias a sus propios satélites meteorológicos), la isla estaba constituida a prueba del mal tiempo. Toda la estructura se articulaba para no oponer demasiada resistencia al embate del mar. Por añadidura, en la costa más próxima habia siempre varios grandes vehículos electromagnéticos capaces de evacuar en menos de dos horas a todos los turistas.

Henry Voss, dueño y señor de la isla en nombre de la ISSSCO, era un muniqués de corta talla, barba rubia, ojos azules y vivos y una simpatía arrolladora puesta al servicio de su promoción dentro de la multinacional. Parecía un bon vivant y nadie que no le conociera bien hubiera sospechado que llevaba en su cabeza, ya calva, toda la compleja administración del nuevo centro turístico. Era capaz de pasarse horas y horas charlando con una copa en la mano, pero pocos sabían que dedicaba aún más tiempo al trabajo!

Jamás se enfadaba en público, pero sus subordinados conocían que la ira de ese hombre acababa con la firmeza del más templado. Curiosamente, Henry Voss profesaba una religiosa reverencia por las que él llamaba «gentes de linaje». Se esforzaría por ser agradable a un millonario porque sabía que de esa amabilidad dependía una buena parte de su futuro, pero sólo sentía auténtico respeto hacia los títulos nobiliarios. Un conde italiano, aunque no tuviera un céntimo y su condado resultara harto impro— bable, le inspiraba un sentimiento rayano en la idolatría. Esa era la tragedia de Henry Voss. La ISSSCO podría darle dinero y poder; jamás le otorgaría un título.

—¿Te quedarás a cenar?

—No. Prepárame un aerodeslizador para dentro de un par de horas. Quiero llegar a la Gran Nicobar a tiempo de coger un avión para Singapur.

Voss acompañó a Roscoe hasta el aerodeslizador y cuando éste rebasó el anillo exterior de la isla artificial se preguntó si volvería a verle. Era un hombre acabado. Lo sabía. Le bastó advertir su mirada turbia y el apresuramiento que fingía como si todavía tuviese algo que hacer en la ISSSCO: «Prepárame el aerodeslizador... a tiempo de coger un avión...» Podía quedarse en la isla una eternidad y nadie le echaría de menos. Cuando viajara en el salón de ejecutivos de cualquier avión su teléfono no sonaría jamás. Cuando llegara a Nueva York no le esperarían solícitos segundones Ahora tendría un despacho tan lujoso como el que había dejado, pero sabía que el piso donde se encontraba era para todo el mundillo de secretarias simplemente la Morgue.

No, no duraría mucho tiempo. Henry Voss se preguntó si cuando le llegara su momento también él representaría

para los demás y para si mismo aquella triste comedia. Si tendría que pasar por la humillación de las entrevistas demoradas, los teléfonos que no responden y los viajes solitarios a ninguna parte. Henry habia cumplido cuarenta y cinco años. Todavía puedes... ¿Qué? Se había casado y divorciado un par de veces. Tengo que pensar en eso más tarde, esta misma noche, mañana a más tardar y tomar una determinación... Y se echó a reír interiormente porque sabía que se estaba engañando como se engañaba Roscoe.

¡Otra vez aquel tipo! A Henry Voss le gustaba decir que él era como el capitán de un barco y que todo capitán debe saber quién tiene a bordo. ¡Y aquel tipo le desasosegaba! Había llegado hacia tres dias en la expedición semanal. Vino solo, estaba bien seguro de eso. Y seguía solo... casi todo el tiempo. Pero le habia sorprendido a veces hablando con algún hombre o con alguna mujer. Y eso no era normal. Para Henry Voss los tipos solitarios se dividían en dos categorías: los que aspiraban a seguir solos y los que rabiaban por dejar de estarlo; si hubiese sido del primer grupo no habría hablado con nadie; si fuera del segundo habría tenido éxito en alguno de sus contactos casuales porque aquí la gente se aburría al 100 por 100.

¡Y ahora quería hablar con él!

—¿Míster Voss?

A su lado, Henry Voss advirtió que no era tan alto como le había parecido. Aquel negro sólo le llevaba la cabeza.

—Dígame, ¿algo no va bien?

—No, no es eso —el negro sonrió—, pero tenía que hablarle. Es confidencial.

Así que iba a enterarse de lo que le sucedía a aquel indi— viduo.

—Pues, naturalmente. Venga conmigo, por favor.

No, en el despacho, no. La mesa estaba llena de papeles y mensajes. Y Voss siempre rehuía dar la impresión de actividad. «Al cliente que descansa, era su lema, le molesta incluso saber que hay otros que trabajan cerca,»

—¿Qué? ¿Le gusta?

Se sintió defraudado. Pocos, muy pocos eran los que se resistían a ese golpe de efecto al entrar en aquella suit amueblada someramente al estilo del siglo XX: unos sillones, un sofá, una mesita baja y enfrente unos tiburones que pasaban y repasaban muy cerca de la mesita. Toda una pared de cristal y al otro lado el acuario. Los clientes podían ver el acuario desde el otro extremo, en el bar que precisamente llevaba ese nombre, pero en esta salita privada la sorpresa era completa, en aquel recinto tan reducido, el visitante no tenía la sensación de observar el acuario, sino de hallarse dentro.

Pero aquel hombre no se soiprendió o, al menos, no dio muestras de haberse sorprendido. Era un mal comienzo. Oprimió un timbre inalámbrico colocado sobre la mesa y advirtió entonces que el negro pareció más interesado por el timbre que por el acuario.

—Es sólo un momento, antes de que empecemos a hablar.

Sólo fue un momento. Entró la euroasiática con las consabidas bebidas azules y no consiguió ni una sola mirada de aquel individuo. «Bien, ya sabemos que por ahí no es», se dijo Voss. No tenía nada contra los homosexuales («Aunque jamás llegaré a comprender que esa chiquilla pueda pasar desapercibida para alguien»), pero, por experiencia, sabía que sus problemas solían ser más graves.

La euroasiática se marchó en silencio (pero Voss suspiró al perder de vista sus muslos) y Voss alzó su vaso:

—Por usted.

Pero el negro no levantó su vaso. Se limitó a tender su mano como si fuera a cogerlo pero lo que tomó fue el timbre que colocó fuera del alcance de Voss. Su mano izquierda. En la derecha empuñaba ahora una pistola. Apretó un resorte situado tras el gatillo y el cañón telescópico se desplegó hasta cuadruplicar su longitud inicial. Henry Voss conocía esas pistolas (absolutamente prohibidas su fabricación y venta) y sabía que lanzaban dardos. Cada dardo portaba una ampolla inverosímilmente pequeña. Cada ampolla contenía un concentrado letal del «escorpión marciano» (que en realidad era un hongo del Polo Norte de ese planeta).

—Sólo muy pocas palabras. Necesito que me diga INMEDIATAMENTE dónde está la consola central de las computadoras.

¿Morir ahora por la ISSSCO? ¿Traicionar a la ISSSCO? ¿Ese era el dilema? ¡NO! No habia dilema. Tú no eres la ISSSCO. Si mueres tú, se muere para ti la ISSSCO. Tienes que vivir. ¡VIVIR! como sea y ESCAPAR... ¡NO TE DEJARAN VIVO!

—Asi que es eso.

—¿Qué?

—Lo de Song, lo de Houston. ¿Ya no le quedan bombas?

—No tengo tiempo que perder. Responda...

—No perderá el tiempo porque voy a decírselo. Pero antes de revelarlo debo advertirle algo, para que no dispare en cuanto se lo diga. No conseguirá salir de esta isla, no conseguirá salir de esta habitación si me mata. Esa puerta está herméticamente cerrada. No podrá abrirla hasta que yo se lo ordene a la chiquilla que nos trajo las bebidas.

—¿Dónde está ahora?

—Muy cerca de aquí. Viéndonos. Ahí está el objetivo de la cámara.

Y alli estaba, mal disimulado sobre el mamparo de la puerta.

Miguel Gori esbozó un gesto de contrariedad pero se contuvo. Aquel hombre quería vivir. Pues viviría unos minutos más... y la chiquilla...

—No se preocupe por Josette mientras yo viva. No dirá nada. No avisará a nadie. No tomará ninguna iniciativa hasta que yo se lo diga... o hasta que caiga muerto. Y ahora volvamos a lo que le interesa y a lo que me interesa a mi. ¿Cómo piensa salir de aquí?

—Usted se encargará de proporcionarnos un aerodeslizador.

—¿Y después? ¿ProporcionarNOS?

—Lo demás es cosa nuestra. Sí, es obvio. No estoy solo. Y si no salgo vivo de aquí y ahora mismo, con lo que quiero saber, harán una carnicería.

—¿Como en el avión?

—Como en el avión. Venga. La consola. —Símrock Strasse, 115, Bonn. —Oiga a esa oriental que abra la puerta.

—De acuerdo. Pero no olvide que aunque consiga salir de esta habitación no estará todavía a salvo.

—No lo olvido.

—Josette, abre. Un chasquido. —Saiga delante.

Miguel retrocedió para no perder campo de tiro para su arma. Cuando se abrió la puerta vio varías caras conocidas que aguardaban allí. Helena y otros. Miguel comprimió el cañón de su arma, que otra vez volvió a ser minúscula, y se la guardó en el bolsillo. Dos hombres muy jóvenes y muy rubios encuadraron a Henry Voss. Le mostraron las navajas que guardaban en los bolsillos.

—Voss, que venga esa oriental. Estaba allí, al final del corredor. Venía con dos hombres.

—Quieta, Josette. Ahora pueden matarme.

—Dígale que entreguen las pistolas. Ataron a los dos hombres de Josette. —¿El aerodeslizador es grande?

—Sí. ¿Cuántos son?

—Cuatro y ustedes dos, seis en total.

—¿Cómo nosotros?

—Naturalmente. Josette y usted vendrán con nosotros. ¿O esperaba que me conformase con la primera dirección que se le ocurriera? Aún está a tiempo de decir la verdad. ¿Es realmente ésa?

—¿Y los dos hombres?

—¿No lo sentirá mucho?

Miguel montó otra vez su arma. Disparó dos veces. Sin ruido. Dos muertos.

Secuestradores y rehenes se pusieron en marcha hacia el Departamento de Comunicaciones. Voss, presionado, ordenó a los seis operadores que abandonaran las dos salas. Cuando volvieron, al cabo de dos minutos (para ser encerrados), no pudieron reconocer el lugar. Casi silenciosamente los fieles de Gori habían destrozado todo, habían creado cortocircuitos y aislado a ta isla del resto del mundo.

—Ahora, al aerodeslizador.

Eran tres los vehículos en la rampa, junto al agua. Dos sufrieron la misma suerte que el Departamento de Comunicaciones.

—Primero la oriental y usted.

Josette subió ayudada por Voss. Sus dos guardianes tuvieron que soltarle para que sujetara a la euroasiática. No le volvieron a retener porque era evidente que ahora necesitaría sus brazos para izarse a bordo.

No tan evidente.

Henry Voss asestó un empellón al hombre de su izquierda y echó a correr rampa arriba, hacia el pasillo por donde habían venido.

Era una locura. Una carrera de cincuenta metros ante las bocas de cuatro pistolas.

—¡A las piernas! ¡Le quiero vivo!

(«Has curioseado dos días por toda la isla, pero esto no lo sabías. ¡Imbécil! ¡Y Joe está arriba! En la torre. ¡Joe, hijo de perra! Espero que me estés viendo. Espero que comprendas.»)

Joe comprendió. A diez metros de distancia de sus secuestradores Joe accionó el campo de fuerza que detuvo todas las balas. El campo de fuerza. Aquel negro ni siquiera sospechó que existía. ¿Pero es que verdaderamente pensaba que con mar gruesa bastaría el anillo exterior para que las olas no descuartizasen la isla?

La escena era irresistiblemente cómica. Henry Voss no podía oír, a menos de cinco metros de distancia y ya seguro, lo que decían los secuestradores. Pero tras sus gesticulaciones mudas, adivinaba lo que sentían. Un individuo echó a correr hacia la barrera y volvió rodando por la rampa al punto de donde había partido. Otro sacó a empellones a Josette haciendo un gesto expresivo: iba a matarla. Henry Voss se encogió de hombros. Sabía que no lo harían. No ahora.

No la mataron. El negro obligó a los demás a meterse en el aerodeslizador y después subió él. Uno de los gigantes rubios se puso a los mandos. El aerodeslizador se alzó sobre sus faldones, giró sobre su eje y descendió hasta el agua. Un minuto después era un puntito en el horizonte.

Henry Voss sabía cuál era el juego de Miguel Gori. Éste había juzgado que si le habia dicho la verdad (y así era) tendría tiempo suficiente para llegar antes a Bonn (Henry Voss ignoraba los medios pero estaba seguro de que existirían) puesto que la isla no podría transmitir ningún S. O. S. ni disponía de otro vehículo para dar la alarma.

Aquel negro no tenía por qué saber nada de la existencia de la avioneta, pero debería haber llegado a la conclusión de que tenía que existir un medio rápido de salir de la isla cuando la mar estuviese demasiado gruesa y antes de que ese medio llegara del exterior.

Liberó a los hombres de comunicaciones y les encargó, así como a Joe, que mantuvieran secreto absoluto sobre lo sucedido, que ocultaran los cadáveres hasta que llegaran auxilios de tierra. Que la gente siguiera divirtiéndose.

Después bajó a uno de los niveles inferiores y se metió en la avioneta que ya estaba lista para el vuelo. No tenía prisa y sobre todo, como ignoraba cuál sería el rumbo del aerodeslizador, deseaba que los secuestradores no vieran la avioneta y entraran en. sospechas. Tampoco quiso utilizar la radio de la aeronave. Lo que tenía que decir era demasiado peligroso para correr el riesgo de que le escuchara quien no debiera.

Joe accionó el portalón y el pequeño motor solar hizo deslizarse sobre el agua los flotadores de la avioneta. Apenas traspuesto el portalón aceleró el motor y la avioneta levantó el vuelo, pasando a un metro por encima del anillo exterior.

Algunos bañistas observaron cómo la aeronave tomaba altura y se dirigía hacia la Pequeña Nicobar.

No vio barco ni aerodeslizador en todo el vuelo. Aroe— rizó junto al muelle de la ISSSCO y saltó a tierra inmediatamente, dejando la avioneta al cuidado de los mecánicos. Se dirigió al terminal de la Estación naval y se encerró en una cabina. Accionó el teclado y el rostro de la operadora de la ISSSCO en Nueva York se mostró impresionado cuando le dijo quién era y aún más impresionado cuando le explicó con quién quería hablar.

—Hola, Henry. ¿Sucede algo? Es todavía muy temprano. Acabo de llegar...

Henry le interrumpió.

—Necesito saber inmediatamente quién está a la cabeza de las investigaciones en todo esto de las bombas.

—Espera.

La pantalla se tornó blanca. Un minuto. Dos minutos. Después apareció un rostro desconocido. A juzgar por lo que veía tras de él aquel individuo estaba en un avión.

—Me llamo Stanislas James, Seguridad de la ISSSCO.

Henry Voss le contó todo. El semblante de James se oscureció cuando le dijo que les había revelado el emplazamiento de la consola central, pero después se iluminó de nuevo. Había comprendido que era lo mejor para Voss y para la ISSSCO.

—Gracias. Quiero que vaya usted a Bonn. Ahora mismo. Probablemente no llegará a tiempo, pero puedo necesitarle después.

—¿Para reconocer a Josette? —preguntó sombríamente Voss.

—Quizá. Gracias y corto. Hasta mañana.

Dos minutos más tarde el avión de Stanislas, que acababa de dejar atrás las costas de Bretaña y sobrevolaba el Atlántico, describió un amplio giro y aceleró el ritmo de sus motores. De sus antenas empezaron a partir un torrente de mensajes destinados a tender una red de la que nadie pudiera escapar.

Los destinatarios de esa red habían dejado para entonces el aerodeslizador con el que habían seguido rumbo al Sur. Media hora después de su partida de las islas divisaron un avión que descendía sobre el agua con los motores al máximo de su potencia. Inmóvil sobre su vertical, el avión interrumpió su descenso cuando la presión de los motores agitaba peligrosamente el mar, hasta entonces tranquilo. Se abrió un portalón del pañol y descendió una escala. Uno a uno, Josette la primera, Miguel el último, todos alcanzaron el avión, que inmediatamente empezó a elevarse.

Antes de que retornara al vuelo horizontal, una deflagración destrozó el aerodeslizador y todo rastro de los secuestradores.

*

SPEZIALARZT. La placa metálica desgastada por el tiempo sólo conservaba legible esa palabra. Nunca podria saberse cuál fue la especialidad de aquel médico, ni su nombre. La placa estaba fijada a la fachada junto a un timbre que probablemente ya no funcionaba y a una puerta de hierro y madera que necesitaba ser reemplazada. Para llegar hasta la puerta desde la calle había que franquear una verja cerrada y ascender por una escalera breve y arruinada.

La puerta, la escalera y la verja se repiten monótonamente a lo largo de toda la calle. Todas las casas son iguales. A veces el colpr de la fachada de una es ligeramente más oscuro que el de la siguiente o el tejado que remata el tercer piso está un poco mejor conservado. Las aceras son muy estrechas pero poco importa, porque los viandantes son escasos y la calle está cerrada al tráfico de todo género de vehículos. En su estado actual la calle debe datar de los primeros años del siglo XX. Concluye, por un extremo, en un muro tras el que se alza un paso elevado y por el otro en un refulgente Holo-Porno al pie de la esbelta torre de control de la Tele-Auto Gesellschaft.

La calle es el resultado de un fracaso. Hace muchísimos años y en un loable empeño el Ayuntamiento de Bonn decidió acometer unos trabajos de restaüración y, para librarla de especuladores, la incluyó en el catálogo de edificaciones históricas. Confiaba en que la Simrock Strasse se transformara en una de esas rúas de tiendas discretas y lujosas o en residencia de nostálgicos acaudalados. Ni los comerciantes ni los snobs se sintieron atraídos por aquel lugar, quién sabe por qué, a pesar de que se halla a menos de diez minutos de paseo del barrio «político» de Bonn. Y así sobrevivió la Simrock Strasse, envejeciendo lentamente pero sin que la muerte le llegara nunca gracias a su categoría monumental.

A espaldas de las casas que forman las calles se alzan altas tapias que ocultan la visión de solares cubiertos de maleza. La supervivencia de la Simrock Strasse ha costado la vida a la zona circundante. Nadie quiere construir en

una zona cortada en dos por las restricciones del tráfico.

*

Al otro lado de la puerta número 115 de Simrock Strasse hay un vestíbulo burgués que trata de corresponder a la época en que fue construida la casa, pero las sillas de patas torneadas no son de madera, sino de «japanilo», el supuesto reloj de pesas tiene detrás una etiqueta que dice «Made in Korea» y el papel de las paredes es demasiado nuevo para ser verdaderamente papel.

A uno y otro lado hay puertas que siempre permanecen cerradas y en los dos pisos superiores despachos que nadie usa pero en donde ya no existe la menor pretensión de antigüedad. Todas las habitaciones cuentan con receptores de telefacsímiles, audiomecanógrafas miniaturizadas y pantalla de comunicaciones automáticas.

Este es más o menos el caso de muchos edificios de esta calle. Sus propietarios hicieron hace unos años un esfuerzo por obtener beneficios de estas venerables momias. El Ayuntamiento colaboró con un préstamo y así surgieron estos despachos. Los propietarios creyeron que podrían alquilarlos a hombres de negocios que sólo pensaran residir en Bonn durante una breve temporada o a empresas extranjeras que por un módico precio quisieran poder incluir en su publicidad la dirección de su sucursal en Bonn.

Fue un fiasco en toda la línea pero algunos dueños aún no han perdido la esperanza y la mayoría persiste en conservar estos despachos ya pagados, a la espera de un improbable inquilino. Es una vana ilusión porque Bonn ya no es lo que fue ni posiblemente volverá a serlo. Aunque aquí esté la sede del Gobierno y los ministerios federales todo el mundo sabe que la política se hace en Munich y que Bonn es ya sólo un grupo de obstinados que se niegan

a reconocer la realidad de la Unión Alpina.

*

Al fondo del vestíbulo hay una puerta de madera. Al abrirse, la puerta activa un campo de fuerza que se extiende desde el dintel hasta más abajo del suelo y un complejo equipo d^ detección. La imagen del visitante es transmitida a una sala de control. El que se halla de servicio tiene órdenes estrictas de no dejar pasar a nadie que no sea absolutamente identificado. Ha de examinar, además, los datos que aparecen al pie de la imagen y que señalarán si el visitante porta objetos metálicos que pudieran ser armas, si es satisfactorio el cotejo de su voz con la grabación archivada y rogar al visitante (si ha olvidado el gesto) que coloque un dedo ante un visor ad hoc para que se lleve a cabo la detección dactilar.

Si todo está conforme, el individuo de servicio desactiva el campo de fuerza y el visitante franquea una segunda puerta. Después desciende por una rampa y, bajo el nivel de la calle, penetra en un mundo aséptico desde donde la ISSSCO gobierna su universo.

De aquí al complejo de computadoras de Vevey fluye un río de datos y de órdenes que no tiene más equivalente que el del otro río de datos e indicaciones que fluye de Vevey hasta aquí. Esa doble corriente se diversifica después desde Bonn hasta extender su red por todo el Sistema Solar que hoy habita el hombre.

Los hombres que dan las órdenes pueden hallarse en un despacho de Nueva York, un burdel de Pretoria o en una nave rumbo a Marte. Aquí están quienes —nunca más de una docena— se encargan de que se ejecuten tal y como se desea, de detectar tendencias, de extrapolar éxitos o fracasos o de sorprender las más inverosímiles anomalías y las correlaciones que las computadoras conocen pero que de no ser por estos analistas permanecerían ignoradas.

Estos hombres se relevan cada cuatro horas, día y noche. No existen aquí el día o la noche. Tampoco existen el día y la noche para una ISSSCO en cuyos dominios, dentro o fuera de la atmósfera terrestre, nunca se pone el Sol. Son siempre doce hombres tímidos, silenciosos, nunca demasiado inteligentes, siempre atentos. Viven cerca de Bonn, con sus familias, en una comunidad absolutamente cerrada a los extraños y cuyo mantenimiento no exige el menor contacto con los vecinos. Comparten esa vida con los profesores de sus hijos, con los médicos que cuidan de mantenerles en forma, con los especialistas que aseguran la perfecta disposición de sus habitáculos.

Pocos de esos doce hombres de cada relevo soportan más de dos años esa vida eremítica en la comunidad de la ISSSCO y esas cuatro horas diarias que parecen cuatro siglos de tensión y frustración. Cada treinta días llega, nadie sabe de dónde, un psiquiatra que altera los turnos, pasea horas y horas con los hombres de Simrock Strasse y después decide quiénes están ya «quemados»

Los «quemados» hacen las maletas, se despiden de los demás y se van con sus familias hacia un destino que ninguno conoce. Está en las llanuras desoladas del Yorkshire (recomendación psiquiátrica). El número de suicidas durante el primer año se eleva a un 30 por 100, pero los vigilantes cuidan de detectar los instintos homicidas y se reduce así al mínimo el número de matanzas familiares entre los ex Simrock (en la jerga del Yorkshire).

Para los supervivientes, la separación suele sobrevenir al segundo año. Concedido el divorcio, el padre es trasladado a otra nueva institución (se ignora su emplazamiento) mientras que el resto de la familia rehace su vida con una excelente pensión de la ISSSCO.

Al fondo del mundo subterráneo del número 115 de Simrock Strasse hay un túnel donde esperan cuatro coches electromagnéticos de control remoto. Están programados para realizar exclusivamente el trayecto de ida y vuelta desde la consola central hasta la Residencia. Al final del túnel salen a la superficie en un solar cercado por altas bardas, cuya puerta se abre para dejarlos llegar a la autopista agrietada que bordea el Rhin.

*

NUMERO DE REGISTRO: 115HW5948zafs89QV8k. NOMBRE: Louis Hewitt. TRATAMIENTO EN DECLARACION: Inhalación número 17 del Código 3. Inyección número 6 del Código básico. CONSTANTES: Normales. GRADO DE RESISTENCIA: Normal.

Miguel Gori me mandó que realizara un reconocimiento. Bajamos del coche junto al Holo-Porno y recorrí toda la calle. Ellos seguían tras de mí en dos grupos de tres cada uno. Por el paso elevado irían otros tres hombres en un segundo coche.

Cuando llegué al número 115 pasé de largo hasta el final de la calle y vi al grupo del paso elevado. Me volví y subí la escalerilla. Llamé al timbre y aguardé. No me respondió nadie. Fundí la cerradura y entré en el vestíbulo. Recorrí los tres pisos y regresé al vestíbulo. Entonces abrí la puerta del fondo. Me encontré con otra puerta. Traté de abrirla pero no pude. Distinguí los dispositivos de un campo de fuerza pero éste no funcionaba.

Salí a la calle e hice señas para que vinieran. Llegaron los nueve. Entraron en el vestíbulo todos menos dos que se quedaron afuera. Miguel Gori colocó el explosivo y nos subimos al primer piso. Tenía que haber explotado a los dos minutos, pero como no sucedió nada aguardamos diez minutos más. Bajamos. El explosivo no estaba donde lo había dejado Miguel Gori.

Miguel Gori nos ordenó que echáramos a correr hacia la puerta, pero entonces oímos afuera los disparos. Eran los dos nuestros. La calle estaba llena de coches blindados. Los dos nuestros habían muerto.

Cuando se abrió la puerta del fondo del vestíbulo, el paralizador mató a un hombre y a una mujer. Miguel Gori arrojó una granada y el paralizador quedó destrozado. Los que quedábamos, bajamos por la rampa. Al final estaban las consolas.

Arrojamos todas las granadas contra las consolas. No podían fallar. Destrozábamos la ISSSCO. Pero cuando se disipó el humo vimos que nos habíamos equivocado. Las consolas nunca habían estado allí. Eran sólo una proyección holográfica muy buena. Y la rampa había desaparecido también. Entonces nos lanzaron los gases por los conductos de la respiración. Pero estábamos preparados. Miguel nos hizo señas para que nos tumbáramos en el suelo sin que se nos vieran las máscaras. Cuando se levantó el otro campo de fuerza, empezamos a disparar. Los otros dispararon también. Creo que aquello fue una carnicería. Miguel nos dijo que echáramos a correr por la

rampa que otra vez estaba ahí. Yo iba el primero. Caí...

*

Algunas consideraciones críticas sobre el análisis de la historiografía del siglo III antes de Kbu. 4.* serie de proyecciones. EL ENIGMA DE MIGUEL GORI A LA LUZ DE LAS INVESTIGACIONES DE LAS CAPSULAS TEMPORALES. Prof. max. Zendo-17 del clan Magno.

Evidentemente, no es esta última obra del ilustre Prof. max. Zendo-17 trabajo que pueda ser resumido en un apresurado examen por alguien que se reconoce profano en materia tan abstrusa. Cabe, desde luego, señalar que del estudio de las diversas cápsulas temporales halladas en los últimos lustros, el Prof. max. Zendo-17 ha logrado, al menos, la delimitación del llamado enigma de Miguel Gori.

¿Quién fue este personaje? Parece —y repito que sólo parece— un revolucionario típico de aquellos siglos de inestabilidad social, cuando el destino de cada hombre era fijado en buena parte por sus propias ambiciones sin hallarse determinado, como es de razón, por la pertenencia al clan y al estamento en cuyo seno hubiera nacido.

El Prof. max. Zendo-17 no aclara si su espíritu revolucionario tenía connotaciones religiosas (recuérdese que en aquélla época pagana anterior a las revelaciones de Kbu los hombres se agrupaban en distintas confesiones e incluso estaba tolerada la manifestación de irreligiosidad) o simplemente socioeconómicas (apréciese también que en aquellos siglos de tinieblas existían ideólogos que propugnaban una increíble igualdad de todos los seres humanos).

El Prof. max. Zendo-17 nos explica, sin embargo, que Miguel Gori, ese revolucionario, consagró su vida a la lucha contra una organización o clan que llevaba el nombre de ISSSCO y ve en esa ISSSCO una entidad precursora, siquiera muy remota, de nuestros sacrosantos clanes. Los expertos dilucidarán hasta qué punto puede ser aceptada semejante afirmación. En cualquier caso, el ilustre Zendo-17 descubrió hace dos años, cerca del Santuario de los Caballeros de Kbu, una cápsula temporal que ha dado pie a diversas versiones sobre la muerte de ese Miguel Gori.

Según las más difundidas (y, por tanto, las que más aceptación merecen) Miguel Gori pereció en un ataque desesperado contra las computadoras de la ISSSCO. Desgraciadamente, el Prof. max. Zendo-17 se reconoce en el momento actual incapaz de explicarnos qué pudieron ser las tales computadoras y una llamada consola central a la que también se alude en la cápsula. Cree suponer —pero insiste en que es sólo una especulación— que las computadoras debieron ser tropas de élite que aseguraban la supervivencia de la ISSSCO en aquellos tiempos de confusión y que estaban mandadas por una autoridad suprema, a la que denominaban consola central.

Otra versión, que el ilustre Zendo-17 no rechaza por completo, esboza la posibilidad de que Miguel Gori exterminara a las unidades de computadoras. ¿Murió en el empeño? Parece lo más probable, puesto que cápsulas temporales ulteriores no aluden a su persona, así como tampoco a su compañera, una titulada Helena. En todo caso, la ISSSCO prosiguió su existencia durante cincuenta años más. Su rastro se pierde en el período del siglo II antes de Kbu que los historiadores identifican como la época de las guerras atlánticas.

«Anuario del III Estamento de Kbu 815.»

(Prohibida su proyección para todas las castas inferiores bajo pena de hoguera por comisión flagrante de sacrilegio.).

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31/01/2012

Notas a