Un día de Nochebuena, en la lejana superficie de Marte, los maltrechos supervivientes de una expedición científica abocada desde su inicio al fracaso iban a hacer un descubrimiento trascendental: el Planeta Rojo no sólo había albergado en su tiempo vida inteligente, ¡sino que todavía quedaban algunos especímenes vivos! ¡Aún existían marcianos en Marte!
Y así, la nave con los supervivientes de la expedición regresó a ia Tierra trayendo consigo seis de esos especímenes. Todo el planeta vibró y se preparó para el magno recibimiento de los primeros seres procedentes de otro planeta. Y, mientras la nave se acercaba a la Tierra, la gente pensaba, elucubraba, soñaba...
Frederik Pohl, autor de tantas otras novelas de éxito, nos ofrece en esta obra una profunda y muy personal visión, a menudo irónica, a veces sarcástica, en ocasiones desencantada e incluso cruel, pero siempre profundamente emotiva, de lo que esconde el alma humana, en una serie de retablos que reflejan, como una cruda radiografía, la auténtica naturaleza de la sociedad.
El día que llegaron los marcianos
Frederik Pohl
CronoS 13
Colección dirigida por Domingo Santos
Título original: The Day the Martians Came
Traducción: Domingo Santos
© 1988 Frederik Pohl
© Ediciones Destino, S.A.
Consell de Cent, 425. 08009 Barcelona
Primera edición: febrero 1991
ISBN: 84-233-1986-5
ISBN 13: 9788423319862
Depósito legal: B. 4.455-1991
Impreso por Limpergraf, S.A.
Carrer del Riu, 17. Ripollet del Vallés (Barcelona)
Impreso en España-Printed in Spain
Este libro se acabó de imprimir en Limpergraf, S.A., Ripollet del Valles (Barcelona) en el mes de febrero de 1991
1. Extracto del «Diario de sesiones del Congreso»
PORTAVOZ: ¿Con qué finalidad desea el caballero la palabra?
REP. INGRAM (Delaware): Me levanto con la finalidad de hablar en apoyo de la enmienda.
PORTAVOZ: El caballero de Delaware dispone del hemiciclo durante cinco minutos.
REP. INGRAM: Solicito el consenso unánime para revisar y extender mis observaciones.
Portavoz: Así es ordenado sin objeción.
REP. INGRAM: Señor portavoz, honorables miembros de la Cámara de Representantes, la enmienda A33 a los presupuestos, HR 1107, tiene la finalidad de eliminar todos los fondos destinados al denominado Proyecto de Colonización de Marte.
Señor portavoz, llevo dieciocho años sentándome en esta Cámara, y creo que el diario de sesiones mostrará que he apoyado de forma consistente muchas medidas relacionadas con el programa espacial norteamericano, pese a que cada dólar gastado en el espacio significa un dólar menos que podría haber sido dedicado a prioridades nacionales tan elevadas como nuestras escuelas, nuestras ciudades, nuestras familias campesinas en peligro e, incluso, la salud de nuestros ciudadanos de edad avanzada. El programa espacial, particularmente en las aplicaciones capaces de hacer avanzar nuestra tecnología y aumentar nuestra seguridad, no ha tenido un mejor amigo que yo. Sin embargo, la paciencia tiene un límite. Una aventura fracasada, por gloriosa que sea su intención, debe ser eliminada con prudencia cuando su inutilidad resulta clara. Ha llegado el día en que debemos pedir un alto.
El Proyecto de Colonización de Marte es una pérdida del tesoro que nos ha sido confiado por nuestros siempre sufridos contribuyentes. Solicito, no, exijo, que esta Cámara exprese su voluntad de que no se emplee ni un dólar más en este indefendible malgasto de nuestros recursos.
REP. GAITLIN (Alabama): ¿Me cederá el caballero la palabra?
REP. INGRAM: Cedo la palabra a la dama de Alabama para una pregunta.
REP. GAITLIN: Desearía preguntarle al caballero de Delaware si su intención en esta enmienda es negar los fondos para asegurar a nuestros heroicos astronautas, ahora en la superficie del planeta Marte, su regreso sanos y salvos.
REP. INGRAM: Agradezco a la dama la oportunidad de aclarar este punto. La respuesta es no. Nada en el lenguaje de la enmienda pondrá en peligro de ninguna manera la seguridad del capitán Seerseller y los demás supervivientes de su expedición. La enmienda elimina todos los fondos para la prosecución del Proyecto de Colonización de Marte. No menciona los fondos ya empleados. Cuando, dentro de unas semanas, la posición relativa entre ambos planetas sea tal que los astronautas puedan iniciar su largo viaje de regreso a casa, los vehículos, combustible y suministros que utilizarán habrán sido pagados hace tiempo y se hallarán ya en su posesión, en la superficie de Marte y en órbita a su alrededor. No habrá necesidad de mayores gastos para rescatar a esos desafortunados exploradores. De hecho, la finalidad de la enmienda es no sólo detener mayores dispendios de los fondos públicos en esta mal concebida aventura, sino, más aún, asegurarnos de que no más muchachos y muchachas norteamericanos lleguen a hallarse nunca en una situación tan trágica.
Señor portavoz, observo que no hay orden en la Cámara.
PORTAVOZ: Reclamo orden en la Cámara. Los miembros en el foro, ¿tendrán la bondad de retirarse al guardarropa para proseguir sus conversaciones? Ruego a los miembros que ocupen sus asientos.
El caballero de Delaware puede continuar.
REP. INGRAM: Señor portavoz, hablemos claramente. El Proyecto de Colonización de Marte no sólo es un fracaso: es una catástrofe. Doscientos treinta y ocho norteamericanos han perdido ya sus vidas en ese lejano planeta. Se nos ha dicho que, trágicamente, incluso algunos de los treinta y ocho restantes perecerán antes de la próxima oportunidad de despegue. ¿Y qué podemos mostrar a cambio de esta pérdida de vidas humanas? ¿Disponemos de nuevos inventos para nuestras industrias? ¿Poseemos nuevos métodos agrícolas para ayudar a la alimentación de nuestra gente? ¿Tenemos aunque sólo sea un glorioso triunfo que nos inspire a todos? No tenemos nada de eso. Nuestra nación ha demostrado que se siente descorazonada y apenada ante el fracaso de la expedición en conseguir algún objetivo que valga la pena.
Portavoz: Ruego que el caballero interrumpa sus palabras unos instantes. Sigue sin haber orden en la Cámara.
Ruego a la Cámara que recuerde que todavía hay tres enmiendas a considerar antes de que podamos levantar las sesiones. Si la Cámara desea terminar sus asuntos antes de la pausa de Navidad, necesitamos orden.
El caballero puede continuar.
REP. INGRAM: Sólo deseo añadir otro punto. Como todos recordamos, las audiencias del Comité Investigador que examinaba las causas del trágico accidente en Marte han sido suspendidas sine die, sin que se haya establecido la causa del accidente del cohete de suministros. Así pues, ¿cómo podemos sentirnos seguros de que el mismo destino no caerá sobre el futuro de esa aventura?
REP. THATCHER (Illinois): ¿Me permitirá el caballero formular una pregunta?
REP. INGRAM: Puede formular su pregunta.
REP. THATCHER: ¿Tendrá la enmienda algún efecto paralizador sobre los cohetes que actualmente se están preparando en estos momentos para una futura misión a Marte?
REP. INGRAM: Definitivamente, sí. Los paralizará por completo.
REP. D'ITTRIO (Nueva Jersey): ¿Cederá el caballero la palabra para una pregunta?
REP. INGRAM: Cedo la palabra para una pregunta.
REP. D'ITTRIO: Puesto que uno de los tres cohetes a Marte ha fallado, deberíamos de enfrentarnos con la posibilidad de que el cohete restante, en el cual confía regresar a casa la expedición Seerseller, pueda también fallar. Si no se pone en servicio otra nave espacial de su misma capacidad, ¿cómo podremos entonces rescatar a los miembros supervivientes de la expedición?
REP. INGRAM: No podremos. Como tampoco podemos ahora. Si su nave de regreso falla, se necesitarán más de tres años para tener a punto una nave de rescate, asegurar una ventana de despegue favorable y efectuar el largo viaje. Y, puesto que no sabemos la causa del anterior desastre, ¿cómo podemos saber que el nuevo cohete no fallará también?
Portavoz: Los cinco minutos del caballero han expirado.
2. Navidades marcianas
A millones de kilómetros a través del espacio, la expedición Seerseller a Marte se preparaba para celebrar las Navidades. Ninguno de sus miembros escribió cartas a Santa Claus. Ninguno de ellos necesitaba expresar su deseo de un regalo, porque todos tenían el mismo deseo: que los días hasta la fecha del regreso con energía mínima pasaran tan rápidos como fuera posible, y preferiblemente sin que muriera nadie más.
Mientras los supervivientes contaban los días, allá en la Tierra ocurrían muchas cosas. Los seres humanos individuales vivían sus vidas individuales, sin importarles los grandes acontecimientos que se producían a su alrededor. En la ciudad de Nueva York, un joven descubrió a Dios. En los suburbios de Chicago, otro joven descubrió la heroína. En Atenas y las Indias Orientales, en el Sunset Strip de Los Ángeles y en el Cinturón de Washington, DC, hombres —y mujeres, y niños también— captaron atisbos del magnífico bosque sólo como si estuviera filtrado a través de sus propios árboles individuales. Si tuvieron conocimiento de las peripecias de la expedición marciana, fue sólo con la mínima parte de atención que les quedó después de leer los titulares acerca de la inflación y de qué estrella del rock se enfrentaba a un juicio por paternidad presentado por una groupie menor de edad, y qué líder mundial estaba superando a los otros en la actual confrontación a tres bandas de relaciones públicas entre Washington, Moscú y Pekín.
Así son los seres humanos.
Hay una pequeña parte divina en cada uno de ellos, pero la parte que es puro pitecántropo sigue metiéndose en el camino. Es una lástima que la gente no se parezca más a Dios y menos al mono. Pero así son las cosas, y no hay mucho que pueda hacerse al respecto, puesto que eso es todo lo que tenemos.
Mientras tanto, las Navidades se acercaban para todo el mundo, incluida la expedición Seerseller en Marte.
De todos los supervivientes, quien más pensaba en ello era Henry Steegman. Aunque en Marte las Navidades eran una pura abstracción. Los calendarios no encajaban. El solsticio de invierno de la Tierra no tenía relación alguna con las estaciones marcianas. Pero, tan pronto como amartizaron —o tan pronto como consiguieron salirse del desastre del amartizaje—, el capitán Seerseller había decretado que se atendrían a los familiares doce meses terrestres. Así, Henry Steegman marcaba los días hasta Navidad, pues estaba convencido de que iban a ser sus últimas Navidades. Le encantaba leer acerca de las fiestas de los niños en Dickens, y contemplar viejas cintas como Milagro en la calle 34. Mientras el calendario se arrastraba más allá de noviembre y el Día de Acción de Gracias y reptaba hacia las vacaciones navideñas, Steegman pensaba más y más en el papel para envolver regalos y en las postales de felicitación y, por encima de todo, en los árboles de Navidad.
Podía hacer postales. El papel para envolver regalos podía improvisarse, si tenían algún regalo que ofrecerse unos a otros. Pero, ¿dónde hallar, en el planeta Marte, un árbol de Navidad?
Eran las segundas Navidades de la expedición en Marte. El año anterior la comunidad se había unido y había hecho un esfuerzo. Por aquel entonces la mayoría de ellos aún seguían con vida, y con bastante buena salud; así que montaron algo ligeramente parecido a un árbol —ligeramente— con espuma plástica y tuberías transparentes. Una vez rociado con pintura, al menos parecía verde. No olía como un árbol de Navidad. Pero, cuando le hubieron colgado brillantes micromatrices verdes y rojas del almacén de repuestos y lo festonearon con luces del instrumental, al menos animaba la sala común. Incluso fueron más lejos que eso. Hasta fabricaron un traje de Santa Claus con unos calzoncillos largos de franela roja rellenos con jerseys y rematado con una peluca rizada. Resultó un Santa Claus con la barba y el pelo rubio platino antes que blanco, pero ésta era la menor de las incongruencias. Incluso Santa Claus tenía muy pocos regalos que ofrecerles. Para la mayoría de ellos, ni siquiera el regalo de la supervivencia.
Henry Steegman no era un miembro importante de aquella comunidad de exploradores de Marte. No era ni un xenoantropólogo ni un xenobiólogo (aunque esas especializaciones no habían resultado ser demasiado útiles). Tampoco tenía ninguna de las habilidades especiales que hacían la vida de los supervivientes más o menos —o apenas— tolerable, como químico de alimentación, técnico en energía o médico. Steegman era ingeniero de construcción. Es decir, conducía tractores. Conducía tipos interesantes de tractores: uno nuclear que se arrastraba a través de las rocas marcianas y fundía túneles, así como dos o tres modelos movidos por energía solar que nivelaban y modelaban la superficie del planeta veinte metros por encima de donde vivían. Normalmente no los conducía en persona. Los lugares a los que iban sus tractores no solían ser muy hospitalarios para los seres humanos. Cuando eran necesarios sus servicios, lo cual ocurría cada vez menos desde que el capitán y el consejo decidieron que ya no tenía objeto construir nuevos domos y explorar las nuevas anomalías que señalaban los gravitómetros, se sentaba delante de una pantalla de televisión y manejaba sus tractores por control remoto.
Eso se correspondía más o menos con la Navidad también. Era como tener el mayor conjunto de trenes eléctricos del mundo —al menos, de Marte— con los que jugar. Era casi igual de útil, para una comunidad de treinta y ocho, en su tiempo doscientos setenta y seis, seres humanos en su mayoría enfermos.
Puesto que ya no era necesaria mucha actividad de ninguna clase, Steegman era animado a jugar con sus juguetes siempre que quisiera. Eso lo mantenía fuera del camino, y no costaba nada. No costaba a la comunidad el valioso tiempo de trabajo de uno de sus miembros supervivientes, porque no era mucho lo que Steegman podía hacer. En su caso, la enfermedad de la radiación había atacado sus nervios. Era muy probable que sufriera espasmos si intentaba hacer algo que exigiera un cierto esfuerzo. Puesto que las perforadoras eran en sus nueve décimas partes automáticas, no podía hacer mucho daño allí, pero no podía confiársele algo tan delicado como, digamos, cambiarles las sábanas a los moribundos. Y, ciertamente, no costaba en absoluto más de lo que podían permitirse en energía. Siempre que se les diera el tiempo suficiente para recargarse, los conectores fotovoltaicos en cascada proporcionaban toda la electricidad que necesitaban los tractores de superficie. En cuanto a la perforadora de túneles, había almacenada una provisión de varillas de combustible más que suficiente para cualquier razonable expectativa de necesidad, salvadas del desastre del segundo cohete. Los instrumentos que llevaba ese cohete habían quedado totalmente inutilizados, pero era muy difícil dañar las recias y resistentes varillas de radionúclidos.
También había cantidades más que suficientes de comida, agua, calor y luz. En todas estas cosas la comunidad estaba bien surtida. En realidad, sólo se hallaban escasos de tres cosas: gente, propósito y esperanza.
La esperanza se había desvanecido para la mayoría de ellos, junto con el propósito, cuando el segundo cohete se estrelló. La expedición estaba allí para realizar investigaciones científicas. Cuando el zumbante cohete volcó sobre su eje de empuje, se abrió como una granada, derramó sus tanques de combustible, destrozó todo el instrumental delicado, que era casi lo único que llevaba, y bañó la superficie a su alrededor con radionúclidos. No sólo la superficie. El fallo de dirección del cohete no fue lo único en ir mal. Alguien, imperdonablemente, en la frenética precipitación por salvar lo que se pudiera, llevó tuberías radiactivamente calientes al interior de la caverna. Alguien más las utilizó en los recicladores de agua, y allí se quedaron, hirviendo tranquilamente, infiltrando pulverulentos productos de fisión en el agua que bebieron durante más de un día antes de que a un miembro del equipo se le ocurriera meter un dosímetro en su taza de café.
A aquellas alturas, por supuesto, todo estaba ya contaminado.
No podían vivir sin agua. La siguieron bebiendo, observando lúgubremente como sus dosímetros avanzaban hacia el negro. Bebieron sólo la imprescindible, y tan pronto como les resultó posible empezaron a fundir agua del permafrost debajo del casquete de hielo polar marciano, a sólo una docena de kilómetros de distancia; pero por aquel entonces la gente empezó a ponerse enferma. La dosificación no era terriblemente alta. Sólo lo suficiente para matar, aunque no muy rápidamente.
Hubo otro efecto negativo.
La enorme y poderosa máquina de relaciones públicas de la NASA luchó por ellos muy valerosamente, pero las apuestas en contra eran demasiado altas. No importó cuántas lacrimosas entrevistas emitiera la televisión con sollozantes esposas e hijos, no importó cuántas proclamaciones y rezos de esperanza presidenciales se hicieran, la imagen pública de la expedición resistió toda la propaganda. No eran más que un puñado de payasos, pensaba el público. Habían reventado su nave. Habían arruinado su equipo. Se habían matado ellos mismos.
Afortunadamente para el espíritu norteamericano, había un nuevo jugador de tenis negro estadounidense que ganó el Wimbledon aquel año, y un astro de cine llamado Maximilian Morgenstern que luchaba realmente contra osos grises en su tiempo libre. El público halló nuevos héroes.
Y raras veces pensaba, si es que pensaba, en aquellos estúpidos de Marte.
Así, el día que los calendarios decían que era el 21 de diciembre, Henry Steegman saltó de su camastro, comprobó sus encías para ver si sangraban, y fue a la sala común para tomar su desayuno tranquilo. Primero echó una ojeada para asegurarse de que el capitán Seerseller no se había levantado más temprano de lo habitual. No lo había hecho. La única otra persona allí era Sharon bas Ramírez, la bioquímica, y cuando Henry hubo sacado sus huevos revueltos del congelador y los hubo pasado por el microondas se reunió con ella. Sharon bas Ramírez era uno de los pocos supervivientes que trataba a Steegman como un ser humano de valía, sin duda porque era Steegman quien había traído muestras de rocas orgánicamente contaminadas para ella. «¡Vida en Marte!», había dicho el encabezamiento de su informe. Esperaron que allá en casa se produjera un maravilloso renacer de la excitación. Pero lo que Steegman había encontrado no era realmente nada vivo, sino tan sólo productos químicos que tal vez en alguna ocasión sí lo hubieran estado, y además aquel día el astro de cine había luchado con una osa gris a garrotazos.
—Henry —dijo Sharon bas Ramírez—, hazme un favor, ¿quieres? Mira si puedes traerme algunas muestras un poco mejores.
Parecía muy cansada. Henry comió lentamente sus huevos revueltos, estudiándola: bolsas negras bajo los ojos, cansancio en la posición de su mandíbula.
—¿Qué tipo de muestras mejores? —preguntó.
Ella se encogió cansadamente de hombros.
—Éstas las has cocido con el calor del taladro —se quejó—. La estructura se ha degradado.
—¡Intenté usar taladros para roca fríos, Sharon! ¡Incluso salí personalmente! Incluso cogí un poco de polvo explosivo y un detonador y...
—No te excites, Henry —se apresuró a decir ella, al tiempo que tendía una mano para limpiar un poco de revoltillo que le había caído a Steegman sobre el mono—. Quizá puedas encontrar una fisura en alguna parte —dijo—. Inténtalo, al menos. Porque soy bioquímica, no administrapastillas, y estoy realmente cansada de dar de comer a los enfermos porque no tengo nada más importante que hacer.
—Lo intentaré —prometió Henry, y pensó intensamente, mientras regresaba a su sala de control, en cómo podía cumplir aquella promesa.
Habitualmente Henry Steegman pasaba las horas ante los controles haciendo preciosos diseños, empujando la perforadora de túneles nuclear hacia el interior de las rocas marcianas en largos y rectos pozos, haciendo pausas de tanto en tanto para hacerla girar sobre su eje y efectuar rodeos y desviaciones. No era probable que las cosas que hacía llegaran a utilizarse alguna vez. O fueran deseadas. Pero no costaba nada hacer bien el trabajo. Cuando esto se volvía aburrido se dedicaba a los bulldozers de superficie y apilaba más suelo marciano sobre los cimientos del domo de entrada, o manejaba un camión de reparaciones e inspeccionaba las bancadas de fotocélulas que les proporcionaban la energía interior. Las máquinas estaban demasiado bien diseñadas como para necesitar mucho mantenimiento, pero ese trabajo, creía Steegman, era su mayor contribución al bienestar de la expedición..., aunque seguramente las máquinas seguirían funcionando mucho más allá de la estancia prevista de la colonia en Marte.
Esta vez se decidió por la perforadora de túneles de profundidad, mientras se preguntaba cómo podía cumplir con la petición de Sharon bas Ramírez. La empujó hacia las profundidades rocosas marcianas, veinte kilómetros al norte del campamento. No prestaba una estricta atención a lo que hacía. Estaba canturreando «Adeste Fideles» mientras parte de su mente pensaba en Sharon bas Ramírez, y otra parte se preocupaba por la última persona que había empezado a desangrarse rápidamente..., la enfermiza, pálida y pequeña Terry Kaplan.
Entonces los instrumentos revelaron un repentino aumento de la temperatura ante el morro de la perforadora.
Desconectó inmediatamente la máquina y palpó la roca frente a ella con sondas sónicas. Los diales mostraban que era muy delgada. El sonar indicaba un hueco irregular pero más o menos esférico al otro lado, bastante grande, lleno de formas imprecisas y blancuzcas.
Henry Steegman sonrió bruscamente. ¡Una caverna! ¡Incluso mejor que una fisura en la roca! Podía penetrar en la caverna por un extremo, dejar que la roca se enfriara, devolver la perforadora a casa, entrar él mismo y recoger todas las muestras que Sharon pudiera desear, ¡y sin cocer! Empezó a perforar de nuevo a baja energía y avanzó lentamente otro metro.
Los instrumentos le indicaron que había penetrado.
Steegman paró la máquina y pensó durante un minuto. La buena práctica requería que dejara enfriar la roca durante media hora antes de abrir las cortinillas que protegían el delicado y raras veces usado sistema óptico. Podía hacer eso. O podía hacer retroceder la perforadora sin mirar, y luego acudir a la caverna en persona, lo cual de todos modos le tomaría dos o tres horas.
Se encogió de hombros, se estiró y se reclinó en el asiento, mientras aguardaba a que transcurriera el tiempo con una sonrisa en el rostro. ¡Sharon iba a sentirse realmente complacida! En especial si resultaba haber algo orgánico en las rocas de la caverna..., aunque, por supuesto, se advirtió a sí mismo, eso no estaba garantizado. En realidad, era más bien malditamente raro. La corteza del planeta Marte era muy fría y sin vida; sólo en algunos lugares, allá donde una agitación al azar del calor profundo del núcleo convertía una zona en ligeramente más cálida que lo que había a su alrededor, podías decir que había algo capaz de sostener la vida microbiana. De todos modos, en aquellos momentos estaba muy por debajo del casquete polar con la perforadora. Tendría que haber al menos agua residual, aquí y allá...
Cuando hubo transcurrido el tiempo miró y, a la luz del rayo rastreador, vio que la caverna estaba allí, sí, pero que no se hallaba exactamente vacía. Tampoco era una caverna natural. Era una gran burbuja cruzada por lo que muy bien podían ser pasarelas y salpicada por lo que parecían balcones, y por todas partes había lo que hubiera jurado que eran estanterías y lo que podrían llamarse mesas. Algunas de ellas tenían cosás encima.
Henry Steegman no supo qué era exactamente lo que había descubierto, pero le pareció curiosamente sugestivo. Sin embargo, no estableció la conexión hasta casi pasados veinte minutos. Entonces sus gritos atrajeron a otros a la sala de control. Estos empezaron a gritar también. El capitán Seerseller ordenó a Henry que se apartara de en medio, porque todos temían, naturalmente, que se excitara demasiado y accionara algo o pulsara un botón equivocado. Sin embargo, incluso desde fuera de la puerta abierta, Steegman pudo captar atisbos de lo que había en la pantalla y oír lo que todo el mundo se gritaba. Lo oyó perfectamente cuando Marty Lawless exclamó:
—¿Sabéis qué es eso? ¡Son unos grandes almacenes marcianos, como Macy's!
Fue el capitán Seerseller quien dio el siguiente paso; para eso se paga a los capitanes.
—¡Ya basta! —ordenó—. ¡Todo el mundo fuera de los controles! ¡Ahora mismo! ¡Dejad que Henry quite esa maldita perforadora de ahí para que podamos entrar!
De modo que Henry se encontró de nuevo a los controles, con el capitán flotando sobre su hombro y todos los demás, le pareció, inclinados sobre el otro. Apoyó sus manos en la palanca de arranque, hizo una pausa y miró al capitán.
—¿Desea que saque eso de ahí? —preguntó.
—¡Exactamente, fuera de ahí! ¡Sáquelo de en medio de una maldita vez!
Steegman asintió.
—¿De vuelta todo el camino hasta aquí? —preguntó, y hundió los hombros en silencio cuando el capitán le dijo, muy explícitamente, dónde podía ponerse la perforadora, allí o en cualquier otro lugar, siempre que la sacara de en medio mientras el primer grupo de exploración partía para estudiar el descubrimiento. Cuando Steegman consiguió dificultosamente hacerla retroceder dos o tres veces su propia longitud y empezó a excavar un nuevo túnel lateral para meterla en él, estaba casi solo. No completamente. La enferma andante, Terry Kaplan, y Bruce DeAngelis, y uno o dos más que se sentían lo bastante bien como para mirar pero en absoluto lo bastante bien como para ir allá, jadeaban y resoplaban a sus espaldas, pero todo el mundo que se veía con fuerzas para llegar a la caverna había desaparecido.
El túnel desde el campamento base hasta el «almacén» tenía un poco más de treinta y tres kilómetros, los últimos cinco aún sin revestir. Los vehículos con ruedas no podían circular por la parte no revestida, pero nadie estaba dispuesto a esperar a que se procediera al revestimiento. Así que los primeros dos equipos fueron, en grupos de seis a ocho, en los buggies de grandes ruedas de los túneles, hasta tan lejos como les permitía la sección revestida del túnel. Luego caminaron. Con sus mascarillas de aire y sus mochilas, tirando de sus carretillas y rastras con cámaras y herramientas e instrumentos, caminaron. Tenían que hacerlo. Era una compulsión. Cada uno de los que aún podían andar tenía que llegar hasta allí para ver por sí mismo, porque el almacén era, a años luz, el descubrimiento más sorprendente que había efectuado la expedición en Marte, y en consecuencia lo que más de cerca justificaba la pérdida de casi todas sus vidas.
Casi todos fueron, excepto los que estaban realmente demasiado enfermos para efectuar el viaje... y Henry Steegman. Al descubridor del almacén no se le permitió entrar en él.
No era tan sólo porque fuera necesario para retirar la gran perforadora del túnel a fin de que la gente pudiera pasar. La última orden del capitán Seerseller lo había dejado muy claro. Había sido:
—Usted quédese aquí, Steegman, ¿entiende? Pase lo que pase.
Así pues, durante los primeros diez minutos, Steegman y los que le rodeaban no vieron nada en la pantalla excepto el rastreo del sonar, informando qué tipo de roca estaba mordisqueando la perforadora. Luego Steegman la desconectó y cambió de canales a las cámaras portátiles del primer buggy.
—¿Es eso? —preguntó la pequeña Terry Kaplan, con voz jadeante por el esfuerzo de hablar—. Parece..., parece... —inspiró profundamente—, parece distinto.
—Es sólo el túnel —dijo ausentemente Steegman, mientras contemplaba cómo el campo de visión giraba mareante de un lado a otro. Luego el primer grupo estuvo dentro y, fuera quien fuese el que llevaba la cámara, se sintió alegre de situarla en barrido automático. Así, Steegman contempló lleno de celos cómo los otros se apiñaban en el país de las maravillas que él había descubierto para ellos, cada uno más excitado que el siguiente. Marty Lawless, metro noventa y cinco de altura y cincuenta años de edad, metió su delgado cuerpo por entre las estructuras en forma de prisma dentro de la gran burbuja hueca y exclamó:
—¡Es realmente un almacén! ¡Algún tipo de almacén! ¿Como un mercado cerrado? Como un gran centro comercial, donde puedes hallar casi de todo.
—Tal vez se trate de un almacén de suministros —objetó Manuel Andrew Applegate, el principal arqueólogo superviviente, irritado ante la presunción de alguien que se suponía era un ingeniero de comunicaciones.
—No hay nada en la mayor parte de los estantes, Manny-Anny —observó el capitán Seerseller.
Lawless respondió también a aquello:
—Los productos perecederos deben de haber perecido, por supuesto. ¡Dios sabe lo viejo que es todo esto! —exclamó—. Pero es un almacén, seguro. Un suk. ¡Un bazar!
Y allá atrás en la cabina de control, Terry Kaplan le susurró a Steegman, con lo que sonó como los últimos estertores de su respiración:
—Realmente es un Macy's, Henry. ¡Oh, cómo le hubiera encantado esto a Morton!
Y nadie le respondió, porque Terry era viuda. Morton Kaplan había muerto hacía más de tres meses.
Y así la expedición empezó a vivir de nuevo..., tanto como pudo, con la mayor parte de su gente enterrada ya bajo suelo marciano. Fotografías, muestras, diagramas, datos de todo tipo..., todos deseaban ponerse a trabajar inmediatamente en sus respectivas especialidades. ¡No! ¡No hasta que el equipo arqueológico realice su inventario! ¡Ahora! ¡Yo primero! Los miembros de la expedición estaban siendo gratificados de hecho por ambos extremos, porque no sólo estaban excitados ante lo que habían hallado, sino que empezaban a recibir realmente signos de auténtico interés desde la Tierra, por primera vez en muchos meses.
Eso no ocurrió inmediatamente. El lapso de tiempo para hablar con el Centro de Mando de la NASA era de menos de treinta minutos, pero allí no hubo nadie que se preocupara de prestar atención cuando llegaron los primeros y excitados mensajes. Horas más tarde, algún sin duda aburrido especialista en comunicaciones decidió que, después de todo, podía ganarse el sueldo del día echando un vistazo al último lote de cintas acumuladas. Y eso hizo. Y el aburrimiento desapareció.
Fue una buena cosa para la Tierra interesarse de nuevo en Marte. La estrella de cine había perdido su último encuentro con el oso gris, de una forma terminal; y ahora había un nuevo chico yugoslavo que hacía arder las pistas de tenis. Así que las noticias de las cadenas de televisión pasaron las fotos, y hubo reportajes especiales de media hora cada noche después de las noticias de última hora, y la gente de relaciones públicas de la NASA se sintió en el cielo. Enviadnos más, suplicaron. No sólo viejos y trillados esquemas y fotos arqueológicas. ¡Personalidades! ¡Entrevistas!
Entrevistas con, sobre todo, ese héroe de la expedición, fuera quien fuese, que había descubierto el Macy's marciano.
Puesto que el capitán había sido concienzudamente entrenado por la NASA, sabía cuál era su deber, y lo cumplió. Eligieron a Sharon bas Ramírez, la retiraron de sus deliciosas tareas de estudiar muestras de sustancias definitivamente orgánicas en desintegración del almacén, y la pusieron a remendar los agujeros del viejo uniforme de Henry Steegman. El cirujano superviviente fue apartado de la enfermería donde estaban los agonizantes para que le cortara el pelo a Henry y lo afeitara. Luego pusieron a Henry delante de la cámara de televisión.
El capitán Seerseller, por supuesto, condujo personalmente la entrevista. Recordaba todo su entrenamiento. Encontraron las dos sillas que tenían mejor aspecto de la colonia y las colocaron delante de la cámara, con una mesa entre ellas en la que había un extraño tipo de instrumento metálico. Era la pieza más espectacular que los arqueólogos se habían permitido traer a la base hasta entonces. Luego el capitán hizo un gesto para que la cámara lo enfocara a él. Cuando estuvo encuadrado, sonrió directamente al objetivo.
—Hola, amigos —dijo—. Aquí Marte informando. Bajo mi mando, la expedición ha seguido explorando este viejo planeta, en su superficie y por debajo de ella, y acabamos de efectuar el más maravilloso de los descubrimientos de toda la historia humana. Bajo mi dirección, Henry Steegman estaba ampliando nuestra red de túneles de exploración. Y alcanzó una cámara subterránea sellada de un volumen de aproximadamente veinte mil metros cúbicos. Se halla dividida en cinco niveles. Todos los niveles han sido construidos con estructuras prismáticas triangulares. Cada «cabina» triangular contiene un tipo diferente de artículo. Nuestros especialistas han efectuado una inspección preliminar, bajo mis órdenes. Su primera conclusión es que los objetos son mercancías, y que la caverna en sí es el equivalente a unos grandes almacenes marcianos. Este objeto —cogió la resplandeciente cosa— fue quizás un instrumento científico, o incluso un utensilio doméstico. Por supuesto, la mayor parte del contenido de este «almacén» se halla oxidado o descompuesto o simplemente ha desaparecido..., lleva ahí mucho, mucho tiempo. Por tanto, he ordenado a nuestros arqueólogos que vayan con extremo cuidado en su manejo, a fin de que no se pierda ningún dato valioso.
El enfoque de la cámara había retrocedido para mostrar la «estantería» de donde procedía el objeto, y también a Henry Steegman, que se hurgaba una oreja con un dedo mientras escuchaba fascinado al capitán. Steegman no estaba en absoluto seguro de lo que se esperaba que hiciera allí. Las instrucciones recibidas habían sido: Simplemente relájese. Pero resultaba difícil relajarse con el capitán lanzándole aquellas heladas miradas de reojo. Sentía aquella curiosa sensación zumbante que significaba que su sistema nervioso hecho polvo estaba siendo excesivamente estimulado de nuevo; cerró los ojos y respiró profundamente.
—Ahora —dijo el capitán, con un filo cortante en su voz—, deseo presentarles al hombre que, siguiendo mis instrucciones, efectuó la primera penetración en esta maravilla marciana: Henry Steegman.
Steegman abrió los ojos de golpe y parpadeó hacia la cámara. No le gustaba que la cámara le mirara. Apartó los ojos, pero sólo hasta el monitor, lo cual resultó peor. Pudo darse cuenta de que estaba temblando. Intentó controlarse, lo cual no hizo más que empeorarlo.
—Henry —dijo el capitán—, cuéntenos cómo se sintió cuando penetró en la caverna.
Steegman pensó por un instante y luego dijo, inseguro:
—¿Realmente bien?
—¡Realmente bien! Bueno, todos nos sentimos así, Henry —dijo el capitán con audible paciencia—. Pero cuando completó usted esa tarea que yo le había asignado y vio por primera vez una prueba de que ciertamente había existido vida en Marte, ¡incluso vida civilizada!, ¿se sorprendió? ¿Se sintió excitado? ¿Feliz? ¿Le hizo sentir deseos de echarse a reír? ¿O a llorar? ¿O las dos cosas a la vez?
—Supongo que sí —dijo Henry, pensando en el asunto.
—¿Y no le hizo pensar en que todos los grandes sacrificios materiales y en sangre..., las vidas de tantos de nosotros, y el maravilloso apoyo que el pueblo norteamericano nos proporcionó para hacer posible esta aventura..., no le hizo pensar que realmente habían valido la pena?
Henry había preparado una respuesta segura. Dijo rápidamente:
—No recuerdo eso con exactitud, capitán.
El capitán se tragó un suspiro e hizo un gesto a Mina Wandwater, la más atractiva de las mujeres supervivientes, que avanzó hasta entrar en cámara con una botella de champán y una copa.
—Esto es para usted, Henry —dijo el capitán, inclinándose hacia delante para permanecer dentro de campo mientras Mina llenaba la copa—. ¡Es su justa recompensa por cumplir mis instrucciones con tanto éxito!
Henry cogió la copa cuidadosamente mientras Mina la llenaba, hacía una inclinación de cabeza a los dos hombres y se retiraba. Luego miró al capitán, esperando instrucciones.
El capitán dijo tensamente:
—¡Beba! —Había veces, pensó, en que las órdenes de los relaciones públicas de la NASA para mantener un interés civilizado en casa costaban más de lo que valían—. ¡Ahora! —ordenó, cuando vio que Henry vacilaba.
—De acuerdo, capitán —dijo Henry. Contempló la copa, luego se la llevó bruscamente a los labios. Derramó la mitad del contenido sobre sí mismo y el suelo. Luego (porque la botella era de champán pero el contenido no; era algo burbujeante que habían elaborado los químicos para llenar la botella vacía), Steegman escupió y se atragantó. Torció y dejó caer la copa, y se quedó sentado allí, mirando atontadamente, con la boca un poco abierta, la cámara de televisión.
No sólo resultaba un auténtico problema mantener alta la moral allá en casa, sino que a veces ni siquiera funcionaba. El capitán dirigió a la cámara una amplia sonrisa y dijo:
—Así concluye nuestra entrevista con Henry Steegman, que, siguiendo mis órd... ¿Qué ocurre, Henry? preguntó con irritación. Steegman había dejado de sacudirse con las manos la mancha en su uniforme el tiempo suficiente como para hacerle frenéticas señas al capitán.
—Sólo deseaba decir una cosa más —suplicó—. A la gente ahí en casa. Ya sé que todavía es un poco pronto, pero..., ¡felices Navidades!
Después de eso hicieron que Steegman pasara otro examen físico, lo cual le retuvo una noche en la enfermería, junto a los impedidos y los moribundos. El cirujano estudió sus pruebas y sus placas y le dijo, de forma desapasionada:
—Me temo que usted también se nos irá en las próximas semanas. Sus recubrimientos de mielina están podridos. Pronto empezará a ser peor. Pero el corte de pelo ha quedado bien, ¿no cree?
Cuando Henry fue a la oficina del capitán, éste no estaba allí. Tampoco estaba el cirujano, pero su informe había sido introducido ya en la red y la oficial ejecutiva lo estaba estudiando en su pantalla.
—¿Que quiere qué, Henry? —preguntó—. ¿Quiere ir a la caverna? ¡Buen Dios, no! El capitán Seerseller nunca lo permitiría. El informe del cirujano está muy claro, sus reflejos motores no son de fiar; hay cosas muy delicadas ahí dentro, y no queremos que se rompan.
—No romperé nada —protestó Henry, pero ella ya no le escuchaba. Se limitó a hacerle un gesto de que se marchara.
Nadie más quiso escucharle, aunque algunos intentaron hacer que sonara más agradable.
—No querrás estropear tu propio descubrimiento, ¿verdad? —le preguntó Mina Wandwater. Steegman admitió que no—. Entonces, ¿no crees que sería una tontería el que fueras ahí dentro y enredaras las cosas? ¿Rompieras artefactos irreemplazables? ¿Desordenaras las cosas de tal modo que los arqueólogos no pudieran completar sus estudios? —Él frunció el ceño, y Mina añadió razonablemente—: Ya sabes, Henry, lo importante que es para los arqueólogos y los antropólogos estudiar el lugar exactamente tal como fue dejado.
—No romperé nada —insistió Steegman, suplicante.
—Por supuesto que pretenderás no romper nada. No —dijo amablemente—, permanece alejado de ese lugar, ¿de acuerdo? No podemos permitirnos más accidentes en nuestro historial, ya lo sabes.
Se había marchado antes de que Steegman recordara señalarle que no era él quien había estrellado el cohete con el instrumental, o dejado que los productos de fisión se infiltraran en el agua. Sharon bas Ramírez era amable, pero también estaba muy ocupada. Alzó la vista de sus tubos de muestras el tiempo suficiente para decir:
—Realmente no puedo hablar contigo ahora, Henry, pero no te preocupes. Más pronto o más tarde te dejarán ir, ya sabes.
Pero, si no era más pronto, no podría ser más tarde. Steegman dijo, con aire ausente:
—¿Sabes que hoy es Nochebuena?
—Oh. Sí, es verdad. Felices Navidades, Henry —dijo ella, y se volvió de nuevo hacia su banco de laboratorio.
Steegman cojeó y dio saltitos por entre los corredores perforados del campamento hasta su cabina de control. Fue una caminata más larga de lo habitual. Pensó brevemente en las palabras del cirujano acerca de sus expectativas de vida. Entonces desechó el pensamiento; puesto que no podía hacer nada al respecto, no necesitaba reflexionar sobre ello.
El corredor no sólo parecía más largo de lo habitual, sino que ciertamente era más largo de lo que tenía razón de ser. Tenía un cuarto de kilómetro de extremo a extremo, puntuados cada cinco o seis metros por una puerta que daba al dormitorio privado de alguien, o a un taller, o a una cámara de suministros. Muchos de los suministros ya se habían agotado. Lo mismo le había ocurrido a la mayoría de la gente. Por esa razón, más de la mitad de las puertas estaban ahora cerradas con llave.
Steegman activó medio inconscientemente su máquina perforadora. Luego se sentó desanimado delante de la pantalla sin enviarla hacia delante. A veces se distraía haciéndola ejecutar círculos y ochos bajo la superficie de Marte, perforando la corteza del viejo planeta, acribillándola con gusaneras y conducciones como nunca había conocido. Y como probablemente no volvería a conocer nunca, aunque no olvidaría ésas. La corteza marciana era demasiado gruesa y demasiado vieja y demasiado fría como para reparar por sí misma sus costurones. Las arterias que Steegman excavaba permanecerían allí para siempre.
Desconectó la perforadora y pensó en los tractores de superficie. Pero no le gustaba mucho trabajar en la superficie. ¡Oh, aquellas primeras semanas después del amartizaje —pese a las muertes y al destino que flotaba sobre la mayoría de los supervivientes—, qué excitantes habían sido! Se había deleitado removiendo con sus bulldozers las eternas y jamás holladas arenas de Marte, convirtiéndolas en bases planas para el enorme plato transmisor que enviaría sus señales a la Tierra, o vagabundeando cincuenta o cien kilómetros más allá del campamento para recoger muestras y traerlas de vuelta para su análisis. Sólo contemplar el distante sol enano era una delicia. Los diminutos puntos de ardiente luz que eran las estrellas resultaban una delicia. El extrañamente cercano horizonte era asombroso..., todo ello eran maravillas, todo el tiempo. Al otro lado de cada montículo estaba el misterio de lo que era realmente Marte. ¿Qué iban a descubrir cuando lo cruzaran? ¿Una ciudad? ¿Un oasis? ¿Un... marciano?
O, a medida que iban menguando las esperanzas, ¿un árbol?
¿O un arbusto?
¿O una pequeña mancha de musgo sobre una roca?
No habían hallado nada de aquello. No había nada excepto la misma estéril arena y roca, o arena helada al inicio del casquete polar. Ahora, ni siquiera el diminuto sol y las ardientes estrellas eran ya excitantes.
Steegman dio una patada contra la pared de roca debajo de su tablero de control.
Luego, su rostro se iluminó.
¡Después de todo, era Nochebuena!
Así que Henry Steegman hizo el largo trayecto de vuelta a la oficina del capitán, deteniéndose por el camino en su propia habitación. ¡El traje de Santa Claus todavía seguía allí en el armario, bajo su chaqueta! Sacó una mochila, metió en ella el traje, y se apresuró corredor abajo. El capitán Seerseller no estaba allí, y la teniente Tesca no se mostró muy animadora.
—Está en el Macy's —dijo—, pero está muy ocupado, y yo también lo estoy..., ahora mismo voy para allá. ¿Qué, una fiesta de Navidad? No, no, no puedo autorizar eso..., de veras, Henry —dijo pacientemente..., muy pacientemente—. No creo que comprenda usted lo que significa este descubrimiento para nosotros. En estos momentos no tenemos tiempo para tonterías.
Pero dejó que Steegman hiciera el camino con ella. El buggy de enormes ruedas se deslizó suavemente túnel abajo hasta que alcanzaron la parte no revestida, y entonces la oficiala ejecutiva saltó fuera y echó a correr los últimos kilómetros. Steegman echó a andar pacientemente detrás. Se daba cuenta de que su cojera empeoraba por momentos. Notaba las rodillas temblorosas..., no doloridas, simplemente como descoyuntadas, de modo que nunca estaba seguro de si sus piernas le seguirían sosteniendo al siguiente paso, y sus tobillos empezaban a dolerle por el desacostumbrado esfuerzo muscular causado por la forma como colocaba el pie. Le tomó una hora, pero cuando pasó junto al túnel lateral donde había dejado la perforadora empezó a oír voces.
La voz más sonora era la del capitán Seerseller. Estaba hablando con Manuel Andrew Applegate en la entrada de la caverna. Más allá, Steegman pudo ver el interior de la caverna como nunca lo había visto antes. Una veintena de brillantes luces la circundaban, arrojando sombras, iluminando colores brillantes y pastel, racimos de cosas de metal oxidadas hacía mucho y montones de Dios sabía qué, podridas hasta formar una masa negruzca. Cuando el capitán vio a Steegman se volvió y llameó:
—¿Qué está haciendo usted aquí? ¡Le dije que se mantuviera lejos de este lugar!
—No iba a entrar, capitán —dijo Henry humildemente—. Sólo deseaba preguntar si este año tendremos una fiesta de Navidad.
—¿Navidad? —repitió el capitán, y Applegate, a su lado, dijo:
—¿Qué pasa con Navidad? No tenemos tiempo para eso, Henry. ¡Todo el mundo está demasiado ocupado!
—Yo no estoy demasiado ocupado, Manny-Anny —dijo Steegman, y el capitán bufó:
—¡Entonces manténgase ocupado! ¡Cave algo útil!
—Ya he cavado seis veces lo que cualquiera de nosotros podrá llegar a utilizar nunca.
—Entonces amplíe algunas de esas excavaciones.
—Pero ya lo he hecho... —empezó a decir Steegman, cambiando de posición para apartarse del capitán y resbalando sin querer en los cascotes de un talud de materiales sueltos allí donde la perforadora había irrumpido en la cámara. Trastabilló contra el capitán—. Lo siento —dijo—, pero no hay nada que necesite ser ampliado. Ni siquiera los cementerios.
—Márchese —resopló el capitán. Y Steegman se marchó. Dudó junto al buggy que había al final del túnel y echó una mirada al capitán. Pero éste se hallaba de nuevo enfrascado en su conversación con Manny-Anny Applegate.
Steegman suspiró e inició la larga y cojeante caminata de vuelta al domo. Después de todo, no podía simplemente tomar el buggy y dejar a toda aquella gente varada allí.
Pero a una docena de metros más allá en el túnel su rostro se iluminó, su paso se hizo más vivo, y giró hacia el pozo donde había dejado la perforadora. ¡Podía volver con ella a casa! No por este túnel, por supuesto. Pero no había nada que le impidiera abrir uno nuevo.
Steegman se apretó contra el raspado metal de la perforadora, justo allá donde se curvaba en el recto flanco. Encontró la manija empotrada. Había trozos de piedra en ella, por supuesto, pero los sacó pacientemente, abrió la cabina, trepó dentro y se situó en el asiento del conductor.
El espacio era escaso, y la cabina estaba aún desagradablemente caliente por la última excavación. Pero era suya. Sacó el traje de Santa Claus de su mochila y lo enrolló detrás de su cabeza. Luego se inclinó hacia atrás y cerró los ojos.
No durmió.
Al cabo de un rato se irguió en el asiento, conectó los circuitos y comprobó los instrumentos. La perforadora poseía circuitos de comunicación, además de los de control, conectados al campamento, y Steegman consideró la posibilidad de llamar para que cualquiera a quien le importara, si es que había alguien, supiera dónde estaba. Pensó que también podía dejar un mensaje acerca de cómo se sentía, porque de hecho estaba empezando a sentirse muy extraño.
Pero, puesto que a muy pocas personas les importaría realmente, Steegman decidió no hacerlo. Desconectó completamente el sistema de comunicaciones. Luego adelantó el control de los dientes perforadores y puso en marcha los motores del tractor.
Hubo un ruido ensordecedor. La cabina, y toda la perforadora, vibraron con cortos y secos estremecimientos. Empezó a moverse hacia delante, contra la roca marciana virgen.
Veinte minutos más tarde Steegman vomitó por primera vez.
Afortunadamente, lo había estado esperando. El traqueteante movimiento de la perforadora era suficiente como para alterarle el estómago a cualquiera, aunque no hubiera bebido el agua envenenada de la colonia; y Steegman había hallado un receptáculo —en realidad, era la funda de una de las varillas de combustible— donde vomitar. Cuando terminó de hacerlo estaba sudando y notaba la cabeza ligera, pero se sentía en paz.
Aumentó un poco la velocidad de la perforadora y siguió adelante.
No tenía en mente ningún objetivo en particular excepto avanzar. Le gustaba no tener objetivos. Así era como encontrabas cosas inesperadas. En la cabeza de la perforadora, donde los inmensos, terriblemente duros y resistentes dientes trituraban la roca, había montados dos especies de altoparlantes. Cada segundo, cada uno de ellos emitía un fuerte crac como el disparo de una pistola, cuyas frecuencias apenas se diferenciaban pero eran lo bastante distintas del espectro de ruidos que producía el propio masticar de la perforadora como para ser distinguibles por los receptores del sonar dentro de la cabina. Cada segundo examinaban los ecos en busca de grietas o diferencias de densidad y desplegaban los resultados en la pantalla delante de Steegman. Steegman no disponía de parabrisas, por supuesto. No había ningún tipo de cristal lo suficientemente fuerte como para encajar en la cabina de la perforadora, y generalmente tampoco había nada que ver aunque hubiera dispuesto de él. Pero la pantalla del sonar era de gran ayuda.
Steegman se reclinó hacia atrás y contempló cómo cambiaban los esquemas delante de él. Lo que estaba contemplando era seguramente una variación de densidad en la roca al frente..., una intrusión de roca más ligera quizá, o una lente de clatrato, la mezcla de hielo y sustancias sólidas que era lo más parecido al agua en estado líquido que habían hallado en Marte .
O, quizás..., ¡otra caverna!
Era una lástima, reflexionó Steegman, que fuera a morir tan pronto.
Eso no significaba ningún horror para él. El primer shock ante aquella certeza se había encallecido hacía mucho. Desde hacía un año sabía que su vida iba a ser corta, y desde un principio había estado casi convencido de que no iba a sobrevivir al despegue, y mucho menos al interminable regreso a la órbita baja de la Tierra y a casa. Así que había placeres que nunca volvería a experimentar. Por ejemplo, ver las nubes en un cielo azul. Por ejemplo, volver a nadar. Por ejemplo, tener la oportunidad de visitar las maravillas que aún no conocía..., las cataratas del Niágara, Stonehenge, la Gran Muralla china. Nunca volvería a ver una auténtica luna llena, un arco iris, ni escucharía una tronada; nunca llamaría un taxi en la calle de una ciudad; nunca entraría en un cine con una mujer hermosa a su lado; nunca...
Nunca más ninguna de esas cosas. Por otra parte, se consoló, ¡tampoco habría tantas personas que llegaran a ver jamás las cosas que él había visto en Marte!
Incluso lo que estaba viendo ahora en la pantalla, ¡oh, era maravilloso! Ahora estaba a kilómetros de distancia de los «grandes almacenes», muy por debajo de la delgada mancha de hielo seco y agua helada que era el casquete polar septentrional. El falso color de las imágenes en la pantalla formaba hermosos dibujos, que cambiaban constantemente a medida que la perforadora avanzaba y los sonares recibían mejor información de lo que tenían delante. Si en todo Marte había alguna actividad tectónica, estaba cerca de allí, donde los ecos habían señalado ocasionales volutas de materia algo más cálida, más ligera, más blanda..., incluso agua en estado líquido en algunos puntos pequeños y dispersos. Peter Braganza, el jefe geólogo, había comparado algunas de ellas a las fuentes de humo blanco/humo negro en el fondo de algunos mares de la Tierra, el lento brotar del calor del pequeño núcleo residual del viejo planeta. De volutas como aquéllas Steegman había traído las muestras que habían entusiasmado a Sharon bas Ramírez. ¡Materia orgánica! Casi seguramente materia orgánica, había pensado ella, al fin..., pero el calor de la perforadora había hecho hervir el agua fuera de los minerales y cocido los compuestos de carbono. Si hubieran dispuesto de algunos de los instrumentos que necesitaban, en particular el escáner de resonancia magnética nuclear, ella hubiera podido estar segura..., pero el equipo de RMN se hallaba en el cohete que se había estrellado.
Steegman se inclinó hacia delante y estudió la pantalla.
Una burbuja gris en el ángulo inferior derecho había cambiado a azul pálido, cuando los sonares consiguieron una mejor lectura. ¿Clatrato? No exactamente. ¿Agua en estado líquido? Quizá. Steegman conseguiría una lectura de temperatura correcta mientras las perforadoras estuvieran trabajando, pero las cosas se calentaban un poco cuando uno se acercaba a esas volutas. Era posible que el agua pudiera ser líquida allí. Se puso a tararear para sí mismo «Noche de paz» mientras estudiaba la pantalla.
La imagen era inusualmente clara ahora. Era casi un holograma, o al menos daba la ilusión de profundidad. Lo que los altavoces escrutaban, los ordenadores del sonar lo examinaban y analizaban y esculpían en la imagen que se veía ahora en la pantalla. Lo que mostraban era casi siempre más intrincado y hermoso que cualquier cosa que hubiera visto perforando la corteza de la Tierra. Incluso las rocas terrestres más homogéneas muestran diferencias de textura y densidad. En Marte, donde casi toda la corteza se ha enfriado casi para siempre, había incontables grietas y fisuras y líneas de falla que en su conjunto formaban una agradable tracería de franjas y burbujas de color.
Era curioso, pensó Steegman, que no parecieran realmente al azar.
Tuvo que detenerse a causa de otro acceso de vómito, sujetando la funda de la varilla contra sus labios para dominar las intensas y breves sacudidas de la perforadora. Cuando hubo terminado la depositó a un lado, sin dejar de mirar ni un momento la pantalla. Intentó extraer algún sentido de lo que estaba viendo.
Casi delante de él, un poco por debajo del nivel donde estaba perforando, había una estructura tubular de forma prismática que aparecía en amarillo dorado. ¡Eso no era clatrato! Ni siquiera era agua en estado líquido. Se extendía hacia la izquierda y hasta tan lejos como la sonda de sonido podía alcanzar en una dirección. En la otra dirección se extendía más o menos un centenar de metros en dirección a los «grandes almacenes» que había dejado atrás hacía bastante rato, hasta que tropezaba con una dura y nueva —geológicamente nueva— intrusión.
Sonriendo placenteramente para sí mismo, Steegman inclinó un poco hacia abajo y hacia un lado la perforadora para intersectarlo.
Cuando era ya enorme ante él hubo una sacudida, y el morro perforador empezó a girar alocadamente. La perforadora se había encontrado con un espacio vacío.
¡Eso era una sorpresa! No había muchas cavernas bajo la superficie de Marte. Steegman desconectó rápidamente los dientes trituradores. Sólo con las orugas del tractor, muy lentamente, la perforadora avanzó a través de un desmoronante borde de roca. Cuando estuvo libre, lo desconectó todo e hizo una pausa para meditar.
Se dio cuenta de que estaba realmente muy cansado. Aunque se alegraba de que las dolorosas sacudidas de la perforadora hubieran cesado, todavía se sentía mareado. Se permitió cautelosamente unos cuantos sorbos de agua de las provisiones de la perforadora. Cuando no la vomitó inmediatamente se sintió mucho más alegre.
Por un momento pensó en abrir el enlace de comunicaciones otra vez para informar de su descubrimiento. Seguro que los geólogos desearían investigar aquella estructura tan poco habitual...
Pero Steegman quería investigarla por su cuenta, solo.
Extrajo su mascarilla de aire y, con menos fuerzas de las que había esperado, fue finalmente capaz de abrir la escotilla frontal contra las rocas que se habían acumulado fuera. Hacía calor. Cuando descendió cautelosamente al talud, éste quemó sus pies. Regresó cojeando a la perforadora, frotándose un pie y mirando a su alrededor en busca de lo que necesitaba. Luces. Había una mochila con una batería y una lámpara de mano. Ropas también, porque, aparte las rocas calentadas por la perforadora, el túnel era terriblemente frío.
Sonrió para sí mismo, tomó el atuendo teñido de rojo del respaldo del asiento y se lo puso, incluida la barba rubio platino.
Puso en marcha las orugas del tractor y avanzó unos centímetros, más allá de los restos de roca por donde había penetrado, tan lejos como pudo hasta que los inmóviles dientes perforadores tropezaron contra la pared del otro lado.
Entonces salió al liso y plano suelo del túnel, que en absoluto era algo geológico.
Aunque su visión era turbia y su respiración empezaba a hacerse dolorosa, Steegman estaba seguro de que el túnel era algo tan artificial como los «grandes almacenes». Paredes cristalinas, no deslucidas por los milenios, reflejaron la luz de su lámpara de mano. El túnel era de sección triangular, con los bordes redondeados.
Las formaciones naturales no se presentaban con estas formas.
¡Qué cataratas del Niágara tenía ahora ante sí! Steegman dejó escapar una carcajada de triunfo. Su deber era claro. Debía saltar de vuelta al interior de la perforadora y decirle al resto de la expedición lo que había encontrado. Querrían venir a la carrera para explorar su túnel, para ver adonde conducía...
Pero eso también podía hacerlo él.
Sin mirar atrás se volvió hacia la izquierda, se ajustó mejor la mochila de la batería sobre los hombros y empezó a cojear túnel abajo. Cuando sufrió su sexto espasmo de vómito no tenía a mano nada que llenar. (Por otra parte, ya no quedaba mucho en él que pudiera vomitar, así que el desastre fue mínimo.) Cuando finalmente ya no pudo andar más se sentó, y con los dedos jugó con trozos desmoronados de lo que en su tiempo pudo ser porcelana rota o algún tipo de piedra.
Cerró los ojos, plenamente feliz.
Transcurrió mucho rato antes de que los abriera de nuevo, y no lo hubiera hecho de no ser porque tuvo la impresión de que su viejo perro le rozaba los dedos con su hocico.
Cuando despertó la sensación permaneció. Algo estaba rozando su mano. No era un perro. Steegman se agitó y aquello se apartó rápidamente de la luz, pero con los últimos atisbos de su visión consiguió una buena imagen de la cosa: se parecía a uno de esos bebés foca que los cazadores de pieles mataban a garrotazos, sólo que con unos miembros delgados como palillos.
—Felices Navidades —susurró Steegman, y murió.
Cuando finalmente alguien reparó en la ausencia de Steegman, el capitán ordenó a Manuel Andrew Applegate que siguiera el nuevo túnel y recuperara, a su extremo, la perforadora..., si Steegman era recuperado también o no, declaró, no le importaba en absoluto.
Cuando Applegate alcanzó la perforadora y vio donde había penetrado, su casi incoherente mensaje al resto de la expedición trajo a la mitad de la colonia hasta allí casi corriendo.
Cuando finalmente divisaron el ya débil resplandor de la lámpara de mano de Steegman al fondo del corredor y se apresuraron hacia allá, vieron que Steegman no estaba solo. Estaba muerto, apoyado contra la pared, con su traje de Santa Claus. Incluso bajo la falsa barba pudieron ver que sonreía; y a su alrededor, siseando inquietos mientras intentaban evitar el duro resplandor de las luces que se acercaban, había ocho increíbles, totalmente inesperados, indiscutiblemente vivos marcianos. Y, cuando finalmente los supervivientes de la expedición regresaron a casa, a la recepción presidencial y al desfile por Nueva York, Broadway no fue rebautizado Avenida Capitán Seerseller para la ocasión. Fue llamado Bulevar Henry Steegman.
3. Del New York Times:
«Los marcianos carecen de lenguaje pero poseen una sociedad organizada»
por Walter Sullivan, director científico
El doctor Manuel A. Applegate, arqueólogo jefe de la expedición marciana Seerseller, ha descubierto que los autóctonos vivos descubiertos por la expedición el 24 de diciembre poseen una bien organizada estructura social, basada en relaciones familiares muy parecidas a las instituciones humanas. Sin embargo, informa el doctor Applegate, no poseen un lenguaje oral, y la pregunta de cómo arreglan sus asuntos sigue siendo desconcertante.
Las estimaciones preliminares muestran una población superviviente de marcianos vivos de entre 650 y 700 individuos, la mayoría adultos. Todos los marcianos conocidos viven en el complejo de túneles y cavernas recién descubierto, aunque hay evidencias de que en tiempos relativamente recientes —quizás unos pocos siglos, sugiere el doctor Applegate— había otras colonias que mantenían contacto con el grupo descubierto por la expedición Seerseller.
La reacción de los científicos de la Tierra es una mezcla de incredulidad y alegría. El doctor Carl Sagan, contactado en su oficina de la Universidad Cornell, describe el dato como: «¡Maravilloso! El acontecimiento más excitante de mi vida..., quizá de toda la vida de la raza humana», y critica a aquellos colegas que aceptaron los primeros hallazgos marcianos que parecían indicar que Marte era un planeta sin vida como «pesimistas natos que temen lo nuevo y lo desconocido». En los Laboratorios de Propulsión a Chorro en Pasadena, California, el renombrado científico doctor Tom McDonough se mostró de acuerdo con el doctor Sagan y añadió: «Ésta es precisamente la sacudida que necesitamos para volver a encarrilar el aparcado programa de exploración espacial», mientras que una alta fuente de la Fundación Nacional para la Ciencia predijo que se hallarían formas de traer a unos pocos marcianos a la Tierra para que representaran a su mermado pueblo en nuestro más hospitalario entorno.
Incluso el senador Warren Breckmeister (R, RI), presidente del comité que investiga el desastre de la nave de suministros original de la expedición Seerseller, describe los nuevos descubrimientos como «un bienvenido cambio de la larga lista de fracasos y desastres de la NASA». Preguntado acerca del curso futuro de su investigación, en estos momentos interrumpida indefinidamente, el senador afirmó que dentro de poco tiempo se celebraría una reunión de los miembros del comité para decidir si se sigue adelante o no con ella para averiguar si se han producido negligencias o imprudencias en el programa espacial.
Puesto que el tiempo para el regreso de los supervivientes de la expedición Seerseller se va reduciendo cada vez más, es preciso tomar pronto una decisión acerca de si alguno de los marcianos debe ser traído a la Tierra con ellos. Se sabe que el propio capitán Seerseller está urgiendo dar este paso. Una fuente cercana a él ha dicho que sus razones son que resultaría inexcusable abandonar los estudios de la expedición y que, puesto que no se podrá organizar y transportar a Marte una nueva expedición durante quizá cuatro años, los marcianos supervivientes podrían muy bien extinguirse antes de poder ser visitados de nuevo.
4. Triste guionista Sam
La historia acerca de los marcianos que la expedición Seerseller halló en Marte tomó a Sam Harcourt por sorpresa, porque no era la clase de persona que se interesa por los asuntos interplanetarios.
El meollo del asunto era que Sam no era la clase de persona que se interesa mucho por las noticias. Imaginaba que no lo necesitaba. Sam había descubierto, hacía mucho tiempo, que la mayoría de la gente con la que trataba creía que ya sabían todo lo que había que saber. Así que, ¿por qué debería molestarse? Resultaba fácil desenvolverse en la vida siguiendo dos sencillas reglas. Regla Número Uno: escuchabas todo lo que el tipo tenía que decir. Regla Número Dos: entonces se lo devolvías, adornado con unos cuantos retruécanos y otras cosas que recordabas de las viejas películas. Eso era todo; luego, tu agente se ocupaba del resto.
Sam tenía veintisiete años y medía metro cincuenta y ocho de estatura. Su vida sexual era agresiva y su fortuna precaria. Pero estaba seguro de que uno de esos días Acertaría. Estreno en uno de los mayores cines. Primero de la lista en el Variety de Hollywood. Su nombre como guionista, antes del título, con letras tan grandes como las de las estrellas. Entonces Sam crecería hasta los tres metros de altura y las pollitas irían detrás de él.
Mientras tanto, conducía su viejo Mustang classic con la capota bajada desde la casa de su agente en Gower hasta el Drugstore Más Grande del Mundo, practicando arrancadas de carrera automovilística cuando cambiaban los semáforos y frunciendo el ceño cuando su emisora de los 40 Principales en la radio del coche iniciaba una entrevista con una estrella del rock de la que nunca había oído hablar...
Y entonces, mientras cambiaba de emisora, oyó a aquella congresista de Alabama que decía a la gente de los Estados Unidos, y sobre todo a sus votantes, que el descubrimiento por parte de la expedición Seerseller de seres vivos marcianos..., «criaturas como nosotros —estaba diciendo—, con la inteligencia y la civilización necesarias para construir grandes ciudades subterráneas», era el acontecimiento más importante en la historia de la humanidad desde, bueno, la Declaración de Independencia al menos, y no podría haberse conseguido sin el gran trabajo de aquellos dedicados científicos en Huntsville, a los que se sentía orgullosa de llamar sus votantes.
Normalmente Sam no malgastaba su tiempo con aquel tipo de declaraciones, pero la palabra marcianos lo detuvo.
Incluso Sam Harcourt había oído hablar de aquel curioso almacén que los chicos de la NASA habían encontrado en Marte, porque no podías impedirlo. Incluso recordaba, tras pensar intensamente, que sí, seguro, había habido algo acerca de encontrar marcianos allí, sólo que en su momento realmente no le había prestado mucha atención a nada de aquello, porque había ocurrido por Navidad y fue entonces cuando Deirdre le dijo que creía que estaba embarazada, y luego hubo aquellos días espantosos en los que intentó conseguir que él admitiera que era el padre. Bueno, todo aquello dejó de ser realmente urgente cuando ella descubrió que, después de todo, no estaba embarazada. Pero entonces ella se mostró realmente dolida por las cosas que él había dicho y, con todo aquello, ¿quién tenía tiempo de mirar las noticias?
De todos modos, esto era nuevo. No se trataba simplemente de fósiles marcianos. ¡Se trataba de marcianos vivos! ¡Que ahora mismo, en este instante, se preparaban para embarcar en la nave que los llevaría a la Tierra!
Sam Harcourt se sumió inmediatamente en una profunda cavilación. Conocía la sensación. Estaba Teniendo una Idea.
Sam lo sabía todo acerca de los marcianos, aunque en realidad no había pensado mucho en ellos desde que tenía trece años. Pero recordaba todas aquellas maravillosas viejas historias, y se le ocurrió, mientras el semáforo cambiaba a verde y el conductor del gran camión de la Coca-Cola que estaba tras él empezaba a hacer sonar su claxon, que precisamente en estos momentos ese conocimiento tenía un valor financiero para él.
Sam alzó un ofensivo dedo en dirección al conductor del camión, giró en el cruce, se metió en una zona señalada «Prohibido aparcar» y puso el freno de mano. Tomó el teléfono del coche y marcó el número de su agente.
—¡Jesucristo, Oleg! —exclamó cuando el otro respondió al teléfono—. ¡Tengo una idea! Barsoom.
La voz de su agente era paciente y quebradiza.
—Desearía que no me llamaras a todas horas, Sam. Acabas de salir de aquí, y se supone que en estos momentos tendrías que estar viendo a Chávez.
—Tengo todo el tiempo del mundo para ver a Chávez, y además esto es probablemente algo demasiado grande para él. El es un segundón, Oleg, y esto es enorme. Puedes tirar toda esa mierda de sangre y demonios de Chávez por la ventana. ¿Acaso no sabes lo que ocurre? ¿Nunca pones la radio, ni ves la televisión, ni abres la puerta y escuchas de lo que habla la gente? Se trata de marcianos, Oleg. ¡Encontraron marcianos vivos, y los traen para acá!
—Sí, vi algo de eso en las revistas —dijo el agente. Y, con cautela—: ¿Qué hay con ello?
—¡Quiero hacer una película acerca de Barsoom, Oleg! Ése es el nombre nativo de Marte. ¿Acaso no ves el potencial? Al principio pensé que tal vez Spielberg, o no sé, uno de los grandes estudios, pero se mueven demasiado lentos. Perderían la oportunidad, ¿entiendes lo que estoy diciendo? Es el equivalente a veinte millones de dólares en publicidad gratuita en el momento del lanzamiento, pero tiene que ser ahora.
—¿Qué es lo que tiene que ser ahora, Sam?
—¡Mi historia! Tengo todo el asunto bien definido en la cabeza. Una voluptuosa princesa marciana de piel roja. Una gran batalla aérea, como la Batalla de Inglaterra, sólo que con espadas. Comedia. ¡Sexo! Oleg —exclamó Sam al teléfono, con un ojo clavado en el coche de la policía que avanzaba lentamente hacia él por el Strip—. Tengo que colgar en un minuto, pero no has oído lo mejor. No se trata de un original de Sam Harcourt. Se trata de un best-seller. Es un clásico que todo chico ha leído, y lo más hermoso es que quizá los derechos sean ya del dominio público, porque alguien no se haya preocupado de renovar el copyright.
—¿Quizá, Sam?
—Bueno —dijo Sam—, estoy casi seguro de recordar haber visto algo al respecto. Fue hace algún tiempo, pero tu departamento legal puede comprobarlo.
—Mi departamento legal —dijo el agente— me cobra ciento cincuenta pavos cada vez que le hago una pregunta, y tengo mejores preguntas que hacerle antes que si alguien olvidó renovar un copyright. De todos modos, tú has olvidado algo. Por favor, permíteme que te lo recuerde. Chávez ha viajado especialmente desde el Valle para escuchar lo que vas a escribirle, y Sam, por favor, Chávez representa dieciocho mil dólares limpios si pica, y una venta garantizada en el momento en que cruces la antesala. Sal de las nubes, Sam, con tus veinte millones de dólares de publicidad gratuita y los derechos públicos. Si los derechos son públicos nadie es su propietario, de acuerdo, así que, ¿qué es lo que piensas vender?
—Para eso precisamente tengo un agente —dijo Sam—. Te volveré a llamar. —Colgó, soltó el freno de mano, y estaba en movimiento, con una amistosa inclinación de cabeza hacia el policía detrás del volante del coche blanco y negro, antes de que éste lo alcanzara.
Daniel Chávez era a los filmes de horror lo que Mack Sennett había sido a la comedia. Era rápido y barato.
No siempre se había especializado en filmes de horror, sólo en lo que se vendía aquella semana. Su primer gran éxito, El monstruo del maelstrom, había sido una película de ciencia ficción rodada en su mayor parte en la piscina de la parte de atrás de la casa de su cuñado, que tenía un desagüe central. Hacerla le había costado cincuenta y dos mil dólares (de su cuñado en su mayor parte; después de todo, el hombre era cirujano plástico), y Chávez había vendido el negativo del filme a unos estudios importantes por doscientos mil.
Mientras contaba sus beneficios, vio que aquella era una máquina mágica de hacer dinero. Buscó combustible para que siguiera funcionando. Ocurrió que su vecino de la puerta de al lado era un criador de collies. Una mañana, mientras escuchaba los ladridos en el patio del vecino y recordaba cierto metraje de efectos especiales por el que había pagado pero que nunca había llegado a utilizar, Daniel Chávez elaboró su siguiente triunfo, Lassie y el monstruo del maelstrom. También vendió el negativo de éste, pero entonces se cansó de dejar que los estudios se quedaran con todo aquel dinero cuando resultaba igual de fácil firmar él mismo un contrato de distribución.
Se dio cuenta de que la ciencia ficción ya había tenido su época, y siguió adelante. Cabalgó sucesivamente en la cresta de la ola, se dedicó a las drogas, luego cambió al Kung Fu, pasó al erotismo, y halló su auténtico hogar en el horror. Incluso consiguió una pequeña reputación entre los críticos como autor de cinema-verité. Apreció la atención, especialmente dado que, desde el punto de vista financiero, las cámaras de mano y el alquiler de la casa de alguien en Westwood resultaba mucho más atractivo que los equipos sindicados y el alquiler de espacio de estudio. Uno de sus principios era mantener a su nivel mínimo los gastos generales. No veía ninguna razón para mantener una oficina cuando había reservados en las cafeterías.
Cuando Sam Harcourt entró en el Drugstore Más Grande del Mundo, Chávez estaba eligiendo el reparto de su próxima película.
—El papel te irá perfecto, querida —dijo, palmeando las posaderas de la joven de ceñidos téjanos mientras ésta se levantaba del asiento contiguo al de él—. No lo olvides, te recogeré esta noche para que podamos estudiar más a fondo tu personaje. Hacia las nueve y media —precisó—, porque antes tengo una cena de negocios. —Ella miró impasible a Harcourt por entre medio metro de cascada de pelo rubio miel y se alejó.
Harcourt ocupó el asiento que acababa de abandonar la chica y abrió fuego con:
—Chávez, las películas de horror están muertas.
—Curioso que seas tú quien lo diga —respondió Chávez—. Estoy de acuerdo contigo. Voy a dedicarme a filmes más relevantes, y voy a poner a esa chica en mi próxima película: ¡Contra la pared, cardenal Bernardin! Creo que posee el potencial de una moderna Las llaves del reino.
—¿Cómo se vería la chica con un maquillaje corporal rojo ladrillo, Chávez?
—No, no. Ella interpreta el papel de una joven monja que desea ser sacerdote.
—Oh, no —dijo Harcourt, sacudiendo la cabeza—. Los filmes relevantes tampoco van a ninguna parte. Estoy hablando de marcianos.
—Oh, Dios mío —exclamó Chávez, mirándole con repugnancia—. Le dije a Oleg que no quería ninguna otra mierda tuya. Ni siquiera quería hablar contigo, pero él me aseguró que tenías un concepto nuevo acerca de cómo alguien podía meter a un demonió a través de una Cuisinart.
—Eso fue entonces. Y era cierto. Te hubiera encantado. Pero ahora tengo algo mucho mejor.
Chávez suspiró.
—¿Y tengo que escucharlo? De acuerdo, pero espera mientras pido algo de beber. ¿Quieres una vainilla malteada?
—Chocolate. Supongo que no habrás oído las noticias, así que tendré que decírtelo. Lo han dicho por la radio esta mañana. Los astronautas van a despegar de Marte, ¿sabes? Y traerán auténticos marcianos vivos con ellos. Y lo que tengo para ofrecerte hoy es una historia sobre marcianos que, con un poco de suerte, podrás estrenar antes de que salgan de la cuarentena.
Chávez se sentó de nuevo. Se tironeó las patillas, mirando a Sam, que siguió precipitadamente:
—¡Son auténticos marcianos, Chávez! Auténticos. No estoy hablando de ningún tipo metido en un traje de mierda de monstruo, estoy hablando de lo que has estado esperando durante toda tu vida.
Chávez empezó a sacudir la cabeza.
—Ciencia ficción —dijo—. ¿Sabes lo que cuestan los efectos especiales? —Pero estaba escuchando.
—¿Quién ha dicho nada de efectos especiales? No estás escuchando, Chávez. Ahora tenemos a los auténticos marcianos. Todo el mundo habla de ellos. Realmente, estoy sorprendido de que no lo hayas oído.
Chávez meditó por un momento, y alzó la cabeza cuando la camarera se acercó.
—Dos leches malteadas, cariño. Una negra, una blanca. ¿Sam? A mí me gusta un poco grande.
—No un poco grande. Te gusta muy grande.
—Oh, olvida eso. Dime, ¿cómo esperas conseguir que los auténticos marcianos firmen el contrato? Para empezar, ¿sabes si hablan inglés?
—¡Detalles, Chávez! Podemos doblarlos, ¿no? De todos modos, escucha, déjame contarte la historia. La tengo toda. Para empezar, el hombre es un héroe de guerra. Y ahora se halla atrapado en una cueva, y están esos indios..., no, espera un minuto, esos soldados cubanos..., y le están aguardando fuera. Quieren matarlo. Pero él sale al aire libre por un minuto y..., le llamaremos John Carter..., y Carter alza la vista a las estrellas, y ve esa gran estrella, Marte. Tiende los brazos hacia ella. Así que dime, Chávez, ¿ves algún coste extraordinario hasta ahora?
—Hasta ahora ni siquiera veo ninguna historia, Sam. ¿Por qué quieres llamarle John Carter? Me gustaría un nombre con más garra..., veamos, ¿algo así como Rick Carstairs?
Entusiasmado, Harcourt exclamó:
—¡Estupendo! ¡Rick Carstairs! —Cuando el cliente empezaba a sugerir detalles, el anzuelo estaba penetrando en su corazón—. Lo veo como un auténtico macho..., ¿sabes?, quizá pudiéramos conseguir a ese tipo aficionado a luchar con los osos.
—No por lo que dice el hospital, Sam. No te preocupes del reparto. Sigue con la historia.
—Está bien. Así que Carstairs extiende los brazos, como he dicho, y de alguna forma, misteriosamente, es atraído hacia Marte. Directamente fuera de su cuerpo. Directamente al espacio, pssschwt, a la velocidad de la luz, por entre las estrellas; y de repente cae sobre la superficie de Marte, y está este enorme y feo marciano verde pinchándole con una espada. Así que Cart..., así que Carstairs se pone en pie de un salto y, ¿qué ocurre? Salta directamente por encima del otro tipo grande. Éste es un punto técnico que hay que comprender, porque debemos tener en cuenta que Marte posee una gravedad distinta, de modo que puede saltar como un loco porque...
—Sam, Sam —regañó Chávez—. ¿No recuerdas que yo produje Mundos en guerra? No tienes que explicarme este tipo de cosas. Están en un planeta más allá del empuje de la gravedad, así que sigue.
—Muy bien, Chávez. Así que libran esa terrible lucha a espada y, hum, Carstairs está ganando. Pero entonces aparece otro marciano. Éste es verde, con cuatro brazos... No, espera —dijo apresuradamente cuando vio que Chávez empezaba a fruncir el ceño—. No tiene por qué tener cuatro brazos. Pueden ser sólo dos, en un traje normal marciano, si no deseas preocuparte mucho por los efectos especiales. De todos modos, Carstairs los liquida a ambos, y rescata a la muchacha que mantenían prisionera. ¡Y ella es hermosa, Chávez! Una auténtica belleza. Piel roja. Quizás esa chica pudiera interpretarla. Se llama Dejah, espera un minuto, Dejah Thoris. Mira a Carstairs como si se sintiera agradecida, y además él también es digno de ser admirado, y dice: «Ikky-pikky hoohah Barsoom». Carstairs es todo ojos también, y dice a su vez: «No comprendo tu idioma, madam, pero en tributo a tu belleza arrojo mi espada a tus pies». Y lo hace. Bien, ella enrojece de la cabeza a los pies. Él no comprende por qué, pero... ¿Ocurre algo?
—Aquí hay algo que no comprendo. Has dicho que su piel era roja, ¿no? Entonces, ¿cómo puede enrojecer?
Harcourt vaciló. La camarera les trajo sus leches malteadas, y él sacó la pajita de su envoltorio y dio un largo sorbo antes de responder:
—Acabas de apuntarte un buen tanto ahí —dijo—. Creo que puedo arreglarlo, pero dejémoslo pasar por el momento. De todos modos, ella recoge su espada y vuelve a tendérsela. Entonces actúa como si estuviera aguardando algo, pero él no sabe qué. Otros enemigos marcianos aparecen entonces corriendo y se lanzan contra ellos, y él la coge en brazos y da un salto con ella por encima del techo del criadero..., esta parte aún no te la he contado. Donde amartiza es cerca de un criadero, que es el lugar donde aquellos marcianos verdes depositan sus huevos. Es sólo un detalle, pero hay un buen valor en él. Quiero decir, comedia. Quizás uno de los marcianos es una especie de tonto y deja caer su huevo, y es su propio hijito del alma...
Chávez terminó su leche malteada, se secó los labios y dijo cortésmente:
—Dejemos a un lado esta parte de los huevos por ahora también, aunque debo decirte que no está a la altura.
Sam Harcourt se encogió de hombros.
—Bueno, no importa. Así que entonces Carter y la muchacha escapan hacia el lugar donde ella tiene su nave aérea, y son perseguidos, y entonces es cuando se produce la gran batalla aérea... ¿Qué ocurre ahora? —Chávez estaba agitando un dedo.
—¿Carter, Sam?
—Oh, de acuerdo, Carstairs. Pero lo que viene a continuación es la mejor parte. ¡Una batalla aérea en el tenue aire del agonizante Marte! Ésta es la única parte donde necesitarás realmente efectos especiales, pero valdrá la pena. Y escucha, tengo una idea que puede ayudarte con el asunto del dinero. ¿Qué te parecería tener todo el guión de rodaje por nada? Quiero decir, ni un centavo, Chávez, excepto quizás algunos billetes grandes para ayudar a cubrir los gastos..., quizá ni siquiera eso —dijo, observando el rostro de Chávez—. Digamos nada de dinero al principio, sólo un porcentaje sobre la producción.
Los labios de Chávez estaban comprimidos ahora, las yemas de los dedos de sus unidas manos apretadas meditativamente contra ellos. Apartó los dedos el tiempo suficiente para decir:
—¿Qué porcentaje, Sam?
—Ya lo discutiremos. Incluso puede ser un quince por ciento. No me importa, mientras sea una buena película..., un doce y medio, quizá —rectificó cuando vio a Chávez fruncir el ceño—. Francamente, prefiero no discutir de dinero contigo. A Oleg no le gusta que sus clientes hagan eso.
—Sí, ya sé lo que no le gusta a Oleg. —Chávez se frotó muy fuerte durante unos momentos su patilla izquierda. Luego se recogió la manga de la chaqueta para examinar el reloj sumergible con tres esferas que llevaba en su muñeca izquierda y dijo—: Seré franco contigo, Sam, y te diré que, con los costos actuales, ese tipo de trato me exprimiría hasta dejarme seco. Sin embargo, quizá podamos llegar a algún tipo de acuerdo. No sobre esta línea exactamente.
—Yo sólo intentaba ayudarte con el dinero para empezar —protestó Sam—. De todos modos, ahí va el resto del argumento. Nuestros héroes ganan la batalla aérea. Y así Carstairs lleva a la chica de vuelta con su padre. Es un rey local; y la chica le habla, muy trastornada y preocupada y como a punto de echarse a llorar, y entonces Carstairs se da cuenta de que algo va mal. La chica parece que está recibiendo una reprimenda y se muestra triste, y su padre, el rey, no deja de gritar y de manosear su pistola de rayos. Carstairs no puede imaginar lo que ocurre. ¿Qué hacer? El padre de la chica, el rey, dice: «¡Huppeta-huppetacranberries!», y algunos soldados entran corriendo, y parece como si estuviera a punto de producirse otra pelea. Pero entonces la muchacha, que a esas alturas ha aprendido algo de inglés, dice: «Rick, no puedo imaginar cómo te saldrás de ésta». Y él dice: «¿Por qué, qué es lo que pasa?». Y entonces la cosa se aclara. Es como si él le hubiera roto a ella el corazón. Ese asunto cuando arrojó su espada frente a ella. En Marte, eso es como una proposición de matrimonio. Cuando él no siguió el ritual después de que ella le devolviera la espada, eso fue como si la considerara una ramera. De todos modos, esto aclara las cosas y él puede explicarse..., y eso es todo. Fin. Música arriba y fuera. Un toque final de comedia con esa especie de perro capaz de leer las mentes que ella tiene..., lo he dejado fuera, pero hay también un buen valor en ello, Chávez —dijo ansiosamente—. Puedo ver cada encuadre del filme. Sólo espero ser capaz de hacértelos ver a ti también.
Chávez sorbió meditativamente lo que le quedaba de su agua helada. Cuando alzó la vista, Sam se hizo fuerte, pero todo lo que Chávez dijo fue:
—Sam, me gusta.
—¿Un poco, Chávez?
—Quizá más que un poco. Tengo que pensarlo. También tengo que averiguar algo más sobre esos auténticos marcianos. No te ofendas, Sam, pero no he tenido la oportunidad de estar muy al corriente de las noticias últimamente, de modo que deseo echar una mirada por mí mismo. Pero...
Se encogió persuasivamente de hombros, sonrió, e hizo un gesto con la cabeza a la camarera. Le tendió su tarjeta Visa para pagar las dos leches malteadas, los dos tés helados de antes, y el queso danés que se había repartido con la muchacha.
Luego dijo:
—Déjame consultarlo con la almohada, ¿de acuerdo? Llamaré a Oleg por la mañana. Lo digo en serio, Sam. No le llames para que él me llame a mí al minuto siguiente de salir de aquí, ¿entiendes lo que te digo? Es posible que haya algo ahí, de modo que no lo estropees. —Y se marcharon, cada uno en su dirección, muy complacidos.
La mente de Sam era un estallido de fuegos artificiales con pensamientos de créditos en la pantalla y beneficios residuales e incluso —bueno, ¿quién demonios podía decirlo?—una nominación en la ceremonia de los Oscar, mientras conducía fuera del aparcamiento y daba la vuelta a la esquina. Se metió en una estación de servicio Phillips 66, alejó al empleado del surtidor con un gesto de la mano mientras aparcaba y cogió el teléfono del coche.
—¿Y ahora qué, por el amor de Dios? —preguntó irritado su agente cuando Sam se identificó—. No me lo digas. Chávez se te ha reído en la cara, y deseas que te encuentre otro productor, ¿correcto?
Sam rió quedamente.
—No puedes estar más equivocado. Lo tengo atrapado. A-tra-pa-do. Atrapado. Prácticamente me ha prometido un quince por ciento de la producción, de hecho lo único que desea es que haga el guión gratis, pero yo no puedo hacerlo sin cobrar por adelantado al menos diez o veinte mil. Cuento contigo para que perfiles los detalles.
Hubo un silencio en el teléfono del coche, excepto por el crepitar de la estática procedente de alguien, en alguna parte, acelerando el motor de su coche. Sam sonrió.
—¿Has sufrido un ataque al corazón, Oleg? ¿Estás sorprendido de que yo haya cerrado un trato como tú no has conseguido en un millón de años?
—Tengo que admitir —dijo el agente cautelosamente— que en realidad no había anticipado este desenlace, no exactamente. Cuando dices que prácticamente ha prometido, Sam, ¿a cuán prácticamente te refieres?
—¡Oh, vamos, Oleg! Los detalles son tu problema, ¿correcto? Eso es lo que siempre me dices: «Deja que sea yo el que aprieta los tornillos, tonto». Pero definitivamente no dijo no.
—Ya, una exageración como siempre, muchacho. —Pero el tono del agente era reluctantemente admirativo.
—¿Así que le llamarás?
El agente recobró su escepticismo, lo cual siempre le había ido bien.
—Quizá lo llame. Probablemente. Escucha, ya he llamado a algunas personas, y puede que surjan un par de pequeños problemas que todavía no has tenido en cuenta. ¿Sabes que hay un comité del Senado estudiando todo este asunto, y que el culo de alguien está en candelero?
—¡Mierda, no! De todos modos, mira, no le echan la culpa de nada a los marcianos, ¿verdad?
—Quizá no, pero hay algo más. Ese asunto de Barsoom. Hablé con un tipo que sabe de esas cosas, y me dijo que arreglaron el asunto del copyright hace ya tiempo.
—¡Cristo, Oleg! —aulló Sam—. Si echas a perder este trato...
—¿Echar a perder qué? Está todo en los registros públicos, no hay ningún problema en averiguarlo. Simplemente te estoy diciendo que los derechos de la historia no son públicos, como tú pensabas.
—De acuerdo —dijo Sam, negándose a ceder—. Eso no es problema. ¿Cuánto puede costar? Ofréceles el cincuenta por... Ofréceles el veinticinco por ciento de lo que yo cobre. Quinientos dólares por una opción..., di le a Chávez que tendrá que arreglar esa parte. Llegarán a un acuerdo. Si eres el hombre de los contratos que siempre me has dicho que eras, lo arreglarás. De todos modos —dijo, adquiriendo de nuevo velocidad—, esto es sólo un primer paso. ¿Para qué necesitamos a Chávez? Si Chávez no acepta, uno de los grandes tipos lo hará. Spielberg. Kubrick. Con el valor que tiene todo el asunto, capitalizando cien millones de dólares en publicidad gratuita...
—Sí, sí —le interrumpió Oleg, como si estuviera sonriéndole al teléfono—. ¡Mira a ése! ¡Un «quizá» de un tal Daniel Chávez, y ya me está diciendo cómo debo llevar los asuntos de la agencia! —Pero su tono no era hostil; de hecho, se volvió definitivamente congraciador—. De acuerdo, Sam, estamos juntos en esto, y haré rodar los dados contigo. Y, escucha, tengo algo que puede ayudarte. ¿Conoces a Dorfmann, el naturalista? Es el mejor especialista en focas del país. Acostumbraba a entrenarlas para todos los Marinelands del Pacífico. Bien, resulta que yo tengo su representación.
—Hey, espera un minuto —dijo Sam. Una alarma irracional empezó a fluir por sus venas—. Oleg, ¿por qué hablas de esas actuaciones de animales de mierda?
—Oh, para tus marcianos.
—No sé de qué me hablas.
—¿No lo sabes? Supon que no puedes conseguir a los auténticos de la nave, ¿de acuerdo? Pero le veo una solución. Estaba simplemente contemplando las imágenes de la tele. Quita esos curiosos bracitos y los dientes y, ¿qué es lo que tienes? ¡Una foca normal! Y si hay alguien que puede disfrazar a una foca para hacer que parezca un marciano, te lo aseguro, Sam, Hersch Dorfmann es el tipo.
—¡Oleg! —gritó atormentado Sam.
Hubo una pausa. Luego:
—Oh —dijo el agente—. Creo que estoy empezando a ver el cuadro. ¿Quieres decir que todavía no has visto el aspecto que tienen realmente los marcianos?
Hubo otra pausa. Sam se vio incapaz de llenarla. Su garganta estaba seca por el miedo. Luego, con la irritación normal de vuelta a su voz, el agente dijo:
—Mira, Sam, tengo una reunión. Te diré lo que tienes que hacer. Ve a casa y conecta la tele y contempla a tus marcianos. Luego vuelve a llamarme. Quiero decir, si tienes algo respecto a lo que llamarme.
Si algún antiguo samurai hubiera estado en el lugar de Sam —es decir, en el lugar de un galante guerrero derrotado por un truco inicuo del destino en una batalla que había creído ganar—, se hubiera abierto la barriga en seppuku. Un viajante de comercio que hubiera visto el Gran Orden hacerse pedazos se hubiera ahogado en una noche de rubias y alcohol.
Harcourt no hizo ninguna de las dos cosas. Permaneció sentado, completamente inmóvil, delante de su televisor de veintisiete pulgadas, mirando con rabia y odio lo que veía. Una lata de Pepsi-Cola olvidada permanecía caliente y aplastada en su mano.
¿Focas? ¡Pero los marcianos ni siquiera eran focas!
Miró intensamente las imágenes de la expedición Seerseller. Era a todo color, un milagro de la tecnología para traerlas hasta su sala de estar desde sesenta y cinco millones de kilómetros de distancia, unas imágenes tan nítidas como mil ochocientos dólares y una antena parabólica en su patio de atrás podían conseguir. Odió lo que veía. La nave estaba siendo preparada para el despegue. Los supervivientes de la expedición, enfermos y macilentos, sonreían pese a todo a las cámaras. Harcourt no veía ninguna razón para sonreír. Pese a todo lo que los técnicos de televisión podían hacer para realzar sus imágenes en la pantalla del mejor televisor en Brentwood Heigths, los marcianos tenían el aspecto de gordas y estúpidas babosas color gris carbón.
—Dejah Thoris —sollozó Sam—. Oh, malditos bastardos.
Si sólo hubieran sido simplemente feos...
Si sólo hubieran sido simplemente extraños...
Pero eran desagradables, repugnantes y, lo peor de todo, torpes.
Sam Harcourt dejó a un lado la lata de Pepsi, apretó con el pulgar el botón del mando a distancia, y observó la imagen hacerse pequeña y desaparecer. Con ella se fueron todos sus sueños de princesas de piel roja e inmensas batallas en los cielos barsoomianos.
Le gritó a la vacía pantalla:
—¿No podríais pareceros al menos a algo?
Pero, realmente, no podían.
Los marcianos no tenían voz ni voto en su aspecto. Habían evolucionado para encajar en unos órdenes de magnitud de su entorno mucho más duros que los nuestros. Eran lentos, torpes y feos, no porque hubieran decidido serlo, sino porque no podían ser otra cosa excepto lo que su entorno les había hecho..., del mismo modo que tampoco podía Sam Harcourt.
5. Noticiario de la noche de la NBC:
«Ferdie ha muerto»
BROKAW & RP MARCIANO:
FERDIE HA MUERTO.
LOS SIETE MARCIANOS A BORDO DE LA NAVE ESPACIAL «ALGONQUINO 9» SE HAN VISTO REDUCIDOS AHORA A SEIS, PUESTO QUE EL ACHACOSO MARCIANO LLAMADO «FERDIE» MURIÓ A CAUSA DE LAS HERIDAS RECIBIDAS EN EL DESPEGUE DEL PLANETA HACE ONCE DÍAS.
EL ADMINISTRADOR DE LA NASA CARLETON MAYFIELD HIZO PÚBLICO UN CORTO COMUNICADO ESTA TARDE PARA CONFIRMAR LA TRISTE NOTICIA:
CAMBIO A: MAYFIELD (Grabación):
ENTRADA: EL CAPITÁN HARRY SEERSELLER, A BORDO DE LA NAVE ESPACIAL «ALGONQUINO 9»...
...en su transmisión de esta mañana nos dijo que el «Marciano F», al que todos habíamos empezado a conocer como «Ferdie», dejó de responder al tratamiento médico y fue declarado muerto por la doctora Clara Pettigrew, oficial médico superviviente de la expedición.
La causa de la muerte, cree la doctora Pettigrew, fue neumonía traumática, como consecuencia de las heridas recibidas durante el despegue, cuando se cree que «Ferdie» se soltó de las correas de seguridad que lo retenían en su sillón y sufrió varias fracturas y quizás heridas internas en su sistema respiratorio.
Las palabras del capitán Seerseller fueron: «Se hizo todo lo posible. Simplemente, Ferdie estaba demasiado débil para resistir. Nos sentimos tan mal como si fuera un ser humano».
Sé que hablo en nombre de todos los miembros de la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio, y en nombre de todos los norteamericanos, desde el Presidente hacia abajo...
SALIDA: CUANDO DIGO QUE COMPARTIMOS SU DOLOR.
BROKAW:
AUNQUE EL ADMINISTRADOR MAYFIELD ESTA EVIDENTE Y PROFUNDAMENTE APENADO —FUENTES DE LA NASA DICEN QUE ESTABA LLORANDO POCO ANTES DE EMITIR ESTE COMUNICADO—, DECLINÓ RESPONDER A LAS PREGUNTAS.
Y HAY PREGUNTAS.
SE HAN RECIBIDO PROTESTAS EN LA CASA BLANCA, EN LA CÁMARA DEL CONGRESO Y EN OTRAS PARTES POR PARTE DE NUMEROSOS GRUPOS E INSTITUCIONES. INCLUYEN ALEGACIONES DE QUE LOS MARCIANOS FUERON FORZADOS A VENIR A LA TIERRA Y QUE SU SUPERVIVENCIA SE HALLA BAJO UN CONSIDERABLE RIESGO, DEBIDO A LA FRAGILIDAD DE SUS CUERPOS.
ENTRE LOS QUE PROTESTAN SE CUENTAN LA SOCIEDAD NORTEAMERICANA PARA LA PREVENCIÓN DE LA CRUELDAD HACIA LOS ANIMALES, LA SOCIEDAD L-5 Y LA DELEGACIÓN RUMANA EN LAS NACIONES UNIDAS, ASÍ COMO TODOS LOS MIEMBROS DE UNA CLASE DE UN JARDÍN DE INFANCIA EN WACO. TEXAS. Y ALGUNOS DE LOS QUE PROTESTAN ESTÁN HACIENDO ALGO AL RESPECTO.
PARA OFRECERLES UN INFORME CONECTAMOS CON TOM PETTIT, CORRESPONSAL DE LA NBC EN EL CENTRO ESPACIAL DE HOUSTON:
CAMBIO A: PETTIT:
EN IMAGEN: LA GENTE QUE VEN USTEDES DETRÁS DE MÍ...
...ESTÁN EFECTUANDO UNA MARCHA DE PROTESTA CONTRA LAS ACCIONES QUE CONDUJERON A LA MUERTE DEL MARCIANO FERDIE. ES UNA MULTITUD ORDENADA, COMO PUEDEN VER —NO HA HABIDO ARRESTOS NI VIOLENCIA—, PERO EL NÚMERO ES IMPRESIONANTE. LA POLICÍA ESTIMA QUE HAY MÁS DE TRES MIL PERSONAS EN LA MARCHA, CANTANDO Y AGITANDO BANDERAS.
LAS AUTORIDADES DE LA NASA HAN FACILITADO A QUIENES PROTESTAN COPIAS DE SU COMUNICACIÓN EN EL MOMENTO DEL DESPEGUE, EXPLICANDO CON DETALLE LAS MEDIDAS QUE FUERON TOMADAS PARA PROTEGER LA ESTRUCTURA CORPORAL DE LOS MARCIANOS CONTRA LAS APLASTANTES PRESIONES DE LA ACELERACIÓN.
LAS PRECAUCIONES FUERON LLEVADAS INCLUSO HASTA EL PUNTO DE ENVOLVERLOS EN PLÁSTICO Y SUMERGIRLOS EN TANQUES DE AGUA PARA QUE ÉSTA ACTUARA COMO AMORTIGUADOR.
SIN EMBARGO, Y CON TODA EVIDENCIA, NO FUE SUFICIENTE. LAS HERIDAS DE FERDIE FUERON CASI CON TODA SEGURIDAD LO QUE LO CONDUJO A SU MUERTE.
EL OTRO MARCIANO HERIDO, EL «MARCIANO G», O GRETEL, SE INFORMA QUE TIENE FRACTURADOS DOS MIEMBROS EN ESTOS MOMENTOS, PERO AHORA SE HALLA DESCANSANDO CONFORTABLEMENTE Y COMIENDO DE NUEVO.
ALGUNOS DE ESTOS MANIFESTANTES ADVIERTEN DE QUE LO PEOR AÚN ESTÁ POR LLEGAR. AQUÍ TENEMOS A LA SEÑORA RACHEL D'ALEMBERT, REPRESENTANTE DE LA SOCIEDAD DE EXPLORACIONES ASTRONÁUTICAS DE LYON, FRANCIA.
CAMBIO A: D'ALEMBERT (Grabación):
ENTRADA: ES SIMPLEMENTE UNA FARSA PRETENDER...
...que los marcianos poseen la capacidad de comprender los peligros y los daños a los que deberán enfrentarse en este viaje espacial. Ni siquiera se ha podido confirmar que posean un lenguaje propiamente dicho; así que, ¿cómo es posible que dieran su consentimiento a él?
En cualquier caso, es preciso recordar que la gravedad de la superficie de Marte es muy inferior a la de la Tierra, y que la aceleración requerida para elevarse de Marte fue sustancialmente menor que las fuerzas similares con las que se encontrarán en el proyectado aterrizaje en nuestro planeta. ¿Que les ocurrirá entonces a Gretel, Alexander, Bob, Christopher, Doris y Edward?
No menciono el hecho de que simplemente no son lo bastante fuertes como para vivir sin grandes incomodidades e incluso peligros en la superficie de la Tierra, por la misma razón. Ni hablo tampoco del hecho de que han pasado todas sus vidas en una casi oscuridad, de modo que no poseen ninguna protección natural contra los posiblemente dañinos rayos solares.
Si los marcianos procedieran de nuestro propio planeta, sin duda hubieran sido declarados especie en peligro y se hubieran efectuado todos los esfuerzos para conservarlos.
Todo este episodio es ignominioso, y no puede hacer más que poner en peligro cualquier futura cooperación...
SALIDA: ...FRANCONORTEAMERICANA EN AVENTURAS ESPACIALES.
CAMBIO A PETIT:
UN OFICIAL DE LA NASA. QUE NO DESEA APARECER EN PANTALLA, PROMETE QUE EL PROBLEMA DEL ATERRIZAJE DE LOS MARCIANOS EN ESTE PLANETA MÁS GRANDE Y PESADO SE HALLA SOMETIDO A UN INTENSO ESTUDIO, Y QUE ANTES DE QUE SE PRODUZCA SE HABRÁN TOMADO LAS MEDIDAS ADECUADAS PARA SU SEGURIDAD Y BIENESTAR.
ZOOM A MANIFESTANTES:
PERO ESOS MANIFESTANTES, EVIDENTEMENTE, NO SE HALLAN CONVENCIDOS...
BROKAW:
SALIDA: ...AQUÍ TOM PETTIT PARA LA NBC, INFORMANDO DESDE EL CENTRO ESPACIAL DE HOUSTON.
LOS SERES HUMANOS QUE REGRESAN EN LA NAVE ESPACIAL «ALGONQUINO 9» SE HALLAN TODOS BIEN, AUNQUE EL TALANTE GENERAL ES DE PREOCUPACIÓN POR LOS MARCIANOS.
CAMBIO A: MAPA (SISTEMA SOLAR):
EN ESTOS MOMENTOS LA NAVE ESPACIAL ESTÁ INICIANDO SU VUELO DE REGRESO A LA TIERRA. SU POSICIÓN ACTUAL, ASÍ COMO LA DEL PROPIO PLANETA MARTE. SE HALLA AL OTRO LADO DEL SOL.
CAMBIO A: ÓRBITA DE LA NAVE ESPACIAL:
ES DEBIDO A LAS INTERFERENCIAS DE LAS INTENSAS RADIACIONES SOLARES QUE LAS IMÁGENES DE TELEVISIÓN PROCEDENTES DE LA NAVE SON POCO CLARAS, DE MODO QUE LAS COMUNICACIONES AHORA Y DURANTE LA SEMANA PRÓXIMA SE VERÁN LIMITADAS CASI EXCLUSIVAMENTE A LA RADIO.
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6. Vista desde la Colina de Marte
Puesto que permaneció hasta tarde en su habitación, escuchando las noticias de la radio de las fuerzas armadas norteamericanas hasta el último minuto, Vladimir Maljenitzer se quedó sin desayuno. No le importó. Las noticias del Algonquino 9 eran mejor comida que cualquier cosa que pudiera comprar en Atenas. La excitación le hacía flotar. Había más felicidad y esperanza hirviendo efervescentes como burbujas de champán en las arterias de su rechoncho y blando cuerpo de las que había sentido en sus sesenta y tantos años..., muchos más de sesenta, si había que decir la verdad, pero él no tenía por qué decir la verdad. Cuando eras un refugiado sin los papeles en regla podías decir lo que te pareciera acerca de lo viejo que eras. ¿Cómo sabría nadie que mentías?
Maljenitzer salió del autobús en la central de los tours, aún flotando. Cuando el encargado de los tours, Stratos, le dijo que hoy había sido asignado como guía de unos alemanes, ni siquiera esto empañó su humor, aunque estuvo cerca. No era eso lo que deseaba. Lo que deseaba era un autobús repleto de norteamericanos. Norteamericanos ricos, probablemente. Ciertamente el tipo de norteamericanos que compartirían con él su excitación por las noticias de Marte. En particular norteamericanos que estuvieran dispuestos a aceptar las alabanzas por el maravilloso logro norteamericano de enviar naves espaciales a Marte y traerlas de vuelta con increíbles marcianos vivos a bordo. Cualquier otro día, los alemanes no ocuparían más que un segundo lugar en sus preferencias, reflexionó mientras miraba por encima del hombro del encargado de los tours para captar un atisbo de la hoja de asignaciones del día. Los alemanes también podían ser ricos, y ellos también estaban interesados en el espacio. Desgraciadamente, parecían estar convencidos de que su Opel y su Von Braun lo habían inventado todo, sin ninguna ayuda de los nacionalistas rusos expatriados.
Los americanos hubieran sido mejor.
Vio en la lista que su más íntima amiga entre los demás guías, Theodora Senhilos —en realidad no tan íntima, y no siempre una amiga— tenía la suerte de ocuparse este día del grupo de habla inglesa.
Eso podía corregirse. Maljenitzer sabía dónde estaría Theodora en aquellos momentos. Ella también se había levantado tarde para el desayuno. Sin duda ahora estaría bebiendo una última taza de café en la pequeña taberna de la esquina. Así que Maljenitzer hizo un alegre saludo al encargado de los tours y se apresuró hacia allá. Despidió al camarero que pretendía venderle el genuino desayuno franconorteamericano con tostadas y se sentó al lado de la mujer.
—¿Harías un cambio conmigo hoy, por favor? —intentó persuadirla—. Recuerda, hace tres semanas, cuando tu nieto se puso enfermo en el colegio, llevé a tu gente de vuelta a sus hoteles por ti.
—Y tres veces desde hace tres semanas yo he hecho lo mismo por ti —respondió la mujer. Su tono era irascible, pero siempre lo era—. ¿Cuántos favores necesitas para que te paguen un favor? En cualquier caso, mi inglés es mejor que el tuyo.
—Tu alemán también es mejor que el mío —lisonjeó Maljenitzer. Aquello era puro halago, y completamente falso. Él había aprendido muy bien el alemán, en un lugar donde aprender a hablar el alemán rápido y a fondo significaba incrementar enormemente las posibilidades de seguir con vida.
Theodora reconoció la lisonja. También disfrutó con ella; bufó, pero no negó lo que él había dicho.
—Por esa razón —prosiguió Maljenitzer— necesito practicar el inglés, a fin de estar preparado cuando sea aprobado mi visado.
—En ese caso, tienes todo el tiempo del mundo —dijo ella. Normalmente no era desagradable. Tan sólo estaba afirmando lo que consideraba como un hecho. Maljenitzer, por desgracia, creía a menudo lo mismo; pero no hoy. Hoy las noticias de la expedición marciana eran demasiado excitantes para tales dudas.
—¡Llegará! ¿Has oído las noticias de la radio? Me necesitarán, Theodora. ¿En qué otro lugar encontrarán a un experto en el programa espacial soviético?
—¡En Moscú, por supuesto! No aquí en Atenas.
—Pero en Moscú esas personas no pueden abandonar el país —señaló Maljenitzer.
—Y, sin un visado, tú tampoco —dijo ella, pero se estaba ablandando. Agitó la cabeza—. Siempre esos sueños, Volia. Si los norteamericanos te desearan, llevarías allí ya veinte años, desde que desertaste. No serías un guía turístico medio muerto de hambre en Grecia, especialmente en Atenas, de la que conoces tan poco. —Pero entonces se aplacó; norteamericanos o alemanes, ¿qué diferencia había? Después de todo, era un asunto indiferente para una mujer que hablaba coloquialmente seis idiomas. Dijo, a regañadientes—: Muy bien, cambiaremos. Se lo notificaré a Stratos. Pero, a cambio, tú pagas mi café.
Stratos se mostró irritado con el cambio de asignaciones:
—¡Soy yo quien prepara las asignaciones! —gritó, como siempre hacía. Pero, como siempre hacía también, lo dejó correr. De todos modos, a Stratos no le caía muy bien Maljenitzer..., probablemente, pensaba éste, debido a la pertenencia de toda la vida de Stratos al Partido Comunista Griego, lo cual hacía que no le gustaran los rusos que habían huido de su país hacia el decadente mundo occidental. Sin embargo, por esa misma razón, Stratos estaba decidido a tener como mínimo en la nómina un guía que hablara ruso. Eso era política, no negocio. Hubiera hecho muy poco daño a las finanzas de la agencia el pretender que los rusos no existían, puesto que no venían suficientes de ellos como turistas a Atenas como para llenar un autobús ni siquiera una vez al mes. Pero el director de los tours tenía preocupaciones que iban más allá del simple dinero. Así que Stratos aceptó el alemán y el inglés con un terrible acento de Maljenitzer, e incluso aceptó el hecho de que Maljenitzer no era griego, sólo para que, cuando una misión comercial de Kiev o Leningrado concedía a sus miembros unas cuantas horas libres para estudiar la historia cultural de los antiguos griegos, dispusieran de alguien que hablara un ruso perfecto (y, por encima de todo, no político).
En ese aspecto, Maljenitzer era perfecto. Cuando guiaba a los rusos, la ira y el resentimiento que albergaba su corazón contra los soviéticos nunca iba más allá de la sonrisa en sus labios. Sabía que si enojaba a Stratos perdería su trabajo. A ello le seguirían consecuencias mucho peores, ya que era muy probable que el gobierno griego dejara de hacer la vista ciega sobre su irregular status.
En asuntos como ocultar sus sentimientos Maljenitzer era muy hábil, puesto que esas habilidades también habían contribuido a la supervivencia de un hombre joven que había sido tan desgraciado como para haber sido capturado por los alemanes en su ofensiva de 1942..., y tan estúpido como para tomar lo que había parecido el mejor camino para salir de los campos de exterminio nazis durante la guerra.
Maljenitzer nunca había tenido buena suerte con los gobiernos. Los soviéticos lo habían enviado fuera para ser capturado. Los alemanes habían hecho todo lo posible por matarlo. Los griegos lo toleraban sólo porque se mantenía meticulosamente discreto. No gustaba a ninguno de ellos. Eso lo convertía, creía Maljenitzer, en un perfecto candidato para la ciudadanía estadounidense, porque había observado que los norteamericanos nunca se llevaban bien con su gobierno tampoco, pero pese a todo conseguían seguir siendo libres y ricos.
Maljenitzer confiaba en que encajaría perfectamente en los Estados Unidos de América..., si alguna vez podía conseguir que aquel estúpido del consulado le concediera el visado.
Así que, mientras el autobús del tour se metía dificultosamente por la concurridas calles de Atenas, Maljenitzer estudió a sus clientes del día.
Hizo su trabajo mientras los evaluaba. No se olvidó de señalar el Arco de Adriano y el Templo de Zeus Olímpico..., o lo que quedaba de ellos después de un par de milenios de indiferencia y un par de décadas de aire ácido. Señaló los mejores restaurantes y pastelerías, y las calles donde se agrupaban las tiendas más de moda. Mostró a los turistas el cambio de guardia de los evzones, y el edificio del Parlamento y todos los demás edificios oficiales. Pero, durante todo esto, cribaba a los ocupantes de todos los asientos, buscando su presa.
No había gente adecuada en las primeras tres filas: estaban ocupadas por un grupo de australianos en un viaje organizado. Tampoco había nada que ganar de los que ocupaban el fondo del autobús. Todos eran norteamericanos, de acuerdo. Pero ninguno de ellos parecía tener más de veinticinco años, y ciertamente ninguno parecía el tipo de persona que podía tener alguna clase de influencia en el Departamento de Estado norteamericano.
Los únicos otros americanos eran, sorprendentemente, tres parejas negras.
Maljenitzer los estudió mientras avanzaba a lo largo del pasillo, sujetándose a los respaldos. Los negros parecían viajar juntos; bueno, uno podía esperar eso. Quizá. Maljenitzer no estaba muy seguro de lo que podía esperar de ellos, puesto que nunca había tenido mucha experiencia con negros. Al menos estos especímenes en particular no parecían ser del tipo que uno veía en el cine, que era lo mismo que decir el tipo que llevaban radiocasetes portátiles sobre el hombro y se contoneaban al andar. Como tampoco parecían de los que asaltaban a la gente. Observó que iban vestidos a la moda, al estilo de los turistas norteamericanos en un clima cálido: las tres mujeres y uno de los hombres llevaban pantalones cortos, y todos gafas de sol. Sin embargo, se sentía mucho menos esperanzado de lo que hubiera debido sentirse. A partir de su limitado conocimiento, conjeturó que no era probable que le resultaran muy útiles. Posiblemente serían dentistas o pastores de alguna iglesia, puesto que ningún otro tipo de negros americanos parecían lo suficientemente ricos como para viajar hasta tan lejos como Grecia. En cualquier caso, no era probable que tuvieran ninguna influencia allá donde le importaba.
La situación no parecía prometedora. El humor de Maljenitzer empezó a hundirse lentamente desde las alturas de la mañana.
Sin embargo, uno nunca debía abandonar. De modo que, mientras el autobús gruñía colina arriba hacia los peldaños que conducían al Partenón, Maljenitzer volvió a recorrer el pasillo. Hubiera debido permanecer de pie delante, con el micrófono, y por el espejo retrovisor el conductor contemplaba curioso su espalda. Pero Maljenitzer decidió hacer ahora lo que normalmente dejaba para casi el final. Recorrió el autobús de asiento en asiento, preguntado a qué hotel deseaba ser devuelta cada pareja, escuchando atentamente los acentos por si acaso había dejado de lado alguna posibilidad. No lo había hecho; pero Dios fue bueno con él aquella mañana.
Uno de los hombres negros tenía el ceño fruncido sobre un International Herald-Tribune, abierto sobre unos titulares que decían:
EL PRESIDENTE RESPALDA EL PLAN DE UNA SEGUNDA MISIÓN A MARTE
mientras su esposa, vuelta hacia al respaldo del asiento para hablar con otra de las esposas, se quejaba:
—No espero favores sólo porque el hermano de Jeffry esté en el Congreso, pero creo que la embajada de aquí debería concedernos al menos cierta consideración, como a cualquier otro ciudadano norteamericano en un país extranjero cuyas líneas aéreas le han aplastado una maleta.
¡El hermano de un congresista!
Era lo más cerca que Maljenitzer había llegado nunca de alguien con auténtico poder en los Estados Unidos..., y el mismo día que el Presidente norteamericano había anunciado un nuevo programa para Marte. Justo el día en que podía ser más útil.
Vladimir Maljenitzer no había empezado siendo un traidor a su país.
Respecto a eso, tampoco pensaba que lo fuera ahora. Desde el punto de vista de Maljenitzer, era su país el que le había traicionado a él. Primero lo había alistado en el Ejército Rojo, cuando sólo era un muchacho de dieciséis años, para luchar en la Gran Guerra patriótica contra Adolf Hitler. Bueno, uno podía comprender eso, admitió honestamente. Ciertamente Hitler había invadido la URSS con tanques y aviones y ejércitos de asesinos muy eficientes, y la necesidad era grande. El joven Volodia Maljenitzer se había sentido orgulloso de luchar. Si ser ruso no hubiera sido razón suficiente, entonces ser judío ruso —aunque no practicante, no creyente, incluso no circunciso— ciertamente lo era.
Pero entonces el alto mando del Ejército Rojo, siguiendo maniobras estratégicas que nadie era capaz de adivinar, había arrojado la división de Maljenitzer, sola, contra el empuje acorazado de ejércitos de asalto enteros. Las órdenes eran retenerlos a toda costa, y una bala en la cabeza al primer soldado soviético que diera un paso atrás. No podían retirarse. Tampoco podían contener el aplastante poder del juggernaut alemán; así que sólo había dos posibilidades para cualquier soldado en la división de Maljenitzer. Podía rendirse. O podía morir.
Maljenitzer decidió no morir.
Un poco más tarde, cuando descubrió que el campo alemán de prisioneros de guerra para los soldados del Ejército Rojo no era más piadoso que Auschwitz, aunque sí un poco menos eficiente, dejó de estar seguro de haber hecho la elección correcta.
Pero entonces, un día de invierno en que el futuro parecía dolorosamente terminal, llegó una delegación al campo de prisioneros de guerra. Iban uniformados, estaban bien alimentados, se pavoneaban de sus insignias de oficiales en sus bien cortados uniformes..., ¡y hablaban en ruso! Eran rusos. Habían acudido del cuartel general del general Vlasov, y traían un emocionante mensaje.
—¡Bravos soldados rusos! —fue su llamada a las armas—. ¡Unios a nosotros! ¡Formaremos un Ejército Ruso Libre! ¡Lucharemos contra los bolcheviques que nos han traicionado hasta que derribemos su inicuo régimen! ¡Entonces liberaremos nuestros hogares y haremos libre nuestra bienamada Rusia!
Había sonado muy plausible, por no decir glorioso.
Aquel general Vlasov, como sabía cualquier soldado del Ejército Rojo, no era ni un rufián ni un trotskista. El general Vlasov había sido condecorado con la propia medalla de Stalin, ganada con su valor y su habilidad. Si en aquella última campaña había sido capturado por los alemanes, bien, también lo habían sido Maljenitzer y los otros prisioneros de guerra de aquel campo.
De modo que el joven Maljenitzer, entonces con diecinueve años casi, se unió a los ejércitos de Vlasov de prisioneros rusos y se enroló para luchar al lado de los alemanes contra sus hermanos.
Al menos comió. Al menos recibió un uniforme para sustituir los harapos con los que se había rendido, aunque se tratara de un uniforme alemán. Al menos, cuando la guerra terminó, Vladimir Maljenitzer seguía aún con vida, y de una forma mucho más afortunada que veinte millones de sus compatriotas.
Entonces la suerte se acabó.
Cuando los alemanes se rindieron, los vlasovitas tuvieron que rendirse también. Esa vez la suerte fue toda para los alemanes. Fueron capturados e internados en campos de prisioneros de guerra y luego, después de muy poco tiempo, quizá no más de un año o dos, se les permitió regresar a sus casas. En cambio, cuando los rusos de Vlasov fueron capturados, el lugar al que fueron enviados fue al Gulag.
Así, el joven de diecinueve años Maljenitzer se convirtió en el hombre de treinta años Maljenitzer antes de que la amnistía de Jruschov vaciara algunos de los campos y, completamente no preparado, descubriera que era de nuevo un hombre libre..., o tan libre como cualquier ciudadano soviético con sus infames antecedentes podía llegar a ser.
De todos modos, los años en los campos del Gulag no fueron una pérdida total para Maljenitzer. Desde un principio halló un valioso amigo en la persona de un viejo llamado Kostia Gershuni.
Kostia era viejo pero fuerte; además, en su tiempo había sido un científico dedicado a los cohetes. De hecho, había conocido al propio Ziolkovski. ¡Se le había permitido viajar fuera de la Unión Soviética! Kostia, en las largas noches de los campos, alardeaba ante el nostálgico y anhelante joven Maljenitzer de esos maravillosos días. Se le había permitido visitar la recién creada Sociedad Alemana de Cohetes en Berlín. Incluso había cruzado el océano Atlántico —una vez— para entrevistarse con el norteamericano Goddard, junto a su terreno de pruebas de cohetes de hojalata en Worcester, Massachusetts. Los viajes habían sido maravillosos, le dijo el viejo a Maljenitzer con una sonrisa y una lágrima, pero le habían resultado muy caros. Aquellos contactos occidentales fueron los que lo pusieron en los campos, en los paranoicos días de purgas estalinistas en los años treinta.
Luego, esos mismos antecedentes hicieron los campos soportables para el viejo. Cuando en 1947 terminó la Gran Guerra Patriótica, y el Líder decidió que, para mantener el maravilloso nuevo status de la Unión Soviética como superpotencia, tenía que prepararse para los misiles y el viaje espacial, fue su experiencia en cohetes y ciencias auxiliares lo que libró a Kostia Gershuni del trabajo físico destructor del alma de los campos de la tundra a una nueva misión, la de ayudar a construir de la nada la nueva Ciudad del Espacio en Baikanur.
Y, puesto que en el colegio Maljenitzer había obtenido siempre excelentes calificaciones en matemáticas, el viejo pudo llevarse al joven consigo.
Así, durante un par de décadas después de obtener su libertad, Maljenitzer se abrió lentamente camino de vuelta a una posición casi respetable. Nunca fue una gran figura en el programa espacial soviético. Pero estuvo en la escena de los hechos desde el principio. Puesto que había ayudado a construir Baikanur, fue retenido para seguir trabajando allí. En una ocasión hizo algunos cálculos para Chklovski. Ayudó a preparar órbitas para una docena de cosmonautas. Se le confió la comprobación de los programas que enviaron la primera sonda Venera a Venus..., a él y a muchos otros, puesto que siempre había invariablemente alguien que comprobaba las comprobaciones de los comprobadores. Finalmente incluso se le permitió asistir a una reunión en la Federación Astronáutica Internacional en Viena, y aquélla fue la ocasión que había estado esperando. Se deslizó fuera de su pensión y se dirigió a la embajada de los Estados Unidos para desertar.
Los norteamericanos no lo quisieron.
Era un asunto de reglamentaciones, le dijeron; tenían las manos atadas. Él había admitido haber sido miembro del ejército de Vlasov, ¿no? Y los ejércitos de Vlasov eran en realidad unidades nazis de las SS, ¿no? Bien. Las leyes de inmigración eran muy estrictas. Ningún ex nazi, o ninguna persona que hubiera servido en una fuerza de lucha del partido nazi, podía ser aceptado en los limpios y puritanos Estados Unidos..., a menos, por supuesto, que alguna persona bien relacionada lo deseara realmente allí, en cuyo caso al diablo con las leyes de inmigración. Pero nadie deseaba tanto a un pez tan pequeño como Maljenitzer. Váyase, le dijeron. ¿No es usted judío? Entonces pruebe con Israel; ellos tienen que aceptarle.
E Israel lo aceptó. Pero Maljenitzer no tardó en descubrir que los antiguos soldados de las SS no eran queridos en Israel, aunque resultara que tenían padres judíos, y se sintió feliz cuando se le permitió trasladarse a Grecia con un visado turístico.
Había permanecido allí desde entonces.
En Grecia no había ningún trabajo para un científico espacial. Sin embargo, los griegos tenían trabajos, aunque no el tipo de trabajos bien pagados, para las personas que conocían varios idiomas y eran capaces de memorizar la historia de la Era Dorada de Pericles para los turistas.
Y, así, Maljenitzer se convirtió en guía turístico. Y creyó que iba a morir como guía turístico. Hasta que aparecieron los marcianos.
Por pequeñas, abominables y feas criaturas que fueran, Maljenitzer pensaba afectuosamente en ellas; apenas inteligentes; organismos sencillos del tamaño de terriers, con cuerpos como de foca y miembros como de araña..., pero, ¿qué importaba todo eso?
¡Eran marcianos!
Habían revivido el lánguido interés norteamericano en la exploración del espacio como ninguna otra cosa desde el primer paseo por la superficie de la Luna. ¡Y ahora el Presidente de los Estados Unidos había afirmado definitivamente —estaba allí, en los periódicos— que sería enviada otra expedición a Marte! Dentro de unos pocos años como máximo, otra flota de naves se alzaría del ennegrecido cemento de las pistas de despegue de Cabo Cañaveral en dirección a la órbita...
Y también desearían —quizá desearían— llevarse a Vladimir Maljenitzer fuera de Atenas.
Sobre el venerable pero desigual pavimento en la cima de la Acrópolis, Maljenitzer reunió a su rebaño, del mismo modo que el apóstol Pablo había hecho en el Areópago justo al otro lado del camino.
—Este templo, el Partenón —zumbó—, que fue diseñado por el gran artista Fidias hace dos mil quinientos años, resultó severamente dañado en la guerra de liberación contra los turcos. Luego fue saqueado..., más dañado todavía —se apresuró a rectificar; no estaba habiéndoles a alemanes o rusos, y algunos de sus oyentes anglosajones podían sentirse ofendidos al oír que lord Elgin era llamado saqueador—, cuando muchas de sus más valiosas piezas de escultura fueron llevadas a museos de todo el mundo. Todo este mármol fue extraído de las montañas que ven detrás de mí y luego traído hasta aquí para ser encajado pieza contra pieza, sin mortero, de una forma que ha durado todos estos siglos. ¿Por qué se llama a este templo el Partenón? Porque fue dedicado a la diosa Atenea Pártenos, que significa virgen. ¿Y por qué la colina donde estamos se llama la Acrópolis? Porque ésas son las palabras griegas que significan lugar alto; éste era el punto más elevado de la antigua Atenas. Ahora — terminó— tienen ustedes cuarenta y cinco minutos para recorrer por sí mismos el lugar, tomar fotografías, quizá beber algún refresco en la pequeña cantina al fondo de las escaleras. Nos reuniremos de nuevo junto al autobús... —La conferencia programada no había terminado; prosiguió con las súplicas estándar de estar de vuelta a tiempo y las amenazas de que el autobús se marcharía sin los regazados; pero aquellos eran turistas experimentados que se sabían aquella página del guión tan bien como él, y el grupo había empezado ya a disolverse.
Aquello resultaba espléndido para Maljenitzer. Tenía los ojos fijos en las tres parejas negras. Cuando se dieron la vuelta y se alejaron, intersectó limpiamente su camino, sonrió, y dijo al hermano del congresista negro:
—¿Les importa que les acompañe? Ahí arriba hay algunos lugares particularmente buenos desde donde tomar fotografías..., quizá deseen que tome alguna de los seis juntos, con el templo justo detrás.
Y, por supuesto, aceptaron.
Encandilar a los turistas era una de las cosas que Maljenitzer sabía hacer mejor..., eso era lo que atraía las propinas. Les ofreció una de las más espléndidas charlas de su carrera, acerca de Fidias y la gran estatua que había desaparecido, acerca de la desmoronada estructura que había sido la puerta por la que uno se acercaba al Partenón..., acerca del Areópago. Aquél era el punto de lánzate-u-olvídalo. Actuó con exquisita habilidad.
—Fue sobre esa roca —dijo, señalando— donde san Pablo predicó a los atenienses, y sobre esa misma roca fue condenado Orestes por su crimen. ¿Saben de dónde procede el nombre de Areópago? Podría ser llamado «la colina de Marte». Quizá —dijo, con un guiño— algunos norteamericanos ricos podrían comprarla y trasladarla a los Estados Unidos, ¡porque ciertamente los norteamericanos tienen derecho ahora a cualquier cosa que se refiera a Marte! Oh, admiro la habilidad de sus científicos. Yo mismo pasé muchos años en el programa espacial soviético antes de conseguir escapar..., participé en muchos lanzamientos Soyuz, en la planificación del orbitador de Marte. Supongo que podría decirse —añadió modestamente— que durante un tiempo fui su principal experto en los estudios sobre Marte. Pero ahora...
Sonrió y se encogió de hombros, y siguió con las demás glorias de Grecia.
Pero sabía que había despertado su interés.
Cuando el autobús estaba preparado ya para partir había intercambiado con ellos conmiseraciones sobre la ineficacia de los perezosos y despreocupados diplomáticos de la embajada Norteamericana; los había deslumbrado con una historia resumida de los esfuerzos espaciales soviéticos, alemanes y norteamericanos; había averiguado que el alto y fornido, Bayard, era abogado; que el gordito con la pequeña y ridicula barba y la esposa que parecía casi blanca era agente inmobiliario; y que el llamado Thatcher, ¡alabado sea Dios!, era realmente hermano de un auténtico congresista por el estado de Illinois. Y había recibido una sólo ligeramente forzada invitación a reunirse con ellos en su hotel aquella noche para tomar una copa.
Al término del tour el corazón de Maljenitzer cantaba. Los Estados Unidos eran algo posible al fin. Por feos y desgraciados que fueran aquellos marcianos, habían servido para su propósito: los norteamericanos lanzarían su próxima expedición a Marte, ¡y ahora tenía a un posible aliado que tal vez le ayudara a formar parte de ella!
En el hotel, Georgette Thatcher declaró:
—No me gusta mezclarme con ese hombre, Jeffrey. Puede ser un espía o algo así.
—Cariño —dijo razonablemente su esposo—, ¿qué sabemos nosotros para que se nos espíe?
—No me refiero a un espía ruso. Quizá sea de la CIA. O del IRS.
Pilló a su esposo dando un sorbo a su bebida, y el involuntario estremecimiento del hombre de negocios norteamericano que oye las iniciales IRS, el fatídico Servicio de Contribuciones, le dio la impresión de que su escocés estaba malo. Pero sólo fue momentáneo.
—No hay nada de lo que preocuparse —declaró.
—Sí —dijo Georgette Thatcher; y luego, ejecutando un rápido giro en redondo—: Bueno, de todos modos, tal vez sea interesante descubrir algo más acerca de ese hombre. Quizás incluso podría dar una charla en la iglesia acerca de él.
—Seguro que podrías —admitió Thatcher. Estaba acostumbrado a la forma en que su esposa presentaba argumentos diametralmente opuestos a favor y en contra de todo lo nuevo..., pero casi siempre optando al final por la novedad. Georgette podía confundir a su esposo, pero raras veces lo aburría.
Jeff Thatcher no era ni dentista ni ministro de la iglesia, pero su padre había sido una de las dos cosas, y el padre de Georgette la otra. Los Thatcher se habían casado e iniciado su vida de adultos justo a tiempo para aprovechar los beneficios de la revolución de los derechos civiles. Los ahorros del dentista, y las habilidades del ministro en engatusar a los intelectuales, habían llevado a ambos a la Universidad del Noroeste, donde se habían conocido y tras la cual se habían casado. Ni Thatcher ni su hermano habían decidido seguir el camino de reparaciones dentales de su padre. El hermano mayor, Walter, había optado por las leyes, y luego la política. Estaba en su segundo período en la Cámara de Representantes, y su nombre sonaba de tanto en tanto como senador de los Estados Unidos por Illinois. Financieramente, Jeffrey se había desenvuelto mejor incluso que su hermano. Se había especializado en administración comercial. Debido a que habían nacido en la época en que habían nacido, y para la gente para la que habían nacido, ambos hermanos se distanciaron con facilidad de sus padres. Jeffrey firmó con una empresa cazatalentos el día antes de su graduación, y al poco tiempo tenía un trabajo de primera categoría en una importante empresa que deseaba mejorar su imagen a través de la igualdad racial.
Aquél fue el acontecimiento crucial. De una forma que ni Harriet Beecher Stowe ni John Brown hubieran podido llegar a imaginar nunca, todo lo demás siguió automáticamente para los Thatcher. La Dirección Federal de la Vivienda les prestó los ochenta mil dólares necesarios para comprar una casa de cuatro dormitorios en los suburbios del noroeste de Chicago..., y que ahora, con su piscina, su solario y la inflación, probablemente debía valer un cuarto de millón. Cuando Jeffrey decidió establecerse por su cuenta, la Administración para las Pequeñas Empresas le adelantó el capital; y ahora era presidente de una compañía de seguros que ingresaba seis millones de dólares al año en primas. Su iglesia metodista suburbana, que aceptó con amplitud de miras en su congregación a su primera (pero muy respetable) pareja negra en el vecindario, había nombrado rápidamente a Georgette presidenta de la Acción Social, y poco después miembro del consejo escolar local. No tenían hijos. Pero poseían prosperidad... y dos BMW último modelo en el garaje, y un viaje anual a Europa.
Cuando se sentaron a la mesa del bar, aguardando a que Maljenitzer se presentara, ofrecían el aspecto de una distinguida pareja de mediana edad —demasiado joven para el golf, demasiado mayor para escuchar música funky—, y ambos eran conscientes de ello. Jeffrey bebía Chivas con hielo, Georgette experimentaba con ouzo, el típico licor griego con sabor a anís. Con el traje de seda azul pálido de ella y la chaqueta de safari color arena descolorida de él, iban vestidos con tan buen gusto como cualquier otra pareja a la vista.
—Nos vamos a perder el espectáculo —dijo Georgette, añadiendo un poco de agua y contemplando cómo el ouzo se volvía lechoso; no se estaba quejando, sólo recordando de nuevo las posibilidades.
—Pero llegaremos a tiempo para el baile del busuqui —dijo pacíficamente su esposo. Habían contratado, no con los promotores de tours de Maljenitzer, un Atenas de Noche, que incluía una cena con música en una taberna griega, seguida por un son et lumiére en uno de los antiguos anfiteatros. A Jeffrey le había parecido más interesante que tomar una copa con aquel viejo y feo extranjero, hasta que habló con Bavard y Swanson.
—Acaba de entrar por la puerta —dijo Georgette Thatcher, mirando su lechosa bebida.
—Déjale que venga hasta nosotros —respondió Jeff. No miró a su alrededor. Sentía curiosidad acerca de aquel hombre, que había dejado bien claro que no esperaba que le pagaran por su compañía de la noche, pero que indudablemente deseaba una propina. O algo; la experiencia de Jeffrey le decía que todo el mundo deseaba siempre algo.
Pero eso era normal, porque también lo deseaba Jeff Thatcher.
En un momento u otro Vladimir Maljenitzer había estado en todos y cada uno de los grandes hoteles de Atenas, no sólo en los pertenecientes a las grandes cadenas turísticas, con su oropel y sus trampas, sino en los realmente elegantes que los comisionistas de los tours no visitaban nunca. En términos generales, se sentía hastiado de esa decadente opulencia. Esta vez, sin embargo, era diferente. Contempló con deleite el vestíbulo a su alrededor. No se sintió impresionado por las paredes de espejo o el gran péndulo de Foucault dorado que colgaba desde el techo de la sexta planta. Lo que impresionaba a Maljenitzer era el dinero. Sabía hasta el último centavo lo que costaban las habitaciones, las comidas y las bebidas en esos lugares. ¡Norteamericanos! ¡Qué maravilloso, qué norteamericano, ser capaz de dejarse extorsionar de aquella manera e incluso disfrutar de ello!
Miró a su alrededor, frunció el ceño al conserje que estaba a punto de saludarle por su nombre, y se dirigió hacia las mesas del bar al fondo del vestíbulo.
—Señora Thatcher, señor Thatcher —irradió, intentando sonreír sin mostrar el diente de oro que, sabía, los norteamericanos consideraban como algo vulgar. Extrajo la pequeña caja de chocolatinas con un floreo—. Un pequeño obsequio que añadir a su experimentación de los sabores de Atenas —dijo mientras se la tendía a la mujer.
—Qué amable —dijo ella, retirando la cinta color cobre de la caja sin estropear el pequeño ramito de lilas bajo el lazo. Maljenitzer aprobó con la cabeza. La mujer estaba abriendo la caja con cuidado; puesto que había pagado ochocientas cincuenta dracmas por las ocho chocolatinas que contenía, apreció el cuidado—. Mira, Jeff —dijo—. Son dulces.
—Muchas gracias —dijo Thatcher—. ¿Le importaría subir arriba, señor Soljenitzin? Nuestros amigos no nos perdonarían que lo retuviéramos sólo para nosotros.
—¡Por supuesto! —exclamó Maljenitzer, encantado de que le pidieran subir a su habitación del hotel..., era casi como ser invitado a casa de alguien—. ¿Puedo? Es Maljenitzer, no Solzhenitsin..., aunque, por supuesto —hizo un guiño—, ¡uno debe sentirse halagado de ser asociado de cualquier forma con un ruso tan famoso como el más grande autor del mundo!
—Apuesto a que sí —dijo Thatcher. Firmó la cuenta y abrió camino hacia un ascensor que se movía tan suavemente que ni siquiera se dio cuenta de que habían abandonado un piso antes de que llegaran a otro—. Es al final del pasillo —dijo, adelantándose.
—Sí, claro —dijo Maljenitzer, complacido. ¡Mejor y mejor! Las habitaciones al final de los pasillos no eran habitaciones; eran suites. Oh, no se había equivocado al juzgar a aquellos norteamericanos negros, se aseguró a sí mismo, sonriendo y charlando mientras recorrían el pasillo.
Era una suite. No una de las grandes suites que utilizaban los realmente ricos, o los políticamente poderosos, pero pese a todo una sala de estar y un dormitorio que costaban más por noche de lo que Maljenitzer ganaba en un mes. Las otras dos parejas estaban allí, y se levantaron elegantemente cuando Maljenitzer y los Thatcher entraron, y los hombres se estrecharon la mano.
—Lo que usted necesita —dijo el llamado Bavard— es una copa. —Hizo un gesto hacia un bufete. Maljenitzer reconoció escocés, bourbon, un par de licores de otros tipos, media docena de aquellas bebidas dulces con burbujas norteamericanas, y al lado de ellas bandejitas con canapés, pequeños cuadraditos de pan tostado, incluso un pequeño cuenco con caviar sobre un lecho de hielo—. ¿Qué prefiere? Un siete y siete irá bien, señor Mal... Malzen...
—Maljenitzer, por favor. Lo siento, es un nombre tan difícil —se disculpó Maljenitzer—. Pueden llamarme Volia. Es la forma íntima de mi nombre de pila, Vladimir.
—Por supuesto —dijo Bavard cordialmente, pero su esposa intervino:
—Pero esto, bueno, ¿no es como dirigirnos a usted como si fuera un sirviente? —Gwen Bayard había enseñado francés en una escuela secundaria de Chicago antes de que los negocios inmobiliarios de su esposo empezaran a prosperar, y comprendía muy bien la diferencia entre tu y vous.
—Pero soy su sirviente, mi querida dama —dijo galantemente Maljenitzer—. En cualquier caso, después de todo, no soy más que un humilde guía turístico aquí en Grecia, aunque en el programa espacial de mi país fui durante muchos años una persona algo más distinguida.
—Sí —dijo Thatcher—. Deseaba hacerle algunas preguntas al respecto. ¿Por qué no se sienta? ¿Preparado para que Ted le renueve su copa?
Maljenitzer parpadeó. Todavía no la había probado. ¿Era ofensivo, según los estándares de las costumbres norteamericanas, no beber de inmediato lo que le ofrecían a uno? Dio un sorbo, casi se atragantó con el pegajoso dulzor de la soda que diluía el whisky, pero no mucho, y consiguió decir:
—¿Sí? ¿Desean saber cosas acerca del programa espacial soviético? Bueno, llevo algún tiempo apartado de él, pero mi trabajo en el cálculo de órbitas balísticas, oh, se lo aseguro, sólo para propósitos no militares...
—Habló usted de Marte —interrumpió Bayard.
—¿Marte? Sí. Sí, estuve muy relacionado con el orbitador de Marte...
—La colina de Marte, quiero decir.
—¿La colina de Marte? —Maljenitzer había perdido el hilo de la conversación. Dio otro sorbo a su bebida, con el ceño fruncido.
—Nos habló de ello hoy. Aquella pequeña colina junto a la Acrópolis. Usted la llamó con algún otro nombre...
—Oh, sí, por supuesto —exclamó Maljenitzer, y su rostro se iluminó—. La colina de Marte. O, como la llaman, el Areópago. La colina donde predicó San Pablo. Por supuesto —añadió, intentando descifrar adonde quería llegar aquella gente—, en este caso la palabra Marte no se refiere al planeta, sino al antiguo dios.
—Pero, ¿ése es el nombre correcto para ella? En inglés, quiero decir —presionó Bayard. Por un momento pareció realmente preocupado. Cuando Maljenitzer asintió, reluctante, Bayard se relajó y miró triunfante a sus amigos a su alrededor—. El problema con usted, señor... Volia, es que le llevamos un par de copas de ventaja. Termine ésta y déjeme servirle otra.
—Tienen unos nombres tan hermosos, ¿verdad? —dijo la señora Swanson, ofreciéndole a Maljenitzer la bandejita de los canapés mientras Bayard llenaba de nuevo los vasos.
—Por supuesto —dijo Maljenitzer. No estaba completamente seguro acerca de qué estaba hablando ella, pero «por supuesto» podía ser interpretado como que por supuesto le encantaría uno de los canapés. Actuó sobre esta premisa tomando el más cercano. Resultó ser de alguna clase de queso blando y dulce con una rodaja de pálido y casi insípido pimiento de algún tipo encima. Hubiera preferido mucho más el caviar, aunque era del tipo rojo grande, pero no estaba seguro de cómo pedirlo. Buscó refugio en su vaso lleno de nuevo. Era pegajoso y dulce, como una bebida para niños, pero tenía un punto alcohólico, y Maljenitzer se dio cuenta de que empezaba a notar los efectos.
—Hablemos de negocios —dijo Jeff Thatcher afablemente.
Maljenitzer buscó refugio en otro educado «por supuesto». Consiguió mantener la pregunta fuera de su voz, aunque no podía imaginar qué negocios podían tener en mente, a menos..., a menos... No se permitió creer que el «a menos» pudiera significar que lo que tan desesperadamente ansiaba pudiera convertirse en realidad.
—Creo que dijo usted que era especialista en Marte en el programa espacial ruso, ¿correcto? —inquirió enérgicamente Thatcher, casi a la manera de un fiscal estableciendo los hechos básicos del crimen antes de adentrarse en el delito en sí.
—¿Oh, sí? —Y luego, recuperándose—: Sí, por supuesto. En Baikanur. Durante varios años. Trabajé en el programa espacial soviético en varias materias, pero en particular en el orbitador marciano. ¿Recuerdan nuestro proyecto de orbitador? —Era evidente que no. Maljenitzer suspiró para sus adentros pero mantuvo la suave sonrisa en sus labios y el tono ligero—. Nuestra nave espacial marciana tenía que entrar en una órbita de alta inclinación en torno al planeta. No podía ser exactamente polar, no disponíamos de la maniobrabilidad de su maravillosa nave norteamericana..., pero estaba calculado que, a lo largo de un período de siete semanas, el orbitador sería capaz de cartografiar aproximadamente el 93,8 por ciento de la superficie del planeta. Por cartografiar —explicó—, no me refiero simplemente a tomar fotos con una cámara normal, por supuesto. ¡No, claro que no! Además de los sistemas ópticos disponíamos también de frecuencias infrarrojas y ultravioletas, así como de un radar para trazar los contornos orográficos, magnetómetros, todos esos delicados instrumentos. Y —añadió con un modesto encogimiento de hombros— sí, fui yo quien calculó la órbita y las correcciones de rumbo. —Yo y otros cuarenta y cinco, por supuesto. Sin embargo, no era una mentira. Maljenitzer estaba decidido a no mentir, al menos no de ninguna forma que pudiera ser descubierta y utilizada contra él. De todos modos, el riesgo era mínimo. ¿Cómo podía cualquier norteamericano saber exactamente quién había hecho qué en Baikanur, cuando ni siquiera los propios soviéticos identificaban a sus equipos por sus nombres?
—¿Qué...? —preguntó, sorprendido, cuando el señor Swanson extrajo algo de un maletín y se lo tendió.
—Si conoce usted Marte —dijo Swanson—, ¿sabe qué son estos lugares?
Maljenitzer contempló el papel. Era un mapa de Marte. No era un mapa muy bueno; al parecer, había sido arrancado de un ejemplar de la edición internacional de Newsweek. Pero contenía toda la cara del planeta..., las dos caras, reflejadas en proyección Mercator.
Miró a su alrededor, a los intensos rostros que le observaban, luego se sacó sus pince-nez del bolsillo. Limpió los cristales con la pequeña servilleta de cóctel que le había dado la señora Bayard y estudió el mapa.
—Sí, sé que esto es Marte —dijo, inseguro, preguntándose qué era lo que se esperaba de él.
—Pero los lugares en particular —dijo insistentemente Swanson—. ¿Sabe lo que son?
—Quiere decir los lugares y sus hermosos nombres, Volia —dijo la esposa de Swanson, intentando ayudar—. Como éste que dice Lacus Solis, ¿lo ve?
Maljenitzer la miró, luego se inclinó sobre el mapa.
—Sí, el Lacus Solis —murmuró—. Como dirían ustedes en inglés, el Lago del Sol. Por supuesto, no es exactamente un lago, compréndanlo. Todos los accidentes geográficos importantes recibieron sus nombres hace mucho tiempo, por parte de astrónomos que no disponían de telescopios demasiado buenos. Quizá por aquel entonces pensaron que se trataba de un auténtico lago, pero ahora estamos seguros de que en Marte no hay agua en estado líquido, ¡y mucho menos un lago tan grande!
—El Lago del Sol —dijo Bavard pensativamente—. ¿El Lago del Sol? ¿Camino Lago del Sol? —Se encogió de hombros y señaló—. ¿Qué hay acerca de éste?
Maljenitzer siguió su dedo, luego dijo:
—Sí, eso es el Olympus Mons. Es una montaña..., un volcán, de hecho; en realidad, es el volcán más grande jamás descubierto en todo el sistema solar. Ahora está extinto, por supuesto...
La señora Swanson estaba frunciendo los labios.
—No sé nada acerca de ese «Mons». Suena, bueno, ya sabe, como algo, hum, sexual.
Su esposo dijo:
—Podríamos llamarlo Montaña Olympus. ¿Paseo Montaña Olympus? ¿Camino Monte Olympus?
—Eso hace dos caminos, cariño —señaló la señora Swanson.
—Escribe los nombres y luego ya pensaremos en esa parte —ordenó su esposo—. De acuerdo, Volia. ¿Qué son esos otros nombres?
—Primero sírvele otra copa —dijo Thatcher alegremente—. ¿No ves que le estás haciendo trabajar demasiado duro?
Copa o no copa, decidió Maljenitzer, realmente le estaban haciendo trabajar demasiado duro, y lo más preocupante era que no sabía en qué estaba trabajando. Cada nuevo nombre que leía del mapa provocaba una reacción. No comprendía qué significaban esas reacciones. Valles Marineris les aburrió, aunque sobrepasaba inmensamente en tamaño al Gran Cañón. Utopia Planitia obtuvo una sacudida de cabeza.
—Probé una Utopía en Schaumburg —dijo Bayard crípticamente. Y, cuando llegaron a Chryse Planitia y les dijo que el Viking americano se había posado allí, todo lo que dijo Bayard fue—: Suena como algo religioso.
Luego los hombres se sentaron y se quedaron mirándose. Swanson asintió con la cabeza a Thatcher. Éste dijo:
—Creo que es el momento para otra copa. —Sonaba complacido, aunque Maljenitzer no podía imaginar la razón. También lo parecía Swanson, que rió quedamente mientras se levantaba para preparar la nueva ronda; y lo mismo Bayard cuando se levantó también para ayudarle.
—Espero que lo que les he dicho les haya servido de algo —dijo Maljenitzer desanimadamente.
—Oh, sí, de veras, Volia —exclamó Bayard—. Tome. Ahora hablemos de negocios. Creo que usted puede ayudarnos en un pequeño proyecto que tenemos cerca de Chicago.
Antaño había habido momentos de triunfo en la vida de Maljenitzer —no muchos, cierto—, ¡pero, desde luego, ninguno comparable con éste! Se sintió resplandecer mientras forcejeaba para echarse hacia delante en el mullido sillón y aceptar su «refresco»..., ¿era, se preguntó, el cuarto ya? ¿Pero qué importaba eso? ¿Acaso habría alguna vez un momento mejor que éste para celebrarlo? ¡Chicago! Hizo rodar la palabra por el interior de su boca mientras daba un profundo sorbo a su nueva bebida. Ya ni siquiera notó su azucarado sabor a limón. Sólo degustaba la deliciosa palabra. Chicago estaba en los Estados Unidos.
Aunque también era cierto, se dijo a sí mismo con un deje de sorpresa, que nunca había oído hablar de instalaciones espaciales en Chicago. No. Esas cosas estaban en Houston, o Cañaveral, o Vandenberg en California, o Huntsville en Alabama. Chicago, Maljenitzer estaba casi completamente seguro, se hallaba bastante más al norte que todos esos lugares, así que no podía ser un emplazamiento de despegue, al menos; sólo los rusos lanzaban sus naves espaciales allá donde el clima era frío, y únicamente porque no tenían otra elección.
Maljenitzer sintió un ligero roce de decepción. Había visto tantas fotos del Cabo, con sus arenas y sus cocodrilos y sus palmeras y el azul Atlántico al este... Estúpido, se dijo, divertido ante su reacción; también hay palmeras aquí en Atenas; ¡los Estados Unidos significan el espacio! Norteamérica significa Norteamérica.
Se dio cuenta de que estaba sudando de alegría.
Maljenitzer se secó furtivamente la frente con su servilleta de cóctel, preguntándose si alguien lo habría advertido. Intentó sentarse erguido, prestando atención a lo que ocurría a su alrededor. El negro llamado Swanson estaba tomando algunas páginas mecanografiadas de una carpeta que llevaba la cabecera del servicio de mecanografía del hotel, y hablaba ansiosamente mientras lo hacía. Maljenitzer se estremeció cuando captó la palabra consultor.
—Sí, sí —dijo, radiante—, consultor, por supuesto. Donde mi experiencia pueda ser utilizada. Me sentiré honrado de trabajar en el programa espacial norteamericano en cualquiera de sus facetas. ¡Siempre ha sido mi sueño!
Se detuvo. Swanson agitaba la cabeza.
—No es el programa espacial, señor... Volia. Estamos hablando de una empresa privada. Creí haberlo dejado claro.
—Oh —dijo Maljenitzer—. Ah. —Dio otro sorbo de su bebida—. Sí, entiendo. Ya he oído hablar de esas empresas privadas espaciales..., es maravilloso que existan. Por supuesto, teniendo en cuenta que mi experiencia ha sido en la Unión Soviética, sé muy poco de esos proyectos privados. De todos modos, si puedo formar parte de un programa espacial, del tipo que sea...
—No tiene que ver con el espacio. Nos estamos refiriendo a bienes inmobiliarios.
Maljenitzer le miró con un parpadeo. —Se trata de una promoción inmobiliaria —explicó pacientemente Bayard—. Swanson es el promotor.
—Ah —asintió débilmente Maljenitzer—. Un pro-Biotor. Inmobiliario.
—Nosotros tres hemos formado una especie de empresa consultora, ¿sabe? Para ayudar al desarrollo.
—Es un lugar de primera clase, cerca de Barrington —indicó Bayard—. Doce hectáreas de tierra de cultivo, pero con todos los servicios de la ciudad, agua del lago, red de alcantarillado. Todo. En su mayor parte casas de tres dormitorios, ya sabe, con casi dos mil metros cuadrados de terreno cada una. Las casas modelo ya están casi listas y las calles trazadas. Pero, ¿sabe?, no sabíamos qué nombre darle.
—Sí, por supuesto —dijo Maljenitzer, que en realidad no comprendía absolutamente nada. Tomó los papeles que le tendía Swanson y miró la parte superior. El encabezamiento decía:
MEMORÁNDUM DE ACUERDO
entre Theodore Bayard, Victor S. Swanson y Jeffrey Thatcher, en nombre de Colina de Marte Asociados, sociedad limitada, y (BLANCO) Soljenitzer, de nacionalidad rusa, residente en la actualidad en Atenas, Grecia.
—Tendrá que cambiar usted su nombre allá donde está escrito en el contrato —se disculpó Swanson—. Estaba seguro de haberlo pronunciado correctamente cuando lo dicté.
—Por supuesto —asintió Maljenitzer, intentando extraer algún sentido del documento.
—Pero es perfecto —siguió Bavard—. ¡Llamaremos a toda la promoción Colina de Marte! Daremos nombres a las calles según la geografía marciana..., ¡no creo que nadie haya pensado en algo así antes!
—Y tan oportunamente —añadió su esposa—. De todos modos, no puedes seguir llamando a las calles Harvard, Princeton, Yale, o poniéndoles nombres de presidentes, o de pájaros, o de árboles. Deseábamos algo realmente distinto.
—Y, puesto que nunca hubiéramos pensado en esto sin usted —terminó virtuosamente Thatcher—, decidimos que era justo nombrarle consultor. Con un rovalty sobre cada casa vendida. Y un anticipo sobre esos royalties.
—Así pues —dijo Swanson—, si quiere firmar el acuerdo...
—Y le entregaremos el anticipo en efectivo ahora mismo —sonrió Bavard, abriendo su cartera—. Doscientos dólares americanos. Veamos, el cambio que nos dieron esta mañana era aproximadamente de ciento treinta pesetas el dólar...
—Dracmas, querido —regañó su esposa.
—Quiero decir dracmas. —Bavard contó veintiséis mil dracmas en billetes—. Y nos sentimos muy agradecidos hacia usted, señor... Volia. Asegúrese de poner su dirección en el contrato, para que podamos enviarle sus royalties. Y, esto, me gustaría invitarle a que se quedara con nosotros a cenar, pero ya habíamos hecho otros planes.
—Pero primero —exclamó alegremente Thatcher—, una última copa. ¡Por la Colina de Marte! ¡Por la nueva y más espléndida promoción inmobiliaria al noroeste del Condado de Cook!
Mientras salía con paso vacilante del mareantemente suave ascensor, Maljenitzer se dio cuenta de que sentía una urgente necesidad de orinar. Cruzó con tambaleante dignidad el vestíbulo, con una helada inclinación de cabeza hacia el conserje de noche, y entró en los servicios de caballeros.
Tenía veintiséis mil dracmas, eso era seguro. Era casi el sueldo de un mes. Valía la pena.
Pero no tenía el visado.
Por otra parte, pensó, apoyando una mano contra el frío y duro esmalte del urinario para afirmarse, había hecho ciertamente un favor, alguna especie de favor, al auténtico hermano de un auténtico congresista de los Estados Unidos de América. No era del todo irrazonable pensar que tal vez pudiera usar al congresista como referencia cuando visitara la próxima vez el consulado norteamericano. Incluso era posible que aquella mujer de corazón de piedra, la vicecónsul, le escuchara.
Mientras salía apresuradamente del hotel hacia el lugar donde podría coger el autobús hasta casa, pensó: Primero un traje nuevo. ¡El dinero servirá para eso! Luego una carta al congresista. Luego, cuando obtenga su respuesta, porque seguro que será lo suficientemente educado como para enviarme una respuesta, iré una vez más al consulado. Y entonces...
No podía ver más allá de ese «y entonces» final, pero, mientras caminaba rápidamente por las cálidas y húmedas calles de Atenas en dirección a la parada del autobús, decidió que quizá, después de todo, su suerte estuviera empezando a dar la vuelta.
Cuando las tres parejas negras bajaron al vestíbulo del hotel diez minutos más tarde, se sentían muy complacidos consigo mismos. No había sitio para los seis en uno solo de los pequeños taxis griegos, así que se dividieron. Las esposas fueron primero. Los hombres, sonrieron y bromearon junto al portero mientras éste hacía sonar frenéticamente su silbato llamando a otro taxi. No habían igualado a Maljenitzer copa a copa, pero cada uno de ellos llevaba unas cuantas dentro, y se sentían muy alegres.
—Creo que va a llover —observó Swanson.
—No importa —dijo Thatcher—, porque mañana estaremos en El Cairo. De todos modos, ¿qué es un poco de lluvia cuando acabamos de birlarles a los federales un montón de dinero?
Todos se echaron a reír de buen humor, y Swanson dijo, admirado:
—Y sólo nos ha costado doscientos pavos. No olvidéis darme vuestra parte, vosotros dos.
—Cuando quieras —dijo Thatcher—. Pero no olvides que tenemos que pagarle todavía al viejo Volia sus royalties..., ¿cuánto pueden ser, cinco dólares por casa?
—Yo dije sólo tres —argumentó Swanson, volviéndose hacia el abogado.
—No seas codicioso —censuró Bayard—. Yo hice poner cinco cuando dicté el contrato. De otro modo no hubiera recibido ningún royalty en absoluto, y no hubiera parecido legítimo.
—Bueno —dijo dubitativo el constructor. Luego sonrió—. ¡Qué demonios! Sesenta y seis casas. Y estamos hablando de un poco más de un centenar por cada. ¿Estás seguro de que todo está bien, Ted?
—Positivamente —dijo el abogado—. Mira los hechos. La promoción es real. Tú vas a seguir realmente nuestro consejo como consultores. Hemos hecho este viaje a Atenas para contratar a este otro consultor. Dedicamos todo un día a ello, todos nosotros, esposas incluidas. Incluso firmamos el contrato... No, es perfecto; yo me ocuparé personalmente de vuestra auditoría si discuten esto.
—¡Un centenar y pico por casa, y tenemos pagado todo el viaje! —dijo Swanson admirativamente—. Jess, ¡eso fue una auténtica idea!
—Realmente brillante —estuvo de acuerdo Bayard.
Y Thatcher, bañándose en su respeto, se encogió humildemente de hombros.
—Cada pequeña deducción de los impuestos ayuda —dijo—. ¡En especial cuando representa un par de miles de dólares para cada uno! —Y entonces, mientras finalmente aparecía un taxi y el sudoroso portero les abría la portezuela—: ¡Hey!
Los otros se detuvieron y le miraron.
—¿Has olvidado tu cartera? —preguntó Swanson.
—¡No! ¡He recordado algo! ¡El Cairo!
—Sí, claro, vamos a ir allá mañana. ¿Qué hay con ello?
La sonrisa de Thatcher era celestial.
—¡Las Pirámides! ¡La Esfinge! Todo ese material egipcio, ¿no lo veis? ¿No tienes ninguna otra promoción inmobiliaria en perspectiva después de Colina de Marte? Quizá podamos encontrar a un camellero o a alguien...
—¿Y contratar a otro consultor? Oh, Ted —exclamó Swanson—, escucha. ¿Sabes lo que tenemos aquí? ¡Cada año! ¡China! ¡India! Río de Janeiro, por el amor de Dios... Amigos, si trabajamos bien esto, ¡podemos conseguir deducciones de impuestos que se ocupen de nuestras vacaciones de los próximos diez años!
—Y —dijo Bayard virtuosamente—, ¡cada dólar de ellas perfectamente legal!
7. Scientific American:
«Desplazamientos del polo marciano»
El sorprendente descubrimiento de marcianos vivos por parte de la expedición Seerseller es con toda seguridad el resultado más inesperado que ha surgido del proyecto de la NASA, pero hay mucho más que eso. Los datos proporcionados por la expedición han forzado la revisión de algunas muy respetadas teorías acerca de la estructura de la corteza del planeta, al tiempo que aportaban nuevo apoyo a otras.
Incluso los descubrimientos preliminares, limitados a una exploración desgraciadamente breve de los túneles y espacios ampliados y habitados por los propios marcianos, han proporcionado muestras de rocas y observaciones de estratos mucho más completas y detalladas que las perforaciones de la expedición anteriores al descubrimiento.
La estructura cristalina bajo el casquete polar revela gran cantidad de viejas fallas y fracturas (de más de mil millones de años), muchas de las cuales se extienden verticalmente a lo largo de quizá dos o más kilómetros, según los sondeos sísmicos. Algunas fracturas contienen agua en estado líquido. Otras, menos profundas y más cercanas a la superficie, están llenas de hielo y barro de clatratos. ¿De dónde procede esa agua? El casquete polar septentrional contiene una cantidad sustancial de agua en estado sólido, aunque en su mayor parte se halla cubierto por acumulaciones estacionales de dióxido de carbono, pero en ninguna otra parte de la atmósfera o de la superficie de Marte puede hallarse agua. En cualquier caso, el agua en las catacumbas marcianas es agua vieja. Aunque la datación del hielo, el agua líquida y los clatratos no será concluyente hasta que las muestras de la expedición lleguen a la Tierra para un detallado análisis, los estudios preliminares sugieren que el agua fósil es aproximadamente de la misma edad que la de las fracturas. Así que la creación de las fracturas, y su llenado con agua, deben de haber ocurrido al menos hace cientos de millones de años.
Hay un segundo enigma en Marte igual al de de dónde procede el agua. Hace tiempo que se sabe que en muchos lugares de Marte existen formaciones que parecen casi idénticas a los valles de la Tierra asolados por inundaciones, en particular los del noroeste de los Estados Unidos, pero no hay ninguna fuente conocida de agua o lodo cercana en Marte. Si se trata realmente de rasgos fluviales, ¿adónde fue a parar el agua?
Afortunadamente, existe ya una teoría que explica algunos de esos interrogantes.
En la década de 1980, Anne B. Lutz y Peter H. Schultz propusieron que los polos marcianos, con relación a los demás rasgos superficiales, se habían desplazado extensamente por la superficie del planeta durante los últimos dos mil millones de años. La fuerza impulsora tras los movimientos de la corteza es desconocida, aunque el modelo Lutz-Schultz sugiere que pudo haber sido la extrusión de grandes flujos de lava o la aparición de volcanes. Según su escenario, el polo norte de Marte empezó, hace dos mil millones de años o más, en lo que ahora son aproximadamente 150º O y 5º N. Luego describió un bucle en torno a su presente posición del Olympus Mons antes de alcanzar su actual localización. Esto implica que el Olympus Mons, que ahora no está lejos del ecuador de Marte, en una época estuvo cerca de su polo. Correspondientemente, la zona del actual casquete polar septentrional debió de haber estado en su tiempo relativamente cerca del ecuador. Si se supone que toda el agua superficial se evapora en Marte excepto en los polos, y que todo el vapor de agua en el aire se condensa en los polos y determina que la atmósfera sea tan seca como se conoce, entonces las acumulaciones de agua en los polos pueden explicar las antiguas inundaciones en regiones en la actualidad totalmente deshidratadas.
La expedición Seerseller ha proporcionado un buen número de evidencias que apoyan este modelo en las muchas fracturas y fallas descubiertas por Henry Steegman y otros miembros de la expedición. La argumentación es básicamente geométrica. La región ecuatorial de Marte, como la de la Tierra, es más abultada debido a la rotación del planeta. Esto implica que si una corteza sólida es arrastrada por encima de la región ecuatorial, con su distinto radio de curvatura, se verá sometida a tensiones hasta el punto de hendirse y fracturarse, y esas fracturas permanecerán después de que se traslade a otra parte de la superficie del planeta. De hecho, esto es exactamente lo que ha hallado la expedición Seerseller.
El modelo del desplazamiento polar explica muchas cosas. Predice que las fuentes de agua y el destino definitivo de ésta puedan hallarse a considerable distancia de los rasgos superficiales que muestran erosión por el agua, exactamente tal como se ha observado. Las grietas y fallas tienen su explicación. Incluso el hecho observado estadísticamente de que los cráteres de meteoros de fechas relativamente recientes muestran una orientación este-oeste, mientras que los más antiguos tienden a estar orientados al norte y al sur, puede ser ahora explicado: la dirección de los impactos de meteoros fue siempre predominantemente este-oeste, pero desde entonces la superficie ha rotado mientras los polos se desplazaban. Es una elegante solución a muchos problemas, aunque no arroja ninguna luz sobre la gran y aún no clarificada cuestión de la existencia de los propios marcianos, y la disparidad entre su presente, y al parecer más bien primitivo, estado cultural y los artefactos que, presumiblemente, produjeron en sus tiempos, como los «grandes almacenes» y la red de túneles.
8. Platillitis
La joven encargada de la selección de los invitados al programa, detrás del escritorio, era delgada, rápida, con mucha sombra de ojos y, decidió Marchese Boccanegra, absolutamente horrible. La odió.
Tampoco le gustó mucho su oficina. Era pequeña y desnuda. No hacía justicia a un miembro del personal ejecutivo de una de las más poderosas cadenas de televisión del mundo, y además la mujer estaba mirando el programa equivocado. Todo aquello desagradó a Marchese Boccanegra. No era que le importara que alguien en la nómina de la NBC estuviera echándole ojeadas a una emisión de la CBS, pero el programa que contemplaba la confundida mujer era un montaje de imágenes de la nave espacial Algonquino en su camino de vuelta desde Marte con un puñado de aquellos igualmente confundidos marcianos a bordo. ¡Unas cosas horribles de contemplar! La gente decía que se parecían un poco a las focas, pero las focas al menos no tenían miembros como palillos. No, eran definitivamente horribles, aunque no era su aspecto lo que nacía que a Boccanegra le desagradaran.
La mujer rió suavemente.
—Son encantadores —dijo, a Boccanegra o a nadie.
Boccanegra suspiró... en silencio. Permaneció sentado erguido en su poco confortable silla de madera, con las manos relajadamente apoyadas sobre las rodillas, la expresión invariable y los ojos semicerrados. Podía ver bastante bien a la mujer. Su nariz era apenas algo más que un botón, y sus dientes, aunque blancos y brillantes, eran inaceptablemente largos. Al menos era tan poco atractiva como los marcianos, sin mencionar el hecho de que no le estaba tratando bien. Primero lo había tenido sentado esperando durante cuarenta y cinco minutos en la sala de espera de fuera, con todos los juglares y meneantes cómicos y agentes de publicidad de gente que simplemente acababa de escribir un libro. Luego, cuando le dejó entrar, la mayor parte de su atención estaba centrada en el televisor, cuando lo que hubiera debido estar haciendo era decidir cuándo —Boccanegra no se permitió decirse si— aparecería de nuevo en el programa «Today».
Boccanegra no se dio cuenta de que sus ojos entrecerrados habían terminado por cerrarse del todo hasta que oyó a la mujer decir con irritación:
—¿Qué le ocurre, tiene usted sueño?
Abrió lentamente los ojos y la miró con aquella insondable mirada que siempre le había dado tan buenos resultados en televisión.
—No tengo sueño —dijo austeramente.
Ella parecía menos atractiva que nunca, porque le miraba con el ceño fruncido, pero al menos había apagado el televisor.
—Espero que no se quede dormido cuando estemos en el aire —resopló—. Lo lamento, pero tenía que mirar ese programa. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Mar-KAY-say BOH-ka-NAY-gra —dijo, acentuando deliberadamente la pronunciación inglesa más de la cuenta.
—Realmente, una se trabuca intentando pronunciar esos nombres extranjeros en el aire —dijo ella pensativamente—. ¿Qué es la primera parte, un título o el nombre de pila?
Él se permitió un parpadeo.
—Es el nombre de pila que me pusieron mis padres —dijo, no del todo sinceramente—. De hecho significa marqués, pero mi familia no usa el título desde hace más de cien años. —Aquello no dejaba de ser cierto, técnicamente al menos, porque no lo habían hecho. Ni antes que ellos tampoco, porque difícilmente unos cultivadores vinícolas habían tenido nunca ninguno—. En cualquier caso —siguió con suavidad—, no sé si ha tenido usted oportunidad de estudiar mi infsit. El último contacto...
—¿Qué demonios es un infsit?
—El informe de situación, quiero decir. Detalla mi último contacto con los Grandes Galácticos, que en realidad es mucho más excitante que cualquier otro que haya experimentado antes. Me hallaba meditando delante de la chimenea en mi casa de verano en Aspen cuando, de pronto, las llamas del fuego parecieron apagarse y una gran presencia dorada emergió en...
—Usted me dijo —señaló ella— que le hablaron. Lo que necesito saber es qué le dijeron acerca de los marcianos.
—¿Marcianos? Mi querida señorita, no son marcianos. Los Grandes Galácticos proceden de tan más allá de Marte que se hallan enteramente en otro universo, que ellos llaman la franja theta de la consciencia...
—Oh-oh. En estos momentos la gente no está interesada en otros universos, señor... —echó una rápida ojeada a sus notas y lo pronunció, ante su sorpresa, casi correctamente— ...Boccanegra. Estoy componiendo un programa en particular. Nos queda un hueco de tres minutos y medio, y el programa es acerca de Marte. Ya tenemos a Sagan, Bradbury, y una mujer de la NASA, y necesitamos un..., necesitamos a alguien como usted, quiero decir. Bien, ha tenido usted otras experiencias con platillos volantes, ¿correcto?
Él dijo pacientemente:
—Platillos volantes es un término periodístico. Paso de él. En mi libro: La verdad definitiva: el sorprendente acertijo detrás de las oleadas de «platillos», expongo la falsedad de las llamadas historias de platillos volantes. En el nivel theta de la realidad, lo que los seres humanos perciben como «platillos» son en realidad...
—Pero, hey, espere, sean lo que sean, ¿alguno de ellos viene de Marte?
—¡Por supuesto que no! —Luego añadió rápidamente—: Desde luego, por otra parte, la mayor parte de los llamados misterios marcianos se hallan explicados en mi libro, como por ejemplo la enorme escultura de piedra de un rostro humano que aparece en Marte en...
—No, no, nada de rostros. El martes ya tuvimos al tipo que escribió el libro sobre eso. ¿Alguna otra cosa sobre Marte? —preguntó, mientras miraba su reloj.
—No —dijo Boccanegra, al tiempo que llegaba a una decisión. Llevaba el tiempo suficiente en el negocio como para saber cuándo cortar sus pérdidas. Ella no iba a comprar nada. No le iban a entrevistar en el «Today». Todo lo que podía hacer era intentar mantener las líneas abiertas para el futuro.
Mientras ella abría la boca para el clásico no-nos-llame-ya-le-llamaremos-nosotros, él abrió mucho los ojos y dijo rápidamente:
—¡Oh, espere un momento! ¿La semana próxima, ha dicho? ¡Oh, cuánto lo lamento! Mi secretaria debe de haber entendido mal las fechas, porque la semana próxima tengo que asistir a una conferencia en Washington. —Dirigió a la mujer una sonrisa desolada mientras se ponía en pie y se encogía de hombros en una profunda disculpa.
Mientras recogía los guantes de ante gris y el bastón de empuñadura de oro, la mujer dijo:
—Bueno, en realidad no creo que nosotros...
—No, no insista —interrumpió Boccanegra—. Ha sido enteramente culpa mía. ¡Buenos días! —Y se marchó, sin siquiera hacer una pausa para admirar su reflejo en el espejo de cuerpo entero en la parte interior de la puerta. Sabía muy bien cuál era su apariencia. Una figura alta y delgada, con un traje negro de corte clásico, el brillo del blanco creciente de luna en su garganta, y el clavel blanco en su solapa, producían una imagen tan impresionante y vagamente siniestra como tenía que ser. Color, le habían dicho los bienintencionados expertos. Todo es color en el televisión ahora. Y así era; pero precisamente por esa razón Marchese Boccanegra se había atenido a su estricto blanco y negro en las charlas y los paneles.
En sus buenos tiempos, al menos. Ya no quedaban muchos para él ahora. Incluso podía decirlo más enfáticamente: no había prácticamente ninguno en absoluto, y la razón de todo ello eran los marcianos. ¡Cómo habían traído la ruina a todo el mundo!
Mientras cruzaba la sala de espera, Boccanegra dirigió a la recepcionista un rápido saludo con los cuatro dedos de su mano..., era la bendición y el gesto de bienvenida de los Grandes Galácticos, como lo había demostrado durante más de treinta años en el campo. Pero ella no pareció reconocerlo. No importaba. Boccanegra tomó el clavel de su ojal y lo depositó casi como una caricia ante ella (¡una recepcionista que te recuerda puede marcar toda la diferencia!) antes de salir al vestíbulo, donde pulsó el botón del ascensor con la punta de su bastón.
Sólo cuando la puerta se hubo abierto y él hubo entrado exclamó, sorprendido:
—¡Anthony! ¡No esperaba verte aquí!
El mes era junio y el día cálido, pero Anthony Makepeace Moore llevaba todas sus galas: chaquetón con cuello de piel de pelo y sombrero negro de ala blanda. Su expresión era más sorprendida que complacida —igual que la del propio Boccanegra—, pero los dos nombres se saludaron con la efusión de los colegas y los competidores.
¡Marchese! —exclamó Moore, al tiempo que trituraba su mano—. Hace tanto tiempo, ¿verdad? Supongo que también estás concediendo entrevistas.
Boccanegra se permitió una irónica sonrisa.
—Tenía intención de aparecer en el «Today» —dijo—, pero la aparición que me propusieron resultó desgraciadamente inadmisible. ¿Y tú?
—Oh, nada tan espectacular como el «Today» —sonrió Moore—. Estaba simplemente grabando unos cuantos fragmentos para la red de noticiarios de la radio.
—Puedes estar seguro de que los escucharé —prometió Boccanegra, ocultando casi por completo la envidia con la generosidad de su tono. ¡La red de noticiarios! Habían pasado al menos dos años desde que alguna organización de noticiarios se había preocupado de que Marchese Boccanegra dijera algo para sus oyentes..., y, ahora que lo había hecho Moore, seguro que pasaría un buen tiempo antes de que desearan a alguien más. Hubo un tiempo —bastante lejano ya— en el que ambos habían efectuado apariciones públicas juntos. Pero eso fue durante el boom de los encuentros con alienígenas. El hecho era que ahora simplemente no había suficiente para compartir.
Así que Boccanegra se sorprendió cuando Moore consultó su reloj y dijo con modestia:
—Supongo que tendrás prisa para acudir a tu próximo compromiso.
—De hecho... —empezó a decir Boccanegra, y luego dudó. Finalmente acabó—: La verdad es que estoy un poco hambriento. Estaba pensando en ir a tomar un bocadillo a alguna parte..., ¿quieres acompañarme?
Cortésmente, Moore le cedió el paso con una inclinación de cabeza cuando el ascensor llegó a la planta baja.
—Me encantaría, Marchese —dijo cálidamente—. ¿Algún lugar en particular? ¿Algo étnico, quizá? Ya sabes cómo me gustan las comidas raras, y no tenemos mucho de eso en Oklahoma.
—¡Conozco exactamente el lugar! —exclamó Boccanegra.
El lugar era el Carnegie Delicatessen, a media docena de manzanas del edificio de la RCA, y ambos lo conocían muy bien.
Mientras caminaban Séptima Avenida arriba, la gente los miraba con curiosidad. Allá donde Boccanegra era alto, con aspecto de halcón y aire reservado, Anthony Makepeace Moore era bajo y redondo. Llevaba unas densas y revueltas patillas blancas en una cabeza que no tenía otro pelo excepto unas densas y revueltas cejas. Estaría rollizo incluso en traje de baño —eso suponía todo el mundo; nadie lo había visto nunca con uno—, pero su atuendo estándar, invierno, primavera y otoño, era un grueso chaquetón ribeteado con lo que podría pasar como armiño. Esto lo hacía parecer aún más redondo. Más que a ninguna otra cosa, Moore se parecía a un gnomo.
Lo que llevaba en verano era completamente distinto, porque en verano pasaba su tiempo en las doscientas hectáreas de su Retiro Astral Eudorpano, justo en las afueras de Enid, Oklahoma. Allá llevaba el atuendo de los Maestros Eudorpanos. Lo mismo hacían todos los demás del lugar, aunque no todos con los mismos colores. Los buscadores (los huéspedes de pago) llevaban lavanda. Los adeptos (el personal) llevaba oro. El propio Moore, tomando ejemplo del papa de Roma, nunca aparecía llevando nada que no fuera inmaculadamente blanco.
En la delicatessen, Boccanegra se apartó cortésmente a un lado para dejar que Moore cruzara primero la puerta. Era media tarde pero había una pequeña cola esperando, y los dos hombres intercambiaron miradas divertidas.
—La fama —susurró Moore, y Boccanegra asintió.
—Tu foto solía colgar ahí, cerca del ventilador —señaló.
—Y la tuya encima de la puerta —recordó Moore—. Y ahora ni siquiera recuerdan quiénes somos. —La cajera, que les había oído, les miró con curiosidad, pero no se produjo ninguna identificación antes de que su mesa estuviera preparada.
Cuando Moore se quitó su chaquetón reveló debajo una camisa deportiva a cuadros rojos y blancos.
—¿Ninguna túnica hoy?—preguntó Boccanegra. La única respuesta que obtuvo fue una gélida mirada. Luego Moore empezó a examinar el menú, y su expresión se suavizó.
—Ese buen viejo pastrami —dijo sentimentalmente—. ¿Recuerdas cómo acostumbraban a enviarnos toneladas de él en la WOR? ¿Y Long John suplicándonos que nos lleváramos un poco porque iban a preparar más la noche siguiente?
—Allí fue donde nos conocimos, ¿no? —preguntó Boccanegra, sabiendo exactamente que así era. El «Show de Long John Nebel», que duraba toda la noche, era el que de hecho les había dado su primer empuje en la industria del contacto con los alienígenas—. ¿Recuerdas al Barbero Místico, con aquella corona de hojalata que llevaba siempre?
—Y a Barney y Betty Hill, y los Dos Hombres de Negro, y Will Oursler, y..., oh, Dios, Marco —dijo Moore, haciendo girar los ojos—, entonces no sabíamos todo lo que teníamos, ¿verdad? ¡Éramos tan jóvenes!
—Y no había ningunos malditos marcianos para desviar la atención de la gente de nosotros —gruñó Boccanegra—. ¿Estás listo para pedir?
Intercambiaron reminiscencias mientras aguardaban a que llegara su comida..., Long John y sus maravillosos programas, el Empire State Building, el puente junto a la torre de la RCA, y todo lo demás; y no sólo Long John, sino todos los otros medios de radiodifusión. Todos parecían dispuestos a darles tiempo en las ondas para que hablaran de las inteligencias de otros mundos, cadenas de televisión y pequeñas emisoras de radio locales donde tenías que estrujarte entre las mesas con los tocadiscos y compartir un solo micrófono con los demás invitados.
Éramos todos tan jóvenes —repitió soñadoramente Moore, echando catchup a sus patatas fritas.
—¿Recuerdas a Lonny Zamorra? —preguntó Boccanegra.
—¿Y el espaciopuerto en Giant Rock?
—¿Y las vacas mutiladas? ¿Y los motores de los coches que se pararon? ¡Y, oh, Dios, el Triángulo de las Bermudas! Señor —dijo Boccanegra ansiosamente—, puedo pensar en al menos una docena de personas que vivieron durante años sólo del Triángulo de las Bermudas. ¿Sabes lo que cobraban por una simple conferencia? Sin contar los libros, y los talleres de estudio, y... —Su voz se apagó.
—Y todo —dijo Moore sombríamente. Comieron en silencio durante un momento, pensando en los días en los que el mundo se había mostrado tan ansioso de oír lo que ellos tenían que decir.
Én esos días todo el mundo deseaba contribuir a que se oyeran sus voces. Radio, televisión, prensa; no había nada que alguien pudiera decir acerca de platillos volantes, u hombres de otro planeta, o misteriosas revelaciones recibidas bajo trance, o viajes astrales a otros mundos, que no tuviera una audiencia. Una audiencia que pagaba. Tanto Moore como Boccanegra habían obtenido su cuota de conferencias universitarias y unos jugosos honorarios por ellas..., los suficientes como para que Boccanegra pusiera en marcha las Ediciones de la Verdad Definitiva, Sociedad Anónima, para imprimir sus libros; los suficientes como para que Moore adquiriera el trozo de tierras de pastos de Oklahoma que se convirtió en el Retiro Astral Eudorpano. Ambos habían florecido alocadamente. Los lectores de los libros, más de quince volúmenes, de Boccanegra no se terminaban nunca, ni los Buscadores que pagaban alegremente el sueldo de un mes para pasar una semana en sus túnicas lavanda, comiendo lentejas y cebollas crudas en los cuencos de madera del RAE (y deslizándose luego furtivamente al camión instalado fuera del Retiro en busca de hamburguesas y pecaminosa cerveza), y escuchando con adoración las revelaciones de Moore.
Cuando el resto de pastrami y patatas fritas hubo desaparecido, Moore se reclinó hacia atrás en su asiento e hizo señas de que le fuera llenada de nuevo la taza de café. Miró pensativamente a Boccanegra y dijo:
—He estado esperando tu nuevo libro. ¿Todavía no ha salido?
—Se ha retrasado un poco —explicó Boccanegra. De hecho llevaba más de un año de retraso, y no iba a salir hasta que fueran pagadas las facturas del anterior, lo cual no parecía muy probable en un futuro cercano—. Por supuesto —añadió, con lo más parecido a una sonrisa que nunca se había permitido en público—, puede que la ocasión sea más propicia un poco más tarde. Ahora todo son marcianos, ¿no?
Moore se sobresaltó.
—¿Estás escribiendo un libro sobre los marcianos?
—¿Yo? Por supuesto que no —dijo Boccanegra virtuosamente—. Oh, habrá charlatanes que lo estén haciendo, sin duda. Apostaría a que hay una docena de la vieja guardia intentando cambiar sus historias para hacer algo de dinero con los marcianos.
—Sorprendente —admitió Moore con el rostro inexpresivo.
—De todos modos, he decidido tomarme una especie de año sabático. Este asunto se agotará por sí mismo. Quizá dentro de algunos meses sea el momento adecuado para mi libro, que explica cómo los Grandes Galácticos nos han proporcionado el código genético que desvela todos los misterios de...
—Sí —dijo Moore, mirando al vacío. Su expresión no sugería que le gustara lo que estaba viendo.
Boccanegra estudió a su antiguo adversario. No parecía un buen momento para plantear la repentina inspiración que le había iluminado en el ascensor. Moore sonaba deprimido.
Pero nunca habría una ocasión mejor, así que Boccanegra se lanzó de cabeza.
—He estado pensando —dijo.
Moore enfocó los ojos en él.
—¿Sí?
Boccanegra agitó una mano como disculpándose.
—Es probable que tenga un poco de tiempo libre próximamente. Quizá todo el verano. Así que me pregunto..., ¿no estarías interesado en tenerme como una especie de conferenciante invitado en el Retiro? —Los ojos de Moore se abrieron mucho bajo sus tupidas cejas, pero no contestó. Boccanegra siguió, congraciador—: Puesto que estaré libre, quiero decir. Por supuesto, tendremos que hacer algún arreglo especial. No sería adecuado que estuviera allí como parte de tu personal. ¿Alguna nueva jerarquía? Quizá podría llevar una túnica negra. Naturalmente, podemos llegar a un acuerdo sobre el tema financiero..., cortesía profesional y todo eso —terminó con un guiño.
El guiño murió. La expresión de Moore era pétrea.
—No hay ninguna posibilidad —dijo.
Boccanegra sintió que los músculos de su garganta empezaban a tensarse.
—Ninguna posibilidad —repitió, intentando mantener la repentina irritación fuera de su voz—. Bueno, si se trata de la túnica...
—No, no se trata de la túnica —dijo Anthony Makepeace Moore.
—No, no podía ser eso. Supongo que, puesto que tú y yo hemos sido oponentes durante tanto tiempo...
—Marco —dijo con tristeza Moore—, me importa una mierda eso. No puedo llevarte al Retiro porque este año no habrá Retiro. No he conseguido los clientes suficientes. A estas alturas tendría que tener al menos cuarenta o cincuenta personas registradas..., ¡algunos años he llegado a tener un centenar! ¿Sabes cuántos he conseguido hasta ahora? Dos. Y uno de ellos es sólo un quizá. —Sacudió la cabeza—. Todo se irá al carajo si no ocurre algo bueno. Tengo al banco sobre mis espaldas presionándome con la hipoteca, y luego han abierto esa maldita interestatal, e incluso el camión está perdiendo dinero cada semana.
Boccanegra se sorprendió.
—¿Quieres decir que eres el propietario del camión?
—Bueno, a partir del mes próximo probablemente ya no lo sea. Incluso se llevaron la máquina de las Cocas.
Boccanegra permaneció sentado durante unos instantes en pensativo silencio. Luego se echó a reír a carcajadas e hizo señas a la malhumorada camarera de que les sirviera más café.
—Así que tú también —dijo—. Bien, unamos nuestras cabezas y veamos si podemos imaginar algo.
La cuarta vez que volvió a llenarles las tazas de café, la camarera murmuraba audiblemente consigo misma.
El problema no era sólo los veleidosos gustos del público. Era los marcianos. Simplemente, no había espacio para maravillas imaginarias en la atención del público cuando la realidad estaba unos cuantos centenares de miles de kilómetros más cerca cada día. Y la parte más injusta de todo aquello era que los marcianos eran tan malditamente torpes. No tenían ningún consejo moral que ofrecer a los turbados miles de millones de habitantes de la Tierra. No advertían de inminentes desastres ni ofrecían esperanzas de salvación. Simplemente permanecían allí en sus cubículos en la nave espacial Algonquino 9, sorbiendo su sopa espumosa.
—Supongo que habrás revisado todos tus libros para ver si hay en ellos algo sobre marcianos —dijo Moore esperanzadamente.
Boccanegra negó con la cabeza.
—Quiero decir sí, sí he mirado. No hay nada.
—Yo también —suspiró Moore—. Te diré la verdad, Marco. Nunca, ni por un minuto, consideré la posibilidad de que, cuando fuéramos visitados por criaturas del espacio exterior, ésas resultaran estúpidas. ¡Espera! —exclamó, sentándose erguido—. ¿Y si dijéramos que no son reales? ¿Quiero decir, que no son más que el equivalente de los animales domésticos de los auténticos Eudorpanos?
—Los Grandes Galácticos —corrigió con seriedad Boccanegra—. ¿O quizá no animales domésticos sino, ya sabes, falsos indicios que los seres superiores del espacio han puesto ahí para alejarnos del auténtico camino?
—Y podemos decir que hemos tenido revelaciones al respecto, y..., bueno, demonios, Marco —dijo Moore, enfrentándose bruscamente a la realidad—. ¿Nos creería alguien?
—¿Ha significado eso nunca alguna diferencia?
—No, pero sería estupendo si dispusiéramos de algún tipo de, ya sabes, prueba.
—Alguna prueba —dijo pensativamente Boccanegra.
—Mira, esos marcianos estarán realmente aquí dentro de unos meses, ¿no? Lo próximo que sabrás de ellos es que están aterrizando, y luego los meterán en un zoo o algo así, y la gente podrá ir a verles. No hablan, pero es posible, ya sabes, que puedan comunicar algo de alguna forma que nos envíe de cabeza al fango.
—Son realmente estúpidos, Tony.
—Sí, pero, Marco, si han traído consigo alguna especie de escritos de los que no sabemos nada, porque todo lo que hemos visto hasta ahora ha sido lo que nos han enviado a través de la televisión desde la nave espacial...
—Pero quizás hayan degenerado —exclamó Boccanegra—, ¡hasta el punto de no saber lo que significa realmente su propia escritura!
—Bueno —dijo con terquedad Moore—, pero de todos modos sigue habiendo ahí un auténtico problema. Si esperamos hasta que aterricen... —Agitó de pronto la cabeza—. No, borra eso. No podemos esperar tanto tiempo, al menos yo no puedo. Conseguiré mantener a raya a los acreedores uno o dos meses más, pero la nave no aterrizará hasta cerca de las Navidades.
—Y sólo estamos a junio. —Boccanegra pareció perplejo durante un momento; estaba casi seguro de que se habían acercado mucho a algo realmente bueno. Pero, ¿qué era?
—¿Qué ocurriría —dijo Moore— si encontráramos otros marcianos?
Boccanegra frunció el ceño.
—¿Quieres decir, además de los que ellos han encontrado? ¿Alguna otra cosa en Marte?
—No necesariamente en Marte. Pero el mismo tipo de criaturas, quizás en Venus, tal vez en la Luna... Decimos que viven en cuevas, ¿entiendes? Así que nadie los ve. Quiero decir, viven en cuevas en Marte, ¿no? Pueden incluso haber estado, hace mucho tiempo, en esa luna de Júpiter, ¿cuál es su nombre?, que siempre está sufriendo erupciones volcánicas, sólo que los volcanes los mataron a todos.
—Hum —dijo Boccanegra—. Sí, quizá. —Tenía el ceño concentradamente fruncido, porque aquel débil campanillear de cajas registradoras todavía sonaba en sus oídos, sólo que no podía decir exactamente de dónde procedía—. Sin embargo, no veo dónde podremos conseguir algún tipo de prueba de esto —señaló—. Me gustaría más si tuviéramos algo de ello aquí en la Tierra.
—¡De acuerdo, la Antártida! Hay una colonia de ellos en la Antártida, o al menos la hubo, pero murieron de frío cuando la migración de los continentes.
—Hay gente por toda la Antártida, Tony. Campamentos científicos. Rusos y norteamericanos y de todas partes.
—Bueno, ¿no podrían estar en el fondo del mar?
—Tienen esos submarinos robot que bajan hasta ahí a cada momento.
—Seguro —dijo Moore, improvisando—, pero todos son de la Marina de los Estados Unidos o algo así, ¿no? Los submarinos han visto todas las pruebas del mundo, pero los gobiernos las mantienen ocultas.
—Eso está bien —dijo Boccanegra pensativamente—. Veamos si he captado el cuadro. Hubo un tiempo en que los seres como esos marcianos estaban por todo el sistema solar. Por supuesto, no son realmente «marcianos». Es sólo que los primeros especímenes vivos que hemos hallado han aparecido en Marte, ¿correcto? Estuvieron también en la Tierra, desde los tiempos de la llegada de los Grandes Galácticos..., y de la gente del planeta Theta también —añadió rápidamente—. Y durante todos esos años han permanecido escondidos ahí abajo, ejerciendo una influencia sobre todo lo que le ha ocurrido a la raza humana. No todo ha sido bueno: guerras, depresiones...
—Modas locas. Narcóticos —intervino Moore.
—¡Correcto! Todas las cosas que han ido mal se deben a que esos marcianos las han provocado; han degenerado y se han vuelto malignos. Por supuesto, no los llamaremos marcianos. Los llamaremos algo así como Emisarios, o Guardianes, o..., ¿qué nombre darles a un tipo malo de guardianes?
—Almas Muertas —dijo Moore, triunfante—. Seguro, Almas Muertas. Suena algo así como ruso, pero eso no está mal tampoco. Y han permanecido en la Antártida debajo del hielo y... Oh, no —dijo, decepcionado—. No funcionará. No podemos ir hasta la Antártida.
—¿Para qué?
—Para conseguir las pruebas de que realmente hay Almas Muertas allí.
—En realidad no entiendo por qué te sigues aferrando a las pruebas —dijo Moore con irritación.
—No me refiero a pruebas como hallar a un marciano tipo Alma Muerta auténtico y vivo —explicó Boccanegra—. Pero ya sabes que necesitamos algún tipo de mensaje. Dibujos místicos. Tallas. Algo como las líneas de Nazca, o como demonios las llamen, o la piedra rúnica de Minnesota. Por supuesto —explicó—, no estarían en ningún idioma terrestre. Nosotros proporcionaremos las traducciones. Traducciones parciales, porque no lo daremos todo de golpe; seguiremos traduciendo nuevas secciones a medida que pase el tiempo.
—Y obtuvimos la clave del planeta Theta mientras estábamos en trance —dijo Moore esperanzadamente.
—O en una proyección astral de los Grandes Galácticos —asintió Boccanegra. Pensó unos instantes, y luego dijo con añoranza—: Pero sería mejor si dispusiéramos de algo a lo que poder tomar fotografías. Yo siempre pongo fotografías en mis libros; eso crea una auténtica diferencia, Tony.
—¿Quizá podamos partir algunas rocas, como Richard Shaver? ¿Y hallar dibujos místicos en las vetas de su interior?
—No me gusta repetir lo que ya ha hecho alguien —dijo Boccanegra virtuosamente—. Y tampoco sé de dónde obtuvo Shaver sus rocas. Quizás en una cueva, o...
Se detuvo a media frase, con el campanilleo de las cajas registradoras fuerte y claro ahora. Se miraron el uno al otro.
—Una cueva —susurró Moore.
—No bajo el océano. ¡Debajo del suelo! ¡Tony! ¿Hay alguna cueva en el Retiro?
—Ni una —dijo con pesar Moore—. No pensé en eso cuando lo compré. Pero escucha, hay millones de cuevas por todas partes. Todo lo que tenemos que hacer es hallar una lo bastante grande con un montón de bifurcaciones por las que nadie se haya metido nunca...
—Hay cantidades de ellas a lo largo del río Misisipi —hizo chasquear los dedos Boccanegra—. Incluso están la Cueva Mamut, o Carlsbad..., y hay algunas en Pensilvania que nunca han sido exploradas a fondo.
—Y yo puedo decir que vi las tallas mientras me hallaba en proyección astral...
—¡Y luego yo puedo ir realmente allí, y descubrirlas, y tomar fotos! —concluyó triunfante Boccanegra—. Al principio no diré de dónde proceden...
—...hasta que tengamos ocasión de poner los dibujos allí...
—...y nadie podrá rebatirlo, porque todo el mundo sabe que tú y yo nunca hemos trabajado juntos...
—...y serán como una especie del Deros de Shaver...
—...sólo que no robots estropeados; se parecerán a los marcianos, porque pertenecen a las mismas Almas Muertas, y fueron ellos quienes enredaron todas las cosas de la humanidad porque son malignos...
—¡Y nos repartiremos el dinero! —exclamó Moore—. Tú harás tus libros. Yo seguiré con los Retiros. Quizás, el Día del Trabajo, tú y yo efectuemos una reconciliación pública, ahogando nuestras antiguas diferencias porque ahora hemos descubierto esta realidad definitiva que antes ni siquiera habíamos sospechado...
—...y yo podré acudir al Retiro...
—Y, por supuesto, podrás llevar túnica negra —dijo generosamente Moore—. ¡Marco, es factible! ¡Los buenos viejos días van a volver, seguro!
Los dos hombres se sonrieron, con sus mentes galopando desenfrenadas. Luego Moore dijo:
—¿Qué hay acerca del «Today»? Sería un lugar estupendo por donde empezar, si puedes conseguirlo.
Boccanegra frunció los labios. Gracias al cielo había endulzado a la recepcionista; probablemente le dejaría entrar, y entonces lo Unico que tendría que hacer sería acudir a la seleccionadora de los invitados al programa; a partir de ahí, todo dependería de lo rápido que pudiera hablar.
—Al menos en un cincuenta por ciento —estimó—, si vuelvo a la NBC antes de que cierren las oficinas.
—Y yo iré directamente a la biblioteca y empezaré a buscar cuevas —dijo Moore—. Y no deseamos ser vistos demasiado juntos, así que podemos volver a reunirnos por un momento hoy mismo, más tarde, ¿digamos a las siete?
—En el vestíbulo del Grand Hyatt —aceptó Boccanegra. Llamó a la camarera, que les miraba hoscamente desde la puerta de la cocina, con una imperiosa palmada. Vino hasta ellos y depositó la cuenta frente a él.
—Yo pondré la propina —ofreció Moore, sacando un puñado de monedas. Boccanegra, de nuevo en su personaje, se limitó a inclinar la cabeza en silenciosa aceptación, aunque por dentro estaba abriendo ya una cuenta mental: nueve dólares y medio por los bocadillos de pastrami, y sólo cinco monedas de un cuarto por la propina; la próxima vez comerían en un sitio mejor y él se ocuparía de la propina. Mientras aguardaba a que la cajera llenara el volante de la única tarjeta de crédito válida que le quedaba, Boccanegra dijo de pronto:
—¡Mi bastón! —Se apresuró de vuelta a la mesa antes de que la camarera llegara allí y cogió dos de las monedas de un cuarto. Luego se reunió con Anthony Makepeace Moore en la puerta, y los dos profetas salieron al mundo que estaban a punto de conquistar.
9. New Scientist:
«Marte en la Asociación Británica»
Acercándose a los atestados pero descorazonadores seminarios sobre posibles oportunidades de empleo en altas tecnologías en el Reino Unido, las sesiones más concurridas en las reuniones del mes pasado de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia en Chester fueron, con mucho, los paneles sobre Marte, los marcianos, y temas relacionados.
Hubo algunos momentos embarazosos. Uno de ellos se produjo cuando la superestrella Carl Sagan se convirtió en un inesperado orador principal del seminario, lo cual hizo que varios formales científicos británicos se retiraran pronto a sus alojamientos. «Uno puede soportar tanto triunfalismo sólo hasta cierto punto», gruñó uno de ellos mientras se marchaba. Pero incluso el más veterano de los científicos tuvo que concederle el crédito, aunque a regañadientes, de haber mantenido de una forma consistente la posibilidad de vida en Marte contra los desafíos de las pasadas décadas.
El mayor éxito de la convención fue una comunicación con el ominoso título de «Informe sobre la quiralidad de isómeros ópticos previamente no estudiados». No fue el tema, sino la autora, lo que ocasionó que incluso los más endurecidos asistentes de la Asociación Británica irradiaran mientras escuchaban su lectura..., no por parte de la autora, que se hallaba inevitablemente no presente. De hecho, fue la primera comunicación en cualquier reunión de la Asociación Británica (quizás en todas partes del mundo) que no sólo estaba basada en datos extraterrestres, ¡sino que había sido completada y escrita en el espacio! Había sido escrita especialmente por la doctora Sharon bas Ramírez para la ocasión, en reconocimiento (dijo) de los agradables recuerdos de las reuniones de la ABAC a las que había asistido mientras era una estudiante posdoctorada en la Universidad de Londres.
La «quiralidad de los isómeros ópticos» se refiere al fenómeno «diestro» o «siniestro» de los compuestos orgánicos..., la diferencia, digamos, entre los dos azúcares levulosa y dextrosa, que son químicamente iguales pero cuyas moléculas son imágenes en el espejo las unas de las otras. Esta quiralidad parecer ser idéntica en Marte que en la Tierra, y este hecho posee dos consecuencias significativas, según bas Ramírez. En primer lugar, los bioquímicos que habían pensado anteriormente que la cualidad «diestra» predominante de los productos químicos orgánicos terrestres era sólo un asunto de casualidad original y posteriores victorias evolutivas en la lucha por la supervivencia deben explicar ahora cómo el mismo acontecimiento al azar se produjo en Marte, la única otra fuente importante e independiente observable de química orgánica. Y, en segundo lugar, dice bas Ramírez, ¡significa que podemos alimentar a los marcianos cuando lleguen aquí!
Hubo muchas comunicaciones sobre ecología marciana, siendo quizá la más sobresaliente la presentada por dos científicos visitantes no británicos, E. Kampfer y T. Wollenmuth del Instituto Max Planck de Geología en Hamburgo, Alemania.
Sobre la base de estudios admitidamente preliminares de las muestras de rocas marcianas efectuados por miembros no especialistas de la expedición Seerseller (desgraciadamente sus dos geólogos habían muerto), el equipo alemán afirma haber identificado ejemplos de materiales ígneos «recientes» de las variedades que cabe esperar en lugares que han experimentado «recientemente» (en términos geológicos) importantes fenómenos de vulcanismo. Proponen que las reservas subterráneas de magma ardiente se hallan no muy por debajo del casquete polar norte marciano, y que proporcionan la energía que no sólo mantienen habitables las madrigueras subterráneas de los marcianos, sino que incluso producen fuentes de materia viva.
Su analogía es la de las fuentes termales de agua caliente de «humo blanco/humo negro» descubiertas en la Elevación del Pacífico Oriental y en otros lugares del fondo del mar en la Tierra. Puesto que aquí la luz del sol no juega ningún papel en la cadena alimentaria, se argumenta, un proceso similar puede producir materia orgánica y de hecho organismos vivos en el fondo de las fracturas llenas de agua bajo la superficie de Marte.
Sabemos, por los descubrimientos de la expedición Seerseller, que la dieta de los marcianos vivos descubiertos deriva principalmente de una especie de «espuma» de algo parecido a algas (y de las criaturas inferiores que viven en ella) que aparece en la superficie de sus «pozos» subterráneos.
No todos esos «pozos» disponen de esa espuma comestible. El equipo alemán señala que las observaciones por reflexión del sonar efectuadas por la expedición, aunque escasas y quizá no concluyentes, sugieren que los pozos más someros tienen sólo agua, mientras que los más profundos producen invariablemente la espuma comestible. Esas profundas fisuras llenas de agua, que se cree se extienden tanto como 2,5 o incluso 3 kilómetros por debajo de la superficie, son comparables, dicen los alemanes, a «altos y angostos océanos». También sugieren que los pozos más «someros», los que contienen sólo agua relativamente limpia, se corresponden con aquellos generalmente recubiertos de hielo, mientras que los más profundos poseen una temperatura superficial no inferior a los 4º C. Esto implica una fuente de calor. Las fuentes termales en el fondo de los más profundos pueden explicar eso, debido a la mezcla convectora; y pueden explicar también la espuma de organismos vivos como lo que los alemanes llaman «un océano vuelto del revés».
Aquí la referencia es a las fuentes de alimento bénticas en nuestros propios mares. Aparte los raros productos de las fuentes térmicas, toda la vida en el fondo de los océanos terrestres sobrevive de las partículas de materia, animales muertos, sustancias vegetales, etc., que caen de la superficie. La producción primaria de alimentos se realiza solamente en las primeras pocas decenas de metros contiguas a la superficie del mar, donde la luz puede permitir el desarrollo de las pequeñas plantas. Éstas son devoradas por organismos más grandes y éstos por otros aún más grandes. Cuando mueren, o cuando un tiburón desecha partes de un pez más pequeño por las comisuras de su boca, trozos de materia comestible derivan hacia abajo hasta el fondo del mar, y allí proporcionan sustento a todo lo que viva en aquel lugar.
Los «mares» de Marte son como los de la Tierra vueltos del revés, dice el equipo alemán. La química orgánica basada en el azufre de sus fuentes termales produce materia orgánica, que se alimenta de sus plantas y animales bénticos (si esos términos tienen algún significado dentro de la biología marciana). Partes de ella mueren y, al descomponerse, producen gases que hacen que floten hacia la superficie. Así se produce la espuma orgánica que Alexander, Doris y compañía comen. (Con algún cambio ocasional cuando capturan alguna de las criaturas más pequeñas que también viven en la espuma.)
Varias preguntas más acerca de la biología marciana fueron formuladas en la reunión de Chester.
Una comunicación de J. T. Naxos de la Universidad de Tyne y Wear recurre a un dato tan antiguo como el primer amartizaje del Viking I en 1976 para explicar la presencia del aire y el agua que evidentemente los marcianos han tenido que retener de alguna forma para sobrevivir.
Según la interpretación de Naxos, Marte se halla congelado justo debajo de la superficie hasta una profundidad de varios metros —el llamado permafrost—, y existe una concha adicional de «capa dura» (el término técnico es caliche), que es el resultado del agua subterránea rezumando hacia la superficie a lo largo de los eones. El agua se evapora rápidamente en la tenue atmósfera marciana. Las sales inorgánicas que ha arrastrado consigo permanecen. Se acumulan, formando una capa densa e impenetrable justo debajo de la superficie que es completamente capaz de contener presiones sustanciales. La combinación permafrost-caliche, calcula Naxos, mantendría con efectividad el agua suficiente (y los gases suficientes que escapan con ella) justo debajo de la superficie para alimentar las presiones parciales observadas en los túneles marcianos.
Esta concha que rodea todo el planeta debe de ser muy efectiva. Incluso aunque resultara resquebrajada por, digamos, el impacto de un meteorito, dice Naxos, el permafrost se recuperaría rápidamente, y el caliche le seguiría en un período de sólo unos meses o años más tarde.
Una corta comunicación de un equipo de la Universidad de Edimburgo ofreció una conjetura acerca de por qué no han sido hallados fósiles de los marcianos (o, de hecho, de ninguno de la otra miríada de organismos que debieron de aparecer en alguna época en la larga historia evolutiva del planeta).
Basándose en los informes preliminares de la autopsia de «Ferdie», el marciano que murió a causa de las heridas sufridas durante la aceleración, los edimburgueses describen la estructura ósea del marciano como «extremadamente esponjosa, más parecida al talco que al hueso..., si se presentara en un ser humano, sería diagnosticada como osteoporosis fatal». Esto, por supuesto, no resulta inesperado en vista de la menor gravedad en la superficie de Marte; de hecho, puede que esto resultara una ventaja evolutiva para los marcianos, puesto que desarrollar huesos duros para el esqueleto resulta biológicamente caro para los organismos terrestres de nuestro planeta. Así pues, simplemente no hay las suficientes partes duras en la anatomía marciana como para sobrevivir como fósiles.
Además, añade el equipo de Edimburgo, hay razones para creer que el actual clima marciano es inusualmente severo. Esas razones apuntan al desde hace tiempo aceptado análisis de la órbita y de las inclinaciones polares de Marte. Ambas varían con el tiempo, como hacen las de la Tierra. (Sin embargo, las variaciones marcianas son más extremas..., la inclinación polar varía de 10º a 30º en ciclos de un millón de años.)
Si están en lo cierto al pensar que ésta es una época de profundas tensiones para los organismos marcianos, entonces de ello se deduce que muchas especies pueden haber sido muy abundantes, e incluso han podido vivir en la superficie de Marte, al menos en los valles profundos, donde la presión del aire se incrementa en un factor de dos o más, antes de extinguirse a lo largo del pasado millón de años, o posiblemente retirarse al interior de las cavernas. También es posible, añadió uno de los miembros del equipo durante el coloquio, que los marcianos dominantes hayan devorado a todas las demás especies.
El mismo miembro contribuyó al debate subsiguiente a la comunicación, en el que un paleontólogo de Cardilf propuso que la teoría de la evolución del «equilibrio acentuado» a través tanto de la recesión como del perfeccionamiento, y así el estado aparente relativamente primitivo de los marcianos (que contrasta con su elaborada red de túneles, por ejemplo), puede haber sido sólo una consecuencia natural del cambio evolutivo al azar. El científico de Edimburgo dijo entonces: «¡Tonterías! Las cosas simplemente se pusieron demasiado duras para ellos, como con los inuits y los aleutianos».
Fueron las comunicaciones sobre los propios marcianos las que atrajeron las mayores multitudes, especialmente entre los chicos de catorce años de la ABAC Junior. La más encendida discusión científica, sin embargo, se produjo entre las partes opuestas de los tectónicos y los antitectónicos en la sesión final.
Aquellos que creen que la corteza de Marte muestra evidencias de movimientos tectónicos, como por ejemplo en la teoría de la «concha suelta y deslizante» del desplazamiento polar marciano, defendieron fervientemente sus puntos de vista. En cambio, aquellos que defienden que Marte ya no muestra más movimiento en su corteza que un repollo señalaron el dato evidente de que los «puntos calientes» de Marte llevan en la misma posición desde hace millones de años, y quizás incluso cientos de millones.
Puesto que ninguna de las dos partes aportó nuevas pruebas, ambas se limitaron a repetir los viejos temas. La prueba de los puntos calientes fue particularmente argumentada. Nadie cuestiona seriamente la existencia de puntos calientes estacionarios en la Tierra. El que causó el «arco de islas» del archipiélago hawaiano, por ejemplo, ha permanecido a todas luces en el mismo lugar durante al menos unas decenas de millones de años. Producía respiraderos (que se convertían en volcanes, y luego en islas) uno tras otro, mientras la gran placa tectónica del Pacífico pasaba por encima de él, hacia el norte y el oeste. Por otra parte, Marte parece distinto. El punto caliente que creó el volcán más grande del sistema solar, el Olympus Mons marciano (sin mencionar el punto caliente que tal vez sea el que mantiene la raza marciana con vida), ha alimentado al parecer sólo una erupción continua, sin indicar ningún movimiento de la corteza con relación al interior del planeta. Pero, en respuesta a esto, los tectónicos especulaban que la corteza marciana es mucho más gruesa que la de la Tierra, y posiblemente arrastra consigo una buena cantidad de magma mientras se desliza..., incluyendo el hecho de que las fuentes de los «puntos calientes» aún no son bien comprendidas, en general, en ningún planeta en el que sean hallados.
En lo que ambos lados sí parecen estar de acuerdo, sin embargo, es en que tales puntos calientes son raros en Marte..., lo cual sugiere que los marcianos hallados por la expedición Seerseller pueden muy bien ser los únicos marcianos que existan.
10. El bandido del Cinturón
La palabra que llamó la atención de Bernard Sampson en el noticiario de la cadena fue marcianos.
Lo único que Dan Rather había dicho era que uno de los marcianos supervivientes en la nave espacial Algonquino 9 parecía estar recuperándose de una ligera insuficiencia respiratoria, pero eso no importaba. La palabra marcianos había atraído siempre la atención de Sampson, la oyera donde la oyera, pese al hecho de que todo el mundo la oía constantemente estos días, porque ése era el tipo de cosa que ocupaba la vida de Sampson. Era un chalado por el espacio.
Lo mejor en la vida de Sampson era que, estos días, la gente estaba dispuesta a pagarle para que fuera un chalado por el espacio..., parte del tiempo, al menos. Cierto, a fin de poder pasar parte de su vida laboral ocupándose del espacio, estaba obligado a pasar una mayor parte en cosas más mundanas como la salud pública y la renovación urbana y la fluidez del tráfico. Cierto, tampoco trabajaba en el espacio de la forma que realmente hubiera preferido. «Consultor» no estaba mal. «Astronauta» hubiera sido un millón de veces mejor.
De todos modos, si había alguna justificación que Sampson pudiera argumentar para vivir, era la parte que él y su firma consultora en el Cinturón de Washington habían jugado en la expedición Seerseller a Marte. Eso era el E*S*P*A*C*I*0. Ni siquiera importaba que la expedición Seerseller hubiera ido mal de aquella manera tan espantosa. Lo suficientemente dulce como para inundar de alegría su corazón era que había ocurrido, y la expedición volvía ya, y con ella venían auténticos M*A*R*C*I*A*N*0*S vivos.
Y un poco del crédito de todo ello pertenecía a Bernard Sampson... Desgraciadamente, también le pertenecía un poco de culpa. Pero intentaba no pensar en esa parte.
Hasta que Rather mostró el filme de los marcianos en sus cubículos, Sampson no había estado viendo realmente las imágenes en la pantalla del televisor de su dormitorio, pese a que sus ojos estaban más o menos enfocados en ella. Ni siquiera había estado escuchando el sonido, porque sus oídos estaban sintonizados exclusivamente a los sonidos chapoteantes que hacia su hermosa esposa, Sheila, mientras se duchaba antes de salir para su habitual velada.
Esos sonidos se registraban fuertemente en los pensamientos de Sampson. Necesitó un tiempo para distraerse de ellos, pero se alegró de haber sido distraído por la historia de Rather acerca de los marcianos. Y feliz de que, cuando la historia hubo terminado, sonara el teléfono.
—¿Eres tú, Benny? —restalló la voz al otro lado de la línea.
Sampson no necesitó preguntar quién era. Sólo su socio en la empresa, Van Poppliner, le llamaba Benny.
—Por supuesto que soy yo —dijo—. ¿Qué otro hombre podría estar respondiendo al teléfono en el dormitorio de mi esposa?
—No bromees —ordenó Poppliner—. Benny, ¿escuchaste la historia en la ABC? Tienen una cosa nueva para los marcianos. Para la aceleración, quiero decir.
Los están metiendo a todos en estirofoam o algo parecido.
—Creo que estaba viendo la CBS —se disculpó Sampson—. Me parece que no han dicho nada al respecto.
—Tendrías que estar dando saltos, Benny —dijo Poppliner en tono de reproche—. De todos modos, eso me dio una idea. ¿No ves el ángulo? Cuidados médicos para marcianos. Cuidados médicos para la gente. Supongo que hay aquí una conexión para nosotros. Probablemente los Servicios de Sanidad necesiten saber qué implicaciones pueden tener ese tipo de cuidados médicos para los marcianos con vistas a, digamos, viejas damas con caderas fracturadas y así, ¿entiendes lo que quiero decir? Un hueso quebradizo es un hueso quebradizo, ¿no? Y el asunto va en la otra dirección también. Del mismo modo, la NASA tendrá que poner al día toda esa clase de asuntos previstos sólo para seres humanos.
—Ya veo lo que quieres decir, Van —dijo Sampson cautelosamente—. Por supuesto, podemos elaborar un par de informes, pero, ¿no se apartará esto mucho de nuestra especialidad?
—Benny —dijo Poppliner con paciencia—, nuestra área regular de especialidad es aquella de la cual podemos sacar buenos pavos. Tampoco el tipo de informes que hemos estado vendiendo llegan al fondo de lo que necesitamos para alcanzar al público. ¿Oyes lo que te estoy diciendo?
—Oh, por supuesto que sí, Van —admitió Sampson.
—Correcto. De modo que así están las cosas. Creo que necesitamos desarrollar algunas nuevas áreas de especialización. Hay buen dinero en los cuidados médicos, y no estamos sacando tajada de ello. Esta cosa con los marcianos puede ser la forma de meternos. Así que olvida todo lo que estabas haciendo. Quiero que escuches a MacNeil-Lehrer, tendrán algo sobre eso en profundidad, y luego empieza a imaginar cómo están nuestras bases de datos al respecto y cómo podemos presentar los informes. ¿Lo has captado? Y me gustaría tener una apreciación preliminar del proyecto sobre mi escritorio cuando llegue a la oficina mañana por la mañana.
—¿Mañana por la mañana? Bueno —dijo Sampson, pensando en ello—, supongo que puedo hacerlo. No estoy tan ocupado esta noche. Te diré lo que voy a hacer. Empezaré a redactar algunas notas preliminares, y luego te llamaré...
—No, no harás eso —dijo Poppliner—, porque esta noche tengo que ir a ver a un par de congresistas. Mañana por la mañana ya estará bien. Pero dedícate a ello, Benny, porque creo que de ahí podemos sacar mucho dinero.
—De acuerdo —aceptó Sampson, mientras escuchaba los sonidos del cuarto de baño. El chapoteo de la ducha había cesado. Sheila debía estar saliendo ya—. Nos hablaremos mañana —dijo apresuradamente, y colgó.
Se sentó en el borde de la gran cama de matrimonio que compartía con su hermosa esposa —al menos las noches en las que ella no se quedaba simplemente a dormir en el diván de abajo, para no molestarle —y volvió a conectar el televisor con el mando a distancia. El programa MacNeil-Lehrer todavía no habia empezado en la emisora PBS. Pulsó el botón «mute» para eliminar el sonido y volvió a escuchar atentamente los ruidos de su esposa en el cuarto de baño.
No eran difíciles de oír. El tipo de casa que conseguías por doscientos veinticinco mil dólares en uno de los suburbios residenciales de más rápido crecimiento en Maryland no incluía puertas insonorizadas. Podía identificar cada sonido. El abrir y cerrar del armario de las medicinas: eso era Sheila cogiendo su desodorante. Un débil wiss, wiss, wiss: eso era Sheila rociando perfume dentro de su sujetador, en la cintura de sus panties, al final de su espalda. Sonido de frote: eso era Sheila cepillándose los dientes. Un momento de silencio: Sheila, estudiando cada centímetro de su cara y garganta en el espejo triple, buscando alguna arruga, una bolsa, cualquier tipo de imperfección. El fuerte zumbido de un motor que se mantuvo durante largo rato: el secador del pelo. Ese era el último paso del proceso, sabía Sampson, pero le tomaría al menos cinco minutos colocar cada mechón en su lugar preciso, y además MacNeil y Lehrer estaban a punto de hablar de lo que le había ocurrido a la marciana llamada Grace.
La dedicación al espacio de Bernard Sampson había empezado con «Star Trek» cuando tenía diez años, y nunca se había detenido.
Seguía siendo miembro todavía de la agrupación L-5 y de la Sociedad Interplanetaria Británica, aunque en estos momentos era también veterano de la Sociedad Astronáutica Norteamericana y del Instituto Norteamericano de Aeronáutica y Astronáutica, entre muchos otros. A la edad de veinte años se había obligado a engullir la verdad de que nunca iba a ir Ahí Fuera. Pero había una gran necesidad de gente con ideas e iniciativa para efectuar el trabajo pesado para el espacio allí en la superficie de la Tierra. Había aproximadamente cinco mil de esos planetarios por cada héroe (o heroína) que había permanecido sentado ahí arriba en el morro de mil toneladas de alto explosivo en el momento del despegue. Así que olvidó los cursos de astronomía y física y obtuvo el doctorado que decía que era empleable.
Y, de hecho, incluso fue empleado. No, desgraciadamente, por la NASA. Ni siquiera por uno de los grandes contratistas que construían los tanques de combustible y los motores cohete y los sistemas de apoyo vital y la electrónica. Pero terminó como socio en una auténtica firma consultora del espacio en el Cinturón de Washington; y sí, habían proporcionado estudios para las órbitas óptimas a Marte, y sí, habían revisado los estudios de otra gente sobre los sistemas de aterrizaje de la expedición Seerseller (esa parte era una lástima, por supuesto, pero ellos habían hecho todo lo posible, ¿no?), y sí, esa expedición estaba de camino de regreso a casa. Cojeaba un poco, es cierto, pero volvía a casa..., y con marcianos.
Sampson incluso había obtenido el privilegio de aparecer en televisión de tanto en tanto, cuando los departamentos de noticias arrojaban sus redes para un comentario de diez segundos de algún experto u otro. En realidad, normalmente era a Van Poppliner a quien deseaban, porque era el socio que hablaba siempre. Pero, por alguna razón, a Van no le gustaba mucho aparecer delante del público, de modo que de tanto en tanto Sampson sentía la emoción de verse a sí mismo en la pantalla, de pie delante de la pista de lanzamiento en el Cabo y explicando algo acerca de por qué se necesitaban diez meses y medio para llegar a Marte pero sólo ocho para regresar, y eso no era malo. De hecho, eso, todo eso, era lo más afortunado que le había ocurrido nunca...
Excepto, por supuesto (al menos, siempre acostumbraba a pensar que era la excepción), su increíble suerte al casarse con la hermosa y sexy Sheila, la de brillante pelo.
Lo que Sampson deseaba, casi tanto como poder salir Ahí Fuera, era el seguir estando seguro de que su matrimonio había sido una buena suerte.
Cuando Sheila salió del cuarto de baño, su esposo estaba tomando notas en un bloc amarillo, reclinado contra las almohadas de satén en la cabecera de la mesa. Mientras se deslizaba la blusa y la falda sobre la ropa interior, le lanzó una amistosa sonrisa de menosprecio.
—Ése es mi viejo trabajohólico, Bernard —suspiró indulgentemente, y añadió—: No me esperes levantado. Después de ver qué almacenes ofrecen oportunidades, creo que iré a ver una película.
—¿Algo que quizá me gustaría ver contigo? —aventuró él experimentalmente. No era el tipo de experimento que efectuaban en el MIT o en el Fermilab o en alguno de los grandes lugares dedicados a la bioquímica. Era más bien del tipo que efectuaba el maestro con sus alumnos de la clase de ciencias de secundaria, donde sabías exactamente por anticipado cómo iba a ir y cuál iba a ser el resultado. Por supuesto, el experimento obtuvo el resultado predecible.
—Sabes que no te gusta ir al cine —le recordó ella, sentándose en la chaise longue del rincón de la habitación para ponerse los zapatos abiertos por los dedos—. Hay una nueva película de Sissy Spacek, creo que es, y se supone que es buena. De todos modos, parece como si ya te hubieras aposentado para el resto de la noche. —Rebuscó entre sus cosas hasta que encontró las llaves de su coche—. ¿Quién estaba al teléfono? —quiso saber, alzando triunfante las llaves para demostrar que había tenido éxito.
—Van Poppliner. Tiene algo que quiere que le haga para mañana por la mañana.
—Esclavista. De todos modos, será mejor que lo hagas —dijo con aire práctico, mientras se inclinaba para besarle en la frente. Olía maravillosamente, pensó con añoranza—. Que te diviertas —dijo, y se fue.
Si examinaba sus posesiones, Bernard Sampson podía considerarse un hombre acomodado. Tenía una casa cara (aunque con el ochenta por ciento de la hipoteca aún por pagar). Tenía un BMW de su propiedad en su garaje de dos plazas, con espacio suficiente para un pequeño y brioso Nissan para su esposa..., y una bien cuidada, aunque ya antigua, autocaravana Econoline en un apartado del camino de acceso por si decidían empezar de nuevo con los viajes de fin de semana. No tenía hijos..., pero esto era una suerte, le explicó su esposa, porque seguro que los niños interferirían con sus ajetreadas vidas. Poseía el veinticinco por ciento de las acciones de una compañía privada de investigación de alta tecnología llamada MacroDyneTristix, Ltd., con unas caras oficinas propias de la era del espacio en el Cinturón de Washington, de la que era a la vez Vicepresidente Ejecutivo y Jefe Delegado Ejecutivo. (A Van Poppliner no le gustaban los títulos, decía. Por supuesto, él era aún el que tomaba las decisiones.) Y, sobre todo, Sampson tenía una esposa —notablemente hermosa— que le hacía las comidas y le lavaba la ropa y nunca se quejaba del hecho de que había renunciado a su propia carrera como bailarina interpretativa cuando se casó con él..., y que salía de casa, de compras (ella decía que iba de compras) cinco de cada siete noches.
Tenía todas esas cosas. Lo que no tenía era paz mental.
Eran pasadas las diez cuando Sampson terminó de teclear las notas preliminares de los nuevos proyectos en su PC. Sacó el floppy disk, escribió en su etiqueta Marcianos, y lo guardó en su maletín para llevárselo a la oficina por la mañana.
Luego se preparó una taza de cacao. La bebió pensativamente en la cocina, contemplando el espacio. Mientras enjuagaba la taza y el platillo, se preguntó dónde estaba exactamente su esposa.
Cuando Sampson apagó el show de Carson después del monólogo y apoyó la cabeza en la almohada para dormir, miró por un momento de reojo la almohada vacía contigua a la suya.
—¿Sabes lo que está haciendo Sheila? —le dijo en voz alta—. Está tonteando por ahí.
Pero eso no era más que otro experimento. Sólo intentaba ver cómo sonaban las palabras. Ni por un minuto creyó que fuera cierto, no entonces, ni siquiera a la mañana siguiente, cuando despertó y halló que la almohada de su derecha seguía desocupada, porque oyó a Sheila tarareando para sí misma en la cocina.
Hola, cariño —dijo, besándole afectuosamente, con la espátula aún en la mano—. Tenías un aspecto tan dulce esta noche cuando volví que no tuve el valor de molestarte. Así que dormí en el diván de la sala de estar. ¿La película? Oh, estuvo bien, creo..., pero será mejor que te laves, porque la parrilla para las tostadas ya está a punto, ¡y mi pequeño genio ha de salir ahí fuera y revolucionarlo de nuevo todo esta mañana!
Revolucionar el mundo no era realmente una buena descripción de lo que hacía Sampson para ganarse la vida, aunque hubo un tiempo en el que había llegado a esperar incluso que las cosas sucedieran de esa manera.
Aparcó el BMW en el espacio marcado MacroDyne-Tristix-Sampson y subió los amplios escalones con la palmera a un lado hasta las limpias, resplandecientes y hermosas oficinas de la compañía.
Sampson contempló la placa de roble grabado sobre la puerta con el nombre de su compañía. Habían trabajado duro y largo para elegir el nombre correcto. La fórmula era bastante simple; tomabas algo como Compu o Tech o Poly o Macro, lo unías con algo como Data o Syn o Temp u Omni, y lo rematabas con un Istics o un Dyne o un Tronic. El principal problema era asegurarse de que nadie más había dado con esa combinación en particular antes que tú. Eso era lo que había ocurrido con su primera inspiración, PolySynTronics, cuando los abogados les informaron de que existía una compañía con el mismo nombre en la Carretera 128 en Massachusetts. Entonces Sampson había resuelto el problema. Lo trató como un simple proyecto de conjugación matemática. Su informático residente, Mickey Vorobiev, lo metió todo en el ordenador y extrajo todos los componentes posibles al azar. Entonces, todo lo que tuvieron que hacer fue escoger el que tenía mejor aspecto y hacer algunas pequeñas mejoras para crear el nombre de su compañía, MacroDyneTristix.
Poppliner todavía no había llegado, pero Rose, la recepcionista, le dijo a Sampson que todos los investigadores estaban ya allí.
—Deseo una reunión en mi oficina dentro de diez minutos —dijo Sampson—. Traiga una jarra de cafe, ¿quiere?
Aunque Sampson era el Jefe Ejecutivo de la pequeña compañía del Cinturón, era Poppliner quien hacía entrar el dinero. Como la mayoría de sus vecinas, la MacroDyneTristix, Ltd. vivía de los encargos del gobierno.
Nominalmente, por supuesto, la compañía era una industria privada. Es decir, Sampson era propietario de una cuarta parte de ella y Poppliner tenía una participación igual, y la otra mitad de las acciones estaba en manos de «Los Financiadores», el grupo de inversores en la sombra a los que Poppliner había persuadido de que aportaran el dinero inicial que posibilitó que todo el asunto se pusiera en marcha. A veces Sampson se preguntaba quiénes eran exactamente Los Financiadores, pero Poppliner era muy desalentador acerca de cualquier posible contacto con ellos.
La MacroDyneTristix no era realmente privada, sin embargo, porque cada centavo que recibía la compañía procedía de los bolsillos de los contribuyentes de los Estados Unidos. El trabajo más duro que habían hecho nunca Poppliner y Sampson era soñar con nuevas proposiciones de contrato. Era una lástima que los proyectos no pudieran ser todos referentes al espacio, pero Poppliner explicaba que había ocasiones en las que nadie deseaba oír nada acerca del espacio y en las que sin embargo tú tenías que seguir haciendo fluir el dinero. Pensar en nuevos temas de investigación era normalmente trabajo de Sampson. Luego, si Poppliner los aprobaba —lo cual hacía quizás una de cada cinco veces con la más brillante de las ideas de Sampson—, el propio Poppliner acudía a alguien al que conocía, oh, digamos del Departamento de Transportes, y le decía:
—Escuche, quería decirle que Benny, ya conoce a mi socio, Benny Sampson, el que hizo ese gran estudio de renovación urbanística para Baltimore, pues bien, Benny ha ideado un nuevo proceso que nos permite modelar los flujos del tráfico como una matriz input-output, de modo que puede captar usted inmediatamente los factores que pueden conducir a una congestión inaceptable o incluso un embotellamiento. Es barato, es rápido, es bueno, y podemos hacerle un estudio por realmente una miseria.
Y entonces, si las cosas iban bien, el hombre del Departamento de Transportes decía:
—De acuerdo, Van. Adelante por..., oh, demonios, digamos doscientos K. —La gente del gobierno siempre decía K en vez de mil cuando hablaba de tecnología, a fin de sonar tecnológicos a sus propios oídos. Lo que eso significaba era que la MacroDyneTristix, Ltd. tenía un encargo en firme por doscientos mil dólares, que con los extras siempre podía llegar a casi los doscientos cincuenta o incluso los trescientos.
Esa era la parte más dura de lo que hacían para ganarse la vida, conseguir que fueran aprobados los contratos. El resto era fácil. Todo lo que les quedaba por hacer después de eso era escribir un informe de cincuenta y cinco páginas, cuyas últimas diez páginas o así requerían muy poco esfuerzo porque eran simplemente bibliografía, y encuadernarlas con algunas extravagancias de color en uno de los caros —y de aspecto caro— encuadernadores de plástico diseñados especialmente para la MacroDyneTristix.
Eso era todo. Absolutamente todo. Lo que dijera el informe no tenía la menor importancia.
Una vez la oficina de adquisiciones del Departamento de Transportes lo incluía en sus previsiones para estudiar la posibilidad de una orden de compra, nadie volvía a mirarlo nunca más.
Sin embargo, tenía que pasar por la gente de la oficina de adquisiciones, y de tanto en tanto uno de sus componentes podía leer realmente alguno. Peor aún, uno de esos malditos tipos de Presupuestos podía comprobarlo, o el ayudante de algún congresista podía echarle un vistazo, buscando algo suculento para su jefe. Así que el informe tenía que decir algo. Para eso estaban los cuatro investigadores residentes de la MacroDyneTristix. Uno de ellos acudía rápidamente a la Biblioteca del Congreso para sacar copias de los últimos cinco o seis ensayos que habían sido escritos respecto a la congestión del tráfico..., no tanto por los estudios en sí como para poder añadir al final una hermosa y larga bibliografía. Otro producía unas cuantas páginas de «contexto»..., lo cual significaba, en este caso, la historia de los ordenadores, de Babbage en adelante. Un tercero catalogaba todas las metodologías que podía encontrar para predecir problemas estadísticos, con un énfasis especial en la extrapolación de líneas de tendencias, cartografiado morfológico, árboles de relevancia y DELPHI. Cuando todo esto estaba hecho, los papeles preliminares pasaban a Bernard Sampson.
El trabajo de Sampson era entonces examinar lo que había dado de sí toda la literatura de investigación y luego escribir una conclusión. La conclusión era la parte más sencilla. En términos generales, podía escribir sus conclusiones mucho antes de que la literatura de investigación estuviera completa. El párrafo final de cada informe, al menos, estaba preordenado. Siempre decía algo así como: «Resulta claro que el potencial ofrecido a través de las Técnicas de Optimización Modeladas por Ordenador (TOMO) serán de creciente importancia a lo largo de la próxima década, aunque el actual estado de las cosas no permite todavía una dinámica interactiva a tiempo real con la calle como modelo».
Advertidos así contra imputar cualquier realidad al documento, nadie intentaba hacer nada con el informe. Y eso estaba bien; todo el mundo comprendía que por este medio la MacroDyneTristix se había mantenido en el negocio durante otro par de meses. Esto daba tiempo a Poppliner a ir al Pentágono y decir: «Miren, nuestro genio residente, Benny Sampson..., ya le conocen, es el que obtuvo el premio de Hombre del Año de la gente de recuperación de datos..., acaba de efectuar un trabajo muy interesante sobre los flujos del tráfico, y creemos que tiene también aplicaciones para los problemas de movilización en caso de guerra y logísticos».
Y entonces, con un poco de suerte, el tipo del Pentágono decía: «De acuerdo, nos interesa por cuatrocientos K», y Poppliner podía ver claramente de dónde saldrían los siguientes dividendos para la gente en la sombra que había puesto el dinero. En todo caso, los contratos del gobierno eran siempre los mejores. Siempre podías incluir unos cuantos párrafos acerca de algo así como las implicaciones del flujo del tráfico en la distribución al azar de los emplazamientos de los silos para misiles nucleares. Luego, cuando Poppliner entregaba el informe, podía señalar que evidentemente había allí mucho material que no desearían que llegara a ojos de los rusos. Lo cual significaba que, con un poco de suerte, podía conseguir que el documento fuera clasificado como secreto, de modo que ningún ojo no amistoso pudiera llegar a verlo nunca.
Era un ejercicio inofensivo, como había explicado Poppliner. No hacía daño a nadie. Proporcionaba un montón de trabajos a gente especializada, que hubiera tenido que ganarse la vida trabajando si no hubieran conseguido entrar en una u otra de las compañías privadas de «investigación» que se alineaban junto a la autopista que rodeaba Washington, DC, conocidas colectivamente como «Los Bandidos del Cinturón». Incluso proporcionaban a gente como Bernard Sampson BMWs en el garaje y billetes de avión de primera clase deducibles de los impuestos como gastos de empresa a reuniones profesionales por todo el mundo. Y el dinero que mantenía funcionando la caja de la MacroDyneTristix no era ningún problema. Brotaba de la ilimitada cornucopia llamada el Tesoro de los Estados Unidos. Los contribuyentes pagaban por todo ello..., y, después de todo, ¿no era para eso para lo que estaban los contribuyentes?
Sampson introdujo el floppy en su terminal, etiquetó el archivo como Marcianos y aguardó a que se presentara su personal.
La MacroDyneTristix tenía nueve personas en nómina, incluidos el propio Sampson y Van Poppliner. Había dos secretarias, una para Van Poppliner y la otra para cualquiera que necesitara escribir una carta, más una recepcionista que se encargaba también de la máquina del café. Los otros cuatro constituían el «equipo de investigación».
Los cuatro se dispersaron dentro de la oficina de Sampson más o menos dentro de los diez minutos que él había especificado, dispuestos para el trabajo del día. Eran un buen equipo. Estaba Mijail Vorobiev, recién salido de Leningrado a través de Viena e Israel, treinta y un años y un matemático estadístico que sólo aguardaba a que una de las universidades aceptara su pésimo inglés para enseñar en Cambridge o California. Estaba Jack Hogan, con el rostro aún lleno de granos a los veintisiete años, alto y delgado y la única persona a la que la Universidad de Chicago había graduado con tres títulos de bachiller simultáneos. Estaba el negro insignia, Randy Murfree, que llevaba trajes de tres piezas grises cuando no llevaba chaquetillas de ante blanco y Adidas —hoy era el día del ante blanco—, y la mujer insignia, Mildred McClurg Lippauer.
Mickey Vorobiev estaba comiendo un Twinkie cuando entró, pero se metió el último trozo en la boca y se chupó los dedos con una disculpa cuando Sampson empezó a hablar.
—Está bien, muchachos, tenemos uno grande. Ya saben lo de los marcianos y sus problemas físicos —dijo Sampson—. Vamos a desarrollar algunas proposiciones acerca de ellos. Especialmente acerca de su debilidad ósea con relación a los seres humanos: huesos quebradizos debido a la baja gravedad contra osteoporosis, etcétera. —Paseaba de un lado a otro de la habitación mientras hablaba. Cuando se acercó al sofá donde estaban sentados Randy Murfree y Mildred McClurg Lippauer captó una fuerte vaharada de aceite almizclado y de humo de cigarrillo..., el almizcle de Randy, el humo de cigarrillo de Mildred—. Así que lo que necesitamos hoy —terminó— son extractos. Necesitamos sacar a la luz todo lo que se haya escrito sobre los marcianos en este tema. Eso significa todas las fuentes citadas en los periódicos, si se refieren a: a) la fisiología marciana, b) semejanzas con los problemas humanos, c) tecnologías que pueden ocuparse de ellos en ambos casos. Eso para empezar. Después estudiaré los extractos, nos reuniremos de nuevo y asignaré los trabajos específicos. ¿Entendido? El archivo es Marcianos. Divídanlo entre ustedes, y vean si pueden traerme ya algo después de comer.
Fue un día de trabajo interesante e intenso, pero por alguna razón Sampson no pudo extraer mucho placer de él. Su esposa no se apartaba de su mente.
Hizo el esfuerzo de pensar en otras cosas. Después de todo, aún había mucho trabajo que hacer. Pasó la siguiente hora montando las conclusiones para el estudio, cuyo borrador estaba ya en su ordenador, sobre las implicaciones económicas de una posible ampliación del sistema de metro de Washington. «La validez del análisis coste-beneficio (ACB) —escribió— ha sido establecida en contextos similares, y es probable que sus conclusiones sean aplicables a la cuestión dentro de un horizonte de cinco años. Sin embargo, será esencial introducir nuevos datos a medida que éstos se hallen disponibles, y se recomienda un estudio complementario dentro de un plazo de dieciocho meses».
Hizo subir la pantalla hasta el inicio del párrafo y lo leyó en su totalidad. Decidió que estaba bien. Luego lo salvó, se puso en pie y bebió el resto de la taza de café frío que había dejado en el alféizar de la ventana, pensando en lo que acababa de hacer.
Era un estudio adecuado. Compensaría los noventa y cinco mil dólares que Poppliner le había arrancado a la siempre tacaña administración del Distrito de Columbia.
Pero realmente, pensó, no era mucho para que un tipo que había sido uno de los más brillantes estudiantes graduados del MIT mostrara toda su habilidad y saber. Y no tenía nada que ver con el E*S*P*A*C*I*Ó.
Había un pequeño test comparativo que Sampson aplicaba de tanto en tanto para medir sus logros. Quizá fuera el momento de hacerlo de nuevo.
Lo pensó por un momento, luego se sentó de nuevo en su puesto de trabajo. Suspiró, cerró fuertemente los ojos, sintiéndose infeliz, agitó los dedos sobre el teclado del ordenador, y luego se conectó con el índice de Citaciones Científicas de Filadelfia. Tecleó CA BUSCACITACIONES y luego AUTOR CITACIONES, y luego su propio nombre.
Había transcurrido un cierto tiempo desde la última vez que Sampson había hecho aquello en particular. Era una forma de autochequeo, como un viejo deportista viendo cuántas planchas podía hacer aún en la intimidad de su dormitorio. El auténtico test de una carrera científica no era cuánto dinero ganabas. Ni siquiera cuántos premios recibías. Siempre había alguien dispuesto a entregarte una placa o un certificado enmarcado porque, fuera lo que fuese lo que el premio hacía por la persona que lo recibía, aún hacía mucho más por los que lo entregaban..., mostraba que eran lo suficientemente importantes como para conceder premios. No, la auténtica medida del logro científico residía en el número de otros científicos que creían que habías hecho algo lo bastante importante como para citarlo en su propia obra. Si eras citado, importabas. Si no lo eras, no importabas en absoluto.
El índice de Citaciones Científicas era la mejor manera, en realidad la única manera, de conocer uno mismo su puntuación.
Cuando apareció el display del ICC, Sampson lo contempló hoscamente.
No había cambiado, no en más de un año. Las cifras eran las mismas. Un total de tres personas habían citado su comunicación sobre Interpretación de pretextos falsos: la validez de la concepción del NOAA para la localización de recursos, escrita siete años antes, cuando era un alumno posdoctoral en la Carretera 128 de Boston. En realidad, una cuarta persona había citado su disertación doctoral, pero no halló mucho consuelo en ello. El hombre había sido su consejero en el trabajo, y el tema había sido escogido para encajar en algunos huecos triviales del estudio que él mismo estaba preparando.
Eso era todo.
De los veinticinco informes producidos bajo su nombre por la MacroDyneTristix, ninguno había sido citado por nadie, en ninguna parte, nunca.
Sampson se confesó, infeliz, que había una razón para aquello. Era que ninguno de aquellos informes representaba en absoluto una auténtica investigación original. Tenían casi la misma importancia, en el enorme y universal esfuerzo científico para incrementar el conocimiento del mundo que poseía el hombre, que un trabajo de fin de curso de un estudiante de segundo año sobre Literatura Norteamericana titulado: «Una comparación sobre el significado literario de Huckleberry Finn y Moby Dick: ¿Cuál es la “Gran Novela Americana”?».
Fue un alivio cuando sonó el teléfono.
Y una sorpresa también cuando respondió, porque la voz al otro lado era la de su esposa.
—¿Querido? —dijo Sheila—. He estado pensando. En realidad no te he visto mucho últimamente, ¿sabes? Creo que te echo en falta. ¿Qué te parecería llevar hoy a tu esposa a comer? ¿Dentro de veinte minutos? Estupendo: ¡conservaré mi apetito hasta entonces!
Sheila se presentó con una blusa blanca rizada y una falda azul pálido. Había ido a la peluquería en algún momento aquella mañana. Lucía espléndida. Sonreía cuando entró en la oficina de Sampson y le plantó un beso en la mejilla.
—Me estoy muriendo de hambre, amor —anunció—, pero echémosle primero una mirada a la tienda, ¿podemos? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, y además estoy ansiosa por ver a esa nueva chica estupenda que trabaja para Van.
Fue una gran comida; se repartieron una botella de vino y, por primera vez en muchos meses, Sampson halló a su mujer prestándole una franca atención durante hora y media. La despidió con un beso en el aparcamiento y, con una absorta sonrisa, la observó salir con una brusca arrancada de su Nissan.
La sonrisa no duró mucho. Cuando Sampson regresó a su oficina aquella tarde, Randy Murfree estaba sentado en el borde del sillón, con aspecto infeliz. Se había quitado la chaquetilla de ante blanco, y la camisa rosa que llevaba debajo estaba arrugada.
—Tienes un problema —diagnosticó Sampson.
—La cosa no funciona —dijo Murfree, agitando una mano hacia un montón de fotocopias sobre el escritorio de Sampson—. Lo primero que hice fue recopilar todos los informes médicos sobre los marcianos. Míralos, ¿quieres?
—Claro que lo haré, pero cuéntame lo que dicen.
Murfree vaciló.
—Bueno, en resumen: todo el mundo sabía que los marcianos tenían huesos blandos y una especie de, ya sabes, anatomía floja. Eso encaja. Nunca experimentaron nada más allá de la gravedad marciana. Para eso evolucionaron, ¿entiendes lo que quiero decir? Y no había ninguna duda desde el principio de que someterlos a un viaje espacial era arriesgado..., no, no quiero decir arriesgado, era estúpido. Peligrosamente estúpido. Simplemente no podían aguantarlo. —Frunció el ceño hacia las fotocopias—. Es sorprendente que no murieran todos en el despegue.
—Ah —dijo Sampson—. Entiendo. Eso es, hum, interesante.
—Todo lo que hago es extraer datos para ti, Bernard —dijo Murfree—, y si quieres más de esto, te conseguiré más. Sólo que, por el aspecto que me ofrece la cosa, no vas a hacer muy feliz a la NASA al sacarlo a la luz. Creo que les pondrá más bien nerviosos.
—Sí, es una lástima —admitió Sampson.
—Sí —murmuró Murfree vagamente—. Bien. —Luego añadió—: El asunto es que algo de este material podría ser nuestro bebé, ¿sabes? Al menos, hicimos una revisión honesta de él. Quiero decir, alguien podría decir que hubiéramos debido ser un poco más duros con ello, ¿sabes?
Algo parecido a un shock eléctrico cruzó a Sampson de arriba abajo.
—Leeré esos papeles —prometió.
Pero, cuando lo hizo, resultó aún peor de lo que Murfree había indicado.
Luego fue a la puerta contigua, la que daba a la oficina de Van Poppliner.
Poppliner estaba dictando cartas a su nueva secretaria, Marian, que era sin lugar a dudas la mujer más atractiva de la empresa, si no del estado de Maryland. Era más atractiva aún que las últimas tres secretarias que había tenido Poppliner; para decirlo más exactamente, era casi tan atractiva como lo había sido la esposa de Sampson cuando se casó con ella, hacía seis años.
—Siéntate, Benny —dijo Poppliner sin siquiera alzar la vista—. Estaré contigo en un minuto.
Real y sorprendentemente, lo estuvo. Cuando Marian se hubo contoneado hasta la puerta y la cerró tras ella Poppliner se quedó contemplando pensativo el batiente de madera. Luego dijo:
—Lo más curioso es que también sabe escribir a máquina. He oído decir que Sheila se pasó por aquí.
—¿Qué? Oh, Sheila. Sí, quería echarle una ojeada al aspecto de tu nueva chica.
—Espero que se sintiera impresionada —dijo Poppliner con el ceño fruncido—. ¿Cómo va la cosa marciana?
—Bueno —dijo Sampson cautelosamente—, supongo que bien. En parte, al menos. Envié a todo el mundo a trabajar en ello, y Randy Murfree volvió ya con un montón de material.
—¿De veras? —dijo Poppliner, y le miró con ojos entrecerrados—. ¿Cuál es la otra parte?
—Un porcentaje del material de Randy no parece demasiado bueno para la NASA. Si estabas pensando en venderles un informe...
—Por supuesto que voy a venderles un informe.
—Sí, eso es lo que pensé. Bueno, vamos a tener que vigilar muy bien lo que decimos; los documentos básicos dicen que hubieran debido saber que los marcianos iban a sufrir daños en el despegue. Sin mencionar lo que les ocurrirá aquí en la Tierra.
Poppliner se encogió de hombros.
—Lo que me estás diciendo —señaló— es que existe una auténtica necesidad para este informe. Como el que la NASA debería saber todo esto.
—La NASA ya lo sabe —protestó Sampson—. Incluso transmitieron copias de todos los informes a la expedición del capitán Seerseller. Él simplemente siguió adelante y se los llevó consigo pese a todo. —Vaciló—. Me siento un poco responsable —confesó.
—¿De qué? ¿De que la NASA dejara caer la pelota?
—De que se suponga que mi compañía va a revisar todo este material. Igual que hicimos con las simulaciones amartizaje-órbita; todavía me siento un poco culpable acerca de...
—Benny —ordenó Poppliner—, olvida eso, ¿quieres? Es historia. No tuvimos ningún problema con ello.
—Sí, pero ahora está esta nueva cosa...
—¡Contrólala, Benny!
Cuando Poppliner entrecerraba los ojos y miraba su reloj con el ceño fruncido, eso quería decir que estaba empezando a ponerse huraño y nervioso, y se suponía que tú aceptabas la indirecta y lo dejabas solo por unos momentos. Sampson resistió la indirecta.
—Nosotros revisamos todos esos informes, Van. Quiero decir, tú lo hiciste.
—¡Por supuesto que lo hice! Siempre los reviso, ¿no? Tú tienes cosas más importantes que hacer con tu tiempo.
—Pero eso nos hace en cierto modo responsables, ¿no? Quiero decir, hubiéramos debido hacer sonar el silbato en algún momento...
—Benny. Ya sabes lo que les ocurre a los que hacen sonar silbatos.
—Pero de todos modos...
—Benny —dijo Poppliner, con el tono tan marcadamente paciente que daba a entender que la paciencia ya casi se había agotado—. Ellos no nos contrataron para decirles que no podía hacerse. Deseaban que se les dijera que sí se podía. Nosotros vendemos al cliente lo que el cliente desea comprar; ¡así que haz como digo y contrólalo!
Sampson estaba preparado para eso. Pasó a su segundo plan de acción.
—Hay algo que me gustaría intentar —dijo.
Poppliner le miró suspicazmente y aguardó.
—Tengo un amigo —dijo Sampson—. ¿Te dije alguna vez que casi estuve a punto de trabajar para la NASA?
Poppliner frunció el ceño, pensativo.
—No hasta esta semana, al menos.
—Bien, pues es así. Y todavía tengo amigos allí. Un hombre, Dell Hobart, está trabajando en el Distrito, y ocurre que sé que está relacionado con los marcianos.
—¿Quién en la NASA no lo está? —quiso saber Poppliner.
—No, quiero decir, ha estado en ello desde el principio. Había pensado en hacerle una visita, quizás invitarle a comer..., es un entusiasta de la comida mexicana, y hay un lugar que no está del todo mal en Georgetown..., y puedo preguntarle, de hombre a hombre, qué ocurrió con este fiasco..., quiero decir, con este incidente.
—Hum —dijo Poppliner hoscamente, mientras hacía tamborilear sus dedos. Miró a su socio sin ningún placer. Como siempre había señalado, Bernard Sampson era estupendo para lograr productos, pero no tenía la personalidad correcta para establecer contacto con los clientes—. Olvida esa idea por un momento. ¿Qué hay acerca del lado frivolo? ¿Qué hay en todo ese material que podamos venderle a los Servicios de Sanidad?
—Me temo que eso no nos beneficiará. Todos los estudios van hacia el otro lado; todas las recomendaciones y análisis acerca de los marcianos se basaron en la experiencia con seres humanos y animales terrestres.
Poppliner se quedó pensativo.
—Bueno —dijo—. Ya he conseguido un contrato para ambos informes, así que vamos a tener que hacerlos, y hacerlos bien. Sigue adelante con ello, Benny; eso es lo tuyo, ¿no? Me quedaría para ayudarte, pero tengo una reunión que no puedo eludir. —Vaciló, luego preguntó tímidamente—: ¿Qué es lo que piensa ella de ella?
—¿Qué? ¿Quién? ¿De quién? —preguntó Sampson, intentando desentrañar el significado de los pronombres.
—Tu esposa. ¿Qué piensa de Marian? ¿Dijo algo?
—Oh, no —respondió Sampson, intentando recordar. Y fracasando—. Dijo que Marian era realmente atractiva, supongo, pero eso tú ya lo sabes. Y también sabes cómo es Sheila. Siempre está interesada en todo lo que ocurre. Incluso llegó a preguntarse si no podríamos hallar algo para ella aquí en la oficina. Se aburre, sentada simplemente en casa...
—Benny —dijo Poppliner con aire serio—, ya sabes que eso va contra la política de la compañía. Se acerca bastante a un conflicto de intereses, sin mencionar que no sé si Los Financiadores aprobarían el poner en nómina a miembros de la familia... Así —dijo meditativamente— que Sheila deseaba ver a la nueva chica. ¿Cómo supo que tenía una?
—¿No se lo dijiste tú? —Sampson pensó por unos instantes—. No. Supongo que no podías, hace meses que no la ves, ¿verdad?
Pero, al volver a su oficina, Sampson pensó que aquello resultaba más bien peculiar; porque, aunque revisó a fondo su memoria, no pudo recordar el haberle mencionado Marian a su esposa tampoco.
Pese a la promesa de la comida, Sheila le anunció con pesar que aquella noche tenía uno de esos terribles dolores de cabeza. No salió de compras. Tampoco durmió en el sofá de la sala de estar, pero de alguna forma resultó que fue Sampson quien lo hizo.
No se quedó allí. Cuando terminaron las noticias de las once, tendió la mano para apagar la luz y la detuvo a medio camino.
No tenía sueño.
Lo que le pasaba era que estaba insatisfecho. Su alma no estaba en paz consigo misma. La persona que mejor hubiera podido apaciguarla estaba ya profundamente dormida en la gran cama de matrimonio directamente encima de su cabeza, pero, puesto que no estaba interesada en hacer aquello por él, iba a tener que hallar algún otro camino hacia la tranquilidad, o enfrentarse a dos o tres horas de agitarse y revolverse y odiarse a sí mismo por ser incapaz de dormirse.
Había una vía alternativa. Era buena, y no la utilizaba desde hacía bastante tiempo.
Diez minutos más tarde Sampson, vestido, estaba fuera en el camino de acceso a la casa y ponía en marcha la vieja Ford Econoline blanca estacionada al lado del garaje para dos coches, sin utilizar desde aquellos días, hacía mucho, en los que él y Sheila habían vagabundeado por las montañas y las orillas de Virginia y la península de DelMarVa en largos y alegres fines de semana. La imagen de la montaña marciana que Sheila había pintado para él en un lado de la autocaravana aún era brillante. Las dos camas en el interior aún estaban hechas y preparadas, aunque hacía mucho tiempo desde que las habían ocupado por última vez..., raras veces más que una de ellas, en esos días. Pero la batería estaba baja.
El motor de arranque gimió una larga queja antes de que el motor se pusiera en marcha. Dobló el cuello para ver si el sonido había —era muy poco probable— despertado a Sheila y hecho que mirara fuera para ver lo que ocurría, y entonces quizá bajar, y entonces quizá, sólo posiblemente...
Nada de eso ocurrió, por supuesto. La ventana siguió a oscuras.
Cuando el motor se estabilizó finalmente hizo avanzar la Econoline unos cuantos metros sendero abajo, hasta el lugar donde no había árboles que bloquearan la vista por encima, apagó el motor, y extrajo de su funda el viejo Questar que había en el armario debajo de la cama de la derecha.
Por una vez en los suburbios de Washington, el cielo estaba claro. La polución luminosa de bares, autopistas y estaciones de servicio era tan horrible como siempre, pero pese a todo Sampson estuvo casi seguro de poder descubrir, como el más leve de los resplandores, una especie de gegenschein de luz estelar, el nuboso sendero allá donde debía de estar la Vía Láctea. Sobre su cabeza, el triángulo estival de las brillantes Altair, Deneb y Vega reclamaba una mayor fracción de cielo.
Marte todavía no se había alzado por encima de los rascacielos de oficinas del este.
Lo haría pronto, y de todos modos había otras cosas a las que mirar a través del Questar, y además antes de mirar mucho de nada tenía que montar el telescopio y orientarlo y poner en marcha el motor de seguimiento. La Econoline había sido su regalo de cumpleaños a Sheila el primer año después de casados, y la montura en el techo para el telescopio había sido el de ella para él. Era una espléndida montura. Hubiera servido para un telescopio mucho mayor que el Questar, y el plan era que más pronto o más tarde sería utilizada para uno. Eso no había ocurrido. En parte porque, si vivías en el superiluminado y lleno de humo Este, ¿de qué te servía? Y en parte porque..., bueno, en parte porque había muchas cosas que no habían ocurrido, por ejemplo una familia.
Sampson no necesitó mucho tiempo para subir la pequeña escalerilla de metal y encajar el Questar en su montura. Aunque había pasado mucho tiempo desde que lo había hecho por última vez, no tuvo ninguna dificultad en orientarlo hacia la estrella Polar y poner en marcha el motor del reloj de seguimiento.
No había traído con él ningún mapa estelar. Se dio cuenta irónicamente de que había olvidado muchas cosas. Aun así, halló en unos pocos minutos la hermosa doble Albireo, entre las constelaciones de Libra y el Aguila, y contempló con placer los dos puntos gemelos en el ocular, uno rosado, el otro azul hielo. El planeta Júpiter vino a continuación, a medio camino hacia abajo en dirección oeste, y muy fácil de localizar. Tres de los satélites galileos aparecieron a la vista a la izquierda del planeta y uno a la derecha; en los viejos días hubiera sabido cuál era cuál, pero ahora le complació simplemente mirarlos. Saturno hubiera sido estupendo para una rápida mirada de práctica, pero Saturno no estaba en el cielo en aquella época; como tampoco lo estaban Venus o Mercurio, y no tenía la menor idea de dónde buscar a Urano y Neptuno. No hubiera tenido que ser tan difícil. Ninguno de los dos planetas era de los rápidos; permanecían más o menos en el mismo sitio de un año al siguiente, pero por mucho que lo intentaba Sampson no podía recordar sobre qué constelación los había visto la última vez.
Había montones de otras estrellas dobles que podías escindir con un Questar en el cielo de verano, pero Sampson no podía recordar tampoco dónde estaba ninguna de ellas. Entrecerró los ojos hacia donde creía que debería de haber estado la M-31 de Andrómeda, muy abajo, pero había mucha más luz procedente del suelo en aquella parte del horizonte, tenían allí todos aquellos aparcamientos, y los aparcamientos mantenían las luces encendidas toda la noche. Dejó de buscar cosas específicas y se limitó a mirar, escrutando al azar durante un rato el desierto dentro del gran cuadrado de Hércules, haciendo que brotaran las estrellas allá donde el ojo desnudo no podía ver ninguna estrella en absoluto; y sí, sí, era relajante y calmadamente simple y plácidamente satisfactorio como siempre lo había sido.
Apartó el rostro del ocular y se echó hacia atrás, con cuidado en el estrecho techo de la autocaravana, respirando satisfecho el aire nocturno, con el aroma de la madreselva y los gases de escape de los distantes coches y el persistente olor residual de la carne en la barbacoa del patio trasero de alguien.
No le importó que empezara a hacer frío. El techo de la Econoline todavía estaba un poco caliente del sol, y no había viento.
Pensó: En una empresa tan grande como la exploración del espacio había que esperar accidentes. Incluso algunos serios. Incluso algunos causados por errores que hubieran podido evitarse. La gente cometía errores; ésa era la naturaleza de la condición humana. Tenías que ir más allá de los errores y seguir adelante con el trabajo pese a todo. Dentro de un millar de años nadie se acordaría siquiera de los errores, pero la raza humana nunca olvidaría a los marcianos.
Se recordó a sí mismo esos hechos mientras permanecía tendido cuidadosamente de espaldas, con los dedos entrelazados debajo de su cabeza, mirando hacia arriba al estrellado cielo mientras aguardaba a que el planeta Marte se alzara por encima de la confusión hacia el este. Eran hechos, de acuerdo. Pero no eran en absoluto tranquilizadores.
Cuando desmenuzabas los argumentos en sus partes componentes, todas esas piezas tenían ángulos agudos. Cortaban. Los errores significaban una cosa, pero cuando los definías como mis errores el término significaba algo muy diferente y mucho más doloroso.
Inquieto, Sampson se volvió nerviosamente de lado.
Tenía que haber realmente un lugar mejor para él que la MacroDyneTristix, Ltd. Tenía que haber cosas mejores que pudiera hacer que inventar nuevas bombas de succión para las vacas contribuyentes. Tenía que haber alguna forma para él de servir a la causa de la investigación espacial de una forma que no lo convirtiera en un cómplice, aunque fuera a distancia, de cosas que hacían que las naves espaciales se estrellaran y mataba a las primeras criaturas alienígenas jamás halladas.
Si sólo hubiera seguido esforzándose para hallar un camino hasta la NASA, como había hecho Dell Hobart... O si sólo hubiera aceptado la oferta de la Northwestern...
Pero Sheila creía que el dinero de la Northwestern era despreciable, y de todas formas él no había hecho ninguna de esas cosas.
Abrió los ojos, y fue entonces cuando vio el punto naranja tostado en el horizonte oriental. Marte había aparecido mientras no estaba mirando.
Contemplar Marte era una de esas cosas que satisfacen a los ojos sólo por sí mismas. Lo contempló durante varios minutos, con el reloj de seguimiento manteniéndolo limpiamente en el centro del campo, y sonrió para sí mismo cuando pensó en cómo John Carter, en una situación no muy distinta, simplemente había tendido los brazos hacia el planeta, y lo siguiente que supo era que estaba tendido de espaldas sobre la arena barsoomiana, con el guerrero verde de cuatro brazos pinchándole con su espada.
Eso no ocurrió esta vez, y tampoco había esperado que lo hiciera. No se sintió decepcionado. Después de permitir simplemente que el planeta llenara sus ojos por unos largos momentos, se puso lentamente en pie, guardó el telescopio y regresó la Econoline a su lugar de aparcamiento habitual, donde la hierba formaba un rectángulo mustio y amarronado. Entonces, por fin, se sintió dispuesto a irse a dormir.
Había luz en la cocina.
Después de todo, Sheila le había oído mover el vehículo. Había bajado y se había preparado una taza de cacao, y la había bebido, y había vuelto a la cama sola, ahí arriba. Si él hubiera estado en la cama hubiera tenido una posibilidad de hablar con ella.
No lo lamentó. Se echó en el sofá, sintiéndose más o menos feliz, metió una mano bajo la almohada y la cabeza encima, y se durmió inmediatamente.
Aunque el resto de su sueño nocturno fue tranquilo, también fue corto. Cuando Sampson acudió a trabajar a la mañana siguiente se sentía malhumorado, y las noticias de su equipo de investigación no mejoraron en absoluto su humor.
No era que no pudieran producir los documentos relevantes. El problema era que la documentación planteaba más preguntas de las que respondía. ¿Por qué había permitido la NASA que la expedición a Marte trajera de vuelta algunas de aquellas cosas de curioso aspecto? Hubieran debido saber que se trataba de una sentencia de muerte para al menos algunos de los marcianos. Poppliner había minimizado en lo posible la afilada advertencia presente en la literatura; así que alguien había metido la pata. Hasta la ingle.
—Voy a ir a ver a alguien para comer —le prometió Sampson a Mildred McClurg Lippauer—. Él sabrá más al respecto que yo. Estoy seguro de que existe una buena razón para todo esto, si logramos averiguar cuál es.
Luego, cuando Dell Hobart respondió a su llamada, hubo otra decepción, aunque no demasiado grande. ¿Comida mexicana? Oh, Jesús, no, dijo Hobart; tenía una úlcera, y la comida mexicana quedaba totalmente descartada..., pero el hombre de la NASA aceptó ir a algún lugar donde dieran comidas rápidas cerca de la oficina de Sampson.
—¿El Howard Johnson's? ¿Por qué no? Una leche malteada es casi lo mejor que puedo esperar.
Así que fueron al lugar de techo naranja sobre el Cinturón, a menos de un kilómetro de la MacroDyneTristix. Se sentaron en un reservado, y fue casi como en los viejos días en el MIT, cuando cenabas en un McDonald's o en un Taco Bell, e ir a un lugar como el Howard Johnson's era una extravagancia que sólo podías cometer para impresionar a tu cita.
Sólo que resultó no ser en absoluto como en los viejos días. Dell Hobart se mostró extrañamente reservado. Era un hombre bajo y gordo que sonreía mucho —el último hombre del que esperabas que tuviera una úlcera—, pero no sonrió cuando se sentaron. Su úlcera no le permitía un cóctel, ni siquiera uno de los cócteles del Howard Johnson's, ni patatas fritas, ni las almejas fritas que tanto le gustaban.
—Es terrible estar a dieta —dijo Sampson, intentando simpatizar con él.
—No es eso lo terrible —murmuró Hobart.
Lo dijo con esa especie de tono que te hace saber que está de camino una explicación, o al menos una amplificación, y era una especie de tono que hizo que Sampson depositara su tenedor.
—¿Ocurre algo, Dell?
Hobart dijo, con un tono muy bajo de voz:
—Tú me llamaste, Bernard. No fui yo quien te llamé. Pensé en hacerlo un centenar de veces durante los últimos dos meses, pero no me gustaba que me relacionaran. Así, puesto que fuiste tú quien llamó, siempre puedo decir que hubiera parecido extraño no haber aceptado ir a comer juntos, puesto que somos viejos compañeros de estudios y todo eso.
—Dell, ¿de qué demonios estás hablando?
—La ODP te está vigilando —dijo Hobart—. Han obtenido copias de todos los informes que hiciste para nosotros, y un montón más. Informes financieros también. Montones de ellos. Me gustaría no tener que decírtelo.
—¡Pero Dell! Esa gente se ocupa del dinero..., supongo que no van a venir y afirmar que os cargamos demasiado por nuestros trabajos, ¿no?
—La Oficina de Dirección y Presupuesto —explicó pacientemente Dell— no está interesada sólo en el dinero. Quieren saber si lo que obtuvimos por ese dinero lo valía realmente, y quieren saber si el dinero fue pagado legalmente, y quieren saber si alguien está pasando favores, recibiendo sobornos o qué.
—¡Nosotros nunca hicimos eso! —exclamó Sampson. Y se preguntó si era cierto—. Quiero decir, Van Poppliner presiona un poco a veces, es cierto, pero es demasiado listo para cruzar la línea...
—¿De veras? Te diré algo acerca de Van Poppliner, Bernard. ¿Has oído hablar alguna vez de Mid-South Liberty, Inc.?
—Oh, por supuesto. Es una especie de cosa financiera con la que Van tiene tratos.
—Es una especie de cosa financiera en la que Van Poppliner está metido. Es propietario de buena parte de ella. Es propietario de parte de tu empresa, y también es propietario de parte de otras cuatro empresas de buscatalentos y dirección de alta tecnología y Consulting por todo el Cinturón. Un par de ellos revisan vuestros informes, y vosotros revisáis los suyos.
Pero... —dijo Sampson, desconcertado—, pero eso es una especie de conflicto de intereses.
—Oh, ¿eso crees? Bueno, también lo cree la ODP. De eso puedes estar seguro.
—Dios mío —murmuró Sampson.
—Así que si tú... —Hobart hizo una pausa mientras la camarera se acercaba con sus platos. Cuando se hubo marchado, terminó, en tono más bajo—: Así que si tú tienes alguna cosa en preparación allí, puede que tal vez desees utilizarla. Para ti personalmente, quiero decir. No para Poppliner. Consideraría como un favor personal el que no le alertaras, aunque supongo que eso tendrás que decidirlo por ti mismo.
—¡Dell! Yo nunca... Quiero decir, nunca personalmente...
Hobart agitó una mano, azarado.
—Seguro, Bernard. Lo sé. ¿Por qué piensas que te digo todo esto? Fue Poppliner quien lo hizo, y sabía lo que estaba haciendo. No se trata sólo de vosotros, los chicos del Cinturón; las conexiones de Poppliner van directamente a algunos de los proveedores. Mira —dijo, echando una ojeada a su alrededor—, aquí es donde el queso empieza a cuajar. Una mano lava la otra, todo el mundo comprende eso. Demonios, la mayoría de vosotros poseéis direcciones giratorias: un hombre trabaja para el gobierno ordenando cosas, y luego toma su retiro y va a trabajar para la gente a la que le ha estado comprando; y luego, cuando vuelve al gobierno para un encargo para la nueva firma, resulta que el tipo que se ocupa de los contratos es uno que él mismo eligió en su tiempo como ayudante suyo. Es ese sistema el que ha hecho grande el Pentágono.
—Oh, demonios —dijo Sampson con desaliento—. ¡Lo sabía! De eso precisamente era de lo que deseaba hablar contigo, Dell. Hubiéramos debido gritarlo cuando nos llegaron los estudios sobre el regreso de los marcianos...
—¿Los marcianos? No es sólo los marcianos, Bernard. El cohete que se estrelló al amartizar, ¿recuerdas? Tu amigo Poppliner era propietario de una parte de la empresa que hizo el estudio sobre el amartizaje, y de la empresa que revisó la proposición..., tu empresa, recuérdalo..., y de la compañía que construyó los sistemas de amartizaje que fallaron; y eso es ir un poco demasiado lejos, incluso para Washington.
—Dulce Jesús —gimió Sampson.
—Sí, sí. Y nadie hizo sonar el silbato; y la gente que lo intentó o bien fue despedida o se le dijo que cerrara la boca. Es de nuevo el asunto de la lanzadera —dijo Hobart melancólicamente—. ¿No vas a comerte tu bistec asado?
Sampson negó con la cabeza.
—Creo que yo tampoco tengo mucho apetito, Bernard —dijo Hobart. Tomó un sobre de papel manila del asiento de su lado y se lo tendió—. Mira, aquí hay algunas cosas de las que he tenido conocimiento.
—¿De la investigación de la ODP?
Hobart negó con la cabeza.
—Cosas que la ODP aún no ha descubierto. Simplemente olvida dónde las obtuviste, ¿quieres? Y aparta tus manos de esta cuenta. Yo pagaré esta vez. No discutas; no quiero aparecer en ninguna nota de gastos de la MacroDyneTristix en estos momentos.
Luego, mientras salían del restaurante en dirección al aparcamiento, Sampson se detuvo en seco en la puerta del vestíbulo del hotel.
Hobart chocó contra él.
—¿Qué ocurre, Bernard? ¿Has olvidado algo?
Sampson se volvió rápidamente en redondo, enfrentándose al hombre de la NASA..., y bloqueando su visión del vestíbulo.
—Yo, esto..., no estoy seguro —improvisó—. ¿No llevabas..., esto, no llevabas ningún maletín?
—¿Yo? No. Todo lo que traje es el sobre que te di.
—Entonces quizá fui yo, ¿no crees? Oh —dijo, sonriendo con un esfuerzo—, quizá simplemente esté perdiendo la cabeza, Dell. Olvídalo. Debía de estar pensando en otra cosa. —Miró por encima de su hombro—. Será mejor que vayamos al aparcamiento —dijo, porque el ascensor del hotel había llegado y se había ido ya, y la pareja que lo había estado aguardando en su camino hacia uno de los dormitorios de los pisos superiores había desaparecido..., la pareja cuyo miembro masculino era su socio, y el femenino su esposa.
Aquella tarde fue una de las más atareadas de la carrera de Bernard Sampson.
A las cinco Van Poppliner se asomó a su despacho y le miró.
—¿Todavía sigues aquí? —preguntó alegremente—. Esa hermosa mujer tuya va a terminar olvidando tu aspecto.
—No por un tiempo todavía —dijo Sampson, sin apenas levantar la vista.
Poppliner se entretuvo en el umbral, con aire desconcertado.
—¿En qué trabajas ahora, Benny? —preguntó con afabilidad.
—Ya lo sabes. En el asunto de Marte.
—Oh. ¿Y cómo va?
—Bueno, bien —dijo Sampson—. Hay un montón de material aquí. Deseo darle cierta forma mientras aún lo tengo fresco.
—Sí, eso está bien —dijo Poppliner, demorándose. Tamborileó con los dedos en el marco de la puerta, parpadeó. Había algo en aquella situación que notaba desconcertante, pero lo más desconcertante era que no acertaba a discernir de qué se trataba—. Bien, buenas noches —dijo al fin—. No trabajes hasta demasiado tarde, ¿de acuerdo?
Sampson no respondió. De hecho, ni siquiera estaba pensando en Van Poppliner o, incidentalmente, en su esposa, que sin duda se sentiría desconcertada al llegar a casa ante el mensaje en el contestador automático del teléfono. No estaban enteramente ausentes de su mente, por supuesto. Había una gran zona de su cerebro dolorosamente consciente de ellos, pero por el momento esa zona en particular había sido emparedada; ya habría tiempo suficiente para enfrentarse a todo aquello más tarde..., quizá mucho más tarde.
Mientras tanto, ahí estaban los papeles de la NASA. Había un montón de ellos. Estaban los que su personal había seleccionado para él, los del sobre que Dell Hobart le había entregado en la comida..., y los que había impreso del banco de datos personal de Van Poppliner a través de su ordenador, una vez imaginó (mientras intentaba todas las posibilidades más obvias) que el código de acceso de Poppliner no era más que su fecha de nacimiento.
A medianoche Sampson había terminado de fotocopiar ocho copias de cada una de ellas, y la impresora láser de la oficina de Sammie Lou escupía la última de las ocho copias de sus observaciones sobre aquel material.
El teléfono había sonado seis veces mientras trabajaba, y la última vez se mantuvo sonando durante casi dos minutos antes de que el que llamaba desistiera. Sampson no había respondido. Ya había puesto las direcciones a ocho sobres de papel manila: al presidente de los Comités sobre el Espacio de la Cámara y del Senado; al New York Times y al Washington Post; a los departamentos de noticias de las tres cadenas más importantes de televisión; y, tras pensárselo un poco, a las oficinas de la revista The Progressive en Madison, Wisconsin.
Se detuvo en la estafeta de correos del Cinturón en su camino a casa, compró los sellos necesarios en la máquina expendedora automática y, silbando, dejó caer los ocho gruesos sobres en la tolva de recepción del correo.
La casa no estaba completamente en silencio cuando cruzó la puerta del garaje. Sobre su cabeza pudo oír el débil murmullo del televisor del dormitorio, donde Sheila estaba, sin duda, haciéndose nerviosamente las uñas ante la pantalla. No bajó. Sampson no subió.
La mesa de la cocina estaba preparada para uno, con medio bistec casi congelado y el pastoso acompañamiento de verduras dejados sobre la mesa como un reproche. Los ignoró. Se preparó una taza de cacao, regresó al garaje, y una vez más hizo rodar la Econoline hasta el centro del camino.
Transcurrió casi una hora antes de que oyera a Sheila llamarle desde la puerta del garaje.
—¡Bernard, por el amor de Dios! ¿Dónde has estado? ¿Qué estás haciendo ahí arriba?
No apartó la cabeza del ocular del telescopio.
—Estoy contemplando Marte —dijo.
—Pero, ¿dónde demonios has estado? Te he llamado y llamado a la oficina...
—Tenía trabajo —dijo él ausentemente—. Un trabajo importante, pero ahora ya está terminado.
Podía sentir los ojos de ella clavados en él, pero eso no importaba realmente.
—Oh, bueno —dijo al fin ella—. Supongo que tienes uno de tus accesos de humor. Demasiado chile en la comida, supongo. Estropea tu digestión.
Consideró aquello por unos instantes.
—En realidad —dijo—, no comí chile. Fuimos al HoJo's. De hecho, te vi allí.
No alzó la vista, ni siquiera cuando el silencio se prolongó más de la cuenta.
Luego:
—Bernard —dijo por fin su esposa, con una voz completamente distinta—, si tienes algo en mente de lo que desees que hablemos, hagámoslo.
—Por supuesto que tenemos que hablar —dijo él, bajando finalmente la vista hacia ella por encima del costado de la Econoline. Le dirigió una sonrisa—. Pero no ahora, si no te importa. No quiero hablar absolutamente de nada hasta que el correo haya llegado a su destino.
—¿El correo? Bernard, no sé lo que estás pensando, pero, sinceramente, ¡hay veces en que me vuelves loca! ¿A qué tipo de correo te refieres?
El estaba ocupado desmontando el telescopio.
—Es un informe que he enviado —explicó, guardando el Questar en su funda—. Uno importante, y además es el último que he hecho para la MacroDyneTristix, así que quiero que todo vaya bien. —Por aquel entonces ya había bajado al suelo. Depositó el telescopio con su funda en el asiento del acompañante.
Sheila se apartó del camino, sin dejar de mirarle.
—¿El último? ¡Bernard! ¿Acaso tú y Van..., quiero decir..., habéis tenido algún tipo de pelea o algo así?
Él subió y se sentó al volante. Le sonrió a su esposa.
—Todavía no —dijo, mientras ponía en marcha el motor—. Creo que eso vendrá más tarde. Cuando él salga de la cárcel, quiero decir.
11. Conferencia de prensa del Presidente
En la conferencia de prensa de la otra noche, el Presidente fue preguntado acerca de las recientes revelaciones relativas al desastre en el amartizaje de la expedición Seerseller y el regreso de la nave espacial Algonquino 9 y sus marcianos. He aquí las preguntas y las respuestas:
PREGUNTA: Señor Presidente, Bernard Sampson ha revelado documentos que parecen indicar que los sistemas de amartizaje para la expedición Seerseller fueron mal diseñados, y que los procedimientos de verificación fueron desviados fraudulentamente. Si las implicaciones de esos documentos son correctas, el accidente del amartizaje fue una consecuencia directa de algunas decisiones cuestionables. Por supuesto, sabemos que eso llevó a la muerte a más de doscientos astronautas. ¿Qué tiene que decir usted al respecto?
Presidente: Todos nosotros nos sentimos profundamente apenados por la pérdida de esos valientes exploradores. Voy a asegurarme de que esas acusaciones sean investigadas hasta el fondo.
PREGUNTA: ¿No tiene nada que manifestar ahora?
PRESIDENTE: Creo que no sería adecuado aventurar conclusiones hasta que sepamos con exactitud el resultado de las investigaciones. Después de eso, tendré muchas cosas que decir. ¡Nadie será capaz de hacerme callar!
PREGUNTA: Pasemos a otra cuestión. Me gustaría saber cómo responde usted a las críticas acerca del viaje de regreso con los marcianos. Varios científicos han dicho que el viaje será fatal para ellos.
PRESIDENTE: Bien, pueden decir lo que quieran.
PREGUNTA: Pero, ¿no es cierto, señor Presidente, que la evolución de la vida en Marte ha hecho que ellos se adapten a una gravedad más ligera, de modo que no podrán soportar las tensiones de la superficie de la Tierra, sin mencionar lo que ocurrirá en el proceso del aterrizaje?
PRESIDENTE: Bueno, ustedes ya saben que siempre he tenido mis dudas acerca de la evolución.
PREGUNTA: Pero, ¿qué tiene que decir de sus huesos rotos, señor Presidente?
PRESIDENTE: Naturalmente, tomaremos todas las precauciones necesarias para preservar la salud de nuestros visitantes marcianos. Son muy delicados, es cierto, y requieren un manejo especial. Bien, lo que hemos preparado para ellos es lo que podríamos llamar un exoesqueleto, inventado por un tal doctor Leiber hace años para ser utilizado por la gente que regresaba de la Luna.
PREGUNTA: ¿Se trata de lo que algunos periodistas llaman el «traje de langosta»?
PRESIDENTE: Los científicos lo llaman un exoesqueleto. Por cierto, indican que tendrá también valiosas aplicaciones científicas para la gente afectada de parálisis o enfermedades similares. Y eso me recuerda una cosa. Esta expedición no es solamente un maravilloso logro científico, sino que va a resultar muy productiva para la recuperación de la economía de nuestro país. No sé si todos ustedes son conscientes de ello, pero un estudio realizado no hace mucho mostró un volumen de por encima de los ochenta millones de dólares en la venta al por menor de cosas relacionadas con los marcianos, juguetes, discos y demás. Y eso no es todo, créanme. No olviden que es gracias al programa espacial que en la actualidad disponemos de cosas como el marcapasos, el ordenador personal y la sartén de teflón. Así pues, cuando pregunten ustedes si vamos a subir los impuestos para financiar la próxima expedición a Marte y ayudar a equilibrar el presupuesto, les responderé que vamos a disponer de tantas nuevas empresas resultantes de éste y los otros grandes pasos adelante que estamos dando, que no necesitaremos aumentar los impuestos. Supongo que eso inquietará realmente a nuestro manirroto Congreso. Pero ése es su problema.
12. Demasiadas salicarias
Cuando Solomon Sayre oyó la retransmisión de la conferencia de prensa del Presidente, estaba conduciendo la gran nave de batalla gris que era su destartalado Lincoln convertible de petardeante tubo de escape, chirriantes frenos e indicadores poco fiables, a ciento treinta kilómetros en una zona señalizada a ochenta. Tenía la radio puesta a toda potencia. No le importaba demasiado lo que sonaba por ella. Le aterraba la idea de dormirse al volante. El noticiario lo espabiló.
—...la sombría figura de ese hombre misterioso, Van Poppliner —decía el locutor—, puede proporcionar algunas respuestas a la pregunta de por qué se permitió que las cosas fueran tan mal en la expedición Seerseller. El comité del senador Breckmeister interrogó a Poppliner durante más de cinco horas en la sesión ejecutiva de hoy, pero nada se ha facilitado acerca de su testimonio.
Era una lástima para los marcianos, pensó Sol Sayre. Sentía mucha simpatía hacia las frágiles y dolientes criaturas cuyas vidas se habían visto tan alteradas, puesto que él también era una de ellas. Pero pensó esto con sólo una parte de su cerebro. La mayor parte de él estaba concentrada en mantenerse despierto y vivo el tiempo suficiente para llegar adonde necesitaba llegar.
Eran las cuatro de la madrugada de un cálido día de agosto. Excepto los camiones de dieciocho ruedas, tenía la autopista casi para él solo. Lo necesitaba así. Sabía que estaba haciendo eses en su carril, a veces incluso metiéndose en el otro. Sabía que si le veía un coche de la policía a buen seguro le pararía. Por todo lo que podía ver, eso tendría una única consecuencia. Moriría. No sería capaz de sobrevivir a salir del coche, que le pidieran los papeles, y mantenerse allí mientras el policía examinaba su permiso de conducir y le extendía la multa. Y eso era sólo lo mejor que podía esperar. Lo peor era mucho peor. Al menos era tan probable como la primera hipótesis el que la policía lo detuviera allí mismo y le acusara de conducir bajo la influencia de una sustancia ilegal..., ¡si tan sólo fuera cierto! Pero a la policía no le importaría que no lo fuera. Entonces sería la comisaría de policía, la celda de retención, y como mínimo seis u ocho terribles horas antes de que pudiera conseguir lo que necesitaba.
Así que Solomon le murmuró a su pie:
—¡Afloja! ¡Afloja! —Pero su pie se limitó a apretar aún más el acelerador, y los kilómetros volaron a ambos lados.
—...el rompecabezas de los marcianos vivos aún permanece —decía la radio—. Los científicos han mantenido desde hace mucho tiempo que la vida no era posible allí, y hasta el accidental descubrimiento la víspera de Navidad las propias exploraciones de la expedición Seerseller parecían confirmar...
Sol pateó el freno. Casi se había pasado el desvío antes del inicio del nuevo peaje. El viejo y enorme coche se bamboleó y los gastados frenos fueron lentos en responder, pero al cabo de unos momentos Solomon Sayre subía la rampa hacia las calles de la ciudad.
¡Un milagro! Ningún coche de la policía había girado con él. Y sólo le quedaban unas pocas manzanas por recorrer. Y, lo mejor de todo, mientras Sol se acercaba al pequeño restaurante, vio que su camello estaba aún allí, con la espalda vuelta a la ventana, rascando comida quemada de la parrilla.
Eso lo relajó. ¡Todo iba a ir bien! Por primera vez en horas, Solomon Sayre se sintió casi normal. No creía que fuera a vomitar en el próximo minuto. El sudor en sus sobacos y en el pelo de sus sienes no desapareció, pero no parecía empeorar tampoco.
Se metió en un espacio libre en el cercano aparcamiento. Se echó hacia atrás en el asiento y se estiró, se tomó realmente su tiempo para estirarse, antes de apagar el motor.
—...más recientes fotos recibidas en los Laboratorios de Propulsión a Chorro —proseguía la radio— muestran imágenes aún más detalladas de esas criaturas, cuyo parecido a las focas es mucho mayor que a cualquier otra cosa en la experiencia humana. Por supuesto, los científicos dicen que no pueden ser realmente acuáticos. Eso sería imposi...
Sol sonrió para sí mismo mientras reducía la voz al silencio. Seguía sonriendo cuando empujó la puerta del restaurante.
Había una pareja joven peleándose a susurros en una mesa; un camionero sujetaba con ambas manos una taza de café en otra. Ninguno de ellos estaba lo suficientemente cerca del mostrador como para ser un problema.
—Hey, Razor —dijo Sayre al hombre en el mostrador—. ¿Has oído eso de los marcianos?
El camello no respondió. Miró a Sayre, luego a las otras tres personas en el local. Sin que nadie se lo dijera, depositó una taza de café sobre la madera.
—¿Qué quieres, hermano? —preguntó en voz baja.
En el mismo tono, Sayre dijo:
—Ya sabes lo que quiero, Razor. Tengo el dinero. —Y mostró los billetes de a diez doblados antes de deslizarlos bajo el platillo de su taza de café.
Luego sólo fue cuestión de esperar mientras Razor seguía toda su rutina. Se volvió de espaldas. Rascó un poco más la parrilla. Bostezó y se estiró y desapareció en la cocina por un momento. Regresó y empezó a limpiar el mostrador metódicamente, empezando por el lugar más alejado a Sayre. Mostró los pequeños paquetes de celofán durante un cuarto de segundo antes de cubrirlos con una bandeja que contenía un blando queso danés. Se llevó la taza y el plato de Sayre para volver a llenarla. Cuando los depositó de nuevo sobre el mostrador, el dinero había desaparecido.
Sayre mordisqueó un trozo del queso danés y dio un par de sorbos de la segunda taza de café. Aquello era simple teatro. No deseaba ninguna de las dos cosas, pero si se apartaba del ritual de Razor no habría trato la próxima vez que se presentara por allí.
Sayre dejó caer un dólar junto a la bandeja del queso y se puso en pie. Los paquetitos estaban a salvo en su chaqueta, y el mundo parecía lleno de esperanza de nuevo. De camino hacia la puerta, hizo una pausa para decir:
—No me has dicho lo que pensabas sobre los marcianos.
El camello le miró inexpresivo. Luego dijo:
—¿Para qué demonios necesito yo a los marcianos? Vuestras cabezas ya son lo suficientemente extrañas.
Cuando Solomon Sayre se presentó al trabajo la mañana siguiente, incluso la profesora Mariano hablaba de las historias sobre los marcianos en las noticias, agitada como siempre, más irritada de lo habitual. Sayre estaba todavía descendiendo lentamente por las altas laderas de su glorioso vuelo. Realmente era un mundo agradable, y odió verla infeliz en él.
—No debería dejarlo de lado, doctora —protestó—. Es excitante. Los marcianos, quiero decir. Es como si todas esas viejas películas se hicieran realidad, ¿sabe?
La profesora le miró, y sus ojos se ablandaron un poco. Marietta Mariano tenía al menos treinta años más que Sayre, calculó éste. Probablemente estaba ya a punto de tomar el retiro. El no la trataba como a una científica o una jefa. La trataba de la forma en que trataba a todas las mujeres, independientemente de su edad, color, estado civil o apariencia física. Hablaba con ella y la miraba como si hubieran sido amantes antes y probablemente volvieran a serlo después. A ella parecía gustarle eso. A las mujeres generalmente les gustaba, aunque ya no hubiera ninguna posibilidad de llevarlo a la realidad.
La profesora Mariano envió a los voluntarios a sus trabajos de dar la bienvenida a los visitantes de la reserva natural o de catalogar las plantas y animales hasta entonces identificados. Hizo un gesto a Sol para que la siguiera a su oficina.
—Marcianos o no marcianos —dijo—, todavía tenemos que limpiar los senderos y cortar la hierba en el vivero. ¿Cómo está hoy su espalda?
—Estupendamente —dijo él. Una mentira. Los dos sabían que era una mentira, porque la espalda de Sayre nunca volvería a estar bien, y menos aún estupendamente, pero todavía le quedaba suficiente droga en su torrente sanguíneo como para que al menos no le hiciera desear echarse a gritar—. ¿Puedo tomar una taza de café primero?
Por supuesto, lo hizo. Siempre lo hacía. Ella le daba una taza de su cafetera automática cada mañana, incluso las mañanas en que ni su espalda ni ninguna otra parte de su cuerpo estaba bien en absoluto. Y, como cada mañana, le miró atentamente mientras la bebía.
—¿Desea una pasta? —preguntó. Él empezó a decir que no, pero ella ya la estaba calentando en el pequeño horno tostador—. No ha dormido usted lo suficiente —le atacó por encima del hombro—. Ha permanecido levantado toda la noche, escuchando todo eso acerca de los marcianos, ¿no?
Él sonrió, admitiendo la falsa acusación. Nunca había sabido si Marietta Mariano sospechaba la verdad. Dijo engañosamente:
—Bueno, demonios, doctora, una cosa así no ocurre cada día.
—Ocurre demasiado a menudo —dijo ella con firmeza—. Es la misma situación que con el jacinto de agua y la salicaria púrpura. ¿Cómo sabemos qué plagas traerán consigo desde Marte? ¡Vamos, Sol! Sabe que necesita tomar su descanso y mucho aire fresco y ejercicio, o irá directamente de vuelta al hospital.
—Le prometo que no volveré —sonrió él. Y lo decía en serio. Porque, si había una cosa de la que Solomon Sayre estaba seguro, era de que los hospitales de la Administración de Veteranos ya le habían puesto su última inyección. No había nada que ellos pudieran hacer por su «dolor intratable» que no pudiera hacer mejor el camello, y además no tenía que llevar aquellas batas de tela de toalla de ridículo aspecto.
Lo que mantenía a Sayre vivo, con apenas el dinero suficiente para comprar los productos de Razor, era su incapacidad al cien por cien. Ni siquiera era resultado de una auténtica guerra. Aunque eso no lo hacía más fácil. La invasión había sido un paseo por una diminuta y tranquila isla que se había metido en el camino del bulldozer estadounidense. La descripción oficial de bajas había sido «muy ligeras». Quizá sí, si tan sólo mirabas las cifras. Pero el pequeño número de muertos y heridos resultaba exactamente igual de muertos y heridos que cualquiera de las bajas de Shiloh o Normandía. No adquirías un cien por cien de incapacidad por nada. Y, para algunas de las cosas recibidas, un cien por cien de incapacidad no era suficiente. Las quemaduras fueron bastante malas. Las laceraciones fueron mucho peores. Pero lo que estaba arruinando la vida de Sol y lo seguiría haciendo mientras durara era lo que el avión de transporte le había hecho a su columna vertebral al estrellarse. Seis veces habían intentado los cirujanos aliviar la presión sobre sus vértebras. Seis veces había salido con todo su cuerpo doliéndole más que nunca.
—Doctora —le dijo a Mariano, palmeando la mano con los tendones visibles justo debajo de la piel y las manchas de la edad que parecían extenderse más a cada día que pasaba—, este trabajo es exactamente lo que el doctor ordenó. Mejor que eso. Trabajar para usted lo convierte en un placer.
Ella enrojeció y retiró la mano. Él le había hablado a su oído malo y ella no había captado todas sus palabras, pero sí lo suficiente como para azararla.
—El condado no le paga para que beba café —dijo secamente—. Llévese la pasta consigo y saque la segadora. Vea si puede limpiar los senderos de la pradera oeste antes de comer.
—Seguro que sí, doctora. —Luego, mientras se ponía en pie, hizo una pausa para formular una pregunta—. ¿Éstá usted realmente preocupada por los marcianos?
Ella pareció bruscamente furiosa..., vio, vio Sayre, no contra él.
—Estoy preocupada por todo —dijo—. Y si usted tuviera algo de sentido común, lo estaría también.
Hacía mucho tiempo, doscientos años y más, toda aquella parte del estado era pradera, hierba interminable y arroyos y, raramente, un grupo de árboles. Era la región más llana que el mundo había visto nunca. No había grandes ríos ni grandes lagos. Había un ondulante mar de hierba de horizonte a horizonte, y eso era todo.
Los indios no dañaban la pradera. Ocasionalmente la incendiaban para empujar los búfalos hacia el matadero, pero era bueno para la pradera arder de tanto en tanto. Los propios búfalos vivían en ella y la alimentaban con su estiércol y, al final de sus vidas, con sus huesos descompuestos; la pradera y los búfalos estaban hechos el uno para el otro, y lo poco que los indios podían hacer no alteraba el equilibrio. No fue hasta que llegaron los europeos que la pradera empezó a desvanecerse. Fue arada para hacer crecer el maíz, recubierta con cemento para construir edificios, pavimentada con autopistas e interestatales. No había ningún lugar en Illinois o Indiana o Iowa donde quedaran incólumes más de cuatrocientas hectáreas de la pradera original.
Así que la profesora decidió recrear parte de ella.
Como profesora titular y jefa de departamento en la universidad, tenía contactos. Los utilizó. Mendigó setecientas cincuenta hectáreas a un rico propietario sin hijos, negoció doscientas cincuenta más de un promotor inmobiliario que necesitaba un recorte en sus impuestos, consiguió algunas pequeñas expropiaciones estatales para unir las dos parcelas..., y se encontró con la Reserva Natural John James Audubon. No era pradera, pero estaba casi toda, por una razón u otra, sin construir, más de cinco kilómetros cuadrados devueltos a su estado primitivo.
Bueno, no en su totalidad.
Había un huerto de árboles frutales que tenía que ser conservado porque el viejo y extravagante propietario había jugado mucho en él cuando niño..., eso representaba ocho hectáreas. Había un vivero que algún filántropo anterior había creado y donado al estado, y el estado hizo que la doctora Mariano lo aceptara tal cual a cambio de eliminar una carretera rural de dos carriles. Y había senderos creados por la naturaleza y árboles nativos y una vieja granja con viejas cosechas cultivadas aún por unos malhumorados arrendatarios que sabían que eran animales de zoo y que pensaban que no estaban sacando lo suficiente de todo ello..., no eran en absoluto lo que la profesora había tenido en mente. Pero eran lo que más miraban los chicos del gueto que acudían de las escuelas del centro de la ciudad, y sin los chicos de las escuelas del centro de la ciudad la profesora nunca hubiera conseguido los fondos federales que, sin embargo, eran aún insuficientes para pagar las facturas de todas las cosas que deseaba hacer.
Pero lo que podía hacer era mucho. Bajo sus órdenes, los voluntarios talaban salvajemente los importados nogales ingleses y las moreras y plantaban robles y abedules nativos. Los restos de antiguos jardines eran esterilizados, y en su lugar se plantaba hierba y flores silvestres. A los dos años, había empezado a tener casi el aspecto que tenía hacía siglos, y por eso la doctora Marietta Mariano renunció a su profesorado titular y a sus cargos y se jubiló anticipadamente para irse a vivir a la Reserva Natural John James Audubon.
Al mediodía, Sol Sayre estaba de vuelta, sudoroso y portador de malas noticias.
—Hay dos nuevos grupos de salicarias a lo largo del arroyo —informó.
Ella alzó la vista de la colmena de lados de cristal, de la que estaba intentando extraer el chicle que cegaba los orificios de ventilación, gracias a lo cual él supo que había habido otra visita de estudiantes aquella mañana.
—Coma ahora —ordenó ella hoscamente—. Luego iré con usted y le echaré una mirada.
—No me traje nada de comida. No tengo hambre.
—¡Sol! ¡Sol! No se preocupa usted de... Está bien, entonces iremos ahora —dijo, renunciando. Pero cuando llegaron al Sendero de los Bosques del Oeste que cruzaba la pradera, donde él había dejado la segadora, indicó—: Conduzca usted.
Para Solomon Sayre, las sacudidas que sufría su columna en la segadora y las sacudidas que recibía al andar eran más o menos iguales. Ambas dolían. Dudó en intentar explicarle eso a la doctora Mariano una vez más, pero finalmente se decidió en contra: si ella supiera en realidad lo que sentía montado en la segadora, no le dejaría volver a subir a ella. Había justo el espacio suficiente para que la vieja dama permaneciera de pie detrás de él mientras conducía subiendo la carretera de acceso, a velocidad de paseo, con tiempo de sobra para mirar a su alrededor.
—Árboles —dijo ella malhumoradamente—. Deberíamos plantar árboles a lo largo de la línea norte, a fin de que, cuando empiecen a construir casas allí, no tengamos que verlas. —Pero realmente no le irritaba la posible edificación fuera de la reserva. Miraba hacia la pradera occidental, donde toda la orilla era ahora manchas de color escarlata púrpura, y el mismo color empezaba a bordear el arroyo a medida que se aproximaban. Sayre sintió los dedos de la mujer clavarse en su hombro.
No dijo nada. Bajó cojeando de la segadora, se quitó las sandalias y, descalza, trepó hasta los lodosos márgenes del arroyo. Había veinte plantas en el grupo, y no estaban allí hacía unas semanas. En realidad eran más bien hermosas, pensó Sol, altas hasta el pecho, con tallos verdes y hojas estrechas, y las flores púrpura rojizo ascendiendo en la parte superior como una antorcha.
La profesora Mariano cortó un tallo y desmenuzó una de las flores.
—Salicaria púrpura —admitió hoscamente—. Lythrum salicaria. Buena para nada. Nadie la come, y desplaza otras plantas. Écheme una mano.
Sol la ayudó orilla arriba.
—He visto abejas visitándolas en busca del néctar —dijo—. Y mariposas también.
—Probablemente las pondrá enfermas. Y no pertenece a este lugar, Sol. Es extranjera aquí. Viene todo el camino desde alguna parte de Asia.
—Podría rociarlas —se ofreció él.
—¡No! —Y luego, más atemperada—: No queremos usar herbicidas químicos en la reserva; usted lo sabe. Quizá debería decir a los voluntarios que las cortaran..., pero volverán a brotar.
Se perchó en el borde del asiento de la segadora y sacudió la cabeza.
—¿Ve por qué no me siento feliz respecto a los marcianos? Es la misma historia por todo el mundo. La gente trae plantas, o peces, o insectos. Llegan a un lugar donde no tienen enemigos naturales, ¡y así se convierten en el enemigo de todo lo autóctono! Como las islas Hawai...
Sol se reclinó pacientemente en la capota de la segadora para escuchar el consabido discurso. El jacinto de agua en Florida. Los conejos en Australia.
—Y ese cangrejo de río de color rojizo, el Orconectes rusticus, ¿sabe lo que ha hecho en Wisconsin? Ni siquiera puedes nadar en alguno de los lagos porque muerden todo lo que se mueve; comen de todo, y así los lagos quedan muertos. Los olmos en Inglaterra, el castaño americano, los estorninos en Norteamérica..., las abejas asesinas africanas, las hormigas rojas...
—No se excite tanto, doctora —instó Solomon.
Ella apoyó una mano en su hombro. Al principio él creyó que se trataba de un gesto de afecto, pero había un montón de peso tras él. La palidez de su rostro le dijo lo cerca que estaba del agotamiento. Alarmado, preguntó:
—¿La llevo de vuelta a la cabina?
—Será lo mejor —dijo ella, y permaneció sentada durante la mayor parte del traqueteante camino de regreso. Él no se paró en el sendero del bosque sino que continuó a lo largo de la curva hasta alcanzar el sendero principal. Ella no le detuvo.
Cuando llegaron al aparcamiento, el color había empezado a regresar al rostro de la doctora. En los peldaños de la cabina, ella le estrechó la mano.
—Ahora ya me encuentro bien —dijo—. ¿Y usted?
—Oh, estoy estupendamente, doctora —sonrió.
—Mentiroso —suspiró ella—. Pero será mejor que vuelva al trabajo. —Lo miró de arriba abajo—. Es usted un buen muchacho, Sol. Me gustaría que pudiera conseguir un auténtico trabajo.
—Estoy bien aquí, doctora Mariano.
Ella asintió, no como aceptación, sino mostrando tan sólo que sabía que él iba a decir aquello.
—De todos modos, me gustaría que conociera a alguna hermosa chica joven. Necesita una amiga, no un viejo murciélago como yo.
Él mantuvo la sonrisa en su rostro, aunque no resultó fácil.
—Puedo ocuparme de eso cuando deseo —dijo.
Era una verdad a medias. Podía ocuparse de la necesidad, de acuerdo, porque ya no parecía sentir esa necesidad. Ahora su necesidad era de otra clase, y mucho peor.
Cuando fue llamado a la consulta final en el hospital de la Asociación de Veteranos, los médicos del ejército le dieron francamente la noticia. Fue como si alguien hubiera escrito la palabra FIN a la historia de su vida.
No era sólo su espalda. Eso únicamente era doloroso. Era lo otro, que le hacía imposible ver, en ningún rincón de su futuro, nada que convirtiera la vida en algo digno de la molestia de vivirla.
—Ha sufrido usted —dijo el médico residente— lo que llamamos una orquidectomía traumática. Eso no tiene nada que ver con las orquídeas. —Al parecer, el hombre intentaba darle un poco de humor a la cosa—. Eso significa...
—Eso significa que me fueron arrancadas las pelotas —dijo Sayre, asintiendo con la cabeza para demostrar que comprendía—. Ya sabía eso. Pero, ¿no hay algún tipo de implante, u hormonas, o...?
El médico negó con la cabeza.
—No en su caso —dijo con voz pesarosa—. Tiene usted todavía algo de tejido testicular residual. Es suficiente para una cierta funcionalidad. Quizás incluso pudiera llegar a engendrar un hijo, tal vez.
—Oh, claro, tal vez —dijo Sayre. Mientras esperaba aún con ansiedad un trasplante que le devolviera lo que nunca volvería a crecer allí, le habían dicho exactamente lo que él y cualquier madre en perspectiva tendrían que hacer a fin de que él pudiera engendrar un hijo. No se podía imaginar haciendo aquello.
—De todos modos —intentó consolarle el doctor Hasti—, me temo que, con su espalda tal como está, cualquier relación sexual normal le resultaría tremendamente dolorosa.
—Sí —dijo Sayre, sabiendo que aquello era completamente cierto, porque ya le era tremendamente doloroso. Sólo la morfina lo hacía soportable.
—En cualquier caso —dijo el doctor Hasti—, el resto del pronóstico tampoco es muy bueno.
—Ya me lo han dicho —admitió Sayre.
—Sí. De modo que ya lo sabe, aunque podemos prescribirle testosterona o algún otro tipo de esteroides...
—Sí, que probablemente me matarían de cáncer. —Sayre empezaba a cansarse de la conversación. Lo que deseaba era salir de allí a un lugar donde nadie pudiera ver su rostro y pensar en lo que podía llegar a ser el resto de su vida—. Así que tengo que someterme a ese régimen restrictivo. Nada de alzar pesos. Voy a sufrir todo tipo de disfunciones glandulares. Probablemente me desmayaré si intento efectuar cualquier trabajo físico duro. Tengo que vigilar mi corazón. Probablemente nunca seré capaz de conseguir un trabajo estable.
—Oh, eso no es absolutamente cierto.
—Por supuesto que lo es, porque nadie va a contratarme en las circunstancias actuales.
El médico frunció el ceño.
—Debería intentar no ser tan negativo, cabo. Probablemente podrá beneficiarse de la psicoterapia..., tal vez unas cuantas sesiones con un analista...
—Pensaré en ello —dijo Sayre, y se puso en pie. Él era cabo y el médico mayor, pero simplemente se dio la vuelta y salió. ¿Qué podían hacerle ahora? Regresó a su pabellón. Al día siguiente terminó de rellenar sus papeles de desmovilización, se puso sus ropas civiles, y cojeó fuera del hospital en dirección a una vida civil completamente vacía.
De lo único que no iba a tener que preocuparse sería del dinero, pensó. Tenía su pensión de incapacidad total, tenía ochenta dólares al mes de una casi olvidada póliza de seguro universitario, y tenía más de dos mil dólares de pagas atrasadas en el banco.
Y tenía el dolor.
A los días ociosos y el dolor crónico se les añadió algo nuevo. Durante los primeros meses adquirió algo que cambió su vida en muchos aspectos: un hábito.
Una de las cosas que cambiaron fue que antes de mucho tiempo tuvo que empezar a preocuparse de nuevo por el dinero, mucho.
El trabajo en la reserva natural no pagaba gran cosa, pero cada dólar ayudaba a completar el dinero para el camello. También ayudaba a llenar los días. Además, la doctora Mariano era el mejor jefe que había tenido nunca.
El lisiado veterano y la vieja profesora habían congeniado extraordinariamente, pese a que las diferencias entre ellos eran abismales. Sayre era joven. Mariano había cumplido ya los sesenta. Sayre había abandonado la universidad para unirse al servicio militar. Mariano tenía tres doctorados. Mariano estaba casi ciega de un ojo y totalmente sorda de un oído. Si le hablabas por el lado equivocado, miraba a su alrededor con el ojo bueno durante un momento, intentando averiguar de dónde venían los sonidos, antes de decidir que los sonidos eran una voz y que la voz traía consigo un significado que quizá valiera el esfuerzo de descifrarlo. Sayre, por otro lado, tenía una visión de 20/20. También tenía el oído de un murciélago y una nariz que podía detectar el perfume de una mujer a media manzana de distancia. Ése era uno de sus problemas. Le hacía consciente en todo momento de lo que no podía conseguir. Si hubiera necesitado alguna razón extra para buscar los placeres de la aguja, ésa hubiera sido suficiente. Pero no necesitaba razones extras. Tenía dos, y grandes.
La primera, un dolor constante en su espalda que la heroína, por un tiempo al menos, eliminaba.
Y luego, después de habituarse a la heroína por un tiempo, había ese otro dolor, considerablemente peor, que aparecía cuando no conseguía pincharse a tiempo y se enfrentaba a la posibilidad de pasar un día demasiado largo sin ella.
No era exactamente dolor. Era algo peor que el dolor. Era miseria. Era algo dañino y obsesivo; implicaba vómitos y sudor y toses. Y, sobre todo, implicaba el conocimiento absoluto de que si tan sólo pudiera pincharse, transcurriría sólo un momento hasta sentirse bien y feliz otra vez.
Y entonces no transcurría mucho tiempo hasta que el dolor se arrastraba de vuelta, y los temblores, y la terrible, ardiente, desesperada necesidad.
En verano, la Reserva Natural John James Audubon no cerraba hasta la puesta del sol. Eso era bastante después de las ocho, pero era raro que llegara algún visitante después de las siete. Era raro que la profesora Mariano regresara a la cabina después de su rápida y solitaria cena también, pero cuando lo hizo encontró a Solomon Sayre con la barbilla apoyada entre sus manos delante de su escritorio, contemplando fijamente el televisor portátil en blanco y negro que ella guardaba allí para el parte meteorológico y algún ocasional acontecimiento importante.
—No se le pagan horas extras, Sol —le riñó amigablemente—. Váyase a casa. Deje que cierren los voluntarios.
El dijo con voz ausente:
—El hijo de Lucy tiene fiebre, así que le dije que yo me ocuparía de todo. Estaba mirando un especial sobre los marcianos.
—Marcianos —bufó ella, y se dio la vuelta. Rebuscó entre los estantes de su biblioteca en busca de Flora nativa de las llanuras norteamericanas, con la esperanza de que el volumen seis identificara qué variante de las cintas Reina Ana, Daucus carota, era la que había hallado en el aparcamiento del Burger King donde había ido a cenar.
—Todo el mundo dice que se parecen a las focas —señaló Sol Sayre detrás de ella—. Creo que son más bien como esa cosa australiana, el ornitorrinco.
—Omithorhynchus anatinus —dijo automáticamente Marietta Mariano—. No, en realidad no, Sol. No tienen ese pico de pato, ni pies palmeados..., bueno, no les servirían de nada en Marte, ¿no cree? —Pero abandonó la búsqueda del libro para regresar y detenerse de pie junto a él. Miraba menos la pantalla del televisor que a su ayudante. No le gustaba cómo sonaba su voz: ausente, nerviosa, deprimida. Parecía más que nunca como si no hubiera dormido lo suficiente. Había círculos debajo de sus ojos, las líneas del dolor eran más profundas en su joven rostro. Esperaba que no fuera a sumirse en otra de aquellas malas épocas en las que, suponía, el dolor de sus heridas llameaba incesante, o quizá tan sólo le abrumaba la convicción de lo malas que eran. Sintió deseos de palmear su hombro. En vez de ello dijo:
—¿Cuánto falta todavía para que lleguen aquí esos marcianos?
—Oh, supongo que mucho tiempo —respondió Sayre soñadoramente—. Murió otro la última noche.
—¿Otro marciano? Eso deja, ¿cuántos, cinco?
—No, no. Otro de los miembros de la tripulación. Muchos de ellos están enfermos, ya sabe.
La profesora Mariano asintió. Demasiada preocupación por los problemas de los marcianos y los astronautas, pensó, y no la suficiente por los problemas de la Tierra.
—Oh —dijo él—, y los respiraderos de las abejas fueron taponados de nuevo. Los limpié. Creo que esta vez era caramelo blando.
—Niños —murmuró ella, y se dio la vuelta para mirar a la colmena de paredes de cristal al otro lado de la habitación, donde los insectos se abigarraban unos encima de otros—. Nos harán un buen servicio a todos —dijo— si se cruzan con las abejas africanas y nos pican a todos con sus mortales aguijones... ¡Sol! ¿Qué es eso?
Acababa de darse cuenta de la maceta con la planta de flores escarlatas junto a la ventana, que no estaba allí hacía unas horas.
—Oh —dijo Sol, sin volverse—. Traje un espécimen de salicaria. Pensé que si lo estudiaba, tal vez hallara algo en que utilizarla.
—Ha estado atareado, ¿no? Pero sería mejor —dijo amargamente— si hallara alguna buena forma de matarlas. Simplemente, no pertenecen aquí. —Suspiró y meditó—: ¿No sería maravilloso si los chicos decidieran de pronto que podían viajar fumándolas? ¿Si se deslizaran subrepticiamente hasta aquí de noche y las cortaran? ¿Obligar a los federales a rociarlas con paraquat o algo parecido por todo el país? —Se echó a reír, complacida de haber hallado algo que animara a Sol..., menos complacida, mucho menos complacida, cuando vio que él no sonreía.
En aquellos momentos no había muchas sonrisas en Solomon Sayre, porque tenía un problema por resolver. Puesto que no atisbaba ninguna forma de resolverlo, intentaba olvidarlo. Se mantuvo atareado con cosas que no correspondían a su trabajo o que no necesitaba hacer; cuando eso no funcionó, se hundió delante del televisor e intentó hacer que los marcianos apartaran su mente del problema. Contempló los fragmentos de película y el panel de expertos: Carl Sagan y Ray Bradbury y algún ruso cuyo nombre no captó, hablando vía satélite. No siempre oía lo que estaban diciendo, pero seguía mirando. Siguió mirando incluso cuando los marcianos habían desaparecido hacía mucho y la emisora empezó a retransmitir el juego de béisbol de la semana en su cuarta entrada, con los Mariners por delante de los Chicago por cinco a nada.
El béisbol no era la respuesta a su problema. El problema era que los frenos del Lincoln se habían estropeado definitivamente, y arreglarlos se le había llevado el dinero reservado para la droga. Tenía tres dólares y cuarenta centavos en el bolsillo, y su próximo cheque no le llegaría hasta dentro de dos días.
Dos días eran un lapso de tiempo imposible de esperar.
Sol se sintió incapaz de permanecer sentado más tiempo. Tres dólares no eran suficientes para una dosis. Eran sólo lo justo para poner gasolina y llegarse a su camello. Sol ni siquiera estaba seguro de poder confiar en sí mismo para conducir hasta la ciudad, tal como se sentía. Pero si lo hacía, pensó, tal vez Razor se mostrara razonable por una vez...
Necesitaba calmarse...
Bueno, por supuesto, aquello sólo había sido un chiste de la profesora, se dijo. De todos modos, empezó a arrancar las hojas de la planta de flores escarlata. Las colocó en el horno tostador que tenía la profesora Mariano para calentar sus bocadillos de la comida; cuando empezaron a oler a tostado, las desmenuzó y las cargó en su pipa de hash.
Al menos ardieron. Pero eso fue todo. Sabían terrible, y le hicieron toser rasposamente. Cuando la pipa se hubo terminado, sentía la garganta como si hubiera tragado alambre espinoso, y no había el menor signo de vuelo..., y el problema seguía allí.
Sol nunca había robado nada de la reserva natural. Era su fuente de orgullo: nunca había robado nada para satisfacer su hábito, y no tenía intención de hacerlo nunca.
Sin embargo, si tomaba prestado algo y lo devolvía antes de que nadie lo echara en falta... Y había, lo sabía bien, una pequeña caja con dinero suelto en el cajón del fondo del escritorio de la profesora Mariano.
Estaba cerrado. Pacientemente, Sol hurgó en la cerradura con un clip. No se abrió. No de esa forma, al menos; cuando al final olvidó las sutilezas y lo abrió con ayuda de un destornillador, lo que encontró dentro fueron doce centavos, medio dólar de la época de Kennedy, y un vale por veinticinco dólares escrito con la letra de la profesora.
Así que no había ninguna solución allí.
No había ninguna solución en ninguna parte al alcance de Solomon Sayre. Si había alguna esperanza, residía en la compasión y la decencia humana de un traficante de drogas.
Sol condujo con gran cuidado en el denso tráfico, gente que salía tarde de la ciudad camino de sus hogares, suburbanitas que se encaminaban a pasar la velada en la ciudad. Tomó el camino largo, porque no tenía dinero suelto para los peajes, y su cuerpo empezó a temblar.
El destino fue bondadoso con él. No había nadie en el restaurante excepto Razor, inclinado sobre una taza de café frío al extremo del mostrador.
Razor fue menos bondadoso.
—Nada de crédito, tío —dijo, sin siquiera alzar la vista del café.
—Pero soy un buen cliente, hombre. Sabes que siempre te he pagado. Pasado mañana...
—Pasado mañana puedes volver a verme, si lo deseas —le dijo Razor a la taza de café.
—No puedo esperar hasta entonces —explicó Sol. Estaba siendo muy razonable sobre el asunto, estaba seguro de ello. Si tan sólo el traficante pudiera verlo—. ¿Comprendes, hombre? El asunto es que no puedo aguantar hasta pasado mañana, ¿entiendes? Me haré pedazos.
Razor alzó finalmente la vista hacia él.
—Consigue algo de pasta —aconsejó.
—Ah, no —suplicó Sol—. Si intento atracar a alguien o algo parecido, me cogerán, seguro. Estaré frito en la cárcel, ¿sabes? ¡Moriré! Yo..., no sé lo que haré —dijo desesperadamente—. ¿Y qué ocurrirá si no puedo mantener la boca cerrada? Quiero decir, si ellos me ofrecen un trato...
El hombre del mostrador se envaró. Miró rápidamente a través de la ventana hacia el vacío aparcamiento.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz suave—. ¿Que me delatarás?
—¡Yo no he dicho eso! No quiero causar ningún problema, pero..., por favor —dijo abyectamente—. Mira, te pagaré el doble. Te juro que lo haré.
El camello lo estudió con una mirada evaluadora.
—Veamos si eres hombre de palabra —dijo al fin.
Sol fue incapaz de conducir todo el camino de vuelta hasta su habitación. Metió el coche en el sendero de entrada a la reserva natural, corrió a abrir la puerta, siguió adelante sin molestarse en cerrarla a sus espaldas. En la cabina, encendió todas las luces y abrió la puerta del cuarto de baño. Se arremangó la camisa y ató un tubo de caucho a su brazo. Las venas resaltaron como las de las manos de la profesora Mariano.
Tuvo problemas en hallar un lugar libre de pinchazos, pero, cuando el flujo penetró en su organismo, se dejó caer al lado del lavabo para darle la bienvenida.
Todos los colores del mundo cambiaron a su alrededor. El pequeño y desnudo cuarto de baño era ahora cálido y acogedor; incluso la tapa del wáter de plástico rosa tenía un tono más agradable del que recordaba. Ni siquiera su espalda le dolía ya..., oh, seguro, se corrigió con una sonrisa, dolía, pero ciertamente el dolor no era nada que pudiera llamar malo. Permaneció sentado allí durante largo rato, dejando que el cálido torpor se infiltrara por todo su cuerpo. Luego se puso en pie y caminó, envaradamente, hacia la oficina de la reserva natural.
Captó un atisbo del viejo Lincoln allá fuera con las luces aún encendidas y sonrió; si lo dejaba así, cuando subiera a él tendría la batería agotada. También era divertido que hubiera dejado todas sus cosas en el cuarto de baño, donde la primera persona que llegara a la mañana siguiente las encontraría. Se recordó a sí mismo ocuparse inmediatamente de esos detalles. Rió en voz alta, o creyó que lo hacía, cuando pasó junto a la pobre y deshojada salicaria en la maceta cerca de la colmena. ¡Arrancarle las hojas para fumárselas! ¡Qué estupidez!
Entonces dejó de sonreír. Había algo nuevo y en absoluto agradable en ella.
Las hojas rojo púrpura que remataban los tallos no habían cambiado. La parte inferior de los tallos seguía desnuda. Pero, justo debajo de las flores, había aparecido algo diferente. Era una maraña verde, frondosa y densa, casi como un nido de pájaro o un cestito entretejido. Y podía ver, dentro de ella, agitándose débilmente, algo que no estaba allí antes.
Estaba vivo. Tenía la cabeza de una rata, el cuerpo liso y flexible de una comadreja, los delgados miembros de un caballo de carreras recién nacido.
—Un marciano —susurró Sayre con un parpadeo. La profesora había tenido razón. Rebuscó sobre su escritorio hasta que encontró unas tijeras. Cayó sobre la planta y la cortó a la altura de la raíz. Pudo sentir la pequeña cosa agitarse en su nido mientras, con un estremecimiento, la metía en el horno tostador. Sonriendo como un maníaco, lo cerró y puso el control al máximo. ¡El fuego lo mataría! Mientras se consumía y restallaba dentro, pudo ver a la criatura golpear contra el humeante cristal de la puerta.
Solomon Sayre, jadeando, miró a su alrededor. Si había uno, podía haber más. Saltó a la ventana.
Seguro, había todo un nuevo grupo de salicarias púrpura junto al estanque verde por las algas, a unos pocos metros de distancia..., lo bastante cerca como para poder ver que cada una de ellas tenía también una hinchazón bajo las flores, hinchazones que pulsaban como el vientre de una mujer embarazada.
El fuego las mataría también.
El único problema era técnico, y lo resolvió de inmediato. Un lanzallamas. ¿Cómo podía improvisar uno para que hiciera el trabajo? Inspirado, sintiéndose casi un dios gracias a su poder, Sol vació el líquido fertilizante del rociador y lo llenó con queroseno. Salió a la noche. Bombeó hasta alcanzar la presión suficiente, prendió el chorro con su encendedor, apuntó las llamas hacia la vegetación.
Se marchitó y se fundió. Pudo oír a los diminutos niños marcianos chillar su desesperada furia mientras se convertían en antorchas. Cuando estuvieron reducidos a cenizas, se apresuró de vuelta a la cabina, seguro de lo que tenía que hacer a continuación. ¡Había que advertir al mundo!
La profesora Mariano había llegado mientras él estaba fuera; estaba sentada en su escritorio, mirándole con amor y admiración.
—Quiero una conferencia de prensa —restalló él—. Quiero a los jefes del Servicio de Pesca y Vida Salvaje de todos los estados..., ¡inmediatamente! ¡Sí, y será mejor que llame a la Casa Blanca también!
—Ahora mismo, Sol —susurró ella, y tomó el teléfono. El se sentó, tranquilo y confiado, observándola mientras marcaba—. Tiene un aspecto maravilloso —dijo ella, y enrojeció mientras empezaba a hablar por el teléfono. Ella también tenía un aspecto maravilloso, pensó él, y no pudo recordar cómo podía haber pensado alguna vez que era vieja. Se había soltado el pelo y se había puesto un traje blanco con un cinturón rojo. Las arrugas de la edad habían desaparecido de su hermoso y liso rostro.
—Están a la escucha, Sol —dijo ella, y le tendió el teléfono.
Él sabía exactamente lo que tenía que decir.
—Ésta es una alerta nacional —advirtió—. Especies exóticas han sido invadidas por los marcianos. La única defensa es quemarlas de inmediato. ¡Todas! Todas las especies introducidas..., jacintos de agua, pájaros e insectos exóticos, cualquier cosa que no sea autóctona. ¡Quémenlas! No hay tiempo que perder: ¡Organicen en seguida equipos de lanzallamas! —No quiso saber si había alguna pregunta. No lo necesitaba. Se trataba de gente bien entrenada, llena de recursos. Comprendieron de inmediato, y no hubo discusión.
—De inmediato —dijeron. O—: ¡De acuerdo, señor Sayre! —Pudo oírles colgar a todos, clic, clic, cliquite-clic.
Luego oyó una última voz:
—Señor Sayre, no deseo entretenerle, pero aquí el Presidente. Sólo deseaba decirle que creo que está haciendo usted un magnífico trabajo.
—Gracias, señor Presidente —dijo Sayre, profundamente emocionado.
—Oh, Sol —susurró Marietta Mariano, alzando sus labios hacia él—. Nos ha salvado a todos.
Pero, mientras se tendía hacia ella, se detuvo. Algo iba mal. Podía oírlo.
¡Sí! ¡Las abejas! El zumbar en el rascacielos de cristal contenía una nota nueva y ominosa. Dirigió a la mujer una sonrisa temeraria.
—Éspere un momento —dijo, mientras se volvía y saltaba hacia la colmena.
No había la menor duda: Las abejas también se estaban convirtiendo en marcianos. Podía verlos, pequeñas cosas con miembros como palillos y caras de rata entre la agitada masa de los insectos. Sol dejó escapar una carcajada. Para esto ni siquiera necesitaría fuego: apretó los puños y, con un seco golpe, destrozó el cristal. Furiosos insectos zumbaron en todas direcciones. Más se quedaron dentro, zumbando ominosamente, peligrosamente, mientras él se metía. Recogió los pequeños cuerpos a puñados y los arrojó al aire, sin importarle las picaduras. Lo importante era llegar a los pequeños marcianos recién nacidos. Se escabulleron agitándose, pero no podían escapar. Los atrapó uno a uno entre el índice y el pulgar, y apretó..., pop.
Cuando el último horror estuvo muerto, se limpió los dedos en el borde de la mesa y se volvió, sonriente, hacia Marietta Mariano.
Los ojos azules de la mujer rebosaban de lágrimas.
—Mi pobre querido —susurró—. Le han picado un millón de veces.
Triunfante, sintiéndose un dios, tendió las manos hacia ella. Podía ver los furiosos puntos rojos que cubrían sus brazos, pero no sentía ningún dolor en absoluto...
No entonces, no nunca más.
Cuando llegó el primer voluntario para abrir la cabina a la mañana siguiente, lo primero que observó fue que alguien había estado quemando basura contra el lado del edificio. Había manchas de quemaduras. Lo segundo fue que el interior de la cabina estaba lleno de zumbantes abejas.
Lo tercero que vio fue el cuerpo de Solomon Sayre.
Cuando llegó la profesora Mariano, con su envejecido rostro peor que nunca por haber llorado por el camino, la policía ya estaba allí, junto con el coroner.
—No fueron las picaduras de las abejas, señora —dijo el policía—. El examen médico preliminar indica que tal vez hubieran podido matarle, pero que ya estaba muerto. Heroína. Una sobredosis.
—¡Heroína! —jadeó la profesora Mariano—. ¡Oh, Dios mío! Qué terrible accidente.
El policía negó con la cabeza.
—El examinador médico lo ha calificado de homicidio, señora. Era heroína pura. A alguien no le gustaba ese hombre, así que se la dio sin cortar, y la palmó. —Dudó unos instantes, luego dijo—: Pero mire su rostro, señora. Todavía está sonriendo. Lo mató, de acuerdo, pero puede ver que se sentía realmente bien cuando murió.
13. «Oprah Winfrey»
WINFREY: Los invitados que tenemos con nosotros esta mañana van a hablar sobre los marcianos. Ya sé que todos ustedes han estado oyendo hablar de los marcianos a cada minuto desde las Navidades, pero creo que tenemos algunas personas aquí que pueden hablarnos de ellos desde distintos puntos de vista.
Empezando por mi derecha al fondo, tenemos a Marchese Boccanegra —espero haberlo pronunciado bien, ¡Marchese!—, que es el autor de: La verdad definitiva: el sorprendente acertijo detrás de las oleadas de «platillos», y ha ocupado todas las cabeceras con sus declaraciones de que los marcianos han estado muchas veces antes en la Tierra. A continuación está Bill Wexler, que es presidente de la Sociedad L-5 de Terre Haute, Indiana, y ex consultor del programa de la Lanzadera Espacial; seguido por El Sorprendente Randi, el famoso mago de escenario que se ha dedicado a poner al descubierto ante la gente los fraudes y los charlatanes. A mi izquierda está el célebre científico Carl Sagan, y finalmente Anthony Makepeace Moore, que ha venido desde su Retiro Astral Eudorpano.
Me alegra tenerlos a todos reunidos aquí hoy.
MOORE: Yo no me alegro, señorita Winfrey. No me dijo usted que toda esta gente iba a estar en el programa; de otro modo, no hubiera aceptado venir.
SAGAN: A mí tampoco me entusiasma estar con usted, señor Moore. Debo empezar afirmando que creo que las estupideces populacheras de gente como usted causan un gran daño a la investigación científica del espacio.
RANDI: ¿Por qué es usted tan generoso, Carl? Eso es algo peor que estupideces populacheras. Es un claro y patente fraude.
WINFREY: Oh, vamos, caballeros. Los he reunido aquí porque, de una u otra forma, todos ustedes tienen un interés especial en los marcianos. Sé que no están de acuerdo entre ustedes. Por eso precisamente les pedí a todos que vinieran. Pero el público tiene derecho a oírles a todos ustedes..., empezando, creo, por el menos controvertido, Bill Wexler. Bill, ¿cómo afectan los marcianos a su movimiento de construir los hábitats L-5 en el espacio?
WEXLER: Son simplemente una prueba más de que la vida puede medrar y florecer fuera de nuestro planeta. Nosotros en el programa del hábitat lo sabemos desde hace años, desde que el doctor O'Neill, en Princeton, efectuó la primera investigación detallada de los requerimientos para construir un enorme hábitat autosuficiente para seres humanos en órbita. Por supuesto, las ventajas prácticas son obvias. Satélites movidos por energía solar. Energía eléctrica barata de microondas que enviar a la Tierra para iluminar nuestras casas y hacer funcionar nuestras industrias, sin polución ni miedo a los accidentes nucleares. Fabricación en el espacio a gran escala. Alivio para nuestras superpobladas ciudades... El espacio nos ofrece una capacidad para crecer casi infinita. Un lugar seguro para los seres humanos incluso si una guerra nuclear llegara a decla...
WINFREY: En realidad, lo que nos interesa esta mañana son los marcianos.
WEXLER: Ahora llego a ello. Una vez tengamos los hábitats L-5 en el espacio en torno a la Tierra, todo lo que se necesita es proveerlos de motores y podremos ir a cualquier parle. Si hubiéramos empezado en 1965, cuando el profesor O'Neill concibió este plan, tendríamos algunos de ellos en órbita alrededor de Marte desde hace tiempo. Hubiéramos descubierto a esos marcianos mucho antes. En estos momentos lo sabríamos todo sobre ellos, incluido cualquier conocimiento científico que pudieran añadir al nuestro...
BOCCANEGRA: No poseen ninguno. No han alcanzado el nivel theta de consciencia.
WEXLER: No sé nada acerca de ningún nivel theta, pero deberíamos empezar ahora. ¡Podemos tener un hábitat en torno a Marte en un plazo de ocho años! Con frecuentes amartizajes con lanzaderas para estudiar todo lo que hay allí..., y luego Venus, Mercurio, las lunas de Júpiter...
MOORE: No malgaste su tiempo con Venus. Está muerto. Los Maestros Eudorpanos tuvieron que acabar lamentablemente con sus habitantes hace once mil años, debido a la maligna dirección materialista que había tomado su falsa ciencia.
RANDI: ¡Oh, vamos! Oprah, ¿tenemos que soportar esto?
BOCCANEGRA: ¡Escuchen la voz del escéptico profesional! ¡Nadie es tan ciego como aquel que no quiere ver! Pero la verdad resplandecerá. Señor Randi, ya sabe usted que Anthony Makepeace y yo hemos tenido fuertes desacuerdos en el pasado...
RANDI: Seguro que sí. No han dejado de ponerse mutuamente la zancadilla en sus fatuos embaucamientos.
BOCCANEGRA: Su observación se halla por debajo de mi desdén. Escúchenme, por favor. Deseo aprovechar esta oportunidad para admitir públicamente que el Maestro Moore nos ha ayudado a ver una verdad tan estremecedora y reveladora que constituye un punto culminante en los asuntos del espíritu humano..., ¡y yo acabo de hallar la prueba objetiva de sus afirmaciones!
MOORE: Gracias por lo que acaba de decir, doctor Boccanegra, aunque debo admitir que me siento un tanto sorprendido. No sabía que se hubiera convertido usted en un estudiante de la iluminación Eudorpana. ¿A qué pruebas se refiere?
SAGAN: Sí, oigámoslas. No he podido soltar una buena carcajada desde hace semanas.
BOCCANEGRA: Todos ustedes saben, supongo, que, utilizando sus técnicas Eudorpanas de proyección astral, el Maestro Moore ha conseguido establecer contacto con las Antiguas Mentes de la anterior raza marciana...
RANDI: No, háblenos de ello. Esta mañana no he leído el National Enquirer.
WINFREY: Espere un momento, Marchese. ¿Me está diciendo usted que esas cosas estúpidas tienen mentes?
BOCCANEGRA: No, no, no esos lamentables restos que halló la expedición Seerseller. No son más que animales degenerados. Estoy hablando de los seres originales que habitaron no sólo Marte sino nuestra Luna, la luna joviana Callisto, e incluso nuestro propio planeta...
MOORE: Discúlpeme, Marchese. ¿Está confundiendo usted los Maestros Eudorpanos con esos seres originales?
BOCCANEGRA: En absoluto, Maestro Moore. Ésa es la maravillosa noticia que tengo para usted. A través del análisis del nivel theta de realidad, fui capaz de localizar uno de los Centros Muy Armónicos usados por esos seres avanzados durante su estancia en nuestro planeta. Se halla en las orillas del que llamamos río Misisipí, aunque en sus notaciones ello lo llaman el Ur-Papagat. Dejaron un registro gráfico, que he visto con mis propios ojos.
MOORE: ¡Esto es sorprendente, Marchese!
RANDI: Eso es pura mierda, Marchese..., disculpe la expresión, Oprah. ¿Qué van a hacer ahora ustedes, vender entradas?
BOCCANEGRA: Por supuesto que no. Voy a pedirle al Maestro Moore que se una conmigo en una investigación científica de esas sorprendentes pruebas de sus teorías...
MOORE: ¡Por supuesto que lo haré, Marchese!
BOCCANEGRA: ...tan pronto como hayamos arreglado la financiación imprescindible para todos los instrumentos necesarios para medir las propiedades electromagnéticas, ópticas y Kirlian de las reliquias.
RANDI: Oh, ahora lo capto. Van a solicitar contribuciones para la «investigación», ¿verdad?
WINFREY: ¡Caballeros, caballeros! Todos tendrán oportunidad de hablar, pero quizá fuera mejor que empezáramos respondiendo a las preguntas que nos formula nuestra audiencia..., inmediatamente después de la publicidad.
14. Los marcianos de Iriadeska
Charlie Sanford había anticipado desde un principio que iba a ir a extraños lugares y hacer extrañas cosas, porque eso era lo que hacía normalmente un relaciones públicas. Pero nunca había esperado hallarse en un bote de fondo estrecho, con un motor fuera borda tres veces demasiado grande para él, surcando un fangoso río en el sudeste asiático, «inspeccionando» una plantación perteneciente al ejército iriadeskano en las afueras de la capital, Pnik. Hacía mucho calor. El hecho de que los iriadeskanos dijeran que era de 25° no alteraba el hecho de que él lo sentía empujar hacia los buenos 90 en la vieja escala Fahrenheit, y con una chorreante humedad además.
—¡Ya falta poco! —exclamó el mayor Doolathata junto a su oído, sonriendo animosamente.
Sanford asintió, y se sujetó al parabrisas mientras el conductor hacía girar el volante para cortar a través de un flotante colchón verde de jacintos de agua. Del parabrisas colgaba una muñeca Mindy Mars, con su pelaje de peluche tan empapado por la espuma como el propio Sanford. Le había sorprendido verla allí. La línea había sido introducida en la Feria del Juguete hacía apenas unos meses. Ni siquiera estaba todavía en los almacenes. Así que, ¿cómo había alcanzado tan pronto aquella parte del mundo olvidada de Dios? ¿Y por qué el achispado mayor Doolathata le guiñaba el ojo y miraba significativamente la muñeca cada vez que la mirada de Sanford se cruzaba con la suya?
—Lo que no comprendo —gritó Sanford por encima del rugido del motor— es qué estamos haciendo aquí fuera cuando se supone que yo debería volver a Pnik para mi reunión. —Había llegado al aeropuerto de Pnik a las cinco de aquella madrugada, hecho polvo tras el largo viaje en avión con escalas en Hawai, Manila y Singapur. El adaptarse a los cambios horarios no le resultaba fácil a Sanford, que en realidad no tenía mucha experiencia en viajes a largas distancias. El vuelo había sido no sólo interminable, veintisiete horas de interminabilidad, sino que había cruzado diez zonas horarias y la Línea Internacional de Cambio de Fecha. Sanford no podía decirse a sí mismo qué día era hoy.
El mayor Doolathata dio una palmada al piloto, que inmediatamente redujo el motor a un ronroneo; al mayor Doolathata no le gustaba tener que alzar la voz.
—El general Phenoboomgarat desea que haga usted esto —explicó. Como lo había hecho antes; y ésa era toda la explicación que al parecer iba a conseguir Sanford.
Sanford cerró los ojos y el bote adquirió nuevamente velocidad. De todos modos era mejor no mirar, porque la forma en que era conducido el bote le ponía muy nervioso. Hubiera sido mucho mejor si, cuando surgió la idea, simplemente le hubiera dicho al Viejo: «Lo siento, jefe, pero no sé nada de Iriadeska, y además estoy justo en medio de la promoción de otoño para la Asociación de Envasadores de Encurtidos y Condimentos»..., es decir, hubiera sido mejor en algunos aspectos, aunque seguramente hubiera significado que ahora estaría sin trabajo. Y no había tantos trabajos de cuarenta mil dólares al año para jóvenes ejecutivos de relaciones públicas graduados hacía tan sólo tres años en la Universidad de Nueva York.
—Charles —había dicho benévolamente el Viejo—, ésta es una de esas oportunidades que se producen una sola vez en la vida. ¡Agárrala, muchacho! Es grande también para la agencia, porque es nuestra primera auténtica oportunidad de situarnos a nivel mundial. Y es grande para ti, porque uno de estos días vamos a crear una División Internacional y, ¿quién va a estar delante de ti en la cola para el puesto de director si consigues esto?
Por supuesto, se trataba de una baladronada por parte del jefe de una agencia de siete personas cuyas cuentas anteriores más importantes habían sido una estrella de cine en decadencia, un fabricante de juguetes y la Asociación de Envasadores de Encurtidos y Condimentos. ¡Pero podía ocurrir! Algunos de los más pequeños se habían convertido en titanes de la noche a la mañana en el campo de las relaciones públicas antes, y su personal se había visto de pronto arrastrado a alturas mareantes.
Así que Sanford había hecho las maletas y subido al avión, y había seguido adelante, con los ojos brillantes y alertas tras no más de unos cuantos parpadeos de sueño, para absorber su «tour de orientación» de los muchos aspectos de la institución que, presumiblemente, tenía que convertir en algo querido y adorable: el ejército iriadeskano.
Había sido toda una sorpresa descubrir qué era exactamente el ejército iriadeskano. No era sólo un ejército. Era prácticamente un conglomerado de empresas. Como cualquier gran corporación, estaba diversificado. No era simplemente una fuerza de combate..., de hecho, no había ninguna buena razón para creer que tenía que serlo, puesto que Iriadeska nunca había entrado en ninguna guerra. Poseía tanques y cañones. Pero también era propietario de toda una cadena de empresas Fortune 400, plantaciones como la que estaban recorriendo, periódicos, emisoras de radio y televisión..., incluso su Primer, Segundo y Tercer Banco Militar y Compañías de Depósito, todos ellos haciéndose ricos con los depósitos norteamericanos en ultramar de los que positivamente nunca iba a saber nada ninguna agencia de investigación de impuestos de los Estados Unidos.
Los bancos y las compañías de comunicación habían interesado particularmente al Viejo.
—Hazles saber, Charles —le instruyó—, que controlamos los presupuestos de publicidad de muchos de nuestros clientes, y además les proporcionamos asesoría financiera en sus inversiones. Di, por ejemplo, que la gente de los encurtidos está estudiando el expandirse por el Sudeste de Asia. No hay la menor duda de que gastarán cantidades importantes en radio y televisión, así que..., ¿por qué no en los medios de comunicación del ejército iriadeskano?
Por supuesto, la agencia del Viejo no «controlaba» realmente mucho de nada. El negocio vivía de las migajas que los grandes no se molestaban en recoger. Pero no era probable que nadie en Iriadeska supiera eso. Especialmente no aquel iriadeskano en particular que había entrado un día en sus oficinas con su cuenta, el agregado militar de la misión iriadeskana en las Naciones Unidas. Sanford estaba completamente seguro de que, si el hombre hubiera sido tan sólo un poco listo, era muy poco probable que hubiera empezado eligiendo la agencia del Viejo.
Sanford no había tenido muchas posibilidades de difundir el evangelio del Viejo. Todavía no había conocido a nadie lo bastante importante como para empezar a hablar. El mayor Doolathata había acudido a recogerle al aeropuerto, y desde entonces Sanford había estado explorando la plantación de caucho, azúcar y cacao que el ejército iriadeskano llamaba Campo Thungoratakma. Había contemplado a centenares de pequeños y nervudos iriadeskanos con taparrabo y sandalias de caucho cortar hectárea tras hectárea de caña de azúcar, y a centenares más efectuando sus rápidos cortes en espiral en los excesivamente llenos de cicatrices troncos de los árboles de caucho, para recoger el lechoso rezumar que al final del proceso se convertiría en neumáticos para automóviles, bolsas para agua caliente y preservativos para todo el mundo. Había avanzado al ritmo del motor fuera borda a lo largo de kilómetros de aquellos olorosos riachuelos, encogiéndose cuando el piloto enfilaba a través de las marañas de vegetación levantando enjambres de insectos, y sintiendo aquel punto en la parte superior de su cabeza donde el pelo era un poco más escaso volverse más caliente y más rojo a cada minuto. Tenía...
—¿Qué? —dijo sobresaltado. El piloto había apagado el motor, y el mayor Doolathata le estaba hablando.
—Dije —rió quedamente el mayor— que aquí hay uno de nuestros marcianos.
Frente a ellos, en medio de un colchón de jacintos de agua, una estúpida cabeza les miraba plácidamente.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Sanford.
—Es lo que nosotros llamamos un chupri —anunció el mayor—. En otras partes lo llaman manatee o dugong. Se dice que el chupri es el origen del mito de las sirenas, aunque personalmente no creo que se parezca demasiado a una mujer hermosa, ¿verdad?
Rió de nuevo mientras Sanford agitaba la cabeza, y añadió irónicamente:
—Quizás a lo que más se parezca sea a algo con lo que está usted muy familiarizado, señor Sanford.
—¿Y qué es eso? —preguntó Sanford ausentemente, contemplando a la criatura. La cabeza, ancha como la de una vaca, con bigotes como la de un gato, se apartó de ellos y siguió masticando hierbas. Ciertamente, no tenía ningún parecido con una sirena. Era incluso más feo que un elefante marino, y menos gracioso. Era un trozo de carne acuática del tamaño de un coche compacto.
El mayor estaba abriendo cuidadosamente los cierres de su brillante maletín de piel de cerdo para sacar un fláccido y usado ejemplar del Advertising Age.
—Usted, por supuesto, recordará esto, señor Sanford —dijo placenteramente.
El señor Sanford, por supuesto, lo recordaba. No era algo que pudiera olvidar. Era la primera vez en su vida que su foto había aparecido en una portada. Por supuesto, la foto no era sólo de él; él no era más que otro rostro en una instantánea de grupo del personal de la agencia, en la Feria del Juguete donde presentaron Mindy Mars y el resto de la línea. El pie decía: Los ejecutivos lanzan la línea marciana—, y era cierto..., incluso la palabra ejecutivos, puesto que cada empleado de la agencia era un ejecutivo, o al menos tenía el título de Director de Algo o Coordinador del Proyecto Equis..., todos menos Christie, la recepcionista, y simplemente era demasiado espectacular como para dejarla fuera de la foto.
—Sí, eso fue en la Feria del Juguete —murmuró Sanford, recordando. Todos habían trabajado febrilmente para tener la línea de muñecos marcianos lista para ella; si no exhibías en la Feria del Juguete, no conseguías estar en los almacenes por Navidad. Así que todos habían colaborado, incluso Sanford, pese a que no era su cuenta. El era el que se había ocupado de los artistas mientras éstos retocaban al aerógrafo la enorme ampliación de una foto de la NASA de un marciano que formaba el fondo del stand, con el estante de las muñecas Mindy Mars y Max Mars ante ellos.
El mayor le dirigió otro insondable guiño y volvió a guardar cuidadosamente la revista.
—No diremos nada más de esto ahora —advirtió—. Tenemos que apresurarnos para llegar a su reunión en Pnik.
El piloto puso de inmediato en marcha el motor y, aunque Sanford preguntó a qué se debía la repentina prisa, el mayor se limitó a encogerse de hombros y a guiñar de nuevo un ojo. Sanford volvió la cabeza para mirar al dugong tras ellos mientras el bote trazaba un círculo y emprendía el camino de regreso. Algo se agitaba en su mente. ¿Qué era, la incomprensible e irrelevante observación del mayor acerca de...?
Hizo clic. Se inclinó hacia el mayor y exclamó:
—¡Se parece a un marciano! —Y el mayor irradió satisfacción, y luego frunció el ceño én advertencia y sacudió la cabeza.
Desconcertado, Sanford observó la criatura hasta que desapareció de la vista. Sí. Añádele los miembros como palillos que habían causado tantos problemas a la hora de crear a Mindy y Max (¡No demasiado rígidos! Los niños podrían saltarse un ojo con ellos. Pero lo bastante rígidos como para sostener la maldita cosa)..., añade unos pocos cambios a los rasgos faciales, en especial los ojos..., sí, parecían marcianos, un poco.
¿Y qué posible diferencia significaba esto para alguien?
Cuando alcanzaron el muelle, saltó a la orilla y miró a su alrededor. No había nada que ver; nadie había acudido a su encuentro. El mayor Doolathata entró en erupción con una tormenta de furioso y agudo iriadeskano que envió corriendo al agitado piloto hasta el aparcamiento detrás de las palmeras.
—El coche estará aquí en un momento —se disculpó el mayor—. ¡Esa gente! Uno simplemente no puede confiar en ellos.
—Sí —admitió Sanford, ausente. Tenía un nuevo rompecabezas. En el gran muelle de carga a unos cuantos metros corriente abajo, un enorme bote estaba descargando trabajadores del campo. Apenas pisar tierra firme con sus taparrabos, cada uno echaba a andar más allá de una larga mesa sobre la que había amontonados artículos de ropa. Uniformes. Cada hombrecillo tomaba por turno una camisa, unos pantalones cortos, un casco de acero y botas, y se los iba poniendo mientras avanzaba, de modo que los trabajadores en el río se metamorfoseaban, al final de la mesa, en soldados en activo del ejército iriadeskano. Desaparecieron por entre los árboles hacia apenas visibles autobuses; y, aunque Sanford no pudo verlo con claridad, pareció que cuando cada uno abordaba su autobús recibía una pequeña y fea carabina de fuego rápido.
El mayor advirtió que Sanford observaba a los hombres.
—¿Lo ve? —dijo el mayor Doolathata orgullosamente—. Una tropa muy dura, esos hombres. Es un honor mandarles.
Sanford ofreció:
—Creí que eran trabajadores del campo.
El mayor rió quedamente.
—Trabajadores del campo, por supuesto, seguro. Y también tropas de combate, porque, ¿quién mejor que los soldados para trabajar en los campos del ejército iriadeskano?
Sanford sonrió. Le costaba un cierto trabajo, pero estaba haciendo el esfuerzo, por irritante que resultara el mayor Doolathata, de mantenerse en buenas relaciones con el hombre.
—Y ahora, supongo, van a ir a alguna parte a practicar la instrucción o algo parecido.
—Algo parecido —admitió el mayor Doolathata—. Ah, aquí está su coche. Dentro de poco tiempo lo tendremos en Pnik para su entrevista con el general Phenoboomgarat.
Las cosas, sin embargo, no fueron de ese modo.
Cuando llegaron al cuartel general del Cuarto Ejército Blindado, una oficial con las insignias de coronel salió y se sumió en una larga y febril conversación en iriadeskano con el mayor. Luego el mayor, con aspecto furioso, se alejó a grandes zancadas, y la coronela se volvió hacia Sanford.
—El general Phenoboomgarat ha sido llamado por asuntos urgentes —explicó en un perfecto inglés americano—. Le llevaré a su hotel, donde podrá descansar y gozar de la excelente comida hasta que sea requerida su presencia.
Uno tenía que acostumbrarse a la forma de proceder iriadeskana, pensó Sanford con resignación. De todos modos, un descanso sonaba bien. La comida sonaba aún mejor, porque Sanford no había tenido tiempo de desayunar, y su confundido metabolismo le aseguraba que, fuera cual fuese el número de horas de reloj o de días que habían o no habían transcurrido, ya era hora de comer algo.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó mientras el coche giraba hacia la orilla del río.
—No creo que pueda usted pronunciar mi nombre, señor Sanford —dijo la muchacha—, pere puede llamarme Emily. Dígame, ¿cómo son las cosas en América? ¿Qué hay de la nueva música? ¿Han estrenado alguna buena película?
Ninguno de ésos eran temas que Sanford hubiera esperado oír de boca de una iriadeskana, pero el rostro de la coronela bajo la gorra del uniforme era hermoso, y la blusa militar no le había impedido añadir, le informó su nariz, unas encantadoras gotas de Chanel. Dentro del coche parecía mucho menos un oficial militar y mucho más una mujer joven y atractiva. Sanford hizo todo lo posible hablándole del concierto en el Madison Square Garden al que había asistido hacía un mes, y lo que decían las críticas acerca de las últimas producciones de Hollywood; y estuvieron en el hotel antes de que pudiera acabar de contarlo.
Ante el mostrador de recepción ella fue toda militar de nuevo, firme con el empleado, perentoria con el jefe de camareros del restaurante del hotel..., todo ello en iriadeskano, por supuesto. Luego le dijo a Sanford:
—Le dejaré solo para que disfrute de su comida. Todos sus gastos, por supuesto, corren por cuenta del ejército iriadeskano, así que no les permita que le pidan nada de dinero. ¡Ni siquiera propinas! Especialmente no propinas, porque los norteamericanos siempre dan demasiadas propinas y luego esa gente se muestra hosca cuando tienen que servir a los iriadeskanos.
—Creo que disfrutaría mucho más de mi comida si usted me acompañara —sugirió Sanford; y cuando ella sonrió y negó con la cabeza, hizo un poco más de presión—: Tengo tantas preguntas que hacer acerca de mis responsabilidades aquí...
—¿Como cuáles?
—Bueno, está este asunto acerca de los marcianos. Me preguntaba...
Ella se envaró con brusquedad.
—Por favor, vaya con cuidado con sus conversaciones aquí en el hotel. Todo le será explicado, señor Sanford. Ahora debo volver a mis obligaciones.
Sanford suspiró y la observó marcharse, luego permitió que el jefe de camareros lo acomodara a una mesa.
El comedor del hotel era grande, de mármol, con pesados cortinajes, y estaba casi vacío. Sanford estudió desconcertado el menú hecho con multicopista durante varios minutos, intentando evaluar qué podía ser comestible entre platos como «fiathia doble cocción con arroz siete lunas» y «percha a la canela con salsa de cangrejo de río». Luego, un altercado entre el aburrido grupo de camareros al otro extremo de la sala produjo al fin un hermoso menú del tamaño de una página de periódico en inglés y francés.
La cosa, sin embargo, no terminó ahí. El camarero negó con la cabeza ante la petición de pechuga de pato con salsa a la pimienta de Madagascar; hoy no había pato, indicó. Tampoco costillitas de cordero con jugo de cordero aromatizado con miel, tampoco filete escalfado de trucha de las montañas iriadeskanas. Cuando Sanford apoyó finalmente el dedo en el sandwich gigante a la americana, el camarero irradió su congratulación: el extranjero había elegido finalmente un plato de primera.
Sanford tuvo el buen sentido de pedir té en vez de café para acompañar la comida. El té llegó en una tetera de peltre con la etiqueta Lipton's colgando de un lado; eso, al menos, era calidad reconocida. El sandwich gigante fue menos animador. Una capa parecía ser alguna especie de ensalada con huevo, con cosas inidentificables rojas y marrones picadas encima. La otra era carne sobre un lecho de lechuga, pero a qué animal había pertenecido la carne cuando estaba viva fue algo que Sanford se sintió incapaz de determinar.
De todos modos, era masticable, y no parecía descompuesta. El hambre de Sanford venció la desconfianza. Incluso empezó a relajarse. Era la primera vez en muchas horas que eso resultaba posible. Lo que le deparaba el futuro era impredecible pero, al menos, se dijo Sanford, se hallaba cumpliendo con un importante trabajo en un lugar altamente exótico. Intentó recordar si alguno de sus compañeros ocasionales en el avión había mencionado haber hecho escala en Iriadeska y salir de allí desplumados. ¡Si sólo hubiera traído una cámara fotográfica! Hubiera valido la pena poder decirle a una cita: «Oh, escucha, tengo esas diapositivas en casa: templos, Budas, elefantes...». Y había visto realmente todas esas cosas, aunque brevemente, a través de la ventanilla de un coche en movimiento. Quizá, si conseguía encaminar bien aquel trabajo, le quedara un poco de tiempo para hacer turismo. Un poco de tiempo para echar una mirada más detenida a esos curiosos ídolos con las chisteras a lo Abe Lincoln —si los ídolos eran lo que eran, y no simple ornamentación— y salir de nuevo al campo para ver algunos de esos elefantes trabajando..., quizá con la coronela Emily...
Se dio cuenta de que tenía compañía.
Dos monjes vestidos de color azafrán habían entrado en el comedor, uno joven y delgado y el otro más viejo e inmensamente gordo, ambos sujetando sus cuencos de mendigo ante ellos. Seis camareros se materializaron de inmediato para hacer una reverencia a los monjes, tomar sus cuencos, acompañarlos a la mesa de Sanford y apresurarse a traer vasos, jarras de agua fría, incluso un jarrón con orquídeas. Los monjes se sentaron sin esperar a ser invitados a ello. El viejo gordo miró radiante a Sanford, y el joven y delgado dijo, en un excelente inglés:
—Éste es Am Sattaroothata. Le desea buenos días.
—Buenos días a ustedes también —dijo Sanford, inseguro. ¿Se suponía que debía darles dinero? ¿O eso sería una terrible e imperdonable ofensa social? ¿Pertenecían a la categoría que la coronela Emily había incluido como «propinas»?
El monje joven prosiguió, uniendo las yemas de sus dedos mientras pronunciaba el nombre:
—Am Sattaroothata es un hombre santo muy sabio, con muchos, muchos devotos seguidores. También es el hermano, por ambos lados, del general Phenoboomgarat. Además, Am Sattaroothata —los dedos volvieron a unirse— desea que le informe que en realidad no siente ningún tipo de prejuicio hacia los norteamericanos.
Sanford se salvó de tener que responder a aquella retahila de información gracias a un complacido gruñido de Am Sattaroothata. Los camareros habían vuelto, trayendo los cuencos de mendigo llenos. En realidad, «lleno» se aplicaba solamente al cuenco del monje gordo. El del más joven contenía tan sólo unas cuantas lentejas, un puñado de arroz, y lo que podía ser una sola y delgada tira de algún tipo de pescado seco. El de Am Sattaroothata, por su parte, era una sinfonía. Había crujientes tallos de apio cortado a tiras, zanahorias y otras verduras crudas, todo ello dispuesto con gusto en torno a canapés delicadamente construidos a base de patés y pequeños, brillantes y rosados langostinos, todo ello rematado con rosetas de queso o pimientos escarlatas o lo que ciertamente tenía todo el aspecto de ser caviar. Am Sattaroothata le gruñó al monje joven que siguiera mientras él empezaba a comer.
—Fue Am Sattaroothata —dijo el monje joven, esforzándose por no mirar el cuenco de su superior— quien eligió su firma de relaciones públicas para ayudarnos en nuestra situación aquí en Pnik, señor Sanford. Se sintió grandemente decepcionado por el fracaso de sus predecesores en llegar a un acuerdo con la urgencia del asunto.
—Espere, espere un minuto —exclamó Sanford, preocupado de pronto—. ¿Qué urgencia? Y, por cierto, ¿qué predecesores? Nadie me dijo nada acerca de que hubiera otra gente de relaciones públicas aquí.
El monje joven pareció alarmado. Se volvió suplicante hacia Am Sattaroothata, con los dedos apretados juntos tan fuerte que Sanford pudo ver la oscura piel blanquearse en torno a las uñas. Susurró con urgencia en iriadeskano por unos momentos. Am Sattaroothata lo escuchó, luego se encogió de hombros. Mientras el monje más joven se volvía de nuevo hacia Sanford, Am Sattaroothata miró casualmente por encima de su hombro a la nube de inquietos camareros. Fue todo lo que necesitó. Retiraron su ahora vacío cuenco y se lo devolvieron en unos segundos, inmaculadamente limpio, ahora con una botella de vino en él. Sanford apenas tuvo tiempo de leer las palabras en la etiqueta, Mouton Rothschild, antes de que un camarero recogiera la botella del cuenco para descorcharla, mientras otro colocaba una copa de cristal de alto tallo frente al monje y el restante apartaba el cuenco a un lado.
Mientras el camarero del vino servía unas gotas para que Am Sattaroothata lo catara, el otro monje empezó a explicar:
—Hace seis meses, señor Sanford, antes incluso de que surgiera este asunto de los marcianos...
Una explosión de vino en un furioso grito de Am Sattaroothata, y el monje joven alzó la vista con expresión de agonía.
—Lo de los marcianos todavía no es importante, señor Sanford —dijo, encogiéndose—. Permítame contárselo en el orden adecuado. Por aquel entonces se decidió que nuestro valiente ejército iriadeskano, aunque nunca desafiado en batalla, había fracasado en conquistar los corazones y las mentes del pueblo iriadeskano hasta el grado adecuadamente merecido por su valor, constancia, diligencia e incesante lealtad al estado. —Miró a su superior, que parecía haberse calmado, y luego, con añoranza, al escaso y aún sin tocar contenido de su cuenco—. Así que, señor Sanford, fue contratada una firma de relaciones públicas norteamericana para ayudarnos a llevar este mensaje a nuestro pueblo, a costa de muchas decenas de miles de rupiyits.
Am Sattaroothata, que sorbía ausentemente su vino, dejó escapar un perentorio gruñido. El monje joven se estremeció y habló más aprisa:
—Para abreviar la historia, señor Sanford: Hace dos semanas, justo cuando eran más necesarios, esos otros norteamericanos renunciaron a su cuenta y se marcharon sin avisar, causando así un grave inconveniente a nuestros planes en un momento crucial...
—Hey, espere —cortó Sanford, apartando los restos de su insípido sandwich—. Quiero saber más acerca de esa otra empresa. Señor..., ¿cuál es su nombre?
El monje joven se volvió con aire miserable hacia el otro, en busca de instrucciones, y recibió un negligente asentimiento de cabeza.
—Me llamo Am Bhopru, señor Sanford —dijo—, pero mi nombre no tiene ninguna importancia. ¿Puedo seguir? Am Sattaroothata desea que le explique de inmediato su misión y los significativos propósitos de estado a los que servirá.
—Y un cuerno —dijo Sanford, pero sólo en un murmullo. La situación no era nueva. Se había sentido exactamente de aquel modo, allá en su primer año de universidad, cuando había intentado utilizar por primera vez un ordenador para trazar un informe sinóptico de un desarrollo de márketing en su primer curso de dirección de negocios. El ordenador le proporcionó toda la información que deseaba. Pero lo hizo a su propio ritmo y según su propio estilo, y cada vez que intentó abreviar el proceso simplemente se cargó el programa—. Siga —murmuró hoscamente, al tiempo que su atención era desviada por los camareros que se apresuraban de nuevo hacia el cuenco de Am Sattaroothata. Ahora contenía lo que Sanford estuvo completamente seguro de que era la pechuga de pato con salsa a la pimienta de Madagascar, flanqueada por perfectamente hervidos brócoli y calabacín, con dos orquídeas colocadas con gusto en el borde. Sanford contempló con disgusto los restos de su miserable sandwich, sin apenas oír las prolijas explicaciones de Am Bhopru.
El monje joven estaba, a su manera, respondiendo a su pregunta. El equipo anterior de relaciones públicas, resultó, procedía de una de las firmas de relaciones públicas más acreditadas de la avenida Madison. Habían operado a gran escala, empezando con un sondeo de la opinión pública a nivel global.
—Eso se completó unas semanas después del inicio de las operaciones —dijo Am Bhopru—, y recibirá usted, por supuesto, una transcripción completa de sus hallazgos.
—¿Quién hizo el sondeo? —preguntó Sanford.
—Oh, eso fue muy fácil. Am Sattaroothata dio instrucciones a cincuenta de sus seguidores para que buscaran la iluminación de esta forma.
Sanford se encogió de hombros; muy pocas veces resultaba una buena idea tener a partes interesadas efectuando tu sondeo, pero no veía ninguna razón para decirlo en aquel momento. Y, desde luego, se había producido al menos un considerable esfuerzo. Los monjes habían cubierto la mayor parte de los barrios de Pnik e incluso habían salido a los pueblos de pescadores y comunidades campesinas y aldeas de las colinas.
—Así que el pulso del pueblo iriadeskano ha sido tomado —dijo Am Bhopru, y añadió con orgullo—: Por supuesto, todos los datos han sido almacenados en nuestro ordenador, y las copias de impresora están aquí.
Extrajo un grueso fajo de papel acordeón de ordenador de entre sus ropas y lo depositó sobre la mesa.
—Quizá tenga la amabilidad de echarle un vistazo ahora —dijo; y luego, con un breve gesto de disculpa hacia Am Sattaroothata, empezó a comer ansiosamente las lentejas y el arroz de su cuenco.
Sanford luchó con las hojas dobladas. Estaban llenas de tablas y gráficos y, aunque cada página estaba convenientemente numerada, no había ningún tipo de índice para guiarle en la búsqueda de un resumen o visión general del asunto. En cualquier caso, el tiempo se acabó pronto. Apenas había empezado a leer: Consecuencias políticas importantes. Primer examen, cuando Am Sattaroothata, extrayendo trocitos de pato de entre los dientes, hizo una seña a los camareros. Se arracimaron en seguida para tomar su cuenco. Reapareció en un momento, limpio e impoluto y lleno con pequeños trozos de piña natural, pero el monje gordo sacudió la cabeza.
Am Bhopru intentó animosamente hablar mientras se llevaba a la boca los últimos restos de su arroz y consiguió decir:
—Ya es hora, señor Sanford —(masticar, tragar)—, ya es hora de que vayamos al cuartel general del general Phenoboomgarat. Un coche nos espera. —Y consiguió tragar el último bocado y limpiar rápidamente su cuenco con una servilleta en el momento en que cuatro camareros, dos a cada lado, rodeaban a Am Sattaroothata y lo ayudaban a ponerse, gruñendo, en pie.
El coche era un Cadillac de fabricación especial, de casi cinco metros de largo. Los asientos iban de acuerdo con el rango. Am Sattaroothata ocupó casi por completo el enorme asiento trasero. Un asiento abatible fue abierto para Am Bhopru, mientras Sanford, con sus diez metros de copia de impresora, subía a la parte delantera, al lado del uniformado chófer.
Como toda ciudad asiática, las calles de Pnik estaban densamente atestadas de seres humanos que utilizaban cualquier forma de transporte posible. Había enormes autocares de turismo, en su mayor parte vacíos, y autobuses urbanos chillonamente pintados casi igual de grandes. Estaban los camiones de plataforma plana convertidos, con bancos de madera instalados en la parte de atrás, a los que llamaban minibuses; había taxis como los que podían verse en todo el mundo, y otros de tres ruedas, llamados tuk-tuk, con sus asientos al aire libre y motores de motocicleta. Había auténticas motocicletas; había gente en bicicleta, normalmente dos en cada, una guiando impasible el manillar; y, en y en torno a todos los vehículos, había peatones. Millones de peatones. Haraganeaban delante de los escaparates sin cristales de las tiendas, y paseaban por las calles, y regateaban con los buhoneros de los puestos de comida junto a las aceras; estaban por todas partes. Casi por todas partes. Aunque las calles eran estrechas y el tráfico casi sólido, de alguna forma la enorme limusina las atravesó. Canales de espacio despejado se abrieron a su alrededor, como los taxis acuáticos surcando las extensiones de jacintos de agua en el río Choomli. Sanford no pudo decir exactamente cómo ocurría. Los peatones no parecían ser conscientes del coche. Ni siquiera parecían mirarlo, y el soldado-chófer nunca hizo sonar su bocina. Pero, girara hacia donde girara, ante él aparecían pasillos despejados.
Sanford contempló poco tiempo la escena. Su principal interés estaba en aquel fajo de papel acordeón, y fue pasando las hojas unidas entre sí hacia delante y hacia atrás mientras avanzaban, buscando respuestas, o al menos indicios. Era un regalo de Dios el disponer de aquello..., pero, ¡había tanto! Y no sólo texto. Había gráficos tipo pastel y gráficos en columna e histogramas, la mayoría de ellos en brillantes colores; había largas tablas de datos numéricos, y parentéticos resúmenes de los tests estadísticos, algunos enmarcados y más sofisticados aún, que habían sido resaltados en apoyo de las conclusiones.
Y ahí estaban las conclusiones.
Cuando Sanford las halló, suspiró aliviado. El alivio no duró mucho. Las conclusiones eran bastante claras; sus predecesores habían medido la opinión pública iriadeskana sobre varias cuestiones. Lo sorprendente eran las cuestiones.
Los principales temas sondeados eran diez:
1. Altos impuestos.
2. Incremento de la deuda nacional.
3. Corrupción en el gobierno.
4. Empeoramiento de la balanza de pagos.
5. Crimen urbano y piratería en el río/canal.
6. Falta de empleos apropiados para los graduados universitarios.
7. Actitud del gobierno iriadeskano hacia los marcianos.
8. Fracaso en la construcción de templos adicionales.
9. Observancia inadecuada de las principales festividades religiosas.
10. Falta de fondos suficientes para entrenar y equipar adecuadamente a los valerosos soldados del glorioso ejército iriadeskano.
Sanford miró por la ventanilla, con el ceño fruncido. ¡Peculiar! No las primeras cinco cuestiones, por supuesto..., eran el tipo de cosas por las que los ciudadanos de casi cualquier país del mundo, incluido el suyo propio, podían preocuparse. ¡Pero, en las respuestas a los sondeos, aquellas cinco estaban muy abajo en la lista de las preocupaciones iriadeskanas! Más extraño aún, cuando a los encuestados se les pedía que alinearan por orden sus principales preocupaciones, la cabecera de las listas, con un amplio margen, correspondía a la preocupación de que el ejército no disponía de fondos suficientes..., ¡seguida de cerca por la desaprobación hacia la actitud del gobierno con respecto a los marcianos!
Era positivamente sorprendente comprobar lo a menudo que los marcianos aparecían en aquel lugar..., y positivamente irritante lo poco que nadie parecía desear hablar sobre ello.
Sanford se dio la vuelta en su asiento y agitó el fajo de papeles.
—¡Hey! —exclamó—. ¿Qué es todo eso de los marcianos...?
No pudo terminar, porque Am Bhopru se inclinó rápidamente hacia delante y apretó una palma sobre la boca de Sanford; olía a pescado y a clavo y a humo de cigarrillo, y cortó con toda efectividad a Sanford en medio de su frase.
—¡Por favor! —susurró con urgencia el monje—. No debe hablar ahora. Am Sattaroothata está meditando.
A Sanford no le pareció que estuviera meditando. El monje gordo parecía profundamente dormido, y de hecho Sanford pudo oír suaves ronquidos procedentes de la afeitada cabeza gacha. Echando humo, volvió a su copia de impresora.
Revisando las hojas halló, si no exactamente respuestas, sí al menos datos suplementarios. No se había tratado de un solo sondeo. Al parecer, había habido uno cada diez días, y la alineación de los asuntos que preocupaban a la población había cambiado marcadamente a lo largo del tiempo implicado.
Por ejemplo, había un gráfico que indicaba el incremento en la preocupación sobre la cuestión marciana, que mostraba un interés casi nulo hacía unos meses, y ganaba firmemente atención a cada encuesta hasta aproximarse en importancia a la cuestión número uno, dinero para el ejército. Mientras que la cuestión del presupuesto del ejército había empezado fuerte, en tercer lugar después de las dos cuestiones religiosas, y había terminado más fuerte aún, de hecho en el primer puesto, a mucha distancia de las demás. En cierto modo eso era comprensible, pensó Sanford, con el ceño fruncido. La forma en que se planteaba la cuestión del ejército era altamente sesgada; forzaba a una respuesta, lo cual era una mala práctica en los sondeos. Se sorprendió de que una reputada agencia de relaciones públicas la hubiera planteado de aquel modo, violando todos los procedimientos establecidos..., aunque, sin duda, se habían visto sometidos a cierta cantidad de presiones, puesto que era el glorioso ejército iriadeskano el que los había empleado, del mismo modo que ahora lo había empleado a él. Desde luego, eso significaba que había una sustancial posibilidad de error en los números generados...
Pero no la suficiente como para alterar el hecho de que la mayoría de iriadeskanos parecían desear enormemente que se entregara más dinero a su ejército.
Y eso no explicaba de ninguna forma el voto marciano.
Sanford dobló las hojas y contempló sin ver las hordas que les rodeaban. Estaba ocurriendo algo drástico en Iriadeska. Pero, ¿qué?
Intentó calcular. Los primeros sondeos se habían realizado hacía cuatro meses. Eso lo llevaba a junio. ¿Había ocurrido algo especial con el ejército iriadeskano en junio?
Si así era, se dio cuenta, por mucho que se estrujara el cerebro no lograría saber lo que había sido, puesto que en junio ni siquiera había oído hablar de Iriadeska. Quizás alguien pudiera decírselo si formulaba las preguntas adecuadas, pero eso tendría que esperar hasta que se le permitiera abrir la boca.
De acuerdo, entonces, ¿qué había respecto a los marcianos? ¿Había ocurrido algo especial con los marcianos en junio?
No se le ocurrió nada. Habían despegado en enero. Uno de ellos había muerto un mes más tarde. Estaba previsto que la expedición llegara a la Tierra pronto..., dentro del próximo mes o así, si recordaba correctamente. Pero, ¿cómo podía nada de eso explicar una repentina oleada de interés hacía cuatro meses, cuando los marcianos sólo haraganeaban por el espacio en su interminable viaje hacia la Tierra?
Había una cosa que podía explicar el repentino interés en cualquier tema. Sabía lo que era, porque con eso se ganaba la vida. Lo llamaban «publicidad».
¿Acaso el ejército iriadeskano, por razones no conocidas, había contratado la firma de RP para despertar el interés iriadeskano en los marcianos? Y, si era así, por el amor de Dios, ¿por qué?
—¿Señor Sanford?
Se volvió con un parpadeo. Era Am Bhopru, que se inclinaba hacia delante para susurrar urgentemente en su oído.
—Ya casi hemos llegado —dijo, echando un preocupado vistazo al dormido monje mayor mientras le susurraba a Sanford—: Cuando hayamos pasado los centinelas a la entrada del recinto, asegúrese de no hacer ningún movimiento brusco.
¿Ningún movimiento brusco?
Sanford tuvo otra de aquellas horribles y estremecedoras sensaciones. ¿A qué tipo de lugar se dirigían, donde algo podía ir mal si se movía de forma improcedente? Parpadeó al mirar por la ventanilla. Seguían avanzando a través de estrechas calles, pero la mayor parte del tráfico había desaparecido. Ya no había autobuses de ninguna clase, un puñado de ciclistas se alejó fuera de la vista tan rápido como pudo, los peatones se desvanecieron en el interior de los edificios. La gran limusina Cadillac tenía las calles casi para ella sola, excepto algún ocasional y apresurado tuk-tuk.
Y, curiosamente, todos los tuk-tuks parecían tener dos cosas en común. Todos iban en la misma dirección..., hacia el complejo del ejército, como el vehículo en que iba Sanford. Y cada uno de los conductores de tuk-tuk mostraba la misma expresión de preocupación en su rostro, y llevaban todos a un solo pasajero..., un soldado del ejército iriadeskano, y cada uno con una de aquellas desagradables carabinas cruzada sobre sus rodillas.
Sin pronunciar palabra, la mujer joven con la insignia de coronel en su uniforme condujo a Sanford al interior del edificio del cuartel general. No respondió a su saludo. Ni siquiera sonrió. Simplemente le guió hasta una puerta y la abrió. Apretando juntas las puntas de sus dedos, dijo:
—General Tupalakuli y general Phenoboomgarat, éste es el señor Charles Sanford.
Sanford se preguntó si debía hacer una reverencia..., o arrodillarse, o arrastrarse sobre el vientre como un gusano; llegó a un compromiso inclinando brevemente la cabeza y mirando a sus empleadores. El general Phenoboomgarat era bajo y delgado, el general Tupalakuli era bajo y gordo. Llevaban uniformes de oficial del ejército iriadeskano con los mismos entorchados, y se sentaban tras escritorios de teca idénticos, del tamaño de mesas de billar. Cada escritorio estaba girado en un ligero ángulo, de modo que convergían en el lugar donde Sanford estaba de pie, en el centro de la habitación. Sobre un soporte, entre ellos, había una bandera iriadeskana: tres amplias franjas verde, blanca y violeta, y veintisiete estrellas que representaban las veintisiete islas del archipiélago iriadeskano.
La coronela —¿había dicho que su nombre era Emily?— unió respetuosamente los dedos ante sus pechos y le dijo a Sanford:
—El general Phenoboomgarat y el general Tupalakuli le dan la bienvenida a la causa del glorioso ejército iriadeskano. El general Tupalakuli y el general Phenoboomgarat desean que sepa que le será ofrecida toda la ayuda posible en el logro de su misión. El general Phenoboomgarat y el general Tupalakuli desean saber cuánto tiempo necesitará usted para redactar el borrador de su primera proclama, expresando la necesidad del ejército iriadeskano de obtener un incremento de un cincuenta y cinco por ciento en el próximo presupuesto anual, con cláusulas de revisión acordes con la inflación.
Sanford tragó saliva y miró a su alrededor. Lo que no había observado al principio era que había otra puerta en la habitación. Estaba entreabierta, y a su través pudo ver a los dos monjes, el gordo reclinado en un confidente, el delgado revoloteando nerviosamente tras él. Am Sattaroothata sonrió animosamente a Sanford. Am Bhopru simplemente parecía estar asustado de hallarse presente en esta reunión que tenía lugar al más alto de todos los niveles.
Sanford volvió su atención a la coronela Emily. Se humedeció los labios e intentó responder lo mejor posible a la pregunta que ella había formulado.
—Bueno —dijo—, si dispusiera de una máquina de escribir y algo de papel, y alguien que me pusiera al corriente..., quizás un par de horas, supongo.
La coronela pareció escandalizada. Miró a los dos generales y bajó la voz, aunque ninguno de ellos mostró el menor signo de comprensión, y mucho menos de preocupación.
—¡No dispone usted de horas, señor Sanford! Hay muchas, muchas proclamas que hacer, y ésa es sólo la primera. ¿Sabe escribir aprisa? Recuerde que lo que usted escriba yo deberé traducirlo luego al iriadeskano y someterlo al general Phe..., al general Tupalakuli y al general Phenoboomgarat —se corrigió, recordando demasiado tarde dónde se hallaba exactamente en la rotación para adjudicar a cada uno una eminencia igual—. No, las horas están fuera de...
Se detuvo antes de la palabra cuestión porque, evidentemente, había menos tiempo aún del que ella había supuesto. Los teléfonos en los escritorios de los dos generales sonaron al unísono. Cada general cogió su auricular y escuchó en silencio por un momento, luego se miraron entre sí.
—¿Yom? —preguntó el general Phenoboomgarat.
—Yom —confirmó el general Tupalakuli.
—¡Yom! —gritaron ambos a sus respectivos teléfonos, y los colgaron al mismo tiempo.
—Está empezando —susurró la coronela.
Fuera, en el patio del recinto del ejército, hubo el repentino estrépito de los motores al ser puestos en marcha, el golpetear de los diesel, el petardear de los pequeños dos tiempos. En la habitación se abrió una tercera puerta y entró un teniente con un trozo de tela doblado en las manos. Con un saludo de disculpa a cada uno de los dos generales, el teniente empezó a arriar la bandera iriadeskana de su mástil.
Sanford dijo desesperadamente:
—¿Qué ocurre?
La coronela miró a los dos generales y luego dijo:
—Bueno, el pueblo iriadeskano va a arrebatar el poder a los corruptos burócratas bajo el sabio liderazgo del general, esto, Phenoboomgarat y del general Tupalakuli, por supuesto. Véalo por sí mismo. —Y señaló hacia la ventana que daba al patio.
Desconcertado, Sanford contempló la escena que se desarrollaba fuera. El pulsar de bajo profundo de los motores pertenecía a los tanques..., grandes, al menos veinte de ellos, con cañones de aspecto ominoso girando de un lado a otro en sus torretas mientras empezaban a avanzar retumbantes. Los ruidos más agudos procedían de los tuk-tuks. Parecía haber cientos de aquellos pequeños vehículos de tres ruedas. Cada uno iba conducido por un soldado, con otros tres apelotonados en el asiento del pasajero detrás de él, y todos armados con armas de fuego rápido.
—Oh, Dios mío —susurró Sanford.
La coronela dijo hoscamente:
—Ahora comprenderá por qué hay que hacer las cosas de inmediato. ¡Por favor, firmes!
Sanford la miró con un parpadeo. Ella se había puesto militarmente firmes. Al igual que los dos generales en sus escritorios. A través de la puerta abierta pudo ver a Am Bhopru ayudar a su gordo superior a ponerse dificultosamente en pie. Todos alzaron su mano derecha en un saludo.
El teniente había retirado la vieja bandera, y una nueva ondeaba en su lugar.
Al principio Sanford creyó que no se había producido ningún cambio; las amplias franjas eran las mismas, y el dibujo quedaba oculto en los pliegues de la tela.
Luego el teniente la alzó con reverencia, manteniendo el saludo.
Las veintisiete estrellas habían desaparecido. En su lugar, tejida con hilo de plata, había la imagen de... ¿una vaca marina? ¿Una muñeca Mindy Mars?
No. Era la imagen de una criatura parecida a una foca, con miembros delgados como las patas de un caballo de carreras recién nacido, exactamente igual que aquellas que se acercaban lentamente al momento de su aterrizaje en la nave de la expedición Seerseller que regresaba a nuestro planeta.
Era un marciano.
La máquina de escribir no era una máquina de escribir, era un procesador de textos, y la habitación en la que se hallaba no era una oficina, sino un estudio de televisión. La emisora de televisión estaba situada en el corazón del complejo militar, y sus luces rojas destellaban en las puntas de sus antenas. Era el edificio más alto del conjunto, rodeado por achaparrados barracones y armerías y edificios de mando; tenía sus buenos siete pisos, sin contar el esqueleto de la estructura de la antena, que le añadía otros treinta metros.
Mientras cruzaban el terreno de desfiles hacia el estudio de televisión, Sanford y la coronela tuvieron que sortear ágilmente las columnas de poderosos tanques en formación que avanzaban hacia la puerta principal, con el apoyo de la infantería motorizada tras los acorazados. Cada vehículo llevaba una flamante nueva bandera iriadeskana, orgullosamente desplegada. Y cada bandera llevaba el dibujo de un marciano.
Sanford estaba lleno de preguntas. La coronela le impidió formularlas.
—Más tarde —restalló— ¡Primero las proclamas! ¡La marcha empezará en cualquier momento, y debemos tener preparada la emisión!
No era fácil. El procesador de textos era de un tipo absolutamente desconocido para Sanford. La coronela tuvo que explicarle su funcionamiento y permanecer a su lado mientras tecleaba, sujetando con rapidez su mano cada vez que parecía que iba a pulsar la tecla que borraría todo lo que había escrito, o haría que el programa suspendiera todas sus operaciones mientras almacenaba un archivo de seguridad o quizá cambiaba a otro modo completamente distinto. Pero, una vez le hubo cogido la mano, empezó a teclear rápido.
Este tipo de cosas estaba en la mejor tradición de su oficio. Muchas eran las ocasiones en las que el Viejo, o algún otro Viejo, había entrado excitado y disculpándose en la sala de redacción a la hora de cerrar la oficina para anunciar que había que apagar un fuego y que todos podían telefonear a sus esposas para decirles que irían a cenar tarde. Muchas eran las hojas que Sanford había tecleado bajo la pistola de una noticia de interés o para contrarrestar la repentina maniobra de un competidor. Sin embargo, nunca había sido así. Nunca antes había tenido que crear Sanford una prosa poderosa..., una prosa poderosa a prueba de traducciones, puesto que no sabía nada del idioma iriadeskano al que sus palabras iban a ser traducidas, y no podía arriesgarse a los juegos de palabras o a los retruécanos..., sobre un tema del que no sabía nada, para una audiencia a la que no conocía, en una máquina que jamás antes había utilizado. Cuando consiguió pulsar la tecla Cancelar un momento antes de que la mano de la coronela pudiera detenerle y borró tres líneas, ella rechinó los dientes y lo apartó de la silla.
—Limítese a dictar —ordenó—. Yo escribiré. Lo que tiene que decir usted es que el Gobierno Reformista del Nuevo Pueblo, respondiendo a las justas necesidades y deseos de las masas iriadeskanas, ha asumido las funciones de la arraigada y corrompida élite del poder, a fin de inaugurar una nueva era de paz, prosperidad y reforma para la orgullosa nación iriadeskana, bajo el sabio liderazgo del glorioso ejército iriadeskano.
—Hey —dijo Sanford—, así suena estupendo. ¿Para qué me necesitan?
—Simplemente dicte —ordenó ella, y, tras unos cuantos falsos principios, habían producido el Comunicado Número 1:
¡Pueblo de Iriadeska!
¡Éste es el amanecer de un nuevo día para Iriadeska! El Gobierno Reformista del Nuevo Pueblo, respondiendo sensatamente a las justas necesidades y aspiraciones del pueblo iriadeskano, ha echado a patadas de sus cargos a los mezquinos burócratas y corruptos oficiales de los incompetentes usurpadores del poder agobiados por el escándalo. Éste es el primer día del triunfante renacimiento de la nación iriadeskana, que avanzará rápida y con seguridad hacia una época de paz, prosperidad, libertad y reforma para todos los iriadeskanos. ¡Larga vida a la Gloriosa Nación Iriadeskana y a sus queridos aliados de muy lejos!
—¿Qué es eso acerca de los aliados de muy lejos? —preguntó Sanford, mirando por encima del hombro de la coronela.
—Más tarde, más tarde —dijo ella con aire ausente, empezando a traducir el texto al iriadeskano. Él retrocedió para que lo hiciera libremente, pero no se sentía satisfecho. No era una prosa chispeante. Ni siquiera era su prosa, o la mayor parte de ella no lo era, porque la coronela había ido cambiando cosas mientras tecleaba. Pero, después de todo, era un aceptable primer intento para un hombre cuyo último trabajo más importante había consistido en persuadir a los consumidores norteamericanos de que ninguna mesa estaba convenientemente preparada para una comida sin la presencia de un frasco de encurtidos y al menos una clase de condimento.
La coronela se mordisqueó un nudillo mientras la impresora trasladaba las palabras al papel. Luego, sin hablar, salió a toda prisa de la habitación con la copia.
Sólo unos minutos más tarde, Sanford tuvo la satisfacción de ver al propio Am Sattaroothata en el monitor de televisión, leyendo en voz alta la proclama en iriadeskano. Escuchó atentamente las no familiares palabras que, al menos en parte, habían brotado de su propio cerebro. Sonaban, decidió, muy iriadeskanas. Cuando el viejo monje dejó de leer, miró benignamente a la cámara durante unos pocos minutos, mientras sonaba la música..., sin duda el himno nacional iriadeskano.
Luego la pantalla quedó vacía.
Tardíamente, Sanford se preguntó cómo debía de estar yendo la revolución. En el insonorizado estudio de televisión no había el menor indicio de lo que estaba ocurriendo fuera.
Pero al otro lado de la puerta había un pasillo, y una ventana al extremo del pasillo.
También había un par de soldados iriadeskanos de pie con las armas dispuestas, descubrió Sanford apenas abrió la puerta. Sin embargo, se limitaron a mirarle y se volvieron hacia el hueco de la escalera, quizá preparados para repeler a cualquier burócrata incompetente corrupto y agobiado por el escándalo que pudiera atacar. Sanford caminó con cautela hasta la ventana y miró al patio.
Había supuesto que la columna de tanques habría abandonado ya el lugar para cumplir con su misión. No lo había hecho. Todos los tanques y tuk-tuks seguían allí, exactamente como antes, excepto que ahora permanecían inmóviles y sus motores parecían haber sido apagados.
Los guardias se pusieron firmes y presentaron armas. Sanford se volvió aprensivamente, justo a tiempo de ver a la coronela Emily aparecer por las escaleras.
—Oh, está aquí —dijo sin aliento—. Vine tan sólo a decirle que hay un asunto de política que debe ser decidido. Póngase cómodo. Estudie las anteriores proclamas mientras espera. Regresaré dentro de poco. —Se volvió y salió de nuevo apresuradamente.
«Dentro de poco» resultó ser, de hecho, bastante rato. Sanford pasó veinte minutos o así leyendo desconcertado la última colección de comunicados, emitidos por algunos «Gobiernos Revolucionarios de Esto o de Aquello del Nuevo Pueblo» anteriores, intentando descubrir qué era exactamente lo que se esperaba que hiciera. Muchos de ellos tenían que ver con las cuestiones que sus predecesores habían sondeado..., más dinero para el ejército, trabajos para los graduados universitarios en paro, templos, subsidios para los jóvenes cuando se dedicaban a su habitual año de sacerdocio. Pero algunos eran completamente extraños, en particular uno que decía:
¡Humildes y reverentes iriadeskanos!
¡El Elefante es nuestra Madre y nuestro Bienamado! ¡Todos reverencian al Elefante por su sabiduría, gentileza y gracia! En el símbolo del Elefante reside nuestra fuerza y nuestra gloria.
Que nadie se atreva a difamar a esa preciosa Criatura, porque del mismo modo que el Elefante es el amante preservador del Hombre, también el Movimiento de la Santa Reforma Iluminada Nacional será el amante sirviente, maestro y siempre honrado guía para las reverentes y obedientes masas del pueblo iriadeskano.
Quizá, decidió, sonaba mejor en iriadeskano, pero a él no parecía emocionarle mucho. Y la coronela aún no había regresado.
Sanford se arriesgó a echar otra mirada por la ventana del pasillo. Nada había cambiado. Nada parecía que fuera a cambiar. Los tanques tenían aspecto de estar clavados al terreno de desfile tan firmemente como monumentos de guerra. Los soldados se acuclillaban en grupos por todo el patio, fumando gruesos cigarrillos amarillos y charlando indolentemente unos con otros.
Y el agotamiento físico empezaba a apoderarse de Sanford.
Miró su reloj de pulsera, aún con la hora del Este de los Estados Unidos. Desesperaba de intentar convertirla al horario iriadeskano, pero el reloj le decía de una forma inequívocamente clara que habían transcurrido o bien veintinueve o bien cuarenta y una horas desde que había abordado su primer vuelo en el Kennedy, con la cabeza llena de las instrucciones de último minuto del Viejo.
—Lo primero que tienes que hacer —le había ordenado— es enviarme un informe de situación completo. No te dejes nada, y no permitas que te impidan hacerlo primero. —Bueno, ciertamente, las cosas no habían ocurrido de la manera que se suponía. ¿Tendría algún problema con aquello cuando regresara? ¿Hubiera podido hacer alguna otra cosa? El Viejo había proseguido—: Éste puede ser el Grande, Charlie, de modo que asegúrate de comunicarme de qué va la cosa. Quiero saber todo lo que pueda saberse acerca de la situación en Irano..., Iderian...
—Iriadeska —había ayudado Sanford—. De acuerdo, Jefe.
Pero decirle que sí al Viejo y cumplir con sus órdenes eran dos cosas distintas, y nadie había dicho nada acerca de marcianos, elefantes o una revolución armada. ¿Qué informe de situación podía redactar ahora Sanford, suponiendo que le permitieran redactar alguno, que pudiera transmitir al Viejo, sentado en su enorme y desnuda oficina que dominaba el ruidoso tráfico de la calle Cincuenta y Siete, qué tipo de maraña se le había pedido exactamente que desenredara en las calurosas antípodas del mundo? ¡No podía creerlo! Sanford consiguió esbozar una irónica sonrisa, pensando en la expresión del Viejo si llegaba a recibir un informe así... Si podía enviar un informe veraz y sincero sobre todo esto sin romper de una vez por todas la agradable e íntima relación agencia-cliente que el Viejo tanto apreciaba... Si podía enviar un informe así, por supuesto, sin que se produjeran consecuencias potencialmente muy desagradables para Sanford...
Se envaró, con los ojos fijos en el terreno de desfiles.
Allá a la luz de los focos, abriéndose camino delicadamente por entre las tropas y los vehículos, había un hombre bajo y delgado con uniforme de general. Tras él iban dos soldados iriadeskanos. Sus carabinas estaban dispuestas, y mientras avanzaban observaban todos los movimientos del general.
Si el hombre con el uniforme de general estaba bajo arresto, como todo indicaba, eso no parecía alterar su pose desdeñosa.
Pero desde luego alteró a Sanford. Lo alteró profundamente. Porque, incluso a aquella distancia, y con la iluminación tan mala de los focos, estuvo completamente seguro de que el hombre que estaba siendo conducido bajo guardia era el colíder de aquel golpe, o revolución, o alzamiento espontáneo del pueblo contra los corruptos burócratas, o lo que fuera en lo que se había metido. Específicamente, era el general Tupalakuli.
Aunque no había ningún diván en el estudio, los sillones no eran del todo incómodos. Ciertamente, eran mucho mejores que los asientos del avión en los que Sanford había pasado recientemente tanto tiempo. Cuando la coronela Emily regresó al fin, estaba profundamente dormido.
—Despierte, despierte —dijo ella con voz malhumorada, y Sanford lo hizo. Ella ayudó un poco al proceso proporcionándole café..., lo que ella llamaba café, al menos. Tenía tazas, y un frasco de alguna marca asiática de café instantáneo, y un enorme termo de agua casi hirviendo.
Cuando hubo obligado a la primera escaldante taza a descender por su garganta, Sanford estaba ya lo bastante despierto como para formular preguntas. Las respuestas que obtuvo, sin embargo, no fueron muy iluminadoras. Sí, admitió Emily, el hombre bajo guardia era de hecho el general Tupalakuli. ¿Por qué estaba arrestado? ¿Por qué?, hizo eco ella. Se había revelado como un enemigo de las masas iriadeskanas; en consecuencia, el nuevo Gobierno Reformista del Nuevo Pueblo se había visto obligado a retirarlo de su posición de confianza. Pero eso no impediría el éxito del golpe, explicó. El general Phenoboomgarat y su hermano, el monje Am Sattaroothata, estaban en aquellos momentos enfrascados en conversaciones políticas de alto nivel que de hecho tendrían el efecto de fortalecer aún más al invencible Gobierno Reformista del Nuevo Pueblo...
Y entonces se detuvo y tomó un sorbo de café, observando a Sanford por encima del borde de la taza, y al final sonrió.
—Bueno —dijo—, eso es más o menos cierto. En realidad, se trató de una cuestión de puestos de liderazgo.
—¿Lo cual significa? —preguntó Sanford.
—El general Tupalakuli deseaba que el tío de su esposa fuera nombrado embajador iriadeskano en las Naciones Unidas, porque las Naciones Unidas se hallan en Nueva York y a él siempre le han entusiasmado los musicales de Broadway. El general Phenoboomgarat, sin embargo, ya le había prometido el puesto al hermano de la suegra de su hijo.
—¿Está hablando en serio? —preguntó Sanford, sobresaltado. La coronela se encogió de hombros, y finalmente él se echó a reír—. Cuando estés en Roma —murmuró, y pensó durante un minuto. Frunció el ceño—. El tío de la esposa del general Tupalakuli suena como un familiar más cercano —señaló.
—Oh, por supuesto. Pero hay otras consideraciones. La principal es que el hermano de la suegra del segundo hijo del general Phenoboomgarat tiene tres propiedades en California y parte de un edificio de apartamentos en Connecticut. Desea vigilarlos más de cerca. Siempre es útil tener algo así —explicó—. Si un golpe sale mal y alguien ha de ir al exilio, es bueno tener algún lugar donde ir.
Sanford abrió la boca para hablar, luego la cerró de nuevo. La miró interrogativamente y observó que ella lanzaba una ojeada a su reloj.
—Esas conversaciones a alto nivel —dijo él—. ¿Cuánto tiempo suelen tomar?
—Al menos un par de horas todavía —le dijo ella—. El mariscal en jefe del Aire Pittikudaru tiene que venir en helicóptero desde su base en el delta del río Choomli, pero no se marchará de allí hasta estar completamente seguro de que los generales de la Cuarta o la Séptima Brigada Paracaidista apoyan el golpe. Y ellos están esperando a ver qué postura tomará Su Majestad.
—¿Y cuál será?
—¿Su Majestad? Oh —dijo ella con aire pensativo—, seguramente no tomará ninguna. Tiene casi tantos familiares en un lado como en el otro. Pero nadie está seguro, porque se halla en visita oficial en Norteamérica y todavía no ha dicho nada. Si se pusiera de nuestro lado, o se declarara neutral, entonces todo podría seguir adelante tal como fue planeado..., sin contar con el general Tupalakuli, aunque entonces podría volver. Pero si el rey se declara en contra, entonces todo será diferente. Puede significar casi cualquier cosa. Probablemente habrá que incluir al menos a alguien de la familia real porque, entienda, el suegro del general Tupalakuli fue el primer ministro del padre de Su Majestad, y así él estaba muy próximo a la corte. Por otra parte, Su Majestad tiene fuertes reacciones de tanto en tanto.
—¿Así que puede intervenir a favor de un bando o del otro? —ofreció Sanford, intentando seguir el razonamiento.
—¡No, no! No de un bando. Su Majestad no se mete en política. Él es..., oh, no sé cómo explicárselo..., el rey es la autoridad suprema en materias de tradición y de religión y, bueno, buen gusto, ¿entiende?
—No entiendo —dijo Sanford con desánimo—. Empiece desde el principio, ¿quiere?
Afortunadamente, la coronela Emily no lo tomó al pie de la letra. La historia iriadeskana retrocedía mil setecientos años, y todos ellos estaban llenos de complots, conspiraciones y golpes de estado. Retrocedió tan sólo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando el por entonces rey había sido inusualmente popular —es decir, un poco popular— y un monarca relativamente seguro que había cometido un pequeño error. Creyó que cuando los japoneses arrebataron el país a franceses y británicos, que se habían dividido Iriadeska entre ellos durante un par de cientos de años, los japoneses se quedarían. La rendición de 1945 fue un golpe demoledor. No creía que a su regreso los europeos lo mantuvieran en el trono, y tenía razón. No lo mantuvieron. Así que el rey colaboracionista abdicó y pasó el resto de su vida, bastante feliz, en Antibes. Fue coronado un sobrino. El muchacho se hallaba en Oxford cuando estalló la guerra. Pasó toda la contienda en Inglaterra, con el uniforme de la RAF, asignado a buen recaudo a tareas en tierra. Se había convertido en un leal subdito de la corona británica.
Desgraciadamente para la dinastía, eso tampoco funcionó. Llegó la independencia. El joven rey no fue depuesto. Simplemente se le requirió que entregara el gobierno de Iriadeska a un consejo de ministros. Así habían permanecido las cosas desde entonces, con un constante fluir y refluir de miembros dentro y fuera a medida que las facciones luchaban por el poder. O al menos por la rapiña.
Iriadeska no se sentía lastrada por muchas nociones confusas sobre la democracia. Se celebraban con freuencia elecciones, pero los candidatos eran siempre de la pequeña lista de la élite. Nadie que no fuera al menos marginalmente miembro de la familia real había servido nunca como jefe de policía o diplomático o comandante militar en Iriadeska, y mucho menos como miembro del consejo de ministros. Sin embargo, eso dejaba todavía un amplio campo de talentos disponibles para cualquier oficina gubernamental imaginable, porque en el transcurso de mil setecientos años la familia real iriadeskana había llegado a incluir varios miles de ciudadanos.
Sin embargo, era un hecho aritmético que había además algo así como veintitantos millones de subditos iriadeskanos. La mayor parte de esos millones no estaban relacionados con la realeza de ninguna forma detectable. Estaban aquellos que cortaban la caña, hacían tajos en los árboles de caucho, se sentaban tras los mostradores de los bancos y se ocupaban del comercio con ultramar, trabajaban en las pocas fábricas existentes y en los hoteles de turismo, así como haciendo cualquier otra cosa en Iriadeska que produjera riqueza. Algunos de ellos la producían en apreciables cantidades. Aquello era especialmente cierto entre la comunidad china, donde había muchos establecimientos particulares de ventas al por mayor, corredurías y compañías navieras. Ninguna de esas personas, ni siquiera las ricas, podrían ocupar nunca un lugar realmente de responsabilidad en el gobierno iriadeskano, pero no les hacía perder importancia. De hecho, el gobierno iriadeskano siempre prestaba una atención importante a esos ciudadanos, con independencia de quién ocupara el gobierno de Iriadeska en aquel momento.
Los cargaba de impuestos.
Sanford, escuchando todo aquello, agitó la cabeza, sin saber si echarse a reír o perder los estribos. Dijo:
—Así que, después de cuarenta años, algunas personas desean una redistribución del botín, ¿no?
Emily le miró desconcertada.
—¿Cuarenta años? ¿Qué quiere decir con cuarenta años? Han sido, déjeme ver, sí, veintidós meses desde el último intento de golpe, no cuarenta años. Eso fue cuando dos comandantes de ala de las Reales Fuerzas Aéreas Iriadeskanas y el almirante de la Armada Iriadeskana se unieron para apoderarse del gobierno. Fracasaron porque no consiguieron reunir las tropas de tierra necesarias para ocupar el palacio. En los últimos cuarenta años han habido, déjeme ver, oh, creo que unos treinta y tres o treinta y cuatro intentos.
—Dios mío —dijo Sanford—. Suena como un acontecimiento anual, como el desfile del Rose Bowl.
—Creo —dijo Emily rígidamente— que nuestras luchas nacionales son algo bastante más importante que eso. De todos modos, apostaría a que probablemente en su desfile resulta herida más gente.
—¿De veras? ¿Golpes incruentos? ¿Cuántos de ellos tienen éxito?
—Oh, pero, ¿no lo entiende? Por eso precisamente está usted aquí. En general, ninguno de ellos tiene éxito. Por eso, esta vez, Am Sattaroothata persuadió al general Phenoboomgarat de que podíamos establecer un régimen estable con un buen asesoramiento de relaciones públicas, y así le contratamos a usted.
Se levantó bruscamente, tiró los restos de su café y volvió a llenarse la taza del frasco de café instantáneo y el termo de agua aún muy caliente.
—¿Podemos volver al trabajo ahora? —preguntó—. Muchos de los comunicados podrán ser usados vayan como vayan las conversaciones, así que empecemos a escribirlos.
—¿El relativo al cincuenta y cinco por ciento de aumento de asignación para el ejército?
—Oh, sí —aceptó—. Ése y muchos otros. Equilibrar el presupuesto. Cortar el déficit comercial. Limitar los poderes de la policía respecto a arrestos y encarcelamientos arbitrarios a no más de seis meses sin acusaciones concretas. Y, por encima de todo, algo acerca de hallar trabajo para los graduados universitarios; no tiene usted ni idea de cuánta de nuestra gente se va a Europa o América para estudiar y no tiene nada que hacer cuando vuelve aquí. Yo, por ejemplo...
Se detuvo y pareció azarada.
—¿Sí? —animó Sanford—. ¿Fue usted una de ésas..., o es en parte norteamericana, con un nombre como Emily?
Ella pareció sorprendida.
—Mis padres me llamaron Arragingamauluthiata, señor Sanford. Pero sí, fui una de ésas. Cuando estaba especializándome en inglés en Bennington representamos una obra. Era Nuestra ciudad, de Thornton Wilder. Yo representaba el papel de Emily, la joven esposa que muere y es enterrada en el cementerio, y como sea que la mayor parte de mis amigos universitarios tenían dificultades en pronunciar Arragingamauluthiata, empezaron a llamarme Emily. Mis años en Vermont me hicieron querer mucho a los norteamericanos, señor Sanford, y he mantenido el nombre desde entonces.
—Y, cuando volvió a Iriadeska, ¿no pudo encontrar ningún trabajo? —insistió Sanford.
—Nada para una diplomada en inglés especializada en los poetas lakistas, no. De hecho, nada en absoluto al principio. —Miró a su alrededor, al estudio de televisión del ejército, sin alegría—. Entonces llegó la oportunidad de una comisión en el ejército y este tipo de trabajo. Que en realidad deberíamos empezar a hacer ya.
—Oh, de acuerdo —dijo Sanford complaciente, sin sentirlo en realidad; era bastante más placentero sentarse y hablar con aquella hermosa joven, que era considerablemente más agradable cuando empezabas a conocerla—. Sin embargo, explíqueme antes una cosa.
—Por supuesto, señor Sanford.
—Charlie, por favor. —Ella sonrió e inclinó la cabeza—. Es acerca de ese comunicado sobre el elefante. El Comunicado Número 7.
Ella lo cogió de entre sus manos, y él la observó con placer mientras inclinaba la cabeza sobre el papel y leía. En realidad empezaba a sentirse bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. La revolución no parecía volverse violenta. Su corto sueño le había revivido..., o quizás había sido el café; Emily lo había ido haciendo progresivamente fuerte, de modo que ahora parecía que no hacía más que humedecer un poco los cristales.
Ella alzó la vista.
—Sí —dijo—, eso fue idea del mariscal en jefe del Aire Pittikudaru, hace dos golpes. ¿Qué ocurre con ello?
—No veo qué tienen que ver los elefantes con las revoluciones —dijo Sanford, como disculpándose.
—Porque no es usted iriadeskano. ¿No comprende usted que se trata de una vieja proclama? No tiene nada que ver con lo que está ocurriendo ahora.
—Bueno, sí, pero de todos modos, elefantes...
—¡Los elefantes son muy importantes en Iriadeska!
Aquel intento de golpe adoptó el símbolo del elefante porque el elefante era el sirviente del hombre, del mismo modo que el nuevo gobierno propuso ser el sirviente del pueblo iriadeskano. De hecho, lo aceptaron, aunque el mariscal Pittikudaru se apartó del intento cuando los otros se negaron a nombrarle también almirante. Sólo —suspiró— que alguna gente de las colinas piensa que los elefantes son sagrados. No aceptaron verlos usados en política.
Sanford se mostró sorprendido.
—No me había dado cuenta de que lo que pensaba la gente fuera tan importante para un, hum, discúlpeme, un gobierno más o menos autonombrado.
—No lo que ellos pensaban —explicó ella—. Lo que hicieron. Las tribus de las colinas constituían la mayor parte de la Octava y Décima Divisiones Acorazadas, y simplemente se marcharon, tanques incluidos, hasta que todo hubo terminado. Así que el golpe fracasó, y el almirante Pilatkatha y el general Muntilasia se hallan aún en Suiza a causa de ello. —Suspiró y se estiró. Añadió con desconsuelo—: De todos modos, Su Majestad se mostró de acuerdo con la gente de las colinas. Y, en asuntos de religión o buen gusto, lo que Su Majestad dice es, ¿cómo lo dirían ustedes?, concluyente. Por eso esta vez elegimos a los marcianos. Nadie cree que sean sagrados.
Sanford dijo, dubitativo:
—Sigo sin ver el razonamiento de eso. Quiero decir de poner a los marcianos en la bandera.
—Porque se parecen tanto a nuestro chupri, por supuesto. El chupri, o manatee, es fuerte, pacífico, amable y gentil. Ayuda a mantener nuestros canales y vías de agua limpios de obstáculos pastando los jacintos de agua. Es un amigo de los iriadeskanos, del mismo modo que lo será nuestro Movimiento Reformista del Nuevo Pueblo, sin mencionar que en estos momentos el asunto está de moda.
—Supongo que no me di cuenta de que los iriadeskanos estuvieran tan interesados en el espacio —se disculpó Sanford.
—¿En el espacio? Oh, en absoluto. Pero eso es lo que hace Su Majestad, ¿sabe? Está en Norteamérica con este propósito.
—¡Dijo usted que estaba en visita oficial!
—Sí, exactamente. Mañana se dirigirá a las Naciones Unidas. Luego visitará Atlantic City, donde tiene inversiones en varios casinos. Luego se le ha prometido un día en Disneyworld, y luego irá a Cabo Cañaveral como invitado de su Presidente para dar la bienvenida a la expedición Seerseller a su llegada a la Tierra. Quiero decir —dijo Emily agudamente—, que si el rey puede viajar veinte mil kilómetros para ver la llegada de los marcianos, eso los convierte en algo importante, ¿no?
—Supongo que sí. No sé mucho sobre marcianos —se disculpó, y parpadeó cuando vio el efecto que eso producía sobre ella.
—¿Usted qué? —exclamó, escandalizada.
—Dije que no sé mucho sobre marcianos —repitió él con humildad.
—Pero, usted..., ¡su foto estaba en la primera página del periódico! El jefe de su agencia afirmó que estaba muy familiarizado con la campaña...
—Oh, se refiere usted a la de Max Mars y Mindy Mars. Sí, ayudé en eso, pero sólo durante una o dos semanas. Y no sé nada sobre marcianos. Eso sólo eran muñecas, no el auténtico artículo.
—Sagrada mierda —susurró la ex estudiante de Bennington. Sanford parpadeó—. Oh, Charlie —dijo con expresión apenada—, ¿tiene usted alguna idea de lo que está diciendo?
—Bueno —dijo él a la defensiva—, por supuesto, nunca he dicho nada que permitiera suponer que soy un experto en marcianos.
—¿Lo que usted dijo? ¿Y eso qué importa? Am Sattaroothata le dijo al general Phenoboomgarat que le contratara porque necesitábamos un experto en marcianos. ¿Sabe, tiene usted alguna idea, de lo que significa decir que Am Sattaroothata estaba equivocado?
—Bueno, Emily —dijo Sanford en tono de disculpa—, imagino que puede llegar a ser algo embarazoso...
—¿Embarazoso? ¿Embarazoso? Oh, no, Charlie, no será embarazoso. Le diré lo que será. Será..., será...
La coronela Emily se interrumpió a media frase. Estaba escuchando. Y lo mismo hizo rápidamente Sanford, porque al final, y pese a la insonorización del estudio de televisión, había algo que escuchar. El edificio en sí se estremecía con el firme y sísmico pulsar de los tanques.
Estaban de camino. Para mejor o para peor, el golpe, finalmente, había despegado.
Desde lo alto de la torre de televisión la ciudad de Pnik se extendía ante ellos en la brumosa mañana iriadeskana. Hacia el este se hallaba el río Choomli con su frente de altos hoteles de turismo y las brillantes alfombras verdes de jacintos de agua que giraban corriente arriba mientras las compuertas del canal eran abiertas para el tráfico matutino, arrojando las plantas al río. Hacia el norte los altos edificios del gobierno, todos nuevos, todos brillantes en sus fachadas de cristal al estilo de cualquier otra ciudad del mundo. Hacia el este la ciudad vieja, con sus templos y torres; destellos dorados herían los ojos a medida que la luz del sol emergía por entre los Budas dorados y las columnas funerarias. Hacia el sur el aeropuerto, con sus reactores Jumbo y sus aviones privados, todos inmóviles. Y en todas direcciones, miraras donde miraras, todo parecía vacío. Cuando la columna de asalto salió del complejo pareció sorber toda la vida de Pnik tras ella. No había nadie en ninguna calle que Sanford pudiera ver.
Como tampoco había ningún sonido, ni en las calles ni en el aeropuerto con sus aviones intervenidos.
Y ningún sonido en absoluto de fuego de cañones, o motores de tanques, o gritos de las víctimas, o cualquier otra de las cosas que veinte años de películas de guerra habían entrenado a Sanford a esperar.
—¿No deberían estar luchando? —le preguntó a la coronela Emily mientras ésta le miraba con cierta sorpresa.
—El ataque se está produciendo —le aseguró ella—, probablemente. De todos modos, el mariscal en jefe del Aire Pittikudaru ha prometido prácticamente sobrevolar el edificio del Tribunal Supremo tan pronto como la Séptima Brigada de Paracaidistas tome posiciones a su alrededor. Así que al menos tendríamos que ver los aviones desde aquí.
—Yo no los veo —dijo él, entrecerrando los ojos.
—¡Bueno, yo tampoco! —exclamó ella—. Simplemente tenemos que ser pacientes hasta que descubramos lo que ocurre. Y no empiece de nuevo con lo del contacto por radio; no nos mantenemos en contacto por radio porque, si lo hiciéramos, entonces todo el mundo podría escuchar, puesto que todos nos hallamos bajo las mismas frecuencias de mando.
—Yo sólo intentaba decir...
—¡No lo diga! —Entonces miró por encima del parapeto del edificio—. Es curioso —dijo, casi para sí misma.
Sanford se sujetó a las calientes tejas que remataban el parapeto y se inclinó hacia delante para ver qué miraba ella. Estaba ocurriendo algo. Abajo en el terreno de desfiles una figura militar, erguida y sobria en su entorchado uniforme y gorra, aguardaba. Era el general Tupalakuli, y estaba rodeado por una escuadra de soldados de aspecto eficiente con las carabinas dispuestas. Desde el lado opuesto del patio cuadrangular apareció otro general, que avanzó gallardamente hacia él.
Era el general Phenoboomgarat.
Todo el escenario de ópera cómica se transformó de repente en algo horrible para Sanford, porque daba toda la impresión de que iba a presenciar el primer fusilamiento por un pelotón de ejecución.
—No debería matarle —le dijo secamente a Emily—. ¡Es su prisionero! Puede acogerse a las convenciones de guerra, ¿no?
Ella se volvió para mirarle, sin comprender.
—¿De qué demonios está usted hablando?
—Eso es un pelotón de ejecución para el general Tupalakuli, ¿acaso no lo ve? ¡Escuche, esto es llevar las cosas demasiado lejos! Quiero que...
No terminó la frase. En el rectángulo de abajo se estaba desarrollando un pequeño drama. El general Tupalakuli saludó ceremoniosamente al general Phenoboomgarat. El general Phenoboomgarat devolvió el saludo. El pelotón de hombres armados se apartó del general Tupalakuli y volvió a formar en un cuadrado en torno al general Phenoboomgarat. Se alejaron con él..., directamente hacia la puerta de la prisión militar que Tupalakuli acababa de abandonar.
—Oh, demonios —gimió la coronela Emily; y, tras ellos, en el tejado, se abrió una puerta. El mismo teniente que había cambiado las banderas en la estancia de los dos generales, cuando ambos parecían estar temporalmente en el mismo bando, apareció de nuevo. Saludó a Emily rutinariamente y se dirigió hacia el asta de la bandera.
La bandera del Gobierno Reformista del Nuevo Pueblo, con su dibujo del marciano, fue arriada. Su lugar lo ocupó la vieja bandera de los corruptos chupasangres y tiranos con las veintisiete estrellas.
Sanford volvió una horrorizada mirada hacia Emily.
—¿Significa esto lo que creo que significa? —preguntó.
—¿Qué cree que significa? —sollozó ella—. Significa que hemos perdido.
La limusina era tan grande como siempre, pero ahora estaba mucho más atestada. Am Sattaroothata y el general Phenoboomgarat compartían el asiento trasero, Am Bhopni estaba delante, Emily y Sanford en los asientos abatibles.
A todo su alrededor, la ciudad de Pnik regresaba a su status normal. Las puertas metálicas estaban de nuevo alzadas, y los cuchitriles de las tiendas se dedicaban de nuevo a su negocio de vender al por menor sus telas y su carne y sus pollos y gallinas. Los tuk-tuks llevaban de nuevo pasajeros civiles. Incluso un enorme y chillón autobús turístico gruñía delante de ellos, ahogándoles con sus gases de escape, hasta que giró en dirección al Templo de los Diez Mil Budas Dorados.
El general Phenoboomgarat estaba hablando con Am Sattaroothata como si discutieran los resultados de un reciente partido de tenis. Sanford no comprendía una palabra, pero Emily le ofreció una somera traducción.
—El gobierno prometió rendirse tan pronto como las Fuerzas Aéreas volaran por encima del edificio del Tribunal Supremo —dijo—, pero el mariscal en jefe del Aire Pittikudaru aguardaba a que la Séptima Brigada de Paracaidistas rodeara el edificio, y el general no lo hizo porque le informaron que Su Majestad había dicho que era insultante para las orgullosas tradiciones de Iriadeska poner una muñeca infantil en la bandera.
—¿Y dijo eso realmente el rey? —preguntó Sanford.
—Oh, ¿quién sabe? Es el tipo de cosa que muy bien podría haber dicho, y sólo pensar que podía haberlo dicho fue suficiente para que todo el mundo se replanteara las cosas, porque en asuntos de gusto y religión...
—Sí, lo sé —asintió Sanford—. La palabra de Su Majestad es, ¿cómo lo dicen ustedes? Concluyeme.
—Exacto —dijo ella con voz lúgubre—. Así que el general Phenoboomgarat liberó al general Tupalakuli y le entregó el mando de las tropas..., y aquí estamos.
—Camino del aeropuerto y del exilio —terminó Sanford. Emily asintió, complacida ante su rápida comprensión—. Esperando poder escabullimos fuera del país antes de que nadie se dé cuenta —añadió, y ella pareció indignada.
—¿Escabullimos? ¿Quién se escabulle a ninguna parte? Los oficiales del aeropuerto nunca exigen visados de salida hasta doce horas después de cualquier intento de golpe. De otro modo —explicó—, ¿cómo podrían marcharse los líderes?
—¿Marcharse adonde?
Ella se encogió de hombros.
—Allá donde tengan que marcharse. Am Sattaroothata, por supuesto, sólo tendrá que permanecer alejado unos cuantos meses, hasta que las cosas se apacigüen un poco..., de todos modos, dijo que deseaba visitar a sus corredores en Singapur. El general Phenoboomgarat tiene intereses en los casinos de Atlantic City, junto con Su Majestad. Probablemente irá allí.
—¿Y usted?
—Oh, yo también iré a Atlantic City. Sin duda necesitarán alguna especie de director de personal..., y quizá pueda volver a la universidad y obtener un grado superior en mis estudios. ¿Qué hay acerca de usted? ¿Volverá a la agencia?
—Si todavía tengo un trabajo allí —gruñó Sanford—. No me he cubierto exactamente de gloria con éste.
Emily mostró su simpatía. Sanford la aceptó; la simpatía no era exactamente un éxito o un trabajo, pero era lo mejor que había conseguido aquel día.
Luego Emily pareció pensativa.
—Charlie —dijo con aire ausente—. ¿Tiene su agencia alguna cuenta entre los casinos?
—¿Quiere decir en el juego? Oh, no. No sé nada acerca de eso, y no creo que el Viejo sepa tampoco, y además hay de por medio ciertas consideraciones morales...
Se detuvo, porque ella ya no le escuchaba. Con los dedos apretados juntos, susurraba deferentemente algo a Am Sattaroothata y al general. Ambos escucharon con aire ausente. Luego el monje se encogió de hombros y el general dijo, como si el tema le aburriera:
—Yom
Emily hizo una inclinación de cabeza y se volvió hacia Sanford.
—Trescientos millones de dólares al año —dijo, sonriendo.
—¿Qué?
—Eso es lo que manejan nuestros casinos. Así que hay dinero para gastar en promoción, ¿no lo diría usted así? Dinero suficiente para que su jefe pueda estar interesado en la cuenta..., ¿con usted llevándola?
Sanford dijo inmediatamente:
—Me siento capaz de aprender sobre casinos muy rápidamente.
—Creo que sí —asintió Emily—. Incluso sospecho que yo podría ayudarle.
15. Notas de la Sociedad Interplanetaria Británica
de Spaceflight, Mensaje del Secretario
La expedición marciana Seerseller, ahora en las etapas finales de su viaje de regreso a la Tierra, ha sido cubierta de una forma tan exhaustiva tanto en Spaceflight como en el Journal de la Sociedad Interplanetaria Británica, que parecería que poco queda por decir al respecto. Ciertamente, todos nos congratulamos del gran triunfo de nuestros colegas del otro lado del Atlántico. Y, desde luego, les deseamos todo el éxito en descubrir cómo algunos de los aspectos técnicos pudieron ir tan mal.
Pero en esta ocasión nuestro infatigable Secretario desea exponer algunos asuntos tangenciales. Ha desenterrado un interesante material histórico que demuestra las notables correspondencias, así como las considerables diferencias, entre la actual Misión Tripulada a Marte del capitán Seerseller, que se acerca ahora a su fin, y los planes y predicciones hechos para proyectos similares en los primeros días de la Era Espacial.
El difunto doctor Wernher von Braun fue quizás el primero en considerar con detalle la logística y los objetivos de una tal misión. En su testimonio ante el Congreso de los Estados Unidos en agosto de 1968, justo un año después de que Neil Armstrong se convirtiera en el primer ser humano que ponía el pie en la Luna, el doctor von Braun afirmó que el alunizaje había sido solamente un primer paso. El segundo paso debería ser caminar sobre la superficie de Marte, y describió a los congresistas cómo podía producirse eso.
Se trataría de una expedición tripulada, algo menos ambiciosa que la del capitán Seerseller, y tendría lugar dentro de los quince años siguientes a 1968. El doctor von Braun estableció un calendario con un despegue en noviembre de 1981 y un regreso a la Tierra en agosto de 1983. Su proposición fue aceptada con entusiasmo por muchos miembros del Congreso norteamericano. Desgraciadamente, su atención (y recursos) se vieron tan profundamente comprometidos en los acontecimientos a veinte mil kilómetros de distancia, en Vietnam, antes que a sesenta y cinco millones de kilómetros en el espacio, que el proyecto languideció.
Fue revivido en 1978. Luego, la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio («NASA») preparó una actualización más detallada de los estudios de Von Braun. La NASA imaginó una flota de varias naves, como demostró ser realmente el caso en la misión Seerseller. Debían ser impulsadas por cohetes químicos en el despegue y el amartizaje, y usar energía eléctrica solar durante el camino. (Exactamente lo mismo que en la expedición Seerseller.)
El estudio de 1978 de la NASA, sin embargo, era aún relativamente pequeño en escala. Se preveía una tripulación de seis personas con tres astronautas (todos hombres) posándose en la superficie de Marte para una estancia de sesenta días dedicados a los estudios científicos y a la exploración, mientras que otros tres, también hombres, permanecerían en órbita. (En la realidad, el equipo de Seerseller incluía a ciento nueve mujeres y ciento sesenta y siete hombres al despegar, todos los cuales llegaron realmente a amartizar..., aunque, trágicamente, sólo diecinueve mujeres y dieciséis hombres han sobrevivido hasta ahora en el viaje de regreso.)
Las especificaciones físicas para la flota en el estudio de 1978 de la NASA eran similarmente modestas con respecto a las reales. Las necesidades de masa total para el plan de 1978 eran del orden de 1 millón de kilogramos en órbita (contra sólo un poco por debajo de los 9,5 millones de kg para la expedición Seerseller). Y la estimación de la NASA de energía solar era de un panel del orden de los 2 megavatios, contra los actuales 3,3 megavatios de la flota para las naves tripuladas (y 4,3 mv para la nave de carga e instrumental, que desgraciadamente se estrelló al amartizar).
Tanto el plan de 1978 de la NASA como la realidad de la expedición Seerseller incluían rasgos tales como naves separadas para instrumentos y provisiones; reunión y carga de combustible en Órbita Baja sobre la Tierra; y el uso de una lanzadera espacial «montacargas» para transportar materiales de la superficie de la Tierra a la órbita.
El tiempo total para la misión de 1978 fue estimado por la NASA en 600 a 700 días. El tiempo de la expedición Seerseller debería cerrarse en los 1.058 días. La diferencia, por supuesto, es debida principalmente a la más prolongada estancia de Seerseller y su equipo en la superficie de Marte.
Desde luego, hay algunas diferencias mucho más grandes entre la imaginada expedición de la NASA y la que está finalizando ahora. El trágico accidente del cohete en su amartizaje; el descubrimiento de graves negligencias e incluso encubrimientos que están empezando a aparecer..., nada como eso, por supuesto, había sido anticipado.
Pero la mayor diferencia es enormemente alentadora. ¡Se trata del muy inesperado descubrimiento de marcianos nativos, vivos y al menos semiinteligentes!
Ni siquiera Von Braun ni ningún otro científico de la NASA fueron capaces de prever una tal posibilidad..., ¡no al menos en público!
Ahora parece que el aterrizaje en nuestro planeta de la expedición Seerseller se producirá en Cabo Cañaveral a primeros de diciembre de este año. Se está construyendo una pista enteramente nueva para recibir la nave. Habrá, por supuesto, la tradicional fanfarria tan típica de la NASA, con dignatarios de todo tipo presentes para dar la bienvenida a los terrestres que regresan y a sus pasajeros marcianos..., ¡y la última buena noticia para su Secretario es que ha sido invitado a asistir!
Por supuesto (desea que sea sabido el Secretario), reconoce que este honor no es atribuible a él sino a todos los miembros de la Sociedad Interplanetaria Británica, que durante más de medio siglo han estado siempre en primera línea del empuje por ir al espacio. De todos modos, suponiendo que su salud se lo permita (siempre una cuestión incierta, porque incluso nuestro Secretario admite que su caparazón humano ya está un poco envejecido), ¡por supuesto que estará allí!
16. El misionero
Exactamente a las cinco cincuenta los heraldos empezaron a recorrer los pasillos del viejo hotel, llamando a cada habitación al pasar frente a ella.
—¡Buenos días! ¡Dios os bendiga! ¡Alabado sea el Reverendo!
Mientras sus ojos se abrían, cada uno de los jóvenes en la habitación de Seth respondió, en orden inverso:
—¡Alabado sea el Reverendo! Dios os bendiga. Buenos días.
Otro bendito día había amanecido para Seth. Simplemente «Seth». No era Seth Jones o Seth Robinson..., ya ni siquiera era Seth Marengeth, el nombre con el que había nacido. En el servicio del Reverendo no usabas apellidos, puesto que todos erais, en realidad, los propios y amados hijos del Reverendo. Alabado sea el Reverendo, pensó Seth automáticamente mientras deslizaba los pies a un lado del camastro, hallaba las zapatillas y tendía la mano hacia su bata de humildad de franela. (Humildad, así era como lo llamaban, y él era humilde..., pero a finales de noviembre, en el bendito Refugio del Reverendo, también mantenía a raya el frío. El Reverendo no creía en rechazar el tiempo que Dios había enviado.) Seth se puso en pie para empezar a hacerse su cama justo en el momento en que Jakob, el más cercano al pasillo, entraba ya en el cuarto de baño y Jimmy, entre medio, se arrodillaba para las plegarias matutinas. Cuando Seth tuvo las mantas tensas y lisas encima de la única almohada, Jakob ya había salido del baño y empezaba a hacerse su propia cama, y Jimmy cogía su cepillo de dientes y su peine para su turno, mientras Seth se dejaba caer de rodillas.
—Oh, santo Reverendo —rezó—, sálvame de las tentaciones que me asaltan. Ayúdame a superar la maldad de mis viejos hábitos. No me dejes caer a un lado mientras mis hermanos y hermanas caminan contigo por el camino de la rectitud. Enséñame a negar la carne y exaltar el espíritu, santo Reverendo, en Su nombre y en el tuyo.
Como siempre, el cronometraje era exacto. Fue el turno de Seth en el cuarto de baño en el momento mismo en que acababa de recitar las palabras de gracia y alabar al Reverendo. A los seis minutos exactamente desde el momento en que los heraldos llamaron por la puerta abierta, los tres jóvenes que ocupaban la habitación 2143 del Refugio Central del Reverendo estaban al lado de sus camas, poniéndose sus pantalones antes de quitarse las batas, ajustándose camisas, corbatas y calcetines en perfecta sincronización, como una rutina de las Rockettes en el viejo Radio City Music Hall. A las seis y cinco formaban en la ordenada y sonriente fila reunida delante de los ascensores que les conducirían al desayuno de plegaria de la mañana.
Era una mañana perfectamente normal en el Refugio Central, excepto por una pequeña cosa. La descubrieron mientras avanzaban educadamente en orden al interior del gran refectorio.
El Reverendo no estaba allí.
La gran silla dorada a la cabecera de la Santa Mesa estaba vacía. Dónde había llamado el santo trabajo al Reverendo era algo que nadie en la mesa de Seth parecía saber.
Hubo un tiempo en que el Refugio Central era un lugar mundano —no, eso no lo describe—, no sólo era un lugar muy mundano, sino incluso realmente escandaloso. Antes de que el Reverendo lo comprara y lo hiciera santo había sido una de esas ciudadelas del pecado, un hotel en el centro de la ciudad cerca de la estación de ferrocarriles, un lugar donde personas de todo tipo se albergaban para pasar la noche. Una buena parte de esas personas estaban menos interesadas en albergarse, se decía, que en practicar algunos de esos peculiarmente terribles vicios contra los cuales tronaba el Reverendo. ¡Chicas jóvenes habían vendido sus cuerpos en esas habitaciones! ¡Hombres y mujeres casados se acostaban ilícitamente en ellas con hombres y mujeres distintos de aquellos con los que estaban casados! Peor aún, había parejas —la mitad de los oyentes enrojecían ya antes de que el Reverendo mencionara lo que venía a continuación—, parejas del mismo sexo que compartían sus camas y practicaban innombrables aberraciones con el cuerpo del otro. Las habitaciones habían albergado a personas que bebían, y a personas que fumaban tabaco y cosas peores. Arriba, junto al tejado del Refugio Central, donde el Reverendo tenía ahora su emisora a fin de que sus mensajes del domingo por la mañana pudieran llegar a todo el mundo oyente, había habido un «club nocturno»..., un lugar donde mujeres escasamente vestidas bailaban y cantaban y lascivos cómicos usaban un lenguaje subido de tono mientras los saxofones y las baterías derramaban una música sensual y obscena para que los bailarines se agarraran apasionadamente. ¡Sodoma no había tenido nada tan pervertido como aquel viejo hotel!
Ahora todo había cambiado, por supuesto. Lo que quedaba había sido purificado para los servicios del Reverendo y del Señor. El gran salón de baile de la planta baja, que en su tiempo rivalizaba con el último piso en la abandonada persecución del vicio, se hallaba dispuesta ahora como el comedor de una universidad o un monasterio. Largas meses de caballete ocupaban lo que antes había sido pista de baile. Los bancos reemplazaban las sillas de respaldo dorado con asientos tapizados que en su tiempo habían sostenido a los parrandistas borrachos. El estrado donde los músicos de jazz habían trompeteado ritmos de la jungla entre calada y calada de marihuana sólo contenía ahora la Santa Mesa.
Más de cuatrocientos miembros de las leales tropas del Reverendo eran alimentados en este refectorio cada día, y cada noche dormían en las habitaciones de arriba. Las habitaciones estaban, por supuesto, cuidadosamente segregadas. Los pisos 8 a 17 eran para las mujeres, los 18 a 28 para los hombres. Pero todos los seguidores del Reverendo comían en el mismo lugar. Incluso compartían las mismas mesas, muchachas a un lado, muchachos al otro. Alabado fuera el Reverendo por eso, pensó Seth, mientras estudiaba ansiosamente las curvas de las jóvenes que se acercaban para ocupar sus asientos. Cada uno de ellos, lo sabía muy bien, era el bendito servidor del Reverendo, y todos eran iguales a los ojos del Reverendo. Sin embargo, había una misionera frente a la que Seth se sentía más feliz de sentarse que las otras.
Puesto que el sentarse era resultado de la situación al azar de cada servidor en las colas, y puesto que el orden en las colas quedaba determinado en su mayor parte por la forma en que los heraldos enviaban los ascensores a cada piso, las posibilidades de emparejar a dos personas en particular eran más bien escasas. No era probable que se establecieran vínculos duraderos en la mesa de la comida. Seth podía hallar a cualquier muchacha en particular al otro lado de su mesa en cualquier comida, y las estadísticas decían que probablemente transcurrirían cuatro meses o más antes de que volviera a sentarse frente a ella. Cuatro meses, en el Refugio, era una eternidad. La estancia media de cualquier servidor en cualquiera de los refugios del Reverendo era raras veces superior a un año, puesto que siempre había urgentes necesidades que atender en alguna otra ciudad. Así que, sabía Seth, las posibilidades estadísticas de tener ante él aquella mañana a la muchacha en particular que deseaba ver eran casi nulas...
¡Pero las estadísticas estaban evidentemente para ser violadas, porque allí estaba! ¡La hermana Evangeline! Ella inclinó su cabeza casi de inmediato y unió mansamente las manos sobre su regazo, aguardando la señal de empezar a comer. Pero, antes de bajar la cabeza, sus ojos miraron brevemente a Seth.
No fue una mirada poco amistosa, en absoluto. Le hizo sentirse atrevido.
—Buenos días —susurró, arrancando una mirada de desaprobación de Jakob en el asiento contiguo al suyo.
Evangeline debió sentir el estremecimiento de la mirada. Pero no le importó. Apartándose de las reglas, sin preocuparse de quien pudiera oírla, respondió en otro susurro:
—Buenos días, Seth.
Seth sintió una repentina oleada de calidez y alegría que lo inundó de pies a cabeza. Dirigió una sonrisa a Jakob que fundió el reproche en el rostro de su compañero de habitación, e incluso sonrió hacia el heraldo en la cabecera de la mesa, que estaba contemplando severamente a los comensales. Demasiado tarde, Seth se dio cuenta de que él y Evangeline no eran los únicos que susurraban en la mesa. De hecho, toda la sala zumbaba..., muy tenuemente, un zumbido apenas audible, pero pese a todo algo que Seth nunca había visto antes en un desayuno de plegaria. Sorprendentemente, los heraldos hacían poco por aquietarlo.
Increíblemente, Seth vio a uno de ellos hacer una pausa en su patrulla en torno a la sala e inclinarse hacia el oído del heraldo de su mesa. Seth inclinó el cuello, intentando oír..., y consiguió captar dos palabras. La una era Reverendo. Y la otra era marcianos.
Por todo lo que recordaba, Seth nunca había oído pronunciar la palabra marcianos en el Refugio antes, aunque los periódicos mundanos estaban llenos de historias sobre ellos. El Reverendo no estaba contra la ciencia. Estaba sólo contra las aplicaciones más decadentes de ella. (Como el aire acondicionado, y como poner la calefacción cuando aún no era oficialmente invierno.) El Reverendo ni siquiera estaba contra el progreso —probablemente—, bueno, en realidad nunca había mencionado el progreso en absoluto.
El mundo mundano hablaba mucho de los marcianos. Hacía algo más que hablar; los marcianos se habían convertido en una industria tan grande como los hulahoops o las mecedoras para animales de compañía. Calle abajo del Refugio, los grandes almacenes Macy's tenían mobiliario «marciano» en el escaparate. Los vendedores callejeros pregonaban muñecas marcianas en la calle Cuarenta y dos, exactamente en medio de los trileros y los vendedores de falsos relojes digitales. El centro de reclutamiento de las Fuerzas Aéreas mostraba grandes ampliaciones de la Algonquino bajo el epígrafe: «Sustineo alas..., ¡incluso en Marte!».
Pero, ¿en el Refugio?
Sin embargo, ahí estaba. No había habido tanta excitación en el Santo Refugio desde hacía meses. Seth no podía impedir el compartirla, porque era tan poco propio de los servidores sentir interés hacia asuntos tan mundanos —bueno, no exactamente «mundanos», pero desde luego no espirituales— como la media docena o así de peculiares criaturas que habían sido descubiertas en Marte e iban ahora camino de la Tierra. Casi hormigueaba de curiosidad cuando uno de los heraldos en la Santa Mesa se puso en pie e hizo sonar la campanilla de plata de la plegaria.
Obedientemente, las cuatrocientas personas en el refectorio repitieron la plegaria matutina, con sus voces coreando las palabras. Luego el heraldo les hizo gesto de que se sentaran pero, en vez de pronunciar la acción de gracias antes de la comida, hizo sonar la campana de nuevo.
—Hermanos y hermanas en el servicio del Reverendo —dijo, sonriente, dejando que su voz llegara con facilidad hasta el último extremo de la silenciosa sala—, hay buenas noticias para nosotros esta mañana. El Reverendo no está aquí porque en estos momentos se halla camino de Florida. Ha sido invitado personalmente por el Presidente de los Estados Unidos a estar presente para dar la bienvenida a los viajeros del espacio y a los seres marcianos que traen con ellos cuando lleguen a la Tierra. ¡Alabado sea el Reverendo! —Y todas las cuatrocientas voces hicieron eco: ¡Alabado sea el Reverendo!—. ¡Alabados sean los astronautas! —¡Alabados sean los astronautas!—. ¡Y alabados sean los marcianos! —Y alabados sean los marcianos, llegó la respuesta..., un poco quebrada, sin lugar a dudas, puesto que era la primera vez que oían que los marcianos tenían almas que alabar.
El desayuno fue apresurado y escaso aquella mañana, porque los susurros no murieron. Incluso los cabezas de mesa susurraban, o al menos fingían no darse cuenta de que las personas a su cargo rompían el silencio de la comida. ¡Qué honor era todo aquello, sin lugar a dudas!..., no para el Reverendo, por supuesto, porque el Reverendo no necesitaba los honores terrenales, sino para el Presidente y los propios Estados Unidos, el que el Reverendo desviara parte de su tiempo de sus grandes obligaciones para dar la bienvenida a esas extrañas criaturas de otro planeta y concederles la gracia de Dios. Cada rostro en el refectorio resplandecía de alegría..., incluso los rostros de los casi mundanos, que quizás habían estado escuchando la radio o incluso leyendo los periódicos mundanos, y decían que no era sólo el Reverendo quien había sido invitado. No, decían juiciosamente, había un enorme popurrí ecuménico de obispos católicos y renacidos ministros baptistas y rabinos y Santos del Último Día e incluso un imán o dos de las comunidades musulmanas de Nueva York y el Oeste. Ninguno de los misioneros creía que eso importara en lo más mínimo. El Reverendo llevaría el peso por todos.
—Oh, benditos sean los marcianos —susurró Seth al otro lado de la mesa. No miró a Evangeline, pero fue ella quien le devolvió el susurro:
—¡Sí, y alabado sea el Reverendo por bendecirles!
En conjunto, fue uno de los mejores días que Seth hubiera experimentado nunca, incluso comparado con aquellos maravillosos y benditos días cuando aceptó aquella primera invitación en la parada del autobús a asistir a una de las cenas de amor del Reverendo para los cansados y descorazonados. Había firmado para unirse al servicio del Reverendo antes de abandonar la mesa aquella noche. Toda su vida había sido gozosa desde entonces..., bueno, en su mayor parte gozosa; el Reverendo decía que uno tenía que aceptar las decepciones y las dificultades como pruebas para su fe, e incluso al servicio del Reverendo uno sufría tales altibajos de tanto en tanto. Pero cuando comparaba su vida en el Santo Refugio con el vacío y la futilidad de lo que había sido antes, sabía en lo más profundo de su corazón que el Reverendo hablaba sin lugar a dudas con la voz de Dios. Seth estaba casi absoluta, definitivamente seguro de eso.
Nunca lo había dudado..., excepto de tanto en tanto, cuando algún profano del exterior lo sujetaba e intentaba hablarle de los edificios de oficinas del Reverendo y de sus acciones mineras y de sus dos DC-9 privados; pero las dudas siempre pasaban.
No había dudas en la mente de Seth aquella mañana. ¡Qué maravilloso día iba a ser!
Y cuando Seth ocupó su lugar entre los equipos que iban a salir al exterior y que se alineaban para recibir sus tareas del día, se dio cuenta de que iba a ser aún mejor. Cuando el heraldo del aeropuerto seleccionó a los misioneros para que fueran al aeropuerto de Newark aquella mañana, Evangeline fue la primera a la que eligió. Seth tembló, rezó, se inquietó..., y luego, cuando ya casi había perdido toda esperanza, el heraldo miró en su dirección y dijo:
—Tú también, hermano Seth.
No había ninguna duda al respecto. Este día iba a ser tan perfecto como podía llegar a serlo cualquier día a este lado del bendito cielo del Reverendo. ¡El aeropuerto de Newark era la mejor misión que podrían haberle asignado!
Por supuesto, cualquier misión sería estupenda si él y Evangeline la hacían juntos, pero algunas misiones eran mejores que otras. Por ejemplo, las hermanas y hermanos asignadas a la terminal de autobuses de la Autoridad del Puerto o a las estaciones de ferrocarril tenían que caminar hasta sus destinos. Lo mismo ocurría con aquellos asignados a la Quinta Avenida o fuera de los hoteles del centro y, además, en esta época del año tenían que competir con todos los Santa Claus que recorrían las aceras haciendo sonar sus estúpidas campanas. La gente de Wall Street tomaba el metro. Lo mismo hacían los equipos para los aeropuertos JFK y La Guardia, aunque hacían transbordo a los autobuses urbanos a lo largo del camino, y para la gente del Kennedy el viaje les llevaba más de una hora.
Newark era, con mucho, el mejor. El equipo del Newark estaba compuesto por siete misioneros, porque las terminales eran muy grandes. En las terminales normales tenías realmente tiempo de hablar con la gente con la que te cruzabas. Los edificios eran escasamente usados. Podías caminar a su lado con los folletos, y hablar mientras lo hacías. La vieja terminal estaba mucho más atestada, y la gente allí siempre parecía tener tanta prisa que se mostraba reluctante a aceptar tu flor y permitir que les preguntaras si sus vidas eran felices, realmente felices. Sin embargo, las tarifas reducidas de las líneas aéreas en la vieja terminal atraían precisamente al tipo de personas jóvenes más predispuestas a escuchar el mensaje de esperanza del Reverendo.
Pero lo más importante respecto a Newark en la mente de Seth aquel día era que ibas hasta allí en una de las pequeñas camionetas del Reverendo, dos en cada asiento. ¡Y la persona con la que compartiera el suyo podía ser muy fácilmente Evangeline!
No, no había la menor duda en la mente de Seth de que éste podía convertirse en el día más feliz de su vida.
En realidad, no fue en absoluto como hubiera podido ser.
Para empezar, cuando Seth se presentó para la misión, todos estaban hablando de los marcianos. Thad, el heraldo del equipo, necesitó cierto tiempo para recordar que había un mensaje para Seth.
—No, no sé lo que quieren, pero será mejor que vayas a verles ahora mismo..., ¡y aprisa, porque nos marchamos en cinco minutos!
Era el Heraldo Tesorero quien deseaba ver a Seth, y de lo que deseaba hablar era acerca de la reciente herencia de Seth.
—Alabado sea el Reverendo —dijo el hombre—. Hermano Seth, ¿has tenido alguna noticia de esos abogados?
—No, hermano Heraldo —contestó de inmediato Seth, aunque se trataba de una pregunta estúpida. ¿Cómo podría haber oído algo que los heraldos no supieran antes que él?
—Creo —dijo juiciosamente el heraldo— que, si no recibes una carta en los próximos dos o tres días, deberías telefonearles. Después de todo, si tu tía Ellen deseaba que tú recibieras ese dinero, no tienen derecho a retenerlo, ¿no crees? ¿Qué cantidad heredaste, un poco más de seis mil ochocientos dólares?
—También había un servicio de té de plata que deseaba que pasara a mis manos.
—Oh, sí..., y, oh, ¡cómo lucirá ese servicio de té en la Santa Mesa! Seguro que el Reverendo deseará darte las gracias por donar de esta forma toda tu herencia, Seth. ¡Creo que incluso deseará hacerlo personalmente! ¡Quizá, en mitad mismo de una comida, te llame para que te acerques a la Santa Mesa, delante de todo el mundo, y te hable!
—¡Alabado sea el Reverendo! Llamaré a los abogados —prometió Seth.
—Sí, eso será lo mejor. Digamos el próximo lunes, si no has sabido nada. Dispondré una llamada desde mis aposentos, a fin de poder estar allí para ayudarte a tratar con ellos si suscitan algún problema impúdico..., ¡ya sabes cómo son los abogados!
Así que la cosa fue bastante corta; sin embargo, cuando Seth llegó a la acera junto a la cual aguardaba la camioneta, los demás ya estaban apiñados en torno a su puerta.
Había también un desconocido allí, un hombre alto de rostro rojizo con el aspecto de un jugador de fútbol diez años después de su mejor momento. Ciertamente no formaba parte de los servidores del Reverendo, pero estaba de pie en la acera, observándolos. El hombre bloqueaba el camino de Seth. Mientras Seth pasaba por su lado con un educado: «Discúlpeme, señor», el hombre de rojizo rostro le dirigió una sonrisa. Seth reconoció de inmediato la expresión. Era la sonrisa de desdén que obtenías de los ceñudos mundanos que habían visto algunos de aquellos viciosos programas de televisión acerca del Reverendo.
Esa experiencia no era rara. Obtenías todo tipo de reacciones de los mundanos. La mayor parte de los neoyorquinos que pasaban apresuradamente junto al hotel no tenían la menor idea de quién lo ocupaba ahora, y no les hubiera importado aunque lo hubieran sabido. Pero estaban los otros, los curiosos. Estaban los libidinosos que siempre intentaban mirar más allá de la puerta del vestíbulo, o a través de las cortinas de las ventanas, para ver quién sabía qué. Y, cada vez que salías del edificio para efectuar el santo trabajo del Reverendo, podías estar seguro de encontrarte con media docena de mirones y ociosos estudiándote para ver si dabas la impresión de que te habían lavado el cerebro o tenías los ojos vidriosos. Si eran turistas, te hacían una foto. Si eran nativos, se reían burlonamente y se daban la vuelta, con esa expresión tan neoyorquina de chico listo que decía que ya estaban al tanto de todo y de mucho más.
El hombre del rostro rojizo no encajaba con ninguno de estos esquemas. Era, decidió Seth, un Clase Tres, la peor de todas. Era uno de esos intolerantes que odiaban al Reverendo y todas sus obras, y que a veces te escupían cuando les ofrecías una Flor de la Paz.
Seth se situó protectoramente entre Evangeline y el hombre, pero quizá se había equivocado. El hombre se dio la vuelta despreocupadamente y se alejó, y aunque Seth lo observó hasta que desapareció de su vista, no se volvió ni una sola vez.
—¡Seth! —llamaba impacientemente el heraldo del equipo—. ¡Todos te estamos esperando!
Así que Seth fue el último en la camioneta, y por entonces el asiento contiguo al de Evangeline estaba ocupado. Decepcionado, se arrastró hasta la parte de atrás.
Era una lástima que tuviera que estar atrás, puesto que en los asientos del centro zumbaban las conversaciones.
—El Reverendo estará en el estrado con el Presidente de los Estados Unidos y todo tipo de dignatarios extranjeros —anunció la hermana Miranda; y el hermano Everett declaró—: ¡Saldrá por televisión! ¡Apuesto a que nos permitirán verle! —Y Evangeline preguntó..., Seth estuvo seguro de que era su voz, aunque su cabeza estaba vuelta hacia el otro lado—: Pero esas cosas, ¿son realmente marcianos? —Y fue ahogada por dos o tres de los otros a la vez—: ¡Por supuesto que son auténticos marcianos! ¡El Reverendo dice que son marcianos! ¡El Reverendo no diría eso si no lo fueran!
Llegaron tan cerca de iniciar una discusión como podían llegar los servidores, y el heraldo al volante no les dejó ir más lejos. Thad no sólo estaba a cargo del equipo de la misión del aeropuerto de Newark, sino que era un auténtico graduado de la universidad de liderazgo del Reverendo, allá entre las granjas del condado de Sussex, y por ello destinado a ocupar un alto lugar en la iglesia.
—¡Cantad, hermanos y hermanas! —exclamó, mientras enfilaban la hilera de coches que aguardaban a entrar en el túnel Lincoln, y la canción acabó con la charla.
Seth intentó unirse valerosamente a los viejos himnos evangélicos preferidos del Reverendo. No fue fácil. No podía evitar los bostezos. Incluso un hombre saludable en sus veinte años no podía seguir indefinidamente con menos de seis horas de sueño por la noche. Mucho antes de que hubieran salido del túnel a la autopista gratuita que conducía al aeropuerto (no tenia ningún sentido malgastar el dinero del Reverendo en peajes que no hacían otra cosa que engrosar las arcas del corrupto estado de Nueva Jersey), Seth dio una cabezada y sus ojos se cerraron.
Despertó con un sobresalto cuando la camioneta se detuvo en el aparcamiento subterráneo del aeropuerto. Estaban en la terminal Dos. Evangeline se había ido. Todos los misioneros se habían ido excepto Thad y él mismo, y Thad se volvió del volante para mirarle no muy amistosamente.
—Oh, Seth —dijo—, te dormiste durante todo el mensaje de hoy del Reverendo, ¿verdad?
Medio aturdido aún, Seth abrió la boca para responder, pero Thad le salvó de la tentación de una mentira.
—Por supuesto que lo hiciste —dijo, extrayendo la cásete del reproductor del tablero—. El mensaje es sobre Marte, Seth. El Reverendo desea que difundamos la buena nueva de que la salvación es posible para todos. ¡Para todos! Para todo incluso, Seth, porque la bondad de Dios es infinita. Se extiende a la Luna, a Marte y a todas las galaxias más allá. Por eso el Reverendo ha acudido en persona a dar la bienvenida a esos marcianos y a hablarles de la bondad y del amor de Dios. ¿Has captado eso, Seth? ¿Sabes lo que tienes que decir en tu misión?
—Creo que sí, hermano Thad —murmuró Seth.
—¡Entonces, ve y dilo! Te ocuparás de la cafetería, de la zona de los billetes y de todas las puertas hasta los límites de seguridad. Yo me encargaré de la zona de equipajes.
—Alabado sea el Reverendo —dijo Seth automáticamente, y se deslizó fuera de la camioneta para iniciar su trabajo.
Hubo un tiempo en el que Seth Marengeth no era un misionero que alababa las bondades del Reverendo.
De hecho, la anterior vida de Seth mostraba muy poco interés hacia la bondad. Era de lo más mundano del mundo. En la escuela secundaria inferior bebía cerveza. En la secundaria fumaba hierba. Pensó que la universidad sería más interesante, porque destacaba en física y astronomía y eso estaba lleno de implicaciones románticas para él, pero las cosas no funcionaron de ese modo. Mientras fracasaba estrepitosamente en su primer año, probó los tranquilizantes para acallar las preocupaciones acerca de lo que diría su padre respecto a sus notas, y los estimulantes para superar las tensas sesiones de los exámenes que de todas formas no tenía ninguna posibilidad de superar. Así fue como descubrió que le gustaban más las pildoras que ir a la universidad. Su padre intentó aceptar el hecho de que su hijo no sería un graduado universitario. Él, por su parte, tuvo problemas para aceptarlo, y la aceptación de su padre no fue suficiente de todos modos, porque el mundo real demostró ser menos misericorde. No parecía haber muchos buenos trabajos para un joven sin título universitario y sin experiencia en los negocios, y Seth tuvo la impresión de que ni a su padre ni a su madrastra Grace les gustaba demasiado tenerle haraganeando por toda la casa mientras aguardaba a que ocurriera algo.
Obtuvo algunos trabajos ocasionales. Probó McDonald's, y probó el 7-Eleven, pero en realidad no le parecieron mucho mejor que no tener ningún trabajo. Luego probó los Hare Krishnas.
Eso pareció prometedor por una temporada. Había muchas cosas que le gustaban de los Hare Krishnas, pero no podía hacerse a la idea de no volver a comer nunca más carne. La otra cosa que no le gustaba era la necesidad de afeitarse la cabeza. Después de abandonar los Hare Krishnas se sintió completamente extraviado. Hubiera podido intentar cosas realmente mucho peores, si no hubiera sido por el bendito día en que descubrió al bendito Reverendo.
¡Fue realmente (como Seth tenía que recordarse de tanto en tanto) un día bendito, maravilloso! El Reverendo le proporcionó una finalidad a su vida y una razón para vivirla. Más que eso. El Reverendo le proporcionó un hogar.
Fue incluso mejor para Seth que para la mayoría de los nuevos conversos que acudían allí cada día, todos ellos con ojos radiantes y esperanzados e interrogantes, porque Seth resultó ser una especie de celebridad en el Santo Refugio.
En realidad, no tuvo nada que ver con el propio Seth. Fue la actitud de su padre lo que hizo a Seth sobresalir. Cuando, después de la primera semana, Seth efectuó obedientemente su llamada telefónica monitorizada a casa para impedir que sus padres lo denunciaran a la policía como persona desaparecida, estaba completamente seguro de que su padre sufriría un ataque. Su padre le sorprendió. Tras el asombro y el desánimo del primer momento, hubo un silencio al otro lado del hilo..., el tipo de silencio que obtienes cuando alguien ha tapado el micrófono del aparato para decirle algo a otra persona. Luego el padre de Seth volvió a hablarle, esta vez, ante su enorme sorpresa, para felicitarle. Su padre y Grace no habían necesitado más de un minuto para decidir que, considerando las circunstancias, quizá lo que había hecho Seth fuera lo mejor que podía haberle ocurrido.
Así pues, a partir de aquella primera semana, Seth fue señalado como algo especial en el Refugio. Era casi el único joven allí, hombre o mujer, cuya familia no había puesto objeciones a ello..., auténticas objeciones, a veces incluso hasta el punto de entablar demandas o contratar a esos malignos desprogramadores sobre los que se susurraba en los minutos previos a la plegaria vespertina. Así que Seth obtuvo un rápido reconocimiento por parte de los heraldos. A menudo lo ponían de servicio en la puerta principal. Cuando las sollozantes mamás de mediana edad y los chillantes y amenazantes papás acudían a exigir el privilegio de meter algo de sentido común en las cabezas de sus retoños, Seth, tras negarse educadamente a permitirles una entrevista, era capaz al menos de ofrecerles el teléfono de su propio padre para que le llamaran y les tranquilizara.
Por supuesto, Seth nunca llegó a saber exactamente lo que su padre dijo en tales ocasiones, si alguno de ellos llegó a llamar. Pero eso ayudaba a librarse de los otros padres.
Lo que la auténtica madre de Seth hubiera llegado a decir es algo que nadie era capaz de adivinar, y mucho menos Seth. No la había visto desde que se marchó con el marido de la vecina de al lado, cuando Seth tenía tres años. Suponía que ese suceso había cambiado su vida. La había cambiado religiosamente, al menos, porque su padre había tenido que renunciar al catolicismo cuando se casó con Grace, que no soportaba el ir a misa. La cuestión de una educación católica nunca había vuelto a suscitarse desde entonces en el hogar de los Marengeth. Era un tema de conversación en el Santo Refugio, de tanto en tanto. Había presentes allí seguidores del Reverendo que antes hablan sido anteriormente seguidores de todo, desde unitarianos a baptistas renacidos, y desde luego un buen puñado que habían sido católicos..., y al menos dos, sabía Seth, incluso habían intentado el sacerdocio antes de descubrir la igualmente ordenada, pero ligeramente menos restrictiva, forma de vida del Reverendo. Sin mencionar las muchachas como Evangeline, que había insistido en volver atrás para una desgarradora y lacrimógena conferencia de tres horas con su antiguo ministro presbiteriano antes de decidirse por fin a cruzar la puerta del Refugio. Eso era en realidad lo primero que había unido a Seth y Evangeline..., tan «unidos» como podían esperar sentirse hasta que, y a menos que, el Reverendo decretara algo más íntimo para ellos. El padre de Evangeline había sido uno de los padres a los que Seth había echado gentil y educadamente..., pero no fácilmente, porque el hombre se había mostrado incandescente de rabia:
—¿Que no me va a ver? ¿Qué quieres decir con que no me va a ver? Soy Tim Beurdy. No soy un tipo de esos a los que se puede echar fácilmente, y soy su padre. —Pero Seth había permanecido firme, y al fin el hombre se había alejado encendido como una tea, y cuando luego se lo contó a Evangeline ella le dio las gracias.
Seth sonrió con ternura ante el pensamiento. ¡Qué maravillosamente firme era Evangeline! Qué maravillosa esposa sería para Seth..., si tan sólo el Reverendo, en su irreductible sabiduría, decidiera que así tenía que ser.
Había montones de gente hormigueando en el aeropuerto para los primeros vuelos, pero eso no significaba que hubiera muchas buenas perspectivas para los misioneros. Los viajeros de primera hora de la mañana siempre iban con prisas. Seth se mantuvo atareado, pero no consiguió mucho porque no tenía el tipo de materia prima adecuada para trabajar con ella. Los turistas de los vuelos chárter avanzaban en hordas y se apiñaban para defenderse contra los intrusos, porque todos se sentían aterrados de no ir a la puerta correcta o no oír el anuncio acerca de dónde recoger sus entradas gratis para el casino y sus vales para el club nocturno. Los hombres de negocios con citas a primera hora en otra ciudad no deseaban más que examinar los papeles preliminares de sus asuntos que llevaban en sus maletines; y aquellas dos clases eran el principal tipo de gente que tomaba los vuelos de las nueve de la mañana. A las diez y media Seth había entregado poco menos de una docena de las medio marchitas Flores de la Paz. Tenía menos de diez dólares en su bolsillo que mostrar por ellas, y ni siquiera una persona había dicho, aunque fuera insinceramente, que estaba interesada en asistir a una cena de hermandad.
Luego, por un momento, no hubo literalmente nadie a la vista en toda la terminal..., nadie a excepción de los empleados de reservas y los guardias de seguridad. No tenía ninguna utilidad ofrecer a ninguno de ellos una Flor de la Paz: habían sido abordados ya tantas veces que se limitaban a negar con la cabeza sin siquiera alzar la vista.
Los pies de Seth empezaban a dolerle.
Sabía que lo que debía hacer era encaminarse a la cafetería, al otro lado de la terminal. Allá podía haber alguien, quizás incluso más de uno, sentado lo bastante aburrido como para iniciar una conversación. Lo que deseaba hacer, sin embargo, era sentarse y descansar los pies.
Sabía que aquél era uno de los mayores no-no en su tarea. No sólo iba contra las instrucciones de los heraldos, sino que de algún modo iba contra la ley. Al menos, era el tipo de cosa a la que los guardias de seguridad del aeropuerto podían acogerse. Había una estrecha distinción entre ejercer el derecho constitucionalmente protegido de libertad de religión y reunión, por un lado, y la simple vagancia por el otro. Sentarse podía borrar esa distinción.
Lo que empeoraba las cosas para Seth era que la más cercana hilera de asientos vacíos disponía de televisores accionados por monedas, y alguien había dejado uno de ellos en marcha.
Hubo un tiempo en que la televisión había sido la principal forma de Seth de pasar el interminable tiempo entre levantarse y acostarse en aquellos días mundanos anteriores al Reverendo. Ahora estaba casi enteramente ausente de su vida. De tanto en tanto echaba una breve ojeada a un aparato en algún escaparate cerca de la esquina donde ejercía su labor misionera, pero en esos casos nunca podías oír el sonido. Una lástima. Más raras eran las muy infrecuentes ocasiones en las que unos pocos servidores afortunados eran invitados a la sala común de los heraldos para ver las noticias, o incluso quizá alguna reposición del «Show de Lucy» o del «Show de Mary Tyler Moore», en aquella preciosa hora de que disponían los heraldos entre la cena y las devociones nocturnas. Doblando el cuello, Seth pudo ver que el programa en el pequeño aparato accionado por monedas era uno de sus viejos seriales preferidos, quizá «Todos mis hijos» o tal vez «Mientras el mundo gira»..., en realidad no podías decir cuál a menos que los siguieras, puesto que los personajes entraban y salían constantemente, y habían transcurrido muchos meses desde que Seth los veía.
Se alejó virtuosamente. ¡Su deber estaba en la cafetería, no en malgastar las preciosas horas que pertenecían al Reverendo!
Luego, al pasar por delante de una hilera de cabinas telefónicas desocupadas, vaciló.
Seth no pensaba exactamente en el legado de su tía Ellen. Había pensado en él con detalle cuando le llegó la noticia de su testamento..., de hecho había pensado mucho en él, con los heraldos del Reverendo ayudándole constantemente a aclarar sus pensamientos.
—¿El juego de té de plata que ella deseaba que recibieras cuando te casaras? Sí, Seth, es un hermoso detalle, pero cuando nosotros nos casamos no vivimos de esta forma tan mundana, ¿verdad? Y el dinero... Oh, Seth, ¡cuánto bien hará una suma así para ayudar a difundir el mensaje de salvación del Reverendo a este deprimente mundo!
—Alabado sea el Reverendo —había dicho Seth; y esto había sido el fin de todo. Casi el fin de todo, al menos. Y la cuestión no estaba realmente en su cabeza cuando entró en la cabina, cerró la puerta, y se sentó agradecido en el diminuto asiento. Tan sólo estaba descansando sus pies por un momento, allá donde nadie podía verle.
Fue casi sin pensar que rebuscó en su bolsillo, tomó prestado un cuarto de dólar de lo que había recolectado para el Reverendo, y marcó una llamada a larga distancia a cobro revertido.
La oficina de los abogados respondió de inmediato, y el propio abogado estaba al teléfono tan sólo unos segundos más tarde. Tenía una voz agradable y aguda, y respondió en seguida a la tentativa pregunta de Seth.
—Oh, sí, señor Marengeth. Me alegra poder decirle que el tribunal testamentario ha aprobado la validación del testamento. Estamos aguardando el documento original. Deberíamos poder distribuir los legados dentro de unos pocos días. Dígame, señor Marengeth, ¿hay algún problema de impuestos? Porque pienso que podríamos hacerle llegar su herencia antes de final de año, si esto le resulta más conveniente.
—No, no hay ningún problema de impuestos.
—Entiendo. —Hubo una pausa al otro lado de la línea—. Bien, señor Marengeth, si necesita usted de inmediato alguna suma de dinero, creo que no habría ningún inconveniente en efectuarle un adelanto. Ciertamente, no por una suma superior al millar de dólares o así, por supuesto.
—No, todavía no —dijo Seth, y dio las gracias al hombre y colgó. Se volvió a meter el devuelto cuarto de dólar en el bolsillo y, con aire pensativo, flexionó los dedos de los pies.
Los pies ya no le dolían; era hora de volver al trabajo del Reverendo. La cafetería...
De hecho, la cafetería se mostró llena de perspectivas, y eso lo mantuvo ocupado durante un tiempo. Había allí un grupo de turistas japoneses. Aunque no hablaban mucho inglés, ciertamente no eran hostiles. Y, cuando salió del local, un enorme reactor oriental estaba empezando a cargar para Orlando, y otro para Puerto Rico, y había allí más gente de la que podría abordar en un rato. Mientras avanzaba lentamente junto a las colas que aguardaban a pasar por los rayos X, luego de vuelta a la propia terminal, el recuerdo de la conversación con el abogado se fue desvaneciendo de su mente.
La suerte le estaba acompañando. Cuando llegó a la sala de espera había allí tres jóvenes, con sus grandes mochilas sujetas a sus espaldas, reunidos en torno a uno de los televisores de monedas.
Estaban viendo un programa sobre Marte.
¡Maravilloso!
—Tomad una flor —dijo Seth alegremente; y, sin pararse a tomar aliento—: ¿Contemplando la llegada de los marcianos?
Cuando la de pelo más corto de las dos muchachas del grupo sonrió y dijo:
—¡Puedes apostar a que sí!
Seth se supo en terreno seguro.
—Apuesto que no sabéis —desafió— que el Presidente de los Estados Unidos ha invitado personalmente al Reverendo a dar la bienvenida a los marcianos. ¡El Presidente! No sé lo que pensáis acerca de nuestro Presidente —no le dieron ningún indicio, así que tomó el seguro camino de en medio— pero, sea lo que sea lo que penséis de él, es lo mejor que podía haber hecho El Reverendo va a proporcionarles a esas pobres almas marcianas perdidas el mensaje de amor y gracia y perdón de Dios. —Estaba clavando ya una flor en la arrugada chaqueta de la tercera persona, un muchacho barbudo pero de aspecto pacífico—. Todos necesitamos eso, ¿no? —preguntó. Era una de las preguntas retóricas a las que sólo podía contestarse sí y que formulabas para obtener la perspectiva mental de decir sí, de modo que no aguardó ninguna respuesta—. ¿Qué vais a hacer, acampar al otro lado del río Banana y contemplar la llegada de la nave espacial? Oh, eso suena maravilloso. Bueno, dejadme daros una dirección. Si deseáis un poco de comida casera espléndida y un lugar hermoso donde permanecer, el Reverendo tiene un Refugio en Orlando. Todos seréis bienvenidos, de veras. Nadie os pondrá pegas. No tendréis que pagar nada, y no tendréis que hacer nada; es simplemente un lugar hermoso y limpio con buena comida y cantidad de gente amistosa..., ¿qué podéis perder?
Entonces sonó la última llamada de embarque. Pero los tres aceptaron la dirección, y los tres habían escuchado. Y, cuando se hubieron marchado, Seth vio que el programa sobre Marte aún seguía en el televisor.
¡Aquello era una tentación que sobrepasaba incluso sus seriales! Seth halló difícil resistirse.
Hubo un tiempo en la vida de Seth en el que los viajes espaciales habían ocupado tanta parte de sus pensamientos, y tanta parte de su amor, como lo hacía ahora el Reverendo..., bueno, no realmente tanta, quizá; pero mucha de todos modos. Cuando niño había sido el mayor fan del espacio de su bloque. Había leído todas las historias que la biblioteca de la escuela podía ofrecerle sobre Marte y la Luna y todas las maravillas del universo. El interés no había sobrevivido como una dedicación total, pero nunca lo había abandonado por completo tampoco. Seth seguía siendo todavía un mundano hacía tres años, cuando las dos grandes naves espaciales de la expedición Seerseller se arrancaron de la órbita baja terrestre y se encaminaron hacia el planeta rojo. Se había estremecido ante la maravillosa visión. Había deseado con todo su corazón haber podido estar en ellas. Incluso había pensado brevemente en matricularse de nuevo en la universidad..., terminar aquellos cursos de física y astronomía, cualquier cosa que pudiera proporcionarle a Seth Marengeth también una posibilidad de ser aceptado en una de esas maravillosas expediciones de descubrimiento y aventura.
En realidad no había hecho nada de eso, por supuesto. Pero todavía recordaba la maravilla y el deleite de contemplar aquellas dos enormes naves de la expedición Seerseller en su despegue, deslizándose una tras otra fuera de su órbita en firme procesión, con los crecientes y casi invisibles penachos de gases ionizados empujándolas gentil e irrevocablemente hacia Marte.
Cuando la nave de instrumentos y pertrechos de la expedición se estrelló en su amartizaje, para Seth fue un brusco y doloroso desastre personal.
Los últimos pensamientos de Seth de convertirse en astronauta murieron con aquella nave. ¿Para qué servía todo aquello? Todo estaba tan mal en Marte como en la Tierra.
De todos modos, Seth aún recordaba aquella magia. Permaneció de pie, irresoluto, ante el televisor. Era una retransmisión desde el propio Cabo. Seth pudo ver la enorme y amplia franja de aterrizaje donde aterrizaría la nave superviviente detrás del comentarista de la cadena, mientras el hombre describía los actos previstos para la bienvenida del día siguiente.
Eso decidió a Seth. ¡La bienvenida! ¡Por supuesto! ¿Acaso el propio Reverendo no estaría allí, entre los grandes y famosos, para dar la bienvenida a los viajeros espaciales? Así que nadie podría poner objeciones, pensó, a que se sentara un momento para ver lo que el anunciador mundano decía sobre la presencia del Reverendo...
En eso estaba equivocado. Apenas acababa de acomodarse en el estrecho asiento cuando la voz de Thad, llena de reproche, le dijo desde su espalda:
—Oh, Seth, ¿qué estás haciendo?
Seth se puso rápidamente en pie.
—Creí que tal vez podría ver al Reverendo en persona...
—Seguro que verás al Reverendo en persona —dijo Thad—, pero en el momento adecuado y en el lugar adecuado. Éste no lo es.
—Lo siento —se disculpó Seth. El heraldo lo aceptó sin ningún comentario.
—Es hora de comer —se limitó a decir.
Y luego, mientras se dirigían a recoger a los otros para la pausa de veinte minutos concedida para comer los bocadillos en la camioneta, añadió:
—Voy a cambiar las asignaciones para esta tarde. Tengo que volver al Refugio en busca de más libros después de comer. La hermana Evangeline ocupará mi lugar contigo aquí en la terminal Dos.
Raras veces se había unido Seth tan de corazón a la plegaria de acción de gracias antes de la comida.
Fue una comida corta, por supuesto. Los misioneros nunca se tomaban más de veinte minutos para comer. Ninguno de ellos lo deseaba. Los heraldos del Reverendo habían dejado claro muchas veces que cada momento en esta tierra era un don especial e irreemplazable de Dios. Ninguno de esos momentos debía ser malgastado en cosas mundanas como perder el tiempo ante una comida. Pero nunca antes habían transcurrido tan rápidos los veinte minutos. O tan tiernamente, porque los dedos de Evangeline tocaron los de Seth mientras le pasaba la mostaza, y los poros de Seth se empaparon gozosamente en el calor transmitido por el cuerpo de ella, allá en el asiento contiguo al suyo..., ¡y en la prometedora tarde que les aguardaba!
Los misioneros dieron sus informes mientras comían. Thad contó cuidadosamente las ofertas de amor de cada uno de ellos a la vista de todos, a fin de que todos pudieran firmar la ficha de cuentas que sería presentada por los heraldos en el ofertorio allá en el Refugio. Cuando llegó a Seth, su boca colgó y sus ojos se abrieron mucho.
—¡Seth! Tienes aquí ochenta y tres dólares —jadeó—. ¡Uno de los billetes es de cincuenta!
—Exacto. Creo que el donante, bendito sea, era japonés —dijo orgulloso Seth, consciente de la admiración de Evangeline—. Su inglés no era muy bueno, pero estoy seguro de que dijo que deseaba que lo tomara para la obra del Reverendo.
—No veo ningún nombre japonés en tu lista —se quejó Thad—. ¿Cuán a menudo ves a alguien con tanta disposición a dar, Seth? Una persona así debería ser recordada con gratitud..., una carta del propio Reverendo, quizá.
—No comprendió de qué le estaba hablando cuando le pregunté su nombre —explicó Seth. Pensó en añadir, pero no lo hizo, que el hombre no había parecido demasiado seguro del valor del billete cuando lo sacó de su fajo—. Y, además, tenía prisa por coger su avión.
Thad frunció los labios, luego decidió ser magnánimo.
—Lo has hecho bien, Seth —dijo—, aunque la próxima vez el Reverendo deseará que hagas un mayor esfuerzo acerca del nombre.
Volvió a sus fichas. Evangeline susurró:
—A mí nunca me han dado una oferta de amor así, Seth.
Y Bruno, un chico de diecinueve años, murmuró con envidia:
—¿Les hablaste del mensaje del Reverendo sobre los marcianos, Seth? Yo lo intenté, pero la gente se me rió.
—Por supuesto que lo hice. Les expliqué que incluso los marcianos son merecedores de la gracia de Dios, aunque Cristo vino a nuestro planeta primero a dar Su vida para redimirnos.
—El Reverendo no dijo eso —exclamó Thad, alzando bruscamente la vista de sus cuentas.
—No, pero es razonable —argumentó Bruno, cambiando rápido de lealtades—. Porque, ¿cómo cabe pensar que el Redentor tomara la forma de uno de esos animales de aspecto estúpido?
Y eso bien también estuvo..., ¡oh, todo estaba bien en este maravilloso día! Porque Thad retumbó al muchacho:
—¿Animales? Pero, ¿cómo pueden ser animales, cuando el propio Reverendo dice que tienen almas? Dijo que pueden ser salvados; en consecuencia, tienen almas. En consecuencia, no son animales, porque, ¿qué es lo que nos enseña el Reverendo respecto a las diferencias entre los animales y la gente?
—La gente tiene alma —dijo hoscamente Bruno—. De acuerdo, si no son animales, ¿qué son?
—Son marcianos —dijo Thad con severidad, y eso lo explicó todo.
Y, mientras Bruno era reprendido, y los demás escuchaban fascinados, Evangeline se puso en pie para empezar a recoger el papel encerado y los vasos de plástico que habían contenido Kool-Aid, y Seth saltó para ayudarla. Aunque sus manos se tocaron más que nunca, el heraldo estaba demasiado ocupado con Bruno como para darse cuenta.
Seth, en cambio, notó por supuesto cada uno de aquellos contactos. Los notó de una forma tremendamente aguda. Los notó con las terminaciones nerviosas de las puntas de sus dedos, porque cada contacto las hacía hormiguear; y notó, con su mente llena de bendito agradecimiento, que Evangeline no rehuía ninguno de esos contactos.
¡En un día tan bendito como aquél, todo era posible!
Incluso era posible que los planes secretos que habían estado dando vueltas por la cabeza de Seth pudieran convertirse en realidad. Estaban a jueves, pensó Seth. El sábado tendría su charla semanal con el heraldo que era su consejero espiritual. El heraldo, Andrew, había sacado a colación una vez que, más pronto o más tarde, Seth necesitaría casarse..., no por el bien del propio Seth, por supuesto, y ciertamente no por ninguna razón de lujuria o pasión, sino porque ése sería el deseo del Reverendo. El Reverendo explicó eso también. Enseñaba que el matrimonio era un estado de bendición, en absoluto incompatible con la fe y la devoción hacia el reino más alto..., por supuesto, siempre que fuera enfocado de la manera adecuada. El Reverendo había definido cuál era esa manera adecuada, y era su práctica decidir cuándo sus seguidores debían casarse y con quién.
Eso era indiscutible, por supuesto. Pero, ciertamente, no haría nada pecaminoso si Seth mencionaba a Andrew que sentía la llamada..., y que había observado que la hermana Evangeline era una joven decente y devota...
Planear y soñar ocupó a Seth durante todo el camino de vuelta a la terminal Dos. Mientras la camioneta se marchaba y desaparecía hacia la terminal Uno, Evangeline le ofreció una bendición fraternal hacia su labor misionera. Cuando Seth, parpadeando, se arrancó de sus maravillosas ensoñaciones y abrió la boca para devolvérsela, el rugido del motor de otro coche ahogó su voz, y todos sus sueños se vieron volatilizados.
Una enorme limusina negra paró junto a ellos, con un espantoso chirriar de neumáticos.
Se detuvo patinando ligeramente junto al bordillo. Tres hombres salieron de un salto. Uno de ellos empujó brutalmente a Seth a un lado, mientras los otros dos agarraban a la muchacha.
Seth no tuvo dudas acerca de lo que estaba ocurriendo. Cualquier misionero reconocería de inmediato la situación; se les había advertido y advertido que podía ocurrirle a cualquiera, en cualquier momento.
Desprogramadores. Mientras los hombres intentaban arrastrar a Evangeline, que chillaba y se debatía, al interior del coche, Seth saltó a la espalda del más cercano al tiempo que pedía ayuda a todo pulmón.
—¡Secuestradores! —rugió—. ¡Ayuda! ¡Llamen a la policía!
Los hombres eran fornidos y fuertes, y eran tres. Pero Evangeline luchaba contra ellos tan violentamente como podía, de espaldas a la puerta abierta de la limusina, pateando y arañándoles, mientras Seth se debatía en el suelo con el hombre robusto y de rostro rojizo que había visto delante del Refugio. Por supuesto, los dos jóvenes no podían ganar. Se enfrentaban a profesionales, hombres que se ganaban la vida arrancando a jóvenes de los Moonies y de los Hare Krishnas y de los Cientologistas y golpeándoles durante días y días consecutivos hasta que rompían sus voluntades y se mostraban dispuestos a volver con sus familias. Pero, por fuertes que fueran, aquellos hombres no deseaban romper ningún hueso... ¡Y, entonces, un milagro! Un viejo y oxidado coche familiar giró la esquina, y cuatro jóvenes reclutas de camino a algún nuevo centro de entrenamiento saltaron fuera y corrieron hacia ellos.
Eso solventó el asunto. El hombre maldijo y empujó a Evangeline y a Seth hacia un lado y saltó al interior de la limusina antes de que los soldados llegaran a su altura.
—¿Qué ocurre? —gritó uno de los soldados; y otro exclamó—: Tengo su matrícula. ¡Busquemos un poli!
Y Evangeline y Seth se las vieron y se las desearon para persuadir a los reclutas de que realmente todo estaba bien, y de que no había que meter a la policía en aquello (porque las instrucciones del Reverendo al respecto eran muy claras)..., y de que lo único que necesitaban era buscar un teléfono e informar al Refugio de lo ocurrido— Es decir, si alguno de los soldados les prestaba algunas monedas para el teléfono.
Después de que Thad y los otros misioneros del aeropuerto fueran contactados y regresaran apresuradamente, Seth y Evangeline subieron agradecidos a la parte de atrás de la camioneta, y todos se unieron en una exultante canción de alabanza al Reverendo y alabanza a Dios y alabanza a la gloria del servicio a la obra del Señor. Luego, Thad y un heraldo de rango superior llamado Wendell se disculpaban unos instantes, mientras los demás les suplicaban a Seth y Evangeline que se lo contaran todo, hasta el último detalle, acerca de lo que habían hecho, y dicho, y deseado, los desprogramadores.
Cuando Thad regresó, abrió la puerta de atrás y miró al interior. Su aspecto era serio. Casi automáticamente Seth soltó la mano de Evangeline, que tenía cogida, luego volvió a apretarla beligerantemente; pero no era eso lo que había en la mente del heraldo.
—Lo has hecho muy bien, Seth —dijo—. El Reverendo se siente muy complacido.
—¿Quiere decir que el Reverendo ya lo sabe? —se maravilló Seth.
—El Reverendo lo sabe todo —dijo Thad severamente—. Desea recompensarte por tu valor y dedicación. También es una buena idea apartar a la hermana Evangeline de esta zona por un cierto tiempo. ¿Wendell?
Wendell se reclinó en la portezuela y miró gélidamente a Seth. Le tendió un par de billetes de avión en sus respectivos sobres.
—Aquí tienes, Seth —dijo Thad con amabilidad—. Vosotros dos tomaréis el próximo vuelo para Florida.
—¿Florida? —repitió Seth, con un parpadeo de sorpresa.
—¡Por supuesto. Florida! Es el mejor lugar para vosotros en estos momentos, y además allí se necesitan misioneros para la bienvenida a los marcianos. ¡Iréis a servir al Reverendo en el Cabo!
17. Revista Time:
«Aguardamos con ansia y alegría»
Capitán Seerseller, al habla el Presidente.
Capitán Seerseller, deseo decirle que toda Norteamérica, de hecho todo el mundo, está rezando por usted mientras efectúa la aproximación final para regresar a esta Tierra que todos amamos. Saludamos su heroico liderazgo y extendemos una cálida mano de bienvenida hacia sus muy especiales pasajeros.
Capitán Seerseller, aguardamos con ansia y alegría darle personalmente la bienvenida de regreso a casa.
Cuando los marcianos de ficción de Herbert George Wells llegaron a Inglaterra en 1897, trajeron consigo rayos de calor, un vampirístico sorber la sangre de sus esclavizadas «vacas» humanas, y una total destrucción de todas las obras del Hombre (y luego provocaron otra oleada de pánico, 41 años más tarde en los Estados Unidos, a través de la famosa emisión de radio de aquel otro Welles, Orson). No ocurre lo mismo con los últimos inmigrantes del Planeta Rojo. Nuestros marcianos más recientemente llegados se en el brazo económico, un sorprendente espectáculo para las hechizadas multitudes y —¿puede ser eso posible?— un nuevo sentido de finalidad nacional.
Empecemos sumando los dólares que han aparecido, como por arte de magia, en nuestra estancada economía: El mayor y más reciente impacto es la nueva asignación de 42.000 millones de dólares para el revitalizado programa espacial norteamericano. Santa Claus ha llegado temprano a Houston, el condado de Orange y Huntsville, Alabama. Añadan seis nuevos grandes filmes sobre Marte y sus marcianos, con un presupuesto de producción anunciado de 225 millones. Una naciente industria de juguetes, juegos de mesa y muñecas, con unas ventas al por menor sólo durante el tercer trimestre de 380 millones o más, y las Navidades aún por llegar... Darlin' Doris compite con Mindy Mars para convertirse en el artículo más solicitado durante estas fiestas.
Pero, dicen los científicos, eso puede que tan sólo sea el principio. Los químicos alimentarios están ansiosos por poner sus manos sobre las muestras de la «espuma de algas» —la sopa de organismos vivos parecidos a hongos— gracias a la cual los marcianos han sobrevivido durante no se sabe cuántos eones. ¿Puede desarrollarse también en la Tierra? No hay ninguna razón aparente para decir no, indican los agrónomos, y ven en ella una posible solución, barata, efectiva y permanente, a las recurrentes hambrunas en las castigadas zonas subdesarrolladas de nuestro propio, viejo y hambriento mundo. Luego, aunque todavía desconocidas, están las lecciones que aprender acerca de todas las ciencias y tecnologías que la antigua raza marciana puede poseer. ¿Qué descubrimientos podemos encontrar aquí? Ningún terrestre es capaz de decirlo todavía. Seguramente esos moradores de las cavernas, lentos y de plácido comportamiento, tengan poco que enseñarnos acerca de altas tecnologías o descubrimientos científicos sensacionales; pero hay los signos suficientes como para decir que algunos de ellos, alguna vez, tuvieron la habilidad necesaria como para excavar enormes catacumbas y moradas subterráneas. El «Macy's marciano» parece haber contenido productos manufacturados..., en su tiempo. Eso significa que, alguna vez, tuvieron que existir fábricas e industrias para producirlos mediante procesos que, puesto que no muestran ninguna semejanza con sus equivalentes terrestres, casi con toda seguridad empleaban una tecnología diferente. Y, entre la erudición recuperable de ese pueblo desvanecido, quizás hallemos lecciones que nuestras perezosas industrias puedan emplear para conseguir que las máquinas empiecen a zumbar de nuevo.
Pero todo esto es para Navidades futuras. Lo que ilumina estas festividades navideñas que se nos acercan es la enorme y multifacética bienvenida que nosotros, criaturas de la Tierra, estamos preparando para nuestros hermanos cósmicos. En Pasadena, California, están siendo esculpidas cinco efigies gigantescas de los viajeros marcianos con 456.000 capullos de rosa para el próximo desfile del Rose Bowl. En Hannibal, Missouri, dos antiguos enemigos, Marchese Boccanegra y Anthony Makepeace Moore, han enterrado el hacha de la guerra en una explotación «científica» conjunta (y muy beneficiosa económicamente) de lo que afirman que son reliquias ur-marcianas aquí en la Tierra. Incluso el prelado de Roma ha entrado en la martemanía en su columna semanal de 500 palabras, en la que nos reprende con: «Es importante destacar que los marcianos han sobrevivido durante muchos siglos, parece, sin la perspectiva de la superpoblación y sin tener que recurrir a métodos artificiales de control de la natalidad ni al asesinato de niños no nacidos que aquí llamamos aborto». Pero superando incluso el tronar de Su Santidad hallamos el glorioso espectáculo y drama que será representado en el Cabo el próximo viernes cuando, por primera vez en la historia humana, la Tierra dé la bienvenida a visitantes de otro planeta.
¿Y quién estará allí, como prometió el Presidente, para dar la bienvenida a los peregrinos? Para empezar, están los que recibieron la invitación con orla dorada para las tribunas de los VIPs en el propio Cabo. Son sesenta y un mil, y los carpinteros todavía están clavando los asientos desde los cuales podrán presenciar el aterrizaje. El más cercano de ellos estará a tres kilómetros de la pista de aterrizaje, donde 104 embajadores, 26 jefes de estado, 31 premios Nobel, 460 miembros del Congreso y 1.115 esposas, maridos, padres, hijos y demás familiares, 11.400 religiosos de toda denominación, 3.200 profesores universitarios, 19.800 enviados especiales de prensa y televisión, y 33.914 otras Personas Muy Importantes, recibirán la llegada de los exploradores, proporcionando una nueva y mucho más amplia definición al término «VIP».
Esto no dice nada de los estimados 50.000 australianos, 500.000 hawaianos y 115.000 personas en México, extremo sur de Texas y la costa occidental de Florida, que tendrán alguna posibilidad de ver la nave mientras llamea en su reentrada y se abre camino por el aire en su curso descendente justo antes de tomar tierra. Ni tampoco cuenta al más de un millón (nadie sabe realmente cuántos más) de espectadores con autocaravanas, tiendas de campaña y sacos de dormir cuyas patrullas de avanzada ya están empezando a tomar posiciones y derechos de ocupación en la orilla del río Banana, al otro lado del propio Cabo; y ciertamente no incluye a los cientos de millones —es posible que llegue incluso a los miles de millones— que observarán el espectáculo en sus dormitorios, salas de estar o casas de sus vecinos a través de las pantallas de televisión.
¡Qué diferencia significa un año! Hace doce meses, esta misma semana, el congresista Phil Ingram intentaba cortar de cuajo del presupuesto los fondos destinados a Marte. Volviendo sobre el tema de los agonizantes lamentos de las inconclusas y no conclusivas audiencias del Comité Investigador sobre las causas del desastre de la nave de suministros, Ingram opinó entonces: «El desastre de la expedición Seerseller subraya el inexcusable malgasto de dinero en este loco capricho. Nunca volveré a votar la asignación de un solo dólar para esa sangrienta inutilidad». Quizá sí; pero la semana pasada figuraba en la lista de copatrocinadores del presupuesto de gastos de 42.000 millones para Marte-Es-El-Cielo. Incluso los cuervos del propio Comité Investigador del senador Breckmeister recibieron las escandalosas revelaciones de Sampson acerca de supuesta corrupción y encubrimiento con sólo blandas exclamaciones y palabrería legalista sobre el estatuto de limitaciones. Si hay alguna mala noticia sobre Marte en estos días, nadie desea oírla.
Lo que el mundo desea oír es que los marcianos han aterrizado sanos y salvos, lo mismo que sus descubridores humanos. El viejo Broadway se está engalanando para el mayor desfile desde la llegada de Lindbergh de París en 1927, e incluso ahora los preocupados equipos del Departamento de Higiene Pública están instalando papeleras y cubos de basura y pintando de rojo las líneas de tráfico a todo lo largo del recorrido del desfile, para semejar el color del planeta natal de los marcianos.
Herbert George Wells puede que no llegara tan lejos en su visión de la invasión marciana. En una encuesta telefónica efectuada por Time el pasado jueves, más gente conocía a Alexander, Bob, Christopher, Doris, Edward y Gretel que los nombres de sus propios senadores. Los marcianos no sólo se han ganado el tributo de la portada de Time de esta semana, sino que nos han conquistado a todos.
18. Al otro lado del río
Todo el mundo deseaba ver la llegada de los marcianos, y muchos lo estaban haciendo.
Cuando el Algonquino 9 entró en órbita de aparcamiento y se preparó para la reentrada y el aterrizaje en el Cabo, todas las cadenas de la Tierra suspendieron su programación regular. En todo el tercer planeta a partir del Sol, los televisores estaban sintonizados a los preparativos para dar la bienvenida a los huéspedes del cuarto. En la calle Oxford de Londres y en los Campos Elíseos de París, los compradores vespertinos se detenían en los escaparates para contemplar las imágenes del Cabo. Trabajadores con gorro de piel que regresaban a sus casas en los trolebuses de Moscú, y los bronceados de Ciudad del Cabo, seguían la posición de la nave en sus pequeñas radios a transistores. Los niños en los hogares de los asalariados de Tokio se quedaban dormidos delante de sus televisores, y los niños en Perth, a los que se les permitía quedarse pasada la hora de ir a la cama, doblaban el cuello para mirar al cielo.
Ésa era la audiencia electrónica. Había más. Para aquellos que podían dirigirse realmente al Cabo, la radio y la televisión no eran suficientes. El lugar donde instalarse era una u otra orilla del río Banana, y todo el mundo con ruedas y gasolina y tiempo suficiente para efectuar el viaje llevaba días encaminándose hacia allá.
El Santo Refugio del Reverendo en Orlando se había vaciado a las seis de la mañana. A las siete y cuarto las cuatro atestadas camionetas del Refugio se arrastraban por entre el tráfico hacia la orilla del río. Cuarenta y dos incansablemente sonrientes misioneros, entre ellos Seth Marengeth y Evangeline Beudry, se derramaron fuera de los vehículos del Reverendo y empezaron a dispersarse entre la multitud en la orilla del río Banana.
Seth estaba excitado. Casi había olvidado el asunto de los desprogramadores, la conversación con el abogado testamentario, incluso, casi, sus esperanzas hacia Evangeline. Inspiró profundamente el bochornoso aire matutino de Florida y miró por encima del agua al distante Centro Espacial Kennedy.
—¡No estás aquí para holgazanear! —le gritó el heraldo a cargo de aquel grupo—. ¡Adelante con el trabajo del Reverendo!
—Alabado sea el Reverendo —dijo Seth automáticamente, pero echó una última mirada a los enormes edificios y espigadas torres de lanzamiento. Era todo tan maravilloso.
Lástima que todo fuera tan pequeño y tan lejano. ¡Pero estaba en Florida! ¡Aguardando la llegada de los marcianos! ¡Había palmeras! Había brillantes enredaderas tropicales, que de alguna forma sobrevivían después de que centenares de miles de pies las hubieran aplastado contra el suelo..., y estaba Evangeline, tocando su mano y sonriéndole antes de volverse hacia su puesto asignado en la orilla.
La orilla del río era una ciudad temporal, poblada ya por medio millón de personas, cuyo número iba creciendo. Los vehículos seguían arrastrándose por las congestionadas carreteras: coches familiares, autocaravanas, camionetas, a veces simplemente el coche de la familia con una cama improvisada en el asiento de atrás para el niño y mantas en el portamaletas para mamá y papá. Había chicos de todas las edades en la alegre multitud, desde recién nacidos aún al pecho de sus madres hasta quinceañeros con sacos de dormir y estrepitosas radios. Casi todo el mundo parecía poseer un televisor a baterías para mantenerse en contacto con lo que estaba ocurriendo al otro lado del río..., y hornillos portátiles, y prismáticos de campaña, y neveras portátiles llenas de cerveza y soda.
Entre ellos se movían parejas de policías estatales de Florida, con sus sombreros típicos, haciendo todo lo posible por mantener a raya a los carteristas y tranquilos a los bebedores de cerveza. La vigilancia policial no era lo único que había proporcionado el Estado de Florida para dar la bienvenida a la avalancha de fans del espacio. Los visitantes creaban un montón de problemas al estado, pero también eran realmente bienvenidos. Representaban un buen negocio. Cada uno de aquellos cientos de miles de personas de fuera del estado, se calculaba, dejarían una media de ochenta y cinco dólares en las gasolineras de Florida, 7-Elevens y Burger Kings. Así que el estado había traído camiones cisterna de agua y furgonetas de comunicaciones de la policía y al menos tres centros móviles de primeros auxilios. Centenares de cabinas sanitarias habían sido distribuidas por toda la orilla, con colas de personas que se agitaban incómodas saltando sobre uno y otro pie ante cada una de ellas. Había recintos especiales para niños perdidos. Incluso había hermosas guías femeninas de la Oficina de Turismo de Florida, con sus gorritas blancas y sus pantalones cortos rojos, blancos y azules, moviéndose por entre la multitud para responder a cualquier pregunta sobre alojamientos o carreteras o cualquier otra cosa que uno de aquellos visitantes de ochenta y cinco dólares deseara saber.
Seth miró con envidia a un hombre en el techo de una camioneta Econoline, sentado pacíficamente al sol y contemplando la pantalla de un televisor portátil. Seth pudo oír la voz de Peter Jennings, matando el tiempo en el centro emisor de la cadena mientras aguardaban a que ocurriera algo:
—...la Algonquino 9 tiene que completar todavía otras tres órbitas bajas en torno a la Tierra antes de que la geometría sea la correcta para su aterrizaje aquí en el Cabo —estaba diciendo—. Cuando aterrice, la primera persona en darles la bienvenida será el Presidente de los Estados Unidos. Luego, todos los astronautas serán llevados inmediatamente a la sala de verificación, donde los médicos de la NASA les efectuarán un examen rápido para asegurarse de que se hallan en suficiente buena forma para las celebraciones subsiguientes. Al mismo tiempo, equipos especialmente entrenados de exobiólogos abordarán la Algonquino para iniciar el delicado trabajo de trasladar a los marcianos a los hábitats móviles especialmente preparados para ellos que les estarán aguardando. Pero, por ahora, todo lo que pueden hacer, todo lo que podemos hacer todos nosotros, es simplemente esperar.
A nadie parecía importarle el retraso. Se trataba de un día que ninguno de ellos deseaba que terminara.
Bostezando, los primeros en levantarse (o los últimos en irse a dormir) en Los Ángeles y Seattle y Ciudad de México estaban sintonizando ya las imágenes del Cabo. En la ciudad de Nueva York las oficinas empezaban a abrir, pero sólo los más disciplinados de los que trabajaban en ellas estaban allí sin televisores portátiles o radios. En Atlantic City, Nueva Jersey...
En el casino Jubilee (40 millones de dólares al año) de Atlantic City, la vicepresidente ejecutiva estaba discutiendo con su jefe, el presidente del consejo.
En honor a su esposo, de pie a su lado, la discusión era en inglés.
—Sólo le estoy pidiendo que conecte los televisores durante tres horas —dijo enérgicamente Emily Sanford, antigua coronela Arragingamauluthiata del glorioso ejército iriadeskano—. Se trata de una ocasión histórica.
El antiguo general (ahora simplemente mister) Phenoboomgarat dijo:
—¿Acaso no sabe que en tres horas podemos perder más de cuarenta y cinco mil dólares de beneficios netos, sólo en las máquinas tragaperras? ¿Qué es más histórico que cuarenta y cinco mil dólares de los Estados Unidos?
—Harrah's está mostrando el aterrizaje —dijo Emily—. El Diamond Horseshoe puede que lo haga también. ¿Acaso desea usted que nuestros jugadores se vayan Broadwalk abajo hasta el Harrah's? ¿O al Trumps?
Phenoboomgarat vaciló. Miró al esposo de la muchacha.
—¿Qué dice acerca de esto nuestro director de relaciones públicas?
Charlie Sanford respondió inmediatamente:
—Hágalo. No lo olvide, todavía es por la mañana. Estamos trabajando tan sólo a un dieciocho por ciento de nuestra capacidad, y... —Dudó, luego terminó testarudamente—: Y son auténticos marcianos, tío Phenoboomgarat. Por favor. Me gustaría ver que hacemos lo correcto.
El antiguo general vaciló de nuevo. Luego tomó su decisión. Dijo, simplemente:
—Yom.
Pensó un momento más, y luego añadió:
—Pero sólo en la sala de las máquinas tragaperras. Después de todo, los jugadores pueden fácilmente tirar una o dos veces de la palanca mientras contemplan el aterrizaje por la televisión..., y realmente se trata, como dices muy bien, mi querida Arragingamauluthiata, de una ocasión histórica.
Como explicaban siempre los heraldos del Reverendo en las sesiones de entrenamiento, efectuar un contacto requería tan sólo cinco segundos para el abordaje, cinco segundos para prender una Flor de la Paz en el pecho de la persona candidata, diez segundos como máximo para descubrir si la persona candidata estaba dispuesta a hablar. En el peor de los casos, un misionero podía efectuar tres contactos en un minuto, y era un hecho estadístico que, por término medio, ocho contactos de cada cien respondían de una manera más o menos favorable..., necesitando, también por término medio, unos siete minutos cada uno de ellos para recoger el donativo, establecer una cita para visitar un refugio o vender un libro. El resultado de todo esto era que, cada hora, un misionero activo en medio de una buena multitud debería efectuar unos veinticinco contactos, con al menos cuatro o cinco buenas puntuaciones.
Pero, después de la primera hora, Seth solamente había prendido cuatro Flores de la Paz y no había recibido ninguna oferta de amor. Nadie estaba realmente interesado. Casi todo el mundo estaba dispuesto a hablar —a él, a su vecino de al lado, a cualquiera—, pero de lo que deseaban hablar era de los marcianos.
Cuando completó el circuito de su espacio asignado se halló de vuelta cerca de la camioneta Econoline blanca. Al acercarse al vehículo desde el otro lado, vio que alguien había pintado una imagen del gran volcán extinto marciano, el Olympus Mons, en el costado de la camioneta. Era hermoso, pensó Seth con envidia.
El propietario de la camioneta estaba sacando algo por la portezuela de atrás. Miró a su alrededor y vio a Seth.
—¿Puede echarme una mano? —preguntó amistosamente.
Lo que Seth hubiera debido hacer era ofrecerle una flor. No lo hizo. Depositó el pequeño ramillete de flores a la sombra de la camioneta y tomó la pequeña y pesada caja de manos del hombre. Vio que se trataba de un telescopio Questar. Cuando el hombre hubo trepado por la pequeña escalerilla de metal hasta el techo y tendió las manos para coger la caja. Seth preguntó ansiosamente:
—¿Puedo ayudarle a montarlo?
—Por supuesto —dijo el hombre—. Suba. Me llamo Bernard Sampson.
Había algo en el tono de su voz cuando lo dijo, como si esperara ser reconocido, que hizo que Seth rebuscara en su memoria. Le tomó un tiempo. Los misioneros no solían estar al corriente de las últimas noticias mundanas, pero, mientras el hombre fijaba el telescopio a su montura, Seth lo recordó.
—¡Oh! —dijo, sorprendido—. Pero es usted famoso. —Agitó un brazo interrogativo hacia los distantes grádenos de los VIPs—. ¿Por qué no está allí con la demás gente importante?
—Los que destapan escándalos no suelen ser invitados a las fiestas —dijo Sampson. No sonaba colérico, ni siquiera ofendido; simplemente afirmaba un hecho—. Se sintieron bastante contentos de tenerme como testigo acerca de la falsificación de los documentos sobre la expedición a Marte, pero después de eso me volví más bien impopular. —No parecía preocuparle. Hizo girar el Questar para mirar al otro lado del río, luego alzó la vista, sonriendo—. ¿Quiere echar una ojeada?
—¡Oh, sí! —Se sorprendió al ver que la imagen estaba del revés, pero sólo le tomó un minuto recuperarse de la desorientación. Las grandes tribunas al otro lado del río todavía estaban casi vacías. No había ninguna razón para que los VIPs llegaran pronto. No tenían que abrirse camino a codazos para obtener un buen puesto: sus asientos estaban reservados. Los más importantes de la Gente Muy Importante, vio, aún estaban llegando, en limusinas e incluso en helicópteros que descendían revoloteando a la zona de aterrizaje justo detrás de las tribunas.
En el pequeño televisor portátil, Dan Rather estaba diciendo:
—...ahora conectaremos con la Algonquino 9 mientras la tripulación se prepara para la reentrada. —Y, cuando Seth alzó su rostro del ocular, captó un atisbo de la imagen de un palmo en la pantalla, dos hombres flotando en ángulos extraños mientras comprobaban uno de los alojamientos de espuma donde yacía sin quejarse uno de los marcianos, con sus tristes ojos mirando hacia la cámara.
—Bastardos —dijo Sampson sin malicia—. ¿Sabe por qué están retrasando el aterrizaje? Aguardan a que todo el mundo en California se haya levantado de la cama, para que los votantes no se pierdan el ver para qué sirven sus impuestos. Todavía habrá otras dos órbitas después de ésta.
—¿Podremos verles pasar a través del telescopio? —preguntó ansiosamente Seth.
—Me temo que no. No cruzan cerca de aquí hasta la última pasada..., oh, demonios —terminó, mirando hacia la orilla. Un enorme camión de la Turner Broadcasting System avanzaba lentamente por el sendero que la policía había mantenido abierto para los vehículos. Los espectadores se apartaban casualmente de su paso, intentando saludar con la mano y sonreír a las cámaras sobre su techo que enfocaban panorámicas de la multitud.
—¿Qué ocurre, señor Sampson?
—Escuche —respondió Sampson con una mueca—, ¿quiere quedarse aquí arriba un minuto, mientras yo, hum, voy dentro de la camioneta?
—Por supuesto —dijo Seth; pero Sampson estaba ya de camino.
Sin embargo, no se movió lo bastante rápido. Alguien en el techo del camión de la televisión lo vio, y lo detuvo antes de que pudiera acabar de bajar la escalerilla. Un apuesto negro saltó del camión, micrófono en mano, mientras las cámaras del techo enfocaban el zoom sobre él.
—¿Bernard Sampson? —dijo el hombre de la televisión—. Soy de la cadena Las Más Grandes Noticias del Mundo. ¿Podría decir algunas palabras a nuestra audiencia?
—Prefiero no... —empezó a decir Sampson, pero el hombre ya estaba hablándole al micrófono:
—Tengo aquí al doctor Bernard Sampson, que el pasado verano ocupó todos los titulares con sus revelaciones acerca de la falsificación de datos en el amartizaje original del capitán Seerseller y su tripulación. —Luego, mirando invitadoramente a Sampson—: Estoy seguro de que éste es un momento de orgullo para usted, doctor Sampson...
Sampson se volvió y miró directamente a las cámaras.
—De hecho —dijo—, lo es. Me siento malditamente orgulloso. No por mí, quiero decir —se apresuró a añadir—, sino por toda la raza humana.
—Me sorprende verle a este lado del río —prosiguió el hombre de la televisión—. ¿Por qué no está usted en las tribunas de los VIPs?
—La compañía es mejor aquí —dijo Sampson, sonriendo a Seth desde arriba en el techo de la camioneta—. Bueno, hay otra razón también. No se ofendan, pero esperaba permanecer alejado de las cámaras de televisión para variar. Ya tuve bastante de ellas cuando testifiqué.
El locutor asintió con la cabeza y dijo:
—No lo haremos más duro de lo necesario para usted. ¿Puede decirnos qué va a ocurrir como resultado de su testimonio? —Sampson se encogió de hombros—. ¿O acerca de dónde está su socio ahora?
—Mi ex socio —dijo Sampson sin acaloramiento—, se supone que está en algún lugar de Europa, intentando no ser extraditado. Junto con mi ex esposa. No espero volver a ver a ninguno de los dos.
—Y, ¿qué es lo que espera, doctor Sampson?
—Bueno..., he conseguido un puesto en la Universidad Northwestern, como jefe de un instituto especial de ciencias marcianas de nueva creación. Empezaré a primeros de año, y últimamente he estado entrevistando candidatos.
—Todos le deseamos la mejor de las suertes —dijo cálidamente el locutor—. Ahora le dejamos que vuelva a su relajación.
Y, mientras el camión se alejaba, Sampson volvió a subir al techo. Miró con curiosidad a Seth.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—No. De veras, no. Sólo... —Seth vaciló. En realidad no comprendía con exactitud lo que pasaba por su mente en aquel momento; todo tipo de impulsos contradictorios estaban aleteando en ella. Y lo que deseaba decirle a Sampson era tan absolutamente contrario a todos los planes que había hecho para el resto de su vida...
De todos modos, dijo:
—¿Doctor Sampson? ¿A qué tipo de candidatos está entrevistando exactamente?
Incluso en el vestíbulo del Athens Intercontinental había un televisor mostrando la excitación en el Cabo. No tenía mucha audiencia, sin embargo. La mayoría de los huéspedes estaban en el bar, tomando sus aperitivos de antes de la cena.
Vladimir Maljenitzer echó una ojeada al aparato en su camino hacia el conserje para decirle que estaba listo para la pareja que había contratado sus servicios para la velada. Maljenitzer se sentía del mejor de los humores, algo que no le ocurría desde hacía meses. ¡Esta vez era realmente cierto que su suerte había cambiado! Estos turistas no sólo eran norteamericanos, sino que eran norteamericanos de Washington, DC, ¡y definitivamente, de alguna forma, estaban relacionados con el programa espacial! Así que todavía no era demasiado tarde. Aunque la Algonquino 9 se preparara ya para aterrizar, se producirían grandes cosas en los esfuerzos espaciales norteamericanos, y la suerte de hallar a aquellas dos personas compensaba con creces todos los reveses de la fortuna que había tenido hasta entonces.
Satisfecho, Maljenitzer se dirigió hacia el televisor del vestíbulo. Vio en la pantalla a un hombre negro que le pareció casi conocido y que en aquellos momentos decía:
—Como todos mis votantes saben, el programa espacial nunca ha tenido un mejor amigo en el Congreso que yo...
Y entonces se dio cuenta de que nunca antes había visto a aquel hombre, pero que definitivamente sí había visto a su hermano. El cheque por cuarenta y cinco dólares que le había llegado hacía tan sólo una semana era lo último que había sabido del agente inmobiliario, pero la carta que lo acompañaba era bastante cordial, aunque dejaba bien claro que el programa de promoción inmobiliaria ya había terminado y que no habría más «royalties». Maljenitzer se había encogido filosóficamente de hombros. Al menos no le había costado nada, y aún había esperanzas de que el hermano del agente inmobiliario intercediera realmente por él..., junto con, maquinó, la pareja a la que iba a proporcionarle el más especial de los tours privados de Atenas aquella misma noche...
Se volvió cuando el director del hotel avanzó apresuradamente hacia él, llamándolo en voz baja.
—Señor Seriakis —dijo Maljenitzer—. Es un placer verle. Estoy aguardando a dos de sus huéspedes, el señor y la señora William White...
Pero el rostro del director era lúgubre, y el hombre agitaba pesaroso la cabeza.
—Ya no están —dijo—. Se han ido.
—¿Se han ido? —jadeó Maljenitzer—. Pero no, eso no es posible, habíamos concertado...
—No se fueron voluntariamente —dijo con tristeza Seriakis—. Fueron arrestados hace una hora. Y sus nombres no eran señor y señora William White, Maljenitzer. Eran señor Van Poppliner y señora Bernard Sampson. ¡Imagine! ¡Aquí en mi hotel! ¿Reconoce usted esos nombres?
Maljenitzer le miró horrorizado.
—¿Poppliner? ¿El estafador? ¿El que falsificó los estudios científicos?
—Exacto —dijo el director con voz pesada—. Así que no se reunirán con usted esta noche, Maljenitzer. No malgaste su tiempo esperando. Váyase a casa.
Y luego, cuando llegó a su habitación, pensando que ya nada más podía ocurrirle aquel día, todavía le quedaba una sorpresa. La casera subió gruñendo las escaleras para entregarle un paquete de la embajada americana. ¡De la embajada! ¡Para él personalmente, y con el sello de los Estados Unidos de América en la etiqueta! ¿Acaso todavía era posible...?
Y cuando Maljenitzer, casi atreviéndose a tener esperanzas, abrió el paquete... Un juego de vasos altos, grabados con la imagen de la Algonquino 9 contra un fondo del planeta Marte, y una nota con membrete de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Iba firmada por el señor Walter Thurgood Thatcher, representante del distrito 24 del estado de Illinois:
Querido Sr. Maljenitzer: Lamento profundamente tener que decirle que no hemos conseguido modificar la decisión del Servicio de Emigración y Naturalización de los Estados Unidos de América con respecto a su petición de un visado. Pero, conociendo su interés en nuestro programa espacial, he pensado que tal vez le alegrara tener este recuerdo de la ocasión.
Por favor, acepte mis mejores deseos de unas felices Navidades y un próspero Año Nuevo.
Muy sinceramente suyo,
Aunque era diciembre, el sol empezaba a calentar en el Cabo. Seth miró a su alrededor en busca de heraldos, pero no había ninguno a la vista, así que se quitó la camisa blanca de manga larga.
—¿Habla usted en serio acerca de dejar al Reverendo? —le preguntó Sampson.
—Me gustaría saberlo con seguridad —dijo Seth con tono infeliz.
Sampson asintió y le tendió una botella de plástico de aceite protector.
—Será mejor que se ponga esto —le aconsejó. Un aumento de la intensidad del sonido en la multitud le hizo mirar rápidamente hacia la pantalla de televisión; las cuatro cadenas a la vez habían anunciado que la Algonquino iniciaba su última órbita—. Ya no falta mucho —sonrió. Y luego—: ¿Seth? ¿Le importa si le pregunto por qué se dejó atrapar por el Reverendo?
Seth pensó en ello. Luego dijo lentamente:
—Estaba buscando una finalidad para mi vida, doctor Sampson.
—¿Y la encontró?
Seth frunció el ceño.
—No exactamente. —Pensó un momento más, observando la multitud bajo el cálido sol—. Sin embargo, casi sí. Le diré lo que encontré. Encontré a un montón de gente que intentaba aclarar sus ideas, igual que yo. Era realmente agradable estar con personas que deseaban ser decentes.
—Hay un montón de personas decentes a nuestro alrededor que no se unen a gente como el Reverendo.
—Lo sé. Supongo que no me tropecé con ellas. —Sacudió la cabeza y se corrigió—: O, cuando lo hice, no pensé en ellas de esa forma. Supongo que pensé que eran como las demás.
—Pero, cuando uno está en el culto... —empezó a decir Sampson, y se interrumpió en medio de la frase. Le sonrió a Seth—. No estoy criticándole —dijo—. Muchos de nosotros cometemos errores. Es usted afortunado. Todavía es joven y ya ha descubierto que había cometido uno... Quiero decir —añadió apresuradamente—, si decide usted que lo es.
Hubo un azarado silencio por unos instantes. Luego abrió mucho los ojos. Mirando por encima del hombro de Seth, dijo:
—Esa preciosa muchacha que está haciendo señas hacia aquí..., ¿le está llamando a usted?
Y, por supuesto, era Evangeline, con el rostro enrojecido, y excitada, y muy feliz; y Seth observó, a la primera mirada, que Evangeline no llevaba tampoco consigo sus Flores de la Paz.
A bordo de la Algonquino 9, el capitán Seerseller se abrió paso una vez más por entre las desordenadas y hediondas cámaras de la nave, comprobando los alojamientos especiales de los débiles y no quejosos marcianos y los cinturones de seguridad de los aún más débiles supervivientes humanos de su tripulación. Los humanos tampoco se quejaban, relativamente, ahora..., en relación a como lo habían hecho durante los últimos años, y Sharon bas Ramírez incluso se alzó ligeramente para darle un beso de reconciliación.
—De todos modos, ya casi estamos en casa —murmuró—. Una hora más...
—Una hora más —murmuró Manuel Andrew Applegate a su lado— es todo lo que me siento capaz de resistir. ¡Jesús! ¿Cómo será el sentirme limpio de nuevo?
El capitán parpadeó. Hasta que Applegate no dijo eso Seerseller casi había olvidado el increíble, penetrante, casi insalubre hedor en el que habían vivido todos aquellos meses desde que despegaron de la superficie de Marte. Era un hedor en parte de humanos, en parte de marcianos, en parte de máquinas sobrecalentadas y en parte eléctrico, y en su mayor parte era de descomposición. Si tan sólo el sistema de refrigeración no se hubiera averiado irreparablemente a seis semanas de distancia de la Tierra...
Pero así habían ido las cosas. E iban a tener que pagar malditamente por aquello también, pensó. Y no sólo eso. Una vez de vuelta a la Tierra, iba a haber un maldito follón, por un montón de razones. Seerseller había escuchado con total concentración las transmisiones por radio de las audiencias de la investigación en la Tierra, y se había atrevido a esperar que, con la falsificación de datos claramente adjudicada a otro, al menos esa acusación no le estaría aguardando cuando aterrizara.
Pero no era suficiente. Iba a haber mucho más. Después de todo, se trataba de su expedición. Él era el capitán. Se suponía que los capitanes no se limitaban a aceptar la palabra de otras personas acerca de si sus cálculos y sus planes de vuelo eran correctos. Se suponía que los capitanes lo comprobaban todo, todo, y, si algo iba mal, era el culo de los capitanes el que ardía luego.
Seerseller suspiró, sin notar ya el hedor.
Se dio cuenta de que Sharon bas Ramírez se agitaba a su lado.
—¿Qué? —preguntó, al ver que ella aflojaba su cinturón—. ¿Qué ocurre?
—¿No puede oírlo? Están llamando de la bodega de carga. ¡Christopher acaba de salirse de nuevo de su alojamiento! —Y, cuando regresó torpemente hasta donde estaban los marcianos, era cierto: Christopher había conseguido desenmarañarse de las capas de plastiespuma que se suponía tenían que protegerle de las tensiones de la reentrada. Habían renunciado a los tanques de agua porque los marcianos hubieran chapoteado demasiada al aire de la nave; la espuma era su último recurso. Los miembros delanteros de Christopher estaban aún atrapados, aunque el resto de él flotaba libre. Colgaba cabeza abajo, mirando al capitán Seerseller con aquellos blandos ojos satisfechos: y la hembra, Gretel, había iniciado el mismo trabajo enfurecedor.
—Oh, demonios —gruñó Seerseller—. ¡Estaban todos bien hace un minuto! Bueno, Sharon, tendrá que ocuparse de ellos y volver a empaquetarlos a los dos.
—¿Por qué yo? —preguntó Sharon, con aire perseguido.
—Bueno, no esperará que lo haga yo, ¿verdad? —respondió razonablemente el capitán—. Haga que el equipo de carga la ayude. ¡Y apresúrese, no nos queda mucho tiempo!
Seerseller regresó apresuradamente a su asiento de control por si era necesario efectuar otra transmisión al Cabo. Pero estaban fuera de contacto directo, y no podía permanecer lejos. Cuando regresó, el hedor era peor que nunca. Era una lástima que, a fin de proteger completamente a los marcianos contra las tensiones de la reentrada, hubieran tenido que prescindir de hacer concesiones a sus habituales funciones corporales. La plastiespuma estaba manchada de excrementos, y los tripulantes que estaban reacondicionando a los marcianos no habían podido evitar el mancharse también.
—Oh, Cristo —gruñó el capitán Seerseller—. ¡Mírense! ¿Qué aspecto tendrán cuando salgan de la nave, con las cámaras de televisión por todas partes, y el Presidente, y todo lo demás?
—Si cree que usted puede hacerlo mejor, ¿por qué no lo intenta? —indicó Sharon ásperamente—. En caso contrario, ¡quítese del camino!
Seerseller se alegró de hacerlo, de la mejor manera que pudo en el atestado espacio. Todos los marcianos se mugían lastimeramente unos a otros y se agitaban en sus envolturas. Christopher y Gretel, libres de sus ataduras mientras la tripulación se afanaba en reacondicionar sus protecciones, se aferraban el uno al otro mientras flotaban. Pero había algo respecto a la forma en que se lamían y acicalaban que hizo que Seerseller mirara más atentamente.
Christopher estaba pasando una de sus largas piernas por encima de Gretel.
—¡Paren eso! —gritó el capitán—. ¡Usted, haga que esas malditas cosas se detengan! ¿Acaso no ve que están intentando hacer el amor?
Faltaban ya tan sólo veinte minutos para el aterrizaje, y en todo el Cabo —a ambos lados del río—, y casi en cualquier otra parte de la Tierra, la gente estaba olvidando sus preocupaciones particulares y se susurraban unos a otros, y observaban, y sentían sus pulsos empezar a latir con excitación.
Seth y Evangeline, sin embargo, estaban en un mundo íntimo sólo de ellos dos. Estaban sentados en el borde del techo de la camioneta de Bernard Sampson, con los pies colgando, y susurrándose el uno al otro mientras Sampson intentaba no escuchar a sus espaldas.
—¿Sabes? —dijo Evangeline con voz seria—, fuiste muy valiente con los desprogramadores, Seth. Nunca te he dado adecuadamente las gracias.
—Esos bastardos —gruñó él. No había tenido intención de proferir ninguna blasfemia; simplemente no pudo evitarlo al recordar a aquellos hombres poniéndole las manos encima a Evangeline.
Ella no pareció darse cuenta.
—La cosa es —dijo sobriamente— que no lo hicieron por sí mismos. Fue papá quien los envió. Probablemente hubiera debido hablar con ellos...
—¡Pero ellos te estaban secuestrando! De todos modos, ya sabes lo que hubieran dicho. Simplemente hubieran tratado de convencerte de que abandonaras el servicio del Reverendo.
—Seth —dijo ella, de una forma muy seria—, tomé mi propia decisión cuando me uní al Reverendo. Tomaré también mi propia decisión cuando desee marcharme.
Seth se sentó envarado y la miró.
—¿Acaso estás...?
Ella no esperó a que prosiguiera, sino que siguió con sus propios pensamientos.
—Seth, papá siempre me ha tratado como a una niña de cinco años. Supongo que no puede evitarlo. Supongo que es simplemente su forma de quererme. Pero no podía soportarlo; tenía que marcharme. Así que me uní al Reverendo...
—Para escapar de una situación imposible en casa, ¿no? —asintió Seth.
Ella le miró.
—Sí, pero luego... Bueno, cuando piensas hasta el fondo en ello, Seth, ¿cómo nos trata el Reverendo? ¡Quizá ni siquiera como a niños de cinco años! Oh, Seth. Amo a todos esos buenos hermanos y hermanas. Son las personas más dulces y amables del mundo. Pero todos son como niños, Seth, y quizá yo desee terminar de crecer.
Seth inspiró profundamente. Cogió la mano de Evangeline antes de hablar.
—¿Evangeline? Cuando hablas acerca de amar a tus hermanos, ¿tienes acaso en mente a alguien en particular?
Ella le miró por un largo momento. Luego, cuando abría ya la boca para hablar, hubo otro murmullo repentino entre la multitud. Tras ellos, Bernard Sampson dijo con tono de disculpa:
—Es sólo otro informe de la Algonquino. Ya casi han cruzado el Pacífico; tienen la costa de México a la vista. Estarán aquí dentro de unos pocos minutos.
—Gracias —dijo Evangeline educadamente, y luego se volvió de nuevo hacia Seth—. ¿Qué decías? —preguntó.
A cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, en el centro de la ciudad de Los Ángeles, Sam Harcourt estaba de pie en la cola de un fast-food en el Arco Shopping Center, aguardando un perrito al chile con todo. Oía el murmullo de las docenas de televisores dispersos por todo el centro comercial subterráneo. No podía evitar oírlos, pero no los escuchaba. Sam Harcourt tenía cosas más importantes en su cabeza.
La inspiración le había iluminado de nuevo. Nunca nadie iba al centro de la ciudad en Los Ángeles, pero Sam era la excepción. Su viaje era para investigar su nueva y gran idea acerca de los marcianos que vivían bajo tierra y que de pronto hacían irrupción en un centro comercial muy parecido al Arco. Sam sabía con absoluta certeza que era una muy buena idea, aunque Oleg se había negado a saber nada de ella. Pero eso sólo demostraba lo estúpido que era como agente. Sam estaba seguro de que cambiaría de opinión en menos de un minuto cuando viera el esbozo del tratamiento que Sam le prepararía, tan pronto como terminara de captar el ambiente del Arco.
Sin embargo, incluso un genio tenía que comer. Cuando Sam Harcourt tuvo el perrito al chile entre sus manos miró a su alrededor en busca de un lugar donde comerlo. Todas las pequeñas mesas del fast-food estaban ocupadas, en su mayor parte con gente que contemplaba las escenas de Florida en las pantallas de televisión sobre sus cabezas. Sam los desdeñó. Conocía un lugar, y sólo estaba a unos pasos de distancia.
Un minuto más tarde Sam estaba sentado frente a la cabina de la pequeña emisora de radio del centro comercial.
No había mucha competencia por los asientos allí. Toda la gente capaz de haraganear delante de algún aparato electrónico lo hacía delante de los televisores. Por supuesto, incluso la charla de aquel pequeño programa de radio en FM era sobre los marcianos. Puesto que todo el programa era transmitido a los altavoces fuera de la pared de cristal, Sam no podía impedir el oír un poco de él.
Sam conocía al presentador del programa. Se llamaba Johnny Trumpet, y había sido músico en una banda de jazz, ahora dedicado a programas de entrevistas especializados en antifluoración, gente que había escrito libros sobre espías comunistas y mujeres que defendían el derecho a la vida. Los invitados de hoy, vio Sam a través del tabique de cristal, eran un poco más extraños de lo habitual. Uno era un hombre calvo y regordete con un traje lavanda, y el que estaba a su lado iba vestido completamente de blanco y negro y sujetaba un bastón con empuñadura dorada.
Un shock eléctrico le recorrió. ¡Él también los conocía! De hecho —aunque nada antes de aquel minuto hubiera podido persuadirle de decirlo en voz alta— eran precisamente aquellos hombres quienes habían ayudado a germinar la gran idea acerca de los marcianos que vivían bajo la superficie de la Tierra. Les miró con el ceño fruncido. ¿Qué estaban haciendo en Los Ángeles? ¿Por qué no estaban atareados en sus cuevas en alguna parte? ¿Había alguna posibilidad de que uno de ellos oyera algo sobre la idea de Sam y, quién demonios sabía, iniciara alguna especie de acción legal estúpida y sin base acerca de dónde procedía la idea?
Les miró con sospecha y odio..., y luego, un momento más tarde, surgido de la nada o de ese maravilloso Algún Lugar de donde surgen las ideas verdaderamente grandes e impactantes, el destello de genialidad que haría su idea absolutamente rentable le golpeó entre los ojos.
Treinta segundos más tarde Sam estaba en una cabina telefónica a unos pocos metros de distancia, con los ojos fijos en la puerta del estudio mientras telefoneaba a su agente.
—Oleg, ¿eres tú? ¡Oleg, escucha! ¿Recuerdas la historia de los Marcianos-Debajo-De-La-Tierra que consideraste invendible?
—Oh, Sam —dijo la cansada voz del agente—. Sam, Sam. ¿Cuándo vas a despertar? Los marcianos están aquí, Sam. Realmente. Nadie quiere saber nada de ciencia ficción de bajo presupuesto acerca de ellos, es demasiado tarde para nada de ello. ¿Cuándo vas a entender que algo se ha terminado?
—No se ha terminado, Oleg, no con el concepto que he ideado. Ni siquiera ha empezado todavía. Oleg, escucha. Olvidemos el cine, ¿de acuerdo? Será algo para televisión. Por supuesto —se apresuró a añadir, ardiendo con su propio combustible—, después de la televisión, que puede ser fácilmente una miniserie, habrá un estreno cinematográfico en Canadá y en el resto del mundo, y luego, quién sabe, quizás incluso en los Estados Unidos...
—Sam.
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Simplemente escucha! Esos dos tipos, Marchese Boccanegra y Cual-Sea-Su-Nombre Algo Moore. Los tendremos como invitados de la serie. ¿Te das cuenta de lo que tenemos aquí? ¡Reconocimiento del nombre! ¡Autoridad científica para todo lo que digamos! Los presentamos, con todo su extraño aspecto, y...
—¡Sam! —gritó Oleg—. ¡Espera! ¿No escuchas nunca cuando te hablo?
—Estoy escuchando —dijo Sam, calmándose.
—¡Entonces escucha esto! Esos dos están acabados, Sam. Todo el mundo lo sabe. ¡Son un puro fraude! Johnny Carson ni siquiera los quiere ya en su programa. ¿Quién desea tener a un par de invitados de los que todo el mundo se ríe?
—En estos momentos nadie se está riendo aquí en el estudio, Oleg —protestó decididamente Sam—. ¿No escuchas lo que te digo? En estos momentos están aquí promocionándose, en el programa radiofónico de Johnny Trumpet; ¡puedes sintonizarlo tú mismo!
La voz del agente sonó cansada.
—Sam, Sam. ¿Qué quieres decir con que se están promocionando? El programa «Today» es promoción. Donahue es promoción. Las noticias de la noche de la CBS es promoción. Aparecer en una emisora de FM de cinco vatios que emite desde un sótano, eso no es promoción. Vamos, Sam. ¿Por qué no intentas pensar coherentemente?
Y Sam, después de colgar con gesto hosco, pensó coherentemente por un instante. Desde luego, habia algo allí. Podía verlo. Casi podía olerlo. Era, percibió, una especie de gran desafío para la gente ordinaria del mundo, gente que no iba a ganar ni perder un solo centavo, de ninguna manera que pudiera ver, tanto si los marcianos aterrizaban como si no.
Miró sin comprender a la gente a su alrededor, tan exaltada, tan generosamente excitada. Y se preguntó: ¿Era posible capturar aquello, aquello, cómo llamarlo, aquella emoción pura? ¿En un guión cinematográfico? ¿En una serie de televisión? ¿Incluso, quizá, sólo para poder sentirlo un poco por sí mismo?
Pero el hecho era que no sabía cómo.
En la pequeña pantalla del televisor de Sampson veían una panorámica de último minuto en torno a las tribunas de los grandes VIPs. Estaban allí juntos, los tres, Seth y Evangeline con los brazos rodeando la cintura del otro, y Sampson sonriendo a su lado.
—¡Es él! —exclamó de pronto Evangeline, y Seth vio que era cierto: fue tan sólo un rápido momento, pero allí estaba el Reverendo en persona, el único sentado en la tribuna mientras a todo su alrededor la gente se ponía en pie para escrutar el cielo. Y estaba comiendo un perrito caliente. No parecía santo en absoluto. Ni siquiera parecía alguien a quien le comprarías un coche usado, y mucho menos tus esperanzas de salvación eterna; parecía un hombrecillo viejo que no acababa de captar a qué venía toda aquella excitación.
—Pobre viejo Reverendo —dijo Evangeline con voz muy seria.
Seth la miró con ternura. Y luego inclinó la cabeza y le susurró al oído:
—Quiero casarme contigo, Evangeline.
Evangeline alzó la vista hacia él. No pareció sorprendida. Le miró con afecto, y también con una cierta cantidad de regocijo.
—Querido Seth —dijo—, ¿sabes que hasta ayer nunca hemos hablado más de cinco minutos seguidos el uno con el otro?
—No necesito más tiempo. Lo sé. Y el doctor Sampson dice que me proporcionará un trabajo a tiempo parcial en su Instituto mientras termino mis estudios..., y voy a recibir seis mil ochocientos dólares de la herencia de mi tía Ellen. Sin contar el juego de té de plata, por supuesto. En realidad no es de plata maciza, ¿sabes?, pero al menos lleva un triple baño, y es enormemente pesado...
Se detuvo al darse cuenta de que ella se estaba riendo de él.
Era una risa amistosa. Uno podría pensar incluso que era de afecto. Pero, antes de que pudiera descubrir exactamente lo que significaba, hubo un rugir entre la multitud. Todo el mundo cerca de una radio o un televisor portátil había lanzado a la vez el aviso:
—¡Están llegando!
Y en la pequeña pantalla de Bernard Sampson pudieron ver la Algonquino 9, un pequeño punto brillante entre los resplandecientes y tenues cirros en el cielo, en alguna parte sobre el golfo de México.
—¡Ya está de camino, amigos! —gritó la voz de Tom Brokaw—. ¡El Centro Espacial Kennedy estima siete minutos hasta que se pose en la nueva pista especialmente construida para la ocasión!
Sampson, Seth y Evangeline se abrazaron. Seth se sorprendió al ver que las mejillas del doctor Sampson estaban húmedas. Se secó el rostro, sonriendo.
—¿Sabéis? —dijo, como disculpándose—, es realmente curioso ver a toda esa gente, todos tan felices... Quiero decir, ya sabéis cómo es la gente. Todos tienen sus propias preocupaciones y pequeños secretos y mezquindades..., y luego se produce algo como esto. Y entonces, de algún modo, sólo por un momento...
—Sé lo que quiere decir —murmuró Evangeline—. Después de todo, la gente no es tan mala, ¿verdad?
Al otro lado del río, el Presidente de los Estados Unidos de América apartó las manos de la maquilladora de su rostro.
—Ya es suficiente, suficiente —gruñó, mientras se levantaba de su silla.
—Sólo un minuto más con su pelo —suplicó ella, pero él negó con la cabeza.
—Ya es la hora del espectáculo —dijo, mirando con añoranza la habitación a su alrededor. Se trataba de su retiro particular debajo de las grandes tribunas, con su teletipo y su teléfono rojo y sus cuatro ayudantes aguardando. Odiaba abandonarlo, pero no había otra elección. Tenía que estar fuera en su puesto cuando se abriera la puerta de la nave espacial. Fuera estaban los hombres del servicio secreto y los periodistas. Fuera estaba el lugar donde cincuenta de las Personas Muy Muy Importantes entre las Personas Muy Importantes estaban ya sentadas en el palco presidencial. Echó una ojeada al monitor de televisión, que mostraba a la Algonquino 9 ahora en su curva final de deslizamiento hacia el Cabo.
—Así que ahora tenemos marcianos que añadir a los cubanos y a los haitianos y a los vietnamitas y a los judíos rusos —dijo irónicamente—. ¡Ese maldito Seerseller! Primero jode toda la misión, y luego se trae de vuelta consigo a esos fenómenos para que nosotros nos ocupemos de ellos. Debería formarle un consejo de guerra a ese hijo de puta. ¿Por qué simplemente no los dejó allá donde estaban?
El marciano llamado Christopher sintió las mareantes sacudidas de la nave espacial mientras se abría camino a empujones de vuelta a la atmósfera de la Tierra. Fue algo doloroso y aterrador para él, pero lo soportó con la tranquilidad de un millar de generaciones cuya tarea principal había sido la de soportarlo todo.
Pensó con añoranza en aquel breve momento cuando él y la hembra que la gente de la Tierra llamaba Gretel se habían tocado. A Christopher no se le había ocurrido que lo que él y Gretel habían estado haciendo pudiera parecer objetable a la gente de la Tierra. ¿Por qué debería? Se preguntó apaciblemente por qué les habían mantenido separados tanto tiempo unos de otros. Pensó que era algo completamente incivilizado. ¿Cómo podían esperar los seres de la Tierra que siguieran adelante cuando se les privaba de la oportunidad de comunicarse entre sí? ¿Acaso esperaban que los marcianos se comunicaran sólo por el sonido..., y perdieran los grandes matices de vocabulario del roce y el toque, de la caricia y el placer sexual, del oler y el lamer? Christopher se interrogó durante un tiempo acerca de eso, pero no se interrogó mucho. Los marcianos no eran seres que se hicieran muchas preguntas.
Los marcianos, por supuesto, eran del tipo paciente. No tenían elección al respecto. Fuera lo que fuese lo que habían sido sus antepasados, los que cavaron los túneles e intentaron hacer que su entorno encajara con sus necesidades, estos lejanos descendientes eran de una raza distinta. La impaciencia había desaparecido de ellos de forma natural hacía mucho tiempo. La impaciencia no traía consigo nada bueno. La impaciencia no hacía que su espuma de algas creciera antes, y el ritmo de sus vidas dependía enteramente del lento ascender de la comida desde el fondo de sus mares verticales hasta su superficie, donde podían desespumarla. Eso era todo lo que había que hacer para «ganarse la vida» entre los marcianos. No tenían que construir casas porque ya no vivían en casas; no manufacturaban nada porque no utilizaban nada. Así que tenían todo el tiempo del mundo para dedicarse a las cosas que valoraban: las largas y apiñadas conversaciones —uno con uno, o en grupos de tres, cuatro, una docena—, con los balidos y los lamentos brotando de a nadie le importaba dónde, y los golpecitos cosquilleantes y los otros golpecitos más serios, y los pequeños mordiscos inquisitivos y los afectuosos lametones. Los seres humanos hubieran podido comprenderlo, si lo hubieran intentado. A veces los humanos también —en especial los jóvenes, o los amantes, o los colegas— hablaban durante toda una noche y pensaban que ésos eran los mejores momentos de sus vidas. Pero luego los humanos tenían que regresar a la dura realidad de la escuela o el trabajo. Los marcianos no tenían nada a lo que tuvieran que regresar. Los mejores momentos de sus vidas eran todos..., excepto cuando, como en este interminable viaje, los seres humanos los mantenían demasiado apartados unos de otros para tocarse o saborearse, apenas capaces de oírse u olerse, y así absolutamente incapaces de conversar de cosas realmente interesantes.
Era una auténtica lástima.
También era algo por completo inesperado. Aquel primer humano que entró en sus túneles había parecido comprender la civilizada relación establecida entre ellos. Había aceptado los apretados abrazos de los marcianos que lo habían hallado. Incluso les había hecho el cumplido de morir entre sus brazos. ¿Por qué los otros no eran más como él?
Ahora se turnaban en el Questar, y en sus diez segundos Seth pudo ver el débil resplandor de la luz solar reflejada en las cortas y rechonchas alas de la Algonquino 9 mientras giraba. No le importó ceder de nuevo el telescopio a Bernard Sampson. La televisión ofrecía ahora una imagen mejor. No había ningún penacho de gases de escape. La Algonquino 9 se había convertido en un planeador. El capitán estaba controlando su velocidad, reduciéndola cuidadosamente con flaps y spoilers mientras la gran nave resplandeciente completaba su vuelta para posarse.
Cuando entró en contacto con el suelo, un gran e informe sonido brotó del millón de personas reunidas en el Cabo. No fue un grito, ni siquiera un jadeo o un suspiro. Fue puro ruido blanco, sin forma ni contenido. Fue el sonido de un millón de pulmones exhalando a la vez satisfacción.
La nave espacial aterrizó perfectamente y sin problemas. Mientras pasaba a través de las treinta redes de desaceleración a lo largo de la pista, envió fragmentos de red de plástico y de cable volando a todo su alrededor. Algunos de ellos se arrastraban todavía colgando de la nave cuando finalmente se detuvo por completo, a no más de cien metros de la gran X roja pintada en la pista. Los camiones de servicio se estaban ya acercando. Al cabo de un momento los equipos estaban allí con sus mangueras, rociando espuma refrigerante y vapor de agua sobre los retrocohetes para purgar los últimos vapores nocivos.
El ruido de la multitud era ahora ensordecedor. Era oleada tras oleada de vítores, más intensos que el estallido del despegue de un cohete, y no se detenían. Prosiguieron firmemente mientras los hombres de la espuma y el agua hacían su trabajo, y Seth descubrió que él también vitoreaba.
Se interrumpió cuando sintió las manos de Evangeline sobre sus hombros y advirtió que le estaba murmurando algo al oído.
—¿Qué? —gritó, volviéndose a medias para mirarla.
—Decía —respondió ella— que siempre he deseado un juego de té auténticamente hermoso en la sala de estar de mi casa.
Él la besó, y apenas vio la limusina abierta del Presidente mientras se acercaba a la nave, y el equipo de tierra colocar la escalerilla móvil junto a la portezuela de la nave. Y entonces los dos, con las manos enlazadas en sus cinturas, se unieron al alegre grito mientras, lentamente, la puerta de la nave espacial se abría y un cauteloso capitán Seerseller asomaba la cabeza para ver qué recibimiento le había sido preparado.
La Algonquino 9 estaba de vuelta en casa.
En los suburbios de Chicago, la docena de distinguidos benefactores de la Reserva Natural John James Audubon aplaudían también. La doctora Marietta Mariano, secándose una lágrima del rostro, no lo hizo. Simplemente permaneció de pie tras ellos, con una húmeda sonrisa en sus labios. Sabía que al menos transcurriría media hora antes de que ninguno de ellos estuviera dispuesto a apagar el aparato y volver a la importante ceremonia del día, la inauguración oficial del Camino Conmemorativo Solomon Sayre.
En el televisor, el Presidente estaba prendiendo la Medalla de la Libertad en el sucio y manchado uniforme del capitán Seerseller.
—...esta heroica hazaña de la habilidad y la osadía norteamericanas —proclamaba el Presidente— merece las plegarias y la gratitud de cada uno de nosotros, incluso de cada persona de la raza humana... —Parecía estar empezando apenas a calentarse. La doctora Mariano juzgó que al menos habría diez minutos más de Presidente, luego el cielo sabía qué más antes de que los benefactores estuvieran dispuestos a hacer lo que habían venido a hacer. Todavía faltaba un buen rato.
Pero estaba dispuesta a esperar. El camino estaba terminado. Llevaba el nombre de Sol. El muchacho no sería olvidado por completo. Y a Sol, sabía, le hubiera encantado, como le hubiera encantado todo este maravilloso día.
La doctora Marietta Mariano se sintió en paz.
Y, maravillosamente, por este día al menos, también se sentía en paz todo el mundo.
19. El día después de la llegada de los marcianos
Había dos camastros en cada habitación del motel en Cocoa Beach, además del habitual número de camas. El señor Mandala, el director, intentaba conseguir que fueran sacados todos a la vez.
No era fácil hacerlo, porque muchas de las habitaciones estaban aún ocupadas. Durante doce horas el millón de personas de fuera del estado que habían inundado Florida para ayudar a dar la bienvenida a los marcianos habían estado refluyendo hacia fuera. Llenaban todas las autopistas y carreteras, sobrecargaban todos los trenes y aviones y autobuses. No había suficientes medios de transporte para tantas personas a la vez. Los Tom Brokaw, los senadores, los jefes de estado extranjeros, hacía tiempo que habían partido en sus aviones privados y de alquiler, pero de todos modos tampoco se hubieran alojado en el motel del señor Mandala. Los que habían acudido aquí eran la gente de los equipos de sonido y los periodistas de tercera fila o los cámaras de las emisoras locales, los que habían tenido la suerte de encontrar una cama libre. Todos ellos sabían que tendrían que esperar su turno para conseguir un transporte de vuelta a casa.
El principal problema del señor Mandala era imaginar qué podía hacer con los camastros extra que había instalado para cubrir la enorme afluencia. Estaba intentando persuadir a sus botones negros de que limpiaran un poco la habitación de los trastos y guardaran los camastros en ella. Se resistían.
—Vamos, por favor, señor Mandala —dijo el jefe de botones, hablando fuerte por encima del ruido del vestíbulo, donde algunos de los periodistas que se habían quedado aguardaban pacientemente sus medios de transporte—, usted sabe que haríamos eso por usted si pudiéramos. Pero no puede ser, porque no queda nada de espacio allí debido a todas esas cosas del huracán que usted nos ordenó que guardáramos.
—No podemos tirar nada de eso, Ernest. Podría presentarse otro huracán en cualquier momento, y necesitaremos todas esas lonas y lámparas y cosas.
Ernest asintió.
—Eso es cierto, seguro, señor Mandala, pero los camastros no caben ahí dentro ahora.
—Entonces, ¿dónde vamos a meterlos, Ernest? —preguntó el señor Mandala.
—Podría devolverlos, señor Mandala.
—¡No! Oh, no, no puedo hacer eso. Tuve que pagarlos en efectivo, ésa fue la única forma de conseguirlos. No me devolverán el dinero.
—Ya recuperó con creces el dinero que pagó por ellos, señor Mandala. Tírelos.
El señor Mandala le dirigió una mirada de desánimo.
—Estás discutiendo conmigo, Ernest —se quejó—. Te dije que dejaras de discutir conmigo. —Tamborileó con sus dedos en el mostrador de recepción y miró furioso a su alrededor. Había al menos cuarenta personas ocupando aún aquel espacio, hablando, leyendo, jugando a las cartas, dormitando. Algunos contemplaban la televisión, que estaba pasando repeticiones del aterrizaje de ayer y todas las otras escenas de la expedición Seerseller que todo el mundo había visto ya un centenar de veces. En la pantalla, la marciana llamada Doris miraba sin comprender a la cámara y derramaba largas y gelatinosas lágrimas.
El señor Mandala se volvió a tiempo para ver que el jefe de botones también miraba las imágenes.
—Olvídate de eso, Ernest —ordenó— No te pago para que veas la televisión. Saca esos camastros y apílalos en la piscina cubierta.
—A los huéspedes no les gustará no poder usar la piscina, señor Mandala.
—Los huéspedes no tienen que usar la piscina cubierta. Pon un cartel diciendo que está cerrada por mantenimiento. Los huéspedes se sentirán igual de felices usando la exterior, ¿no? Quiero decir, esto es Florida, ¿no? Así que adelante, Ernest. Tú también, BG —ordenó al otro botones.
Los observó retirarse hoscamente por el pasillo de servicio. Deseó poder librarse de la multitud de huéspedes varados en el vestíbulo del mismo modo. No tenían por qué estar allí. Había montones de otros lugares donde podían esperar. Simplemente podían sentarse fuera, al sol, en vez de apiñarse en su vestíbulo. En opinión del señor Mandala, podían incluso comprar algunas bebidas en el bar, o comer algo en la cafetería del motel, pero sabía que había pocas probabilidades de que alguno de ellos lo hiciera. Ahora que el aterrizaje había terminado, su cuenta de gastos había terminado también; todo lo que consumieran tenían que pagarlo de su bolsillo.
Según el registro, casi todos ellos eran de periódicos y de emisoras de radio y televisión y de cadenas de noticias. Ninguno de ellos pagaba de su propio bolsillo. Casi cada reserva tenía especificado facturar a la NBC o al Washington Post o a alguna cadena extranjera —el señor Mandala frunció el ceño ante todo aquel trabajo administrativo extra—, sin mencionar que cada instrucción había estipulado que las cuentas del bar no quedaban incluidas, de modo que todas las cuentas del restaurante tenían que ser detalladas una por una.
El señor Mandala se sentía complacido con el volumen de dólares que todos aquellos huéspedes habían representado, pero los dólares se habían secado ya. Ahora deseaba que se marcharan.
En la pantalla del televisor el gran desfile Broadway abajo —no, se recordó el señor Mandala, «bulevar Henry Steegman» abajo— había terminado. Los heroicos astronautas, o al menos los que aún estaban lo bastante en condiciones como para soportarlo, habían sido conducidos a una comida ceremonial con el alcalde de Nueva York y el cardenal de la diócesis. Mientras las cadenas aguardaban a que se iniciaran los discursos, llenaban el tiempo con imágenes en directo del exterior del Centro Espacial Kennedy, donde los marcianos estaban pasando su primera noche en la Tierra bajo la observación de los mejores especialistas de la NASA en la aún inexistente ciencia de la exobiología. Cuando el locutor en pantalla agotó todas las posibilidades de aquello, la cadena cambió a las antiguas, y nunca demasiado buenas, imágenes de la nave de pertrechos Algonquino 8 mientras se estrellaba al amartizar, hacía tiempo. Nadie estaba mirando. Aquel desastre simplemente ya no parecía relevante, pero cuando la imagen cambió a uno de los marcianos, con su expresión de dachshund triste con alargadas aletas de foca como miembros, uno de los jugadores de póquer se agitó y exclamó:
—¡Hey, sé un chiste de marcianos!
—Oh, mierda —gruñó alguien—. ¿Otro?
—Pero éste es bueno —insistió el jugador—. Escuchad. ¿Por qué un marciano no va a nadar al océano Atlántico?
—Tú lo dices —gruñó otro de los jugadores. Nadie más dijo nada.
—¡Porque dejaría un círculo a su alrededor! —dijo el periodista, cerrando sus cartas y mirando en torno suyo. Nadie rió, ni siquiera el señor Mandala. Privadamente pensó que algunos chistes que habían estado contando eran realmente buenos, pero estaba empezando a cansarse de ellos. También los periodistas en el vestíbulo..., además de cansarse unos de otros.
El señor Mandala se reclinó contra el mostrador de recepción, con la barbilla entre las manos, contemplando la pantalla del televisor. Se preguntó por qué, realmente, un millón de personas habían acudido al Cabo para ver aquellas cosas, y centenares de millones de otras personas se habían pegado a sus televisores. ¿A quién le importaba en realidad el hecho de que aquel tipo Henry Steegman hubiera descubierto algún tipo de animales en Marte? Cuando fue establecida la fecha para el aterrizaje y los propietarios subieron los precios de acuerdo con la ocasión, el señor Mandala no se hubiera sorprendido de comprobar que no recibía ninguna reserva. Descubrió lo equivocado que estaba cuando las reservas empezaron a llegar con rapidez. El señor Mandala se sentía complacido por ello, pero cuando habías dicho esto ya habías dicho todo lo que realmente te importaba acerca de los marcianos.
En la pantalla de televisión la imagen quedó unos instantes en negro y fue reemplazada por el rótulo: Boletín de noticias de la ABC.
La partida de póquer se interrumpió momentáneamente. El vestíbulo quedó casi en silencio, mientras un invisible locutor leía un comunicado de la NASA:
—El doctor Hugo Bache, el profesor de medicina veterinaria de Texas llamado por la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio, ha emitido un informe preliminar que acaba de ser difundido por el coronel Eric T. «Happy» Wingerter, portavoz de la NASA.
Un hombre de una agencia de noticias gritó:
—¡Subid el sonido! —Hubo un movimiento convulsivo en torno al televisor. El sonido se desvaneció por completo durante un segundo, luego retumbó:
—...marcianos son vertebrados, de sangre caliente, y al parecer mamíferos. Un examen superficial indica un nivel generalmente bajo de metabolismo, aunque el doctor Bache afirma que es posible que esto sea en cierta medida resultado de su difícil y confinado viaje a través de 220.000.000 de kilómetros de espacio en el compartimiento de especímenes de la nave espacial Algonquino 9. Las tablillas aplicadas a la marciana llamada «Gretel» parecen, bajo los rayos X, estar produciendo una curación satisfactoria, y no existe, repito, no existe ninguna evidencia de enfermedad transmisible, aunque las precauciones estándar de cuarentena siguen siendo...
—Y un cuerno —exclamó un técnico de sonido de la CBS—. Hicimos una entrevista a un tipo de la clínica Mayo que dijo...
—...veamos ahora la escena. —La imagen mostró una habitación casi parecida al Control de Misión de Houston, o al menos a la sala de control de un estudio de televisión. Técnicos vestidos de blanco estudiaban paneles, escuchaban por auriculares, atendían grabadoras, contemplaban pantallas donde ondas sinusoidales se enroscaban y desenroscaban. Y más allá de ellos había una enorme pared de cristal, y al otro lado de la pared...
—¡Es el zoo! —exclamó una voz.
—No es un zoo, es simplemente donde mantienen a los marcianos —corrigió alguien, y media docena de voces gritaron al unísono:
—¡Callaos!
En el televisor, la voz del veterinario decía:
—...muestras de sangre y la biopsia han sido efectuadas indoloramente, por técnicos médicos vestidos con trajes antigérmenes con revestimiento antibacteriano. Por medio de eslingas y exoesqueletos montados sobre ruedas los marcianos son capaces de moverse por su recinto con bastante libertad pese a su enormemente incrementado peso, y una piscina que contiene su comida parecida a las algas es mantenida a la misma temperatura que sus denominados océanos, de modo que pueden nadar y reducir aún más las tensiones de la gravedad...
El veterinario no tenía que decir nada de aquello. La imagen mostraba a los marcianos a través de la pared de cristal, rodando estólidamente sostenidos por eslingas de lona por debajo de sus barrigas. Un médico con un traje con capucha estaba insertándole un termómetro rectal a uno de ellos, acariciándolo para calmarlo. La cosa lo miró interrogadoramente, luego pareció intentar echarle una pierna por encima.
La imagen terminó allí. Mientras el rótulo de boletín especial desaparecía, una de las voces de la partida de póquer dijo:
—Son unos cachondos del demonio, hay que concederles esto. —Entonces la voz del locutor, insegura pero profesional, halló su lugar en el guión y siguió con su recapitulación de la media docena de historias anteriores. La partida de póquer se reanudó, mientras el locutor de continuidad describía la conferencia de prensa con el doctor Sam Sullivan, del Instituto de Lingüística de la Universidad de Indiana, y sus conclusiones de que los sonidos que emitían los marcianos podían ser de hecho una forma degenerada de alguna especie de lenguaje.
—Qué montón de basura —murmuró el señor Mandala a la validadora de tarjetas de crédito—. ¡Lenguaje, por el amor de Dios! —Porque todo el mundo podía ver que sólo eran animales. Luego se volvió resentido ante el sonido de risas—. ¿Pueden mantener el nivel de ruido un poco más bajo, por favor? —pidió.
Los periodistas ni siquiera le miraron.
—Sí, por supuesto —exclamó uno de ellos por encima del hombro—. Pero aguarde un minuto. Tengo uno. ¿Qué es un rascacielos marciano?
—Me rindo —dijo una chica pelirroja de Ms.
—¡Veintisiete pisos de apartamentos en los sótanos!
—Está bien —dijo la chica por encima de las risitas—, pero yo también tengo uno. ¿Cuál es el mandamiento religioso marciano que requiere que las mujeres mantengan los ojos cerrados durante las relaciones sexuales? —Aguardó un instante, luego soltó la gracia—: ¡Dios impida que vea a su esposo gozando de ello!
—¿Estamos jugando al póquer o no? —gruñó uno de los jugadores, pero eran demasiados para él. Los chistes empezaron a llover de todas direcciones: «¿Quién ganó el concurso de belleza marciano?... ¡Nadie!» «¿Cómo conseguir que una hembra marciana abandone el sexo?... ¡Casándose con ella!». El señor Mandala se descubrió riendo a carcajadas ante éste, y cuando uno de los periodistas acudió a él pidiéndole fuego le dio al hombre toda una caja de cerillas.
—Gracias —dijo el hombre, encendiendo su pipa con grandes bocanadas—. Se alegrará cuando vea desaparecer al último de nosotros, ¿verdad?
—Bueno, nos alegraremos de verles a todos ustedes volver algún día —dijo el señor Mandala, con su mejor imitación de amabilidad. De hecho su sonrisa era real, porque el hombre estaba dejando sus llaves sobre el mostrador, y detrás de él una mujer arrastraba una maleta y un neceser hacia ellos. Dos cuentas más; dos personas menos perdiendo el tiempo por allí. El hombre se volvió hacia la mujer mientras el señor Mandala buscaba las cuentas en la carpeta.
—¿Se va para Chicago ahora? —Y, cuando ella asintió, prosiguió—: Chistes aparte, ¿no cree que esto fue una gran experiencia?
Ella le miró evaluadoramente.
—¿Como qué?
—Bueno, toda esa gente, ya sabe —dijo el periodista—. La forma en que se volvieron, ¿cómo se lo describiría?, casi civilizados los unos con los otros. ¿Sabe usted que la policía de Florida informó solamente de cuatro arrestos en todo el día, en medio de toda esa gente a la orilla del río?
—Probablemente eso no fue más que un mal trabajo de la policía —dijo la mujer.
—No, de veras —insistió el hombre—. Hubo algo especial ahí. Pude captar una especie de..., llámelo hermandad. Algo así. ¿Usted no lo captó?
—Yo no capté nada —dijo la mujer con decisión—. ¿Qué es usted, un soñador? Usted ha visto antes este tipo de resplandor. Un chico es sacado de un pozo, o un parapléjico cruza volando el Atlántico, y zas, todo el mundo se ablanda por un minuto. Luego pasa. Nunca dura mucho. Mañana estarán degollándose de nuevo los unos a los otros... Por favor, señor encargado del motel, ¿quiere arreglar mi cuenta? Tengo mi coche esperando ahí fuera.
En la pantalla del televisor la cinta del aterrizaje empezó a pasar de nuevo, por cuarta vez en la última hora. El señor Mandala la miró con ojos vacuos y un bostezo. Uno de los jugadores de póquer estaba contando una larga y complicada historia acerca del equivalente marciano de un bar mitzvah, la ceremonia judía de consagración de los chicos de trece años. Al señor Mandala no le gustaban especialmente los judíos, pero había aprendido muy conscientemente que un director de hotel no debía mostrar ningún prejuicio hacia ellos. O hacia los cubanos, o los orientales, o incluso los negros, o al menos no hacia los negros que se presentaban con reservas confirmadas y tarjetas de crédito válidas. Los que trabajaban para él, por supuesto, eran otra historia.
Pero en alguna parte del poco curioso y la mayor parte del tiempo inactivo cerebro del señor Mandala existía la brumosa sensación de que no deberían contarse chistes que pusieran a la par los marcianos con los judíos. Los marcianos no eran humanos, ¿verdad? ¿A qué venía entonces todo aquello? Miró a las criaturas en la pantalla, donde se estaba pasando una especie de lista de los marcianos supervivientes, y no pudo imaginar que nadie se preocupara por ellos. No parecía que valiera la pena hacerlo, mientras la cinta los mostraba arrastrándose torpemente por su bodega en la Algonquino 9 sobre sus largas y débiles piernas, como unas aletas de foca estiradas, y sus grandes, largos y estúpidos ojos.
—Pequeños bichos idiotas —observó un cámara al fumador de pipa de la Thames Televisión—. ¿Sabes lo que he oído? Me han contado que la razón por la cual el capitán Seerseller les hizo permanecer en la parte de atrás de la nave durante todo el viaje fue la forma en que olían.
—Probablemente ni siquiera se daban cuenta de que apestaban mientras estaban allá en Marte —dijo juiciosamente el hombre de la Thames—. Lo tenue del aire, ya sabes.
—¿Darse cuenta? ¡Apostaría a que les gusta! —El cámara dejó caer un billete de un dólar en el mostrador delante del señor Mandala—. ¿Puede darme cambio para la máquina de cocas?
El señor Mandala contó en silencio los cuartos de dólar, aunque ni siquiera estaba seguro de que el hombre fuera un huésped registrado. No se le había ocurrido que los marcianos pudieran oler mal, pero eso era sólo porque no había pensado mucho en ello. Si hubiera considerado la cuestión, eso es lo que hubiera pensado.
El señor Mandala tomó algunos cuartos de dólar para él y siguió al periodista hacia la máquina de coca colas. La imagen en la pantalla del televisor había cambiado a un montaje de escenas tomadas por la expedición Seerseller allá en Marte. Mostraba la extraña cueva subterránea cuadrangular, con sus estantes y sus columnas, que llamaban los «grandes almacenes marcianos», y luego cambió para mostrar los túneles angulares y las cavernas en las que vivían los marcianos.
—No sé —dijo al fin el cámara, estudiando la imagen—. ¿Diría alguien que son inteligentes?
—Es difícil decirlo con exactitud —respondió el hombre de la Thames, retirando la pipa de su boca para hablar. Tenía todo el aspecto del inglés que era, al menos todo el aspecto que un norteamericano imaginaba que debía tener un inglés, con un rostro ancho y rojo—. Construyen habitáculos —señaló.
—También lo hacen los gorilas, más o menos —dijo el cámara, que en una ocasión había ido con un equipo a fotografiar los casi extintos espaldas plateadas.
—Sin duda, sin duda —admitió el hombre de la Thames. Luego su rostro se iluminó—. Oh, tengo uno —dijo—. Esto me lo ha traído a la cabeza. Había una vez..., dejadme ver, en casa solíamos contarlo respecto a los irlandeses..., sí, ya lo tengo. Se trata de una nave espacial que va a Marte, supongo que la siguiente después de su Algonquino podríamos decir; en cualquier caso, cuando llegan allí descubren que todos los marcianos han atrapado del grupo de Seerseller la viruela o algo así. Toda la raza ha sido borrada del planeta, excepto una vieja hembra. Y esos tipos que están ahora aquí han muerto también. Todos menos ella. Bueno, la gente de Greenpace y otros así se muestran terriblemente trastornados, de modo que solicitan a las Naciones Unidas que promulguen una ley antigenocidio y hagan algo para restablecer la raza marciana, ¿entienden? Así que los norteamericanos votan doscientos millones de dólares como compensaciones, y los utilizan para contratar a un hombre que esté dispuesto a procrear con esa hembra marciana superviviente.
—Caracoles —dijo un hombre del Time, con los ojos fijos en el marciano en la pantalla mientras escuchaba.
—Sí, exacto. De modo que encuentran al viejo Paddy O'Shaughnessy, apaleado por la suerte y medio ido, y le dicen: «Mira, Paddy, simplemente entra en esa jaula de ahí. Encontrarás a esa hembra, y todo lo que tienes que hacer es dejarla embarazada, ¿entiendes?». Y O'Shaughnessy dice: «Bueno, pero, ¿y para mí qué?». De modo que le ofrecen, oh, miles de libras.
Y por supuesto acepta con los ojos cerrados. Pero luego abre la puerta de la jaula y ve el aspecto de la hembra, y retrocede rápidamente. —El hombre de la Thames Televisión dobló la lata vacía de coca cola por la mitad y la arrojó a una papelera, haciendo una mueca para mostrar la expresión de revulsión de Paddy—. «Santos patronos de ahí arriba», dice, «nunca conté con algo así. Será como hacer el amor con un oso gris», dice. Y luego...
—Aquí teníamos a un tipo que luchaba con los osos grises —observó uno de los jugadores de cartas—. ¿Lo recordáis? Maximilian Morgenstern, se llamaba. ¿Qué fue de él?
—Se perdió —dijo alguien.
—Bueno, atiendan —dijo irritado el hombre de la Thames—. ¿Quieren oír la historia o no? Sea como sea, el tipo no desea hacerlo. «Pero son miles de libras, Paddy», le dicen, animándole. Agitan una botella ante él, y él la mira y se humedece los labios. Luego: «Oh, está bien», dice, «pero sólo con una condición». «¿Y qué condición es ésa, Paddy?», le preguntan, y él responde: «Tienen que prometerme que los niños serán educados en la iglesia».
—Sí, ya lo había oído —dijo el cámara. Y terminó su propia coca cola, dobló la lata por la mitad y la arrojó a la papelera. Falló.
—¡Ernest! —gritó furioso el señor Mandala. Tanto descuido por parte de aquellos huéspedes ya no bienvenidos era más de lo que podía soportar. Transcurrieron cinco segundos antes de que apareciera Ernest, seguido de cerca por el otro botones, BG. Ambos parecían agraviados—. Os he dicho un centenar de veces que mantengáis limpio el vestíbulo —les riñó el señor Mandala—. ¡Mirad eso! ¡Latas por todas partes! ¡Los ceniceros llenos!
—Señor Mandala, estábamos llevando todos esos camastros a la piscina cubierta...
—Primero limpiad toda esta porquería. Luego terminad con los camastros. ¿Y qué os ha demorado tanto, de todos modos? —Se detuvo, consciente de que había alzado demasiado la voz. Algunos de los periodistas le estaban mirando. Ernest y BG se dedicaron a la tarea de recoger las latas, mirándole de reojo de tanto en tanto, uno ciruela negra, el otro arena árabe.
El señor Mandala les devolvió la mirada. Señaló el reloj del vestíbulo.
—Es la hora límite —indicó en voz alta, farisaico, irritado—. Cualquier huésped que no haya liquidado aún su cuenta, ruego que lo haga ahora.
Luego estuvo bastante atareado por un rato mientras los rezagados acudían a liquidar sus cuentas. Aparecieron dos enormes camiones, repletos de cámaras y focos y el brillante pavo real de la NBC en sus lados, y media docena de los huéspedes fueron a encajonarse junto a los conductores. Luego Ernest, terminada la limpieza, llamó desde la puerta:
—¡El autobús del aeropuerto! —Y él y BG se apresuraron a meter los equipajes en el autobús. Se movían mucho más aprisa cuando trajinaban maletas, reflexionó el señor Mandala. Por supuesto, éste era el momento más caliente del día para ellos, porque era entonces cuando caían las propinas.
Y luego, terminado ya el embotellamiento, el resto de los huéspedes fueron recogidos por sus amigos alojados en los mejores moteles, o decidieron correr el riesgo de meterse en el tráfico, o simplemente desaparecieron, y el motel regresó a su habitual estado de paz.
La paz era algo que valía la pena disfrutar, decidió el señor Mandala, de modo que salió de detrás del mostrador y cruzó el ahora desierto vestíbulo, recogiendo de paso un retorcido paquete de cigarrillos de un sofá y una lata de refresco vacía de un cenicero.
—Puedes tomarte tu pausa para comer —le dijo a BG; y a Ernest—: ¿Te apetece una coca?
—No me importaría —dijo con voz neutra el botones. Cuando el señor Mandala las hubo sacado de la máquina, abrió él mismo la de Ernest y se la tendió. Si había una cosa que sabía el señor Mandala, era cómo tratar a los negros. De una forma firme, honesta y amistosa..., siempre firme y honesta, y amistosa de tanto en tanto para demostrar que, realmente, sabía tratarlos como seres humanos normales.
—Vaya puñado de tipos raros —comentó, refiriéndose a sus ahora desaparecidos huéspedes, pero también al estúpido millón que había malgastado su tiempo en las orillas del río Banana—. Qué conmoción para nada. ¿Y oíste todos esos viejos chistes?
—Oí uno bueno, señor Mandala —dijo Ernest, mirándole oblicuamente por encima del borde de la lata de coca cola—. ¿Quiere que se lo cuente? Es: ¿Cómo llamaría usted a un marciano de dos metros con una lanza?
—Oh, demonios, Ernest, todo el mundo conoce éste. Lo llamaría «señor», ¿no? Eso es exactamente lo que quiero decir. Uno pensaría que saldrían algunos chistes nuevos, pero todos los que he oído eran viejos. Sólo que en vez de aplicarse a los polacos o a los judíos o a los católicos o a los..., o a todo el mundo, simplemente los aplican a los marcianos. ¿Sabes qué pienso, Ernest? Pienso que esos marcianos que han traído hasta aquí no van a constituir ninguna diferencia para nadie. Ninguna diferencia en absoluto.
Ernest terminó su coca cola.
—Lamento no estar de acuerdo con usted, señor Mandala —dijo suavemente—, pero creo que sí van a constituir una diferencia para alguna gente. Van a constituir una diferencia malditamente grande para mí.
20. Abrazarse
Al menos el grupo estaba unido ahora, por primera vez en mucho más tiempo del que tenían medios para recordar. La aplastante gravedad era un permanente, doloroso, aterrador desgaste. Sin embargo, todos los marcianos se habían salido de sus eslingas. Se habían arrastrado dolorosamente cruzando el suelo estéril hasta el borde de su piscina. Permanecían tendidos en su parte menos profunda, abrazados unos a otros en un nudo de piernas y cabezas y cuerpos.
Sabían que no estaban solos. No podían ver a través de la pared que en realidad era un espejo unidireccional, y no tenían una idea clara de lo que ocurría al otro lado: los lingüistas y los criptógrafos, con sus ordenadores y sus analizadores de frecuencias, intentando extraer algo de sentido a la forma en que los marcianos se comunicaban entre sí; los exomédicos, los exobiólogos, los exopsicólogos, los exotodo que se desconcertaban ante cada sonido y movimiento. Pero sabían que los humanos estaban allí, porque podían captar el débil calor de sus cuerpos incluso a través del cristal, aunque no les importaba. Eso no importaba. Lo que importaba era que estaban todos juntos, y se abrazaban, y se tocaban.
—Uuuf —gruñó el marciano llamado Edward—. ¡Qué lugar más grande y extraño es éste! —La única parte audible de su observación fue el «uuuf». Una deliberada distensión del vientre, una mueca, un golpecito de su lengua hacia nada en particular, y un pequeño y suave aliento completaron el pensamiento.
Gretel, con sus entablilladas piernas rígidamente mantenidas fuera del grupo, le lamió, luego se lamió ella misma, luego gimió. Significaba: —Lo siento por ti..., ¡y por mí también! Hubo un agitar de lametones y cosquilieos mientras todo el mundo se mostraba de acuerdo. Hablaron de este modo durante un rato, canturreando y agitándose y tocándose unos a otros, pero realmente no había nada que decir que ya no se hubiera dicho, y el tema no era agradable.
Bob se ofreció a ayudar a Gretel a sacarle aquellas cosas duras que aprisionaban sus piernas, pero Alexander señaló que los humanos simplemente volverían a ponérselas, y Gretel le lamió para darle las gracias por su ofrecimiento y rechazarlo. Hubo un período de silencio hasta que Gretel, siempre alegre, empezó a recordar la última vez que había comido, y todo el grupo cascabeleó con sus propios recuerdos agradables..., de comer, de dormir unos en brazos de otros, de hacer el amor, de todas las cosas alegres y agradables de las que les encantaba hablar. Lentamente los marcianos empezaron a sentirse felices de nuevo. Pese al miedo, pese a la cruelmente aplastante gravedad, pese a las brillantes luces a todo su alrededor, se sentían en paz; porque estaban abrazándose y comunicándose, ¿y no era para eso para lo que existía la vida?
Casi se habían dormido cuando Alexander se agitó brevemente y dijo, soñoliento:
—Pobres humanos. Nunca los hemos visto abrazarse. Me pregunto cuántos de ellos se necesitan para mantener una auténtica conversación.
La cuestión era lo bastante interesante como para despertar al grupo, un poco. Se tocaron y acariciaron inquisitivamente por unos momentos antes de que Doris alzara la cabeza. Lamió un par de los flancos más cercanos, suspiró, agitó un miembro, y lanzó una suave y dulce bocanada de aliento sucesivamente a los rostros de cada uno de los demás. La comprendieron de inmediato. Les decía:
—Probablemente ninguno en absoluto, puesto que no parece que tengan mucho que comunicarse.
Notas del autor
Me he tomado la libertad de incluir a algunas personas famosas entre los personajes de esta novela, apareciendo en diversos programas de televisión, siendo entrevistados o referenciados en diversas publicaciones, etc. Sin embargo, todos los personajes que participan de algún modo en la acción de la novela son completamente ficticios y no representan a ninguna persona, viva o muerta.
De los diez episodios principales de El día que llegaron los marcianos, siete fueron publicados como relatos cortos independientes. Son mencionados a continuación, junto con la indicación de los copyrights originales:
«Navidades marcianas» (A Martian Christmas), Copyright© 1987 by Omni Publications International, Ltd. Publicado originalmente (como «Adeste Fideles») en Omni, diciembre de 1987.
«Triste guionista Sam» (Sad Screenwriter Sam), Copyright © 1972 by Mercury Press, Inc. Publicado originalmente (como «Sad Solarían Screenwriter Sam») en The Magazine of Fantasy And Science Fiction.
«Vista desde la Colina de Marte» (The View from Mars Hill), Copyright © 1987 by Davis Publications, Inc. Publicado originalmente en Isaac Asimov's Science Fiction, mayo de 1987.
«Platillitis» (Saucery), Copyright © 1986 by Mercury Press, Inc. Publicado originalmente en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, octubre de 1986.
«Demasiadas salicarias» (Too Much Loosestrife), Copyright © 1987 by TSR, Inc. Publicado originalmente en Amazing Stories, octubre de 1987.
«Los marcianos de Iriadeska» (Iriadeska's Martians), Copyright © 1986 by Davis Publications, Inc. Publicado originalmente en Isaac Asimov's Science Fiction, noviembre de 1986.
«El día después de la llegada de los marcianos» (The Day After the Day the Martians Carne), Copyright © 1967 by Harlan Ellison. Publicado originalmente en Dangerous Visions, editada por Harían Ellison.
(Las historias «El misionero» [The Missioner], «El bandido del Cinturón» [The Beltway Bandit] y «Al otro lado del río» [Across the River], junto con los insertos más cortos, no han sido publicados anteriormente en ninguna forma.)
Relatos originales:
"Navidades marcianas" ("Adeste Fideles") 1987
"Triste guionista Sam" ("Sad Solarian Screenwriter Sam") 1972
"Vista desde la colina de Marte" ("The View from Mars Hill") 1987
"Platillitis" ("Saucery") 1986
"El bandido del cinturón" ("The Beltway Bandit") 1988
"Demasiadas salicarias" ("Too Much Loosestrife") 1987
"Los marcianos de Iriadeska" ("Iriadeska's Martians") 1986
"El misionero" ("The Missioner") 1988
"Al otro lado del río" ("Across the River") 1988
"El día después de la llegada de los marcianos" ("The Day After the Day the Martians Came (The Day the Martians Came)") 1967