Datos del libro
Autor: Garland, Curtis
©1988, Editorial Astri, S.A.
Colección: Ciencia ficción, 26
ISBN: 9788475905457
Generado con: QualityEbook v0.60
«EXPERIMENTO GAMMA»
© CURTIS GARLAND
Texto
© SEGRELLES-NORMA
Cubierta
1ª edición: abril de 1988
1ª edición en América: octubre de 1988
Esta publicación es propiedad de
EDITORIAL ASTRI, S.A.
Apto. Correos 96008 — Barcelona
ISBN: 84-7.590-545-5
Depósito legal: M-11.752-1988
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Tel. 28 12 00
08006 Barcelona
Printed in Spain — Impreso en España
1
A masacre fue algo totalmente imprevisible, Al menos, eso es lo que dijeron los expertos al estudiar posteriormente el caso. Entre los expertos se hallaban, naturalmente, los médicos especializados.
Un psiquiatra y un neurocirujano intervinieron en un programa de televisión, cuando todavía la opinión pública se estremecía con los recientes ecos de la tragedia sangrienta. Ambos coincidieron con parecidas palabras en una misma conclusión sobre el tema:
—Es posible que nada de esto hubiera ocurrido, de mediar solamente una leve diferencia, algo casi inapreciable.
—¿Qué diferencia es ésa? —quiso saber el presentador, haciéndose eco del sentir de todos los telespectadores presentes, entonces, ante las pantallas.
La respuesta no resultó muy clara. Pero su ambigüedad misma resultó aún más inquietante:
—Lo que provocó su comportamiento criminal. El asesino en estos casos actúa movido por una conducta que le dicta algo, un pequeño suceso. Cualquier factor capaz de alterar su funcionamiento psíquico. Ello podría ser una luz, un color, un sonido, un simple olor. E incluso menos. En tanto se ignore qué es lo que le condiciona, no sabremos nada sobre la causa de su acción criminal. Absolutamente nada. Porque lo terrible es que ese hombre, en apariencia, es perfectamente normal. Sólo en apariencia... hasta que ese algo se presenta y varía radicalmente su actitud ante las personas y hechos.
—Pero ahora resultará virtualmente imposible llegar a saber qué movió a un hombre normal hasta la violencia sangrienta, implacable...
—Por desgracia, así es... —admitió el neurocirujano con un suspiro—. Los disparos de la policía, al ir tras de él, le han dañado irreversiblemente el cerebro. Su corazón sigue funcionando, todos lo sabemos. Pero nuestro hombre, el criminal que ha horrorizado a todo el país con su triste hazaña... sólo disfruta de una existencia vegetativa que terminará en cuanto su corazón se detenga definitivamente. Lo cual, clínicamente, puede tardar en producirse una hora o dos... o bien varios meses. Depende de su propia naturaleza...
—Por lo tanto, clínicamente, no tiene posible curación.
—No, en absoluto.
—Ni existe medio alguno de llegar hasta sus motivaciones psíquicas,
—No.
—Es un muerto en vida, que ya jamás hablará.
—Cierto. No porque padezca lesiones físicas que puedan impedirle hablar sino porque los centros cerebrales que le permitirían utilizarla palabra, e incluso comprender lo que se le dice, están dañados por los proyectiles, y es totalmente imposible, con la cirugía actual cuando menos, reparar esos daños total o parcialmente.
—En conclusión, doctor...
—En conclusión, señores —suspiró el neurocirujano, mirando a las cámaras de televisión—, puede afirmarse qué el hombre que ha causado el pánico con su matanza injustificada ya no volverá a asustar a nadie ni a derramar más sangre. Pero eso sí, tampoco llegaremos a saber nunca por qué obró como lo hizo. Habla sido hasta ese día un hombre perfectamente normal, inofensivo, con excelentes antecedentes personales, con gentes que le conocían y hablan bien de él, puesto que nunca fue capaz de violencia alguna. La alteración radical de su conducta es un completo misterio, tanto para la policía como para nosotros. Pero no es, por desgracia, nada nuevo en Medicina, ni en Psiquiatría.
—¿Se ha dado otras veces?
—Se ha dado, sí. Y no me refiero exclusivamente a casos de patología criminal como la esquizofrenia o la paranoia, sino algo mucho menos concreto y sutil, como es la epilepsia psicomotora, localizada en el lóbulo temporal del cerebro.
—¿Es ése el posible caso de nuestro asesino?
—Sí, lo es. Era un esquizofrénico de este tipo, obviamente. Tardó en revelarse como tal, y cuando lo hizo ya no ofrecía posibilidad alguna de curación o de estudio del caso, puesto que no podemos devolverle la vida que se le escapa, ni estimular su cerebro en modo alguno. En otro caso hubiera sido, sin duda, un ejemplo clínico realmente interesante para la Ciencia. Pero no le demos más vueltas. Las cosas han ocurrido así, y así hay que admitirlas.
Terminó en ese punto la intervención de los médicos en el programa especial que la televisión dedicó a los hechos que rodeaban la masacre de mujeres de la Avenida de las Amé— ricas.
Probablemente, la gente iría olvidando pronto los sangrientos sucesos en aquel lujoso establecimiento para masajes, donde siete hermosísimas muchachas habían sido asesinadas ferozmente, acuchilladas sin piedad una tras otra, por un hombre que, hasta entonces, jamás causó daño ni a un perrillo callejero.
Ese hombre se llamaba Ralph Donovan y ahora estaba en un hospital, bajo vigilancia policial, reducido a una vida vegetativa, en la que el encefalograma sólo revelaba una línea virtualmente recta, sin altibajos, y cuyo cuerpo sólo se mantenía clínicamente vivo mientras funcionara su corazón. Cosa que, de momento, ocurría a la perfección.
* * *
—¿Su nombre?
—Ralph Dono van.
—¿Edad?
—Treinta y cinco años.
—¿Estado civil?
—Soltero.
—¿Profesión?
—Programador de computadoras en la empresa ACME, de New Jersey. Pero reside habitualmente en Nueva York.
—¿Familia?
—Ninguna conocida. Vivía solo. No recibía correspondencia. Tiene un apartamento en la calle Doce, a dos manzanas de Irving Place.
—¿Aficiones conocidas?
—Pocas. Lectura, música... Tiene libros abundantes y muchos discos de jazz y de música clásica en su apartamento.
—¿Qué clase de libros?
—De todo. Ensayos, literatura de ficción, Historia... Nada político, por cierto. Y muy pocas publicaciones de actualidad. Ningún diario.
El doctor Zoltan Kovacs asintió, pensativo, tras recibir todas esas respuestas de su interlocutor. Examinó, a través del cristal de separación, el cuerpo tendido en la Vigilancia de Cuidados Intensivos del hospital, bajo una campana de tejido plástico. No se movía lo más mínimo en el lecho. Pero los indicadores de su respiración indicaban regularidad en su ritmo. En la pantalla del electrocardiograma, los puntos verdes se movían, también, regularmente. Otra pantalla, la del encefalograma, señalaba una línea recta, regular.
El doctor Kovacs frunció el ceño. Examinó el informe clínico que llevaba entre sus manos.
—Daños graves en el lóbulo occipital —leyó—. Daños de consideración en el cerebelo. Lesiones en el lóbulo parietal. Destrozos muy graves en el lóbulo temporal, con alcance en daños al hipocampo...
Meneó la cabeza con desaliento y entregó el informe a su ayudante. Volvió a mirar al paciente.
—Ese hombre es un cadáver viviente —comentó—. Nadie sobrevive mucho tiempo con el cerebro tan dañado.
—Ya se lo dije, doctor —asintió el ayudante.
Kovacs se tiró del labio inferior, profundamente pensativo. Sus oscuros ojos se perdían, ahora, en las pantallas electrónicas que señalaban el ritmo cardíaco regular y los nulos registros cerebrales del hombre tendido en aquel lecho.
—El doctor Crossland dijo que hay una posibilidad —gruñó.
—¿Una? —el ayudante se volvió al doctor Kovacs, con estupor—. ¡No hay la más mínima, doctor, y usted lo sabe!
—Cierto. Yo lo sé, pero Crossland, no. Y él es tan bueno o mejor que yo. ¿Quién tiene razón y quién está equivocado?
—Los hechos no tienen más que una cara, doctor. Nadie puede hacer milagros.
—Se equivoca, amigo mío. A veces, se han hecho realmente milagros.
—Yo hablo de Medicina, no dé Religión.
—Yo también —sonrió duramente, y frunció de nuevo el ceño, como si sopesara cuidadosamente algo de lo que no estaba totalmente seguro—. Si los destrozos no fuesen tan grandes...
—Pero lo son, doctor. Usted mismo ha visto el gráfico y el informe de Neurocirugía.
—Sí, claro. Sé lo que pueden hacer tres proyectiles del calibre 38 en el cerebro de un ser humano. Si ese loco se hubiera detenido cuando le dieron el alto, o cuando le dispararon a las piernas...
—Pero no lo hizo. Recibió dos heridas en el muslo izquierdo. Aun así, siguió huyendo. Ya iba a escaparse de manos de los agentes cuando dos de ellos resolvieron tirar a matar y lo hicieron.
—Evidentemente eran buenos tiradores —suspiró el doctor Kovacs—. Todos los proyectiles, en el cerebro...
—Ellos no podían hacer otra cosa, doctor. Siete mujeres jóvenes yacían sin vida, acuchilladas en una sauna, ante los horrorizados clientes...
—Lo sé, lo sé... —el doctor Kovac miró a su interlocutor—. Sólo las mujeres, ¿no es cierto?
—Sí —el ayudante hizo unos guiños—. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. Sólo que nuestro hombre no atacó, en ningún momento, a los hombres que iban allí a darse cierta clase de eróticos masajes...
—No, a ninguno. Al parecer, ni lo intentó. En eso coinciden todos los testimonios.
—Ya. Curioso, ¿no? Nuestro epiléptico homicida actuó solamente contra las masajistas. Me pregunto qué tendría contra ellas...
—¿Importa eso, ahora?
—Importa todo, si vamos a hacernos cargo de ese hombre para el proyecto del doctor Crossland.
—Pero es que imagino que no nos haremos cargo de Ralph Donovan...
El doctor Zoltan Kovacs, eminente neurocirujano húngaro, nacionalizado norteamericano años atrás, se volvió lentamente su ayudante. Sonrió con cierta tristeza y movió la cabeza de arriba a abajo.
—Imagina usted mal, mi querido amigo. Acabo de decidirlo. Lo intentaremos con Ralph Donovan, sí.. —¡Es una locura! —se escandalizó el otro. —Quizás. Pero afrontaremos esa locura...
* * *
—No puede resultar bien...
Ilonka Vaszary levantó la cabeza para mirar al hombre que paseaba, inquieto, por la estancia blanca, aséptica, repleta de paneles electrónicos.
—¿Qué sabe usted de cirugía estereotáxica? —se interesó ella.
—Nada —confesó él—, pero sé de lógica. Y ella me dice que un hombre con el cerebro destrozado es un simple cadáver; un hombre muerto en vida, aunque su corazón siga latiendo.
—Estas cosas se han hecho antes de ahora, señor Lennox.
—Por supuesto —los ojos grises y duros del joven brillaron belicosos cuando se volvió a la ingeniero en electrónica Ilonka Vaszary—, pero se ha hecho con pacientes que ofrecían alguna posibilidad. Por remota que fuese. Usted sabe que el caso del Ralph Donovan no es ése.
—Lo único que sabemos usted y yo, señor Lennox, es que él es, justamente, el hombre que necesitábamos.
—¿Y de qué va a servirnos cuando se le pare el corazón?
—Aún no se le ha parado —señaló una pantalla indicadora, donde se movía con un bip.. bip... espaciado un punto luminoso, verde fosforescente.
—Pero lo hará. Aunque resistiera la intervención quirúrgica, ¿de qué serviría? Continuaría siendo un cuerpo inerte, casi un vegetal.
—Eso es lo que usted dice —sonrió ella, anotando unos datos que surgían en otra pantalla del computador.
—Escuche, señorita Vaszary. No estamos asistiendo a una escena de Frankestein, ni a un trasplante de cerebro. Esto es realidad, no ficción. Yo sé que esto no puede resultar en modo alguno.
—Es usted un terrible pesimista.
—Soy realista. Sólo eso.
—Los doctores Crossland y Kovacs son dos eminencias mundiales, en lo suyo. Y ellos admiten una posibilidad entre mil. Sólo una. Por eso lo están intentando.
—¿No será eso perder un tiempo precioso, despreciar la posibilidad de que otro sujeto pudiera sernos útil?
—Señor Lennox, todos estuvimos de acuerdo en que precisamente este hombre, Ralph Donovan, cubría nuestras necesidades a la perfección. Sería labor de años hallar otro en parecidas circunstancias, Y usted sabe mejor que nadie que no disponemos de años, ni mucho menos.
—Pero si no resulta, estaremos igual que al principio...
—Al menos, se habrá intentado. Donovan es el sujeto ideal. Necesitábamos un asesino de motivaciones epilépticas. Lo tenemos. Además, es un hombre de cultura y conocimientos adecuados. Es un colega mío, después de todo. Usted sabe lo importante que la electrónica puede ser en todo esto...
—Sé todo eso, señorita Vaszary. Pero sé, también, que no puede resultar porque ya no se trata solamente de una simple lobectomía, sino de devolver la vida a unos tejidos cerebrales irreversiblemente dañados por unos proyectiles de revólver de calibre 38. Eso ya no sería ciencia, sino puro milagro. Y no creo que ni siquiera su compatriota, el doctor Kovacs, o el doctor Crossland, tengan fe en los milagros, hasta ese punto.
—Cuando lo están intentando ahora, encerrados en ese quirófano —la rabia joven señaló la blanca puerta, herméticamente cerrada, al fondo de la sala, con el rojo indicativo de prohibición absoluta de cruzarla bajo pretexto alguno—, es porque sí tienen fe.
Gordon Lennox no supo qué decir. Hundió las manos en los bolsillos y siguió paseando, nervioso e inquieto, por la blanca sala deslumbrante, de moquetas azules de paneles electrónicos y controles cibernéticos. El frío y centelleante mundo de las computadoras en acción le rodeaba como un ambiente obsesivo, durante aquella tensa espera, aguardando lo imposible.
La rubia joven dejó de prestarle atención para concentrarse en su tarea al frente de la computadora que controlaba, directamente desde el quirófano, el funcionamiento cardíaco y psicomotor del paciente a quien intervenían quirúrgicamente los dos mejores cirujanos del país y, posiblemente, del mundo entero.
Bruscamente el significativo bip... bip... bip... del indicador cardíaco se detuvo. Un profundo silencio, sólo roto por el zumbido de las computadoras, se hizo en la sala blanca y azul.
Gordon Lennox pegó un respingo. Se volvió, palideciendo. Sus ojos se clavaron en la pantalla electrónica.
El puntito verde era ahora una línea recta, inalterable. Y no emitía sonido alguno.
—¡El corazón! —jadeó—. Se detuvo... ¡Le dije que no resultaría, señorita Vaszary!
—Calma —le pidió ella, también muy pálida, la vista fija en la pantalla. Siguió la misma imagen. Meneó la cabeza, con desaliento.
—No se altera —musitó—. Es el fin...
Ilonka también parecía pensar lo mismo, en el fondo. Una expresión de profundo desencanto asomó a su bonito rostro.—Quizás tenía usted razón —admitió—. Era como un milagro...
Sus ojos fueron a la pantalla de actividad cerebral. El encefalograma era tan lineal y desprovisto de actividad como el cardiograma. La muerte total, definitiva, para Ralph Donovan. No había resultado, después de todo. Ella se dijo sí, realmente, había llegado a aceptar, pese a sus palabras, la posibilidad de llegar a algo positivo en todo aquello.
De repente, ocurrió algo.
Lennox pestañeó. No podía dar crédito a sus ojos.
Uno de los dos gráficos había empezado la actividad. Muy débil, apenas un centelleo tenue, que alteraba la línea recta. Luego, ese parpadeo, ese temblor, se acentuaba un poco más. La línea recta dejaba de serlo. Era un levísimo zig zag, apenas perceptible. Pero existía.
Gordon Lennox tuvo que frotarse los ojos, para comprender.
Porque aquella pantalla no era la del cardiograma... sino la del encefalograma de Ralph Donovan.
—¡El cerebro! —musitó con voz ronca—. ¡Funciona!
Trémula, Ilonka asintió. No parecía tener fuerzas para hablar.
—Pero..., pero ¿y el corazón? —jadeó Lennox^ buscando con ávida mirada la pantalla del cardioindicador.
La halló. El punto verde se movía de nuevo. Pasaba lenta, muy lentamente primero. Y con la misma lentitud, iba recuperando su ritmo anterior. El corazón volvía a funcionar.
—Lo han logrado —susurró ella—. Lo han logrado, Lennox...
El no podía creer lo que veía. Pero ocurría, y eso era lo que contaba. El ritmo vital, la presencia de vida, en corazón y cerebro, era ahora regular, con un ritmo débil, pero persistente.
Ralph Donovan habla vuelto a la vida. Física y mentalmente.
El milagro se había producido.
2
NCREÍBLE.
—Es lo mismo que yo digo —suspiró el doctor Crossland, despojándose de sus verdes ropas de cirujano—. Increíble.
Pero ha sucedido.
El doctor Kovacs sonrió, examinando las pulsaciones y la actividad cerebral del paciente, en las pantallas de la unidad de Vigilancia Intensiva.
—La actividad cerebral es aún muy débil y parcial —comentó—, pero existe. Y si se mantiene así por un tiempo, podría resultar... Aún no hay nada seguro, trate de entender eso, Lennox.
—Lo entiendo muy bien, doctor. Aun esto, antes de ocurrir, hubiera parecido absurdo.
—No lo es tanto. Los daños cerebrales existen. Tenga en cuenta que hemos hecho una intervención quirúrgica totalmente nueva. Es sólo eso: un experimento. Puede resultar o no. Eso el tiempo lo dirá. Reparar un cerebro desgarrado por las balas no es parchear un neumático, después de todo.
Luego, se enjugó la transpiración que humedecía su frente, y llenó un vaso de papel encerado con agua fresca. Lo apuró de un trago. Su pulso no temblaba lo más mínimo.
—¿Y ahora...? —se interesó Lennox, cambiando una mirada con ellos.
—Ahora, señor Lennox, a esperar —sonrió el doctor Crossland, cansadamente—. Usted, nosotros, Donovan y el Servicio de Inteligencia, debemos esperar. No hay otro remedio...
—Nosotros sabremos hacerlo, sin duda, mucho mejor que el Servicio de Inteligencia —sonrió Lennox con cierto sentido del humor—. Mis jefes son muy impacientes para todo, se lo aseguro.
—Pues dígales usted que, por esta vez, tengan paciencia —sonrió el doctor Kovacs—, Y, a ser posible, si son creyentes, que recen un poco. Tal vez eso ayude a que el Experimento Gamma resulte... para bien de todos.
—Amén —se echó a reír suavemente Gordon Lennox, saliendo de la estancia con dirección a las oficinas del Gobierno de Estados Unidos al que él pertenecía en su condición de Agente de Servicios Especiales.
* * *
Luther Arkin cerró el dossier, y acomodó su rolliza figura en la confortable butaca, tras la mesa sólida, repleta de papeles, que le quitaban un poco su aire frío y aséptico, su inevitable condición burocrática, dentro de aquel despacho, tan amplio como poco acogedor.
Cualquiera, viendo a Luther Arkin allí sentado, le hubiera tomado por un notario, un agente de Bolsa o un gerente comercial. Cualquier cosa, menos lo que realmente era. Se decía que, en su profesión, lo mejor era no aparentar nunca ser lo que se era realmente. Y él cumplía perfectamente esa condición. Nadie, viéndole, hubiese podido creer que de él dependían los más altos y secretos asuntos del Servicio de Inteligencia del Gobierno Federal con atribuciones que iban, incluso, por encima del presidente, ya que de él y de su Departamento dependían en gran parte la seguridad nacional, los servicios de Contraespionaje y todo aquello que podía contribuir a que los Estados Unidos de América permanecieran a salvo de cualquier acción por parte de agentes enemigos.
Frente a él, Gordon Lennox hubiera podido parecer un joven actor en busca de su oportunidad en la televisión o en las películas. Nadie ignoraba que, según el cine, los agentes secretos eran apuestos y seductores, audaces e irresistibles, con un físico a lo Steve McQueen o Roger Moore. Pero dentro de la profesión ninguna persona medianamente sensata se hubiera tomado en serio semejante cosa. Por ello, Gordon, que sí era joven, arrogante, bien parecido y de figura esbelta y atlética, hubiese podido engañar a un montón de verdaderos agentes secretos y, de hecho, así sucedía con frecuencia. Tal vez por ello, era uno de los más eficaces miembros del grupo de Arkin. Aunque tampoco era ajena a tal hecho la circunstancia de que el joven Lennox fuese un hombre inteligente, de rápidos reflejos y envidiable imaginación.
—Bien —le dijo, ahora, Luther Arkin con tono apacible—. Creo que ya hemos reunido todo el material posible sobre este caso, Lennox. Y, ciertamente, no me siento demasiado feliz ni optimista.
—Yo tampoco —confesó su subordinado—. Este asunto no me ha gustado desde el principio.
—Ni a mí. Pero hay que llevarlo a cabo.
—Es... es inhumano. No tiene la menor apariencia de cosa legal ni honesta. Yo diría que es una completa monstruosidad.
—No sería la primera que tenemos que llevar a cabo los Servicios Secretos para salvar a nuestro Gobierno... y al país entero —sonrió tristemente Arkin.
—De acuerdo. Pero eso es aún peor que todo lo anterior.
Uno cree hallarse ante un puro disparate. Un hecho del futuro. Algo que roza la ciencia-ficción.
—Yo diría que es ciencia-ficción... mientras no se haga realidad y deje de ser lo segundo, para ser solamente Ciencia, Lennox.
—¿Es lícito jugar así con las vidas humanas, e incluso con la misma muerte, para manejar a los seres como simples piezas de un mecanismo frío e insensible?
—No. Pero tenemos que hacerlo. Recuerde la condición de este caso: tiene primacía especial sobre cualquier otro. Son las órdenes.
—Lo sé... —Lennox se encogió de hombros—; pero... ¿resultará?
—Eso ya no lo sé —Arkin meneó la cabeza, indiferente—. No depende de nosotros que las cosas salgan bien o mal, esta vez. Estamos en manos de los científicos, Lennox. Los médicos, los cirujanos, las computadoras... Todo eso forma parte del plan. Si algo falla, fallará lo demás, eso es evidente.
—He visto a ese hombre antes de entrar en el quirófano.
—¿A Donovan?
—Sí.
—¿Y qué? —los agudos ojos de Arkin se clavaron muy fijos en su interlocutor.
—Era como un cadáver. Un ser con vida vegetativa. Luego... asistí al prodigio. Tras detenerse su corazón, volvió a funcionar. Y lo hizo simultáneamente con su cerebro.
—Lo sé. Dicen que ha sido milagroso.
—Yo diría que es monstruoso. Sacaron a ese desdichado de la paz de su muerte.
—No estaba muerto —le rectificó suavemente su jefe, sin pestañear.
—¿Y qué? Es como si lo estuviera. Su cerebro no tenía actividad alguna. Se mantenía clínicamente vivo, porque su corazón bombeaba sangre, eso era todo. Los daños cerebrales son muchos y muy grandes..¿Qué habrán logrado los neurocirujanos? ¿Devolver la vida a un hombre, o crear un monstruo de Frankenstein?
—Tal vez ni lo uno ni lo otro —observó calmosamente Arkin, inclinando la cabeza y jugueteando con el bruñido cortapapeles de empuñadura de marfil—. Se trata sólo de un experimento. Ese hombre, tarde o temprano morirá de modo definitivo, no tardando mucho. Todos sabemos que sus lesiones cerebrales son irreversibles. Los médicos se han limitado a intervenirle en el lóbulo temporal para controlar sus motivaciones y su conducta. Y a reparar las demás lesiones de modo que nos dure lo suficiente.
—Lo suficiente ¿para qué? —se quejó, amargamente, Lennox.
Arkin le contempló muy fijo, ahora, y dejó caer con golpe seco el cortapapeles sobre su carpeta de cuero.
—Para salvar a nuestro país y, quizás, al mundo entero, usted lo sabe —se limitó a decirle con sequedad.
* * *
—¿Cómo está?
—Bien.
—¿Qué quiere decir esto, señorita Vaszary?
—Justamente lo que significa: todo va bien.
—¿Eso quiere decir... que Donovan sigue con vida? ¿Que vivirá, pese a todo?
—Si las cosas siguen igual, sí. Su naturaleza es fuerte. Va recuperándose. Muy lentamente, pero se recupera. Ya ingiere líquidos y suero.
—¿Ha vuelto en sí? —tembló ligeramente la voz de Lennox.
—En efecto —ella le miró largamente con sus ojos muy azules. Sonrió, luego, al preguntar—: ¿Quiere visitarlo?
—¿Yo? —vaciló—, ¿Está... permitido?
—Con ciertas limitaciones —asintió—. Sígame, Lennox. Y deje de llamarme ya señorita Vaszary. Mi nombre es Ilonka, y me gusta bastante.
—Está bien, Ilonka —la siguió por uno de los blancos e interminables corredores del establecimiento. Parecía hacerlo con cierta aprensión—. ¿El... él ha llegado a reaccionar de algún modo? Me refiero % si está consciente, si ha intentado hablar, si ha mirado a los que le rodean... En fin, todo eso.
—No ha hablado. Creo que le costará un tiempo hacerlo. Los centros nerviosos sufrieron mucho. Es lento de reflejos, ahora muchas cosas las ha olvidado o no puede realizarlas por falta de acción psicomotriz. Pero sí ha hecho algo: ha mirado. A todos.
—Vaya... —suspiró Lennox, sintiéndose cada vez más incómodo.
Llegaron a un acceso prohibido a todo visitante. Ilonka exhibió su tarjeta de identificación. Lennox mostró también la suya. Pasaron por un detector electrónico, y el agente de vigilancia comprobó que la luz que se encendía sobre la entrada era verde. La puerta se deslizó silenciosamente.
—Entren —invitó.
Era un agente armado, de uniforme marrón. Había otros tres detrás de la puerta. Y dos policías ante el acceso al lugar donde se hallaba internado Ralph Donovan. Gordon Lennox sabía que la guardia especial del hospital cuidaba de que nadie pudiera molestar al paciente. Los policías se encargaban de vigilarle. Después de todo, fuesen cuales fuesen sus actuales circunstancias, Donovan seguía siendo un peligroso homicida autor de la muerte de siete muchachas.
Pasaron a una antecámara con un amplio cristal cubriendo todo el muro. A través de él era visible una estancia aséptica y pulcra, de cruda luz, donde se veía reposar a un hombre sobre un lecho, rígido e inmóvil, boca arriba. De una botella goteaba suero a sus venas. Encima de una mesilla había medicamentos e inyectables. También un vaso con leche, y otro con zumo de fruta. Más allá, una doble pantalla reflejando su encefalograma y su cardiograma. Un enfermero cuidaba de su asistencia. Era fornido y uniformado de blanco.
Otro agente de uniforme marrón montaba guardia en la sala del gran vidrio vigilando cuanto acontecía dentro de la cámara. No se podía negar que la vigilancia sobre el paciente era intensa y la seguridad completa.
Lennox se fijó en el hombre tendido en la cama del hospital. Era la segunda vez que le veía. Pero la .anterior, cuando le introdujeron en el quirófano, casi le cubrían totalmente el rostro con la sábana. Ahora, era totalmente visible, reposando su cabeza sobre la almohada. Tenía los ojos cerrados y respiraba acompasadamente.
Aquél era Ralph Donovan, el asesino. El hombre que mató a siete masajistas.
Le observó con perplejidad. Cuando cometió aquel crimen múltiple no podía saber lo que iba a suceder después; el extraño destino que un puñado de hombres daría a su existencia criminal. Ni siquiera ahora podía imaginarse el herido el futuro que le tenían reservado, si todo salía bien.
Era un hombre joven aún. De cabellos oscuros, de facciones acentuadas, nariz recta, boca delgada, de prieta firmeza. Barbilla hendida, mentón enérgico. Alto y más bien delgado. Examinó sus manos.
Las manos asesinas de Ralph Donovan.
Unas manos anchas, nervudas, de recios dedos. Musculosas y fuertes. Capaces de empuñar un cuchillo de grandes dimensiones y empezar a degollar mujeres indefensas, dentro de una sauna de masajes especiales.
Y ahora parecía tan indefenso...
¿Qué extraños recovecos de su mente guardaban él secreto de esa conducta homicida, en un hombre que hasta entonces no mostró seña! agresiva alguna? ¿Por qué la presencia de las masajistas excitó su conducta hasta el punto de convertirle en un feroz criminal?
Esa era la respuesta que buscaban los psiquiatras y neurocirujanos. Era dudoso que sus bisturíes dieran con ella en los pliegues de la masa encefálica, pero allí estaba ahora el hombre. Todavía vivo. Rescatado provisionalmente del mundo de los muertos. Ajeno por completo a su extraño papel en tan alucinante proyecto.
De repente, Donovan abrió los párpados.
Instintivamente, Lennox retrocedió unos pasos. Era como si aquella mirada se hubiera clavado en él. Las pupilas oscuras, penetrantes y frías, seguían fijas en un mismo punto. El punto coincidía con él y con Ilonka Vaszary.
Oyó la risa suave de la joven, a su lado.
—Es simple impresión suya —dijo—. No nos está mirando, en realidad.
—¿No nos ve?
—En absoluto. Este cristal transparente es un simple muro blanco para él. No hay ni siquiera un espejo. No ve nada ni a nadie, a su través.
Lennox casi se sintió avergonzado. Pero los ojos de Donovan seguían fijos, extrañamente fijos allí.
—Pues la impresión es muy fuerte —comentó algo molesto.
—Sí, lo es. Tenga en cuenta que Donovan no mueve mucho su cabeza. Cuando mira, lo hace de momento a un solo sitio. Así comprobamos mejor su expresión, las emociones que siente cuando mira algo...
Le señaló la pantalla encefalográfica. La actividad cerebral aumentaba ligeramente al abrir Donovan sus ojos. Era visible en el gráfico luminoso. Lennox le estudió, ceñudo. Súbitamente, captó, en esa línea, una actividad mucho mayor. Sorprendido, se volvió a Ilonka.
—Mire eso —apuntó—. ¿No hay, ahora, demasiada actividad cerebral?
—Sí —murmuró ella, extrañada. Observó las bruscas alteraciones de la línea en suave zigzag, y giró la cabeza hacia el paciente.
Este seguía mirando con fijeza la pared que, para ellos, era un cristal transparente. Gordon Lennox hubiera podido jurar que el paciente sonreía de forma débil, pero clara.
La impresión duró una décima de segundo, y no llegó a estar seguro de ello. Ilonka, obviamente, no había notado nada. Los párpados de Donovan se habían vuelto a bajar, y reposaba tranquilo. El encefalograma había recuperado su normalidad.
—Juraría... —comenzó Lennox.
—¿Qué? —ella le miró fijamente.
—No, nada —sacudió la cabeza—. ¿Usted a qué atribuye esa súbita actividad mental?
—No puedo saberlo. Tal vez sea indicio de que empieza a pensar, tal vez a recordar... Luego examinaremos minuciosamente las alteraciones encefalográficas en el papel.
—¿Está segura de... de que no puede vernos? —dudó Lennox todavía.
—Por completo. Usted sabe lo que son estas cosas de las falsas paredes y los cristales disimulados, ¿no? No pensará que él puede atravesar los muros con su mirada...
—No, claro. Pero tampoco nadie pensaría que un hombre con el cerebro dañado por tres proyectiles, pudiera continuar con vida, ahora. Y sin embargo, así es...
* * *
El doctor Crossland cambió una mirada pensativa con su colega, el doctor Zoltan Kovacs. Ambos neurocirujanos mostraron igual perplejidad ante la cinta de papel del encefalograma.
—Ha sido una alteración muy brusca —señaló Crossland—. Tal vez demasiado, ¿no cree?
—Sí. Es como si hubiera sentido una reacción súbita, una emoción violenta e inesperada.
—La señorita Vaszary y el agente Lennox estaban presentes cuando sucedió —hizo notar Crossland—. Según ella, no ocurrió nada que lo justificase. Ni captó reacción especial alguna en el paciente.
—¿Y según él?
—¿Lennox? Es distinto. Se mostró reticente.
—¿Por qué?
—Dice que fue sólo una impresión pasajera. Pero que le pareció que Donovan sonreía.
—Eso no es fácil. No aún. Sus reacciones psicomotrices no se han presentado. Su rostro tiene una inmovilidad casi absoluta, salvo abriendo o cerrando los ojos. Ingiere los líquidos con un tubo. No creo que sonriese.
Es lo que dijo Lennox, doctor Kovacs. El mismo no está seguro de ello. Pero coincide con el momento de la brusca alteración encefalográfica.
—Es muy raro... —se encogió de hombros, apartando las tiras de papel—. ¿Ha sometido esto a la computadora central?
—Sí. Ilonka Vaszary lo hizo ya.
—¿Y...?
—Los resultados son vagos. Se limitó a informar de «una súbita, impresión que alteró su ritmo cerebral». Eso fue todo.
—Sí, no es demasiado —Kovacs sacudió la cabeza—. Han llamado de la Casa Blanca y del Servicio de Inteligencia. Quieren que esto se apresure, o tendrán que recurrir a otros medios. No hay más que dos semanas de tiempo. Ni un día más.
—Dos semanas... Esto no es un juego, deberían saberlo.
—Lo saben. Pero tampoco es un juego lo que esperan de nosotros, Crossland.
—Sí, claro —el neurocirujano arrugó el ceño, pensativo—. Haremos todo lo posible. Pero no les garantizo nada.
—Por supuesto. Su plan de emergencia no es muy seguro, sin embargo. Si Donovan les falla tendrán que recurrir a un auténtico kamikaze americano. Alguien que esté dispuesto a una misión sin posible regreso. Ya sabe usted que quien se haga cargo de ella... jamás volverá con vida.
—Lo sé. Donovan es ese hombre. Pero aún no está a punto. No podemos acelerar las cosas desorbitadamente. Bastante delicado es, en sí, el manejo de esta situación para, encima, precipitarlo todo.
—¿Cuando pondremos en funcionamiento el computador?
—Lo antes posible. Pero no antes de que el estado postoperatorio haya sido superado definitivamente. Las estimulaciones podrían provocar el colapso definitivo y arruinarlo todo.
—Si las cosas urgen tanto, tendremos que arriesgarnos, doctor. Lo haremos a fines de esta primera semana, de las dos que tenemos de plazo.
—¿No será demasiado precipitado? —dudó su colega.
—Hemos de arriesgarnos, mi querido amigo. O todo> o nada. No nos dejan otra elección. Para nosotros, aun sabiendo que lo único que hemos conseguido con el paciente es prolongar artificialmente su existencia por un tiempo manteniendo, desde aquí en adelante, su mente bajo control hasta que cumpla su misión, para ellos Donovan no es sino una especie de robot humano que tiene que hacer algo decisivo para el país y para el futuro del mundo. Ese algo consiste en matar. En matar fría y deliberadamente, de un modo que ningún agente podría hacerlo aun aceptando el papel suicida que significa morir matando. Ellos necesitan un asesino, cuya vida no valga absolutamente nada. Tienen a Donovan y creen que es más humanitario y práctico darle esta oportunidad de redimirse aunque sea involuntariamente, de sus crímenes anteriores, que enviarle legalmente a la cámara de la muerte. Moral y profesionalmente ni usted ni yo estamos de acuerdo con eso, pero, por otro lado sabemos lo que sucedería si no se realiza el experimento. Y hemos de aceptar. Aceptar que Ralph Donovan mate otra vez... Y muera en su misión por bien de todos. Hemos admitido nuestro papel en este drama, y ya no podemos volvernos atrás. Se hará como está fijado, doctor. Ocurra lo que ocurra.
—Ocurra lo que ocurra... Sí, eso es lo que más me preocupa...
3
ODO estaba a punto aquella mañana gris y fría, que amenazaba lluvia sobre la isla de Manhattan.
El teléfono estaba en línea permanente con Washington durante todo el experimento final.
Ilonka, sentada ante la computadora central, accionó las pantallas de observación. Un semicírculo formado por media docena de ellas se iluminó en un verde fosforescente, momentos después. Una de ellas trazaba cifras electrónicas constatemente, en complejas operaciones matemáticas.
—Son las microondas provinentes de los electrodos y el computador situado en el interior del cerebro de Ralph Donovan —explicó la joven cibernética a sus acompañantes—. La máquina calcula, en diezmillonésimas, su número y frecuencia.
—¿Es normal la actividad cerebral? —se interesó Luther Arkin, presente en la experiencia.
Ilonka le miró con cierta frialdad.
—No puede serlo —negó—. Donovan no es un hombre normal. Es sólo un epiléptico homicida cuyo cerebro está, en parte, inutilizado, y que se regirá únicamente mediante estimulaciones electrónicas, emitidas desde aquí, directamente al generador nuclear de su diminuto computador injertado en la parte posterior de su cuello, de donde pasarán a los electrodos aplicados a su lóbulo temporal, para regular y dirigir su conducta en el futuro.
—Sí, entiendo —algo nervioso, Arkin humedeció sus labios, contemplando el desfile incesante de cifras en la pantalla—. ¿Desde aquí podrá ser seguido en todo momento, en sus actividades, por distante que esté?
—Por supuesto. Sólo si hay interferencias por transmisiones de frecuencia radiada, podría haber alteraciones en el contacto. Pero eso no es probable que suceda.
—¿Qué clase de emociones puede sentir Donovan, al margen de las que le dicte la computadora?
—Eso... creo que nadie lo sabe —sonrió el doctor Crossland sombríamente—. Recuerde que es la primera vez que se realiza una lobectomía temporal con aplicación de electrodos implantados, a un cerebro fuertemente dañado por los proyectiles de revólver. Sabemos, por estos últimos días, que ciertas funciones las realiza Donovan por su propia voluntad, con relativa perfección, como es el caminar, el realizar ejercicios físicos, hablar, aunque poco, razonar con cierta lentitud y sentir dolores, angustia o complacencia por algo, aunque no en grado muy elevado.
—Menos mal —resopló Lennox—. En cierto modo, sigue siendo un ser humano, no un horrible robot de carne y hueso...
—Yo hubiera preferido el robot, Lennox —se quejó su jefe—. Resultaría menos penoso enviarlo a la muerte... Después de todo, es a un ser humano al que vamos a asignar una misión que consiste en matar y morir. Me sentiré culpable de muchas cosas si todo sale como está previsto...
—Y si fracasa, no tendrá tiempo de sentir nada de nada —le recordó secamente Lennox—. Soy el primero en lamentar que este juego se tenga que hacer con un ser humano por criminal que sea. Donovan puede que sea un demente, o puede que no. Pero ahora, con toda frialdad, le estamos convirtiendo en un frío instrumento involuntario de nuestros actos. Y, sin embargo..., todos sabemos que es absolutamente preciso hacerlo así, nos guste o no...
—Lennox tiene razón —aprobó el doctor Kovacs, ceñudo—. Como médicos, nuestra misión es curar a las personas, no enviarlas de kamikazes a matar y morir. Pero es evidente que algo está por encima de nuestros sentimientos personales: el bien común, la Nación... y el mundo entero. Cuando todo eso peligra, hay que ahogar los escrúpulos y trabajar todos en común, señores.
Siguió un tenso silencio. Arkin asintió, sombrío, la mirada fija en las pantallas del computador central.
—Adelante, por favor —pidió a la joven—. Vamos allá.
Ilonka asintió con un movimiento de cabeza. Sus dedos oprimieron una serie de teclas de diferente color. Las había verdes, rojas, blancas, amarillas y azules. Las únicas que no tocó fueron dos teclas negras y una roja situadas al final de la hilera de mandos. Una tapa plástica las cubría, para evitar el riesgo de ser pulsadas por error o accidente.
Todos sabían lo que significaban esas teclas.
Representaban la muerte para un grupo de personas. Y también para Ralph Donovan.
No se pulsarían hasta el momento decisivo.
Las pantallas iluminadas comenzaron a revelar detalles: una completa radiografía luminosa del cerebro de Ralph Donovan, en corte lateral. Dentro numerosos puntitos de luz titilaban en el amasijo de líneas curvas de la masa encefálica, trazada como en boceto, a base de líneas sobre el fondo oscuro de la pantalla. Rápidamente, en el ángulo superior derecho, comenzaron a pasar cifras veloces.
—Es el interior del cráneo de Donovan —explicó ella—. Vean la mancha oscura del computador injertado y de los electrodos dispuestos sobre el lóbulo.
—¿Y esos puntos de luz? —se interesó Arkin.
—Actividad cerebral. Los puntos blancos son los impulsos mentales propios. Los azules son los que emite el computador. Ahora está en reposo. Vean. Aumentan los puntos de luz. Corren más rápidos invadiendo partes de la masa encefálica. Significa que empieza la actividad normal. Las zonas en sombras señalan los lugares dañados irreversiblemente por los impactos de bala. Sin ese computador dentro de su cráneo no podría moverse ni apenas pensar. Seguiría siendo una vida de vegetal la suya. Vean la mancha de la luz que oscila en su lóbulo temporal derecho.
—Sí. ¿Qué es? —se interesó Gordon Lennox.
—Conducta agresiva. Sufre de epilepsia psicomotora. Por eso cometió el múltiple asesinato. La cirugía le ha modificado, sólo en parte, esa forma de conducta. Sigue sometido a su psicosis. Es un llamado síndrome fóbico de ansiedad, ¿no es cierto, doctor?
—Sí, Ilonka —asintió suavemente Kovacs—. Eso es, exactamente. Miren ahora: se ha despertado. Empieza a incorporarse...
Otras pantallas se encendían ya. Lennox se estremeció. En una de las pantallas era visible un campo graduado, de líneas entrecruzadas en cuadrícula. Por ellas empezó a moverse lentamente un pequeño círculo verde.
—Es la posición de Donovan —señaló ella—. El cuadrado 5-D es su lecho. Vean sus movimientos.
El círculo verde salió del cuadrado 5~D, Empezó a desplazarse lentamente por entre el cuadriculado luminoso. Luego, se aceleró el ritmo. Ilonka suspiró. Los dos neurocirujanos se inclinaban sobre la hilera de pantallas. Su verde reflejo dio a sus rostros un aire fantasmal.
—Ya coordina sus movimientos de piernas, normalmente. Vean: acelera los pasos a cada momento.
—Se acerca al muro —señaló Arkin, cuando el círculo verde rozó los bordes de la pantalla.
Ilonka asintió. Otra pantalla dibujó, ahora, trazos rectos. Sobre ella, un puntillo de luz abandonó un recuadro verde brillante.
—Sale de la habitación —dijo—. Hemos retirado a los vigilantes a puntos de control que él no ve. Eso le dará confianza. Miren: ahora empieza a andar por el pasillo.
La luz se deslizaba en línea recta, entre dos largos trazos paralelos. En la pantalla de la actividad cerebral, la masa encefálica de Donovan era ya un mar de puntos de luz, blancos o azules. Sobre una última pantalla discurrían con rapidez en zigzag, de un verde espectral.
—Todo eso se graba en una cinta magnética —dijo Crossland, señalándola—. Luego, la computadora nos traducirá lo que significa. Tendremos un cuadro completo de las emociones y sentimientos de Donovan a lo largo de su primera experiencia vital, tras la operación.
—¿No será peligroso, mientras permanezca en el hospital? —dudó Arkin.
—No —negó vivamente Crossland—. Mientras se controle su conducta y se modifique, mediante la acción del computador injertado y las órdenes emitidas desde aquí, el paciente será inofensivo. Sólo llegado el momento, se liberará su conducta agresiva, e incluso se la estimulará mediante impulsos electrónicos adecuados, haciéndole sentirse nuevamente un homicida.
—¡Cielos! Me hace sentir como delante de una criatura llegada de otro mundo —musitó amargamente Arkin—. Ese pobre diablo... sometido a un experimento tan atroz y deshumanizado...
Crossland asintió en silencio, Kovacs hundió las manos en su bata.
—Esto es sólo el principio —le recordó el húngaro—. Lo peor vendrá luego...
* * *
Gordon Lennox vaciló ante la puerta cerrada. Cambió una mirada casi angustiosa con Ilonka Vaszary. Ella sonrió.
—¿Qué le pasa ahora? —quiso saber.
—Nada... —Gordon apretó los labios. Miró de nuevo la puerta—. Es la primera vez que me ocurre. No sé si tengo lástima... o miedo.
—¿Miedo de qué?
—De todo esto. De ese hombre que ya no sabe uno si es una máquina que piensa, o un ser mecánico. La idea de verle, de hablar con él como se habla con cualquier persona normal, me resulta cada vez más espantosa...
—Pero tiene que hacerlo. Le han designado a usted, ¿no?
—¡Maldita sea, eso es cierto! —se quejó Lennox, hundiendo la cabeza entre sus hombros—. Es lo malo de mi trabajo. Siempre tocan cosas así. No se crea nunca lo de las películas. Los agentes de Inteligencia somos una especie de criaturas sórdidas, amargadas y brutales. Nuestros jefes son unos seres que enviarían a la muerte a su propia madre, si con ello cumplían bien su labor. Y la Organización es una especie de máquina apisonadora que todo lo tritura.
—Lo recordaré, si alguna vez se me ocurre ingresar en la CIA —rió ella de buena gana—. ¿Entra o no?
—Si no hay otro remedio... —miró en derredor—. ¿Estaremos solos?
—¿Donovan y usted? —ella negó lentamente—. Desde ahora, Donovan no estará nunca solo. Recuerde que una máquina controla cuanto hace, que todos nosotros somos ojos y oídos que seguimos sus más mínimas reacciones pero, aparte de eso, la vigilancia se mantiene. Hay policías y vigilantes por doquier, aunque ni él ni usted puedan verlos. Eso servirá para irle dando confianza.
—Muy bien. Vamos allá —avanzó, resuelto, y pulsó un resorte. La puerta se deslizó lentamente. Ilonka se quedó a un lado. Lennox, decidido, entró. La puerta se cerró tras él.
Estaba a solas con Ralph Donovan, el asesino que volvió de la muerte.
* * *
Había levantado los ojos. Su oscura mirada estaba fija en él.
Gordon Lennox evocó el momento en que vigilara las reacciones de Donovan en el lecho. Se estremeció. Ahora, ni una sombra de sonrisa asomaba al rostro anguloso, indiferente y frío, del hombre sentado frente a él, ante un ventanal por el que entraba la tibia luz solar de un día nuboso, tras dos fechas de lloviznas intermitentes sobre Manhattan. El cristal, naturalmente, era blindado. Nadie hubiera podido arrojarse desde allí a la calle.
La idea de que se veía ante un hombre cuyo cerebro sólo funcionaba en parte, y aun así gracias, en un setenta por ciento, a un computador injertado en su cuello, causó una impresión de incomodidad en Lennox.
Parecía todo tan normal allí... Como cualquier hospital, como en la habitación de cualquier paciente. Incluso había publicaciones gráficas en una mesita, junto a Donovan. Y un paquete de cigarrillos de su marca preferida. Era tanta la normalidad allí, que resultaba artificiosa. Lennox se veía observado insistentemente por el paciente, Ni siquiera pestañeaba al mirarle.
—¡Hola! —saludó Gordon, con falsa jovialidad. — ¡Hola! —respondió Donovan con voz grave. Y seguidamente añadió—: ¿Quién es usted?
Pensaba con fría lógica. Es la pregunta que hubiese hecho cualquiera en su lugar. Pero ello aumentó la incomodidad de Gordon Lennox, en aquella insólita experiencia. —Un amigo —dijo, evasivo.
—No tengo amigos —negó Donovan, fríamente. Seguía escudriñándole—. ¿A qué vino?
—A visitarle. Tal vez no lo recuerde, pero siempre se tiene amigos.
—Yo, no recuerdo muchas cosas —alzó una de sus nervudas manos y se tocó la cabeza—. Los médicos dicen que esto es amnesia. Trato de recordar pero no puedo. Sólo sé que me llamo Ralph Donovan. Y que sufrí un accidente y me internaron aquí. Es todo. Recuerdo vagamente que no ^ tengo familia. Ni amigos.
—Usted sufrió un accidente. Pudo haber muerto. Yo le ayudé. Le traje aquí, evité lo peor... ¿A eso no le llama usted ser un buen amigo?
—Perdone —suspiró—. No lo recuerdo en absoluto. Si es así..., gracias.
A Lennox le repugnaba mentir. Pero formaba parte de su trabajo. Le obligaban a hacerlo, una vez más. Tenía que ganarse la confianza de Donovan. Y no iba a ser tarea sencilla. Los oscuros ojos le miraban con cierto recelo. Tal vez con desconfianza.
—No tiene nada que agradecerme, Donovan —sonrió Gordon—. Son los médicos, los que hicieron todo por usted.
—¿Qué..., qué me ocurrió, exactamente? —quiso saber él.
Lennox traía preparada la historia. Todo dependía de que él la creyese o no.
—No todo fue accidental. Unos hombres le atacaron.
—¿A mí? ¿Por qué?
—En principio no sabíamos nadie las causas. Luego, una llamada anónima nos reveló algo, no mucho. Quisieron matarle, Donovan.
—Matarme..., ¿por qué motivo? —insistió, sorprendido.
Lennox notó que, involuntariamente, estrujaba las manos entre sí, hasta blanquear los nudillos y chascar los huesos. Si hubiese tenido un cuello humano entre ellas, lo hubiese roto con suma facilidad, pensó Gordon, con un estremecimiento.
—Parece que usted fue testigo de algo, una vez. Un falso accidente, que no era sino un asesinato.
—Asesinato...
Lennox aguzó sus sentidos. Observaba estrechamente al hombre tratando de captar sus reacciones más íntimas ante la mención de la palabra que en su mente podía significar algo muy concreto. Podía ser una motivación de su conducta, incluso.
Claro que la computadora central de la que dependía el cerebro del paciente estaría ahora registrando los más mínimo datos para analizarlos. Pero a él no le gustaban las computadoras. Aún creía en la superioridad del hombre sobre la máquina. Era menos minucioso, menos infalible quizá, pero mucho menos frío, también.
—Siga —resopló Donovan tras un silencio—. ¿Qué sucedió, realmente?
—Usted iba a declarar contra aquellas personas. Ellos resolvieron deshacerse de usted, fingiendo otro accidente. Por fortuna pude salvarle y traerlo aquí con vida. Los asesinos siguen sueltos. Y no cejarán hasta intentarlo de nuevo.
—Pero ahora ya no recuerdo nada, no soy un riesgo para ellos...
—Eso lo sabemos usted y yo. Ellos, no. Podrían pensar que es un truco. No querrán correr riesgos.
—¿Puedo peligrar aquí dentro? —se interesó Donovan.
Gordon Lennox vaciló. Luego se encogió de hombros.
—Son gente poderosa. Tiene toda clase de medios, si son los que imaginamos. Sí, pueden llegar incluso hasta aquí aunque se hayan adoptado medidas de seguridad para protegerle.
—¿No van a arrestarles?
—No se puede. La Ley es algo muy especial. Si no hay pruebas nadie puede detener ni acusar a persona alguna. Ellos son demasiado listos para jugar a cara descubierta. Sabemos quiénes son, pero no podemos mover un solo dedo contra ellos. Además de resultar imposible probar nada, ellos pasarían al ataque presentando una denuncia por graves injurias y difamación. Ya le dije que son muy fuertes. Tienen dinero y poder. Todo lo que mueve el mundo, amigo Do— novan.
—Ya —se quedó callado, la mirada fija en su visitante. De pronto, hizo otra pregunta llena de lógica—. ¿Y usted quién es?
—Ya se lo dije: un amigo. Me llamo Gordon Lennox.
—No me refería a eso... ¿Es usted policía?
—Algo así, pero no exactamente —sonrió Gordon, complacido de que todo fuese por los cauces previstos, al menos de momento.
—¿No puede hacer nada por ayudarme? Me refiero a proteger mi vida...
—Ya se está haciendo. Le vigilan para que no sufra daño.
—Pero eso es ahora. Un día saldré de este hospital, volveré a mi casa... ¿Qué ocurrirá entonces?
—Quizá le vigilen aún durante un tiempo.
—Será sólo eso: un tiempo. ¿Y después?
—Sí entiendo —Lennox bajó la cabeza—. No sé, amigo. No puede tener policías a su lado por el resto de su vida, la verdad.
—Pero ellos sí esperarán el tiempo que haga falta para deshacerse de mí...
—Eso es posible, sí —admitió Lennox, siguiendo toda aquella farsa al pie de la letra.
—No me gusta la perspectiva.
—Es que no hay otra, Donovan.
—Dice usted que son fuertes... Ricos y poderosos.
—Sí, eso dije —Lennox se quedó mirándole.
—¿Quiénes son, exactamente? ¿Lo sabe?
—Claro. Pero no le servirá de nada saberlo. Son gente intocable.
—Aun así, me gustaría saber sus nombres, su profesión...
—Está bien. Si eso le complace... —Gordon se encogió de hombros, feliz de llegar ya al final de aquella sucia ficción—. Sus nombres son famosos en el país y hasta en el extranjero: Ingerman Moench, Alex Golberg, Alvin Carrados, Lou Madox y Lukas Haxman.
—Cinco hombres...
—Eso es: cinco.
—¿Y su oficio, su profesión...?
—Todos practican la misma, más o menos: industriales, magnates del petróleo, de la industria pesada, de las finanzas... Cinco de las mayores fortunas de Estados Unidos. Se sabe que poseen una organización criminal muy poderosa. Pero saberlo no sirve de nada.
—De modo que la ley es impotente ante esos superhombres.
—Exacto.
—Adonde a veces, no llegó el brazo de la ley, llegó la justicia de los que no tienen por qué recurrir a jueces, abogados y todo eso.
—Cierto —miró críticamente a Donovan—. Pero eso es tomarse la justicia por la propia mano. Y en un caso como éste, es difícil, por no decir imposible, llegar hasta esos cinco magnates y acabar con ellos.
—Eso es lo que usted dice —suspiró Donovan fríamente, tomando una de las revistas ilustradas, con aire fatigado. Sin mirarle, le espetó—: Gracias por todo, Lennox. Buenos días.
Era una forma seca de dar por terminada la entrevista. Gordon respiró hondo. Se puso en pie y fue hacia la puerta.
—Buenos días, Donovan —se despidió—. Volveré a visitarle...
Salió, sin recibir respuesta. Ralph Donovan se quedó dentro, con expresión hermética y ojos sombríos, hojeando la revista. Se detuvo, de repente, ante una doble página.
En ella, cinco hombres aparecían erguidos frente a altísimas alambradas y unos edificios modernos, sólidos, resplandecientes, en un amplio llano. Tras las alambradas, hombres uniformados de verde oscuro, con armas automáticas.
Un gran distintivo rojo, en forma de escudo, encabezaba la doble plana a color, con un nombre y un anagrama publicitario. Las siglas UIATT aparecían en grandes caracteres azules.
Y debajo, una frase bien visible:
«Los cinco gigantes de la industria y las finanzas americanas que han hecho posible la más grande y poderosa empresa multinacional del mundo: UNITED INDUSTRIAL AND TRANSWORLD TRUST»
Debajo, sus nombres: Ingerman Moench, Alex Goldberg, Alvin Carrados, Lou Madox y Lukas Haxman.
Los poderosos dedos de Ralph Donovan estrujaron aquellas páginas con lenta y brutal complacencia. Al terminar, toda la revista era un simple amasijo de papel desgarrado.
Ilonka Vaszary, sobrecogida ante los impulsos electrónicos que llegaban del cerebro del paciente, musitó, señalando las pantallas receptoras:
—¡Cielos, vean eso...! Algo ha despertado súbitamente la conducta agresiva en la mente de Donovan. Un hombre con tales indicios psíquicos sería capaz de todo...
4
L cebo estaba echado.
Y según todas las apariencias, el pez había mordido el anzuelo.
—Ha sido una farsa vergonzosa —se quejó Gordon Lennox.
—Pero necesaria —le señaló, fríamente, su jefe—. No se podía hacer de otro modo. Era preciso despertar en su cerebro la motivación suficiente para autoestimular su conducta. Ahora, él se cree perseguido, acosado. Cree que su vida está virtualmente en manos de esos cinco hombres. En un esfuerzo desesperado por evitar lo que cree irremediablemente, luchará contra ellos. Y lo hará a su modo. Esa es, ahora, su voluntad, su propia iniciativa. Tal vez en un hombre normal, luego se debilitaría la motivación, pero no en él. Los impulsos transmitidos desde la máquina le incitarán más y más a hacer lo que está programado de antemano.
—Que no es otra cosa que matar...
—Es inevitable. Hay que matar a esos cinco gigantes de la industria y de las finanzas, usted lo sabe. O ellos acabarán con todos nosotros. Ningún agente secreto podría llegar hasta ellos. Nadie puede entrar en esa área cerrada que forma, aparentemente, su imperio industrial en Nevada
—¿Cree que Donovan podrá?
—Es lo que está previsto. Si él no lo consigue, nadie lo logrará. Vamos a ofrecerles un regalo demasiado hermoso para que lo rechacen. Ellos podrían resolver todo su vasto plan de dominio de la nación e incluso del mundo, disponiendo de hombres como Ralph Donovan. Y nosotros vamos a ofrecerles en bandeja esa posibilidad. No creo que la rechacen.
—Aún me parece mentira que esos cinco grandes hombres americanos puedan ser un peligro mortal para todos...
—Pero sabe que lo son —suspiró Arkin, echándose atrás en su asiento—. Ellos tienen dinero y poder suficientes para iniciar su siniestro complot. Todo está a punto para provocar la guerra entre la URRS y China. Eso será solamente el principio. Aniquilados los dos colosos del Este, le tocará el turno a Estados Unidos, cuyos arsenales atómicos y redes de defensa serán controlados por sus organizadores. Todo lo tienen medido hasta en su más mínimo detalle. Y lo peor del caso es que no podemos hacer nada por demostrar sus planes, por acusarles de nada. Sus mecanismos funcionan callada y rigurosamente. Sus vastos recursos les facilitan la tarea de ir estableciendo sus peones en todas partes. Llegado el momento, el arsenal nuclear de que disponen entrará en acción, engañando a unos y otros, hasta enzarzarlos en un duelo titánico que significará su mutuo fin.
—¿Qué buscan, exactamente, hombres tan fabulosamente ricos, con todo eso?
—Más poder. Más dinero. Siempre se desea más, se ambiciona más. Esos cinco hombres forman la asociación más poderosa y temible de todos los tiempos. Pueden hundir sistemas económicos, arruinar naciones enteras, provocar el caos mundial, en tanto los colosos asiáticos se trituran entre sí. Luego, nuestro país será ya bocado fácil para su siniestra organización ultrasecreta. Por eso tiene que hacerse, Lennox, bien que nos repugne. No existe otro medio de salvarnos que matar a esos cinco hombres. Y eso es lo que tiene que hacer Ralph Donovan antes de morir, él mismo, irremisiblemente...
* * *
—Esta es Ciudad UIATT —dijo Lennox, mostrando el plano minucioso de aquella zona de Nevada, en el proyector de diapositivas—. Un área muy amplia, totalmente cercada por altas alambradas, posiblemente electrificadas, vigilada por fuerzas paramilitares pagadas por la Organización, y con toda clase de modernísimos sistemas de control, detección y protección de cualquier intrusión del exterior. Virtualmente inexpugnable, en suma.
La diapositiva mostró luego los accesos a la llamada Ciudad UIATT, en el desierto de Nevada, a unas cien millas de Las Vegas. Realmente, las altas cercas alambradas, los torreones de vigilancia con nidos de ametralladoras, los ojos electrónicos, visibles en algunas ampliaciones no muy buenas, y toda una serie de medios de protección, revelaban las dificultades realmente gigantescas que para cualquiera suponía introducirse en aquella zona prohibida, de acceso restringido a personal estrictamente autorizado.
—Parece una base militar —comentó el doctor Crossland, ceñudo.
—Virtualmente lo es —suspiró Luther Arkin> mientras el proyector iba exhibiendo nuevas vistas del reducto— De modo oficial, es sólo una zona industrial donde se guardan, simplemente, secretos del mundo de la industria. Ingerman Moench es el primer industrial del acero de nuestro país. Goldberg lo es de la investigación energética, ya sea solar, nuclear o de cualquier otro tipo. Aparentemente, poseen razones para velar por sus intereses y sus secretos industriales, pero todo el mundo sabe lo que se oculta ahí: una verdadera zona militarizada, donde tal vez se almacenen armas nucleares, ingenios de guerra bioquímica y cosas parecidas.
—¿El Gobierno no puede exigir una inspección oficial de la zona?—se extrañó Ilonka Vaszary.
—Claro —sonrió tristemente Arkin—. Pero eso sería tanto como hacer el ridículo. No hallaríamos absolutamente nada acusador. Todo lo que allí se oculte debe estar donde no llegue la más minuciosa inspección. Sus recursos son enormes. Hemos llegado a introducir espías y agentes en ese lugar. Pero los agentes aparecieron, luego, sin vida, en cualquier otro extremo del país. O no aparecieron nunca. Es como estrellarse en un muro. La fortuna de esos cinco hombres juntos supera la del Tesoro de la nación en estos momentos, ¿lo entienden bien? Cuando hay organización y dinero, no es fácil probar nada.
—¿Los cinco colosos de la industria y las finanzas dirigen esa zona y lo que en ella se encierra? —era el doctor Kovacs el autor de la pregunta.
—No. Personalmente, no. Ellos son sus dueños, como lo es la entidad asociada que han creado con sus capitales unidos. Pero el que da la cara allí es su director general, Avery Rhystein. Un hombre duro y frío y astuto como pocos.
Habituado a dirigir la gran empresa, ahora lleva los nuevos negocios de sus jefes como si fuese una simple Sociedad Anónima. Sólo que ahora, en vez de fabricar nuevos productos o lanzar acciones a la Bolsa, proyectan la conquista del mundo, o poco menos.
—¿No es un sueño demasiado grande, incluso para hombres ricos como ellos? —dudó el doctor Crossland.
—No, cuando hay detrás una vasta fortuna, gente reclutada entre la mejor de los Servicios Secretos de todo el mundo, mercenarios perfectamente armados y entrenados, formando comandos de alta preparación militar, stocks de armas nucleares y biológicas, equipos completísimos de electrónica, un personal altamente especializado, centro estratégicos por doquier, y todo lo que comporta una organización perfecta, a escala mundial.
—Suena a fantasía futurista —comentó Ilonka.
—Pero es una cruda y desagradable realidad —manifestó Arkin, gravemente—. Ese es el peligro al que nos enfrentamos. Nadie entrará ahí y saldrá con vida. Nadie, tampoco, podrá acabar con los cinco cerebros que llevan el gran proyecto, aunque sea el mejor agente secreto del mundo. Ellos no se fiarían de nadie. Absolutamente de nadie.
—¿Y Ralph Donovan? —sugirió Ilonka, dubitativa.
—Ralph Donovan es diferente.
—¿En qué?
—En todo. Ellos saben ya que existe. Que los científicos pretenden salvar su vida y experimentar con su cerebro. Nada de eso es secreto, ni hemos pretendido que lo fuese. Pero sí lo es nuestro propósito real al hacer todo esto, caballeros.
—¿Qué interés sentirían ellos en tener a su alcance a un hombre como Donovan? —se interesó Ilonka.
—El interés de contar con un nuevo medio científico para controlar a los demás. Saben que se le ha implantado un sistema cibernético en el cerebro. Están pendientes de las reacciones del paciente ante tal experiencia. Si ello resultase, tendrían en sus manos la mejor posibilidad imaginable: crear agentes perfectos, gente manipulada a distancia, por medio del control de la mente. La Cibernética, como complemento de los actos humanos y sus motivaciones. El hombre convertido en máquina. Y la máquina convertida en fuente de órdenes e instrucciones.
—Para ello tendríamos que obligar a Donovan a ir a Nevada y tratar de introducirse en esa zona estrictamente prohibida —señaló Crossland—. ¿Cómo espera hacerlo? Estamos a mucha distancia de nevada para que, con sus solos medios, nuestro paciente se traslade allí y logre cruzar todos los sistemas de control...
—Se equivoca, doctor —sonrió Gordon Lennox—. No hará falta nada de eso. Donovan no necesitará ir a ninguna parte. Ellos mismos le conducirán allí.
—Pero ¿cómo? —dudó Kovacs.
—Muy sencillo: los agentes de la Ciudad UIATT le conducirán allí voluntariamente. Eso es lo bueno de este plan. No necesitamos hacer nada. Absolutamente nada. Sólo tener siempre bajo control a nuestro hombre..., aunque finjamos ante todo el mundo haberlo perdido...
—Para eso hará falta primero que Ralph Donovan escape de aquí...
—Por supuesto —suspiró Luther Arkin—. Ralph Donovan escapará. Hoy mismo... Todo está ya preparado para ello, señores.
* * *
Donovan parecía sentirse realmente perplejo.
No había esperado que fuese tan sencillo. Su primera idea de evasión la tuvo ya aquel día, cuando su visitante, Gordon Lennox, le hablara de los cinco hombres.
Había sido una idea lenta y difícil. Sabía que tenía que irse de aquel lugar, tan blanco, tan frío y tan irritante, donde llevaba tiempo convaleciente. Ese convencimiento le llevó a la idea de la evasión.
La sensación de que, en caso contrario, los hombres poderosos pudiesen enviar contra él a sus asesinos hizo aumentar su ritmo mental, hasta el punto de tomar la decisión de irse de allí.
No podía pensar demasiado bien. A veces se producían vacíos angustiosos en su mente. En ocasiones, se le hacían confusas ideas. Pero cuando podía reflexionar con cierta cohesión, la idea se repetía:
Evasión. Evasión. Evasión...
Por eso lo había intentado.
Y lo había conseguido.
Ahora, ya estaba fuera del hospital. Estaba alejándose de él, sin que nadie se lo impidiese. Sentía una especie de alegría infantil. Lo había logrado. Ya era libre otra vez. Libre de ir a cualquier parte.
No es que supiera adonde ir. Ni siquiera se acordaba de dónde había vivido hasta entonces. Su vida era una confusión y un vacío tan grande como los que en su cerebro se producían a veces. Aun así, de algo seguía completamente seguro: quería irse de allí, no volver al hospital. Sentirse libre. Andar, moverse por el mundo. Buscar algo para saber también que estaba a salvo.
No podía olvidar las palabras de aquel hombre, Gordon Lennox: querían matarle porque creían que sabía demasiado. El no sabía nada. No recordaba nada. Pero peligraba. A veces, tenía la lejana visión de unos cuerpos sangrantes, de unas vidas tronchadas, de violencia, muerte y sangre..., pero era confuso, turbio. Ni siquiera sabia qué clase de víctima, qué había sucedido ante sus ojos.
Tal vez eso era lo que debía ser silenciado para siempre. Tal vez era el motivo de que le buscaran para asesinarle.
Ahora, nadie le encontraría ya. Había podido escapar del hospital. Fue muy astuto para hacerlo. Aquel policía golpeado, su uniforme, a cambio de sus ropas de paciente... Y luego, el exterior. La calle, la luz de los luminosos escaparates en la noche.
Había tenido éxito. Estaba libre. Podía ir adonde quisiera. Incluso tenía dinero encima. Turbiamente, recordaba que nadie, sin dinero en el bolsillo, llega demasiado lejos cuando no tiene amigos ni familiares. Por eso se había quedado con el billetero del policía golpeado. No era mucho, pero le bastaría para comprar algunas otras ropas, comer algo, buscar un sitio donde pasar la noche. Al otro día, ya se las ingeniaría para buscar más dinero, más recursos.
El blanco y cuadrangular edificio encristalado del centro hospitalario quedó atrás, con mil ojos luminosos de sus ventanas abiertas a la noche. Respiró Donovan con alivio.
La noche de Manhattan engulló al hombre solitario, inseguro y rígido, al hombre que había vuelto a la vida y que deambulaba por el mundo con casi medio cerebro inutilizado, con sombras profundas en sus pensamientos, con lagunas insalvables en su mecanismo cerebral.
El lo ignoraba, pero era difícil,, por no decir imposible, sobrevivir en la jungla de gentes y asfalto, que era la gran ciudad, que un ser en sus condiciones, pudiera sobrevivir. Pero también ignoraba que seguía unido por invisibles conexiones a un gran cerebro electrónico que pensaba y actuaba por él en la mayoría de los casos, permitiéndole sobrevivir. Al menos, durante el tiempo justo para cumplir la oscura y siniestra misión que los Servicios de Inteligencia había depositado en él.
Desde un punto del hospital, los ojos poderosos de la cibernética seguían fijos, a través de la distancia, en el hombre que se hundía en el tráfago de Manhattan. Planos electrónicos de la urbe señalaban implacablemente el desplazamiento de un punto luminoso, que era la posición de Ralph Donovan, fuera adonde fuese.
Mientras tanto, el doctor Crossland tomaba el teléfono y marcaba resueltamente un número, comenzando a hablar con voz serena:
—Por favor, la policía. Aquí el doctor Neil Crossland, neurocirujano-jefe del medical Center de Manhattan. Tengo que denunciar una grave evasión de este Centro. Sí, puede ser asunto de vida o muerte...
5
«Objeto de experimento científico se evade del hospital.»
«Un hombre con un cerebro electrónico injertado en su cráneo anda suelto por la ciudad. Y se trata de un peligroso psicópata homicida».
RA la noticia del día. Todos los diarios la presentaban en primera plana, con fotografías de Ralph Donovan a gran tamaño. Los periodistas criticaban la negligencia de la policía y la temeridad de los médicos al manipular aquel asunto tan grave a su antojo, permitiéndose el lujo de experimentar con un ser humano, clínicamente vivo todavía, y obteniendo, con su actitud, un posible monstruo, peligroso para los ciudadanos. Había reportero que solicitaba la inmediata caza del evadido, con orden estricta de tirar a matar.
Sin embargo, la policía había dado órdenes de capturar con vida al evadido, argumentando, basados en declaraciones médicas, que Ralph Donovan no era peligroso en absoluto en las actuales circunstancias.
Las emisoras de radio y televisión por su parte, estaban emitiendo boletines informativos sobre la noticia del día, con las más variadas opiniones al respecto. Las llamadas a redacciones de prensa y emisoras eran constantes. La población empezaba a sentirse preocupada por el hecho de que un hombre capaz de asesinar a sangre fría a siete masajistas pudiera volver a andar suelto, por culpa de policías y médicos.
Evidentemente, la opinión pública distaba mucho de ser favorable a los criterios sostenidos por la policía de Nueva York y por los cirujanos que operaron al paciente evadido.
—Ese es el mayor peligro para nuestra operación —fue el agrio comentario de Luther Arkin, al pulsar la situación reinante en la ciudad—. Si un grupo de ciudadanos da caza a Donovan, todo se habrá echado a perder de modo definitivo. Serán capaces de matarle apenas le identifiquen...
Ilonka, que mantenía fijos sus ojos en las pantallas receptoras, asintió sombría, sin quitar la atención del punto luminoso que marcaba la situación exacta de Donovan en un lugar de Manhattan, perfectamente controlado por los policías destinados a vigilarle disimuladamente, protegiendo su vida y no haciéndose notar ante el fugitivo.
—De momento, sus estímulos cerebrales son perfectamente inofensivos —comentó Ilonka, serena—. No se advierten reacciones agresivas en él. Parece concentrado en una sola tarea: huir, esconderse... ¡Eh, un momento! Miren eso...
Señalaba otra de las pantallas, la de control de la mente a distancia. Repentinamente, una serie de bruscas alteraciones estaba modificando los índices de conducta del individuo.
Rápidamente, Ilonka pulsó otro resorte y una pantalla comenzó a llenarse de letras verdes, trazadas por la computadora, en la lectura de datos.
«Alteraciones repentinas. Fuertes indicios de miedo y sobresalto. Algún indicio de combatividad y cólera. Violencia física repercutiendo en el cerebro. Ninguna lesión grave. Aturdimiento momentáneo»
—Me temo lo que significa eso —jadeó Arkin, precipitándose, rápido, a un teléfono de línea especial—. ¡Han secuestrado a nuestro hombre!
* * *
—¿Secuestrado? — Avery Rhystein sonrió, asintiendo—. Sí, perfecto. ¿Algo sospechoso? Bien. Llevadle al lugar previsto. Lo enviaremos inmediatamente a Nevada. Los jefes están muy interesados en ese individuo. Pero lo de la computadora en su cerebro, podría ser una estratagema, un truco... ¿No lo es? ¿Existe, realmente? ¿Está desconectado de todo contacto posible? Bien. Entonces, actuad conforme a lo previsto. Cuidad bien de ese hombre. No es un ser normal. Si se muere en nuestras manos por falta de asistencia médica adecuada sería un desastre. Sí, confiadlo al doctor Robbins. El sabrá cómo hacerlo. Necesitamos darle los máximos cuidados. Cualquier pequeño accidente podría convertirle en lo que realmente es: un muerto en vida. Y entonces no nos servirá absolutamente de nada.
Colgó. Se sentía satisfecho. Su sonrisa así lo denotaba. Tras una corta pausa, marcó un número. Era uno que no figuraba en guía telefónica alguna. Un número estrictamente secreto, que sólo unos pocos conocían.
Una fría voz metálica respondió, allá al otro extremo del hilo:
—¿Sí? Aquí AZB-01. Informe.
—Aquí AZS-03 —replicó Rhystein—. Informe urgente. Objeto D-001 en nuestro poder. En perfecto estado físico y psíquico, si bien sometido a efectos de computador injertado, que activa células muertas del cerebro y vigoriza las restantes. Se ha comprobado ruptura con el computador central. Fuera de control en el experimento. Ordené enviarlo a base NV— X-01.
—Perfecto. Informe posteriormente. Notificaré al mando los informes. Si hay nuevas instrucciones, llamaré yo.
Sonó un seco «clic». Así eran los contactos entre ellos. Breves, precisos y escuetos. Siempre con su clave correspondiente, que sólo ellos conocían. Ahora, Ralph Donovan, un asesino en potencia, un peligroso epiléptico homicida, sometido a una nueva clase de lobectomía, con revitalización electrónica de partes dañadas del cerebro, y un intento de modificación y control de conducta del lóbulo temporal, donde se establecía la localización del origen psíquico de su mal, estaba en poder de ellos.
Era el primer hombre-máquina. El primer electrodo viviente dotado de cerebro e ideas. Tal vez el principio de otro vasto plan dentro de la Organización, de cara a su proyecto de control mundial.
Ahora todo dependía de lo que resultara del experimento con Donovan. Y de lo que ellos pudieran hacer con el hombre que tenía por cerebro un mecanismo electrónico de alta potencia, capaz de reactivar su cerebro muerto y potenciar sus sistemas de conducta.
Tal vez sin pensarlo, meditó, en silencio, un complacido Avery Rhystein, director general de la Multinacional UIATT, habían llegado a tener en sus manos un nuevo instrumento capaz de ayudar a la conquista del mundo.
Algo que estaba a punto de iniciarse muy en breve.
El cielo era como una inmensa lámina azul, candente y metálica, que sirviera de techo a la extensión árida, desértica, salpicada de matojos, surcada por distantes trazos rectos e interminables de carreteras poco frecuentadas o de senderos vacíos, que parecían ir a perderse en ninguna parte.
Le dolían los ojos cuando bajó los poderosos prismáticos de vidrios mate, en los que el sol no se podía reflejar lo más mínimo para revelar su presencia allí, frente a la línea dé promontorios salpicados de artemisas, tras las cuales, a respetable distancia todavía se alzaban las vallas y las torres de aluminio de Ciudad UIA TT, el amplio y poderoso complejo industrial de los hombres más ricos del país y su multinacional extendida por todo el mundo.
Aquel supuesto centro químico y metalúrgico, de donde la UIA TT extraía sus productos para los mercados mundiales, bajo su famoso emblema del escudo rojo y las letras azules, era el objetivo de las miradas del observador situado en la solitaria cabaña, junto a las alambradas en las que se leía:
RANCHO HAMLIN
NO PASAR
El rancho en sí no era sino otra desértica extensión, un fangoso charco, unos matojos y muchos acres de terreno árido e improductivo. Pero había otros como aquél en la región, y no podía sorprender a nadie.
Lo sorprendente es que su encargado fuese Gordon Lennox. Pero vestido con su atavío de vaquero, su sombrero «Stetson» de amplias alas, y el viejo «Land Rover» polvoriento para recorrer la propiedad, nadie hubiera dicho, al verle mal afeitado y con el rostro curtido por el sol y el aire, que no pudiera ser lo que realmente parecía en esos momentos: el encargado de guardar y vigilar la desértica propiedad en aquella inhóspita región de Nevada, a casi cien millas de Las Vegas, y a no menos de setenta de Caliente, el lugar más próximo. La inmensidad de los desiertos del Este de Nevada se hacía más patente en aquella región que en ninguna otra. O, cuando menos, así se lo parecía a Lennox, en su labor de vigilante solitario, a la espera de acontecimientos.
Hacía pocas horas que captara con sus prismáticos la llegada del helicóptero amarillo a la factoría industrial cercada de altas vallas de alambrada metálica. Todos los helicópteros y avionetas de la UIATT eran del mismo color arena de aquel vehículo. Pero Lennox estuvo seguro de que la llegada de ese helicóptero, precisamente, significaba algo.
No tardó en confirmarlo. En su «Land Rover», oculto cuidadosamente bajo el asiento, estaba su equipo detector de alta sensibilidad. En él captó las vibraciones que producía el mecanismo electrónico injertado en el cerebro de Ralph Donovan. La distancia señalada fue, exactamente, de seis millas al noroeste. Es decir, justamente en Ciudad UIA TT.
En aquel helicóptero había llegado el hombre del cerebro electrónico.
Los «cinco grandes» de la industria y las finanzas; los que habían soñado y planeado el gran golpe que les daría la hegemonía mundial en poder, dinero y autoridad, moviendo ingentes medios económicos al servicio de una idea delirante y terrible, ya tenían en su poder al hombre-computador.
Lo demás, tal vez siguiera el camino previsto, o tal vez no. Todo dependía de pequeñas e insignificantes cosas. Hasta allí, todo lo previsto se había cumplido matemáticamente.
A partir de entonces, las cosas serían ya decisivas. Todo dependía de que el sistema electrónico utilizado diese resultado. De que los secuestradores de Donovan creyesen, realmente, que su presa estaba totalmente desconectada del computador central y de la voluntad ajena. Se habían tomado todas las medidas, es cierto. El procedimiento novísimo de conexiones electrónicas permitía dar la apariencia de que tal conexión no existía y se había bloqueado así la mente cibernética del hombre-máquina.
Eso, naturalmente, no era cierto. Todavía Donovan seguía dependiendo de ellos, y su cerebro recibía los estímulos electrónicos del computador manejado por Ilonka Vaszary y su equipo.
Pero ellos debían de ignorarlo. Debían de creer, realmente, que Donovan estaba fuera de control y podía ser manipulado por ellos. Le harían toda clase de pruebas, le someterían a toda una gama de experiencias para comprobar que, realmente, las cosas eran como ellos querían, y que tenían realmente en su poder a un hombre-maquina, al primer ser viviente que disponía de un computador en el cerebro, para activar células muertas y controlar y motivar las que quedaban vivas, y que ese prodigio técnico y científico podía ser suyo, e iniciar, a la vez, un nuevo ejército de perfectos servidores, agentes o soldados de total y probada fidelidad a las órdenes llegadas desde arriba: los hombres-computador.
Subió a su «Land Rover» Lennox, dirigiéndose a otra cabaña situada dentro del recinto alambrado. Allí dentro, convenientemente aislada y bloqueada para evitar su localización mediante la captación de radiaciones de cualquier tipo, se hallaba una computadora dependiente de la central electrónica de Nueva York, de la que cuidaban dos ayudantes suyos, eficientes y silenciosos. El sistema se hallaba oculto bajo tierra, en un subterráneo aislado del exterior. La frecuencia radiada de este equipo monitor, estaba situada en un punto que difícilmente captarían los también perfectos equipos detectores de los cinco magnates y su personal. Había que adoptar todas, las precauciones con aquella clase de adversarios.
No sólo una inminente guerra nuclear, a gran escala, entre China y la Unión Soviética estaba a punto de devastar medio mundo, sino que, después, en su segunda fase, un golpe de Estado en gran escala haría recaer el poder de Estados Unidos en una nueva dictadura paramilitar, organizada y prevista por aquel grupo de hombres que, con sus industrias y su dinero, no sólo serían dueños exclusivos de todos los mercados mundiales, sino amos y señores del más ingente stock de armas nucleares y bacteriológicas, dueños de los sistemas de control y de estrategia ofensiva y defensiva de Estados Unidos, extendidos por todo el mundo, y por todo ello, virtuales amos del mundo, ya que el país, dominado por ellos, ejercería su implacable chantaje sobre los demás países, ya sin enemigo poderoso encima, al haberse despedazado, entre sí, los dos colosos del Este, y el sometimiento colectivo de la humanidad a una nueva forma política implantada en el gigante americano, haría a sus cinco grandes financieros e industriales el trust del poder económico, militar y político más absoluto que jamás conociera la Historia.
Era un sueño aparentemente imposible, que hubiera hecho reír a más de uno.
Pero ese sueño, desgraciadamente, era posible para aquellos colosos del dinero y la producción del acero y de los recursos industriales. Lo peor es que el propio Gobierno, enterado de ello por una milagrosa y sutil filtración, no podía hacer nada contra ellos.
Tenía las manos atadas. Era imposible acusarles de tan monstruosa maquinación. No existía prueba alguna. Los secretos estaban perfectamente guardados, y jamás llegarían a ellos la CIA, el FBI o el Servicio de Inteligencia del Pentágono. Acusarles de algo, siendo los ciudadanos más poderosos, ricos y prestigiosos del país, era como ir al suicidio. El escándalo sería monumental, las pruebas nulas, y el ridículo del Gobierno, total.
Era preciso abortar el intento, de raíz, antes de que se produjese, pero atañendo al monstruoso agazapado en el propio corazón y cerebro. No existía otro medio que terminar con los cinco gigantes de las finanzas. Fría y deliberadamente. Era un homicidio masivo, pero inevitable, si se quería salvar al mundo. La muerte de uno solo de ellos, nada resolvería. Formaban un quinteto de poder absoluto. Mientras sobreviviese uno, el llamado secretamente «Proyecto Magno», seguiría adelante.
La orden había sido difícil. Cruel; incluso inmoral. Pero se había dado. La moral no podía servir, ahora, de ayuda a cinco futuros dictadores del mundo: había que ejecutarlos.
Pero los cinco estaban superprotegidos. Sus guardianes, sus medios de vigilancia, eran herméticos a todo intento. Ni agentes secretos, ni pistoleros, ni vulgares asesinos pagados, podrían llegar a ellos sin perecer en el intento.
De ahí surgió el Experimento Gamma.
Un hombre con el cerebro movido por un computador podría ser la llave que le abriese el acceso a los enemigos de la paz mundial y del orden establecido.
Era el único recurso.
Y ahora estaba en marcha.
Ralph Donovan, un desdichado enfermo mental, malherido por las balas de la policía tras escapar del escenario de una matanza feroz, era su único agente capaz de llegar hasta el final.
Un enfermo con un síndrome fóbico de ansiedad que le producía una epilepsia homicida localizada la dolencia en su lóbulo temporal del cerebro, era lo único de que disponían ahora. La modificación de conducta, las órdenes electrónicas sobre su lóbulo y el resto del cerebro, eran la única oportunidad.
Si Donovan llegado el caso, respondía en lo previsto, tendría la gran ocasión. Una ocasión que no se repetiría.
Donovan llevaba ya impresa una orden concreta en su cerebro, estimulada por los sistemas de modificación de conducta y control de su mente a distancia.
Esa orden era fingir total inocencia. Aparentar ser inofensivo, hasta llegar el momento en que su mente recibiera el impulso decisivo. En ese momento, mataría de nuevo.
Y después, se mataría él. Era inevitable.
De cualquier modo, era sólo un cadáver viviente, un hombre con corto plazo de vida, dados sus destrozos cerebrales. Era cruel, pero había que exprimir sus posibilidades hasta el fin.
Y el fin era la muerte de todos. La de los cinco magnates y la suya propia...
Lennox dejó de pensar, una vez más, en todo aquello que tan bien conocía, y a lo que no llegaba a acostumbrarse. Lo suyo era otra cosa. Trabajar a su modo, usar sus propios recursos, estar en actividad constante. No esperar, esperar, y siempre esperar, pendiente de una pantalla, de un detector, de un monitor electrónico. Esperando que otro hiciera lo que él debía de hacer...
Pero sabía que él nunca hubiera entrado en Ciudad UIATT impunemente.
Y ahora, Donovan estaba allí dentro.
Sus ayudantes del subterráneo le miraron al entrar. Uno movió afirmativamente la cabeza, alzando los ojos del panel de la computadora que manipulaba.
—Lo logramos, Lennox —dijo—. Nuestro hombre está dentro.
—Ya lo imaginaba —suspiró Gordon—. ¿El helicóptero color arena?
—El mismo, sí. Donovan va en él.
—¿Funcionamiento cerebral?
—El letargo parcial. No activa ciertas funciones. Apenas si piensa. Debe ir como adormilado.
—¿Algún narcótico o sedante, quizá?
—Podría ser, sí.
—¿Lo resistirá?
—Es posible —señaló unas esferas graduadas, donde se movían sendas agujas, de modo intermitente—. Sus estímulos cardíacos son normales. Su cerebro, reposa. Es curioso, pero creo que, cuando duerme, Donovan no puede soñar. Es una de las funciones de que le privaron sus lesiones cerebrales.
—Pobre diablo... —suspiró Lennox—, pero sigue siendo inhumano todo esto.
—Peor sería que no tuviera éxito, ¿no cree? —sugirió su ayudante.
—Sí, supongo que sí —exhaló un suspiro, encaminándose a otra estancia próxima a la sala de control subterránea—. Siempre existe una justificación para lo que no nos gusta hacer. Eso nos hace sentirnos menos miserables... Voy a ducharme un poco. Ahí fuera hace un calor endiablado, ¡maldita sea!
Cerró de golpe. Los dos ayudantes se miraron, pensativos. Luego centraron su atención en la máquina. Uno de ellos hizo un gesto brusco.
—Ve a avisar a Lennox —dijo, excitado—. Que no se duche todavía. Ocurre algo.
—¿Qué es ello? —se precipitó el otro, golpeando la puerta de la cámara inmediata, añadiendo al mismo tiempo—: Lennox, vuelva. Hay novedades.
El agente del Gobierno asomó con el torso desnudo. Se acercó a la computadora.
—¿Qué sucede ahora? —quiso saber.
—Es Donovan —habló el otro—. Su cerebro se ha recuperado súbitamente. Mire esto, Lennox. Desde alguna parte, acaban de darle la orden. ¡Va a matar ya!
Gordon Lennox soltó una imprecación. Se precipitó sobre un radioteléfono adosado a una caja metálica en un rincón de la estancia.
—¡Algo no funciona! —jadeó—. Es demasiado pronto para emitir esa orden...
Luego, la voz de su ayudante le llegó, quebrada, insegura:
—Esto es lo peor, Lennox. Mire. Acaba de suceder...
—¿Qué? —se volvió, muy pálido, marcando el número de emergencia de la central electrónica de Nueva York.
—Acabamos de perder totalmente a Donovan. Su cerebro se ha desconectado. ¿Sabe lo que eso significa?
—Sí —una convulsión agitó a Gordon bruscamente mientras sus dedos estrujaban, sudorosos, el radioteléfono—. El regulador atómico de su cerebro. Se ha parado. La desconexión es total. Hemos perdido a Donovan. Ya no lo controlamos nosotros.
Y sus ojos extraviados se clavaban, con angustia, en una serie de monitores, de agujas y pantallas, repentinamente inmóviles.
Trágicamente inmóviles.
6
UÉ ha sucedido?
—No lo sé. Nadie lo sabe —masculló Lennox, estrujando el paquete de cigarrillos con ira, una vez extraído el último. Lo encendió, nervioso, y cambio una mirada con Ilonka Vaszary, que aún conservaba su calma, pese al precipitado viaje a Nevada en el avión militar primero, y luego en helicóptero hasta el rancho Hamlin, en pleno desierto.
El radioteléfono no cesaba de comunicar. Con Nueva York, con Washington, con el Pentágono, con la CIA...
El propio presidente acababa de llamar, para informarse. Su voz no había podido ocultar el nerviosismo. Y los informes que Lennox pudo darle, mucho se temía, éste, que no hubieran servido de gran cosa para aliviar su tensión.
—¿Cómo pudo suceder? —murmuró Ilonka, paseando pensativa por el subterráneo. Y no era la primera vez que lo decía—. No tiene sentido...
—Primero creímos que la orden había llegado desde su centro en Nueva York... —argumentó un ayudante de Lennox, que en vano vigilaba los paneles electrónicos, a la espera de alguna actividad que no fuese aquel zumbido constante y molesto, de total ineficacia.
—Absurdo —rechazó Ilonka—. Nadie dio esa orden al cerebro de Ralph Donovan.
—Pues la orden fue clara, precisa.
—Lo sé —asintió ella—. He visto la cinta del computador. Es un impulso muy claro, muy preciso. Algo o alguien dio la orden a Donovan. Tiene que matar. Quizá ya lo hizo. Pero no sabemos nada de nada.
—Donovan sólo debía de llevar unos minutos en ese lugar —señaló Lennox, frotándose el mentón—. Ni siquiera debieron tener tiempo de examinarle a fondo...
—Tal vez hicieron un experimento con él. Puede que usaran una frecuencia potente, indebida, ordenándole matar. Y eso destruyó nuestro computador injertado.
—¿Puede ocurrir? —dudó Lennox.
—Cuando algo se hace por primera vez, todo puede ocurrir —admitió ella, encogiéndose de hombros, aunque sus ojos revelaban perplejidad—. Pero no es probable.
—Lo imaginaba. Nadie inicia el examen de algo que desconoce, transmitiendo la orden que se proceda violentamente. Examinar minuciosamente el cerebro de nuestro hombre y analizar su computador y electrodos, llevaría mucho tiempo.
—Tiempo... Sí, eso habíamos previsto todos. Ahora, ya no hay ninguno. Ha ocurrido. El impulso fue demasiado fuerte.
—¿Se refiere a... a la orden de matar?
—Sí —señaló el computador—. Los datos recogidos son inconfundibles. Fue una orden que su receptor tuvo que captar nítidamente. Luego, se produjo la desconexión. Pero Donovan ya sabía, para entonces, lo que tenía que hacer.
—¿Lo hará por sí mismo, aun sin control nuestro?
—Puede hacerlo, mientras el pequeño reactor atómico funcione y emita radiaciones a su cerebro. Su natural agresivo hará el resto.
—Es exasperante. Está allí dentro, con una orden fija en su mente, y ni siquiera podemos saber o imaginar lo que está haciendo... —se lamentó Lennox.
Ilonka no le respondió. Estaba tratando desesperadamente de establecer conexión desde el computador, sobre la mente de Donovan. Tras varios esfuerzos estériles, desistió. No aparecía dato alguno en las pantallas. Las agujas permanecían quietas. En el monitor, fija y obsesiva, una frase en letras verdes:
«Contacto suspendido totalmente»
El ayudante que atendía el radioteléfono, se volvió ahora hacia Lennox.
—Es el señor Arkin, de Inteligencia —dijo—. Quiere hablarle inmediatamente.
Gordon suspiró, encaminándose al radioteléfono. Aplastó el cigarrillo bajo su pie y comenzó a hablar cansadamente.
—Soy Lennox, señor —dijo—. Todo sigue igual aquí.
—Lo imagino. He hablado con el presidente y sus asesores. El director de la CIA y del FBI están reunidos también con él. Quería decirle algo que ha llegado a su conocimiento hace pocos minutos.
—¿Qué es ello?
—Los cinco están ahora ahí.
—¿Qué?
—Ya sabe a lo que me refiero. Todos ellos. Los «cinco grandes». Están dentro de su instalación. Se ha comprobado que salieron hacia allá, desde sus respectivos puntos habituales, la noche anterior.
—Eso quiere decir que ya estaban dentro, cuando Do— novan llegó. Esperándole...
—Exacto. ¿Qué le sugiere eso?
—No lo sé —gruño Lennox—. Habíamos programado algo. Y parece que las cosas se han precipitado, eso es todo. ¿No queríamos que Donovan actuase cuando ellos estuvieran juntos en un mismo lugar? Pues parece que lo ha hecho...
—Pero Donovan no piensa por sí mismo, Lennox. No podía saber que esos cinco hombres son los que él tenía que matar. No había partido aún la orden para su cerebro.
—Sin embargo, él la recibió. ¿De donde?
—Sé tanto como usted —se irritó Arkin, en la distancia—. Iré en seguida hacia allá. Quiero seguir de cerca los acontecimientos. El doctor Crossland me acompañará, por si es necesaria su intervención.
—Muy bien. Le estaremos esperando en esta ratonera. ¡Buen viaje, jefe!
Colgó. Ilonka le miró gravemente. Lennox meneó la cabeza con desaliento.
—Algo ocurre aquí —comentó desabrido—. Donovan no podía saber que esos cincos hombres reunidos eran la señal para que actuase, pero lo cierto es que ha actuado como si realmente nosotros mismos hubiéramos programado ya su actividad.
—Eso es altamente improbable, Lennox —protestó ella—. Donovan no podía saberlo. Sencillamente, sólo piensa a través de ese computador activado por el diminuto reactor nuclear. Le hemos motivado para que odie a esos cinco hombres. Pero una vez desconectado de nosotros, no puede resolver por sí mismo. Sería un simple cadáver viviente, con su cerebro reducido a cero, en actividad.
—¿Está segura, Ilonka? ¿Cree que sabemos todo, absolutamente todo, sobre el cerebro humano? —Lennox sacudió la cabeza—. Algo está sucediendo dentro de ese recinto alambrado, y me gustaría saber lo que es... ¿Qué estará haciendo, en estos momentos, Donovan?
Si Lennox lo hubiera sabido, su horror hubiese crecido de grado.
* * *
Ralph Donovan sonrió fría, extrañamente.
Luego avanzó unos pasos sobre Ingerman Moench, el magnate de la industria pesada y el acero.
Este emitió un grito de horror. Trató de defenderse pero era imposible. Notó la mano de Donovan en su rostro, en su piel. Emitió un alarido de angustia, y luego Donovan cerró sus poderosos dedos sobre el cuello y mentón del magnate.
Ocurrió algo espantoso.
Crujieron violentamente los huesos, astillándose como si fuesen de vidrio, bajo la epidermis repentinamente desgarrada, deforme y sangrante, del hombre que fuese poderoso en la cúspide de los grandes negocios mundiales.
En medio de una oleada de sangre, se desplomó, convulso, a sus pies, agitándose como un reptil pisoteado. Mi siquiera tenía ya nada parecido a un rostro. Una trágica mueca se había borrado de su faz, al ser ésta triturada por la increíble mano de su asesino.
Sonaron disparos a espaldas de Donovan. Las balas perforaron su cuerpo y su cabeza. El alto y flaco cuerpo se estremeció. Pero no sucedió nada. Absolutamente nada, salvo que el cuerpo de Ralph Donovan comenzó a emitir unas extrañas radiaciones de claridad azulada, como si todo el cuerpo, su rostro y su cabeza fuesen incandescentes. Se volvió con expresión crispada, encarándose a los guardianes de seguridad de Ciudad UIATT, y caminó pesadamente en su dirección. Nuevas balas brotaron de las armas de los hombres uniformados de color verde oscuro, con el distintivo de la poderosa multinacional.
Estos, despavoridos, apretaron los gatillos. Había sangre en las ropas de Donovan, pero los boquetes mortales no parecían hacer, en él, efecto alguno. Su paso era lento, aunque implacable, y se dirigía hacia ellos como un ser de pesadilla.
Cuando estuvo cerca, su radiación azul se hizo más intensa. Los hombres armados vacilaron, deslumbrados, y comenzaron a soltar sus armas, llevándose las manos a los ojos. Exhalaron alaridos de intenso dolor... ¡y sus ojos comenzaron a oscurecerse, a arrugarse como si se abrasaran! Retrocediendo, totalmente ciegos, golpeándose en los muros torpemente.
Donovan alcanzó a dos de ellos, y aplastó sus cráneos contra las, paredes metálicas de la zona, con la simple presión de sus poderosas manos nervudas. Sangre, huesos y piel desgarrada, quedaban como huella pavorosa de su paso por las dependencias del amplio centro industrial.
Y en torno suyo, como un halo dantesco, aquella luminosidad azul crecía en intensidad, generando en derredor una extraña ola de calor que quemaba las ropas a quienes se aproximaban a él, o abrasaba su epidermis, si el contacto era demasiado cercano.
Otro de los magnates, Alex Godberg, el gran financiero, yacía en su camino, aplastado contra unos escalones, donde Donovan le machacara brutalmente rostro y cabeza, hasta que sus dedos de acero hicieron una pulpa informe y repugnante con el magnate.
Dos de los «cinco grandes» que soñaban con destruir el mundo habían caído bajo el implacable y devastador emisario de muerte que era ahora Ralph Donovan, el hombre— computador del Experimento Gamma.
Y éste seguía adelante, sembrando el terror y la muerte dentro de Ciudad UIA TT. Seguía inexorable, inmune a los proyectiles que perforaban su cuerpo, o su cabeza.
Como si ya ni siquiera fuese humano.
¿O es que ya no lo era?
* * *
—Es inútil. —Ilonka suspiró, cerrando el control de las pantallas de encefaloscopia, tras una serie de fallidos intentos por captar de nuevo las emisiones cerebrales de Donovan—. No podemos hacer nada. Lo hemos perdido de modo definitivo.
—Definitivo... —repitió Gordon Lennox, exasperado. Contempló, con la mayor de las impotencias, toda la serie de complejos mecanismos que, en teoría, deberían haber ' mantenido el enlace constante con las reacciones emotivas y psíquicas del paciente—. En fin: El Experimento Gamma ha fracasado.
—Es un modo algo duro de decirlo. Pero sí, eso es lo que ha ocurrido, creo.
—¿Por qué cree que pudo fracasar?
—No lo sé. Algo, un elemento no previsto, alteró toda la programación previa. Eso demuestra que el hombre no es todavía una máquina. Ni siquiera un hombre computado y mecanizado.
—A buena hora hemos venido a enterarnos de eso... —Gordon contempló las máquinas electrónicas como si, de repente, se hubieran convertido en inútil chatarra—. Tanto esfuerzo, tanto preparativo, tanto olvido del factor humano, para venir a esto. Hemos jugado, cruel e inútilmente, con una vida humana y su derecho a morir, a dejar de ser. Donovan hubiera muerto irremisiblemente, tras los disparos de la policía, de no ser por este proyecto. Y ahora, resulta que hemos trabajado estérilmente y hemos sacrificado de un modo estúpido a ese pobre ser, mentalmente enfermo. Nada de esto sirve, ahora, para cosa alguna.
—Es usted un pesimista incorregible, Lennox.
—Tengo motivos para ello ¿no?
—Aún no sabemos lo que está sucediendo, exactamente, allí, dentro de la ciudad de la multinacional.
—Tal vez sea mejor no saberlo. Yo...
Se detuvo Lennox, Uno de sus auxiliares acababa de entrar en la cámara, con expresión alterada. El modo que tenía de respirar entrecortadamente, y la brusquedad misma de su irrupción, hizo que ambos se volvieran hacia él.
Una misma idea les asaltó, al ver la expresión del recién llegado. Y no era una idea grata. Aquel rostro mostraba una palidez y una crispación que no auguraban nada bueno.
—Y ahora ¿qué ocurre? —suspiró Lennox, inquieto.
—No lo sé —dijo su auxiliar—. Pero sea lo que sea, es grave. Muy grave.
—¿En qué sentido?
r—En el peor. Ya no se trata de ondas cerebrales ni de problemas en la mente de Donovan.
—¿Qué, entonces?
—Radiactividad
—¿Qué? —gritó alterada, Ilonka Vaszary.
—Radiactividad —repitió el que acababa de llegar, con voz tensa—. Los detectores acusan un aumento gradual e insólito de nivel radiactivo en la zona.
—Dios mío... —musitó Ilonka, muy pálida. Se volvió a Gordon—. Me temo...
—¿Qué? —él la contempló, a su vez, preocupado—. ¿Qué teme?
—El cerebro del paciente... Lleva un pequeño reactor nuclear dentro, recuérdelo.
—Bien, ¿y qué? Tiene varios dispositivos de seguridad. No es fácil que todos puedan fallar...
—Mientras Donovan viva, no. Pero ¿y si ha muerto? Tal vez un destrozo irreparable en su cráneo llegue a provocar la liberación de la radiactividad en el mecanismo.
—Lo siento, señorita —terció el auxiliar de Lennox—. No es posible que sea eso.
—¿Por qué? —se sorprendió ella, volviéndose.
—El nivel de aumento de la radiactividad es muy fuerte. Si sigue al mismo ritmo, puede alcanzar niveles mortíferos en pocos minutos. Es como si algo dentro de ese recinto vallado se hubiese liberado súbitamente. Pero no puede ser el reactor nuclear de Donovan. En caso de sufrir algún daño el mismo, su nivel radiactivo sólo significaría un peligro en un área reducidísima, en torno a él.
—Entonces, ocurre algo más... —Lennox pareció tomar una resolución. Miró su reloj de pulsera. Preguntó a su auxiliar con sequedad—: ¿Cuánto tiempo podría transcurrir para que el nivel radiactivo en la zona llegase a ser letal o gravemente peligroso, cuando menos?
—No más de dos horas, creo yo.
—Es tiempo suficiente —dijo avanzando con rapidez hacia la salida.
—Espere —le retuvo Ilonka, aferrándole un brazo—. Suficiente... ¿para qué?
—Voy a intentar aproximarme a Ciudad UIATT. Es preciso que sepa lo que sucede allí.
—Eso es muy peligroso. Podría resultar mortal para usted. Además, quizá ellos estén, ahora, sobre aviso y le ataquen si se aproxima...
—Tengo un recurso. Lo utilizaré.
—¿Cuál es ese recurso?
—Un helicóptero especial, con distintivo de la Vigilancia Rural del Estado de Nevada. Puedo sobrevolar la zona vallada sin que sospechen nada raro. Poseemos el código de las patrullas para comunicar en esa zona, si ellos lo intentan, y no pueden prohibirnos sobrevolar el recinto.
—Pero sigue existiendo el peligro de la radiactividad.
—No sobrepasaré un tiempo prudencial de vuelo. Pero debo intentar saber lo que sucede allí dentro y lo que pudo pasar con Donovan, incluso. Piense que, si realmente llega un problema serio, esa gente tiene ahí almacenado secretamente proyectiles de cabeza nuclear y otros ingenios bélicos sumamente peligrosos. Podría ser una hecatombe para Nevada y para todo el país.
—No vuele solo, Lennox. Yo iré con usted.
—No, no debe venir. Esto es asunto mío. Su labor es cuidar de las computadoras, recuérdelo.
—Para lo que sirven ya... —se encogió, ella, de hombros, con una irónica sonrisa—. No tengo mucho trabajo por hacer, ahora. Deje que le acompañe.
—Es muy peligroso. Usted misma lo dijo.
—Si lo va a ser para usted ¿por qué no ha de serlo para mí, también? Después de todo, Donovan es asunto de todos nosotros. No puede negarse, Lennox.
—Está bien —admitió Gordon, tras una vacilación—.
Vamos ya. Y que Dios nos ayude.
—Amén— suspiró con sarcasmo la joven especialista en cibernética.
* * *
El helicóptero verde y amarillo, con el distintivo bien visible de Vigilancia Rural del Estado de Nevada, sobrevolaba, con somnoliento ronroneo, la amplia zona alambrada, en cuyo interior centelleaban al crudo sol del desierto las grandes estructuras metálicas, color aluminio, aparentemente destinadas tan sólo a almacenamiento de combustibles y productos químicos, junto a torres y estructuras igualmente metálicas, de aquella gran factoría central de la UIATT
A bordo, un contador especial Geyger y una pequeña computadora, intentaban respectivamente, medir el nivel radiactivo y tratar de localizar, de alguna forma, el perdido contacto electrónico con el cerebro de Ralph Donovan.
Hasta el momento, ambos intentos ofrecían resultados claramente negativos: la radiactividad crecía constantemente, a ritmo mayor del previsible. Y la computadora no lograba conectar, en absoluto, con el perdido paciente.
—Tendremos que reducir la duración del vuelo más de lo previsto —señaló, con gesto preocupado, Gordon Lennox—. Dentro de un ahora, si sigue así, esto resultará un infierno radiactivo.
—¿Ya ha informado a Washington de ello?
—Con toda urgencia. Creo que los equipos especiales de control de radiactividad, estarán en camino ya.
—¿Y la emisora de Ciudad UIA7T...?
—Sigue igual: sin responder. No hay comunicación con ellos. Algo grave sucede allá abajo, Ilonka.
Ella asintió, sombría, mirando al lugar amplísimo rodeado de altas verjas, donde ahora se proyectaba la sombra del helicóptero. No se veía el personal de vigilancia ni de mantenimiento de las instalaciones, por parte alguna. Era como si, de repente, todo se hubiera quedado solo, vacío, exterminado por alguna extraña arma que, como la bomba de neutrones, aniquilase a la especie humana, respetando las edificaciones, instalaciones y Naturaleza.
Pero nada de eso había sucedido allí dentro. Por lo tanto, ¿qué estaba ocurriendo, realmente, en la vasta propiedad de los cinco primeros magnates de la industria y las finanzas de Estados Unidos?
Esa era la gran interrogante que Lennox hubiera querido resolver de alguna forma. Pero que no vela modo de poner en claro.
—Voy a descender algo más —dijo, bruscamente, el agente especial del Gobierno.
Ilonka le miró sin decir nada. Intentó de nuevo comunicar con la base de comunicaciones de Ciudad UIATT. No dio resultado. También probó en la computadora portátil. Las pantallas sólo emitieron líneas irregulares y zumbidos irritantes. No había contacto con Donovan. Ni con nadie.
—Cuidado —avisó ella, observando las oscilaciones del Geyger—. A medida que descendemos, la radiactividad aumenta considerablemente.
—Ya lo había imaginado —asintió Gordon, fríamente. Sus ojos cerrados escudriñaban cada rincón de aquella zona acotada, hasta entonces virtualmente prohibida a los intrusos—, Me pregunto dónde se habrán metido... Quizás en los refugios antinucleares. En cuyo caso, eso significaría... peligro.
—Peligro mortal. Pero Donovan no puede haber intervenido en ello...
—¿Seguro? —dudó Gordon, mirando a la muchacha.
—i Oh, Dios mió! No quiero ni pensar que haya sido él quien, por destruir a esos cinco hombres, haya llegado a provocar una hecatombe de consecuencias imprevisibles, con una verdadera masacre...
—Ojalá no sea así. Pero, por el momento, todo hace pensar en eso. A fin de cuentas, apenas Donovan llegó aquí... ha comenzado algo que no entendemos. Empezando por su liberación de los controles a distancia. Hay algo en ello que yo no...
—¡Mire! —le interrumpió la voz, repentinamente aguda, de Ilonka—. ¡Allí!
Desde la cabina del helicóptero, los ojos de Gordon Lennox buscaron lo que le señalaba ella con gesto de urgencia. Y descubrió el motivo de su excitación.
Un hombre había aparecido, al fin, en escena.
Un hombre corría, despavorido, saliendo de una de las instalaciones de la zona industrial. Parecía presa de un terror indescriptible. Miraba hacia atrás con frecuencia y era tal su apresuramiento, que trastabillaba, tropezaba con frecuencia en su alocada carrera y parecía siempre a punto de caer.
El helicóptero planeaba sobre el lugar del hecho, como un enorme insecto metálico. Algo, en aquella extraña situación, hacía intuir a Lennox que una brusca revelación estaba cerca. Muy cerca...
De súbito, ocurrió.
El hombre azul, resplandeciente, emergió de entre las estructuras metálicas, detrás del asustado fugitivo. Ilonka estaba consultando algo que llevaba consigo, y manifestó agitadamente a su compañero de vuelo:
—¡Ese hombre, el que huye...! ¡Es Lukas Haxman, uno de los cinco!
Lennox ni siquiera respondió. Estaba absorto, sobrecogido, contemplando lo que sucedía debajo de ellos, en la amplitud enrejada de Ciudad UIATT. El fugitivo seguía corriendo desesperadamente. Y el hombre azul iba tras él.
Aquello ni siquiera parecía un hombre. Tal vez ni lo era ya.
Era una figura humana, rígida, moviéndose inexorable detrás del que huía. Una figura envuelta en un resplandor azul, cegador, despidiendo de su ser radiaciones extrañas, que derretían el metal a su paso, haciéndole gotear como si fuese cera caliente.
No necesitó aproximarse demasiado al fugitivo. Le bastó detenerse a alguna distancia de él, cuando Haxman perdió el equilibrio y cayó de bruces en el suelo del asfalto gris. Le contempló fijamente. No pareció hacer nada contra él.
Pero súbitamente, el millonario que intentaba huir se agitó en el suelo, espasmódicamente, con un alarido desgarrador, crispando sus brazos y piernas en una contracción violenta y desesperada.
Luego, se ennegreció totalmente, su piel se abrasó. Como pudo ocurrir con cualquier habitante de Hiroshima, en el pasado, y se convirtió en un cadáver horrible calcinado y deforme.
Gordon Lennox e Ilonka Vaszary fueron testigos horrorizados, desde la cabina del helicóptero, del increíble suceso.
Luego, Lennox descubrió la mirada del hombre azul resplandeciente, elevándose hasta fijarse en el vehículo aéreo.
Reconoció a Ralph Donovan en aquel fantástico monstruo radiactivo.
Y supo que, ahora, la muerte les tocaba a ellos dos.
7
PENAS si vaciló un par de segundos, no más.
—¡Abajo, Ilonka! —rugió.
Y antes de que ella pudiera reaccionar, antes de que le fuese imposible entender algo, pegó un brusco golpe al timón del helicóptero, desviándole de la vertical sobre el lugar del suceso, al tiempo que aferraba a la joven ingeniero en cibernética y, sin la menor vacilación, se lanzaba por la portezuela del vehículo, arrastrando consigo a la muchacha, que gritó con horror, al advertir que su caída hacia el suelo, desde tan escasa altura, no podía significar sino la muerte de ambos.
—¡Lennox, esto es una locura, un suicidio!... —la oyó gritar Gordon, cuando ya la loca iniciativa de él no tenía remedio, y se sentía asida al agente especial del Gobierno, camino de tierra, vertiginosamente, sin espacio material para que sus paracaídas se pudieran abrir y evitar el impacto mortal.
En sólo un segundo más, sucedieron dos cosas igualmente sobrecogedoras para Ilonka, si bien de diferente signo para su suerte.
El helicóptero, de súbito, pareció reventar, convertido en una bola de fuego que se desparramó, violenta y estruendosa, iluminando dantescamente el cielo sobre la factoría industrial de los grandes magnates.
De haber continuado ellos en la cabina, ahora serían dos cuerpos despedazados, reventados por la extraña energía que había pulverizado la liviana nave aérea.
Después, casi simultáneamente, sobre su cabeza y la de Gordon Lennox flotó la esplendorosa forma de seda de un paracaídas especial, de rápida acción, que frenó su caída y ' les mantuvo en el aire, con un brusco tirón, cuando ya distaban apenas cien metros de tierra firme, fuera de las alambradas de la factoría.
—Serénese —dijo Gordon—. En asuntos así, siempre subo a un avión o un helicóptero llevando un paracaídas especial, de rápida acción, capaz de abrirse a corta distancia del suelo, mediante un sistema de presión que actúa sobre unas células fotoeléctricas. Todo va bien, pero no hubiera ido igual de seguir allí, ya lo ha visto...
—Dios mío, Lennox... ¿Qué es lo que ha ocurrido?
—Es fácil imaginarlo —suspiró Gordon, mientras descendían suavemente a tierra, ella entre sus brazos, firmemente aferrada—. Energía nuclear liberada. Actuó sobre el combustible del helicóptero, llevándole a un grado de ebullición que lo inflamó.
—Pero... ¿qué produjo eso?
—Mejor pregunte quién lo produjo.
—¿Quiere dar a entender que él ha sido quien...?
—Sí, Ilonka. Aceptemos los hechos, tal como son, aunque no nos gusten. Hemos visto con nuestros propios ojos lo que sucedió allá, bajo nuestros pies, hace sólo unos momentos. Vimos morir a un hombre, calcinado por una fuerza liberada, de enorme potencia destructora. La misma fuerza que aniquiló nuestro helicóptero y nos hubiera destruido a nosotros dos.
—¿Ralph Donovan?...
—SI. Ralph Donovan. El es la fuerza destructora. El es la Muerte, ahora, Ilonka. Hemos creado un monstruo y ahora me temo que no sabremos controlarlo... Mire, viene hacia acá...
Era cierto. Mientras caían suavemente sobre el desértico terreno, a no más de cien yardas de las altas alambradas que les separaban de la factoría, la figura de Ralph Donovan, rígida e implacable, llegaba hasta esas vallas metálicas que se fundían a su paso, desmoronándose derretidas, entre una acre humareda, para dejar un ancho boquete por el que avanzó inexorablemente el hombre del resplandor azul, aquella especie de fantástica y devastadora bomba viviente que era en aquellos momentos Ralph Donovan...
* * *
Era la muerte.
Y ahora, para ellos dos, Donovan era una máquina destructiva que nada ni nadie podía detener ya. Por la razón que fuese, el hombre resucitado a base de la intervención de cirugía estereotáxica en su lóbulo temporal derecho, se había transformado, dentro de la misteriosa y amenazante Ciudad UIA7T, en un demoledor rodillo atómico. Era una fuente de energía nuclear capaz de aniquilarlo todo a su paso.
—Dios mío, Lennox, viene a por nosotros... —susurró Ilonka, con ojos preocupados, todavía tendida en tierra, junto a su salvador, que se despojaba rápidamente del paracaídas especial que les permitiera huir de la primera amenaza—. No tenemos escapatoria posible. Nos convertirá en algo parecido a lo que hizo con Haxman.
—Eso me temo, a menos que podamos huir de él... —susurró Lennox, tenso.
—Pero, ¿cómo? —musitó angustiada, ella.
Gordon hubiera querido tener una respuesta para eso, pero evidentemente no la encontraba con facilidad. Y los pasos de Donovan aproximaban a éste, por momentos, al lugar donde ellos estaban. Por lo que pudieron ver desde el aire poco antes, no necesitaría llegar hasta ellos el alucinante hombre azul luminoso, para terminar con sus vidas fácilmente.
De repente, el milagro se produjo del modo más imprevisible.
De detrás de unas dunas desérticas, salpicadas de artemisas, brotó un vehículo con rapidez. Era el «Land Rover» de su auxiliar, que rodaba con celeridad hacia ellos.
—¡Rápido, suban aquí! —sonó la voz aguda del joven auxiliar de que disponía Lennox en su refugio del desierto de Nevada.
Se incorporaron los dos jóvenes, precipitándose hacia el vehículo. Ralph Donovan se detuvo un momento. Sus ojos fijos en ellos, parecían tener una rara, fosforescente luminosidad. No reflejaba emoción alguna en su rostro rodeado de halo azul.
Apenas hubieron saltado Gordon e Ilonka al «Land Rover», unos matorrales situados a menos de diez yardas del vehículo ardieron súbitamente, y la tierra reseca y arenosa saltó impetuosamente, como si un artefacto hubiera estallado en aquel punto.
El vehículo osciló, sacudido por la fuerza expansiva, pero no llegó a volcar, como Lennox temía. Su auxiliar, sin perder el tiempo, había hecho dar un brusco viraje al «Land Rover», lanzándose luego vertiginosamente, con el acelerador pisado a fondo, detrás de las dunas. Una de éstas saltó por los aires, en medio de una sorda explosión, empezando a arder violentamente los matojos. El ayudante de Gordon Lennox se volvió a éste, algo pálido, en medio de la nube de arenisca que les envolvía en ese momento.
—La gasolina no sé si soportará... —jadeó, roncamente—. Pero el agua del radiador está hirviendo, virtualmente...
Lennox, alarmado, asintió. Veía surgir el humo del radiador, y notaba las trepidaciones del vehículo. La cabaña estaba próxima, pero ignoraba si llegarían a tiempo a ella.
Notaban contra sus rostros unas oleadas de calor asfixiante. La temible energía que generaba y emitía ahora Ralph Donovan, estaba provocando la elevación constante de la temperatura. Ello podía desembocar en un total desastre para ellos.
Alcanzaron la cabaña sin que sucediera nada, aunque el viento en torno suyo, removiendo tierra y vegetación, era de una intensidad calorífica preocupante. Si subía más grados, estallaría la gasolina y, con ella, todos cuantos ocupaban el vehículo. Giró la cabeza Lennox, alarmado.
Ralph Donovan estaba empezando a asomar por detrás de las dunas. Su rígida figura implacable, era visible en medio de las nubes de polvo y tierra arenosa, como una silueta de muerte y devastación.
—¡Pronto, a la cabaña! —gritó roncamente Lennox—. ¡Saltemos de este coche lo antes posible!
Así lo hicieron, apenas el «Land Rover» estuvo a unas yardas de la cabaña. Agazapados, corrieron velozmente hacia la entrada. Ilonka iba fuertemente sujeta por la mano de Gordon, que tiraba de ella, impidiendo que pudiese caer o tropezar.
Apenas habían entrado en la cabaña, afuera hubo una llamarada violenta, una terrible explosión, y se escuchó la caída de fragmentos de metal retorcido y abrasado, cuando el pulverizado «Land Rover» había sido hecho añicos por la voladura.
Tuvieron el tiempo justo de abrir la puerta secreta y penetrar en el subterráneo. Gordon cerró herméticamente el acceso de acero y hormigón, sobre sus cabezas, precipitándose, luego, escaleras abajo los tres.
No habían llegado aún a la planta inferior cuando tembló el techo sobre sus cabezas, osciló el suelo, vacilaron los muros, las luces inferiores parpadearon violentamente, y en un panel de la computadora todas las luces se tornaron rojas y mi sordo zumbido lo invadió todo, como una señal de alarma.
En todas las pantallas de los computadores allí desplazados para seguir de cerca el Experimento Gamma, surgió una misma frase en caracteres rojos:
MAXIMA ALARMA
En otro panel destinado a contar los grados de radiactividad, parpadeaba violentamente otra luz roja y una aguja subía, marcando un elevado nivel de radiaciones en el exterior.
—La cabaña... —jadeó Ilonka, muy pálida—. Ha debido volarla...
—Sí. Lo mismo que el «Land Rover». Lo destruye todo, apenas lo mira. Ese hombre es un foco de destrucción masiva. No puedo entender lo que ha sucedido...
—Nosotros, menos aún —dijo una voz al fondo de la cámara subterránea.
Se volvió Gordon Lennox, sorprendido. Tres hombres aparecían, ahora, ante él, con expresión alarmada y ojos sombríos. Eran Luther Arkin, jefe de Inteligencia del Gobierno y los doctores Crossland y Kovacs, los notables neurocirujanos que intervinieran quirúrgicamente el cerebro de Ralph Donovan.
—¿Ustedes? —resopló Gordon—. ¿Qué hacen aquí?
—Vinimos inmediatamente al recibir el informe de que algo anormal sucedía en Ciudad UIATT —explicó roncamente Arkin—. Nos han traído en un supersónico especial del Pentágono. Y, a lo que veo, muy oportunamente...
—O inoportunamente, según se mire —sonrió duramente Lennox—. Ese hombre está ahí fuera. Esperemos que el hormigón y el acero eviten el paso de la radiactividad hasta aquí. Y que Donovan se crea que nos ha destruido al volar la cabaña.
—¿Donovan? —enarcó las cejas el doctor Zoltan.Kovacs—. ¿Es él responsable de todas esas explosiones de tipo nuclear?
—De todas, sí.
—¿Qué armas utiliza, exactamente? —se interesó el doctor Grossland.
—Ninguna.
—¿Cómo? —masculló Arkin, incrédulo—. Tiene que usar alguna, Lennox, no me venga con fantasías. Son explosiones nucleares de escasa potencia, acaso con un arma de posibilidades limitadas, pero es obvio que provoca fisión nuclear..
—Y tan obvio. Sólo que Donovan es el arma. El mismo se ha convertido en una pila nuclear activada. Le basta aproximarse, mirar a algo... para que ese algo vuele en pedazos o se calcine, sea vegetal, animal, ser humano o simple objeto inanimado.
—Eso no es posible., —protestó el doctor Kovacs.
—Claro que lo es —confirmó Ilonka—. Todos lo hemos presenciado. Donovan anda suelto. Mató a Haxman ante nosotros, abrasándolo con su simple proximidad. Debe haber destruido así muchos ocupantes de esa zona alambrada. Derrite los metales cuando se aproxima a ellos. No me pregunten qué sucede. No tiene sentido. Pero ocurre, y eso es lo que realmente cuenta para nosotros. Por algún fenómeno inexplicable, un ser humano se ha transformado en un generador de energía nuclear, en una máquina mortal. No sé si piensa o no, si lo hace consciente o inconscientemente, pero lo cierto es que lo hace
—Dios mío... —lívido Luther Arkin se enjugó el sudor que hacía brillar su rostro alterado—. Recuerden que ese lugar, Ciudad UIA TT, posee reactores nucleares, armas de cabeza atómica... ¿Qué sucederá si se aproxima a ellas?
—Me temo que ya se habrá aproximado,, señores —dijo sordamente Lennox—. Por lo tanto, o ha recibido de ellos la energía que ahora irradia... o quizás ambas cosas a la vez. Si por un fenómeno inexplicable ha absorbido energía nuclear que ahora emite, también es muy posible que haya provocado una fisión más o menos lenta en las pilas energéticas allí conservadas. Si se produce una reacción en cadena, todo esto saltará por los aires. Y más de cien millas cuadradas de Nevada se convertirán en un enorme cráter atómico, ustedes lo saben.
—Con nosotros dentro, por supuesto.
—Por supuesto... a menos que salgamos inmediatamente de aquí.
—¿Con Donovan ahí fuera... y la atmósfera convertida en un horno nuclear? —dudó Ilonka, estremeciéndose.
—Será peor dentro de poco, si los temores de Arkin se cumplen, como me temo. Es preciso dar la alarma general en todo el Estado de Nevada, para impedir vuelos sobre esta zona, para que los automovilistas salgan de la zona antes de que sea demasiado tarde, y sus escasos y posibles habitantes se marchen lo antes posible a lugar más seguro, montando aquí una barrera de protección tras el desastre.
—Todo eso se puede hacer, ahora —dijo Arkin, haciendo un gesto expresivo al auxiliar de Gordon Lennox, que se apresuró a asentir, dirigiéndose con rapidez al emisor de radio para transmitir el urgente mensaje a todo el Estado, y simultáneamente, a Washington—. Pero... ¿y salir de aquí, con un mínimo de garantías?
—Señor Arkin, si nos quedamos, no habrá ni la más pequeña posibilidad de salvación. Ni una sola garantía. Si salimos, podemos salvarnos aún. Tenemos unos trajes anti radiactivos y habrá suficientes para todos. Disponemos de un medio de transporte rápido, de la máxima emergencia: el cohete XZ-37 que nos conducirá a gran altura a todos, lejos del suelo y lejos de este punto límite.
—Cierto. El cohete situado en la rampa subterránea... —asintió Arkin—, Tiene capacidad para ocho personas...
—Aquí somos siete, exactamente. Aún nos sobra una plaza —afirmó Lennox, enérgico—. Vamos, señores. Hay que vestirse rápidamente e ir al cohete. Es la única posibilidad que tenemos...
—¿Y... Ralph Donovan? —se interesó el doctor Neil Crossland, pensativo.
Lennox se volvió a mirar al neurocirujano. Sacudió la cabeza.
—Lo siento —dijo—. No podemos hacer nada por él. El Experimento no resultó. Tal vez ya nunca haya peligro de ataque al país y al mundo, rompiendo la paz, por parte de esos hombres ricos y desaprensivos, porque su centro de operaciones va a volar por los aires y ellos posiblemente estén ya muertos. Pero si bien Donovan cumplió esa parte de su misión, por otro lado, el arma usada se ha vuelto contra nosotros... y de una forma devastadora que nadie pudo imaginar. Tal vez ya nadie puede hacer nada por Donovan, el primer Hombre Atómico en la historia del Mundo. Tenemos que dejarle morir con todo lo demás, en el que será pronto un infierno para los seres vivos y para la vegetación.
Estaban ya en la cámara donde se guardaban los trajes especiales, antirradiación. Los plateados uniformes herméticos, con sus escafandras cuadrangulares, dotadas de visores de color oscuro, variable según la luz exterior, cubrieron en escasos instantes los cuerpos y rostros de los ocupantes del refugio subterráneo.
Después, pasaron a una cámara en la que se alzaba una rampa, dirigida hacia el techo, y sobre la cual se hallaba un proyectil de forma aerodinámica, provisto de cuatro lechos, en su parte delantera, y otros cuatro en la posterior. Era solamente un proyectil para situarse lejos de la zona y luego planear un tiempo limitado, hasta que un avión nodriza especial de las Fuerzas Aéreas, se ocupase de recogerles para volverlos a tierra firme.
Poco más tarde, desde la cabina interior, donde se hallaban tendidos los siete hombres, en el angosto reducto del cohete, éste era activado por Gordon Lennox. Su sistema de propulsión funcionó inmediatamente y el vertiginoso cuerpo puntiagudo se abrió camino, a través de una abertura accionada automáticamente en la cúpula del subterráneo, por medio del sistema de arranque, perdiéndose en medio de un rugido estridente, en las alturas, sobre el desierto de Nevada.
Abajo, los efectos radiactivos empezaban a alcanzar el más alto nivel de peligro, y, no tardando mucho, se produciría el cataclismo.
En una amplia área alrededor del punto límite, las órdenes transmitidas por los organismos de seguridad, eran obedecidas inmediatamente por aviones, helicópteros, servicios de patrullas policiales, autobuses y cuantos automovilistas particulares llegaban a recibir la emisión urgente de boletines informativos al respecto, a través de sus receptores de radio, o bien mediante las barreras policiales montadas en todos los accesos a la zona desértica en cuyo centro geográfico se alzaba Ciudad UIATT.
Cuando se detectó la explosión nuclear en el centro del desierto de Nevada, había transcurrido más tiempo del previsto por la misma.
Un avión nodriza de las Fuerzas Aéreas especiales, había recogido, en un punto sobre el estado de Nebraska, el cohete de máxima emergencia en el que viajaban los principales promotores del fallido Experimento Gamma.
Fallido, al menos, en cierto grado. Porque se había evitado la temida conflagración mundial, provocada por los grandes financieros y poderosos industriales unidos para desencadenarla. Pero la forma en que ello ocurrió había sido diferente a la proyectada, en principio. Algo había fallado. Y ese algo, como tantas otras veces en que todo se confió a la Ciencia y a la Técnica, había sido el factor humano. Porque el objetivo estaba conseguido. Pero habían perdido definitivamente a Ralph Donovan, el hombre que lo hizo capaz, movido a distancia por impulsos electrónicos y que, a fin de cuentas, había vuelto a liberarse, actuando por sí mismo, movido por sus constantes habituales de conducta agresiva, y convertido, por razones ignoradas, en un auténtico Hombre Nuclear.
Gordon Lennox hubiera querido conocer el misterio de esa mutación fantástica, pero ello no parecía ya posible, con Donovan desaparecido en la hecatombe atómica del desierto de Nevada.
* * *
Gordon Lennox se sorprendió notablemente cuando recibo la llamada telefónica a tan altas horas de la madrugada.
—¿Sí? —preguntó, somnoliento todavía, sintiéndose más fatigado que nunca, tras la llegada a Washington, el examen médico pertinente, previo a su presentación ante las altas personalidades de la nación para informar, junto con Ilonka y los doctores Kovacs y Crossland de los sucesos en torno al proyecto Gamma—. ¿Quién llama ahora?
Nadie tenía aquel número de teléfono suyo, que él supiera, puesto que se hallaba alojado por el Gobierno, descansando en espera de un más amplio informe del caso, al día siguiente en el Pentágono y en la Casa Blanca.
Y, sin embargo, la llamada era para él.
—Gordon, soy yo —dijo, al aparato, una voz que había terminado por serle últimamente muy familiar—. Perdona que te moleste de modo tan intempestivo.
—¡Ilonka!—exclamó él, lleno de sorpresa—. ¿Qué te ocurre, ahora? Son... son las cuatro de la mañana y supongo que estarás tan cansada como yo...
—Más aún —río suavemente ella, al otro extremo del hilo—. Pero tenía que llamarte, Gordon. Puede ser muy importante. Claro que podría estar en un error, pero... no lo creo.
—¿Error? ¿Qué clase de error? ¿A qué te refieres? ¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme?
—Escúchame bien, Gordon. Esta noche, antes de descansar, he querido hacer una última prueba...
—Una última prueba... ¿sobre qué? —se interesó Lennox, perplejo.
—Ya sabes lo que me atrae mi trabajo. He conectado los computadores... y he buscado las emisiones originales, las que nos mantenían en contacto con Donovan al inicio de este experimento...
—Pero, Ilonka, ¿por qué has hecho semejante cosa? No conduce a nada. Donovan es un hombre desaparecido, desintegrado por la explosión nuclear que él mismo provocó dentro de las factorías industriales donde se ocultaban los secretos militares y científicos de ese grupo de locos, ebrios de sed y de poder y de dominio. Ya no existe nuestro hombre...
—A eso me quería referir, Gordon. Creo... creo que he vuelto a contactar con él.
—¿Qué dices? —se le erizaron los cabellos a Gordon Lennox.
—Lo que has oído —suspiró ella con voz trémula—. Tengo su señal en mi pantalla. No puede ser otro que él. Emite radiaciones electromagnéticas aún. Está vivo, Gordon, en alguna parte. Y he logrado controlar otra vez, en cierto modo, su cerebro.
—Pero..., pero eso no tiene sentido. —Lennox se enjugó el sudor con el borde del pijama, confuso—. No puede haber sobrevivido...
—Gordon, las constantes vitales que detecto son muy diferentes. Estoy captando las radiaciones de un hombre que apenas siente nada humano, que no piensa, cuyo corazón es un pálpito regular, rítmico, desprovisto de fluctuaciones emocionales... Y cuyo cerebro es una línea recta con sólo un destello de lucidez, con una leve oscilación que señala actividad cerebral, pero que no emite emociones ni ideas. Si tiene alguna idea en su mente, esa es una idea fija, como impresa en sus circuitos mentales.
—Es imposible —insistió Lennox—. Tienes que estar en un error Ilonka. No puede ser él. ¿Cómo... cómo habría salido de allí, de aquel infierno, sin un medio para lograrlo?
—No lo sé, Gordon. No busco respuestas aún. Sólo quiero compartir contigo esta noticia. He aplicado ahora mismo el detector Geyger a distancia, para comprobar su posible radiactividad. —¿Y...?
—Es positivo el resultado, Gordon. Estoy viendo las cifras. Ese hombre que tengo detectado en mis pantallas... el que puedo seguir, ahora, esté donde esté... emite radiaciones de alta potencia. Es como... como si fuese un reactor nuclear a punto de saltar por los aires, ¿entiendes?
Lennox entendió, y un frío glacial invadió sus venas. Si Ilonka no estaba en un error, y era difícil que una experta en cibernética como ella pudiera estarlo, Ralph Donovan existía aún.
No sentía apenas, no pensaba más que en algo fijo... y seguía siendo un ser saturado de radiactividad mortal. Un monstruo suelto, de terrorífico poder, cuyo alcance podía causar otro desastre peor que el de Nevada.
—Ilonka, iré en seguida a verte y examinaré contigo esas máquinas —comentó Gordon Lennox roncamente, ya sin pizca de sueño en su persona—. Creo que es lo mejor que podemos hacer. Y una vez comprobado, podríamos informar urgentemente a... Ilonka, ¿me oyes?
Una serie de zumbidos y vibraciones en el aparato telefónico, dificultaban la comunicación, ahora. Lennox trató de percibir la voz de ella, y de ser oído a su vez.
Muy lejana, confusa, mezclada con las alteraciones e interferencias telefónicas, le llegó la respuesta de ella:
—Sí, parece que hay una avería en la línea... Te oigo muy confusamente... Gordon, los ruidos aumentan en intensidad...
—Ilonka, iré en seguida a reunirme contigo, ¿me oyes bien?
—No, no sé lo qué dices... Oigo tu voz, pero... —también a partir de ahí, la voz de ella se hizo confusa, en medio de una serie de trepidaciones y zumbidos persistentes.
Pensativo, Gordon colgó, empezando a vestirse presuroso, mientras meditaba sobre los sucesos que ella le había notificado.
Por fortuna, se hallaban en el mismo edificio,. Sólo que en diferentes alas del mismo. Era uno de los locales secretos del Pentágono, donde existía una instalación perfecta de computadoras, así como alojamiento para determinado personal que debiera, en todo momento, estar controlado por el Gobierno, sin que se comunicase con el exterior.
Mientras se vestía, su mente iba trabajando a toda presión. Ilonka había hallado, sin duda, el perdido rastro de la mente de Donovan. Tal vez la propia fuerza nuclear que poseía actualmente al hombre, hacía que su cerebro, dotado de electrodos y de la diminuta computadora, no opusiera resistencia al contacto electrónico a distancia. Pero Gordon seguía preguntándose cómo era posible que hubiera salido con vida de la hecatombe atómica de Nevada, y en qué lugar podía hallarse en estos momentos. .
Un ser como él, con la tremenda carga radiactiva que había absorbido y que emitía letalmente, tenía que acusar su presencia en cualquier parte. Provocaría alteraciones, sin duda alguna. Sería fácilmente detectado, porque una energía semejante, al liberarse en torno suyo, afectaría a muchas cosas: instalaciones eléctricas, comunicaciones, motores, mecanismos...
¡Comunicaciones!
La idea martilleó el cerebro de Lennox como un repentino mazazo. Se sujetó a una pared, tambaleándose. De repente, sentíase con la piel fría, bañado en un sudor de hielo. La cabeza le daba vueltas, su corazón palpitó con violencia.
—Las comunicaciones... —jadeó—. ¡El teléfono!
Aquellos zumbidos, aquellas vibraciones, las interferencias telefónicas durante el diálogo entre Ilonka y él, cobraban, de repente, un siniestro significado...
Donovan estaba cerca. Muy cerca de Ilonka.
Pensar eso y precipitarse fuera de su alojamiento, fue todo uno.
Se lanzó tan precipitadamente a los corredores del edificio oficial donde se hallaba alojado, que en los pasillos le interceptó un soldado de servicio. Había vigilancia militar en todas las alas del edificio.
—Alto. ¿Adonde va, señor Lennox? —preguntó, tras leer su identificación oficial en la tarjeta plastificada de su pecho—. Está prohibido que salgan de sus habitaciones durante la noche. Si precisa algo, puede pedirlo a...
—No, no preciso nada, soldado —cortó Lennox, abruptamente—. ¡Es cuestión de máxima urgencia! Es posible que tengamos dentro de este edificio a un monstruo que nos destruya a todos...
«—Pero...3 ¿qué dice? —jadeó el soldado, atónito.
—¡Pronto, llame al oficial de guardia! Es preciso que hable con él urgentemente. Y que envíen gente armada al alojamiento de la señorita Vaszary, en computadoras...
—Sí, señor —afirmó el soldado—. Venga conmigo. Hablará usted con el oficial de guardia...
Cuando lo hubo hecho, éste dio unas órdenes escuetas. Se le informó prontamente desde la entrada al edificio, adonde acudiera una patrulla de soldados armados.
—Lo siento, señor —dijo una voz alterada—. La puerta de entrada está virtualmente abrasada, pese a ser metálica. En el suelo, hemos encontrado restos calcinados de la patrulla de seguridad. Ninguno ha sobrevivido, es como si hubiera pasado por aquí una ola de fuego, señor... Y la radiactividad es muy intensa.
Eso bastó. Lívido, cambiaron una mirada el oficial y Lennox. Aquél hizo una breve llamada al Alto Mando, mientras llamaba a varios de sus hombres y junto con Gordon Lennox, se dirigían velozmente a un punto del edificio. A aquel donde se alojaba Ilonka Vaszary, con el cuadro de computadores allí instalados por el Gobierno.
Tal vez, para entonces, pensó Lennox angustiado, era ya demasiado tarde.
Demasiado tarde para salvar a Ilonka. E incluso para salvarse ellos mismos.
Ralph Donovan estaba dentro del edificio.
Y con él, la muerte radiactiva.
8
LONKA contemplaba sobrecogida al hombre luminoso.
La luz que irradiaba el rostro y la figura de Ralph Donovan no era tan fuerte como la viera en el desierto de Nevada, pero de todos modos, parecía como si por cada poro de aquel cuerpo humano, rígido y amenazador, emergiese una fosforescencia sobrenatural, que teñía extrañamente la piel de Donovan y le daba un aire grotesco y aterrador.
Ella sabía ahora que esa claridad azulada era radiación, que el hombre era como una gran pila nuclear en movimiento, dotada de vida y capaz de aniquilarlo todo a su paso... cuando él quería.
Porque ahora había descubierto el segundo y alucinante factor de la mutación producida en la estructura de Donovan. Acababa de saberlo, cuando se vio enfrentada, súbita y dramáticamente a él. Cuando de sus propios labios, oyó aquella voz rara, hueca y profunda, que brotaba del interior del ser radiactivo, como un simple eco o una cinta magnética averiada:
—Yo, señorita, sé cuándo puedo destruir... y destruyo cuando lo deseo. Es mi voluntad la que así lo dispone...
—No es posible... —había replicado ella, despavorida—. No puede ser posible que usted mismo... se controle ese poder terrible. Se supone, en teoría, que ya no es dueño de su mente, de su voluntad, de sus deseos...
Donovan no había sonreído, porque su rostro ya no se movía apenas. Era como una máscara azul, lívida y luminosa, de músculos entumecidos, estirados y rígidos.
Pero su voz, sarcástica, había vuelto a retumbar de nuevo, monocorde:
—Es falso... Todos están equivocados conmigo. Absolutamente todos. Yo controlo mi mente. Yo pienso por mí mismo... Yo puedo destruir..., si quiero hacerlo. Mi mente da la orden...., y mi cuerpo crea la energía y la proyecta sobre la persona elegida... No tenéis salvación. Nadie la tiene. Soy el más fuerte... Escapé a la destrucción del desierto... y volveré a escapar siempre que lo desee...
—¿Cómo... cómo pudo escapar?—gimió Ilonka, lívida, retrocediendo ante el avance hacia ella, lento e inexorable, del hombre nuclear.
—Tenían medios para huir de aquellos locos asesinos. Utilicé una de las naves-cohete individuales... Para entonces, todos los detonadores estaban ya conectados... y anulados los circuitos de seguridad. Bastó eso para que todo saltara por los aires... Lástima que no quedasteis allí con todo ello. Tengo que destruiros a todos. Es mi propósito. Todos los que hicisteis esto de mí. Todos...
—¡No, Donovan, espere! —rogó ella, desesperada, tratando de aplazar lo más posible su holocausto—. Nuestro propósito fue bueno..., y usted nada tenía que perder. Clínicamente, estaba muerto.
—Muerto... ¿Qué saben ustedes sobre la mente del ser humano? ¿Qué saben de lo que pasa por mi cerebro desde que injertaron ese maldito objeto que me controlaba contra mi propia voluntad? Soy un ser humano, no una máquina. No deseo ser controlado... Ustedes no saben nada. Nada de nada... La mente humana es el mayor y más maravilloso misterio que existe... Ahora lo sé. Ahora conozco su gran secreto y pienso utilizarlo con todos los que manejan a los seres como si fuéramos ratas de laboratorio.
—Donovan, no, no... —jadeó Ilonka, ya sintiéndose acorralada contra las computadoras, por aquel siniestro ser de poder radiactivo, de coloración azul luminosa, de aspecto terrible y sobrecogedor—. Se lo mego...
—Es inútil —manifestó, fríamente—. Debe morir... como todos. Ahora.
La miró. Ilonka estuvo segura de que un increíble poder, una voluntad devastadora, se centraban en aquella gélida mirada fija en ella y que, de un momento a otro, sentiría que su cuerpo era pulverizado, abrasado por la terrible energía acumulada en aquel monstruo radiactivo...
En ese momento, a espiadas de Donovan, entró Gordon Lennox en el laboratorio,
Lennox comprendió inmediatamente la situación. Ya la había comprendido antes de llegar allí. Ahora, era cuestión de décimas de segundo.
Sus ojos, apenas entró en la cámara de computadoras, se clavaron en el computador central, en cuya pantalla eran visibles las reacciones mentales y físicas del temible Donovan, nuevamente captado por la computadora, como dijera Ilonka.
La pantalla parpadeaba, emitiendo radiaciones rojas, de máxima alerta. Las cifras parecían volar sobre otras computadoras cercanas, en un alocado bailoteo. Parpadeaban, con destellos rojos, los botones transparentes de emergencia. Todo señalaba la inminencia de un trágico desenlace.
La actividad mental de Donovan estaba a tope. Y sobrepasaba todo posible control de los computadores.
Era un instrumento de muerte a punto de estallar.
Lennox actuó con rapidez, cuando ya Ilonka exhalaba un grito de terror, y Donovan, rápido, intuía la presencia de alguien a su espalda, y se volvía hacia Lennox, dispuesto a pulverizarle rabiosamente.
Gordon hizo lo único que le era dado hacer. Y confió en Dios para que fuese suficiente, dada la situación.
Se lanzó con todo su impulso, con toda la inercia de su propio peso, sobre el tablero de controles del computador central. Presionó un botón especíalísimo5 dotado de un precinto que, hasta entonces, no había sido roto.
El botón llevaba sobre su luminoso color escarlata, unas letras expresivas:
DESTRUCTOR
Naturalmente, el precinto se rompió. El botón cedió, con un chasquido.
La máquina vibró. Por las pantallas receptoras cruzaron ramalazos de luz roja. Luego, se encendieron todas, de súbito, en un raro color amarillo rabioso, con las mismas letras reproducidas en rojo:
DESTRUCCION
Ocurrió algo. Algo increíble, fantástico y estremecedor, ante los ojos dilatados de Ilonka Vaszary y de Gordon
Lennox.
Donovan emitió un grito agudo, terrible. Sus manos luminosas se alzaron, para aferrar su cabeza. Por sus ojos brotó un humo acre, como de circuitos quemados, y su cuerpo todo fue como una gran máquina que se quedara sin energía, agotadas sus baterías vitales.
Boqueó, y de sus labios y fosas nasales goteó sangre. Se aferró el cráneo, con un nuevo sonido ronco, un estertor. Las venas de sus sienes estaban hinchadas, como si fueran a estallar.
Los ojos eran dos cuencas quemadas, negruzcas y humeantes. Algo así como un chasquido sordo, resonó dentro de su bóveda craneana. Luego, lenta, pesadamente, como un mueble roto, Ralph Donovan se derrumbó de bruces, despidiendo destellos azules. Se golpeó en el suelo. Quedó inmóvil.
Estaba muerto.
Física, psíquica, mecánicamente muerto, incluso.
Su cerebro, su computador nuclear, absolutamente todo, se había detenido. La computadora central había obedecido la orden, destruyendo toda la actividad cerebral en Donovan, haciendo estallar su cerebro y las máquinas delicadas que lo reactivaban.
Ahora, nada ni nadie le devolvería ya la vida. La pesadilla había terminado.
Ilonka, rotos sus nervios por la tensión sufrida, estalló en un sollozo. Se refugió contra Lennox, que la acogió en sus brazos, acariciándole los cabellos y confortándola con frases cálidas y afectuosas.
Después de todo, Ilonka no era más que una mujer.
El miedo había roto sus nervios de acero, había resquebrajado su apariencia fría y profesional, para revelar solamente su dimensión humana.
—Serénate... —murmuró Lennox—. Ahora, todo ha terminado ya. El experimento... y el propio Donovan. Vamos, será preciso que ambos seamos tratados en la cámara de descontaminación. Parte de la radiactividad de Donovan hemos tenido que absorberla, especialmente tú. Y no conviene olvidarlo... Vamos ya...
Se volvió a la entrada. La patrulla militar hacía ya su entrada en el recinto de computadoras. Llegaba tarde, pero más valía que todo hubiera ocurrido así.
—Ahí lo tienen. Es el fin del Experimento Gamma... Creo que todavía distamos mucho de conocer el verdadero alcance y poder de la mente humana, como para experimentar con ella...
Y, lentamente, llevando consigo a Ilonka, abandonó el lugar.
9
L cuerpo de Donovan reposaba inmóvil, dentro de una cámara hermética de descontaminación. Nadie podía aproximarse a él.
—Es inútil —manifestó sordamente Luther Arkin, tras contemplar el cadáver envuelto en el plástico, a través de una ventana de vidrio-hermético—. No podremos manipular fácilmente ese cuerpo. El índice de radiactividad no cesa. Habrá que encerrarlo en una cápsula de plomo y sepultarlo en un lugar seguro.
—De modo que todo examen de su destruido cerebro y de los electrodos y computador será absolutamente imposible —manifestó, con un suspiro, el doctor Neil Crossland.
—Exacto, doctor. Tenemos que renunciar a ello.
—Tal vez hubiéramos sacado conclusiones interesantes de ello —apuntó, por su parte, el doctor Kovacs.
—Tal vez —gruñó Arkin—. Pero es muy arriesgado manipular un cuerpo saturado de radiactividad. Ese hombre era una verdadera pila atómica. Absorbió la radiación que hubiese matado a un millar de hombres.
—Y, además, era capaz de controlarla, para emitirla o conservarla a voluntad —indicó gravemente Ilonka.
—¿Qué fenómeno pudo ocurrir en su cerebro, en su ser, para que tal cosa fuese posible? —aventuró, perplejo, el doctor Crossland—. Es inexplicable...
—Inexplicable —asintió Gordon Lennox, con voz suave, apareciendo, ahora, en el recinto de examen de la cámara de descontaminación—. Personalmente, siempre estuve seguro de que el cerebro de Ralph Donovan estaba demasiado averiado, demasiado destruidos sus tejidos, como para que funcionase de ese modo, liberándose del reactor y de los electrodos aplicados a su masa encefálica.
—¿Qué quiere decir? —se sobresaltó Kovacs, volviéndose al joven agente especial del Gobierno.
—Sólo lo que estoy diciendo, señores —manifestó Lennox, con un tono peculiar—. Estuve dándole vueltas al asunto. He consultado con otros eminentes neurólogos y todos están de acuerdo conmigo: Ralph Donovan no podía, en buena lógica clínica, liberarse del reactor y seguir con vida y voluntad propia.
—Pero ocurrió así —manifestó el doctor Crosslan4> algo seco.
—Exactamente. Ocurrió así —admitió Lennox, ante la mirada extrañada y perpleja de su jefe y de los demás—, ¿Por qué? Es lo que más me intrigaba. Hasta el punto de que, en ausencia de ustedes, hice que se le practicara una prueba a ese cadáver.
—¿Una prueba? ¿De qué tipo? —quiso saber Luther Arkin.
—Algo muy simple. Una serie de radiografías parciales y totales, a distancia, de la máxima nitidez posible y una exploración electrónica de sus destrozados tejidos cerebrales.
—¿Hizo usted eso? —enarcó Crossland las cejas, algo molesto—. Recuerde que, clínicamente, el doctor Kovacs y yo somos los únicos responsables^ de lo que pudiera suceder con su cerebro..., ¿por qué no nos consultó?
—No lo juzgué oportuno, doctor. —Lennox miró a ambos neurocirujanos con fijeza—. ¿Quién de ustedes implantó el reactor a Donovan?
—Yo —declaró Kovacs, ceñudo—. ¿A qué viene eso?
—Por lo tanto, usted, doctor Crossland, le practicó la lobectomía temporal.
—Exacto —El tono de ambos médicos era algo irritado, molestos por las preguntas del agente—. ¿Adonde quiere ir a parar, señor Lennox, con todo esto?
—A una sola conclusión; ¿alguno de ustedes dos se ausentó del quirófano, durante unos momentos? Digamos... cosa de cuatro o cinco minutos.
—No, ninguno que yo recuerde —rechazó Crossland, seco.
—Desde luego que no. Ambos estuvimos todo el tiempo allí y... —Kovacs se detuvo, de repente. Miró a su colega—. ¡Oh, espere un momento, Crossland! ¿Recuerda que usted me solicitó la prueba de análisis de las neuronas agresivas de Donovan, por si sufría una psicosis esquizofrénica, rebelde a la lobectomía?
—Lo había olvidado —asintió Crossland.
—Fui a buscar el material a la antecámara del quirófano... Sí, creo que nos separamos ese tiempo, usted y yo. No más de cinco minutos, seguro.
—Fue suficiente —dijo Lennox, con frialdad.
—Suficiente... ¿para qué? —demandó Kovacs, con aire ofendido.
—Para que un experto neurocirujano aplicase un segundo, reactor nuclear, mucho más pequeño e invisible que el anterior, dentro del propio lóbulo, y dotado de mayor energía de control sobre la mente operada.
—¿Qué está diciendo? —jadeó Crossland, palideciendo.
—Lo que ha oído, doctor Crossland. Usted aprovechó ese momento para aplicar un microrreactor increíblemente diminuto, a su paciente, con una nueva frecuencia; unos electrodos prácticamente invisibles e imperceptibles y que, llegado el momento, tendrían suficiente poder para neutralizar el control establecido, desconectar de nosotros a Donovan, y hacerle actuar conforme a su propia voluntad, doctor.
—¿Se ha vuelto loco? —aulló el neurocirujano, con el rostro demudado—. ¿Qué estúpida y ridícula acusación es ésa? ¡Tendrá que demostrar lo que insinúa!
—Puedo hacerlo. Cierto que ese ingenioso y sutil mecanismo tenía capacidad para autodestruirse, llegado el caso. Pero quedan residuos de él en el cerebro del paciente. Y, después de todo, Donovan dijo algo muy cierto, doctor Crossland. Ni nuestro reactor ni el suyo, fueron enteramente culpables de su comportamiento. De alguna manera, la parte agresiva de su cerebro se liberó de todo ello, por un fenómeno de regeneración de neuronas o algo así y Donovan, realmente llegó a PENSAR por sí mismo durante un tiempo, llevando a cabo su propia venganza y no nuestros propósitos, ni los suyos, doctor Crossland.
—Exijo una disculpa por cuanto insinúa, o me veré obligado a demandarle por injurias, calumnias y...
—No tema, doctor Crossland. Demostraré todo eso, como demostraré que usted formaba parte de ese grupo de notables, dispuestos a dominar el mundo. Y que no eran cinco, sino SEIS. Sólo que a usted le convenía destruirles a ellos, puesto que es el único, ahora, que conocerá el emplazamiento secreto de los fondos destinados a su demencial empresa, y podrá manejarlos para su propio beneficio. Doctor Crossland, le voy a acusar formalmente. Se puede demostrar que aplicó un segundo reactor-computador a la mente de Donovan... Y creo que llegaremos a probar que usted formaba parte de esa sociedad de fanáticos, aunque usted, mucho más práctico, vio en este proyecto la posibilidad de deshacerse de todos y quedarse con una inmensa fortuna que nadie reclamaría jamás. Usted antepuso el interés puramente económico a toda idea de poder mundial. Aunque tal vez con un ser humano convertido en robot radioactivo, hubiese podido intentarlo...—Lo siento, doctor Crossland —manifestó, secamente, Luther Arkin, haciendo un gesto a la patrulla armada de tanto aclaramos todo esto, Y si todo es como dice Lennox, cosa que no dudo, va a tener que responder de muchos y graves cargos..» Llévenselo.
El doctor Crossland, lívido y en silencio, partió con la patrulla militar por uno de los largos corredores del recinto secreto. Los demás se miraron entre sí.
—Nunca lo hubiera creído. Un notable colega, como el doctor Crossland... —jadeó el doctor Kovacs—. ¿Por qué...?
—Tal vez cien, mil o diez mil millones de dólares tengan la culpa —suspiró Lennox, sacudiendo la cabeza—. Piense que los fondos de UIATT y sus planes de dominio mundial deben ser cuantiosos. Y todo el mundo tiene un precio. Incluso una notabilidad mundial como el doctor Crossland...
Luego, sus ojos se encontraron con Ilonka, que le miraba llena de admiración. Sonrió a la joven.
—¿Qué tal si vamos a tomar algo fuera de este recinto, Ilonka? —le preguntó luego—. Y olvidar un poco todo lo demás..., computadoras, cerebros, muerte... traición y todo lo que forma nuestra vida habitual de estos últimos tiempos...
—Es una maravillosa idea, Gordon —asintió ella, risueña—. ¿Sabes una cosa? Me gustaría beber una copa de champaña contigo..., y brindar por el fin de esa pesadilla que se llamó Experimento Gamma...
—Entonces, ¿a qué esperamos? —dijo, tomándola por una mano, y alejándose rápidamente con ella, ante la sonrisa comprensiva de Luther Arkin.
F I N