El general retirado Kaspar von Velten regresa a la helada ciudad de Kislev para seguir cumpliendo sus obligaciones como embajador en la corte de la zarina Catalina. las inmensas hordas del Caos marchan hacia la estratégica formación rocosa conocida con el nombre de los Dientes de Ursun, y los ejércitos aliados del imperio y de Kislev deben salir a su encuentro para luchar contra ellas. Pero una epidemia y una serie de asesinatos revelan la presencia de un agente del Caos en la ciudad.
<p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Prólogo</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kar Odacen sabía que la descarga del rayo que había esperado toda la vida estallaría en la montaña mucho antes de dividir el firmamento. El estruendo de los truenos retumbaba en el cielo mientras caía una interminable lluvia torrencial, como si los dioses se hubieran llevado a lo alto los mares del mundo y entonces fluyeran con la intención de anegar todas las tierras de los hombres.</p> <p>Podía percibir el poder de los rayos zumbando sobre su cabeza, atraídos hacia la tierra por la magia que él, y todos los chamanes de los Lobos de Hierro antes que él, habían dirigido hacia esas montañas desde tiempos inmemoriales.</p> <p>El dentado pico que se encumbraba enfrente era una aguja oscura recortada sobre el parpadeante cielo; los dioses luchaban en las nubes para arrojar sus fantasmales luces de una a otra parte de las Montañas del Fin del Mundo. Mientras pasaba ante una columna de pálidos cráneos, tan alta como el guerrero de mayor estatura de los Lobos, sintió que se le erizaba el vello de los brazos, hechizados y llenos de cicatrices. La punta de la barra de cobre en la que estaban empalados sobresalía un poco por encima del último cráneo. Ondulantes llamas azules danzaban a lo largo de la columna de huesos, parpadeando en el interior de las órbitas vacías de los ojos de los sonrientes cráneos, lo que les daba una expresión siniestra. Centenares de esas barras de homenaje rodeaban el pico de la montaña para demostrar al Ancestro que dormía debajo del mundo que era recordado, que los guerreros y los chamanes de los Lobos de Hierro no lo habían olvidado. Esas montañas eran viejas cuando el mundo era joven, y los Lobos de Hierro jamás habían osado olvidar sus deberes para con ellas.</p> <p>Los altos zares de los Lobos de Hierro habían dispuesto mil veces mil cráneos durante un centenar de generaciones de guerra a los pies de sus chamanes y, mientras transcurrían los siglos, cada generación añadía más cráneos a las barras de cobre de la montaña. Como parte de su preparación para atacar Kislev, el gran zar de los Lobos de Hierro, el mismísimo Aelfric Cyenwulf, había prometido a su chamán empalar innumerables cráneos en honor de los Dioses Oscuros.</p> <p>Kar Odacen pasó ante una de esas barras de homenaje y sintió en el pecho un temor creciente. Se había despertado después de haber soñado que manadas de famélicos lobos de piel negra, provenientes del norte, perseguían por el cielo a un solitario lobo blanco. Montado en el reluciente lomo blanco del lobo, había un imponente guerrero de poderosos músculos, vestido con pieles, que llevaba un gran martillo de guerra, y aunque ese lobo era muy fuerte no podía distanciarse de sus perseguidores. El lobo blanco se revolvió en lo alto de una encumbrada peña pulida como el hielo y, junto con el jinete, peleó contra las agresivas manadas de lobos norteños. Hombre y lobo lucharon duro y bien, y corrió la sangre de centenares de enemigos, pero cuando estaban más concentrados en la matanza, los lobos negros se transformaron en una agitada y tempestuosa nube de impenetrable oscuridad, sólo perforada por rayos de lava ardiente que abrían profundos cortes en las carnes del hombre y del animal.</p> <p>Aunque no podía vislumbrar lo que había en el interior de la nube, Kar Odacen, en sueños, supo que algo inimaginablemente antiguo y monstruosamente malo yacía en su seno. E incluso él, que había enviado su espíritu al reino de la estirpe demoníaca, comprendió que el poder encerrado en la nube era terrible.</p> <p>Sin previo aviso la oscura tormenta arreció de repente y se tragó al hombre y al lobo por completo, y Kar Odacen supo al despertar que al fin había llegado la noche profetizada por su remoto predecesor. Se había internado en la oscuridad, trepando sin descanso durante horas mientras la lluvia le martilleaba la rasurada y tatuada cabeza, y los pies se le desgarraban y se le llenaban de sangre a causa de las piedras afiladas como cuchillas de afeitar.</p> <p>Como pisadas de dioses sobre el mundo, retumbó otro trueno de una a otra parte del firmamento, pero Kar Odacen no se molestó en levantar la vista, pues en su fuero interno sabía que aún no había llegado la hora.</p> <p>Alcanzó una plataforma de roca tallada, a unos doscientos metros o poco más por debajo del pico. Su aliento salía como humo caliente de los pulmones; se arrodilló con los brazos en alto para implorar su noche más sagrada. A pesar del incesante rugido de la lluvia, pudo oír cómo, más abajo, aumentaba el crujido de las columnas de cráneos, y sintió el calor del fuego que danzaba entre ellas mientras esa energía calorífica penetraba profundamente en el corazón de la montaña.</p> <p>El cielo emitió un ruido grave, y la montaña tembló, como si se estrechara a sí misma ante lo que tenía que ocurrir a continuación, y Kar Odacen percibió cómo aumentaba la oscuridad y el terrible poder. Levantó la vista y vio que el firmamento se partía en dos y ocasionaba una enorme y densa lluvia de luz incandescente que caía sobre el pico más elevado de la montaña; su brillo lo deslumbró por completo.</p> <p>La cima de la montaña explotó y desapareció en el interior de una gigantesca nube de polvo y humo. Las rocas fueron arrojadas al aire a centenares de metros, y después de estallar se precipitaron formando un alud de lascas. Cuando los restos de la montaña derruida empezaron a aplastarlo todo en torno a él —pulverizaron las laderas, pero, de forma incomprensible, sin causarle la menor herida—, Kar Odacen gritó el nombre de sus Dioses Oscuros. Le salía sangre de los oídos; cuando vio que la terrible lluvia cesaba y que los ensordecedores ecos del trueno y de la explosión se desvanecían y le dejaban solo y errante en la devastada cima de la montaña, parpadeó para librarse de la cegadora imagen residual que el rayo le había grabado en los ojos.</p> <p>Kar Odacen bajó los brazos, y le entraron angustiosas y compulsivas ganas de echar a correr por las rocas. Una sensación similar de miedo y horror lo atenazó. El súbito silencio de las montañas después de la violenta tormenta era lo más terrorífico que había vivido nunca.</p> <p>Un horror silencioso se apoderó poco a poco de él y le penetró lánguidamente en los huesos, de modo parecido a como la garganta de un ser que hubiera visto el nacimiento del mundo habría tomado su primer hálito en épocas muy remotas. Derramando lágrimas de contento y de terror, Kar Odacen vio una retorcida forma de un negro increíble: una columna de humo, cuya parte central relampagueaba, se alzaba de la aplastada caldera de la cima de la montaña y cuyas entrañas de zafiro crepitaban con horripilante y violenta premura. Aunque no perturbaba la noche la menor brisa, el humo se agolpaba y se deslizaba ladera abajo, como una oscura mancha de aceite suspendida en el aire.</p> <p>La montaña se estremeció con el paso de algo magnífico y terrible; estallaron rocas y quedaron pulverizadas bajo su peso y su poder. El maléfico resplandor de las entrañas del humo se hizo más temible a medida que se acercaba al paralizado chamán; el horror allí oculto se detuvo para mirarlo con tanto interés como un hombre puede prestar a una hormiga antes de proseguir su atronador viaje hacia el nuevo mundo situado debajo.</p> <p>Kar Odacen se estremeció; jadeaba agitándose como un potrillo recién nacido.</p> <p>—Los Tiempos del Fin se ciernen sobre este mundo… —murmuró con labios trémulos.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 1</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Construida en lo alto de la Gora Geroyev, la ciudad de Kislev ofrecía un aspecto impresionante. Altos muros de lisa piedra blanca estaban coronados por murallas en forma de dientes de sierra, edificadas con el práctico sentido común de sus norteños habitantes. De cada lado de la gruesa puerta de madera sobresalían altas torres, y, situados en estratégicos emplazamientos, los cañones cubrían la carretera que conducía a la ciudad con sus bocas de bronce.</p> <p>Las partes superiores de los edificios altos se encumbraban por encima de las murallas, como si desafiaran a un eventual atacante a que intentara saquearlos, y las puntas de las lanzas que llevaban los soldados vestidos con pieles que recorrían las murallas brillaban a la luz lateral del sol de la tarde. Alrededor de la base de las murallas había miles de refugiados, gente sacada de su hogar del norte del país por los guerreros del gran zar Aelfric Cyenwulf, un sanguinario jefe guerrero de las tribus kurgan. Era un asentamiento de toldos desparramados que albergaba millares —decenas de millares— de personas reunidas en torno a la ciudad, pegadas a los muros como si se sintieran más seguras por el solo hecho de estar más cerca de ellos.</p> <p>—Pobre protección la que tienen aquí —murmuró Kaspar von Velten, embajador del emperador Karl Franz, ciñéndose estrechamente la capa debido a una ráfaga de aire helado que fustigó la poblada ladera de la colina.</p> <p>La zarina se había visto obligada a bloquear las puertas para impedir la entrada de más refugiados al interior de la ya demasiado poblada ciudad. Cuando el ejército del gran zar se fuera hacia el sur, tal como pronto debía hacer, la ciudad moriría de hambre en seguida si todo aquel gentío errante era acogido en el interior de sus murallas.</p> <p>—Desde luego —asintió Kurt Bremen, jefe del grupo de Caballeros Pantera que cabalgaba junto a Kaspar—; será una carnicería.</p> <p>—Tal vez —dijo Kaspar—, a menos que el boyardo Kurkosk pueda detener a los kurgan al norte de aquí.</p> <p>—¿Crees que podrá?</p> <p>—Es posible —aventuró Kaspar—; me han contado que el boyardo es un gran guerrero y que ha agrupado poco menos de cincuenta mil hombres bajo su estandarte.</p> <p>—Por esa pobre gente, esperemos que sea tan buen dirigente como guerrero; no siempre una cosa conlleva la otra.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza. Dirigió el caballo por la helada carretera, surcada por profundas roderas, que cruzaba dos hileras de improvisados campamentos, y cabalgó hacia las puertas de la ciudad. La gente, con el frío y el miedo reflejados en el rostro, levantaba la vista cuando el embajador y sus caballeros pasaban por delante, pero su miseria era tan absoluta que resultaba poco menos que inútil ocuparse de la situación. A Kaspar se le encogió el corazón al constatar cómo se habían brutalizado a causa de meses de guerra y penuria, y sintió deseos de hacer algo más para ayudarlos.</p> <p>Mientras el fatigado grupo se acercaba, las puertas de la ciudad, chirriando, empezaron a abrirse. Un tumultuoso gentío de desesperados reunió las escasas pertenencias que había conseguido transportar desde las <i>stanistas</i> y se precipitó hacia las puertas. De todas las bocas salían emotivas súplicas implorando la entrada.</p> <p>Kossars vestidos con largos y acolchados abrigos y tabardos verdes salieron del interior y íes cerraron el paso con hachas de mango largo mientras proferían insultos. Hombres de expresión fiera, con yelmos de bronce y largos bigotes caídos, hicieron retroceder a los implorantes refugiados con inmisericordes empujones. A Kaspar le costó bastante controlarse para no increpar a los guardias. Eran gentes de su propio pueblo a las que estaban condenando a las heladas temperaturas del exterior, pero Kaspar, que había sido un general de los ejércitos del Emperador, también sabía que los guardias sólo estaban obedeciendo órdenes que él mismo habría dado de haber estado al frente de la defensa de la ciudad.</p> <p>Tranquilizó a <i>Magnus</i>, su corcel de crin plateada, mientras avanzaba entre la aullante multitud, y apartó la montura de una sollozante mujer que le tiraba de la nivea capa. La refugiada llevaba una delgada y vieja pashmina encima de un basto vestido negro, y trataba de entregarle un bebé fajado en tanto le dirigía precipitadas súplicas en kislevita.</p> <p>Kaspar sacudió la cabeza.</p> <p>—<i>Nya, Kislevarín. Nya</i>.</p> <p>La mujer se desembarazó de los kossars que intentaban apartarla de Kaspar, y chilló y luchó para poner al niño en sus brazos. Cuando por fin se la llevaron a rastras, Kaspar vio que los esfuerzos de la desventurada habían sido en vano: la criatura, lívida y helada, llevaba tiempo muerta.</p> <p>Tratando de liberarse de la pena, cruzó a caballo la fría oscuridad de la entrada, patéticamente reconfortado por acceder a los confines fríos y tristes de la ciudad atenazada por las garras del invierno. Intramuros el panorama no era mucho mejor: por las calles de la ciudad se veían hileras de personas escuálidas, envueltas en pieles, apretujadas unas contra otras y arrastrando los pies con ostensible desánimo y temor.</p> <p>Aunque era consciente de que sus intervenciones en Kislev durante los últimos meses ya habían salvado muchas vidas, pues había acabado con la corrupción de un mercader del Imperio que se aprovechaba de suministros robados destinados al pueblo de Kislev, Kaspar sintió una renovada determinación de involucrarse más.</p> <p>Su guardia personal —imponentes Caballeros Pantera provistos de armaduras a lomos de enormes caballos de guerra Averland— se sentía cansada después de casi dos semanas vividas en las solitarias tierras heladas de Kislev. Los caballeros entraron tras el embajador, todos visiblemente sobrecogidos al pensar que abandonaban a toda aquella gente en el exterior.</p> <p>En medio de los Caballeros Pantera cabalgaba Sasha Kajetan, que en otro tiempo había sido la figura más admirada y heroica de Kislev, un espadachín de incomparable destreza y el jefe de uno de los más gloriosos regimientos de caballería de la zarina. Entonces, después de su huida al <i>oblast</i>, Kajetan era un hombre destrozado, virtualmente catatónico y de una delgadez esquelética.</p> <p>Kajetan tenía las manos atadas por delante; su naturaleza auténtica, la de un brutal asesino, hacía poco que se había descubierto, cuando había dado muerte al más viejo amigo de Kaspar y después había secuestrado y había torturado a su doctora.</p> <p>Pero entonces Kajetan había sido hecho prisionero, y Kaspar, aunque temía que los Chekist quisieran colgarlo, estaba decidido a demorar el destino del espadachín tanto como fuera posible, con objeto de averiguar qué había llevado a ese hombre a cometer tan horribles crímenes.</p> <p>Kajetan captó la mirada de Kaspar y se la agradeció con una ligera inclinación de cabeza. Kaspar se sorprendió; era el primer gesto humano que el espadachín había hecho desde que, en el <i>oblast</i>, había luchado para abrirse paso entre la patrulla de exploradores kurgan, poco menos de una semana antes.</p> <p>Kaspar vio cómo las puertas se cerraban, empujadas por una veintena de kossars, que las aseguraron con gruesas tablas de resistente madera.</p> <p>—Que Sigmar nos perdone… —murmuró, y tras volver el caballo, cabalgó por la Goromadny Prospekt hacia la plaza Geroyev, situada en el centro de la ciudad.</p> <p>Durante los meses de verano y primavera, la plaza constituía el tradicional lugar de un floreciente mercado repleto de tramperos que vendían sus mercancías, tratantes de caballos y toda clase de mercaderes. La primera vez que Kaspar había estado en Kislev, una entusiasta multitud que gritaba y juraba se había agolpado en torno a un corral de caballos de las praderas, y las ofertas habían sido animadas y bulliciosas; pero entonces la plaza estaba llena de innumerables grupos de tiendas y fogatas dispersas que cubrían hasta el último palmo de la superficie.</p> <p>Era ya una imagen típica de Kislev, una ciudad en la que había habido amplios bulevares con hileras de árboles de hoja perenne resistentes al frío; la mayor parte, sin embargo, habían sido cortados hacía tiempo para alimentar las fogatas. Las imponentes esculturas de hierro de los zares muertos en otras épocas contemplaban impasiblemente la miseria de su pueblo, incapaces de ayudarlo en días de tanta penuria.</p> <p>El Palacio de Invierno de la Reina del Hielo dominaba la parte opuesta de la plaza; sus torres blancas y sus muros de hielo brillantes como el mármol relucían como el cristal bajo la luz del sol de la tarde.</p> <p>—La Reina del Hielo dejó las puertas abiertas demasiado tiempo —comentó Kurt Bremen—. Hay mucha gente en el interior de las murallas, y la mayoría morirá cuando asedien Kislev.</p> <p>—Lo sé, Kurt, pero ésta es su gente; no la podía abandonar a una muerte segura. Habría salvado su ciudad, pero habría perdido a su pueblo —repuso Kaspar mientras cabalgaba por el borde de la plaza en dirección al templo de Ulric y a la embajada del Imperio, situada detrás.</p> <p>—A menos que nos hayan llegado mejores noticias desde el Imperio, perderá a su pueblo de todos modos. Y sin Wolfenburgo, es poco probable que el Emperador envíe sus ejércitos al norte habiendo enemigos en nuestra propia tierra.</p> <p>—Vendrán, Kurt —le prometió Kaspar.</p> <p>—Espero que tengas razón, embajador.</p> <p>—¿Has tenido la oportunidad de conocer al Emperador? —le preguntó Kaspar, dándose la vuelta desde la silla de montar para encararse con el caballero.</p> <p>—No, no la he tenido.</p> <p>—Yo sí, y te puedo asegurar que Karl Franz es un hombre con coraje y honor —afirmó Kaspar—. Es un rey guerrero y he peleado a su lado en más de una ocasión, contra orcos, jinetes Norses y bestias de los bosques. Ha jurado ayudar a Kislev y no creo que rompa su promesa.</p> <p>Kurt Bremen sonrió.</p> <p>—Bueno, en ese caso también voy a creer lo mismo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Los dos cazadores de ratas estaban tan acostumbrados al hedor de la mierda que ya no le hacían el menor caso. Centenares de toneladas de excrementos humanos y animales fluían por las alcantarillas situadas bajo las calles de Kislev, unos túneles ovales excavados en la roca y la tierra de la Gora Geroyev que desembocaban mucho más abajo, en el río Urskoy.</p> <p>Encargados por el zar Alexis y diseñados por Josef Bazalgette, hábil ingeniero del Imperio, los túneles que corrían por debajo de Kislev se encontraban entre las más impresionantes maravillas de la ingeniería del norte, y realmente habían evitado que la epidemia de cólera afectara a la capital kislevita. Kilómetro tras kilómetro de intrincadas galerías se extendían en un complejo laberinto bajo las calles, al igual que los túneles situados por debajo de la Fauschlag de Middenheim; aunque estos túneles estaban construidos con ladrillos y mortero en vez de estar excavados directamente en la roca.</p> <p>Un par de perros pequeños caminaban silenciosos ante los dos cazadores por la plataforma que corría a lo largo del espumoso río de aguas fecales, con las colas levantadas y las orejas aplastadas sobre las cabezas. El rumor de las aguas residuales resonaba en las brillantes paredes de ladrillo y reducía la conversación al mínimo.</p> <p>Ambos hombres vestían prendas de cuero rígido, cubiertas de suciedad y desgastadas por los años, e iban calzados con botas altas y claveteadas. Llevaban delgados cascos metálicos, acolchados con un amasijo de trozos de piel, y se cubrían la boca y la nariz con una bufanda. Si bien apenas se daban cuenta del hedor, seguían envolviéndose con las protectoras bufandas por la fuerza de la costumbre. Cada uno de ellos llevaba a la espalda un largo palo con una sola rata colgada de un extremo por la cola.</p> <p>—Un mal día, Nikolai; un mal día —dijo el más bajo de los dos cazadores de ratas, que se encogió de hombros cansinamente. El gesto ocasionó que la rata suspendida en el palo bailara como si estuviera viva.</p> <p>—Pues sí, Marska, hoy había pocos bichos —asintió su aprendiz Nikolai, lanzando una irritada mirada a los dos perros— ¿Qué vamos a comer esta noche?</p> <p>—Creo que no vamos a presentar estos penosos ejemplares a las autoridades de la ciudad por un copec de cobre —suspiró Marska—. Amigo mío, me temo que volveremos a comer rata para cenar.</p> <p>—Tal vez mañana nos vaya mejor. ¿Podríamos vender alguna a los refugiados?</p> <p>—Bueno, quizá sea posible —dijo Nikolai, dubitativo.</p> <p>La helada garra del invierno y los sanguinarios ataques de un cruel jefe guerrero kurgan, cuyos ejércitos en aquel preciso momento se estaban aproximando a la ciudad, habían expulsado de sus casas a millares de personas y las habían arrojado a la estepa, y muchas de ellas se agolpaban entonces, heladas y asustadas, en torno a las murallas de la capital norteña. Era cierto que los refugiados que se apiñaban en los campamentos del exterior de las murallas de la ciudad ansiaban comer cualquier cosa, y que se había conseguido un buen dinero vendiéndoles ratas para comer. Pero eso había sido antes de que el frío hubiera matado a la mayoría de las ratas, y de que los escasos y escuálidos bichos que habían atrapado fueran la única comida que ellos mismos podían permitirse.</p> <p>Los dos hombres anduvieron en silencio con pasos cansinos durante un rato, hasta que Nikolai, al ver que los dos perros de repente se ponían en tensión y mostraban los afilados dientes, dio un codazo a Marska. Ninguno de los perros emitió el menor ruido, pues hacía tiempo que les habían cortado las cuerdas vocales, pero su actitud, que recordaba a la tensa cuerda de un arco, indicaba a los dos cazadores de ratas que los animales habían percibido algo que no les gustaba. Marska sabía que más adelante el pasadizo se abría a una amplia sala de alta cúpula en la que convergían una serie de túneles de desagüe antes de desembocar en el Urskoy.</p> <p>Marska se descolgó del cinto una pequeña ballesta y echó la cuerda hacia atrás; hizo una mueca debido al esfuerzo realizado para tensar el mecanismo, hasta que éste emitió un breve y agudo chasquido. Mantener el arma preparada para disparar habría conllevado una pérdida de tensión en la cuerda y, por consiguiente, un impacto menos potente. Aquella arma era un privilegio, pues la mayoría de los cazadores de ratas sólo podían permitirse disparar guijarros con una honda; pero un glorioso verano, Marska había descubierto un cuerpo que flotaba en la alcantarilla, y el bulto que destacaba en el atuendo había resultado ser una bolsa con monedas de oro. Había escondido las monedas durante muchos meses entre las ropas que llevaba antes de atreverse a gastarse el dinero. Nikolai deslizó un guijarro redondo en la honda y se abrió paso entre los dos perros con sigilosas pisadas, pese a ser un hombre tan corpulento.</p> <p>Por delante de ellos, Marska oyó voces, ahogadas y oscuras, pero los años de trabajo en el subsuelo de Kislev le habían aguzado el oído de tal modo que era capaz de percibir sonidos que normalmente no se oían en aquel lugar.</p> <p>Nikolai se dio la vuelta e hizo un gesto de asombro ante un montón de cascotes desparramados por el túnel, ladrillos y barro esparcidos sobre la plataforma que se extendía junto al flujo de aguas fecales. Los trozos de ladrillo parecían indicar muy a las claras que habían sido desprendidos de la pared, y Marska se preguntó quién en su sano juicio querría hacer un túnel en el interior de una alcantarilla. Los perros, que caminaban silenciosamente, se detuvieron al llegar junto al montón de cascotes y bajaron los hocicos para husmear algo sobre la plataforma.</p> <p>Marska avanzó como un fantasma y se agachó junto al barro que se había desprendido del agujero de la pared. Había huellas, pero no tenían el menor sentido. Eran sucias y profundas, como si el causante hubiera estado transportando algo pesado; pero eso no fue la primera cosa rara que Marska advirtió. Era difícil estar seguro, pero parecía que las señales sólo tenían cuatro dedos en cada pie y, por la forma cónica de la depresión producida junto a los dedos, semejaban garras…</p> <p>Era obvio que fuera la que fuese la causa de las huellas era algo que andaba a dos patas, pero ¿qué clase de hombre tenía sólo cuatro dedos y garras? Tal vez alguien modificado, o una bestia proveniente de los oscuros bosques del norte. Marska sintió un escalofrío de miedo que le subía por la espina dorsal al imaginarse a una de esas horrendas criaturas suelta en las alcantarillas. De chico había tenido la oportunidad de ver a una de esas bestias, cuando una banda de jinetes Ungol había cruzado su <i>stanista</i> con el cuerpo de un monstruoso cornúpeta. Marska recordó el terror que había sentido al darse cuenta del tamaño de la criatura.</p> <p>Las voces se oyeron de nuevo; venían de lejos por la curva del túnel. A los cazadores de ratas sólo les llegaron resonantes fragmentos de conversación, pero Marska comprendió que se debía de estar hablando de algo importante. Después de todo, la gente no se reúne en las alcantarillas para hablar del tiempo o de la última cosecha.</p> <p>En calidad de miembro del Gremio de Cazadores de Ratas, Marska también formaba parte de la red de informadores que trabajaban para Vassily Chekatilo, el implacable asesino que controlaba todo lo que era ilegal en Kislev, un hombre peligroso que comerciaba con bienes robados, drogas y carne. En buena medida, su poder provenía de saber cosas que no le correspondía saber, y los cazadores de ratas eran una parte importante de sus fuentes de información, puesto que ¿quién prestaría atención a los sucios patanes cubiertos de mierda que eliminaban los bichos de las casas?</p> <p>Con gran cuidado de avanzar sin hacer el menor ruido, los dos cazadores de ratas siguieron adelante y al fin alcanzaron el borde del montón de cascotes desprendidos. Estando más cerca, Marska vio que el agujero de la pared se internaba en la oscuridad un cierto trecho.</p> <p>Moviéndose despacio para no llamar la atención de ningún observador, Marska y Nikolai alzaron la cabeza por encima del montón de cascotes.</p> <p>En la sala, provista de cúpula, resonaba el rumor de las aguas residuales y ondas de luz reflejada danzaban en el techo abovedado. Una plataforma circular, de unos dos metros de anchura, recorría el perímetro de la cámara y ocho tubos medio sumergidos descargaban su pestilente caudal en el depósito central, que desaguaba río abajo. Al otro lado de la sala había cuatro figuras junto a un desvencijado carro, como los utilizados por los recogedores de muertos. «Un adecuado medio de transporte», pensó Marska, al ver sobre el carro un ataúd de bronce sellado con candados oxidados. Dos figuras vestidas con túnicas arrugadas que parecían cambiar de color se encontraban más cerca de la pared, y otras dos se hallaban junto al carro.</p> <p>Estas dos últimas figuras, más pequeñas que la primera pareja, estaban encorvadas, y la pestilencia que emanaba de la más cercana era incluso más intensa que el hedor de la alcantarilla. Vestida con harapos manchados de excrementos y con los brazos y el pecho protegidos con supurantes vendajes, tenía la espalda muy doblada bajo el peso de un conjunto de gruesos libros con cubiertas de latón atados a ella. Llevaba una campana medio rota colgada de un cinturón de cuerda que le ceñía la cintura y, por fortuna, tenía la cara oscurecida por una capucha hecha de retales. Su compañera estaba tan bien oculta en las sombras que poco faltó para que Marska no advirtiera su presencia. Enteramente cubierta con túnicas negras de la cabeza a los pies, aquella figura asía lo que parecía ser una especie de mosquete de cañón largo, aunque estaba festoneado con aditamentos de latón, monedas y tubos cuyo propósito escapaba a Marska.</p> <p>La más alta de las figuras, vestida con túnicas multicolores, dio un vacilante paso hacia adelante; llevaba una caja de metal cuadrada, de poco menos de un palmo de lado, en las manos. La sucia figura que estaba junto al ataúd de bronce levantó la cabeza como si oliera el aire y empezó a moverla brusca y rápidamente de un lado a otro. Entonces la tapa de la caja se abrió, y Marska miró atentamente: una delicada y vibrante luz verde esmeralda salió del interior y bañó la sala con un resplandor pálido y tímido.</p> <p>—Tu paga —dijo la figura que tenía la caja, con voz velada y seductora.</p> <p>El sucio jorobado cogió la caja al mismo tiempo que emitía un chillido de placer; el gesto fue tan rápido que la vista apenas pudo seguirlo. Miró fijamente el reluciente contenido, como si quisiera inhalar el aroma de lo que allí hubiera, fuera lo que fuese.</p> <p>—¿Y esto es lo que me traes? —preguntó la figura que había tenido la caja en primer lugar, que alargó una frágil mano para tocar el ataúd.</p> <p>La sombra de un movimiento, algo negro sobre fondo negro; una mano en forma de garra surgió de repente y agarró la que había iniciado el avance. Marska se quedó asombrado; sin que hubiera dado la impresión de moverse, la figura de la túnica negra que llevaba el mosquete había salido de las sombras para interceptar la mano dirigida hacia el ataúd. Ningún hombre podía moverse con semejante celeridad; no parecía ser la acción de un humano.</p> <p>El sucio portador de libros sacudió la cabeza con lentitud, y la mano quedó libre.</p> <p>Marska se volvió e hizo bocina con las manos sobre la oreja de Nikolai.</p> <p>—Nikolai, regresa a la superficie —murmuró—. Chekatilo querrá saber lo que está ocurriendo aquí abajo.</p> <p>—¿Y tú qué harás? —siseó Nikolai.</p> <p>—Quiero ver si puedo oír algo más. ¡Y ahora vete!</p> <p>Nikolai asintió con la cabeza, y Marska advirtió que el joven aprendiz se alegraba de irse. No lo culpaba, pero él tenía que quedarse; si Chekatilo averiguaba —y sin duda lo haría— que había sido testigo de lo que acababa de suceder y que no había tratado de oír todo lo posible, más le valía cortarse el cuello en ese mismo momento.</p> <p>Mientras Nikolai se escabullía, Marska dirigió de nuevo la atención al drama que tenía lugar ante sus ojos, y le llegó la respuesta de la degradada figura vendada a una pregunta que no había oído, un siseo de una sola palabra que sonó como si lo hubiera emitido una boca no destinada a hablar lengua humana alguna.</p> <p>—<i>Eshhhiiiin</i>... —dijo, haciendo oscilar la cabeza y señalando hacia la figura vestida de negro.</p> <p>Entretanto, Marska vio lo que parecía un gusano largo y grueso ondeando en el aire detrás de aquel ser. Curvó el labio de asco, y entonces se dio cuenta de que no estaba viendo una serpiente de las que, según alguna gente decía, habitaban en las alcantarillas, sino una cola; una cola rosada, sin pelos salvo por unas pocas zonas de piel erizada, áspera y comida por la sarna.</p> <p>Sintió náuseas, inspiró profundamente y, en aquel momento, descubrió que estaba perdido, pues la figura de negro acababa de mover la cabeza en su dirección.</p> <p>—No… —siseó, y se puso en pie dispuesto a huir a todo correr.</p> <p>Apenas se había levantado cuando una ráfaga plateada cruzó centelleando el aire y lo alcanzó en el pecho. Gruñó de dolor, volvió a correr, pero las piernas no querían obedecerlo, y el suelo se alzó y le golpeó la cara mientras los miembros se le agitaban de forma espasmódica. Marska rodó sobre la espalda y vio tres discos dentados de metal, con hojas goteantes, que le salían del pecho. Se preguntó de dónde habían surgido en tanto sentía que los músculos se le retorcían y que los pulmones se le llenaban de espuma.</p> <p>Trató de moverse, pero no podía: estaba agonizando.</p> <p>—¡Corre, Nikolai! ¡Corre! ¡Van a por ti! —chilló con el postrer resto de energía.</p> <p>Una oscura sombra lo envolvió: era todavía más oscura que la que le oprimía los ojos.</p> <p>Marska miró el rostro de su asesino y se dio cuenta de que, después de todo, la Muerte tenía un cierto sentido del humor.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">La Goromadny Prospeckt estaba muy concurrida a pesar de lo tardío de la hora. La gente que no tenía casa vagaba por las calles, pues temía, con razón, que tumbarse sobre la fría nieve significara una muerte segura. La nieve se amontonaba junto a los edificios, y la avenida principal de la ciudad estaba llena de pisadas embarradas. Las tabernas que aún tenían algo que vender quemaban el combustible que habían guardado para mantener a raya las rigurosas temperaturas, pero era en vano ante el cruel y extremo frío de Kislev.</p> <p>Las familias se agrupaban en la entrada de los edificios para compartir el calor y aunque se arrebujaban en mantas de piel seguían temblando de frío y de miedo.</p> <p>Eran para Kislev tiempos muy duros, pero lo peor estaba aún por llegar.</p> <p>El agudo sonido del metal contra la piedra fue el primer indicio de que ocurría algo fuera de lo común, pero la mayoría de la gente no lo advirtió; estaba demasiado helada y hambrienta para prestar atención a algo ajeno a sus preocupaciones.</p> <p>Una tapa de cloaca de hierro herrumbroso se deslizó por la nieve rozando los guijarros, y unas manos ensangrentadas emergieron del subsuelo. Un hombre cubierto de heces y chillando de terror se dio impulso para salir de la alcantarilla y rodó por la nieve sucia, retorciéndose como una marioneta.</p> <p>Algo cayó de sus pringosas ropas. Era una daga de hoja corta y curvada, que había quedado atrapada entre los pliegues de su tabardo de cuero y le había producido un ligero corte en la piel.</p> <p>El hombre se arrastró por el suelo tratando desesperadamente de poner la máxima distancia entre él y la entrada de la cloaca. Arqueaba la espalda por las convulsiones y daba gritos de dolor, de modo que despertaba la compasión incluso del más duro de los corazones.</p> <p>Cuando los curiosos espectadores se le acercaron cautelosamente, el hombre empezó a chillar.</p> <p>—¡Las ratas! ¡Las ratas! ¡Están aquí! ¡Han venido para matarnos a todos!</p> <p>La gente sacudía la cabeza sin comprender apenas; entonces, se dieron cuenta del atuendo de cazador de ratas que llevaba el aterrorizado hombre e imaginaron que simplemente había pasado demasiado tiempo allá abajo y había sido presa de un ataque de locura. Aun siendo triste, eran cosas que pasaban y nada podía hacerse para evitarlo. Ellos tenían sus propios problemas.</p> <p>Mientras los espectadores se dispersaban, nadie advirtió los maléficos ojos amarillos que escrutaban el entorno desde la negrura de la cloaca, ni tampoco la mano en forma de garra que cogió la tapadera y la volvió a colocar en su sitio.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Si Kaspar se había alegrado de ver las agujas de Kislev cuando llegaron a caballo desde el <i>oblast</i>, aquello no fue nada comparado con el alivio que sintió al regresar a la embajada del Imperio. La nieve se pegaba a las paredes y largas dagas de hielo colgaban de los altos aleros, pero desde las ventanas provistas de postigos se desparramaba una cálida luz hogareña en la oscuridad de la noche y desde las chimeneas ascendía perezosamente una espiral de humo. El embajador y sus caballeros cabalgaron hacia las puertas coronadas por puntas de hierro; guardias con libreas rojas y azules les franquearon la entrada con entusiasmo y les dieron una calurosa bienvenida.</p> <p>Un herrero impaciente cogió las riendas del caballo de Kaspar, que desmontó haciendo una mueca de dolor debido al entumecimiento de sus envejecidos músculos después de dos semanas en la silla. La herida que había recibido a manos del jefe de una banda de exploradores kurgan le tiraba mucho; los puntos de sutura que le había dado Valdhaas aún estaban en carne viva bajo un nuevo vendaje.</p> <p>La puerta de la embajada se abrió y Kaspar se alegró al ver que Sofía Valencik, con una sincera sonrisa de alivio iluminándole el hermoso rostro, se le acercaba por el pasillo a grandes y rápidos pasos. La doctora llevaba la larga cabellera castaño rojiza recogida en una apretada cola de caballo e iba vestida de verde, con una pashmina de lana roja en torno a los hombros.</p> <p>—Kaspar —dijo estrechándolo entre sus brazos—, cuánto me alegro de verte.</p> <p>—Y yo de verte a ti, Sofía —respondió Kaspar, que le devolvió el abrazo y la estrechó con más fuerza aún.</p> <p>Estaba muy contento de que Sofía estuviera de nuevo levantada, pues la última vez que la había visto guardaba cama para recuperarse del brutal secuestro que había sufrido a manos de Sasha Kajetan. Todavía llevaba vendada la mano izquierda, de la que su secuestrador le había cortado el pulgar.</p> <p>Al acordarse del espadachín apresado, Kaspar se dispuso a hablar.</p> <p>—Sofía… —empezó a decir, pero la mujer ya había visto cómo uno de los Caballeros Pantera bajaba de la silla a su raptor.</p> <p>Kaspar, que seguía estrechándola entre sus brazos, advirtió que Sofía se ponía tensa.</p> <p>—Pudimos capturarlo, Sofía, tal como querías —explicó Kaspar con suavidad—. He mandado una nota a Pashenko diciéndole que mañana lo llevaremos al edificio de los Chekist y…</p> <p>Pero Sofía parecía no escucharlo; se había liberado de los brazos de Kaspar y avanzaba con decisión hacia Sasha. Kaspar se dispuso a seguirla, pero Kurt Bremen le cogió el brazo y movió la cabeza lentamente.</p> <p>Sofía apretaba los brazos con fuerza sobre sí misma a medida que se acercaba a Kajetan; dos caballeros sostenían al demacrado espadachín. Kaspar comprendió que la mujer había tenido que reunir mucho coraje para encararse con su secuestrador, y sintió que su admiración por ella aumentaba aún más. Al oír los pasos de la mujer, Kajetan se dio la vuelta y Kaspar vio que el espadachín se echaba a temblar de… ¿qué?: ¿miedo?, ¿culpa?, ¿compasión?</p> <p>Kajetan la miró a los ojos mientras pudo, y luego bajó la cabeza, incapaz de resistir ni un solo instante más la fría intensidad de la mirada acusadora de Sofía.</p> <p>—Sasha —dijo ella con suavidad—, mírame.</p> <p>—No puedo… —murmuró Kajetan—; no, después de lo que te hice.</p> <p>—Mírame —dijo de nuevo Sofía, esa vez con voz acerada.</p> <p>Despacio, Sasha levantó la cabeza hasta que pudo mirarla a los ojos; por las mejillas de Kajetan bajaban abundantes lágrimas y sus iris eran violáceos pozos de pena.</p> <p>—Lo siento —farfulló.</p> <p>—Lo sé —asintió Sofía con una inclinación de cabeza, y le dio una fuerte bofetada.</p> <p>Kajetan no se movió; la roja huella de la mano de la mujer destacaba, brillante y vivida, en la cenicienta palidez del rostro del hombre.</p> <p>—Gracias —dijo Sasha, asintiendo con la cabeza.</p> <p>Sofía no respondió y se abrazó a sí misma una vez más mientras los caballeros conducían a Kajetan a la celda situada en el sótano de la embajada. Kaspar se acercó a Sofía en tanto los Caballeros Pantera se ocupaban de sus monturas y los guardias de la embajada cerraban de nuevo las puertas.</p> <p>—¿Por qué lo has traído aquí? —le preguntó Sofía sin volverse.</p> <p>—No estaba dispuesto a poner a Sasha en manos de Pashenko antes de tener ciertas garantías de que no iba a colgarlo un minuto después de mi partida —le explicó Kaspar.</p> <p>Sofía asintió con un gesto y se volvió para encararse con él.</p> <p>—Me alegro de que hayas vuelto a casa sano y salvo, Kaspar. Me alegro de veras, y estoy contenta de que hayas conseguido traer a Sasha con vida. Pero me ha impresionado mucho verlo aquí de ese modo.</p> <p>—Lo comprendo y lo siento; habría tenido que avisarte con una nota.</p> <p>—Al verlo, lo he revivido todo, las cosas terribles que me hizo. Casi no podía moverme, pero…</p> <p>—¿Pero? —preguntó Kaspar cuando la voz de Sofía se desvaneció.</p> <p>—Pero cuando vi en lo que se había convertido, supe que no estaba dispuesta a que lo que me había hecho me abatiera. Me sobran fuerzas y tenía que demostrárselo, aunque sólo fuera para mi propia satisfacción.</p> <p>—Eres más fuerte de lo que crees, Sofía —dijo Kaspar.</p> <p>Sofía sonrió por el cumplido y cogió del brazo a Kaspar; le hizo dar la vuelta y regresó con él a la embajada.</p> <p>—Vamos, date un buen baño caliente; debes de estar helado hasta los huesos —dijo alegremente—. No conozco a ningún hombre de tu edad que pulule de un lado para otro en pleno invierno como si fuera un joven ciervo.</p> <p>—Me estás empezando a recordar a Pavel —bromeó Kaspar, pero su sonrisa burlona se desvaneció al ver que el rostro de Sofía se ensombrecía al oír el nombre del viejo compañero de armas del embajador.</p> <p>«¿Qué ocurre?</p> <p>Sofía sacudió la cabeza mientras entraban en la embajada y cerraban la puerta tras ellos. Kaspar inmediatamente sintió que le envolvía la calidez del edificio, y uno de los guardias de la embajada lo ayudó a quitarse la helada capa y las enfangadas botas.</p> <p>—No me corresponde a mí decírtelo —dijo Sofía astutamente.</p> <p>—Pero estoy seguro de que, en cualquier caso, me lo vas a contar.</p> <p>—Tu amigo se ha vuelto <i>nekulturny</i> —explicó la mujer—. Se pasa el tiempo bebiendo <i>kvas</i> barato, cosa que le provoca el más negro de los humores. No ha estado sobrio desde que te fuiste en pos de Kajetan.</p> <p>—¿Tan mal está?</p> <p>—No sé cómo estaría antes, pero ahora parece que se haya propuesto que la bebida lo lleve cuanto antes al templo de Morr.</p> <p>—¡Maldita sea! —juró Kaspar—; sabía que algo iba mal antes de irme.</p> <p>—No sé de qué se trata —confesó Sofía—, pero sea lo que sea, necesita esclarecerlo, y pronto. No me gustaría tenerle que coser un sudario.</p> <p>—No te preocupes —gruñó Kaspar—. Voy a ir al fondo de la cuestión; ten la certeza de que lo haré.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Vassily Chekatilo arrojó un puñado de ramitas a la chimenea y bebió un trago de <i>kvas</i> de una botella medio llena, a la par que disfrutaba del confortable calor que inundaba los salones de la trastienda del burdel. Aquella noche el establecimiento estaba lleno, al igual que lo había estado los últimos cinco meses, desde que los refugiados habían empezado a bajar hacia el sur. Varias prostitutas, medio tumbadas en sofás, y en distintos niveles de desnudez y de conciencia a causa de las drogas, esperaban a que las llamaran para acudir de nuevo a las salas principales.</p> <p>La mayoría de ellas habían sido hermosas. Chekatilo sólo contrataba mujeres guapas, pero ya sólo eran sombras de lo que habían sido: los rigores de la profesión y el abuso de <i>weirdroot</i> no habían tardado en robarles la belleza que habían poseído. Antaño había creído que la presencia en su salón de atractivas criaturas le confería un aire exótico, pero en ese momento aquellas mujeres simplemente le deprimían.</p> <p>Aunque amueblado de forma suntuosa, con accesorios y muebles que había obtenido extorsionando a Andreas Teugenheim, el anterior embajador del Imperio, sus salones, no obstante, estaban decorados con el gusto de un campesino. Sus empresas delictivas le habían proporcionado grandes riquezas y muchos objetos elegantes, pero no podía escaparse de sus orígenes humildes.</p> <p>—Una mierda en un palacio sigue siendo una mierda —dijo con una sonrisa mientras miraba un par de ratas de pelaje negro que mordisqueaban algo inidentificable en una esquina de la sala.</p> <p>—¿De qué te ríes? —preguntó Rejak, un hombre de ojos color pizarra, asesino a su servicio y también su guardaespaldas, que acababa de entrar en la habitación sin llamar.</p> <p>—De nada —dijo Chekatilo, volviéndose para beber más <i>kvas</i> y disimular su fastidio.</p> <p>Ofreció la botella a Rejak, pero el criminal sacudió la cabeza y recorrió la habitación mirando desvergonzada y lascivamente a las mujeres que yacían semidesnudas. Cuando llegó al rincón de la sala, desenvainó la espada de forma vertiginosa y la dirigió hacia abajo. Un par de chillidos anunciaron a Chekatilo que acababan de morir las dos ratas que se estaban dando una buena comilona. A Rejak no se le escapaba nada que pudiera matar.</p> <p>—¿Has visto de qué tamaño eran esos bichos? —preguntó Rejak—. Juraría que esos malditos roedores cada vez son mayores.</p> <p>—Las guerras siempre han favorecido a estas alimañas —afirmó Chekatilo.</p> <p>—Desde luego —asintió Rejak—. Y también a los cazadores de ratas; bueno, salvo al pobre bastardo que hoy han sacado de debajo de la Goromadny Prospekt.</p> <p>—¿De que estás hablando?</p> <p>—¡Oh!, de lo que sucedió ayer noche. Uno de los cazadores de ratas del gremio, que algunas veces me suministraba información, fue llevado al Lubjanko mientras chillaba que las ratas iban a matarnos a todos. Dicen que trepó desde la alcantarilla como si lo persiguieran todos los demonios del Caos y que empezó a comportarse como un loco. Creo que hirió a algunas personas antes de que llegara el guardia y se lo llevara.</p> <p>Chekatilo asintió con la cabeza y memorizó la información mientras Rejak secaba la espada con un trapo oscuro; después la envainó y se dejó caer pesadamente en una silla junto a la lumbre. Chekatilo estaba sentado frente a él y miraba el fuego con fijeza, disfrutando con la simple observación de la danza de las llamas y escuchando el crepitar de la leña que ardía en el emparrillado. Sorbió un trago de <i>kvas</i> y esperó a que Rejak hablara.</p> <p>—¡Maldita sea!, hace mucho frío allá fuera —dijo Rejak, moviendo el cinto de la espada y acercando las manos al fuego.</p> <p>Chekatilo se tragó una respuesta airada.</p> <p>—¿Qué novedades hay del norte? —dijo—. ¿Qué comenta la gente?</p> <p>Rejak se encogió de hombros.</p> <p>—Lo mismo que comenta desde hace semanas.</p> <p>—Es decir… —inquirió Chekatilo con expresión sombría.</p> <p>Al fin, Rejak se dio cuenta del mal humor del jefe.</p> <p>—Que cada día viene más gente hacia el sur. Dicen que los ejércitos del gran zar crecen a cada semana que pasa, que a todas las tribus norteñas que derrota les hace jurar fidelidad a su bandera, y que sus guerreros no dejan nada con vida tras ellos.</p> <p>Chekatilo asintió con la cabeza.</p> <p>—Me lo temía.</p> <p>—¿Qué? —preguntó Rejak—, ¿que los kurgan vengan hacia el sur? Lo han hecho antes y lo volverán a hacer. Algunos campesinos morirán y, una vez terminada la temporada de lucha, las tribus regresarán al norte con la tripa llena, esclavos y algún que otro botín.</p> <p>—En esta ocasión no, Rejak —afirmó Chekatilo—; lo noto en los huesos, y si he vivido tanto tiempo ha sido porque he confiado en ellos. Esta vez será distinto.</p> <p>—¿Qué te hace estar tan seguro?</p> <p>—¿No te das cuenta? —le preguntó Chekatilo—. Yo lo veo en cada una de las caras desesperadas de los que llegan aquí. Ellos también lo saben. No, Rejak, el gran zar y sus guerreros no vienen a robar y violar; vienen a destruirnos. Pretenden borrarnos de la faz de la tierra.</p> <p>—Suena como las charlas que oigo en las tabernas de los barrios bajos donde despachan grogs —dijo Rejak—. Allí, algunos vejestorios cuentan a todo el mundo que quiera escucharlos que éstos son los Tiempos del Fin, que el mundo es un lugar más perverso que cuando ellos eran jovencitos y que en él ya no queda fortaleza.</p> <p>—Tal vez tienen razón, Rejak. ¿No lo has pensado nunca?</p> <p>—No —repuso Rejak, poniendo la mano sobre el pomo de la espada—; a mí todavía me quedan fuerzas, y ningún bastardo tratará de matarme sin que le plante cara.</p> <p>Chekatilo soltó una carcajada.</p> <p>—¡Ah, la arrogancia de la juventud! Bueno, quizá tú tengas razón y yo esté equivocado. En cualquier caso, es una cuestión en la que discrepamos.</p> <p>—Entonces, ¿sigues empeñado en abandonar Kislev?</p> <p>—Sí —dijo Chekatilo, y asintió con la cabeza.</p> <p>Recorrió con la mirada su sombrío salón y descubrió otro repugnante roedor que se daba un festín devorando las dos ratas muertas del rincón. Rejak tenía razón: las malditas ratas eran cada vez mayores. Pero apartó las ratas de su mente.</p> <p>—Este lugar no tardará en desaparecer —dijo—, de eso estoy seguro, y no tengo ningunas ganas de acabar mis días ensartado en una espada kurgan. Además, ahora Kislev me aburre y siento la necesidad de cambiar de panorama.</p> <p>—¿Has pensado en algún lugar en particular?</p> <p>—Creo que Marienburgo sería un sitio ideal para un hombre de mis cualidades.</p> <p>—Es un largo viaje —precisó Rejak—, y también peligroso. Un hombre que viajara con dinero lo tendría difícil para llegar a su destino incólume sin la debida protección.</p> <p>—Sí —asintió Chekatilo—, un centenar de soldados como mínimo.</p> <p>—¿Y dónde piensas conseguir un centenar de soldados? No creo que la zarina esté precisamente dispuesta a darte un regimiento de kossars o su preciosa Legión del Grifo.</p> <p>—Pensaba pedírselos al embajador Von Velten.</p> <p>Rejak soltó una carcajada.</p> <p>—¿Y tú crees que te ayudará? Te odia.</p> <p>Chekatilo sonrió, pero sin calidez alguna.</p> <p>—Si sabe lo que le conviene, me ayudará. Gracias a Pavel Korovic el embajador me debe un favor, y no estoy dispuesto a dejar de cobrar una deuda como ésa.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 2</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">A pesar del crudo frío de la mañana y del entumecimiento de los músculos por las dos semanas en la silla de montar y por haber dormido en suelos helados, Kaspar mantenía la moral alta mientras cabalgaba por las repletas calles de la ciudad. La noche anterior había disfrutado de un prolongado baño caliente que le había librado de la suciedad acumulada durante sus aventuras por el desolado y salvaje <i>oblast</i> de Kislev, y después se había retirado al dormitorio y había caído dormido casi antes de apoyar la cabeza en la almohada.</p> <p>Se despertó muy recuperado, se vistió y envió una nota a Anastasia para comunicarle que la visitaría temprano para desayunar juntos. Deseaba verla de nuevo, no sólo porque había pasado muchos años sin compartir cama con una mujer atractiva, sino también porque ella era un bálsamo para su alma. Encontraba fascinantes la vivacidad y el carácter imprevisible de la mujer, que lo dejaban siempre preguntándose qué pensaba ella en realidad. Anastasia le resultaba al mismo tiempo familiar y misteriosa.</p> <p>Kaspar llevaba la capa de piel recién lavada y secada sobre una larga levita negra con hilo de plata entretejido en las anchas solapas, y una camisa lisa de algodón. Se tocaba con un sombrero de tres picos con una águila de plata prendida en él; era un modelo anticuado, pero que le gustaba. Cuatro Caballeros Pantera cabalgaban al lado del embajador y le abrían paso con sus corceles de amplios pechos.</p> <p>Entre los ciudadanos de Kislev había corrido el rumor de que Kaspar había sido decisivo para prender al Carnicero, y eran muchos los que a su paso se quitaban el sombrero y se echaban el flequillo hacia atrás en señal de respeto.</p> <p>Las calles se ensanchaban a medida que se internaban en los barrios más ricos de la ciudad, en la zona nordeste, aunque incluso allí no había forma de escapar a los estragos de la guerra. Familias y grupos dispersos de campesinos kislevitas se amontonaban junto a las paredes y, con sus escasas pertenencias, habían construido rudimentarios refugios y barracas adosadas a los muros para protegerse de los vientos helados que barrían la ciudad. Pasó ante grupos de refugiados de rostros fríos y hambrientos en dirección a Magnustrasse, hacia la casa de Anastasia, y giró para seguir el amplio bulevar empedrado que la gente había ocupado de forma similar.</p> <p>La alameda que había ante la casa de Anastasia había desaparecido: lo único que quedaba de ella eran tocones mal cortados. Cuando Kaspar cruzó a caballo el portal abierto en los muros de sillería de la casa de la dama, vio varios centenares de personas acampadas en el interior. La casa de Anastasia era una elegante construcción de piedra de color rojo intenso y se hallaba situada al final de una larga avenida pavimentada y flanqueada por hileras de arbustos de hoja perenne; Kaspar advirtió que muchos estaban afectados por una enfermiza decoloración de su verdor. Tal vez el frío era demasiado crudo incluso para aquellas plantas tan resistentes, aunque las bajas temperaturas no parecían importunar a las veloces ratas que se escabullían bajo tierra.</p> <p>Vestida con una capa blanca ribeteada con piel de leopardo de las nieves y con la larga cabellera de color negro azabache que le bajaba por los hombros, Anastasia Vilkova tenía un aspecto inconfundible. Kaspar la observó mientras distribuía mantas entre los más necesitados.</p> <p>La mujer levantó la vista al oír el ruido de los cascos de los caballos, y Kaspar, al acercarse, vio que el rostro de la dama se alteraba un breve instante para iluminarse después con una sonrisa de bienvenida.</p> <p>—Kaspar, has vuelto —dijo.</p> <p>—Sí —dijo Kaspar con un gesto—. Te prometí que regresaría sano y salvo, ¿no es cierto?</p> <p>—Lo has cumplido —asintió Anastasia.</p> <p>Pasó la pierna por encima de la silla y desmontó.</p> <p>—Aunque dos semanas en el <i>oblast</i> son más que suficiente para cualquier hombre —dijo.</p> <p>Anastasia, que todavía llevaba un brazado de mantas, se puso de puntillas para besarlo mientras el embajador daba las riendas a un mozo de cuadra vestido con librea verde.</p> <p>Kaspar le devolvió el beso apasionadamente, recreándose en la suave sensación de sus labios, hasta que ella se apartó con una maliciosa chispa en los ojos.</p> <p>—Me has echado de menos, ¿no? —dijo riendo, y se dio la vuelta para entregar la última de las mantas a la gente acampada en el jardín de su casa.</p> <p>—No te puedes imaginar hasta qué punto —asintió Kaspar, mientras caminaba a su lado en dirección a la casa—. Parece que precisamente ahora tienes muchos invitados.</p> <p>—Sí, aquí, entre estas paredes, dispongo de espacio, y es lógico que estas pobres gentes lo utilicen.</p> <p>—Siempre tratando de ayudar a los demás —comentó Kaspar, impresionado.</p> <p>—Si puedo.</p> <p>—Lamentablemente hay poca gente como tú.</p> <p>—Me acuerdo de que una vez te dije algo parecido.</p> <p>Kaspar soltó una carcajada.</p> <p>—Sí, me acuerdo, fue la primera vez que vine a visitarte. Tal vez los dos pertenezcamos a la misma especie…</p> <p>Anastasia asintió con un gesto; sus ojos de jade centellearon con secreta hilaridad.</p> <p>—Creo que quizá eres mejor de lo que piensas, Kaspar —dijo después.</p> <p>Llegaron a la laqueada puerta negra de la casa de Anastasia y la mujer la abrió.</p> <p>—Entra, fuera hace frío; quiero saberlo todo de tus aventuras por el norte. ¿Fue muy duro? Qué tonta soy, supongo que tiene que haberlo sido. Atrapar y matar a un monstruo como Kajetan no puede haber sido fácil.</p> <p>Kaspar sacudió la cabeza.</p> <p>—Fue duro, sí, pero no lo maté.</p> <p>—Claro que no lo hiciste tú; supongo que lo hizo alguno de tus bravos caballeros.</p> <p>—No, quiero decir que Sasha no está muerto. Pudimos apresarlo vivo.</p> <p>—¿Qué? —exclamó Anastasia boquiabierta mientras la piel se le iba volviendo del color de un cielo invernal—. ¿Sasha Kajetan todavía vive?</p> <p>—Sí —afirmó Kaspar, sorprendido ante la súbita frialdad del tono de Anastasia—. Se encuentra en una celda del sótano de la embajada, y cuando hayamos terminado de comer, debo entregarlo a Vladimir Pashenko de los Chekist.</p> <p>—¿No lo mataste? ¡Kaspar, me lo prometiste! ¡Prometiste que me mantendrías a salvo!</p> <p>—Lo sé y lo haré —dijo Kaspar, confuso ante la apasionada reacción de la mujer—. Sasha Kajetan no es ni sombra del que fue, Ana, no va a hacer daño a nadie. Te prometí que no dejaría que nadie te hiciera daño de nuevo y es lo que he hecho.</p> <p>—Kaspar, lo prometiste —le espetó Anastasia con los ojos llenos de lágrimas—. Dijiste que lo matarías.</p> <p>—No —dijo Kaspar con firmeza—, no lo dije; jamás dije que lo mataría. Yo nunca diría tal cosa.</p> <p>—¡Lo dijiste, te juro que sí! —gritó Anastasia—; sé que lo dijiste. ¡Oh, Kaspar!, ¿cómo has podido fallarme?</p> <p>—No lo entiendo —dijo Kaspar tratando de abrazarla.</p> <p>Anastasia retrocedió un paso y se cruzó de brazos.</p> <p>—Kaspar, deberías irte —dijo—. No creo que en estos momentos esté en condiciones de hablar contigo.</p> <p>Kaspar trató de repetir que seguiría manteniéndola a salvo, pero sus palabras se desvanecieron al ver la helada hostilidad de los ojos de Anastasia. Entonces, sintió un destello de cólera. ¿Qué más quería ella de él? ¿Acaso no se había internado en parajes de la mayor crudeza imaginable por aquella mujer?</p> <p>—Muy bien —dijo en un tono más cortante del que hubiera querido—. Que pases un buen día. Si deseas verme, ya sabes dónde encontrarme.</p> <p>Anastasia asintió con la cabeza, y Kaspar giró sobre sus talones y chasqueó los dedos para avisar al mozo de cuadra que le llevara el caballo. Entregaría a Kajetan a los Chekist y así daría el asunto por zanjado.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">El aliento se convertía en bruma, pues la fina manta que le habían dado los carceleros poco podía hacer para impedir que el frío de la celda le penetrara hasta los huesos. Sasha Kajetan estaba sentado en el delgado colchón que, a excepción de un orinal, era lo único que había en la pequeña celda del sótano de la embajada. Sentía escalofríos, pero debido al entumecimiento causado por el frío, el dolor de las múltiples heridas era algo menor.</p> <p>Tenía la parte superior del cuerpo llena de cicatrices de las heridas recientes y las que había recibido peleando contra miembros de las tribus kurgan. No obstante, la herida más grave había sido la del muslo, causada por la espada del embajador, que se había negado a darle la muerte que el propio Sasha sabía que merecía.</p> <p>Sasha habría preferido que el embajador Von Velten lo hubiera matado. La mujer que lo había abofeteado, la mujer que en otro tiempo él había creído que era su adorada <i>matka</i>, le había prometido que el embajador lo ayudaría; pero había mentido. El embajador no lo había ayudado a morir, sino que lo había mantenido vivo, prolongando así el tormento de su existencia. Derramó unas amargas lágrimas de frustración, consciente de que estaba demasiado débil para acabar él mismo con su vida, y oyó las burlonas carcajadas de su yo auténtico resonando como un eco en las profundidades de su mente.</p> <p>El yo auténtico todavía estaba allí, al acecho, como una enfermedad, aunque en vez de absorberlo por completo como había hecho durante mucho tiempo, entonces mordisqueaba e incordiaba en los desgarrados límites de su cordura. Extendió las temblorosas manos hacia adelante: tenía las puntas ennegrecidas de los dedos en carne viva, pues se le habían congelado cuando había exhumado el cadáver de su madre en aquellas heladas tierras.</p> <p>Nada podía hacer para mostrar su arrepentimiento por lo que había perpetrado, aunque había esperado que la espada del embajador le concedería la absolución que ansiaba. Sabía que los Chekist lo colgarían por sus crímenes, y si bien aceptaba de buen grado el olvido que prometía la cuerda del verdugo, se sentía torturado por la sospecha de que la muerte no sería un castigo suficiente. No sabía por qué razón el embajador no lo había matado. Sin duda, cualquier otro a quien él hubiera tratado de forma tan terrible lo habría hecho pedazos como el animal que era.</p> <p>Pero el embajador no lo había hecho, y Sasha se consumía por saber la razón.</p> <p>Con la clarividencia que le confería la aceptación de la muerte, Sasha comprendió que su destino y el del embajador seguían estando entrelazados, que ante ellos todavía se abrirían páginas llenas de tensión.</p> <p>Von Velten no lo había matado, y Sasha Kajetan, mientras sentía que el yo auténtico continuaba erosionando su cordura, deseaba que el embajador no tuviera que lamentar haberlo dejado con vida.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Pavel Korovic abrió los ojos y soltó un tremendo eructo; tenía la boca pegajosa a causa de la saliva seca. Brillantes rayos de luz que penetraban por la alta ventana le laceraban los ojos; mientras empezaban a golpearlo los martillazos de un terrible dolor de cabeza, emitió un gruñido.</p> <p>—Por Tor, mi cabeza… —murmuró frotándose la frente con la palma de la mano.</p> <p>Con sumo cuidado se levantó de la cama haciendo una mueca a causa de la cada vez más molesta jaqueca, que se veía agravada por el malestar que le ocasionaba el estómago revuelto.</p> <p>Pavel olió el hedor a sudor viejo y a <i>kvas</i> barato que él mismo desprendía y comprendió que había vuelto a quedarse dormido sin quitarse la ropa. No se acordaba de la última vez que se había bañado, y mientras sus recuerdos emergían a la superficie de la mente a través de la borrosa neblina alcohólica, notó que le invadía un familiar sentimiento de vergüenza y de reprobación. Necesitaba comer algo, aunque dudaba de que pudiera hacerlo sin vomitar.</p> <p>Al sacar las piernas de la cama, derribó tres botellas vacías de <i>kvas</i>, que se hicieron añicos sobre el suelo de piedra. El fuego del hogar hacía mucho que se había reducido a cenizas, y cuando se puso en pie tratando de no pisar el montón de cristales rotos, el frío le penetró en el cuerpo a través de la ropa.</p> <p>¿Dónde había estado la noche anterior? No podía recordarlo. Sin duda, en algún lúgubre cuchitril de cualquier callejuela solitaria en el que despachasen bebidas, algún lugar en el que el <i>kvas</i> hubiera conseguido una vez más que se olvidara de sí mismo.</p> <p>De este modo, la culpa era más fácil de soportar; cuando apenas podía recordar su nombre, no lo corroía el remordimiento que sentía por lo que Vassily Chekatilo le había obligado a hacer, tanto hacía muchos años como también en los últimos tiempos.</p> <p>Aunque había ocurrido hacía seis años, Pavel aún recordaba el asesinato que había cometido por orden de Chekatilo. Todavía podía oír el crujido horrendo del cráneo del marido de Anastasia Vilkova cuando él lo había golpeado con una barra de hierro; todavía podía ver el cerebro desparramado sobre el empedrado y percibir el olor de la sangre encharcada como un lago rojo en torno a la cabeza.</p> <p>En aquel momento, el crimen lo había avergonzado, y aún seguía avergonzándolo.</p> <p>Aunque para Pavel la traición más grave la había cometido cuando, a sabiendas, había dado su conformidad para que Kaspar, su mejor y más viejo amigo, quedara en deuda con Chekatilo. Se dijo a sí mismo que había sido para ayudar al embajador a encontrar a Sasha Kajetan, pero eso sólo era cierto en parte…</p> <p>Al tratar de borrar un error, había cometido otro aún mayor, y no sería sólo él quien entonces pagaría por su equivocación.</p> <p>¿Cómo podía haber caído tan bajo?</p> <p>La respuesta fue inmediata: era débil, le faltaba la fibra moral que hacía de Kaspar y Bremen personajes tan honorables. Pavel se agarró la cabeza con las manos y deseó tener la posibilidad de deshacer los patéticos desastres de su vida.</p> <p>A pesar del mal sabor de boca, del dolor de cabeza y de la tripa revuelta, lo que más anhelaba era algo para beber. Era una sensación habitual, una sensación que se había apoderado de él un día tras otro desde que había ido al burdel de Chekatilo y había vendido la poca dignidad y el escaso respeto por sí mismo que le quedaban al hombre que odiaba.</p> <p>Consiguió levantar de la cama su gigantesco cuerpo, notó la inseguridad de sus piernas y osciló inestablemente de un lado para otro. La barba gris estaba llena de suciedad incrustada: eran restos de comida de muchos días atrás que al sacudirlos cayeron sobre la pulida madera de un arcón que había en una esquina de la sala.</p> <p>Pavel se arrodilló ante el arcón, levantó la cubierta y rebuscó entre sus pertenencias la botella de <i>kvas</i> que sabía que estaba allí.</p> <p>—¿Buscas esto? —preguntó una voz tras él.</p> <p>Pavel refunfuñó al reconocer el tono helado de Sofía Valencik. Volvió la cabeza y la vio junto a la puerta abierta con una botella de <i>kvas</i> puesta boca abajo, completamente vacía.</p> <p>—¡Maldita seas!, era mi última botella.</p> <p>—No, no lo era, pero no te molestes buscando las otras: también las he vaciado.</p> <p>Los hombros de Pavel se hundieron; bajó sonoramente la cubierta del arcón, se puso en pie y se volvió para encararse con la doctora del embajador.</p> <p>—Bueno, ¿por qué has tenido que hacerlo, maldita arpía? —le espetó.</p> <p>—Porque eres demasiado estúpido para ver lo que la bebida está haciendo contigo, Pavel Korovic —repuso con aspereza Sofía—. ¿Has visto la pinta que tienes últimamente? Tienes peor aspecto que los mendigos de la Urskoy Prospekt y hueles como un cazador de ratas que se haya caído a la cloaca.</p> <p>Pavel, enojado, rechazó las palabras de la mujer con un ademán, se acercó a la cama y se agachó para levantar las botas del suelo. Se sentó en el borde de la cama, se calzó e hizo un esfuerzo para contener las ganas de vomitar que le entraron.</p> <p>—¿Adónde vas ahora? —preguntó Sofía.</p> <p>—¿Y a ti qué te importa?</p> <p>—Me importa porque soy médico, Pavel, y no concuerda con mi manera de ser quedarme de brazos cruzados mientras un ser humano trata de destruirse con el alcohol, por muy tozudo y obstinado que pueda ser.</p> <p>—No trato de destruirme —afirmó Pavel, aunque se dio cuenta de que Sofía no se lo creía.</p> <p>—¿No? Entonces, vuelve a la cama y deja que te dé algo para comer. Necesitas dormir, comer y lavarte.</p> <p>Pavel sacudió la cabeza.</p> <p>—No puedo dormir y, desde luego, no creo que pueda comer nada.</p> <p>—Tienes que hacerlo, Pavel —dijo Sofía—; deja que te ayude, porque si continúas así, vas a morir. ¿Es eso lo que quieres?</p> <p>—¡Bah! Estás exagerando; soy hijo de Kislev, vivo por el <i>kvas</i>.</p> <p>—No —dijo Sofía con tristeza—; morirás por el <i>kvas</i>. Confía en mí, sé de qué hablo.</p> <p>—No lo dudo —dijo Pavel mientras se levantaba de la cama y apartaba a Sofía al pasar—, pero antes de que intentes salvar a alguien, asegúrate de que ese alguien quiera ser salvado.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Cuando Kaspar regresó a la embajada, la niebla había bajado sobre Kislev y había envuelto la ciudad en una amortiguadora manta de helada bruma. Era el frío más crudo que Kaspar había sufrido, incluido el del lejano norte, que había padecido cuando había perseguido a Kajetan por aquellos solitarios parajes.</p> <p>Los Caballeros Pantera habían preparado a Kajetan para trasladarlo a la cárcel de los Chekist: lo habían envuelto en pieles y le habían puesto una capa provista de capucha para camuflarle el rostro. A aquellas alturas, toda la ciudad sabía que los crímenes del Carnicero los había cometido Sasha Kajetan, y Kaspar no quería correr el riesgo de que una turba predispuesta a linchamientos tomara la justicia por su cuenta y ejecutara al espadachín.</p> <p>La niebla también ayudaría y, mientras ajustaba la silla a <i>Magnus</i>, observó cómo Yaldhaas ayudaba a Kajetan a subirse a lomos de un caballo, dado que con las muñecas y los tobillos atados, el espadachín se veía obligado a montar de lado. Kajetan levantó la vista, como si percibiera la mirada de Kaspar, y sus ojos lo observaron con tal inexpresión, tan desprovistos de emociones humanas, que Kaspar quedó más helado por aquella mirada que por las pegajosas partículas de niebla.</p> <p>Kaspar se estremeció al advertir el profundo vacío del alma de Kajetan. Aquel hombre era un erial, carente de emociones y de humanidad. Cuando lo habían sacado de la celda, el espadachín se había mostrado letárgico, sin reaccionar ante nada, y Kaspar temió que poco llegaría a descubrir sobre las retorcidas fantasías que lo habían llevado a asesinar a tanta gente.</p> <p>—Estamos listos para irnos, embajador —dijo Kurt Bremen, despertando a Kaspar de sus cavilaciones.</p> <p>—Muy bien —asintió Kaspar con la cabeza—; cuanto antes se haya ido de aquí mejor me sentiré.</p> <p>—De acuerdo —asintió Bremen—; he perdido valiosos hombres por su culpa.</p> <p>—Pues adelante, acabemos con esto de una vez. Estoy seguro de que Vladimir Pashenko está impaciente por tener al Carnicero en sus manos.</p> <p>—¿Crees que cumplirá su promesa y que no colgará a Kajetan a la primera ocasión?</p> <p>—Lo ignoro —admitió Kaspar—; no obstante, aunque no me gusta Pashenko, creo que es un hombre de palabra.</p> <p>Bremen lo miró con incredulidad, pero asintió con la cabeza y se volvió para tomar las riendas del caballo que le tendía el escudero.</p> <p>—De todos modos, ¿qué esperas conseguir manteniendo tanto tiempo con vida a Kajetan?</p> <p>Kaspar puso un pie en el estribo y saltó a lomos del caballo; se ajustó la capa por encima de la grupa del animal y se apretó el cinto de la pistola.</p> <p>—Quiero saber por qué mató a toda esa gente y qué pudo provocar que un hombre cometiera vilezas tan impensables. Algo lo hizo ser como es y quiero descubrir de qué se trata.</p> <p>—Recuerdo que en el <i>oblast</i> te pregunté si estabas realmente seguro de querer saber la respuesta a ese horror. La pregunta sigue en el aire.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza y condujo el caballo hacia la puerta de la embajada.</p> <p>—Más que nunca, Kurt. Ignoro la razón, pero siento que muchas cosas dependen de si averiguo la respuesta.</p> <p>Bremen levantó el puño, protegido con una malla, y los caballeros se pusieron en marcha. Kajetan cabalgaba en medio de ellos, de forma que un anillo de corceles impedía que el espadachín huyera, y también que la vengativa muchedumbre lo matara.</p> <p>Kaspar y Bremen encabezaban la marcha; dirigían sus monturas por la calle que desembocaba en la plaza Geroyev bajo una niebla tan espesa que apenas podían distinguir los muros.</p> <p>El solemne cortejo penetró en la plaza; la niebla amortiguaba los ruidos y los obligaba a avanzar siguiendo el bordillo por miedo a perder la orientación. El repiqueteo de los arneses de los caballos y sus pisadas ahogadas en la nieve eran los únicos ruidos que rompían el misterioso silencio que reinaba en la ciudad.</p> <p>Pasaron ante sombríos perfiles de campamentos de refugiados y vieron el resplandor de algunas fogatas para cocinar; pero a pesar de esos puntos de referencia, el silencio y la sensación de aislamiento eran intimidantes, especialmente en una ciudad tan superpoblada. Las personas se movían como fantasmas en la niebla, apareciendo y desapareciendo de la vista cuando se apartaban para dejar paso a los jinetes.</p> <p>Al fin, Kaspar y Bremen llegaron a la Urskoy Prospekt, la gran avenida triunfal que conducía al Palacio de Invierno de la zarina y que albergaba el edificio de los Chekist. El bulevar, famoso por el gran relicario que se hallaba en un extremo y que contenía los restos de los más célebres héroes de Kislev, también estaba extrañamente silencioso cuando la comitiva lo recorrió de arriba abajo, aunque Kaspar al levantar la vista se apercibió de que unos débiles rayos de sol empezaban por fin a perforar la niebla.</p> <p>Delante de él, Kaspar vio cómo emergían de entre la niebla las severas murallas exteriores del edificio de los Chekist; un par de hombres armados y protegidos con armaduras negras guardaban las puertas de un imponente color negro. Se volvió en la silla, tiró de las riendas y se puso a la altura de Sasha Kajetan. Mientras Kaspar se situaba a su lado, el espadachín lo miró sin decir nada, y luego volvió a mirar la nieve.</p> <p>—¿Sasha? —dijo Kaspar.</p> <p>El espadachín no contestó; parecía perdido en sus pensamientos, cualesquiera que fuesen los que resonaban en su atormentada alma.</p> <p>—Sasha —repitió Kaspar—. ¿Sabes adonde vamos? Voy a entregarte a Vladimir Pashenko de los Chekist. ¿Entiendes?</p> <p>Kaspar pensó que tendría que repetírselo de nuevo, pero de forma casi imperceptible Kajetan asintió con la cabeza.</p> <p>—Me van a colgar… —murmuró el espadachín.</p> <p>—Al final, sí, lo harán —dijo Kaspar.</p> <p>—No estoy preparado para morir; todavía no.</p> <p>—Es demasiado tarde para eso, Sasha. Mataste a mucha gente y tiene que hacerse justicia.</p> <p>—No —dijo Kajetan—, no quiero decir eso. Sé que merezco la muerte por lo que hice. Quise decir que aún tengo que hacer algunas cosas.</p> <p>—¿A qué te refieres? ¿Qué clase de cosas?</p> <p>—Aún no lo sé —admitió Kajetan mientras levantaba la cabeza y fijaba en Kaspar una mirada mortecina—, pero tienes que saber que es algo que te concierne.</p> <p>Kaspar sintió escalofríos de miedo por todo el cuerpo. ¿Acaso el espadachín amenazaba con agredirlo? Al advertir la distancia que lo separaba de los Caballeros Pantera, de forma inconsciente, se llevó la mano a la pistola y puso el pulgar sobre el percutor. Eran unos pocos palmos, en el mejor de los casos, pero habría dado igual que hubiese sido un kilómetro, ya que Kaspar sabía lo fatalmente rápido que Kajetan podía ser. ¿Acaso Kajetan había fingido docilidad para tener la ocasión de escapar y proseguir su siniestro trabajo?</p> <p>Pero parecía que el espadachín no estaba pensando en nada violento, pues volvió a bajar la cabeza, y Kaspar exhaló un profundo suspiro. De pronto, vio algo raro; sus ojos se estrecharon y frunció el entrecejo a causa del asombro.</p> <p>Un parpadeante resplandor de luz verde tembló en el estómago de Kajetan. Kaspar observó cómo le ascendía lentamente por el cuerpo hasta situarse en medio del pecho.</p> <p>Estupefacto, Kaspar vio un rayo de luz verde del grosor de un lápiz —una luz que, sin duda, habría resultado invisible de no haber sido por la niebla— que dibujaba una línea recta como una flecha desde el pecho de Kajetan hacia arriba, hasta perderse en la niebla.</p> <p>Movió la mano para que la luz incidiera sobre ella y, al contacto con el rayo, sintió un cálido hormigueo a través de los gruesos guantes. Intentó seguir la trayectoria de aquella luz verde, que en seguida se perdió en la niebla. Cuando una ráfaga de viento disipó la espesa bruma durante un instante, vio una oscura silueta encapuchada en lo alto de uno de los edificios de ladrillo rojo de la Ürskoy Prospekt, recortada contra el sol bajo, y que empuñaba lo que parecía ser uno de los rifles largos que los magníficos tiradores de Hochland habían hecho famosos.</p> <p>Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, Kaspar notó que se le aceleraba el corazón y alargó la mano para coger la pistola.</p> <p>—¡Caballeros Pantera! —gritó, y al oír un agudo crujido proveniente de arriba, extendió los brazos y agarró y arrastró a Kajetan de la silla.</p> <p>Algo pasó volando junto a la cabeza de Kaspar y explotó contra el muro que había detrás, donde redujo a polvo ladrillos y mortero. De forma instintiva, Kajetan se liberó del agarro de Kaspar y los dos hombres se desplomaron en la nieve.</p> <p>Kaspar rodó por el nevado terreno y la herida del hombro se le fue abriendo a medida que se le rompían los puntos de sutura. Braceó y pateó contra Kajetan, mientras éste se ponía en pie de un salto.</p> <p>—¡Kurt! ¡En el tejado! ¡Al otro lado de la calle! —gritó Kaspar mientras los Caballeros Pantera hacían pivotar los caballos y estrechaban el cerco en torno a los dos oponentes.</p> <p>Resonó otra explosión por la avenida, y Kaspar contempló, horrorizado, cómo el caballero más cercano era derribado de la silla con el hombro arrancado y salpicando sangre. El caballero cayó chillando; detrás, Kaspar vio una nube de humo verdusco en el lugar desde el cual habían disparado.</p> <p>Se levantó con dificultad, ayudándose de las manos, y sujetó a Kajetan mientras los caballeros formaban alrededor de ellos un cordón protector con sus armaduras. Valdhaas ayudó al caballero derribado a levantarse del suelo, al mismo tiempo que Kaspar cogía la pistola y apuntaba a toda prisa hacia el tejado del otro lado de la avenida. Las posibilidades de alcanzar a alguien eran mínimas, pero de todos modos disparó; el arma se le encabritó y se le oscureció la vista.</p> <p>—¡Embajador! —gritó Kurt Bremen—. ¿Estás herido?</p> <p>—¡No, estoy bien, pero tenemos que abandonar esta calle inmediatamente!</p> <p>Bremen asintió con la cabeza y, a gritos, transmitió la orden a sus caballeros. El grupo reemprendió su incierta y dificultosa marcha hacia el edificio de los Chekist. Kaspar medio llevaba y medio arrastraba a Kajetan, pues las ataduras de los tobillos limitaban mucho la velocidad a la cual podían avanzar.</p> <p>—¡Pashenko! ¡Vladimir Pashenko! —aulló Kaspar—. ¡Abre las puertas! Soy el embajador Von Velten! ¡Por el amor de Sigmar, abre las puertas!</p> <p>Los soldados provistos de negras armaduras que Kaspar había visto ante el portal emergieron de la niebla con las porras listas y, cuando vieron al desesperado grupo de caballeros del Imperio corriendo hacia ellos, se volvieron para abrir las puertas.</p> <p>Kaspar sabía que un eficiente pistolero podía cargar y disparar de tres a cuatro tiros bien dirigidos por minuto, pero un rifle largo llevaba más tiempo: la pólvora era más fina y los preparativos resultaban más delicados. No podía precisar exactamente cuánto tiempo adicional requería la operación, pero a cada segundo que pasaba temía que un nuevo disparo derribase a otro de sus hombres sobre la nieve.</p> <p>Pero no se oyó ningún disparo más, y llenos de alivio cruzaron precipitadamente las gruesas puertas del edificio de los Chekist y penetraron en un amplio patio empedrado situado ante el cuartel general, parecido a una fortaleza, de los temidos guardianes del orden de Kislev. Mientras Kaspar obligaba a Kajetan a caer ai suelo, dos Chekist se apresuraron a cerrar las pesadas puertas tras ellos. Sacó la otra pistola y la dirigió contra el espadachín, por si trataba de huir aprovechando la confusión del ataque. Pero el prisionero se limitó a arrodillarse en la nieve con la cabeza baja.</p> <p>Valdhaas puso sobre el suelo al caballero herido y, a toda prisa, le desabrochó el peto y las hombreras de la armadura para examinar la herida. De la sangre, que caía en abundancia por la vestidura del herido, salía un vapor que se condensaba en el aire frío. Unos Chekist corrieron en su dirección desde la puerta principal del edificio, y Kaspar distinguió entre ellos a Vladimir Pashenko.</p> <p>—¿Hay alguien más herido? —gritó Bremen.</p> <p>Nadie más lo estaba, y Kaspar se sintió relajado durante una fracción de segundo; pero entonces se oyó otro estruendo y una parte del portal saltó reducido a astillas debido al impacto de un proyectil que lo atravesó. Un hombre chilló y Kaspar vio que el Chekist que estaba delante de él caía con un ensangrentado agujero en el pecho. Tanto los Caballeros Pantera como los Chekist se echaron al suelo, horrorizados por el hecho de que algo pudiera haber penetrado la gruesa madera del portal.</p> <p>—¡Todo el mundo adentro! —aulló Kaspar, que echándose a un lado se encontró cara a cara con Pashenko.</p> <p>El Chekist asintió con un movimiento de cabeza y ayudó a Kaspar a arrastrar a Kajetan hacia la puerta del edificio. Los caballeros y los soldados Chekist volvieron hacia la entrada e inspeccionaron ansiosamente los tejados más elevados, tratando de distinguir al criminal.</p> <p>Pashenko abrió la puerta de una patada, y Kaspar se precipitó por ella y se derrumbó con la espalda apoyada en la pared del corredor. Kajetan rodó sobre su espalda para alejarse del umbral de la puerta abierta.</p> <p>Kaspar hizo otro tanto mientras el último de los caballeros se ponía a salvo en el interior del edificio y Pashenko cerraba de un portazo. Después bloqueó la puerta con pesadas trancas de hierro y se deslizó pared abajo hasta quedarse con las rodillas completamente dobladas.</p> <p>—Por la sangre de Ursun, ¿qué ha pasado aquí? —dijo con la furia pintada en el rostro.</p> <p>—No lo sé con certeza —explicó Kaspar—. Cabalgábamos por la Urskoy Prospekt cuando de pronto alguien empezó a dispararnos.</p> <p>—¿Quién? —preguntó Pashenko.</p> <p>—No lo vi con claridad; sólo distinguí una silueta oscura en un tejado, tal vez encapuchada.</p> <p>—En el nombre de Ursun, ¿qué disparaba? El proyectil atravesó una gruesa barrera de madera reforzada y aún le quedó suficiente potencia como para matar a uno de mis hombres. Salvo un cañón, ¿qué clase de arma podría hacer algo parecido?</p> <p>—Una cosa es segura: ninguna arma de pólvora negra susceptible de ser transportada por un hombre —afirmó Kaspar—. Ni siquiera los artefactos diseñados por el Colegio de Ingenieros de Altdorf son tan potentes.</p> <p>—Parece que atraes los problemas —comentó Pashenko.</p> <p>—Sí, no sé cómo —asintió Kaspar mientras dos soldados Chekist levantaban a Kajetan y lo conducían a las celdas situadas en el sótano.</p> <p>—Te sugeriría que te quedaras un rato, embajador —dijo Pashenko, poniéndose en pie y alisándose el uniforme—, por lo menos hasta que mis hombres se aseguren de que quienquiera que te haya atacado ya no está al acecho esperando a que salgas.</p> <p>Kaspar se levantó y asintió con la cabeza, aunque mientras observaba cómo se llevaban a Kajetan, tuvo la firme convicción de que fuera el que fuese el propósito del ataque, él no había sido el objetivo perseguido.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Las veladas en el burdel siempre estaban muy concurridas: hombres con miedo a morirse afirmaban que estaban vivos del modo más primario posible. Chekatilo habitualmente no se molestaba en visitar la planta principal, pero por razones que no podía desentrañar, aquella noche había decidido beber y fumar entre el populacho. La mayoría de los allí congregados procedían del norte y ni sabían cómo se llamaba ni tenían por qué temerle, aunque la imponente figura de Rejak, de pie detrás de su silla, no dejaba ninguna duda de que era un hombre al que había que tratar con respeto.</p> <p>Chekatilo contemplaba al gentío y en todas las caras veía la misma desesperación enfermiza. Observó a un chico, tan joven que probablemente hacía muy poco que se afeitaba, haciendo el amor apasionadamente con una mujer envuelta en sedas rojas y pieles. También estaba mirando al chico un hombre que se le parecía mucho y que era lo bastante mayor como para ser su padre. Chekatilo imaginó que se trataba del último regalo de un padre a su hijo: si tenía que morir, que lo hiciera como un hombre y no como un chiquillo.</p> <p>Tan patéticas escenas tenían lugar por todo el burdel: ancianos que tal vez buscaban un último recuerdo para llevarse a la otra vida; jóvenes para quienes la existencia había sido un prolongado placer, y otros que ya se habían resignado al hecho de que la vida no tenía nada más que ofrecerles.</p> <p>—Este lugar huele a derrota —murmuró Chekatilo para sí mismo—. Cuanto antes los kurgan lo quemen hasta arrasarlo, mejor.</p> <p>Contemplar el panorama de miseria humana que tenía delante le reafirmó en su decisión de abandonar Kislev. No sentía especial amor por su país, y el carácter taciturno y provinciano de la ciudad resultaba agobiante para un hombre de sus ambiciones. Marienburgo, con sus bulliciosos muelles y su talante cosmopolita, era el lugar indicado para él. En Kislev había ganado mucho dinero, pero por mucho dinero que amasara jamás se libraría de su baja cuna. Respeto y estima estaban reservados a personas de alta cuna, no eran accesibles para un sucio campesino que se las había apañado para salir por sí mismo de los campos y de las cunetas.</p> <p>En Marienburgo nunca tendría que volver a preocuparse por inviernos helados ni por invasores norteños. En Marienburgo podría vivir como un rey, respetado y temido.</p> <p>Aquellos pensamientos lo hicieron sonreír, aunque tal como Rejak había puntualizado, ir a Marienburgo representaba un largo viaje: por Talabheim, por Altdorf y finalmente hacia el oeste, en dirección a la costa. Necesitaría ayuda para llegar hasta allí sano y salvo, pero sabía exactamente cómo conseguirla.</p> <p>La puerta del burdel se abrió.</p> <p>—Bueno, bueno, mira quién tenemos aquí otra vez —dijo Rejak.</p> <p>Chekatilo levantó la vista y sonrió al ver que entraba Pavel Korovic. El hombre temblaba de frío y pisaba fuerte para sacudirse la nieve de las pesadas botas.</p> <p>—Pavel Korovic, vivito y coleando —rió Chekatilo—. Creía que se había hartado de este lugar para el resto de sus días.</p> <p>—¿Korovic? —dijo Rejak—. No; desde que vino para implorarte que ayudaras al embajador, ha continuado viniendo y vaciando una botella de <i>kvas</i> tras otra hasta el amanecer, y después se las apaña de alguna manera para salir por la puerta dando traspiés.</p> <p>Chekatilo se dio cuenta de que Korovic lo había visto e hizo una anilla de humo mientras el hombretón inclinaba brusca y ligeramente la cabeza y luego se dirigía hacia el bar y arrojaba un puñado de monedas sobre la barra. Después agarró la botella de <i>kvas</i> que el mozo le ofreció y se retiró a una mesa libre para ahogar sus penas. Chekatilo acarició por un momento la idea de acercársele y hablarle, pero la desestimó. ¿Qué tenía que contarle? Korovic sabía cuál era su lugar, y Chekatilo no deseaba conversar con un borracho habitual.</p> <p>Captó el destello de un movimiento súbito en el rincón del vestíbulo y, cuando algo peludo le rozó la pierna, dio un respingo. Sobresaltado, miró hacia el suelo y vio algo suave y de piel negra moviéndose bajo su silla.</p> <p>—¡Por el juramento de Dazh! —exclamó lleno de asco mientras otra rata, esta última del tamaño de un perro pequeño, se unía a la primera—. ¡Rejak!</p> <p>Mientras llamaba a gritos a su colaborador, vio más ratas —docenas, veintenas, centenares— que emergían de madrigueras invisibles e invadían el burdel. Instantes después empezaron los gritos, cuando una marea de roedores se lanzó al ataque: una zumbadora y chillona masa de cuerpos peludos, con morros puntiagudos e incisivos afilados como cuchillas de afeitar, que mordían y desgarraban la carne.</p> <p>Chekatilo se levantó de la silla y la volcó, mientras Rejak aplastaba a una rata con la bota y le partía el espinazo. Chekatilo retrocedió tambaleándose, lleno de horror, al ver al chico joven con la cara ensangrentada reducido por una ingente masa de ratas que le arrancaban la piel a tiras. Hombres y mujeres se arrastraban por el suelo, resbaladizo de sangre, incapaces de creer que aquello les estaba ocurriendo realmente, en tanto más y más ratas se lanzaban contra ellos y los mordían de forma frenética.</p> <p>Un hombre desnudo peleaba con un par de ratas mientras otras le mordían y le desgarraban hasta los huesos la parte más baja del cuerpo. Redujo a astillas el cráneo de una de las ratas al aplastarlo contra la pared, pero otra brincó desde las escaleras, le clavó los dientes en el cuello y le destrozó la garganta con sus poderosas mandíbulas. Mientras el hombre se desplomaba, un brillante chorro de sangre salpicó las paredes y el olor de la carnicería llevó al enjambre de ratas a un frenesí aún mayor.</p> <p>—¡Vamos! —gritó Rejak, empujando a Chekatilo hacia la puerta que conducía a las salas de la parte trasera del burdel.</p> <p>Llantos y sollozos de dolor llenaban el aire, mezclados con ruidos de cristales rotos, muebles aplastados y chillidos de ratas. Centenares de raudas figuras negras corrían por habitaciones y pasillos como si estuvieran dirigidas por una mente perversa, formando una masa frenética que atacaba con dientes cortantes como cuchillos.</p> <p>Una mujer histérica, que trataba torpemente de librarse de una rata enredada en su cabellera que la estaba mordiendo en los hombros y en el cuello, dio un golpe a una lámpara adosada a la pared, y ésta, al caer, chocó contra su cabeza; de modo que el aceite llameante se derramó sobre ella y por el suelo. Cuando las llamas prendieron ávidamente en sus ropas, la mujer, entre gritos, empezó a moverse ciega y precipitadamente por el burdel, y mientras corría incendiaba muebles, alcohol vertido y a otras personas. El fuego se propagaba tras ella con horrible rapidez.</p> <p>Mientras Rejak lo empujaba hacia un lugar seguro, Chekatilo vio cómo una docena de ratas o más atacaban a Pavel Korovic: le mordían piernas y brazos, y le desgarraban el pecho con sus afiladas garras. El hombre las pegaba con una botella rota o las chafaba con las botas, y entretanto, retrocedía hacia una ventana con los postigos cerrados. Un par de ratas saltaron hacia el gigante kislevita, pero él soltó la botella, las atrapó en pleno vuelo, las aplastó una contra otra y arrojó al suelo los maltrechos cuerpos. Después abrió los postigos y saltó a la calle a través de los cristales de la ventana.</p> <p>Chekatilo chilló al sentir el agudo dolor del mordisco de una rata en el tobillo y se olvidó de Pavel Korovic. Se agachó, agarró la rata por el cuello y la apartó de su pierna sin hacer caso del dolor ni de la sangre que manaba de la herida.</p> <p>La rata se revolvió y le mordió las manos; sus garras como cuchillas de afeitar lo hacían sangrar a cada zarpazo. Chekatilo le retorció el cuello y vio que Rejak envainaba la espada y sacaba una daga de hoja corta, pues la primera era demasiado larga para dirigirla con eficacia contra aquellos pequeños y escurridizos enemigos. Apuñalaba y tajaba a todas las ratas que se le acercaban, y pisaba y daba patadas a las que no podía matar con la hoja.</p> <p>Las ratas iban estrechando el cerco en torno a ellos. Chekatilo abrió bruscamente la puerta de la parte trasera en el preciso momento en que otra rata enorme se lanzaba contra él. Se agachó y la rata se estrelló contra la pared situada detrás. Antes de que el animal pudiera recuperarse, el hombre se volvió, le aplastó el cuerpo con la bota y escuchó con satisfacción el crujido de las costillas destrozadas del roedor.</p> <p>Rejak cruzó la puerta y, con un enorme esfuerzo, la cerró tras él. Entonces se oyeron numerosos golpetazos por el otro lado, cuando el burdel ya se había llenado de humo, calor y llamas. La puerta osciló, pero se mantuvo en el quicio mientras las ratas se arrojaban contra ella. Chekatilo oía ruidos de desgarramientos y astillazos producidos por las ratas en su empeño por perforar la hoja a mordiscos.</p> <p>—¡Venga! —gritó Rejak, corriendo por el pasillo—. ¡La puerta no resistirá mucho rato!</p> <p>Rejak introdujo en sus aposentos a Chekatilo, pero oyó cómo se astillaba la madera y vio un puntiagudo morro, húmedo de sangre, que se abría paso a través de la puerta cerrada. Unos dientes gigantescos ensanchaban el agujero, y Chekatilo vio, sin dar crédito a sus ojos, que una rata enorme conseguía introducirse por el hueco retorciendo salvajemente el cuerpo. El animal aterrizó en el suelo y lo miró fijamente con sus redondos y brillantes ojitos negros. Emitió un agudo chillido, que recordaba al de un niño, y escupió saliva con manchitas de color rosáceo, mientras los ruidos de empujones y desgarrones del otro lado de la puerta doblaban su intensidad.</p> <p>Chekatilo, helado e incapaz de aceptar la unidireccional inteligencia de las ratas, siguió a Rejak y cerró la puerta del corredor tras él. ¿Quién podía creer que cantidades tan ingentes de esos roedores los atacarían con tanta ferocidad? Jamás había oído hablar de nada parecido y ante semejante locura sólo pudo sacudir la cabeza.</p> <p>Oyó las rugientes llamas crepitando a través de la puerta, por encima de los menguantes gemidos provenientes del vestíbulo principal y comprendió que el lugar estaba perdido. No importaba; tenía otras propiedades y aquella pérdida apenas le afectaría.</p> <p>Pero mientras él y Rejak escapaban del burdel en llamas, sintió que se le helaba la sangre por todos los horrores que acababa de presenciar. Pensó de nuevo en la rata que había perforado la puerta a mordiscos y lo había mirado fijamente. Había visto la feroz inteligencia del animal, y entonces le invadió una repentina y firme intuición.</p> <p>Estaba seguro de que el roedor lo había mirado con algo más que hambre en sus ojos.</p> <p>Esa rata lo había estado buscando a él.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 3</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Durante los últimos días de Uriczeit, a Kislev llegó la noticia de que incursores Norscan habían saqueado Erengrado. Centenares de largas embarcaciones de vela que portaban los distintivos de los viejos dioses del norte habían entrado en el puerto y habían vomitado enloquecidos guerreros que habían barrido la ciudad y habían matado a millares de personas arrastrados por su furia sanguinaria.</p> <p>Los sacerdotes kislevitas, nunca muy convencidos de la fraternidad entre los hombres, tomaron las calles de Kislev y proclamaron que la condenación de la perversa raza humana era inminente, que aquéllos eran los Tiempos del Fin profetizados en la <i>Saga de Ursun el Oso</i> y que todo el mundo debía prepararse en cuerpo y alma. Algunos de los fanáticos de mayor elocuencia atrajeron a muchos seguidores, y durante algunos días los amplios bulevares de Kislev estuvieron repletos de columnas móviles de flagelantes sacerdotes y de turbas extremistas que mortificaban su carne con terroríficas correas, garfios y látigos.</p> <p>Tales exhibiciones de fanática piedad inevitablemente condujeron a los extremistas a descubrir y castigar a los que percibían como causantes de los desastres de la ciudad. Linchamientos y apaleamientos se sucedían un día tras otro —más de dos docenas de personas fueron asesinadas sin otro motivo que el de ser originarias de la devastada ciudad de Praag—, hasta que Vladimir Pashenko capturó a los más vociferantes predicadores de la condenación y los encarceló. Pero la sensación de miedo que habían sembrado en la ciudad era más difícil de disipar. En todos los campamentos y en todas las tabernas se contaban relatos de ejércitos que se peleaban por el este y por el norte.</p> <p>Separar la realidad de la ficción resultó mucho más duro de lo que nadie había supuesto. Viajeros de distintos lugares del país explicaban muchas historias contradictorias, a menudo tan adornadas que se habían convertido en irreconocibles en el momento de llegar a oídos de quienes necesitaban desesperadamente informaciones precisas.</p> <p>Un desastre más que añadir a los que padecía Kislev no tardó en manifestarse: una epidemia se había apoderado de los barrios más pobres de la ciudad. Al principio, no se identificó la causa real de la misma, pues los médicos negaban que aquella plaga pudiera ocurrir en una época tan fría, y se pensó que muchas de las muertes iniciales se debían a las bajas temperaturas. Pero cuando terminó Uriczeit y empezó Vorhexen, ya no pudieron seguir negándola, y enviaron soldados con pañuelos empapados en vinagre alcanforado que les cubrían bocas y narices para que pusieran en cuarentena varios distritos.</p> <p>Desde el Imperio seguían llegando embarcaciones fluviales cargadas con suministros muy necesarios, pero no bastaban para cubrir la demanda. Las llegadas se fueron espaciando más y más cuando la hambruna empezó a apoderarse de las tierras de Karl Franz y el Emperador se vio obligado a destinar los recursos a su propio pueblo. Anastasia Vilkova continuaba dirigiendo caravanas de carros hacia los campamentos de refugiados y también hacia los de los regimientos kislevitas y del Imperio para distribuir comida y agua entre los soldados. Con su distintivo, la capa de leopardo de las nieves, no tardó en ser conocida entre los soldados con el nombre de la Blanca Señora de Kislev.</p> <p>Pero tales símbolos de esperanza eran raros y en los días venideros los necesitarían más que nunca.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar estaba montado en su caballo al principio de la Gora Geroyev, mirando cómo los guardias de la embajada se entrenaban con los Caballeros Pantera, y disfrutaba del sencillo espectáculo ofrecido por el rápido aprendizaje de aquellos buenos soldados. El severo sistema de adiestramiento de Kurt Bremen había hecho maravillas con los guardias de la embajada: había transformado los perezosos holgazanes que Kaspar había heredado de Andreas Teugenheim en soldados de los que podía sentirse orgulloso. Leopold Dietz, un joven soldado de Talabecland, se había hecho cargo de la jefatura de los guardias, un puesto que a Kaspar le hubiera gustado ocupar. El muchacho era de confianza, tenía buena formación y sabía cómo motivar a sus hombres, unas cualidades que, según Kaspar, eran esenciales para estar al mando de guerreros.</p> <p>El frío era aún muy intenso, pero Kaspar podía afirmar que lo peor del invierno ya había pasado y que aquellos guerreros entrarían en combate cuando terminaran las nieves. Como mucho, faltaba un mes para la temporada guerrera, y no tardaría en llegar un ejército que había sacado de sus casas a millares de hombres. No se trataba de si llegaría o no, sino simplemente de cuándo lo haría.</p> <p>Kaspar se alegraba de ver que los oficiales de los regimientos kislevitas y del Imperio también se daban cuenta de todo ello, y había iniciado un programa de marchas y de ejercicios para preparar a sus hombres ante el conflicto que se avecinaba.</p> <p>Volvió su atención a sus propios soldados; cuando vio que Kurt Bremen había indicado que la instrucción del día había finalizado, dirigió su montura hacia adelante. Los escuderos de los caballeros y los portadores de lanzas largas distribuyeron agua fresca y comida a los soldados mientras los caballeros se reunían formando un círculo para rezar.</p> <p>Kaspar cabalgó hacia Leopold Dietz, que estaba sentado en una roca pelada y masticaba a gusto su ración de pan y queso.</p> <p>—Mis saludos, herr Dietz; parece que tus hombres se portan bien.</p> <p>Dietz levantó la vista, se protegió los ojos del sol lateral y se puso en pie. Se alisó el uniforme y pasó una mano por el oscuro y rebelde cabello.</p> <p>—Gracias, señor. Te dije que eran buenos chicos, ¿no?</p> <p>—Sí, en efecto —asintió Kaspar—. Al contemplarlos uno se siente lleno de orgullo.</p> <p>Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Dietz ante el cumplido, mientras Kaspar seguía su camino y dejaba que el joven diera cuenta de su comida. No interrumpió a los caballeros que rezaban, y cuando oyó el ruido de las ruedas con bordes de hierro de los carros al traquetear por la carretera, hizo virar el caballo.</p> <p>Anastasia estaba sentada en un carro de plataforma vacío, y lo guiaba con mano experta hacia él mientras sonreía nerviosamente. No se habían visto desde que habían discutido en casa de la dama. Una deliberada tozudez le había impedido visitarla y, a pesar de sus deseos por parecer distante, no pudo evitar una sonrisa cuando ella estuvo cerca.</p> <p>—Hola, Kaspar —dijo cuando llegó a su altura.</p> <p>—Hola. Me alegro de verte, Ana —respondió el embajador, mientras desmontaba del caballo y la dama bajaba del acolchado asiento del carro.</p> <p>Se miraron cara a cara, sumidos en un embarazoso silencio, pues ninguno de los dos sabía muy bien qué decir.</p> <p>—Kaspar, lo siento —dijo Anastasia, al fin—. No debería haber sido tan dura contigo. Sólo…</p> <p>—No sigas —la interrumpió Kaspar—, no hace falta, no necesitas disculparte.</p> <p>—Te he echado mucho de menos —dijo Anastasia, abrazándolo estrechamente.</p> <p>El embajador se sorprendió, pero la mantuvo en sus brazos, aspirando el perfume de su cabellera negra y la fragancia de su piel. Quería decirle que también él la había echado mucho de menos, pero se limitó a seguir estrechándola y a gozar de su proximidad.</p> <p>Le acarició el pelo y ella levantó la cabeza, permitiendo que Kaspar se inclinara para besarla en la boca. El sabor de la lengua y de los carnosos labios de la mujer era como el de un buen vino recordado repentina e imperiosamente. Sintió un excitante hormigueo e interrumpió el beso; estaba demasiado sorprendido por la intensa sensación como para reaccionar de otro modo. Hombre apasionado, pero de apariencia reservada, Kaspar normalmente no era dado a ofrecer en público semejantes muestras de afecto, y mientras oía los lisonjeros y festivos silbidos que le dirigían los guardias, sintió que se sonrojaba.</p> <p>Anastasia soltó una carcajada.</p> <p>—Te estás sonrojando, embajador Von Velten.</p> <p>Kaspar sonrió, y encontró que sonreír era bueno. Después de la violenta entrega de Kajetan a los Chekist y de los recientes disturbios en las calles de la ciudad, sonreír de nuevo era algo muy bueno.</p> <p>—Vamos —dijo—, entremos en la embajada.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Cuando oyó gente que bajaba por la escalera, Kaspar se despabiló, bostezó, cambió de posición y retiró el brazo que rodeaba los hombros de Anastasia. La mujer emitió un ligero gemido, pero no se despertó, y Kaspar, durante unos instantes, la miró mientras dormía, admirando la dulzura de sus facciones y la calidez de su piel pálida.</p> <p>La tarde anterior habían regresado a la embajada con la idea de ofrecerse una cena ligera, pero sin duda tanto Kaspar como Anastasia pensaban en la urgente necesidad física que tenían de estar uno en brazos del otro.</p> <p>A diferencia de otras veces en que habían hecho el amor de forma amable y cautelosa, en esa ocasión había sido algo apasionado y salvaje, hasta el punto de que ambos se habían sorprendido de su intensidad. Se habían saciado el uno al otro, satisfaciendo sus contenidas necesidades antes de caer rendidos en un sueño feliz y apacible.</p> <p>Kaspar se inclinó para besar la mejilla de Anastasia y se deslizó hacia su lado de la cama. Mientras él se movía, la mujer se volvió hacia el lado contrario.</p> <p>—¿Kaspar? —dijo.</p> <p>—Estoy aquí, Ana; ya es de día.</p> <p>—¿Sales de la cama? —dijo soñolienta, y se giró hacia él para pasarle el brazo por el pecho.</p> <p>—Tengo que hacerlo; he quedado para hablar con Sofía. Ha estado trabajando con los apotecarios y los representantes de la ciudad para tratar de detener la extensión de la plaga. Creo que quiere estar segura de que no he venido con nada malo.</p> <p>—No… —susurró Anastasia—, quédate aquí conmigo. Dado tu comportamiento de anoche, creo que puedo afirmar con toda seguridad que tienes una salud de hierro.</p> <p>Kaspar soltó una carcajada.</p> <p>—Gracias, pero tengo que irme; también tengo que atender mis obligaciones de embajador.</p> <p>—¿Y eso es más importante que quedarte en la cama conmigo todo el día? —dijo Anastasia, sonriendo burlonamente mientras jugueteaba por debajo de las sábanas.</p> <p>—Bueno, si me lo pones así —respondió Kaspar, y rodó hacia ella.</p> <p>Varias horas después, estaban tumbados, agradablemente exhaustos y cubiertos por una fina y brillante transpiración. Kaspar acomodó las almohadas para sentarse en la cama y dejó que Anastasia yaciera con la cabeza sobre su estómago. Alargó la mano por encima de ella para servirse un vaso de agua de una jarrita de peltre. Ya llevaba allí un día entero, pero seguía siendo refrescante.</p> <p>Ofreció el vaso a Anastasia, pero la mujer sacudió la cabeza.</p> <p>—Bueno, ¿qué obligaciones de embajador habías planificado para hoy? —le preguntó, soñolienta.</p> <p>Kaspar le acarició su bien esculpido hombro.</p> <p>—Había previsto visitar a los oficiales que están al frente de las fuerzas del Imperio fuera de las murallas para mantenerlos informados de las novedades provenientes del campo de batalla —dijo.</p> <p>—Por lo que he oído, no hay mucho que contar. Nadie parece saber con suficiente certeza lo que está ocurriendo. Circulan toda clase de violentas historias por doquier.</p> <p>—Sí, las hay, pero creo que es de fuente fiable la que explica que el boyardo Kurkosk ha infligido considerables daños a un gran ejército kurgan agrupado en el noroeste.</p> <p>—¿De veras? Es una magnífica noticia. ¿Dónde está ahora Kurkosk? ¿Se dirige a Kislev?</p> <p>—No, su ejército, dividido durante el invierno, se reagrupará cuando la época de batallar empiece de nuevo.</p> <p>—¡Oh!, ¿así que no viene hacia aquí?</p> <p>—No lo creo. Kurkosk congregó los trineos en un lugar llamado Zoishenk, por lo que creo que acuartelará allí a todos sus guerreros en primavera, cuando los ejércitos imperiales se pongan en marcha.</p> <p>—Es estupendo que tu Emperador envíe sus ejércitos al norte.</p> <p>—En efecto, he recibido la noticia de que los condes de Stirland y de Talabecland acuartelan a sus hombres con objeto de tenerlos preparados para su marcha hacia el norte. Un ejército del Imperio es algo digno de verse, Ana: una fila tras otra de disciplinados regimientos, ristras de cañones y centenares de jinetes con armaduras, y estandartes y banderolas formando algo parecido a un arco iris de un lado a otro del paisaje. Si algún ejército puede derrotar a los kurgan, será uno del Imperio.</p> <p>Kaspar hablaba con el fiero orgullo de un hombre que había estado al mando de tan buenos soldados en muchas batallas, y con la pena de haber transferido a militares más jóvenes la responsabilidad y el honor inherentes a tales deberes.</p> <p>Se quedaron tumbados en silencio un poco más, y al fin Kaspar se liberó de sábanas y mantas y se vistió con una sencilla chaqueta corta y ajustada y con pantalones de montar. Mientras cogía las botas, Anastasia se apoyó en el codo para incorporarse un poco.</p> <p>—¿Kaspar? —dijo con voz vacilante.</p> <p>—Dime —respondió él, después de volverse y percibir el temblor de la voz de la mujer.</p> <p>—Kaspar… ¿has…, has visto a Sasha desde que lo entregaste a los Chekist? —preguntó ella.</p> <p>—¿Sasha? —dijo con cautela, al recordar la reacción que la dama había tenido la última vez que habían hablado del espadachín asesino; sin embargo, tampoco quería convertirse en un mentiroso—. Sí, en efecto. Lo vi la semana pasada.</p> <p>—¿Y cómo estaba?</p> <p>Kaspar meditó la pregunta unos instantes.</p> <p>—No es el hombre que era antes, Ana, y jamás volverá a hacer daño a nadie. Ha desaparecido; a mi juicio no queda nada de Sasha Kajetan. Creo que fuera lo que fuese lo que hacía de él un ser humano murió en las soledades heladas.</p> <p>—¿Pudiste averiguar por qué hacía aquellas cosas tan terribles?</p> <p>—En realidad, no —admitió Kaspar mientras se quitaba las botas—. De hecho, apenas pude hablar con él.</p> <p>—No me extraña, Kaspar. Ahora resulta muy claro que Sasha era malo, simplemente malo, o sea que no debes perder más tiempo por su culpa. En cualquier caso, ¿no han previsto colgarlo pronto?</p> <p>—Acabarán haciéndolo; pero he convencido a Pashenko para que me dé un poco más de tiempo con objeto de penetrar en su interior antes de que lo envíen a la horca.</p> <p>—Creo que estás perdiendo el tiempo, Kaspar.</p> <p>—Tal vez, pero tengo que intentarlo.</p> <p>Anastasia no contestó, se subió las sábanas hasta el cuello y rodó sobre sí misma hasta darle la espalda.</p> <p>Kaspar sabía cuándo no convenía insistir y abrió la puerta del despacho; Anastasia se quedó en la cama. El embajador se dirigió tranquilamente a su escritorio para ver si le había llegado correspondencia mientras se había demorado en la cama, pero no había nada que exigiera su atención inmediata y se acercó a la helada ventana que dominaba los nevados tejados de Kislev.</p> <p>De no haber sido porque sabía que la ciudad estaba llena de gente desesperada, hambrienta y con frío, y que no tardaría en verse asediada por un ejército dispuesto a destruirla, la serenidad del panorama lo habría calmado. Echó un vistazo por encima del hombro hacia la puerta de su dormitorio y vio una parte del pálido cuerpo de Anastasia, que se movía en la cama.</p> <p>El rechazo de la mujer a sus intentos de comprender a Kajetan le molestaba, pero no había ningún motivo auténtico que condicionara a Kaspar a juzgarlo como ella; después de todo, él no era la persona que había estado más próxima a Sasha Kajetan antes de que se descubriera que era un asesino. De hecho, Anastasia había sido el objeto del amor obsesivo de Kajetan durante un tiempo, y quizá ella percibía que ésa era una explicación suficientemente plausible de sus crímenes. Pero Kaspar no podía creer aquello sin más, y el rechazo de Anastasia a contemplar cualquier otra causa Ío incomodaba en gran manera.</p> <p>Se frotaba el mentón, sin saber muy bien qué pensar, cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de forma apresurada.</p> <p>—Adelante —dijo, y mientras se apartaba de la ventana, entró Sofía Valencik, que no se molestó en cerrar la puerta tras ella. Por la cara de la mujer, dedujo que algo grave había ocurrido.</p> <p>—¿Qué pasa, Sofía?</p> <p>—Tienes que bajar ahora mismo —dijo.</p> <p>—¿Por qué? ¿Que sucede?</p> <p>—Se trata de Pavel.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Al principio, Kaspar no reconoció a su viejo amigo, completamente cubierto de suciedad y sangre. Las mangas y las perneras de su traje estaban desgarradas y ensangrentadas, y hedían a porquería de la calle, y su cuerpo, normalmente robusto, no era ni sombra de lo que había sido. Su piel tenía la palidez de un cadáver, y los antebrazos y la cara estaban llenos de cortes profundos mal curados y, en algunos casos, visiblemente infectados. Kaspar observó que en el rostro de su amigo todavía había finas astillas de cristal incrustadas.</p> <p>El gigante kislevita yacía inconsciente en el suelo del vestíbulo de la embajada, respiraba de forma irregular y tenía la mirada turbia. Kaspar advirtió que los dos guardias que estaban junto a la puerta abierta tenían moratones a cada lado de la cara. El embajador se arrodilló al lado de su compañero de armas y cerró el puño mientras aumentaba su cólera hacia quienquiera que fuese el bestia que había hecho aquello.</p> <p>—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. Y cerrad esa maldita puerta. ¿Queréis que se nos muera de frío?</p> <p>El más bajo de los dos soldados respondió atropelladamente.</p> <p>—Estábamos de guardia en la verja como siempre, y vimos a herr Korovic, que se acercaba tambaleándose, pero ai principio no sabíamos que se trataba de él. Intentó cruzar la verja, pero nosotros no estábamos dispuestos a permitírselo. Creíamos que era un mendigo loco o algo por el estilo.</p> <p>El otro guardia retomó el relato mientras Sofía se inclinaba para examinar las heridas de Pavel.</p> <p>—Pues sí; se acercó para colarse a la fuerza por la verja. Naturalmente, nosotros no se lo íbamos a permitir y le hicimos ver que su osadía terminaría en la punta de una alabarda, pero no se enteró de nada.</p> <p>—Y entonces, ¿qué? —les espetó Kaspar mientras ambos guardias, llenos de confusión, no cesaban de apoyarse en uno y otro pie.</p> <p>Sofía hizo un gesto con la mano a un grupo de Caballeros Pantera que habían salido de sus aposentos, situados en la parte de atrás del edificio, al oír el tumulto, y les ordenó que llevaran a Pavel a su habitación.</p> <p>Kaspar se incorporó en tanto los caballeros subían con gran esfuerzo el pesado cuerpo de Pavel por la escalera. Fue detrás de ellos e hizo un signo a los dos guardias para que lo siguieran.</p> <p>—Bueno, señor… —dijo el primero de los guardias, apresurándose para no distanciarse—, tratamos de detenerlo, pero gritó algo en kislevita y empezó a pegar puñetazos por doquier. Hizo caer a Markus y luego me derribó a la velocidad del rayo. Después abrió la verja, se dirigió hacia la puerta y la cruzó, mientras farfullaba algo sobre ratas, momentos antes de desplomarse como un saco. Entonces reconocimos quién era y llamamos a <i>madame</i> Valencik.</p> <p>Kaspar se volvió para encarase con los guardias mientras los caballeros llevaban a Pavel a su habitación.</p> <p>—Hicisteis lo que debíais. Ahora, buscad a alguien que os releve en la verja y a alguien que se ocupe de vuestras caras. Podéis iros.</p> <p>Los guardias saludaron y volvieron al vestíbulo. Kaspar recorrió el pasillo a grandes zancadas en dirección a la habitación de Pavel y encontró a Sofía impartiendo órdenes fulminantes a los caballeros.</p> <p>—¡Preparad un baño caliente cuanto antes! Caliente, pero no demasiado, ¿lo entendéis? Y una palangana con agua limpia y caliente, y unos paños para lavarle los cortes. Traedme también tantas mantas como podáis encontrar; tenemos que conseguir que entre en calor en seguida. Necesito que alguien me traiga mi bolsa, la que contiene agujas y cataplasmas. Y preparad una tisana dulce; ayudará a que su cuerpo se defienda del frío interior.</p> <p>Los caballeros se apresuraron a obedecer las instrucciones de Sofía.</p> <p>—¿Qué puedo hacer? —dijo Kaspar.</p> <p>—Ayúdame a quitarle la ropa. Por el aspecto y el olor parece que haya permanecido una semana o más en la calle. Los cortes están llenos de porquería y se diría que algunos están infectados.</p> <p>—Por la sangre de Sigmar, ¿cómo ha podido ocurrir?</p> <p>—Conociendo a Pavel, todo es posible —afirmó Sofía, cortando los pantalones de Pavel con un cuchillo de sierra de hoja larga y afilada.</p> <p>Kaspar hizo una mueca de dolor al observar las heridas del cuerpo de su amigo.</p> <p>En seguida empezó a quitarle la camisa; la desgarró cuando fue preciso y lanzó a un lado los trozos de tela ensangrentados. Su compañero tenía la piel de los hombros cubierta de ceniza y el rostro y el torso marcados con profundos desgarrones; algunas heridas brillaban a causa de los fragmentos de cristal incrustados en la piel. Dedos y brazos estaban igualmente cubiertos de sangre seca, aunque las heridas eran mucho más pequeñas.</p> <p>Cuando finalmente Sofía consiguió quitar a Pavel los pantalones y la ropa interior, Kaspar vio que los tobillos y las pantorrillas de su amigo estaban llenos de cortes similares a los de los brazos, y se preguntó de nuevo qué podía haber ocurrido. Aquellas pequeñas heridas parecían mordiscos, pero ¿qué las habría causado?</p> <p>—Por el sagrado Sigmar —murmuró Kaspar cuando vio la magnitud de los daños sufridos por Pavel—, ¿dónde demonios se habrá metido esta vez?</p> <p>—Después ya nos ocuparemos de eso, Kaspar —le dijo Sofía en tono imperioso—. Necesitamos lavarlo y que entre en calor. Está poco menos que congelado y, si no logramos aumentarle en seguida la temperatura del cuerpo, se nos morirá de todos modos.</p> <p>La noticia del estado de Pavel se expandió rápidamente por todo el edificio y el personal de la embajada se apresuró a conseguir todo lo que Sofía había solicitado. Anastasia se les había unido en sus esfuerzos para ayudar a Pavel: se dedicaba a cortar sábanas de lino en largas tiras para hacer vendajes y también a calentar agua para el baño. El fuego brillaba en el emparrillado, y mientras envolvían el cuerpo tembloroso de Pavel en mantas calientes, Sofía utilizaba unas finas pinzas para extraer de los cortes los dentados trozos de cristal.</p> <p>A medida que las heridas quedaban limpias, Kaspar empapaba un paño en agua caliente y las lavaba con tanta delicadeza como podía. Pavel gemía, pero no recobró el conocimiento en tanto, con sumo cuidado, le fueron librando de la sangre reseca.</p> <p>A su espalda, Kaspar oyó que se abría la puerta y vio que un grupo de caballeros, entre los que se hallaba Kurt Bremen, introducían en la sala una pesada bañera de hierro. El agua rebosaba por los lados.</p> <p>—Ponedla ante el fuego y alzadlo para meterlo dentro. Tened mucho cuidado —dijo Sofía.</p> <p>Los caballeros levantaron el cuerpo desnudo de Pavel y lo introdujeron suavemente en el baño caliente. Se derramó más agua por el suelo, pues la bañera era demasiado pequeña para alguien del tamaño de Pavel; en otras circunstancias, el aspecto de aquel hombre tan grande en la bañera habría resultado cómico.</p> <p>—¿Podemos hacer algo más? —preguntó Kaspar, súbitamente muy asustado por su amigo.</p> <p>Sofía sacudió la cabeza y puso su mano sobre el brazo del embajador.</p> <p>—No; lo único que ahora podemos hacer es confiar en que la temperatura del cuerpo no haya bajado demasiado. Es preciso dejarlo en agua caliente un rato, después lo secaremos y seguiremos manteniéndolo caliente. Y tendremos que ocuparnos de esas mordeduras. Estoy casi segura de que son de rata.</p> <p>—¿Mordeduras de rata? ¿Es eso lo que son?</p> <p>—Sí, y me preocupa que puedan estar infectadas. Es posible que Pavel haya estado vagando por las calles, enfebrecido y delirando, durante días. Es prodigioso que haya sido capaz de encontrar el camino para volver aquí.</p> <p>—Pero ¿por qué tantos mordiscos? Jamás he oído hablar de que tantas ratas hayan atacado a un hombre adulto.</p> <p>—Y hay algo más —dijo Sofía.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Algunos doctores piensan que la epidemia que se ha declarado en la ciudad la han propagado las ratas, de modo que a partir de ahora vamos a tener que alejar a todo el mundo de esta sala por si Pavel estuviera infectado.</p> <p>—¡Oh no, Pavel! —murmuró Kaspar mientras le invadía una profunda y abrumadora tristeza. En Kislev ya había perdido un gran amigo, y esperaba fervientemente no perder a otro.</p> <p>—Lo siento, Kaspar —dijo Sofía mientras Pavel se movía un poquito y murmuraba algo en voz baja.</p> <p>Kaspar se arrodilló junto a la bañera.</p> <p>—Estoy aquí, viejo amigo mío —dijo.</p> <p>Los ojos de Pavel parpadearon al abrirse, aunque Kaspar advirtió que eran incapaces de reconocer. El herido trató de hablar, pero sólo emitió una serie de gruñidos apenas audibles.</p> <p>—¿Qué pasa, Pavel? —dijo Kaspar, que ni siquiera estaba seguro de que su amigo lo entendiera—. ¿Quién te hizo esto?</p> <p>El malherido Pavel intentó hablar otra vez, balbuciendo una ristra de palabras kislevitas, y Kaspar acercó la cabeza a la de su amigo y lo escuchó con gran atención; su expresión se endureció y se transformó en una fría y letal cólera cuando entendió una única palabra del delirante discurso de Pavel.</p> <p>Se levantó y se fue rápidamente hacia la puerta.</p> <p>—Cuida de él, Sofía —dijo.</p> <p>—Espera. ¿Qué ocurre, Kaspar? ¿Qué ha dicho? ¿Ha dicho quién se lo hizo? —preguntó Sofía, percibiendo un deje asesino en el tono de voz de Kaspar.</p> <p>El embajador agarró la puerta: tenía los nudillos blancos y el rostro congestionado.</p> <p>—Dijo: «Chekatilo».</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">—Embajador, piensa bien lo que vas a hacer —dijo Kurt Bremen.</p> <p>—No quiero escucharte, Kurt —le espetó Kaspar mientras se ceñía la pistolera y se pasaba el cinto de la espada en torno a la cintura—. Ya has visto lo que le hizo a Pavel.</p> <p>—No lo sabemos con seguridad —puntualizó el caballero—. Es de Pavel de quien estamos hablando; le puede haber pasado cualquier cosa.</p> <p>—Pronunció el nombre de Chekatilo. ¡Maldita sea!, ¿qué se supone que tengo que pensar?</p> <p>—De eso se trata precisamente, embajador, de que no estás pensando. Permites que el odio que sientes por Chekatilo te ciegue la razón.</p> <p>Kaspar se puso su larga capa y se volvió para encararse con el jefe de los Caballeros Pantera, situado entre él y la puerta.</p> <p>—Tengo que hacerlo, Kurt.</p> <p>Bremen se cruzó de brazos.</p> <p>—Ya te lo he dicho antes: no podremos cumplir con nuestras obligaciones hacia ti si te comportas de un modo que nos fuerce a violar nuestro código de honor. Te lo vuelvo a recordar.</p> <p>—Que así sea —gruñó Kaspar, dirigiéndose hacia la puerta.</p> <p>Kurt Bremen extendió bruscamente el brazo y agarró con firmeza el hombro del embajador. Los ojos de Kaspar, de súbito encolerizado, centellearon y sus puños se cerraron con fuerza.</p> <p>—Si matas a Chekatilo —dijo Bremen del modo más claro y sereno de que fue capaz—, ni mis caballeros ni yo mantendremos el juramento de lealtad hacia ti.</p> <p>Kaspar miró al caballero con fijeza, sabiendo que tenía razón, pero estaba demasiado dominado por la cólera como para cambiar el curso de los acontecimientos. Levantó la mano y lentamente separó la que Bremen le había puesto sobre el hombro.</p> <p>Clavó la vista en el severo rostro del caballero.</p> <p>—O vienes conmigo, o te apartas de mi camino —dijo— Porque de una manera o de otra voy a cruzar esta puerta.</p> <p>—No lo hagas, Kaspar; piensa en lo que estás a punto de hacer.</p> <p>—Es muy tarde para eso, Kurt; demasiado tarde.</p> <p>Kaspar apartó al caballero para pasar, bajó por la escalera apresuradamente y atravesó el vestíbulo. Se detuvo al fondo al oír que Kurt Bremen le seguía; levantó la vista y vio que el caballero estaba ciñéndose el cinto con la espada.</p> <p>—¿Qué haces, Kurt?</p> <p>—Que Sigmar me perdone, pero voy contigo.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Ya te dije que no pensaba ayudarte a matar a Chekatilo, pero alguien tiene que procurar que no te maten a ti, maldito estúpido.</p> <p>—Gracias —dijo Kaspar con una sonrisa severa.</p> <p>—No me lo agradezcas tan pronto —le espetó Bremen—. Es posible que tenga que hacerte caer de culo para conseguirlo.</p> <p>El frío de la tarde no rebajó la temperatura de la rabia de Kaspar, pero no estaba en absoluto preparado para contemplar el panorama que apareció ante él cuando, acompañado de Kurt Bremen, llegó al burdel donde ambos habían visto a Chekatilo por última vez.</p> <p>En el lugar del anodino edificio de negras maderas combadas y de bloques de piedra burdamente tallada colocados de cualquier manera, sólo había un amasijo de cascotes y de maderas ennegrecidas por el fuego. Lo único que quedaba del burdel de Chekatilo eran fragmentos de vidrios de colores cubiertos de hollín y restos quemados de una faja carmesí ondeando en un hierro fundido de la fachada que emergía lastimosamente de las ruinas. Los edificios situados a los lados del burdel habían salido mejor parados de las consecuencias del fuego: se habían salvado de la destrucción gracias a que la nieve había caído sobre las llamas y había permitido que los bomberos extinguieran el incendio antes de que ardiera todo el barrio.</p> <p>Kaspar supuso que no habría habido muchos intentos altruistas para salvar el establecimiento de Chekatilo. Las personas amontonadas al socaire de los edificios constituían un patético espectáculo, envueltas en pieles y cubiertas de nieve polvo recién caída; Kaspar no se las podía imaginar ayudando a Chekatilo. Si acaso, simplemente se habían agrupado para aprovechar el pasajero calor que emanaba de las llameantes ruinas.</p> <p>—¿Qué demonios ha ocurrido aquí? —se preguntó Kaspar mientras desmontaba. Dio una patada a un trozo de madera medio quemada para expresar su frustración.</p> <p>—Tal vez fue alguien que se la tenía jurada a Chekatilo —sugirió Bremen.</p> <p>—Bueno, eso nos deja toda una ciudad llena de sospechosos —repuso Kaspar y, haciendo crujir la nieve, avanzó en dirección a los restos del burdel.</p> <p>Incluso en el aire helado percibió un olor enfermizamente nauseabundo, que identificó de forma inequívoca: carne humana quemada. En tiempos, había encendido bastantes piras funerarias y para él aquel olor era fácilmente reconocible.</p> <p>Kaspar señaló hacia la gente agrupada en los refugios adosados a los edificios próximos.</p> <p>—Kurt, tú hablas kislevita mejor que yo; pregunta a esa gente si saben qué ha pasado.</p> <p>Bremen asintió con la cabeza mientras Kaspar amarraba a <i>Magnus</i> a una viga de madera que emergía y trepaba por los cascotes del derruido edificio, con objeto de empezar a inspeccionar los exiguos restos que quedaban del burdel. Todo había sido saqueado por la gente de Kislev; las maderas no del todo reducidas a cenizas se las habían llevado para aprovecharlas como leña y habían robado cualquier bagatela no destruida para intercambiarla por comida. Cuando estaba a punto de dejarlo, Kaspar advirtió los cadáveres de varias ratas, cuyos cuerpos estaban carbonizados y retorcidos en posiciones no naturales debido al calor de las llamas. Al observarlos, se sorprendió de su gran tamaño: poco menos de medio metro desde el morro hasta la grupa.</p> <p>Se arrodilló junto al cadáver carbonizado de una rata y utilizó un trozo de un mueble roto para dar la vuelta al rígido cuerpo. El pelo negro se había quemado por completo, pero aún podía verse la carne del lomo, y Kaspar se dio cuenta de que en la piel tenía tres marcas rojas que formaban un triángulo escaleno.</p> <p>—¿Qué es? ¿Has encontrado algo? —gritó Bremen desde el borde de las ruinas.</p> <p>—Una rata de gran tamaño —explicó Kaspar—, pero te juro que parece marcada con un distintivo.</p> <p>—¿Marcada? ¿Quién en su sano juicio se dedicaría a marcar ratas con un distintivo?</p> <p>—No tengo ni idea —afirmó Kaspar—, pero…</p> <p>—Pero ¿qué?</p> <p>—Sólo estaba pensando en algo que dijo Sofía sobre la epidemia. Afirmó que los doctores temían que se propagara a través de las ratas. Al ver este distintivo me pregunto si es posible que algo así pudiera estar dirigido por alguien.</p> <p>—¿Insinúas que la epidemia es deliberada?</p> <p>—No lo sé, tal vez —dijo Kaspar, poniéndose en pie y sacudiéndose la ceniza de los pantalones—. ¿Has averiguado algo de esta gente?</p> <p>—No mucho —admitió Bremen—. Su reikspiel es casi tan malo como mi kislevita. Los pocos que estaban aquí cuando ocurrió el siniestro dicen que oyeron chillidos en el interior momentos antes de que empezara el incendio.</p> <p>—¿Sólo eso?</p> <p>—Sólo eso —asintió Bremen con un movimiento de cabeza y encogiéndose de hombros—; no pude sacar nada más en claro.</p> <p>—¡Maldición! Intuyo que aquí hay algo importante, pero no soy capaz de verlo.</p> <p>—Quizá sepan algo los Chekist o los guardias de la ciudad; seguro que ya han estado aquí.</p> <p>Kaspar asintió con un gesto.</p> <p>—Es cierto; no puedo imaginarme a Pashenko desentendiéndose del hecho de que una de las guaridas de Vassily Chekatilo ardiera y se desplomara.</p> <p>—Y aunque sepa algo, ¿crees que te lo dirá?</p> <p>—Vale la pena intentarlo —comentó Kaspar, saliendo del burdel y volviendo a saltar a lomos del caballo—. Lo peor que puede ocurrir es que no me diga nada.</p> <p>Bremen echó un último vistazo al burdel destruido.</p> <p>—Me pregunto si Chekatilo estaba en el interior cuando el edificio ardió y se desplomó —dijo.</p> <p>Kaspar sacudió la cabeza.</p> <p>—No, no creo que tengamos esa suerte. Apostaría a que ese bastardo es demasiado escurridizo como para que lo maten de este modo.</p> <p>Mientras él y Bremen hacían girar a los caballos para entrar en la Urskoy Prospekt, Kaspar sintió un escalofrío nervioso al recordar la última vez que había recorrido la avenida y la carnicería que se había producido a continuación. El Caballero Pantera que había sido alcanzado por un impacto había perdido un brazo, y poco después había sucumbido a una enfermedad maligna que Sofía había sido incapaz de detener.</p> <p>Avanzaban por un lado de la concurrida avenida. Kaspar advirtió que Bremen también estaba explorando los tejados y las ventanas oscuras que dominaban la calle, y se sintió aliviado por el hecho de no ser el único que tomaba precauciones.</p> <p>Un grupo de kossars provistos de armaduras marchaban por el centro de la Urskoy Prospekt y ofrecían un aspecto resplandeciente con sus uniformes verdes y escarlatas, protegidos con petos de hierro y bronce. Portaban hachas de hoja ancha y arcos curvados y cortos colgados al costado. Todos llevaban colbacs y gruesas bufandas enrolladas en torno a la parte inferior de la cara. Los brazales negros que lucían revelaron a Kaspar que habían recibido órdenes de ir a las zonas de la ciudad cerradas a causa de la epidemia, y vio que la gente acampada en la avenida retrocedía asustada para apartarse de los soldados.</p> <p>Kaspar hizo una inclinación de cabeza al jefe de los kossars, pero el hombre no le correspondió y pasó con sus hombres sin apenas advertir su presencia.</p> <p>Al fin llegaron al recinto de los Chekist y se dieron a conocer ante los dos guardias de la puerta. Ambos se quedaron atónitos cuando Kaspar les pidió que los dejaran entrar, pues más bien estaban acostumbrados a que la gente les rogara que no los obligaran a hacerlo. Pero al reconocer al embajador del Imperio, abrieron la puerta con cierta dificultad y permitieron que Kaspar y Bremen entraran a caballo en el patio empedrado.</p> <p>Mientras la puerta se cerraba tras ellos, Kaspar vio que había sido sustancialmente reforzada con gruesos tablones de madera; el agujero ocasionado por el arma del tirador había sido reparado con una plancha de hierro. Era obvio que Pashenko no quería correr el menor riesgo de que un experto tirador aprovechara el mismo agujero para enviarles un proyectil.</p> <p>La puerta negra de la severa fachada del edificio se abrió y el jefe de los Chekist apareció bajo el resplandor crepuscular del atardecer: su oscura armadura reflejaba la luz de las antorchas que flanqueaban la entrada.</p> <p>—Embajador Von Velten —dijo Pashenko en su tono cortante—, vaya coincidencia. Espero que no me causarás problemas en la puerta una vez más.</p> <p>—No, esta vez no —afirmó Kaspar—. ¿Y por qué es una coincidencia?</p> <p>—No importa. ¿Por qué has venido?</p> <p>—Acabo de visitar el lugar donde antes había un burdel que pertenecía a Vassily Chekatilo. ¿Tienes alguna idea de lo ocurrido?</p> <p>—Se quemó y se hundió.</p> <p>Kaspar se tragó una respuesta encolerizada.</p> <p>—Me preguntaba si tal vez se te ha ocurrido quién puede haberlo hecho.</p> <p>—Tal vez; pero arrestar a todos los posibles sospechosos me llevaría desde ahora hasta el año que viene por la misma época. Chekatilo no era un hombre querido, embajador.</p> <p>—Un amigo mío está gravemente herido y puede morir. Creo que estuvo en el burdel la noche del incendio. Sólo quiero averiguar qué sucedió.</p> <p>Pashenko hizo una seña a un par de mozos de cuadra para que se adelantasen y se hiciesen cargo de los caballos de Kaspar y Bremen.</p> <p>—Entrad; no os puedo decir gran cosa sobre el incendio que aún no sepáis, pero, tal como os he dicho, es una coincidencia que hayáis venido aquí esta noche —explicó Pashenko.</p> <p>Kaspar y Bremen entregaron las riendas a los mozos de cuadra y siguieron a Pashenko hasta el interior del edificio de los Chekist. Al entrar, se quitaron las gruesas capas de invierno.</p> <p>—Eso has dicho, Pashenko, pero ¿por qué? —preguntó Kaspar, que empezaba a perder la paciencia.</p> <p>—Porque hace menos de una hora Sasha Kajetan ha empezado a pedir que se le permita verte.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Una parpadeante lámpara iluminaba el pasadizo de ladrillo que conducía a las celdas situadas en el sótano del edificio de los Chekist. Kaspar, al percibir un débil gemido que venía de abajo, se sintió muy impresionado. El eco de sus pisadas sobre los escalones de piedra resonaba en los muros y, aunque jamás había sentido claustrofobia, experimentó una profunda aprensión por aquel lugar, como si las mismísimas paredes hubieran visto demasiadas miserias y, no pudiéndolas albergar por más tiempo, su horror estallara en el aire como una maldición.</p> <p>La pintura se había desprendido de la pared en muchos puntos y los ladrillos aparecían salpicados con viejas manchas de color herrumbroso. Pashenko abría la marcha portando una linterna sorda que oscilaba a cada paso y lanzaba sombras monstruosas en torno a ellos.</p> <p>¿Cuántos hombres habían sido arrastrados sollozando por aquellos escalones y no habían regresado jamás al mundo de arriba?, se preguntaba Kaspar. ¿Qué palabra había empleado Pavel? <i>Desaparecido</i>. ¿Cuánta gente había desaparecido en la fría oscuridad de aquel siniestro lugar? Probablemente más de la que se atrevía a pensar, y entonces advirtió que el desprecio que sentía por Vladimir Pashenko iba en aumento.</p> <p>Vio que el jefe de los Chekist se detenía ante una sólida puerta de hierro, que tenía una rejilla de alambre a la altura de los ojos, y la golpeaba con el puño; el retumbo era, en cierta manera, intimidante. Una luz surgió de detrás de la rejilla, y Kaspar oyó un golpeteo de llaves y el ruido que hacían varias trancas de hierro al ser retiradas. La puerta gimió al abrirse, y Pashenko los condujo a las celdas.</p> <p>Bajaron a una amplia galería cubierta de paja que se perdía en la oscuridad; en los muros de ladrillo habían perforado, a intervalos regulares, estrechas puertas de hierro oxidado. El hedor a sudor viejo, a desechos humanos y a miedo les provocaron náuseas a Kaspar y a Bremen, pero Pashenko no se inmutó.</p> <p>—Bienvenidos a nuestra cárcel —sonrió Pashenko, y su rostro sombrío tenía un aspecto demoníaco a la luz de la lámpara—. Aquí es donde encerramos a los enemigos de Kislev, y éste es nuestro carcelero.</p> <p>El carcelero era un hombre corpulento, de brazos muy musculosos, que llevaba una linterna sorda y una porra terminada en un largo pincho de hierro. Le ocultaba la cara una capucha negra con agujeros para los ojos, ribeteados de latón y cubiertos con cristales transparentes, y llevaba un lienzo grueso sobre la boca, un peto de hierro, guantes de piel con pinchos de bronce incrustados y pesadas botas claveteadas. Su aspecto le recordó a Kaspar el de los cuidadores de las fieras exóticas que el Emperador albergaba en el parque zoológico de Altdorf. ¿Los prisioneros eran tan peligrosos como aquellos animales? La cuestión lo hizo reflexionar, y Kaspar intercambió con Kurt Bremen una mirada que expresaba incomodidad.</p> <p>—¿Dónde está Kajetan? —preguntó Kaspar, anhelando abandonar aquel maldito agujero infernal lo antes posible.</p> <p>Pashenko ahogó una carcajada y señaló hacia el negro corredor.</p> <p>—A la izquierda, la celda del fondo —respondió encabezando la marcha—. Está bien encadenado al muro, pero os aconsejo que no os acerquéis demasiado a él.</p> <p>—¿Se ha vuelto violento de nuevo? —preguntó Bremen.</p> <p>—No, pero está cubierto por su propia porquería.</p> <p>Kaspar y Bremen siguieron al Chekist por el corredor; tras ellos iba el carcelero. Al pasar por delante de las celdas, Kaspar percibía ruido de pies que se arrastraban desesperadamente y peticiones de ayuda o de gracia apenas audibles.</p> <p>—Realmente es un infierno —susurró Kaspar, sintiéndose forzosamente aliviado cuando llegaron al final del horrible e inhumano pasadizo.</p> <p>—Si es un infierno —dijo Pashenko—, entonces todos los que están aquí son demonios.</p> <p>El carcelero se dirigió hacia la puerta de la celda y buscó en su cinto la llave. Sus movimientos eran lentos debido a los gruesos guantes y a la embarazosa capucha que llevaba. Al fin la encontró, giró los fiadores del cerrojo y abrió la puerta.</p> <p>Pashenko entró en la celda y Kaspar lo siguió poco menos que vencido por el hedor a excrementos humanos. La lámpara, parpadeando, iluminó una celda cuadrada, con casi todos los ladrillos rotos, y un suelo húmedo en el que brillaban manchas de gotitas de agua. Kaspar se llevó la mano a la cara para amortiguar el hedor y se quedó sobrecogido al ver el cuerpo desnudo de Sasha Kajetan acurrucado en un rincón en posición fetal.</p> <p>La última vez que Kaspar había visto al espadachín, éste era una sombra de lo que en otros tiempos había sido, pero entonces no era más que una piltrafa apaleada, cuyo cuerpo estaba cubierto de moratones y cortes. La luz de la lámpara proyectaba sombras en las costillas, que sobresaliendo del torso inusitadamente delgado formaban un siniestro relieve, y resaltaba sus mejillas, hundidas como las de las víctimas de terribles hambrunas.</p> <p>Cuando entraron, el prisionero gimió y se tapó los ojos para protegerlos de la luz; se movió y resonaron las cadenas que lo mantenían atado al muro. A pesar del horror de sus crímenes, Kaspar no pudo menos que sentir compasión por un hombre sometido a tan brutales condiciones.</p> <p>—Kajetan —dijo Pashenko—, el embajador Von Velten está aquí.</p> <p>El espadachín levantó la cabeza y trató de ponerse en pie, pero el carcelero le golpeó la parte lateral del muslo con la porra. Kajetan gruñó de dolor y se desplomó como un saco gimiente, chorreando sangre por la pierna.</p> <p>—Embajador… —siseó; tenía la voz rota y poco nítida—. Todo lo hice por ella.</p> <p>—Estoy aquí, Sasha —dijo Kaspar—. ¿Qué querías decirme?</p> <p>El pecho de Kajetan se levantaba como si respirar le costara un gran esfuerzo.</p> <p>—Las ratas —dijo—; aquí…, por todas partes. Precisamente cuando creo estar solo… las veo. No dejan de vigilarme a causa de ella. Ya han tratado de matarme una vez, pero ahora por fortuna se limitan a mirar cómo sufro.</p> <p>—¿Ratas, Sasha? No te entiendo.</p> <p>—¡Sucias ratas! ¡Las veo, las siento! —dijo con voz chillona Kajetan, y Kaspar temió que la mente del espadachín hubiera estallado al fin en aquel intolerable lugar—. Arriba, en la ciudad; oigo sus patitas mientras hacen planes y preparan complots con ella.</p> <p>—¿Con quién, Sasha? No te entiendo —repitió Kaspar mientras se acercaba a Kajetan.</p> <p>—Embajador —le previno Bremen—, ten cuidado.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza mientras escuchaba los delirios de Kajetan.</p> <p>—Los pestilentes clanes de los Señores de la Alimaña están aquí. El mal que hay en mí los percibe; somos hermanos de corrupción. Te dije una vez que estaba contaminado por el Caos, y ellos también lo están, pero a ellos les gusta. Los noto en la sangre, oigo sus voces parlanchinas en mi cabeza. Traen sus mejores enfermedades y la muerte en nombre de ella, pero la muerte no se me quiere llevar. ¡No se me quiere llevar!</p> <p>—Sasha, cálmate. Lo que dices no tiene sentido alguno —dijo Kaspar, alargando la mano para tocarle el hombro.</p> <p>Con una rapidez que desmentía su lastimoso estado, la mano del espadachín salió disparada y agarró la muñeca de Kaspar.</p> <p>—¡Sus enfermedades no se me llevarán porque soy como ellos, una criatura del Caos! ¿No lo entiendes?</p> <p>Kaspar se apartó cuando Kajetan lo soltó. El carcelero se inclinó sobre el espadachín y con su enguantada mano le pegó un puñetazo en la cara que lo hizo tambalear. Le salió sangre de la nariz y profirió un aullido salvaje, bestial, pero encajó el golpe, se abalanzó hacia adelante y rodeó con las manos el cuello del carcelero.</p> <p>Sin embargo, la fuerza de Kajetan no era la de antes y el carcelero no era un aprendiz en el trato con prisioneros violentos. Golpeó duramente el plexo solar de Kajetan con el guante provisto de pinchos y le hizo doblar las rodillas; aun así, el espadachín no lo soltó, a pesar de que el pecho le oscilaba a causa de violentos espasmos.</p> <p>El carcelero levantó entonces su porra terminada en una punta metálica, pero antes de que pudiera propinarle un golpe, Kajetan vomitó una masa espumosa y fibrosa de sangre negra sobre el peto del guardián. Kaspar contempló, horrorizado, cómo el viscoso líquido bajaba por la armadura y la fundía; el ruido era parecido al de la grasa cuando se fríe en una sartén. Del metal disuelto se alzaba un hediondo humo, y el carcelero rugía de dolor mientras la armadura se iba corroyendo. El hombre soltó el arma y se apresuró a desatar las tiras que le sujetaban al cuerpo la armadura que iba derritiéndose.</p> <p>Bremen se apresuró a ayudarlo y, entre los dos, consiguieron desatar la armadura y arrojarla al suelo, donde crujió y siseó mientras el corrosivo vómito de Kajetan completaba su destrucción.</p> <p>Kajetan se deslizó muro abajo de la celda, sollozando y frotándose la frente con la palma de la mano. Por el mentón descendía un flujo de vómito sanguinolento que no causaba en él los efectos que había producido en la armadura.</p> <p>—¡Que Sigmar se apiade de nosotros! —gritó Bremen, tirando de Kaspar para que se pusiera en pie y se apartara del agrio hedor de la celda—. ¡Es un mutante!</p> <p>El carcelero salió tambaleándose; se le había quemado la camiseta acolchada y tenía el pecho corroído y sangrante. Pashenko, con un terror que Kaspar no había visto nunca en ningún hombre, se precipitó detrás de él.</p> <p>—¡Cierra la puerta! ¡Encierra a ese monstruo ahora mismo! —gritó el jefe de los Chekist al carcelero.</p> <p>Kurt Bremen cerró con una patada la puerta de la celda y al fin el carcelero se las apañó para encontrar la llave que encerraría a Kajetan una vez más.</p> <p>—Por la sangre de Ursun —jadeó Pashenko, tosiendo ante el repugnante hedor que emanaba de la celda de Kajetan—. No había visto nada igual.</p> <p>Kaspar aún tenía los sentidos alterados por el horror de lo que acababan de ver y seguía profundamente impresionado por la proximidad de un ser tocado, sin duda, por la mano de los Dioses Oscuros. Había creído que la pretensión de Kajetan de ser una criatura del Caos en aquella solitaria cima de la colina del <i>oblast</i> era la alucinación de una mente enferma.</p> <p>Pero entonces lo entendía.</p> <p>Sin mediar palabra, él y Bremen abandonaron las celdas de los Chekist.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar y Bremen regresaron a la embajada envueltos en silencio y oscuridad, impresionados por lo que habían presenciado. La luna estaba alta cuando llegaron y, después de que entraran en la calidez del edificio, uno de los guardias hizo un gesto hacia la sala de visitas en la que los invitados esperaban ser recibidos por el embajador.</p> <p>—Alguien desea verte, embajador Von Velten —dijo el hombre.</p> <p>Kaspar no estaba de humor para visitas a aquellas horas.</p> <p>—Dile que estoy…</p> <p>Pero las palabras se ahogaron en su garganta y el pulso se le aceleró cuando vio a los tres hombres que aguardaban en la sala de visitas.</p> <p>Sabía que el primero era un hombre que tenía fama de ser un asesino de mirada fría; el segundo era un hombre desaliñado que no reconoció; pero el tercero…</p> <p>—Buenas noches, embajador —dijo Vassily Chekatilo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 4</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar no podía creer que Chekatilo se hubiera atrevido a poner los pies en la embajada, y durante unos instantes se quedó paralizado por la sorpresa, impresionado de que aquel pedazo de basura hubiera realmente ido a visitarlo después de lo sucedido en los últimos días. El matarife de Chekatilo, Rejak, estaba a su lado, tieso como un alambre: tenía una mano apoyada en el pomo de la espada y agarraba con la otra el mugriento cuello de la camisa de un hombre sucio, de aspecto desaliñado y salvaje.</p> <p>Sin mediar palabra, Kaspar desenfundó la pistola de la pistolera, echó el percutor hacia atrás con el pulgar y la alzó para apuntar a la cabeza de Chekatilo.</p> <p>—¡Kaspar, no! —gritó Bremen.</p> <p>Mientras, Rejak soltó al hombre que agarraba y, a una velocidad prodigiosa, desenvainó la espada y la movió como si fuera una serpiente lanzada al ataque.</p> <p>Bremen se dispuso a desenvainar su propia espada, pero antes de que hubiera acabado de extraer el arma de la vaina, la hoja de Rejak ya estaba en el cuello del embajador.</p> <p>—Yo que tú bajaría esa pistola —dijo el asesino.</p> <p>Bremen levantó la espada, lista para dirigirla al corazón de Rejak.</p> <p>—Si derramas una sola gota de sangre del embajador, te mato al instante.</p> <p>Rejak sonrió con expresión de depredador, como una víbora.</p> <p>—Otros mejores que tú lo han intentado antes, caballero.</p> <p>Kaspar notaba la punta del acero en la carne y calculaba las posibilidades de apretar el gatillo y evitar una estocada mortal de la hoja en su cuello. Advirtió la fría determinación de Rejak y comprendió que ni siquiera tendría tiempo de disparar la pistola antes de que el asesino le abriera la garganta.</p> <p>El embajador vio que Chekatilo, desdeñosamente, daba la espalda a la dramática situación que se estaba desarrollando, y sintió la tensión de su dedo sobre el gatillo. ¡Qué fácil sería disparar al bastardo que había causado tanta miseria en la ciudad de Kislev! Se imaginó el recorrido que seguiría la bala, el terrible y letal daño que ocasionaría en la cabeza de Chekatilo, y se sorprendió al darse cuenta de que tenía verdaderas ganas de apretar el gatillo. Cuando había estado al mando de tropas en el campo de batalla, había matado enemigos porque se lo habían mandado, porque así lo exigían las órdenes del Emperador. Y cuando había peleado con los jinetes kurgan en los parajes nevados situados en los alrededores de las propiedades de la familia de Kajetan, había matado a aquellos hombres porque ellos habían tratado de matarlo.</p> <p>Pero entonces tenía ganas de disparar a alguien que no estaba intentando matarlo y a quien nadie había ordenado que lo hiciera.</p> <p>—No lo puedes hacer, ¿verdad? —dijo Chekatilo sin volverse—. No eres capaz de asesinarme a sangre fría. No forma parte de tu naturaleza.</p> <p>—No —dijo Kaspar, exhalando un escalofriante suspiro y bajando el brazo—. Porque soy mejor que tú, Chekatilo. Te desprecio y no quiero llegar a ser como tú.</p> <p>—Sensata decisión —dijo Rejak.</p> <p>—Quita tu espada de su cuello, bastardo —siseó Bremen.</p> <p>Rejak sonrió, levantó la espada, la movió en el aire, la envainó y se apartó del embajador. Kurt Bremen se apresuró a avanzar y, con la espada desenvainada, se interpuso entre Kaspar y Rejak. Alargó la mano hacia la pistola de Kaspar y cuidadosamente desactivó el percutor.</p> <p>Al oír el clic, Chekatilo se dio la vuelta y sonrió a Kaspar.</p> <p>—Bueno, ahora que ya hemos hecho las necesarias fanfarronadas, quizá podamos empezar a hablar, ¿no?</p> <p>Kaspar se acercó a un largo aparador y cuidadosamente depositó la pistola, con la misma delicadeza que si se tratara de una pieza de elegante vajilla; sentía que su cuerpo empezaba a liberarse lentamente de la tensión. El corazón estaba latiéndole a un ritmo que parecía capaz de romperle el pecho y dio gracias a Sigmar por no haberse convertido en lo que más odiaba: un asesino a sangre fría.</p> <p>—¿Por qué has venido, Chekatilo? —inquirió Kaspar.</p> <p>—Por la misma razón que tú tenías anoche para querer matarme —dijo Chekatilo, sentándose en una de las amplias sillas de cuero de la sala de visitas.</p> <p>Cuando el gigante kislevita pasó ante él, el hombre de aspecto desaliñado que él y Rejak habían llevado con ellos sollozó y se dobló adoptando una posición fetal.</p> <p>Chekatilo se estiró las caídas puntas del bigote.</p> <p>—Alguien me ha atacado —continuó— y ahora le quiero devolver el golpe.</p> <p>—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —preguntó Kaspar.</p> <p>—Porque creo que los que intentaron matarme son los mismos que te atacaron en la Urskoy Prospekt e hirieron a tu amigo. En Kislev han ocurrido otras cosas que tú y yo sabemos. Quizá podamos ayudarnos mutuamente, ¿no crees?</p> <p>—¿Qué te hace pensar que voy a ayudarte de alguna forma? —rió Kaspar—. Tú y los de tu calaña me repugnáis.</p> <p>—Eso no importa, hombre del Imperio —dijo Chekatilo con un gesto de rechazo.</p> <p>—¿Ah, no?</p> <p>—No; lo que importa es que tenemos un enemigo común. Tal como te decía, los que tratan de matarte también quieren hacer otro tanto conmigo. Hay un antiguo proverbio kislevita que dice: «El enemigo de mi enemigo es amigo mío».</p> <p>—Nunca seré amigo tuyo, Chekatilo.</p> <p>—Lo sé, pero por lo menos ahora podríamos dejar de ser enemigos, ¿vale?</p> <p>Kaspar analizó las palabras de Chekatilo y trató de que su desprecio por el gordo criminal no le nublara la inteligencia. Si Chekatilo decía la verdad, entonces no haría más que ponerse a él mismo y a los demás en situación de riesgo si no hacía caso de su oferta de colaboración. Y después de algo tan horroroso como lo que les había pasado a Sofía y entonces a Pavel, no tenía ganas de volver a correr de nuevo ese riesgo. Inclinó la cabeza con un cauteloso gesto.</p> <p>—¿Y qué me costará esa ayuda? —preguntó.</p> <p>—Nada —dijo Chekatilo—. Tú me ayudas, yo te ayudo.</p> <p>—Kaspar, no, no puedes confiar en este hombre —protestó Bremen.</p> <p>—Tu caballero tiene razón: no deberías confiar en mí, pero no te miento.</p> <p>—Muy bien, supongamos que creo que eres sincero —dijo Kaspar sin hacer caso de Bremen por el momento—. En tu opinión, ¿quién orquestó esos ataques?</p> <p>—No lo sé, pero piensa en esto: el mismo día que mi burdel se ve infestado por todas las ratas de Kislev, un asesino te dispara con una arma que es capaz de perforar muros y de matar a un hombre después de cruzar una gruesa madera. ¡El mismo día! Yo no creo en coincidencias, hombre del Imperio —explicó Chekatilo, que alargó la mano para alzar al desvalido hombre que Rejak mantenía de rodillas.</p> <p>Chekatilo se levantó y tiró del sollozante hombre hacia arriba para ponerlo en pie. Con tantas emociones, Kaspar se había olvidado por completo de aquella lamentable piltrafa humana que todavía estaba en la habitación.</p> <p>El hombre era alto, pero Kaspar vio que tenía el espinazo encorvado, como si hubiera pasado muchos años en esa posición. Llevaba poca cosa más que una mugrienta camisa holgada de un lino que se había vuelto rígido; el embajador comprendió que estaba absolutamente aterrorizado y observó que se le alteraba el rostro de continuo con tics y espasmos. Tenía el cabello y la barba largos y descuidados, y sus ojos exploraban todos los rincones de la sala, como si temiera que algo pudiera acecharlo desde allí.</p> <p>—¿Quién es? —preguntó Kaspar.</p> <p>—Este individuo lamentable es Nikolai Pysanka —dijo Chekatilo—, y lo acabo de pescar en el Lubjanko.</p> <p>Kaspar conocía el terrible Lubjanko, el edificio de piedra oscura de la muralla este de Kislev que antes había sido hospital, pero que entonces era una especie de vertedero de agonizantes y de enfermos graves y terminales. Sus muros oscuros, sin ventanas, encerraban una terrible carga de horror; Kaspar lo había visitado y había sentido una indescriptible aversión por el lugar.</p> <p>—Nikolai era un cazador de ratas que trabajaba en las alcantarillas y en casas de gente rica y poderosa. Yo pagaba a los cazadores de ratas por la información que me podían soplar. Es de gran utilidad enterarse de las cosas que cuentan.</p> <p>El pobre hombre se estremeció al oír su nombre y los ojos se le llenaron de lágrimas. Trató de liberarse del agarro de Chekatilo, pero no le quedaban fuerzas suficientes y al fin abandonó su empeño.</p> <p>—¿Qué le ocurrió? —preguntó Bremen.</p> <p>—No lo sé con certeza —admitió Chekatilo—, pues habló mucho rato de forma nerviosa y descontrolada sobre unas ratas que llegaban para matar a todo el mundo. He visto muchos cazadores de ratas que se vuelven locos por haber permanecido demasiado tiempo en las cloacas y casi todos odian a las ratas; pero ahora, cuando Nikolai ve una rata, chilla de tal forma que parece que le van a reventar los pulmones.</p> <p>Kaspar sintió que un escalofrío le recorría el espinazo al recordar que otro loco había expresado algo semejante aquella misma noche: Kajetan también había hablado de ratas y era sobrecogedora la similitud de ambos relatos.</p> <p>—Al principio no le hice mucho caso, pero después mi burdel fue atacado por unas ratas tan grandes que creí que eran perros. Eran gigantescas y tenían unos colmillos capaces de cortar la mano de un hombre de un mordisco.</p> <p>Chekatilo levantó el brazo para mostrar varios cortes profundos y mordeduras. Kaspar constató que las marcas eran idénticas a las del cuerpo de Pavel.</p> <p>—¡En el burdel las ratas mataron a todo el mundo! ¡Se zamparon a todos! ¡Nam, ñam!</p> <p>—Las vi; quiero decir que vi sus cuerpos —dijo Kaspar—. Anoche estuve allí.</p> <p>—Ratas de ese tamaño son algo sobrenatural.</p> <p>—Desde luego —asintió Kaspar.</p> <p>—Rejak me había hablado de Nikolai y pensé que tal vez no estuviera tan loco como la gente creía, así que me fui a hablar con él. No está bien, nadie lo está en Lubjanko, e incluso está más loco que cuando lo metieron allí. La gente que encierran en ese edificio no es buena gente, se hacen cosas terribles los unos a los otros, pero a quién le importa, ¿eh? Hablé con Nikolai y no saqué mucho en claro, pero dijo algunas cosas que me interesaron.</p> <p>—¿Como cuáles? —dijo Kaspar, pensando en la marca triangular que había visto en el cadáver quemado de una rata.</p> <p>—Dijo que vio cosas en la alcantarilla —murmuró Chekatilo—: una caja que brillaba con luz verde, un ataúd y ratas que andaban como los hombres.</p> <p>Kaspar se rió sintiendo que se disipaba la tensión que le había atenazado los miembros. Había oído leyendas de hombres rata que supuestamente acechaban por debajo de las ciudades del Viejo Mundo y se confabulaban para destruir a los hombres, pero nunca se las había creído. ¿Qué hombre civilizado se las habría creído?</p> <p>—Yo también he oído historias de hombres rata —dijo Kaspar en tono burlón—, pero no son más que cuentos para asustar a los niños. Si te las crees, Chekatilo, demuestras ser un estúpido.</p> <p>Chekatilo echó al cazador de ratas al suelo.</p> <p>—El estúpido eres tú, hombre del Imperio —gruñó—. ¿Te crees más listo que Vassily? No sabes nada.</p> <p>Se arrodilló junto al tembloroso cazador de ratas y le levantó la camisa para mostrar el demacrado cuerpo. Inmovilizó al hombre, que se debatía.</p> <p>—¡Mira esto y dime si soy un estúpido! —dijo.</p> <p>Kaspar suspiró, se arrodilló junto al agitado Nikolai y abrió los ojos desmesuradamente al ver lo que Chekatilo señalaba. En un costado del cuerpo del cazador había una pequeña herida, poco mayor que un arañazo.</p> <p>Pero la herida supuraba: de ella emergía un delgado flujo de pus. La carne que la rodeaba tenía una rara palidez verde y, desde el corte, se extendían como radios venas necróticas del color del jade para formar una tela de araña. Kaspar había visto muchas heridas infectadas, pero sólo en una ocasión una semejante a aquélla…</p> <p>Había sido en el hombro del Caballero Pantera que había resultado alcanzado por el disparo de un misterioso y experto tirador en la Urskoy Prospekt, y que había muerto inmediatamente después a causa de la galopante infección que Sofía había sido incapaz de detener.</p> <p>—Muéstrame dónde ocurrió —dijo Kaspar.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Pjotr Ivanovich Losov, consejero jefe de la zarina de Kislev, manoseaba nerviosamente los pergaminos que tenía delante; firmaba órdenes, autorizaba promociones y fijaba fechas de proclamaciones. Pero estaba distraído y al fin dejó la pluma en el tintero y se recostó en la silla.</p> <p>Sabía que el ataque al burdel de Chekatilo no había conseguido acabar con el criminal y que Kajetan, de alguna manera, había sobrevivido al intento del asesino para impedir que lo entregaran a los Chekist. Losov advirtió que, a pesar del frío que hacía en sus aposentos privados, la piel de todo el cuerpo le brillaba a causa de la transpiración, y con una mano se frotó los ascéticos rasgos del rostro. La túnica propia de su cargo, de color escarlata y cuello redondo, estaba ribeteada con hilo de oro y adornada con piel negra y piezas de plata. Vestir aquel atuendo normalmente le daba sensación de seguridad, pero en aquel preciso momento se sentía muy vulnerable.</p> <p>¿Qué sucedería si Chekatilo y el embajador unían sus fuerzas? Ella dijo que no lo harían, que el odio que el embajador sentía por el kislevita impediría cualquier proyecto de cooperación, pero Losov no estaba seguro. Ella también estaba convencida de ser capaz de manejar los hilos necesarios para hacer bailar al embajador al son de la música que quisiera, pero Losov no pensaba que Von Velten fuera un hombre al que se pudiera manipular con tanta facilidad.</p> <p>¿Quién habría predicho que no iba a matar a Kajetan? Después del secuestro de su doctora, estaban convencidos de que, o bien Kajetan mataría al embajador y entonces los Caballeros Pantera acabarían con él, o bien Von Velten se vería obligado a matar al espadachín. En cualquier caso, el problema hubiera quedado resuelto. Pero que el embajador hubiera vuelto llevando prisionero a Kajetan les había provocado auténtico pánico.</p> <p>No obstante, parecía que su alarma había sido infundada, pues Kajetan entonces era poco más que un pobre catatónico esperando la muerte. A ella le bastaba simplemente con que Kajetan estuviera controlado, pues decía que su persistente caída en la locura aún podría resultar útil a los Dioses Oscuros.</p> <p>Si por lo menos Teugenheim no hubiera sido tan funestamente libertino y no hubiera caído en desgracia hasta el punto de tener que ser devuelto al Imperio… Aquel hombre era un estúpido, de voluntad débil y fácil de controlar, pero Von Velten era un animal de muy distinta casta y, con sus irreflexivas insensateces, había desbaratado planes urdidos durante largos años.</p> <p>Bueno, como mínimo Pavel Korovic probablemente estaba fuera de juego. El solo hecho de pensarlo le bastaba para sentir un indudable consuelo; en efecto, aquel gordo bastardo que había matado a Andrej Vilkova estaría, si todavía no había muerto, agonizando entre horribles dolores. Se preguntó si Von Velten conocía el turbio pasado de Korovic y consideró de qué manera podría hacer que eso llegara a oídos del embajador sin incriminarse él mismo.</p> <p>Sonrió al pensar que al embajador le gustaría enterarse de aquellos hechos.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Sofía estaba sentada al borde de la cama de Pavel y, como le asía la muñeca, sentía su débil pulso, apenas perceptible. Se las había ingeniado para impedir que el frío acabara con él, pero sacudió la cabeza al darse cuenta de que el corpulento hombre todavía no estaba fuera de peligro.</p> <p>El color le había vuelto a la cara, pero aún tenía fiebre alta y necesitaba descansar y tomar mucho alimento para recuperar las fuerzas. Le había suturado los cortes y mordiscos de todo el cuerpo y había dedicado la noche entera a drenarle las heridas infectadas de pus y humores dañinos, y a aplicarle ungüentos que, según confiaba, servirían para neutralizar cualquier infección que se le hubiera introducido en la sangre. En los últimos tiempos, había visto demasiadas muertes y para ella sería insoportable afrontar la pérdida de Pavel. El embajador le había pedido que cuidara de él y no estaba dispuesta a dejar de hacerlo por nada del mundo.</p> <p>Sintió que se le cerraban los párpados, vencida por un cansancio que jamás había sentido. Las últimas semanas las había pasado en una nebulosa: la pesadilla de las calles de la ciudad en las que la epidemia se había propagado asaltaba sus sueños cuando podía conseguir unas esporádicas horas de descanso.</p> <p>Ya habían muerto centenares de personas y la epidemia seguía extendiéndose. Los otros médicos se resistían a reconocer que la cuarentena y lo que llamaban medicinas resultaban ineficaces para detener la propagación de la enfermedad. La epidemia, que había empezado en los barrios más pobres de la ciudad, adyacentes a la Goromadny Prospekt, se había propagado al principio de forma altamente inhabitual, pues había aparecido en zonas de la ciudad nada cercanas al foco inicial. Aún peor, la epidemia parecía cambiar a cada día que pasaba: entre las víctimas había síntomas de doce enfermedades contagiosas distintas.</p> <p>Cuando estudiaba en Altdorf, había leído los diarios de los médicos que habían intentado luchar contra la gran epidemia que había asolado el Imperio en el siglo doce, y había aprendido las pautas según las cuales esas epidemias se expandían usualmente. Al principio la propagación en Kislev había desafiado todo lo que ella había aprendido: la enfermedad se había mostrado más bien como un viajero errático que recorriera la ciudad y había modificado los efectos que producía antes de asentarse, por fin, en un epicentro. Sólo si podían encontrar el origen y la naturaleza de la enfermedad habría esperanzas reales de derrotarla.</p> <p>Pero estaba fatigada, muy fatigada, y no podía pensar más que en lo maravilloso que sería caer dormida, acurrucada bajo unas suaves y cálidas sábanas.</p> <p>Al notar una mano sobre el hombro, Sofía pegó un grito y advirtió que se había dormido durante unos instantes. Se espabiló y sonrió al ver a Kaspar de pie junto a ella.</p> <p>—Me has asustado —dijo.</p> <p>—Lo siento; no era mi intención.</p> <p>—¿Qué hora es? —preguntó Sofía, frotándose los ojos.</p> <p>—Es de día—dijo Kaspar—. ¿Cómo está?</p> <p>Sofía se apartó de la frente un mechón de su descuidada cabellera castaño rojiza.</p> <p>—Está mejor —dijo—, pero le queda mucho para estar bien, Kaspar.</p> <p>—¿Se salvará? Dime la verdad.</p> <p>—La verdad es que no lo sé —admitió Sofía—. Trato de hacer todo lo que puedo.</p> <p>—Deberías dormir un poco —dijo Kaspar—; pareces un muerto viviente.</p> <p>—No puedo dormir—dijo Sofía en un tono más cortante del que hubiera querido—; hay demasiadas cosas que hacer. Tengo que salir. Cada día que pasa hay más contagiados por la epidemia y no parece que seamos capaces de detenerla.</p> <p>—Necesitas dormir —le urgió Kaspar—; no serás útil para nadie si debido al cansancio cometes algún error.</p> <p>—¿Y cuántos más morirán si simplemente duermo y no me ocupo de ellos? —le preguntó Sofía, pero en seguida se arrepintió de sus palabras.</p> <p>Kaspar pareció no enterarse y le puso la mano sobre el hombro. Sin pensarlo, la mujer se levantó y se la retiró.</p> <p>—Por mucho que trabajes, Sofía, no puedes salvarlos a todos.</p> <p>—Lo sé —dijo—, pero duele. Cada pérdida duele.</p> <p>—Claro, ya te entiendo —asintió Kaspar—. Sentía lo mismo cada vez que recorría la formación antes de la batalla; era consciente de que hiciera lo que hiciese muchos de mis soldados morirían. No hay nada en la tierra tan parecido a un dios como un general en el campo de batalla, Sofía. Con una palabra condenaba un hombre a lá muerte, y yo nada podía hacer para evitarlo.</p> <p>Sofía asintió con un movimiento de cabeza y al fin advirtió el práctico atuendo que vestía Kaspar: pantalón de montar liso y varias capas de chalecos acolchados. Bajo el brazo llevaba un casco pequeño y, en vez de su habitual estoque, le colgaba del cinto una punzante espada junto a sus inevitables pistolas.</p> <p>—¿Adonde vas vestido de esta manera? —preguntó ella.</p> <p>—Al subsuelo de la ciudad, a las alcantarillas.</p> <p>—¿Y para qué?</p> <p>—Creo que tal vez podamos encontrar algo que nos explique qué demonios está pasando en Kislev. Están sucediendo demasiadas cosas que no tienen el menor sentido, y es posible que allá abajo consigamos algunas respuestas.</p> <p>—¿Vas a ir con Chekatilo? Oí lo que ocurrió anoche.</p> <p>—Sí —asintió Kaspar con un gesto.</p> <p>—¿Te fías de él? Porque no deberías hacerlo.</p> <p>—No, no me fío, pero creo que tiene razón cuando dice que hay fuerzas que actúan contra nosotros y que necesitamos conocerlas mejor.</p> <p>Al percatarse de que Kaspar no iba a cambiar de postura, Sofía se limitó a bajar la cabeza.</p> <p>—Por favor, Kaspar, ten mucho cuidado —dijo sólo.</p> <p>—Lo tendré —le prometió, y se inclinó para besarla en la mejilla.</p> <p>Ninguno de los dos vio a Anastasia, que los miraba desde el vestíbulo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Rejak mantuvo el extremo de la barra de hierro terminada en punta debajo del borde de la tapa de la cloaca y la apretó hacia abajo a fin de levantar la cubierta del empedrado de la Goromadny Prospekt. Mientras se alzaba la pesada tapa de bronce, Kurt Bremen se agachó y pasó los dedos por debajo para apartarla de la abertura. Del subsuelo emergió un fuerte hedor, y Kaspar se alegró de que Sofía le hubiera dado una bufanda empapada en alcanfor al salir de la embajada.</p> <p>Cuando Bremen terminó al fin de apartar la tapa de la alcantarilla, Kaspar se cubrió la nariz y la boca con la bufanda y fijó la vista en la oscuridad del agujero.</p> <p>—Por el juramento de Sigmar, ahí abajo huele peor que un orco.</p> <p>—¿Qué te creías? Es una cloaca—se burló Rejak, mientras se sentaba y balanceaba las piernas sobre la herrumbrosa escalerilla.</p> <p>Rejak llevaba ropa de montar de cuero desteñido y un par de dagas de hoja larga envainadas al cinto; además de las armas, acarreaba una cartera de tela colgada de un hombro y, del otro, le pendían un par de linternas sordas. Bremen no le hizo caso y siguió al asesino hacia el interior de la alcantarilla mientras en el rostro se le pintaba una mueca de asco. El caballero había abandonado su armadura habitual y en su lugar llevaba un peto liso de hierro sobre un chaleco de cuero acolchado; Kaspar advirtió lo mucho que le molestaba a Kurt haber tenido que prescindir de su armadura.</p> <p>Mientras Bremen desaparecía bajo tierra, Kaspar y Chekatilo se miraron con visible incomodidad. No había el menor atisbo de simpatía entre ellos, y no era precisamente muy atractiva para ninguno de los dos la perspectiva de tener que bajar a la oscuridad del laberíntico subsuelo de Kislev con la certeza de que uno se alegraría de la muerte del otro.</p> <p>—Tú primero —dijo Kaspar.</p> <p>—El embajador es demasiado amable —gruñó Chekatilo, agachándose para meterse por la boca de la cloaca.</p> <p>El kislevita se apoyó en la escalerilla, y Kaspar temió por un momento que la anchura del gigantesco canalla no pasara por el agujero del suelo. Pero Chekatilo respiró profundamente, encogió la prodigiosa tripa y consiguió, a fuerza de apretujones, introducirse por el hueco; la cabeza del kislevita desapareció en la oscuridad, y Kaspar procedió a seguirlo.</p> <p>La negrura era absolutamente impenetrable más allá del difuso cono de luz que bajaba del mundo de arriba. Un túnel reluciente se internaba en la oscuridad hasta perderse de vista. Una vez que Kaspar se hubo separado de la escalerilla, Rejak se arrodilló al pie de la misma, sacó unas yescas e hizo saltar chispas con el pedernal; luego, sopló las yescas para avivar el fuego y encender las mechas empapadas de aceite de dos linternas.</p> <p>Le dio una a Bremen y se quedó él la otra. La luz amarillenta proyectó su cálido resplandor por los chorreantes pasadizos de la alcantarilla. Los ladrillos húmedos devolvían relucientes reflejos luminosos, que como puntas de alfiler oscilaban en la superficie de la letárgica corriente de aguas residuales que corría por el centro del túnel.</p> <p>—¿Y ahora qué? —inquirió Kurt Bremen, paseando la luz de la linterna alrededor del túnel.</p> <p>Rejak examinó el lodo que había al pie de la escalerilla.</p> <p>—¡Qué bien! —dijo—. El suelo se ha helado, por lo tanto las huellas aún estarán aquí.</p> <p>—¿Qué puedes decirnos? —preguntó Kaspar.</p> <p>—De esa dirección vienen pisadas de un hombre —afirmó Rejak, señalando hacia el norte—. Cada huella está muy separada de la siguiente, y eso quiere decir que el hombre corría hacia la escalerilla.</p> <p>—Como lo haría un hombre huyendo de ratas que caminasen como hombres —indicó Chekatilo. .; —Tal vez huía de algo, pero esperemos a ver qué encontramos antes de sacar conclusiones precipitadas —dijo Kaspar.</p> <p>Chekatilo se encogió de hombros y siguió a Rejak, que había empezado a avanzar por el túnel con la vista fija en el lodo helado del suelo. Kaspar iba detrás de Chekatilo, y Kurt Bremen cerraba la marcha.</p> <p>El techo curvado del túnel era lo bastante bajo como para obligar a Kaspar a andar agachado, y eso le hizo pensar que al día siguiente le dolería la espalda. Él suelo era duro e irregular: las huellas del cazador de ratas eran claramente visibles. Kaspar se preguntó qué podía haber pasado allá abajo para provocar el grave estado de locura del hombre que Chekatilo se había llevado con él.</p> <p>El túnel resonaba con el uniforme goteo de la humedad, el ruido de las pisadas y el sonido de la respiración. Kaspar vio que el aliento se le convertía en bruma y se estremeció en medio de aquella opresiva penumbra que las lámparas apenas podían disipar. Pese a la bufanda que le cubría la boca y la nariz, el hedor que desprendían las oscuras aguas que corrían junto a ellos era horrendo.</p> <p>Los cuatro hombres avanzaban despacio por el curvado túnel de ladrillo. Rejak se detenía de vez en cuando para observar con mayor atención una pisada en el barro helado. Kaspar empezaba a lamentar la decisión de haber bajado a las cloacas. «Aquí abajo, en las cloacas, no hay nada más que hedor y frío», se decía.</p> <p>Se quitó la bufanda de la cara e hizo una mueca de asco al recibir el hedor de la cloaca directamente en el rostro. Había decidido detener la insensata expedición, pero entonces oyó la voz de Rejak, magnificada por la débil luz del túnel.</p> <p>—Pasa algo extraño.</p> <p>—¿Qué es? —preguntó Kaspar.</p> <p>—Mira —dijo Rejak mientras señalaba un gran agujero negro en el muro.</p> <p>Debajo del agujero se amontonaban desordenadamente cascotes, ladrillos y lodo en el saliente que corría a lo largo de las aguas fecales.</p> <p>—Ladrillos y piedras, ¿qué tienen de particular? —dijo Kaspar.</p> <p>—¿No lo ves? —dijo Rejak—. Los ladrillos han sido golpeados por detrás y han caído en el interior del túnel. Alguien rompió el muro y lo perforó hacia aquí.</p> <p>—¿Por qué razón alguien iba a perforar un túnel hacia la alcantarilla? —preguntó Kurt Bremen.</p> <p>—Quizá porque no podía circular por las calles —sugirió Chekatilo.</p> <p>Kaspar se arrodilló junto a los restos mientras Rejak dirigía la luz de la linterna hacia el interior del agujero de la pared. El túnel era ancho y alto, de varios metros de diámetro, y se perdía en la oscuridad. Kaspar, de repente, tuvo la impresión de que aquel pasadizo conducía a algún lugar de terribles pesadillas.</p> <p>Rejak se le acercó.</p> <p>—Más huellas —le dijo—. Hay dos conjuntos, son más pequeñas y no son humanas.</p> <p>—¿No son humanas?</p> <p>—No, mira. Estas pisadas corresponden a unos pies descalzos de sólo cuatro dedos. Dos conjuntos de garras salen del túnel, pero sólo uno de ellos regresa.</p> <p>—¿Qué seres habrán dejado estas huellas?</p> <p>Rejak se encogió de hombros mientras pasaba los dedos por los bordes de las pisadas.</p> <p>—Lo ignoro, pero quienesquiera que fuesen, transportaban algo pesado entre los dos. Las huellas que salen del túnel se hunden mucho en el barro, pero las que vuelven a él no son tan profundas.</p> <p>Kaspar no apreciaba diferencias de grosor entre las huellas que iban y las que regresaban, pero confiaba en que Rejak sabía de lo que estaba hablando. El asesino se puso en marcha para seguir las pisadas; la rodilla de Kaspar empezaba a dolerle después de tanto rato de estar agachado, pero cuando se dispuso a levantarse, vio el cadáver congelado de una rata enorme parcialmente enterrada en los cascotes.</p> <p>—Espera un momento —dijo Kaspar.</p> <p>Levantó ladrillos rotos de encima de la rata muerta y liberó de cascotes el rígido y helado cuerpo. Tenía la columna vertebral partida, presumiblemente a causa del hundimiento de la pared del túnel, y en torno a las mandíbulas se veía un hilillo de sangre helada.</p> <p>—¿Has encontrado algo? —preguntó Chekatilo.</p> <p>—Es posible —dijo Kaspar—. Kurt, acércame la lámpara.</p> <p>Bremen se situó de pie detrás de Kaspar y aproximó la linterna a la rata muerta. Kaspar dio la vuelta al peludo cuerpo del animal y no se sorprendió al ver una marca, un distintivo triangular, impreso en el lomo.</p> <p>—¿Qué es esto? —inquirió Chekatilo— ¿Una cicatriz?</p> <p>Kaspar negó agitando la cabeza.</p> <p>—No, no lo creo. He visto esta misma marca en una rata que encontré entre los restos de tu burdel. Si no me equivoco, se trata de un distintivo o de algo por el estilo.</p> <p>Chekatilo asintió mientras Kaspar soltaba la rata.</p> <p>—¿Aún sigues pensando que se trata de la errática obra de un estúpido?</p> <p>—En estos precisos momentos no sé muy bien qué pensar —confesó Kaspar mientras se ponía en pie y frotaba los guantes con los ladrillos; tocar la rata había hecho que se sintiera sucio.</p> <p>Reemprendieron la marcha una vez más por el túnel, que formaba una curva y no tardaba en desembocar en una sala de techo abovedado y cúpula, y en el centro, un amplio depósito de murmurantes aguas fecales. Las suaves losetas esmaltadas del techo reverberaban la luz de las lámparas por el resonante espacio, de forma que Kaspar podía ver los tubos sumergidos de las aguas residuales a corta distancia de la superficie. Un saliente circular de casi dos metros de anchura recorría el perímetro de la sala. Kaspar admiró el nivel de conocimientos de ingeniería que demostraba la construcción de aquellos túneles y se sintió orgulloso de que hubiera sido un compatriota quien los hubiese diseñado.</p> <p>El grupo recorrió el contorno de la sala. Rejak siguió las huellas hasta un punto del extremo opuesto. Allí se detuvo y se arrodilló para examinar mejor una mancha del suelo, en un lugar en el que convergían una serie de huellas distintas.</p> <p>—Necesitamos más luz —dijo Kurt Bremen, escrutando las huellas.</p> <p>—No hay problema —contestó Rejak.</p> <p>Abrió la tintineante cartera de tela que llevaba y sacó finas tiras de madera con las puntas estrechamente envueltas en trapos. Kaspar percibió el olor acre de la boquilla de la lámpara de aceite en contacto con el trapo en el momento en que cogió la antorcha de Rejak y la encendió con la llama de la lámpara de Bremen.</p> <p>Llamas parpadeantes iluminaron la sala, y Kaspar se tranquilizó un tanto por el simple hecho de disponer de buena luz en aquella oscuridad. Rejak fijó de nuevo la atención en las huellas mientras los demás encendían las últimas antorchas.</p> <p>—Encontraron a alguien. Dos personas —dijo—. Un hombre y una mujer.</p> <p>—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kaspar, para quien las huellas eran poco más que un conjunto confuso de marcas en el barro que podían significar cualquier cosa.</p> <p>—Los pies de mujer son mucho más pequeños y dejan marcas menos profundas que las de un hombre, y además ésta calzaba zapatos de mujer —le explicó Rejak—. Llevaban algún tipo de carro, ¿no ves?</p> <p>Eso por lo menos Kaspar sí podía deducirlo de las huellas: surcos paralelos en la porquería helada corrían hacia una abertura en forma de arco de la pared de la sala. Después del arco, un túnel de ladrillo dibujaba una curva y se perdía en la oscuridad, pero a pesar de la antorcha, Kaspar no podía ver nada más allá de unos pocos metros.</p> <p>—¿Por qué querrá alguien un carro en una alcantarilla? —se preguntó.</p> <p>—Fuera lo que fuese lo que transportaban los que irrumpieron en el túnel, tenían que llevarlo en el carro. Tal vez fuera el ataúd del que Nikolai nos habló —dijo Chekatilo—. Esto explicaría que las pisadas que regresan al túnel no sean tan profundas; quizá lo trajeron hasta aquí, pero no se fueron con él.</p> <p>—Pero ¿para quién lo trajeron? —se preguntó Kaspar.</p> <p>Bremen se acercó al arco y dirigió la luz de la linterna hacia el interior del túnel. Se inclinó para examinar los surcos dejados por el carro.</p> <p>—El carro que utilizaron tenía el borde exterior de una de las ruedas del lado izquierdo en mal estado —dijo—. Mira. ¿Lo ves? A cada vuelta deja una "uve" marcada en el barro.</p> <p>—Vaya que sí —dijo Rejak, asintiendo con la cabeza.</p> <p>Kaspar sentía escalofríos; el frío, la oscuridad y la humedad de las alcantarillas empezaban a afectarlo. Se acercó la antorcha al cuerpo para aprovechar su calor y paseó la vista alrededor de la cámara mientras Rejak y Bremen trataban de extraer más secretos de las huellas.</p> <p>—¿Lo ves, hombre del Imperio? Vassily te lo dijo: continuar significará encontrar más cosas de las que sabemos —le recordó Chekatilo, que se le acercó y se puso a su lado, al borde del ondulante depósito que ocupaba la cámara.</p> <p>En el agua se veían oscilar formas oscuras; Kaspar apartó la vista, convencido de que no quería ver nada más que fuera arrastrado por la cloaca.</p> <p>—Que hayas tenido razón y hayamos encontrado algo aquí abajo no nos convierte en amigos, Chekatilo. Todavía tenemos que pasar cuentas.</p> <p>—Lo sé, hombre del Imperio —le prometió Chekatilo; las llamas de la antorcha hacían danzar los rasgos de su rostro—. Hay que pagar las deudas.</p> <p>—¿De qué estás hablando?</p> <p>—¿Quién crees que te consiguió el mapa de los territorios de los boyardos que te permitieron atrapar a Sasha Kajetan? —le preguntó Chekatilo—. ¿Crees que Rejak se lo encontró en la calle y se le ocurrió dártelo? Te hice ese favor y no tardaré en pedir que me lo devuelvas.</p> <p>—Sabía que habías sido tú el que me había proporcionado el mapa —admitió Kaspar—, pero nunca he entendido cómo averiguaste que lo necesitaba.</p> <p>Chekatilo soltó una carcajada.</p> <p>—Agradéceselo al tonto de tu amigo Korovic.</p> <p>—¿Pavel? ¿Por qué?</p> <p>—Vino a verme y me dijo que habías recurrido al reptil de Losov. Dijo también que necesitabas encontrar en seguida las tierras del boyardo Kajetan, pero que Losov te había echado de su despacho.</p> <p>—No se creyó que Sasha fuera el Carnicero —le explicó Kaspar.</p> <p>—Pavel me suplicó que te ayudara; dijo que, si lo hacía, estarías en deuda conmigo.</p> <p>Kaspar apretó las mandíbulas y sacudió la cabeza ante la estupidez de Pavel. Esa conducta era típica de él: hacer lo que creía que era mejor, pero dejar que otro pagara el precio de sus importantes actos. Y estar en deuda con un hombre de la catadura de Chekatilo… ¿Quién podía saber lo que pediría a cambio de la ayuda prestada?</p> <p>Pero por desacertado que Pavel hubiera estado, Kaspar era consciente de que sin el mapa que Chekatilo le había facilitado no podrían haber entregado a Sasha Kajetan a la justicia.</p> <p>Antes de que Kaspar tuviera tiempo de preguntar el precio que Chekatilo pensaba pedirle, oyó un débil ruido de arañazos, casi imperceptible y apenas audible por el rumor de la alcantarilla. Miró a Rejak y a Bremen por encima del hombro; ambos habían cruzado el arco y se habían internado por el pasadizo para analizar las huellas del carro, pero no parecía que hubiesen advertido el ruido.</p> <p>Se dio la vuelta y vio que las formas oscuras que antes había advertido en el agua eran arrastradas por la corriente hacia donde estaban, al borde del depósito; notó que se le ponía la carne de gallina desde la base del espinazo hacia arriba. Casi inmediatamente vio que la corriente de agua fluía hacia el exterior de la cámara y que las formas oscuras se movían en dirección contraria.</p> <p>Asimismo el ruido de arañazos iba en aumento; estaba seguro.</p> <p>—Tenemos que salir de aquí —dijo—; ahora mismo.</p> <p>Cheleadlo lo miró con expresión de asombro, siguió la dirección de su mirada y, cuando se dio cuenta de lo que el embajador estaba viendo, abrió los ojos desmesuradamente.</p> <p>—Por la sangre de Ursun —siseó. Apartándose del borde, gritó—: ¡Rejak!</p> <p>Kaspar retrocedió al mismo tiempo y desenvainó la espada en el preciso momento en que el ruido de arañazos aumentaba de volumen y centenares de enormes ratas de piel negra irrumpían en la cámara desde casi todos los pasadizos o trepando desde el agua. Sus afilados colmillos estaban listos para atacar.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Sasha Kajetan se destrozaba los vendajes y gritaba con voz ronca. Sentía en la mente los arañazos y la presencia de las garras de aquellos seres, cuya sangre manchada por el Caos invocaba a su contaminado fluido vital. Percibía el hambre y la malicia de aquellos seres como algo físico que resonaba en su yo auténtico y lo llenaba con oscuros pensamientos sobre asesinatos y desórdenes.</p> <p>Era consciente de que no podría resistir mucho tiempo el estrujamiento que sufría a manos del yo auténtico y que todo lo que antes hubo de humano en él se lo tragaría su letal locura.</p> <p>La puerta de la celda se abrió y el encapuchado carcelero entró con la porra en alto.</p> <p>—Ya es hora de que cierres el pico, bastardo asesino.</p> <p>—No lo comprendes —gritó Kajetan—. ¡Esta noche la muerte ronda por ahí fuera! ¡No puedo permanecer aquí!</p> <p>—¡Quieto, he dicho! —bramó el carcelero, y con la suela de su bota claveteada aplastó la cara de Kajetan.</p> <p>La cabeza del espadachín chocó contra la pared y de su boca manó sangre y saltaron dientes.</p> <p>—¡Por favor! —gimió Kajetan, escupiendo una gruesa flema de saliva sanguinolenta.</p> <p>Consiguió ponerse en pie y tuvo una última y fugaz imagen de la porra del carcelero. Un instante después recibía un tremendo porrazo en el cráneo y perdía el conocimiento.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Cuando las ratas irrumpieron en la cámara, Kaspar desenvainó la espada; el miedo le provocó una considerable descarga de adrenalina en el cuerpo. Las ratas nadadoras agitaban la superficie del agua y, mientras corrían hacia sus presas, el pelo se les erizaba y les brillaba a la luz de las lámparas.</p> <p>—Por el martillo de Sigmar —siseó Kurt Bremen, desenvainando la espada y apresurándose a situarse junto a Kaspar.</p> <p>Chekatilo y Rejak retrocedieron a toda prisa desde el pasadizo en el que los surcos del carro desaparecían, cuando oyeron el frenético arañar de centenares de garras y los escalofriantes chillidos de más ratas que provenían de sus oscuras profundidades.</p> <p>Kaspar mantenía la espada y la antorcha ante él, preparado para defenderse, pero las ratas parecían limitarse a vigilarlo, a la espera de incrementar sus efectivos antes de aproximarse para matarlo.</p> <p>—¿Por qué no atacan? —murmuró Kaspar, como si el simple hecho de hablar en voz alta pudiera desencadenar la embestida.</p> <p>—No lo sé —dijo Chekatilo.</p> <p>Entretanto, algo pálido e hinchado se movía lentamente en medio de la masa ondulante de alimañas, que se iban apartando para dejarle paso. Cuando emergió de entre la aglomeración de ratas, Kaspar vio con repugnancia que era una gran rata de pelo albino, largos y gruesos colmillos y vientre hinchado. La rata levantó la vista para mirarlos y siseó, mientras la luz de las lámparas destacaba diminutos puntos de color rojo en sus ojos entrecerrados.</p> <p>La rata los miraba fijamente, y a Kaspar le impresionó la espantosa inteligencia que vio en su mirada; se dio cuenta de que, de alguna manera, el animal los estaba evaluando. Retorcía su puntiagudo morro, husmeando el aire. Kaspar oyó un ruido de vidrios entrechocando detrás de él y lanzó un rápido vistazo por encima del hombro. Era Rejak, que una vez más rebuscaba en su cartera de tela; sacó un puñado de frasquitos de vidrio llenos de un líquido translúcido.</p> <p>—¿Qué haces? —siseó Kaspar.</p> <p>Rejak levantó la vista y sonrió burlonamente.</p> <p>—Después de que las ratas atacaran el burdel, decidí que, si volvía a enfrentarme con esos animales, estaría preparado.</p> <p>Kaspar se mordió el labio nerviosamente sin saber muy bien lo que Rejak quería decir, pero no hizo comentario alguno y se limitó a observar a la monstruosa rata blanca, que ladeaba la cabeza como si escuchara un ruido que sólo ella era capaz de percibir.</p> <p>—Cuando grite «corred», tenéis que correr como si os persiguieran todos los demonios del Caos. Por donde hemos venido, ¿lo entendéis? —dijo Rejak.</p> <p>La rata blanca volvió a sisear y las otras se lanzaron hacia adelante en denso y bullicioso amasijo; Rejak arrojó con fuerza los frascos de líquido a los ejemplares más cercanos. Mientras los frascos se rompían, Chekatilo lanzó violentamente la antorcha y grandes llamaradas se extendieron en medio de los roedores, que chillaron y trataron de escapar de los óleos ardientes. Las ratas atrapadas por el fuego chirriaron y rodaron con el dolor de la agonía.</p> <p>—¡Corred! —gritó Rejak, que se lanzó a la carrera por el espacio que había abierto en la masa de ratas y saltó por encima de las llamas.</p> <p>Kaspar echó a correr tras el asesino blandiendo la espada contra un roedor que se abalanzaba hacia él con los colmillos preparados. La hoja alcanzó el cuerpo del animal y lo derribó, mientras el embajador brincaba para salvarse del fuego provocado por los frascos de Rejak.</p> <p>Cayó mal y se dañó la rodilla; sin embargo, se las apañó para mantenerse en pie. Chekatilo y Bremen corrían tras él perseguidos por el enjambre de alimañas.</p> <p>Kaspar oyó cómo otro frasquito se hacía añicos delante de él.</p> <p>—¡Embajador! ¡Date prisa! —le gritó Chekatilo.</p> <p>Kaspar penetró en el túnel por el que habían venido, pero a cada paso que daba la rodilla le dolía más y las molestias se le propagaban por toda la pierna. Adelantó a Rejak, que había encendido otra antorcha mientras una bulliciosa masa de ratas penetraba en el túnel tras ellos. Después de una nueva ráfaga de fuego, el túnel se iluminó de repente con danzarinas llamas. Morían más ratas, pero incontables alimañas obviaban el fuego echándose a las aguas residuales y nadando hasta superar la ígnea barrera.</p> <p>—¡De prisa! —gritó Rejak—. Las llamas nos darán un cierto margen, pero no mucho.</p> <p>Chekatilo corría con rapidez, habida cuenta de su corpulencia, y adelantó a Kaspar, al que la rodilla le ardía de dolor. El embajador aflojó la marcha y se dio cuenta de que no podría continuar mucho tiempo más. Oía el clic, clic, clic de las garras que lo perseguían y se obligó a seguir adelante, luchando para sobreponerse al dolor de la rodilla.</p> <p>Kurt Bremen lo ayudó, pero las ratas avanzaban con tenacidad y velocidad increíbles. Sus chillidos eran ensordecedores y se veían magnificados por el agua y por los estrechos confines del túnel. Kaspar oyó un fuerte chirrido, demasiado cercano, y notó que algo de considerable peso se le posaba sobre la espalda. Tropezó, se inclinó hacia adelante y sólo la mano de Bremen impidió que se estrellara contra el suelo.</p> <p>Se retorció violentamente y aplastó su espalda contra el muro del túnel en un desesperado intento de quitarse la rata de encima. Oyó cómo la alimaña chirriaba de dolor, y luego fue él quien pegó un chillido al sentir cómo los dientes de la rata, afilados como una cuchilla de afeitar, se le clavaban en el cuello. Las poderosas mandíbulas del roedor volvieron a morderlo, pero entonces Kurt Bremen le hizo darse la vuelta y partió la rata en dos con un golpe de su larga espada.</p> <p>A pesar de la horrible situación en la que se encontraba, Kaspar quedó asombrado ante el preciso golpe de esgrima de Kurt Bremen y se forzó a seguir apretándose con una mano la sangrante herida del cuello. El Caballero Pantera iba tras él, corriendo de espaldas, despacio y vigilante por si alguna otra rata había evitado la barrera de llamas. Kaspar tenía los dedos manchados con la sangre de la herida del cuello, pero advirtió que por fortuna la rata no le había seccionado la arteria principal.</p> <p>El embajador continuó corriendo por puro instinto, siguiendo la oscilante luz de la lámpara de Rejak que brillaba delante como un faro. No sabía cuánto tardarían en llegar a lugar seguro, pero rezaba para que fuera pronto.</p> <p>Oyó que Kurt Bremen gritaba de dolor y se volvió. Vio que el caballero peleaba con cuatro ratas mordedoras y asesinas; tres hincaban sus garras en las piernas del caballero y otra le hundía sus largos incisivos en el metal del peto. Movió la linterna y apuñaló con la espada, pero las ratas eran demasiado rápidas y conseguían apartarse del arma en el último momento.</p> <p>Kaspar empuñó las pistolas y se apoyó en la pared del túnel para estar mejor equilibrado y no dar al esforzado caballero. El primer disparo destrozó a la rata que arañaba el peto de Bremen; el segundo arrojó a otra a las aguas fecales. Las ratas detuvieron el ataque, asustadas por el súbito ruido, y el caballero no les dio la menor oportunidad de recuperarse: aplastó a una y ensartó a la otra con la espada.</p> <p>—Buenos disparos —dijo entre jadeos, y cojeando, siguió corriendo tan rápidamente como pudo por el túnel.</p> <p>Al otro lado de la zona iluminada por la linterna, Kaspar distinguió una avalancha de cuerpos de piel negra que avanzaba hacia ellos y se dio cuenta de que la disuasoria barrera de Rejak finalmente se había esfumado.</p> <p>Se enfundó las pistolas bruscamente y continuó adelante junto a Bremen mientras oía cómo el ruido de garras y el castañeteo de afilados dientes iba resonando cada vez más y más fuerte. Tomaron una curva del túnel.</p> <p>—¡Allí! —gritó Kaspar.</p> <p>Había visto el cono de luz diurna que bajaba desde la boca de la alcantarilla de la Goromadny Prospekt. No se veía a Chekatilo por ningún lado, pero Rejak estaba al pie de la escalerilla.</p> <p>—¡Daos prisa! —les gritó Rejak, y Kaspar nunca había tenido tantas ganas de pegarle como en aquel momento.</p> <p>Llegó a la escalerilla con el pecho agitado y un terrible dolor en la rodilla, pero empezó a trepar velozmente hacia la luz y la salvación. Apretaba los dientes para vencer el dolor y sentía el pulso en la sangre que le manaba de la herida del cuello.</p> <p>Cuando llegó a la parte superior de la escalerilla, las grandes manazas de Chekatilo lo ayudaron a salir a la superficie. Inspiró una profunda bocanada de aire fresco, como un náufrago al romper la superficie del agua del océano, y rodó para apartarse de la boca de la alcantarilla. La nieve le empapó la ropa en pocos segundos y sintió que el frío glacial le helaba los huesos, pero estaba demasiado contento de estar fuera de las cloacas para que aquello lo preocupara.</p> <p>Inmediatamente, Rejak subió tras él, puso la mano en el borde, salió de un salto por la abertura y se apresuró a coger la tapadera de bronce de la alcantarilla. Después salió Kurt Bremen, que sangraba por una veintena de mordeduras.</p> <p>—¡De prisa! —gritó—. ¡Que Sigmar me ayude! Están subiendo por la escalerilla!</p> <p>A trompicones se acercó a Rejak y lo ayudó a arrastrar la cubierta para tapar la entrada a las cloacas.</p> <p>Entre los dos consiguieron colocarla en el lugar adecuado. Al caer produjo un gran estruendo, y los dos hombres se echaron hacia atrás, exhaustos por el miedo.</p> <p>Los cuatro se alejaron de la entrada de la alcantarilla con las armas preparadas, pero cualquiera que fuese la inteligencia de pesadilla que tuvieran las ratas no sería suficiente para atravesar una gruesa tapa de bronce. Transcurrieron largos y silenciosos instantes hasta que los cuatro hombres exhalaron un unánime suspiro y gradualmente fueron bajando las armas.</p> <p>—Odio las ratas —dijo Kaspar al fin, y se apoyó en Kurt Bremen, pues el dolor de la rodilla y del cuello le volvía con renovada ferocidad.</p> <p>Kurt Bremen soportaba el peso de Kaspar, aunque también él tenía serias heridas.</p> <p>—Volvamos a la embajada —dijo el caballero—. Y que <i>madame</i> Valencik examine esa mordedura y te aplique hielo en la rodilla.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza.</p> <p>—Chekatilo, ¿dónde se encuentra ese cazador de ratas que llevaste a la embajada? —preguntó.</p> <p>—De nuevo en el Lubjanko —dijo Chekatilo—; es el mejor lugar para él.</p> <p>—Reúnete allí con nosotros dentro de dos horas; necesito hablar con ese hombre.</p> <p>—¿Para qué?</p> <p>—Quiero saber si vio quién estaba en la alcantarilla —dijo Kaspar—. Tal vez sea la única manera de averiguar qué demonios está pasando aquí, y necesito que me hagas de intérprete.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 5</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Con la ayuda de Kurt Bremen, Kaspar consiguió volver a la embajada aunque, cuando cruzaron la verja de hierro del patio, su rodilla ardía de dolor. Los guardias de la embajada ayudaron al caballero a transportar al embajador al interior del edificio y llamaron a <i>madame</i> Valencik mientras lo subían a la sala de visitas.</p> <p>Sofía acudió corriendo, mientras los guardias lo tumbaban en un largo sofá. La doctora se recogió la larga cabellera en una cola de caballo y se frotó los ojos enrojecidos. A pesar del dolor de la rodilla y del mordisco del cuello, Kaspar quedó impresionado por el aspecto fatigado de Sofía.</p> <p>La mujer se arrodilló a su lado, mientras Kurt Bremen le quitaba la bota con mucho cuidado y lentamente le arrollaba hacia arriba la pernera del pantalón. Les llevaron una palangana de agua y toallas, y Sofía procedió a limpiarle la herida del cuello.</p> <p>—Eres un viejo estúpido e insensato —dijo mientras le lavaba el corte con agua—. Ésa no es la forma de comportarse que corresponde a un hombre de tu edad.</p> <p>—Estoy empezando a creer que tienes razón… —siseó él mientras ella se desplazaba para tantearle la parte frontal de la rodilla, hinchada por el golpe.</p> <p>—Como si un hombre de tu condición tuviera que correr por las alcantarillas… —dijo sacudiendo la cabeza.</p> <p>Hizo señas a uno de los guardias de la embajada y le pidió que le llevara hielo envuelto en una toalla.</p> <p>—Vuelve la cabeza —dijo mirando de nuevo a Kaspar—. Bueno, dime, ¿qué ocurrió?</p> <p>—Salté, pero caí mal.</p> <p>—No, quiero decir en el cuello.</p> <p>—Me mordió una rata, una rata enorme.</p> <p>Sofía asintió con la cabeza, sacó de la cartera un tarro de cristal lleno de una oleosa crema blanca y cogió un poco con los dedos. Kaspar percibió el fuerte olor e hizo una mueca de desagrado, mientras ella le untaba generosamente la mordedura del cuello.</p> <p>—¿Qué es esto? Huele que apesta.</p> <p>—Alcanfor mezclado con cera blanca y aceite de ricino —le explicó Sofía—. Va bien contra cualquiera de las infecciones que se pueden contagiar por mordedura de rata y tiene un cierto efecto anestésico sobre la zona.</p> <p>Una vez que hubo limpiado la mordedura, le aplicó una venda doblada y la aseguró con otra, que le pasó en torno al cuello y le ató bajo la nuca.</p> <p>Kaspar gruñó de dolor cuando la mujer empezó a masajearle la rodilla hundiendo profundamente los dedos en los músculos y presionando los ligamentos internos. El guardia a quien había enviado a buscar hielo regresó, y la doctora aplicó el helado amasijo envuelto en una toalla sobre la rodilla de Kaspar.</p> <p>—Esperemos que el frío te disminuya la hinchazón —dijo Sofía, y se separó del embajador para ocuparse de las heridas sufridas por Kurt Bremen.</p> <p>—¡Por Sigmar, eso espero! —exclamó Kaspar.</p> <p>—¿Y encontraste algo? —preguntó Sofía sin volverse—. Por lo menos, ¿ha valido la pena haber tenido tantos problemas allá abajo?</p> <p>—Sí, Kaspar; dinos si has encontrado algo —insistió Anastasia, que acababa de aparecer en la entrada de la sala de visitas con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabellera oscura recogida en un austero moño redondo.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza, cauteloso ante el tono burlón que percibió en la voz de Anastasia.</p> <p>—Eso creo, sí —respondió—: huellas y ratas. Centenares de ratas.</p> <p>—¿Huellas de qué?</p> <p>—A juzgar por su aspecto, eran de personas y de un carro. Creo que alguien había perforado un túnel en las alcantarillas para entregar algo a otra persona. El cazador de ratas que Chekatilo encontró en el Lubjanko dijo que vio gente y un ataúd, pero ignoro hasta qué punto es un testimonio fiable.</p> <p>—Si viene de parte de Chekatilo, yo diría que es muy poco fiable —le espetó Anastasia.</p> <p>—No estoy tan seguro —dijo Kaspar, molesto porque una vez más Anastasia rechazaba sus teorías con excesiva rapidez—. No creo que se haya inventado esas cosas.</p> <p>—Anoche dijiste que ese hombre estaba loco —intervino Anastasia—. ¿No comentaste que habló de ratas que andaban como hombres? En serio, ¿has oído hablar alguna vez de algo tan ridículo?</p> <p>—En las profundidades de los bosques y en el lejano norte, hay bestias que caminan a dos patas —puntualizó Sofía—. Tal vez lo que vio era uno de esos monstruos.</p> <p>—¡Oh, no irás a tomar partido por él!, ¿verdad? —dijo Anastasia en tono desdeñoso.</p> <p>—¿Qué quieres decir? —preguntó Sofía.</p> <p>—Lo sabes muy bien. No creas que no me he dado cuenta de cómo lo halagas. Sé perfectamente lo que quieres.</p> <p>Kaspar advirtió que el enfrentamiento se estaba descontrolando.</p> <p>—Admito que suena a inverosímil —dijo—, pero estoy convencido de que ese hombre vio algo allá abajo. Y tan pronto como mengüe la hinchazón de mi rodilla, iré al Lubjanko y averiguaré la verdad.</p> <p>—Será una visita inútil —dijo Anastasia.</p> <p>—Quizá —le espetó Kaspar—, pero voy a ir de todos modos.</p> <p>—No puedo creer que confíes en Chekatilo —insistió Anastasia, que sacudió la cabeza para expresar su incredulidad—; después de todo lo que ha sucedido estás más de su parte que de la mía.</p> <p>—¿Partes? Pero, mujer, ¿de qué hablas? Esto no es un asunto de partes, se trata de ir al fondo de lo que está pasando en esta maldita ciudad durante los últimos meses.</p> <p>—En tal caso, ¡creo que eres un tonto ingenuo, Kaspar! —gritó Anastasia—. ¡Creo que te estás dejando engañar por un gordo rufián que lo único que quiere es aprovecharse de tu estupidez!</p> <p>Kaspar apretó los labios de enojo. No estaba acostumbrado a que le hablaran en aquel tono y sintió que empezaba a ponerse nervioso.</p> <p>—¡Maldita sea, Ana! ¿Por qué tienes que ridiculizar siempre lo que pienso? —gritó Kaspar—. Tengo muchos defectos, pero me siento orgulloso de que la estupidez no se cuente entre ellos. Chekatilo está implicado en esto, sí, pero no creo que sea el instigador de lo que está ocurriendo. En Kislev, hay una conspiración en marcha y me he propuesto llegar hasta el fondo de la misma.</p> <p>—Pues lo tendrás que hacer solo —dijo Anastasia, y girando sobre sus talones, salió precipitadamente de la sala.</p> <p>Se hizo un tenso silencio y Kaspar sintió que todas las miradas se posaban en él.</p> <p>—Que nadie diga una palabra —advirtió con todo el enojo acumulado.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">El Lubjanko tenía un aspecto tan severo y siniestro como Kaspar recordaba: los muros altos y coronados de pinchos y las fachadas sin ventanas ahuyentaban a los que osaban acercarse. Columnas de humo ascendían lentamente hacia el cielo desde detrás del edificio, pero ni siquiera el calor generado por las piras de los muertos era suficiente para atraer a la masa de refugiados de Kislev. Nadie se había situado junto al tenebroso edificio.</p> <p>El Lubjanko era entonces el hogar de muchas de las víctimas de la epidemia, y las salas inferiores del antiguo hospital estaban destinadas al tráfico de la muerte. Los gemidos de los moribundos y de los enfermos resonaban entre las oscuras paredes, como si fuera el mismísimo edificio el que estuviera sollozando.</p> <p>Kaspar y Bremen cabalgaban en dirección al Lubjanko; las pisadas de los caballos se hundían profundamente en la gruesa capa de nieve virgen, una prueba más de que nadie se acercaba por allí. Desde que habían salido de la embajada Kaspar no había dicho nada, enojado aún por el enfrentamiento ocurrido en la sala de visitas. Anastasia lo había enfurecido, y a pesar de las muchas cosas que había disfrutado con ella, el embajador era consciente de que en esa ocasión no habría reconciliación posible. Su instinto le decía que en Kislev los acontecimientos se estaban acercando rápidamente a un punto crítico y no podía distraerse con los que no se tomaban en serio lo que él pensaba.</p> <p>Después de que Anastasia se hubiera ido, había resistido otra hora con hielo en la rodilla, hasta que la hinchazón había disminuido tanto que había podido apoyar de nuevo el peso de todo el cuerpo. Se había cambiado la ropa que llevaba por otra limpia y seca, y cogido otra vez las armas.</p> <p>Sofía le había advertido que tenía que descansar un poco más antes de ir al Lubjanko, pero al ver la determinación de Kaspar, había optado por aplicarle una compresa fría a la rodilla y por hacer que prometiera que tendría mucho cuidado. En atención al consejo de Sofía, el embajador había decidido hacer el trayecto a caballo, aunque incluso montado en la silla seguía sintiendo un agudo dolor en la articulación.</p> <p>Ante la verja del Lubjanko había kossars con brazaletes negros y mascarillas de gasa; no había puertas, lo cual simbolizaba el propósito inicial que había tenido el edificio: cuidar de todos los que penetraban en el interior de sus muros. Los guardias permitieron que el embajador pasara sin comentario alguno, apoyados en los mangos de sus largas hachas y agrupados en torno a braseros encendidos.</p> <p>—Es un lugar terrible —comentó Kurt Bremen, levantando la vista hacia las desnudas paredes.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza y se volvió en la silla al oír unas pisadas. Chekatilo y Rejak se le acercaron; envueltos en pieles, avanzaban con visible dificultad por la nieve profunda.</p> <p>—Me alegro de verte, embajador —dijo Chekatilo—. ¿Ya estás lo bastante recuperado?</p> <p>—Sí, bastante —asintió Kaspar—. Entremos. No tengo ganas de permanecer en este lugar horrible ni un segundo más de lo necesario.</p> <p>Chekatilo asintió con la cabeza y se acercó a la pesada puerta que conducía al interior del edificio. Dos estatuas gemelas de Shallya flanqueaban la puerta que, labrada en la parte superior, mostraba la versión kislevita de una de sus plegarias. Kaspar y Bremen desmontaron y ataron los caballos a la barra horizontal situada a tal efecto junto a la puerta.</p> <p>—¿Le pido a uno de los soldados que nos vigile las monturas? —preguntó Bremen.</p> <p>Kaspar sacudió la cabeza.</p> <p>—No, no creo que sea necesario. Aunque la comida escasea, tengo la impresión de que pocos ladrones de caballos correrían el riesgo de acercarse a este lugar tan sórdido.</p> <p>Bremen se encogió de hombros, y Chekatilo golpeó la puerta. Los cuatro hombres se reunieron al pie de los helados escalones. A Kaspar le dolía la rodilla, pero lo podía soportar, aunque sentía que el frío le penetraba en los huesos mientras esperaban que alguien respondiera a su llamada.</p> <p>—¡Maldita sea! —dijo al fin, y empujó la puerta para abrirla, cansado de esperar.</p> <p>Kaspar penetró en el penumbroso recinto del Lubjanko: la sala, cubierta con grandes losas de piedra, estaba desierta y helada. A la izquierda había una serie de anchos escalones, y una puerta de doble hoja, señalada con una cruz blanca pintada, conducía al interior de la planta baja.</p> <p>—¿Dónde encontraremos a ese cazador de ratas, Chekatilo? —preguntó.</p> <p>—Arriba; la cruz blanca significa que las salas de abajo están reservadas para los que no tardarán en morir a causa de la epidemia. Los tienen en la planta baja porque así les cuesta menos llevarlos a la pira.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza y empezó a subir por la escalera —a cada paso sentía un agudo dolor en la rodilla—, seguido de cerca por Bremen, Chekatilo y Rejak, que se daban perfecta cuenta de su mal humor. El hueco de la escalera estaba iluminado por una luz oscilante; la escalera daba varias vueltas antes de desembocar en el rellano de la primera planta. Allí, detrás de una puerta cercana, oyeron gritos, toses secas y sollozos. Kaspar la empujó para abrirla mientras Chekatilo asentía con la cabeza.</p> <p>La amplia sala parecía abarcar toda la anchura del edificio; a lo largo de las paredes, había literas de madera sobre las que estaban tumbados los infortunados y desesperados enfermos en distintos estados de demencia y catatonía. El escaso espacio libre que dejaban los camastros lo ocupaban lastimosos desechos humanos acurrucados entre mantas en tanto esperaban morir o volverse locos de frío y hambre.</p> <p>Centenares de personas llenaban la sala y sus dementes gemidos resonaban en el alto techo como un coro de condenados. Sacerdotes de Morr, vestidos con túnicas negras, se abrían paso arriba y abajo por entre la gente que había sido arrojada allí; ofrecían palabras de consuelo a los que querían escucharlos o pedían a harapientos auxiliares que fueran a buscar un sudario para envolver un cuerpo.</p> <p>Era desorientador el parloteo de las enloquecidas voces: centenares de seres humanos reducidos a un estado de deplorable miseria a causa de la guerra, el sufrimiento y la pobreza. Kaspar sintió que su enojo se transformaba en pena al considerar el grado de angustia humana que veía alrededor.</p> <p>Sabía que aquello era el resultado de las guerras. Los hombres podían contar grandes relatos sobre la gloria de las batallas y la eterna lucha por la libertad; de hecho, él mismo era culpable de haberse expresado en esos términos cuando se había dirigido a sus soldados, antes de entrar en combate, para enardecer el ánimo de la tropa. Pero era consciente de que tal discurso resultaba fácil cuando la batalla quedaba lejos; cuando el terror, la violencia y el sufrimiento no eran más que una pesadilla recordada a medias. Se sintió invadido por una profunda aversión.</p> <p>En medio de tales pensamientos, vio un hombre inmensamente gordo de pie junto a una cama en la que un joven yacía boca arriba. El hombre chasqueó los dedos para llamar a los auxiliares y, acto seguido, se pasó un dedo de un lado a otro de la garganta. Era evidente lo que aquel gesto quería decir, y Kaspar juzgó absolutamente inadmisible una actitud tan despiadada.</p> <p>Cuando se dirigía a la cama siguiente, el hombre gordo advirtió la presencia de Kaspar y de sus compañeros, y avanzó cojeando hacia ellos; sus enrojecidos rasgos estaban nublados por la ira. Soltó un torrente de palabras en kislevita, y Kaspar tuvo que controlarse para no pegar un puñetazo en el feo rostro de aquel sujeto.</p> <p>Al darse cuenta de que Kaspar no lo entendía, pasó a hablar reikopiel con marcado acento.</p> <p>—¿Quién eres y qué estás haciendo aquí? —preguntó.</p> <p>—Dimitrji —dijo Chekatilo—, me alegro de verte.</p> <p>Parecía que el hombretón no se había dado cuenta hasta entonces de la presencia del gordo rufián.</p> <p>—¿Vassily? ¿Qué te trae por aquí? —dijo en tono despectivo.</p> <p>—Quiero volver a ver a Nikolai —dijo Chekatilo.</p> <p>—¡Bah! ¡Ese loco! —le espetó Dimitrji—. He pedido a los sacerdotes de Morr que le den láudano para mantenerlo calmado. Sus arrebatos perturban a los demás, y esto se convierte en una casa de locos.</p> <p>—Creía que efectivamente lo era.</p> <p>—Ya sabes lo que quiero decir—gruñó Dimitrji, que tenía la cara congestionada a causa de haber abusado del <i>kvas</i> a lo largo de toda su vida.</p> <p>—¿Dónde lo puedo encontrar? —le apremió Chekatilo.</p> <p>—En el almacén, al final de la sala —respondió señalando con un gesto impreciso el extremo opuesto de la ruidosa sala—; lo mantengo apartado de los demás.</p> <p>—Tu compasión te honra —dijo Chekatilo con una sonrisa burlona.</p> <p>En el rostro de Dimitrji se pintó una expresión desdeñosa y se alejó cojeando, y ellos solos tuvieron que abrirse paso por la sala. Se mantenían respetuosamente apartados de los sacerdotes de Morr, majestuosos y dignos con sus cabezas rapadas, sus largas túnicas negras y sus amuletos de plata que ostentaban el símbolo de su dios, el portal que separaba el reino de los vivos del de los muertos.</p> <p>El Lubjanko era realmente la casa de los horrores. Kaspar observó toda clase de deformidades, tanto físicas como mentales, entre los pacientes allí secuestrados. Los condenados por taras congénitas, los mutilados de guerra, los degradados por enfermedades y los que tenían la mente perturbada a causa de algún trauma de pesadilla, todos eran iguales entre los muros del Lubjanko.</p> <p>Kaspar estaba tan impresionado por el grado de sufrimiento que veía que no advirtió a un encapuchado sacerdote de Morr que avanzaba en sentido contrario hasta que tropezó con él.</p> <p>—Lo siento… —empezó a decir Kaspar.</p> <p>Sin embargo, aquella figura de hombros caídos no le hizo el menor caso y siguió caminando rápidamente en dirección opuesta, cubierto de la cabeza a los pies por una túnica lisa y negra. Kaspar se encogió de hombros y arrugó la nariz ante el fuerte y desagradable olor del sacerdote, pero supuso que trabajar en un lugar tan terrible como aquél no dejaba mucho tiempo para la higiene personal. Algo en ese sacerdote parecía fuera de lugar, pero Kaspar no fue capaz de determinarlo y apartó de su mente el encuentro en cuanto llegaron a la puerta que daba al almacén indicado por Dimitrji.</p> <p>Empujó la puerta para abrirla e inmediatamente vio que habían hecho el viaje en vano.</p> <p>Nikolai Pysanka estaba tumbado en una sencilla litera y de la garganta le manaba un chorro de sangre que caía al suelo. Sus rasgos, mortalmente demacrados, estaban deformados de tal manera que su expresión reflejaba el más puro de los terrores, como si su última visión hubiese sido la encarnación del miedo. No hacía falta alguna comprobar si aún vivía; nadie podía vivir con la garganta cortada de aquel modo.</p> <p>—¡Por Sigmar! —juró Bremen, acercándose precipitadamente al cadáver—. ¡Quién iba a imaginárselo!</p> <p>Rejak se aproximó al charco de sangre.</p> <p>—Lo han hecho hace poco tiempo. Todavía sigue perdiendo sangre.</p> <p>—Fuera lo que fuese lo que Nikolai sabía, se lo ha llevado con él al reino de Morr —dijo Chekatilo.</p> <p>—¡Eso es! —exclamó Kaspar, que salió del almacén y corrió por la amplia sala repleta de miserias humanas escrutando la habitación a toda prisa.</p> <p>—¡Allí! —añadió.</p> <p>Bremen, Chekatilo y Rejak acudieron junto a él, asombrados al oír los gritos del embajador.</p> <p>—¡Tú! ¡El de la túnica negra, deténte!</p> <p>Kaspar se dirigió hacia la escalera.</p> <p>Varios sacerdotes de Morr apartaron la vista de lo que estaban haciendo al oír el estruendoso grito de Kaspar, pero el embajador no les hizo caso alguno y corrió tan de prisa como su rodilla lesionada se lo permitió hacia el hombre con el que antes había tropezado; aquel hombre no llevaba un colgante con el símbolo del portal de Morr.</p> <p>El hombre de la túnica lo ignoró, y Kaspar empuñó la pistola y echó el percutor hacia atrás con un sonoro clic. Apuntó ligeramente por encima de la cabeza del encapuchado y volvió a gritar.</p> <p>—¡Alto! ¡Alto, o disparo!</p> <p>El hombre de la túnica negra casi había llegado a la puerta que conducía a la escalera, y Kaspar no tuvo otra opción que apretar el gatillo. El disparo fue ensordecedor y retumbó en la sala de tal forma que los internos se alzaron, sobresaltados por el estruendo, y empezaron a emitir una aguda cacofonía de chillidos y gemidos. Los locos saltaron de las camas y los minusválidos cayeron al suelo mientras las pesadillas de sus recuerdos del campo de batalla volvían a acecharlos.</p> <p>Cuando llegó al extremo de la sala, el fugitivo giró sobre sí mismo a una velocidad sobrehumana, y Kaspar vio que, a toda prisa, metía las manos bajo la túnica. El embajador enfundó la pistola en el cinto y se agachó para protegerse tras una columna de piedra mientras desenfundaba la segunda pistola y un borroso destello de acero plateado cruzaba el aire hacia él.</p> <p>Oyó una serie de sonidos metálicos y se arriesgó a atisbar desde detrás de la columna: vio incrustadas en la piedra tres estrellas de tres puntas y bordes afilados como cuchillas de afeitar. Notó que lo tocaban, se volvió y vio a un hombre mugriento vestido con una sucia camisa larga y holgada que le había puesto las manos en los hombros.</p> <p>—<i>¡Yha, novesya matka, tovarich!</i> —chilló el interno, echando salivazos por entre los labios cuarteados.</p> <p>Kaspar se sacó al interno de encima, mientras Rejak y Bremen se abrían paso a empujones y pasaban ante él en dirección a la figura negra que cruzaba a todo correr la puerta que conducía a la escalera.</p> <p>El embajador salió tras ellos, batallando con la enloquecida presión de los cuerpos que atiborraban la sala. Le envolvían los gritos de los locos, una verborrea estridente y sin sentido. Mientras trataba de abrirse paso para dar alcance al asesino del cazador de ratas, veía el brillo de la locura reflejado en todos los rostros. Múltiples manos lo arañaban: los locos intentaban clavarle sus uñas rotas en los ojos y le hacían sangrar las mejillas. Se vio arrastrado al suelo y, cuando empezaron a desgarrarle la ropa, se defendió a puñetazos y codazos.</p> <p>—¡Dejadme! —gritó, pero si lo entendieron, no le hicieron el menor caso.</p> <p>Un pie descalzo le pegó una patada en la entrepierna y perdió el aliento, transido por el tremendo dolor.</p> <p>De repente, el suplicio terminó: Kurt Bremen había regresado abriéndose paso entre la multitud de locos agresivos a puñetazos y patadas que los obligaron a retroceder.</p> <p>—¡Embajador! ¡Cógeme la mano! —gritó Bremen.</p> <p>Kaspar alargó el brazo, y Bremen lo puso en pie y se lo llevó hacia la escalera.</p> <p>—¿Lo atrapasteis? —consiguió preguntar Kaspar al fin.</p> <p>—Rejak va tras él.</p> <p>Kaspar y Bremen cruzaron la puerta precipitadamente y bajaron la escalera a toda prisa; al pie de la misma, encontraron al asesino a sueldo de Chekatilo tumbado en el suelo, con el brazo izquierdo colgando inerte. El hombre tenía una palidez mortal en el rostro y manchas de sangre en las pieles que vestía.</p> <p>—¡Rejak! —gritó Kaspar—. ¿Dónde está?</p> <p>—Fuera —dijo Rejak, despacio—. Que Ursun me salve, pero era un hombre muy rápido, el más veloz espadachín que he visto en mi vida. Me hizo sentir como un chiquillo. Si yo hubiera sido un segundo más lento, mis tripas ahora estarían esparcidas por el suelo.</p> <p>Kaspar había tenido la ocasión de comprobar la velocidad de Rejak con la espada, y al pensar en un oponente aún más rápido, sintió que un escalofrío le subía por el espinazo. El único espadachín más diestro que Kaspar conocía estaba encerrado en un lugar seguro.</p> <p>Bremen tiró de la puerta principal del Lubjanko para abrirla y echó a correr sobre la nieve.</p> <p>Kaspar se arrodilló junto al espadachín herido y trató de evaluar sus heridas. No era médico, pero sabía que Rejak tenía suerte de seguir vivo. La sangre le empapaba el estómago y la parte de los calzones en donde la hoja le había producido un corte de un lado a otro del vientre. Si la herida hubiese sido un dedo más profunda, Rejak habría muerto, lo cual no habría hecho derramar ninguna lágrima a Kaspar.</p> <p>—Tienes suerte de estar vivo —dijo Kaspar mientras Chekatilo llegaba al pie de la escalera.</p> <p>Chekatilo miró la herida de Rejak.</p> <p>—¿Ya a morir? —preguntó.</p> <p>—No estoy seguro, aunque no lo creo —dijo Kaspar—. No obstante, necesita un médico, o entonces sí que morirá.</p> <p>Chekatilo asintió con la cabeza mientras respiraba de forma fatigosa e irregular.</p> <p>—No estoy hecho para correr.</p> <p>—No estás hecho para nada, Chekatilo —afirmó Kaspar en tono amargo.</p> <p>—No ha dejado el menor rastro —dijo Bremen, que había vuelto a la sala, frustrado por no haber sido capaz de capturar al asesino.</p> <p>—¡Maldición! —juró Kaspar—, ahora tenemos que volver a empezar desde el principio.</p> <p>Se sintió abatido al constatar que la mejor oportunidad de averiguar la verdad se acababa de esfumar delante de sus narices.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Aquel día, poca cosa más podían hacer allí y, por consiguiente, Kaspar y Bremen salieron del Lubjanko para regresar a la embajada y dejaron que Chekatilo se encargara de pedir a un auténtico sacerdote de Morr que se ocupara de las heridas de Rejak, hasta que llegara una sacerdotisa de Shallya.</p> <p>Que Rejak viviera o no era algo que a Kaspar lo dejaba absolutamente indiferente, pero pensar de qué modo tan fácil aquel criminal había sido dejado fuera de combate por el asesino de la túnica negra lo tenía muy preocupado. ¿Tan increíblemente diestros eran sus desconocidos enemigos? El único hombre de comparable destreza que había conocido era Sasha Kajetan, y se dijo que tal vez el espadachín conocería en Kislev a alguien con semejante habilidad. Se cuestionó si en la mente de Kajetan quedaría suficiente lucidez como para que valiera la pena preguntárselo.</p> <p>Kislev estaba tranquila mientras iba cayendo la tarde. El sol brillaba en la parte baja del firmamento azul celeste y el día parecía más luminoso entonces que unas horas antes. Kaspar se preguntó si aquella impresión se correspondía con la realidad o si simplemente su alegría por abandonar aquel oscuro agujero infernal era la causante de su luminosa percepción.</p> <p>Cabalgaron en silencio de vuelta a la embajada. Kaspar desmontó y entregó las riendas del caballo a uno de los Caballeros Pantera que llevaban lanza; se sentía profundamente desesperanzado.</p> <p>No estaba preparado para manejar aquella clase de asuntos. Comprendía la naturaleza de los temas guerreros y sabía el mejor modo de motivar a sus tropas; eso lo dominaba bien, pero las intrigas y los misterios eran cosas que le quedaban muy lejos. Tales pensamientos lo deprimieron, pero cuando entró cojeando en la embajada y vio a Sofía sonriéndole, sintió que recobraba el ánimo.</p> <p>Advirtió que ella había visto el cansancio reflejado en su rostro.</p> <p>—¿Qué ocurre? —le preguntó Sofía.</p> <p>Kaspar sacudió la cabeza.</p> <p>—Te lo contaré luego, pero necesito una copa ahora mismo.</p> <p>La mujer se le acercó y le cogió el brazo.</p> <p>—¿Estás bien? ¿Te han herido?</p> <p>—No, estoy bien, sólo… cansado —explicó Kaspar—, muy cansado.</p> <p>Sofía vio su mirada exhausta y comprendió que no debía insistir.</p> <p>—Muy bien. Hay algunas novedades que van a alegrarte.</p> <p>—Pues me convendría un cambio de racha. ¿De qué se trata?</p> <p>—Parece que Pavel ya no tiene fiebre —dijo Sofía—. Creo que ha superado lo peor de la crisis. Si puede abandonar el <i>kvas</i>, realmente conseguirá llegar vivo a fin de año.</p> <p>Kaspar levantó la vista.</p> <p>—¿Está despierto?</p> <p>Sofía asintió con la cabeza, y Kaspar subió por la escalera hasta la habitación de Pavel. Allí encontró a su viejo camarada sentado en la cama soplando sobre un cuenco de sopa caliente. Pavel, cubierto de puntos de sutura y de vendajes, seguía teniendo un aspecto horrible, y Kaspar debió esforzarse para sonreír al entrar en la habitación.</p> <p>Pavel levantó la vista e hizo una mueca de disgusto.</p> <p>—¿Tan mala pinta tengo?</p> <p>—La has tenido mejor —respondió Kaspar—, pero apuesto a que el otro tiene un aspecto muchísimo peor.</p> <p>—¡Ja! Si al decir el otro te refieres a ratas y a una ventana rota, entonces, sí, desde luego, tienen peor pinta.</p> <p>—¿Qué sucedió? —preguntó Kaspar, cogiendo una silla y sentándose junto a la cama—. ¿Qué recuerdas?</p> <p>—Después de haber vivido esa experiencia con las ratas, Pavel poco puede recordar. Por Ulric que fue horrible. Centenares de ratas aparecieron por doquier a la vez: mordían, clavaban las garras y mataban. Jamás había visto nada igual en toda mi vida. Mataban a todo el mundo…</p> <p>—¿Qué te pasó después del ataque?</p> <p>—Yo… no estoy seguro; ya estaba muy borracho cuando llegué allí y aún había bebido más cuando ocurrió todo. Para librarme de las ratas, salté por una ventana y me corté de mala manera.</p> <p>—Te quedará alguna buena cicatriz, es cierto —dijo Kaspar.</p> <p>—Quizá haga que Pavel sea más guapo —dijo Pavel riendo, pero hizo una mueca de dolor cuando los puntos de sutura de la cara se le tensaron.</p> <p>—Es posible —dijo Kaspar, dubitativo—. Nunca se sabe lo que algunos pueden encontrar atractivo.</p> <p>—Sí, Pavel será peligrosamente guapo con cicatrices; pero para serte sincero tengo que decirte que después de lo de las ratas no sé qué pasó. Deambulé por las calles hasta que me desplomé. Lo único que recuerdo es una terrible pesadilla en la que me caía, y también que pensaba que debía volver aquí. No tengo ni idea del tiempo que anduve perdido ni de cómo conseguí encontrar el camino de vuelta. Lo siguiente que recuerdo es que estaba otra vez aquí y que <i>madame</i> Valencik me limpiaba las heridas.</p> <p>—Bueno, me alegro mucho de que ya estés mejor, Pavel.</p> <p>Pavel asintió con la cabeza y tomó una buena cucharada de sopa.</p> <p>—Sofía me dijo que tú y Chekatilo ahora trabajáis juntos. Es un hombre peligroso. ¿Estás seguro de que es prudente hacerlo?</p> <p>Lo preguntó sin darle importancia, pero Kaspar percibió perfectamente la tensión soterrada en su voz.</p> <p>—Me dijo que habías ido a visitarlo, Pavel —dijo el embajador—, y que le pediste que me ayudara a encontrar a Kajetan.</p> <p>—Kaspar, yo… —empezó a decir Pavel, pero Kaspar lo interrumpió.</p> <p>—Sé que fuiste a verlo lleno de buenas intenciones, pero una vez me dijiste que Chekatilo era un hombre a quien era peligroso deberle favores, y precisamente me pusiste a mí en semejante situación, ¿no es cierto?</p> <p>Pavel bajó la cabeza y no respondió.</p> <p>—¿No es cierto?</p> <p>—Sí —confesó Pavel al fin.</p> <p>—Te dije una vez que no puedo permitirme mirar en dos direcciones a la vez, y eso sigue siendo así ahora más que nunca. He excusado tus imprudencias en el pasado porque sé que tenías buenas intenciones, pero se acabó, Pavel. Si me entero de que has cometido alguna otra estupidez, te juro por Sigmar que tú y yo dejaremos de ser amigos. Te echaré de una patada en el culo y podrás beber todo lo que quieras hasta matarte sin que me importe lo más mínimo. ¿Nos hemos comprendido?</p> <p>Pavel asintió con la cabeza, y Kaspar vio en su rostro las señales del remordimiento que sentía su camarada. No le había resultado fácil hablarle en aquellos términos, pero sabía que no tenía otro remedio. Si Pavel se quedaba allí, debía aprender que no podía continuar comportándose de aquella manera.</p> <p>Se dio la vuelta y salió de la habitación sin decir palabra, dejando a Pavel sumido en su pena.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Transcurrían los días y nada presagiaba el fin del invierno, aunque algunos, que creían en esas cosas, hablaban de un inminente período de bonanza con la llegada del año nuevo. Los días se sucedían lenta y dolorosamente. Kaspar resistía las penosas jornadas en las que Sofía le daba masajes en la lesionada rodilla y hacía ejercicio para reducir la hinchazón. Había llegado a una edad en la que ante esas lesiones ya no era posible encogerse de hombros, y Sofía había predicho que la rodilla le quedaría algo debilitada para el resto de sus días.</p> <p>Pavel también recuperaba las fuerzas lentamente, aunque en la embajada se mantenía en un discreto segundo plano. Sofía se había asegurado de que estuviese apartado del <i>kvas</i>, y a medida que transcurrían las semanas, el grandullón kislevita recobraba gradualmente el vigor.</p> <p>Sin grandes alharacas se pasó del año 2521 al 2522, pues la ciudad estaba demasiado castigada como para celebrar el sagrado día de Verena. Aunque la epidemia seguía cobrándose docenas de víctimas cada día, parecía que por fin se había controlado su expansión. Era un pobre consuelo para los que estaban en cuarentena en el interior de las zonas afectadas, pero un gran alivio para todos los demás.</p> <p>El primer día de Nachexen, un cierto número de boyardos kislevitas pronunciaron enardecidos discursos ante los soldados, en los que les prometieron un año de batallas y victorias. Cuando varios jinetes de Talabheim entregaron a Kaspar unas cartas en las que se le informaba de que los ejércitos de Talabecland y de Stirland marchaban hacia Kislev, el propio embajador fue requerido para pronunciar algunas de esas arengas ante los regimientos del Imperio acampados extramuros de la ciudad.</p> <p>Tal vez se debía a la esperanza de refuerzos, o quizá a que los días se iban alargando, o al aliento del año nuevo, pero una perceptible sensación de optimismo empezó a infiltrarse en la capital kislevita.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Constaba de casi cuatro mil guerreros, pero cada día se incorporaban más. El gran zar Aelfric Cyenwulf de los Lobos de Hierro contemplaba lleno de satisfacción cómo iban llegando para unirse a sus tropas soldados a caballo procedentes de la fría estepa del norte, con desgastados cráneos a guisa de tótems que se alzaban tanto como sus ululantes gritos de guerra. Una victoria trae otra y las tribus del norte —los kul, los hung y los vags, así como los incursores kyazak— se agrupaban bajo su bandera, impacientes por participar de sus éxitos futuros. También llegaron grupos guerreros de algunos temibles paladines. Su ejército se iba engrosando.</p> <p>Los guerreros que había reunido para que lucharan a sus órdenes eran los más bravos que podría haber deseado. Ningún otro ejército del norte había ganado tantas batallas ni había conquistado tantas tribus. Ningún otro ejército había provocado tanto miedo y tanto odio, ni había pasado cruelmente por las armas a sus derrotados enemigos.</p> <p>Centenares de jinetes y millares de guerreros de infantería se congregaban en el campo nevado que se extendía a sus pies: eran tantos que la vista no podía abarcarlos a todos a la vez. Batallones enteros de su ejército estaban desplegados, a un día a caballo de aquel lugar, o aún más lejos, repartidos por la estepa hasta que se diera la orden de avanzar hacia el sur. Hombres y monstruos luchaban por el gran zar, trolls deformes de las montañas más elevadas, monstruosidades bestiales con facultades inspiradas por los Dioses Oscuros y seres estúpidos tan retorcidos y mutados que desafiaban cualquier descripción sencilla.</p> <p>Era un ejército preparado no para conquistar, sino para destruir.</p> <p>La gente de las tierras del sur sentía terror de él y de sus ejércitos, y el gran zar sabía que esa reputación era una arma más poderosa para derrotar a sus enemigos que las hachas o las espadas.</p> <p>El gran zar era un gigantesco guerrero de anchos y fuertes hombros; se erguía ante sus hombres en lo alto de una escarpada estribación de las montañas y sostenía en el brazo un yelmo, coronado por un par de cuernos, que representaba la cara de un lobo. Su capa ondeaba al viento por detrás de él, y las iridiscentes planchas de su pesada armadura relucían bajo el sol de finales de invierno.</p> <p>Levantó los brazos tatuados. Los múltiples aros que llevaba puestos en ellos, y que al moverse reflejaban los rayos del sol, eran trofeos que había ganado. Sujetaba su temible <i>pallasz</i> por encima de la cabeza y controlaba el impresionante peso del arma como si fuera una pluma. Superaba en estatura a los ocho guerreros estrictamente elegidos que lo acompañaban; era un temible paladín del Caos, hijo favorito de Tchar, y muy pronto sería el destructor de naciones.</p> <p>Tenía el cabello plateado con mechones de color negro azabache en las sienes, y le ondeaba al viento y le enmarcaba un rostro lleno de cicatrices que sólo había conocido victorias. Sonreía mostrando unos dientes que habían sido pulidos hasta conseguir que terminaran en afiladas puntas.</p> <p>La bonanza primaveral imperaba en el territorio, y su chamán, Kar Odacen, le había prometido que las nieves ya estaban fundiéndose. A la mañana siguiente, marcharían hacia el sur, siguiendo la línea de las Montañas del Fin del Mundo y rodeando Praag, para después desviarse hacia el oeste, en dirección a la gran cicatriz de la tierra llamada Urszebya.</p> <p>Los Dientes de Ursun.</p> <p>—Muchos guerreros —dijo una voz que sonó como el choque de dos glaciares, y la sonrisa se borró del rostro del gran zar.</p> <p>El Ancestro se le acercó trepando por las rocas situadas detrás de donde él estaba, y a Cyenwulf se le puso la carne de gallina y se le erizó el vello de los brazos. El suelo tembló bajo el enorme peso del recién llegado y, cuando apareció ante él, en torno a los curvados bordes dorados de su armadura empezaron a danzar chispas de zafiro. El gran zar se lamió los labios, súbitamente secos, antes de contestar.</p> <p>—Sí, muchos guerreros. Mañana nos vamos a combatir al sur.</p> <p>Delgadas e inestables columnas de humo oscuro se le enrollaron al cuerpo, mientras la bestia, que había despertado debajo de las montañas, se le acercaba haciendo temblar el suelo con sus pisadas. El gran zar no se atrevió a mirarla a tan corta distancia; había visto la suerte que habían corrido los que lo habían hecho y no tenía ganas de acabar sus días convertido en un montón de diminutos restos carbonizados.</p> <p>—No me acuerdo de este mundo —dijo la bestia—. Recuerdo la destrucción del Gran Portal y los disturbios, pero todo esto…, todo esto era joven entonces. He dormido durante tanto tiempo que no recuerdo nada más.</p> <p>—Nosotros lo tomaremos —le prometió Cyenwulf.</p> <p>—Sí… —murmuró en voz baja la criatura.</p> <p>El humo que había cubierto su oscura majestad vibraba con luz cerúlea, y el gran zar suspiró aliviado cuando vio que el Ancestro se daba la vuelta y bajaba por la ladera de la montaña.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Cuando a Kaspar le habían dicho que Vassily Chekatilo estaba al pie de la escalera, había supuesto que el kislevita había comparecido para comunicarle nuevos datos sobre el enemigo que hasta aquel momento siempre había conseguido eludirlos. Pero luego, sentado en su despacho ante Chekatilo, que se había instalado cómodamente junto al fuego, pensó que ojalá nunca hubiera dejado entrar a aquel autosatisfecho bastardo en la embajada. Habían transcurrido muchos días desde los sucesos del Lubjanko, y Kaspar había demorado hablar con él tanto como había podido.</p> <p>—No puedes esperar que haga esto —dijo Kaspar con los labios firmemente apretados.</p> <p>Chekatilo se limitó a asentir con la cabeza.</p> <p>—Claro que sí, embajador.</p> <p>—No lo haré.</p> <p>—Creo que lo harás; te interesa hacerlo —dijo Chekatilo de forma solemne—. Recuerda que contrajiste voluntariamente una deuda conmigo cuando tu preciosa Sofía desapareció, cuando Sasha Kajetan la torturaba en su funesto ático. Me pediste ayuda.</p> <p>—Sin embargo, conseguimos salvar a Sofía sin tu colaboración —puntualizó Kaspar.</p> <p>—Sí, eso lo hicisteis, pero sin mi ayuda no hubierais atrapado a Kajetan, ¿verdad?</p> <p>—Sí —admitió Kaspar—, pero yo jamás te pedí que colaboraras. Fue Pavel el que fue a visitarte. Yo no te debo nada.</p> <p>Chekatilo soltó una carcajada.</p> <p>—¿Y qué importa eso, hombre del Imperio? Si alguien me debe dinero y muere, ¿no iré a pedírselo a su mujer? Y si ella también muere, ¿no se lo pediré a su hijo? Es lo mismo; la deuda pasa de unos a otros. Tú me debes algo, y te recuerdo que me diste tu palabra: dijiste que era de hierro y que nunca rompías una promesa.</p> <p>Kaspar se levantó, se puso en pie detrás del escritorio, volvió la espalda a Chekatilo y miró por la ventana hacia los tejados de Kislev. La nieve se estaba deshaciendo y las primeras lluvias que habían caído habían convertido las calles en lodazales de hielo a medio derretir. El optimismo que el año nuevo había llevado a la ciudad había disminuido.</p> <p>Sabía que había ejércitos en marcha. Jinetes que se habían adelantado desde la vanguardia del ejército de Talabecland habían llegado a la ciudad y habían hablado de la presencia de casi siete mil combatientes a las órdenes del general Clemenz Spitzaner, un hombre al que Kaspar conocía bien, pero a quien precisamente no tenía muchas ganas de volver a ver. Se preguntó durante breves instantes si los años habrían menguado la amargura de aquel general, pero supuso que pronto tendría ocasión de averiguarlo.</p> <p>—¿Embajador? —dijo Chekatilo, sacándolo de sus ensoñaciones.</p> <p>—Lo que me pides vulnera todos los deberes y juramentos que prometí cumplir cuando acepté este cargo en tu desgraciado país —afirmó Kaspar, encarándose con Chekatilo de nuevo.</p> <p>—¿De veras? Pues esas cosas no representaban problema alguno para tu predecesor.</p> <p>—Supongo que no, pero Teugenheim era un cobarde, y yo no me dejaré chantajear de la forma que él se dejaba.</p> <p>—No te estoy chantajeando, hombre del Imperio —dijo Chekatilo—. Sólo te pido que pagues lo que me debes. Voy a dejar Kislev para irme a Marienburgo y necesito viajar muy rápido por tu país, y un país en guerra es un lugar peligroso y suspicaz. En calidad de embajador del Imperio puedes firmar documentos que rae permitan viajar…, ¿cómo se dice?, ¡ah, sí!, «sin obstáculos ni restricciones» a través del Imperio. Teugenheim también me contó que por ser embajador tienes derecho a un cierto número de soldados de regimientos Imperiales para que te protejan en tus viajes.</p> <p>—Todo eso ya lo sé —le espetó Kaspar.</p> <p>—Ya sé que lo sabes —dijo Chekatilo, sonriendo—. Autorizarás que hombres que están a tu servicio como soldados se ocupen de llevarme sano y salvo a Marienburgo. Después de todo, están acampados extramuros de Kislev sin hacer nada, y es seguro que no les gusta sentirse inútiles.</p> <p>—Pero pronto van a ser movilizados —dijo Kaspar—. Tal vez esto le haya pasado por alto a tu mente egoísta. La guerra está llegando a tu país, y esos hombres no tardarán en arriesgar sus vidas para defenderlo.</p> <p>—¡Bah!, no importa; yo no les he pedido que vengan. Creo que muchos se alegrarían si pudieran largarse de Kislev antes de que empiece la guerra.</p> <p>—Tú no tienes sentido del honor, pues piensas huir de tu país como una rata cobarde, Chekatilo, pero que me condene eternamente si te firmo un salvoconducto o te asigno soldados de mi nación para que te protejan durante el viaje.</p> <p>—¿Rehúsas pagar tu deuda? —inquirió Chekatilo en tono siniestro.</p> <p>—Puedes estar condenadamente seguro.</p> <p>—Ya no volveré a pedírtelo de forma educada, hombre del Imperio; pero me concederás lo que te pido.</p> <p>—Por encima de mi cadáver —gruñó Kaspar. —Si no lo haces tú, tal vez lo hará otro —auguró Chekatilo mientras se levantaba de la silla y abandonaba la sala.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Pavel caminaba con aire cansino por la nieve a medio derretir de la Goromadny Prospekt con la cabeza inclinada hacia abajo para protegerse de la mansa lluvia que teñía de gris el cielo y lavaba los colores de la tierra. Era consciente de que no tenía que haber salido con aquel tiempo —Sofía se lo había dicho repetidas veces—, pero no podía quedarse en la embajada. No soportaba el constante recuerdo de su vergüenza por haber decepcionado al embajador, y las acusadoras miradas de los caballeros y los guardias se lo recordaban constantemente.</p> <p>Deseaba tener una botella de <i>kvas</i>, pero al propio tiempo se alegraba de no tenerla. Las pasadas semanas se había librado una incesante batalla entre su ansia por el fuerte alcohol y el deseo de no fallar de nuevo a su más antiguo amigo. Si quería ser sincero, tenía que reconocer que probablemente era demasiado débil como para ganar aquella batalla, pero confiaba en prolongar tanto como pudiera lo poco que quedaba de su vieja amistad antes de volver inevitablemente a fracasar.</p> <p>—Eres un viejo tonto y estúpido —se decía a sí mismo.</p> <p>—No voy a discutírtelo —dijo una voz fría desde la esquina de la calle siguiente.</p> <p>El corazón le dio un vuelco cuando reconoció la voz: levantó la vista y tropezó con los duros ojos de Rejak, el asesino a sueldo de Chekatilo.</p> <p>Rejak estaba apoyado en la esquina de un edificio de ladrillo rojo; llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, estrechamente sujeto al cuerpo. Pavel distinguió una zona abultada en su cintura, donde le habían aplicado un grueso vendaje al corte del estómago.</p> <p>—Rejak —dijo Pavel con cautela—. Oí decir que habías muerto. ¿Qué quieres?</p> <p>—¿Ya no saludas a un viejo amigo? Y no, no he muerto; lamento darte un disgusto.</p> <p>—Nunca fuimos amigos, Rejak, ni siquiera entonces. Eres capaz de matar a sangre fría.</p> <p>Rejak soltó una carcajada.</p> <p>—¿Y tú no? Me parece recordar que fuiste tú quien le partió el cráneo a Andrej Yilkova. Yo sólo lo sujeté para facilitarte el trabajo.</p> <p>Pavel cerró los ojos sintiendo una culpa familiar al recordar la siniestra noche del asesinato. Respiró profundamente para despejarse la cabeza.</p> <p>—Veo que alguien te ha dado una lección de esgrima —dijo—. He oído que poco faltó para que dejara tus entrañas esparcidas por el suelo.</p> <p>Los ojos de Rejak llamearon.</p> <p>—No volverá a ocurrir —exclamó con fiereza—. Cuando vea de nuevo a aquel tramposo bastardo, le voy a cortar la maldita cabeza.</p> <p>Pavel se rió y dio unas palmaditas al brazo herido de Rejak.</p> <p>—Más vale que no te lo encuentres demasiado pronto, ¿eh?</p> <p>—Ahora mismo, pese a todo, lo haría mejor que tú —le espetó Rejak.</p> <p>—De eso no hay duda, pero no es a esto a lo que has venido, ¿verdad?</p> <p>Rejak sonrió y recuperó la calma.</p> <p>—No; tienes razón, no es ése el motivo.</p> <p>—Pues entonces, ¿cuál es? Date prisa y dímelo para que pueda guarecerme de esta maldita lluvia.</p> <p>—Chekatilo quiere verte.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Necesita que le hagas un trabajito.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Pregúntaselo tú mismo. Te voy a llevar hasta él.</p> <p>—¿Y qué pasará si no quiero verlo? —dijo Pavel, aunque era consciente de que su pregunta resultaba irrelevante.</p> <p>—Eso no importa. Quiere verte y no volverá a pedírtelo —dijo con una sonrisa burlona mientras se levantaba la capa hacia un lado con el brazo sano para mostrarle la empuñadura de la espada.</p> <p>Pavel suspiró, resignado. Sabía que seguir a Rejak suponía condenarse a sí mismo por completo, pero también que le faltaba energía para negarse y sufrir las consecuencias.</p> <p>Rejak sonrió al ver la derrota reflejada en los ojos de Pavel y se volvió para dirigirse calle arriba. Pavel lo siguió.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 6</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Los pendones de palos dorados y rematados con águilas que relucían al sol, los estandartes de brillantes dibujos que ondeaban bajo la fuerte brisa y los caballeros vestidos con colores vivos convertían el ejército de Talabecland en un vibrante espectáculo de casi siete mil hombres, que marchaban en perfecto orden a lo largo de la carretera de profundos surcos que conducía a Kislev. El corazón de Kaspar se llenó de gozo y admiración al contemplar semejante exhibición de poderío marcial, y también de orgullo al ver cómo aquellos bravos guerreros de su nación acudían a ayudar a su aliado.</p> <p>Él y Kurt Bremen estaban montados sobre sus corceles a un lado de la carretera principal, al pie de la Gora Geroyev, envueltos en gruesas capas de piel. Oficialmente, Kaspar estaba allí en calidad de embajador imperial para saludar al general del ejército y darle la bienvenida a Kislev, pero conocía a Clemenz Spitzaner de los días en los que también él había llevado el bastón de mando de general y no tenía ninguna prisa por restablecer aquella relación.</p> <p>No; Kaspar había ido a ver el espectáculo.</p> <p>Grupos densamente apretados de hombres provistos de picas, vestidos con largos tabardos de color rojo y oro, marchaban detrás de los alabarderos, que llevaban túnicas acolchadas multicolores sobre las armaduras y empuñaban con orgullo armas de mango largo y hojas resplandecientes como un bosque de espejos. Kaspar contempló los distintos regimientos mientras pasaban ante su vista en una profusión de colores: dorados, rojos, blancos y azules; espadachines protegidos con emplumados yelmos ligeros que llevaban escudos ribeteados de hierro a la espalda; arcabuceros envueltos en largas camisas sin mangas y llenos de entusiasmo con sus plateadas cajas de cartuchos; arqueros tocados con sombreros tricornios adornados con escarapelas y provistos de arcos envueltos en hule; guerreros que vestían cotas de malla y calzones holgados de color escarlata y llevaban a la espalda pesados espadones.</p> <p>Uno tras otro, los regimientos del cuerpo de infantería de Talabecland marchaban al ritmo de los jóvenes tamborileros, que interpretaban animados aires marciales acompañados por los cuernos de los regimientos que los seguían.</p> <p>Al lado de la infantería, la caballería montaba con elegancia corceles alimentados con cereales del Imperio; los caballos eran de evidente calidad y un símbolo inequívoco de riqueza. Los jóvenes jinetes llevaban petos de cuero endurecido, ligeros y flexibles, yelmos emplumados y carabinas de cañón largo sujetas con tiras de cuero amarradas al pomo de la silla. Rápidos y extremadamente valientes, hasta lindar con la imprudencia, muchos enemigos habían tenido que lamentar el haber subestimado a aquellos jinetes de armaduras tan ligeras.</p> <p>Pero lo más glorioso del ejército lo constituían los caballeros de relucientes armaduras metálicas montados sobre caballos enormes, de por lo menos diecisiete manos de altura. Aquellos grandes caballos de guerra de raza norteña, unas bestias que resoplaban y pateaban con fuerza, transportaban a los Caballeros del Lobo Blanco, unos intimidantes guerreros barbudos, cuyo impresionante aspecto no desmerecía de sus monturas.</p> <p>Envueltos en usadas pieles de lobo y desdeñando protegerse con escudos, llevaban pesados martillos de caballería y bromeaban con gran algarabía mientras avanzaban.</p> <p>—Ésa no es manera de comportarse un templario —dijo Kurt Bremen, sacudiendo la cabeza.</p> <p>Kaspar ahogó una carcajada, consciente de la rivalidad que existía entre los templarios de Ulric y Sigmar. Sonrió cuando al fin vio aparecer las puntas de los pendones negros y dorados del batallón de artillería de Nuln. Esforzados bueyes y ruidosos conductores guiaban, látigo en mano, los macizos cañones y bombardas por la carretera; cuando las ruedas de los carros se atascaban en el barro, brigadas de sudorosos y musculosos hombres empujaban aquellas armas de bronce monstruosamente pesadas. A la artillería la seguían multitud de carros cargados con proyectiles, escudos, pólvora negra, picas y balas perforadoras.</p> <p>—¡Ah!, el corazón se me llena de orgullo al ver esas armas, Kurt. La Escuela Imperial de Tiro todavía fabrica las mejores armas del mundo, a pesar de lo que puedan decir los enanos.</p> <p>—Te puedes guardar tus armas, Kaspar —dijo Bremen con una sonrisa—. A mí, dame un corcel Averland y una buena lanza en cualquier ocasión.</p> <p>—Las técnicas de la guerra evolucionan, Kurt —dijo Kaspar—. Los artefactos que están desarrollando en la Escuela de Ingenieros tienen una potencia pavorosa. Pistolas que sólo hay que volver a cargar cuando se agota el mecanismo giratorio, cohetes de pólvora negra con alcance superior a los del cañón más pesado y de efectos aún más devastadores, y máquinas blindadas que pueden transportar un cañón por el campo de batalla.</p> <p>—Sí, y dentro de poco un simple soldado será irrelevante.</p> <p>—Me temo que tienes razón, Kurt —dijo Kaspar con tristeza—. ¡Que Sigmar nos libre de semejantes tiempos! Me horroriza pensar lo que las guerras podrían llegar a ser cuando ya no sea preciso pelear cara a cara con el enemigo. ¡Cuánto más fácil será matar cuando se pueda hacer a leguas de distancia y no haya que mancharse las manos con la sangre del enemigo o mirarlo a los ojos mientras agoniza!</p> <p>—Todo demasiado fácil, me temo —comentó Bremen.</p> <p>Tan melancólicos pensamientos diluyeron el disfrute del espectáculo que suponía la llegada a Kislev de sus compatriotas, y Kaspar sintió que su humor empeoraba cuando vio que se acercaba el inconfundible pendón del general al mando de las tropas: un grifo rampante de color escarlata sobre fondo dorado, rodeado por una corona de laurel y adornado con abundantes rollos de pergamino y colgantes banderolas triangulares con plegarias.</p> <p>—¡Mierda!, ahí viene —suspiró Kaspar.</p> <p>—¿Conoces al general? —le preguntó Bremen.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza.</p> <p>—Era un oficial de mi estado mayor al que nunca pude quitarme de encima; desgraciadamente, su familia tenía dinero y me vi obligado a tenerlo cerca. Es un militar bastante competente, al que le falta la humildad y el sentido del deber que obliga a mantener con vida el mayor número posible de soldados. Ponlo ante el enemigo: arrojará hombres y más hombres al campo de batalla hasta ganarla, sin importarle el coste.</p> <p>—De lo que me dices deduzco que no os queréis mucho.</p> <p>—No, no mucho —dijo Kaspar con una risita—. Cuando me retiré del ejército, Spitzaner supuso que, como era el oficial más antiguo, iba a ocupar mi cargo, pero yo no estaba dispuesto de ningún modo a que se saliera con la suya y promocioné a un oficial llamado Hoffman, un buen hombre, de corazón valiente y con un increíble espíritu conciliador.</p> <p>—No debió de resultarle fácil digerir que un oficial más joven le pasara delante.</p> <p>—No, pero jamás me habría perdonado que por mi culpa <i>Clemenz el Asesino</i> consiguiera el mando de mi regimiento. Gracias a Sigmar, el padre de la condesa electora, el conde de Nuln, estuvo de acuerdo conmigo, y Spitzaner se fue a Talabecland para encargarse de un regimiento.</p> <p>—Y parece obvio que allí las cosas le fueron bien, puesto que ya es general —puntualizó Bremen.</p> <p>—O, para ser más precisos, que su dinero engrasó el mecanismo de la escalera de las promociones.</p> <p>La llegada de Spitzaner y de los jinetes que lo acompañaban impidió que siguieran hablando. La comitiva estaba formada por oficiales, sacerdotes, contables, cronistas, sirvientes personales, un par de hombres vestidos con largos abrigos que ostentaban, prendido en las solapas, el sello imperial de Karl Franz y un grupo con hombres de barba en forma de horca, largas espadas y aspecto de saberlas usar perfectamente. Además de su portaestandarte, el general Clemenz Spitzaner iba acompañado de su propio corneta, el cual, mientras el grupo de jinetes se aproximaba a Kaspar y Bremen, interpretaba una serie de notas de intensidad creciente con un clarín de latón.</p> <p>Spitzaner era un hombre de poco más de cuarenta años, pero parecía mucho más joven gracias a una vida ordenada y sin vicios, muy diferente de la que caracterizaba a buena parte de la nobleza del Imperio. Su cara era alargada, de facciones hundidas y angulosas, como si los huesos le apretaran la piel con fuerza, y tenía los ojos de color verde pálido. El general iba uniformado con un largo y grueso abrigo escarlata, con un galón de oro enlazado sobre un hombro y una pelliza de terciopelo verde esmeralda con flecos dorados colgando sobre el otro. Los pantalones de montar eran de un impoluto color crema, y las botas, que le llegaban hasta la rodilla, de color negro, brillante y lustroso.</p> <p>Kaspar dedujo del atuendo del general que Spitzaner se había enterado de quién iba a encontrar en Kislev. Cualquier otro habría llevado una gruesa chaqueta acolchada y sin mangas, y prácticas pieles, pero no Spitzaner: tenía que dejar algo claro. Kaspar se preguntó cuánto rato había obligado al ejército a aguardar, poco antes de avistar Kislev, mientras se cambiaba y se ponía aquellas ridiculas y delicadas prendas.</p> <p>El grupo que acompañaba al general se detuvo en medio de un bullicio de pisadas y riendas, y Kaspar dibujó en su rostro la mejor de las sonrisas.</p> <p>—Te presento mis saludos, general Spitzaner. En calidad de embajador en Kislev te doy la bienvenida a estas tierras del norte —dijo Kaspar, y se volvió hacia el caballero que estaba a su lado—. Permíteme que te presente a Kurt Bremen, el jefe de mi destacamento de Caballeros Pantera.</p> <p>Spitzaner dedicó a Bremen una ligera reverencia, y después, una brusca inclinación de cabeza a Kaspar.</p> <p>—Ha pasado mucho tiempo, Von Velten.</p> <p>—Sí, en efecto —dijo Kaspar—. Creo que la última vez que hablamos fue en el baile que dio en el año 2512 la condesa electora.</p> <p>Vio cómo Spitzaner apretaba las mandíbulas y no pudo resistir dar otra vuelta de tuerca.</p> <p>—¿Cómo está Marshal Hoffman? ¿Te relacionas con él? —dijo.</p> <p>—No —le espetó Spitzaner—. Marshal Hoffman <i>y yo</i> no nos escribimos.</p> <p>—¡Ah!, así suele ocurrir cuando un oficial es ascendido en lugar de otro. Yo, por mi parte, de vez en cuando recibo cartas suyas. Siempre he pensado que es uno de mis protegidos de más talento. No dudo de que te alegrarás de saber que prospera.</p> <p>—Por supuesto, pero sea como fuere —dijo Spitzaner con voz un poco demasiado alta—, él no está aquí y yo sí. Soy general de este regimiento y te convendría tratarme con el respeto debido a mi rango.</p> <p>—Desde luego, general; nunca he pretendido otra cosa —dijo Kaspar.</p> <p>Spitzaner no pareció convencido, pero no insistió más. Lanzó una mirada a los desaliñados soldados acampados en torno a las murallas de la ciudad y vio que aquí y allá había estandartes del Imperio plantados en el duro suelo.</p> <p>—¿Ya había soldados del Imperio?</p> <p>—Sí —dijo Kaspar—; restos de regimientos dispersos después de la masacre de Zhedevka; tal vez, unos tres mil hombres.</p> <p>—¿Son buenos? —preguntó Spitzaner.</p> <p>Kaspar se tragó una réplica airada.</p> <p>—Son soldados del Imperio, general —dijo.</p> <p>—¿Y quién es su jefe?</p> <p>—Un capitán llamado Goscik, un buen hombre. Ha mantenido los soldados en orden y listos para cuando llegue la hora de los combates.</p> <p>—¿Un capitán al mando de tres mil hombres? —exclamó Spitzaner, ofendido.</p> <p>—Es el oficial de mayor rango y el más competente que sobrevivió a la batalla.</p> <p>—¡Es intolerable! Asignaré un oficial más veterano de mi estado mayor en cuanto nos hayamos instalado en este horrible país. Te agradecería que nos mostraras dónde tenemos que alojarnos; venir desde el Imperio ha sido un largo y arduo viaje.</p> <p>—Ya lo veo —dijo Kaspar, admirando el reluciente uniforme de Spitzaner.</p> <p>Spitzaner no hizo caso del punzante comentario y, desde la silla de montar, se volvió para ordenar con un gesto que se adelantaran los dos hombres que llevaban el sello del Imperio en las solapas.</p> <p>—Te presento a Johan Michlenstadt y a Claus Bautner, emisarios del Emperador —dijo Spitzaner a modo de introducción—. El mismísimo mariscal del Reiks me encargó que los condujera a Kislev sanos y salvos.</p> <p>Kaspar saludó con la cabeza a los recién llegados, mientras se preguntaba lo desesperado que debía estar Kurt Helborg para confiar a Spitzaner la custodia de las vidas de aquellos dos hombres.</p> <p>—Es un placer conoceros, caballeros.</p> <p>—Lo mismo digo, embajador Von Velten —dijo Michlenstadt.</p> <p>—Sí; el general Spitzaner nos ha contado muchas cosas de ti, aunque estoy seguro de que, en algunas ocasiones, exageraba —dijo Bautner.</p> <p>Kaspar advirtió el tono irónico del hombre y simpatizó con él de forma inmediata. Imaginaba perfectamente el veneno que Spitzaner habría inoculado sobre su anterior general y se alegraba de encontrar a alguien que no se había dejado engañar.</p> <p>—Estoy seguro de que el general me honra en sus relatos —dijo Kaspar, cortésmente—, pero me intriga saber qué clase de misión tenéis encomendada para que el mismísimo mariscal del Reiks se haya tomado tanto interés en ella.</p> <p>—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo Michlenstadt—. Es imprescindible que vea a la Reina del Hielo a la primera oportunidad que se presente.</p> <p>—Sí —continuó Bautner—; traemos cartas del Emperador y debemos entregárselas en propia mano.</p> <p>—Eso tal vez no sea tan sencillo —dijo Kaspar, al que hacía una cierta gracia la costumbre de los emisarios de empezar uno una frase para que la terminara el otro—. No es fácil ver a la zarina.</p> <p>—Es de vital importancia —dijo Michlenstadt.</p> <p>—Sí —corroboró Bautner con un gesto—. El destino del mundo depende de eso.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Del tejado de la bodega pendían carámbanos; en la habitación helada resonaba pesadamente un goteo uniforme sobre la tapa del ataúd de bronce. El azul pálido del hielo que cubría paredes y suelo se veía cruzado por venas negras y verdes, una perniciosa putrefacción que se había propagado rápidamente a partir de los miasmas que rodeaban el ataúd, y que infectaban con microbios funestos y mutantes todo cuanto se encontraba a su alrededor.</p> <p>La epidemia que acechaba por las calles y que cada día mataba docenas de personas era una buena demostración del poder de lo que yacía en el interior del ataúd; sus artífices se habían superado a sí mismos al crearlo. «Tal vez, demasiados», pensaba ella mientras vagaba perezosamente en torno al ataúd y el aliento se le condensaba en el acto a causa del intenso frío. Entonces la energía del interior del ataúd era algo vivo —su poder para contaminar crecía día a día— y se habían necesitado poderosas medidas de seguridad para controlar la malignidad de aquel ser con objeto de que su impaciencia por contorcerse y mutar no la desenmascarara antes de que ella estuviera preparada para liberarlo.</p> <p>Los diminutos cadáveres que yacían helados en el rincón de la bodega daban testimonio de la cantidad de sangre inocente que había costado controlar su malignidad, pero afortunadamente Losov había conseguido en el Lubjanko una casi ilimitada provisión de víctimas sin nombre ni rostro.</p> <p>Cuando llegara el momento de suprimir las medidas de seguridad y permitir que la malignidad de aquel ser se propagara a rienda suelta, la mujer se regocijaría con el espectáculo del terrible dolor y la mutación que en seguida se produciría. La llegada de las fuerzas del Imperio, dos días antes, la había llenado de gozo y después de decepción. Le habían comunicado que los ejércitos de Talabecland y Stirland se dirigirían a Kislev, pero según parecía el ejército de Stirland se marchaba hacia el oeste para reunirse con las fuerzas del boyardo Kurkosk.</p> <p>Una vez que se hubieron congregado tantos hombres al otro lado de las murallas, la mujer había percibido el latente y fatal deseo de liberación que emanaba del corrosivo ser encerrado en el interior del ataúd, su latente y fatal deseo de descargar la desolación sobre tantos seres vivos, de reducirlos a fétidos amasijos de huesos y carnes mutados. La mujer sospechaba que el ejército de Stirland acabaría por ir a Kislev, y sabía que podía infligir mucho mayor sufrimiento si esperaba el momento oportuno.</p> <p>Pasó sus delicados dedos por la herrumbrosa tapa del ataúd y percibió el poder y el deseo de aquel ser, su ansia de causar horribles cambios. Pero estaba tocada por la gracia de los Dioses Oscuros y resistió ante su maldad.</p> <p>—Ya falta menos —murmuró—. Controla tu furia tan sólo un poco más y podrás truncar más vidas de las que eres capaz de imaginar.</p> <p>Luego, la mujer giró sobre sus talones, pues tenía asuntos más urgentes en los que pensar.</p> <p>Sasha Kajetan.</p> <p>Sabía que el espadachín se había hundido en la más profunda de las locuras y que su obsesión por el embajador lo había consumido enteramente.</p> <p>Había llegado el momento de hacer que su apuesto príncipe se dedicara de nuevo a cazar.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">—¡Maldita sea! ¿Cuánto más tendremos que esperar? —bramó Clemenz Spitzaner yendo y viniendo ante el gran retrato de la reina khan Miska en la antesala de los Héroes.</p> <p>El interior del Palacio de Invierno de la zarina era tan impresionante como Kaspar recordaba; las paredes de hielo macizo relucían a la luz de miles de velas colocadas en titilantes candelabros. Columnas de hielo negro, rasgadas por sutiles vetas doradas, se alzaban hasta la gran bóveda del techo, en la que un inmenso mosaico representaba la coronación de Igor el Terrible.</p> <p>—Acabarás gastando la alfombra —dijo Kaspar, que estaba de pie y con las manos juntas a la espalda.</p> <p>Aunque lo juzgaba en exceso ostentoso, se había puesto el atuendo oficial para la audiencia que al fin la zarina se había dignado concederles: sombrero con escarapela y una larga pluma azul, levita bordada y chaleco abrochado con botones de plata grabados, y elegantes pantalones enfundados en unas botas de montar negras y pulidas. Spitzaner y los oficiales de su ejército iban vestidos de uniforme; eran unas ropas de colorines, casi ridiculas y nada prácticas, con profusión de galones de oro y guarnecidas de encaje y charreteras de bronce.</p> <p>Los dos emisarios del Emperador llevaban sobrios trajes oscuros, y la única concesión decorativa eran los fajines dorados y escarlatas atados en torno a la cintura, y los sellos imperiales prendidos en las solapas. Bautner miraba maravillado a su alrededor, mientras Michlenstadt se quitaba algunas hebras de la chaqueta.</p> <p>—Tú eres el embajador —dijo Spitzaner, enojado—. ¿No podría habernos procurado una audiencia con la zarina sin tanta demora? Mi ejército ya lleva cinco días acampado al otro lado de las murallas de su maldita ciudad. ¿Acaso no quiere que la ayudemos?</p> <p>—La zarina decide por sí misma a quién y cuándo recibe —le explicó Kaspar—. Su consejero, Pjotr Losov, digamos que no es precisamente el más colaborador de los hombres cuando se trata de conceder audiencias.</p> <p>—¡Que Sigmar la maldiga, pero esto me saca de quicio! —gruñó Spitzaner.</p> <p>—Me temo que no nos queda más remedio que esperar —terció Michlenstadt, amigablemente.</p> <p>—Sí —dijo Bautner—. Ninguno de nosotros puede obligar a un monarca a moverse a un repique de tambor que no sea el suyo. Hay que esperar a que le plazca recibirnos, puesto que tenemos órdenes estrictas de librarle las cartas en mano a ella y sólo a ella.</p> <p>Kaspar se obligó a sí mismo a no prestar atención a las impacientes idas y venidas de Spitzaner —en los últimos días no había hecho más que comportarse como un estúpido, incordiando más que un grano en el culo—, y se alejó por la antesala deteniéndose ante el retrato de Anastasia, otra infame reina khan. La mujer del cuadro montaba en su carro de guerra empuñando las armas mientras el cielo se abatía sobre ella. Alta y hermosa, aquella Anastasia tenía las facciones de una ferocidad que traducía la dureza de la tierra en la que había nacido, ferocidad que no se hallaba en el rostro de la Anastasia que Kaspar conocía. La reina del retrato era la viva imagen de todo lo que había hecho de los kislevitas una luchadora raza de apasionados guerreros.</p> <p>Al pensar en Anastasia lo invadió una melancolía familiar, pues rememoró la forma en que habían discutido y se habían distanciado. En parte quería volver a verla y disculparse por las duras palabras que habían intercambiado, pero era consciente de que había transcurrido demasiado tiempo para encontrar el modo de efectuar semejante acercamiento. Se sentía muy triste, pero se conocía lo suficiente como para saber que era tarde para cambiar y que la manera más sencilla de soportar la tristeza era recluirla en el rincón más recóndito de su ser.</p> <p>El sonido del reloj situado sobre la puerta de doble hoja de oro batido distrajo a Kaspar de sus pensamientos y volvió a la antesala principal, mientras Spitzaner y sus oficiales vestidos de colorines se colocaban ante las puertas en estricto orden jerárquico.</p> <p>Bautner y Michlenstadt se pusieron un poco más atrás y a la izquierda de Spitzaner, el cual, naturalmente, ocupó el lugar central para la prometida audiencia. Mientras sonaba la novena campanada, las puertas que daban a las salas interiores se abrieron y la zarina Katarina, la Reina del Hielo de Kislev, entró en la antesala de los Héroes.</p> <p>Una vez más, Kaspar quedó impresionado por la pura y primitiva fuerza de su belleza. Las bien esculpidas facciones de la Reina del Hielo eran regias y frías, como si hubieran sido talladas en el más helado de los glaciares y los ojos fuesen diamantes azules. Inspiraba un temor reverencial, y Kaspar se acordó del miedo y de la admiración que había invadido a los súbditos de la zarina la última vez que la había visto andar entre ellos. Vestía un resplandeciente traje largo color marfil, cuya cola arrastraba, con franjas de seda salpicadas de hielo y ristras de perlas. Llevaba trenzada la cabellera, de un blanco intenso —el color de una mañana invernal—, con finos y ondulados flecos de color azul hielo, y se la adornaba con ristras de esmeraldas que se extendían bajo una deslumbrante corona de hielo. Kaspar advirtió que iba armada con la temible espada de guerra de las reinas khan, <i>Hielo del Miedo,</i> y percibió la ola de frío que la precedía.</p> <p>De forma inusual iba sin su habitual grupo de lacayos, sirvientes y familiares. Por el contrario, la seguían cuatro guerreros con el pecho descubierto, las cabezas rapadas, largos moños y bigotes caídos, que transportaban un pesado trono dorado. Todos llevaban un par de curvados sables cruzados sobre la espalda y un cuchillo de delgada hoja envainado en un pliegue de la piel de sus musculosos estómagos.</p> <p>«Guerreros del antiguo regimiento de Sasha Kajetan», pensó Kaspar, al reconocer la desagradable costumbre de envainar armas blancas en el cuerpo. ¿Una demostración de fanfarronería, un rito pasajero o una tradición? Kaspar lo ignoraba y no tenía intención alguna de preguntarlo.</p> <p>La temperatura siguió bajando a medida que la Reina del Hielo se acercaba; una niebla fantasmal se levantó entre los tobillos del auditorio. Kaspar oyó un ligero tintineo, como si se formara hielo, y el olor de los fríos e inhóspitos bosques norteños se expandió hasta llenar el aire. Oyó ahogados jadeos de incomodidad emitidos por los hombres del Imperio mientras se inclinaban ante la zarina; un viento helado que llevaba el amargo frío del <i>oblast</i> serpenteaba en torno a ellos. Todos habían oído hablar de la reputación de poderosa hechicera que tenía aquella mujer, pero ninguno había esperado que un día sentiría tan cerca semejante poder.</p> <p>Kaspar sonrió para sus adentros mientras hacía una reverencia. Habida cuenta de su gran inteligencia, la Reina del Hielo no demostraba mucha sutileza en las manifestaciones de su poder. Kaspar quedó impresionado por lo mucho que aquella mujer le agradaba. Los guardias situaron el trono detrás de la zarina, y ella se las arregló para sentarse con gran elegancia. Los guerreros se situaron a ambos lados del trono, con los brazos cruzados y una actitud agresiva.</p> <p>—Embajador Von Velten —dijo la Reina del Hielo con voz inesperadamente cálida—. Me alegro de volver a verte. Te hemos echado de menos en palacio.</p> <p>Kaspar se inclinó de nuevo cortésmente.</p> <p>—Es un honor estar aquí otra vez, majestad.</p> <p>—¿Y cómo va tu humor? —dijo ella en tono festivo.</p> <p>—Tan mal como siempre —respondió Kaspar, sonriendo.</p> <p>—Bueno —dijo la Reina del Hielo, inclinando ligeramente la cabeza—. ¿Y a quiénes has traído contigo para que me vean? ¿A otros hombres malhumorados como tú?</p> <p>—Me temo que no —dijo Kaspar, que se volvió para señalar a sus compañeros—. Majestad, te presento al general Clemenz Spitzaner de Nuln. Está al mando del ejército acampado extramuros.</p> <p>—Es un honor para mí, majestad —dijo Spitzaner, haciendo una estudiada reverencia y moviendo el emplumado sombrero en un exagerado gesto de saludo.</p> <p>—Bien —dijo la Reina del Hielo, y apartó los ojos de los colorines del disciplinado militar.</p> <p>Kaspar continuó.</p> <p>—Te presento a los enviados de tu colega, el monarca del sur, el muy noble emperador Karl Franz; son los emisarios Michlenstadt y Bautner.</p> <p>Kaspar vio que un destello de cólera cruzaba el rostro de Spitzaner por el poco caso que le había hecho la zarina, pero prudentemente el general no dijo nada.</p> <p>El emisario Michlenstadt dio un paso al frente.</p> <p>—Me han contado que traes noticias del mayor interés para mí —dijo la Reina del Hielo.</p> <p>—Desde luego, majestad —repuso Michlenstadt mientras avanzaba y metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.</p> <p>Tan sólo había dado unos pocos pasos, cuando los guerreros situados detrás de la zarina desenvainaron las espadas y las dirigieron a la garganta del emisario.</p> <p>—¿Qué pasa? —farfulló Michlenstadt con rostro demudado en tanto sacaba del bolsillo una carta sellada con cera.</p> <p>El guerrero más próximo a él emitió un gruñido, le arrancó la carta de las manos y se la entregó a la zarina.</p> <p>—¡Que Sigmar nos proteja! —murmuró Bautner mientras el sobresaltado Michlenstadt se apartaba de aquellos fieros guerreros.</p> <p>—Perdona su ardor —dijo la Reina del Hielo—. Su deber es proteger mi vida, y estos hombres se lo toman muy en serio; recelan mucho de las personas que se me acercan si no las conocen.</p> <p>—Está bien —farfulló Michlenstadt, aunque Kaspar advirtió que el hombre estaba visiblemente afectado—. Su celo te honra.</p> <p>Los guerreros envainaron las espadas y se volvieron a situar detrás del trono, aunque Kaspar no tenía la menor duda de que la Reina del Hielo, llegado el caso, era perfectamente capaz de protegerse a sí misma. La mujer rompió el sello de la misiva, desplegó el pergamino y su vista recorrió rápidamente las palabras que contenía.</p> <p>—Emisario Michlenstadt —dijo la Reina del Hielo sin levantar la vista.</p> <p>—¿Majestad?</p> <p>—Explícame qué pone, si te place.</p> <p>—No estoy seguro de comprender, majestad —dijo Michlenstadt, intercambiando con Bautner una confusa mirada—. Yo mismo ayudé al Emperador a escribir el borrador de la carta y me esmeré para que todo quedara muy claro.</p> <p>—Discúlpame —dijo la zarina, pero Kaspar percibió la frialdad subyacente en sus palabras—. Supongamos que soy una ingenua joven reina a quien deseas impresionar con tu elegante léxico. Cuéntame lo que esta misiva quiere de mí.</p> <p>—Es una invitación para que vayas a Altdorf y te reúnas con los que están dispuestos a hacer frente a las fuerzas oscuras que amenazan con destruirnos a todos —explicó Michlenstadt—. El Emperador ha decretado que en el equinoccio de primavera se celebre un gran Cónclave de Luz, una reunión de grandes y poderosos en la que se decidirá el destino del mundo.</p> <p>—¿Crees que esa decisión os corresponde a vosotros? —dijo riendo la zarina—. Pues sois unos insensatos, al igual que todos los que se creen con derecho a salvar el mundo o a destruirlo según les plazca.</p> <p>Los dos emisarios se miraron llenos de confusión, pues no habían previsto que la zarina pudiera reaccionar de aquel modo.</p> <p>—El mundo seguirá girando al margen de lo que vosotros y vuestro Cónclave de Luz decidáis. Ahora lo que importa no es hablar sino actuar. Hay ejércitos que asuelan mi país, matan a mi gente y saquean mis ciudades. Mis guerreros luchan y mueren. ¿Cómo es posible que vuestro Emperador me pida que abandone mi país en una hora tan crítica como ésta?</p> <p>—Sólo trata de derrotar a la mayor amenaza que se cierne sobre todos nosotros —protestó Michlenstadt.</p> <p>—En efecto —asintió Bautner—. Como pueblos libres que somos, debemos mantenernos todos unidos, pues de lo contrario pereceremos cada uno por su lado.</p> <p>—Una oportuna toma de posición, ahora que hay ejércitos que saquean vuestro propio país —dijo la zarina, volviéndose hacia Kaspar, y éste sintió sobre él la fría mirada de la mujer y bajo las ropas notó que se le ponía la carne de gallina—. Embajador Von Velten, ¿no dices nada?</p> <p>Kaspar se dio cuenta de que tenía que medir muchísimo sus palabras al observar cómo los desesperados ojos de los emisarios se posaban en él.</p> <p>—Majestad, estas cuestiones de Estado las dejo para los que están mejor preparados para tratarlas.</p> <p>La zarina frunció el ceño.</p> <p>—¿Acaso no eres tú el embajador del Emperador en Kislev?</p> <p>—Lo soy —asintió Kaspar.</p> <p>—Y por ser su embajador aquí, ¿no es cierto que hablas en su nombre?</p> <p>—En efecto —dijo Kaspar viendo la trampa que ella le había tendido, pero incapaz de escabullirse.</p> <p>—Por consiguiente, dime, embajador, ¿qué haría tu Emperador si la situación se invirtiera, si el Imperio estuviera asolado por la guerra y alguien le pidiera a él que abandonara su país mientras los enemigos mataban a su pueblo y quemaban sus casas?</p> <p>Kaspar vaciló antes de contestar, aunque conocía suficientemente bien la respuesta a la pregunta de la zarina.</p> <p>—Se negaría a irse, majestad —dijo oyendo al punto ofendidas aspiraciones de aire por parte de Spitzaner y de los emisarios del Imperio—. Karl Franz es un hombre de honor, un rey guerrero, y jamás abandonará a su gente mientras le lata el corazón.</p> <p>La zarina asintió con la cabeza y sonrió, como si hubiera sabido de antemano la respuesta de Kaspar con toda exactitud. Se levantó del trono y se dirigió directamente hacia los dos emisarios imperiales.</p> <p>—Podéis transmitirle al Emperador que agradezco su invitación, pero que, lamentablemente, no puedo aceptarla. Tengo que salvar a mi país y no puedo abandonarlo mientras las tribus del norte guerreen contra nosotros. Cuando regreséis a Altdorf haré que os acompañen mis más fiables representantes para que hablen en mi nombre en ese cónclave.</p> <p>La zarina hizo una reverencia a los hombres del Imperio, y luego se dio la vuelta y abandonó airosamente la antesala, cruzando las puertas doradas por las que había entrado, seguida muy de cerca por sus guerreros. Mientras las puertas se cerraban, un destacamento de caballeros con armaduras de bronce abrió la entrada que conducía al vestíbulo del Palacio de Invierno y montó guardia a cada lado.</p> <p>Despedidos de ese modo, Kaspar y sus compatriotas, plenamente decepcionados, abandonaron la antesala de los Héroes bajo la inmutable mirada de los zares y las reinas khan de Kislev.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar sacudió la cabeza cuando el escudero se le acercó para coger las riendas de <i>Magnus\</i> desmontó y, doblando la esquina de la embajada, condujo personalmente el caballo al establo. Vio que los guardias que le habían acompañado al palacio murmuraban ante la perspectiva de no disfrutar de la calidez del interior de la embajada.</p> <p>—¡Eh, vosotros!, podéis iros. No tardaré.</p> <p>Los guardias, agradecidos, se refugiaron en la embajada y dejaron que Kaspar abriera la puerta del establo cubierta de hielo e hiciera entrar a la montura. El embajador estaba cansado y tenía frío, pero se encontraba sometido a demasiada tensión para pensar en irse a dormir en aquel momento. Se inclinó e hizo una mueca de dolor cuando le crujió la rodilla; aflojó la cincha que rodeaba el abdomen de <i>Magnus</i>, le quitó la pesada silla de montar de cuero y la colocó en un estante cercano.</p> <p>Dio unos puñados de grano al caballo, y luego cogió un cepillo de firmes cerdas metálicas y empezó a almohazar el pelo del animal y a peinarle la crin, para que cada caricia le fuera liberando de la tensión del día.</p> <p>Aunque sabía que no podía haber respondido a la zarina de ninguna otra manera, se preguntaba si el Emperador lo vería del mismo modo cuando Michlenstdat y Bautner regresaran a la capital y le comunicaran que ella se había negado a asistir al cónclave. Spitzaner y los emisarios se habían puesto furiosos con él después de abandonar el Palacio de Invierno.</p> <p>—¡Que Sigmar te maldiga, Von Velten! —había gritado Spitzaner, y su rostro normalmente pálido se había congestionada a causa de la cólera—. ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?</p> <p>—No he dicho nada que la zarina no supiera de antemano —había puntualizado Kaspar.</p> <p>—Ésta no es la cuestión —había dicho Michlenstadt, tratando de mantener la voz serena.</p> <p>—No —había asentido Bautner, sacudiendo la cabeza—. Un embajador no es un simple portavoz del Emperador en otro país, sino un medio de cumplir su voluntad. No has debido decir lo que has dicho, embajador, ha sido especialmente inapropiado.</p> <p>—¿Quieres decir que tenía que haber mentido?</p> <p>Bautner había suspirado, como si lo obligaran a explicar algo muy sencillo a una persona muy simple.</p> <p>—Vivimos una época muy oscura, embajador, y algunas veces valores apreciados en tiempos de paz deben, por así decirlo, flexibilizarse en tiempos de conflictos. Si la idea de mentir te ofende, tal vez podrías haberte limitado a no mencionar algunas verdades susceptibles de influir en la decisión de la zarina.</p> <p>—¿No mencionar algunas verdades? ¿Desde cuándo eso no es lo mismo que mentir? —había preguntado Kaspar.</p> <p>—En asuntos de alta política a veces puede haber una gran diferencia —había dicho Michlenstadt.</p> <p>—La zarina no habría ido a Altdorf en ningún caso, independientemente de lo que yo hubiera dicho.</p> <p>—Eso no lo sabemos con certeza, Von Velten —le había espetado Spitzaner—. No te engañes, el Emperador se enterará de todo lo que aquí ha ocurrido esta noche.</p> <p>—De eso no tengo la menor duda —había dicho Kaspar, harto ya del tono de Spitzaner.</p> <p>El general y los emisarios habían vuelto a caballo a su alojamiento de la ciudad sin que hubieran mediado más palabras, escoltados por soldados provistos de alabardas, mientras Kaspar y sus guardias cabalgaban por la plaza Geroyev en dirección a la embajada.</p> <p>La noche estaba siendo fría, pero sin la crudeza que la había caracterizado durante todo el invierno, y resultaba claro que, aunque todavía no había apartado su garra de Kislev, el invierno estaba en franca retirada.</p> <p>Kaspar había sudado de lo lindo acicalando a <i>Magnus</i> y, cuando terminó la tarea y dejó la montura en el establo preparada para pasar la noche, sintió cómo se le enfriaba el sudor sobre la piel. Echó una gruesa manta con dibujos de vivos colores sobre el lomo del caballo para mantenerlo abrigado y, después de tomar la precaución de echar el pestillo, salió del establo.</p> <p>Cruzó el patio, dando lentos y pesados pasos sobre la nieve medio derretida, en dirección a la puerta de servicio situada en la parte de atrás de la embajada, con la intención de comer algo y tomar unos tragos de <i>kvas</i>. Empujó la puerta y su aparición sorprendió a los escasos sirvientes que estaban jugando a cartas. Se apresuraron a fingir que estaban ocupados, pero Kaspar les permitió que siguieran con la partida; se quitó las botas y la capa, y se las entregó a su asistente.</p> <p>Pensaba tomar una cena ligera en la cama, pero soltó una maldición en voz baja al recordar que en la embajada no quedaba <i>kvas</i>. Sofía se había asegurado de que se hubiera vertido en el desagüe hasta la última gota de alcohol, para evitar que Pavel cayera en la tentación de bebérselo.</p> <p>Kaspar se encogió de hombros. Probablemente, era mejor así; lo último que en aquel momento necesitaba era alcohol. Tal vez esa noche había tirado por la borda su carrera de embajador, pero no estaba dispuesto a enfrentarse con resaca a las malditas repercusiones de lo que había ocurrido. Cortó algunas rebanadas de pan, jamón y queso, y se preparó una tisana dulce; luego, cogió una vela y subió las escaleras de la parte de atrás hasta el piso de arriba de la embajada y se dirigió a su dormitorio.</p> <p>Los pasillos de los sirvientes estaban débilmente iluminados con velas de sebo que parpadeaban debido a la corriente de aire que subía de la planta baja, pero se encontraban en calma, cosa que Kaspar agradeció. Esa noche no tenía ganas de hablar y sólo esperaba aprovechar unas horas de sueño antes de las primeras luces del día siguiente.</p> <p>Salió de las dependencias de la servidumbre, se dirigió a su dormitorio y puso la cena sobre la mesilla que había junto a la cama. En medio del lecho vio el bulto de un calientacamas de bronce lleno de carbón caliente, e inclinó la vela que había cogido en la cocina para encender las lámparas.</p> <p>Con el rabillo del ojo vio algo que le llamó la atención y se detuvo; oyó ruido de papeles y un golpecito provenientes del despacho situado junto al dormitorio, y ladeó la cabeza hacia allí. Apartó la vela de la lámpara sin haberla encendido y cogió la empuñadura de la pistola con su mano libre. A aquella hora de la noche no tenía que haber nadie en el despacho, y empezó a aventurar siniestras posibilidades acerca de quién podía andar por allí.</p> <p>Caminando con cautela para no alertar al intruso, Kaspar se acercó a la puerta del despacho; su cólera aumentaba a cada paso que daba. Era consciente de que debería haber bajado las escaleras para avisar a los guardianes de que alguien se había colado en su despacho, pero estaba de tan mal humor que prefería atrapar a aquel bastardo con sus propias manos. Observó un parpadeo de luz y sombra por debajo de la puerta y echó hacia atrás el percutor de la pistola.</p> <p>Empuñó el arma, respiró profundamente y abrió de una patada la puerta del despacho.</p> <p>—¡No te muevas! —gritó mientras entraba en la habitación a toda prisa—. Voy armado.</p> <p>Vio una voluminosa figura de pie detrás del escritorio, y estaba a punto de repetir la advertencia cuando reconoció al hombre que andaba rebuscando algo. Era Pavel. El condenado Pavel.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Cuando cambió de posición, Sasha Kajetan emitió un gruñido, pues las cadenas que llevaba en torno a las muñecas se le hundieron en la carne viva. Su mundo se había reducido de tal modo que lo único que notaba era el dolor y el hambre, y los aceptaba de buen grado. El yo auténtico le había erosionado casi todos los últimos vestigios de su cordura, y lo único que permanecía en su mente eran impulsos de violencia y muerte.</p> <p>Se daba cuenta de que sus ansias de arrepentimiento nunca se cumplirían y, en silencio, rogaba a cualquier deidad que aún no lo hubiese abandonado que le concediese la muerte. Pero la muerte no se lo llevaría. Parecía que incluso le negaban el reino de Morr. Y no podía culpar al guardián del reino de la muerte; después de todo, ¿quién podía querer a una alma tan perversa como la suya?</p> <p>Había aceptado que tenía que soportar esa carga: una eternidad de sufrimientos y hambre atroz, encerrado en la mazmorra con tan sólo un constante goteo de agua y ratas sarnosas por única compañía.</p> <p>Había un roedor en el umbral de la puerta, adonde había conseguido llegar a través de una abertura que había entre el hierro oxidado del quicio y el deteriorado muro de ladrillo. Ampliaba el boquete por el que había llegado, excavando con las garras y apartando húmedos ladrillos, con algún propósito inconfesable.</p> <p>Durante un rato el prisionero miró la rata y llegó a perder la noción del tiempo cautivado por el diligente trabajo del animal. Al fin, el roedor terminó su tarea, se volvió para encararse con él y emitió sonidos como si quisiera transmitirle algún mensaje. El prisionero no le hizo caso, y el animal se le acercó aún más y chilló con mayor premura.</p> <p>Sasha le pegó una rápida patada. La rata se apartó a un lado a gran velocidad, pero eso no bastó para impedir que el talón del pie del espadachín le golpeara en plena espina dorsal y se la partiera por la mitad. Mientras la rata se retorcía y agonizaba, en el rostro del prisionero se pintó una torcida sonrisa burlona. Era un ser humano roto, una sombra de lo que había sido, pero todavía era rápido. Arrastró la rata muerta con el pie hacia él y se inclinó para hincarle los dientes en la peluda barriga.</p> <p>Sintió cómo los huesecillos crujían bajo sus dientes podridos y advirtió que la sangre caliente del animal le llenaba la boca como si fuera una bebida tonificante. Se tragó un trozo de astillosa carne y, mientras mordía otro pedazo, de repente se dio cuenta de que lo estaban vigilando; volvió la cabeza y vio una hinchada rata blanca que se abría paso por el agujero ensanchado de la pared de ladrillo. Tenía los colmillos largos y curvados como los puñales de los nómadas de la estepa, y sus ojos en forma de rendija brillaban en un tono rojo maligno.</p> <p>El espadachín observó la rata durante unos instantes, mientras la sangre le resbalaba por el mentón. El roedor lo miraba de arriba abajo como si le estuviera tomando las medidas; los colmillos curvaban hacia atrás los labios del animal. De pronto, emitió una especie de prolongado y agudo relincho, un sonido que Sasha jamás hubiera esperado de una rata.</p> <p>¿Era una señal de algún tipo? Ya antes había sentido que las ratas maniobraban y confabulaban, pero hasta aquel momento se habían limitado a mirarlo. ¿Tenían a partir de entonces otros planes para él?</p> <p>Débilmente oyó el sonido metálico de una puerta de hierro y, al cabo de un momento, vio un suave resplandor por debajo de la entrada de la celda. El miedo le agitó el pecho cuando oyó ruido de llaves y se abrió la puerta. La rata blanca se escabulló de la habitación, pero Sasha se olvidó de ella inmediatamente al ver la resplandeciente figura que llenaba el umbral.</p> <p>La mujer estaba ante él con toda la gloria y la belleza que él recordaba, con su cabellera de color castaño rojizo y llena de amor. Llevaba un traje largo de color verde; la tela reluciente y los pálidos nimbos de luz formaban en torno a su rostro un halo que le hacía daño en los ojos.</p> <p>—<i>Matka</i>... —susurró llorando lágrimas de vergüenza, de amor y de felicidad al ver que su <i>matka</i> le abría los brazos.</p> <p>Sasha sollozaba como un niño; al verla, el yo auténtico emergía hacia el centro de su conciencia. Alargó la mano hacia ella, pero no pudo tocarla debido a la cadena que lo mantenía atado al muro.</p> <p>Entonces, como si sus pensamientos lo hubieran llamado, el carcelero entró en la celda a trompicones y se echó a lloriquear descontroladamente cuando una figura con los hombros echados hacia delante, cubierta por completo con una túnica negra y armada con una corta espada curvada, lo derribó al suelo de un golpe.</p> <p>—Libéralo —dijo su <i>matka</i>.</p> <p>El carcelero asintió con la cabeza precipitadamente y, aterrorizado, rebuscó la llave. Al fin, encontró la que necesitaba y desbloqueó las argollas que encadenaban a Sasha. El espadachín se desplomó en el suelo; tenía las muñecas en carne viva y llenas de sangre, y la piel recubierta de laceraciones infectadas.</p> <p>Su <i>matka</i> se arrodilló ante él y le cogió la cara con unas manos de maravillosa suavidad. No podía verle el rostro con nitidez, pues los rasgos aparecían borrosos e indiferenciados debido a la luz que había alrededor de la cabeza de la mujer.</p> <p>—Soy yo, hermoso príncipe mío —dijo ella.</p> <p>—<i>Matka</i>... —siseó con la garganta seca y atenazada.</p> <p>—Sí; he venido a buscarte.</p> <p>—¡Cuánto lo siento! —consiguió decir él mientras se ponía en pie.</p> <p>Su <i>matka</i> le pasó un dedo por la mandíbula y después se lo limpió de la sangre de la rata frotándolo en la pared de ladrillo de la celda. La mujer sacudió la cabeza.</p> <p>—¿No te gustaría comer otra cosa? ¿Algo mejor que la sangre de una alimaña?</p> <p>La figura de la túnica que empuñaba una espada se lanzó hacia adelante, agarró al carcelero por el cuello y, quitándole la capucha provista de lentes de vidrio, le rebanó el cuello con la hoja. La sangre manó de la herida como una fuente: un abundante chorro de sangre arterial roció la cara de Sasha como si saliera de una manguera.</p> <p>Sangre caliente, recién bombeada por el corazón, llenó la boca del espadachín, que se la bebió con glotonería; mientras sentía sobre él las manos de su <i>matka</i>, tragaba y tragaba insaciablemente.</p> <p>Sentía el calor de las manos de la mujer: una calidez agradable y una excitante sensación se propagaban desde donde ella lo tocaba.</p> <p>Mientras bebía y su <i>matka</i>, de alguna manera, le ayudaba a recobrar la vitalidad, un renovado vigor le invadió el cuerpo y sintió cómo fluía por sus músculos atrofiados una olvidada energía. Emitió un fiero gruñido al advertir de qué modo crecía la avidez de muerte del yo auténtico. Alargó la mano, agarró al carcelero, que se movía de forma espasmódica, y empezó a morder y desgarrar frenéticamente la carne del cuello del desgraciado.</p> <p>—Sí —dijo su <i>matka</i>—; come, robustécete. Tchar te necesita.</p> <p>Sasha arrojó a un lado el cadáver mutilado, se puso en pie, y una caliente y colérica energía le recorrió el cuerpo.</p> <p>—No tan de prisa, amor mío —le advirtió su <i>matka</i> mientras él trataba de recuperarse apoyado en la pared de la celda—; te llevará tiempo recobrar enteramente las fuerzas.</p> <p>El espadachín asintió con la cabeza mientras observaba cómo el asesino del carcelero limpiaba la espada en la camiseta de su víctima. Las manos que empuñaban el pomo de la espada estaban cubiertas de pelo y dotadas de garras, y como si se diera cuenta de que lo estaba mirando, el asesino se volvió hacia Sasha silbando y adoptó una actitud desafiante.</p> <p>Sasha miró con fijeza los ojos negros, redondos y brillantes que se atisbaba debajo de la capucha y se preguntó si aquel individuo no sería también un esbirro de la hinchada rata de pelo albino.</p> <p>Dio la espalda a la alimaña asesina y siguió a su <i>matka</i>, que había salido de la celda y caminaba por el corredor en dirección a una puerta de hierro abierta que conducía a una escalera. Al pie de la misma, yacía un cuerpo con una pieza metálica de forma triangular incrustada en el cuello.</p> <p>—Ven, Sasha —le dijo su <i>matka</i>—; quiero que hagas tantas cosas…</p> <p>El yo auténtico asintió con la cabeza mientras oía a aquel chiquillo que antaño había sido Sasha Kajetan llorando en lo más profundo de su alma torturada.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 7</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Pavel y Kaspar se miraron el uno al otro por encima del escritorio, y el embajador bajó la pistola. Una lámpara instalada en un rincón proyectaba en torno a ellos una luz discontinua, pero dejaba sumido en la penumbra el resto de la habitación. Pavel no dijo nada; agarraba con una mano unos cuantos documentos, y con la otra, un tampón con mango de madera.</p> <p>—¿Qué demonios estás haciendo, Pavel? —le preguntó Kaspar, bajando el percutor y enfundando el arma en el cinto.</p> <p>—Por favor —imploró Pavel—, deja que haga esto y que me vaya. No me volverás a ver jamás.</p> <p>—¡Maldita sea!, te he hecho una pregunta.</p> <p>Pavel dio la vuelta al escritorio.</p> <p>—Te lo explicaré —dijo.</p> <p>—Más vale que lo hagas —le espetó el embajador, que se le acercó y le arrebató los papeles y el tampón de las manos.</p> <p>Pavel se mordía el labio inferior mientras Kaspar se dirigía a la lámpara y examinaba lo que su viejo camarada le había hurtado del escritorio. El sello ostentaba su símbolo personal, rodeado por las alas abiertas del águila imperial, mientras que los documentos eran salvoconductos, cartas que permitirían al portador cruzar todo el Imperio a lo largo y a lo ancho sin estorbo ni obstáculo.</p> <p>Era muy consciente de para qué servían aquellos documentos, y el corazón le dio un vuelco al advertir para quién los estaba robando Pavel. Se sentó pesadamente en la silla, dejando caer lo que tenía en las manos y frotándose la cabeza con las palmas.</p> <p>—Al infierno con todo —murmuró para sí mismo.</p> <p>—Kaspar, por favor… —empezó a decir Pavel.</p> <p>—¡Cállate! —rugió Kaspar—. No quiero oírte, Pavel. ¡Ahora, todo lo que sale de tu boca no es más que basura! Hace tanto tiempo que no te oigo decir la verdad que incluso me he olvidado de cómo suena.</p> <p>—Lo sé —dijo Pavel—. Soy un pobre estúpido. Pero lo siento.</p> <p>—¡No me digas que lo sientes, miserable pedazo de mierda! ¡No te atrevas a decirme que lo sientes! Robas para Chekatilo, ¿no es cierto? ¡Contéstame! ¿No es cierto?</p> <p>Pavel se dejó caer en una de las sillas que había junto a la chimenea; el rostro se le cubrió de sombras oscuras al alejarse de la linterna.</p> <p>—Sí, estoy robando para Chekatilo.</p> <p>Kaspar se encolerizó con Pavel como nunca lo había hecho, y su ira llegó a cotas que creía inalcanzables. ¿No había límites para la traición de Pavel?</p> <p>—¿Por qué, Pavel? ¿Por qué? Ayúdame a comprender por qué lo hiciste, porque yo soy incapaz de averiguarlo. ¿Qué te puede haber determinado a volver la espalda a tu amigo para hacer esto en favor de ese montón de detestable escoria que es Chekatilo?</p> <p>—Lo he hecho porque soy amigo tuyo —dijo Pavel.</p> <p>—¿Qué? ¿Me robas porque eres amigo mío? —le espetó Kaspar—. Bueno, supongo que debo considerarme afortunado por no contarme entre tus enemigos, pues debe ser horrible lo que les haces.</p> <p>—Eso quiero decir —ladró Pavel.</p> <p>—No digas tonterías, hombre.</p> <p>—Chekatilo encargó a Rejak que me dijera que tenía que robarte esas cosas.</p> <p>—¿Y tú dijiste que sí? —inquirió Kaspar—. ¿Por qué?</p> <p>—No te lo puedo decir —explicó Pavel, sacudiendo la cabeza.</p> <p>—Mal que te pese me lo vas a decir —prometió Kaspar—. Quiero saber lo que ese bastardo te contó para conseguir que me traicionaras.</p> <p>Pavel se levantó de la silla y apoyó las manos sobre el escritorio de Kaspar.</p> <p>—¡No te lo puedo decir! —gritó.</p> <p>Kaspar también se puso en pie y se encaró con Pavel; la cara le hervía, congestionada por la ira.</p> <p>—O me lo cuentas, o te vas de aquí inmediatamente. Te advertí de lo que pasaría la próxima vez que hicieras una estupidez, ¿verdad?</p> <p>—Sí, pero por favor, Kaspar, compréndelo; no te lo puedo contar, ocurrió antes de tu llegada. Chekatilo sabe cosas de mí, cosas malas, cosas secretas. Confía en mí; no te lo puedo decir.</p> <p>—¿Confiar en ti? —exclamó Kaspar, que soltó una carcajada, salió de detrás del escritorio y lanzó su dedo índice contra el pecho de Pavel—. ¿Confiar en ti? ¿He oído bien? ¿Me pides que confíe en ti?</p> <p>—Sí —dijo Pavel, inclinando la cabeza.</p> <p>—¡Ah, claro! Supongo que debería hacerlo, ¿eh? Ahora que has colocado a un embajador en un mal paso, que me has puesto en deuda con Chekatilo y que has tratado de robarme, supongo que debería hacerlo. ¿Qué podría perder con ello?</p> <p>El rostro de Pavel se oscureció.</p> <p>—¿Siempre eres perfecto, hombre del Imperio? ¿Nunca cometes errores?</p> <p>—¿Errores? —le espetó Kaspar—. Errores, sí; pero jamás traiciono a mis amigos. ¿Qué clase de error te ha llevado a traicionarme, Pavel? Cuéntamelo. Hemos peleado juntos durante años, nos hemos salvado la vida el uno al otro en incontables ocasiones. ¡Dime la verdad, maldita sea!</p> <p>Pavel sacudió la cabeza.</p> <p>—La verdad no te gustaría.</p> <p>—Claro que sí —gritó Kaspar, acercándose amenazadoramente al rostro de Pavel—. ¡Así que dímela de una maldita vez!</p> <p>Pavel apartó al embajador y le dio la espalda. El corpulento kislevita prorrumpió en un gran sollozo.</p> <p>—Maté a Andrej Vilkova, el marido de Anastasia —dijo—. Lo asesinamos Rejak y yo. Lo atrapamos en el exterior del burdel de Chekatilo y lo golpeamos hasta matarlo. ¡Ya está! ¿Estás satisfecho ahora?</p> <p>Kaspar sintió que los sentidos se le entumecían y que una enfermiza sensación se le extendía desde lo más profundo del estómago hasta la punta de las extremidades. Se apoyó con una mano en el escritorio mientras la cabeza le hervía en un torbellino de confusos pensamientos.</p> <p>—¡Oh, no, Pavel! No… —siseó Kaspar, sintiendo una opresión en los pulmones—. No lo hiciste; por favor, dime que no lo hiciste.</p> <p>Pavel volvió a sentarse y apoyó la cabeza sobre las manos.</p> <p>—Lo siento mucho, Kaspar. Desde aquella noche, Chekatilo tiene esa espada de Damocles suspendida sobre mi cabeza. Me dijo que te lo diría si no le hacía ese favor, y yo no quería que tú supieras lo que hice, que descubrieras la escoria patética y lloriqueante que es Pavel Korovic.</p> <p>Kaspar no sabía qué decir, pues todavía estaba trastornado por haber descubierto que uno de sus más viejos amigos había resultado ser un asesino, no mejor que Sasha Kajetan. Lágrimas provocadas por la traición le bajaban por las mejillas, mientras se horrorizaba al pensar que, en muchas ocasiones, había confiado su vida a un hombre que no era más que un vulgar criminal.</p> <p>Pavel se puso en pie y colocó la mano sobre el hombro de Kaspar.</p> <p>—No me toques —bramó Kaspar, apartando la mano de Pavel y separándose de él. Apenas podía soportar mirarlo.</p> <p>Anastasia…</p> <p>«¡Por Sigmar!», —dijo para sus adentros el embajador, al considerar que ella había creído durante todos esos años que un delincuente callejero había matado a su marido, cuando el auténtico asesino había estado siempre sentado en la embajada del Imperio y era amigo de su nuevo amante. Mientras Kaspar intentaba calibrar la magnitud del crimen de Pavel, se oyeron unos golpes suaves en la puerta principal del despacho y uno de los guardias de la embajada entró en la habitación.</p> <p>—Lamento molestarte, señor. He oído gritos y me he preguntado si todo estaba en orden.</p> <p>Kaspar aún no confiaba en su voz y se limitó a asentir con la cabeza y a levantar la mano. El guardia se percató del ambiente que reinaba en la sala.</p> <p>—Muy bien, señor —dijo, y se marchó.</p> <p>En el despacho se hizo un silencio que al perdurar fue resultando más y más agobiante, hasta que a Kaspar le pareció que el corazón iba a estallarle. Se limpió la cara con la manga.</p> <p>—¿Por qué? —consiguió decir.</p> <p>—¿Por qué, qué? —preguntó Pavel.</p> <p>—¿Por qué lo mataste, maldita sea?</p> <p>Pavel se encogió de hombros, derrotado por completo.</p> <p>—No lo sé; lo único que sé es que Losov visitó a Chekatilo y le pagó para que matara a Andrej Vilkova.</p> <p>Kaspar se frotó la mandíbula con la mano y frunció el ceño cuando se dio cuenta de que el nombre que Pavel había mencionado le era conocido.</p> <p>—¿Losov? ¿Pjotr Losov? ¿El consejero de la zarina? ¿Me estás diciendo que ese hombre pagó a Chekatilo para que asesinara al marido de Anastasia?</p> <p>—Sí, yo le oí personalmente. Creo que por esa razón Chekatilo exigió que yo lo hiciera.</p> <p>—Ese hijo de puta —juró Kaspar, advirtiendo en aquel momento el origen de la enemistad entre Pavel y Losov—. ¿Por qué demonios lo hizo?</p> <p>—No lo sé —dijo Pavel.</p> <p>—Ahora no me dirigía a ti —explicó Kaspar con la mandíbula apretada y los dedos tableteando sobre el escritorio—. Maldito condenado, debería entregarte a los Chekist.</p> <p>—Probablemente, deberías hacerlo —admitió Pavel.</p> <p>—No —dijo Kaspar, sacudiendo la cabeza—. No lo haré. Me has salvado la vida demasiadas veces para que ahora te entregue a esos bastardos, pero…</p> <p>—Pero ¿qué?</p> <p>—Pero tú y yo hemos acabado —afirmó Kaspar—. Lárgate ahora mismo de la embajada.</p> <p>Pavel se levantó de la silla.</p> <p>—Por lo que pudiera importar… —dijo.</p> <p>—¡Basta! —le interrumpió Kaspar con una voz que era poco más que un susurro—.Vete. Por favor, limítate a irte.</p> <p>Pavel asintió con la cabeza, lleno de tristeza, y se dirigió hacia la puerta. Se volvió como si estuviera a punto de decir algo, pero no lo consideró prudente y se fue sin añadir palabra alguna.</p> <p>Cuando la puerta se cerró, Kaspar se cogió la cabeza entre las manos y lloró a lágrima viva como no lo había hecho desde que había enterrado a su esposa.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Con la mañana llegó una fría lluvia del este. Kaspar permanecía sentado detrás de su escritorio bañado por una débil luz diurna que penetraba a través de la ventana situada detrás de él. No había dormido desde que Pavel se había marchado; sus emociones eran demasiado intensas y estaban tan a flor de piel que no podía cerrar los ojos. Cada vez que lo intentaba, se le aparecía el rostro de Anastasia, y el dolor volvía a agudizarse. Una parte de sí mismo quería contarle quién era el asesino de su marido con objeto de enterrar el fantasma de su muerte, pero no era posible reanudar una amistad comunicándole semejante noticia.</p> <p>La echaba de menos, pero se sentía absolutamente incapaz de hacer nada al respecto. Anastasia había manifestado sus sentimientos con crudeza, y él no podía hacer nada para modificarlos. Él estaba muy convencido de sus puntos de vista y ella de los suyos, por lo que a ambos les resultaba imposible cambiarlos, y aunque Kaspar anhelaba su compañía, era consciente de que no tardarían en volver de nuevo a las andadas si decidían recomenzar la relación. Siempre se ocuparía de ella, pero no podía permitirse ir más allá.</p> <p>Y Pavel…</p> <p>El embajador maldijo Kislev, su gente, su lenguaje, sus costumbres, sus…, todas sus cosas. Sintió que lo invadía una intensa sensación de amargura y una vez más pensó que ojalá no hubiera puesto jamás los pies en aquel desolado país que sólo le había reportado sufrimientos y desgracias.</p> <p>Se frotó los cansados ojos, dándose cuenta de que estaba reaccionando con el corazón y no con la cabeza, pero era incapaz de dominar la rabia que sentía. Advirtió que tenía los ojos hinchados y enrojecidos por las lágrimas y por la falta de sueño, por lo que se levantó, y mientras se pasaba una mano por la cabeza, decidió irse al dormitorio.</p> <p>Desde detrás del escritorio echó un vistazo por la ventana y vio a un jinete solitario que cabalgaba velozmente en dirección a la embajada y que, al llegar junto a la verja, refrenaba el caballo para detenerlo de golpe. El jinete llevaba una armadura negra y un yelmo completo de hierro oscuro, pero Kaspar lo reconoció al instante: era Vladimir Pashenko, el jefe de los Chekist. Maldijo silenciosamente para sí mismo. De todos los días posibles, aquél era el menos indicado para recibirlo. Pero el cargo que ostentaba le obligaba a cumplir con su deber, y de mala gana se alisó la ropa, que aún era el traje oficial que había usado para acudir al Palacio de Invierno.</p> <p>Observó cómo Pashenko empujaba la verja y se dirigía con paso decidido hacia la puerta de la embajada. Su prisa y su cólera manifiesta indicaron a Kaspar que algo grave había sucedido, y se preguntó qué calamidad habría llevado al impávido Pashenko a un estado de tanta agitación.</p> <p>La puerta de abajo se cerró de golpe y oyó los pesados pasos que subían por la escalera principal, unas pisadas apresuradas seguidas de agresivas protestas. Kaspar se sentó de nuevo detrás del escritorio y aguardó la entrada de Pashenko, lo cual ocurrió instantes después: la puerta se abrió violentamente y el Chekist avanzó a grandes zancadas hacia Kaspar. Llevaba el yelmo bajo el brazo, pero lo arrojó a una silla mientras se le acercaba.</p> <p>—¡Que Ursun te maldiga, Von Velten! —gritó Pashenko con la cara de color púrpura a causa de la rabia.</p> <p>Era lo ultimo que Kaspar podría haberse imaginado de que Pashenko le diría en aquel momento. Alzó las manos.</p> <p>—¿Qué ocurre? ¿Por qué has venido? —preguntó.</p> <p>—Ya te diré por qué —le espetó Pashenko con un acento kislevita cada vez más marcado—. Porque trece de mis hombres han muerto. ¡Por esta razón!</p> <p>—¿Qué? ¿Cómo?</p> <p>—Aquel Svolich.</p> <p>Kaspar sintió un tremendo escalofrío y, al notar que un intenso dolor empezaba a retumbarle en la sien, se la apretó con una mano. Agitó la cabeza para liberarla de la fatiga y volvió a encararse con el encolerizado Pashenko.</p> <p>—¿Kajetan? —dijo—. No lo entiendo. ¿Cómo pudo matar a trece de tus hombres?</p> <p>—No —dijo Pashenko, sacudiendo la cabeza y recorriendo la habitación de un lado para otro como un animal enjaulado—. Sasha, no; otros. Otros.</p> <p>—Pashenko, tranquilízate. Lo que dices no tiene ningún sentido. Explícame qué ha sucedido.</p> <p>El jefe de los Chekist respiró profundamente para tratar de calmarse. Kaspar dedujo por su aspecto que Pashenko llevaba tiempo sin dormir. Las mejillas, normalmente bien afeitadas, estaban hundidas y cubiertas por una barba de varios días, y tenía la larga cabellera revuelta y descuidada.</p> <p>—A los Chekist esto no nos pasa —dijo—. Nos temen y por esta razón podemos desempeñar nuestro trabajo. La gente nos tiene miedo y, precisamente por eso, no vulnera nuestras leyes. En cualquier caso, así es como deben funcionar las cosas. Pero ahora…</p> <p>Kaspar era incapaz de sentir pena por Pashenko, pues conocía los métodos brutales que utilizaban los Chekist y había visto el horror de las mazmorras ubicadas en los sótanos del severo edificio de la Urskoy Prospekt. Pero la pena por la pérdida <le hombres bajo el mando de uno era algo que le resultaba muy familiar y, por consiguiente, aquello establecía un cierto nexo entre ambos.</p> <p>—Todavía no estoy muy seguro de lo que pasó —prosiguió Pashenko—, pero al parecer dos personas entraron en nuestro edificio y se abrieron paso matando a diestra y siniestra, hasta las celdas.</p> <p>—¿Dos personas mataron a trece de tus hombres? ¿Quiénes eran?</p> <p>—No lo sé, pero fue sólo una.</p> <p>—¿Una qué?</p> <p>—Una sola persona mató a mis hombres. Era alguien con tánica negra y capucha, y más rápido que una serpiente, según dicen todos.</p> <p>—Creo que conozco a ese individuo; nos atacó en el Lubjanko.</p> <p>—¿En el Lubjanko? ¿Qué os llevó a tan siniestro lugar?</p> <p>—Es una larga historia —dijo Kaspar, que no quería entrar en detalles acerca de su reciente cooperación con Vassily Chekatilo ante el jefe de los Chekist—. Pero constatamos su increíble rapidez, casi impropia de un ser humano. ¿Quién era la otra persona?</p> <p>—Una mujer, pero ninguno de los que han hablado conmigo me la ha descrito de forma precisa.</p> <p>—¿Por qué razón?</p> <p>Pashenko se encogió de hombros, y Kaspar advirtió que la muerte de aquellos Chekist y la aparente facilidad con la que habían sido asesinados había afectado al jefe en gran manera.</p> <p>—Es extraño —dijo Pashenko—; he hablado con los sobrevivientes del ataque y cada uno me la describe de distinta manera. Y no se trata sólo de pequeños detalles que podrían considerarse simples errores, sino de diferencias significativas. Algunos afirman que era una mujer joven, otros que era una anciana. Para unos era rubia, para otros tenía la cabellera oscura, y aun hay quien asegura haber visto una cabellera de color castaño rojizo. Unos vieron a una mujer delgada, mientras para otros era de complexión robusta. Pero todos coinciden en que era muy bella, y en que resultaba tan difícil levantar una espada contra ella como tratar de detener los latidos de sus corazones.</p> <p>—¿Cómo crees que consiguió confundir a tanta gente?</p> <p>—No lo sé, pero todos aseguran que tenía… la facultad de irradiar, como si debajo de la piel tuviera focos de luz. Para mí que es cosa de brujería.</p> <p>Aquellas palabras causaron a Kaspar una fuerte impresión al recordar que Sofía había descrito de forma similar algo que le había sucedido mientras se encontraba recluida en el funesto ático de Sasha Kajetan; se había referido a una luz mágica que había hablado con voz de mujer. No le había podido ver el rostro, pero el hecho de que esa persona acompañara al asesino encapuchado no parecía ser una simple coincidencia y establecía entre los dos sucesos un posible nexo. ¿Cuál era el alcance de todo aquello? ¿El Carnicero, Sasha, el asesino de la túnica negra, las ratas? ¿Estaba todo relacionado?</p> <p>Algo de lo que Pashenko había dicho le había medio despertado un débil recuerdo; pero el recuerdo no despertó por completo hasta que Sofía apareció en el umbral de la puerta del despacho con la cabellera en torno al cuello.</p> <p>—¿Es cierto? —le preguntó Sofía con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Sasha se ha escapado de vuestra prisión?</p> <p>—Sí, anoche —afirmó Pashenko, inclinando la cabeza.</p> <p>—¿Ha matado a alguien?</p> <p>—Es posible. El carcelero tiene la garganta desgarrada, muy probablemente alguien le hincó los dientes, y además parece que le han mordido para comerse la carne. Lo mismo que ocurría en los crímenes del Carnicero. Sólo puede tratarse de Kajetan.</p> <p>Kaspar se inclinó hacia adelante.</p> <p>—¿Dijiste que algunas personas que vieron a la mujer afirmaron que tenía la cabellera de color castaño rojizo?</p> <p>—Sí, pero también se mencionaron muchos otros colores.</p> <p>Kaspar salió de detrás del escritorio, se acercó a Sofía y alargó la mano para levantarle un mechón de su larga cabellera castaño rojiza.</p> <p>—Creo que esto es en cierto modo lo que la mano de Kajetan sostenía cuando Sofía era prisionera suya —explicó—. Su locura le hizo creer que era su <i>matka</i>, su madre renacida. Y cuando yo vi el esqueleto que él había desenterrado de las tierras que pertenecían a su familia, el cráneo todavía conservaba algunos cabellos castaño rojizos. Cualesquiera que sean las magias que esa mujer es capaz de conjurar, tienen un propósito, un solo propósito: hacer que Sasha Kajetan crea que su madre ha vuelto con él.</p> <p>—Todo lo que hizo, lo hizo por ella —afirmó Sofía—; todos los asesinatos fueron por ella.</p> <p>—Y ahora anda suelto, embajador —siseó Pashenko—, y será culpa tuya si vuelve a matar.</p> <p>—¿Culpa mía?</p> <p>—Sí. Kajetan tenía que haber sido colgado hace semanas, pero no, el embajador quería conservarlo con vida para descubrir lo que le había convertido en un monstruo. Y yo, como un imbécil, acepté; pensé: «este nuevo hombre del Imperio es inteligente y tal vez tiene razón». Ahora, mira adonde nos ha llevado tu curiosidad.</p> <p>Kaspar quiso replicar, pero era consciente de que Pashenko estaba en lo cierto: hacía tiempo que tenían que haber ejecutado a Kajetan.</p> <p>—Bueno, ¿y qué se está haciendo para encontrarlo? —preguntó Kaspar—. ¿Y qué puedo hacer yo para ayudaros?</p> <p>—Nada. Es la respuesta a las dos preguntas.</p> <p>—¿Nada? ¿No dedicáis ningún esfuerzo a atraparlo?</p> <p>—No tengo hombres disponibles, y la ciudad está tan repleta de gente que podría buscarlo durante años sin encontrarlo jamás. Y creo que quienquiera que sea el que ahora lo tiene lo guardará bien escondido, ¿no te parece? No, no voy a sacrificar más vidas de mis hombres persiguiendo a Kajetan. Si está realmente loco, saldrá de nuevo a la superficie para matar y, tarde o temprano, lo atraparemos.</p> <p>Pashenko se volvió para recoger el yelmo, y luego se inclinó rígidamente ante Kaspar y Sofía.</p> <p>—Pero habrá más muertos; estoy seguro de ello. Sólo quería que lo supieras —le dijo al embajador, y,se marchó del despacho.</p> <p>Sofía sintió un escalofrío, y Kaspar le puso el brazo en torno a los hombros.</p> <p>—No tienes que preocuparte, Sofía. No creo que Kajetan vaya de nuevo detrás de ti. Ahora tiene a su <i>matka</i>.</p> <p>La mujer agitó la cabeza.</p> <p>—No me preocupa que pueda venir por mí —dijo al fin—. Me preocupa que vaya por ti.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Cuando llegó la luna nueva, en la noche decimotercera de Nachexen, unos mensajeros entraron en la ciudad por el oeste. Eran jinetes Ungol, de salvaje apariencia, que habían cabalgado duro desde el <i>oblast</i> del oeste para llevar una importante noticia a la ciudad, una noticia que proclamaban a gritos desde los caballos mientras galopaban por las calles en dirección al Palacio de Invierno.</p> <p>Vítores y aplausos seguían a los jinetes, que estaban al borde del colapso y sólo se mantenían sentados en las sillas gracias a la pura alegría que los embargaba. La noticia se expandió en seguida por toda la ciudad: el pulk del boyardo Sanyza de Kurkosk y el ejército de Stirland habían combatido y destruido en Krasicyno una ingente masa de norteños, liderados por el jefe llamado Okkodai Tarsus, y los habían puesto en fuga después de matar a millares de miembros de la tribu.</p> <p>Era la primera victoria tangible de los ejércitos aliados, y cuando Kaspar se enteró de la noticia, tuvo realmente la sensación de estar viviendo un momento histórico. Eran tiempos cruciales y cada día se forjaban muchos héroes en los campos de batalla. Se decía que otra horda de miembros de la tribu, que superaba varias veces en número a los ejércitos aliados, volvía desde el Imperio para destruir el ejército de Kurkosk, y tanto el ejército de Talabecland como el pulk de Kislev estaban siendo convocados para combatir en un lugar llamado Mazhorod.</p> <p>Durante los días que siguieron a la llegada de la noticia, la ciudad hervía de actividad mientras los guerreros se agrupaban y los pulks kislevitas, acampados a lo largo del Urskoy hasta una distancia de un día de marcha desde Kislev, se reunían finalmente para dirigirse hacia el oeste.</p> <p>Kaspar contemplaba los preparativos para la marcha desde los terraplenes cubiertos de nieve de las murallas de la ciudad, junto con millares de ciudadanos que pese al frío helado habían acudido a vitorear a los bravos guerreros. A Kaspar el corazón se le llenaba de gozo al contemplar una manifestación tan bulliciosa de optimismo, sentimiento que veía brillar en todos los rostros.</p> <p>Contemplaba aquellos preparativos con una mezcla de orgullo y pena. En buena medida quería cabalgar con aquellos bravos guerreros de Talabecland, pero como no podía tener rango alguno en el campo de batalla —sabía que Spitzaner nunca lo consentiría—, había decidido ser un simple observador. La idea de no intervenir en ninguna de las batallas, en las que no tardarían en combatir aquellos hombres, le parecía una perspectiva intolerable.</p> <p>Spitzaner había dejado perfectamente claro que no quería que Kaspar acompañara a su ejército, y el embajador no se lo podía echar en cara. La presencia de Kaspar, el oficial bajo cuyo mando había estado en otro tiempo y que, como muchos sabían, se lo había saltado en la lista de promociones, hubiera minado la autoridad de Spitzaner. Kaspar había aceptado de mala gana que debía quedarse en Kislev. Los emisarios del Emperador, Michlenstadt y Bautner, se iban con el general, acompañados por los enviados de la zarina que irían a Altdorf en su nombre.</p> <p>A pesar de todos sus defectos, Clemenz Spitzaner sabía cómo organizar un ejército para que fuera capaz de desplazarse a considerable velocidad. El general se había enojado mucho por haberse perdido la gran batalla de Krasicyno y había decidido no dejar escapar aquella oportunidad de alcanzar la gloria. Los soldados se habían agrupado en regimientos a lo largo de la carretera: miles de hombres formados en columnas dispuestas para la marcha, con las armas en alto y los estandartes ondeando al frío viento.</p> <p>El mismísimo general iba y venía recorriendo las líneas a caballo. Inspeccionaba a los soldados como alguien que era consciente de que la gente lo está observando.</p> <p>Los soldados se estremecían y pateaban sobre la nieve para combatir el frío mientras esperaban la orden de partir; pífanos y tambores entretenían a los hombres con marchas militares mientras los sacerdotes kislevitas vestidos con túnicas negras les impartían bendiciones. Pero la atención de Kaspar no se dirigía al ejército de sus compatriotas, sino al magnífico espectáculo del pulk, el ejército de Kislev.</p> <p>Contemplar el pulk de Kislev era realmente algo maravilloso. Cuando llegó el ejército de Talabecland, Kaspar había pensado que ofrecía una imagen llena de colorido, pero no era nada comparada con la gloria del ejército kislevita, engalanado con sus más elegantes estandartes.</p> <p>Jinetes de un rojo impresionante, con pendones adornados con plumas de águila sujetos a la espalda y relucientes yelmos ribeteados de cuero, se encontraban al pie de la Gora Geroyev; sus pendones escarlatas y dorados ondearon al viento cuando galoparon hacia el oeste. Kaspar sintió una punzante tristeza al recordar que también él había entrado en combate junto a aquellos guerreros, y evocó la imagen de Pavel encabezando una espléndida carga. Echaba de menos a su camarada, al que no había vuelto a ver desde que lo había echado de la embajada; pero no podía volverse atrás.</p> <p>A continuación de la caballería ligera iban sus colegas de armaduras más pesadas, caballeros provistos de gualdrapas de vistosos colores y protecciones de bronce; llevaban largas lanzas y un enorme pendón en el que campeaba un oso rampante. Arremolinadas hordas de arqueros a caballo, de aspecto basto e impresionante, gritaban y chillaban llenos de exaltada alegría, y los largos mechones, que pendían de sus cueros cabelludos y se agitaban al viento mientras corrían, indicaban que se trataba de jinetes Ungol.</p> <p>Desde las puertas de la ciudad bajaban los kossars cantando en formación por la helada carretera; sus voces potentes eran fácilmente audibles para la gente apostada en las murallas. Cada formación era una profusión de camisas y capas de colores, pantalones holgados sujetos a la cintura por fajas escarlata y puntiagudos yelmos de hierro con flecos de malla. Todos disponían de largas hachas de poderosa hoja, y Kaspar advirtió que un gran número de ellos llevaba además potentes arcos colgados a la espalda. Algunos contaban con escudos, pero parecía que la mayoría consideraba que llevar algo que sirviera para matar norteños era más importante que un escudo.</p> <p>Todos y cada uno de los grupos de combatientes llevaban, o bien un pendón de vivos colores con la característica cabeza de lobo, o bien un palo para colgar trofeos del que pendían colas de lobo, cráneos y armas capturadas. El bárbaro esplendor del ejército era realmente una visión que quitaba el aliento.</p> <p>Pero lo más grandioso de todo era la mismísima zarina.</p> <p>A la cabeza de su ejército, estaba dispuesta a luchar contra los bárbaros del norte que se habían atrevido a invadir su país. Iba montada en un trineo de costados altos, de reluciente brilio helado, y contemplaba con mirada distante cómo sus guerreros se preparaban para la marcha. Delante del trineo habían enganchado un par de caballos plateados, cuyos flancos cubiertos de cristales de hielo resplandecían y cuyos alientos eran el viento del invierno. La corona de hielo de la zarina centelleaba sobre el traje largo, marrón y azul celeste, que brillaba a la luz del sol de la tarde. Llevaba envainada al costado <i>Hielo del Miedo</i> y se protegía con una capa tejida con arremolinados cristales de hielo y nieve.</p> <p>Un grupo de guerreros, con el pecho descubierto, llevaba su pendón: un monstruo ondulante de zafiro y carmesí. Mientras se agrupaban, los soldados la vitoreaban con todo el amor que sentían por ella.</p> <p>A una señal que no se vio, los gritos de los soldados y de los espectadores se desvanecieron; los muchachos de los tambores y de las gaitas acallaron sus instrumentos, y entonces se oyó una serie de melancólicos repiques de las campanas del relicario de San Alexei. Mientras las campanas sonaban rompiendo lenta y repetidamente el silencio de la estepa, todo el pulk hincó una rodilla en la nieve: los combatientes susurraron una plegaria a los dioses para salir victoriosos de las batallas.</p> <p>Cuando desaparecieron los últimos ecos de las campanas, la Reina del Hielo empuñó su impresionante espada de guerra, y los ejércitos del Imperio y de Kislev se pusieron en marcha hacia el oeste.</p> <p>Kaspar los contempló rezando para que Sigmar velara por ellos.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Los helados ojos de los niños lo miraban fijamente, sin parpadear, rehusando apartar de él su muerta y acusadora mirada. Sasha Kajetan estaba sentado en un suelo de tierra, helado y ligeramente húmedo; apoyaba la espalda en la pared de una gélida bodega y tenía las piernas dobladas y apretadas contra el pecho. Los niños muertos, que tenían la garganta cortada y yacían en un rincón de la habitación, eran su única compañía y se limitaban a acusarlo.</p> <p>¿Los había matado? No recordaba haberlos asesinado, pero eso no significaba nada, tratándose de una naturaleza tan criminal como la suya.</p> <p>Vio cómo el aliento se le convertía en vapor y se preguntó cuándo regresaría su <i>matka</i>. Lo había dejado en aquella helada bodega y le había mandado que esperara allí. Y él, como siempre había hecho desde que fue lo bastante mayor para andar, la había obedecido.</p> <p>Pero aquél era un lugar terrible. Incluso su yo auténtico se apartaba de las estribaciones más altas de su conciencia ante la pura y concentrada maldad que fluía del ser que yacía en el ataúd de bronce, cerrado con llave, que descansaba en el centro de la habitación.</p> <p>La magnitud de la sed de mal de aquel ser excedía incluso a la de su yo auténtico, y Sasha comprendió que era un ser creado de forma sobrenatural y que lo habría matado en el preciso instante en que había puesto los pies en la bodega de no ser por lo tenebroso de su propia alma.</p> <p>Sasha notaba que cada día que pasaba en la penumbra de la bodega sus energías crecían; los fragmentos de la mente racional que le quedaban le permitían darse cuenta de que las fuerzas volvían a él con velocidad sobrenatural, pero se sentía agradecido por lo que su <i>matka</i> estaba haciendo para acelerar su recuperación.</p> <p>Necesitaría todas sus energías si quería llevar a cabo el objetivo de su recomenzada existencia, y mientras pensaba una vez más en el embajador Von Velten, se permitió una tensa sonrisa.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 8</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Los tambores de guerra marcaban el ritmo de la marcha: grandes timbales montados en desafiantes altares de guerra tocados por rudos y orgullosos hombres cubiertos por poco más que unos retorcidos tatuajes. Tótems hechos de cráneos que se alzaban en la parte posterior de los altares de guerra ostentaban las marcas de los Dioses Oscuros y, tras ellos, unas criaturas bestiales, de largas y descuidadas cabelleras, corrían y saltaban llenas de excitación, bramando plegarias a sus amos infernales.</p> <p>El gran zar Aelfric Cyenwulf cabalgaba a la cabeza de cuarenta mil guerreros, un ejército de tribus del norte que nunca había conocido la derrota, y observaba el relampagueante firmamento del este, mientras las primeras señales de la salida del sol se derramaban sobre las cumbres cubiertas de nieve de las Montañas del Fin del Mundo. El año nuevo había empezado hacía apenas unas semanas y espumosos ríos corrían por los flancos de las oscuras montañas —unas aguas inhóspitas y frías alimentadas por el deshielo—, mientras la joven primavera, jadeando, iba ganando terreno.</p> <p>Él y sus tenebrosos caballeros, gigantescos guerreros montados en corceles negros y protegidos con mallas ensangrentadas, se detuvieron en la cima de un escarpado solevantamiento de roca negra. Sus gigantescos caballos tenían ojos como brasas de carbón, pechos anchos, enormes y abultados músculos; la altura de esas bestias era de veinte manos como mínimo. Eran las únicas monturas del mundo capaces de transportar a los caballeros del Caos, de pesadas armaduras, que servían al gran zar.</p> <p>El gran zar exploró el terreno que se extendía ante él y divisó la ruta que pasaba entre las estribaciones de las montañas y que su ejército debía seguir sin dificultad; sus exploradores ya habían recorrido aquel camino el año anterior con objeto de encontrar la mejor ruta para el avance del ejército. Aquel itinerario no tardaría en conducirlos hacia el oeste en dirección al afluente más meridional del Tobol y después al valle de Urszebya.</p> <p>Hacía una semana habían dado un rodeo para evitar Praag sin incidentes; sus jinetes de vigilancia capturaron y despellejaron patrullas itinerantes de exploradores Ungol que se les habían acercado sin la debida cautela. Cyenwulf sabía que era inevitable que la noticia de la ruta seguida por su ejército llegara pronto al' sur, pero pensaba que cuanto más pudiera retrasarla, mejor.</p> <p>Desde la silla de su enorme yegua negra se volvió para contemplar su horda de guerreros protegidos con armaduras oscuras, bestias, monstruos y pesados carros, mientras salían de una profunda hendidura de las estribaciones de las montañas. ¿Qué fuerza en el mundo podía hacer frente a semejante ejército? Ardía en deseos de entrar en combate de nuevo; las tareas preparatorias del invierno habían irritado su alma de guerrero, que anhelaba escuchar los chillidos de sus enemigos y las lamentaciones de sus mujeres, y obtener la gloria para el Caos, que sería la suya cuando barrieran a los ejércitos de los sureños.</p> <p>Una ronca aclamación se levantó del ejército cuando la oscuridad que ocultaba el Ancestro apareció en la hendidura del terreno. Cyenwulf vio que la relampagueante oscuridad que lo envolvía parecía, en cierto modo, hacerse más delgada, menos sustancial, como si a medida que se alejaba de su guarida en la montaña, perdiera capacidad de ocultación. Extremidades de reptil, de macizos y fuertes músculos, con garras tan grandes como la mano de un hombre, y una rebelde y abundante melena de pelo negro y descuidado, fue lo único que Cyenwulf vislumbró a través de la fina envoltura de humo, pero entonces sabía que los relatos sobre la fuerza y la potencia del Ancestro no iban desencaminados.</p> <p>Las mismísimas bestias de su ejército se postraron ante aquel ser y aullaron en honor de su terrible majestuosidad, y agitaron a su paso rudas hachas de hierro. Cyenwulf vio que sus propios guerreros honoraban a aquel ser como un símbolo del favor de los Dioses Oscuros y le ofrecían cuerpos despellejados de prisioneros aún vivos para que los devorara.</p> <p>El Ancestro era una bendición, pero tal como era característico de las bendiciones de Tchar, había que pagar un precio por ella. Con la presencia del Ancestro no podían perder, pero a medida que su culto se extendía por todo el ejército, Cyenwulf advertía que su disciplina para combatir menguaba.</p> <p>Algunos grupos de fieros Norses habían caído ya en una sangrienta locura y se mataban unos a otros de tal modo que el brillo de la sangre permitía seguir su rastro. Otros habían vuelto al canibalismo, lo cual, en sí mismo, no era demasiado inusual, pero aquellos asesinos atacaban a guerreros de otras tribus y semejantes matanzas sólo podían conducir a devastadoras venganzas.</p> <p>Tan sanguinarias manifestaciones de devoción aumentaban día a día, y Cyenwulf se daba cuenta de que, sin tardanza, tenía que llevar a su ejército al campo de batalla o, de lo contrario, correría el riesgo de que sus tropas se convirtieran en una turba descerebrada y derrotada de antemano.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Chekatilo apuró el vaso de <i>kvas</i> y lo arrojó al crepitante fuego, en donde los restos de alcohol ardieron brevemente con una llama brillante. Su humor había ido empeorando a medida que pasaban las semanas y la primavera se instalaba en Kislev; ni siquiera la gran victoria de los aliados en Mazhorod lo había disuadido de abandonar la ciudad.</p> <p>La víspera, unos jinetes de la guardia personal de la zarina, destacados cerca del frente, habían llevado la noticia de que los ejércitos conjuntos de Kislev y del Imperio se habían topado con el ejército de un jefe guerrero kurgan, llamado Surtha Lenk, en el cruce fluvial de Mazhorod y lo habían destruido por completo. El boyardo Kurkosk se había quedado en el oeste para perseguir a los últimos miembros del ejército de Lenk, pero los ejércitos de Stirland y Talabecland habían enterrado a sus muertos y habían partido con la zarina hacia el este en dirección a Kislev para luchar contra una hueste de norteños que, según se rumoreaba, seguían el itinerario de las Montañas del Fin del Mundo. Se decía que los ejércitos aliados estaban a un día de las murallas de Kislev.</p> <p>Chekatilo necesitaba abandonar Kislev: cada día que pasaba en la condenada ciudad sufría una creciente sensación de ahogo. Pero sin los salvoconductos y el sello imperial que el embajador tenía que proporcionarle, era demasiado arriesgado —por decirlo de forma suave— viajar por Kislev y por el Imperio hacia Marienburgo. Se encontraría con problemas si emprendía el viaje como cualquier pobre desgraciado; pero eso no iba a suceder.</p> <p>Rejak le sirvió otro <i>kvas</i> en un vaso limpio.</p> <p>—Es mejor que no lo rompas, es el último que nos queda —dijo.</p> <p>Chekatilo gruñó para expresar que lo había comprendido. Rejak bebió un largo sorbo de la botella sin dejar de ir y venir por la sala, mientras el fuego lanzaba un parpadeante resplandor sobre las desnudas paredes de madera. Las pertenencias de Chekatilo estaban empaquetadas en un convoy de carros cubiertos, listos para que los condujeran al Imperio en cuanto el Chekist tuviera en su poder lo que el embajador tenía que darle.</p> <p>Le exasperaba que Von Velten hubiera rehusado pagar su deuda. Esas cosas simplemente no ocurrían; por lo menos a él, no.</p> <p>—¿Estás seguro de que todavía no hay noticias de Korovic? Han pasado semanas —dijo Chekatilo.</p> <p>—No ha llegado nada en absoluto —le confirmó Rejak—. De todos modos, no espero que lleguen; probablemente, ya se habrá ido de la ciudad. Pero si no se ha ido, tampoco te hará ese trabajo; no traicionará al embajador.</p> <p>—Subestimas la debilidad de Korovic, Rejak —afirmó Chekatilo.</p> <p>—Hace tiempo que deberías haberme dejado que lo matara.</p> <p>—Quizá —asintió Chekatilo—, pero estaba en deuda con Drostya y no podía hacerlo; aunque ya ha pasado mucho tiempo para tener en cuenta semejantes detalles.</p> <p>Rejak sonrió ampliamente.</p> <p>—Entonces, ¿puedo matar a Korovic?</p> <p>Chekatilo asintió con la cabeza.</p> <p>—Naturalmente, pero creo que antes Yon Velten necesita aprender el significado de la palabra <i>dolor</i>. Tal vez entonces empiece a lamentar su decisión de haberse desentendido de su deuda. „</p> <p>—¿Qué se te ha ocurrido? —le preguntó Rejak con impaciencia.</p> <p>—He sido demasiado indulgente con el embajador —murmuró Chekatilo—. Creo que me cae bien, pero no importa; ya he matado en otras ocasiones a gente que también me agradaba.</p> <p>—¿Quieres que mate a Von Velten?</p> <p>—No —dijo Chekatilo, sacudiendo la cabeza y dando un sorbo de <i>kvas</i>—. Quiero que sufra, Rejak. Un estúpido sentido del honor me ha impedido tratarlo igual que a cualquier otro, pero se ha acabado. Mañana por la noche iré de nuevo a hablar con el embajador Von Velten y le instaré a que me dé lo que necesito.</p> <p>—¿Por qué piensas que esta vez estará dispuesto a acceder?</p> <p>—Porque antes de ir, te enviaré a casa de aquella mujer que le interesa, Anastasia Vilkova, a quien los soldados llaman la Blanca Señora de Kislev.</p> <p>—¿Para qué?</p> <p>—Para violarla, torturarla, matarla —dijo Chekatilo, encogiéndose de hombros—; me da absolutamente igual. Ya viste lo desesperado que estaba Von Velten hasta que consiguió recuperar a su doctora, o sea que imagínate lo muy aterrorizado que va a estar cuando le diga que tienes prisionera a Anastasia Vilkova. No le quedará otra alternativa que entregarme lo que le pida. Cuando descubra que la mujer está muerta, ya no nos podrá hacer nada.</p> <p>Rejak asintió con la cabeza, impaciente por las cosas terribles que iba a hacerle a Anastasia Vilkova.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">La sala de banquetes del Palacio de Invierno era el centro oficial del conjunto de salones destinados a galas y recepciones del fortificado recinto de la zarina. Al igual que en la antesala de los Héroes, las paredes estaban hechas de hielo pulido y disponían de puertas centrales que conducían a una terraza que dominaba los jardines. Desde donde estaba sentado, Kaspar calculó que aquella sala estaba preparada para unos cuatrocientos comensales y que disponía de puestos de servicio a lo largo de la pared, uno para cada mesa. El servicio de mesas incluía la cristalería necesaria para la comida, unas piezas impecablemente talladas y esmaltadas con el monograma de la zarina y del oso kislevita. El animado zumbido de las conversaciones llenaba la sala; autoridades del gobierno y militares contaban emocionantes relatos de batallas ganadas o aún por librar.</p> <p>El ejército aliado había llegado a Kislev aquella mañana en medio de celebraciones tan bulliciosas que Kaspar había creído que la guerra ya estaba ganada. Una entusiasmada muchedumbre se había alineado a lo largo de la carretera que conducía a la ciudad para saludar el regreso a casa de su victoriosa Zarina, y había colgado guirnaldas de flores primaverales en torno a los cuellos de los soldados. Los hombres estaban fatigados y hambrientos, pues habían caminado casi sin descanso para llegar a Kislev lo antes posible. Kaspar tan sólo deseaba que pudieran reposar el tiempo suficiente, porque si los rumores en torno a la horda de Aelfric Cyenwulf merecían crédito, el jefe de los Lobos de Hierro se acercaba con una fuerza mucho mayor de lo que nadie podía imaginar.</p> <p>Con una celeridad que Kaspar había considerado increíble, la zarina había anunciado la celebración de un banquete en el Palacio de Invierno para conmemorar la victoria, y aquella misma tarde, en calidad de embajador, Kaspar había recibido su invitación ribeteada en oro. Un festín parecía muy poco apropiado cuando había tanta gente hambrienta en las calles de la ciudad, pero tal como Pavel había puntualizado muchos meses antes, el protocolo obligaba a atender las invitaciones de la Reina del Hielo con prioridad sobre cualquier compromiso previo, incluso por encima del respeto debido a los muertos.</p> <p>Mientras Kaspar y Sofía se encaminaban a su mesa, el embajador había dejado el paso libre a un lancero uniformado de rojo, cuya pálida camisa sin mangas apenas podía contener su prodigioso estómago; instantes después Kaspar había advertido con cierto sobresalto que aquel hombre era Pavel.</p> <p>—¡Pavel! ¿Qué haces aquí? —le había preguntado Kaspar.</p> <p>Su viejo amigo había arrastrado alternativamente uno y otro pie, y luego había dicho:</p> <p>—Me he unido al antiguo regimiento ahora que la guerra ha estallado. Hubo muchos muertos en Mazhorod y necesitan a todos los hombres que puedan pelear. Como lucho por ellos, luego me harán <i>towarzysz</i>.</p> <p>Kaspar había asentido con un gesto de cabeza.</p> <p>—Está bien, está bien.</p> <p>—Quiere decir «camarada» —le había explicado Sofía al ver la confusión de Kaspar—. Significa ser jefe de la tropa de caballería.</p> <p>—Comprendo —había dicho Kaspar.</p> <p>Pensar que su viejo camarada iba a entrar en combate sin él le había producido una sombría impresión premonitoria. Pero, junto a Sofía, había seguido su camino.</p> <p>—Algún día tendrás que contarme lo que pasó entre vosotros dos —había dicho Sofía.</p> <p>—Algún día, tal vez —había asentido Kaspar mientras llegaban al fin a la mesa que tenían asignada y se sentaban a tiempo para escuchar una breve plegaria de agradecimiento rezada por un sacerdote desde la mesa principal.</p> <p>A la luz de enormes y macizos candelabros de plata, él y Sofía compartían la mesa con varios oficiales jóvenes del ejército de Stirland, y a medida que la velada avanzaba, la conversación se animó y se hizo más interesante. Quienquiera que hubiese organizado la distribución de los comensales en las mesas del banquete, era evidente que conocía su antipatía hacia Spitzaner, el cual estaba sentado a la mesa principal con la mismísima Reina del Hielo, junto con los boyardos del pulk de Kislev y el general Arnulf Pavian, que comandaba el ejército de Stirland. De pie, detrás de la zarina, se encontraba Pjotr Losov, y Kaspar tuvo que reprimir las ganas de hacer algo que sabía que tendría que lamentar.</p> <p>Había ido acompañado de Sofía porque odiaba asistir solo a semejantes fiestas, pues sabía que mientras los jefes del ejército celebraban la victoria, los hombres que realmente la habían conquistado generalmente no obtenían la menor recompensa por sus muestras de valor. La mujer, vestida con un elegante traje largo de terciopelo de intenso color carmesí, tenía un aspecto magnífico y llevaba el cabello castaño rojizo recogido de forma que le quedaban al descubierto los hombros y el esbelto cuello. De una fina cadena colgada en torno al cuello pendía una gema azul pálido engarzada en una red de hilo de plata. Kaspar sonrió, satisfecho por ir tan bien acompañado.</p> <p>Sofía estaba conversando con un hombre de cabellos oscuros, vestido con un ostentoso y holgado uniforme de seda azul chillón y plata, y adornado con un fajín blanco que le cruzaba diagonalmente el pecho repleto de medallas; tenía la piel muy morena y el bigote encerado y pulcramente curvado hacia arriba. Al sentirse observada por Kaspar, Sofía levantó la vista y le devolvió la sonrisa.</p> <p>—¿Conoces al general Albertalli, Kaspar? —dijo—. Está al mando de los regimientos mercenarios de Tilea que lucharon con el general Pavian en Krasicyno y efectuaron una carga que rompió la línea de los kurgan en Mazhorod.</p> <p>—No, no lo conocía —dijo Kaspar amablemente, y alargó la mano para que el tileano se la estrechara—; es un placer, señor.</p> <p>El tileano agitó la mano de Kaspar con gran entusiasmo.</p> <p>—Yo sí te conocía. Lo he leído todo sobre ti. Jamás perdiste una batalla —apuntó.</p> <p>Kaspar trató de disimular la satisfacción que sentía al encontrar a alguien conocedor de su carrera en el ejército, pero se sonrojó cuando se dio cuenta de que Sofía estaba sonriendo ante su evidente orgullo.</p> <p>—En efecto, señor. Te agradezco que lo hayas mencionado. Mis felicitaciones por las victorias de Krasicyno y Mazhorod.</p> <p>El tileano inclinó la cabeza respetuosamente.</p> <p>—Son días duros: se derramó mucha sangre para ganarlos.</p> <p>—No lo dudo —asintió Kaspar—. ¿Qué aspecto tienen? Los kurgan, quiero decir.</p> <p>Albertalli aspiró profundamente y sacudió la cabeza.</p> <p>—Son unos bastardos. Hombres grandes y duros que pelean como demonios con espadas tan largas como un hombre alto. Disponen de bandas de perros salvajes, y los guerreros van montados en los caballos más corpulentos que jamás he visto. Nadie quiere reconocerlo, pero tuvimos una suerte condenada en Mazhorod. Luchar en un río parece fácil, ¿no? Pero el río se heló en un instante y los kurgan se nos echaron encima. La batalla fue dura y sangrienta, pero matamos muchos hombres y conseguimos ponerlos en fuga, ¿sabes?</p> <p>Kaspar y Albertalli se enzarzaron en una profunda conversación sobre los kurgan, sobre sus tácticas y sobre cómo, aquel día, los distintos generales habían guiado a sus tropas. Kaspar se sorprendió al oír que Spitzaner había actuado bien y había mandado a sus soldados con competencia y firmeza.</p> <p>Los dos hombres siguieron charlando hasta que sonó el gong y se empezó a servir la cena de la victoria. Resultó ser un espléndido banquete compuesto de siete platos de la más exquisita calidad, acompañados por una igualmente esmerada selección de vinos del valle de Morceaux, en Bretonia, y de las colinas en torno a Luccini. Kaspar advirtió que se trataba de un asunto al que era en especial sensible Albertalli, que expuso con todo detalle que los vinos tileanos eran claramente superiores.</p> <p>En el transcurso de la velada, Kaspar no tardó en descubrir que había reglas no escritas relativas a las cenas kislevitas cuando le retiraron el plato de asado de ternera que apenas había probado.</p> <p>Antes de que tuviera tiempo de protestar, Sofía le explicó que si un comensal dejaba en el plato el cuchillo y el tenedor, quería decir que los criados debían retirarle el servicio. Al parecer, el tiempo para cada degustación estaba rígidamente previsto y, una hora después, mientras retiraban los últimos platos, Kaspar estaba absolutamente asombrado ante la implacable logística que implicaba servir, comer y retirar una comida de siete partes para cuatrocientas personas en menos de una hora.</p> <p>Terminado el ágape, empezaron los discursos y, muy a su pesar, Kaspar se sintió atrapado por el espíritu de la velada. En primer lugar hablaron los generales del Imperio, lo cual recordó a Kaspar discursos similares que él mismo había pronunciado. Los boyardos intervinieron a continuación, y la diferencia fue increíble. Los hombres del Imperio hablaron del deber y del honor, en tanto los kislevitas llenaron la sala de pasión visceral, gritando y gesticulando salvajemente mientras se dirigían al auditorio.</p> <p>Sofía le traducía fragmentos, pero Kaspar entendía lo suficiente del fiero celo de los boyardos como para comprender que encrespaban ardientemente las almas de los militares allí reunidos. Se produjeron exaltados vítores y brindis, y se arrojaron vasos al suelo en medio de un penetrante griterío que rasgaba el aire.</p> <p>Los gloriosos vítores de los militares llenaron la sala, y Kaspar rió con satisfacción cuando Sofía le cogió la mano, totalmente convencido de que ganarían la guerra.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">La luna creciente se deslizó tras una nube baja y sumergió las paredes del palacio en una momentánea oscuridad. Pero duró lo suficiente como para que una tenebrosa figura vestida con una túnica pudiera salvar con gran destreza el muro coronado de pinchos y posarse suavemente en el suelo del palacio.</p> <p>Pegada a las sombras, la figura avanzó con cautela por los jardines en dirección al palacio.</p> <p>La luz de la luna se derramaba sobre el bosque invernal de helada hierba, entre las flores de brillo diamantino y los árboles. Un caminito de grava serpenteaba entre numerosas y espléndidas esculturas de hielo: árboles labrados, pájaros exóticos y bestias legendarias. La luz de la luna lo bañaba todo con un resplandor monocromo, y el silencio y una sensación de aislamiento eran algo físico en aquel reducto helado y salvaje de dragones, águilas y un frío que penetraba en los huesos.</p> <p>La figura de la túnica negra se detuvo de súbito y se fundió tan íntimamente con una zona umbría que ni siquiera el más atento de los observadores hubiera sido capaz de advertir su presencia.</p> <p>Sobre la grava del camino se oyeron las pisadas de un par de caballeros, que patrullaban protegidos con armaduras de bronce y con las manos en las empuñaduras de las espadas; los osos plateados de los yelmos reflejaban la luz de la luna. Sin darse cuenta, los caballeros pasaron a pocos metros del intruso.</p> <p>Pero las vidas a menudo dependen del más sutil giro del destino, y en aquel preciso momento la luna decidió salir por detrás de otra nube. Las sombras de aquella parte del sendero desaparecieron, de modo que la luz lunar bañó la figura de la túnica.</p> <p>Uno de los caballeros aún pudo pronunciar algunas palabras de alerta, pero al instante un acero plateado le abrió la garganta: la hoja del asesino había encontrado con gran destreza el espacio entre el yelmo y la gorguera. El otro guardia tenía la espada a medio desenvainar cuando el arma del intruso centelleó de nuevo, y la cabeza del caballero cayó al camino y rodó por el reluciente sotobosque.</p> <p>La figura se detuvo el tiempo justo para limpiar su hoja, y luego se internó otra vez en las sombras.</p> <p>Las luces del palacio brillaban ante él.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar y Albertalli intercambiaban bromas amistosas mientras entraban en la sala oeste, un salón de paredes recubiertas con paneles de madera, en el que grandes vigas de roble se extendían a lo ancho. Una enorme chimenea, dispuesta bajo una inmensa cubierta de piedra, llenaba la sala de calor y aroma a leña recién cortada. Centenares de velas se alineaban a lo largo de los muros entre altos ventanales, junto con innumerables escudos y armaduras de bronce. Descoloridas banderas enarboladas en batallas pendían de las vigas, y el suelo de madera devolvió el ruido metálico de sables y espuelas cuando los oficiales de más edad se retiraron con la Reina del Hielo para planificar la estrategia contra la horda de Aelfric Cyenwulf.</p> <p>Las mujeres y los oficiales jóvenes se quedaron en la sala de banquetes, y mientras apuraban el vino de la cena, se preguntaban lo que estaría sucediendo en la otra sala. En circunstancias normales, Kaspar también hubiera tenido que quedarse en la sala de banquetes, pero la mismísima zarina había enviado un funcionario para indicarle que se reuniera con ella y con los mandos.</p> <p>Sofía se había quedado atrás, charlando con unos elegantes y atractivos lanceros, y Kaspar se sorprendió al sentir un repentino ataque de celos. No tenía la menor duda de que la apreciaba muchísimo, y se preguntó si su relación se había convertido en algo más que una buena amistad después de que ella fuera secuestrada por Sasha Kajetan. Lo ignoraba, pero deseaba tener ocasión de averiguarlo.</p> <p>Mientras la Reina del Hielo hacía su entrada en la sala, acompañada por sus fieros y rasurados guardianes y por Pjotr Losov, que cerró la puerta de la sala de banquetes tras ella y luego despareció por el fondo, el silencio se fue apoderando gradualmente de la asamblea de oficiales y boyardos.</p> <p>La Reina del Hielo se dirigió al centro de la sala, y los boyardos se dispusieron en círculo en torno a ella, a la respetuosa distancia que imponían los guardias de la zarina.</p> <p>—La horda de Aelfric Cyenwulf se acerca y ha llegado la hora de hacerle frente —dijo la Reina del Hielo sin preámbulo alguno.</p> <p>Los boyardos prorrumpieron en sonoros vítores y los oficiales del Imperio aplaudieron cortésmente. Como estaba cerca, Kaspar pudo observar al jefe del ejército de Stirland con detalle, lleno de curiosidad por dilucidar qué clase de hombre era. El general Pavian era más delgado de lo que había pensado; no era alto, pero poseía una aura de mando que le gustó de inmediato.</p> <p>—Ese Cyenwulf es astuto —prosiguió la zarina cuando se extinguieron los vítores—; sus ambiciones van más allá del simple pillaje.</p> <p>—¡No importa, reina mía! —gritó un lancero boyardo, uniformado de rojo—, pues vamos a enviarlo de nuevo al norte, pero sin pelotas, ¿no es cierto, camaradas?</p> <p>La fanfarrona y grosera intervención fue seguida por rugidos de aprobación y risas. Kaspar vio cómo la Reina del Hielo reprimía un gesto de enojo. Se acordó de que una vez la zarina le había hablado de los boyardos de su padre. Los había calificado de insufrible banda de brutos, pero había añadido que habían sido los hombres más leales y los guerreros más firmes que se podía desear. A decir verdad, los boyardos que la rodeaban no parecían distintos de los de su padre, pero el embajador se daba perfecta cuenta de que su rudeza no casaba bien con el porte helado de la zarina.</p> <p>—Estoy segura de que lo lograremos, boyardo Wrodzik —dijo la Reina del Hielo por encima de las risas—, pero ese bárbaro se propone atacar un lugar en el mismísimo corazón de Kislev: se dirige a Urszebya.</p> <p>Las risas se disiparon en seguida, reemplazadas por una mortal seriedad. Kaspar estaba confuso. ¿Qué era Urszebya? Tras unos instantes de reflexión, se aventuró a traducirlo como Dientes de Ursun, pero ¿qué era, aparte de un reniego de los rudos soldados?</p> <p>Satisfecha de que sus palabras hubieran surtido el efecto deseado, la zarina continuó.</p> <p>—Ese Cyenwulf sabe lo que nos hace ser quiénes somos. Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev.</p> <p>—Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev —repitieron los boyardos al unísono.</p> <p>—El valle de Urszebya, la herida de la que el Gran Ursun se llevó un bocado de nuestra tierra y nos dejó sus colmillos de piedra, está en peligro, pues nuestros enemigos se han propuesto profanarla. Sus condenados chamanes utilizarían magias negras para pervertir los espíritus de la tierra, para corromper con el Caos el primigenio y básico poder de Kislev y para contaminar nuestra tierra para siempre.</p> <p>Los boyardos rugieron para rechazar tal posibilidad, y Kaspar vio hasta qué punto les horrorizaba la idea de que el valle pudiera ser profanado.</p> <p>—Allí, mis boyardos, reside un poder, un poder que no debe ser tomado por las fuerzas de los Dioses Oscuros. Sobre nosotros recae la responsabilidad de impedirlo.</p> <p>Los ojos de la Reina del Hielo barrieron la asamblea de boyardos con fiero orgullo, y Kaspar se estremeció cuando la mirada se posó en él. La zarina asintió con un lento gesto de la cabeza.</p> <p>—La tierra os ha convocado a todos y cada uno de vosotros a este lugar, en este momento, y llama a todos los que tengan alma kislevita a unirse para defenderla. ¿Responderéis a su llamada?</p> <p>El salón atronó con el ruido de cientos de gargantas que proclamaban a gritos la aceptación del compromiso.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">No tardaron mucho tiempo en descubrir los cadáveres de los dos caballeros. La seguridad de la zarina era un deber que los encargados de protegerla se tomaban muy en serio y, escasos minutos después del asesinato, un segundo par de caballeros encontró los cuerpos tumbados en medio de grandes charcos de sangre, que se enfriaba rápidamente, y dieron la alarma.</p> <p>Pero entonces ya era demasiado tarde.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">De pie, junto a los ventanales de la sala oeste, Kaspar oyó repiques de campanas de mano por encima de las aclamaciones del auditorio y se preguntó qué querrían decir. Pero dado que los apremiantes repiques continuaban, le invadió una creciente sensación de intranquilidad. Pocos boyardos habían oído las campanas y, rodeados por los rugientes guerreros, los guardias de la zarina tampoco habían advertido los repiques.</p> <p>La sospecha de Kaspar de que sucedía algo malo se convirtió en certeza cuando miró por la ventana, hacia la oscuridad, y vio a varios caballeros con antorchas encendidas y las espadas desenvainadas que corrían por los senderos del Jardín de Invierno.</p> <p>Kaspar se apartó de la ventana y empezó a abrirse paso a empujones entre los exaltados boyardos. Muchos ya llevaban varias copas de más y confundían los esfuerzos del embajador con un etílico entusiasmo por la inminente guerra. Kislevitas de rostros congestionados lo agarraban por los hombros y lo besaban en ambas mejillas, profiriendo juramentos norteños, mientras él trataba de abrirse paso y llegar junto a la zarina.</p> <p>—¡Uf, suéltame de una vez! —exclamó mientras un hombre corpulento lo abrazaba estrechamente y gritaba algo a un boyardo cercano.</p> <p>El hombre lo soltó y Kaspar prosiguió su avance como pudo. Los guardias de la Reina del Hielo vieron que se les acercaba y advirtieron la expresión alarmada de sus ojos; el sonido de las campanas por fin se percibía en medio del tumulto que decrecía lentamente.</p> <p>—Majestad… —gritó Kaspar.</p> <p>En aquel preciso momento una ventana se rompió y los cristales cayeron al suelo hechos añicos; una esfera de latón rebotó sobre el parquet y rodó por las alfombras hacia la asamblea de militares. Más pequeña que una bala de cañón, osciló ligeramente a un lado y a otro hasta detenerse ante Arnulf Pavian.</p> <p>—¿Qué demonios es esto? —dijo el general de Stirland.</p> <p>—¡No! —gritó Kaspar intentando abrirse paso para llegar junto a Pavian.</p> <p>No conocía con exactitud la naturaleza de la esfera, pero sabía lo suficiente como para darse cuenta, desde el primer momento en que la vio, de que era peligrosa. El general, asombrado, levantó la vista, y eso fue lo último que Kaspar vio del infortunado militar: con una explosión, una estridente oscuridad emergió de la esfera.</p> <p>Un viento demoledor aulló en la sala oeste; apagó todas las velas de una sola ráfaga y los lamentos llenaron la sala de un cacofónico griterío. Voces que farfullaban, que parecían provenir directamente de la morada de los condenados, resonaron dentro de los cráneos, y un terrorífico y angustioso miedo llenó las almas, mientras los persistentes ecos de algo depravado, proveniente de otro mundo, fluían desde la corona de energía maligna que ardía tenebrosamente en el centro del salón.</p> <p>Kaspar sintió que unas invisibles garras de hielo le devastaban lo más íntimo del alma, y gritó de dolor cuando un tremendo frío espiritual, tan profundo que no podía tener un origen natural, se clavó como un puñal en su interior. El fuego que ardía bajo la repisa de la chimenea de piedra iba menguando mientras en torno a Kaspar se retorcían arremolinadas sombras que lo exponían a la imponente vastedad del universo y ponían de relieve su propia pequeñez. El embajador trató de alejarse a rastras, pero tenía los miembros fatigados, impotentes, y sabía que aquello significaba la muerte, una pizca de polvo en un universo indiferente.</p> <p>Unas manos lo agarraron y se sintió arrastrado y apartado del vórtice de la pesadilla. Abrió los ojos: la dolorosa oscuridad salió de su alma y respiró fatigosamente después de la terrible experiencia que había sufrido. Rodó para ponerse de lado y trató de recobrar el aliento, mientras la arremolinada negrura del centro de la habitación empezaba a difuminarse hasta desaparecer, y se cerraba así la ventana al horripilante reino del más allá. El fuego se avivó de nuevo; entretanto, el embajador, con una mueca, consiguió ponerse de rodillas y se volvió para dar las gracias a quien lo había salvado.</p> <p>Reconoció los rasgos, enrojecidos e iluminados por el fuego, de Pavel Korovic; posó la mano en el hombro de su viejo amigo y se lo apretó con fuerza.</p> <p>—Gracias —dijo Kaspar.</p> <p>—No tiene importancia —repuso Pavel.</p> <p>Tenía la cara cenicienta, y el embajador estaba seguro de que también él había sufrido la horrenda locura que subyacía bajo aquellas tinieblas. Se volvió hacia el centro de la sala y no vio nada más que un cráter poco profundo en las tablas del parquet astilladas y fragmentos de los cimientos del edificio en el lugar en el que había estallado la esfera de latón. No había rastro del general Pavian ni de sus oficiales de más edad.</p> <p>En la sala resonaban chillidos de las víctimas que yacían despedazadas, y se veían miembros arrancados de cuajo por donde la energía del Caos los había alcanzado; boyardos que habían perdido la mitad de la cabeza o a los que les faltaba la parte anterior de la caja torácica yacían tumbados en torno a la circunferencia del cráter, y alrededor de los cuerpos mutilados había abundantes charcos de sangre.</p> <p>Kaspar trató de localizar a la zarina y vio que ella y sus guardias retrocedían hacia la puerta principal que conducía a la sala contigua. De un profundo corte en la sien de la Reina del Hielo manaba abundante sangre, y uno de sus boyardos la ayudaba a caminar. Un capitán de arcabuceros del Imperio yacía chillando ante Kaspar con las piernas seccionadas del cuerpo por debajo de la pelvis a causa de la letal explosión.</p> <p>Empezaron a oírse gritos airados y confusos, pero antes de que nadie pudiera hacer otra cosa más que levantarse del suelo, Kaspar vio una fantasmal forma oscura a través de la ventana, una consistente oscuridad que destacaba contra el firmamento iluminado por la luz de la luna.</p> <p>—¡Mirad! —aulló a los guardias de la zarina, señalando hacia la ventana.</p> <p>Dos de los guerreros de torso desnudo saltaron hacia la figura, mientras el tercero se quedaba junto a la Reina del Hielo. Al lanzarse al ataque, sus espadas se convirtieron en destellos dorados y sus golpes vertiginosamente rápidos levantaban chispas. La negra figura se hizo a un lado para esquivar un espadazo que, según Kaspar habría asegurado, la iba a partir en dos, y rodó bajo la guardia de su oponente blandiendo la espada. El primer guardia se desplomó: le abrieron la barriga con mano experta y las entrañas se le enmarañaron en las rodillas. El segundo desvió el arma desesperadamente, retrocedió ante la tremenda velocidad de su oponente y utilizó todos sus recursos para limitarse a defender su vida.</p> <p>Kaspar sentía desesperados deseos de ayudarlo, pero era consciente de que moriría en un abrir y cerrar de ojos si se enfrentaba al asesino de la túnica negra. No llevaba armas, pues a los que carecían de rango militar no se les permitía ir armados en presencia de la zarina. Se arrastró lo más rápidamente que pudo hasta la chimenea, ya que se dio cuenta de que la única forma de ayudar a los guardias de la zarina consistía en proporcionarles una oportunidad para pelear en aquel desigual combate.</p> <p>El segundo guarda cayó al suelo: el asesino le había hundido la hoja en el pecho. Kaspar vio cómo el último guardia de la zarina profería un fiero juramento y se lanzaba al ataque. Los boyardos, finalmente, se sobrepusieron a la confusión y el pánico, y profirieron gritos de alarma al ver a su reina en peligro. Se estaban armando, pero Kaspar comprendió que la ayuda llegaría demasiado tarde, cuando la zarina ya habría muerto.</p> <p>Alargó la mano hacia el fuego y extrajo un lefio ardiente; sintió que las llamas le quemaban la piel, pero apretó los dientes para resistir el dolor. Se puso en pie, mientras el asesino daba un giro por debajo de un golpe destinado a decapitarlo y tajaba con la espada al guerrero de la zarina desde el bajo vientre hasta el esternón.</p> <p>Kaspar disponía como mucho de unos pocos segundos. En tanto el criminal extraía la espada del cuerpo de la víctima, Kaspar le lanzó a la espalda el tremendo proyectil, con toda la fuerza que pudo reunir.</p> <p>Gruesas chispas saltaron del lugar del impacto, y cuando el fuego prendió en la ropa, la figura de la túnica negra pegó un chillido.</p> <p>—¡Kaspar, abajo! —gritó una voz que el embajador reconoció como la de Pavel.</p> <p>Se agachó mientras algo pasó centelleando sobre su cabeza, y vio que una botella se hacía añicos al estrellarse contra el asesino. Las llamas envolvieron al criminal, se propagaron violentamente por su cuerpo y lo transformaron en una antorcha ardiente. Se tambaleó compulsivamente por la sala como un borracho, envuelto en llamas de los pies a la cabeza, y sus agudos chillidos alcanzaron niveles altísimos, que resonaron como los de un animal herido.</p> <p>La puerta de la sala se abrió bruscamente, y numerosos guerreros irrumpieron de forma precipitada, armados con lanzas y largos mosquetes. Las armas de pólvora negra retumbarón y la ardiente figura se alzó y de inmediato se desplomó desgarbadamente en el centro del cráter que había abierto su misteriosa esfera.</p> <p>Los guerreros provistos de lanzas corrieron hacia el cuerpo en llamas y lo apuñalaron repetidas veces con las puntas de hierro de sus lanzas, hasta que la figura se quedó inmóvil.</p> <p>Kaspar rodó para ponerse de lado.</p> <p>—<i>¿Kvas?</i></p> <p>Pavel asintió con la cabeza mientras las llamas consumían la carne del asesino y llenaban la habitación de un mareante hedor.</p> <p>—Ya no lo necesito ni lo necesitaré nunca más —dijo Pavel, ofreciendo la mano a Kaspar.</p> <p>—Bien —dijo Kaspar, aceptando la mano de Pavel y poniéndose en pie.</p> <p>Vio que la zarina ya no corría peligro. Sus guerreros la habían rodeado mientras los boyardos contaban las bajas que habían sufrido y proferían juramentos de venganza a Ursun, Dazh y Tor.</p> <p>Kaspar se acercó cojeando al lugar en el que los agitados boyardos se habían reunido en torno al carbonizado cadáver y escupían sobre sus requemados restos. La mayor parte de la carne se había quemado por completo y los chamuscados restos estaban retorcidos y deformados, pero el cráneo era extrañamente alargado y tenía un parecido más que notable con…</p> <p>Kaspar apartó la vista del cuerpo, negándose a aceptar que lo que acababa de ver fuese real. Aquello era un hombre, deformado y obviamente desfigurado, pero era un hombre. Sin duda, no podía ser ninguna otra cosa; sin duda…</p> <p>Cuando la zarina se dirigió con firmeza hacia el borde del cráter, los boyardos se apartaron. El rostro de la mujer era una máscara de rabia controlada, y un lado de la cara le brillaba por causa de una fina capa de sangre; en torno a la zarina había en el aire una neblina de chispeantes cristales de hielo. Mientras los cristales caían a su alrededor y se estrellaban musicalmente en el suelo, Kaspar y los boyardos que acompañaban a la zarina retrocedieron para apartarse de una furia que incendiaba el aire con su helado calor.</p> <p>—Traedme a Losov —dijo la Reina del Hielo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 9</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Encontrar a Pjotr Losov resultó más difícil de lo esperado, pero al fin lo condujeron ante la zarina; su rostro arrugado expresaba preocupación y pesar. La sala oeste ya no era el baño de sangre en que se había convertido media hora antes: habían retirado los cuerpos de los muertos y se habían llevado a los heridos a la sala de banquetes, en donde Sofía y otros médicos llamados a toda prisa se ocupaban de ellos lo mejor que podían.</p> <p>La zarina había desenvainado la temible espada llamada <i>Hielo del Miedo</i> y la sujetaba por la empuñadura, de forma que la punta de la reluciente hoja azul se apoyaba en el suelo. La espada del asesino muerto yacía ante ella.</p> <p>Kaspar estaba sentado en un banco de madera cerca de la chimenea y bebía pequeños sorbos de una jarra de <i>kvas</i>, con los nervios aún alterados después del horror provocado por el ataque del criminal. No podía borrar de la memoria la imagen del cuerpo carbonizado y deformado ni, sobre todo, la repugnante y humillante sensación de insignificancia y miseria que había experimentado mientras yacía junto al condenado reino, cualquiera que fuese, cuyo portal había sido abierto por la esfera de latón del asesino.</p> <p>—Reina mía —dijo Losov cayendo de rodillas ante ella—. ¡Pero si estás herida!</p> <p>—Sobreviviré, Pjotr, pero…</p> <p>—¡Oh, qué feliz me siento al verte! —la interrumpió Losov—. Cuando me enteré de que había habido un ataque, me temí lo peor y dupliqué el número de guardias en las puertas. ¡Que Ursun nos bendiga! Estoy loco de contento de que estés viva.</p> <p>—Ahórrate tus mentiras, Pjotr —dijo la zarina con una voz que era una daga de hielo puro—. A partir de ahora, tendrás que preocuparte más de tu propio pellejo.</p> <p>—¿Mentiras? No te entiendo.</p> <p>—Vamos, Pjotr…, ¿de veras crees que me has podido traicionar durante todo este tiempo sin que me enterara? —le preguntó la zarina mientras una fría niebla chispeante se formaba a su alrededor.</p> <p>—¿Traicionarte? ¡Te juro que te soy leal! —protestó Losov.</p> <p>La zarina sacudió la cabeza.</p> <p>—Basta ya, Pjotr; lo único que consigues es denigrarte aún más. Tú, mejor que nadie, tienes que saber que los Chekist tienen ojos en todas partes. Lo sé todo de tus sórdidas visititas al Lubjanko y de lo que haces allí. Tus prácticas desviadas me repugnan y pagarás por todo el sufrimiento que has causado. Pero que hayas creído que podrías engañarme tanto tiempo es simplemente insultante.</p> <p>A pesar la helada neblina que emanaba de la zarina, Kaspar vio que el arrodillado Losov estaba sudando y se alegró de lo mal que lo pasaba.</p> <p>—¡No, no, estás en un error, reina mía!</p> <p>—Me resultaba útil y divertido tenerte cerca y escuchar tu parloteo, tus patéticos intentos de manipularme y de manipularte a ti mismo; pero ahora muchos de mis mejores guerreros han muerto o están agonizando y el jefe de mis aliados ha desaparecido. Ya no eres ni útil ni divertido, Pjotr.</p> <p>Losov se dio la vuelta en busca de alguien que lo apoyara, pero no encontró a nadie en toda la sala. Kaspar vio el miedo reflejado en sus ojos y alzó la jarra de <i>kvas</i> a modo de burlona salutación.</p> <p>—Ahora lo único que te queda por hacer es contarme con quién has estado colaborando, pues es obvio que un hombre tan estúpido como tú no ha podido confabular sin un maestro más astuto. Dime, Pjotr, ¿quién más está implicado en esta conspiración para matarme y destruir mi país?</p> <p>Kaspar y Pavel escuchaban con atención, pues ambos estaban impacientes por saber más cosas sobre la infamia de Losov. Kaspar ansiaba saber por qué razón Losov había pagado para que asesinaran al marido de Anastasia, y estaba persuadido de que el nombre que la zarina obtendría del traidor sería la respuesta.</p> <p>—Ahora no tiene importancia, Pjotr —continuó la Reina del Hielo al ver que Losov no contestaba su pregunta—. De uno u otro modo, averiguaré lo que quiero. Has visto las mazmorras de los Chekist y sabes que no hay ser humano capaz de resistir sus torturas. Cuéntame lo que me interesa saber y ahórrate esos sufrimientos.</p> <p>Una desesperación definitiva centelleó en los ojos de Losov, y Kaspar vio cómo recogía del suelo el arma del asesino. Losov se puso en pie y dirigió la espada hacia adelante para hundirla en el estómago de la zarina.</p> <p>Kaspar vio un destello de azulado acero y un chorro fino y potente de color rojo: Pjotr Losov se desplomó con el brazo que empuñaba el arma seccionado a la altura del codo y el torso rajado desde la pelvis hasta un omoplato por el gélido borde de <i>Hielo del Miedo</i>.</p> <p>De la temible espada que la Reina del Hielo mantenía ante ella pendían goteantes carámbanos de sangre helada.</p> <p>El boyardo Wrodzik empujó con los pies el desmembrado cuerpo hasta el interior del cráter junto al carbonizado cadáver del asesino de la túnica negra, y escupió sobre los restos de Losov.</p> <p>—Así es la ira de las reinas khan, y ése es el destino de todos los traidores —sentenció la zarina.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">La luz del alba iluminaba el firmamento cuando Kaspar y Sofía pudieron, por fin, regresar a la embajada, montados en uno de carruajes laqueados y descubiertos de la zarina, que conducía un cochero nada comunicativo, tocado con un birrete de color rojo. Iban completamente envueltos en pieles y, aunque ni mucho menos hacía tanto frío como en los meses anteriores, se apretaban el uno al otro bajo sus gruesos abrigos para darse calor y sentirse más cómodos; se daban la mano y habían entrelazado los dedos.</p> <p>Durante todo el camino de vuelta guardaron silencio, todavía sobresaltados por los sangrientos sucesos de la noche y por la fría cólera de la zarina. Lejos de la distante majestuosidad de un monarca con que la zarina acostumbraba a mostrarse, la ejecución de Pjotr Losov había recordado la salvaje ferocidad de las primeras reinas khan; Kaspar se estremeció al recordar cómo él le había gritado hacía unos meses.</p> <p>Cirujanos más expertos en heridas de guerra habían sustituido a Sofía, y ésta, a regañadientes, había permitido que la condujeran a un lugar donde pudiera lavarse las manos llenas de sangre y cambiar por ropas limpias las que llevaba, sanguinolentas.</p> <p>El ataque había costado diecisiete vidas. Clemenz Spitzaner y la mayoría de sus oficiales habían sobrevivido al violento atentado, pero el general Pavian y sus mandos de más edad habían corrido peor suerte. Comparado con las vidas humanas perdidas en Kasicyno y Mazhorod, ese número de bajas era reducido; pero incluían los niveles de mando más altos del ejército de Stirland.</p> <p>Habían muerto siete boyardos, destruidos al igual que el general por la terrible arma que había utilizado el asesino de la túnica, y otros seis no podrían volver a luchar.</p> <p>Kaspar se había ofrecido al instante como voluntario para participar como oficial en las batallas. Por supuesto, Spitzaner había protestado de inmediato, pero el embajador se había percatado de que la idea resultaba interesante a los ojos de los oficiales de Stirland que habían sobrevivido, pues su buena reputación como jefe les era bien conocida. Kaspar había organizado una reunión con ellos por la mañana, para que todos tuvieran tiempo de recuperarse de la carnicería de la noche anterior antes de abordar materias tan serias.</p> <p>A pesar de la violenta velada, el hecho de pensar que una vez más volvería a entrar en combate al mando de tropas le proporcionaba la gratificante sensación de que sería capaz de representar un digno papel en la guerra que se avecinaba. Vio que su decisión de ofrecerse voluntariamente como mando entristecía a Sofía, pero ya no podía volverse atrás.</p> <p>Antes de abandonar el palacio, Kaspar se había acercado a Pavel.</p> <p>—Nunca te agradeceré bastante que me salvaras de las tenebrosas tinieblas; creo que sin tu ayuda habría perecido —le había dicho.</p> <p>—No tiene importancia —le había contestado Pavel como si no lo afectara, pero Kaspar había percibido gratitud en su tono de voz.</p> <p>—No es cierto —había puntualizado Kaspar—; tiene mucha importancia. Tú y yo habíamos estado muy unidos y te consideraba uno de mis amigos más auténticos, pero en Kislev me han ocurrido demasiadas cosas para olvidar lo que has hecho desde la última vez que te vi.</p> <p>—Lo sé. Nada puede deshacer lo que hice, pero desearía…</p> <p>—Los deseos son para las canciones, Pavel, y ni tú ni yo tenemos ni idea de cantar. Pero quiero que sepas una cosa: si de nuevo los hados nos llevaran a pelear uno al lado del otro, me sentiría muy contento. Creo que nuestra amistad ha muerto, pero no voy a ser enemigo tuyo.</p> <p>—Muy bien —había asentido Pavel—. No se puede pedir nada mejor.</p> <p>Kaspar había hecho un gesto de aceptación con la cabeza y le había dado la mano.</p> <p>—Lucha como es debido y trata de que no te maten —le había deseado.</p> <p>—Ya me conoces —había dicho con una amplia sonrisa el enorme kislevita mientras estrechaba la mano del embajador—. Pavel Korovic es demasiado tozudo para morir. ¡Se contarán leyendas de mi bravura desde aquí hasta Magrita!</p> <p>—Estoy completamente seguro. Adiós, Pavel —se había despedido Kaspar mientras Sofía lo conducía al carruaje que los llevaría de vuelta a la embajada.</p> <p>El viaje transcurrió en silencio hasta que el cochero detuvo el vehículo ante la embajada y bajó del pescante para abrirles la portezuela. Aceptó una moneda de cobre que le dio Kaspar, subió de nuevo al pescante y se alejó en medio de un repique de cascos.</p> <p>Guardias con libreas rojas y azules les abrieron la verja, y caminaron cogidos del brazo hacia el edificio.</p> <p>—¿De veras piensas aceptar un puesto de oficial en las batallas si mañana te lo ofrecen? —le preguntó Sofía.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza.</p> <p>—Sí, lo aceptaré. Tengo que hacerlo.</p> <p>—No tienes por qué, lo sabes perfectamente. Has cumplido con tu deber en el ejército y ahora hay otros a quienes Ies incumbe esta misión —afirmó Sofía.</p> <p>—No, no hay otros, y tú lo sabes —dijo con suavidad Kaspar al advertir preocupación en el rostro de Sofía—. Spitzaner no puede comandar dos ejércitos, y yo soy el único hombre que tiene experiencia de mando sobre un número de soldados tan alto.</p> <p>—Seguramente podría hacerlo uno de los boyardos.</p> <p>—No, los soldados del Emperador no aceptarían que su general fuera un kislevita.</p> <p>—Pero eres demasiado mayor para entrar en combate —protestó Sofía.</p> <p>Una silenciosa risita se pintó en el rostro de Kaspar.</p> <p>—Muy bien, tal vez tengas razón, pero eso no cambia nada. Si me ofrecen el puesto, lo aceptaré; las cosas se están moviendo demasiado aprisa para que pueda rechazarlo.</p> <p>—¿Qué quieres decir?</p> <p>—¿No te das cuenta, Sofía? La historia se está desplegando ante nosotros —declaró Kaspar—. Recuerdo que una vez la Reina del Hielo me dijo que yo tenía alma de kislevita, que la tierra me había reclamado aquí para luchar por ella y que aquí tenía una misión que desempeñar. «Llega el momento, llega el hombre», fueron sus palabras textuales. Entonces no comprendí lo que significaban, pero creo que estoy empezando a entenderlas.</p> <p>—¡Maldita sea, Kaspar! No tuvimos tiempo —dijo Sofía mientras afloraban lágrimas en las comisuras de sus ojos—. ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto ahora?</p> <p>—No lo sé —respondió Kaspar. Se detuvo y se volvió hacia ella—. Pero ha ocurrido, y a veces hay cosas que tenemos que hacer independientemente de lo que el corazón nos diga.</p> <p>—¿Y qué te dice ahora el corazón?</p> <p>—Esto —le contestó Kaspar mientras se inclinaba para besarla en la boca.</p> <p>Se besaron hasta que se oyó una atronadora carcajada que provenía del exterior de las verjas de la embajada.</p> <p>—Esto es muy emocionante, embajador Von Velten —dijo Vassily Chekatilo—; creo que estaba en lo cierto cuando te pregunté si estabas enamorado de <i>madame</i> Valencik.</p> <p>—Chekatilo —rugió Kaspar, volviéndose para mirar al kislevita que, vestido con una gruesa capa de piel negra, estaba apoyado en la verja de la embajada—, fuera de ahí, bastardo.</p> <p>Chekatilo rió silenciosamente y sacudió la cabeza.</p> <p>—No, esta vez no, hombre del Imperio. Esta vez me vas a escuchar.</p> <p>—Tú y yo no tenemos nada que decirnos, Chekatilo.</p> <p>—¿De veras? Creo que estás en un error. Todavía estás en deuda conmigo y he venido a cobrártela.</p> <p>Sofía abrió la puerta de la embajada y aparecieron más guardias; sus alabardas brillaban con los primeros rayos del sol de la mañana.</p> <p>—Y te volveré a decir que no pienso darte lo que me pides. Estoy enterado de lo que le hiciste hacer a Pavel, por lo que puedes olvidarte para siempre de que él te haga el trabajo sucio. ¡Quítatelo de tu gruesa cabezota, Chekatilo! ¡Jamás te ayudaré! —gritó Kaspar.</p> <p>Advirtió que su estado de ánimo estaba de nuevo haciendo aflorar lo mejor de su interior, pero aquella noche había visto demasiado dolor y sufrimiento para dejarse coaccionar por un vulgar criminal.</p> <p>—Creo que me pagarás tu deuda esta noche —auguró Chekatilo.</p> <p>—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Kaspar, al que no le gustó ni pizca la sonrisa felina de Chekatilo.</p> <p>—Porque si no lo haces, Anastasia Vilkova morirá dentro de una hora.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Rejak bostezó doblando los hombros mientras observaba cómo la casa volvía a la vida. Sirvientes llenaban vasijas con agua del pozo y abrían ventanas de cerrados postigos para permitir que la débil luz del sol matinal entrara en las habitaciones. Rejak hizo crujir los nudillos y golpeteó con los dedos la empuñadura de la espada en tanto sonreía con expresión de depredador.</p> <p>Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared del edificio situado al otro lado de la calle, frente a la casa de Anastasia Vilkova; escondía la espada debajo de la capa y ocultaba el rostro bajo una capucha de piel. No creía que Anastasia fuera a reconocerlo, pero no era prudente correr ningún riesgo.</p> <p>Sabía que la señora estaba en casa, pues la había visto regresar hacía menos de media hora. No sabía dónde había estado la mujer, pero Rejak consideraba probable que hubiera ido a disfrutar de una cita amorosa con el embajador y que hubiera vuelto antes de la mañana para no escandalizar a la hipócrita sociedad.</p> <p>Consideró que había transcurrido suficiente tiempo para que Anastasia ya se hubiera lavado y tal vez desnudado. Se puso en pie e hizo una mueca de dolor cuando le tiraron las heridas del hombro y del estómago. Siempre se había curado muy de prisa, y las semanas transcurridas desde que lo había herido el asesino de la túnica negra le habían resultado muy duras porque no estaba habituado a soportar la inactividad. Pero las lesiones habían sanado bien y, aunque no volvería a ser tan ágil y rápido como antes, seguía siendo tan diestro como el mejor de los espadachines que conocía.</p> <p>Rejak cruzó la calle a grandes zancadas; su excitación crecía al pensar que iba a violar a una mujer tan hermosa y respetada. Normalmente, sus conquistas eran putas drogadictas de los burdeles de Chekatilo, y la idea de tener debajo a aquella influyente mujer suplicándole por su vida mientras la poseía le hacía acelerar el paso. Al pensar en la suave boca de Anastasia, en la larga cabellera oscura, en los pechos generosos, se relamía. Sí, disfrutaría penetrando a aquella zorra.</p> <p>Entró en los jardines de la casa de Anastasia, subió por la pendiente de grava y pasó ante los patéticos individuos a quienes había dado refugio en el interior de sus muros. Docenas de personas acampaban en los jardines, pero muy pocos lo miraron más de un segundo mientras se dirigía a la puerta frontal.</p> <p>La puerta principal era de madera negra, laqueada con una aldaba de latón en medio. Agarró la empuñadura de la espada y golpeó con fuerza el anillo de latón contra la puerta. Supuso que era preferible dar la impresión de ser una persona civilizada.</p> <p>Oyó que el mecanismo del cerrojo giraba y luego un clic, y después la hoja se separó del marco. Rejak pegó un patadón a la madera y la abrió de golpe, lo que provocó que la vieja sirvienta cayera y salpicara el suelo con la sangre que le salía de la cara.</p> <p>Cruzó el umbral a toda prisa, entró en un vestíbulo con suelo de mármol y vio una escalera curvada con una barandilla de latón que ascendía a la planta superior. Dos armaduras idénticas y completas flanqueaban el pie de la escalera, y del muro adyacente pendía el emblema de la familia, en el que figuraban dos sables de caballería cruzados. Una incongruente puerta de hierro se encontraba en la curva que dibujaba la escalera, parcialmente oculta por una frondosa planta de hoja perenne, pero Rejak no le prestó atención, pues oyó el estrépito de una puerta al cerrarse en el piso de arriba.</p> <p>«Debe de ser ella», dedujo Rejak. Cerró con llave la puerta frontal y se la guardó en el bolsillo. Corrió escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos. Cuando llegó al rellano de la planta superior, desenvainó la espada y avanzó por un largo pasillo alfombrado. A un lado del corredor había una serie de pesadas puertas, y procedió a derribarlas a patadas una tras otra.</p> <p>—¡Sal, sal, dondequiera que estés! —gritó.</p> <p>Advirtió un destello de color por delante de él y en su rostro se dibujó una ancha sonrisa al ver a Anastasia con un largo camisón verde esmeralda que corría hacia otra escalera en el extremo opuesto del pasillo.</p> <p>—¡Oh no, preciosa!, no vas a librarte de Rejak con tanta facilidad —gritó lanzándose tras ella.</p> <p>La mujer era rápida, pero Rejak aún lo era más, y la atrapó cuando llegaba a la parte superior de la escalera. Anastasia se dio la vuelta y disparó el puño hacia un lado de la cabeza.</p> <p>El hombre soltó una carcajada, le agarró la muñeca y le pegó un revés en la barbilla con la mano que sostenía la espada.</p> <p>La mujer, a la que le bajaba sangre por el mentón, chilló y chocó contra la pared.</p> <p>—¡Bastardo! —gritó ella, tratando de propinarle una patada en la entrepierna.</p> <p>Rejak esquivó el golpe y la abofeteó con la mano libre. Su excitación iba en aumento y se apretó contra ella desgarrándole el camisón por el hombro.</p> <p>—Ten cuidado ahí, encanto. No me vayas a hacer daño en ese lugar; aún tengo que hacerte muchas cositas.</p> <p>En honor de la mujer hay que decir que siguió resistiéndose, a pesar de que debía de ser consciente de la absoluta inutilidad de sus esfuerzos ante la muy superior fuerza de su enemigo y de que su resistencia sólo servía para excitarlo todavía más.</p> <p>—Ya veo por qué le gustas a Von Velten —le siseó al oído—. Espero que no le importe la carne picada, porque no tardarás en convertirte en eso.</p> <p>Rejak la clavó contra la pared y le apretó el pecho con una mano. Se lo estrujó con fuerza, sonriendo lascivamente, y consiguió arrancarle un grito de dolor. El pecho de la aterrorizada mujer palpitaba aceleradamente.</p> <p>—¡Eso es…, pelea duro! —se rió el hombre.</p> <p>Bajó la cabeza para lamerle la mejilla.</p> <p>Entonces, la mujer le propinó un golpe con la frente; él gritó de dolor y la soltó para llevarse las manos a la cara mientras le manaba abundante sangre de la nariz.</p> <p>—¡Zorra! —gritó, y le dio un puñetazo en la mandíbula.</p> <p>La mujer cayó al suelo, pero se levantó rápidamente mientras el agresor sacudía la cabeza para recuperarse del cabezazo recibido. Rejak volvió su ensangrentada cara hacia Anastasia en tanto ella se precipitaba por el corredor hacia la escalera que conducía a la entrada principal.</p> <p>—¡Eso es lo que eres, una zorra! ¡Ahora voy a hacerte daño de veras!</p> <p>Salió corriendo tras ella; su rabia era ardiente, apremiante.</p> <p>La atrapó en lo alto de la escalera, la agarró por el brazo y la hizo girar. Ella le escupió a la cara El hombre la golpeó de nuevo y, a causa del impacto, la mujer cayó escaleras abajo. Rodó hasta el pie y chocó desgarbadamente contra el suelo. El criminal la siguió; ya no le interesaba poseerla, sólo quería matarla.</p> <p>Anastasia se apartó a rastras del pie de la escalera, corrió hacia la puerta principal y trató en vano de girar el pomo de latón.</p> <p>Rejak sacó la llave del bolsillo y sonrió burlonamente.</p> <p>—¿Acaso buscas esto?</p> <p>La mujer se fue alejando de él pegada a la pared, pero no tenía escapatoria.</p> <p>—Ahora, vas a morir —dijo el asesino.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar le quitó la alabarda a uno de sus guardias y corrió hacia la verja de hierro de la embajada. Chekatilo retrocedió con las manos en alto, mostrando un terror teatral, hacia la cantarína fuente de bronce situada en el centro del patio que había ante la embajada.</p> <p>—Si me matas, ella morirá —le prometió—. Si Rejak no sabe nada de mí en una hora, la tratará como a una puta y después la cortará a trocitos. Creo que es peor que el Carnicero. Le encanta matar, quizá demasiado.</p> <p>Kaspar se obligó a detenerse, a bajar la alabarda y a pensar con serenidad. Se daba cuenta de que el odio que sentía por Chekatilo amenazaba con obnubilarle la mente. Con un angustiado grito arrojó la alabarda a un lado y respiró profundamente varias veces, tratando de recobrar la calma.</p> <p>—¿Qué le habéis hecho? —exigió—. Pongo a Sigmar por testigo de que, si le ocurre algo, no habrá fuerza en el mundo capaz de detenerme: te atraparé y te mataré.</p> <p>—No sufrirá ningún daño si pagas lo que me debes dándome lo que necesito —dijo Chekatilo.</p> <p>—¿Cómo puedo saber que todavía sigue con vida? Por lo que sé, ya debe de estar muerta.</p> <p>Chekatilo pareció afectado por la acusación de Kaspar.</p> <p>—Puedo ser muchas cosas, embajador, pero no soy un monstruo. Hago daño a gente porque a veces es la única manera de obtener lo que quiero; de modo que me darás lo que quiero, o Rejak la matará de una forma tan atroz y degradante que la gente hablará del crimen durante años.</p> <p>Kaspar deseaba echar a correr hacia la verja y estrangular a Chekatilo con sus propias manos; dejar sin vida aquel depravado y sucio cuerpo y escupirle a los ojos mientras agonizaba. Pero no podía hacerlo, y por la expresión confiada de Chekatilo advirtió que aquel bastardo también lo sabía.</p> <p>—¡Maldito seas! Pero te equivocas en algo, Chekatilo: eres un monstruo —dijo.</p> <p>Chekatilo se encogió de hombros.</p> <p>—Tal vez lo sea, pero consigo lo que quiero, ¿no?</p> <p>—Muy bien —dijo Kaspar, asintiendo con la cabeza—; te daré lo que quieres —dijo despacio.</p> <p>Chekatilo se echó a reír mientras Kaspar se daba la vuelta y entraba en la embajada.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Anastasia se movía lentamente en torno a la antesala respirando de forma fatigosa y entrecortada. Rejak sintió que volvía a excitarse cuando vio la curva de sus pechos descubiertos entre el camisón desgarrado.</p> <p>—No puedes escapar —dijo el hombre, limpiándose la sangre del mentón.</p> <p>—No —asintió ella, que continuó su recorrido por la antesala, pegada a la pared y mirando hacia algo situado detrás del hombro de Rejak—. Es cierto, no puedo.</p> <p>—Entonces, es mejor que no te resistas, ¿eh? Quizá no te duela mucho, pero no te lo puedo prometer.</p> <p>Ella se movió hacia la izquierda. No intentó llegar a la escalera y, en cambio, fue acercándose hacia el lugar donde se hallaba el emblema familiar con los dos sables de caballería cruzados. Con un rápido gesto alargó el brazo y descolgó bruscamente las armas; al punto, se volvió para encararse con su agresor empuñando desgarbadamente un sable en cada mano.</p> <p>—No creo que sepas manejar un sable, o sea que de dos ni hablemos —dijo riendo Rejak.</p> <p>—No son para mí —dijo Anastasia, lanzando las espadas al otro lado de la habitación.</p> <p>Las armas volaron por encima de la cabeza del criminal y prosiguieron su trayectoria hasta un hombre que, situado junto a la puerta de hierro que Rejak había advertido antes, las agarró en el aire.</p> <p>El recién llegado era delgado y tenía un aspecto demacrado; su piel escamosa estaba llena de manchas. Rejak se tranquilizó.</p> <p>Pero la tranquilidad duró sólo hasta que el espadachín volteó las espadas dibujando una deslumbrante red de acero plateado y se agachó para adoptar una posición de pelea. Los movimientos del hombre eran sublimes, cada gesto rayaba la perfección, y Rejak pensó que sólo conocía a una persona que pudiera moverse así.</p> <p>Los rasgos hundidos y desdibujados del espadachín le confundieron, pero cuando miró intensamente sus ojos violeta, finalmente lo reconoció.</p> <p>Sasha Kajetan.</p> <p>El Droyaska. El Maestro de Esgrima.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Mientras Kaspar y los Caballeros Pantera cabalgaban desesperadamente por las calles de Kislev hacia la Magnustrasse en dirección a la casa de Anastasia, el embajador fustigaba el caballo para que corriera aún más. Las calles estaban repletas de gente, y Kaspar profería terribles juramentos para conseguir que la muchedumbre se apartara de su camino.</p> <p>Tenía el corazón en un puño, pues albergaba un negro presentimiento; pero no podía hacer nada salvo cabalgar más y más aprisa, animando a <i>Magnus</i> a galopar en dirección al barrio distinguido de la ciudad.</p> <p>Kaspar rezaba para que al final del trayecto no encontrara aún más pena.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Rejak advirtió que su momentáneo estremecimiento de miedo se desvanecía al observar que el legendario espadachín estaba hecho una ruina. Tenía las extremidades delgadas y maltrechas; la carne le pendía fláccidamente de los huesos y, a través de la piel del pecho, se le marcaban con claridad las costillas.</p> <p>No tenía mejor aspecto que un pordiosero, y Rejak sonrió burlonamente por debajo de su máscara de sangre.</p> <p>—Siempre quise pelear contigo —dijo Rejak, dibujando un círculo por la habitación con la espada dirigida al corazón de Kajetan—, sólo para saber quién era el más rápido.</p> <p>—Hiciste daño a mi <i>matka</i> —siseó Kajetan, describiendo también una circunferencia.</p> <p>Rejak miró de forma fugaz a Anastasia, lleno de confusión. En nombre de Ursun, ¿de qué estaba hablando el espadachín? Era absolutamente imposible que aquella mujer fuera la madre de Kajetan.</p> <p>—Es cierto, apuesto príncipe mío —dijo Anastasia—. Lo hizo; me hirió del mismo modo que lo hacía tu padre, el boyardo.</p> <p>—¡No! —chilló Kajetan, y se precipitó hacia Rejak.</p> <p>Las espadas entrechocaron, y Rejak con un giro se apartó del ataque mientras con su arma pegaba un barrido bajo para cortarle las piernas al espadachín; pero Kajetan esquivó el golpe dando una voltereta completa por encima de la espada y cayendo de pie en el suelo con gran agilidad.</p> <p>—¡Mátalo, príncipe mío! —chilló Anastasia.</p> <p>Kajetan volvió a la carga: sus espadas gemelas tajaban en dirección a la cabeza del rival. El asesino a sueldo de Chekatilo desvió certeramente el ataque y emprendió una letal respuesta: con la hoja le propinó un corte transversal en el muslo, junto a una cicatriz de una herida que evidentemente había sufrido hacía poco. El espadachín se tambaleó, y Rejak le pegó una patada en la entrepierna.</p> <p>Kajetan gruñó de dolor, apoyó una rodilla en tierra y vomitó sobre el suelo. Rejak saltó hacia atrás, horrorizado al ver cómo el líquido negro y fibroso, burbujeante y siseante, corroía las losas de mármol.</p> <p>Se sobrepuso al profundo asco y se acercó para asestarle el golpe definitivo: su espada cortaría el cuello de Kajetan. Pero el espadachín rodó por debajo del filo y se puso en pie de un salto. Tuvo el tiempo justo para bloquear el siguiente ataque de Rejak.</p> <p>Kajetan se recuperó en seguida. Sus espadas hicieron manar sangre del brazo de Rejak, y los dos espadachines intercambiaron golpes, avanzando y retrocediendo sobre el piso de mármol de la antesala, enzarzados en un duelo como no se había visto jamás otro igual. Kajetan era, con diferencia, el mejor espadachín, pero su energía era una sombra de lo que había sido, y Rejak se apercibió de que se estaba cansando por momentos.</p> <p>Pero también Rejak acusaba la fatiga: le ardía el brazo que empuñaba la espada a causa del esfuerzo realizado, y la herida del vientre le daba dolorosas punzadas cada vez que se movía para esquivar o desviar los golpes del rival.</p> <p>Ambos hombres reemprendieron sus desplazamientos circulares con gran cautela, exhaustos debido a los furibundos ataques y sabedores de que sólo uno de los dos saldría del combate por su propio pie.</p> <p>Rejak volvió a la carga con una poderosa serie de tajos y cortes destinados a mantener a su contrincante a la defensiva. Su esgrima era impecable, pero nada podía penetrar entre los dos sables gemelos de Kajetan y, con vertiginoso horror, se dio cuenta de que no podía hacer mucho más.</p> <p>Las hojas de Kajetan atraparon la espada de Rejak en el último golpe hacia abajo que había dado y, a causa de un giro de la muñeca del rival, Rejak no pudo seguir sujetando su arma, que cayó y resbaló por el suelo, y no se detuvo hasta el pie de la escalera.</p> <p>Rejak saltó hacia atrás y se lanzó al suelo en dirección a la espada.</p> <p>Cerró la mano alrededor de la empuñadura forrada de piel y se dio la vuelta para encararse de nuevo con su enemigo.</p> <p>Kajetan estaba ante él: sus hojas cruzadas se apoyaban una a cada lado del cuello de Rejak.</p> <p>—¿Quieres saber quién es el más rápido? —gruñó el espadachín—. Pues ahora lo sabrás.</p> <p>Kajetan cortó el cuello de Rejak con ambas espadas, y éste se desplomó hacia atrás, sobre los escalones, con la cabeza prácticamente seccionada del tronco.</p> <p>Lo último que vio fue el rostro de Anastasia Vilkova, una mirada de puro odio.</p> <p>La mujer le escupió en el ojo.</p> <p>—¡Que Tchar se lleve tu alma! — exclamó.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VIII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Cruzaron a caballo la vej abierta de la casa de Anastasia; Kaspar saltó de la silla antes de que el caballo se detuviera. Se olvidó de las punzadas de dolor de la rodilla y, mientras desenfundaba ambas pistolas, se dirigió a todo correr hacia la puerta negra. Estaba cerrada con llave, pero unas cuantas patadas fuertes de la bota de la armadura de Kurt Bremen no tardaron en arrancarla de las bisagras.</p> <p>Kaspar se lanzó al interior y gimió al ver un cuerpo tendido al pie de la escalera en medio de un charco de sangre. Se acercó y se arrodilló junto al cadáver, y sintió que el corazón le daba un vuelco al reconocer los rasgos de Rejak, el experto tirador. La cabeza del asesino le colgaba de los hombros y sólo estaba unida al cuerpo por ensangrentadas tiras de músculos y tendones seccionados.</p> <p>Kurt Bremen se reunió con él mientras los caballeros se afanaban en buscar a Anastasia por la casa.</p> <p>—No lo entiendo —dijo—. ¿Qué demonios ha ocurrido aquí?</p> <p>Kaspar no le contestó. Sus ojos se posaron en un par de ensangrentados sables de caballería que yacían en el suelo junto al cuerpo y en un charco de brillante líquido negro en el centro del suelo de mármol.</p> <p>Dejó el cadáver donde estaba y se inclinó para examinar el charco negro y el suelo. La losa de mármol había sido comida por las propiedades corrosivas de la hedionda sustancia, y Kaspar cayó en la cuenta de que sólo había visto algo parecido una vez en su vida.</p> <p>Había sido debajo de la Urskoy Prospekt, cuando el peto de una armadura de hierro se había convertido en escoria al fundirse ante sus propios ojos.</p> <p>—¿Es lo que pienso? —preguntó Bremen.</p> <p>—Eso creo —le respondió Kaspar, asintiendo con la cabeza.</p> <p>Bremen miró hacia atrás, hacia donde yacían el cuerpo de Rejak y los dos sables de caballería.</p> <p>—Pero eso quiere decir que…</p> <p>—Sí; Sasha Kajetan estuvo aquí y mató a Rejak.</p> <p>—Pero ¿cómo es posible? —preguntó Bremen—. No tiene sentido. ¿Por qué iba a estar aquí Kajetan?</p> <p>Kaspar se preguntaba lo mismo y sentía que le invadía un horror creciente, como una náusea, al considerar lo que significaban la muerte de Rejak y la presencia de Kajetan. Sasha era un hombre destrozado, prácticamente catatónico, y en opinión de Kaspar, sólo una cosa había podido desencadenar tanta violencia en el espadachín: su <i>matka</i>.</p> <p>—Tiene sentido, Kurt. Que Sigmar me perdone, pero lo tiene —dijo Kaspar con tristeza mientras, al fin, le caía la venda de los ojos y veía cuán magistralmente había sido manipulado.</p> <p>—¡Por la sangre de Sigmar!, ¿crees que Kajetan tiene a <i>madame</i> Vilkova?</p> <p>—No —dijo Kaspar, sacudiendo la cabeza—; y tus caballeros no la encontrarán aquí.</p> <p>—¿Qué quieres decir? ¿Dónde está esa dama?</p> <p>—Desde siempre ella lo ha manejado todo, Kurt. Ahora todo tiene sentido —dijo Kaspar tanto a sí mismo como al Caballero Pantera.</p> <p>Se puso en cuclillas, dejó caer las pistolas, y el corazón empezó a latirle salvajemente al advertir la magnitud de la traición.</p> <p>—¿Qué es lo que tiene sentido? Kaspar, lo que dices es incoherente.</p> <p>—Ella nos ha tomado por estúpidos a todos nosotros, amigo mío. La mujer que nadie fue capaz de describir y que liberó a Sasha Kajetan; la mujer que en la alcantarilla se hizo cargo del ataúd; nuestro desconocido adversario que se enteraba de todo lo que nosotros descubríamos; la mujer que al principio incluso trató de convencerme de que dejara de indagar; la cómplice de Losov: era ella, era ella.</p> <p>—¿Anastasia? —dijo Bremen con incredulidad.</p> <p>Kaspar asintió con la cabeza, maldiciéndose a sí mismo por haber sido tan estúpido.</p> <p>—¡Maldita sea! Kajetan ya nos lo había dejado claro cuando dijo: «Todo lo hice por ella». No me di cuenta de que lo decía en sentido estrictamente literal. Era ella la que siempre ordenaba los asesinatos de Kajetan. No debe sorprendernos que ella tratara de que lo mataran antes de que pudiéramos entregarlo a los Chekist.</p> <p>—Es increíble —susurró Bremen.</p> <p>—Cuántas cosas le conté —dijo Kaspar, que se frotó los ojos tratando de eliminar del rostro el sofoco producido por la vergüenza que sentía—. Mientras yacíamos en la cama, le hablaba de todo: de los boyardos, de las fuerzas del Imperio, de dónde se reagrupaban, de cómo lucharían y de los hombres que ostentarían el mando de las tropas. Como un maldito imbécil se lo conté todo.</p> <p>Kaspar se sentó pesadamente en el suelo y se sostuvo la cabeza con las manos.</p> <p>—¿Cómo es posible que haya sido tan estúpido? Su marido.. . Ella pagó a Losov para que lo hiciera matar, de modo que pudiera apoderarse de sus riquezas. Durante todo este tiempo…</p> <p>—Todavía me resulta difícil creerlo, pero suponiendo que tengas razón, ¿dónde crees que pueden estar ahora ella y Kajetan?</p> <p>Kaspar se frotó la cara, se levantó y se inclinó para recuperar las pistolas.</p> <p>—Es una pregunta condenadamente buena —dijo.</p> <p>La cólera iba desplazando progresivamente el dolor que sentía.</p> <p>—Anastasia sabe con toda seguridad que la habremos desenmascarado en el preciso instante en que nos encontremos con este caos —dijo Kaspar mientras se dirigía hacia la puerta principal y luego caminaba en dirección a los maltrechos refugiados acampados en los jardines de la residencia de Anastasia.</p> <p>»Habla con esta gente, Kurt —le ordenó Kaspar—. Averigua si han visto adonde se ha ido Anastasia y no dejes de preguntar hasta que consigas alguna condenada respuesta satisfactoria.</p> <p>Kurt Bremen deambuló entre los refugiados, gritando en kislevita chapurreado, en tanto Kaspar caminaba hacia la verja abierta en el muro con la cabeza llena de un torbellino de pensamientos confusos.</p> <p>Había cabalgado hasta aquel lugar para salvar a Anastasia, pero finalmente no había hecho falta rescatarla; cómo podía haber sido de otro modo, si contaba con el más mortífero guardaespaldas de Kislev para protegerla. Se preguntaba si alguna vez él había significado realmente algo para ella, pero en seguida se reprendió por tener pensamientos tan egoístas cuando le esperaban asuntos mucho más trascendentes.</p> <p>Se apoyó en un soporte de la verja y sus ojos recorrieron desanimadamente la profusión de huellas en la nieve medio derretida que cruzaban la verja. La mayor parte de la nieve embarrada había sido aplastada por el paso de sus propios caballos, pero una zona del suelo tenía huellas distintas de las suyas: huellas de carro…</p> <p>Eran huellas de carro con el borde exterior de una de las ruedas dañado, de forma que a cada vuelta dejaba impresa una uve.</p> <p>A Kaspar le llevó escasos segundos recordar dónde había visto unas huellas parecidas.</p> <p>En las alcantarillas de Kislev.</p> <p>Hechas por un carro que habían conducido hasta allí cargado con un extraño ataúd.</p> <p>Kurt Bremen se le acercó.</p> <p>—Dicen que la Blanca Señora de Kislev ha salido de aquí poco antes de nuestra llegada conduciendo un carro cargado con una caja larga. Nadie ha mencionado a ninguna persona más, por consiguiente no creo que Kajetan estuviera con ella.</p> <p>Kaspar sintió un miedo horrible al levantar la vista hacia el cielo.</p> <p>Ya hacía horas que había amanecido y el embajador sabía exactamente hacia dónde se dirigía Anastasia en aquellos momentos.</p> <p>Durante meses la gente había visto a la Blanca Señora de Kislev conducir carros cargados con suministros y alimentos a los ejércitos acampados extramuros. Era una imagen de esperanza, y los soldados de Kislev y del Imperio la consideraban una bendición.</p> <p>Por lo tanto, nadie parpadearía al verla conducir un carro en medio de las tropas.</p> <p>—¡Qué Sigmar se apiade de nosotros! —juró Kaspar, y corrió hacia su montura—. ¡Todos a caballo!</p> <p>—¿Qué ocurre, Kaspar? —gritó Bremen.</p> <p>—¡Tenemos que detenerla, Kurt! —exclamó Kaspar, saltando a la silla de montar y conduciendo a <i>Magnus</i> hacia la verja—. No sé con exactitud de qué se trata, pero creo que sea lo que sea lo que se halle en ese ataúd, es alguna arma terrorífica. ¡Se propone destruir nuestros ejércitos antes de que entren en combate!</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IX</p> </h3> <p style="margin-top:5%">En la incipiente mañana, en dirección a la Puerta del Urskoy, la mujer azotaba a los caballos para animarlos a correr todo lo que estimaba prudente. A su paso, la gente agolpada al lado de la carretera agitaba las manos para saludarla, ya que reconocía su característica capa blanca ribeteada de piel de leopardo de las nieves. Anastasia no les respondía; estaba demasiado ocupada en tratar de llegar a la puerta de la ciudad antes de que alguien la detuviera.</p> <p>¿Cómo era posible que la hubieran descubierto? ¿Quién había enviado al hombre que había ido a matarla? ¿El embajador? ¿Acaso aquel estúpido habría comprendido finalmente que lo había estado engañando y le había enviado un asesino en uno de sus ataques de cólera? No, las palabras del hombre que había tratado de matarla le permitían asegurar que no era Kaspar quien lo había enviado. Entonces, ¿quién lo había hecho?</p> <p>¿Chekatilo? ¿La Reina del Hielo? ¿O había sido por pura casualidad que, aquella mañana de entre todas las posibles, se había presentado un asesino en su casa precisamente cuando estaba a punto de consagrar su destino a su señor de las tinieblas?</p> <p>Se permitió una tensa sonrisa al recordar que en las palabras del Gran Tchar no figuraba ninguna alusión a la casualidad. Todo lo que había sucedido se había desarrollado de acuerdo con sus grandes e inextricables designios, y ningún mortal podía creerse capaz de desentrañar sus verdaderos propósitos.</p> <p>La encolerizaba pensar que un enemigo tan embrutecido casi hubiera conseguido echarlo todo a perder, que una escoria humana como aquel tipo hubiera estado a punto de matar a una iniciada de Tchar como ella…</p> <p>Si ella no hubiera dedicado muchas de sus energías a conservar de modo seguro la letal corrupción en el interior del ataúd de bronce, no habría tenido que recurrir a la protección de Sasha Kajetan.</p> <p>Y a Anastasia le llenaba de satisfacción saber que su decisión de liberar a Kajetan siempre había formado parte del plan previsto por Tchar, aunque al pensar en el espadachín se le dibujó una profunda arruga en la frente.</p> <p>Cuando Sasha hubo matado al otro espadachín, había caído de rodillas ante el cadáver y había empezado a sollozar como un niño. Ella le había puesto la mano en el hombro.</p> <p>—Bien, apuesto príncipe mío —le había dicho—. Has prestado un gran servicio a tu <i>matka</i> y…</p> <p>—¡Tú no eres mi <i>matka</i>! —había chillado el espadachín, soltando las espadas y poniéndose en pie con el rostro ardiente de angustia.</p> <p>Las callosas manos de Sasha la habían agarrado por los hombros, y ella había visto con gran sobresalto que sus ojos, normalmente de color violeta, refulgían con una radiación interior y que ambas órbitas chispeaban con reluciente fuego invernal.</p> <p>—¡Oh no, por favor! Otra vez no… —había gemido Kajetan mientras se arrodillaba y lloriqueaba al ver la sangre vertida por el hombre que acababa de matar—. No soy yo, no soy yo…</p> <p>—Sasha —había susurrado Anastasia—, tienes que ayudarme.</p> <p>—¡No! —había chillado apartándose de ella a rastras—. Aléjate de mí. Mujer, eres Blyad. Ahora te veo bien.</p> <p>—¡Soy tu <i>matka\</i> —había rugido Anastasia—. ¡Y vas a obedecerme!</p> <p>—¡Mi <i>matka</i> ha muerto! —había gritado Kajetan mientras se ponía en pie y se golpeaba las sienes con los puños—. Murió hace muchos años.</p> <p>Anastasia había avanzado unos pasos, pero Kajetan se había internado en la casa y ella no tenía tiempo de perseguirlo. Quienquiera que hubiera organizado el violento ataque de aquella mañana, no tardaría en darse cuenta de que su asesino había fracasado; entonces, se pondrían en movimiento determinados engranajes que situarían los acontecimientos fuera de su control.</p> <p>No había tiempo que perder, y por lo tanto, la mujer había bajado por la puerta de hierro del vestíbulo a la helada bodega inmediatamente y, como había podido, había arrastrado el ataúd hasta lo alto de la curvada escalera. El ataúd pesaba mucho, pero al fin había conseguido transportarlo hasta el patio trasero de la casa y poner un extremo sobre la parte de atrás del carro. Jadeando de cansancio, finalmente había logrado colocar su letal carga encima del carro y, después, se había apoyado contra la rueda ribeteada de hierro.</p> <p>Una vez que hubo recuperado el aliento, había sacado de las casillas un par de caballos y los había enganchado al carro. Echando en falta una montura del establo, se había encogido de hombros al suponer que debía de haberla cogido Sasha Kajetan.</p> <p>«¿Adonde habrá ido el espadachín?», se había preguntado, pero había desechado la cuestión por irrelevante. En aquellos momentos no podía preocuparse por eso: Kajetan era un canalla al que era preferible olvidar. Se había detenido en la casa sólo para recoger su capa blanca y había salido a las calles de Kislev.</p> <p>Al fin divisó ante ella las altas torres de las murallas de la ciudad y salió de la Goromadny Prospekt para entrar en la explanada situada ante el portal de entrada. Las verjas estaban abiertas y, cuando se aproximó a ellas, tiró de las riendas; los hombres allí apostados, protegidos con armaduras y provistos de largas hachas, sonrieron y agitaron las manos a su paso, pues la reconocieron por su deslumbrante capa blanca.</p> <p>Anastasia se obligó a devolverles la sonrisa mientras ellos le daban los buenos días. La dama se oyó a sí misma pronunciar amistosas banalidades a modo de respuesta al cruzar la penumbra del portal. Luego, salió a la cresta de la colina sobre la que se desparramaba Kislev.</p> <p>El carro cruzó lenta y ruidosamente el puente de madera que salvaba el foso y se desvió de la carretera principal para seguir los senderos de profundas roderas que conducían a los campamentos de los ejércitos aliados. Centenares de fogatas para preparar el desayuno y millares de tiendas llenaban la llanura esteparia que se extendía ante Kislev; ella, al pensar que aquel lugar no tardaría en convertirse en un osario, sintió una excitante emoción que crecía en su interior.</p> <p>Poco menos de veinte mil soldados y tal vez unos diez mil refugiados acampaban en torno al pie de la Gora Geroyev, la Colina de los Héroes.</p> <p>Desde entonces se la conocería como la Colina de los Muertos.</p> <p>El sendero iba descendiendo, y la dama se recostó en el asiento mientras oía los amables gritos de bienvenida salidos de las gargantas de cientos de soldados que la habían reconocido. Se vio rodeada por el bullicio del campamento: entrechocar de potes mientras se preparaba la comida para los hambrientos soldados, gemidos de niños, ladridos de perros, relinchos de caballos.</p> <p>Pronto en aquel lugar sólo se oiría un sepulcral silencio.</p> <p>Al pie de la colina habían despejado una zona a modo de plaza para que los generales y los boyardos pronunciasen arengas con objeto de levantar el ánimo de la tropa, y allí fue donde Anastasia finalmente detuvo el carro.</p> <p>La mujer tiró de las riendas, bajó del vehículo y caminó por el barro hacia la parte trasera mientras extraía del interior de la capa una oxidada llave de bronce.</p> <p>Deslizó la llave en el primer candado que aseguraba el cierre del ataúd. En tanto giraba la llave, el candado se desintegró en un polvo ocre oscuro, y un soplo de corrupción, como emanaciones mortales de un millar de cadáveres, emergió de la caja.</p> <p>En el rostro de Anastasia se dibujó una sonrisa mientras se demoraba un instante para saborear el momento; por fin, el sol empezaba a romper las nubes de la primera hora de la mañana y a disipar la niebla baja.</p> <p>Iba a ser un día espléndido.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">X</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar tiró de las riendas para cambiar de dirección y así evitar a un corpulento kossar que agitaba su hacha mientras se aproximaban a las verjas. Él y los Caballeros Pantera habían cabalgado por las calles de Kislev hasta casi agotar los caballos. El embajador rezaba para que llegaran a tiempo de impedir el terror, fuera cual fuese, que Anastasia planeaba desencadenar.</p> <p>Los kossars agitaron las manos para que se detuvieran, pero Kaspar ni tenía tiempo ni se sentía inclinado a malgastar su aliento con ellos en aquel momento. Pasó ante los soldados kislevitas y siguió galopando velozmente en dirección al portal abierto, seguido de cerca por sus caballeros, que lanzaban salvajes gritos a los confundidos kislevitas.</p> <p>Llegaron a la fría extensión batida por el viento de la Gora Geroyev. Kaspar se irguió sobre los estribos buscando desesperadamente alguna señal que delatase la presencia de Anastasia. El aire se estremeció con los juramentos que profirió cuando se vio incapaz de localizarla y se sintió inundado por una terrible impotencia.</p> <p>Kaspar espoleó al caballo y se dirigió hacia un grupo de arcabuceros vestidos con libreas rojas y doradas que estaban sentados junto a una parpadeante fogata preparando el áspero té de los soldados.</p> <p>—¿Habéis visto a la Blanca Señora de Kislev? —les preguntó a gritos.</p> <p>—Sí —respondió un sargento de Talabecland, señalando hacia el pie de la colina—. La bondadosa dama ha ido hacia allí, señor.</p> <p>—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó Kaspar, haciendo describir un círculo al caballo.</p> <p>—Sólo hace unos minutos.</p> <p>Kaspar inclinó la cabeza para darle las gracias y espoleó de nuevo la montura; mientras bajaba corriendo como un loco por la ladera de la colina, esquivando apenas grupos de soldados, gente que se había unido al campamento y rocas, y arriesgando brazos, piernas e incluso la vida, gritaba a las gentes para que se apartaran de su camino y no cesaba de proferir airados chillidos y juramentos. La frenética galopada del embajador facilitaba obviamente el paso de los caballeros que le seguían de cerca.</p> <p>Tensó las riendas de <i>Magnus</i> y de nuevo se puso en pie sobre los estribos, girando a derecha e izquierda.</p> <p>Se le aceleró el pulso cuando por fin la vio; estaba a varios centenares de metros de distancia, y su capa blanca era como un faro en medio del lodazal del campamento. Se hallaba en la parte trasera de un carro pequeño, sobre el cual brillaba a la luz del sol un ataúd de bronce.</p> <p>—¡Kurt! —gritó señalando el pie de la colina—. ¡Ven conmigo!</p> <p>Fustigó a <i>Magnus</i> con energía y, desde la silla, se inclinó hacia adelante mientras guiaba la montura por el concurrido campamento en dirección a Anastasia.</p> <p>Cuando Kaspar estuvo cerca, ella se volvió al oír el ruido atronador de los jinetes; al embajador no le quedó la menor duda de que ella había sido la artífice de sus desdichas cuando la vio sonreír con depredadora coquetería.</p> <p>—Sabía que vendrías —le dijo mientras Kaspar desmontaba de su jadeante caballo.</p> <p>—Sea lo que sea esa cosa —le pidió el embajador indicando el oxidado ataúd—, te ruego que no lo abras.</p> <p>Sólo dos candados lo mantenían cerrado, por lo que Kaspar percibió que un terrorífico peligro emanaba de su interior.</p> <p>—¿Tú rogando, Kaspar? —dijo riendo Anastasia—. Creía que estabas por encima de eso. Siempre te mostraste muy orgulloso, aunque creo que tal vez por ese motivo resultaba fácil manipularte.</p> <p>—Anastasia —dijo Kaspar mientras los Caballeros Pantera desmontaban y una muchedumbre de curiosos espectadores empezaba a agruparse en torno a la crispada escena que tenía lugar—, no lo hagas.</p> <p>—Es demasiado tarde, Kaspar. Eso es una entropía corruptora que ha tomado forma física, y algo tan maravilloso no puede guardarse durante mucho tiempo; debe dársele rienda suelta para que haga aquello para lo cual fue creada.</p> <p>—¿Por qué, Anastasia? ¿Por qué lo haces?</p> <p>Anastasia le dedicó una sonrisa.</p> <p>—Son los últimos días, Kaspar. ¿No te das cuenta? El Señor de los Tiempos del Fin recorre la tierra, y este mundo está a punto de caer en el Caos. Si supieras lo que les aguarda a estos países en manos del Señor Archaon, te pondrías de rodillas ante mí y me rogarías que abriera el ataúd.</p> <p>—¿Serás capaz de matar a todos los que están aquí, Anastasia? —le preguntó Kaspar—. Hay millares de personas inocentes; mujeres y niños. ¿Eres realmente un monstruo?</p> <p>—¡Por Tchar, mataría a doce veces más de los que hay aquí! —exclamó Anastasia, que soltó una carcajada, le dio la espalda y deslizó una llave en el penúltimo candado del ataúd.</p> <p>Kaspar desenfundó las pistolas y las apuntó a la espalda de la mujer.</p> <p>Ella ladeó la cabeza al oír el clic del percutor.</p> <p>—¡Anastasia, por favor, no lo hagas!</p> <p>Kaspar vio cómo giraba la llave y cómo el candado se veía reducido a polvo. Un puro horror fluyó morosamente de la tapa del ataúd, y la gente que los rodeaba empezó a murmurar, asustada, en cuanto advirtió la presión del poder maligno encerrado allá dentro.</p> <p>—Deténte. Por favor, no lo hagas —le imploró Kaspar. Las pistolas le temblaban en las manos.</p> <p>—No eres capaz, ¿verdad? —dijo Anastasia sin volverse—. No eres capaz de matarme a sangre fría. No encaja en tu manera de ser.</p> <p>Puso la llave en el último candado.</p> <p>Kaspar le disparó a la espalda.</p> <p>Anastasia se desplomó sobre el ataúd; un limpio agujero le atravesaba la capa.</p> <p>Se agarró al carro y se esforzó para encararse con Kaspar; tenía el rostro retorcido de dolor y de incredulidad.</p> <p>—¿Kaspar…? —farfulló, y el embajador sintió que algo moría en su interior cuando vio cómo una horrible rosa de sangre brillante se formaba en la capa blanca. La mujer se llevó una mano al pecho y los dedos se le mancharon de carmesí.</p> <p>Kaspar cayó de rodillas; mientras Anastasia trataba de mantenerse en pie, las lágrimas nublaron la vista del embajador.</p> <p>La mujer alargó la mano para alcanzar la llave. Kaspar le disparó la segunda pistola al pecho y la bala arrojó a Anastasia contra el costado del carro. Luego, se desplomó en el suelo.</p> <p>Cayó en el barro con los ojos inexpresivos y apagados de los muertos.</p> <p>Kaspar vio que había actuado demasiado tarde: el último candado se desprendió del ataúd convertido en fino polvo y desapareció en la mortífera ráfaga que emergió de la tapa desbloqueada.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 10</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Como la débil exhalación del cuerpo de un ahogado, un leve gemido salió del ataúd y jirones de centelleante niebla emergieron de la rendija abierta entre la cubierta y los costados. El ataúd vibraba y se agitaba animado por una vida sobrenatural. Cuando la cubierta se abrió del todo, sinuosos zarcillos de iridiscente niebla salieron bruscamente de sus corrompidas profundidades y un brillante chorro de luz de colores y vapor brotó del interior.</p> <p>Un piquero de Stirland fue el primero en morir; la luz espectral lo envolvió en una niebla reluciente, cuyo poder mutante le desprendió la carne de los huesos y lo volvió del revés. El conjunto de músculos y órganos en que se había convertido se desplomó y formó un brumoso amasijo; sus chillidos se transformaron en un gorjeo. Otro hombre murió en cuanto aquella luz lo rodeó, y de cada seis centímetros cuadrados de piel empezaron a brotarle extraños apéndices: brazos, manos, cabezas y piernas salieron del cuerpo entre un caos de sangre y huesos astillados.</p> <p>Todo lo que la expansiva niebla de corrupción tocaba se deformaba y adquiría aspectos nuevos y raros. Había hombres que se veían reducidos a una masa de carne sin esqueleto de textura gelatinosa, y mujeres que se hinchaban y se convertían en gordas arpías de piel tirante con protuberantes vestigios de alas. El mismísimo suelo se retorcía a su contacto, y de la tierra, fecundada de modo sobrenatural, brotaban hierba brillante y plantas exóticas.</p> <p>Kaspar, horrorizado, se apartó del ataúd, que en aquel momento estaba oculto casi por completo bajo la espuma multicolor que se expandía más y más a cada segundo que pasaba. Se oían chillidos y gritos de terror ante aquel poder mutante; el embajador se maldijo por no haber disparado antes.</p> <p>Él y sus caballeros corrieron a hacia los caballos, sin embargo Kaspar no tenía intención de alejarse a caballo de aquel poder infernal. Era consciente de que lo que se proponía implicaba su propia destrucción, pero esperaba conseguir que hubiera gente capaz de superar aquel poder engendrado por el demonio antes de que acabara con todos los seres humanos.</p> <p>Los caballeros montaron en los corceles, y Kaspar los vio partir con el corazón encogido. Lo habían servido con lealtad, y no había tenido tiempo de decirles cuán honrado se había sentido por haber contado con ellos en Kislev. La corruptora luz estaba a punto de alcanzarlo y se preguntó si aún podría llegar hasta el ataúd y cerrarlo antes de que el maléfico poder lo convirtiera en algo abominable e infernal. ¿Bastaría con cerrarlo para detenerlo?</p> <p>No lo sabía, pero tenía que intentarlo.</p> <p>Kaspar vio retorcidas figuras en la brumosa luz y agradeció no ser capaz de distinguirlas con nitidez, aunque los lastimeros gritos de dolor le desgarraban el corazón. Siluetas monstruosas agitaban las extremidades transidas por el sufrimiento y bestias mutantes, que poco antes eran seres humanos, devoraban la carne de los muertos.</p> <p>Kaspar alargó la mano hacia el caballo y saltó a la silla; desvió su montura al oír un golpeteo de cascos que se acercaba y a alguien que gritaba su nombre. Aguzó la mirada para averiguar quién era y vio a Sasha Kajetan que cabalgaba hacia él en medio de la deslumbrante luz multicolor. El embajador se dispuso a empuñar las pistolas, pero recordó que ya las había disparado y buscó la espada.</p> <p>Kajetan se dio impulso con los pies en los estribos y saltó de la silla sobre el embajador. Los dos hombres se estrellaron contra el suelo. Kaspar se quedó sin aliento a causa de la violencia del impacto; rodó sobre el costado y trató de ponerse en pie, pero cayó al fallarle una rodilla.</p> <p>Kajetan estaba de pie ante él, y Kaspar no pudo evitar un escalofrío al ver la ruina en que se había convertido. El fiero y orgulloso espadachín de antaño había sido reemplazado por una criatura demacrada y desesperada por el sufrimiento y la miseria. Kaspar gruñó de dolor, pero se las apañó para ponerse de rodillas y desenvainó la espada.</p> <p>—No te muevas, Kajetan —dijo mientras la impresionante bruma iba avanzando.</p> <p>—Embajador Von Velten… —siseó Kajetan, y Kaspar se dio cuenta de que el espadachín estaba gravemente herido. Era evidente que Rejak no había muerto sin haber dejado una buena muestra de sus dotes.</p> <p>El espadachín clavó la vista en la espuma de irisaciones multicolores que emergía a borbotones del ataúd.</p> <p>—Te dije que aún me quedaba algo por hacer —le recordó.</p> <p>—Ahora no tenemos tiempo para eso, Kajetan. Tengo que detener esta locura —dijo Kaspar, blandiendo la espada.</p> <p>—Te dije que aún me quedaba algo por hacer —repitió el espadachín sin hacer ningún caso de las palabras de Kaspar—, y también te dije que tenía que ver contigo.</p> <p>El espadachín apartó la vista del embajador al oír que se aproximaba un jinete.</p> <p>—No hay tiempo —dijo, y se acercó a Kaspar.</p> <p>El embajador rugió y atacó con la espada: la hoja se hundió en el vientre de Kajetan y la punta le emergió por la espalda. Brotó sangre de la herida. El espadachín gruñó y lanzó el puño contra la mandíbula de Kaspar; éste cayó, pero Kajetan lo puso en pie y arrastró su cuerpo inerte hacia el caballero que se les acercaba al galope con arrolladora furia.</p> <p>Kurt Bremen había regresado tan pronto como se había dado cuenta de que el embajador no había huido con ellos, y en aquel momento frenaba al caballo y alzaba la espada para derribar a Kajetan.</p> <p>—¡Eh, tú! —farfulló Kajetan—. ¡Recógelo y llévatelo de aquí!</p> <p>Cogido por sorpresa, Bremen bajó el arma al darse cuenta de lo que Kajetan se había propuesto. El caballero envainó la espada, cogió al embajador de manos del espadachín y lo alzó por encima del cuello de su caballo de guerra. Luego, inclinó la cabeza para dar las gracias a Kajetan y observó, lleno de asombro, cómo el espadachín montaba en su propio caballo con la espada de Kaspar aún profundamente hundida en el vientre.</p> <p>—¡He dicho que os vayáis! —gritó Kajetan, y cabalgó a toda prisa hacia el infernal epicentro de aquella pesadilla de deslumbrantes colores.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">El dolor amenazaba con doblegarlo, pero Sasha lo mantuvo a raya mientras cabalgaba entre la chispeante niebla de luz. En torno a él criaturas que habían sido humanas agitaban sus extremidades y maullaban lastimeramente; frondas silvestres de una materia vegetal en constante cambio emergían rápidamente del suelo y una incesante fertilidad saturaba el mismísimo aire.</p> <p>Cuando el poder mutante lo alcanzó, el aliento se le retorció con vida propia, parpadeando como si estuviera formado por diminutas luciérnagas. Durante unos instantes se preguntó qué negros milagros y tenebrosos portentos podrían estar ocurriendo en sus otros fluidos corporales: saliva, sangre, semen.</p> <p>Advirtió que su montura empezaba a tambalearse, pues el poder corruptor ya la había alcanzado. Por los flancos del animal se propagaban tensas ondas espasmódicas; unas desgarbadas alas de plumas, deformes y gelatinosas, emergieron de su cuerpo. El caballo protestó lastimosamente, tropezó y cayó; mientras se agitaba de forma violenta a causa del dolor, derribó al jinete de la silla. Sasha chocó contra el suelo, rodó y aulló de dolor cuando la espada que tenía clavada se torció y le cortó aún más.</p> <p>Entonces, Sasha se desclavó la espada, la arrojó a un lado y cayó de rodillas en tanto un dolor atroz le recorría el cuerpo. De la herida manaba abundante sangre, y el espadachín se dio cuenta de que, como mucho, tan sólo le quedaban unos pocos instantes. Del suelo, en donde la sangre caía, brotaron bruscamente unas flores obscenas, todas ellas con el rostro de su <i>matka</i>, entonces, Sasha se puso en pie.</p> <p>Tambaleándose y cojeando, avanzó hacia el carro en el que estaba el ataúd. Unas luces asombrosas estallaron ante sus ojos, pero no estaba seguro de si se trataba de la muerte que alargaba la mano para atraparlo definitivamente o se debían al poder encerrado en el ataúd, que estaba rodeado por una corona de luz cegadora como la del sol. Por eso, mientras subía al carro y observaba el interior de la siniestra caja, tuvo que protegerse la vista.</p> <p>No le sorprendió ver un cuerpo en el interior del ataúd, pero el cadáver tenía venas por las que circulaba fuego, y ojos que brillaban con la luz de la mismísima creación. Percibió la poderosa magia que se había concentrado en la creación de aquel ser: toda la ciencia misteriosa y demoledora de las criaturas subterráneas y de la tenebrosa brujería del Caos.</p> <p>Los ojos rodaban en las órbitas y lo miraban con una expresión que encerraba todo lo que había existido o un día podría existir en el mundo. Sintió que aquel poder le arrancaba la piel y que la carne pegada a los huesos se le ennegrecía mientras lo iba consumiendo. Pero Kajetan tenía un último regalo para el mundo, una postrera manera de culminar el perdón que tanto anhelaba.</p> <p>Con el estómago revuelto se inclinó para mirar los ardientes ojos del retorcido cadáver luminoso. La mandíbula del cuerpo se abrió y el aliento que exhaló era la mismísima creación.</p> <p>Pero si aquel aliento era creación, el de Sasha era destrucción, y arrojó sobre la cara del cadáver una masa espumosa de su letal vómito negro. Cuando el viscoso líquido negro hubo corroído el cuerpo quemándolo y fundiéndolo hasta convertirlo en una sustancia nauseabunda, la luz se desvaneció. La malignidad del cadáver chilló en el interior de la cabeza de Sasha, pero éste sabía que aquel ser ya no podía evitar su aniquilamiento.</p> <p>Mientras el cuerpo le ardía por las emanaciones de la magia primigenia que expelía el cadáver en descomposición, el mundo del espadachín se redujo al puro dolor que sentía, pero siguió vomitando aquella masa negra, vaciándose por completo. Inmediatamente después se desplomó sobre los restos medio disueltos.</p> <p>El pecho se le alzó y el espadachín trató de moverse, pero ya no pudo.</p> <p>En su rostro se dibujó una sonrisa al percibir una radiante luz que iba creciendo detrás de un portal que se iba abriendo lentamente. Alargó la mano para tocar aquella luz.</p> <p>Y todo el dolor, y la culpa, y el terror, y la cólera, y el yo auténtico desaparecieron, y sólo permaneció Sasha Kajetan, el apuesto príncipe de su <i>matka</i>.</p> <p>No quedaba nada por hacer.</p> <p>Entonces, podía morir.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">La devastación desencadenada por Anastasia Vilkova originó la muerte de trescientas setenta personas, que en su mayoría tuvieron la suerte de perecer en los primeros momentos de la vertiginosa catástrofe. Otros, menos afortunados, fueron posteriormente abatidos a tiros por llorosos arcabuceros, o bien liberados de su insufrible desgracia por horrorizados piqueros.</p> <p>Pero otras criaturas, con terribles y abominables mutaciones, huyeron a la estepa y aullaron a la luna y a las estrellas, desesperadas por lo que les había ocurrido. El lugar de la carnicería se convirtió en un sitio maldito y, en menos de una hora, aquella parte del campamento quedó desierta: la gente dejó las tiendas plantadas y abandonó todas sus pertenencias. Nadie se había atrevido a acercarse al carro, completamente derruido, cuyos restos permanecían en el centro del abandonado lugar. Durante la noche, una excepcional tormenta de hielo de proporciones terroríficas barrió el devastado terreno y eliminó todo vestigio de vida: acabó con la hierba, las plantas sobrenaturales e, incluso, con la mancha del Caos.</p> <p>Por la mañana, tan sólo quedaba una zona desierta y límpida, y fuera lo que fuese la causa de los terroríficos sucesos del día anterior, había quedado enterrado para siempre debajo de una dura capa de imperecedero hielo.</p> <p>«Es una tumba adecuada para Sasha Kajetan», pensó Kaspar. Era un lugar en el que jamás volvería a ser torturado por los demonios de su pasado o por los que otros habían conjurado en su alma.</p> <p>A pesar de todo lo que había sucedido, el embajador no podía odiar a Sasha, un hombre que le había salvado la vida dos veces. Sofía tenía razón: Kajetan no era un monstruo de nacimiento, sino que lo habían transformado en monstruo, y su acto postrero de ser humano había servido para salvar miles de vidas… Bueno, a Kaspar le parecía que aquello era una digna redención.</p> <p>Hasta qué punto esa redención podía contrapesar las atrocidades que había cometido siendo el Carnicero, Kaspar lo ignoraba, pero confiaba en que Sasha, por lo menos, se habría ganado una posible absolución en el otro mundo.</p> <p>Se apartó del cementerio helado sabiendo que el cuerpo de Anastasia también estaba allí, enterrado en el hielo para siempre, y sintió la rara mezcla de cólera, tristeza y culpa que lo asaltaba cuando pensaba en ella. La mujer había estado a punto de matar a decenas de miles de personas, pero eso no le hacía más llevadero el hecho de que le había disparado por la espalda. Kaspar era consciente de que había hecho lo que debía, pero jamás olvidaría la expresión de dolor e incredulidad reflejada en los ojos de Anastasia al caer al suelo.</p> <p>Aunque Kaspar no había sido testigo de la última cabalgada del espadachín por la letal niebla de luz, Bremen le había contado que se había producido un último estallido de energía en medio de la brillante bruma y que luego, de forma súbita, todo se había desvanecido, todo se había reducido a la nada. Lo que Kajetan había hecho para impedir que aquel poder destructor matara a todo el mundo era un misterio que, a juicio de Kaspar, tal vez jamás sería desvelado.</p> <p>Se dirigía a caballo hacia la ciudad. Cabalgaba lentamente a través de la masa de soldados que se preparaban para partir hacia el norte con objeto de enfrentarse a un terrible enemigo; a su paso, los soldados le saludaban, pues la noticia de su nuevo rango había circulado rápidamente entre la tropa. Aunque él todavía llevaba los colores negro y dorado de Nuln, había engualdrapado a <i>Magnus</i> con las tonalidades verde y amarilla de Stirland para mostrar a sus hombres que entonces era uno de los suyos.</p> <p>En la reunión de los oficiales de las fuerzas del Imperio de más edad que habían sobrevivido, de nuevo había vuelto a ofrecerse para comandar el ejército de Stirland. Spitzaner había planteado diversas objeciones, pero como no había nadie más capacitado para manejar una fuerza de tales dimensiones, sus palabras habían caído en saco roto.</p> <p>Era frecuente en el ejército que brillantes jefes de regimiento fracasaran en niveles superiores de mando, y también que hombres capaces de dirigir las fuerzas de una provincia entera no tuviesen ni idea de cómo dar órdenes a un batallón. En el seno de los ejércitos del Imperio era común, entre los hombres que alcanzaban un puesto de mando, aposentarse en sus niveles de competencia, y hasta entonces nadie, excepto Kaspar, se había presentado voluntario para tomar las riendas de la jefatura.</p> <p>La idea de estar al frente de la tropa en una batalla le hizo sentir una vez más una impaciente emoción, y aunque sabía que era una estupidez y que lo lamentaría en el preciso instante en que se derramara la primera gota de sangre, deseaba entrar en combate como cuando había sido un recluta. Con objeto de llegar a Urszebya antes que el gran zar, las fuerzas aliadas partieron al amanecer del día siguiente: el ejército de Stirland, cuyo mando ostentaba Kaspar; el ejército de Talabecland de Clemenz Spitzaner, y el pulk de Kislev, que combatiría bajo las órdenes de la Reina del Hielo.</p> <p>Veinticinco mil combatientes, conocidos entonces entre los soldados con el nombre de pulk de Urszebya, se iban a enfrentar con una fuerza formada, según los rumores, por cuarenta mil hombres. El boyardo Kuskosk se dirigía hacia el este con cerca de veinte mil guerreros, pero era poco probable que llegara a tiempo de participar en la batalla, y no había posibilidad de esperarlo.</p> <p>Si derrotaban al ejército del gran zar, sería la victoria más espectacular desde la Gran Guerra contra el Caos. Pero si perdían…</p> <p>Kaspar aún no acababa de comprender qué clase de poder albergaban las imponentes rocas de Urszebya, pero era obvio que los kislevitas las consideraban lo bastante importantes como para arriesgarse en una batalla abierta con una fuerza sensiblemente superior.</p> <p>En todo aquello había una gloriosa locura, pero Kaspar conocía perfectamente bien la naturaleza real de lo que se iban a encontrar. Sangre y muerte, horror y pérdidas. Cyenwulf había derrotado a todos los ejércitos que se le habían enfrentado y las filas de su ejército se habían engrosado a cada victoria.</p> <p>Nunca había conocido la derrota y estaba preparado para destruirlos.</p> <p>Kaspar no se hacía ilusiones respecto a las posibilidades de vencer al gran zar.</p> <p>Pavel había dicho que la gente relataría historias sobre su valentía que irían tan lejos que llegarían a Magritte, y Kaspar le había creído.</p> <p>Sólo esperaba que fuesen historias de victoria y no relatos de derrotas.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Todos los guardias de la embajada formaron al otro lado de la valla de hierro, listos para marchar hacia las puertas de la ciudad y unirse al pulk de Urszebya. Ninguno de ellos estaba obligado a incorporarse al ejército, pero la tarde anterior, después de que Kaspar regresara a la embajada, un decidido Leopold Dietz se había dirigido a él para expresarle el deseo de sus hombres de acompañarlo en la expedición al norte. Al aceptar el puesto en Kislev, habían pronunciado un juramento en virtud del cual tenían que proteger la vida del embajador, y no veían cómo podían cumplir su misión si se quedaban en la ciudad.</p> <p>Kaspar había aceptado la propuesta lleno de satisfacción y a su vez había concedido a Leopold Dietz el honor de portar el pendón del embajador. Hubo apretones de manos, y después guardias y Caballeros Pantera aguardaron la orden de partida. Los caballeros tenían un magnífico aspecto: las armaduras pulidas brillaban como espejos y el confalón de oro y púrpura ondeaba por encima de ellos sostenido por Valdhaas. Las monturas, limpias y descansadas, iban engualdrapadas con vistosos colores. Era un honor estar al frente de tan distinguidos guerreros.</p> <p>El embajador llevaba un práctico justillo acolchado con los colores oro y negro de Nuln, peto sin adornos, avambrazos y escarcelas. Las ropas eran nuevas y prácticas, pues el pulk de Urszebya tardaría por lo menos diez días de marcha en llegar al valle de los Dientes de Ursun. Envuelta en una pashmina de gruesas pieles de colores rojo, oro y negro, Sofía permanecía en silencio mientras Kaspar apretaba la cincha de la silla de <i>Magnus</i>. La cabellera castaño rojizo ondeaba en torno a los hombros de la mujer, cuya expresión denotaba una ansiedad apenas controlada.</p> <p>—En Kislev es costumbre llorar a los que se van a la guerra como si ya hubieran muerto —dijo mientras Kaspar ultimaba los preparativos de su montura.</p> <p>—He oído hablar de ella —dijo Kaspar—; siempre me ha parecido un hábito más bien morboso.</p> <p>—Sí —admitió Sofía, inclinando la cabeza para asentir—, por esta razón no voy a seguirlo. Todas las mañanas rezaré para que vuelvas.</p> <p>—Gracias; eso significa mucho para mí, Sofía —afirmó Kaspar, y le cogió la mano.</p> <p>La mujer bajó la cabeza.</p> <p>—Nunca hemos tenido tiempo para nosotros, ¿no es cierto? —dijo.</p> <p>—No, no lo hemos tenido —asintió Kaspar con tristeza—; pero cuando hayamos derrotado al ejército del gran zar, volveré a buscarte.</p> <p>—¿De veras crees que podréis vencerlo? —le preguntó Sofía.</p> <p>—Desde luego —mintió Kaspar.</p> <p>Le costó mentir, pero percibió la necesidad de esperanza que reflejaban los ojos de la mujer y, aunque iba contra todos sus principios, prefirió hacerlo para no estropear aquel último momento.</p> <p>Sofía asintió con la cabeza, y el alivio que expresaba su mirada hizo que Kaspar sintiera ganas de llorar. La mujer alargó la mano, se descolgó el medallón que le pendía del cuello, tomó la mano de Kaspar y lo depositó en su palma vuelta hacia arriba.</p> <p>Aquella joya la había llevado en la cena de la victoria de la zarina; era una gema pulida de color azul, engarzada en una red de hilo de plata. Kaspar se sintió emocionado por la afectuosa sencillez del gesto.</p> <p>—Guárdala cerca del corazón —dijo ella.</p> <p>—Lo haré, gracias —le prometió él.</p> <p>Quería decirle más cosas, pero no se le ocurría nada que no fuera tópico o excesivamente melodramático. Vio que Sofía estaba a punto de llorar, y pese a que él ardía en deseos de tomarla en sus brazos y decirle que tendría cuidado, que regresaría y se ocuparía de lo que podrían hacer los dos juntos, no pudo articular palabra.</p> <p>Por el contrario, se limitó a abrazarla.</p> <p>—Te veré en mis sueños —consiguió decir al fin.</p> <p>Ella asintió, y mientras Kaspar se daba la vuelta y montaba, se secó los ojos con el dobladillo de la pashmina.</p> <p>—Prométeme que volverás a buscarme —dijo Sofía cuando Kaspar ya empuñaba las riendas.</p> <p>—Te lo prometo —contestó él, aunque no estaba nada seguro de que pudiera cumplir esa promesa.</p> <p>Sofía sonrió tristemente, y mientras Kaspar cruzaba el portal para ponerse a la cabeza de los Caballeros Pantera, retrocedió unos pasos. El embajador saludó con orgulloso respeto a los guerreros agrupados a su alrededor.</p> <p>Levantó el brazo y señaló hacia adelante. Se volvió para mirar a Sofía por última vez, pero ya no pudo verla: la puerta de la embajada ya se había cerrado tras ella.</p> <p>El viaje hacia el norte a través del <i>oblast</i> fue mucho más fácil que la última vez que Kaspar lo había cruzado. El invierno se retiraba, aunque la nieve todavía cubría la tierra con una espesa capa y el viento penetraba a través de las pieles más gruesas. El pulk de Urszebya avanzaba a buen ritmo por aquellos solitarios parajes, precedido por los salvajes jinetes Ungol, que cabalgaban a bástante distancia de los soldados y trataban de detectar cualquier signo que delatara la presencia del ejército del gran zar.</p> <p>Avanzaban por la vasta extensión del <i>oblast</i>, bajo la rara belleza del firmamento azul purísimo y entre la resistente hierba esteparia que salpicaba de color la variable blancura del paisaje. «Es palpable la sensación de que esta tierra renace a la vida», pensó Kaspar, como si hubiera estado durmiendo durante los largos y oscuros meses de invierno y en aquel momento despertara para desplegar su ruda belleza. Era un mundo salvaje, saturado de antiguas pasiones y de primitivas emociones, y a Kaspar no le resultó difícil comprender que los kislevitas, originarios de esas tierras, se hubieran convertido en la clase de pueblo que entonces eran.</p> <p>En el transcurso de la marcha, Kaspar se había propuesto firmemente conocer los puntos fuertes, los débiles y el carácter de los oficiales a sus órdenes. Eran hombres bien dotados, hombres con vista de águila, y él estaría orgulloso de luchar a su lado cuando llegara la ocasión. No hacía mucho que habían combatido en dos importantes batallas y estaban ansiosos por entrar de nuevo en combate.</p> <p>Algunos oficiales hablaban de los alabarderos de Ostland y de lo afortunados que eran por regresar a casa, pero añadían que luego les envidiarían el honor ganado en el campo de batalla. Cada vez que Kaspar oía mencionar al regimiento que les faltaba, experimentaba un gran sentimiento de culpabilidad, ya que se trataba del regimiento que él había cedido a Chekatilo cuando creía que la vida de Anastasia corría peligro. Lo había escogido porque estaba compuesto por apenas un centenar de hombres, que habían estado en Kislev durante casi un año, atrapados en el norte después de la masacre de Zhedevka. Kaspar imaginó que se habían alegrado muchísimo de volver al Imperio, pero eso no aliviaba el peso de la culpa que sentía.</p> <p>Después del caos originado a raíz del intento de Anastasia de destruir el pulk de Urszebya, Kaspar y Bremen habían visitado a los Chekist y habían contado detalladamente a Vladimir Pashenko lo ocurrido en los últimos seis meses. Juntos habían registrado la ciudad en busca de Chekatilo, pero había sido en vano. El gigante kislevita se había marchado; los alabarderos de Ostland se habían ido con él y todos los lugares que los Chekist sabían que Chekatilo frecuentaba estaban abandonados.</p> <p>No se podía destacar a ningún hombre para tratar de atrapar a Chekatilo, y Kaspar se vio obligado a aceptar que era probable que aquel bastardo escapara al hacha ejecutora que tanto merecía. Ofendía su sentido del honor que alguien como Chekatilo no pagara por aquello que había hecho, pero era consciente de que ya no podía hacer absolutamente nada más.</p> <p>Todas las noches, mientras el ejército estaba acampado, Kaspar rondaba entre las fogatas de los soldados y contaba exagerados relatos de las batallas en que había participado compartiendo con ellos comida y bebida. Era una tarea fatigosa, pero sus hombres tenían que conocerlo para que pudieran formarse una opinión de la persona cuyas órdenes podían enviarlos a la tumba.</p> <p>Por la mañana del duodécimo día de marzo, mientras empezaba a caer la nieve del último coletazo del invierno, los jinetes exploradores les llevaron noticias del ejército de Cyenwulf. Si había que hacerles caso, y Kaspar no tenía razón alguná para dudar de su palabra, el gran zar estaba a menos de dos días de la entrada del valle.</p> <p>Una nerviosa impaciencia se extendió por el ejército a medida que corría la voz de la proximidad del enemigo, pero en su ronda nocturna entre la tropa, Kaspar tuvo la satisfacción de comprobar el sereno valor que mostraban los soldados. Aquellos hombres ya habían luchado y habían derrotado a los ejércitos de los terribles y fieros norteños, y volverían a hacerlo. Kaspar les dijo que se sentía orgulloso de ellos y que los contadores de historias de Altdorf narrarían sus hazañas durante centenares de años.</p> <p>La nieve continuó cayendo a lo largo del día, y cuando el sol alcanzó el cénit, el pulk de Urszebya llegaba al valle del mismo nombre. Aquellos parajes eran todavía más inclementes que la estepa; a lo lejos, en la nevada llanura, Kaspar divisó dos rocosos riscos gemelos que se alzaban abruptamente desde el suelo y dibujaban un imponente corte en el paisaje.</p> <p>Un profundo valle se hundía hacia la estepa; las laderas, de pronunciada pendiente, estaban constituidas por oscuras rocas estriadas. Mientras la mirada de Kaspar se dirigía hacia las crestas de las laderas, desde la vanguardia llegaron hasta él los distantes gritos de alegría de los soldados que acababan de alcanzar la entrada del valle.</p> <p>Aunque todavía a muchos kilómetros de distancia, Kaspar divisó una dentada columna de roca negra, el primero de los altos menhires que se extendían a lo largo del valle y que le habían dado el nombre.</p> <p>Urszebya. Los Dientes de Ursun.</p> <p>La abrupta belleza del paraje era sorprendente; Kaspar reconoció que nunca había visto nada parecido. Pero su asombro ante aquel esplendor se veía afectado por la pena de pensar que jamás podría volver a contemplar el valle de aquella manera.</p> <p>Entonces era hermoso, pero al día siguiente sería un odioso campo de batalla bañado en sangre.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">El cielo se estaba volviendo de color púrpura descolorido. Kaspar y Kurt Bremen se encaminaron hacia el pabellón de la Reina del Hielo, cuya cubierta, hinchada por el viento, era de color azul celeste. A pesar del inclemente frío y de la ligera nevada, los guardias de la zarina que rodeaban la gigantesca tienda iban desnudos de cintura para arriba y no manifestaban el menor signo de incomodidad. Recogían las armas de todo aquel que entraba en la residencia de la reina, pues no querían correr riesgos respecto a la seguridad de la soberana después del ataque sufrido en el Palacio de Invierno.</p> <p>Kaspar entregó las pistolas y la espada, y Bremen se desabrochó el cinto que sostenía su arma. Un gigantesco guerrero con largas dagas envainadas en la piel de sus músculos pectorales y un dandi alto, de pelo tieso, les abrieron el pabellón para que pudieran entrar.</p> <p>En el interior, oficiales del Imperio y boyardos kislevitas se habían reunido en torno a una crepitante fogata, en donde otro de los guardias de la zarina daba vueltas a un jabalí atravesado por un largo espetón. Un humo dulzón escapaba por un agujero situado en el centro de la cubierta del pabellón, y a Kaspar la boca se le hizo agua con el penetrante olor de carne asada.</p> <p>Las mesas y las sillas estaban hechas con hielo ondulado, y los soportes del pabellón eran altas y curvadas columnas de nieve. La zarina estaba sentada en su trono dorado y tenía un aspecto regio, vestida con un radiante traje largo de helado color crema. A pesar de los rigores de un día de marzo, la Reina del Hielo ofrecía una imagen tan inmaculada como siempre, y Kaspar se preguntó cuánto esfuerzo le costaba a la zarina mostrarse de aquel modo.</p> <p>Pero cuando vio las extasiadas caras de los boyardos, se dio cuenta de que no era mera vanidad lo que la hacía aparecer con tan ostentoso atuendo, sino que resultaba necesario. Para sus súbditos, la Reina del Hielo era una figura adorada, de distante y regia majestad, y verla vestida con algo que no fuera de la calidad más refinada para ellos habría sido un anatema.</p> <p>Clemenz Spitzaner y su camarilla de oficiales estaban todo lo cerca que podían de la Reina del Hielo, y Kaspar inclinó la cabeza hacia su colega general al advertir su presencia. Spitzaner le dedicó una rígida reverencia, aún molesto por encontrarse con él, pero con la suficiente entereza como para no dejar que aquello le alterase en modo alguno.</p> <p>Kaspar saludó a sus colegas de la oficialidad de Stirland y aceptó una copa de brandy de Estalia que le ofreció un sirviente. Sorbió un trago corto y disfrutó del bravo calorcillo que sintió en el estómago.</p> <p>—Es un modo civilizado de guerrear —dijo alzando el vaso hacia Kurt Bremen.</p> <p>El caballero asintió con la cabeza y se llenó un vaso de agua de un jarro hecho con chispeante hielo. Boyardos de aspecto variopinto pululaban por la tienda tratando de conseguir un pedazo de carne de jabalí y contando bravuconadas sobre la gloria que alcanzarían a la mañana siguiente. Kaspar vio al tileano Albertalli al otro lado de la fogata y levantó la copa para saludarlo.</p> <p>El general mercenario sonrió ampliamente, levantó su propia copa y dio la vuelta alrededor de la fogata para reunirse con Kaspar y Bremen.</p> <p>—General Von Velten —dijo—, me alegro de volver a verte. Me llena de esperanza saber que un hombre de tu reputación luchará a nuestro lado.</p> <p>—Mis saludos, general —respondió Kaspar—. Mientras cabalgaba, he oído buenas noticias sobre tus soldados. Dicen que tus hombres mantuvieron el frente de Krasicyno durante cinco horas luchando contra los kurgan.</p> <p>Albertalli sonrió con modestia.</p> <p>—En realidad, fueron más bien tres; pero sí, mis soldados son buenos chicos, pelean duro y bien. Mañana van a hacer lo mismo, cuenta con ello.</p> <p>—Sin duda —asintió Kaspar—. Necesitaremos guerreros capaces de hacer frente con firmeza a esa brutalidad que el gran zar va a desencadenar.</p> <p>—Por supuesto —asintió Albertalli—. Mañana nos espera un día terrible.</p> <p>—¿No son siempre terribles esos días? —dijo Kaspar.</p> <p>La Reina del Hielo se levantó del trono y empezó a circunvalar la fogata. Las conversaciones se desvanecieron y todos los ojos se posaron en ella cuando tomó la palabra.</p> <p>—Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev —dijo.</p> <p>—Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev —repitieron los boyardos allí reunidos.</p> <p>La Reina del Hielo sonrió.</p> <p>—Mirad en torno, amigos míos —añadió—. Mirad los rostros de los hombres que están a vuestro alrededor y recordadlos. Recordadlos. Mañana estos hombres lucharán a vuestro lado y de ellos va a depender vuestro destino. En efecto, ahora nos aguarda una misión grande y terrible. Percibo el flujo y reflujo de la tierra bajo mis pies y oigo sus gritos de rechazo por la presencia del Caos. Si fracasamos, la tierra que tanto amamos se esfumará, no volverá jamás, y todos los que la hemos conocido seremos destruidos.</p> <p>Todos los hombres del pabellón guardaban silencio mientras la zarina seguía su ronda; el crepitar de la grasa al gotear en el fuego era lo único que rompía la calma. El frío provocado por la proximidad de la Reina del Hielo puso a Kaspar la carne de gallina.</p> <p>—Mañana —continuó la zarina—, nos enfrentaremos a un enemigo que cuenta con muchísimos más guerreros que nosotros. El gran zar dispone de sanguinarios combatientes sedientos de victoria, monstruos salidos de las peores pesadillas y una criatura sacada del alba del mundo. He oído sus pisadas sobre la tierra y viene hacia aquí para destruirnos a todos. Y no os equivoquéis: si no contara con vuestro valor y vuestra energía, lo conseguiría.</p> <p>—La fuerza de Kislev reside en todos vosotros. El país os ha convocado aquí a todos y aquí es donde pondréis a prueba vuestro coraje frente al Caos. Este paraje encierra un poder, y mañana ese poder correrá por vuestras venas. Utilizadlo bien.</p> <p>—¡Así lo haremos, reina mía! —exclamó solemnemente un boyardo kislevita.</p> <p>Clemenz Spitzaner habló a continuación.</p> <p>—Mañana saldremos de este valle y juntos destruiremos a esos bárbaros —dijo, y levantó el vaso para brindar.</p> <p>Un tenso silencio saludó sus palabras, y la Reina del Hielo se volvió para encararse con el general del Imperio.</p> <p>—General Spitzaner —dijo—, creo que debe de haberme entendido mal. ¿Salir del valle? No, no nos vamos a ir a ninguna parte; nos quedaremos aquí mismo, en el extremo del valle.</p> <p>—¿Qué? —farfulló Spitzaner— Majestad, yo desaconsejaría semejante estrategia.</p> <p>—Es demasiado tarde para cambiar de plan, general Spitzaner. La decisión ya ha sido tomada.</p> <p>Kaspar frunció el ceño, pues vio que algunos de los boyardos estaban igualmente inquietos ante la perspectiva de luchar en aquel valle rocoso.</p> <p>—Majestad —dijo avanzando unos pasos—, creo que muchos de nosotros compartimos el convencimiento del general Spitzaner de que íbamos a combatir contra el gran zar en la estepa. Si bien es cierto que este valle ofrece algunas ventajas tácticas, tiene un inconveniente que tal vez no hayas advertido.</p> <p>—¿De veras, general Von Velten? —dijo la Reina del Hielo—. Bueno, pues te ruego que me lo muestres.</p> <p>—Sólo hay un lugar para entrar o salir del valle —explicó Kaspar—. Si nos derrotasen, no tendríamos ningún sitio por donde retirarnos. Nos aniquilarían hasta el último hombre.</p> <p>—En tal caso, tendremos que esforzarnos al máximo para que no nos venzan, ¿no?</p> <p>—Por supuesto, pero el problema sigue siendo que pueden vencernos.</p> <p>—¿No tienes confianza en mí, general Von Velter?</p> <p>—No es una cuestión de confianza, es…</p> <p>—Es esencialmente una cuestión de confianza, Kaspar Von Velten; de todos, tú eres el que mejor deberías saberlo.</p> <p>Kaspar sintió cómo se posaba sobre él la gélida mirada de la zarina y comprendió que ella tenía razón. En el campo de batalla, todo llegaba a depender de momentos de confianza; confianza en el acero del hombre que tuvieras al lado, confianza en que los oficiales cumplieran las órdenes adecuadamente, confianza en que el valor del ejército se mantuviera y confianza en que los que ostentaban el mando supieran lo que se hacían. Ése era uno de tales momentos, y Kaspar se rindió de buen grado a los planes de la Reina del Hielo, y con un frío pero no desagradable estremecimiento sintió que ella aceptaba su confianza.</p> <p>—Muy bien —dijo él con gran solemnidad—, si la Reina del Hielo de Kislev desea que nos hagamos fuertes aquí, el ejército de Stirland acatará sus deseos. No te defraudaremos.</p> <p>La Reina del Hielo sonrió.</p> <p>—Tengo fe en ti, general Von Velten; gracias —dijo.</p> <p>Mientras Kaspar hacía una reverencia, el general Spitzaner intervino.</p> <p>—Majestad, por favor, al margen de lo que diga herr Von Velten, quiero expresarte que mantengo serias dudas respecto a ese plan.</p> <p>—General Spitzaner —dijo la Reina del Hielo—, la decisión ha sido tomada y no hay vuelta atrás. O luchamos juntos o nos destruirán. Es así de sencillo.</p> <p>Kaspar se dio cuenta del enfado de Spitzaner por haber sido manipulado de aquel modo, pero en su honor reconoció que no arrojó más dudas sobre el plan de la zarina ante los otros oficiales.</p> <p>—En tal caso —dijo Spitzaner, inclinándose rígidamente—, el ejército Talabecland se sentirá orgulloso de combatir a tu lado.</p> <p>—Gracias, general Spitzaner —respondió la Reina del Hielo mientras un sirviente le ofrecía un vaso helado de brandy.</p> <p>—¡Por la victoria! —gritó la zarina, que apuró el brandy y arrojó el vaso al fuego.</p> <p>Todos los allí reunidos repitieron sus palabras y arrojaron los vasos al fuego. Las llamas se avivaron considerablemente, como si quisieran reflejar la pasión ardiente de los corazones de los guerreros.</p> <p>—¡Muerte o gloria! —exclamó Kurt Bremen, y le tendió la mano a Kaspar para estrechársela por la muñeca al modo de los guerreros.</p> <p>—¡Muerte o gloria! —repitió Kaspar— No importa…</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Capítulo 11</p> </h3> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar contemplaba cómo se elevaba el sol en el cielo del amanecer y se preguntaba si aquélla sería la última mañana que vería. Afortunadamente, los gritos de los jinetes Ungol capturados por el enemigo durante la noche habían cesado y habían sido sustituidos por el estrépito de los cuernos tribales.</p> <p>Jirones de niebla se adherían al suelo, y Kaspar observó que el cielo plomizo auguraba más nevadas. Debido al frío le dolía la rodilla, por lo que se alegró de que su rango le diera derecho a ir al campo de batalla a caballo. Desde su puesto, en el extremo del valle, podía admirar el impresionante aspecto que ofrecían los millares de soldados que llenaban la hondonada: piqueros, alabarderos, arqueros, kossars, espadachines y caballeros protegidos con armaduras de plata y bronce. Pendones multicolores ondeaban ruidosamente bajo el frío viento que soplaba desde la boca del valle. Kaspar se sentía orgulloso de entrar en combate encabezando a hombres de tanta valía.</p> <p>Centenares de caballos relinchaban y pateaban, inquietos por la presencia de tantos soldados y por el olor de las terribles criaturas que formaban parte del ejército del gran zar. Caballeros del Imperio tranquilizaban a sus corceles con palabras severas; lanceros kislevitas, montados en caballos pintados con los colores de guerra, llevaban pendones emplumados fijados a las sillas de montar. Miembros de la Iglesia kislevita, vestidos con túnicas negras, circulaban entre los soldados y bendecían las hachas, las lanzas y las espadas que encontraban a su paso, mientras sacerdotes guerreros de Sigmar leían en voz alta el <i>Cántico del martillo del héroe</i>.</p> <p>Kaspar oyó una lejana vibración transmitida por el frío suelo, el tram, tram, tram de decenas de miles de pisadas de los guerreros que se acercaban. Las brumas matutinas de momento conspiraban para mantenerlos ocultos a su vista. Kaspar ansiaba que la niebla levantara pronto para permitir que los cañones y bombardas emplazados en la cresta del valle pudieran disparar. Bostezó, sorprendido de que pudiera sentirse tan fatigado y a la vez tan tenso, y volvió a pensar en lo que había soñado la pasada noche.</p> <p>Había visto un resplandeciente cometa de colas gemelas que cruzaba el cielo, y a un joven que peleaba con una hueste de criaturas retorcidas y con bestiales facciones de animales, aunque andaban erguidas como los hombres. Con un par de martillos de herrero, ese joven había golpeado duramente a las bestias y el corazón de Kaspar se había llenado de fiera alegría.</p> <p>Pero entonces la escena del sueño había cambiado de lugar: había visto el Imperio en llamas, las ciudades convertidas en escombros y las gentes quemadas hasta morir en los fuegos del Caos.</p> <p>No dudaba de que se trataba de un presagio, pero ignoraba si era un augurio bueno o malo.</p> <p>Kurt Bremen y los guardias de la embajada, con sus libreas rojas y azules, estaban a su alrededor, y Leopold Dietz portaba el estandarte oro y negro. Una docena de hombres jóvenes a caballo esperaba tras él: eran expertos mensajeros que se encargarían de transmitir sus órdenes a los capitanes de regimiento en la línea del frente.</p> <p>Una tropa de lanceros kislevitas de magnífico aspecto, con los emplumados pendones silbando al viento, pasó ante Kaspar, que reconoció a Pavel a la cabeza del grupo; su enorme corpachón iba montado en un corcel igualmente corpulento. Banderolas rojas y blancas se agitaban en sus lanzas, y cada uno de ellos llevaba un carcaj con pequeñas jabalinas de punta de hierro colgado del pomo de la silla de montar.</p> <p>Aquella mañana, había compartido una jarra de té con Pavel a modo de despedida; cuando había desaparecido de su vista oculto por un pelotón de infantería kossar, Kaspar, en silencio, había deseado suerte a su antiguo camarada. Los altos y robustos hombres iban riendo y bromeando mientras fumaban en pipa y se apoyaban en sus hachas. Kaspar admiró su calma.</p> <p>Regimientos de infantería cubrían la suave pendiente del llano situado ante él. Los ejércitos del Imperio ocupaban el centro de la línea; miles de hombres formaban enormes bloques de sesenta de ancho por cuarenta de profundidad. Kaspar y Spitzaner habían organizado sus fuerzas de un modo asombroso, pues cada regimiento podía dar soporte a otro, y había pequeñas unidades de arcabuceros y lanceros vinculadas a cada uno de ellos. Por separado, cada regimiento era una potente unidad de combate, pero luchando en equipo constituían la formación más sólida del mundo.</p> <p>Tanto los caballeros del Imperio como los de Kislev ocupaban los flancos del ejército, y delante de ellos galopaban grupos de chillones jinetes Ungol y la caballería ligera del Imperio; ambas fuerzas constituían una prolongación frontal del cuerpo principal del ejército. Llegado el momento del ataque, se lanzarían a todo correr hacia los flancos del enemigo para tratar de desviar guerreros de la carga frontal.</p> <p>Detrás de Kaspar, en lo alto de la sierra, humeaban braseros situados detrás de puestos de tiro que consistían en unos pozos bordeados de cilindros de mimbre llenos de piedras. Esos hoyos los habían excavado en el suelo helado los pioneros imperiales durante la noche. Los cilindros de bronce de los temibles cañones y bombardas de la Escuela Imperial de Tiro sobresalían de sus emplazamientos; los ingenieros, llenos de frustración, erraban por el borde de la cresta deseando desesperadamente que escampara la niebla.</p> <p>La Reina del Hielo montaba un caballo blanco cuyos flancos relucían con chispeante hielo y cuyos ojos eran del color del más azul de los zafiros. La rodeaban sus leales guardias, y ella ya había desenvainado <i>Hielo del Miedo</i>. Una capa de arremolinados cristales de hielo la envolvía estrechamente y en torno a los cascos de su montura se formaba una niebla fantasmal. Se volvió hacia Kaspar y levantó la espada para saludarlo; luego miró, expectante, hacia las altas rocas negras de la parte superior de ambas laderas del valle.</p> <p>Kaspar siguió la mirada de la zarina y observó las enormes y erguidas rocas negras que daban nombre al valle, esperando que la Reina del Hielo tuviera razón al arriesgarlo todo por ellas.</p> <p>Un rugido creciente llegó desde la boca del valle: salmodias guturales de los guerreros del gran zar resonaban al mismo tiempo que el ruido metálico de las espadas y hachas al golpear los bordes, o de los escudos de hierro.</p> <p>—Bueno, esto va a empezar… —dijo Kaspar.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Mientras el sol subía por el horizonte, el viento arreció y en cuestión de minutos los cuernos de los kurgan empezaron a sonar; la niebla matinal se desvaneció y el enemigo, contra el que se habían preparado para luchar durante todo el invierno, apareció de repente ante su vista.</p> <p>Una línea de guerreros con armaduras se extendía de uno a otro lado del valle; las pieles negras, los yelmos con cuernos y los oscuros petos les daban un aspecto más propio de bestias que de hombres. Marchaban en una formación poco ordenada y avanzaban sin disciplina; gritando, jinetes que no llevaban más que calzones de piel y arremolinados tatuajes corrían delante de ellos. Jaurías de agresivos perros de largos colmillos y pelo espeso, manchado con sangre reseca, acompañaban a los caballos; sus terribles aullidos helaban la sangre.</p> <p>El sonido de los cuernos se mezclaba con el griterío, pero la algarabía no tardó en quedar ahogada por el estruendo de los disparos de las armas de fuego del Imperio. Kaspar vio cómo una bala de cañón estallaba en el suelo ante el enemigo y abría un boquete en la densa masa de guerreros. Los hombres alcanzados por el proyectil quedaron reducidos a una niebla roja, y el suelo se cubrió de sangre; pero en pocos segundos, cerraron filas y prosiguieron su avance. Se oyó una rítmica serie de explosiones y nuevos surcos ensangrentados se abrieron en la masa de guerreros enemigos.</p> <p>Al ver cómo cargaban las armas y abrían fuego una y otra vez, disparando balas de cañón de hierro que abatían al enemigo y enormes bombas que explotaban en el aire y se convertían en afilados fragmentos metálicos al rojo vivo de letales efectos, Kaspar se sintió muy orgulloso de los hombres de Nuln. Hombres y caballos chillaban mientras la temible artillería imperial ocasionaba centenares de bajas.</p> <p>Pero mientras las posiciones de los artilleros se veían una vez más envueltas en humo, Kaspar se dio cuenta de que esas armas, por sí solas, no ganarían aquella batalla. El viento favorecía a los artilleros, pues se llevaba por detrás de sus posiciones las informes bocanadas de humo y les permitía apuntar mejor a sus víctimas.</p> <p>—Esos jinetes se están acercando demasiado —murmuró para sus adentros.</p> <p>Los guerreros tatuados galopaban a la cabeza del ejército enemigo e iban de pie en las sillas; sus coletas ondeaban al viento, se acercaban muchísimo y luego, con gran destreza, hacían que sus monturas dieran media vuelta y se alejaran. En cada incursión, disparaban flechas con arcos potentes y curvilíneos, y conseguían derribar, como mínimo, a una docena de hombres, atravesados por aquellos negros proyectiles.</p> <p>Se aproximaron en repetidas ocasiones, tratando de provocar que los guerreros a quienes disparaban cargaran contra ellos, pero Kaspar y Spitzaner habían dejado claro que no tenían que caer en provocaciones. Disparos dispersos de regimientos de arcabuceros derribaron a algunos de aquellos salvajes jinetes, pero cuando finalmente se marcharon, dejaron pocos muertos tras ellos.</p> <p>Sin embargo, mientras los jinetes se retiraban, los agresivos perros atacaron las líneas imperiales. Tan sólo unos pocos habían caído bajo las armas de pólvora negra, y constituían una furiosa horda de garras y colmillos. Los regimientos atacados se estremecían al ver cómo los canes derribaban y destrozaban a los hombres, pero la mayor parte de los perros no tardaron en ser eliminados por disciplinadas filas de alabarderos. Los muchachos tamborileros empezaron a retirar a los heridos mientras los soldados supervivientes cerraban filas.</p> <p>La negra línea de guerreros enemigos seguía aproximándose; auténticas hordas que provocaron en Kaspar un estremecimiento de miedo al comprobar las tremendas proporciones de las fuerzas del gran zar. Llegaban formando una interminable marea de hierro negro y cuernos: hombres monstruosos, con pieles gruesas e intimidantes hachas y espadas; hordas de guerreros protegidos con armaduras, que cabalgaban junto a la infantería y cuyos corceles negros resoplaban y pateaban el suelo, ansiosos de sangre. Los jinetes eran verdaderos gigantes; portaban hachas de guerra y<i>pallasz</i> de enormes hojas. Kaspar sintió terror al pensar en el momento en que aquellos intimidantes asesinos entrarían en combate.</p> <p>Los seguían un par de macizos tótems instalados en descomunales plataformas provistas de ruedas; se trataba de ídolos dedicados a los terribles dioses del norte. Los cuerpos de una docena de hombres colgaban de lo alto de los tótems, y sus entrañas, suspendidas en los vientres abiertos, se balanceaban de forma tétrica mientras aves carroñeras se las iban comiendo.</p> <p>Criaturas de cabello largo y descuidado empuñaban hachas enormes y corrían tranquilamente tras los ídolos, acompañadas por amenazadores monstruos con grandes palos. Tres veces más altas que un hombre, aquellas distorsionadas criaturas tenían músculos sobredimensionados y parecían capaces de partir en dos a sus víctimas utilizando solamente las manos. Algo inmenso y oscuro marchaba ante los ídolos; su aspecto era indistinto y borroso, la sombra oscura de una nube traspasada por un relámpago envolvía su terrible aspecto.</p> <p>La nube protectora se levantó, y Kaspar contempló entonces a la inmensa criatura en todo su terrorífico esplendor. Sin duda, era una bestia de los tiempos remotos de los que la zarina había hablado; un monstruo horroroso cuya parte inferior del cuerpo se parecía a un dragón con oscuras escamas correosas, y la superior, a un cuerpo humano grotescamente musculoso. Tenía el torso y el pecho marcados con antiguos tatuajes y perforados con aros y pinchos de hierro, tan gruesos como la muñeca de un hombre. Una espesa melena de pelo descuidado le bajaba desde la coronilla hasta donde empezaba su cuerpo de monstruo. Alrededor de la grotesca cabeza centelleaban rayos y de las enormes mandíbulas emergían unos impresionantes colmillos.</p> <p>¡Que Sigmar nos proteja! —murmuró Kaspar.</p> <p>Que así sea —añadió Kurt Bremen, y Kaspar se sorprendió al percibir temor en la voz del Caballero Pantera.</p> <p>Una hueste de carros blindados retumbaba en medio del ejército; los guerreros que salmodiaban y las bestias se apartaron para dejarle paso. Incisivas y ganchudas hojas emergían de las ruedas de los carros. Kaspar sintió escalofríos al pensar en la confusión y el daño que ocasionarían entre los soldados imperiales.</p> <p>Apartó la vista del enorme monstruo del centro del ejército del gran zar y se volvió hacia uno de los mensajeros.</p> <p>—Envía mis saludos al capitán Goscik —dijo— y ordénale que dispare sobre esos malditos carros tan pronto como pueda. Dile que apunte bajo. Quiero que derribe a los caballos que tiran de ellos.</p> <p>El mensajero manifestó con una inclinación de cabeza que había comprendido y partió al galope mientras el lejano tronar de la mosquetería se intensificaba. Los arcabuceros dispararon sucesivas oleadas de balas de plomo sobre la vanguardia de las hordas enemigas, y el valle no tardó en llenarse de columnas de humo acre.</p> <p>Un enorme rugido se levantó del ejército del gran zar. Kaspar observó la primera ola de guerreros, abrigados con pieles, que se lanzaba a la carga. Llegaban en grupos desordenados agitando violentamente enormes espadones por encima de la cabeza, y sus gritos enloquecidos resonaban en las laderas del valle. Con un disciplinado grito, los piqueros del frente imperial bajaron las armas y espetaron a los primeros guerreros enemigos con sus picas letalmente afiladas. Se oyeron gritos y chillidos entre los combatientes en tanto muchos hombres morían traspasados por el acero del Imperio o tajados por hierro forjado en la estepa.</p> <p>El frente imperial cedió ante el empuje de la carga. Frenéticos guerreros tajaban a diestro y siniestro con pesadas hachas y espadas. Pero precisamente ahí, en el gran tamaño de las armas, estaba su punto más débil. Cada uno de los hombres de la tribu necesitaba un espacio muy amplio alrededor para mover el arma y no matar a sus propios compañeros, pero las prietas filas del ejército del Imperio permitían que una docena de hombres combatiera contra un solo guerrero kurgan.</p> <p>La lucha fue brutal y breve. Kaspar vio que los guerreros kurgan se retiraban del lugar de la pelea, ensangrentados y heridos por la fiera defensa de los compatriotas del embajador. Insultos y el estrépito de ululantes trompetas los persiguieron en su huida, pero Kaspar sabía que aquello era tan sólo la punta del iceberg.</p> <p>Lo peor estaba por llegar.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <p style="margin-top:5%">El general Albertalli se limpió la sangre de los ojos y, lleno de orgullo, dio una palmada en la espalda a los hombres que tenía más cerca y que gritaban imaginativos insultos a los enemigos que se batían en retirada. Había cuerpos esparcidos por el suelo, y el general ordenó a gritos a sus hombres que cerraran filas y transportaran a los heridos y a los muertos a la retaguardia del regimiento. Los sargentos animaban a los hombres a avanzar con juramentos y con los extremos de los mangos de las alabardas.</p> <p>—¿Estás bien, señor? —preguntó uno de los soldados al ver que Albertalli se limpiaba la sangre que le continuaba saliendo de los ojos.</p> <p>—Sí, muchacho, estoy bien —contestó él con una tranquilizadora sonrisa—; me he hecho cortes más graves afeitándome. No te preocupes por mí y, en cualquier caso, al bastardo que me ha hecho esto le he cortado la cabeza.</p> <p>El soldado asintió con un gesto, pero Albertalli advirtió en su mirada la sombra del miedo. No se lo echó en cara. A pesar de sus sonrisas y de su actitud tranquilizadora, poco había faltado para que el último ataque rompiera sus líneas. Él y sus sargentos, enormes tileanos provistos de grandes hachas que protegían el estandarte de Luccini, habían dirigido un brutal contraataque que había obligado a los kurgan a replegarse, pero había sido un combate muy reñido. Del campo de batalla se alzaban columnas de humo; intentó averiguar cómo les había ido al resto de las líneas aliadas, pero no pudo ver nada a causa del espeso humo de la mosquetería y de la turbamulta de combatientes.</p> <p>Sus hombres rompieron a gritar avisando que otra oleada de enemigos emergía del humo.</p> <p>Sus hombres eran valientes, sin ninguna duda, pero el coraje no podía durar eternamente.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Pavel atrapó a un kurgan que huía, le golpeó la cara con la espada y le abrió la cabeza. Sus lanceros abatieron a los rezagados de un grupo de una tribu que había escapado de un enfrentamiento con un regimiento de mercenarios tileanos; pero se habían acercado demasiado al grueso del ejército enemigo sin nadie que los cubriese y se estaban exponiendo demasiado.</p> <p>Pavel avisó a gritos al trompeta, que tocó una frase de tres notas de estrépito creciente, y tiró de las riendas. Los lanceros, montados en caballos pintados de rojo, dieron la vuelta con destreza y regresaron a sus propias líneas, seguros de ser capaces de rechazar cualquier ataque que les llegara.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Durante otra hora, los kurgan arremetieron contra las líneas aliadas chocando siempre con la marea negra de las disciplinadas formaciones de picas, alabardas y hachas. A cada ataque tenían que ceder terreno y sufrían docenas de bajas, pero una y otra vez lograban rechazar a los kurgan, que se veían obligados a retirarse dejando montones de muertos. Decenas de pesados carros se habían lanzado a la carga contra los flancos de un regimiento de kossar y, con sus ruedas de cortantes hojas, arrollaban a los hombres, que gemían de dolor. Los conductores eran expertos y hacían girar los carros para dirigirlos de un lado a otro por la parte frontal de las líneas enemigas, pero eran derribados y hechos trizas por los vengativos kislevitas.</p> <p>Kaspar observaba, lleno de orgullo, cómo luchaban aquellos hombres, pero sabía que la batalla no seguiría desarrollándose de ese modo. Caían centenares de kurgan, pero sus propias bajas también aumentaban rápidamente, y en una guerra de desgaste la ventaja era para el gran zar, que contaba con miles de hombres más que ellos. El centro del ejército resistía, pero a duras penas. Kaspar había ordenado que se adelantaran dos regimientos de alabarderos, hombres de las ciudades y pueblos de Talabheim, que al fin habían conseguido que los enemigos retrocedieran. La caballería cargó contra los flancos de los kurgan y derribó a muchos guerreros; los ensartó con las lanzas o les aplastó los huesos con los pesados martillos.</p> <p>Por el momento, la disciplina del pulk de Urszebya se mantenía firme, pero Kaspar era consciente de que el gran zar todavía no había hecho intervenir en la batalla a sus tropas más terroríficas.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">—¡Ahora! —gritó Albertalli.</p> <p>Sus hombres bajaron las alabardas de nuevo mientras el enemigo se les venía encima; se lanzaron hacia adelante para enfrentarse a los kurgan, hombres bestiales que llevaban yelmos con cuernos y armaduras oscuras; las dos fuerzas chocaron en una audaz colisión de hierro y carne. El general pegó un barrido a la altura del cuello de un adversario con su pesada espada, cuyo borde ya no estaba bien afilado después de tantas horas de lucha, y mientras avanzaba dificultosamente por encima de los cuerpos tumbados en el suelo, pateó a otro en la horcajadura.</p> <p>Le atacaron con una hacha, pero se agachó por debajo de su vuelo y dirigió la espada hacia la ingle del contrincante. Este chilló y, al desplomarse, arrancó la hoja de la mano de Albertalli. El general cogió una alabarda caída y obstruyó el descendente ataque vertical de otra hacha; inmediatamente, asestó un golpe en la sien al enemigo con el extremo del mango, y luego le dio la vuelta y le hundió en el pecho la punta de la alabarda.</p> <p>Alrededor se oían por doquier gritos y chillidos. Todas las costumbres de la civilización se habían olvidado en el fragor de la batalla. El aire hedía a terror y sangre, y retumbaba con el áspero entrechocar del acero de las armas y con el ensordecedor estruendo de los cañones. Albertalli apuñalaba una y otra vez con la alabarda, y consiguió clavarla entre las costillas de otro miembro de la tribu.</p> <p>El estandarte de Luccini ondeaba por encima de él y, cuando la luz del sol se reflejó en el oro de la parte superior, prorrumpió en gritos de ánimo dirigidos a sus hombres.</p> <p>Y entonces, todo acabó; los kurgan se retiraron una vez más, difuminados entre el humo, obligados por el coraje y la disciplina de los guerreros de Luccini. ¡Qué tremendamente orgulloso estaba Albertalli de ellos! Se había apoyado en el mango de la alabarda para recobrar el aliento, exhausto por la lucha, cuando escuchó otro grito de alarma. ¿Otra vez? ¿Tan pronto?</p> <p>Mientras más figuras corrían hacia ellos a través del humo, se enderezó y el corazón le dio un vuelco al ver las formas monstruosas de los que cargaban. Bestias enormes, con cuernos, de pelo largo y descuidado, mandíbulas babeantes y cuerpos de poderosas musculaturas, avanzaban a grandes zancadas entre los montones de muertos, empuñando toscas hachas y espadas cobradas como botín.</p> <p>—¡Manteneos firmes, muchachos! ¡Nos los quitaremos de encima! —exclamó mientras desde algún lugar cercano arreciaban los gritos de alarma.</p> <p>No pudo ver de dónde venían y no tuvo tiempo de averiguarlo, pues la primera de las bestias irrumpió violentamente en sus líneas.</p> <p>Monstruos que bramaban desaforadamente derribaron a muchos combatientes con brutales barridos de sus armas, mordedores colmillos desgarraban las caras, miembros terminados en garras arrancaban extremidades de los cuerpos. Las bestias devoraban carne con gran avidez y se abrían paso sin problemas entre los soldados. Albertalli propinó un golpe vertical con la alabarda en el brazo de una criatura con cabeza de perro; se sobresaltó cuando ésta rugió y se volvió para encararse con él sin que, al parecer, se hubiera apercibido de la herida.</p> <p>Lo apuñaló con el arma, que se le hundió un palmo en el vientre. El monstruo rugió y de sus mandíbulas salieron espumarajos de saliva ensangrentada; su brazo provisto de garra se movió bruscamente hacia abajo y partió la alabarda por la mitad.</p> <p>Albertalli se tambaleó hacia atrás y desenfundó la pistola, pero la bestia se abalanzó sobre él antes de que pudiera disparar. Aquellas enormes mandíbulas se cerraron violentamente sobre el cráneo del oficial y le arrancaron la cabeza de un mordisco.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Las monstruosas bestias los iban devorando y los gritos del regimiento tileano desgarraban el corazón, pero Pavel, espoleando el caballo hacia adelante, trataba desesperadamente de no oírlos. Le seguían sesenta lanceros, inclinados hacia adelante en las sillas de montar y con las lanzas bajas. En torno a ellos se levantaban remolinos de humo que lo oscurecían todo salvo al jinete más próximo, pero a Pavel no le hacía falta ver a sus presas para encontrarlas. Todos oían claramente los mareantes ruidos de huesos partidos que se producían en el festín de carne humana que los monstruos se estaban dando.</p> <p>Los jinetes emergieron del humo y contemplaron lo que quedaba del regimiento tileano: la carnicería era prácticamente total. Muchas bestias habían cargado de manera salvaje contra los hombres que huían, pero muchas más se habían quedado para desgajar grandes bocados de carne de los cadáveres de sus víctimas.</p> <p>—¡A la carga! —gritó Pavel, bajando la lanza y apoyando el peso en los estribos mientras se inclinaba sobre el cuello de la montura.</p> <p>El suelo tembló con el atronar de los cascos, y el penetrante y estridente silbido del viento al pasar entre los pendones los empujó hacia adelante con mayor furia. Las cornúpetas bestias, con morros ensangrentados y dientes ávidos, levantaron la vista de su monstruoso banquete.</p> <p>En medio de un furibundo atronar de cascos y de lanzas astilladas, los kislevitas cargaron contra los monstruos. Pavel arrojó la lanza al pecho de una enorme bestia con cabeza de cabra y el ímpetu de la carga hizo que la punta del arma se le hundiera por completo en el torso. Alrededor de la lanza brotó abundante sangre y la criatura aulló mientras se desplomaba. La lanza se rompió bajo el peso de la bestia, y Pavel apartó a un lado la entonces inservible arma y desenvainó la espada curvilínea.</p> <p>Los lanceros dispusieron sus caballos en círculo para masacrar a la última de las bestias, pero el daño ya estaba hecho. Pavel advirtió que la carga de aquellos monstruos bestiales había conseguido abrir el flanco derecho del Imperio. Algunos regimientos comenzaron a desplazarse para tapar el boquete, pero una nueva marea de guerreros kurgan ya estaba atacando otra vez para aprovechar la vía abierta.</p> <p>—¡Lanceros, a mí! —gritó Pavel, tirando de las riendas y dando una vez más la vuelta al caballo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VIII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar envió otros mensajeros para ordenar el avance de los regimientos de reserva, temeroso de que el ataque de la derecha pudiese haber desbordado a sus fuerzas en aquel lugar. Pero los de reserva no corrían con rapidez y no podían seguir avanzando a aquel ritmo ni un instante más. Su ojo experto exploró las zonas del campo de batalla que podía divisar a través del humo y de la nieve que había empezado a caer.</p> <p>Los cañones seguían castigando al enemigo y el centro continuaba resistiendo. El ejército de Talabecland al mando de Spitzaner luchaba de forma ejemplar, y Kaspar se veía obligado a admitir que tal vez el oficial que tiempo atrás había conocido había madurado y se había convertido en un mando razonablemente decente. Habían llegado a Kaspar terribles informes en relación con los monstruos que atacaban los regimientos de mercenarios de la derecha, y se había visto obligado a reubicar a los soldados que había destinado al centro.</p> <p>—Somos demasiado vulnerables por la derecha —dijo pasándose una mano por la cabeza.</p> <p>—¿Deberíamos ordenar el avance del capitán Proust? —sugirió uno de los oficiales de su estado mayor.</p> <p>—Sí, envía a sus hómbres hacia el hueco de la derecha, entre los piqueros Ostermark y los hombres de Trondheim —ordenó Kaspar.</p> <p>El fragor del combate era tremendo: gritos, cañonazos y golpeteos discordantes de armas metálicas. Oyó chillidos provenientes de algún lugar cercano y se volvió en la silla de montar para tratar de descubrir el sitio exacto.</p> <p>—¡Tú! —gritó a uno de los pocos mensajeros que le quedaban—. ¡Averigua de dónde proceden esos chillidos y regresa tan pronto como hayas averiguado algo!</p> <p>Sintió que una extraña sensación le recorría la espina dorsal y miró alrededor: ante él apareció la Reina del Hielo con las manos alzadas, gritando al viento en una lengua que Kaspar no entendía. Rodeándola, se había formado una parpadeante niebla que dejaba caer en el suelo exploradores zarcillos de luz. Kaspar se preguntó al punto qué clase de hechizos estaría conjurando la zarina.</p> <p>Esos pensamientos se desvanecieron de su mente cuando sopló otra vez un frío viento y el humo se disipó lo suficiente como para que se pudiera ver una buena parte del valle.</p> <p>—¡Oh, no…! —murmuró, al ver la enorme criatura con aspecto de dragón que cargaba hacia sus líneas acompañada por una ingente masa de gigantescos jinetes.</p> <p>El corpulento guerrero que los mandaba atrajo su atención. A pesar de la considerable distancia, Kaspar se dio cuenta de que llevaba una reluciente armadura y un yelmo que representaba un lobo de fiero aspecto.</p> <p>No cabía la menor duda.</p> <p>Era el gran zar.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XIV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">A pesar del frío, los artilleros que se ocupaban de los cañones sudaban mucho, pues tenían que arrastrar los pesados artefactos hasta el emplazamiento protegido, una vez que sus ennegrecidos servidores hubiesen atiborrado el tubo con pólvora y con la correspondiente bala,, Mientras un artillero desbloqueaba el tubo, el jefe de pieza mantenía su correoso pulgar envuelto en un trapo sobre el agujero de ignición para evitar que una chispa extraviada o una brasa encendida pegara fuego a la carga antes de tiempo.</p> <p>Para los hombres de la Escuela Imperial de Tiro, la batalla se había convertido en poco más que una serie de acciones repetitivas: cargar, apuntar, disparar…, cargar, apuntar, disparar. No podían divisar el campo de batalla a causa del hediondo humo y se limitaban a seguir disparando contra el enemigo.</p> <p>El cargador apartó con gran esfuerzo el cilindro de mimbre lleno de piedras del emplazamiento protegido y se agachó mientras el jefe de pieza levantaba un largo y fino leño ardiente para disparar el arma. Aplicó la llama al agujero de ignición, y el pesado artefacto rodó hacia atrás; el emplazamiento se llenó de ruido y de humo. Los servidores de la pieza empezaban de nuevo a recolocar el cañón cuando el artillero jefe fue derribado chorreando sangre.</p> <p>Ensordecidos por el atronar de la batalla, los artilleros no habían oído los aullidos y rugidos del enjambre de bestias que cargaban a gran velocidad por la cresta. Docenas de monstruos, criaturas bestiales, aplastaron los emplazamientos de la artillería y destrozaron las armas con sus garras largas y ensangrentadas, y con sus poderosas y mordientes mandíbulas.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">X</p> </h3> <p style="margin-top:5%">De repente, Kaspar se dio cuenta de que ya no se oía el estruendo de las armas de fuego, y sus peores temores se confirmaron cuando vio el caballo de su mensajero que regresaba al galope en medio de la humareda con el jinete decapitado, pero todavía sujetando las riendas. Vio a las aulladoras bestias moviéndose salvajemente de un lado a otro por la ladera donde estaba emplazada la artillería; apartaban cilindros de mimbre llenos de piedras y arrojaban al suelo miembros y cuerpos mutilados.</p> <p>Las monstruosas criaturas estaban ebrias de sangre; la carnicería había aumentado su frenesí hasta límites delirantes. Las bestias habían aplastado los emplazamientos de los cañones y bajaban por la ladera en dirección a la Reina del Hielo, gritando con ávida ferocidad.</p> <p>Kaspar tiró de las riendas del caballo.</p> <p>—¡Kurt! —gritó.</p> <p>Kurt Bremen ya había desviado su montura.</p> <p>—¡Caballeros Pantera, a mí! —había ordenado a gritos.</p> <p>Kaspar y los caballeros galoparon desesperadamente por el duro suelo con objeto de interceptar el ataque de las criaturas. Era consciente de que él no debería exponerse a aquel riesgo, pero sus viejos instintos de soldado lo habían espoleado y ya era demasiado tarde para detenerse. Las aullantes bestias observaron su aproximación y desviaron la dirección del ataque para lanzarse frontalmente contra ellos.</p> <p>Los caballeros se precipitaron hacia las bestias: sus pesadas lanzas hicieron diana en las fieras criaturas, se quebraron, y los caballos empezaron a propinar patadas con los cascos provistos de herraduras de hierro, que se hundían en las cajas torácicas de las bestias y les aplastaban los cráneos. Docenas de monstruos fueron reducidos a una pulpa sanguinolenta bajo la acción de los pesados caballos de guerra, y cuando los caballeros volvieron grupas, tan sólo quedaban en pie cuatro criaturas.</p> <p>Kaspar consiguió volar la cabeza de una bestia de un certero disparo de pistola; entretanto, los caballeros rodearon a las tres restantes y las abatieron con sus pesados espadones. Mientras se desplomaba el último monstruo, Kurt Bremen se acercó a Kaspar.</p> <p>—Embajador, has cometido una… imprudencia —le dijo.</p> <p>—Ya lo sé —admitió Kaspar sin aliento; se sentía a la vez exhausto y exultante—. No te preocupes; no volverá a suceder.</p> <p>Bremen ahogó una risita.</p> <p>—Ya lo veremos.</p> <p>Kaspar recargó la pistola y regresó a caballo al lugar desde donde él había estado observando el campo de batalla. El frente aliado cedía ante los ataques de las fuerzas enemigas y, mientras miraba, vio claramente cómo la descomunal bestia de los tiempos antiguos se disponía, finalmente, a atacar a sus hombres.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XI</p> </h3> <p style="margin-top:5%">La monstruosa criatura con aspecto de dragón se abalanzó contra un regimiento de piqueros de Talabecland; las armas se hacían añicos al chocar con la gruesa piel de la bestia. Las espadas rebotaban en su carne ancestral y, a modo de respuesta, un barrido de su enorme hacha mató a una docena de hombres. Veinte guerreros caían abatidos a cada golpe de su espada y sus garras inmensas aplastaban soldados bajo el peso de sus brutales pisadas. Sus rugidos cuarteaban la tierra y en torno al monstruo estallaban rayos que quemaban por igual a amigos y enemigos. No era posible hacer frente a una criatura tan terrorífica, y los hombres del Imperio dieron la vuelta y escaparon. La enorme bestia pisoteó el estandarte que se les cayó en la huida.</p> <p>Regimientos vecinos, que ya se veían muy presionados por hombres de tribus kurgan, retrocedieron a pesar de los apremiantes gritos de los sargentos. Al ver al horripilante dios de la guerra entre ellos, los kurgan se embravecieron hasta alcanzar enfermizas cotas de osadía y se lanzaron contra los hombres del pulk de Urszebya con infatigable furia.</p> <p>Mientras el ánimo de los hombres del Imperio estaba en el filo de la navaja, hordas de jinetes con armaduras, conducidas por el mismísimo gran zar, cargaron entre los remolinos de humo y niebla, y rompieron sus formaciones.</p> <p>Ante una violencia tan tremenda, los soldados aliados no tardaron en derrumbarse, pues los feroces atacantes los estaban matando como a conejos. Ríos de hombres empezaron a huir a todo correr de los sangrientos jinetes, que los perseguían y derribaban con tremendos hachazos y golpes de sus enormes espadas.</p> <p>El centro del ejército había sido roto.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar ordenó a gritos a sus mensajeros que comunicaran la noticia a los flancos del ejército. El boquete del centro permitía a los guerreros enemigos introducirse en las filas y destrozar a cuantos encontraban a su paso. Nevaba con más intensidad y, por eso, los sonidos de la batalla se veían amortiguados y todo quedaba envuelto en remolinos blancos.</p> <p>Kaspar sintió que se apoderaba de él un frío mucho peor que el de la nieve, una mareante sensación de que Spitzaner estaba en lo cierto. Pelear en aquel valle sin posibilidad de emprender retirada alguna los había condenado a todos. Incluso mientras gritaba órdenes para tratar de reparar el boquete del centro, sabía que el tapón era demasiado pequeño y llegaba tarde. Hordas de pesados jinetes cargaban colina arriba y ni siquiera el regimiento más rápido hubiera sido capaz de impedir el desastre.</p> <p>—¡General Von Velten! —gritó una voz detrás de él.</p> <p>Hizo dar la vuelta al caballo y, al ver a la Reina del Hielo haciéndole señas, espoleó su montura hacia ella. Cuando estuvo cerca de la zarina, sintió la impresionante sensación de los poderes mágicos que la rodeaban.</p> <p>—Majestad —dijo precipitadamente—, han roto el centro de nuestras líneas y me temo que nos han derrotado.</p> <p>—Te rindes demasiado pronto, general. Ten fe en mí —afirmó la Reina del Hielo.</p> <p>Kaspar vio que los ojos le ardían con una radiación interior: ambas órbitas centelleaban con llameante fuego invernal.</p> <p>—Del mismo modo que nosotros defendemos la tierra, la tierra nos defiende a nosotros.</p> <p>—No lo entiendo —admitió Kaspar.</p> <p>—Ya lo entenderás —le prometió la Reina del Hielo—.</p> <p>Limítate a mantener a raya al enemigo durante un poco más de tiempo.</p> <p>—Haré todo lo que pueda —le aseguró Kaspar—, pero te aseguro que se han metido entre nosotros.</p> <p>—Debes retenerlos, Von Velten; sólo necesito un poco más de tiempo.</p> <p>Kaspar asintió con un gesto, y la zarina echó la cabeza hacia atrás. Un rayo blanco partió el cielo y provocó remolinos de nieve y de nubes hirvientes en torno a ella, como una tormenta en miniatura. Kaspar y los guardias de la reina se apartaron de la figura incandescente de la zarina, mientras emergía del suelo un ronco gemido, que resonó como si hubiera salido del mismísimo centro de la tierra.</p> <p>—¡En marcha! —gritó la Reina del Hielo—. ¡Retenedlos!</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XIII</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Una auténtica marea humana de kislevitas y de hombres del Imperio huía ante el furor del gran zar y de sus escogidos guerreros. Enormes jinetes protegidos con armaduras y montados en gigantescos y demoníacos corceles atronaban por el centro del pulk de Urszebya, y, mientras avanzaban violentamente entre los cuerpos destrozados de los caídos, mataban a centenares de soldados. Tras ellos venía la gigantesca bestia, pero a menor velocidad, pues iba matando y devorando a sus víctimas.</p> <p>Kaspar sabía que no cabía albergar la menor esperanza de derrotar a los guerreros del gran zar, pero la zarina no le había pedido eso, sino tan sólo que los retuviera durante un tiempo. Por encima de la reina, se formaron nubarrones de tormenta y, aunque no sabía lo que ella estaba planeando, juró que él y sus soldados le proporcionarían todo el tiempo que pudieran conseguir con sus vidas. Kurt Bremen y los Caballeros Pantera se dispusieron a cabalgar con él, y Leopold Dietz, que portaba en alto el pendón del embajador, gritó a los guardias de la embajada que se prepararan para luchar.</p> <p>Kossars y grupos dispersos de soldados imperiales se unieron al estandarte negro y oro mientras la tierra temblaba ante el avance del gran zar. Kaspar sabía que llevar a los hombres al campo de batalla era la parte más fácil de cualquier combate, pero conseguir que unos hombres que habían huido de una desigual pelea volvieran a luchar era poco menos que imposible; por lo que se sintió lleno de un sencillo orgullo al constatar que más y más guerreros se agrupaban para unirse a ellos, movidos por alguna invisible señal que los impulsaba a defender a la reina de Kislev.</p> <p>Delante de ellos, los tenebrosos jinetes se lanzaron pendiente abajo, y Kaspar percibió el miedo que aquellos impresionantes guerreros provocaban en los rostros de los soldados agrupados. Pero ni un solo hombre dio un paso atrás.</p> <p>Un rugido creciente salió de las gargantas de los hombres de Kislev y del Imperio, y Kaspar levantó el puño. Luego, bajó bruscamente la mano, y el pulk de Urszebya se lanzó hacia adelante para enfrentarse al gran zar cuerpo a cuerpo, espada contra espada.</p> <p>La pesada caballería chocó con la masa de soldados, y sus espadas y hachas los tajaron con terrorífica facilidad. Chillidos y sangre llenaron el aire; una veintena de hombres sucumbieron en los primeros instantes de la pelea. Kaspar disparó las dos pistolas y descabalgó a un enemigo; luego, se deshizo de las armas de fuego y desenvainó la espada.</p> <p>Kurt Bremen, con sendos espadazos, derribó a un jinete kurgan y decapitó a otro, dando prueba de una hábil y valerosa audacia. Kaspar tajó con la espalda a un jinete enemigo, pero el arma le rebotó debido a la gruesa armadura del guerrero.</p> <p>Su enemigo se volvió y cortó hacia abajo con la espada, de modo que la hoja pasó cerca de la cabeza de Kaspar y produjo una profunda herida en el flanco del caballo. <i>Magnus</i> se puso de manos, lanzó sus cascos hacia adelante y consiguió hundirlos en el cráneo del guerrero. Kaspar trató de tirar de las riendas para controlar al caballo enloquecido por el dolor; el arma del kurgan le había infligido un considerable corte, y eso era lo único que podía hacer para resistir, pues luchar era impensable.</p> <p>Los jinetes del gran zar, protegidos con armaduras, los masacraban en medio de un estrepitoso caos: chillidos, sangre, ruidos, muerte. Kaspar perdió por completo el control del cabailo, que pateaba de dolor; pero era evidente que aquella batalla no iban a ganarla.</p> <p>Otra hoja tajó violentamente, y el embajador gritó negándose a aceptar la realidad: una pecada hacha había poco menos que decapitado a su caballo. <i>Magnus</i> se desplomó, y Kaspar se vio expulsado de la silla y cayó desgarbadamente en medio de la confusión de la multitudinaria batalla.</p> <p>Oyó un agudo silbido, cuyo origen no pudo localizar, y se puso en pie. Una vez que se hubo incorporado, recibió numerosos empujones: caballos que cargaban, hombres que luchaban. Levantó la espada cuando un enorme caballo negro se puso de manos ante él y le hundió en el pecho un tramo de espada tan largo como el mango de una pica. En su agonía, el animal pateó de forma tan descontrolada y violenta que arrojó al jinete al suelo.</p> <p>El guerrero rodó, se levantó y volvió al fragor del combate. Kaspar descubrió, gracias al yelmo en forma de fiero lobo y a las iridiscentes placas de la armadura, que aquel jinete no era otro que el mismísimo gran zar. El gigante se quitó el abollado yelmo, levantó el enorme <i>pallasz</i> y, empuñándolo con las dos manos, empezó a tajar enemigos por docenas.</p> <p>Bajo la nevada cada vez más intensa, Kaspar avanzó dificultosamente hacia el gran zar, consciente de que no podría derrotar a tan terrorífico enemigo, pero negándose a perder aquella batalla sin haberse enfrentado cara a cara con su Némesis, su divinidad vengativa. Algunos Caballeros Pantera y guardias de la embajada se acercaron también al gran zar, que no parecía alterado por la presencia de tantos oponentes.</p> <p>Pegó un barrido con el <i>pallasz</i> y mató a un caballero. Kaspar se quedó atónito al ver que una lanza chocaba con el peto de la armadura del zar y se astillaba sin que consiguiera penetrarla. Otro caballero murió después de que aquel terrible enemigo le matara el caballo y luego le propinara un golpe vertical con el <i>pallasz</i>. Kaspar llegó junto al jefe de los guerreros kurgan al mismo tiempo que Kurt Bremen y los dos hombres atacaron al líder tribal con magnífico heroísmo. La ancha espada de Bremen chocó contra el <i>pallasz</i> de Cyenwulf produciendo una lluvia de chispas, y el sable de Kaspar resbaló sobre la armadura del gran zar.</p> <p>El salvaje gigante pegó con el puño en el pecho de Kaspar un golpe de revés que lo derrumbó; a pesar de la armadura, Kaspar advirtió que le había roto varias costillas y al caer sintió un ardiente dolor. Vio que Kurt Bremen se tambaleaba después de recibir un golpe en la cadera; del muslo del caballero empezó a manar sangre por el sitio donde el <i>pallasz</i> había atravesado la cota de malla bajo la armadura.</p> <p>Kaspar intentó ponerse en pie, pero un terrible dolor le oprimía el pecho. Oyó de nuevo aquel sonido silbante y consiguió arrodillarse; miró hacia arriba a tiempo de ver una marea de jinetes pintados de rojo que salían atronando entre el humo y se lanzaban al ataque. Los pendones emplumados que portaban a la espalda y las largas lanzas les daban un aspecto glorioso, como si el cielo los hubiera enviado.</p> <p>Pavel encabezaba al galope la carga de los lanceros con la espada en alto; con las lanzas, derribaban de las sillas a los jinetes kurgan, y aplastaban carne y acero, a pesar de las armaduras que llevaban. Pavel golpeaba a diestro y siniestro, y Kaspar, de repente, se sintió transportado a los días en que habían luchado codo a codo cuando eran jóvenes. Su viejo amigo era una fuerza de la naturaleza, mataba a cada golpe que daba con la espada, y sus lanceros rompieron el centro del frente de los guerreros del gran zar.</p> <p>La espada de Pavel golpeó la cabeza de Cyenwulf: el descomunal líder guerrero se tambaleó sangrando por la frente. Tajó con su <i>pallasz</i>, y el caballo de Pavel cayó con las patas delanteras cortadas. Kurt Bremen aprovechó que el gran zar no se fijaba en él para atacarlo, pero una vez más su armadura rechazó un golpe que a juicio de Kaspar debería haberlo partido por la mitad. Mientras el caballo de Pavel emitía mortales estertores, el jinete se unía a los Caballeros Pantera en medio de la pelea.</p> <p>Kurt y Pavel luchaban con el gran zar. Kaspar, apretando los dientes por el dolor, consiguió ponerse en pie e ir en ayuda de sus camaradas. Era una pelea desigual; sin embargo, aunque eran varios los que luchaban contra el jefe kurgan, la fuerza y la destreza de éste resultaba inmensamente mayor que la de todos ellos. Con el corazón apesadumbrado, Kaspar era consciente de que no podían batirlo.</p> <p>El embajador dirigió la espada hacia adelante en dirección a la ingle del gran zar, pero su hoja fue desviada con facilidad y la respuesta de Cyenwulf le desgarró el vientre. Cayó de cara sobre la nieve, atenazado por un dolor como nunca había sentido, y luego rodó sobre la espalda mientras perdía abundante sangre.</p> <p>Pavel gritó de desesperación y arriesgó un golpe elevado para tratar de cortar la cabeza de Cyenwulf, pero el gran zar lo advirtió, y Kaspar observó horrorizado cómo el kurgan se agachaba y levantaba la temible espada para tajar el costado del kislevita.</p> <p>El enorme <i>pallasz</i> hizo añicos el peto de Pavel y se le hundió en el pecho; tambaleándose a causa del tremendo impacto, Pavel perdió la espada, pero apresó el arma del gran zar con las dos manos. Cyenwulf se debatió para liberarla del agarro de Pavel, pero el gigante kislevita la mantuvo asida firmemente en sus manos, mientras sacaba espumarajos sanguinolentos por la boca y perdía sangre por el costado. El tiempo se ralentizó, y Kaspar vio el completo desarrollo de la pelea atrapado por la expresión de los rostros de los dos guerreros: la del brutal e inimaginable odio del gran zar y la del apasionado heroísmo de Pavel.</p> <p>Mientras el gran zar intentaba liberar su hoja de las manos del agonizante Pavel, la ancha espada de Kurt Bremen golpeó y se hundió en plena cara del kurgan. Cyenwulf se desplomó sin emitir sonido alguno; sangre y sesos se desparramaron con los fragmentados trozos del astillado cráneo.</p> <p>El Caballero Pantera tiró del arma para desclavarla de la cabeza de Cyen wulf y cayó de rodillas. Tenía la cara pálida, jadeaba profundamente y del muslo le manaba abundante sangre.</p> <p>Sonreía, satisfecho por su pequeña victoria en medio de tanta carnicería y tanto horror.</p> <p>Entonces, el mundo se echó a temblar: una criatura de ancestrales tinieblas emergió de entre los remolinos de nieve y bruma. Su figura maciza se encumbró por encima de ellos, y de su cabeza salieron llameantes rayos; mientras, aullaba su furia por todo el campo de batalla.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XIV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Kaspar trató de alejarse de la descomunal criatura, pero el intenso y ardiente dolor lo atenazaba y sólo fue capaz de incorporarse apoyándose en el costado de un caballo muerto. Llevaba la camisa tan empapada en sangre que ésta incluso le salía de debajo del peto y le inundaba el regazo. La bestia, cuya estatura era unas tres veces la de Bremen, levantó una enorme hacha, y el caballero trató desesperadamente de incorporarse para presentar batalla, aunque no tenía la menor posibilidad de salir victorioso.</p> <p>Hielo y nieve fustigaron violentamente al monstruo. Kaspar vio que profundos cortes ensangrentados surcaban el inmenso cuerpo de la criatura mientras la sobrenatural tempestad la tumbaba de espaldas. El débil gemido que había oído cerca de la Reina del Hielo resonó de nuevo; en esa ocasión, mucho más débil. Levantó la vista y constató que el cielo se oscurecía y que un prolongado temblor agitaba la tierra.</p> <p>Latigazos de rayos blancos emergían de las enormes rocas erectas que rodeaban el valle y retumbaban con energía apenas contenida. Mientras Kaspar contemplaba aquel extraño fenómeno, cada una de las rocas vomitó una espesa niebla y se formó una especie de tortuoso humo, que se agitaba y se enroscaba como una serpiente. Crepitante de energía, la arremolinada niebla descendió y se extendió por el suelo del valle.</p> <p>La visión se le nubló, pero vio que se formaban figuras en la niebla, formas indistintas que se transformaban a partir de aquella sustancia inmaterial en algo completamente distinto.</p> <p>A lo largo de todo el valle, la extraña niebla se fue cerrando sobre los combatientes kurgan y, cuando éstos vieron lo que se les venía encima, sus enérgicos gritos de guerra se convirtieron en aullidos de pánico. Fantasmales figuras de niebla cargaban contra ellos con hachas y espadas formadas de sombras. Modelados por los miedos más letales, los guerreros de niebla atacaban a los guerreros kurgan y, aunque sus cuerpos y armas habían sido engendrados de la niebla y el humo, mataban cuanto golpeaban.</p> <p>Kaspar, atónito, contempló cómo los espectrales guerreros de niebla masacraban a los guerreros kurgan. Durante un minuto tenían el aspecto de los corpulentas y barbudos guerreros del viejo Kislev; instantes después, parecían soldados del Imperio, y luego, de nuevo, guerreros primitivos abrigados con pieles de animales salvajes. Había algo primario y elemental en ellos; hicieron retroceder a los kurgan de forma inclemente. Kaspar se volvió, a pesar del dolor, para observar a la zarina. La vio envuelta en una arremolinada tormenta de nieve mientras zarcillos de humo y luz la traspasaban y penetraban en la tierra.</p> <p>En aquel momento, Kaspar se dio cuenta de lo que eran realmente los guerreros de niebla, y entendió por qué la zarina se había empecinado en que la batalla se librase en aquel lugar.</p> <p>Mientras el ejército kurgan se desintegraba bajo la imparable ofensiva de aquellos guerreros, Kaspar comprendió que la zarina había invocado algo ancestral y terriblemente peligroso: el poder de la tierra, la energía elemental que estaba en el origen de todo su poder. La tierra había sido llamada para defenderse a sí misma, y la Reina del Hielo le había proporcionado un modo de devolver el golpe a aquellos que la habían profanado y querían arrasarla.</p> <p>Un ronco rugido de dolor sacudió la nieve de las laderas del valle. Kaspar observó cómo los guerreros de niebla rodeaban al enorme monstruo y lo obligaban a retroceder valle abajo. Tal vez aquel monstruo ya era viejo cuando el mundo era joven, pero la tierra se había fortalecido con el transcurso de los siglos y tenía un poder que nadie podía negar.</p> <p>La bestia no tardó en perderse de vista en medio del aullante viento y de las voces chirriantes que hendían el aire. Mientras los sonidos del combate se desvanecían, Kaspar se dejó caer.</p> <p>Cuando unas manos le levantaron la cabeza, gritó y gruñó de dolor, y entonces vio a Kurt Bremen arrodillado a su lado. La piel del caballero era del color de los pergaminos y estaba manchada de sangre.</p> <p>Detrás del caballero se encontraba la Reina del Hielo; parecía tener problemas para mantener el equilibrio y la rodeaba un halo de luz invernal.</p> <p>—¿Hemos ganado? —preguntó Kaspar.</p> <p>—Eso creo —dijo la Reina del Hielo con voz reverberante y fatigada—. La tierra de Kislev es implacable.</p> <p>—Bueno —dijo él—; me habría fastidiado pasar por todo esto para nada.</p> <p>—Te has portado como un auténtico hijo de Kislev, Kaspar von Velten —dijo la Reina del Hielo arrodillándose junto a él y tomándole la mano.</p> <p>Kaspar esperaba que ella tuviera la mano fría, pero la tenía más caliente que la suya, y entonces el embajador sonrió.</p> <p>—Gracias, majestad —susurró.</p> <p>La Reina del Hielo se inclinó hacia él y le besó la mejilla, y de nuevo, Kaspar se sorprendió porque la piel de la mujer tampoco estaba fría, sino que era muy suave y cálida. La zarina se levantó y le brindó una sonrisa de agradecimiento; luego, se dio la vuelta y se alejó en medio de la menguante luz del atardecer.</p> <p>—Kurt —dijo el embajador con una voz que era poco más que un susurro.</p> <p>—Dime.</p> <p>—¿Quieres hacerme un favor?</p> <p>—Claro; ya sabes que sí.</p> <p>Kaspar rebuscó debajo del peto y extrajo algo del bolsillo de la camisa.</p> <p>—Cógelo —dijo, y alargó la mano.</p> <p>—¿Qué es? —preguntó Bremen, abriendo su palma.</p> <p>Kaspar puso un colgante con una cadenita de plata y una gema azul pálido engarzada en una red de hilo de plata en la palma de la mano de Bremen y se la cerró.</p> <p>—Dale esto a Sofía, Kurt. Y dile…</p> <p>—¿Qué tengo que decirle? —preguntó el Caballero Pantera mientras las palabras del embajador se desvanecían.</p> <p>—Dile… que lo siento…, que siento no haber sido capaz de cumplir mi promesa.</p> <p>Kurt Bremen asintió con la cabeza; por las mejillas le bajaban gruesos lagrimones.</p> <p>—Lo haré —dijo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XV</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Con la muerte del gran zar Aelfric Cyenwulf y la retirada del Ancestro, el ejército kurgan se fundió como la nieve durante el deshielo primaveral. Mientras los sobrevivientes de la horda kurgan huían por el valle, los guerreros de niebla se esfumaron, arremolinados en la brisa primaveral, hasta que no quedó nada de ellos, salvo ecos distantes de antiguos gritos de guerra.</p> <p>Los guerreros del pulk de Urszebya contemplaron la desbandada de los kurgan, pero no les persiguieron, pues estaban demasiado exhaustos después de la furiosa batalla como para hacer algo que no fuera desplomarse y sollozar, o dar gracias por haber salvado la vida.</p> <p>Con muchísima razón se dice que lo único más doloroso que una batalla perdida es una batalla ganada. Los hombres del Imperio y de Kislev se lamentaban y daban gracias todos a una mientras caía la noche y se preparaban las piras para los muertos.</p> <p>Habían muerto muchos hombres y las pérdidas eran demasiado recientes como para que tuvieran ganas de celebrar la victoria; ya lo festejarían más adelante. En tanto caía la noche, lo único que se movía en la estepa era un solitario y afligido caballero que cabalgaba hacia el sur.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Epílogo</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate:none">Seis meses después</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Después de la gran victoria en Urszebya, las luchas en Kislev persistieron. Hacía tiempo que había pasado la época en que las guerras se resolvían en una gran batalla, y se libraron muchas escaramuzas y matanzas antes de que se decidiera el resultado final de la contienda en un lugar legendario.</p> <p>Los relatos de esas batallas pertenecen ya a los anales de la historia: la batalla de la Puerta de Hierro, la liberación de Zavstra, la defensa de Bolgasgrad, el asedio de Kislev, el saqueo de Erengrado, y muchísimas más. Pero son relatos de otra época, y hubo héroes forjados en aquellos tiempos que pervivieron en las epopeyas durante centenares de años.</p> <p>Fue un tiempo de héroes y un tiempo de gran dolor.</p> <p>Fue llamado con muchísima razón el Año que Nadie Olvida.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Vassily Chekatilo detuvo la caravana de carros en lo alto de una elevación herbosa de la ladera que bajaba hacia la bulliciosa ciudad de Marienburgo, con vastos muelles, casas mercantiles desparramadas por doquier y animados barrios comerciales. Los grandes bosques del Imperio se extendían a sus espaldas, y ante él se abría el resplandeciente azul de la superficie del Mar de las Garras. Barcos altos de velas hinchadas al viento cruzaban el mar, fletados hacia puertos exóticos y extraños destinos. Marienburgo era un lamentable panal de malhechores y villanos, y la aparición de Chekatilo obligaría a que los delincuentes locales anduvieran con mucho cuidado.</p> <p>El viaje a través del Imperio había estado plagado de peligros y riesgos, pero la documentación que había obtenido extorsionando a Von Velten, junto con el soporte del centenar de soldados que había conseguido apropiarse gracias al sello del embajador, le habían permitido superar lo peor.</p> <p>La mayoría de aquellos soldados habían regresado al Imperio; para Chekatilo era un acto de ciego patriotismo que él no podía entender y que los volvería a llevar a una guerra en la que, sin duda, muchos de ellos encontrarían una dolorosa muerte. No obstante, no se preocupó: disponía de suficientes monedas para pagarse soldados mercenarios que lo protegieran razonablemente bien a cambio de dinero.</p> <p>El burbujeante río Reik bajaba por la colina hacia la ciudad, cuyos tejados de tejas de arcilla roja parecían darle la bienvenida, y Chekatilo tenía la corazonada de que ante él se abrían grandes posibilidades. Animó a los caballos con las riendas y condujo su comitiva de carros colina abajo, hacia su nuevo y brillante futuro.</p> <p>Pero no se había dado cuenta del polizón que se había escondido en el carro de cola del convoy, oculto debajo de una oleosa lona impermeabilizada; era una rata albina, hinchada, con un extraña marca triangular en el lomo.</p> <p>Sus desconocidos amos habían destinado a aquel ser semihumano para la muerte, y tales designios nunca pueden desobedecerse ni olvidarse. Afortunadamente, la rata percibía la presencia de muchas compañeras en el subsuelo de la ciudad que se alzaba ante ellos.</p> <p>Aquel ser esperaba…</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">Sobre el autor</p> </h3> <p style="margin-top:5%">Procedente de Escocia, Grahaam McNeill estudió arquitectura y abandonó su trabajo relacionado con su carrera para unirse al equipo de Warhammer 40.000 de Games Workshop. Ha trabajado en los codex Tau, Necrones, Marines Espaciales del Caos, Cazadores de Brujas y Cazadores de Demonios.</p> <p>Ha escrito las novelas <i>El Portador de la Noche, El embajador, Storm ofiron y Warrios of Ultramar</i>, y también es el autor de numerosos relatos cortos publicados en la revista <i>Inferno</i>! Comparte su casa con un perro de cartulina de tamaño real que se dedica a la vigilancia cuando él está fuera y que le ofrece consejos sobre los mejores métodos para acabar con los demonios.</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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