'LOS HOMBRES DE GOR' presenta la terrible hipótesis -que tiene ribetes de pesadilla- de que puedan exister razas humanoides hostiles en la Galaxia. Sin embargo, tras unas páginas de sobrecogedor suspense, llega al ánimo del lector la convicción de que no hay que confundir lo malo con lo distinto.

De esta obra estremecedora del gran Frederik Pohl, pasamos a 'LA CIUDAD DE ENERGÍA' de D.F. Salonge (sic), obra en la que campea la fantasía más bella e ilimitada, ventana abierta sobre otros universos alucinantes donde, de nuevo, lo malo no es necesariamente tal, sino una forma de vida que escapa a nuestra comprensión. Pero al final, triunfa la inteligencia y el tesón humanos.

<p>FREDERIK POHL</p></h3> <p></p> <p></p> <h2>Los hombres de Gor</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Traducción de Antonio Ribera</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Edhasa</h2> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:10%; page-break-before:always"><p>Sinopsis</p></h3> <p></p> <i><p>'LOS HOMBRES DE GOR' presenta la terrible hipótesis -que tiene ribetes de pesadilla- de que puedan exister razas humanoides hostiles en la Galaxia. Sin embargo, tras unas páginas de sobrecogedor suspense, llega al ánimo del lector la convicción de que no hay que confundir lo malo con lo distinto.</p> <p>De esta obra estremecedora del gran Frederik Pohl, pasamos a 'LA CIUDAD DE ENERGÍA' de D.F. Salonge (sic), obra en la que campea la fantasía más bella e ilimitada, ventana abierta sobre otros universos alucinantes donde, de nuevo, lo malo no es necesariamente tal, sino una forma de vida que escapa a nuestra comprensión. Pero al final, triunfa la inteligencia y el tesón humanos.</p> </i> <p></p> <p></p> <p></p> <p>Traductor: Ribera, Antonio</p> <p>©1959, Pohl, Frederik</p> <p>©1961, Edhasa</p> <p>Colección: Nebulae (1ª época)-76</p> <p>ISBN: 5705547533428</p> <p>Generado con: QualityEbook v0.62</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LOS HOMBRES DE GOR</p></h3> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>FREDERIK POHL</p></h3> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo primero</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">H</style>ABÍA cincuenta y ocho de ellos en el remolque. Eran cincuenta y ocho, en efecto, y llevaban juntos mucho tiempo. Pero cincuenta y cinco no contaban. Sólo tres contaban, tres que permanecían de pie en el centro. Hibsen era uno de los que contaban. Hibsen, con sus charreteras de diamantes y el cordón de rubíes, todos iguales. Y Brabant también contaba. Brabant con sus manchas de tinta. Y el tercero era Rae Wensley. Ella era tal vez quien más contaba.</p> <p>Pero los otros no contaban, a pesar de lo mucho que sufrían. En realidad sólo había aquellos tres.</p> <p>Uno de los que no contaban empezó a chillar. Era el más pequeño de todos, pequeñísimo y muy nuevo. Allá fuera, sobre el casco del remolque, junto al cohete explorador, dispuesto para partir, Brabant le oyó gritar. Hibsen, propulsándose con saltos de calamar, le oía perfectamente, y Rae todavía le oía mejor, pues lo tenía más cerca. El pequeño chillaba porque se moría. Además, experimentaba un terrible dolor... el mayor que había experimentado en su vida... con la sola excepción, tal vez, del gran dolor inicial, del dolor con que empezó su vida en el momento de nacer, cinco semanas y tres días antas.</p> <p>Rae Wensley se sujetó, introduciendo la punta del pie bajo la cuna del niño, estéril y vacía a la sazón porque en el lugar donde se hallaban no hacían falta cunas, y con gesto brusco accionó el interruptor del mamparo.</p> <p>—¡Mary! — gritó con voz apremiante.</p> <p>A los pocos instantes se oyó un bostezo soñoliento por la rejilla situada sobre el interruptor.</p> <p>—Valdrá más que vengas a ayudarme, Mary — dijo Rae Wensley y dejó el interruptor abierto mientras volvía a cuidar del niño. Mary era la madre del tierno infante; sus lloriqueos la atraerían más de prisa que todo cuanto pudiese decir Rae por el intercomunicador.</p> <p>El niño se quejaba desde hacía casi una hora.</p> <p>Rae, con la redecilla del cabello ladeada y su áurea cabellera pugnando por asomar, tomó al niño en brazos y empezó a darle cariñosas palmaditas y apretarle la espalda.</p> <p>—Vamos, cielito, vamos. Saca esa burbujita. Hazlo por Raquel.</p> <p>Dio vueltas al niño, examinándolo inquisitivamente; la carita de la criatura estaba contraída, con los ojitos cerrados y la cabeza alargada y desprovista de cabello se torcía fláccidamente sobre su cuellecito blando. Si no se hubiesen hallado en caída libre, ella no hubiera podido hacer aquello, pues los débiles músculos no hubieran sostenido la cabecita. Aunque, por otra parte, si no se hubiesen hallado en caída libre, el pequeño aparato digestivo del niño se hubiera librado de la burbuja de gases que le provocaba tal dolor... Si la gravedad hubiese existido, aquello no hubiera sucedido. Pero se hallaban ingrávidos, pues el remolque estaba situado en órbita. El niño era perfectamente normal... la burbuja era perfectamente normal; era la situación lo que no era normal.</p> <p>Eso pensaba Rae Wensley. Tenía diecinueve años y llevaba siete en el espacio.</p> <p></p> <p>Ocupémonos a continuación de Hibsen, el oficial calculador. Hibsen no era un colono... ¡Nada de eso! Trató de no oír el llanto que le llegaba desde la guardería infantil, aunque cada vez se acercaba más a ella y por lo tanto los chillidos aumentaban de volumen. Hibsen era un hombre cubierto de oro y pedrería. Su guerrera de seda azul estaba festoneada por finos hilillos de oro; los botones con que se la abrochaba eran grandes perlas rosadas; en sus dedos centelleaban diamantes azules. Relumbraba rutilante bajo la luz de las lámparas de tubo, ocultas en los mamparos del corredor, mientras avanzaba sujetándose a los asideros y cantando:</p> <p></p> <i><p><i>Tres pequeños astronautas</i></p> <p><i>vivían en Alfa Cuarta.</i></p> <p><i>Mas vinieron los Gormen</i></p> <p><i>y no dijeron ni amén.</i></p> </i> <p></p> <p>Aquella cancioncilla no gozaba de demasiada popularidad entre la tripulación y los colonos, pero Hibsen tampoco era un hombre popular. Eso a él no le extrañaba, pues ya estaba acostumbrado.</p> <p>Se había enrolado en el <i>Explorer II</i> por puntillo, y porque una chica le dijo que no le aceptarían. Los viajes interestelares requerían algo más que conocimientos técnicos. Estos Hibsen los tenía, desde luego. Pero aquello también requería las cualidades que podrían exigirse a todos y a cada uno de los componentes de un grupo de cincuenta y tantas personas que permanecerían confinadas durante más de siete años en un espacio del tamaño aproximado de una casa de tres pisos.</p> <p>Nadie hubiera supuesto que Hibsen aprobaría el examen de ingreso, y menos que nadie el propio Hibsen. Se llevó una sorpresa mayúscula cuando Brabant, el psicólogo, le dijo que había sido aceptado.</p> <p>La reacción de Hibsen fue similar a la de casi todos los seleccionados: pidió anticipados sus dieciocho años de sueldo y lo gastó. En el caso de Hibsen, aquella respetable suma de dinero se invirtió en oro y pedrería, y dedicó hasta la última joya comprada a adornarse la serie de uniformes que se confeccionó.</p> <p>Durante aquellos siete años transcurridos, se dedicó a lucir un uniforme distinto cada día, hasta que la broma empezó a dejar de parecérselo incluso a él mismo... si es que en realidad era una broma. No lo era. Era lo que siempre había deseado, y, al tenerlo, se daba por satisfecho. Era la prueba tangible de su éxito.</p> <p></p> <p>El niño se había puesto cárdeno. Sin duda ello se debía a la ingravidez. ¿O seria un cólico? En la Tierra lo hubieran llamado así; por lo tanto, tal ver era eso.</p> <p>Existe una antigua receta para los niños que sufren cólico: tómese una puerta gruesa y a prueba de sonido, y enciérrese al niño tras ella.</p> <p>Era un chiste bastante bueno, se dijo Rae, que ya empezaba a ponerse nerviosa. No había bastantes paredes en el remolque para acallar el llanto del niño. ¿Y dónde se había metido Mary?</p> <p>Haciendo un esfuerzo, dejó al niño, sujetando unos mosquetones a los pequeños atalajes que sosten<sup>í</sup>an los pañales del niño; los mosquetones, a su vez, estaban sujetos a las paredes, y evitarían que el bebé se fuese a la deriva y chocase contra algo. Así le dejó suspendido como Mahoma entre el cielo y la tierra, mientras ella se propulsaba con los pies hacia el corredor.</p> <p>Y por allí venía Mary... y detrás de ella, bastante lejos, saliendo de un corredor lateral, venía Hibsen.</p> <p>—¡Gracias a Dios, Mary! — Rae detuvo a la otra con una mano y ambas se asieron a la puerta de la guardería infantil, y se asomaron para contemplar su interior. Los gemidos del niño, que parecía ahogarse, partían el corazón de Rae—. ¡Pobrecillo! ¡Lleva así cerca de una hora!</p> <p>—Ya lo sabía — dijo Mary Marne, contemplando a su hijo, que se debatía y pataleaba con sus piernecitas minúsculas y sonrosadas. Con tono retador, añadió—: Si me hubiesen dejado al niño, esto no hubiera pasado. ¡No hay derecho, Rae! Lo tenía todo preparado. Había sitio más que suficiente en el cohete, hasta que vino el doctor Brabant a meter las narices. Hubiéramos podido bajar todos juntos a Cuatro, el niño hubiera tenido una gravedad normal y yo...</p> <p>Se interrumpió al darse cuenta de que el lloriqueo cesaba.</p> <p>El rorro gorgoteaba como si se ahogase. Perneaba desesperadamente y agitaba los brazos. Una burbuja espumosa formada por un líquido blanco-amarillento apareció en su boca, para deshacerse en burbujas más pequeñas, que se adhirieron a su carita mientras se esforzaba por inhalar.</p> <p>—¡Lo está echando!</p> <p>Raquel Wensley se encontraba un poco más cerca del niño que su madre. Fue la primera en saltar hacia él, y en liberarlo de los mosquetones que lo sujetaban. Mary estuvo a su lado en un santiamén, tratando de prestarle ayuda.</p> <p>Aquello era también un fenómeno perfectamente normal y propio de la infancia. Los nenes que tienen burbujas de gas en su aparato digestivo sienten necesidad de librarse de ellas, porque les molestan. Generalmente lo consiguen mediante un eructo. A veces el gas asciende solo, y otras acompañado de la leche que ha ingerido el niño. Todo ello es perfectamente normal... en un ambiente normal.</p> <p>Pero en ausencia da la gravedad, apartar la leche eructada de la boca del infante, resulta algo completamente anormal, y si no se tiene prisa en limpiar inmediatamente las vías respiratorias, el incidente puede revestir características fatales e irremediables.</p> <p></p> <p>Hibsen, que se hallaba en el corredor, apenas a unos metros de la puerta, oyó como el lloriqueo se cambiaba en extraños gorgoteos. Sujetándose a un asidero, prestó oído, mientras se balanceaba como un globo al extremo de un cordel. Luego avanzó a rastras por el corredor lateral y se asomó a la puerta de la guardería.</p> <p>Lo primero que vio fue a Raquel Wensley, con su rubia cabellera flotando en torno a su cabeza como un puñado de algas marinas, sujetándose con las dos piernas y un brazo a una mesa fija. Con la mano libre asía el cinturón de Mary Marne, tratando al parecer de hacerla pasar en torno a su cabeza. A su vez, Mary sostenía al niño con ambas manos; con una le sujetaba el cuerpo, mientras con la otra le sostenía la frente. En cuanto a la criatura, zigzagueando como el extremo de un látigo, daba ansiosas boqueadas... hasta que de pronto, rompió de nuevo a llorar. Gracias a la fuerza centrífuga ejercida, los líquidos que obturaban las vías respiratorias y la boca del niño habían sido expulsados. Desde luego, Rae había tenido una idea luminosa.</p> <p>Mary, loca de contento, exclamó:</p> <p>—¡Ya está Rae! ¡Lo ha soltado!</p> <p>El grupo acrobático se deshizo, y las dos mujeres examinaron al niño con solicitud. Los lloros de la criatura diminuyeron de intensidad, hasta convertirse en un suave ronroneo. Su madre lo sostenía en brazos, dándole cariñosas palmaditas en la espalda.</p> <p>Con gesto maquinal, Rae se sacó del bolsillo otra red para el cabello y empezó a arreglarse el peinado.</p> <p>—Hola — dijo casi sin aliento, al notar que Hibsen la miraba.</p> <p>Él entró cautelosamente, tratando de esquivar las gotitas flotantes de la leche que había vomitado el niño, y que amenazaban mancharle su rutilante uniforme.</p> <p>—Habéis dejado esto hecho una lástima. ¿Está bien el niño?</p> <p>—Sí, ya está bien — dijo Rae, ayudando a la madre del bebé a sujetarlo de nuevo en su cuna flotante. El niño se había quedado profundamente dormido—. Ya consiguió echarlo. ¡Qué desagradable es todo esto!</p> <p>—Tú misma te lo has buscado —comentó Hibsen, con una sonrisa, añadiendo—: <i>¡Colonizadora!</i></p> <p>Efectivamente, esto es lo que era Raquel Wensley. Lo mismo podía decirse del matrimonio Marne, y de cuarenta y uno de los que viajaban en el remolque. Ellos constituían el verdadero motivo, precisamente, de aquel viaje.</p> <p>Durante siete años, la esfera de acero que había remolcado al <i>Explorer II</i> había escupido débiles y rapidísimos chorros de electrones por sus gargantas magnéticas y durante todos aquellos años había conservado su aspecto de antiguo juguete infantil.</p> <p>Como nave, era muy fea. En primer lugar venía la propia esfera remolcadora, con sus llameantes toberas de eyección, parecidas a trabucos. Luego venían las largas hileras paralelas de cable de acero que unían a la nave con el remolque. Por último venía éste, cuya forma se asemejaba a la de una sopera, pero del cual emergían en los sitios más incongruentes y en los ángulos más extraños, bultos, protuberancias y enmarañadas masas de alambres que parecían telarañas.</p> <p>Por ejemplo, el remolque transportaba los dos cohetes de exploración. Durante el viaje interestelar, formaban parte de los alojamientos del remolque, a pesar de que estaban sujetos al mismo de la manera más desgarbada que se puede imaginar, como una muñeca arrastrada por una pierna.</p> <p>Luego había las cuarenta y tres antenas distintas del radar, la radio y para la detección de radiaciones, amén de los periscopios, que funcionaban con luz visual.</p> <p>Sin olvidar tampoco la unidad de abordaje, que asomaba como en precario equilibrio por el extremo anterior del cilindro.</p> <p>Era imposible imaginar que aquel armatoste tan tosco en apariencia y tan lleno de ángulos pudiese elevarse por el espacio sin hacerse mil pedazos. Si por una suerte increíble no se desintegraba al primer chorro de energía, las secciones salientes serían arrancadas por el roce con la atmósfera.</p> <p>Pero no era así, en absoluto.</p> <p>El <i>Explorer II</i>, desde el día en que fue montado pieza por pieza, hasta aquel mismo instante, no había estado jamás en contacto con el aire ni nunca lo estaría. Tampoco había sido construido para que soportase rápidas aceleraciones. Nunca se encontraría lo bastante cerca de un cuerpo celeste para que la gravedad del mismo produjese efecto apreciable sobre él. Por lo tanto, podía permitirse el lujo de poseer aquel aspecto tosco, tan poco aerodinámico. Su forma no representaba obstáculo alguno para el viaje interestelar. A su velocidad máxima, poco antes de cambiar de posición, el <i>Explorer II</i> cruzaba el vacío a algo más de la mitad de la velocidad de la luz, a una velocidad tan elevada que su masa sólo aumentaba en cantidad despreciable y la ecuación MV=M¹V¹ ya no era aplicable, sino que la fuerza que lo aceleraba era como la palmada cariñosa de una mano amiga.</p> <p></p> <p>El <i>Explorer II</i> tenía un comandante, un hombre excelente llamado Serrell, aunque eso a él apenas le importaba. Había llevado la nave y su remolque al lugar indicado, un planeta que había sido descubierto diecinueve años antes.</p> <p>El nombre del planeta —o más bien del satélite, porque gravitaba en torno a un cuerpo planetario de un tamaño tan colosal como Júpiter— era de Alfa Cuatro. En algún punto de su superficie se hallaba un grupo asentado con carácter permanente, o por lo menos eso es lo que creían los nuevos colonos. La primera expedición dejó allí a tres hombres, los cuales estarían esperando el relevo que les aportaría la nueva expedición.</p> <p>Por lo tanto, el capitán de la nave había terminado su misión. Sólo faltaba soltar los cables y poner al <i>Explorer II</i> en órbita, para esperar que volviese el cohete explorador. Luego tendría que ocuparse de que los colonos con todo su equipo descendiesen felizmente a la superficie del planeta, oculta bajo espesas nubes y una gruesa ionosfera que no dejaba pasar las ondas de radio. Aquella superficie se encontraba a ciento sesenta mil kilómetros bajo sus pies.</p> <p>Esto era todo cuanto quedaba por hacer.</p> <p>El comandante Serrell (aunque poco importa ahora lo que entonces hiciese) permanecía en la cámara de mandos, haciendo girar el periscopio y tratando de discernir algo. Era extraordinario que no le llegasen señales de la navecilla exploradora. La voz humana sería irreconocible e incluso los mensajes cifrados se alterarían, a menos que la suerte acompañase al operador, lo cual no era el caso presente. ¿Pero por qué no conseguían captar cualquier clase de señal, por confusa y deformada que fuese?</p> <p>El comandante Serrell se ancló introduciendo la punta del pie bajo un ángulo de la mesa y encendió un cigarrillo.</p> <p>Los ventiladores funcionaban, pero él balanceó automáticamente el cigarrillo, en un gesto propio de los viejos astronautas... un hábito que le había quedado de los días en que la ingravidez significaba que un cigarrillo se apagaría, ahogado por el propio CO<sub>2</sub> que generaba, a menos que no se le agitase continuamente... aquellos días en que en todas las literas había un pequeño ventilador que funcionaba continuamente, dirigido sobre la cara del hombre que la ocupaba.</p> <p>Eran los días en que aún no se había establecido contacto con los Gormen<sup>¹</sup>, que produjeron un avance tan espectacular en la ciencia astronáutica, cuando el comandante Serrell todavía no tenía el grado de capitán y no era más que un joven oficial con el título de piloto y sin ninguna experiencia del espacio.</p> <p>En la actualidad las cosas habían mejorado, gracias a la corriente continua de aire producida por un centenar de ventiladores colocados en lugares estratégicos; pero todavía existían problemas. Uno de ellos, por ejemplo, era el de los hombres de Gor.</p> <p>Era una tontería suponer que ellos tuviesen algo que ver con la falta de mensajes del cohete explorador... se decía el comandante Serrell. El primer contacto con ellos tuvo lugar en otro volumen del espacio; lo mismo que el segundo, y el tercero y el cuarto, que resultaron tan sangrientos.</p> <p>Pero cinco hombres habían bajado en el cohete para esfumarse por completo, sin mandar siquiera una señal de radio adulterada; además, el propio cohete no volvía y ya tenía que estar allí.</p> <p>Desde luego, era una tontería imaginarse que los hombres de Gor pudiesen haber llegado hasta allí. La primera expedición los hubiera descubierto, de haber ocurrido tal cosa.</p> <p>Pero al imaginarse tan siquiera esta simple posibilidad, le resultaba difícil dar las órdenes pertinentes para que el segundo cohete zarpase.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo II</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L último de los tres era el doctor Brabant.</p> <p>Howard Brabant tenía treinta y ocho años, no era muy alto ni muy bien parecido. Pertenecía a la tripulación; o sea que no era un colono; su profesión era la de psicólogo y... ¿para qué necesitaría la colonia los servicios de un psicólogo? Pero de todos modos, él había estado acariciando la idea de quedarse con los colonos.</p> <p>Aunque a la sazón... tal vez ya no hubiese lugar para tales cambios. Ni para una colonia. Porque la verdad era que el <i>Explorer</i> había llegado un poco tarde.</p> <p>Brabant, que sudaba más que su paciente, gritó sin poderse contener:</p> <p>—¡Me importa un bledo que le duela, Marne... sonría, hombre! ¡Si no es capaz de sonreír, al menos cierre el pico!</p> <p>El joven teniente le miró con expresión demudada. Brabant trató de dominarse y tiró del brazo fracturado del teniente Marne.</p> <p>El teniente dejó escapar otro quejido, luego suspiró y se desmayó.</p> <p>Brabant se secó la frente. Mejor que mejor, que se desmayase, pensó; ello le permitiría trabajar en mejores condiciones. Al menos el herido no chillaría... lo cual le sería de una gran ayuda. (O tal vez no). Pero Brabant no tuvo tiempo de pararse en estas reflexiones, porque tenía que entablillar una fractura compuesta, y le faltaba práctica.</p> <p>Tiró de nuevo, y vio como el borde blanco y aguzado del hueso desaparecía de su vista. Perfectamente. Así debía ser. Con la mayor delicadeza, palpó el brazo fracturado. Estaba casi seguro de que los extremos rotos del hueso se habían juntado. Desde luego, no podía comprobarlo con rayos X, pero al tacto el hueso parecía bien colocado. Durante siglos antes de que Roentgen hubiese descubierto los rayos X, se habían entablillado fracturas a la perfección. Tendría que pasarse sin ellos.</p> <p>Buscó un antibiótico en polvo, lo esparció sobre la herida y entonces empezó la tediosa tarea de entablillar y vendar el brazo fracturado. Fue una lástima que Marne se rompiese el brazo, pero el teniente no era el que había salido peor librado de los que tripularon el primer cohete. El pobre Crescenzi había muerto; y de Jouvenel y él mismo se hallaban de momento vivos, lo cual quizás aún fuese peor, porque no tenían el consuelo de la inconsciencia.</p> <p>Pues no se hallaban solos en la diminuta y antigua estancia.</p> <p>Había alguien que observaba todos sus movimientos, tomando lo que parecían ser notas; un solo espectador, pero que a los ojos de Brabant tenía una dimensión descomunal. Lo miró de reojo, para luego desviar la vista.</p> <p>¡Qué ser tan repugnante!</p> <p>No era muy alto... no tendría más de un metro veinte... pero era muy rechoncho. La piel le pendía en pliegues, semejantes a los de un rinoceronte. Tenía cabeza y dos ojos, y probablemente la estructura córnea que asomaba en la base de su «mentón» era un aparato respiratorio.</p> <p>Encajaba más que los seres humanos con las proporciones de la minúscula estancia. Pero esto era una simple casualidad. Aquella ciudad fue construida por seres extraterrestres, pero no <i>aquéllos</i>. El observador que anotaba silenciosamente todos los movimientos que hacían Brabant y de Jouvenel no tenía ninguna relación con la raza que construyó la cárcel en la que entonces se encontraban.</p> <p>Aquella raza se había extinguido... había desaparecido para siempre jamás, dejando como recuerdo de su paso un planeta poblado de ciudades vacías. Pero la raza a la que pertenecía el ser con aspecto de rinoceronte estaba viva y muy viva, como por desgracia había podido comprobar la especie humana.</p> <p>Aquel ser era un hombre de Gor.</p> <p></p> <p>El otro superviviente de los cinco hombres que habían formado el grupo de desembarco era de Jouvenel, un individuo moreno, menudo y de aspecto taciturno. No hacía más que mirar a Brabant con su semblante de mono, absolutamente inexpresivo, esperando que el otro decidiese.</p> <p>Cuando Brabant se incorporó, de Jouvenel le preguntó:</p> <p>—¿Ha terminado ya? Dígame una cosa... ¿Por qué quería que Marne sonriese? ¿Para demostrar a esos extranjeros lo valientes que somos los terrestres?</p> <p>Brabant, condolido, repuso:</p> <p>—No lo sé. Sencillamente, se me ocurrió así. Pero cuantas menos cosas sepan los hombres de Gor de nosotros, mayores probabilidades tendremos de pillarlos desprevenidos.</p> <p>De Jouvenel no parecía muy convencido.</p> <p>—¿Cómo está el brazo de Marne?</p> <p>—Hace mucho tiempo que no curaba fracturas, pero me parece bien.</p> <p>De Jouvenel hizo un ademán de asentimiento y, antes de que Brabant pudiese impedírselo, sacó un cigarrillo y lo encendió.</p> <p>Brabant rezongó, pero ya era demasiado tarde para advertir a su compañero y, por otra parte, no era más que un presentimiento. Pero Brabant observó que cuando de Jouvenel encendía la cerilla, el hombre de Gor apostado a la puerta hizo un rápido movimiento. Tal vez hubiese tomado una nota; era comprensible que una acción tan curiosa como la de inhalar humo le llamase la atención. Probablemente así fuese, aunque aquel ser no tenía nada que ni remotamente se pareciese a un lápiz, papel o cualquier otro adminículo propio para tomar nota.</p> <p>Brabant suspiró y se rascó la cabeza. La dificultad consistía en que no se podían aplicar a aquellos seres los cánones humanos. Eran extraterrestres, la única especie viviente de seres inteligentes que la especie humana había descubierto fuera de la Tierra —a costa suya— y él tenía que disciplinar su mente y esforzarse por verlos bajo aquella luz.</p> <p>—¿Un pitillo, doctor?</p> <p>Brabant denegó con la cabeza, sorprendido. Vaya, de Jouvenel se estaba volviendo sociable. Ello permitiría al extraterrestre tomar otra nota sobre tan interesante cuestión: <i>El sujeto número 2 no exhibe el mismo humo-tropismo del sujeto número 1</i>. Tal vez aquello les confundiese, aunque en grado insignificante, y en la posibilidad de confundirlos residía la única esperanza que le quedaba al grupo de colonizadores.</p> <p>—¿Qué impresión le causa, doctor?</p> <p>Brabant le miró sin comprender.</p> <p>De Jouvenel sonrió mefistofélicamente.</p> <p>—Quiero decir qué impresión le causa ser esta vez el microbio, en lugar del ojo que mira por el microscopio, observándonos y estudiándonos. Me pregunto sólo si le gusta que ahora se hayan cambiado las tornas.</p> <p>—¡Se trataba de mi profesión, de Jouvenel!</p> <p>—Desde luego, doctor. Y no dudo que también tiene usted una gran vocación.</p> <p>Brabant dijo con aspereza:</p> <p>—Desde luego, no me considero un genio ni mucho menos. ¿Qué habré hecho para provocar su hostilidad en un momento como éste?</p> <p>—No hace falta que haga usted nada —dijo de Jouvenel, asumiendo una expresión seria—. Absolutamente nada. ¿Cree usted que nos gustaba que una persona como usted nos hurgase el cerebro una vez por semana, y esto durante siete años? No deseo ofenderle, pero no hacía usted nada por ganarse nuestra simpatía, doctor. Pero aunque lo hubiese hecho, tampoco nos hubiera gustado. Oh —añadió, extendiendo la mano— naturalmente, necesitábamos a uno como usted para no estallar. Pero eso no nos obliga a tenerle simpatía.</p> <p>Se acercó, a tiempo que bajaba la voz.</p> <p>—Olvide lo que le he dicho. Hablemos de algo más importante. Ese tipejo de la puerta es rarísimo, desde luego, pero si no me equivoco, sólo puede mirar a un sitio a la vez. ¿Qué le parecería si nos acercásemos a él? Usted haga porque le mire y entretanto, yo tal vez pueda atacarle por detrás.</p> <p>—No.</p> <p>De Jouvenel asintió.</p> <p>—De acuerdo, doctor, de acuerdo. A mi también me parecía una locura.</p> <p>Miró un momento a Brabant, con su rostro de mono perfectamente serio, y luego se alejó.</p> <p>Era desesperante... ¡No tendrían la más pequeña oportunidad!</p> <p>Brabant se esforzó por no pensar más en ello. No le importaba la opinión que de él pudiese tener de Jouvenel, al menos no en aquel momento; lo que importaba era que se hallaban metidos en un buen aprieto... no solamente ellos tres, sino toda la nave, y tal vez más que la misma nave.</p> <p>Tomó el pulso de Marne y observó su respiración. Ambos le parecieron normales. Entonces se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Aquel planeta estaba totalmente deshabitado cuando lo exploraron quince años atrás. La primera expedición lo exploró minuciosamente, descubriendo millares de ciudades y poblados sin la menor señal de vida. La primera expedición tardó todo un año en cumplir su concienzuda misión, con ayuda de cámaras cinematográficas, magnetófonos y toda clase de aparatos grabadores y registradores.</p> <p>No hallaron la más leve traza de vida. Por las calles de las ciudades no discurría ni siquiera un animal. Hallaron bosques en los que habitaban algunos insectos, y en los mares había peces. Pero las ciudades no fueron construidas por peces ni por insectos, sino por bípedos de sangre caliente que conocían la ingeniería y la electrónica, que navegaron por los océanos del planeta y cavaron galerías para extraer sus minerales. Ni uno solo de ellos sobrevivía. El planeta estaba deshabitado.</p> <p>Brabant paseó la mirada por la diminuta pieza. Parecía una casa de muñecas, considerada a la escala humana, pero sus constructores no fueron muñecas: las muñecas no pueden exterminarse, y ellos fueron exterminados. No había la menor duda. Cuando la primera expedición regresó a la Tierra, se aventuró la teoría de que fueron los hombres de Gor los autores del exterminio, pero lo único que ponía en entredicho esta hipótesis era el hecho de que los hombres de Gor no habían visitado aún aquella parte del espacio, al parecer. Pero allí estaban, y no existía la menor posibilidad de que se hallasen allí por accidente.</p> <p>El cohete explorador, cuyo rumbo estaba trazado en las cartas conectadas con el calculador, se posó exactamente en el lugar donde esperaba encontrar al grupo dejado allí por la expedición anterior, y compuesto por los tres voluntarios que se quedaron en Alfa Cuatro para esperar el regreso del <i>Explorer</i>. Pero el grupo no acudió al encuentro. Luego, cuando el cohete explorador aterrizó, los hombres de Gor salieron en tropel de los edificios.</p> <p>Ni siquiera pudo hablarse de lucha, y apenas pudo considerarse aquello una emboscada. Sencillamente, la superioridad numérica era abrumadora. Se dirigían todos hacia un edificio vacío de la ciudad desierta, cuando de pronto cayeron sobre ellos docenas de seres rapidísimos cubiertos de una gruesa piel y que les miraban con ojillos de cerdo. Toda resistencia era inútil. Sin embargo, intentaron ofrecer resistencia. Esta costó un brazo roto en fractura compuesta al teniente Marne. En cuanto a Crescenzi y a Clites, los otros dos miembros del grupo de desembarco, la pagaron al precio de sus vidas.</p> <p></p> <p>Brabant se incorporó y se acercó a de Jouvenel. El hombre de Gor apostado a la puerta volvió rápidamente la cabeza, en un gesto vivo y alerta.</p> <p>—Oiga —dijo Brabant— no quiero que me considere un individuo arbitrario.</p> <p>—Por supuesto que no, doctor — gruñó de Jouvenel.</p> <p>Brabant se esforzó por mostrarse persuasivo.</p> <p>—Es posible que tarde o temprano decidamos pasar a la acción física. No lo sé. Pero de momento, es preferible no hacerlo. En primer lugar, no estoy tan seguro de que entre los dos pudiésemos hacerle daño.</p> <p>—¡Vamos, déjelo, doctor!</p> <p>La carita de mono de su interlocutor le miraba con expresión de mofa.</p> <p>—No, lo digo muy en serio. ¿Qué sabemos de esa gente? ¿Sabemos acaso cómo debemos atacarlos? Se mueven con una celeridad sorprendente y tienen una resistencia increíble. ¿Se acuerda de lo que ocurrió cuando desembarcamos? De un tiro, Marne le arrancó una pierna a uno, pero el individuo en cuestión se alejó renqueando y sin proferir el menor sonido. Podemos suponer que no sienten dolor. Y en el caso de que lo sientan, su sistema nervioso debe de ser... Bueno. Lo que trato de decirle es esto: ¿Qué le hace pensar a usted que podríamos dejar sin sentido a un hombre de Gor?</p> <p>Mansamente, de Jouvenel repuso:</p> <p>—Me apuesto lo que quiera a que podríamos matar a uno.</p> <p>—Amigo mío, no creo que usted pudiese matarme ni siquiera a mí con las manos desnudas.</p> <p>De Jouvenel se encogió de hombros y encendió otro cigarrillo.</p> <p>Brabant continuó:</p> <p>—De todos modos, existe la posibilidad de que el comandante decida no enviar el otro cohete, al no recibir nuestras señales indicándole que todo va bien por aquí. Eso le hará suponer que nos ocurre algo. Y si el <i>Explorer</i> resuelve dar media vuelta y regresar a la Tierra, al menos se salvará el resto de la tripulación y...</p> <p>Se interrumpió. Ambos se enderezaron. El hombre de Gor se había movido.</p> <p></p> <p>Sus movimientos no encerraban una amenaza especial, pero el simple hecho de verle moverse ya constituía una amenaza. Durante horas había permanecido de pie ante la puerta, con sus pequeñas manos romas empuñando objetos plateados que tanto podían haber sido armas como aparatos registradores, pero que desde luego eran desconocidos para los dos hombres. De pronto, sin la menor advertencia previa, cruzó la estancia como una exhalación para mirar por una ventana. Al instante siguiente se hallaba de nuevo junto a la puerta, abriéndola.</p> <p>—Calma — advirtió Brabant a de Jouvenel. Este le dirigió una mirada inexpresiva.</p> <p>El hombre de Gor mantenía la puerta abierta para franquear el paso a otro extraterrestre. Y detrás del segundo hombre de Gor se veía algo... una figura inclinada que andaba dando traspiés...</p> <p>Una figura <i>humana.</i></p> <p>—Dios del Cielo — susurró Brabant, e incluso el propio de Jouvenel dijo algo, ansiosamente y con fervor contenido.</p> <p>Desde luego, era un ser humano... pero reducido a la última expresión. El hombre encuadrado por la puerta parecía tener un millón de años, y durante todos ellos había estado muriendo, y por lo menos hacía medio millón que no le daban de comer ni beber ni le habían permitido descansar. Era imposible que pudiese andar, y sin embargo andaba; era increíble que pudiese hablar. Una franja de cabello ralo y mugriento rodeaba su cráneo, enrojecido y cubierto de costras. De su mentón pendían cuatro pelos que formaban una especie de barba. Iba semidesnudo.</p> <p>Aquel espectro avanzó con paso vacilante, hasta llegar a cosa de un metro de Brabant y de Jouvenel, y les miró tristemente con unos ojos enrojecidos por el llanto. Abriendo la boca, trató de hablar.</p> <p>—Ka-ka-ka-ka...</p> <p>Consiguió articular únicamente unos sones vacilantes, que se esforzaban por atravesar la muralla que le separaba de los cuerdos.</p> <p>—Ka-ka-ka...</p> <p>De Jouvenel susurró ansiosamente:</p> <p>—¿Cree usted, doctor, que puede ser uno de los que se quedaron aquí en la primera expedición?</p> <p>Brabant movió la cabeza en gesto de incredulidad.</p> <p>Desde luego, habían pasado quince años desde que partió la primera nave. Por otra parte, el cautiverio en manos de los hombres de Gor no debía de ser precisamente una cura de reposo.</p> <p>¿Pero era posible que aquel ser decrépito y depauperado...?</p> <p>—Ka-ka-ka... — balbuceó el desconocido, llorando de rabia y espanto. Luego se aproximó aún más, sin apartar de ellos sus ojos sanguinolentos y bañados en llanto.</p> <p>Pasándose la mano descarnada por su húmeda barbilla, hizo una profunda inspiración que parecía un sollozo, y por último consiguió hablar.</p> <p>—¿El comandante Fa-Farragut? — graznó más que dijo.</p> <p>Con el mayor tiento, Brabant tendió una mano hacia el espantajo para sostenerlo. Articulando cuidadosamente las palabras, como si se dirigiese a un niño retrasado, dijo:</p> <p>—El Comandante Farragut no está aquí. Volvió a la Tierra. Nosotros pertenecemos a la segunda expedición, no a la primera.</p> <p>El anciano, aterrado, le miró fijamente y empezó a vacilar.</p> <p>—¡Demasiado tarde! — dijo con un grito desgarrador. Y se desmoronó como un monigote, dejándose caer al suelo frente a Brabant.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo III</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L segundo cohete rasgó la atmósfera de Alfa Cuatro con once personas a bordo, tres de ellas niños.</p> <p>Hibsen, el oficial calculador, sujeto por los correajes al asiento acolchado situado frente a los mandos, gritaba y cantaba, confundiendo sus palabras con el ruido atronador que producía el cohete al hendir el aire. Gozaba lo indecible. Poco más tenía que hacer. La tarea de gobernar un cohete en marcha corresponde a las máquinas, no a los hombres. Las velocidades eran demasiado elevadas; las decisiones se tenían que tomar con una rapidez aterradora. Una máquina podía reaccionar con suficiente celeridad para realizar las mínimas correcciones, que significaban la diferencia entre un aterrizaje normal y una catástrofe, pero aquella era una tarea superior a las fuerzas de la agobiada y reflexiva mente humana.</p> <p></p> <i><p><i>¡Marinero, atención!</i></p> </i> <p></p> <p>cantaba Hibsen:</p> <p></p> <i><p><i>¡Marinero, precaución!</i></p> <p><i>Muchos bravos corazones</i></p> <p><i>duermen para siempre en lo profundo.</i></p> </i> <p></p> <p>Por otra parte, no tenía voz... en el mejor de los casos, podía considerársele un barítono opaco y nasal... pero el fragor de los cohetes cubría piadosamente sus gallos. Y por otra parte, como ya se ha dicho, tenía muy poco que hacer. Tampoco había mucho que ver, aunque mientras el cohete rasgaba la parte inferior de la capa nubosa, al extremo de su curva de mil seiscientos kilómetros, solamente él podía percibir, en fugaces atisbos, colores caleidoscópicos, pardos, verdes y azules desvaídos. Pero aquello no bastaba para pilotar una nave.</p> <p>En la proa de plástico del cohete se hallaban los únicos ojos que de verdad veían: las placas giratorias del radar, que registraban las desigualdades del terreno y las comparaban con el rumbo que le habían asignado, gracias a las cartas que trazó la primera expedición. Unos relés digitales recibían la señal procedente del radar, efectuaban rápidos cálculos con sus dedos electrónicos, e indicaban las correcciones de rumbo y velocidad necesarias y que permitirían que el cohete se posase suavemente sobre la popa, en la zona de aterrizaje previamente señalada.</p> <p>Los cohetes tronaron por última vez; la sacudida hizo saltar todos los asientos elásticos.</p> <p>—¡Todo el mundo de pie! — gritó Hibsen, desatándose las correas que le sujetaban. Los ocho adultos le imitaron.</p> <p>Rae Wensley, sujeta a una litera de aceleración contigua al niño de los Marne, tendió la mano hacia la criatura, que lloraba débilmente.</p> <p>—Anda, sé bueno —le dijo, arrullándole, mientras desataba las correas—. Sé bueno y no llores.</p> <p>Siguió hablando al niño, aunque probablemente éste no la oía —y no la hubiera entendido de haberla oído— sin levantar la mirada, hasta que encontró la pera esterilizada, que había sido preparada con anterioridad y aún estaba caliente. Desenroscó la tapa, ajustó el pezón artificial y tomó al niño en brazos.</p> <p>El niño dejó de llorar para tomar el biberón.</p> <p>Entonces ella se inclinó para mirar por la portilla y ver donde se encontraban.</p> <p>Hibsen ya estaba fuera, brincando y profiriendo maldiciones sobre el suelo humeante.</p> <p>—¡Retty! —vociferó, y el tripulante pelirrojo se dejó caer con precaución por la escotilla, lanzó un alarido y salió corriendo de la zona chamuscada por los reactores—. Retty, sube a una loma o trepa a un árbol para echar una mirada por los alrededores. Tú, Colaner, quédate a bordo. Trata de ponerte en comunicación con el comandante Serrell para comunicarle que hemos aterrizado felizmente. ¡Leeks! Tú y Cannon empezad a descargar. Y vosotras, chicas, llevaos a los niños para que no estorben.</p> <p>Hibsen no cabía en sí de satisfacción, al verse dando órdenes a diez personas que tenían que obedecerle sin rechistar. Con el mayor cuidado, Rae Wensley entregó el niño a Mary Marne, la cual esperaba abajo, brincando con impaciencia sobre la arena ardorosa; y luego descendió ella. Por primera vez en sus diecinueve años de existencia, pisaba una tierra que no giraba alrededor <strong>del</strong> Sol.</p> <p>Aquella tierra ardía.</p> <p>Ella se apresuró a alejarse.</p> <p>Se encontraban en una playa, tétrica y gris; las olas formaban una línea de espuma a veinte metros de distancia. Hacía calor, no sólo a causa de la arena abrasada, sino porque el aire era muy cálido. El planeta en torno al cual giraba Alfa Cuatro emitía abundante radiación infrarroja; el calor era sofocante, a pesar de que la luz era apenas crepuscular. Debían de encontrarse muy cerca de una de las ciudades desiertas, supuso Rae, pero no se veía la menor traza de ella, sólo un bosque do árboles grasientos y fláccidos que llegaban hasta el borde mismo de la playa.</p> <p></p> <p>Rae también era de los que contaban, como Hibsen, que lanzaba órdenes, poseído por un júbilo inenarrable, y Brabant, agachado sobre el febril esposo de Mary Marne a poco más de un kilómetro de distancia. Aunque entre los demás, había algunos que contaban un poco. Mary Marne, por ejemplo.</p> <p>De soltera se llamaba Mary Davison. Tenía veintinueve años y era mecanógrafa en la Comisión de Exploración de las Naciones Unidas. Se hallaba prometida con un héroe de los viajes interestelares. Sus relaciones con él eran para Mary algo muy real, a pesar de que se iniciaron cuando ella sólo tenía dieciséis años. La joven que quisiese casarse con un miembro de una expedición interestelar tenía que esperar por lo menos una década para contraer matrimonio. A veces no era una década, sino varías. Era como para desanimar a cualquiera, pero... ¡Quién podría desanimar a una cabecita de dieciséis abriles!</p> <p>Por lo tanto, Mary se despidió de su héroe con un beso, en el astropuerto, y se volvió a la escuela. Pasó el tiempo. Terminaron los días escolares. Mary cumplió veintidós años. Asistió a las bodas de sus condiscípulos, llevó el ramo durante la puesta de largo de su hermana, cuidó de sus dos primeros sobrinitos. La nave de su Florián estaba entonces a la mitad de su período de deceleración, en la fase de ida de su viaje.</p> <p>Mary entró a trabajar entonces al servicio de la Comisión, pues así le parecía estar más cerca de Florián. Obtuvo un puesto de mecanógrafa y lo conservó sin ascender; su intención no era hacer carrera, sino sólo pasar de alguna manera el tiempo hasta el regreso de su prometido. Muchas de sus compañeras de trabajo se prometían y se casaban. Así la fueron abandonando una tras otra. Pero Mary seguía allí. Lo que comenzó como el intento de una jovenzuela por dárselas de persona mayor se convirtió en una cuestión de terquedad y orgullo, y luego en una costumbre.</p> <p>Otras chicas que ella conocía se habían prometido con astronautas y terminaron por olvidarlos a medida que fueron pasando los años. Pero Mary no era de ésas. Ella estaba prometida. Lo cual no facilitaba las cosas, ciertamente.</p> <p>Al contrario, las hacía más difíciles, porque cuando los trece años de espera tocaban a su fin, un nuevo factor de inquietud se añadió a los precedentes; además del impulso ardiente de unión física y la presión que ejercían sobre ella sus compañeras, sintió temor. ¿Quién era aquel Florián cuya fotografía constituía una mentira amarillenta sobre la mesa de su despacho? ¿Quién era aquel hombre de treinta y un años que a la sazón debía de reemplazar al joven de dieciocho con el que juró unirse de por vida?</p> <p>Los trece años tocaron a su fin.</p> <p>Los radares instalados en los satélites de los gigantes de metano escrutaban el espacio tratando de descubrir la nave que regresaba al hogar, y por último la descubrieron: era un <i>blip</i> de deceleración que pronto adquirió la forma familiar de la nave y el remolque. De los satélites partieron cohetes químicos dirigidos a la nave. Por la radio se comunicó la buena nueva a la Tierra.</p> <p>Mary Marne, ocho años después, mientras arrullaba a su niño en un planeta extraño que Florián nunca había visto, recordaba cómo le comunicaron la noticia. Antes de que dijesen una palabra ella ya lo sabía, aunque por entonces nadie había oído mencionar a los hombres de Gor. Aquel fue el primer contacto, cuando se pusieron en órbita alrededor de una estrella situada a doce años-luz de donde ella estaba entonces; el cohete explorador fue destruido, y Florián se hallaba en él. El joven de dieciocho años no llegó a cumplir los treinta y uno.</p> <p>El golpe fue menos terrible para la joven Mary de lo que pudiera suponerse... trece años es mucho tiempo; pero lloró amargamente. Lloró durante cerca de un mes, mientras por todas las emisoras de televisión se proyectaban las películas que los maltrechos supervivientes consiguieron salvar en su viaje de regreso: películas de los cohetes de los hombres de Gor, grandes, macizos, repelentes; películas de sus armas y, las más impresionantes, aquellas que mostraban la feroz catadura de los propios hombres de Gor.</p> <p>¿De dónde provenía aquel nombre? Se hizo tan familiar en toda la Tierra como si el hombre hubiese conocido siempre a aquella raza, y sólo hacía falta encontrarla en su camino para que su nombre acudiese a sus labios. En la pobre nave perdida se hallaba un tal David Gorman... ¿Fue él quien les puso el nombre, tomándolo de la primera sílaba de su apellido? ¿O bien los hombres de Gor establecieron comunicación con los tripulantes de una nave y les facilitaron su propio nombre? Había otras conjeturas, pero ninguna de ellas importaba ya, ni siquiera las que podían ser ciertas. Los hombres de la Tierra y los hombres de Gor se encontraron, una y otra vez, y cada encuentro significó una sangrienta colisión. Así las cosas, se convocaron oposiciones para cubrir las plazas vacantes en el <i>Explorer II</i>, y ella fue una de las aceptadas, tras pasar el correspondiente examen.</p> <p>Por parte de Mary, aquello no significaba un intento de devolver el golpe a los que le habían arrebatado al hombre que amaba, porque el <i>Explorer II</i> zarpaba en dirección opuesta. Tampoco era deseo de aventuras. Era, sencillamente, deseo de evasión. Y así Mary se evadió, a años-luz de distancia.</p> <p>No sabía lo que el destino le deparaba, con su amarga ironía, al fin de su viaje.</p> <p></p> <p>Rae Wensley acabó de ayudar a los que desembarcaban pertrechos. Colaner seguía intentando comunicar por radio con la nave nodriza, pero sin conseguirlo. Retty volvió de una loma próxima para informar que había conseguido localizar la ciudad, pero nada más. Después de estas palabras, volvió a irse. Hibsen, con su guerrera constelada de pedrería empapada de sudor, resoplaba pesadamente, apoyado en un árbol.</p> <p>Rae fue en ayuda de Mary, que llevaba el niño en brazos. Gia Crescenzi, cuyos dos hijos completaban la dotación del cohete, ya había encontrado algo para darles de comer y se había reunido con Mary y el niño. Las tres mujeres observaban a las criaturas, preocupadas.</p> <p>El niño de pecho no se daba cuenta de que se hallaba en un planeta extraño; sólo sabía que algo le oprimía y tiraba de él, de una manera que nunca había experimentado, y eso no le gustaba. Lloraba desconsoladamente, pues ya había terminado el biberón. Luego se durmió por un momento y al despertarse, se esforzó por alzar sus bracitos y volver su cabeza bamboleante.</p> <p>Rae lo miró cariñosamente y dijo:</p> <p>—La pobre criatura no está acostumbrada a la gravedad.</p> <p>—Pobrecillo — coreó Gia Crescenzi, pero sin apartar la vista de sus dos hijos.</p> <p>La niña era la mayor y tenía cinco años; su hermanito tenía un año menos. A pesar de las horas de ejercicio diario y obligatorio con los aparatos de que estaba provista la nave, les costaba mucho andar, correr y saltar en el planeta. Poco les importaba que la gravedad que hizo morder el polvo a Alejandro y Napoleón jamás se hubiese ejercido sobre ellos, y que el sol que Josué detuvo se hubiese convertido en una minúscula e indiscernible estrella entre otros millones de astros ocultos por la capa de nubes. Lo que sí les importaba, lo mismo que al pequeño Marne, era que de pronto <i>pesaban</i>, sensación harto desagradable para ellos. Las madres se mostraban muy inquietas, pero Gia Crescenzi, además, tenía otras causas de pesar: su marido iba en el primer cohete, en compañía del de Mary Marne, aquel cohete del que no se había vuelto a tener noticias.</p> <p>En su fuero interno, Rae se decía, rebelde: «Al menos ellas tienen el derecho de preocuparse por sus hombres. Brabant se negaría a concederme ese derecho. Me considera una niña.»</p> <p>Acorraló a los dos niños más crecidos y empezó a enseñarles a caminar. De pronto...</p> <p>—¿Qué es eso? — chilló Gia, con voz impregnada de terror.</p> <p>Se oyó un ruido que provenía de los árboles colgantes.</p> <p>Hibsen se incorporó de un salto. La cara de Colaner se asomó por la escotilla del cohete. Rae, pasando un brazo en torno a los hombros de los niños, los apretó hacia ella en gesto protector; aquel sonido era espeluznante.</p> <p>Verdaderamente espeluznante.</p> <p>Mary Marne lanzó un prolongado grito de terror.</p> <p></p> <p>Algo emergía de la selva grasienta... una horda numerosa de seres elefantinos y grises. Se abatieron sobre el grupo con increíble celeridad. La primera partida estaba formada por una veintena de ellos. Iban seguidos por muchísimos más, que avanzaban entre los árboles.</p> <p>—¡Hombros de Gor! — gritó Hibsen, buscando un garrote, un cuchillo, algo que sirviese de arma.</p> <p>Pero no encontró nada. En la nave había muy pocas armas, y todas se las llevaron los del primer cohete.</p> <p>Hibsen se abalanzó sobre los hombres de Gor con las manos desnudas; luego lo pensó mejor, dio media vuelta v gritó:</p> <p>—¡Colaner! ¡Despega!</p> <p>Aquello fue un triunfo de la razón sobre el instinto. El instinto aconsejaba luchar, pero hubiera sido una lucha sin esperanzas. La única probabilidad de salvación consistía en conseguir que el cohete despegase.</p> <p>Pero la época de los milagros había pasado. Los hombres de Gor les rodeaban por todas partes. Su aspecto no era brutal ni cruel; les bastaba con saberse invencibles. Pronto rodearon a todos los seres humanos, incluso a los niños Pero Colaner había oído la orden de Hibsen, y trató de cumplirla. El cohete rugió y sus toberas arrojaron un chorro ígneo.</p> <p>Pero sólo el calculador era capaz de equilibrar la nave, y al calculador no se le había ordenado que preparase el viaje de regreso. Por más que se esforzó Colaner, no consiguió dominar la nave. El cohete empezó a bailar y a zigzaguear, en un ascenso desordenado. Se cernió por un momento en precario equilibrio a poca altura, chamuscando a todos los que se encontraban bajo él; era como una terrible lluvia de ácido El olor del cabello y la carne quemada se esparció por el aire.</p> <p>Entre tanto, los hombres de Gor consumaron su captura.</p> <p>Los capturaron a todos menos a dos. Colaner consiguió huir con el cohete, zigzagueando sobre el mar. En cuanto al pobre Leeks, que era el que estaba más cerca del cohete, ya nunca podría ser capturado. Su cuerpo carbonizado estaba tendido sobre la arena gris, que había hurgado en sus últimas convulsiones de agonía.</p> <p>A menos de un kilómetro de distancia, el cohete cayó en el mar elevando un surtidor de vapor que fue seguido por una tremenda explosión, que se mezcló con el llanto desconsolado de los niños.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo IV</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">R</style>AE Wensley avanzó cojeando por una calle de piso elástico entre dos hileras de edificios vacíos y sumidos en las tinieblas. Todo el cuerpo le dolía y estaba muy asustada, pero ello no impedía que fuese muy emocionante cruzar una ciudad que había sido edificada por una raza extinta. A su lado, Hibsen caminaba ceñudo, llevando en brazos a uno de los hijos de Gia Crescenzi. Era el niño, y lloraba quedamente. Aquel llanto le partía el corazón a Rae, porque el pobre niño no hacía más que repetir:</p> <p>—¡Mamá, mamá!</p> <p>Y su madre, a quien él llamaba, había cometido la equivocación de atacar a uno de los hombres de Gor.</p> <p>Jadeante, Mary Marne, que iba detrás de ellos, les llamó:</p> <p>—¡Mirad! ¿No es ese el otro cohete?</p> <p>Algo surgía sobre las edificaciones bajas; algo metálico, cuya superficie lanzaba débiles destellos.</p> <p>—En efecto, lo es — rezongó Hibsen, esforzándose por ver.</p> <p>Doblaron una esquina y se alzó ante ellos el cohete, posado silenciosamente sobre sus alerones en el centro de una espaciosa plaza. Salía luz de uno de los edificios, pero los hombres de Gor cruzaron ante él sin detenerse, a pesar de que uno de ellos gritó algo en su aguda e incomprensible jerga y le respondieron desde dentro. De otro edificio, más pequeño y aislado de los que le rodeaban, surgía una luz más débil y azulada. Hacia allí se dirigieron, y los hombres les obligaron a penetrar.</p> <p>Rae pasó tambaleándose junto a un inmóvil hombre de Gor que estaba de guardia en la puerta, parpadeó y exclamó:</p> <p>—¡Son ellos! ¡Mary, tu marido está aquí! Penetraron en una pequeña estancia, de cuyo techo pendía una brillante luz azul. Marne se incorporó sobre un codo y los miró parpadeando, desde el rincón en que estaba tendido. Junto a él se veía a De Jouvenel, en cuclillas y con su rostro cetrino mostrando una cómica expresión de sorpresa. No había nadie más en la estancia.</p> <p>Con voz apremiante, Rae preguntó al teniente Marne:</p> <p>—¿Dónde está el Dr. Brabant? Pero esta pregunta no pareció ser del agrado de Marne, al menos en aquel momento. Hizo un esfuerzo por incorporarse, y Rae vio que llevaba un brazo en cabestrillo.</p> <p>Al distinguir a su esposa, lanzó un grito:</p> <p>—¡Mary!</p> <p>Entonces se precipitó hacia ellos medio agachado; a pesar de que no era un hombre alto, con la cabeza rozaba el techo de la habitación. Su esposa corrió a su encuentro. Llevaba al niño en un brazo, y con el brazo libre lo abrazó apasionadamente, con un alivio infinito. Rae, al verlos, sintió que se le formaba un nudo en la garganta.</p> <p>Tomando a de Jouvenel por el brazo, le preguntó:</p> <p>—¿Dónde está Brabant?</p> <p>El hombrecillo la miró y su rostro asumió una expresión ceñuda y opaca.</p> <p>—¡Vamos, hombre, conteste! — dijo ella, zarandeándole.</p> <p>—Está vivo —repuso de Jouvenel, como a regañadientes—. Por lo menos, lo estaba hace una hora.</p> <p>—¿Y ahora, dónde...?</p> <p>En la voz del hombrecillo había una nota de hostilidad.</p> <p>—No lo sé — rezongó, y, desasiéndose bruscamente, fue a reunirse con los otros.</p> <p></p> <p>Ella se dedicó a recorrer la casa que los hombres de Gor les habían asignado como prisión. Ya había visto fotografías de las mansiones abandonadas de Alfa Cuatro; todos los colonizadores las habían visto. Pero las fotografías no daban idea de las verdaderas proporciones, no hacían ver la minuciosa pequeñez de las habitaciones ni mostraban la delicada elegancia del mobiliario.</p> <p>Nada quedaba de los constructores de las casas con excepción de algunas imágenes, que representaban a unos seres bípedos de aspecto frágil y delicado y de ojos de lémur. Pero su desaparición era reciente. Incluso en aquel clima tan húmedo, la madera y los objetos de composición semejante al papel no habían tenido tiempo de pudrirse. La casa que ocupaban era de tres pisos, y cada piso tenía menos de dos metros de altura, excepto algunas habitaciones más grandes de la planta baja. Los seres humanos capturados podían recorrer libremente todas las salas y estancias, pero sin salir al exterior. El hombre de Gor apostado junto a la puerta de entrada no era el único guardián; había otro, fuera de la casa y sobre la techumbre resistente, pero elástica.</p> <p>Aunque a decir verdad, ésta no era la mayor preocupación que embargaba el espíritu de Rae Wensley. La joven empezaba a formarse una idea muy peculiar de los anteriores habitantes de Alfa Cuatro. En su arquitectura no utilizaban tuberías ni conducciones de agua. Los indicios de su graciosa y despreocupada existencia abundaban en las habitaciones, pero para ellos la gracia consistía en cosas hermosas y que cumpliesen finalidades bellas.</p> <p>Por ejemplo, Rae vio estatuaria... o podía haber sido estatuaria. Encontró también instrumentos musicales... uno de ellos era una especie de tambor afinado, con una cabeza moldeada que producía una escala diatónica en torno al borde. Encontró pinturas, algunas figurativas y otras tal vez no... costaba decirlo. Pero había muy poco más que, a los ojos de Rae Wensley, indicase la diferencia entre la vida civilizada y la sencillamente animal. Zarandeada entre la incomodidad y las ganas de reír, se dijo que uno de los inconvenientes menos reconocidos de los viajes interplanetarios era que por parte alguna se viese una puerta que ostentase el rótulo de «Señoras».</p> <p>Sólo cuando Mary Marne la encontró vagando por la casa y se rió después de escuchar sus explicaciones, para mostrarle entonces las sorprendentes instalaciones del sótano, los ánimos de Rae se levantaron lo suficiente para preocuparse de nuevo por la suerte de Brabant.</p> <p>Cuando volvió a la sala principal, en la que se hallaba el silencioso hombre de Gor montando la guardia, vio a un desconocido en ella.</p> <p>—¡Rae! —le gritó Hibsen—. ¿Dónde te has metido? ¡Bueno, no importa! ¡Este hombre es Sam Jaroff, Rae... de la primera expedición!</p> <p>La empujaron hacia él. Era evidente que aquel hombre se hallaba necesitado de ayuda, y a falta de un médico, ella era la única que podía atenderle, ya que a bordo se ocupaba de los niños. Rae empezó a buscar en el botiquín mientras el anciano se esforzaba por responder a una lluvia de preguntas con voz trémula y cascada.</p> <p>Su aspecto era espantoso, se dijo Rae. Estaba terriblemente depauperado. Las grandes deficiencias en su alimentación se hacían evidentes en sus ralos cabellos, su epidermis reseca y cubierta de costras, y sus ojos enrojecidos y lacrimosos. El único remedio consistía en alimento y reposo, pensó Rae, preocupada, mientras leía las etiquetas de los medicamentos. Sin embargo, una dosis masiva de vitaminas le haría bien.</p> <p>Mientras ella le administraba los medicamentos, el pequeño Marne se despertó y empezó a llorar.</p> <p>Todos levantaron la cabeza.</p> <p>Mary corrió junto a él para darle el biberón; el silencioso hombre de Gor de la puerta contempló la escena y de pronto, como una exhalación, se situó a su lado para atisbar la carita roja del niño. Parecía una estatua de madera tallada; luego, sin la menor advertencia previa, volvió como un relámpago a la puerta para adoptar su posición de antes.</p> <p>Sam Jaroff se agitaba inquieto bajo las manos de Rae. Al ver al hombre de Gor, emitió un débil gemido. El hombre de Gor no le hizo caso. Sam consiguió articular:</p> <p>—¡Disculpe, señorita!</p> <p>Hibsen miró a la joven y movió la cabeza.</p> <p>—Pobre hombre — dijo ceñudamente.</p> <p>Pero el viejo le oyó.</p> <p>—¿Pobre? —dijo, incorporándose a medias—. Cada día deseaba que fuese el último. Skinner sí que tuvo suerte.</p> <p>—Chitón — le dijo Rae, apaciguadora, obligándole a tenderse de nuevo, pero el hombre se desasió; quería hablar.</p> <p>Entre Hibsen y de Jouvenel, le sentaron apoyado en una pared. Entonces dijo:</p> <p>—Éramos tres, Chapman, Skinner y yo, como ustedes saben. Estuvimos aquí un año y medio. Hasta que un día vimos la nave.</p> <p>Respiró afanosamente por un momento, mientras sus ojos legañosos parpadeaban.</p> <p>—Fue Skinner quien la vio —prosiguió—. Era el telegrafista y captó un mensaje que no pudo descifrar. Eso fue lo que nos dijo... aunque de momento no le creímos. Comprendan ustedes, nunca habíamos oído hablar de los hombres de Gor. La primera vez que oí este nombre fue hace un momento, cuando lo dijo el Dr. Brabant. No sabíamos que en el espacio viviese nadie, excepto el hombre y...</p> <p>Un acceso de tos le interrumpió. Mirando a Rae, se apresuró a taparse la boca.</p> <p>—Perdón —murmuró—. Bien, pues terminamos por saber que no estábamos solos. Sea como fuere, cuando Skinner aseguró que había captado aquellas señales, montamos una guardia y conseguimos ver la nave, o así nos lo pareció. De momento la tomamos por un meteorito, pero sin duda era una astronave de Gor. Pero no estábamos seguros, y por otra parte nada sucedió de momento. Está todo apuntado en el cuaderno de bitácora, donde podrán leerlo ustedes, si éste es su deseo. Creo que todavía podríamos encontrarlo. No en esta casa, por supuesto. Pero ahora está en poder de los hombres de Gor, y...</p> <p>»Pero dejemos eso. Les decía a ustedes que nada sucedió de momento. Así pasaron los años. Tratamos de cultivar algunas plantas en el barranco, pero no medraban. Los tubérculos se pudrían. Las zanahorias, las patatas, los nabos... las zanahorias, por ejemplo, crecían esmirriadas y terminaban por pudrirse cuando alcanzaban un tamaño apreciable. Era como si el suelo no fuese bueno... Lo cual no deja de ser curioso, pues existe un humus vegetal riquísimo, pero al parecer, nada puede vivir bajo la superficie de este planeta. Le di vueltas al asunto durante años —dijo con vehemencia— y que me ahorquen si lo entiendo. Al principio lo atribuí al exceso de humedad, pero...</p> <p>Un nuevo acceso de tos le cortó la palabra. Con el dorso de la mano se secó las lágrimas que la tos le había provocado.</p> <p>—Perdón —repitió—. Ya casi no me acuerdo de hablar. Por la causa que fuese todas las cosechas se echaban a perder. Así las cosas, los hombres de Gor regresaron. Aquello que vimos debía de ser una nave, y ellos debían de estar espiándonos. ¿Dónde estuvieron metidos durante aquellos dos años? No lo sé. Tenían algo así como un campamento en Bes. Allí estuve durante un par de años. Tal vez estuviesen allí con anterioridad, incluso cuando el comandante Farragut estaba aquí. Pero no les vimos hasta que...</p> <p>Jaroff se interrumpió y se echó a llorar en silencio.</p> <p></p> <p>Hibsen le reprendió con aspereza:</p> <p>—¡Vamos, hombre, no hace falta que nos cuentes todo esto ahora! ¡Hay tiempo más que suficiente!</p> <p>—Quiero contarlo ahora —dijo Jaroff, frotándose sus ojos lacrimosos—. <i>¿Y</i> está usted tan seguro de que tenemos mucho tiempo? Yo, no. Tal vez no nos quede nada de tiempo.</p> <p>Se agitó con desazón, apoyado en la pared, sin apartar sus ojos del silencioso hombre de Gor apostado a la puerta.</p> <p>Reuniendo sus recuerdos, continuó:</p> <p>—Vinieron de noche. Todos dormíamos. No teníamos guardia ni nada que se le pareciese. ¿Quién iba a pensar que la podíamos necesitar? Pero el ruido debiera habernos despertado. Pero no lo hizo. Lo que me despertó fueron... los chillidos de Chapman.</p> <p>»El no estaba en el interior de la casa, con Skinner y conmigo —explicó Jaroff, como si ello fuese muy importante—. Habíamos tenido... no exactamente una pelea, pero estábamos un poco de punta. El había perdido un libro de Skinner, y a consecuencia de ello, Skinner no quería prestarle el ukelele, y en cuanto a Chapman...</p> <p>»Pero, bueno, ¿qué importa eso ahora? La verdad es que Chapman nos dejó para instalarse en una de las casas de enfrente. La roja. La llamábamos la Casa de Morgan. Tenía un pequeño artesonado de oro y Skinner le dio ese nombre, y entonces...</p> <p>»Los hombres de Gor fueron primero a esa casa. Al oírle gritar nos despertamos y fuimos corriendo hacia allí...</p> <p>»Chapman aún vivía —dijo Jaroff, hablando muy lentamente—. Sepan ustedes que vivió aún dos años después de eso. Incluso me acompañó a Bes. No nos veíamos mucho, pero cuando murió le vi bastante. Le hicieron la disección. Creo que querían estudiar su anatomía, o... qué sé yo.</p> <p>Jaroff se interrumpo y su mirada se clavó en el suelo por unos momentos, antes de proseguir con voz apenas perceptible:</p> <p>—En cuanto a mí, me martirizaron... para probar mis reflejos y mis reacciones... Pero no me mataron, por más que yo se lo pedía. Se lo suplicaba.</p> <p>»A Skinner sí lo mataron, en la misma Casa de Morgan. El tenía una pistola, y se llevó a seis de ellos por delante.</p> <p>»Así es que estuve en Bes durante... el Dr. Brabant lo ha calculado. Creo que unos diez años, después de la muerte de Chapman. Comiendo únicamente musgo, y entre tanto ellos no me quitaban la vista de encima A veces me martirizaban durante un par de semanas, para luego dejarme tranquilo dos o tres semanas más. Otras veces, el musgo tenía un sabor raro y yo me ponía enfermo. Hacían experimentos, ¿saben ustedes? Toda clase de experimentos. A veces me hacían daño de verdad.</p> <p>Con estas palabras, se frotó la fina filigrana de cicatrices blancas que le cubría el brazo.</p> <p>—Y luego me trajeron aquí. Hará de ello cosa de un mes y no comprendí por qué lo hicieron, aunque ahora ya me lo imagino. Supongo que captaron al <i>Explorer II</i> con su radar, si es que tienen radar. O tal vez interfirieron un mensaje de ustedes. No lo sé.</p> <p>»Pero sí estoy completamente seguro de que conocían de antemano su llegada, y por eso me trajeron aquí. Tal vez se proponían utilizarme como cebo, colocándome en un descampado, con una legión de ellos ocultos en los alrededores. Pero no tuvieron necesidad de hacerlo. Ellos...</p> <p>Rompió en sollozos.</p> <p>Hibsen se levantó.</p> <p>—Ya basta —gruñó—. Dejadle en paz.</p> <p>Se volvió hacia el hombre de Gor que les vigilaba.</p> <p>Pero la mano de de Jouvenel se posó en su brazo, y, tras una momentánea vacilación, Hibsen miró al hombrecillo moreno e hizo un gesto de asentimiento.</p> <p>—Muy bien —dijo Hibsen—. No haré nada.</p> <p>Rae estaba medio dormida en el suelo, con el niño apaciblemente dormido a su lado, cuando notó que la mano de Hibsen le tocaba en el hombro.</p> <p>—Se va a reunir el Estado Mayor —dijo—. Vamos, Rae, despierta. El hombre de Gor se ha ido.</p> <p>Ella miró a la puerta; efectivamente, se había ido. La estancia se hallaba sumida en una oscuridad casi total, pero de los edificios ocupadas por los hombres de Gor al otro lado de la plaza surgía la luz suficiente para permitir ver las confusas siluetas de las personas, las paredes y el escaso mobiliario. Efectivamente, el hombre de Gor se había ido.</p> <p>—Despertad —dijo Hibsen en voz más alta, tocando a Mary Marne y a su marido con la punta del pie, pues ambos se hallaban tendidos en el suelo muy juntos—. De Jouvenel, ¿estás despierto? ¿Y tú, Retty?</p> <p>Al instante siguiente todos estaban despiertos.</p> <p>Hibsen dijo entonces:</p> <p>—Retty, quédate junto a la puerta. No sabemos cuánto durará la ausencia de ese individuo. Mantente ojo avizor—. A continuación se volvió hacia Marne—. Mi teniente, usted es de mayor graduación que yo. ¿Desea tomar el mando?</p> <p>Marne denegó con la cabeza.</p> <p>—Yo apenas sirvo de nada con este brazo. De todos modos, eso ahora poco importa, ¿no cree?</p> <p>Rae contuvo el aliento.</p> <p>—¡Pero no puede llevarnos a todos!</p> <p>—A todos, no; pero a algunos, sí — la corrigió Hibsen. Sam Jaroff, apoyándose en un codo al extremo del grupo, gemía quedamente—. Así es —aclaró brutalmente Hibsen—. Algunos tendrán que quedarse.</p> <p>Rae Wensley, muy agitada, replicó:</p> <p>—¡Eso no es justo! ¿Y los niños? —Hibsen denegó con la cabeza—. ¿Y Sam Jaroff? ¿Y el Dr. Brabant? Ni siquiera está aquí... ¿Cómo podemos irnos y abandonarle?</p> <p>—Fue él quien nos dejó.</p> <p>—Vamos, usted es un...</p> <p>—¡Cállate, Rae! — La voz de Hibsen restalló como un latigazo—. No hables de lo que es justo o injusto. Aquí se trata sólo de sobrevivir. — Dirigiéndose rápidamente a la ventana, hizo un gesto de asentimiento y volvió junto a ellos. — Si, el cohete sigue ahí. No se ven hombres de Gor por parte alguna, aunque les oigo al otro lado de la plaza. Os prometo que puedo meterme en el cohete sin que me vean. En cinco minutos estableceré un rumbo en los calculadores que nos llevará muy cerca de la órbita del <i>Explorer</i>. Pero no será un rumbo muy preciso, lo cual quiere decir que necesitaré una reserva de carburante para maniobrar. Eso significa... —y vaciló— que sólo podemos ir tres.</p> <p>—¡Tres!...</p> <p>—¡Tres vivos —atajó ceñudo— valen más que todos muertos! ¡Y que el comandante Serrell dando vueltas allá arriba, tranquilo y dichoso... esperando a que los hombres de Gor le localicen y hagan saltar en pedazos su nave!</p> <p>—No dijo Rae Wensley, con decisión—. No se irá sin Brabant.</p> <p>—¡Al diablo Brabant! Se fue con los hombres de Gor. ¡Si tanto le gustan, que se quede con ellos!</p> <p>Ella movió la cabeza. Se hallaba obcecada y no quería escuchar.</p> <p>—¿Pero no comprende? —dijo—. Cuando regrese, nos traerá preciosas informaciones. ¿Qué obligación tenía de decirle a dónde iba y a qué iba? Estoy segura de que utilizará todo su saber para descubrirles su punto flaco. Ellos...</p> <p>—Ellos no tienen ninguno —dijo la voz ronca y cascada de Sam Jaroff, sujetándola por el brazo—. ¡Obedezca a ese hombre, señorita! Tengo miedo, pero eso no importa... El tiene razón. ¡Déjele que se vaya!</p> <p>De todos modos, aquí estamos todos irremisiblemente muertos.</p> <p>—De acuerdo —dijo Hibsen—. Ahora, pongamos manos a la obra. Como ves, Rae, nadie te escucha. De Jouvenel, tú me ayudarás cuando trate de llegar al cohete. Una vez haya penetrado en su interior, si aparece un hombre de Gor por allí, tú tendrás que...</p> <p>—¡Hibsen! —susurró Retty desde la puerta, con tono ansioso—. ¡Venga a mirar!</p> <p>Todos se apiñaron junto a las ventanas y la puerta abierta, para mirar a la pequeña plaza.</p> <p>En ella había grupos de hombres de Gor.</p> <p>Eran por lo menos una docena, y deambulaban en torno al primer cohete explorador, frío y silencioso, posado sobre sus alerones.</p> <p>—Tendremos que esperar —dijo Hibsen, sin apartar su mirada de los extraterrestres—. Tal vez se irán.</p> <p>—No se irán —susurró Rae—. ¡Mire, Hibsen! ¿Qué hacen?</p> <p>Los seres achaparrados entraban y salían por la escotilla del cohete. Como poderosas liebres, saltaban al interior de la navecilla y los que ya se hallaban en ella pasaban objetos a los que se encontraban en tierra. Y los objetos que les pasaban eran...</p> <p>Brillantes instrumentos metálicos. Negros paneles del cuadro de mandos. Las entrañas de alambre de la nave.</p> <p>—¡Se llevan los calculadores! —gritó el teniente Marne, sujetándose el brazo fracturado—. ¿Sabe lo que esto significa, Hibsen? No podríamos gobernar el cohete, aunque consiguiésemos llegar a él.</p> <p>—Exactamente —refunfuñó Hibsen, furioso—. Qué listos, ¿eh? ¿Y quién se imaginan ustedes que les dio esa idea?</p> <p>Su mirada iracunda se posó en Rae Wensley. Muy a pesar suyo, la joven retrocedió ante aquellas facciones contraídas por la cólera.</p> <p>—Muy inteligente —dijo—. Saben muchas cosas de nosotros, ¿no les parece? Y sólo pueden haberlo aprendido de una manera... ¡De tu medicucho asqueroso...! ¡De Brabant!</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo V</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">D</style>URANTE toda aquella noche, unas chisporroteantes llamaradas eléctricas iluminaron la plaza que se extendía frente a la construcción que albergaba a los prisioneros.</p> <p>Bajo aquella luz vacilante, los grises hombres de Gor se afanaban amontonando fragmentos de los mecanismos de mando del cohete en una carreta de grandes ruedas. Hibsen casi se volvía loco de furor contemplando aquel espectáculo; permaneció arrodillado junto a la ventana toda la noche, sintiendo repercutir en su propia carne los martillazos. Pero ni siquiera la cólera puede luchar contra el sueño, y por último se quedó dormido.</p> <p>Rae Wensley le despertó por la mañana. Ella se había levantado cuando oyó llorar al niño, le dio el biberón, lo cambió y lo depositó en un ángulo, protegiéndolo con una mesa inclinada para evitar que alguien lo pisase por inadvertencia. Hibsen se despertó instantáneamente.</p> <p>Incorporándose, paseó su mirada en derredor y refunfuñó. La plaza, frente a la casa, estaba vacía de vida. Por la puerta abierta penetraba una corriente de aire húmedo y frío. La luz de un gris amanecer penetraba por la ventana.</p> <p>—Por lo visto, han terminado ya — murmuró Hibsen con amargura, indicando la plaza con un gesto de la cabeza.</p> <p>Pero Rae se hallaba más preocupada por otros problemas. Había descubierto que sólo quedaban tres biberones esterilizados llenos para el niño, sin contar con la poca leche que contenía el pecho de su madre. Por más que Mary Marne se lo había propuesto, no había podido criar a su hijo. Era completamente necesario hallar un sustituto a la madre.</p> <p>Ella se lo dijo a Hibsen, el cual se encogió de hombros.</p> <p>—Con tres biberones tiene para todo un día, ¿no es eso? Entre tanto, ya veremos qué ocurre.</p> <p>—Y no tenemos más pañales para cambiarlo.</p> <p>El se levantó y se alejó de ella.</p> <p>—Pregúntaselo a tu amigo Brabant —le dijo por encima del hombro—. Al parecer, se halla en buenas relaciones con las autoridades locales.</p> <p>Esta observación enfureció a la joven, pero esto era precisamente lo que él se proponía. La cólera es una fuerza demasiado poderosa para permanecer confinada; termina por estallar y alcanza a todo cuanto la rodea. Si conseguía encolerizar lo suficiente a la joven, tal vez parte de su cólera alcanzaría al medicucho.</p> <p>Lo cual no podía ser más justo, se decía Hibsen, porque éste se hallaba medio convencido de que era cierto que Brabant se había pasado a los hombres de Gor. Además, aquéllo se adaptaba a sus propósitos. Quedaba aún una remota posibilidad de fuga. ¡Qué largo y tedioso sería el crucero de regreso a la Tierra! Se sentiría mucho menos solo, si Rae le acompañaba...</p> <p>Pero sin el medicucho.</p> <p>El hombre de Gor había vuelto al interior de la pieza, y no les quitaba el ojo de encima. De Jouvenel, ablandando una torta de cereales comprimidos con café frío, dijo sombríamente:</p> <p>—Yo quería atacar a ese mamarracho, pero Brabant no me lo permitió. ¿Qué le parece, Hibsen?</p> <p>El interpelado esbozó una cruel sonrisa.</p> <p>—Creo que...</p> <p>Miró a Rae Wensley e hizo un guiño.</p> <p>—Termina pronto, Joe. Hay otros que esperan esa taza.</p> <p>Rae estaba temblorosa.</p> <p>—¡Basta! Ya sé que detesta al doctor Brabant, pero ése no es modo de hablar... No tiene usted el menor derecho a suponer que no obra bien. ¡Ni siquiera estaba usted presente cuando los hombres de Gor se lo llevaron!</p> <p>—No ofreció demasiada resistencia — observó de Jouvenel.</p> <p>Hibsen sacudió la cabeza.</p> <p>—No, Joe, ése no es modo de hablar. Y no tenemos derecho a suponer nada malo.</p> <p>E hizo un nuevo guiño.</p> <p>Levantándose, se dirigió cachazudamente a la ventana, como persona satisfecha de sí misma. En el exterior estaba la primera nave exploradora, que parecía esperar pacientemente. Vaya usted a saber, se dijo Hibsen, si...</p> <p>Pero aquello quedaba descartado totalmente. Ellos no podrían pilotarla... Era imposible hacerlo sin los pilotos automáticos calculadores. Aunque existía la remota posibilidad de que consiguiesen encontrar e instalar de nuevo a bordo los mecanismos calculadores. O algo parecido. De todos modos...</p> <p>—Oiga —dijo Hibsen— venga aquí un momento, Marne. ¿Qué es eso?</p> <p>Señaló al otro lado de la plaza. Allí se alzaba una construcción similar a las restantes, pero de su interior brotaba una débil luminosidad.</p> <p>—Parece oro —apuntó de Jouvenel—. Oye, Jaroff: ¿es ése el lugar que vosotros llamabais la Casa de Morgan?</p> <p>El viejo se aproximó renqueando.</p> <p>—¿Eso? —dijo, bizqueando los ojos—. No. La Casa de Morgan es la del techo rosado. Allí es donde tuvieron a Skinner. Cuando el primer desembarco.</p> <p>—Entonces, ¿qué demonios es eso?</p> <p>—Es su nave — dijo Jaroff cansadamente, para volver casi a rastras a su sitio.</p> <p>Hibsen se quedó sin aliento.</p> <p>—¿Su nave?</p> <p>Entonces se enderezó, con lo que su cabeza casi tocó el techo.</p> <p>—¡Muy bien! —exclamó con voz ronca—. ¡Esa es la solución! ¡Nos han averiado nuestra nave... pues utilizaremos la suya!</p> <p>Paseó la mirada por el círculo de caras, en las que se pintaba la incertidumbre.</p> <p>—¿Qué ocurre ahora? ¿No creéis que yo sea capaz de pilotarla?</p> <p>—No —respondió una voz desde la puerta— no lo creemos.</p> <p>Todos se volvieron como un solo hombre. En el umbral se erguía Brabant, con dos hombres de Gor a sus espaldas.</p> <p>Reinó silencio absoluto durante un segundo.</p> <p>Hibsen lo rompió:</p> <p>—Adelante, doctor —dijo—. Entre usted. Precisamente estábamos deseando hablarle. Haga pasar también a sus amigos, si le parece. Serán tan bienvenidos como usted.</p> <p>Brabant penetró en la estancia. Dirigió una mirada a Rae, pero su semblante era impasible.</p> <p>Hibsen echó el aliento sobre la estrella de zafiro de su solapa izquierda y luego le sacó brillo, frotándola con la bocamanga derecha. Era uno de sus gestos habituales; le confería una sensación de mayor seguridad y aplomo en situaciones difíciles. Con la mayor cortesía, preguntó:</p> <p>—¿Qué tal lo pasó, doctor? ¿Le atendieron bien?</p> <p>—No mucho.</p> <p>—Qué lástima —comentó Hibsen, moviendo la cabeza en un gesto de conmiseración—. Será que no saben cómo tratar a los invitados. ¿No es verdad, Jaroff?</p> <p>El anciano apartó su vacilante mirada.</p> <p>—Bien, parece ser que al entrar, hizo usted algún comentario acerca de mi idea, ¿no es cierto, doctor? Decía usted que yo no sería capaz de pilotar la nave de Gor, o algo parecido...</p> <p>—No podrá usted.</p> <p>—¿Le importaría decirme por qué?</p> <p>—Porque usted no es un hombre de Gor —repuso Brabant—. ¡En su calidad de calculador, eso no debería usted ignorarlo, Hibsen! ¿Por qué se imagina que sacaron los calculadores de rumbo de la nave exploradora?</p> <p>—A decir verdad —dijo Hibsen— eso es precisamente lo mismo que nos estábamos preguntando, doctor Brabant.</p> <p>—¡Porque maldita la falta que les hacen, hombre de Dios! Nosotros no podemos pilotar sin ellos, pero los hombres de Gor pueden pasarse perfectamente sin los calculadores... gracias a su propia naturaleza.</p> <p>A sabiendas de que era falso, Hibsen, furioso, exclamó, incapaz de contenerse:</p> <p>—¡Yo soy capaz de hacer todo lo que ellos hagan! ¿De parte de quién está usted?</p> <p>Brabant le apostrofó con estas palabras:</p> <p>—¡Estúpido! ¿Se cree capaz de pilotar un cohete sin calculadores? ¿No comprende que eso es imposible? Ningún hombre es capaz de equilibrar a un cohete sobre su cola... para ello se requiere una máquina. Y en el cohete no hay máquinas. ¡Como los hombres de Gor jamás las han tenido en sus propias naves, por eso las han quitado de la nuestra! ¿Por curiosidad? No lo sé. Esa es una explicación tan buena como otra cualquiera.</p> <p>Incorporándose, señaló hacia la ventana. Los tres impasibles extraterrestres le siguieron con la mirada, pero no se movieron.</p> <p>—¡Mire ahí fuera! ¿Ve esas edificaciones al otro lado de la plaza? ¡Están rebosantes de hombres de Gor! Le garantizo que no podría dar un solo paso fuera de aquí, sin que inmediatamente le siguiesen. Son rapidísimos. Pero aunque lo consiguiese, ¿qué haría? No importa la nave que eligiese; la nuestra o la de ellos. En ambos casos se requiere una máquina para gobernarla. Todos ustedes han estado a bordo de un cohete en el momento de despegar. Por lo tanto, no pueden alegar ignorancia. Saben perfectamente lo que pasa. Primero, durante un par de segundos, el chorro de gases ruge atronador, sin que el cohete siquiera se mueva.</p> <p>»Luego empieza a levantarse poco a poco... se eleva unos centímetros en el segundo siguiente. A los cinco segundos, se habrá levantado medio metro. Pero los cohetes tienen que alcanzar casi los cien kilómetros por hora para considerarse estabilizados desde el punto de vista aerodinámico... y para alcanzar esta aceleración se requieren <i>quince segundos</i>. Y en estos quince segundos, amigo mío, usted puede morirse quince veces. Cualquier causa insignificante puede hacer balancear el cohete... aunque sólo sea una décima de segundo de arco, pero una vez iniciada la inclinación, ésta debe corregirse instantáneamente. ¿Se considera usted lo suficientemente rápido en sus reflejos, Hibsen? Usted no posee esta rapidez de reflejos. Ni yo. Ni ningún ser humano.</p> <p>Se apartó de la ventana antes de proseguir.</p> <p>—Por lo que respecta a nosotros, es como si estas naves no existiesen.</p> <p></p> <p>Hibsen contempló encolerizado a Brabant, mientras el psicólogo se dirigía a la pared junto a la cual estaban amontonados sus escasos víveres, y tomaba una galleta.</p> <p>Con ademán abstraído, Hibsen frotó su zafiro, incapaz de apartar su mirada del Dr. Brabant. Nadie hablaba, lo cual irritaba a Hibsen. ¿Con qué derecho aquel matasanos se inmiscuía en sus planes y los echaba por tierra? Pese a su irritación, tuvo que reconocer que no era nada fácil ponerlos en práctica. Pero tenía que existir una escapatoria. Si no la hubiese, aquella estrella de zafiro terminaría en el bolsillo de alguno de aquellos seres repugnantes de piel de rinoceronte, convirtiéndose tal vez en juguete para sus crías, en lugar de garantizar otras dos décadas de vida desahogada y alegre para Robert Hibsen, Esq.</p> <p>De Jouvenel rezongó desde el otro extremo de la habitación:</p> <p>—¿Qué ocurre, doctor? ¿No le dieron de comer sus amigos?</p> <p>Brabant, sin dejar de masticar, repuso con voz imperturbable:</p> <p>—No.</p> <p>Pero su expresión era preocupada. Hibsen lo advirtió y ello le produjo una malévola satisfacción.</p> <p>Vaya, el doctor está preocupado también, se dijo.</p> <p>Brabant miró la media galleta que le quedaba, dejó de comer y volvió a depositarla en el suelo.</p> <p>—Con esto no tendríamos bastante. He dispuesto que nos traigan víveres de la navecilla exploradora.</p> <p>—¿Cómo? —preguntó Rae Wensley—. ¿Qué...?</p> <p>La expresión de Brabant cambió ligeramente, adquiriendo un aspecto extrañamente embarazado.</p> <p>—He llegado a ciertos acuerdos con ellos —dijo, sin elevar mucho la voz—. Yo... necesito de vuestra cooperación... de todos vosotros, para ayudarme a ponerlos en práctica.</p> <p>De Jouvenel rió sin alegría.</p> <p>Rae le preguntó con brusquedad:</p> <p>—¿Qué clase de acuerdos?</p> <p>—Los únicos que me están permitidos —repuso Brabant, con voz firme—. Por favor, Rae. No obres como si yo hubiese tenido otra elección posible, o...</p> <p>—¿Qué clase de acuerdos?</p> <p>Hibsen vio —y esto le produjo más placer del que creía posible experimentar en aquel día y lugar— que en el semblante de Rae se retrataba la aprensión mezclada a una cólera incipiente. ¡Vaya, se dijo! ¡La niña empieza a pasarse de lista!</p> <p>Brabant repuso secamente:</p> <p>—He concluido un acuerdo ecuánime. Información a cambio de nuestras vidas. Ellos quieren estudiarnos... pues bien, dejaremos que nos estudien. A cambio de esto, permitirán que dispongamos de nuestros víveres y me han prometido que no...</p> <p>Miró a Sam Jaroff, incapaz de continuar.</p> <p>—¡Le han <i>prometido</i>! —gritó Rae Wensley—. Pero, ¿se puede saber qué le pasa a usted?</p> <p>—No hay otra alternativa —explicó Brabant—. ¡Quién sabe, tal vez con nuestra ayuda averigüen lo suficiente para hallar un medio de convivir pacíficamente con la especie humana! Si bien se mira, a sus ojos nosotros somos tan monstruosos como ellos lo son a los nuestros... No esperaba en modo alguno hallar seres capaces de realizar viajes interestelares... como nosotros tampoco lo esperábamos, por supuesto. Psicológicamente, nosotros constituimos un completo misterio para ellos... como ellos lo son para nosotros... y con esto entramos en mi terreno profesional. Así es que hemos acordado...</p> <p>De Jouvenel le atajó:</p> <p>—¡Ayudarles a conquistar la Tierra!</p> <p>—¡No! Ayudarles a...</p> <p>—¡No nos venga con embustes, Brabant! —gritó Marne, olvidando su brazo astillado y abriéndose paso hacia él—. ¡Prestar ayuda e información al enemigo constituye delito de alta traición! Para usted, despreciable sabandija, su pellejo vale mucho por lo visto. ¡Mas para nosotros no vale nada! ¿Sabe usted qué castigo se da a los traidores?</p> <p>—¡Cállese! —gritó Brabant—. No tenemos otra alternativa. Los hombres de Gor...</p> <p>—Nada de eso, matasanos —le interrumpió Hibsen, metiéndose por último en la discusión y apartando a Marne y de Jouvenel para mirar a Brabant cara a cara—. Nuestra alternativa consiste en colaboración o muerte... ¡la tuya, Brabant! ¡Y no creas que no seremos capaces de matarte, si nos lo proponemos!</p> <p>Brabant le contempló en silencio e inmóvil durante un segundo, para hacer luego un triste gesto de asentimiento.</p> <p>—Sí —dijo—. Ya me suponía que terminaríais por sacar esta conclusión. Pero en esto también te equivocas, Hibsen. No podríais matarme. Los hombres de Gor lo impedirían.</p> <p>—¡No podrían evitarlo, pues no lo sabrían! Algún día de estos, en el momento más inesperado...</p> <p>—Lo saben ya —dijo Brabant sin levantar la voz—. ¿Es que Jaroff no os lo dijo? Todos ellos, del primero al último, hablan inglés.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capitulo VI</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">B</style>RABANT y sus dos compañeros de Gor desaparecieron, llevándose a Sam Jaroff consigo. La separación no fue muy agradable; el viejo lanzó terribles alaridos que despertaron al niño y asustaron a los dos huérfanos Crescenzi. Pero tuvo que irse, mal que le pluguiese... sin que la promesa de Brabant de que nada le ocurriría apenas consiguiese tranquilizarle.</p> <p>Cuando Rae ya había conseguido apaciguar lo suficiente a los dos niños para ponerlos a dormir, de pronto irrumpió silenciosamente en la pieza una partida de hombres de Gor. A pesar de que, según aseguró Brabant, aquellos seres hablaban inglés, el propósito de aquella partida no parecía ser entablar conversación. Se desplegaron en abanico con una rapidez sorprendente y, sin la menor pausa ni consulta, empezaron a examinar todos los artículos, víveres y enseres que contenía la estancia.</p> <p>—¡Hibsen! —gritó Rae, desde la puerta interior—. ¡Venid todos! ¡Se proponen hacer algo!</p> <p>Los hombres acudieron corriendo y se apiñaron indecisos en el umbral, pero no había nada que hacer. Los extraterrestres no tocaron a nadie; lo único que les interesaba eran los efectos inanimados del pequeño grupo humano En cuanto a éstos, los examinaron con el meticuloso cuidado de un mono, entregado a la tarea de librar de piojos a un semejante.</p> <p>—Es un registro —dijo Hibsen—. Posiblemente buscan armas. ¡Tiene gracia! Ojalá pudiesen encontrar algunas.</p> <p>Pero los hombres de Gor extremaban sus precauciones, por lo visto. Descubrieron y confiscaron una regla de acero susceptible de aguzarse, el único biberón de vidrio que Mary había adquirido entre los de plástico, y todo cuanto pudiese adquirir un filo cortante o convertirse en instrumento contundente.</p> <p>—Son extremadamente prudentes —dijo Hibsen con amargura—. Bueno, que hagan lo que les plazca. De todos modos, nada podemos hacer por impedírselo... de momento.</p> <p>Pero ellos no esperaban a que les diesen permiso; terminaron el registro y permanecieron un momento a la puerta.</p> <p>Por primera vez, Rae Wensley oyó hablar a uno de ellos. Era un débil chillido de conejo, que no causaba la menor impresión, pero que era un lenguaje sin ningún género de duda. Intercambiaron una pregunta y una respuesta, y la mitad de la partida salió, llevándose sus escasos trofeos...</p> <p>Y entonces los tres restantes se dirigieron deliberadamente hacia Rae.</p> <p>La joven gritó. No pudo evitarlo, aquello fue tan repentino, que no pudo contener el chillido que le subió a la garganta y que apenas pudo iniciar; tan repentino, que no oyó las coléricas exclamaciones de los hombres ni vio cómo dos hombres de Gor se interponían con la celeridad del rayo entre ella y sus compañeros, mientras el tercero se apoderaba de ella, tan rápida, viva y descuidadamente como un niño montado en un tiovivo se apodera de un anillo de latón al pasar. Apenas había tenido tiempo de recuperar el aliento para gritar de nuevo, y ya se encontraban afuera, mientras los otros hombres de Gor formaban una sólida barrera ante la puerta.</p> <p></p> <p>La llevaron a través de la plaza y penetraron con ella en una casa. En ella había otros hombres de Gor, tal vez una veintena, que corrían lanzando chillidos, pero ella no pudo contarlos ni adivinar qué hacían, con tal celeridad la llevaron escaleras arriba. El monstruo que la transportaba en brazos permanecía silencioso y no producía el menor ruido al correr. Por rápidamente que sus pies se posasen en el suelo o los peldaños, lo hacía con tal precisión, ejerciendo la presión <i>exactamente necesaria</i>, que el resultado era que no producía el más leve rumor. Era imposible que aquel ser tropezase. Del piso superior le llegó el son de una voz humana, que murmuraba monótonamente y sin parar. El son fue haciéndose más fuerte a medida que ella se aproximaba.</p> <p>Los hombres de Gor la depositaron de pie en el suelo y se esfumaron, descendiendo las escaleras con el mismo silencio sobrenatural.</p> <p>Brabant se hallaba en aquella habitación. También estaba en ella San Jaroff... aquella voz era la suya. Estaba recostado en un asiento improvisado, con los ojos cerrados y hablando sin parar.</p> <p>Rae abrió la boca para decir algo, pero Brabant, con el ceño fruncido, hizo un signo negativo con la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Pareció algo sorprendido al verla, pero no excesivamente; en realidad, ella no parecía interesarle, sino Jaroff.</p> <p>—...el que tenía una cosa verde en el hombro —estaba diciendo Jaroff—. Algo así como un emblema, con tres hojas... aunque no eran hojas exactamente, sino algo retorcido. Como el fuego que sale de una rueda catalina al girar. Y era más corpulento <strong>que</strong> el otro... bastante más; y cuando me cortaron en el brazo, él utilizó ambas manos, pero el otro sólo utilizó la izquierda. Sin embargo, el tipo pequeño de la sala verde me aplicó los electrodos en el brazo con la derecha. Llevaba una cajita dorada con once botones blancos y dos rojos y cuatro blancos en línea, y entonces...</p> <p>La voz de Jaroff zumbaba monótonamente. Resultaba muy extraño, se dijo Rae, conteniendo el aliento, que el doctor Brabant sometiese a un trance hipnótico al anciano en presencia de los hombres de Gor.</p> <p>La joven paseó su mirada por la estancia. Era de proporciones mayores que cualquiera de las salas de la casa que les había servido de prisión, y contenía cosas que ella no podía reconocer, pero que parecían fuera de lugar... objetos metálicos y negros, objetos dorados; probablemente eran enseres de los hombres de Gor. Por lo visto aquel edificio era su cuartel general, o parte del mismo. En su atmósfera flotaba un aroma agrio. Se dio cuenta de pronto de que lo notaba desde hacía mucho tiempo. Había creído que se trataba del olor peculiar de Alfa Cuatro, pero entonces empezó a ponerlo en duda. Tal vez fuese el olor de los hombres de Gor.</p> <p>Entonces vio algo que no pertenecía a estos últimos.</p> <p>Era negro, pero su interior era de vidrio, acero y cobre: procedía del cohete explorador. ¡Las diversas piezas estaban allí! Sintió una súbita alegría. Allí estaban. Brabant las había salvado. Ello quería decir que tenía un plan. Y que...</p> <p>Examinó la habitación más atentamente, y únicamente consiguió distinguir un aparato magnetofónico, que formaba parte del equipo de radio, y algunas válvulas. Al parecer, Brabant utilizaba aquellos aparatos para lo que estaba haciendo. Pero aquello no era lo que necesitaban para hacer que el cohete se elevase de nuevo.</p> <p>—Cuando Skinner murió —decía Jaroff en aquel instante—, yo estuve enfermo mucho tiempo, a causa, supongo, de las masas verdes que contenía el musgo. Abundaban más que las de color violeta, y eran algo mayores que éstas. Mientras tuve fiebre, el rinoceronte de la sala verde vino ocho veces y...</p> <p>Se oyó un murmullo de uno de los hombres de Gor y Brabant dijo, animosamente:</p> <p>—Ya está bien, Jaroff. Ahora despierta.</p> <p>El viejo se despertó, pestañeó, vio a los hombres de Gor y lanzó un gemido.</p> <p>—Calma, hombre —dijo Brabant para tranquilizarlo—. Por hoy hemos terminado. Ya puedes volver con los demás. — Jaroff, temblando como un azogado, se dirigió con paso incierto a la puerta de la estancia y se detuvo. — Baja por las escaleras. Vamos, hombre. Uno de los hombres de Gor de la planta baja te llevará con los demás. No tienes nada que temer.</p> <p>Brabant le miró alejarse, y luego se volvió a Rae.</p> <p>—Bueno —dijo—. Les pedí que me trajesen a Mary Marne, pero a sus ojos una hembra humana es igual que otra. O tal vez no supe describírsela bien.</p> <p>—Lo siento.</p> <p>—Oh, no vale la pena —dijo Brabant. Luego le hizo una seña—. Venga, ahora le toca a usted.</p> <p></p> <p>Era la invitación menos tentadora que le habían hecho en su vida a Rae Wensley, pero no tenía más remedio que obedecer. Tomó asiento donde el psiquiatra le ordenaba.</p> <p>—Vamos a ver —dijo el médico con aire pensativo, mirando de reojo a los seis silenciosos extraterrestres—. Me parece que podríamos empezar estudiando los reflejos de la rodilla. Póngase esto, Rae —y le tendió unos auriculares; luego se inclinó para efectuar una conexión en su rodilla con un alambre—. Calma —protestó, al notar un movimiento convulsivo de la joven—. No es más que un experimento científico.</p> <p>Deliberadamente, Rae se puso los auriculares. Con disgusto, se dijo que el doctor estaba desusadamente alegre. ¿Cómo podía estarlo? Sólo una hora antes le habían aplicado el peor epíteto que figura en el vocabulario de la especie humana... traidor a la humanidad... y a la sazón parecía como si estuviese de nuevo a bordo del <i>Explorer II</i>, a años-luz del cuerpo celeste más próximo efectuando su revisión psicométrica ritual.</p> <p>—Yo creía —dijo él con animación— que tendríamos que oír la historia de la estancia entera de Jaroff entre los hombres de Gor, minuto por minuto. Gracias a Dios que se cansó.</p> <p>Hizo una inclinación de cabeza en dirección a los silenciosos espectadores.</p> <p>—¿Qué tengo que hacer? — preguntó la joven con frialdad.</p> <p>—De momento, nada. Es la hora de la clase, Rae. — El psiquiatra vaciló. — Pero pensándolo bien, sí, hay algo que querría que hiciese en el nivel consciente. El subconsciente ya se las arreglará solo.</p> <p>Colocó una bobina en el magnetofón.</p> <p>—En esta cinta está grabada una lectura de las letras del alfabeto, leídas por mí. No está en orden alfabético, sino al azar. Lo que quiero hacer con usted es condicionarla.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—La frase clave —dijo— es: «María tenía un corderito.» Quiero que usted responda a las letras que figuran en esta frase con una sacudida de la rodilla; pero sólo a esas letras. Es muy sencillo. ¿No? Usted escuchará mi grabación, y cada vez que oiga una de las letras de la frase, experimentará un pequeño <i>shock</i> en la rótula. No muy fuerte, pero bastante para provocarle un reflejo. Es un experimento elemental... Pavlov hizo cosas mucho más complicadas con sus perros, hace mucho tiempo. Lo que yo quiero que usted haga es repetir la letra que oiga, en voz alta.</p> <p>—Esto no me gusta.</p> <p>Brabant sonrió forzadamente.</p> <p>—Son órdenes superiores —dijo, indicando con un ademán a los seis hombres de Gor—. Pero no resultará doloroso. Empecemos...</p> <p>Puso en marcha el magnetofón.</p> <p>La cinta empezó a susurrar obedientemente las letras del alfabeto en sus oídos.</p> <p>—K...</p> <p>—Z...</p> <p>—R... —Brabant, que escuchaba a través de otro par de auriculares, oprimió un botón. La joven, sorprendida, notó un pequeño hormigueo, pero tuvo que reconocer que Brabant tenía razón... no dolía en absoluto. Incluso resultaba menos doloroso que el golpe del martillito del médico; pero su finalidad era la misma. La extremidad de su pierna cruzada se levantó involuntariamente un par de centímetros.</p> <p>—Así me gusta — aplaudió Brabant al instante, mientras la bobina continuaba girando.</p> <p>—D... — escuchó ella en los auriculares. De nuevo experimentó el hormigueo y el rápido reflejo involuntario.</p> <p>—S...</p> <p>—L...</p> <p>—M... — <i>Shock.</i></p> <p>El experimento continuó así durante muchos minutos, hasta que se escuchó un breve chillido emitido por uno de los hombres de Gor.</p> <p>Brabant cerró el contacto.</p> <p>—Muy bien —dijo, súbitamente preocupado—. Los caballeros del gallinero empiezan a cansarse del pasatiempo. Continuaremos en otro instante. Ahora... —de nuevo pareció vacilar—. Ahora, voy a dormirla. Acuéstese ahí, Rae.</p> <p>—¿Hipnosis? — La joven no ocultaba su sorpresa ni su temor. — Pero... un momento. Eso no me gusta...</p> <p>—Tranquilícese —dijo él, tratando de calmarla—. Le doy mi palabra de que nada le ocurrirá. Haré con usted lo mismo que hice con Jaroff. Descanse, Rae. Tiéndase y descanse. Le está entrando sueño...</p> <p></p> <p>Rae Wensley surgió de un sueño confuso.</p> <p>—Muy bien, Rae —le decía Brabant—, despierte ya. Todo ha terminado.</p> <p>Ella se incorporó apresuradamente, mirando a su alrededor con la cabeza llena de confusiones. Cinco de los hombres de Gor se habían ido; el sexto, aunque tal vez fuese uno totalmente nuevo, estaba de pie junto a ellos, esperando con aspecto paciente.</p> <p>—Listos —dijo Brabant—. Hemos terminado por hoy. Quiero volver junto a los demás.</p> <p>Rae se esforzó por recuperar su aplomo y salió de la sala en compañía de Brabant, inclinándose ligeramente para no chocar con el dintel de la puerta. Se hallaba sumida en un mar de confusiones, desconcertada y presa de una extraña fatiga. La hipnosis no era nada nuevo para ella; era una de las técnicas que utilizaba Brabant. Pero se preguntaba qué se había propuesto con aquella demostración... qué habían sacado de ella los silenciosos hombres de Gor que la observaban... y, sobre todo, qué encerraba la mente de Brabant.</p> <p>—Estamos a punto — dijo Brabant a uno de los hombres de Gor de la planta baja. El extraño ser se deslizó como una sombra hasta ellos, para acompañarlos fuera del edificio y a través de la plaza hasta la cárcel... o la jaula. El día era gris, húmedo y sofocante.</p> <p>Brabant dijo, mirando a la muchacha:</p> <p>—Gracias. Lo hizo muy bien.</p> <p>—¿Qué es lo que hice?</p> <p>Él sonrió.</p> <p>—Pues verá —dijo, mientras la guiaba a través del vestíbulo del cuartel general de los hombres de Gor— me está ayudando a demostrar un punto de interés. ¿Sabía usted que los hombres de Gor no tienen subconsciente?</p> <p>Rae, secamente, preguntó:</p> <p>—¿De veras?</p> <p>—Son una especie muy distinta a la nuestra, Rae. Nada se hunde en el recuerdo subconsciente de los hombres de Gor, para degenerar en una neurosis, un tic, o un <i>deja vu</i>. Un hombre de Gor no podría decir nunca: «Lo tengo en la punta de la lengua pero no puedo recordarlo». Para ellos todo es presente.</p> <p>—¿Por eso dijo usted a Hibsen que ellos son mejores que nosotros?</p> <p>—En este sentido, sí, efectivamente lo son. Al no poseer un subconsciente, se ven libres de la multitud de trampas que nos tiende una mente compleja como la nuestra. Sus reacciones son más rápidas porque nada se interpone en su camino. No tienen un censor psíquico. No hay nada en sus mentes que interrumpa el encadenamiento de causa y efecto, de pensamiento y acción. No preguntan, no dudan, no están construidos para ello. Cuando conocen una cosa, la conocen; si no la conocen, la averiguan. Porque son curiosos... gracias a eso, mi querida muchacha, conservamos aún la vida.</p> <p>—Les estoy muy agradecida —dijo la joven, con el ceño fruncido—. ¿Tiene eso algo que ver con las particularidades de construcción de sus naves?</p> <p>Brabant asintió.</p> <p>—Nosotros necesitamos calculadores electrónicos para pilotar un cohete... nuestra mente no es lo bastante rápida para tomar las decisiones infalibles que deben adoptarse en décimas de segundo y que pueden significar la diferencia entre un aterrizaje normal y una terrible explosión. Los cerebros electrónicos son lo bastante rápidos para realizar esta tarea. Lo mismo puede decirse de esos individuos. Casi me atrevería a asegurar —prosiguió con semblante reflexivo— que si nuestro amigo aquí presente —e indicó al silencioso ser gris que les acompañaba— quisiera subir en ese cohete en este mismo momento e irse con él, podría hacerlo si se le daba únicamente un minuto para comprender los mandos. Naturalmente, habrá que comprobar antes que los depósitos estuviesen llenos de carburante, y hacer otras verificaciones... y si el sistema automático de mezcla no funcionase bien en la cámara de combustión, a buen seguro que no le iría mejor que a uno cualquiera de nosotros, que a usted o a mí, por ejemplo. No es <i>más listo</i> que nosotros, eso no.</p> <p>Ambos miraron al extraterrestre.</p> <p>—Pero es más rápido, eso sí — concluyó Brabant, y guardó silencio.</p> <p></p> <p>A sus espaldas, unas rápidas pisadas casi silenciosas cruzaban la plaza desierta. Rae se volvió, y Brabant le tomó la mano.</p> <p>—Cuidado — le advirtió, y ella se dio cuenta de que estaba preocupado. Aquello era sorprendente, pero casi la alegró; por lo menos indicaba que sus relaciones con los hombres de Gor no eran <i>totalmente</i> amistosas. Pero Rae tampoco pudo ocultar su preocupación: seis hombres de Gor corrían hacia ellos con una celeridad increíble. Parecían seis elefantes presurosos que devorasen las distancias. Aquellos seres pasaron junto a Rae y Brabant sin dignarse dirigirles una mirada, y desaparecieron en la casa-prisión.</p> <p>—Vamos — dijo Brabant con voz apremiante, echando a correr tras ellos. Su guardián lo siguió fácilmente, sin que pareciese apresurarse y sin proferir el menor sonido. Llegaron a la puerta y miraron al interior...</p> <p>Mary Marne estaba arrodillada junto a su hijo, dormidito en una tosca cuna que le había hecho de Jouvenel. La mujer levantó la mirada y se puso en pie de un salto.</p> <p>Parloteando débilmente entre sí, dos de los hombres de Gor se apoderaron de ella.</p> <p>Mary, aterrorizada, gritó:</p> <p>—¡Soltadme!</p> <p>Pero ellos la sujetaron con más fuerza, y un tercer hombre de Gor tendió hacia ella sus manos cuadradas. Con una rapidez increíble, desabrochó su blusa; diestramente, de manera casi cruel, corrió la cremallera de sus pantalones cortos. Aquello era un asalto en toda regla; parecía un crudo y perverso preliminar de una violación. Los tres extraterrestres, de apariencia que no tenía nada de humana, desnudaban implacablemente a la rubia joven terrestre... según las mejores tradiciones de la literatura... mas para Mary Marne, aquello resultaba terrible y vergonzoso. La dejaron tan desnuda como cuando vino al mundo, en un tiempo increíblemente corto, según le pareció a Rae, que contemplaba impotente la escena; luego la hurgaron, la palparon, la pellizcaron y escudriñaron hasta el último poro de su cuerpo.</p> <p>Los niños Crescenzi se echaron a llorar, y el marido de Mary, atraído por sus gritos, vino corriendo de la habitación trasera.</p> <p>—¡Dios del cielo! — gritó.</p> <p>Sin apenas detenerse en la puerta, se abalanzó sobre los hombres de Gor. Pero a pesar de la celeridad de su ataque, los extraños seres se movieron con la rapidez necesaria... más que necesaria: él no tuvo la más remota probabilidad de éxito. Se interpusieron entre él y su esposa, que se debatía, antes de que hubiese terminado de trasponer la puerta; ellos eran seis, y aunque tres se hallaban ocupados con Mary, los tres restantes eran más que suficientes para mantener a raya a Marne, a Rae Wensley y a los demás que acudieron corriendo a la habitación. Marne vociferaba como un poseído, pero sus gritos surtían el mismo efecto que sus puños y sus dientes.</p> <p>Rae notó que Brabant la sujetaba, obligándola a retroceder.</p> <p>—¡Marne! —gritó—. ¡Domínese, hombre! ¡No le harán nada a Mary!</p> <p>Marne profería sones inarticulados, pataleando inútilmente y tratando de alcanzar al hombre de Gor que lo tenía bien sujeto. De pronto se puso a sollozar y dirigió una mirada de odio a Brabant:</p> <p>—¡Rata asquerosa! ¿Qué quieres decir con eso de que no le harán...?</p> <p>Y se interrumpió, falto de aliento. Mas vio que era cierto lo que le aseguraba el psiquiatra. La avergonzaron, la inquietaron, la desvistieron en presencia de todos... todo eso, sí; pero hasta aquí llegaron los hombres de Gor, y no más. Parecían niños jugando con un gatito. La tocaban con el dedo, la palpaban y le flexionaban los miembros, pero si le causaban dolor, no lo hacían deliberadamente, sino como resultado de su curiosidad.</p> <p>Marne preguntó con voz ronca:</p> <p>—¿Estás bien, Mary?</p> <p>La joven pareció calmarse de pronto.</p> <p>—Sí... creo que sí. Se limitan a... pellizcarme... es muy violento. Pero no creo que... me maten ni me hagan nada.</p> <p>Marne profirió un aullido. Pero con él manifestaba únicamente su orgullo herido y su ira; estaba claro que los hombres de Gor sólo se proponían examinar a la mujer, al menos por el momento.</p> <p>Brabant se dirigió nuevamente a Marne:</p> <p>—Cálmese usted, hombre. Estaba casi seguro de que tarde o temprano querrían examinar detenidamente la anatomía comparada de una hembra de nuestra especie. Aunque no creía que lo hiciesen de una manera tan pública.</p> <p>Con voz ronca, Marne gritó:</p> <p>—¡Váyase usted al cuerno, Brabant! ¿De parte de quién está?</p> <p>Brabant se limitó a hacer un gesto de asentimiento, mientras su semblante asumía de pronto una expresión opaca y abstraída, como la de un hombre que no quisiese molestarse en oír observaciones sin importancia.</p> <p>—He venido sólo a buscar otro sujeto para proseguir mis pequeños experimentos. Vamos a ver —dijo, mirando distraídamente a su alrededor—. Me parece que el que más me conviene...</p> <p>Pero no llegó a decir quién era el que más le convenía. Los hombres de Gor terminaron de examinar la persona de Mary Marne. La depositaron de pie en el suelo, sin suavidad ni aspereza, únicamente con rapidez, y le devolvieron sus ropas. Luego, sin acordarse más de ella, parlotearon brevemente y se dirigieron al instante hacia su niño.</p> <p>Fue la primera vez que un ser humano consiguió pillar desprevenido a un hombre de Gor.</p> <p>El pequeño grupo de hombres, que ya se contenían a duras penas, no se detuvo a pensar ni discutir. Saltaron todos a la una, sin advertencia previa. Y el primer hombre de Gor fue derribado antes de que pudiese levantar sus manos rechonchas para protegerse. Surgieron algunos chillidos de los extraterrestres, el sonido más fuerte que Rae les había oído hasta entonces, y de las gargantas de los hombres se escaparon rugidos de súbita ira y de triunfo. Los otros hombres de Gor, que no fueron atacados de inmediato, introdujeron rápidamente sus manos en las bolsas de su gruesa epidermis... en busca de algo que Rae sólo podía conjeturar, pero cuya idea le causaba escalofríos. Si aquellas manos rechonchas hubiesen llegado a empuñar sus terribles armas, la muerte y la desolación inmediata hubieran reinado en la estancia...</p> <p>Brabant gritó frenéticamente:</p> <p>—¡Deteneos, locos! ¡No harán daño al niño! ¡Sólo quieren examinarle, como han hecho con su madre!</p> <p>Aquellas palabras, si bien no detuvieron a los hombres, de momento frenaron su impulso. Los hombres de Gor no necesitaban otra cosa.</p> <p>El hombre de Gor que había sido derribado se levantó velozmente como si sólo hubiese rebotado en el suelo; sus compañeros se agruparon en actitud defensiva.</p> <p>Los hombres retrocedieron.</p> <p>El conato de rebelión había sido sofocado. Pero todos los seres humanos contemplaron con ojos cargados de odio a los hombres de Gor, mientras éstos tomaban al niño en sus manos, para desnudarlo con la misma celeridad y eficiencia con que habían desnudado a su madre.</p> <p>El niño rompió en llanto. Todos los niños lloran cuando los despiertan de pronto; su llanto no expresa dolor sino sorpresa. Ciertamente, los extraños seres extraterrestres lo trataban con una curiosa delicadeza. A pesar de que habían dejado la blanca epidermis de Mary llena de cardenales, con el niño obraron con una delicadeza increíble.</p> <p>Extraterrestres, monstruos, llamémoslos como nos guste, se dijo Rae Wensley; pero la verdad es que comprendían la diferencia que separaba a un adulto de un recién nacido.</p> <p>El examen les requirió muy poco tiempo; a continuación depositaron de nuevo al tierno infante en su improvisada cuna. El niño seguía desnudo, pero apenas lloraba. Los hombres de Gor, tras intercambiar algunos gorjeos incomprensibles, desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.</p> <p>La atmósfera que rodeaba al Dr. Brabant se hizo de pronto amenazadora.</p> <p>Pero al psiquiatra eso no parecía importarle en lo más mínimo. Contemplaba pensativo la pared desnuda, como si aquéllo no le sucediese a él, como si se hallase estudiando manchas de tinta en su consultorio de la Tierra.</p> <p>Parecía preocupado, se dijo Rae, y, sin embargo, extrañamente complacido.</p> <p>Pero lo único que se limitó a decir, finalmente, fue esto:</p> <p>—Bueno, ya pasó. Ahora tengo algo que hacer para nuestros amigos. ¡Ah!, se me olvidaba decirles una cosa. Ya no se hallan confinados únicamente a esta casa. Si lo desean, pueden salir a pasear al exterior..., aunque irán acompañados, desde luego.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo VII</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style> varios segundos-luz de allí, y alejándose constantemente, el comandante Serrell permanecía con la cara pegada al periscopio de la cámara de mandos, observando el enmarañado amasijo de cables de acero que unían a la nave con el remolque.</p> <p>El acero es elástico. En caída libre, los cables extendidos mostraban una tendencia a contraerse, no mucho, desde luego, pero sí lo bastante para hacer que la astronave de 275 metros de eslora y el remolque, mayor y más ligero, empezasen a aproximarse lentamente, enredando los cables y colocando el remolque peligrosamente cerca de las toberas de eyección radiactivas.</p> <p>—¡Cuidado, Lanny! —ordenó el comandante con impaciencia—. ¡Te acercas demasiado a la zona caliente!</p> <p>El joven Lanny, herido en su amor propio, contestó por la radio:</p> <p>—Perdón, mi capitán.</p> <p>Pero sabía perfectamente bien lo que hacía. El comandante Serrell observó por el periscopio al muchacho, embutido en su escafandra espacial, desplazándose por el vacío con su pequeño reactor mientras empujaba a la imponente masa hasta el límite del cabo de remolque. Toda su postura traslucía la dignidad herida.</p> <p>El comandante Serrell suspiró e hizo girar nuevamente el periscopio para contemplar Alfa Cuatro. Tenía los nervios de punta. Lanny Davis era un buen muchacho... es decir, hombre, se corrigió el comandante; Lanny ya había cumplido veintiún años. Tenía sólo doce cuando el <i>Explorer II</i> empezó a alejarse lentamente de la órbita en torno a la Tierra en la que había permanecido hasta entonces, para iniciar su tolemaica maraña de ciclos y epiciclos de hábil y precisa navegación, que le llevaría al sistema estelar en el que se incluía aquel satélite habitable llamado Alfa Cuatro. A la sazón ya era un hombre, y el <i>Explorer II</i> giraba en torno al astro primario de Alfa.</p> <p>El comandante Serrell, mientras escrutaba las nubes compactas, se dijo que resultaba muy desalentador alejarse cada vez más de sus dos cohetes exploradores, que se encontrarían en algún punto de allá abajo. Pero aquello era inevitable. El <i>Explorer</i> no poseía la potencia suficiente para arriesgarse a establecer una órbita en torno al propio satélite, o incluso en torno a Alfa, el planeta de un tamaño semejante a Júpiter que era el más próximo al sol de aquel sistema.</p> <p>Demasiada gente, demasiados cuerpos sujetándose a la débil combinación nave-remolque. Si alguno de ellos se hubiese aproximado incautamente a uno de los dos, aquello podría significar el fin de la nave. Y por ende de la colonia, pues sin los vastos recursos y provisiones existentes a bordo de la nave nodriza, y que permanecían allí en espera de desembarcar, los colonizadores apenas podrían subsistir.</p> <p>¿Y con qué cuentan ahora, se preguntó Serrell?</p> <p></p> <p>Regresó a su mesa de trabajo, se haló hasta su asiento, hizo una señal en el calendario con un lápiz sujeto por un cordel. Cuatro días. Ni una palabra. Ni un mensaje por radio. Ni un cohete de vuelta. Y a cada hora que pasaba, el <i>Explorer</i> se alejaba más y más en su órbita en torno al sol del sistema.</p> <p>¿Qué sucedía allá abajo, por Dios?</p> <p>El micrófono de su mesa zumbó.</p> <p>—Comandante Serrell, aquí camarín de derrota.</p> <p>El accionó un interruptor.</p> <p>—¿Qué hay?</p> <p>La voz procedente del camarín de derrota era vacilante.</p> <p>—Mi capitán, hemos conectado un sistema automático a base de una célula fotoeléctrica a las pantallas de radar, para tratar de descubrir escapes de cohetes, como usted ordenó. Hace un par de segundos empezó a funcionar. Andy está tratando de localizarlo.</p> <p>El corazón de Serrell dio un enorme salto en su pecho. ¡Escapes de cohetes! Si el aparato detector había localizado escapes de cohetes, aquéllo significaba —¡tenía que significar!— que al menos una de las navecillas había conseguido regresar.</p> <p>—¡Dense prisa! — gritó, sin preocuparle ya dar órdenes superfinas; aquella noticia le tenía sobre ascuas. — ¿Cuánto tardará? Ahora tengo a Alfa Cuatro en el periscopio... ¿Creen que puedo verlo?</p> <p>—Un momento — dijo la voz, extrañamente preocupada, antes de desvanecerse. Serrell la escuchó de nuevo, más fuerte y... más preocupada.</p> <p>—No, mi capitán — se disculpó la voz procedente del camarín de derrota—. No podrá usted verle. Andy ya tiene las coordenadas. Los cohetes... no vienen de Alfa Cuatro, mi capitán. Vienen del otro planeta, Bes.</p> <p>Hibsen quiso saborear su reciente libertad. Haciendo una seña a de Jouvenel, se dirigió hacia la puerta, seguido por el otro.</p> <p>—Vamos a ver hasta dónde nos dejan llegar. ¿Y si para empezar fuésemos a echar una mirada al cohete?</p> <p>—Me parece muy bien.</p> <p>Pero esto era algo más de lo que les estaba permitido. Dos hombres de Gor se fueron silenciosamente en su seguimiento, y aunque Hibsen y de Jouvenel caminaron velozmente, los hombres de Gor llegaron al cohete antes que ellos, y les cerraron el paso a la escotilla con sus sólidas masas de carne gris.</p> <p>Hibsen observó:</p> <p>—Bien, probaremos otra cosa. Vamos a pasear. Tal vez sólo nos seguirá uno de ellos. Luego nos separaremos y...</p> <p>Pero los dos hombres de Gor se fueron también en su seguimiento. Los dos hombres caminaron por el pavimento ligeramente elástico, volvieron una esquina, recorrieron unas cuantas manzanas de casas y dieron de nuevo la vuelta. El cohete estaba fuera de su vista: el ruido que producían los hombres de Gor, sus voces y sus máquinas, todo se había desvanecido. Con excepción de sus pisadas ahogadas y el débil susurro producido por los hombres de Gor que les seguían, reinaba un silencio sepulcral.</p> <p>—Separémonos — susurró Hibsen con voz apremiante, y obedientemente su moreno y enjuto compañero se metió por la primera calle que le vino a mano y desapareció por ella. Los hombres de Gor también se separaron, yendo uno detrás de de Jouvenel y el otro en pos de Hibsen.</p> <p>Éste se frotó encolerizado la estrella de zafiro. Si al menos aquellos condenados seres les maltrataren, vociferasen, demostrasen ira, obrasen como unos seres <i>humanos...</i> Pero no tenían nada de humanos, y esto se hacía evidente, más que nada, en la profunda y desapasionada frialdad con que les vigilaban. No parecía preocuparles en absoluto la distancia que los dos hombres les obligasen a recorrer. No presentaban la menor objeción a lo que sin duda era un intento por despegarse.</p> <p>Se limitaban a seguirles.</p> <p>—¡Pues seguid, condenados! — rezongó Hibsen, avivando el paso.</p> <p>Cuando Hibsen empezó a caminar dando zancadas, el hombre de Gor hizo lo propio. Y cuando Hibsen principió a correr, el extraterrestre, al que parecía estar unido por una cuerda firme e invisible, corrió a la misma velocidad, sin que la separación entre ambos aumentase en un centímetro.</p> <p>Hibsen, echando espumarajos de rabia, se lanzó en una frenética carrera. El hombre de Gor mantuvo su distancia sin el menor esfuerzo, siguiendo a Hibsen a cinco metros, por más que éste forzaba al máximo sus cansadas piernas y corría dando ansiosas boqueadas. Siguió corriendo con menor velocidad durante doscientos metros... y su perseguidor le seguía como su propia sombra.</p> <p>Y cuando Hibsen se arrojó al suelo con el corazón latiéndole desordenadamente, y notando que los pulmones le estallaban, el hombre de Gor se detuvo imperturbable a cinco metros de distancia. Y sin detenerse para recuperar aliento, se puso a tomar notas.</p> <p>Hibsen yacía en el suelo, sollozando. Aquello era humillante y desesperante, pero él se lo había buscado. Yacía a los pies del extraterrestre, tendido de bruces, sólo con un ojo entreabierto para atisbar de soslayo a la extraña criatura.</p> <p>De pronto, sin la menor advertencia previa, se levantó y se arrojó sobre la silueta gris.</p> <p>Sin ninguna advertencia... o así se lo figuraba Hibsen, pero debió de haber alguna, pues encontró al hombre de Gor dispuesto. Tal vez fuese la tensión insignificante de un músculo, un gesto apenas perceptible. Antes de que Hibsen consiguiese incorporarse del suelo, el hombre de Gor había guardado su «libro de notas» metálico en la bolsa carnosa que tanto hubiera podido ser formada por su piel como constituir una prenda de vestir, y antes de que Hibsen hubiera podido lanzarse sobre él, el hombre de Gor se puso en guardia como un boxeador. Demasiado tarde, demasiado tarde, sollozó en silencio Hibsen, arrojándose de todos modos contra el extraterrestre... para ser derribado sobre la acera.</p> <p>Y así terminó su ataque.</p> <p>Durante el camino de regreso a su prisión colectiva, Hibsen se frotaba su rostro dolorido, jurando por lo bajo y sin mirar a su alrededor. No le hacía falta mirar atrás. Sabía que lo tendría a sus espaldas, mientras estuviesen en aquel planeta. Tal vez Brabant tuviese razón: en algunos aspectos, al menos, los hombres de Gor parecían ser superiores a los seres humanos.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo VIII</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">R</style>AE Wensley descansaba en el laboratorio de Brabant, esperando que éste se ocupase de ella. En aquel momento, el psiquiatra conversaba animadamente con uno de los hombres de Gor... el más anciano y que parecía estar encargado de vigilar al médico. Ella se alegró, pues ello le permitía permanecer sentada observando a Brabant. Aquel hombre le planteaba múltiples interrogantes. Pero le costaba permanecer tranquila y descansando.</p> <p>Ocurrían demasiadas cosas.</p> <p>Brabant había cortado deliberadamente su contacto con el resto de sus semejantes. No había otra explicación posible. Ella intentó hablar con él, sin conseguirlo. Trató de defenderlo, pero es difícil hacer las veces de abogado del diablo cuando éste... es decir, cuando Brabant no quería ni alzar un dedo en su propia defensa. Y ella no tenía razón alguna para defenderlo. ¿Qué le importaba a ella aquel hombre?</p> <p>¡Pero qué preocupado y consumido aparecía!</p> <p>Por último, se aproximó a ella para decirle lacónicamente:</p> <p>—Bien, Rae, vamos a empezar. Como antes. Póngase los auriculares.</p> <p>—¿Otra vez? Lo hemos hecho por lo menos cincuenta veces...</p> <p>—¡Y lo haremos otras cincuenta, si es necesario! De prisa, Rae.</p> <p>Ella se sentó, muy tiesa y sin mirarle. ¡Qué cosa tan estúpida y cargante! Resultaba infantil su empeño en repetir las pruebas... e infantil que los hombres de Gor siguiesen demostrando interés por ellas. O que les divirtiesen, o lo que fuese que les obligase a seguir mirando y tomando sus notas interminables. Es cierto que Brabant tenía por lo menos el talento de variar el sistema de un día a otro, pidiéndole a veces que repitiese las letras que oía en voz alta, otras que las escribiese y en ocasiones que se limitase a permanecer sentada, escuchando y soportando el leve cosquilleo eléctrico en la rodilla. Pero hacía algunos días que él no estimulaba sus reflejos.</p> <p>—Hoy —le dijo— le voy a hacer un regalo. — Ella le miró con expresión cansada—. Quiero que repita todas las letras que oiga y le permitiré que observe su pie.</p> <p>Rae apartó la mirada, con disgusto.</p> <p>—¿Me ha comprendido? — le preguntó él.</p> <p>—Naturalmente.</p> <p>Después de todo, la joven tenía un cociente de inteligencia (I. Q.) más elevado que el de un mono rhesus, y estos simios, según ella sabía, habían sido sometidos a pruebas similares; al menos así se lo dijo Brabant.</p> <p>—Magnífico —dijo el psicólogo, radiante—. Cuando oiga una A, diga A. Esto es todo.</p> <p>Aquel hombre casi parecía contento. ¡Contento! Todo cuanto hacía, se dijo consternada la joven, era una afrenta.</p> <p>Tal vez fuese únicamente la actitud objetiva propia del sabio, se dijo ella, sin demasiada convicción.</p> <p>De todos modos, como Brabant se había cuidado de puntualizar con frecuencia, no había otra elección posible. Si las focas amaestradas querían pescado, tenían que tocar el <i>Yankee Doodle</i> con la trompeta.</p> <p>Rae permanecía sentada y somnolienta en la butaca, observándose la punta del pie, cuando la cinta magnetofónica empezó a susurrar en su oído. «A», dijo, y «A» repitió ella obedientemente, mientras el dedo gordo del pie se levantaba un par de centímetros.</p> <p>—Bastante bien —dijo Brabant, asintiendo—. Ahora bajaremos el volumen. Lo mismo, Rae.</p> <p>—Muy bien.</p> <p></p> <p>La vocecita que resonaba en su oído cada vez emitía susurros más débiles. Ya le costaba oírla. Se olvidó del pie y, con la vista perdida en el espacio, se esforzaba por entender las letras.</p> <p>—R... L... D... no. Creo que es T.</p> <p>—¡Diga la primera letra que se le ocurra! — ordenó él con impaciencia.</p> <p>—Pero...</p> <p>—¡Haga lo que le digo! ¡Si no está segura, da lo mismo!</p> <p>—Muy bien—. La joven empezaba a perder los estribos—. Y... A... P... ¡Oh! ¡Qué curioso!</p> <p>Recordó rápidamente la frase <i>María tenia un corderito</i>. En aquella frase la P no figuraba.</p> <p>Pero su pie se había movido.</p> <p>—Ya lo dije — gritó Brabant.</p> <p>Ella le miró, sorprendida. Pero el psiquiatra no la miraba a ella, sino al hombre de Gor, el cual tomaba rápidas notas.</p> <p>—¿Qué... qué ha ocurrido? ¿Ha saltado una junta a causa del condicionamiento?</p> <p>Satisfecho, él replicó:</p> <p>—Nada de eso.</p> <p>—Pero esa última letra era una P y...</p> <p>—Era una B. ¡Usted estaba segura, pero se equivocó! Conscientemente oyó una P; eso es lo que dijo. Pero su subconsciente... estaba segura, pero se equivocó. Su subconsciente oye mejor que el nivel superior de su mente, Rae.</p> <p>Aburrida, ella dijo:</p> <p>—¿Y eso qué demuestra?</p> <p>—Pues demuestra —repuso Brabant— la existencia del subconsciente, que oye con sus propios oídos, ve con sus propios ojos y no se deja molestar por los errores de la mente consciente.</p> <p>—¿Y eso a quién lo demuestra? ¿A usted o a los hombres de Gor o a mí?</p> <p>—Pues a todos nosotros —repuso entusiasmado el hombre de ciencia—. ¿No comprende lo que representa <i>haber demostrado</i> la existencia y las funciones del subconsciente a una raza que no lo posee? Este concepto no significa nada para ellos. Ni este concepto ni ninguno. Lo único que pueden entender son pruebas; pruebas tangibles, tan concretas como sea posible. Y para ello han vigilado hasta el menor de mis movimientos... ¿No comprende la gran oportunidad que esto representa?</p> <p>Ella le miró de hito en hito.</p> <p>Semana tras semana de aquellos fatigosos experimentos... no solamente el magnetofón recitando el alfabeto, sino hipnotismo, trance profundo, y Dios sabía qué más; y no sólo con ella, sino con el resto de la partida humana. ¿Y para qué?</p> <p>Con voz concentrada y furiosa, exclamó:</p> <p>—¿Qué se ha propuesto usted con todo esto?</p> <p>Se sorprendió de su propia voz, temblorosa de emoción contenida.</p> <p>Brabant también se sorprendió.</p> <p>—Creía habérselo dicho.</p> <p>Ella le apostrofó:</p> <p>—¡Mire a ese bicho asqueroso! ¡Lo está anotando todo, todo lo que usted le proporciona... que es más de lo que podrían aprender sobre nosotros en una docena de años, si tuviesen que empezar desde cero! ¿Es que no sabe usted, Brabant, lo que van a hacer los hombres de Gor con los conocimientos que usted les facilita?</p> <p>El extraterrestre hizo un leve movimiento. Brabant lo miró y movió la cabeza. Luego se volvió hacia la joven.</p> <p>—Pues sí —repuso—. Supongo que lo sé.</p> <p>—Quieren estos conocimientos para...</p> <p>—No es necesario que me lo diga. Los quieren para utilizarlos en la conquista de la Tierra. —Sonrió a medias—. Como decía el viejo chiste sobre los psiquiatras... esto es cuenta suya.</p> <p>Rae no pudo evitar referir a sus compañeros todo cuanto había ocurrido, palabra por palabra. Le parecía que trataba de librarse de una ponzoña ingerida, pero con solo decirlo no conseguía expulsarlo de su sangre; continuaba consumiéndole las entrañas.</p> <p></p> <p>—Consejo de guerra —dijo Hibsen con un tono que no presagiaba nada bueno—. Mary, usted y los niños quédense donde están.</p> <p>Los restantes pasaron a una de las habitaciones posteriores. El silencioso hombre de Gor apostado a la puerta se quedó allí, como si nada de aquello le concerniese. Hibsen, con expresión torva, resumió la situación con estas concisas palabras:</p> <p>—Ese hombre no tiene derecho a vivir.</p> <p>Haciendo un poderoso esfuerzo, trató de no elevar la voz. Su mandíbula temblaba y notó que le dolía, pero ello ya no le preocupaba. Estaba demasiado furioso para sentir dolor, a pesar de que éste era particularmente vivo cuando hablaba.</p> <p>—Brabant se ha pasado a los hombres de Gor... lo reconoce explícitamente. La alta traición es un crimen capital. Por lo tanto, Brabant merece la muerte.</p> <p>Rae escuchaba a través de una niebla de fatiga. Aquella mañana los niños la habían despertado muy temprano; tuvo que soportar una hora de fatigosos ejercicios con Brabant, que cada vez se mostraba más exigente en presencia del estólido e inmutable hombre de Gor; y sintió que el pánico se apoderaba de ella cuando Brabant admitió que estaba al corriente de los planes de aquellos espantosos seres. Había sido aquél un día abrumador, pero sobre todo notaba en su interior un dolor y una ira más allá de toda ponderación.</p> <p>Estaban hablando de <i>Brabant</i>. De Brabant, a quien ella amaba —o había amado— o quería amar, si las cosas pudiesen arreglarse de manera que sólo existiesen ellos dos en el mundo. El amor es muchas cosas; es una llamada biológica y también un Gestalt de actitudes y posiciones sociales; y fuesen cuales fuesen las relaciones biológicas que ambos pudiesen haber sostenido, por hermosas y buenas o abrumadoras y aniquiladoras que hubiesen resultado, la verdad era que todos los presentes en aquella estancia menos ella querían ver a Brabant muerto.</p> <p>¿Todos los presentes menos ella?</p> <p>Pero si ella era quien les había aportado las pruebas necesarias para condenarlo... Y ella ¿qué quería? Rae miró a sus compañeros, que discutían acaloradamente por lo bajo. Eran un grupo singular, se dijo con tristeza; no era justo que ocho billones de personas que habitaban en la rica y populosa Tierra tuviesen su futuro en las manos de aquel puñado de seres y del resultado que tuviese su acción por reducir al silencio a un hombre que entonces se hallaba al otro lado de la plaza,</p> <p>A pesar de los rigurosos exámenes sufridos, a pesar de las constantes pruebas a que los sometía Brabant, los viajeros de las estrellas solían desarrollar extraños cánceres en la personalidad. La mitad de los que se hallaban allí reunidos, se dijo, habían subido y bajado como un yo-yó durante el viaje... Habían sufrido manías, y Brabant les había tranquilizado; habían sufrido depresión y el psiquiatra les había administrado estimulantes. En parte, ello se consiguió gracias a la química; Brabant, con sus tests y su terapéutica, hizo el resto.</p> <p>Y en aquel momento se disponían a dar muerte a Brabant. Tal vez ello no era justo, se dijo Rae, abrumada por la enormidad del crimen que iban a cometer en la persona del hombre que había mantenido la integridad de su mente durante el viaje...</p> <p>Pero, ¿quién había salvado a Brabant del caos mental?</p> <p></p> <p>No había sido precisamente ella, se dijo con tristeza, aunque lo hubiera hecho muy a gusto. (Pero Brabant ya se lo había explicado, con palabras bastante tiernas. No podía enamorarse. El era el único en toda la nave que no quería dejarse dominar por ninguna clase de emoción. Tampoco podía contraer amistades íntimas hasta que el viaje estuviese terminado; si tal hiciese, su integridad profesional quedaría comprometida.)</p> <p>Pero ya era demasiado tarde, porque sus compañeros ya le habían sentenciado a muerte. A la sazón sólo se trataba de poner en práctica la decisión del tribunal. El único problema eran los medios y maneras de hacerlo.</p> <p>—No tenemos la menor posibilidad —decía Hibsen en aquel momento—. No le encontrarás solo ni un instante, de Jouvenel. Además, no confiaría ni en ti ni en mí. ¿Y usted, Marne?</p> <p>El teniente se frotó su brazo fracturado.</p> <p>—De acuerdo.</p> <p>—¿Cree que podría hacerlo?</p> <p>Marne lanzó un gruñido de aprobación.</p> <p>—Muy bien, pues —dijo Hibsen, satisfecho—. Entonces, lo único que necesitamos es un arma. ¿Quién tiene algo que pudiera servir?</p> <p>Reinó un momentáneo silencio. Luego, lentamente, Rae Wensley alzó la mano a pesar suyo.</p> <p>Hibsen dio un respingo.</p> <p>—¿Tú, Rae?</p> <p>—Tengo unas tijeras de costura — dijo ella con un hilo de voz—. Pero están afiladas.</p> <p>Hibsen hizo una mueca de aprobación. A ella casi le pareció ver mechones de pelos en la punta de sus orejas y unos colmillos de los que rezumaba la saliva. No había duda de que Hibsen estaba agradablemente sorprendido al comprobar que ella ofrecía voluntariamente los medios de eliminar al hombre que había delatado.</p> <p>Pero de Jouvenel intervino bruscamente:</p> <p>—Gracias, Rae, pero yo tengo algo más apropiado. — Todos le miraron. El hombrecillo cetrino dijo con naturalidad—: Yo llegué aquí antes que todos vosotros. Tuve el presentimiento de que esto o algo parecido iba a ocurrir. Se trata de mi propio cuchillo. Está oculto bajo el colchón del niño de Marne.</p> <p>Rae le miró, sorprendida. Ya le había extrañado que el hombrecillo mostrase tal solicitud por el crío. Era él quien le había construido la cuna; había ayudado muchas veces a hacerle la camita, había puesto el niño a dormir, y sólo entonces ella comprendió cuáles eran los siniestros motivos que le habían impulsado a hacerlo. Al menos, se dijo con gratitud, Brabant no moriría bajo los golpes de un arma facilitada por ella misma.</p> <p>Hibsen dijo:</p> <p>—Muy bien. Magnífico. Ahora, ¿qué plan vamos a adoptar? Rae, nunca pensé que pudieras ayudarnos, porque... No importa. Ya que te muestras tan dispuesta a hacerlo, tal vez pudieses conseguir dejarlo a solas con Marne. ¿Se te ocurre cómo podrías hacerlo?</p> <p>Ella guardó silencio, concentrándose, tratando de pensar. ¿Ideas? Oh, sí, estaba llena de ideas, pero no de las que Hibsen se figuraba. Sus ideas eran imágenes, recuerdos y ensueños... y tendría que encerrarlas para siempre en su espíritu, porque pronto habrían desaparecido o se habrían perdido.</p> <p>Marne observó, rascándose la barbilla:</p> <p>—¿Y si hiciéramos lo siguiente? Yo esperaré en el primer piso. Rae le dirá que deseo habar con él o algo parecido... tal vez convendrá que se muestre un poco afectuosa, ¿no les parece? Y entonces yo le aguardaré. En aquel momento podemos decir a los hombres de Gor que nos peleamos por ella. Tal vez esto les confunda un poco. Nuestro deber hacia nuestros semejantes de la Tierra es engañar todo lo posible a estos seres.</p> <p>Rae se dijo que aquel hombre trazaba sus planes con la frialdad con que prepararía una velada de bridge y no un asesinato. Mejor dicho, ejecución Esta era la palabra, puesto que los allí reunidos habían dictado sentencia con toda calma e imparcialidad. Todo aquello era muy lógico y justo, se repitió cansadamente; era impecable y nadie podía evitarlo y gritar: ¡Todo esto está mal! ¡Nos proponemos destruir una vida humana!</p> <p>Hibsen decía:</p> <p>—Esto les sentará muy mal a los hombres de Gor, desde luego. Pero la idea de Marne me parece la única posible. Pero no nos engañemos: esos individuos no tienen un pelo de tontos. Aunque ya trataremos de ello cuando llegue el momento. No creo que tomen represalias ni rehenes... esas ideas no son propias de ellos. Sin embargo, como Brabant es la única persona que ha establecido un verdadero contacto con ellos, no está de más considerar lo que puedan...</p> <p>De la estancia contigua, Mary Marne les advirtió:</p> <p>—¡Cuidado, que vienen!</p> <p></p> <p>Se acercaba una partida de hombres de Gor, seis en total y armados, que se deslizaban como patinadores sobre el hielo, sin producir el más leve susurro. Con ellos venía el doctor Brabant.</p> <p>Rae retrocedió involuntariamente. Aquella tarde, Brabant parecía estar consumido y deshecho, al borde mismo de la desesperación; en aquel momento se hallaba más allá de aquel borde. Su rostro aparecía demacrado y hundido. Las manos le temblaban. Sus ojos parecían los de un Cristo crucificado; pero lo que dijo sólo podía haber salido de la boca de un Judas. En una voz atormentada, dijo:</p> <p>—Tendrán ustedes que renunciar a su plan. Lo siento, pero tanto los hombres de Gor como yo sabemos lo que se proponen y ellos no les dejarán ponerlo en práctica.</p> <p>En el mayor silencio, los extraterrestres se desplegaron en abanico, rodeando a los seres humanos y obligándoles a pasar a la estancia delantera.</p> <p>Brabant les dijo:</p> <p>—Aquellos de ustedes que oculten armas, tengan la bondad de entregarlas ahora mismo.</p> <p>Y sabía perfectamente dónde estaban ocultas, a juzgar por su mirada. Ellos pasaron a la habitación donde dormían los niños y levantaron el manchado colchoncillo del bebé, bajo el que apareció la navaja de de Jouvenel.</p> <p>—Rae — dijo Brabant con voz imperativa, y dos de los hombres de Gor avanzaron hacia ella.</p> <p>—No hace falta — dijo la joven apresuradamente» y rebuscando entre sus ropas, no tardó en sacar las tijeras, tendiéndoselas a Brabant.</p> <p>El psicólogo las tomó, para pasarlas a uno de los extra terrestres.</p> <p>Luego miró a su alrededor.</p> <p>—Nada más — dijo por último, aún con aquel tono de voz desgarrado y que parecía ocultar una terrible tensión interior.</p> <p>No miró a Rae, pero sostuvo sin pestañear la mirada de los demás.</p> <p>—A partir de ahora —les dijo— ninguno de ustedes tendrá la menor probabilidad... ni de matarme ni de escapar. Lo siento —añadió cortésmente—, pero así es. Nos vamos de aquí.</p> <p></p> <p>—¿De qué demonios está usted hablando? — preguntó Hibsen, con voz ronca.</p> <p>—Nos vamos dentro de dos días — dijo Brabant, haciendo un leve gesto de asentimiento, como un profesor que se alegrase de que un alumno le hubiese hecho una pregunta que le permitía continuar su exposición—. Los hombres de Gor han estado esperando una gran nave que nos llevará a todos. Dicha nave ya se aproxima. No sé exactamente a dónde piensan llevarnos. Quizás a Bes. Quizá más lejos. Pero nuestra primera parada, según tengo entendido, se efectuará en el <i>Explorer II.</i></p> <p>Hizo una pausa que subrayó aquel silencio súbito y amedrentador.</p> <p>—Sí —prosiguió muy pensativo—, ahí es donde nos detendremos... Rae.</p> <p>La joven se sobresaltó al oír pronunciar su nombre.</p> <p>—¿Quiere salir ahí fuera conmigo un momento?</p> <p>Ella miró instintivamente a Hibsen en espera de las órdenes de éste... Mas se apresuró a apartar la mirada. Aquello era una crueldad. Una cosa era conspirar para quitar la vida a Brabant, pero otra y muy peor era pedir permiso a aquel hombre para salir a hablar con él un momento.</p> <p>Por causas que no podía comprender y que no se detuvo a averiguar, respondió afirmativamente.</p> <p></p> <p>Salió a la calle en compañía de Brabant y los hombres de Gor. El facultativo, con voz que revelaba una extraña desconfianza, le dijo:</p> <p>—Vamos a dar un paseo.</p> <p>—¿Un paseo?</p> <p>El asintió, rehuyendo su mirada. Nunca les permitían salir a pasear de noche.</p> <p>—¿Con uno de ellos por carabina?</p> <p>Brabant hizo un gesto negativo. Efectivamente: todos los hombres de Gor se alejaban con rapidez y sin mirar hacia atrás.</p> <p>—¡Ah, ya comprendo! —exclamó la joven, súbitamente encolerizada—. La paga por traicionar a sus semejantes consiste en dejarle pasear suelto, sin atarle en trailla como a nosotros. ¡Desde luego, se ha ganado el premio!</p> <p>—Rae, por favor.</p> <p>La voz de Brabant era opaca. No suplicaba ni siquiera protestaba, pero ella no quiso oírle. Encogiéndose de hombros, se puso a caminar lentamente por la acera. La oscuridad era casi absoluta. Era imposible ver siquiera las siluetas de las casas contiguas, pero por detrás todavía les alcanzaba la luz que surgía por las ventanas de la mansión que alojaba a los humanos.</p> <p>Cuando ya no pudo distinguir las facciones do Brabant, ella dijo:</p> <p>—Bien, ya estamos paseando. ¿Qué desea?</p> <p>—Quiero que me dé una oportunidad para sincerarme — se apresuró a responder Brabant.</p> <p>—¡No diga gansadas!</p> <p>—¡Espere! Yo...</p> <p>Pero aquel tiempo había pasado, si alguna vez había existido. Rae no podía soportar aquella situación. Es imposible que esto sea verdad, se dijo desesperada. Y dando media vuelta, echó a correr por las calles oscuras.</p> <p>Como por ensalmo, un hombre de Gor surgido de la nada se puso a seguirla.</p> <p>Brabant vaciló.</p> <p>Dirigió una mirada a la confusa silueta del otro hombre de Gor... no podía oír lo que decían pero él sabía que podían verles y, de hecho, no les habían perdido de vista ni un momento. No, no confiaban en él hasta tal punto. Respiró profundamente y emprendió el camino de regreso... no hacia la casa en que estaban recluidos los demás, ni tampoco a su laboratorio, donde le permitieron dormir por algún tiempo, sino a un cuartucho situado en el piso superior del cuartel general de los extraterrestres. Llevaba ya tres noches durmiendo allí, de acuerdo con las órdenes recibidas, y no le gustaba. Aquello representaba un retroceso en sus relaciones con los hombres de Gor.</p> <p>Si las cosas seguían así, se dijo desesperado, pronto no tendría amigos en ningún bando.</p> <p>Y fue pasando el tiempo, lenta e implacablemente. Las horas transcurrieron para Rae sin que viese el rostro de nadie ni oyese la menor palabra. Brabant iba y venía, cada vez con aspecto más cansado y más distante, para escoger sus conejillos de Indias, que indicaba con el pulgar. Los hombres de Gor, que entonces le acompañaban constantemente como guardias de <i>corps</i>, se llevaban los sujetos elegidos. A Rae le era imposible dormir. El simple hecho de probarlo ya era un suplicio, porque así que recostaba la cabeza y cerraba los ojos, se le saltaban las lágrimas. De esta manera fue transcurriendo el tiempo.</p> <p>—Usted, Rae — dijo la voz de Brabant, y la joven levantó la mirada, sorprendida; estaba sentada, con la vista fija en el hijo de Marne, sumida en aquella especie de vacío total que los orientales llaman nirvana.</p> <p>—Venga, haga el favor. Y también Hibsen y de Jouvenel. Tengo un regalo para todos ustedes.</p> <p>Hibsen pronunció seis palabras, una de las cuales era una preposición y las restantes seis términos que no se pueden reproducir.</p> <p>—Sí, ya lo sé —dijo Brabant con tono ausente—. Vengan.</p> <p>Inició la marcha, sin mirar hacia atrás. No hacía falta que se volviese para ver si le seguían; para eso estaban allí los hombres de Gor. El grupo atravesó la plaza y llegó a la base del cohete de Gor, oculto a su vista.</p> <p>—Quiero que vean con lo que nos enfrentamos —les dijo—. Entren.</p> <p>Les miró. Sus expresiones mostraban una cómica sorpresa, aunque hasta aquel momento nada de lo que les había ocurrido en aquel planeta pudiese justificar la comicidad.</p> <p>—No ocurrirá nada —continuó Brabant—. Tengo permiso de los hombres de Gor. Nos acompañarán constantemente, por supuesto. Pero, en realidad, no necesitan vigilarnos. Eso es lo que yo quiero que vean.</p> <p>De Jouvenel subió tras él, seguido por la muchacha y Hibsen. Éste dijo lisa y llanamente:</p> <p>—Si pudiese, le mataría, como usted sabe.</p> <p>Brabant asintió. No valía la pena responder a aquello, de puro sabido.</p> <p>—Esta es la cámara de mandos —dijo—. Siéntese, Hibsen.</p> <p>Y le indicó lo que parecía ser el asiento del piloto.</p> <p>—¿Ahí?</p> <p>Hibsen parecía sinceramente sorprendido.</p> <p>—O quédese de pie, si lo desea. Pero mire a su alrededor.</p> <p>Hibsen dio al olvido sus mortíferos propósitos. Por primera vez en muchos días, abrió los ojos de par en par, dominado por la curiosidad. Paseó la mirada a su alrededor como un niño que se hallase en el país de las hadas. Hibsen era piloto de astronave, y ni siquiera el odio irracional que sentía por Brabant pudo evitar que se interesase vivamente por una nave extraña construida por una raza que no era humana.</p> <p>Una astronave es la sencillez hecha máquina. Se expulsa algo por un extremo y la nave sale disparada en dirección opuesta. Esto es todo. Nada de piezas móviles o articuladas (al menos en teoría), ninguna complicación, ninguna variación posible en los detalles estructurales sea cual sea su constructor. ¿Cómo es posible que exista, por así decirlo, más de un sistema para elevarse en el espacio?</p> <p>Esta era la teoría. Pero la práctica...</p> <p></p> <p>A Hibsen se le cayó el alma a los pies. Maquinalmente, se puso a acariciar la estrella de zafiro, frotando con su dedo tembloroso el cordón dorado. Aquella era la nave que él y de Jouvenel habían planeado robar. Pero lo que Brabant había dicho era demasiado cierto, por desgracia.</p> <p>Era tan imposible para un ser humano pilotar una nave corno aquélla como para un mono escribir un soneto de Shakespeare aporreando al azar una máquina de escribir.</p> <p>De Jouvenel susurró lenta y débilmente a sus espaldas:</p> <p>—Dios santo. Si aquí no hay nada.</p> <p>Así era, en efecto. Faltaban allí, por ejemplo, instrumentos como el triple indicador giroscópico de altitud, unido a través de motores Selsyn a un corrector de rumbo homeostático de retroceso negativo; un órgano de gobierno autocompensado para la potencia de empuje, capaz de medir las más insignificantes variaciones de cada uno de los componentes en las cámaras de mezcla y aumentar o disminuir adecuadamente el suministro de combustible; un trazador de curso retroalineado, que pudiese interpretar una grabación que le dictaba todos los parámetros de todas las órbitas posibles que llevarían a la nave de un punto a otro, para escoger las mejores, colocar y mantener a la nave en ellas, descartando las órbitas que no fuesen apropiadas, sin la menor pausa ni fallo, si por cualquier motivo o avería, desplazamiento del objetivo, interposición de un obstáculo (por ejemplo, un meteorito, un cuerpo celeste u otra nave) la órbita escogida fuese impracticable y se hiciese necesario cambiarla.</p> <p>Dicho en otras palabras: no había allí la caja negra que contenía el cerebro cibernético y de la que surgía un leve susurro. No existía compensador capaz de medir y calcular todos aquellos datos, contraponerlos y escogerlos. No existía circuito supletorio para compensar una posible avería de todo el sistema, incluido el compensador.</p> <p>En lugar de todo ello, sólo había...</p> <p>En primer lugar: un horizonte artificial. (Era un fino chorro de mercurio, que chocaba con una verdadera telaraña de alambres dispuestos en círculos y radiantes, el conjunto de los cuales reflejaba en un espejo inclinado a noventa grados, del que pasaba a los ojos del piloto.)</p> <p>Otrosí: una portilla. Sí, una portilla. Un cono delantero revestido de una substancia translúcida para mirar al exterior. ¿Radar, periscopios, células fotoeléctricas? Nada de eso.</p> <p>Otrosí: ocho pequeños anillos, uno para cada uno de los ocho dedos de un hombre de Gor, y cada uno de los cuales regulaba la alimentación de carburante a un eyector.</p> <p>Esto era todo.</p> <p>—¿Se dan cuenta? — preguntó Brabant con irritación.</p> <p>—Sí, desde luego — repuso Hibsen tras una pausa, sujetando todavía la estrella de zafiro. Yo...</p> <p>Se interrumpió. No había nada que decir.</p> <p>—¿Nos vamos ahora, Brabant?</p> <p>—Usted, no —dijo Brabant secamente—. Rae y de Jouvenel pueden volverse. Hibsen, quiero que se quede aquí. Ya les he dado el regalo prometido. Ahora le necesito a usted para seguir utilizándolo como conejillo de Indias. —Y volviéndose a medias, dijo a los otros dos—: Tal vez ahora comprendan la sabiduría que encerraba mi consejo. Desistan. No hay nada que hacer.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capitulo IX</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">P</style>ERO aún había algo que hacer. Todavía quedaba un acto en el programa, aquel programa que Brabant había preparado cuidadosamente en las horas de silencio durante las cuales velaba junto al teniente Marne herido, poco después del primer desembarco.</p> <p>Brabant se sentó en su mísero y hediondo jergón, en las tinieblas que preceden al alba, y se puso a mirar a una ventana que apenas se distinguía de la pared circundante.</p> <p>Durante los últimos días los hombres de Gor habían dejado bien sentado que el trabajo que había efectuado para ellos tocaba a su fin. Ya sabían lo que deseaban saber. La mina estaba explotada; los desechos cada vez tenían menos valor y pronto darían la operación por terminada. Cuando llegase este momento...</p> <p>Los hombres de Gor deseaban saber otras cosas acerca de los terrestres, además del funcionamiento de sus mentes, y aunque averiguaron algunas por medio de Jaroff y del difunto Chapman, procederían lo antes posible a averiguar el resto. Una vez digerida la psiquis, se dedicarían a estudiar el soma. Con la misma minuciosidad. Y sin tener tanto cuidado en evitar el dolor.</p> <p>El Dr. Brabant sentía náuseas y experimentaba un profundo vacío interior.</p> <p>No era sólo la perspectiva de las disecciones de laboratorio lo que le preocupaba, sino algo más: la certidumbre de que si todos los humanos muriesen, todos menos uno morirían execrando su nombre.</p> <p>A Brabant no le gustaba ser objeto de odio.</p> <p>En su profesión, aquello no resultaba raro. La misión de Brabant consistía en mantener el equilibrio mental, y en el proceso de ajuste psicológico, el terapeuta era objeto de gran parte del odio inconsciente del enfermo. (Aunque a veces también era amado con gran intensidad.) Se había colocado al margen, consiguiendo mantenerse más o menos independiente de los estados emocionales fluctuantes de los que le rodeaban; ello formaba parte de los deberes de su profesión.</p> <p>Pero en aquel momento se sentía terrible y profundamente solo. Sobre toda la superficie de aquel planeta no había una sola alma que le quisiese, le respetase o confiase en él, ni siquiera los huérfanos Crescenzi, que huían y se escondían cuando le veían aparecer.</p> <p>Brabant suspiró y de pronto, bruscamente, se irguió con todos los músculos en tensión.</p> <p>En el piso inferior se oía un ahogado cuchicheo y leves rumores. Brabant frunció el ceño. De una cosa estaba seguro acerca de los hombres de Gor: de que eran seres de costumbres fijas, y no era su costumbre levantarse antes de amanecer. Aguzó el oído, pero los sones que pudo captar de nada le sirvieron. Por alguna razón desconocida, los hombres de Gor allí acuartelados se habían levantado antes de amanecer. Poco a poco aflojó su tensión, pero permaneció con el ceño fruncido... aquellos días estaba casi siempre ceñudo. Pensó tristemente en el resto de la partida, amontonados en la casa opuesta, a menos de un centenar de metros de allí. Cuando menos ellos gozaban de su mutua compañía. Aunque su tarea consistía en mantener su estabilidad emocional, y aunque durante el cumplimiento de su deber aprendió más acerca de sus debilidades, defectos e impulsos reprobables contenidos que ellos mismos, Brabant los quería... los amaba... no, los <i>necesitaba</i>; necesitaba sus miradas y su calor. Eran sus amigos. Eran todo cuanto tenía.</p> <p></p> <p>Hubo un tiempo en que Brabant, que entonces empezaba a ejercer, lamentaba en su fuero interno que para los viajes interestelares no fuese obligatorio enrolar únicamente a personal de elevada estabilidad y exento de cualquier neurosis. Pero la ley decretaba que se debían aceptar todos los candidatos. La ley no había sido hecha por Brabant. En realidad, aquella ley fue hecha por herborizadores, ratificada por cirujanos y confirmada por Alexander Fleming y las casas de productos farmacéuticos. La medicina moderna, durante muchas generaciones, había salvado tantas vidas que había provocado una disminución general del nivel psicológico a favor de la preservación del nivel físico.</p> <p>Un niño Rh era algo corriente en un hospital moderno; todos los días nacían niños Rh. Pero en un planeta lejano, sin disponer de cantidades ilimitadas de sangre de cualquier tipo (sin hablar de los accesorios necesarios) aquel mismo hecho significaba... un niño muerto. Los colonizadores no podían permitirse por nada del mundo llevar en sus genes y cromosomas el riesgo de una reacción Rh negativa... o de leucemia, hemofilia, anemia de gamma globulina..., etc.</p> <p>Apenas nacía un niño en la Tierra que no fuese objeto de una ligera intervención quirúrgica... para corregir su estrabismo, apretar un ventrículo, aliviar una estenosis del píloro o cualquier otro defecto de conformación en sus primeros meses de vida. En Alfa Cuatro, los colonizadores no dispondrían de los servicios de la cirugía. Desde luego, cada grupo explorador contaba con un médico o dos, pero... ¿Y si algo le ocurría al facultativo? El riesgo era demasiado enorme.</p> <p>A consecuencia de ello, la primera prueba que debían pasar con éxito los candidatos consistía en un riguroso examen genético, para aprobar el cual se debía alcanzar un coeficiente del 100 por 100. Así, eran muchos los eliminados. Los restantes tenían que pasar un nuevo cribado... que se aplicaba principalmente, no a los totalmente estables, sino a los que se aproximaban a la estabilidad, o a los que podrían mantenerse estables en sus ocupaciones determinadas.</p> <p>Como Hibsen por ejemplo. Si contaba con la seguridad que le proporcionaba su uniforme y una tarea que sabía desempeñar a fondo, Hibsen era un hombre resistente, listo, dinámico y capaz. Si perdía lo que le facilitaba su seguridad, Hibsen era otro hombre; pero Hibsen no tenía que perder aquellas cosas... ni las hubiera perdido, de no ser por los hombres de Gor...</p> <p>Y Brabant sentía simpatía por Hibsen.</p> <p>Sentía simpatía por todos ellos... los necesitaba y los quería. Aunque fuesen unos neuróticos y aunque su mente fuese inestable. Aunque no le quisiesen a él; y en aquel momento, se dijo tristemente, lo más probable era que le odiasen.</p> <p></p> <p>Un distante chillido metálico le hizo incorporarse. Ya era de día, y el ruido venía del exterior y de lo alto.</p> <p>Brabant se puso en pie de un salto y corrió hacia la ventana, tratando de distinguir lo que aún se hallaba fuera de su campo de visión. Algo se acercaba. El chillido se hizo cada vez más fuerte, hasta convertirse en un rugido atronador.</p> <p>Una luz llameante atravesó las nubes.</p> <p>—Ya está aquí — musitó Brabant, pegado a la ventana y con la vista fija en aquel espectáculo. Ante sus ojos, la astronave más colosal que viera en su vida descendió majestuosamente de las nubes, arrojando llamaradas por la popa apuntada a tierra.</p> <p>Se posó en la plaza, junto a la desmantelada nave exploradora terrestre, lanzando un río de fuego que obligó a Brabant a apartar la mirada y que chamuscó los muros pétreos. Era una nave de proporciones titánicas, que se alzaba a más de sesenta metros sobre la plaza... de proporciones superiores al <i>Explorer II</i>, que en aquellos momentos orbitaba silenciosamente en el espacio... mayor que cualquiera de las naves que hasta entonces la especie humana consiguiera transportar del Sol a otra estrella. En el propio sistema solar, las grandes astronaves no eran nada desusado, pero incluso ésta hubiera sido allí un monstruo. Era toda de una pieza, y se alzaba a más altura que una casa de veinte pisos.</p> <p>Brabant apartó las manos de los ojos y observó detenidamente al gigantesco navío cósmico. Varios hombres de Gor corrían ya velozmente hacia su base; aquello explicaba finalmente por qué en el edificio reinaba tal actividad desde antes del amanecer. Era la nave que habían estado esperando, la enorme nave que transportaría a todos los seres humanos al incierto destino que les preparaban los hombres de Gor.</p> <p>—Muy bien —susurró Brabant como un demente, muerto de fatiga y con los nervios deshechos—, ya has llegado. Espero estar a punto para recibirte.</p> <p>Y antes del mediodía ya fueron embarcados. Brabant, en premio a los servicios prestados a sus captores, fue investido con el cargo de capataz.</p> <p>—Vamos, vamos —dijo con voz tensa, sin mirar a nadie en particular—, no se estén parados, suban a bordo.</p> <p>Y los humanos se dirigieron hacia la nave, llevando sus escasas pertenencias.</p> <p></p> <p>Hibsen y de Jouvenel, rojos de cólera, mascullaban interjecciones que llegaban claramente a los oídos de Brabant, pero él evitaba mirarlos. Luego seguían Mary Marne y su marido con el niño. Mary iba haciendo pucheros y el niño lloraba a moco tendido. Retty y los dos niños Crescenzi, con el rostro bañado en llanto y aferrándose al primero, venían luego, seguidos por Sam Jaroff, cuyos ojos estaban abiertos desmesuradamente con la expresión horrorizada de un náufrago que ve alejarse el bajel salvador. Rae Wensley cerraba aquella triste procesión. Si Brabant rehuía su mirada, ella también evitaba mirar al psicólogo.</p> <p>—Adentro — rezongó Brabant, siguiéndoles.</p> <p>Un hombre de Gor les acompañaba, silencioso, inmóvil y armado. Con uno bastaba. El arma portátil de los hombres de Gor era un rapidísimo lanzallamas. En aquel espacio reducido, podía matarlos a todos con facilidad antes de que cualquiera de ellos pudiese lanzarse al ataque.</p> <p>El resto de los extraterrestres estaban ocupados en cosas más importantes... entre las cuales se contaba el saqueo del cohete explorador y el transporte de lo que probablemente eran archivos y equipo desde su cuartel general a la plaza.</p> <p><i>—¡Judas!</i> — le escupió de Jouvenel al rostro, al pasar junto <strong>a</strong> él.</p> <p>Brabant ni siquiera se volvió. Tenía la mirada perdida en el espacio.</p> <p></p> <p>En el interior del cohete, Rae Wensley se apoyó en un frío mamparo de bronce, entornando los párpados. La atmósfera estaba impregnada del hedor particular de los hombres de Gor. Se hallaban en una cámara de paredes desnudas; si a los hombres de Gor les complacían las comodidades, no habían proporcionado ninguna a sus cautivos. El viaje se presentaba largo e incómodo.</p> <p>Y el punto de destino sería sin duda lo peor,</p> <p>Brabant dirigió una mirada a la joven. No hacía falta que ella manifestase en voz alta sus pensamientos: los llevaba pintados en el rostro.</p> <p>«Muy bien, Howard —se dijo el psicólogo—, ¿a qué esperas?» Todos estaban a bordo. Sólo había allí un hombre de Gor. No habría otro momento tan adecuado como aquél. Pero no pudo evitar esperar un segundo, sólo un segundo más, como un jugador que permanece como hipnotizado ante la ventanilla de las apuestas mutuas, con el dinero prestado en la mano; el riesgo era enorme, y le costaba reunir el suficiente valor para pasar a la acción...</p> <p>Pero algo vino en su ayuda.</p> <p>Brabant se encontró situado junto al hombre de Gor. Metiendo la mano en su harapienta blusa, sacó la navaja que los hombres de Gor habían arrancado a Hibsen, y que el propio Brabant había conseguido arrancar a los hombres de Gor.</p> <p>—Toma — dijo. El extraterrestre le miró y emitió, unos sones incomprensibles, pero aceptó la navaja—. Y... ah, sí —dijo Brabant, pasándose la lengua por los labios resecos—. Creo que tienen otra. En el mismo sitio.</p> <p>El extraño ser emitió nuevos sones agudos. El inglés con acento de Gor era muy difícil de entender.</p> <p>—Sí —asintió Brabant— en el mismo sitio, debajo del niño.</p> <p>Cerró los ojos por un segundo.</p> <p>Cuando los abrió de nuevo, el hombre de Gor se dirigía rápidamente hacia el niño, con la navaja en la mano y con la otra tendida hacia la criatura.</p> <p>—¡Dios mío —gritó Brabant, con palabras que parecían una plegaria—, va a matar al niño!</p> <p></p> <p><i>Matar al niño... matar al niño</i>. Las palabras resonaron en la cámara metálica. Todos se inmovilizaron.</p> <p>El hombre de Gor se volvió a medias, con una expresión casi de sorpresa humana, pero ello no le valió. No hubo la menor vacilación; todo sucedió con la rapidez del pensamiento. Marne saltó sobre el extraterrestre con la increíble rapidez de un hombre de Gor, Actuaba por simples reflejos, no a consecuencia de un pensamiento deliberado. Cayó sobre el ser de aspecto porcino antes de que éste pudiese volverse. Inmediatamente, media docena de seres humanos cayeron a su vez sobre el postrado hombre de Gor.</p> <p>Éste perdió el conocimiento bajo una lluvia de golpes, antes de que pudiese esgrimir la navaja. Ni siquiera tuvo tiempo de buscar su arma mortífera. Si bien el cráneo macizo del extraterrestre soportó perfectamente los golpes, el cerebro que albergaba era tan frágil como el de un ser humano. Por lo tanto, perdió el conocimiento. Era la segunda vez que los seres humanos conseguían pillar desprevenido a un hombre de Gor, y la primera que su ataque parecía tener consecuencias importantes.</p> <p>Todos se incorporaron, con el triunfo y la sorpresa retratados en sus semblantes.</p> <p>—¡Le... le hemos podido! — articuló Hibsen, incrédulo.</p> <p>Brabant, cansado pero dispuesto a continuar, sacó de sus bolsillos deshilachados el segundo ingrediente esencial para el triunfo del plan que había trazado,</p> <p>Volviéndose a Hibsen, le tendió un rollo de fino alambre de acero.</p> <p>—¡Átalo, Hibsen!</p> <p>Luego se dirigió al estupefacto de Jouvenel.</p> <p>—¡De Jouvenel... cierra esa escotilla!</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capitulo X</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L Hombre de Gor, atado de pies y manos, estaba tendido en el suelo con los ojos abiertos; su desvanecimiento no fue muy prolongado. En el exterior alguien arañaba la escotilla, lo cual indicaba que los restantes hombres de Gor empezaban a entrar en sospechas. Y Rae Wensley, sin poderse contener, gritó:</p> <p>—¡Brabant! ¡Creía que usted había dicho que no harían daño al niño!</p> <p>Brabant respiraba afanosamente; su aspecto era de una postración completa. Pero de su mirada había desaparecido aquella expresión de perro acorralado, y de su rostro la expresión de crucificado; casi brillaba en él el triunfo. Respondió con estas palabras:</p> <p>—Es cierto, Rae. Únicamente iba en busca de otra navaja.</p> <p>—Pero...</p> <p>—¡Pero yo les mentí, sí! <i>Necesitamos esta nave</i>. No podíamos atacarle deliberadamente... nunca podremos ganar a estos seres en celeridad; el leve retraso representado por nuestros procesos mentales les confiere una enorme ventaja. Por lo tanto, tenía que hacer que uno le atacase sin pensar y con tanta rapidez como un hombre de Gor. La única manera de conseguirlo era hacer que el atacante obrase a impulsos de un reflejo. El instinto de protección a las crías no necesita filtrarse a través de la conciencia para desencadenar la acción. Acabamos de comprobarlo. Así...</p> <p>—Así que ahora —concluyó Hibsen, furioso— hemos ganado una batalla, pero hemos perdido la guerra. ¿Qué vamos a conseguir con esto, Brabant? Tenemos una nave, pero no sabemos gobernarla. Así lo dijo usted... ¡Y así nos lo demostró!</p> <p>—No —rectificó Brabant—. Lo demostré a los hombres de Gor. Esperen. Escuchen.</p> <p>De fuera llegaban golpes ahogados. Los huérfanos Crescenzi empezaron a gimotear; hasta entonces no habían tenido tiempo de hacerlo.</p> <p>Brabant asintió con aire ausente.</p> <p>—Los hombres de Gor se disponen a penetrar. Esta nave es muy importante para ellos. Es la mayor que tienen en este sistema, y la única que está armada.</p> <p>—¿Acaso... acaso se propone que la destruyamos? — aventuró Hibsen.</p> <p>—Me propongo llevarla hasta el <i>Explorer.</i></p> <p>—¿Sin calculadores? Pero...</p> <p>—Tenemos calculadores, Hibsen —dijo Brabant—. Tres de ellos. Usted, de Jouvenel y Rae.</p> <p>Ya los había dominado, se dijo Brabant con una cansada satisfacción. El odio de todo un mes no podía borrarse en un segundo, pero había conseguido despertar su asombrada curiosidad. Todos estaban pendientes de sus palabras. Obedecerían sus órdenes sin chistar.</p> <p>—Vengan — les dijo, haciendo una seña a los tres que había indicado. Treparon por las barras redondeadas que conducían a la monacal cámara de pilotaje.</p> <p>Los golpes sordos del exterior cesaron para ser reemplazados por un insistente y deliberado chirrido. Los minutos eran preciosos. Pero aún tenían tiempo; y podían suceder dos cosas: que la tentativa tuviese éxito o, en el peor de los casos, muchos hombres de Gor quedarían carbonizados junto a la base de su nave destruida.</p> <p>—Siéntese, Hibsen — ordenó Brabant.</p> <p>El piloto le miró, se pasó la lengua por los labios y se sentó en la butaca de tiras entretejidas. Las correas y abrazaderas de metal se adaptaron perfectamente en torno de su cuerpo escuálido. Estaban diseñadas para los hombres de Gor, pero se hubieran adaptado exactamente igual a un esqueleto, porque su misión era rodear el cuerpo del que se sentase en el puesto del piloto.</p> <p>—Rae, usted y de Jouvenel tiéndanse en el suelo En cualquier sitio. Estas naves tienen mucha potencia, según dice Jaroff. Aunque al principio no acumulemos muchas gravedades, el despegue no será muy agradable.</p> <p></p> <p>Uniendo la acción a la palabra, él mismo se tendió en el desnudo piso de la cámara, muy cerca de Hibsen, y paseó la mirada en torno. El chirrido lejano se había hecho más fuerte, pero aquella amenaza quedaría liquidada dentro de un momento.</p> <p>—Hibsen —dijo Brabant con voz tranquila— ya sabe usted cómo se gobierna esta nave. Pues bien: despegue.</p> <p>Con las facciones contraídas, Hibsen introdujo los dedos en las anillas que hacían las veces de mandos en la nave de Gor.</p> <p>Dirigió una mirada a Brabant como para asegurarse, suspiró, se pasó de nuevo la lengua por los labios, cerró los ojos y...</p> <p>Suavemente, sus dedos tiraron de las anillas.</p> <p>Rojas llamas surgieron rugiendo por los eyectores.</p> <p>Brabant se dejó hundir en su postración, pues ya no hacía falta que continuase manteniendo su terrible tensión interior. Ahora estaba todo en manos de Hibsen. Si éste conseguía elevar la nave, todo iría bien. En caso contrario, todos podían darse por muertos. No había otra alternativa.</p> <p>La inmensa astronave tembló. Elevándose un par de centímetros, se posó de nuevo en el suelo Se elevó nuevamente, pareció vacilar, y por último despegó de la superficie de Alfa Cuatro.</p> <p>Débilmente, entre el fragor de los motores, Brabant oía sollozar a Hibsen. El psicólogo le miró. El semblante del piloto parecía una máscara de terror mortal; su boca estaba torcida en un rictus terrible y sus ojos parpadeaban desesperadamente.</p> <p>Pero había conseguido hacerse con la nave.</p> <p>Y esta no se estrelló. Por el contrario, mantuvo perfectamente su rumbo. La más débil desviación de curso se veía corregida instantáneamente mediante una rápida, suave y segura manipulación de las anillas. Los ojos de Hibsen, que ya estaban abiertos, permanecían fijos en el horizonte artificial de mercurio, pero era tanto su cuerpo como sus ojos lo que le decía lo que tenía que hacer; las fuerzas que desplazaban a la nave de su centro de gravedad también actuaban sobre los minúsculos otolitos de su oído y notaba el menor cambio de altura y rumbo así que se producían, corrigiéndolo antes de que tuviese graves consecuencias. Ni durante una fracción de segundo perdió el dominio de la nave. Esta ascendía ya bajo el pleno rendimiento de sus poderosos motores.</p> <p>(En tierra, treinta hombres de Gor yacían muertos y casi dos docenas de ellos agonizando. Pero qué importaba ya... les habían robado su nave; ocurriese lo que ocurriese, su nave se había ido.)</p> <p>Oprimidos bajo la planta despiadada de la aceleración, Brabant y sus compañeros yacían postrados en el suelo.</p> <p>Pero Hibsen gobernaba la nave con mano segura. Sus compañeros, tendidos en el suelo o recostados en las literas de tiras entretejidas, se sentían oprimidos por una fuerza superior, pero Hibsen gobernaba la nave con pulso seguro... cada vez más arriba, hacia las estrellas...</p> <p>En tres minutos atravesaron la atmósfera del planeta. El astro rey del sistema derramaba sobre ellos sus rayos ardientes. Las estrellas lucían en un cielo negro. Las nubes y el aire quedaban bajo ellos. Y Hibsen, sacudiéndose como un hombre arrancado a un terrible fuego, paró los motores retirando sencillamente los dedos de las anillas.</p> <p>—Lo... conseguimos —susurró, mirándose las manos como sorprendido—. Brabant... <i>¿Cómo lo hicimos?</i></p> <p></p> <p>Apartándose del suelo, Brabant flotó ingrávido por la cámara. Todo el peso había huido de él... no sólo los setenta y ocho kilos de su carne y sus huesos, sino el peso mucho mayor que abrumaba su espíritu. ¡Era libre! Estuvo a punto de cantar, como Hibsen.</p> <p>Pero en lugar de eso, dijo:</p> <p>—Vaya a echar una mirada abajo, de Jouvenel, para ver cómo están los demás.</p> <p>El hombrecillo cetrino, en cuyo semblante se reflejaba una horrible confusión, se impulsó hacia los barrotes redondeados y descendió por ellos. Hibsen y la joven miraban a Brabant con ojos llenos de interrogantes, pero en aquel momento Brabant no se hallaba en disposición de responder a preguntas. No confiaba en su voz.</p> <p>Todas aquellas semanas de demostrar con esfuerzo los más sencillos postulados de la psicología ante los impasibles hombres de Gor, y el condicionamiento cuidadosamente planeado que se hallaba oculto bajo aquellas semanas como un mensaje secreto bajo una página impresa... habían dado su fruto. Lo que la mente subconsciente es capaz de hacer en cualquier momento preciso. Los días pasados en el cuartel general de los hombres de Gor, las escasas horas de que dispuso para los toques finales en el último día, en la propia nave de Gor... habían sido suficientes. Eran libres.</p> <p>Trató de decírselo.</p> <p>—Pero —dijo Hibsen— pero...—. E hizo una pausa, antes de añadir con enojo—: ¡Pero usted nos traicionó!</p> <p>—No —repuso Brabant—. Solamente les mantuve libres de peligro. Sus planes para sorprender a los hombres de Gor se hallaban irremisiblemente condenados al fracaso, y yo esto no podía permitirlo. Un fracaso sólo hubiera sido demasiado...</p> <p>—Pero podías habérmelo dicho, Howard — objetó la joven, dolida.</p> <p>Brabant la miró.</p> <p>—Lo siento — dijo tras una pausa.</p> <p>—¡Oh, no! ¡No tienes por qué disculparte! Pero... te juzgamos mal. Yo más que nadie, creo, porque debiera haberlo comprendido.</p> <p>Brabant replicó:</p> <p>—Me era imposible decírtelo. Aquel edificio estaba lleno de trampas; ni una sola palabra de lo que allí se decía dejaba de llegar a sus oídos. Pero aunque no hubiese sido así, no podía arriesgarme a confiar en ti. Mi plan no tenía demasiadas probabilidades de éxito, podéis creerme.</p> <p>De Jouvenel emergió flotando por la escotilla.</p> <p>Trató de asirse a un grueso barrote sin conseguirlo.</p> <p>—Están todos bien, Brabant — dijo, en posición invertida.</p> <p>—¡Entonces, vámonos de aquí! Quiero volver inmediatamente al <i>Explorer II...</i> antes de que suceda algo.</p> <p>Pacientemente, de Jouvenel repuso:</p> <p>—Pero no tenemos sus coordenadas.</p> <p>—Usted sí —dijo Brabant—. Usted es el oficial de derrota. Usted lo puso en órbita.</p> <p>—¡Pero... buen Dios, Brabant! ¿Cómo quiere que me acuerde...?</p> <p>—Póngase en trance, por favor. Sí, ahora mismo.</p> <p>El hombrecillo se tensó imperceptiblemente. Sus ojos no adquirieron un tono vidrioso, ni su cuerpo cayó melodramáticamente al suelo... ello tampoco hubiera ocurrido aunque no se hubiesen hallado en caída libre.</p> <p></p> <p>De Jouvenel frunció el ceño. Con mirada ausente, se asió a un extremo del asiento de Hibsen y se ancló en él. Estaba reflexionando.</p> <p>La pregunta era la siguiente: ¿Cuáles eran las coordenadas de la posición actual del <i>Explorer II</i>? Para responder a ella debía conocer su velocidad exacta y la distancia a que se hallaba del astro central en el momento de entrar en caída libre, así como las perturbaciones provocadas por Alfa y sus satélites, las perturbaciones más pequeñas y remotas producidas por otros cuerpos celestes que se encontrasen dentro de ciertos parámetros de masa y distancia. De Jouvenel no se veía capaz de resolver aquel arduo problema. Ni por asomo.</p> <p>Pero la mente subconsciente que dormía en lo más profundo de su cerebro halló la solución, aquella mente que lo archivaba todo sin olvidar el más pequeño detalle, el subconsciente aletargado que existe en todo ser humano. Aquella mente subconsciente recordaba hasta la última cifra de los números archivados y de los cálculos hechos... contaba incluso los latidos del corazón, medía los intervalos entre una puesta de sol y la siguiente, aunque su poseedor ni siquiera lo sospechase.</p> <p>En una palabra: era un calculador.</p> <p>De Jouvenel se debatía con el cuerpo en tensión y, de pronto, soltó una serie de coordenadas de rumbo. Para él, aquel experimento resultaba sorprendente. Su propia voz, sus propios labios respondían a la pregunta de Brabant sin que en ello interviniese para nada su voluntad. Le producía una sensación extrañísima; no se parecía a nada de lo que había experimentado previamente. Aquellos números no tenían el menor significado para él. Hubiera jurado, creyéndolo a pies juntillas, que había olvidado todos los datos y que aquellas cifras sólo obedecían a las leyes del azar.</p> <p>Pero una parte de su ser no había olvidado nada, y las cifras eran exactas. En manos de Hibsen, se convirtieron en un rumbo y de un modo suave y continuado, la nave apresada se puso en órbita en seguimiento de la nave nodriza.</p> <p>Menos de dos horas después, deceleraban suavemente, y el <i>Explorer II</i> y su remolque aparecieron en el vacío que se extendía ante ellos.</p> <p>Brabant oprimió la mano de Rae, que guardaba un sumiso silencio a su lado, y su mente entonó un cántico triunfal. Las incógnitas que había que despejar eran todavía innúmeras. ¿Qué hacían los hombres de Gor en Alfa Cuatro? ¿Era posible la paz o una tregua armada? ¿Cuáles eran sus objetivos al atacar la raza humana?</p> <p>Pero todas aquellas preguntas tenían su respuesta en algún lugar y en algún tiempo, y llevando a la Tierra una nave de Gor, armada con armas de aquella raza, se podrían seguramente resolver aquellos interrogantes. Se trataba únicamente de llevarla hasta allí. Si podían ganar velocidad, ninguna nave, de Gor o de donde fuese, podría alcanzarles. Y nada les impedía ganar velocidad. La pequeña nave de Gor que quedaba en Alfa Cuatro no podía hacerles daño, y en cuanto a Bes, estaba demasiado alejada.</p> <p>Rae Wensley le tomó cariñosamente el brazo y luego se enderezó.</p> <p>—¿Qué están haciendo, Howard?</p> <p>La joven miraba al <i>Explorer II</i>. Ante sus propios ojos, la larga y retorcida línea de remolque empezó a ponerse tirante; de la astronave brotaba un fino chorro violáceo por la popa.</p> <p>—¡Vaya! —dijo Brabant, riendo—. ¡Quieren tomar las de Villadiego!</p> <p>Vieron como los periscopios del <i>Explorer</i> se hallaban asestados hacia la nave de Gor. Les parecía ver la expresión ansiosa del comandante Serrell al observar aquella nave desconocida que se le venía encima.</p> <p>Con una leve sonrisa, Brabant dijo:</p> <p>—Oiga, Hibsen: asome su fea jeta por esa portilla y hágale señales. Póngase en lugar del comandante... después de hartarse de esperar, cuando finalmente aparece una nave, resulta que es de Gor. ¡El pobre hombre necesita que alguien le tranquilice! ¿No os parece, amigos?</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LA CIUDAD DE ENERGÍA</p></h3> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Daniel F. Galouye</p></h3> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo primero</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>A ciudad de energía era una enorme extensión de belleza radiante que dominaba la llanura como un millar de telones de vividas llamaradas. Contemplándola, Bruno se recogió la veste y empuñó con fuerza el cayado. El alba parecía apuntar, bañando con luz vívida su semblante. Pero era el resplandor producido por las grandes cortinas de energía de la Ciudad... sus cintas y agujas de energía, sus magníficas auras, rayos y centelleantes descargas... que proyectaban la sombra del joven sobre la selva de la que había surgido.</p> <p>Resueltamente, colocó su zurrón en posición más cómoda y prosiguió su camino hacia el holocausto de luz.</p> <p>—¿Adonde crees que vas, hijo mío?</p> <p>La voz, amplificada por su propia sorpresa, surgió atronadora de entre los árboles que tenía a sus espaldas.</p> <p>—No temas, muchacho.</p> <p>Y resonó una risa cascada.</p> <p>—No soy más que un viejo chiflado, incapaz de hacer daño a nadie.</p> <p>Volviéndose, Bruno observó como el desconocido se aproximaba. Su rostro era pequeño y arrugado y su cabeza calva se hallaba rodeada por una corona de pelo ceniciento. Los amplios pliegues de su ropaje ponían de relieve su vientre prominente y no conseguían ocultar sus pies polvorientos y calzados de sandalias.</p> <p>—¿Qué haces aquí? — le preguntó Bruno.</p> <p>—Me alejo de las luces brillantes.</p> <p>—¿Vives en la Ciudad?</p> <p>—Siempre he vivido en ella. Es una vida muy fácil, pero a veces resulta aburrida. Me llamo Everardo.</p> <p>El anciano se detuvo ante él y escrutó sus facciones.</p> <p>—Eres nuevo aquí, ¿verdad?</p> <p>—Soy Bruno, de uno de los clanes de la selva.</p> <p>Everardo rió, sujetándose la panza con las manos para evitar que temblase.</p> <p>—¿Vienes a gozar de los placeres de la Ciudad?</p> <p>—He venido para conocer a las esferas — dijo Bruno con sequedad.</p> <p>El rostro arrugado del anciano asumió diversas expresiones que terminaron en una amplia mueca que puso al descubierto sus desdentadas encías. Luego estalló en carcajadas.</p> <p>—¿Para conocer a las esferas? ¡Hijo mío, tienes aún mucho que aprender!</p> <p>—Ya sé que nadie ha conseguido llegar todavía hasta ellas. Pero ya va siendo hora de que esto ocurra, algún día.</p> <p>—¿Y tú pretendes aprender su lenguaje?</p> <p>La voz del anciano denotaba cierto sarcasmo bondadoso.</p> <p>—Ni siquiera nosotros, los que vivimos en las Ciudades con ellas... <i>casi bajo sus propios pies...</i> lo hemos conseguido hasta ahora. ¿Y tú, recién llegado del campo, vas a enseñarnos cómo hay que hacerlo?</p> <p>Indignado, Bruno dio media vuelta y siguió avanzando hacia las resplandecientes masas de energía pura.</p> <p>Everardo le siguió renqueando y tratando de darle alcance.</p> <p>—Por lo visto estás decidido a ello. Así me gusta, hijo mío — le dijo, burlón.</p> <p>—Basta, abuelo.</p> <p>Bruno empujó suavemente al anciano, poniéndole la mano en el pecho.</p> <p>—Sé perfectamente lo que hago.</p> <p>El viejo se rascó la cabeza.</p> <p>—No hay duda de que hablas en serio. ¿Has estado alguna vez en una Ciudad?</p> <p>Bruno movió negativamente la cabeza.</p> <p>—Tienen en ellas toda clase de campos de fuerzas y zonas de energía. Algunas son mortales de necesidad. Si tocas un globo de luz equivocado o te confundes de pared de energía, ya puedes darte por muerto.</p> <p>—¿Tú vives en la ciudad, no? — preguntó Bruno en son de reto.</p> <p>—Sí. Pero... ¿No comprendes? Mis padres me aleccionaron desde pequeño.</p> <p>Bruno puso los brazos en jarras y contempló de nuevo la Ciudad de Energía. Su mirada pasó a otro extremo de la llanura y, bajo los rayos del sol naciente, trató de hallar el emplazamiento de lo que antaño fuera una gran ciudad de los hombres. Medio oculta por los árboles y hundida en su propio polvo, apenas era más que un montón de ruinas multiseculares.</p> <p>Bruno tuvo que admitir que las palabras de advertencia que había pronunciado el anciano estaban llenas de prudencia, a pesar de su sarcasmo. Era un loco al creer que podría entrar en contacto con las esferas. Incluso las grandes mentes que gobernaban el mundo de los hombres centenares de años antes hablan fracasado en su intento por comunicarse con los extraterrestres. De lo contrario, hubieran conseguido salvar sus propias ciudades.</p> <p>—Nada, que me voy — dijo, resuelto.</p> <p>—¿No quieres quedarte aquí?</p> <p>—No.</p> <p>—En ese caso, te acompaño. Lo menos que puedo hacer es evitar que te maten en el primer momento.</p> <p>Ambos se dirigieron hacia la Ciudad.</p> <p>—¿Conoces a un tal Hulen? — preguntó Bruno a su acompañante.</p> <p>—¿Uno que pertenecía al clan de Spruce? ¿Un tipo alto y moreno que llegó aquí hará cosa de cinco años?</p> <p>—El mismo. Es mi primo.</p> <p>—Pues sí, le conozco.</p> <p>—¿Puedes llevarme a su presencia?</p> <p>—Con mucho gusto. Al menos podré dejarte a su cuidado y descargarme de esta responsabilidad.</p> <p>Una hora después, con el rostro de ambos bañado por el sol de la mañana, Everardo le hizo detenerse y tiró su cayado al suelo con ademán de indiferencia.</p> <p>—Esperaremos aquí — declaró.</p> <p>Bruno dirigió una mirada a los refulgentes telones, auras y escudos de luz de la Ciudad Inmaterial, que todavía se hallaba a algunos kilómetros.</p> <p>—¿Para qué?</p> <p>—Hay un medio más descansado de llegar allí. No hace falta que vayamos a pie.</p> <p>—Supongo que una de las esferas vendrá a buscarnos para llevarnos en hombros — dijo Bruno, zumbón.</p> <p>No obstante, su mirada seguía posada en la Ciudad, tratando de distinguir algún objeto material en aquella concentración de fuerzas visibles... las fuentes y lomas de energía radiante, los centelleantes halos geométricos, las sábanas de luz perezosa que flotaban de una aguja tenue a la contigua. Pero no distinguió ninguno. Y sin embargo no parecía extraña la ausencia de materiales sólidos en la Ciudad, puesto que sus habitantes, las brillantes esferas, eran también criaturas de energía pura, según se decía.</p> <p>Mientras miraba la maravillosa construcción levantada por los extraterrestres, un filamento de pálida energía verde surgió velozmente de una de las estructuras inferiores, describiendo un elegante arco. Haciéndose mayor a medida que se aproximaba, el extremo de la enorme proyección tubular se posó en el suelo apenas a unos metros de donde se hallaba Bruno.</p> <p>Girando sobre sus talones, éste inició la huida. Pero el anciano observaba sin la menor inquietud la transparente cascada de incansable energía pura.</p> <p>Por último Everardo retrocedió.</p> <p>—Prepárate, hijo mío. Dentro de un minuto tendremos que saltar.</p> <p>—¿Por qué? — preguntó Bruno con aprensión—. ¿Qué ocurre?</p> <p>Se oyó un silbido agudísimo cuando una forma que avanzaba con celeridad descendió por el tubo de energía, se detuvo y se dirigió al extremo del mismo.</p> <p>La enorme esfera, de una altura mayor que cuatro hombres, se cernía a pocos centímetros del suelo. Su superficie lisa y desprovista de rasgos distintivos irradiaba luz como el disco del sol poniente. Bruno tuvo la amedrentadora sensación de que, si bien aquel ser extraterrestre no poseía ojos, en cierto modo le estaba mirando.</p> <p>—¡Salta! — gritó Everardo, cogiéndole del brazo.</p> <p>En el mismo instante en que Bruno saltaba a un lado, el juego de fuerzas de la superficie de la esfera se reunió para formar una ardiente lanza de luz dentellada que golpeó el suelo, abrasándolo, en el mismo lugar donde un instante antes estaban los dos hombres.</p> <p>—¡No te detengas! —le ordenó el viejo—. La energía que lanza es rápida como el pensamiento. Pero sus reacciones no lo son. Si te mueves con la suficiente rapidez, nunca conseguirá alcanzarte.</p> <p>Bruno dio dos pasos adelante y cinco a la izquierda. Otro rayo fulminó el suelo, en el lugar donde había estado hacía unos segundos.</p> <p>—Pero... creía que ni siquiera se daban cuenta de nuestra presencia — tartamudeó.</p> <p>Everardo., que estaba a unos pasos de él, se dirigió hasta ponerse a su izquierda, dio media vuelta y se alejó corriendo en otra dirección. Así evitó fácilmente el tercer ataque.</p> <p>—¡Que no advierten nuestra presencia! ¡Ja, ja! Esto es ridículo. ¿Cómo crees que destruyeron todas las ciudades? Nos ven perfectamente. Pero nos consideran seres irracionales... alimañas.</p> <p>Bruno se descuidó un poco y estuvo a punto de resultar abrasado.</p> <p>—¡Muévete al azar! —le gritó Everardo, jadeando—. No repitas ningún movimiento anterior, o te achicharrarán. ¿Sigues con ganas de ir a la ciudad?</p> <p>—Pues no faltaba más — dijo Bruno, con terquedad.</p> <p>Entonces advirtió que la superficie de la esfera había perdido su revestimiento de hirviente energía.</p> <p></p> <p>—Sí, ahora podemos descansar —dijo Everardo—. Ya ha perdido interés por nosotros—.</p> <p>El anciano se metió corriendo bajo la sombra de la esfera, le dio la vuelta y, durante una fracción de segundo, le sacó la lengua mientras se ponía los pulgares detrás de las orejas y agitaba los dedos, mirando al enorme ser. Así consiguió que la esfera le asestase un último rayo de energía, antes de alejarse con indiferencia.</p> <p>—¿Y ahora, qué? — preguntó Bruno, recogiendo su zurrón y su cayado.</p> <p>—Fíjate en eso.</p> <p>Everardo le indicó un brillante punto de luz verde que resplandecía a cierta altura, a un centenar de metros hacia el sur.</p> <p>El punto fue aumentando de tamaño y Bruno vio como se convertía en una figura geométrica de múltiples facetas. A través de los planos transparentes de su superficie se distinguían diez o doce esferas brillantes de color amarillento. Aquella estructura de energía, que parecía una gema, se expandió hasta que su pared superior se cernió a docenas de metros sobre el suelo. La esfera solitaria se dirigió hacia ella para unirse con sus semejantes, los cuales salían flotando por el costado de la construcción.</p> <p>Bruno inició un movimiento de retroceso.</p> <p>—No hay nada que temer de momento, muchacho —le tranquilizó Everardo—. Van a estar demasiado ocupadas para apercibirse de nosotros.</p> <p>—¿De dónde proceden?</p> <p>—Con toda probabilidad, de otro mundo De un mundo que tal vez ni siquiera se halle en este universo.</p> <p>—¿Pero cómo llegaron aquí?</p> <p>—Pudiste verlo por ti mismo... de alguna nueva dimensión. Mi abuelo solía decir que probablemente venían de otro mundo situado en esta nueva dimensión y utilizaban la Tierra como una especie de estación de empalme.</p> <p>—¿Y él cómo lo supo?</p> <p>—Lo descubrió él mismo o se lo comunicó alguno de sus antepasados. — Everardo lo agarró por la muñeca y lo arrastró hacia el túnel de luz verde que se arqueaba como un puente hasta penetrar en la Ciudad. — Vamos a utilizar esto para el resto del viaje.</p> <p>—¿Tenemos que meternos <i>ahí</i>?</p> <p>Bruno se apartó del chorro de energía radiante de apariencia sólida, esforzándose al propio tiempo por no perder de vista a las esferas amarillentas.</p> <p>—Es mucho mejor que andar —le dijo el anciano—. ¿Quieres o no quieres que te lleve a Hulen?</p> <p>Bruno hizo un ademán nervioso para indicar a los extraterrestres.</p> <p>—¡Pero ésos también se van a meter en el tubo!</p> <p>—No se darán cuenta de nuestra presencia si nos mantenemos en el fondo. Además, les llevamos bastante ventaja. Yo siempre aprovecho las cascadas verdes cuando se me presenta la ocasión—. Everardo penetró por el extremo resplandeciente del túnel, arrastrando a Bruno consigo. — Ahora estáte tranquilo, hijo mío, y piensa en que quieres ir a la Ciudad y ver a tu primo.</p> <p>El tenue haz de fuerzas se cerró agradablemente en torno a Bruno como una manta de cálida y verde luz solar. De pronto todo el rayo de energía adquirió una vibración como si estuviese vivo, como si un millar de manos se materializasen surgiendo de la neblinosa substancia para empujarla en dirección a la Ciudad. Aquéllo era como deslizarse por un túnel interminable; el joven dejó de mantener su cuerpo en tensión y permitió que las fuerzas lo transportasen La superficie plana que tenía a sus pies parecía deslizarse en dirección contraria a una velocidad increíble.</p> <p>En un momento del viaje, empezó a dar tumbos mientras flotaba entre la aureola verde. Cuando se detenía un poco en su loco girar, observaba de reojo a Everardo. El anciano parecía disfrutar lo indecible con las volteretas que le obligaba a dar aquella dosis de energía.</p> <p>Pasaron junto a las estructuras exteriores de energía de la Ciudad... dejaron atrás espesos muros de luz radiante y de formas pseudo-arquitectónicas que brillaban cegadoramente y que, según le pareció a Bruno, debían de tener un vago parecido con ciertas construcciones de las antiguas ciudades humanas, sepultadas desde hacía milenios.</p> <p>Describieron una curva al caer junto a una gran catarata de pura energía roja que parecía brotar de la nada y luego el túnel se arqueó hasta alcanzar lo que parecía ser el nivel del suelo... una alfombra que brillaba suavemente y parecía estar formada por polvo estelar de un rosado pálido. De vez en cuando pasaba una esfera flotando majestuosamente, saliendo de una pared de brillante azul o desapareciendo por ella para perderse en la nada.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo II</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L haz de energía en movimiento se curvaba entre dos macizos monolitos de blancura deslumbradora y serpenteaba entre una serie de enormes y cegadores cúmulos azules de energía radiante.</p> <p>—Nos apearemos más adelante. — Everardo extendió ambos brazos para evitar seguir dando volteretas. — Piensa que quieres pararte.</p> <p>Como perdigones en una cerbatana, las esferas de la llanura les daban alcance rápidamente. La primera de ellas les asestó una lanzada de luz crepitante que produjo una temblorosa vibración en todo el tubo, pero que cayó corta.</p> <p>—¡Nos han visto! — gritó Bruno, consiguiendo detenerse junto al viejo.</p> <p>—Efectivamente.</p> <p>—¡Pero darán la alarma a toda la Ciudad!</p> <p>Everardo rió en son de mofa.</p> <p>—Por lo visto te imaginas ser alguien. Cuando estabas en tu aldea, ¿llamarías a todo el clan para que te ayudasen a perseguir a un par de cucarachas que habías encontrado en mitad del arroyo?</p> <p>—¿Es que para ellos somos cucarachas?</p> <p>—Algo muy parecido —dijo el viejo, casi con jactancia—. Incluso nos ponen trampas de vez en cuando. Y alguna que otra vez hacen una limpieza general. Pero nosotros no somos tan tontos, y sabemos lo que hay que hacer. En el peor de los casos, matan sólo a unos cuantos.</p> <p>En el túnel brilló otro rayo, que esta vez cayó más cerca antes de deshacerse en millares de chispas que fueron inmediatamente absorbidas por el halo verde del tubo.</p> <p>—Por aquí — dijo Everardo, zambulléndose a través de un lado del tubo.</p> <p>Su cuerpo completamente relajado cayó tal vez unos treinta metros antes de chocar con la pared inclinada de uno de los montículos de un azul cegador. Rebotó dos veces, desapareciendo casi por completo en la suave capa de energía, blanda como un colchón de plumas, hasta deslizarse quince metros más abajo por su superficie.</p> <p>Con cierta aprensión, Bruno introdujo el brazo por la pared del túnel. Otro rayo que le asestaron las esferas, cada vez más próximas, terminó con sus vacilaciones y se zambulló a su vez, cayendo hacia el mismo montículo sobre el que había rebotado Everardo.</p> <p>No pudo contener un grito involuntario de ronco temor durante aquella caída vertiginosa. Luego notó el suave impacto de su cuerpo contra el cojín de energía y continuó deslizándose por la pendiente. Era como si un millar de manos solícitas se materializasen para sujetarlo por brazos y piernas, pasándolo de un lado a otro, hasta que alcanzó el nivel del suelo.</p> <p>Everardo le ayudó a ponerse en pie. Permaneció mirando indeciso la capa ondulante de energía rosada superficial, que parecía rielar en torno a sus tobillos. Mirando a su alrededor, pasó revista a los montículos de energía, dispuestos caprichosamente y que se extendían en todas direcciones, como madrigueras de ratas en una ciénaga.</p> <p>—Buenos días, Everardo —dijo una voz ahogada—. ¿Ya has vuelto?</p> <p>El custodio voluntario de Bruno se volvió para responder en dirección a la tenue pared azul que tenían detrás.</p> <p>—Buenos días, Matt. ¿Cómo está la señora? Supongo que no la hemos asustado al caer.</p> <p>Bruno distinguió la silueta del hombre que les había saludado con voz risueña. Parecía como si estuviese embutido en la substancia translúcida de la pared. Pero ello no parecía importarle en absoluto.</p> <p>—No nos tocasteis —dijo el llamado Matt, con una carcajada—. Pero probablemente habéis provocado un ataque de nervios a nuestra vieja amiga Doña Burbuja... suponiendo que tenga nervios.</p> <p>Más confusamente, Bruno vio a la enorme esfera desplazándose más allá de donde estaba su interlocutor, en un lugar al parecer desprovisto de energía dentro del montículo inmaterial. El compartimiento parecía estar amueblado con una fantástica diversidad de objetos de energía de extrañas formas y tamaños.</p> <p>Everardo no pudo contener una sonrisa.</p> <p>—No me sorprendería que Doña Burbuja se dedicase a ponernos más trampas desde este momento. Te presento a Bruno, del clan Spruce. Le he traído desde el bosque.</p> <p>—¿Spruce? ¿Spruce? — dijo Matt, rumiando aquel nombre.</p> <p>—Sí, hombre. Es primo de Hulen. Tú ya conoces a Hulen.</p> <p>Sonriendo, el llamado Matt asomó la cabeza por el rutilante material azul de la pared.</p> <p>—Le conozco tan bien, que te digo que debieras haberle traído una mujer en lugar de un primo. Necesita una que lo meta en cintura. Hola, Bruno.</p> <p>—Hola, Matt —repuso Bruno con un hilo de voz.— ¿Tú... tú vives ahí dentro con esa esfera?</p> <p>—¿Pues dónde si no?</p> <p>—Bruno todavía está verde —dijo Everardo, con una sonrisa teatral.— A pesar de eso, se propone enseñarnos cómo debemos comunicarnos con las esferas.</p> <p>Matt soltó una risita.</p> <p>—¿De veras? Dale recuerdos a Hulen.</p> <p>Tomando a Bruno del brazo, Everardo dijo:</p> <p>—Vámonos. No es lejos de aquí.</p> <p>Bruno trató de andar, pero cayó de bruces al no poder levantar los pies de la radiante alfombra rosada de energía elástica.</p> <p>—No andes... <i>piensa</i> —le explicó Everardo pacientemente—. La energía se ocupará de lo demás.</p> <p>Con el corazón en un puño, Bruno observó cómo el viejo se deslizaba hacia adelante sin mover los pies, cuando la alfombra se levantó bajo sus talones y avanzó en una inclinación regular ante las puntas de sus sandalias. Entonces, antes de que pudiese darse cuenta, él también se estaba deslizando.</p> <p>—Es dos o tres casas más allá — le dijo Everardo para animarlo.</p> <p>—¿Eso son... <i>casas</i>?</p> <p>—¿No ves que viven en ellas las burbujas?</p> <p>Bruno se dio cuenta entonces de la presencia de varias formas esféricas a través de las paredes transparentes de los montículos, de forma vagamente cuadrada.</p> <p>—¿Y las personas viven ahí con ellas?</p> <p>Everardo sonrió con desdén ante su grosera ignorancia y su craso desconocimiento de las cosas más elementales.</p> <p>—Tienes mucho que aprender, hijo mío.</p> <p>—¿Cuántas personas viven en la Ciudad?</p> <p>—Varios millares. Este lugar está rebosante de seres humanos. No creo que tarden mucho en hacer una limpieza general y... ¡Cuidado!</p> <p>Everardo cruzó ambas manos en la espalda de Bruno y le dio un enérgico empellón. Bruno cayó hacia adelante, patinando por la superficie y adquiriendo impulso gracias a la servicial onda que levantó la alfombra.</p> <p>Sólo comprendió el motivo de la violenta acción del viejo cuando el rayo de energía ardiente hubo partido. Mientras daba la vuelta al montículo más próximo, con Everardo a su lado, miró hacia atrás y vio a la esfera que había intentado fulminarle saliendo pausadamente de una de aquellas estructuras. El rayo había fundido la energía que encontró a su paso, revelando la áspera tierra del llano.</p> <p></p> <p>Cuando se hallaron en seguridad tras el montículo, Everardo le ayudó nuevamente a ponerse en pie. —Tienes que estar ojo avizor, hijo mío, si quieres salvar el pellejo.</p> <p>Temblando como un azogado, Bruno iba a apoyarse en la pared.</p> <p>—¡No, no! — gritó el anciano, apartándolo bruscamente del muro—. ¡Mira!</p> <p>Con el extremo de su cayado, tocó la pared de energía en la que Bruno casi había apoyado el hombro. Contrastando con el radiante color azul del resto del montículo, aquella sección, pequeña y de forma más o menos circular, era de un rojo centelleante. Al tocarla, la punta del cayado, en una longitud de más de un palmo, se desintegró en medio de una lluvia de crepitantes chispas.</p> <p>—Lección número uno de supervivencia — dijo Everardo, ceñudo. — No tocar paredes de energía roja. Peligro de muerte.</p> <p>El anciano avanzó unos tres metros siguiendo la pared y de pronto se metió por ella, desapareciendo en el suave resplandor azul como el alma del Comendador. Bruno le imitó.</p> <p></p> <p>En el interior, notó sobre su cara y sus brazos el agradable calorcillo de la energía, que parecía cosquillearle y hacía correr un millar de agradables sensaciones por su epidermis. Esperando que de un momento a otro la energía aglutinada impidiese sus movimientos, siguió avanzando, para recorrer tal vez unos tres metros con los brazos tendidos para evitar chocar contra algo.</p> <p>Súbitamente se encontró al otro lado de la pared y en uno de los compartimientos interiores, casi cara a cara con una inmensa burbuja. La superficie de la esfera asumió inmediatamente la colérica apariencia de un hirviente sol amarillo.</p> <p>Sin embargo, antes de que lanzase la descarga, salió del muro el brazo de Everardo, el cual tiró de Bruno, metiéndolo de nuevo en la estructura energética.</p> <p>—¡Me estás resultando un problema, amiguito! —dijo el viejo, moviendo preocupado la cabeza—. ¡Mantente pegado a mis talones, cáspita!</p> <p>Mientras proseguían su camino por el interior del muro, Bruno vio como el amenazador fuego que se había extendido por toda la superficie de la esfera se aplacaba. Al parecer las paredes de energía del edificio eran sólidas para las esferas, pero completamente inmateriales para los seres humanos que compartían los montículos con ellas.</p> <p>Pero le pareció que aquella observación no era exactamente correcta.</p> <p>Así es que preguntó:</p> <p>—¿Por qué nosotros podemos movernos por esta substancia azul como si no existiese, pero en cambio fue lo bastante sólida para detener nuestra caída del tubo?</p> <p>—La energía se pliega a todos nuestros deseos... dentro de ciertos límites, por supuesto.</p> <p>Bruno asintió, pensativo.</p> <p>—Nosotros pensamos que sea lo bastante dura para detener nuestra caída, y así es. ¿No es esto lo que quieres decir? Decidimos que queremos atravesarla, y ella se hace tan fina como el aire. ¿No es eso?</p> <p>—Exactamente.</p> <p>—¿Y se pliega también a los deseos de las esferas?</p> <p>Everardo continuó avanzando por el interior del muro curvado.</p> <p>—Sí. Al menos parte de ella. Nunca he visto que hagan nada con la energía azul. Pero pueden hacer que la energía rosada y la verde las transporten adonde quieren, lo mismo que nosotros hacemos.</p> <p>—¿Ya te has dado cuenta de lo que esto significa?</p> <p>Bruno sujetó al viejo por el brazo y le obligó a volverse.</p> <p>—No.</p> <p>—¡Nuestra manera de pensar no puede ser muy distinta a la suya! Pensamos cosas diferentes, desde luego, pero...</p> <p>—Mira, hijo mío — dijo Everardo con irritación. — Durante cientos de años hemos estado tratando de averiguar cómo piensan, para poder establecer contacto con ellas. Todo el mundo menos tú sabe que esto es imposible...</p> <p>—Toda esta energía... ¿Qué la mantiene? ¿De dónde proviene?</p> <p>El anciano extendió ambas manos con aire desolado.</p> <p>Luego, mirando a Bruno, preguntó:</p> <p>—¿Cómo voy a saberlo? ¿Oíste hablar alguna vez de un <i>airiplano</i>?</p> <p>—¿Una máquina capaz de volar? — preguntó Bruno, que conocía aquella leyenda.</p> <p>—Eso mismo. Bien. ¿Te figuras que las cucarachas de tu pueblo podrían entender lo que mantenía en el aire a esas máquinas? ¿Y tú, crees poder entender lo que es todo esto?</p> <p>Encontraron a Hulen en lo que Bruno supuso que era la pared exterior del fondo del montículo. Habían llegado a una zona en que la energía poseía una negrura impenetrable, pero Everardo agitó la mano con gesto de disgusto y el resplandor azul se extendió instantáneamente a la región sombría.</p> <p>Exactamente frente a ellos se alzaba una loma de energía que parecía estar formada por una proyección de la superficie sonrosada. En la cresta de la elevación había un hueco en forma de cuna y en él se hallaba tendido un hombre dormido.</p> <p>Bruno reconoció a su primo y se deslizó rápidamente hacia él sobre la alfombra ondulante.</p> <p>—¡Hulen!</p> <p>El durmiente, un hombre recio y de semblante rubicundo y satisfecho, se agitó ligeramente, murmurando:</p> <p>—Dejadme en paz.</p> <p>La negrura se los tragó.</p> <p>Pero la luz volvió cuando Everardo se acercó a la base de la suave elevación.</p> <p>—¡Despierta, Hulen!</p> <p>El interpelado se volvió, abrió los ojos sin ver a nadie e inmediatamente se hundió de nuevo en las tinieblas.</p> <p>Esta vez fue Bruno quien alejó con el pensamiento la noche artificial con que se envolvía Hulen.</p> <p>—Le voy a cantar las cuarenta — rezongó Everardo, contemplando la cómoda eminencia que hacía las veces de lecho para Hulen. La elevación empezó a fundirse y disminuir de altura, bajando al propio tiempo sobre la alfombra rosada. El primo de Bruno quedó depositado sobre ella, tendido de costado.</p> <p>Por último Hulen se despertó, dio un bostezo, vio a Everardo y preguntó:</p> <p>—¿Traes mi ropaje nuevo?</p> <p>—Aun no estaba terminado. Lo traeré la próxima vez que salga.</p> <p>Hulen se sentó, rascándose la cabeza.</p> <p>—¿Qué tratas de conseguir, anciano? Te di dos bolas de energía para comer con el fin de que las ofrecieses a los habitantes del bosque a cambio de un ropaje nuevo, y vuelves con las manos vacías...</p> <p>—Te he traído una visita — le atajó Everardo, indicando a Bruno, que permanecía fuera del campo de visión de su primo.</p> <p>Hulen miró a su alrededor, frunciendo momentáneamente el ceño. Luego su semblante se iluminó con una sonrisa cuando reconoció a Bruno. Levantándose de un salto, puso ambas manos en los hombros del joven.</p> <p>—¡Nunca me hubiera imaginado que fueses capaz de venir! ¡Bienvenido a esta vida regalada!</p> <p>Bruno le devolvió el abrazo especial del clan Spruce.</p> <p>—No he venido aquí para entregarme a la buena vida — repuso escuetamente.</p> <p>—¡No! ¡No me digas que tú también eres de ésos!</p> <p>Hulen miró afligido a Everardo.</p> <p>—Lo es. Quiere hacerse amigo de las burbujas. Yo traté de quitárselo de la cabeza, pero...</p> <p>Everardo completó la frase con un gesto de resignación.</p> <p>Hulen dio un codazo a Bruno.</p> <p>—Pronto te quitaremos esas ideas. Espera a ver lo bien que se vive aquí. Conozco a un par de chicas de categoría... del <i>clan Elm</i>. Ya habrás conocido a otras de esa clase antes de ahora, ¿verdad?</p> <p>Bruno sonrió distraídamente mientras el codo de Hulen se le clavaba en las costillas.</p> <p>—Es muy buena idea — dijo Everardo—. Tú vigílale, Hulen. Es un patoso de nacimiento. Ha estado media docena de veces a punto de morir abrasado, desde que le encontré esta mañana.</p> <p>El anciano se deslizó a través de la pared para dirigirse hacia otra estructura de energía situada al otro lado. Y Bruno comprendió, al ver como se iba aquella figura cubierta de un amplio ropaje, que su mirada alcanzaba hasta el <i>exterior</i> del montículo por primera vez desde que entró en él. La superficie exterior del muro, como la interior, era evidentemente opaca mientras él no sintiese deseos de atravesarla con la mirada.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo III</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">B</style>RUNO y Hulen guardaron silencio, dominados por cierto embarazo, sin que ninguno de ambos supiese de momento qué decir.</p> <p>—¿Cómo estáis todos? — se decidió finalmente a preguntar Hulen.</p> <p>—Muy bien —repuso Bruno, y pensó que podría añadir—: Estupendamente.</p> <p>—¿Todavía sigue siendo jefe el viejo Cedric?</p> <p>—Pues... yo diría que sí. Apenas se mueve desde que hace un par de años vino una esfera y casi lo dejó seco.</p> <p>—¿Qué pasó?</p> <p>—Encontró un viejo... creo que él lo llamaba un generador, con instrucciones para hacerlo funcionar. Con él encontró dos botellitas de cristal que al parecer tenían que encenderse.</p> <p>—¿Ah, sí?</p> <p>El tono de Hulen era zumbón, y contenía a duras penas la risa.</p> <p>—Pues consiguió ponerlo en marcha dándole a una manivela y durante una noche en su choza fue pleno día.</p> <p>—¿Y después?</p> <p>—La esfera llegó en uno de esos túneles verdes y, ¡Bum!, la choza saltó por los aires. Cuando aquello ocurrió. Cedric estaba fuera, pero a pesar de eso la explosión le chamuscó la barba y el cabello.</p> <p>Hulen rió hasta saltársele las lágrimas.</p> <p>—¡Es lo que hacen siempre! No pueden soportar nada que origine eso que llaman electricidad. Por eso hicieron pedazos todas las antiguas ciudades. Las ciudades de los hombres estaban llenas de cosas eléctricas.</p> <p>—Ahora. Cedric sufre ataques cuando alguien trata de desenterrar algo de las ruinas que existen por allí.</p> <p>—Lo comprendo perfectamente, y no hay por qué censurarle.</p> <p></p> <p>Hulen miró hacia atrás y una sección de la alfombra rosada se levantó y empezó a crecer como una enorme seta Cuando alcanzó la altura necesaria y la rigidez suficiente, tomó asiento en ella, acomodándose a sus anchas. Luego señaló detrás de Bruno, y éste vio que surgía una seta parecida. Aquel asiento improvisado, según comprobó Bruno, era incluso más mullido de lo que parecía a primera vista.</p> <p>—Tienes que aprender a hacer esas cosas por ti mismo —le dijo Hulen, para añadir—: Ahora, en serio: en cuanto a eso de entrar en contacto con las burbujas... al principio yo también tuve la misma idea. Por eso dejé el clan y me vine aquí. Me proponía decirles: «Escuchad, esferas: somos seres dignos e inteligentes. No podéis apoderaros de la Tierra como si en toda ella no hubiese ni un gramo de materia gris.»</p> <p>—Y por lo visto, desististe de tu empeño cuando viste que no podías comunicarte con ella, ¿no es cierto?</p> <p>Hulen sonrió.</p> <p>—Tuve que sentar la cabeza, primo. ¿Es que puede haber algo mejor que esto?</p> <p>Con la mano extendida, abarcó todos los maravillosos efectos de la Ciudad de Energía. Por donde pasaba la mano, la superficie exterior de la pared que ésta señalaba se hacía transparente, mostrando en toda su magnificencia el incomparable panorama de la Ciudad y sus extraordinarios edificios.</p> <p>Bruno se puso en pie de un salto.</p> <p>—¿Qué es eso? — preguntó con ansiedad, señalando al exterior.</p> <p>Miles de revoloteantes cintas plateadas se extendían hacia lo alto, surgiendo de todas las estructuras inmateriales, como si pretendiesen alcanzar el sol de mediodía.</p> <p>Hulen se rió ante la alarma del muchacho pueblerino.</p> <p>—No te asustes. Observa.</p> <p></p> <p>Las cintas parecían extraer algo de los rayos solares... gotitas de pura energía amarilla que se formaban a lo largo de las cintas y rodaban lentamente por ellas hasta hundirse en la substancia energética que formaban las construcciones. Las gotas se unían poco a poco, para formar bolas cada vez mayores que terminaban por hundirse en las paredes.</p> <p>Bruno limitó su visión, excluyendo de su campo visual la escena que se desarrollaba en el exterior, para dedicarse a seguir el camino que trazaban las bolas a través de los muros de su propio montículo. Sin dejar de aumentar de tamaño, éstas continuaron su progresión hasta quedar empotradas en la superficie interior de las paredes, asomando como protuberancias en las estancias de los seres terrestres.</p> <p>Una bola pasó flotando muy cerca de la cabeza de Bruno y éste se inclinó para esquivarla, Pero Hulen se limitó a reírse y la pescó en el aire. Tendiéndola a su primo, capturó otra para él.</p> <p>Bruno tomó cautelosamente en sus manos el brillante globo amarillo, notando vivamente una sensación intensa en las palmas de las manos y en los dedos. Era una sensación apaciguadora y agradable de plenitud y satisfacción, que ascendía por sus brazos y penetraba en sus hombros mientras la bola, del tamaño de una uva, empezaba a encogerse.</p> <p>Estupefacto, sostuvo la bolita con una mano y se llevó la otra a la cara, con gesto de incredulidad. Y donde sus dedos rozaron sus labios, percibió el sabor compuesto de todas las buenas cosas que había comido en su vida, de los mejores vinos del clan Grape que había bebido.</p> <p></p> <p>—¿Qué son? — preguntó.</p> <p>—Bolas de energía para comer — explicó Hulen, amasando vigorosamente la bolita entre sus manos. Esta disminuía a ojos vistas. Por último, se llevó lo que quedaba a la boca—. No es necesario comerlas, pero así aún saben mejor.</p> <p>Bruno recordó que hasta aquel momento había tenido hambre y sed. En cambio, a la sazón experimentaba una gran sensación de bienestar.</p> <p>—Nuestra amiga doña Burbuja también va a por ellas — dijo Hulen, indicando con indiferencia a la esfera con un gesto del pulgar.</p> <p>Cuando Bruno levantó la mirada, la superficie interior de la pared se había hecho transparente y, en la estancia contigua, una esfera de seis metros de diámetro derivaba lentamente, absorbiendo todas las bolas de energía con las que entraba en contacto.</p> <p>La vista del enorme ser le recordó el propósito que le había llevado allí y se deslizó sobre la alfombra rosada en dirección a la estancia.</p> <p>Pero su primo Hulen corrió rápidamente a cerrarle el paso.</p> <p>—¿Adonde diablos vas?</p> <p>—Vine aquí para comunicarme con ellas. Lo mismo da ésta que otra para empezar.</p> <p>Hulen le rodeó los hombros con un brazo.</p> <p>—Has hecho un largo viaje y en poco tiempo has visto muchas cosas. ¿Por qué antes no descansas un poco?</p> <p>Una rosada eminencia se levantó del suelo, para formar una acogedora depresión en su cumbre. Bruno tuvo que reconocer que era una idea excelente. La verdad, se sentía cansado. Sin darle tiempo a pensarlo, una oleada de fuerza radiante se levantó a su espalda, le hizo ascender a la mullida rampa y lo depositó en aquel etéreo lecho.</p> <p></p> <p>Le despertó el sonido de alegres voces. Apoyándose en un codo, Bruno se incorporó. Mirando hacia abajo, vio a Hulen sentado en una mesa que tenía forma de seta y que había surgido del suelo resplandeciente. Frente a él se sentaban dos muchachas, cuyas risas cristalinas resonaban en la cavidad del interior de los muros.</p> <p>Hulen miró hacia abajo y una sección de la alfombra de apariencia compacta se enrolló, descubriendo un pequeño compartimiento situado bajo la superficie del suelo y que contenía varias bolas de energía para comer. Tendiendo una a cada muchacha, levantó luego una tercera sobre su rostro, vuelto boca arriba, y la exprimió como una uva. Un líquido marrón se escurrió al interior de su boca abierta.</p> <p>Al ver a su primo, se levantó.</p> <p>—Baja —le dijo con gesto invitador—. Ven a hacemos compañía.</p> <p>Cuando vio que Bruno vacilaba, hizo que la eminencia que lo sostenía se hundiese rápidamente. El joven manoteaba con frenesí, viendo subir el suelo hacia él. La risa argentina de las muchachas se mezclaba con las carcajadas homéricas de Hulen.</p> <p>Tirando una de las bolas de comida a Bruno, dijo:</p> <p>—En tu vida has bebido una cosa tan buena. He pasado toda la tarde concentrándome para infundirle el gusto del clarete.</p> <p>Bruno levantó la bola, la exprimió y bebió el líquido que rezumaba. Era delicioso.</p> <p>Hulen se acercó a él y le dio unas palmadas en la espalda.</p> <p>—¿Ves lo que quería decir al hablar de la vida regalada?</p> <p>E hizo un guiño a las muchachas.</p> <p>Las dos eran rubias... característica general del clan Elm, según recordó Bruno. Ambas eran muy agraciadas, y su silueta se veía realzada por sus túnicas cortas y sin mangas y sus anchos y apretados cinturones. Tal vez algo metiditas en carnes, pero no lo bastante para que después de un par de meses en una aldea de la selva no adquiriesen una figura grácil y esbelta.</p> <p>—Bruno, te presento a Lea y Sal. Chicas, éste <strong>es</strong> mi primo Bruno. Será un ciudadano bastante aceptable tan pronto como se limpie la paja que aún lleva en el cabello.</p> <p>Ambas muchachas rieron complacidas. La risa de Sal, empero, era menos exuberante, no tan burlona y manifestaba algo más de simpatía que la de Lea. Además, Sal le miraba con una expresión de preocupado interés, que contrastaba con la expresión risueña y divertida de su compañera. Le fue inmediatamente más simpática y decidió sentarse a su lado. Este arreglo también pareció ser del agrado de Hulen. Saltaba a la vista que prefería a las chicas alegres, como Lea parecía ser.</p> <p>—Hulen dice que piensas entrar en contacto con las esferas — dijo Lea, con tono ligeramente irónico.</p> <p>Bruno se limitó a asentir.</p> <p>—No será nada fácil — observó Sal con seriedad.</p> <p>Hulen volvió a darle una palmada en el hombro.</p> <p>—Me ayudaréis a quitarle esas ideas de la cabeza, ¿verdad, chicas? Con unos cuantos días de buena vida, esto se le olvidará.</p> <p></p> <p>Lea inclinó el busto sobre la mesa.</p> <p>—En tu vida lo habrás pasado mejor, gordi... — Al parecer iba a llamarle gordito, pero cambió de idea al observar sus brazos delgados y musculosos—. En tu vida lo habrás pasado mejor, chico.</p> <p>Bruno se dijo que «gordito» debía de ser sin duda una expresión muy adecuada para designar a un habitante de la Ciudad de Energía. La vida fácil, junto con la completa ausencia de esfuerzo, debía fomentar grandemente la producción de tejido adiposo.</p> <p>—No te precipites, Bruno — le dijo Sal, poniéndole la mano en el antebrazo—. Mantén los ojos abiertos y observa. Aprende todo lo que puedas antes de andar por tu cuenta. A las pocas semanas, ya sabrás lo bastante para saber qué es lo que te conviene.</p> <p>Además, aquella chica era muy joven, pensó Bruno..., mucho más joven que la otra muchacha del clan Elm. Tuvo la impresión de que no llevaba mucho tiempo en la Ciudad. Sus modales no eran tan desenvueltos como los de las personas que había conocido hasta entonces.</p> <p>—Ya cambiarás de opinión, primito —le prometió Hulen jovialmente—. Cuando terminemos de enseñarte lo hermosa que puede ser la vida, pedirás a Dios que nadie consiga entrar nunca en contacto con las esferas para obligarlas a volver de donde vinieron.</p> <p>Sal clavó su mirada en la superficie de la mesa rosada y una proyección de energía brotó de ella, para adquirir la forma de una copa. Ella exprimió la bola alimenticia sobre el recipiente, llenándola hasta el borde.</p> <p>Hulen echó de nuevo la cabeza hacia atrás y estrujó el resto de su bola, sacando de ella un último chorro de vino. Hizo que se enrollase la carpeta con una breve mirada, y sonrió al ver que el escondrijo estaba ya vacío totalmente, pues la última de las bolas fue para su primo.</p> <p>—Tendré que atrapar algunas más — dijo con disgusto.</p> <p>Precisamente Bruno estaba mirando entonces algunos de los áureos globos dorados. De una manera que le pareció muy curiosa, había conseguido que su vista penetrase en la estancia interior de la burbuja, en la que distinguió un racimo de bolas empotradas en la pared.</p> <p>—Voy a por ellas — dijo lleno de confianza, dejando que el suelo ondulante le hiciese atravesar la superficie interior de la pared y le transportase a la enorme estancia. Poniéndose de puntillas, trató de alcanzar las bolas alimenticias.</p> <p>Pero una silueta se zambulló por la pared y él se volvió a medias, a tiempo de ver el hombro de Sal que chocaba contra su estómago. El golpe le quitó la respiración, retrocedió tambaleándose por el compartimiento y se cayó mientras la alfombra se elevaba para amortiguar su caída.</p> <p>Sal, que también había perdido el equilibrio, cayó sobre él.</p> <p>—¡Es una trampa, Bruno! ¡No la toques!</p> <p>Hulen y Lea se hallaban también en la estancia.</p> <p>—Este chico está hecho un memo — dijo ella con desdén.</p> <p>—Ten cuidado, primo Bruno —le amonestó Hulen—, si quieres aprender la lección segunda para la supervivencia.</p> <p>Formando una bola rosada con el material del suelo, lo arrojó hacia el racimo de bolas alimenticias.</p> <p>Mientras la bolita se dirigía hacia el blanco, Bruno advirtió la diminuta mancha de radiación roja, casi oculta totalmente por los globos. La bola chocó contra la esferita inferior y el glóbulo carmesí oculto explotó con una llamarada cegadora que se extendió hasta la mitad de la estancia antes de extinguirse.</p> <p>—Bruno —le dijo Sal pacientemente, dejando que el suelo se hinchase bajo su espalda y la levantase hasta ponerla en pie—, tienes que tener más cuidado. Si andas por ahí tocándolo todo, no vivirás por mucho tiempo en la Ciudad.</p> <p>A Bruno le pareció que lo decía con algo más que un interés normal y corriente por su supervivencia. Sin embargo, le causaba embarazo verse objeto de censuras por parte de alguien del sexo opuesto.</p> <p>Se dispuso a levantarse e inmediatamente dos proyecciones de energía le ayudaron a incorporarse, introduciéndose como unas muletas bajo sus sobacos y elevándole ininterrumpidamente hasta que estuvo de pie. Con cierta cólera, apartó aquellas muletas y caminó por sus propios medios.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo IV</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style>QUEL suceso, que podía haber terminado en desastre, no sólo les aguó la fiesta, sino que también hizo que se aplazase la visita nocturna a la Ciudad que, en palabras de Sal, hubiera «puesto de relieve» la maravillosa belleza de las luces de energía.</p> <p>Aunque lo sucedido había hecho que se tambaleasen la determinación y la confianza de Bruno, a la mañana siguiente volvía a sentirse animado por el mismo propósito de entrar en comunicación con las esferas. Se disponía a pedir la opinión de su primo Hulen acerca del asunto, cuando Everardo entró deslizándose después de atravesar la pared como un alma en pena.</p> <p>—Buenos días, amigos—. El viejo se alisó los pliegues de la toga y miró a Bruno con aire irónico—. Acabo de enterarme de que ayer te salvaste por los pelos. ¿Es que todavía no has aprendido nada?</p> <p>Hulen soltó una carcajada.</p> <p>—Anoche aprendió una enormidad, ¿no es verdad, primito?</p> <p>Bruno apartó la mirada con desazón.</p> <p>—No te pongas así, hombre —le dijo Hulen, campechano—. A mí me ocurrió poco más o menos lo mismo cuando llegué aquí.</p> <p>—Eso es general — tuvo que admitir Everardo a regañadientes—. Pero esta vida vale esto y mucho más.</p> <p>Hulen hizo surgir tres escabeles del material energético que formaba el piso y tomó asiento frente a su pariente.</p> <p>—Atiende: voy a decirte algunas reglas primordiales: el material rosado, como el verde y el azul, es de toda confianza. Huye del rojo como de la peste; peligro de muerte. Lo de color violeta te dará una sacudida espantosa, pero por lo general no mata.</p> <p>—Ten cuidado también con lo de color naranja —añadió el anciano, metiendo una mano entre sus ropas—. Te propinará una sacudida terrible y...</p> <p>Con gesto muy gráfico, hizo ademán de rebanarse el pescuezo.</p> <p>Continuando la búsqueda que había iniciado entre sus ropas, sacó tres bolas alimenticias de un bolsillo interior y ofreció dos de ellas a sus amigos.</p> <p>—Como supuse que estaríais sin provisiones, me traje un poco de desayuno.</p> <p>Bruno masticó con avidez el brillante globo dorado, resuelto a que esta vez no se le fundiese entre las manos. Su sabor le recordó de manera extraña el de los huevos con tocino, las galletas calientes con mantequilla y una leche riquísima, todo mezclado. Luego notó cómo aquel sabor compuesto se esparcía por todo su cuerpo.</p> <p>A su pesar tuvo que admitir que, indudablemente, aquella era la vida ideal por muchos respectos. La temperatura era constante y siempre perfecta (se preguntó hasta qué punto el mando mental regulaba aquel bienestar) y la ropa nunca parecía ensuciarse. Media hora antes, Hulen le había demostrado como mediante una adecuada concentración la superficie exterior del montículo podía volverse fría como el hielo, y cómo podía conducirse al interior el agua que se condensaba sobre el mismo, haciéndola pasar por un canal adecuado.</p> <p>Ciertamente, era la mejor de las vidas, y el único ejercicio que requería eran las maniobras defensivas que había que hacer cuando se avecinaba una esfera. Y se dio cuenta de que las situaciones peligrosas que podían presentarse podían salvarse fácilmente, con un poco más de cautela de la que era moneda corriente en la selva.</p> <p>Bruno miró en torno, extendiendo su visión más allá de la superficie interior del muro. En la estancia contigua se hallaba una esfera. Se puso a observarla y vio como se deslizaba hacia un cubo de energía anaranjada. La esfera pareció sorber el color del objeto. Cuando sólo quedó de éste una forma gris, el enorme ser se apartó del cubo y flotó hacia el centro del compartimiento, deteniéndose junto a una fuente que lanzaba deslumbradoras chispas blancas. El color anaranjado que había pertenecido al cubo abandonó la superficie de la esfera para pasar a formar parte de la fuente.</p> <p>La finalidad de aquella operación —¿o sería un ritual?— resultaba incomprensible para Bruno. Vio que sería inútil que tratase de comprender lo que había presenciado.</p> <p>—Come — le ordenó Hulen, indicando lo que quedaba de la bola alimenticia en la palma de Bruno. — Te voy a decir el programa que tengo para hoy. Iremos a buscar a las chicas y te enseñaremos algunas de las mejores vistas de la Ciudad.</p> <p>Everardo suspiró.</p> <p>—No contéis conmigo.</p> <p>—¿Por qué no? — preguntó Bruno. Empezaba a sentir una simpatía irresistible por el ancianito, a pesar de su mordacidad.</p> <p>—Siempre evitamos que encuentren a más de cuatro de nosotros juntos, para que no se figuren que vamos a hacernos los amos de la Ciudad. Cuando creen que somos demasiados, hacen un exterminio.</p> <p>Bruno volvió a mirar a la esfera de la estancia contigua.</p> <p>—Ve tú con ellos, Everardo. Me quedaré yo.</p> <p>Hulen y el anciano cambiaron una mirada de desconcierto.</p> <p>—¿Por qué? — preguntaron al unísono.</p> <p>—Tengo trabajo. Tengo la sensación de estar perdiendo el tiempo.</p> <p>—¡Pero si aquí nadie hace nada! —se escandalizó Hulen—. Aquí todos vivimos a la bartola. No hay nada que hacer ni nada de qué preocuparse... si uno es prudente. Vamos, hombre: tranquilízate y disfruta de la vida.</p> <p>—Aquí no es necesario hacer ninguna clase de esfuerzo —añadió Everardo, ampliando la definición de aquella nueva y extraña filosofía existencial—. En toda la historia humana no ha existido una situación mejor. Acordémonos del estado de guerra permanente en que vivían las épocas de eclosión, por ejemplo...</p> <p>—Id vosotros, os digo —insistió Bruno— Yo tengo algo que hacer.</p> <p>—¡Pero Sal te está esperando! —dijo Hulen—. ¡Ha sido ella quien ha organizado la excursión!</p> <p>La maquinación se hizo aún más evidente, al menos en lo que concernía a Bruno. Por lo visto se trataba de una conspiración para distraerle y apartar su mente de aquella loca idea de comunicar con las esferas. Lo hacían todo por su bien, naturalmente. Pero él no necesitaba niñera.</p> <p>—Decid a Sal que la veré luego — dijo con terquedad.</p> <p>Everardo le miró de hito en hito con ojos cargados de sospechas.</p> <p>—¿Qué estás tramando?</p> <p>—Vine aquí para ver a las esferas. No veo razón para no llevar adelante esta idea. Y lo mismo da empezar aquí que en otro sitio.</p> <p>Y Bruno indicó a la esfera que se hallaba en la estancia contigua.</p> <p>Everardo enarcó una ceja.</p> <p>—¿Pero qué te propones con ello?</p> <p>—Descubrir algún medio de hablar con ellas... de decirles que nosotros también somos inteligentes.</p> <p>—¿No crees que si fuésemos inteligentes en su <i>concepto</i>, ellas ya lo habrían averiguado?</p> <p>—Tal vez ya saben que lo somos — apuntó Hulen.</p> <p>—No pueden saberlo —repuso Bruno— o de lo contrario nos respetarían.</p> <p>—¿Y cómo sabes que piensan? — preguntó Everardo.</p> <p>La conversación se había convertido en un animado debate, y Bruno se preguntó si sus amigos no le asaeteaban a preguntas con la sola intención de aturdirle Haciendo caso omiso de la última pregunta del anciano, dijo:</p> <p>—No creo que nos tratasen como alimañas si supiesen que somos una raza civilizada. No nos...</p> <p>—¿No son todos los seres civilizados, en su propio concepto? — le interrumpió Everardo.</p> <p>—Destruyeron todas nuestras ciudades prosiguió Bruno— porque eran nidos de fuerzas que se oponían a sus propios planes, o que resultaban perjudiciales para las propias esferas. Es lo mismo que cuando nosotros matamos a los mosquitos que nos molestan.</p> <p>Everardo frunció el ceño.</p> <p>—No lo veo así.</p> <p>—¿No ves que si alguna vez encontrásemos mosquitos inteligentes, mosquitos parlantes, no los destruiríamos? En lugar de ello, les diríamos que nos molesta que vengan zumbando a picarnos. Nosotros dictaríamos la ley... les impondríamos ciertas condiciones que tendrían que aceptar forzosamente, si no querían morir bajo nuestros golpes. Después, incluso podríamos prestarles nuestra ayuda.</p> <p>—¡Pero cómo quieres que entremos en contacto con las esferas! — estalló Hulen sin poderse contener. — ¿Acaso te darías cuenta tú de una hormiga que quisiese comunicar contigo desde el suelo?</p> <p>—Tal vez sí, si la hormiga hacía lo necesario para conseguirlo. Como ella sería quien querría establecer contacto, tendría que inventar los símbolos que permitiesen realizarlo.</p> <p>Everardo rió con sorna.</p> <p>—¿Y tú te propones buscar los símbolos que nos permitirán hablar con Doña Burbuja, no es eso?</p> <p>—He pensado que tal vez algunas de las formas geométricas con las que ellas están familiarizadas diesen el resultado apetecido.</p> <p>—Así, sí hay que creerte —dijo Hulen con una mueca de desdén— Doña Burbuja te verá haciendo extrañas combinaciones geométricas y entonces se sentará para escuchar respetuosamente lo que tengas que decirle. Permíteme que te pregunte una cosa: ¿Consideras a un loro inteligente por el hecho de saber imitar el lenguaje humano?</p> <p>Bruno se alzó con impaciencia.</p> <p>—De todos modos, pienso intentarlo.</p> <p>Dejó que el suelo ondulante le transportase rápidamente hacia la pared interior.</p> <p>Su primo se deslizó ante él para cerrarle el paso, impidiéndole alcanzar la estancia interior.</p> <p>Pero Everardo salió disparado y brotó una proyección de material energético para sujetar a Hulen por el brazo.</p> <p>—Déjale ir. Si está loco, tal vez un buen escarmiento le devolverá la cordura, si vive para contarlo. Bruno se detuvo para observar al enorme ser esférico, pero apenas tuvo tiempo. Cuando vio que su superficie se nublaba con una amenazadora condensación de centelleante energía amarillenta, saltó a un lado y dejó que la alfombra radiante le llevase varios metros más atrás. Efectuó el regate con el tiempo justo de evitar el primer rayo abrasador que le lanzó la esfera, y que desgarró la alfombra en el punto que la alcanzó.</p> <p>Sin dejar de torear a la esfera, utilizando sus propias fuerzas y con ayuda de la alfombra móvil de energía, concentró su mente en la erección de un montón de energía en el centro de la estancia y en las proximidades de la esfera. Otro rayo casi le alcanzó antes de que pudiese conseguir la concentración suficiente para modelar la materia energética, convirtiéndola en un tubo de poco más de un metro.</p> <p>Sin dejar de perseguirle, la esfera avanzó amenazadoramente, flotando como si fuese ingrávida. Pero Bruno, dando quites y regates, evitaba que la esfera pudiese colocarse en posición de lanzar un ataque eficaz. Entre tanto, no quitaba ojo de los demás objetos de la estancia, con el fin de no chocar con alguna parte de energía roja, violeta o anaranjada.</p> <p>Otro rayo de deslumbradora energía partió de la esfera, pero sin alcanzarle por un margen considerable. Después de aquella descarga, pensó Bruno, transcurrirían algunos segundos antes de que la esfera pudiese hacer acopio de energía para lanzar el siguiente rayo. Ello le permitió entregarse de nuevo a su tarea de construir símbolos de comunicación.</p> <p>Mirando de nuevo hacia el cubo que había formado, se concentró en una sección contigua del piso rosado. Como un geyser de movimiento lento, la alfombra de color pastel se elevó hacia arriba, asumiendo la forma de una voluminosa pelota. Bruno alisó su superficie e hizo desaparecer el delgado tallo. Ante su sorpresa, la masa ingrávida quedó flotando.</p> <p>Mientras la esfera se detenía ante aquellos dos objetos, Bruno se deslizó junto a los muros de la estancia, haciendo que la superficie ondulante le llevase hacia la izquierda, hacia adelante, atrás y a la derecha, en caprichosas evoluciones.</p> <p>La esfera lanzó otro ataque fallido, que arrancó la parte superior de la fuente de chispas plateadas y lanzó un chorro de aquel fulgurante material hacia la pared más lejana, contra la que se estrelló. Luego descendió por la superficie azul como un millar de estrellas que gravitasen sobre el fondo aterciopelado del espacio.</p> <p>Bruno maniobró hábilmente hacia el centro de la pieza, evitando con el mayor cuidado una cascada en miniatura de intensa radiación escarlata que brotaba de la nada. La catarata cambiaba de color al verterse sobre la alfombra rosada, con la que se confundía, para extenderse en ondas concéntricas. En el punto en que la energía carmesí se materializaba surgiendo de la nada, existía un enorme anillo de energía amarilla y un halo menor de resplandeciente substancia verde.</p> <p>Consagró de nuevo su atención a las dos formas geométricas que había construido y empezó a modelar una tercera... una pirámide. En esta obra, empero, introdujo una innovación. Mientras la formaba, pensó en un color distinto. Y cuando el matiz sonrosado desapareció de la forma, fue sustituido por un tinte dorado amarillento.</p> <p>Este objeto también lo dejó suspendido en el aire, mientras elevaba mentalmente el cubo del suelo, situándolo a la altura de la primera forma.</p> <p>De todo ello sacó la conclusión que no sólo la substancia energética podía hacerse cambiar de una clase de energía o color en otros, sino que también podía adquirir cualquier forma y desplazarse en todas las direcciones a la velocidad deseada.</p> <p>Bruno echó una rápida mirada a través de la pared y vio a Hulen moviendo la cabeza, mientras Everardo contemplaba la escena con un interés desdeñoso.</p> <p>La esfera que intentaba aniquilarle ya había vuelto a generar energía suficiente para otra descarga. Su superficie resplandecía con ondas de energía que chisporroteaba y despedía millares de chispas brillantes.</p> <p>Pero esta vez el ser extraterrestre no lanzó un rayo de fuerza destructora, sino dos. Bruno consiguió esquivar fácilmente el primero. Pero el segundo abatió toda su furia sobre las tres figuras geométricas que el joven había construido. Las tres se desintegraron, y por toda la estancia saltaron pedazos de la pirámide amarilla.</p> <p>La esfera reanudó su amenazadora progresión y Bruno se apartó con cuidado. Pero no vio el cilindro anaranjado hasta que casi estuvo encima de él. Mas ya era demasiado tarde, porque del cilindro brotaba un chorro de luz sólida. Cuando aquella pegajosa substancia se cerró en torno a su cuerpo, un dolor agudísimo se clavó como un puñal en su yo consciente, hasta que ante sus ojos cayó un telón de negrura.</p> <p></p> <p>—¡Vamos, despierta, Bruno!</p> <p>La voz atronadora de Hulen, que resonaba en sus oídos, terminó por hacerle despertar. Estaba tendido en una elevación del suelo, en la morada de su primo.</p> <p>—¿Estás bien? — le preguntó Everardo. Bruno lanzó un gemido y dio media vuelta. Notaba un leve escozor en su brazo izquierdo, el que había estado más cerca del cilindro de energía anaranjada. Sus ropas estaban chamuscadas y notaba un olor de cabello quemado que parecía surgir de su cabeza.</p> <p>La substancia energética que tenía bajo la espalda le levantó con suavidad, hasta que se encontró sentado. Una mano solícita se materializó de la energía color pastel del montículo y palpó cuidadosamente su dolorido brazo.</p> <p>—Yo... yo... ¿Qué ha pasado?</p> <p>—Tropezaste con un sector de energía anaranjada —le explicó Everardo—. Ya te advertí que tuvieses cuidado con ella.</p> <p>—Doña Burbuja trató de clavarte otra vara cuando perdiste el sentido —añadió Hulen—. Pero te sacamos de allí a tiempo.</p> <p>Bruno miró hacia la estancia contigua. La esfera se había ido, y sólo se veía la catarata carmesí que surgía del aire entre los anillos amarillo y verde. En las paredes se veían aún pegados fragmentos de la pirámide, del cubo y la bola que había construido. Everardo rió con sorna.</p> <p>—Ahora que ya has establecido contacto con... las esferas, ¿querrás decirnos qué te dijeron?</p> <p>Hulen subrayó esta observación con grandes risotadas.</p> <p>Bruno consiguió sonreír débilmente.</p> <p>—Tal vez fue una idea un poco disparatada. ¿Pero visteis las tres formas que utilicé paro llamarle la atención?</p> <p>—¿Y que hay de particular en ellas? — preguntó Hulen.</p> <p>—Las hice flotar. Incluso cambié el color de la pirámide.</p> <p>—¿Ah, sí?</p> <p>Y Everardo enarcó una ceja, con expresión paciente e inquisitiva.</p> <p>—No he visto a nadie hacer esto con la substancia de energía.</p> <p>Hulen se encogió de hombros.</p> <p>—Bien, admitamos que tú hiciste algo distinto. ¿Y qué?</p> <p>—¿No ha pensado nunca nadie en estudiar ese material... y ver lo que se puede hacer con él?</p> <p>Sin poder contener su irritación, Everardo dijo:</p> <p>—Mira, hijo mío: nosotros sabemos muy bien lo que tenemos aquí, y nos conviene y nos va a las mil maravillas. Nadie siente el menor deseo de empezar a hacer experimentos para mejorar la situación existente. Sólo conseguiríamos, probablemente, enredar las cosas.</p> <p>Asintiendo gravemente, Hulen añadió con voz severa:</p> <p>—Everardo tiene razón. Deja de hacer experimentos estúpidos. Deja las cosas como están. Nosotros no tenemos ninguna queja de nada. ¿Entendido?</p> <p>Ambos interpretaron el pensativo silencio de Bruno como una señal tácita de aquiescencia, y adquirieron de nuevo su tono festivo y zumbón.</p> <p>Viendo las ropas chamuscadas de su primo, Hulen hizo que se descorriese una sección del piso y sacó otro traje.</p> <p>—Póntelo hasta que consigamos cambiar algunas bolas de comida con los habitantes del bosque.</p> <p>Bruno se puso de pie junto a la elevación en que había estado tendido. Más brazos rosados de los que hacían falta surgieron del montículo para ayudarle a ponerse las vestiduras nuevas.</p> <p>—¿Sigues deseando hablar con las esferas? — le preguntó Everardo.</p> <p>—Acabo de descubrir la razón de mi fracaso.</p> <p>—¿Ah, sí? — dijo Hulen, intrigado.</p> <p>—Fue una estupidez tratar de establecer contacto con una esfera cualquiera.</p> <p>—¿Qué te hace pensar eso? —inquirió Everardo—. ¿Qué te hace creer que no recibirías el mismo trato por parte de otras esferas?</p> <p>—Volvamos al ejemplo de la hormiga que se quiere comunicar. Tendría muy pocas probabilidades de éxito si intentase comunicarse con el primer ser humano que encontrase.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>Hulen se inclinó hacia adelante con interés.</p> <p>—Porque la casualidad podía hacer que se encontrase con una vieja parlanchina, por ejemplo, o con un niño de dos años, o quien sabe si con un borracho o un demente. ¿Cuáles serían sus probabilidades de éxito, queréis decirme? Pero si encontrase a alguien revestido de autoridad...</p> <p>—¡Bueno, ya está bien! —le atajó Everardo—. Que se vayan al cuerno las esferas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo V</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">B</style>RUNO se daba perfecta cuenta de las posibilidades que encerraba aquel material energético que se dejaba modelar por el pensamiento humano y que se volvía opaco o transparente según sus deseos Sin embargo, se volvió de espaldas al enorme montículo y se puso a contemplar modestamente el claro cielo nocturno, que parecía esconderse ante el brillante despliegue de la refulgente energía que brotaba de todos los objetos inmateriales que formaban la Ciudad.</p> <p>Hulen, menos paciente y por supuesto menos tímido, continuaba mirando hacia el montículo mientras llamaba con su vozarrón a Lea y a Sal, diciéndoles que se apresurasen, pues la visita nocturna a la Ciudad iba a comenzar.</p> <p>Una anciana asomó la cabeza por el muro de la «casa» contigua.</p> <p>—¡Callarse! ¡A ver si nos dejan dormir!</p> <p>Otra cabeza seguida de la parte superior del cuerpo asomó por el lado de un montículo próximo.</p> <p>—¡Silencio! ¿Qué es todo este alboroto?</p> <p>Hulen bajó la voz y formó bocina con las manos. Pero antes de que pudiese llamarlas de nuevo, las dos muchachas se deslizaron a través del muro radiante.</p> <p>—¿No hemos tardado nada, verdad? — dijo Sal con una tranquilidad pasmosa.</p> <p></p> <p>Llevaba el cabello recogido en una doble trenza, enrollada en torno a la cabeza como una corona. Le prestaba un aspecto clásico que realzaba sus lindas facciones, y Bruno se apresuró a ofrecerle el brazo. Para su fuero interno, se dijo que se había equivocado al considerarla un poco rolliza. Ello le había ocurrido por compararla mentalmente con las escuálidas muchachas de su clan. Por un momento incluso se preguntó ansiosamente qué tal sería vivir <i>de manera permanente</i> en la Ciudad de Energía, para disfrutar de todos sus lujos y placeres en compañía de Sal.</p> <p>—¿Adonde iremos esta noche, chicos?</p> <p>La voz de contralto de Lea le arrancó a sus pensamientos.</p> <p>Sonriendo, Hulen se volvió hacia Bruno.</p> <p>—¿Oíste hablar alguna vez de un automóvil?</p> <p>Bruno trató de recordar lo aprendido en sus tiempos de escolar:</p> <p>—Un vehículo de cuatro ruedas que corre por sí mismo. Una vez vi los restos de uno.</p> <p>—Pues esta noche nos pasearemos en algo que le da ciento y raya — dijo Hulen frotándose las manos con aire de misterio—. Pero a pesar de todo, es un automóvil. Vas a ver.</p> <p>—¡Oh, qué divertido! — dijo Lea sin demasiado entusiasmo, dando la impresión de que no sería la primera vez que se daba un paseo de esta naturaleza.</p> <p>Hulen agitó los brazos y una sección de la superficie radiante empezó a responder a las emanaciones de su cerebro. Se formaron dos amplios asientos, uno detrás de otro, provistos de un anchuroso e inclinado respaldo.</p> <p>Hulen tendió una mano con ademán invitador e hizo que Bruno y Sal se acomodasen en el asiento trasero. El y Lea se sentaron en el delantero.</p> <p>—Yo conduciré — dijo, haciendo un guiño de complicidad a Bruno.</p> <p>Un parapeto que les llegaba a la altura del hombro les rodeó y Sal gritó con voz jubilosa:</p> <p>—¡Adelante!</p> <p></p> <p>Lleno de curiosidad, Bruno vio cómo la materia energética de la parte delantera del vehículo ascendía por el parapeto delantero, descendía luego al piso del automóvil, para subir de nuevo y trasponer el asiento delantero. Luego hacía lo propio con el asiento trasero y terminaba desapareciendo por encima del parapeto posterior. Entre tanto, <i>la forma</i> de aquel vehículo sin ruedas —no el vehículo mismo— avanzaba velozmente, llevando consigo a sus ocupantes cada vez con mayor rapidez.</p> <p>El automóvil, se dijo Bruno, era como una ola que se extendía sobre la superficie de un estanque. Las moléculas del agua no avanzaban con ella; únicamente avanzaba la <i>configuración</i> de la ola. El, Hulen y las chicas formaban parte de la ola, y ésta los arrastraba, sin que les afectase lo más mínimo el flujo de energía que pasaba por debajo de sus cuerpos, sin que éstos lo notasen.</p> <p>El coche, bajo la dirección de Hulen, serpenteó entre interminables hileras de gigantescos montículos de energía, pasando junto a pilares, agujas y puentes centelleantes, hundiéndose como una flecha en túneles de resplandeciente luz verde, girando en torno a imponentes y magníficos edificios de extrañas formas geométricas y colores nunca vistos.</p> <p>De vez en cuando pasaban como una exhalación junto a una esfera o un grupo de ellas que se desplazaban por los anchurosos y lisos caminos que unían a los edificios de energía. En dos ocasiones, Hulen hizo describir círculos al automóvil en torno a uno de los seres extraterrestres y luego zigzagueó entre varios de ellos. Se atrajo un rayo de energía destructora de una esfera particularmente iracunda, pero el rayo cayó a más de treinta metros.</p> <p>—Aquí no hay el menor peligro —dijo, para tranquilizar a sus pasajeros—. A esta velocidad no podrían alcanzarnos nunca.</p> <p>Lea, que se hacía la asustada pero que en el fondo gozaba lo indecible, se acercó más a Hulen y le echó los brazos al cuello, mientras él reía como un niño que se burlase de las personas mayores.</p> <p>Sal se mantenía asida con fuerza al brazo de Bruno, y apoyaba la cabeza en su hombro para no caerse durante los vertiginosos virajes del vehículo.</p> <p>Para Bruno, aquella nueva experiencia era fascinante. El viento agitaba sus ropas y le despeinaba del modo más deportivo. La velocidad del coche era increíble... dos o tres veces superior a la mayor que él había alcanzado hasta entonces, a lomos del más rápido corcel del clan Spruce.</p> <p>—¿Qué te parece, primito? — le gritó Hulen satisfecho, tratando de dominar con su voz el aullido del viento—. No tenéis estas cosas en la selva ¿eh?</p> <p>Bruno trató de responder, pero bajo aquel vendaval sólo pudo dar una boqueada.</p> <p>—Esta sólo es una de las cosas que hacemos para divertimos —prosiguió Hulen, que se mostraba muy efusivo—. Desde luego, hace falta mucha práctica para llevar un automóvil, pero ya aprenderás.</p> <p>Sacó varias bolas alimenticias y las distribuyó entre sus acompañantes.</p> <p>—Para esta noche he preferido coñac. Probadlo y me diréis qué os parece.</p> <p>Como ya suponía Bruno, era exquisito. Pero prefirió encerrarse en sus pensamientos. Saltaba a la vista que era objeto de una intensa campaña para atraerle a su modo de vida, y por el momento no podía censurarles por ello. En muchos aspectos, la Ciudad de Energía era el Reino de Utopía para los que tenían la suerte de vivir en ella.</p> <p>Sal dejó su bola de licor en el asiento, a su lado, y se sujetó de nuevo a su brazo.</p> <p>—¿Qué hacías en el pueblo, Bruno?</p> <p>—Cultivábamos los campos. Vivía en las afueras, no muy lejos del mercado.</p> <p>—Es divertido cultivar la tierra, ¿verdad?</p> <p>—Era una vida que me gustaba, desde luego.</p> <p>Se preguntó por qué habría puesto el verbo en pasado.</p> <p>—Aquí no se puede ver la tierra, a menos que se quite antes toda la materia rosada. Y entonces sólo se ven rocas.</p> <p>—¿No te gusta vivir aquí?</p> <p>Bruno observó el rostro de la joven, brillantemente iluminado por la intensa luminosidad que brotaba de los edificios de energía.</p> <p>La mirada de Sal, empero, estaba perdida en la lejanía.</p> <p>—Claro que me gusta. Es una vida fácil. ¿Qué más se puede pedir?</p> <p>Pero su tono no era demasiado convincente.</p> <p>—He hecho muchos amigos —prosiguió la muchacha—. Me parece que no tardaré mucho en poner un montículo y formar una familia.</p> <p>—¿Con uno de estos amigos que has mencionado?</p> <p>—No es necesario que sea con uno de ellos.</p> <p></p> <p>El coche se echó bruscamente hacia atrás y las largas piernas de Bruno perdieron el contacto con el piso, como si se hallase en estado de ingravidez. Extendió frenéticamente los brazos y se agarró al asiento delantero, para no salir despedido por detrás. Sal abrió la boca y se debatió durante unos segundos, sujetándose a él llena de pánico y tratando al propio tiempo de bajarse la falda.</p> <p>Entonces Bruno advirtió que el color de la energía que surgía de la superficie delantera y se elevaba para adquirir la forma del veloz automóvil ya no era de un color rosado como hasta entonces, sino azul pálido.</p> <p>Después de asegurarse con una mano y rodear los hombros de la joven en un abrazo protector con la otra, miró a su alrededor. Escalaban la empinada cara de un enorme pilón que se encumbraba por encima de los restantes edificios de la Ciudad. Se elevaba a tal altura sobre las otras estructuras, que su punta se hubiera perdido en las tinieblas nocturnas, de no haber poseído un suave resplandor propio.</p> <p>Pasaron a gran velocidad junto a una gran fuente de energía verde que brotaba de un costado de la estructura y enviaba raudales de energía verde pendiente abajo. Los chorros de energía despedían chispas cegadoras de color esmeralda.</p> <p>Hulen se volvió hacia su maravillado primo y le dijo sonriente:</p> <p>—Vamos hasta la cumbre... ¡Ya hemos llegado!</p> <p>El coche recuperó bruscamente la posición horizontal y se detuvo en una pequeña superficie plana que coronaba la cumbre del pilón. Bruno, que se había soltado con excesiva precipitación y sin prever el frenazo, saltó volando por encima del asiento delantero y giró por los aires, cayendo por el borde opuesto de la estructura.</p> <p>Pero instantáneamente surgió un brazo de energía azul por el lado de la construcción y le rodeó por la cintura mientras él iniciaba la terrible caída por la pendiente. Levantándolo con suavidad, lo devolvió a la cumbre y lo sentó junto a Hulen y las muchachas.</p> <p>Como un pedazo de hielo que se fundiese con rapidez, la forma del automóvil se hundió y desapareció en la cumbre del pilón. En su lugar, Hulen hizo surgir una mesa y sillas y extendió varias bolas de licor frente a ellos. Las esferitas lucían como manzanas de oro y su brillo se mezclaba bellamente con el color pastel de la mesa.</p> <p>Una fresca brisa cayó del cielo tachonado de estrellas y acarició el borde del pilón, para descender como una cascada sobre las estructuras menores de la ciudad de luz iridiscente.</p> <p>Bruno paseó su mirada por las crestas y colinas irregulares, los cubos y las fuentes, los túneles serpentinos, las pirámides y cilindros truncados de resplandeciente energía. Más allá —más lejos del magnífico despliegue de luces metropolitanas— se extendía la oscura y tétrica llanura. Allí comenzaba otro mundo.</p> <p>—¿Sigues pensando que la vida de la selva vale la pena? — le dijo Hulen, irónico.</p> <p>—No puede compararse con esta —reconoció Bruno—. Nunca creí que nada pudiese ser tan... lujoso.</p> <p></p> <p>Según había oído decir, las ciudades humanas habían presentado arrogantes y resplandecientes escudos de luz al cielo nocturno. Pero bajo aquellas luces había estado la materia sólida que las producía. Debajo de éstas sólo había más luz... y una terrible materia energetizada, plástica y maleable bajo el influjo del pensamiento.</p> <p>—Esta es una ciudad de segundo orden —dijo Lea con indiferencia—. Conozco a uno que fue a través de un túnel verde a visitar una de las otras Ciudades de Energía. Es diez veces mayor que esta.</p> <p>—¿Dónde está? — preguntó Sal, interesada.</p> <p>—¿Conoces el Mississippí?</p> <p>—Lo di en la escuela.</p> <p>—Pues no está lejos de la desembocadura de ese río, y tiene...</p> <p>Bruno, cuyos ojos se iban acostumbrando a aquel espléndido espectáculo luminoso, dejó de interesarse por la conversación y contempló la Ciudad detenidamente. Por fin consiguió distinguir algunos seres humanos.</p> <p>Otro grupo de cuatro personas se hallaba en lo alto de una pirámide truncada, a alguna distancia de ellos en dirección al sur. Más cerca, a su izquierda, dos hombres y una joven habían construido una mesa sobre un voluminoso tubo plateado. Tres grupos de cuatro personas, separados por intervalos de unos cien metros, se deslizaban por un tobogán por el interior de un tubo vacío que descendía en espiral en torno a la base de un brillante obelisco gris. Más abajo, cerca del pie del propio pilón en que se hallaban, flotaba una gran nube de energía rosada. Cómodamente tendidos sobre ella como sobre una mullida alfombra, se hallaban una pareja y dos niños.</p> <p>Se veían muy pocas esferas. Y en su mayor parte, limitaban sus movimientos a la superficie del suelo o a las cascadas curvas de luz verde. No parecían hacer el menor caso de los seres humanos.</p> <p>—¿Qué es este edificio sobre el cual nos hallamos? — preguntó Bruno.</p> <p>Hulen sonrió.</p> <p>—Llamémosle su Ayuntamiento, si te parece. Apartó la mirada y luego clavó de nuevo su vista en Bruno con una expresión de sospecha en ella.</p> <p>—Supongo que no pensarás aún en esa estúpida idea de establecer contacto con la esfera principal, ¿eh?</p> <p>En realidad, Bruno no pensaba en ello. Hacía un momento sí lo había pensado, pero a la sazón su mirada era atraída por una gran cascada de energía radiante que dominaba a la Ciudad al sur del pilón central.</p> <p>Brotando de la negrura nocturna, la catarata carmesí parecía renovar la substancia inmaterial de las estructuras de energía, fluyendo por el interior de los tubos verdes y de la superficie rosada, cuyo color asumía, e infundiendo nuevo fluido en los montículos azules, los cubos plateados y los cilindros anaranjados.</p> <p>Era como si la mismísima esencia de la Ciudad extraterrestre brotase de la nada, vertiéndose desde una fuente inagotable situada en otro mundo, en otro universo. Y aquel punto de entrada estaba rodeado por un enorme anillo amarillento y un anillo verde más pequeño situado en el interior del primero, en el punto donde brotaba la catarata.</p> <p>Era la misma disposición que había visto en la estancia más recóndita del montículo cuando trató de establecer comunicación con la esfera. Y en aquel momento, mientras observaba la Ciudad, reparó en la presencia de las cascadas carmesíes más pequeñas, dominadas cada una de ellas por el juego de anillos verdes y amarillos que parecían suspendidos en el aire.</p> <p>—Te he preguntado —repitió Hulen— si has abandonado tu idea de entrar en contacto con las esferas.</p> <p>Sal también parecía estar pendiente de la respuesta de Bruno y no apartaba los ojos de su cara.</p> <p>Con expresión ausente, Bruno contestó:</p> <p>—Para eso he venido aquí.</p> <p>Pero entretanto su mirada vagaba más allá de la mesa, para concentrarse en la energía que formaba el material de la superficie del pilón. Mentalmente, ordenó que se formase una delgada proyección de aquella pálida substancia azul, la desprendió y le hizo asumir forma de anillo, cambiando su color en un amarillo claro.</p> <p>—Desde luego, este chico es terco — observó Lea, torciendo el gesto, y apoyando el mentón en una proyección de energía azul que adquirió la forma de una mano solícita, brotada como por ensalmo de la superficie de la «mesa».</p> <p>—Es un verdadero cruzado —asintió Hulen, con mucha sorna—. ¿Por qué no dejas de pensar en eso de una vez, primito?</p> <p>Bruno hizo que el anillo amarillo se colocase en posición horizontal, inmovilizándolo a varios metros sobre el pilón y a cierta distancia de la mesa. Luego hizo surgir otra proyección de la superficie plana y le dio la forma de un círculo verde de menor diámetro.</p> <p>—Sigo considerando una buena idea cualquier intento de comunicar con estos seres — dijo, tratando de que la conversación no languideciese para que nadie se diese cuenta de sus maniobras.</p> <p>—¡Te he dicho que no pienses más en ello! — rezongó Hulen, ya enojado.</p> <p>Bruno hizo flotar el pequeño anillo hacia el mayor.</p> <p>—Si la construcción sobre la que nos hallamos es la sede de su gobierno, podríamos hacer una demostración muy espectacular. Por ejemplo, podríamos formar una manifestación y organizar una marcha...</p> <p>—No pueden reunirse más de cuatro personas — le recordó Sal con voz tranquila, pero como si lamentase la existencia de dicha prohibición, que impedía poner en práctica el plan propuesto por Bruno.</p> <p>Cuando tuvo el anillo más pequeño cerca del mayor, se detuvo, temiendo de pronto que su experimento diese malos resultados. Miró de reojo a sus compañeros. Ninguno de ellos parecía darse cuenta de lo que se traía entre manos.</p> <p>—Podríamos transgredir esa regla de cuatro personas, en aras a algo tan importante como es entrar en contacto con las esferas — dijo, para distraer su atención.</p> <p>Hulen contrajo los labios, exasperado, mostrando sus dientes blanquísimos. Una tosca mano de energía brotó de la mesa, asió a Bruno por una manga y lo sacudió violentamente.</p> <p>—¿No te dije que miles de personas lo probaron todo durante cientos de años? — vociferó Hulen, que ya empezaba a perder los estribos.</p> <p>Y una docena de boquitas se formaron en la superficie de la mesa, y cada par de labios azules repetía en silencio esta frase.</p> <p>Lea cruzó los brazos con disgusto.</p> <p>—¡Valiente pelmazo nos ha resultado el niño!</p> <p>—No estoy de acuerdo — dijo Sal.</p> <p>—¡Bien, dale la razón! —gritó Lea—. ¡Me parece que tú también tienes el pelo lleno de paja!</p> <p>Hulen se levantó, conciliador, y la mano de energía que había sujetado a Bruno por la manga, se hundió en la mesa.</p> <p>—Vamos, vamos, chicos, que esta noche hemos salido para divertirnos.</p> <p>Al no tener que intervenir, de momento, en la conversación, Bruno se concentró de nuevo en los anillos de energía inmóvil. Hizo que el pequeño continuase desplazándose hacia el grande.</p> <p>Lea se había puesto de pie con arrogancia, y apostrofaba a Hulen con los brazos en jarras.</p> <p>—¡Vaya una noche tan divertida que vamos a pasar en la Ciudad con este latoso! ¿Quieres decirme qué se propone?</p> <p>—Sea lo que sea —intervino Sal— al menos su propósito es bueno y sincero.</p> <p>—Ya. Por lo visto, tú estás de acuerdo con él.</p> <p>—¿Y qué si lo estoy? — repuso Sal, retadora.</p> <p>—¡Pues por mí, puedes quedarte con ese chiflado! Todos nos quedaremos muy tranquilos. ¡Entonces, que haga lo que le venga en gana!</p> <p>Precisamente entonces Bruno consiguió centrar el anillo verde encima del amarillo. Haciéndolo descender lentamente, y con el mayor cuidado, terminó por encajarlo perfectamente en su interior.</p> <p></p> <p>Hubo como un gran estallido carmesí, y oleada tras oleada de energía pura brotaron a raudales de la boca formada por el doble halo.</p> <p>Lea y Sal chillaron v dieron un salto hacia atrás, corriendo sobre una cresta de energía azul del pilón hasta el borde opuesto de la plataforma. Hulen se abalanzó sobre Bruno, lo agarró del brazo y lo arrastró a lugar seguro.</p> <p>—No es nada —dijo Bruno, muy tranquilo—. Lo hice yo. Primero hice los anillos y...</p> <p>Hulen y Lea parecía que quisiesen pegarle.</p> <p>—¿Estás loco? —le preguntó Lea—. ¿Dices que tú lo hiciste?</p> <p>Su voz era vehemente y teñida de escepticismo.</p> <p>—¿Con que nuevos experimentos, eh? — dijo Hulen.</p> <p>Bruno separó los anillos y la catarata cesó.</p> <p>—¡Esto es justamente lo que nos faltaba! —dijo Lea—. Yo me voy a casa. Hulen, te hago responsable de la seguridad de mi regreso. De lo contrario, te quedarás aquí... ¡con ése!</p> <p>Docenas de dedos brotaron de la substancia azul del pilón, para señalar acusadoramente a Bruno. Después Lea se arrojó por el borde de la plataforma y descendió vertiginosamente por la empinada pendiente.</p> <p>Hulen se recogió las ropas y saltó tras ella, diciendo antes de desaparecer:</p> <p>—Nos veremos luego. Procura que no se meta en más líos, Sal.</p> <p>Bruno observó como la pareja descendía vertiginosamente por la ladera. Cuando faltaba poco para que llegasen abajo, se alzó ante ellos una ola de energía, que fue frenando su rapidísima caída.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo VI</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">S</style>AL caminó hasta el borde y su mirada absorta se perdió sobre la Ciudad.</p> <p>—¿Por qué tenías que echar la noche a perder, iniciando esos experimentos con la energía roja? — preguntó a Bruno en son de reproche.</p> <p>Recordando el par de anillos, él miró el lugar donde habían quedado y, con sólo desearlo, los arrojó lejos... por encima de la Ciudad, más allá de la muralla de energía exterior, hasta que se perdieron en la tétrica noche que cubría la llanura. Miró a los débiles puntitos luminosos hasta que se esfumaron en el horizonte.</p> <p>—Creía tenerte a mi lado, Sal. Tuve la impresión de que tú querías verme entrar en contacto con las esferas, y que tal vez te gustaría saber cómo funciona esa misteriosa energía.</p> <p>—¿Pero no comprendes que esto es imposible? —dijo ella, volviéndose de pronto hacia él—. La verdad es que nadie puede entrar en contacto con las esferas.</p> <p>El fingió admitirlo.</p> <p>—De acuerdo. Pero nada nos impide averiguar lo que podamos acerca de la energía.</p> <p>Sal, turbada, se llevó los nudillos a los labios.</p> <p>—No sé... Estoy confusa. Tal vez deberíamos darnos por satisfechos con lo que tenemos, sin pedir más a una vida que es casi perfecta.</p> <p>—Pero las cosas no son perfectas —replicó Bruno—. No podemos llamar perfecto a un estado de cosas que permite que tú, yo y otras personas gocemos de la consideración de sabandijas. Tampoco mientras existan personas como Hulen y Lea, que se sienten satisfechas con ese papel.</p> <p>Ella prefirió no manifestar con palabras su incertidumbre.</p> <p>—Esa energía roja es interesante —dijo él, expresando en voz alta sus pensamientos— Para obtenerla, basta con formar un par de anillos... utilizando como material cualquier substancia energética.</p> <p>—¿Pero qué utilidad tiene esa energía tan mortífera?</p> <p>—No hay duda de que es la energía fundamental de la Ciudad, de la que provienen todas las otras clases de energía.</p> <p>Sal mostraba un interés mayor.</p> <p>—¿Pero de dónde proviene?</p> <p>—Everardo dice que las esferas vienen probablemente de otro universo. Vete a saber si la energía roja no es lo que separa ambos universos... una especie de capa divisoria. Y al juntar los dos anillos, se abre una puerta para que salga esa energía a raudales.</p> <p>—¿Y por qué precisamente tienen que ser esos dos anillos, y no otros?</p> <p>Bruno rió de buena gana.</p> <p>—¡Cómo voy a saberlo! Pero lo importante es que ese conocimiento no nos es necesario. Vamos a suponer que existe una rata superinteligente, que aprender a encender fuego frotando dos palos. Nada le impediría encenderlo, aunque ignorase el por qué. ¿No te parece?</p> <p></p> <p>Un timbre de alarma sonó en las profundidades de la conciencia de Bruno. Luego advirtió el cambio experimentado por el azul resplandor que teñía las facciones de la joven, y al que ahora se mezclaba un débil tinte amarillento. Instintivamente, la derribó al suelo, y él se echó a su lado. Del pilón surgieron un par de brazos solícitos que acogieron amorosamente su caída y los rodearon con ademán protector, como una madre que apretase bien fuerte a sus hijos contra el pecho.</p> <p>El rayo de energía destructora chisporroteó a pocos centímetros sobre sus cabezas, perdiéndose en el vacío aire nocturno.</p> <p>Ambos vieron a la esfera que había surgido por una abertura del pilón. Su superficie amarillenta se nublaba con un débil matiz blanco-violáceo, mientras generaba energía para lanzar un nuevo rayo contra ellos.</p> <p>Bruñó empujó a la joven, haciéndola caer por el borde del talud, y saltó tras ella. Ambos rodaron juntos por la pendiente. Cerca del suelo, Bruno hizo surgir poco a poco una ola de energía frente a ellos, con objeto de frenar su descenso. Hizo la ola más alta, y por último terminaron de detenerse en el nivel inferior de la ciudad.</p> <p>—¿Estás bien? — preguntó a Sal.</p> <p>Ella se levantó, tambaleándose. Tres manos surgieron del suelo de energía para sostenerla.</p> <p>—No tengo nada roto —dijo, tratando de sonreír—. ¡Vaya, estás aprendiendo muy deprisa! Y muchas gracias. Por poco nos...</p> <p>Perdiendo su compostura, dio rienda suelta a su emoción, después de aquellos instantes de peligro.</p> <p>Hundiendo su rostro en el pecho del joven, rompió en sollozos.</p> <p>Un brazo de energía excesivamente solícito surgió del suelo para ofrecerle un apoyo innecesario. Bruno lo apartó con enojo.</p> <p>—¡La vida aquí es horrible, Bruno! — dijo la joven, llorando amargamente—. Parece fácil y lujosa... ¡Pero la muerte nos acecha a cada instante!</p> <p>—Lo sé, lo sé. Vamos, regresemos a casa.</p> <p>Bruno descubrió muy a pesar suyo que era incapaz de imitar a Hulen y crear un automóvil de energía. Al no poder hacerlo, acompañó a Sal a su casa en un sencillo engendro parecido a un tobogán. Funcionó casi tan bien como el automóvil, con la sola diferencia de que cuando faltaba poco para llegar, fue incapaz de seguir gobernando el borde inclinado. Al inclinarse bruscamente hacia atrás, la curva delantera tiró a ambos jóvenes del rudimentario trineo de energía. La forma de apearse resultó muy poco ceremoniosa.</p> <p>Después de despedirse de Sal, la cual desapareció en su montículo, Bruno dio media vuelta muy a pesar suyo y enderezó sus pasos a casa de Hulen. Pero antes de que pudiese dar un par de pasos, se formó bajo su calcañar la inevitable ola de energía rosada, que empezó a transportarlo sin esfuerzo hacia su destino.</p> <p>Sin ofrecer resistencia, dejó que la alfombra ondulante le llevase mientras su espíritu se debatía entre dudas y vacilaciones.</p> <p>¡Por supuesto, su principal propósito era el de entrar en contacto con las esferas! Ese era el único motivo que le había llevado a la Ciudad. Pero tenía el presentimiento de que algo había surgido que le apartaría de este propósito. Aunque tal vez su incertidumbre fuese sencillamente una reacción ante la irrazonable e inesperada oposición que había encontrado.</p> <p>El, Bruno del clan Spruce, irrumpiría en la Ciudad y se limitaría a anunciar a los cuatro vientos su intención de establecer el primer contacto del hombre con las esferas. A consecuencia de tal declaración, los habitantes de la Ciudad sembrarían su camino con pétalos de rosa y le vitorearían como a un héroe y a un libertador. Luego, cuando su misión hubiese concluido, lo pasearían en hombros en una marcha triunfal hasta donde habitaba su clan, entre cánticos de libertad e himnos de alabanza al hombre que les había librado de su yugo.</p> <p>¡Qué iluso había sido! Su propia ingenuidad le hizo sonreír... lo mismo que su incapacidad de comprender que los habitantes de la Ciudad pudiesen sentirse molestos por su intromisión.</p> <p></p> <p>Al levantar la mirada hacia los montículos resplandecientes y las altivas construcciones de energía que se destacaban brillantemente sobre el cielo de la noche, Bruno experimentó una súbita depresión. Como en respuesta a aquella vaga sensación de fatiga y desilusión, la ola que le empujaba se detuvo y la alfombra omnipresente se levantó frente a él, para formar rápidamente un cómodo butacón sobre uno de cuyos gruesos brazos surgían un jarro y una copa de bellas formas.</p> <p>En cuestión de segundos, la superficie del jarro pareció cubrirse de escarcha, revelando la existencia en su interior de un agua helada que condensaba la humedad exterior sobre las paredes del jarro. Del otro brazo del butacón surgió una mano esbelta que le tomó del codo, para atraerle hacia aquel tentador descanso.</p> <p>Bruno apartó aquella mano solícita y asestó un furioso puntapié al butacón. Aquella imagen de la comodidad se fundió, hundiéndose tristemente en la alfombra rosada y amorfa.</p> <p>Este era el problema, se dijo de pronto. Toda la Ciudad entera se le ofrecía tentadora, con sus lujos y placeres, tratando de cautivarle como había cautivado a Hulen, Everardo y Lea.</p> <p>Pero también comprendió, mientras su encono disminuía, que la Ciudad no era un ser viviente... y que todo cuanto hacía por complacerle no era más que una manifestación impersonal, una peculiar reacción de aquel material de energía ante la presión ejercida por sus deseos, conscientes o inconscientes.</p> <p>Y si Hulen y todos los que eran como él se habían dejado cautivar, la culpa no era de la Ciudad sino de su propio deseo insaciable de placeres. El se hallaba resuelto a no sucumbir tan fácilmente como ellos.</p> <p>Continuó avanzando y nuevamente la capa de energía formó una ola impulsora. Rechazando su ofrecimiento, pisó con energía sobre aquella muelle alfombra ondulante.</p> <p>Hasta allá donde alcanzaba su vista, del suelo surgieron millares de groseras piernas, terminadas en botas claveteadas, que pisoteaban iracundas, en simpatía con su acción vengadora y ascética.</p> <p>Bruno, que de pronto se dio cuenta de lo cómico de la situación, se inclinó hacia atrás, riendo a mandíbula batiente. Todas las piernas extendidas, se hundieron de nuevo en la masa de donde habían surgido, mientras docenas de caras sin facciones y provistas únicamente de unos gruesos labios y unos hinchados carrillos, se materializaban en su lugar, para reír, como él, desaforadamente.</p> <p>Avanzando con resolución y utilizando únicamente sus propias fuerzas, el joven dobló la esquina formada por la pared saliente de un montículo y casi chocó de bruces con una esfera que acababa de salir de la estructura azul.</p> <p>Antes de que pudiera reponerse de su sorpresa, el monstruoso ser le lanzó un rayo abrasador que cayó tan cerca, que le chamuscó la ropa.</p> <p>Saltó a un lado, recriminándose por haberse dejado pillar desprevenido. Mientras seguía maniobrando a la defensiva, dominado por su cólera, empezó a formar, sin darse cuenta, un anillo amarillo y otro verde con ayuda de la substancia energética.</p> <p>Mientras esquivaba otro ataque, encajó precipitadamente a un anillo dentro del otro. Cuando del centro de ambos brotó un chorro de energía roja, lo asestó mentalmente contra la esfera, dándole la forma de una lanza cegadora.</p> <p>La esfera estaba dedicada a la tarea de acumular nueva energía para lanzar otra descarga. Mas el impacto del chorro carmesí la hizo tambalear visiblemente y la energ<sup>í</sup>a amarillenta de su superficie se disipó en una lluvia de chispas inofensivas.</p> <p>La esfera retrocedió apresuradamente, chocó con el montículo del que había surgido, rebotó y huyó como alma que lleva el diablo.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo VII</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">V</style>OLVIÉNDOSE a medias, Bruno se despertó con la sensación vaga de que alguien le observaba atentamente. Incorporándose sobre el codo, descubrió que el tosco lecho de energía que se había construido la noche antes, se había metamorfoseado en una réplica exacta de su cama del pueblo. La cabecera de madera de abeto tenía colores que parecían auténticos e incluso las fibras leñosas parecían verdaderas. El material de energía rosada sobre el que se hallaba tendido había adquirido el color blanco de una sábana.</p> <p>Everardo y Hulen, de pie junto al lecho, le contemplaban con expresión grave.</p> <p>El anciano se pasó un dedo por la barbilla, en un gesto abstraído.</p> <p>—Hulen me ha dicho que sigues pensando en hacerte amigo de las burbujas.</p> <p>A decir verdad, Bruno seguía abrigando dudas acerca de la efectividad de poner en práctica su plan de establecer contacto con las esferas. ¿Serían capaces aquellos seres de reconocer la existencia de la inteligencia humana y retirarse, dejando que los hombres viviesen en su propio mundo como lo habían hecho antaño? ¿Recibirían ayuda y cooperación de las esferas? ¿O el resultado de aquel intento sería algo terrible... algo que ni siquiera podía imaginar? Mas al ver la actitud de aquellos dos hombres, se decidió.</p> <p>Pasando ambas piernas sobre el borde de la cama, se sentó.</p> <p>—Sí, creo que voy a probarlo otra vez. Tal vez ahora consiga hacerlo en el lugar y momento adecuados.</p> <p>Del suelo brotaron dos brazos serviciales, que buscaron sus sandalias y se las calzaron. Hulen y Everardo contemplaban la escena, ocultando a duras penas su impaciencia.</p> <p>Finalmente, Hulen habló con determinación:</p> <p>—Tú no entrarás en contacto con las esferas.</p> <p>—¡Vamos, hijo mío! —exclamó Everardo—. ¿Quieres desencadenar un nuevo exterminio?</p> <p>—¿Has presenciado alguno de ellos? —prosiguió Hulen—. Las mujeres cogen a sus hijos y huyen para salvar sus vidas. Personas ancianas como Everardo tratan de ponerse a salvo, sin conseguirlo. La gente huye en tropel de la Ciudad.</p> <p>Bruno se levantó y de la cabecera surgió una mano, que se puso a alisarle las ropas.</p> <p>—Tal vez encontremos ayuda entre las esferas, cuando sepan...</p> <p>—¡No digas necedades! —rezongó Hulen—. ¡Lo único que les interesa es exterminarnos, como si fuésemos alimañas!</p> <p>—Tal vez cambien de idea si saben que no lo somos. Además, ten en cuenta que por cada persona que se da buena vida en la Ciudad, hay millares que subsisten penosamente en la selva. ¿Por qué sólo <i>nosotros</i> tenemos derecho a la buena vida?</p> <p>Hulen se irguió, indignado.</p> <p>—¡Porque nosotros nos jugamos la vida todos los días con las esferas y la energía roja!</p> <p>—Es posible, pero aun así la cuestión principal es la de que los habitantes de la selva están condenados a una vida dura y penosa porque las esferas son dueñas del mundo. Y no creo que éstas sospechen siquiera el mal que nos han causado. Por ello creo que nada se perdería en tratar de hallar un medio de comunicación. En cambio, se puede ganar muchísimo.</p> <p>Everardo movió la cabeza con disgusto.</p> <p>—Te equivocas de medio a medio, hijo mío. Al hostigarlas, harás que se aperciban de nuestra presencia. El resultado inmediato de ello será una nueva exterminación. Morirán muchas personas... pues hace años que no se produce una represión en gran escala. Y transcurrirán meses antes de que los supervivientes puedan volver a la ciudad.</p> <p></p> <p>Hulen colocó una mano con gesto protector sobre el hombro de su primo Bruno.</p> <p>—Nuestras leyes no están escritas, Bruno, pero no por ello hay que dejar de acatarlas. Estas leyes dicen: no hagas nada que pueda delatar tu presencia; mantente oculto; si tienes que salir de tu escondrijo, no formes grupos; no pasees en lugares abiertos, si puedes evitarlo.</p> <p>Dominado por sentimientos contradictorios, Bruno examinó la palma de sus manos. Otras dos manos brotaron del suelo, para ofrecerse inmediatamente a su inspección.</p> <p>—¿Has cambiado de idea? — le preguntó Everardo sin poder ocultar su ansiedad.</p> <p>Aunque hubiese cambiado de idea, ello no se hubiera debido a los argumentos que le habían presentado. Además, la idea de entrar en contacto con las esferas le había dominado desde los tiempos más antiguos que podía recordar.</p> <p>Esperando su respuesta, Hulen dijo:</p> <p>—Aquí no tenemos tribunales, pero los hombres solemos tomarnos la justicia por nuestra mano cuando es necesario. ¿Y si lo hiciésemos ahora?</p> <p>—No.</p> <p>Everardo y Hulen cambiaron torvas miradas.</p> <p>—Anoche te observamos —dijo Hulen—. ¿Quieres saber una cosa? Estás adquiriendo un extraño dominio sobre el material de energía. Esta cama, por ejemplo...</p> <p>—Es una forma de dominio subconsciente —añadió Everardo—. Peligrosísima.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Porque puedes dejarte dominar por tus emociones, en un momento de excitación. Podrías obligar a la energía a que fabricase objetos contundentes para agredir a los demás.</p> <p>—Hará cosa de quince o veinte años, tuvimos aquí a otro sujeto que poseía esa misma facultad —refirió Hulen—. Terminó matando a los que le eran antipáticos sin darse cuenta de lo que hacía. Se dejó dominar por el subconsciente. Encontraron a dos infelices estrangulados por manos de energía.</p> <p>Everardo pareció sumirse en sus recuerdos.</p> <p>—Efectivamente: pero antes de esto, convirtió la vida aquí en un verdadero infierno con sus pesadillas. Los monstruos que soñaba adquirían consistencia real... eran de energía, desde luego, pero hubieras tenido que verlos...</p> <p>—¿Adonde queréis ir a parar?</p> <p>—Anoche celebramos una reunión... después de verte hacer aquel numerito de los anillos frente al montículo de las muchachas —le dijo Hulen—. Por unanimidad, acordamos que sería demasiado peligroso para ti continuar viviendo en la Ciudad.</p> <p>Y Everardo concluyó:</p> <p>—A consecuencia de ello, se acordó también darte de plazo hasta hoy por la noche para abandonarla.</p> <p>Por lo que se refería a Bruno, el asunto quedaba definitivamente resuelto. Pero no como ellos suponían. El joven era lo suficientemente obstinado como para reaccionar de manera totalmente contraria. No se dejaba intimidar por amenazas. Y si el gran pilón que habían visitado la noche anterior albergaba el gobierno de la Ciudad, tendría tiempo más que suficiente para intentar otro contacto antes de que el plazo concedido tocase a su término.</p> <p>El aspecto decidido con que se deslizó a través del muro del montículo debiera haber advertido a Hulen y Everardo acerca de sus verdaderos propósitos.</p> <p>Realzada por el brillante sol estival, la deslumbradora extensión de edificios de energía despedía un intenso fulgor que obligó al joven a protegerse los ojos con la mano, mientras se dirigía a la morada de Sal. Mas al dar la vuelta al próximo montículo, vio a la joven deslizándose hacia él con la ansiedad pintada en el rostro.</p> <p>—¡Bruno! —dijo, tomándole el brazo—. Anoche celebraron una reunión y...</p> <p>—Lo sé todo. Decidieron expulsarme de la Ciudad.</p> <p>—No lo sabes todo. Asistió a ella una delegación del otro lado de la Ciudad. ¡Durante el camino de regreso, unas esferas descubrieron al grupo!</p> <p>El miró de soslayo al sol ardoroso y se secó el sudor que le bañaba la frente.</p> <p>—Supongo que eso quiere decir...</p> <p>Pero Sal contuvo una exclamación de espanto y se apartó, mirando hacia atrás con aprensión. Al mismo tiempo, él se apercibió de una negra sombra que parecía moverse sobre ellos. Dio media vuelta y...</p> <p>El objeto que les había asustado era un árbol. Se alzaba de la omnipresente alfombra rosada y continuaba creciendo con rapidez, mientras su tronco se hacía más grueso y brotaban ramas de él, para terminar cubriéndose de una frondosa copa de verde follaje. Entonces lo reconoció. Era una réplica exacta del umbroso árbol que crecía a espaldas de su casa.</p> <p>—No es nada — dijo, volviéndose hacia Sal.</p> <p>La sombra del árbol esparcía un deleitoso frescor. Sus ramas se mecían suavemente a impulsos de la brisa que las acariciaba.</p> <p>Encogiéndose de hombros, la joven dejó de interesarse por aquel fenómeno.</p> <p>—Como te iba diciendo... todos temen que, a consecuencia de haber visto aquel grupo de hombres, las esferas organicen una exterminación. Algunos de los habitantes del lado sur ya recogen sus bártulos y emigran hacia la llanura.</p> <p>—¿Creen que las cosas tomarán tan mal cariz?</p> <p>Ella asintió.</p> <p>—Tal vez nosotros debiéramos hacer lo propio, Bruno.</p> <p>El joven se mesó los cabellos con incertidumbre. Parecía que todo se confabulaba contra él, para evitar que pusiese en práctica su plan.</p> <p></p> <p>Se dejó caer sobre la ondulante superficie rosada. Pero mientras se sentaba, apoyando meditabundo el mentón en la rodilla, la energía se alisó y de ella brotó una extensión de césped cuidadosamente recortada.</p> <p>—¿Todavía sigues con tu empeño de comunicarte con las esferas? — preguntó ella, arrodillándose a su lado.</p> <p>—Tengo que hacerlo. No veo otra alternativa posible Pero temo lo que pueda suceder. No sé qué ocurrirá... ni cuál será la reacción de las esferas.</p> <p>—Tal vez comprenderán que somos dignos de su respeto y estima, ¿no crees? — preguntó la joven, esperanzada.</p> <p>Bruno no respondió. En vez de hablar, observó distraídamente como todas las estructuras de energía que les rodeaban enviaban hilos brillantes hacia lo alto, para recoger gotitas alimenticias de los rayos solares. Entonces, al recordar que todavía no había desayunado, empezaron a brotar también finas tiras plateadas de la copa del árbol. La energía alimenticia que se condensaba en ellas, descendía rodando en racimos y atravesaba su follaje para pender finalmente de las ramas inferiores, como dorados frutos. Tomó un racimo de ellos y lo ofreció a la joven. <sup>!</sup>'</p> <p>—¡Tienen que aceptarnos! —dijo—. No veo que puedan reaccionar de otra manera. Pero mis semejantes han llegado hasta hacerme dudar de mi propia cordura.</p> <p>—Hace mucho tiempo que planeabas entrar en contacto con ellas, ¿no es verdad?</p> <p>—Toda mi vida. Es mi objetivo supremo.</p> <p>Ella le sujetó del brazo.</p> <p>—¿Y si eso no fuese tan importante? ¿Y si exagerases sus proporciones?</p> <p>—¿Pero es que el mundo no pertenece al hombre? — protestó él con vehemencia.</p> <p>—No quiero decir eso. Me refiero a ese sentimiento que te impulsa a entrar en contacto con las esferas. ¿No comprendes que, hasta cierto punto, todos acariciamos este sueño? Es como el deseo de hallar un tesoro en una isla desierta... o convertirse en jefe de una gran nación... o, como decían antes de las esferas, hacer un millón de dólares. Tal vez no sea más que un capricho infantil al que tú has dado unas proporciones exageradas. Pero aunque no consigas entrar en contacto con las esferas, puedes considerarte más afortunado que la mayoría, por el hecho de haber venido a la Ciudad. Además, incluso has podido intentar la puesta en práctica de tu plan...</p> <p>—Sal...</p> <p>Bruno tomó una mano de la joven entre las suyas, sin saber a ciencia cierta qué se proponía decirle.</p> <p>—¿Querrías acompañarme al clan Spruce... ahora mismo?</p> <p>Ella fijó la vista en una aguja iridiscente y contestó:</p> <p>—Sí, si ese era tu deseo.</p> <p>El contempló su cabellera, áurea como una dorada bola de energía alimenticia, repleta de vida y de fuerza tomadas directamente del sol, y luego la miró a los ojos, de un azul más profundo que el más hermoso montículo de la Ciudad radiante.</p> <p>—Gracias —dijo, alzándose resueltamente— Ese es también mi deseo. Pero antes, tengo que terminar lo que me trajo aquí.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo VIII</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">U</style>NA rama del árbol absorbió su follaje para crear una mano en su lugar, la cual descendió para dar un tirón apremiante a la manga de Bruno. De otra rama surgió un puño con el índice tendido, que le golpeó insistentemente en el hombro para señalar luego a sus espaldas. Sólo entonces se dio cuenta de que lo que había tomado por el susurro de las hojas era en realidad el rumor de conversaciones en voz baja.</p> <p>Dio media vuelta resueltamente, Al otro lado del árbol, Hulen, Everardo y un grupo de figuras cubiertas de largas vestiduras avanzaban con paso furtivo. Al darse cuenta de que habían sido descubiertos, aquellos hombres se irguieron con determinación.</p> <p>—Nada de bromas con el material de energía — le advirtió Everardo con hosquedad.</p> <p>Hulen le amenazó con el puño.</p> <p>—Somos bastantes para desbaratar tus tretas, por buenas que éstas puedan ser.</p> <p>En torno a Bruno surgieron varios brazos hostiles de energía tratando de asirle por puntos ventajosos. Bruno empujó a Sal y la joven se alejó en un trineo confeccionado apresuradamente. El árbol, que Bruno había mantenido en pie gracias a una concentración prácticamente subliminal, se hundió y fue rápidamente reabsorbido por la alfombra radiante.</p> <p>—Por lo visto, sigues en tus trece — le dijo Everardo, con ironía retadora.</p> <p>—Mira, primo —le dijo Hulen—. Ya nos has metido en bastantes líos, pero tal vez no sea demasiado tarde. ¿Qué tal si te fueses ahora mismo, sin hacer más tonterías?</p> <p>—Dijisteis que tenía todo el día de plazo.</p> <p>—Hemos cambiado de idea. ¡Te irás ahora!</p> <p>Uno de los brazos de energía se abalanzó sobre él, lo agarró por sus vestiduras y le obligó a dar media vuelta. Otro se convirtió instantáneamente en un pie calzado con una bota, que le asestó un puntapié que sólo le rozó el muslo.</p> <p>Bruno formó una gran ola con la substancia rosada. La ola se abatió sobre el grupo de hombres. Pero una segunda ola se alzó ante la primera y ambas chocaron violentamente, lanzando hacia el cielo millares de chispas.</p> <p>Otro de los brazos amenazadores adquirió una mano gigantesca que se apoderó de Bruno, manteniéndolo firmemente sujeto codo con codo. Pero antes de que la mano terminase de estrujarlo, el joven pasó a la defensiva... media docena de brazos más pequeños se materializaron a su lado para arrancar de él la mano agresora, obligándola a hundirse de nuevo en la alfombra de energía.</p> <p>Pero ésta se puso a temblar de pronto bajo sus pies, haciéndole perder el equilibrio y caer de bruces: con la velocidad de víboras, surgieron una serie de tentáculos del mar de energía rosada, sujetando sus brazos y asegurándolos sobre la alfombra de energía.</p> <p>Un puño gigantesco se abatió sobre su sien y retrocedió para tomar impulso y asestarle otro golpe. El apartó la cabeza para esquivarlo, y luego miró a sus atacantes. Todos estaban reunidos formando un grupo compacto; sus caras mostraban gran tensión a causa del esfuerzo mental que realizaban para atacarle.</p> <p></p> <p>Entonces advirtió el halo de energía verde cerniéndose a unos metros sobre ellos. Sólo cuando vio alzarse de la superficie el círculo amarillo, semejante a un anillo de humo, comprendió que era su propio subconsciente quien realizaba los preparativos para enviar un chorro de mortífera materia roja sobre sus atacantes.</p> <p>Detuvo a ambos anillos en el aire. Hulen y Everardo, en realidad, no hacían más que mostrarse fieles a sus principios más arraigados. Y aunque se resistiesen con fanatismo a cambiar de modo de vida, en realidad no se proponían matarle.</p> <p>Ordenó a los dos anillos que se situasen entre él y el grupo de hombres. Luego, con decisión, los encajó. El abrasador chorro de energía carmesí brotó como una cascada que descendía hasta el suelo.</p> <p>El espanto más absoluto se mostró en las expresiones aterrorizadas de los hombres, mientras trataban de ponerse a salvo de la catarata. Everardo dio la señal para la huida general, corriendo en pos del montículo más próximo.</p> <p>Los tentáculos que mantenían a Bruno cautivo aflojaron su presa y se desprendieron. Y a su alrededor, las restantes proyecciones de energía que le amenazaban se fundieron mientras Hulen y los restantes miembros del grupo seguían a Everardo en su huida.</p> <p>Bruno volvió a ponerse rápidamente en pie y, con un gesto casual de la mano, separó los anillos.</p> <p>El flujo de energía cesó y el joven se volvió para buscar a Sal con la mirada.</p> <p>Pero de pronto ella pasó como una exhalación a su lado, haciendo gestos frenéticos sobre una ola de fuerza impulsora. Se dirigía en derechura al mismo montículo en cuyo interior habían desaparecido los demás.</p> <p>Aun antes de volverse para ver lo que así asustaba a la joven ya sabía lo que iba a ver.</p> <p>La enorme esfera se alzó ante él, con su superficie recorrida por lánguidas ondulaciones de energía. Hubiérase dicho que en el interior del enorme ser extraterrestre, unos ojos ocultos le contemplaban pensativos.</p> <p>Pero la esfera no demostraba intenciones agresivas; es decir, su energía superficial no se preparaba al ataque. Además, no avanzaba contra él. En cambio, derivaba lentamente —¿con curiosidad?— a los dos anillos que Bruno había formado.</p> <p>El impulso de seguir a sus semejantes le abandonó y fue substituido inmediatamente por la triunfal certidumbre de que por fin se le presentaba la ansiada oportunidad de conseguir su objetivo. Por último tenía ante sí una esfera cuya primera reacción ante la presencia de un ser humano no era la de asestarle un vengativo e instantáneo rayo de energía mortífera... una esfera cuyo aspecto inquisitivo constituía una invitación a Bruno para que pusiese en práctica su plan de comunicarse con los extraños seres.</p> <p>El joven experimentó un sentimiento de humildad y de orgullo a la vez al comprender que tenía a su alcance el objetivo de toda su vida... que por fin podría cumplir el propósito que le había hecho recorrer docenas de leguas a través del bosque y atravesar las llanuras para acudir a la Ciudad de Energía.</p> <p>Y cuando volviese con los suyos, les llevaría las noticias jubilosas de que el período de humillación del Hombre en su propio mundo había terminado.</p> <p>La esfera se detuvo ante los anillos de Bruno, inmóviles en el aire, y permaneció en la más absoluta quietud durante unos dos minutos. Luego, obedeciendo evidentemente órdenes de la esfera, los círculos se juntaron de pronto, para lanzar un chorro de abrasadora energía. Separándose nuevamente, flotaron por el aire hasta colocarse junto a Bruno, pero en una posición distinta.</p> <p></p> <p>Aunque la superficie de la esfera no tenía facciones, Bruno se imaginó que aquel ser se había vuelto «de cara» a él para observarle con expectación y ver lo que haría a su vez con aquel par de objetos de energía.</p> <p>Bruno introdujo un halo dentro del otro, produciendo otro breve chorro de energía carmesí. La esfera conjuró dos nuevos anillos del resplandeciente material que cubría el suelo, y los utilizó para originar una cascada de energía radiante.</p> <p>Bruno repitió la maniobra sin tardanza.</p> <p>Y mientras la esfera flotaba animadamente por el lugar, expresando lo que hubiérase dicho que era excitación, Bruno no cabía en sí de gozo, convencido de que al fin sus esfuerzos se veían coronados por el éxito. Le parecía casi sentir el súbito respeto que el ser extraterrestre empezaba a experimentar ante él. Se irguió altivamente, lleno de confianza en sí mismo y poseído de su propia dignidad.</p> <p>Pero aquéllo... ¡no era más que el principio!</p> <p>Mientras la esfera se cernía sobre él, experimentó una curiosa sensación en el fondo de sus ojos. O tal vez en lo más profundo de su oído interno. Aquella vaga «sensación», sin embargo, no quedaba limitada a su vista y oído. También afectaba sus sentidos del gusto y del olfato.</p> <p>Asustado por aquel incomprensible ataque de que eran objeto sus sentidos simultáneamente, se batió en retirada. Pero inmediatamente le dominó una tranquila sensación de satisfacción y calma, y tuvo la seguridad completa de que no se hallaba en peligro inmediato.</p> <p>Cerró los ojos y la percepción de cosas que no tenían existencia aparente se hizo más vivida y fuerte. Le parecía como si pudiese seguir «viendo» a la esfera y como si ésta hubiese extendido un sutil velo de luz y sonido, de sensaciones, de sabor y de perfume hacia él.</p> <p>Durante aquella percepción hiperfísica, Bruno se observó ansiosamente, apercibiéndose de que él también tendía un puente telepático similar hacia la esfera... un velo urdido con imperceptibles hilillos de energía mental.</p> <p>Ambas proyecciones chocaron bruscamente e instantáneamente el espíritu de Bruno se sumió en un torbellino de ideas y símbolos... de palabras que no eran tales y que parecían resplandecientes unidades de significado fundamental y prístino, desprovistas de cualquier carácter lingüístico.</p> <p>Le pareció que descubría los símbolos por primera vez, y su significado se le quedaba grabado de manera indeleble en el cerebro.</p> <p>Si le hubiesen pedido que tradujese sus impresiones en palabras, lo más aproximado hubiera sido sin duda esta frase:</p> <p>—¡Vaya, ratita! ¿Cómo has aprendido a hacer eso?</p> <p>Pero aquella idea no encerraba ninguna amenaza, y sólo revelaba una divertida excitación y una intensa curiosidad.</p> <p>Bruno se apresuró a sacar partido de este éxito inicial e inmediatamente envió a la esfera imágenes de hombres —de hombres dignos y altivos— y del saber acumulado por ellos. En un gran estallido emocional, presentó el caso de la humanidad rodeada por sus vastas y populosas ciudades de antaño y sus grandes y complicadas maquinarias... Presentó al hombre pensador, creando abstractas construcciones lógicas, al hombre investigador, al viajero, al conquistador, explorando la tierra, el aire y el fondo de los mares con sus maravillosos aparatos.</p> <p>Evocó la imagen de los seres humanos viviendo en sus moradas, sólidas y llenas de comodidades, e incluso introdujo la idea de insectos dañinos y perjudiciales, así como de los roedores y pequeños seres alados que seguían al hombre por doquiera.</p> <p>Estas eran las alimañas, expresó con gran dignidad... las verdaderas alimañas. No el hombre.</p> <p>En su serie siguiente de imágenes, comparó la humanidad a las esferas e indicó la posibilidad de unas relaciones intelectuales entre ambas especies.</p> <p>Para demostrar su aserto, transmitió la fórmula de la circunferencia de un círculo, la receta para hacer pan de maíz, el número de pies que contiene una milla, el medio de averiguar la altura de un árbol por triangulación, el método de determinar el volumen de una esfera.</p> <p>Bruno estaba más que convencido de que este último dato, que casi podía considerarse una alusión personal, sería merecedor de la más alta consideración y aprecio por parte de su esférico amigo.</p> <p>¡Y no había la menor duda de que el éxito le sonreía! Se hallaba convencido de que la esfera estaba muy impresionada ante sus aptitudes mentales y por la inteligencia de la humanidad en su conjunto. Lo que es más, sospechaba que la esfera debía de lamentar ya la arrogancia y el desdén exhibidos por los miembros de su raza en el transcurso de los siglos, ante seres que sólo les merecían la consideración de bichos más o menos molestos.</p> <p>También envió este último pensamiento a través de aquella nueva red de comunicación... bajo la forma de una pregunta teñida de reprobación.</p> <p>El tenue velo telepático que unía a aquellos dos seres tan distintos tembló a efectos de la sorprendida incredulidad que demostró la esfera. Y una oleada de impulsos conceptuales inundó los sentidos de Bruno, disponiéndose en una frase concreta:</p> <p>—¿Es cierto lo que dices, feo bicharraco?</p> <p>Bruno se enzarzó en una perorata acerca de las conquistas culturales de la humanidad.</p> <p>Pero la esfera le atajó con un nuevo alud de imágenes, símbolos que hubieran podido traducirse por estas palabras:</p> <p>—Oye, formador del anillo... ¿Todas las sabandijas semejantes a ti pueden gobernar a su antojo estas poderosas energías?</p> <p>Bruno respondió con una oleada afirmativa. Era preferible que la esfera no supiese que sus semejantes se hallaban tan contentos con su papel de parásitos, que nunca se les había ocurrido hacer experimentos con la substancia energética.</p> <p>—Repite el experimento con el anillo colector — le pidió la esfera, dominada aún por un insistente escepticismo.</p> <p>Rompiendo su contacto con el enorme ser esférico, Bruno ordenó mentalmente la creación de un nuevo par de anillos utilizando el material que le suministraba en abundancia ilimitada la alfombra centelleante.</p> <p>Les infundió un matiz amarillo y verde respectivamente y, con un nuevo esfuerzo de voluntad consciente, hizo que se uniesen otra vez en el aire. Dejó salir por un momento la energía carmesí, y a continuación separó los dos pequeños círculos.</p> <p>—Es bastante — reconoció la esfera.</p> <p>Y empezó a moverse de nuevo de un lado a otro presa de gran excitación.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Capítulo IX</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">D</style>E la esfera surgió bruscamente una avasalladora ola mental. Pero esta vez no estaba dirigida a Bruno, sino que parecía extenderse por encima de toda la zona inmediata y en dirección al centro de la Ciudad. Bruno comprendió la finalidad de aquella onda de significado puro que no necesitaba acudir al lenguaje para propagarse. Era una ansiosa llamada dirigida a las otras esferas que pudiesen hallarse en las proximidades, o a las que gozasen de autoridad dentro de los límites de la Ciudad de Energía.</p> <p>La respuesta a la llamada fue casi instantánea. Acudieron las esferas flotando por el aire, emitiendo descargas parafísicas que revelaban su curiosidad y sorpresa.</p> <p>Bruno dirigió su mirada hacia la estructura en que se habían ocultado Sal y el grupo de hombres. Docenas de caras sorprendidas asomaban para mirarle a él y a las esferas. Eran incapaces de conjeturar lo que ocurría, pero no tardarían mucho tiempo en saberlo.</p> <p>Pronto estuvieron reunidas más de una docena de esferas en torno a él y a su amigo extraterrestre. Todas dirigían ansiosas preguntas a este último. Y a medida que Bruno adquiría mayor práctica en la comunicación psíquica, le resultaba cada vez más fácil entender las conversaciones mentales que sostenían aquellos seres.</p> <p>Incluso llegó a saber que la esfera con la que había establecido contacto era designada por el «nombre» de 3.14 gM.</p> <p>Un enorme tubo de radiación verde descendió por encima de las estructuras de energía más próximas, formando un arco hasta tocar el suelo. Dos esferas se deslizaron por el tubo, dejándose caer por él. Inmediatamente se dirigieron hacia 3.14 gM.</p> <p>Bruno esperaba pacientemente. A partir de entonces, la decisión estaba en manos de los extraterrestres.</p> <p>—¿Esta es la super-cucaracha? — preguntó uno de los recién llegados con escepticismo.</p> <p>La corriente de significado directo llegaba ya con mayor claridad a Bruno.</p> <p>—Este es, Excelencia —contestó respetuosamente 3.14 gM. — Como observaréis, no intenta huir.</p> <p>—Probablemente tú trataste de liquidarla, y la dejaste medio aturdida.</p> <p>—¡Nada de eso, Excelencia! Conversa de una manera racional. Sabe manipular los anillos colectores.</p> <p>Evidentemente, las esferas no se daban cuenta de que, gracias al puente psíquico que había construido con ayuda de 3.14 gM, el joven terrestre captaba lo que decían. Si era así, ello parecía tenerles sin cuidado.</p> <p>—¿No será que has tomado una carga excesiva de energía? — le preguntó la otra esfera que había llegado por el tubo.</p> <p>—Os aseguro que no, Eminencia. Comprobadlo por vos mismo y lo veréis.</p> <p>Bruno ocultaba a duras penas su inquietud ante aquellos seres, pues se daba cuenta de cuan comprometida era la situación en que se encontraba. Si algo iba mal, se hallaba completamente rodeado por toda una asamblea de esferas, Pero no, todo <i>tenía</i> que ir bien.</p> <p>Sin embargo, Su Excelencia y Su Eminencia emitían desconcertante emanaciones, coreadas por las restantes esferas del círculo. Aquel zumbido parafísico no tenía nada de amistoso.</p> <p>—Nos ocuparemos de que le sometan a las pruebas necesarias —prometió Su Excelencia desdeñosamente—. Pero primero, para el caso de que resultase inteligente, ordenaremos un inmediato exterminio para evitar que esto tome mayores proporciones.</p> <p></p> <p>Bruno se hizo atrás sin poder dominar su incredulidad. ¡Un exterminio! ¿Qué quería dar a entender la esfera con esta expresión?</p> <p>—Aunque resultase que no es verdad que estos bichos se vuelvan inteligentes —declaró Su Eminencia—, hace mucho tiempo que tenía que haberse realizado una limpieza. Me alegro de que esto nos lo recuerde.</p> <p>Su Eminencia volvió a introducirse por el tubo verde.</p> <p>Su Excelencia se dirigió flotando hacia Bruno, seguida muy de cerca por 3.14 gM.</p> <p>—Ojalá te equivoques — dijo Su Excelencia, sin poder ocultar su inquietud—. Ya nos han molestado bastante estos bichos, para que ahora resulte que son lo bastante listos para manipular nuestras fuerzas básicas. ¡Gran Energía!</p> <p>¡Era esto, naturalmente! Horrorizado, Bruno se apartó del par de esferas. Notó el vívido puente de comunicación directa que le tendía Su Excelencia, tratando de penetrar en su mente. Desesperadamente, se esforzó por rehuir el contacto, fijando su atención en otras cosas, tratando de no pensar en la Ciudad. En cambio, evocó en su interior la sencilla idea de un tranquilo paseo por los bosques... lo cual no revelaría en absoluto el complejo mecanismo intelectual del hombre. Tal vez haría quedar mal a la pobre 3 14 gM. A su favor tenía el cáustico escepticismo de Su Excelencia. Entre tanto, notaba posada en él la mente inquisitiva de la esfera.</p> <p>Cuando la búsqueda de su cerebro terminó, Bruno extendió cautelosamente sus tentáculos psíquicos hacia las dos esferas.</p> <p>—No veo que este bicho tenga nada de inteligente — estaba diciendo Su Excelencia a 3.14 gM.</p> <p>—¡Pero esto es imposible! ¡Sus pensamientos son coherentes! Es capaz de... ¡A ver, sabandija! —dijo 3.14 gM, concentrando de pronto su atención hacia Bruno—. ¡Forma los anillos! ¡Haz brotar la energía fundamental! ¡Demuéstralo a Su Excelencia!</p> <p>Pero Su Excelencia notaba que su paciencia se agotaba. A pesar de todo, aún formuló este irónico pensamiento:</p> <p>—¡Sí, bichito, forma los anillos y haz brotar la energía!</p> <p>Bruno se apartó poco a poco de las dos esferas, y miró con desesperación al círculo de seres extraterrestres, tratando de hallar una salida. Una proyección de energía se alzó solícita del suelo y empezó a formar una mano que le indicaba el camino. Pero él la borró inmediatamente, pues no quería que se apercibiesen de la facilidad con que moldeaba la materia energética.</p> <p>—¡Vaya, con que es inteligente! — dijo Su Excelencia con ironía, al ver la acción de Bruno.</p> <p>—Pero... — empezó a decir 3.14 gM. — Yo os aseguro, Excelencia...</p> <p>—¡Basta! Primero, X2.718 informa haber sido atacado por uno de estos bichos. Ahora, esto. ¡Adonde iremos a parar!</p> <p>—Pero esto lo demuestra, ¿no es verdad?</p> <p>—¡No demuestra nada! X2.718 ya se ha sometido a un reajuste emocional. Después de esta demostración de histerismo, te sugiero que hagas lo propio.</p> <p>El concepto traducido por «te sugiero» era en realidad mucho más fuerte. Bruno se dio cuenta de la intensa emanación de temor irracional que brotó del pobre 3.14 gM. La esfera retrocedió poco a poco, saltó por encima del círculo de extraterrestres y trató de escurrirse entre dos montículos.</p> <p>—¡Perseguidlo! — ordenó Su Excelencia.</p> <p>Las esferas casi derribaron a Bruno al abalanzarse en persecución del fugitivo. El joven conjuró una inmensa oleada de energía impulsora, y dejó que le llevase hacia el montículo en el que se ocultaba Sal.</p> <p>Con semblante torvo y amenazador, Hulen y Everardo salieron a su encuentro.</p> <p>—¡Exterminación!</p> <p>Este grito frenético procedía de la dirección del próximo montículo.</p> <p>La ola se disipó bajo los pies de Bruno, depositándole en el suelo mientras prestaba oído al terrible grito. Sal y los demás salieron del montículo, para mirar a lo lejos.</p> <p>—¡Exterminación, exterminación!</p> <p>Una figura cubierta de una luenga hopalanda se acercó deslizándose, perdiendo a veces el dominio de la ola impulsora, tropezando y cayéndose.</p> <p>—¡Vienen del sur! —les gritó el recién llegado—. ¡Dad la alarma general!</p> <p>Hulen y los restantes miembros del grupo cambiaron miradas de espanto, para partir inmediatamente en todas direcciones.</p> <p>Sal se deslizó hacia Bruno y le tomó la mano.</p> <p>—¡Tenemos que irnos de la Ciudad! ¡Nos atacarán con energía roja! ¡Se mete por todas partes... nada puede detenerla!</p> <p>La gente salía en tropel de los montículos, empujándose y atropellándose en su afán desesperado por llegar a las murallas exteriores de energía.</p> <p>Pero Bruno no hacía caso de las apremiantes advertencias de la joven, y su mirada se posaba con tristeza en el infinito.</p> <p>—Estaba equivocado, Sal —dijo—. Para Hulen y Everardo, yo no era más que una calamidad que se cruzó en su camino. Pero se figuraron que mostrándose duros, me impedirían llevar adelante mi plan. Mas cuando descubrieron que podía dominar a mi antojo la energía, dejé de parecerles un pelmazo para convertirme en algo que no podía tolerarse.</p> <p>—¡No hay tiempo de discutir ahora, Bruno! ¡Tenemos que irnos!</p> <p>Junto con sus palabras, varios brazos evidentemente femeninos surgieron de la alfombra radiante para tirar con insistencia de sus ropas.</p> <p>—Sería lo mismo si entrásemos en contacto con las esferas y les demostrásemos que somos seres inteligentes —continuó él como si tal cosa—. Mientras se limiten a considerarnos unas inofensivas cucarachas, tolerarán nuestra existencia, a condición de que no les molestemos demasiado. Pero si averiguan que además tenemos cerebro, procederán a exterminarnos... ¡en la Ciudad, en los bosques, en todas partes!</p> <p>Avanzó lentamente, frenando sin darse cuenta con sus preocupaciones la ola propulsora que manipulaba Sal.</p> <p>—Sería lo mismo —concluyó— que si de pronto descubriésemos que los ratones son mucho más inteligentes de lo que suponemos. ¿Les acogeríamos con los brazos abiertos? ¡Nada de eso! Por el contrario, nos afirmaríamos en nuestro propósito de exterminarlos, porque sabríamos que unos ratones inteligentes constituirían un peligro mucho más grave que unos ratones irracionales.</p> <p>Bruno miró furtivamente la línea de esferas, y luego se volvió para emprender la huida en compañía de la joven. Le hubiera gustado quedarse un rato y ver cómo reaccionaban ante unos cuantos rayos bien asestados de energía carmesí, procedente de los dobles anillos.</p> <p>Pero entonces comprendió que precisamente se trataba de no dejarles saber qué enemigos tan formidables podían llegar a ser los seres humanos... si tenían tiempo suficiente para construir sus propias ciudades de energía y aprender a manipular aquellas terribles fuerzas.</p> <p>Sal aumentó sensiblemente la presión de su mano sobre su brazo.</p> <p>—¡Esos anillos, Bruno...! ¡Nos persiguen!</p> <p>El joven miró hacia atrás. A unos cuatro metros a sus espaldas, se cernían los círculos amarillo y verde que habían flotado sobre las cabezas de Hulen y sus compañeros. Parecían seguirles como pájaros amaestrados.</p> <p>Bruno no pudo contener una sonrisa. Los dos anillos, que en realidad reaccionaban bajo sus impulsos inconscientes, le seguían como si presintiesen que pronto tendrían gran necesidad de ellos.</p> <p>A los pocos momentos traspusieron las blancas y resplandecientes murallas exteriores. Su suave progresión se interrumpió cuando la ola impulsora llegó al extremo de la alfombra de energía rosada.</p> <p>Bruno se detuvo por unos momentos al pie de la muralla para contemplar el éxodo de seres humanos, que avanzaban dando traspiés por la pedregosa llanura, hasta desaparecer en el bosque.</p> <p>Con una expresión de apacible simpatía, Sal les siguió con la mirada.</p> <p>—Pasarán meses antes de que puedan volver a la Ciudad.</p> <p>—Si podemos reunirnos con ellos y adoctrinarlos —dijo Bruno—, no creo que deseen volver jamás.</p> <p>Ella le miró sorprendida.</p> <p>El joven Bruno hizo avanzar sus dos anillos de energía e introdujo al más pequeño dentro del mayor. Cuando brotó la catarata de pura energía carmesí, la convirtió inmediatamente en radiación rosada. Luego envió a los anillos flotando por el aire hacia el bosque, tendiendo ante ellos una estrecha alfombra color pastel, que parecía constelada de pedrería.</p> <p>Luego, ante ellos se formó una esbelta barca, en el centro de la faja resplandeciente, y varias manos corteses se tendieron hacia ellos para ayudarles <strong>a</strong> subir a bordo.</p> <p>Suavemente, la embarcación zarpó, manteniéndose a varios metros por detrás de la radiante cascada que le proporcionaba la substancia de su forma.</p> <p>A medida que avanzaban de esta guisa, el río de luz desaparecía en la nada a sus espaldas, dejando de nuevo la llanura desnuda.</p> <p>Y en la estela de la fantástica barca, cientos de manos se elevaban sobre la superficie de la corriente de energía para desearles buen viaje.</p> <p></p> <p><style name="h3">FIN</style></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">1 En el resto de la obra, hemos españolizado el nombre, dejándolo en «hombres de Gor». (N. del T.)</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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