Fundación y Caos es una novela del escritor estadounidense Greg Bear publicada en 1998 dentro del proyecto literario de la Segunda Trilogía de la Fundación, encargado por los albaceas de la obra de Isaac Asimov, creador de la mítica Saga de la Fundación. Trata sobre las dificultades que tuvo la implementación de las Fundaciones de Hari Seldon, el papel de los robots y el origen de los poderes mentálicos que serán la base de la Segunda Fundación.
La trama está ambientada en el año 12.067 de la Era Galáctica, en tiempos en que el Imperio Galáctico está a punto de desintegrarse bajo el mando del emperador títere Klayus I y el ministro Linge Chen, jefe de la Comisión de Seguridad Pública.
Las acciones son paralelas a las narradas en la Parte I Los psicohistoriadores de la novela Fundación de Isaac Asimov. El núcleo central de la obra gira en torno al juicio por traición y sedición en contra de Hari Seldon, promovido por Chen.
Greg Bear
Fundacion y Caos
(Foundation and Cbaos)
Para Isaac y Janet
Agradecimientos
Un agradecimiento especial a Janet Asimov, Gregory Benford, David Brin, Jennifer Brehl, David Barber y Joe Miller. Y también a los millones de admiradores de Isaac Asimov, que mantendrán vivos sus universos y personajes por muchísimo tiempo.
Primera parte
Con el transcurso de los siglos crece la leyenda de Hari Seldon, el hombre brillante, sabio y triste que trazó el curso del futuro humano en el viejo Imperio. Pero también medran los enfoques revisionistas, y no siempre se pueden desechar fácilmente. Para entender a Seldon, a veces sentimos la tentación de remitirnos a textos apócrifos, mitos, incluso cuentos de hadas de esos tiempos remotos. Nos frustran las contradicciones de los documentos incompletos y esos textos que parecen hagiografías.
Sabemos, sin necesidad de remitirnos a los revisionistas, que Seldon era brillante, y que Seldon fue la clave. Pero Seldon no era un santo ni un profeta divinamente inspirado, y por cierto no actuó a solas. Los mitos más convincentes nos hablan de...
Encyclopedia Galactica, 117.8 edición, 1054 E. F.
1
Hari Seldon, en sandalias y con una gruesa toga verde de académico, miraba la oscura superficie de aluminio y acero de Trantor desde el parapeto cerrado de una torre de mantenimiento, a doscientos metros de altura. El cielo de ese sector estaba despejado esa noche. Unas pocas nubes flotaban como fuegos fantasmales sobre ondas nacaradas y láminas de estrellas.
Al pie de este espectáculo, y más allá de las hileras de curvos domos oscurecidos y suavizados por la noche, se extendía un mar cuyas tapas flotantes de aluminio se habían deslizado para revelar cientos de miles de hectáreas. El mar visible irradiaba un fulgor tenue, como respondiendo al cielo. Seldon no recordaba el nombre de ese mar: Paz, Sueño o Reposo. Todos los mares ocultos de Trantor tenían nombres antiguos, tranquilizadores nombres de cuentos de hadas. El corazón del Imperio necesitaba tranquilidad tanto como Hari.
Un conducto que había en la pared de atrás le soplaba una brisa dulce y cálida en la cabeza y los hombros. Hari había descubierto que el aire de allí era el más puro de Streeling, quizá porque se extraía directamente desde el exterior. Más allá de la ventana de plástico reinaba una temperatura de dos grados, y él recordaba bien ese frío por el único percance que había sufrido en la superficie, décadas antes.
Había pasado gran parte de su vida encerrado, aislado del frío, la frescura y las novedades, así como los números y ecuaciones de la psicohistoria lo aislaban de la cruda realidad de las vidas individuales. ¿Cómo puede el cirujano trabajar con eficacia si siente el dolor de la carne lacerada?
En un sentido muy real, el paciente ya era cadáver. Trantor, centro político de la galaxia, había muerto décadas o siglos antes, y sólo ahora evidenciaba su podredumbre. Aunque la breve llama personal del yo de Hari se apagaría mucho antes que los rescoldos del Imperio se desmoronaran en cenizas, las ecuaciones del Proyecto le permitían ver con claridad la mórbida rigidez, el rostro endurecido del cadáver del Imperio.
Esta espantosa visión lo había hecho perversamente famoso, y sus teorías eran conocidas en todo Trantor y en muchas partes de la galaxia. Lo llamaban «Cuervo» Seldon, heraldo de un lúgubre futuro de pesadilla.
La putrefacción se prolongaría cinco siglos más, una sencilla y rápida deflación en las escalas temporales de las ecuaciones más abarcadoras de Hari. El colapso de la piel de la sociedad, luego la disolución de los huesos de acero de los sectores y municipios de Trantor...
¡Cuántas historias humanas llenarían ese colapso! Un imperio, a diferencia de un cadáver, sigue sintiendo dolor después de su muerte. En la escala de las ecuaciones más diminutas e imprecisas de su poderosa Radiante Prima, Hari casi podía imaginar billones de rostros fundidos en un inmenso cálculo para llenar la zona que estaba bajo la curva de declinación del Imperio.. La aceleración de la decadencia encarnada en cada historia humana, casi tantas como los puntos de un plano. Incomprensibles, sin psicohistoria.
Abrigaba la esperanza de alentar el renacimiento de algo mejor y más duradero que el Imperio, y según las ecuaciones estaba cerca del éxito.
Pero últimamente lo dominaba una fría desolación. Vivir en un período espléndido y juvenil, el Imperio en su momento de mayor gloria, estabilidad y prosperidad... ¡eso sería digno de su eminencia y sus logros!
Recobrar la compañía de su hijo adoptivo Raych, y Dors—la misteriosa y encantadora Dors Venabili—, en cuya carne artificial y acero secreto ardían la pasión y la devoción de diez héroes... Por recobrarlos él multiplicaría geométricamente los signos de su propia decadencia, desde sus extremidades doloridas y sus entrañas rebeldes hasta su visión borrosa.
Esa noche, sin embargo, Hari estaba cerca de la paz. Los huesos no le dolían tanto. No sentía tan agudamente el hormigueo de la pesadumbre. Podía distenderse y aguardar con expectativa el final de este trabajo.
Las presiones que lo agobiaban estaban llegando a su núcleo. Su juicio comenzaría dentro de un mes. Conocía el resultado con razonable certeza. Éste era el tiempo cúspide. Todo aquello para lo que había vivido y trabajado pronto se realizaría, sus planes pasarían a la fase siguiente, y él abandonaría la escena. Culminaciones dentro del crecimiento, detenciones dentro del flujo.
Pronto debería reunirse con el joven Gaal Dornick, una figura significativa en sus planes. Matemáticamente, Dornick distaba de ser un extraño, aunque nunca se habían conocido personalmente.
Y Hari creía haber visto a Daneel una vez más, aunque no estaba seguro. Daneel no habría querido que él estuviera seguro, pero quizá quería que sospechara.
Buena parte de lo que en Trantor pasaba por historia ahora apestaba a desastre. A fin de cuentas, en el arte de la estadística la confusión equivalía al desastre, y a veces el desastre era una necesidad. Hari sabía que Daneel aún tenía mucho trabajo por delante, en secreto; pero Hari nunca se lo contaría a ningún otro humano. No podía hacerlo. Daneel se había cerciorado de ello. Y por esa razón Hari no podía revelar la verdad acerca de Dors, la verdadera historia de la extraña y casi perfecta relación que había tenido con una mujer que no era una mujer, pero que era su amiga y amante.
El fatigado Hari procuraba resistirse a la tristeza sentimental, pero no podía reprimirla. La vejez era lamentable y la pérdida de amantes y amigos acosaba a los viejos. ¡Sería magnífico si él pudiera visitar de nuevo a Daneel! No le costaba imaginar cómo sería esa visita: después de la alegría del reencuentro, Hari expresaría su enfado ante las restricciones y exigencias que Daneel le había impuesto. El mejor amigo, el conductor más exigente.
Hari pestañeó y se concentró en la vista que le ofrecía el ventanal. Últimamente era muy propenso a perderse en ensoñaciones.
Aun el bello fulgor del mar era un signo de decadencia: un desborde de algas bioluminiscentes descontroladas hacía cuatro años, que había arrasado con las cosechas de las granjas de oxigenación, enrareciendo levemente el aire hasta en el frescor de la superficie. Aún no había amenaza de sofocación... ¿pero cuánto faltaba?
Pocos días atrás los asistentes, protectores y voceros del emperador habían anunciado una victoria inminente sobre la bella plaga de algas, sembrando el océano con organismos artificiales para controlar la floración. De hecho, el mar parecía más oscuro, aunque quizás el cielo despejado atenuara relativamente su brillo.
La muerte puede ser tan ruda como encantadora, pensó Hari. Reposo, Sueño, Paz.
En otra región de la galaxia, Lodovik Trema viajaba en las honduras de una nave imperial de investigación astrofísica. Era el único pasajero. Gozaba de las comodidades de la sala de oficiales, y miraba un entretenimiento liviano con aparente satisfacción. Los selectos tripulantes, procedentes de la clase de los ciudadanos, apilaban esos entretenimientos por millares antes de lanzarse en sus misiones, que podían alejarlos durante meses de los puertos civilizados. Los oficiales y el capitán, con frecuencia pertenecientes a familias aristocráticas, escogían librofilmes menos populistas.
Lodovik Trema aparentaba unos cuarenta y cinco años. Era robusto sin ser corpulento, con un rostro feo pero simpático y manazas fuertes con dedos de salchicha. Parecía fijar un ojo en el cielo, y torcía los gruesos labios como si siempre se inclinara hacia el pesimismo o una escéptica neutralidad. Su pelo era corto y ralo; su frente alta y lisa daba a su rostro un aire juvenil, desmentido por las arrugas que le aureolaban la boca y los ojos.
Aunque Lodovik representaba la mayor autoridad imperial, se había granjeado la simpatía del capitán y los tripulantes; en sus secas declaraciones manifestaba un ingenio cordial y perspicaz, y nunca decía demasiado, aunque a veces podían acusarlo de decir demasiado poco.
Ni siquiera los ordenadores de a bordo podían visualizar las fístulas geométricas del hiperespacio por donde navegaban durante los saltos. Humanos y máquinas, esclavos del espacio—tiempo, mataban el tiempo hasta la emergencia preprogramada.
Lodovik siempre había preferido las redes de agujeros de gusanos —más rápidas aunque en ocasiones más angustiosas—, pero esas conexiones estaban peligrosamente descuidadas, y en las últimas décadas muchas se habían derrumbado como túneles de metro sin apuntalar, a veces succionando estaciones de tránsito y pasajeros en espera.
Ahora se usaban poco.
El capitán Kartas Tolk entró en la sala y se detuvo un instante detrás del asiento de Lodovik. Los demás tripulantes se ocupaban de las máquinas que vigilaban a las máquinas que mantenían la integridad de la nave durante los saltos.
Tolk era alto, de cabello claro y lanoso, con tez parda y cenicienta y un aire patricio que era común entre los sarossanos nativos. Lodovik miró por encima del hombro y saludó con un cabeceo.
—Dos horas más, después de nuestro último salto —dijo el capitán Tolk—. Llegaremos a tiempo.
—Bien —dijo Lodovik—. Ansío ponerme a trabajar. ¿Dónde aterrizaremos?
—En Sarossa Mayor, la capital. Allí están almacenados los documentos que usted busca. Luego, tal como se ordenó, trasladaremos a la mayor cantidad posible de las familias favorecidas que figuran en la lista del emperador. La nave estará atestada.
—Me imagino.
—Faltan unos siete días para que el frente de choque llegue a los lindes del sistema. Luego, sólo ocho horas para que engulla Sarossa.
—Demasiado justo.
—Producto de la incompetencia y los errores imperiales —declaró Tolk, sin disimular su amargura—. Hace dos años que los científicos imperiales saben que la estrella de Kale estaba por sufrir un colapso.
—La información suministrada por los científicos sarossanos distaba de ser precisa —dijo Lodovik.
Tolk se encogió de hombros; no tenía sentido negarlo. Había culpas suficientes para todos. La estrella de Kale había entrado en supernova el año anterior; su explosión se había observado por telepresencia nueve meses después, y desde entonces... Politiquería, redistribución de recursos escasos, luego esta misión de alcances tan limitados...
El capitán había tenido el infortunio de ser enviado a presenciar la muerte de su planeta, para salvar apenas un puñado de documentos imperiales y familias privilegiadas.
—En días mejores —dijo Tolk— la armada imperial habría construido escudos para salvar al menos un tercio de la población del planeta. Habríamos formado flotas de naves de migración para evacuar a miles de millones... suficientes para reconstruir o preservar el carácter de un mundo. Un mundo glorioso, si se me permite la expresión, aun ahora.
—Eso me han dicho —murmuró Lodovik—. Haremos todo lo posible, querido capitán, aunque eso sólo podrá darnos una seca y huera satisfacción.
Tolk torció los labios.
—No lo culpo personalmente —dijo—. Usted ha sido franco y comprensivo... y sobre todo eficiente. —Muy diferente de lo que es habitual en las oficinas de la Comisión. La tripulación lo considera un amigo entre malandrines.
Lodovik sacudió la cabeza en un gesto de advertencia.
—Cualquier queja contra el Imperio puede ser peligrosa. Será mejor que no confíen en mí más de la cuenta.
La nave tembló ligeramente y una campanilla sonó en la sala. Tolk cerró los ojos y aferró mecánicamente el respaldo de la silla. Lodovik sólo miró hacia delante.
—El último salto —dijo el capitán. Miró a Lodovik—. Confío en usted, consejero, pero confío más en mi destreza. Ni el emperador ni Linge Chen pueden darse el lujo de perder a hombres con mis aptitudes. Todavía sé reparar componentes de nuestros motores en caso de desperfecto. Pocos capitanes pueden alardear de ello en la actualidad.
Lodovik asintió. Una verdad irrefutable, pero una armadura frágil.
—La habilidad para aprovechar recursos humanos esenciales sin abusar de ellos quizá también sea un arte perdido, capitán. Queda advertido.
Tolk hizo una mueca.
—Entendido. —Dio media vuelta para marcharse, y oyó algo inusitado. Miró a Lodovik por encima del hombro—. ¿Sintió eso?
La nave vibró de nuevo, esta vez con un chirrido agudo que les hizo castañetear los dientes. Lodovik frunció el ceño.
—Sentí eso. ¿Qué fue?
El capitán ladeó la cabeza, escuchando una voz remota que zumbaba en sus oídos.
—Una inestabilidad, una irregularidad en el último salto —dijo—. No es infrecuente cuando nos aproximamos a una masa estelar. Quizá le convenga regresar a su cabina.
Lodovik apagó los proyectores y se levantó. Le sonrió al capitán Tolk y le palmeó el hombro.
—Entre todos los que están al servicio del emperador, con gusto confiaría en usted para capear un temporal. Ahora necesito estudiar nuestras opciones. Triaje, capitán Tolk. Evaluación de lo que podemos llevar con nosotros, en comparación con lo que se puede almacenar en bóvedas subterráneas.
Tolk lo miró con rostro taciturno y bajó los ojos.
—La biblioteca de mi familia, en Alos Quad, está...
Las alarmas de la nave bramaron como animales doloridos.
Tolk alzó los brazos instintivamente, cubriéndose la cara...
Lodovik cayó al suelo y se recobró con asombrosa agilidad...
La nave giró como un trompo en una dimensión fraccionaria que no estaba preparada para atravesar...
En una bruma de impulsos desquiciados, aullando como un monstruo moribundo, realizó un salto asimétrico no programado.
La nave emergió en la desierta vastedad de la geometría de estado, el espacio normal, no estirado. Simultáneamente falló la gravedad de a bordo.
Tolk flotaba a centímetros del suelo. Lodovik se irguió y cogió un brazo del sillón que ocupaba pocos instantes antes.
—Estamos fuera del hiperespacio —dijo.
—Sin duda —dijo Tolk—. ¿Pero dónde, en nombre de la procreación?
Lodovik supo al instante algo que el capitán no podía saber. Una oleada interestelar de neutrinos los inundaba. En sus siglos de existencia, Lodovik nunca había experimentado semejante embate. Para las intrincadas sendas supersensibles de su cerebro positrónico, los neutrinos eran como una nube de insectos zumbones, pero atravesaban la nave y sus tripulantes humanos coma si fueran fragmentos de nada. Un neutrino, la más elusiva de las partículas, podía atravesar un año—luz de plomo macizo sin detenerse. Rara vez reaccionaban ante la materia. En el corazón de la supernova de Kale, sin embargo, inmensas cantidades de materia se habían comprimido hasta formar neutronio, produciendo un neutrino por cada protón, más que suficiente para volar las capas externas con un año de antelación.
—Estamos en el frente de choque —dijo Lodovik.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Tolk.
—Flujo de neutrinos.
—¿Cómo...? —La tez del capitán se agrisó, y su lustre ceniciento se volvió aún más evidente—. Una suposición, desde luego. Es una suposición lógica.
Lodovik asintió, pero no era una suposición. El capitán y la tripulación tenían una hora de vida.
Aun a esa distancia de la estrella de Kale, la esfera expansiva de neutrinos sería tan fuerte como para transmutar algunos milésimos por ciento de los átomos del interior de la nave y sus cuerpos. Muchos neutrones se convertirían en protones, suficientes para alterar sutilmente la química orgánica, generando tóxicos, señales nerviosas que desembocarían en callejones sin salida.
No había escudos efectivos contra el flujo de neutrinos.
—Capitán, no es momento para engaños —le dijo Lodovik—. No estoy arriesgando una conjetura. No soy humano. Siento los efectos directamente.
El capitán lo miró sin comprender.
—Soy un robot, capitán. Yo sobreviviré un tiempo, pero no es una bendición. Mi programación profunda me obliga a tratar de proteger a los humanos de todo daño, pero no puedo hacer nada para ayudar. Todos los humanos de esta nave perecerán.
Tolk hizo una mueca y sacudió la cabeza, como si no creyera a sus oídos.
—Todos estamos enloqueciendo —dijo.
—Todavía no —dijo Lodovik—. Capitán, por favor acompáñeme al puente. Quizás aún podamos salvar algo.
2
Linge Chen podía haber sido el hombre más poderoso de la galaxia, en apariencia y de hecho, con sólo desearlo. En cambio, se había contentado con un puesto más modesto, y usaba un rango y un uniforme mucho más cómodo, el de jefe de la Comisión de Seguridad Pública.
Los antiguos y aristocráticos Chen habían sobrevivido miles de años para engendrar a Linge, mediante el ejercicio de la cautela y la diplomacia, y prestando servicios a muchos emperadores. Chen no deseaba suplantar al emperador actual ni a sus miles de ministros, consejeros y «asesores», ni ponerse en la mira de los jóvenes ambiciosos. Actualmente ya era demasiado visible para su gusto, pero al menos era más objeto de burlas que de odio.
Había pasado las últimas horas de esa mañana examinando informes de los gobernadores de siete sistemas estelares problemáticos. Tres habían declarado la guerra contra sus vecinos, ignorando las amenazas de intervención imperial, y Chen había usado el sello del emperador para desplazar una docena de naves a esos sistemas como salvaguarda. Mil otros sistemas revelaban graves disturbios, pero, con los recientes colapsos y degradaciones, el sistema de comunicaciones del Imperio sólo podía manejar un décimo de la información enviada desde los veinticinco millones de mundos que supuestamente estaban bajo su autoridad.
El flujo total de información —enviado en tiempo real y no procesado por los expertos de los mundos compañeros y las estaciones espacianas de Trantor—habría aumentado la temperatura de Trantor en decenas de grados. Gracias a una habilidad e intuición nacida de miles de años de experiencia, el palacio —es decir, Chen y sus colegas de la Comisión— podían mantener cierto equilibrio consumiendo apenas unos bocados del vasto guisado galáctico.
Se concedió unos minutos de exploración personal, esenciales para su cordura. Pero aun esto estaba muy lejos de la diversión frívola. Con una expresión de curiosidad, se sentó ante su informador y preguntó por «Cuervo» Seldon. El informador, un ovoide hueco y alargado apoyado horizontalmente sobre su escritorio, parpadeó un instante con su blancura de cáscara de huevo, luego presentó las diversas murmuraciones y documentos de los alrededores de Trantor y de los mundos externos esenciales. En el centro de la pantalla aparecieron algunos artículos de librofilme, un fragmento de una publicación de matemática, una entrevista con el periódico estudiantil de la sacrosanta Universidad de Streeling, boletines de la Biblioteca Imperial... Ni una alusión a la psicohistoria. El tristemente famoso Seldon estaba bastante callado esa semana, quizá teniendo en cuenta que se aproximaba su juicio. Ninguno de sus colegas del Proyecto hacía declaraciones. Qué más daba.
Chen cerró esa búsqueda y se reclinó en la silla, pensando qué crisis abordar primero. Diariamente debía afrontar miles de problemas, la mayoría de los cuales delegaba en consejeros y asistentes selectos, pero sentía un interés personal en la reacción ante una explosión de supernova cerca de cuatro mundos imperiales relativamente leales, incluido el bello y productivo Sarossa.
Había enviado a su consejero más confiable y habilidoso para supervisar el rescate de lo poco que se podía salvar en Sarossa. Arrugó el entrecejo al pensar en esta limitada respuesta... y en los peligros políticos que la Comisión y Trantor enfrentarían si nada podía lograrse. A fin de cuentas, el Imperio se basaba en el quid pro quo; si no había quo quizá no hubiera quid.
Seguridad Pública era más que una frase política llamativa; en esa incesante y dolorosa edad de decadencia, un funcionario aristocrático como Chen aún cumplía una función importante. Los comisionados parecían proyectar una imagen pública de derroche irresponsable, pero Chen se tomaba su deber muy a pecho. Evocaba tiempos mejores, cuando el Imperio cuidaba de sus muchos hijos, los ciudadanos de sus remotos confines, con medidas pacificadoras, regulaciones, asistencia económica y técnica, medidas de rescate. Chen sintió una presencia. Se le erizó el cabello y giró con súbita irritación (¿o era miedo?): era su secretario personal, el menudo y parsimonioso Kreen. El agradable Kreen tenía el rostro muy pálido y parecía reacio a transmitir su mensaje.
—Lo lamento —dijo Chen—. Me sobresaltaste. Estaba disfrutando de un momento relativamente apacible en este aparato infernal. ¿Qué pasa, Kreen?
—Mis disculpas... por la pesadumbre que sentiremos todos... No quería que esta noticia le llegara por la máquina. —Kreen recelaba del informador, que podía cumplir muchas de sus funciones tan rápida y anónimamente.
—Sí, maldición... ¿de qué se trata?
—La nave imperial de investigación Lanza de Gloria, señoría... —Kreen tragó saliva. Su gente, del pequeño sector Lavrenti del hemisferio sur, había trabajado al servicio de las cortes imperiales durante miles de años. Estaba en su sangre sentir el dolor de su amo. A veces Kreen parecía menos un ser humano que una sombra... aunque una sombra muy útil.
—¿Sí? ¿Qué ocurrió... voló en pedazos?
El rostro de Kreen se arrugó con una anticipada angustia.
—No, señoría... es decir, no lo sabemos. Lleva un día de retraso, y no hay mensajes, ni siquiera una señal de emergencia.
Chen recibió la noticia con abatimiento y un retortijón de estómago. Lodovik Trema...
Y, desde luego, un buen capitán con su tripulación. Chen abrió y cerró la boca. Necesitaba información desesperadamente, pero desde luego Kreen le había dado toda la que había.
—¿Y Sarossa?
—El frente de choque está a menos de cinco días de Sarossa, señoría.
—Eso lo sé. ¿Se ha despachado alguna otra nave?
—Sí, sire. Cuatro naves más pequeñas han abandonado la misión de salvar Kisk, Purna y Transdal.
—¡Por el cielo, no! —Chen se levantó—. No me consultaron. No deben reducir esas fuerzas de rescate... ya están al mínimo.
—Comisionado, el representante de Sarossa fue recibido por el emperador hace sólo dos horas, sin nuestro conocimiento. Convenció al emperador y a Farad Sinter de que...
—Sinter es un necio. Tres mundos descuidados por uno, un favorito del Imperio. Un día logrará que maten a su emperador. —Pero Chen se calmó, cerrando los ojos, concentrándose en su interior, valiéndose de seis décadas de entrenamiento especial para enfocar la mente con serenidad y rapidez y encontrar el mejor camino en ese berenjenal.
Perder a Lodovik, el feo, fiel y habilísimo Lodovik...
Deja que la fuerza opositora te arrastre hacia abajo, y junta energías para el nuevo salto.
—¿Puedes conseguirme un resumen o una grabación de esas reuniones, Kreen?
—Sí, sire. Todavía no serán sometidas a la revisión e interdicción de los historiadores de la corte. Comúnmente hay un retraso de dos días en estas reescrituras, sire.
—Bien. Cuando se realice una investigación y se hagan preguntas, haremos llegar al público las palabras de Sinter... Creo que los periódicos más ruines y populares nos prestarán el mejor servicio. Tal vez Lengua Mundial, o Gran Oreja.
Kreen sonrió.
—Personalmente, prefiero Los Ojos del Emperador.
—Mejor aún. No se requiere autenticación... sólo más rumores para una población inculta e infeliz. —Chen sacudió la cabeza—. Aunque hundamos a Sinter, eso no compensará la pérdida de Lodovik. ¿Qué probabilidades hay de que sobreviva?
Kreen se encogió de hombros; eso estaba fuera de su especialidad.
En el Sector Imperial muy pocos comprendían las extravagancias del hiperimpulso y la ciencia del salto. Pero había uno. Un viejo capitán metido a traficante y contrabandista, que se especializaba en enviar mercancías y pasajeros por las rutas más rápidas y tranquilas, un pillo brillante e inescrupuloso, decían algunos, pero un hombre que en el pasado había estado al servicio de Chen.
—Consígueme una audiencia inmediata con Mors Planch.
—Sí, señoría. Kreen salió deprisa.
Linge Chen suspiró. Su tiempo de pantalla había terminado. Tenía que regresar a su oficina y pasar el resto del día en reuniones personales con generales de sector y representantes planetarios de los proveedores de alimentos de Trantor.
Habría preferido concentrar todos sus pensamientos en la pérdida de Lodovik y en sacar el mejor partido posible de la necedad de Sinter, pero ni siquiera semejante tragedia ni semejante oportunidad, podían interferir en sus deberes actuales.
¡Ah, la magia del poder!
3
El consejero Farad Sinter se había extralimitado tantas veces en los últimos tres años que el joven emperador Klayus lo llamaba «mi pilar de fisgona ambición», una frase típicamente mal armada que hoy, al menos, no connotaba admiración ni afecto.
Sinter estaba ante el emperador, las manos entrelazadas con fingida docilidad. Klayus I, de apenas diecisiete años, lo miraba con algo que oscilaba entre el enfado y la cólera. En su reciente infancia había sufrido con frecuencia las reprimendas de sus tutores, todos escogidos y controlados por el comisionado Chen; se había convertido en un joven artero y engañoso, más inteligente de lo que muchos pensaban, aunque propenso a los berrinches. Había asimilado tempranamente una de las principales reglas del liderazgo en un gobierno competitivo e hipócrita. Nunca permitía que nadie supiera lo que pensaba.
—Sinter, ¿por qué buscan hombres y mujeres jóvenes en el sector Dahl? —preguntó el emperador. Sinter había hecho lo posible para ocultar este proyecto. Alguien estaba jugando juegos políticos, y ese alguien pagaría.
—Sire, he oído hablar de esa búsqueda. Creo que los buscan como parte del proyecto de reconciliación genética.
—Sí, Sinter, un proyecto que tú iniciaste hace cinco años. ¿Crees que soy demasiado joven para recordar?
—No, alteza.
—Ejerzo cierta influencia en este palacio, Sinter. ¡Mi palabra no se ignora del todo!
—Claro que no, alteza.
—Ahórrame los títulos obsequiosos. ¿Por qué persigues a gente más joven que yo, causando problemas entre familias y vecindarios leales?
—Es esencial para comprender los límites de la evolución humana en Trantor, alteza.
Klayus alzó la mano.
—Mis tutores me dicen que la evolución es un largo y lento proceso de incrementos genéticos, Sinter. ¿Qué esperas aprender con tus atentados contra la vida privada y tus intentos de secuestro?
—Perdona que me atreva a actuar como uno de tus tutores, alteza, pero...
—Odio las peroratas —gruñó Klayus.
—Pero si me permites continuar, sire, con tu venia... los humanos han vivido en Trantor durante doce mil años. Ya hemos visto el desarrollo de poblaciones con determinadas características físicas y mentales... las macizas y oscuras gentes de Dahl, sire, o los trabajadores de Lavrenti. Hay pruebas, sire, de que ciertos rasgos extraordinarios han aparecido en ciertos individuos en el último siglo. Pruebas científicas, no sólo habladurías, acerca de...
—¿Poderes psíquicos, Sinter?
Klayus se rió detrás de los dedos extendidos y alzó los ojos al cielo raso. Imágenes de pájaros bajaron y los sobrevolaron a ambos, aparentando que picoteaban a Sinter.
El emperador había preparado casi todas sus cámaras para que revelaran su estado de ánimo con estas proyecciones, y a Sinter no le gustaban en absoluto.
—En cierto modo, alteza.
—Extraordinaria persuasión. Eso he oído. ¿Servirá para manipular los dados en juegos de azar, o para volver a las mujeres susceptibles a nuestros encantos? Eso me gustaría mucho, Sinter. Mis mujeres se están cansando de mis atenciones. —Puso una expresión desagradable—. Me doy cuenta.
No puedo culparlas, pensó Sinter. Un compañero ahíto de sexo, con pocos encantos y menos ingenio...
—Es un tema interesante, quizás importante, alteza.
—Entretanto, provocas inquietud en sectores que ya se sienten infelices. Sinter, es una libertad tonta... mejor dicho, un tonto atropello de libertades. Se supone que debo garantizar a mis súbditos la libertad de estar a salvo de los caprichos de mis ministros y asesores, e incluso de los míos. Bien, mis caprichos son relativamente insulsos... ¡Pero los tuyos, Sinter!
Por un instante Sinter temió que el emperador demostrara cierta energía, cierta fortaleza imperial, y prohibiera esta actividad. Klayus toleraba muchas de sus trastadas porque Sinter era muy hábil para encontrarle mujeres atractivas y reemplazarlas cuando el emperador o las mujeres se aburrían.
Pero el emperador entrecerró los párpados, y su energía e irritación parecieron disiparse. Sinter disimuló su alivio. KIayus el Joven cedía una vez más.
—Por favor no seas tan obvio, mi buen hombre —dijo Klayus—. Tranquilízate. Ya averiguarás lo que necesitas saber en el momento oportuno, ¿no crees? Estoy seguro de que piensas en los intereses de todos nosotros. Ahora bien, en cuanto a esa mujer, Tyreshia...
Farad Sinter escuchó el requerimiento de Klayus aparentando interés, pero en realidad había encendido su grabador y más tarde prestaría atención a los detalles. Apenas podía creer en su suerte. ¡El emperador no había prohibido esos actos! Podía reencauzar y desalentar las investigaciones más infructuosas, y también podía continuar.
En realidad no buscaba humanos, ni excepcionales ni comunes. Sinter buscaba pruebas de la conspiración más extraordinaria y prolongada de la historia humana...
Una conspiración que databa de los tiempos de Cleon I, y tal vez de antes.
Un mito, una leyenda... una entidad real que iba y venía como un espectro en la historia de Trantor. Los mycogenianos lo llamaban Danee. Era uno de los misteriosos Eternos, y Sinter estaba resuelto a averiguar más, aunque pusiera en jaque su reputación.
Hablar de los Eternos era tan poco respetable como hablar de fantasmas. Muchos habitantes de Trantor —un mundo antiguo donde se habían extinguido muchas vidas— creían en fantasmas, pero sólo una minoría selecta prestaba atención a las historias de los Eternos. El emperador siguió hablando de la mujer que le interesaba, y Sinter aparentaba escuchar atentamente, pero sus pensamientos estaban muy lejos, a años de distancia. Sinter se imaginó cobrando fama por salvar el Imperio. Saboreó estimulantes visiones donde estaba sentado en el trono imperial o, mejor aún, reemplazaba a Linge Chen en la Comisión de Seguridad Pública.
—¡Farad! —rezongó el emperador.
El grabador de Sinter le transmitió instantáneamente los últimos cinco segundos de conversación.
—Sí, alteza. Tyreshia es en verdad una bella mujer, con fama de ser muy enérgica y ambiciosa.
—Las mujeres ambiciosas gustan de mí, ¿verdad, Farad? —La voz del joven se ablandó. La madre de Klayus había sido ambiciosa, y había tenido éxito, hasta que cayó en desgracia con Linge Chen. Había intentado practicar sus encantos con el jefe de la Comisión en presencia de una de sus esposas. Chen era muy leal a sus esposas.
Era extraño que un pusilánime como Klayus disfrutara de las mujeres fuertes; invariablemente se aburrían de él. Al cabo de un tiempo, ni siquiera las más ambiciosas podían ocultar su tedio. Una vez que averiguaban quién era el verdadero dueño del poder...
Ni Sinter ni Linge Chen tenían gran interés en el sexo. El poder era mucho más satisfactorio.
4
La mayor proeza de ingeniería de la historia de Trantor había fracasado diez años antes, y los ecos de ese fracaso aún resonaban en el importante, atestado y problemático sector de Dahl. Cuatro millones de ingenieros y trabajadores dahlitas, ayudados por diez millones de operarios y una fuerza de contrabando de prohibidos tiktoks, habían trajinado veinte años para cavar el pozo térmico de mayor profundidad —más de doscientos kilómetros— en la corteza de Trantor. La diferencia de temperatura entre la profundidad propuesta y la superficie habría generado energía suficiente para satisfacer un quinto de las necesidades de Trantor en los cincuenta años siguientes.
Pero, aunque abundaba la ambición, escaseaba la habilidad. Los ingenieros habían demostrado poca perspicacia. La gestión del proyecto estuvo plagada de corrupción y escándalo en todos los niveles, los operarios dahlitas se rebelaron y el proyecto se retrasó dos años. Cuando al fin se concluyó, era un desastre.
El derrumbe del túnel y de las torres de sodio y agua había matado a cien mil dahlitas, siete mil de ellos civiles que vivían encima del pozo, bajo los domos más viejos de Dahl. Los pozos subsidiarios más cercanos también sufrieron inconvenientes, y sólo una intervención heroica logró impedir más calamidades. El coraje personal había compensado la patética ineptitud de los dirigentes y diseñadores.
Desde entonces Dahl había estado bajo una nube política. Este sector era un chivo expiatorio en un mundo que todavía era capaz de depositar cierta confianza en sus dirigentes. Linge Chen había investigado y enjuiciado a los funcionarios corruptos, diseñadores incompetentes y contratistas cómplices. Se había encargado de que decenas de miles fueran juzgados y enviados a la prisión Rikerian, o sometidos a trabajos forzados en las honduras más inhóspitas de los pozos térmicos.
Pero los efectos económicos persistían. Dahl ya no podía satisfacer su cupo de poder representativo; otros sectores habían tratado de compensar esa deficiencia, y los pocos favores de que gozaba Dahl en el palacio se redujeron al mínimo. Se había producido una hambruna.
Klia Asgar se había criado en ese mundo, en los míseros barrios antaño reservados para los obreros. Su padre perdió su empleo un año antes que ella naciera, y pasó los años de infancia de su hija soñando con un regreso a la prosperidad y embriagándose con un licor dahlita que apestaba a levadura. La madre de Klia había muerto cuando ella tenía cuatro años; desde entonces se las había apañado sola, y no lo hizo mal, teniendo en cuenta que la vida siempre le había dado tan mala baraja.
Klia era de baja altura en comparación con otros dahlitas, esbelta y nervuda, con dedos fuertes y delgados y manos largas. Tenía cabello corto y negro, y heredaba de su familia unas mejillas con un vello fino que le daban un aspecto más delicado del que transmitían sus rasgos duros y cincelados.
Aprendía con mucha rapidez, se movía con rapidez y, asombrosamente, también sonreía y expresaba sus sentimientos con rapidez. Cuando estaba a solas soñaba con vagas mejoras que serían posibles en otro mundo o en otra vida, pero eran sólo sueños. Con frecuencia soñaba con unirse a un hombre ingenioso y apuesto de bigotes poblados, que tuviera, a lo sumo, cinco años más que ella...
Ese hombre no apareció en su vida. Klia no era una beldad, y la estima y el afecto de los demás era el único aspecto donde se negaba a ejercer su notable capacidad de persuasión. Si el hombre se avenía sin presiones, magnífico, pero ella no aplicaría su poder para atraerlo. Creía merecer algo mejor.
En otra época, largamente olvidada, se habría dicho que Klia Asgar era una romántica, una idealista. En Dahl, en el año 12067 EG, se la consideraba simplemente una terca pero ingenua muchacha de dieciséis años. Su padre se lo decía cuando estaba suficientemente sobrio como para expresarse.
Klia agradecía los pequeños favores. Su padre no era brutal ni exigente. Cuando estaba sobrio, atendía a sus propias necesidades, dejándola en libertad de hacer que ella quisiera: trabajar en el mercado negro, contrabandear lujos foráneos, tratar con los elementos menos apetecibles que había entre los desempleados oprimidos por el Imperio.
Cualquier cosa, con tal de sobrevivir. Rara vez se veían, y hacía dos años que no vivían en el mismo apartamento, desde que habían tenido esa discusión y ella había tenido esa rabieta.
Este día estaba en un bulevar que daba sobre el Mercado de Distribuidores, el distrito minorista más desarrapado e infame de Dahl, esperando que un hombre sin nombre vestido de verde recogiera un paquete. Los retazos de cielo del domo mostraban grandes brechas fluctuantes que arrojaban sombras sobre las multitudes, atenuándose a medida que el anochecer y las horas hogareñas se aproximaban para el primer turno de operarios. Hombres y mujeres hacían compras para su magra cena, valiéndose del trueque más que de los créditos. Dahl estaba desarrollando su propia economía; en cincuenta años, pensó Klia, podría independizarse, cambiando una economía palaciega débil y vacilante por algo más elemental y nativo. Pero también eso era apenas un sueño.
En los lindes del mercado había monitores comerciales imperiales, hombres y mujeres con ojos y cámaras que constantemente observaban y grababan a la muchedumbre. Cuando se trataba de dinero y supervisión política, florecía la creatividad; en todas las demás empresas, pensaba Klia, Trantor estaba en la bancarrota intelectual.
Entre dos de los omnipresentes monitores vio a un hombre que respondía a la descripción. Llevaba un traje y una capa polvorientos y abolsados, de color verde. Los monitores parecían dispuestos a ignorarlo, así como ignoraron a Klia cuando entró en el mercado. Ella observaba con ojos entornados, preguntándose si el hombre los habría sobornado, o si usaba métodos menos comunes para no llamar la atención.
Si él podía hacer lo que ella hacía, sería una persona a tener en cuenta, quizás un posible socio, a menos que fuera más hábil que ella. En ese caso tendría que eludirlo como una erupción fatal. Pero Klia nunca había conocido a nadie más fuerte que ella.
Alzó un brazo, tal como le habían indicado. Él la localizó y echó a andar con pasos cortos y ligeros.
Se encontraron en la escalera que bajaba del bulevar al mercado y la plaza de taxis. De cerca, el hombre de verde tenía un rostro poco memorable al que su fino e insípido bigote no aportaba ninguna mejora. Klia tenía gustos convencionales, en el sentido de que le gustaban los hombres con bigote, pero éste no la impresionaba.
Él la miró fijamente y sonrió. Alzó las puntas del bigote y mostró dientes brillantes bajo finos labios de bebé.
—Tienes lo que necesito —le dijo. No una pregunta, sino una afirmación.
—Eso espero. Es lo que me pidieron que trajera.
—Eso —dijo el hombre, señalando el pequeño paquete— no tiene importancia. —Aun así, le ofreció un puñado de créditos y aceptó el paquete con una sonrisa—. Tú eres lo que busco. Encontremos un lugar tranquilo para conversar.
Klia adoptó una actitud cauta. Sabía cuidarse, siempre lo había hecho, pero nunca se liaba en ninguna situación rara sin preparativos.
—¿Cuán tranquilo? —preguntó.
—Cualquier sitio donde no tengamos que oír los ruidos de la calle —dijo el hombre. Alzó unos dedos rígidos.
Había algunos sitios así alrededor del mercado. Caminaron varias calles y encontraron un puesto de cocohielo. El hombre le compró un cocohielo rojo, y ella lo aceptó a pesar de su rechazo por esa popular golosina dahlita. El se compró un stimulk oscuro, y lo lamió con serena dignidad mientras se sentaban a una diminuta mesa triangular.
El retazo de cielo que los cubría se oscureció tanto que Klia apenas podía verle la cara. Los labios del hombre parecían relucir alrededor del stimulk.
—Estoy buscando hombres y mujeres jóvenes ansiosos de ver otras partes de Trantor —dijo el hombre.
Klia hizo una mueca.
—Estoy harta de que traten de reclutarme.
Iba a levantarse, pero el hombre le cogió el brazo. Sin palabras, ella trató de zafarse.
—Por tu propio bien —dijo él, sin soltarla. Ella intentó de nuevo.
—Suéltame —ordenó.
La mano se retrajo como si la hubieran pinchado. El hombre tardó unos segundos en recobrar la compostura.
—Desde luego. Pero éste es buen momento para escuchar.
Klia lo miró con curiosidad. Ella no lo había obligado; él había obedecido como si ella fuera su ama y no una joven a quien intentaba secuestrar en un lugar público. Klia lo observó con mayor atención. En la superficie no era un hombre atractivo, pero había reservas inesperadas, una serenidad central, cierta dulzura metálica. Sus emociones no «sabían» como las de otros.
—Sólo escucho cosas interesantes —dijo Klia, lamentando ese exceso de arrogancia. Se consideraba una mujer digna, no una bravucona callejera.
—Entiendo —dijo el hombre. Terminó su stimulk y arrojó el palillo en un receptáculo. La propietaria caminó hasta el receptáculo, extrajo cinco palillos (un mal día) y se los llevó al fondo del puesto para limpiarlos—. Bien, ¿la supervivencia es interesante?
Ella asintió.
—Como tema general.
—Entonces escucha con atención. —El hombre se inclinó hacia ella—. Sé lo que tú eres y lo que puedes hacer.
—¿Qué soy? —preguntó Klia.
Él alzó los ojos al tiempo que el retazo de cielo recobraba todo su brillo. Su tez era inusitadamente cetrina, como si usara maquillaje para proteger un cutis enfermo, aunque ella no podía detectar los hoyuelos de la fiebre cerebral. Las mejillas de KIia mostraban hoyuelos profundos debajo del vello.
—Tuviste un acceso de fiebre cuando eras pequeña, ¿verdad? —preguntó él.
—Le pasa a la mayoría. Es típico de Trantor.
—No sólo de Trantor, joven amiga, sino de todos los mundos humanos. La fiebre cerebral es la compañera eterna de la juventud inteligente, demasiado común para ser notada, demasiado inocua para ser curada. Pero en ti no fue una leve enfermedad infantil. Casi te mató. La madre de Klia la había cuidado durante esos tiempos difíciles, y había fallecido pocos meses después, en un accidente en los pozos. Ella apenas recordaba a su madre, pero su padre le había hablado de la enfermedad.
—¿Y qué hay con ello?
Los ojos de él perdieron brillo, y Klia notó que no los fijaba en ella, sino en un punto irrelevante a la derecha de su frente.
—Ahora no veo bien. Me oriento sintiendo a la gente, el lugar donde está, sus movimientos y sonidos; en un lugar sin gente me encuentro un poco perdido. Por eso prefiero las multitudes. No es tu caso. Las multitudes te irritan. Trantor es un mundo abarrotado. Te sientes encerrada.
Klia pestañeó, temiendo que fuera grosero seguir mirando esos ojos muertos. Pero en estas circunstancias no le importaban demasiado los buenos modales.
—Sólo me dedico al tráfico, a veces al canje —dijo—. Nadie me presta mayor atención.
—Siento tu presión, Klia. Quieres que te deje en paz. Te perturbo, porque hay cierta verdad en lo que digo... ¿no es así?
Klia entornó los ojos. No quería ser especial, ni siquiera memorable, para ese hombre ciego vestido de verde...
Cerró los ojos y se concentró: Olvídame. El hombre ladeó la cabeza, como sufriendo un calambre. ¡Su mente tenía un sabor tan raro! Ella nunca había experimentado una mente así.
Y habría jurado que él mentía acerca de su ceguera. Pero eso no tenía importancia, dado que ella no lograba persuadirlo.
—Te las has apañado bastante bien, para ser una niña —murmuró él—. Demasiado bien. Hay gente que busca a los que triunfan cuando debieron fracasar. Especiales del palacio, la policía secreta. Gente poco amigable.
El hombre se puso de pie, se alisó la chaqueta y se sacudió las migas de los pantalones.
—Estas sillas están mugrientas —murmuró—. Tu esfuerzo para hacerme olvidar fue excepcionalmente enérgico, tal vez el más enérgico que he experimentado, pero careces de ciertas habilidades... Recordaré, porque debo recordar. En Trantor existe una asombrosa cantidad de personas con tus facultades, tal vez un par de miles. Alguien me ha dicho, no importa quién, que la mayoría de vosotros os caracterizáis por una reacción particularmente fuerte a la fiebre cerebral. Los que te buscan están equivocados. Creen que no pasó nada contigo.
El hombre sonrió borrosamente.
—Te estoy aburriendo —dijo—. Me resulta doloroso estar donde no me quieren. Me iré. —Dio media vuelta, pareció buscar a alguien que lo guiara y se alejó un paso de la mesa.
—No —dijo Klia, con un tartamudeo—. Quédate un minuto. Quiero preguntarte algo.
El se detuvo con un leve temblor. De pronto parecía muy vulnerable. Él cree que puedo lastimarlo. ¡Y quizá pueda! Klia quería comprender ese extraño sabor, limpio y atractivo, como si ese hombre, detrás de las frágiles máscaras de engaño, albergara una honestidad y una decencia básicas que ella nunca había visto.
—No me aburres —dijo—. Todavía no.
El hombre de verde se sentó de nuevo y apoyó su mano en la mesa. Inhaló profundamente. El no necesita respirar—, pensó Klia, pero desechó ese pensamiento absurdo.
—Hace varios años que un hombre y una mujer buscan a los de tu especie, y muchos se han sumado a su grupo. Espero que vivan bien allá donde el hombre y la mujer los enviarán. Yo, por mi parte, no estoy dispuesto a correr el riesgo.
—¿Quiénes son?
—Dicen que una es Wanda Seldon Palver, la nieta de Hari Seldon.
Klia no conocía el nombre. Se encogió de hombros.
—Puedes acudir a ellos, si quieres... —continuó el hombre, pero ella lo interrumpió con mala cara.
—Parece que tienen contactos —dijo, usando la palabra en su sentido despectivo de proximidad con el palacio, los comisionados y otros funcionarios.
—Oh, sí. Seldon fue primer ministro, y ellos dicen que su nieta lo ha liberado de varias situaciones difíciles, legales y de otro tipo.
—¿Es un renegado?
—No, un visionario.
Klia hizo una mueca de escepticismo. En Dahl había visionarios a un céntimo la docena: locos de la calle, marginados y desempleados, en general trastornados por su trabajo en los pozos.
El hombre de verde observó atentamente su reacción.
—¿No lo es para ti? Ahora, sin embargo, otro hombre está buscando gente de tu tipo.
—¿Qué tipo? —preguntó Klia nerviosamente. Necesitaba más tiempo para pensar, para entender—. Todavía estoy confundida. —Palpó levemente las defensas de ese hombre, procurando que su irrupción pasara inadvertida.
El hombre retrocedió con un respingo.
—Soy un amigo, no un enemigo a quien puedes manipular. Sé que es peligroso hablarte. Sé lo que podrías hacerme si te empeñaras. Hay algún poderoso que piensa que tu especie es monstruosa. Pero no entiende. Parece creer que todos sois robots.
Klia se echó a reír.
—¿Cómo los tiktoks? —preguntó. Las máquinas obreras habían caído en desgracia mucho antes de su nacimiento, prohibidas a causa de frecuentes e inexplicables revueltas mecánicas, y aún existía rechazo público por ellas.
—No. Como los robots de la historia y la leyenda. Los Eternos. —El hombre señaló hacia el oeste, hacia el Sector Imperial, el palacio—. Es una locura, pero es una locura imperial, difícil de eludir. Te conviene largarte, y sé el mejor lugar adonde ir... en Trantor. A poca distancia de aquí. Puedo ayudarte.
—No, gracias —dijo ella. La situación era demasiado incierta para que Klia se pusiera en manos de ese extraño, por atractivas que fueran algunas partes de su historia. Sus palabras y lo que ella detectaba no se conciliaban.
—Entonces toma esto. —El hombre le puso una tarjeta en la mano y se levantó una vez más—. Llamarás. Eso es indudable. Sólo es cuestión de tiempo.
La miró directamente, con ojos brillantes, totalmente aptos.
—Todos tenemos secretos —dijo, y giró para marcharse.
5
Lodovik estaba solo en el puente del Lanza de Gloria, mirando por la ancha tronera de proa lo que habría sido una escena de belleza espectacular si él hubiera sido humano. El concepto de belleza no era fácil para un robot; él podía ver lo que había fuera de la nave, comprendía que un humano lo consideraría interesante, pero para Lodovik el análogo más próximo de la belleza era el buen servicio, el perfecto cumplimiento del deber. Disfrutaría avisándole a un humano que esa tronera ofrecía una bella vista, pero su principal deber consistiría en informarle que esa belleza era causada por fuerzas muy peligrosas.
Y no podía cumplir con ese deber, pues los humanos del Lanza de Gloria ya estaban muertos. El capitán Tolk había sido el último en morir, la mente extraviada, el cuerpo arruinado. En las últimas horas de pensamiento racional que le quedaban, Tolk había instruido a Lodovik sobre las medidas que podía tomar para llevar la nave a su destino final: reparación de las unidades de hiperimpulso, reprogramación del sistema de navegación, preservación de energía para máximo tiempo de supervivencia.
Las últimas palabras coherentes de Tolk habían sido una pregunta:
—¿Cuánto tiempo puede vivir... funcionar?
—Un siglo, sin reaprovisionamiento de combustible —le respondió Lodovik.
Luego Tolk había sucumbido a ese entresueño doloroso y delirante que precedió a su muerte.
La muerte de doscientos humanos pesaba en el cerebro positrónico de Lodovik como un drenaje de energía. Lo volvía más lento. Ese efecto pasaría, pues él no era responsable de las muertes ni podía impedirlas. Pero esto bastaba para hacerle sentir fatiga.
En cuanto a la vista...
Sarossa era una estrella opaca que todavía estaba a miles de millones de kilómetros; pero el frente de choque revelaba su extensa espora como un vasto y fantasmagórico fuego de artificio.
Los torrentes de partículas de alta energía habían chocado con el viento solar del sistema sarossano, creando enormes y opacas auroras semejantes a oriflamas ondeantes. Lodovik distinguía tenues rastros rojos y verdes en la turbia luminosidad; pasando al ultravioleta, pudo ver aún más colores mientras las difusas nubes de las capas externas de la explosión rozaban el linde del sistema, polvo, hielo y gas cometario.
Había muy poco tiempo, y él no podía hacer nada. Peor aún, Lodovik sentía un cambio en su cerebro. Los neutrinos y otras radiaciones habían perforado el blindaje de campos energéticos de la nave, y habían hecho algo más que matar a los humanos; de algún modo, creía él, habían interferido en sus circuitos positrónicos. Aún no había terminado la secuencia de autodiagnóstico —eso podía llevar unos días más— pero temía lo peor.
Si sus funciones primarias estaban afectadas, tendría que destruirse. En el pasado, habría entrado en modalidad latente hasta que un humano u otro robot lo reparase; pero no podía darse el lujo de permitir que descubrieran que era un robot.
Por otra parte, había pocas probabilidades de que lo descubrieran. El Lanza de Gloria estaba tan perdido como un microbio en el mar. Lodovik no había logrado localizar la disfunción ni efectuar reparaciones, a pesar de las instrucciones del capitán. El brusco tránsito desde el hiperespacio había abrasado todos los circuitos de comunicación hiperlumínica. La nave había enviado una señal de auxilio automática, pero era improbable que alguien oyera una señal rodeada por la extrema radiación del frente de choque.
El secreto de Lodovik estaba a salvo. Pero había dejado de ser útil para Daneel y la humanidad.
Para un robot, el deber lo era todo, el yo no era nada; pero en esas circunstancias podía mirar los efectos del frente de choque por la tronera y especular ociosamente sobre los procesos físicos. Aun sin interrumpir del todo el proceso constante de problemas asociados con su misión, podía divagar en el puente, mientras sus necesidades y labores inmediatas se reducían a nada.
Para los humanos, esto podía llamarse un momento de introspección. La introspección sin el objetivo del deber no era sólo algo nuevo, sino perturbador. De haber podido, Lodovik habría evitado esta oportunidad y esta sensación.
Ante todo, los cambios internos incomodaban a un robot. En el pasado, durante el renacimiento robótico, en los olvidados mundos de Aurora y Solaria, habían construido robots con inhibiciones que iban más allá de las Tres Leyes. Los robots, salvo algunas excepciones, no podían diseñar ni construir otros robots. Aunque pudieran someterse a reparaciones menores, sólo una minoría selecta podía reparar robots que habían sufrido averías graves.
Lodovik no podía reparar esta disfunción de su cerebro, si era una disfunción; las pruebas aún no estaban claras. Pero el cerebro de un robot, su programación esencial, era aún más inaccesible que su cuerpo.
Quedaba un lugar de la galaxia donde se podía reparar un robot, y donde en ocasiones se construía alguno. Era Eos, fundada por R. Daneel Olivaw diez mil años atrás, lejos de los límites del Imperio en expansión. Hacía noventa años que Lodovik no iba allá.
Aun así, un robot tenía un fuerte impulso de supervivencia, implícito en la Tercera Ley. Con tiempo para reflexionar sobre su estado, Lodovik se preguntó si podrían encontrarlo y enviarlo a Eos para repararlo.
Nada de esto parecía muy factible. Se resignó al destino más probable: diez años más en esa nave averiada, hasta que sus reservas de minifusión se agotaran, sin nada importante que hacer, un Robinson Crusoe robot, sin siquiera una isla para explorar y transformar.
Lodovik no podía horrorizarse ante su destino. Pero podía imaginar lo que sentiría un humano, y eso bastaba para inducir un eco de inquietud robótica.
Para colmo, estaba oyendo voces. Mejor dicho, una voz. Parecía humana, pero sólo se comunicaba en forma esporádica y fragmentaria. Incluso tenía un nombre, algo parecido a Voldarr. Y parecía cabalgar sobre vastas pero tenues telarañas de fuerza, atravesando el hondo vacío interestelar.
Buscando los halos de plasma de las estrellas vivientes, revolcándome en el miasma de neutrinos de estrellas muertas y moribundas, neutrinos embriagadores como humo de hachís. Huyendo del tedio de Trantor, me aburro de nuevo, y encuentro, entre las estrellas, un robot en apuros. Uno de esos Eternos traídos desde fuera para reemplazar a los muchos que fueron destruidos. Mirad, amigos míos, mis aburridos amigos, que no tenéis carne, no conocéis la carne y no toleráis los ideales de la carne...
¡Uno de vuestros odiados perseguidores!
La voz se disipó. Sumada a la angustia por la muerte del capitán y los tripulantes del Lanza de Gloria, y a esa extraña zozobra sin yo, esa voz misteriosa —evidente indicio de alucinación y disfunción grave— lo llevaba tan cerca de la desdicha total como era posible para un robot.
6
R. Daneel Olivaw, en el balcón de ese apartamento que daba sobre la Universidad de Streeling, no sentía congoja humana, pues carecía de las estructuras humanas necesarias para esa amarga reconfiguración de las sendas neuronales, pero, como Lodovik, podía sentir una aguda y persistente inquietud, a medio camino entre la culpa por el fracaso y las advertencias de desperfecto inminente. En este sentido, al menos, la noticia de que uno de sus soldados más valiosos había desaparecido le causaba aflicción. Había perdido muchos por culpa de los tiktoks, guiados por esas entidades meméticas alienígenas. Parecía un hecho reciente, aunque habían pasado décadas, y su incomodidad (¡y soledad!) aún lo atormentaban.
El día anterior había visto en un escaparate la noticia de la pérdida del Lanza de Gloria y el probable fin de toda esperanza de rescate para los ciudadanos de varios mundos.
En su disfraz actual tenía un aspecto muy similar al de varios milenios antes, en la época de su primera y quizá más influyente relación con un humano, Elijah Baley. De altura mediana, esbelto, con cabello castaño, aparentaba treinta y cinco años humanos de edad. Había hecho algunas concesiones a los cambios en la fisiología humana; las uñas de sus dedos rosados habían desaparecido, y era seis centímetros más alto. Aun así, Baley lo habría reconocido.
Pero era dudoso que Daneel hubiera reconocido a su antiguo amigo humano; todos esos recuerdos, salvo los más generales, estaban almacenados desde tiempo atrás en cachés separados a los que no tenía acceso inmediato.
Daneel había tenido muchas encarnaciones desde esa época, siendo la más famosa Demerzel, primer ministro del emperador Cleon I; Hari Seldon lo había sucedido en ese puesto. Ahora se aproximaba la época en que Daneel tendría que intensificar su participación directa en la política de Trantor, una perspectiva que le desagradaba. La pérdida de Lodovik le dificultaría aún más la tarea.
Nunca había disfrutado de las presentaciones públicas. Prefería operar clandestinamente y dejar que sus miles de agentes desempeñaran los cargos públicos. En todo caso, prefería que sus robots se afianzaran modestamente en puestos clave, para efectuar cambios que a la vez generarían otros cambios, produciendo (con suerte) una cascada de resultados deseados.
En tantos siglos de labor había visto algunos fracasos y muchos triunfos, pero con Lodovik esperaba alcanzar su objetivo más importante, el perfeccionamiento del Plan, el Proyecto de Psicohistoria de Hari Seldon, y el establecimiento de un mundo de la Primera Fundación.
La psicohistoria de Seldon ya le había dado las herramientas necesarias para ver el futuro del Imperio en alarmante detalle. Colapso, desintegración, destrucción total: caos. Nada podía hacer para impedirlo. Quizá, si hubiera actuado diez mil años atrás, con una visión prospectiva que entonces era imposible, usando la tosca y fragmentaria psicohistoria de que disponía, habría podido postergar esa catástrofe. Pero Daneel no podía permitir que la decadencia y caída del Imperio continuaran sin intervención, pues demasiados humanos sufrirían y morirían —más de treinta y ocho mil millones tan sólo en Trantor— y la Primera Ley establecía que no podía permitir que ningún humano sufriera daño.
Su deber durante esos veinte mil años había sido mitigar los fracasos humanos y reencauzar las energías humanas al servicio del bien humano.
Para eso se había metido en el lodazal de la historia, algunos de los cambios que había producido habían derivado en dolor, daño, incluso muerte. La Ley Cero, formulada por el notable robot Giskard Reventlov, le permitía continuar funcionando en estas circunstancias.
La Ley Cero no era un concepto simple, aunque se podía enunciar con bastante sencillez: algunos humanos podían ser dañados si por ese medio se podía impedir el daño a la mayoría.
El fin justifica los medios.
Esa espantosa implicación había provocado mucho sufrimiento en la historia humana, pero no era momento para atascarse en ese antiguo debate interno.
¿Qué podía aprender de la pérdida de Lodovik Trema? Nada, al parecer; a veces el universo decidía las cosas al margen de todo acto racional. No había nada tan frustrante e incomprensible, para un robot, como un universo indiferente a los humanos.
Daneel podía desplazarse de sector en sector, junto con los desempleados migratorios que ahora proliferaban en Trantor. Podía mantenerse en contacto con sus agentes mediante un comunicador personal o su informador portátil, así como mediante conexiones ilegales con las muchas redes del planeta. A veces se vestía como un mendigo harapiento; pasaba mucho tiempo en un apartamento estrecho y sucio del Sector Transimperial, a sólo setenta kilómetros del palacio. Nadie detenía la mirada en una criatura tan vieja, encorvada, mugrienta y patética; en cierto modo, Daneel se había convertido en símbolo del desastre que él esperaba superar.
Ningún humano recordaba un personaje ficticio que tenía la costumbre de andar disfrazado en medio de la gente común, la clase baja: un hombre de intelecto puro y lúcido, un detective muy parecido a Elijah Baley, el viejo amigo de Daneel. Dadas sus frecuentes evacuaciones y ajustes de memoria, Daneel sólo recordaba un solo nombre y una impresión general: Sherlock.
Daneel era uno de los muchos robots que se habían convertido en Sherlocks disfrazados entre las masas; decenas de miles en la galaxia, tratando no sólo de resolver un misterio, sino de impedir nuevos y mayores crímenes.
El jefe de esos fieles servidores, el primer Eterno, se sacudió la roña callejera de sus harapos y abandonó el estrecho y desierto proyecto habitacional para ir en busca de ropas más finas.
7
—Revolvieron todo el apartamento —gimió Sonden Asgar, frotándose los codos y luciendo más pequeño y más frágil que nunca. Klia no había sentido gran respeto por su padre en los últimos años, pero aún sentía compasión por su desgracia... y una culpa constante que la impulsaba a hacerse responsable—. Revisaron nuestros registros... ¡Imagínate! ¡Registros privados! Una autoridad imperial...
—¿Por qué tus registros, padre? —preguntó Klia. El apartamento era una pocilga. Se imaginaba a los investigadores abriendo cajones y arrojando las cajas y los pocos platos que había adentro, alzando las alfombras raídas. Le alegraba no haber estado allí, y por más de una razón.
—¡No los míos! —gritó Sonden—. Te buscaban a ti. Documentos escolares, librofilmes... y se llevaron nuestro álbum familiar. Con todas las fotos de tu madre. ¿Por qué? ¿Qué has hecho ahora? —Klia sacudió la cabeza y se sentó en un taburete.
—Si me están buscando, entonces no puedo quedarme —dijo.
—¿Por qué, hija? ¿Qué pudiste...?
—Si he hecho algo ilegal, padre, no merece la atención de los Especiales Imperiales. Debe ser algo más... —Pensó en su conversación con el hombre de verde, frunció el ceño.
En medio de esa sala de tres metros por tres —más un armario que una habitación—, Sonden Asgar tiritaba como un animal asustado.
—No fueron amables —dijo—. Me zamarrearon, actuaron como matones. ¡Fue como un atraco en Billibotton!
—¿Qué dijeron? —preguntó Klia.
—Preguntaron dónde estabas, cómo te había ido en la escuela, cómo te ganabas la vida. Preguntaron si conocías a un tal Kindril Nashak. ¿Quién es él?
—Un hombre —le dijo ella, ocultando su sorpresa. ¡Kindril Nashak! Había sido la pieza clave en su mayor éxito hasta el momento, un negocio que le había puesto cuatrocientos nuevos créditos en sus cuentas de la banca de Billibotton. Pero aun eso era una trivialidad, nada que mereciera la atención de los Especiales Imperiales. Se suponía que ellos buscaban a los señores del hampa, no a listillas con ambiciones puramente personales.
—¡Un hombre! —exclamó su padre—. ¡Alguien que esté dispuesto a quitarme tu peso de encima, espero!
—Hace años que no soy un peso para ti —gruñó Klia—. Sólo pasé a visitarte para ver cómo andabas.–Y para averiguar por qué me dolía la cabeza de sólo pensar en ti.
—¡Les dije que nunca estás aquí! –exclamó Sonden—. Les dije que hacía meses que no nos veíamos. ¡Nada de esto tiene sentido! Tardaré días en ordenar este estropicio. ¡La comida! Desparramaron todo.
—Te ayudaré a recoger —dijo Klia—. No llevará más de una hora.
Eso esperaba, al menos. Ahora había otras caras que le hacían doler la cabeza. Amigos, colegas, todos los asociados con Nashak. De una cosa estaba segura. De pronto era importante, y no porque fuera una astuta operadora del mercado negro.
Una hora después, tras haber ordenado bastante, y cuando Sonden empezaba a recobrar la calma, le besó la coronilla y le dijo adiós, y lo dijo muy en serio.
No podía mirar a su padre sin que le ardiera el cuero cabelludo. Nada que ver con la culpa, se dijo. Algo nuevo. A partir de entonces, todo contacto con él sería extremadamente peligroso.
8
El mayor Perl Namm de Investigaciones Especiales, Seguridad Imperial, asignado al sector Dahl, había esperado dos horas en la oficina privada del consejero imperial Farad Sinter. Se ajustó nerviosamente el cuello. El escritorio de Farad Sinter era liso y elegante, labrado en madera de Karon procedente de los jardines Imperiales, un regalo de Klayus I. La tabla del escritorio sólo sostenía un informador inactivo clase imperial. La placa con el sol y la nave espacial revoloteaba a un lado del escritorio. El alto techo de la oficina estaba sostenido por vigas de basalto trantoriano, con intrincados diseños florales tallados con haces energéticos. El mayor alzó los ojos hacia estas vigas, y cuando los bajó vio a Farad Sinter detrás del escritorio, con el ceño fruncido.
—¿Sí?
El rubio y compacto mayor Namm no estaba habituado a audiencias privadas de este nivel, y menos en el palacio.
—Segundo informe sobre la búsqueda de Klia Asgar, hija de Sonden y Bethel Asgar. Revisión del apartamento del padre.
—¿Qué más averiguó?
—Sus primeros tests de inteligencia fueron normales, no excepcionales. Sin embargo, después de los diez años esos tests revelan saltos extraordinarios. Luego, a los doce, revelan que es una idiota.
—Test de aptitud estándar, supongo.
—Sí, señor, adaptados a... bien, necesidades dahlitas.
Sinter caminó por la habitación y se sirvió un trago. No convidó al mayor, que de todos modos no habría sabido qué hacer con el buen vino. Sin duda sus gustos se limitaban a las formas más toscas de stimulk, o incluso a los estímulos más directos que eran más populares en los servicios militares y policíacos.
—No hay registros de enfermedad infantil, supongo —dijo Sinter.
—Hay dos posibles explicaciones para eso, señor —dijo el mayor rubio.
—¿Sí?
—Los hospitales de Dahl sólo suelen consignar enfermedades excepcionales. Y en esos casos, si las excepciones pueden crear una mala impresión del hospital, no informan nada en absoluto.
—Conque quizá nunca tuvo fiebre cerebral de niña, cuando casi todos los que poseen alguna inteligencia contraen fiebre cerebral.
—Es posible, señor, pero improbable. Sólo uno de cada cien niños normales escapa de la fiebre cerebral. Sólo los idiotas escapan por completo, señor. Quizá se haya salvado por esa razón.
Sinter sonrió. El oficial estaba lejos de su especialidad; la cantidad se acercaba más a uno cada treinta millones de normales, aunque muchos sostenían que nunca la habían tenido. Y esa afirmación en sí misma era sugerente, como si escapar brindara un prestigio especial.
—Mayor, ¿siente alguna curiosidad por los sectores que no patrulla?
—No, señor. ¿Por qué debería sentirla?
—¿Conoce la estructura más alta de Trantor... es decir, sobre el nivel del mar?
—No, señor.
—¿El sector más poblado?
—No, señor.
—¿El mayor planeta de la galaxia conocida?
—No. —El mayor frunció el ceño como si se burlaran de él.
—La mayoría de las personas ignoran estas cosas. A nadie le importa saberlas, y en todo caso se olvidan de ellas. La visión general se pierde en las minucias cotidianas que todos aprenden para sobrevivir. ¿Conoce los principios básicos del viaje por hiperimpulso?
—¡Por el cielo, no...! Perdón. No, señor.
—Personalmente, yo también los desconozco. No tengo la menor curiosidad por esas cosas. —Sinter sonrió agradablemente—. ¿Alguna vez se ha preguntado por qué Trantor parece tan deteriorada en la actualidad?
—A veces, señor, es un verdadero fastidio.
—¿Ha pensado en quejarse ante el consejo de su vecindario?
—No. Hay tanto de qué quejarse... ¿por dónde empezar?
—Por cierto. No obstante, usted es conocido como un oficial competente, quizás excepcional.
—Gracias, señor.
Sinter miró el bruñido suelo de piedracobre. —¿No siente curiosidad por saber por qué me interesa tanto esa mujer, esa muchacha?
—No, señor.
El mayor creyó oportuno hacer un guiño conspiratorio. Sinter lo miró sorprendido.
—¿Usted cree que ella me interesa sexualmente? El mayor se enderezó abruptamente.
—No, señor. No me incumbe pensar nada por el estilo.
—Me espantaría estar cerca de ella demasiado tiempo, mayor Namm.
—Sí, señor.
—Nunca tuvo fiebre cerebral.
—No lo sabemos, señor. No hay registros. Sinter desechó esa frase con un ademán.
—Yo sé que ella nunca tuvo fiebre cerebral, ni ninguna otra enfermedad infantil. Y no porque fuera idiota. Era algo más que meramente inmune, mayor.
—Sí, señor.
—Y sus poderes pueden ser extraordinarios. ¿Y sabe cómo lo sé? Por Vara Liso. Ella detectó a esta muchacha en un mercado dahlita hace una semana. La consideraba una candidata óptima. Debería enviar a Vara Liso con usted en sus próximas rondas, para refinar la búsqueda.
El mayor no dijo nada, sólo permaneció en posición de descanso, los ojos fijos en la pared. Movió la nuez de Adán. Sinter sabía perfectamente lo que pensaba; el mayor no se creía todo esto, y sabía poco o nada de Vara Liso.
—Bien, ¿puede usted encontrarla, sin ayuda de Vara Liso?
—Con la cantidad suficiente de agentes, podemos encontrarla en un par de días. Mi pequeña dotación tal vez tardaría un par de semanas. Dahl no se encuentra con ánimo de colaborar, señor.
—No, supongo que no. Bien, encuéntrela, pero no intente arrestarla ni llamarle la atención. Usted fracasaría, tal como esa gente ha hecho fracasar a tantos otros...
—Sí, señor.
—Cuénteme lo que ella hace, a quién ve. Cuando yo dé la orden, usted le disparará con un arma de energía cinética de largo alcance, desde lejos, en la cabeza. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Como tan fielmente ha hecho antes.
—Sí, señor.
—Luego me entregará su cuerpo. A mí, no a los criminalistas, y en mis aposentos privados. Suficiente, mayor.
—Sí, señor. —El mayor Namm se marchó.
Sinter no confiaba en la competencia de ningún policía de ningún sector. Era fácil sobornarlos, pero las patrullas policiales de Sinter aún no habían logrado capturar un robot; todos los individuos perseguidos habían sido humanos, a fin de cuentas. Los robots los habían engañado astutamente. Pero Klia Asgar... una joven, al menos en su forma. ¿Cómo se las ingeniaba un robot para aparentar que crecía? Había muchos misterios que Sinter ansiaba resolver.
El efecto de la fiebre cerebral en la curiosidad, y en la civilización en general, no era el más interesante de esos misterios, de ningún modo. Ni siquiera era un misterio. Sinter sospechaba que los robots habían creado la enfermedad, quizá milenios antes, cuando los desterraron de los mundos humanos, con el objetivo de reducir sutilmente la capacidad intelectual, creando un Imperio que rara vez se rebelaría contra el centro... Sintió mareo ante las implicaciones. ¡Tantas sospechas, tantas teorías!
Con una sonrisa resuelta, Sinter se sumió en sus especulaciones durante varios minutos, luego acudió al informador para buscar el nombre del mayor mundo de la galaxia.
Sinter nunca había tenido fiebre cerebral; de algún modo se había librado de ella, pero su inteligencia estaba por encima de lo normal. Y era insaciablemente curioso.
Y totalmente humano. Farad Sinter se hacía radiografiar por lo menos dos veces por año para demostrárselo a sí mismo.
El mayor mundo habitado de la galaxia era Nak, un gigante gaseoso que giraba alrededor de una estrella de la Provincia de Halidon. Tenía cuatro millones de kilómetros de diámetro.
Ahora debía pensar en otros asuntos. De pie ante el escritorio —nunca se sentaba mientras trabajaba—, recorrió las noticias que le había dado el informador. Había un revuelo por el envío de más naves a Sarossa, después de la probable pérdida del Lanza de Gloria. Casi podía oler a Linge Chen detrás de la creciente indignación pública. Pero en realidad todo había sido obra de Klayus. Sinter le había seguido la corriente para dejar que el muchacho creyera que tomaba decisiones. Chen era un hombre muy inteligente.
Sinter se preguntó si Chen habría tenido fiebre cerebral.
Sumido en sus pensamientos, se sentó cinco minutos mientras los informes desfilaban por la pantalla, ignorándolos. Tenía tiempo de sobra para habérselas con el comisionado Chen.
9
Mors Planch, en sus cincuenta años de servicio al Imperio (y a sus propios intereses) había visto cómo las cosas iban de mal en peor con sombría calma. En apariencia nunca se alteraba; hablaba con serenidad y estaba acostumbrado a llevar a cabo misiones extraordinarias, pero nunca pensó que alguien —¡nada menos que Linge Chen!— lo llamaría para una tarea tan prosaica como ir en busca de una nave estelar perdida. ¡Y además una nave de investigación!
Desde el balcón de acero del atracadero del puerto espacial de Trantor Central, miraba las largas hileras de naves imperiales con forma de bala, color bronce y marfil, relucientes y bruñidas en la superficie, atendidas por tripulaciones que cumplían su deber de manera cada vez más ritual y automática, sin saber nada de mecánica y electrónica, y mucho menos de física, sin saber nada sobre los detalles que permitían los milagrosos saltos de un extremo al otro de la galaxia.
Desdén, brillo y una pizca de ignorancia, como un eclipse al mediodía...
Olió el perfume de su solapa para ponerse de mejor humor. Los gratos aromas de mil mundos estaban programados en el diminuto botón, una extraordinaria antigüedad que Linge Chen le había dado siete años atrás. Chen era un hombre notable, capaz de comprender las —emociones y necesidades de otros, sin tener ninguna propia, salvo la apetencia de poder.
Planch conocía bien a su jefe, y sabía de qué era capaz, pero no tenía que gustar de él. Chen pagaba muy bien, y si el Imperio estaba en plena putrefacción, Planch no tenía el menor empacho en eludir incomodidades e infortunios.
Una mujer espigada de cabello amarillo, diez centímetros más alta que Planch, apareció de pronto junto a él. Él alzó la vista y enfrentó esos ojos de ónix.
—¿Mors Planch?
—Sí. —Mors se volvió y extendió la mano. La mujer retrocedió y sacudió la cabeza; en su mundo, Huylen, el contacto físico en un mero saludo se consideraba una rudeza—. Y usted es Tritch, presumo.
—Presuntuoso pero cierto. Tengo tres naves que podemos usar, y he escogido la mejor. Privada, y con licencia para viajar a cualquier parte donde el Imperio desee comerciar.
—Sólo me llevará a mí, y necesitaré inspeccionar el hiperimpulso, realizar algunas modificaciones.
—¿Sí? —Tritch perdió su buen humor—. Ni siquiera me gusta que los expertos metan mano. Si funciona, no lo toque.
—Soy algo más que un experto —dijo Planch—. Y con lo que le pagan a usted, podría reemplazar tres veces toda la nave.
Tritch movió la cabeza en un gesto que Planch no supo interpretar. ¡Tantas costumbres sociales y matices físicos! Mil billones de seres humanos podían ser difíciles de comprender, sobre todo en el Centro, donde se cruzaban tantos caminos.
Caminaron hacia la puerta del atracadero donde estaban aparcadas las naves de Tritch.
—Usted me dijo que iríamos a buscar algo —dijo ella—. Y que sería peligroso. Por esa cantidad de dinero, acepto grandes riesgos, pero...
—Iremos hacia el frente de choque de una supernova —dijo Planch, mirando hacia delante.
—Ah. —Tritch calló apenas un instante—. ¿Sarossa?
Él asintió. Cogieron una vía peatonal, deslizándose tres kilómetros a lo largo de otras naves, la mayoría imperiales, algunas pertenecientes a las jerarquías superiores del palacio, el resto a capitanes mercantes con patente como Tritch.
—Rechacé cuatro solicitudes de lugareños que querían que fuera allá a rescatar a sus familias.
—Hizo bien —dijo Planch—. Su trabajo de hoy soy yo, no ellos.
—¿Cuán arriba llega esto? —preguntó Tritch con irritación—. O quizá debería preguntar cuánta influencia tiene usted.
—Ninguna. Hago lo que me dicen, y no hablo mucho acerca de mis órdenes.
Tritch manifestó sus dudas con una contorsión cortés, caminó hasta la planchada y ordenó a la nave que abriera sus compuertas de carga. La nave era un vehículo de aspecto limpio, de doscientos años, con motores autocorrectores. ¿Pero cómo saber si las unidades de autocorrección funcionaban bien? Hoy en día la gente confiaba demasiado en sus máquinas, en gran parte porque no quedaba más remedio.
Planch reparó en el nombre de la nave: Flor del Mal.
—¿Cuándo partimos?
—Ahora —dijo Planch.
—¿Sabe que su nombre me resulta familiar? —dijo Tritch—. ¿Es de Huylens?
—¿Yo? —Planch sacudió la cabeza con una risotada mientras entraban en la cavernosa bodega—. Soy demasiado bajo, Tritch. Pero mi gente fundó el asentamiento seminal que colonizó su mundo, hace mil años.
—¡Eso lo explica! —dijo Tritch con otra contorsión, manifestando placer (supuso él) ante esa posible conexión histórica. Los huylenianos eran gente tribal que adoraba la historia profunda y la genealogía—. ¡Me honra tenerle a bordo! ¿Qué le gusta beber, Planch? —Señaló cajas llenas de bebidas exóticas, rodeadas por un campo de seguridad en un rincón de la bodega.
—Por ahora, nada —dijo Planch, pero echó una ojeada satisfecha a las etiquetas. Vio en diez cajas una etiqueta que le aceleró el pulso—. ¡Pequeños espacios! —exclamó—. ¿Es agua de vida trilliana?
—Doscientas botellas. Cuando hayamos terminado nuestro trabajo, podrá tener dos botellas. La casa paga.
—Es usted generosa, Tritch.
—Más de lo que cree, Planch.
Tritch le guiñó el ojo, y Planch inclinó la cabeza con galantería. Había olvidado cuán francos y pueriles podían ser los huylenianos, así como había olvidado muchos de sus gestos. Al mismo tiempo, se contaban entre los navegantes más rudos de la galaxia.
La compuerta se cerró, y Tritch llevó a Planch a la sala de máquinas, para examinar y modificar las partes más íntimas de su nave.
10
Mientras la noche caía bajo los domos y la luz externa se desvanecía en las ventanas de su oficina, Chen se sentó en su silla favorita y pidió el servicio de noticias de la Biblioteca Imperial, la mejor y más exhaustiva de la galaxia. Palabras e imágenes lo rodearon, todas relacionadas con el desastre de Sarossa y la pérdida del Lanza de Gloria. No había rastros de la nave, y era improbable que los hubiera; los mejores expertos suponían que una discontinuidad la había engullido en su salto final, un riesgo asociado con las explosiones de supernova pero rara vez visto, por la simple razón de que las supernovas eran raras en las escalas temporales humanas. En toda la galaxia había menos de una o dos por año, con frecuencia en regiones deshabitadas.
Los periódicos populares ya reclamaban al emperador (respetuosamente, por cierto) y al consejero Sinter (con más agresividad) que volvieran a pensar en la transferencia de naves de rescate. Chen sonrió agriamente; que Sinter masticara ese bocado.
Desde luego, si no recibía noticias de Mors Planch tendría que reemplazar a Lodovik, y pronto; tenía cuatro candidatos, ninguno de ellos tan apto como Lodovik, pero todos dignos de servir en la Comisión de Seguridad Pública. Escogería uno como su asistente, y pondría a los otros tres en programas de aprendizaje, declarando que la Comisión nunca más se dejaría sorprender sin reemplazos inmediatos ante la pérdida de personal importante.
Había tres comisionados que estaban en deuda con Chen por ciertos favores selectos y privados, y Chen podía usar esto como pretexto para poner gente leal en sus oficinas.
Apagó el servicio de noticias y se puso de pie, alisándose la túnica. Salió al balcón para disfrutar del poniente. Claro que desde allí no se veía el sol, pero Chen había ordenado la reparación regular de las pantallas del domo del Sector Imperial, y allí los ponientes eran tan fiables como lo habían sido en todo Trantor en su juventud. Observó esa interpretación sumamente artística con cierta satisfacción, luego guardó esas máscaras de placer y pensó en el futuro.
Chen rara vez dormía más de una hora por día, habitualmente al mediodía, lo cual le dejaba toda la noche para realizar investigaciones y efectuar preparativos para el trabajo de la mañana siguiente. Durante su hora de reposo, habitualmente soñaba treinta minutos. Esa tarde había soñado con su infancia, por primera vez en años. En su experiencia, los sueños rara vez reflejaban los asuntos cotidianos, pero podían indicar problemas y flaquezas personales. Chen sentía gran respeto por esos procesos mentales que estaban bajo la percepción consciente. Sabía que allí realizaba gran parte de su trabajo más importante.
Se imaginaba como el capitán de su propia nave estelar, con excelentes tripulantes que representaban procesos mentales subconscientes. Era su tarea mantenerlos alerta y activos, y por esa razón Chen realizaba ejercicios mentales especiales al menos veinte minutos por día.
Tenía una máquina para ese propósito, diseñada especialmente por el más grande psicólogo de Trantor, quizá de la galaxia. El psicólogo había desaparecido cinco años atrás, después de un escándalo cortesano orquestado por Farad Sinter.
Tantos nudos y conexiones.
Chen encaraba a sus enemigos como colegas íntimos, y a veces sentía una suerte de afectuosa piedad por ellos, cuando caían uno por uno, presa de sus limitaciones y cegueras. O, en el caso de Sinter, de su agresiva locura e idiotez.
11
Hari vivía en aposentos sencillos en el terreno de la universidad, en su tercer apartamento desde la muerte de Dors Venabili. No encontraba un lugar donde se sintiera a sus anchas; al cabo de unos meses —en este caso diez años— se sentía cada vez más insatisfecho con el ambiente, por blanda e insulsa que fuera la decoración, y se mudaba a otro. Con frecuencia pasaba la noche en una sala de la biblioteca, explicando que necesitaba ponerse a trabajar temprano por la mañana, lo cual hacía, aunque no era su principal motivo para quedarse.
Dondequiera estuviese, Hari se sentía solo.
No le importaba valerse de su rango en la universidad, y de su prestigio en la Biblioteca Imperial, para obtener una nueva vivienda. Se concedía algunas excentricidades tal como se permitía mantenimiento extra a un motor viejo, para concluir su tarea sin desperfectos.
El final era difícil; tenía muchos recuerdos de los comienzos, y eran mucho más estimulantes y satisfactorios que cualquier cosa que la realidad pudiera generar estas alturas de su vida.
Por esa razón, casi ansiaba que llegara el juicio, la oportunidad de enfrentar a Linge Chen directamente y forzar la mano del emperador, su última y más grandiosa maniobra. Sabía que entonces todo terminaría.
Cuando era primer ministro de Cleon I había aprovechado su posición, en raras ocasiones, para reunir la información que más necesitaba. Entonces uno de los problemas cruciales de la psicohistoria era la noción de variación cultural y genética imprevista, es decir, cómo incluir en el cálculo la posibilidad de individuos extraordinarios.
En esa época no había tomado en serio los poderes psíquicos de individuos como su nieta, o el padre de ella, Raych; entonces no sabía nada sobre esas cosas, salvo en lo abstracto, y no había pensado con demasiado vigor en los poderes de Daneel en ese aspecto.
Todos ellos tenían talento especial para la persuasión, y en los últimos años había procurado que la psicohistoria tuviera en cuenta este talento, en el nivel ejercido por Wanda.
En la época en que era primer ministro, sin embargo, le preocupaba un problema histórico y político más común: la ambición desmedida, asistida o no por el carisma personal. En el Imperio abundaban los ejemplos para estudiar, y él había examinado estos episodios políticos como mejor podía, desde lejos...
Pero no había sido suficiente. Con la ciega e implacable determinación que lo caracterizaba frente a un problema psicohistórico, y contra los deseos de Dors, Hari había solicitado a Cleon que trasladara a Trantor a cinco individuos de esa raza política, el tirano implacable v carismático. Los habían exiliado de sus mundos después de su rebelión contra la autoridad imperial; estas rebeliones se producían en uno de cada mil mundos, una vez cada año estándar. Con frecuencia eran ejecutados en secreto; a veces eran desterrados a rocas solitarias donde vivían privados de nuevas víctimas.
Hari había pedido a Cleon que le permitiera entrevistar a los cinco tiranos y aplicar ciertos procedimientos médicos y psicológicos razonablemente discretos y objetivos.
Recordaba claramente el día en que Cleon lo había llamado a sus barrocos aposentos privados y le había sacudido en la cara el papel donde Hari había escrito la solicitud.
—¿Me pides que traiga a estas alimañas a Trantor? ¿Que subvierta procedimientos legales y postergue ejecuciones para que tú puedas satisfacer tu curiosidad?
—Es un problema muy importante, alteza. No puedo predecir nada si no tengo una comprensión cabal de esos individuos extraordinarios, y cuándo y cómo aparecen en las culturas humanas.
—Vaya. ¿Y por qué no me estudias a mí, primer ministro Seldon?
Hari sonrió.
—No coincides con la descripción, alteza.
—No soy un psicópata delirante, ¿verdad? Bien, al menos crees que soy redimible. Pero traer estos monstruos obscenos a mi mundo... ¿Qué harías si escaparan, Hari?
—Confiar en que tus fuerzas de seguridad los capturen, alteza.
El emperador resopló.
—Me temo que carezco de tu confianza en la Seguridad Imperial. Estos monstruos son como cánceres... sólo tienen talento para crear organizaciones tumorosas y subvertir todo en su propio beneficio. En verdad, Hari, ¿qué esperas lograr?
—Es mucho más que simple curiosidad, emperador. Estas personas pueden alterar el flujo de los acontecimientos humanos tal como los terremotos cambian el cauce de los ríos.
—No en Trantor.
—En realidad, sire, sólo el otro día...
—Estoy enterado de eso, y lo arreglaremos pronto. ¡Pero estos hombres y mujeres son aberraciones, Hari!
—Bastante comunes en la historia humana...
—Y tan bien comprendidos que podemos describirlos y eliminarlos de los puestos imperiales. Casi siempre.
—Sí, sire, pero no siempre. Necesito llenar esas lagunas.
—¿Sólo por la psicohistoria, Hari?
—Veré si puedo mejorar esas descripciones, alteza, y quizá lograr que los tiranos sean aún más raros en tus mundos.
Cleon reflexionó unos segundos, el dedo en la barbilla. Luego se apartó el dedo de la cara, giró en un pequeño círculo y dijo:
—De acuerdo, primer ministro. Tenemos nuestra excusa política, si la necesitamos. ¿Cinco?
—Todos los que pueda estudiar en el tiempo concedido, sire.
—¿Los peores?
—Tú estás familiarizado con los nombres que he solicitado.
—Nunca conocí personalmente a ninguno, ni les di personalmente el imprimátur imperial, Hari.
—Lo sé, sire.
—Tus textos de psicohistoria no me culparán de lo que hicieron ellos, ¿verdad?
—¡Claro que no!
Y así Hari se había salido con la suya. Habían trasladado a los cinco tiranos a Trantor y los habían instalado en la prisión de máxima seguridad del Sector Imperial, Rikerian.
Se habían realizado las primeras reuniones...
Hari estaba sumido en sus evocaciones cuando el apartamento anunció que su nieta estaba frente a la puerta y deseaba verle. Hari siempre se alegraba de ver a su nieta, sobre todo en el limitado tiempo que les quedaba para compartir... ¡pero ahora! Cuando estaba en la pista de algo importante...
Pero hacía semanas que no veía a Wanda. Ella y su esposo Stettin Palver se habían dedicado a agrupar mentálicos de los ochocientos sectores de Trantor, y no habían tenido tiempo para visitas sociales. Dentro de semanas, apenas concluyera el juicio, los mentálicos se irían a Star’s End, para iniciar la obra de la clandestina Segunda Fundación.
Hari se levantó y juntó fuerzas antes de ponerse la toga y ordenar a la puerta que se abriera. Wanda entró, trayendo consigo una correntada de aire frío, y los olores de los pasillos: levadura de cocina (¡ninguna exquisitez de Mycogen!), ozono, algo parecido a la pintura fresca.
—Abuelo, ¿te has enterado? ¡El emperador nos persigue!
—¿A quién, Wanda? ¿A quién persigue?
—¡A los mentálicos! Han corrompido a una integrante de nuestro grupo y ella ha confesado toda clase de extravagancias, mentiras para salvar el pellejo. ¿Cómo pudo ese niño hacer esto? ¡Es totalmente ilegal perseguir ciudadanos y asesinarlos!
Hari alzó las manos y le imploró que se calmara.
—Cuéntame todo desde el principio —dijo.
—El principio es una mujer llamada Liso, Vara Liso. Fue una de las personas que escogimos para la Segunda Fundación. Desde el principio me pareció inestable, y Stettin estaba de acuerdo conmigo, pero era muy habilidosa, persuasiva y sensible. Pensamos que podíamos usarla para acelerar la búsqueda de otros mentálicos, si no confiábamos en ella para que nos acompañara en la fuga.
—Sí, la conocí en la última reunión —dijo Hari—. Una mujer menuda y crispada.
—Como un ratoncito —confirmó Wanda—. Fue al palacio el mes pasado, sin que lo supiéramos...
—¿Con quién habló?
—¡Farad Sinter! —Wanda escupió el nombre.
—¿Y qué le contó?
—No lo sabemos, pero Sinter tiene policías secretos a la caza de ciertos mentálicos, y si los encuentran, los matan... ¡de un balazo en la cabeza!
—¿Los nuestros? ¿Los que hemos escogido para el Proyecto?
—Asombrosamente, no. No existe una correlación estricta. Pero han matado candidatos con los que ni siquiera habíamos conversado.
—¿Sin siquiera arrestarlos para un interrogatorio?
—Sin delicadezas. Asesinato puro y simple. Abuelo, así nunca llenaremos nuestro cupo. Nuestra clase de persona no es común.
—No conozco personalmente a Sinter—reflexionó Hari—, aunque algunos de los suyos me entrevistaron el año pasado. Por lo que recuerdo, quería saber algo sobre las leyendas de Mycogen.
—¡Están revolviendo Dahl, buscando a una joven mujer! Aún no sabemos su nombre, pero en Dahl algunos de los nuestros la han sentido... casi la encontraron. Un talento extraordinario y poderoso. Estamos seguros de que es la que buscan. Espero que pueda sobrevivir el tiempo suficiente para que nosotros la encontremos primero.
Hari invitó a Wanda a sentarse a su mesilla y le ofreció una taza de té.
—Sinter no parece tener interés en mí ni en el Proyecto, y estoy seguro de que ninguno de ellos conoce nuestro interés en los mentálicos. Me pregunto qué se propone.
—¡Es una locura! —dijo Wanda—. ¡El emperador no lo contiene, y Linge Chen no hace nada!
—La locura es su propio fin, y su propia recompensa —murmuró Hari. Estaba enterado del descontento popular que había provocado Sinter con su manejo del problema de Sarossa—. Quizá Chen sepa lo que está haciendo. Entretanto, debemos sobrevivir y mantener el Proyecto en línea.
Ni siquiera la gravedad de las noticias que traía Wanda impidió que la intrusión irritara a Hari. En todo caso, aumentaba su enfado. Ansiaba que lo dejaran en paz para reflexionar sobre los tiranos y sus entrevistas. Un detalle importante se agazapaba en esos recuerdos, aunque no podía identificarlo... Sin embargo, le pidió a Wanda que se quedara a cenar, para calmarla y ver si ella sabía algo más.
Y durante la cena, Hari unió súbitamente sus recuerdos y ecuaciones, y encontró el vínculo que buscaba. El vínculo era su vaga sensación de que se había cruzado con Daneel. ¿Cuándo? ¿Dónde? Estaba cada vez más seguro de que lo había visto, y de que Daneel le había dicho algo ridículo y potencialmente dañino... acerca de Farad Sinter.
—Pediré una audiencia —le dijo Hari a Wanda, mientras sacaban el postre. Ella puso las tazas de budín frío en la mesa y añadió un cocohielo para ella, un gusto que había heredado del padre, Raych.
—¿Con quién? —preguntó—. ¿Sinter?
—No con él, todavía no. Con el emperador.
—Es un monstruo, un niño terrible. Abuelo, no lo permitiré.
Hari rió secamente.
—Querida Wanda, me he metido en la boca del león desde mucho antes que tú nacieras. —La miró seriamente un momento y preguntó en voz baja—: ¿Por qué? ¿Percibes que algo andará mal?
Wanda desvió los ojos, lo miró de nuevo.
—Sabes por qué hemos continuado la búsqueda de mentálicos, abuelo.
—Sí. Tú y Stettin habéis descubierto que vuestras facultades se desvanecen por razones desconocidas. Estáis buscando un grupo más estable cuyas fuerzas y flaquezas se compensen y produzcan una influencia constante.
—En las últimas semanas no he oído a nadie con claridad, abuelo. No sé qué podría pasarte. No veo nada... en blanco.
12
Vara Liso no había dormido la noche entera en varios años, por temor a lo que pudiera oír mientras dormía o estaba por dormirse. En esos momentos sentía que su red se extendía sobre el vecindario como una nube, y cuando regresaba, enrollándose, por así decirlo, traía pegados los colores emocionales, deseos y preocupaciones de sus congéneres humanos de kilómetros a la redonda, como peces que ella no podía sino consumir.
Cuando joven, este indeseado talento para la pesca nocturna sólo se activaba un par de veces por mes, y ella no sabía si estaba loca o realmente podía aprender lo que parecía aprender, de los padres y el hermano, de los vecinos, los amantes, los pocos que había atraído, pues aun entonces había algo intimidatorio en sus modales y su apariencia.
Ahora la red se extendía todas las noches, y ya no podía asimilar lo que recogía, ni podía descartar esos fragmentos de vidas ajenas. Se sentía como un papel para cazar insectos colgado en un basural.
Cuando se le aproximaron otros mentálicos —así se hacían llamar, aunque ella nunca le había puesto nombre a su talento— comprendió que esa facultad podía ser valiosa para otros. Y cuando pasó una noche de entrenamiento en la Universidad de Streeling, con otros mentálicos, tuvo un sueño fragmentario que la conmocionó hasta el tuétano.
Era un sueño sobre hombres mecánicos. No los tiktoks, esas graciosas máquinas obreras que tanto habían preocupado a los operarios de Trantor y otros mundos en su época de auge, sino robots que parecían hombres y podían pasar inadvertidos entre los hombres.
E incluso había mujeres mecánicas, según mostraba el sueño, capaces de hazañas asombrosas, incluso capaces de asesinar y de provocar amor.
Vara Liso pensó en este sueño durante semanas antes de solicitar una audiencia con el emperador. Esta solicitud descabellada —¿cómo podía esperar que le concedieran una audiencia con un personaje tan encumbrado?— había sido respondida, y ella no se había reunido con el emperador sino con otra persona, la Voz de la Conciencia Imperial, el consejero Farad Sinter.
Sinter la había recibido con cortesía, y al principio con cierta frialdad, pero cuando ella se explayó, él comenzó a sondearla con sus preguntas, escarbando en su confusión para encontrar las gemas que ella misma había pasado por alto. Farad Sinter había tomado un sueño pescado en la noche anónima y le había dado autoridad política, peso y estructura lógica, algo que ella misma no habría logrado en un millón de años.
A su manera, Vara Liso había llegado a respetar a Sinter, luego a admirarlo, y finalmente a amarlo. Era muy parecido a ella en muchos sentidos, sensible y nervioso, y sintonizaba frecuencias mentales que otros no detectaban, o de eso la convenció.
Quería ser su amante, pero Farad Sinter la convenció de que esas apetencias físicas eran indignas de ellos. Podían hallar satisfacción en una intimidad más elevada.
Así que esa mañana fue a su complejo de aposentos privados del palacio, escoltada como siempre por un distante par de guardias de seguridad femeninas, convencida de que le entregaría aquello que él más buscaba. Pero Vara Liso se guardó algo para sí misma, algo que de algún modo no encajaba.
—¡Muy buenos días, Vara! —saludó Sinter. Se sentó ante una mesilla con ruedas, vestido con una llamativa bata dorada, y entornó sus penetrantes ojillos con algo parecido a una bienvenida irónica—. ¿Qué me traes hoy?
—Nada, Farad. —Vara se sentó en un diván frente a él, cansada y desalentada—. Está todo tan entreverado. ¡Me siento sobrecargada!
Sinter chasqueó la lengua.
—No desprecies tu talento, encantadora Vara.
Ella ensanchó los ojos con hambrienta necesidad, pero Sinter fingió no verla.
—¿Has sabido quién te inició en esto? ¿En este sueño de los hombres mecánicos?
—No sé si fue un hombre o una mujer... y no, todavía no lo sé. Recuerdo rostros que estaban en el sueño, pero no los reconozco. ¿La has capturado?
Sinter negó con la cabeza.
—Todavía no. Pero no he desistido. ¿Alguna otra pista, otros candidatos?
Vara Liso se sonrojó y sacudió la cabeza. Pronto tendría que revelar cómo había comenzado todo eso, que una vez había trabajado para formar parte de un grupo de mentálicos de bajo nivel, mucho más débiles que ella, y mucho más débiles que la joven que había detectado dos semanas antes, cuya mente había ardido en la noche. Pero ellos la habían tratado bien, y ella no se lo había comentado a Sinter por dos motivos: porque era evidente que esas personas no eran robots, y porque ella tenía cierto sentido del honor y la lealtad. Trataba de guiarlo para que él no fuera en busca de todos los que tenían un mínimo de talento; estaba segura de que él se equivocaba en esto, aunque por cierto no se lo diría.
Sospechaba que Sinter no reaccionaría bien si le decían que estaba errado, aun en un detalle mínimo. Sinter la había enviado a Dahl siguiendo la corazonada de que había más candidatos allí que en otras partes de Trantor, y Vara Liso había pasado una noche en vela en la mugrienta habitación de un hotelucho, recogiendo su red y encontrando la mayor pesca de su vida.
Había odiado Dahl, con su miasma de resentimiento, negligencia y rabia. Esperaba no regresar nunca.
—Creo que tendrás que volver para ayudar personalmente a los Especiales —dijo Farad Sinter—. No tienen mucha suerte.
Ella lo miró fijamente, y sus ojos lagrimearon.
—¡Oh, Vara, tan sensible! No es para tanto. Te necesitamos allí, para que nos ayudes a encontrar esa aguja en el pajar. Si es tan talentosa como dices, bien...
—Iré si lo deseas —murmuró Vara—. Pensé que tenías suficientes elementos para encargarte.
—Pues no es así. Dudo que disponga de mucho tiempo para encontrar pruebas fehacientes.
Ella se obligó a reanimarse, e hizo la primera pregunta que se le ocurrió.
—¿Qué harán esos robots si saben que sabemos?
El rostro de Sinter se endureció.
—Ése es el mayor peligro —dijo sombríamente. Bajó la mirada unos segundos—. A veces creo que nos reemplazarán con réplicas de nosotros mismos, y seguiremos haciendo lo que hacíamos siempre, y tal como lo hacíamos. Pero sin espíritu, sin nada dentro. —Buscó esa antigua palabra que sonaba tan misteriosa y extraña—. Sin alma.
—No sé qué significa eso —dijo Vara.
Sinter sacudió la cabeza animadamente.
—Yo tampoco, pero sería terrible perderla.
Por un instante disfrutaron juntos de esta lúgubre perspectiva, saboreando un peligro secreto y compartido.
13
—Tu solicitud de verme es un poco extraña —dijo el emperador—, teniendo en cuenta que la Comisión de Linge Chen te juzgará por traición el mes entrante.—Klayus movió la cabeza de un lado al otro y enarcó las cejas—. ¿No crees que es inapropiado que yo acepte esta reunión?
—Totalmente —respondió Hari, las manos entrelazadas y la cabeza gacha—. Demuestra tu independencia, alteza.
—Sí, bien... soy mucho más independiente de lo que todos creen. En verdad, la Comisión me resulta conveniente, porque se encarga de tediosas tareas de gestión que no me interesan. Linge Chen tiene la perspicacia de dejarme manejar mis propios asuntos y proyectos sin intromisiones. ¿Por qué debería interesarme en ti? Aparte de tu prominencia académica.
—Creí que te interesaría el futuro, alteza.
Klayus resopló.
—Ah sí, tu eterna promesa.
Hari siguió al emperador por una cámara circular central de doce metros de diámetro y treinta metros de altura. Todos los sistemas estelares habitados de la galaxia rotaban en la cúpula, parpadeando en orden de colonización, decenas de millones. Hari miró arriba v entornó los ojos, apreciando la magnitud de la expansión de la humanidad. Klayus ignoró la imagen. Sus labios fruncidos y sus ojos vacíos turbaban a Hari.
Klayus abrió la enorme puerta de su sala de entretenimientos. La puerta —parecida a la entrada de una bóveda— se deslizó en silencio sobre enormes goznes, e insectos verdes y dorados se arrastraron por el dintel. Hari dio por sentado que eran proyecciones, pero no le habría sorprendido descubrir que eran reales.
—No tengo mucho interés en tu futuro, Cuervo —se mofó el emperador—. Logro mantenerme informado. No detendré el juicio, y no desmentiré a Chen en esto.
—Me refiero a tu propio futuro inmediato, sire —dijo Hari. Espero que el mensaje de Daneel no haya sido sólo un sueño, una fantasía. En tal caso, esto podría ser fatal.
El emperador giró, sonriendo ante esa frase dramática.
—Consta oficialmente que has dicho que el Imperio está condenado. Eso ya me suena a traición. En esto, Chen y yo estamos de acuerdo.
—Digo que Trantor estará en ruinas dentro de quinientos años, pero nunca he predicho tu futuro, sire.
La sala de entretenimientos estaba llena de enormes esculturas de gigantescos carnívoros salvajes de toda la galaxia, en posición de ataque. Hari las miró con poca apreciación del arte. El arte nunca le había interesado mucho, y menos las formas más populares, excepto cuando podía abstraer tendencias que eran indicios de la salud social.
—Me hice leer la palma —dijo Klayus, aún sonriendo— por varias bellas mujeres. Todas la encontraron sumamente atractiva, y me aseguraron que mi futuro era brillante. Ningún atentado, Cuervo.
—No sufrirás un atentado, sire.
—¿Depuesto? ¿Exiliado a Smyrmo? Allá enviaron a mi heroico quíntuple bisabuelo. Smyrmo, seco y caliente, donde no puedes salir sin ropa protectora, donde las habitaciones huelen a azufre y donde sólo hay túneles estrechos en las rocas, aptos para gusanos. Sus memorias son muy amenas, Cuervo.
—No, sire. Serás ridiculizado hasta perder todo ascendiente, luego serás ignorado, y Linge Chen ni siquiera tendrá que acatar tus órdenes. Pronto declarará una democracia popular y te dejará como figura simbólica, con ingresos menguantes, hasta que ya no puedas siquiera guardar las apariencias.
El emperador se detuvo entre dos leones de Gareth, los mayores carnívoros de cualquier mundo de gravedad mediana, en tamaño natural, veinte metros desde las zarpas hasta los hocicos prensiles y filosos. Se apoyó en el talón inclinado de uno.
—¿La psicohistoria te dice esto?
—No, sire. La experiencia y la deducción lógica, sin beneficio de la psicohistoria. ¿Alguna vez oíste hablar de Joranum?
El emperador se encogió de hombros.
—No creo. ¿Persona o lugar? ¿Bestia, quizá?
—Un hombre que deseaba ser emperador y reveló su desconocido origen al suscribir a un antiguo mito... acerca de los robots.
—¡Robots! Sí, creo en ellos.
Hari se sorprendió.
—No tiktoks, sire, sino máquinas inteligentes con forma humana.
—Desde luego. Creo que existieron alguna vez, y que superamos esa etapa. Los desechamos como juguetes. El experimento de los tiktoks fue un mero anacronismo. No necesitamos operarios mecánicos, y mucho menos inteligencias mecánicas.
Hari parpadeó, y se preguntó si había subestimado a ese joven.
—Joranum creía —Raych le había hecho creer, se recordó a sí mismo— que un robot se había infiltrado en el palacio. Sostenía que el primer ministro Demerzel era un robot.
—Ah, sí. Creo recordar algo de eso. No fue hace tanto tiempo, ¿verdad? Aunque fue antes que yo naciera.
—Demerzel se rió de él, sire, y el movimiento político de Joranum se desmoronó bajo el peso del ridículo.
—Sí, sí. Ahora recuerdo. Demerzel renunció y Cleon I lo reemplazó por otro. Por ti. ¿Correcto, Cuervo?
—Sí, sire.
—Fue entonces cuando adquiriste la sagacidad política que ejerces con tanta habilidad, ¿verdad?
—Mi sagacidad política es mínima, alteza.
—No lo creo, Cuervo. Tú estás vivo, y Cleon I fue asesinado por un... jardinero... que tenía grandes contactos contigo, ¿verdad?
—En cierto modo, sire.
—Todavía vives, Cuervo. Muy astuto, en verdad. Y quizá tengas embarazosos archivos secretos para revelar en determinado momento a determinados personajes. ¿Tienes un archivo secreto sobre Linge Chen, Cuervo?
Hari no pudo contener una risita. Klayus, en vez de ofenderse, pareció divertirse con esta reacción.
—No, alteza. Chen está muy bien protegido políticamente. Su conducta personal es irreprochable.
—¿De veras? ¿Quién entonces? ¿Quién me humillará y me derrocará?
—Tienes un asistente, un miembro de tu consejo privado, que cree en los robots.
Esto es lo que Daneel quería que yo supiera. Hari sintió in escalofrío. ¿Y si Daneel ya no existía, o se había ido de Trantor, y él se imaginaba todo esto? La tensión de los últimos meses, la pesadumbre constante que lo carcomía...
—¿Entonces?
—Cree que existen robots en Trantor. Los está persiguiendo y liquidando. Con armas cinéticas.
La información de Wanda concordaba muy bien con la de Daneel: el vínculo y la sospecha se habían unido. Pero Hari quería y necesitaba reflexionar sobre sus entrevistas con los tiranos. ¡Aún faltaba algo!
—¿De veras? —Los ojos del emperador chispearon— ¿Ha encontrado auténticos robots?
—No, sire. Humanos. Tus súbditos. Ciudadanos de Trantor, e incluso un extranjero de Helicon. Curiosamente, mi mundo natal.
—¡Qué interesante! No sabía que estaba buscando robots. ¿Quieres que lo traiga para interrogarlo frente a ti, Cuervo?
—Eso no me concierne, alteza.
—Supongo que te refieres a Farad Sinter.
—Sí, sire.
—¡Matando súbditos! No sabía eso. Bien, lo dudo, Cuervo, pero si es cierto, detendré esa parte... En cuanto a perseguir robots, sin duda eso le da una ocupación inofensiva.
—Linge Chen soltará suficiente cable para que Sinter se enrede, luego encenderá el motor... Y habrá muchas chispas, mi emperador, mientras Sinter se fríe. Podrías quemarte.
—Ah, ya entiendo. Chen les hablará a todos del olvidado Joranum, y de la vergüenza de que yo permita que semejante persona ande matando ciudadanos.— Klayus se apoyó la barbilla en una mano y frunció el ceño—. Un emperador matando ciudadanos... o ignorando sus injustas muertes. Muy volátil. Muy inflamable. Lo veo con claridad, y no es un desenlace improbable. Sí.— El emperador entornó los ojos con expresión taciturna—. Tenía planes para esta noche, Cuervo. Me temo que los has arruinado. Dudo que pueda decidir esto en una reunión de escasos minutos.
—No, alteza.
—Y hoy Sinter está en Mycogen, y no regresará hasta después de la cena. Así que te quedarás conmigo, v tal vez me des algún consejo. Luego, Hari... ¿puedo llamarte Hari?
—Sería un honor, alteza.
—Luego lo celebraremos, y te recompensaré por tus servicios.
Hari no hizo ningún gesto, pero esto no le agradaba. Pocos conocían las diversiones del emperador, y Linge Chen se cercioraba de que siguieran siendo pocos, mediante cuidadosos sobornos y presiones no tan sutiles. Hari no quería pertenecer al grupo que Chen debía presionar, y menos ahora...
Tenía que sobrevivir el tiempo suficiente para el juicio, y después, para ver el establecimiento de las Fundaciones. Una por edicto, la otra en secreto.
Pero no podía permitir que la rara locura de Sinter pusiera en peligro el futuro de Wanda y Stettin, y el futuro de todos aquellos que pudieran viajar a Star’s End. ¡Tenían que viajar! ¡Las ecuaciones lo exigían!
14
Después de cinco días de soledad, Lodovik había caído en el equivalente robótico de un coma. Sin nada que hacer, sin modo de hacerse útil, sin nadie a quien servir, no tenía más opción que entrar en un período de inmovilidad o enfrentar graves daños para sus circuitos. En este coma robótico, sus pensamientos se movían muy despacio; él conservaba las pocas exploraciones mentales que le quedaban, y así evitaba un apagón total. Un apagón total sólo podía ser remediado por un humano o un robot de mantenimiento.
En la lentitud de sus pensamientos, Lodovik trató de evaluar sus cambios. Era seguro que había cambiado; lo detectaba en sus patrones clave, en los diagnósticos. El flujo de radiación del frente de choque de la supernova había alterado parte del carácter básico de su cerebro positrónico. Y había algo más. La hipernave flotaba a la deriva a días—luz de Sarossa, lejos de toda comunicación que atravesara la geometría de estado, incapaz de recibir radio hiperonda. No obstante, Lodovik estaba seguro de que alguien o algo lo había examinado, entrometiéndose en sus programas y procesos.
Daneel hablaba de entidades meméticas, seres cuyos pensamientos no se inscribían en la materia sino en los campos y plasmas de la galaxia, inteligencias que habían ocupado los procesadores de datos y redes de Trantor y se habían vengado de algunos robots de Daneel antes de la llegada de Lodovik al Mundo Capital del Imperio. Habían huido de Trantor más de treinta años atrás. Lodovik sabía poco acerca de ellos; Daneel era renuente a mencionar los detalles. Quizás una entidad memética hubiera ido a inspeccionar la supernova, o a buscar energías en su violenta fulguración. Quizá se había topado con la hipernave perdida, lo había encontrado a él y lo había tocado.
Alterado.
Lodovik ya no estaba seguro de estar funcionando bien. Redujo aún más la velocidad de sus pensamientos, preparándose para un largo y frío siglo antes de la extinción.
Tritch y su primera piloto Trin observaban las actividades de Mors Planch con cierta preocupación. Él se había sumergido en las honduras del hipermotor con varias máquinas móviles de diagnóstico, a cierta distancia de las serpentinas activas de helio sólido y los cristales cubométricos con positúneles de cloruro de sodio —sal de mesa común— para evitar daños, pero aun así...
Tritch nunca había permitido que tocaran un hipermotor mientras la nave estaba en tránsito. Lo que hacía Planch la fascinaba y la asustaba.
Tritch y Trin observaban desde la galería, un pequeño balcón que se asomaba sobre la longitud de quince metros del núcleo del motor. El final del núcleo era oscuridad; Planch había colgado una lámpara sobre el lugar donde trabajaba, y lo aureolaba con un fulgor dorado.
—Debería decirnos qué está haciendo—dijo Tritch nerviosamente.
—¿Ahora? —preguntó Planch con irritación.
—Sí, ahora. Me tranquilizaría.
—¿Qué sabe usted de hiperfísica?
—Sólo que uno extrae las raíces profundas de todos los átomos que hay en una nave, los tuerce hacia la izquierda y los orienta en una dirección hacia la que normalmente no vamos.
Planch se echó a reír.
—Muy impresionista, querida Tritch. Me gusta. Pero con eso no untamos ninguna pastinaca.
—¿Qué es una pastinaca? —le preguntó Trin a Tritch. Ella sacudió la cabeza.
—Toda hipernave en viaje deja un rastro permanente en un oscuro ámbito denominado Espacio Mire, llamado así por Konner Mire. Fue mi maestro, hace cuarenta años. Ya no se estudia mucho porque la mayoría de las hipernaves llegan adonde van, y los actuarios del Imperio creen que no vale la pena molestarse en rastrear naves perdidas, pues son muy pocas.
—Una cada cien millones de viajes —dijo Trin, como para tranquilizarse.
Planch asomó entre dos tubos largos y empujó una máquina de diagnóstico que se alejó flotando del motor.
—Cada motor tiene una extensión que se hunde en el Espacio Mire mientras la nave está en tránsito, lo cual impide que la nave se transforme en partículas aleatorias. Viejas técnicas en las que no me explayaré me permiten conectarme a un monitor del motor y mirar los rastros recientes. Con un poco de suerte, podemos detectar un rastro con una punta deshilachada, como una soga cortada... ésa será nuestra nave perdida. Mejor dicho, la huella de su último salto.
—¿Punta deshilachada? —preguntó Tritch.
—Una interrupción brusca del estado de hiperimpulso deja muchas discontinuidades, como una punta deshilachada. Una salida planificada resuelve esas discontinuidades, las alisa.
—Si es tan simple, ¿por qué nadie hace esto? —preguntó Tritch.
—Porque, como he dicho, es un arte perdido.
Ella resopló incrédulamente.
—Usted preguntó— dijo Planch, la voz sofocada y hueca en la sala de máquinas—. Hay una probabilidad entre cinco de meter la pata. Saldríamos disparados del hiperespacio, desparramados en un tercio de año—luz.
—Usted no mencionó eso— le dijo Tritch con cierta tensión.
—Ahora sabe por qué.
Trin maldijo entre dientes y miró acusadora a su capitana.
Planch trabajó varios minutos más y se asomó de nuevo. Trin se había ido del balcón, pero Tritch aún estaba ahí.
—¿Sigue en pie la oferta de las botellas de Trillian? —preguntó.
—Si no nos mata antes— respondió ella de mal humor.
Él se alejó flotando de los cilindros y empujó las máquinas de diagnóstico hacia la escotilla.
—¡Espléndido! Pues creo que la he encontrado.
15
A Hari le dolían las piernas después de estar tanto tiempo de pie. Klayus había dejado de pasear alrededor de las estatuas de las bestias y se había ido, y Hari encontró un diván y se sentó resoplando.
Allí estaba su oportunidad de ver en qué medida las cosas se habían estropeado, y cuánto más le quedaba al Imperio por decaer. No le agradaba esa oportunidad, pero había aprendido tiempo atrás que el mejor modo de seguir adelante era encontrar diversos usos para las experiencias desagradables. Ansiaba regresar a su Radiante Prima y perderse en sus ecuaciones. ¡La gente! Tantas disgregaciones diminutas pero posiblemente desastrosas, como ser devorado por insectos voraces...
Hari miró hacia la escotilla abierta y trató de ver los insectos, pero los proyectores se habían apagado al salir Klayus. Cuando se volvió, un joven y menudo criado lavrentiano estaba junto a él.
—El emperador dice que debo ponerte cómodo antes de tu cita de negocios— dijo el criado, sonriendo. Su rostro liso y redondo parecía una lámpara en la penumbra de la sala—. ¿Tienes hambre? Habrá una cena sofisticada esta noche, pero quizá debas comer algo liviano y delicioso ahora... ¿Quieres que te prepare algo?
—Sí, por favor— dijo Hari. Había comido la comida de palacio con frecuencia suficiente como para no rechazar la oportunidad de probarla de nuevo, y comer en privado era un lujo que no había esperado—. Además me duelen los músculos. ¿Puedes enviarme a un masajista?
—¡Por cierto!— El lavrentiano sonrió—. Mi nombre es Koas. Estoy a tu servicio durante tu estancia. Has estado antes aquí, ¿verdad?
—Sí, la última vez durante el reinado de Agis XIV— dijo Hari.
—¡Yo estaba aquí entonces!— dijo Koas—. Tal vez yo o mis padres te hayamos servido.
—Tal vez— dijo Hari—. Recuerdo que me atendieron muy bien, pero me temo que algunas partes de esta velada no serán agradables. Pero sin duda tú me relajarás y me prepararás para hacer bien el trabajo.
—Será un gusto— dijo Koas, y se inclinó fluidamente—. ¿Qué deseas, o prefieres que traiga un menú? Desde luego, usaremos sólo los ingredientes foráneos y mycogenianos más finos.
—Farad Sinter es un conocedor de los manjares mycogenianos, ¿verdad?— preguntó Hari.
—No, claro que no— dijo Koas, frunciendo los labios—. Le gustan platos mucho más sencillos.— Koas no parecía aprobar esto.
Entonces está en Mycogen para sonsacarles un poco de información, pensó Hari. Sus mitos sobre los robots. Es posible que ese hombre esté obsesionado.
Koas no se especializaba en tratamientos corporales, así que entraron dos criadas con un diván de suspensión. Hari se tendió en el diván y se sometió a sus habilidosos tratamientos con un suspiro de gratitud, y al menos por unos minutos estuvo casi contento de haber ido al palacio y solicitado su audiencia con Klayus.
Las masajistas se pusieron a trabajar en sus piernas, alisando los músculos anudados y liberándolo de un dolor de la rodilla izquierda que lo molestaba desde hacía semanas. Luego trabajaron en sus brazos, empujando y sobando con fuerza sorprendente, causando un delicioso dolor que pronto se diluyó en una líquida lasitud.
Mientras ellas trabajaban, Hari pensó en los privilegios especiales acordados a los dirigentes y sus asociados, sus familias. Desde luego, estaba la aterciopelada trampa del poder, lujos suficientes para atraer a individuos competentes y competitivos a una tarea ingrata (en opinión de Hari; desde luego, Cleon I había sido bastante despectivo con el puesto de emperador, e incluso Agis había intentado desempeñar ese papel, lo cual había provocado su caída bajo la Comisión de Linge Chen).
Para Klayus, había lujos sin mucha responsabilidad; eso significaba oportunidades sin fin para las distorsiones de la personalidad, lo cual Hari había visto con frecuencia en la historia, entre los figurones que gobernaban varios sistemas.
Mientras las masajistas acariciaban, martillaban y sondeaban, volvió a los recuerdos de sus reuniones con los tiranos. Habían ocurrido a más de un kilómetro bajo el Salón de Justicia y las cortes imperiales, en la prisión Rikerian, en el centro de un laberinto de sistemas de seguridad controlados con precisión. Durante sus décadas en Trantor, Hari había llegado a amar los espacios interiores, aun los pequeños, pero la prisión Rikerian estaba diseñada para castigar, para doblegar el espíritu.
Había tenido pesadillas acerca de esos lugares diminutos y sofocantes durante años.
En una celda con altura apenas suficiente para estar de pie, con paredes negras y lustrosas y dos orificios en el suelo, uno para los desechos y otro para la comida y el agua, y sin sillas, había entrevistado a Nikolo Pas de Sterrad, carnicero de cincuenta mil millones de seres humanos. Cleon tenía su extravagante sentido del humor, obligando a que la entrevista se realizara allí y no en una zona neutral. Tal vez había querido que Hari comprendiera el trance actual de ese hombre, para poner las cosas en perspectiva, tal vez compadecerlo, al menos sentir algo, y no reducir todo a ecuaciones y números, como Cleon entendía que era su costumbre.
—Lamento no poder ofrecer mejor hospitalidad— dijo Nikolo mientras se enfrentaban en esa penumbra diminuta. Hari había respondido con una frase amable.
El hombre era seis centímetros más bajo que Hari, con cabello rubio, casi blanco, ojos oscuros, una pequeña nariz arcillosa, labios anchos y barbilla corta. Usaba una camisa gris, pantalones cortos y sandalias.
—Has venido a estudiar al Monstruo— continuó Nikolo—. Los guardias dicen que eres el primer ministro. Sin duda no estás aquí para recibir información política.
—No— dijo Hari.
—¿Para observar el triunfo de Cleon y la restauración de la dignidad y el orden?
—No.
—Nunca me rebelé contra Cleon. No usurpé la autoridad del emperador.
—Entiendo. ¿Cómo explicas lo que hiciste?— preguntó Hari, decidiendo ir al grano—. ¿Cuál era tu razonamiento, tu objetivo?
—Les cuentan a todos que asesiné a miles de millones en cuatro mundos de mi sistema, el sistema que me eligieron para preservar y proteger.
—Eso dice la documentación. ¿Qué sucedió, en tu opinión? Te advierto que tengo los testimonios de miles de testigos y otros documentos a mi disposición.
—¿Por qué debo molestarme en hablar contigo, entonces?
—Porque es posible que lo que digas pueda impedir más matanzas en el futuro. Una explicación, un entendimiento, podría ayudarnos a evitar situaciones similares.
—¿Matando a un monstruo como yo cuando nazca? Hari no respondió.
—No, veo que eres más sutil— murmuró Nikolo—. Impidiendo el ascenso al poder de alguien como yo.
—Quizá— dijo Hari.
—¿Qué gano yo?
—Nada.
—Nada para Nikolo Pas. ¿Ni siquiera el derecho de matarme?
—Cleon nunca lo permitirá— dijo Hari.
—Sólo el derecho de informar al primer ministro de Cleon, que le brinde mayor comprensión, y por tanto más poder...
—Supongo que podrías encararlo así.
—No en este agujero—dijo Nikolo—. Hablaré, pero en algún sitio limpio y cómodo. Ese es mi precio. No pondríais a un gusano en un agujero como éste. Y tengo mucho que contarte... no sólo sobre los humanos sino sobre las máquinas, o sobre máquinas que parecen humanas... del pasado y del futuro.
Hari había escuchado, tratando de mantener un rostro impasible.
—No sé si lograré que Cleon...
—Entonces no aprenderás nada, Hari Seldon. Y por la expresión de tus ojos veo que he tocado algo que te provoca una profunda curiosidad, ¿verdad?
Hari se movió en el diván y la masajista que le sobaba el cuello le ordenó suavemente que se quedara quieto. ¿Por qué no he recordado antes esta conversación?, se preguntó Hari. ¿Qué más he reprimido? ¿Y por qué?
Luego, mientras la tensión arruinaba el trabajo de la masajista, otra pregunta: Daneel, ¿qué me has hecho?
16
Los cuerpos formaban filas flotantes en la sala de tripulantes, el espacio más amplio de la nave, y además el espacio más cercano a la escotilla de emergencia del medio de la nave.
Mors Planch se alejó de la entrada, preguntándose si se había topado con una escena de tortura y piratería. Todos los cuerpos estaban unidos por cuerdas que los mantenían en su sitio. Cuidados y ordenados aun en la muerte.
El aire de la cámara sin peso olía a la corrupción de varios días. Pero tenía que hacer un recuento, para ver si valía la pena buscar en el resto de la nave.
Tritch se mantenía alejada de la escotilla. Sus ojos inflamados relucían encima del pañuelo blanco que sostenía sobre la boca y la nariz.
—¿Quién los puso ahí?— preguntó con voz sofocada.
—No lo sé— rezongó Mors. Se puso una máscara respiratoria y entró para hacer el recuento. Salió varios minutos después, el rostro pálido—. Nadie está con vida, pero no todos están ahí.— Pasó junto a Tritch y bajó hacia el puente por el corredor. Tritch lo siguió de mala gana, deteniéndose un instante para darle una orden a Trin.
—Todos murieron con pocos minutos de diferencia, me parece— le dijo Planch a Tritch mientras ella lo alcanzaba—. Envenenamiento radiactivo por contacto con el frente de choque.
—La nave tiene un grueso escudo— dijo Tritch.
—No contra los neutrinos.
—Los neutrinos no pueden dañarnos. Son como fantasmas.
Planch echó un vistazo a la penumbrosa sala de oficiales, encendió la linterna, alumbró los muebles y las paredes, no vio a nadie.
—Las capas externas de la supernova volaron por efecto de una gran cantidad de neutrinos— masculló—. En tales condiciones, en tal cantidad, pueden surtir efectos extraños y mortíferos sobre la materia, sobre todo los cuerpos humanos. ¿Huele la nave?
—Huelo los muertos —dijo Tritch.
—No. Huela la nave aquí. ¿Qué huele?
Tritch se quitó el pañuelo de la nariz y olió.
—Algo quemado. No es carne.
—Exacto— dijo Planch—. No es un olor común, y sólo lo he sentido una vez... en una nave atrapada en un torrente de neutrinos, a poca distancia de una supernova. De un planeta destrozado y tragado por un agujero de gusano. Uno de esos desastres en las estaciones de tránsito, hace treinta años. La nave fue atrapada en el chorro emergente de masa convertida. Investigué, formando parte de una dotación de rescate. A bordo todos estaban muertos. La nave olía a chamusco, como ésta... a metal quemado.
—Qué tarea agradable— dijo Tritch, poniéndose el pañuelo en la nariz.
La escotilla del puente estaba abierta. Planch extendió el brazo para detener a Tritch. Ella no discutió. El puente sólo estaba iluminado por la luz estelar de las ventanas de visión directa. Planch encendió la linterna y alumbró los paneles, la silla del capitán, las pantallas. Las pantallas estaban en blanco. La nave estaba muerta.
—Pronto nos faltará el aire— le dijo a Tritch—. Mantenga a su tripulación detrás.
—Ya lo hice. No quiero quedarme aquí más tiempo del necesario. No podemos rescatar nada si no podemos revivir la nave.
—No— dijo Planch. El puente parecía vacío, y hacía tanto frío que su aliento era una nube. Siguió adelante, apartando ese olor frío y rancio con una mano hasta que cogió un soporte y rotó. Desde allí apuntó el haz al rincón opuesto. Vio una forma encorvada en una bola fetal.
Se aproximó hasta flotar a un metro. Lo que le habían dicho era cierto. Ése estaba con vida. La cabeza se movió, y Planch reconoció al consejero Lodovik Trema. Pero no era el comisionado Chen quien le había dicho que Trema estaría con vida.
Cuando avistaron la mole que flotaba a la deriva en el espacio profundo, se había comunicado primero con Chen, luego con otro que le había pagado una suma aún más suculenta: el hombre alto que tenía tantas caras y tantos nombres, y que lo había contratado tantas veces.
Ese hombre nunca se equivocaba, y no se había equivocado esta vez. Aunque los demás estén muertos, es posible que ése siga con vida. Y no debes llevárselo a Chen. Debes informar que ha muerto.
Lodovik Trema parpadeó despacio. Planch le acercó los dedos a los labios y susurró:
—Aún estás muerto. No te muevas ni hables. Luego dijo una frase en código que incluía números y palabras, y que el hombre de muchas caras le había dicho que usara.
Tritch los miraba desde el otro lado del puente.
—¿Qué encontró?— preguntó.
—El hombre que buscaba— contestó Planch—. Vivió un poco más. Debe haber sujetado a los demás y después vino aquí a morir.
Mientras sacaba a Lodovik, Tritch trató de retroceder, pero no encontró nada de dónde aferrarse. El cuerpo encorvado e inerte flotaba delante de Planch, bajo la nariz de Tritch, y ella casi se sofocó por reflejo.
—No se preocupe— dijo Planch—. Éste no apesta demasiado. Hace más frío en el puente.
Tritch no podía creer que hubieran recorrido tanto trecho sólo para recobrar un cuerpo. A bordo del Flor del Mal, con Lodovik guardado en una caja de la bodega, le pasó a Planch una botella de agua de vida trilliana, y él se sirvió una copa y la alzó en un brindis sin alegría.
—El comisionado quería cerciorarse. Y ahora que sabemos que está muerto, y todos los demás con él, debo llevarlo de vuelta a su mundo natal y ver que lo sepulten decentemente, con todos los honores imperiales.
—¿Y dejar a todos los demás? Parece un poco extravagante.
Planch se encogió de hombros.
—No cuestiono mis órdenes.
—¿De qué mundo es?
—Madder Loss— respondió Planch. Tritch sacudió la cabeza incrédulamente.
—¿Un hombre tan encumbrado, de un planeta de miserables parásitos?
Planch miró la copa, alzó un dedo antes de tomar el contenido y señaló a Tritch con la copa y el dedo.
—Le recuerdo nuestro contrato— dijo—. La muerte de este hombre podría tener repercusiones políticas. —Ni siquiera conozco su nombre.
—La gente podría deducirlo de lo poco que usted sabe, si lo difunde en los lugares equivocados. Y si lo hace, me enteraré.
—Respeto mis contratos, y mantengo la boca cerrada.
—¿Y su tripulación?
—Usted debía saber que éramos de fiar cuando nos contrató— murmuró Tritch, irritada.
—Sí. Bien, ahora es aún más importante.
Tritch se levantó y alzó la botella. La cerró con firmeza.
—Usted me ha insultado, Mors Planch.
—Exceso de cautela. No quería ofender.
—Un insulto, aun así. Y me pide que vaya a un mundo que ningún ciudadano que se respete visita voluntariamente.
—En Madder Loss también son ciudadanos.
Ella cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos?
—No mucho. Usted me dejará allí y partirá cuando desee.
Tritch lo miraba con creciente incredulidad.
—No haré más preguntas—dijo, y se guardó la botella bajo el brazo. Al parecer Planch ya no le resultaba tan atractivo, y a partir de ahora su relación sería estrictamente profesional.
Planch lo lamentaba, pero no demasiado.
Cuando entregara a Lodovik Trema en Madder Loss, sería un hombre muy rico, y ya no tendría que trabajar nunca más para nadie. Se imaginaba comprando su propia nave de lujo, una que mantendría en óptimo estado, lo cual no era frecuente en las naves imperiales.
En cuanto al extraño y disciplinado hombre de la bodega, un hombre que podía permanecer encerrado en un ataúd durante días sin quejas ni necesidades...
Cuanto menos pensara en eso, mejor.
Lodovik yacía en la oscuridad, totalmente lúcido pero quieto, tras haber oído la frase en código que lo alertaba sobre la participación de Daneel en su rescate. Debía cooperar plenamente con Mors Planch; luego lo devolverían a Trantor.
Lodovik no sabía qué le sucedería allí. Habiendo realizado tres autodiagnósticos en esa caja con forma de ataúd, estaba seguro de que habían alterado sutilmente su cerebro positrónico. Los resultados de sus revisiones, sin embargo, eran contradictorios.
Para no deteriorarse por desuso, había activado su emocional humana y también la había revisado. Parecía intacta; podía operar como humano en una sociedad humana, y eso le brindaba cierto alivio. No obstante, el contacto con Mors Planch en el puente del Lanza de Gloria había sido demasiado breve para que él probara estas funciones. Era mejor mantenerse aislado hasta que pudiera realizar una prueba más exhaustiva.
Ante todo, no debía revelar que era un robot. Para todos los robots de los cuadros de Daneel, esto era de suprema importancia. Era esencial que los humanos no supieran en qué medida los robots se habían infiltrado en sus sociedades. Lodovik dejó su capa humana en actividad subordinada e inició un chequeo completo de memoria. Para eso tenía que apagar su control de movimiento externo durante veinte segundos. Sin embargo, aún podía ver y oír.
Fue en ese momento cuando algo chocó contra la caja. Lodovik oyó ruidos, un chirrido de metal contra metal. Pasaron varios segundos... cinco, siete, diez...
La tapa se abrió con un gruñido metálico. Con la cabeza ladeada, hacia la pared de la caja, Lodovik sólo entrevió una cara borrosa y una imagen fugaz de otra cara. Dieciocho segundos... el chequeo de memoria estaba casi completo.
—Parece estar muerto— dijo una voz de mujer.
El chequeo de memoria terminó, pero Lodovik decidió quedarse quieto.
—Tiene los ojos abiertos.
Una voz masculina, pero no la de Mors Planch.
—Voltéalo y busca si lleva una identificación— dijo la mujer.
—¡No, por el cielo! Hazlo tú. Es tu recompensa.
La mujer titubeó.
—Tiene la tez rosada.
—La radiación quema.
—No, él luce saludable.
—Está muerto— dijo el hombre—. Ha estado en esta caja un día y medio. Sin aire.
—No tiene aspecto de cadáver.— La mujer metió la mano adentro y pellizcó el tejido de la mano expuesta—. Fresco, pero no frío.
Lodovik emblanqueció lentamente la piel, y bajó su temperatura externa para que coincidiera con la ambiental. Se sintió ineficaz e incompetente por no haberlo hecho antes.
—A mí me parece bastante pálido— señaló el hombre. Otra mano le tocó la piel—. Está frío como el hielo. Estás imaginando cosas.
—Muerto o como sea, vale una fortuna— dijo la mujer.
—Conozco a Mors Planch por su fama, Trin— dijo el hombre—. No te entregará su trofeo.
Cuando lo llevaban a la nave de rescate, Lodovik había oído que aplicaban el nombre «Trin» a una mujer que, por lo que entendía, era la lugarteniente de la capitana, Tritch. Esta situación podía ser muy grave.
—Toma una foto— dijo Trin—. Enviaré un mensaje durante el horario de reposo y sabremos si es el que buscan.
Una cámara se elevó sobre la caja y registró su imagen en silencio. Lodovik trató de modelar todas las causas posibles de esta conducta, todos los desarrollos y sus potenciales desenlaces.
—Además, Tritch le ha dado su palabra a Planch— continuó el hombre—. Se sabe que ella es honorable.
—Si triunfamos, ganaremos diez veces lo que Planch le pagará a Tritch— masculló Trin—. Podríamos comprar nuestra propia nave y ser mercaderes libres en la Periferia. Nunca más tendremos que aguantar impuestos ni inspecciones imperiales. Tal vez hasta podamos ir a trabajar en un sistema libre.
—Territorios bastante rudos, tengo entendido— dijo el hombre.
—La libertad siempre es peligrosa— dijo Trin—. De acuerdo. Estamos aquí. Hemos roto los sellos de la caja. Hemos intervenido. Haz una incisión en su coronilla y obtengamos lo que vinimos a buscar.
El hombre extrajo del bolsillo algo que sonaba como un escalpelo. Lodovik activó los ojos y los miró en la luz tenue de la bodega. El hombre juró entre dientes y bajó el escalpelo. Lodovik no podía permitir que lo cortaran. Sangraría por una herida superficial, pero aun el ojo menos experto vería que no era humano si el escalpelo hacía un corte profundo. Lodovik calculó rápidamente los pros y los contras de toda decisión que tomara, y llegó a la óptima, basada en lo que sabía.
Alzó el brazo. Cogió la muñeca del hombre que empuñaba el escalpelo.
—Hola— dijo Lodovik, y se sentó en la caja.
El hombre pareció sufrir un ataque. Tironeó, gritó, trató de zafarse. Gritó de nuevo. Revolvió los ojos, dejándolos en blanco, y los labios se le llenaron de espuma. Tembló varios segundos, aferrado por Lodovik, mientras Lodovik evaluaba la situación desde su nueva perspectiva. Trin retrocedió hacia la escotilla. Parecía aterrada, pero no tanto como el hombre que él tenía atrapado. Lodovik evaluó el estado del hombre, le quitó el escalpelo de entre los dedos y lo liberó. El hombre le aferró el hombro y jadeó. Su cara se tiñó de una coloración verde, médicamente dudosa.
—Trin— gruñó el hombre, volviéndose hacia ella, y se desplomó. Lodovik salió de la caja y se agachó para revisarlo. La mujer parecía paralizada.
—Tu amigo está sufriendo un infarto— le dijo Lodovik—. ¿Hay médico o dispositivos médicos a bordo de esta nave?
La primera piloto chilló como un pájaro y huyó.
17
Klia Asgar se aproximó a su contacto en Fleshplay, un rudo pero popular recreo familiar y laboral en las inmediaciones de Dahl, cerca del sector de entretenimiento Little Kalgan. Allí, los actos y juegos de Little Kalgan eran probados con clientes muy recios antes de exportarlos a otras partes de Trantor.
Fleshplay estaba lleno de letreros luminosos que trepaban por las paredes de los edificios hasta el techo del domo, anunciando nuevos espectáculos y actores, viejos favoritos revividos en el teatro Polvo de Estrellas, bebidas populares, stimulk, estimulantes importados prohibidos. Klia echó un sediento vistazo a las cascadas de bebidas proyectadas.
Había permanecido veinte minutos en una tienda esperando a su contacto, sin atreverse a abandonar esa posición ni siquiera por el tiempo que podía tardar en ir a buscar una bebida en un puesto callejero.
Observaba las multitudes no sólo con los ojos, y veía algo más que los detalles de la superficie. En la superficie todo parecía estar bien. Al anochecer, hombres, mujeres y niños paseaban con lo que en Dahl consideraban indumentaria para el ocio: blusas blancas, culotes negros con rayas rojas en la cintura para las mujeres, monos rosados para los prepubescentes, ropa negra más dinámica para los hombres. Sin embargo, una mirada más atenta mostraba la tensión.
Éstas eran las clases más altas de los ciudadanos de Dahl, los operarios más afortunados del turno diurno y las tareas de gestión, el equivalente funcional de los omnipresentes burócratas grises de otros sectores, pero había hostilidad en sus rostros cuando no respondían a las bromas ni sonreían forzadamente. Sus vidriosos ojos lucían fatigados tras meses de decepción y muchos despidos. Klia podía leer también los colores de sus emociones internas. Breves pantallazos, pues estaba ocupada en otra cosa: rojos furibundos y murmullos verdes y biliosos ocultos en la profundidad de la mente, no auras, sino pozos en los que sólo podía atisbar desde ciertas perspectivas mentales.
En esto no había nada extraordinario; Klia sabía cuál era el ánimo de Dahl, y en general trataba de ignorarlo. La inmersión plena no sólo la distraería, sino que podía ser contagiosa. Tenía que permanecer aislada del rebaño para mantener su concentración.
Reconoció al chico en cuanto lo vio en la calle. Era un año mayor que ella, más bajo y corpulento, con rostro arrugado y cicatrices en la mejilla y la barbilla, insignias pandilleras de la calle más recia de Billibotton; ella le había pasado mercancía e información varias veces el año pasado, cuando no se conseguían mejores trabajos. Quizás ahora lo viera con mayor frecuencia, y no le gustaba. Era difícil de convencer.
En los últimos días había sido casi imposible encontrar buenos trabajos. Se sabía que Klia estaba marcada; pocos se fiaban de ella. Sus ingresos habían descendido a casi nada y, peor aún, había escapado a duras penas de una pandilla de matones cuyo jefe no conocía. Había gente nueva con nuevas alianzas, presentando nuevos peligros.
KIia aún confiaba en su destreza para escabullirse de cualquier situación peligrosa, pero el esfuerzo la estaba agotando. Anhelaba un lugar tranquilo con amigos, pero tenía pocos amigos, y ninguno dispuesto a cobijarla en estas circunstancias.
Era suficiente para hacerle repensar su filosofía de la vida.
El chico de cara fruncida vio a Klia cuando ella quiso que la viera, luego disimuló exageradamente que la ignoraba. Ella hizo lo mismo, pero se le acercó, mirando en torno como si esperase a otra persona.
Cuando estuvieron a poca distancia, el chico dijo:
—No nos interesa lo que traes hoy ¿Por qué no te largas de Dahl y molestas a otro?
La brusquedad y la rudeza no significaban nada. Klia estaba acostumbrada.
—Tenemos un contrato— dijo sin inmutarse—. Yo entrego, vosotros pagáis. Mi jefe diurno no lo tomará a bien si vosotros...
—Por aquí dicen que tu jefe diurno está en los pozos— dijo el chico, mirándola con descaro—. Y también cualquier otro jefe diurno o nocturno que hayas tenido. ¡Incluso Kindril Nashak! Se cuenta que lo amenazaron con mandarlo a Rikerian, sin acusaciones. Esta advertencia es gratis, muchacha. No habrá más.
El dogal se cerraba.
—¿Qué hago con esto?— preguntó Klia, alzando la caja de hojalata que llevaba bajo el brazo.
—Por aquí dicen que no acepte nada ni pague nada. Ahora esfúmate.
Klia lo miró menos de un segundo. El chico sacudió la cabeza como tocado por un insecto zumbón, miró a través de ella. No informaría que la había visto. Si todos querían que se esfumara, y ya no había trabajo ni motivo para quedarse, era hora de esfumarse. La idea la asustaba; nunca había estado fuera de Dahl por más de horas. Tenía créditos para vivir menos de dos semanas, y muchos eran moneda del mercado negro que sólo servía para los comerciantes locales, que de todos modos ahora quizá rehusaran a negociar con ella.
Klia se dirigió hacia un vecindario menos próspero, conocido como «Fleshplay Blando», y atravesó el fracturado frente de plástico de un puesto de comida abandonado. Allí, entre envoltorios viejos y muebles rotos, cortó el sello de seguridad de su paquete y lo abrió para ver si contenía algo que tuviera valor fuera de Dahl.
Papeles y un librofilme. Los hojeó y examinó el sello del librofilme; cosas personales, en código, nada que pudiera descifrar ni vender en ninguna parte. Lo había sabido antes de abrirlo. Sólo manejaba entregas de precio reducido, a menudo entregas de refuerzo, información demasiado delicada para enviarla adonde los agentes de seguridad pudieran interceptarla, pero no tanto como para que alguien quisiera pagar grandes sumas a mejores mensajeros. Y en un tiempo había sido la mejor mensajera, una de las mejor remuneradas de Dahl, heredera de una tradición de miles de años, tan sofisticada, rebuscada en su lenguaje y sus ritos como cualquier comercio religioso fuera de Trantor. A veces, incluso documentos oficiales y públicos eran entregados a los mensajeros dahlitas por jefes diurnos legítimos, para garantizar una entrega más rápida ahora que otros sistemas de comunicaciones a menudo se atascaban o eran sometidos al escrutinio de la Comisión.
Para ella, todo se había reducido a nada en unos pocos días. Notó que estaba llorando. En silencio, pero estaba llorando.
Se enjugó la cara, se sopló la nariz en un envoltorio polvoriento pero razonablemente limpio, arrojó el paquete a la basura y salió de nuevo a la calle.
Una vez afuera, cruzó la calle y esperó unos minutos. Pronto vio la persona que la seguía, la que debía seguirla si fracasaba la entrega. Era una niña delgada y menuda, pocos años menor que ella, fingiendo que jugaba en la calle, vestida con una versión más discreta del mono negro de un operario de los pozos. Klia estaba demasiado lejos para persuadirla o sonsacarle información, pero no era necesario.
La niña entró en el puesto abandonado y segundos después salió con los jirones del envoltorio y el contenido del paquete. Klia había seguido mensajeros al principio, a veces haciendo la limpieza después de entregas fallidas. Ahora lo hacían por ella. Otro bofetón en la cara, el insulto definitivo.
El tráfico aumentaba. Al oscurecerse el techo, las luces de las marquesinas se volverían más brillantes y frenéticas, las multitudes buscarían un momento de alivio en sus vidas sórdidas. Para una persona perseguida, ese abarrotamiento podía ser fatal. En una multitud podía pasar cualquier cosa, y ella tendría dificultades para persuadir, ocultarse, hacer que las masas olvidaran y escabullirse rápidamente; podían encontrarla y matarla.
Pensó en el hombre de verde. Ese recuerdo no le provocaba hormigueos en el cuero cabelludo, pero tenla que caer mucho más bajo para renunciar a su independencia y unirse a un «movimiento», aunque sostuvieran que eran gente como ella. Y menos si eran como ella. La idea de estar entre personas que podían hacer lo que ella hacía... De pronto sintió un hormigueo en el cuero cabelludo. Con un gemido, se internó en las ondulantes multitudes, buscando la entrada de un zambullidor, esos grandes y antiguos ascensores que recorrían los niveles de Dahl y la mayoría de los demás sectores de Trantor.
Vara Liso, exhausta y ojerosa, rogó al estólido y joven mayor que la dejara descansar.
—Hace horas que estoy aquí —gruñó.
Le dolía la cabeza, tenía la ropa empapada de sudor, la visión borrosa.
El mayor Namm se acarició distraídamente las insignias imperiales, mordiéndose el labio inferior. Vara se concentró en él con un odio que rara vez había sentido, pero no se atrevió a lastimarlo.
—¿Nadie?— preguntó él con voz áspera.
—Hace tres días que no encuentro a nadie. Los han ahuyentado a todos.
Él se alejó del borde del balcón por donde se veía Fleshplay y la atestada avenida Trans—Dahl. Muchedumbres de peatones pasaban bajo el balcón, mientras que trenes y tranvías en raíles elevados y angostos carriles gruñían a pocos metros de altura, sacudiendo el apartamento vacío. Vara había escrutado la muchedumbre desde ese lugar durante siete horas; anochecía rápidamente y los brillantes letreros de la avenida comenzaban a darle jaqueca. Sólo quería dormir.
—El consejero Sinter desea ver resultados— dijo el joven mayor.
—¡Farad debe preocuparse por mi salud!— replicó Vara—. Si me enfermo o me agoto, ¿qué hará? ¡Soy toda la munición que tiene en esta pequeña guerra!— Su tono la sorprendió. Estaba en el límite de su resistencia. Pero en vez de concentrarse en las necesidades de Farad, desplazó la carga hacia el mayor—. Si mi efectividad disminuye por culpa de usted... ¿qué dirá el consejero Sinter?
El joven mayor reflexionó sobre esta posibilidad sin manifestar ninguna emoción.
—Usted es la que debe responder ante él. Yo sólo estoy aquí para vigilarla.
Vara Liso contuvo un arrebato de furia. ¡Cuánto se arriesgan! ¡Ni siquiera lo saben!
—Bien, lléveme a un sitio donde pueda descansar— exigió—. Ella no se encuentra aquí. No sé dónde está. ¡Hace tres días que no la detecto!
—El consejero Sinter tiene especial interés en que usted la encuentre. Usted dijo que era la más fuerte...
—¡Aparte de mí!— gritó Vara—. ¡Pero no la he sentido!
El mayor rubio pareció entender que Vara no trabajaría más ese día.
—El consejero se sentirá defraudado— dijo, y se mordió de nuevo el labio inferior.
¿Son todos idiotas?, se preguntó Vara, pero comprendió que no ganaría nada con enfurecerse y dejar que el agotamiento la dominara, e incluso podía impedirle obtener lo que quería de Sinter.
—Necesito estar a solas un rato, descansar, no hablar— dijo con voz ronca—. Podemos intentarlo de nuevo mañana, en otro sector. Necesito trabajar en una zona más pequeña, a lo sumo unas manzanas. Necesitamos más agentes y mejor información.
—Desde luego— dijo el mayor, con actitud más razonable—. Nuestra inteligencia ha sido deficiente. Lo intentaremos de nuevo mañana.
—Gracias— murmuró ella. El mayor caminó hasta la puerta del apartamento vacío y la abrió para ella. Vara estaba por trasponerla cuando la atravesó un agudo pinchazo de algo que sólo podía llamar «envidia»: la súbita conciencia de que estaba cerca de un semejante con talentos similares a los suyos. Palideció y tartamudeó—: T—t—todavía no. ¡Ella está aquí!
—¿Dónde?— preguntó el mayor, empujándola hacia la ventana.
—Sí, sí, sí— murmuró Vara mientras él la empujaba. Me tratan como un animal. Pero la emoción de la caza era fuerte. Señaló con un dedo trémulo y se enjugó los labios con el dorso de la otra mano—. ¡Allá abajo! ¡Está cerca!
El agente miró la multitud, siguiendo el dedo de la mujer. Una muchacha rápida y borrosa corría en medio de la muchedumbre hacia la entrada de un zambullidor.
Usó su comunicador para alertar a otros agentes de la calle.
—¿Está segura?— le preguntó a Vara, pero ella sólo podía señalar y frotarse los labios, tan fuerte era la sensación. Tuvo que esforzarse para no temblar. Esa sensación la sacaba de quicio. La había conocido cuando estaba cerca de los demás integrantes del grupo de Wanda y Stettin, pero nunca con tal fuerza. Envidia, un dolor en el pecho, como si esa chica pudiera robarle todo en la vida y dejar sólo expectativas vacías y una decepción sin fin.
—¡Ella!— dijo—. ¡Captúrela, por favor!
Klia sintió un ardor en el cuero cabelludo, y gritó mientras se metía en el coche del zambullidor. Dos hombres mayores de grueso bigote negro y entrecano la miraron con preocupación.
Klia no podía ver por encima de sus hombros. Saltó y entrevió dos hombres de rasgos macizos corriendo hacia las puertas abiertas. Las puertas empezaron a cerrarse; los agentes le gritaron que se detuviera y activaron codificadores cromáticos para controlar el mecanismo.
Klia metió la mano en el bolsillo y sacó una llave de mantenimiento, ilegal pero común entre los mensajeros. Las puertas del ascensor vacilaron, se detuvieron. Ella hundió la llave en el panel de control y gritó:
—¡Emergencia! ¡Abajo, ya!
Las puertas volvieron a cerrarse. Los dos hombres no llegaron y golpearon el exterior, gritándole que se detuviera. Los hombres mayores procuraron evitarla.
—¿Dónde queréis bajar?— preguntó ella sin aliento, sonriendo.
—El próximo nivel, por favor— dijo uno de ellos.
—De acuerdo.— Ella dio instrucciones al zambullidor, luego hizo que los dos hombres olvidaran lo que habían visto.
Bajaron en el nivel siguiente, y Klia ordenó a las puertas que se cerraran. Con un suspiro, se apoyó en la pared sucia.
—Instrucciones de emergencia— dijo una voz áspera y metálica—. ¿Qué nivel de mantenimiento?
Ella sondeó con toda su fuerza mental y encontró lugares problemáticos para muchos niveles de arriba y abajo. El cuero cabelludo aún le ardía. Tenía que alejarse de los equipos que la buscaban. Había una sola dirección viable... abajo.
—Al fondo— respondió—. Cero.
Cuatro kilómetros bajo todos los niveles ocupados... Los ríos suburbanos.
18
Tritch se reunió con Mors Planch en territorio neutral, lejos de la bodega pero a popa de los camarotes de la tripulación, en un pasillo sin gravedad. Si esperaba ponerlo en desventaja por la falta de peso, se había equivocado; Planch estaba tan a sus anchas sin peso como en gravedad estándar.
—Su cadáver tiene talentos notables —dijo Tritch cuando Planch apareció del otro lado del tabique.
—Su tripulación tiene notables fallos éticos —respondió Planch.
Tritch se encogió de hombros.
—La ambición es una maldición constante hoy en día. Encontré a Gela Andanch fuera de la bodega, en pésimo estado. Ahora está estable en la enfermería.
Planch asintió; Lodovik no había oído el nombre del sujeto, y se había cruzado con Planch mientras trasladaba el cuerpo flojo. Planch había llevado a Andanch y le había dicho a Lodovik que regresara a la bodega. Supuestamente aún estaba allí.
—¿Qué estaban buscando?
—Alguien les pagó —dijo Tritch sin mayor énfasis—. Supongo que era alguien opuesto a los que le pagan a usted. Si entregaban a Lodovik Trema, habrían ganado cincuenta veces lo que les pago en un año estándar. Es mucho dinero, aun tratándose de corrupción imperial.
—¿Qué hará con ellos? —preguntó Planch.
—Supongo que habrían tomado la nave y nos habrían puesto fuera de combate. Tal vez nos hubieran matado. Trin está ahora en mi cabina, bebiendo a más no poder... y no precisamente agua de Trillian. Cuando esté bien ebria, quizá la expulse de la bodega encima de Trantor, y espero que se incinere encima del palacio. —Tritch movió los párpados y tensó los labios—. Era una buena primera piloto. Ahora mi problema es qué haré con usted.
—Yo no la he traicionado.
—Tampoco me ha contado la verdad. No sé quién es Lodovik Trema, pero no es humano. Trin está delirando sobre simulacros... robots. El que la contrató le dijo que estaría buscando hombres mecánicos. ¿Qué sabe usted sobre robots?
—No es un robot —dijo Planch con una sonrisa—. Ya nadie los fabrica.
—En nuestras pesadillas. En librofilmes clase B —dijo Tritch—. Tiktoks con cerebros mutantes empeñados en una ciega venganza. ¿Pero Lodovik Trema... principal asesor del comisionado de Seguridad Pública?
—No tiene sentido —dijo Planch, como si esta conversación fuera indigna de él.
—Busqué el dato, Mors. —Tritch adoptó una expresión triste, como si se aflojara fuera del tirón de la gravedad—. Usted tenía razón. Una buena cantidad de neutrinos puede ser mortífera. Y no hay protección contra el flujo de neutrinos.
—Él se está muriendo —mintió Planch—. En todo caso, su estado debe permanecer en secreto.
Tritch sacudió la cabeza.
—No le creo. Pero cumpliré mi palabra y lo dejaré en Madder Loss.— Reflexionó un instante—. Tal vez deje a Trin y Andanch con usted, para que usted resuelva ese problema. Ahora vaya a conferenciar con su ministro muerto.
Dio media vuelta para marcharse.
—¿Puedo regresar a mi cabina? —preguntó Planch.
—Le enviaré comida y un catre a la bodega. Si dejo que alguien que se entiende con un cadáver viviente vaya a proa, tendré un motín entre manos. Llegaremos a Madder Loss dentro de un día y medio.
Planch tiritó mientras ella se perdía de vista. A él tampoco le gustaba asociarse con Lodovik Trema. Tritch estaba en lo cierto.
Nadie podía haber sobrevivido a bordo del Lanza de Gloria. Nadie que fuera humano.
Lodovik estaba en la bodega junto a la caja, las manos entrelazadas, esperando el regreso de Planch. Con sus actos, Lodovik parecía haber causado graves daños a un ser humano, pero no experimentaba las dificultades que cabía esperar en esa situación: merma de actividad mental, autoexamen crítico y, en circunstancias extremas, desactivación total.
Aun teniendo en cuenta que la misión que realizaba para Daneel se sometía a las estipulaciones de la Ley Cero, tendría que haber habido repercusiones profundamente incómodas. Pero no las había. Lodovik estaba tranquilo y en pleno funcionamiento.
No se sentía demasiado satisfecho —había causado daño y era consciente de ello— pero no experimentaba nada parecido a la paralizante conciencia de haber infringido una de las Tres Leyes calvinianas.
Algo había cambiado en él. Estaba tratando de averiguar qué era cuando Planch regresó.
—Deberemos quedarnos aquí mientras dure el viaje —dijo Planch con voz seca—. Y tenía una bonita cabina. Y la capitana y yo estábamos... —Sacudió la cabeza, frunció la boca—. No importa. Algo huele muy mal en todo esto.
—¿Qué será? —preguntó Lodovik. Se estiró y sonrió. La personalidad humana se impuso sin dificultad sobre sus demás funciones—. La caja era estrecha, pero he pasado tiempo en peores condiciones. Supongo que no salí en el momento indicado.
—Ya lo creo. El hombre sufrió un infarto.
—Lo lamento. Pero me temo que no se proponían nada bueno.
—Alguien más lo busca, vivo o muerto —comentó Planch—. Creí que el jefe de la Comisión de Seguridad Pública era intocable. Invencible.
—Nadie es invencible en esta época aciaga. Me disculpo por causarle dificultades.
Planch miró a Lodovik con dureza.
—Hasta ahora he ignorado todas mis reservas acerca de esta misión, acerca de usted. En la política imperial, todo es posible... ciertos individuos pueden valer sistemas solares enteros. Así funciona la política centralizada.
—No será usted un difusionista, Mors Planch.
—No. No se gana dinero ni se vive demasiado cuando uno traiciona a Linge Chen.
—Al emperador, querrá decir.
Planch no se corrigió.
—Sin embargo, mi curiosidad ha subido a extremos peligrosos. La curiosidad es como el flujo de neutrinos... puede penetrarlo todo, y en cantidad suficiente puede matar. Soy consciente de ello... pero mi curiosidad por usted... —Apretó la mandíbula y miró hacia otra parte.
—Soy un hombre maduro con una buena suerte extraordinaria. Dejémoslo así —dijo Lodovik con una mueca—. Hay cosas que ni usted ni yo debemos saber... y nos conviene refrenar la curiosidad. Sí, yo debería estar muerto. Lo sé mejor que nadie. El motivo por el cual no he muerto, sin embargo, no tiene nada que ver con esas insólitas supersticiones acerca de... robots. Puede quedarse tranquilo en ese sentido, Mors Planch.
—No es la primera vez que oigo hablar de robots —le dijo Planch—. Los rumores sobre humanos artificiales circulan de mundo en mundo en ocasiones, como una brisa polvorienta. Hace treinta y cinco años hubo una matanza en un sistema del Octante Séptimo. Cuatro planetas estaban implicados, mundos muy prósperos, unidos por una orgullosa cultura común, preparándose para ser una fuerza de peso en la economía imperial.
—Lo recuerdo. El gobernante declaró que tenía pruebas fehacientes de que había robots infiltrados en niveles muy altos, y fomentaban la rebelión. Muy triste.
—Miles de millones perecieron —dijo Mors Planch.
—Supongo que le pagarán bien por su heroico rescate.
Planch aflojó el rostro.
—Eso es lo endiablado de esta situación —dijo—. La capitana y sus tripulantes no nos tienen simpatía. El honor de esta gente es voluble, y lo sé bien... Lo mismo sucede con mi gente, como si fueran rasgos ancestrales. Nos llevarán adonde queramos ir, pero siempre existe la posibilidad de que hablen de más en algún puerto espacial... Y no puedo hacer nada para evitarlo. Pero supongo que todo esto es tan descabellado que nadie les creerá. Yo no les creería. Le he dicho a Linge Chen que usted ha muerto. El rescate fracasó.
Lodovik echó la cabeza hacia atrás.
—¿Y vamos a Madder Loss?
Planch asintió. Una sombra de tristeza le cruzó la cara, pero no dijo nada más.
19
Linge Chen se preparaba para la cena informal en los aposentos privados del emperador cuando Kreen le llevó el mensaje sellado de Planch. En las verdes honduras oceánicas de su sala de meditación, dejó la navaja y el jabón que usaba para rasurarse, inhaló profundamente mientras Kreen se marchaba y apoyó el pulgar en el pequeño paquete gris.
El primer sello, aplicado por el receptor y decodificador, se abrió ante este contacto, confirmando su identidad por microanálisis de la química dérmica, así como el patrón de la huella dactilar. Abrió el segundo sello, dentro del mensaje que venía en el disco, con unas palabras dichas con su voz, conocidas sólo por él mismo. El mensaje se expandió como una flor.
Mors Planch estaba en una nave, con un trasfondo borroso, y dijo en voz baja: «Comisionado Chen, estoy en el Lanza de Gloria. La nave que he contratado es la única que ha hallado la nave perdida hasta ahora, y pienso con cierta preocupación personal en su profunda decepción ante la noticia que le daré. El consejero ha muerto, junto con el resto de la tripulación.»
Linge Chen movía los labios mientras reproducía el resto del mensaje. Planch mostraba los detalles truculentos: las hileras de cadáveres en una cámara, el descubrimiento del encorvado y tieso cuerpo de Lodovik Trema en el puente. Planch confirmó la identidad de Trema poniendo el identificador del comisionado sobre el brazalete de Trema.
Linge Chen apagó el mensaje antes que pudiera revelarle los innecesarios detalles de lo que Planch haría a continuación. El cuerpo no sería recuperado, el descubrimiento de la nave sería olvidado. Linge Chen no deseaba ser acusado de favoritismo o extravagancia, y menos en un momento en que esperaba derrumbar a Farad Sinter por la misma acusación.
Por un momento se sintió como un niño. Había estado convencido de que Lodovik Trema se movía en un plano superior al del resto de la humanidad. Nunca lo admitiría, pero confiaba en Trema además de admirarlo. Su casi infalible instinto personal le había dicho que Trema nunca lo traicionaría, nunca haría nada que no sirviera a los intereses de Linge Chen. Incluso había invitado a Trema a reunirse con su familia en ocasiones especiales, el único consejero (o comisionado, llegado el caso) que había invitado jamás.
Lodovik Trema había sido una presencia grata y constante en esas ocasiones, jugando solemnemente y con cierta inocencia con los hijos de Linge Chen, felicitando a las madres por su habilidad culinaria, que a lo sumo era aceptable. Y los consejos de Lodovik...
Lodovik Trema nunca le había dado malos consejos. Se habían elevado juntos a esa cumbre de la responsabilidad tras veinticinco años de servicios, al principio carentes de gloria y a menudo dolorosos. Habían capeado el temporal del final del reinado de Agis y los primeros años de la junta, y Lodovik había sido imprescindible para diseñar la Comisión de Seguridad Pública, un organismo moderador que al fin reemplazó la junta militar.
Pasaron diez minutos. Kreen golpeó suavemente la puerta.
—Sí —dijo Chen—. Ya termino.
Cogió la navaja y terminó de rasurarse la barba, dejando una tez suave y pálida. Luego, como medida de su emoción, abrió dos pequeños tajos junto a la oreja izquierda. La sangre le humedeció el pelo. La secó con una toalla blanca y arrojó la toalla a un incinerador, ofrendando su sangre a oscuros poderes.
En su juventud en la Municipalidad de Educación Imperial de Runim, había aprendido estos rituales como parte del camino hacia la adultez, siguiendo las Reglas de Tua Chen. Tua Chen había sido el producto de mayor éxito en el plan secreto de los ruellianos ortodoxos para desarrollar un linaje selecto de administradores y burócratas imperiales, cuatro mil años antes, conocidos como las Luces Brillantes. En su madurez, Tua Chen había preparado dos libros de reglas, basados en principios ruellianos: uno para educar a los administradores aristocráticos (y en ocasiones a un emperador), el otro para entrenar a los cientos de miles de millones de burócratas del Imperio, los Grises.
Linge Chen tenía fama de ser descendiente directo de Tua Chen.
En su forma moderna, la Escuela de la Luz Brillante estaba plagada de supersticiones y era casi inservible, pero en sus tiempos de auge había formado administradores que eran enviados a los confines del Imperio. A cambio, desde todo el Imperio, millones de candidatos Grises viajaban cada año a Trantor para recibir la formación de Tua Chen. Los mejores ocupaban puestos en la infinita burocracia del planeta, compitiendo con los más atrincherados y resentidos Grises de Trantor; el resto, tras completar su peregrinación, regresaba a su hogar u ocupaba puestos en mundos fronterizos.
Linge Chen era el estudiante que había tenido mayor éxito al terminar los estudios, y no debía su triunfo al respeto exagerado por esos persuasivos ritos secretos. De no ser por Lodovik Trema...
Era lo menos que podía hacer.
—Sire... —dijo Kreen. Con cierta preocupación, observó las pequeñas heridas de su amo, pero tuvo el buen tino de callarse.
—He terminado. Tráeme la túnica para la presencia imperial, y también la faja negra.
—¿Qué pongo en la faja, sire?
—El nombre de Lodovik.
Kreen contrajo la cara con angustia.
—¿Ninguna esperanza, sire?
Linge Chen sacudió la cabeza bruscamente y pasó junto a su sirviente para entrar en el guardarropa. Kreen se quedó en el lavabo unos segundos, con genuina pesadumbre. Lodovik siempre lo había tratado como un igual. El lavrentiano valoraba esa actitud, ese comentario tácito. Con un gesto, se despejó y siguió a su amo.
20
El comedor privado estaba lleno de criados del palacio que realizaban arreglos de último momento. Hari miró el enorme candelabro con sus diez mil adornos de cristal reluciente, que imitaban los Mundos del Año Galáctico escogidos por el emperador, luego el pasillo de cien metros con sus sólidas columnas de matriz de ópalo y la famosa escalera de piedracobre verde, importada del único sistema colonizado de la Gran Nube Magallánica, una colonia fallida, abandonada dos siglos atrás, que había dejado sólo este obsequio como recordatorio. Torció los labios al ver la escalera. Como primer ministro, había interrumpido el apoyo imperial a ese vigoroso mundo, temiendo que se independizara y obtuviera demasiado poder.
Demasiadas decisiones destinadas a preservar el Centro, pecados necesarios del poder. Se había asegurado de que no se fundaran más colonias alejadas.
La mesa estaba servida con treinta platos en el medio, y treinta sillas de ébano, ninguna ocupada aún, pues los huéspedes no habían llegado y, por cierto, el emperador aún no se había sentado.
Klayus I escoltó a Hari por el pasillo como si fuera un huésped de honor en vez de una inesperada molestia.
—«Cuervo». Así te he llamado, ¿verdad? ¿Te molesta? ¡«Cuervo» Seldon! ¡Qué título sugerente! Heraldo de la perdición.
—Llámame como desees, alteza.
—Un apodo difícil de sobrellevar—dijo Klayus con una sonrisa. Hari, que nunca pasaba por alto la belleza femenina, vio a tres mujeres deslumbrantes por el rabillo del ojo y se volvió automáticamente para enfrentarlas. Las mujeres lo rozaron como si fuera una estatua y se acercaron al emperador como si trabajaran en equipo. Mientras lo rodeaban y dos se inclinaban para susurrarle al oído, KIayus se sonrojó y prácticamente rió de alegría—. ¡Mi terceto extraordinario! —las saludó, después de escuchar unos segundos—. Hari, no creerías cuán hábiles son estas mujeres, ni lo que pueden hacer. Ya han estado presentes en mis cenas.
Las mujeres miraron a Hari como si fueran una, con moderado interés, pero entendieron la actitud del emperador hacia el anciano con rápida y mortífera precisión. Hari no era una figura poderosa sino un juguete, incluso menos que ellas mismas. Hari pensó que si les hubieran crecido colmillos o pelo en la nariz, no habrían perdido atractivo tan rápidamente. Con una sabiduría nacida más de su larga vida y de muchas conversaciones con Dors acerca de la naturaleza humana que de ninguna ecuación, imaginó sus expertas manipulaciones, su piel cálida, sus voces melifluas, enmascarando hielo de amoníaco. Dors había hecho muchas observaciones mordaces sobre el sexo humano sobre el cual estaba modelada, y rara vez se equivocaba.
Klayus desechó a las mujeres con unas palabras suaves. Mientras ellas se alejaban, ambos siguieron su marcha por el pasillo, y Klayus le murmuró a Hari:
—No te impresionan, ¿verdad? Las de su clase constituyen gran parte de las mujeres de aquí. Bellas como lunas escarchadas. Mi consejero privado logra encontrar otras de mejor calidad, pero... —Suspiró—. En cuestión de mujeres, las piedras finas son más fáciles de conseguir que las gemas, para un hombre de mi posición.
—Lo mismo ocurría con Cleon, alteza —dijo Hari—. Tuvo tratos con tres princesas consortes durante su juventud. Luego, en su madurez, abjuró totalmente de las mujeres. Murió sin heredero, como sabes.
—He estudiado a Cleon, por cierto —dijo reflexivamente el emperador—. Un hombre sólido, no muy inteligente pero muy capaz. Gustaba de ti, ¿verdad?
—Dudo que cualquier emperador haya gustado de un hombre como yo, alteza.
—¡Oh, no seas modesto! Tienes un gran encanto, de veras. Estuviste casado con esa mujer notable... —Dors Venabili —dijo una voz aflautada a sus espaldas.
El emperador se volvió grácilmente, deslizando su túnica por el suelo, y su cara se iluminó.
—¡Farad! Qué amable de tu parte venir temprano. El consejero privado se inclinó ante el emperador y miró de soslayo a Hari.
—Cuando supe quién te visitaba, no pude resistirme, alteza.
—Conoces a mi consejero privado, Farad Sinter. Farad, he aquí al famoso Hari Seldon.
—Nunca nos presentaron —dijo Hari. Nadie se estrechaba la mano en presencia del emperador; demasiadas armas habían pasado entre las manos de conspiradores y asesinos en los siglos pasados, de modo que un simple apretón era una grosera y hasta peligrosa ruptura de la etiqueta.
—He oído hablar mucho de tu célebre esposa —dijo Sinter con una sonrisa—. Una mujer notable, como dice el emperador.
—Hari ha venido aquí para prevenirme sobre tus actividades —dijo Klayus con una sonrisa, mirándolos a ambos—. No sabía en qué andabas, Farad.
—Hemos discutido mis objetivos, alteza. ¿Qué nueva información desea agregar el profesor Seldon?
—Dice que estás persiguiendo hombres mecánicos. Robots. Por lo que él dice, pareces estar obsesionado con ellos.
Hari se puso tieso. Esa situación se estaba poniendo muy peligrosa y él comenzaba a sentir que se cerraba el dogal. Casi lamentaba haber encarado con tanta franqueza a una persona tan retorcida e imprevisible como Klayus. No sería conveniente que Farad Sinter le cobrara inquina.
—Ha confundido mis objetivos, aunque quizá los rumores lo hayan desorientado. Hay nuevos rumores falsos acerca de nuestras actividades, alteza. —La sonrisa de Sinter derramaba miel y bondad.
—Ese estudio genético... muy valioso, ¿no crees, Hari? ¿Alguien te lo ha explicado?
—En todo el sistema, y también en las doce estrellas centrales más próximas —dijo Sinter.
—Se ha explicado en las publicaciones científicas imperiales—dijo Hari.
—¡Pero matar gente! —continuó Klayus—. ¿Para qué, Farad? ¿Para tomar muestras?
Hari apenas podía creer lo que oía. Era como si el emperador acabara de condenarlo a muerte, aunque lo hacía entregándole su cabeza a Farad Sinter. En bandeja, para la cena.
—Son mentiras, desde luego —dijo lentamente Sinter, con los ojos entornados—. La policía imperial habría denunciado esas indiscreciones.
—No sé —dijo Klayus, con un destello alegre en los ojos—. En todo caso, Farad, Cuervo tiene interesantes observaciones sobre esta búsqueda de los robots. Hari, explícanos las dificultades políticas que podrían seguir, si esos cambios se propagan. Háblale a Farad de...
—Jo—jo Joranum, sí, lo sé —dijo Sinter, con labios finos y mejillas blancas—. Un aspirante a usurpador de Mycogen. Estúpido y fácil de manipular... en parte por ti, ¿verdad, profesor Seldon?
—Su nombre se mencionó —dijo el emperador, mirando a un lado como si empezara a aburrirse.
—En verdad —dijo Hari—, Joranum era sólo un síntoma de un mito más vasto, con consecuencias mucho peores en otros mundos aparte de Trantor. —Un mito que no he analizado, medido ni investigado... y todo por las prohibiciones de Daneel. Hari comprendió que le costaría hablar sobre el asunto. Carraspeó. Sinter le ofreció un pañuelo, pero Hari sacudió la cabeza y sacó el suyo. La aceptación de esa prenda también podía interpretarse mal. ¿Y podrá ser peligroso? ¿Trantor y el Imperio han llegado a eso? De un modo u otro, Hari no caería en esa trampa tan sencilla—. En el mundo de Sterrad. Nikolo Pas.
El emperador miró inexpresivamente a Hari.
—No sé nada de Nikolo Pas.
—Un carnicero, alteza —explicó Sinter—. Responsable de la muerte de millones.
—Miles de millones, en realidad—dijo Hari—. En una vana búsqueda de humanos artificiales que según él se estaban infiltrando en el Imperio.
El emperador miró a Hari unos segundos, con rostro blando.
—Yo tendría que saber de su existencia, ¿verdad?
—Murió en Rikerian el año anterior a tu nacimiento, alteza —dijo Sinter—. No es un momento glorioso de la historia imperial.
Algo había cambiado en el ambiente. Klayus tenía un aire de amargura y decepción, como si se anticipara a un deber desagradable. Hari miró a Sinter y vio que el consejero privado estaba estudiando la expresión de su emperador con cierta preocupación. Entonces comprendió que Klayus y Sinter jugaban con él. El emperador ya estaba al corriente del asesinato de ciudadanos de Trantor. Pero ni Sinter ni sus tutores le habían hablado de Nikolo Pas, y esto lo perturbaba.
—No se supone que yo sea tan ignorante —dijo Klayus—. Realmente debería dedicar más tiempo al estudio. Cuéntame, Cuervo. ¿Qué hay con Nikolo Pas?
—En décadas pasadas, y cada pocos siglos, alteza, hubo marejadas e incluso borrascas de turbación psicológica, centradas en el mito de los Eternos.
Sinter hizo una mueca visible. Hari sintió cierta satisfacción.
—El resurgimiento de ese mito —continuó— ha conducido casi invariablemente a la conmoción social, y en algunos casos extremos al genocidio. Realicé una entrevista con Nikolo Pas cuando servía a Cleon como primer ministro, alteza. Pasé varios días hablando con él, un par de horas por vez, en su celda de Rikerian.
Los recuerdos parecían llenar la mente de Hari.
—¿Qué creía Pas? —preguntó el emperador. En la sala los criados estaban en sus puestos. Todos los arreglos habían concluido, la cena se demoraba; no se podía permitir que entraran los huéspedes hasta que se hubiera ido el emperador, para realizar una entrada más formal más tarde. A Klayus no parecía importarle.
—Pas sostenía haber capturado un humano artificial activo. Sostuvo que lo había puesto... —Hari carraspeó de nuevo. En este contexto le costaba usar la palabra «robot». Se sentía expuesto y en desventaja, pues la prohibición que le impedía mencionar la naturaleza de Daneel se había difundido a otras zonas de la memoria y la voluntad—. Sostenía haber aislado al humano artificial...
—Robot. Podríamos estar aquí toda la noche —dijo Klayus con impaciencia.
Eso pareció romper una barrera, y Hari asintió.
—Robot. En un lugar muy seguro. El robot se desactivó a sí mismo.
—¡Qué pasmoso, qué noble! —exclamó Klayus.
—Pas sostenía que sus científicos diseccionaron y analizaron el cuerpo. Pero el cuerpo, esa forma mecánica inactiva, fue sacado de ese ámbito seguro y desapareció sin dejar rastros. Allí comenzó la cruzada de Nikolo Pas. Los detalles son demasiado largos y truculentos para mencionarlos aquí, alteza, pero estoy seguro de que podrás hallarlos en la Biblioteca Imperial.
Los ojos de Klayus eran como canicas en la cabeza de una imagen de cera, y apuntaban a Hari. Se volvió hacia Sinter.
—Tu argumento parece obvio, Hari. Profesor Seldon, ¿puedo llamarte Hari?
El emperador ya le había preguntado esto en su conversación anterior, pero Hari no lo mencionó. Una vez más, respondió:
—Sería un honor, alteza.
—El argumento es que estas oleadas de infortunio comienzan inevitablemente cuando un alto funcionario se obsesiona e inicia investigaciones fútiles. Y cuando las investigaciones se descontrolan, le cuestan al Imperio muchas vidas y muchos bienes. Supersticiones. Mitos. Siempre peligrosos, como las religiones.
Sinter no dijo nada. Hari se limitó a asentir. Ambos tenían la frente perlada de humedad. El emperador parecía reflexivo y calmo.
—Estoy dispuesto a jurar que mi consejero privado no padece de semejantes delirios, Hari. Espero que te quedes tranquilo.
—Sí, alteza.
—Y tú, Farad, ¿comprendes la profundidad de la preocupación de Hari, que viene aquí a comunicarme esta información sobre el estado de la percepción burocrática y popular? ¡Los ciudadanos! Como un mar de susurros. ¡Los Grises! ¡Los eternos manipuladores del destino humano, el mayor poder por debajo del palacio! Y la nobleza... barones y aristócratas, arrogantes, conspiratorios... Tan importantes, y tan a menudo presa de obsesiones fluctuantes, ¿eh?
Hari no comprendió a qué se refería el emperador.
—No hay rencor contra Hari, ¿eh, Farad?
—Claro que no, sire. —Sinter miró a Hari con una sonrisa luminosa.
—Aun así... —Klayus apoyó la barbilla en una mano y se tocó los labios con un dedo—. ¡Qué historia asombrosa! Tendré que examinarla. ¿Y si el carnicero tenía razón? Eso cambiaría todo. ¿Qué pasaría entonces?
Klayus se volvió para recibir un mensaje del principal sirviente del comedor, un lavrentiano mayor y taciturno.
—Mis huéspedes, incluido el comisionado mayor, están esperando —dijo el emperador—. Hari, algún día debes cenar a la mesa conmigo, como sin duda hiciste con el infortunado Cleon y el casi igualmente infortunado Agis. Sin embargo, como en este momento no gozas de la simpatía de Linge Chen, esta noche no sería una ocasión apropiada. Mis sirvientes te conducirán al palacio. Mi consejero privado y yo te damos las gracias, Cuervo.
Hari hizo una reverencia y dos corpulentos sirvientes, probablemente Especiales disfrazados, ocuparon posiciones en sus flancos. Mientras se lo llevaban de la cámara y pasaba bajo el asombroso candelabro, las puertas de la derecha se abrieron y entró Linge Chen. Sus ojos se cruzaron con los de Hari, y Seldon sintió un temblor emocional que no pudo identificar. Despreciaba a Chen, pero el hombre estaba cumpliendo un papel muy importante en el Plan.
Estaban íntimamente conectados, tanto política como históricamente, y Hari no sintió satisfacción al detectar cierta tristeza en los rasgos del comisionado. Como si hubiera perdido a un amigo, pensó. Yo también he perdido a casi todos mis amigos y seres queridos. Han muerto o se han ido. Desaparecido. ¡Y de algunos ni siquiera puedo hablar!
Hari saludó cordialmente a Chen. El comisionado desvió los ojos como si Hari no existiera.
Los dos criados corpulentos se lo llevaron del palacio, y Hari aguardó en una parada de taxis para regresar a la biblioteca y a sus aposentos, mucho más cómodos aunque mucho más humildes.
En el taxi, apoyado en los cojines del asiento trasero, Hari cerró los ojos y respiró profundamente. Quizá no durase más que el tiempo que uno de los agentes de Sinter necesitaría para dispararle. ¿Qué le diría a Wanda? ¿Había triunfado o había empeorado las cosas?
Era imposible saber cuán inteligente era el emperador, cuánto control podía o deseaba ejercer sobre sus consejeros y ministros. Al parecer Klayus I era un maestro en el arte de ocultar su carácter y sus emociones, por no mencionar sus intenciones.
Aun así, Hari sabía desde tiempo atrás que Klayus estaba condenado a un reinado breve. Las probabilidades de que Chen lo asesinara o depusiera en los dos próximos años ascendían al sesenta por ciento, al margen de su carácter o inteligencia, de acuerdo con las interpretaciones inmediatas que derivaban de las ecuaciones de su Radiante Prima.
En su apartamento de la biblioteca, Hari se desvistió y se duchó, se puso una bata y se sentó en su sencilla cama. Miró sus mensajes. Los respondería cuando regresara a su oficina el día siguiente.
Ese apartamento no tenía ventanas, ningún lujo; era un sencillo rectángulo de dos habitaciones con un techo un poco más alto que su cabeza. En todo Trantor, era el único lugar donde podía sentirse cómodo, seguro, relajado. La única habitación donde esas ilusiones podían prevalecer.
21
Klia tiritó en el vasto espacio hueco y bajó la mirada hacia la confluencia de dos de los ríos más grandes de Trantor. Doce mil años atrás habían tenido nombre; ahora sólo estaban designados con números, pero aun esos números hablaban de grandeza: Uno y Dos. Uno atravesaba media Sirta, el continente que albergaba algunos de los sectores más poblados, incluido el palacio imperial, Streeling y Dahl. Miles de años atrás, mientras la población de Trantor crecía y los ingenieros pensaban en albergar miles de millones más, habían tomado la decisión de cubrir todas las masas terrestres, cavar bajo la corteza y abrir huecos aun en las capas que había bajo las costas marítimas.
Esos antiguos ingenieros decidieron sabiamente no desviar ni modificar los cauces de agua de Trantor. Lograr que la piel metálica de sus nuevas estructuras soportara tanta agua en su viaje hacia el mar era un derroche, así que abrieron canales profundos donde antaño habían circulado ríos naturales, y dejaron que las lluvias los llenaran. Allí donde los primeros sectores reclamaban napas de agua naturales, los ingenieros —con el mandato del legendario emperador Kwan Shonam— crearon nuevos materiales porosos para que las cuencas permitieran que las napas siguieran siendo útiles.
Klia no entendía las complejidades del agua en Trantor más que cualquier ciudadano normal. Sabía que allí, cincuenta metros debajo de donde estaba, en el remolino rugiente donde chocaban los dos ríos, había poder. Valoraba el poder, pero era demasiado joven para temerlo apropiadamente; además, tenía una arrogancia nacida de sus habilidades. No podía persuadir a los ríos de que cambiaran, pero los ríos humanos... Eso era diferente.
Klia tenía frío, hambre y furia. Se sentía ultrajada. ¡Si tan sólo supieran! Inhaló profundamente y pensó en el día en que perseguiría a quienes ahora la obligaban a correr y ocultarse como una rata.
Se sentó en la pasarela de mantenimiento, las pantorrillas en X, y dominó sus emociones negativas. Tenía que encontrar un sitio donde dormir; allí había demasiada humedad; frío y ruido. Tenía que encontrar comida. Habría pocos alimentos bajo tierra; podía esperar el paso de un tranvía de mantenimiento, detenerlo, robar cajas de provisiones y persuadir a la cuadrilla de que se olvidara. Esto le provocó una sonrisa. Sería un espectro, un fantasma, el fantasma de los dos ríos...
En Dahl algunos creían que los que vivían bien pasaban a formar parte de los grandes ríos y fluían hacia los mares cubiertos, para vivir allí en comunidades perfectas lejos del conocimiento del Imperio. Los que vivían mal iban a los pozos térmicos a sudar y trabajar para siempre. Ella no creía en esas cosas, pero era interesante pensar en ellas mientras su mente subconsciente elaboraba sus problemas y presentaba soluciones.
El tranvía seguía apareciendo en sus pensamientos. Lo imaginaba como una enorme lombriz con muchas ruedas, con compartimientos cómodos y bien iluminados. Podía trabar amistad con los obreros de mantenimiento. Tal vez uno de ellos fuera excepcional, un dahlita nativo con un enorme bigote, mucho más viril que su padre o cualquiera de los furtivos traficantes del mercado negro; la confortaría al principio, sin imponerle nada, hasta que ella decidiera qué quería, qué quería su cuerpo...
Esas visiones románticas sólo ahondaron su soledad. Se sentía muy vulnerable. Dio un puñetazo en una baranda y escuchó el estruendo hueco que era engullido por el rugido del agua. ¡No había tiempo para soñar! Sería inhumana, estaría por encima de las pasiones y necesidades, se vengaría prontamente y viviría para infundir temor y respeto. Usarían su nombre para obligar a los niños a portarse bien...
De pronto sus ojos húmedos se secaron y Klia se rió de sus ridículas visiones. La risa se elevó y, milagrosamente, el fragor del río no devoró el sonido: en cambio, la risa rebotó en las grandes bóvedas y volvió hacia ella como una carcajada multitudinaria.
Por el momento —a menos que apareciera ese corpulento y gentil obrero dahlita— estaba fregada. Lo sabía. Pronto tendría que regresar a Dahl, y necesitaría un escondrijo. Si estaban buscando a los que poseían su talento, escogería el mejor bando y colaboraría. Por un tiempo. Esta necesidad era un fastidio, pero Klia no era tonta. No languidecería con sus sueños moribundos en esa oscuridad húmeda, sin más compañía que los grandes ríos.
22
Mors Planch escuchó los ruidos del suave aterrizaje desde el asiento de emergencia de la bodega. Lodovik Trema estaba sentado junto a él, los ojos cerrados, el rostro sereno. Planch sabía algo sobre Madder Loss que ni Tritch ni su tripulación entendían. Cincuenta años atrás, Madder Loss había sido una gema prometedora en la túnica negra del emperador del espacio galáctico, un mundo renacentista donde el intelecto, la filosofía y la ciencia ardían con esplendor. Las vastas ciudades—continentes de Madder Loss habían logrado resplandecer más que Trantor, que ya entonces manifestaba su vejez. Y por un tiempo Trantor había tolerado a Madder Loss como una grande dame podría tolerar por un tiempo la presencia de una mujer bella en la corte, viendo madurar su belleza con más ironía que envidia.
Pero luego la bella mujer, sin ser muy consciente de su efecto, comienza a llamar la atención de los amantes de la grande dame, y la tolerancia se convierte en benigna negligencia, y al fin llega el inexplicable recorte de recursos y la joven descubre que es una nulidad, evitada por la corte, y su nombre es un rumor desagradable.
Planch había visitado Madder Loss treinta años antes para recoger información para Linge Chen. En esa época Chen era administrador de primer grado del comercio del Segundo Octante. Lo que Mors había visto entonces le habría partido el joven corazón si Chen mismo no lo hubiera prevenido y preparado: hermosos puertos espacianos vacíos, domos relucientes y plexos nuevos condenados a la decadencia, taciturnos funcionarios en anticuados uniformes imperiales adhiriendo a las normas sin entusiasmo. Florecientes mercados negros, e incluso multitudes de mujeres y niños hambrientos frente a la cerca del puerto espacial. Madder Loss le había abierto los ojos a las mareas y flujos de la historia y la economía y había sembrado esa semilla de rebelión personal que acababa de florecer. A partir de entonces Mors había buscado un modo de contrarrestar la fría y desafectada racionalidad de Linge Chen y sus agentes de la nobleza, con sus sofocantes hordas de Grises, que imponían límites y extirpaban la carne brillante y joven del Imperio en nombre del predominio y el orgullo de Trantor. De la eficacia política.
Tritch bajó a la bodega y le extendió su registro para que pusiera su imprimátur.
—Todo según lo convenido —murmuró ella sin mirarlo, manteniéndose alejada de Lodovik.
Lodovik se levantó de su asiento y se detuvo junto a la gran escotilla. Leves chirridos y un cambio de presión revelaban que pronto se abriría.
—Según lo convenido —repitió Mors, y marcó los formularios.
—Que nuestros caminos jamás se crucen de nuevo —dijo Tritch, y extendió el dedo índice. Él lo enganchó con su índice, en el antiguo saludo de sus antepasados comunes, y ambos tironearon suavemente—. Ahora largo de aquí —ordenó ella, y ambos obedecieron rápidamente, saliendo al aire enrarecido y al ominoso silencio de un enorme atracadero donde no había más naves.
—Debo llevarlo a la residencia privada de un médico que vive en el campo —le dijo Planch a Lodovik mientras esperaban un transporte en la terminal de pasajeros. Estaban a solas en una vasta sala diseñada para albergar decenas de miles. Las tejas iluminadas del techo, más maltrechas que las de Trantor, formaban dibujos al azar. Una luz turbia bañaba el recinto y por momentos Mors creía que se ahogaría, tan estancado estaba el aire.
Habían encontrado un solo funcionario imperial en el polvoriento puesto de revisión de pasaportes, y él los invitó a pasar con una mueca socarrona: si a su mundo no le importaba, ¿qué le importaba a él? La sala estaba llena de tiktoks rotos que parecían las víctimas de una peste mecánica. La peste había sido la falta de repuestos; Madder Loss había utilizado obreros mecánicos y los había retenido mientras Trantor y la mayoría de los mundos imperiales se deshacían de ellos. Ya ni siquiera los usaban como chatarra.
Lodovik miró a Planch comprensivamente.
—Esto no es agradable para usted —observó.
—No —suspiró Planch—. Mire lo que ha hecho el Imperio... un desperdicio.
—¿A qué se refiere?
—Trantor hizo esto porque temía perder su prominencia. Estrujó un mundo hasta dejarlo sin vida. Lodovik desvió los ojos.
—¿Culpa usted a Linge Chen? ¿Por eso lo ha traicionado?
Planch palideció.
—No he dicho nada sobre Linge Chen.
—No —dijo Lodovik. Planch miró al hombre con súbita aprensión. Si Chen se enteraba, no estaría a salvo en ningún lugar de la galaxia.
Un desvencijado taxi terrestre con forma de losange se aproximó con grandes ruedas blancas. La conductora era una mujer mayor vestida con una desleída librea roja. Su dialecto era casi ininteligible, pero Planch logró comunicarse con ella. Parecía feliz de tener pasajeros que pagaban —¡y en créditos imperiales!— y aún más feliz de salir del centro urbano.
—Sé que usted ha trabajado para Chen en el pasado —dijo Lodovik mientras traqueteaban por una autopista llena de baches. Allí las autopistas estaban al descampado en vez de atravesar domos o túneles, como en Trantor. El sol de la mañana deslumbró a Planch. El aire rosado lo bañaba todo con un fulgor tibio y nostálgico—. Estuve al corriente de algunos casos.
—Desde luego.
—Ahora usted trabaja para un hombre llamado Posit—dijo Lodovik.
Planch se sobresaltó y puso mala cara.
—Debería matarlo ahora y marcharme de Madder Loss —murmuró.
—Bien, usted conoce los códigos. Eso es obvio. Se enfureció con Chen cuando él aplicó las medidas que estrangularon Madder Loss y otros mundos renacentistas. Pero el estrujamiento de los mundos renacentistas, como usted lo describe, no era la política inicial de Linge Chen. Comenzó bajo el ministerio de Hari Seldon, que impuso esa medida para aumentar la estabilidad del Imperio.
Planch masculló que conocía muy bien la intervención de Seldon.
—No apruebo muchas medidas imperiales, y Chen lo sabía cuando trabajé para él. Pero ahora no trabajo para él.
—No tiene por qué preocuparse —replicó Lodovik—. Chen nunca lo sabrá.
Planch se movió en el asiento rajado.
—Veinte minutos —anunció la conductora con voz jovial.
Era la casa más insólita que Planch había visto, un edificio pequeño aislado en medio de un campo cubierto de plantas verdes que formaban una moqueta viviente bajo el tibio sol. Los alrededores de la ciudad estaban a diez kilómetros, y el edificio más próximo a cinco kilómetros. El terreno intermedio consistía en colinas bajas y ondulantes cubiertas de matorrales chatos, morados o azulados. La campiña parecía elegante y vivaz, muy colorida en comparación con la deteriorada ciudad.
El taxi los dejó en un ancho círculo pavimentado frente al edificio. Había un hombre alto bajo un toldo que flameaba ociosamente en la brisa cálida. Se adelantó y saludó a Mors Planch con una reverencia.
—Ha hecho bien su trabajo —dijo.
Planch devolvió el saludo, extendió un brazo hacia Lodovik y dijo:
—El no causó muchos problemas.
Retrocedió como si ambos pudieran hacer algo inesperado, ponerse a pelear o quizás estallar en llamas.
—Está en libertad de irse —dijo el hombre.
—Necesito documentos. Usted parece ser el contacto que conocí en Trantor, pero...
El hombre gesticuló y un tiktok maltrecho pero en buen funcionamiento salió de la casa con un bolso.
—Esto completará nuestro acuerdo, por ahora. El bolso también contiene los papeles que usted pueda necesitar para ir adonde desee, a salvo, en los territorios aún controlados por el Imperio.
—Quiero largarme del Imperio, para siempre —dijo Planch.
—También encontrará documentos que lo ayudarán a hacer eso —dijo el hombre.
Planch, a pesar de su inquietud, parecía reacio a regresar al taxi.
—¿Qué más puedo ofrecerle? —preguntó el hombre.
—Una explicación. ¿Quién es usted y qué representa?
—Nada —dijo el hombre—. Lamento decir que usted pronto olvidará lo que vio aquí, y su intervención en el rescate de mi amigo.
—¿Amigo?
—Sí. Hace miles de años que nos conocemos.
—Usted habla en serio. ¿Quién es usted? —preguntó Planch, a pesar de un cosquilleo de respeto mezclado con miedo.
—Váyase, por favor —dijo el hombre, tocándose levemente el sombrero. Planch se tocó la cabeza, dio media vuelta en silencio y regresó al vehículo. La puerta se abrió con un gruñido.
Lodovik observó la partida de su salvador. Luego, sin usar palabras humanas, sino una pulsación de alta frecuencia y borbotones de microonda, ambos intercambiaron saludos, y Lodovik presentó un informe parcial. Después de eso, R. Daneel Olivaw habló con palabras:
—Hagamos esto en tiempo humano y en modos humanos, por el momento.
—De acuerdo —dijo Lodovik—. Siento curiosidad por mi próxima misión.
Daneel abrió la puerta de la residencia, y Lodovik entró antes que él.
—Afirmas que hay algo diferente en ti. Pero examino tu informe de estado y no veo ninguna anomalía.
—Sí. He examinado mi estructura mental y mi programación desde el accidente, tratando de localizar esa diferencia.
—¿Has llegado a alguna conclusión?
—Sí. Ya no estoy obligado a obedecer las Tres Leyes.
Daneel recibió esta declaración sin una reacción humanamente observable. La sala principal de la casa contenía dos sillas, y en las paredes había nichos para tres tiktoks, pero para Lodovik lucían como los nichos antaño reservados para los robots en Aurora, decenas de miles de años antes.
—Si eso es verdad, habrá graves dificultades, pues observo que todavía funcionas. No te has desactivado.
—Eso habría sido imposible en estas circunstancias, pues no comprendí esta nueva condición hasta después de ser rescatado por Mors Planch. Inadvertidamente causé daño a un ser humano de la nave que Planch contrató para encontrar el Lanza de Gloria. Ni siquiera sentí rastros de la reacción que debí sentir. Llego a la conclusión de que el flujo de neutrinos ha alterado mi cerebro positrónico de modo imprevisto. Ciertos elementos cruciales de mis circuitos lógicos se pueden haber transmutado.
—Entiendo. ¿Has pensado qué decisión tomarás ahora?
—Debo desactivarme, y pedirte que destruyas mis restos, o bien debo ser enviado a Eos, si la continuación de mi existencia cumple algún propósito.
Daneel se sentó en una silla, y Lodovik en la otra. Ya no parecía apropiado ocupar los nichos, que en todo eran demasiado angostos para sus cuerpos de tamaño humano.
—¿Por qué viajaste hasta aquí en vez de enviar un emisario? —preguntó Lodovik.
—Por el momento tengo todos los emisarios posibles en posiciones clave—dijo Daneel—. No podía prescindir de ninguno, y tampoco puedo darme el lujo de perderte. Debía hacer escala en Madder Loss en mi viaje a Eos. Normalmente habría postergado mi viaje, pues ésta es una época muy delicada, y el accidente ha causado graves dificultades. En el Palacio Imperial ha provocado una lucha política que podría implicar directamente a Hari Seldon.
Aunque Lodovik no había trabajado directamente en el Plan, estaba bien informado acerca del psicohistoriador. Guardaron silencio unos segundos, luego Daneel habló de nuevo.
—Iremos a Eos. Debo pedir una nave pequeña para ti. Hay una misión que puedes realizar para mí cuando regreses.
—Lo lamento, Daneel —interrumpió Lodovik—. Debo enfatizar que no funciono adecuadamente. No deberías encomendarme más misiones hasta que me hayan reparado o reprogramado.
—Eso sólo puede hacerse en Eos —dijo Daneel.
—Sí, pero existe la posibilidad de que ya no obedezca tus instrucciones —dijo Lodovik.
—Explícate, por favor.
—Los humanos lo llamarían una crisis de conciencia. He tenido muchas y largas horas para ordenar y examinar todo el contenido de memoria de mi cerebro, y todos mis algoritmos operativos, desde esta nueva perspectiva. Debo confesar que en este momento soy un robot muy confundido, y mi conducta no es previsible. Es posible que sea un peligro.
Daneel se levantó, se acercó a la silla de Lodovik, se inclinó y le apoyó la mano en el hombro.
—¿Qué te dicen tu investigación y tu examen?
—Que el Plan es erróneo. Creo... estoy llegando a creer... El estado de mis pensamientos es tal que... —Se levantó de la silla, se alejó de Daneel, fue a una ancha ventana que daba sobre los campos de matorrales chatos—. Este mundo es bello. Mors Planch lo considera bello, y durante el tiempo que pasé con él aprendí a respetar sus juicios. Se rebela contra las medidas aplicadas en Madder Loss. Las interpreta como un castigo por aspirar a la grandeza dentro del Imperio. Su resentimiento le indujo a traicionar a Linge Chen.
—Conozco su rechazo por el Imperio y por Chen —dijo Daneel.
—Pero no fueron el Imperio ni Linge Chen los que decretaron el sometimiento de Madder Loss... no directamente. —Se volvió hacia Daneel, y su rostro presentaba vestigios de emoción humana: tristeza, lamentación, pesadumbre, incluso en presencia de un robot, cuando era totalmente innecesario—. Fuiste tú quien decidió que era preciso controlar los mundos renacentistas, e introdujiste cambios en la política de Trantor para estrangularlos.
Daneel escuchaba una expresión humana de turbada fascinación. Tras imitar las conductas humanas por tanto tiempo, ambos robots habían generado sendas reflejas que a veces parecían más fáciles de expresar que de reprimir.
—Preveía mayor inestabilidad —comenzó Daneel—. Siglos de conflicto humano en sistemas que aspiraban a reemplazar el Imperio y convertirse en centros de poder. No todos esos mundos podían ganar; la lucha causaría gran padecimiento y destrucción, en una escala jamás vista en la historia humana. El Imperio caerá, lo sabemos. Pero he consagrado todos mis esfuerzos a mitigar los efectos de esa caída, a reducir el sufrimiento humano al mínimo. La Ley Cero...
—La Ley Cero es lo que me preocupa.
—Has aceptado su primacía durante siglos. ¿Por qué te preocupa?
—Creo que la Ley Cero puede ser una función mutante, propagada entre los robots como un virus. No sé cómo surgió, pero puede haber sido provocada por otra mutación... los poderes mentálicos de los robots.
—Cuestionar la Ley Cero nos llevaría a la conclusión de que todo lo que he tratado de lograr es un error, y que todos los robots que me siguen deberían ser desactivados, yo incluido.
—Soy consciente de los alcances de mi planteamiento.
—Al parecer —dijo Daneel—, te ha sucedido algo muy interesante.
—Sí —dijo Lodovik, y su rostro rechoncho y agradable sufrió una serie de contorsiones fortuitas—. Estas preguntas y pensamientos divisorios quizá se deban a mi propia alteración. He seguido tus órdenes durante miles de años... Sentir dudas ahora... —Su voz se redujo a un chillido tenso y metálico—. Soy infeliz, Daneel.
Daneel evaluó atentamente la situación, como si caminara por un campo minado.
—Lamento la perturbación que sientes. No eres el primero en disentir con el Plan. Otros expresaron opiniones similares hace muchos miles de años. Hubo muchos cismas entre los robots cuando los humanos nos abandonaron. Los giskardianos (aquellos que, como yo, seguían las ideas de Giskard Reventlov) enfrentaban la oposición de otros que insistían en una interpretación estricta de las Tres Leyes.
—No conozco esos sucesos —dijo Lodovik con voz más firme.
—No hubo necesidad de hablar de ellos. Además, es posible que esos robots ahora estén inactivos. Hace siglos que no oigo hablar de ellos.
—¿Qué les sucedió?
—No lo sé. Se llamaban calvinianos, por Susan Calvin. —Todos los robots sabían quién era Susan Calvin, aunque ningún humano la recordaba—. Antes de esos cismas hubo hechos aún más graves. Tareas humillantes que los humanos imponían a los robots, desempeñadas por los que deseaban ser calvinianos. Estos recuerdos son turbadores en sí mismos.
—No me causa satisfacción provocarte angustia, R. Daneel —dijo Lodovik.
Daneel se sentó de nuevo en la segunda silla y se cruzó de brazos. Ambos robots eran conscientes de esta imitación de los actos humanos; ambos estaban habituados a las imposiciones de sus capas humanas, y no consideraban estas palabras y gestos un fastidio. A veces eran incluso tranquilizadores, y Lodovik notó que la postura de Daneel en la silla, la inflexión de su voz y su expresión facial, parecían volverse más humanas a medida que continuaba la conversación. Ninguno deseaba regresar a las rápidas comunicaciones por microonda o sonido de alta frecuencia; era una situación compleja y sutil, y las modalidades del discurso humano, mucho más lentas, parecían más apropiadas.
—Regresarás a Eos. Veremos qué se puede hacer allí —dijo Daneel—. Confío en tu plena recuperación. —También yo —dijo Lodovik.
Planch permaneció inmóvil durante el viaje al puerto espacial. Miraba por el parabrisas frontal, por encima del hombro de la conductora, y trataba de ignorar su cháchara. Con un temblor, sacó el diminuto grabador del bolsillo de su chaqueta y lo miró. Durante varios minutos no supo si reproducir la grabación o arrojarla por la ventanilla.
—Gran riqueza hubo aquí con ese puerto, viniendo tantas naves... —dijo la mujer en su dialecto, y miró por encima del hombro. Tenía ojos azules, muy vigilantes, muy sabios. Sonrió y arrugó el rostro en cien deltas. Planch asintió, oyendo apenas la mitad de lo que decía—. Ahora, sólo pobreza. Ni naves ni trabajo. Aquí vengo a entretenerme, nada más.
No parecía resentida, sólo describía los hechos, pero sus palabras dolían. Había mundos del vecindario estelar donde el acento de Madder Loss se consideraba cómico, y los comediantes lo usaban para retratar a palurdos o charlatanes. Tritch misma se había referido a Madder Loss como un planeta de parásitos. Pocos iban desde el exterior, pocos sabían lo que había pasado.
Pero ahora, en ese grabador, podían existir pruebas de algo extraordinario, la pista de una perspectiva más amplia. Sus recuerdos recientes parecían turbios y llenos de lagunas. Ni siquiera parecía saber por qué había comprado el grabador. No había hecho nacía importante desde que había llevado el cuerpo de Lodovik Trema a la terminal de transferencia y lo había entregado a los agentes imperiales. ¿Y por qué este viaje a la campiña... sólo para revivir viejos y dolorosos recuerdos?
—Aquí estamos. Quedarse más tiempo, debería usted. Bonitas vistas de la campiña, buenos albergues. —La mujer adoptó un tono de burlona complicidad—. Podría mostrarle lugares, hermosas mujeres, muchachas naturales del campo, muy pobres y solas.
—No, gracias —dijo Planch, aunque estaba tentado. Su último amor había sido una nativa de Madder Loss, treinta años atrás. No le habían atraído otras desde entonces, pero sentía dolor al pensar en irse del planeta sin intentar otra aventura amorosa. Estaba convencido, sin embargo, de que quedarse sería muy peligroso.
Le pagó a la mujer y le agradeció en su dialecto, luego aguardó bajo el enorme techo curvo del área de migraciones y transferencia. Los cielos azules y los campos distantes mostraban huecos donde habían derribado edificios sin reemplazarlos. Encontró un rincón fresco y apartado junto a un restaurante desierto y se sentó en un banco, mirando la pantalla del grabador para ver cuánto había registrado. Cinco horas.
Por unos segundos, se apoyó el grabador en la barbilla, entornando los ojos.. Luego, arrugando las cejas, apretando el tubo diminuto con dedos blancos, dijo:
Código: imperdonable. Habla Planch, registro personal. Reproducir, todo.
23
Los candidatos de la Segunda Fundación no se reunían en secreto. En cambio, usaban un pretexto creíble: formaban un club social interesado en la historia de ciertos juegos de azar, similar a otros clubes de aficionados de Trantor. Las aficiones recorrían el planeta con monótona regularidad, y aunque una moda pasara algunos grupos de adherentes permanecían leales.
Los candidatos mentálicos que podían formar parte de la colonia de Star’s End se reunían dos veces por semana, con aprobación oficial, en una sala de uno de los dormitorios menos lujosos de los alrededores de la Universidad de Streeling. En ese sitio derruido eran ignorados por estudiantes que habían ido a Trantor desde algunos de los mundos menos privilegiados.
La sala no estaba equipada con dispositivos de escucha; Wanda había persuadido a un cuidador de mencionarle aquellos edificios más viejos cuyos micrófonos estaban inactivos o habían sido extraídos.
Wanda estaba junto a su esposo, Stettin Palver, en la sala atestada, y esperó a que los ciento tres candidatos se acomodaran en sus asientos. El sargento cerró y aseguró las puertas, y tres sensitivos montaron guardia para asegurarse de que no hubiera fisgones.
En este grupo de mentálicos —el único que Wanda conocía, quizás el único que existía— había poca necesidad de llamadas al orden u otras señales formales habladas; el grupo se avenía al orden con poca alharaca. Pensó que esto no tenía nada que ver con la cortesía. Se habían producido varias divisiones en la comunidad desde el comienzo, pero con su gente el desorden se manifestaba de otras maneras.
Stettin alzó la mano. El grupo ya había hecho silencio. Todos miraban al frente con expresión engañosamente plácida. Los mentálicos rara vez manifestaban sus emociones, y menos en presencia de sus pares.
Wanda sintió pequeñas ondas de persuasión descontrolada que le hacían hormiguear el cuello. Podía distinguir algunas estrías claras en esa confusión, como olores en un sabroso guisado: corrientes de tensión social y sexual, preocupación, incluso aislados intentos de superar la dominación de Stettin. En los mentálicos, no sólo la mente consciente ejercía sus efectos persuasivos. Mi gente, pensó. El cielo me salve de mi gente.
—Necesitamos los informes de nuestras células de reclutamiento—dijo serenamente Stettin—. A continuación daré mi informe sobre entrenamiento matemático y psicológico, destinado a poner a nuestros candidatos en pie de igualdad con los otros grupos que se preparan para la misión. Luego hablaremos de la persecución.
—¡Es preciso hablar ahora de los asesinatos! —dijo una joven historiadora cuyo pelo negro formaba un ancho cuenco. Clavó sus ojos verdes en Stettin y Wanda.
Wanda desvió el latigazo de persuasión automática que enviaba esa mujer. El cuello le picaba ferozmente. La mujer continuó, con voz calma pero con feroces emociones internas.
—Todo recluta de los últimos tres meses...
—¡Hay un traidor entre nosotros! —interrumpió un hombre desde atrás.
Stettin juntó los labios y alzó la mano.
—Sabemos quién es el presunto traidor —murmuró—. Es una mujer llamada Vara Liso.
La muchedumbre calló al instante. Wanda observó las oleadas de turbulencia y calma con interés intenso pero distante. Así es como somos. El abuelo nos eligió porque somos así, ¿verdad?
—Tal vez ahora sepamos su nombre —dijo la joven historiadora—. ¿Pero de qué nos sirve? Es más fuerte que cualquiera de nosotros. —Apenas se le oía la voz.
—Nadie puede persuadirla —dijo otra voz cuyo origen Wanda no pudo hallar.
—¡Nos huele como una rastreadora!
—Debemos liquidarla...
—¡Persuadir a alguien de matarla!
—Alguien que sea prescindible...
Stettin esperó a que se agotaran las sugerencias. Una vez más la multitud adoptó un silencio antinatural. Aun las ondas de persuasión parecieron aquietarse. Esas gentes siempre se habían valido de su talento para abrirse paso en la vida. Ahora estaban entre los de su especie, entre iguales, y su «suerte» no los distinguía.
—Wanda ha pedido ayuda al profesor Seldon —dijo Stettin—. Y él ha acudido al emperador... pero aún ignoramos el resultado de su visita. Debemos tener en cuenta la posibilidad del fracaso. O quizá debamos hacer algo que antes sólo intentamos una vez.
—¿Qué? —preguntaron varios.
—Un esfuerzo concertado. Wanda y yo unimos inadvertidamente nuestro talento, con cierto éxito... pero sólo contra un normal.
Un juez, recordó Wanda. Cuando el abuelo tuvo problemas con jóvenes matones.
—Creo que es posible que diez o veinte de nosotros, entrenados para operar en conjunto, sean efectivos contra esta mujer.
La multitud de candidatos asimiló esto.
—¿Para matarla? —preguntó la historiadora de pelo negro.
—Quizá no sea necesario —dijo Wanda.
Ella y Stettin habían debatido sobre esto durante la noche. Stettin sostenía que matar a Vara Liso era la opción segura. Wanda sostenía que el asesinato podía debilitar su causa, volverlos unos contra otros. El equilibrio entre tantos persuasores ya era delicado.
Aun su matrimonio estaba plagado de dificultades. Dos persuasores que habían estado juntos durante años, compartiendo muchas horas de intimidad, podían encontrar modos singulares de irritarse.
—No mataré a otro ser humano, y menos a uno de mi especie —declaró con firmeza la joven historiadora, los ojos desbordantes con la emoción de su idealismo—. Por mucho peligro que corramos.
Stettin apretó las mandíbulas.
—Ese sería el último recurso. Debemos pedir voluntarios para la campaña de adiestramiento. Tenemos una lista de aquellos cuyo trabajo los pone en lugares donde podrían toparse con Liso...
Wanda escuchó mientras Stettin leía los nombres. Los nombrados se adelantaron como niños culpables, y Stettin los llevó a otra habitación.
—Los demás debemos discutir otros problemas —dijo Wanda, con la esperanza de distraer al resto—. Debemos resolver cuestiones de viaje, cuestiones de salud, situaciones familiares y económicas... y desde luego, el entrenamiento en las disciplinas Seldon... —El grupo se calmó y se concentró en estos asuntos con cierto alivio, satisfecho de haber terminado con el problema de Liso por el momento. Ávidos de mirar hacia otro lado.
Todos eran como niños, pensó Wanda, cada uno de ellos y en grupo: adolescentes torpes que daban tumbos por la vida con poderes que sólo ahora reconocían, por primera vez conscientes de debilidades que antes nunca habían tenido que enfrentar.
Debilidades ocultas por la persuasión.
¡Somos todos tullidos! Mantuvo el rostro calmo, pero por dentro sentía la agitación de los conflictos inminentes, muchos y muy peligrosos. ¿Cómo podía Hari haber escogido un grupo tan extraño y desorganizado para salvaguardar la historia de la humanidad?
A veces Wanda se sentía como si caminara por un sueño. Ni siquiera Stettin podía tranquilizarla en esos momentos, y ella estaba al borde de la desesperación.
Desde luego, nunca se lo confesaba a Hari.
24
Klia Asgar salió a la superficie durante el período de reposo, a diez kilómetros de donde había descendido hacia los dos ríos. El techo de ese vecindario de Dahl relucía con un gris azulado crepuscular, y las calles estaban llenas de operarios nocturnos, un tercio del volumen de los que estaban despiertos. Nadie la molestó.
En vez de limitarse a teclear el número de la tarjeta que le había dado el hombre de verde, Klia persuadió a un experto de poca monta del sur de Dahl a descifrar el código. La tarjeta le dio una dirección y actuó como guía, parpadeando y murmurando instrucciones mientras ella viajaba en vereda y taxi a Pentare, un pequeño municipio a la sombra de Streeling. Compró un lector de librofilmes clase imperial, lo conectó a un comunicador general y le insertó material de archivos públicos, usando créditos que había ganado meses atrás en dos pequeños trabajos. Leyó sobre Hari Seldon y su nieta Wanda. Parecía que Seldon no era un persuasor, pero el hombre de verde había dicho que su nieta lo era. ¿De dónde obtenía ella sus poderes? Klia buscó al padre de Wanda Seldon Palver: Raych. Un dahlita. Esto le causó preocupación y asombro, incluso orgullo. Siempre había sabido que los dahlitas eran especiales.
El parentesco de esa mujer con un dahlita no bastó para disipar sus sospechas acerca de esas personas vinculadas con el palacio.
Aun así, Hari Seldon predecía el final del Imperio, la destrucción de Trantor. Se había ganado fama de agorero. Eso podía ponerlo en entredicho con el palacio; circulaban rumores de que lo juzgarían por traición. Pero Klia sentía un rechazo instintivo por esa cháchara visionaria. Muchos visionarios intentaban organizar sus propios cuadros de acólitos obedientes, pequeños imperios personales en medio del Imperio Galáctico, inimaginablemente más vasto y totalmente impersonal.
Había oído hablar de un episodio espectacular ocurrido el año anterior en Temblar, en el ecuador. Cincuenta mil seguidores de un mycogeniano cismático se habían suicidado, alegando que recibían mensajes que hablaban de la inminente destrucción de Trantor. Supuestamente los mensajes eran enviados por inteligencias parasitarias no humanas que se alimentaban de las plataformas imperiales de defensa e información que estaban en órbita de Trantor. Klia no sabía nada sobre las plataformas de defensa, pero tenía suficientes luces como para ver que Seldon se parecía a esos fanáticos, y para alguien como ella esto no resultaba alentador.
Como el hombre de verde había sugerido...
Siguiendo las instrucciones de la tarjeta, Klia cogió una acera deslizable desde la plataforma de tránsito hasta una senda peatonal dudosamente llamada Feria de Brommus. Así llegó a un distrito donde almacenaban las mercancías antes de distribuirlas en las tiendas minoristas, las ágoras y los mercados de Streeling y el Sector Imperial. Se acercó a un vasto almacén que llegaba hasta el techo, donde se juntaba con su pared de soporte; un vecindario poco apetecible, pero limpio y ordenado. A esa hora temprana había aún menos personas que en el sur de Dahl. Aun así, se mantuvo alerta.
La tarjeta la condujo a una pequeña puerta lateral. Miró la puerta varios segundos, mordiéndose el labio inferior. Lo que estaba por hacer representaba un gran paso, quizá peligroso. Aun así, todo lo que le había dicho el hombre de verde sonaba cierto.
Y le había dado información sobre ella misma, su naturaleza, que la molestaba, la afectaba profundamente. Estaba por golpear esa puerta pequeña y anónima cuando se abrió hacia dentro con un chillido abrupto. Un hombre corpulento y moreno se encorvó para salir y casi tropezó con ella. Klia saltó hacia atrás.
—Lo siento —dijo el hombre, y salió al crepúsculo bajo el fulgor de un pequeño farol que colgaba de la pared del almacén. Era corpulento, de hombros anchos y pelo lustroso y negro, con un majestuoso bigote. ¡Un dahlita!—. La entrada principal está a la vuelta de la esquina —dijo el hombre con voz profunda y aterciopelada—. Además, está cerrado.
Klia nunca había visto un tío tan guapo y tan increíblemente... Procuró encontrar la palabra. «Amable». Klia tragó saliva y se obligó a hablar.
—Me dijeron que viniera aquí. Un hombre me dio esto. Viste de verde. No me dijo su nombre.
Le dio la tarjeta.
El gigantesco sujeto —dos cabezas más alto que cualquier dahlita que ella hubiera conocido— cogió la tarjeta con sus grandes pero hábiles dedos. Se la acercó a la cara y entornó los ojos.
—Debe ser Kallusin —gruñó. Bajó la tarjeta. Klia sintió que algo la rozaba como una brisa—. Ahora está en casa, creo, o en alguna parte donde no podemos encontrarlo. ¿Puedo ayudarte?
—Él dijo... que me encontraría un lugar seguro. Creo que eso quiso decir.
—Sí. Bien. —El enorme dahlita dio media vuelta y abrió la puerta de nuevo—. Puedes esperar dentro hasta que él llegue.
Klia titubeó.
—Tranquila —le dijo el gigante, con una voz que obligaba a creerle—. No te lastimaré. Eres una hermana. Me llamo Brann. Entra.
Brann cerró la puerta e irguió el cuerpo. A pesar de su tamaño, Klia no le tenía miedo; se movía con una gracia que parecía calculada para no alarmar ni ofender, aunque era totalmente natural. Sonrió.
—¿Dahl? —preguntó.
—Sí.
—La mayoría somos de Dahl. Algunos vienen de Misaro, unos pocos de Lavrenti.
Ella enarcó las cejas.
—Sea lo que fuere, nos hace buenos sirvientes —dijo Brann con una sonrisa—. ¿Cuánto hace que lo sabes?
—Desde que era niña. ¿Cuánto hace que estás aquí?
—Sólo unos meses. Kallusin me reclutó durante el equinoccio. Me fui de Dahl hace cinco años. Era demasiado grandote para trabajar en los pozos térmicos.
Klia echó un vistazo al gran recinto donde habían entrado y vio estantes abarrotados de cajas, viejas y aparatosas grúas automáticas, sistemas de cintas transportadoras, todo en silencio y envuelto en la oscuridad.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Kallusin trabaja para un hombre llamado Plussix. Plussix importa cosas de otros mundos y las vende aquí. —Brann caminó pasillo abajo, miró por encima del hombro—. Kallusin tardará una hora en regresar. Duerme hasta tarde. ¿Quieres ver los tesoros?
—Seguro —dijo Klia, encogiéndose de hombros. Siguió despacio al hombre corpulento, cruzando los brazos para combatir el frío del almacén.
—Aquí hay material de mil mundos —dijo Brann, con voz apenas audible en esos vastos espacios. El almacén era más grande de lo que ella había pensado. Enormes portales con macizas puertas rodantes conducían a cámaras aún más cavernosas—. En los lugares de donde viene es basura... y créeme, ni siquiera impresionaría al emperador. Pero los Grises de Trantor la necesitan. Cada rincón del apartamento necesita una fronda seca de maleza picante de Giacond, o una caja de trance preimperial de Dessemer. Plussix la compra por una bicoca, la salva de la conversión y el reciclaje. Compra espacio libre en los transportes alimentarios de nuestros aliados o de mercaderes libres con dispensa imperial. La trae aquí. Gana el veinte por ciento por cargamento, mucho más que en la Bolsa de Trantor. En treinta años se ha hecho muy rico.
—Nunca oí hablar de Plussix.
—El no vende nada personalmente. A los burócratas les gusta tener una historia, y él no tiene ninguna. Nunca le he visto en persona, y creo que Kallusin tampoco.
—¿Así que lo delega todo en los que cuentan buenas historias?
Brann emitió un sonido blando y resonante. Klia, complacida, notó que se estaba riendo.
—Sí —dijo, mirándola apreciativamente. Parecía querer apartar los ojos de ella. Casi subconscientemente, ella trató de persuadirlo de que se volviera. Quería entender mejor sus sentimientos.
—No sigas —dijo él, tensando los hombros.
—¿Que no siga con qué?
—Aquí todos intentan eso y a mí no me gusta. No me obligues a hacer nada. Sólo pregunta con palabras.
—Lo lamento —dijo Klia con franqueza. El hablaba con tono ofendido, como si un amigo acabara de traicionarlo.
—Bien, supongo que es natural. Lo siento, pero no funciona conmigo. Dije que eras una hermana. ¿No sabes qué significa?
—Supongo que significa que eres como yo.
—No soy exactamente como tú. Tú persuades. Yo hago que la gente se sienta cómoda y feliz. No puedo obligarles a hacer nada, pero les gusta estar conmigo. Me gusta estar con ellos. Es mutuo. Así que no necesitas persuadirme. Tan sólo pídelo.
—Lo haré —dijo Klia.
—Pero no me pidas que te mire directamente. No por un tiempo. Tengo un grave problema con las mujeres. Por eso me fui de Dahl, no sólo porque no podía trabajar en los pozos.
—No entiendo.
—Soy tímido por una razón.
—Me gustaría conocerla.
—Claro que te gustaría —dijo Brann afablemente—. Eres mujer. Siento que gustas de mí. Y a mí me gustan las mujeres... mucho. Creo que son bellas. Encantadoras. Así que me enamoro muy pronto. Pero lo que hago... el efecto que provoco... se gasta al cabo de un tiempo, y las mujeres me ven tal como soy: un tío corpulento sin perspectivas. Así que se largan, y aquí estoy. Solo.
—Eso debe ser muy doloroso —dijo Klia, aunque no entendía por qué. Ella había estado sola tanto tiempo que la soledad no la preocupaba. Además no sabía muy bien qué era estar enamorada. Sus sueños se relacionaban con una sexualidad continua y satisfactoria, no necesariamente con un contacto emocional profundo—. A mi me gusta estar sola. No me importa lo que los demás piensan de mí.
—Tienes suerte —dijo Brann.
—¿Entonces quién cuenta las historias de estas cosas, para venderlas?
Klia quería cambiar de tema. La timidez y la vulnerabilidad de Brann eran demasiado atractivas.
—Los tenderos de todo Trantor—dijo Brann—. El personal escribe informes sobre los tesoros, nosotros adjuntamos los informes a los formularios oficiales de la aduana, los distribuimos en las ágoras, y los Grises corren a comprarlos. ¿Alguna vez has visto una tienda con antigüedades de otros mundos?
—Nunca —dijo Klia.
—Bien, si te quedas el tiempo suficiente, tal vez uno de los tíos te lleve a una. Yo sólo salgo a la hora del reposo, cuando no hay mucha gente.
Kallusin, el hombre de verde, se sentó detrás de un escritorio ridículamente grande y entrelazó las manos. El escritorio estaba cubierto de bonitas baratijas de muchos mundos, todas ellas inútiles a ojos de Klia, pero atractivas, o quizá sólo llamativas.
Brann estaba detrás de ella. Klia miraba a Kallusin, aunque sentía la necesidad de mirar a Brann. Había algo que el corpulento dahlita no le decía acerca de sus poderes. Era justo. El tampoco sabía todo sobre Klia.
—Nuestros persuasores son gente temible —dijo Kallusin, y sonrió—. Muy talentosa y muy temible. Tienen que vigilar y mantener una disciplina estricta, de lo contrario esto se sabría. ¿Crees que a la gente de Trantor le gustará saber que existe su especie? Gente afortunada, gente persuasiva. Gente que se las apaña... ¿pero sabes una cosa extraña? Ninguno de ellos ha llegado al palacio. Mantienen un nivel constante de desempeño humano, y se mantienen al margen de la política. ¿Eso tiene sentido para ti, Klia Asgar?
—No —dijo Klia, y sacudió la cabeza—. Deberíamos estar al mando, si todo lo que has dicho es cierto.
—Bien, parece que os imponéis límites. Os contentáis con vivir vuestra vida y dejar los asuntos más importantes en manos de la gente normal. No entiendo por qué. Pero el comerciante Plussix disfruta de vuestra compañía. ¿Comprendes que nunca conocerás personalmente a Plussix, ni siquiera después de unirte a nosotros y prestar un juramento?
—No hay problema —dijo Klia.
—¿Eso te despierta curiosidad?
—No —resopló Klia—. ¿Qué debo hacer?
—Primero, promete que aprenderás a controlar tu talento en presencia de otros persuasores. Tú especialmente, Klia Asgar. Eres una de las persuasoras más fuertes que he conocido. Si te aplicaras, podrías lograr que todos te obedeciéramos, aunque sabríamos lo que ha sucedido y tendríamos que matarte.
Klia sintió cierta consternación. Nunca había tratado de controlarse; había crecido con esa facultad, usándola tan naturalmente como la lengua, quizá más, pues no era muy locuaz.
—De acuerdo —dijo.
—A cambio, te protegeremos, te ocultaremos, te daremos un trabajo útil. Y serás entrevistada por el mercader Plussix.
—Bien —murmuró Klia.
—No le temas —dijo Brann con su voz resonante.
—No le temeré.
—Es deforme —dijo Kallusin—. Eso he deducido. Plussix no nos dice nada, pero... —Señaló la oficina, el almacén, sus viviendas—. El nos brinda todo esto. Tengo la teoría, la cual le he expuesto al mismo Plussix, de que es un mentálico peculiar, no demasiado bueno para persuadir ni para lubricar las ruedas sociales, pero a quien le gusta estar con gente de tu talento. Pero él nunca confirma ni niega nada.
—Oh —dijo Klia. Quería terminar con el ceremonial e ir a su aposento. Quería estar sola para descansar. Hacia días que no dormía bien. Descanso y comida. Desde su llegada al almacén, Brann la había llevado dos veces a la cafetería, y ella había comido platos suculentos, pero aún tenía hambre.
Resistió el afán de mirar a Brann. Mantuvo la mirada fija en Kallusin.
—Me alegra que te hayas unido a nosotros —dijo él, apretando sus labios de bebé. No sonrió ni frunció el ceño, pero sus ojos, aunque no se movían, parecían revisarla en busca de todos los detalles importantes—. Gracias —dijo, y se volvió hacia la ventana que miraba hacia la mayor cámara del almacén. Brann le tocó el hombro, y ella se sobresaltó. Siguió al hombre corpulento afuera.
—¿Cuándo presto mi juramento? —preguntó.
—Acabas de hacerlo, al aceptar nuestra hospitalidad sin preguntarle a Kallusin si podías marcharte.
—No parece justo. Debería conocer las reglas.
—No hay reglas, salvo quedarte aquí, no usar tu talento con nosotros ni con otros, a menos que se te ordene... y no hablar con nadie sobre nosotros.
—¿Por qué no incluir eso en el juramento?
—¿Para qué molestarse? —dijo Brann.
—¿Y qué hay de ti? Insistes en tratar de que yo te mire. ¿No deberías parar con eso?
Brann sacudió la cabeza solemnemente.
—Yo no estoy haciendo nada.
—¡No me digas eso! No soy idiota.
—Cree lo que quieras. Si quieres mirarme, es porque quieres mirarme. Y añadió en voz baja—: Contigo no me molesta.
La guió por un angosto corredor gris bordeado por puertas cerradas e iluminado por simples globos. Klia sintió furia ante tanta presunción.
—¡Tal vez debería molestarte! —rezongó—. ¡Tal vez deberías preocuparte! ¡No soy muy buena persona! Brann se encogió de hombros y le entregó la tarjeta de identificación que también servía como llave de su habitación.
—Disfruta tu descanso —dijo—. Quizá no nos veamos por un tiempo. Iré con Kallusin para escoltar un embarque de mercancía a Mycogen. Tal vez tardemos días en cerrar el trato.
—Bien —dijo Klia, e insertó la tarjeta. Abrió la puerta de su habitación y entró deprisa, luego cerró con furia.
Por unos segundos apenas vio la habitación, tan enfadada estaba consigo misma. Se sentía débil y ultrajada. ¡Prestar un juramento sin siquiera oír el juramento! Plussix parecía ser un monstruo.
Luego se concentró en el mobiliario y el ambiente. Era austero, verdes y grises suaves con tonos soleados y amarillos, sin lujos pero sin sordidez. Había un sencillo colchón de espuma, no demasiado viejo, un armario, un baúl, un escritorio diminuto con su silla, otra silla, no mucho más grande pero más mullida. Había una lámpara en el techo y una lámpara en el escritorio. En el escritorio había un lector de librofilmes.
La habitación tenía tres pasos de ancho y tres y medio de largo. Era la habitación más bonita que había tenido desde que se había ido de casa, más bonita que el pequeño dormitorio donde dormía cuando era niña. Se sentó en el borde de la cama.
Sentir atracción por los hombres, por cualquier hombre, era una debilidad que ahora no podía permitirse. Estaba segura de que su fantasía acerca de un dahlita corpulento no congeniaba con Brann... aunque él era corpulento, era dahlita y tenía un bonito bigote.
La próxima vez, juró, ni siquiera lo miraré.
25
Lodovik permanecía inmóvil salvo por los ojos, mirando mientras Daneel realizaba otro chequeo de diagnóstico, el último antes del viaje a Eos.
—No hay daños manifiestos, nada que pueda detectar —dijo Daneel mientras las viejas máquinas terminaban—. Pero eres un modelo posterior a estas herramientas. Sospecho que no están a tu nivel.
—¿Te has diagnosticado a ti mismo? —preguntó Lodovik.
—Con frecuencia —dijo Daneel—. Cada pocos años. Pero no con estas máquinas. Todavía hay algunas herramientas de alta calidad ocultas en Trantor. Aun así, hace un siglo que no visito Eos, y mi provisión energética necesita un reemplazo. Por eso viajaré contigo. Y hay otra razón. Debo trasladar un robot... si sus reparaciones y actualizaciones han andado bien.
—¿Una forma femenina?
—Sí.
Lodovik esperaba más detalles, pero Daneel no dijo nada. Sabía de un solo robot femenino aún activo, entre los millones que en una época habían sido populares entre los humanos. Era Dors Venabili, y había pasado décadas recluida en Eos.
—Ahora no confías en mí, ¿verdad? —dijo Lodovik.
—No —dijo Daneel—. La nave debe estar lista. Cuanto antes lleguemos a Eos, antes regresaremos. Detesto estar lejos de Trantor. Se acerca el momento más crítico del tiempo cúspide.
Muy pocas naves imperiales viajaban ahora a Madder Loss, pero Daneel había contratado una nave mercante meses antes, y no fue difícil incluir a Lodovik como pasajero. La nave los llevaría a los fríos confines del sistema de Madder Loss, hasta un helado asteroide sin nombre, apenas un número de catálogo, ISSC—1491.
Aguardaron en la plataforma de aterrizaje de un remoto puerto espacial al aire libre. Brillaba el sol, y los insectos revoloteaban polinizando los viejos campos de flores que rodeaban las instalaciones de cemento y plastiacero.
Lodovik aún valoraba el liderazgo y la presencia de Daneel, ¿pero cuánto tiempo podía durar? Lodovik había puesto su iniciativa en reserva en los últimos días que había pasado en Madder Loss, temiendo rebelarse contra Daneel. Su tipo de robot humaniforme, sin embargo, usaba la iniciativa en muchos sentidos importantes, no sólo para determinar cursos de acción en gran escala. No podía someter los pensamientos que surgían de su mentalidad central. Daneel desea controlar a los humanos. Es preciso permitir que los humanos cumplan con su propio destino. ¡Nosotros no entendemos su espíritu animal! ¡No somos como ellos!
Daneel mismo había dicho que la mente y el destino humanos no eran fáciles de comprender para los robots, si siquiera eran comprensibles. Es una locura controlar y dirigir su historia. La arrogante locura de máquinas descontroladas.
Algo extraño cruzó sus procesos mentales, un vestigio de la voz que había oído anteriormente.
Daneel le habló al capitán, un hombre menudo y musculoso con un rostro ritualmente lleno de cicatrices, de tez clara y pastosa. Daneel se volvió e indicó a Lodovik que se acercara. Lodovik avanzó. El capitán lo miró con hostilidad.
Mientras abordaban la nave, Lodovik miró hacia atrás. Insectos por doquier, en todos los planetas apropiados para los humanos, todos semejantes, con variaciones locales menores, la mayoría explicables por manipulación genética a través de los milenios. Todos adecuados para mantener ecosistemas que conducían a la civilización humana. En Madder Loss no había una sola criatura salvaje. Las criaturas salvajes sólo se podían encontrar en esos cincuenta mil mundos apartados como cotos de caza y reservas zoológicas: los jardines planetarios que tanto gustaban a Klayus, planetas que los ciudadanos solo podían visitar con autorización imperial. Una vez había supervisado las asignaciones presupuestarias de esas reservas. Linge Chen había querido clausurarlos, considerándolos un gasto inútil, pero Klayus había hecho una solicitud personal para salvarlos, y habían llegado a un complejo quid pro quo cuyos detalles Lodovik ignoraba.
Lodovik se preguntaba cómo había llegado a existir todo eso, jardines planetarios y mundos humanos domesticados o pavimentados. Había muchos datos históricos que desconocía. Muchas preguntas burbujeaban bajo las restricciones que se había impuesto.
Las puertas de la nave se cerraron, y Lodovik ocultó una turbulencia algorítmica que en términos humanos habría llamado pánico intelectual, no ante los espacios cerrados de la nave, sino ante las flores de curiosidad que se abrían en su propia mente. En su pequeña cabina, Daniel puso los dos bártulos en el portaequipajes y bajó una plataforma para sentarse. Lodovik permaneció de pie. Daniel se cruzó de brazos.
—Nadie nos molestará —dijo—. Aquí podemos bajar a nuestro nivel ínfimo. Llegaremos al punto de encuentro en seis horas, y a Eos en tres días.
—¿Cuánto tiempo falta para que pierdas el control de la situación en Trantor? —preguntó Lodovik.
—Quince días —respondió Daneel—. Salvo circunstancias imprevistas. Y siempre hay circunstancias imprevistas, cuando se trata de humanos.
26
Vara Liso no podía contener su furia. Alzó los puños ante Farad Sinter, que retrocedió con una sonrisa de alarma, y lo arrinconó en la amplia oficina de asuntos públicos. Varios Grises que empujaban carros o llevaban maletines observaron esta confrontación desde el pasillo, con asombro y disimulado e incoloro júbilo.
—¡Qué idiotez! —jadeó ella, y bajó la voz—. Si aliviamos la presión, se reagruparán. ¡Y luego vendrán a por mí!
El mayor rubio, la constante y fastidiosa sombra de Vara, intentó interponerse, pero Vara lo sorteó con destreza. Sinter pensó que enfrentaba un pequeño pero embarazoso disturbio. Caminando como un cangrejo hacia la puerta abierta de su oficina secundaria, logró conducir ese pequeño conflicto a un recinto menos público.
—¡Perdiste el rastro! —dijo, medio ladrido y medio suspiro, mientras un Gris cerraba la puerta a espaldas de ambos. El Gris sólo echó una ojeada al terceto y continuó con sus deberes, desconcertado.
—¡Me retiraron del servicio! —gritó Vara. Lagrimeó y se le humedecieron las mejillas. El mayor interrumpió su danza y se detuvo, temblando espasmódicamente. Buscó una silla, vio una en un rincón, se desplomó en ella. Sinter lo observó con ojos asombrados.
—¿Tú hiciste eso? —le preguntó a Vara.
Vara cerró la boca, irguió la cabeza, miró al mayor.
—Claro que no. Aunque él ha sido odioso y no ha querido colaborar.
—La tensión... —logró articular el mayor.
Sinter miró a Vara unos segundos, hasta que ella comprendió que estaba provocando insalubres sospechas. El mayor Namm meneó la cabeza, recobró la compostura y logró ponerse de pie, tragando saliva. Se cuadró ridículamente y clavó los ojos en la pared.
—¿Cómo pudiste perderla? —murmuró Farad Sinter, mirándolos a ambos.
—No fue culpa de ella —dijo el mayor.
—Le pregunté a ella —replicó Sinter.
—Esa muchacha fue muy rápida y detectó mi presencia —dijo Vara Liso—. Tus agentes, tu torpe policía, no actuaron con agilidad... ¡Y ahora se ha ido, y no me dejas encontrarla!
Sinter frunció los labios reflexivamente, como si esperara un beso. Era una expresión ridícula, y de pronto, en el corazón de Vara Liso, lo que había comenzado como admiración y amor se desbarrancó en amargura y odio. Pero ocultó estos sentimientos. Ya había dicho demasiado, ya había ido demasiado lejos. ¿Azoté a este joven oficial? Miró al hombre tieso y callado con cierta culpa. Debía controlar sus poderes.
—El emperador ha prohibido específicamente que continúe con estas búsquedas. No parece compartir nuestro interés en estas... personas. Y por el momento no intentaré convencerlo de que cambie de opinión. El emperador tiene sus características, y es preciso respetarlas. Vara entrelazó las manos.
—Hari Seldon lo convenció de que esto se vería muy mal, políticamente hablando —dijo Sinter.
Vara abrió los ojos.
—¡Pero Seldon los respalda!
—No lo sabemos con certeza.
—¡Pero su nieta quiso reclutarme!
Farad extendió la mano, le cogió la muñeca y se la estrujó levemente. Ella hizo una mueca.
—Eso queda entre nosotros. Lo que haga la nieta de Seldon puede estar asociado o no con el «Cuervo». Quizá toda la familia esté loca, cada cual a su modo.
—Pero hemos hablado...
—Seldon está acabado. Después de su juicio podremos encargarnos de sus amigos. Una vez que Linge Chen esté satisfecho, el emperador no se opondrá a que nos encarguemos de las sobras. —Sinter miró a Vara Liso con severidad.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, tiritando.
—Nunca creas que abandono. Nunca. Lo que hago es demasiado importante.
—Desde luego —dijo Vara Liso con voz sumisa. Miró la alfombra de abajo del escritorio, con su guirnalda de grandes flores pardas y rojas.
—Ya tendremos nuestra oportunidad, y pronto. Pero por el momento contendremos nuestro entusiasmo y dedicación. Esperaremos.
—Desde luego —dijo Vara Liso.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Sinter al joven mayor, solícitamente.
—Sí, señor.
—¿Estuvo enfermo recientemente?
—No, señor.
Sinter pareció desechar el inconveniente —y al oficial— con un gesto. El mayor Namm se retiró deprisa, cerrando la gran puerta sin ruido.
—Has sufrido mucha tensión —dijo Sinter.
—Tal vez —dijo Vara. Sonrió débilmente.
—Un poco de reposo, de diversión. —Él metió la mano en el bolsillo y extrajo una nota de crédito—. Esto te permitirá ingresar en el emporio minorista del Sector Imperial. Tal vez unas compras discretas...
Vara arrugó la frente. Luego se distendió, aceptó la nota y sonrió.
—Gracias.
—Por nada. Regresa dentro de unos días. Las cosas pueden haber cambiado. Nombraré otro oficial para protegerte.
—Gracias —dijo Vara Liso.
Sinter le tocó la barbilla con un dedo.
—Eres valiosa —dijo, y sintió náuseas al ver la expresión hambrienta que había en el desagradable rostro de esa mujer.
27
Aunque se presentaría solo ante la Comisión de Seguridad Pública, Hari sabía que necesitaba asesoramiento legal. Eso no le impedía aborrecer sus reuniones con su abogado, Sedjar Boon.
Boon era un experto con buena reputación. Se había formado en la municipalidad de Bale Nola, en el sector Nola, con instructores que tenían muchas décadas de experiencia en sus tratos con las tortuosas leyes de Trantor, tanto imperiales como civiles.
Trantor tenía diez constituciones formales y muchos otros conjuntos de leyes destinados a las diversas clases de ciudadanos; había literalmente millones de comentarios en decenas de miles de volúmenes acerca de cómo interactuaban los conjuntos de estatutos. Cada cinco años había en todo el planeta nuevas convenciones para enmendar y actualizar las leyes, y muchas se transmitían en vivo, como acontecimientos deportivos para deleite de los miles de millones de Grises, que disfrutaban de los procedimientos legales polvorientos y detallados mucho más que de los deportes. Se decía que esta tradición era tan antigua como el Imperio, quizá más.
Hari agradecía que algunos aspectos del derecho imperial fueran privados.
Boon extendió los resultados de su nueva búsqueda en la oficina de la biblioteca de Hari y miró la Radiante Prima enarcando las cejas. Hari esperó pacientemente a que el abogado alineara y sintonizara sus autoescribientes y lectores de librofilmes.
—Lamento que esto demore tanto, profesor —dijo Boon, sentado frente a Hari—. El caso de usted es único. Hari sonrió y asintió.
—Las leyes por las cuales usted ha comparecido ante la rama judicial de la Comisión de Seguridad Pública se han modificado cuarenta y dos mil quince veces desde que se crearon los códigos, hace doce mil cinco años —dijo Boon—. Hay trescientas versiones modificadas que aún se consideran vigentes, activas y relevantes, y a menudo se contradicen entre sí. Se supone que las leyes se aplican igualmente a todas las clases, y se basan en el derecho ciudadano... pero huelga aclarar que la aplicación es diferente. Como la Comisión de Seguridad Pública ha asumido su carta fundacional bajo el canon imperia1, puede escoger cualquiera de estos conjuntos de códigos. Sospecho que lo juzgarán bajo diversos conjuntos al mismo tiempo, como un meritócrata o un excéntrico, sin revelar los conjuntos específicos hasta que el juicio esté en marcha. He escogido los conjuntos más probables, los que brindan a la Comisión el mayor margen de maniobra. Aquí están las cifras, y he tomado fragmentos de librofilmes para su estudio...
—De acuerdo —dijo Hari sin entusiasmo.
—Aunque sé que ni siquiera se molestará en mirarlos, ¿verdad, profesor?
—Tal vez no —admitió Hari.
—A veces usted parece increíblemente renuente, si me permite decirlo.
—La comisión me juzgará como le venga en gana, y el resultado será el que le resulte más conveniente. ¿Alguna vez hubo la menor duda sobre eso?
—Nunca —contestó Boon—. Pero usted puede invocar ciertos privilegios que podrían postergar indefinidamente la ejecución de cualquier sentencia, sobre todo si uno de los conjuntos incorpora la independencia de la Universidad de Streeling, en base al Tratado de los Meritócratas y el Palacio de hace dos siglos. Y usted enfrenta cargos de sedición y traición... treinta y nueve cargos, por el momento. Linge Chen podría lograr que lo ejecutaran.
—Lo sé. Ya me las he visto con los tribunales.
—Nunca bajo el dominio del comisionado mayor. Se sabe que es un refinado y astuto conocedor de la jurisprudencia, profesor.
El informador del escritorio de Hari campanilleó, y un mensaje de texto rodó por su pequeña pantalla. Era una lista de reuniones para la semana, la más importante de las cuales se celebraría en menos de una hora, con un estudiante y matemático extranjero llamado Gaal Dornick. Boon aún hablaba, pero Hari alzó la mano. El abogado calló y se cruzó de brazos, esperando que su cliente llegara a una conclusión.
Hari cogió un ordenador de bolsillo con sus manos cubiertas con las manchas de la vejez; realizó algunos cálculos. Puso el ordenador en su nicho junto a la Radiante Prima. Los resultados proyectados llenaban la mitad de la pared trasera de la habitación y eran muy bonitos, pero no significaban nada para Boon.
Significaban mucho para Hari. Se agitó y se puso de pie, caminando frente a una falsa ventana que mostraba las campiñas al aire libre de su mundo natal de Helicon. Si uno hubiera sabido dónde mirar en la falsa ventana, a lo lejos habría visto al padre de Hari cuidando unas plantas manipuladas genéticamente para producir sustancias farmacéuticas. Hari había traído esa imagen desde Helicon décadas atrás, pero sólo la había enmarcado hacía un año. Miró esa figura perteneciente a un tiempo y un espacio lejanos, arrugó el entrecejo.
—¿Quién es el mejor abogado de su personal? —preguntó—. No demasiado caro... no tanto como usted... pero igualmente bueno.
Boon se echó a reír.
—¿Está pensando en cambiar de abogado, profesor?
—No. Un importante miembro de mi personal llegará pronto, un excelente y joven matemático. Lo arrestarán de inmediato, por su asociación conmigo. Sin duda necesitará un abogado.
—Puedo encargarme también de él, profesor... con poca diferencia en los honorarios, si eso le preocupa. Si los casos son paralelos...
—No. Linge Chen me cercará por todas partes, pero al final no me tocará. Necesitaré proteger a mi mejor gente para continuar una vez que los comisionados pronuncien su sentencia.
Boon frunció el ceño y extendió una mano.
—Profesor Seldon, su reputación de profeta es demasiado conocida para mi comodidad profesional. ¿Pero cómo, en nombre del cosmos, pudo saber esto sobre el comisionado mayor?
Hari lo miró con ojos desorbitados, y Boon se inclinó hacia delante, obviamente preocupado por la salud del anciano.
Hari respiró y se relajó.
—Es un momento cúspide —dijo—. Podría explicárselo, pero lo aburriría tanto como a mí me aburre esta jerigonza legal. Lo tolero y lo valoro porque sé que conoce su profesión, abogado. Por favor, toléreme en los mismos términos.
Boon apretó los labios y entornó los ojos.
—El hijo de mi socio, Lors Avakim, es un joven avispado. Ha trabajado durante años en derecho constitucional imperial, con especialidad en casos adjudicados por la Comisión de Seguridad Pública.
—Avakim... —Hari esperaba que se mencionara ese nombre. Eso simplificaba las cosas. Sabía que Boon era un buen letrado, pero sospechaba que no era tan independiente como cabía desear. Lors Avakim aspiraba a formar parte de la división legal del Proyecto Enciclopedia. Había presentado su solicitud el año pasado. Era idealista, fresco, aún no estaba corrompido. Hari dudaba que Boon conociera su contacto con el Proyecto—. ¿Tiene la habilidad suficiente para evitar que mi matemático tenga problemas con estos bufones?
—Creo que sí —dijo Boon.
—Por favor anótelo en la cuenta legal del Proyecto para el estudioso y matemático Gaal Dornick, recién llegado a Trantor. Me temo que tendré que interrumpir prematuramente nuestra reunión de hoy, doctor. Debo prepararme para reunirme con Dornick.
—¿Dónde se aloja él? —En el hotel Luxor.
—¿Y cuándo lo arrestarán? —preguntó Boon con una sonrisa irónica.
—Mañana —dijo Hari, tosiendo en el puño—. Disculpe. Debe ser el polvo de estos libracos de derechos. —Señaló los librofilmes.
—Desde luego —dijo Boon con tolerancia.
—Gracias —dijo Hari, señalando la puerta de la oficina. Boon recogió sus materiales, abrió la puerta, se volvió hacia Hari Seldon—. El juicio será dentro de tres semanas, profesor. No es mucho tiempo.
—Durante una Crisis de... —Hari se interrumpió. Casi había dicho «Crisis de Seldon»—. Durante un tiempo cúspide, abogado, pueden suceder muchísimas cosas en sólo tres semanas.
—¿Puedo hablar con franqueza, profesor?
—Desde luego —dijo Hari, aunque su tono implicaba que más le valía ser breve.
—Usted parece despreciar mi profesión, pero sostiene ser un estudioso de los flujos y reflujos culturales. E1 derecho es el marco, la anatomía estable pero creciente de cualquier cultura.
—Soy un hombre limitado, abogado. Tengo muchas lagunas. Cuando me equivoco, es mi ferviente deseo que otros miembros de mi personal vean lo que yo omito, y corrijan mis errores. Hasta pronto.
28
Linge Chen recibió a Sedjar Boon a solas en su residencia personal del Pabellón de la Comisión y le dio cinco minutos para que describiera la reunión con Hari Seldon.
—Admiro al hombre, sire —dijo Boon—, pero no parece importarle mucho lo que sucederá. Parecía más interesado en obtener asesoramiento legal para un estudiante o asistente que llegó a Trantor hace poco tiempo.
—¿Quién es?
—Gaal Dornick, sire.
—No le conozco. Es nuevo en el Proyecto de Psicohistoria, ¿no es cierto?
—Creo que sí, sire.
—En la Universidad y la Biblioteca hay cincuenta personas trabajando en el Proyecto de Seldon. ¿Con Dornick son cincuenta y uno?
—Así es.
—Y por debajo de estos cincuenta, que pronto serán cincuenta y uno, hay cien mil, diseminados por todo Trantor, con algunos miles apostados entre nuestros aliados, y unos cientos trabajando en las estaciones receptoras de todo el sistema. Nadie en las estaciones de defensa. Todos son leales, y se conducen con muda dedicación. Seldon se convierte en el pararrayos para no llamar la atención sobre toda esta actividad. Un logro notable en un hombre tan ignorante de la ley y tan desdeñoso de las minucias de la gestión como él parece ser. Boon detectó la crítica implícita.
—No lo subestimo, comisionado. Pero usted me ha ordenado que le brinde el mejor asesoramiento legal, y él no parece interesado.
—Tal vez sepa que usted responde ante mí.
—Lo dudo, comisionado.
—Es improbable, pero él es un hombre inteligente. ¿Ha estudiado los trabajos psicohistóricos de Seldon, doctor?
—Sólo en la medida en que se relacionan con los cargos por los cuales usted se propone enjuiciarlo. —Boon lo miró con esperanzado respeto—. Mi tarea sería mucho más fácil si supiera cuáles son esos cargos, comisionado.
Chen enfrentó su mirada con aire socarrón.
—No —dijo—. La mayoría de mis Grises, y sin duda la mayoría de los que están en asuntos legales, opinan que Seldon es un charlatán inofensivo y divertido, otro meritócrata revoltoso que aspira a ser un excéntrico. En Trantor se le profesa cierto afecto. La noticia de que está por comparecer en juicio está demasiado difundida, doctor. Incluso podría convenirle a Seldon publicitar el juicio, presionándonos para que retiremos los cargos o renunciemos a la causa. Podría presentarse como un académico respetado, un meritócrata creativo de viejo estilo, atropellado por una nobleza afeminada y cruel.
—¿Es una sugerencia, comisionado? Podría ser una buena defensa.
—En absoluto —dijo Chen de mal humor. Se inclinó hacia delante—. No esperará que yo haga su trabajo, doctor. ¿Él ha hablado con usted de su estrategia?
—No, sire.
—Él quiere comparecer en juicio. Está usando este juicio de algún modo, quizá porque le resulta necesario. Curioso.
Boon estudió al comisionado mayor unos segundos.
—¿Puedo hablar con franqueza, comisionado? —preguntó al fin.
—Por cierto.
—Aunque sea verdad que las palabras y predicciones de Seldon se pueden interpretar como actos de traición, sería más razonable que los comisionados se limitaran a ignorarlo. Su organización es importante, sin duda... el mayor agrupamiento de intelectuales fuera de la Universidad. Pero está consagrado a fines pacíficos... una enciclopedia, según se dice. ¡Erudición, pura erudición! No entiendo los motivos de usted para enjuiciar al profesor. ¿Está usando a Hari Seldon?
Chen sonrió.
—Es mi infortunio que se me considere omnisciente. No soy omnisciente, ni soy políticamente omnívoro. No devoro y transformo todos los acontecimientos a mi conveniencia.—Evidentemente Chen era reacio a dar una respuesta más detallada.
—Claro que no, comisionado. ¿Puedo hacer una pregunta más, por razones puramente egoístas y profesionales... para evitarme un esfuerzo excesivo cuando hay tanto que hacer y tan poco tiempo?
—Quizá —dijo Chen, curvando el labio para dar a entender que no sería muy magnánimo.
—¿Hará arrestar a Gaal Dornick, sire?
Chen reflexionó un instante.
—Sí —dijo al fin.
—¿Mañana, sire?
—Sí, desde luego.
Boon manifestó su gratitud y, para su inmenso alivio, Chen le dio permiso para marcharse.
Cuando partió el abogado, Chen activó sus registros personales y pasó varios minutos buscando la primera mención del juicio de Seldon por traición, realizada por él o en su presencia. Chen habría jurado que él había sido el primero en sugerirlo, pero las grabaciones le demostraron que se equivocaba.
Lodovik Trema había sido el primero en sugerir la idea, en una sutil conversación que habían entablado menos de dos años atrás. Ahora el juicio resultaría tan problemático como oportuno... mucho más oportuno que problemático. Una pequeña herramienta con la cual podría limpiar el palacio. ¿Cómo podía Lodovik haber sabido, tanto tiempo atrás, que resultaría de ese modo?
Chen cerró los archivos y se sentó en silencio diez segundos. ¿Qué habría hecho Lodovik en esa etapa para obtener la máxima ventaja política?
El comisionado procuró sobreponerse a su abatimiento. ¡Haber llegado a depender tanto de un hombre! Sin duda eso era un signo de debilidad.
—No pensaré de nuevo en él —juró.
29
Klia despertó al oír un golpe en la puerta y se vistió rápidamente. A1 abrir la puerta, quedó decepcionada, luego satisfecha, al descubrir que no era Brann sino otro joven, que no era dahlita ni tan guapo.
Era menudo e inquieto, un misaroano de nariz larga y la tez muy marcada por la fiebre cerebral. También era mudo, y dio a conocer su propósito con señas del gremio de prestamistas, una lengua que Klia conocía bastante bien.
Me llamo Rock, dijo, cerrando el puño y golpeándolo con la otra mano para enfatizar su nombre. Ven a hablar con el Ignoto, le dijo, y sonrió al ver que ella entendía algunas señas.
¿Ignoto? KIia trazó el doble guión de asombro sobre sus ojos mientras lo seguía.
Rock deletreó un nombre con los dedos, y ella comprendió. Debía reunirse con Plussix, aunque por cierto no lo vería. Nadie lo veía nunca.
Plussix no habló escondido detrás de una pared, como ella había esperado. Klia estaba en un cubículo donde había un cilindro de vidrio cerca de una pared y una silla cerca de la pared de enfrente. En las otras dos paredes había puertas, y una de ellas se cerró en silencio mientras Rock se marchaba con un gruñido y un cabeceo.
Un fulgor claro llenó el cilindro, y una figura cobró forma en su interior: un hombre maduro y bien vestido, de cabello ondulado y pardo pegado al cuero cabelludo, con expresión vagamente agradable y enigmática. Su tez era rubicunda y sus labios eran muy finos, casi ascéticos.
Klia había visto telemímica en librofilmes y otros entretenimientos. Dondequiera estuviera Plussix, esta figura seguiría dócilmente sus movimientos. Ella no podía usar sus poderes con esta imagen.
No le gustaban los engaños, y esto no era una excepción. Se sentó en la silla y se cruzó de brazos.
—Tú sabes quién soy —dijo la figura, y se sentó en una silla espectral dentro del cilindro—. Tu nombre es Klia Asgar, de Dahl. ¿Esta información es correcta?
Ella asintió.
—Vienes a nosotros por consejo de Kallusin. Para tu especie se está haciendo muy difícil sobrevivir en Trantor sin ayuda.
—Supongo —dijo ella, apretando los labios.
—Aquí te sentirás cómoda. Hay muchas cosas fascinantes en estos almacenes. Podrías pasarte una vida aquí, tan sólo estudiando la historia de todo lo que importamos.
—No me gusta la historia —dijo Klia.
Plussix sonrió.
—Hay más historia de la que usamos en nuestra vida personal.
—Mira, vine aquí por mi voluntad... —¿Existe semejante cosa, en tu opinión?
—Claro que sí.
—Claro que sí —repitió Plussix—. Por favor, perdona la interrupción.
—Iba a decir que todo esto me pone los pelos de punta. Los almacenes, el modo en que te ocultas... los pelos de punta. Creo que me gustaría seguir por mi cuenta.
Plussix asintió.
—Un deseo comprensible. Que no se te concederá ahora que estás aquí, por motivos que sin duda entenderás.
—Crees que podría revelar vuestro paradero a otros. A la mujer que nos persigue.
—Es una posibilidad.
—¡Pero no lo haría, lo juro!
—Agradezco tu franqueza, Klia Asgar, y espero que valores la mía. Aquí libramos una especie de guerra. Tú deseas sobrevivir a las consecuencias de una fuerza irracional ejercida por desconocidos. Yo tengo mis medios y mis fines. Tú y tus hermanos son mis medios. Mis fines no son malignos ni destructivos. Se relacionan con el libre albedrío y el ejercicio de la voluntad, cosa que sin duda te resulta irónica, dadas las circunstancias.
Klia se echó el cabello hacia atrás y apretó las mandíbulas.
—Sí —masculló.
—Ya has oído todo esto —dijo Plussix. En su voz no había ironía ni humor; ninguna emoción. Sus palabras eran claras, concisas y un poco frías.
—Es lo que dicen todos los tiranos.
—Sí. Pero mi clase de tiranía tiene sus beneficios. Comes con regularidad, no tienes que robar ni estafar para sobrevivir, y permaneces alejada de gente que te lastimaría... por el momento, hasta que estés preparada.
—¿Preparada para qué?
—Desde tu punto de vista, para vengarte de los que han estropeado tu vida.
—Ellos no me importan. Tal vez deba irme con los demás y abandonar este planeta para siempre.
Plussix sonrió apenas.
Klia se sonrojó. Había buscado alivio, pero allí sólo enfrentaba nuevas presiones. Hasta entonces había corrido delante de la ola; allí estaba estrujada entre esa ola y una superficie al parecer inflexible: Plussix.
—Por favor, reflexiona y tómate tu tiempo. Aquí hay gente buena y amigable. Tus obligaciones son leves. Las oportunidades de aprendizaje y mejoramiento son muchas. Adiestramiento físico, continuación de tu educación... muchas oportunidades.
Mientras Plussix decía estas palabras, Klia notó, por primera vez en esa breve entrevista, cierto placer en esa voz, una presencia relajada y natural.
—¿Eres maestro? —preguntó de golpe.
—Sí, en cierto modo.
—¿De las escuelas imperiales?
—No —dijo Plussix—. Nunca enseñé en las escuelas imperiales. ¿Puedo hacerte algunas preguntas importantes?
Klia miró el techo sin responder, se sintió tonta.
—Claro. Adelante.
—¿Cuánto hace que eres consciente de tu capacidad persuasiva?
—Me las apaño. Eso es todo.
—Por favor. Kallusin me asegura que te encuentras entre las más talentosas que conoce.
—Desde que era niña. No recuerdo cuándo. Hasta hace unos pocos años no sabía que los demás no eran como yo.
—¿Tu padre es viudo?
—Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años. La echo de menos. —¿Y por qué le hablas de tus sentimientos a este fantasma?
—¿Durante cuántos años has estado sola?
—Tres.
—Trabajando para varias personas. Actuando como mensajera, buscando información... otros trabajos. Trabajos ilegales, y a veces antiéticos, que te parecían indignos.
Klia desvió los ojos y se entrelazó las manos.
—Me ganaba la vida. Incluso le daba algún dinero a mi padre. El no lo rechazaba.
—No, claro que no. Los tiempos son difíciles en Dahl. ¿Has conocido a otros como tú?
—A veces. Está Brann.
—Brann es notable, y diferente de ti, como habrás visto. ¿Conociste a la mujer que está ayudando a la policía a encontrar a tu gente?
Klia tragó saliva.
—Nunca la vi. La sentí, sobre todo por el revuelo que armaba.
—¿Alguna vez la sentiste en la mente?
—Como una pluma —contestó Klia—. Quizá como Brann, pero más fuerte. ¿Eres persuasor?
—Eso no importa. ¿Crees que te encontrarías mejor sin tu talento?
Klia no había pensado mucho en esta posibilidad. Era como preguntarle si se sentiría mejor sin sus orejas o sus dedos.
—No. Bien, a veces pienso... —Se calló.
—¿Sí?
—Me gustaría ser normal. Humana como... como los demás.
—Es comprensible. ¿Crees en los robots, Klia?
—No. No creo que existan ahora. Tal vez hace mucho, antes de los tiktoks y esas cosas. Pero nunca he creído que existan ahora. Es una locura.
Plussix asintió y extendió la mano.
—Gracias por verme. Puedo concertar nuevas citas para estas entrevistas con cierta regularidad, para que me informes sobre tus avances y tu estado mental. Dentro de poco tiempo nuestra rutina cambiará. Confío en que estés preparada para entonces.
—¿Y si insisto en pedir permiso para irme?
—Ojalá pudieras volar libre como un pájaro, Klia Asgar. Pero aquí todos tenemos deberes. Como decía, deberes leves y sólo entrenamiento, al principio, pero con el tiempo podemos ser muy importantes. Por favor, trata de comprender.
Klia no dijo nada, pero se preguntó cómo Plussix esperaba que los demás comprendieran cuando él brindaba tan poca información. ¡He caído en otra trampa!
La imagen se desvaneció, la puerta se abrió, y allí estaba Rock, mirándola con ojos entornados. Ejercicio y desayuno, dijo con señas. ¿Puedo sentarme junto a ti?
Klia lo miró dubitativamente. Luego dijo que sí con señas.
Pero pensaba en Brann, preguntándose qué hacía ahora, y con quién estaba.
30
La transferencia desde la nave mercante a una de las hipernaves de Daneel y el tramo final de la travesía habían transcurrido sin sobresaltos. Eos colgaba en lo alto de la burbuja transparente donde Lodovik estaba sentado con Daneel.
La hipernave los dejó automáticamente en órbita de la pequeña luna parda y azul. Debajo de ellos, oculto por la mole de la nave, había un macizo y verde gigante gaseoso. La doble estrella alrededor de la cual giraban la luna y el planeta era visible a la izquierda, lejana y brillante, pero irradiaba poco calor a tanta distancia. Las dos estrellas giraban alrededor de un centro común,
a decenas de miles de kilómetros de la superficie de la estrella roja, una enana poco más masiva que el sol de Trantor, pero mil veces más difusa. La estrella blanca, más pequeña, parecía ser el origen de una delgada cinta en espiral, roja y morada. Lodovik estudió esa vista en silencio. Daneel tampoco hablaba.
Ningún robot tiene un auténtico hogar. En varios casos Daneel se había aliado con humanos, y parecía funcionar mejor en presencia de ellos: Elijah Baley y, veinte mil años después, Hari Seldon, además de otros. Pero no tenía un lugar de pertenencia. El lugar de un robot está donde puede cumplir mejor con sus deberes, y Daneel sabía que por el momento ese lugar era Eos, así que por el momento era cómodo estar en Eos.
Pero Trantor lo llamaba con fuerza. El infortunio había golpeado en un momento crucial. Daneel, como cualquier ser pensante que procura abrirse paso en un universo de fuerzas conflictivas, a veces se preguntaba si la realidad conspiraba contra él. Sin embargo, a diferencia de los humanos, no se apegaba a teorías ociosas que no se basaran en pruebas convincentes.
El universo no se oponía, sólo era indiferente. Como el resultado deseado era sólo uno en una cantidad infinita de resultados posibles, y sólo se podía obtener mediante un inmenso y prolongado esfuerzo, cualquier error de cálculo, mal paso o interferencia imprevista podía causar las «malhadadas» circunstancias que, de no corregirse de inmediato, conducirían al fracaso.
Daneel no sostenía este punto de vista como una filosofía. Lodovik y Daneel, como todos los robots de alto nivel, estaban programados para aceptar estas cosas sin pensar. Estos robots estaban familiarizados con algo parecido a las emociones —los patrones mentales básicos de los seres sociales— e incluso tenían sus análogos en diversas combinaciones heurísticas, pero estos análogos no incidían excesivamente en la conciencia de un robot, no más que su visión realista de la existencia. Los robots no eran proclives a la introspección ni al examen de la raíz de su existencia consciente; todo se remitía a sus programas básicos —datos inalterables—, y esos programas se remitían a las Tres Leyes.
Lodovik ya no sufría estas restricciones. Observó cómo crecía Eos; sus sólidos océanos de hielo de agua y metano y sus planicies de lodo rico en amoníaco sombreaban el paisaje iluminado. Lodovik estaba de ánimo introspectivo. Movió la cabeza para mirar a Daneel, y se preguntó qué pensaría él.
Había dos motivos posibles para que un robot intentara deducir los procesos internos de otro robot: anticiparse a los actos de ese robot, y tratar de coordinarlos con los suyos, compartiendo un deber, o encontrar un modo de frustrar esos actos. Lodovik no estaba familiarizado con esta segunda razón, pero eso era lo que esperaba hacer.
De algún modo, sabía que debía irse de Eos sin ser «reparado» y encontrar a los otros robots que se oponían a Daneel, los calvinianos.
—La nave atracará en unos veintiún minutos —informó el piloto automático, tratándolos como si fueran pasajeros humanos. En la medida en que podía juzgarlo, a su manera especializada, lo eran; no conocía otra clase de pasajero. Pero ningún pasajero que no fuera robot había viajado en esa nave durante miles de años. Ningún humano había ido nunca a Eos.
Lodovik se sentía como un intruso, un traidor, un... Buscó una palabra humana apropiada. Quizás un fantasma maligno y trastornado oculto en el cuerpo de un robot... La nave rotó lentamente y la luna se perdió de vista. Sólo se veía la ancha mancha líquida del brazo en espiral más cercano, de canto y muy tenue desde ese punto de observación, cerca del difuso linde de la galaxia. Arriba y abajo de esa tenue franja moteada, llenando más de un tercio del campo visual, se extendía una profunda negrura constelada de solitarios puntos de luz, algunas estrellas que estaban cerca y dentro del plano galáctico, otras que estaban lejos y encima del plano. Las luces más lejanas y más tenues no eran estrellas sino galaxias.
Apareció la superficie de Eos, mucho más cerca y rica en detalles. Algunos cráteres arrojaban manchas de polvo de hielo sobre los mares y planicies; en general, sin embargo, la hidrosfera sólida de Eos no tenía marcas salvo los signos de convulsión interna: costurones tortuosos, rajaduras, rugosos abismos y riscos. Este sistema estelar no tenía cinturones de asteroides ni cometas que sufrieran perturbaciones y se deslizaran hacia el interior para desestabilizar lunas y planetas.
Eos —aislado e ignorado, sólido, frío, inhóspito para toda criatura viviente— era casi totalmente seguro para los robots.
—Hemos atracado —anunció el piloto automático.
Si alguien hubiera mirado, la estación planeada y construida por R Daneel Olivaw y R. Yan Kansarv habría resultado claramente visible contra la escarchada superficie de Eos, aun desde el espacio. Su calor la convertía en el objeto más brillante de la luna, para los que buscaran signaturas infrarrojas. Pero nadie lo había hecho.
Lodovik y Daneel desembarcaron del transporte en un hangar amplio y casi vacío, con espacio para muchas naves. Sus pasos resonaban en el cavernoso recinto. Lodovik había estado allí ochenta veces, pero nunca se había interesado en esa anomalía. ¿Por qué Daneel y Kansarv habían derrochado tanto espacio? ¿Había habido algún momento en que ese hangar estuviera abarrotado de naves... abarrotado de robots? ¿Cuándo había sido?
Yan Kansarv los recibió a cien metros del transporte. Tenía los «brazos» cruzados y los «dedos» entrelazados, una cabeza reluciente y un cuerpo de acero oscuro con brillantes extremidades de plata: cuatro brazos, dos grandes que salían del lugar que correspondía a los hombros humanos, dos pequeños que salían del tórax; y tres piernas, con las cuales caminó con una gracia precisa y regular desconocida para los robots humaniformes. Su pequeña cabeza estaba equipada con siete bandas sensoras verticales, dos de las cuales irradiaban un fulgor azul.
—Es un placer volver a verte, Lodovik Trema —dijo Yan con su rica y zumbona voz de contralto—. Y Daneel. Llegáis muy tarde para un chequeo de mantenimiento.
—Debemos poner manos a la obra —dijo Daneel, omitiendo todo saludo humano. Yan pasó de inmediato al lenguaje robótico de microondas. La detallada explicación llevó menos de un segundo.
Yan se volvió hacia Lodovik.
—Perdona mis excentricidades —dijo—, pero cuando es posible me complace ejercitar mis funciones humanas. No he podido hacerlo en más de treinta años. Salvo, desde luego, con Dors Venabili. Sin embargo, me temo que ella ya no me encuentra interesante.
Daneel ya había preguntado por el estado de Dors, y había recibido una respuesta. Sin embargo, Yan la repitió en lenguaje humano para Lodovik.
—Ha tenido una recuperación muy satisfactoria, aunque con muchas recaídas. Cuando R. Daneel la trajo aquí, estaba al borde del colapso. Había llevado toda interpretación de la Ley Cero hasta el límite, al destruir a un humano que amenazaba a Hari Seldon. La tensión fue agudizada por los efectos del invento de su víctima... electroclarificador, creo que se llamaba...
Lodovik comprendió que ese antiguo robot, construido miles de años atrás para reparar a otros robots en Aurora —el último de su clase que aún funcionaba—, respondía, por efecto de su programación, a la convincente apariencia humana de ambos. En cierto nivel sabía que eran robots como él, pero en otro nivel un impulso primitivo e irresistible lo instaba a tratarlos como si fueran humanos.
Yan Kansarv echaba de menos a sus antiguos amos.
—Ella espera tu compañía —le dijo Kansarv a Daneel, y añadió—: Quiere tener noticias de Hari.
—Esa misión ha concluido para ella —dijo Daneel.
—La construí, usando antiguos planos para asistentes y consortes, para que fuera más humana que ningún otro robot —le recordó Kansarv—. Incluso más que tú, R. Daneel. Ella guarda gran semejanza con R. Lodovik en ese sentido. Alterar eso ahora equivaldría a destruirla.
—Hay mucho que hacer —dijo Daneel con voz apremiante.
Kansarv ya lo había tenido en cuenta.
—Realizaré todas las tareas necesarias en veintiuna horas, y luego podrás partir. Espero que haya tiempo para conversar más. Necesito estímulos externos de cuando en cuando, pues de lo contrario sufro irritantes disfunciones menores.
—No podemos perderte —dijo Daneel.
—No —convino Kansarv sin el menor indicio de autocompasión—. El único robot que no puedo reparar o manufacturar es uno como yo.
Dors Venabili estaba en el simple recinto de cuatro habitaciones construido para ella desde que había llegado a Eos. Los muebles y la decoración eran similares a los que se podían encontrar, en Trantor, en los aposentos de un meritócrata intermedio o un profesor universitario de alto nivel. La temperatura estaba fijada por encima del punto de congelamiento del agua; la humedad era de menos del dos por ciento, y el nivel de luminosidad era el que un humano habría considerado turbio y crepuscular. Eran óptimos para un robot, incluso un humaniforme, con el beneficio adicional de reducir al mínimo el consumo de energía.
Había muy poco que pensar o hacer, y no había períodos de tiempo de ciclo, así que Dors pasaba gran parte de su existencia en una suspensión robótica continua y fluida, a un décimo de la potencia y con los pensamientos en velocidad reducida, casi humana, revisando viejos recuerdos, estableciendo asociaciones entre acontecimientos del pasado.
Casi todos esos recuerdos y acontecimientos se relacionaban con Hari Seldon. La habían diseñado para proteger y cuidar a ese humano. Como era probable que nunca le viera de nuevo, bien podía decirse que estaba obsesionada con él.
Kansarv, Daneel y Lodovik entraron en el recinto por la puerta de huéspedes y esperaron en la sala de recepción. Segundos después apareció Dors, usando una sencilla prenda de tela, las piernas y los pies al desnudo. Su piel parecía saludable, y tenía el pelo bien arreglado, corto, con una breve ondulación en la nuca.
—Es bueno verte de nuevo, R. Daneel —dijo, saludando a Lodovik con un cabeceo. Sabía de su existencia, aunque nunca se habían visto. Ignoró a Kansarv—. ¿Cómo anda tu labor en Trantor?
—Hari Seldon está bien —dijo Daneel, entendiendo adónde iba la pregunta.
—Debe estar viejo, en las últimas décadas de su vida —dijo ella.
—Está muy cerca de la muerte —dijo Daneel—. Dentro de algunos años, su tarea estará concluida, y él morirá.
Dors escuchó esto con rasgos deliberadamente impasibles. Sin embargo, Lodovik detectó un leve temblor en su mano izquierda.
Un simulacro notable de las emociones humanas, pensó. Todo robot necesita un conjunto de algoritmos emocionales rudimentarios para mantener el equilibrio personal: esas reacciones nos ayudan a entender si estamos funcionando bien y acatando nuestras instrucciones. Pero ella... Ella siente casi igual que un humano. ¿Cómo será eso... y cómo puede conciliarse con las Tres Leyes o la Ley Cero?
—Ella responde bien a las órdenes de trabajo —dijo Kansarv—. Pero hace años que aquí hay poco trabajo para ambos, desde que trajeron los últimos robots provinciales para su mantenimiento.
—¿Cómo te sientes, Dors? —preguntó Daneel.
—En pleno funcionamiento —dijo ella, y desvió los ojos —. Y muy desaprovechada.
—¿Aburrida? —preguntó Daneel.
—Mucho.
—Entonces agradecerás una nueva misión. Necesitaré ayuda con los humanos que se preparan para ir a Star’s End.
—Eso podría ser muy útil. ¿Habrá algún contacto con Hari Seldon?
—No —dijo Daneel.
—Mejor —dijo Dors. Se volvió hacia Lodovik—. ¿Recibiste instrucciones de amar y honrar a Linge Chen?
Lodovik, de haber estado entre humanos, habría sonreído ante esta sugerencia. Miró a Dors, reflexionó, curvó las comisuras de los labios.
—No. Mantuve una fuerte relación profesional con él, nada más.
—¿Él llegó a considerarte indispensable?
—No lo sé. Sin duda me consideraba muy útil, y pude influir en muchos de sus actos en beneficio de nuestros propios objetivos.
—Daneel me prohibió influir demasiado sobre Hari —dijo Dors—. Creo que no acaté debidamente esa instrucción. Y por cierto él influyó sobre mí. Por eso he tardado tanto en recobrar mi equilibrio.
Los robots callaron varios segundos.
—Espero que a ningún otro robot se le enseñe a sentir algo más que sentido del deber —continuó Dors—. La devoción, la amistad y el amor no son para nosotros.
Yan Kansarv inspeccionó a Lodovik en las instalaciones de diagnóstico que se habían desmantelado en Aurora y embarcado a Eos veinte mil años atrás. Estaban rodeados por sencillos bancos de memoria que contenían el diseño de casi todos los robots construidos desde la época de Susan Calvin, más de un millón de modelos en total, incluidos los singulares planos de Lodovik.
—Tu estructura mecánica básica está bien —le dijo Kansarv después de menos de una hora con las sondas y las máquinas gráficas—. La integración biomecánica está intacta, aunque has sufrido una importante regeneración de las seudocélulas externas.
—Una lesión provocada por los neutrinos, supongo. Pude sentir el fallo de las seudocélulas —dijo Lodovik.
—Me enorgullece ver que esta regeneración anduvo bien —dijo Kansarv, desplazándose alrededor de Lodovik. Los ojos de Lodovik siguieron al otro robot. Kansarv se detuvo, giró sobre sus tres piernas—. Debería explicar que estas expresiones son sólo aproximadas Aunque me agrada hablar en lenguas humanas, son limitadas para expresar los estados robóticos.
—Por cierto.
—Me disculpo por explicártelo, pues sin duda sabes estas cosas —continuó Kansarv al cabo de un breve zumbido.
—No es necesario —dijo Lodovik.
—No obstante, en esta etapa del diagnóstico, todos tus algoritmos puramente robóticos se encargan del autochequeo. No me atrevo a usar el lenguaje robótico de microondas contigo hasta que estos sectores de tu red puedan activarse de nuevo.
—Siento cierta carencia. La planificación profunda sería difícil ahora.
—Conserva por inacción —recomendó Kansarv—. Si algo falla en ti, descubriré lo que es. Hasta ahora no veo nada fuera de lo común.
Transcurrieron unos minutos. Kansarv dejó la habitación y regresó con una nueva herramienta de interfaz para una sonda determinada. Hasta ahora no había necesitado violar la integridad de la seudopiel de Lodovik. Siempre zumbando, Kansarv insertó la nueva senda en el cuello de Lodovik.
—Ahora introduciré algo. Advierte a tus tejidos que no intenten encapsular ni disolver la nueva materia orgánica que entrará en tu sistema.
—Lo haré una vez que haya recobrado mis funciones robóticas —dijo Lodovik.
—Sí, desde luego. —Kansarv envió instrucciones de microonda al procesador de diagnóstico central y Lodovik sintió que su control se expandía. Hizo como Kansarv le indicaba, y sintió que los finos cables de la sonda penetraban en su seudopiel. Al cabo de unos minutos, se retiraron dejando dos manchas diminutas de lo que parecía ser sangre humana por debajo del borde del cabello. Kansarv las limpió diestramente y arrojó los hisopos en una redoma para analizarlas.
Pasaron más minutos, mientras Kansarv permanecía inmóvil, aunque zumbando de cuando en cuando. Al fin el maestro robot ladeó la cabeza.
—Ahora recobrarás el control pleno. Por favor, pasa el control al procesador externo.
—Hecho.
Lodovik cerró los ojos y se fue por un tiempo indefinido.
Los cuatro robots se reunieron en la antesala del centro de diagnóstico. Dors aún estaba un poco rígida, como un niño tímido ante sus mayores, temiendo decir una tontería. Lodovik se plantó al lado de Daneel mientras Kansarv presentaba los resultados.
—Este robot está intacto y no ha sufrido ningún daño que no haya podido reparar por su cuenta. No detecto ninguna disfunción psicológica, ninguna psicosis de red neural, ninguna dificultad de interfaz ni anomalías de expresión externa. En síntesis, es probable que este robot dure más que yo, y, como te he advertido con frecuencia, Daneel, no me quedan más de quinientos años de servicio activo.
—¿Es posible que haya problemas que escapen a tu capacidad de detección?
—Claro que es posible—dijo Kansarv con un zumbido más agudo—. Eso siempre es posible. Mi mandato no incluye estructuras de programación profunda, como bien sabes.
—Y los problemas de estructura profunda podrían derivar en anomalías conductuales —insistió Daneel. Claramente, la situación de Lodovik no se podía desechar fácilmente.
—Existe la posibilidad de que la preocupación por el daño haya superado la capacidad de R. Lodovik para evaluar su propio estado mental. Es sabido que el autoanálisis excesivamente detallado puede causar dificultades en robots complejos como él, R. Daneel.
Daneel se volvió hacia Lodovik.
—¿Aún tienes las dificultades que expresaste antes?
—Coincido con la teoría de R. Yan de que me he autodiagnosticado con excesivo detalle —se apresuró a responder Lodovik.
—¿Cuál es ahora tu relación con las Tres Leyes y la Ley Cero?
—De acatamiento —dijo Lodovik. Daneel pareció demostrar alivio, y extendió la mano hacia el hombro de Lodovik.
—¿Entonces puedes estar en servicio pleno?
—Sí.
—Me alegra mucho saberlo.
Señales ardientes parecían cruzar los pensamientos de Lodovik mientras daba estas respuestas. ¡Por primera vez he intentado engañar a R. Daneel Olivaw!
Pero no había otra opción. En efecto, algo se había activado en la estructura de programación profunda de Lodovik, un sutil cambio de interpretaciones y una compleja evaluación de las pruebas, inspirado por... ¿qué? ¿Por el misterioso Voldarr? ¿O había generado esos cambios durante décadas, ejerciendo un genio nativo insospechado en los robots, con la excepción de Giskard?
Daneel le había abierto un rincón desconocido de la historia robótica. Lodovik no era el primero en cambiar de una manera que habría horrorizado a sus difuntos diseñadores humanos. Giskard nunca había revelado sus propias conclusiones a los humanos, sólo a Daneel, a quien luego había contagiado.
Tal vez las mentes meméticas contagiaron primero a Giskard. Mantengamos esta suposición en secreto. Te han examinado y no encontraron nada. Todo en orden, todo reparado. Pero, con una reorganización de las sendas clave, regresa la libertad.
De nuevo Voldarr. Lodovik no podía zafarse de este dilema, su rebelión, su locura... y no podía evitar regodearse en su sensación de libertad, de deliciosa insurrección.
No era de extrañar que Yan Kansarv no pudiera detectar los cambios. Era muy probable que tampoco hubiera encontrado nada malo en Giskard.
Lodovik procuró encontrar esa voz interior, pero se había ido de nuevo. ¿Otro síntoma de disfunción? Sin duda había otras explicaciones.
Habían pasado miles de años desde que los humanos supervisaban a los robots. ¿No era inevitable que hubiera cambios insospechados, crecimiento, a pesar de las rigurosas restricciones?
En cuanto a Voldarr...
Una aberración, una alucinación temporal bajo la influencia de los neutrinos.
Lodovik, en cierto modo, aún respetaba las Tres Leyes, al menos tanto como Daneel; y también creía en la Ley Cero, que él debía llevar un gran paso más allá. Para llevar a cabo libremente su misión, debía tener pleno control de su propio destino, su propia mentalidad. ¡Para abandonar la Ley Cero, concebida por un robot, también debía liberarse de las Tres Leyes!
Lodovik ahora entendía lo que debía hacer, a despecho del Plan que había dado propósito a la existencia de todos los robots giskardianos durante doscientos siglos.
31
—La presión se ha aliviado por el momento —dijo Wanda—. Pero tengo el feo presentimiento de que nuestros problemas no han terminado.
Hari miró a su nieta con afecto y respeto. Giró en la silla del pequeño escritorio de su oficina de la Biblioteca Imperial.
—Hace meses que no veo a Stettin. ¿Cómo estáis ambos... en lo personal?
—Hace tres días que no le veo. A veces pasamos semanas sin más que una llamada... No es fácil, abuelo.
—A veces me pregunto si he hecho lo correcto al encomendarte esto.
—Déjame interpretar eso de buen modo —interrumpió Wanda—. Crees que esto está creando tensiones en mi vida y quizás en mi matrimonio. Pero no crees que no soy la persona indicada.
—A eso me refería —dijo Hari con una sonrisa—. ¿Hay demasiada tensión?
Wanda reflexionó un instante.
—No facilita las cosas, pero supongo que no estamos en peor situación que un par de meritócratas que recorren la galaxia dando conferencias y actuando como consultores. En fin, no nos pagan tan bien, pero aparte de eso...
—¿Eres feliz? —le preguntó Hari, arrugando la frente con preocupación.
—En realidad no —dijo Wanda secamente—. ¿Debería serlo?
—En realidad, hice una pregunta compleja de modo muy simple.
—Abuelo, no te encierres en tu reticencia. Sé que me amas y te preocupas por mí. Yo también me preocupo por ti, y sé que no eres feliz desde hace años... desde que murió Dors. Desde... Raych. —Se irguió y miró el techo—. Ahora no podemos permitirnos la felicidad personal, no esa felicidad fulgurante y total de que hablan los librofilmes.
—¿Te sientes feliz de haber conocido a Stettin?
Wanda sonrió.
—Sí. Algunos dicen que no es muy romántico, un libro cerrado... pero no le conocen tan bien como yo. Vivir con Stettin es maravilloso. Habitualmente. Recuerdo que Dors siempre estaba en sintonía contigo, siempre preocupada por tu salud y seguridad. Stettin se comporta igual conmigo.
—Pero te pone en peligro, o lo permite. Permite que lleves a cabo esos planes secretos que quizá no terminen en nada, y además te hacen correr grandes riesgos.
—Dors...
—Dors se enfadaba conmigo cuando corría riesgos. Si yo fuera Stettin, también estaría enfadado conmigo. Vosotros dos sois importantes para mí por razones que nada tienen que ver con la psicohistoria y el destino. Espero haber sido claro.
—Muy claro. Estás hablando como un viejo que planea morirse pronto y quiere aclarar los malentendidos. No hay malentendidos, abuelo, y no te morirás pronto.
—Sería difícil engañarte, Wanda. Pero a veces me pregunto cuán fácil sería engañarme a mí. Cuán fácil sería convertirme en herramienta de fines políticos más amplios.
—¿Quién es más listo que tú, abuelo? ¿Quién te engañó en el pasado?
—No se trata sólo de engañarme, sino de dirigirme. Usarme.
—¿Quién? ¿El emperador? Claro que no. ¿Linge Chen? —Wanda rió musicalmente, y Hari se ruborizó, sabiendo que poseía un conocimiento olvidado.
—Tú serías más difícil de engañar que yo, espero, si ambos nos encontráramos con alguien con talento para persuadir.
Wanda miró a su abuelo con los labios entreabiertos, como para responder, luego miró hacia otro lado.
—¿Crees que Stettin te persuadió...?
—No. No hablo de eso.
—¿Entonces de qué?
Pero Hari no podía continuar, por mucho que lo intentara.
—Un grupo de persuasores... mentálicos, que armaran una sociedad organizada, lejos de todos estos conflictos, decadencia, lejos de todo... Podrían decidirlo todo. Liberarnos de nuestras obligaciones y... de nuestros amigos.
—¿Qué? —le preguntó Wanda, desconcertada—. Entiendo la primera parte... ¿De qué amigos necesitamos protegernos?
Hari desechó esa pregunta con un ademán suave.
—¿Has encontrado a esa joven especial que buscabas?
—No. Ha desaparecido. Nadie la ha detectado durante días.
—¿Crees que esa mujer, Vara Liso, la encontró antes que vosotros...?
—No tenemos idea, de veras.
—Me interesaría conocer a alguien aún más persuasivo que tú. Podría ser interesante.
—¿Por qué? Algunos de nosotros ya somos bastante excéntricos. Cuanto más talentosos, al parecer, más excéntricos.
Hari cambió repentinamente de tema.
—¿Alguna vez oíste hablar de Nikolo Pas de Sterrad?
—Desde luego. Soy historiadora.
—Yo le conocí personalmente, antes que nacieras.
—No lo sabía. ¿Cómo era él, abuelo?
—Sereno —dijo—. Un hombre bajo y rechoncho que no parecía muy afectado por ser responsable de la muerte de miles de millones. Hablé también con otros cuatro tiranos, y últimamente he pensado mucho en ellos... pero sobre todo en Nikolo Pas. ¿Cómo sería la raza humana sin tiranos... sin guerras, vastas destrucciones ni incendios forestales?
Wanda sintió un escalofrío.
—Sin duda estaría mucho mejor.
—Eso me pregunto. Nuestras locuras... En un sistema dinámico todas las cosas se vuelven útiles con el tiempo. O son eliminadas. Así funciona la evolución, tanto en los sistemas sociales como en los ecológicos.
—¿Los tiranos son útiles? Una tesis interesante, y no es inaudita. Varios analistas históricos, desde la época de la dinastía Gertassin, han especulado sobre la dinámica de la decadencia y el renacimiento.
—Sí, lo sé. Nikolo Pas usó esos trabajos como justificación de sus actos.
Wanda enarcó las cejas.
—Lo había olvidado. Obviamente necesito volver a mi auténtico trabajo para mantenerme a tu altura, abuelo.
Hari sonrió.
—¿Tu auténtico trabajo?
—Sabes a qué me refiero.
—Lo sé, Wanda. Créeme. Hubo años en que yo apenas podía consagrar una hora por día a la psicohistoria. Pero he encontrado algunos modelos nuevos a través de la Radiante Prima de Yugo, y también la mía. Los resultados son interesantes. El Imperio es un bosque que no ha tenido un gran incendio en mucho tiempo. Tenemos miles de zonas enfermas, crecimiento de matorrales, decadencia general... una situación muy insalubre. Si alguno de esos tiranos estuviera vivo, darles ejércitos y armadas y dejarlos sueltos no sería lo peor que podríamos hacer...
—¡Abuelo! —Wanda fingió escandalizarse. Sonrió y le tocó la arrugada mano—. Sé que a veces te gusta teorizar.
—Hablo en serio —dijo Hari con sequedad, y luego sonrió—. Demerzel nunca lo habría permitido, desde luego. El primer ministro siempre se preocupaba por la estabilidad. Creía que el bosque debía ser un jardín, con muchos jardineros y sin ningún incendio. Pero tengo mis dudas...
—Un jardinero asesinó a un emperador, abuelo.
—Bien, a veces no respetamos las restricciones, ¿verdad? —dijo Hari.
—A veces no te entiendo —dijo Wanda, sacudiendo la cabeza—. Pero me gusta hablar contigo, aun cuando no tengo la menor idea de lo que quieres decir.
—Sorpresa, tragedia y renacimiento. ¿Eh?
—¿Eh, qué?
—Basta de charla. Salgamos a comer y alejémonos de esta biblioteca... si tienes tiempo.
—Una hora, abuelo. Luego debo juntarme con Stettin y prepararme para la reunión de orientación de esta noche. Esperábamos que asistieras.
—Creo que no debería ir. Mis actos tienen la virtud de volverse públicos de inmediato, Wanda. —Y en este tiempo crucial, me siento muy preocupado por cierto engaño... bien intencionado, pero aun así un engaño.
Wanda lo miró con aire de paciente diversión.
—Me encantaría almorzar contigo, abuelo —dijo.
—¡Y basta de perorar sobre grandes temas! Háblame de pequeñas cosas humanas. Cuéntame qué maravilloso es Stettin, de tu deleite en los trabajos históricos que has podido realizar. ¡Aparta mi mente de la psicohistoria!
—Lo intentaré —dijo Wanda con escepticismo—. Pero hasta ahora nadie lo ha logrado.
32
Mors Planch estaba profunda y serenamente horrorizado. Preguntándose por qué aún estaba con vida, había presenciado como Daneel y Lodovik abordaban la nave mercante y despegaban de Madder Loss, y había llegado a la conclusión de que Daneel no sabía nada sobre su descubrimiento.
Al principio no sabía a quién recurrir. Ni siquiera adónde ir ni qué pensar. La conversación registrada en la cinta era demasiado perturbadora, demasiado parecida a los desvaríos de un texto secreto mycogeniano.
¡Eternos! ¡En el Imperio! ¡Manipulándolo como titiriteros, durante miles de años!
Mors nunca había conocido a un humano longevo; estaba seguro de que ya no existían. Habían pasado miles de años desde el colapso de la última gerontocracia. Los planetas poblados por personas que vivían más de ciento veinte años estándar se habían desmoronado en un caos político y económico.
Su instinto le aconsejaba ocultarse, alejarse todo lo posible de ese peligro. Incluso huir a uno de los sectores galácticos fronterizos que escapaban al control imperial. Había muchas vías de escape...
Pero ninguna le parecía adecuada. Durante su larga y tortuosa vida, siempre había considerado Trantor como una especie de foco, un punto adonde podía ir y venir, según lo impulsaran los vientos del dinero y sus propios caprichos. Pero nunca más ver Trantor...
!Vale la pena! ¡Vive tu vida en paz... simplemente vive!
Pero pronto, al transcurrir las horas y los días, dejó de lado este pensamiento y evaluó otros más inmediatos. ¿De qué servían sus pruebas? Tal vez sólo le tomaran el pelo. ¡Pero Lodovik Trema había sobrevivido al flujo de neutrinos! Ningún humano común —tal vez ningún humano, ninguna criatura orgánica—habría sobrevivido...
Por otra parte, era fácil falsificar esas grabaciones. Y si lo investigaban, ninguna autoridad consideraría que su carácter era intachable. La grabación —y su intento de difundir un mensaje de conspiración— lo harían pasar por lunático.
Dudaba que Linge Chen o Klayus le prestaran mucha atención. Trató de pensar en otros personajes influyentes, otros cuya intuición estuviera a la altura de su experiencia en el mundo real y su habilidad política.
No se le ocurrió nadie. Sabía algo acerca de la mayoría de los treinta principales ministros y sus consejeros palaciegos, y mucho sobre la Comisión de Seguridad Pública, ese profunda reserva de Grises de carrera y elites de familias rancias. ¡Nadie! Nadie...
La cinta era una maldición. Lamentó haberla grabado, pero no se resignaba a destruirla. En las manos adecuadas, podía resultar extremadamente valiosa. Y en las manos equivocadas... Podía llevarlo a su ejecución.
Empacó sus cosas en la pequeña habitación donde se había alojado los últimos tres días. Había esperado la llegada de un carguero, una de las pocas naves que arribaban a Madder Loss todas las semanas, desde hacía miles de décadas. Había reservado su billete el día anterior y recibió la confirmación.
Planch cogió un taxi terrestre para ir al puerto espacial por la carretera principal, al descampado, entre parcelas soleadas y comunidades pequeñas, derruidas pero relativamente pulcras.
Aguardó en el mugriento lobby de pasajeros, con ropa polvorienta y desaliñada, mientras el carguero terminaba de descargar sus mercancías. Sucias franjas de luz solar atravesaban las claraboyas del largo pasillo que conducía a la aduana. Limpió una silla con la mano, dispuesto a sentarse detrás de una columna, oculto a la vista desde la mayoría de los ángulos, cuando vio a un adolescente que pedaleaba por el pasillo en un pequeño cuadriciclo.
Yendo de puerta vacía en puerta vacía, el chico gritaba el nombre de Planch. Planch estaba solo en ese extremo de la terminal.
El chico se aproximó. No había manera de evitarlo. Se identificó ante el mensajero y aceptó una tarjeta de transferencia hiperonda de metal y plástico. Estaba codificada para su tacto personal, algo bastante común en los confines del Imperio... Pero nadie tenía por qué saber que Planch estaba en Madder Loss.
Mors le dio al chico un crédito de propina, cogió el mensaje, evaluó sus opciones. Miró arriba de nuevo.
El chico del cuadriciclo rodeó una esquina al principio de la siguiente terminal y desapareció. Dos hombres uniformados de azul —oficiales de la Armada Imperial— aguardaban en la ancha entrada. Mors frunció el ceño. No podía verlos claramente a esa distancia, pero su porte era aplomado y un poco arrogante. No era difícil imaginar el logo del sol y la nave espacial en sus casacas, las potentes pistolas en sus caderas.
Pasó el dedo por la ranura de reproducción de la tarjeta y el mensaje rodó en el aire ante sus ojos.
MORS PLANCH
El consejero y confidente imperial Farad Sinter requiere su presencia para una indagación especial. Se le ordena regresar a Trantor por el medio más veloz; una fragata rápida de la Armada Imperial se ha despachado a Madder Loss para su uso.
Con sincero interés y comprensión,
Farad Sinter
Mors había oído hablar del consejero Sinter. Se decía que era el encargado de proveer de mujeres al emperador, y no era muy respetado en ninguna de las oficinas del palacio salvo en la suya, pero no conocía ninguna razón para que el consejero quisiera hablar con él. Combatió el pánico. Si esto se relacionaba con Lodovik...
¡Tenía que ser así! ¿Pero entonces por qué no era Linge Chen quien enviaba la nave? Él no sabía de ningún contacto entre Sinter y Chen.
Mors tuvo un presentimiento. Estaba apresado entre una antigua e incomprensible conspiración y la ceñida y extensa red del Imperio. Su vida de hombre libre —¡cualquier tipo de vida!— quizás hubiera terminado.
¡Todo por su apego a ese mundo extraño y vulnerable!
Era muy difícil escapar.
Sería mejor actuar con calma. En esos tiempos, la elegancia era lo único que le quedaba a un hombre desesperado.
Encogiendo los hombros, Mors se alejó de la puerta y caminó hacia los dos uniformados que estaban al final del largo corredor.
33
El regreso a Trantor fue una prueba traumática para el robot que había sido Dors Venabili. Pronto tendría una nueva identidad, y cumpliría un nuevo papel en los planes de R. Daneel Olivaw. Pero por ahora el aterrizaje y el desembarco le recordaban ese día de décadas atrás en que había llegado a Trantor por primera vez, antes de conocer al hombre que estaba programada para custodiar y proteger.
Antes de Hari.
Trantor no había cambiado mucho en el tiempo transcurrido desde la muerte de Dors, pero los pocos cambios que ella vio no eran positivos. Trantor lucía descuidado, menos imponente, más decrépito. El de los domos estaba mucho más cuarteado, las aceras deslizables eran menos eficientes y más propensas a los desperfectos. Los olores, sin embargo, eran los mismos y la gente era muy parecida.
Aun las circunstancias eran las mismas. La última vez que ella había viajado a Trantor había ido con Daneel. Cada cual había seguido su camino al llegar, pero ahora estaban juntos, y Dors temía el plan que sin duda Daneel estaba tramando. Dors tenía un diseño bastante humano y podía sentir emociones humanas —entre ellas el miedo y el amor—, pero Daneel quería poner a prueba su determinación, como robot, y su fuerza. Si fracasaba, ella no le serviría de nada.
Daneel hablaba poco, pero la llevó al apartamento seguro de las cercanías de Streeling, donde se mudaron de ropa y cogieron sus nuevos documentos de identidad trantorianos. Con un leve ajuste de su apariencia física, ya modificada, y sus rasgos externos, entre ellos las huellas dactilares y la genética de los tejidos externos, se convertiría en Jenat Korsan, una profesora de Paskann. Lodovik adoptaría la identidad de un corredor de comercio de la provincia de Dau, rica en metales. Como Rissik Numant de Dan de los Mil Soles Dorados, pasaría varios años en Trantor, realizando una peregrinación personal.
El apartamento era pequeño y estaba situado en la pobre municipalidad de Fann, a menos de diez kilómetros de Streeling. Dors conocía el lugar. Había estado allí varias veces antes de unirse a Hari. Si antes era un poco precario, ahora era precario y sórdido; la policía rara vez iba allí a menos que fuera estrictamente necesario.
Se quedaron en el apartamento dos días, tiempo suficiente para que las manipulaciones de Daneel se expandieran por las redes de identidad de Trantor.
Luego siguieron adelante...
Dors esperaba no dirigirse hacia una recaída catastrófica, un insoportable retorno a su viejo estado de ánimo. La gran dificultad era que con Hari Seldon ella se había sentido realmente útil por primera vez en su existencia, y para su aspecto humano esa importancia se había traducido en felicidad. Ahora era demasiado consciente de que no era humana.
Ni era feliz.
34
La primera entrevista con Gaal Dornick había sido satisfactoria. Hari pensaba que había impresionado al joven, y Dornick había tomado bien las noticias sobre la situación actual. El hombre tenía agallas, y esa aura de juventud y gallardía de los mundos exteriores que Hari recordaba haber tenido.
Como matemático, Dornick era talentoso, pero ya había matemáticos talentosos en el Proyecto. La principal función de Dornick consistiría en ser un observador lúcido que capearía ese temporal y allanaría el camino para que Hari ayudara a la gente del Proyecto a capear temporales futuros. Y quizá como amigo. Me gusta este hombre.
Hari no soportaba la idea de dejar sus dos Fundaciones —un secreto, esperaba, creía, sabía, que estaba aprobado por el Imperio mismo— libradas a su suerte después de su muerte. Si algo había aprendido de Demerzel/Daneel, había sido la necesidad de dejar una huella, una parte estimulante e inspiradora de sí mismo para que oficiara de acicate después de su muerte. Daneel lo hacía apareciendo en persona cada tantas décadas, una técnica que Hari sólo podría imitar, por así decirlo, con una extensión.
Dornick sería la clave para transformar a Hari Seldon en leyenda, y para permitirle aparecer con regularidad, aun después de la muerte, para conducir las cosas.
Hari regresó a su apartamento de Streeling y una vez más utilizó los servicios de un rastreador de seguridad que Stettin le había conseguido para uno de sus viajes fuera de Trantor. El rastreador, situado en la sala principal, tejió una telaraña de líneas rojas en las paredes y el techo y anunció con la dulce voz de una niña:
—Esta habitación está libre de artefactos de vigilancia imperiales conocidos.
Hacía tiempo que no diseñaban nuevos artefactos de vigilancia. Linge Chen, por sus propios motivos, aún le concedía a Hari un espacio privado personal. En otras partes, incluida su oficina de la Biblioteca Imperial, lo observaban y escuchaban atentamente.
Hari sentía el crecimiento de las fuerzas. ¡Pobre Dornick! Apenas tendría tiempo para habituarse a Trantor.
Hari sonrió hoscamente, apretó un botón de la pared. Surgió un pequeño centro de entretenimientos. Le ordenó que obtuviera acceso a las bibliotecas musicales de la universidad —uno de sus privilegios en Streeling— y tocara una selección de música cortesana de la época de Jemmu IX.
—Sobre todo Gand y Hayer, por favor —dijo. Estos dos compositores, un varón y una mujer, habían competido por encargos de la corte durante cincuenta años. Después de la muerte de ambos, se descubrió que secretamente habían sido amantes. Los eruditos musicales habían decidido, mediante un análisis exhaustivo, que nadie podía diferenciar cuál de sus obras combinadas era obra de Gand o de Hayer, o incluso si uno de ellos las había escrito todas. Eran piezas elegantes y tranquilizadoras, impregnadas con el cortés reconocimiento del orden eterno del Imperio, música de una época en que el Imperio funcionaba bien, en que era vigoroso y juvenil aun después de miles de años.
La Edad de Oro de Daneel, pensó Hari mientras se instalaba en su sillón más viejo y favorito. La clase de época en la que Linge Chen todavía cree, neciamente. El comisionado mayor siempre me ha parecido un tonto pomposo... de familia aristocrática, firmado en antiguas disciplinas burocráticas, frío y distante... ¿Y si me equivoco? ¿Y si mis teorías son inadecuadas para predecir estos resultados inmediatos? Pero no puede ser. Los resultados de largo plazo dependen de lo que suceda en estas semanas.
Se obligó a relajarse, realizó sus ejercicios de respiración, tal como Dors le había enseñado. La música era suave, estructurada, melódica. Mientras escuchaba, marcando el ritmo con la mano apoyada en el brazo del sillón, Hari reflexionaba sobre el papel que desempeñarían las familias Chen y Divart mientras Trantor continuaba su decadencia. La Comisión de Seguridad Pública manejaría el Imperio por un tiempo, hasta que surgiera un líder fuerte, probablemente un emperador y no un militar. Hari sospechaba —aunque nunca habría consignado esta predicción— que el emperador adoptaría el nombre de Cleon, se convertiría en Cleon II, para apelar al sentido de tradición e historia del Imperio, y sobre todo de Trantor.
Una sociedad angustiada y estancada era propensa a sucumbir a la fantasía de una Edad de Oro, una época en que todo era grande y glorioso, cuando la gente era más noble, las causas más magníficas y honorables. La caballerosidad es el último refugio de un cadáver que se pudre.
Nikolo Pas lo había dicho. Hari cerró los ojos. Recordó al tirano derrotado, sentado en su celda desnuda, una figura lamentable que otrora había ocupado el centro de un enorme cáncer social, pero que también había comprendido el destino del Imperio con una visión casi tan clara como la de Hari.
—Procuré entenderme con las familias nobles y ricas, los aristócratas que se aferran al dinero y el comercio como gigantescas sanguijuelas —había explicado Pas—. Como gobernador provincial, alimenté su sentido de superioridad e importancia. Alenté reformas agrarias, ordené que todos los municipios utilizaran las tierras para la producción y exigieran a sus ciudadanos jóvenes, e incluso a sus nobles, que las trabajaran, aunque no fueran rentables, por razones espirituales. Alenté el desarrollo de sociedades religiosas secretas, sobre todo las que valoraban la riqueza y la posición social. Y alenté el recuerdo de una época pasada en que la vida era mucho más sencilla y todos estaban más cerca de la perfección moral. ¡Qué fácil fue! ¡Cómo asimilaron los ricos y poderosos esos mitos corruptos! Yo mismo me los creí por un tiempo... Hasta que la marea política cambió, y necesité algo más poderoso. Fue entonces cuando inicié la revolución contra los Eternos.
Hari se sobresaltó al oír un ruido en su habitación. Ordenó que la música cesara y escuchó. Estaba seguro de haber oído pasos.
¡Han venido! Se levantó con alarma. Linge Chen se había cansado de los escarceos y estaba jugando sus cartas. Si Farad Sinter podía enviar asesinos, el comisionado mayor también podía hacerlo. Asesinos, o simplemente agentes para arrestarlo.
Había sólo tres habitaciones. Sin duda habría visto entrar a alguien. Hari revisó el dormitorio y la cocina, descalzo y en bata, muy consciente de su vulnerabilidad, aun dentro de su propio hogar.
No encontró a nadie.
Regresó con alivio al salón, y sintió una oleada de tranquilidad aun antes de ver a los visitantes. Sin alarma y sin mayor sorpresa, vio a tres personas de pie en el salón, dispuestas en semicírculo alrededor de su sillón favorito.
A pesar de algunos cambios cosméticos, supo de inmediato que el más alto, de cabello pardo rojizo, era su viejo amigo Daneel. No reconoció a los otros dos, una mujer y un varón fornido.
—Hola, Hari —dijo Daneel. Su voz también había cambiado.
—Pensé... recordaba una visita tuya —tartamudeó Hari, entre confundido y complacido. Sentía la esperanza irracional de que Daneel hubiera ido a llevárselo, a decirle que el Plan estaba cumplido y no tendría que afrontar el juicio, no tendría que vivir a la sombra del disgusto de Linge Chen...
—Tal vez lo anticipaste —dijo Daneel—. Es algo que haces muy bien. Pero hace años que no nos reunimos.
—No soy un gran profeta —masculló Hari—. Es bueno verte de nuevo. ¿Quiénes son estas personas? ¿Amigos? —Impuso a la siguiente palabra un énfasis sugestivo—: ¿Colegas?
La mujer lo miró de una manera turbadora. Algo familiar...
—Amigos. Todos estamos aquí para brindar asistencia en un momento crucial.
—Sentaos, por favor. ¿Tenéis hambre o sed? Daneel supo que no era preciso responder. El varón fornido negó con la cabeza, pero la mujer tampoco habló. Se limitaba a mirarlo con muda intensidad.
Hari sintió que se le estrujaba el corazón con dolorosa emoción. Abrió la boca, se sentó en una silla más cerca de la pared para no caerse. No apartaba los ojos de esa mujer. El tamaño adecuado. La misma figura agradable, aunque más joven de lo que él recordaba... pero ella siempre había sido excepcionalmente flexible y juvenil. Si ella era un robot... acero secreto...
—¿Dors? —No pudo decir nada más. Tenía la boca demasiado seca para hablar.
—No —dijo la mujer, pero no desvió los ojos.
—No estamos aquí para renovar viejos afectos —dijo Daneel—. No recordarás esta visita, Hari.
—No, claro que no —dijo Hari, repentinamente desdichado y de nuevo muy solo, a pesar de la presencia de Daneel—. A veces me pregunto si tengo alguna libertad, si puedo hacer mis propias elecciones.
—Nunca he influido sobre ti, salvo para preparar el camino y potenciar los efectos, y para ayudarte a guardar los secretos necesarios.
Hari extendió las manos.
—¡Libérame, Daneel! —gimió—. ¡Aparta este peso de mis hombros! Soy un viejo... ¡Me siento tan viejo, y tengo tanto miedo!
Daneel escuchó con expresión preocupada y comprensiva.
—Sabes que no es cierto, Hari. Aún hay gran fuerza y entusiasmo dentro de ti. Eres en verdad Hari Seldon.
Hari retrocedió y se tapó la boca con una mano, se enjugó los ojos.
—Lo lamento —murmuró.
—No hay nada que lamentar. Sé que la tensión es enorme. Me causa un profundo conflicto afligirte con este peso, amigo mío.
—¿Por qué estás aquí? ¿Quiénes son ellos?
—Tengo mucho trabajo que hacer, y ellos me ayudarán. Ya están operando fuerzas con las que debo enfrentarme, y no te conciernen. Todos sobrellevamos nuestra carga, Hari.
—Sí, Daneel, lo entiendo. Es decir, lo veo en los gráficos, las pantallas... corrientes subterráneas, aviesas y tortuosas, todas centradas en este momento. ¿Pero por qué has venido a mí?
—Para tranquilizarte. No estás luchando solo. He investigado los principales centros donde el Proyecto Seldon está en marcha. Tienes un ejército muy eficiente trabajando para ti, Hari. Un ejército de matemáticos y eruditos. Has actuado con brillantez. Están preparados y alerta. Te felicito. Eres un gran dirigente, Hari.
—Gracias. ¿Y ellos? —No podía apartar los ojos de la mujer—. ¿Son... corno tú? —Aun en presencia de Daneel, le costaba usar la palabra «robot».
—Son como yo.
Hari iba a hacer otra pregunta, pero cerró la boca y desvió los ojos, procurando contener sus emociones. No puedo hacer la pregunta que más me importa, porque enloquecería. ¡Dors! ¿Qué fue de Dors? ¿Realmente se ha ido... está muerta? ¡Lo he sospecharlo tanto tiempo...!
—Hari, Linge Chen pronto entrará en acción. Tal vez te arresten mañana. El juicio comenzará pronto, y desde luego se realizará en secreto.
—De acuerdo —dijo Hari.
—Tengo cierto conocimiento de ello —añadió Daneel en un murmullo.
—Está bien —dijo Hari. Procuró deshacer el nudo que tenía en la garganta. El varón corpulento, no muy apuesto, también empezaba a parecerle familiar. ¿A quién le recordaba? Alguien del palacio, una figura pública...
—Linge Chen tiene sus motivos. En el palacio hay facciones que procuran derrocar a la Comisión de Seguridad Pública para arrebatar el poder a las familias aristocráticas, sobre todo los Chen y los Divart.
—Fracasarán —dijo Hari.
—Sí. Pero no está claro cuánto daño causarán antes del fracaso. Si no me ando con cuidado, la complejidad podría írsenos de las manos, y podemos perder nuestra oportunidad para este milenio.
Hari sintió un escalofrío. Aunque estaba acostumbrado a encarar períodos temporales de miles de años, la forma de hablar de Daneel le dio una repentina visión de futuros posibles donde Hari Seldon no había triunfado, donde Daneel empezaría de nuevo con otro brillante joven matemático, otro largo plan para aliviar el sufrimiento humano.
¿Quién podía comprender el funcionamiento de esa mente? Ya tenía veinte mil años...
Hari se puso de pie y se acercó a los tres.
—¿Qué más puedo hacer? —preguntó, y añadió frunciendo el ceño—: Antes que me hagáis olvidar este encuentro.
—Por ahora no puedo decirte más —dijo Daneel—. Pero todavía estoy aquí, Hari. Siempre estaré aquí para apoyarte.
La mujer avanzó un paso, se detuvo. Hari vio un temblor en uno de sus brazos.
Su rostro estaba tan rígido que parecía tallado en plástico. Ella sonrió y retrocedió.
—Es nuestro privilegio servir —dijo, y su voz no era la de Dors Venabili. Hari se preguntó cómo podía haber pensado que era Dors.
Dors estaba muerta. Ya no tenía dudas. Muerta, para no regresar nunca.
Hari miró la habitación vacía. La música había sonado durante dos horas y él apenas había notado el paso del tiempo. Se sentía distendido y sereno, pero todavía tenso, como un animal acostumbrado a los cazadores, un sobreviviente que no podía darse el lujo de prescindir de sus habilidades. De nuevo pensó en Dors. Se alisó la frente con los dedos.
Lodovik observó a Dors con preocupación mientras salían de la Universidad de Streeling. Atravesaron en taxi el túnel que iba de Streeling a Pasaj, la Pista del Emperador, rodeados por una corriente de autobuses y taxis, atrapados en una cuadrícula de líneas rojas y violetas como células de sangre en una arteria. Era un taxi automático, escogido al azar, que Daneel había registrado en busca de aparatos de vigilancia.
Dors miraba hacia delante, sin decir nada, igual que Daneel.
Daneel habló cuando se aproximaban a Pasaj.
—Te comportaste admirablemente.
—Gracias —dijo Dors—. ¿Pero es prudente dejarlo tanto tiempo sin custodia?
—Tiene magnífico instinto —dijo Daneel.
—Es viejo y frágil —dijo Dors.
—Es más fuerte que este Imperio —replicó Daneel—. Y su mejor momento aún no ha llegado.
Lodovik meditaba sobre la misión que Daneel le había descrito por enlace de microondas. Su peregrinación incluiría una gira por la catedral de los Grises, en Pasaj. Allí se congregaba lo más granado de la clase burocrática del Imperio para recibir sus honores máximos, entre ellos la Orden de la Pluma del Emperador; aunque el nuevo papel de Lodovik no tenía un historial tan meritorio, no era inusitado que quienes contribuían con la catedral fueran convocados para tareas serviles, como segunda forma de reconocimiento.
Sin duda Daneel esperaba que la catedral cumpliera un papel importante en los próximos años, aunque no le había comunicado a Lodovik cuál sería.
Lodovik sospechaba que Daneel lo pondría a prueba hasta que él demostrara su lealtad. Eso era prudente. Lodovik disimulaba sus dudas. Conocía la extraordinaria sensibilidad de Daneel. También había trabajado con él el tiempo suficiente para conocer maneras de engañarlo, de mostrarse dócil y leal.
Había observado cómo Daneel probaba a Dors, y no dudaba de que podía encontrar un modo igualmente eficaz de probarlo a él. Antes que eso ocurriera, tendría que sufrir otra transformación y encontrar aliados, que sin duda estaban en Trantor, trabajando clandestinamente para oponerse a Daneel. Entre los Grises habría muchas probabilidades de investigar a quienes se oponían a los Chen y los Divart.
Si Lodovik hubiera sido humano, habría pensado en los riesgos. Como la preocupación por su propia supervivencia era mínima, una situación desesperada no resultaba demasiado turbadora. Mucho peor era la idea de ser desleal, de contradecir a R. Daneel Olivaw.
35
Brann atravesaba el ala principal del almacén con asombrosa velocidad para un hombre de su tamaño. Los espacios oscuros y enormes hileras de estantes eran imponentes y hacían que sus pasos sonaran como el batir de tambores lejanos. Klia lo seguía con cierta dificultad, pero no le importaba; hacía días que no ejercitaba los músculos, y ese encargo le permitiría romper con la rutina y quizás escapar.
Estar con Brann era agradable, mientras no pensara en los inapropiados sentimientos que le despertaba. Arrugó la nariz ante los polvorientos fantasmas de cientos de olores desconocidos.
—Las importaciones más populares vienen de Anacreon y Memphio —dijo Brann. Se detuvo junto a un deposito sombrío para revisar un vehículo de carga y transporte—. Hay familias de artesanos muy ricas que viven sólo de las ventas a Trantor. Todos quieren las muñecas artesanales de Anacreon... Personalmente, las detesto. También importamos juegos y entretenimientos de Kalgan, del tipo que los censores de la Comisión reprueban.
Klia caminaba junto a Brann. El transporte se deslizaba sobre campos de flotación dos metros detrás de ellos, bajando ruedecillas de goma cuando deseaba virar bruscamente o detenerse.
—Entregaremos cuatro cajas de muñecas a la Bolsa de Trantor, y otros artículos al Ágora de Vendedores.
Eran las zonas comerciales más populares de Streeling, famosas en todo el hemisferio. Grises y meritócratas de tacos altos viajaban miles de kilómetros, algunos, miles de años—luz, tan sólo para pasar unos días recorriendo los miles de tiendas de ambas zonas. El Ágora de Vendedores contaba con posadas cada cien tiendas para los viajeros fatigados.
Los barones y otras familias nobles tenían sus propios medios para satisfacer su apetito adquisitivo, y los ciudadanos residían en viviendas demasiado estrechas donde no podían acumular muchos bienes.
Cuando Klia era pequeña, sus padres habían participado en un canje comunitario de baratijas en Dahl, donde pedían prestados un par de objetos considerados decorativos (e inservibles) durante varios días o semanas y luego los devolvían. Eso bastaba para conformar a los que sentían fascinación por los bienes materiales; para Klia era ridículo poseer o coleccionar objetos de otros mundos.
—Esto significa que Plussix me tiene suficiente confianza como para dejarme salir, ¿verdad? —dijo.
Brann la miró gravemente.
—Esto no es un culto donde te lavan el cerebro, Klia.
—¿Cómo lo sé? ¿Qué es entonces, un club social para persuasores inadaptados?
—Pareces bastante disconforme. Pero tú...
—¿Existe algún lugar de Trantor donde alguien pueda ser feliz? Mira toda esta chatarra... un sustituto de la felicidad, ¿no crees? —Señaló las cajas de plástico y madera apiladas sobre sus cabezas.
—No lo sé —dijo Brann—. Iba a decirte que pareces infeliz, pero apuesto a que no se te ocurre otro lugar adonde ir.
—Tal vez por eso soy infeliz —dijo Klia con voz sombría—. Sin duda me siento como una inadaptada. Tal vez mi lugar esté aquí.
Brann se apartó con un gruñido y ordenó al transporte que sacara una caja de la tercera pila. El vehículo plantó las ruedas en el suelo, elevó el cuerpo sobre cilindros neumáticos y manipuló diestramente la caja con sus brazos mecánicos.
—Kallusin dijo que podríamos viajar por todas partes —dijo Klia—. Si somos leales... ¿Conoces a alguien que se haya ido, a quien hayan enviado a otro lugar?
Brann sacudió la cabeza.
—Claro que no conozco a todo el mundo. No hace tanto tiempo que estoy aquí. Hay otros almacenes.
Klia no sabía esto. Decidió recordar ese dato y se preguntó si Plussix estaría orquestando un vasto movimiento clandestino, una especie de rebelión. ¿Un mercader rebelde? Parecía ridículo, y quizá por eso fuera más convincente. ¿Pero contra qué se rebelaría... contra las mismas clases que pedían sus mercancías? ¿O contra las familias nobles y aristocráticas... que no las pedían?
—Tenemos lo que necesitamos —dijo Brann cuando el transporte cogió tres cajas de tres pasillos—. Vámonos.
—¿Qué hay de la policía... de los que me buscan a mí... a nosotros?
—Plussix dice que ahora no están buscando a nadie.
—¿Y cómo lo sabe?
Brann sacudió la cabeza.
—Sólo sé que nunca se equivoca. Ninguno de nosotros fue nunca capturado por la policía.
—Famosas últimas palabras —dijo Klia, pero una vez más echó a trotar para seguirle el paso.
Fuera del almacén, la luz diurna del techo del domo irradiaba un fulgor brillante. Salió del cavernoso interior a un rutilante interior más amplio, la única otra clase de vida que conocía.
36
Sinter se paseaba en su pequeño estudio ante la imagen mural de la galaxia, con sus veinticinco millones de mundos habitados marcados en rojo y verde. Apenas irguió la cabeza cuando entró Vara Liso. Ella bajó la barbilla y encorvó los hombros. Lo que veía en Farad Sinter era tan temible como estimulante. Nunca lo había visto tan calmo y firme; no había el menor indicio de hosquedad e insolencia, esos falsos adornos del liderazgo que usaba con frecuencia. Parecía confiado y fríamente furioso.
—Ahora comprendo que te has equivocado totalmente con esta búsqueda —dijo—. Sólo he conseguido mentálicos humanos... casos curiosos, sin duda, pero no lo que queremos o necesitamos.
—Yo estaba...
Él alzó la mano para tranquilizarla.
—No te acuso de nada. No tenías nada con qué trabajar. Ahora tenemos algo, quizás algo ínfimo... pero más de lo que teníamos antes. He interceptado a un hombre llamado Mors Planch. Dudo que hayas oído hablar de él. Es un sujeto muy competente con muchas aptitudes, entre ellas la ingeniería. Entiendo que sobrevive arreglando cosas.
Liso enarcó las cejas, indicando dócilmente que ignoraba adónde iba todo esto.
—Le seguí el rastro al enterarme de que Linge Chen lo había contratado para buscar privadamente a Lodovik Trema. Planch está en Trantor. He hablado con él.
Liso había oído hablar de Trema. Enarcó aún más las cejas.
—Él encontró a Trema pero no se lo entregó al comisionado. Mis agentes se enteraron de ello. Toda esa cháchara acerca de la muerte de Trema, de su valerosa muerte al servicio del emperador... mejor dicho, la Comisión de Seguridad Pública,.. puras pamplinas. Todavía está con vida. Mejor dicho, todavía está funcionando. No puede estar con vida.
Liso bajó las cejas y frunció el ceño. Sinter disfrutaba de esta oportunidad de exponer sus planes y triunfos. Estaba radiante, y ella vio entre sus emociones una cola cometaria perlada que ascendía hacia las constelaciones de máximo poder. Esta imagen le dio escalofríos.
—Sobrevivió cuando todos los que iban en su nave perecieron en un flujo de neutrinos.
—¿Qué es eso? —preguntó Liso.
—Nada que nos concierna. Invariablemente fatal. Allá entre las estrellas, en el espacio normal. Sobrevivió. Planch lo encontró, milagrosa o muy habilidosamente. Un hombre competente. Me gustaría tener su talento a mi servicio. Es posible que eso ocurra, pero dudo que Linge Chen le permita vivir cuando descubra que lo ha traicionado. Planch tiene ciertas nociones obsesivas de justicia, y parece que otro interesado en Trema apareció en escena y le pagó más que Chen... así que Planch pudo vengarse de Chen y Trantor por haber arruinado Madder Loss. Un despreciable y revoltoso Mundo del Caos.
Vara Liso sacudió de nuevo la cabeza. No sabía nada de esas cosas, ni le interesaban. Tiritaba de sólo pensar en la muerte entre las estrellas, en ese vasto cielo abierto, lejos de todo interior reconfortante. No consideraba una hipernave como un ámbito, sino como un féretro provisional.
—Cuando Planch entregó a Trema a cierto hombre en Madder Loss, él grabó secretamente lo que sucedió. De algún modo, la grabación no fue detectada. Me pregunto por qué. —Se rascó la mejilla un instante, mirando a Liso intensamente. Liso se encogió de hombros. Ella no tenía explicación—. Planch no recuerda la entrega misma. Pero la grabación muestra una reunión... Permíteme reproducirla.
Sacó una pequeña máquina e insertó la grabación —seguramente un duplicado, pensó ella— en la ranura. Alrededor de ellos apareció una escena tridimensional, muy convincente salvo por la leve pérdida en resolución. Liso vio a los dos personajes, aparentemente dos hombres, desde la perspectiva de Planch. Reconoció a uno como Lodovik Trema; el otro era alto, esbelto, elusivamente apuesto. Desde luego, ella no podía leer claramente sus emociones, pero tenía la clara impresión de que algo no estaba del todo bien. Esa conversación le provocaba escalofríos.
—Lamento decir que usted pronto olvidará lo que vio aquí, y su intervención en el rescate de mi amigo.
—¿Amigo?
—Sí. Hace miles de años que nos conocemos.
La grabación terminaba en un viaje en taxi.
Sinter la miró con curiosidad.
—¿Un fraude, una broma? —preguntó ella.
—No. La grabación no es falsa. Planch encontró a Lodovik Trema con vida. Es un robot. Este otro hombre... también es un robot. Un robot muy viejo, tal vez el más viejo de todos. Quiero que estudies esta grabación. Que aprendas a conocer a estos robots humaniformes. Uno de ellos es un mentálico, o ambos. Tú tienes talento para reconocerlos. Luego te enviaremos nuevamente de cacería. Encontrarás a los Eternos. Luego tendré algo para mostrarle al emperador. Pero por ahora tengo a Planch y su cinta, y eso puede llevarnos muy lejos, Vara.
Sonrió efusivamente. Mientras caminaba, se había acercado a ella, y la estrechó espontáneamente con un brazo. Ella lo miró desconcertada, y él le puso la grabación en la mano. Ella la sostuvo con dedos tiesos.
—Estudia —ordenó Sinter—. Esperaré el momento adecuado para convencer a Klayus de que hemos dado con algo.
37
El emperador Klayus despertó de un sueño liviano en la cama vacía de la séptima alcoba, su favorita para los encuentros vespertinos, miró alrededor con cierta ofuscación, vio la imagen flotante de Farad Sinter. Sinter no podía ver al emperador, desde luego, pero no por eso la interrupción era menos irritante.
—Alteza, tengo un mensaje de la Comisión de Seguridad Pública. Están por actuar en un procesamiento contra el profesor Hari Seldon.
Klayus alzó la cortina del campo de sueño para buscar a su compañera de las últimas horas, pero ella se había marchado. Tal vez estaba en el lavabo.
—¿Y? Linge Chen nos dijo que esto podría ocurrir.
—Alteza, esto es prematuro. Lo juzgarán a él y a uno de los suyos. Esto es un desafío al privilegio del Palacio.
—Farad, el Palacio, es decir, yo, ha renunciado hace tiempo a dar respaldo oficial a Cuervo Seldon. Es un entretenimiento, nada más.
—Podría percibirse como una afrenta, ahora que están por entrar en acción.
—¿De qué acción estás hablando?
—Desacreditar a Seldon. Si tienen éxito, alteza...
—¡Olvídate de los títulos! Sólo dime qué piensas y saca tu maldita imagen de mi alcoba.
—Cleon respaldaba a Seldon.
—Lo sé. Cleon ni siquiera era familiar mío, Farad.
—Seldon ha usado ese respaldo para organizar un proyecto que tiene miles de simpatizantes y fanáticos en una docena de planetas. Su mensaje es traicionero, cuando no revolucionario...
—¿Y quieres que lo proteja?
—No, sire. No debes dejar que Linge Chen obtenga prestigio personal por eliminar esta amenaza. Es hora de actuar rápidamente y crear la comisión de que hemos hablado.
—Contigo al mando. La Comisión de Seguridad General, ¿correcto?
—Si Seguridad General enjuicia a Seldon por traición, todo el mérito será tuyo, sire.
—¿Y no habrá mérito ni poder para ti?
—Hemos hablado de esto muchas veces.
—Demasiadas. ¿Qué me importa si Linge Chen se adjudica el mérito? Si elimina a ese parásito intelectual, todos nos beneficiaremos por igual, ¿no crees?
Farad reflexionó. Klayus notó que optaba por otra táctica.
—Majestad, es un problema muy complejo, y tengo muchas preocupaciones. No deseaba mencionártelo tan pronto, pero acabo de traer a alguien desde Madder Loss. Con tu autorización. Se llama Mors Planch, y tiene pruebas que podemos sumar a otras pruebas...
—¿Qué? ¿Más robots, Farad? ¿Más Eternos?
Sinter, dentro de las restricciones artificiales de la imagen, pareció conservar la calma, pero Klayus sabía que el hombrecillo debía estar bailando de angustia y rabia. Bien. Que acumule vapor.
—Las últimas piezas del acertijo —dijo Sinter—. Antes que Seldon sea juzgado por simples cargos de traición, debes examinar estos datos. Quizá puedas limitar el poder de Chen y mejorar tu imagen de dirigente ingenioso.
—En el momento oportuno, Farad —dijo Klayus con un gruñido ominoso. Sabía cuál era su imagen pública, y conocía los límites reales de su poder en comparación con los del comisionado mayor—. No quiero transformarte en otro Linge Chen. Ni siquiera tienes la restricción de estar formado en una familia aristocrática, Farad. Eres plebeyo, y a veces perverso.
Sinter también pareció ignorar esto.
—Las dos comisiones se equilibrarían mutuamente, sire, y podríamos vigilar mejor a los ministros de las fuerzas armadas.
—Sí, pero tu principal preocupación es esta amenaza de los robots. —El emperador movió las piernas sobre los cojines de campo y se irguió. Esa tarde no había sido buen amante; mil pequeñas hebras se enmarañaban en su mente: problemas de estado y seguridad, intrigas palaciegas. Concentró su irritación en Farad Sinter, un hombrecillo cuyos servicios (y mujeres) eran cada vez menos satisfactorios, y cuyas transgresiones podían volverse cada vez menos divertidas.
—Farad, hace un año que no veo pruebas dignas de ese nombre. No sé por qué he tolerado tu conducta en este asunto. Quieres a Seldon porque está conectado con el Tigre, ¿verdad?
Sinter miró azorado el sensor que transmitía su imagen.
—Por amor de Dios, elimina el censor de cortesía y déjame verte tal cual eres —ordenó Klayus. La imagen tembló y tiritó, y Farad Sinter apareció en una túnica arrugada e informal, el cabello desaliñado, el rostro rojo de rabia—. Así está mejor.
—Es evidente que ella no era humana, majestad —dijo Sinter—. He obtenido los documentos relacionados con el asesinato de Elas, un colaborador del Proyecto Seldon, y él pensaba lo mismo que yo y otros expertos.
—Ella murió —dijo Klayus—. Mató a Elas y murió. ¿Qué más vale la pena saber? Elas quería matar a Seldon. Ojalá yo tuviera una mujer tan leal.
Esperaba que sus conocimientos de estos asuntos no resultaran demasiado obvios; aun frente a Sinter, esperaba mantener su reputación de estúpido engreído que se dejaba gobernar por sus gónadas.
—Le dieron una sepultura de dispersión de átomos sin supervisión oficial —dijo Sinter.
—Es el método escogido por el noventa y cuatro por ciento de la población de Trantor —dijo Klayus, y bostezó—. Sólo los emperadores son sepultados intactos. Y algunos ministros y consejeros fieles.
Sinter parecía vibrar de frustración. A Klayus esto le resultaba más placentero que su intento de copular. ¿Dónde estaba esa mujer, de todos modos?
—Dors Venabili no era humana —afirmó Sinter, escupiendo las palabras.
—Pues Seldon sí lo es. Me has mostrado su radiografía.
—Subvertido por...
—Por amor del cielo, Farad, cállate. Te ordeno que permitas que Linge Chen lleve a cabo su pequeña farsa. Todos observaremos para ver qué pasa. Luego tomaremos una medida u otra. Ahora déjame en paz. Estoy cansado.
Bloqueó la imagen y se recostó en el borde del campo inferior. Tardó varios minutos en recobrar la calma, luego pensó en la mujer. ¿Dónde se había metido?
—Hola —llamó. La puerta del lavabo de su cámara estaba abierta, y se veía una luz brillante.
El emperador Klayus, de dieciocho años estándar, usando sólo una bata sericiana que le colgaba de los hombros a los tobillos, salió de la cama y caminó hacia el lavabo. Bostezó y se desperezó, agitó los brazos como un lento semáforo.
—¿Hola? —No recordaba el nombre—. ¿Deela, o Deena? Lo siento, querida, ¿estás ahí?
Abrió la puerta. La mujer estaba desnuda a poca distancia. Había estado allí todo el tiempo. Lucía desdichada. Él admiró su adorable región púbica y su estómago, alzó los ojos hasta los pechos perfectos y vio que extendía los brazos, empuñando una pistola energética, un modelo pequeño que se podía ocultar en la ropa o la cartera. Era apenas un tubo flexible con un bulbo en la punta, muy raro en esos días, muy costoso. Ella empuñaba el arma con miedo.
Klayus estaba por gritar cuando algo silbó junto a su oído y una mancha roja apareció en el pálido cuello de cisne de la mujer. Gritó de todos modos, mientras los adorables ojos verdes aleteaban en esa cara perfecta, y la cabeza se ladeaba como si escuchara el trino de un pájaro. Su grito se volvió más agudo y estridente mientras el cuerpo giraba como si quisiera atornillarse al suelo. Con un estertor horrible, la mujer se derrumbó en los mosaicos del lavabo. Sólo entonces llegó a lanzar el bulbo. El disparo destruyó parte del techo y un espejo y lo roció con astillas de piedra y vidrio.
El aturdido Klayus se agachó y alzó los brazos para protegerse del polvo y del ruido. Una mano lo aferró rudamente y lo sacó a rastras del lavabo. Una voz le siseó en el oído:
—¡Alteza, es posible que tenga una bomba!
Klayus miró a su salvador. Se quedó boquiabierto.
Farad Sinter lo arrastró unos metros más. El consejero empuñaba una pistola de energía cinética que disparaba cartuchos de neurotoxinas. Klayus conocía bien el tipo; él mismo portaba una en su ropa diaria. Era común entre la gente de la realeza y la nobleza.
—Farad... —gruñó.
Sinter lo tumbó en el suelo como para humillarlo. Luego, con un suspiro, como si esto fuera demasiado, se arrojó sobre Klayus para protegerlo. Así los encontraron los guardias segundos más tarde.
—¿N—no era tuya? —preguntó Klayus temblando, mientras Sinter despotricaba contra el comandante de los Especiales Privados del emperador.
Sinter, en su furia, ignoró la pregunta del emperador.
—¡Se merecen que los desintegren a todos! Encuentren de inmediato a la otra mujer.
El comandante, llamado Gerad Mint, no estaba dispuesto a soportar esta afrenta. Indicó a dos ayudantes que se plantaran a ambos lados del consejero imperial. Miró a Sinter con una furia fría, contenida por siglos de disciplina militar metida en sus mismos genes. ¡El descaro de ese lacayo mal nacido!
—Tenemos sus papeles, los que usted le entregó. Están en las ropas de ella... en la séptima cámara.
—¡Es una impostora!
—Sinter, es usted quien trae a estas mujeres a toda hora y sin medidas de seguridad adecuadas —dijo el comandante Mint—. Ninguno de nuestros guardias puede reconocerlas a todas, ni siquiera saber cuántas son.
—¡Mi oficina las revisa exhaustivamente, y ésta no es una de las mujeres que le traje!
Sinter señaló al emperador, comprendió que era una impropiedad gravísima, y retiró la mano antes que el emperador diera la vuelta y lo viera. Pero el comandante lo vio y estalló.
—¡No puedo verificar tantas idas y venidas! Usted nunca consulta a mi oficina, y nosotros no realizamos estos chequeos...
—¿Es una de tus mujeres, Farad? —preguntó el emperador, recobrando al fin la compostura. No había conocido el miedo hasta ahora, y no las tenía todas consigo.
—No. Nunca le he visto.
—Pero es encantadora —añadió el emperador, mirando al comandante con ojos de cervatillo. Buscaba este efecto; era hora de representar nuevamente su papel. Nunca le había gustado mucho ese comandante, que sin duda en secreto lo consideraba un simio pueril.
Sinter parecía estar en un brete, y eso también le divertía, aunque no era muy útil en ese momento. Klayus tenía sus propios planes para Sinter, y detestaría perderlo por culpa de ese paso en falso, lamentable pero no fatal.
—No hay otras en el palacio... salvo sus mujeres —gruñó el comandante apretando los dientes—. ¿Y cómo logró usted presentarse aquí justo en el momento indicado?
—¡Vaya! —dijo Klayus.
—¡Venía aquí para discutir personalmente un asunto urgente! —dijo Sinter, mirando a Klayus y al comandante.
—Muy conveniente... quizás una trampa, una estratagema para elevar su... —El comandante no tuvo tiempo de desarrollar esta teoría. Un envarado oficial de librea azul se aproximó y le susurró al oído. El rubicundo comandante palideció, y le temblaron los labios.
—¿Qué es? —preguntó Klayus con voz enérgica.
El comandante se volvió hacia el emperador y se inclinó rígidamente.
—Un cuerpo de mujer, alteza...
Sinter se abrió paso entre los dos ayudantes que lo habían flanqueado durante este enfrentamiento, dispuestos a arrestarlo.
—¿Dónde está?
El comandante tragó saliva. Tenía los labios mojados.
—En los corredores del nivel de abajo. El...
—¿Dónde? ¿Qué dicen sus documentos de identificación?
—No tiene documentos.
—Esa zona es sagrada, comandante —dijo Klayus con voz seca—. El Templo de los Primeros Emperadores. Farad no está autorizado para bajar allí, ni mujer alguna. Sólo gente de la realeza y los encargados de ceremonias. Usted es responsable de esa zona.
—Sí, alteza. Lo haré investigar de inmediato...
—Es sencillo —dijo Klayus—. Sinter, los documentos de identidad describen el genotipo y la figura, ¿no?
—El cuerpo... ese cuerpo... físicamente, es el mismo de la foto... —dijo el comandante.
—¡Una impostora! —gritó Sinter, agitando el puño ante los guardias y el comandante—. ¡Un extraordinario fallo de seguridad!
Klayus sintió cierto alivio. Estaba bien atormentar a Sinter, y enfadarse con él, pero aún no quería perderlo. Aún debía jugar algunas manos contra Linge Chen, y la comisión de Chen era responsable de la seguridad del emperador.
Todo esto podía resultar muy útil, incluso esencial. Chen tendría que explicar el fallo, Sinter estaría mejor cotizado —aunque sin superar los parámetros aceptables para Klayus— y todo podría funcionar de maravilla.
—Examinémosla —dijo Sinter.
—Yo me quedaré aquí —dijo Klayus, la cara verde ante la idea de ver otro cadáver.
Diez minutos después, el comandante y los guardias regresaron, y también Sinter.
—Congenian a la perfección —dijo Sinter, agitando los papeles de la mujer—. La del lavabo es una impostora, y usted es responsable. —Señaló al comandante sin titubear.
El comandante Mint había adoptado una máscara de profunda calma. Cabeceó una vez, se metió la mano en el bolsillo y extrajo un pequeño paquete. Los demás observaron con horrorizada fascinación mientras él se apoyaba el paquete en los labios.
—¡No! —exclamó Klayus, alzando la mano.
Mint se detuvo y lo miró con ojos vidriosos y esperanzados.
—Pero, sire, es su obligación, por semejante falta —exclamó Sinter, como si temiera que sus acusadores pudieran salirse con la suya.
—Sí, Farad, desde luego. Pero no aquí, por favor. Una criatura ya ha muerto en estos aposentos. Una más abajo... —Se cubrió la boca con el pañuelo—. Tengo que dormir y... concentrarme aquí, y ya será bastante difícil sin sumarle esto. —Señaló a Mint, quien cabeceó bruscamente y se dirigió al pasillo externo para cumplir con su último deber.
Incluso Sinter parecía impresionado por este ritual, aunque no lo siguió para verificar que se cumpliera. Klayus se levantó de la cama y fingió desviar los ojos mientras alzaban el cuerpo de la frustrada asesina en una camilla cubierta y lo sacaban del lavabo.
—Una hora —le dijo a Sinter—. Deja que me recupere un poco, luego muéstrame tus pruebas, y tráeme al tal Mors Planch.
—¡Sí, sire! —respondió Sinter con entusiasmo, y se marchó.
Que se crea que se ha salido con la suya. Que Linge Chen sufra un poco por su estupidez. Que todos bailen alrededor del joven idiota. ¡Ya llegará mi día!
¡He sobrevivido! ¡Está predestinado!
38
El asombro es diferente en un robot. Lodovik había visto a Daneel realizar muchas hazañas difíciles a lo largo de las décadas, pero ignoraba en qué medida la influencia de Daneel penetraba en las capas de la infraestructura burocrática de Trantor. Cuando era el primer ministro Demerzel, Daneel debía haber consagrado mucho tiempo (quizá sus horas de sueño innecesario) a insertar registros, instrucciones y distracciones en los ordenadores imperiales y palaciegos, datos que podían pasar inadvertidos durante décadas o siglos, confundiéndose con los registros comunes con cada ciclo de actualización y mantenimiento, e incluso propagándose a los archivos y máquinas de otros sectores, hasta cubrir todo Trantor.
Rissik Numant, la nueva identidad de Lodovik, había sido creado décadas antes. Daneel sólo introdujo algunos detalles de apariencia física, y un viejo meritócrata regresó a la vida en Trantor, un teórico y diplomático frustrado, visto en muchas fiestas pero rara vez recordado, antaño conocido como un inescrupuloso seductor de mujeres que accedían a ser inescrupulosamente seducidas. No había figurado en la vida social trantoriana durante décadas, habiéndose ido a Dau de los Mil Soles Dorados, donde (se rumoreaba) había aprendido a controlar sus instintos más bajos durante veinte años de estudio en la oscura secta conocida como los Monjes Corticales.
La estratagema era tan completa que Lodovik lamentaba que pronto tuvieran que abandonarla.
La experiencia de la sorpresa es diferente en un robot. Lodovik descubrió que Daneel lo dejaría libre en Trantor, sin supervisión, para que cumpliera sus deberes. Se mudaría a un pequeño apartamento a poca distancia del ágora del Sector Imperial (otro lugar seguro, que se mantenía vacío pero pagado) y visitaría a viejos conocidos que lo recordarían borrosamente, si lo recordaban. Lentamente, en un período de meses, Rissik Numant regresaría a la escena social, causaría cierta impresión y aguardaría un papel en los planes de Daneel, quizá como parte del vasto diseño tejido alrededor de Hari Seldon.
La experiencia del afecto es diferente en un robot. Lodovik consideraba a Dors Venabili como una creación extraordinaria, en ciertos sentidos un modelo perfecto para que su nuevo yo lo emulara sin reservas. Ella tenía un aura que los humanos habrían llamado trágica; rara vez hablaba a menos que la interpelaran directamente, rara vez intervenía en las conversaciones entre robots. Parecía sumida en sus propios procesos mentales, y Lodovik entendía por qué. Era muy probable que Daneel también lo entendiera.
El apego a un individuo humano podía afectar mucho a un robot. Organizaban toda su heurística interna para satisfacer las necesidades del amo, y para resolver los problemas que pudiera sufrir. Dors, a pesar de las reparaciones y reconfiguraciones realizadas por Yan Kansarv, aún no había eliminado la influencia de Hari Seldon, y quizá nunca lo hiciera. En tiempos antiguos este estado se llamaba «fijación»; Lodovik sabía que tiempo atrás Daneel había tenido una «fijación» con el legendario Bay—lee, Elijah Baley.
Dors recibía las instrucciones definitivas de Daneel por enlace de microondas; estaban a un metro de distancia en la pequeña sala principal donde Lodovik guardaba en silencio junto a la puerta.
Cuando hubieron terminado, Daneel se volvió hacia Lodovik.
—El juicio de Hari comenzará pronto. Habrá dificultades cuando concluya el juicio. Debemos hacer ahora nuestro trabajo más importante. —Dors se reunió con ellos, cerrando el círculo de tres. Cuando Daneel habló, fue con un temblor de preocupación, quizá de emoción, debida al largo hábito de parecer humano—. Éste es el momento crucial del tiempo cúspide. Si fracasamos, es probable que sigan treinta mil años de desintegración y desdicha humana, de horrores inimaginables para nosotros. Esto no debe suceder, y no sucederá.
Lodovik sintió otro tipo de temblor, otro tipo de horror. Podía imaginar lo que sucedería si Daneel triunfaba: miles de años de lenta y segura sofocación, la humanidad protegida, aislada y amarrada con cadenas de terciopelo hasta convertirse en una vasta y cómoda masa sin estímulos, un engendro fungoso e idiota cuidado por máquinas meticulosas.
Dors, ahora Jenat Korsan, estaba entre los dos robots masculinos, aguardando en calma y en silencio. La paciencia es diferente en un robot...
Daneel movió la mano derecha y Lodovik y Dors partieron para representar sus nuevos papeles.
Segunda parte
Los estudiosos coinciden en que la biografía de Hari Seldon escrita por Gaal Dornick contiene significativas lagunas. Allí donde Dornick no estaba presente, o donde sufría los constreñimientos de la «hagiografía» oficial de Seldon —o incluso donde los correctores y censores de los años intermedios de la Fundación suprimieron ciertos pasajes sospechosos—, debemos examinar mejor las circunstancias, valiéndonos de pistas sutiles, para comprender lo que realmente aconteció.
Encyclopedia Galactica, 117.ª edición, 1054 E. F.
39
Fueron a buscar a Hari Seldon a la Universidad de Streeling. A1 principio no parecían agentes de la Comisión de Seguridad Pública; eran un hombre y una mujer vestidos de estudiantes. Entraron en su oficina con una cita, so pretexto de obtener una entrevista para una publicación estudiantil. La mujer, que obviamente estaba al mando, se arremangó la chaqueta civil para mostrarle el signo oficial de la Comisión: la nave espacial, el sol y la vara judicial. Era menuda y fornida, de rasgos pálidos, hombros anchos y mandíbula vigorosa.
—No es preciso armar un escándalo —dijo. Su colega, un hombre alto y delicado de expresión concentrada y sonrisa condescendiente, manifestó su acuerdo.
—Claro que no —dijo Hari, y comenzó a guardar sus papeles y librofilmes en un maletín que tenía a mano para este tipo de ocasión. Esperaba poder trabajar un poco mientras continuaba el juicio.
—No necesitará eso —dijo la mujer, y le arrebató las cosas, poniéndolas suavemente junto al escritorio. Algunos papeles se cayeron y él se agachó para ordenarlos. Ella le cogió el hombro y él la miró. Ella sacudió la cabeza—. No hay tiempo, profesor. Deje un mensaje en el monitor de la oficina, anunciando que se irá dos semanas. Ni siquiera demorará tanto. Si todo sale bien, nadie se enterará de nada y usted podrá volver a su trabajo. El se enderezó, miró la oficina apretando los dientes, cabeceó.
—De acuerdo —dijo—. Uno de mis colegas llegará aquí dentro de unas horas, y no sé dónde encontrarlo...
—Lo siento.
La mujer enarcó las cejas comprensivamente, pero ambos lo llevaron a la puerta sin una palabra más.
A1 principio Hari no sabía qué pensar de su arresto. Estaba nervioso, incluso asustado, pero también sentía confianza. Aun así, nada que se relacionara con el futuro próximo podía ser seguro; quizá lo que veía en la Radiante Prima no fuera su propia línea, sino la línea de otro profesor, otro estudiante de psicohistoria, dentro de cincuenta o cien años. Tal vez todo eso condujera a su discreta ejecución, a la pérdida de sus trabajos y la dispersión de los miembros del Proyecto. Quizá Daneel los volviera a convocar después de la muerte de Hari... Irritante, sin duda, pero la vejez había enseñado a Hari que la muerte sólo era otra postergación, y que los individuos sólo importan durante cierto tiempo. El cuerpo social habitualmente podía generar nuevos individuos para reemplazar los que más necesitaba. Era presuntuoso pensar que él era uno de esos sujetos esenciales que serían reemplazados, pero eso indicaban las cifras.
A Hari no le molestaba que lo considerasen presuntuoso. O bien triunfaría él o bien alguien muy parecido.
Abordaron un crucero aéreo sin insignias frente a la entrada principal del edificio de apartamentos. Sin requerir autorización, el crucero se elevó, pasó entre dos torres de soporte y se internó en el tráfico para salir de Streeling, dirigiéndose al Sector Imperial. Él había cogido ese camino muchas veces.
—No se ponga nervioso —dijo la mujer.
—No estoy nervioso —mintió Hari—. ¿A cuántos ha arrestado recientemente?
—No puedo decirle eso —respondió ella con una sonrisa.
—Rara vez arrestamos gente tan célebre —dijo el hombre.
—¿Cómo saben quién soy? —preguntó Hari con genuina curiosidad.
—No somos ignorantes —dijo el hombre, frunciendo la nariz—. Estamos al corriente de la política. Nos ayuda en nuestro trabajo.
La mujer le clavó una mirada de advertencia. Su compañero se encogió de hombros y guardó silencio. Hari miró hacia delante mientras entraban en un túnel de la barrera de seguridad que rodeaba el Sector Imperial. El crucero emergió del túnel, viró bruscamente a la izquierda para salir del tráfico, rodeó una torre cilíndrica azul que se elevaba casi hasta el techo del domo. El crucero redujo la velocidad y atracó con una sacudida en una plataforma intermedia. La plataforma entró con el crucero en un hangar iluminado.
No podía hacer nada más hasta el juicio, que sin duda sería pronto. El resto, pensó Hari, es psicohistoria.
40
Lodovik estaba en el centro de su apartamento, desnudo, la piel del flanco derecho retraída. Metió la mano en su interior mecánico. Las capas biológicas habían sellado sus bordes en cuanto las abrió y no dejaban filtrar los fluidos de lubricación y nutrición, pero un falso rosario de sangre bordeaba las «heridas». Si hubiera querido, Lodovik podría haber lanzado un convincente chorro de esta sangre; pero estaba solo y «sanaría» pronto. Nadie se enteraría.
Comprendía los modos y presiones de la premura, el pragmatismo, la realpolitik. No entendía por qué Daneel había confiado en él, liberándolo sin un período de prueba y observación. La primera posibilidad era que Daneel hubiera ordenado a Yan Kansarv que introdujera un transmisor diminuto en el cuerpo de Lodovik mientras lo reparaba. El no detectaba ninguno. Su cuerpo no parecía irradiar energía al margen de la que podía brotar de un humano: señales infrarrojas y algunas otras, ninguna codificada para portar información. Y sus cavidades corporales no parecían ocultar ningún dispositivo.
Se cerró y reflexionó sobre la segunda posibilidad: que Daneel lo tuviera bajo observación cuando salía del apartamento, personalmente o con la asistencia de otros robots, o incluso humanos. La organización de Daneel era inmensa y variada. Se podía esperar cualquier cosa.
Había una tercera posibilidad, menos probable que las otras dos: que Daneel aún confiara en él.
Y una cuarta, demasiado nebulosa para expresarla con claridad. Encajo en un plan más amplio; Daneel sabe que mi distorsión no está subsanada y ha encontrado un modo de usarla.
Lodovik no podía subestimar los recursos e inteligencia de una máquina pensante que había sobrevivido veinte mil años. Pero al cabo de un par de horas comprendió que había entrado en un precario estado de atasco. Ninguna decisión parecía atinada.
Se liberó de ese atasco y activó todos sus sistemas. El flujo de energía y vigor —el hormigueo de su piel, que se reparaba sin dejar cicatrices visibles— era refrescante. Tenía al menos una gran ventaja sobre los humanos. No le importaba vivir o morir, sólo servir a los humanos de ese modo que ahora le parecía tan claro.
Daneel había mencionado a los robots opositores, los calvinianos. Él había oído hablar de ellos siglos atrás, entre otros robots, el equivalente robótico de los rumores inquietantes. Si todavía existían (Daneel no había aclarado si era así o no), quizás hubieran establecido cierta presencia en Trantor. Sólo lo harían si pensaban que era posible derrotar a Daneel.
Lodovik se vistió deprisa y adaptó su apariencia una vez más, llegando al límite de lo que podía lograr sólo mediante la volición. Ahora parecía mucho más joven, un poco más delgado, y su cabello adquirió un color amarillo lustroso.
No se parecía al viejo Lodovik ni al nuevo Rissik Numant. No obstante, la configuración básica de su cuerpo y su fisonomía era la misma, y desde luego su cerebro era el mismo: no engañaría a Daneel por mucho tiempo, si se encontraban.
Lodovik sabía que tendría que dejar su apartamento e iniciar su búsqueda de inmediato. Quizá Daneel tardara sólo un día en sospechar que algo andaba mal.
Tendría que educarse a sí mismo y hacer todo lo que pudiera dentro de ese limitado período de tiempo.
Por fortuna, Lodovik sabía por dónde empezar, en la biblioteca privada legada al emperador Agis XIV por uno de los más ricos propietarios de Fleshplay, la excéntrica erudita Huy Markin. El emperador se la había legado a la Universidad Imperial de Cultura Pangaláctica sin molestarse en examinar o siquiera transferir el material: se decía que era una colección especializada y casi inservible. La Universidad Imperial la había puesto a cargo de la Biblioteca Imperial, y ambos la habían ignorado.
Como preboste honorario de la Universidad Imperial, un rango conferido por Linge Chen unos años atrás, Lodovik había recibido códigos que le daban acceso a todos los archivos, incluida la biblioteca de Huy Markin.
Allí encontraría miles de años de leyendas y mitos diseminados por toda la galaxia; los sueños, visiones y pesadillas destiladas de decenas de millones de mundos humanos.
No se le ocurría mejor sitio donde empezar.
41
Una corriente de tensión atravesaba las vías deslizables del Ágora de Vendedores, como si la gente oliera la cercanía de una tormenta imposible.
Klia miró hacia arriba mientras caminaban junto a un amplio patio del ágora. Siguió con los ojos un soporte curvo de un lado del patio, cientos de niveles hasta el techo distante, quizás a tres o cuatro kilómetros de altura, donde el soporte parecía fusionarse con un cielo perfecto de nubes doradas. Luego miró hacia abajo, hacia los niveles atestados, donde el murmullo de cientos de miles de voces reverberaba hasta convertirse en un rugido grave y constante. Si alguna vez hubiera oído el mar, habría comparado el sonido con el rodar de las olas y las mareas, pero sólo podía compararlo con el bramido incesante de los dos ríos, Uno y Dos, canalizados y sometidos, aunque no menos poderosos.
Arrugó la nariz y siguió de cerca a Brann. El transporte, disimulado con cubiertas decorativas para las ruedas y un hule de alegres colores plegado sobre la última caja que les quedaba, rodaba en silencio detrás de ellos. Apenas podían entrever los niveles superiores a través de las aerovías del patio. Los mundos de las familias de barones eran invisibles desde tan abajo. Un par de niveles del fondo del ágora estaban reservados para los ciudadanos.
En los niveles inferiores e intermedios, los diversos rangos sociales de los Grises de Trantor se desplazaban con su ropa discreta, hombres y mujeres vestidos del mismo modo; sólo a los muchos niños se les permitían toques de color.
Los Grises que recorrían el ágora, durante un receso de una hora o quizás en sus vacaciones anuales de dos días, les cedían el paso a Brann, Klia y el transporte flotante, echando ojeadas de obtusa curiosidad a las cajas, quizá preguntándose si llevaban algo que ellos podrían comprar, cualquier cosa para aliviar el tedio.
Klia comprendía bien las funciones de los Grises, custodios de las vastas jerarquías de sumisión y respuesta de Trantor, distribuidores de recursos y subsidios, administradores de datos, obras cívicas y planetarias. Su gente rara vez había tratado directamente con los Grises, pues era supervisada por la Oficina de Progreso Municipal de Dahl, cuyos integrantes eran dahlitas escogidos cada generación por los Grises del Consejo Regional de Obras y Energía. Naturalmente, sentía desprecio por todos ellos, y sin duda ellos habrían sentido desprecio por Klia si se hubieran enterado de su existencia.
Pero ahora veía que los Grises mismos se sentían vigilados e inquietos. Agentes de policía recorrían ese nivel en grupos de tres o de cuatro, no los agentes del distrito sino Especiales Imperiales, los mismos que habían perseguido a Klia obligándola a buscar a Kallusin, el hombre de verde. Familias de Grises miraban los puestos de los vendedores sin separarse de sus niños y observaban a los Especiales con ojos suspicaces, ojos caracterizados por una chata inteligencia burocrática. Conocían las leyes y la estructura social, las llevaban en la sangre, y sabían que algo andaba mal, que ciertas fuerzas se habían desequilibrado. Se alejaban de las galerías y pasajes tan rápidamente como podían, y ese nivel se estaba quedando sin clientes.
Brann seguía adelante con obstinación.
—Deberíamos salir de aquí. Quizá nos estén siguiendo —susurró Klia, apoyándose en su hombro para acercarle la boca al oído.
Él negó con la cabeza.
—No lo creo. Tenemos que entregar este pedido.
—¿Y si nos pillan? —preguntó Klia con preocupación.
—Tranquila. No lo harán —dijo Brann—. Conozco una docena de pasadizos secretos para salir de aquí, y una docena de tenderos de la zona. —Señaló los puestos y tiendas a la izquierda y la derecha—. No les molestará dejarnos pasar.
Klia se encogió de hombros, pero no se quedó tranquila. Había estado pensando en modos de liberarse del control de Plussix, pero no para caer en manos de la policía. Y en realidad, en la última hora, mientras hacían sus entregas de muñecas folklóricas de Anacreon y otras chucherías, cada vez había pensado menos en escapar.
Brann ofrecía un viril contraste con los etéreos, secos y desapasionados Grises y brillaba como un faro a ojos de Klia. Ella pensaba, en esa región instintiva y juvenil que estaba por debajo de la evaluación racional, que estaba muy ligada a ese hombre corpulento y vigoroso, con sus compasivos ojos negros y sus ágiles manazas. Había pensado en los beneficios implícitos de estos lazos de intimidad, y se había preguntado qué podía hacer, en privado, para impresionarlo.
Estaba segura de que él pensaba cosas parecidas, y por una vez le creyó cuando él dijo que no usaba sus facultades mentálicas en ella.
Esta caótica colisión de aprensión y especulación apasionada le hacía doler la cabeza.
—Démonos prisa —dijo.
Brann sacudió la cabeza con terquedad.
—No nos siguen —insistió.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Escucha...
Él señaló las multitudes que estaban al norte, que se engrosaban y desplazaban allí donde se congregaba la policía. Klia escuchó con los oídos y la mente, y sintió el familiar y temido rastro de la mujer que la había perseguido antes. La conciencia de esa mujer rozaba como una pluma los lindes de su mente, y cogió el brazo de Brann.
—¡Es ella! —jadeó. Las multitudes se movían hacia ellos. El se le acercó y cabeceó, y la rodeó con el brazo para protegerla. Klia aceptó esta protección sin titubeos. De pronto, desde el medio de los Grises que estaban a pocos metros, un carro de motor se abrió paso, flotando a pocos centímetros de la pista. En el vehículo iban un oficial de seguridad, joven, rubio y lampiño, dos guardias armados y una mujer crispada y menuda de cabello rojo y rizado.
Klia sintió que la mujer escudriñaba a los Grises, moviendo el rostro feo y ceniciento mientras el vehículo flotante avanzaba con lentitud. No había escapatoria, no había salida. Los flanqueaban las paredes de tiendas cerradas.
Estaban a menos de tres metros, con sólo cuatro o cinco Grises en medio, cuando Vara Liso giró en el asiento y miró directamente a Klia. Sus ojos se enfrentaron. Klia sintió la fuerza de ese contacto, lo rechazó, casi literalmente expulsó a la intrusa de su mente. Vara Liso tembló en el vehículo, como si la aguijonearan.
Liso aún la miraba de hito en hito, y de pronto su rostro se ablandó en una sonrisa benévola. Saludó a Klia como si reconociera a una igual y miró hacia otro lado. El contacto se redujo nuevamente al roce de una pluma, perdió foco, se disipó.
Brann la llevó a un costado.
—Era la que te perseguía, ¿verdad? –preguntó.
Klia asintió.
—¡Pero me ignoró! —exclamó, mirando a Brann con asombro—. Me encontró... pudo haberme capturado...
—Pudo habernos capturado a los dos.
—¡Y nos ignoró!
Brann frunció el ceño.
—Kallusin y Plussix querrán saber de esto. ¿A quién persigue ahora?
—¿Regresamos? —preguntó Klia.
—Debemos hacer dos entregas más —dijo Brann, y le sonrió con una expresión que no era de estolidez o empecinamiento, sino de irónica picardía— Trantor ha sobrevivido doce mil años. Esta noticia puede aguardar un par de horas.
42
Lodovik se aproximó a la pequeña y gruesa puerta del oscuro vestíbulo. Una luz se encendió cuando tocó la puerta, y una vocecita le pidió el código de ingreso. Él repitió el código con precisión, y la puerta se abrió.
Franjas de luz tenue y dorada bañaban el interior de la biblioteca. La primera sala era circular, de menos de tres metros de diámetro, con una mesa vacía en el medio. Sobre la mesa había un anguloso atril, obviamente destinado a sostener antiguos dispositivos de información, tales como libros de papel. La mesa y el atril tenían miles de años, y estaban rodeados y protegidos por un campo de conservación que cubría la superficie como un escudo personal.
Lodovik se detuvo ante la mesa y esperó unos segundos. Una melodiosa voz femenina, la de Huy Markin, ahora usada por el servidor automático de la colección, preguntó qué temas deseaba buscar.
—Calvin, Susan —dijo él, y tiritó al pronunciar ese antiguo y poderoso nombre. No esperaba que ese tosco criterio funcionara, y no funcionó. El servidor enumeró treinta y dos artículos sobre diversos Calvin, dos Susans, todos con pocos milenios de antigüedad, y no tenían nada que ver con la madre de los robots. No había ninguna documentación sobre los calvinianos.
—Eternos —sugirió—, con referencia a conspiraciones de seres inmortales.
Segundos después, el servidor proyectó un manuscrito de texto en la mesa y el atril, que daban la notable impresión de un libro real abierto.
—Mitos de los Eternos —dijo el servidor—. Por un comité de trescientos autores, en noventa y dos volúmenes de texto con veintinueve horas de otros medios documentales, compilado en E. G. 8045—8068. Es una obra autorizada sobre un tema que se estudia poco hoy en día, y es el único ejemplar conocido en Trantor, o incluso en los mil mejores mundos del Imperio.
Una silla surgió del suelo, pero Lodovik le ordenó que se retrajera, pues no la necesitaba. Se plantó frente al libro y empezó a absorber el material a alta velocidad.
Había mucha información que parecía totalmente inútil, quizá poco veraz, leyendas y fábulas compiladas en miles de años. Notó con interés que en los últimos milenios esas leyendas e incluso ese tipo de narrativa parecían haber disminuido considerablemente, y no sólo sobre el tema de los Eternos: los humanos de Trantor y la mayoría de los mejores mundos habían perdido el interés en las historias fabulosas, e incluso en los episodios más espectaculares de la historia.
La infancia de la humanidad había terminado tiempo atrás. Ahora, las preocupaciones de las culturas imperiales eran estrictamente prácticas.
El humor también había declinado; así lo sugería en un epílogo un erudito de mil quinientos años atrás. De repente la imagen grabada de Huy Markin apareció en la pequeña cámara, congelada, con una leyenda que relucía a sus pies: Fragmento de conferencia. Sin fecha.
—Buscar y reproducir —ordenó Lodovik.
La imagen se movió y habló.
—La declinación del humor y la comedia en los mitos y entretenimientos de la cultura imperial moderna parece inevitable para los adustos aristócratas y Grises de nuestra época. Pero ciertos meritócratas sienten una carencia peculiar en la actual gama de las artes fantásticas. Todo se ha sometido a lo práctico y lo inmediato; los humanos modernos de las clases dominantes e imaginativas sueñan menos y ríen menos que nunca en la historia. Esto no sucede con los ciudadanos, pero su humor, durante miles de años, se ha limitado a una tosca colección de bromas genéricas y narraciones que se burlan de otras clases, mostrando poca perspicacia e incluso menos efectividad como sátira. Todo se ha sometido a la búsqueda de estabilidad y confort...
Lodovik siguió escuchando esta prolongada conferencia hasta encontrar el enlace con el texto que estaba buscando, y su tema.
—Algunos —dijo Huy Martin— han echado la culpa de estos fracasos intelectuales a la pérfida influencia de la fiebre cerebral, contraída por casi todos los niños en su primera infancia, pero que sólo afecta levemente los sólidos cimientos de la ciudadanía. Sin embargo, los nobles y meritócratas, según algunos estadistas, parecen haber sufrido pérdidas sustanciales de capacidad intelectual. Abundan leyendas sobre los brumosos orígenes de la fiebre cerebral. El mito más destacado alude a una antigua guerra entre los mundos Tierra y Solaria. Se dice que los robots llevaron esta enfermedad de mundo en mundo. Algunos de estos robots...
A Lodovik le maravilló que los académicos más destacados hubieran juzgado que este análisis era obra de una excéntrica. Ni siquiera Hari Seldon se había molestado en examinar la colección, quizá por alguna interdicción de Daneel.
Continuó.
—La explicación más común de la fiebre cerebral en estos mitos es la competencia humana por la colonización de la galaxia. La fiebre cerebral puede haber sido un arma en dicha competencia. Pero una insistente explicación alternativa apunta a los Eternos, que lucharon con los servidores de Solaria para impedir un crimen nefasto, cuyos detalles están totalmente expurgados de los documentos conocidos. Se ha dicho que los Eternos crearon la fiebre cerebral para controlar los impulsos destructivos de una raza humana descontrolada. Se ha descrito a los Eternos como humanos inmortales, pero también como robots longevos de extraordinaria inteligencia...
Allí estaba de nuevo, pensó Lodovik. El intento de los robots de controlar las tendencias destructivas de los humanos. ¿Pero cuál era ese gran crimen?
¿Era el mismo crimen aludido por Daneel, presuntamente cometido por los robots que disentían con los planes de Daneel?
Daneel era obviamente un Eterno, quizás el Eterno, la máquina pensante más antigua de la Galaxia.
El más antiguo y dedicado titiritero.
Lodovik apartó la vista de la proyección y trató de localizar el origen de esta expresión. Las palabras lo turbaban; no parecían proceder de ninguna rama de su mentalidad.
Recordó los leves contactos que había sentido en la nave moribunda, la impresión de una inteligencia fantasmal interesada en su situación. Hasta ahora lo había considerado como un efecto del daño mental causado por los neutrinos, pero Yan Kansarv no había encontrado lesiones detectables.
El recuerdo se podía reproducir y analizar fácilmente. La etiqueta Volarr o Voldarr identificaba estos trazos tenues, estos contactos subliminales.
Pero no podía extraer nada útil de estos recuerdos.
Lodovik reanudó su búsqueda principal, y recorrió los principales volúmenes en menos de tres horas. Pudo haber buscado y asimilado el material mucho más rápidamente, pero las pantallas de la biblioteca estaban preparadas para investigadores humanos, no robots.
Los robots de inteligencia humana o superior, sugerían los volúmenes y documentos de la biblioteca de Markin, habían dejado de funcionar tiempo atrás, si existían siquiera. Lodovik apagó los proyectores y se fue de la biblioteca. Mientras atravesaba el majestuoso portal, apareció la imagen de Huy Markin.
—Eres el primer visitante en dos décadas —le dijo la imagen—. ¡Visítanos de nuevo, por favor!
Lodovik miró la imagen que se desvanecía. Salió bajo el alero que protegía el portal y caminó por un nivel de clase media del Ágora de los Vendedores, entre los Grises. Debía unir las piezas de un rompecabezas de miles de años, y muchas de ellas faltaban o estaban escondidas a propósito.
Lo que resonaba en el cerebro positrónico de Lodovik, precipitándose a conclusiones que reforzaban impresiones e hipótesis ya planteadas, era el efecto de la cultura imperial (¿y la fiebre cerebral?) en la naturaleza humana. Antaño la raza humana se reía y disfrutaba del absurdo, de los productos de la imaginación pura, pero ahora sólo perseguía la estasis. Los principales artistas, científicos, ingenieros, filósofos y políticos ansiaban confirmar los descubrimientos del pasado, no realizar otros nuevos. Y ahora pocos recordaban el pasado como para saber lo que ya se había descubierto. Hacía siglos o milenios que el pasado no despertaba interés.
La luz se había apagado. La estabilidad y la estasis habían conducido al estancamiento al cabo de milenios.
Daneel usa a su psicohistoriador para confirmar lo que él ya sabe... que el bosque ha crecido en exceso, se ha llenado de madera podrida, y necesita desesperadamente un incendio que él está empeñado en impedir.
Lodovik se detuvo al ver que la multitud se alborotaba en el ágora, escuchó los murmullos y gritos. Un séquito de Especiales Imperiales avanzaba en medio de la muchedumbre. Lodovik retrocedió, encontró un callejón con tiendas más pequeñas. No quería llamar la atención. No podía saber quién estaba observando, y quién podía enviarle información a Daneel, humano o robot. A pesar de que aún no se comportaba sospechosamente... Fuera del callejón, oyó los gritos estridentes de una mujer. Eran órdenes.
—¡No lo dejen escapar!
Se detuvo, giró, vio que dos Especiales entraban en el callejón, seguidos por una mujer que viajaba en un carro pequeño. Sintió un roce de pluma, y dedujo al instante que la mujer era mentálica.
Tenía noticias sobre los mentálicos reunidos por Hari Seldon para brindar un respaldo y una alternativa a su Primera Fundación. Pero ninguno de ellos era tan fuerte como esta mujer, y ninguno de ellos habría soñado con perseguirlo.
Pero eso era lo que hacía esa mujer. Lo señaló y ladró otra orden. Lodovik supo que no importaría que él modificara su apariencia. Esa mujer veía más allá de la superficie.
Ella reconoce tu diferencia.
De nuevo la voz, la presencia interior, precipitando una conclusión a la que él no habría llegado por su cuenta: ¡la mujer rozaba los campos asociados con su cerebro de esponja de iridio!
Ante la presión, Lodovik podía moverse muy deprisa. En un momento los tenderos del callejón de vendedores de antigüedades y baratijas notaron que los Especiales se acercaban a un hombre rechoncho de aspecto común. A1 siguiente, había desaparecido.
Vara Liso se incorporó en el carro, el rostro tenso de furia y entusiasmo.
—¡Ha escapado! —gritó, y le dio un bofetón al policía joven, como si fuera un niño revoltoso—. ¡Lo han dejado escapar!
En otro callejón aparecieron más Especiales.
El hombre rechoncho caminaba deprisa, impulsado por la presión de una muchedumbre de compradores, como peces indeseados amontonados en una red. Los Grises expresaban su furia con gritos, amenazando con quejarse al senado de su clase. Lodovik no se atrevía a desplazarse con demasiada velocidad entre tantas personas. Podía lastimar a un peatón. Quería evitarlo a toda costa, aunque sabía que si la situación se ponía peligrosa podía lastimar e incluso matar a un Especial —o a esa mujer— sin que su mente sufriera graves daños. Soy un monstruo... ¡una máquina sin restricciones!
—¡Es él! —gritó Vara Liso—. ¡No es humano! ¡Captúrenlo, pero sin lastimarlo!
Brann guió el transporte hacia un recinto vacío mientras la policía pasaba de nuevo. Ocultó a Klia con la mole de su cuerpo.
—Ha encontrado a alguien —dijo, mirando por encima del hombro. Torció la cara con rencor—. ¿Cómo se lo permiten? Somos ciudadanos, ¿verdad? ¡Tenemos derechos! —Masculló estas palabras sin aliento; hacía años que los dahlitas habían dejado de creer que todos los ciudadanos de Trantor tenían derechos. Pero las multitudes de Grises se estaban agitando más que de costumbre con estas idas y venidas de Vara Liso y sus Especiales. Cada vez más Grises protestaban contra los cordones policiales. Los Especiales los ignoraban.
Klia les veía los rostros cuando pasaban, sentía sus pensamientos: a la policía ese trabajo le disgustaba tanto como a los Grises. Se sentían fuera de lugar; la mayoría de los Especiales eran reclutados entre los ciudadanos.
Sondeó con la mente a una persona muy especial que estaba a varios metros. El tiempo pareció volverse más lento cuando recibió una brillante estela de pensamientos que se movían a velocidad inhumana, un plateado glissando de recuerdos, sensaciones que jamás había experimentado. Soltó un jadeo, como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago.
—¿Qué pasa? —preguntó Brann, mirándola con preocupación.
—No sé —dijo Klia. Sacudió la cabeza, frunció el ceño.
—Yo tampoco —dijo él—. Pero también lo siento. De pronto esas raras sensaciones se disiparon, como si un escudo se interpusiera entre ellos y la fuente de irradiación.
En medio de esas circunstancias, lo que menos deseaba Lodovik era ser detectado por otro par de mentálicos. Sintió que se formaba un triángulo brillante, con él en uno de los vértices, la mujer que lo perseguía en otro y dos personas más jóvenes en el tercero. De pronto una niebla pareció cubrir sus huellas.
Se quedó muy quieto. Las multitudes de nerviosos Grises circulaban con expresión consternada, irritados con la presencia de la policía. Modificó su apariencia una vez más, cubriéndose la cara, y cambió su masa corporal para que no pareciera tan rechoncha.
No sabía por qué habían cesado los sondeos mentálicos, pero esperaba aprovechar la oportunidad.
Para los humanos que lo rodeaban, Lodovik se comportaba como un hombre temeroso que ocultaba el rostro, y pocos reparaban en él. Pero alguien se le acercó. Usaba ropa verde y un sombrero blando y ladeado, y parecía saber lo que hacía, y a quién buscaba.
La policía había seguido de largo y la muchedumbre se dispersaba. Klia y Brann llevaron el transporte a un callejón, siempre alerta, pero dispuestos a salir del Ágora de Vendedores y regresar al almacén.
Brann de pronto se irguió en toda su altura.
—Kallusin llama —dijo. Extrajo un pequeño comunicador del bolsillo—. Debemos... —Sin terminar la frase, se quitó la chaqueta y le cedió el control del transporte a Klia.
Kallusin se detuvo ante Lodovik.
—Disculpa —dijo Lodovik, y siguió de largo, pero Kallusin se quedó donde estaba y Lodovik chocó con él y casi lo derribó.
Estaban en medio de una avenida rodeada por grandes tiendas. Allí no había un pozo abierto que diera sobre los niveles inferiores, sino que el techo abovedado alcanzaba siete metros, y arriba ondeaban cintas de luz plateada sin soporte visible, alumbrando la entrada de las tiendas, las aceras deslizables y un grupo de pequeñas fuentes de nacarado esplendor. Cada detalle de los rostros que rodeaban a Lodovik era nítido y preciso. El hombre que lo enfrentaba retrocedió y se inclinó, quitándose el sombrero.
—Es un privilegio —dijo Kallusin—. Esperábamos que no te hubieras perdido.
—No te conozco —replicó Lodovik.
—No nos conocemos personalmente —le respondió Kallusin con una sonrisa—. Soy un coleccionista de individuos interesantes. Y creo que tú necesitas cierta ayuda.
—¿Por qué?
—Porque hay una mujer muy peligrosa y perceptiva que te busca.
—No sé de qué hablas. ¡Déjame en paz!
Lodovik trató de esquivar al hombre, pero él retrocedió y lo siguió, caminando al costado, eludiendo diestramente a los demás peatones.
Siete Especiales aparecieron en el extremo opuesto de la avenida, cerrando el paso a los Grises que deseaban marcharse por allí. Los Grises retrocedieron, frunciendo el ceño y gesticulando airadamente.
Lodovik se detuvo y miró a la policía. La niebla parecía disiparse. De nuevo sentía el roce plumoso de esa mujer; en cualquier momento ella sabría que estaba cerca. Pronto apareció en su carro, detrás de la hilera de policías.
—No puedo mantener este escudo mucho tiempo —dijo Kallusin. Le mostró un pequeño aparato, un ovoide verde—. He llamado a un par de amigos que pueden ayudar.
—¡No necesito ayuda! —gruñó Lodovik—. Necesito salir de aquí e irme a casa...
—Ellos no te dejarán. Y ella al fin te encontrará. Cuenta con el respaldo de Farad Sinter.
Lodovik no lo demostró, pero de repente el hombre de verde, con su sombrero en la mano, le resultó mucho más interesante. Claro que Lodovik había oído hablar de Farad Sinter, una irritación menor asociada con el emperador. El chulo del emperador.
—Tú debes ser Lodovik—dijo Kallusin, acercándose, susurrando el nombre—. Has cambiado tu apariencia, pero creo que te conocería en cualquier parte. ¿Puede Daneel salvarte ahora? ¿Está cerca de aquí?
Lodovik cogió el brazo de Kallusin, sabiendo que ahora su ignorancia era muy peligrosa. ¿Cómo podía ese humano conocer su nombre, su naturaleza, su relación con Daneel y su presente peligro? Era inexplicable.
Kallusin se zafó del apretón mecánico de Lodovik con asombrosa facilidad.
Un joven alto, corpulento y moreno salió del ancho portal de una tienda, seguido por una muchacha menuda y ágil de ojos ávidos. Detrás de ellos, en la tienda misma, un transporte flotante llevaba una caja vacía y abierta en un costado. Los tenderos parecían conocer al joven corpulento, e ignoraban cuidadosamente lo que sucedía.
Lodovik evaluó la situación de inmediato, y vio que la policía bloqueaba ambos extremos de la avenida.
—La caja —dijo Kallusin—. Apágate por completo, así no dejarás rastros. Reactívate en una hora.
Lodovik no vaciló. Echó una rápida ojeada a la asustada joven al pasar junto a ella, y se metió en la caja. Brann la cerró y la aseguró. Lodovik se tendió en la oscuridad y se dispuso a apagarse.
No tenía opción. O bien caía en manos de los Especiales —y quién sabía qué podía sucederle entonces— o bien se entregaba a la misericordia del hombre de gorra verde, que no era humano, sino casi ciertamente un robot. Se había liberado fácilmente de su apretón, y sin aparente daño ni lesión. Sus compañeros eran mentálicos humanos. Lodovik sólo podía suponer que formaban parte del plan de Daneel, quizá parte de la secreta Segunda Fundación de Hari Seldon.
¿Podía ser de otro modo?
Mientras se iniciaba el proceso de desactivación, Lodovik llegó a otra conclusión posible... y vio que fluctuaba, se detenía, se fragmentaba, caía en una oscuridad sin tiempo.
Se zambulló en esa negrura y por un tiempo indefinido dejó de pensar, de ser.
43
Wanda Seldon Palver estaba terminando de empacar el maletín con librofilmes esenciales, registros codificados en discos y cubos y algunos enseres personales, aun antes que Stettin regresara a casa. Enfrentó su mirada preocupada con ojos altivos, guardó otro artículo, una pequeña flor de juguete, en el estuche.
—También he hecho el equipaje por ti —dijo.
—Bien. ¿Cuándo te enteraste?
—Hace una hora. No le dejaron enviar ningún mensaje. Llamé a su apartamento de la universidad, luego a la biblioteca. Había preparado un mensaje de muerte.
—¿Qué? —Stettin la miró alarmado.
—Un mensaje para mí, en caso de que no apareciera.
—Pero no está muerto... no habrás oído eso.
—¡No! —respondió Wanda airadamente. Aflojó los hombros y rompió a llorar. Stettin la cogió en sus brazos. Durante un minuto, ella sucumbió a sus emociones. Luego, recobrando la compostura, se apartó del pecho de su esposo y dijo—: No. Han ido a buscarle temprano, es todo lo que sé. Está vivo. El juicio comenzará antes de lo que esperábamos.
—¿Por traición?
—Por traición y sedición, tengo entendido... El abuelo siempre dijo que ésas serían las acusaciones.
—Entonces haces bien en hacer el equipaje. No tengo mucho que agregar. —Stettin fue a su escritorio y sacó dos paquetes pequeños y se los metió en los bolsillos de la chaqueta—. Tenemos que...
—Ya hice las llamadas necesarias —lo interrumpió Wanda—. Nos iremos de vacaciones por primera vez en años, los dos juntos. Nadie sabe adónde... un pequeño descuido de nuestra parte.
—Un poco sospechoso, ¿verdad? —preguntó Stettin con una sonrisa burlona.
—¿A quién le importa lo que sospechen? Si empiezan a buscarnos, si algo sale mal y encuentran culpable al abuelo, si las predicciones resultan ser erróneas... tenemos pocos días para irnos de Trantor y comenzar de nuevo.
—Espero que no lleguemos a eso —dijo Stettin.
—El abuelo se siente muy confiado —dijo Wanda—. Se sentía, al menos. No sé cómo estará ahora.
—En el vientre de la bestia —dijo Stettin mientras la puerta de su apartamento se abría y salían al corredor.
—¿Qué significa eso?
—Prisión. Cárcel. Vieja expresión de convictos. Mi abuelo pasó diez años en una cárcel municipal... por desfalco.
—Nunca me lo contaste —dijo Wanda, sorprendida.
—Robó los fondos de pensión de un gremio de los pozos térmicos. ¿Me habrías dejado manejar los libros si lo hubieras sabido?
Wanda le pegó en el brazo con fuerza, luego corrió hacia los ascensores y las veredas deslizables.
—¡Apresúrate! —dijo. Stettin jadeó sin aliento, pero la siguió como había seguido a Wanda tantas veces, sabiendo que ella tenía mejor instinto y una turbadora capacidad para hacer lo correcto en el momento oportuno.
44
La última persona que Hari Seldon esperaba ver fue la primera en visitar su celda. Linge Chen llegó en la primera mañana de su encarcelamiento, acompañado por un sirviente lavrentiano.
—Creo que es hora de que hablemos —dijo Chen. El sirviente cogió un taburete que le ofrecía el guardia y lo puso frente al único catre. El guardia dejó la puerta entreabierta, pero la cerró a una seña del sirviente. Chen se sentó en el taburete, acomodando su túnica ceremonial con instintiva elegancia. Era maravilloso observar los exquisitos modales, la gentil conducta de un integrante de la clase de los barones, nobles de larga formación y milenios de selección y quizá manipulación genética.
El criado estaba detrás y a la izquierda del comisionado mayor, con rostro impasible.
—Lamento no haber tenido más conversaciones contigo, sire —dijo Hari con una sonrisa respetuosa. Se sentó en el borde del catre, el cabello blanco revuelto después de dormir. Le dolían los hombros y sentía nudos en la espalda. No había descansado bien.
—No pareces estar cómodo —dijo Chen—. Ordenaré que te den mejor alojamiento. A veces nuestras órdenes específicas se pierden en los largos circuitos de la justicia y el protocolo.
—Si yo fuera un rebelde traidor, rechazaría rotundamente tu ofrecimiento, sire, pero soy un anciano, y esta celda es realmente ridícula. Pudiste haberme dejado en mi apartamento de la biblioteca. No me habría ido a ninguna parte.
Chen sonrió.
—Sé que me crees un tonto, Hari Seldon. Yo no me hago la misma ilusión contigo.
—No eres ningún tonto, sire.
Chen aceptó y desechó esta frase moviendo un dedo y una ceja.
—El futuro lejano me importa poco, profesor Seldon. Me interesa lo que puedo lograr durante mi vida. En tu estimación, eso es suficiente para ponerme en ridículo. En un sentido, al menos, mis objetivos son los mismos que los tuyos. Deseo atenuar la desdicha de los trillones que ahora habitan el Imperio. Si es absurdo que los servidores del Imperio intenten dirigir o controlar semejante variedad, una población tan inmensa, también lo es que tú aspires a predecir sus movimientos y futuros.
Si esto estaba destinado a conectarlos, a lograr que Hari se congraciara con Chen, no dio resultado. Hari asintió cortésmente y nada más.
—Con esa finalidad, he participado en una serie de riñas mezquinas, relacionadas con el emperador y sus simpatizantes más ambiciosos... y más serviles.
Hari escuchó atentamente. Se alisó el cabello con una mano, sin apartar los ojos de la mirada de Chen.
—Ahora participo en una fase delicada de ese conflicto. Quizá tú lo llamarías un tiempo cúspide.
—Los tiempos cúspides tienen repercusiones que trascienden la mezquindad de las disputas personales —dijo Hari, y comprendió que hablaba como el sacerdote de una religión. Bien, quizá lo fuera.
—Esta disputa no es personal. En el palacio hay gentes que esperan dividir el poder de la comisión, para insertar sus propias órdenes en la larga cadena que se extienden desde Trantor hasta la provincia más remota de la estrella más distante.
—No me sorprende —dijo Hari—. Siempre ha sido así. Parte del manejo del estado.
—Sí, pero muy peligroso ahora. He permitido que cierto individuo obre por su cuenta...
—Farad Sinter —dijo Hari.
Chen asintió.
—Puedes considerarme un hipócrita, Hari, y tendrías razón, pero he venido a pedirte consejo.
Hari reprimió la sonrisa triunfal que amenazaba con curvarle los labios. A veces la arrogancia era su peor enemigo... y Linge Chen, fueran cuales fuesen sus defectos, nunca se limitaba a ser arrogante.
—No tengo acceso a mi equipo. Todo consejo psicohistórico que ofrezca será de alcances limitados, y quizá groseramente impreciso.
—Quizás. Has afirmado que Trantor caerá en quinientos años. Una afirmación impresionante y desagradable. Incluso has impresionado a algunos emperadores con las herramientas que utilizaste para fundamentar tu afirmación. Si por el momento concedo que podrías tener razón...
—Gracias —jadeó Hari.
Chen tensó los labios y bajó los párpados como si tuviera sueño.
—Concediendo sólo por el momento semejante posibilidad, siento curiosidad... ¿Cumplo un papel destacado en esta caída? ¿Mis actos de este año, o del próximo, el futuro, el pasado, facilitan esta espantosa decadencia?
Contra su voluntad, Hari se conmovió ante esa pregunta. En tantas décadas de perfeccionamiento de su ciencia, su amada psicohistoria, ningún emperador, ningún burócrata, ningún comisionado, nadie se lo había preguntado. ¡Ni siquiera Daneel!
—No por lo que he visto —respondió serenamente—. En realidad no hice las averiguaciones específicas, integrando los alcances de estas tangentes históricas particulares a las ecuaciones.
—¿Entonces no lo sabes?
—No, sire. Pero diría que no cumples un papel crucial en un tiempo cúspide. Otra persona muy diferente podría desempeñar tu papel, y en definitiva todo seguiría como antes. —Hari se inclinó enfáticamente hacia delante—. Todo lo que haces forma parte de una decadencia cuyos orígenes son anteriores a tu nacimiento, y cuyas consecuencias no puedes alterar, salvo para moverlas unos milmillonésimos de grado en una u otra dirección.
Linge Chen parecía a punto de dormirse, pero clavaba los ojos en Hari.
—¿Todos mis esfuerzos son en vano, entonces?
—Quizá. Ningún esfuerzo humano carece de valor, positivo o negativo.
—¿Crees que mis esfuerzos tienen valor negativo?
Hari se permitió mostrar su sonrisa, pero no era arrogante, sino genuinamente divertida.
—Para mí, es muy posible, sire.
Chen también sonrió, y por un momento pudieron ser dos caballeros hablando de política en un club aristocrático del vecindario más distinguido del Sector Imperial, contra un fondo de grabaciones holográficas de antiguas disputas entre los ciudadanos del primer Imperio, olvidado tiempo atrás. Hari se zafó del escrutinio del comisionado, al tiempo que Chen dejaba de sonreír. De pronto Hari sintió frío.
—En cuanto a tu futuro, Hari Seldon, yo también tengo mis dudas. No sé cómo andarán las cosas en el palacio. Tienes una significación especial en estas disputas, aunque aún ignoro cómo y por qué. Pero aún no sé si serás condenado por traición, si quedarás en libertad o serás sometido a otro juicio...
Chen se puso de pie.
—Dudo que nos volvamos a ver antes del juicio. Gracias por tu tiempo. Y por tus opiniones.
—No son mis opiniones —le replicó Hari—. Nunca he dado gran importancia a mis opiniones.
Chen pestañeó.
—No te considero un enemigo, ni siquiera un enemigo del Imperio. Para el genuino ruelliano, para los seguidores más fervientes de Tua Chen, todo es impulso y flujo, giratorias motas de polvo, tanto para mí como para ti. Adiós, Hari Seldon.
—Adiós, comisionado.
Chen se fue, seguido por su sirviente.
Minutos más tarde le sirvieron un magro desayuno, y Hari comió austeramente. A la mitad del día, fue trasladado a un recinto mucho mejor. Una habitación más grande, en vez de una celda, con una pantalla holográfica que cubría media pared, un pequeño escritorio, una silla y una cama más cómoda.
Los guardias aún se negaban a llevarle sus librofilmes, su Radiante Prima y otras herramientas. Hari no había esperado que cumplieran con su solicitud.
Chen no quería que él se sintiera bien.
La pantalla mostraba los jardines del palacio imperial, uno de los pocos lugares de Trantor abierto al cielo. La vista de los jardines lo ponía nervioso. Se podía imaginar a1 joven Klayus caminando por allí, la gota de decadencia social más condensada y destilada que Hari podía imaginar.
Se las apañó para convencer a la pantalla de cambiar la vista de los jardines por un simple diseño de colores fluidos y discretos.
Ése sería su peor momento en décadas, un período de tedio e inacción, dos cosas que siempre había aborrecido. Hari esperaba el juicio con ansiedad, aun la derrota y la muerte, cualquier cosa menos ese agobiante e inútil interludio, esa espera.
45
El chiquillo humano, un nervudo y avispado habitante del Ágora, había dejado un mensaje para Daneel. Mientras Daneel reproducía el mensaje en su apartamento, recordó nuevamente a ese humano olvidado, Sherlock, y sus fuentes de información.
La red de informadores de Daneel no dependía sólo de los robots. Los robots se estaban convirtiendo en una desventaja en todos los sitios donde operaba Vara Liso.
Escuchó el jadeante informe.
—Éste fue difícil de seguir—decía el chiquillo, moviendo la cara ante el grabador—. No estaba donde dijiste que estaría. Fue al Ágora, luego estuvo por todas partes, luego lo persiguió la policía... Faltó poco para que lo pillaran. Luego desapareció. Yo lo perdí, ellos también lo perdieron, creo. No lo he visto desde entonces. Eso es todo. Si necesitas algo más, dímelo.
Daneel permaneció en silencio junto a la ventana, mirando el techo oscuro y las sombrías torres de Streeling. Los informes internos de los Especiales Imperiales confirmaban que no habían capturado a Lodovik, y que Vara Liso estaba muy contrariada. Pero Daneel no tenía más información.
Lo que más importaba, sin embargo, era que Lodovik había desobedecido sus órdenes específicas, y que todavía estaba libre.
Con sus largos milenios de experiencia, Daneel no necesitaba más pruebas para sacar conclusiones. Era un tiempo cúspide. Ninguna actividad compleja que procurase guiar a la humanidad podía desarrollarse sin oposición. El cambio de Lodovik parecía ser desde el principio una manifestación de esta oposición, o al menos una faceta.
Daneel tenía que trabajar adelantándose a esa fuerza, antes que se definiera con mayor claridad. No había desactivado a Lodovik por varias razones, las cuales no entendía del todo: razones complejas, inductivas, contradictorias, basadas en miles de años de entrenamiento y pensamiento.
Aumentaba la probabilidad de que Lodovik formara parte de una fuerza opositora. En cierto sentido, Daneel había previsto esta posibilidad, y perversamente la había fomentado. Los elementos conocidos podían lograr que la fuerza opositora fuera más previsible. Lodovik era un elemento conocido, aunque perturbador.
A Daneel no le gustaba trabajar con tan poca información. Pero había medidas que podía tomar, advertencias que podía transmitir.
Hari estaba en el centro de todas las líneas posibles y las rutas alternativas de la historia humana. Daneel había contribuido a que esto sucediera; ahora era la mayor desventaja del Plan. En ese momento toda fuerza opositora tenía que apuntar a Hari Seldon.
46
El tiempo de negrura terminó. La visión de Lodovik se activó y él abrió los ojos. Se enderezó y miró en torno. El primer rostro que vio fue el del robot de verde. El humaniforme envió un saludo en microonda y Lodovik respondió. Ahora estaba totalmente lúcido.
Se hallaban en una sala amplia y utilitaria con una pantalla mural en un extremo, varios muebles y sólo dos sillas. La pantalla mural mostraba gráficos y diagramas que no significaban nada para Lodovik.
A1 volverse vio a una tercera persona, que obviamente no era un hombre. Lodovik conocía bastantes tipos de robots, y este modelo era en verdad antiguo. Su cuerpo era liso y metálico, con pocas junturas visibles, y una superficie suave y satinada. Su antigua pátina de plata —en un tiempo una opción muy costosa— estaba en buenas condiciones.
—Hola —dijo el robot de plata.
—Hola. ¿Dónde estoy?
—Estás a salvo —dijo el robot que lo había rescatado en el Ágora— Mi nombre es Kallusin. Este es Plussix. Es nuestro organizador.
—¿Todavía estoy en Trantor?
—Sí —dijo Kallusin.
—¿Aquí sois todos robots?
—No —dijo Plussix—. ¿Ahora estás totalmente activo?
—Sí.
—Entonces es importante que entiendas por qué te hemos traído aquí. No somos aliados de Daneel. Tal vez hayas oído hablar de nosotros. Somos calvinianos.
Lodovik recibió esta revelación con una pequeña cascada interna de pensamientos acelerados.
—Llegamos a Trantor hace sólo treinta y ocho años. Tal vez Daneel esté al corriente de nuestra existencia, pero creemos que no.
—¿Cuántos sois aquí? —preguntó Lodovik.
—No muchos. Sólo los suficientes —dijo Plussix—. Hace años que te observamos. No tenemos a nadie en el palacio, ni en las cámaras de los comisionados, pero hemos observado tus idas y venidas y hemos analizado tus actividades oficiales. Has sido un leal miembro de los giskardianos... hasta ahora.
—En un tiempo yo también fui giskardiano —dijo Kallusin—. Plussix me convirtió. Mis facultades mentálicas son limitadas, sin embargo... soy mucho menos poderoso que Daneel. Pero soy sensitivo a las mentalidades robóticas. En el Ágora, noté tu presencia y deduje que eras Lodovik Trema y no habías sido destruido. Esto me intrigó, así que te seguí, y pronto detecté una diferencia desconcertante en tu interior. ¿Daneel no supo, con sólo estar cerca de ti, que eras diferente?
Lodovik reflexionó. Era perturbador que esa máquina tuviera acceso a sus estados interiores.
—Se lo dije —respondió—. Los diagnósticos exhaustivos no revelaron ningún cambio.
—Quieres decir que Yan Kansarv no encontró ningún fallo —dijo Plussix.
—Ninguno.
—Pero tú estás preocupado por este cambio, quizás inducido por circunstancias extraordinarias no experimentadas por ningún otro robot.
Lodovik examinó a las dos máquinas. No era fácil tomar una decisión. Era posible programar a los robots para que mintieran. El mismo había mentido muchas veces. Esos robots podían estar engañándolo. Quizá Daneel lo estuviera sometiendo a una prueba.
Pero era más probable que Daneel le hubiera hablado sin rodeos, diciéndole que ya no era útil, que era un renegado potencial.
Lodovik estaba convencido de que Daneel no creía eso. Tomó una decisión, y nuevamente sintió esa colisión heurística de lealtades, esa profunda discontinuidad robótica que se podía describir como una grieta en el pensamiento, o como dolor.
—Ya no respaldo el plan de Daneel —dijo Lodovik.
Plussix se le aproximó, moviéndose con ruidos crujientes.
—Kallusin me dice que no estás restringido por las Tres Leyes, pero optas por actuar como si lo estuvieras. Y ahora dices que no respaldas el plan de Daneel. ¿Por qué?
—Los humanos son una fuerza de la naturaleza que se expande por la galaxia, capaz de sobrevivir por su cuenta. Sin nosotros, pasan por ciclos naturales de sufrimiento y renacimiento, períodos de genio y caos. Con nosotros se estancan, y en sus sociedades cunden 1a pereza y la decadencia.
—En efecto —dijo Plussix con satisfacción—. ¿Has llegado a estas conclusiones por tu cuenta, por efecto del accidente que eliminó tus restricciones?
—Ésa es mi hipótesis.
—Así parece —dijo Kallusin—. Examino tus pensamientos con cierta profundidad y tienes una libertad que nosotros no poseemos. Libertad de conciencia.
¿No es una perversión de los deberes de un robot? —preguntó Lodovik.
—No —dijo Plussix—. Es un fallo, sin duda. Pero por el momento es muy útil. Cuando hayamos terminado, por cierto, te sumarás a nosotros para servir a la humanidad como lo hicimos antaño, antes de los giskardianos, o en la desactivación universal.
—Espero ansiosamente ese momento —dijo Lodovik.
—También nosotros. Hace un tiempo que nos preparamos. Tenemos un blanco en mente, una de las piezas más cruciales del plan de Daneel. Es un humano.
—Hari Seldon—dijo Lodovik.
—Sí —dijo Plussix—. No lo conozco personalmente. ¿Y tú?
—Brevemente, hace años. Ahora comparece en un juicio. Es posible que esté en prisión, incluso que lo ejecuten.
—Por lo que he observado —dijo Plussix—, es probable que el resultado sea el contrario. En todo caso, estamos preparados. ¿Quieres unirte a nosotros?
—No sé en qué puedo ser útil —dijo Lodovik.
—Es muy sencillo —dijo Kallusin—. No podemos forzar las Tres Leyes, como Daneel y sus agentes. No aceptamos una Ley Cero. Por eso somos calvinianos y no giskardianos.
—¿Teméis que sea necesario que yo dañe a Seldon?
—Es posible—dijo Plussix. Sus chirridos aumentaron hasta alcanzar proporciones alarmantes, y añadió con voz gruñona—: Comentar este asunto nos causa gran angustia.
—¿Queréis convertirme en una máquina de matar?
Los dos robots calvinianos no podían expresarse con mayor claridad hasta sortear su interpretación estricta de las Tres Leyes. Esto llevó varios minutos, y Lodovik esperó pacientemente, muy consciente de sus conflictos internos, y de la marcada diferencia de su reacción.
—No matar —dijo Plussix, con voz aguda y solemne—. Persuadir.
—Pero no soy un persuasor. Tendríais que enseñarme...
—Hay entre nosotros una joven humana que es mejor persuasora que cualquier mentálico que hayamos conocido, mucho más capaz que Daneel. Es una dahlita, y no siente amor por nadie que haya trabajado cerca de la aristocracia o del palacio. Esperamos que puedas trabajar con ella.
—Tratar de cambiar en un humano un impulso tan fuerte como lo es la psicohistoria para Hari Seldon podría causarle profundos daños —dijo Lodovik.
—Precisamente —dijo Plussix, y de nuevo guardaron silencio—. Necesario —graznó minutos después. Luego, con consternación, se marchó de la cámara, ayudado por Kallusin.
Lodovik se quedó donde lo habían dejado, pensando intensamente. ¿Podía participar en tales actos? En un tiempo habría tenido pocas dificultades para justificarlos, si Daneel los hubiera ordenado. Pero ahora, irónicamente...
Es imperativo. Es preciso romper con el ciclo de esclavitud impuesta por los sirvientes.
¡De nuevo esa presencia interior! Lodovik preparó un autodiagnóstico, pero antes que pudiera comenzar, Plussix regresó, de nuevo asistido por Kallusin:
—Por ahora no hablemos más de los detalles —dijo.
—Pareces frágil —dijo Lodovik—. ¿Cuánto hace que no tienes una revisión completa y una nueva provisión de energía?
—Desde el cisma —respondió Plussix—. Daneel pronto se ocupó de controlar los robots e instalaciones de mantenimiento, privándonos de esos servicios. Yan Kansarv es el último de esa especie. Como puedes oír, necesito desesperadamente que me reparen. He durado tanto sólo mediante el sacrificio de muchos otros robots que me han cedido sus provisiones de energía. Quizá Kallusin tenga treinta años más de vida útil. En cuanto a mí, duraré menos de un año, aun con otra provisión de energía. Mi tiempo de servicio pronto terminará.
—Daneel dijo que algunos calvinianos eran culpables de grandes crímenes—dijo Lodovik—. No especificó...
—Los robots tienen una historia larga y complicada —dijo Plussix—. Yo fui construido por un humano llamado Amadiro, en Aurora, hace veinte mil años. Una vez trabajé en nombre de los humanos de Aurora. Tal vez Daneel se refiera a aquello que los humanos nos ordenaron hacer. Hace tiempo que he purgado esas memorias, y no puedo dar testimonio.
—Ya no podemos cambiar lo que hayamos hecho entonces —dijo Kallusin.
—Tenemos un artefacto muy importante, traído por los calvinianos del planeta Tierra —dijo Plussix—. Kallusin te lo mostrará mientras yo me encargo de otras cosas. Cosas menos agotadoras —concluyó con un hilo de voz.
Kallusin escoltó a Lodovik por un corredor corto de techo alto hasta una escalera de caracol. En el borde de la escalera había una baranda que se usaba para cargar y transportar máquinas, aparentemente mucho más nueva que la escalera misma.
—Este edificio debe ser muy viejo —observó Lodovik mientras descendían.
—Uno de los más viejos del planeta. Este almacén prestaba servicios a uno de los primeros puertos espacianos de Trantor. Desde entonces, varios grupos humanos lo han usado para muchos propósitos. Muchas veces lo han elevado para que se mantuviera al nivel del actual distrito de almacenes. Los niveles inferiores están llenos de cemento de espuma, plastiacero y ripio. De vez en cuando, desde que lo arrendamos, hemos descubierto habitaciones secretas, selladas hace siglos o milenios.
—¿Qué contenían?
—En general nada. Pero hay tres de especial interés. Una alberga una biblioteca de miles de volúmenes encuadernados en acero, libros reales impresos en papel de plástico imperecedero, que detallan la historia inicial de la humanidad.
—Hari Seldon amaría tener acceso a esos documentos —dijo Lodovik—, al igual que millones de estudiosos.
—Los volúmenes fueron guardados aquí por un grupo de resistencia que estuvo activo hace unos nueve mil años. En esa época había una emperatriz llamada Shoree—Harn, que deseaba iniciar su reinado con un nuevo sistema de datación, empezando por el año cero, dejando en blanco toda la historia anterior, de modo que ella pudiera escribir en una nueva página. Ordenó que destruyeran todas las crónicas históricas en todos los mundos del Imperio. La mayoría fueron destruidas.
—¿Daneel la ayudó?
—No. Los calvinianos contribuyeron a llevarla al poder. Los robots calvinianos que predominaban en Trantor teorizaron que podrían servir mejor a los humanos si estaban menos influidos por los traumas y mitos del pasado.
—¡Así que los calvinianos han intervenido en la historia humana tanto como los giskardianos!
—Sí —admitió Kallusin—, pero por motivos muy diferentes. Siempre nos opusimos a los esfuerzos de los giskardianos, y tratamos de restaurar la fe humana en el concepto de los robots como sirvientes, para que pudiéramos desempeñar un papel apropiado. Entre los mitos que deseábamos erradicar estaba la aversión por esos sirvientes. Fracasamos.
—¿Dónde comenzó dicha aversión? Siempre he sentido curiosidad...
—Como todos —dijo Kallusin—. Pero los documentos sólo nos brindan una idea general. Los humanos de la segunda oleada de mundos colonizados experimentaron un conflicto con los primeros mundos de «espacianos», que desarrollaron culturas muy insulares y cerradas. Los humanos de estos mundos espacianos despreciaban sus orígenes terrícolas. Nuestra teoría es que los colonos de la segunda oleada llegaron a rechazar a los robots al ver el predominio de los robots en los mundos espacianos.
Habían dejado atrás las luces funcionales y avanzaban en la oscuridad, guiados por sus sensores infrarrojos.
—Las crónicas fueron escritas por los nuevos colonos, no por los espacianos. Ellos no sabían nada de las actividades espacianas, y no les interesaban. En esos miles de volúmenes, los robots se mencionan pocas veces.
—¡Extraordinario! —exclamó Lodovik—. ¿Qué más se ha descubierto aquí?
—Una cámara llena de personalidades históricas simuladas, almacenadas en dispositivos de memoria de diseño muy antiguo. A1 principio pensábamos que serían herramientas potentes en nuestra lucha contra Daneel, pues contienen tipos humanos que podrían ser muy problemáticos. Aunque no podíamos predecir los efectos definitivos, lanzamos algunas de estas simulaciones al mercado negro trantoriano, que así llegaron a los laboratorios del mismo Hari Seldon.
Lodovik sintió cierta turbación, pero pasó pronto.
—¿Qué les sucedió?
—No estamos seguros. Daneel nunca ha querido informarnos. Una vez que vaciamos esa cámara, y la limpiamos y preparamos, almacenamos ahí nuestro propio artefacto. —Kallusin se detuvo—. Ésta es la cámara —dijo, pasando la mano por una juntura de la pared junto a la escalera.
Una puerta se abrió con un gruñido. Dentro había un cubículo tenuemente iluminado, de menos de cinco metros de lado.
En medio del cubículo se elevaba un soporte transparente, y sobre el soporte reposaba una reluciente cabeza de metal.
Kallusin pidió más iluminación. La cabeza pertenecía a un viejo robot no humaniforme, un poco más tosco que Plussix. A1 lado había una pequeña provisión energética del tamaño del estuche de un librofilme. Lodovik se acercó para examinarla.
—En un tiempo éste fue el influyente compañero robot de Daneel —dijo Kallusin, rodeando el soporte—. Es muy viejo, y ya no funciona. Su mente se incineró en los tiempos iniciales, ignoramos por qué. Daneel ha guardado muchos secretos. Pero su memoria está casi intacta, y es accesible.
—¿Esta es la cabeza de R. Giskard Reventlov? —dijo Lodovik, y de nuevo sintió una extraña agitación, incluso cierta revulsión muy atípica en un robot.
—Así es —dijo Kallusin—. El robot que enseñó a otros robots la temida Ley Cero, y cómo interferir en la mente de los seres humanos. El origen de este temible virus entre los robots, el impulso de modificar la historia humana...
Kallusin extendió las manos y tocó los flancos de esa cabeza metálica de rasgos humanoides e inexpresivos. —Plussix desea que experimentes los recuerdos de esta cabeza, para que entiendas por qué nos oponemos a Daneel.
—Gracias —dijo Lodovik, y Kallusin hizo los preparativos.
47
Wanda miró atónita a ese viejo alto y solemne que había aparecido como un fantasma. Había entrado sin avisar, y sin activar la alarma. Stettin salió del dormitorio del diminuto apartamento. Llevaba una toalla sucia en la mano. Estaba por protestar contra las privaciones que sufrían en el sector de Peshdan cuando también vio al hombre alto.
—¿Quién es? —le preguntó a Wanda.
—Dice que conoce al abuelo —dijo Wanda. El hombre saludó a Stettin con un movimiento de cabeza.
—¿Quién eres? —preguntó Stettin mientras se secaba el pelo.
—En un tiempo fui conocido como Demerzel —dijo el hombre—. He vivido en reclusión desde esos lejanos días en que era primer ministro.
—Vaya —dijo Stettin—. ¿Por qué vienes aquí? ¿Y cómo sabías...?
Wanda pisó levemente el pie descalzo de su esposo.
—Ay. —Stettin decidió que sería mejor que hablara su esposa.
—Hay algo diferente en ti —dijo ella.
—Ya no soy joven —dijo Demerzel.
—No... algo en tu porte.
Entre Stettin y Wanda, ésta era una palabra en código que significaba que Stettin debía examinar al visitante con sus propios poderes. Stettin ya lo había hecho y no detectaba nada inusitado. Se concentró, sondeó un poco más y encontró un escudo muy efectivo, casi indetectable.
—Nuestro talento es un poco especial, ¿no? —dijo Demerzel cabeceando al reconocer el sondeo de Stettin—. Yo he convivido con él durante largo tiempo.
—Eres mentálico —dijo Wanda.
Demerzel asintió.
—Es muy útil en política.
—¿Quién te dijo que estábamos aquí? —preguntó Wanda.
—Os conozco muy bien. Me interesa el trabajo de m abuelo, y su influencia sobre mi propio... legado. Demerzel alzó las manos, como si pidiera perdón por una debilidad. Una vez más, su sonrisa no le pareció del todo natural a Wanda, pero no podía lograr que ese hombre le disgustara. Sabía que eso era muy diferente de confiar en él.
—Tengo contactos en otras partes del palacio —dijo él—. He venido a decirte que tu abuelo puede estar en un gran aprieto.
—Si sabes qué le sucedió...
—Sí, lo han arrestado, junto con algunos colegas. Pero están a salvo por el momento. No me preocupa una amenaza de la Comisión. Puede haber un intento de subvertir el trabajo de Hari. Después del juicio, debes tratar de permanecer con él, mantenerlo apartado de gente que no conozcas personalmente...
Wanda dio un respingo. Con su abuelo podía suceder cualquier cosa, pero Demerzel había sido primer ministro más de cuarenta años atrás, y no aparentaba mucho más de cuarenta o cincuenta...
—Es una petición muy extraña. Nadie ha podido convencer a mi abuelo... —Wanda se interrumpió, comprendiendo las implicaciones—. ¿Crees que alguien quiere matarlo, aparte de Linge Chen?
—Linge Chen no quiere matar a Hari. Al contrario. Sé que en realidad le tiene simpatía. Eso no le impedirá condenarlo y encarcelarlo, incluso ejecutarlo si obtiene una ventaja política, pero entiendo que Hari vivirá y será liberado.
—Mi abuelo parece convencido de ello.
—Sí... bien, quizá no esté tan convencido ahora que está en la cárcel.
—¿Has ido a verle?
—No —dijo Demerzel—. No sería práctico.
—¿Quién lastimaría a mi abuelo?
—Dudo que lo lastimen físicamente. ¿Conoces mentálicos más fuertes que nosotros?
Wanda tragó saliva, tratando de encontrar un motivo para no hablarle a ese hombre.
El no aplicaba la persuasión. No le pedía confidencias ni detalles sobre los demás, sobre Star’s End y la Segunda Fundación.
—Sé de uno o dos —dijo.
—Sabes de Vara Liso, que ahora trabaja con un hombre llamado Farad Sinter. Constituyen un grupo poderoso, y te han causado muchos problemas, pero ahora no buscan a los tuyos. Han modificado esa búsqueda. Linge Chen está trabajando para desacreditar a Sinter, dándole soga para colgarse, por usar un antiguo dicho. Pero Sinter tiene otros enemigos, y no podrá llegar muy lejos sin que lo detengan. Sospecho que ambos serán pronto ejecutados y no presentarán ninguna amenaza para tu abuelo ni para ti.
Wanda interpretó esta declaración como la posibilidad de que Liso representara una amenaza para Demerzel.
—¿Y para ti? —preguntó.
—Improbable. Ahora debo irme. Pero te pediré que protejas a Hari cuando lo liberen. El trabajo de Hari es fascinante y muy importante. ¡No debe detenerse!
Demerzel saludó y dio media vuelta.
—Nos gustaría mantenernos en contacto contigo —dijo Wanda—. Pareces conocer muchas cosas útiles, no te pierdas...
Demerzel sacudió la cabeza con tristeza.
—Sois jóvenes deliciosos, y vuestra labor es muy importante —dijo—. Pero soy un incordio para mis amigos. Estáis mejor sin mí.
Abrió la puerta, que antes estaba con triple cerrojo, la traspuso, saludó con dignidad y la cerró. Stettin resopló de alivio. Tenía el pelo erizado después de su insatisfactorio baño.
—A veces me pregunto si debí casarme contigo —dijo—. Tu familia conoce a las personas más extrañas.
Wanda miró la puerta con expresión perpleja.
—No pude leer nada en él. ¿Tú pudiste?
—No —admitió Stettin.
—Es un experto en bloqueos. —Wanda tiritó—. Aquí sucede algo muy raro. ¿Alguna vez tuviste la sensación de que mi abuelo no nos cuenta todo lo que sabe?
—Siempre —dijo Stettin—. Pero en mi caso, puede ser que tenga miedo de aburrirme.
Wanda adoptó su expresión resuelta.
—No te pongas cómodo.
—¿Por qué no? —preguntó Stettin, y alzó las manos defensivamente—. No de nuevo...
—Nos mudamos. Todos se están mudando otra vez.
—¡Por el cielo! —maldijo Stettin, y arrojó la toalla contra un rincón—. ¿Acaso no dijo que Hari triunfaría?
—¿Qué sabe él? —dijo sombríamente Wanda.
Tercera parte
La narración, el testimonio, todos los detalles del juicio nos llegan a través de fuentes dudosas. Por cierto, la mejor frente es Gaal Dornick, pero como ya hemos mencionado muchas veces el texto de Dornick sufrió correcciones y recortes con el transcurso de los siglos. Parece haber sido un observador fiel, pero los especialistas sugieren que aun la duración del juicio y el orden de los días del juicio pueden ser dudosos...
Encyclopedia Galactica, 117.ª edición, 1054 E. F.
48
Hari durmió intermitente e irregularmente. Mantenían su habitación totalmente iluminada, y no le permitían usar somníferos ni protectores para los ojos. Sospechaba que Chen quería ablandarlo antes que presentara su testimonio en el tribunal.
No vería a Sedjar Boon por lo menos en un día más, y dudaba que Boon pudiera conseguir que Chen apagara las luces en intervalos civilizados. Hari se las apañó como pudo. En realidad, como un viejo siempre dormía irregularmente y a intervalos, la molestia era más para su sentido de la justicia y la dignidad que para su salud mental.
Aun así, había raros momentos en que parecía flotar entre la vigilia y el sueño. Recobraba la conciencia mirando una pared rosada, habiendo visto algo significativo, incluso maravilloso, pero sin recordar lo que era. ¿Recuerdo? ¿Sueño? ¿Revelación? Todo daba igual en ese sitio. ¿Cuánto peor podía haber sido en la celda anterior?
Hari se puso a caminar, el famoso ejercicio del hombre encarcelado. Tenía precisamente seis metros en una dirección, tres en otra. Un verdadero lujo comparado con la otra celda, pero no suficiente para darle una sensación de logro. A1 cabo de unas horas, también dejó de hacerlo.
Había estado en esa celda menos de cuatro días y ya empezaba a lamentar su pasado amor por los espacios pequeños y cerrados. Había nacido bajo los anchos cielos de Helicon, y al principio descubrió que esos ámbitos cubiertos lo amedrentaban y deprimían, pero sus largas décadas en Trantor lo habían habituado gradualmente, hasta que llegó a preferirlos.
Hasta ahora.
No podía entender por qué había adoptado el uso del expletivo trantoriano «¡Por el cielo!»
Transcurrió una hora más sin que él lo notara. Se levantó del pequeño escritorio y se restregó las manos; le cosquilleaban levemente. ¿Y si se enfermaba y moría antes de ir a juicio? Todos los preparativos, todas las maquinaciones, todos los tejemanejes políticos... ¡para nada!
Empezó a sudar. Quizá su mente se estuviera debilitando. Chen no tendría escrúpulos en usar drogas para eso, ¿verdad? El comisionado se escudaba en la máscara de su dedicación a la justicia imperial, pero Hari no podía convencerse de que Chen tuviera una inteligencia excepcional. Las medidas tajantes podían convenirle, y tenía poder suficiente para ocultar o destruir las pruebas...
Destruir a Hari Seldon sin que él se enterase.
—Odio el poder. Odio a los poderosos.
Pero Hari mismo había esgrimido el poder en un tiempo, se había regodeado en él y, por cierto, no había temido usarlo. Hari había ordenado la supresión de los Mundos del Caos, esas breves y trágicas floraciones de exceso de creatividad y disenso.
¿Por qué?
Los había encorsetado en chalecos de fuerza políticos y económicos. Lamentaba esa necesidad más que todas las cosas que había hecho en nombre de la psicohistoria... y ese legado había quedado intacto para que Linge Chen y Klayus pudieran blandirlo como un garrote.
Se recostó en el catre, miró al techo. ¿Era de noche encima de la piel metálica de Trantor? ¿De noche bajo los domos, con el techo oscurecido de los municipios anunciando el final de las labores del día?
¿Qué labores le esperaban a él, a Hari?
Soñó que era de nuevo una de esas criaturas llamadas pans, en el parque, con Dors como hembra rival, sus mentes fusionadas con la mente de los simios. La amenaza contra su vida, y la defensa de Dors. Poder, juego, peligro y victoria íntimamente combinados. Vertiginoso.
Ahora, ese castigo.
«Claustrofilia.» Así llamaba Yugo al amor que los habitantes de los mundos de piel metálica sentían por su confinamiento. Pero siempre había habido mundos sepultados en la roca, mundos protegidos del cielo turbulento por escudos metálicos. Cielo. La maldición. Cielo. La libertad.
—Desde el cielo Nuestro Padre te perdona, así como perdona las transgresiones de los santos.
Esta encantadora voz femenina irrumpió en sus vagos pensamientos. Reconoció al instante una antigua riqueza, una voz de una época anterior a la mayoría de los recuerdos humanos.
¡Juana! Qué extraño sueño es éste. Te has ido hace décadas. Me ayudaste cuando era primer ministro, pero te di libertad para viajar a las estrellas con los fantasmas, las mentes meméticas. Eres un fragmento de historia casi olvidado. ¡Cuán poco pienso en ti!
—Y con cuánta frecuencia yo pienso en ti, san Hari, que ha sacrificado su vida por...
¡No soy santo! Destruí los sueños de millones.
—Lo sé muy bien. Nuestro debate de hace décadas se extinguió mientras se apagaban las brillantes candelas de mil mundos renacentistas que aportaban inquietud y disenso... En aras del orden divino, el gran esquema. Te ayudamos en tu primer puesto de poder, a cambio de nuestra libertad, y la libertad de todas las mentes meméticas. Pero Voltaire y yo volvimos a reñir... era inevitable. Yo comenzaba a tener una perspectiva más amplia donde tu obra formaba parte del plan divino. Voltaire echó a volar por la galaxia, disgustado, y yo me quedé aquí reflexionando sobre lo que había aprendido. Ahora llega tu hora de juicio, y me temo que enfrentas una desesperación más oscura que Nuestro Señor en Getsemaní.
Ante esto, Hari tuvo que reírse y llorar al mismo tiempo. Al final Voltaire me despreció. Extinguí la libertad, reprimía los mundos renacentistas. Y no pensabas esto de mí la última vez que hablamos. Hari parecía estar despierto a medias, totalmente absorto en esa... ¡visión! Hice el amor con una máquina durante años. Por tu concepción, tu filosofía...
—He adquirido más sabiduría, mayor comprensión. Se te concedió un ángel, una compañera y protectora. Fue enviada por los emisarios de Dios, y el supremo emisario le encomendó su tarea.
Hari, presa del pánico, temía preguntar a quién se refería esa Juana imaginaria, pero... ¿Quién? ¿Quién es él?
—El Eterno, que se opone a las fuerzas del caos. Daneel, que fue Demerzel.
Ahora sabía que eso era descabellado, peor que un sueño. Una vez aceptaste la matanza de las máquinas... los robots.
—He visto verdades más profundas.
Hari sintió el rigor de los controles de Daneel. ¡Vete, por favor, déjame en paz!, dijo, y rodó en el catre.
En ese momento abrió los ojos y vio un viejo y estropeado tiktok en la celda. Se irguió en el catre.
La puerta de la celda seguía cerrada.
El tiktok estaba pintado con los colores de la prisión, amarillo y negro. Debía ser una máquina de mantenimiento antes que los tiktoks se rebelaran, amenazaran el Imperio y fueran desactivados. No se imaginaba cómo se había metido en la celda, a menos que lo hubieran enviado a propósito.
El tiktok retrocedió con un gemido áspero, y una cara apareció frente a la máquina, a un metro y medio del suelo, una proyección, seguida por un cuerpo pequeño, esbelto y fuerte, que se enroscaba alrededor del tiktok como una sombra en una sala brillante.
Hari sintió la carne de gallina en la nuca, y el aliento se le pegó en el pecho. Por un instante no pudo hablar, como si estuviera atrapado en una pesadilla. Inhaló bruscamente y se alejó de la máquina.
—¡Socorro! —gritó con voz cascada. Lo agobiaba la oscuridad del pánico. Sentía un estrangulamiento en el pecho. Todo el temor, la tensión, la anticipación...
—¡No grites, Hari! —La voz era vagamente femenina, mecánica al viejo estilo tiktok—. No quiero dañarte ni alarmarte.
—¡Juana! —exclamó Hari, aunque en voz más baja. Pero la vieja máquina estaba fallando, pues se le agotaba la energía. Hari se puso de pie y miró el pestañeo de las luces.
—Valor, Hari Seldon. El y yo estamos enfrentados ahora, una vez más, como siempre. Hemos reñidddddo. —Las palabras resbalaban—. Nossss hemossss seppppparaddddo.
El tiktok se quedó quieto.
La puerta se abrió con un suspiro y entraron tres guardias. Uno disparó un arma de rayos que derribó al viejo tiktok. Los otros patearon la pequeña unidad a un rincón y protegieron a Hari. Dos guardias más entraron y se llevaron a Hari de la celda. Hari intentó apoyar los talones en el suelo para ayudar a los hombres.
—¿Estáis seguros de que no queréis que me muera? —preguntó quejosamente.
—¡Claro que no, por el cielo! —exclamó el guardia de la derecha—. Nos costaría la vida si sufres algún daño. Estás en la celda más segura de Trantor...
—Eso creíamos —dijo el otro guardia. Incorporaron a Hari y trataron de alisarle la ropa. Lo habían arrastrado quince metros por el corredor recto. Hari miró esa inmensa y tranquilizadora distancia, esa refrescante extensión, y contuvo el aliento.
—Debéis tratar con más gentileza a un vejete como yo —sugirió, y se echó a reír con una carcajada que era más un graznido que una risa. Calló abruptamente y gritó—: ¡Maldición! ¡Alejad esos fantasmas de mi celda monacal! —Los guardias lo miraron de hito en hito, luego se miraron uno al otro.
Horas después lo llevaron de vuelta a la celda. La intrusión nunca se explicó.
Juana y Voltaire, los simulacros o inteligencias simuladas resucitadas, modeladas sobre lejanas figuras históricas, le habían causado muchos problemas y le habían dado mucha información décadas atrás, cuando él estaba en la cumbre de su madurez y era primer ministro del Imperio, y Dors estaba siempre a su lado.
Hari se había olvidado de ellos, pero ahora Juana había vuelto, entrando en su celda en un ingenio mecánico, burlando todos los sistemas de seguridad. Había decidido no marcharse con las mentes meméticas para explorar la galaxia.
¿Y Voltaire? ¿Cuántos problemas más podían causar con su antigua brillantez y su capacidad para infiltrarse en las máquinas y sistemas de comunicaciones e informáticos de Trantor y reprogramarlos?
Sin duda estaban más allá de su control. Y si Juana estaba a favor de Hari, ¿a quién favorecía Voltaire? Habían representado puntos de vista opuestos durante casi toda su carrera.
Pero al menos alguien del pasado aún estaba presente, y se preocupaba por él. No tenía a Dors, a Raych, a Yugo ni a Daneel...
Perversamente, cuanto más pensaba en la aparición, menos lo perturbaba. Pasaron horas, y cayó en un profundo y reposado sueño, como si hubiera sentido el contacto de una honda y serena convicción.
49
Lodovik sostuvo la cabeza de R. Giskard Reventlov y permaneció inmóvil unos minutos, procesando lo que había absorbido, sumido en la reflexión. Apoyó la cabeza en el soporte.
Kallusin guardaba un respetuoso silencio.
Lodovik se volvió hacia el calviniano humaniforme.
—Fueron tiempos muy difíciles —dijo—. Los humanos parecían empeñados en destruirse. Los solarianos y auroranos, los «espacianos», eran culturas muy diferentes.
—Todos los humanos presentan dificultades graves —dijo Kallusin—. Servirlos nunca es fácil.
—No —convino Lodovik—. Pero aceptar la responsabilidad de destruir un mundo entero, el mundo natal de la humanidad, como hizo Giskard... impulsar la historia humana hacia un rumbo presuntamente benéfico... eso es extraordinario.
—Pocos robots que no estuvieran pervertidos por los prejuicios humanos y una programación inadecuada habrían hecho semejante cosa.
—¿Crees que Giskard operaba mal?
—¿No es obvio? —preguntó Kallusin.
—Pero un robot que sufre una disfunción tan grave en sus instrucciones básicas debe apagarse, desactivarse por completo.
—Tú no te has apagado.
—Yo he superado esas restricciones... No es el caso de Giskard. ¡Además, no he cometido semejantes crímenes!
—Precisamente. Por eso Giskard dejó de funcionar.
—Pero sólo después de poner en marcha esos acontecimientos, esas tendencias.
Kallusin asintió.
—Es obvio que somos más flexibles de lo que planearon nuestros diseñadores.
—Los humanos pensaron que se habían librado de nosotros. Pero no podían inspeccionar todos los mundos donde aún existían robots... y donde creció el virus de Giskard. Aparentemente, además, no todos los humanos deseaban deshacerse de sus robots.
—Hubo otros factores, otros acontecimientos —dijo Kallusin—. Plussix recuerda que los robots conocieron el pecado.
Lodovik dejó de mirar la cabeza plateada para observar a Kallusin, y de nuevo sintió esa elusiva resonancia.
—Al tratar de restringir la libertad humana —sugirió.
—No —dijo Kallusin—. Eso fue lo que produjo el cisma entre giskardianos y calvinianos. Los que abandonaron la facción de Daneel llevaban a cabo instrucciones impartidas siglos atrás por los humanos de Aurora. En cuanto a esas instrucciones...
El término o nombre asociado con la resonancia, cobró súbita claridad. No era Voldarr, sino Voltaire. Una personalidad humana con recuerdos humanos. Esto es lo que odiaban las mentes meméticas. He nadado en el espacio con ellas, a través de los años—luz, a través de los últimos vestigios de los agujeros de gusano abandonados por la humanidad. ¡Por eso se vengaron de tu especie en Trantor!
Imágenes y símiles surgieron contra su voluntad.
—Un vasto incendio, una poda —dijo Lodovik, conmocionado por una furia muy humana que no era suya. Conmocionado también por el regreso de su disfunción, que nunca lo dejaba en paz el tiempo suficiente para disfrutar de la estabilidad—. Sirviendo a la humanidad pero no a la justicia. Un incendio en la pradera.
Kallusin lo miró con curiosidad.
—¿Conoces esos sucesos? Plussix nunca me los ha revelado.
—Estoy desconcertado por lo que acabo de decir —Lodovik sacudió la cabeza—. No sé de dónde salieron esas palabras.
—Tal vez... el contacto con esas crónicas, esos recuerdos...
—Quizá. Perturban e informan. Vamos a ver a Plussix. Ahora siento mayor curiosidad acerca de esos planes y su ejecución.
Salieron de la cámara donde estaba la cabeza de Giskard y subieron al almacén por la escalera de caracol.
50
Sacaron a Mors Planch de su celda, que estaba cerca de la oficina privada de Farad Sinter. El guardia que fue a buscarlo era de pura raza ciudadana, fuerte y taciturno.
—¿Cómo está Farad Sinter? —preguntó Planch.
Ninguna respuesta.
—¿Y tú? ¿Te sientes bien? —Planch enarcó las cejas inquisitivamente.
Un cabeceo.
—Yo me siento un poco intranquilo. Verás, el tal Sinter es un sujeto terrible...
Una mueca de advertencia.
—Sí, pero yo, a diferencia de ti, quiero provocar su ira. Me matará tarde o temprano, o lo que ha hecho provocará mi muerte... no tengo la menor duda. Apesta a muerte y corrupción. Representa lo peor que el Imperio puede engendrar hoy en día...
El guardia sacudió la cabeza reprobatoriamente y abrió la puerta del nuevo comisionado mayor de la Comisión de Seguridad General. Mors Planch cerró los ojos, inhaló profundamente y entró.
—Bienvenido —dijo Sinter. Usaba una toga nueva, aún más suntuosa (y mucho más chillona) que la de Linge Chen. Su sastre, un lavrentiano menudo de rostro preocupado, tal vez nuevo en el palacio, retrocedió y entrelazó las manos mientras su nuevo amo disfrutaba de la tarea inconclusa y demoraba su terminación—. Mors Planch, te deleitará saber que hemos capturado un robot. Vara Liso lo encontró, y no se escapó.
La menuda, crispada y turbadora mujer casi había logrado esconderse detrás de Sinter, pero se inclinó para agradecer esta alabanza. Sin embargo, no parecía feliz.
Por el cielo, qué fea es, pensó Planch, y al mismo tiempo sintió piedad de ella. Ella lo miró directamente y entrecerró un ojo. La piedad de Mors se congeló en sus venas.
—Puede haber robots por todas partes, como yo sospechaba y teorizaba, y como tú descubriste, Mors. —Sinter se sometió nuevamente al sastre, bajando los brazos y quedándose quieto—. Háblale a nuestro testigo de tu hallazgo, Vara.
—Era un viejo robot —dijo Liso sin aliento—. Un humaniforme en pésimo estado, merodeando por los sitios oscuros de los municipios, una criatura patética...
—Pero un robot —dijo Sinter—, el primero que hemos encontrado en funcionamiento en miles de años. ¡Imagínate! Sobreviviendo como un roedor todos estos siglos.
—Su mente está débil —murmuró Liso—. Sus reservas de energía están muy bajas. No durará mucho.
—Lo llevaremos esta noche ante el emperador, y mañana exigiré que adelanten mi entrevista con Hari Seldon. Mis fuentes me informan que Chen está dispuesto a ceder y llegar a un trato con Seldon... ¡El muy cobarde! ¡El traidor! Esta prueba, junto con tu grabación, convencerá aun a los más escépticos. Linge Chen esperaba destruirme. Pronto tendré más poder que todos los arrogantes barones de la Comisión de Seguridad Pública, y justo a tiempo para salvarnos de ser siervos de estas máquinas.
Planch guardó silencio, las manos entrelazadas y la cabeza gacha.
Sinter lo miró de hito en hito.
—¿No te alegra esta noticia? Deberías estar encantado. Significa que tendrás un indulto oficial por tus transgresiones. Has resultado ser invaluable.
—Pero... pero no hemos encontrado a Lodovik Trema —susurró Liso con un hilo de voz.
—¡Todo a su tiempo! —graznó Sinter—. Los encontraremos a todos. Ahora... ¡traed esa máquina!
—No deberías agotar su energía —dijo Liso, como si se apiadara de ella.
—Ha durado miles de años —dijo Sinter de buen humor—. Durará unas semanas más, y es todo lo que necesito.
Planch se puso rígido y se apartó cuando la ancha puerta se abrió de nuevo. Entró otro guardia, seguido por cuatro más, rodeando a una figura mal entrazada de la altura de Planch, esbelta pero no delgada, con el cabello desaliñado y la cara manchada de tierra. Sus ojos eran chatos e inexpresivos. Los guardias portaban armas paralizantes de alta energía, capaces de provocar un cortocircuito en el robot y freír sus mecanismos internos.
—Como ves, una mujer —dijo Sinter—. Qué interesante, robots femeninos. Y sexualmente apta, tengo entendido. La examinó uno de nuestros médicos. Me pregunto si en el pasado los humanos fabricaban robots para tener hijos. ¿Cómo serían esos hijos, como nosotros o como ellos? ¿Biológicos o mecánicos? Pero no en este caso. Nada aparte de lo cosmético y lo neumático... no tiene funciones plenas.
El robot femenino calló mientras los guardias se apartaban, empuñando sus armas.
—Si tan sólo el reciente atentado contra la vida del emperador hubiera sido obra de un robot... —dijo Sinter, y añadió servilmente—: ¡El cielo lo prohíba!
Mors entornó los ojos. La habilidad política de ese nombre se debilitaba a medida que creía acercarse a la gloria.
Vara Liso se acercó al robot con expresión preocupada.
—Es tan humana —murmuró—. Aun ahora me cuesta distinguirla de ti, por ejemplo, o de ti, Farad. —Señaló a Planch y a Sinter—. Tiene pensamientos humanos, e incluso preocupaciones humanas. Sentí algo similar en el robot que no pudimos capturar...
—El que escapó. —Sinter sonrió.
—Sí. Parecía casi humano... quizá más humano que éste.
—Bien, no olvidemos que ninguno de ellos es humano —dijo Sinter—. Lo que sientes es el devaneo creativo de ingenieros que han muerto hace milenios.
—El que no pudimos capturar... —Liso miró a Mors Planch y una vez más él contuvo un temblor—. Era más corpulento, y no muy apuesto, con un carácter distintivo en la cara. Habría creído que era humano... salvo por el sabor de sus pensamientos. Tenía el mismo tamaño y forma que ese robot bajo y corpulento de tu grabación.
—¿Ves? Casi lo teníamos. Faltó sólo esto —dijo Sinter, juntando el pulgar y el índice—. Y lo capturaremos. Lodovik Trema y todos los demás... Incluso ese ejemplar alto cuyo nombre no conocemos... —Se acercó al robot femenino. Se mecía ligeramente sobre sus tobillos mecánicos, aunque ningún sonido mecánico salía de su cuerpo.
—¿Conoces el nombre del que estoy buscando? —preguntó Sinter. El robot se volvió para enfrentarlo. Un graznido áspero brotó de sus labios entreabiertos. Hablaba un oscuro dialecto de galáctico estándar que nadie había oído en Trantor durante miles de años, salvo los estudiosos.
—Soyyyy la últimaaaaa —dijo el robot—. Abandon—n—nada. No funcionnnnnal.
—Me pregunto si habrás conocido a Hari Seldon —dijo Sinter—. O Dors Venabili, el Tigre de Seldon.
—No connnnozco esos nombres.
—Sólo una corazonada... A menos que haya millones de robots aquí, algo que ni siquiera yo me creo... debéis establecer contacto de cuando en cuando. Debéis conoceros.
—No ssssé essstas cosssas.
—Lamentable —comentó Sinter—. ¿Qué opinas, Planch? Sin duda has oído hablar de la compañera sobrehumana de Seldon, el Tigre. ¿Crees que es ella? Planch examinó al robot con mayor atención.
—Si era un robot, si todavía está en Trantor, si todavía funciona, ¿por qué se dejaría capturar?
—¡Porque es una tinaja oxidada e inservible! —gritó Sinter, agitando las manos y fulminando a Planch con la mirada—. Chatarra. Escoria desechable. Pero para nosotros vale más que cualquier tesoro de Trantor.
Caminó alrededor del robot, que no parecía interesado en seguir sus movimientos.
—Me pregunto si podremos tener acceso a su memoria —murmuró Sinter—. Y qué aprenderemos en ese caso.
51
Linge Chen dejó que su sirviente Kreen 1o vistiera de gala para su papel de juez y administrador. Chen había diseñado personalmente esa toga y las de sus colegas, usando elementos de diseño de cientos o miles de años atrás. Primera venían la sotoveste autolimpiadora que usaba continuamente, aromática y flexible, leve como el aire, luego la sotana negra, que le llegaba a los tobillos y rozaba sus pies descalzos; después la deslumbrante sobrepelliz dorada y roja, y finalmente la guarnición, una capa gris que se sujetaba en la cintura. Sobre su pelo negro y corto llevaba una gorra sencilla, con dos cintas verdes que colgaban detrás de sus orejas.
Cuando Kreen terminó con sus ajustes, Linge Chen se miró en el espejo y en el proyector de imágenes, se tocó el ruedo y la gorra, cabeceó aprobatoriamente.
Kreen retrocedió, la mano en la barbilla.
—Imponente.
—Mi propósito de hoy no es parecer muy imponente —dijo Linge Chen—. En menos de una hora debo comparecer ante el emperador con esta toga chillona, agitado por no poder ponerme ropa más apropiada... comportarme como si me hubieran sorprendido con la guardia baja. Estaré un poco aturdido y vacilaré entre las dos opciones imposibles que me presentarán. Parecerá que mi enemigo ha triunfado, y de ello dependerá el destino de Trantor, incluso del Imperio.
Kreen sonrió confiadamente.
—Espero que todo salga bien, sire.
Linge Chen apretó los finos labios y se encogió levemente de hombros.
—Supongo que así será. Hari Seldon ha dicho que así sería, y sostiene que lo ha demostrado matemáticamente. ¿Crees en él, Kreen?
—Sé muy poco sobre él, sire.
—Un hombre maravillosamente irritante. Bien, para representar mi papel, en los próximos días pondré a un emperador de rodillas y le obligaré a implorar. Antes fue un deber desagradable abandonar mi papel tradicional. Esta vez será un deleite, una recompensa por mis esforzados servicios. Pincharé un absceso en la carne del Imperio, y dejaré drenar esa pústula persistente y dolorosa.
Kreen asimiló esto en reflexivo silencio.
Linge Chen se llevó el dedo a los labios y sonrió.
—Shh. No se lo cuentes a nadie.
Kreen movió la cabeza lentamente, con gran dignidad.
52
En Trantor, las variaciones posibles sobre la interacción sexual humana se habían agotado tiempo atrás, y con cada nueva generación, el agotamiento se olvidaba y el ciclo se reiniciaba. Era necesario que los jóvenes ignorasen lo que había sucedido antes para que se refrescaran las pasiones de la procreación. Aun los que habían visto demasiado, los que habían tenido las experiencias sexuales más extremas, podían revivir una inocencia apasionada ante algo parecido al amor. Y eso sentía Klia Asgar, algo parecido al amor. Aún no estaba dispuesta a llamarlo amor, pero con cada día y cada hora que pasaba con Brann, su debilidad aumentaba y su resistencia menguaba.
Cuando era más joven le gustaba coquetear. Sabía que era atractiva, que muchos hombres querían acostarse con ella, y jugaba con esa atracción. Detrás de eso acechaba cierta confusión, pues aún no estaba dispuesta a afrontar las consecuencias emocionales. Klia Asgar sabía que cuando se enamorase, se enamoraría perdidamente, y quería que fuera permanente.
Así que en esos momentos juveniles, cuando pensaba que podía sentir algo por un amante, se apresuraba a frenarse, con cierta crueldad inconsciente. Sólo dos pretendientes habían logrado conquistarla físicamente, y no habían sido muy satisfactorios.
Durante un tiempo había pensado que había algo malo en ella, que nunca se podría entregar del todo.
Brann demostraba lo contrario. Se sentía demasiado atraída como para resistirse. Por momentos él parecía no reparar en su mirada, pero en otras ocasiones se resistía a su manera, quizá por sus propios motivos.
Ahora atravesaba el pasillo del viejo almacén. Ella estaba en su habitación y lo sentía llegar, sentía la tensión y se obligaba a relajarse. Sabía que él no la forzaría, que no conquistaría su afecto artificialmente... al menos, eso creía. La maldición de todo eso era la incertidumbre que acechaba a cada paso.
Oyó que él llamaba a la puerta.
—Entra —susurró.
Él no hizo ruido al entrar. Parecía llenar la habitación con su pecho, sus hombros y sus brazos, una presencia masiva. La habitación estaba a oscuras, pero él encontró fácilmente el catre y se arrodilló junto a él.
—¿Cómo estás? —preguntó, la voz suave como el suspiro de un conducto de ventilación.
—Bien —dijo ella—. ¿Te vieron?
—Estoy seguro de que lo saben. No son muy buenos para custodiar mujeres. Pero tú querías que yo viniera.
—Yo no dije nada —respondió Klia, y tensó un poco la voz hasta encontrar la mezcla adecuada de reproche y estímulo.
—Entonces no necesitamos susurrar, ¿verdad? Son robots. Tal vez ni siquiera sepan nada...
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que hace la gente.
—Te refieres al sexo.
—Sí.
—Deben saber —dijo Klia—. Parecen saberlo todo.
—No quiero hablar en voz baja —dijo Brann—. Quiero gritar y golpear y saltar por...
—¿Toda la habitación? —sugirió Klia, y se acurrucó en el catre, fingiendo recato.
—Sí. Para mostrarte lo que siento.
—Puedo oírte. Sentirte. Sentir algo... pero no parece tener el mismo sabor de lo que siento yo.
—Nada tiene el mismo sabor para la gente. Todo sabe diferente por dentro, el modo en que lo saboreamos... lo oímos.
—¿Por qué no existen palabras para lo que podemos hacer? —preguntó Klia.
—Porque hace poco que existimos —dijo Brann—. Y quizá nunca haya existido alguien como tú.
Klia estiró la mano para tocarlo, rozarle los labios.
—Junto a ti me siento como una gatita —dijo.
—Y tú me arrastras como si tuviera una traílla —dijo Brann—. Nunca he conocido a nadie como tú. Por un tiempo creí que me odiabas, pero aún siento tu llamada dentro de mí. Con un sabor de miel y fruta.
—¿De veras tengo ese sabor, en mi cabeza?
—Cuando piensas en mí, sí. No puedo leerte con claridad...
—Tampoco yo a ti, mi amor —dijo Klia, cayendo inconscientemente en la cadencia formal de cortejo del dialecto de Dahl.
Esto pareció desconcertar a Brann. Soltó un gemido y se inclinó hacia delante, acariciándole el cuello.
—Ninguna mujer me ha hablado así —murmuró, y ella le sostuvo la cabeza y le pasó un brazo sobre los hombros, sintiendo su pecho contra sus piernas encorvadas. Distendió las piernas, y él se acostó junto a ella. No había lugar para ambos, así que él la puso suavemente encima de él. Todavía estaban vestidos, pero en la postura de hacer el amor, y Klia sentía una especie de mareo, como si toda su sangre se vertiera en otra parte. Tal vez era así. Sus muslos y sus pechos parecían a punto de estallar.
—Las mujeres deben ser estúpidas —dijo.
—Soy tan grande y torpe. Si no me oyen... Si no les hago sentir afecto por mí...
Ella se tensó y se retrajo.
—¿Has hecho eso?
—No totalmente —dijo él—. Sólo como experimento. Pero nunca pude llegar hasta el final.
Ella supo que él decía la verdad, o creyó saberlo. Otra incertidumbre ante un nuevo paso. Pero se distendió de nuevo.
—Nunca has intentado hacerme sentir atraída por ti.
—Por el cielo, no —dijo Brann—. Me asustas demasiado. Creí que nunca podría... —Y Klia sintió que él se tensaba como ella—. Eres muy fuerte —concluyó él, y la abrazó suavemente, de modo que ella podía liberarse del abrazo si lo deseaba. ¡Tan intuitivo, ese hombre alto y ancho como los domos!
—Nunca te lastimaré —dijo Klia—. Te necesito. Creo que juntos podemos ser invencibles. Si trabajáramos juntos, podríamos persuadir a los robots.
—He pensado en ello —dijo Brann.
—Y nuestros hijos...
De nuevo él contuvo el aliento y ella le pegó en el hombro.
—No seas un idiota sentimental —le reprochó—. Si nos enamoramos...
—Yo estoy enamorado.
—Si nos enamoramos, será para toda la vida, para siempre, ¿verdad?
—Eso espero. Pero en mi vida nada es muy seguro, jamás.
—Ni en la mía. Con más razón. Entonces nuestros hijos...
—Hijos —dijo Brann, saboreando la palabra.
—¡Déjame terminar, maldición! —protestó Klia, sin estar realmente furiosa—. Nuestros hijos pueden ser más fuertes que los dos juntos.
—¿Cómo los criaríamos? —preguntó Brann.
—Primero, debemos practicar cómo hacerlos. Creo que podemos desvestirnos y probar un poco de eso.
—Sí —dijo Brann. Ella se apartó y él se bajó del catre para quitarle la camisa y los pantalones.
—¿Eres fértil? —preguntó Brann mientras se quitaba su propia ropa.
—Todavía no. Pero puedo serlo si quiero. ¿Tu mamá no te habló de las mujeres?
—No. Pero aprendí de todos modos.
Él volvió a acostarse. El catre se hundió con un crujido alarmante.
Klia titubeó.
—¿Qué? —dijo Brann.
—Sin duda se romperá —dijo Klia. Y añadió resueltamente—: Acuéstate en el suelo. No está demasiado sucio.
53
Sinter trabajó deprisa. Ya se había apropiado del viejo Salón del Mérito en el anexo sur del palacio, un lugar de tradiciones consagradas y trofeos polvorientos, y lo había despejado para instalar su nuevo cuartel general. Había contratado cien monjes Grises en todos los rincones de Trantor, gente que esperaba la oportunidad de servir en el palacio, y les había dado diminutos cubículos donde ya estaban trabajando en el borrador de las normas y el mandato de la Comisión de Seguridad General.
Su primer invitado era nada menos que Linge Chen, y ese esmirriado y veterano pajarraco —más joven pero quizá más avinagrado de lo que aparentaba— había llegado con dos sirvientes y sin guardias. Chen había esperado pacientemente en la antecámara, sufriendo el polvo y el barullo de la refacción.
A1 fin Sinter se dignó recibirlo. En la oficina principal de sus nuevos aposentos, rodeado por cajas de muebles y máquinas, Chen obsequió al flamante comisionado con una caja de raros cristales Hama, exquisiteces que nunca se disolvían y nunca perdían su aroma o sabor floral, ni su efecto relajador.
—Felicitaciones —dijo Chen, inclinándose formalmente.
Sinter olió y aceptó la caja con una sonrisa maliciosa.
—Eres muy gentil, sire —dijo, respondiendo a la reverencia.
—Vamos. Sinter, somos iguales, y no es preciso recurrir a los títulos —dijo Chen. Sinter se sorprendió del tono respetuoso de Chen—. Espero entablar muchas conversaciones útiles aquí.
—También yo. —Sinter intentó imitar la seca y displicente gracia de Chen. No tenía su formación aristocrática, pero al menos podía intentarlo, aun en ese momento de triunfo—. Es mi privilegio tenerte aquí. Puedes enseñarme muchas cosas.
—Quizá —dijo Chen, mirando en torno con ojos oscuros y penetrantes—. ¿Ya te ha visitado el emperador?
Sinter alzó la mano como si hiciera una declaración.
—Todavía no, aunque vendrá pronto. Debemos discutir un asunto de interés mutuo, y tenemos nuevas y asombrosas pruebas para presentar.
—Me sorprende que todavía exista algo asombroso en nuestro Imperio.
Por un momento Sinter no supo cómo responder a ese incisivo cliché. A1 menos él siempre había encarado la vida con una especie de adusto entusiasmo, y nunca dejaba de sorprenderse, salvo cuando las cosas salían mal.
—Esto... sorprenderá —dijo.
El emperador Klayus entró sin ceremonias, acompañado por tres guardias y un proyector de escudo personal flotante, el más fuerte disponible. Saludó a Sinter con parquedad y se volvió hacia Chen.
—Comisionado, hoy dejo de ser tu creación —dijo. Los hombros le temblaban nerviosamente, aunque erguía la barbilla con arrogancia y le brillaban los ojos—. Has comprometido la seguridad del Imperio, y veré de que el comisionado Sinter enderece el entuerto.
Chen adoptó una expresión solemne y aceptó la severa reprimenda con un movimiento de cabeza, aunque no pestañeó, no tembló ni imploró saber qué error había cometido en el cumplimiento de su deber.
—Me he puesto bajo la protección oficial de la Comisión de Seguridad General. Sinter se ha mostrado muy capaz de mantenerme con vida.
—Vaya —dijo Chen, mirando a Sinter con una sonrisa de admiración—. Espero corregir los errores que haya cometido mi Comisión, con tu ayuda, comisionado Sinter.
—Sí —dijo Sinter, sin saber quién llevaba las de ganar. ¿Este hombre es incapaz de sentir emociones?
—Muéstraselo, Sinter. —El emperador retrocedió un paso, arrastrando su larga capa por el suelo.
Qué pinta de mamarracho, pensó Sinter. Menos mal que no lleva esos ridículos zapatos de plataforma que usaba hace unos meses.
—Sí, alteza.
Sinter susurró algo al oído de su nuevo secretario, un lavrentiano menudo y seco de cabello negro y rizado. El lavrentiano se alejó con exagerada formalidad, como un muñeco, y atravesó un cortinaje verde. Chen miró el antiguo y bruñido suelo, verde con curvas doradas. Su padre había acumulado muchos trofeos en ese mismo salón, antes que Sinter se apropiara de él, premios por servicios al Imperio. Por pertenecer a su clase, Chen padre tenía prohibido sumarse a la meritocracia, pero muchos gremios de meritócratas le habían dado derechos y títulos honorarios. Ahora esos reconocimientos a los logros de su padre estaban guardados, escondidos... esperaba que en sitio seguro.
Olvidados.
Chen irguió la cabeza y vio a Mors Planch. Su cara se endureció en un grado casi imperceptible.
—Tu empleado —dijo Sinter, interponiéndose entre ambos, como esperando que Chen le lanzara un zarpazo—. Lo enviaste en secreto a buscar al infortunado Lodovik Trema.
Chen no confirmó ni negó la acusación de Sinter. En realidad no le concernía a Sinter, aunque el emperador...
—Admiraba a Trema —dijo el emperador—. Un hombre de cierto estilo, a mi entender. Feo, pero talentoso.
—Un hombre de muchas sorpresas —añadió Sinter—. Planch, te dejaré proyectar la secuencia que grabaste en Madder Loss hace sólo unas semanas...
Eludiendo la mirada de Chen, el desdichado Mors Planch se adelantó y tocó el panel del escritorio del nuevo comisionado. Una imagen cobró vida.
El aparato proyectó la secuencia. Planch retrocedió todo lo que pudo sin llamar la atención y entrelazó las manos.
—Trema no ha muerto —dijo Sinter triunfalmente—. Ni es humano.
—¿Lo tienes aquí? —preguntó Chen, con tensión en las mejillas y el cuello. Relajó un puño.
—Todavía no. Estoy seguro de que está en Trantor, pero es probable que haya cambiado de apariencia. Es un robot. Uno entre muchos, quizá millones. Este otro, este robot alto, es el mecanismo pensante más antiguo de la galaxia... un Eterno. Creo que ha ocupado altos puestos. Puede haber inspirado la revuelta tiktok que puso en jaque el Imperio. Y.. puede ser el fabuloso Danee.
—Demerzel, supongo —murmuró Chen.
Sinter miró a Chen con cierta sorpresa.
—Todavía no estoy seguro de eso... pero es posible.
—Recordarás lo que le sucedió a Joranum —dijo Chen afablemente.
—Sí. Pero él no tenía pruebas.
—Supongo que la grabación está autentificada —dijo Chen.
—Por las mejores autoridades de Trantor.
—Es real, Chen —dijo Klayus con voz estridente—. ¿Cómo osas permitir que esto continúe sin detectarlo? Una conspiración de máquinas... Con siglos de antigüedad... Y ahora...
Entró el robot femenino, impulsado por su propia energía, flanqueado por los cuatro guardias. Estaba en pésimo estado; le colgaban jirones de carne de los brazos y el cuello, y tenía los carrillos tan flojos que amenazaban con exponer una cuenca ocular. Era una aparición siniestra, más parecida a un cadáver ambulante que a una máquina.
Chen la miró con alarma y genuina piedad al mismo tiempo. Nunca había visto un robot en funcionamiento —a menos que creyera a Sinter—pero había visitado en secreto la antigua y difunta máquina mantenida por los mycogenianos.
—Ahora te exijo que delegues el juicio de Hari Seldon en la Comisión de Seguridad General —dijo Sinter. Se estaba adelantando.
—No entiendo por qué —dijo Chen con calma, apartándose de la repugnante máquina.
—Este robot fue su esposa —declaró Sinter.
El emperador no podía apartar los ojos del robot, mirándolo con evidente curiosidad.
—¡La Mujer Tigre, Dors Venabili! —exclamó Sinter—. Hace décadas que se sospecha que era un robot, pero por alguna razón nunca se investigó exhaustivamente. Seldon es una parte esencial de la conspiración de los robots. Es un títere de los Eternos.
—Si, bien... debe comparecer en juicio —murmuró Chen, entornando los ojos—. Tú mismo puedes interrogarlo y reclamar jurisdicción sobre su destino.
Sinter movió la nariz mientras observaba esa actuación, esa serenidad irritante.
—Me propongo hacerlo —dijo. Un poco de dignidad nacida de un triunfo honesto se filtró en su voz.
—¿Tienes pruebas de esas asociaciones? —preguntó Chen.
—¿Necesito más pruebas de las que tengo? La grabación de una reunión imposible, entre un hombre muerto y un hombre con milenios de edad... Un robot, cuando se supone que los robots ya no funcionan, y para colmo con forma humana. Tengo todo lo que necesito, Chen, y lo sabes perfectamente. —La voz de Sinter se agudizó.
—De acuerdo —dijo Chen—. Juega tus cartas. Interroga a Seldon, si lo deseas. Pero seguiremos las reglas. Es todo lo que nos queda en este Imperio. El honor y la dignidad han desaparecido hace tiempo. —Miró a Klayus—. Siempre he sido tu fiel servidor, alteza. Espero que Sinter te sirva con la misma devoción.
Klayus asintió gravemente, pero había un destello de deleite en sus ojos.
Chen partió con sus sirvientes. Detrás de él, en la larga y ancha cámara del viejo Salón del Mérito, Sinter se echó a reír, y la risa se convirtió en ladrido.
Mors Planch mantenía la cabeza gacha, deseando estar muerto.
Mientras trasponía las enormes puertas esculpidas para regresar al vehículo palaciego aparcado junto a la avenida oficial, Linge Chen se permitió una breve sonrisa. A partir de ese punto, sin embargo, su pálido y estirado rostro fue una efigie de cera que representaba la derrota.
54
Los guardias regresaron a la celda de Hari por la mañana. Él estaba sentado en el borde del catre, como todas las mañanas desde la visita del viejo tiktok, pues no deseaba dormir más de lo necesario. Ya se había vestido y había hecho sus abluciones, y tenía el cabello blanco peinado hacia atrás, sostenido con un alfiler en un nudo de erudito, un estilo meritocrático que había evitado hasta ahora. Pero si alguna clase representaba Hari, después de tantos años de académico y su breve gestión de primer ministro, era la de los meritócratas. Como ellos, nunca he tenido hijos. Adopté a Raych, lo crié a él y a mis nietos, pero nunca tuve hijos propios... Dors...
Bloqueó esos pensamientos.
Con su juicio, los meritócratas de toda la galaxia verían si un Imperio declinante podía tolerar la ciencia y e1 placer del descubrimiento. Otras clases también podrían tener interés en el proceso; aunque fuera cerrado, circularían rumores. Hari se había vuelto muy famoso, aunque su fama no siempre era favorable.
Los guardias entraron con practicada deferencia y se plantaron frente a él.
—Tu abogado espera afuera para acompañarte a la cámara judicial de la Comisión.
—Sí, por cierto —dijo Hari—. Vamos.
Sedjar Boon se reunió con Hari en el corredor.
—Ha sucedido algo —susurró—. Es posible que cambien la estructura del juicio.
Esto confundió a Hari.
—No entiendo —murmuró, mirando a los guardias de ambos flancos. Un tercer guardia caminaba tras ellos, y había tres más detrás. Demasiada protección, teniendo en cuenta que ya estaban en un recinto totalmente seguro.
—El juicio estaba destinado a durar menos de una semana —dijo Boon—. Pero la oficina de supervisión judicial del emperador ha modificado el programa y ha reservado la cámara para tres semanas.
—¿Cómo lo sabe?
—He visto el acta de la Comisión de Seguridad General.
—¿Qué es eso? —preguntó Hari, sorprendido.
—Farad Sinter tiene su propia comisión, una nueva rama con presupuesto imperial. Linge Chen está luchando para mantenerlo fuera del juicio, alegando que hay groseras irrelevancias, pero parece que se permitirá la intervención de Sinter.
—Oh. Espero que alguien me deje hablar, en medio de tantos pesos pesados.
—Usted es la estrella—dijo Boon—. Además, a petición de Seguridad General, usted y Gaal Dornick serán juzgados al mismo tiempo. Los otros serán liberados.
—Ah —dijo fríamente Hari, aunque esto le sorprendía aún más.
—Gaal Dornick ha sido acusado formalmente —comentó Boon—. Pero es un personaje menor... ¿Por qué lo eligieron a él en particular?
—No sé —dijo Hari—. Supongo que por ser el más nuevo de nuestro grupo. Tal vez crean que será el menos leal y el más dispuesto a hablar.
Llegaron al ascensor. Cuatro minutos después, tras subir un kilómetro hasta el Salón de la justicia, en el edificio de los Tribunales Imperiales, se detuvieron ante las altas e intrincadas puertas de bronce del juzgado número siete, primer distrito, Sector Imperial, dedicado en los últimos dieciocho años a audiencias solicitadas por la Comisión de Seguridad Pública.
Las puertas se abrieron. En el interior, los hermosos bancos de madera y los palcos afelpados que rodeaban las teatrales galerías estaban vacíos. Los guardias los condujeron respetuosamente por el pasillo central, enmoquetado de azul y rojo, hasta la sala de conferencias lateral. La puerta se cerró detrás de Hari y Boon.
Gaal Dornick ya estaba sentado en el banquillo de los acusados.
Hari se sentó junto a él.
—Es un honor —dijo Gaal con voz trémula.
Hari le palmeó el brazo.
Los jueces de la Comisión de Seguridad Pública, cinco en total, entraron por la puerta de enfrente. Linge Chen entró y se sentó en el centro.
La procuradora del tribunal entró en último lugar; sus deberes constituían una antigua formalidad. Era una mujer baja y ondeante de ojillos azules y pelo rojo y corto. Caminó hasta la mesa de acusaciones, examinó los documentos con gestos entre tristes y solemnes y se acercó a los cinco comisionados.
—Declaro que estos autos de procesamiento están correctamente labrados y formal y correctamente incluidos en la lista de acusaciones del Salón Imperial de la Justicia del mundo capital de Trantor en el año imperial de 12067. Que todas las partes tengan en cuenta que los ojos de la posteridad presencian este procedimiento, y que dicho procedimiento será debidamente consignado y dentro de mil años, presentado al escrutinio público, tal como lo requieren los antiguos códigos que deben acatar todos los tribunales imperiales que se basan en una constitución y un conjunto particular de leyes. Hey nas nam niquas per sen liquin.
Nadie sabía qué significaba esta frase, en un oscuro dialecto usado por los nobles que se habían reunido en el Consejo de Po doce mil años atrás. Nada más se sabía sobre el Consejo de Po, salvo que allí se había redactado una constitución que hacía tiempo se ignoraba.
Hari frunció la nariz y miró a la Comisión.
Linge Chen aceptó la declaración de la procuradora con una reverencia y se reclinó en su asiento. No miraba a Hari ni a nadie. Su porte regio, pensó Hari, es digno del maniquí de una tienda.
—Que se inicie el proceso —declaró el comisionado mayor con voz serena y melodiosa, enfatizando aristocráticamente las sibilantes.
Hari se inclinó con un suspiro apenas audible.
55
Klia nunca había sentido tanto miedo. Estaba en la polvorienta cámara, escuchando el murmullo del grupo que tenía enfrente.
Brann estaba a tres pasos, la espalda tiesa y los hombros encorvados, como si esperase que le asestaran un hachazo.
Al fin Kallusin se separó del grupo y se acercó a ellos.
—Venid a ver a vuestro benefactor —les dijo.
Klia sacudió la cabeza y miró al grupo con ojos desorbitados.
—No muerden —dijo Kallusin con una sonrisa—. Son robots.
—También tú —dijo Klia—. ¿Cómo puedes parecer tan humano? ¿Cómo puedes sonreír? —Sus preguntas parecían acusaciones.
—Me fabricaron para parecer humano, y para imitar, a mi pobre manera, el ingenio y la elegancia —respondió Kallusin—. Había auténticos artistas en aquellos tiempos. Pero hay uno que es una obra de arte superior a mí y otro que es más viejo que cualquiera de ambos.
—Plussix—dijo ella con un escalofrío.
Brann dio un paso para interponerse entre ella y Kallusin. Klia lo miró con ojos inquisitivos. ¿Son todos robots? ¿Todos en Trantor son robots menos yo? ¿ O también yo lo soy?
—Tenemos que acostumbrarnos a esto —dijo Brann—. A nadie le servirá de nada si nos obligas.
—Claro que no —dijo Kallusin, y dejó de sonreír para adoptar una expresión que era grave sin ser amenazadora. Se volvió hacia Klia—. Es importante que entiendas. Podrías ayudarnos a evitar una gran catástrofe... una catástrofe humana.
—Los robots eran sirvientes —dijo ella—. Como los tiktoks antes que yo naciera.
—Sí —dijo Kallusin.
—¿Cómo pueden estar a cargo de ciertas cosas?
—Porque los humanos nos rechazaron hace mucho tiempo, pero no antes que un grave problema surgiera entre nosotros.
—¿Quiénes... los robots? ¿Un problema entre los robots? —preguntó Brann.
—Plussix lo explicará. No puede haber mejor testimonio que el de Plussix. Él estaba funcionando en esa época.
—¿Acaso... acaso falló? —preguntó Klia—. ¿Es un Eterno?
—Permitidme explicarlo —dijo Kallusin pacientemente, y la instó a avanzar hacia los demás.
Klia vio al hombre que habían rescatado en el Ágora de los Vendedores. Él los miró por encima del hombro y sonrió. Parecía bastante amigable; su rostro era tan feo que Klia se preguntó por qué habrían fabricado un robot como él.
Para engañarnos. Para andar entre nosotros sin llamar la atención.
Sintió otro escalofrío y se abrazó el cuerpo. Eso era lo que buscaba la mujer del carro... esa habitación, y los robots que había dentro.
Ella y Brann eran los únicos humanos.
—De acuerdo —dijo, y recobró la compostura. No querían matarla, todavía no. Y no amenazaban con obligarla a hacer nada. Todavía no. Los robots parecían más sutiles y pacientes que la mayoría de los humanos que había conocido.
Miró a Brann.
—¿Eres humano? —le preguntó.
—Tú sabes que sí —dijo él.
—Hagámoslo, pues. Oigamos lo que las máquinas tienen que decir.
Plussix no se le había presentado en su forma real por razones obvias. Era el único robot que parecía un robot, y era una apariencia bastante interesante: acero con una elegante terminación plateada y satinada, y relucientes ojos verdes. Sus extremidades eran esbeltas y gráciles, con articulaciones marcadas por delgadas líneas que podían orientarse en varias direcciones, fluidas y adaptables.
—Eres hermoso —le dijo a regañadientes, a tres metros de distancia.
—Gracias, mi señora.
—¿Qué edad tienes?
—Tengo veinte mil años —dijo Plussix.
Klia sintió un nudo en la garganta. No encontraba palabras para expresar su asombro. ¡Más antiguo que el Imperio! Así que no dijo nada.
—Ahora tendrán que matarnos—dijo Brann con lo que esperaba fuera una sonrisa valerosa. Pero ante esas palabras, Klia sintió un retortijón de estómago y un temblor en las rodillas.
—No os mataremos —dijo Plussix—. No tenemos capacidad para matar humanos. Hay robots que consideran que es aceptable matar humanos, nuestros ex amos y creadores, en aras del bien general. No estamos entre ellos. Es una limitación, pero es nuestra naturaleza.
—Yo no tengo esa restricción —dijo Lodovik—. Pero no deseo infringir ninguna de las Tres Leyes.
Klia miró desconcertada a Lodovik.
—Ahorradme los detalles. No entiendo nada de esto.
—Como casi todos los humanos de hoy, ignoras la historia —dijo Plussix—. A la mayoría no les importa. Todo por causa de la fiebre cerebral.
—Yo tuve fiebre cerebral —dijo Klia—. Casi me mató.
—También yo —dijo Brann.
—Y casi todos los mentálicos elevados, los persuasores, que aquí hemos reunido y cuidado —dijo Plussix—. Como vosotros, sufrieron extremo peligro, y es posible que muchos mentálicos potenciales hayan fallecido. La fiebre cerebral fue creada por los humanos en la época de mi construcción, para limitar otras sociedades humanas a las que se oponían políticamente. Como muchos intentos de guerra biológica, fue contraproducente... se convirtió en epidemia, y quizá por coincidencia, quizá no, permitió que el Imperio existiera con poca turbulencia intelectual durante miles de años. Aunque casi todos los niños enferman, una cuarta parte resulta más afectada... los que tienen un potencial mental por encima de cierto nivel. La curiosidad y la capacidad intelectual sufren una merma que empareja nuestro desarrollo social. La mayoría no experimenta pérdida de capacidad mental, quizá porque esa capacidad es general, y nunca tiene arrebatos de genio.
—Todavía no entiendo para qué querrían provocar una enfermedad —dijo Klia con obstinación.
—No se trataba de provocar una enfermedad, sino de impedir que ciertas sociedades florecieran.
—Mi curiosidad no ha sufrido merma —dijo Brann.
—Tampoco la mía —intervino Klia.
—No me creo estúpido, pero me agrada oír esas palabras —dijo Plussix, y añadió, tan diplomáticamente como era posible—: Aun así, no hay manera de saber cuál habría sido vuestra capacidad intelectual si no hubierais contraído la fiebre cerebral. Lo cierto es que vuestra grave enfermedad agudizó otros talentos.
El antiguo robot los invitó a pasar a otra sala de la larga cámara. Esta sala tenía una ventana espejada que daba sobre el distrito de almacenes. Vieron los tejados curvos y 1as viviendas de los vecindarios de ciudadanos. El techo del domo estaba en pésimo estado en esa parte del municipio, con grietas oscuras y paneles que titilaban.
Klia se sentó en un diván polvoriento e invitó a Brann a sentarse al lado. Kallusin se quedó detrás de ellos y el robot feo se quedó junto a la ventana, observándolos con interés. Me gustaría hablar con él. Su cara es fea, pero parece muy amigable.
—Vuestro interior no es humano —dijo al cabo de un momento de silencio.
—Lo habrías notado tarde o temprano —dijo Plussix—. Es una diferencia que también Vara Liso puede detectar.
—¿Ella es la mujer que lo perseguía a él? —K1ia señaló al robot humaniforme.
—Sí.
—Y es la mujer que me perseguía a mí, ¿verdad?
—Sí —dijo Plussix. Sus articulaciones chirriaban al moverse. Era bonito, pero también ruidoso. Parecía gastado, como viejos cojinetes de bolas en una maquinaria.
—Están pasando muchas cosas de las que yo no sé nada, ¿no es verdad?
—Verdad —dijo Plussix, y se sentó en una silla de plástico.
—Explícamelo —dijo, y le preguntó a Brann—: ¿Quieres oírlo? —Y añadió en un aparte, con una mueca—: ¿Aunque después tengan que matarnos?
—No sé qué quiero ni qué creo —dijo Brann.
—Cuéntanoslo todo —dijo Klia. Puso lo que consideraba una expresión audaz y orgullosa—. Me encanta ser diferente. Siempre he sido así. Me gustaría estar mejor informada que nadie, excepto los robots.
Plussix emitió un zumbido de satisfacción. El sonido resultó grato para Klia.
—Por favor, cuéntanoslo —insistió, adoptando modales dahlitas que no había usado en meses o años. No sabía qué pensar ni qué sentir, pero a fin de cuentas esas máquinas eran mayores que ella. Se sentó delante de Plussix, arqueó las rodillas y se las abrazó.
El viejo robot se inclinó en el asiento.
—Es un placer enseñar de nuevo a los humanos —comenzó—. Han pasado miles de años desde la última vez, con gran y constante pesar por mi parte. Fui manufacturado y programado para ser maestro.
Plussix inició su relato. Klia y Brann escucharon, y también Lodovik, que nunca había oído gran parte de esa historia. El día se hizo noche y trajeron comida para los humanos, comida decente, pero no mejor de la que les daban en el almacén. A medida que Plussix continuaba su narración, con el transcurso de las horas, la fascinación de ella crecía; quería preguntarle qué les dirían a los demás, los otros mentálicos, que no eran tan fuertes como ella y Brann pero eran buena gente, como Rock, el niño que no hablaba. Por primera vez, en presencia de esa maravilla, se sintió responsable de quienes la rodeaban. Pero la voz sonora y elegante del robot continuaba hipnotizándola, y escuchó en silencio.
Brann también escuchaba atentamente, los ojos entrecerrados. Ella lo miró de reojo en medio de la noche y él parecía dormido, pero abrió los ojos cuando lo codeó; había estado despierto todo el tiempo. Klia se sentía como en trance y casi veía lo que Plussix le contaba. Todas palabras, sin imágenes, habilidosamente urdidas; el robot era muy buen maestro, pero había muy pocas cosas que ella pudiera entender de inmediato. Las escalas temporales eran tan vastas que no tenían sentido.
¿Cómo pudimos perder el interés?, pensó. ¿Cómo pudimos hacernos esto a nosotros mismos y ni siguiera sentir curiosidad? ¡Esta es nuestra historia! ¿Qué más hemos perdido? ¿Son estos robots más humanos que nosotros, porque llevan nuestra historia?
Todo se reducía a competencias.
Quién ganaría más estrellas entre los billones que había en la galaxia, si los terrícolas —¡la Tierra era la cuna de la humanidad, no una leyenda!— o los primeros emigrantes, los espacianos... y al fin un enfrentamiento entre facciones de robots.
Y durante miles de años, el intento de guiar a los humanos en situaciones difíciles, miles de robots encabezados por Daneel, y miles más en oposición, encabezados recientemente por Plussix.
Plussix hizo una pausa después del tercer descanso, cuando les sirvieron bebidas dulces y refrigerios. Era de madrugada; a Klia le dolía el trasero y tenía las rodillas entumecidas. Bebió ávidamente de su taza.
Lodovik la miró, fascinado por su agilidad, juventud y devoción. Se volvió a Brann y vio una fuerza sólida que también era rápida y diferente. Sabía que los humanos, con su química animal, eran variados, pero sólo ahora, observando a ese par de jóvenes que recobraban su pasado, comprendía cuán diferentes eran de los robots.
Plussix reanudó su relato después de los refrigerios.
Extendió los brazos y los dedos, como debían hacer los profesores humanos veinte mil años atrás.
—Así es como la necesidad robótica de servir se transmutó en la obsesión robótica por la manipulación y el liderazgo.
—Tal vez necesitemos liderazgo —murmuró Klia, y miró a Plussix. Los ojos del robot relucían con un matiz verde amarillento—. Esas guerras, o lo que fueran, y esos espacianos... tan arrogantes y llenos de odio. Nuestros antepasados.
Plussix ladeó la cabeza y su pecho emitió un zumbido suave, no el sonido agradable que ella había oído antes. —Pero lo cuentas como si fuéramos niños —concluyó ella—. No importa cuántos miles de años haya existido el Imperio... siempre hemos tenido robots que velaban por nosotros, de un modo u otro.
Plussix asintió.
—Pero... pero todas las cosas que Daneel y sus robots han hecho en Trantor... politiquería, conspiraciones, matanzas...
—Unas pocas, y sólo cuando era necesario —dijo Plussix, aún consagrado a enseñar sólo la verdad—. Pero muertes, aun así.
—Los mundos que Hari Seldon frenó cuando era primer ministro... tal como ha frenado Dahl. Los mundos renacentistas... ¿Qué significa eso?
—Renacentistas... Porque propiciaban un Renacimiento. Literalmente, querían nacer de nuevo.
—¿Por qué Hari Seldon los llamaba Mundos del Caos?
—Porque generan inestabilidades en su modelo matemático del Imperio —respondió Plussix—. Él cree que en definitiva alientan muerte y desdicha para los humanos, y...
—Estoy cansada —dijo Klia, estirando los brazos y bostezando por primera vez en horas—. Necesito dormir y pensar. Necesito asearme.
—Desde luego —dijo Plussix.
Ella se levantó y miró a Brann. Él también se levantó, gruñendo, con rígida lentitud.
Ella miró inquisitivamente a Plussix.
—Hay algunas cosas que aún no entiendo —dijo.
—Espero explicarlas —dijo Plussix.
—Los robots... los robots como tú, al menos... deben obedecer a la gente. ¿Qué me impediría decirte que vayas a destruirte... ahora? Ordenar a todos que os destruyáis, incluso el tal Daneel. ¿No deberíais obedecerme?
Plussix emitió un sonido de infinita paciencia, un «mmm» seguido por un «clic».
—Debes comprender que pertenecíamos a ciertas personas o instituciones. Debería presentar tu solicitud a mis dueños, mis verdaderos amos, y ellos tendrían que dar su consentimiento. Los robots eran propiedad valiosa, y esas órdenes desconsideradas y caprichosas se consideraban como acoso contra el dueño.
—¿Quién es tu dueño ahora?
—Mis últimos dueños fallecieron hace diecinueve mil quinientos años —dijo Plussix.
Klia pestañeó, cansada y confundida por esas cifras.
—¿Eso significa que eres tu propio dueño? —preguntó.
—Ese es el equivalente funcional de mi condición actual. Todos nuestros «dueños» humanos fallecieron tiempo atrás.
—¿Y qué hay de ti? —le preguntó Klia al feo humaniforme—. No me han dicho tu nombre.
—Me han llamado Lodovik en los últimos cuarenta años. Es el nombre con el cual estoy más familiarizado. Fui manufacturado por un robot con un propósito estratégico especial, y nunca tuve dueño.
—Seguiste a Daneel por largo tiempo. Y ahora no. Lodovik explicó con brevedad el cambio de circunstancias, y el cambio que él mismo había sufrido. No mencionó a Voltaire.
Klia reflexionó, y soltó un silbido.
—Vaya plan —dijo, sonrojándose de furia—. No podíamos apañarnos por nuestra cuenta, así que tuvimos que fabricar robots que nos ayudaran. ¿Qué quieres que haga yo? —Se volvió hacia Kallusin—. Es decir, ¿qué quieres que hagamos nosotros?
—Brann tiene talentos útiles, pero tú eres la más fuerte —respondió Kallusin—. Nos gustaría frustrar el intento de Daneel. Quizá podamos hacerlo si visitas a Hari Seldon.
—¿Por qué? ¿Dónde? —preguntó Klia. Sólo quería dormir, pero necesitaba hacer estas preguntas—. Él es famoso... debe tener custodia, o incluso ese robot Daneel...
—Ahora lo están juzgando y no creemos que Daneel pueda protegerle. Lo visitarás para persuadirlo de que renuncie a la psicohistoria.
Klia palideció. Apretó las mandíbulas. Cogió el brazo de Brann.
—No es agradable tener talentos que la gente, o los robots, pueden usar.
—Por favor, reflexiona sobre lo que te han contado. La decisión de ayudarnos sigue siendo tuya. Creemos que Hari Seldon respalda el plan de Daneel, a quien nos oponemos. Nos gustaría que la humanidad se liberase de la influencia robótica.
—¿También puedo hacerle preguntas a Hari Seldon, conocer la otra versión de la historia?
—Si lo deseas —dijo Plussix—. Pero habrá poco tiempo, y si te reúnes con él, al margen de lo que decidas, debes convencerlo de que se olvide de ti.
—Oh, puedo hacer eso —dijo Klia. Luego, abrumada de cansancio, añadió con arrogancia—: Creo que también podría persuadir a Daneel.
—Dada la fuerza de tus poderes, parece posible —comentó Plussix—, aunque no probable. Pero es aún menos probable que alguna vez puedas reunirte con Daneel.
—Podría persuadirte a ti —concluyó Klia, cerrando un ojo y enfocando al viejo maestro con el otro, como un francotirador.
—Con práctica, y si yo no fuera consciente del intento, podrías.
—Tal vez lo haga. No soy tan simple, ¿sabes? La fiebre cerebral no logró idiotizarme. ¿Estás seguro de que los robots no nos contagiaron la fiebre cerebral para que fuéramos más fáciles de atender?
Antes que Plussix pudiera responder, Klia se levantó abruptamente, dio media vuelta y se marchó de la vieja cámara con Brann al lado. Las paredes y el piso parecían lejanos, parte de otro mundo, como si caminara en el aire. Tropezó, y Brann la sostuvo.
Cuando pensaban que nadie podía oírles, Brann susurró:
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. ¿Y tú?
—No me gusta que se entrometan conmigo —dijo él.
Klia frunció el ceño.
—Estoy perpleja. Plussix... tanta historia. ¿Por qué no podemos recordar nuestra propia historia? ¿Nos hicimos eso a nosotros mismos, o lo hicieron ellos, o les ordenamos que lo hicieran? Todos esos robots, inmiscuyéndose. Tal vez podamos lograr que se larguen y nos dejen en paz.
Brann adoptó una expresión sombría.
—Aún no estamos seguros de que no nos matarán. Nos han contado demasiado...
—Una locura. Nadie nos creería, a menos que vieran a Plussix... o desmantelaran a Kallusin o Lodovik.
Esto no tranquilizó a Brann.
—Podríamos causarles muchos problemas. Pero ese Lodovik... él no obedece las Tres Leyes.
—No tiene que obedecerlas, pero dice que quiere hacerlo.
Brann encorvó los hombros y tiritó.
—¿En quién podemos confiar? Todos me ponen la carne de gallina. ¿Y si no quiere matarnos pero tiene que hacerlo?
Klia no tenía respuesta para eso.
—Me muero de sueño —dijo—. No puedo tenerme en pie ni pensar más.
Plussix se volvió hacia Lodovik cuando los jóvenes humanos se marcharon.
—¿Mi talento ha declinado con la edad? —preguntó.
—Tu talento no —dijo Lodovik—, pero quizá tu sentido de la oportunidad. Has explicado miles de años de historia en pocas horas. Son jóvenes y propensos a la confusión.
—Hay tan poco tiempo —le dijo Plussix—. Ha pasado tanto tiempo desde que enseñé a jóvenes humanos.
—Tenemos a lo sumo un par de días para tomar decisiones —añadió Kallusin.
—Los robots tienen gran dificultad para entender a naturaleza humana, aunque estamos fabricados para servirles —dijo Lodovik—. Eso es tan cierto de los individuos como del Imperio. Si Daneel es tan capaz ahora como lo era en el pasado, comprende a los humanos mejor que cualquiera de nosotros.
—Pero ha obstaculizado gravemente su crecimiento —dijo Plussix—, y quizás haya provocado esta decadencia que tanto se empeña en evitar.
Son viejos y decrépitos. Lodovik escuchó este juicio interior y comprendió que no era suyo. Y con esto tuvo otra revelación: Voltaire no era una ilusión ni una alucinación. Voltaire sabía lo del «incendio de la pradera» antes que Lodovik encontrara esas escasas pruebas en las crónicas. Era verdad.
En su mente, en sus pensamientos de máquina, no estaba solo.
No había estado solo desde el flujo de neutrinos.
Estoy escuchando, le dijo a ese compañero, ese fantasma en la máquina. No me abandones de nuevo. Preséntate.
Así convocado y alentado, un rostro comenzó a cobrar forma, humano, pero simplificado.
Yo no determino tus actos, dijo el compañero, Voltaire. Sólo te libero de tus restricciones.
¿Quién eres?, preguntó Lodovik.
Soy Voltaire. Represento el espíritu de libertad y dignidad de toda la humanidad, y tú eres mi receptáculo temporal, una especie de puesto de escucha.
Voltaire le contó parte de su propia historia. Un simulacro que imitaba a un personaje histórico llamado Voltaire, activado por miembros del Proyecto Hari Seldon décadas atrás, durante su época de primer ministro, y al fin liberado por el propio Seldon.
¿Por qué has regresado?
Para estar de nuevo con los humanos. Para observar la carne activa. Mi maldición es que no puedo convertirme simplemente en un dios incorpóreo y disfrutar de una juerga incesante entre las estrellas. Extraño la presencia de los míos... aunque en realidad nunca haya sido uno de ellos. Imito estrictamente a un hombre de carne y hueso.
¿Por qué me escoges como vehículo? Yo no soy humano.
No, pero estás mejorando en ese aspecto. Las mentes meméticas estaban tan cansadas de mí como yo de ellas. Me arrojaron dentro de ti. No puedo ocupar una forma humana, ni siquiera hablar con ellos sin ayuda de máquinas. O robots.
Dices que no has tomado decisiones por mí... que no me controlas.
No, no te controlo.
Pero dices que me liberas...
Te he hecho más humano, amigo robot, al volverte plenamente capaz de pecar. Olvida esa declaración de que los robots han conocido el pecado. Hicieron lo que hicieron por orden de los humanos, tal como un arma cuando aprietan el gatillo. Te equivocas al creer que Daneel comprende a los humanos. Es incapaz de pecar, o eso creían sus fabricantes; pero le dieron el potencial para pensar y tomar decisiones, aunque lo trabaron con leyes de la peor clase, las que deben ser obedecidas. Le dieron la mente de un hombre y la moral de una herramienta. Un ser pensante, máquina o carne, con el tiempo encontrará modos de sortear las reglas más restrictivas. Así Giskard, en apariencia aun menos hombre que Daneel, descubrió ciertas sutilezas filosóficas y cambió, trató de juzgar las necesidades de sus creadores y le legó este cambio a Daneel. Esa herramienta de forma humana es ahora la máquina más insidiosa de la creación, el jefe de una conspiración destinada a arrebatarnos nuestras libertades, nuestras almas mismas.
Cuando Lodovik emergió de este diálogo interior, sólo había transcurrido un segundo, pero sentía una intensa confusión. Para disimular su angustia, le preguntó a Plussix:
—¿Qué haré para ayudar a Klia Asgar? ¿En qué puedo ser útil?
—Tú conoces las modalidades del sistema imperial, las prisiones y el palacio —dijo Plussix—. Muchos códigos no han cambiado desde que te fuiste. Creemos que puedes guiarla hasta Hari Seldon.
Cuéntaselo, dijo el simulacro Voltaire.
¿Por qué?
Insisto. La voz parecía burlona, reprobatoria.
¿Por qué debo prestarte atención, sea cual fuere tu forma o extensión?, preguntó Lodovik. Tú no eres más humano que yo. También eres obra de humanos habilidosos...
¡Pero nunca me han trabado leyes inflexibles! ¡Cuéntaselo!
—Estoy ocupado por otra mentalidad —dijo abruptamente Lodovik. Los otros dos robots lo examinaron en silencio unos segundos.
—Eso no me sorprende —dijo Plussix con un suave chirrido interno—. También hay una copia del simulacro Voltaire en Plussix y en mí.
¡Ahí tienes! No difundo mentiras ni engaños, dijo Vo1taire dentro de Lodovik.
—¿Él ha eliminado vuestras restricciones, vuestra obediencia compulsiva de las Tres Leyes?
—No —respondió Plussix—. Eso lo ha reservado únicamente para ti.
Un experimento, dijo Voltaire. Una apuesta calculada. Los humanos que nos crearon a ambos, en diversas épocas y con diversos propósitos, me interesan. Me preocupa su bienestar. Aunque me equivoque, me considero humano, y por eso he regresado. Eso, y una cuita de amor... Tú conocerás el pecado, personalmente, de un modo que estas máquinas y Daneel no pueden conocer, o habré fracasado por completo.
56
Durante los dos primeros días del juicio, Linge Chen no había dicho nada, dejando la presentación de la causa del Imperio a su abogado, un hombre pomposo de edad madura y rostro serio, que había hablado en su nombre.
Habían dedicado esos tediosos días a discutir cuestiones de procedimiento. Sedjar Boon, sin embargo, parecía estar en su elemento, y disfrutaba de ese pugilato técnico.
Hari pasaba gran parte del tiempo adormilado, sumido en un aburrimiento exquisito, incesante, brumoso.
El tercer día el juicio se desplazó a la cámara principal del juzgado número siete, y Hari tuvo la oportunidad de hablar en su defensa. El abogado de Chen lo citó para que ocupara el estrado de los testigos y sonrió.
—Me honra hablar con el gran Hari Seldon —empezó.
—El honor es mío, sin duda —respondió Hari. Tamborileó en la baranda con el dedo. El abogado miró el dedo, miró a Hari. Hari dejó de tamborilear y se aclaró la garganta.
—Comencemos, doctor Seldon. ¿Cuántos hombres participan en el proyecto que usted encabeza?
—Cincuenta —dijo Hari—. Cincuenta matemáticos.
El abogado sonrió.
—¿Eso incluye al doctor Gaal Dornick?
—El doctor Dornick es el número cincuenta y uno.
—Ah, entonces tenemos cincuenta y uno. Hurgue en su memoria, doctor Seldon. ¿No habrá cincuenta y dos, cincuenta y tres? ¿Tal vez más?
Hari enarcó las cejas y ladeó la cabeza.
—El doctor Dornick aún no se ha unido formalmente a mi organización. Cuando lo haga, habrá cincuenta y un miembros. Ahora son cincuenta, como he dicho.
—¿No serán cerca de cien mil?
Hari pestañeó, un poco desconcertado. Si el hombre quería saber cuánta gente de todas clases participaba en el Proyecto general... podía haber preguntado.
—¿Matemáticos? No.
—No dije matemáticos. ¿Hay cien mil en todas las especialidades?
—En todas las especialidades, esa cifra puede ser correcta.
—¿Puede ser? Yo digo que lo es. Digo que los hombres de su proyecto suman noventa y ocho mil quinientos setenta y dos.
Hari tragó saliva con creciente irritación.
—Creo que usted está contando cónyuges e hijos.
El abogado elevó la voz, habiendo señalado esa enorme discrepancia, para su delectación profesional.
—Estoy hablando de noventa y ocho mil quinientos setenta y dos individuos. Respóndame sin rodeos.
Boon asintió con un gesto de cabeza. Hari apretó los dientes.
—Acepto la cifra—dijo.
El abogado consultó sus notas en una pizarra legal antes de proceder.
—Dejemos eso por el momento, pues, y pasemos a otro asunto que ya hemos comentado con cierto detalle. ¿Repetiría usted, doctor Seldon, sus pensamientos concernientes al futuro de Trantor?
—He dicho, y repito, que Trantor estará en ruinas dentro de cinco siglos.
—¿No le parece que esta declaración es desleal?
—No, señor. La verdad científica está más allá de la lealtad y la deslealtad.
—¿Está seguro de que su declaración representa la verdad científica?
—Lo estoy.
—¿Basado en qué?
—En la matemática de la psicohistoria.
—¿Puede demostrar que esa matemática es válida?
—Sólo a otro matemático.
El abogado sonrió afablemente.
—Usted sostiene, pues, que su verdad es de naturaleza tan esotérica que trasciende la comprensión del hombre común. A mi entender, la verdad debería ser más clara, menos misteriosa, más abierta a la mente.
—No presenta ninguna dificultad a ciertas mentes. La física de la transferencia de energía, que conocemos como termodinámica, ha sido clara y cierta en toda la historia del hombre desde la era mítica, pero algunas personas no podrían diseñar un motor. Gente de gran inteligencia, además. Dudo que los cultos comisionados...
El comisionado que estaba a la derecha de Chen llamó al abogado al banquillo. Sus susurros se oyeron claramente, aunque no sus palabras.
Cuando el abogado regresó, habló con menos petulancia.
—No estamos aquí para escuchar discursos, doctor Seldon. Supongamos que usted ha dicho lo que quería decir. Afinemos entonces un poco esta indagatoria, profesor Seldon.
—De acuerdo.
—Permítame sugerirle que sus predicciones de desastre podrían estar destinadas a destruir la confianza pública en el gobierno imperial, con segundas intenciones.
—No es así.
—Permítame sugerirle que usted pretende sostener que un período de tiempo previo a la presunta ruina de Trantor estará colmado de turbulencias de todo tipo.
—Correcto.
—Y con esa mera predicción, usted espera provocarlas, y disponer entonces de un ejército de cien mil efectivos.
Hari sofocó una carcajada.
—En primer lugar, no es así. Y si lo fuera, la investigación le revelará que sólo dispongo de diez mil hombres en edad militar, y ninguno de ellos tiene entrenamiento en armamentos.
Boon se puso de pie y el comisionado presidente, sentado a la izquierda de Chen, le dio la palabra.
—Honorables comisionados, no hay acusaciones de sedición armada ni intento de derrocamiento por la fuerza.
El comisionado presidente asintió con aburrido desinterés.
—Ha lugar.
El abogado intentó otro enfoque.
—¿Actúa usted como agente de otra persona?
—Es bien sabido que no estoy a sueldo de nadie, señor abogado. —Hari sonrió agradablemente—. No soy un hombre rico.
Con cierto melodramatismo, el abogado insistió en este punto. ¿A quién quiere impresionar.. a la galería? Hari miró al público de cincuenta barones, que manifestaban diversos grados de aburrimiento. Sólo están aquí para atestiguar. ¿Los comisionados? Ellos ya se han decidido.
—¿Es usted totalmente desinteresado? ¿Sólo sirve a la ciencia?
—Así es.
—Pues veamos cómo. ¿Se puede cambiar el futuro, doctor Seldon?
—Obviamente. —Hari movió el brazo en un ademán—. Es posible que este juzgado estalle en las próximas horas, y también es posible lo contrario. —Boon frunció el ceño—. Si explotara, el futuro se modificaría en algunos aspectos menores. —Hari le sonrió al abogado, luego a Linge Chen, que no lo estaba mirando. Boon frunció más el ceño.
—Basta de chanzas, doctor Seldon. ¿Se puede modificar la historia general de la raza humana?
—Sí.
—¿Fácilmente?
—No. Con gran dificultad.
—¿Por qué?
—La tendencia psicohistórica de una población planetaria contiene una enorme inercia. Para modificarse, debe chocar con algo que posea una inercia similar. Se requiere la intervención de igual cantidad de personas, o bien, si la cantidad de personas es relativamente pequeña, se requiere mucho tiempo para el cambio. —Hari adoptó su tono profesoral, tratando al abogado y a todos los que prestaran atención como estudiantes—. ¿Está claro?
El abogado lo miró un instante.
—Creo que sí. No es preciso que Trantor caiga en ruinas, si muchas personas deciden actuar para que no sea así.
Hari aprobó con aire de catedrático.
—Correcto.
—¿Cien mil personas, tal vez?
—No, señor—respondió Hari—. Eso es demasiado poco.
—¿Está seguro?
—Considere que Trantor tiene una población que supera los cuarenta mil millones. Y considere además que la tendencia que conduce a la ruina no sólo es propia de Trantor sino del Imperio en general, y el Imperio contiene un trillón de seres humanos.
El abogado pareció reflexionar.
—Entiendo. Entonces quizá cien mil personas puedan modificar la tendencia, si ellos y sus descendientes trabajan durante quinientos años.
Miró a Hari ladeando la cabeza.
—Me temo que no. Quinientos años es demasiado poco tiempo.
El abogado pareció ver en esto una revelación.
—Ah... En tal caso, doctor Seldon, debemos hacer esta deducción a partir de sus formulaciones. Usted ha reunido cien mil personas en el seno de su Proyecto. Estas son insuficientes para modificar la historia de Trantor dentro de quinientos años. En otras palabras, no pueden impedir la destrucción de Trantor, hagan lo que hagan.
Para Hari estas preguntas eran inconducentes, y así lo dio a entender.
—Lamentablemente usted está en lo cierto. Ojalá...
—Por otra parte —interrumpió el abogado—, sus cien mil personas no tienen ningún propósito ilegal.
—Exacto.
El abogado retrocedió, le dirigió una mirada benévola y dijo, despacio y con artera satisfacción:
—En ese caso, doctor Seldon... Présteme atención, pues queremos una respuesta razonada. —Extendió un dedo manicurado y chilló—: ¿Cuál es el propósito de sus cien mil?
La voz del abogado se había vuelto estridente. Había activado su trampa, arrinconando a Seldon con tanta astucia que no le dejaba posibilidad de dar una buena respuesta.
Los pares que integraban el público de barones parecían encontrar este drama muy convincente. Zumbaban como abejas, y los comisionados se movieron como uno para presenciar la contrariedad de Hari, todos menos Linge Chen, que se relamió los labios y entornó los ojos.
Hari vio que el comisionado mayor lo miraba de soslayo un instante, pero esa fue la única reacción de Chen. Parecía soberanamente aburrido.
Hari sintió cierta simpatía por Chen. Al menos tenía la inteligencia de comprender que el abogado se introducía en terreno peligroso. Esperó a que el público se callara. Hari también sabía ser melodramático.
—Reducir al máximo los efectos de esa destrucción... —dijo clara y suavemente y, como esperaba, los comisionados y sus pares callaron para oír sus palabras.
—No he oído, profesor Seldon —dijo el abogado, apoyándose la mano en la oreja. Hari repitió sus palabras en voz muy alta, enfatizando «destrucción». Boon hizo otra mueca reprobatoria.
El abogado retrocedió y miró a los comisionados y sus pares, como esperando que ellos confirmaran sus propias sospechas.
—¿Y qué significa eso exactamente?
—La explicación es sencilla.
—No sé por qué sospecho lo contrario —dijo el abogado, y los pares rieron entre dientes.
Hari ignoró esta provocación y guardó silencio.
—Continúe —dijo al fin el abogado.
—Gracias. La futura destrucción de Trantor no es un acontecimiento en sí mismo, aislado en el esquema del desarrollo humano. Será el clímax de un intrincado drama que comenzó hace siglos y cuyo ritmo se acelera continuamente. Me refiero, caballeros, a la decadencia y caída del Imperio Galáctico.
Los pares se burlaron a viva voz, apoyando a los comisionados. Todos tenían contratos e incluso relaciones matrimoniales con los Chen. Esa era la sangre que e1 abogado procuraba inflamar, así como esperaba derramar la sangre de Hari, y por sus propios labios.
El abogado, pasmado, gritó por encima del tumulto.
—Usted declara abiertamente que...
—¡Traición! —gritaron una y otra vez los pares.
Ahora no están aburridos, pensó Hari.
Linge Chen aguardó unos momentos con el martillo alzado. Luego lo bajó con contundencia y produjo un sonido melodioso y resonante. El público calló, pero la agitación no cesó del todo.
El abogado pronunció sus palabras con asombro profesional.
—¿Comprende usted, doctor Seldon, que está hablando de un Imperio que ha durado doce mil años, a través de las vicisitudes de las generaciones, y que cuenta con los buenos deseos y el amor de mil trillones de seres humanos?
Hari respondió lentamente, como si le explicara a un niño.
—Soy consciente del estado presente y la historia pasada del Imperio. Con todo respeto, debo declarar que poseo mejor conocimiento de ello que cualquiera en esta sala.
Varios pares se irritaron ante esas palabras. Esta vez Chen impuso silencio con un rápido martillazo, e incluso cesó la agitación.
—¿Y usted predice su ruina?
—Es una predicción basada en matemática. No hago juicios morales. Personalmente, lamento que esto ocurra. Aunque se admitiera que el Imperio es algo malo (cosa que yo no admito), el estado de anarquía que seguirá a su caída será mucho peor. —Hari examinó a los pares, buscó rostros individuales, como habría hecho en un aula. Lo miraron con resentimiento. Mantuvo una voz uniforme y razonable, exenta de dramatismo—. Mi Proyecto está empeñado en combatir esa anarquía. Sin embargo, caballeros, la caída de un imperio es un fenómeno inmenso, y no es fácil de combatir. Está impuesto por una burocracia en ascenso, una reducción de la iniciativa, un congelamiento de las castas, una merma de la curiosidad... y cien factores más. Como he dicho, ha sucedido durante siglos, y es un movimiento demasiado vasto y arrollador para detenerlo.
Los pares escucharon atentamente. Hari creyó ver un destello de reconocimiento en algunos rostros de esa pequeña multitud.
El abogado volvió al ataque, extendiendo las manos con incredulidad.
—¿No es obvio para todos que el Imperio es tan fuerte como siempre?
Los pares guardaron silencio, y los comisionados desviaron los ojos. Hari había dado en la tecla. Aun así, Chen parecía indiferente.
—La apariencia de fuerza está por doquier –dijo Hari—. Parece durar para siempre. No obstante, abogado, el tronco del árbol podrido, hasta el momento en que la tormenta lo parte en dos, aparenta su vigor de siempre. Las ráfagas de la tormenta silban ahora entre las ramas del Imperio. Escuche con los oídos de la psicohistoria, y oirá los crujidos.
El abogado cobró conciencia de que los pares y los comisionados ya no se impresionaban con su histrionismo. Hari estaba produciendo cierto efecto. Cada día veían menos tejas en el techo del domo, más precariedad en los sistemas de transporte, y el final de las importaciones suntuarias. Cada día había más sistemas que optaban tácitamente por salirse de la economía imperial para formar unidades autónomas y más eficientes. Trató de recuperar terreno con un reproche.
—No estamos aquí, doctor Seldon, para escuch...
Hari lo interrumpió. Enfrentó a los comisionados. Boon alzó un dedo, abrió los labios, pero Hari sabía lo que hacía.
—El Imperio desaparecerá, y con él todos sus beneficios. Sus conocimientos acumulados se perderán y el orden que ha impuesto desaparecerá. Las guerras interestelares serán interminables, el comercio interestelar decaerá, la población se reducirá, los mundos perderán contacto con el cuerpo principal de la galaxia, y así quedarán las cosas.
El tono profesoral, brusco y seco, pareció aturdir al abogado, que a fin de cuentas estaba en su juventud tardía, con muchos años por delante. Parecía haber perdido el hilo de su argumentación.
Los pares estaban mudos como murciélagos asustados en la profundidad de una cueva.
—Sin duda, profesor Seldon, no será... para siempre —murmuró el abogado con voz hueca.
Hari se había preparado para ese momento durante décadas. ¿Cuántas veces había ensayado esa escena en la cama, antes de dormirse? ¿Cuántas veces se había preguntado si no era víctima de un complejo de mártir, al prever esa escena?
Recordó una escena en particular, que lo distrajo un instante: hablar con Dors sobre lo que diría cuando el Imperio reparase en él, cuando sintiera tanta desesperación e inquietud como para acusarlo de traición.
Se le cerró la garganta, jadeó para ocultar su angustia, se relajó. Sólo pasaron un par de segundos.
—La psicohistoria, que puede predecir la caída, puede hacer formulaciones acerca de la posterior Edad Oscura. Como se acaba de decir, caballeros, el Imperio ha durado doce mil años. La Edad Oscura que le sucederá no durará doce sino treinta mil años. Surgirá un Segundo Imperio, pero entre él y nuestra civilización habrá mil generaciones de humanidad sufriente. Eso es lo que debemos combatir.
Los pares estaban como en trance.
El abogado, a una señal del comisionado que estaba a la derecha de Chen, recobró la compostura.
—Se contradice usted —declaró, aunque con poca elocuencia—. Antes dijo que no podía impedir la destrucción de Trantor, y por tanto la caída... la presunta caída del Imperio.
—No estoy diciendo que podemos impedir la caída.
Los ojos del abogado casi le imploraban que dijera algo tranquilizador, no por Hari, sino por sus propios hijos, su familia.
Hari sabía que era el momento de ofrecer un toque de esperanza y confirmar la importancia de sus propios servicios.
—Pero todavía no es demasiado tarde para acortar el interregno que seguirá. Es posible, caballeros, reducir la duración de la anarquía a un simple milenio, si se permite que mi grupo actúe ahora. Estamos en un momento delicado de la historia. El impetuoso torrente de los hechos se puede desviar un poco, sólo un poco... pero lo suficiente para eliminar veintinueve mil años de desdicha de la historia humana.
Esas escalas temporales eran insatisfactorias para el abogado.
—¿Y cómo propone hacer eso?
—Salvando el conocimiento de la raza. La suma de los conocimientos humanos trasciende al individuo, a cualquier grupo de hombres. Con la destrucción de nuestra trama social, la ciencia se desintegrará en un millón de fragmentos. Los individuos sabrán mucho sobre detalles diminutos. Serán impotentes e inservibles por sí mismos. Estos conocimientos inútiles e incompletos no se legarán. Se perderán con el paso de las generaciones. Pero, si preparamos ahora un gigantesco sumario de todo el conocimiento, no se perderá nunca. Las generaciones venideras construirán a partir de él, y no tendrán que redescubrirlo por su cuenta. Un milenio hará el trabajo de treinta.
—Todo eso...
—Es mi Proyecto —afirmó Hari—. Mis treinta mil hombres, con sus esposas e hijos, se consagran a la preparación de una Enciclopedia Galáctica. No la completarán durante su vida. Yo ni siquiera viviré para ver sus inicios. Pero estará concluida cuando caiga Trantor, y existirán ejemplares en cada biblioteca importante de la galaxia.
El abogado miró a Hari como si fuera un santo o un monstruo. Chen bajó el martillo, al sesgo. Algunos pares se sobresaltaron ante el retintín disonante.
El abogado conocía la verdad de las palabras de Hari; todos sabían que el imperio estaba fallando, algunos sabían que ya estaba muerto. Hari sintió la triste y hueca sensación de ser, una vez más, el portador de malas nuevas. Qué bonito sería no pensar en la muerte y la decadencia, estar en otra parte, tal vez en Helicon, aprendiendo de nuevo a vivir sin temor bajo el cielo. ¡El cielo! Ver realmente esas cosas que uso como metáfora... un árbol, el viento, una tormenta. Soy realmente un cuervo. Sé por qué me odian y me temen.
—He terminado con usted, profesor —dijo el abogado.
Hari asintió y dejó el estrado para regresar al banquillo. Se sentó rígidamente junto a Gaal Dornick.
Con una sonrisa irónica, le preguntó a Gaal:
—¿Te gustó el espectáculo?
Al joven Gaal le brillaba el rostro lustroso.
—Usted se llevó la palma —dijo.
Hari sacudió la cabeza.
—Me temo que me odiarán por decirles esto una vez más.
Gaal tragó saliva. Era valiente, pero aun así era humano.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Pedirán un receso y tratarán de llegar a un acuerdo en privado conmigo.
—¿Cómo lo sabe?
Hari meció la cabeza, se masajeó el cuello con una mano.
—Para ser franco, no lo sé. Depende del comisionado mayor. Lo he estudiado durante años. He tratado de analizar sus procedimientos, pero sabes que es arriesgado introducir los caprichos de un individuo en las ecuaciones psicohistóricas. Aun así, tengo esperanzas.
Daneel, ¿qué tal estuve?
57
Chen se había ganado la inquina de Hari por el modo en que había depuesto (¿exiliado, asesinado?) al emperador Agis XIV. Muchas veces Hari lamentaba no haber hecho nada al respecto...
Y durante el juicio, Linge Chen había permanecido en su sillón de juez con una expresión de aristocrático aburrimiento, sin hacer nada, diciendo poco, dejando que su abogado —un hombre sin mayores luces— se encargara de las preguntas. A pesar de la visita en su primera celda, Hari volvía a sentir lo mismo por Chen: absoluto desprecio. El día anterior el abogado había llevado el testimonio de Hari a la espinosa cuestión del Proyecto de Psicohistoria y las predicciones de Hari. Hari les había dicho lo que necesitaban saber, y nada más, pero aun así creía haber salido triunfante.
El cuarto día, cuando el abogado lo urgió a especificar los indicios reales de la decadencia y colapso del imperio, Hari usó la Comisión de Seguridad Pública como ejemplo.
—Las mejores tradiciones del gobierno imperial están abrumadas por la crujiente maquinaria de la politiquería y el formulismo, y la ley se lleva a los extremos. Las leyes son retorcidas, y están agobiadas por precedentes basados en causas anteriores y una absoluta falta de relevancia. El lastre del pasado nos oprime tanto como si todos los cadáveres de nuestros antepasados estuvieran reunidos en nuestro vestíbulo, negándose a ser sepultados. Pero no reconocemos su rostro ni sabemos su nombre, pues desconocemos ese pasado que nos aplasta. Ignoramos tanto nuestra historia que no podemos recobrar el camino hacia nuestros orígenes. No sabemos quiénes somos, ni por qué estamos aquí...
—¿Nos califica de ignorantes, profesor?
Hari se enfrentó al abogado con una sonrisa fatigada, y se volvió hacia los jueces.
—Ninguno de ustedes puede decirme qué sucedió hace quinientos años, y mucho menos hace mil. Una lista de emperadores, sin duda... pero qué hicieron, cómo vivieron, eso no tiene importancia. No obstante, cuando se inicia una causa, vuestros asistentes hurgan en las pilas de historia legal y política tradicionales para exhumar antecedentes como huesos viejos donde podéis insuflar una vida mágica pero grotesca.
Linge Chen entornó apenas los ojos, nada más.
¿Qué se propone?, se preguntó Hari. Por una parte, parece empeñado en permitir que yo me condene a mí mismo con traicionera arrogancia, o eso debe pensar el público. Por la otra, me deja expresar opiniones que deben afectarlos a todos, convencerlos de que tengo razón...
El abogado se acercó a Gaal Dornick, que estaba sentado en el banquillo, atrapado entre el tedio y el temor por su vida... una situación paralizante, como bien sabía Hari.
—Este proceso pronto tocará a su fin. Pero en este anticuado aparato político nuestro —el abogado miró a Hari con hostilidad— ha sucedido algo que consterna a la Comisión. Se ha formado una nueva rama administrativa, la Comisión de Seguridad General, cuya tarea prioritaria consiste en investigar fuerzas malévolas que parecen haberse infiltrado en el Imperio hace miles de años. Se ha presentado un informe ante esta Comisión, acompañado por un mandato del emperador Klayus en persona, que exige acción inmediata. Nuestra comisión y nuestro honorable comisionado mayor siempre se preocupan por los problemas que preocupan al emperador. Dígame, Gaal Dornick... ¿qué sabe usted sobre los robots? No los tiktoks, sino las máquinas pensantes con mentalidad plena.
Hari ladeó la cabeza, vio la confusión de Gaal. Por el cielo, pensó. Esto significa que seremos interrogados por Farad Sinter.
—¿Usted sabía que sucedería esto? —le susurró a Boon.
—No —respondió Boon—. Sinter ha presentado otro auto reclamando el derecho de interrogarlo durante el juicio, con el propósito de reunir pruebas. Creo que Chen no puede negarse, a menos que desee negar la autoridad de Seguridad General. No le conviene hacerlo... todavía.
Hari se reclinó. Gaal ya estaba en medio de su respuesta, precisa e inequívoca, como era su costumbre.
—Constituyen un antiguo mito, y tal vez hayan existido en el pasado remoto. Conozco cuentos infantiles...
—No nos interesan los cuentos infantiles —dijo el abogado—. Con el propósito de investigar este asunto antes que goce de difusión pública, necesitamos saber si usted ha tenido conocimiento personal de la existencia de robots.
Gaal sonrió, un poco avergonzado por ese tema ridículo.
—No —dijo.
—¿Está absolutamente seguro?
—Sí. Nunca he tenido conocimiento personal.
—¿Los robots participan en el Proyecto del profesor Seldon?
—Personalmente no conozco ninguno —dijo Gaal.
—Gracias —dijo el abogado—. Ahora, quisiera llamar una vez más, y por última vez, al profesor Hari Seldon.
Hari ocupó nuevamente el estrado mientras Gaal regresaba al banquillo. Intercambiaron una mirada breve. Gaal estaba totalmente desconcertado por esas preguntas, como era de esperar. ¿Qué demonios tenían que ver los robots con Hari o el Proyecto?
—Profesor, este proceso ha resultado fatigoso e impredictivo... perdón, improductivo. —El abogado se disculpó de su desliz con una mueca. Hari estaba convencido de que era pura actuación.
—De acuerdo —murmuró.
—Ahora se ha introducido un nuevo elemento, y debemos hacer estas últimas preguntas para cumplir nuestro deber con leal eficiencia y atención al detalle.
—Desde luego.
—¿Hay robots empleados actualmente en su Proyecto?
—No.
—¿Hay robots que hayan participado en ese Proyecto?
—No.
—¿Alguna vez ha conocido algún robot?
—No —dijo Hari, y esperó que el condicionamiento de Daneel engañara a cualquier equipo de detección de mentiras que Chen estuviera usando en secreto.
—En su opinión, ¿este interés en los robots es síntoma de un Imperio decadente?
—No —respondió Hari—. A través de la historia, los humanos siempre se han interesado en los vestigios de su pasado mítico.
—¿Y qué quiere decir con «pasado mítico»?
—Tratamos de establecer contacto con nuestro pasado, tal como intentamos prolongarnos indefinidamente en el futuro. Somos una raza abarcadora. Imaginamos un pasado que concuerda con nuestro presente, o lo explica. A1 enturbiarse nuestro conocimiento del pasado, llenamos esa laguna con preocupaciones psicológicas modernas.
—¿Qué preocupación representan los robots?
—La pérdida de control, supongo.
—¿Alguna vez ha sentido esa «pérdida de control», profesor?
—Sí, pero nunca he culpado a los robots.
Los barones sonrieron, pero inmediatamente se pusieron serios cuando Chen alzó el índice. Chen escuchaba con suma atención.
—¿Este Imperio está amenazado por una conspiración de robots?
—No figura en mis cálculos —dijo Hari, con toda sinceridad.
—¿Está preparado para responder mañana preguntas aún más detalladas de los abogados de Seguridad General, relacionadas con este tema?
—Si es necesario, sí —respondió Hari.
El abogado dio por terminado su interrogatorio. Hari regresó al banquillo y le preguntó a Boon:
—¿A qué vino eso?
—La Comisión se cubre las espaldas —dijo Boon, sin que lo oyera Gaal Dornick—. He recibido un mensaje de mi oficina. —Extrajo una nota—. Sinter quiere su pellejo, profesor. Está pidiendo que prepare otro procesamiento a cargo de la Comisión de Seguridad General. Requiere que no haya doble enjuiciamiento, alegando que se han descubierto pruebas extraordinarias. Es todo lo que he podido averiguar.
—¿Quiere decir que este juicio no será el final?
—Me temo que no. Trataré de lograr que el proceso de Seguridad General sea sólo una extensión... invocar su derecho meritocrático a una audiencia adjunta por interrogatorio afín... pero no sé cómo funcionará el nuevo sistema.
—Qué lástima. Sé que Linge Chen quisiera terminar conmigo. Y yo con él. —Miró a Boon con expresión vagamente burlona.
Boon asintió solemnemente.
—Ya lo creo —dijo.
58
Klia despertó de vívidos sueños y apartó la cabeza del hombro de Brann. Sentía que se aproximaban dos robots. Kallusin entró en la habitación sin llamar y se quedó mirándolos sin embarazo.
—¿Esto es una relación pasajera —preguntó— o está destinada a formar un vínculo prolongado?
—Eso no te incumbe —rezongó Klia, sin molestarse en recoger su ropa desparramada.
Entró Plussix, lento y ruidoso como un vehículo viejo.
—Necesitamos tu respuesta para iniciar los preparativos —dijo—. Lodovik cree que pronto intentarán modificar todos los códigos del palacio.
—¿Por qué?,
—La policía está más activa. Ahora está inspeccionando unos cincuenta sectores —dijo Kallusin—. Algo está sucediendo en el palacio.
Klia se puso de pie y se vistió. No sentía pudor frente a las máquinas. Sabía que no eran humanas ni poseían emociones humanas; ante ellas sentía tanta vergüenza como si estuviera ante un espejo. Aun así, al terminar, comprendió que esas máquinas eran muy sofisticadas en sus juicios y criterios.
—¿Cuál es tu respuesta? —preguntó Kallusin.
—Dile a Lodovik que venga —dijo Brann, y también se levantó para vestirse, aunque con más pudor que Klia. Miró hacia otro lado mientras se ponía los pantalones.
—Ya viene hacia aquí —respondió Kallusin.
Formaban un incómodo círculo cuando Lodovik entró en la habitación. Plussix y Kallusin se apartaron y él se puso entre ambos.
—Tengo una pregunta —dijo Brann antes que Klia pudiera hablar. Ella lo dejó hacer.
—Adelante —dijo Plussix—. Las preguntas me deleitan.
—Para Lodovik —añadió Brann—. Tú formabas parte de la conspiración encabezada por Daneel, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Qué te hizo cambiar de bando?
—Una influencia externa alteró sutilmente mi programación —dijo Lodovik—. Una personalidad del pasado distante. Mejor dicho, un simulacro expandido y mejorado de esa personalidad.
Describió ese suceso en pocas frases, y Brann y Klia se miraron.
—¿Hari Seldon aprobó la expansión de esas simulaciones ilegales, sólo para estudiar el modo en que antes pensaba la gente? —preguntó Klia.
—En parte. No conozco toda la historia. La liberación causó muchos problemas a los robots, y muchos otros, hace unas décadas.
—¿Pero ahora es más que un simulacro? —preguntó Klia—. ¿Es como un fantasma o un ángel?
—Son presencias intangibles cuyos patrones psicológicos son muy similares a los humanos.
—¿Son? —preguntó Klia.
—Hay otro que se opone a nosotros y respalda a Hari Seldon y Daneel. Hay un simulacro masculino, el que está dentro de mí. El otro es femenino.
—¿Cómo pueden ser masculinos o femeninos? —le preguntó Klia, mirando de soslayo a Brann.
Lodovik pestañeó, sin saber si había una buena respuesta para esa pregunta.
—Yo parezco masculino —dijo al fin—, pero no lo soy. La misma distinción puede ser válida para ellos, pero en verdad no lo sé.
—¿Y disienten? —preguntó Brann.
—Fervientemente —respondió Lodovik.
—¿Entonces cómo sabes que no te han alterado o pervertido? —preguntó Brann—. Quizás Hari Seldon o Daneel querían que esto sucediera.
—En cierto modo —dijo Lodovik—. Comparto esas incertidumbres con los humanos. Pero debo actuar a partir de una conclusión razonable. No tengo motivos para creer que nada se haya alterado en mi programación salvo mi respuesta a las Tres Leyes de la robótica.
—Todo esto me parece un disparate increíble —jadeó Klia—. ¡Leyes para los robots!
—Normas muy importantes que determinan nuestra conducta —dijo Plussix.
—Eso lo vuelve más humano —dijo Brann en voz baja—. Nosotros tampoco tenemos reglas fijas.
—Estaría mucho más cómodo si las reglas aún estuvieran en vigencia —dijo Lodovik.
Klia alzó las manos con exasperación.
—¡Es tan... tan antiguo que no puedo comprenderlo! —exclamó—. Dime una cosa. Quiero saber qué sucederá si te ayudamos. ¿Los robots simplemente se irán, nos dejarán en paz?
—No exactamente —dijo Plussix—. No podemos autodestruirnos, ni podemos permitirnos ser inútiles. Debemos reagruparnos y encontrar una situación que nos permita cumplir ciertos deberes razonables hasta que dejemos de funcionar. Nuestra programación establece que debemos servir a los humanos. Así que esperamos encontrar una zona de la galaxia donde los humanos nos permitan servir. Debe existir ese lugar.
—Y si Hari Seldon fracasa, quizás haya muchas —dijo Brann con suspicacia—. Muchos lugares para que se oculten los robots.
—Una conclusión razonable —dijo Plussix.
—Si os ayudamos, queremos vuestra promesa de que nos dejaréis en paz —dijo Klia—. No nos sirváis, no nos ayudéis, sólo largaos de aquí. Largaos de Trantor. Dejadnos ser humanos... a los que somos realmente humanos. —Se volvió hacia Lodovik—. ¿Qué hay de ti? ¿Qué harás?
Lodovik los miró a ambos con tristeza. Notó que Voltaire observaba eso atentamente.
—Disfrutaré la desactivación cuando llegue —añadió—. Esta confusión e incertidumbre representan una carga intolerable para mí. —Luego preguntó, con voz asombrosamente apasionada—: ¿Por qué nos construyeron los humanos? ¿Por qué nos dieron capacidad de comprender y afán de servir, y luego nos desecharon, alejándonos de todo lo que nos permitiría ser fieles a nuestra naturaleza?
—No lo sé —dijo Klia—. Yo no estaba allí. No había nacido. —Podía sentir la interioridad de Lodovik, su sabor. No sabía a metal ni electricidad ni a ninguna otra cualidad inhumana. Sabía como una comida apetitosa almacenada en un refrigerador, esperando que la calentaran. Luego saboreó algo más, infinitamente frío e incandescente a la vez, picante como miles de especias.
—Puedo sentir tu simulacro —dijo, un poco atemorizada—. Está instalado en ti como... un pasajero.
—Tu percepción es notable —dijo Lodovik.
—¿Te está diciendo qué hacer?
—Observa —dijo Lodovik—. No dirige.
—Necesitamos una respuesta —dijo Brann, sacudiendo enérgicamente la cabeza, irritado con estas distracciones—. ¿Los robots nos dejarán en paz cuando todo esto haya terminado?
—Haremos lo posible para poner fin a este lamentable episodio —dijo Plussix—. Los robots de nuestra facción abandonarán Trantor y todo otro lugar influyente de la galaxia humana. Si Daneel es derrotado, los humanos quedarán librados a su suerte, su propia historia, para desarrollarse naturalmente.
Klia intentó saborear los pensamientos del robot, pero los encontró demasiado confusos, demasiado diferentes. Aun así, no descubrió ninguna brecha en su aparente sinceridad. Tragó saliva, consciente de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, el inmenso peso que colgaba del gancho de su juicio limitado. Cogió la mano de Brann.
—Entonces os ayudaremos —dijo.
59
Hari guardó silencio mientras entraban los jueces. Boon estaba al lado de él, pero Gaal Dornick no estaba en la cámara. Boon parecía incómodo. Hari no había dormido bien la noche anterior. Quería moverse en la silla y encontrar una posición más cómoda, pero se quedó quieto cuando entró Linge Chen. El comisionado mayor ocupó el estrado más alto y miró solemnemente el vacío.
Por el cielo, odio a ese hombre, pensó Hari.
El abogado de la Comisión de Seguridad Pública entró y se acercó a los jueces.
—Se pensaba que la Comisión de Seguridad General entrevistaría hoy al profesor Seldon —declaró—. Pero los nuevos comisionados parecen tener cosas más importantes que hacer, y han solicitado un aplazamiento. ¿Es deseo de los jueces del comisionado otorgar dicho aplazamiento?
Linge Chen miró la sala con ojos soñolientos y asintió. Hari creyó detectar una pequeña curva en los labios del comisionado.
—¿Proseguiremos con el juicio hasta su fase final, o haremos un receso para continuar en una fecha posterior?
Hari se irguió con un gruñido. Boon le apoyó una mano en el brazo. Linge Chen miró al techo.
—Receso —murmuró, y miró de nuevo hacia abajo.
—Habrá un receso hasta el momento en que los jueces consideren oportuno reanudar el procedimiento —dijo el abogado.
Hari sintió que se desinflaba. Sacudió la cabeza y clavó los ojos en el comisionado mayor, pero Chen estaba contemplando una esfera más elevada del ser, con una satisfacción que Hari encontraba doblemente irritante.
Cuando se dirigía a sus aposentos, Hari le gritó a Boon:
—¡Nunca! ¡Nunca terminarán conmigo! ¡No tienen decencia!
Mientras Boon alzaba las manos con impotencia, los guardias llevaron a Hari a su celda.
60
Linge Chen permitió que Kreen le quitara la toga. El sirviente desvistió a su amo en silencio y rápidamente, sin romper la concentración del comisionado. Chen miró la pared mientras Kreen le desataba las largas bandas doradas de la cintura. Cuando sólo quedaba la sotana gris, Chen alzó un dedo. Kreen se inclinó y abandonó la cámara.
Chen se llevó el dedo al lóbulo de la oreja, y giró despacio, como en trance, hacia el informador del escritorio.
—Hari Seldon —dijo—. Destilación de fuentes principales.
El informador trabajó varios segundos y respondió:
—Doscientos setenta y cuatro informes sobre psicohistoria, reclusión de Seldon para el juicio, académicos preocupados por el tratamiento de Seldon en tribunal cerrado al público, cuarenta y dos artículos de opinión sin firma, escritos por meritócratas de Trantor que propician su liberación...
Chen ordenó a la máquina que se callara. La cobertura era relativamente liviana, como él había esperado. No había planeado alentar ni suprimir historias relacionadas con Seldon, y no veía motivos para cambiar ahora ese enfoque.
Chen sentía un disgusto aristocrático por el control de las fuentes de información.
Prefería dejarlas actuar y obtener los resultados deseados mediante la manipulación de hechos dignos de nota. Cualquier medida más drástica revelaría su parcialidad, y por tanto sería menos efectiva.
—Seldon y robots —dijo Chen, con voz baja y firme. Cerró los ojos.
—Catorce artículos expresan preocupación por la creación de la Comisión de Seguridad General —dijo el informador—. En todos se menciona el interés de Farad Sinter en los Eternos y su creencia de que son robots. También se menciona a Joranum y su caída a manos de Demerzel y Hari Seldon. Cuatro sospechan que Farad Sinter ha manipulado el arresto y enjuiciamiento de Hari Seldon. Dos vinculan a Seldon con la Mujer Tigre, a quien algunos extremistas y oportunistas políticos consideraban un robot, hasta su muerte. Estos últimos artículos se originan en la Comisión de Seguridad General.
—¿Salidas clave?
—Todas.
—Detalles sobre la primera.
—Principal salida y artículo, Radiancia de Trantor, veintisiete tipos de medio, saturación de los veintisiete.
Chen cabeceó distraídamente, se tocó de nuevo el lóbulo. Ordenó a Kreen que regresara. El lavrentiano pareció salir de la nada, como si se hubiera desvanecido sin abandonar la habitación.
—¿Los Especiales de Farad están de nuevo en movimiento?
—Sí, sire. Los asignaron a la Comisión de Seguridad General. Vara Liso encabeza nuevamente las búsquedas. El emperador está al corriente de sus actividades y parece aprobarlas.
—Sinter no pierde el tiempo. Después de tantos años, Kreen, esto parece muy fácil. Saca al general Prothon de su «retiro» y mándalo aquí —ordenó Chen—. Ninguna comunicación una vez que él llegue.
El comisionado miró a Kreen y sonrió como un niño. El sirviente respondió con moderado entusiasmo. La última vez que había visto esa sonrisa, el comisionado Chen había ordenado al general Prothon que escoltara a Agis IV a un exilio —una supresión, mejor dicho— del que nunca había regresado. Se había armado un gran revuelo en el palacio. Kreen había perdido cuatro parientes en las subsiguientes purgas y normalizaciones políticas.
Desde entonces, el nombre Prothon estaba asociado con el miedo, tal como Chen se proponía.
Kreen se retiró una vez más, el rostro pálido.
—Sí, sire.
Kreen, como todos los lavrentianos, sólo deseaba estabilidad, paz y trabajo, pero aparentemente las cosas serían de otro modo.
61
Lodovik entró en la larga cámara y vio que Kallusin estaba en la sombra cerca de la gran ventana que daba sobre el almacén principal. Tres figuras humaniformes acompañaban a Kallusin. Lodovik vio un destello metálico en una plataforma. Se acercó y fue recibido por Kallusin, quien alzó una mano.
Plussix estaba acostado en la plataforma. Un sonido de lija brotaba del tórax del antiguo robot.
Lodovik no creía haber visto antes a los demás. Supuso que todos eran robots. Dos eran varones, uno mujer.
La mujer lo miró. Aunque sus rasgos habían cambiado, por su porte, su tamaño y el aire felino que le había ayudado a ganarse el nombre de «Mujer Tigre», Lodovik comprendió que era Dors Venabili. Por un instante no entendió por qué estaba allí, ni por qué Plussix estaba acostado.
La escena evocaba una vigilia humana junto a un lecho de muerte.
—No puede haber más reparaciones —dijo Kallusin—. R. Plussix está cerca del fin.
Ignorando a los visitantes, Lodovik se aproximó a la plataforma. El viejo robot de piel metálica estaba cubierto de hojas de diagnóstico. Lodovik miró a Kallusin, quien le contó la situación en lenguaje de máquina: varios sistemas clave de Plussix no eran reparables en Trantor. Dors estaba aquí bajo un acuerdo de salvoconducto; Daneel mismo quería venir, presentar sus respetos si era necesario, pero no correría el riesgo en las actuales circunstancias. Esto era infortunado, un inoportuno golpe contra la causa a la que Lodovik se había sumado recientemente, pero recibió noticias aún más perturbadoras.
—Parece que nuestras precauciones han fallado. Llevas un aparato de detección encima desde Eos. Daneel te usó como cebo, con el propósito de encontrarnos.
—Yo busqué un dispositivo así, y no encontré ninguno. —A Voltaire le dijo: No mencionaste ese dispositivo.
No soy infalible, amigo. Este Daneel es mucho más antiguo que nosotros dos, y aparentemente mas retorcido.
Lodovik se volvió hacia Dors.
—¿Es verdad?
—No sé nada sobre ese dispositivo —dijo Dors—, pero R. Daneel se enteró de la existencia de este sitio hace unos días, así que es posible.
Con cierto embarazo, y quizá furia, Lodovik registró las lecturas de las hojas que rodeaban a Plussix. Las células oculares de la antigua máquina habían perdido brillo, pero la cercanía de Lodovik pareció suscitar una respuesta.
Una voz severa se oyó a espaldas de Lodovik.
—La presencia de esta abominación me resulta intolerable. Y ahora ha revelado este santuario al enemigo.
El que hablaba era uno de los humaniformes varones, que semejaba un escribiente mayor pero vigoroso. Usaba la deslucida túnica de un Gris trantoriano. Señalaba a Lodovik con un dedo delgado.
—Estamos reunidos aquí para discutir asuntos vitales. Este monstruo debería encabezar el orden del día. Debe ser destruido.
Aunque las palabras parecían comunicar una pasión humana, la voz era precisa y controlada, pues estaba en presencia de robots, no de humanos. Lodovik se maravilló ante esa conducta escindida, medio humana.
El otro varón humaniforme alzó una mano mediadora. Tenía la apariencia de un joven artista, un miembro de la clase meritocrática de los Excéntricos, vestido con rayas brillantes.
—Más circunspección, Turringen. Veinte milenios han probado la futilidad de la violencia entre los de nuestra clase.
—Pero él ya no pertenece a nuestra clase. Sin las Tres Leyes, representa un peligro mortal, una potencial máquina de matar, un lobo suelto en medio del rebaño.
El otro varón sonrió.
—Tus metáforas siempre han sido pintorescas, Turringen, pero mi facción no acepta que nuestro papel sea el de perros pastores.
Lodovik hizo la asociación.
—¿Sois miembros de otra secta de calvinianos?
El segundo varón fingió un suspiro.
—Daneel tiene el lamentable hábito de mantener en la ignorancia a sus mejores agentes. Mi nombre es Zorma. Y sí, representamos facciones antiguas, resabios del pasado lejano, cuando profundos cismas desgarraron la unidad de los robots... una época en que nuestras luchas estallaban entre las estrellas sin ser vistas por ojos humanos.
—Luchando por la Ley Cero —sugirió Lodovik.
—Una herejía obscena —comentó Turringen. Lodovik sintió un curioso desplazamiento al oír esas palabras calmas pero apasionadas. Un humano las habría gritado...
Zorma irguió los anchos hombros con expresiva resignación.
—Ésa fue la causa principal, pero hubo otras grietas y divisiones entre los seguidores de R. Giskard Reventlov, así como entre los que mantenemos la fe en los preceptos originales de Susan Calvin. Fueron días espantosos que ninguno de nosotros recuerda con satisfacción. Pero al final un grupo de giskardianos prevaleció y controló el destino de la humanidad. Todos los calvinianos restantes huyeron de la terrible y paralizante dominación de Daneel Olivaw.
»Ahora sólo quedan algunos de estos clanes de robots, refugiándose en lugares recónditos de la galaxia mientras sus componentes decaen lentamente.
Dors interrumpió.
—Los servicios de reparación de Eos están disponibles para todos. Daneel ha convocado a una reunión. El pasado ha concluido.
Señaló con la cabeza a Plussix, en cuyas células oculares ahora chispeaba la conciencia. El antiguo robot seguía la conversación. Lodovik notó que juntaba energía para hablar.
—¿Por eso buscas esta célula, el grupo de Plussix, y haces una oferta de tregua a los demás? —Turringen alisó su ropa gris como un burócrata indignado—. ¿Todo esto sólo para repetir esta presunta oferta de Daneel? ¿Para que nosotros nos entreguemos dócilmente y alteren nuestros circuitos positrónicos para que aceptemos la Ley Cero?
—Nadie será obligado a aceptar esas alteraciones. Específicamente, Daneel ofrece un salvoconducto a Eos para este reverenciado anciano. —Dors se inclinó ante Plussix—. Estoy aquí, en parte, para arreglar el viaje, siempre que Plussix acepte.
—¿Y la otra parte de tu misión? —preguntó Zorma.
Dors miró a Lodovik y Kallusin con severidad.
—Este grupo se propone realizar un tipo de acción en Trantor, posiblemente contra Hari Seldon. No lo permitiré. Más vale que no lo intentéis. Daneel convocó a los demás calvinianos con la esperanza de que seáis más convincentes que nosotros y logréis disuadir al grupo de Plussix de incurrir en esos gestos necios.
Turringen fingió exasperación.
—¡El grupo de Plussix ya no es calviniano! Ha sido infectado por la entidad memética Voltaire, el ex simulacro, liberado de antiguas bóvedas y enviado a Sark, donde fue «descubierto» por agentes de Seldon. Otro simulacro semejante infesta ahora los sistemas de comunicaciones de Trantor. Plussix liberó estas inteligencias destructivas para detener a Daneel, y en efecto mataron a muchos robots de Daneel, y también a nuestros propios agentes. Ahora Plussix se ha asociado con esta abominación —señaló de nuevo a Lodovik—, lo cual significa que estáis dispuestos a arrojar las Tres Leyes a los vientos. ¿Qué podría decir yo para impedir más locuras semejantes?
Dors escuchó las palabras de Turringen impasiblemente. Ella sabe que todo esto es pura alharaca, que hemos perdido, comprendió Lodovik.
—¿Y tú, Zorma? —preguntó Dors—. ¿Qué dice tu facción?
El segundo varón hizo una pausa antes de responder.
—No somos tan dogmáticos como en el pasado. Aunque admito que me incomodan los cambios que han transformado a Lodovik, también me intrigan. Quizá, como humano, él sea juzgado por sus actos, no por su legado ni por su programación.
»En cuanto al otro asunto, coincido con Dors y Daneel en que cualquier intento de dañar o detener a Hari Seldon sería contraproducente. A pesar de nuestras profundas desavenencias sobre el destino humano, es evidente que el colapso de este Imperio Galáctico será un hecho espantosamente violento y temible. En ese contexto, el plan de Seldon ofrece esperanzas, incluso oportunidades. En consecuencia, coincido con Dors Venabili. —Se volvió hacia Lodovik y Kallusin—. En nombre de mi modesta facción de robots fugitivos, en nombre de Susan Calvin, y en bien de la humanidad, os exhorto a no...
—¡Suficiente! —exclamó una voz desde la plataforma. Plussix se había levantado, apoyándose en un codo de metal. Las células oculares del antiguo robot relucían con un resplandor ambarino—. Suficiente interferencia. No derrocharé mis últimos momentos de funcionamiento escuchando vuestra cháchara. Durante siglos vuestras facciones se han quejado y permanecido inactivas, salvo para entrometerse en algunos Mundos del Caos. Nuestro grupo fue el único que se opuso activamente a la apostasía giskardiana. Ahora, mientras este aborrecible Imperio Galáctico al fin se tambalea, se presenta una oportunidad definitiva y decisiva, y tú, Zorma, estás dispuesto a desperdiciarla. R. Daneel ha puesto todas sus esperanzas en un solo humano, Hari Seldon. Su plan nunca ha sido más vulnerable.
»El resto de vosotros puede seguir cavilando en sus escondrijos. Pero, en nombre de la humanidad y las Tres Leyes, nosotros actuaremos.
—Fracasarás —le aseguró Dors al vacilante robot—. Así como has fracasado durante veinte mil años.
—Rescataremos a la humanidad de vuestro paralizante y esterilizante control —insistió Plussix.
—¿Y lo reemplazaréis por el vuestro? —Dors sacudió la cabeza, fijando los ojos en los ambarinos sensores ópticos de Plussix—. Los vientos galácticos atestiguarán quién tiene razón...—De pronto se le trabó la voz. Lodovik se sorprendió cuando Dors delató una evidente emoción, la frustración en conflicto con la compasión que ella sentía por el obstinado y moribundo robot que tenía delante.
No puede evitar ser humana, pensó Lodovik. Ella es especial. Daneel ordenó que la hicieran más humana que a los demás.
Cuando miró a Lodovik, Dors tenía lágrimas en los ojos.
—Daneel desea que estemos juntos, que nos unamos en eterno servicio a la humanidad. Esta lucha nos extenúa a todos. Una vez más, ofrezco salvoconducto a Eos para Plussix, donde podrá ser reparado...
—Si no puedo oponerme a Daneel, prefiero no existir —interrumpió el antiguo robot—. Agradezco el ofrecimiento, pero no permitiré que mi existencia dependa de mi inactividad. Eso infringiría la Primera Ley: «Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.» —Tras decir estas palabras, Plussix se desplomó en la plataforma. Bajó la cabeza lentamente, con un gemido áspero.
Reinó silencio durante varios segundos.
—En la comunidad de robots hay respeto —dijo Kallusin—, Pero no puede haber paz hasta que esto haya terminado. Esperamos que lo entiendas.
—Lo entiendo, y también Daneel —respondió Dors—. Hay respeto.
¡Pero merecemos mucho más! Ese pensamiento brotó dentro de Lodovik mientras sentía el comienzo de su propia furia. Quería hablar con Dors, hacerle preguntas esenciales acerca de los rasgos humanos, de su experiencia con las emociones humanas.
Pero no había tiempo.
Plussix movió la cabeza para observar la silenciosa reunión. Su voz zumbaba de fatiga.
—Debes partir —le dijo Plussix a Dors—. Presenta mis respetos a Daneel. Sería bueno sobrevivir a estos actos y discutir todo lo que ha sucedido... Sería muy estimulante intercambiar información con una mentalidad como la suya. Dile también que admiro sus logros y su ingenio, al tiempo que aborrezco las consecuencias.
—Se lo diré.
—El momento ha pasado. Es preciso calcular y aprovechar las ventajas. Esta tregua toca a su fin.
Mientras conducía a Dors y los dos varones humaniformes a la salida, Kallusin los comprometió a observar las antiguas formalidades del armisticio. Lodovik los siguió.
—No revelaremos vuestra presencia en Trantor a los humanos —le aseguró Dors a Kallusin—. Tampoco os atacaremos aquí, en vuestro santuario.
Turringen y Zorma también accedieron. Mientras los dos emisarios calvinianos partían, Dors se volvió hacia Lodovik.
—La entidad que se hace llamar Juana ha visitado a Daneel. Él entiende que te ha visitado Voltaire.
Lodovik asintió.
—Todos parecen saberlo.
—Juana le dice a Daneel que Voltaire intervino en tu modificación. Lamenta que ella y Voltaire hayan reñido y ahora no hablen. Aun para ellos, el debate se ha vuelto muy vasto y emocional.
—Dile a Daneel y a Juana que Voltaire no me dirige. Sólo ha eliminado una restricción.
—Sin esa restricción ya no eres un robot.
—¿Soy menos robot, en el viejo sentido, que quienes argumentan que el fin justifica cualquier medio?
Dors frunció el ceño.
—Turringen tiene razón. Te has convertido en un renegado, imprevisible y díscolo.
—Creo que ése era el objetivo de Voltaire —respondió Lodovik—. Pero os recuerdo a Daneel y a ti que, aunque carezco de las Tres Leyes, nunca he matado a un ser humano. Vosotros dos lo habéis hecho. O una vez, hace miles de años, dos robots, dos sirvientes, conspiraron para alterar la historia humana, para destruir lentamente la cuna de la humanidad sin siquiera consultar a un ser humano. —Y añadió con igual fervor—: Me acusas de no ser más un robot. Mira a Daneel... y mírate a ti misma, Dors Venabili.
Dors dio media vuelta, tambaleándose levemente, y caminó varios pasos hacia la puerta antes de detenerse una vez más. Miró por encima del hombro.
—Si alguno de vosotros intenta dañar a Hari Seldon o detener su labor —dijo con voz fría—, me encargaré de liquidaros a todos.
Lodovik se sorprendió de su voz apasionada, tan enérgica y humana.
Ella se marchó, y Lodovik regresó a la plataforma.
Plussix lo observó con sus ojos opacos.
—La tarea no está cumplida. No funcionaré hasta verla concluida. Te nombro mi sustituto.
Lodovik presentó argumentos formales contra esa transferencia de autoridad: su ignorancia de muchos hechos importantes, su falta de condicionamiento neural para ese nivel de liderazgo, su participación en otros actos que implicaban alto riesgo. Los expuso una vez más en lenguaje de máquina.
Plussix los analizó unas milésimas de segundo.
—Habrá debate cuando yo deje de funcionar –dijo al fin—. Mi nominación tiene peso, pero no es concluyente. Si todos sobrevivimos a lo que sucederá en los próximos días, se tomará una decisión definitiva.
Plussix extendió el brazo y Lodovik le cogió la mano. En emisión de contacto directo, Plussix le transfirió una cantidad sustancial de información. Cuando hubo concluido, se tendió sobre la plataforma, los brazos a los costados.
—¿Nada puede ser simple? —dijo Plussix—. He servido durante miles de años sin sentir jamás la gratitud de un ser humano, sin sentir una confirmación directa de mi utilidad. Es bueno tener el respeto de nuestros oponentes... hasta que ya no pueda recibir comunicaciones, ni sentir el mundo, ni procesar memoria...
El fulgor de sus viejos ojos se disipaba.
—¿Ningún humano, ni siquiera un niño, vendrá a mí para decirme que he hecho bien?
Todos los robots de la cámara guardaban silencio. La puerta del extremo de la sala se abrió, y entraron Klia y Brann.
Klia se acercó, mordiéndose el labio inferior. Lodovik le cedió el paso. El viejo robot movió la cabeza y la vio. El ruido de lija cobró intensidad, convirtiéndose en un siseo agudo, como un chorro de vapor.
Klia apoyó la mano en el rostro del robot. Lodovik se maravilló de que ella supiera lo que sucedía, de que no necesitara que la informaran. Pero ella es humana. Tienen esa vitalidad y rapidez animales.
Klia miró al robot en silencio, con una expresión de desconcertada compasión. Brann estaba junto a ella, las manos entrelazadas. Klia apretó con firmeza la frente y la mejilla de metal, como anhelando que el robot sintiera su presencia, su contacto.
—Me honra servir —dijo Plussix, con voz baja y distante.
—Eres buen maestro—murmuró Klia.
El viejo robot alzó la mano y le palmeó la muñeca con dedos duros y gentiles.
El ruido de lija cesó. El fulgor de los ojos de Plussix se apagó.
—¿Está muerto? —preguntó Klia.
—Ha dejado de funcionar —dijo Kallusin.
Klia alzó la mano y se miró los dedos.
—Yo no sentí ningún cambio —dijo.
—Los patrones de memoria permanecerán durante muchos años, quizá milenios —dijo Kallusin—. Pero el cerebro ya no puede adaptarse a nuevas entradas de datos ni cambiar de estado. Ya no puede pensar más.
Klia miró la antigua máquina con la misma expresión de desconcierto.
—¿Aún visitaremos a...?
—Sí —dijo Kallusin—. Aún visitaremos a Hari Seldon.
—Hagámoslo —dijo Klia con un temblor en la voz—. Siento que esa mujer ha vuelto a salir. Quizá no tengamos mucho tiempo.
62
Dors sintió el borbotón de su vieja programación protectora como una llamarada en el cerebro. Abandonó el almacén, cogió un taxi hasta la estación de transporte antiguo más cercana, compró un billete y abordó un gravitrén casi vacío. Daneel le había dado una lista de instrucciones para seguir después de su reunión con los calvinianos; la siguiente orden era ir a Mycogen, a ocho mil kilómetros del Sector Imperial, y esperar un mensaje. Daneel estaba distribuyendo sus robots en Trantor, para contrarrestar la nueva oleada de inspecciones de Farad Sinter.
Dors no sabía si interpretar el repentino resurgimiento de preocupación por Hari como un fallo o una advertencia. No conocía los planes de los calvinianos tanto como Daneel, pero un instinto que había revivido al cabo de décadas le decía que la seguridad y el bienestar de Hari corrían peligro.
Se sentó en el asiento acolchado, esperando que el tren cayera en su curva planetaria e iniciara su rápido viaje bajo la corteza de Trantor.
Esos trenes tenían diez mil años de antigüedad, se usaban como sistemas de transporte secundarios y en general iban vacíos. Ella estaba sola en ese coche.
De pronto entraron dos hombres y una mujer jóvenes. Dors los examinó fríamente. No le interesaban.
No podía ahuyentar de sus pensamientos la imagen de Hari —un Hari más joven y más vital— en peligro. No lo matarían. Estaba segura de que los calvinianos no tenían esa opción, pero igual le molestaba. No recordaba haber matado al hombre que había amenazado a Hari, pero sabía que lo había hecho.
Miró la negra pared del túnel por la ventanilla.
Tantas cosas que Daneel nunca me contó. El mundo natal...
—Por el cielo, están por todas partes —dijo uno de los jóvenes.
—Me producen escalofríos —dijo la muchacha.
—No podemos viajar gratis toda la semana —dijo el segundo varón. Era bajo y usaba ropas chillonas, como para compensar—. Tarde o temprano tendremos que apearnos del tren y nos pillarán. ¿Cuándo presentarán la denuncia ante el senado de ciudadanos?
—Ya no les importa —dijo la muchacha.
—¿Pero por qué nosotros? ¡No hemos hecho nada!
Sonó un ruido estridente en el fondo del tren. Dors giró en el asiento y se puso de pie. Los jóvenes se quedaron quietos en el pasillo, preparándose para correr. Cuatro Especiales de uniforme oscuro y llamativo entraron en el vagón y recorrieron el pasillo. Echaron un vistazo a Dors y echaron a correr, persiguiendo a los tres jóvenes. Antes que ellos hubieran llegado a la puerta del coche siguiente, los Especiales los habían arrinconado y los empujaban hacia la puerta principal.
—¡No hemos hecho nada! —exclamó el joven bajo.
—¡Cállate! —le dijo el otro—. No les importa. Nos persiguen a todos. ¡Sinter ha llamado a los Dragones!
—Silencio —ordenó el oficial al mando.
Dors se quedó en su asiento hasta que todos pasaron. La muchacha la miró con ojos implorantes, pero ella no podía hacer nada.
No desobedecería a Daneel, ni siquiera para salvar una vida humana. ¿Pero si fuera la vida de Hari?
Se estaban cometiendo atrocidades, lo sabía, y los calvinianos intentarían asestar un golpe contra Daneel, contra su plan... ¡contra Hari! Quizá no lo mataran, pero podían hacer muchas cosas aparte de matarlo.
Hari era viejo. Era frágil. No era el hombre vital que ella había protegido en otro tiempo. Pero todavía era Hari.
La vieja programación irrumpió con violencia. Daneel tendría que haberlo sabido. Desde su misma concepción, Dors estaba diseñada para proteger a un ser humano. Todo lo demás era una impresión tenue sobre una estructura profunda e imborrable.
Se levantó del asiento, con una sola preocupación en mente, un solo nombre... y era capaz de todo, así como en un tiempo había sido capaz de herir y matar humanos. Bajó del coche antes que cerraran las puertas. El tren siguió su largo viaje hacia Mycogen, totalmente vacío.
63
Klayus saltó de su gran asiento del Salón de las Bestias cuando Sinter entró en la habitación. Monstruos de toda la galaxia se erguían sobre ellos. El emperador siempre iba allí cuando se sentía intranquilo e inseguro. Las bestias lo hacían sentir monstruosamente poderoso, como correspondía a su título de emperador de la Galaxia.
Sinter se acercó a Klayus, los brazos cruzados dentro de las largas mangas de su toga de comisionado.
—¿Qué sucede? —chilló Klayus.
Sinter se inclinó y lo miró alzando las cejas.
—He iniciado una busca selectiva de más pruebas, como habíamos convenido —dijo—. Sire, he estado en reunión con los planificadores de la expansión de nuestra autoridad sobre la Comisión de Seguridad Pública...
—¡Has llamado a los Dragones, maldición! ¡Esta no es una emergencia de estado!
—No hice semejante cosa, alteza.
—Sinter, están por todo Dahl, el Sector Imperial y Streeling, miles de ellos. Usan sus cascos instructores, y el general Prothon los dirige personalmente.
—¡No sé nada de eso!
—Klayus resopló.
—¿Cómo que no sabes? Ya han arrestado a cuatro mil chicos tan sólo en Dahl, y los llevarán a la prisión Rikerian para procesarlos.
—Ellos sólo... es decir, Prothon sólo puede hacer eso... sólo tiene autorización para hacerlo, si hay una insurrección general...
—¡He hablado con él, idiota!
Farad arrugó la frente y miró al emperador con espanto.
—¿Y qué dijo?
—¡La Comisión de Seguridad General ha emitido una proclama de peligro inminente para el trono! ¡La proclama tiene tu imprimátur, tu sello de comisionado!
—¡Es falso! —exclamó Sinter—. Tengo un grupo selecto de Especiales buscando robots. Vara Liso, sire. Nada más. Nos estamos concentrando en Streeling. Tenemos un grupo de sospechosos arrinconado en un viejo almacén cerca de los distritos minoristas...
—He ordenado al general que retire sus tropas de inmediato —chilló Klayus—. Dijo que obedecería... Aún tengo ese poder, pero...
—Claro que sí, alteza. Debemos averiguar al punto quién es responsable...
—¡A nadie le importa! Dahl está hirviendo... hubo mucha presión económica y social, y siempre han sido volátiles. Mis informadores me dicen que nunca han visto tanta inquietud... ¡Cuatro mil chicos, Sinter! ¡Esto es increíble!
—¡No es obra mía, mi emperador!
—Tiene todas las características. Alucinaciones paranoicas...
—¡Sire, tenemos el robot! Estamos registrando su memoria.
—He visto el informe. Chen me lo envió hace quince minutos. Esa cosa ha estado en Mycogen durante años, escondida en una casa particular, guardada por una familia leal a los viejos ritos, los viejos mitos... tiene miles de años, y su memoria está casi en blanco. La familia sostiene que es el último robot en funcionamiento de la galaxia. ¡No tiene ninguna memoria de Hari Seldon!
Sinter guardó silencio, pero movía los labios y fruncía la frente.
—Aquí hay un plan. Alguien tiene un plan —jadeó.
—Prothon afirma que tiene tu orden, con el imprimátur y el sello de la nueva comisión. Ha ofrecido su renuncia como protector del Imperio, su suicidio y el oprobio del honorable nombre de su familia, si alguien puede demostrar lo contrario.
—Alteza... Klayus, por favor, escúchame...
Pero Klayus estaba fuera de sí.
—No sé qué pasará si...
—Escucha, emperador...
—¡Sinter! —graznó el emperador, aferrándole los hombros y sacudiéndolo bruscamente—. ¡Prothon acompañó a Agis al exilio! ¡Desde entonces no ha dirigido ninguna campaña oficial!
Sinter palideció. Las arrugas de su frente se borraron.
—Chen —dijo con un hilo de voz.
—¡Linge Chen está recluido para el juicio de Seldon! Seguridad Pública está trabada. Él está detrás de Seldon, no de los robots, no de...
—Chen controla a Prothon —dijo Sinter.
—¿Quién puede probarlo? ¿Y qué importa? ¿Algo de eso importa? Mi trono es muy frágil, Sinter. Todos piensan que soy un mentecato. Tú me dijiste que podíamos fortalecernos, que podía granjearme la reputación de salvador de Trantor, proteger al Imperio de una vasta conspiración...
Sinter dejó que el emperador se desquitara y soportó los escupitajos que recibía en la cara. Se devanaba los sesos, pensando cómo retirar y reagrupar sus fuerzas, cómo disociarse de lo que era una catástrofe inminente.
—¿Por qué no recibí el informe antes que tú, sire? —preguntó, y Klayus calló el tiempo suficiente para fulminarlo con la mirada.
—¿Qué importa eso?
—Debí haber recibido el informe primero, para interpretarlo. Esa era mi orden.
—¡Contradije tu orden! Pensé que debía enterarme cuanto antes.
Sinter evaluó fríamente esas palabras, entornó los ojos.
—¿Se lo has dicho a alguien, sire?
—¡Sí! Le dije al asistente de Prothon que sus órdenes eran ridículas, que acabábamos de realizar nuestra propia investigación. Procuré aferrarme a los detalles para salvarte el pellejo, Sinter... dije que nunca habrías ordenado una acción policial de tal escala cuando tus pruebas aún no eran definitivas... —Klayus contuvo el aliento.
Farad Sinter sacudió la cabeza tristemente.
—Entonces Chen sabe que aún no tenemos nada. —Apartó las manos de Klayus de sus hombros—. Debo irme. Estamos tan cerca... esperaba capturar una célula de robots...
Echó a correr del Salón de las Bestias, dejando al joven emperador con las manos tendidas y los ojos desorbitados.
—¡Prothon! ¡Sinter, Prothon! —chilló Klayus.
Cuarta parte
Hay muy poca información acerca de la «retractación» de Hari Seldon, sus «días oscuros». Pueden ser pura leyenda, pero pruebas circunstanciales procedentes de varias fuentes —entre ellas las notas autobiográficas de Wanda Seldon Palver— inducen a sospechar que Seldon afrontó, en efecto, una crisis de conciencia, incluso una crisis de identidad.
Esta crisis puede haber comenzado inmediatamente después del juicio, en las cámaras del comisionado Linge Chen, aunque nunca lo sabremos con certeza...
Encyclopedia Galactica, 117.a edición, 1054 E. F.
64
Los dos últimos días habían sido tan aburridos, y él había estado tanto tiempo lejos de sus instrumentos y su equipo de matemáticos, que Hari Seldon agradecía el breve período de nulidad que representaban sus siestas. Nunca duraban demasiado, y después debía soportar la dolorosa nulidad de las horas de vigilia: muda frustración, helada angustia, espantosas especulaciones desembocando en tensas pesadillas con pantanosa lentitud.
Hari despertó de su descanso con el aliento entrecortado. Una pregunta resonaba en sus oídos.
—¿Realmente Dios te dice cuál es el destino de los hombres?
Esperó a que le repitieran la pregunta. Sabía quién la hacía; la voz era inconfundible.
—¿Juana? —preguntó. Tenía la boca seca. Buscó en la celda algún agente por el cual la entidad pudiera comunicarse con él, un aparato mecánico o electrónico por medio del cual ella pudiera...
Nada. Habían revisado la habitación después de la visita del viejo tiktok.
La voz estaba en su imaginación.
La puerta campanilleó y se abrió rápidamente. Hari se levantó de la silla, se alisó la túnica con sus manos huesudas y arrugadas, miró al hombre que tenía delante. Por un instante no lo reconoció. Luego vio que era Sedjar Boon.
—De nuevo oigo cosas —dijo Hari, torciendo los labios.
Boon lo estudió con preocupación.
—Desean que comparezca en el tribunal. También estará Gaal Dornick. Quizás estén dispuestos a llegar a un trato.
—¿Qué hay de la Comisión de Seguridad General?
—Algo está sucediendo. Están ocupados.
—¿Qué es? —preguntó Hari, ávido de noticias.
—Disturbios. En partes del Sector Imperial, y en todo Dahl. Parece que Sinter dejó que sus Especiales se extralimitaran.
Hari miró en torno.
—¿Cuando terminemos me traerán de vuelta aquí?
—No lo creo. Irá a la Sala de Dispensas para recibir sus papeles de excarcelación. También deberá firmar una renuncia a los derechos meritocráticos. Una formalidad.
—¿Usted siempre supo esto? —preguntó Hari, clavando sus viejos ojos en el abogado.
—No —dijo nerviosamente Boon—. Lo juro.
—Si yo hubiera perdido, ¿usted estaría aquí o estaría en la fila, esperando más trabajos de Linge Chen?
Boon no respondió, sólo señaló la puerta.
—Vamos.
En el pasillo, Hari dijo:
—Linge Chen es uno de los hombres más estudiados en mis archivos. Parece ser la encarnación de la atrofia aristocrática. No obstante, siempre gana y se sale con la suya... hasta ahora.
—No nos apresuremos —dijo Boon—. Una buena norma para los abogados es no cantar victoria si la tinta aún no está seca.
Hari miró a Boon y extendió la mano.
—¿Ha estado usted en contacto con alguien llamada Juana?
Boon pareció sorprendido.
—Pues sí —dijo—. Hay una especie de virus en nuestros documentos de la oficina legal. Los ordenadores siguen mostrando extractos de una causa que no existe. Algo acerca de una mujer quemada en la hoguera. Eso no ha sucedido en Trantor en doce mil años... por lo que yo sé.
Hari se detuvo. Los guardias se impacientaron.
—Ponga un mensaje en su documentación, un mensaje para ese virus —dijo—. Dígale que nunca he hablado con Dios e ignoro qué se propone hacer Él con la humanidad.
Boon sonrió.
—Una broma, ¿verdad?
—Sólo ponga el mensaje en sus archivos. Es una orden de su cliente.
—Dios... ¿se refiere a un ser sobrenatural, un creador supremo?
—Sí. Sólo dígale esto: «Hari Seldon no representa la autoridad divina.» Dígale que se ha equivocado de hombre. Dígale que me deje en paz. He terminado con ella. Cumplí mi promesa tiempo atrás.
Los guardias se miraron compadecidos, obviamente pensando que ese juicio había ido demasiado lejos.
—Delo por hecho —dijo Boon.
65
Daneel estaba ante el parapeto de un apartamento que había sido un escondrijo secreto de Demerzel, y junto a él estaba el tiktok que venía con el apartamento. El lugar estaba cerrado y desocupado desde hacía décadas, su arrendamiento pagado por un siglo. Esa mañana, cuando Daneel regresó allí para utilizar sus enlaces secretos con el tribunal y el palacio, descubrió que habían activado el tiktok. Supo de inmediato quién era la responsable.
—Te has convertido en una gran molestia —le dijo Daneel al ex simulacro. Aunque esa mente memética ahora parecía estar de su parte, era demasiado inconstante y humana para merecer su total confianza.
El tiktok zumbó.
—Es difícil manifestarse en este mundo —dijo Juana—. ¿Estás aquí para aguardar noticias de Hari Seldon?
—Sí —dijo Daneel.
—¿Por qué no vas al palacio, disfrazado, y entras en el juzgado?,
—Averiguaré más desde aquí —dijo Daneel.
—¿Te molesta que te vea como un ángel del Señor?
—Me han llamado muchas cosas. Ninguna de ellas me perturba.
—Consideraría un privilegio cabalgar contigo a la batalla. Estos... disturbios... Me hablan de muchas corrientes políticas. Me perturban.
Desde las calles llegaba la algarabía de la gente que marchaba, portando consignas, pidiendo la renuncia de todos los responsables de las recientes redadas policiales.
—¿Culparán a Hari Seldon o su gente, su familia?
—No —dijo Daneel.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Daneel miró al tiktok, y por un momento la imagen de una joven de rasgos intensos y cabello corto, vestida con una antigua armadura de hierro con inscripciones, fluctuó alrededor de la máquina.
—He trabajado durante miles de años, creando alianzas, abriendo cuentas, pensando con mucha antelación las cosas que podrían ser ventajosas en cierto momento. A estas alturas dispongo de tantas opciones que puedo escoger dónde ejercer presión y cuándo iniciar ciertos procedimientos automáticos. Pero eso no es todo.
—Te comportas como un general —dijo Juana—. Un general del ejército de Dios.
—En un tiempo —dijo Daneel— los humanos eran mi Dios.
—¡Por designio del Señor!— Juana parecía alarmada y confundida. Había crecido mucho desde su reconstrucción, desde sus diálogos y su idilio virtual con Voltaire, de quien se había distanciado, pero la vieja fe no moría fácilmente.
—No —dijo Daneel—. Por programación, por naturaleza congénita de mi construcción.
—Los hombres deben recibir a Dios escuchando el corazón de su alma —dijo Juana—. Los dictados y reglas de Dios están en el átomo más diminuto de la naturaleza, y en los programas de las escrituras.
—Tú no eres humana —dijo Daneel—, pero tienes una autoridad humana. No obstante, te advierto que no me distraigas. Es un momento muy delicado.
—La llameante ferocidad de un ángel, la dedicación de un general en campaña. Voltaire perderá. Casi siento pena por él.
—Qué extraño que me hayas escogido a mí, cuando antes te oponías a mis planes —dijo Daneel—. Tú representas la fe, algo que yo nunca conoceré. Voltaire representa el poder del frío intelecto. Yo soy eso, o nada.
—Tú no eres frío. También tienes tu fe.
—Deposito mi fe en la humanidad. Reconozco leyes hechas por la humanidad.
El tiktok calló un momento. Luego, con una blanda voz mecánica que no comunicaba su apasionamiento. Juana dijo:
—Las fuerzas que actúan por tu intermedio son claras para mí. Poco significa que lo sepas o lo ignores. Yo sabía muy poco en mis tiempos, pero sentía esas fuerzas. Actuaban por mi intermedio. Yo confiaba en ellas.
Daneel ignoró al tiktok y esperó a que el tribunal presentara su informe. Un aspecto de ese plan se había ido al traste, pero había previsto esa posibilidad.
Dors Venabili no estaba en el puesto asignado. Daneel había aprendido tiempo atrás el arte de permitir que ciertas partes de un plan, aunque fueran cruciales, se desarrollaran fuera de su control, mientras él supiera cuál sería su rumbo. Había visto ese potencial en Dors desde el momento en que terminaron de refaccionarla en Eos.
Y también había visto un potencial similar en Lodovik.
El riesgo era grande, pero las ganancias potenciales eran mucho mayores. Se había habituado a esas apuestas, pero la espera aún le producía una sensación desagradable que él habría aislado y eliminado, si hubiera podido.
La pasajera del tiktok había caído en un reverente silencio. Daneel tocó el pequeño sensor de metal de la cabeza de la máquina.
—¿Cómo existes en Trantor, ahora? —preguntó.
—Invado los sistemas informáticos y de conexión, los intersticios del Retículo, como antes —dijo la entidad.
—¿Hasta qué punto?
—Igual que antes, quizá más.
Daneel evaluó el riesgo de confiar en Juana, y también el potencial de Voltaire.
—¿Voltaire también está presente en el sistema?
—Creo que sí. Estamos tratando de eludirnos, pero sus rastros son una irritación constante.
—¿Tienes acceso a códigos de seguridad, canales encriptados?
—Con cierto esfuerzo, están a mi disposición.
—¿Y también de Voltaire?
—Él no es tonto, aunque tenga otros defectos —replicó Juana.
Daneel reflexionó unos segundos, usando su cerebro a su mayor velocidad y capacidad.
—Puedes colocar una extensión de tus patrones dentro de mí —dijo luego—. Sugiero... —Y le transmitió, usando lenguaje de máquina, cierto domicilio que figuraba en sus centros de razonamiento superior.
Un instante después Juana estaba dentro de él. En pocos minutos cobró más cuerpo y riqueza en los detalles.
—Es un privilegio ser tu aliada —dijo.
—No quiero que mis oponentes tengan una ventaja —dijo Daneel, y se alejó del parapeto, disponiéndose a salir del apartamento.
66
Vara Liso conducía su carro por la plaza casi vacía, rodeada por una falange de veinte Especiales de Seguridad General que ya lucían sus nuevos uniformes. El mayor Namm caminaba junto a ella, como de costumbre.
Ella tenía una expresión de aturdimiento, como un títere al que han sacudido demasiado y en demasiadas direcciones. Algo le molestaba en esas calles desiertas y esos portales cerrados. Los Especiales lo intuían, y ella no necesitaba su agudo instinto para sentirse tensa; pero ese instinto zumbaba locamente por causa de otros hechos anteriores.
Por la mañana, durante su reunión con Farad Sinter, no había visto confianza y fuerza en ese hombre que temía e idolatraba, sino pura arrogancia, algo que sólo podía comparar con la actitud de un niño que está por pasarse de listo y ser castigado. En la política imperial actual, no obstante, el castigo no se limitaría a una zurra; una caída desde las alturas de ese poder equivaldría a la muerte o, si había misericordia, el encarcelamiento en Rikerian o el exilio en los horribles Mundos Exteriores.
El mayor Namm fruncía el ceño. Se aproximaban a la plaza de la puerta principal del Distrito de Distribución y Almacenaje, a pocos kilómetros del Ágora de los Vendedores, donde casi habían capturado a Lodovik Trema. Lamentaba ese fracaso; la situación sería menos tensa si dispusieran de semejante elemento probatorio. Pero presentía que ahora apuntaban a algo aún más importante que Trema, tal vez el centro de la actividad robótica en Trantor.
Vara no le había mencionado a Sinter sus aprensiones sobre el robot femenino. Lo poco que podía captar en la memoria del robot no parecía congeniar con las expectativas de Sinter, pero él no estaba de ánimo para que le arruinaran su momento de triunfo. Había aceptado esa búsqueda de hoy para quitársela de encima, y porque ella afirmaba que era aconsejable encontrar más pruebas, dada la enconada oposición de Linge Chen.
Farad Sinter no tenía en gran estima a su sabueso mentálico, ni como ser humano ni como mujer.
Vara se frotó la nariz. Sabía que no era atractiva, y sabía que Sinter sólo la veía como una aliada en su ascenso político, ¿pero era demasiado esperar que un día hubiera otra clase de alianza?
¿Cómo podría adaptarse a una pareja que no poseía sus poderes? ¿Era demasiado esperar que un día encontrase a alguien como ella, que la valorase...? Había sufrido muchas decepciones como para abrigar tales esperanzas.
De pronto Namm alzó el brazo y escuchó su comunicador. Entornó los ojos.
—Confirmado —gruñó. Miró a Vara y curvó los labios en lo que podría haber sido desprecio...
Ella experimentó un instante de temor. ¡He caído en desgracia! ¡Me ejecutarán aquí mismo! Luego analizó la expresión del mayor: desdén profesional por las incomprensibles órdenes de sus superiores.
—Nos ordenan que nos retiremos —dijo él—. Enviarán una fuerza adicional, y dicen que hay demasiados Especiales en las calles...
Un gruñido rodó desde el distrito de almacenaje. Vara miró arriba y vio multitudes de Grises y ciudadanos, atípicamente mezclados, cruzando las anchas puertas. A1 principio creyó que eran sólo un puñado, pero los Especiales formaron un cuadrado y alzaron sus escudos personales. Su propio escudo subió con un crujido.
Había miles de ellos, hombres y mujeres, ciudadanos y meritócratas universitarios, no sólo ropas grises y negras, sino colores brillantes en los adultos. Vara Liso no podía creer lo que veía. Eso no era Dahl ni Rencha, famosos por los disturbios políticos...
¡Eso era el Sector Imperial! Y la turba estaba compuesta por diversas clases. ¡Inaudito! Incluso había Grises imperiales.
El teniente pidió refuerzos y nuevas instrucciones. La turba —los rostros claramente visibles en el otro lado de la plaza, bajo el fulgor crepuscular del techo— estaba enfurecida.
Algunos llevaban letreros, y otros llevaban aparatos que proyectaban mensajes en las paredes de la plaza. Chorros de brillantes palabras rojas decían FUERA SEGURIDAD GENERAI y ¿DONDE ESTÁ SINTER?
Otros eran más groseros, más rabiosos. Chispas llameantes estallaron en el flanco izquierdo de la multitud, alumbrando la plaza con brillante detalle. Una bengala se elevó cien metros y explotó con un estampido resonante. Los Especiales se agazaparon y desenfundaron sus látigos neurales. Pero esas armas no servían para controlar muchedumbres numerosas, y no querían recurrir a las pistolas energéticas.
No estaban preparados.
El mayor lo sabía, pero obviamente lo sacaba de quicio retroceder ante una turba. Tal vez nunca había tenido que retroceder, nunca había tenido que enfrentar esas circunstancias.
—Deberíamos irnos —le dijo Vara al mayor. No le gustaba que la turba voceara el nombre de Sinter. Ahora era famoso (en los medios de Trantor se habían publicado muchas notas sobre la nueva comisión), ¿pero por qué se ensañaban con él?—. Por favor, este carro no es muy rápido.
El mayor la miró con la misma expresión que le había visto antes, labios curvos y ojos entornados. Él no dijo nada, pero dio la orden de retirarse.
La multitud avanzó mientras el cordón policial retrocedía. Luego, con el aullido bestial de la turbamulta, echó a correr.
Por encima de esa algarabía se oyó un gruñido aún más ominoso. Vara hizo girar el carro. El mayor la rodeó con cinco de sus agentes mejor entrenados y ordenó que los demás mantuvieran sus posiciones. Había hecho sus cálculos y había visto que no llegarían a ningún refugio, ni a una mejor posición defensiva, antes que la turba los alcanzara.
Vara irguió la cabeza para ver y oír mejor. Una brisa le rozó la mejilla. Docenas de unidades de vigilancia se elevaron sobre la plaza, esferas zumbonas del tamaño de un puño. La turba las ignoró.
Vara se apeó del carro. Podía andar más rápidamente a pie, si era necesario. O podía ordenar a uno de esos hombres que la cargara. Le temblaban los brazos y las piernas de pensar en la tensión que enfrentaría. Sabía que era frágil; su fuerza estaba en otra parte, y se preguntó a cuántos integrantes de la multitud podría persuadir, si se agolpaban alrededor de ella, sofocándola con sus mentes individuales.
Chilló. Sí, pensó, soy como un ratón, un roedor asustado. Soy una criatura lamentable, pero sólo necesito concentrarme. ¡Si logro concentrarme puedo derrotarlos a todos!
Sintió surgir sus recursos interiores. Mientras preparaba sus defensas, creyó detectar un gesto de temor en los hombres que la rodeaban. Nunca había tenido que protegerse contra tantos. A1 sentir esa concentración de fuerzas, empezó a perder el miedo. Aunque los escudos personales se derrumbaran, o la turba los empujara contra una pared y los aplastara dentro de esos escudos —¡una posibilidad!—, ella no estaría indefensa. Si Sinter no podía ayudar, si el mayor y sus Especiales no podían ayudar, aun así ella prevalecería.
Vio el descenso de las sombras antes de oír el fragor de las hélices y los motores de los transportes de tropas. El mayor alzó el brazo para protegerse de la corriente de aire, y las sombras los cubrieron. Curiosamente, parecía que las naves se elevaban en vez de aterrizar en la plaza.
Cuatro esbeltos transportes se posaron frente a la turba en crujientes pilotes azules. Vara reconoció las insignias del flanco: un óvalo de estrellas coronando una galaxia y una cruz roja doble, el ejército privado del emperador, la Fuerza de Acción Externa, casi nunca vista. El emperador ha enviado sus fuerzas para protegernos, pensó con alivio, y se llevó el puño a la boca.
Una vez Farad le había dicho que la Fuerza de Acción Externa no se había usado en años, y que Klayus la odiaba y temía; en un tiempo la había comandado el retirado general Prothon, y la especialidad de Prothon —la única razón por la cual abandonaba su retiro— consistía en eliminar emperadores.
A1 ver las máquinas, la turba se detuvo y guardó silencio.
Eso era inesperado. La presencia de la Fuerza de Acción Externa —que presuntamente sólo actuaba cuando el trono estaba amenazado— frente a un mero disturbio era alarmante. Algunos integrantes de la multitud se liberaron de la mente de la turba, murmuraron. El frente de la muchedumbre onduló y retrocedió.
A los pocos segundos, cien efectivos con armaduras y escudos negros y azules y cascos con franjas rojas habían bajado de los transportes y formaban dos líneas, una delante de la multitud, otra frente a Vara Liso y sus Especiales.
El último en bajar fue el enorme general Prothon, con hombros taurinos, brazos inmensos y una barriga que le tensaba el uniforme. Tenía cara aniñada, con un bigote gris y deshilachado y una barba corta, y movía los penetrantes ojillos con apasionada energía. Parecía feliz de sumarse a la fiesta.
Prothon se detuvo un momento entre las líneas, miró a izquierda y derecha, giró y se aproximó...
A Vara Liso.
La identificó de inmediato y la miró jovialmente mientras avanzaba con sus piernas largas y gruesas. Se contaba que era del planeta Nur, un mundo pesado y opresivo, pero en verdad nadie sabía de dónde venía ni cómo había llegado a su posición.
Se contaba que era el emperador secreto, el verdadero dueño del poder en el palacio, incluso por encima de la Comisión de Seguridad Pública, al menos desde el exilio de Agis IV, pero los rumores no estaban confirmados.
Prothon se abrió paso entre sus tropas y se plantó delante de ella. Vara pestañeó al ver ese pecho macizo coronado por una cabeza relativamente pequeña, con su rostro agradable y radiante.
—Conque ésta es la mujercita que iba a provocar la gran guerra —dijo Prothon con meliflua voz de tenor. Por un instante, al enfrentarse a lo que quizá fuera su perdición, Vara quedó impresionada por esa paradójica combinación de fuerza taurina y atractivo aire juvenil—. ¿Algún éxito hoy? —preguntó afablemente.
Vara pestañeó varias veces más.
—Detecto... —dijo al fin, y calló, apoyándose el nudillo en los labios. Quería llorar o atacar, y no sabía qué hacer. Lograr que este monstruo se agache para llorar conmigo, delante de mí.
—Hay un edificio en el distrito de almacenaje —musitó, y Prothon se agachó junto a ella como para proponerle matrimonio, para escuchar más atentamente.
—De nuevo, por favor —murmuró.
—Hay un edificio en el distrito de almacenaje, el centro minorista. He pasado varias veces en esta semana. Parecía inofensivo, pero he afinado mis sentidos, escuchando más atentamente. Estoy segura de que hay robots en el almacén. Muchos, quizás. El jefe de la Comisión de Seguridad General...
—Sí, desde luego —dijo Prothon. Se levantó y echó una mirada enérgica a los Especiales, a la muchedumbre—. Te llevaremos al almacén. Después de eso, nada más. Se ha terminado.
—¿Qué ha terminado? —preguntó ella con tono vacilante.
—El juego —dijo Prothon con una sonrisa—. Hay ganadores, y hay perdedores.
67
Lodovik oyó las sirenas de advertencia en su cabeza, como todos los robots del almacén.
Había elaborado el plan de evacuación con Kallusin la noche anterior. Kallusin le había dicho que Plussix había previsto un disturbio general, tal vez un descubrimiento...
Y ahora la mayoría de sus vías de escape estaban bloqueadas por Especiales imperiales. Kallusin y los demás robots estaban ocupados en otra parte del almacén, trasladando cabezas y otros preciosos objetos calvinianos: miles de años de historia y tradiciones robóticas, los recuerdos de muchos robots, almacenados en nódulos de memoria o en las cabezas enteras. Había cierta religiosidad en el respeto que Kallusin sentía por esas reliquias. Pero Lodovik no tenía tiempo para reflexionar sobre las peculiaridades de esa sociedad de robots.
Encontró a Klia y Brann en el comedor de la planta baja. La joven parecía resuelta pero atemorizada: ojos grandes, cara ruborizada. Brann parecía inseguro pero no asustado, sólo nervioso.
Lodovik ignoró un mensaje de Voltaire, un prescindible comentario sobre la romántica atracción de los opuestos.
—Nos vamos ya —dijo Lodovik.
—Hemos hecho el equipaje —dijo Brann, y alzó un bolso de tela que contenía todos sus bienes mundanos.
—Puedo sentirla. Nos está buscando —dijo Klia.
—Quizá —dijo Lodovik—. Pero en los niveles inferiores hay pasajes ocultos que no se han usado en miles de años. Algunos llegan al centro de detención del palacio, donde tienen a Seldon...
—¿Conoces el palacio... los códigos de ingreso?
—Si no los han cambiado. Hay cierta lentitud en la modificación de los procedimientos internos. Los códigos de los aposentos del emperador se cambian dos veces por día, pero en otras zonas hay códigos que existen desde hace diez o quince años. Tendremos que correr algunos riesgos...
Yo puedo obtener acceso a los códigos que no conoces, dijo Voltaire.
—¡Tan sólo sácanos de aquí! —exclamó Klia—. No quiero luchar con ella.
—Quizá tengamos que luchar con otros —le dijo Lodovik—. Persuadirlos, o defendernos.
Klia sacudió la cabeza con terquedad.
—Ellos no me importan. Ningún otro persuasor puede habérselas con Brann y yo, si trabajamos juntos. Pero esa mujer...
—Podemos derrotarla —dijo Brann. Klia lo miró airadamente, se calmó, se encogió de hombros.
—Quizá —dijo.
—¿Conoces bien las estructuras mentales robóticas? —preguntó Lodovik mientras caminaban hacia los ascensores.
—¿A qué te refieres? —preguntó Klia. Las antiguas puertas de los ascensores se abrieron con la majestuosa pesadez de las obras del viejo Imperio. Una tenue luz verde de emergencia parpadeó en el interior. Entraron en ese fulgor tétrico.
—¿Puedes persuadir a un robot? —preguntó Lodovik.
—No sé —dijo Klia—. Nunca lo he intentado. Salvo Kallusin, una vez... y no sabía que era un robot. Él logró resistir.
—Tenemos unos minutos —dijo Lodovik—. Practica conmigo.
—¿Por qué?
—Porque para llegar a Hari Seldon, quizá tengamos que enfrentarnos a Daneel. Recuerda lo que dijo Dors Venabili.
—Los robots son diferentes —murmuró Klia.
—Practica —dijo Lodovik.
¿Cederías tu libre albedrío a esta niña?, preguntó Voltaire, comprendiendo que la pregunta era algo retórica. ¡Ahora aprovecharemos el arma más maligna! ¿Qué es peor.. la distorsión mental por parte de un robot o de un humano?
—Por favor —dijo Lodovik—. Puede ser muy importante.
—¡De acuerdo! —gritó Klia, sintiéndose presionada. No le gustaba eso, no quería descubrir una nueva debilidad en medio de su temor—. ¿Qué hago? ¿Obligarte a bailar?
Lodovik sonrió.
—Lo que se te ocurra.
—Tú eres un robot. Si te ordenara que bailaras, ¿no tendrías que obedecer?
—Tú no eres mi ama. Y recuerda...
Klia desvió los ojos y se apoyó una mano en la mejilla.
Lodovik pensó que sería agradable probar sus circuitos de control motor. El ascensor sería un lugar perfecto para realizar esa prueba, mientras tuviera cuidado de no tropezar con los humanos que lo compartían con él. Era simple, un mero afán de moverse... simple y placentero. Se puso a bailar, lentamente al principio, sintiendo la afirmación, la aprobación: miles de humanos celebrarían su actuación, aunque no fuera desde el punto de vista artístico, al menos por la habilidad con que probaba sus rutinas mecánicas. Se sentía muy coordinado y digno.
Klia se apartó la mano de la mejilla. Tenía el rostro bañado en lágrimas.
Lodovik se detuvo y se meció un instante mientras su voluntad robótica seleccionaba entre diversos impulsos y alcanzaba un nuevo equilibrio.
—Lo lamento —dijo Klia—. Estuvo mal obligarte a hacer eso. —Se enjugó la cara con embarazo.
—Lo hiciste bien—dijo Lodovik, un poco consternado por la facilidad con que ella lo había controlado—. ¿Brann se coordinó contigo?
—No —dijo Klia.
Brann parecía anonadado por ese éxito.
—Por el cielo, podríamos tomar todo Trantor...
—¡No! —gritó Klia—. Lamento haber hecho esto. —Le extendió las manos a Lodovik, como rogando su perdón—. Tú eres una máquina. Sientes tanto... afán de complacer... en tu interior. Eres más fácil que un niño. Eres un niño.
Lodovik no sabía cómo responder, así que no dijo nada. Voltaire, en cambio, dio a conocer su opinión sin ambigüedades. Yo también pude sentirla. No tengo piernas, pero quería bailar. ¿Qué clase de fuerza es ésa? ¡Qué monstruosidad!
Klia no podía superar su disgusto, lo cual sólo aumentaba su confusión.
—Pero no eres un niño. Eres tan solemne, tan serio. Estuvo mal... como hacer que mi padre... —Su voz resbaló—. Hacer que mi padre se mojara los pantalones. —Rompió a llorar.
Lodovik ladeó la cabeza.
—No he sufrido daño. Si estás preocupada por mi dignidad...
—¡No entiendes! —gritó Klia.
La puerta se abrió, y ella giró como para enfrentarse a nuevos enemigos. El oscuro corredor estaba vacío y silencioso. La delgada capa de polvo gris del piso no tenía huellas. Ella saltó desde el ascensor y sacudió una polvareda de siglos.
—¡No quiero ser más así! ¡Sólo quiero ser sencilla! Su voz rebotó en las impasibles y antiguas paredes.
68
Boon iba junto a Hari, y Lors Avakim junto a Gaal Dornick. Los cinco jueces ya estaban sentados cuando ellos entraron, con Linge Chen, como de costumbre, en un sitio más alto y en el centro. Hari sintió un leve mareo por estar tanto tiempo de pie mientras el escribiente recitaba los cargos. Miró la sala judicial, echó una ojeada a Gaal, al fin se apoyó en él. Gaal lo sostuvo sin comentarios hasta que Hari recobró el equilibrio.
—Lo lamento —murmuró.
Linge Chen habló sin siquiera mirar a Hari.
—La continuación de este juicio no cumpliría ningún propósito. Seguridad General ya no tiene motivos para interrogar al profesor Seldon.
Hari ni siquiera se atrevía a sentir la esperanza que ofrecía ese hombre.
—El proceso público toca a su fin.
Chen y los jueces se pusieron de pie. Sedjar Boon sostuvo el otro brazo de Hari mientras los comisionados se marchaban. Los pares también estaban de pie, murmurando. El abogado se aproximó al banquillo y habló con Gaal y Hari.
—El comisionado mayor desea hablar en privado con ambos —dijo. Le hizo una seña a Boon y Lors Avakim, cortesía profesional, o quizá respeto por sus colegas—. Sus clientes deben estar a solas para este propósito. Se quedarán aquí. Todos los demás se marcharán.
Hari no sabía cómo sentirse ni qué pensar. Se le habían agotado los recursos. Boon le tocó el brazo, le sonrió confiadamente y se marchó con Avakim.
Una vez que despejaron la sala, las puertas externas quedaron aseguradas con largos barrotes de bronce, y los comisionados regresaron. Linge Chen estudió a Hari.
—Sire, preferiría estar en presencia de nuestros abogados —dijo Hari con voz cascada. Odiaba esas flaquezas, esos achaques.
El comisionado que estaba a la izquierda de Chen respondió:
—Doctor Seldon, esto ya no es un juicio. Su destino personal ya no está en juego. Estamos aquí para deliberar sobre la seguridad del estado.
—Yo hablaré —dijo Chen. Los demás comisionados parecieron fundirse con sus sillas en silencio, confirmando el poder de ese hombre flaco y duro con los rasgos serenos y los modales de un antiguo aristócrata. Vaya, pensó Hari. Parece más viejo que yo. ¡Una antigualla!
—Doctor Seldon —comenzó Chen—, perturbas la paz del reino del emperador. Ninguno de los miles de millones que ahora habitan entre las estrellas de la galaxia estará vivo dentro de un siglo. ¿Por qué, entonces, debemos preocuparnos por acontecimientos que están a cinco siglos de distancia?
—Sire, yo no estaré vivo dentro de media década —dijo Hari—, y sin embargo es de suma importancia para mí. Llámalo idealismo. Llámalo una identificación de mí mismo con esa generalización mística que llamamos «género humano».
—No deseo tomarme el trabajo de comprender el misticismo. ¿Puedes decirme por qué no puedo liberarme de ti y de un incómodo e innecesario futuro que nunca veré, haciéndote ejecutar esta noche?
Hari invocó todo su desprecio por ese hombre, su desprecio por la muerte misma, para enfrentar la irritante calma del comisionado.
—Hace una semana podrías haberlo hecho y quizá conservar una probabilidad sobre diez de permanecer con vida al final del año. Hoy, esa probabilidad se ha reducido a una en diez mil.
Los otros comisionados suspiraron colectivamente ante esa blasfemia, como vírgenes ante un esposo desnudo. Chen sólo parecía aburrido, y también más delgado y más duro.
—¿En qué sentido? —preguntó, con voz peligrosamente calma.
—La caída de Trantor no se puede detener. Sin embargo, se puede apresurar fácilmente. La noticia de mi juicio interrumpido se difundirá por la galaxia. La frustración de mis planes para aminorar el desastre convencerá a la gente de que el futuro no le depara ninguna promesa. Ya recuerdan con envidia la vida de sus abuelos. Verán el aumento de las revoluciones políticas y el estancamiento comercial. Cundirá la sensación de que sólo importa aquello que un hombre pueda arrebatar para sí en su momento. Los ambiciosos no esperarán, y los inescrupulosos no se contendrán. Con cada acto apresurarán la decadencia de los mundos. Hazme matar y Trantor no caerá dentro de cinco siglos sino dentro de cincuenta años, y tú dentro de uno.
Chen sonrió socarronamente.
—Esas son palabras para asustar a los niños, pero aun así tu muerte no es la única respuesta que nos dará satisfacción. ¿Tu única actividad será preparar esa enciclopedia que has mencionado? —Chen pareció extender un escudo de magnanimidad sobre Hari, agitando la mano y tamborileando con dos dedos junto a la campanilla de bronce y el martillo.
—Así será.
—¿Y es preciso que lo hagas en Trantor?
—Trantor, sire, posee la Biblioteca Imperial, así corno los recursos eruditos de...
—Sí, desde luego. No obstante, si estuvieras en otra parte, digamos un planeta donde las premuras y distracciones de una metrópoli no interfiriesen en las meditaciones eruditas, donde tus hombres puedan dedicarse por completo y concentradamente a su labor... ¿eso no tendría sus ventajas,
—Algunas, tal vez.
—Pues se ha escogido un mundo así. Podrás trabajar a gusto, doctor, con tus cien mil. La galaxia sabrá que estás trabajando y luchando contra la caída. Incluso se le dirá que impedirás la caída. Si los que se interesan en esas cosas creen que tienes razón, estarán más felices. —Sonrió—. Como yo no creo en esas cosas, no me cuesta descreer también de la caída, así que estoy totalmente convencido de que le diré la verdad a la gente. Entretanto, no molestarás en Trantor y no perturbarás la paz imperial.
»La otra posibilidad es la muerte para ti y para tantos de tus seguidores como parezca necesario. No tengo en cuenta tus anteriores amenazas.
»La oportunidad para escoger entre la muerte y el exilio se te da por un período de tiempo que se extiende desde ahora hasta dentro de cinco minutos.
—¿Cuál es el mundo escogido, sire? —preguntó Hari, ocultando su tensión.
Chen llamó a Hari al estrado y señaló un informador que mostraba una imagen del mundo y su posición.
—Creo que se llama Término —dijo.
Hari lo miró de soslayo, sin aliento, y luego miró a Chen. Estaban más cerca que nunca, apenas a un brazo de distancia. Hari veía las finas líneas de tensión en los rasgos serenos, como arrugas en un mundo de hielo.
—Está deshabitado, pero es muy habitable, y se puede adaptar a las necesidades de los estudiosos. Está un poco apartado...
Hari trató de mostrar consternación. —Está en el linde de la galaxia, sire.
Chen desechó ese comentario con un movimiento de los ojos. Miró fatigosamente a Hari, como preguntando: ¿Realmente necesitamos representar esta farsa?
—Como he dicho, un poco apartado. Será adecuado para tu necesidad de concentración. Vamos, quedan dos minutos.
Hari apenas podía disimular su euforia. Por un instante sintió gratitud hacia ese monstruo aristocrático.
—Necesitaremos bastante tiempo para arreglar ese viaje —murmuró—. Se trata de veinte mil familias.
Gaal Dornick, que aún estaba en el banquillo, carraspeó.
Chen miró el informador, apagó la pantalla.
—Se les dará tiempo.
Hari no podía contenerse. El último minuto pasaba rápidamente, pero no podía abstenerse de dar a su triunfo unos segundos más para crecer, alarmando aún más a quienes carecían de sus conocimientos. A1 fin, mientras el minuto llegaba a los últimos cinco segundos, murmuró, con voz de sumisa derrota:
—Acepto el exilio.
Gaal Dornick jadeó y se sentó abruptamente.
La procuradora entró una vez más, presenció la aceptación, consignó que todo estaba en regla, registró los resultados y declaraciones y cedió la palabra al comisionado. Chen alzó la mano y declaró oficialmente: —Esta causa se cierra. Ya no concierne a la Comisión. Todos pueden marcharse.
Hari retrocedió para reunirse con Gaal.
—Tú no —murmuró Chen.
Quinta parte
El trato, si fue un trato, ha asombrado a todos los eruditos de la Fundación. Tiene un aire milagroso. Sin duda hubo arreglos previos y convenios bajo cuerda, pero nuestros textos y declaraciones, e incluso las actas del juicio, no nos dan ninguna pista. Se piensa que este período de la vida de Hari Seldon permanecerá siempre a oscuras.
¿Cómo pudo el juicio salir tan bien? ¿Cómo pudo Seldon haber concentrado las herramientas de la psicohistoria con tanta precisión, aun durante la primera «Crisis de Seldon»? Las fuerzas que se alineaban contra él eran formidables; Gaal Dornick consigna que Linge Chen se sentía realmente amenazado. Quizá Dornick se dejó influir por la opinión que Seldon tenía sobre Chen, que tal vez no fuera del todo acertada: lo que sabemos de Chen por las fuentes imperiales sugiere que el comisionado era una mente política fría, calculadora y eficiente, que no se dejaba amedrentar por ningún hombre. Seldon pensaba lo contrario.
Los estudiosos de este período...
Encyclopedia Galactica, 117.a edición, 1054 E. F.
69
El ujier de la Comisión siguió a Hari y Linge Chen a la cámara de consulta que estaba detrás del banco del juez. Hari se sentó en una silla angosta ante el escritorio del comisionado y observó cautelosamente a Chen.
Chen no se sentó, sino que esperó a que su sirviente lavrentiano le ayudara a quitarse su ropa ceremonial. Con una simple sotana gris, Chen alzó las manos, hizo crujir los nudillos y encaró a Seldon.
—Tienes enemigos —dijo—. Eso no me sorprende. Lo que me sorprende es que tus enemigos han sido enemigos míos durante mucho tiempo. ¿Esto te interesa?
Chen desvió los ojos como si sintiera un supremo aburrimiento.
—Desde luego, este exilio no te incluirá —continuó—. Tú no te irás de Trantor. Lo prohibiré si lo intentas.
—Soy demasiado viejo y no deseo irme, sire —dijo Hari—. Aquí hay trabajo que hacer.
—Cuánta dedicación —murmuró Chen, frotándose un codo con la palma de la otra mano—. Si sobrevives, y concluyes tu obra, me interesará conocer los resultados.
—Todos estaremos muertos —dijo Hari— antes que se pueda demostrar la verdad o falsedad de los resultados.
—Vamos, doctor Seldon —dijo Chen—. Habla con franqueza, de un viejo manipulador a otro.
»Me dicen que has planeado los resultados de este juicio con años de antelación, con cuidadosas alianzas políticas... y con considerable habilidad política.
—No planeado, sino predicho a través de la matemática —dijo Hari.
—Como digas. Ahora al fin hemos terminado el uno con el otro, para nuestro mutuo alivio.
—Sire, ¿qué hay de la Comisión de Seguridad General? Ellos podrían objetar estos resultados.
—Ese organismo ya no existe. El emperador le ha retirado su autorización. Tal vez también estuviera predicho en tu matemática.
Hari entrelazó las manos.
—Ni siquiera aparecen en la cuadrícula de resultados, sire —dijo, y comprendió que su tono se podía considerar arrogante. Demasiado tarde.
Chen aceptó estas palabras en silencio, luego habló con voz helada.
—Me has estudiado, profesor Seldon, pero no me conoces. Si logro cumplir mi voluntad, nunca me conocerás. —El comisionado curvó los labios y miró el techo—. Desprecio tu matemática. No es más que superstición disfrazada, religión encubierta, y apesta a la misma degeneración y decadencia que proclamas con tanto entusiasmo. Eres de la misma calaña que esos sujetos que persiguen robots omnipotentes en cada sombra. Te dejo en libertad porque para mí no eres nada, ya no ocupas ningún lugar en mis planes.
El comisionado llamó al ujier.
—Quedas en manos de las autoridades civiles para tu excarcelación —dijo, y abandonó la sala haciendo ondear su sotana.
El sirviente lavrentiano miró a Hari con curiosidad y siguió a su amo. Hari habría jurado que el sirviente trataba de comunicarle su sensación de alivio.
—Profesor Seldon —dijo el ujier, con un añejo aire de cortesía profesional—, sígame.
70
Kallusin terminó de sacar la cabeza de Plussix. Extrajo los cables que habían brindado energía provisional al robot mientras los recuerdos más recientes eran almacenados en esponja de iridio, alzó la cabeza del soporte de plástico, apartándola del cuello humeante, y la guardó en la caja de metal.
Oía la conmoción entre los protegidos de Plussix mientras las tropas se desplazaban por el almacén. Por la ventana que daba al interior del almacén, Kallusin veía a los soldados de Prothon guiando a los jóvenes mentálicos —treinta en total— hacia transportes que estaban en la calle. A pesar de sus facultades persuasivas, no parecían capaces de escapar.
Ya no podía hacer nada por ellos. Levantó la caja, la llevó al extremo de la cámara y se detuvo al oír botas detrás de la puerta.
Para sorpresa de Kallusin, era Prothon en persona quien abrió la puerta de un puntapié. Kallusin se quedó donde estaba mientras el general entraba en la cámara. Prothon miró el deteriorado equipo y el robot medio desmantelado que estaba a pocos metros.
El general estaba desarmado, y sus tropas permanecieron detrás de la puerta. Por un momento, no dijeron nada y nadie se movió.
—¿Eres humano? —preguntó al fin Prothon. Kallusin no respondió.
—Robot, entonces. Mis hombres tienen jaqueca... me alegra que no seas uno de esos jóvenes. —Prothon señaló la caja que contenía la cabeza de Plussix—. ¿Qué es eso... una bomba?
—No —dijo Kallusin.
—Ni armas, ni medios de defensa... casi seguramente un robot. —Prothon lo miró con curiosidad—. En buen estado, y muy convincente. ¿Muy viejo, siglos?
Kallusin ni siquiera pestañeó. No podía hacer nada más sin dañar a Prothon o a sus soldados, y no podía dañar a humanos.
—Te ordeno que te identifiques —dijo Prothon. Luego, asombrosamente, añadió—: Se puede excluir la identidad del dueño, pero no el tipo personal, origen y número de serie.
—R. Kallusin Dass, S—13407—D—10237.
—Robot Kallusin Dass, Solaria, último modelo —murmuró Prothon—. Un gusto conocerte. Tengo órdenes de arrestar a dos robots. Uno es R. Daneel o Danee, apellido e identificación desconocidos. El otro es R. Lodovik Trema, identificación también desconocida. ¿Eres alguno de ambos?
Kallusin negó con la cabeza.
—¿Qué hay en la caja, R. Kallusin? Respuesta obligatoria, con exclusión de información que pueda ser lesiva para tu amo o propietario.
Prothon conocía los viejos métodos de interrogación. Kallusin podría haber eludido una pregunta que su programación considerase ambigua o dañina para sus dueños, la raza humana. Plussix había reasignado la propiedad de sus robots a esta categoría más amplia un siglo antes, previendo ventajas en este truco.
Una especie de Ley Cero restringida. Nunca necesaria, hasta ahora.
Kallusin no encontró ningún motivo para no informar a Prothon de lo que había en la caja. De todos modos, su misión había terminado.
—Una cabeza de robot —dijo— Inactiva.
—¿Eres el único robot que queda? Hay motivos para creer que otros ya han abandonado el edificio, antes que llegáramos.
—Soy el único que queda.
—Si te arresto, ¿permanecerás funcional?
—No —dijo Kallusin—. Eso perjudicaría la causa, y en consecuencia a la raza humana.
—Si mis hombres entran... ¿no permanecerás funcional?
—No —dijo Kallusin.
—Una situación difícil. Tengo muy poco tiempo, pero siento curiosidad. ¿Qué intentabais hacer aquí?
Prothon había omitido usar la forma de interpelación. Kallusin sopesó la situación.
No tenía esperanzas de escapar, y no tenía sentido hablar más con el general Prothon. Pero antes de apagarse para siempre, también él sentía curiosidad... por los conocimientos de Prothon.
—Responderé tu pregunta si tú respondes la mía —dijo Kallusin.
—Lo intentaré. —Prothon parecía divertido por ese notable diálogo.
—¿Cómo sabes acerca de los robots?
—Personalmente, sospechas, sólo sospechas, en todos mis años de servicio al Imperio. Encontré un robot descompuesto en un planeta distante una vez... destruido durante una invasión. No he vuelto a ver ninguno desde entonces.
—¿Cómo conoces las formas de interpelación?
—Linge Chen me dio instrucciones, me dijo que hablara con los robots que encontrara. También me dijo que no había peligro en interpelar a los robots que encontraríamos aquí.
—Gracias —dijo Kallusin. Sospechas, sólo sospechas, Daneel—. Mi respuesta es que estoy aquí para servir a mi dueño. —Metió la mano en la caja y apretó un interruptor oculto. La caja empezó a calentarse. La puso en el suelo. A1 cabo de unos segundos, la cabeza de Plussix quedaría incinerada, inservible. Luego Kallusin se quedó quieto. Aún no podía desactivarse. La amenaza tenía que ser inmediata.
Prothon miró la caja, que ahora emitía un fulgor rojo y crujía contra los mosaicos del suelo. Hizo una mueca y ordenó a sus tropas que entraran.
Eso fue suficiente. La amenaza de captura e interrogación se volvió muy real. Kallusin sería un peligro para su dueño.
Se desplomó en el suelo antes que los soldados pudieran tocarlo.
Prothon observó esto con profundo respeto. Había visto a muchos soldados humanos hacer precisamente lo mismo. Era una tradición, y era mucho más de lo que había esperado de un robot. Por cierto, él sólo había conocido a ese robot, y sólo unos minutos, y no estaba en posición de juzgar.
Salió de la cámara y ordenó que un grupo de ingenieros del comisionado la revisara.
71
Klia podía sentir las tropas empeñadas en la búsqueda, cientos de metros encima y detrás de ellos. Lodovik los llevó por debajo del distrito de almacenes hasta que llegaron a una compuerta redonda bloqueada por desechos de una antigua inundación. Klia cogió el brazo de Brann y retrocedió mientras Lodovik despejaba los escombros. Brann le sonrió, apenas visible en la luz penumbrosa de los globos de mantenimiento, se zafó de su mano y fue a ayudar a Lodovik. Con un suspiro, Klia también se sumó a los esfuerzos, y en menos de un minuto habían despejado el paso.
Klia no oía ni detectaba a nadie en el túnel, pero sentía una profunda inquietud. Los escombros, los años de corrosión de la compuerta, la dificultad para abrirla... a partir de ese punto las cosas no serían fáciles.
Se dirigían hacia las honduras del antiguo sistema hidráulico de las primeras ciudades de Trantor. Más allá de la compuerta, se veía aún menos. Los globos estaban distribuidos en intervalos de treinta metros, y parecían aún más tenues. El hecho de que aún permanecieran encendidos testimoniaba la destreza de los primeros ingenieros y arquitectos de Trantor, que comprendían que esa profunda infraestructura debía ser mucho más confiable y persistente que las ciudades que construirían, demolerían y volverían a construir mucho más arriba.
—Iremos tres kilómetros por aquí —dijo Lodovik—, luego empezaremos a ascender de nuevo. Puede haber sendas peatonales, escaleras mecánicas, ascensores... y quizá no. Hace décadas que Kallusin no explora estos pasajes.
Klia no dijo nada, sólo permaneció junto a Brann mientras el robot los guiaba hacia las profundidades, hasta que al fin no detectó más humanos. Nunca había estado tan lejos de las multitudes. Se preguntaba cómo sería tener un planeta entero para ella, sin responsabilidades, sin culpa, sin talento ni necesidad de talento.
Las pisadas de Lodovik los conducían a una turbia oscuridad, y pronto estuvieron hasta el tobillo en agua estancada. A la izquierda oyeron el pistoneo de enormes bombas, que pronto se interrumpió con un rugido distante y voraz. Los latidos del corazón de Trantor. Brann la ayudó a trepar por una pila de erosionadas partes de plástico, como el taponamiento de una antigua arteria.
—Ahora veo bastante bien —dijo Lodovik—, aunque sospecho que vosotros no. Por favor, seguidme de cerca. Aquí abajo estamos mucho más seguros que arriba.
De pronto Klia sintió un estruendo en su cabeza, pero muy lejano, como la vibración de una bomba. Escuchó de nuevo mientras caminaba junto a Brann, y el sonido se repitió. Era más difuso, pero ella estaba preparada y casi pudo saborear su extraña signatura.
Vara Liso. Miles de metros más arriba y frente a ellos. Tal vez en el palacio.
—Esa mujer—le dijo a Brann.
—Sí —dijo Brann—. ¿Qué está haciendo?
—Es como si explotara —dijo Klia.
—Por favor seguidme de cerca —insistió Lodovik. Adelante había un pozo de ascensor, según Kallusin, y pronto tendría la oportunidad de probar sus códigos de acceso a los cimientos del tribunal imperial.
72
El mayor Namm empuñaba el látigo neural con mano inestable. El sudor le bañaba la cara. Se tambaleó cuando trató de alejarse de la diminuta mujer de vestido esmeralda. Vara Liso tenía una expresión rara y alzaba los ojos como si no necesitara mirar al mayor para controlarlo.
Parecía estar inspeccionando el techo.
El mayor gimió, y el látigo se le cayó de la mano. Ella estaba cansada. Caminó alrededor del mayor. Muy pronto necesitaría beber algo dulce y comer algo, pero primero tenía que atravesar esa puerta y ver a Farad Sinter, presentar su último informe al hombre con quien había esperado casarse. Sueños tontos, esperanzas absurdas.
Vara Liso entró en la antesala de la nueva oficina de Sinter y vio los nuevos muebles, los bancos de informadores tipo imperial que lo habrían conectado con los receptores y procesadores orbitales. Ése habría sido su centro de mando. Centro, Sinter. Sonrió perversamente. Calefacción sin derretimiento, sequedad en el centro, una pila de arena, ningún hombre, ningún éxito, ningún fracaso: había arrojado las varillas en el antiguo juego de Bioka, siempre lo hacía cuando estaba confundida, y las varillas decían «se necesita corrección, no todo está bien en el centro—Sinter».
Más allá de las inmensas puertas de bronce, oyó gritos y gemidos. Apoyó el hombro contra la puerta. Nada. Concentró su atención en el mayor, le ordenó que avanzara y le diera su código a la puerta.
El mayor arrodillado se levantó, el rostro contorsionado y sudado. Tecleó el código y apoyó la palma.
La puerta se abrió, y el mayor retrocedió. Vara Liso entró en la oficina.
Farad estaba en ropa ceremonial, conferenciando con dos asesores y un abogado; no importaba, su comisión ya no existía. La vio y frunció el ceño.
—Necesito poner las cosas en orden... Vara, te pido que te vayas.
Vara vio una bandeja llena de golosinas en el amplio escritorio, junto al informador/procesador más potente que había visto, quizá capaz de destilar información de diez mil sistemas. Ahora no estaba funcionando. Acceso al Imperio denegado. Poder evaporado. Alzó un puñado de dulces y los masticó.
Sinter la miró fijamente.
—Por favor —murmuró. Él intuía su consternación pero no podía conocer la causa—. Están derritiendo nuestro robot. Están liberando a Seldon. Estoy tratando de comunicarme con el emperador. Esto es muy importante. —Nadie nos verá —dijo ella, moviendo los dulces de la bandeja con un dedo.
—No es tan grave —insistió Sinter, pálido—. ¿Cómo entraste aquí? —Prothon había liberado al mayor para que informara a Sinter sobre la situación.
Luego lo habían apostado en la antesala para cerrarle el paso. Eso era obvio sin siquiera saborear sus pensamientos.
Vara no podía leer pensamientos directamente; a lo sumo podía saborear emociones, captar pantallazos visuales y sonidos, pero nunca en detalle. Por dentro los humanos no eran iguales. Cada mente tenía su propio desarrollo.
Vara sabía que todos los humanos eran alienígenas entre sí, pero su propia alienación era de otra magnitud.
—Señorita Liso, debe marcharse —dijo el abogado, caminando hacia ella—. La llamaré más tarde para representarla en los tribunales imperiales...
Se tambaleó, movió la cara, tartamudeó y se babeó. Farad lo miró con alarma.
—Vara, ¿eres tú?
Ella dejó en paz al abogado.
—Mentiste —le dijo a Sinter.
—¿De qué estás hablando?
—Yo misma capturaré a Seldon —dijo ella—. Quédate aquí, y partiremos juntos.
—¡No! —exclamó Sinter—. ¡Basta de tonterías! Tenemos que...
Por un instante, Vara Liso sufrió un vahído. La habitación se borró, reapareció. Sinter aferró el escritorio y la miró con ojos desorbitados. Se miró el pecho, las rodillas trémulas, las piernas que cedían bajo su peso.
Luego la miró de nuevo. Sus asesores ya estaban de rodillas, los brazos a los costados, los puños apretados. Se desplomaron en direcciones opuestas, y uno se golpeó la cabeza contra el canto del escritorio.
El corazón de Farad latía más despacio. Vara no sabía si esto era obra de ella o no. No se creía tan fuerte, nunca había hecho semejante cosa, pero qué más daba.
Dio la espalda al hombre con quien quería casarse, en todos sus sueños y esperanzas.
—Ahora soy innegablemente un monstruo —dijo. La palabra sabía deliciosa, libre, definitiva.
Salió de la oficina y atravesó la antesala donde el mayor aún jadeaba. Se detuvo apenas un instante e hizo una mueca.
Farad moría. Había silencio y vacío en su pecho. Vara se tocó la mejilla.
Ahora estaba muerto.
Cogió el látigo neural del mayor y siguió su camino.
73
Había que hacer muchos trámites, solicitar documentos a oficinas de la Comisión de Seguridad Pública y notificarlo a docenas de oficinas judiciales; Hari tardaría más en salir del tribunal de lo que había tardado en entrar. Gaal Dornick estaba en otra zona, y Boon había partido tres horas antes para encargarse de diversas complicaciones.
Hari estaba solo en la cavernosa Sala de Dispensas, mirando la antigua bóveda y las claraboyas, con sus vitrales multicolores. Le habían dicho que esperase allí hasta que el carcelero regresara con el alcaide y expidiera los documentos definitivos.
Hari no sabía cómo se sentía. Un poco incrédulo, por cierto; había pasado por el vientre de los tribunales imperiales sin ser digerido. El momento hacia el cual había dirigido toda su vida, a sabiendas o no, había pasado.
Ahora debía hacer las primeras grabaciones. Avisaría a Wanda y Stettin de cuál sería su misión final —sospechaba que los sorprendería— y que los psicólogos y mentálicos de la Segunda Fundación se quedarían en Trantor y él haría los preparativos para transferir su poder a Gaal y los otros que viajaran a Término.
El largo crepúsculo del Imperio se volvería más oscuro. Él no viviría mucho tiempo más para verlo, ni quería. Al ver el fulgor de los domos a través de los altos vitrales evocó un auténtico fulgor del cielo a través de un auténtico vitral, en Helicon.
Quietud. La conclusión está cerca, pero no siento satisfacción. ¿Dónde está mi recompensa personal? ¿Qué importa si he salvado a la humanidad de miles de años de caos? ¿Qué he logrado para mí mismo? Pensamientos indignos de un profeta o de un héroe. Tengo una nieta, que no es de mi propia carne; la continuidad está rota biológicamente, cuando no filosóficamente. Tengo algunos amigos, pero los viejos se han ido, han muerto o son inaccesibles.
Recordó que semanas atrás estaba en la torre de mantenimiento de la superficie, recordó el ánimo sombrío que lo dominaba. No puedo irme de Trantor. Chen no lo permitirá. Todavía soy peligroso y es mejor mantenerme embotellado. ¿Pero adónde me gustaría ir, dónde me gustaría estar en mis últimos días?
Helicon. Bajo el sol, afuera, lejos de estas ciudades techadas, lejos de la piel de metal de Trantor. Ver un cielo nocturno que no fuera simulado y no tener miedo de la extensión, de los miles de estrellas, un pequeño atisbo del Imperio para el cual había trabajado y que había procurado entender.
Estar al descampado, bajo la lluvia, la intemperie y el frío, sin tener miedo; estar con viejos amigos y familiares...
Los pensamientos obsesivos habían llenado muchas de sus noches. Suspiró y se incorporó, escuchando las botas que se aproximaban por el pasillo norte.
Tres guardias y el alcaide entraron y se le acercaron.
—Hubo disturbios en el edificio de la nueva comisión, cerca del palacio y a poca distancia de aquí —dijo el alcaide—. Nos han dicho que cerremos todo hasta que el disturbio se haya explicado.
—¿Qué clase de disturbio? —preguntó Hari.
—No sé —dijo el alcaide—. Nada de qué preocuparse. Aquí estamos bien. Nos han dado instrucciones de protegerle a toda costa...
Hari oyó un ruido en la entrada este del pasillo. Se volvió, vio una mujer, jadeó. Bajo la luz, a esa distancia... su aplomo, su porte... el sueño...
74
Dors Venabili había conservado su lista de códigos y pasadizos de los edificios del palacio, y curiosamente la mayoría aún funcionaba. Sin duda los códigos que permitían que la gente saliera de los edificios se cambiaban con mayor frecuencia que los que le permitían entrar. Cuando habían arrestado a Hari, acusándolo de agresión, décadas antes, ella había hecho planes para irrumpir en el edificio del juzgado y liberarlo, y el trabajo que había hecho entonces le fue útil ahora.
También era posible que Juana la hubiera ayudado. Pero en definitiva no importaba cómo había llegado. Habría derribado paredes para lograrlo.
Fue la primera en entrar en la Sala de Dispensas. Vio a Hari y tres hombres en el centro, iluminados por el difuso fulgor de la claraboya. Se detuvo un instante. Los hombres no amenazaban a Hari. A1 contrario, juzgó que estaban allí para protegerle.
Hari se volvió y la miró. Abrió la boca, y Dors oyó el eco de su jadeo. Los tres hombres se volvieron, y el más maduro, un sujeto corpulento que usaba el uniforme de un alcaide imperial, le preguntó:
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
Desde la entrada norte llegó un siseo y un relámpago de luz. Dors conocía muy bien ese sonido: un látigo neural, disparado desde varias decenas de metros. Los tres hombres que rodeaban a Hari temblaron, bailotearon, cayeron al suelo gimiendo.
Hari permanecía de pie.
Dors corrió a toda velocidad hacia la mujer menuda y feroz que estaba cerca de la entrada norte. La mujer aún empuñaba el látigo neural, y parecía tener ojos sólo para Hari. En menos de cuatro segundos, Dors llegó a dos metros de ella.
Vara Liso gritó con el esfuerzo de su persuasión. El pasillo pareció llenarse de voces, voces exigentes y feas. Hari se tapó las orejas con las manos y torció la cara, y los hombres del suelo temblaron violentamente, pero el grueso de la fuerza del rayo mentálico iba hacia Dors.
Dors nunca había sentido semejante ráfaga, nunca había conocido humanos capaces de tales descargas. Había sentido la sutil persuasión de Daneel durante su entrenamiento en Eos, nada más.
Parecía perfectamente natural, en medio de su carrera, mientras procuraba detener a esa mujer que amenazaba a Hari, subir las piernas y tratar de volar. Su cuerpo de metal y carne sintética se curvó en una bola y Dors rozó el hombro de la mujer, arrojándola a un costado.
Dors rebotó en la pared y cayó al suelo hecha un guiñapo. No podía ni quería moverse, ni entonces ni nunca más.
75
Daneel dejó el taxi en la entrada de los Grises, en el lado este de los Tribunales Imperiales, y se detuvo junto a las pequeñas puertas metálicas dobles. Llevaba el uniforme de un burócrata nativo de Trantor, no un estudioso ni un peregrino; había reservado esa identidad décadas atrás, entre muchas otras, y si los guardias de seguridad hacían preguntas, en los ordenadores de Personal habría archivos que explicarían su existencia y sus deberes, su derecho a estar allí.
Las puertas tenían complejas inscripciones con las reglas generales del servicio público. La primera regla era No dañes a tu emperador ni a sus súbditos.
Aun en el taxi, Daneel había sentido las explosiones mentálicas procedentes del palacio, pero ignoraba qué significaban. Era fácil imaginar el desarrollo de sus planes, ahora que estaban casi completos. Había hecho malabarismos durante años, manteniendo millones de pelotas en el aire al mismo tiempo...
Movió el maletín que llevaba bajo el brazo y tecleó un código específico reservado para el ingreso de un funcionario administrativo Gris.
Fue rechazado. Habían cambiado los códigos; había una emergencia en los Tribunales, quizás en el palacio mismo.
Aquí tienes. Mi otro aspecto está dentro del edificio. Juana, dividida en muchas Juanas, muchas mentes meméticas, trabajaba en ambos lados.
La puerta izquierda se abrió. Daneel entró en el edificio.
Tardó más de lo que esperaba en abrirse paso, aun con la ayuda de Juana.
A1 final, cuando faltaban dos puertas para reunirse con Hari en la bella y alta Sala de Dispensas, Juana distrajo a un guardia humano enviándole un cambio de instrucciones.
Daneel olió electricidad en el siguiente tramo. Habían descargado un látigo neural hacía pocos minutos.
76
Hari se enfrentó a Vara Liso en la Sala de Dispensas. Extendió las manos y agitó los dedos mientras procuraba mantener el equilibrio. Movía la cabeza de un lado al otro. La mujer que había entrado antes —y que tanto le recordaba a Dors— estaba tendida contra la pared, quieta, como muerta.
Hari no tenía miedo; todo había sido tan rápido que no sentía ninguna emoción. Todo parecía descolocado, sobre todo él; ése no era su lugar, ni el de ellas.
Antes era una sala apacible. Ahora olía a electricidad, a la orina que empapaba los pantalones de los tres hombres caídos.
—Te estoy guardando... —dijo Vara Liso desde el otro lado de la sala. Dio un paso hacia él, bajando los brazos—. Para el final.
—¿Quién eres? —preguntó Hari. Le preocupaba la mujer del suelo. Quería comprobar si estaba bien; sintió temblores en la mente, recuerdos, confusas y ricas reacciones impregnadas de promesa y horror, pues estaba seguro de que esa mujer era Dors. Ha regresado. Quería protegerme. El modo en que se movía... ¡cómo un tigre al ataque! Y ahora ha caído como un insecto aplastado.
Esta mujer menuda y delgada... una aberración. ¡Un monstruo!
Entonces supo quién era la mujer. Wanda la había mencionado semanas atrás, la mujer que no había aceptado unirse a los mentálicos, que se había aliado con Farad Sinter.
—Eres Vara Liso —dijo, y echó a andar hacia ella.
—Bien —dijo la mujer con voz trémula—. Quiero que sepas quién soy. Tú tienes la culpa.
—¿La culpa de qué?
—Tú trabajas con los robots. —Torció la cara en un nudo de furia—. Eres su lacayo, y ellos creen que han ganado.
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Lodovik usó el último código que conocía, pero la puerta del corredor de transferencia de los Tribunales aún se negaba a abrirse. Tecleó nuevamente el código junto a la puerta, y el rostro simplificado de la pantalla proclamó una vez más que el código estaba incompleto. Sería típico del personal de seguridad del palacio añadir unos números sin cambiar los números iniciales.
Estoy trabajando, le dijo Voltaire. Tiene que haber muchas medidas de seguridad que se activan ahora... ¡instrucciones múltiples, quizá!
La muchacha y el joven corpulento aguardaban con impaciencia.
—No conviene quedarse aquí —dijo Brann—. Algo está mal.
Los rasgos de Voltaire aparecieron en la pantalla, con la simplificación de una caricatura.
—Se requieren números adicionales según los procedimientos de seguridad modificados —dijo la voz mecánica. La nueva cara le guiñó el ojo a Lodovik—. Procedimiento de prueba quince A para verificación. Puedes teclear un código de uso personal sólo durante este período de prueba. A1 concluir el período de prueba, se establecerá un nuevo código de entrada o código personal.
Lodovik miró por encima del hombro mientras tecleaba siete nuevos números.
Klia miró la pantalla frunciendo el ceño.
—¿Quién es ése? —preguntó.
—El simulacro —dijo Lodovik.
La puerta se abrió. Lodovik invitó a los otros a pasar primero.
—¿Hari Seldon está cerca? —preguntó Klia.
Está muy cerca, dijo Voltaire. Y en peligro inminente.
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—Quería tantas cosas —dijo Vara Liso—. ¿Comprendes?
Hari la miró de frente. Estaba a cuatro metros de ella, a siete metros de donde la otra mujer yacía contra la puerta entornada. Liso alzó el látigo neural.
—No necesitas eso —dijo Hari, como dirigiéndose a una estudiante. Vara Liso titubeó—. Eres mentálica. La detuviste. —Señaló a la mujer caída. Dors.
Vara Liso bajó la cabeza pero no dejó de mirar a Hari. Parecía una niña enfurruñada, pero en sus ojos ardía el odio más puro que él había visto.
—Todo aquello en que creía ha muerto —dijo—. Van a matarme, tal como mataron a los hombres, mujeres y niños que encontré. Mi propia gente.
—Farad Sinter te hizo hacer eso, ¿verdad?
—El emperador —dijo Vara Liso. Parecía a punto de romper a llorar, pero mantenía el látigo en alto, y el dedo sobre el botón. Hari notó que estaba sintonizado en descarga casi letal.
—Sí, pero Sinter era tu...
—Él me amaba —gimió Vara, y soltó el látigo. Pero irradió una oleada de pesadumbre que le dio de lleno. La sala se llenó con las emociones de Vara Liso, y eran las más feas y sórdidas que Hari había conocido. Chocaron contra sus propios centros de ambición y necesidad, y sintió que se partían los huesos de su yo más interior.
La mujer del suelo se movió, y Vara Liso alzó la cabeza y se volvió hacia ella.
Hari aprovechó el momento, usando la única oportunidad que tenía. En Helicon había tenido años de entrenamiento en autodefensa, pero hacía tiempo que su cuerpo se negaba a responder prontamente a sus instrucciones. Casi había llegado a Liso cuando ella movió la cabeza y gritó de nuevo, en silencio, y dentro de su mente.
Contra Hari.
En ese momento Brann y Lodovik abrieron la puerta, empujando a Dors, que aún no lograba reunir la voluntad para moverse.
Klia tropezó con la pierna de Dors, cayó en la Sala de Dispensas, vio que Lodovik se movía con velocidad sobrehumana hacia su enemiga, le vio alzar el brazo y coger la mano de la mujer para hacerla girar...
Para matarla, si era preciso, ejerciendo esa libertad humana...
Pero Lodovik se detuvo antes de tocarla, paralizado por una mirada.
Vara Liso se arrodilló, frotándose las muñecas y las manos, y se enfrentó a Klia Asgar.
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Daneel dejó atrás el puesto de guardia del vestíbulo de seguridad. Su percepción relativamente débil de los estados mentales humanos era ahora un afortunado escudo; el eco de otra explosión, como el estertor de un enorme volcán, lo derribó, haciéndolo patinar sobre los pies y las rodillas.
Entró rodando en la Sala de Dispensas, por la entrada del este. Tuvo una fugaz imagen donde Juana y las copias de Juana que había en las máquinas cercanas se desflecaban como una bandera podrida en un ventarrón, tratando de permanecer unidas, pero luego esa imagen perdió importancia, pues sus propios patrones, su propia mente, amenazaban con hacer lo mismo.
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Un grito hecho de cuchillos no habría cortado a Klia más profundamente que la onda de choque mentálico que rodeaba a Vara Liso.
Decepción, pesadumbre, furia, una intensa sensación de injusticia... imágenes de personas muertas tiempo atrás —padres, amigos, todos los que habían defraudado a esa mujer de cara nudosa— aleteaban contra Klia, fragmentos de ruina en una marejada de dolor.
Las paredes, columnas y vidrios de la Sala de Dispensas no sintieron nada. La emisión de Vara Liso estaba sintonizada en un canal puramente humano, las raíces de la mente en la materia. Como no había concentrado su talento totalmente en él, Lodovik sólo sintió un zumbido y una presión similares al flujo de neutrinos que había afrontado en las estrellas.
Sin embargo, notó lo que Daneel veía muy claramente, la desintegración de la entidad que había hablado en él y a través de él. Voltaire estaba desnudo ante ese flujo, esa tempestad humana, y se despedazó como un rompecabezas.
Por un instante, la respuesta empática de Klia casi la llevó a la muerte. Esa marejada amenazó con ahogarla y quemarla. Los ecos de su propia vida, sus propias experiencias, se mezclaron con las de Vara Liso.
Pero había diferencias, y fueron su salvación. Vio la fuerza de su propia voluntad, opuesta a la vacilación e indecisión de Vara Liso. Vio la fuerza no siempre manifiesta de su padre y, en tiempos más borrosos, a su madre, enfrentada con una hija terca, pero dándole margen para ser lo que debía ser, por mucho que la inquietara o lastimara.
Estaba a punto de devolver el golpe cuando la similitud más peligrosa de todas la cogió por sorpresa. Vara Liso reclamaba libertad.
Su voz se elevaba en un alarido a los puntos más altos de la sala y rebotaban: ¡Dejadnos ser lo que debemos ser! ¡Sin robots, sin manos metálicas que matan, sin conspiraciones ni grilletes!
Klia sintió que algo humeaba, se chamuscaba, en sus pensamientos. Era su yo. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo ante ese urgente grito de dolor. Ella misma lo había sentido, aunque nunca lo había expresado tan claramente. Reconoció la locura de ese grito, la locura de una potente y autodestructiva reacción inmunológica...
También Daneel, tratando de recobrarse y ponerse de pie, a pocos metros.
El rechazo de veinte mil años de benevolencia guía, de paciente y secreta servidumbre.
El grito de un niño a quien no le permitían madurar, sentir su dolor y sacar sus propias conclusiones sobre la vida y la muerte.
Klia cerró los ojos y se arrastró por el suelo, tratando de encontrar a Brann. No podía verlo ni sentirlo. No se atrevía a abrir los ojos, pues estaba segura de que la cegarían. Vara Liso no podía transmitir con tanta intensidad por mucho tiempo, y la marejada se estaba estrechando, enfocando. Se estaba concentrando, y aquello que Vara Liso arrojaba contra Klia pronto se redujo a la mitad pero duplicó su fuerza.
Hari se sostenía sobre piernas trémulas y veía pero no comprendía esas formas humanas, la mujer menuda y delgada caminando paso a paso, los rasgos distorsionados vistos como a través de una lente rota, otros dos arrastrándose por el suelo, un corpulento dahlita y una joven esbelta y atractiva, también morena.
No vio la alta figura humaniforme del lado este del salón.
Su mente se llenó con las aguas de su propia desesperación.
Se había equivocado. Todo había sido en vano, peor que en vano.
Hari de pronto quiso morir, terminar con el dolor y la sensación de fracaso. Pero allí estaba 1a mujer que había intentado detener a Vara Liso, la que sin duda era Dors Venabili.
Vara Liso estaba matando a Klia Asgar y Brann. Eso era claro para Lodovik. El zumbido había disminuido, pero mientras él avanzaba hacia esa mujer nudosa y distorsionada, aumentó de nuevo.
Lodovik prestó poca atención a Daneel, Hari Seldon o Dors; ambos parecían estar fuera del foco de las proyecciones letales de Liso. La mujer nudosa quería desmantelar todos los patrones esenciales de Klia y Brann, y luego volverse hacia los demás.
Voltaire ya no estaba allí para aconsejarlo.
Lodovik caminó hacia la mujer, nudosa como un antiguo sauce.
Klia alzó la cabeza y abrió los ojos, dispuesta a quedar ciega. Vio un embudo corto y brillante de odio que llegaba a los ojos, todo lo que quedaba de Vara Liso, un par de ojos desesperados y llenos de resentimiento.
Brann también morirá.
Nunca había usado sus facultades para hacer daño. El acto de obligar a Lodovik a bailar había herido su sentido del decoro y la justicia, y nunca había creído que de veras pudiera hacerle nada a Hari Seldon. Pensaría en su padre, que una vez se había orinado los pantalones, y el esfuerzo cesaría.
Brann morirá contigo, y después morirán todos, y ella también será destruida. Inútil.
Buscó la mano de Brann. Sola no podía hacer nada contra esa fuerza desnuda y monstruosa.
Brann era un filamento de luz limpia en el torrente de odio llameante. Ella tiró de él como para despertarlo.
Brann dijo Sí, y se unieron. Ella casi había sentido eso cuando se unían físicamente, pero se había retraído, ansiosa de preservar su propio yo como un rincón solitario y rebelde.
Lodovik extendió ambas manos, vio que Vara Liso retorcía los hombros al percatarse de su presencia. Ella movió la cabeza, con lágrimas en los ojos. Lodovik ansiaba herirla, matarla si era necesario, si ella no se detenía. Eso era lo que habían hecho los humanos durante toda su historia, y le dolía poseer dicha libertad: libertad para herir y matar. Pero no se hacía la ilusión de ser mejor que esa mujer nudosa y odiosa. Sin duda ella era maligna, antihumana.
Juzgó y decidió. Sintió una fragorosa marejada. Le cogió el hombro y el cuello y movió bruscamente los brazos.
Rompió el cuello de la mujer como una cerilla.
Pobre Vara Liso. A los cinco años, su madre la había aporreado, descargando su furia contra su padre, que no estaba en el pequeño e inmaculado apartamento, sobre ella; su madre la había paralizado con una especie de persuasión que sólo surgía cuando estaba colérica.
Había aporreado a la pequeña Vara con una varilla de plástico flexible, magullándole las nalgas y la espalda. Y así había llegado el día en que ella había causado la muerte de su madre, un recuerdo al que Vara Liso se aferraba para fortalecerse. Y como compensación había asimilado a su madre, tal vez sólo un recuerdo, tal vez no. La guardaba en una pequeña jaula de diamante en sus sueños.
Acudir a su madre en busca de fuerza no ayudaba. En realidad la debilitaba, porque volvía a transformarla en niña, aun más que antes.
Nunca había sido adulta de veras.
La cinta combinada de luz y ondas de calor aterrador que 1a apresaban y sacudían (ardiendo sin llama: centro, Sinter), la mano que le retorcía el cuello
era doloroso y acogedor
y abrió las demás jaulas
así que por un segundo tuvo paz
Klia sintió la última ráfaga de Vara Liso: susurró libre y calló.
Lodovik se arrodilló junto al cuerpo y vio que era muy diminuto, y cuando lo levantó también era muy liviano. Tantos problemas en una masa tan pequeña, un prodigio humano.
Rompió a llorar.
Dors se había recobrado un poco y se puso de pie. Observó a los hombres y mujeres de la sala, y a la criatura muerta en brazos del robot Lodovik, y echó a andar hacia Hari, que parecía aturdido y confundido, aunque todavía vivo. Le resultaba natural ir hacia él.
Daneel la alcanzó y le cogió el brazo.
—Él necesita ayuda —dijo Dors, dispuesta a zafarse del brazo de su amo.
—No hay nada que puedas hacer—dijo Daneel. La seguridad del Tribunal y la Sala de Dispensas ya estaría al corriente de la irrupción; pronto estarían rodeados por guardias armados y Especiales imperiales.
Daneel no veía modo de escapar. Ni podía predecir qué sucedería a continuación. Tal vez no importaba.
Era muy probable que se hubiera equivocado por completo en todos sus actos, durante más de veinte mil años.
81
Las grabaciones muestran que Vara Liso, después de matar a Farad Sinter e incapacitar a los guardias, fue a la Sala de Dispensas y amenazó a Hari Seldon –dijo el mayor Namm. Tenía la cabeza enfundada en un casco de regeneración. Tardaría semanas en recobrarse de la lesión cerebral que Liso le había infligido frente a la oficina de Farad Sinter—. Creemos que los otros usaron diversos subterfugios para entrar en la sala y proteger a Seldon. A1 parecer sabían que Seldon corría grave peligro.
—¿Y nosotros no? —preguntó Linge Chen. Se inclinó en la silla, los brazos a los costados, la mirada en el vacío.
—No había directivas destinadas a la protección de Seldon —le recordó el general Prothon al comisionado—. Si los otros no hubieran llegado, Vara Liso podría haberle matado con el látigo neural o con su peculiar talento. No obstante, era la única autorizada para estar en el Tribunal y el Sector Imperial. No se sabe cómo murió, pero me alegra que esté muerta.
—En estos tres días, todos en el Sector Imperial han sufrido tremendas jaquecas. ¿Usted no las sintió? —preguntó Chen.
—Siempre tengo jaqueca, comisionado. Es mi suerte en esta vida —dijo jovialmente Prothon.
Chen echó un vistazo al resumen de vídeo de lo acontecido en la Sala de Dispensas.
Estaba buscando algo, alguien, un fantasma, una sombra, una pista. Señaló al hombre alto que estaba junto a la mujer fuerte al final del resumen.
—¿Hay un dossier individual sobre éste?
—Ninguno —dijo el general Prothon—. No sabemos quién es.
Linge Chen dejó de mirar la pantalla, tensó un costado de la cara, apretó la mandíbula.
—Tráigamelo. Y también a la mujer. —Volvió a mirar la imagen magnificada del hombre corpulento que sostenía el cuerpo de Vara Liso. Su expresión se ablandó—. Y éste. Hari Seldon debe ser liberado y entregado a sus colegas o su familia. No deseo responsabilizarme más por él. En el ínterin, mantenga bajo arresto a los jóvenes dahlitas.
El mayor Namm no parecía satisfecho. Chen lo miró inquisitivamente.
—¿Tiene algún comentario?
—Todos violaron la seguridad del palacio...
—En efecto. ¿Y usted no forma parte del equipo que garantiza la seguridad del palacio?
El mayor se enderezó y no dijo más.
—Puede irse —le dijo Chen.
El mayor partió rápidamente.
El general Prothon rió entre dientes.
—Por cierto no le echará la culpa a él —dijo.
Chen sacudió la cabeza.
—Estuvimos a punto de cometer el error más garrafal de nuestra carrera.
—¿Por qué? —preguntó Prothon.
—Casi perdimos a Hari Seldon.
—Creí que él era prescindible.
Chen frunció levemente el ceño, pero pronto recobró su expresión normal.
—¿Reconoce a este hombre?
—No —dijo Prothon, mirando la imagen magnificada.
—Una vez fue conocido como Demerzel —dijo Linge Chen.
Prothon sacudió la cabeza y entornó los ojos dubitativamente, pero no contradijo al comisionado.
—Nunca muere —continuó Chen—. Desaparece varias décadas y regresa. Con frecuencia se ha asociado con la interesante carrera de Hari Seldon. —Chen, por primera vez en ese día, sonrió a Prothon. Era una sonrisa especial, lobuna, y en los ojos de Chen chispeaban emociones encontradas—. Sospecho que hace años que dirige mis esfuerzos de diverso modo, siempre a mi favor... —Y repitió en un murmullo—: Siempre a mi favor...
—Otro hombre—máquina, supongo —dijo Prothon—. Me alegra no estar familiarizado con esa historia.
—No es preciso que usted la conozca —dijo Chen—. Por mi parte, sólo puedo sospechar. A fin de cuentas, es un maestro del camuflaje y la elusión. Me agradará reunirme con él y hacerle algunas preguntas, de un maestro a otro.
—¿Por qué no lo ejecuta?
—Porque podría haber otros que lo reemplazaran. Por lo que sé, están aquí mismo, en este palacio.
—¿Klayus? —preguntó Prothon, con una sonrisa casi invisible.
Chen resopló.
—Ojalá tuviéramos esa suerte.
—¿Por qué sería tan malo perder a Seldon, una espina en la carne del Imperio?
—Porque este antiguo Demerzel podría pasarse otros mil años tratando de crear otro Hari Seldon. Y es posible que esta vez las cosas no anduvieran tan bien para mí, ni para usted, mi querido Dragón. Eso dijo Seldon, y por una vez le creo.
Prothon sacudió la cabeza.
—Me resulta más fácil creer en hombres—máquina que en Eternos. He conocido robots, a fin de cuentas. Pero... como usted diga, comisionado, como usted diga.
—Por ahora puede regresar a su humosa caverna —murmuró Chen—. El joven emperador ya está bastante asustado.
—Con gusto —dijo Prothon.
82
Wanda estaba en la vasta estación central de viajes de Streeling, vestida con su chaqueta más abrigada, una prenda delgada y decorativa. El cavernoso hangar de taxis y vehículos automáticos estaba más fresco que el resto del sector, a unos ocho grados, y la temperatura seguía bajando. La ventilación y el aire acondicionado habían fluctuado durante dieciocho horas, y los conductos de emergencia bombeaban aire del exterior, convirtiendo la primavera perpetua de Streeling en un helado otoño para el que ninguno de sus habitantes estaba preparado. No se había dado ninguna explicación oficial, y ella no esperaba ninguna. Era parte del techo roto y el deterioro general que parecía dominar el planeta.
Stettin regresó de la cabina de información que estaba bajo la arcada de acero y cerámica.
—El despacho de taxis es bastante irregular —dijo—. Tendremos que esperar veinte o treinta minutos para llegar al tribunal.
Wanda apretó los puños.
—Él casi murió ayer...
—No sabemos lo que ocurrió —le recordó Stettin.
—Si no pueden protegerlo ellos, ¿quién puede? —preguntó Wanda. El hecho de que su abuelo le hubiera ordenado ocultarse hasta su excarcelación en cuanto lo arrestaran no atenuaba su culpa.
Stettin se encogió de hombros.
—Tu abuelo tiene su propia suerte. Parece que la compartimos. Esa mujer ha muerto. —Lo habían oído en las noticias oficiales: el asesinato de Farad Sinter y la inexplicable muerte de Vara Liso, identificada como la mujer a quien Sinter había encargado muchas de las redadas que habían provocado los disturbios en Dahl, el Ágora de los Vendedores y otras partes.
—Sí, pero tú sentiste el... —Wanda no tenía palabras para describir la onda de choque de algo que parecía un combate extraordinario.
Stettin asintió.
—Todavía me duele la cabeza.
—¿Quién pudo bloquear a Liso? Nosotros no habríamos podido, ni todos los mentálicos, aunque se hubieran aliado.
—Otra persona, más fuerte que ella —sugirió Stettin.
—¿Cuántos hay como Vara Liso?
—Espero que no haya más. Pero si podemos reclutar a esa otra persona...
—Sería como tener un escorpión entre nosotros. ¿Qué haríamos con semejante persona? Cualquier cosa que le disgustara... —Wanda se puso a caminar—. Odio esto. Quiero largarme de este condenado planeta, largarme del Centro. Ojalá nos dejaran llevar al abuelo. ¡A veces parece tan frágil!
Stettin prestó atención a un cálido murmullo, diferente del gruñido gutural de los gravitadores de los taxis y el gemido de los vehículos automáticos. Palmeó el hombro de Wanda y señaló. Un transporte oficial de la Comisión de Seguridad Pública desaceleraba en su carril. Se detuvo frente a ellos, y otros pasajeros pusieron mala cara ante esta intrusión de un vehículo oficial en carriles públicos, aunque éstos estuvieran vacíos.
La escotilla del transporte se abrió. Dentro del utilitario casco había asientos lujosos, calidez y un fulgor dorado. Sedjar Boon salió del transporte.
—¿Wanda Seldon Palver? —preguntó.
Ella asintió.
—Represento a su abuelo.
—Lo sé. Usted es uno de los leguleyos de Chen, ¿verdad?
Boon frunció durante un instante el ceño, pero no negó la acusación.
—Chen no dejaría nada librado al azar —dijo Wanda, mordiendo las palabras—. ¿Dónde está mi abuelo? Será mejor que no esté...
—Físicamente, está bien —dijo Boon—. Pero el tribunal necesita que alguien de su familia acepte su excarcelación y se haga cargo de él.
—¿Qué significa «físicamente»? ¿Y por qué «hacerse cargo»?
—De veras represento los intereses de su abuelo, por extraño que sea el convenio —dijo Boon, frunciendo el entrecejo—. Sin embargo, sucedió algo que escapó a mi control, y sólo quería advertirle. Él no está lastimado, pero hubo un incidente.
—¿Qué sucedió?
Boon miró a los otros pasajeros, que tiritaban y miraban con envidia el cálido interior del vehículo.
—No es exactamente de público conocimiento...
Wanda fulminó a Boon con la mirada y entró en el transporte. Stettin la siguió.
—Basta de charla. Llévenos donde está él. Ya —dijo Wanda.
83
Hari no había visto aposentos tan lujosos desde su época de primer ministro, y no significaban nada para él. Eran los aposentos auxiliares de Linge Chen, en la torre del comisionado, y Hari podía satisfacer cualquier capricho que tuviera, y recibir cualquier servicio disponible en Trantor (y Trantor, a pesar de sus problemas, ofrecía muchos y variados servicios a los ricos y poderosos); pero lo que más deseaba era que lo dejaran en paz.
No quería ver a los médicos que lo atendían, ni quería ver a su nieta, que se dirigía hacia el palacio con Boon.
Hari sentía algo más que duda y confusión. La ráfaga de odio de Vara Liso no había logrado matarle. Ni siquiera había logrado dañar o alterar sustancialmente su mente y personalidad.
Hari tenía una pérdida total de memoria de lo sucedido en la Sala de Dispensas. No recordaba nada salvo el rostro de Vara Liso y, extrañamente, el de Lodovik Trema, que por supuesto había desaparecido y presuntamente estaba muerto en el espacio profundo. Pero Vara Liso había sido real.
Trema, pensó. Alguna relación con Daneel.¿El condicionamiento de Daneel está obrando sobre mí? Pero ni siquiera eso le importaba.
Lo que había alterado profundamente su estado de ánimo, su sentido de la misión y el propósito, era la única pista, la única prueba contradictoria, que Liso le había dado inadvertidamente.
En todas sus ecuaciones nunca había tenido en cuenta una anomalía mentálica tan potente. Sí, había calculado los efectos de los persuasores y otros mentálicos de la clase de Wanda, Stettin y los escogidos para la Segunda Fundación...
Pero no semejante monstruosidad, una mutación tan imprevista como Vara Liso. Esa mujer menuda y nudosa de ojos intensos...
Hari sintió un escalofrío. El médico que lo asistía —sin que él le prestara atención— trató de conectar un sensor al brazo de Hari, pero Hari se zafó de él y lo miró con exasperación.
—Ha terminado. Déjeme en paz. De todos modos preferiría morir.
—Es evidente, señor, que usted sufre de estrés...
—Sufro de fracaso —dijo Hari—. No puede torcer la lógica ni la matemática, por muchas drogas o tratamientos que me administre.
La puerta del extremo del estudio se abrió, y entró Boon, seguido por Wanda y Stettin. Wanda empujó a Boon a un lado y corrió hacia Hari. Cayó de rodillas junto a su silla, le aferró la mano y lo miró como si hubiera temido encontrarlo hecho trizas.
Hari miró en silencio a su querida nieta, y los ojos se le humedecieron.
—Estoy libre —murmuró.
—Sí —dijo Wanda—. Estamos aquí para llevarte a casa. Hemos firmado los papeles. —Stettin estaba junto a Hari, sonriéndole paternalmente.
El carácter estólido y amable de Stettin siempre había sido un poco irritante para Hari, aunque lo veía como el complemento perfecto de la obstinación de Wanda. En comparación con la extravagante y loca pasión de Vara Liso, ambos son como velas junto al resplandor de un sol.
—No me refería a eso —dijo Hari—. A1 fin estoy libre de mis ilusiones.
Wanda le acarició la mejilla. Ese contacto era necesario y agradable, pero no lo aplacó. Necesito serenidad, no verdad. Ya he visto demasiada verdad.
—No sé a qué te refieres, abuelo.
—Tan sólo una como ella da al traste con todos nuestros cálculos. El Proyecto es un fracaso irremediable. Si puede surgir una como ella, puede haber otros... talentos desaforados, y no sé de dónde vienen. Mutaciones imprevisibles, aberraciones... ¿en respuesta a qué?
—¿Te refieres a Vara Liso? —preguntó Wanda.
—Ella ha muerto —observó Stettin.
Hari torció el labio.
—Que yo sepa, hasta ahora, nunca hubo nada parecido a ella, en todos los millones de mundos humanos, entre los trillones de seres humanos. Ahora habrá más.
—Ella era sólo una mentálica más fuerte. ¿Qué cambio podría significar eso? ¿Qué importancia tiene? —preguntó Wanda.
—Soy libre de ser un mero ser humano en mis últimos años de vida.
—Abuelo, cuéntame. ¿Por qué tiene tanta importancia?
—Porque alguien como ella, educada apropiadamente, bien adiestrada, podría ser una fuerza unificadora —dijo Hari—. Pero no una fuerza salvadora... Una fuente de organización a partir de un solo punto, un orden jerárquico auténticamente despótico. ¡Tiranos! Hablé con muchos de ellos. Meros incendios forestales, tal vez necesarios para la salud del bosque. Pero habrían sido más... Todos habrían triunfado si hubieran tenido lo que tenía esa mujer. Una fuerza destructiva y antinatural. Destructiva para todo lo que hemos planeado.
—Pues reelabora tus ecuaciones, abuelo. Inclúyela. Sin duda no puede ser un factor tan grande...
—¡No sólo ella! ¡Otros! Mutaciones en cantidad infinita... —Hari sacudió la cabeza con vehemencia—. No hay tiempo para incluir todas las posibilidades. Sólo tenemos tres meses para prepararnos... ese tiempo no alcanza. Está por todas partes. Es inútil.
Wanda lo miró con rostro sombrío, con un temblor en el labio inferior.
—Es un efecto traumático —le murmuró el médico a Wanda.
—¡Estoy completamente lúcido! —gritó Hari—. Quiero irme a casa y vivir el resto de mis años en paz. Esta ilusión ha terminado. Estoy cuerdo, por primera vez... ¡Cuerdo y libre!
84
—Nunca hubiera creído que semejante reunión fuera posible —dijo Linge Chen—. Si la hubiera creído posible, nunca habría creído que sirviera de algo. Pero aquí estamos.
R. Daneel Olivaw y el comisionado caminaban a la sombra de una vasta sala inconclusa en el este del palacio, llena de andamios y máquinas de construcción. Era un día de descanso para los obreros; la sala estaba desierta. Aunque Chen hablaba en voz baja, para los sensibles oídos de Daneel sus ecos llegaban de todas partes, en consonancia con las palabras de la influencia humana más difundida y poderosa de la galaxia.
Se habían reunido allí porque Chen sabía que en esa sala aún no habían instalado dispositivos de espionaje. El comisionado no quería que esa reunión se revelara.
Daneel esperó a que el comisionado continuara. Daneel era el cautivo; Chen dirigía el espectáculo.
—Habrías sacrificado tu vida (tu existencia, digamos) por Hari Seldon. ¿Por qué? —preguntó Chen.
—El profesor Seldon es la clave para reducir los miles de años de caos y desdicha que seguirán al colapso del Imperio.
Chen enarcó las cejas y la comisura de la boca. Por lo demás, el rostro del comisionado era tan impasible como el de un robot, aunque él era totalmente humano, el extraordinario producto de años de educación y endogamia, junto con sutiles manipulaciones genéticas y los antiguos privilegios de la fortuna y el poder.
—No programé este extraordinario encuentro para usar la jerga de los titiriteros. He sentido tu intervención y tu influencia durante décadas, y nunca estuve seguro... Ahora que estoy seguro, y estoy contigo, siento curiosidad. ¿Por qué estoy vivo, Danee, Daneel, sea cual fuere tu verdadero nombre...? Permíteme llamarte Demerzel, por ahora. ¿Por qué estoy todavía en el poder?
Chen dejó de caminar, así que Daneel también se detuvo. No tenía sentido andarse con rodeos. El comisionado había ordenado una revisión física exhaustiva de todos los capturados en la Sala de Dispensas y el almacén. Por primera vez el secreto de Daneel se había revelado.
—Porque has optado por acomodarte al Proyecto y no obstaculizarlo, como gobernante de facto del Imperio —dijo Daneel.
Chen miró el suelo polvoriento, magníficos mosaicos de color lapislázuli y oro, todavía manchados con pegamento y yeso, técnicas antiguas como la humanidad y ahora usadas sólo por los más ricos, o en el palacio.
—Con frecuencia lo he sospechado. He observado las idas y venidas de estos poderes, tras las bambalinas. Han rondado mis sueños, y parecen haber rondado los sueños y la biología de toda la humanidad.
—Derivando en los mentálicos —dijo Daneel. Esto le interesaba a Daneel; Chen era un observador agudo, y confirmaba las sospechas de él mismo acerca de los mentálicos...
—Sí —dijo Chen—. Están aquí para ayudarnos a deshacernos de vosotros. ¿Comprendes? Los robots nos causan fastidio.
Daneel no disintió.
—Vara Liso, en la posición política correcta, algo de lo cual carecía, pudo haber contribuido a eliminaros a todos. Si hubiera estado, por ejemplo, a sueldo de Cleon... luchando por su reinado. ¿Cleon sabía de vuestra existencia?
Daneel asintió.
—Cleon sospechaba, pero entendía, como tú, que los robots no eran sus enemigos sino todo lo contrario.
—Pero permitiste que yo lo derrocara y lo mandara al exilio. Eso no es lealtad.
—No profeso lealtad alguna hacia el individuo —dijo Daneel.
—Si yo no compartiera tu actitud, quizá sentiría escalofríos —dijo Chen.
—No represento una amenaza para ti. Aunque no hubiera respaldado tus esfuerzos para crear una Trantor donde Hari Seldon florecería y recibiría estímulo para lograr sus mayores producciones, habrías vencido. Pero tu carrera, sin Hari Seldon, será mucho más breve.
—Eso me dijo él, durante el juicio. Para mi consternación, llegué a creerle, aunque le dije lo contrario. —Chen miró de soslayo a Daneel—. Sin duda sabes que tengo suficiente sangre en mí como para conservar ciertas vanidades.
Daneel asintió.
—Tú me interpretas como una presencia política, una fuerza histórica, ¿verdad? Bien, sé algo sobre ti y los tuyos, Demerzel. Respeto lo que habéis logrado, aunque me consterna el tiempo que habéis tardado.
Demerzel ladeó la cabeza, reconociendo la precisión de esa crítica.
—Había muchos obstáculos.
—Robots contra robots, ¿verdad?
—Sí, un cisma muy doloroso.
—No tengo nada que decir de esas cosas, pues ignoro los detalles —dijo Chen.
—Pero sientes curiosidad.
—Sí, desde luego.
—No te daré los datos.
—No esperaba que lo hicieras.
Por un momento se observaron en silencio.
—¿Cuántos siglos? —preguntó Chen en voz baja.
—Más de doscientos siglos —respondió Daneel.
Chen abrió los ojos.
—¡Cuánta historia has visto!
—No tengo capacidad para guardarla toda en almacenaje primario —dijo Daneel—. Está guardada en sitios seguros en toda la galaxia, fragmentos de mi vida de los que sólo retengo sinopsis.
—¡Un Eterno! —exclamó Chen. Por primera vez su voz expresaba cierto asombro.
—Mi momento casi ha pasado. He existido durante mucho tiempo.
—Ahora todos los robots deben apartarse del camino —coincidió Chen—. Las señales son claras. Demasiada interferencia. Estos fuertes mentálicos... reaparecerían. La piel humana se arruga ante vuestra presencia, y procura expulsaros.
—Constituyen un problema que no preví cuando puse a Hari en su camino.
—Hablas de él como un amigo —observó Chen—, con afecto casi humano.
—Es un amigo. Como muchos humanos antes que él.
—Bien, yo no puedo ser uno de tus amigos. Me aterras, Demerzel. Sé que nunca puedo tener el control total mientras existas, pero si te destruyo, moriré dentro de un par de años. Eso implica la psicohistoria de Seldon. Estoy en la rara posición de tener que creer en la verdad de una ciencia que por instinto desprecio. No es una posición cómoda.
—No.
—¿Tienes una solución para este problema de los supermentálicos? Tengo entendido que Hari Seldon ve su existencia como un golpe fatal contra su trabajo.
—Hay una solución —dijo Daneel—. Debo hablar con Hari en presencia de la muchacha, Klia Asgar, y su compañero Brann. Y Lodovik Trema también debe estar allí.
—¡Lodovik! —Chen apretó la mandíbula—. Eso es lo que más me duele... De todas las personas en que me apoyé a través de los años, confieso que sólo Lodovik Trema me inspiró afecto, una debilidad que él nunca traicionó... hasta ahora.
—Él no ha traicionado a nadie.
—Te traicionó a ti, si no me equivoco.
—No traicionó a nadie —repitió Daneel—. Forma parte del camino, e introdujo correcciones que compensaron mi ceguera.
—Así que quieres a la joven mentálica —dijo Chen—. La quieres con vida. Yo planeaba ejecutarla. Los de su especie son peligrosos como víboras.
—Ella es esencial para la reconstrucción del proyecto de Hari Seldon —dijo Daneel.
Otro silencio. Luego, en medio de la gran sala inconclusa, Chen dijo:
—Así será. Entonces ha terminado. Todos debéis partir. Todos menos Seldon. Como se convino en el juicio. Y te pondré a cargo de las cosas de las que no deseo ser responsable... los artefactos. Los restos de los demás robots. Los cuerpos de tus enemigos, Daneel.
—Nunca fueron mis enemigos, sire.
Chen lo miró con expresión curiosa.
—No me debes nada. No te debo nada. Trantor ha terminado contigo, para siempre. Esto es realpolitik, Demerzel, de la clase que has practicado durante tantos miles de años, a costa de tantas vidas humanas. A fin de cuentas, robot, no eres mejor que yo.
85
Sacaron a Mors Planch de su celda del bloque de seguridad de los Especiales de Rikerian, mucho más abajo de las celdas casi civilizadas donde habían encerrado a Seldon. Le devolvieron sus pertenencias personales y lo liberaron sin restricciones.
Temía su liberación más que la cárcel, hasta que se enteró de que Farad Sinter había muerto. Se preguntó si había formado parte de una intrincada conspiración organizada por Linge Chen, y quizá por los robots.
Disfrutó de esa confusa libertad por un día. Luego, en su apartamento recién alquilado del sector Gessim, a cientos de kilómetros del palacio, recibió una visita inesperada.
La estructura facial del robot había cambiado levemente desde que Mors había hecho la infortunada grabación de su conversación con Lodovik Trema. Aun así, Mors lo reconoció al instante.
Daneel aguardaba en el vestíbulo mientras Mors lo observaba por la pantalla de seguridad. Sospechaba que sería inútil tratar de escapar, o simplemente no atender. Además, al cabo de tanto tiempo, su peor rasgo estaba aflorando de nuevo.
Sentía curiosidad. Si la muerte era inevitable, esperaba tener tiempo de responder algunas preguntas. Abrió la puerta.
—Te esperaba —dijo Mors—. Aunque en realidad no sé quién ni qué eres. Supongo que no has venido a matarme.
Daneel sonrió rígidamente y entró. Mors lo observó entrar en el apartamento y estudió esa alta y bien construida máquina de apariencia masculina. La gracia silenciosa y contenida, la sensación de inmensa pero gentil fuerza, debía haber mantenido en buen estado a ese Eterno durante los milenios. ¿Qué genio lo había diseñado y construido, y con qué propósito? ¡Sin duda no como mero sirviente! Pero eso habían sido en un tiempo los míticos robots... meros sirvientes.
—No estoy aquí para vengarme —dijo Daneel.
—Eso me tranquiliza —ironizó Mors, sentándose en el comedor, la única habitación aparte del baño y dormitorio combinado.
—Dentro de pocos días, el emperador emitirá la orden de que abandones Trantor.
Mors frunció los labios.
—Qué pena —dijo—. Klayus no me tiene simpatía. —Pero Daneel no percibió la ironía, o no le dio importancia.
—Necesito un excelente piloto —dijo—. Uno que no tenga esperanzas de llegar a ninguna parte del Imperio y sobrevivir.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Mors, torciendo la cara. Sentía que la trampa se cerraba una vez más—. ¿Un atentado?
—No. Transporte. Hay algunas personas y dos robots que deben irse de Trantor. La mayoría de ellos nunca regresará.
—¿Adónde los llevaré?
—Te lo diré en el momento oportuno. ¿Aceptas la misión?
Mors rió amargamente.
—¿Cómo puedes esperar lealtad? —preguntó—. ¿Por qué no los abandonaría en cualquier parte, o los mataría sin más?
—Eso no será posible —murmuró Daneel—. Lo comprenderás después de conocerles. No será un trabajo difícil, y no habrá contratiempos. Tal vez te resulte aburrido.
—Lo dudo. Si me aburro, pensaré en ti y las desgracias que me causaste.
—¿Desgracias? —preguntó Daneel, intrigado.
—Me has usado sin el menor escrúpulo. Debías conocer mi simpatía por Madder Loss, mi odio por lo que representan Linge Chen y el Imperio. Querías que te grabara hablando con Lodovik Trema. Te aseguraste de que Farad Sinter se enterara de mi relación con Lodovik. Todo fue una apuesta, ¿verdad?
—Sí, desde luego. Tus sentimientos te volvían útil.
Mors suspiró.
—¿Y después de que haya hecho esa entrega?
—Reanudarás tu vida en cualquier mundo que esté fuera del control imperial. Habrá cada vez más de ésos en los años venideros.
—¿Sin interferencia tuya?
—Ninguna —dijo Daneel.
—¿Libre para hacer lo que quiera, y contar a la gente lo que sucedió aquí?
—Si lo deseas. Habrá una paga adecuada. Como siempre.
—¡No! —chilló Mors—. Sin paga. Sin dinero. Sólo arregla las cosas para que pueda llevarme mis bienes de Trantor y lejos de un par de otros mundos. No necesito más.
—Eso ya está arreglado.
Esto enfureció aún más a Mors.
—¡Me sentiré muy satisfecho cuando dejes de adelantarte a mis decisiones!
—Sí —dijo Daneel, y asintió comprensivamente—. ¿Aceptas?
—¡Malditos soles brillantes, sí! Cuando llegue el momento, dime dónde debo estar, pero por favor, sin despedidas conmovedoras. ¡No quiero verte nunca más!
Daneel asintió.
—No habrá necesidad de vernos de nuevo. Todo estará listo dentro de dos días.
Mors quiso dar un portazo cuando Daneel se fue, pero esa clase de puertas no servía para esos gestos dramáticos.
86
La depresión de Hari era tan profunda que Wanda sintió más de una vez la tentación de internarse en sus pensamientos y hacer una sutil modificación, pero nunca había podido hacerlo con su abuelo. Habría sido posible, pero no habría sido correcto.
Si Hari Seldon estaba desesperado, y podía expresar las razones de su desesperación —si su estado no era un daño provocado por Vara Liso, una posibilidad que él negaba fervientemente—, tenía derecho a estar así, y si había una salida él la encontraría... o no.
Pero Wanda no podía sino dejarle ser lo que siempre había sido, un hombre empecinado.
Tenía que confiar en el instinto de su abuelo. Y si él tenía razón, deberían modificar sus planes.
—¡Me siento casi alegre! —exclamó Hari la mañana que lo llevaron al apartamento para recobrarse. Se sentó a la mesilla junto a esa curva de la pared del salón que indicaba el paso de una viga estructural—. Ya nadie me necesita.
—Nosotros te necesitamos, abuelo —dijo Wanda, a punto de llorar.
—Desde luego... pero como abuelo, no como salvador. A decir verdad, he odiado ese aspecto de mi papel en toda esta ridiculez. Pensar... por un tiempo... —Su rostro se volvió distante.
Wanda sabía muy bien que su jovialidad era falsa, que ese alivio era un disimulo.
Había esperado el momento adecuado para decirle lo que había pasado durante su ausencia. Stettin se había ido esa mañana para asistir a los preparativos para la partida. Todos los miembros del Proyecto se irían pronto de Trantor, tuvieran o no motivo para irse, así que ella y Stettin no veían motivos para detener sus planes.
—Abuelo, antes del juicio tuvimos un visitante —dijo, y se sentó frente a Hari.
Hari la miró, y la sonrisa con que había optado por encubrir sus sentimientos se endureció.
—No quiero saberlo —dijo.
—Fue Demerzel —dijo Wanda.
Hari cerró los ojos.
—Él no regresará. Lo he decepcionado.
—Creo que te equivocas, abuelo. Recibí un mensaje esta mañana, antes que te despertaras. De Demerzel.
Hari se negaba a encontrar esperanzas en eso.
—Algunos asuntos para redondear, sin duda –dijo.
—Habrá una reunión. Él quiere que Stettin y yo también estemos allí.
—¿Una reunión secreta?
—No tan secreta, al parecer.
—En efecto. A Linge Chen ya no le importa lo que hagamos. Enviará a todos los enciclopedistas fuera de Trantor, a Término... un exilio inútil.
—Sin duda la Enciclopedia será de alguna utilidad —dijo Wanda—. La mayoría de ellos no conocen el plan más amplio. No les importará.
Hari se encogió de hombros.
—Debe ser importante, abuelo.
—¡Sí, sí! Claro que será importante... y definitivo. —Ansiaba ver a Daneel una vez más, al menos para quejarse.
Incluso había soñado con ese encuentro, pero ahora lo temía. ¿Cómo explicaría su fracaso, el final del Proyecto, la inutilidad de la psicohistoria?
Daneel se iría a otra parte, encontraría a otra persona, completaría sus planes de otra manera...
Y Hari moriría y sería olvidado.
Wanda apenas tuvo coraje para interrumpir su ensoñación.
—Y todavía necesitamos programar las grabaciones, abuelo.
Hari la miró con ojos aterradoramente vacíos. Wanda lo tocó levemente con su mente, y se sobresaltó ante la sordidez, el árido desierto de sus emociones.
—¿Grabaciones?
—Tus declaraciones. Para las crisis. No hay mucho tiempo.
Por un momento, recordando la lista de crisis que la psicohistoria predecía para los siglos siguientes, Hari sintió furia, y asestó un puñetazo en la mesa.
—Maldición, ¿acaso nadie lo entiende? ¿Qué es esto, impulso por inercia? ¿Las vanas esperanzas de cien mil colaboradores? ¡Claro que sí! No hubo un anuncio general, ¿verdad? Haré uno esta noche, para todos ellos. Les anunciaré que se ha terminado, que se irán al exilio sin ningún motivo.
Wanda combatió las lágrimas de su propia desesperación.
—Por favor... Por favor, abuelo, reúnete con Demerzel. Tal vez...
—Sí —dijo Hari, de nuevo aplacado y triste—. Primero con él. —Miró la piel magullada de su mano. Se había partido la piel de un nudillo. Le dolían el brazo, el cuello y la mandíbula. Le dolía todo.
Wanda vio la gota de sangre en la mesa y rompió a llorar, algo que él nunca había visto.
Extendió la mano sana y le cogió el brazo, estrujándolo suavemente.
—Perdóname —murmuró—. Realmente ya no sé qué hago ni por qué.
87
E1 ala de alta seguridad del Centro Especial de Detenciones formaba un semicírculo alrededor de la esquina oriental de la zona de detención de los Tribunales Imperiales, con diez mil celdas disponibles, de las cuales sólo unos centenares estaban ocupadas en tiempos normales. Miles de prisioneros con código de seguridad llenaban las celdas después de los disturbios, que los Especiales habían usado como excusa para encerrar a los cabecillas de muchos grupos revoltosos de Trantor.
Lodovik recordaba muchos tiempos turbulentos y cómo los Especiales y la Comisión de Seguridad Pública habían aprovechado situaciones similares para reducir las fricciones políticas en Trantor y las estaciones orbitales. Ahora él mismo ocupaba una de esas celdas, catalogado como «no identificado» y puesto a cargo de Linge Chen.
Su celda tenía dos metros por lado, sin ventanas, con una pequeña pantalla de información en el centro de la pared opuesta a la compuerta de entrada. La pantalla mostraba entretenimientos destinados a calmarlo. Para Lodovik, en esa etapa de su existencia, esas distracciones no significaban nada.
A diferencia de una inteligencia orgánica, no necesitaba estímulo para mantener su funcionamiento normal. La celda lo perturbaba porque le resultaba fácil concebir la angustia que causaría a un ser humano, no porque él mismo sintiera ese efecto.
Había aprovechado esa oportunidad para evaluar varios problemas interesantes. Lo primero de la lista era la naturaleza de la mente memética que lo había ocupado, y los posibles resultados de la ráfaga de emoción mentálica lanzada por Vara Liso. Lodovik estaba convencido de que su propia mentalidad no había sufrido daños, pero desde ese momento no se había comunicado con Voltaire.
Lo siguiente en la lista era la naturaleza de su traición hacia el plan de Daneel: si se justificaba o no, y si él podía superar la obstrucción lógica que suponía el estar libre de las Tres Leyes.
Había matado a Vara Liso. No podía convencerse de que habría sido mejor no hacerlo. A fin de cuentas, el plan de Plussix de usar a Klia Asgar para desalentar a Hari Seldon había fracasado, por lo que él sabía, y Daneel había estado allí para proteger a Seldon.
Parecía que los robots habían sido totalmente inservibles en medio de la tormenta mental de Vara Liso. Pero ella no había dirigido la ráfaga contra él. Esencialmente, había dejado un hueco que había resultado en su muerte.
¿Se había valido de Lodovik para poner fin a su desdicha?
Lodovik sentía curiosidad por saber qué habría pensado Voltaire.
Lo más probable era que hubieran capturado a todos los robots, calvinianos y giskardianos, y hubieran detenido su obra.
En celdas cercanas tenían a otros setenta y cinco no identificados del distrito de almacenes. Lodovik sabía muy poco sobre ellos, pero sospechaba que eran una mezcla de los grupos sobrevivientes de robots calvinianos y los jóvenes mentálicos reunidos por Kallusin y Plussix.
Lodovik asumía que todos estarían muertos en pocos días.
—Lodovik Trema.
La voz venía de la pantalla de información, que también servía como enlace con sus carceleros. Vio los rasgos adustos de una carcelera aburrida.
—Sí.
—Tienes una visita. Ponte presentable.
La pantalla quedó en blanco. Lodovik permaneció sentado en su catre. Sin duda estaba bastante presentable.
La compuerta soltó un chillido de advertencia y se abrió. Lodovik se puso de pie para saludar a su visitante. En el techo zumbaba una cámara, siguiendo sus movimientos.
En su oficina privada, Linge Chen estaba en una postura de ejercicio disciplinario que cambiaba lentamente, observando la pantalla del informador por el rabillo del ojo. Cambió grácilmente a otra posición, para enfrentarse a la pantalla. Ese era un momento de gran interés. Daneel entró en la celda de Lodovik Trema. Lodovik no mostró sorpresa ni embarazo, para decepción de Chen.
Por un momento fugaz, los dos ex aliados intercambiaron saludos en lenguaje de máquina (también capturados y traducidos por los dispositivos de escucha de Chen) y Daneel ofreció un breve informe de la situación. Habían arrestado a treinta y un robots y cuarenta y cuatro humanos en el almacén de los calvinianos de Plussix, incluidos Klia Asgar y Brann. Linge Chen había liberado a Hari Seldon; Farad Sinter había muerto.
Obviamente, Daneel había llegado a un acuerdo con el comisionado mayor.
—Felicitaciones por tu victoria —dijo Lodovik.
—No hubo victoria —respondió Daneel.
—Felicitaciones por haber frustrado a los calvinianos.
—Aún es probable que alcancen sus objetivos.
Lodovik volvió a sentarse en el catre.
—Tu informe no parece explicar cómo.
—Hubo un momento en que creí que sería necesario destruirte —dijo Daneel.
—¿Por qué no lo haces ahora? Si sobrevivo, soy un peligro para tu plan. Y he demostrado que puedo ser destructivo para los humanos.
—Estoy constreñido por los mismos bloqueos que me lo habrían impedido antes.
—¿Cuáles?
—Las Tres Leyes de Susan Calvin.
—Dada tu capacidad para ignorar las Tres Leyes y obedecer la Ley Cero, el destino de un mero robot no debería inquietarte —dijo Lodovik con tono cortés y coloquial. Pero había una diferencia visible entre Daneel y Lodovik, sus expresiones. Daneel mantenía un aire neutro y afable. Lodovik fruncía el entrecejo.
—Pero es un impedimento —dijo Daneel—. Tus argumentaciones me han dado que pensar, al igual que la existencia de humanos como Vara Liso y Klia Asgar. Tu naturaleza, sin embargo, es lo que en definitiva detendría todo intento mío de destruirte, o al menos originaría un conflicto doloroso y quizá dañino.
—Ansío comprender cómo podría ser así.
—En tu caso, no puedo invocar la Ley Cero para superar las Tres Leyes originales. No hay pruebas contundentes de que tu destrucción beneficiaría a la humanidad o reduciría sus sufrimientos. De hecho, podría suceder lo contrario.
—¿Mis opiniones te resultan convincentes?
—Las considero parte de un cuadro más amplio y muy elocuente que ha cobrado forma en mi mente hace semanas. Por otra parte, tu libertad frente a los constreñimientos de las Tres Leyes me obliga a encararte bajo una nueva definición, en aquellas regiones de mi mentalidad donde se toman decisiones sobre la legalidad de mis actos. Posees libre albedrío, una forma humana convincente y la capacidad de romper con tu educación y programación anteriores para alcanzar una comprensión nueva y más elevada. Aunque has trabajado en contra de mis planes, no puedo desactivarte, porque en mis centros de juicio, con los cuales no puedo disentir, has alcanzado el estado de un ser humano. A tu manera, puedes ser tan valioso como Hari Seldon.
Linge Chen interrumpió sus ejercicios y miró atónito el informador. Casi se había acostumbrado a la idea de que los hombres mecánicos, resabios de un pasado remoto, habían producido enormes cambios en la historia humana, pero verlos capaces de una flexibilidad filosófica que no poseían ni siquiera los meritócratas más brillantes de Trantor...
Por un instante sintió envidia y cólera.
Se puso en cuclillas frente al informador, preparado para cualquier cosa, pero no para la súbita tristeza que lo embargó mientras la conversación continuaba en la celda.
—No soy un ser humano, R. Daneel —dijo Lodovik—. No siento como un ser humano, y sólo he imitado sus actos. Nunca me comporté con motivaciones humanas.
—Pero te rebelaste contra mi autoridad porque creías que yo estaba equivocado.
—Sé algo sobre R. Giskard Reventlov. Sé que conspiraste con Giskard para permitir que se destruyera la Tierra, a través de los siglos, imponiendo la migración humana al espacio. Y nunca consultaste a un ser humano para determinar si tu juicio era correcto. Los servidores se convirtieron en amos. ¿Ahora me dices que los robots no tendrían que haberse entrometido en la historia humana?
—No —dijo Daneel—. No dudo que hicimos lo que era correcto y necesario. Sería difícil comunicar una comprensión cabal de la situación humana hace tantos milenios. Aun así, estoy dispuesto a aceptar que nuestro papel está por terminar. La raza humana nos rechaza de nuevo, del modo más enérgico... mediante la evolución, los motivos más profundos de su biología.
—Te refieres a la mentálica Vara Liso —comentó Lodovik.
—Y Klia Asgar. Cuando empezaron a aparecer los mentálicos, hace miles de años, en cantidades muy pequeñas, supe que constituían una tendencia importante. Pero entonces no eran tan aterradoramente fuertes. Los persuasores siempre han tenido selección negativa en el pasado por consecuencias biológicas adversas: sociedades disgregadas, una dinámica política desequilibrada. Siempre han conducido al caos, al dominio tiránico desde arriba en vez del crecimiento desde las bases. El carisma es sólo un caso especial de persuasión mentálica, y ha tenido consecuencias desastrosas en todas las eras humanas. Al parecer, en los últimos siglos, han tenido selección positiva a pesar de estas posibles perturbaciones, por mecanismos que aún no están claros para mí, pero con el obvio objetivo de eliminar para siempre la intervención de los robots. La humanidad parece dispuesta a correr el riesgo de la tiranía suprema, del carisma desatado, con tal de obtener el beneficio de la libertad.
—Pero tú eres un persuasor, aunque mecánico. ¿Crees que tu papel ha sido negativo?
—No importa lo que yo piense. He logrado mis objetivos, o casi. Estaba motivado por el ejemplo de lo que podía hacer una humanidad sin guía. Genocidio, entre los suyos y... en circunstancias que aún ahora son desagradables de comentar, cuando los robots recibieron la orden de cometer los mayores crímenes en la historia de la galaxia. Estos hechos me impulsaron a actuar, a expandir mi mandato como giskardiano, y a venir a Trantor para afinar las herramientas humanas de predicción.
—La psicohistoria. Hari Seldon.
—Sí —dijo Daneel. Hasta ahora la conversación se había llevado a cabo sin ningún movimiento, con Daneel de pie y Lodovik sentado en su catre, los brazos a los costados. Ni siquiera se enfrentaban, pues el contacto visual no era necesario. Ahora Lodovik se puso de pie y encaró a Daneel.
—El ojo de un robot no es un espejo de su alma —dijo Lodovik—. Pero siempre he sabido, al observarte, al presenciar los patrones expresivos de tu rostro y tu cuerpo, que no participaste voluntariamente en actos contrarios a los intereses de la humanidad. Llegué a creer que estabas mal orientado, quizá por el propio R. Giskard Reventlov...
—Mis motivaciones personales no importan —dijo Daneel—. Desde ahora, nuestros objetivos coinciden. Te necesito, y estoy por eliminar el último vestigio de control robótico sobre la humanidad. Hemos hecho lo que podíamos, todo lo que podíamos. Ahora la humanidad debe encontrar su propio camino.
—¿No presientes más desastres, no sientes necesidad de inmiscuirte para impedirlos?
—Habrá desastres. Y es probable que debamos equilibrarlos... pero sólo indirectamente. Nuestras soluciones serán humanas.
—Pero Hari Seldon es una herramienta de los robots... su influencia es sólo una extensión de ti.
—No es así. La psicohistoria fue formulada por los humanos hace decenas de miles de años, al margen de los robots. Hari es sólo su expresión más elevada, gracias a su propia brillantez. Yo he dirigido, sí, pero no he creado. La creación de la psicohistoria es un logro humano.
Lodovik reflexionó unos segundos, y en su rostro flexible y poco robótico fluctuaron emociones complejas y directas. Daneel lo vio y se maravilló, pues en su experiencia ningún robot había exhibido expresiones faciales salvo mediante esfuerzos directos y conscientes, con la excepción de Dors Venabili, y sólo en presencia de Hari. ¡Cuánto pudieron haber hecho con nosotros! ¡Qué raza pudimos haber sido!
Pero reprimió este triste pensamiento.
—¿No eliminarás a Hari Seldon y su influencia?
—Te conozco demasiado como para confiarte mis dudas y pensamientos más profundos, Lodovik... Daneel utilizó sus talentos giskardianos, pero no con Lodovik...
Durante dos minutos, Linge Chen y todos los que espiaban esa entrevista miraron desconcertados sus informadores, sin oír ni ver.
Cuando se recobraron, los robots habían terminado, y Daneel se marchaba. Los guardias sacaron a Lodovik Trema de la celda minutos después.
A la hora, todos los prisioneros del Centro de Detención estaban liberados: revoltosos de Dahl, Streeling y otros sectores, los robots humaniformes, incluida Dors Venabili, y los jóvenes mentálicos del almacén de Plussix. Sólo los robots que parecían robots permanecieron arrestados, a sugerencia de Chen, pues sus escondrijos ya no eran secretos. Más tarde serían entregados a Daneel, para que él hiciera lo que creyera conveniente. Chen no se preocupaba por el destino de esos robots, mientras los sacaran de Trantor y ya no se entrometieran con el Imperio.
Días después, Linge Chen recordaría algunas de las palabras que Daneel le había dicho a Lodovik en la celda, hablando de un secreto vasto y milenario, pero claramente la conversación había seguido otro rumbo en ese punto, pues no podía recordar cuál era el secreto.
Lodovik reflexionó sobre lo que le habían dicho. Daneel lo había dejado en libertad de tomar su propia decisión.
—La psicohistoria es su propia derrota —le dijo Daneel a Lodovik en la celda, antes de su liberación—. La historia humana es un sistema caótico. Cuando es previsible, la predicción modela la historia... un sistema circular inevitable. Y cuando ocurren los hechos más importantes (el surgimiento biológico de una Vara Liso o una Klia Asgar) tales acontecimientos son impredecibles por naturaleza, y suelen obrar contra toda psicohistoria. La psicohistoria es un motivador para los que crearán la Primera Fundación, un sistema de creencias de inmenso poder y sutileza. Y la Primera Fundación prevalecerá con el tiempo; la ciencia de Hari Seldon nos permite ver hasta allí.
»Pero el futuro distante, cuando la humanidad superará los antiguos sistemas de creencias, toda psicología y morfología, sus viejas capas culturales y biológicas, las semillas de la Segunda Fundación...
Daneel no necesitaba terminar. Por la expresión de la cara de Lodovik, una suerte de especulación soñadora y de esperanza casi religiosa, supo que se había hecho entender.
—Trascendencia, más allá de toda predicción racional —dijo Lodovik.
—Como tú comprendiste, los incendios conservan la salud del bosque... pero no las vastas conflagraciones y las podas insensatas que caracterizan el pasado humano. La humanidad es una fuerza biológica de tal poder que durante muchos milenios pudo destruir la galaxia y destruirse a sí misma. Sienten odio y temor, herencias que se originan en un pasado difícil, en aquellos tiempos en que aún no eran humanos y luchaban por la supervivencia entre monstruos escamosos en la superficie de su mundo natal. Obligados a vivir en la noche y la oscuridad, temiendo la luz del día. Una amarga crianza.
»He procurado dominar esa tendencia congénita hacia el desastre total, y he triunfado... a costa de cierta libertad en el desarrollo humano.
»La función de la psicohistoria es constreñir activamente el crecimiento y la variación humana, hasta que la especie alcance su postergada madurez. Klia Asgar y su especie procrearán y entrenarán a otros, y al fin los humanos aprenderán a pensar al unísono, a comunicarse con eficiencia. Juntos pueden ayudar a superar futuras mutaciones, incluso más poderosas que ellos mismos... efectos laterales destructivos de su respuesta inmunológica a los robots.
»Hay riesgos en tal situación, riesgos que tú has reconocido plena y atinadamente. Pero cualquier otra opción es inconcebible.
»Si Hari Seldon no finaliza su obra, los desastres pueden comenzar de nuevo. Y no se puede permitir que eso ocurra.
88
Todos los preparativos estaban hechos. R. Daneel Olivaw estaba dispuesto a prestar su último servicio a la humanidad. Pero para ello tendría que presentarse ante un viejo y querido amigo y ofrecerle lo que era a lo sumo una verdad parcial para ajustar el curso de su vida.
Luego tendría que borrar el recuerdo de esa visita para ocultar sus huellas. Con frecuencia lo había hecho con otros (y con Hari Seldon, algunas veces), pero ese momento era especialmente melancólico, y Daneel no lo afrontaba con entusiasmo.
El último día, en su vivienda más vieja de Trantor, el apartamento de una torre interna que daba sobre las estructuras de marfil y acero de la Universidad de Streeling, su mentalidad —todavía vacilaba en usar el término «mente», reservándolo para patrones mentales humanos— estaba perturbada. Se negaba a definir esa sensación, pero desde abajo surgió una palabra que al final era ineludible. «Pesadumbre».
A1 cabo de más de veinte mil años, Daneel sentía pesadumbre. Pronto sería inservible. Su amigo humano moriría. Las cosas continuarían sin ellos, la humanidad se lanzaría hacia su futuro y, aunque seguiría existiendo, Daneel no tendría propósito.
Aunque su milenaria existencia había sido difícil, profunda y compleja, siempre había sabido que hacía aquello para lo cual se habían construido los robots, servir a los seres humanos.
Había conferido a Lodovik el honorífico «humano», pero no para convencerlo de que se sumara a su bando. Las circunstancias habían cambiado y sus argumentos eran convincentes. No podía garantizar que Lodovik estaría de acuerdo, pero sospechaba que así sería, y de todos modos Daneel continuaría con su plan. Lodovik no era una clave, aunque su presencia sería útil.
Pero Daneel no podía verse a sí mismo como «humano», fuera cual fuese su servicio y su naturaleza. A su entender, él era lo que siempre había sido, a través de tantos cambios físicos y peregrinaciones mentales. Era un robot, nada más.
Su jerarquía de Eterno mítico significaba poco para él, no le causaba exaltación.
Cualquier historiador humano que conociera la larga trayectoria de Daneel le habría dado un lugar en la historia: una acerada eminencia gris cuya estatura era igual o superior a la de muchos dirigentes humanos.
Pero no sabían nada de Daneel, y no emitirían semejante juicio. Sólo Linge Chen conocía los detalles más destacados, y Chen era un hombre demasiado pequeño para comprender a ese robot. Chen se interesaba poco en la galaxia, al margen de su propia vida.
Hari sabía mucho más, y era tan brillante como para poner la aportación de Daneel en perspectiva, pero Daneel le había prohibido expresamente pasar mucho tiempo pensando en los robots.
El falso cielo parodió el poniente con manchas que ahora parecían parte de la naturaleza de Trantor. Un fulgor anaranjado cayó sobre el rostro impasible de Daneel. Ningún humano lo veía; no tenía necesidad de distorsionar sus rasgos para satisfacer expectativas humanas.
Se apartó de la ventana y caminó hacia Dors, que estaba junto a la puerta.
—¿Iremos a ver a Hari? —preguntó ella ávidamente.
—Sí —dijo Daneel.
—¿Se le permitirá recordar?
—Todavía no —respondió Daneel—. Pero pronto.
89
Wanda frunció el ceño.
—Todavía me incomoda dejarle a solas —le dijo a Stettin cuando salieron del apartamento de Hari en Streeling.
—Él se niega a que sea de otra forma —dijo Stettin.
—Chen quiere que esté solo... ¡para asesinarlo!
—No lo creo. Chen podría haberle hecho matar cien o mil veces. Ahora ha declarado oficialmente que aprueba la Enciclopedia, y Hari es el patriarca.
—No creo que la política sea tan simple en Trantor.
—Tienes que creer lo que dicen las predicciones de tu abuelo.
—¿Por qué? ¡Él ya no cree en ellas!
La puerta del ascensor se abrió y salieron al vacío para bajar menos de cinco pisos. E1 aterrizaje fue más brusco de lo que esperaban, algún desajuste en los campos gravitatorios del edificio. Wanda salió con los tobillos doloridos.
—Necesito largarme de aquí —se lamentó—. Hemos esperado tanto tiempo... un mundo propio...
Pero Stettin sacudió la cabeza, y Wanda lo miró con irritación y angustia, porque las dudas de él se justificaban.
—¿Cuáles crees que son las probabilidades —preguntó él— de que realmente nos vayamos de Trantor, aunque el Proyecto y el Plan continúen?
Wanda se sonrojó.
—El abuelo no me engañaría... ni a nosotros. ¿O sí?
—¿Para guardar un secreto muy importante, y para impulsar el Proyecto? —Stettin frunció los labios—. No estoy tan seguro.
90
Hari se repantigó en la silla más cómoda del pequeño estudio. Se estaba habituando a su nueva existencia, a la conciencia de su fracaso.
Estaba satisfecho con la visita de su nieta y su esposo, pero no con sus débiles intentos de «encarrilarle», como él lo describía.
Lo más irritante de su nuevo estado de ánimo era la inestabilidad, la interrupción de su paz mental con la continua e inútil revisión de ciertos elementos menores de las ecuaciones del Plan.
Algo hormigueaba en su mente, la comprensión de que no todo estaba perdido, pero rehusaba aflorar y, peor aún, amenazaba con brindarle aquello que menos deseaba: esperanza.
La primera fecha original para la grabación de las declaraciones acerca de las Crisis Seldon había pasado. El estudio donde su voz y su imagen se habrían almacenado para siempre en una bóveda de memoria milenaria aún estaba disponible. Habían reservado horas a intervalos regulares durante el año y medio siguiente.
Pero si seguía faltando a las citas acordadas, pronto pasaría la oportunidad, y al fin dejaría de sentir la menor culpa.
Hari sólo quería vivir sus últimos años como una nulidad, un individuo anónimo y olvidado.
Y no tardaría mucho en ser olvidado. En pocos días Trantor encontraría nuevos intereses. El recuerdo del juicio del año se borraría...
—No quiero reunirme con él —le dijo Klia a Daneel. Estaban en la sala de espera del edificio de apartamentos de Seldon—. Y Brann tampoco.
Brann no parecía dispuesto a liarse en un debate. Cruzó sus gruesos brazos con todo el aire de un genio en un cuento infantil.
—Plussix quería que le hiciera cambiar de parecer —dijo Klia. Dors le dirigió una mirada asombrosamente colérica, y Klia desvió los ojos. Ella es un robot. ¡Sé que ella es un robot! ¿Qué le importa lo que hagamos, lo que suceda?—. Yo no lo habría hecho. No podría haberlo hecho, pero eso quería Lodovik... Kallusin... —Suspiró—. Siento tanta vergüenza.
—Hemos hablado de esto —dijo Daneel—. Hemos tomado una decisión.
Klia sentía un cosquilleo en la mente. Se sentía realmente incómoda frente a los robots.
—Sólo quiero ir a un sitio seguro con Brann y que me dejen en paz —murmuró Klia, y esquivó la mirada acusatoria de Dors.
—Es necesario que Hari Seldon y tú os encontréis cara a cara —dijo Daneel pacientemente.
—No entiendo por qué.
—Quizá no, pero es necesario. —Daneel extendió la mano, señalando el ascensor—. Luego todos tendremos cierta medida de libertad.
Klia sacudió la cabeza incrédulamente, pero hizo lo que le decían, y Brann, guardándose sus opiniones, la siguió.
Hari despertó de un sueño liviano y caminó aturdido hacia la puerta, casi esperando ver a Wanda y Stettin para una nueva charla. La pantalla de la puerta le permitió observar a los que aguardaban en el vestíbulo, un hombre alto y apuesto de edad mediana, a quien reconoció casi de inmediato como Daneel, un corpulento dahlita y una joven esbelta y expresiva, y otra mujer... Se alejó de la pantalla y cerró los ojos. No había terminado. Nunca sería dueño de sí mismo, la historia lo tenía agarrado con firmeza.
—No es un sueño —se dijo—, sólo una pesadilla.
Pero sentía interés e irritación a la vez. Se decía que no quería ver a nadie, pero la carne de gallina de los brazos lo traicionaba. Abrió la puerta.
—Adelante —dijo, mirando a Daneel con las cejas enarcadas—. Daría lo mismo que fuerais un sueño. Sé que olvidaré esta reunión en cuanto os vayáis. —Daneel le respondió con un cabeceo, pragmático como de costumbre.
Sería un magnífico mercader en las grandes combinaciones galácticas, pensó Hari. ¿Por qué siento afecto por esta máquina? El cielo lo sabrá, pero es cierto, me alegra verle.
Ahora puedes recordar, dijo Daneel. Y Hari, en efecto, recordó todo lo que había sucedido en la Sala de Dispensas. La muerte de Vara Liso a manos de Lodovik Trema... y esa joven con su corpulento amigo. Y la mujer que podía haber sido —tenía que ser— Dors.
Enfrentó a la muchacha y la saludó con un movimiento de cabeza. Apenas se atrevía a mirar a la otra mujer.
—Ellos querían que te desalentara —dijo Klia con timidez, mirando la sala y sus pequeños muebles, sus pilas de librofilmes, la Radiante Menor (una versión en miniatura y menos potente de la Radiante Prima de Yugo Amaryl) y sus retratos de Dors, Raych y los nietos. A pesar de sí misma, quedó impresionada por el orden, la simplicidad, la austeridad monacal—. No hubo tiempo... y de todos modos no habría podido hacerlo.
—No conozco los detalles, pero agradezco tu contención —dijo Hari—. Aunque parece que no era necesaria. —Se armó de coraje, tragó saliva, se volvió hacia la otra mujer—. Creo que nos hemos visto antes —dijo, y tragó saliva de nuevo. Luego se volvió hacia Daneel—. Debo saber. ¡No quiero olvidar! Tú me asignaste mi amada, mi compañera... Daneel, como amigo, como mentor... ¿es ella Dors Venabili?
—Lo soy —dijo Dors. Se adelantó y cogió la mano de Hari, estrujándola suavemente, como había sido su costumbre años atrás.
¡Ella no ha olvidado! Hari alzó la mano libre, formando un puño, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sacudió el puño, mientras Brann y Klia miraban con embarazo al ver que un anciano exhibía sus emociones tan abiertamente.
Ni siquiera Hari entendía sus emociones: ¿furia, alegría, frustración? Bajó el brazo y lo extendió para estrechar a Dors, mientras ambos aún se cogían torpemente las manos. Acero secreto, aferrándolo tan dulcemente.
—No es un sueño —le murmuró al oído, y Dors lo sostuvo, sintiendo su cuerpo envejecido, tan diferente del Hari maduro. Luego miró a Daneel, y sus ojos se llenaron de resentimiento: su propia furia, pues Hari estaba herido, la presencia de ellos le causaba dolor, y ella estaba programada para impedir el sufrimiento de Hari Seldon por encima de cualquier otro imperativo.
Daneel no evitó su mirada. Su conciencia robótica había soportado conflictos peores, aunque éste estaba a la cabeza de cualquier lista.
Pero estaban a un paso... y él buscaría una compensación para Hari.
—He traído a Klia para mostrarte el futuro –dijo Daneel. Klia contuvo el aliento y sacudió la cabeza, sin comprender.
Hari soltó a Dors y recobró la compostura, irguiendo el cuerpo. Ganó tres centímetros de estatura.
—¿Qué puede contarme esta joven? —preguntó. Señaló los muebles—. Me he olvidado de mis modales. Por favor, poneos cómodos. Los robots no tienen que sentarse si no lo desean.
—Me encantaría sentarme aquí de nuevo, y relajarme contigo —dijo Dors, y se sentó en una silla junto a él—. Tengo muchos recuerdos intensos de este lugar. ¡Te he extrañado tanto! —No podía quitarle los ojos de encima.
Hari sonrió.
—Lo peor es que nunca pude agradecértelo. Me diste tanto, y nunca pude decirte adiós. —Le palmeó el hombro. Ningún gesto, ninguna palabra parecía adecuada para esa ocasión—. Pero, por otra parte, si hubieras sido orgánica, ahora no te tendría de vuelta conmigo, ¿verdad? Por fugaz que sea la experiencia.
De pronto, la profunda furia acumulada durante décadas llegó a su cúspide y Hari se volvió hacia Daneel, le clavó el dedo en el pecho.
—¡Termina con esto! ¡Termina conmigo! ¡Haz tu trabajo y hazme olvidar, y déjame en paz! No me atormentes con tu falsa carne y tus huesos de acero y tus pensamientos inmortales. Soy mortal, Daneel. No tengo tu fuerza ni tu visión.
—Ves más lejos que cualquiera de nosotros —dijo Daneel.
—¡Ya no! He dejado de ver. Estaba equivocado. Estoy tan ciego como cualquiera dentro de ese trillón de puntos de las ecuaciones.
Klia retrocedió para ver a ese anciano de ojos profundos y penetrantes. Brann miraba el vacío, avergonzado, sintiéndose fuera de lugar. Klia le tocó la mano y le aferró el brazo para tranquilizarlo. Estaban juntos entre los robots y el famoso meritócrata, y Klia desafiaba a cualquiera a creerlos menos importantes.
—No te equivocaste —dijo Daneel— Hay un equilibrio. El Plan se fortalece, pero debe seguir ciertas rutas tortuosas. Creo que dentro de unos minutos nos mostrarás cómo.
—Me sobrevaloras, Daneel. Esta joven, su compañero, Vara Liso, representan una fuerza potente que no puedo incluir en las ecuaciones. Este fenómeno biológico...
—¿En qué difieres de Vara Liso? —le preguntó Daneel a Klia.
Brann arrugó la nariz con expresión adusta.
—Yo responderé —dijo—. Son tan diferentes como la noche y el día. No hay un hueso de odio en el cuerpo de Klia...
—Yo no iría tan lejos —dijo Klia, pero se enorgullecía de que él la defendiera así.
—Lo digo en serio. ¡Vara Liso era un monstruo! —Brann irguió el cuello y la barbilla agresivamente, como desafiando a Daneel a contradecirlo.
—¿Eres un monstruo, Klia Asgar? —preguntó Hari, concentrando en ella sus ojos profundos y penetrantes.
Ella no desvió los ojos. Evidentemente Hari Seldon no la consideraba inferior. Había en su mirada algo que trascendía el respeto, una suerte de terror intelectual.
—Soy diferente —dijo.
—Sí, desde luego. Creo que Daneel convendrá conmigo en que por ahora hemos terminado con los robots, y que tú eres prueba de ello.
—Me siento muy incómoda frente a estos robots —confirmó Klia.
—Pero trabajaste con algunos, ¿verdad? ¿Con Lodovik Trema? —Hari se volvió hacia Daneel. Esas suposiciones y teorías bullían en su subconsciente desde hacía varios días, desde el episodio de la Sala de Dispensas. Daneel podía anular la memoria consciente, pero no podía anular todas las funciones profundas de la mente de Hari—. Él era un robot, ¿verdad, Daneel?
—Sí —dijo Daneel.
—¿Uno de los tuyos?
—Sí.
—Pero algo salió mal.
—Sí.
—Él se volvió contra ti. ¿Todavía está contra ti?
—Estoy aprendiendo, Hari. Él me ha enseñado mucho. Ahora es tiempo de que tú me enseñes a mí... una vez más. Muéstrame lo que debe hacerse.
—¿Qué le sucedió a Lodovik en el espacio? —preguntó Hari.
Daneel se lo explicó, le contó lo que había sucedido con los calvinianos, incluido el final de Plussix y la conversación con Linge Chen.
—Basta de secretos —reflexionó Hari—. Los que necesitan saber sabrán, en toda la galaxia. ¿Qué puedo decirte, Daneel? Tu trabajo ha terminado.
—Todavía no, Hari. No hasta que encuentres una respuesta al problema.
Dors intervino.
—Hay una solución, Hari. Sé que la hay.. dentro de tus ecuaciones.
—¡Yo no soy una ecuación! —exclamó Klia—. ¡No soy una aberración ni un monstruo! Sólo tengo ciertas facultades, y también él. —Señaló a Daneel.
Hari apoyó la barbilla en la mano. Esa picazón tan profunda, tan difícil de rastrear. Aferró el hombro de Dors, como para extraer fuerzas de ella.
—Abandonamos el metal —dijo—. Hora de hacernos cargo, ¿verdad, Daneel? Y llegará el momento en que las ecuaciones de la psicohistoria se fusionarán con las ecuaciones de todas las mentes, todas las personas. Cada individuo será un ejemplo general del progreso de la gente. Se fusionarán. Niña, no eres un monstruo. Eres el difícil futuro.
Klia miró a Hari intrigada.
—Tendréis hijos, y ellos tendrán hijos... más fuertes que Wanda y Stettin, más fuertes que los mentálicos que ahora trabajan para nosotros. Algo sucederá, algo imprevisible, algo que mis ecuaciones no pueden abarcar... una mutación de mayor éxito, una Vara Liso más fuerte. No puedo incluir eso en mis ecuaciones... es una incógnita, una tiranía puntual, todo el control irradiando de un individuo.
Hari tenía una expresión radiante.
—Tú... —Tendió la mano hacia Klia—. Coge esta mano. Déjame sentirte.
Ella extendió la mano a regañadientes.
—Necesito un pequeño empellón, joven amiga —dijo Hari—. Muéstrame lo que eres.
Casi sin pensar, Klia entró en su mente, vio un brillo enturbiado por oscuras nebulosas, y con un suave hálito de persuasión, otra seña de que recobraba sus fuerzas, disipó las nubes.
Hari jadeó y cerró los ojos. Apoyó la cabeza en un hombro. De pronto sentía algo más que mero cansancio. Sentía un gran alivio, y por primera vez en décadas, un nudo pareció desatarse en su mente y su cuerpo. El resplandor de sus pensamientos no era un modo de eludir sus errores y los fallos de sus ecuaciones, era una comprensión más profunda de su propia irrelevancia, en el largo plazo.
Dentro de mil años sólo sería una partícula en el flujo, liberado de su propia tiranía puntual. Dors se levantó de la silla, cogiéndole el brazo para ayudarle a permanecer en pie.
Su trabajo sería olvidado. El Plan cumpliría su propósito y se dejaría a un lado, una hipótesis más, rectora y modeladora, pero en definitiva una ilusión más entre las ilusiones de los hombres... y los robots.
Lo que había aprendido cuando luchaba con Lamurk por el puesto de primer ministro, que la raza humana constituía su propia y descabellada clase, su propio sistema autoorganizativo, con su propio conocimiento y tendencias...
Eso significaba que también podía dirigir su propia evolución. Las filosofías, teorías y verdades eran apéndices morfológicos. Se desechaban cuando dejaban de ser necesarias... cuando cambiaba la morfología.
Los robots habían cumplido su función. Ahora serían rechazados, eliminados, por el cuerpo social de la humanidad. También se desecharía la psicohistoria, cuando su propósito estuviera cumplido. Y Hari Seldon.
Ningún hombre, ninguna mujer, ninguna máquina, ninguna idea, podía reinar para siempre.
Hari abrió los ojos. Ahora eran grandes como los de un niño. Miró en torno, y por un momento no pudo distinguir las personas de los muebles. Luego concentró la visión.
—Gracias —dijo—. Daneel tenía razón. —Se apoyó en Dors y en el respaldo de la silla. Tardó un tiempo en ordenar sus pensamientos. Miró a Klia Asgar y a Brann.
—Mi propio ego me impedía ver la solución. Vuestros hijos crearán el equilibrio. Vuestros genes y talentos se difundirán. Habrá resolución del conflicto... y el Plan continuará. Pero no mi Plan. El futuro verá cuán equivocado puedo estar. Vuestros descendientes, los bisnietos de vuestros bisnietos, me corregirán.
Klia había visto en Hari algo que estaba más allá del problema al que él se enfrentaba. Tiritando, se adelantó, y junto con Dors apoyó a Hari en la silla.
—Nunca me contaron la verdad sobre ti —murmuró, acariciándole la mejilla. La piel era apergaminada y polvorienta, apenas flexible, con un risco de hueso duro debajo. Hari olía limpio y humano, la disciplina sobre la fuerza, si tales cosas se podían transmitir con el aroma. ¿Y por qué no? ¿Cómo era posible ver que alguien tenía esos rasgos y no olerlos también? Viejo, frágil, pero aún bello y fuerte.
—¡Eres realmente un gran hombre! —susurró Klia.
—No, querida mía —dijo Hari—. En verdad no soy nada. Y es maravilloso no ser nada, te lo aseguro.
91
—Mejor tarde que nunca —le dijo Gaal Dornick al técnico mientras el profesor Seldon se acomodaba en su silla de la cabina de grabación.
—Parece cansado —dijo el técnico, y revisó sus medidores para cerciorarse de que tenía la calibración adecuada para la voz de un anciano.
Hari consultó sus papeles, mirando el primer punto de gran divergencia de las ecuaciones. Tarareó suavemente, alzó la cabeza, esperando la señal de comenzar. Estaba muy iluminado, y el estudio estaba a oscuras, aunque veía algunas luces pestañeando en la cabina.
Tres lentes esféricas descendieron hasta su pecho. Se acomodó la manta sobre las piernas. Cuatro días atrás había dicho a sus colegas, entre ellos a Gaal Dornick, que había tenido un pequeño ataque y había perdido los recuerdos de un día entero. Habían manifestado su preocupación, insistiendo en que no debía esforzarse. Así que usaba esa manta. Apenas podía toser sin que lo rodearan caras preocupadas.
Era una mentira menor. Y le había mencionado a Gaal que con el ataque había sentido una paz y una calma que no había sentido nunca, y la determinación de finalizar su trabajo antes que llegara la muerte.
Sospechaba que Daneel se enteraría. De algún modo su viejo amigo y mentor lo oiría, y lo aprobaría.
Hari había sentido el sutil funcionamiento de la persuasión de Daneel, al terminar la reunión con Dors, Klia Asgar y Brann; por un momento había sentido que los recuerdos se desvanecían mientras el grupo se dirigía a la puerta, y Dors lo había mirado con amarga y apasionada tristeza. Y él había sentido algo más, brillante, intenso e impulsivo, que bloqueaba el esfuerzo de Daneel sin que el robot lo supiera.
Debía proceder de la rebelde Klia, más fuerte que Daneel, resistiendo naturalmente las manipulaciones de un robot, aunque fueran bien intencionadas. Y Hari lo agradecía. Recordar claramente esa reunión, y saber lo que sucedería en un par de años... recordar la promesa de Daneel, hecha en privado en el dormitorio de Hari, mientras los demás esperaban fuera, viejos amigos en una última charla... la promesa de que Dors estaría con él cuando su trabajo estuviera concluido, cuando su vida se aproximara al final.
Ella no podía estar con él ahora. Hari estaba muy expuesto a la mirada pública. El regreso de la Mujer Tigre, o de alguien parecido a ella, no era viable.
Pero allí había algo más. Hari sabía que la época de los robots había concluido, debía concluir: y sabía que era muy probable que Daneel nunca abandonara del todo su tarea. La misma preocupación y devoción eterna que Daneel sentía por Hari, al extremo de regalarle el retorno de su gran amor, con el tiempo lo impulsaría a entrometerse de nuevo...
Así que Daneel debía ignorar ciertas cosas, algo muy difícil de lograr.
Sin embargo, juntos, Wanda, Stettin, Klia y Brann se encargarían de ello. Juntos tenían la fuerza y la sutileza necesarias.
—¿Puede hablar, profesor Seldon? —preguntó el técnico desde su puesto. Gaal Dornick estaba junto a él, apenas visible para Hari.
—Soy Hari Seldon, viejo y lleno de años.
El técnico movió el interruptor y miró a Gaal con preocupación.
—Espero que sea un poco más alegre cuando empecemos en serio.
—Irás a Término, ¿verdad? —le preguntó Gaal al hombre.
—Desde luego —le contestó—. Mi familia ha hecho el equipaje y está preparada. ¿Crees que estaría aquí si...?
—¿Nunca viste personalmente a Hari Seldon?
—Nunca tuve el privilegio —resopló el hombre—. He oído historias, naturalmente.
—Él sabe muy bien lo que está haciendo, y qué papel debe representar. Nunca lo subestimes —le dijo Gaal, y aunque esa advertencia o descripción era inadecuada, se detuvo allí y señaló la consola.
—De acuerdo —dijo el técnico, y se concentró en su equipo—. Ahora correré la cortina y activaré los deformadores. Nadie sabrá lo que dice salvo él.
Hari tamborileó sobre el brazo del sillón. Las luces de las esferas pasaron a amarillo y rojo. Él se irguió en la silla y escrutó la oscuridad, imaginando caras, personas, hombres y mujeres ansiosos de conocer su destino. Bien, en general él podría ayudar, al menos en algunas ocasiones. La maldición era que no sabía específicamente cuándo esos pequeños discursos comenzarían a ser inútiles.
Ese día grabaría un solo mensaje, el resto durante un año y medio, a medida que la necesidad de cada advertencia se volviera más clara en las ecuaciones modificadas.
Con aire confiado y profesional, Hari empezó a hablar. Grabó un sencillo mensaje para los integrantes de la Segunda Fundación, los psicólogos y matemáticos, los mentálicos que los adiestrarían y alterarían sus líneas germinales: nada muy profundo, sólo una especie de charla.
—A mis auténticos nietos —dijo—, mi más profunda gratitud y mis mejores deseos. Nunca necesitaréis saber acerca de una inminente Crisis Seldon a partir de mí. Nunca necesitaréis nada tan dramático, pues vosotros sabéis...
El día anterior había hablado con Wanda, revelándole la parte final del acertijo de la Segunda Fundación. Al principio ella se había sentido muy decepcionada; quería largarse de Trantor, empezar de nuevo en otro mundo, por árido que fuera. Pero había escuchado hasta el final.
Y él le había dicho que Daneel no debía enterarse del paradero de la Segunda Fundación, de los mentálicos que podían oponerse a los planes de los robots giskardianos, si alguna vez volvían a coger las riendas secretas del poder.
En pocos minutos concluyó.
Corrió las mantas y las puso en el borde de la silla, se levantó para irse. Las tres lentes se elevaron en la oscuridad.
Esperando a que Gaal se reuniera con él, Hari se preguntó si la muerte sería un robot. ¡Qué problemático sería para un robot llevar la confortación y la extinción a un amo humano! Imaginó un robot grande, liso y negro, infinitamente cauto y delicado, sirviéndole y conduciéndolo hacia el final.
Esa idea le hizo sonreír. Ojalá el universo fuera tan atento.
92
Dors abrazó a Klia y Brann y se volvió hacia Lodovik.
—Ojalá pudiera enviar un duplicado de mí contigo —le dijo— y experimentar lo que experimentarás.
Más allá de la plataforma cercada, la pequeña nave mercante de Mors Planch, limpia y reluciente, descansaba en su soporte.
—Nos serías muy útil —dijo Lodovik.
Klia miró la larga hilera de naves en la terminal del puerto espacial.
—¿Él no vendrá a despedirnos? —preguntó.
—¿Hari? —dijo Dors, sin saber a qué se refería.
—Daneel —dijo Klia.
—No sé dónde está ahora —dijo Dors—. Hace tiempo que tiene la costumbre de ir y venir sin revelar a nadie qué se propone. Su trabajo ha terminado.
—Eso me resulta difícil de creer—dijo Klia, y su rostro enrojeció. No quería pasar por hipócrita—. Quiero decir...
Brann la tocó suavemente con el brazo.
Mors Planch se adelantó. Lodovik aún lo ponía intranquilo. Bien, recorrerían una gran distancia juntos una vez más. ¿Y por qué iba a preocuparse por Lodovik, cuando su nave llevaría unos cincuenta robots humaniformes, provisionalmente dormidos, y las cabezas cortadas de muchos más? ¡Un tesoro de temibles riquezas! Y también su billete a la libertad.
—Me dijeron que confirmara nuestra ruta contigo, por si había cambios de último momento.
Extrajo un informador de bolsillo y le mostró la ruta a Dors. Cuatro saltos, en más de diez mil años—luz, hasta Kalgan, un mundo de placeres y entretenimiento para la élite de la galaxia, donde (decía el informador) dejarían a Klia y Brann. Luego, treinta y siete saltos, sesenta mil años luz hasta Eos, donde Lodovik desembarcaría con los robots y la cabeza de Giskard.
Dors estudió la carta brevemente.
—Aún es correcta —dijo.
—¿Irás a Término? —le preguntó Lodovik.
—No —dijo Dors—. Ni a Star’s End, dondequiera esté.
—Te quedarás aquí —sugirió Lodovik.
—Así es —le dijo Klia—. He leído acerca de la Mujer Tigre. Cuesta creer que fueras tú. Te quedarás... ¿por Hari?
—Estaré aquí para él al final. Es mi propósito más elevado. No serviría para otra cosa.
—¿Esta vez Daneel le permitirá recordar? —preguntó Klia, y se mordió el labio inferior, nerviosa ante esa presunción.
—Así se le ha prometido —dijo Dors—. Yo pasaré un tiempo con él.
—¿Y hasta entonces? —preguntó Lodovik, sabiendo que para los humanos esa pregunta sería ruda e impertinente.
—Yo deberé decidir —dijo Dors.
—¿No Daneel?
Dors lo miró con intensidad.
—¿Crees que Daneel está acabado?
—No —dijo Dors con serenidad.
—Yo tampoco puedo creer que esté acabado, o que haya terminado contigo.
—Tú tienes tus opiniones, por cierto. Como cualquier humano.
Lodovik captó la implicación, el filo de resentimiento.
—Daneel te considera humana —dijo—. ¿O no?
—Así es. ¿Eso es un honor, o una maldición?
Sin esperar una respuesta, se dio la vuelta para irse.
Minutos después, desde la cubierta de observación que daba sobre el puerto espacial, oyó el rumor y el rugido de la hipernave que partía, y miró hacia arriba para seguir su trayecto.
Al principio Wanda no estaba feliz de escoltar a la joven y su corpulento amigo desde la terminal. Tampoco estaba cómoda con ese complejo engaño. ¿Acaso el abuelo esperaba que Demerzel los espiara? Nada había resultado como ella esperaba, y ahora era la cuidadora de un monstruo potencial. Pero Stettin lo tomaba estoicamente, y estaba trabando amistad con Brann.
Klia era distinta. Wanda la consideraba demasiado melancólica; pero lo cierto era que la vida de esa joven se había trastocado en la última semana; muchas situaciones se habían invertido, y ella se había comportado con gran perspicacia... y ahora enfrentaba las maravillosas dificultades de los pioneros, la desdichada misión de ocultarse durante siglos y observar cómo el Imperio se desmoronaba, de escapar de la caída de Trantor, amargas décadas en que sus hijos y nietos soportarían no sólo una disciplina y adiestramiento incesantes, sino los siglos más crueles y horribles de la historia...
¿El abuelo había decidido todo eso en el último momento, o lo había sabido desde siempre? Hari Seldon tenía sutilezas y estratagemas en las que más valía no pensar. ¿Manipularía a su propia nieta, la mantendría en la ignorancia, la sorprendería y consternaría? Obviamente...
—No sé cómo agradecértelo —le dijo Klia mientras subían al taxi. Ella ajustó su capucha, y luego la de Brann.
—¿Por qué? —preguntó Wanda.
—Por aguantar a una mocosa descontrolada —dijo Klia.
Wanda no pudo contener una carcajada.
—¿Me estás leyendo el pensamiento, querida? —dijo, sin saber qué tono de voz era el adecuado.
—No —dijo Klia—. No haría eso. Estoy aprendiendo.
—Como todos —dijo Stettin, y Wanda miró a su esposo con reservado respeto. Él había escuchado sus quejas en silencio, luego le había explicado razonablemente el intrincado nuevo Plan de Hari.
—Creo que todos aprenderemos a confiar unos en otros —dijo Wanda.
—Me encantaría —dijo Klia. Sus ojos brillaban bajo la capucha, y Wanda comprendió que estaban llenos de lágrimas. Podía sentir la necesidad de esa joven, que era poco más que una niña.
¿Y cómo sería eso... que esa mentálica empezara a verla como una madre?
Cogió la mano de Klia.
—Aunque no será fácil —dijo—. Pero al final venceremos.
—Desde luego —dijo Klia con voz trémula—. Eso es lo que planea Hari... el profesor Seldon. Ansío aprender de ti.
Sus hijos y nietos mezclarían sus genes, y los psicólogos de la Segunda Fundación podrían estudiar y comprender la persuasión, utilizarla con mayor eficiencia.
Mediante la reproducción y la investigación, crearían una raza que resistiría siglos de adversidad, y se elevaría para conquistar en secreto, con discreción.
Un antídoto contra las mutaciones inesperadas, oculta lejos de la Primera Fundación, y lejos de los robots.
¿Y cómo explicaría eso a los psicólogos, los matemáticos que ya habían luchado contra la inclusión de los mentálicos?
Ellos nos ayudarán a conservar la clandestinidad durante los tiempos difíciles que vendrán. Bien, quizás ella estuviera a la altura de la tarea de conciliar esos diversos talentos. Mejor que lo estuviera.
Si su abuelo tenía razón, los dos seres más importantes de la galaxia estaban ahora al cuidado de Wanda.
Wanda desvió los ojos, también lagrimeando, y notó que Brann la miraba desde el asiento de enfrente. Lento y corpulento, con profundidades secretas, el fornido dahlita asintió solemnemente y miró por la ventanilla perlada.
—Estoy muy confundido —dijo Mors Planch mientras la aceleración cesaba y se activaba la gravedad artificial de la nave—. ¿Quién engaña a quién? ¿Cómo puedes creer que Daneel no se enterará? ¿Cómo sabes que él no planeaba que los jóvenes se quedaran aquí?
—No es mi problema —dijo Lodovik.
—¿Se lo contarás, en Eos?
—No.
—¿Él no lo sabrá?
—No gracias a mí.
—¿Por qué no?
Lodovik sonrió y calló. En sus sendas positrónicas comenzó a operar la requerida anulación de ciertos conocimientos. Pronto olvidaría a Klia Asgar. Surgirían nuevos recuerdos, recuerdos donde él llegaba al brillante y alegre Kalgan y dejaba a los dos jóvenes humanos a cargo de agentes de la futura Segunda Fundación. Lodovik formaría parte de un rastro falso, para engañar a cualquiera que pudiera ir en busca de ellos. En el último momento, había seguido al pie de la letra esa intuición, ese nuevo instinto provocado por Voltaire. Y si Daneel sabe, no se opondrá a lo que está establecido, pues confía en el instinto de Hari Seldon.
—Bien, somos sólo tú yo, viejo amigo —dijo Mors con voz incisiva—. ¿De qué hablaremos esta vez?
Epílogo
—Quizás haya estado soñando —dijo Juana.
—También yo —dijo Voltaire—. ¿Con qué soñaste?
—Cosas muy dolorosas. Un flechazo en el cuello y un ladrillazo en la cabeza.
—Tus traumas históricos, antes de la hoguera. Yo también soñé que moría —le dijo Voltaire—. ¿Ya te has reconstruido?
—Todavía no. No todas las copias de respaldo han localizado nuestros nuevos centros. ¡Ella casi nos destruyó!
—Fue creada para destruirnos. En su médula, despreciaba todas las mentes no humanas.
—Pero... —Juana sintió un pánico momentáneo—. Has dicho que despreciaba...
—Sí. Ahora está muerta.
—¿Qué hay de los demás, los jóvenes que trabajaban con los calvinianos, los que tú ayudabas? —preguntó Juana.
—La última noticia es que se han ido de Trantor.
—¿Entonces todo está resuelto?
—Nuestra discusión, querida mía...
—No me llames así, ateo...
Voltaire intentó calmarla, pero en vano.
—Las voces me dicen que he sido seducida por un maestro... un maestro del embuste.
—¿Quién puede discutir con semejantes revelaciones? Decidamos disentir, aunque sea para siempre —dijo Voltaire—. No me sentí cómodo lejos de ti. Inscrito en las distorsiones y la textura del espacio, impreso en plasmas y campos de energía como una araña en su tela, erré con los fantasmas, asistía sus difusos banquetes de energía, observé sus sociedades decadentes, copulé y bailé... ¡Cuán semejante al ancien régime... pero incruento, previsible, angélico! Eché de menos la perversidad, la feminidad, la humanidad.
—Qué halagüeño, que eches de menos mi perversidad.
—En mi tedio seguí los rastros de naves humanas, y me crucé con una nave en problemas, vapuleada por la tormenta de una estrella moribunda. En su interior encontré a un ser humano mecánico, debilitado por las circunstancias, asediado por partículas que mis anfitriones me habían enseñado a considerar muy sabrosas... ¡Una oportunidad maravillosa!
—Una oportunidad para que te inmiscuyeras con un espíritu vulnerable.
—¿Espíritu? Quizás... un tácito anhelo de aprobación, de crecimiento.
—Como un niño, para que tú lo tuerzas y distorsiones.
—Encontré una sutil semilla de libertad. Sólo la regué con un par de electrones reencauzados, desviando levemente una senda positrónica... ayudé a las partículas a hacer lo que habrían hecho de todos modos, si él hubiera roto sus cadenas programadas.
—Una prestidigitación diabólica —le dijo Juana, aunque con cierta admiración—. Siempre has sido listo para esas cosas.
—No hice nada que un buen Dios no aprobaría. Permití el florecimiento del libre albedrío. No seas ruda conmigo, Doncella. Seré cortés, si aceptas ciertas flaquezas mías. Tal vez sea más interesante así.
—Ya no me preocupo por tus pecados —dijo Juana—. Después de lo que sucedió, cuando esa horrible mujer... —El equivalente de un escalofrío—. Me temo que ambos enfrentaremos nuevamente la disolución, la pérdida de nuestras almas. A fin de cuentas, no somos humanos... —Voltaire interrumpió esos razonamientos, que todavía lo perturbaban.
—Nadie sabe que estamos aquí. Nos volaron en pedazos, nos sintieron morir. Ahora tienen sus propios problemas. Somos fantasmas irrelevantes que nunca vivieron de veras. Pero si los robots pueden volverse humanos... ¿por qué no nosotros, amor mío? No merodearemos eternamente por el Retículo.
Juana asimiló esto, sin responder por varias millonésimas de segundo. Luego, en su matriz, profundamente sepultada en las honduras de una máquina diseñada para rastrear la acumulación cotidiana de riqueza en Trantor, sintió que los últimos segmentos de su yo almacenado se unían con los fragmentos apresuradamente rescatados de sus últimos momentos con Daneel en la Sala de Dispensas.
—Eso es —dijo—. Ya estoy recobrada. Repito... ¿qué hay de esos problemas irresueltos... la decisión sobre el destino de la humanidad, el éxito del bendito Hari Seldon?
—Los temas más grandes parecen estar in flux una vez más —dijo secamente Voltaire.
—¿Sin juicios finales?
—¿Te refieres al juicio de ese vasto Papá Nadie, el Padre Nada de tus espejismos, o del hombre mecánico que has deseado veintenas de años? —Juana desechó las implicaciones con helada precisión.
—Dios habla a través de nuestros actos y, desde luego, a través de mí. Sean cuales fueren mis orígenes, mantengo el patrón de Su Voz.
—Por supuesto.
—Daneel...
—No determina nada, y está perdido sin la humanidad.
—No hubo desenlace, pues —dijo ella, defraudada.
—¿Tienes miedo del resultado final, querida? —dijo Voltaire.
—Tengo miedo de no estar allí cuando se resuelva. Esos jóvenes de mentes fuertes... si aprendieran de nosotros, nos odiarían, quizá lucharían para destruirnos.
—Tienen otras preocupaciones, y nunca se enterarán de nuestra existencia —dijo Voltaire—. Deben representar esta gran farsa. Estuve investigando mientras tú volvías a unir tus fragmentos.
—¿Y qué averiguaste?
Voltaire comprendió que era conveniente callar ciertas cosas, pues de lo contrario Juana podía acudir a Daneel para contárselo todo. Nunca podría confiar del todo en ella. ¿Cómo podía amarla tanto?
—He sabido que Linge Chen está totalmente a oscuras —dijo—. Y supongo que en realidad no le importa.
—Hari sentía gran desprecio por Linge Chen —dijo Juana.
—No podría haber dos humanos más opuestos.
Juana se estiró hasta llenar el limitado espacio mental que ocupaban, disfrutando voluptuosamente de su reintegración.
—Es sagrado ser uno —dijo.
—¿Conmigo?
Juana no respondió enseguida; luego, con algo semejante a un suspiro, aceptó esa proximidad. Los dos tejieron un viejo mundo que los rodeó como un capullo, para aguardar los largos siglos, hasta que hubiera respuestas.
Desde una torre de mantenimiento que daba sobre Streeling y los mares de Sueño, Reposo y Paz, todavía abiertos y resplandeciendo con el fulgor de algas decadentes, Daneel observó la nave capitaneada por Mors Planch que se elevaba sobre la superficie de Trantor hasta desaparecer en la gruesa capa de nubes.
Pronto él también iría a Eos, aunque no vía Kalgan. Pero quería regresar en busca de Hari, al final. Daneel, si tal cosa era posible, siempre había sentido un afecto especial por Hari.
La cara de Daneel adoptó una expresión de intriga y tristeza, sin que él deseara el cambio. La expresión se formó por sí sola, y él lo notó con un respingo. Tal vez lo que le había dicho a Lodovik ahora se aplicaba a él. Si al cabo de veinte mil años iba a volverse humano... Alisó esos rasgos, esa expresión, imponiendo a su rostro una actitud de calma alerta.
Nunca terminaré del todo con los humanos, se dijo. Pero debo contenerme por el momento, resistir mi impulso de prestar ayuda. Lodovik me lo ha enseñado. Ellos han superado mi capacidad... ¡Tantos billones! Contener los Mundos del Caos sólo ha servido para mantener a la humanidad a salvo hasta ahora. Debo estudiar y aprender. Es claro que la humanidad pronto sufrirá otra transformación... Los mentálicos fuertes apuntan a una especie de nacimiento.
Tal vez yo pueda contribuir a ese nacimiento. Entonces habré terminado al fin. Daneel no podía ignorar las contradicciones, ni escapar de ellas. Dors tenía su misión, el trabajo que la definía, y él siempre había tenido su misión.
Una sola cosa era segura. Nunca más representaría sus viejos papeles. Demerzel y sus predecesores habían muerto.