Ganímedes: una de las lunas de Júpiter, un mundo de hielo y roca, de ríos de amoníaco y restos de meteoritos profundamente enterrados, ricos en minerales. Un mundo sin aire, hostil al hombre, pero que éste quiere conquistar a toda costa. En este entorno, se desarrolla la vida de un puñado de valientes, pioneros en todos los sentidos de la palabra, que extienden sus asentamientos herméticos y vencen todas las dificultades, día a día, kilómetro a kilómetro, con sus mutados animales y las criaturas creadas por la bioingeniería para transformar la biosfera.
Pero esta el Alef. El Alef: un artefacto alienígeno, casi vivo; enorme, desconocido, incalificable, horada incansablemente la corteza helada de Ganímedes, aparece y desaparece y destruye ciegamente, de una forma irremisible la obra del hombre. Una fábula y una objeto de caza y percusión, un anhelo de aventureros que luchan constantemente por conquistar el infinito...
Contra el Infinito
Gregory Benford
1993
Narrativa, Novela, Ciencia-Ficcion
A James Alton Benford
Primera Parte: MÁS ALLÁ DE SIDÓN
1
Salieron del Asentamiento de Sidón formando un grupo disperso, sus botas resonando y crujiendo sobre la dura y desgastada llanura púrpura. El hielo en las inmediaciones de Sidón se había fundido y helado y vuelto a fundir una y otra vez con los aterrizajes de las lanzaderas orbitales y los gases de escape de los orugas, de tal modo que ahora estaba salpicada de manchas multicolores y grandes ronchas de contaminantes. Echaron a andar por el sólido hielo pisoteado, llevando consigo al muchacho, Manuel. Cantaban y se daban codazos unos a otros en sus zumbantes y resoplantes máquinas, y pronto empezaron con el smeerlop y con el whisky, como siempre hacían.
El muchacho tenía trece años. Lo miraba todo con ojos muy abiertos. Durante cinco años había estado aguardando y escuchando hablar de las cordilleras de hielo y de los ríos de amoníaco de la tierra fundente, rápida y tracionera bajo sus pies. Acuclillado junto a la estufa, noche tras noche, había escuchado, sin saber cuánto creer pero deseando poder confiar en todo ello por miedo a olvidar algo que pudiera necesitar más tarde, porque incluso entonces sabía que todo lo que se aprendía llegaba a ser de utilidad si se aguardaba lo suficiente. Lo que conocía más profundamente era la inmensidad del páramo que ahora recorrían, mayor que cualquiera de los insignificantes Asentamientos humanos, enorme y poderoso y con una razón y una lógica propias. Ganímedes..., el mayor satélite del sistema solar, casi con tanta tierra y tanto hielo como la vieja y agotada Tierra, pero fresco y no explotado por el hombre hasta hacía dos siglos. Manuel oía hablar de todo ello y pensaba en las grandes extensiones no holladas y sabía que aquella forma de hablar era algo hueco, no importaba de dónde procediera, si de los nuevos terrestres que acudían en enjambres en los últimos años, ansiosos de cortar y horadar las enormes montañas de hielo en busca de metales y vetas de elementos raros; de los biotécnicos que traían los animales metaformados, seguros de que éstos encontrarían aquí un nuevo lugar donde gañir y trabajar y liberar del peso del trabajo a los humanos; de los más antiguos asentados (como Petrovich), que habían levantado los grandes domos hidropónicos y ahora se afanaban dentro de ellos, elaborando las materias orgánicas y cultivando los alimentos necesarios, y eran lo bastante fatuos como para creer que entendían mejor las enormes extensiones heladas que les rodeaban que los recién llegados de las lanzaderas; de los más antiguos de entre los antiguos, hombres y mujeres que habían accionado los primeros lanzadores a fusión para arrojar fuego y caos sobre el paisaje; de los supervivientes de los más antiguos de esos más antiguos, de quienes Manuel sólo conocía al Viejo Matt Bohles, con su voz de ultratumba y su lento e inclinado caminar, que hablaba muy poco, pero cuyos ojos líquidos y reumáticos estaban llenos de historias; o de cualquiera de las oleadas de seres humanos que se habían abalanzado sobre el rostro de Ganímedes y luego se habían marchado rápidamente, la mayor parte de ellos dejando detrás solamente a aquellos que poseían la fuerza para resistir y la humildad para aprender las habilidades necesarias y luchar contra el terrible y omnipresente frío.
Su barniz de suficiencia desapareció a las pocas horas. Observó cómo el smeerlop era engullido a grandes sorbos e incluso probó un poco, sonriente, pero todavía no le resultó agradable y pensó con cierto alivio que eso era correcto después de todo. El hedor y el sudor de los hombres parecía espesarse a su alrededor en el denso y cerrado aire de la cabina, y se contentó con observar el exterior por las grandes portillas, contemplando cómo los animales servoacondicionados e intensificados iban ansiosos de un lado para otro en la manchada llanura. Un sol del tamaño de una moneda de diez centavos hacía resplandecer sus caparazones con mil colores distintos, los aceros brillando verdeazulados, las cerámicas amarillo frío. Estaban alegres porque retozaban de nuevo fuera del Asentamiento de Sidón, más allá de los domos donde doblaban sus lomos en los trabajos agrícolas, teniendo como única recompensa los sencillos placeres de la comida y el sexo y las historietas y los sensos en sus horas libres, y nada de eso podía igualarse con el retozar libres en el liviano aire de fuera, corriendo por entre las roderas de los orugas, silbando y parloteando y enviándose sus entrecortados gritos unos a otros en el punzante aire. Habían permanecido tanto tiempo en sus corrales multiplex de acondicionamiento que Manuel apenas podía recordar cuáles habían sido sus cuerpos básicos. Quizá Pequeñajo hubiese sido un chimpancé, y El Barron alguna especie de perro de raza, por lo que podía adivinar. Los otros eran cerdos o delfines o alguna otra cosa. A menudo ni siquiera los propios animales lo sabían. Con sus cuerpos truncados y sus cerebelos desarrollados y sus cerebros hinchados hasta casi un CI humano de 40, se sentían confundidos, pero eran mucho más listos que antes y estaban ansiosos por utilizar sus habilidades. Habían sido condicionados a un comportamiento tranquilo y obediente. Efectuaban con alegría las tareas que un robot no podía hacer y un hombre no querría, y su ardor hacia el trabajo no disminuía jamás.
—Fue una buena cosa dejar que vinieran —le dijo Manuel a su padre, el coronel López.
—Sí. Vigila que no trepen a las orugas. O tropiecen con uno de los andadores.
Empezaron a subir la dentada cresta, ascendiendo con grandes bamboleos por encima de la llanura de tal modo que, mirando hacia atrás, podían ver la extensión y el brillo del Asentamiento de Sidón como si fuera un enjoyado pañuelo dejado caer por un gigante que hubiera pasado por allí. La charla empezó de nuevo. Se hablaba, como siempre, de seguir el rastro de los saltadores y los comerrocas y los patines de amoníaco y las orugas que procesaban el metano, porque ése era el propósito ostensible de aquella expedición anual. Pero pronto la charla derivó, como arrastrada por la misma corriente que circulaba por todos ellos, al mejor de todos los juegos, el mejor tema para escuchar y el mejor para pensar mientras las extensiones blancoazuladas oscilaban allá fuera. Lo había oído muchas veces antes, las voces primero suaves y ponderadas y tratando el tema con una deliberada despreocupación a medida que el Asentamiento iba quedando atrás, luego las reminiscencias que ascendían flotando como burbujas que estallaban en la superficie de un estanque profundo. Incluso de pequeño, había oído aquellos mismos relatos en las chozas de los buscadores apenas capaces de retener la presión; y en los agrodomos; y en los talleres llenos de repuestos y escupitajos; y en las salas de estar donde las mujeres que en el pasado habían participado en la caza hablaban también, pero no de la misma manera; y en los tanques de cría, donde los hombres cortaban lonchas de la masa inerte siempre en expansión de carne de pavo, tan grande como un andador y humeando y rezumando grasa cuajada...; había oído las impresionantes historias y visto las ocasionales y manoseadas fotosfax y sabido que lo que le era mostrado pertenecía a una era muy anterior a cualquier cosa que él pudiera llegar a conocer. Había tenido la sensación de que habría algo aguardándole cuando finalmente se le permitiera salir de las pequeñas e insignificantes incrustaciones que el hombre había esparcido sobre la muda faz de Ganímedes, cuando saliera a tomar parte en la poda de las pequeñas criaturas y descubriera en las enormes soledades aquella cosa que aguardaba, que formaba parte de lo que Ganímedes contenía para los humanos. Porque él había nacido allí, había heredado más que los terrestres que habían llegado más tarde. Tenía muy vívido en su memoria, sin haberlo visto nunca, el gran artefacto luminoso con la sesgada cicatriz abierta por un rayo y los patines en forma de V que en los millones de kilómetros cuadrados de Ganímedes se había ganado un nombre que infundía respeto y cierto terror, porque no era como ninguna de las otras piezas de artefactos alienígenas deterioradas y maltratadas por el tiempo que habían sido halladas esparcidas por todo el sistema de satélites jovianos. Lo llamaban el Alef. Debía haberle dado el nombre algún judío, un nombre hueco que era la primera letra del alfabeto hebreo: una vocal neutra que reflejaba la naturaleza opaca de la maciza y grávida cosa, la gran masa sobre la que los humanos habían intentado escribir con sus rayos cortadores y tractores y en la que no habían dejado ninguna marca. Un nombre neutro, y sin embargo era la fuente de una larga leyenda de domos resquebrajados y saqueados, de andadores y orugas e incluso puestos de avanzada enteros aplastados y pisoteados mientras avanzaban en sus misiones particulares, o hasta de hogares y cobertizos despedazados mientras la cosa se alzaba saliendo del hielo donde moraba, paredes hendidas por la brusca elevación del suelo mientras la cosa se desprendía del hielo que la retenía y asomaba su rostro anguloso —sin ojos, con sólo aberturas en forma de dientes de sierra para señalar lo que los hombres habían decidido en su ignorancia llamar un rostro y así retirarle parte de su cualidad extraña—, apareciendo de pronto a la débil luz del sol, buscando, siempre buscando los materiales que también necesitaban los hombres y que éstos habían compactado en sus casas y factorías, y así se veían forzados a defenderse fútilmente contra la leyenda que acudía en busca de metales y rocas raras, el Alef que no hacía distinción entre lo que tenían los hombres y lo que ofrecían las desnudas llanuras, de modo que tomaba lo que encontraba y engendraba así la constante leyenda de alarmas ignoradas y trampas arrojadas negligentemente a un lado y servoarmamentos aplastados y animales despedazados y hombres y mujeres heridos y láseres e incluso descargas de electronrayos lanzadas a máxima potencia sin causar el menor daño, con la cosa alienígena absorbiéndolo todo y no dando nada a cambio, riéndose de los insignificantes intentos de los hombres de causarle la muerte, y siguiendo sin pausa su camino..., a lo largo de un corredor de ruinas y destrucción que empezaba mucho antes del nacimiento de Manuel e incluso antes del Viejo Matt, una cosa enorme y acechante, no rápida pero sí provista de una despiadada determinación, como una máquina y sin embargo también como un hombre; avanzando eternamente a lo largo de un rumbo que los humanos no podían adivinar, agitándose eternamente en los sueños de los muchachos, una enorme e inmemorial forma de alabastro.
Para Manuel se alzaba por encima de los páramos de hielo y piedra y se convertía en algo más grande que la desierta soledad, más significativo que aquella luna gris pizarra que los hombres habían empezado a arañar. Había visto las señales en el hielo e incluso, en una ocasión, claramente cortada en la dura roca, una huella en forma de delta que el Alef dejaba a veces tras de sí, donde un apéndice que podía ser un pie o podía ser una especie de boca —nadie lo sabía— había mordido y había arrancado algo del suelo mientras proseguía su camino, moviéndose por medios que ni siquiera las cámaras de alta velocidad eran capaces de captar, a veces deslizándose y otras simplemente bamboleándose, como si trasladara el enorme peso de uno a otro lado del irregular, mellado y arañado cuerpo, granuloso y sin embargo no parecido a ninguna roca, puesto que su color cambiaba a lo largo de los años, de modo que las viejas fotos mostraban una franja de luminiscencia de color amarillento que se movía rápidamente, y luego, a medida que los hombres lo rastreaban mejor y utilizaban equipos ópticos más rápidos, y los equipos científicos descendían de los satélites de investigación más cercanos a Júpiter, conseguían reflejarlo más firmemente. Era mayor que cinco andadores juntos, y utilizaba muchas cosas para moverse: rápidas y fuertes extrusiones como patas; repulsores electromagnéticos que hundían campos en los fragmentos meteóricos ricos en hierro y los arrojaba tras de sí; perforadores para atravesar el hielo; una cosa como un propulsor que podía llevarlo hasta la profunda capa de barro y líquido que se extendía por debajo de la corteza de setenta kilómetros de hielo que encerraba Ganímedes; pisadas por un lado; campos antigravitatorios..., todo ello usado cuando era necesario, empujándolo firmemente a través de grupos de hombres ululantes y animales servoacondicionados pero inútiles, a través de metal y roca como si fueran mantequilla, a través de equipos de científicos con trampas mortales cuidadosamente preparadas y franjas inmovilizadoras de electricidad, a través de generaciones de fútiles planes y expediciones que intentaban estudiarlo, frenarlo, detenerlo, matarlo. La venganza formaba parte de la leyenda, deudas que necesitaban ser pagadas por los Asentamientos destrozados y los miembros cortados y las vidas arrancadas y las torturas sufridas, toda la miseria humana esparcida interminablemente tras su estela. Pero, después de generaciones, los científicos descubrieron artefactos más interesantes en los satélites más alejados de Júpiter —o como mínimo menos peligrosos—, y allí fueron a estudiar aquellas cosas que no se movían ni causaban daños ni huían de ellos. El Alef estaba más allá de ellos, e inventaron la teoría de que era un vagabundo sin mente, un artefacto todavía activo, dañado pero aún peligroso, sin cumplir ninguna función más allá de la desnuda existencia, un residuo de hacía milenios, cuando los aún desconocidos alienígenas habían llegado a aquel lugar. Los alienígenas habían construido un mecanismo para sembrar Júpiter con vida sencilla y comestible, remodelando satélites enteros, creando los cimientos para algún uso futuro que aún no había llegado. Una vez etiquetados, los artefactos inertes podían ser olvidados por los hombres y mujeres que luchaban por vivir en los satélites. Estaban solos en la frontera del universo humano, haciendo presión contra un infinito que no aceptaba la contemplación. Los científicos dejaron el Alef para luego, quizás esperando que simplemente acabara de estropearse y muriera y se convirtiera en un objeto torpe y seguro para el estudio, como los demás.
—¡Hey, pequeño López! —llamó Petrovich—. Veamos si comemos algo, ¿eh?
Manuel acudió a ayudar con la comida. No le importaba el trabajo. Sabía que ésa era una cualidad que servía para que la gente lo tuviera en cuenta cuando sólo ser listo no era suficiente, así que se afanaba en ello. El granizo repiqueteaba en el casco del oruga. Contempló el paisaje mientras cortaba los recios tallos de las verduras, sintiendo el calor de la cocina mientras de fuera les llegaba una suave llovizna del norte. Aquélla era la forma en que más tarde recordaría haber salido al páramo la primera vez: una interminable cortina de agua avanzando hacia ellos, granizo y gotas de amoníaco..., menos amoníaco que hacía unos años, ahora que los patines lo devoraban, eructando en su lugar compuestos solubles en agua menos hostiles al hombre. El sol se estaba alzando, llevaban sólo doce horas de la semana que duraba el «día» de Ganímedes, tendiendo sombras azules a través de la enorme extensión llana del fondo del cráter. Él iba en el oruga de cabeza, que excepto por los crujidos parecía estar suspendido en el aire, del mismo modo que un bote de fondo plano se mantiene inmóvil sobre un plano mar, aguardando la marea. El oruga se bamboleaba de la misma forma que imaginaba lo harían los barcos, aunque nunca en su vida había visto un océano ni nunca lo vería. El Viejo Matt se acercó a tomar un poco de sopa, y le vio contemplar cómo se acercaba lentamente a ellos el otro borde del cráter, dando la impresión de brotar cada vez más alto de la desierta llanura y extender sus brazos para envolver al pequeño grupo.
—Trajiste tu arma.
El Viejo Matt no formuló una pregunta. Tenía la cualidad de saber siempre cómo eran las cosas, no importaba que fueran grandes o pequeñas, así que sus preguntas eran simples afirmaciones a las que se respondía con un simple asentimiento.
—Sí —murmuró Manuel—. No sé por qué la traje.
—Para practicar. Siempre se necesita practicar. Puede que disparar no sirva de nada, pero tener puntería, sí.
Petrovich les oyó y exclamó:
—No me digas que piensas tener suerte tan pronto. Déjame reír. Aunque quizá debiera echarme a llorar.
—Oh, vamos —dijo Manuel—. No pretendía...
—¡Claro que pretendías! Todo muchacho que sale aquí fuera espera matarlo. Sólo escucha una cosa. —Petrovich se inclinó hacia delante, la botella entre sus rodillas, el aire apestando a su alrededor—. Te quedarás helado como una barra de hierro cuando lo veas. Y no lo verás durante mucho tiempo.
—Un microsegundo, quizá —murmuró el mayor Sánchez.
—¡Exacto! Pero escucha. Considérate afortunado si alguna vez lo ves.
—Lo sé.
—Aparece, ¡zap!, y desaparece.
—No siempre —dijo con voz suave el Viejo Matt.
—¡Oh, de acuerdo! A veces se toma su tiempo, pisotea a alguien.
—No es eso lo que quería decir.
—Y tampoco es cierto —intervino el coronel López—. No hace daño a la gente intencionadamente. Los estadísticos lo han demostrado.
—Escuchen, es mucho más listo que ésos esta... esta... —El líquido verde y marrón se había enredado en su lengua. Petrovich parpadeó y cerró la boca, y dejó que el smeerlop acabara de hacer su trabajo.
—No hay ningún signo de que sea listo, ninguno en absoluto —dijo Manuel.
—Creo que no hemos salido aquí fuera para resolver esa cuestión —dijo claramente el padre de Manuel. Era el jefe, y le correspondía a él poner fin a la conversación—. Hemos venido a comprobar las nuevas mutaciones, podarlas, y quizá tomar algunas muestras vivas.
—O muertas —dijo el mayor Sánchez.
—Cierto. O muertas. Pero todos saben que Inspección no permite la caza por deporte.
—Hay muchas orugas —murmuró el mayor Sánchez, de modo que sus palabras pudieran oírse pero no tuvieran que ser reconocidas como tales por el coronel.
—Las orugas siguen siendo necesarias. Tienen que desmenuzar muchas rocas. —El coronel se volvió a Sánchez—. Sólo dispararemos contra las muties, ¿de acuerdo? No contra las buenas orugas.
—Hey, no, yo sólo pensaba...
—Pues piense en otra cosa —gruñó el coronel López, y la conversación se interrumpió.
Siguieron adelante. Por encima de los desmoronados y en su tiempo dentados contrafuertes del antiguo cráter. A través de un accidentado valle de piedras caídas azotado por una rojiza nevisca. Cruzando una revuelta llanura, llena de cráteres que la ligera atmósfera que se iba caldeando lentamente aún no había borrado. Y finalmente al primer campamento, pasando a través de las zonas desérticas como si éstas se abrieran momentáneamente para aceptar al muchacho y luego se cerraran a sus espaldas, sellando los bordes del mundo de tal modo que en todas direcciones sólo quedaba el manchado hielo, rocas alojadas en las colinas, y el persistente granizo y la llovizna que traían a aquel satélite los primeros indicios de lo que significaría tener aire, cuando los seres humanos hubieran acabado su labor. Nada de aquello resultaba extraño para Manuel, puesto que había pensado a menudo en ello y había presentido que sería así. El campamento era un irregular conjunto de cabañas, burdamente selladas y con compresores que gruñeron y zumbaron intensamente al cobrar vida. Se necesitaron horas para calentarlo, y trabajó con los demás para tapar las fugas y arreglar la instalación eléctrica, todo ello con la extraña y rezumante sensación de estar realizando actos ya sabidos, de vivir algo que ya conocía. Comió las provisiones de campaña que habían traído los hombres, pero las encontró sabrosas, diferentes de las raciones del Asentamiento, realzadas por las especias que les había añadido el cocinero cong. Durmió en un saco de dormir de áspera fibra procedente de los días en que se cortaba la calefacción por la noche para ahorrar energía, y lo encontró más cálido que su cama habitual. La cabaña restallaba y crujía a su alrededor, con el frío infiltrándose constantemente. Tuvo la sensación de que un enorme peso intentaba aplastar y romper las delgadas capas protectoras que los hombres habían traído consigo. Aquello lo mantuvo despierto. Un leve viento gemía en las esquinas, y escuchó en busca de algún sonido más allá de él, y mientras tendía el oído se quedó dormido. Tras un intervalo impreciso llegó la mañana. Los hombres empezaron a gruñir y a toser, y finalmente, uno tras otro, a ponerse en pie y a patear el suelo para restablecer la circulación.
2
Tomaron raíz punzante y café y pavado para desayunar. Los fuertes olores se mezclaron, activando el estómago de Manuel hasta que empezó a gruñir. El pavado era bueno..., gruesas lonchas cortadas de la vieja masa en Sidón, carne que aún contenía células del primer pavo que había sobrevivido al viaje. Durante años las familias del viejo México del Asentamiento original habían vivido de él y de muy poco más.
Los hombres comieron concentrados, haciendo chasquear los labios y sin apenas hablar, hasta que el coronel empezó a delinear los trabajos del día.
Petrovich murmuró:
—Yo iría más bien a echar un vistazo a las mutaciones de las orugas, coronel.
Antes de que el coronel López pudiera responder, el mayor Sánchez dijo irritadamente:
—Ya oyó lo que se dijo ayer por la noche.
—Hum. No puedo recordar.
—Pero recuerda trasegar smeerlop por esa bocaza suya, ¿no?
—De la mejor cosecha sueca. Un contenido trivial de alcohol.
El mayor Sánchez gruñó.
—Bonita palabra, «trivial». Así que la agarró... Cojones, usted es capaz de agarrar cualquier cosa. Si no deja...
—Olvídelo —dijo suavemente el coronel.
—No quiero una Cabeza con Resaca disparándole a todas las orugas a mi alrededor.
—Lo diré de nuevo, por última vez. —La voz del coronel tenía un tono firme—. Nos pagan para podar; así que nos limitaremos a ello.
—Son unas cosas horribles —murmuró Petrovich—. Ciempiés con armadura, del mismo color que una pila de mierda.
—Hiruko los crea para que trabajen, no para animales de compañía.
—¿Ha olido uno alguna vez? Pásese unos cuantos por el traje, vuelva dentro, y ya puede empezar a vomitar...
—Puede ponerse enfermo cuando le corresponda —dijo el coronel—. No nos pagan para criticar.
El mayor Sánchez se echó a reír.
—Sí, o podríamos recordar esos limpiacalles que usted quiso que Sidón adoptara, ¿eh, Petrovich? —Se oyeron risitas en torno a la mesa—. Grandes como osos; derribaban a la gente para recoger la basura...
—¿Podemos empezar ya? —dijo bruscamente Petrovich, poniéndose en pie—. Estamos diciendo muchas tonterías.
Se dispersaron desde el campamento, adentrándose en el territorio al sur del Cráter de los Ángeles. El coronel supervisó la toma de muestras, lo cual pareció bien a los hombres, porque era el peor trabajo, aburrido y metódico, y ya tenían bastante de ese tipo de trabajo en el Asentamiento. Fueron detrás de los patines. Bioingeniería había emitido un Informe Especial sobre las largas cosas reptantes hacía cinco meses. Los patines habían sido diseñados para absorber los compuestos con base amoniacal y digerirlos en otros oxidables. Buscaban su hedionda comida en arroyos y estanques, o masticaban hielo si se sentían desesperados, y luego excretaban continuos y ácidos flujos de los que Bio decía que serían buenos para las plantas e incluso para los animales, a largo plazo. El problema era que la larga cadena del ADN de los patines no permitía sacar buenas copias de ellos. Se apareaban furiosamente. La mitad de la progenie resultaba luego deforme, o loca, o no devoraba los compuestos adecuados. Bio tenía que eliminar esa progenie defectuosa, variedades indeseadas que vivían de los excrementos de las otras, como cerdos hocicando las bostas de vaca.
Había dos formas de contrarrestar eso. Bio podía crear un nuevo tercer animal que compitiera con los patines no deseados. Eso introduciría una complicación más en la biosfera, con más efectos secundarios no previsibles. Por otra parte, Bio podía contratar a los Asentamientos para que se hicieran cargo de las mutaciones, cazándolas. El coronel había establecido negociaciones con Hiruko, la autoridad central en Ganímedes. La contabilidad entre Sidón e Hiruko era complicada. Manuel podía recordar que su padre se había pasado muchas noches enteras ante el terminal, frunciendo el ceño, tironeándose el bigote y maldiciendo para sí mismo. Cuando el muchacho veía así a su padre le resultaba difícil pensar en él como el coronel, una figura distante que inducía un respeto automático en todo el Asentamiento. Inconscientemente, Manuel tenía la impresión de que era su padre quien se inquietaba y preocupaba a altas horas de la noche, y otra figura completamente distinta, el coronel, la que finalmente cerraba el trato con Hiruko Central. Había conseguido un precio justo para que Sidón saliera y cazara los muties, como llamaban coloquialmente a los patines mutantes. La solución de la caza fue la adoptada finalmente, porque resultaba mucho más barata que hacer que la ingeniería genética «fabricara» un tercer animal.
Aquella mañana, Manuel fue con el Viejo Matt, que era lento y tenía la paciencia de enseñar. Un andador los dejó a quince kilómetros del barracón de la base. Salieron a un arroyo helado. Se inclinaron para comprobar sus sellos estancos, y una ligera neblina se alzó a su alrededor cuando el andador se alejó resonante. El tenue aire empezó a llenarse de vapores anaranjados que se alzaban del suelo cuando el diminuto sol golpeó la pared más alejada. No había mucha vida allí, sólo algunos comerrocas escarbando entre la grava. Eran parecidos a pájaros con cuatro patas y picos como un cincel, que picoteaban el hielo y tragaban automáticamente, animales parecidos a motores, más allá de los dictados temporales de Darwin. Tenían pocas defensas contra los predadores; las torpes formas grises ni siquiera alzaron la cabeza cuando los humanos pasaron por su lado. Se dispersaron, sin embargo, cuando el Viejo Matt empezó a patear guijarros; eran ciegos, pero podían oír débilmente a través de las vibraciones bajo sus patas.
Manuel vio el primer patín, pero era correcto: normal, una cosa larga y aplanada con patas como de cangrejo y una boca que apenas era una mancha mientras sorbía en la corriente. Los ignoró. Caminaron durante una hora sin ver más que grises láminas de roca y hielo y una garganta excavada hacía años por un oruga a fusión y ahora seca. Las colinas se hacían más bajas y el valle se mezclaba con una llanura, y allí encontraron una manada de patines, sorbiendo furiosamente los estanques de vapor condensado entre las azuladas sombras. Era una escena tranquila, plácida. El Viejo Matt señaló. Muy lejos, deslizándose entre los montículos, Manuel vio unas pálidas formas amarillentas y aplanadas.
—Prepara tu arma, muchacho. Apunta bien y dispara rápido.
—Están muy lejos. No creo que pueda alcanzarlos.
—Vendrán hacia nosotros. Siguen a los normales, así que pasarán junto a nosotros por la izquierda. Quédate quieto y no se alejarán.
Como había dicho el viejo, las aplanadas y rápidas formas se acercaron, serpenteando por entre las formas normales, ansiosas entre las rocas y las protuberancias de hielo. Eran cinco muties, todos ellos marcados de una forma un poco diferente, con franjas y puntos rojos y negros. Se agitaban con energía y un errático impulso.
—Están evolucionando rápido —murmuró suavemente el Viejo Matt—. Ya tienen sus crestas de apareamiento..., ¿la ves en el primero? Y mira el vapor que brota de la mierda que echan.
El vapor tenía un color rosado perlino.
—¿Convirtiendo de nuevo la mierda de patín en una base amoniacal? —preguntó Manuel.
—O peor. —El Viejo Matt le echó una ojeada—. Tú ocúpate del último.
—El de cabeza está más cerca.
—Por supuesto. Y cuando lo vean caer los otros se dispersarán. Siempre hay que trabajar desde atrás.
Manuel alzó lentamente su arma, para no asustarles. Apuntó, cerrando un ojo, y situó la forma en el visor mientras ésta se agitaba y bamboleaba, devorando cada pizca de excremento. Era desagradable de ver, pensó el muchacho, pero si pensabas un poco en ello, todas las cosas vivas acababan comiendo los excrementos de alguna otra cosa viva, a largo plazo.
Disparó. El patín mutante se derrumbó. Cambió al siguiente, y lo vio desintegrarse cuando el Viejo Matt le acertó de lleno. Entonces el grupo debió oír o sentir algo, porque se dispersaron hacia este lado y el otro, deslizándose sobre sus pequeñas y rápidas patas, buscando las sombras azuladas. Manuel localizó uno de ellos y disparó tres veces, levantando un rápido chorro de vapor del hielo a cada fallo. Alcanzó la cosa cuando se metía bajo la sombra de un peñasco. El disparo atravesó claramente su amarronada armadura. Bien, pensó. Volvió a hacer girar el arma, y ya no quedaba nada sobre lo que disparar. El Viejo Matt se había hecho cargo del resto.
Se sintió orgulloso durante el largo camino de vuelta al campamento. Tropezaron con otro grupo a última hora de la tarde, sorprendiendo a los muties en una garganta, pero los mutantes echaron a correr y se mezclaron entre los patines normales, y el Viejo Matt echó a un lado el arma del muchacho antes de que éste pudiera disparar más.
—Bio es estricto acerca de matar a los regulares.
—De acuerdo. —Manuel siguió andando, sujetando con fuerza el arma, observando las torpes formas escabullirse en busca de protección.
—Pon el seguro.
—Puedo dispararle a uno si intenta salir de su refugio —respondió Manuel.
—Es en estos casos, cuando intentas conseguir una pieza extra, cuando te revientas la barriga de un disparo o te vuelas un pie.
Sumiso, desconectó la energía y puso el seguro, apartando la vista de la hormigueante manada que seguía buscando las sombras. Echó a andar desanimado, medio paso detrás del hombre, en la relumbrante mañana de Ganímedes, siguiendo el interminable bip-bip que les señalaba la dirección del campamento.
Eso fue más de una semana antes de que él y el Viejo Matt oyeran a los animales. Habían salido por su cuenta, siguiendo las manadas de patines cuando podían descubrirlas, mientras el viejo le iba enseñando a Manuel cómo moverse y dónde estaban las trampas ocultas que habían sido excavadas hacía años por los orugas a fusión y cómo un hombre podía caer a través de la delgada capa de hielo que las cubría y romperse una pierna incluso a la gravedad fraccional del satélite. Una manada de patines había surgido frente a ellos, y el muchacho había alcanzado a dos mutantes —unas cosas descoloridas, feas, que retrocedieron y treparon unas encima de otras para huir— antes de que se mezclaran con los demás.
—Mala señal. Ya saben lo suficiente como para hacer eso.
—¿Por qué Bio no programa a los regulares para que se revuelvan contra los muties?
—No desean darles rasgos de supervivencia muy desarrollados. Si hicieran esto, resultaría mucho más difícil matarlos cuando introduzcamos las buenas formas de vida, las que deseamos que funden una ecología estable.
—Oh, bueno —dijo Manuel, con un tono forzadamente despreocupado—; eso significa simplemente más caza y...
—Escucha.
A través de su radio de corto alcance les llegó un suave murmullo, como un chisporroteo, que casi se mezclaba con la estática de los anillos aurórales de Júpiter. Sin embargo, Manuel captó los ardientes gañidos y los gritos de la jauría, un coro entremezclado pero con un agudo y sostenido plañir en él, cada voz perteneciente un animal distinto, pero cada una respondiendo con su propia y febril energía. No necesitó preguntar qué arrancaba aquellos gritos. Extrajo su arma, pese a que sabía que era inútil, un mero gesto. Pero era importante hacer el gesto, como lo era el esperar conteniendo el aliento y ver con el ojo de tu mente qué perseguían los gañidos y gruñidos y parloteos: la cosa que se movía como el humo a través de los campos de hielo, avanzando con ciego impulso, la moviente forma alabastrina. El Viejo Matt le había enseñado a mantener su arma en alto y esperar, inmóvil, a vigilar utilizando su visión periférica, sin mover la cabeza. Aguardó e intentó captar un temblor expectante, un retumbar, algún parpadeo de la luz que le dijera algo, que le advirtiera. Los animales sonaban más intensos ahora, pero no más fuertes..., sus gritos habían ascendido demasiado y habían adquirido un tono de confusión y sumisión a lo inevitable, no cansado todavía pero flaqueando de alguna manera que el muchacho no podía identificar aunque sí sentir.
Puso su casco en contacto con el del hombre y susurró, sin conectar la radio del traje:
—¿Viene?
El entremezclado murmullo de los gritos alcanzó su cima sin definirse en ningún momento como una voz clara, y el sonido se disolvió mientras Manuel escuchaba. El Viejo Matt no respondió. Volvió gradualmente la cabeza para que Matt pudiera ver su rostro y la agitó, no, con una expresión de tranquila alerta. Los animales eran ahora un sordo zumbido, apagado, desvaneciéndose. El Viejo Matt sonrió.
—Nunca ha reparado en ellos. Esta vez ni siquiera parece darse prisa.
—¡Sin embargo, está ahí! La primera vez que lo vemos desde..., ¿cuánto tiempo hace?..., casi un año.
—La primera que sepamos. Muchas veces nadie dice nada.
—¿Está buscando algo?
—Es posible. Algún mineral del que tenga que aprovisionarse para regenerarse, no sé. No parece necesitar energía. A menos que posea dentro un quemador a fusión y filtre los isótopos a partir del hielo.
—Sí, y si necesita algo más, sólo tiene que cogerlo de su alrededor...
—No necesita nada tan malo.
Examinó el agreste valle ante ellos, inerte y llano, y miró a Manuel. Su rostro arrugado y deteriorado por la edad poseía unos grandes y luminosos ojos que se movían líquidamente. La mandíbula y la mejilla de reemplazo brillaban suavemente a la débil luz del sol, y su piel original estaba fruncida como un viejo trozo de arrugado papel. Eran los ojos lo que parecía más vivo en él, menos desgastado por las largas décadas que había soportado aquel rostro, el mojón del siglo que había cruzado casi sin notarlo, las heridas y radiaciones y el sudor y los dolores del duro trabajo que había realizado y al que había sobrevivido.
—La verdad es que no necesita nada. Por todo lo que puedo decir, está atrapado aquí. No tiene impulsores para llevarlo lejos de la superficie. No puede entrar en órbita. Debió resultar dañado hace mucho tiempo, y ahora tiene que moverse a través de las aguas debajo de nosotros y cruzar el hielo como haría un hombre yendo arriba y abajo en una celda, trazando un surco en el suelo de piedra con sus pasos pero sin detenerse. Apuesto a que alza la mirada a las estrellas y piensa y desea subir allá arriba. Pero no puede. No está completo, o de otro modo lo haría. Así que vagabundea por ahí. No porque busque algo que necesita, sino porque desea echar una mirada. Ver qué hay de nuevo. Ver qué tipo de hombres hay ahí fuera este año y qué pueden hacer, y si hay algún animal servoacondicionado o alguna nueva máquina que podamos situar frente a él este año y que sea mejor que todo aquello a lo que ha superado corriendo o aplastado o arrollado año tras año hasta ahora. Tal vez se sienta curioso, o quizá simplemente siga su rumbo. —Se encogió de hombros—. Pero todo eso son formas de hablar con las que intentamos darle sentido; y de una cosa sí estoy seguro: no tiene ningún sentido. Y no lo tendrá, nunca. —Los animales habían desaparecido ahora, y ya no había nada en la radio de corto alcance—. Correrán tras él hasta que considere que ya ha sido bastante. Y entonces se enterrará de nuevo, se hundirá directamente setenta kilómetros o más si lo desea, hasta alcanzar el barro y el agua de los que este hielo es sólo la corteza..., y todo habrá terminado. Desaparecido. Hasta que desee regresar.
Cuando alcanzaron el campamento, los animales ya estaban allí, apelotonados, como si quisieran conservar el calor, apretados contra la pared del cobertizo. Todos habían vuelto hacía una hora, todos excepto Pequeñajo. Caía una llovizna gris, y pequeñas e hinchadas nubes se deslizaban sobre sus cabezas, empujadas desde las regiones más cálidas, al sur, donde enormes volúmenes de metano y amoníaco se vaporizaban bajo los orugas a fusión. El Viejo Matt se acuclilló al lado del montón de animales y acarició el amarillo flanco cerámico de uno. Todos se agitaron, raspando los unos contra los otros, haciendo girar los ojos orlados de azul, y de ellos brotó un murmullo, gruñidos y gañidos y un bajo y persistente ronroneo que el muchacho no pudo situar como procedente de ningún animal en particular. Todos temblaban de la misma forma: la vida terrestre había vuelto a ellos en su encuentro con algo que no conocían. Dos horas después de la cena, cuando la ración de whisky hubo desaparecido, llegó Pequeñajo, y se puso a rascar el suelo frente a la entrada. Parloteaba débilmente, formando palabras sin ningún orden en particular, repitiendo con su lengua espesa: herido... grande rápido... fuego... roto... herido... Manuel y Petrovich y el Viejo Matt lo llevaron al cobertizo de servicio y arrancaron la aplastada protección de su costado izquierdo, allá donde algo la había golpeado..., sólo un golpe casual, de pasada, sin intención de matar, o de otro modo Pequeñajo no estaría ahora aquí.
—Mirad. Desgarró su carne —dijo Petrovich.
La sangre empezó a manar de debajo del deformado acero.
—No hay ningún hueso roto —dijo el Viejo Matt, pasando la mano a lo largo de las costillas del animal. El pelo enmarañado olía fuertemente a miedo y sudor. Manuel vio que Pequeñajo era un mono pequeño, bien encajado en los transductores y servos que envolvían la esbelta forma.
—Tiene suerte de seguir con vida —observó Petrovich, mientras limpiaba la carne arañada y aplicaba una cura local, cortando la hemorragia y retirando los grumos de sangre seca.
—Simplemente se acercó demasiado —murmuró el Viejo Matt.
—Una vez vi un film rápido de él —dijo Petrovich—. Atrapaba los animales, los aplastaba. Matará.
—No esta vez. No sin una razón.
El chimpancé pateaba y gemía con voz suave, probablemente a causa del dolor, pero quizá también a causa del recuerdo de su carrera rápida y desesperada tras algo que no tenía esperanzas de atrapar.
El Viejo Matt palmeó afectuosamente a Pequeñajo.
—Lo había visto antes. Lo reconoció. Como cualquier chimpancé, más listo que la mayoría de los demás y creyendo ser lo más parecido a un hombre. Vio que no podía esperar, o de otro modo no podría acercarse a él. Debía haber pensado mucho en ello, y sabía que en una u otra ocasión debería correr hacia él y no huir de él como los demás. Ser como un hombre. Aunque no sirviera de nada y tuviera que pagar el precio.
Acarició y alisó el pelo del animal, tranquilizándolo. El muchacho le ayudó, modelando una placa de acero curvado de reemplazo para proteger y aislar la sección de las costillas.
Estaba ya oscuro cuando abandonaron el cobertizo de servicio. Júpiter estaba eclipsando al sol. La pequeña y brillante bola naranja se deslizó detrás de la parte superior de los cirros de amoníaco, y un halo rosado se arrastró lentamente en torno del achaparrado planeta cuyas franjas le hacían parecer un melón de agua. Cerca de los polos el muchacho pudo ver un resplandor auroral violeta, colgantes cortinas de brumosa luz allá donde los átomos eran excitados por las corrientes de energéticos electrones. A través del rostro lentamente agitado del oscuro mundo, bifurcados relámpagos amarillos y ámbar, pinceladas de miles de kilómetros de largo, puentes de nubes de amoníaco y agua más grandes que el propio Ganímedes. Los hombres se detuvieron y alzaron la vista al paso del mediodía en la larga alternancia de siete días de sol y sombra que mantenía Ganímedes. El halo derivó lentamente, rodeando el enorme mundo con un difuso y etéreo color ámbar y rosado. La vista era mejor aquí que entre las luces del Asentamiento, y los hombres hicieron una pausa, observando la lenta y segura deriva de los mundos a medida que la gravedad tiraba suavemente de cada uno de ellos en su lento y pausado camino. Luego el resplandor se liberó de la cintura del planeta y se convirtió en la brillante y ardiente mancha de su sol, trayendo el regreso del mediodía. Volvieron a inclinar las cabezas hacia abajo y empezaron a pensar en otras cosas, en descansar antes de que la caza empezara de nuevo en la siguiente jornada, y sacudieron sus botas para desprender el hielo y la suciedad antes de entrar de vuelta al fuerte olor y la zumbante charla y el acre aire reciclado de los hombres.
3
El muchacho no vio marcharse al Viejo Matt a la mañana siguiente, temprano, mientras aún se preparaba la cocina y Manuel estaba ocupado cortando cebollas para el guiso.
—Madre. Ése se marcha sin decir una palabra —murmuró el coronel López. Su recia mandíbula se encajó—. Piensa que es demasiado viejo para seguir las reglas.
—Dejemos que muera solo —dijo Petrovich—. Si cae en una hondonada, no tendrá a nadie que le selle el traje si se le perfora.
Llamaron al Viejo Matt por la radio direccional, pero no respondió. Éstaba haciendo lentos pero firmes progresos hacia el este, en dirección a las colinas rocosas llamadas de Halberstam.
—Podría alcanzarle —señaló Manuel, aunque sospechaba que el Viejo Matt sería capaz de eludirle muy fácilmente en las colinas si quería.
El coronel López emitió un áspero sonido de exasperación.
—Entonces nos faltarían dos. No. Recuerdo que ya ha hecho eso mismo otra veces antes, en otros equipos de caza.
—Puede que pierda la función en ese brazo suyo —señaló Petrovich—. O en el rostro. Podría morir antes de que lo traigamos de vuelta aquí para medicación.
—Ésa es su elección —dijo el coronel. Se encogió de hombros.
Más avanzado el día, el coronel le dijo a Manuel:
—Echas a faltar el salir con el Viejo Matt, ¿verdad?
—Sí.
—No podrías tener mejor gusto, hijo. Él es el original.
—Entonces, ¿por qué no vas tras él?
—Haré siempre todo lo que sea necesario para mantener a un hombre o una mujer vivos ahí fuera. Pero no voy a retenerles si ellos no quieren.
Manuel no dijo nada. Había visto aquel aspecto duro en su padre antes, pero aquélla era la primera vez que lo comprendía.
Manuel salió con los demás equipos durante los siguientes tres días, levantándose cada mañana con la esperanza de descubrir que el viejo había vuelto durante la noche. Cada día el pulsante punto naranja del indicador del Viejo Matt lo mostraba avanzando en un esquema de barrido en arcos, deteniéndose a menudo, probablemente para descansar. Manuel formó equipo con Petrovich y luego con su padre, y le mostró al coronel cómo sabía disparar. Liquidaron algunos patines mutantes y, al segundo día, descubrieron una nueva variedad de comerrocas, una que se dedicaba a beber de las corrientes de amoníaco en vez de digerir las más difíciles piedras, como debería. El coronel comprobó con Bio, y mataron la cosa. Los animales fueron con el coronel, de modo que hubo un montón de actividad a la que Manuel no estaba acostumbrado durante la caza. Los animales se dispersaban por los riscos y empujaban hacia abajo a los patines de todas clases, y los hombres intentaban disparar contra los muties antes de que salieran huyendo. Al tercer día acorralaron a un buen puñado de ellos en un valle sin salida, y liquidaron veintidós formas mutadas y otros tres comerrocas defectuosos. Manuel ayudó a destriparlos para obtener muestras para Bio. Él, personalmente, había terminado con cinco, y falló sólo dos tiros. Se sintió exaltado en el camino de vuelta.
Entró en la cabina pisando fuerte, hambriento, y se había dejado caer ya en su banco antes de darse cuenta de que el Viejo Matt estaba acuclillado en un rincón, pasivo y remoto y llevando cucharadas de sopa a su medio metálica boca, grave y pensativo. Manuel habló con él, le hizo preguntas, pero el viejo sólo respondió con frases cortas o simplemente no respondió. Los hombres no se preocuparon por él. Después de la cena, Manuel fue invitado a jugar a las cartas y olvidó hablar de nuevo con el Viejo Matt, y luego se sintió demasiado cansado y se fue a la cama.
La mañana siguiente fue mortecina. La noche de Ganímedes estaba dominada por Júpiter, que reflejaba la luz del sol, de modo que las sombras eran turbias e imprecisas. La sombra del satélite se arrastraba a través de las franjas naranjas y marrones. El Viejo Matt le aceptó de nuevo sin discusión para la próxima salida. El viejo tomó un viejo biciclo de dos asientos, y partieron pertardeando y zumbando por entre los cráteres de helados bordes en dirección a las colinas Halberstam. Manuel nunca las había visto antes. Eran nuevas, originadas por la tectónica del hielo, con grandes placas que se movían y golpeaban unas contra otras como grávidos glaciares vivientes empujados por las profundas corrientes del interior del satélite. En algunos lugares, grietas y dentados picos de hielo hendían la roca, y luego, a apenas un kilómetro de distancia, la batalla daba un vuelco y el espaldar gris hierro de un antiguo meteorito quebraba la lisa lámina del hielo amoniacal, brotando de él para levantar nuevas cimas. Todavía no había habido tiempo para que la sucesión de las estaciones helara y deshelara los líquidos en las grietas y hendiera las rocas, liberando losas y luego moliéndolas, pulverizándolas a lo largo de los siglos hasta convertirlas en polvo.
Aquí y allá el calor liberado por el entrechocar había fundido el hielo, y ahora pequeños ríos excavaban serpenteantes líneas en el suelo elevado de los valles. A su debido tiempo aparecerían cañones y peñascos y grava bajo las botas de los hombres. Abandonaron el biciclo y siguieron a pie hasta un estrecho barranco cubierto por la nieve, donde los carámbanos goteaban y a cuyo alrededor se alzaba en volutas la niebla amoniacal. En la densa penumbra de la noche, la luz de Júpiter despertaba turbios reflejos ambarinos de las neviscas. El Viejo Matt se detuvo y miró hacia delante. Luego hizo un gesto silencioso, y el muchacho vio un canal excavado a través de los diez metros de profundidad de la nieve, grande como un oruga y mostrando como fondo la roca gris estriada de negro, rascada y dentada y con la inconfundible huella en delta en su barrida superficie. Ninguna rodada conducía fuera del profundo canal, y el muchacho no pudo ver cómo la cosa había podido llegar e irse sin dejar ningún rastro aparte aquél. La marca en delta estaba allí en la roca, muda, y en ella vio un rastro de lo que había oído en el murmullo y los gritos de los animales cuando lo encontraron, algunos de ellos por primera vez. Miró a su alrededor, a la opresiva garganta blanca, y se sintió atrapado. Se volvió inquieto, luchando contra la repentina y aterradora sensación de que había algo, algún movimiento, justo allá a sus espaldas, donde no podría verlo a tiempo.
—¿Encontró usted esto? —dijo innecesariamente, sólo para decir algo y no mantener el silencio.
—No. Vi algunas roderas en el siguiente valle. Parecía como si vinieran de esta dirección. Te llevaba allí.
Manuel asintió. Captó en su interior una anticipación y también un denso temor, un aroma en sus fosas nasales como el del cobre caliente en la metalistería. El olor se difundió por todo él y trajo una sensación a su estómago y a sus entrañas, una tensión, mientras veía por primera vez el signo de que aquello era algo mortífero, vivo y real, no una mera forma que acechaba en sus sueños y avanzaba en las historias que contaban los hombres cuando estaban medio borrachos y no podía confiarse ni en ellos ni en lo que decían..., no un fragmento de aquel mundo sino algo mayor que él.
—¿Cree que todavía está aquí?
—Podría ser. Los científicos dicen que permanece en un mismo lugar durante un tiempo..., buscando, creen. No sé. Quizá venga a echarnos una mirada, luego siga su camino.
—Mañana podemos venir todos. Quizás acorralarlo.
Se echó a reír.
—¿Acorralarlo? Mejor sería atrapar a un hombre en una jaula de niebla.
—Podemos intentarlo.
—Seguro. Podemos intentarlo.
Aquella noche, Petrovich se enzarzó en una discusión política con el mayor Sánchez, y los dos hombres empezaron a alzar la voz, con el whisky ocupándose de dirigir la mayor parte de la conversación. Había llegado la noticia de que la Unión de Corporaciones de los Asteroides deseaba desarrollar las capacidades de sintetización petrolífera de Ganímedes, y el satélite en su conjunto tenía que votar acerca de esa medida.
El mayor Sánchez dijo que ya traía bastantes problemas desarrollar los alimentos necesarios para los malditos asteroides, y que todas las demás tonterías que producían no las quería nadie excepto los urbanitas, y que al fin y al cabo ellos no tenían por qué pelarse el culo para construir una maldita planta petroquímica.
Petrovich pensaba que todo aquello era estúpido y muy poco previsor, ¿o acaso el mayor deseaba que se pasaran toda la eternidad comprando el petróleo a la Luna o incluso, Dios nos ayude, a la propia Tierra, pagando porcentaje sobre porcentaje a cada intermediario entre Ganímedes y Brasil?
Qué demonios, aulló el mayor Sánchez, no había en el Asentamiento ni un solo litro de petróleo o sus derivados que no hubiera sido exprimido de semillas o tallos, lo cual iba perfectamente bien para sus propósitos, por supuesto, y si los asteroides querían un producto de superior calidad podían comprarlo. ¿Para qué lo necesitaban ellos, además, cuando utilizaban animales servoacondicionados para la mayor parte de su trabajo, y los animales no necesitaban lubricantes como las máquinas? Esa había sido precisamente la más importante de las razones por las que se habían desarrollado buenos servoanimales, ahorrar en lubricantes, como podía saber cualquier maldito estúpido si se tomara la molestia de estudiar un poco de historia en vez de babear cada noche con el smeerlop y dejar que le derritiera los sesos durante cada minuto que le dejaba libre su trabajo..., ¿no?
Petrovich abrió la boca para gritarle su respuesta, pero sus ojos estaban vidriosos y tenía problemas para pensar tan rápido como Sánchez a causa del smeerlop, y en aquel momento entró el coronel López e interrumpió la discusión, ordenando que se fueran ambos a la cama.
Petrovich se sentó en su litera y agitó la cabeza durante un rato, murmurando para sí mismo, sabiendo que debía echarse a dormir pero rebelándose contra lo que podría interpretarse como obediencia a las órdenes del coronel, y entonces vio a Manuel y le preguntó, con voz insegura y estropajosa:
—Piensas que lo conseguirás mañana. —Cuando el muchacho no respondió, Petrovich le animó con un—: ¿Eh?
—No lo sueño.
—Seguro que lo sueñas. Has aprendido a disparar. Quizá tengas suerte, tal vez lo hieras.
—No sé a qué apuntar.
—Nadie lo sabe. Es redondo, como un huevo. Nada sobre lo que uno pueda echar el ojo.
—¡No, no es cierto! —El mayor Sánchez saltó en pie—. ¡Mierda! Son bloques, tres bloques pegados juntos. Las patas brotan de las esquinas, cada bloque tiene cuatro..., no, no el del medio, así que tiene ocho patas.
—Es redondo —dijo Petrovich—. Lo vi tres, cuatro veces. Redondo, y rueda sobre sí mismo.
—¡Hay fotos! Las trajimos de vuelta a Sidón, las mostramos a todo el mundo, todos pudieron...
—Se arrastra, cegato. Y sobre su barriga, no sobre patas —brotó una voz de entre las literas del fondo—. Lo vi trepar por un acantilado completamente liso utilizando algo parecido a arpones, hace como cinco años.
El coronel se levantó y agitó la mano requiriendo silencio.
—Tiene muchas formas. Olvidáis que las cámaras han mostrado configuraciones diferentes de tanto en tanto.
—Cada vez que yo lo he visto —gruñó Petrovich—, la forma era la misma.
—Quizá esa buena máquina esté intentando simplemente ponerle las cosas fáciles a usted, amigo —dijo socarronamente el mayor Sánchez.
Petrovich gruñó algo inconcreto y se echó en su litera. La charla prosiguió por entre los desnudos marcos de tubo de hierro de las literas, apagada ahora, inconexa, entre los rancios olores dejados por la cena. El Viejo Matt, que había permanecido todo el rato junto a la estufa, se acercó y se sentó al lado de Manuel.
—Discuten sobre nada —murmuró.
—Me parece importante saber qué es lo que tenemos que buscar —dijo Manuel.
—Cambia. No para confundirnos. Porque es así.
—¿Cree que tiene algún punto vulnerable?
El Viejo Matt se encogió de hombros, y su rostro se frunció en un mapa de finas arrugas mientras masticaba un trozo de hasch.
—A veces presenta orificios. Una boca o un culo o alguna otra cosa para la que no tenemos ningún nombre. No importa.
—Tiene que haber algo que podamos hacer. Esos científicos...
—Son cazadores de otro tipo. Nunca saben.
—Con rayos-e y todas esas trampas, vi algunas cuando estaba en Loki Patera..., seguro que lo han intentado.
—Nunca lo intentaron lo suficiente. Mañana, si aparece de pronto ante nosotros y nos da tiempo de registrarlo..., bien, a veces, en el pasado, se ha tomado su tiempo antes de enterrarse en el hielo y desaparecer. No sé por qué. Así que puede surgir en cualquier momento delante de nosotros, rápido como un murciélago salido del infierno. Entonces podrás verlo.
—Oh..., ¿quiere decir yo en particular?
—Ajá.
—¿Como si quisiera que yo lo viera?
—Tal vez.
—¿Quiere decir que yo nunca he estado aquí antes, y sin embargo él me conoce?
—No lo sé. Pero ha habido otras ocasiones antes, gente que era nueva, y él... Mira, quizá lo recuerde todo, quizá nunca olvide a un hombre ni un oruga ni un animal ni nada. Así que, cuando aparece algo nuevo, se siente interesado.
—¿Por qué?
—Lleva mucho tiempo aquí. Millones de años. Eso dicen por la antigüedad de las cosas que han hallado en los satélites exteriores. Quizás esté aburrido.
El muchacho tuvo la impresión de que ni el aburrimiento ni ninguna otra simple y patética emoción humana tenían nada que ver con la forma de pensar de aquella enorme masa, y que su indiferencia hacia ellos significaba que no compartía ninguno de sus valores e ilusiones. El Viejo Matt no dijo nada más al respecto. Se limitó a agitar la cabeza y decirle a Manuel que se metiera pronto en la cama; que descansara; y que ya faltaba poco para que al día siguiente salieran a ver.
4
El paisaje era enorme y vacío bajo la tormenta que había avanzado de nuevo desde el sur, trayendo una lenta cellisca de gotitas envueltas en metano e impregnadas en amoníaco, girando en el aún tenue e híbrido gas químico que era el nuevo aire. Flotando justo por encima del punto de congelación, el perezoso vapor giraba en torno a ellos..., rojizos bancos de niebla que se aferraban a las láminas de hielo como si su girante materia anhelara regresar a la original y estable existencia que había conocido durante miles de millones de años, sumergirse y congelarse y descansar, y no verse torturada por el penoso calor que los hombres habían traído consigo para hacer hervir los elementos en una sábana de gases que envolviera el viejo y muerto mundo ahora resucitado. Aquel día, la partida de caza estaba compuesta por sólo treinta y nueve hombres y mujeres, pues tres de ellos habían vuelto a Sidón para ayudar en algún hidroproceso. (O eso dijeron. Petrovich y algunos otros murmuraron sobre las humeantes bandejas de su desayuno que los tres se habían puesto muy nerviosos al oír hablar del Alef, y que se habían apuntado al trabajo que debía hacerse en Sidón en cuanto fueron llamados, la noche anterior. El coronel les dijo que nunca debía hablarse a espaldas de nadie, y envió a los dos que habían hecho los comentarios más irónicos a iluminar el hielo nocturno más allá del rastro de los orugas, un trabajo que no le gustaba a nadie.)
Entre los treinta y nueve se contaban algunos viejos, aunque nadie nacido en fecha tan remota como el Viejo Matt, y algunos hombres que se habían tomado unas vacaciones y que en realidad nunca habían cazado lo suficiente y sabían aún menos de lo que ahora sabía el muchacho. Sin embargo, cuando bajaron de los transportes al pie de las colinas Halberstam, hubo menos gritos alegres, palmadas de ánimo e idas y venidas, menos discusiones acerca de quién llevaría eso y qué ruta seguirían para alcanzar las abruptas extensiones que se abrían ante y sobre ellos. Las nubes de tormenta barrían las duras caras de roca y robaban el calor de sus trajes, haciendo que la diferencia de temperatura fuera lo bastante grande como para poner en tensión los aislantes multicapa, de tal modo que todas las costuras crujían y chasqueaban. Avanzaron. Los orugas y los andadores quedaron atrás, aguardando al borde de la lisa y manchada llanura, mientras los hombres iniciaban el ascenso de las escabrosas colinas y se dividían en grupos que se dispersaron por valles y arroyos. Manuel fue con el Viejo Matt, el coronel y otros nueve, avanzando impasiblemente por los velados valles, buscando huellas en la nieve o señales en los salientes de hielo. Llevaban con ellos seis animales, que correteaban delante y a la cola de la columna, derramando más energías que los hombres en sus constantes saltos y piruetas y sus ininterrumpidos juegos de quién atrapaba a quién. El Viejo Matt luchaba por mantenerse a la altura de los demás. Resoplaba sin cesar, con la cabeza alzada al cielo, el rostro contraído por el esfuerzo, escuchando el parloteo de los animales por la radio de corto alcance y las ocasionales y ahogadas palabras de los hombres, y sin embargo el muchacho veía que no prestaban atención a las palabras ni a los gritos, sino que, en vez de ello, se concentraba en algo distinto, volviendo la cabeza a este y ese otro lado, arrojando reflejos acerados y cobrizos a la tenue luz. Sobre ellos, las estrellas eran brumosas joyas que colgaban sobre diáfanos cirros.
El coronel López seguía el rastro de cada grupo a través del display de su visor, ordenando que enviaran a un hombre a explorar cada uno de los valles laterales prometedores a los que llegaban. El granizo cesó, y entonces el manto de la lluvia cayó sobre ellos. Los equipos hicieron un buen promedio de marcha pese a la cada vez más profunda nieve verdeazulada, y fueron ascendiendo. Era fácil avanzar, dada la escasa gravedad, dando largas zancadas a intervalos de tres segundos, las botas aferrándose al hielo o a la nieve cuando se posaban para asegurar una firme presa. Cuando se veían bloqueados por un deslizamiento o una grieta y no podían superar por sí mismos el obstáculo, ponían en funcionamiento sus servos de baja energía y, con un cierto esfuerzo, daban el salto impulsados por sus reforzados músculos. El muchacho jadeaba en los tramos difíciles y no podía oír en la radio de corto alcance si a los demás les ocurría lo mismo, pero estaba decidido a no permitir que se retrasaran por él. El coronel marcaba el paso y mantenía un ojo atento sobre el Viejo Matt, y el muchacho vio que su padre contenía a los hombres más jóvenes para que no se dejaran llevar por su entusiasmo y el viejo no se viera forzado más allá de sus capacidades. Su padre era así, duro y gruñón y sin embargo comprensivo cuando se trataba de no forzarte más allá de tus límites.
Sorprendieron algunos patines, sorbiendo con idiota persistencia los arroyos de amoníaco. Los hombres se encargaron de los deformes, todo el mundo disparando deprisa, antes de que se escabulleran. No había mucha vida tan arriba, y muy pronto no vieron nada excepto comerrocas masticando estoicamente los guijarros y, más arriba aún, orugas buscando estanques en que abundara el metano, con sus carcasas hinchadas y distendidas por los sacos de almacenamiento donde procesaban los residuos ricos en carbono en compuestos mejores cuando hibernaban.
Los hombres fueron entrando individualmente en cada ramificación que formaba un nuevo valle, llevándose consigo a un animal, hasta que sólo quedaron cuatro. El coronel hizo un gesto a Manuel para que siguiera adelante cuando llegaron a un lugar en que la pared del valle se hendía como si una enorme mano la hubiera abierto con una cuña de piedra. Desde allí, una garganta poco profunda se adentraba entre dentados picos.
—El mapa meteorológico del satélite muestra que se halla bastante despejada de deslizamientos ahora —dijo el coronel—. Ha llovido mucho aquí las últimas semanas. Lo ha limpiado todo.
El Viejo Matt llegó a su lado.
—¿Cuál es la cresta de presión por esta parte?
El coronel López miró a su izquierda, y su casco destelló con líneas verdes y carmesíes.
—Se inicia en ese risco.
—¿Cree que puede haber algún deslizamiento? —preguntó el viejo.
—Las líneas de fractura se extienden hacia el norte. No parece que haya ninguna posibilidad por este lado.
—Los satélites no pueden verlo todo.
—Sí. Vaya usted con Manuel, ¿eh? Cañón arriba. Impida que se vuele una pierna con su arma y provoque un deslizamiento sobre él.
—Por supuesto.
Se llevaron con ellos a Listillo, y se encaminaron hacia lo alto de la garganta. Un pequeño arroyo murmuraba y canturreaba, produciendo ecos en las paredes incrustadas de hielo. Un rosado vapor amoniacal brotaba de él. El muchacho avanzó pesadamente, pensando en la aplastada placa de acero de Pequeñajo y en los agudos gritos, casi lamentos, que los animales habían lanzado antes. La nieve y el hielo que se fundían alimentaban el arroyo y chapoteaban bajo sus botas. El hombre le dijo algo a Listillo y le dejó corretear un poco y luego le habló de nuevo, y el animal dejó de moverse y de estremecerse y se mantuvo a sus talones, con su amarilla cerámica agitándose y crujiendo de tanto en tanto, cuando saltaba sobre un riachuelo, pero sin producir ningún otro ruido, paciente y ansioso a la vez. Bloques de rocas desprendidas habían caído al fondo de la garganta, y ahora, mientras avanzaban, losas de hielo cubrían su superficie, estrechándola hasta convertirla en un mero paso. El Viejo Matt seguía estudiando los casi verticales ventisqueros y paredes de roca. Hizo una pausa, jadeante, y dijo:
—Tranquilo a partir de ahora.
—¿Cree que...?
—No tiene que haber nada, ni siquiera comerrocas, a esta altura. Aquí, cualquier cosa que se mueva significa algo.
Manuel asintió. Pateó un poco para calentarse los pies. El Viejo Matt abrió su traje y dijo:
—Cuidado con esto ahora.
La orina brotó y salpicó sobre la roca. Manuel hizo lo mismo. Pensó que era para ahorrarse distracciones más tarde, pero en la quietud del cañón el crujir y el chisporrotear de la orina mientras se congelaba retumbó en sus oídos, y vio que era para evitar ruidos en un momento menos conveniente.
—¿Qué hay acerca del ruido de los trajes? —preguntó Manuel.
—No hay nada que hacer al respecto. La ósmosis inversa es tan silenciosa como se puede conseguir. La única cosa que podríamos hacer sería desconectar los calefactores, pero si lo hiciéramos nuestros pulmones se congelarían hasta solidificarse completamente en media hora.
Manuel asintió. Siguieron adelante, ahora caminando más que saltando, para evitar en lo posible el resonar de las rocas bajo sus botas. Cada pocos minutos su traje exhalaba el exceso de anhídrido carbónico del que no podía hacerse cargo, y la bocanada de gas restallaba fuertemente al congelarse y caer al suelo. Aparte esto, un extraño silencio descendió sobre el muchacho, y sólo pudo oír su propia respiración. Sus micromicrófonos exteriores ni siquiera captaban el murmullo de una brisa; la atmósfera era demasiado tenue para soportar una, aunque fuera ligera. En su hombro se bamboleaba una nueva arma, que su padre le había entregado aquella misma mañana: un láser de doble tiro, usado para trabajos de ingeniería allá en Sidón. Sólo lo había disparado una vez, contra un peñasco, para conocer su retroceso, y había observado que se desviaba ligeramente hacia la izquierda, como le había indicado el coronel.
Caminaron un par de kilómetros, hasta que la garganta cedió paso a una inclinada lámina de hielo, salpicada de rocas entre rojizas y grisáceas. El Viejo Matt dijo:
—No tiene sentido seguir más. Aquí es donde nos separaremos.
—Pero, ¿cómo? ¿No será más seguro si permanecemos...?
—No hay nada seguro o no seguro en esto. Puede arrollar con la misma facilidad a dos que a uno. Tú ve hasta esa garganta, allá donde el hielo se vuelve púrpura. Párate allí, y manténte de espaldas a la garganta. No es probable que llegue hacia ti desde esa dirección. Tendría que salir de la misma garganta, y, ¿por qué iba a tomarse esa molestia cuando hay una materia más blanda ahí arriba?
—De acuerdo. —El muchacho empuñó el láser.
—Yo me situaré a unos cientos de metros ladera arriba. De esa forma tendremos dos ángulos sobre él, probablemente.
—Y si uno de nosotros resulta herido, el otro probablemente no.
—Ajá. —El viejo le miró, parpadeó con su ojo cobrizo y sonrió—. Desconecta también la radio de corto alcance. A veces, el Alef produce cierta cantidad de ondas electromagnéticas. Sólo ruido, dicen los científicos. No lo sé. Pero sobrecargará tu aparato.
—De acuerdo.
—Y no te muevas en absoluto.
—¿Y Listillo?
—Es una marsopa. Malos instintos para esto, no importa lo que digan acerca del desarrollo de su CI que las hace iguales a los delfines.
—Puede distraerlo.
—Más bien creo que eso es lo que estamos haciendo todos, distraerlo. En el mejor de los casos. De acuerdo... —Se inclinó y le dijo a Listillo que ocupara una posición en la ladera, entre ellos dos.
Manuel disfrutó durante la primera hora. Se relajó, y empezó a acostumbrarse al absoluto silencio. De tanto en tanto se producía algún débil y ocasional ping cuando un grano de polvo, cayendo de alguna órbita errante en torno a Júpiter, golpeaba contra su traje, haciéndolo resonar. El interminable granizo de protones de alta energía no podía alcanzarle, sin embargo, a través de los apretados campos magnéticos que envolvían su traje, las bobinas superconductoras con sus eternas corrientes que echaban a un lado la mortal cellisca. El Viejo Matt le había enseñado cómo el hecho de moverse creaba ondas magnéticas en las rocas cercanas, ricas en hierro, débiles oleadas de energía que el Alef podía captar, de modo que se mantuvo completamente inmóvil. Ganímedes oscilaba ahora más hacia el sol, y mientras aguardaba llegó el amanecer, con una lentitud infinitesimal, iluminando gradualmente los azules amontonamientos de nieve y haciendo retroceder las sombras. Encima de ellos, el oscuro cielo lo absorbía todo y no devolvía nada. A aquella altura, la atmósfera que el hombre y sus máquinas intentaban elaborar no tenía efecto, y el paisaje era igual a como había sido durante miles de millones de años, inerte y frío más allá de toda sensación humana, y sin embargo con lentas e inevitables fuerzas propias que empujaban hacia arriba las montañas y torturaban el hielo. Se hallaban ya ahora en la tercera hora, y empezaba a sentirse cansado, aunque había puesto en funcionamiento los servos de sus rodillas y ahora no tenía que sostener su peso. El muchacho tenía la sensación de poder captar el potencial de las enormes rocas que tenía a sus espaldas, y la acumulación de fuerzas que se producía incluso en aquel elevado lugar.
Sólo lentamente se dio cuenta de que el temblor y la silenciosa presión que percibía no procedían de sus pensamientos sino que eran reales, firmes. Parpadeó, y vio que las rocas se elevaban, cambiando de forma. El Viejo Matt era una distante figura que hacía mucho rato que se había mezclado con el terreno pero que ahora agitaba los brazos, señalando hacia la protuberancia que crecía en la capa de hielo, y Listillo se agitaba nerviosamente, echando una pata hacia delante y otra hacia atrás cuando se produjo el primer crujido, una línea quebrada trazada rápidamente a través del hielo púrpura, que se fue ensanchando a medida que se hacía más larga, con la nieve cayendo en ella, y luego una segunda grieta, y una tercera, tan rápido como podía ver. Las rocas gruñían bajo sus pies, y alzó el láser, pero no había ningún lado dónde apuntar. El suelo se había alzado ahora todo un metro. Guijarros y luego rocas enteras empezaron a rodar, primero lentamente y luego más aprisa y finalmente chocando unas contra otras y estrellándose en el hielo, rompiéndolo y siguiendo su camino, algunas cayendo sobre la cada vez más extensa telaraña de grietas que se hendían y alzaban y se hendían de nuevo, auténticos peñascos ahora que caían en las fisuras y quedaban encajados en ellas. La creciente y bostezante oscuridad creaba ecos en el vacío del oscuro cielo. Manuel se volvió, sujetando su inútil arma. Saltó del camino cuando una roca se quebró a sus pies con un profundo sonido restallante. El Viejo Matt se tambaleaba en la ladera, intentando mantener el equilibrio. El muchacho ansiaba un blanco, algo contra lo que actuar. Listillo gimoteaba y lloriqueaba y echó a correr, apartándose de la creciente protuberancia que se centraba en el triángulo formado por ellos tres.
Manuel avanzó cautelosamente en dirección a ella. El suelo gruñía y oscilaba, casi a punto de hacerle caer. Percibió el olor a cobre caliente. Nuevas fisuras se producían en la superficie helada, y tuvo que saltar para evitar una. Listillo echó a correr, dándoles la espalda, y no vio la grieta que se formaba ante él. La oscuridad se precipitó bajo la deslizante y frenética forma y la consumió en un instante, engullendo el acero y la cerámica como si no fuera nada y siguiendo luego su movimiento, extendiendo la grieta garganta abajo como unos brazos que se alargaran. Y entonces... se detuvo. El hueco ruido como de molienda que el muchacho no había conseguido separar de los demás sonidos desapareció de pronto, y el hielo dejó de moverse, hizo una pausa y, con una dolorosa lentitud, empezó a asentarse, a ceder, con las piedras aplastándose mientras se inclinaba, las hendiduras estrechándose, la protuberancia cediendo.
Al cabo de un instante había desaparecido. Manuel permaneció de pie con el arma alzada y preparado, conteniendo el aliento, pero allí ya no había nada. Las fisuras no se cerraron por completo. Se sentía todavía cauteloso, estudiando el terreno cerca de él, cuando el Viejo Matt se le acercó y unieron sus cascos.
—Nada de radio de corto alcance, todavía no —dijo el hombre.
—¿Qué...? No ha llegado a mostrarse. Sólo...
—A veces es así. Vino a echar una ojeada.
—Pero no llegó a salir, no...
—Supongo que no necesitó hacerlo. Vio que estábamos aquí arriba, y nos hizo saber que había reparado en nosotros.
—Listillo.
—Consiguió su bocado. Aunque no creo que viniera por él. Incluso es posible que fuera eso lo que le hizo retirarse. —El viejo agitó la cabeza—. No, eso seguramente no es cierto. Lo peor que puede ocurrirnos es empezar a pensar en él como hace todo el mundo. Lo peor.
—Listillo intentaba alejarse.
—Cierto.
Echaron a andar garganta abajo en silencio, la mente del muchacho llena de pensamientos y emociones entremezclados y enormemente confusa. La próxima vez actuaría de forma distinta, haría algo, encontraría una forma..., pero no podía pensar en nada que hubiera podido hacer de otro modo, y la llana inflexibilidad del hecho en sí le hizo sentirse mejor. Hiciera o no algo distinto, al menos estaba seguro de que habría una próxima vez. Podía llegar mañana o en cualquier momento más adelante, pero llegaría, y pensando en ello descubrió algo que lo absolvió de su miedo, porque no había ninguna culpabilidad en temer lo que estaba más allá de ti y corría, ciego y sin remordimientos, a lo largo de los años, echando a un lado todo el peso mortal que un ser humano debía acarrear. Saboreó el olor a cobre en sus fosas nasales, y supo que ya no volvería a tener miedo de ello.
Les llegaron los informes de los demás hombres y animales: multitud de patines confusos e histéricos y un rumor impreciso oído aquí y allá, pero nada visto, nada concreto. Se alegró de eso también. Era arrogante pensar que él había sido el elegido, pero la verdad era que había tenido suerte..., la estúpida suerte del principiante. De ahora en adelante no iba a depender de la suerte. Algún día lo vería, de eso estaba seguro ahora. Si podía conseguirse manteniendo la vigilancia, lo conseguiría. Quizá mañana, o quizá la semana próxima.
En realidad, tuvo que transcurrir más de un año.
Segunda Parte: EL ALEF
1
Construir la biosfera era una tarea a largo plazo, casi un acto de devoción realizado para las generaciones futuras, y así su ritmo estaba gobernado por las imperiosas necesidades del presente. La economía del asteroide estaba en expansión, y exigía cada vez mayores provisiones de agua, comida, nitrógeno, carbono. Los asteroides eran ricos en metales, pero tenían pocos pedazos de condritos carbónicos que pudieran formar los compuestos más simples para la vida. Ganímedes los proporcionaba, así como comida, y los embarcaba en enormes cargueros robots que eran lanzados en órbitas de mínima energía. Los Asentamientos fundían el hielo, lo separaban en fluidos utilizables, y desarrollaban comida, todo ello a cambio de bienes industriales de los asteroides y de más allá. También sostenían los laboratorios y puestos de avanzada en torno a Júpiter y Saturno. Así, el trabajo se acumulaba constantemente, los turnos eran largos, y Manuel se hallaba ahora en una edad que significaba que tenía que cumplir con todas las horas laborales de un hombre aunque no tuviera aún toda la fuerza de un adulto. Aprendió a reparar conducciones y algo de fontanería hidrotermonuclear, y trabajaba justo detrás de los equipos de construcción mientras levantaban los nuevos domos de vapor. Había poco tiempo para dedicarse a la caza de patines, especialmente desde que éstos habían empezado a aprender a evitar a los humanos y apenas se les veía cerca de los Asentamientos. La constante cellisca protónica hacía que el índice de mutaciones fuera alto; los comerrocas empezaban a mostrar grandes verrugas inflamadas, y algunos iniciaron la caza de los saltadores, hallando alguna adicción química hacia la fibrosa carne de saltador, y en consecuencia perjudicando el delicado equilibrio y la aún experimental biosfera.
Más de un año después de su primera vez, el muchacho tuvo que salir de nuevo en una operación de poda.
Petrovich y el mayor Sánchez conducían dos grupos separados, y pasaron una buena parte de su tiempo sentados ante una mesa metálica improvisada, jugando a las cartas y discutiendo acerca de en qué territorio cazar al día siguiente. Manuel se dio cuenta de que esas discusiones, una especie de confortable intercambio de insultos y gastados clichés políticos, eran lo que los mantenía unidos, y que, pese a los ocasionales altercados, eran buenos amigos. El coronel se limitaba a sonreír cuando sobrevenían aquellas repentinas disputas. Petrovich había empezado a desarrollar una prominente barriga, el tipo de protrusión que sólo en un hombre fuertemente musculoso parece ser otra fuente de fuerza, colgando hacia abajo y descansando sobre su cintura. El mayor Sánchez hacía de esto un blanco de sus bromas, y los dos hombres se pasaban mucho tiempo intentando ganar al otro. Se construyeron un par de pistolas utilizando láseres de fontanería, y salían juntos en la caza, en busca de muties de patines o comerrocas, y les disparaban, haciendo apuestas sobre el respectivo número de blancos.
Manuel se alegraba de que esto los mantuviera ocupados, ya que deseaba tener poco que ver con los grupos que iban detrás de los comerrocas. Tenía sus propios proyectos en mente y los grupos hacían demasiado ruido, no aceptaban que se les cuestionara la libertad de vivir bajo el vacío cielo negro y sin tener que trabajar, y conseguían un buen número de comerrocas sólo porque esas torpes cosas apenas podían oír y únicamente echaban a correr si percibían el roce metálico y el golpeteo de las botas contra la roca. Les dijo al coronel y a Petrovich que prefería ir tras los patines. Había bastantes menos este año. Las mutaciones fatales habían matado a muchos, como Bio había predicho, y ahora había menos afluencia de amoníaco. La teoría que sustentaba el plan de Bio era la de que los cambios en la atmósfera y en los campos de hielo serían más rápidos que la adaptación de patines, orugas, comerrocas y demás. Eran especies temporales, destinadas a trabajos de transición, que se destruirían a sí mismas. Los cambios atmosféricos y el efecto inducido de invernadero en la temperatura los eliminaría antes de que se convirtieran en un problema. El estadio final, cuando la atmósfera cambiara a oxígeno, barrería definitivamente su existencia, dejando sitio para nuevas especies, casi terrestres pero capaces de tolerar las bajas temperaturas. Entonces todo el satélite sería repoblado mediante ingeniería genética con una fauna adaptada a él, capaz de soportar las altas radiaciones y otras amenazas.
El muchacho partía cada mañana inmediatamente después del desayuno, llevando al hombro el nuevo láser de un solo cañón que su padre le había dado. Lo poseería todo el resto de su vida y lo utilizaría casi cada año (con sólo una interrupción importante de seis años), porque la biosfera necesitaba siempre ser podada, y reemplazaría la caja dos veces (una de ellas porque la dejó caer para salvarse en el borde de una hendidura) y el tubo láser cinco veces, cada una de ellas con el mecanismo generador del rayo de alta energía. Por ahora, el arma parecía pesada y extraña en sus manos, pero sabía que debía dominarla para conseguir una potencia de fuego apreciable, aunque en verdad no esperaba que, para aquello por lo que la deseaba, la mera energía significara algo. Lo que necesitaba ahora era conocimiento. El primer día salió con un monociclo y fue a las colinas Halberstam. No le había dicho a nadie que pensara ir tan lejos, porque sabía que su padre no le dejaría, no sin más experiencia. Aquella mañana disparó a dos feos patines mutados. El lento aumento de la temperatura había despojado las colinas de su nieve, dejando los macizos color gris hierro asomándose al vendado creciente de Júpiter. Recorrió las colinas, dando largos y cómodos saltos, aterrizando suavemente y navegando según el programa guía del satélite que había cogido para su traje. Le tomó tres horas descubrir la estrecha garganta donde él y el Viejo Matt habían encontrado la profunda mella en la nieve. La garganta era difícil de identificar ahora, porque casi toda la nieve e incluso parte del hielo se habían fundido creando un arroyo que resonaba con las piedras arrastradas y había creado ya un profundo surco. Las rocas en aquel lugar eran casi todas de níquel y hierro, procedentes de algún antiguo meteorito, y coloreaban el arroyo con un llamativo color herrumbre. Algunos desprendimientos cegaban ahora la garganta. La recorrió tres veces antes de encontrar una losa de piedra que le resultó de alguna manera familiar. Cerca de su base vio fuertemente grabada la impresión en forma de delta, silenciosa e indomable, un testimonio de lo que había sido un simple momento pasajero en los movimientos del Alef pero que sabía que seguiría allí, marcada en la dura roca mucho después de que él hubiese dejado de ser otra cosa que huesos y cenizas.
El segundo día exploró la región al sur de las colinas, entre las llanuras de aluvión de hielo naranja y púrpura. Estaba aprendiendo a conocer el terreno sin saber exactamente cómo, simplemente sumergiéndose en él y dejando que penetrara en su interior la sensación de las enormes y planas llanuras, el terreno lleno de montículos y surcado por las depresiones excavadas por el agua, las gargantas y zanjas y barrancos y cañones en que el fundirse del hielo y la nieve habían variado el equilibrio de las masas y producido disrupciones. En una oquedad donde los tenues vientos se retorcían en una perpetua brisa encontró delgadas siluetas de hielo negroazulado, más altas que un hombre, esculpidas por el viento, largas y delgadas, resplandeciendo a la incierta luz del sol.
Volvió tarde aquel día. Su padre lo observó mientras cruzaba torpemente la esclusa de entrada, cansado y helado, sacudiéndose el hielo de las botas. El aislamiento era deficiente y la regulación de la temperatura pobre; de pie, podías secarte el sudor del rostro mientras se te helaban los pies. El coronel López entregó a su hijo un plato de espeso guiso de pavo con pedazos de maíz asado. Manuel lo comió sin hablar mucho, simplemente engullendo con esa ansiedad que poseen los jóvenes cuando el cuerpo afirma sus demandas. Terminó, se dirigió a la humeante cocina y se llenó un segundo plato. Había comido unos cuantos bocados, más lentamente ahora, sentado y con la cabeza inclinada sobre la mesa, cuando el coronel dijo suavemente:
—Si vas a ir en su busca, deberías llevarte algo de equipo.
Manuel alzó bruscamente la cabeza.
—¿Cómo sabes...?
—Sé que resulta difícil de creer, pero yo también fui muchacho.
—Bien..., ¿qué quieres decir?
—Esa cosa lleva metal en su masa. Los informes de las investigaciones de hace treinta, cuarenta años, dicen que muy probablemente se trate de hierro y cobre. Materiales ferromagnéticos, vaya.
—Parece como si fuera de roca.
—A veces sí. Otras no. —Las cejas del coronel se alzaron mientras miraba a un punto indeterminado del espacio, como si recordara—. No importa. Cualquier masa grande de hierro que se mueva puede ser detectada por una antena. Componentes de Fourier rápidos en el campo magnético.
Manuel asintió. Sabía que «Fourier» significaba algún tipo de análisis de frecuencia. Algo que podía ser captado cuando el Alef se moviera.
—¿Nunca lo han rastreado de ese modo?
—Por supuesto que sí. De todos modos, nunca consiguieron gran cosa. En una ocasión examiné veinte años de mapas sobre ello. Grandes mapas tridimensionales, algunos de antes de que todas las cordilleras y montañas quedaran expuestas por el deshielo. En ellos...
—¿De veras? ¿Tan viejos?
—Seguro. Hace dos siglos, Ganímedes era liso. Hemos estado fundiendo y excavando, creando terreno. El asunto es que los científicos trabajaron mucho intentando descubrir adónde iba el Alef..., imaginaron que se escondía en algún lugar, o quizá descendía hasta el núcleo, o yo qué sé.
—¿Para qué?
—Para repararse. Para descansar, quizá. Cualquier cosa...
—¡Ja! ¡Qué gente estúpida! No necesita...
—Te agradeceré que no interrumpas de nuevo a tu padre —dijo el coronel con voz precisa, cada palabra arrastrando su propio peso. Hizo una pausa, y entre los dos llameó un desafío, un asomo de la tensión cada vez mayor que se iba introduciendo en sus conversaciones a medida que avanzaban los años, pero que ninguno de los dos quería aún reconocer. El muchacho frunció la boca y desvió la vista.
—Sigo. Estudié sus mapas. El Alef va por todas partes, raras veces se detiene mucho tiempo en algún lugar. Su trayectoria envuelve el volumen del satélite como spaghetti en un bol, por todos lados. Arriba hasta la corteza, abajo hasta el núcleo, a veces nadando y otras corriendo. Sin el menor sentido en ello.
La expresión de Manuel se hizo más tensa.
—No ayuda en nada saber esto.
—A lo que quiero referirme es al método, no a los resultados. Siguieron sus movimientos por triangulación desde un satélite. Detectando las ondulaciones de los campos magnéticos cuando pasaba.
—No sé si deseo rastrearlo de este modo.
—No, pero quiero que sepas cuándo está por los alrededores.
—¿Cómo? —Manuel volvió a masticar, más pensativamente ahora, meditando.
—Lleva algunas antenas circulares contigo.
—¿Qué peso?
—Cinco kilos, quizá.
—¿Cómo puede señalar una antena la diferencia entre mi persona en movimiento y cualquier otra cosa?
Su padre asintió con reacio respeto hacia el sentido técnico del muchacho.
—Tienes que permanecer inmóvil y tomar una lectura, y enviarla al satélite; él la procesará.
—Uh-huh. —Fue a buscar más café.
Cuando regresó, su padre había abierto una caja de la sala de equipo y estaba colocando algunas antenas sobre una de las mesas.
—Tú ya tenías todo esto preparado.
—Seguro. Las traje de Sidón.
—¿Tan fácil soy de leer, eh?
—A veces.
—Maldita sea, no puedo hacer nada sin que...
—Hijo, has hablado de muy pocas otras cosas esos últimos meses. No quiero que pienses que tienes que hacerlo subrepticiamente. Y tu madre está muy preocupada.
Dio una palmada a Manuel en el hombro, fundiendo con el gesto la tensión entre ellos, haciendo que ambos recordaran la época en que jugaban en la alfombra de la sala de estar, cuando el contacto físico no tenía aún ninguna de las connotaciones que tenía ahora. Sonrió, y su frondoso bigote negro brilló a la luz.
—Todo muchacho sabe que es inmortal, pero sus padres no están tan seguros.
Manuel asintió. Su irritación ante el hecho de compartir aquello desapareció. Escuchó atentamente la descripción de cómo funcionaban las antenas direccionales, cómo había que mantener la impedancia equilibrada cuando las tomabas de la cálida cabina y las sacabas al frío de las llanuras, cómo las bobinas de inducción podían congelarse si las mantenías durante demasiado tiempo en el lado en sombra de tu cuerpo. Petrovich le ofreció voluntariamente algunos consejos, y otros hombres tomaron ociosamente las antenas, como si recordaran algo de lo que ellos habían sentido y hecho hacía mucho tiempo, y luego volvieron a dejarlas y regresaron a sus juegos de cartas o discusiones o simplemente a beber su ración de despellejagargantas en torno a la estufa, contemplando los filamentos blancoazulados que resplandecían como el centro de una estrella.
Salió con el equipo al día siguiente, y al otro. Se dirigió hacia el sur, donde sorprendió una manada de patines mutantes y eliminó a la mayor parte de ellos antes de que pudieran dispersarse. Las antenas funcionaban perfectamente, y el Satélite Relé le daba su respuesta en un período de dos segundos. Pero no detectó nada que se moviera bajo las arrugadas colinas. Estaba aprendiendo los pequeños trucos del acecho, absorbiéndolos sin pensar en ellos. Ahora podía decir desde una gran distancia si una forma pequeña y escurridiza era un mutante, o si un conjunto de huellas dejadas por el paso de unos comerrocas tenían una hora o una semana, o si había algo escondido al socaire de un saliente rocoso, allá donde se acumulaba la nieve. Su traje hacía poco ruido, y así empezó a acostumbrarse al eterno silencio de la crudeza del satélite, alterado solamente por el suave susurro de los vientos que reclamaban lentamente el paisaje. Transcurrió una semana. Cada vez regresaba más y más tarde al campamento, sabiendo que los hombres lo observaban con un cierto afecto nostálgico, viéndole llegar cada vez con el informe de cuántos patines o saltadores había avistado, cuántos había muerto, todo ello para la actualización de datos de Bio, y sabiendo que el hecho central quedaba sin mencionar, porque no había nada que decir sobre el fracaso. Décadas de investigaciones habían demostrado que el Alef podía acudir a una zona de caza debido al incremento de actividad, pero ésa era una débil correlación, y muchos dudaban de ella. El muchacho podía seguir todo el resto de su vida sin que la suerte le sonriera.
Un anochecer regresó temprano por primera vez, agitando descuidadamente las antenas, y pasó junto a un andador al que el Viejo Matt estaba cambiando una válvula estropeada. Manuel lo saludó silenciosamente con un gesto de la mano, y se había vuelto para seguir su camino cuando el hombre dijo suavemente:
—Creo que no es ésa la forma.
Manuel se volvió en redondo; algo pareció soltarse dentro de él, y dijo:
—¿Cómo entonces? Sólo mirar no va a cambiar lo que él haga.
—Quizá sí. No estoy tan seguro.
—Bin, mi padre dice que él lo captó tres veces de esta forma, cuando lo estaba intentando. Tres veces.
—Y también lo vio.
—Sí —dijo Manuel, sintiendo que le robaban su conclusión.
—Estas antenas producen frecuencias resonantes, ¿sabes? Algo que desee saber si están por los alrededores lo único que tiene que hacer es enviar una pequeña señal. Si tu circuito empieza a sonar, premio.
—¿Por qué debería hacer él eso?
—Por qué no es la pregunta correcta. Ni sirve de nada preguntar eso. Quizá se acostumbró a esos científicos hurgándole con esas antenas y rayos y todo lo demás. Incluso se cansó de ello. Así que ahora ya no está interesado.
—Tú no lo sabes.
Los labios del hombre adoptaron una expresión irónica que Manuel no pudo leer, un cierto regocijo y también algo de extraña tristeza.
—Tienes toda la razón. Seguro que no.
El Viejo Matt no dijo nada más, y el muchacho se quedó quieto allí, sintiéndose torpe, sin deseos de entrar. El hombre tampoco volvió a su trabajo con la válvula, y así los dos simplemente aguardaron, el muchacho contemplando sus botas y con las manos metidas en los amplios bolsillos de su traje. Cuando vio que el Viejo Matt no iba a decir nada más, no importaba lo largo que fuera el silencio, alzó la vista y murmuró:
—Usted cree que quizás esté observando, pese a todo.
—Es posible.
—Yo..., no sé...
—Nunca le diría a un muchacho que actuara contra los consejos de su padre —dijo el hombre firmemente—. Tú lo sabes.
—Por supuesto.
—Y tienes razón. Nadie está seguro de nada en esto, y nunca lo estará.
Se reclinó contra las grandes patas del andador, clavando los talones de sus botas en el cuadriculado de los discos andadores del aparato, resbaladizos por el hielo. Ganímedes estaba saliendo de su larga y turbia noche, y el campamento: la enorme y destartalada cabaña, los andadores y ciclos y orugas aparcados por todos lados, las piezas y los elementos de carrocería desechados de las reparaciones, la atrofiada torre de la antena llena de púas, todo agrupado allí formando como una piña contra el enorme y frío páramo que se extendía por todos lados hasta el horizonte, parecía plano e insustancial a la luz del amanecer, irreal. «Frecuencias resonantes. Bobinas de circuitos despertando a la vida», pensó el muchacho.
El hombre frunció los labios, y el metal de su rostro brilló.
—Es tu elección, muchacho.
—Supongo que sí.
Miró con ojos entrecerrados al viejo, que ahora parecía fundirse en la oscura aridez sin costuras que le rodeaba mientras le sonreía amistosamente, dejando que el muchacho diera el siguiente paso.
Fue uno de los primeros en salir a la mañana siguiente, y echó a andar a saltos en el ligero y brumoso amanecer mientras el sol rompía por encima de la más lejana cadena de colinas, extendiendo sombras azules sobre la matemáticamente plana llanura debajo de la cabina. Recorrió veinte kilómetros sin necesidad de consultar el mapa de su visor para hallar un camino a través de los rodados valles y frescas gargantas del paisaje en continuo cambio. Dejó las antenas en una oquedad, una oscura depresión en una por otro lado impoluta meseta blancoazulada. Se sintió más libre cuando siguió andando a largos saltos, en sus amplios arcos parabólicos que le proporcionaban una buena visión del terreno que tenía delante, haciendo un tiempo mucho mejor sin las largas antenas encima. Avanzaba con graciosa velocidad pero silenciosamente, aterrizando sólidamente en lugares libres de rocas que pudieran rodar bajo sus pies e iniciar un resonante deslizamiento. Sorprendió manadas de patines y grupos de impasibles comerrocas, y eliminó a los muties en su confusa huida, apuntando y disparando ahora con la seguridad de una larga práctica, casi casualmente. En una ocasión le había preocupado, allá en Sidón, la ética de matar, especialmente considerando cuánta gente expresaba fuertes opiniones sobre el vegetarianismo (incluida su madre, que fruncía la nariz y contenía obviamente sus comentarios cada vez que le veía comer auténtica carne). Finalmente, había llegado a un compromiso satisfactorio, tras aceptar que aquellos seres eran puras y simples invenciones, no cosas nacidas de la matriz de un mundo en igualdad de condiciones con el hombre, con idénticos orígenes antiguos, sino de reciente construcción, a veces un tanto chapucera, en tubos de ensayo, milagros de la ingeniería, aunque fuera genética, equiparables a los andadores y las naves lanzaderas, funcionando bien durante un tiempo y luego averiándose, porque así era como el muchacho pensaba en las mutaciones.
El abandono de las antenas era un acto de rendición a lo vacío de aquel mundo y a lo que tenía que dar de sí. Siguió adelante, arrastrando su miedo consigo..., porque su padre estaba equivocado, y su madre también; ahora sentía el miedo como una presencia que había que soportar, y con eso había dejado atrás el estado esencial de la pubertad. Sin embargo, no tenía ninguna auténtica esperanza.
Siguió aquel camino durante tres días. Todo era lo igual, y cayó en una especie de ritmo de búsqueda, disparando a los muties cuando los veía pero sin buscarlos realmente. Al mediodía del tercer día se había alejado más del campamento de lo que nunca lo hubiera hecho antes. Había tomado un ciclo para los primeros cincuenta kilómetros, tanto porque la zona estaba limpia de muties como porque deseaba librarse de encuentros casuales con otros grupos. Sabía que no había ningún lugar en que fuera más probable que en otro que apareciera el Alef, pero tenía la sensación de que, de algún modo, el terreno virgen era mejor. Ya había renunciado a forzar un encuentro, y ahora todo era cuestión de paciencia, de agotar las posibilidades. Saltaba a buen paso por cañones y valles fluviales, cruzando bajas mesetas llenas de peñascos, sobre losas de hielo de un kilómetro de ancho tan impolutas y frescas como si hubieran sido formadas ayer. El ritmo de su carrera le absorbía, y se dedicó a seguir un interminable sendero de hielo y nieve y rocas, todo fluyendo a sus pies mientras flotaba y se posaba, en un empuje perpetuo hacia delante. Sólo se detuvo cuando una confortable fatiga se apoderó de sus piernas. Se halló en una garganta que desplegaba un abanico aluvial de guijarros y trozos de hielo, recién derramados de un dentado borde. No reconoció nada a su alrededor que se correspondiera con el mapa de su visor. Dio un salto a tanta altura como se atrevió, pero no vio ninguna referencia destacable en el terreno que le pudiera ayudar. Era un asunto de orgullo conocer el terreno, porque los sistemas del satélite no siempre podían fijar la localización de todas las personas que había en la superficie. El Viejo Matt le había enseñado eso, y le había hablado de los días en que los primeros hombres recorrían Ganímedes y era posible que hubiese que aguardar una hora para obtener una orientación direccional de los sobrecargados sistemas. Entonces empezó a retroceder, para examinar su nuevo territorio, prestar más atención, no dejarse atrapar en el interminable ritmo hipnótico de la abierta enormidad y de su avance por ella. Sin embargo, en eso residió su propia transición, ya que fue mientras efectuaba ese breve viaje hacia atrás cuando percibió algo que no podía precisar pero que le hizo abreviar el paso, detener sus saltos y mirar por encima de las bostezantes vistas de la llanura y la línea de colinas. Se detuvo en una prominencia rocosa, jadeante, parpadeando para apartar el sudor de sus ojos. Alivió su vejiga de la orina, y el delgado chorro amarillento chisporroteó y humeó verdoso al golpear contra una losa de hielo amoniacal. Bajó la vista, confuso, y vio a unos pocos metros de distancia, en medio de una roca lisa, la profunda depresión en forma de delta. No se movió. Alzó la vista, lentamente y sin esperanzas, y vio a dos metros más allá otra delta impresa sobre la moteada piedra gris hierro. Miró más allá, y vio la siguiente, y con ella una rodera profundamente excavada, penetrando alrededor de un metro en la roca y habiendo extraído piedra suficiente como para formar un peñasco de respetable tamaño. Siguió adelante, contando —tres, cuatro, dos juntas, otra—, y cada una tenía a su alrededor una cicatriz de un color marrón brillante, como si hubiera sido cortada por una llama hacía apenas un momento, marcas que parecían brotar de la nada mientras trotaba tras ellas, jadeante, aspirando profundas bocanadas de aire como si su traje no le proporcionara el suficiente, trepando por un deslizamiento de hielo hasta una ladera..., donde resbaló en la grava y estuvo a punto de perder el rastro. Siguió trepando hasta llegar a una reborde, luego por encima de él hasta un lugar despejado de roca desnuda y hielo púrpura, ahora corriendo, sin aliento y consciente del absoluto silencio a su alrededor, su aislamiento, un negro infinito encima y ningún refugio en ninguna parte; y fue entonces cuando lo vio.
La cosa surgió de un escarpado risco de piedra. En algunas partes era de alabastro y en otras rezumaba ámbar, una luz acuosa que se refractaba en el casco de Manuel. El suelo tembló y la cara del risco se fracturó en miles de facetas cuando el objeto se abrió camino hasta fuera, girando por algún medio inimaginable y gruñendo, labrando la roca que no lo confinaba sino que sólo lo contenía. Astillas de luz brotaban de él, y un seco raspar vibró a través de sus botas. Era grande..., no podía decir cuánto porque allí se perdía toda perspectiva, y no podía apartar sus ojos para comparar su tamaño con ninguna otra cosa mientras del risco empezaban a caer lascas y llovían ante él, afilados trozos planos que brillaban mientras giraban a la amarillenta luz del sol. Avanzó, ascendiendo por la cara vertical y saliendo al mismo tiempo, no forcejeando sino avanzando firmemente, sin prisa, ahora suspendido sobre la caída por medios que no podía ver, su forma aún difícil de precisar porque reflejaba la nueva mordedura del sol en sus ojos y su masa había atrapado un inquieto resplandor azul que enturbiaba el aire que lo rodeaba. Se detuvo. Manuel tuvo la clara sensación de que le estaba mirando, de que deseaba estudiarlo precisamente así. Aquello duró sólo un instante. Luego, con tanta rapidez que sus ojos parpadearon inconscientemente y no estuvo seguro de cómo había ocurrido, el Alef desapareció. Un destello azul ardió en el aire, crujiendo con chispas naranja fosforescentes. Tuvo la impresión de que se había dado la vuelta y entraba de nuevo en la moteada roca, pero un momento más tarde, cuando intentó recordar la acción, le pareció que quizá simplemente se había desvanecido en la muda cara gris, deslizándose hacia atrás hendiendo la roca, con un crujido y un gruñido final de peso liberado. El dañado risco siguió allí, con su herida ovalada como una boca gritando. El suelo tembló ligeramente bajo sus botas. Empezó a respirar de nuevo. Sólo al cabo de un largo momento en el absoluto silencio, el muchacho se dio cuenta de que ni siquiera había alzado su arma contra aquello.
2
Regresaron al Asentamiento de Sidón cuatro días más tarde. El muchacho se alegró de ello. Necesitaba tiempo para pensar y sentir su camino a través de aquel momentáneo pero intenso contacto, que le había llegado de la forma en que siempre había sabido que lo haría, con él a solas y enfrentándose a la cosa sin moverse, remachada en aquel único instante en que se reveló a sí misma, como se había revelado antes a incontables hombres y luego había desaparecido, despreocupadamente, ignorando los insignificantes intentos de desviarla incluso momentáneamente de su desconocido rumbo. Manuel necesitaba tiempo, y su padre comprendía eso, del mismo modo que comprendía por qué su hijo había desechado las antenas. Manuel había olvidado que sus llamadas para interpretación al sistema del satélite serían facturadas a la cuenta de su familia. El coronel vio el descenso en su utilización y supo, sin mencionarlo, por qué era necesario para el muchacho. Éste era el momento de abandonar, de dejarle tranquilo, de no seguir empujando al muchacho, y a partir de entonces, el dejarle mano libre sería más importante que el constreñirle.
—No dejes que se meta en tu cabeza —le dijo a Manuel una noche, después de cenar, una vez su esposa se hubo marchado a su turno de trabajo—. A esa cosa no le importas en absoluto. No te recompensará aunque corras riesgos. Simplemente es indiferente. Ése es el hecho que la mayoría no aprende nunca. La odian y la temen, y finalmente la ignoran. A causa de ello. Sería más fácil si nos odiara. Quizás incluso si nos persiguiera. Pero no le importamos. Recuérdalo.
Manuel sabía que su padre tenía razón, pero eso no modificaba sus sentimientos respecto de la caza, o respecto a la enorme cosa informe que aún se alzaba, impresionante, absoluta y luminosa, en todos sus sueños. La forma regresaba a él en sueños cada pocas semanas. Entonces despertaba temprano, sudoroso, con las sábanas retorcidas a su alrededor en su estrecha litera, el ventilador zumbando pacientemente, y su mente se dirigía a los confusos terrenos donde la forma aguardaba siempre, sabiendo que volvería otra vez. Tendido allí, a medio camino del mundo, no podía fijar la forma en su memoria. Revivía el momentáneo roce, y en su centro había como un blanco, un espacio lleno de color y sonido pero sin ninguna imagen residual. Ahora conocía la razón por la que Petrovich y el mayor Sánchez y los demás discutían sobre aquello, porque él también tenía tan sólo una impresión, un débil recuerdo de lugares más oscuros a los lados y un peso enorme, muscular. Aquello lo desconcertaba, y finalmente acudió al Viejo Matt para preguntarle.
El viejo vivía en la parte de atrás de una tienda de maquinaria en el Túnel D, en una habitación que era en realidad un viejo almacén y que él había reclamado porque nadie lo utilizaba. Ahora se dedicaba a efectuar extraños trabajos en el Asentamiento, pequeñas tareas manuales, y cuando su ortobrazo empezaba a fallarle cumplía su cuota laboral saliendo al exterior o recurriendo a sus reservas acumuladas en el ordenador.
La habitación estaba atestada y en penumbra, llena de los elementos de equipo más antiguos que nunca hubiera visto Manuel. Se preguntó si algo de aquello funcionaba. El Viejo Matt hizo sentar a Manuel en un chirriante diván y sirvió unas tazas de fuerte té.
—Todas las veces que lo vi su aspecto era largo, con la forma de un tubo.
—Petrovich dijo que era como un huevo.
—Petrovich dice muchas cosas.
—Algunos de los hombres, Flores y Ramada, dicen que lo vieron como una tortilla, plano y con la forma de un plato pequeño.
—Habían estado bebiendo smeerlop, recuerdo aquella vez. Fue una suerte que no se volaran una pierna, en el estado en que estaban.
—Los científicos, sus imágenes..., lo muestran como un conjunto de formas irregulares. Pero largo, como dice usted.
—Ellos saben más que yo. Tenían sus cámaras.
—¿Había en él algo parecido a bocas u orejas?
—¿Qué? ¿Y eso qué importa?
—Tendríamos que saber todo lo posible sobre él —dijo Manuel, indignado, alzando la voz.
—Un conocimiento inútil, a menos que existe alguna forma de utilizarlo.
El hombre dio un sorbo a su té e hizo chasquear los labios, apreciando su fuerte sabor. Manuel había observado que siempre se recreaba con su comida y se concentraba en su sabor. Ahora los cobrizos y moteados ojos del Viejo Matt se clavaron en Manuel, como si lo evaluaran.
—Diría que todavía no hemos conseguido las herramientas para utilizar todo lo que sabemos.
—¿Como qué?
—Es demasiado rápido para un hombre. Y también demasiado grande. Sólo las cosas servoacondicionadas pueden igualársele, atraparlo.
—¿Quiere decir usar los animales? —preguntó Manuel, desconcertado.
—Para eso servían los perros, muchacho.
—¿Saben eso los perros?
—En alguna parte de su cerebro tienen que saberlo. Hace mucho tiempo, antes de todo lo que les hicimos.
—¡Podríamos entrenarlos!
—Quizá.
—¿Qué le parece El Barron?
—Quizá.
—En la próxima operación de poda, saldremos y...
—Si ellos me dejan.
—¿Por qué no iban a dejarle? ¿Y quiénes son «ellos», además? Usted puede hacer lo que quiera. Éste es un Asentamiento libre.
—Ya no puedo hacer muchas de las cosas que hacía antes. No puedo hacer que los otros se retrasen por esperarme.
—Usted puede ayudarme a entrenar a El Barron. Puede hacer muchas más cosas que correr rápido.
El Viejo Matt sonrió.
—Seguro que sí. Eso podría ayudar.
—¡Estupendo!
Trabajaron con el animal en las colinas más allá de Sidón. El Barron tenía todavía mucho de su antiguo instinto, profundamente enterrado en sus genes, encapsulado en las largas cadenas de resistente carbono y fosfatos e hidrógeno. Atrapaba palos y perseguía pequeñas servoimitaciones de conejos que el Viejo Matt construyó para él. Manuel descubrió en los antiguos archivos que El Barron había sido un sabueso —lo cual era una suerte—, y al cabo de una semana lo tenían ladrando mientras corría por entre las rocas y la nieve tras el roboconejo que huía. Cuando alcanzaba a su presa, la agarraba de un mordisco, y gañía de sorpresa ante el metal y la cerámica, tras haber esperado jugosa carne llena de adrenalina. Se convirtió, tras el paciente entrenamiento del Viejo Matt y los enérgicos ánimos del muchacho, en un dardo de veloces patas que recorría las colinas en una carrera regular, casi automática, haciendo saltar las rocas cuando cambiaba bruscamente de dirección, a la manera de los buenos perros —Manuel tuvo que consultar la palabra; era antigua y hacía mucho tiempo que no se usaba—, ladrando y gimoteando y reclamando el dominio sobre el vacío paisaje y todos los conejos mecánicos que le servían de motivación.
El coronel López contemplaba todo aquello con un distante regocijo, hasta que se le ocurrió que tal vez a Bio le gustara hallar una forma de delegar las operaciones de poda a los animales, especialmente los servoperros. No le gustó la idea. Le alegró descubrir que había pocos perros entre los animales, no los suficientes para hacerse cargo de las operaciones de poda. Sin embargo, al año siguiente Hiruko Central ordenó que utilizaran a El Barron y algunos otros como ayuda para los hombres.
A Manuel no le gustó tampoco. El Barron era suyo ahora, suyo y del Viejo Matt, en el antiguo sentido de que los perros pertenecían para siempre a los hombres que los habían entrenado, y nadie iba a cambiar eso. Hiruko Central había ordenado la poda, esta vez a partir de una cabina a setecientos kilómetros de Sidón. El muchacho se sintió agradecido de salir de nuevo tan pronto, de pasar algunas semanas en los páramos, alejándose de los aburridos trabajos del Asentamiento. El campamento base era muy parecido a todos los demás, basto y construido apresuradamente, había servido primero como estación de emergencia, hacía un siglo, y luego como una escala temporal para prospectores; ahora, finalmente, era un conjunto provisional de destartaladas cabañas apenas capaces de mantener la presión diferencial, con zumbantes bombas y un generador chisporroteante y un tanque a fusión que se estremecía y eructaba y te mantenía constantemente despierto a menos que estuvieras mortalmente cansado. Se alegró de la oportunidad, y se alegró doblemente de que El Barron le proporcionara al Viejo Matt una nueva palanca ante los demás hombres, que ahora gruñían para sí mismos pero no protestaban cuando el viejo era el último de la columna en subir a un risco o en terminar de sacudirse el hielo de sus botas. Asustaron grandes manadas de comerrocas y patines. Había incluso un número considerable de orugas, que vivían aún del cada vez menos abundante metano en los cada vez más caudalosos arroyos. Las manadas de orugas seguían a los grandes y bamboleantes orugas a fusión, sorbiendo el metano que burbujeaba efervescente en sus gases de escape. Había un crecido número de muties entre ellas, y los hombres les preparaban emboscadas, aguardando en los cañones sin salida, sabiendo que las muties serían las primeras en huir. La evolución les había enseñado ya que eran distintas, vulnerables, perseguidas sin piedad y muertas..., y como siempre, los cazadores se apuntaban el mérito de unas proezas y un valor que no les correspondía en aquellas tierras desérticas, porque al fin y al cabo no hacían otra cosa que desafiar sus propias producciones, su propio legado genético en aquel desolado satélite; no había ningún antagonismo profundo y natural entre ellos y la fallida progenie que habían engendrado; ningún instinto de cazadores y cazados que pudiera haber convertido incluso en no decisiva la enorme ventaja de las armas de fuego, como había ocurrido en su tiempo allá en la Tierra, en una época perdida.
El muchacho prescindía de eso y utilizaba a El Barron cada vez que podía. El perro que estaba enterrado en lo más profundo de la mejora mecánica y la modificación de inteligencia podía sentir su firme mano, su voz tranquilizadora —ahora más profunda, acercándose cada vez más a la de un hombre—, y se dedicaba a la persecución de los muties, atendiendo el viejo saber que crecía dentro de él. Manuel había acudido a Bio, interrogado sus archivos de ordenador, y trabajado, bajo la tutela del Viejo Matt, en la elaboración de esquemas para la búsqueda de muties. De los datos surgieron lugares probables donde encontrarlos, puntos de reunión en que las formas defectuosas en evolución se reunían para aparearse o alimentarse o estar juntas, para mutua defensa o simple e inconsciente camaradería.
Los perros hacían bien su trabajo, particularmente El Barron. Corrían con tensa ansiedad y nunca se cansaban. El viejo y el muchacho, con El Barron y otros dos servoperros, sorprendieron manadas de muties en arroyos, lechos de ríos, gargantas y cuevas excavadas por el agua, matándolos con rápidas descargas ardientes que crepitaban en la tenue inmovilidad, sin extraer ningún placer en el acto o finalidad pero afirmándose en su dominio sobre lo que habían hecho. Manuel toleraba esto, aprendía de ello, y aguardaba su oportunidad. Para él era entrenamiento, un ejercicio para las cosas mayores que llegarían a su debido tiempo. No halló el nuevo territorio lejos de Sidón diferente: sólo vacío y exigente, cediendo a las mismas habilidades que había adquirido en el otro terreno. Ahora era tan competente como muchos de los hombres del grupo. Podía rastrear las imprecisas huellas de las manadas, captar a través de los micromicrófonos el distante zumbar y murmurar de su alimentación, distinguir las llamadas que hacían en sus apareamientos y los extraños chirridos o chillidos de los muties y de los normales.
También conocía las pequeñas señales y roderas en la nieve del Alef. Nunca olvidaría la marca en delta, pero era el conjunto de repetidas roderas y señales lo que más decía sobre los movimientos de la cosa. Aprendió a conocer la profunda incisión que efectuaba antes de encaramarse por una lisa cara de roca, el largo, delgado, oscilante rastro que dejaba en el hielo, las manchas amarronadas allá donde quemaba su camino a través de la roca, la forma en que cebraba el suelo a franjas cuando se daba un festín con algún mineral que deseaba. (El satélite estaba picoteado de tales marcas. Una antigua estadística que había encontrado utilizaba la frecuencia de estos arañazos para calcular durante cuánto tiempo la cosa había estado extrayendo minerales de la herida faz de Ganímedes, y llegó a una conclusión a todas luces errónea: 3.900 millones de años, una cifra que se acercaba a la edad del propio sistema solar, más antigua que la propia biosfera de la Tierra. Los artefactos alienígenas profundamente enterrados en los satélites jovianos exteriores tenían apenas mil millones de años de antigüedad. La navaja de Occam conducía a muchos a rechazar este método de datación. El Alef era demasiado similar a los otros artefactos..., excepto por su movimiento, su vida, su energía motivadora y su respuesta. Desechaban el dudoso método de datación. Hasta que algo consiguiera arrancarle un fragmento al Alef para comprobar su abundancia isotópica, su edad seguiría siendo una conjetura.)
Al muchacho se le ocurrió que el Alef conocía aquel satélite desde hacía mucho más tiempo que el hombre y que incluso poseía una rudimentaria conciencia de sí mismo, y sin embargo había dejado el terreno intacto durante todo aquel tiempo, tomando de él simplemente lo que necesitaba y permitiendo que el incesante afán de las placas tectónicas de hielo reemplazara y curara las cicatrices, sin intentar nunca convertirlo en algo que no era, como hacían los hombres. Si eso hacía al Alef mejor o peor que la humanidad no era una pregunta para él; era el simple, inmenso hecho de la diferencia lo que importaba. Halló dos veces la marca en delta en el nuevo territorio, una en una pared de roca y otra en una grieta por la que había huido un patín. Ahora, faltándole mucha auténtica experiencia, suponía que sólo él podía verlas, en alguna especie de catecismo entre ellos. Esto era una arrogancia de la juventud. Su padre, percibiendo el hecho sin comprenderlo exactamente, supo que el muchacho tenía que seguir creyendo en ello durante un tiempo. Dejó que su hijo tuviera más libertad, le permitió salir en viajes de dos e incluso tres días con el viejo y los perros, durmiendo por la noche en sus trajes con un generador conectado a ellos para mantener altas sus reservas, buscando las manadas de muties de una forma nominal pero, como sabían todos los hombres, esperando solemnemente y sin grandes esperanzas algo más.
Al principio apareció fugazmente. Los dos estaban descansando, jadeantes después de una persecución de patines a través de una seca llanura, en la boca de un cañón en forma de embudo. El Viejo Matt lo vio primero, cruzando a tres kilómetros al norte, al otro lado de un estrecho cuello del cañón. No avanzaba por entre la mezcolanza de peñascos y dentados trozos de hielo que llenaban aquel punto, sino cavando un túnel a su través, como si la línea recta no fuera ningún problema para él, sin preocuparse del chirriante raspar del enorme tumulto que provocaba y que ascendió por las piernas de ambos ante aquel movimiento de masas, un resonar de rocas cediendo el paso y fragmentándose en un millar de trozos mientras la forma pasaba a su través. El Viejo Matt gritó —el muchacho no esperaba aquello— y echaron a correr, con los servoperros apresurándose delante, cruzando cañones y barrancos y arroyos en su persecución, resonando mientras daban tumbos y descendían las laderas, saltando muy alto por encima de los salientes de oxidada roca, captando las lentas y estremecidas vibraciones que producía el Alef mientras trituraba las obstrucciones, deteniéndose para cortar una veta y devorar alguna mena de mineral y luego prosiguiendo su camino, no rápido pero sí deliberado, por delante de los gimoteantes perros y los sudorosos y jadeantes hombres como si supiera cómo arrastrarlos tras su estela, siempre buscando. Los demás grupos estaban demasiado lejos para llamarlos a tiempo, y el muchacho tampoco deseaba hacerlo; de hecho, incluso estaba seguro de que, a causa de la presencia del Viejo Matt, la cosa los eludiría. Seguía suponiendo inconscientemente que su soledad era necesaria, y por eso se sorprendió cuando, mientras saltaban a lo largo de un barranco, la capa de hielo estalló con un rugido, lanzando fragmentos al aire que giraron resplandecientes al sol, y el morro de la cosa se asomó, vuelto de espaldas a ellos. El muchacho tuvo que decirse que no se trataba de un rostro —las quebradas líneas, la marca en forma de dientes de sierra como la sonrisa de un tiburón—, y vio claramente los orificios de la parte de atrás, de unos buenos dos metros de anchura. Esta vez lo memorizó todo, preparado pese a la impresión. Los perros se lanzaron hacia delante, tras la primera ruptura del hielo, y saltaron en pos de él. Se apartó de ellos, y su forma cambió en la mente del muchacho y en la del viejo también, y Manuel pensó: «Grande, demasiado grande», incluso mientras corría tras él, irresistiblemente atraído. La cosa se volvió. Aquello fue un reconocimiento que sólo más tarde sorprendió al muchacho, pero detuvo en seco a los perros por un instante el ver al Alef hacer rechinar el desmenuzado hielo y volverse, al tiempo que se alzaba. El muchacho dio un último impulso a su velocidad y sujetó los perros, todos menos El Barron, que se había parado sólo un instante y ahora, vio el muchacho, no iba a detenerse o siquiera frenar su marcha. Se lanzó en línea recta contra la cosa sin plan ni auténtica furia, sino por un antiguo instinto, seguro de que su dueño estaba tras él, movido por antiguos imperativos nacidos en las polvorientas llanuras a miles de millones de kilómetros de distancia. El muchacho cortó sus servos. Corrió con doloridas piernas detrás del agudo aullido de El Barron, directamente hacia él..., junto a los bloques de resplandeciente alabastro e inmensurable ámbar. Se precipitó debajo de inmensas cosas aristadas como pisadas enormes.
El Alef se movió. El Barron ladró y saltó contra una losa cristalina, golpeó contra ella, cayó y se revolvió y se alzó de nuevo, furioso pero sin objetivo. Manuel sintió que era atrapado por campos magnéticos. Difusas fuerzas le aferraron y tiraron de él, pareciendo condensar el aire en su pecho. Corrió tras el gimiente perro, la cabeza baja, y el suelo se combó bajo sus pies. Encima, a un lado, se dilató un pozo exagonal. Vio movimiento en sus azules profundidades, deliberado y grávido, como enormes piedras moviéndose en su interior. El Alef se movió. Enormes bloques cayeron resonantes, gruñendo, enviando bifurcados rayos blancos al hielo debajo del muchacho. El hielo se cuarteó y se agitó. La abertura exagonal se volvió bruscamente negra y se contrajo hasta el tamaño de un puño. Tendió la mano hacia el perro y lo sujetó, luego lo perdió, luego consiguió agarrarle una pata, y ahora estaba bajo la sombra de la cosa mientras ésta retrocedía —con un olor, captó, de cobre ardiendo—, dominándole con su altura como había soñado, y por ello familiar, cualquier sonido que produjera perdido entre los gritos y ladridos histéricos de los perros. Cerró los ojos y tiró de El Barron hacia atrás. Cuando los abrió de nuevo... había desaparecido. Se había trasladado en un instante a un banco de nieve rosada, le dijo el Viejo Matt, más aprisa de lo que un ojo podía seguir.
«Ni siquiera alcé el cañón de mi arma contra él», pensó de nuevo el muchacho, y esta vez supo por qué. Si lo hubiera hecho, esto lo hubiera situado en la misma categoría que las demás legiones que habían ido contra él, generaciones que le habían perseguido y disparado sin conseguir nada. El Alef pensaría en él de este modo; y, lo que era peor, él también.
El Barron gimoteaba y se agitaba contra el muchacho. El Viejo Matt le habló tranquilizadoramente, y al cabo de un rato los perros se calmaron y pudieron seguir.
—Esos perros hicieron todo lo que un perro puede hacer —dijo el Viejo Matt—, pero quizá esta cosa necesite más de lo que un perro puede hacer. Incluso un perro servoacondicionado puede sumar dos y dos.
Sacudió la cabeza, y el muchacho recordó que el Viejo Matt procedía de un tiempo en que los animales no eran así y vivían sólo en la Tierra, donde tenían sus viejos papeles y estaban siendo abocados a la extinción, antes de que llegara el servoacondicionamiento.
Manuel vio entonces que no había sabido hallar la cualidad que hacía esos tiempos distintos, y lo distinguía a él y a los perros de todos los científicos y cazadores que habían hecho lo mismo antes. Se necesitaba algo más. El Barron y, de hecho, cualquier perro necesitaba una cierta bravura estúpida, sí pero también algo más; y el muchacho no sabía qué era ese algo.
3
Cinco meses después del segundo encuentro de Manuel con el Alef, una buscarrocas cambió el equilibrio económico fundamental de los mundos exteriores. Había estado saltando de roca en roca en los asteroides, comprobando los lugares conocidos para ver si podía descubrir huellas de iridio o platino. Era una operadora marginal. No había ninguna reclamación anterior sobre las rocas que visitaba, porque carecían de valor..., amontonamientos de hierro y otros metales baratos. Encontró una hendidura en el asteroide MKX 349 que era muy profunda y, curiosa, se abrió camino hacia su interior. Tomó muestras de su núcleo, perforando más hacia dentro. A menos de un centenar de metros, halló condrito carbónico en estado puro.
MKX 349 era de tamaño moderado, 9,6 kilómetros de radio medio. Por algún capricho de su formación, poseía una funda de menas de escaso valor que envolvían completamente su núcleo. Era por eso por lo que el inmensamente valioso centro no había sido detectado antes. Había suficiente carbono, hidrógeno y oxígeno allí como para abastecer a toda la comunidad de los asteroides durante décadas. Ya no iban a tener que pagar para hacer que fueran embarcados en lentas naves desde Ganímedes. Seguían necesitando comida, pero la pérdida representó para Ganímedes cerca de un treinta por ciento del total de sus exportaciones.
Los Asentamientos eran grandes granjas que extraían un beneficio regular de la comida, y la venta de fluidos ya separados era para ellos un negocio marginal muy lucrativo. Ese comercio se redujo a la nada al cabo de un año del descubrimiento de MKX 349. Junto con él desaparecieron los pequeños extras con que los Asentamientos compraban otros artículos para aliviar sus vidas. Seguían comiendo bien, pero lo hacían sin los últimos programas tridi, sin la última moda lunar para las mujeres y sin una iluminación tan lujosa en sus túneles-hogar.
Las perspectivas a largo plazo eran peores. Con la explotación minera de MKX 349, los asteroides McKenzie planearon iniciar un largo programa agrícola a nivel asteroidal. El que pudiesen llegar a competir con los Asentamientos dependería de los factores económicos propios y de lo bien que funcionara la biosfera de Ganímedes. Los economistas predijeron una larga competencia, que podía durar décadas. Los Asentamientos tenían ventaja de salida, y había bastantes posibilidades de que pudieran echar a los McKenzie del negocio si mejoraban rápidamente sus propios márgenes de beneficio. Todo el mundo sabía eso, y se preparó.
—No es un asunto de trabajar más duro —dijo el coronel López a su hijo—. Es un asunto de trabajar de un modo más inteligente.
—No veo por qué eso significa defos.
Su madre alzó la cabeza de su labor.
—No me gusta oír esa palabra en mi casa.
—No son deformes —dijo seriamente el coronel—. Son hombres, mujeres, niños que no han tenido suerte. Han resultado gravemente heridos. Algunos incluso estuvieron muertos durante un tiempo.
—Están en cajas —dijo Manuel hoscamente.
—Servoacondicionados, sí.
—Como animales.
—No quiero que mi chico piense en animales cuando los vea —dijo su madre—. Suponte que fuera tu hermana..., ¿recuerdas cuando se rompió la pierna con el tractor? Suponte que hubiera sido peor. Ahora podría estar servoacondicionada. ¿Y tú la llamarías así?
Manuel frunció los labios y no dijo nada. Su madre hablaba suavemente, pero para ella decir todo aquello significaba mucho. Sería mejor que no volviera a mencionar a los defos. De todos modos, él no tenía que trabajar con ellos. Eran mejores que animales, más rápidos también, y trabajaban por iniciativa propia, había dicho el mayor. Decidió ignorarlos.
Tal como fueron las cosas, no pudo. Uno de ellos recibió orden de trabajar en su mismo túnel. No resultó tan malo, pese a que cuando trabajaba dentro había aquel olor rancio, distinto del de cualquier animal que hubiera conocido, y mucho peor. Pero incluso a eso llegó a acostumbrarse. Luego recibió una llamada en su turno de la mañana y se le encargó ayudar en una tarea especial, esta vez fuera, en la superficie.
Había un módulo de carga en una parrilla de aterrizaje, el resto de una carga de Hiruko Central. El Viejo Matt estaba allí. Con una seña indicó a Manuel un lado del módulo.
—Vamos a mover eso; traeré una carretilla elevadora de...
—Ven aquí.
Había un entramado de barras en el otro lado del módulo. Manuel se inclinó y miró dentro, y vio algo rojo y azul pavonado que avanzaba rápidamente hacia él. Estaba ya en el aire cuando se inclinó, y se estrelló contra las barras. Todo el módulo se agitó. Las barras del entramado —que el muchacho vio que eran de acero, una buena idea también— resonaron con el impacto. Luego la cosa estuvo en el suelo, agitándose, y de pronto volvió a estrellarse bruscamente contra las barras, sin que pareciera haberse tomado ningún tiempo para prepararse. Gruñó o dijo algo, —Manuel no pudo precisarlo—, y golpeó contra las barras. Dos manos azules servoacondicionadas se aferraron al acero e intentaron romperlo. La cosa gruñó y se agitó por unos momentos, y luego, bruscamente, soltó las manos y volvió a lanzarse contra las barras, furiosa, sin transición.
—Retrocede —dijo el Viejo Matt—. Démosle un descanso.
Se retiraron unos pasos, seguidos por el rítmico y pesado golpeteo y el agitar del módulo cada vez.
—¿Qué es?
—Un humano. Terriblemente dañado en algún accidente..., allá arriba. —El Viejo Matt hizo un gesto hacia los puntos de las estaciones orbitales en el cielo—. Llevan años haciendo eso.
—¿Un hombre? No...
—Un humano. Podría ser una mujer. Nadie en Hiruko lo dijo. Él, ella, ello, perdió una buena porción de la parte izquierda de su cerebro en el accidente. No puede hablar. Pero puede moverse, por supuesto.
—¿Por qué hace eso?
—¿Cómo te sentirías si, al despertarte, descubrieras que no eres más que un trozo de carne dentro de una caja para todo el resto de tus días?
Manuel hizo una mueca.
—¿Por qué demonios está aquí?
El viejo se encogió de hombros.
—El coronel hizo un trato. Cambió algún equipo que apenas usamos ya, o que no podemos reparar. A cambio, obtuvo de Hiruko un puñado de animales de trabajo, y esto.
—Eso no va a trabajar. Matar, quizá sí, pero no trabajar. Y un humano. Yo...
—No intentes pensar en eso ahora. Considéralo como si fuera un animal, y no estarás muy lejos de la verdad.
—¿Por qué lo dejan vivir?
—No lo sé. La medicina hace un montón de cosas extrañas. Sé que no puedes dejar morir a un hombre sólo porque no le quede el cerebro suficiente para acomodarse a tus gustos. Hacen eso allá abajo en la Tierra, pero no aquí.
—Quizá debiéramos hacerlo también.
El golpeteo había menguado un tanto, pero no cesado.
—No cuando son útiles. El coronel piensa que necesitamos todas las manos que podamos conseguir. Incrementar la productividad.
—Esa cosa no va a servirnos de nada.
El rostro del Viejo Matt se frunció y sus ojos se agitaron líquidamente, estudiando al muchacho.
—Supongo que debe ser importante para nosotros.
—¿Cómo? Nunca podrás sacar de esa cosa los impulsos asesinos.
—Quizá. Tu padre me dio a mí el trabajo porque cree que es un asunto a largo plazo. Es posible. Pero imagino que podemos hacerlo nosotros dos.
—¿Cómo?
—Mira y verás.
Cada día, durante tres semanas, se pusieron los trajes y salieron al módulo y le dieron de comer. Manuel trepaba arriba y abría la pequeña trampilla que había allí y dejaba caer la comida dentro. La cosa no podía saltar hasta tan arriba, pero cada día lo intentaba, y cuando fracasaba empezaba a golpearse de nuevo contra las barras, fuerte e incansablemente. Empezó a gruñir menos a medida que pasaba el tiempo, pero nunca abandonó su martilleo contra las paredes. Al cabo de tres semanas dejó de saltar hacia él. Seguía observándole, como si intentara imaginar una forma de subir hasta allí, pero sabiendo que debía ahorrar sus energías cuando emplearlas no servía de nada. Pero volvía a estrellarse una y otra vez contra las barras apenas se cerraba la trampilla, como si dijera: «Mira, mira». Manuel miraba en los breves momentos en que la cosa permanecía inmóvil, observándole de vuelta con unos llameantes ojos negros, muy separados Era una mezcolanza de partes unidas a un caparazón gris pavonado, mayor que cualquier servoanimal que hubiera visto nunca y reciamente construido, provisto de fuertes motores y grandes pies y abultadas protuberancias. No podía imaginar a un hombre o una mujer metido allí dentro, conectado a aquel mundo de metal que lo había tragado entero, furioso en un horrible y silencioso pliegue en alguna parte. En una ocasión agitó una mano hacia él y, por primera vez en una semana, saltó, tendiéndose y agitando los brazos, como si quisiera desgarrar el aire, los negros ojos relumbrando. Sin embargo, después de cerrar apresuradamente —pese a sí mismo— la trampilla, no se arrojó contra las barras. Se quedó de pie, contemplando cómo los dos hombres se alejaban.
Entonces el Viejo Matt empezó a hacerle pasar hambre. Recortó su ración a la mitad, y luego a un tercio. Al cabo de dos semanas permanecía tendido de lado, y no se levantaba ni siquiera cuando llegaban la comida y el agua. Una semana más, y el Viejo Matt tomó un rayo tractor con su mejor mano e hizo intención de entrar.
—¡Espere! —exclamó Manuel—. Llamaré a mi padre y a algunos de los hombres...
—Si me golpea, será demasiado tarde de todos modos. Limítate a cerrar la puerta a mis espaldas y retrocede.
Manuel hizo lo indicado. El viejo penetró en el gran módulo por una portezuela lateral. La cosa lo estudió, pero no se movió. Los negros ojos siguieron al Viejo Matt, mirándole con una oposición impersonal a todo, silenciosos. El Viejo Matt se acercó y dio unos golpecitos en el caparazón incrustado de hielo con la vara tractora. No se produjo ninguna respuesta de su interior. Pero la cosa dejó caer sus pies en el hielo, rompiendo la fina lámina, dejando que el sonido hablara por ella.
Al día siguiente, el Viejo Matt apoyó su enguantada mano en el caparazón, más cerca de la cosa. Al tercer día hizo un gesto al muchacho para que entrara también. Apoyaron las manos sobre la cosa, y Manuel captó un débil temblor, un tipo de vibración curiosamente alta, sin palabras ni forma pero persistente, creando una cadencia que no era la de una máquina, sino que transmitía una sensación de pena y de furia y también de anhelo.
Era inútil intentar hablarle. Los médicos en Hiruko lo habían intentado. No respondía. Uno de los especialistas de Sidón hizo unas pruebas —el Viejo Matt tuvo que implantar los electrodos; el especialista no quiso entrar en el módulo— y agitó la cabeza, murmurando para sí mismo. Había un extraño tipo de actividad neural y cerebral, pero no podía sacar mucho en claro de ello.
—Obviamente es algo patológico —dijo, y desistió. El historial de la cosa no decía nada acerca de lo que significaban aquellos complejos trazados. El Viejo Matt hizo chasquear la lengua, pensando, contemplando las onduladas líneas.
—He visto a hombres hacerse pedazos cuando pierden una parte de sí mismos. Este no es como ellos. Éste es algo distinto.
—Sí, está loco.
—Loco como un zorro, quizá.
—¿Qué es un zorro?
El Viejo Matt se limitó a hacer chasquear la lengua un poco más, y el sonido reverberó en su metálico rostro. Manuel insistió:
—¿Crees que puedes hacer que trabaje?
—No deseo que trabaje.
—Bien, entonces, se lo decimos a mi padre, y nos libramos de él.
—Nadie se lo llevará de aquí.
—Alguien tendrá que hacerlo. Hiruko no puede simplemente cargarnos con...
—Además, hay cosas mejores que trabajar.
Al día siguiente Manuel salió a ver si la cosa tenía suficientes líquidos y energía para funcionar, lo cual era ahora una de sus tareas, y había desaparecido. La jaula estaba vacía. Corrió a decírselo al Viejo Matt, pero el hombre ya lo sabía.
—Yo lo dejé ir.
—¿Ir? Volverá corriendo a Hiruko o a alguna otra parte, nunca volveremos a verlo.
—Quizá sí.
—Matará a alguien.
—Quizá.
El viejo no dijo nada más.
Pero volvió cinco días más tarde. Estaba agotado. Los días al aire libre habían consumido casi todas sus reservas de energía, y estaba helado. El índice de apoyo vital indicaba que la masa de carne del interior estaba sana, sin embargo, y de hecho tenía un pulso mucho mejor.
—Está hecho polvo —dijo el viejo—, pero ha ganado un poco de masa corporal.
—¿Cómo puede...?
Entonces el muchacho comprendió.
—Patines, probablemente. Quizá saltadores.
—Pero lo que hay ahí dentro es humano. Nadie se detiene a comer eso.
—A él no le importa nada si es humano o no. Lleva demasiado tiempo librado a sus propios medios, encerrado ahí dentro.
—Sin embargo, yo... Jesús, ¿cómo puede digerir esas cosas asquerosas?
—Los tees insertan un biotracto universal en la mayoría de ellos. Simplifica el trabajo. Simplemente dejan caer una unidad estándar, la fijan, y no tienes que preocuparte acerca de lo que se supone que coma el animal para sobrevivir.
—No es un animal.
El Viejo Matt estudió la forma detrás de los barrotes, su rostro medio en sombras y colgante y arrugado por la edad, excepto allá donde se agitaba el eterno metal.
—Yo no veo mucha diferencia —dijo suavemente.
Introdujo comida en la jaula y conectó las unidades de carga a los terminales de su espalda. Los negros ojos le siguieron mientras empujaba la comida hacia él, unos ojos brillantes e inteligentes que no cambiaron ni proporcionaron ninguna advertencia de que iba a saltar. Estaba débil, y los terminales de la unidad energética se desprendieron cuando saltó, de modo que no hubo mucha fuerza en el ataque. El Viejo Matt extrajo la vara tractora del arnés en su espalda donde la había mantenido oculta. Atrapó a la cosa en mitad del aire. La varilla golpeó en su lado izquierdo, y el Viejo Matt se volvió de costado, casi como un matador, para dejar que la forma pasara a toda velocidad por su lado, aún en el aire pero ahora retorciéndose y doblándose de dolor. Golpeó pesadamente el hielo, aterrizando mal, y lanzó un grito..., un gruñido estrangulado de sorpresa y desánimo. El Viejo Matt salió por la puerta y la cerró antes de que Manuel pudiera alcanzarlo, y el módulo se agitó de nuevo con un pesado golpe e inmediatamente después con un gran estruendo y más golpes, rítmicos y estremecedores, igual que el primer día.
—¡Hijo de puta! —exclamó Manuel.
—Sigue teniendo redaños. Aprende, pero sigue teniendo redaños. —El hombre sonrió, frunciendo profundamente el rostro, de tal modo que las manchas de las quemaduras por radiación destacaron como cicatrices negroazuladas.
—Usted creyó que iba a mostrarse agradecido.
—No. Si se hubiera mostrado agradecido, sería nuestro. Puede sentirse vencido, vencido hasta los huesos..., pero aún sigue manteniendo alta la cabeza. Ante todo.
El coronel López supo del incidente, no a través de su hijo sino de un agricultor que lo había visto todo desde lejos. Acudió a echarle una mirada a la cosa, ahora de nuevo fuerte y agitándose dentro de la jaula modular, mirando al exterior con ojos ardientes y furiosos. Retrocedió cuando el coronel se acercó a los barrotes, no para saltar sino para mostrar su enorme barriga —cerámica y molibdeno escarlatas, cuarteada Y manchada— como un desafío, exponiendo su punto más débil como una invitación al ataque. El coronel frunció los labios.
—Han invertido un tiempo considerable en esta criatura.
—Va mejorando.
El Viejo Matt estaba de pie con las manos en los bolsillos, su traje reflejando el oblicuo sol, mostrando sus manchas y su suciedad y sus remiendos.
—Escapó.
—Él lo dejó ir —intervino Manuel—. Y volvió por su propia voluntad.
El coronel agitó la cabeza, sin apartar los ojos de la jaula.
—Mucho trabajo.
—También puede proporcionar una buena recompensa —dijo el Viejo Matt.
—Nunca conseguirán que obedezca órdenes.
—Los esclavos obedecen órdenes, coronel. Si usted desea hacer algo que un esclavo no puede hacer, no pida un esclavo para que lo haga.
—Lo que necesitamos ahora es trabajo intenso. Si no mantenemos bajo el precio de nuestro trigo, nuestra soja, nuestro maíz, el Asentamiento tendrá que malvenderlo a los intermediarios de la Luna primero, y luego a algunos terrestres. Lo que no necesitamos son cosas como ésta, con bocas enormes como cubos, intentando masticar a uno de mis mejores hombres.
—Déjeme llevarlo conmigo.
—¿Para qué?
—Para mantener a raya a los comerrocas muties.
—Los perros normales pueden hacer eso.
—Éste será más barato. No hay que alimentarlo.
El coronel asintió, sin dejar de mirar a la enorme y poderosa cosa que caminaba monótonamente arriba y abajo de su encierro, resoplando, su respiración un chorro de vapor naranja que crujía y caía al suelo, depositando una delgada capa de nieve.
—He oído hablar de sus hábitos alimentarios. ¿Ésa es la cosa que desea que deje suelta?
Manuel dijo rápidamente:
—Tenemos que darle una oportunidad, papá.
—Nadie tiene por qué correr ningún riesgo sólo porque esté aquí. Tendrías que saberlo.
Manuel sintió un aguijonazo de irritación y empezó a hablar aprisa:
—Maldita sea, eso es la mayor estup...
Pero el Viejo Matt le interrumpió, y empezó a darle al coronel algunas especificaciones sobre la criatura. Manuel comprendió lo que estaba haciendo el viejo, dejando la conversación a un lado por un momento antes de que el coronel sufriera uno de sus arranques de carácter y adoptara una postura firme y no fuera posible sacarlo de ella. Muy bien. Manuel se dio la vuelta, murmurando para sí mismo, la tibia furia en su pecho convertida casi en una presencia física, un llamear que se presentaba siempre que tenía algún problema con el coronel. Se aferró a los barrotes y se inclinó hacia delante, enfriándose. La criatura avanzó hacia él mientras Manuel escuchaba la lenta, casi despreocupada forma con que el Viejo Matt contrarrestaba la obcecación del coronel. Frunció la boca. Le dolía en alguna parte ver a su padre ser calmado de aquella forma; y entonces se dio cuenta de la agazapada forma que golpeaba los barrotes con la cabeza, ding, ding-ding, un esquema que variaba pero parecía intencionado. Manuel frunció el ceño. Ding, ding, ding-ding... De pronto vio que se trataba de un código, quizá una forma de hablar para la cosa de dentro. Raspó su guante contra los barrotes en respuesta. La cosa respondió: ding-ding-ding, ding. Manuel bajó una mano y golpeó con suavidad un paciente ritmo en el pulido cráneo de acero. La enorme cabeza se inclinó hacia arriba, mirando hacia fuera por un eterno momento inmóvil. Manuel tuvo la sensación de que algo pasaba entre ellos, algo que puso un nudo en su garganta. Si todavía quedaba algún fragmento humano allí dentro, si conseguía hablar con él... Golpeó de nuevo el cráneo. De pronto la cosa se alzó de un salto. Se estrelló contra los barrotes con feroz energía, gruñendo. Manuel saltó hacia atrás. Los brazos se engarfiaron hacia él, fallando su presa pero intentándolo de nuevo, agitándose con rápida furia. Manuel parpadeó, desconcertado. Por un instante una pequeña parte atrapada de aquella cosa había conseguido llegar a la superficie. Sólo por un instante. Ahora la musculosa forma recorría furiosamente la jaula de nuevo, mirando con ojos llameantes, bufando.
Los dos hombres observaron la momentánea erupción. El coronel López gruñó:
—Tengo equipos erigiendo nuevos domos. Grupos de exterior, trabajando las veinticuatro horas del día.
El Viejo Matt asintió.
—Tendrá que operar muy lejos. Ya no hay comerrocas cerca de Sidón, de todos modos. Creo que lo mejor que podemos hacer es instalarle un aguijón tractor. Si se acerca a menos de cinco kilómetros del perímetro, le soltará una descarga.
El coronel López hizo una mueca.
—Es arriesgado.
Manuel observó por primera vez que las comisuras de los tensos labios de su padre eran como un reticulado de finas y secas arrugas. Miró a un hombre y al otro, y observó en ellos un tono similar, una piel como papel arrugado y luego alisado. Ablandó su voz y dijo:
—Papá, no se comporta así cuando está suelto. No saltó sobre nadie cuando tuvo oportunidad de hacerlo, cuando estuvo fuera por ahí.
—Entiendo. —El coronel le sonrió a su hijo pese a mantener el ceño fruncido; había aprendido a adoptar la actitud de un padre que hace concesiones—. Crees que simplemente pone objeciones a estar encerrado.
—Exacto —respondió Manuel, tenso.
—Ésa es la cuestión —dijo el Viejo Matt—. Antes, tenía cosas que hacer. Dejemos que vuelva a hacer cosas.
El coronel señaló entre los barrotes a la parte izquierda de la cosa. Rezumaba un pus verde de la herida causada por la vara tractora.
—¿Eso también entra dentro del esquema de las cosas que hacer? —sonrió—. Pero entiendo lo que quiere decir. Puede probar su plan..., provisionalmente. Sólo provisionalmente.
Manuel se sintió feliz. Olvidó el breve momento de antes, la rápida conexión. Su padre tenía razón: la cosa era peligrosa. Pero podía ser controlado. No estaba seguro de por qué, pero tenía una sensación de anticipación y de realización; como cualquier muchacho, sin embargo, no se entretuvo a analizarla.
El coronel asintió, estudiando todavía la gran forma sombría en constante movimiento, y echó a andar hacia la brillante y amplia masa del Asentamiento. Los rayos ultravioletas de los distantes domos se reflejaron en su casco, despertando arcos iris de color en los ojos de Manuel.
—Por cierto —dijo su padre—, ¿cómo se llama?
—Oh..., no tiene nombre.
—Incluso los animales tienen nombres —dijo el coronel.
—Le encontraremos uno —murmuró el Viejo Matt—. Démosle una oportunidad, la mayor parte de las cosas se dan su nombre por sí mismas.
4
—La forma en que lo queremos es como vino a nosotros —dijo el viejo al muchacho.
—¿Humilde? —preguntó Manuel.
Tenía la impresión de que se necesitaba bastante más que eso, pero estaba dispuesto a creer.
—Sí, humilde, pero también todo lo demás: orgulloso, y loco como el infierno, y lo bastante confuso como para desear extraer algo de toda esa rabia y descubrir lo que él, o ella, o ello, es en realidad.
—Hum —Manuel parecía dubitativo.
—Sin embargo, para enseñarle a utilizar esa rabia, esa locura, necesita conocer la vara, sin lugar a dudas. —El Viejo Matt asintió para sí mismo, sombrío y distante, como si recordara algo—. En realidad ya no es humano, pero tiene que aprender, o volver a aprender, algunas cosas humanas. No ser sólo una cosa loca. Pero tampoco demasiado humana, no. No demasiado.
Lo soltaron. Estaría fuera días, incluso semanas, y luego volvería torpemente hasta el límite de los cinco kilómetros, y emitiría una melancólica y larga nota baja por el intercomunicador, de la forma que el Viejo Matt le había enseñado. Cazaba solamente a los muties; el Viejo Matt le había mostrado las diferencias, y algo le decía que las formas desviadas eran la caza adecuada. El muchacho nunca descubrió cómo había efectuado el viejo el entrenamiento, pero funcionaba. Bio informó de una lenta pero firme caída en la población de muties en los alrededores de Sidón. El coronel López se mostró complacido con reservas cerca de los resultados, puesto que el Asentamiento recibió una transferencia de crédito de Hiruko por el trabajo efectuado «en interés general». Los perros solos no hubieran podido conseguirlo sin humanos que dirigieran su tarea.
Cuando volvía de una de sus correrías, el Viejo Matt o, más tarde, Manuel, salía a su encuentro fuera del perímetro. El trabajo se había incrementado, y los dos establecieron una rutina, ocupándose de la cosa cuando era necesario y dedicándose a todas sus demás tareas en los intervalos. Nunca atacó al Viejo Matt, aunque hizo un intento contra Manuel en una ocasión. El muchacho le lanzó un golpe con la vara, falló, y recibió todo el impacto del intenso rostro que parecía llenar toda su visión, sin producir ningún sonido. La vara zumbó con desatada energía y echó a la cosa hacia atrás, atontándola pero sin causarle ningún auténtico daño; el muchacho siguió empleándola, sólo para mantenerla alejada, y entonces vio, demasiado tarde, la trampa que la cosa le había preparado. Se había metido demasiado en la jaula para alcanzar la puerta en un largo salto, así que tuvo que mantenerse firme mientras la cosa le rodeaba, se inclinaba hacia la izquierda, y se lanzaba agachada contra él, bajo la guardia alzada de Manuel. Le golpeó. Estaba en el suelo y rodando sobre sí mismo antes de darse cuenta de que no había ocurrido nada. Se retorció y alzó la vista, y la cosa estaba sobre él, los ojos ardiendo, masiva e inmóvil, simplemente estudiándole. «Disfruta de ello —pensó el muchacho—, extrae todo el placer que puedas antes de...», y golpeó duramente hacia arriba, haciendo girar la vara de modo que su punta golpeara a la cosa en el nexo neural derecho. Aulló y se echó hacia atrás, los ojos brillando y la boca enomemente abierta. Manuel se puso en pie, la vara preparada para golpear de nuevo, y retrocedió y salió de la jaula, ya lo bastante recuperado como para pensar que su orgullo le impedía correr, mirando fija y solemnemente a la cosa mientras se retiraba.
Más tarde, no estuvo seguro de lo que la cosa había intentado hacer. El ataque muy bien había podido ser una forma de hacer las paces con él. Nunca podría estar seguro. Esperaba que nadie hubiera visto el incidente, y al cabo de una semana estuvo completamente seguro de que el Viejo Matt no sabía nada al respecto. Sólo meses más tarde el viejo se referiría a él de pasada, como si fuera simplemente otro asunto normal entre él y la cosa. Supo que el Viejo Matt e incluso su padre estaban al corriente. No habían dicho nada, porque ninguna conversación hubiera aportado nada al asunto. Necesitó más tiempo aún para comprender que la lección de todo aquello era precisamente su ambigüedad, y el hablar de ello hubiera eliminado incluso eso.
Después del ataque, Manuel caminó casi en igualdad de condiciones junto a la forma cuando la escoltó fuera para sus excursiones. Ahora se sentía capaz de manejarla mejor; el roce con la extinción (o así al menos pensaba en ello) había demostrado que podía actuar todo lo rápido y bien que necesitara. Había habido miedo en él..., no el cobrizo miedo del que sabía que nunca lo abandonaría, sino otro más suave que podía ser eliminado y que ahora iba alejándose lentamente. Fue después de que el Viejo Matt le viera caminar a su lado, aún cauteloso pero con un elemento saltarín en su paso, que el viejo dijo:
—Deberíamos llamarle Águila.
—¿Qué significa?
—Un ave grande. Vivía en la Tierra, hace mucho tiempo.
—¿Oh? Pero él no es un animal; es...
—¿Deberíamos llamarle Fred? ¿Elizabeth? ¿Carmelita?
El muchacho no dijo nada durante un rato. Luego:
—Sí. Sí. Supongo que tiene razón. Pero, ¿Águila? No puede volar. Ni siquiera con aire podría volar.
—Lo importante del águila no era su vuelo, sino su corazón. Creo recordar que por eso se extinguió. No estaba dispuesta a ceder, a convertirse en una cosa de jaula o corral.
Manuel se encogió de hombros. No le importaba mucho el lejano pasado. Aceptó el nombre porque a fin de cuentas un nombre era tan bueno como cualquier otro. No significó nada para él hasta algunas semanas más tarde, cuando regresaba con Águila —era difícil pensar en la cosa con este nombre— del perímetro, cruzando la vítrea llanura de chillones manchas provocadas por los aterrizajes. Saltaban por encima de extensiones de oro requemado, costroso carmesí, rezumante naranja. Águila avanzaba a su lado, y Manuel mantenía la vara tractora sujeta sin esfuerzo, descuidadamente, en el hueco de su brazo. Había algunos animales trabajando en una conducción de agua caliente, clavando los soportes en el hielo entre dos enormes domos grises. Parloteaban entre ellos mientras trabajaban, enterrando puntales y soldando uniones con los brillantes arcos azules, y entonces vieron a Águila. Saludaron a los dos y luego interrumpieron su trabajo cuando los hombres gritaron algo a sus espaldas, cinco animales cliqueteando y bamboleándose por encima de la lámina púrpura de hielo, felices de hacer una pausa en su trabajo, parloteando fuertemente. Cuatro de ellos redujeron su marcha y luego se detuvieron cuando pudieron ver mejor a la cosa que caminaba junto al muchacho, pero el más joven nunca había estado lejos del Asentamiento antes y en su impreciso mundo no conocía enemigos, así que siguió adelante. Corrió hacia Águila, lanzando alegres gritos. Águila apenas lo miró. Ni siquiera alteró su paso. Simplemente golpeó al animal, echándolo a un lado, y siguió adelante, enviándolo, rodando y dando tumbos por la resbaladiza superficie cuesta abajo, hasta que se detuvo al fondo. Águila siguió su camino, indiferente a la silenciosa estela que dejó a sus espaldas, entre los animales y los hombres a la vez. Se quedaron mirándole mientras seguía su camino a casa, bostezando. El cachorro gimoteó y se quejó y se agitó. Los hombres murmuraron entre sí, sorprendidos y con hosca admiración. No fue el acto en sí —que no era más cruel que los juegos cotidianos de los propios animales, sino la forma en que fue ejecutado, sin irritación, con una altiva afirmación de qué era Águila y qué eran los animales.
Manuel empezó a pensar en ello. Eso terminó cuando de nuevo saltó sobre él. Había dejado a Águila en la jaula durante dos días mientras él se ocupaba en otras cosas, y no tuvo tiempo de sacarlo para otra excursión. Esta vez Manuel le golpeó de inmediato, sin permitirse pensar demasiado en ello. El ataque fue rápido, pero sin la enorme energía que el muchacho sabía que Águila podía desplegar. Así pues, se trataba de una queja, nada más. Pero sirvió para aliviar al muchacho de la noción sentimental de que había hecho suyo a Águila, tan sometido como cualquiera de los animales, o tan amistoso. El Viejo Matt sonrió suavemente cuando lo supo y no dijo nada, pero Manuel comprendió lo que pensaba.
Había mucho más trabajo ahora, cuando el Asentamiento levantaba nuevos domos, llenándolos con difícilmente conseguido suelo, mezclando los residuos humanos con tallos de maíz y viejas fibras vegetales («la brigada del cubo de miel», la llamaba el mayor Sánchez), y extendiendo los túneles hacia las colinas cercanas para tener acceso a más canales de agua y hielos saturados de amoníaco. Había menos tiempo libre ahora, menos diversiones, danzas comunitarias y reuniones, más partidas de cartas y sesiones de bebida arrancadas de tanto en tanto en los breves períodos entre turnos. Lo peor de todo era que los nuevos trabajos exigían energía, así que el presupuesto de calefacción tuvo que ser recortado. Hombres y mujeres permanecían cerca de sus hogares excavados en los témpanos de hielo, bien arropados. Para eliminar las corrientes, se colgaban mantas en los corredores de unión. Los más jóvenes, incluido Manuel, pasaban largas horas añadiendo grises materiales aislantes a las conducciones, todo ello en una eterna batalla contra el frío que se infiltraba por todas partes, pese al aislamiento magnético y el constante gorgotear de la caliente agua de fusión por las paredes. Pero el coronel conocía los límites de la comunidad, y arregló las cosas con Bio para una nueva expedición a las regiones distantes, para podar unos cuantos muties y dar a todo el mundo un respiro. Habían transcurrido unos años desde la última vez que una mujer había participado en una de las cazas, no por nada en particular sino por simple preferencia. Mientras los hombres y los muchachos estaban ausentes, las mujeres sentían también una curiosa relajación que traía consigo alguna que otra renovación. Trabajaban en sus jardines particulares y en otros proyectos, grababan holos amateurs que intercambiaban con otros Asentamientos —no imitaciones de los vulgares sensodramas de la tierra, sino historias narradas, relatos del propio Ganímedes o de los asteroides, de gente como ellos mismos—, y soñaban con el día en que las familias podrían empezar a salir de los Asentamientos e iniciar su propio camino en las nuevas tierras, seguras contra la mortal cellisca de protones bajo la protectora capa de aire, sin deberle a nadie tributos ni impuestos en dinero, especies o trabajo. Ese tiempo tardaría en llegar; probablemente no lo vería nadie de su generación; pero eso no importaba; podían ver la promesa abrirse ante ellos, y por el momento una promesa era suficiente.
El grupo que partió de Sidón era más numeroso de lo habitual, más ruidoso, alegre por la anticipación y el smeerlop. Durante el largo camino hasta la Llanura Prometeo, Manuel sintió que se descargaba de un peso. Los rutinarios meses de trabajo habían sido abrumadores. Para él, aquellos deprimentes meses habían manchado la seguridad de las cosas que había experimentado más allá de la aislada bolsa a escala humana que lo limitaba por todos lados. Sus superconductores hacían posibles las delgadas cuñas de vacío que los aislaban del horrible frío, y sólo el duro y constante trabajo convertiría a Ganímedes en un lugar humano, pero bajo su incansable martilleo habían perdido el sabor de las abiertas e interminables llanuras que ahora raras veces cruzaban. Los primeros exploradores habían vivido realmente allí, trazando senderos entre los cráteres cuyas laderas se estaban fundiendo ahora. Los granjeros encerrados en sus domos apenas tenían brújula. Le alegraba dejar de ser un granjero y dedicarse de nuevo, aunque sólo fuera por un breve tiempo, al papel de explorador, sintiendo en su cuerpo el hormigueo del frío que apenas estaba a unos centímetros de distancia cuando se vestía por las mañanas.
La mañana que alcanzaron la Llanura, seis desconocidos se reunieron en ellos. Procedían del territorio cercano al Asentamiento Nelson y al Asentamiento Fujimura, a mil kilómetros de distancia, y llevaban varios días de viaje. Tenían una orden de trabajo de Bio, pero lo que los había traído era la historia de Águila, ahora muy difundida, y la perspectiva de una auténtica caza. Eran muy morenos y sucios, no de los mejores. La mayoría no tenían contrato fijo con ningún Asentamiento. Eran independientes, hombres que trabajaban en sus propios y remendados domos en los valles fluviales, o agentes de avanzada (viejos la mayoría de ellos, ermitaños casi todos, con antiguas inquinas); venían con sus armas preparadas, algunos incluso con un pesado lanzador de rayos, tomado de algún viejo oruga averiado. Eran el tipo de hombres que nunca habían encajado en ningún Asentamiento establecido. Estaban allí para saldar una deuda: «Me Pregunto si tropezaremos con él...», todos ellos incapaces de imaginar que si ocurría eso deberían enfrentarse al Alef a la manera del siglo XX: un disparo de fusión y listos. Eso era impensable. La vieja Tierra y la Luna habían luchado denodadamente por hacer de aquello una idea horripilante, y sin embargo seguían viniendo como siempre, esperanzados, con las mismas armas inefectivas que habían empleado sus padres, los lanzadores de rayos y los misiles que la cosa había apartado con indiferencia incontables veces antes. Lo que les atraía era Águila.
Los seis se sentaron con las piernas cruzadas en la lenta llovizna fuera del campamento, preparados antes de que el grueso del grupo hubiera terminado siquiera de desayunar su maíz tostado y su filete de pavado.
—Creo que podríamos ir con ustedes; ni siquiera vamos a disparar si usted dice no. Siempre que no venga detrás de nosotros, por supuesto.
El coronel López asintió. No podía echar a un equipo que llevaba el sello de Bio.
—¿Lo han visto alguna vez?
—Hizo polvo mi primer domo hidropónico —dijo un hombre correoso, manoseando su arma.
—Mató a mi esposa hace treinta años —dijo otro.
El coronel los estudió atentamente y dijo con voz clara:
—Estamos aquí para podar unos cuantos muties.
—Si lo que quieren es eso, envíen a unos cuantos de esos chicos que consiguieron —dijo el correoso.
—No tenemos intención de helarnos el culo ahí fuera para ser corridos por el Alef —señaló el mayor Sánchez—. Si ustedes han pensado eso, mierda, pueden volverse a casa.
—Quizá ustedes, blandos amigos de los Asentamientos, no le vean ningún peligro —dijo el hombre que había perdido a su esposa—. Ahora no suele acercarse a los lugares grandes. Pero nosotros —hizo un gesto— somos granjeros contratados. A nosotros sí nos visita, todavía.
El coronel les miró con el ceño fruncido y dijo:
—Están ustedes aquí con una orden de trabajo de Bio, ¿sí? Deben ir detrás de los comerrocas y los patines defectuosos, y eliminar tantos como puedan. Pero esto no les basta. Buscan otra cosa, y si la encuentran dispararán..., sí. Pero ése no es su trabajo.
Los hombres gruñeron, pero no importaba. Nadie iba a dispararle al Alef aquel día, ni siquiera aquella semana. Iba y venía por sus extrañas rutas particulares en las profundidades del antiguo satélite, y las posibilidades de que fuese visto en toda aquella estación eran muy escasas. Manuel encontró roderas y surcos que podían ser señales de su paso, aunque con el interminable fundirse y volver a helarse era imposible decirlo. No pudo hallar en ninguna parte una marca en delta. Pero durante la segunda semana uno de los animales oyó algo, al parecer, hacia el sur, y la mayor parte del grupo se encaminó hacia allá. Águila no podía quedarse con los hombres y los animales, de modo que el Viejo Matt le indicó por señas que podía ir más al sur e intentar hallar algo. Ni él ni Manuel habían conseguido decirle a Águila mucho acerca del Alef, aunque le mostraron sus fotografías.
Avanzaban impasiblemente por un barranco donde una enorme losa gris de hielo estaba encajada contra una montaña de hierro, formando una especie de panqueque de roca alternativamente estirada y comprimida. No hubo ninguna premonición, ningún temblor previo. La pared del barranco simplemente se combó, lanzando sobre los animales trozos de hielo y de nieve, y allí estaba: esbelto esta vez, ondulante como una serpiente, brillando con una suave luz ambarina, con manchas alabastrinas agitándose bajo su áspero pellejo como icebergs flotando en algún fluido interior. Horadó la gran masa de hielo como si fuera mantequilla, indiferente a su posible resistencia..., e indiferente también a los hombres y animales que se dispersaban allá delante, chillando y corriendo en todas direcciones, ninguno tomando puntería o siquiera buscando algún potencial punto vulnerable donde disparar. Todos excepto el muchacho. Estaba en la parte de atrás del grupo cuando la pared de hielo de rasgó y se abrió y los trozos empezaron a caer. Se quedó completamente inmóvil. Los restos llovían a su alrededor o rodaban junto a él, golpeando sobre los bancos de nieve o desmenuzándose cerca de sus botas, y él era el único punto constante en todo aquel movimiento. Lo estudió. El Alef retorcía su larga forma mientras descendía al fondo del barranco, impresionante, con las láminas de hielo crujiendo y partiéndose bajo su peso, «delgado y resistente esta vez, —pensó el muchacho—, como si estuviera nadando», y ondas helicoidales pulsaban a todo lo largo de su masa, refractando una acuosa luz ambarina en los picos de las ondulaciones mientras cruzaba el barranco con una líquida gracia contorsionante —«Sólo que no toca el suelo»—, y con una enorme despreocupación golpeaba contra una escarpadura férrica, y la roma cabeza (ahora sin rasgos) penetraba en los oxidados farallones con un ruido chirriante, y todo el lado de la montaña parecía estremecerse ante el ataque, y las ondas de choque se extendían hacia todos lados con su epicentro en el contacto. Se metió hocicando con indiferencia, arrojando polvo y guijarros del orificio que practicaba, y entonces el muchacho vio las manchas. Se formaban y se reformaban a lo largo del cuerpo serpentino, algunas más grandes que un hombre, no simples manchas azules flotantes sino auténticas aberturas, y se agitaban y se hacían más profundas —«Exagonales de nuevo, seguro»—, y dejaban escapar un sombrío resplandor negroazulado, como si estuviera contemplando las profundidades de una montaña de hielo y viendo a su través el pálido resplandor del sol asomándose al otro lado.
Águila apareció corriendo a su lado. El Alef se había enterrado ya casi completamente en su túnel ovalado, y Águila corrió hacia allá, sin detener en ningún momento su carrera mientras esquivaba a los hombres y animales que huían, sin reducir su velocidad cuando pasó junto al Viejo Matt —que permanecía agachado, mirando con ojos entrecerrados—, y saltó hacia delante, tan rápido que Manuel apenas pudo seguirle. El protuberante extremo posterior del Alef era de un color blanco óseo, enrollado con una especie de rizo musculoso, colgando a un metro por encima del suelo, como si estuviera suspendido por campos magnéticos, y Águila saltó sobre él. Se aferró a su superficie y consiguió sujetarse con los pies en alguna diminuta irregularidad en la por otra parte aparentemente lisa piel. Sus recias servomanos arañaron el lustroso brillo, y Manuel creyó ver brotar de aquella correosa superficie una marca roja y chamuscante, pero antes de que pudiera estar seguro de ello una de las ondulaciones ambarinas descendió hasta la punta del cuerpo, cambió de dirección, y en su camino de vuelta hacia la cabeza agarró a Águila por un pie y, diestramente y sin ningún esfuerzo, lo desmontó. Manuel corrió hacia Águila y, mientras corría, vio que había dejado una cicatriz, una clara cicatriz, que se volvía de un color rojo profundo mientras la observaba. Luego el blanco extremo de la cosa se deslizó hacia el interior del túnel y desapareció.
Águila se agitó y manoteó en el hielo, un poco desconcertado. El Viejo Matt llegó trotando tan rápido como pudo y gradualmente otros hombres se les unieron, hablando excitadamente entre sí y contemplando el túnel —algunos incluso aventurándose bravamente en él, iluminando las paredes, acanaladas como si hubieran sido hechas por un tornillo—, y relatando la forma en que lo habían visto (ninguno había tomado una fotofax), o lo que Águila había hecho o había intentado hacer. El muchacho no les escuchó. Estaba saboreando el metálico y líquido aroma que ascendía lentamente, hormigueante, hasta sus fosas nasales —no miedo esta vez, sino algo más fuerte, porque se asentaba en él y quedaba allí: una certidumbre, una sensación de las cosas que se acercaban, una premonición de lo que podía ser—, acre y definitivo e inflexible en su ferocidad, reclamándole.
5
Al año siguiente llegó un cierto número de dispersos al campamento, algunos porque no tenían trabajo y deseaban salir al territorio, y otros por razones mayores. Cuatro meses antes, el Alef había abierto un domo como si fuera una fruta madura, simplemente rozándolo, matando a más de una docena de personas, y se habló de atacarlo con armas nucleares para protección de todos. El consejo científico de la Luna se opuso al proyecto de Hiruko, diciendo que el Alef era como un tesoro arqueológico de la Tierra, que debía ser conservado para futuras generaciones, que quizá fueran capaces de aprender más sobre él. Nada de esto importaba a los delgados y silenciosos hombres que erigieron sus pequeños domos cerca de los barracones del coronel López. Tenían una deuda que debía ser pagada, y aunque sabían que era inútil, como había sido inútil para sus padres, seguían intentándolo. Esta vez había dos hombres de los asteroides McKenzie, recién llegados a Hiruko —para aprender los cultivos amoniacales, dijeron—, pero que habían oído hablar del Alef e incluso de las cazas de muties que se organizaban de tanto en tanto. Otro había oído hablar en Hiruko del coronel López y del gran Águila de metal azul pavonado. Acudió sin siquiera un arma láser, y el traje aislante que llevaba se hallaba en una cara tienda de artículos para prospectores hacía apenas tres días. Los hombres de Sidón ignoraron a toda esa gente de la mejor manera que pudieron.
Los hombres de McKenzie fueron peor recibidos todavía, porque para los granjeros eran los primeros de una nueva era.
—Digo que los mantengamos apartados de nosotros —murmuró Petrovich una noche, después de cenar. Había intentado como siempre hablar con el coronel para que les dejara cazar orugas, y como siempre el coronel le había hecho callar. Ahora deseaba cambiar de tema—. Vienen aquí, miran a todos lados, toman nuestras ideas.
El mayor Sánchez, siempre rápido en contradecir, señaló:
—El tratado con la Tierra dice que debemos compartir nuestros conocimientos.
—¡La Tierra! —bufó Petrovich—. Siempre poniéndose de lado de los asteroides, porque los saltarrocas los tienen agarrados por el cuello.
—La Tierra ya tiene bastantes problemas sin meterse en nuestras disputas —dijo seriamente el coronel.
La mesa quedó en silencio. Una nueva Guerra de Distribución había estallado en Asia, y la australiana Sydney había desaparecido en las primeras horas. Era imposible sentirse indiferente ante la vieja enfermedad de la Tierra incluso estando tan lejos. Manuel no podía comprender el fatalismo con que todo el mundo hablaba de las Guerras, que estallaban regularmente entre los históricamente pobres y los relativamente ricos. Se preguntaba cómo era posible saber quién eras en un período determinado de la historia, clasificado y etiquetado por los metasociólogos como si ya estuvieras muerto..., y, sabiéndolo, seguir adelante aferrado por las leyes de la historia, fútiles y predeterminadas, siguiendo el mismo juego inútil hasta su indiferente final. Quizá ser capaz de ver la Tierra y todas sus sangrientas agitaciones como un mero resplandor azul en el cielo hacía que resultara fácil entenderla mal; o quizás él también fuera como una lanzadera deslizándose por una suave y prefijada órbita descendente que no podía ver, y resultara tan digno de risas como los demás. Se encogió de hombros como sólo puede hacerlo un muchacho, y escuchó de nuevo a Petrovich.
—...les arrancaría sus corazones si llegaran hasta donde está y se tendieran sobre él en busca de calor. —Estaba hablando de Águila, que siempre dormía a solas, a menudo tras hacer un túnel en un ventisquero. Los animales se amontonaban invariablemente unos sobre otros.
—No es un animal —observó el coronel.
—Tampoco es un hombre —dijo obstinadamente Petrovich—. En Hiruko llevaron ese lóbulo cerebral al máximo de su capacidad, sí. Dieron acceso a todas las conexiones neurales que quedaban. Pero sigue sin ser un hombre.
—¿Por qué no? —dijo casualmente el Viejo Matt.
—Un hombre es algo más que unas conexiones.
—¿Y?
—Medio hombre no es un hombre.
El mayor Sánchez dio una palmada contra la mesa de fibra.
—¡Ja! El neurofilósofo nos dirá ahora cómo reconoce él a un hombre.
—Bien, los seres humanos tienen objetivos mucho más grandes.
—¿Como qué?
—¡Como el Alef! Para los animales, para el Águila, es sólo un comerrocas grande. Algo que cazar, si tuvieran los cojones.
—¿Y para nosotros? —dijo el coronel.
—Bueno... —Petrovich se mordió los labios, acorralado—. Para nosotros, es algo de lo que aprender.
El mayor Sánchez dijo socarronamente:
—Tú nunca fuiste tan fuerte aprendiendo hasta ahora, Petrovich.
—Aprendí algo este último año. Algo que ustedes no. Systemwide ofrece una bonificación por ello.
—¿Por qué? —dijo el coronel—. ¿Por matarlo?
Petrovich sonrió, habiendo desviado la conversación hacia donde le interesaba.
—No por matarlo. Por capturarlo.
El mayor Sánchez frunció el ceño, desbordado.
—¿Estás seguro?
—Lo hallé en los viejos registros. Tendría que echarles usted un vistazo algún día, amigo mío..., aprender un poco —añadió con seriedad.
—¿Tienes alguna copia de impresora? —preguntó el coronel.
Radiante, Petrovich extrajo un fajo de delgadas hojas de papel.
—Lectura para la noche.
Allí estaba. Los hombres se pasaron las hojas, señalando fragmentos de directrices oficiales de hacía casi un siglo, riendo ante los rígidos términos terrestres y la ampulosa redacción. Pocos de ellos escribían algo alguna vez, de modo que cualquier cosa sobre papel era curiosa, extraña e innecesaria. El Viejo Matt retuvo las directrices originales y se las mostró a Manuel.
—Escritas más o menos en la época en que los científicos descubrieron los artefactos en los satélites exteriores —señaló.
—¿Cuando lo dejaron correr aquí?
—Aproximadamente, sí. Supongo que imaginaron que alguien podría hallar alguna forma de frenarlo o detenerlo para que pudieran estudiarlo con seguridad. Creo recordar algo así..., quiero decir, por qué la gente empezó a perseguirlo.
—¿Usted estaba por aquí entonces?
El Viejo Matt sonrió; su mejilla de metal se frunció y raspó débilmente.
—Todavía estaba arriba, en los laboratorios orbitales, y luego en Titán..., pero por aquí, sí.
—Madre.
De pronto, para el muchacho, tanto el viejo como el Alef brotaron de un tiempo sin rostro, anterior a cualquier cosa conocida por él, de unos orígenes perdidos para siempre para él, y con la conservadora e intermitente concentración de los humanos, se sintió benditamente seguro y en paz en su ignorancia.
—¿Ve esto? —Manuel señaló una vieja instantánea—. El texto dice que tuvieron que dispararla realmente rápido para poder captar las manchas en el lado.
—Hummm.
—Yo pude verlas fácilmente.
—Correcto.
—Debe de estar perdiendo rapidez.
—Vimos que se tomaba su tiempo, eso es todo.
—Quizá se esté debilitando.
El Viejo Matt se echó a reír.
—Puede devorar una montaña en un minuto; si consideras que eso es debilitarse...
Sin dejarse amilanar, el muchacho clavó un dedo en la foto.
—¿Qué son las manchas? En muchas fotos no aparecen.
—Agujeros.
—¿Alguien sabe de qué tipo?
—Cambian constantemente.
Manuel asintió. El Viejo Matt estaba cansado de todo un día de cazar dormilones, la nueva bioforma introducida para llenar un eslabón en la cadena bioquímica que conduciría hacia una atmósfera de oxígeno. Eran eficientes, grandes y pesados, y feos como el pecado. Mutaban fácilmente, y eran difíciles de eliminar. Manuel siguió despierto hasta mucho rato después de que el viejo se dejara caer en su saco de dormir. Estudió las viejas fotos, leyó los datos. Hasta entonces no se le había ocurrido estudiar el Alef. Para él, estudiar era aprender a reparar tuberías o termodinámica, y el Alef no se parecía a nada de aquello..., no tenía fórmulas ni procedimientos: sólo algo salvaje, veloz y febril, que sólo podías comprender viéndolo y sintiéndolo en tu camino. Pero mientras fruncía el ceño sobre las congeladas imágenes de ámbar y alabastro asintió para sí mismo, intensamente concentrado. A la mañana siguiente habló con Águila, sin saber si iba a ser comprendido, pero intentándolo de todos modos, intentándolo de nuevo cada mañana a partir de entonces.
Durante once días persiguieron muties de dormilones. Águila causaba la mayor parte de las muertes, siempre mucho más rápido que los animales y siempre veloz y sin remordimientos. El hombre de McKenzie sufrió una avería parcial en su aislador por culpa de su propia ineptitud, y al cabo de cinco minutos empezó a congelársele una pierna, con la piel tan pegada al traje que quedó adherida a él cuando se lo quitaron.
Águila los dirigía ahora a todos, con un instinto que la experiencia hacía cada vez más seguro, de modo que sin ningún signo discernible, sabía qué cañón elegir, qué rincón empurpurado por las sombras ofrecía refugio a las crecientes comunidades de muties, dónde las dispersas y errantes formas de vida cazaban y se apareaban y morían. Águila se movía con una automática ferocidad que asustaba a algunos de los hombres. El amistoso y condescendiente afecto que la evolución había forjado entre hombres y animales domesticados no se aplicaba en absoluto a una cosa como Águila, y los hombres permanecían alejados de él.
Águila fue quien encontró al Alef esta vez. Fue en los últimos días de la expedición, y Manuel estaba a diez kilómetros al oeste del grupo principal, investigando un nido de dormilones mutantes que perseguían y devoraban a los comerrocas y orugas normales. Oyó los gritos y exclamaciones de excitación por la radio de corto alcance. Águila había echado a correr hacia el Alef en una llanura abierta. Manuel escuchó, mientras avanzaba a saltos en la dirección general del grupo, imaginando: los hombres y animales tras él, la enorme cosa brotando del hielo, su paso alzando un fino y seco polvo de cristales de amoníaco, y Águila corriendo tras él, no saltando esta vez sino tomándose su tiempo, cauteloso y sin embargo gruñendo con una creciente rabia. El muchacho corrió con todas sus fuerzas, apurando la energía de sus servos, jadeando. Oyó al mayor Sánchez maldecir, a Petrovich aullar, a los animales parlotear y gimotear en una mezcla de temor y ansias de sangre. Oyó el repentino y seco crepitar cuando el coronel López disparó dos veces su láser a quemarropa. Manuel trepó un risco y contempló la llanura donde las agitadas motas negras se arracimaban en torno de aquel enorme objeto, persiguiendo, avanzando y luego retrocediendo, aunque la cosa líquida que se movía nada había hecho por detenerles. Entonces uno de ellos se acercó demasiado y el Alef avanzó sobre él y siguió su camino, dejando detrás una aplastada masa de rojo y acero. El Barron se lanzó contra la forma, pero lento, inseguro. Algo lo atrapó en mitad del aire, y el animal se retorció en un espasmo de dolor y luego cayó, partido por la mitad.
Y Águila: corriendo a lo largo, gruñendo, observando las cambiantes oportunidades negroazuladas, hasta que en un rápido movimiento saltó, trepando por el flanco de alabastro, agarrándose y saltando en invisibles asideros, hacia arriba, hasta el borde de un agujero triangular, y luego dentro, tragado, desaparecido en un instante, de modo que los gemidos y aullidos de los puntos negros a su alrededor se cortaron de pronto, y un extraño silencio descendió sobre la escena. El muchacho sintió que su corazón golpeaba contra su pecho una vez, dos veces, y al tercer golpe el costado de la cosa se contorsionó, se volvió rojo, y Águila forzó su camino por el punto triangular que se encogió de nuevo incluso mientras luchaba por salir, gruñendo y escupiendo y desgarrando al Alef con sus insignificantes servomanos humanas. Forcejeando. Luego cayendo. Águila golpeó sólidamente el suelo, quebrándolo, y rodó sobre sí mismo. El muchacho jadeó y echó a correr a grandes saltos colina abajo, cayendo y volviendo a levantarse, sin dejar de avanzar. Cuando alcanzó la llanura, Águila estaba de pie, tambaleándose pero fundamentalmente sin ninguna herida, y el Alef había desaparecido, enterrándose en la plana roca con un impreciso agitar de energía.
—Le di dos veces —estaba diciendo el coronel López cuando su hijo se acercó—. Dos veces, y ni una herida, ni una sola marca.
El Viejo Matt estaba de pie con la mano en la espalda de Águila. Los hombres se arracimaban a su alrededor, mientras los animales permanecían apartados. Águila resoplaba y permanecía inmóvil y silencioso, como desconcertado, con su cerámica y sus colectores raspando huecamente. El muchacho vio que sujetaba algo en su mano.
—Un trozo de la cosa —dijo el Viejo Matt—. Se lo arrancó, de alguna forma. En su camino de vuelta de ese agujero, supongo.
El mayor Sánchez miró el delgado fragmento parecido a una rosada lámina de metal.
—La primera vez que veo algo parecido —dijo.
—Los informes no hablan de nada como esto —dijo Petrovich.
En el campamento, aquella noche, Petrovich llamó a Sidón y confirmó: ningún trozo de la cosa había sido recuperado nunca.
—Así que, durante todo el tiempo, el secreto había estado en esas manchas —dijo el Viejo Matt—. Maldita sea.
Los hombres rieron y se dieron palmadas con un ferviente alivio que los sorprendió incluso a ellos mismos, y bebieron más, e incluso invitaron al disperso grupo de los granjeros independientes, aún aterrados y alicaídos, que en último término habían quedado atrás y ni siquiera se habían acercado al Alef. Dos de los animales muertos y un fragmento conseguido: había habido que pagar un precio. El muchacho supo aquella noche, mientras se sumía en el sueño, agotado, que no iba a volver a verlo en aquel año. Estaba bien así; todos se sentían exhaustos, pese a la euforia temporal. Sin embargo, habían conseguido lo que los científicos jamás habían logrado, y lo habían conseguido sin instrumentos de precisión ni un montón de dinero. Se sonrió a sí mismo en el cálido y mohoso olor de las ropas de cama. Era el final de un tiempo y el inicio de algo más grande, aunque no sabía exactamente qué, y tampoco le importaba.
6
Transcurrió más de un año antes de que regresaran a los páramos. El grupo era más grande, pero no más experto, lastrado con hombres de los Asentamientos de Fujimara y Zanatkin. Había tres de Hiruko que tenían que ser vigilados porque, si no, eran capaces de colocarse los depósitos al revés y congelarse en un instante los pulmones (un reemplazo caro y a veces fatal), o caer en una grieta oculta por una fina capa de hielo, o caminar junto a Águila y apoyar casualmente una mano en él, creyendo que era otro animal. Los extras eran útiles, porque el coronel y el mayor Sánchez, siendo formales y directos y simplemente esperándolo, los emplearon para que se ocuparan de buena parte de los trabajos más pesados del campamento. Manuel apreció aquella parte, ya que como muchacho siempre le tocaban trabajos peores que a los hombres —en una gravedad de un catorce por ciento de la normal en la Tierra, incluso él podía alzar y manejar pesadas cajas—, y ahora se sentía complacido de ascender un peldaño en la escala y contemplar cómo otros se ocupaban de esas cosas. Sin embargo, las caras de hurón, la cómica ineptitud y la total ignorancia de todos ellos robaba al largo viaje fuera de Sidón parte de su alegre relajamiento. Al muchacho no le gustaba que las cosas fueran distintas de como habían sido antes, y en su desagrado, en aquel deseo inconsciente de bloquear el paso del cambio, perdió un fragmento más de su adolescencia.
—Espero que no pretendas que vaya a cazar con ellos —le dijo a su padre el primer día en el campamento.
—Compartiremos los trabajos, como de costumbre —dijo el coronel López—. Y también compartiremos a los nuevos hombres en nuestros equipos.
—¡Ni siquiera son de Sidón!
—Sin embargo, Bio nos paga a nosotros los créditos de sus horas de trabajo.
—Una miseria.
—Pero la necesitamos —dijo suavemente el coronel. Ahora se mostraba menos severo con el muchacho, confiaba menos en la disciplina y más en el tranquilo despliegue de firmeza—. Estamos vendiendo menos amoníaco a Marte-General. Tenemos que conseguir dinero de alguna manera.
—No así. Hay montones de...
—Montones es exactamente lo que no hay de nada. Ahora ve a descargar esos bultos, como todos los demás.
Manuel hizo lo que se le había ordenado, y al cabo de una hora había echado a un lado todo su resentimiento. Ayudó el que los hombres de Fujimara empezaran a admirar a Águila: su tamaño y su peculiaridad, y su grácil e intrincado trote mientras recorría las colinas cercanas, partiendo hacia su primera exploración. Nunca habían visto nada parecido, una cosa que se pareciera a un animal servoacondicionado y sin embargo destellara con una inteligencia enérgica, nerviosa y reprimida, mirándolo todo y a todos con una mirada directa, evaluadora y en absoluto temerosa. Los nuevos hombres se habían sentido nerviosos al percibir que los estaba observando, como si la ardiente intensidad de sus ojos descubriera sus más íntimos anhelos.
La primera noche en el campamento siempre se bebía y se esnifaba más de lo habitual, y los nuevos hombres se adaptaron perfectamente a ello, algunos pasándose incluso con el smeerlop y teniendo que administrárseles una dosis de oxígeno para que sus sistemas cardiovasculares volvieran a ponerse a tono. El mayor dio una vuelta casual por las instalaciones, vigilando a los que se habían pasado más y comprobando que el oxígeno no se prendiera con nada y causara un incendio.
Manuel se sentó en su litera y observó, bebiendo un poco del amarronado licor que los Asentamientos fabricaban fácilmente como un subproducto de sus elaboraciones agrícolas y despachaban, a buen precio, a todo el sistema solar. Como siempre, el mejor se destinaba a la exportación, pero los Asentamientos se habían acostumbrado a la variedad más áspera, la que dejaba la garganta como quien dice en carne viva, y ahora incluso la preferían a la otra. El muchacho bebió un poco y habló con todo aquel que se le acercó lo suficiente, y luego, cansado de historias de improbable buena puntería e interminables accidentes casi fatales y menas metálicas descubiertas pero luego perdidas, fue en busca del Viejo Matt. Lo encontró ya dormido, echado y pareciendo más pequeño que un hombre, sus ropas colgantes sobre su cuerpo, gastadas y sucias en los lugares donde los productos químicos se habían secado y atraído el polvo de la metalistería. Respiraba ligera y pausadamente, y su rostro parecía reseco, profundamente quemado por los ultravioletas, la nariz ampollada y vuelta a ampollar, la unión de carne y metal arrugada como viejo papel gastado. Manuel estudió la pequeña y como descoyuntada forma por un momento, y se volvía para marcharse cuando una voz dijo susurrante:
—Has estado pensando.
Sorprendido, dijo:
—Mañana se lo mostraré.
—No, esta noche. Nunca estoy seguro de si va a haber un mañana para mí.
—Hey, puede superar a la mitad de esos chistosos de ahí en cualquier cosa sobre el terreno.
—Quizá. Quizá. —El Viejo Matt se sentó suavemente, sin cargar mucho peso sobre sus brazos, aunque uno era sinto y el otro servo—. Tuve que ser humilde y un poco taimado incluso para conseguir salir esta vez.
—¿Eh? Cualquiera puede salir siempre que lo desee.
—La Regla del Riesgo Indebido, ¿no la conoces? Si resulto herido otra vez, necesito una nueva pierna o un abdomen completo, ¿quién lo va a pagar? Sidón no puede hacer reacondicionamientos importantes. Tiene que ser en Hiruko, quizás incluso en la Luna.
—¿Querían retenerlo en el Asentamiento? ¿Para qué?
—Les dije: «Costaré menos si la palmo ahí fuera, considerando que las posibilidades de que me podáis traer de vuelta no son buenas».
Aquella charla hizo que el muchacho se sintiera incómodo; el hombre se dio cuenta, de modo que dijo:
—Es ese asunto del espectrógrafo, ¿eh?
Manuel asintió.
—Ese fragmento. Resulta difícil de creer que pudieran extraer tanta información de él.
—¿La datación? Si quieres que te diga, eso no fue ningún resultado en absoluto.
—No puedo llegar a entender que los laboratorios de Hiruko no pudieran dar ningún dato concreto al respecto.
El Viejo Matt se encogió de hombros.
—La relación entre los distintos isótopos..., eso es lo único que tienen para establecer la datación de una cosa. Esa pequeña pieza tenía en ella todo tipo de isótopos, pero daban contradicciones..., diferentes fechas para cada relación. A veces incluso imposibilidades..., más productos de descomposición de los que podían existir, como si procedieran de los átomos radiactivos padres del material.
—Así que es algo como nunca antes habían visto, ¿no? ¿Son unas cabezas tan grandes, ahí al norte, que piensan que es imposible?
El Viejo Matt sonrió ligeramente.
—Significa que la cosa no está hecha de una materia normal. Tiene que estar reacondicionando constantemente todos sus átomos, para mantenerlos tan embarullados.
El viejo parecía considerar aquello como algo importante, pero para Manuel sólo era un detalle.
—Lo fundamental, lo auténticamente fundamental dijo—, es que no está hecho de roca, aunque lo parezca.
—¿Sí?
—Hay una gran cantidad de metal. Sumé en él todos los elementos que son buenos conductores, de la copia impresa del espectrógrafo que nos enviaron. Entonces imaginé cuántos otros átomos hay. —Se inclinó ansiosamente hacia delante—. Ese fragmento es un buen conductor.
—Hummm. Esa pieza era del interior. Sabemos que la piel del Alef no es conductora. Así que tiene que ser distinto por dentro.
—¡Exacto! Y un conductor puede ser un canal.
—¿Un canal?
—El hombre de Hiruko, la última vez, como el de este año también, le disparó un rayo-e.
—Correcto. Rebotó. Siempre lo hace.
—¡Exacto! El Alef sabe cómo defender su exterior. Su piel hace todo el trabajo.
—No siempre. Agarró a El Barron.
—El Barron era un perro. Se acercó demasiado. Puede que fuera sorbido al interior del Alef, sus campos lo desgarraron.
El Viejo Matt estudió el otro extremo de la cabaña, como si estuviera escuchando la charla de fondo, o el zumbar de las bombas, o el gorgotear de las conducciones. Sus líquidos ojos castaños parecieron absorber la luz de la oscura y húmeda estancia.
—Estuvo estudiando El Barron, supongo. Dándole vueltas, como un hombre contempla un guijarro de forma curiosa, y por accidente lo dejó caer y se le rompió.
El muchacho siguió, impaciente:
—Algo así, seguro, pero el asunto es: un rayo electrónico lleva una corriente eléctrica. Los conductores son como espejos..., una corriente llega hasta ellos, y crean una corriente-imagen, sólo que invertida. Lo mismo que cuando te miras en un espejo ordinario, que te ves zurdo.
—Yo ya soy zurdo.
—Entonces en el espejo te ves diestro. Lo que quiero decir es: una cosa que aprendes en ingeniería energética es que una corriente es rechazada por otra corriente de signo opuesto. ¿Correcto? Eso significa que un rayo-e, al chocar contra un conductor, crea una corriente repulsiva en el conductor. Su propia imagen lo rechaza.
El Viejo Matt se reclinó, contemplando al muchacho con una mezcla de regocijo y nuevo respeto.
—Así que el rayo-e es alejado.
—¡Correcto!
—Lo cual significa que los rayos-e no causan mucho efecto contra el Alef.
—No si disparas a quemarropa, de la forma que lo hizo el tipo ese de Hiruko. De la forma en que lo hace todo el mundo, por lo que puedo decir de lo que cuenta mi padre. Pero supongamos que disparas el rayo a una de esas aberturas.
—Entonces lo metes en una especie de tubería metálica. Es rechazado por las paredes. ¿Es eso lo que quieres decir? Sigue sin conseguir ningún efecto.
Manuel hizo una mueca y agitó las manos.
—No, no. El rayo-e entra en el orificio, casi tan rápido como la luz. No puede golpear contra una pared, porque cada vez que se acerca a alguna es desviado en el tubo, ve su propia imagen.
—Lo cual encuentra repulsivo —sonrió el Viejo Matt, frunciendo el rostro.
—¡Así que sigue adelante! ¿Se da cuenta? Dobla todos los ángulos, se retuerce..., hace todo lo posible por apartarse de esas imágenes de sí mismo. ¡Hermoso!
El Viejo Matt cerró los ojos por un largo momento, las aletas de su nariz comprimiéndose y expandiéndose con cada lenta respiración, el rostro parecido a una máscara. Luego los abrió de nuevo, y su expresión era distinta, como si hubiera llegado el momento que había estado esperando sin saber que lo había estado esperando.
—El rayo-e funciona de este modo dentro del Alef.
—Y cuando acaba el metal, si acaba, el rayo golpea..., ¡zap! —Manuel dio una palmada, haciendo que las cabezas se volvieran al otro lado—, en lo que sea que haya ahí dentro. Cualquier cosa que no sea metálica.
—En lo que sea que haya allí.
—Correcto. Muy adentro de la cosa.
El Viejo Matt cerró de nuevo los ojos. Asintió, soñoliento.
—Un hombre, luego un animal, luego un arma. Ahora tenemos las tres cosas. O es suficiente, o nunca será suficiente.
Manuel se sentía excitado por sus imágenes interiores del rayo-e penetrando poderosamente en la cosa, serpenteando y hallando su camino, apuntando y golpeando a las cosas blandas, vulnerables, de lo más profundo, cosas que uno ni siquiera podía imaginar, y apenas oyó lo que decía el viejo, o pensó en lo que el Viejo Matt había querido decir.
Tercera Parte: LARGA PERSECUCIÓN
1
El Viejo Matt lo despertó temprano. La penumbrosa noche de Ganímedes no tardaría en dejar paso al amanecer, un proceso que se extendía a lo largo de horas, como si todas las cosas allí tuvieran que ser a una escala superior a la humana. Era el turno de Manuel de conectar los cables de energía a los orugas y andadores y poner en marcha el generador a fusión. Se vistió torpemente, aún medio dormido, rodeado por las brumosas formas que corrían y acechaban y rugían contra un fondo negro pizarra, un sueño que conocía muy bien ahora que el significado parecía obvio, como un hecho, más real que la luz del día. Sentía los pulmones y el corazón como plomo, reviviéndolo, y se estremeció mientras se vestía con las delgadas pero inertes capas protectoras que llevaban, incluso en el interior, contra el perpetuo y sorbiente frío. En las literas los hombres bostezaban y gruñían. Algunos se dirigían tambaleantes a la parte de atrás y orinaban ruidosamente en las abiertas bocas de los recicladores. Desprovistos de sus trajes, su carne tenía el color blanco de la porcelana, teñida de rojizo allá donde las capas aislantes del traje hacían presión o formaban arrugas. Algunos mostraban protuberantes callos y grandes venas azuladas donde los fallos de presión habían sorbido la sangre hacia la superficie. Otros mostraban trozos de relucientes piezas que reemplazaban partes congeladas. Ningún hombre carecía de marca. Sus trajes aislantes les protegían de los brutales hechos de aquel mundo, el frío y la oscuridad y los productos químicos abrasivos de las montañas en fusión..., pero su escudo era imperfecto, de modo que los hombres mostraban sus feas manchas con orgullo, una señal de haber ido más allá de los cálidos y confortables Asentamientos.
Se vistió y abandonó el calor de la cabina. Sobre su cabeza, Júpiter arrojaba confusas sombras por todas partes, y los satélites brillaban debajo de sus antiguas cicatrices. Cruzó el campo hasta el domo a fusión, abriéndose camino entre vehículos aparcados aquí y allá, bultos oscuros con forma de cajas sobre una llanura que resplandecía con un difuso azul. El mundo permanecía inerte bajo una rígida noche, y notó ya el sabor del cobre caliente, mientras su mente seguía con su lenta ascensión saliendo del sueño. El indiferente bump, bump, bump de los generadores a fusión parecía como el saludo de bienvenida de un ansioso animal. Arrastró los cables hasta los vehículos y los fue metiendo en los enchufes, y contempló cómo el negro hielo empezaba a fundirse alrededor de las recias patas y las gruesas ruedas a medida que los kiloamperios pasaban por ellas, restableciendo la vida.
Cuando volvió al abrazo de la cabina, ésta empezaba a agitarse también, las estufas crujían y escupían, los hombres maldecían ante las ropas mojadas por el no descubierto hielo del día anterior, sus alientos empañando ya las ventanas, las conducciones resonando a medida que el calor retornaba a ellas, el reconfortante aroma de la carne friéndose flotando en el aire. El Viejo Matt estaba sentado a la mesa, inclinado sobre un humeante tazón, masticando meditativamente.
—¿Quiere probar de nuevo la puntería antes de que lo pongamos en el oruga? —preguntó Manuel, sentándose a su lado.
—No. Es buena, no se desvía. El rayo se abre un poco, pero eso no puedes evitarlo. Deberías intentar disparar uno, nosotros acostumbrábamos a usarlos para soldar..., sin aire a nuestro alrededor. Todos los electrones se alejan unos de otros; la densidad de carga simplemente hace surgir el rayo. Como disparar una escopeta. Peor incluso.
Manuel asintió. Nunca había conocido Ganímedes sin algo de atmósfera..., un leve atisbo cuando aún apenas si sabía andar, ahora una ligera capa que podía sostener nubes, hacer que la nieve flotara, dejar caer las penetrantes lluvias ácidas. Pasarían generaciones antes de que los seres humanos pudieran respirar una buena bocanada de ella. Por ahora, seguía siendo una materia tenue, apenas algo mejor que avanzar por el vacío absoluto, pero lo suficiente para que un rayo-e actuara como un relámpago: descomponiendo átomos, aferrando los recién nacidos iones positivos y rechazando los indeseados electrones, neutralizando la carga del haz y permitiéndole propagarse en un delgado y mortal rayo. Ahora eran utilizados para sellar el exterior de los domos, permitiendo a un hombre cerrar una brecha desde cincuenta metros de distancia, si tenía buena puntería.
Las mandíbulas del Viejo Matt trabajaban firmemente, sin auténtica hambre: la comida no era más que combustible. Manuel tomó un tazón de caldo y una rebanada de pan de maíz de la bandeja llena que llegó a su lado.
—Me sorprendió que hiciera eso —dijo.
—¿Quién?
—El tipo de Hiruko. Que no pidiera más dinero, cuando vio que queríamos el lanzador de rayos. El más próximo que tenemos está en Fujimura.
—Sólo le ofrecí el dinero por educación. Siempre hay que darle a la gente de Hiruko la posibilidad de ser generosos. Les gusta. Aunque no fue por eso por lo que nos lo cedió.
—¿Eh?
—Había visto a Águila. Nos había estado observando, a los que llevamos saliendo ahí fuera desde hace tanto tiempo que nadie lleva ya la cuenta. Sabe que nosotros podemos utilizarlo y él no. Pese a que le hablamos de la conductividad y de todo lo demás. Así que nos lo cedió.
Les había tomado dos días modificar el largo cañón rodeado de anillos magnéticos del proyector de rayos-e, estrechando el foco a costa de perder algo de flujo. La energía que rebotaba contra los invulnerables y aún no analizados flancos de la cosa sería inútil de todos modos; la exactitud era más importante que la pura fuerza. El proyector era un artilugio torpe, con su abultado depósito de energía y su ominoso cañón, y ambos hombres lo sacaron cuidadosamente hasta el oruga, colocándolo en la parte delantera y protegiéndolo de la suave nieve rosada que había empezado a caer. El muchacho aseguró todo el resto del equipo y ajustó los reguladores de presión y luego alzó la vista de su trabajo, hacia el círculo de serios y silenciosos rostros. Algunos de ellos no los había visto nunca antes. Se dio cuenta de que aquél era el mayor grupo que jamás hubieran organizado, un conjunto variopinto reunido ahora allí al aire libre junto a los destartalados vehículos: antiguas lanzaderas de la Agencia, con sus planchas desfondadas y sus antenas arrancadas hacía mucho tiempo; orugas a los que les faltaban cadenas direccionales y remendados con bridas de acero de calibre diferente del necesario; andadores a los que les faltaban patas completas, llenos de abolladuras y cicatrices y con los domos para los pasajeros tan astillados que era difícil que nadie pudiera ver por ellos..., un equipo casi tan malo como los propios trajes, que gruñían y siseaban cuando se movían, expeliendo bocanadas de aire por las válvulas que sus sellantes orgánicos intentaban contrarrestar, sólo para abrirse de nuevo al siguiente paso, dejando escapar un chorro de acre aire que se congelaba con un estallido y caía a sus pies. Le miraron fijamente, sin hacer ningún comentario entre ellos. Algunos trabajaban y algunos descansaban. Permanecían a una respetable distancia del enorme Águila, rojo y negro, que caminaba arriba y abajo por el borde de la colina, examinando la llanura más allá e ignorando el enjambre de hombres a sus espaldas.
—Hoy creo que deberíamos organizar tres grupos —dijo Petrovich al coronel—. Ese conjunto de valles paralelos... El mayor se ocupará del de la izquierda, yo del de la derecha. Lo más sencillo...
—Creo que no —dijo el coronel López—. Éstas no son unas maniobras militares. Si aparece cuando estemos cerca no atacará un flanco ni se molestará en examinar la forma en que estamos desplegados. No le importa.
—Quiero decir que...
—Avanzaremos paralelamente por los valles. Yo me encargaré del de la izquierda. Mantendremos el mismo ritmo de marcha.
Petrovich había estado diciéndoles a los nuevos hombres lo que tenían que hacer, y aquello fue para él como una patada en los testículos. Se puso rojo, pero no dijo nada.
El mayor Sánchez añadió:
—El muchacho y el Viejo Matt irán más lentos con ese rayo-e a cuestas. Yo podría quedarme con ellos, permanecer...
—Permanecerán en el grupo principal —dijo el coronel López—. Somos muchos. Le daremos a la cosa toda la confusión que quiera, con tanta gente agitándose a su alrededor. Quizá les ayude a efectuar su disparo.
Petrovich cortó secamente:
—Salimos ahí fuera para podar muties...
—Por supuesto —dijo el coronel—. Así es. ¿Tiene usted alguna otra cosa en mente?
Sonrió al mayor Sánchez, y Petrovich tragó su irritación, viendo que no iba a servirle de nada.
Y así echaron a andar como de costumbre, aunque ninguno de ellos creía que aquél fuera a ser un día normal. El hombre de Hiruko había contactado con Central y hallado un informe del Alef a unos buenos mil quinientos kilómetros de ellos, cinco días antes, y desde entonces nada. Pero las posibilidades no significaban nada ahí fuera, y cada hombre que rodaba o caminaba en la traqueteante y retumbante columna tenía la sensación de que aquel día iba a ser largo e iba a hacerlos distintos de lo que habían sido hasta entonces. Ninguno de ellos esperaba sin embargo tener éxito, cambiar el equilibrio entre hombres y Alef.
Manuel observó a Águila correr por delante de todos ellos, ansioso, la cabeza inclinada como si estuviera escuchando el suelo, la nieve en polvo fundiéndose ante su calor, sus intrincadas piernas y pies articulados arañando y clavándose en el negro hielo, desmenuzando terrones y pequeñas piedras a su paso, dejando un rastro casi como si fuera una versión más pequeña de lo que perseguía. Dentro de Águila había un corazón y sangre y quizás unos pulmones, mantenidos por las máquinas que también servían para exagerar y amplificar sus movimientos, de modo que en esencia la suave zona interior era un fulcro del que brotaba su único e intenso foco, una concentración distinta a la de cualquier hombre o animal pero más devoradora, más pura, llena con la voluntad de resistir y esforzarse y seguir adelante hasta que pudiera dominar y golpear y herir. No era ni del Viejo Matt ni de él mismo ni de nadie, nunca podría serlo, porque había sido botado en un espacio más allá de toda humanidad, tan alejado que nunca podría ser traído de vuelta y permanecería por siempre silencioso a partir de ahora, conocido sólo por su pasión y su indomable deseo. El muchacho sintió entonces un asomo de terror, sentado en la cabina del oruga y observando a Águila. Fue entonces cuando comprendió lo que había hecho el Viejo Matt a fin de llegar a conseguir aquello: una cosa entre ellos y el Alef, poseída por las cualidades de ambos pero en el fondo una cosa extraña y nueva, privada del temple de la edad del Alef y alzándose, deformada, del latir de la vida.
Entonces el vacío les reclamó. Exploraron gargantas recientes, levantaron patines y comerrocas y saltadores, acabando con los muties, abrasándolos, Águila persiguiéndolos o los hombres tomando puntería sobre las formas llenas de pánico que se dispersaban, disparándoles con sus láseres y aturdidores. El Viejo Matt permanecía sentado fuera en el lado izquierdo del oruga y observaba. Manuel avanzaba a pie a su lado, preocupado por la plácida fatiga del viejo, deseando disparar unas cuantas veces con el rayo-e pero reprimiéndose, apenas cogerlo, para ahorrar los disparos, porque aquélla podía ser su única oportunidad. Su oruga era el primero, no el del coronel o el mayor. En efecto, el Viejo Matt dirigía el grupo, mirando hacia delante, a los barrancos que se iluminaban progresivamente y a las altas colinas mientras el sol rompía sobre sus lejanas crestas y arrojaba sombras azuladas sobre el paisaje.
Cuando llevaban una hora fuera, un comerrocas mutante no salió huyendo con su manada, sino que, en vez de ello, saltó sobre uno de los nuevos hombres. Lo golpeó y saltó sobre su casco mientras caía. El hombre se puso a gritar y le golpeó y rodó sobre sí mismo para soltarse. De alguna manera, la cosa consiguió abrir una válvula del casco. El vapor brotó instantáneamente, cegando por un momento al hombre. El mayor Sánchez arrancó al comerrocas y lo pisoteó y lo golpeó con su aturdidor. Cuando consiguieron matarlo, el hombre había logrado cerrar la válvula, pero el aislador había resultado dañado. Sus párpados, cerrados, se le habían congelado. Eso quería decir que alguien tenía que conducirle de vuelta al campamento para recibir tratamiento. Aquello refrenó a algunos de los nuevos, que nunca habían visto a un mutie comportarse así antes.
—Que me condene si sólo un pequeño cambio puede hacer que esos hijos de puta salten sobre ti. Si me lo preguntan, diré que es un impulso genético.
El hombre que dijo esto permaneció sentado al lado de Manuel y el viejo durante los siguientes kilómetros, con su arma apoyada sobre el guardabarros de hierro e intentando dar la impresión de que vigilaba el terreno que tenían delante en busca de caza, pero demasiado nervioso para mantener los ojos demasiado tiempo clavados en el horizonte.
—Tenía que pasar —murmuró el Viejo Matt.
—¿Y cómo?
—Hiruko los ajusta para que se dispersen, para que vayan en busca de los productos químicos correctos, para que se reproduzcan. Decididos y obcecados como pequeñas invenciones. Acorazados contra las radiaciones. Era lógico que ocurriera, ahora que algunos de los productos químicos en las aguas de fusión están agotándose. Competición. La selección natural es terriblemente rápida aquí.
—Si eso sigue así, no va a ser seguro andar por ahí a solas.
—Recuerde que somos nosotros quienes los perseguimos a ellos.
—Huh. Huh. —El hombre se agitó inquieto, como si acabara de captar la idea de que aquello era algo distinto a una simple diversión. Al cabo de otros cuantos kilómetros bajó y fue hacia atrás en busca de un amigo en la retaguardia de la columna.
Más allá de la lejana cadena de montañas un resplandor naranja se hizo más brillante. Era el estallido ionizado de un calentador a fusión. El oruga se desplazaba tan sólo un kilómetro al día, pero el arroyo de gases y líquidos que lanzaba engullía quebradas y barrancos e inundaba las llanuras de abajo. El coronel hizo avanzar las columnas penetrando por una estrecha garganta hasta otro sistema de valles, para mantenerse apartado del proceso. Comerrocas y patines huían también de las inundaciones, y los hombres divisaron muties entre ellos en las manadas que surgían de las hondonadas y se dispersaban por terreno abierto. Avanzaron tras ellos, con la excitación apoderándose de todos los hombres mientras perseguían a los muties que huían en todas direcciones, disparando rápidamente a los blancos que buscaban el refugio temporal de los cráteres y se metían, presas del pánico, en cañones sin salida y angostos barrancos. Trepaban frenética y ciegamente por las paredes de hielo, agitando sus malformados miembros, los ojos girando enloquecidos en sus cabezas en forma de cuña, chillando y muriendo mientras a unos pocos metros de distancia los comerrocas y los patines normales seguían pastando entre las charcas recién formadas, algunos de ellos tan torpes que ni siquiera se daban cuenta del drama, por turnos cómico y trágico, que se producía a su alrededor.
Los animales perseguían también a los muties, pisándoles los talones y aplastándoles entre sus resonantes patas. Águila estaba muy al frente, conduciendo la caza sin darse cuenta de ello, siguiendo a sus presas mientras los muties oían los agudos chillidos de sus compañeros valle abajo y empezaban a correr en su intento de alejarse, algunos incluso retrocediendo hacia los cañones más altos, de donde ahora descendían las recién formadas corrientes líquidas, precipitándose hacia la llanura. La espuma agitaba la superficie del sucio torrente que arrastraba trozos de hielo y piedras rodando sobre láminas de hielo púrpura. Los hombres permanecían sin problemas por delante de los crecientes arroyos, saltando con facilidad, las armas preparadas, observando las sombras en busca de criaturas deformadas, Águila nunca cometía un error, jamás atacaba a un normal. Algunos de los animales, sin embargo, sí lo hacían en su entusiasmo, y el coronel se daba cuenta de ello incluso en medio del caos que le rodeaba —el mejor día que habían tenido desde hacía mucho tiempo, lleno de caza y lo bastante excitante como para hacer cantar la sangre—, y lanzaba una seca reprimenda al animal transgresor, lo cual significaría un poco más adelante un día completo sin comida o sexsenso o algún otro castigo.
Manuel abandonó el oruga y tomó parte en la cacería, sin intentar distanciarse de los demás, disparando cada vez que el blanco se le ofrecía claro. El Viejo Matt permanecía detrás con el rayo-e y vigilaba que nada que no fuera un mutie cegado por el terror se metiera bajo las cintas. El viejo se contentaba con permanecer sentado y vigilar mientras el oruga descendía, bamboleándose, por el amplio valle, una enorme y lenta masa entre las figuras como puntos de los hombres que se agitaban como avispas, lanzándose primero sobre un blanco y luego sobre otro, mientras sus gritos y llamadas llegaban hasta el muchacho y se mezclaban con los agudos chillidos y cliqueteos de los animales, imponiéndose una voz a otra hasta que el conjunto se convertía en un clamor indistinto.
Manuel vadeó riachuelos de agua sucia. Corría torrencialmente y gorgoteaba por las grietas. Algunos muties estaban tan confundidos que seguían sorbiendo agua incluso mientras la caza los diezmaba a su alrededor, entre golpes y restallidos de los disparos. Manuel disparó contra algunos de ellos. Sintió que una corriente se arremolinaba y sorbía alrededor de sus tobillos, y se apartó hacia la izquierda, en busca de terreno más elevado, para apartarse del canal principal, pero cometió un error, y cuando se detuvo para alzar la vista hacia la garganta más próxima vio, desconcertado, cómo el flujo de agua giraba en su dirección, adquiriendo impulso, haciéndose más profunda, láminas de sucia espuma de evaporación desprendiéndose de un montón cada vez mayor de hielo y rocas que, mientras miraba, se escindió a lo largo de una línea de fractura con un sordo resonar que hizo que perdiera pie y su hombro golpeara duramente contra un peñasco, arrojándole boca abajo contra el fango.
—¡Jesucristo! —gritó alguien.
El muchacho se puso de rodillas, limpiándose la suciedad de su visor, y miró hacia arriba, hacia la masa en escisión que seguía alzándose ante él, un conjunto de gruñentes rocas, un conjunto de grietas que se extendían como una negra telaraña. Los peñascos caían dentro de las dentadas hendiduras que seguían abriéndose como ansiosas bocas.
—¡Manuel! ¡Cuidado! —gritó el coronel entre la mezcolanza de ruidos mientras los animales gemían y los hombres gritaban y el suelo se alzaba de nuevo, derribando al muchacho en el momento en que daba su primer paso hacia el oruga, a dos kilómetros de distancia al otro lado del hielo que se combaba.
—¡Una avalancha! —gritó alguien—. ¡Toda la montaña se está viniendo abajo!
Pero el muchacho se puso en pie y corrió hacia el oruga, que estaba en terreno más alto, en vez de alejarse valle abajo. El Viejo Matt estaba soltando el rayo-e y forcejeando con el largo cañón del arma. Manuel dio un largo salto para mantenerse por encima del suelo que ascendía y se agrietaba, aterrizando y saltando de nuevo tan rápido como le era posible, accionando sus servos al máximo, corriendo para alcanzar al viejo y el arma, sin siquiera tomarse el tiempo necesario para mirar hacia el valle y buscar a su padre, como tampoco para mirar hacia atrás cuando se produjo el repentino rugir de algo que rompía la superficie, desgarrando el hielo, porque ya sabía qué era lo que iba a ver.
2
Manuel trepó al oruga. El Viejo Matt tenía el proyector de rayos-e dispuesto y calibrado, su fruncido rostro atento a los diales de la culata del arma, ignorando las sacudidas y agitaciones del terreno a su alrededor. Manuel tomó el arma, la alzó, todavía sin volver la vista hacia la fuente de las vibraciones que podía sentir a través de sus botas, incluso de pie sobre el oruga. En vez de ello miró hacia la llanura, buscando valle abajo las formas ahora ignoradas de los patines y comerrocas que huían. El frenético y ciego fluir había rebasado a los hombres, que regresaban saltando hacia los lentos orugas y andadores, preparando sus armas y algunos incluso practicando su puntería en los largos arcos de sus saltos, cerrando un ojo y apuntando a través de sus miras telescópicas. Entonces el muchacho se volvió.
Esta vez era enorme. Los ambarinos flancos trituraban peñascos tan grandes como hombres mientras una larga sección romboide del Alef brotaba del hielo en erupción. Se agitó, extrayendo reforzadas nervaduras del orificio practicado. Aparecieron aristas, raspando y chirriando contra las losas de ferroníquel de antiguos meteoritos. Las oxidadas capas resistieron, manteniéndose por unos momentos, y luego se desmoronaron con un ahogado retumbar.
El Alef surgió bruscamente al aire, volviéndose mientras el muchacho observaba, y del más alto de sus reforzados resaltes brotó una cosa retorcida, húmeda como una estalagmita..., angular, color verde jade, en movimiento; primero una hoja como de cuchillo que refractó el diminuto sol en un derrame de colores, y, luego, convirtiéndose en algo retorcido y móvil, que sorbía la luz en oscuros pliegues; y de una forma igual de repentina sus ángulos se alisaron y la proyección presentó una cabeza como una redonda protuberancia, un ondulante muñón que muy bien podía ser un brazo, una cavidad cóncava que muy bien podía ser una boca, de no ser porque, mientras crecía, consumía la cabeza y devoraba el cuello, convirtiendo la cosa en un cuerpo que vanamente, con impotencia, desarrollaba cortas y gruesas patas y empezaba a efectuar lentos y torpes movimientos como si estuviera corriendo en medio de un denso fluido resistente, incluso mientras su mitad superior era masticada y devorada..., y bruscamente, eléctricamente, por todo él brotaron facetas de cristal, largos asomos de incrustada y resplandeciente plata que se centraron en el pecho y se extendieron hacia los vibrantes y recién formados brazos. La red centrada en el pecho se extendió mientras el cuerpo forcejeaba, a sacudidas, y las delgadas líneas se hundían en las patas, resplandeciendo con una luz interior. En aquel momento el Alef se movió, inclinándose hacia el suelo como si se liberara de la última presa del oscuro hielo. Su movimiento hizo que el muchacho dejara de mirar la tremolante extrusión.
Había visto todo aquello en un rápido atisbo, en apenas el espacio entre dos latidos de su corazón. Parpadeó, y los entremezclados gritos y voces llegaron de nuevo hasta él, el intercomunicador saturado de roncas órdenes y exclamaciones y los silbidos de la radio y maldiciones en tres idiomas. «Maldita sea visteis cómo ha aparecido así de repente» y «Schiessen Sie mit» y «Está yendo hacia la izquierda por ahí» y «Cristo se me ha encallado el seguro del arma» y «No te acerques más o te aplastará maldita sea Lefkowitz te digo que vayas con cuidado» y «Esta arma que tienes entre las manos no lleva seguro estás tirando del reflex tonto del culo» y «Que me maldiga si me acerco más a eso» y «Vamos a ver chicos de Hiruko si sois tan valientes como decís y lo acorraláis» y «¡Maldita sea! ¡Mirad! ¡Maldita sea!» y «Rodeémosle y dejémosle probar esto y veamos si le gusta una buena doble descarga» y más aún, todo ello entremezclándose en un balbucear que el muchacho cortó en seco desconectando su intercomunicador. Alzó la vista al Alef, ahora completamente expuesto en el claro y tenue aire, flotando encima del revuelto y torturado hielo. Acabó de liberarse, con sus enormes bloques de alabastro rozando entre sí con un enorme y profundo gruñir. Luego simplemente permaneció allí colgando a un metro por encima del suelo, inmóvil, sostenido por hilos invisibles.
—Tomándose su tiempo —dijo el Viejo Matt como quien enuncia un hecho, apoyando su casco contra el del muchacho.
—¿Por qué no hace algo? —susurró Manuel.
—No tiene por qué hacerlo.
—Debería huir.
—¿De nosotros?
—No, no, pero... Antes, siempre estaba avanzando. Moviéndose.
—¿Y? Que le persigamos no significa que acepte ser perseguido.
El muchacho siempre había soñado con él en movimiento, constante y sin embargo estacionario, como un fluyente río que cambia a cada momento y sin embargo es siempre el mismo. Moviéndose, y grande, y ahora parecía mucho mayor que cuando lo había visto la primera vez hacía años. Trasteó con los dedos en sus magnetodetectores y vio sobreimprimirse en su placa visora la corona de arqueantes campos magnéticos, un halo en torno a la cosa que —decían los científicos— sostenía la masa y lanzaba las suaves crepitaciones de estática que silbaban por las líneas de la radio.
—Nada a lo que disparar —dijo Manuel.
—Ninguna abertura, sí. De todos modos, estamos mal situados aquí. Acerquémonos un poco más.
Saltaron del oruga —el conductor había calzado las cintas y se había situado en la parte delantera, mirando— y echaron a andar, con los curiosos y largos pasos sólo posibles en baja gravedad. Manuel sujetaba el rayo-e, manteniendo deliberadamente un paso lento para que el viejo pudiera seguirlo, sin apartar ni un momento los ojos de la flotante presencia allá al frente. Al fondo del valle los equipos se les acercaban, cautelosos, las armas preparadas. A lo largo de los flancos del Alef se producían más extrusiones de los bloques ámbar, vibrantes y estremecidas. Manuel intentó extraer algún sentido de aquellas formas, pero surgían demasiado rápidamente, naciendo y muriendo con una incansable energía que se agitaba y ondulaba a través de la inerte y flotante inmensidad. Atrapaban y engullían y deformaban la luz que les llegaba. Algunas parecían momentáneamente humanas, mientras que otras se convertían en deformes animales o quizá máquinas, todas ellas naciendo y emergiendo con un estallido de animada vida y luego volviendo a hundirse en la pétrea superficie, perdidas.
Manuel contempló la masa mientras se acercaba. Conectó de nuevo su comunicador y oyó una estática más fuerte y unas pocas voces, débiles y dispersas. A su izquierda se aproximaban Petrovich y el mayor Sánchez y, mirando hacia atrás, el muchacho vio grupos de figuras en el valle..., hombres caminando al lado de otros, sin la charla al azar tan habitual en el comunicador, avanzando inconscientemente juntos (como hilos en una telaraña convergiendo en su centro), atraídos por la gravitante masa que colgaba encima de la maltratada llanura.
—¡Hey! —gritó alguien.
Empezó a moverse. Manuel echó a correr, alzando el cañón de su arma pero sin encontrar ningún auténtico blanco, dejando al Viejo Matt detrás.
La enorme y sombría forma empezó a derivar, como una cosa arrastrada por un viento que se hubiera alzado de pronto. Las extrusiones nerviosas se refrenaron, se hicieron imprecisas y desaparecieron. Manuel corrió más aprisa. Oyó el crepitar de un láser. El rayo rojo rubí rebotó en un borde exagonal de alabastro y siseó en el hielo. Levantó un feo surtidor de vapor allá donde golpeó, dejando un agujero casi perfectamente redondo. Manuel abrió sus servos al máximo y corrió aprisa, bloqueando el creciente clamor y los gritos del comunicador. Ahora sólo había unos cuantos hombres más cerca de él, y pasó junto al que había disparado, un mecánico de Fujimara, con su aún inmóvil brazo señalando el lugar donde al final había dado el láser, el rostro con la piel tensa alrededor de la negra boca enormemente abierta en un grito silencioso, perfilada por ennegrecidos y retorcidos dientes.
Golpeó el suelo y se preparó para un salto alto que le permitiera una mejor visión. Estaba observando para ver en qué dirección se iría el Alef, y entonces, sin ninguna transición en absoluto, se halló resbalando sobre el hielo, boca abajo. Golpeó contra un peñasco y se detuvo, su cadera derecha entumecida. Algo le había golpeado desde un lado y derribado. Se puso en pie y vio que era Águila, que seguía avanzando, como si ni siquiera se hubiese dado cuenta de la momentánea obstrucción que había tenido que echar a un lado. El muchacho miró su rayo-e —el sistema de diagnóstico seguía parpadeando verde—, y echó a correr detrás de Águila, jadeando ahora.
El Alef se deslizó ladera abajo, desviándose hacia las distantes paredes del valle, no hacia los grupos de hombres ni alejándose de ellos, sino en un ángulo que no seleccionaba ninguna ventaja e ignoraba los aullantes puntos que convergían en la maltratada tierra bajo él. Los orillaba, como un fantasma. Entonces, Águila lo alcanzó y saltó, sin interrupción. Su diminuta forma parecía ligera e insustancial mientras saltaba sin dejar de correr hacia la enorme masa que gravitaba sobre él. Las garras de Águila se aferraron a los bordes de alabastro, arañando..., y un pedazo se desprendió, volviéndose rosado en los puntos de fractura, cayendo junto con Águila y golpeando el suelo, dos masas enmarañadas. El muchacho se detuvo. Nunca antes había visto aquello..., nunca había visto a una mera cosa mortal desgarrar al Alef de aquella manera. Miró sus magnetodetectores y vio lo que Águila debió de haber captado: un tembloroso ascender y descender de los campos magnéticos mientras la cosa se deslizaba por encima del irregular terreno, mientras los campos buscaban un punto de apoyo en el hierro de abajo.
Águila se levantó de nuevo y volvió a saltar, trazando un arco hacia una abertura que no había estado allí cuando él abandonó el suelo pero que fue abriéndose a medida que Águila ascendía, un parpadeante debilitamiento que la agitante forma muscular creó en su masa. Se agarró al borde, y de nuevo rasgó un fragmento. Los campos cambiaron de nuevo y arrojaron a Águila hacia abajo, directo al hielo. Pero saltó de nuevo sin pausa, esta vez un poco demasiado tarde para explotar un momentáneo debilitamiento en los flujos que flotaban en el aire..., y el Alef frenó sus movimientos. Se volvió. Se dirigió valle abajo, volviendo un flanco ámbar a Águila. El muchacho jadeó, inspirando temblorosamente el aire —había estado conteniendo el aliento—, y Petrovich gritó:
—¡Mirad eso! ¡Le ha hecho cambiar de opinión!
Y los hombres corrieron más aprisa.
El Alef adquirió velocidad y se apartó de Águila. Un animal —Manuel vio que era un perro servoacondicionado— apareció por un lado, quizás envalentonado por el ataque de Águila, y saltó a la masa que se movía. Él también atravesó un parpadeante debilitamiento en el flujo —era imposible decir si por accidente o por voluntad—, pero a medio camino del Alef un nudo de turbulencia magnética le golpeó en el vientre. El animal se dobló sobre sí mismo, y su vientre reventó en una dispersión de tubos y varillas y partes sanguinolentas. Énvió un breve y sobresaltado gañir en el espectro de la radio, cayó y quedó tendido, desmadejado, sobre el hielo, al lado de la aún moviente y silenciosa masa.
Águila fue tras ella y saltó de nuevo, una y otra vez, hacia el Alef, mientras ambos aumentaban su velocidad ladera abajo. Esta vez los ataques no tuvieron ningún efecto, como si el Alef hubiera aprendido cómo defenderse de aquella nueva cosa. Los hombres acudían ahora desde todos lados. Manuel seguía buscando un punto ventajoso, un blanco entre los vacíos cubos ambarinos. Inspiró profundamente el fuerte olor cobrizo mientras saltaba y se agitaba, jadeando fuertemente, doliéndole ahora la cadera derecha, allá donde Águila le había golpeado. Oyó crecer el coro de gritos y órdenes y exclamaciones por el comunicador a medida que los hombres captaban el significado de la carga de Águila y el Alef seguía deslizándose, como un espíritu, sobre el terreno lleno de montículos. No se estaba enterrando en el hielo para eludirles; no, estaba corriendo..., no alejándose de los hombres, ni hacia ellos, pero sí claramente como reacción a la cosa que los hombres habían traído consigo, Águila. Ahora empezaron a hormiguear a su alrededor y a atacarle, disparando sus rayos y los láseres donde creían más oportuno, lanzando exclamaciones y gritándose los unos a los otros mientras corrían y se arracimaban y vitoreaban y recargaban sus armas y reían con un recién desencadenado y hasta entonces desconocido miedo.
Otro animal se acercó al Alef, avanzando chip-chip-chip, pesado y bamboleante, desequilibrado. Saltó, y algo lo agarró a medio salto y lo retuvo sólo por un instante. Se hizo pedazos en el aire. Los hombres no observaron caer el cuerpo. Se acercaron más, sus armas zumbando y retumbando, apuntando a las losas de alabastro. Muy en lo profundo, los bloques verdes moteados se agitaron. Los disparos no infligieron el menor daño.
El Alef estaba casi junto a la pared del valle, y los hombres empezaron a disparar más rápido, sabiendo que iban a perderlo pronto. Manuel seguía sin ver ningún blanco y retrocedió, inseguro de si iba a servir de nada esperar, pero no dispuesto tampoco a malgastar inútilmente sus energías de la forma que lo estaban haciendo los otros. Miró a su alrededor, buscando al Viejo Matt. Había olvidado al viejo, y esperó verlo muy atrás, agotado. Se sorprendió cuando la placa facial que tenía casi a su lado mostró el rostro del Viejo Matt pulsando puntos azules. Le hizo una seña con la mano, y la seca y áspera voz dijo por el comunicador:
—Ahí arriba. Sigue.
Manuel dudó, deseoso de seguir el enjambre de la gritante multitud que perseguía a la cosa. El Viejo Matt no le aguardó, sino que siguió a grandes saltos colina arriba. Manuel corrió tras él. El viejo avanzaba más lentamente, pero elegía bien sus cortos saltos y efectuaba buenos progresos. El muchacho vio que aquel camino los llevaba a través de un estrecho paso, luego por encima de unos riscos y a lo largo de una serie de torturadas losas de hielo. Al cabo de unos momentos ya no podía mirar hacia atrás y ver el suelo del valle. El rayo-e le desequilibraba mientras corría por un angosto y semicegado barranco. Luego los dos empezaron a descender de nuevo, aterrizando a cada salto en conos de deslizamiento donde el polvo y la grava amortiguaban su caída. Siguieron adelante, deslizándose sobre un terreno semifundido, chapoteando en un arroyo de agua con manchas de amoníaco helado en los bajíos, luego trepando por la otra orilla y más allá. Manuel podía escuchar los largos y rasposos jadeos del Viejo Matt en el comunicador. Salieron a la base de un largo y alto risco. Era en su mayor parte roca, estriada con oxidados costurones y manchas de conglomerados: guijarros, astillas de hielo, trozos de grises menas metálicas.
Se detuvieron allí. El Viejo Matt se inclinó, las manos en las rodillas, tosiendo: lentos y secos ladridos que brotaban de lo más profundo de su pecho.
—¿Quiere seguir adelante? ¿No prefiere descansar un poco, aguardar al oruga? Yo puedo...
—No. Espera. Espera aquí.
El viejo no dijo más, se limitó a permanecer doblado sobre sí mismo, aguardando a que pasara el acceso de tos. Manuel se maldijo a sí mismo por perder la oportunidad de efectuar un disparo, un último minuto, o dos. Probablemente el Viejo Matt había pretendido conseguir un mejor ángulo sobre el Alef cuando éste se acercara a las colinas, para poder dispararle desde encima en un punto que tal vez estuviera menos protegido. Pero se habían enredado en aquellos barrancos y gargantas y ni siquiera podían ver la llanura. El Alef había desaparecido ya del valle, estaba seguro de ello, ya no estaba, así que, aunque retrocedieran, tampoco...
El risco se estremeció. Cayeron piedras, y el polvo remolineó. Un temblor. El risco estalló, regándoles con una lluvia de guijarros. El hocico tubular apareció primero, triturando piedra, extendiéndose en el espacio vacío y luego flexionándose hacia abajo. Siguió el enorme cuerpo, serpenteante, arrastrando fragmentos de la herrumbrosa piedra. Su piel torbellineaba ahora, mostrando manchas de imprecisos azules y verdes muy profundas en el ámbar. Surgió del risco en una última cascada de polvo y hielo, y descendió a la plana llanura, flotando aún a un aislante metro por encima del suelo.
—Yo... ¿Cómo supo que iba a venir hasta aquí? Yo creí...
El Viejo Matt zanjó la cuestión con un gesto de la mano.
—Diferente —dijo roncamente, aún jadeando con fuerza. Señaló—. Ahora es diferente.
—¿Quiere decir los colores? No veo...
Una de las manchas se precisó, se solidificó, se oscureció. Se convirtió en un agujero, y el agujero se hizo más amplio, y algo se movió en él, y bruscamente el muchacho vio que la cosa que salía de él era Águila. La cabeza se liberó trabajosamente, y luego los macizos hombros. Águila forcejeó contra los labios que se abrían como un iris, en silencio, y los enormes ojos negros miraron a los hombres, no pidiendo ayuda sino como una muda y despiadada afirmación que quiso hacer incluso en el momento en que seguramente vio que los hombres podían darse cuenta de todo..., de la repentina presa constrictora que doblaba su hombro izquierdo, aferrando el alojamiento principal y las articulaciones de acero, rompiendo los refuerzos espinales, aplastando las grandes piernas y triturándolas contra las ambarinas paredes. Sólo cerca del final las manos de Águila se tendieron hacia el exterior y se agitaron contra los costados del Alef, fútilmente, sin esperanzas pero sin rendición. Manuel avanzó un paso. El Viejo Matt apoyó una mano sobre su hombro. Águila seguía debatiéndose. El recio cuello restalló. Los ojos quedaron vacíos. La cabeza de Águila colgó, y Manuel avanzó otro paso. La abertura se convulsionó una vez, dos veces, y luego una tercera vez, con un sonido deslizante, y engulló por completo el cuerpo de Águila.
—Yo.... yo... ¡Maldita sea! Yo sólo... —El muchacho agitó la cabeza con furia, sin gritarle a nadie, únicamente a sí mismo—. Águila... consiguió... No hubiera debido... ¡Maldita sea! Sólo... ¡Maldita sea!
El Alef se movió, deslizándose hacia el sur, aún flotando a escasa distancia del suelo.
—Águila consiguió entrar, quizá tuvo tiempo de causarle algún daño —dijo el Viejo Matt—. Eso es lo que motivó los colores, hizo que abriera esos orificios de nuevo.
—Sí..., sí... —jadeó el muchacho, sintiendo que su mente se tambaleaba—. Matar a Águila por..., por...
—No te preocupes por eso. Águila no se preocupó. Viste su expresión ahí, en el último segundo. Era igual que siempre. Impasible como siempre, sin lamentar nada.
—No veo...
El Viejo Matt hizo un gesto.
—Se dirige hacia ese lado. Mira.
Manuel estudió la enorme forma, que agitaba sus enormes anillos y puntales unos contra otros mientras se deslizaba, silenciosa y sin prisas. Su superficie seguía llena de manchas negroazuladas que aparecían y desaparecían, y mientras observaban, una de ellas se abrió como un iris.
—Todavía no ha terminado —dijo el Viejo Matt—. Sigamos.
Echaron a correr de nuevo.
3
El Viejo Matt avanzaba más lentamente ahora. Mientras descendían un barranco el muchacho podía ver las marcas de la tensión en el viejo y gastado rostro. Sus bruñidos trajes se encogían y estiraban con redoblada fuerza, y Manuel vio que el indicador de energía del Viejo Matt señalaba poco más de un tercio. Treparon por afloramientos rocosos laminares, rocas depositadas en los primeros días, cuando la corteza en bruto de Ganímedes se fundía y se congelaba y volvía a fundirse bajo el constante martilleo, cuando Júpiter resplandecía con sus propios fuegos intensificados, y en los satélites las escasas aguas fluían para formar rápidos y humeantes mares que se secaban a los pocos momentos. Tenían que avanzar lentamente por las resbaladizas laderas. El Alef aumentaba progresivamente la distancia entre ellos. Manuel comprobó los alrededores y vio que avanzaban paralelos al valle principal. El esquema de puntos como perdigones le dijo que el grupo principal se estaba dispersando por los arroyos y cañones vecinos.
—Es curioso que no se meta bajo el suelo —le dijo al Viejo Matt—. Nunca lo vi tanto tiempo fuera antes.
—Yo sí. Dos veces.
—¿Piensa que se está divirtiendo con nosotros?
—Dudo que ni siquiera sepa lo que somos.
—Pero reconoció a Águila —dijo el muchacho, con seco orgullo.
El viejo jadeaba en el micrófono de su traje.
—Eso sí. Es cierto, eso sí.
Contempló al Viejo Matt mientras avanzaban a largos saltos detrás de la serenamente flotante forma fantasmal. Había algo ahora en aquel viejo rostro. No era ni excitación ni ansia ni esperanza. Años más tarde, cuando ya fuera un hombre, el muchacho comprendería finalmente qué era: una mezcla de conocimiento anticipado y una cierta, deliberada y hosca determinación. El Viejo Matt había sabido algo que nadie le había dicho, apenas ver por primera vez a Águila, y había transformado la ardiente y furiosa rabia de Águila en algo que, modelado, pudiera ir más allá y golpear algo en el Alef. Lo había sabido y ese conocimiento había hecho que se dedicara al trabajo, aprendiendo cada año un poco más. No compartía nada, ni una fracción de ningún Asentamiento, pensó Manuel entonces. Tenía sus propios hijos, nacidos hacía décadas, pero todos ellos esparcidos por otros puestos de avanzada o incluso de regreso a la Tierra. Esa parte de él se había visto dispersa. Había gastado su tiempo y su sustancia en los laboratorios orbitales o en equipos de exploración o en Titán y Saturno cuando apenas acababan de ser abiertos ahí fuera. Así que nunca se había ligado con nada ni firmado un contrato a corto o a largo plazo con nadie, de modo que no poseía ningún territorio donde aposentarse o que reclamar. Vivía y trabajaba y se ganaba la vida en Sidón, haciendo todo tipo de trabajos; incluso tenía derecho al voto, pero seguía sin ser un miembro de la comunidad, y en suma no poseía nada de lo que le rodeaba excepto lo que le comunicaban sus sentidos. Lo había sabido antes de que el primer pie se posara sobre cada una de las colinas, siglos antes de que la alborotadora humanidad escribiera su nombre entre ellas con Asentamientos y Centrales. Pero pese a todo ello, regresaba una y otra vez al territorio más allá de los enclaves de los hombres, sintiendo todavía su vacío y su no resuelta potencialidad.
Manuel llamó a su padre, obtuvo una respuesta que no pudo entender, y siguió avanzando. Luego el Alef se sumergió en una ladera. No se detuvo, ni siquiera frenó su marcha, simplemente inclinó el cuello hacia una pared de hielo y la atravesó, perforándola entre chirridos y gruñidos.
—¡Demonios! ¡Se mete! —gritó Manuel, reduciendo su marcha, pero el Viejo Matt no dijo nada, se limitó a seguir corriendo cañón abajo.
Manuel hizo una pausa, jadeante, observando cómo lo último del Alef desaparecía en el hielo que aún seguía quebrándose, haciendo caer rocas de la ladera, haciendo que el suelo temblara y se agitara.
Dejó escapar un suspiro de derrota y se dio una palmada de cólera contra el muslo. Había cargado con el rayo-e hasta allí y ni siquiera lo había disparado. Maldijo su propia estupidez. Estaba empezando a sentirse cansado, y la mejor oportunidad que había tenido nunca, la mejor oportunidad de la que hubiera oído hablar, se le había escapado de las manos, sin ponerle delante el ángulo correcto o la mejor distancia para efectuar un disparo decente. Quizá hubiera debido disparar pese a todo. Entonces al menos hubiera podido decir que había hecho algo, que lo había intentado. Pero incluso mientras lo pensaba se dio cuenta de que aquello era una tontería, de que disparar no por el blanco en sí sino para poder contarlo luego era un error, y haría que todo el asunto sonara sucio en su boca durante mucho tiempo. Así que se limitó a detenerse allí y maldecir.
Cuando miró a su alrededor al cabo de un minuto, el viejo ya se había ido. Lo descubrió a una cierta distancia y echó a andar tras él, sintiéndose más estúpido que antes. El azulado punto del Viejo Matt se había desviado hacia un conjunto de bajas colinas. Manuel echó a correr. Dio largos y altos saltos, confiando en sus giroscopios para que le orientaran inmediatamente antes de entrar en contacto con el suelo. En una ocasión fue a parar entre una manada de comerrocas. Se dispersaron en una loca huida, aunque el muchacho apenas los vio. Al cabo de cinco minutos casi había alcanzado la figura, estaba sólo a unos cientos de metros detrás, cuando una ladera se abrió y el Alef brotó de ella, moviéndose como antes, con aquella constante, indiferente velocidad deslizante.
—¡Manuel! —Era su padre. Miró hacia el norte y descubrió las rápidas siluetas del grupo principal, convergiendo hacia ellos—. Supusimos que estaban siguiéndole. Lo último que vimos fue a Águila...
—Lo sé. Águila está muerto.
Los hombres se pusieron a hablar mientras avanzaban a saltos por la amplia y plana llanura. Manuel, sin proponérselo, aguardó a su padre, desviándose un poco hacia el oeste para mantenerse cerca del Alef, que estaba aumentando su velocidad. A más de diez kilómetros de distancia su camino se veía cortado por una meseta, reflejando el sol en sus rojizos picos. Tal vez el Alef fuese hacia ella, tal vez simplemente la meseta se hubiese puesto en su camino, pero si el Alef se abría paso a través de ella, los hombres tendrían que dar un largo rodeo, y Manuel sabía que el Viejo Matt no lo resistiría. Él también estaba empezando a sentirse agotado. Podía oír por el comunicador que los hombres jadeaban.
—Se está moviendo condenadamente aprisa —dijo una voz.
—Sí, da la impresión de ganar velocidad —dijo otra.
—Va demasiado rápido. Ustedes, los ricos, con sus servos extras, quizá puedan mantener este ritmo, pero nosotros...
—¡Si queréis dejarlo correr, volved a los orugas! —gritó Petrovich.
Sonaron algunas maldiciones.
—Vosotros, muchachos, habéis estado mirando con la boca abierta, mientras ese chico corría tras la maldita cosa.
—Sí, eso es cierto.
—Oh, pero él es un chico.
—El viejo también.
—Sí, han estado pisándole los talones durante todo el día.
—¡Oh, vamos, maldita sea!
—Sólo nos lleva un kilómetro de ventaja.
—Supongo que no vais a dejar que ese viejo os gane el terreno y os pase las manos por las narices, ¿eh?
Y los grupos de rezagados reunieron fuerzas y echaron a correr de nuevo ansiosamente, llenando el comunicador con las duras pullas que se dedicaban unos a otros, sus pesados jadeos mientras algunos aventajaban a los demás, dispersándose por la llanura, aumentando su clamor y su estrépido mientras cerámica y acero raspaban y entrechocaban, impulsándoles hacia delante en una conjunción de hombre, máquina y movimiento.
—¡No dejéis que los animales se le acerquen! —gritó el coronel López—. ¡Los hará pedazos!
—Puede apostar a que tampoco pienso acercarme —gruñó una voz, despertando un coro de asentimientos.
—¡Intentad hacerlo girar! —exclamó el mayor Sánchez, aunque no dijo cómo, y nadie preguntó.
Para entonces, el muchacho había llegado a la altura del Viejo Matt, y vio que el correoso rostro se volvía hacia él, con ojos brillantes, una ligera y seca sonrisa en sus labios, el cobre de su mejilla perlado de sudor.
—Tienes que... acertarle... en plena marcha —le dijo el viejo.
—¿Cómo? Yo..., yo... Esas aberturas son pequeñas. Yo...
—Acércate —fue todo lo que dijo el Viejo Matt, y ambos se posaron casi al unísono al final de su salto y partieron de nuevo para el siguiente, avanzando a lo largo de la lisa y deslizante forma. Manuel vio cómo el crepitante flujo magnético se bifurcaba y danzaba a su alrededor, y lo estudió en busca de alguna ventaja.
Los orificios se abrían y cerraban, pero demasiado rápido para que él pudiera hacer algo. Águila había sido más rápido. Águila había sabido reconocer las combaduras vulnerables y las había utilizado al instante, sin el miedo que se aposentaba ahora en él y le aturdía, un estremecimiento que se difundía por todo su cuerpo y robaba de sus nervios y músculos las décimas de segundo vitales.
—¡Permanece alejado de él, hijo!
Pero siguió avanzando mientras observaba la aparición de una mancha azul como un torbellino cerca de una maraña de arqueantes líneas magnéticas rojas. Alzó el cañón del proyector de rayos-e y, mientras el azul se fundía en pequeñas manchas verdes, disparó. El rayo trazó una delgada, imposiblemente recta línea a través del tenue aire, golpeó con una lluvia de chispas anaranjadas a unos buenos tres centímetros del blanco, y se desvió hacia la derecha, inofensivo.
—¡Ah! ¡Ah! —escupió, disgustado consigo mismo.
Disparó de nuevo. El rayo alcanzó más cerca pero rebotó también en una flor de chispas, algunas de las cuales cayeron en el brazo del muchacho, tan cerca estaba.
El Alef era como un edificio moviente para el muchacho, y dio un salto hacia atrás cuando primero se volvió hacia él, como si quisiera descabalgarlo de uno de sus salientes como quien se encoge de hombros, y luego se apartó, alzándose un metro más sobre el hielo. Flotó impresionante sobre él, y el vórtice verdeazulado desapareció. Manuel se negó a ceder terreno. El Alef aceleró, alejándose, y el muchacho fue tras él en tres rápidos saltos, buscando, oyendo la voz del Viejo Matt en sus oídos:
—¡Tenemos que hacerle girar más!
El muchacho vio entonces que el viejo estaba a su izquierda, inclinando el cuello para mirar la parte inferior de la cosa. El granuloso ámbar estaba enturbiado por flecos y costurones de deslavados colores, como si algo líquido se agitara justo al otro lado de la piel, pero los enormes bloques parecían también sólidos y duros como rocas.
—¡Empieza uno por allí! —señaló el Viejo Matt, y se lanzó hacia delante, apuntando hacia un vórtice de moteados colores.
Un nódulo magnético en condensación emergió del torbellino y le golpeó en el pecho, y lo derribó. Una maraña de líneas serpentinas, entremezclándose en un flujo rubí, arqueándose y lamiéndole, se enroscó sobre su pecho y en torno a su cabeza. Manuel le vio debatirse y ponerse de rodillas. Pero percibió también que los colores del vórtice se ensombrecían, y apuntó el cañón hacia él. Disparó. Falló. Pulsó el botón de recarga con el pulgar. Y miró al Viejo Matt. El nódulo magnético había empezado a retirarse, sorbido de nuevo por el Alef. El Viejo Matt estaba aún caído. El muchacho saltó hacia delante, más por debajo del enorme peso que gravitaba sobre él, y alzó de nuevo el proyector y disparó directamente al interior de la cosa a bocajarro, viendo crepitar el rápido haz amarillo cuando halló la entrada. Los agitados colores lo sorbieron. Fue tragado, desapareció, toda la descarga de rayos-e. Manuel retrocedió, jadeante, y el Alef siguió suavemente su camino. Vio que no le había hecho nada. Dejó caer el proyector y se inclinó sobre el Viejo Matt, que ahora estaba sobre manos y rodillas, jadeando, los ojos cerrados, la boca abierta, salivando.
—Yo... ¿Puedo...? ¿Le ayudo...?
—Estoy... bien. Bien. Ve tras él.
Manuel estudió el fruncido y agotado rostro por un largo momento, y luego asintió, se puso en pie, suspiró, tomó el proyector, comprobó los parpadeantes indicadores, alzó la vista...
El Alef se había posado. Estaba sobre el hielo, sin apenas moverse. El aura de fluido magnético perdió intensidad y parpadeó mientras el muchacho miraba.
Lanzó un grito de pura exuberancia. El Alef parecía aún mayor en el suelo, haciendo crujir el hielo allá donde su gran masa se deslizaba y se detenía, se deslizaba y se detenía.
Una mano le dio una palmada en el hombro y se volvió, esperando al Viejo Matt, pero era su padre.
—Jesucristo —dijo el coronel—. Algo dentro de él, algo electromagnético, debe de haber fallado.
—¡Está arrastrándose! —interrumpió Petrovich—. ¡Conseguiste que se arrastrara! Esa cosa como un pie, ¿lo ven? Tiene soportes en el otro lado.
El largo cono descendió torpemente, impasiblemente, golpeando el hielo con su roma punta. Mientras el Alef se volvía, los hombres pudieron ver los soportes clavarse y empujar hacia delante, aplastando y agrietando el hielo y la roca a ritmo con la cónica extrusión que golpeaba y se alzaba, golpeaba y se alzaba, dejando en el suelo la huella en forma de delta. Manuel notó que el terreno se estremecía mientras el Alef se impulsaba inexorablemente hacia delante, ya no flotando serenamente sobre el irregular suelo que era el dominio de los simples hombres y sus torpes y desmañadas piernas. Miró. Era tan macizo como siempre había soñado, y ahora que lo veía herido y sin embargo forcejeando con la misma deliberada e inmemorial energía, tan implacable consigo mismo como lo había sido con los demás, supo que no había resultado disminuido por la simple herida y que aún seguía poseyendo lo que él buscaba.
El Viejo Matt estaba de pie, tembloroso. Asintió simplemente una vez, de una manera brusca y definitiva, con una delgada y tensa sonrisa extendiéndose lentamente por su boca hasta que alcanzó el metal de su rostro.
Los hombres aullaban y palmeaban a Manuel en la espalda y alzaban sus aturdidores y sus láseres en el aire, y en sus oídos las voces humanas resonaban como los gritos y gañidos de los animales, creando ecos en ellas mismas y llenando el aire de la coagulada llanura, pareciendo reflejarse y reformarse y amplificarse, hasta que el ascendente nivel de ruido se alimentó a sí mismo y se convirtió en un estallido múltiple, luego en otro, y luego en más..., láseres y aturdidores y todo tipo de armas disparando contra los costados de la cosa que avanzaba ahora penosamente, arrancando mordiscos y piezas que volaban en todas direcciones allá donde golpeaban los láseres más potentes, trozos de alabastro que giraban en el límpido aire, aturdidores haciendo vibrar el espacio entre los gritantes hombres apiñados y su blanco, rayos que hacían brotar surtidores del hielo y vaporizaban rocas y chapoteaban contra las intrincadas aristas donde el girar de los colores se había inmovilizado. En un momento Manuel se había quedado solo, y los cincuenta y tantos hombres del grupo se habían dispersado, disparando y corriendo, rodeando la gran masa.
—¡Alto! ¡Alto los disparos! —gritó el coronel López, primero una vez, luego otra, luego una tercera vez, mientras sus palabras empezaban a causar efecto.
—¡Todavía se mueve! —exclamó un hombre.
—Lo único que conseguís es arrancarle astillas —dijo débilmente el Viejo Matt—. Eso no servirá de nada. Ni siquiera lo frenará.
—¡Ja! —dijo uno de los hombres—. ¡Arrancarle astillas, dice! ¡Eso lo veremos! —e hizo ademán de alzar su aturdidor.
El coronel López estuvo junto al hombre antes de que pudiera disparar, y le hizo bajar el arma de un manotazo.
—Veremos, ¿eh? Va a hacer caso, hará lo que sea mejor para todos nosotros, usará su cabeza, ¿sí?
—Bien, no veo cómo...
—¡Tranquilo! —le gritó alguien.
—No va rápido —dijo el mayor Sánchez—. Tenemos tiempo para pensar.
—¿Pensar en qué? Dispararle es todo lo que podemos hacer —dijo uno de los hombres de Hiruko.
—No —atacó Petrovich—. Dispararle con un rayo-e en los puntos oscuros, eso funciona. Ninguna otra cosa ha funcionado, nunca.
—Correcto —dijo el Viejo Matt.
—Esos puntos..., no hay muchos de ellos —dijo el mayor Sánchez, haciendo un gesto. Ahora había muchas menos manchas oscuras. Se agitaban en un lento torbellino, muy profundas en los bloques y segmentos y puntales de la cosa.
—Es difícil darle ahí —dijo uno de los hombres. Otros murmuraron y gruñeron. Ninguno de ellos disponía de rayos-e. Eran en su mayor parte pobres trabajadores campesinos, hombres que cobraban salarios mínimos, y deseaban poder decir que ellos le habían disparado a la cosa aquel día y que así habían hecho algo importante—. Podríamos sentarnos aquí para siempre, aguardando a que...
—Manuel ya le alcanzó —dijo el mayor Sánchez.
—Sí, y ya corrió demasiado riesgo —señaló Petrovich—. Es suficiente para un solo día. Yo haré el siguiente disparo.
—Debería decir que yo entiendo más de proyectores —dijo suavemente el mayor Sánchez.
—Entender de proyectores no es lo más importante aquí —replicó el coronel López.
—Sí —se apresuró a decir Petrovich—. Lo importante es acertar en el lugar preciso en el momento preciso. Ya vieron al muchacho.
—Sí —dijo el mayor Sánchez.
—Tengo la impresión de que el rayo-e va a tener que ser compartido —dijo un hombre del Asentamiento de Fujimura.
—Sí, como si se tratara de una propiedad común.
—Sólo hay uno, así que parece que tendremos que establecer turnos.
—Venid todos aquí, no les demos una oportunidad a menos que nos concedan nuestro turno de...
—¡Quietos! —gritó el coronel—. No van a conseguir nada lloriqueando que se les permita disparar unos tiros. —Miró a los hombres con ojos llameantes, y aquello quitó algo de vapor a la discusión.
—Sin embargo, tenemos que decidir —dijo alguien suavemente.
—El muchacho tiene todo el resto de su vida para seguir cazando —señaló Petrovich.
—¿Y qué? —intervino uno de los agricultores—. Se lo ha merecido. Él, y el viejo.
—Es posible —admitió el mayor Sánchez—. Pero sigue siendo peligroso.
Manuel había permanecido en silencio, observando qué rumbo iba a tomar la discusión, pero, sintiendo ahora lo mismo que sentía su padre, dijo:
—El Viejo Matt merece su oportunidad. En cierto modo, ya lo ha herido.
Algunas cabezas asintieron; la multitud murmuró su aprobación.
El Viejo Matt no dijo nada, se limitó a tomar el proyector y lo sopesó, examinando los parpadeantes indicadores que señalaban su ciclo. Los hombres observaron al Alef mientras avanzaba por el terreno lleno de montículos, desarrollando una buena velocidad pero aún a bastante distancia de la meseta que se alzaba más allá.
—¿Por qué no se entierra? —preguntó el mayor Sánchez.
—Está herido —dijo Petrovich—. Quizá necesite tiempo para repararse.
—¿Mientras se aleja arrastrándose como un animal? —dijo el coronel López—. No. No es ningún tipo de criatura.
Pero la cosa tenía ahora para él una apariencia valerosa, herida y sin embargo siguiendo su camino con la misma obcecada energía, movida por su profundo impulso de seguir avanzando eternamente.
El Viejo Matt echó a andar, también con una lenta e indomable seguridad, a un paso casi ceremonial, aunque lastrado por el arma que cargaba.
—Le ayudaré con eso —exclamó Manuel, y echó a correr tras él.
Los hombres se abrieron instintivamente, formando una amplia línea como habían hecho sus antepasados hacía millones de años..., una buena forma de sacar la caza de sus escondrijos entre los arbustos y obligarla a correr hacia donde ellos querían. Rebasaron fácilmente al bamboleante Alef, y la irregular línea se cerró a su alrededor, rodeándole. La extrusión cónica que le servía de apoyo e impulsor sacudía el terreno, golpeándolo furiosamente, y el gran cuerpo oscilaba y crujía y gruñía con su grávido impulso inmemorial.
—Hay que acercarse más —dijo el viejo.
Manuel le siguió, llevando el proyector. Buscó las manchas verdeazuladas que parpadeaban en las llanas caras. Las manchas se agitaban como si los hombres las estuvieran contemplando proyectadas sobre una pantalla desde alguna fuente interna de brillante luz, tan intensa que podía iluminar a través de las rocas. Su boca se llenó con el sabor a cobre caliente, ahora mezclado con una oleosa fatiga.
Los dos avanzaron cautelosamente a su sombra. Un segmento hexagonal se movía de lado a lado. El suelo temblaba y se agitaba. Manuel entregó gravemente el proyector al Viejo Matt y vio los profundos surcos en su oscuro rostro, vio la consumida determinación en él, y no comprendió la leve y tranquila sonrisa.
—Un buen disparo lo conseguirá —dijo el muchacho, y se sintió absurdo, dando aquel consejo.
El viejo asintió, aún sonriente, mientras a unos escasos metros de distancia un gran costado plano como una pared martilleaba el suelo y tras ellos el cono se clavaba y aparecía una huella fresca en forma de delta, profundamente hundida en la roca, humeante.
—Vigila por mí —dijo el Viejo Matt.
El muchacho deslizó los ojos por el largo perfil del Alef, intentando anticipar dónde se produciría el siguiente torbellino verdeazulado, y por un instante mantuvo su mano apoyada en el hombro del Viejo Matt, como conteniéndole para que no se acercara más, reteniéndole en el prolongado momento, seguro de que si aguardaban hasta el momento preciso...
Una serie de flecos verdeazulados se unieron justo encima de ellos, en una esquina; la mancha creció rápidamente; se escindió en dos aberturas oscuras redondas, más grandes y moteadas...
—¡Ahora! —gritó Manuel.
El Viejo Matt alzó el cañón y disparó al orificio en formación. El rayo amarillo se estrelló contra el borde, derramando una lluvia de chillonas chispas amarillas sobre ellos.
—¿Le ha dado? —exclamó Manuel.
El Viejo Matt negó con la cabeza. Disparó de nuevo. La descarga retumbó en el tenue aire. «Otro fallo, por poco», pensó el muchacho, pero no podía decirlo exactamente, y un aura eléctrica verde parpadeaba ahora en la boca de la abertura.
La temblorosa y forcejeante montaña se agitó más fuertemente, se estremeció, retumbó, y se inclinó sobre ellos.
—Está... —y el muchacho intentó tirar del Viejo Matt hacia atrás, mientras veía al Alef inclinarse más fuertemente, con todos los bloques luchando en toda su longitud. El Viejo Matt retrocedió unos pasos, atento, y alzó el proyector hacia el derrumbante muro. El muchacho gritó—: ¡Espere...! Salga...
Demasiado tarde. El Alef caía. Medio vuelto para echar a correr, Manuel vio la mancha azul oscuro que cada vez se hacía más grande hundirse hacia él, y en el último instante sintió una esponjosa presión rodearle mientras se encogía, braceando desesperadamente contra el peso...
Y se vio encajado en el interior de un ahogado silencio, completamente negro, incluso mientras sentía el estremecedor golpe del impacto del Alef a través de sus botas, que todavía permanecían sobre el hielo mientras todo el resto de él había penetrado en aquel algodonoso vacío. Estaba dentro del portal azul; había caído encima de él. Adelantó una mano en busca de apoyo y no encontró nada excepto viscosidad, una resistencia que apartó a un lado su intento de hallar una presa e impartió un cierto impulso sobre él.
Sintió que sus botas abandonaban el hielo. Estaba siendo alzado...
Llamó, pero su comunicador no captaba nada excepto el zumbido como un enjambre de abejas de la estática. Delante de él —supo que se estaba moviendo, aunque no podía decir cómo—, un verdoso resplandor ondulaba y se bifurcaba en las bocas de una serie de túneles. Estaba deslizándose por el interior de un tubo. Algo oscuro se movía regularmente como unas tijeras en la difusa luz, y vio que era un par de piernas, una forma humana girando en el débil resplandor, y cuando se acercó a ellas vio que se trataba del Viejo Matt, un brazo alzado en lo que podía ser un saludo, el casco iluminado solamente por la difusa luminiscencia verde.
Mientras el Viejo Matt giraba, el muchacho vio su rostro por un instante, sin arrugas y pálido, sonriendo, mirándole directamente, con los ojos sin parpadear. El Viejo Matt dijo algo, sus labios se movieron lentamente, silenciosos, y el muchacho intentó descifrar las palabras, pero un sordo rugir inundó los túneles en aquel momento y perturbó su concentración. Ahora pasaba suavemente junto al Viejo Matt en la penumbra, de modo que alzó una mano e hizo un gesto de saludo en un intemporal momento deslizante, y luego sintió un empuje, una creciente aceleración, y con una velocidad cada vez mayor cayó alejándose de la aún girante y silenciosa forma. Parpadeó, luchó contra las fuerzas invisibles, y oyó una serie de agudos sonidos al azar que aumentaban como si se estuvieran acercando a él, gritos, maldiciones...
El oscuro hielo se precipitó hacia él y lo golpeó sólida, dolorosamente, girando sobre sí mismo, agitando los brazos; las voces se convirtieron en un pandemónium que estalló sobre él. Se aferró a un peñasco, golpeándose con fuerza un hombro, empurpurando su visión... Jadeó, y por un momento no pudo sentir ni sus manos ni sus pies para ponerse en pie.
Se aferró al peñasco y finalmente consiguió alzarse. Estaba a una docena de metros de distancia del Alef, y podía ver la canal en el hielo allí donde había golpeado, tras caer directamente desde una bostezante abertura verde en un collar hexagonal. Había dejado una larga señal deslizante. El Alef permanecía absolutamente inmóvil y silencioso. Descansaba sobre el hielo que había cuarteado en su caída. El cónico punzón de marcas en delta estaba retorcido, medio alzado en el aire, apuntando hacia el horizonte.
Los hombres corrían de un lado para otro en torno al Alef, lanzando exclamaciones y farfullando y gritándose todo tipo de cosas, «¿Viste el que le acerté en la cabeza?», pese al hecho de que el Alef no tenía nada que se pudiera llamar una cabeza, y «Le disparé tres veces y le acerté las tres», y «...creo que fuimos yo y Raúl quienes lo conseguimos, ¿sabéis?, cronometramos nuestros disparos de modo que le golpearon a la vez en esa enorme masa de ahí arriba», y «Por supuesto que sé cómo ocurrió, abrimos fuego cuando estaba revolcándose por ahí, y se encabritó, y lo único que consiguió fue recibir más disparos», y «Ahora ya ha acabado todo, nadie lo persiguió nunca de la forma que lo hemos hecho nosotros, no dejamos de irle detrás», y así sucesivamente, mientras el muchacho permanecía de pie desconcertado y todo aquello llovía a su alrededor y el pulsante dolor se extendía desde su hombro. Uno de los hombres de Hiruko saltó sobre el flanco gris y lo pateó como para probar lo sólido que era, y chilló: «¡Eso sí ha sido una buena patada!», y se echó a reír, y trepó hasta lo más alto, agitando su aturdidor y clavando fuertemente sus botas. Manuel miró a su alrededor. Tuvo la impresión de que había sido dejado caer a un centenar de metros del lugar donde él y el Viejo Matt habían estado. Echó a andar de vuelta en aquella dirección, y fue entonces cuando vio al grupo. Estaban de pie en torno a dos figuras en el suelo. Una de ellas era grande, un animal. La otra era un hombre, tendido boca abajo en el hielo, sin moverse. Era el Viejo Matt.
4
Manuel avanzó torpemente y se abrió camino por entre los hombres reunidos. Un dentado desgarrón recorría el traje del Viejo Matt desde el hombro a la cadera. Alguien le había colocado un parche instantáneo, y a través del material transparente Manuel pudo ver rezumar la sangre. El traje estaba fuertemente raspado también por uno de sus lados, con jirones colgando y el material aislante asomando y los fluidos goteando. Con cuidado, Petrovich dio la vuelta al Viejo Matt. No había ningún daño en la parte delantera del traje. El rostro había perdido todo su color y los ojos estaban cerrados. Los indicadores señalaban que las funciones vitales eran débiles pero constantes.
—¿Se golpeó contra algo cuando salió? —preguntó Manuel.
El mayor Sánchez se lo quedó mirando.
—¿Cuando salió? Lo aplastó cuando se derrumbó.
—No, ambos fuimos atrapados por él. Cayó sobre nosotros. Las aberturas nos absorbieron. Madre. Así debió ser como fue atrapado también Águila.
Los hombres le miraron sin comprender. El coronel López dijo:
—El Viejo Matt estuvo aquí todo el tiempo.
—¡No! Yo lo vi dentro. Luego la cosa nos escupió.
Petrovich agitó rápidamente la cabeza.
—Empezó a tambalearse, disparamos. Yo lo vi. El Alef golpeó al viejo —hizo chasquear los dedos—, lo lanzó como una muñeca de trapo.
—No, nos atrapó a los dos. Dentro. Él debió ser arrastrado un trecho más largo, eso es todo. Yo lo vi ahí dentro.
Los hombres le miraron de nuevo, inexpresivos. Su padre dijo:
—Mira, hijo, estás tembloroso. Siéntate, toma una estim. Voy a ocuparme de esto ahora mismo.
Manuel miró al Viejo Matt e intentó recordar cuál había sido exactamente el aspecto del viejo allá dentro. Igual que ahora, sólo que no herido. Iba a decir algo más cuando un hombre se le acercó y dijo enfáticamente:
—¡Finito!
—¿Eh? ¿Qué? ¿Finito?
—Finito —El hombre se pasó un dedo por el cuello, de lado a lado.
—¿Terminado? —Manuel miró hacia la enorme masa—. Yo..., sí, supongo que sí.
—Oh, esa cosa... —intervino otro hombre—, todavía tiene algunos sistemas activos, pero la mayor parte de ellos no le sirven de nada.
—¿Eh? ¿Qué cosa?
Manuel miró hacia donde señalaba el hombre. El animal tendido cerca estaba dañado. Caminó inseguro hacia él, sabiendo a medias lo que iba a encontrar.
La cabeza de Águila estaba intacta, pero el ángulo del cuello era explícito. El recio tronco enfundado en acero estaba aplastado, y rezumaba un fluido color pus. Algo había retorcido y arrancado sus piernas.
—Tenemos que llevarlo de vuelta al campamento —dijo Manuel.
Petrovich lo había seguido.
—Bueno, Águila salió como tú, así..., puf. ¿Quizá fue a él a quien viste ahí dentro?
Manuel agitó negativamente la cabeza.
—No hay muchas posibilidades para ése —dijo Petrovich.
—Un animal así puede salvarse, si no dejas que el frío penetre en él o los sistemas mantengan un mínimo de energía.
Manuel no le hablaba a Petrovich. Miró al aplastado Águila y no pareció darse cuenta cuando otros hombres se acercaron y dijeron algo, maravillándose ante los daños y ante el tiempo que Águila había vivido ahí dentro. El mayor Sánchez dijo:
—Si pensamos en ello, todo ese tiempo, y siendo llevado así...
—¿Dónde hay un oruga? —preguntó Manuel bruscamente. Se volvió a su padre—. Necesitamos dos, tres orugas.
—Envié a Fuentes —respondió el coronel—. Ya se ha comunicado con ellos por radio.
—Está sangrando ahí dentro.
Manuel se alzó y contempló el brillante líquido rojo que rezumaba del Viejo Matt. Sin un domo presurizado, no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer excepto quedarse allí y mirar.
—No hay fugas..., lo he comprobado —señaló Petrovich—. Pero no me gusta su temperatura.
—Está sangrando.
—No demasiado.
—No demasiado, maldita sea. Ya no queda mucho en él. Ya estaba bastante estropeado.
—Lo peor es el shock. Peor que la hemorragia —dijo Petrovich llanamente, sin colorear los hechos con el sonido de su voz.
Manuel caminó inquieto entre los dos grupos de hombres. La enorme masa del Alef gravitaba sobre ellos como una cordillera rocosa emergiendo entre el hielo. Inmóvil, parecía una pieza más del torturado terreno. Manuel lo miró por un momento, sin pensar en nada, sino simplemente intentando captar la enormidad de la gran masa ahora inmóvil y muerta, libre al fin de su deber. Intentó pensar en lo que había ocurrido, pero no pudo. Había como una insensibilidad en él. Luego los secos sonidos de los hombres gritando y trepando por el Alef le trajeron de vuelta de la parte vacía de su mente y se volvió a su padre.
—¿Por dónde vienen los orugas?
—Tendrán que dar un rodeo a algunos barrancos —dijo el coronel.
Mostró a su hijo la ruta en el mapa de su casco.
—Eso llevará demasiado tiempo.
—Dos horas, diría yo. Petrovich cree...
—Yo lo llevaré. Cruzaré esos riscos de ahí. Los encontraré abajo, donde se bifurca el cañón. Eso reducirá el tiempo a la mitad.
—¿Llevarlo? Hijo, estás agotado. No puedo...
—Pregúntale a Petrovich si eso le perjudicará.
—Tú harás lo que yo...
El coronel López se detuvo, contempló unos instantes a su hijo mientras el muchacho miraba la crispada forma del viejo. Luego fue a preguntar, y Petrovich se lo pensó y dijo que tal vez no, si Manuel se lo tomaba con calma, nada de saltos, sólo trepar los riscos y luego descender, sin apresurarse...
—Bien. Bien —dijo Manuel.
El mayor Sánchez le suministró una unidad de energía de reserva de uno de los hombres de Hiruko que llevaba una de repuesto. El hombre discutió durante algún tiempo acerca de entregarla, hasta que vio los ceños fruncidos a su alrededor. El muchacho no sintió ningún rencor hacia el hombre; sin esa reserva, el camino de regreso podía ser una larga caminata de dolores y sudor. Ignoró a todo el mundo y se concentró en preparar un arnés para llevar el cuerpo en sus brazos. Lo aseguró contra las sacudidas con una correa en torno a su cuello. Su padre observó y se dio cuenta, con una cierta sorpresa, de que no serviría de nada decir algo. En aquel momento de indefensión ante su hijo había cubierto una nueva etapa, y empezó a acumular una tristeza y una rabia alimentadas por la pérdida de las que no iba a darse cuenta en los meses venideros.
Manuel tomó cuidadosamente al viejo. Miró hacia el círculo de rostros sin reconocer ninguno, sin decir nada en respuesta a los consejos y advertencias, vuelto ya hacia sí mismo y preparándose, y luego se dio la vuelta y echó a andar con paso firme, flexionando las piernas con una marcha elástica para amortiguar las sacudidas. Se detuvo una vez, a un kilómetro de distancia, para volver la vista y orientarse. Tuvo la impresión de estar mirando a través de una gran distancia. Los hombres eran pequeños puntos, motas al azar agitándose en los flancos de una enorme carcasa.
Empezó a subir las laderas de grava suelta y capas de roca. A medida que ascendía y podía ver hasta más lejos se dio cuenta de hasta dónde habían ido. No pensó en lo que había ocurrido sino que simplemente siguió andando, concentrándose en el fláccido cuerpo que oscilaba suavemente en sus brazos. En una ocasión el Viejo Matt abrió los ojos y contempló el negro cielo durante un rato, y luego se volvió muy lentamente, y sus ojos miraron a Manuel, líquidos y brillantes a la pálida y amarilla luz del sol.
Manuel avanzó firmemente a lo largo de la rocosa cresta. Observó las nubes que hervían al sur, allá donde resplandecía un aura a fusión, volviendo amarillos los vapores. Los bancos de humedad rodaban y giraban unos sobre otros y mostraban azulados vientres. Flotaron sobre las crestas, alzándose, y luego empezó a llover, trayendo un falso crepúsculo que hizo que el muchacho redujera el paso para asegurarse de dónde ponía los pies. Transcurrió la primera hora. El cuerpo crujía en sus brazos. Cubrió dieciséis kilómetros al nivel de las crestas y luego empezó a bajar, lo cual era la parte más dura. La gravilla y el húmedo suelo cedían brusca e impredeciblemente, obligándole a hacer equilibrios para evitar que el oscilante cuerpo que llevaba en brazos recibiera todo el impacto. Los ojos del Viejo Matt se abrieron momentáneamente, y luego el rostro se hundió en una especie de colapsado sueño.
Habían transcurrido ya tres horas, y apenas podía sentir sus brazos. Siguió adelante a través de la creciente y lúgubre oscuridad, cruzando un mortecino paisaje iluminado por algunas brechas en las nubes, oyendo en su caso el regular ping ping de la señal direccional que enviaba el oruga. Torció hacia abajo para acudir a su encuentro. Innumerables veces resbaló y se rehizo y volvió a resbalar, provocando pequeños deslizamientos y evitando las estrepitosas cascadas de gravilla que caían. Las espaciadas señales le llegaban a través de la estriada semioscuridad como la llamada constante de algo sin mente, la única presencia más allá del crujir de sus botas sobre el aplastado hielo.
Encontró al oruga de cabeza avanzando a buen ritmo por el lecho de un arroyo. Lo detuvo, y pasó el cuerpo por la compuerta. Otros dos orugas y un andador pasaron junto a él en la pizarrosa oscuridad, en dirección al grupo principal. Cuando entró él, tras pasar el ciclo de compresión, el cuerpo estaba ya conectado al pequeño monitor médico. Se sentó con los tres hombres y observó la unidad de diagnósticos parpadear y definirse.
—Está aguantando —dijo uno de los hombres—. Pero tenemos que llevarlo de vuelta al campamento y arreglarlo.
Así que el oruga retrocedió marcha atrás hasta salir del valle y poder dar media vuelta sin riesgo de quedar encallado en los charcos y el hielo fundente. La lluvia que caía arrastraba consigo la energía almacenada en ella por un robot con reactor a fusión allá al sur, y al volver a condensarse ahora liberaba el calor, extendiendo el cambio por el rostro del satélite.
Fue un largo camino de vuelta. Manuel descubrió que los hombres le estudiaban, y se dio cuenta de que estaba agotado. Su traje señalaba el indicador rojo al fondo del dial. Se sentó en una silla elástica y dejó que el leve balanceo lo adormeciera, pero no consiguió dormirse del todo. El granizo repiqueteaba contra el casco del oruga. Los hombres que le acompañaban habían sido separados del grupo principal, la mayoría por cansancio, y no preguntaban mucho acerca de lo que había ocurrido. Se alegró de ello.
Cubrieron el último tramo hasta el campamento mientras la lluvia y el granizo se alzaban y el sol se asomaba entre los restos de rosada niebla que cubría las gargantas y arroyos de hielo. El oruga aceleró entonces hacia el creciente bip bip bip del radiobaliza que le pareció a Manuel como una larga llamada, cada pulsación demorándose en su mente hasta que la siguiente se unía y se mezclaba con ella, un hueco resonar tan informe y despiadado como la niebla. Una docena de hombres aguardaba en un pequeño grupo cuando penetraron en el campo. Había sido enviado un meditec desde Sidón siguiendo las órdenes del coronel López. Era un hombre delgado con unos ojos verdes inciertos, siempre moviéndose. Los hombres ayudaron a llevar al Viejo Matt dentro, girando cuidadosamente las angarillas para pasarlas a través de la compuerta del oruga sin demasiadas sacudidas. Cuando retiraron su traje, el cuerpo color nuez quedó allá tendido, casi sin vello, más pequeño de lo que el muchacho recordaba.
La maquinaria médica y el tec empezaron a hacerle cosas a aquel cuerpo, revisando y ajustando los reemplazos, limpiando y desinfectando allá donde los fluidos del traje podían haber penetrado en las cavidades corporales, trabajando en los problemas principales y dejando el resto para más tarde.
—Dios, vaya aspecto —exclamó el meditec.
—¿Agotamiento? —preguntó Manuel—. La herida no parece tan profunda.
—Agotado, seguro —dijo el meditec—. Y un fuerte shock también. Pero el mayor problema es el cardiovascular. De alguna manera sufrió un paro. También hay gran cantidad de daños neurales. No puedo imaginar cómo ocurrió. Quizá simple desgaste. No responde al tratamiento habitual.
—¿Cuántas funciones puede salvar? —preguntó Manuel suavemente.
—La mayoría. Por supuesto, la mayoría.
—¿Y reemplazar el resto?
—Diría que es probable. Algunos de los órganos han muerto, sin embargo. El hígado, los riñones, cosas pequeñas. Y los capilares..., están casi todos rotos. Costará un montón reemplazar todo eso.
—¿Cuánto?
—No sé decirlo. No suelo ver muchos casos como éste, tipos tan viejos. La mayoría de ellos están en Hiruko.
—¿Habrá que llevarlo allí?
—Probablemente. Esos capilares..., no son los repuestos, es el trabajo. Requieren una cantidad enorme de horas en el banco de trabajo.
El Viejo Matt abrió entonces los ojos. Miró como si lo hiciera desde muy lejos en un espacio oculto, y sus ojos se movieron lentamente por los rostros de los hombres reunidos a su alrededor. Su rostro estaba seco y cerúleo, pero los ojos parecían brillar con una húmeda plenitud. Abrió la boca, pero de ella no brotó ningún sonido. Luego la cerró, sin que su rostro reflejara ninguna expresión preocupada.
—Hay algún tipo de control de funciones desconectado —dijo el meditec—. No es sorprendente, con una lesión en la espina dorsal.
—¿Puede arreglarlo?
—Mire, ya se lo he explicado. Hay una serie de curiosos daños neurales ahí. No se trata de un trabajo de campo, por decirlo de algún modo.
Manuel asintió cansadamente.
Dejaron que el medimonitor trabajara sobre el cuerpo, zumbando y chapaleando y resoplando y cliqueteando para sí mismo. Manuel se sentó vigilándolo, y luego se derrumbó de costado y se durmió durante algunas horas. Despertó cuando el grupo principal entró en el campamento y algunos hombres llamaron a la cabina pidiendo ayuda para sacar a Águila del oruga. Manuel salió y vio a su padre y a los demás bajar de los vehículos, todos pálidos y con esa cuidadosa forma de moverse de los hombres enfundados en trajes cuya energía está casi agotada. Se reunió con el grupo de hombres del oruga más cercano. Trajeron la pala de una carretilla elevadora hasta un extremo de Águila, lo arrastraron hasta una rampa provisional hecha a toda prisa y lo bajaron, ayudados por el deslizante hielo que el granizo había dejado sobre la rampa. Luego lo llevaron hasta la estación médica e hidráulica para los animales a un lado del campamento.
Águila alzó la cabeza e intentó girarla. El acero chirrió, y saltaron chispas. La gran cabeza cayó resonante contra un lado y quedó colgando. Agitó las manos, y sus dedos golpearon entre sí y se enredaron. Estaba luchando allá en lo profundo de sí mismo, Manuel podía darse cuenta de ello, y al cabo de un momento se estremeció y las manos se relajaron, y quedó inmóvil de nuevo. Creyó poder detectar un ligero movimiento regular, como el de unos pulmones actuando trabajosamente en alguna parte ahí dentro.
El meditec salió fuera, como abrumado por los hombres que empezaron a amontonarse en la cabina, hombres con tirones de músculos y luxaciones y algunos huesos rotos. Realizó una serie de comprobaciones en la aplastada y maltrecha forma. Retiró los torpes parches provisionales de Petrovich y selló otros nuevos, detuvo la pérdida de fluidos, y dio voltaje a los sistemas internos que aún tenían vida. Luego agitó la cabeza.
—No puedo hacer milagros —murmuró.
—Pero puede intentarlo, maldita sea —dijo Manuel duramente.
—Hago lo que puedo. No tengo equipo para más. No equipo de exterior, al menos.
—Puedo llevarlo a Sidón.
—Creo que no deberíamos moverlo, ya lo hemos hecho bastante.
—¿Va a dejarlo simplemente tendido aquí?
—Mire, hay profundas heridas internas aquí. O la parte viva de esto sobrevive a ellas, o no. La única forma de ayudarlo es abrir ese cascarón y extraerlo de él y mantenerlo con vida hasta que pueda ser llevado a Hiruko. Ellos conocen ese tipo de trabajo. Yo no. Así que digo que simplemente lo dejemos descansar, y veamos si resiste.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Uno, dos días.
—¿Y luego?
—Llevarlo a Hiruko si parece lo bastante fuerte como para aguantar el traslado. —La boca del meditec se frunció, irritada—. Mire, tengo hombres a los que debo atender. Los animales son los últimos, usted ya lo sabe.
—No es un animal.
—Sí, de acuerdo, pero lea los reglamentos, muchacho. Simplemente lea los reglamentos.
El hombre volvió dentro y se puso a trastear con sus herramientas. Iba a tener que ocuparse de más heridas de las que nunca había visto en una expedición de poda, y no le gustaba.
Dentro de la cabina, los hombres comían o bebían, tendidos en sus literas, medio vestidos todavía, ya profundamente dormidos, las bocas abiertas, algunos roncando, los rostros oscurecidos por las barbas de una semana y la suciedad. El muchacho se sentó durante un rato, sin hablar mucho con nadie ni escuchar las inciertas y fatigadas charlas a su alrededor. El Viejo Matt permanecía inmóvil, y su monitor de diagnóstico mostraba una marcha regular. El muchacho se durmió de nuevo; pero cuando despertó, encogido en su litera con una sábana enrollada en su cabeza y nada de cintura para abajo, no sintió ningún alivio a la lenta fatiga y al dolor en brazos y piernas.
Salió a echarle un vistazo a Águila. Era casi mediodía en el largo día de Ganímedes, y el sol había conseguido atravesar las capas de bruma que se habían formado muy arriba, donde la nueva atmósfera hervía hasta el puro vacío. El punto del sol arrojaba nítidas sombras entre los hombres y mujeres que se acercaban ahora —especialistas en conducciones y obreros agrícolas de Sidón y de Asentamientos más lejanos, mineros de lugares de un solo domo aún sin nombre alguno, trabajadores bajo contrato, mujeres que habían enviudado hacía años—, todos con una deuda real o imaginada que ahora debía ser pagada. Acudían en andadores o a pie, siguiendo el mismo incesante bip bip bip y entrando en el gran claro donde yacía Águila mirando hacia el exterior, hacia la distante línea de dobladas y desmoronadas colinas de hielo. Debía de haber un centenar de ellos sentados entre los vehículos cuando Manuel salió. Los contempló mientras se acercaban a la enorme cosa aplastada y contemplaban el hundido caparazón, sin atreverse a adelantar una mano y tocarlo, hablando entre sí en voz baja que el comunicador no transmitía, convirtiendo sus voces en su propio ritual íntimo. Pidieron entrar y ver al Viejo Matt también, pero Petrovich no se lo permitió. Preguntaron por Manuel, pero nadie entre ellos conocía al muchacho —sólo habían oído hablar de él—, de modo que Manuel permaneció al lado de Águila y no le molestaron.
Águila resistía. Cada pocas horas alzaba la cabeza y giraba dolorosamente el cuello, cada cambio de ángulo como un torno girando hacia otra muesca. Los negros ojos contemplaban a la gente reunida, sin dar la menor señal de su tortura interior. Estudiaba las lejanas colinas, no con la ferocidad que había mostrado antes, sino como si deseara asegurarse de que las amplias extensiones estaban todavía allí, se abrían aún más allá del anillo de rostros humanos. Manuel le observaba en estos momentos, sintiendo su firme rechazo de un compromiso, de la exteriorización de ningún signo de lo que yacía herido en su interior. Águila no era un hombre y no podía reconciliarse con el hombre, sino que pertenecía a fuera de la Tierra y él lo sabía. Había hecho su trabajo, una tarea en el fondo autoimpuesta, y ahora era libre. Murió al mediodía.
5
El mayor Sánchez fue el primero en irse.
—Debo volver. Hay trabajo que hacer. Ya me he quedado demasiado tiempo —le dijo a Manuel.
—La mayoría de nosotros nos iremos mañana —dijo un hombre de Sidón.
Un ingeniero de otro Asentamiento añadió:
—Mis hombres parecen como drogados. Ya sido mucho para nosotros.
El coronel López asintió.
—Unos pocos tendrán que quedarse con el Viejo Matt hasta que pueda ser trasladado. Me ocuparé de ello.
Manuel observó a la gente dispersarse de los alrededores de la cabina. La mayoría regresaban a sus Asentamiento. Algunos pensaban dirigirse hacia donde estaba el Alef, aunque no había mucho que pudieran hacer excepto mirarlo.
—Yo también me quedaré —dijo.
—Sí, lo conseguimos, ¿eh? —murmuró el mayor Sánchez, dando una palmada en la espalda a Manuel—. Después de todo ese tiempo.
—Lo celebraremos, allá en Sidón —dijo jovialmente Petrovich—. Pero aguardaremos a que vuelvas.
—Estupendo —dijo el coronel López, mirando a su hijo—. Supongo que no serán más que unos pocos días. El meditec dice que el Viejo Matt saldrá de ésta.
—Sí, sí —dijo el mayor Sánchez—. Es un viejo correoso. —Pateó con sus botas para calentarse los pies, e hizo un gesto hacia el oruga más cercano—. Quiero irme. Necesito alguna ayuda para volver a subir a Águila y asegurarlo.
—¿Qué van a hacer con él? —preguntó Manuel.
—Reciclarlo. Es propiedad de Sidón. Hay mucha chatarra aprovechable en él. Algunos buenos motores y servos que pueden ser utilizados de nuevo.
—¿Y el cuerpo? —preguntó secamente Manuel.
El mayor Sánchez miró al coronel López.
—¿El cuerpo? Los animales, bueno...
—Los animales son reciclados orgánicamente —dijo Petrovich.
—No es un animal..., ustedes tienen que saberlo —dijo Manuel.
El coronel López asintió.
—Creo recordar que Hiruko dijo algo acerca de que quizá fuera un ser humano. O parcialmente humano.
—Pero papá...
El coronel se volvió hacia Manuel.
—Cuando lo abran, veremos. Pero no actuaba como un humano, ¿no crees?
—No es ése el asunto.
El coronel López sonrió.
—Sabes que valoramos la vida humana por encima de todo. Vamos a hacer todo lo que podamos por el Viejo Matt. Pero no había forma alguna de ayudar a Águila. Estaba demasiado incrustado en esa maquinaria.
Manuel no dijo nada. Su padre siempre se había preocupado mucho con los monitores médicos. Formaba parte del Nuevo Catolicismo..., la gente debía ser mantenida con vida de cualquier forma que fuera posible.
El mayor Sánchez se encogió de hombros.
—Es un asunto sin importancia. Probablemente ya no quede mucho de nada ahí dentro. Una gran máquina, eso es lo que era, sí. Ahora, ¿quién ayuda, eh?
Subieron a Águila al oruga, y para cuando el trabajo estuvo terminado el campo estaba casi completamente limpio de gente. La mayor parte del grupo principal subió entonces en él, hablándose los unos a los otros acerca de cosas que no querían dejar detrás y cosas que ya habían perdido y quién iba a ganar a quién de vuelta en Sidón. El muchacho oyó poco de todo aquello. Ayudó en la carga y observó el claro cielo. El sol se deslizó detrás de las rosadas nubes de Júpiter creando un halo en torno al planeta, y luego la oscuridad del eclipse descendió. Observó a los orugas rugir y agitarse y emprender la marcha hacia el exterior del campamento, el mayor Sánchez a la cabeza. El cuerpo de Águila se agitó con la vibración cuando el oruga se bamboleó sobre un saliente de roca, y Manuel tuvo la impresión de que el cuerpo parecía reducido, perdido, apenas un montón de componentes. Siguió observando hasta que desapareció de su vista.
El grupo dejó sus sacos de dormir enrollados en las literas, preparados para el año próximo. La cabina se helaría por completo mientras estuvieran fuera, y llevaría todo un día descongelarla cuando regresaran, pero con todo sellado o fuertemente enrollado no retendría mucha humedad, y las cosas estarían secas cuando llegara el siguiente grupo a efectuar una poda. Dejaron algunas provisiones y restos de pasadas comidas, todo listo para ser arrojado al fuego. Manuel ayudó aquí y allá, sin perder de vista ni un solo momento el grisáceo cuerpo encajado en el medimonitor que zumbaba suavemente. El meditec estaba terminando con las heridas menores y diciéndoles a todos cómo debían evitar las torceduras de piernas y los dolores de espaldas que habían ido acumulando.
—Vaya lo que corrieron ahí fuera —oyó Manuel que le decía el hombre a un paciente—. Todo para convertir un artefacto móvil en uno muerto, ¿eh? —Rió quedamente, agitando la cabeza—. Se tomaron mucho esfuerzo para añadir uno más a la lista. Estamos llenos de artefactos varados por todos estos satélites. No puedo comprender ninguno de ellos. Como apuesto a que tampoco sabré imaginar éste.
Manuel no dijo nada a esto, ni siquiera sabía lo que hubiera podido decir. Se limitó a seguir llevando cosas de un lado para otro y limpiando y cargando sin pensar mucho en nada. Ayudó a apagar la planta de fusión, escuchando los estertores de su muerte hasta un lento chugg chugg. El eclipse se hacía más profundo cuando volvió dentro. Cinco hombres de Sidón permanecerían allí hasta la mañana, descansando, y con el meditec y su padre, Manuel y el Viejo Matt eran todos los que quedaban. Tuvieron una silenciosa y cansada cena, y nadie mencionó el smeerlop o el licor. Manuel apenas se había echado una manta por encima cuando se quedó dormido.
Mucho más tarde oyó la seca voz. Le llamaba. Al principio creyó que era un sueño, pero luego le llegó de nuevo. Se levantó, sintiendo doloridas sus rígidas piernas, y avanzó por entre los corredores de literas de tubo, tanteando su camino en la oscuridad. El Viejo Matt llamó de nuevo, y Manuel tendió el brazo en las tinieblas y encontró la fría mano, los callosos dedos y la palma reducida a una fría dureza.
—¿Cuánto hace desde... desde...?
—Dos días, casi —respondió Manuel.
—¿Águila?
—Muerto.
—Así que... también lo soltó.
—Igual que a nosotros.
—Igual que... a mí.
—Me asusté, ahí dentro.
—¿Me viste?
—Claro que sí. Los otros no...
—Estuvimos ahí dentro lo suficiente... Pude ver..., sentir..., que estabas asustado.
—Sí, los de fuera creyeron...
—Puedes estar más tiempo... sin asustarte..., te enseñaré cómo.
—No será tan peligroso la próxima vez. Está muerto, lo conseguimos... Lo sabía, ¿verdad?
—Sé que se detuvo.
—Pronto lo llevaremos de vuelta a Sidón y lo trasladaremos a Hiruko, le pondrán en condiciones de nuevo, y usted y yo podremos ir ahí fuera de nuevo y echarle una auténtica mirada.
Brotó una raspante risa. Se convirtió en una ahogada y dolorida tos.
Manuel susurró:
—Subiremos a los agujeros, ¿sabe?, veremos lo que hay en ellos, de qué está hecho.
—No yo. Tú, quizá. Si te dejan.
—¿Dejarme? Demonios, usted y yo nos lo cargamos, sólo nosotros... Hey, ¿qué quiere decir con usted no?
—Yo me quedaré aquí... sintiendo... lo que queda de mi cuerpo. Que no es mucho.
—Ha recuperado su voz. Las demás cosas volverán también, una vez ellos...
—No, no lo harán. He oído hablar al meditec... con el coronel. Demasiado deterioro. Nervios..., músculos en los brazos y las piernas completamente desgarrados... Nunca recobraré lo suficiente ni siquiera para gobernar los servos.
—Mire, si se trata de un asunto de dinero...
—Eso es parte de ello. Siempre lo es, con alguien de mi edad. Sidón no puede enterrar una gran inversión en una ruina como yo. Los tiempos son duros. Y no tengo ningún tipo de acción que pueda vender.
Todo lo que Manuel consiguió decir fue:
—No debe pensar usted así. Déjeles probarlo, al menos.
—Y terminar con un estómago y un cerebro y no mucho más.
La mano de Manuel descendió por el brazo del hombre hasta que halló la cerámica y el metal de su pecho.
—De acuerdo —dijo el Viejo Matt—. Piensas que en parte ya no soy más que reemplazos, ¿verdad? Por supuesto. Pero se llega a un punto... en el que ya no deseas más.
—Mire, dejando aparte el dinero, puedo hablar con...
—¿Has pensado mucho en todo lo ocurrido, Manuel? ¿Por qué imaginas que nos dejó volver?
—Los demás le estaban disparando. Debieron herirle. No podía hacerse cargo de todos nosotros.
—Por mi parte..., yo imaginé que ya había tenido suficiente de mí. Es acerca de ti que me pregunto.
Manuel sonrió.
—Ambos éramos demasiado vulgares, eso es todo.
De nuevo la seca risa. Luego la mano que Manuel estaba sujetando se movió, y la voz llegó relajada y solemne:
—¿Crees que podrías traerme algo de la cocina?
Sorprendido, porque sabía que el medimonitor estaba alimentando su cuerpo, Manuel dijo:
—Claro que sí, claro.
Hizo un poco de ruido en la cocina, reuniendo un poco de carne fría y pan de maíz. Salió con todo ello en una bandeja y se abrió camino entre las literas hasta la pared donde se hallaba el medimonitor. Depositó la bandeja, e iba a encender una lamparilla cercana cuando se dio cuenta de que el monitor estaba vacío. Palpó, y la litera aún estaba caliente. Lo llenó una extraña premonición. Debería encender las luces, lo sabía, pero en vez de ello halló su camino en la casi absoluta oscuridad hasta la esclusa más alejada de la cabina. Allá, junto a las luces de seguridad, vio una figura tendida en el suelo, a punto de terminar de ponerse un traje de emergencia.
—¿Qué demonios cree...?
—El eclipse. Quiero verlo de nuevo.
—¡Esto es una locura! ¿Cómo ha conseguido llegar hasta aquí?
—Arrastrándome. Las piernas casi no me sirven. Los brazos no mucho más.
—Vamos, agárrese; voy a levantarle...
Mientras Manuel alzaba el sorprendentemente ligero cuerpo, el Viejo Matt consiguió alinear los sellos del traje y los cerró. El visor del casco aún estaba abierto, sin embargo, y a través de él la voz de ultratumba dijo:
—Voy a pedirte una cosa. Quiero que pienses bien antes de hacer nada. Antes de que... vuelvas a llevarme ahí dentro.
—Escuche, no puedo...
—Te estoy diciendo que quiero ver el eclipse una vez más, desde fuera. No en una maldita pantalla, que es la forma en que lo veré una vez me hayan remendado.
—Pero eso es..., es...
—Yo..., ¿recuerdas ahí fuera, cuando fuimos a por él la última vez? ¿Recuerdas lo que te dije? Entonces necesité ayuda. «Vigila por mí», te dije.
—Correcto. Vigilé por usted. No veo...
—Piensa en ello más tarde. Cuando tengas tiempo.
—De acuerdo, está bien, pero mire, yo...
—En estos momentos quiero que vigiles por mí y te asegures de que nadie va a detenerme cuando oigan el ciclo de la esclusa. Puedo arrastrarme fuera y bajar la rampa sin tu ayuda. Pero voy a necesitar a alguien para detenerles cuando acudan a ver qué pasa. Sólo unos minutos, eso es todo.
Manuel estudió el viejo rostro a la débil luz rubí. Los ojos aún poseían aquella cualidad de parecer captar más luz, de moverse con una intensidad acuosa, refractiva. Sabía lo que estaba diciendo el viejo. Dijo en voz alta, pero para sí mismo:
—Vigila por mí.
El Viejo Matt sonrió.
—Eso es.
La tensión se reflejó en sus surcadas mejillas.
—Adelante —dijo Manuel.
Ayudó al viejo a meterse en la esclusa y lo puso en el transportador automático utilizado para llevar mercancías fuera. Luego regresó al interior y graduó el ciclo de la esclusa a marcha lenta, para mantener bajo el pulsar de las bombas. La puerta exterior se abrió. El transportador chirrió. Aguardó un largo momento, contemplando el panel de control, sin pensar en nada, y luego oyó pasos que se acercaban, resonando en el suelo metálico.
—¿Qué...? ¿Has salido fuera?
Era su padre.
Se volvió.
—No. El Viejo Matt ha salido.
—¿El Viejo Ma...? ¿Y tú le has dejado salir? ¿Dónde tienes la cabeza, muchacho? —El coronel López dio un tirón a la palanca de control. Cerró de golpe la compuerta exterior y empezó a llenar la esclusa de aire a velocidad acelerada—. Que me maldiga si alguna vez... ¿Qué..., por qué le dejaste salir? Ya sabes que está...
Cogió a toda prisa un traje de los colgadores y empezó a enfundárselo, su boca comprimida en una línea.
Manuel se vistió también, silenciosamente. La compuerta se abrió con un pop y los dos entraron en la esclusa. Se inició el vacío. El coronel López abrió la compuerta exterior cuando aún quedaba un poco de presión, para ganar tiempo. La compuerta se abrió de par en par. El viento soplaba polvo de nieve en dirección a la llanura en sombras, aullando mientras moría. El coronel salió primero.
El cuerpo estaba tendido en la base de la cinta transportadora, boca arriba, los ojos aún brillando, el visor del casco abierto, el hielo de Ganímedes instalándose ya en el arruinado rostro. El Viejo Matt había abierto toda la parte frontal del traje también, dejando entrar todo el aliento mortal de Ganímedes. Llegando de una forma tan brusca, el frío reventaría las células mientras se helaban, arruinándolas completamente.
—¡Mierda! ¡Así nunca podremos hacerle regresar! —El coronel se volvió en redondo hacia su hijo—. ¡Muerto! ¡Está muerto! ¡Y tú le ayudaste!
El coronel López se detuvo, los ojos brillando salvajemente. Se echó hacia atrás para mirar al cuerpo, se inclinó para recogerlo. Los dos lo oyeron quebrarse cuando lo alzó, la helada piel crujir, abriendo nuevos cortes en el cuerpo, de tal modo que una pluma de vapor escapó del visor, y el hielo de aquel mundo invadió más al Viejo Matt.
El padre miró al hijo.
—Tú lo mataste. Porque sí. Una muerte eterna. Tú lo sabías, ¿verdad?
—Yo... —Parpadeó, pero la humedad parecía proceder de todas partes, como el sudor. Le dolía el pecho, no tenía aire en él—. Yo hice... —sollozó.
—Lo mataste. ¡Tan seguro como si le hubieras abierto tú mismo el traje! Un viejo, que no sabía lo que estaba haciendo, loco de saberse enfermo. ¡Y tú le ayudaste!
El cuerpo de Manuel se agitó y tembló, y la seguridad que había habido en él se disolvió.
—Yo... Padre, yo...
—Matar, eso es, ¿sí? Matar todo lo que es viejo... —Jadeó, congestionado por las palabras—. Ayer no fue..., no fue suficiente, ¿eh? Tenías que...
—¿Qué? ¿Matar..., quieres decir al Alef? Sólo fue...
—Lo cazamos, sí, pero..., pero... —El coronel apartó el pensamiento con un gesto físico, retirándolo con las manos—. Pero..., ¡al Viejo Matt!
Los músculos de su mandíbula se tensaron.
—Ningún hijo mío hace una cosa así. ¡Ningún hijo mío! —Sus ojos eran salvajes y duros, mostrando demasiado blanco, llameando con una rabia que una vez surgida no podía retirarse—. ¡Ningún hijo mío!
Cuarta Parte: HIRUKO (Seis años más tarde)
1
Manuel se abrió camino a través de los pulidos corredores de hielo, distraído, sin pensar en nada en concreto. Mantenía los puños cerrados y metidos en los bolsillos de su chaqueta, pese a que en aquellos lugares no hacía en absoluto frío. Aquella sección de Hiruko estaba siempre bien calentada, para que las mujeres que preferían llevar ropas sencillas estuvieran cómodas cuando salieran para un trayecto corto. Parecía significar algo —nunca había llegado a descubrir qué— el que la gente pudiera ir por ahí sin el reflejo de coger un chaquetón, despreocupada de los acusados gradientes de temperatura.
Sus botas no producían ningún sonido en el entramado del aislamiento, pero el resonar y el zumbar de las factorías subterráneas le llegaba a través de las paredes. Giró la esquina hacia la plaza de la Rotonda. Había dos hombres jóvenes haraganeando por allí, vestidos con unos pantalones descoloridos y camisas de fibra que parecían ásperas como arpillera. Uno era bajo y de expresión ansiosa; sus pequeños ojos aleteaban nerviosamente sobre todos los transeúntes. El más alto miró a Manuel, y luego se puso en pie y alzó un puño.
—Re... —dijo con un acento elaborado, arrogante abriendo la palma de su mano—...distribuir.
—¿Qué? —Manuel se detuvo, sorprendido, y se sacó las manos de los bolsillos.
—Tenéis muchos no-esen aquí, amigo.
—¿No...?
—No esenciales..., así es como... lo expresa el Consejo —declaró el bajo con un staccato en la voz.
—¿Qué demonios es esto? —dijo Manuel irritadamente.
—Cualquier cosa no necesaria... para la salud inmediata... o la seguridad..., tiene sabor a lujo..., a privilegio.
Manuel había leído algo acerca de aquello, alguna resolución colectiva, pero no podía recordar exactamente de qué se trataba. El alto se apartó el pelo de sus ojos con un lento y confiado gesto anglo. Dijo a su compañero, arrastrando las palabras:
—Otro ciudadano que no va al ritmo de los tiempos, Enrico. Supongo que tendremos que educarle.
Manuel no dijo nada, simplemente separó un poco los pies y aflojó su porte, relajando las rodillas.
—Mira, el Consejo reaccionó finalmente a la voluntad de la gente, la auténtica gente, y admitió que teníamos aquí demasiada riqueza ostensible a nuestro alrededor.
—Si queréis riqueza, tendréis que pedírsela a algún otro, muchachos.
—Posesiones..., lujosas posesiones..., son un insulto... al colectivo.
—¿Has heredado ese suéter que llevas?
—¿Esto? —Manuel miró la ropa que llevaba, nunca se daba cuenta de lo que se ponía por la mañana, e intentó recordar—. No.
—Bienes heredados..., posesiones obtenidas por tratos privados..., intercambios en el mercado..., todos son síntomas de buena suerte. —El hombre bajo y moreno hirvió con energía mientras escupía su lista, abriendo y cerrando las manos—. Ese suéter..., hecho de lana..., me parece un artículo de mercado. Seguro..., de mercado. Lo compraste..., ¿sí?
Manuel retrocedió un paso. Ahora empezaba a recordar. El Consejo había sido remodelado desde la Tierra, y tres de sus miembros habían sido degradados, devueltos a la categoría obrera. No se había considerado que fuera un fracaso personal suyo, sino simplemente un reajuste y un reciclado natural de trabajadores en el Consejo, pero todo el mundo sabía que era a causa de que a la Tierra no le gustaba el perfil sociométrico de los satélites jovianos. Ahora, con tres sustitutos aprobados por la Tierra, el Consejo estaba borrando los efectos de las incursiones neocapitalistas. Para suavizar los duros contrastes de suerte y explotación, el Consejo había autorizado a cada ciudadano cualquier posesión que reflejara este pasado error. Y podías pedírselo a cualquiera, a cualquier otro ciudadano.
—Supongo que no quieres ser un poseedor, ¿verdad? —dijo ominosamente el alto.
—¿A qué te refieres? —preguntó Manuel, buscando ganar tiempo.
—Falsa posesión..., aprovecharte de otro..., esclavizarlo con un trabajo contractual..., eso es un poseedor, por supuesto..., y tú pareces ser uno.
—No. Conseguí honestamente este suéter. Conseguí el hilo por los canales habituales y lo tejí yo mismo.
Sabía que podía demostrar esta afirmación porque tenía una entrada de hilo en sus facturas del mes pasado. No había sido para este suéter, pero ellos no tenían forma de saberlo. O probar que no era cierto. «Pero, ¿probárselo a quién?», pensó Manuel, y se dio cuenta de que no había ninguna autoridad a la que pudiera acudir.
—¡Oh! —El alto agitó los pies, y su rostro se endureció—. Hemos oído esto un montón de veces, amigo. Danos...
—No..., espera. —El bajo alzó la mano pidiendo calma. No iba a permitir quedar fuera de aquello. El Consejo les daba el derecho de exigir sólo un artículo por ciudadano—. Llamativo..., que atrae la atención... con brillantes colores..., incluso con un ribete de piel..., parece como un artículo de mercado. Pero puede habérselo hecho él..., y hacerlo llamativo... para que parezca lo contrario.
—¿Intentando tomarnos el pelo?
—Quizás. Esos tipos..., creen que son listos. Espera..., ¿qué es eso?
Manuel no se movió, se limitó a seguir mirándolos. La mano del bajo se adelantó y agarró la hebilla de su cinturón.
—¿Mostrándote amistoso? —preguntó Manuel, sarcástico.
—Mostrándonos como nos corresponde, ciudadano. Esto..., el cinturón..., comprado en el mercado, ¿eh?
Manuel no podía probar que no lo fuera, lo cual, para aquellos dos, era suficiente prueba de que lo era. De hecho, lo había comprado en el mercado negro —el único mercado— cuando había carestía de ropas. Todo el mundo lo había hecho. No podías esperar a que el Comisionado de Provisiones del Control Intersistemas autorizara un nuevo lote de pantalones; te congelabas.
—Supon que digo que no.
—Bien, simplemente lo comprobaremos, ciudadano —dijo el alto, echándose de nuevo el pelo hacia atrás con indolencia, y cambiando el peso de su cuerpo de pie, yendo esta vez a lo práctico.
—El consejo deja que unos mierdas secas como vosotros haraganeéis por ahí, tomando...
—Redistribuyendo..., ése es el hecho..., redistribuyendo.
—No creo que me guste lo que acabas de decir, ciudadano —murmuró el alto, acercándose a él.
La expectación llenó su rostro. Dobló una mano sobre la otra, formando un puño y haciendo crujir sus nudillos. Manuel estaba seguro de que no sabía lo que significaba el insulto, pero el tono dejaba bien clara la intención. Los ojos del bajo empezaron a danzar de un lado para otro. Manuel se tensó cautelosamente y luego sopesó las posibilidades. No eran muy buenas.
Manuel se quitó el cinturón.
—De acuerdo, de acuerdo. —Se lo tendió al bajo—. Ahora, ¿qué me detiene a volver a tomarlo de vosotros, eh?
El alto soltó una risita, y el bajo dijo:
—En principio... puedes. Pero tenemos..., el Consejo dio..., órdenes especiales. Somos designados especiales. Recogemos..., redistribuimos..., penalizamos a los explotadores. Hasta que la envidia..., y la malicia..., hayan desaparecido.
—Soldados de la igualdad, ¿eh? Me alegra que me hayáis advertido. Había pensado que erais simples ladrones.
—Cuidado con lo que dices... —advirtió el alto, amenazadoramente.
Pero el bajo y nervioso alzó de nuevo una mano.
—Estamos trabajando para ti..., ciudadano..., somos tus amigos. Y recuerda que... en el Consejo... no son tímidos.
—¿Qué significa eso?
—Pueden golpear... duramente... y ganar.
Manuel maldijo para sí mismo: «¡Qué gente estúpida!»
—¿Qué has dicho? —quiso saber el alto, y su rostro se ensombreció.
—Ya tenéis vuestro botín..., apartaos de mi camino.
Manuel echó a un lado a los dos y siguió su camino, sin mirar atrás.
Pensó en detenerse, a una manzana de distancia, y gritar hacia atrás, a la plaza de la Rotonda, en español: «¡Me cago en la leche de tu puta madre!» Pero aquél era el tipo de cosa que hubiera hecho un muchacho, y además los hubiera traído a los dos corriendo tras él. En vez de ello, dobló a la derecha y caminó hacia el Café Vasco. Había pensado en ir al Quondon Stande, donde había un ring en medio de un lujuriante jardín y las boxeadoras servían como camareras entre combate y combate. Pero se le habían pasado las ganas; no deseaba ver a unas mujeres dándose de puñetazos y magullándose, hiriéndose y ensangrentándose sus tersas pieles, aunque las heridas fueran curadas o reemplazadas antes de que los clientes se hubieran recuperado de sus resacas.
El Café Vasco era grande y cálido. Los bares siempre tenían las calefacciones demasiado fuertes allí, en un perpetuo rechazo y negativa del perenne frío del exterior. Sólo en Hiruko había visto corredores tan cálidos como una sala de estar de Sidón; aquí se podría ahorrar mucha energía. La gente acudía para un turno rotativo de dos años, y nunca sentía la mordedura del auténtico mundo de fuera, nunca abandonaba su bolsa de humanidad.
Pasó por entre las atestadas mesas, a través del ilusorio humo, y salió al extenso mirador. Se estaba más fresco ahí fuera, incluso tolerable si se quitaba la chaqueta. Le gustaba más aquel lugar, bajo los aromáticos eucaliptos que siempre soltaban corteza y hojas. Eligió una mesa pequeña cerca de la estatua de Romérez, una enorme figura blandiendo perpetuamente un pico para el hielo y un mapa. El rostro estaba sumido en concentración, mirando hacia delante como si intentara ver hasta lo más profundo de uno de los artefactos alienígenas que Romérez había desenterrado y disecado y catalogado pero cuyo sentido nunca había conseguido llegar a imaginar.
Pidió una infusión y contempló los grandes rayos de luz amarilla extraer motas de polvo del fragante suelo más allá del mirador. Una invisible luz procedente del cielo arrojaba rayos solares, reflejados de Júpiter, a lo largo de los pozos de ventilación, desde donde se dispersaban entre tumultos de verdor. Le gustaba aquel jardín; tenía jacarandás y árboles de jade y un aire seco e inmóvil. Los jardines se sucedían cada tercio de kilómetro en cualquier dirección, manteniendo el aire limpio, cada uno reflejando la vegetación de un lugar distinto de la vieja Tierra. Contempló la luz cambiar y enrojecer en las altas y fibrosas ramas de los eucaliptos a medida que el sol se acercaba al borde del planeta, reflejándose de las moteadas nubes rosas. Pensó en tomar uno de los libros de vacío lomo del interior y llenarlo con uno de los cartuchos de manuales de comercio que debería estar estudiando. Como todo en el café, eran gratuitos. Allá en Sidón se había gastado toda su paga en horas de un libro interactivo —te ahorraban tiempo de estudio y eran más divertidos—, pero por el momento prefería sentarse y oler la fragante brisa que brotaba del luminoso jardín y arrastraba lejos el zumbido del café a sus espaldas.
Una puerta se abrió a su derecha y salió alguien. Se volvió, esperanzado, pero era un hombre, y peor aún, alguien a quien conocía.
—Ah, sabía que estabas por aquí. —Era Ortiz Gutiérrez, y respiraba pesadamente a través de un colgante bigote. Llevaba una capa que parecía de terciopelo pero que Manuel sabía que estaba hecha de una fibra de vello desarrollada en los hidropónicos. El terciopelo estaba cruzado por franjas escarlatas en un dibujo erótico español que Manuel reconoció de un popular espectáculo de la Tierra—. ¿Puedo sentarme mientras esperas? —preguntó Gutiérrez, acomodándose con un floreo de la capa que levantó una ligera brisa, trayendo hasta Manuel un asomo del olor corporal del hombre. Parte de él era colonia, y parte no.
—¿Cómo sabe que estoy esperando?
—Eres un hombre de hábitos, Manuel. No creas que pasas totalmente desapercibido, muchacho.
—Esperaba que sí.
Gutiérrez no captó el significado de las palabras de Manuel, porque estaba volviéndose a la izquierda y luego a la derecha, haciendo señas al camarero.
—¿Tomarás una copa conmigo?
Manuel ya casi había terminado su infusión helada. Vio que lo mejor era tomar otra y luego marcharse de algún modo de allí. Había aprendido que en aquel lugar nunca se rechazaba una invitación. Con las fiestas era fácil: siempre decías que te encantaría ir, y luego podías excusarte, siempre podía surgir algo que hacía imposible tu asistencia. En un encuentro casual como aquél, sin embargo, no era fácil la escapatoria.
—Por supuesto.
El camarero se acercó, y Gutiérrez pidió una copa de ponche de vino. Gutiérrez se volvió hacia Manuel, que pidió otra infusión. Entonces Gutiérrez dijo:
—No, no. Que sea un ron adopolc.
—Un ron adopolc, de acuerdo.
El camarero se alejó. Gutiérrez observó al cabo de un momento que Manuel no llevaba cinturón. Eso requería una explicación, que Manuel se alegró a medias de proporcionar, porque le daba algo de lo que hablar y también porque seguía sin comprender todo el asunto. Cuando hubo terminado, Gutiérrez dijo:
—Así que simplemente no estabas preparado. ¿No prestas atención al Consejo?
—No entiendo.
—Bueno, si quieres que te desnuden por la calle...
—Dijeron no esenciales. No pueden...
—Haz que se pongan serios, y no me atrevería a decir hasta dónde pueden llegar. Un consejo de experto. —Se palmeó la punta de la nariz con el índice.
—¿Por qué la Tierra no mantiene sus chingadas narices fuera de aquí?
—Bueno, no puede. Es algo que se halla implícito en la dinámica de la sociedad. La Tierra es completamente socialista. La Tierra se comprende científicamente a sí misma..., la primera sociedad que lo consigue. Déjame decirte cómo debes mirar esas cosas, Manuel.
Manuel miró por encima del ovalado jardín con sus grupos de esbeltos árboles y su arenoso suelo compactado. Había acudido allí para contemplar la luz, había pensado en ello todo el día. Era algo que tenías que mirar atentamente. El eclipse del sol por Júpiter había llegado, trayendo consigo resplandores ambarinos, y se había perdido el cambio. Gutiérrez siguió hablando:
—Cada civilización, hasta ahora, ha evolucionado debido a sus contradicciones internas..., conflictos interiores que han forzado el cambio. El capitalismo actuó por contradicción para producir el socialismo..., era inevitable.
—Hummm. —Estaba contemplando la luz.
—Los marxistas creyeron que, bajo el socialismo, terminarían la alienación y la lucha de clases. Ignoraban el hecho de que el modelo dialéctico del cambio nunca predijo un fin de las contradicciones, o de la evolución. El socialismo requiere una burocracia, y eso significa una clase administrativa. Los administradores se enfrentaron a un problema que el marxismo nunca discutió: lo bien que trabaja el socialismo frente al capitalismo. ¿Cuál es el bien de ser exactamente igual a todos los demás, si eso significa que tienes que ser pobre? El último siglo nos enseñó, o mejor dicho, le enseñó a la Tierra, que el socialismo es menos eficiente que el capitalismo en la producción de bienes.
—Hummm.
—Así que para impedir que el socialismo se hundiera en el lodo, los burócratas tenían que promover la expansión..., fuera del planeta, al sistema. Pero el socialismo es una necesidad histórica que surge cuando alcanzas una cierta densidad de población. Una vez la gente se dispersa... —Abrió las manos—. La densidad de población en los nuevos mundos es baja, por supuesto. La dinámica de la economía los empuja a adoptar medidas individualistas, capitalistas. Deben hacerlo, para sobrevivir y prosperar en lugares duros. Así que la contradicción interna del socialismo es que debe expandirse para hacer frente a sus propias ineficiencias. La expansión, sin embargo, produce capitalismo en las fronteras. Tu Asentamiento es en realidad una pequeña unidad capitalista comunal. Interactúa con la Tierra a través de un mercado, no mediante edictos.
Llegó el camarero, y Manuel tomó ansiosamente su copa. Aquello era peor de lo que había pensado que sería. El camarero depositó el ron, y Gutiérrez le corrigió.
—No era ron adopolc para mí —dijo amable pero severamente—. Yo quería ponche de vino.
—Está bien —dijo Manuel—. Yo tomaré ese ron. Yo lo pagaré. Tráigale lo que pida, por favor.
—Lo que había pedido —corrigió Gutiérrez.
El camarero regresó rápidamente con el ponche de vino. Permanecieron sentados en silencio, uno bebiendo la fría, broncínea, finamente texturada infusión, con su aroma a malta y su regusto dulzón y fermentado; el otro alzó la copa caliente y bebió la mitad de un largo trago, haciendo oscilar su nuez de Adán. Manuel esperó que no hubiera mucho más de teoría social..., todo aquello sonaba como mera charla terrestre. Sabía que Gutiérrez era influyente, y resultaba desconcertante que el hombre prestara atención a un petro-trabajador de un oscuro Asentamiento. Estaba el asunto del Alef, pero Manuel se negaba a hablar de eso, y esperaba que todo el mundo lo hubiera olvidado ya.
—Y ahí reside la auténtica comedia —prosiguió Gutiérrez, recogiendo el hilo como si no se hubiera producido ninguna interrupción—. ¿Entiendes? Los marxistas siempre supusieron que el siguiente paso completaría el ciclo de contradicción y cambio. ¡Es tan divertido! Puesto que no podían imaginar ningún otro cambio más allá del socialismo, supusieron, sin pensar, que no habría ninguno. No se dieron cuenta de que el modelo dialéctico no predice una Revolución Final. Desde una perspectiva materialista, nunca hay necesidad de una Revolución Final. Hay en cambio un equilibrio entre las dos formas. Así que ahí tenemos a la humanidad, con un refinado y humanitario socialismo, en el viejo y atestado núcleo. Y el capitalismo brotando como mala hierba en los bordes.
—Así que, para arreglar eso, los punks me paran por la calle.
—¡No si tú te anticipas a ellos! —Gutiérrez dio un barrido de medio arco con su capa, sonriendo y mostrando unos dientes blancos y regulares—. Esto lo hice yo, totalmente. La única ropa de mercado que llevo es la ropa interior. —Rió alegremente—. Tienes que aprender a nadar con la corriente, Manuel.
En aquel momento un hombre flaco, de piel oscura y pómulos angulosos, pasó por la acera de abajo. Iba con otros dos hombres parecidos a él. Todos llevaban ropas sueltas de color verde oscuro, de un tipo que Manuel nunca había visto antes. El hombre alzó la vista hacia el mirador y su mesa, y entonces saludó con la mano, alzando a medias el brazo. Luego volvió a apartar la vista, y los tres siguieron su camino.
—¿Viste como me lo quité de encima? —preguntó Gutiérrez—. ¿Lo viste?
—No. ¿A quién se quitó de encima?
—A ése de ahí, ese nuevo terrestre. Piet Arnold. —Se echó a reír—. Lo humillé.
—Le vi saludar.
—¡Sí! Y yo le miré, así que sabe que le vi...
—Y luego apartó la vista. Sin saludar de nuevo.
—Sí. Así que te diste cuenta.
—¿Por qué lo humilló? —Manuel empezó con el ron.
—Vaya, vosotros los tipos de los Asentamientos bebéis mucho.
—A veces. Cuando las cosas son más difíciles de lo habitual. ¿Por qué lo humilló?
—Procede de una facción política, los codonzenitas..., se oponen a la existencia misma de los hombres en Ganímedes.
—¿Por qué?
—Los artefactos. Desean preservar todo mundo donde exista algún artefacto, para mantenerlo intacto e inmaculado hasta que el artefacto sea completamente comprendido.
—Hum. Suena a locura. ¿Así que los ignora porque no está de acuerdo con ellos?
—Sólo si el tipo es de una estatura comparable a la mía.
—¿Estatura?
—Sí. ¿De qué sirve humillar a alguien a quien ni siquiera conoces? El hecho pasa desapercibido.
—Entiendo. Tiene que conocerle primero.
—Por supuesto. Y, por cierto, no te limitas a ignorarlo. Te niegas deliberadamente a reconocerlo.
—Una importante diferencia. Así que le conoce.
—Le conocí ayer en una recepción oficial. Se halla a cargo de un equipo de la Tierra. Han venido aquí para unirse a los que estudian ese artefacto, el que tú...
—Entiendo. Un hombre importante.
Gutiérrez exhibió de nuevo los brillantes dientes blancos y bebió. Su bigote goteó ponche de vino.
—Sólo empleo mi tiempo con gente importante.
—Entonces, ¿por qué está bebiendo conmigo?
Parpadeó.
—Tú eres más conocido de lo que crees. Al fin y al cabo, lo estás haciendo bien en las petrofacts. Ahora que hemos perdido nuestra supremacía sobre los asteroides en lo que a comida se refiere, es doblemente importante mecanizarnos, elaborar nuestros propios lubricantes. Elegiste un buen campo.
—Yo no lo elegí. Tuve que venir aquí a toda prisa. Había un trabajo. Lo tomé.
—Bien, por la razón que fuera. Por supuesto, es posible que no hubiera reparado en ti de no haber sido por tu anterior hazaña, la...
—Es agradable ser reconocido por una persona como usted, señor Gutiérrez. Después de todo, ni siquiera soy miembro de la lumpen intelligentsia. Hummm... —Manuel se contempló ostensiblemente las uñas—. Se está haciendo tarde. Será mejor que vaya a ver si ha pasado algo.
—Siempre te encuentras con ella aquí, ¿no? Os he visto camino de mi casa.
—Creía que no tenía usted una casa. La gente de su sección votó convertir sus apartamentos...
—Unidades de vivienda.
—De acuerdo, unidades de vivienda..., hacerlas comunales. Así que no tiene usted una casa. Cambia cada día.
Manuel había calculado bien. Había derivado la conversación lejos del Alef sin mostrarse descortés —le había tomado bastante tiempo aprender a hacerlo, en los primeros años—, y luego lejos de a quién estaba esperando, y ahora la había centrado en algo de lo que a Gutiérrez le gustaba hablar. Si dejaba al hombre hablar unos cuantos minutos, Gutiérrez olvidaría todos los anteriores temas y luego Manuel podría mirar de nuevo su reloj y marcharse sin problemas.
—Sigo aferrado a la misma media docena de unidades de vivienda, por pura conveniencia..., las que están cerca de la esclusa contienen mis ropas y todo lo demás. Entiende, no estoy en contra de la idea. Es una forma maravillosa de romper con los instintos territoriales. A su debido tiempo, esos instintos se verán transferidos de la propiedad individual a la comunidad de Hiruko como un conjunto. Al igual que habían hecho en la Tierra. Incluso estamos haciendo progresos en conseguir la participación de las familias.
—¿Por qué molestarse con eso?
—Porque tenemos que empezar a desarrollar formas de criar niños que no dependan de la familia. Porque la familia en los tiempos modernos se halla arraigada en el amor romántico.
—¿De veras? —Unos minutos más, y podría irse. La inclinada luz entre los jacarandás había disminuido ahora a un rojizo resplandor como ascuas a medida que llegaba el eclipse. Había estado observando los sutiles cambios, gozando de ellos pese a la charla.
—Ahora resulta fácil de ver, con perspectiva histórica, que el énfasis en el amor romántico llegó de buscar un refugio para la psique..., un abrigo contra las tensiones de la competencia bajo el capitalismo. Y los capitalistas sabían esto..., si no conscientemente, al menos por astuta suposición. Para desviar la atención de las injusticias del capitalismo, ¿qué mejor que centrar a todo el mundo en sus problemas internos? Definiéndote a ti mismo por tus relaciones con otra persona. Envuelto en el «amor», olvidas tu lugar en la pirámide del capital. Y si el amor romántico palidece, siempre queda el torrente de las diversiones..., distracciones chillonas, otro indicador del pasado. Pero retira la competencia, introduce el socialismo, y repentinamente —abrió las manos, sonriente, confiado— descubres que ves las mujeres tal como son. Como entidades económicas y políticas, sin una falsa aura.
Una voz suave pero decidida dijo:
—La falsedad está en el ojo de quien mira.
Gutiérrez dio un respingo, sobresaltado. Belinda estaba de pie a su lado, sus carnosos labios curvados en una sonrisa irónica.
—Por favor, no me interprete mal. No pretendía...
Belinda sonrió, perdonando y despidiendo al hombre en una sola mirada, su negro pelo cayendo en cascada sobre sus hombros. Dejó bien claro que no había escuchado el resto de la explicación de Gutiérrez, y en vez de ello rodeó la mesa y apoyó una mano en el hombro de Manuel. Éste vio una pequeña línea de preocupación entre sus ojos, pero la ignoró. Estaba lleno de alivio ante el hecho de que ella estaba allí y podían marcharse. Empezó una frase que les permitiría irse, pero ella le interrumpió:
—Llego tarde porque había una llamada para ti. A través de mi. De tu madre.
—¿Qué? Te lo dije, no quiero oír nada de...
—Ella lo sabe. Hablé con ella, oí cosas en su voz...
—No quiero discutir esto aquí.
Se puso en pie, derribando la silla a sus espaldas. «Es como las otras —pensó—. Hablando, parloteando de todas estas cosas, delante de todo el mundo, en cualquier lugar...»
—¡No! ¡Escucha! No fue como las demás llamadas que hizo. Éso terminó hace años. Ella...
El rostro de Manuel ardía de rabia.
—¡No! —Empezó a alejarse.
—¡Manuel! Me llamó a mí porque sabía que tú le colgarías. Tenía que comunicarte que... tu padre ha muerto.
Quinta Parte: VUELTA A CASA
1
Manuel observó la estación ferroviaria. Sintió un eco de medio olvidadas emociones mientras contemplaba la multitud que aguardaba los brillantes convoyes, recordando la única otra vez que había estado allí, al llegar a Hiruko, seis años antes, con sólo una mochila a la espalda, silencioso e intenso, ardiendo de rabia y desafío. Entonces, la piedra pulida al láser le había parecido alejarse hasta el infinito, mucho más alta que cualquier edificio que jamás hubiera visto, más alta incluso que un agrodomo. Motas de polvo de considerable tamaño habían flotado altas entre vitreos puntales, atrapando los ambarinos rayos de luz que se refractaban por entre las serenas columnas. El denso aire se había acumulado en su pecho como fino y cálido vellón, el primer signo tangible de la opulencia de Hiruko. Las damas subían ágiles las escaleras en sus vestidos a la moda, los hombres iban recién afeitados y eran delgados y ágiles..., todos le habían parecido exóticos, comparados con las pesadas figuras envueltas en sus parkas que estaba acostumbrado a ver en Sidón. Aquí nadie llevaba kilos extra de grasa en la cintura o en los hombros, como protección contra el frío o el agotamiento. Aquí una chaqueta o un chaquetón estaban confeccionados para la vista, no para el metabolismo.
Había abandonado reluctante la estación, admirado todavía por su majestad. Las multitudes le fastidiaban, y había pasado horas en los interminables pasadizos y corredores interconectados, avergonzado de llamar a una puerta y pedir direcciones. Al principio confundió los inverosímilmente anchos bulevares y avenidas con zonas de reunión temporalmente vacías puesto que malgastaban tanto espacio. A cada intersección importante, elegantes y periódicamente espaciados romboides cristalinos se alzaban sobre la multitud que iba de un lado para otro; había necesitado otra hora para darse cuenta que aquéllas eran las interfaces de ordenador que estaba buscando. Su grandeza parecía extravagante, y había dudado de pedir el display de un mapa. Sólo después de hallar al Coordinador de Trabajo y conocer su disponibilidad se había sentido lo bastante relajado como para detenerse y pedir tímidamente una bebida y luego un tazón de sopa en uno de los cafés al lado de la acera. Luego, una vez alimentado, había intentado pagar, y recibido una carcajada como respuesta. Aún sentía el hormigueo de la impotencia del jovencito con la lengua trabada por la rabia que había sido. Todo aquello parecía tan lejano ahora.
—Sigo creyendo que hubieras debido decirle algo más a tu madre —murmuró Belinda, cortando sus recuerdos.
—Le dije que volvía a Sidón. Eso es lo que ella había pedido, ¿no?
—Parecía tan alterada.
—No fue una cosa agradable.
—No. ¿Tenías que pedir esas fotos de la investigación?
Hizo una mueca.
—Sí. Tenía que saber.
—¿Saber que murió dolorosamente? ¿Que un temblor de hielo lo atrapó frente a ese rayo láser? ¿Verle desgarrado y abierto de aquel modo?
—Es algo que un hijo tiene que hacer.
—Un hijo que... —y se mordió las palabras. Sabía muy bien que ella había estado a punto de decir: «¿Un hijo que no le ha hablado a su padre en seis años? ¿Un hijo que rechazó todas sus llamadas, todas sus cartas? ¿Que echó a un lado a los amigos de Sidón que casualmente se dejaron caer por aquí e intentaron suscitar el tema?»
—De acuerdo. Ahora ya todo ha terminado. Había algo entre nosotros. Ahora ha desaparecido. Cuando está muerto lo tratas como el padre que te trajo al mundo. No dejas que el último problema que hayáis tenido interfiera.
—Entiendo —dijo suavemente ella.
Un tren entró chirriando en la estación, haciendo resonar los rieles. Los propulsores electromagnéticos lo atraparon, sorbieron su impulso, y almacenaron la energía. Los porteros gruñeron, haciendo saltar el hielo que enmarcaba las puertas, rompiendo la brillante envoltura, liberando a los pasajeros. El resto se fundiría por sí mismo antes de que el tren partiera de nuevo.
—Entonces, ¿le perdonas?
Él la miró con una completa incomprensión. Ella era la única persona que había hablado nunca con él sobre aquello. Sabía que era algo que formaba parte del lazo que los unía. Y descubrir de pronto que ella comprendía tan poco...
—No había nada que perdonar. Yo no le hice nada malo a él, él no me hizo nada malo a mí.
Ella frunció el ceño. Su piel, bajo la filtrada y acuosa luz, seguía teniendo para él una cualidad mágica. Apoyó ambas manos en su rostro, envolviéndolo, enterrando los dedos en el brillante pelo negro. Su boca de henchidos labios, nunca lejos de una sonrisa, registraba inseguridad.
Manuel dijo:
—Estábamos en desacuerdo. El... no podía verlo como yo lo veía. Yo tampoco podía verlo como lo veía él. Así que lo mejor para los dos fue que mantuviéramos nuestras distancias.
«Extraño —pensó—, ser capaz de expresarlo ahora tan fríamente. El Manuel que llegó a esta estación furioso y con los ojos muy abiertos, nunca hubiera dicho esto».
—Yo..., ¿estás seguro de que no quieres que vaya contigo?
—No. Mi madre... Cada cosa a su tiempo.
—Tendré que hacerlo, algún día.
—Esto primero. Cuando haya arreglado las cosas...
—De acuerdo. Adiós.
Le besó fervientemente y luego le dejó marchar, retrocedió, le soltó. Él le sonrió, sintiendo un breve regreso de su antigua y torpe pubertad, un azaramiento ante las cosas íntimas hechas públicas. Luego los porteros ladraron la llamada de partida y subió. El esbelto vagón de pasajeros estaba casi lleno. Guardó su bolsa y encontró un asiento y saludó con la mano a Belinda, que permanecía de pie en el andén con un aspecto extrañamente solitario y vulnerable. Sólo entonces se dio cuenta de que al otro lado del vagón se sentaban los tres terrestres que había visto el día antes en el mirador.
Salieron de la estación de Hiruko con un rápido impulso, y luego un letárgico resonar de blandos acoplamientos viajando hacia atrás entre los vagones. Los pulsores retumbaron, transmitiéndoles velocidad con profundos y largos impulsos. Las plataformas de carga pasaron por su lado; patios abiertos; malecones a medio construir; pilas de cubos de níquel con los emblemas de McKenzie estampados en sus grises caras; inmensos circuitos acumuladores de pulsos preparados para la nueva lanzadera que enviaría la carga directamente a la órbita; campos de antenas parabólicas; la cuchillada de una mina a cielo abierto. La extensa y desordenada petrofactoría se alzó, gravitó sobre ellos y desapareció; Manuel captó en un atisbo el amarillo neón de su torre, responsable de los lubricantes para altas temperaturas elaborados directamente a partir de los hielos de Ganímedes. Luego dejaron atrás los últimos y confusos arrabales de Hiruko, y frente a ellos los rieles trazaron una amplia curva. Manuel contempló cómo la cabeza del tren desaparecía en ella, arrastrando toda su longitud tras de sí como una foto que recordaba de una serpiente —un animal que no había visto nunca, ni siquiera en el zoo de Hiruko, y que consideraba casi mítico, como el unicornio— agitándose suavemente en la distancia.
Su velocidad aumentó con una resonante energía mientras descendían de la montaña de Hiruko y cruzaban una desierta llanura donde se hallaban aparcadas las naves orbitales robots al extremo de las largas líneas púrpuras de lanzamiento. Ascendieron por entre las arrugadas colinas, y asustaron a una manada de fámulos..., las nuevas bioformas que había diseñado Central para ayudar a mantener a raya la sorprendente profusión de comerrocas mutados. Los fámulos estaban hociqueando en las traviesas de los raíles, olisqueando y escarbando, y el tren llegó hasta ellos casi silenciosamente en el tenue aire. Convirtió a los más lentos en imprecisas manchas sobre los peñascos más cercanos, donde aterrizaron, y envió al resto en un graznante frenesí por los barrancos, pateando inútilmente en su pánico. Manuel se preguntó por qué Central siempre producía unos animales tan estúpidos y repelentes, y decidió que era porque consideraba aquellas cosas desventuradas como algo provisional, que pronto sería reemplazado por otros procesadores químicos animados.
Los puños electromagnéticos los recogieron y los lanzaron con un impaciente snick-snick-snick, entre paredes gemelas de abrumador e impenetrable vacío. El cielo empezó a acumularse en las esquinas de las grandes ventanillas. Manuel pulsó con el botón el interruptor de la fina red de calefactores incrustados en el cristal y la escarcha desapareció. Contempló el silencioso paisaje que se desplegaba al otro lado, observando automáticamente en busca de algún movimiento inesperado, alguna señal del reciente paso de algo enorme y excavador, haciéndolo mientras su mente permanecía en blanco y se preparaba para los días que le esperaban. Lentamente, una presión, desapercibida hasta entonces, empezó a aflojarse en él.
Una voz suave dijo:
—¿Conoce usted esta zona?
Alzó la vista hacia el terrestre que había hablado.
—Un poco.
—Me llamo Piet Arnold. ¿Puedo suponer que es usted de Sidón?
—Era.
—Yo soy de la Tierra.
—Lo sé.
—¿Tan evidente resulta?
—Sus ropas.
—Las compré, pensando... Oh, son demasiado opulentos ahí fuera, ¿no es así?
—Quizá. ¿Qué es esa tela de los pantalones?
—Pana.
—Nunca la había visto antes.
—Lo siento. Mis amigos —hizo un gesto con la mano para incluir a trece de ellos, todos idénticamente vestidos, sentados a un lado del vagón, los ojos fijos en Manuel— se hallan aquí bajo mi guía. Me equivoqué al seleccionar, ahora me doy cuenta. No queremos situarnos aparte de ustedes que viven aquí. Hubiera sido más considerado pedir ropas en Hiruko y desechar nuestros...
—No, mire, a mí no me importa.
—Esperamos la cooperación voluntaria de la gente de Sidón.
—La obtendrán.
—Estamos aquí para estudiar el artefacto.
Manuel mantuvo el rostro inexpresivo.
—Hummm.
—El Alef. ¿Sabe usted mucho de él?
—Entonces van a ir directamente al lugar, no a Sidón.
—Sí. La investigación preliminar ya ha sido efectuada. Hemos estudiado cuidadosamente los orificios y despliegues de la estructura.
—¿Despliegues?
—Sí. ¿No sigue usted los informes? Se han producido varios. —Piet hablaba con una suave cadencia tranquilizadora. Estudió a Manuel, sin dejarse distraer por los movimientos del vagón o el paisaje que cruzaba al otro lado de la ventanilla.
—No he tenido mucho tiempo.
—Debería tomarse la molestia. El artefacto que hasta hace poco aún estaba dotado de movimiento es quizás el descubrimiento más importante de nuestro tiempo.
—Hummm.
—Debemos saber más de él.
—¿Cuánto necesitan saber?
—Uno nunca puede llegar a saber demasiado.
Manuel se agitó. Buscó algo que aligerara la conversación.
—Como el sexo, ¿no?
El rostro de Piet se mantuvo inexpresivo.
—¿Qué quiere decir?
—Como dice un amigo mío, sólo demasiado es suficiente.
—Oh. Entiendo.
Una tenue sonrisa sin alegría cruzó el aún solemne rostro de Piet y, una vez hecho el gesto, desapareció bruscamente, como algo que se colapsara.
Manuel vio que había ofendido al hombre.
—Así que están ustedes aquí para estudiar —dijo llanamente.
—Sí. Estudiar sin dañar. Preparamos esta expedición con un gran coste financiero. En la Tierra no podemos permitirnos muchas exploraciones como ésta, se lo aseguro.
—Supongo que no es como en los días de gloria.
—¿Días de gloria?
—Cuando la Tierra podía gastar mucho de todo. Ya sabe..., los americanos y los rusos y los chinos y todos extendiéndose por ahí, midiéndolo todo. Unos tiempos ricos para ustedes.
—Ah. —El rostro de Piet se volvió pétreo—. La cultura altoburguesa.
—Sí, supongo.
—Una época desgraciada. Sin raíces, con la falsa conciencia del difunto capitalismo...
—Creí que había sido bastante bueno para ustedes. Las películas...
—Se lo aseguro, no lamentamos la pérdida de esos tiempos. Del mismo modo que nadie envidia los excesos de las cortes de la Europa monárquica, o las saturnales de Roma.
Manuel no conocía lo suficiente la historia de la Tierra como para saber de qué estaba hablando el hombre. Frunció el ceño.
—Hummm. Ustedes, esto, ¿van a estar mucho tiempo aquí?
Manuel miró a su alrededor en el vagón, pero no había asientos vacíos. No recordaba a Piet cambiándose de lugar y sentándose frente a él cuando él ocupó su sitio, pero quizás el hombre se había cambiado mientras él miraba por la ventana.
—Quizá para el resto de nuestras vidas.
—¿Qué? ¿Cómo es eso?
—El regreso resulta caro. Podemos transmitir lo que descubramos. Las muestras, cuando nos atrevamos a tomar algunas, pueden ser embarcadas. No hay necesidad de que nosotros regresemos a la Tierra. Podemos quedarnos aquí, emprender investigaciones a largo plazo.
—¿No volver nunca a casa?
Piet sonrió débilmente.
—Éste es el precio que un científico debe pagar.
—Hummm. —Manuel no tenía ni idea de qué decir a continuación. Era la peor suerte del mundo la que lo había llevado a aquella situación. Si tenía que pasar las horas del viaje hablando...
Una expresión cruzó el rostro de Piet. El hombre sonrió de nuevo y dijo suavemente:
—Debe disculparme. Todavía no nos hemos ajustado a los esquemas de tiempo de aquí. Estoy cansado, necesito reposar unos momentos.
Manuel asintió. Piet cruzó las manos, cerró los ojos, e inmediatamente adoptó una expresión profundamente relajada, mientras desaparecían todas las arrugas de su rostro. Los demás terrestres se reclinaron también en sus asientos, sus rostros se volvieron fláccidos, y en un momento su silencio aisló a Manuel en una isla de calma. Decidió que tenían implantada alguna especie de orden que Piet había activado. Había oído hablar de tales cosas: formas económicas de prolongar los recursos alimenticios en tiempos de hambruna..., una necesidad común allá en la Tierra.
Se sintió aliviado de verse libre de la conversación. No se le ocurrió que quizá Piet había visto aquello, y se había retirado. El paisaje al otro lado de la ventanilla atrajo su atención mientras los pulsores actuaban regularmente con un sordo tump, manteniendo su velocidad. Pensó en lo que le esperaba. Sus pensamientos eran tan erráticos como las extensiones desérticas de ahí fuera, reacios a enfocarse, y fue por eso por lo que no se dio cuenta del primer bamboleo lateral del vagón. El segundo se produjo bruscamente, forzando de tal modo los acoplamientos que chirriaron y la gente se agitó, entre exclamaciones. Manuel sintió que una fuerza lo empujaba fuertemente contra el brazo de su asiento. Alzó bruscamente la cabeza, en busca de una causa, y sus ojos se cruzaron por un instante con los azules e inmóviles de Piet Arnold. Luego el grande golpeó.
El impacto le llegó primero a través de sus botas y luego lo arrojó al pasillo, contra una hilera de asientos. Sintió que el vagón se inclinaba más aún. El aire estaba lleno de cosas volando y de un fuerte y prolongado ruido rechinante.
Se sujetó al respaldo del asiento que tenía más próximo. Alguien golpeó contra él, y cayó. Gritos, exclamaciones. Una señal de alarma, aguda e intermitente, llegó hasta sus oídos, y luego se cortó bruscamente. El vagón se estremeció, giró sobre su eje, rebotó..., y se inmovilizó con un fuerte chirrido.
Manuel se puso en pie. Descubrió que estaba apoyado en uno de los terrestres. Se apartó, encontró un lugar entre la mezcolanza de gente que gritaba y forcejeaba para ponerse en pie, con ropas y equipajes dispersos por entre ellos. Ignoró el ruido y escuchó. Ningún silbido de aire escapando, ningún descenso de la presión. Se produjo otro temblor, haciendo que algunas personas cayeran de nuevo. Una mujer chilló. Manuel se sujetó a un asiento y aguardó. Otro, apenas apreciable. Luego nada.
—¡Hey! ¡Tranquilos! —gritó. Lo hizo de nuevo, y los de la parte de atrás respondieron a su grito—. Alguien de ahí atrás, que coja el teléfono interior.
Una serie de rostros pálidos se volvieron hacia él, pero nadie hizo nada.
—¡Usted! —Señaló a un hombre alto al otro extremo del vagón—. Coja el teléfono.
El hombre lo hizo. Miró a Manuel.
—¿Funciona? —preguntó Manuel. El hombre asintió—. Aguarde a que le respondan del vagón de cabeza. Ellos nos dirán cuál es la situación. El resto de ustedes, cállense.
Se necesitó largo tiempo para averiguarlo. Los terrestres ayudaron a entablillar el brazo roto de una mujer, y todos aguardaron tensamente. Las luces seguían funcionando, pero no llegaba aire de los renovadores. Cuando supieron lo ocurrido, resultó ser lo que Manuel había sospechado: los temblores del suelo habían medio sacado dos vagones de carga de las vías. Nadie había resultado gravemente herido en los dos vagones de pasajeros. Para conseguir que el tren siguiera su marcha tendrían que acabar de sacar los dos vagones de carga de las vías.
Algo estaba bloqueando la alimentación de aire. La calefacción también estaba disminuyendo. Hasta que consiguieran volver a alinear los vagones con las vías, iba a ser difícil de decir si el problema era serio.
Nadie dijo nada acerca de esperar ayuda. Pasarían horas antes de que pudieran llegar algunos orugas de Hiruko. Si se había producido alguna avería en los sistemas de apoyo vital, era mejor seguir avanzando, aunque fuera a velocidad reducida, hacia Sidón.
Tampoco hubo ninguna pregunta acerca de quién se encargaría del trabajo. El capitán del tren recorrió los dos vagones de pasajeros, eligiendo a la gente al azar. Una de las mujeres elegidas estaba casada, y su marido se levantó de un salto, furioso, protestando. Así que el capitán dejó que él ocupara su puesto. Aparte de esto, no hubo ningún problema. Iba a necesitarse a la mayoría de los pasajeros para hacer el trabajo, y todo el mundo sabía que el tiempo podía ser importante.
Manuel tuvo problemas para hallar un traje de emergencia que le encajara. Fue de los últimos en dirigirse a la esclusa. Descendió torpemente por el terraplén de grava, moviéndose con dificultad en los no familiares amplificadores de potencia del traje. Cinco vagones más adelante, el terraplén se había deslizado y cedido. Manuel lo estudió, intentando ver lo que había ocurrido. Miró hacia el fondo del valle que atravesaba el magnetorraíl. Había formaciones de hielo y rocas dispersas por toda la llanura. Las laderas de las bajas colinas se veían hendidas y cuarteadas por las dislocaciones.
—¿Qué ha causado todo esto? ¿Es algo típico?
Manuel se volvió para descubrir a Piet Arnold de pie cerca, con expresión incierta.
—No lo sé. Pero no debería estar usted ahí fuera. No sabe cómo trabajar en esta gravedad.
—Haremos nuestra parte —dijo simplemente Piet.
Manuel vio a otros seis terrestres moviéndose torpemente en el equipo de trabajo.
—Malditos estúpidos —dijo hoscamente, pero con cierto respeto.
Los dos vagones de carga estaban a un centenar de metros más adelante. El terraplén había cedido debajo de ellos. El desmoronamiento no era lo bastante malo como para cortar permanentemente los campos superconductores; Manuel pudo ver el aura magnética avanzar firme y segura. El recto y rojizo halo mantenía a los vagones de carga en mitad del aire sobre el derrumbado terraplén gris.
—Los campos debieron sufrir una buena sacudida cuando se produjo ese temblor —dijo una voz por el comunicador—. Soltó los vagones por un segundo, luego volvió a aferrarlos.
Los vagones de carga parecían extraños, flotando allí, atrapados en el acto de caer fuera de la depresión magnética que sujetaba el tren. Colgaban sobre la ladera en ángulos de apariencia imposible, congelados sobre las cabezas de los hombres y mujeres que se habían puesto a trabajar. A la pálida luz el grupo de trabajo empezó a palear grava y modeló apoyos para la red superconductora que se extendía a lo largo del lecho del magnetorraíl.
—¿Cómo vamos a liberarlos? —preguntó Piet.
—Hay que hacer pulsar de nuevo los campos —dijo Manuel, tomando una palada del montón—. Debilitarlos hasta que dejen caer los vagones.
—¿Por qué hacemos esto, entonces?
—Hay que realinear un poco la base. Cuando el campo se hunde en un punto determinado, envía una tensión a todo lo largo de la línea. Tendremos que soportar mecánicamente esta parte del tren durante dos, tres segundos.
Piet asintió y fue a explicárselo a sus hombres y mujeres. El capitán estaba dando órdenes, diciéndole a la gente dónde cavar y cómo situar las barras de acero en su lugar en el deslizante e inestable terraplén. Manuel empezó a palear, feliz de tener algo que hacer, notando que los músculos de su espalda empezaban a tensarse y a dolerle. Trabajar en la petrofactoría lo había ablandado un poco. Empezó a sudar copiosamente. Trabajaba con ahínco, olvidándolo todo, amontonando las piedras con un ritmo firme y elástico. Su aliento rugía y resonaba en el estrecho casco. A su alrededor, las traviesas y la abierta base de roca empezaban a tomar forma. Los ingenieros trabajaban asegurándose de que las fuerzas y tensiones fueran las correctas, de que los ángulos y vectores estuvieran alineados. Prefirió dejar a ellos la planificación, limitándose a cavar allá donde le decían y no pensar en nada excepto en evitar resbalar por el suelto terraplén. Algunos de los terrestres trabajaban a su lado, pero apenas les prestaba atención, ni siquiera hablaba excepto para responder a las órdenes.
Transcurrió una hora. Luego otra. El equipo de mantenimiento no pudo restablecer el sistema de renovación de aire. El anhídrido carbónico que se acumulaba en la burbuja de pasajeros podía ser controlado, pero sólo a través de la ventilación. Eso ponía un límite a todo el asunto. Hiruko había enviado tres orugas, pero nadie a bordo deseaba regresar a Hiruko y aguardar hasta que la línea hubiera sido reparada. Además, eso tomaría un cierto tiempo..., las vibraciones sísmicas habían causado daños un poco por todas partes, y había pocas fuerzas de trabajo disponibles.
Finalmente el soporte estuvo listo. Un tosco entramado de varillas, tomadas de los propios vagones de carga, sostenía por debajo la red superconductora. Desengancharon los vagones de carga. Los monitores locales de corriente estaban debajo de las vías, y el capitán los abrió. Inspeccionó cuidadosamente el panel, y luego hizo señas al equipo de trabajo para que se alejara. El grupo se apiñó al otro lado del terraplén, lejos de los inclinados vagones.
Manuel estaba cansado y se sentía incómodo en el traje de una talla inadecuada para él. Se sentó en una roca que había caído de las colinas más allá del terraplén de la vía. El corrimiento allí era peor de lo que nunca antes había visto. Se preguntó vagamente dónde habría estado el epicentro. No dijo nada cuando Piet se sentó a su lado. Observaron juntos los últimos preparativos.
—¿Cree que funcionará?
—Debería. Aunque siempre trae problemas trastear con campos magnéticos grandes como éste.
—En la Tierra esperaríamos a que enviaran ayuda.
—Aquí podríamos morir mientras esperamos.
—Supongo que sí. —Piet parecía dubitativo.
El capitán comprobó con Hiruko y envió una advertencia a través del comunicador. Algunos se alejaron un poco más del terraplén. Desde donde estaba sentado, Manuel apenas podía ver los dos vagones suspendidos en medio del aire, inclinados hacia el otro lado del terraplén. A una docena de metros, cinco terrestres se mantenían muy juntos, como buscando así la seguridad.
—¡Listos! Cambio de flujo de cinco kilogauss, duración diez segundos. Uno, dos, tres..., ¡adelante!
La pulsación llegó ondulando desde ambas direcciones. Manuel pudo ver cómo agitaba todos los vagones, pasando entre ellos, haciendo oscilar los grandes y relucientes compartimientos como botes en un suave oleaje. Las dos ondas se encontraron exactamente en el centro del entramado provisional...
Y los vagones de carga se separaron. Uno cayó hacia la otra vertiente del terraplén y desapareció en un instante. A causa de alguna reacción, su compañero se inclinó hacia atrás. El plateado vagón rebotó en alguna invisible fluctuación. Giró lentamente, como perezosamente, sobre sí mismos, en los campos, luego más rápido...
Manuel se puso en pie de un salto. El vagón salió disparado de la trampa magnética como un proyectil rebotado. Se inclinó por aquel lado del terraplén, hacia el grupo de trabajo. En aquel momento el campo lo soltó, y cayó pesadamente, abriéndose por la mitad. Derramó cajas, que se deslizaron sobre el hielo.
Para Manuel todo ocurrió con una líquida lentitud. La bruñida piel del vagón se arrugó y se hendió, y las cajas empezaron a caer, y todo se movió hacia ellos, patinando sobre el hielo, y él mantuvo los pies unidos bajo su cuerpo, los brazos extendidos para mantener el equilibrio, aguardando el instante preciso...
El vagón golpeó contra un peñasco; se partió en dos; estalló, derramando más cajas; pero siguió avanzando, ahora una masa de volantes fragmentos, un muro como una onda de choque. Manuel saltó. Dio toda la potencia a su traje y saltó hacia arriba más de cincuenta metros. Abajo, la mayoría de los demás saltaron también, alzándose por encima de la girante marea. No todos. Algunos saltaron hacia los lados. Pero uno..., Manuel vio la caja alcanzar de lleno a la mujer en el pecho, echando su cuerpo hacia atrás y haciéndola rodar sobre sí misma, hasta detenerse finalmente en una protuberancia en el hielo. Cambió sus giroscopios y descendió cerca del cuerpo.
Era una terrestre. Tenía el pecho hundido, y miraba vidriosamente a ninguna parte.
—¡Erika! —gritó Piet, arrodillándose a su lado.
—¡Llévenla a un mediestabilizador! —gritó el capitán.
Entre los gritos, los terrestres se agruparon silenciosamente. Cada uno tomó una porción de su peso. La alzaron por encima de sus cabezas y la llevaron por entre la larga línea de vagones, hacia el vagón de cabeza, donde se hallaba la unidad médica. Manuel les siguió. Observó a los terrestres y escuchó la cantinela baja y murmurante que le llegaba débilmente por el comunicador.
La metieron en la unidad de refrigeración, pero las cosas se presentaban mal. Los daños eran enormes y costosos de reparar. Se había sumido bastante rápido en la baja temperatura de Ganímedes, y eso era una ayuda, pero los efectos del shock sistémico se registraban cerca del punto más alto del indicador. Manuel estudió a los terrestres mientras escuchaban todo aquello, apiñados en la pequeña cabina en la parte delantera del tren. Volvió con ellos a su vagón. No dijeron nada, y no mostraban signos obvios de pesar.
Quizá se lo guardaban todo dentro, o quizá simplemente estaban condicionados a no expresarlos a lo largo de sus años en la Tierra, pensó. Resultaba difícil decirlo. Rebuscó en su propia educación en busca de alguna comparación. Con una leve impresión, se dio cuenta: «Vinieron aquí cumpliendo un deber. No por deseo propio, sino porque su comunidad lo decidió. Son como sacerdotes, no exploradores. Sacerdotes».
Había en ellos un aspecto estoico, lúgubre, que nunca había visto antes, una especie de impasible aceptación. En un cierto sentido, los envidió, sin desear ser como ellos. Eso te ponía más allá de todas las terribles cosas que ocurrían en el mundo.
Pero —lo sintió sin pensar en ello— también ponía algo entre tu persona y los grandes momentos de exaltación. Eso constituía un alto precio.
2
El funeral se celebró en el agrodomo más antiguo. Manuel aguardó rígidamente al lado de su madre y se concentró en el pesado olor almizcleño que llenaba el aire, en cómo se asentaba en sus pulmones a cada inspiración.
—Es precioso —dijo su madre— cómo lo construyeron para que dominara todo el valle.
—Sí, lo es.
Rascó con un pie la negra tierra. Los dos permanecían un poco apartados del grupo principal. A su alrededor, como un bosque hecho de tocones, estaban las blancas señales que indicaban el eterno reposo de los trabajadores aplastados por sus máquinas sin posibilidad de defensa, casos de cáncer galopante descubiertos demasiado tarde, habitantes de las llanuras que no habían conseguido alcanzar a tiempo una unidad de refrigeración, niños malformados a los que se había dejado morir a su nacimiento, viejos más allá de toda reparación. Y su padre: la losa de piedra de bordes toscamente tallados se erguía directamente delante de ellos, al otro lado de la tumba aún abierta. Su llana cara era lisa como un espejo, cuidadosamente pulida hasta darle brillo con un rayo-e. Las claras y regulares letras notificarían al mundo durante milenios que allí yacían los restos del coronel Francisco León López. Parecía extraño rendir un tributo tan matemáticamente exacto a un hombre cuyo aspecto había sido siempre arrugado y correoso, sonriendo, oliendo siempre a suciedad y sudor y grasa.
La ceremonia había sido tan mala como había temido. Habían acudido algunos familiares, gente que recordaba de las reuniones de los domingos por la tarde, hacía mucho tiempo. Estaban en su memoria como vagas presencias que bebían cerveza mientras él jugaba fuera con sus primos. Estaban ya con su madre cuando él llegó. Habían conseguido hacer del funeral una ceremonia solemne y de sabor dulzón, como las que había conocido cuando niño. Nunca antes había visto una completa, porque siempre había empezado a agitarse y a murmurar y finalmente había tenido que ser sacado de la estancia. Esta vez tuvo que permanecer inmóvil y con rostro pétreo durante todo el rato: sofocantes coronas de flores (algo raro y muy caro; alguien de la familia tenía dinero); tías con encajes negros que susurraban cuando se arrodillaban; velas; lustroso satén; incienso; incluso un sacerdote, traído del Asentamiento de Zanakin, moreno, de rojiza nariz y tambaleante por el vino de media mañana, rociando agua bendita al azar.
Ahora la última parte. Hombres y mujeres de Sidón formaban el grueso de los asistentes, ligeramente separados y más atrás de los familiares. Cuatro de ellos trajeron hacia delante la caja de celulosa. Tenía un pulido amarronado como de nogal. El sacerdote dijo unas cuantas cosas más. Manuel intentó concentrarse en las palabras, pero el monótono zumbido de su voz seguía deslizándose fuera de él, y se dio cuenta de que sus ojos vagaban por el valle, más allá.
Los deslizamientos habían cubierto algunas de las conducciones, pero aparte de eso, el temblor no había afectado mucho Sidón. La mayor parte de los daños se habían producido en el sur. Los domos agrietados y las esclusas desencajadas ya habían sido reparados.
La base del magnetorraíl tomaría algo más de tiempo. Tendría que permanecer en Sidón hasta que las líneas estuvieran completamente restablecidas.
—...en esa gran recompensa que nos llega a todos nosotros en...
Manuel cerró los oídos a aquello e intentó pensar en el hombre dentro de la caja de celulosa. Aquélla era la parte más difícil, había sido la más difícil en todos los años en Hiruko. Ver finalmente a tu padre como un hombre, abocado a su propio camino. La rabia había hervido entre ellos dos y finalmente se había derramado, amargándolo todo en la familia. Ni siquiera ahora lo comprendía por completo. Sabía, sin embargo, que tenía que dejarlo a un lado. A partir de ahora no sería más que un peso sobre sus hombros. El coronel —seguía pensando en su padre por el título, no utilizado desde hacía décadas excepto para conferir una cierta autoridad a su persona entre los hombres de Sidón— nunca había podido comprender aquel momento fuera de la cabina. Había visto sólo un principio, un principio humano, la vida como algo más precioso que todo lo demás.
Y Manuel nunca había sido capaz de mostrarle al coronel ninguna otra cosa. No habían vuelto a salir nunca juntos al páramo. No había habido tiempo para ello. Ambos se habían dado cuenta muy rápidamente de que no podían seguir viviendo en el mismo apartamento, ni siquiera en el mismo Asentamiento. Los llorosos intentos de reconciliación de su madre habían fracasado día tras día, todos ellos.
Así que Manuel había cortado finalmente amarras y había huido a Hiruko. De todos modos, si hubiera pensado en su carrera, se hubiera dado cuenta de que era lo mejor que podía hacer. La mayoría de la gente supuso que simplemente seguía sus propios intereses, puesto que el comercio de Sidón estaba cayendo en picado y los beneficios del Asentamiento no serían nada que valiera la pena repartir hasta que las cosas volvieran a su orden natural, dentro de unos cuantos años. Públicamente, no hubo ninguna razón para pensar de otro modo. Nadie había hablado con nadie de lo que había ocurrido allá fuera en el campamento. El Viejo Matt fue anotado en los registros como «muerte accidental por perturbación». Así que aquella gente reunida en torno a la tumba no sabía nada de por qué el hijo nunca había vuelto a Sidón. Lamentaban sinceramente la muerte del coronel y revisaban añorantes toda la época que había estado con ellos: las difíciles décadas de la erección de los domos, y los triples turnos, y los horribles accidentes, y el lentamente ganado y reacio regreso de la tierra que al final había empezado a ceder algo parecido a la prosperidad.
Ahora el coronel estaba entre todas las cruces y ángeles tallados que Manuel contemplaba a través de una débil y brumosa luz. No se había dado cuenta de la lenta acumulación de sus lágrimas. No podía comprender quién tironeaba de su manga. Era su madre. Le condujo, silencioso y con las piernas rígidas, al lado de la tumba. Tomó la pala que el mayor Sánchez puso en su mano. El mayor permanecía envaradamente erguido, y miró con preocupación a Manuel.
Manuel se inclinó y tomó una palada de tierra, y la arrojó. Se esparció sobre la celulosa con un hueco tump. Dentro de pocos días la celulosa se descompondría y dejaría que el cuerpo empezara a rezumar hacia la rica marga. Dentro de un año la lenta convección del suelo de aquel domo empezaría a ciclar los materiales a las terrazas y los domos de las granjas. En los primeros días del Asentamiento habían enterrado a sus muertos en el hielo. El calor de los edificios había ocasionado gradualmente algún deslizamiento y los cuerpos habían vuelto a surgir a veces a la superficie, sin ningún signo de descomposición, innaturales, grotescos..., la piel tensa y ennegrecida por el hielo sobre el armazón óseo, los rostros silenciosos, como con una mueca de reproche, exiliados en una tierra extraña. Así que, tan pronto como el Asentamiento pudo permitírselo, habían dedicado un domo para el procesado de sus habitantes. Con ello se había liberado la sed acumulada de ceremonia que los humanos llevaban consigo a todas partes, de modo que casi cada cruz o ángel esculpido tenía junto a sí un puñado de hierba o flores, regularmente renovadas. Cada vez que se alzaba para echar otra palada de tierra al agujero, podía ver atisbos de aquellas manchas de color entre los blancos indicadores.
Finalmente, alguien tomó la pala de sus manos. Se volvió, descubrió a su madre. Se apartaron, a través de un impreciso corredor de rostros que conocía pero que no había visto desde hacía años. Luego vendría la pequeña recepción; la lenta charla murmurante con los familiares; los asuntos del testamento de su padre que había que arreglar; y finalmente, algunos días con su madre. Cada vez que pensaba en ella se producía un cierto dolor, pero todavía no quería enfrentarse a la pregunta. Tendría que pasar también por ello, pero no ahora.
3
Manuel caminaba por un lado del enorme edificio de entramado de hierro. Muy arriba sobre su cabeza, el domo a presión difuminaba la amarillenta luz del sol sobre los irregulares e inclinados techos de las casas y talleres. Originalmente, el Asentamiento había sido trazado según un enloquecedor plan rígidamente geométrico, pero tan pronto como las familias pudieron permitirse viviendas separadas rompieron el esquema en forma de trozos de pastel de los distritos. Cerca del centro, las calles eran radiales o circulares, pero más allá empezaban a trazar curvas y bucles y enmarañados callejones sin salida, hasta que cerca del perímetro del domo las avenidas se extendían como spaghetti que el ojo no podía seguir. Los inmigrantes, no persuadidos por la promesa de eficiencia, habían construido sus vecindarios de una forma convulsa y confortable. Manchas de verdor señalaban los parques no planificados. Las casa variaban de espiras con costillares de acero a achaparrados bungalows de piedra y yeso. A Manuel le gustaba el efecto. Las frías calles rectangulares de Hiruko le habían aburrido.
Se apoyó sobre sus talones y alzó la vista hacia el recio edificio del Salón del Consejo. Poseía una masa solemne, innecesaria y claramente diseñada para dar la impresión de que en su interior se albergaban asuntos de importancia. Los refuerzos de acero formaban diagramas en negro de geometría elemental entre las paredes orgánicas de un color perlino.
Echó a andar de nuevo, impaciente. Una mujer joven pasó por su lado, vestida con una capa púrpura y un largo vestido blanco. Le miró durante un lapso ligeramente mayor que el adecuado. Sus zapatos resonaron en las herrumbrosas piedras del pavimento. La baja gravedad permitía los excesos en la ornamentación: sus altos tacones se deslizaban e inclinaban a cada movimiento de sus caderas, ideados para atraer primero el oído, luego el ojo con sus ángulos imposibles. Conducían inevitablemente la mirada hacia arriba siguiendo la línea de las costuras de las medias azules. Manuel la contempló hasta que dobló una alejada esquina, pensando no en ella, sino en Belinda, allá en Hiruko. Meditó en ello por un momento, luego hizo una mueca de irritación.
Regresó al amplio portal en forma de arco y preguntó a la mujer que había allí:
—¿Cuánto tiempo más?
La baja y morena empleada gruñó.
—No hay límite para la discusión. Su asunto es el último.
—Mire, es sólo una formalidad.
—El sindicato tiene que aprobarlo como cuerpo, Manuel.
Manuel parpadeó, sorprendido de que aquella mujer, a la que no recordaba, le conociera, incluso supiera su nombre.
—Hum, quizá durante una pausa en...
—No hay pausas. Llevan ocupándose de la nueva hidroplanta desde hace diez horas, y...
—Tendrán que parar alguna vez.
—Nunca ha asistido a una reunión del sindicato antes, ¿verdad? —El moreno rostro se llenó de arrugas, recordando—. Hubiera debido venir con su padre, los santos lo tengan en su gloria.
—Era demasiado joven.
—Los chicos pueden entrar también. No pueden hablar, eso es todo.
—Mi padre se ocupaba de todo eso.
—Ahora es asunto de usted, puesto que es el heredero. No se preocupe, el sindicato lo apoyará, seguro... y luego emitirá una declaración y enviará flores a su madre y le entregará certificados extras de trabajo por un año, espere y lo verá. Todos ellos recuerdan al coronel.
Manuel golpeó las rejas de hierro con la mano, irritado.
—Sí, no discutiré. Sólo quiero que se haga.
La mujer bajita se encogió de hombros.
—Si quiere ser usted un hombre del Asentamiento, tiene que aprender a esperar a que la gente salga. Oír lo que dice entonces. No es suficiente tener la mayoría en el gobierno, ¿sabe? De otro modo, la minoría no queda convencida y no apoya el plan. No sirve de nada tener junto a su codo a gente que está en contra de lo que usted hace. Así que simplemente planteamos las cosas al estilo cuáquero, hasta que todo el mundo está de acuerdo. Es más efectivo a largo plazo.
Manuel bufó.
—Si se toman mucho más tiempo, regresaré a Hiruko.
Una nueva voz dijo:
—No muy pronto, espero.
Era Piet Arnold. Manuel le miró con suspicacia.
—Tan pronto como deje listos los asuntos de la familia.
—Me gustaría invitarle a una copa mientras espera.
—Tengo que quedarme por aquí.
La empleada bajita dijo:
—No se preocupe por la prisa.
—No deseo perder mi turno.
—Se lo guardarán. De todos modos, les gusta charlar un poco, después.
—He oído por el comunicador que va a llover dentro de tres minutos —dijo Piet.
Manuel alzó la vista a la capa de nubes púrpuras que se apelotonaban en la parte superior del domo.
—Lo olvidé. Bien..., sí, sí. Una copa. Luego o bien entro a ver al altísimo sindicato, o me marcho. Todavía tengo cosas que hacer para mi madre. —Miró con ojos llameantes a la empleada mientras se iban, aunque sabía que aquello no iba a servirle de nada.
Las primeras gotas de lluvia les alcanzaron cuando descendían una callejuela. Cada día, el aislamiento de la parte superior del domo se reducía, enfriando el aire hasta que empezaban a formarse gotas en las nubes. Era una forma sencilla de limpiar el Asentamiento, y además proporcionaba algo parecido a un auténtico clima. En Hiruko, recordaba Manuel, había un parque de diversiones donde se podía caminar bajo la lluvia, desnudo o vestido, en cualquier momento del día. Había ido una vez allí, y había estado a punto de resfriarse.
Encontraron cerca un pequeño y destartalado bar. Estaba en la parte de atrás de una casa, dedicado casi exclusivamente a la gente del vecindario, con un mostrador de cinc y cerveza tibia embotellada. Había también un pequeño restaurante, que exhibía su comida fresca para que el cliente seleccionara lo que quería antes de cocinarlo. Piet contempló los pequeños animales amarillos como cerdos en miniatura, con los ojos velados por la muerte; ristras de rojizas salchichas; raíces de verduras para la ensalada; tacos de pavado; chuletas y bistecs de algún anónimo animal; trozos de carne adobada; incluso un increíblemente caro trozo de ternera. Piet tragó saliva y se alejó rápidamente hacia un rincón. Manuel recordó que el hombre era vegetariano, como casi todos los terrestres.
—Extraño lugar —fue todo lo que Piet pudo decir.
La sala estaba llena y era ruidosa. Había un hombre sentado cerca, cadavérico y silencioso, sorbiendo metódicamente un líquido amarronado. Manuel hizo una seña a la barra. Una camarera acudió con dos botellas de color oscuro y las liberó de su precinto de alambre, descorchándolas con el mismo gesto Hizo una mueca a las extrañas ropas de Piet mientras cobraba, luego se puso a contar ostensiblemente el dinero. Piet frunció el ceño ante aquello.
—Está todo —dijo formalmente.
La camarera asintió y se alejó.
—Estaba comprobando que no le hubiese dado usted propina —dijo Manuel.
—Bien, pensaba hacerlo, pero la vista de todas esas..., toda esa carne muerta de animales...
—No, mire. Aquí nadie da propinas. Es un asunto de honor. Saben que los terrestres siempre dan algo extra, así que lo estaba comprobando para devolvérselo.
—Hummm. Curiosa idea. —Piet dio un cauteloso sorbo a su cerveza y frunció la nariz—. En la Tierra las barras son largas, los asientos muy separados. Mil clientes, quizá. Economía a gran escala.
—Es más barato de este modo.
—Un fenómeno pasajero —dijo Piet—. Como los propios Asentamientos.
Manuel eludió aquello con un:
—Hum, la cerveza no está mal aquí. Tiene mucha malta.
—Demasiada. —Piet frunció los labios y dijo cuidadosamente—: Quería preguntarle acerca de un hombre llamado Matthew Bohles.
—¿Sí?
—¿Lo conoció usted?
—Un poco.
—Me encontré con cierto material relativo a él en mis investigaciones. En la Tierra recibíamos sólo los informes científicos, ¿sabe? La gente detrás de los hechos..., esto es otro asunto.
—¿Ha sido usted un científico toda su vida?
—Sí, por supuesto. Yo me ocupé del estudio de laboratorio original de muchos de los artefactos de la parte exterior del sistema. Mi análisis isotópico dio los primeros datos de confianza sobre ellos. Mi equipo descubrió también los circuitos integrados que permitían a los artefactos seguir funcionando, incidiera donde incidiera el sol sobre ellos. Ahora soy el presidente del Instituto, pero sigo con mis investigaciones. Posteriormente, me he interesado en algunas propiedades matemáticas de los artefactos. Aspectos relativos a la pura teoría de los números.
—¿Vino hasta aquí para echar una ojeada de primera mano?
—Sí. Alguien que tuviera las credenciales adecuadas tenía que hacerlo. También ayudé a conseguir los fondos necesarios. Mi esposa murió hace dos años, y quedaban muy pocos lazos que me ataran a la Tierra. El trabajo de mi vida se halla en la actualidad centrado aquí. Todas mis investigaciones han sido hechas hasta ahora de segunda mano, por así decir.
—Hummm. —Manuel siguió bebiendo su gran jarra de cerveza, en un intento de terminarla rápidamente sin ponerse demasiado en evidencia.
—¿Cómo viven allá abajo, con todas esas multitudes?
—Mejor que ustedes aquí, en estas condiciones extremas.
—No son tan duras.
—La vida parece difícil para algunos. Para Bohles, diría que lo fue.
Manuel dio un largo sorbo a su cerveza y no dijo nada.
—Está aguardando usted la aprobación del Asentamiento respecto a la herencia de su padre, ¿correcto?
—Sí.
—¿Por qué tienen que recibir algo?
—Mi padre así lo deseaba.
—Esta formación de dinastías..., en la Tierra no está permitido.
—¡Dinastías! Equipo de repuesto, herramientas, algunos intereses en la tienda de maquinaria donde trabajaba parte de su tiempo, el apartamento...
—La riqueza privada, a largo plazo, ocasiona...
—Si no tiene usted nada que pueda dar, ¿cómo puede recordar quién demonios es usted?
Piet alzó las manos, las palmas hacia delante.
—Se lo aseguro, no pretendía ofenderle. De veras Oh, ¿quiere un poco más de cerveza?
Manuel negó con la cabeza.
Piet dijo cuidadosamente:
—En mis investigaciones observé que Matthew Bohles no dejó testamento.
—Nunca perteneció al Asentamiento.
—¿Quiere decir que nunca participó en sus beneficios? Inexcusable.
—Fue elección suya, doctor Arnold.
—Seguro que nadie elige morir en la pobreza.
—El Viejo Matt simplemente gastaba su dinero de una forma distinta.
—¿En qué?
—No lo sé. Pasaba mucho tiempo fuera en el hielo, solo. Supongo que bajo contrato para matar muties.
—¿Eso estaba adecuadamente pagado?
—Nunca se quejó de su pobreza.
—¿Nunca protestó?
—No era su estilo. —Manuel se dio cuenta de que aquellos pocos días en Sidón habían devuelto a sus frases una elusiva lentitud, una testaruda calma que se apartaba de los rápidos ritmos de la ciudad.
—Usted no le excluyó nunca de sus..., esto..., cazas. Pese a que él no era de su clase.
—Nunca pensé en ello.
—¿Quizá por su edad? ¿Una especie de anciano de la tribu? En cualquier caso, hay algunos detalles en los informes de los primeros avistamientos del Alef que sugieren que Bohles estaba allí. ¿Debo suponer que confiaba usted en sus conocimientos?
—Por supuesto.
—¿Le habló alguna vez de su pasado?
—Me enseñó cosas, eso es todo. Mire...
—Encontré registros de él de hace mucho tiempo..., más de un siglo. Creció en una de las primeras estaciones orbitales jovianas..., ¿lo sabía usted? Después de eso, muy pocas huellas. Supongo que vino aquí. Debo decir que mantienen usted unos registros más bien deficientes en los Asentamientos.
—No somos funcionarios.
—Sin embargo, las pruebas sugieren que Bohles sabía mucho. Nada cuantificable, nada de utilidad científica directa, pero quizá si pudiéramos fijar exactamente...
—Mire, tengo que irme. Gracias por la cerveza.
—Entiendo. Ustedes los de los Asentamientos beben rápido.
—Forma parte de la dieta.
—Sí, el frío requiere absorber muchas calorías.
—No, simplemente nos gusta.
Manuel sonrió nerviosamente.
—Matthew Bohles fue una persona interesante. Quizás alguna vez pueda preguntarle algo más sobre él.
—Mucha gente lo conoció.
—Menos de los que usted imagina. O eso dicen.
—Hay muchos aquí en Sidón.
—No estaré en Sidón. Vamos a estar trabajando fuera. Vuelvo allí hoy.
—Buena suerte, entonces. Yo pienso volver a Hiruko dentro de unos días. Dejé a una mujer esperándome allí —dijo con hueca sinceridad. Murmuró un rápido adiós, torpemente, y abandonó el bar.
La lluvia se había convertido fuera en una llovizna. Había secado las nubes, de modo que ahora no había ninguna bruma acumulada en la parte superior del domo. Mientras seguía la serpenteante avenida de vuelta al edificio del Consejo, observó un largo animal castaño moteado avanzando delante de él, barriendo pacientemente la resbaladiza calle. Mientras observaba, el animal, parecido a un uso, vació un bidón de basura en un carrito del que tiraba. Actuaba de una forma impasible y firme, ignorante de los transeúntes. Resoplaba ruidosamente, como si estuviera perpetuamente resfriado. «Parece como la vieja idea de Petrovich —pensó Manuel—. Me pregunto si seguirá apartando a la gente a empujones de su camino. No, probablemente hayan conseguido mejorarlo». Siguió adelante.
Bajo la mole de hierro forjado del edificio del Consejo, la empleada permanecía sentada en un taburete, leyendo un manifiesto. Cuando Manuel se acercó le tendió un pase de admisión color carmesí.
—Tiene usted suerte. La familia Schlickeiser terminó al fin. Obtuvo el voto unánime hace dos minutos. Puede entrar.
Manuel tomó el pase y empujó la sólida puerta. Tragó saliva, sintiendo aún el sabor de la oscura cerveza, y avanzó hacia la intensa y esmaltada luz de la cámara del Consejo, sintiendo ya el peso del pasado empezar a alzarse de sus hombros mientras se preparaba para terminar formalmente con los ecos de su padre.
4
Manuel llamó a la puerta del mayor Sánchez. Oyó acercarse unos lentos pasos, y luego apareció el familiar rostro bronceado, iluminándose cuando el mayor vio de quién se trataba. Dio una palmada en la espalda de Manuel y le ofreció una copa, y hablaron con la voz ligeramente alta y ruidosa de los hombres que no están totalmente a gusto unos con otros, pero que saben que debieran estarlo.
Tomaron otra copa del concentrado whisky marrón que hacía arder el aliento y quemaba la parte de atrás de la garganta. El mayor lo llevó lejos de la zona de estar, después de que Manuel hubiera presentado sus respetos a las mujeres y respondido a las preguntas habituales y comido algo aunque no tenía hambre, y asintió y sonrió. Los dos hombres se dirigieron a la oficina del mayor..., el enorme y despejado espacio flanqueado de fotos en cuyo suelo recordaba haber jugado Manuel cuando era pequeño. Su padre, cuando salía con él a pasear por las terrazas, se detenía a menudo para charlar en las largas tardes de verano y, por supuesto, para tomar un poco de whisky. Sabía que más allá de las ventanas recubiertas por cortinas había un balcón con barandilla que dominaba la plaza O'Hara; había descubierto el hecho un día que se arrastraba por allí, cuando aún no era totalmente capaz de andar. Por qué el mayor mantenía siempre las cortinas corridas era algo que jamás llegó a averiguar Esta vez lo preguntó. El mayor se encogió de hombros:
—Me gusta contemplar las fotos de aquí —dijo haciendo un gesto, con la boca retorcida en una sonrisa—, y la gente ahí fuera, siempre a mis espaldas molesta mi concentración. —Luego dejó escapar una pequeña carcajada—. Multitudes. Las ves todos los días. Creo que tiene que existir algún lugar donde se pueda prescindir de ellas.
Manuel asintió. El mayor le hizo las preguntas que había esperado sobre cómo se estaba tomando su madre las cosas y qué planeaba hacer, y Manuel respondió a todas. Luego dijo:
—He estado ocupándome de las cuentas de mi padre.
—Estupendo. Intenta impedir que el Asentamiento se quede con todo.
—No hay mucho que yo pueda hacer al respecto. Ellos se quedan la mitad de sus propiedades, mi madre la otra mitad. Le dejan seguir viviendo en el apartamento.
—¿Cómo esperan que un hombre tenga la sensación de que ha hecho algo, cuando al final se lo arrebatan todo a su viuda...? —El rostro del mayor se ensombreció, y sus ojos destellaron.
—No pueden permitir que la propiedad privada se acumule —dijo mecánicamente Manuel—. Debería ver lo que se quedan en Hiruko. Y allá en la Tierra...
—Lo sé, es increíble. Tuvimos algunos de ellos la semana pasada, ¿sabes? Terrestres. Vestidos de una forma curiosa.
Manuel asintió de nuevo.
—Vinieron conmigo de Hiruko.
—¿Hablaron contigo?
—Algo.
—¿Sobre el Alef?
—No mucho.
—Seguro que hablaron mucho de ti mientras estuvieron aquí.
Manuel parpadeó.
—¿De veras?
—Les oi.
—¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que desean el testimonio de todos los que estuvieron allí.
—¿Vinieron a verle a usted?
—No.
—¿Con quién hablaron, entonces?
—Con algunos de los que estuvieron allí. Principalmente con Petrovich. Con el coronel y el Viejo Matt desaparecidos, él sabe más que el resto de nosotros. Yo estuve en la parte de atrás la mayor parte del tiempo, ya sabes.
—Pero sabe mucho al respecto.
El mayor Sánchez sonrió.
—Bien, debo admitir que la mayor parte de las veces que vinieron yo no estaba en casa.
—¡Ja! Yo hubiera hecho lo mismo.
Bebieron un poco más.
—Hablé con uno de ellos en el tren —dijo Manuel—. Piensan que somos un puñado de incivilizados capitalistas.
—Mierda. Terrestres, tan gazmoños acerca de su justicia social. No sabrían reconocer a un sindicalista si lo vieran.
—Pensaron que éramos capitalistas.
El mayor se encogió de hombros.
—Sí. Tenemos unas cuantas regulaciones, como no dejar que las herencias se acumulen..., no es que piense que eso deba aplicarse a tu padre, entiéndelo. Pero los terrestres prefieren creer que somos atavismos antes que admitir que a alguien no le gusta su burocracia. No —se dio una palmada en la rodilla—, somos anarquistas a pequeña escala, como los viejos sindicalistas españoles de Barcelona.
Manuel no sabía qué era Barcelona, ni siquiera si se trataba de una ciudad o un país. Todos aquellos antiguos nombres y lugares, culturas surgidas del pasado de la vieja Tierra..., le confundían. Trozos de un continente separados por simples centenares de kilómetros eran proyectados al sistema solar, ampliados hasta convertirse en mundos enteros.
—Deberías acudir a la bourse du travail, Manuel Ya eres lo bastante mayor. El sindicato necesita...
—Sí, quizá después de que se arreglen las cosas...
El mayor asintió. Lo dejó correr. Conocía a Manuel desde hacía el bastante tiempo como para saber lo que era posible con él y lo que no. Hablaron durante un rato, y gradualmente el rostro del hombre se fue volviendo sombrío. Tras una pausa dijo:
—Supongo que habrás oído que han estado trabajando en la carcasa.
—Me lo dijo un terrestre. ¿Quién lo ha estado haciendo?
—Un equipo de Hiruko. Contrataron alguna gente de aquí también.
—Hum. ¿A quién?
—A Petrovich, por ejemplo.
—Maldita sea. ¿Qué es lo que hace para ellos?
—Trabaja en el emplazamiento. Es un buen ingeniero.
—Hum. Usted y él, ¿han efectuado algún otro viaje de poda?
El mayor suspiró. Manuel observó que Sánchez empezaba a engordar por la línea de la cintura. El hombre al que estaba acostumbrado a ver vestido con un manchado mono o un traje a presión, sin afeitar, a dos semanas de distancia de su último baño, llevaba ahora una hermosa camisa de algodón tejida en Hiruko, y pantalones con raya.
—No. Realmente no. Efectuamos unos cuantos, sí, después de que tú te fueras. Pero luego hemos estado bastante ocupados. Las cosas han sido duras aquí, con los McKenzie poniéndolo todo patas arriba.
—He estado examinando las cuentas que conservaba mi padre de las podas. Tenía un archivo lleno de ellos.
—Sí. El se encargaba de todo. No sé lo que va a hacer la comunidad sin ese hombre, ahora que ya no está aquí para echar una mano cuando sea necesario.
—También llevaba bien los libros. Los he comprobado. ¿Sabía que el Asentamiento perdía dinero en cada poda?
—¿De veras?
—Cada año. Hiruko nos pagaba algo, por supuesto. Pero una vez calculados los turnos perdidos por cada hombre, y las provisiones, y todo lo demás, el Asentamiento salía perdiendo.
—Bueno, quizá sí.
—¿Seguro que usted no lo sabía?
El mayor hizo una pausa.
—Bueno..., puede que lo sospechara, a veces. Nos robaba mucho tiempo.
—¿Por qué supone que lo hacía, entonces?
El mayor Sánchez se inclinó hacia delante en su silla.
—Supongo que pensaba que lo necesitábamos.
—¿Necesitábamos qué?
—Salir. Ahí fuera. No puedes quedarte simplemente sentado en un agujero en el suelo durante toda tu vida. O bajo un domo.
—¿Eso era todo?
—No. No, estaba el hecho en sí. Estaba... —El mayor se frotó la mejilla, distraído, mirando al espacio—. ¿Así que el coronel mantuvo las podas con pérdidas durante todo el tiempo, cuarenta años? ¿Y nadie en el Asentamiento se dio cuenta de ello? ¡Maldita sea! —Se dio una palmada en la rodilla, el rostro bruscamente iluminado—. ¡Me gusta eso!
Habían tomado varios vasos más del oscuro whisky amarronado cuando la señora Sánchez entró y murmuró algo, azarada, al oído del mayor. Su vestido crujió cuando se inclinó junto al gran sillón que ocupaba el mayor. Éste le respondió algo, también murmurando, con el ceño fruncido. Alzó la vista hacia las fotos en la pared, grandes y brillantes, de domos medio completados y multitudes de trabajadores y, cerca del pesado escritorio de metal, solitarias vistas de hielo y rocas enmarcando las franjas rosadas y blancas de Júpiter.
—Es Petrovich.
—¿Ha venido a visitarle?
—No a mí. A ti. Supo por tu madre que estabas aquí.
Manuel se sintió desconcertado. Tomó otro sorbo del fuerte líquido alcohólico, y de pronto Petrovich estaba allí, más grande de lo que Manuel lo recordaba, su recio pecho resaltando debajo del ajustado mono que llevaba. Hablaba de una forma más fuerte y alegre y expansiva de lo que Manuel recordaba. Se echó a reír y dio una palmada en el hombro al mayor Sánchez.
—¡Así que te he seguido el rastro y te he encontrado! —exclamó, aferrando la mano de Manuel y estrechándosela fuertemente—. Estaba en el funeral, por supuesto, pero esperaba volver a verte antes de que te fueras.
—Oh, claro. He estado muy atareado. —Manuel observó que la voz de Petrovich era más profunda, más segura, y no tenía el mismo acento tosco de antes.
Petrovich se puso solemne.
—Lo sé. Es terrible tener que ocuparse de todas esas cosas tan pronto. Pero dime, ¿qué has estado haciendo allá en Hiruko? Hemos oído noticias, tu madre nos contaba algo... —Se encogió de hombros.
Por aquel entonces, Manuel ya tenía una descripción estándar de la vida en Hiruko. Olvidó mencionar a Belinda, sin dejar muchas otras cosas fuera, y habló sobre todo de su trabajo.
—Bien, bien —interrumpió Petrovich—. Pero, ¿cuándo piensas volver aquí para quedarte?
—Bueno, quizá más adelante. Cuando las cosas parezcan mejores.
Petrovich abrió calurosamente las manos.
—Las cosas ya son mejores. En algunos aspectos.
—Se refiere a los terrestres. Están contratando gente. —El mayor se reclinó en su sillón, con las manos unidas en la nuca, gozando de la momentáneamente vejada expresión de Petrovich.
—Sí, lo están haciendo. Un poco. Creo, Manuel, que podrían estar interesados en ti.
—¿Por qué?
—Tú sabes mucho sobre él.
—Usted también. Y el mayor, aquí.
—El mayor tiene trabajo. Yo trabajo todo lo que puedo por aquí, cierto..., pero hay mucho que hacer.
—Tengo una buena carrera en la petrofactoría.
—Lo sé. Todos nos sentimos muy orgullosos de ti, muchacho. Desenvolverte bien en Hiruko..., ¡no es fácil! De todos modos... —dejó que la palabra colgara—, creo que los terrestres pueden superar eso, sí.
—No. No estoy interesado.
Petrovich lanzó una mirada hacia el mayor Sánchez solicitando su ayuda.
—¿Ya lo ha puesto en contra de la idea?
—En absoluto.
—Mire —dijo Manuel, exasperado—, yo tomo mis propias decisiones.
—Por supuesto —dijo apaciguadoramente Petrovich—. Déjame hacerte una oferta sencilla. Olvidemos lo de lo de los trabajos, lo de volver definitivamente a Sidón..., ¿de acuerdo?
Hoscamente:
—De acuerdo.
—Todo lo que tienes que hacer es venir conmigo para un último viaje. Como en los viejos días. Los días con el coronel.
Los labios de Manuel se comprimieron, pero no dijo nada.
Petrovich dudó, se secó una perla de sudor de su frente, y prosiguió:
—Nada de podar, no. Un simple viaje. Eso es todo Una salida.
—Mire, yo... —empezó a decir Manuel, y luego se detuvo, con la boca abierta. De pronto sintió que una emoción, apenas recordada, volvía fuertemente a él, de la misma forma que un aroma no olido durante décadas te devuelve bruscamente a un lugar, a un tiempo. Parpadeó—. Yo...
Los dos hombres lo estudiaban atentamente. Se sintió mareado con el impacto de las sensaciones, almacenadas durante tanto tiempo y creciendo ahora frescas y rebosantes. Se volvió y contempló las fotos del mayor de las extensiones infinitas, pálidas y adormecidas. Dijo lentamente, como si se sorprendiera de sus propias palabras:
—Creo que me gustará. Sí, creo que me gustará.
Sexta Parte: ALEF NULL
1
Esta vez salieron del Asentamiento de Sidón en un solo oruga, resonando y crujiendo sobre la manchada llanura púrpura. Había nuevos domos en la llanura ahora, y pirámides de desechos de las terrazas de fermentación y cosecha que ascendían por las laderas de las colinas a cada lado. No había animales gañendo y parloteando junto al oruga. Equipos de ellos trabajaban en la distancia, sin embargo, y el tenue y helado aire traía consigo el pesado rruuuurr y el fuerte retumbar de su trabajo. Se preguntó si la gente allá en Hiruko tendría razón, y los animales eran una especie de nueva clase en la sociedad, una nueva fuente de valor adicional, y en consecuencia otra fuente para la futura inclinación al capitalismo, y en consecuencia otra revolución hirviendo lentamente en el fuego de atrás. Manuel pensó en nombres que no había recordado desde hacía años: Pequeñajo, El Barron, Listillo. En Águila seguía pensando muchas veces, y no puso ese nombre entre los demás.
En el oruga, con Petrovich, iban cinco trabajadores de Sidón que prestaban servicio en el emplazamiento. Permanecían reservados, jugando a las cartas entre ellos y durmiendo durante todo el viaje. Petrovich hablaba de los chismorreos del Asentamiento y del valor de las nuevas cosechas que crecían en las terrazas —alimentos de lujo, un intento de acelerar el crecimiento de las exóticas guayabas y alcachofas y crujientes manzanas— y de los problemas de las comunidades de política (el referéndum labor-salario) y de nuevo los chismorreos, llevando prácticamente él solo los dos lados de la conversación. Manuel asentía y sonreía pero principalmente se limitaba a mirar al exterior por la amplia y clara cubierta corrediza del oruga. Era la mejor vista que nunca había tenido desde las requemadas y rayadas lucernas del vehículo que utilizaban para las podas. Éste llevaba un emblema de la Tierra en su flanco, recientemente pintado y brillando vivamente en azul y blanco. Los sillones del interior aún conservaban la lanilla del paño, y los paneles de control no tenían sus marcas borradas allá donde los hombres se habían reclinado contra ellos. El hornillo de la parte de atrás mostraba las habituales capas de grasa, pero Manuel tuvo la impresión de que no olía tan mal como cuando él era un muchacho. Comió un poco de pavado tras calentarlo en él, pero tampoco tenía un sabor tan bueno como recordaba; supuso que se trataba de una especie de trueque, o tal vez era que para un muchacho todas las cosas parecían exageradas. Hubo algo en aquel último pensamiento que le preocupó, pero no pudo decir qué.
—Mira —dijo Petrovich—. Europa se está alzando.
Manuel siguió el creciente mientras ascendía por encima del pico de una montaña. Sobre la cuarteada faz cubierta de cráteres de Europa pudo distinguir pequeños puntos color rubí de los orugas a fusión. Los orugas allí se arrastraban a lo largo de las grietas que envolvían el satélite, fundiendo las paredes, dejando al descubierto los viejos canales debajo de ellas, en los cuales la agitada aguanieve arrancaba ricos minerales. Júpiter, colgando eternamente en lo alto del cielo, era ahora la única faz no señalada aún por el hombre.
Io nadaba al borde del planeta gigante. Cada luna brillaba con una luz difusa, un halo lo bastante brillante como para difuminar los flecos de las estrellas. Petrovich hizo un gesto.
—Mira, ya se está formando el casquete.
Manuel se mostró sorprendido.
—¿La monocapa?
—¿Ves esa zona borrosa en torno a lo? Es la luz dispersándose. Ya han extendido el hemisferio norte. Extienden toda la monocapa en la órbita, la dejan caer, dejan que la presión de la atmósfera se encargue del resto. ¿No lo viste?
—En Hiruko, ¿sabe? —dijo Manuel como avergonzado—, uno pierde el rastro de las cosas que están ocurriendo en la biosfera.
—Dejaron los grandes agujeros, para que los vehículos orbitales pudieran entrar. Parece bastante estable.
—¿Cree que ayudará tanto como dicen para aumentar la temperatura?
Petrovich se encogió de hombros.
—Con la Luna funcionó. Aquí..., quizá. Ponerle un tapón a toda una atmósfera..., increíble, ¿no? Las cosas están cambiando rápido en estos días.
Manuel contempló por un momento el satinado halo en torno a Europa, intentando recordar cuál era antes su aspecto. No pudo. Algo respecto a aquello le hizo poner nervioso.
—¿Qué ruta seguimos? —preguntó de pronto.
—Aquí, hacia el oeste. Más rápido que el antiguo camino.
—Humm. —Manuel contempló el mapa en relieve, y todo volvió a él inmediatamente. Pudo ver con el ojo de su mente la forma que tenían los riscos y las gargantas, y dónde estaban.
—¿Por qué no vamos por aquí? —Señaló.
—¿Por aquí? ¿Por qué?
—Ahí es donde está el campamento.
—Estaba. No he vuelto allí desde..., desde..., bien, ya recuerdas.
—Yo tampoco.
Petrovich le miró de una forma extraña, desconcertado.
—Esa vez, sólo unos pocos os quedasteis allí cuando él... —Agitó la cabeza—. Era el hombre más viejo del Asentamiento. Yo..., me eché a llorar cuando lo supe.
—Sí. —Manuel miró fuera, a los en su tiempo dentados contrafuertes de un antiguo cráter, ahora desmoronándose y fundiéndose. Empujados por el viento del sur, los rosados ventisqueros seguían aferrándose a los restos de rocas—. ¿Bien? ¿Vamos?
De nuevo la expresión desconcertada.
—Yo..., de acuerdo. —Petrovich dio una palmada, rompiendo su melancólico estado de ánimo—. Conozco un atajo a través de una garganta, aquí —un grueso dedo se clavó en el mapa—. Hace cinco años ni siquiera existía.
Avanzaron a través de la estrecha garganta por cuyo fondo discurría un arroyo, y salieron debajo de una cascada. El río rico en amoníaco espumeó cuando golpeó su cabina, alzando géiseres que ocultaron el sol. Allá arriba se formaron arcos iris, colgando tenues sobre la faz de Júpiter y luego disolviéndose. Siguieron avanzando, bamboleantes, sobre recientes formaciones. Uno de los hombres se sentó fuera y les disparó a unos muties que se pusieron a su alcance. Había un número elevado de ellos, y Manuel preguntó cómo se mantenía su población dentro de unos límites.
—Da, tendremos que hacerlo pronto. Hiruko está presionando. Pero el hecho es que no pagan lo suficiente. Esperaremos un poco más, haremos que suban el precio.
—¿Qué han estado haciendo con el dinero para el desarrollo?
Petrovich se encogió de hombros.
—Prever seísmos. Medir deslizamientos. Poner indicadores.
—¿Cómo?
—Exactamente igual que en los viejos días. ¿Recuerdas?: dejaban caer un nuevo animal en la biosfera, sin decirnos absolutamente nada. Luego nosotros teníamos que salir y podar sus errores. Luego recogíamos los especímenes. Ahora hacen lo mismo: contratan grupos para que hagan las mediciones y tiendan los indicadores, sonríen, dicen está bien, pagan, y a nosotros no nos dicen nada.
Manuel sonrió.
—Es bueno ver que no todo ha cambiado.
Manuel encontró el campamento utilizando solamente la posición del sol y la memoria, dejando simplemente que el oruga siguiera adelante. No pensaba en nada en particular cuando el suelo empezó a ascender lentamente, y así el destartalado perfil del campamento surgió del horizonte sin ningún asomo de anticipación en él. La pared norte de la cabina había sido apuntalada con algo y remendada con una sustancia gomosa de un color amarillo chillón. Había cajas rotas esparcidas por todo su alrededor, viejo equipo maltratado por el viento, y el generador a fusión estaba al mínimo, petardeando con un poc, poc, poc, proporcionando energía al enjambre de detectores de seísmos y otros dispositivos de extrañas formas y utilidades depositados cerca sobre el hielo.
El y Petrovich salieron y caminaron hasta la colina que dominaba el vacío y descuidado complejo. Manuel encontró el lugar no buscándolo desde la cresta de la colina, sino de memoria, recordando la forma en que las grandes rocas formaban un nexo que señalaba ladera abajo hacia la pequeña zona llana.
—Allá en Sidón se preguntaron acerca de esto —dijo Petrovich.
—Bien —respondió Manuel, con un repentino ramalazo de irritación que le sorprendió.
El hielo allí estaba incrustado con nieve vieja. Manuel la rascó con las manos, arrodillándose y dejando que el calor de su traje barriera la opacidad en la capa superior del hielo.
Muy hundida, rodeada de pequeñas burbujas, había una forma oscura. Apenas podía distinguir los brazos y las piernas. Seguía cara arriba.
—El hielo no ha movido nada —murmuró.
—Lo hará. Se ha arrastrado como un metro desde que lo vi por última vez. Fluye hacia un centenar de metros más abajo.
—Hummm. —Miró al interior del hielo, como si pudiera distinguir el rostro.
—Todavía podemos recogerlo para un funeral —dijo suavemente Petrovich.
—No. Sidón no es tan pobre que no pueda pasarse sin otro cuerpo para fertilizantes.
—Tú sabes que no es por eso.
—Claro que lo sé. Deseaban una pequeña ceremonia, como la de hace unos días. A la comunidad le gustan las ceremonias. —Se puso bruscamente en pie.
—Tienen sus rituales.
—Aquí hay alguien que no necesita de sus rituales. Deseaba permanecer aquí fuera.
Petrovich asintió en silencio. Rascó sus botas contra el suelo y se volvió al campamento. Manuel le siguió al cabo de un momento. La cabina parecía más pequeña ahora, y los montantes se habían hundido en el hielo hasta desaparecer de la vista, como si el lugar, olvidado por los hombres mientras se atareaban en otros asuntos temporales, siguiera de nuevo su curso natural, fundiéndose con la generalidad del páramo, absorbido por los movimientos profundos del hielo.
Mientras descendía la colina, el crujir de sus botas sobre la nieve vieja se desvaneció en el silencio que rodeaba el lugar. Podía fruncir los ojos y ver todavía a su padre de pie fuera de la esclusa, furioso y sin embargo permitiendo que su hijo tomara el cuerpo y lo llevara ladera arriba y lo depositara cuidadosamente, y a la hora siguiente cavara una tumba en el hielo, con la miríada de resplandecientes astillas y cristales brillando alrededor de la inclinada figura que cavaba afanosamente. El coronel había enterrado su furia durante aquella hora porque su hijo le había dicho una mentira, la única mentira que jamás había sido dicha entre ellos, una mentira que había mantenido hasta que estuvieron de vuelta en Sidón: que el Viejo Matt le había dicho que deseaba aquello, ser enterrado allí fuera, bajo la progresión de anocheceres y amaneceres y nuevos anocheceres y amaneceres, no atrapado por el hielo sino libre en el hielo. Era una mentira en su sentido estricto, pero no en su esencia; Manuel sabía lo que el viejo había deseado, y el hecho de que no hubiera tenido el tiempo, o la ocasión, de decírselo, no importaba. Pero el pequeño y mordisqueante engaño había devorado al hijo, y al cabo de una semana se lo había dicho a su padre, y aquello al final había cambiado las escalas en algún lugar en la mente del coronel, había hecho imposible para los dos hombres seguir como hasta entonces. Así que las repentinas y chispeantes rabias habían empeorado entre ellos, y aquel frío y llano espacio en la ladera de una colina se había convertido en un abismo entre los dos —«Ningún hijo mío haría una cosa así»— y finalmente no había sido la muerte sino, como ocurre a menudo entre hombres que se han querido, el insignificante asunto del entierro lo que había cortado definitivamente los hilos.
Manuel llegó con las piernas envaradas al campamento, los ojos acuosos y desenfocados, y la primera sacudida lo derribó. En un momento estaba a medio dar un paso, y al momento siguiente estaba tendido de espaldas, sin aliento, sintiendo el suelo temblar bajo su cuerpo. Se puso de rodillas, y llegó la segunda sacudida. Esta la vio llegar como una oscura línea que barría desde el horizonte, haciendo ondular la nieve de tal modo que facetas de luz solar chispeaban de su cresta. La onda sísmica ascendió la ladera sin ninguna pausa, inexorable y rápida, y vibró a través de sus botas como un golpe físico. La cabina se inclinó, su metal chirrió..., y se derrumbó, hundiéndose primero el techo y luego las paredes, una a una, a medida que la tensión recorría sus planos y hacía añicos las portillas, lanzando chorros de transparentes fragmentos enviando lluvias de polvo y bocanadas de aire que se helaron en pequeñas nubecillas. Una viga salió disparada, girando sobre sí misma, y estuvo a punto de alcanzar a Petrovich, que había rodado por el suelo Cavó una zanja en la nieve y se detuvo.
El oruga se agitó y se tambaleó brutalmente, pero no volcó. Por el comunicador llegaron roncos gritos. Petrovich los cortó con un seco:
—¡Quietos todos! ¿Alguien herido...? ¡Cuenten!
Manuel miró el horizonte mientras los hombres pronunciaban sus nombres. No había ningún herido de gravedad, aunque uno se había dislocado un hombro al caer. No llegaban más ondas desde el horizonte. Corrió hasta Petrovich y preguntó:
—Está conectado con Hiruko, ¿verdad? ¿Qué ocurre allí?
Petrovich miraba a un punto indefinido del espacio, escuchando intensamente.
—Confusión —dijo—. Una gran cantidad de daños.
—¿Qué hay de Sidón?
—Algunos túneles se han derrumbado. Hay heridos.
—¿Mi madre?
—No. Nadie que yo conozca.
—Debería llamarla.
—Las comunicaciones están saturadas. —Agitó la cabeza—. Maldita sea, ése fue grande.
—¿Qué es lo que está pasando? Dos temblores en una semana.
—No lo entiendo. Estos satélites son estables.
—La fusión del hielo..., se supone que es simétrica, no causa problemas tectónicos con las placas de hielo.
Petrovich pensó, mordiéndose ausentemente el labio.
—Supongo que sí. He oído que se han producido algunos derrumbes más abajo de aquí, en las minas...
—Volvamos a Sidón.
—No. No necesitan ayuda, se las están arreglando bien.
—Creo que deberíamos comprobarlo. Llame a alguien.
—Puedo hacerlo camino del emplazamiento.
Manuel rechinó los dientes, pero asintió.
—De acuerdo, de acuerdo. Dejaremos a esos hombres en el emplazamiento. Luego volveremos.
Petrovich comprobó los medidores de deslizamientos y frunció el ceño.
—Ha habido muchos deslizamientos ahí abajo. Vamos. Salgamos de este gradiente.
El robusto hombre echó a andar hacia el oruga. Manuel se detuvo unos instantes. La cabina cuyo interior había memorizado era ahora un montón de vigas y hojas de metal y plastaform. Iba a entrar entrar a ver su interior; no lo había hecho por sólo por unos momentos. Había deseado caminar por todo el lugar, ver si algo había cambiado. Por supuesto, si hubiera estado dentro cuando...
—¡Manuel! ¡Vamos! —Petrovich le hizo gestos con la mano desde el asiento del piloto—. Tenemos que movernos. El emplazamiento..., no responde. Pero su transmisor de emergencia está funcionando. Emite Mayday.
2
El volcán se alzaba a través de bancos de negro polvo y chorros naranja de aullantes gases en erupción.
—El gran bastardo. Bloquea la vista —dijo Petrovich, luchando con los controles.
El oruga giró para evitar un rodante peñasco.
—Podemos eludirlo rodeándolo —señaló Manuel—. Por aquella garganta..., allí.
Una intensa vibración se transmitió a través de las cintas del oruga. Los hombres de Sidón se apiñaron en la parte de atrás de la cabina y murmuraron entre sí. Petrovich condujo el vehículo, rugiendo y resonando, hacia la garganta, rodeando un derrumbamiento rocoso. El vapor brotaba de las fisuras en el suelo de la garganta y silbaba debajo de ellos. Las luces del oruga se encendieron, conos blancos que se abrían a un impreciso infinito.
—Esa cosa es grande —dijo Manuel—. Quizá esté en erupción toda la cadena montañosa.
Petrovich señaló una vista desde el satélite reflejada en la pantalla. En el espectro visible toda la zona estaba cubierta de humo y nubes. Cambió a infrarrojos: cabezas de alfiler de brillante y violenta actividad a todo lo largo de su ruta.
—Maldita sea.
—Mire ahí. El hielo..., se está moviendo.
La imagen a infrarrojos mostraba vectores de velocidad en el suelo del valle. Las flechas se arracimaban en el centro, serpenteaban hacia el sur.
—Condenadamente rápido también —murmuró Petrovich.
Salieron bamboleándose de la garganta a terreno abierto, con las cintas patinando sobre lodo. Un verdoso vapor humeaba de las grietas frente a ellos. Por un momento el viento limpió el aire valle abajo. Silenciosos, los hombres vieron cómo un lento y ondulante movimiento barría las rocas. Bloques de grisazulado hielo aparecieron deslizándose ante su vista por entre la lenta bruma a ras de suelo, se hundieron, se elevaron..., y se cuartearon con ahogados estallidos. Las astillas saltaron hacia arriba y cayeron. Las grietas se abrieron con un gruñido y bruscamente se cerraron de golpe. El hielo osciló y empujó y fue tragado a su vez por más hielo que se deslizaba cayendo de las lejanas colinas.
—Madre de Dios.
—Toda la región está desequilibrada —susurró Petrovich.
Se desvió a lo largo de la pared del valle, alejándose del rechinante avance del hielo. Sobre ellos, el nuevo volcán estaba envuelto en nieblas contra un negro cielo. A través de derivantes nubes vieron franjas de agua blanca volverse amarronada a medida que acumulaban polvo, y luego convertirse en rugientes ríos. Los líquidos caían de las colinas para sumirse en bostezantes hendiduras en el fracturado y derivante hielo.
Alcanzaron una cresta y cruzaron a un brazo lateral del sistema central de valles.
—Podemos intentarlo por aquí, ¿ves? No hay vectores de velocidad a lo largo de esta línea.
—¿Quizá sea estacionario?
Petrovich alzó las cejas.
—Quizá.
En un distante flanco del volcán el hielo empujaba hacia arriba, transmitiendo las presiones del valle de abajo. Proyectó hacia arriba las laderas de negra piedra en bruto, fundida, vaporizada, que se heló mientras ascendía, rodeando el pico de bruma. Manuel pudo ver el rojo llamear de la cima del cono, pulsando como intensa sangre arterial y brillando lo suficiente bajo el manto de polvo como para arrojar hojas carmesíes de luminiscencia descendiendo por las oscuras y sombreantes laderas.
—Me temo que nuestros amigos de Hiruko calcularon mal.
—¿Los orugas a fusión?
—Da. Es un juego delicado. Construir la atmósfera, pero al mismo tiempo mantener el suelo equilibrado.
—Quizá crearon aire demasiado aprisa.
—No es el aire, es el agua. Este mundo es un glaciar esférico, sin ningún lugar donde ir, sin posibilidad de descender ladera abajo. La capa de hielo reposa sobre un lecho de roca..., roca de meteoros, que se hundieron parcialmente mientras la corteza se congelaba. Fundido el hielo, alivia la presión sobre la roca. Entonces la roca se expande, abre sus poros. Excelente. Agua extra para la fusión, agua que no se convierte en gas, rezuma de la roca. La roca actúa como una esponja. Hiruko contaba con que la roca expulsara su agua.
—¿Y si no lo hace?
—Llena la esponja, el agua extra penetra en las uniones entre las losas de roca. En las líneas de fractura. Toda esa agua, moviéndose hacia abajo, lubrica las líneas de fractura; eso, más la presión de las masas... ¡Zip! La vieja historieta del hombre apretando la piel de un plátano. El hielo de arriba se desliza sobre el agua de abajo.
—Hiruko lo estaba haciendo demasiado rápido.
—Un cálculo muy difícil. Muchas incertidumbres.
—¿Alguna noticia más de Sidón?
—No se preocupan por nosotros. Tampoco se preocuparán del emplazamiento, por un tiempo al menos.
—Me pregunto qué harán los terrestres de todo esto —dijo Manuel hoscamente.
Fuera, el volcán rugía y humeaba, y enviaba sus lanzas carmesíes al cada vez más espeso sudario de polvo.
Se acercaron cautelosamente a través de la amplia llanura. La meseta de hielo se alejó en la distancia, sus empinadas laderas cortadas por deslizamientos y terrazas desmoronadas. Profundas grietas se entrelazaban por todos lados. Pero la llanura de hielo era firme, y el oruga hizo un buen promedio. Detrás de la pequeña figura que se alejaba, una nube de polvo volcánico color ébano se aplanaba a medida que ascendía a altitudes donde la flotabilidad del tenue aire no podía arrastrar las partículas. Pronto, de horizonte a horizonte, se extendió un inmenso yunque negro.
—No veo a nadie —dijo Manuel.
—Probablemente dentro del alojamiento.
Petrovich señaló siete semicilindros dispuestos en nítidas hileras, sus paredes un arrugado bronce. Dos se habían derrumbado hacia el interior. Más allá había una alta estructura de vigas, puntales y travesaños. Impresionado, Manuel se dio cuenta de que era la carcasa exterior del Alef. A través de la red metálica pudo ver el frío alabastro. Lo comparó con la última vez, cuando corría y se había vuelto para mirar atrás, llevando en brazos al Viejo Matt. Había sido en aquel mismo lugar, por todo lo que podía decir, pero la larga forma parecía más amplia.
Iniciaron el descenso y se detuvieron cerca de las cabañas semicilíndricas. Se abrió una esclusa y salieron dos figuras, agitando las manos, haciéndoles señas de que entraran. Manuel llevó consigo el maletín médico. La primera persona a la que vio dentro fue a Piet Arnold.
—Les agradezco tanto que hayan seguido —murmuró el hombre— en vez de regresar a Sidón.
—Su comunicador no funciona, excepto el Mayday.
—Oh, bien..., ni siquiera sabíamos que eso funcionara. De todas nuestras cabañas, las dos que se hundieron eran las más vitales. Una terrible mala suerte Hay dos muertos.
—Supongo que los habrán puesto en refrigeración.
—Sí. ¿Pueden llevarlos de vuelta a ellos también?
—¿Qué le ha ocurrido a él?
Manuel señaló hacia un terrestre metido a medias en el medimonitor de la cabaña, los pies primero.
—Una pierna rota, pérdida de sangre. Me temo que el golpe le clavó fragmentos de hueso en el músculo.
—Doloroso. ¿Cómo ocurrió?
—Cayó del andamiaje en torno al Alef.
—Un monitor de este tipo no es suficiente —intervino Petrovich—. No puede retirar los fragmentos profundos.
—Me doy cuenta de que van a tener que llevárselo de vuelta a Sidón. Pero primero tenía que descansar un poco. Y ustedes necesitarán estudiar la ruta de regreso, imagino. —Piet abrió las manos en una sonriente bienvenida—. Seguro que podrán pasar uno o dos días aquí. Apreciamos la compañía.
Manuel estudió al hombre.
—Nos iremos mañana —dijo llanamente.
—Lamento que su llegada se haya producido en tan terribles circunstancias. Esos sucesos...
Agitó la cabeza.
Manuel hizo una mueca.
—No se preocupe de nada excepto de volver a poner en funcionamiento su comunicador. Eso es vital. Toda la maldita corteza se está moviendo, por lo que puedo decir. Tienen que mantenerse en contacto con Hiruko. Vamos..., empezaré con ello ahora.
Por la mañana, un silencio espeso flotaba en la cabaña. Nadie estaba despierto. Manuel salió de sus mantas de fibra tan suavemente como le fue posible, se visto, comió algo, y se puso el traje para salir al exterior. La esclusa hizo un montón de ruido hidráulico cuando pasó por ella, así que no le sorprendió el ver otra figura emerger de la cabaña diez minutos más tarde. El hombre se dirigió trotando hacia él, allá donde permanecía a la sombra del Alef.
Piet no dijo nada mientras se aproximaba. Los dos se miraron simplemente, y al fin Manuel dijo con severidad:
—¿Por qué me habló usted en el tren?
—Era un pasajero. Parecía solitario.
—Usted sabía quién era yo.
—Eso no cambia nada. Seguía pareciendo solitario.
—Usted, Petrovich..., no voy a decirle nada, ¿sabe?
—¿Se lo he pedido?
—Mire, está muerto. Déjelo solo. O al menos déjeme solo a mí.
—¿Por qué está tan seguro?
Manuel parpadeó.
—¿Seguro?
—De que está muerto.
—Mírelo. Nosotros lo matamos, el Viejo Matt y yo.
Piet sonrió ampliamente.
—Sí, eso parece.
Manuel se volvió y estudió la estructura.
—Ustedes lo han encajonado.
—Para efectuar algunas mediciones precisas.
Manuel resopló.
—Yo tomé sus medidas.
—En un cierto sentido, sí. Una medida de él.
—Nadie ha sabido nunca qué hacer con él. Leyó usted los informes, ¿no? Mató a mucha gente en su tiempo.
—Sí. Al parecer, por accidente.
—Accidente o no, teníamos que detenerlo.
—¿Fue por eso?
—¿Eh? ¿Para proteger a la gente? No lo sé. Simplemente salí ahí; fue... Todo el mundo... Salíamos cada año, los muchachos siempre hablaban de él...
—¿Por qué? ¿Por qué lo mató usted?
Manuel le miró sin comprender.
—¿Por qué? Él... Mire, usted no sabe nada de esto.
—Se puso a reparar ese comunicador como un demonio —dijo Piet—. Le tomó casi toda la noche.
—¿Y?
—Como si estuviera usted evitando algo. Hablar conmigo. O salir aquí fuera, al artefacto.
La mirada de Manuel era fulminante.
—Salí aquí hace unos momentos.
—Sí, solo.
—Quería echarle una mirada. Pronto vamos a irnos. Deseaba salir temprano. Puede haber un montón de problemas para cruzar eso, con...
—Habrá tiempo, espero. Por lo que supe en Hiruko, esos temblores son fenómenos temporales.
—Escuche, no tome por el evangelio lo que digan en Hiruko. —Manuel se movía inquieto de un lado para otro. Se dirigió a la sombra del Alef, una zona más fría llena de manchado y pisoteado hielo.
Piet sonrió de nuevo.
—¿Quiere que entremos?
—¿Entrar?
—Realmente hubiera debido usted leer todos los informes, ¿sabe?
—¿Quiere decir que se puede entrar dentro?
Piet apoyó una palma contra el cascarón dentro del entramado de tubos.
—Hace cuatro años un científico de Hiruko encontró una formación peculiar parecida a una cuña cerca de la cola. Irradiada con neutrones, devolvió un intenso flujo. Un método de absorción por resonancia, utilizando neutrones de alta energía, hizo que la estructura cediera. Todo el objeto se desplegó. Como si obedeciera a una orden.
Manuel frunció el ceño.
—Cuando lo vi ahora pensé que era más grande.
Piet alzó un enguantado dedo.
—Ése es el detalle. Se desplegó, los grandes bloques cayeron resonando sobre el hielo..., pero por todo lo que puedo decir, el volumen total de la cosa no se incrementó.
—Hummm. ¿De veras?
—La gente de Hiruko se aventuró dentro. No hasta muy lejos..., pero recuperaron muchas cosas.
—Las suficientes como para hacerle venir a usted desde la Tierra.
Piet asintió.
—Sí. Más que suficientes. —Extendió el brazo hacia una abertura en el entramado de tubos—. Venga dentro. Usted, entre todo el mundo, es quien más debería hacerlo.
Entraron, agachándose para pasar por la abertura.
—Usted me deseó aquí fuera todo el tiempo —dijo Manuel. Todavía se sentía inseguro y confuso, y sin embargo..., y sin embargo..., por mucho que desconfiara del hombre, Piet Arnold parecía tener un sentido de la cosa que no había hallado ni en el mayor Sánchez ni en Petrovich, ni siquiera en su padre.
Se detuvo bruscamente ante aquel pensamiento. Su padre..., y de algún lugar recóndito le llegó una abrumadora emoción que lo tomó por sorpresa, llenando su garganta, ahogando su respiración. Las emociones torbellinearon en él, bloqueando el presente. Era dolor y algo más allá del dolor, un bostezante abismo de pérdida y oportunidades fracasadas que nunca hubieran debido quedar por hacer, una sensación de pasar, de avanzar finalmente hacia más allá...
Tragó saliva, y no dio ningún signo de ello, pero siguió andando, siguiendo la inclinada forma que avanzaba ante él.
Pasaron a través de una cuña formada por dos enormes bloques alabastrinos. Una luminiscencia se agitaba en los bloques, arrojando sombras en la tensa y bronceada piel de su rostro. Sus botas hacían chunk, chunk en el hielo.
—Condenadamente grande —dijo inútilmente.
—Usted debería saberlo —respondió Piet, volviéndose hacia él, sonriendo.
Salieron a una cámara de hexágonos. Allá la luz brillaba de movientes láminas como mica. El hielo del suelo estaba sembrado con equipo. Había sondas clavadas en las lisas superficies de la estancia. Medidores y analizadores registraban los datos con diales azules y verdes.
—Hemos hecho un profundo estudio aquí. Los datos de Hiruko fueron por supuesto esenciales. Sabíamos para qué teníamos que venir preparados. Así, sólo unos pocos días de observaciones más precisas han confirmado sus resultados, y añadido muchos más.
—Hummm. —Manuel permanecía de pie, los brazos doblados, contemplando los imprecisos esquemas que se formaban en las profundas losas de la cosa.
—En cierto sentido, no es más que mera piedra. El entramado de la estructura cerca de la superficie confirma eso... Pero debajo...
Piet tocó un control, y la desgastada roca pareció pelarse ante Manuel, revelando un diseño moteado.
—Debajo, se rehace constantemente. La composición molecular cambia. Los bloques son siempre mecánicamente resistentes, por supuesto..., pero se hallan en flujo constante. Nuevos compuestos, nuevos entramados. El diseño cristalino básico no es ninguno de los habituales. Es una cosa irregular, derivante, hecha de puntos y ángulos.
—¿Una máquina que elabora sus propias partes? —Manuel se encogió de hombros—. ¿Realmente?
—¡Pero para rehacer su propia estructura molecular! En realidad, si sólo fuera eso, quizá tuviese usted razón..., una máquina auténticamente sofisticada, una tecnología avanzada, podría muy buen conseguir eso. Pero las formas moleculares, hemos descubierto, se reajustan porque la estructura atómica se altera. Y los átomos cambian porque las partículas derivan constantemente y se mueven y cambian de identidad. Es decir..., la firme conversión de materia en otras formas, como algo que se rehiciera constantemente a sí mismo, siempre descontento...
Piet se interrumpió.
—Puedo ver que la enumeración de estos descubrimientos le aburre. Quizá sea mejor dejar simplemente que sea testigo de ellos. —Atenuó las luces de los analizadores con un gesto, y las paredes cobraron nueva vida. Manuel pudo ver ahora mejor las cambiantes luces más allá de la superficie de piedra, y...
...intensas cabezas de alfiler girando...
...una enrollada masa de líneas estremecidas, un torbellino plateado, emergiendo hacia él...
...disolviéndose repentinamente en una ondulante blandura, nubes verdes rascando con un chirrido un cielo rubí...
...brillantes, rápidas, resplandecientes superficies...
...un agitar de sonidos, imprecisos...
...algo corriendo, tan rápido que sólo quedaba la impresión de tamaño y velocidad y un incansable deseo...
...podridos rosas y verdes, un hedor de edad...
...raspante, incrustada, pesada luz...
...pelo como serpientes...
...explosión...
—¡Ah!
Manuel retrocedió, cubriéndose los ojos. Sin embargo, muchas de las cosas que había sentido no habían procedido de la vista sino de los demás sentidos, sabor y olor y sonido y tacto, extendiéndose finos y firmes como si estuviera experimentándolos por primera vez.
Piet dijo suavemente:
—¿Lo ve? Lo siento, pero... ¿Lo ve?
—Yo...
—El interminable cambio se manifiesta por sí mismo en todos los niveles. Para producir efectos a nuestro nivel de percepción que, francamente, no puede comprender, y ni siquiera describir por completo. Lo que usted no puede ver es lo que informa este aparato. —Agitó las manos para abarcar las hileras de equipo—. A nivel nuclear, e incluso más abajo de eso, las propias fuerzas se alteran. Hay una cosa llamada interacción electrodébil. Algunos parámetros numéricos la describen..., parámetros que creíamos fijos desde el principio de los tiempos, puesto que el big bang inició el universo. Sabemos ahora, a causa del Alef, que no son fijos. Aquí, cambian. Siempre. Nada permanece, nada se mantiene constante.
—¿Cómo se conserva unido?
—Honestamente, no lo sé. El artefacto es como una piedra de Rosetta, ¿conoce usted la historia de la Tierra?, que recapitula todas las leyes del universo. De alguna forma, sabe cómo hacer leyes. Hay un esquema en ello, por supuesto. Como yo interpreto los datos, el artefacto parece estar diciendo que las leyes físicas no son siempre las mismas. Cuando el universo era joven, las leyes eran jóvenes. Ahora han envejecido algo. Nuestras constantes fundamentales de hoy no seguirán siendo siempre las mismas. Así que la evolución natural se aplica no sólo a la vida..., se aplica también a las leyes del universo. Las leyes. —Piet juntó las manos—. Espero que comprenda usted qué inquietante noción significa esto.
—Oh, sí.
—Quizá no capte usted completamente el asunto. —Piet se inclinó ansiosamente hacia delante—. Entienda, la física sostiene que las partículas son creadas por campos..., el campo eléctrico, los campos nucleares, y así. Pero suponga que hubo algo que creó las leyes. ¿Qué consigue eso? ¿Cómo —sujetó el brazo de Manuel— almacena usted la información que contiene las leyes? ¿En las partículas? Pero están formadas por los campos, ¡y así por las propias leyes! ¡Un círculo! ¿Cómo transmite usted la información? ¿Qué crea las leyes?
Manuel miró a las paredes, llameando aún con color y luz.
—Bueno... Yo no...
—Suponga que el artefacto está en este universo, pero no es del universo...
Manuel agitó la cabeza, inquieto por los pensamientos que aquel hombre suscitaba. Piet vio de inmediato su confusión y se contuvo, retrocediendo unos pasos.
—Lo siento.
Para cubrir su incertidumbre, Manuel adoptó la rudeza que había utilizado fuera.
—Mire, ¿por qué me muestra a mí todo esto? Yo no puedo ayudarle a comprender nada acerca de...
Piet alzó una mano, con la palma hacia fuera.
—Venga.
Siguieron adelante, a través de estrechos pasadizos de sombría roca, subiendo angostos corredores, arrastrándose a través de orificios de extrañas formas, dejándose caer por rampas deslizantes a causa del hielo. Manuel tuvo la impresión de que el Alef no podía ser tan grande como eso, tan complicado. Las paredes eran de fría piedra muerta y se extendían interminables, sin ninguna unión.
Alcanzaron un corredor abierto donde Manuel pudo ponerse en pie. Piet dijo, en tono conversacional:
—¿Sabe usted quién lo llamó Alef?
—No.
—Algún judío, supongo. Una interesante elección. ¿Sabe usted lo que significa?
—La primera letra del alfabeto hebreo, me dijo un tío mío. Es judío.
—Correcto. Lo más interesante es que significa unas cuantas cosas en ciencia. Por ejemplo, en geometría se escribe así —extrajo un cuaderno de un bolsillo y trazó en él el signo א— y significa un punto en el espacio que contiene todos los demás puntos. Todo ángulos, todo perspectivas. Y en otra rama de las matemáticas, el número llamado alef null —escribió el signo א0— es el número básico transfinito del Mengenlehre de Cantor..., un número que posee la curiosa propiedad de que cualquier parte de él es tan grande como la totalidad.
—Eso es una locura.
—Quizá. Quizá. Venga.
Tuvieron que arrastrarse de nuevo, y luego trepar por una fisura que parecía metálica. Manuel resbaló en las superficies deslizantes como espejos. Otros pasadizos redondeados se abrían a los lados. Le aferró un recuerdo. Las paredes reflejaban su fruncido y tenso rostro. El tubo se estrechó, y un resplandor al frente se hizo difuso y blanco.
—Aquí..., pase delante. —Piet le empujó.
Manuel se puso en pie en un angosto espacio y miró a su alrededor. Débiles campos se aferraron a él, pero no pudo sentir ninguna presión. Allá delante...
Algo giraba en un halo de luz.
—¡Matt!
Avanzó tambaleándose, y golpeó contra una especie de cojín de aire que cedió suavemente y luego se resistió. Luchó contra él, pero no pudo acercarse más.
La cabeza estaba de alguna forma en sombras, pese al blanco resplandor que lo rodeaba. No podía leer nada en aquel rostro. Un brazo estaba alzado..., en un saludo de bienvenida, creyó. El Viejo Matt no llevaba su traje y su casco, de la forma que Manuel lo había visto dentro del Alef antes, sino un amplio mono. El cuerpo giraba muy gradualmente hacia la izquierda, y cuando las sombras del rostro se alzaron un poco y pudo ver los labios, se dio cuenta de que se estaban moviendo con una dolorosa lentitud. Manuel intentó descifrar las palabras, pero antes de que los apergaminados labios pudieran cerrarse completamente y definir el movimiento, las sombras —«Pero, ¿sombras de qué?», preguntó Manuel— cayeron de nuevo sobre el solemne rostro que miraba hacia fuera, sin parpadear, pálido y sin arrugas, como si estuviera relajado y pensativo. Manuel recordó aquella seca voz diciendo: «Vigila por mí», mientras caminaban hacia el Alef con el rayo-e, aquella última vez. «Vigila por mí».
El cuerpo giró más. El difuso halo de resplandor caía sobre los hombros y espalda. ¿Se movía la mano, una fracción de centímetro? Se tensó para ver.
Más allá había algo más. Una vaga figura de aproximadamente el mismo tamaño giraba aún más lentamente, los brazos medio doblados en los codos, con la oscuridad corriendo y girando por su cuerpo de tal modo que sólo su silueta resultaba clara. En la neblina de luz podía decir que aquella forma era menos detallada, borrosa como una brumosa imagen de sólo una fracción de una holofoto. Llevaba casco, las piernas separadas como si hubiera sido capturada mientras caminaba, la cabeza doblada... Manuel jadeó. La luz penetró en el velado casco y vio apenas lo suficiente para captar la medio sonriente boca, los ojos...
—¿Qué... —retrocedió— ...qué es eso?
—Esperábamos que usted pudiera saberlo.
—¿Yo?
—¿Vio algo como esto antes? Petrovich informó que...
—Sí, algo. Después de que le disparáramos al Alef, mientras yo estaba dentro de él, creí ver al Viejo Matt, pero cuando salí, yo... —Retrocedió de nuevo, la boca rígida en una mueca—. Esa otra cosa. Soy yo.
—Eso creo. Por eso, precisamente, deseábamos tanto hablar con usted, averiguar cómo esas... copias... han llegado a existir.
—No lo sé. —Manuel se puso a temblar.
—¿No sintió usted nada aquella vez? ¿Algo que lo agarrara, que le extrajera de algún modo información...?
—¡No! —Se retiró de nuevo, mirando fijamente, con los ojos entrecerrados, la lejana figura—. Nada.
Piet dijo apaciguadoramente:
—Le pido que piense nuevamente en esto, una vez haya superado esta primera reacción. Considere..., es usted cristiano, ¿no? Nuestros archivos así lo indican. Considere lo muy relacionada que está la idea de preservación, de elevarse de nuevo en una forma similar pero transmutada..., lo muy relacionada que está su cultura con esto. Es la visión cristiana de la resurrección y la salvación. También es la imagen del horror hacia los muertos andantes, los zombies. Intente pensar en ello en su sentido positivo, si puede. Yo...
—Salgamos de aquí.
Manuel se alejó tambaleándose. Piet le siguió inmediatamente, descendiendo por otro pasillo iluminado por un parpadeante resplandor verdoso. Manuel se detuvo de pronto.
—Dios mío, ¿qué es eso?
La bulbosa, distendida forma más allá tenía cosas como brazos y una cabeza inclinada y cosas largas y puntiagudas brotando de los ojos.
—¡No se acerque! —exclamó Piet.
Manuel se acercó, a pesar de la esponjosa resistencia, y la cosa se volvió bruscamente. La enorme cabeza pareció bascular hacia delante en la dura y parpadeante luz. Un repentino terror invadió a Manuel. Se dio la vuelta y huyó, corriendo directamente hacia Piet.
—¡Vámonos!
—No es necesario correr. Causa un poco de impresión al principio, pero nada más. Por aquí.
—¿Qué está haciendo eso aquí?
—Permanecer donde lo ha visto —dijo suavemente Piet—. Al parecer, los hombres no son los únicos seres preservados.
—Pero esa cosa, ¿de dónde procede?
Piet se encogió de hombros.
—La definición clásica de alef, una cosa que contiene todas las demás cosas...
—¿En un lugar de este tamaño?
Desandaban el camino que habían hecho, y Manuel se sintió más calmado y empezó a pensar.
—Oh, pero, ¿cuál es su tamaño? ¿El que nos parece desde el exterior? ¿O el que medimos en el interior? Una geometría que contiene otras geometrías... —Piet rió suavemente—. Todavía no hemos contado todos los pasadizos. Hay muchos de ellos..., o al menos, eso parece.
Manuel no dijo nada. Frunció el ceño y avanzó hoscamente, el rostro inexpresivo. Estaba cerca de la siguiente revuelta cuando la pared empezó a temblar violentamente. Con un fuerte crujir, el hielo se hendió a sus pies. Cayó a través de él.
3
La grieta era profunda. Se aferró a un saliente de hielo y quedó allí, colgando. Las paredes de piedra arrojaban una tenue luz por la brecha, y al cabo de un momento pudo ver que se prolongaba otros veinte metros. «Ha empezado», pensó. Era natural que el hielo se agrietara primero bajo el mayor peso. Toda la llanura a su alrededor iría a continuación.
—Aquí, déjeme ayudarle —llamó Piet.
Manuel alzó la vista. Piet estaba a ocho metros sobre su cabeza. Pero el hombre aún seguía juzgando las alturas con sus reflejos terrestres.
—¡Retroceda! —gritó Manuel. Se izó al saliente de hielo. Se preparó y luego saltó la distancia, superando el borde de la hendidura y cayendo de pie en el corredor—. Vamos, tenemos que evacuar el campamento.
—Recogeré el equipo de aquí dentro —dijo Piet, volviéndose.
—¡Olvídelo! Esta roca será la primera cosa en hundirse.
Piet dijo firmemente:
—Ha habido gente que ha invertido un inconmensurable esfuerzo para construirlo y traerlo hasta aquí. Me siento obligado a velar porque su labor sea preservada.
Manuel apoyó una mano en el hombro de Piet.
—Mire, sea sensato... —Piet apartó su mano y se alejó, sin mirar hacia atrás—. ¡De acuerdo, maldita sea..., crucifíquese por su maldita comunidad!
Pero Piet había desaparecido antes de que hubiera terminado la maldición.
Encontró solo su camino hasta la salida. El suelo temblaba regularmente ahora, y la fortaleza de roca gruñía y crujía. Tuvo que arrastrarse sobre un montón de hielo en el último pasadizo. Cuando alzó la vista, la llanura más allá era un enorme amasijo de rotas masas blancas y azules.
Se irguió lentamente, parpadeando, impresionado. Todas las cabañas se habían hundido. El oruga no estaba. Tres terrestres rebuscaban entre los restos.
Corrió hacia el lugar donde había estado el oruga. Yacía en el fondo de una grieta. Estaba boca abajo y con las cintas rotas, los trozos de las cadenas esparcidos a lo largo de los treinta metros de la caída.
—¡Hey! —llamó por el comunicador general.
Nadie respondió. Conectó a la radio del traje.
—...cinco de ellos aquí debajo. No llevaban puestos los trajes. Los implantes médicos corporales dicen negativo en todos ellos —estaba diciendo una voz terrestre.
Manuel corrió hacia los tres hombres.
—¿Dónde está Petrovich?
El más cercano alzó la mirada.
—Estaba maniobrando el oruga.
—Maldita sea. Probablemente inconsciente. No puedo alcanzar la portezuela así, estando boca abajo.
—Ayúdenos aquí arriba.
—Seguro. ¿Dónde está su equipo médico?
—En la tercera cabaña, allí.
—Empezaré a sacarlo. Van a tener que enfriar rápido a toda esa gente.
Así se inició un impreciso y fúnebre período de arduo trabajo. Ayudó a sacar los cuerpos. Consiguieron volver a poner en funcionamiento varias de las estaciones médicas. Vio aparecer a Piet en la entrada del Alef, arrastrando equipo fuera y poniéndolo a salvo más allá. Manuel descubrió que trabajar con los terrestres era frustrante; se movían metódicamente pero sin imaginación, removiendo meticulosamente los restos de una forma ordenada, que no era normalmente la más rápida ni la más efectiva. Las cabañas se habían hendido y perdido sus atmósferas, atrapando a sus ocupantes hasta que murieron, respirando vacío. Los tres terrestres estaban fuera cuando golpeó el temblor. Petrovich estaba fuera también, encaminándose al Alef tras Manuel y Piet. Había intentado apartar el oruga de una grieta que se estaba ensanchando, y no lo había conseguido.
Más allá, el valle se agitaba, cubierto de hielo a la deriva. La plataforma empezaba a deslizarse hacia el sur.
Sellaron todos los cuerpos, pero algunos estaban muy dañados: columnas vertebrales rotas, entrañas esparcidas por el suelo, convulsivas hemorragias pulmonares producidas por el vacío. Una vez hecho esto, los propios terrestres se derrumbaron, no tanto por la fatiga como por la impresión de todo lo ocurrido. Simplemente se sentaron sobre el hielo y se negaron a moverse, los ojos vidriosos, la mirada fija en un punto indeterminado del espacio. Manuel les gritó, pero no sirvió de nada.
Tuvo que trepar por sus propios medios a la grieta. Golpeó el casco del oruga, pero no obtuvo respuesta. Imaginó una forma de darle la vuelta al vehículo, utilizando un gato hidráulico del andamiaje del Alef. En aquellos momentos trabajaba a un ritmo febril, abordando cada problema como se presentaba y sin ver ni oír nada fuera de él. Ni siquiera se dio cuenta cuando una buena porción del andamiaje se dobló sobre sí mismo y se derrumbó, justo después de que sacara el gato de debajo de él. Tampoco le hubiera importado en lo más mínimo. Nunca le había gustado demasiado Petrovich, pero si el hombre estaba muerto había que hacer todo lo posible para salvar el cuerpo a tiempo, antes de que los daños por falta de oxígeno fueran demasiado grandes. El mordiente frío de Ganímedes podía ayudar. Si Petrovich se había dado cuenta de que se estaba muriendo, podía haber vaciado su traje de la manera correcta, gradualmente, y helarse sin demasiado daño celular. Entonces el frío detendría los daños por falta de oxígeno. Así que Manuel trabajó con el gato e intentó darle la vuelta al oruga.
Dos veces las paredes de la grieta se derrumbaron. La nieve lo engulló. Bloques de hielo cayeron entre el torbellino blanco. Consiguó abrirse camino hasta fuera, arrojando a un lado los azulados trozos de hielo, sintiendo un fuerte dolor en el pecho y sudando tanto que su visor se empañó y no pudo leer los indicadores de ángulo y presión del gato. Lo metió debajo del oruga y dio la potencia al máximo. Aquello fue suficiente para inclinarlo treinta grados. Manuel se arrastró debajo de él, sabiendo que si se producía un nuevo temblor y el gato cedía o perdía el equilibrio el vehículo caería con todo su peso sobre él. Petrovich colgaba cabeza abajo del asiento del piloto. Manuel ni siquiera miró dentro el casco, simplemente lo arrastró hacia abajo y sacó el cuerpo por la escotilla. Saltó tras de él. Otro temblor se inició en el momento en que sacaba el cuerpo de debajo del vehículo, y el oruga acabó de caer de costado y giró sobre sí mismo, yendo tras ellos. Manuel agarró a Petrovich y saltó. Llegó a media altura de las empinadas paredes, y se mantuvo en el aire por un largo momento, intentando imaginar qué hacer. El oruga acabó de dar su tumbo allá abajo y se puso boca arriba, y no le quedó otra cosa más que volver a bajar. Aterrizó sobre la torreta mientras el vehículo se agitaba de nuevo y finalmente se quedaba inmóvil, tras haber estado a punto de derribarle. Mantuvo el equilibrio y saltó de nuevo, esta vez afinando mejor su trayectoria, y alcanzó el borde de la grieta en el momento en que grandes bloques de hielo se desprendían de las paredes con un crujiente y resonante ruido.
Pateó a uno de los terrestres para que reaccionara y lo envió a ayudar a Petrovich. El cuerpo parecía en buen estado, pero Petrovich se hallaba en coma. Lo metieron en un medimonitor. Dio un buen pronóstico. Era un monitor de primeros auxilios, sin embargo, incapaz de efectuar un trabajo delicado de revivificación. Había que aguardar al equipo de Sidón.
Otro temblor les sacudió, agitando de un lado para otro el monitor. La meseta de hielo en el horizonte se desmoronó. El perfil cuadrado se rompió, se fracturó, y cedió con un rugido, regando la llanura con rodantes avalanchas. Manuel pensó entonces en Piet. Corrió hacia el Alef.
Se había volcado. El equipo del interior estaba a salvo, esparcido por todos los alrededores, pero Piet estaba saliendo cuando el andamiaje cedió. Había quedado atrapado el Alef cuando éste volcó. Yacía como clavado bajo puntales y tubos, casi tocando el Alef. Cuando Manuel corrió hacia él, el casco se alzó y unos ojos fruncidos por el dolor le miraron.
—Conseguí... sacarlo todo.
—¿El equipo? Sí, supongo que lo hizo, maldito estúpido.
—Por favor...
La fina y débil voz hizo que Manuel se mordiera los labios ante su propia irritación.
—¿Dónde está herido?
—En las piernas. Debajo de las rodillas. No siento nada.
—Permanezca tendido.
Manuel lo deslizó suavemente hacia atrás. Piet jadeó. Había conectores médicos en la parte inferior de la espalda del traje, pero eran de diseño terrestre y Manuel no tenía las clavijas adecuadas para ellos.
—Maldita sea. ¿Dónde puedo...?
—En... las viviendas.
Corrió hacia las cabañas y rebuscó entre los medi-monitores. Cuando regresó, el suelo volvía a gruñir. El Alef parecía haberse hundido un poco en el hielo. Estaba más cerca de Piet.
—Yo..., hubiera debido hacerlo antes —dijo Piet, como disculpándose, mientras Manuel trabajaba en su espalda.
La respiración de Piet le llegaba en largos y siseantes jadeos. Manuel fue probando las diversas clavijas hasta que encontró las adecuadas y las insertó en las tomas. Piet suspiró cuando sus centros del dolor dejaron de reaccionar. Su cuerpo perdió su rigidez.
—Me tomó... demasiado tiempo... salgo. Algo... como jarabe... me retuvo.
—Voy a tener que arrastrarle fuera de todo esto.
—La misma... luz... suave...
—No debería dolerle demasiado.
Manuel estudió el enmarañado y retorcido lío de tubos y puntales que colgaba sobre él. Si caía de mal lado podía atrapar aún más a Piet. Empezó a apartar los tubos del camino, y toda la estructura resonó y se agitó. Cayendo en débil gravedad, no podía hacerle mucho daño a Piet, pero formaría un amasijo difícil de deshacer. Decidió cortar.
—Voy a ir en busca de un cortador. Todo lo demás está bien. Los cuerpos han sido sellados. Usted simplemente descanse.
Tuvo que rebuscar mucho para encontrar lo que necesitaba. Le tomó un cierto tiempo, y cuando regresaba trotando de vuelta al lado de Piet una onda de choque lo derribó. Empezó a ponerse en pie y otra onda volvió a derribarle. El Alef se inclinó sobre Piet, y el resto del andamiaje acabó de derrumbarse con estrépito. No cayó encima de Piet. Manuel pudo verle claramente. La cabeza de Piet se alzó, y sus calmados y claros ojos miraron directamente a Manuel, mientras el Alef se inclinaba todavía más, crujiendo, hundiéndose ahora aprisa mientras una serie de grietas hendían el hielo bajo él. Negras y dentadas líneas se bifurcaron a partir de él. Una grieta que se ensanchaba por momentos pasó a unos pocos metros de Manuel en el momento en que Piet lanzaba un grito, no de terror sino un lamento resignado..., gritó una sola vez mientras el Alef caía sobre él en una repentina bruma, una neblinosa lluvia de resplandeciente luz que Manuel pensó que eran hielo y nieve alzados por el peso al depositarse.
Luego Piet ya no estaba, y la enorme masa se asentó más en el roto hielo, y el suelo tembló. Manuel no pudo decir si la estremecida vibración procedía de la ruina del Alef que se estaba hundiendo o de un distante temblor.
El Alef se movió de nuevo, y Manuel contempló el lugar donde había estado Piet. El hombre al que tan poco había conocido yacía ahora en aquel lugar tan lejano de la media luna del Islam y la cruz de Roma y el martillo de Marx, en un territorio abierto y sin plan, más allá del hombre y de sus teorías delimitadoras, más allá de sus filtros, más allá de las habitaciones cerradas de la mente civilizada.
Regresó andando lentamente a las derrumbadas cabañas. Tras él, el Alef se deslizó más en las bostezantes y gruñentes grietas. Ignoró el retumbar y el lento, grávido movimiento. Los terrestres se ocupaban de las unidades méticas. Se afanaban junto a los monitores, conectándoles baterías temporales. Manuel tuvo de nuevo la impresión de que eran sacerdotes, devotos de los sagrados iconos de su inmortalidad proporcionada por el Estado. Sintió un amargo desagrado hacia ellos, por ninguna razón que pudiera identificar, y decidió que debía de ser el cansancio.
El más cercano le vio aproximarse.
—Vimos lo de Piet. Fue terrible.
—Sí.
—Teníamos miedo de acercarnos, miedo de...
—Lo sé.
—No hay esperanzas de que esté atrapado en el hielo de abajo, de que...
—No. Olvídelo.
—Muy bien. Debo informar que la situación es muy grave.
—No bromee.
—He intentado llamar a Sidón e Hiruko. Nuestro equipo no funciona.
—No podemos alcanzarles con el comunicador de los trajes a esta distancia. Tendremos que usar el del oruga.
Fueron en su busca. El hielo se movía y agitaba y murmuraba en la distancia, confundiendo su orientación. Pasaron varios minutos antes de que Manuel se diera cuenta de que la abertura que buscaba había desaparecido.
—Cerrada —murmuró—. Probablemente ahora el oruga se halla a un centenar de metros bajo la superficie.
El terrestre miró a su alrededor, a la llanura de hielo que vibraba constantemente. En el centro del valle era perceptible el fluir del hielo. Los bloques saltaban hacia arriba y volvían a caer, empujados desde abajo por presiones cada vez mayores. Las cabañas se hallaban en una sección de la llanura que derivaba más lentamente.
—¿Cuánto falta para que nuestra zona se libere también?
—No hay forma de decirlo. Puede que estemos seguros aquí. Puede que esta parte se halle anclada sobre una base de roca y no sea arrastrada mucho trecho.
El terrestre se animó imperceptiblemente.
—¿Lo cree de veras?
—No. Maldita sea, no. Mire cómo se está hundiendo el Alef.
—¿Qué vamos a hacer, entonces?
Manuel permaneció de pie, con las manos en las caderas, ligeramente inclinado, comprobando sus músculos para ver si se había distendido alguno. Se sentía bien. Estaba cansado, pero no demasiado. Por otra parte, sólo un estúpido no se toma un descanso cuando puede.
—Podríamos intentar llegar a las colinas, pero las cosas también deben estar cediendo allí. De allí es de donde viene algo de todo esto.
—¿Qué podemos hacer?
—No mucho. Aguardar a que Sidón se dé cuenta de que no llamamos. Aunque apuesto que tienen muchas otras cosas en las que pensar. Probablemente estén demasiado ocupados para escuchar silencios sospechosos.
—Si los monitores se quedan sin energía...
—Correcto.
—Quizá los satélites vean nuestro apuro.
Manuel agitó la cabeza. Aquellos hombres estaban acostumbrados a permanecer protegidos por todos lados. Con redes de seguridad.
Echó a andar hacia los restos de las cabañas. El hielo producía un murmullo constante en el valle.
—¿Qué está haciendo?
—Busco una célula de energía de reserva.
—Allá, en la número cinco, hay una. Se la mostraré.
Los otros dos hombres alzaron la vista de sus trabajos para mirar a Manuel. Tomó la célula y se la colgó al hombro. Mientras lo hacía, miró por casualidad al Alef, y se sorprendió al comprobar que el hielo ya se lo había tragado. Las grietas no parecían ensancharse ni prolongarse más. Mientras observaba, el incansable movimiento selló parcialmente el enorme agujero que la gran masa pétrea había abierto al hundirse. Se sintió triste por un instante, inspiró profundamente y se dio la vuelta.
—¿Para qué es la célula? —preguntó el terrestre.
—Ustedes manténganse aquí. Muévanse solamente si el hielo empieza a romperse a su alrededor. Yo voy a Sidón.
4
Así que empezó a correr. Ignoró los gritados adioses y deseos de buena suerte de los terrestres; estaba ya encerrándose en sí mismo y preparándose. Los movientes trozos de hielo roto hacían difícil afirmar los pies mientras cruzaba la llanura. Era como correr a través de las fuertes olas de un río caudaloso, y daba cada largo y arqueado salto con la suficiente altitud como para ver dónde iba a aterrizar, descendiendo con una elástica flexión para amortiguar el contacto en caso de que la placa se quebrara bajo sus pies y tuviera que saltar de nuevo.
Una vez miró hacia atrás. Las destruidas cabañas y las solitarias figuras que aún agitaban los brazos eran puntos en una irregular extensión blanca. La zona a su alrededor parecía más lisa que el resto, pero sabía que podía romperse en cualquier momento, si la losa se liberaba o su base era atacada por rocas a la deriva. Agitó la cabeza para despejarla y se encaminó hacia las colinas.
Las laderas habían quedado libres de grava suelta, arrastrada por el deslizamiento de las losas de hielo, y eso hacía más fácil el caminar. Ascendió rápidamente las colinas, con sus hidráulicos zumbando, y alcanzó una cresta que parecía estable. Recientes y negros estribos de piedra se asomaban a través del hielo viejo. A su debido tiempo, el hierro se cubriría de óxido y las siguientes nieves se volverían púrpuras a su contacto. Ahora el oscuro ferroníquel permitía asentar bien los pies, y prefirió utilizarlo como base para sus saltos. Del norte llegaban rodantes nubes, humos de la nueva fusión. Las nubes se oscurecían a medida que se elevaban, siguiendo la línea de la cresta, de modo que sus altos y largos saltos lo llevaban casi a los vientres de la pegajosa humedad. Su visor se llenó de gotitas, y una vez estuvo a punto de caer a causa de la desorientación. Anaranjados destellos rasgaban las montañas occidentales: más volcanes, fundentes fuegos que cortaban la oscuridad.
Captó el incesante bip bip bip de la radiobaliza de Sidón en la cima de una empinada colina. Sidón estaba aún más allá del horizonte, pero la radiobaliza le daba una orientación. Todavía se hallaba demasiado lejos para poder alcanzarles con el comunicador del traje. Un sordo dolor empezaba a aposentarse en sus piernas, y redujo la longitud de sus saltos. Pasó a la célula de reserva. Los valles allá abajo estaban cegados por murmurante y moviente hielo. Nuevas gargantas y arroyos mordisqueaban las colinas. El resonante bip bip bip era el único signo perceptible del hombre en aquel retumbante páramo..., bip bip bip, paciente y artificial e insignificante al lado de las enormes fuerzas que actuaban por todos lados. Recordó el regreso al campamento de cada año con su padre, cuando había aceptado el benévolo paisaje al otro lado de las portillas, maravillado ante él y sabiendo sin embargo que el hombre gobernaba allí, que podía deambular por él con sólo un peligro incidental.
Había aprendido esto, sin necesidad de que le fuera dicho, de su padre. El coronel había heredado una actitud, una postura, que decía con cada gesto: «Pondremos nuestra huella aquí, y permanecerá». Los domos que brotaban, los animales enfundados en máquinas, las orugas, los muties que azotaban los páramos, masticando y digiriendo y llevando a cabo automáticamente el trabajo del hombre..., todos ellos habían sido agentes del implacable avance de la humanidad, del camino hacia el fin de todos los misterios.
Mientras Manuel se abría paso descendiendo una rota terraza de desmoronada roca gris, sintió que el dolor de sus piernas ascendía por el interior de todo su cuerpo y empezó a jadear, y vio que no hubiera debido abandonar Sidón todos aquellos años, ni siquiera sin la amarga rabia que había sentido. Porque en el campamento, aquella oscura mañana de la muerte del Viejo Matt, se había unido para siempre al otro lado..., al páramo, el terreno abierto, a lo no domesticado, al territorio del viejo tiempo muerto. Quizá el coronel había comprendido aquello también. Algo había atraído al hombre, le había hecho conducir las podas y falsificar los libros mayores de modo que parecieran provechosas. Algo lo había atraído a aquella vastedad, una urgencia no comunicada. Pero al final, cuando el coronel vio lo que significaba, adonde conducía, que la muerte y la pérdida formaban parte de ella, firme e innegable —el rostro del Viejo Matt apareció ante Manuel, la seca voz sonó en sus oídos—, entonces el coronel lo había rechazado.
Manuel sentía ahora una fracción de lo que su padre había sentido, ese insoportablemente largo momento fuera de la cabina, contemplando el rígido cuerpo. Las palabras del coronel flotaban aún en el espacio entre ellos: «Matando todo lo que es viejo...», porque su padre nunca había pretendido realmente matar al Alef, simplemente había deseado perseguirlo, ser arrastrado hiera por él, sacado de los cómodos bolsillos de una vida aislada, fuera de la humanidad. Y en la muerte de la cosa el coronel había visto, como una premonición, su propio final...
Aterrizó en medio de un grupo de comerrocas que buscaban refugio. Chillaron y huyeron, agitando sus asimétricos cuerpos, sus patas multiarticuladas resonando clac clac clac con frenética energía. Quizás ellos también fueran borrados por el movimiento de los hielos y los tempestuosos ríos. Pero volverían, inevitablemente. Clac clac clac. Bip bip bip. Una vez introducida en aquel mundo, la vida no lo abandonaría nunca..., no había final para la explosiva, consumidora, voraz ansia de las largas cadenas moleculares de enlazarse y encajar y hacer más y más y aún más de sí mismas.
Corriendo firmemente ahora, jadeando, empapado de sudor, Manuel vio cómo el terreno se disolvía en planos de luz a la deriva. Agitó la cabeza. El mundo se movía incansablemente ahora a medida que el hielo se separaba y entrechocaba, con sólo los distantes riscos fijos y confiables. Se esforzó por atravesar cuanto antes los barridos cañones. Múltiples criaturas corrían por sobre las colinas, presas del pánico. En su creciente fatiga, Manuel contempló las formas que huían como si lo hiciera desde una gran altura. La vida crecía y se extendía de la misma forma en que una enfermedad se propaga y devora y en su devorar debe morir. «Tiene que haber algo más», pensó. En el universo tenía que aparecer un tipo de ser que no deseara devorarlo finalmente todo o gobernarlo todo o llenar cada nicho y lugar con su propio y precioso ego. Sería una cosa extraña, con la suficiente biología en bruto como para tener el rápido y certero sentido de la supervivencia. Pero también tendría que llevar algo de la máquina en él, la pasiva y aceptante cualidad del deber, de la espera y del pensamiento que iba más allá del interminable devorar o del miedo a morir. Para una cosa así el universo no sería un campo de batalla sino un teatro, donde se representaran dramas eternos y era mejor estar entre el público. Quizá la evolución, que había sido al principio una fuerza ciega que empujaba contra todo, hallaría un sendero para ese lento y curiosamente duradero estado.
Manuel tropezó, se recuperó, y siguió corriendo. Ahora él también se sentía en aquel mismo estado desprendido. El bip bip bip lo atraía. Su firme llamada creaba ecos en su casco, y para borrar el infiltrante dolor de sus piernas pensó en la otra ocasión, cuando había luchado, llevando al Viejo Matt en los brazos, y el radiobaliza lo había llamado..., largo, resonante, tranquilizador, cada pulsación atravesando el denso y fluyente silencio, alcanzando hasta lejos en múltiples ecos, aguardando hasta que la siguiente se uniera a ella, cada nota acumulándose sobre la anterior, martilleando, formando una presencia humana frente al desnudo vacío. Sin embargo, ahora no podía hallar un consuelo en el automático resonar, bip bip bip. Era tan sólo un gemido idiota, tan irritante como las fáciles teorías y la sabiduría barata de Hiruko, tan inútil como la blanda comprensión de los terrestres. Ni Piet ni los demás estaban hechos para la tosca y alborotadora frontera, más allá de sus seguridades sociales, enfrentados al auténtico azar y al riesgo y a la muerte eterna, enfrentados a un infinito al que adoraban pero que no comprendían...
Un géiser brotó ante él, derramando vapor y lanzando al aire pedazos de roca. Lo rodeó, sobre derrumbadas colinas y dobladas ruinas de montañas. Jadeó, sintiendo el hedor de cálidas presencias. Era difícil caer en Ganímedes, pero cuando una losa giró bajo él lo hizo, retorciéndose, aturdido por el impacto. Bip bip bip, le llamaron las presencias, y recordó el quejoso ding ding-ding que Águila había golpeado contra los barrotes, un momentáneo tenderse hacia delante que él no había tenido el sentido o el buen juicio de enfrentar, de responder de la manera correcta, y perdiendo así una oportunidad que siempre recordaría...
Se puso en pie, tambaleante, bloqueando la memoria. No. El pasado había desaparecido. Miró a su alrededor en busca de presencias.
Una enorme cadena montañosa se había aplanado, como pisoteada, reduciéndose a una desolada llanura. Desde su borde miró a través de bancos de niebla y polvo a la deriva.
Allí... Sidón.
Las grietas cruzaban los domos en forma de cáscara de huevo. Vigorosos rápidos cebraban las terrazas. Los campos de trigo tenían una palidez gris, helada. Una columna de humo aceitoso ascendía de una factoría de reducción.
Les llamó durante cinco minutos antes de que respondieran. El comunicador del traje ascendió y disminuyó de potencia en medio de un retumbar de estática, contra un fondo de gritos animales, quejidos, tensas voces pidiendo ayuda, y firmes y quejosos Maydays. Las bolsas de húmeda vida en flor enviaban sus coros a través de la fría y quebradiza vastedad. Una estrangulada voz de Sidón Central respondió a Manuel, tomó las coordenadas del emplazamiento y la descripción de lo que necesitaban, y prometió retransmitirlo a Hiruko. En el caos, nadie sabía cuándo los zánganos podrían alcanzar el lugar y dejar caer las provisiones, y mucho menos recogerles del astillado suelo.
—Venga dentro —dijo la voz—. Necesitamos ayuda. Está usted a veinte kilómetros de distancia. La mayor parte del camino es estable.
Manuel recordó los protuberantes domos en los que había jugado cuando era niño: las carnosas verduras de grandes hojas que se alzaban hasta los tres metros de altura, y que podías pelar y doblar, poniendo al descubierto las correosas espinas que se arrancaban fácilmente, dejando un blando y rico manjar que, comido al final, proporcionaba a la boca un sabor dulce e intenso. Y los frutos colgando maduros y dispuestos, bañados por los vigorizantes rayos ultravioleta y vaharadas de vapores fertilizantes, elaborados de forma intensificada para consumo del propio Sidón, deseados por Hiruko pero nunca enviados allí. Y el lozano almizclero de abundante carne marmórea, criado en tanques. Y el penetrante aroma de los frescos cereales...
Pensó en Sidón. En la acogedora humanidad.
—No. No.
—¿Qué? Escuche, le estoy diciendo...
—Me necesitan allá en el emplazamiento. No saben en absoluto cómo desenvolverse solos.
—¡Nosotros somos su gente! Aquí...
Se volvió de espaldas a Sidón. La ahogada voz le llamó, pero siguió adelante..., a la tierra que se movía con un fluir propio, apartando con una inmensa sacudida la mano del hombre.
El fin estaba próximo, y tenía que encontrarse en el emplazamiento. Un vacío aislante se estaba formando en él. Había perdido la mayor parte de su pasado. Muchas de las manos que le habían guiado habían sido silenciadas para siempre. Se sentía débil hasta el punto que podía afirmar su propia fatiga, y sin embargo seguía adelante, vadeando líquidas corrientes y pisando fuertemente bajo cascadas que se rompían sobre él en arco iris, trepando por arroyos y descendiendo amplias extensiones de grava y tierra reciente, una pequeña nada en el agitar y rugir junto a los aplastados cuerpos de orugas y comerrocas esparcidos por todas partes.
La tierra era quien gobernaba ahora, no el hombre. Su despreocupada ondulación había arrojado a su padre en el sendero de un láser, y haciendo eso había iniciado el viaje del propio Manuel hasta aquel lugar. ¿Era posible que, desde que el Alef había dejado de perforar la corteza helada, hacía años, las tensiones acumuladas ya no se hubieran liberado? ¿De modo que su muerte había traído todo esto?
Manuel agitó la cabeza. Aquello era una locura. Una locura.
Allá fuera, forjar alguna comprensión no era un asunto de suponer y luego comprobar, como un científico, sino de escuchar, esperar; ser testigo del lento y seguro balanceo de los mundos, los ritmos de la gravedad y del hielo, del calentamiento y de la humedad y luego del hielo de nuevo, el creciente aire y la disminuida luz oro viejo del sol, las enormes masas y las frías ecuaciones, el suave y no apresurado movimiento..., un viejo, necesario cansancio que Piet había empezado a sentir. Los terrestres en torno a Piet estaban obsesionados por la muerte, por la idea de congelarse y cosechar la única recompensa que una Tierra secular les había otorgado, la sola promesa de que la sociedad tenía que resistir contra la tumba. Pero tras salir allí, tras ver las girantes, brillantes cosas dentro del Alef, quizá Piet hubiese percibido otro tipo de promesa, y sin pensar claramente en ella hubiera permitido que le gobernara al final..., había regresado al Alef para salvar algo del equipo, o eso dijo, cuando algo en el hombre había regresado en realidad a una sabida consumación, y así había decidido quedarse allí: una ferviente esperanza que a Manuel le parecía ceguera, un deseo de traslación, porque Manuel no deseaba refugio de aquel mundo de eterno frío, ni de ningún otro mundo..., tenía aún planes e ideas, ancladas en el suelo y siguiendo su mismo duro destino, imperdonable e irreductible.
Dio un paso en falso y algo se retorció en su rodilla. Empezó a hinchársele mientras proseguía, y cada kilómetro se convirtió en una tortura. Cuando finalmente distinguió el emplazamiento, cojeaba con un incierto y desigual paso.
Se detuvo a varios kilómetros de distancia y llamó por la radio.
—Parece que están ustedes bien. ¿Ha habido algún movimiento en el hielo?
—No. Todavía no. Los cuerpos están seguros. Yo...
—Bien. Será mejor que no se muevan.
—Temíamos que usted no fuera a regresar. Quiero darle las gracias por...
—Sí. Mire, voy a examinar el valle. Ver si se está soltando.
Estaban seguros por un tiempo. Sin embargo, el hielo flotante golpearía pronto.
No deseaba ir al campamento todavía, no deseaba hablar. Estaba cansado hasta la médula, pero se sentía mejor allí fuera. Caminó, cojeando, intentando aclarar su cabeza.
Al principio no sintió la silenciosa presión bajo sus pies. Se detuvo, sabiendo que algo no iba bien.
Grandes trozos de hielo se alzaron debajo de sus botas, crujiendo. La roca gruñó. Toda la cadena montañosa se estaba inclinando.
No había ningún lugar hacia donde correr. La colina se hinchó más.
Su propio olor almizcleño inundó su traje, ácido y derrotado. Se dejó caer de rodillas.
Luego el movimiento se detuvo. Un repentino silencio cayó sobre el desierto e interminable territorio que se extendía, quieto, en todas direcciones: Ganímedes como había sido en los informes tiempos anteriores, fruncido, fresco, sin incrustaciones de hombres, yermo y sin vida, un estadio aguardando la incesante lucha entre la dormitante, inerte soledad y las incesantemente mordisqueantes cadenas de la vida..., lodo ello bajo el testimonio de una cosa que lo conocía todo, lo contenía todo, quizás incluso lo había hecho todo, y sin embargo se paseaba muda por entre todo el estruendo y el clamor, inmersa en su creación, corriendo, quizá deteniéndose pero nunca abandonando, dejando una estela de restos que eran una tragedia para los hombres pero un simple drama pasajero para ella: una enorme, indesviable, fantasmal forma...
El hielo se hinchó de nuevo.
Ahora estaba de pie y comprendía, y observó cómo las grietas eran forzadas a abrirse más en el centro de la protuberancia. Tenía la boca abierta, respiraba rápidamente, sintiendo que un peso se alzaba de él y sus empañados ojos se hacían más brillantes. Las grietas se extendieron radialmente a partir del torturado montículo que se estaba formando. El hielo empezó a caer con fuerte retumbar.
Manuel sonrió.
Vigila por mí.
Todos aquellos años, los hombres y los animales habían corrido por allí fuera, errantes, inconscientes y alegres, y nunca habían pensado que quizá él los estuviera provocando.
Su forma era diferente esta vez.
Y mientras el primero de los inmensos bloques de alabastro se liberaba del terreno que lo retenía, lanzando piedras al aire, supo que él podría soportar aquel peso, llevarlo consigo en las largas décadas de reconstrucción y dolor que deberían sucederse ahora, en los duros años de intenso trabajo en el territorio, más allá de la mano siempre tendida del hombre; el pensamiento acudiría a él cada día mientras trabajara para su propio destino no disminuido, o en la suave noche mientras permaneciera tendido al lado de Belinda, o en los momentos oscuros cuando sólo el recuerdo le sostuviera..., llevaría siempre consigo la seguridad de que estaba allí, en alguna parte en la inmensidad, y lo recordaría.
Datos de la publicación
Gregory Benford
CONTRA EL INFINITO
CronoS 4
Colección dirigida por Domingo Santos
Título original: Against Infinily
Traducción: Domingo Santos
© 1983 by Abbenford Associates, Inc.
© Ediciones Destino S.A.
Consell de Cent, 425. 08009 Barcelona
Primera edición: noviembre 1988
ISBN: 84-233-1677-7
Depósito legal: B. 40.709-1988
Impreso por Sirven Gráfic, S.A.
Casp, 113. 08013
Barcelona
Impreso en España - Printed in Spain