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FERNANDO J. LÓPEZ DEL OSO
EL TEMPLO DE LA LUNA
— oOo —
© Fernando J. López del Oso, 2009
© Editorial Planeta, S.A., 2009
ISBN:978-84-450-7756-6
En esta sexta edición del Premio Minotauro, Premio Internacional de Ciencia Ficción y Literatura Fantástica, el jurado, compuesto por Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Laura Falcó, Federico Fernández Giordano, Pere Matesanz y Ángela Vallvey, acordó conceder el galardón a esta obra, en Madrid, febrero de 2009.
PRELUDIO
Costa norte de Perú
Cuatrocientos años antes de la llegada de los conquistadores españoles
El hombre estaba sentado en la arena, con la espalda apoyada en su barca. Estiró el brazo izquierdo y acarició con la mano los haces de juncos apretados que conformaban su embarcación. Miró hacia el horizonte y contempló el sol, que comenzaba a ponerse, arrancando destellos dorados al océano.
Soplaba una suave brisa y se oían las olas, que rompían en la arena con una cadencia que incitaba al sueño. Le gustaba el mar, y se sentía a gusto. Tan sólo un poco cansado. Había sido un día largo, pensó, así que más valía que se pusiera con la red para poder irse a cenar. Abrió la bolsita que llevaba al hombro, seleccionó una de las agujas de madera, enhebró el cordón de algodón y sujetó todo con los labios. Miró con resignación la red desplegada sobre sus rodillas. Tenía un hueco por el que cabía una cabeza. Empezó a tejer. No era el único roto. Los tiburones se cobraban su tributo.
Había cosido ya tres agujeros cuando cayó en la cuenta de que algo no iba como debía. La tarde se le estaba haciendo muy larga, pero el sol no acababa de ponerse. Así que volvió a mirar a la izquierda, hacia el mar.
Y se quedó en silencio, inexpresivo.
Despacio, con la mano derecha, se quitó la red del regazo y la dejó en la arena. Se puso de pie, también despacio, como si temiera caerse. El sol era extraño, naranja, pero menos brillante que antes.
Y mucho más grande. Desde la orilla, parecía que flotase en medio del mar, no muy lejos de la costa. Sin embargo el pescador apenas se fijó en él.
Le llamó mucho más la atención el centenar de balsas que llenaba todo su campo visual, unas balsas que habían surgido de la nada y que estaban a punto de desembarcar. El las miró anonadado, y en ese instante un estruendo retumbó en toda la playa.
La primera barca que tocó la arena era sin duda la de su rey. Un hombre alto, solemne, con una especie de túnica corta hecha de placas de oro, que brillaban con destellos irreales arrancados por ese sol, igualmente extraño e irreal. Llevaba una gran corona con una especie de medio círculo en su parte frontal, compuesto por miles de pequeñas plumas de oro. El rey también llevaba unos grandes pendientes. Y si el miedo le hubiera dejado ver, el pescador se habría dado cuenta de que tenían la forma de pájaros de oro.
El ruido, producido por los hombres de las balsas, que soplaban en grandes conchas y tocaban tambores, adquirió una cadencia casi hipnótica y por un momento pareció que la luz de ese sol, que no era tal, latiese al mismo ritmo.
De la barca del rey saltó un hombre a la playa. Arrojaba a la arena puñados de un polvo blanco que sacaba de un saco que llevaba colgado, marcando así un camino para que su señor lo pisase. La música continuaba mientras el resto de las balsas se acercaba a la orilla. De las barcas colocadas al lado de la del rey bajaron bailarinas con vestidos hechos de plumas de colores, que se pusieron a danzar flanqueando el camino. Instantes después fue el propio rey el que pisó la playa. Sereno y sonriente, avanzó unos metros y se dio la vuelta, extendiendo los brazos hacia el mar, hacia las balsas. Fue la señal que marcó el desembarco de su pueblo. Varios notables que viajaban en la balsa del rey se pusieron en la arena, rodeándole. Después los demás hicieron otro tanto, haciendo sonar todavía las conchas. En un momento dado, el rey alzó los brazos hacia ellos y la música cesó de inmediato. El silencio se extendió por toda la playa.
Cuando se dio la vuelta ya no sonreía. Tenía el gesto grave, solemne. Miró al extraño sol anaranjado, que parecía flotar en el horizonte, y extendió las manos hacia él. Entonces habló, con una voz fuerte, clara y serena.
—Gracias, hermanos dioses, por traernos de vuelta al mundo de los hombres, con vuestro legado y enseñanzas. Abandonamos vuestro reino por propia voluntad, pues no somos todavía dignos de estar en él.
Hizo una pausa, y dos gruesas lágrimas temblaron en sus ojos y se deslizaron por sus mejillas.
—Traemos, a instancia vuestra, el camino de retorno hacia vosotros. Por si llega el día en que somos merecedores de ello. ¡Este es el sendero de tu pueblo! —dijo, y se quitó la corona, tendiéndola hacia el sol.
La corona era maravillosa y extraña. En la parte delantera tenía un círculo de oro, con infinidad de plumas talladas en él. La parte trasera recordaba a la cola de plumas de un pájaro, erguida hacia arriba, abierta en dos, como una uve, y compuesta también por finísimas plumas.
El pescador —al que nadie parecía prestar demasiada atención—no estaba en condiciones de admirar la hermosa corona. Tenía una expresión desencajada en la cara. Estaba pálido.
Y se acababa de orinar encima.
Miraba aterrado hacia la gigantesca esfera luminosa que hasta entonces había tomado por el sol. Mientras el rey extendía la corona hacia ella, la inmensa esfera anaranjada había empezado a salir del agua, ingrávida y silenciosa. Y enorme. Se alzaba ligeramente sobre el mar, no demasiado alto. Un pequeño resto de consciencia del pescador se dio cuenta de que el verdadero sol se había puesto ya hacía rato.
En ese instante un brillante rayo de luz roja salió de la esfera, directo hacia la corona. Iluminó con un resplandor el círculo delantero, que emitió destellos en todas direcciones. Refulgía demasiado para asegurarlo, pero le dio la impresión de que una especie de esfera, luminosa pero tan imprecisa como una sombra, se formó ante las plumas de oro, permaneciendo allí durante un corto espacio de tiempo. De pronto, el disco comenzó a abrirse por la mitad, dividiéndose en dos partes que se plegaron hacia atrás, quedando como dos alas de oro, y descubriendo lo que parecía la cabeza de un pájaro, con el pico levantado hacia lo alto. La corona representaba ahora un ave. Entonces, el rayo de luz que salía de la esfera rozó suavemente el extremo del pico, pasó entre las plumas abiertas de la cola y bañó con una maravillosa luz roja el rostro del rey. Todo su pueblo miraba con devoción. Muchos lloraban, emocionados.
Aquello fue demasiado para el pescador, que por fin recobró el control sobre su cuerpo y corrió hacia el pueblo, al otro lado de las dunas de la playa, a contarle a todo el mundo lo que había visto. Todo, excepto lo referente a la corona y la enorme esfera de luz naranja, que decidió reservarse para sí. No quería que sus vecinos le tachasen de loco por el resto de sus días.
Por eso, ése es el único detalle de lo sucedido que no sale en los libros de historia.
1
Los dos policías que guardaban la puerta del despacho del Secretario General del Consejo Supremo de Antigüedades sudaban, y se miraban de reojo. No se atrevían a moverse ni un milímetro, asustados por las voces que provenían de la habitación. La situación era bastante tensa en el despacho. Los tres abogados egipcios contratados por Alfredo Peralta, a pesar de la reputación de ser los más duros y efectivos de todo Egipto, eran incapaces siquiera de sostener la mirada del doctor Hassan. No era para menos, tenían ante sí a la segunda persona más poderosa e influyente del país, sólo un escalón por debajo del propio presidente Mubarak. Y estaba fuera de sí.
—Lo que han hecho ustedes es un delito sin precedentes contra el patrimonio del pueblo egipcio —dijo Hassan en un duro inglés—. Su irresponsabilidad y temeridad ha hecho que se pierda todo un sector del templo que les habíamos dado permiso para estudiar. Un templo —agregó, apretando los puños y los dientes— que puede ser uno de los más importantes del pasado de mi pueblo.
—Pero señor, el capitán Khaled estaba presente en la excavación, y podrá atestiguar que mis clientes...
—¡Silencio! —cortó Hassan, dando un golpe con la mano abierta en la mesa. El abogado bajó los ojos, con un enorme y repentino interés por el dibujo que tenía la alfombra al lado de la punta de su zapato—. Ya me ocuparé personalmente del capitán Khaled. ¡Pero ustedes no tenían permiso para hacer ninguna excavación! —dijo, recorriendo con la mirada a Alfredo Peralta y a Julián, que le miraban inexpresivos—. Su expedición sólo tenía permiso para estudiar la posible localización del templo, y como mucho, si tenían éxito y realmente lo encontraban, el doctor Oriol podía efectuar un primer reconocimiento. ¡Y punto! —Volvió a golpear la mesa, volcando una foto suya con Mubarak—. Y sin embargo tengo al doctor en el hospital, y un ala del templo derrumbada. En circunstancias muy extrañas —añadió mirando fijamente a Julián, que le sostuvo la mirada en silencio—. Pueden estar ustedes seguros de que esto no quedará así. Iré personalmente al área de Qattara a dirigir la excavación del templo y la evaluación de los destrozos, y como encuentre un solo indicio de que su responsabilidad en los hechos va un poco más allá de la mera incompetencia —dijo señalándole con un dedo tan delicado como un martillo—, lo denunciaré a usted y a la Fundación Milodonte.
—Señor secretario general —dijo con suavidad el embajador español, sentado al lado de Alfredo Peralta—, espero sinceramente que pueda usted encontrar los indicios necesarios para concluir que el derrumbe de esa parte del templo que acababan de descubrir, no ha sido otra cosa que un desgraciado infortunio. Mis compatriotas son amantes del legado milenario de su país, y su deseo e intención es colaborar activamente en su recuperación y preservación para el pueblo egipcio. Don Alfredo es uno de nuestros empresarios más reputados. Y respetados —añadió con una media sonrisa, apoyando su mano en el antebrazo de Alfredo y dedicando una significativa mirada al doctor Hassan—. Su sincero y desinteresado interés por Egipto le ha llevado a patrocinar esta expedición para localizar un antiguo templo, perdido, al parecer, desde hace miles de años. Y es mucho el dinero que ha invertido tan sólo para devolvérselo a su pueblo —dijo recalcando el discurso demagógico al que tan aficionado era Hassan—. El doctor Víctor Oriol, que según me comentaron esta mañana en una llamada desde España, parece que empieza a mostrar signos de mejoría (el gran avance consistía en que ya era capaz de seguir un objeto con la mirada, aunque continuaba babeando y no hablaba), es un egiptólogo reputado, y su larga trayectoria le ha hecho acreedor de la confianza que el Consejo Supremo de Antigüedades ha depositado en él. Son muchos los estudios que ha realizado en su país, publicados siempre en armonía con el Consejo. —El gesto del doctor Hassan se suavizó un punto. Ya no parecía un gorila a punto de atacar—. Y con respecto a Julián Curto, es el mejor asesor ejecutivo de la Fundación Milodonte, que ya ha colaborado con varias expediciones arqueológicas en su país. Una de ellas, si no me equivoco, dirigida por usted mismo.
Hassan asintió en silencio. Recordaba aquella excavación. Y también que Julián, con sus expeditivos y espectaculares métodos de ayuda a los arqueólogos, se convirtió en el centro de atención de la productora de documentales norteamericana que patrocinaba los trabajos, haciéndole sombra a él mismo. Era una de las razones por las que el aventurero y arqueólogo español le caía mal. Eso, y que no se fiaba lo más mínimo de que no tuviera nada que ver con el derrumbe.
—Muy bien —dijo con el semblante serio—. Yo también espero que los hechos acaecidos en el templo no hayan sido intencionados. Ya lo veremos. Aunque les aviso que si descubro que el derrumbe se ha producido por tratar de acceder a los tesoros del templo, sin esperar a que el Consejo de Antigüedades organizase la correspondiente excavación científica, las magníficas relaciones del señor Peralta no les servirán de nada. Los extranjeros siempre se creen que pueden entrar en mi país, abrirse paso a cañonazos y tomar lo que les venga en gana —concluyó con un teatral gesto de disgusto.
—Un momento —dijo Julián. Era la primera vez que abría la boca en los más de tres cuartos de hora que llevaban reunidos—. La Fundación Milodonte lleva años dando apoyo técnico y logístico a excavaciones arqueológicas por todo el mundo. Y por supuesto, en Egipto. Entre otras, la que usted dirigió hace unos años. En todo este tiempo, sólo hemos tenido palabras de agradecimiento por nuestro trabajo. Nunca hemos cobrado por nuestros servicios. —A medida que hablaba, los ojos se le iban cerrando en una fina línea—. Nuestro objetivo es venir aquí, para dar apoyo e instrucción a sus arqueólogos, que muchas veces no tienen ni siquiera los medios más básicos —dijo señalando con un gesto de la mano el modesto despacho de más de cien metros cuadrados—, en yacimientos que normalmente se dejan bajo tierra porque no les destinan fondos, ¿y nos acusa de ladrones?
El doctor Hassan se estaba levantando despacio, con las manos crispadas por la furia que iba creciendo, mientras las aletas de la nariz se le ensanchaban y los labios se le contraían, enseñando los dientes en un gesto que parecía cualquier cosa menos una sonrisa. No estaba acostumbrado a que le replicasen.
—Muchas gracias por todo, señor secretario —dijo el embajador poniéndose de pie, como animado por un resorte.
El doctor Hassan tardó un par de segundos en dominarse y lograr quitar la vista de encima a Julián, y se quedó mirando la mano que le tendía el embajador, como si no supiera muy bien qué hacer con ella. Finalmente la estrechó por un instante, sin ninguna cordialidad. El embajador tenía la otra mano apoyada sobre el hombro derecho de Julián, como en un gesto casual. Las marcas que dejaron sus dedos en la piel del hombro tardaron varias horas en desaparecer.
El ajetreo de la calle era una bendición en comparación con el ambiente opresivo que se respiraba en el despacho. Había sido una experiencia bastante desagradable —a nadie le gusta que le echen la bronca de esa manera, y mucho menos a gente como Alfredo Peralta y Julián Curto—, pero teniendo en cuenta que estaban involucrados en el derrumbe de parte del que tal vez fuese el templo más sagrado y poderoso del Antiguo Egipto, no habían salido nada mal parados. Temporalmente, claro, hasta que el doctor Hassan diera el asunto por cerrado.
—¿Quieren que les lleve a algún sitio? —preguntó el embajador señalando su coche, escoltado por cuatro motocicletas de la policía de El Cairo y un todo terreno de la embajada, con los cristales tintados y el mismo aspecto inocente que un hacha en una juguetería.
—Muchas gracias, señor embajador, pero tengo un coche esperándonos —dijo Alfredo Peralta señalando a Erik y Alberto, sus dos asistentes, que estaban bajo un árbol en la acera, al lado de un impresionante Mercedes. El hecho de que fueran capaces de no sudar, a pesar de los impecables trajes oscuros que llevaban, era algo encomiable—. Quisiera agradecerle todas sus gestiones. Cuando hablé con Pedro para comentarle el asunto esperaba que hiciera alguna llamada, claro, pero no pensé que hablaría con usted directamente. Espero que no le hayamos molestado demasiado.
—Siempre es un placer ayudar a dos compatriotas. Sobre todo cuando te lo pide personalmente el ministro de Economía —dijo, guiñando un ojo y cogiendo a Alfredo del antebrazo—. Bien, les dejo entonces. Si tienen alguna dificultad no duden en llamarme. Ah, y por cierto —dijo dándose la vuelta cuando se encontraba a medio camino del coche—, personalmente les recomendaría que saliesen del país si no tienen nada pendiente aquí. El doctor Hassan es un hombre complicado, y muy poderoso. No me extrañaría demasiado que cambiase de opinión y decidiera retenerles hasta que se aclarase el tema de las ruinas. Aunque sólo fuese para buscarles un poco las cosquillas. No parece que le tenga demasiado afecto al muchacho —dijo señalando con un ademán a Julián, que conversaba con los asistentes de Alfredo.
—En principio nos iremos mañana mismo. De todas formas gracias por el consejo —dijo, estrechándole la mano.
Se puso sus gafas de cristales azules, encendió un cigarrillo y se quedó mirando cómo la comitiva se abría paso entre el caótico tráfico de El Cairo.
—Vamos al hotel, Erik —dijo acercándose al Mercedes. Cerró la puerta, miró a Julián, que estaba sentado a su lado, y se tocó casi con disgusto la solapa de su elegante traje cortado a mano—. Voy a mandar lavar el traje —dijo—. Y a pegarme una buena ducha nada más llegar al hotel. No quiero que me quede del despacho de Hassan ni un hilo de su alfombra en mis zapatos.
Julián lo entendió demasiado bien. Aunque en su caso, dudaba que el agua de la ducha pudiera llevarse también sus sentimientos de culpa.
2
Hacía más de veinte minutos que estaba bajo el chorro de agua fresca, y no tenía ninguna intención de salir todavía. Aún tenía alguna molestia en el hombro derecho, y eso que ya habían pasado varios días desde lo del templo. La garra de águila que el embajador tenía por mano tampoco había ayudado, claro, pero lo cierto es que si Julián estaba bajo el agua no era por ningún dolor físico. Ojalá fuera ése el problema.
No quería salir de la ducha porque no tenía demasiadas ganas de mirarse en el espejo.
Había tenido que aguantar todo el discurso del doctor Hassan sin abrir la boca. Sin defenderse cuando puso en tela de juicio su capacidad o profesionalidad. Sólo había saltado cuando el muy cabrón se había atrevido a poner en duda la honestidad de la Fundación. Lo que ya era aguantar demasiado. El problema es que Julián se había quedado callado no por respeto o miedo ante uno de los hombres más poderosos de Egipto, lo que le importaba relativamente poco —ya había visto más de una vez lo pequeños y faltos de brillo que son algunos de esos hombres cuando se les contempla de cerca, lo que era el caso—, sino por algo peor: porque Hassan tenía razón en casi todo lo que estaba diciendo. Julián sí tenía algo que ver con el derrumbe del templo. Bueno, no es que fuera un poco responsable —pensó mientras movía ligeramente la cabeza, desviando un chorro de agua que se le estaba metiendo por la nariz—, sino que directamente lo había demolido con explosivo plástico.
Hasta cierto punto estaba relativamente tranquilo respecto a la posibilidad de ser descubierto. Algo sabía de demoliciones, y por cómo puso las cargas sabía que sería muy difícil para cualquier investigador poder concluir que había sido un hecho intencionado, y no un derrumbe fortuito debido a lo precario del estado de conservación del edificio. Aunque no estaban seguros, pues ese templo ni era normal, ni estaba recogido en ninguna crónica —excepto en cierto documento controvertido, que era prácticamente lo único que les había llevado hasta él—, ni se había estudiado aún. Bien podía llevar más de tres mil años enterrado. Y eso era mucho tiempo. Muchos cientos de toneladas de arena, presionando permanentemente contra el techo y las paredes. Más todas las vibraciones producidas con los camiones y el ajetreo del personal civil y militar al montar el campamento.
Y si el cretino del doctor Oriol no anduviese ahora tan lúcido como una almeja —y eso gracias a que Julián consiguió sacarle de ahí antes de que aquello le fundiese el cerebro—, seguro que le señalaría con el dedo a él y a los métodos poco ortodoxos que había utilizado para localizar el templo enterrado. Aunque en ese caso se sentía respaldado: el sistema de localización por análisis de transmisión de ondas lo habían puesto a punto en la Fundación con la colaboración y aval de la Universidad, que lo consideraba uno de sus logros recientes más importantes. Además lo habían usado ya en otras ocasiones, y a pesar de lo espectacular del asunto —había una pequeña explosión controlada para generar la onda, que siempre dejaba con la boca abierta a los que no lo habían visto con anterioridad—, se había demostrado que era un método prácticamente inocuo. Sobre todo visto los resultados que se obtenían. De cualquier manera, la suma de todas estas circunstancias bien podía justificar que un ala del templo dañada por el paso de los milenios —qué cosas, justo el núcleo más sagrado y poderoso—, se hubiese venido abajo.
Así pues, sabía que podía mantenerse firme en su mentira y salir limpio del asunto con bastante probabilidad de éxito. Y ése era precisamente el problema: que Julián no mentía desde que tenía cuatro años. Y mucho menos en lo referente a su trabajo y pasión: la arqueología. Si le preguntaban qué era lo más importante que le había enseñado su padre, el catedrático Félix Curto —una de las diez autoridades vivas más respetadas dentro de los círculos académicos que se dedicaban a la Historia Antigua, a tenor del número de veces que era citado como referencia en los artículos escritos por colegas suyos de todo el mundo—, Julián contestaría que había sido la honestidad y la coherencia. Su padre había llegado hasta donde estaba por ser fiel a sus principios, y había conseguido sus éxitos más sonados precisamente por mantenerse firme cuando estaba seguro de algo, a pesar de que ese algo estuviera en clara contradicción con el saber establecido. También era capaz de admitir críticas, estaba abierto a correcciones y a maneras de pensar diferentes a la suya. Ah, y nunca se apropiaba del trabajo de los demás. Era un dechado de virtudes, el doctor Curto. Era estupendo que siempre lo comparasen con él. Comodísimo.
Por eso Julián no tenía ganas de mirarse al espejo. Porque sentía que estaba escurriendo el bulto, en vez de defender lo que había hecho. Que no había estado a la altura. Aunque, ¡qué cono!, lo que había hecho no sólo estaba justificado, sino que había sido lo correcto, decidió mientras cerraba el grifo y se anudaba una toalla a la cintura. Estaba tan convencido de su conclusión que puso a todo volumen la BBC en el televisor mientras se vestía.
Así no tendría que seguir oyendo a su conciencia, que no lo tenía tan claro como él.
Alfredo Peralta estaba mucho más relajado después de la sauna —y el masaje a cuatro manos— de esa tarde. Con un gesto llamó al camarero que, discreto, permanecía atento desde la puerta del reservado del restaurante giratorio del Hotel Hyatt.
—Tráiganos por favor una botella de Krug del noventa y cinco. Y dígale al chef que el pescado estaba excelente.
El camarero retiró los platos con una leve inclinación de cabeza y salió de la habitación. Alfredo y Julián, los únicos comensales a la mesa, se quedaron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. A través del ventanal que constituía una de las paredes del reservado, la ciudad de El Cairo desfilaba lentamente ante ellos. Era de noche y no había bruma, así que desde la altura del restaurante se veía cómo las luces de la ciudad se desparramaban a lo largo de muchos kilómetros.
—Quería agradecerle su intervención en toda esta historia —dijo por fin Julián—. El tema podría haberse complicado bastante si no llega a interceder el embajador.
—Bueno, tampoco iba a coger un avión y largarme, ¿no? A fin de cuentas soy el patrocinador de la expedición —dijo con una sonrisa.
—Ésa es otra. —Julián se puso serio. No le hubiese importado que Alex, el encargado de las relaciones con los mecenas de la Fundación, estuviese en la mesa—. Siento que las cosas no hayan salido como estaban previstas.
—¿Cómo que no? Milodonte me presentó un proyecto extraordinario: la búsqueda de un templo perdido en Egipto. Un templo casi de leyenda, del que ni siquiera se sabía si realmente existía —dijo con un brillo en los ojos—. Yo lo patrociné. Y la Fundación, tú —matizó, señalándole con el dedo—, lo encontraste. A mí me parece que no ha salido nada mal la cosa —dijo con una amplia sonrisa.
—Bueno, si olvidamos que parte del templo se ha venido abajo y que el secretario general de Antigüedades de Egipto quiere crucificarme en medio del desierto, entonces es cierto que no ha salido mal la cosa. —Julián bromeaba, pero su rostro seguía serio. Su mirada bailaba de Alfredo a un trocito de pan con el que jugueteaba mientras hablaba, dudando si ir más allá o no—. Espero que no se vea usted demasiado comprometido al haberme defendido ante Hassan —dijo por fin.
—Tampoco ha pasado nada grave, ¿verdad? Lo que ha ocurrido ha sido circunstancial. Gajes del oficio, podríamos decir. Una pena, desde luego, pero tampoco ha sido responsabilidad tuya. Más allá de su enfado, lógico por otra parte, no creo que Hassan pueda imputarnos nada. Así que no te preocupes. Yo te respaldo.
Julián se retorció un poco en su silla, visiblemente incómodo ante lo que estaba diciendo Alfredo Peralta. Tardó un rato en contestar. Estaba tan relajado como un broker jugándose a una carta los ahorros de sus padres en Wall Street.
—Al respecto, creo que debería saber... —se interrumpió al entrar el camarero.
Éste descorchó la botella de champán, controlando que el corcho no saliera disparado. Sirvió las copas que acababa de traer, terminó de recoger la mesa y salió por donde había entrado, dejándoles solos. Julián le siguió con la mirada, y después recorrió con los ojos la elegante habitación en la que estaban. Aparte de la mesa, un par de grabados en las paredes y un estilizado jarrón negro con un bambú en una esquina, apenas había más mobiliario. Sin embargo Julián se sintió extrañamente vulnerable, como si hubiese mil personas con la oreja pegada al otro lado de las paredes, o mirándole a través de invisibles rendijas.
—Si te quedas más tranquilo —dijo Alfredo, sacándole de su ensimismamiento—, te diré que Alberto y Erik hicieron un barrido de la habitación antes de entrar nosotros, y no hay micrófonos. Y que están cenando en una mesa al lado del reservado, con un maletín en el que entre otras cosas llevan un inhibidor de frecuencias para bloquear cualquier aparato que se les hubiese pasado. —Rió al ver la cara con que le miraba Julián—. Te sorprenderías si supieras hasta dónde han llegado algunos competidores de empresas rivales. Éstas son las precauciones habituales con las que me suelo mover. Así que puedes seguir si quieres con eso tan importante que estabas a punto de contarme.
—De acuerdo —dijo, respirando hondo—. Allá voy. La cuestión es que es posible que no sea tan inocente en lo que se refiere al derrumbe del templo.
Le miró a los ojos, esperando una reacción, mientras Alfredo Peralta tomaba un sorbo de champán. Estaba sorprendentemente relajado a pesar de lo que Julián acababa de decirle. Le devolvió la mirada y con un gesto le invitó a continuar. No era tan fácil. Julián no sabía muy bien cómo seguir.
—Cuando bajé y encontré al doctor Oriol atrapado por las piedras, vi que parte de las capillas del sagrario acababan de derrumbarse, tapando el acceso al resto de la sala. Tras evacuarle, quise saber qué había tras la obstrucción. Así que escamotee un poco de Semtex de la tienda de los explosivos y bajé al templo, con la excusa de evaluar el derrumbe que pilló a Oriol y valorar si era seguro iniciar una excavación. —Se quedó unos instantes en silencio—. También quería ver qué es lo que había, antes de que Hassan nos echase de ahí a todos y monopolizase el descubrimiento. Así que así están las cosas —concluyó al cabo de un rato—. AI tratar de volar los bloques para despejar el acceso, provoqué el colapso de la estructura, que debía estar más dañada de lo que parecía.
—Vaya. Así están las cosas —repitió Alfredo, mirándole fijamente—. No está mal. ¿Crees que Hassan descubrirá algo?
—Creo que no. Por los puntos en los que coloqué el explosivo, será muy difícil que ningún técnico pueda pensar que el derrumbe no fue fortuito. Además —agregó con un punto de satisfacción que no pudo reprimir—, el Semtex que nos facilitó el gobierno egipcio tenía ya unos añitos. De antes de que se le añadiese nitroglicol. Así que es prácticamente indetectable.
—Ya. Una bonita historia, de la que me creo la mitad. Tendrás tus razones, Julián —dijo interrumpiendo con un gesto la protesta que éste estaba a punto de decir—, pero esto no concuerda con lo que sé de ti. Ya hablaremos si quieres de qué es lo que ocurrió realmente allí abajo. Ahora hay que ser prácticos y ver los cabos sueltos. Como que Ahmed, el responsable de los explosivos, se dé cuenta de que hay menos Semtex del que consta en su registro de materiales y se lo notifique al capitán Khaled, por ejemplo.
Julián se quedó en silencio, asimilando lo que Peralta le estaba diciendo. Era uno de los puntos sin resolver a los que tenía que hacer frente, ya lo sabía. Pero ¿cómo sabía él tanto? Y sobre todo, ¿por qué le había encubierto, arriesgándose de aquel modo? Alfredo Peralta siguió hablando y despejó parte de sus dudas.
—No eras tan invisible aquella noche como te hubiese gustado, Julián. Erik había salido a orinar y te vio por casualidad cuando regresaba a su tienda. Te siguió a distancia, con mucha curiosidad ante las precauciones con las que te movías por el campamento. Anímate —dijo al ver que Julián torcía el gesto—, fue una suerte que te viera colarte en la tienda de los explosivos en las mismas narices del vigilante. —Hizo una pausa dramática—. Así pudo contármelo para ponerle remedio.
Julián levantó una ceja al oír eso.
—¿Qué es lo que ha hecho?
—Bueno, digamos que de repente el hijo mayor de Ahmed tiene una pequeña cuenta numerada en Suiza con cincuenta mil euros. No es mucho, pero parece que, al final, podrá hacer sus estudios universitarios en Europa. Es homosexual —añadió—. Y eso aquí no está demasiado bien visto —dijo apurando el champán—. Tengo un recibo firmado por Ahmed, así que supongo que podemos considerar esto como un asunto cerrado.
Alfredo Peralta se sirvió otra copa de Krug, se levantó y fue hasta el ventanal. Encendió un cigarrillo, se quedó mirando las luces de la ciudad por un momento y se dio la vuelta. Había algo travieso en su expresión.
—Míralo desde mi punto de vista, Julián. Es dinero, pero no demasiado. Y menos teniendo en cuenta la tranquilidad que nos va a proporcionar. Y no sólo por ti —dijo con una sonrisa burlona señalando a Julián—. Conozco a más de uno que pagaría cuatro veces más sólo por poder contar en ciertos círculos que algo así ha pasado en uno de mis proyectos. —Se le escapó una pequeña risa al decir eso, como si imaginase exactamente la situación—. Además, está el casino.
Ahora era Julián el que le miraba divertido, con las piernas estiradas y los brazos cruzados, meciéndose ligeramente en la silla. El millonario le estaba empezando a caer muy bien.
—Ha sido un día largo, ha acabado bien, y creo que me voy a desquitar un poco. Veamos si en el casino del hotel hay alguien que sepa sostener las cartas de póquer. ¿Te vienes a tomar una copa?
Julián se levantó, se bebió casi de un trago su copa de champán, que aún no había probado, y fue hasta la ventana con Alfredo.
—Me parece que no. Como bien dice ha sido un día muy largo, y yo no he descubierto hasta ahora que el cabo suelto que me quedaba ya está resuelto. Creo que me voy a ir a mi habitación, a tener tranquilamente un ataque de ansiedad.
Alfredo soltó una carcajada.
—De acuerdo —dijo dándole una afectuosa palmada en el hombro—. Pero me debes una, ¿eh?
—Le debo una —aceptó Julián, despidiéndose de Alfredo—.
Los dos sabían que no estaban hablando solamente de una copa.
De camino al ascensor Julián le hizo un gesto a Erik, señalándole acusador con el dedo, levantando una ceja y conteniendo una sonrisa, como diciendo: «Ya hablaremos de andar siguiéndome a escondidas, capullo.» Erik contestó levantando las manos y mirando al cielo, en un gesto de inocencia muy poco convincente. Ya en su habitación, Julián se permitió relajarse un poco. Aunque no se había sincerado con Alfredo en cuanto a los motivos por los que demolió parte del templo —había decidido contárselo primero a su padre, si es que era capaz de ordenar los hechos en su cabeza y hacer que sonase menos desquiciado—, en cierta manera se sentía un poco más liberado. Estaba además el tema práctico, el del Semtex que faltaba. Teniendo en cuenta que el otro cabo suelto había franqueado todos los controles y se encontraba ya en Madrid, mezclado con las herramientas y material de la expedición que Alex ya había llevado de vuelta, pensó que Alfredo tenía razón.
Podía considerar esa parte como un asunto cerrado.
Mientras Julián pensaba todo eso, Alfredo Peralta seguía en el reservado del restaurante giratorio, en la cúspide de uno de los edificios más altos de la ciudad, con todo El Cairo a sus pies. No lo pensaba conscientemente, pero eso le hacía sentir como un ave de presa. Estaba muy satisfecho. Las cosas habían ido bastante mejor de lo que había previsto en un principio. Pero no en cuanto a la excavación, que en el fondo le importaba más bien poco. Lo que realmente había sido un acierto era poner a Erik y Alberto a vigilar los pasos de Julián.
Gracias a eso, pensó mirando cómo la luna proyectaba una ancha franja plateada en el Nilo, tenía a Julián Curto exactamente donde quería.
3
Al otro lado del Nilo, desde el enorme ventanal de la Suite Real del Hotel Sofitel, Ilse Skorzery contemplaba cómo una patrullera de la policía de El Cairo rompía la ancha franja plateada que la luna proyectaba sobre el río.
Cada vez aguantaba menos a ese hombre. Durante toda la cena que habían tenido en el salón de su suite, había tenido que soportar una interminable sucesión de pretenciosas hazañas del engreído egipcio, exageradas y falsas en su mayoría. A lo largo de las dos horas que llevaban de velada —que a Ilse se le habían hecho eternas—, había oído de boca de su invitado historias en las que, indefectiblemente, aparecía retratado como el más grande arqueólogo, egiptólogo, explorador y conquistador que jamás había visto Egipto. Él iluminaba al mundo, que, anhelante, le imploraba que compartiese alguno de los secretos del Antiguo Egipto que sólo él podía desvelar. Todos querían ver sus documentales y leer sus libros. Él era el verdadero guardián de las pirámides, y no la Esfinge. Y así durante dos horas.
Ilse hizo acopio de paciencia y pensó que afortunadamente ya podían dejar los prolegómenos y empezar a hablar de negocios. A fin de cuentas, sólo tenía que verle un par de veces al año, y era el mayor —y mejor— traficante de antigüedades de todo Egipto.
El doctor Hassan salió del baño y contempló a la mujer por unos instantes, mientras ella miraba por la ventana. Rubia, elegantísima, altiva. Los treinta y tantos años que le calculaba la mostraban en toda su plenitud. Tenía más curvas que la cinta de un turbante. Y seguro que después de todas las cosas que le había contado durante la cena, debía estar suspirando por él, fantaseó, a pesar de que inconscientemente, tenía la vaga sensación de que el aire que la rodeaba estaría un par de grados más frío que el del resto de la habitación. Miró a su alrededor. La mujer, la Suite Real, la ciudad de El Cairo bajo sus pies... Pensó en los secretos tejemanejes que le habían llevado hasta allí, y sonrió. Se sentía como una especie de James Bond.
Una de las camareras personales de Ilse Skorzery entró en el salón con un juego de café, lo dejó en una mesa baja con dos sillas, al lado del ventanal y, ante un gesto de su señora, salió de la habitación con la misma discreción con la que había entrado. Ilse hizo un gracioso ademán a su invitado, que se sentó a la mesa, y le sirvió una taza de café. Se preparó otra para ella con un poco de leche, y miró con genuino interés y fingida cordialidad al egipcio.
—Bueno, doctor, la verdad es que ha sido una velada deliciosa. Había leído sobre alguna de las excavaciones que me ha comentado, pero no hay nada como escucharlo directamente de usted. Es un privilegio oírlo de primera mano.
—El gusto es mío —sonrió, halagado—, por compartirlo con alguien que sabe apreciar tan bien lo que le cuento.
Era verdad. Ilse tenía unos conocimientos en Arte e Historia Antigua que rivalizaban con el de muchos de los expertos que trabajaban en los museos. Sólo que ella no lo hacía por trabajo, sino por intereses mucho más elevados.
—Es una pena que no haya muchas personas tan inteligentes como usted —prosiguió Hassan—. A veces pienso que Egipto tiene mucho más que ofrecer de lo que la gente de a pie es capaz de asimilar. Por ejemplo, guardo en los sótanos de los museos un número de piezas tres veces mayor que las que tengo expuestas. ¡Imagínese!
Ella puso cara de asombro, aunque cada vez que se encontraban en esa situación él abordaba el asunto de la misma manera. Era tan predecible que aburría. Cogió un cigarrillo de la pitillera de la mesa y se lo puso en los labios. El doctor Hassan le dio fuego, galante, y se encendió otro. Al ver cómo ella apretaba los labios en torno al cigarro y aspiraba, para echar al cabo de un instante el humo hacia él a través de esos mismos labios, tan rojos y gruesos que daban ganas de mordérselos, mientras le miraba con sus ojos, tan azules, y se sacudía el pelo con un breve gesto, tan femenina, sintió por un momento que perdía el hilo de lo que estaba diciendo. También sintió un vago y sordo palpitar en su entrepierna.
—Y cada vez van llegando nuevas piezas, nuevos descubrimientos provenientes de las excavaciones —prosiguió el hombre por fin, cruzando las piernas—. Apenas caben ya. Me preocupa que algunas puedan sufrir daños por no estar en las condiciones óptimas de almacenaje —dijo con falsa afectación.
—Es un privilegio para mí el que considere factible la opción de que le guarde algunas en depósito —dijo ella con una sonrisa—. Estoy encantada de conservarlas el tiempo que usted considere necesario. Y por supuesto en perfectas condiciones.
—Usted antes que cualquier museo, querida amiga. Ellos ya llevan demasiado tiempo expoliando mi país —dijo y apuró el café—. Y no dejan de pedirnos piezas continuamente, para exposiciones. Eso sí, cuando es Egipto el que pide que le restituyan alguna de sus piezas, piezas que son suyas, aunque sea de forma temporal para que los ciudadanos egipcios puedan ver su herencia histórica, ahí son todo negativas. Ahí dicen que no, como si después no fuésemos a devolverlas.
Su enfado era sincero a este respecto, a tenor de cómo se le endureció el rostro a medida que lo contaba. Se quedó callado por unos instantes, pegó una última calada al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. Cuando volvió a hablar dio la sensación de que la nube ya había pasado.
—Por eso espero que pueda usted cuidarme algunas de estas joyas.
Metió la mano en la chaqueta y sacó del bolsillo interior un sobre marrón, abultado, de tamaño americano. Se lo tendió con una sonrisa. Ilse lo abrió. Estaba lleno de fotografías Polaroid.
Por lo que tenía en la mano, el director de cualquier museo del mundo hubiera sido capaz de bailar claque. A Ilse, por de pronto, el tedio se le pasó como por encanto. Había piezas de varias épocas, todas ellas soberbias. Un magnífico vaso de alabastro, con delicados dibujos azules de leones cazando y una tapa representando una escultura del animal; un extraordinario juego de Senet, precioso e impecable, con el tablero de lo que parecía marfil y ébano, y que conservaba todas las fichas; una delicada figura dorada, representando a un joven faraón sobre una estilizada barca, a punto de arrojar una lanza —Ilse tenía la impresión de haber visto antes esa imagen, aunque no recordaba dónde—; un generoso fragmento de un relieve de piedra, policromado con vivos colores que brillaban a pesar de las limitaciones de la fotografía —que mostraba un cierto aire clandestino que le gustaba— y en la que se veía a un faraón, tal vez Ramsés II, a punto de partir las cabezas de un grupo de sus enemigos, a los que agarraba del pelo. La siguiente fotografía llamó aún más la atención de Ilse, que se la tendió al doctor Hassan.
—Ah, es magnífica, sí —dijo él, sujetándola con sus gruesos dedos—. Es de una excavación de Tell el-Amarna. Proviene de la casa de un rico comerciante de la época. —La fotografía mostraba una especie de capilla tallada en un murete, que había sido convenientemente recortada del resto de la pared. Representaba a dos figuras sentadas, luciendo sendas coronas que les señalaban como pertenecientes a la realeza, y con tres niños en medio, que tenían las cabezas extrañamente elongadas. Todos tendían las manos hacia un sol radiante, que parecía darles algo a través de los rayos—. La figura que está sentada aquí —dijo, indicando a la izquierda de la imagen—, ¿no la reconoce usted?
—Akhenatón.
—Efectivamente —aprobó el doctor Hassan, devolviéndole con una sonrisa la fotografía.
Ilse la tomó, pero la dejó en la mesa, apartada de las demás, que conservaba en la mano. Al igual que el resto, la fotografía presentaba una especie de código en la esquina inferior derecha, escrito a mano en el cartón. Eran dos cifras de tres números, separados por un punto. Y como ella ya sabía, no era un código, sino el precio en dólares americanos.
Continuó pasando fotografías, lentamente, absorta como un niño revisando un taco de cromos. Al pasar una de ellas, ahogó un grito de sorpresa. Le dio la vuelta y se la enseñó a Hassan, pero sin soltarla de la mano.
—Ah, ésa —dijo el egipcio con una amplia sonrisa de complicidad, como si hubiese estado esperando esa reacción—. Quisieron llevársela hace tiempo los del Museo de Brooklyn, pero pensamos que ya tenían suficiente. Proviene del recinto de Mut. —Hizo una pausa, para que ella fuese asimilando lo que le decía—. En el Templo de Karnak.
La fotografía mostraba una escultura de granito negro, a tamaño natural, del cuerpo de una fuerte y armoniosa mujer desnuda, rematado por una impresionante cabeza de leona coronada por el disco solar. Tenía un pie adelantado, y con el brazo izquierdo sostenía una especie de báculo. La estatua de la diosa Sekhmet era algo inconcebible, magistral. Con cierto temblor en la mano dejó la fotografía también en la mesa. El código de ésta tenía siete números.
Comparadas con ella, el resto de las Polaroid casi le parecieron baratijas. Ilse se las devolvió con el sobre al doctor Hassan, y se fue hasta el otro extremo de la habitación a servirse un whisky. Tardó un par de sorbos en recobrar la compostura y darse cuenta de que no le había ofrecido otro al doctor.
—Su gusto sigue siendo extraordinario, querida amiga —dijo el egipcio tomando el vaso de whisky escocés que Ilse le alcanzaba—. Me quedo tranquilo dejándolas bajo su custodia. Aquí tiene el número de cuenta para que pueda efectuar el depósito —dijo dándole un papel, que extrañamente correspondía a una cuenta numerada de Hassan en un paraíso fiscal y no a la que el Consejo Supremo de Antigüedades tenía en el CBE, el Banco Central de Egipto—. Es sólo como garantía, mientras usted guarda la pieza, por supuesto.
—Por supuesto —dijo ella, asintiendo con una sonrisa mientras cogía la nota.
—Cuando me notifiquen que la transferencia ha sido realizada, prepararemos las piezas para su transporte, con toda la documentación en regla, naturalmente. Firmada por uno de los funcionarios del Consejo. ¿Vino usted en su avión?
Ilse movió la cabeza afirmativamente.
—Si quiere podemos llevarlas entonces a la aduana del aeropuerto. No habrá ni un solo problema, por supuesto, puede estar tranquila.
En el Consejo se abría una ficha de registro para esas piezas, de manera que cuando en Aduanas comprobasen los números de la documentación, todo estuviese en orden. Eso sí, al poco de salir las piezas del país, la descripción y la fotografía del registro eran sustituidas por las de figurillas de escaso valor, que un socio de confianza del doctor Hassan (un primo segundo carnal al que tenía especial cariño) pagaba religiosamente en el CBE en nombre de los clientes, dejándolo todo perfectamente atado. Por supuesto, aún estaba por llegar el momento en que alguna de estas piezas salidas en depósito del país hubiera vuelto a Egipto.
—Perfecto.
Ambos se quedaron callados unos instantes, sentados en torno a la mesa de café, mirando por la ventana y saboreando la copa, sumidos en sus propios pensamientos. Al cabo de un rato Ilse rompió el silencio:
—Doctor, las piezas que me ha mostrado son realmente extraordinarias. Le agradezco mucho que me las haya ofrecido.
El secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades asintió con la cabeza y dio un sorbo a su whisky. Pensó que difícilmente estaría más relajado si acabase de hacerle el amor a esa diosa en la cama de cuatro metros cuadrados de la suite.
—Pero lo cierto es que cuando recibí su llamada pensé que era por otra cosa.
Hassan levantó una ceja y la miró.
—Creí que tenía algo para mí respecto del encargo que le pedí. —Se quedó callada, esperando una respuesta, pero Hassan permaneció en silencio, sin mover un músculo. Había, sin embargo, un brillo de alarma en sus ojos—. Sé que lo han encontrado —dijo Ilse por fin—. Sé que tienen el templo.
El egiptólogo podía ser un pretencioso y un corrupto, pero lo cierto es que también era un hombre duro. Encajó la noticia como un boxeador veterano y sólo tardó en recomponerse el tiempo necesario para dejar el vaso de whisky en la mesa. Hasta consiguió que al hablar no se le notase apenas ningún temblor en la voz.
—¿Cómo lo ha sabido? ¡Si lo han descubierto hace cuatro días!
Ilse se abstuvo de decirle que La Corporación tenía nueve satélites de observación terrestre a su servicio —y eso sin contar los de reconocimiento, que eran ultrasecretos— que habían estado enviando imágenes del campamento de Qattara permanentemente. Si lo pedía, estaba segura de que podían poner en orden todas las fotos y proyectarlas como si fuese una película.
—Bueno, ya sabe que suelo estar muy bien informada. Y que tengo un especial interés por ese templo.
Meses atrás, a lo largo de una de sus transacciones comerciales, Ilse y el doctor Hassan habían estado hablando durante bastante rato sobre un artículo que acababa de publicar el arqueólogo español Víctor Oriol. Era el estudio y traducción de unos rollos de papiro, encontrados años atrás durante las obras de reforma de una casa en Mit Rahina, al sur de El Cairo. En opinión del doctor Oriol, lo que narraban los papiros era simplemente una leyenda. Hablaban de un templo mítico, del que no se tenía constancia hasta el momento y del que no había referencias por ninguna otra fuente, al que se desplazaba en un momento dado el faraón de Egipto —en el papiro no aparecía el nombre del faraón, aunque el doctor opinaba que podía fecharse en las primeras dinastías— con los sacerdotes de mayor alto rango de su Imperio. Lo que sucedía dentro del templo era detallado en el documento por uno de los pocos sacerdotes que sobrevivió, pero era tan extraño y delirante que Oriol decidió catalogar todo aquello como una muestra más de simple folklore mitológico. Sin embargo, ciertos hechos circunstanciales —como que algunas observaciones científicas coincidieran en sugerir la existencia de imponentes construcciones enterradas en un área del desierto líbico, que coincidía aproximadamente con la ubicación del templo que proponía el papiro— hicieron justificable la puesta en marcha de una expedición de prospección. El doctor Hassan había dado los permisos, y su plan era monopolizar el control de la excavación si encontraban realmente algo.
Las referencias al templo eran tan vagas y la probabilidad de éxito tan remota, que el doctor Hassan no tuvo inconveniente en comentar el asunto con Ilse en aquel momento, aunque no era muy dado a facilitar información de aquellas cosas que no tuviera bajo control absoluto y de las que considerase que podía obtener un beneficio. El que Ilse fuese la que había sacado el tema, y que le hubiese insinuado que su interés en lo que contenía el templo podía materializarse en un código de muchas cifras, animó al egipcio a prometerle que sería una de las primeras personas en acceder a la información. Ahora se arrepentía de ello.
Hassan estudio a Ilse Skorzery con la mirada.
—No sabemos nada aún, señora —contestó al fin, a regañadientes—. Han encontrado algo, pero ha habido un accidente. Parte de la construcción se ha derrumbado.
Ilse le miró con sorpresa, esta vez auténtica.
—Ese estúpido de Milodonte... —Hassan apretaba los puños, mientras notaba cómo empezaba a deslizarse por la pendiente de la ira—. Les he echado de la excavación. Ahora es sólo competencia del Consejo de Antigüedades.
—Un templo que ha aguantado miles de años no se derrumba así como así —apuntó Ilse.
El egipcio Hassan se levantó y fue hasta la ventana, tratando de dominarse.
—Ya veremos —dijo mirando las luces de la ciudad mientras pensaba en la presión, suave pero firme, que el embajador español había puesto sobre él. A lo mejor mañana por la mañana hacía un par de llamadas, para que el señor Peralta y el señor Curto no se fueran muy lejos, mientras él aclaraba lo ocurrido en la excavación—. Ya veremos —repitió.
De repente sintió que no tenía nada más que hacer en aquella suite.
—¿Qué cree usted que puede haber pasado?
Ilse cruzó unas piernas larguísimas, que a Hassan le pasaron totalmente inadvertidas.
—Como le digo, señora, aún no sabemos nada.
Miró en torno suyo, por si se dejaba algo. Era obvio que estaba a punto de despedirse y marcharse. Ilse lo notó, pero aún no estaba dispuesta a dejarle ir. Quería un poco más de información. Encendió un cigarrillo y le hizo un gesto al egipcio, para que se sentase. El doctor la miró y se quedó de pie, al lado de la ventana.
—Es una gran contrariedad, esto que usted me cuenta. Siento mucho oírlo, y espero que pueda usted recuperar el control. —Clavó sus ojos azules en él mientras echaba el humo, y el hombre pensó que la expresión «fríos como el acero» no era sólo retórica—. ¿Cómo dijo que se llamaba, el responsable de la excavación? —Su mirada volvió a ser falsamente dulce.
—El director era Víctor Oriol, pero está en el hospital por el hundimiento. El responsable del derrumbe parece ser que fue el agente de la Fundación Milodonte. Julián Curto, se llama. Como el catedrático.
Hassan se arrepintió de haber hablado en el mismo momento en que las palabras salieron de su boca. Definitivamente había llegado el momento de irse, y esa zorra no iba a sonsacarle más. Hizo un ademán inequívoco de dirigirse hacia la puerta.
—Un momento, doctor Hassan —dijo ella alzando muy ligeramente la voz—. Prometo no retenerle más que un instante.
Hassan se detuvo, mirándola un tanto sorprendido. No estaba acostumbrado a que nadie le dijera qué tenía que hacer.
—¿Cree usted entonces que fue intencionado? ¿Por qué?
El egipcio la contempló por un momento, sopesando la posibilidad de marcharse. Pensó entonces en los negocios que tenían pendientes y decidió quedarse donde estaba. Al menos por un instante.
—No lo sé. Tal vez el deseo de un extranjero que no respeta nada de apoderarse a toda costa de los tesoros que pudiera tener el templo —dijo grosero, con una sonrisa que se parecía a la de un lobo al que le disputasen un conejo muerto.
A Ilse le pareció que Hassan relativizaba todo aquello sólo en función del beneficio económico que pudiera obtener. Miró al robusto egipcio con un desprecio creciente. Ella se movía por otros parámetros, y temía la posibilidad de que ese tal Julián Curto hubiese hecho lo mismo.
—¿Es Julián Curto el único extranjero, además del doctor Oriol, involucrado en la expedición?
—No. Está también el patrocinador, un empresario español llamado Alfredo Peralta.
El doctor Hassan se lo dijo sin reparos, como intuyendo que toda esa conversación pudiese acarrearles problemas en un futuro a los dos entrometidos españoles. Nunca supo lo acertado que estuvo su instinto aquella noche.
—De todas formas, querida amiga —dijo con una falsa sonrisa, tratando de recuperar el control de la situación—, tengo previsto desplazarme personalmente a Qattara mañana temprano, a evaluar exactamente qué ha ocurrido. Puede usted confiar en que la tendré muy presente, y que trataré de conseguir si es posible lo que usted me ha encargado.
Le tendió una mano húmeda y fría. De repente fue Ilse la que sintió que ya era hora de que aquella reunión terminase. Tenía unas ganas enormes de airear el salón, ducharse y decirle a la doncella que lavase el vestido. Estaba pensando hasta en lavarse la cabeza.
Acompañó al egipcio hasta el vestíbulo de la inmensa Suite Real. Allí estaban los dos enormes escoltas del secretario general del Consejo de Antigüedades, junto a dos miembros del equipo de seguridad que acompañaba regularmente a Ilse. Todos llevaban trajes, pero los de los hombres de La Corporación tenían un corte mucho mejor. Bajo sus chaquetas apenas se notaban los subfusiles Heckler & Koch, que sí deformaban ligeramente las de los escoltas egipcios. En medio de los dos grupos, en una mesa pegada a la pared, había una amplia bandeja con café, tazas y pastas, prácticamente sin tocar.
—Ha sido un placer charlar con usted, querido doctor —dijo tendiéndole la mano, que él hizo ademán de besar—. Espero que nos veamos pronto.
—Estaremos en contacto, mi querida amiga. Tenemos muchas cosas de que hablar.
Cuarenta minutos después, Ilse Skorzery se encontraba mucho más cómoda, vestida con una delicada bata de seda y con el pelo húmedo envuelto en una toalla. Estaba en el dormitorio, ante su ordenador portátil, conectada directamente vía satélite con la sede central de La Corporación, en Suiza. Las comunicaciones entre altos ejecutivos de La Corporación se hacían sin pasar por los servidores de Internet corrientes, y como medida de seguridad adicional siempre iban cifradas con un algoritmo extraordinariamente complejo, desarrollado en la propia Corporación. Tenía ante sí las dos fotografías de las piezas que acababa de comprar. Eran fabulosas, sobre todo la de Sekhmet. Estaba deseando regresar a Buenos Aires y enseñársela a su abuelo, el presidente emérito de su departamento. Sin embargo no era eso lo que la tenía pendiente del monitor. Estaba cursando una solicitud de informes y una orden de seguimiento para Julián Curto y Alfredo Peralta.
Quería saber exactamente quiénes eran esos dos españoles que se habían cruzado en su camino.
Al día siguiente, el doctor Hassan solicitó una orden para que impidiesen la salida del país a Alfredo y Julián, al menos hasta que se esclareciese su responsabilidad en los hechos del templo.
Ellos no fueron conscientes del interés que estaban despertando a su paso: cuando la orden fue cursada, su avión aterrizaba en el aeropuerto de Madrid.
4
Lo primero que hizo Julián cuando llegó a su apartamento fue dejar el enorme macuto verde y la mochila de cuero al lado de la entrada. Colgó la chaqueta, bajó los dos escalones que comunicaban el diminuto recibidor con el salón y se sentó en el sofá, para quitarse las botas y los calcetines. Le encantaba sentir cómo el parqué, liso y fresco, aliviaba sus pies recalentados tras el vuelo y el trajín del aeropuerto. Conectó el equipo de música y la amplia habitación que era a la vez salón y cuarto de estar —y cocina y comedor, si incluíamos también la barra y la cocina americana que estaban a la derecha—, se llenó de la música de Jamiroquai. Emergency on Planet Earth, en su opinión uno de los mejores discos de la banda.
Encendió algunas luces, arrancó el ordenador, y abrió las ventanas. El fresco aire del otoño en Madrid entró por ellas, arrastrando ecos de aceras mojadas y un tráfico lejano e impreciso. Era una suerte que las dos calles a las que daba su piso fueran pequeñas y con pocos coches. Fue a la cocina, moviendo sin darse cuenta la cabeza al son de Music of the Mind y quitó el corcho de la botella de vino que dejó a medias antes de irse, hacía mil años. Olió el aroma ácido y dulzón, la vació en el fregadero y, pensando que era una lástima haber dejado que ese Rioja reserva se convirtiera en vinagre, abrió una nueva botella. Se metió la mano izquierda bajo la cintura del pantalón, miró su apartamento y sonrió. Le encantaba estar en su refugio. Para hacer algo útil, dejó la copa en la barra, fue a por el macuto y lo llevó a la despensa. Abrió la enorme lavadora de tapa superior y vació dentro el igualmente enorme macuto militar, parando sólo para sacar del tambor las botas de campaña, un cinturón, la navaja y el neceser. Apretó un poco con las manos y estimó que aún cabía un poco más, así que se desnudó y metió también la ropa que llevaba puesta. Sólo se salvaron los calcetines, olvidados junto a las botas, al lado del sofá. Siempre le pasaba lo mismo.
Se dio una larga ducha, se afeitó y se puso colonia. Luego, se miró en el cristal empañado. Aún seguía muy en forma, pensó. Y eso que hacía casi ocho años que no estaba sometido a entrenamiento militar. Aunque tampoco es que parase mucho desde que entró en Milodonte, claro. Salió del baño con la toalla sujeta alrededor de la cintura, cerró un poco las ventanas y se sentó al ordenador, a ver los mensajes que tenía pendientes.
Abrió uno de su padre, que le preguntaba qué tal estaba y cómo iba la expedición. Desde que su madre y él se separaron, hacía casi diez años, Félix y Julián Curto habían desarrollado una relación que se basaba en breves toques de contacto —generalmente llamadas de teléfono cortas, excepto cuando uno de los dos (sobre todo Julián, en los últimos años) estaba de viaje—, e intensas reuniones semanales que solían prolongarse hasta la madrugada, en las que se ponían al día de todas las cosas importantes que tenían pendientes. Lo cierto es que Julián no echaba de menos la convivencia, pues él se independizó poco después de la separación de sus padres. No obstante, era muy reconfortante saber que él estaba siempre allí, en la distancia pero accesible. Le planteaba sus dudas, le confiaba sus preocupaciones, comentaban los proyectos en los que ambos andaban metidos y participaban con gusto en las investigaciones del otro. Había entre ellos dos esa profunda camaradería que se establece entre dos hombres en una casa en la que no hay mujeres. Pero sobre todo, se querían profundamente. Los demás veían a Félix Curto, el brillante catedrático de Historia Antigua. El, antes que nada, veía a su padre.
Decidió que se pasaría mañana por la tarde por su casa. Le llamaría antes para confirmar que no anduviese por la Universidad. Antes quería pasar por la Fundación. Tenía que recoger ese otro cabo suelto que sacó a escondidas de Egipto.
Del interior de la estatua que presidía el sagrario del templo que acababan de encontrar, para ser más exactos.
Entre las últimas comunicaciones recibidas destacaba una que en cierta manera temía abrir. Era de Federico Balaguer, el director de la Fundación Milodonte. Afortunadamente para Julián, el mensaje resultó ser bastante más moderado de lo que esperaba, aunque bien era cierto que el director solía ser comedido en su manera de decir las cosas. Firme y muy exigente, sí, pero con tacto. La mala leche —que Balaguer podía producir por litros, si le buscaban las cosquillas— iba por dentro. El breve e-mail del jefe —como le gustaba llamarle— simplemente le decía que Alex ya había regresado, que le había puesto al día, y que esperaba reunirse con Julián en cuanto aterrizase. «Mejor llámame en cuanto leas el mensaje», terminaba escueto. Julián imaginó la cara de Balaguer mientras lo redactaba, el ceño fruncido hasta que apareciese esa especie de estrella de tres puntas que formaban los pliegues de su piel entre la nariz y las cejas, como una especie de distintivo de rango militar destacando en su cabeza, lisa y calva, y con los labios convertidos en una fina línea camuflada entre su barba, abundante y cuidada. Y rumiando la historia que le había contado Alex hacía poco. Que por muy comedida que hubiera sido, tenía elementos objetivos que hablaban sobre la gravedad de lo sucedido. Uno era la queja formal con la que amenazó el secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades, el doctor Hassan, revocándoles el permiso para la expedición y prohibiéndoles expresamente nuevos proyectos en el país hasta que se aclarase su responsabilidad. El otro elemento objetivo se llamaba Víctor Oriol, era un arqueólogo ajeno a la Fundación y que hasta hace cinco días ejercía de director de excavación. Ahora su única ocupación radicaba en desprender calor y dióxido de carbono —y algunas babas— en una cama del ala de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario. Afortunadamente estaba evolucionando positivamente, aunque seguro que Balaguer querría que Julián y él discutiesen un par de puntitos al respecto. Sobre todo teniendo en cuenta que una de las misiones de Milodonte en la expedición era garantizar la seguridad. Julián suspiró, miró al techo y marcó el número del despacho del jefe. Lo dejó sonar varias veces, hasta que comprobó con cierta alegría que no había nadie. No sería el primer domingo por la tarde —ni el último, desde luego— que hubiese pasado su jefe o cualquiera de los demás resolviendo temas pendientes en la Fundación, o atendiendo al operativo de cualquier misión en marcha.
La idea de la reunión que tendría mañana en la Fundación reavivó la incómoda sensación que arrastraba desde el encuentro con el doctor Hassan en su despacho. Tomó la determinación de no andarse con historias con su jefe. Contaría lo que había visto, y por qué actuó como lo hizo. Joder, seguía pensando que había hecho lo correcto. Aunque lo cierto es que cada vez que revivía lo que pasó con Oriol y la estatua en el sanctasanctórum le parecía más irreal, como el que trata de recordar algo que ha soñado. Además estaba en casa, y entre amigos. Si ahí no podía hablar con claridad, entonces apaga y vamonos.
Julián se levantó y se sirvió otra copa de vino y un poco de queso que, milagrosamente, había sobrevivido en la nevera. ¡Vaya manera de volver! Definitivamente tenía que desconectar un poco. Ya habría tiempo de ocuparse mañana de ese tema. Se sentó al ordenador para echar un último repaso a los mensajes y dejar listo el correo antes de apagarlo. Estaba empezando a tener hambre. Mereció la pena, sin embargo, porque entre todos los correos encontró uno que le arrancó una sonrisa. Era de Jorge, uno de sus antiguos compañeros de la Unidad de Zapadores de Montaña. Le preguntaba por dónde andaba, y le contaba que acababa de aprovechar un par de semanas de permiso para irse con su hermano pequeño y un par de amigos al Mont Blanc, a hacer montañismo. Le remitía al blog que acababa de abrir, para que pudiese ver las fotos. Julián siguió el enlace que Jorge le había enviado y un montón de recuerdos empezaron a asaltarle, vividos como si hubieran sucedido ayer mismo. Con una sonrisa en los labios, y siguiendo con el pie la música de Jamiroquai —el disco había terminado y vuelto a empezar sin que se diese cuenta—, Julián vio las fotos de su amigo. Amaneceres de infarto; imponentes paredes de hielo por las que después escalarían; la cuerda de cumbres emergiendo de un mar de nubes como si fueran islas en un océano perdido; muros de piedra que eran a la vez desafíos y puertas de libertad... sentía de forma nítida y clara lo que Jorge había querido transmitir al hacer sus fotografías, porque él lo había vivido.
Con la sonrisa en los labios, la copa de vino en la mano, y cierta nostalgia, Julián se levantó y atravesó el salón. En la pared de ladrillo visto, en el poco espacio que quedaba entre la inmensa biblioteca y la esquina, había varias fotografías colgadas, formando una columna. Julián cogió una y se vio a sí mismo, mirándose, a ocho años de distancia. Rodeados por un sencillo marco de madera negra, nueve hombres jóvenes posaban para la cámara. Cinco de pie, con los brazos cruzados sobre los hombros de los compañeros que tenían al lado; el resto arrodillados enfrente, como en una alineación de fútbol. Julián fue señalándoles con el dedo, uno a uno. Alberto, Leandro, Nacho, él mismo, y Jorge. Y arrodillados Luis, Javier, Rubén —que había fallecido hacía poco en un accidente, como ahora los llamaban, en Afganistán—, y por último Carlos. Debajo una leyenda, que rodeaba un escudo. El escudo estaba apoyado sobre un pico y una pala cruzados, y rematado por la Corona de España. Dentro había un edificio con forma de pentágono que tenía a Tizona, la espada del Cid, superpuesta. La leyenda rezaba: «Unidad de Zapadores de la Brigada de Cazadores de Montaña.» Y ponía el lugar: «Jaca.» La última vez que se reunieron fue por el entierro de Rubén. Y aunque Julián no se arrepentía de haber servido allí sólo por dos años —tras los diez pertinentes meses de formación—, y haber cambiado la Unidad por la Universidad, lo cierto es que echaba de menos a sus amigos y a los viejos tiempos.
Nada. Ya estaba otra vez. Desde que pasó lo del templo volvía cada poco la vista atrás, como si buscase algo, no sabía muy bien el qué.
Un gruñido de impaciencia de su estómago, digno de la banda sonora de un documental sobre la fauna africana, le devolvió al aquí y ahora. El aquí y ahora es que tenía hambre y que en casa no había comida. Y además —tenía que reconocerlo—, tenía hambre atrasada. De varias clases. Así que colgó de nuevo la foto, volvió a coger el teléfono, abrió un cajoncito de la mesa del ordenador, tomó la tarjeta de un bar con un número garabateado a mano y cruzó los dedos. Por si había suerte.
La hubo y resultó que Esther estaba encantada de hablar con él. Y sí, le recordaba muy bien, aunque sólo hubiesen quedado tres veces, un mes atrás. Y sí, estaba en casa. Y estaba dispuesta y todo a improvisar una cena a cambio de que le contase dónde había estado de viaje. Así que Julián apuntó su dirección, se despidió de ella con un beso y cruzó el salón hacia su dormitorio, a ponerse unos vaqueros y una camiseta negra. Le apetecía ir a juego con el coche.
Bajó al garaje, encendió la luz y lo miró. Allí estaba, esperándole bajo los focos. Un Triumph GT6 MklII del setenta y cuatro. Le encantaba aquel coche, todo negro y cromados, a excepción de las llantas de aluminio de seis radios, acabadas en mate. Miró el capó, que bajaba hacia el parachoques y tenía que adoptar la forma de una pequeña joroba, muy alargada y estilizada, para poder albergar la culata del motor de seis cilindros. Los faros, que quedaban envueltos por las curvas de la carrocería, eran como dos ojos que continuaran hacia atrás, hasta el parabrisas. Las curvas que conformaban todo el cuerpo —el muy cabrón era todo curvas, que fue lo que entró directo por los ojos al corazón de Julián, para informar luego a su cerebro de que tenía que comprar ese coche—, el habitáculo de dos plazas; los pequeños faldones que acariciaban las ruedas traseras hasta acabar en el juego de luces. Por si fuera poco, el cristal trasero bajaba en diagonal hacia ellas... Julián respiró hondo, sin moverse, mientras miraba el coche. Luego, con una sonrisa, lo abrió.
Se quitó la delgada chaqueta de cuero que llevaba y la dejó en el asiento del copiloto. Se sentó en el suyo y metió la llave en el contacto. Lo giró un poco, y la luz del aceite y del amperímetro se encendieron. Bien. Pisó tres veces el pedal del acelerador, giró la llave a fondo, se activó el motor de arranque y... nada. Levantó los ojos hacia el techo del coche en un gesto de resignación; volvió a pisar tres veces el acelerador para alimentar el perezoso —en frío— doble carburador del seis en línea: giró otra vez la llave y por fin el motor despertó con un bramido de su letargo.
Episodios como ése, pensó Julián mientras salía del coche y dejaba que el motor se fuese desperezando, eran los que llevaban a algunos a preguntarle siempre lo mismo: «¿Por qué tienes un coche viejo?» Al principio trataba de explicárselo, así como la diferencia entre algo viejo y algo clásico. Que es lo que era su coche: clásico. Caray, tampoco resultaba tan complicado de comprender. Aunque lo cierto es que para ellos lo era. Así que ya no respondía. Sólo miraba sus coches nuevos, que parecían maquinillas de afeitar eléctricas de formato gigante, todos iguales; miraba a sus chicas, que a veces si que parecían comprender muy bien de qué iba todo aquello —a veces extremadamente bien, pensó con una sonrisa mientras cogía la manguera del garaje—, y no les decía nada. Sólo aceleraba ligeramente el motor, cerraba la puerta y les miraba. Si no lo entendían es que no había nada que hacer. A pesar de que estaba prohibido —que me expliquen entonces qué carajo hace aquí una manguera, y por qué cada tres coches hay un sumidero en el suelo—, Julián roció el Triumph con agua, para quitarle todo el polvo. Comprobó con satisfacción cómo la cera de la carrocería negra relucía bajo las luces. También le satisfizo que el coche de al lado quedase todo lleno de gotitas rodeadas por polvo, como cuando llueve ligeramente, sólo tres minutos, algunas tardes de verano. A ver si así no lo dejaba siempre con las ruedas metidas en su plaza. Terminó de lavar el coche y el bronco ruido del motor de seis cilindros fue cambiando a medida que se calentaba y se estabilizaba el ralentí. El conjunto tenía cierto parecido con un gato grande que ronronea porque su dueño le rasca la barriga. Un gato bastante grande, pensó Julián cuando el motor rugió subiendo la rampa del garaje.
Cuando iba recorriendo la calle, levantando a su paso las hojas de otoño del asfalto, cayó en la cuenta de que se había dejado la mochila en casa, al lado de la puerta. Menos mal que siempre llevaba un cepillo de dientes de emergencia en la guantera.
5
Cerca del Museo de Ciencias Naturales, entre las calles de Serrano y Velázquez, sobreviven algunas casas señoriales, testigos de lo que fue aquella zona de Madrid hace casi cien años. Son casas de dos o tres plantas, rodeadas por pequeños jardines y altas vallas, que garantizan la privacidad de lo que ocurre en ellas. Algunas son embajadas. Otras, domicilios de familias ricas. Sólo una es la sede de la Fundación Milodonte.
Julián aparcó su Triumph delante de la puerta de la Fundación. Tenía la mente tan ocupada en la reunión que iba a celebrar con su jefe que apenas prestó atención al bonito efecto de las hojas amarillas de los árboles reflejándose sobre su coche. Tecleó un código numérico en la consola que estaba al lado de la pequeña puerta metálica, pintada de negro mate, y cuando la máquina se lo pidió, acercó además una tarjeta de banda magnética con su nombre. El aparato se dio por satisfecho y le dejó pasar.
Atravesó el breve jardín hasta la casa, evitando el césped húmedo gracias a las rústicas planchas de hierro envejecido que hacían las veces de camino. Había sido una idea suya, reciclando unas planchas sobrantes del taller de mecánica y electrónica avanzada de la Sección Q, como la llamaban cariñosamente algunos en la Fundación por su parecido con la Sección Ordenanza Especial, en la que preparaban todo tipo de artilugios en las películas del agente 007. Abrió la puerta y saludó a Katy y Sandra, que estaban hablando por teléfono, parapetadas tras el módulo de recepción —con un auricular y micrófono—, mientras tecleaban frenéticamente en sus ordenadores. Para un profano hubieran pasado por dos recepcionistas, pero sus labores iban mucho más allá, desde secretarias a enlaces de comunicaciones. Era como un barco pirata, Milodonte. Pequeño pero repleto de acción. Allí todos hacían muchas cosas diferentes. Sandra le hizo un guiño mientras hablaba, y le señaló al piso de arriba con el dedo, apuntando al despacho del director mientras levantaba los ojos y hacía una especie de mueca, que venía a significar algo así como «te está esperando, y vete con tacto». Julián la sonrió, asintió y continuó recto hacia la escalera de caracol que comunicaba la planta con los otros dos pisos, uno por encima, con los despachos y la sala de reuniones principal, y otro por debajo, en lo que antaño fueron los grandes sótanos y que ahora albergaba la Sala de Análisis de datos, los despachos del ingeniero, la geóloga y el informático —Aimar, Joanna y Matt, respectivamente—, la Biblioteca técnica —y sala de descanso alternativa—, el almacén de material y, por supuesto, el taller de mecánica y electrónica avanzadas. En resumen, la Sección Q.
Julián subió y fue directo al despacho del director de la Fundación, Federico Balaguer, que estaba con la puerta abierta. Llamó sin entusiasmo con los nudillos en el marco y asomó la cabeza. Balaguer estaba hablando por teléfono. Levantó la vista hacia él, señaló su reloj y abrió la mano derecha extendiéndola hacia Julián: le vería en cinco minutos. Julián aprovechó el margen, recorrió el corto pasillo y entró en su propio despacho. Abrió un estrecho armario, parecido a una taquilla pero de la misma madera que las dos librerías y la mesa del escritorio, y sacó una percha con una camisa y una americana de sport. Le gustaba guardar un poco las formas cuando iba a ver al jefe.
Cinco minutos después, estaba frente a él. Lo primero que hizo Balaguer al verle, fue levantarse, cerrar la puerta del despacho, y darle un abrazo.
—¿Qué tal estás?
—Bien, jefe. Gracias.
El director pareció aliviado al oírselo decir en persona. Lo cogió por los hombros, con los brazos estirados, y se quedó mirándole de arriba abajo con sus eléctricos ojos azules, como si le estuviese haciendo un reconocimiento. Sonrió y le dio una palmada en el hombro izquierdo.
—¿Qué tal fue la reunión con el doctor Hassan? —dijo rodeando la mesa hasta su sillón, e indicando a Julián que se sentara frente a él.
—Pudo ser peor. Peralta consiguió que el embajador viniera con nosotros, y moderó un poco las cosas. Ese tío cuando se enfada, no atiende a razones.
—Ya lo veo —dijo tendiéndole un papel.
Era una notificación del Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto, anunciando oficialmente que quedaban apartados de la excavación del templo en Qattara y que estaban vetados en Egipto para próximos proyectos, al menos hasta que se esclareciese hasta dónde llegaba su responsabilidad en los hechos. El comunicado era un fax con fecha de esa misma mañana, y era copia de lo que, seguro, les llegaría por vía certificada en unos días. Si se habían dado tanta prisa en cursarlo, con lo lenta que era la burocracia egipcia, es que el cabreo del doctor Hassan seguía siendo mayúsculo. Julián la dejó en la mesa con cara de circunstancias.
—Joder... —musitó—. Amenazó con algo así en la reunión, pero tenía la esperanza de que fuese sólo por la tensión del momento. Jefe...
—Antes de nada —le interrumpió—, quiero que sepas que estás entre amigos. Ésta es tu casa. Así que estoy de tu lado. Pero el tema es muy delicado —dijo, cruzando las manos sobre la mesa e inclinándose hacia delante—. Quiero que me expliques muy despacio lo que ocurrió. Alex ya me ha comentado algo, pero no ha sabido darme muchos más detalles aparte de que estabas un poco raro cuando sacasteis a Oriol.
Julián cerró los ojos, aspiró profundamente y asintió mientras exhalaba el aire. Luego adoptó la postura de Balaguer, le miró a los ojos, y empezó a hablar.
Era toda una historia.
—Alfredo Peralta llegó con Alex en helicóptero desde El Cairo, el día que íbamos a ubicar exactamente el templo. Ya teníamos delimitada el área de excavación donde se encontraba, y era cuestión de hilar más fino. Desde antes de que aterrizasen, Oriol ya estaba tenso ante la perspectiva de conocer al mecenas de la expedición. Y eso que le expliqué que era patrocinador de Milodonte, no de toda la expedición. Me parece que tenía sus propios planes, visto lo que ocurrió.
—¿Por qué? —preguntó Balaguer encendiéndose una pipa. En teoría estaba prohibido fumar en el edificio, pero estaba en su despacho y para algo era el jefe.
—Trataba de monopolizarle todo el rato, de ser él el centro de atención, de hacerse valer delante suyo. Según se comenta, últimamente tenía ciertos problemas con las subvenciones para sus proyectos. Por cierto, ¿que tal está?
—Parece que un poco mejor. Anoche habló. —Había gritado durante una pesadilla, pero a fin de cuentas era un avance—. Continúa, por favor.
—Bien. Durante la comida le contamos todos los precedentes a Peralta, desde lo del artículo de Oriol sobre los papiros, hasta el trabajo que estábamos haciendo de paleogeología en la Fundación. Así como la coincidencia entre la zona en la que el texto ubicaba el templo y las extrañas observaciones del análisis de imágenes del satélite, que mostraban que allí había algo enterrado. Peralta me preguntó qué opinaba yo sobre los hechos que contaba el papiro, ya que Oriol no dejaba de repetir que todo eso no podía ser más que folklore, que era totalmente ridículo. Le conté que me parecía extraño, por supuesto, pero que había tal profusión de datos, tanto detalle... en fin, que daba que pensar. En fin. El doctor se impacientó, y nos ordenó a todos que nos pusiéramos en marcha para que Peralta pudiese ver el templo ese mismo día. Así que instalé los sensores sísmicos, trajimos el cilindro, le puse cien gramos de Semtex y lo explosioné. El ordenador analizó la transmisión de la onda expansiva por el suelo y en un momento ubicó el templo, dando hasta particularidades de su morfología exterior. Funciona francamente bien —añadió con evidente orgullo.
Balaguer le hizo un gesto con la pipa para que prosiguiera.
—Unos soldados cavaron donde les indicamos y encontramos el techo del templo. Tuvimos la suerte de dar con una de las placas de alabastro que servían como claraboyas. —Realmente el aparato de la Fundación indicó que en ese punto exacto de la estructura había una menor densidad, pero Julián pensó que ya habría tiempo de comentar ese punto en otro momento—. La retiramos y el templo se abrió ante nosotros. Bajo nosotros, quiero decir.
Se sirvió un vaso de agua de una jarrita que estaba en un extremo de la mesa y se lo bebió de un trago.
—Instalé el cabestrante con el soporte sobre la abertura, y me descolgué. Bajé al templo, estaba en una sala hipóstila descomunal. Vi sólo un poco de la sala, porque la linterna no daba para más, y comprobé que el aire se podía respirar. Y más o menos ahí empezaron los problemas.
—Eso me ha contado Alex, que el doctor Oriol se puso muy nervioso.
—Sí, quería bajar a toda costa. No sé si sería por hacerse el protagonista delante de Peralta, pero no le hacía ni pizca de gracia no ser él el descubridor, el primero en poner en pie, así que le dije que se tranquilizase, que subiría a por material de iluminación adecuado y que luego le dejaría bajar conmigo.
—¿Qué tal estaba la estructura del templo en esa parte?
—Hasta donde yo vi, bien conservada, pero por eso subí a por más luz, para asegurarme. El templo es enorme —aclaró—. De todas maneras el derrumbe no fue ahí. Pero sí que había algo extraño —dijo tras una pausa.
Balaguer dejó de chupar la pipa y miró atentamente a Julián.
—Se notaba una especie de vibración al apoyar la mano en las columnas, que además eran enormes. Y un rumor. Era como cuando te acercas a una torre de alta tensión, algo parecido. La base y el capitel de las columnas estaba forradas de algún tipo de metal. Tal vez podamos ver si tiene relación —dijo, justo antes de recordar que el doctor Hassan les había expulsado de la excavación y que probablemente pasaría bastante tiempo antes de que pudiesen volver a trabajar en Egipto.
»A la media hora de subir —prosiguió—, cuando estaba terminando de reunir todo el material, un soldado fue corriendo a buscarme al campamento. Resultó que Oriol había bajado solo. La verdad es que no sé muy bien que pretendía. Alex trató de retenerle, pero hizo valer su título de director de excavación y bajó de todos modos. Supongo que si no le hubiesen bajado con el cabestrante, hubiera tratado de descolgarse a pulso por la cuerda.
—¿Llevaba algo de material? ¿Pudisteis contactar con él?
Alex ya le había contado lo sucedido, pero prefería que Julián se lo explicase de primera mano, para conocer todos los detalles. A fin de cuentas él era un asesor ejecutivo —el mejor de la Fundación, había que reconocerlo— y especialista en trabajos de campo, y Alex, no.
—Llevaba un intercomunicador de los nuestros. De los nuevos. Pero dejó de transmitir a los pocos minutos.
El director puso cara de asombro.
—El templo era monumental —explicó Julián—, pero creo que había una gran acumulación de estática que interfería la señal. Según se penetraba en el templo, ese rumor que le he comentado era cada vez más fuerte.
—¿El doctor Oriol entró a la buena de dios en otras salas del templo, sin que evaluaseis si había riesgo o no?
Balaguer no daba crédito. Eso se saltaba los protocolos de seguridad más elementales, pero a la vez exculpaba a Julián. Al menos en lo referente a la integridad del veterano arqueólogo, que ya era mayorcito para saber cómo tenía que comportarse en un templo que llevaba enterrado tres mil años.
—Sí. Cuando bajé no estaba en la sala principal. Fui hasta un extremo, donde estaba la puerta de acceso, cerrada, claro, y en una pequeña biblioteca de papiros cercana a la puerta, vi huellas de sus botas. Corrí hacia el otro extremo y cuando estaba a punto de entrar en la segunda sala hipóstila, oí un ruido que venía de lo más profundo de aquella oscuridad—arrugó el gesto mientras lo recordaba—. Era como una risa desquiciada. Era Oriol. Así que eché a correr, y atravesé esa sala, que era imponente. Debía medir unos doscientos metros de largo. No se veía el techo, pues iba sólo con la linterna de mano, pero las paredes estaban recubiertas de metal. Se notaba más el ruido, que le he comentado, y mi intercomunicador tampoco recibía señales ya. Llegué al final y por fin encontré a Oriol. Estaba en la siguiente sala. En el sanctasanctórum.
Federico Balaguer, director de la Fundación Milodonte, miraba fijamente a Julián. No movía ni un músculo. Por fin habían llegado al meollo de la cuestión.
—Estaba parcialmente atrapado por parte de un primer derrumbe, ¿no?
Julián negó con la cabeza.
—Pero eso es lo que me ha contado Alex.
—Cuando sacaba a Oriol a rastras, me encontré de frente con Alex y el capitán Khaled, que era el oficial al mando del grupo de soldados egipcios que nos escoltaban y apoyaban. Y que también nos vigilaban, por supuesto. —Hizo una pausa para recalcar la trascendencia de lo que estaba diciendo—. Me ayudaron a evacuarle y me preguntaron mientras tanto qué es lo que había pasado, así que inventé el tema del derrumbe para explicar las heridas de Oriol en sus brazos y para que no bajase nadie hasta que yo diese el visto bueno.
—Espera un momento. Retrocedamos un poco. Si no había ningún derrumbe, ¿por qué no podía bajar nadie, y por qué Oriol estaba herido?
La posibilidad de que hubiesen encontrado algún tipo de tesoro y hubiese habido una lucha entre ambos era algo que a Balaguer ni se le pasaba por la cabeza. Aunque en cierta manera —aunque de una forma tan siniestra que no podía imaginar—, eso precisamente es lo que había ocurrido.
Julián miró a través de la ventana que había a la espalda del director. Un gorrión tomaba tranquilamente el sol en el alféizar, al otro lado del cristal.
—¿Qué quiere que le cuente, la versión oficial o la oficiosa? —dijo por fin. Se sentía como si de repente tuviera cien años y estuviera muy cansado.
En otras circunstancias Balaguer no hubiera permitido una respuesta tan impertinente. Pero la cara de Julián era un poema. Estaba claro que el muchacho quería hablar, pero de alguna manera no podía.
—Quiero que me cuentes la verdad —dijo con suavidad, preparándose para lo que fuera que hubiera ocurrido. Que debía haber sido de ordago, para tenerle así.
Julián permaneció callado durante casi un minuto, tratando de ordenar lo que iba a decir. Los ensayos mentales que había hecho de esa conversación no le estaban sirviendo de nada. ¿Cómo carajo podía contarse algo tan raro sin que lo mandasen a uno de cabeza al manicomio?
—De acuerdo —dijo por fin.
Y se lo contó todo.
Sólo se abstuvo de comentarle lo que tenía oculto entre el material que Alex trajo de la expedición. Intuía que su permanencia en la Fundación dependería de la validez que aquello tuviese como prueba, y antes quería enseñárselo a su padre.
Federico Balaguer miraba por la ventana de su despacho, dando hondas chupadas a su pipa, meditando profundamente, en silencio. Estaba pensando en la extraordinaria historia que acababa de contarle Julián, ¿en qué, si no? Trataba de asimilarla. Había descartado inmediatamente la posibilidad de que fuera falsa. Primero, porque nadie se inventa una historia así. Y segundo, porque estábamos hablando de Julián Curto, un hombre íntegro y con un sentido del honor y del deber de los de duelo con espadas y padrinos al amanecer.
Cabía la posibilidad de que hubiese tenido algún tipo de alucinación, aunque ¿cómo explicar entonces que Oriol hubiese tenido la misma visión? Y además, ¿sería posible que al bajar Julián la segunda vez, ya con el Semtex, volviese a repetirse un fenómeno similar? No lo creía. Habría que ver qué es lo que podía contar el doctor Oriol, si es que podía ser capaz de volver a decir alguna cosa, claro. Por de pronto, y en apoyo a lo expuesto por Julián, en el hospital ya le habían comentado de manera extraoficial que las heridas de las muñecas del arqueólogo correspondían a mordiscos. Y que se los había infringido él mismo.
Sin embargo, volar deliberadamente parte de un templo egipcio era algo extraordinariamente grave, independientemente de que fuese descubierto o no por las autoridades de aquel país. Y ponía a la Fundación, y a él mismo, en una posición muy difícil. La de declarar los hechos, lo que conllevaría la inmediata expulsión de Julián de Milodonte y probablemente una pena de cárcel, o bien encubrirle. Se sentía como un general la madrugada antes de cursar la orden que podía mandar a la muerte a miles de soldados. Pensaba en todo eso, y en que ojalá Julián pudiera darle algún argumento más para no verse obligado a expulsarle de la Fundación.
Le vio salir del edificio, sin mirar atrás, y atravesar la puerta que le llevaría hasta su coche.
No reparó en el bulto que deformaba el bolsillo izquierdo de su fina chaqueta de cuero.
6
Sufrir el atasco de la mañana de una gran ciudad como Madrid es una experiencia que desquicia a cualquiera. Claro que si eres multimillonario, el dueño de tu empresa —de cuatro, para ser exactos—, y acabas de vivir una pequeña aventura en un país exótico, el tema puede cambiar bastante. La vida se ve de otro color.
De azul, por ejemplo, que era el color de las gafas que Alfredo Peralta llevaba puestas.
Iba a la sede de sus empresas, en la cúspide del edificio más alto de la ciudad, tras una ausencia de poco más de una semana. Que no era nada, si lo comparamos con el tiempo que estaba planteando tomarse. O demasiado, si lo viésemos desde el punto de vista de Thomas Chandler, secretario personal y mano derecha del señor Peralta. Para él, el hecho de que el dueño del holding Vortix hubiese estado tantos días fuera de la oficina, aunque las empresas realmente funcionasen ya prácticamente solas —bueno, lo cierto es que cada una tenía un director de esos que cobra (y se gana) un sueldazo al mes— era algo poco menos que inconcebible. Casi tanto como el hecho de que la limusina Mercedes clase S que llevaba a Peralta no fuera el modelo blindado, sino la versión deportiva preparada por AMG. «Así seguro que no me alcanzan para pegarme un tiro», bromeó al recibirla ante un abatido Chandler, que no daba crédito. Diferentes maneras de ver la vida, simplemente. Lo cierto es que Thomas era magnífico, al menos para su puesto. Podías delegar en él, confiar. Alfredo sabía que podía irse tranquilo, dejándole al tanto de sus empresas. Siempre que dejase claras unas directrices, por supuesto. Y sabía que podía hacerlo, porque Thomas no era como él. El era un gran y fiel empleado. Sin que ello conllevase ninguna connotación negativa, por supuesto. Como dijo aquél, un hombre ha de ser consciente de sus limitaciones. Así que Thomas se sentía a gusto en su posición, en segunda línea, como esos generales que acompañaban a Napoleón. Veían actuar al «pequeño cabo», como lo llamaban sus soldados —o «pequeño cabrón», como lo llamaban los españoles—, y luego comentaban la jugada, opinaban, teorizaban. Pero desde la tranquilidad de su puesto. Eran unos teóricos de la guerra, del mismo modo que Thomas, y muchos cómo él, eran unos teóricos de los negocios.
Sin embargo, Alfredo Peralta se movía por unos parámetros diferentes, tal vez como hizo en su momento el pequeño Gran Emperador de Francia. Para él, el éxito en los negocios no era un objetivo en sí mismo, que era lo que creía Chandler, sino una consecuencia de su forma de ver la vida. Si le hubiese dado por el deporte, Peralta habría sido campeón del mundo. Medalla olímpica. Pero lo que se cruzó por su camino fue la pequeña fábrica de ropa que heredó de su padre, a los veinticuatro años. Cuatro marcas de moda más tarde —de primer nivel— y más de ochocientas tiendas repartidas por el mundo, consideró que aquella aventura había estado bien. Así que se centró en explotar adecuadamente las fincas ganaderas que su familia tenía en Extremadura. Tras comprar generosamente —era un hombre de familia— el resto de las tierras a sus tías, constituyó una de las empresas de alimentación más poderosas del país, y con un gran potencial de futuro en biotecnología, como bien se encargaban de señalar los periódicos especializados en economía. Y ya de paso —esto se le ocurrió una tarde, después de invitar a varios clientes y amigos a uno de los mejores restaurantes de Sevilla—, ¿qué tal si le sacábamos rendimiento directo a tanta carne como producían? Podría ser divertido... así que se puso a ello, y levantó la mayor cadena nacional de restaurantes de comida rápida, que pronto se extendió con éxito por toda Europa. Con una estética de los años cincuenta de Estados Unidos, con neón, música y exultantes camareros disfrazados de estrellas de cine, podías comer hasta hartarte fajitas de pollo a la mexicana, hamburguesas de todas las clases, costillas de cerdo a la cajún e incluso un buen filete, todo ello proveniente de las granjas ganaderas del señor Peralta. Y a un precio razonable. Que caray, hasta distribuyó en exclusiva una marca de cerveza americana de las buenas sólo para darse el gusto de servirla en sus restaurantes. Y pese a todo ello —marcas de moda, industria de la alimentación y cadenas de restaurantes—, o precisamente por ello, que eso sólo lo sabe el señor Peralta, un buen día decidió que no era bastante. Y se metió en el mundo de los medios de comunicación. Para hacerlo corto, digamos que el holding Vortix tenía ahora un periódico de tirada nacional; varias revistas especializadas en temas que iban desde la cultura hasta el tunning de coches; una emisora de radio y participaciones muy importantes —era el segundo mayor accionista— en una nueva cadena de televisión de nivel nacional que en sólo unos pocos años se estaba abriendo un sólido hueco entre los grandes monstruos consolidados.
Ésa era la breve historia de los éxitos empresariales del señor Peralta.
¿Y qué pensaba él mismo, mientras su flamante Mercedes S65 AMG penetraba en el garaje de la Torre Picasso? Pues que estaba hasta las narices de todo eso.
Lo rumió en el ascensor, mientras subía a seis metros por segundo con un sentimiento de tedio creciente, hasta la planta cuarenta y cuatro del rascacielos, donde estaba su despacho y la sede de moda.
Lo fue teniendo claro mientras visitaba a los directores de sus líneas de negocio en las plantas cuarenta y uno, cuarenta y dos, y cuarenta y tres, que también eran propiedad del holding Vortix, o de Alfredo Peralta, que tecnicismos de leguleyos aparte, venía a ser lo mismo.
Así que cuando llamó a Thomas, su mano derecha, para reunirse con él en su despacho, tenía ya una idea bastante clara de lo que iba a anunciarle.
—Me voy, Thomas —dijo removiendo el zumo de tomate para que se disolviesen la sal, la pimienta, el limón y las gotitas de Tabasco que acababa de echarle.
—Pero si has llegado sólo hace tres horas. ¿No has leído tu dietario? Te apunté todo. Tienes varias reuniones hoy. Mira. —Abrió su propia agenda, echó un vistazo a su sencillo reloj Cartier y empezó—: En treinta minutos viene...
—Thomas —interrumpió—, no me he expresado bien. No es que me vaya ahora del despacho. Es que me parece que me retiro de la presidencia ejecutiva de Vortix.
Se arrepintió de no tener una cámara a mano para hacerle una foto. Su expresión de desconcierto era tal que Peralta no pudo reprimir una sonrisa.
—Estoy aburrido de todo esto.
—¿Co... cómo has dicho que estás?
—¿Qué hora es?
Thomas miró de nuevo su reloj. Se le había olvidado, de la impresión.
—Las once menos cuarto.
—Pues mira —dijo Alfredo, tendiendo hacia él el vaso que tenía en la mano—, llevo un rato planteándome echarle un chorrito de vodka a esto, para pasar la mañana. Así estoy.
Thomas entendió por fin a su jefe y amigo. Cerró los ojos y asintió brevemente con la cabeza, con una leve sonrisa de comprensión.
—Te lo has pasado bien en Egipto, ¿eh?
—Pues mira, sí. El muchacho ese, Julián Curto, deberías ver cómo habla de su trabajo, de lo que hace. Estuvimos comiendo en el campamento, todos juntos, y había que verle exponiendo sus teorías, o trabajando con sus aparatos.
Miraba hacia el techo de su despacho mientras lo decía, reclinado en el sillón de cuero y con el vaso olvidado, colgando de una mano. Thomas le miraba en silencio, sabedor. Había oído más de una vez lo mismo, pero con música diferente.
—Tenía ilusión. Brillo en los ojos. Estaba volcado, apasionado. ¿A que no me equivoco? —preguntó con cierta ironía.
Alfredo le miró divertido. A ver si al final iba a resultar que Thomas no era sólo un simpático autómata. Se puso de pie, y le apuntó con el vaso.
—Mira a tu alrededor, y dime lo que ves.
Thomas se levantó también. Miró a través del enorme cristal blindado Stadip que conformaba una de las paredes del despacho. Al otro lado se abría Madrid, aunque desde una perspectiva que probablemente nunca disfrutarían las miles de hormigas con traje y corbata que se distinguían allá abajo, pululando por el centro financiero de la ciudad. Siguió con la vista, sin obstáculos, todo el Paseo de la Castellana, hasta acabar en las Torres Kio. Podía seguir sin problemas, hasta los límites de la ciudad y algunas montañas imprecisas, que se alzaban al fondo, confundiéndose con el horizonte. Más cerca, al otro lado de la amplia avenida, estaba el estadio de fútbol del Real Madrid. Parte del campo se veía desde su despacho, para aquellas veces en las que no le apetecía ir al palco de autoridades, donde tenía plaza fija.
Se dio la vuelta para contestarle, mirando más allá de Alfredo, recorriendo con la mirada la sede de su emporio, donde más de una docena de preciosas modelos y aspirantes a serlo miraban a su vez hacia el despacho, curiosas, solícitas y expectantes. Y genuinamente interesadas en su inquilino. Thomas miró incluso a través de ellas, de sus almas, y se encontró contemplándose a sí mismo, a sus aspiraciones, anhelos y motivos más íntimos.
—Veo el éxito —dijo por fin.
—Pues yo ya no. Ya no —repitió, al cabo de un momento—. Yo ya sólo veo territorios conquistados. Tierra explorada, con los mapas ya dibujados. Más de lo mismo.
Dejó el vaso vacío en la mesa. Había conseguido tomárselo sin el vodka, pensó.
—Y no quiero quedarme aquí dentro, Thomas. Atrapado en todo esto —dijo alzando un brazo con un ademán que tuvo algo de torero, brindándole su conclusión a un tendido inexistente.
Thomas lo miró. La crisis parecía más gorda esta vez.
—Alfredo, escucha, podemos...
—No, Thomas, escucha tú —dijo con una tenue sonrisa. Se estaba quitando una losa de encima—. Te diré lo que vamos a hacer. Las líneas de negocio funcionan bien. Más que bien. Los directores son competentes; los objetivos están claros y navegamos hacia ellos con buen ritmo y sin problemas. Tranquilamente. No hay piratas ni tifones en el horizonte. No hago falta aquí. Así que me voy a ir un mes o dos. De momento.
A Thomas se le ocurrieron tantas pegas que trataron de salir todas a la vez por su boca, estorbándose unas a otras, por lo que al final se quedó callado, mirándole con cara de espanto.
Cuarenta minutos más tarde, con el secreto regocijo de haberse perdido la primera de las reuniones del día, Alfredo Peralta dio por concluida la reunión con su hombre de confianza. Le había costado convencerle de que no se había vuelto loco ni pasaba por la crisis de los cincuenta —entre otras cosas porque, aunque no lo aparentase, tenía ya un par de años más—. Lo entendió más fácilmente cuando se lo expuso como una de las prerrogativas a las que consideraba que tenía derecho:
—Soy el jefe. Soy rico. Y mis negocios funcionan perfectamente. Si no me puedo coger yo unas vacaciones cuando quiera, y durante el tiempo que a mí me dé la gana, tú dirás quién puede.
Thomas se había quedado en silencio, rumiándolo.
—Visto así... —había dicho.
Y sí, había que verlo así, porque Peralta tenía razón: para algo era el jefe. De todas maneras, no había amasado su fortuna y su imperio respondiendo sólo a impulsos viscerales. Así que Chandler se quedó mucho más tranquilo cuando Alfredo le contó cómo serían las cosas.
—Mira, yo dejaré de venir al despacho, pero cada línea se queda bajo el control de su director. Para que continúen con las directrices que tenemos aprobadas. Sin experimentos raros. Tú te quedas como una especie de supervisor, mientras yo esté fuera. Y ya sabes lo que tienes que hacer, que tampoco es la primera vez.
—No es lo mismo que re vayas un par de semanas a un crucero —protestó Thomas.
—Es igual, sólo que por un tiempo sin determinar. Algunos días me pasaré por aquí. Otros te llamaré para ver cómo está todo. Si hay algún problema, me llamas y me lo cuentas. Y pásame cada semana un pequeño informe por correo electrónico, para controlar que todo va bien. Tan sólo quiero liberarme un poco, Thomas —agregó al cabo de unos momentos—. Quiero despejarme para centrarme en un proyecto que tengo entre manos, y que me apetece mucho —había dicho mirándole con los ojos repentinamente brillantes.
Ésa era la señal que Thomas había estado esperando. Así que era eso... el jefe estaba planteándose un nuevo negocio. Respiró hondo, con una amplia sonrisa de alivio, y los estrechos hombros se le relajaron ostensiblemente. Asintió entonces, levantó la mano derecha hacia él, como si claudicase, y agarrando con la otra su dietario de piel, se levantó. Cuidaría de todo hasta que volviese, le había asegurado mientras Alfredo cruzaba el despacho y abría la puerta para despedir a su amigo. «¡Un nuevo proyecto!» había creído leer Alfredo en la mente de Thomas, mientras se daban la mano y se miraban a los ojos. Pues sí, un nuevo proyecto. Pero ni de lejos de la clase que Thomas Chandler imaginaba.
Antes de irse por fin de su despacho, Alfredo Peralta concertó una última cita. Era con Sebastián Arenas, el director de la revista de Historia Antigua de su grupo de comunicaciones. Entró en su despacho un poco más tarde de la hora prevista, con ese olor a tabaco y libros viejos que le caracterizaba. Era más bajo que alto y un poco desastrado en el vestir. No estaba bien afeitado, y su sencillo peinado conseguía tapar la calva a base de flequillos y rayas imposibles. A cambio de todo ello, se desenvolvía como pez en el agua en el mundo de los estudiosos de la Historia y el Arte antiguos.
—Perdona, Alfredo, pero estamos de cierre y andamos un poco de cabeza —dijo sentándose en la butaca que Alfredo le ofrecía.
—¿Quieres tomar algo?
—Es temprano, pero bueno... tal vez un pacharán —dijo con cierta y fingida timidez.
Por lo que recordaba Alfredo de la reunión anterior, meses atrás, el hombre se tomaba sus copitas.
—Solamente quería agradecerte los contactos que me facilitaste —dijo tendiéndole el vaso—. La verdad es que eran competentes. Han hecho muy buen trabajo.
—¿Verdad que sí? Ya te dije que eran bastante buenos. Colaboran de vez en cuando con la revista, y ya sabía yo que no les vendría nada mal que les hicieses el encargo. Digamos que a un experto en castellano antiguo no le sobra el trabajo —dijo con un pequeño suspiro—. ¿De qué trataba, por cierto?
Alfredo le estudio por un segundo, tanteándole. Era la razón principal por la que le había llamado.
—¿No te han comentado nada?
—No. Tampoco les he preguntado, claro.
Eso estaba muy bien. Alfredo no había tomado la precaución de dividir el documento en tres partes y darle una a cada traductor, para que luego se lo contasen los tres al mismo individuo y al final éste pudiera atar cabos.
—Nada importante —mintió—. Tan sólo un documento viejo de la familia. Las memorias que mandó escribir uno de mis antepasados, hace trescientos o cuatrocientos años. Les quiero regalar una copia a mis tías las próximas navidades, con la versión en castellano actual, para que lo entiendan. Las pobres —dijo, quedándose muy satisfecho de su inventiva.
Continuaron hablando durante diez minutos más, pero la conversación no tuvo nada más de relevancia. Alfredo se cuidó de no comentarle nada acerca de la otra orientación que le había dado, aquella que apuntaba al catedrático Félix Curto como la mayor autoridad del país en lo referente a la Historia Antigua. Tampoco le comentó nada, por supuesto, de su reciente patrocinio de la expedición de Milodonte en Egipto, ni de su viaje para allá. Ni de los verdaderos motivos por los que había hecho todo aquello. Así que al cabo se despidieron, y Alfredo contempló cómo Sebastián Arenas se iba hacia su redacción.
Las chicas guapas de la sede de moda se apartaban ligeramente a su paso, como si su persona generase cierto tipo de campo de fuerza.
Un rato después era Alfredo el que se marchaba, anunciando a sus empleados que se iba de viaje. La diferencia sustancial, en este caso, fue que ninguna de las chicas quiso perder la oportunidad de darle un beso de despedida.
7
Julián aparcó el Triumph delante de la casa de su padre. Un par de horas antes acababa de tomar, sólo, la comida más triste del mundo. Aquella mañana había tenido la reunión en Milodonte con su jefe. Y aunque no le había notificado nada aún, Julián sentía que su posición en la Fundación pendía de un hilo. No era para menos. Admitir que uno había volado alegremente —es un decir— el núcleo sagrado del que tal vez podría ser el templo más relevante de Egipto, tendría consecuencias. Por supuesto que había tenido sus motivos. Nadie mejor que él sabía la importancia que tenía lo que había en ese templo. Pero sus razones eran tan extrañas, tan poco racionales, que sabía que tenía que respaldarlas con algo contundente. Como el objeto que llevaba en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, por ejemplo.
Llamó al timbre y su padre se asomó por una de las ventanas del piso superior, le saludó y le tiró las llaves para que abriese la puerta.
Cuando después de separarse se mudó a esa casa, hizo lo que siempre había querido: se construyó un inmenso despacho que ocupaba todo un piso. El de abajo era como el de cualquier casa normal: salón, cocina, dormitorio, baño, etcétera. Pero el de arriba era una sola habitación, un colosal despacho con una biblioteca desproporcionada, con miles de ejemplares centrados sobre todo en Historia y Arqueología. Había de todo, desde los libros académicos más ortodoxos, hasta aquellos que los eruditos escondían precipitadamente debajo del escritorio cuando alguien entraba por sorpresa en su despacho. La gran mayoría se los había ido comprando a lo largo de los años, pero debido a su trayectoria y posición, era frecuente que colegas que acababan de publicar algo se lo enviasen dedicado —al igual que hacía él mismo—, o si tropezaban con algún libro raro que supiesen que le podría interesar, solían comprárselo y mandárselo de regalo. Primeras ediciones, libros raros, muchísimos ejemplares de ediciones cortas y descatalogadas, las últimas novedades... Si no estaba allí, es que no existía. O casi.
Julián subió y no tuvo tiempo ni de dejar la chaqueta en la mesa de consulta que estaba en medio de aquellos muros de papel. Su padre estaba esperándole con los brazos abiertos. Después de dos besos bien dados, un abrazo de esos que duran, y las bromas de rigor, Félix Curto se sentó por fin en su sillón, detrás de una mesa que era un poco más pequeña que África. Julián se quitó la chaqueta e hizo amago de sentarse enfrente, pero su padre le detuvo con un gesto.
—Anda hijo, sírveme una cerveza en una jarra fría, del congelador. Y ponte tú también algo.
El muy canalla había instalado una barra de bar que ocupaba la mitad de una de las paredes del despacho. Con espejo detrás, repisas de cristal llenas de botellas de licores corrientes y exóticos —algunos orientales parecían escamoteados de un laboratorio de ciencias, con bichos disecados dentro de las botellas—, bodega de vinos y hasta una máquina registradora antigua. Julián sacó del congelador una jarra de cristal y le sirvió una cerveza rubia. Y como le ocurría siempre que lo hacía para su padre, en el afán de que quedase perfecto, falló y le dejó la mitad llena de espuma.
—Bien tirada, hijo mío.
Julián se había servido un refresco, por si acaso.
—No esperarías menos —dijo entregándole la jarra, con una sonrisa tan leve que no pasó desapercibida a su padre.
—No te angusties —bromeó al ver su expresión—. Lo que te pediré después será un whisky.
Félix Curto sonreía, contento de ver a su hijo. Cerró algunos libros que tenía desperdigados por la mesa —prefería siempre que era posible trabajar en casa, en vez de en el despacho de la Universidad—; hizo lo propio con algunos cuadernos con el lomo de tela y las tapas gruesas, y con los que tanto le gustaba trabajar; y dejó en suspenso el portátil Hewlett-Packard de última generación al que estaba transcribiendo algunas notas. Al fin y al cabo, y por muy experto en Historia que fuese, era un hombre de su tiempo.
Su hijo se entretuvo mientras tanto curioseando por el despacho. Además de los libros, a los amigos y colegas que su padre tenía repartidos por todo el mundo les gustaba enviarle piezas de todo tipo. A veces eran curiosidades, pequeñas bromas, como un látigo similar al de Indiana Jones, que tenía colgado al lado de un sombrero —que sí utilizaba—. En otras ocasiones eran reproducciones de piezas interesantes que sacaba algún museo, y a veces, colegas que probablemente le debían algún favor, le habían enviado piezas auténticas desenterradas en las excavaciones en las que trabajaban, que no eran tan exclusivas como para tener que ir derechas a un museo, pero que habrían obtenido un precio interesante en cualquier galería de arte antiguo.
Félix Curto puso un disco en el reproductor. Tubular Bells, de Mike Oldfield. Le gustaba poner música y bajar las luces cuando tenía por delante una tarde de charla, daba igual que fuese con su hijo o con alguno de los amigos que frecuentaban su despacho. Para Julián era algo así como el equivalente a cuando tocaban la campana para comer en las casas de campo antiguas. O como la campana del perro de Pavlov, mejor dicho, pensó Julián mientras iba hacia la mesa, porque era oírla y notar cómo las barreras que acoraban sus pensamientos y preocupaciones empezaban a desintegrarse.
Se sentó por fin, y se quedó mirando a través de la ventana que se abría detrás de su padre. La expresión grave de su rostro no había cambiado.
Él le miraba, prudente, sin decir palabra. Esperando. Tomó un sorbo de cerveza y se manchó el bigote de espuma.
—Hemos tenido problemas, en la expedición —dijo al cabo de unos momentos, que a su padre se le hicieron bastante largos.
—¿Serios? —preguntó con cautela.
—Mucho. El doctor Hassan nos ha revocado los permisos. Y yo tengo un pie fuera de Milodonte.
El doctor Félix Curto se quedó en silencio durante un rato, mirando a su hijo.
—¿Quieres hablar? —preguntó por fin.
Julián hizo un gesto que no quería decir nada en concreto, así que permanecieron en silencio durante un par de minutos. Fuera, la tarde iba cayendo, y dentro sólo una lámpara de pantalla de cristal verde, en el lateral de la mesa que compartían, plantaba batalla a la penumbra.
Por fin se decidió a hablar.
—Papá, ¿tú crees en la posibilidad de un contacto extraterrestre?
Y con esa pregunta tan trivial, comenzó la conversación.
8
El sol estaba ya próximo al horizonte y sus postreros rayos arrancaban reflejos naranjas a todo lo que tocaban: las suaves colinas peladas, los inmensos cultivos de cereales, y el capó plateado del Porsche 959 que conducía Alfredo Peralta.
Pisó un poco más el acelerador, sólo por darse el gusto de escuchar el ronco bramido de los cuatrocientos cincuenta caballos que salían por los tubos de escape, y notar cómo seguía teniendo a aquella bestia bajo control. Le encantaba conducir el Porsche por aquella carretera, cruzando Extremadura, camino a su casa de campo. Le encantaba conducir el Porsche, punto. Era la quintaesencia del poder y la libertad, exactamente como se sentía en ese momento.
El día había sido brutal, liberador. Se había decidido a dejar durante un tiempo la presidencia ejecutiva de sus empresas, y se sentía como un escolar que acabase de hacer el último examen del curso. Aún no asumía plenamente la libertad total que se abría ante él. Pero la intuía. Estaba empezando a saborearla. Lo primero que hizo fue celebrarlo en toda regla. Cuando Lorena Kumpf se acercó a darle un beso para despedirle, junto con el resto de las modelos que estaban preparando el catálogo de una de sus empresas de moda, le dijo que estuviese atenta a su móvil. Una hora y media más tarde almorzaba con ella en una suite del Hotel Palace, entre ostras y champagne. Salieron del hotel casi a las seis de la tarde. Pasó después por su ático del barrio de Salamanca, preparó una pequeña maleta y cogió el coche.
Calculó que ya estaba a medio camino de Trujillo, cuando reparó en que no había avisado de su llegada. Tecleó un número en el teléfono del coche y una voz ronca y cerrada rugió por los altavoces:
—¿Quién?
—Hola, Lorenzo, soy don Alfredo.
—Hola, señor —respondió un tanto cohibido el hombre, al cabo de unos instantes—. Buenas tardes —agregó, como todo protocolo.
—Buenas tardes, Lorenzo. Te llamo porque voy para allá. Llegaré en una hora más o menos.
Un breve silencio.
—No nos ha avisado don Arturo. —En la voz había cierto punto de reproche. Don Arturo era el mayordomo de Alfredo Peralta, que se había quedado muy a gusto campando solo y a sus anchas por el ático de Madrid—. ¿Cuántos vienen?
Alfredo sonrió. El guardes y su mujer llevaban toda la vida sirviendo en la casa, y eran orgullosos y hacendosos. No les hacía gracia que los señores llegasen a la casa sin avisar, sin que tuviesen ellos toda la finca en estado de revista.
—Voy yo solo. No te preocupes. Dile a Elena que airee un poco y que prepare de momento mi habitación y el salón, pero que no hace falta que cocine nada. Ábreme tú un jamón y saca algo de queso de la despensa, que para esta noche bastará.
—Lo que diga, don Alfredo.
Se despidió, colgó y siguió conduciendo, por carreteras cada vez más estrechas. Ya era de noche cuando tomó un camino que salía del asfalto, a la derecha. Pulsó una tecla que ponía la palabra «tierra» en alemán, en la consola frente a la palanca de cambio, y el ordenador del Porsche aumentó automáticamente unos centímetros el recorrido de sus ocho amortiguadores. No era un todo terreno, sino un superdeportivo en toda la extensión de la palabra, pero tenía tracción a las cuatro ruedas y Porsche se las había apañado muy bien para ganar con él el rally París-Dakar a mediados de los años ochenta. Apenas derrapó ni se bamboleó durante el kilómetro de pista que recorrió a toda velocidad Alfredo Peralta, hasta llegar al arco con el que el grueso muro de color ocre que delimitaba la hacienda sorteaba el camino. Los amplios y recios portones de madera oscura estaban abiertos, el jardín que llevaba hasta la casa iluminado, y la fuente encendida.
Cuando se detuvo frente a la puerta de la casa, Elena y Lorenzo ya estaban fuera para recibirle, derechos, solemnes y con las manos cruzadas delante de la cintura.
Abrió el maletero delantero y sacó la bolsa de viaje de cuero. Elena le propinó un disimulado codazo al despistado de su marido, que se sobresaltó, dio un respingo, saltó como un resorte para coger la maleta y desoyó todas las manifestaciones de Alfredo sobre llevarla él mismo.
Antes de entrar en la casa, Alfredo la miró. Estaba impecable después de la ambiciosa reforma que había hecho un par de años antes. El estudio del arquitecto inglés que se la hizo le cobró un riñón, pero sin duda había merecido la pena. Era enorme, y mantenía la estructura original del siglo XVI, con el patio interior y todo. Había multitud de detalles que recordaban su solera y su carácter: algunas celosías de madera que daban al corredor del piso superior, que se abría al patio; las vigas vistas de roble en el techo del zaguán; los suelos de baldosas cerámicas en buena parte de la casa; la gran chimenea de piedra original en el comedor... sin embargo eran sólo reliquias, testigos que hablaban de un prestigio antiguo, como raíces que se hincan profundas en el suelo. Porque más que reformarla —pensó Alfredo mientras penetraban en el zaguán, salían por la puerta que tenía frente a la entrada y cruzaban el amplio patio interior, cubierto ahora por una bóveda de cristal—, la había renovado. Había rejuvenecido. Tenía los muros exteriores de piedra, sin fracturas, pero en ellos se abrían grandes y luminosos ventanales de cristal blindado. La sólida bodega, que tenía una de las paredes labrada en roca viva, seguía ahí y con mejores vinos que nunca, pero una piscina interior, cubierta de mosaicos, se abría enfrente suyo. Había obras de arte escogidas con exquisito gusto. Algunos muebles de diseño moderno, en los sitios adecuados. Colores frescos, vitales, con un punto trasgresor.
Era una casa que se reafirmaba en sus orígenes e incorporaba lo mejor de cada momento, desechando el resto y abriéndose al presente. Como el propio Alfredo Peralta, que subía en compañía de sus guardeses a la planta donde estaba su descomunal suite y el resto de los dormitorios.
Alfredo fumaba contemplando la luna en la terraza de su habitación, que no daba al jardín de la entrada sino a la amplia dehesa de su propiedad que se abría tras la casa. Estaba todo en silencio, a oscuras, tranquilo. Los guardeses ya se hallaban en su casa, a unos sesenta metros de la mansión. Era ya más tarde de las once, el día había sido largo y tenía hambre. Así que pegó una última calada al cigarrillo, lo apagó en el cenicero y entró en su dormitorio. Se puso una bata de seda de color azul eléctrico, abrió la caja fuerte que tenía en su habitación y sacó un maletín de piel negro. Salió del cuarto y, al notar el fresco del corredor, abierto al patio, decidió cambiarse las zapatillas que llevaba por unos finos mocasines de piel azul. De esa guisa bajó las escaleras y se dirigió a la cocina, dando la vuelta por dentro de la casa. Cruzó la amplia biblioteca, que olía a cera, luego el enorme salón, y después el zaguán, iluminando las estancias con lámparas que dejó encendidas a su paso.
Entró por fin, tras varios minutos de paseo, en una cocina que era modesta en comparación con la del Palacio Real. Combinaba la chimenea de piedra y la cocina de forja antigua, de carbón, con modernas placas de inducción, fuegos de gas, hornos, electrodomésticos y todo tipo de aparataje ultramoderno. La nevera parecía un descomunal sarcófago extraterrestre de acero inoxidable, que junto con el granate de las paredes y los elementos en negro y dorado, era el color predominante.
En una mesa alta que había en medio de la cocina, Lorenzo le había dejado en su soporte un jamón recién abierto —de la matanza particular de la casa, criado con bellota—, con un plato ya cortado y otro de quesos al lado. En una pequeña fuente tapada con un film plástico descubrió torrijas, que probablemente —pensó con un sentimiento de gratitud— Elena habría sacado de su propia cocina. Dejó el maletín sobre la mesa, puso encima el queso, el jamón y algo de pan, y utilizándolo como bandeja, bajó a la bodega.
Hacía fresco, pero estaba a gusto, ahí abajo. Encendió un par de luces tenues, descorchó una botella de Contino, reserva del ochenta y dos, y la decantó. Olió con placer el aroma ocre de los vapores del vino, que llevaba casi treinta años sin respirar, y aguantó la tentación de servirse antes de que se oxigenase. Estaba instalado en una amplia mesa de madera recia, que no sabía desde cuándo estaba en la casa, de madera sólida y gruesa. La habían bajado ahí durante la reforma, pues cuando la vio el ebanista insistió en restaurarla para que siguiese viva, en uso. Pasó la mano por la superficie, lisa y uniforme. Y mientras tomaba un poco de jamón, tan delicado y cortado tan fino que parecía el espíritu del éxtasis transmutado en cerdo, fantaseó sobre la posibilidad de que su antepasado Fernando Peralta de Alcalá hubiese comido en esa misma mesa.
¡Quién sabe!, pensó mientras colocaba el maletín sobre la mesa, a su derecha. Cuando compró casi veinte años atrás las tierras repartidas entre sus familiares, la casa entró en el lote, junto con todo su contenido. Y pensando que la hacienda fue construida por orden del propio Fernando Peralta en la segunda mitad del siglo XVI, a su vuelta de la campaña de conquista de Perú, y que se mantuvo continuamente en uso y en propiedad de la familia —incluso durante la Guerra Civil—, cabía en lo posible que aquella mesa hubiese permanecido en la casa desde el principio. Tampoco hubiera sido el primer objeto de su antepasado en llegar a sus manos, pensó con una sonrisa.
Se sirvió por fin una copa de vino, la miró a la luz, casi con reverencia, dejó que sus vapores le inundasen la nariz, brindó la copa con un gesto hacia el maletín, como si se tratase de su antepasado, y por fin lo bebió. Dejó la copa en la mesa, tomó un trozo de jamón, y bebió un poco más. Probó después el queso y mientras lo masticaba, con las dos manos sobre la mesa, miró otra vez de reojo al maletín, a su derecha.
Cerca.
Y cerrado.
Dirigió la mano hacia la cerradura, pero cuando sus dedos iban a rozarla, detuvo el gesto. Sonrió, tomó otra copa de vino, se levantó de la mesa, paseó brevemente por la habitación y mirándolo de nuevo, se echó a reír.
Había conducido a más de doscientos treinta kilómetros por hora esa tarde, yendo hacia la finca, prácticamente sólo por lo que contenía ese maletín. Ardiendo de deseo y de impaciencia por volverlo a ver. Y sin embargo ahí estaba, con tanta excitación contenida como un niño hurgando por fin en el cajón de las revistas de su padre. Alargando deliberadamente el momento, bebiendo, mirándolo, pero sin abrirlo todavía.
Así que pensó que ya era suficiente, volvió a la mesa, sentándose esta vez frente a él. Orientó las cerraduras hacia sí y lo abrió casi con brusquedad, sin más preámbulos que la sonrisa que tenía dibujada en la cara. Lo miró. Estaba delante.
El libro original, muy deteriorado, lo conservaba en una caja de plata que había mandado hacer a la medida, con los bordes de terciopelo verde del tamaño preciso y rellenos de material secante, para ayudar a preservarlo en lo posible. Probablemente no era necesario tanto lujo, pero a él le gustó verlo así. Sentía que era lo mínimo, como un tributo o una muestra de respeto y reconocimiento, dado su origen y antigüedad. Sufrió cuando tuvo que dividirlo en tres partes, y apenas encontró consuelo en el hecho de que estuviese ya tan ajado cuando llegó a sus manos. Cuando recordaba el momento en el que cogió una navaja, la abrió y rasgó la tela del lomo... aún se estremecía. Pensaba que probablemente hubiera sido menos doloroso cortar su propia piel. De cualquier manera, era el precio que tenía que pagar por mantener el secreto.
Así que lo cortó en tres partes, procurando que ninguna fuese concluyente. Buscó tres empresas independientes, especializadas en la reproducción de documentos antiguos, y les dio a cada una de ellas una sola parte del libro. Con ello consiguió una copia prácticamente perfecta, en altísima resolución, de cada una de esas partes del original. Y sin riesgos.
Después consultó al editor de su revista de Historia, Sebastián Arenas, para encontrar tres paleógrafos jóvenes, eruditos, y sin relación entre sí. Y en la medida de lo posible, que fuesen además inocentes y sin demasiadas aspiraciones. Que no pensaran que lo que tenían allí era algo más que viejos papeles de familia de un rico pretencioso. Tras entrevistarse con los candidatos de la lista que Arenas le pasó, seleccionó a los tres que le parecieron más adecuados, les hizo firmar un rocambolesco contrato de confidencialidad —que redactó muerto de risa el propio Alfredo, y que básicamente les condenaba al fuego eterno si comentaban algo del trabajo—, y le asignó a cada uno de ellos una parte del libro. Durante un par de meses cada uno se dedicó en exclusiva a ese proyecto, sin sospechar siquiera que había otras dos personas que estaban haciendo lo mismo. No podía permitir que uno solo dispusiera del texto íntegro para traducirlo al castellano actual y restaurarlo. Eso hubiera supuesto que él también habría conocido toda la historia. Y participado del secreto, claro.
El otro objeto, tan impecable ahora como cuando fue forjado por un maestro orfebre en Cuzco, siglos atrás, lo guardaba también dentro del maletín, en una bolsita de cuero.
Al lado de la caja y la bolsa tenía tres carpetas de cartón entelado, cerradas con cintas. Cada carpeta contenía el trabajo de uno de los estudiosos. En primer lugar, estaba el material del que cada uno de ellos partió: su parte del libro. La copia en alta resolución de su parte del libro, mejor dicho. Tampoco era cuestión de confiar los originales a unos becarios. En segundo lugar, estaba la restauración: el manuscrito se encontraba bastante deteriorado, al menos en algunas partes. Así que el primer paso para los paleógrafos, que eran una especie de traductores-historiadores —con un toque de restauradores, vistos los resultados—, fue repasar la caligrafía original y rellenar las lagunas, los espacios que faltaban, tanto de texto —trozos de palabras, y partes de algunas frases—, como de los escasos dibujos que lo ilustraban. Y por último, con el texto en claro, la traducción del castellano antiguo al moderno, para que incluso aquellos que no estuvieran familiarizados con el hablar de hace más de cuatrocientos años —como el propio Alfredo—, pudieran entenderlo sin perder detalle.
Así que abrió el maletín, cogió una de las carpetas, desató las cintas y sacó la versión actualizada de la primera parte del libro. No sucedió realmente, claro, pero dio la impresión de que al empezar a leerlo una luz hubiera brotado de los papeles, iluminándole el rostro.
9
Su padre le miró, tratando de escudriñar en su rostro qué significaba realmente esa pregunta tan extraña. ¿Que si creía en la posibilidad de un contacto extraterrestre? En fin. Tomó otro sorbo de cerveza, por si Julián añadía algo más que le diese alguna pista de por dónde iban los tiros, pero el truco no funcionó. Estaba claro que algo raro —y grave— había sucedido en la excavación de Qattara, y que su hijo estaba buscando algún tipo de respuesta, tal vez para organizar sus propios pensamientos... o para prepararle a él mismo acerca de lo que fuera que le iba a contar. De cualquier manera, la pregunta se las traía. —No me irás a decir que habéis visto un ovni en la excavación, ¿verdad? O que han abducido al doctor Oriol, ¿no? —bromeó, ahogando una risa.
Julián se relajó un poco al ver la sonrisa de su padre y se le escapó otra a él. Tenía que reconocer que, desde fuera, la conexión entre los ovnis y la expedición que acababa de hacer, no parecía demasiado clara.
—No, no es eso. No se ha posado ninguna nave en el campamento ni nos ha llevado de paseo.
Su padre le miraba expectante, e hizo un gesto con las manos y la cabeza que venía a decir ¿y entonces?
—Tú respóndeme —dijo Julián, sin ceder—. Quiero saber qué opinas.
—Pues, hombre —dijo tras meditarlo unos instantes, mirando al techo con los brazos cruzados y las manos metidas bajo las axilas—, no soy ningún experto, pero tengo la sospecha de que sí hay cosas. Personalmente no he visto nada, pero sí han salido algunos documentales de televisión en los que entrevistaban a pilotos y controladores aéreos, que... Julián le interrumpió.
—No me refería a eso, papá. Me refería a la Antigüedad. A si crees que ha habido contactos entre alguna cultura y... bueno, eso. Ya sabes... —Hizo un gesto con la mano. Le daba vergüenza plantear el tema tan abiertamente, incluso con su padre. Sobre todo con su padre, mejor dicho.
Félix Curto apuró la cerveza, dejó el vaso, que tenía todavía bastante espuma, y se reclinó en el asiento, pensando. La verdad es que no era la primera vez que él mismo se planteaba algo así, aunque no en los mismos términos, por supuesto. En su opinión, el pasado del hombre, por muy clarito que apareciera en algunos libros de Historia, estaba repleto de lagunas. Aunque el puzle parecía que iba perfectamente encarrilado, había algunas piezas que no encajaban en ningún sitio, así que estaban escondidas en un cajón en el que ponía No TOCAR. A lo largo de su carrera, él había echado más de un vistazo a ese cajón, y se había encontrado algunas piezas que, bien pulidas, resultó que tenían sitio propio. Y que al colocarlas, ayudaron a que otras piezas encajasen.
Lo que no quería decir que el resto de los historiadores y arqueólogos del planeta estuvieran dispuestos a hacer lo mismo, ni mucho menos. Aunque algunos de los sucesos de esa «historia bastarda» estaban perfectamente documentados, se les daba sistemáticamente la espalda por lo desestabilizadores que resultaban, o porque era muy pesado ir en contra de lo ya socialmente aceptado. ¿Fue realmente Colón el primero en llegar a América? Pues eso.
—A ver, hijo —dijo por fin—. Si me preguntas que si creo que ha habido contacto entre culturas antiguas del planeta, aunque éstas estén muy separadas en la distancia, te diré que sí. Si me preguntas si han tenido contactos con seres de otros planetas... pues mira, no lo sé. Sólo te digo que no tengo pruebas para pensar que haya sido así.
—No me has respondido...
—¿Cómo que no? Te digo que el hombre se basta y se sobra para crear enigmas históricos, sin tener que recurrir a nadie de por allí arriba. Y ahora, ¿me quieres contar de una vez qué pasó en la excavación?
—No. Todavía no —dijo Julián con una leve sonrisa—. No te va a resultar tan fácil escabullirte. No soy un alumno tuyo...
Félix Curto sonrió. Eso que acababa de decir su hijo podía ser muy discutible, según se mirase. Decidió, no obstante, seguirle el juego. A ver adonde les llevaba.
—Vale. De acuerdo —dijo levantando las manos—. ¿Qué quieres saber exactamente?
—Muy bien. Hablemos de Egipto. Así vamos centrando el tema con lo que quieres que te cuente.
—Dispara.
—A ver. Los primeros dioses de Egipto. ¿Qué origen tienen?
Félix Curto le miró con muy poco entusiasmo.
—Será mejor que me sirvas un whisky —dijo despacio—. Y ponte tú otro. ¿Eres consciente, querido hijo mío, de que me has hecho una pregunta de las que pueden tenernos hasta las cuatro de la mañana sin sacar nada en claro?
—Pues dame la versión corta —dijo Julián desde detrás de la barra. Estaba recargando las hieleras del congelador, para no quedarse sin provisiones después de servir los whiskys. Una parte de su cerebro ya empezaba a calibrar la posibilidad de que acabaría durmiendo en casa de su padre, en el sofá.
—Bueno. En plan exprés —dijo Félix Curto con cierta impaciencia—, aunque la religión en Egipto tiene varios núcleos de origen, y existen historias diferentes sobre los dioses y la creación del mundo, todas tienen la misma estructura. Un dios original, que suele tener connotaciones solares, organiza los elementos de la naturaleza, y de todo aquello sale la vida, tal y como la conocemos. Atón, por ejemplo, es el dios solar más importante. Nació de sí mismo sobre la colina primigenia, que sería un lugar de tierra rodeada por agua, en el principio de los tiempos. Esto de la colina sobre el agua es también una constante en los mitos de la creación egipcios.
Sonó un ruido de cristales al otro lado de la barra.
—No es nada —dijo Julián con cierto temblor de voz—. Se me ha resbalado un vaso. Sigue, por favor —apremió.
—Ten cuidado, no te cortes. De acuerdo —prosiguió al cabo de un instante—. A partir de fluidos de sí mismo, Atón creó el aire y el agua, hijos suyos, y de ellos dos nacieron Geb y Nut, la tierra y el cielo. Éstos engendraron a Osiris, Isis, Seth y Neftis. Y luego otros, que al final dan el equivalente a nuestro santoral. Muchos dioses, cada uno con una función determinada, que acababan asociándose a diferentes regiones del país y eran utilizados para consolidar el poder político. En Menfis introducían en todo esto la figura de Ptah, que situaban como anterior a Atón. Era algo así como el poder de la mente, y decían que él creó a Atón. A fin de cuentas es prácticamente lo mismo, sólo le confiere un matiz de pensamiento, de intención en todo esto. Como si se hubiera hecho según un plan. Por cierto —dijo cogiendo el vaso de whisky que Julián le ofrecía—, que el sacerdote del papiro de Oriol, el que os llevó a encontrar el templo, decía que servía en el templo de Ptah, ¿no? —preguntó tratando de que su hijo tomase la palabra, y hablase de su viaje de una santa vez.
—Sí. Un solo dios, que sirvió como origen de los demás —repitió en voz baja, reflexionando—. Pero escucha —insistió, volviendo a lo mismo—, todo esto es sólo leyenda pura y dura, ¿o tiene base real? Es decir, ¿hay algún indicio de que esos dioses existieran realmente?
Félix Curto suspiró. Cuando su hijo se centraba en algo, no había forma de desviarle. Resultaba tan insistente como un torpedo persiguiendo un submarino.
—Aunque hasta ahora sólo se hacía referencia a todo esto en términos mitológicos —respondió pacientemente, tras un sorbo de excelente y suave whisky irlandés—, se está empezando a pensar que Osiris y los demás existieron de verdad. Osiris habría sido un rey, muy querido por su pueblo, según dicen, y habría gobernado cerca de Abydos.
—Ya... —dijo Julián, rumiando todo eso. Mecía mecánicamente el vaso, con la mente navegando en sus propios pensamientos, balanceando el cuerpo al ritmo del tintineo de los hielos—. Y ese origen solar —dijo al cabo de un rato—, ¿puede referirse a que vinieron de una estrella, del cielo?
—No creo —dijo tras pensarlo un momento—. No tiene por qué.
Egipto era agrícola, y por tanto dependía del sol y las estaciones. Es lógico que lo tratasen como una divinidad que daba vida, tal cual.
Julián reflexionaba sobre lo que su padre había dicho. Que hasta la arqueología más ortodoxa valorase la posibilidad de que los dioses del Antiguo Egipto hubieran sido seres reales y no sólo mitológicos, era algo importante, aunque no suficiente. Parecía que por ese camino no iba a sacar mucho más en claro, así que probó por otro lado.
—Vale. Pero volviendo a lo que te preguntaba al principio, sobre algún contacto... extraño, si quieres verlo así, en el Antiguo Egipto. —Su padre ahogó una suave risa con un sorbito de whisky—. Recuerdo algo... que estaba recogido en un papiro... o en una estela de piedra, y que contaba algo ocurrido a un faraón durante una batalla contra los nubios. Algo de una estrella.
Julián se puso de pie, fue tanteando entre las penumbras hasta una de las estanterías de la biblioteca, encendió la luz que iluminaba ese sector, y comenzó a pasar el dedo por los lomos de los libros, hasta que encontró lo que buscaba. Una monografía sobre el Templo de Gebel Barkal. Estaba ya ojeándola cuando su padre le llamó desde el otro extremo del despacho.
—En ése no está —dijo levantando la voz—. Ahí sólo hablan de el templo, y la estela que dices creo que no la comentan. Pero ya te lo refresco yo. Habla sobre una campaña de Tutmosis III en el extremo sur de Egipto, contra los nubios. Estaban acampados los dos ejércitos, de noche, a cierta distancia uno del otro. Los soldados de Tutmosis están haciendo el cambio de guardia, cuando algo se acerca volando desde el sur. Ellos la definen como una estrella, pero debía ser de un tipo especial, porque salen asustadísimos al verla. El objeto les sobrevuela y va hasta el campamento de los nubios. Y allí hace una masacre: los caballos salen corriendo espantados, mientras la esfera luminosa juega con los soldados, moviéndose entre ellos hasta que en un momento dado les ilumina con un tipo de luz, o de fuego, y caen fulminados. Sobre charcos de su propia sangre —añade al cabo de un momento—. Es muy alegre, el relato. Acaba con unas palabras del faraón, alabando a Amón, que dicen algo como...
—«Tal es el milagro que Amón hizo por mí, su amado hijo, con el fin de hacer ver a los habitantes de las tierras extranjeras el poder de Mi Majestad» —leyó Julián en voz alta—. Resulta que sí estaba en el libro —dijo con cierto tono de triunfo en la voz—. Bueno, tendrás que reconocer que esto sí es algo, ¿no?
—Sí. Claro. Una estrella, o un cometa, o una invención de Tutmosis, para parecer más de lo que era —dijo ligeramente burlón. Veía perfectamente adonde quería llegar su hijo con todo aquello, pero no se lo quería poner tan fácil. No era tan fácil.
—O el Sputnik, papá. Seguro.
Los dos se miraron sonriendo a los ojos, y bebieron.
—También cuentan algo muy parecido, de otro avistamiento que tuvo el bueno de Tutmosis y unos escribas de la Casa de la Vida... Unos círculos de fuego que aparecieron en el cielo tras la hora de la cena. Después llovieron peces y aves. Pero esta vez te fastidias, hijo, porque del Papiro Tulli, que así se llama, sólo hay copias de copias y nadie ha visto el original, que, por cierto —dijo en tono confidencial—, se sospecha que está en los Archivos Vaticanos. Así que éste no te lo doy por bueno. Pero te voy a dar un premio de consolación —dijo alzando una mano para interrumpir las protestas que, en broma, empezaba a decir Julián—. Las estelas de Akhenatón, ¿no te suenan?
—Akhenatón sí, claro. El faraón hereje, como lo llaman algunos. Sé que instauró durante su reinado un culto monoteísta, al dios Atón, el sol.
—El disco radiante del sol —le corrigió su padre.
—Eso es. Lo cual no sentó muy bien a toda la casta sacerdotal tradicional de Egipto, que lo acabó quitando de en medio. Construyó una nueva capital, y todo —dijo, haciendo memoria.
—Muy bien. Pues resulta que en las estelas que marcaban los límites de esa ciudad, que se llamaba Akhetatón, mandó escribir la visión que había tenido, y por la que había emprendido toda esa reforma. Según las estelas —dijo, y escogió un libro de un montón que tenía en la mesa, para ofrecérselo a Julián por la página donde salía la fotografía de la piedra—, un disco muy brillante, que él interpretó como el sol, bajó del cielo y se posó ante él, para decirle, entre otras cosas, dónde quería que le construyese una ciudad.
—Bueno, no me dirás que esta vez...
—Una insolación, hijo. Cualquier cosa antes que decirte lo que quieres oír —dijo entre risas.
Fuera estaba oscuro, con un cielo cada vez más encapotado. Soplaba un viento de otoño que hacía estremecer de vez en cuando los cristales y levantaba algunas hojas caídas de los árboles, a la luz de las farolas. Julián se encontraba muy a gusto. La extraña vivencia que había tenido en Egipto y la difícil situación que tenía en la propia Fundación parecían muy lejanas. Tomó el libro que le daba su padre, y contempló la fotografía.
—Este perfil... ¿por qué crees que le representaban así? —dijo acariciando el grabado de Akhenatón, que ejercía sobre él cierta fascinación.
Si hubiera nacido hace sólo un siglo y fuera realmente como aparecía en las esculturas y relieves que le hicieron, habría ido de cabeza a una feria ambulante, como fenómeno. Tenía el cuerpo como un higo, con las caderas, las nalgas y el abdomen desproporcionadamente grandes en comparación con el tórax. Sus pómulos y su barbilla eran bastante prominentes, y sus labios muy gruesos. Pero lo que más le llamaba la atención a Julián era su cráneo, que se veía de perfil en el grabado. Estaba extrañamente alargado hacia atrás, hacia la coronilla.
—Algunos autores proponen que pudo tener alguna enfermedad, algún síndrome anormal, que provocase esas curvas tan extrañas. Pero creo que se equivocan. Mira —dijo pasando unas páginas y mostrándole una nueva fotografía a su hijo, de un grabado donde aparecía el faraón con su familia.
No lo sabían, claro, pero la imagen del faraón y su esposa, de perfil, extendiendo las manos hacia los rayos que salían del sol, como ofreciéndole dones, era muy parecida a la que había visto Ilse Skorzery en compañía del doctor Hassan, en El Cairo, sólo dos días atrás.
—Son todos iguales —dijo Julián tras estudiarla unos instantes, comparando los perfiles de las cabezas y los cuerpos de los miembros de la familia real—. O estaban todos enfermos, lo que me podría cuadrar con los hijos, si fuese algo hereditario, aunque no con la esposa, o bien están representados así para que parezcan lo más posible a algo... o a alguien.
El doctor Félix Curto asintió satisfecho, tranquilo al comprobar que, a pesar de su repentino interés por los ovnis, el cerebro de su hijo funcionaba tan bien como siempre.
—Esto lo he visto yo antes —recordó Julián—. Estas cabezas.
—Son relativamente frecuentes en algunas culturas americanas, como los olmecas, o los mayas, por ejemplo. Siempre se representaban con ellas a personalidades como reyes o sacerdotes de alto rango. Es curioso, porque en muchos relieves aparecen personas con apariencia normal, y entre ellos algún personaje destacado, con la cabeza alargada. Los mayas, incluso, llegaban a deformar el cráneo de sus bebés con cintas apretadas, para que creciese desarrollando esta forma.
—¿Una moda, algún criterio estético especial?
—No creo. Estas deformaciones se hicieron en muchas partes del mundo durante más de siete mil años. Y es demasiado por razones de simple estética. Y siempre en clases altas, en sacerdotes y dirigentes.
Mike Oldfield llevaba un buen rato sin hacer ningún ruido por los altavoces, así que el doctor Curto se levanto, sacó el cede y puso otro. Voices, de Vangelis. Escuchó los primeros acordes, satisfecho de su elección, y caminó un par de metros por la biblioteca. Encendió la luz de una de las estanterías, extrajo un libro, apagó la luz, y volvió a la mesa, a su sillón de cuero.
—Mira, hijo —dijo, mostrándole una de las fotografías del libro. Era de una calavera, puesta de perfil. Viendo el increíble volumen del cráneo, muy desarrollado por la coronilla, costaba pensar que perteneciese a un ser humano—. Éste es de la cultura de Paracas, en Perú. Ponían tablas en la frente y en la nuca de los bebés de clase alta y se las apretaban con cuerdas, para darles la forma y que, cuando se osificasen, quedasen así.
—De ese estilo son los que recuerdo, sí —dijo Julián estudiando la foto—. Aunque los que yo vi tenían algún agujero. Los habían trepanado. Paracas... el Candelabro de Paracas —dijo tras una breve pausa. Estaba asociando ideas.
Se refería a la conocida y enorme figura, parecida a un extraño candelabro o un cactus, que se encuentra grabada en la ladera de un cerro en la costa de Perú, unos doscientos kilómetros al sur de Lima. Inmediatamente le recordó a las pistas de Nazca, esas figuras geométricas y de animales —un cóndor; un mono con la cola enrollada en espiral; una tarántula; un pez— que estaban en medio del desierto, y que medían centenares de metros de longitud, a veces kilómetros.
—¿No estaban los paracas muy cerca de las pistas de Nazca? —preguntó por fin.
—Sí.
—¿Esas que dicen que podrían ser pistas de aterrizaje de naves, o señales para los extraterrestres? —dijo Julián con una sonrisa burlona.
—Muy gracioso. Antes de que te lances, te diré que se sabe que las hicieron los nazca, en el año quinientos después de Cristo, más o menos. Y que además van siguiendo el perfil del terreno, no son planas, así que de pistas de aterrizaje extraterrestres, poco. Tampoco se sabe qué son, ni para qué sirven —concedió.
—Ya. Ni por qué desde el suelo no se aprecian bien, sino que están diseñadas sólo para verse desde el aire. Hace mil quinientos años...
—Toucbé—se limitó a decir Félix Curto.
Ambos se quedaron en silencio, relacionando todas las cosas que estaban comentando aquella noche. Pensando en las posibles implicaciones que tenía todo lo que estaban viendo. Y tratando de delimitar hasta dónde llegaba lo real, lo objetivo, y dónde empezaban sus elucubraciones. El ambiente distendido, la música, la penumbra, y tal vez el whisky, estaban consiguiendo que los prejuicios y los esquemas mentales se relajasen. Al menos un poco. Lo justo.
—Si nos ponemos así, si lo vemos de esta manera —pensó Félix Curto en voz alta—, no es ni mucho menos la primera cosa sorprendente que hay en Perú. En su historia. Piensa en los Inca —dijo, señalando a su hijo, como si éste pudiese concentrarse y materializar uno ahí, encima de la mesa.
—Los incas...
—No. Inca. Sin ese. Que eran una familia, como los Borgia. Los Inca —continuó, tras la lección histórico-gramatical—, eran cuatro parejas de hermanos legendarios. Destaca una de ellas, la de Ayar Manco y Mama Ocllo, los hermanos Ayar, que se repite en todas las versiones del mito. Bueno, pues estos hermanos, como te decía, aparecen en un cerro cerca del valle de Cuzco. Después del diluvio universal que recoge la tradición inca. El Uno Pachacuti —añadió mientras Julián, que conocía la historia y estaba empezando a plantearse la posibilidad de que ahí hubiese algo más que una simple leyenda, asentía con la cabeza—. Pues bien, éstos y sus hermanos salen con el encargo divino del sol, de fundar una ciudad que fuese el origen de un Imperio, en el que por supuesto se le rindiese culto al Sol.
Julián iba a empezar a hablar, por las similitudes con Akhenatón y con el origen de los dioses egipcios, pero su padre le interrumpió con un gesto.
—Lo curioso no es sólo esto, hijo, sino lo que llevaban estos Inca. Iban vestidos con unos trajes especiales, que los testigos describían como de oro y finísima seda, a falta de nada mejor con lo que compararlos; llevaban una especie de honda de oro, un arma con la que podían hacer explotar montañas; una especie de lanza también de oro, que tenían que clavar en la tierra hasta que emitiese una señal que les indicase que ése era el punto que su dios determinaba como sede de la ciudad que tenían que construir y, esto te va a encantar, algo que los testigos describieron como un pájaro de oro oculto en una jaula también dorada, y a través del cual los hermanos Ayar podían comunicarse con el dios Sol para recibir instrucciones. Un aparato de comunicaciones —aventuró—. ¡Ah! Y podían volar, nada menos —añadió—. Si querías cosas raras, ahí las tienes.
Los ojos de Félix Curto brillaban bajo las espesas cejas, y volvía a tener la edad que su hijo tenía ahora. Era como un adolescente hurgando a escondidas en ese cajón que ponía: No TOCAR. Julián estaba en silencio, escuchando fascinado a su padre.
Fuera estaba empezando a llover.
—Y hay más cosas, antes de que me preguntes.
—Todavía no he dicho nada —dijo Julián sonriendo.
—Ya, pero te conozco. Y hoy estás muy pesadito. Así que te diré que sí, que esos hermanos Ayar existieron realmente. A Ayar Manco, el patriarca, se le conoce también como Manco Cápac. Y fue el fundador de Cuzco y de la dinastía Inca. Su momia se perdió, pero su historia es extremadamente coherente.
—Creía que sólo te posicionabas cuando tenías cosas tangibles, materiales. ¿Eres capaz de aceptar esto sin la momia? —dijo, mordaz.
El padre siguió hablando, como si no hubiese oído la impertinencia.
—Estamos hablando de finales del siglo doce, principios del trece. Cuando los cronistas que fueron con los conquistadores españoles llegaron a Cuzco, todavía había nobles Inca que eran descendientes directos de Manco Cápac. —Tras una breve pausa, añadió—: Capullo. —Parecía que sí había reparado en el comentario de Julián, después de todo—. El pájaro de oro del que te hablaba, se dice que llegó hasta su bisnieto, la cuarta generación de los Inca, y que seguía funcionando.
Apuró el vaso de whisky, cuyos hielos hacía raro que se habían fundido.
—Lo que no quiere decir que todas estas cosas que te he contado sobre el origen de los Inca, sean reales. Al menos más reales de lo que ellos quisieron hacer creer a su pueblo. Eran muy dados a fabular, a crearse una historia a la medida de sus ambiciones, y a contarla como verdad indiscutida e indiscutible a su pueblo, para que éste les adorase ciegamente. Tenían incluso unos funcionarios especializados que hacían precisamente eso, reescribir la historia y contarla de pueblo en pueblo por todo el incanato.
Julián se quedó en silencio, con los codos apoyados en los brazos del butacón, las manos unidas bajo la barbilla, y los dedos estirados, como si rezara. Mirando a su padre.
Pensaba que, de repente, había vuelto a ser el catedrático que era. El académico. Como si con estas últimas frases pudiera desdecirse de todo lo que habían comentado hasta ahora. Como si todo eso no fuese más que un ejercicio dialéctico, algo con lo que simplemente habían pasado el rato. Le costaba entender cómo podía su padre hacer como si no viese nada. Como si no percibiera la sutil malla de realidad que estaba entretejida detrás de todo eso, sosteniendo esos hechos, esos datos, esos restos arqueológicos inexplicables, esas leyendas que insinuaban algo más. Se admiraba por la facilidad con que su padre lo había echado todo a un lado, en un momento, como si no importara nada, y lo hubiera metido en una caja con destino al sótano. Él contemplaba todo eso con cierta perspectiva, y veía las conexiones. Veía lo que todo eso parecía sugerir.
Carajo —se dijo—, hay que estar ciego para no verlo.
Pensaba todo eso, y lo cierto es que no le gustaba. Así que se lo preguntó directamente:
—¿Me estás diciendo que nada de esto es real? ¿Que no cuenta? ¿Que son sólo casualidades y coincidencias?
Su padre le miraba fijamente. De repente estaba serio.
—Escúchame. Así no son las cosas, hijo. No se hacen así. Veo lo mismo que tú. ¿Qué te crees? Pero una cosa es que charlemos sobre ello, sobre esas cosas que no encajan, y otra que pretendas que le ponga un sello de autenticidad. Porque hay una diferencia, por si no te habías dado cuenta —dijo con cierta dureza—. Y ahora te lo digo no como tu padre, sino como especialista en Historia Antigua. Como experto —matizó.
Julián pensó que de repente hacía un frío incómodo en el despacho.
—Yo no puedo moverme sólo con teorías y suposiciones, hijo —dijo con tono más suave—, y menos en temas como éstos. No es cuestión de prejuicios, ¿sabes? Sino que hacen falta cosas tangibles, pruebas sólidas para poder...
Se interrumpió porque Julián se levantó bruscamente, con el gesto severo, y fue hacia la mesa de consulta que su padre tenía en el centro de la habitación, a coger su chaqueta. Durante un instante Félix Curto temió que su hijo se marchase así.
Julián buscó en un bolsillo de la chaqueta, sacó un objeto metálico, volvió y lo plantó en medio de la mesa, delante de su padre, bajo la luz de la lámpara. Apenas brillaba.
—¿Querías algo sólido? Pues ahí lo tienes.
Y se quedó al otro lado de la mesa, de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—¿Qué es esto? —dijo Félix Curto, cogiéndolo con la mano y girándolo entre los dedos.
Era una especie de esferoide de metal grisáceo, un poco más pequeño que una lata de refresco. No pesaba apenas nada, y no tenía por fuera marcas ni señales. Estaba liso. Bueno, algo sí que tenía: una raja de alrededor de dos centímetros de largo y medio de ancho, por donde salía un trozo de metal pulido, tal vez la hoja de un cuchillo. Ese trozo de metal había abierto el hueco en el objeto, y se veía parte del interior. Y, como pudo apreciar el doctor al sacar la lupa del cajón superior del escritorio y mirarlo a la luz, el interior estaba lleno de algo que parecía una maquinaria de algún tipo. Aunque le resultaba tan poco familiar como el interior de un televisor de plasma para un nativo de la selva de Borneo.
—¿Qué es esto? —repitió.
—Eso es la punta de mi cuchillo. Lo otro estaba dentro de la estatua que presidía el templo que descubrí hace una semana, en Egipto.
La lupa se le escurrió de los dedos y cayó en el cuero verde de la mesa con un golpe amortiguado. La mandíbula del doctor Curto, el catedrático en Historia Antigua, también cayó ligeramente, dejándole la boca abierta. Se quedó con ella así durante un buen rato, mirando alternativamente a Julián y al objeto que sostenía en la mano izquierda, bajo la lámpara, empezando a comprender la enormidad de lo que eso implicaba.
—¿El templo?... Entonces... ¿el papiro?... ¿la estatua es real? ¿Lo que cuenta es real? —dijo mirando a Julián, con la misma expresión del que abre la puerta del baño de su casa y se encuentra dentro al Papa de Roma.
Julián le miraba, solemne, asintiendo con la cabeza. Sin decir nada.
Y a partir de ahí, durante un rato, los papeles se cambiaron, y fue Julián el que habló sobre todo, mientras su padre escuchaba, interrumpiéndole sólo lo necesario para que no se le escapase ningún detalle.
Ya era la segunda vez que lo contaba en el mismo día, pensó Julián, pero había que reconocer que era toda una historia.
Fuera llovía a cántaros, y dentro hacía rato que la música se había apagado.
No pareció importarle lo más mínimo a ninguno de los dos.
10
Era ya por la mañana y el Triumph volvía a estar aparcado frente al edificio de la Fundación Milodonte. Las gotas de la lluvia de la noche se acumulaban en el cristal de la ventana de Federico Balaguer, el director, que llevaba puestos un traje azul oscuro, una corbata azul con rombos blancos y una cara seria. Sostenía en sus manos un curioso esferoide de metal grisáceo, del que salía un trozo de la hoja de un cuchillo. Enfrente de él estaba su escritorio. Y al otro lado Julián Curto.
—Te lo has guardado muy en secreto —dijo sosteniendo el objeto con la mano derecha, escrutándolo, mientras se acariciaba distraídamente la barba con la izquierda.
—Quería estar un poco más seguro antes de formular mi teoría —dijo, e hizo una pausa—. Reconocerá que tiene su aquél. Balaguer asintió con una leve sonrisa. Estaba de acuerdo.
—¿Y ya lo estás?
—No —repuso—. Pero al menos tengo dudas razonables. Es algo, ¿no cree? Al menos esto demuestra que no alucinaba cuando estaba allí abajo —dijo señalando al esferoide.
Balaguer lo dejó encima del escritorio, cruzó las manos sobre el regazo y se echó un poquito para atrás en el sillón. Miró a Julián, amplió un poco la sonrisa y le enseñó unos dientes uniformes.
—Yo ya lo sabía —dijo con una sonrisa tan inocente como la de un vendedor de coches usados—. El que no estabas alucinando, me refiero.
Julián levantó las cejas.
—Anoche me llamaron del hospital. El doctor Oriol por fin ha recobrado la consciencia. Así que fui para allá y estuve hablando con él. Me lo contó todo. Está bastante confuso, pero en esencia se parece bastante a tu historia. Te está muy agradecido —dijo irónico.
—Iré a llevarle unas flores. A ver si tiene alergia.
Probablemente nada de todo esto hubiera pasado si el buen doctor se hubiera quedado quietecito en vez de meterse como un niño a explorar el templo por su cuenta. Aunque tal vez pudo haber sido mucho peor, pensó Julián con un ligero estremecimiento, recordando lo que había visto.
Balaguer sonrió ante el comentario. Debía pensar algo parecido.
—Bueno. Salúdale también de mi parte. La cuestión ahora es qué voy a hacer yo con todo esto —dijo tras una breve pausa.
—Por de pronto, tal vez podríamos ahorrarnos enseñárselo al doctor Hassan y a las autoridades egipcias. Si está usted de acuerdo, por supuesto. Al menos, hasta que sepamos de qué se trata exactamente.
Balaguer asintió vagamente. Abrió el cajón izquierdo de la mesa, sacó su pipa y prensó un poco de tabaco en la cazoleta.
—¿Se sabe algo de ellos, por cierto? —preguntó Julián.
Balaguer encendió la pipa, pegó un par de chupadas y negó con la cabeza.
—No. De momento lo he dejado estar. No quería hacer una reclamación formal por su comportamiento, por echarnos de esa manera, antes de estar seguro de lo que había pasado. Tampoco quería actuar en ningún otro sentido —dijo, dedicando una significativa mirada a Julián, y señalándole con la boquilla de la pipa.
—¿Y ya está seguro?
Balaguer mordisqueó la pipa, tardando deliberadamente un poco más de lo necesario en contestar. —No, pero tengo dudas razonables.
Cerró los ojos, sonrió y pegó una buena calada a la pipa. Aquel objeto metálico misterioso y anacrónico que tenía sobre la mesa era lo que necesitaba para reafirmarse en su decisión de respaldar a Julián y no airear el hecho de que hubiese volado deliberadamente el templo.
Julián sonrió también, pero como no fumaba, no le pudo pegar una calada a nada. Así que se contentó con relajar un poco los hombros, llenarse los pulmones y soltar el aire despacio, sacando con él la angustia y la incertidumbre que le quedaban. Se quedó un rato callado, examinando nuevamente el objeto mecánico, y dijo:
—También había pensado que podríamos echarle un vistazo a esto abajo. No tengo muchas esperanzas de que logremos averiguar qué es exactamente, pero tal vez podamos sacar alguna pista, algo interesante.
Balaguer estuvo de acuerdo, así que ambos bajaron al sótano de la Fundación. En la Sección Q estaban los mejores y más competentes especialistas.
—No sé cómo me las arreglo para que siempre me toque a mí preparar los cafés— refunfuñó Matt, recogiendo los trozos de una taza que se le había caído, mientras trataba de escuchar lo que Julián contaba en la Sala de Análisis.
Iba a asomarse a la puerta de la Biblioteca Técnica, que funcionaba también como cuarto de reuniones, sala de descanso y dormitorio ocasional para aquellas veces que se quedaban trabajando de noche en la Sección Q, cuando la cafetera empezó a silbar. Se dio la vuelta y la puso junto con un poco de leche en la bandeja, con las tazas y demás. Cogió todo eso y fue capaz de llevarlo a la Sala de Análisis sin tropezar más veces de las imprescindibles.
—Así que ahí estaba —contaba Julián a un fascinado auditorio—. Entro en el sagrario y me encuentro al doctor Oriol, arrodillado delante de la estatua.
—¿No te respondió cuando le llamabas? —preguntó Joanna. Sus ojos verdes eran tan bonitos y estaban tan abiertos que las gafas no podían disimularlos.
Matt sintió una punzada de celos, así que procuró hacer todo el ruido posible con la bandeja para que dejase de mirarle.
—No. Estaba haciendo... —se interrumpió para ver cómo Matt recogía el azúcar que acababa de volcar—. Estaba mordiéndose las muñecas con los dientes. Como si se córrase las venas, pero a las bravas. Estaba sangrando mucho —añadió.
Joanna, Aimar y Matt se miraron, con un gesto entre el asombro y la repulsa.
—No sé si leísteis el trabajo que publicó el equipo de Oriol sobre el papiro —Joanna fue la única que asintió—. Vale. Pues para vosotros dos —dijo Julián, señalando con un gesto a Matt y Aimar—, os resumiré muy rápidamente lo que contaba sobre el templo. El que lo escribió era un sacerdote del Templo de Ptah, en Menfis. Estamos hablando de Egipto, tal vez hace cinco mil años, o más. Ese papiro cuenta que el sumo sacerdote del templo les hizo ir a él y a algunos compañeros suyos, de noche, al palacio del faraón, donde coincidieron con delegaciones de un par de templos importantes más. Salieron todos en comitiva, comandados por el faraón y con una fuerte escolta, en plena noche, más o menos de incógnito. Y se adentraron en el desierto durante varias jornadas, hasta que llegaron a un templo sellado en mitad de la nada.
—Que es el templo que habéis encontrado ahora, supongo —dijo Aimar.
—Exacto. Y por cierto, el cilindro y los sensores sísmicos funcionaron de fábula.
Aimar guiñó un ojo, le dedicó una versión chulesca del saludo militar, y le alcanzó una de las tazas, que Joanna estaba sirviendo.
Julián tomó un sorbo de café y continuó.
—Total, que acampan, entran el faraón y los sacerdotes de más rango en el templo, y tras hacer algún tipo de preparativos comienza una ceremonia. Una ceremonia bastante extraña —dijo, mirándoles a los ojos—. Llaman a los sacerdotes y les llevan a una especie de cubículos en el sagrario del templo, para que recen, repitiendo unos salmos. Es posible que las resinas o inciensos que estuviesen quemando ahí tuvieran algún narcótico, porque al cabo de un rato el sumo sacerdote vuelve a entrar en los cubículos, pero esta vez con un cuchillo en la mano. Y les hace un corte en los antebrazos a los sacerdotes, que no se quejan en absoluto. —Hizo el gesto de cortarse en la muñeca izquierda y continuó con la historia—. Pero lo mejor viene ahora. Según el sacerdote, mientras estaba arrodillado rezando, vio cómo su sangre salía de la habitación en la que estaba a través de un hueco en el muro, como un canal pequeño, y a través de él pudo ver al faraón. Estaba frente a la estatua, gesticulando como si hablase con ella. La sangre de todos los sacerdotes se estaba acumulando en una oquedad, justo delante de la estatua. Y en un momento dado...
—Espera —interrumpió Matt—. No sé si me he perdido algo, pero ¿que tiene que ver esa historia con esto?
Se refería al esferoide metálico, que estaba encima de un paño negro, en medio de la enorme mesa blanca de trabajo, de laminado compacto.
—Te la cuento —dijo despacio y con una sonrisa cansada—, porque esa estatua es la misma frente a la que encontré a Oriol, y porque cuando os diga de dónde he sacado este objeto, y en qué circunstancias, querréis tener toda la información disponible. Créeme.
Balaguer, que estaba de pie al lado de la mesa, apoyado en la encimera de laminado blanco donde se acumulaban los instrumentos de análisis, no pudo reprimir una pequeña risa. Todos le miraron, y él se disculpó con la mano. Acto seguido, le hizo un gesto a Julián para que continuase.
—Esto es importante —dijo—. Antes de que prejuzguéis lo que os voy a contar, os recuerdo que, gracias a las indicaciones del papiro, encontramos el templo. Así que probablemente sea algo más que una fantasía.
De repente estaba serio. Matt fue a hacer un comentario ingenioso, se lo pensó mejor y cerró la boca.
—Según el texto, en un momento dado el faraón se arrodilló ante la estatua. Y la sangre que había acumulada frente a ella empezó a agitarse, a borbotear, hasta que de pronto se alzaron como unos filamentos, unas columnas de sangre. Cada vez eran más, y más, y se elevaban hasta la altura de un hombre normal, vibrando, ondulándose, retorciéndose, cada vez más rápido, fundiéndose unas con otras, hasta que comenzaron a dibujar el perfil de una figura, que se fue haciendo más nítida, sólida. Era una mujer desnuda, de color rojo brillante, hecha de sangre, de dos metros de altura y con una cabeza de leona. La diosa Sekhmet.
Hizo una pausa y les miró. No se oía ni una mosca.
—Ella, o eso, tocó al faraón, y en ese momento el sacerdote perdió el conocimiento. Cuando despertó estaba fuera del templo, en unas tiendas del campamento, con el resto de sacerdotes. Todos tenían el brazo vendado. Pero la cosa no acaba aquí. El faraón todavía está en el templo, con los sumos sacerdotes. Y cuando por fin sale, está como transformado. Sorprendentemente rejuvenecido, dice en el texto. Y con una presencia imponente, como si un poder extraordinario emanase de él. Debió ser algo especial, para que destacase sobre la majestad y la soberbia que normalmente destilaba el faraón. En fin. En un momento dado, ordena a sus soldados matar a todo el mundo, y el sacerdote se salva ocultándose entre los cadáveres.
Silencio. Todos se miraban unos a otros. Al poco, Matt soltó un bufido.
—Esto... ya. Vale. ¿Qué es, magia egipcia? ¿Dices que ocurrió de verdad? ¿Estás hablando en serio?
—No —dijo Julián—. Es una broma, Matt. Enterramos un templo y lo sacamos hace cinco días para hacer un chiste. Y ha sido tan bueno que el doctor Oriol se ha tenido que ir al hospital, de la risa.
Dos manchas rojas se extendieron por las mejillas de Matt, al igual que un incómodo silencio por la habitación, que se cernió sobre ellos hasta que Julián lo rompió.
—Perdóname, hermano —dijo levantándose y agarrando de los hombros a Matt, que le palmeó la mano. Se quedó de pie entre Aimar y él, que estaban sentados a la mesa en taburetes altos, apoyó los codos en la mesa y siguió hablando, con el gesto concentrado—. Creo que es la cuarta vez que cuento esta historia entre ayer y hoy, y estoy un poco saturado. Pero es que el tema es complicado —añadió—. Porque no es cuestión de discutir si esto ocurrió o no hace cinco mil años, sino que ha pasado hace una semana. A mí.
—¿Nos estás tratando de decir que...?
Ahora fue Aimar el que dejó la pregunta flotando en medio de una atmósfera de estupor. Tenía los ojos muy abiertos, y la boca también. Balaguer les miró y sonrió, sin decir nada.
—Perdona. Sigue, por favor —dijo.
—El doctor Oriol estaba royéndose las venas cuando llegué al sagrario del templo —continuó Julián con un poco más de tranquilidad—. Sangrando bastante, y fuera de sí. Luchamos cuando me vio; quería que le dejase a solas. Con la estatua. Iba a inmovilizarle cuando de repente algo sucedió.
Hizo una pausa y torció el gesto. Le costaba recordar con claridad lo que había pasado. Lo cual no dejaba de ser un consuelo, porque si algo tenía claro, es que lo que sucedió en el templo no le había gustado.
—Algo... una luz blanca empezó a palpitar, muy potente. Con un ruido tremendo, como un rumor que iba subiendo de tono y de volumen. Me iba a estallar la cabeza. Dejé de ver al doctor Oriol. Recuerdo que caí de rodillas delante de la estatua, y me manché la pernera del pantalón con la sangre de Oriol que había caído ahí. Yo sólo veía esa tremenda luz blanca, a pesar de que tenía los ojos cerrados. Pero había algo más: en medio de toda la blancura surgió la estatua, una estatua de piedra negra, que representaba a un ser de aspecto humanoide, sentado enfrente de mí. Mirándome. Y os juro que me habló, directo a la mente.
Las tenues luces de la Sala de Análisis iluminaban los rostros de sus amigos, vueltos hacia él. Si alguno tenía dudas, las llevaba por dentro.
—No eran exactamente palabras, sino que yo recibía directamente su pensamiento.
—¿Y qué viste? —dijo Joanna, con un hilo de voz.
Julián permaneció en silencio unos instantes, tratando de aislar sus recuerdos. Tenía el ceño fruncido y los ojos cerrados.
—Vi cómo ese ser, y otros como él, llegaban a nuestro mundo. Aparecieron en una especie de isla pequeña, como una colina rodeada por mar. Sentí cómo miraban a nuestro mundo con avidez, sabedores de que aquí podrían ser como dioses, imponiendo su ley —dijo con una mueca de desagrado—. Les vi instruir y gobernar a los hombres. Les ayudaron a evolucionar, sí, pero porque ello redundaría en su propio beneficio. Era un mundo suyo, donde podían ejercer su voluntad.
Julián abrió los ojos, se sirvió un vaso de agua y se lo bebió de un trago.
—Creo que es importante el hecho de que esto que he visto coincida con lo que dicen las leyendas egipcias tradicionales sobre la creación —dijo recorriendo con los ojos los rostros de sus amigos—. Me refiero al tema de la colina primigenia sobre el agua, como lugar de origen de la vida. Que es además justo el aspecto que tenía hace miles de años la zona del desierto sobre la que se alza el templo ahora. Pequeños islotes sobresaliendo de la tierra inundada.
Joanna asintió. Habían descubierto la ubicación del templo gracias a que Julián y ella estaban trabajando en un proyecto de paleo-geología de la Fundación, haciendo una cartografía de la localización de antiguos lagos en lo que hoy es el desierto líbico, al oeste del Nilo. Estaban analizando los datos suministrados por el satélite cuando detectaron la presencia de grandes estructuras enterradas bajo la arena. Julián había leído el artículo del equipo de Oriol sobre el papiro, y sus sospechas desembocaron en una expedición de prospección en toda regla.
Julián volvió a la cabecera de la mesa, apoyó las manos sobre el borde y se inclinó ligeramente hacia delante. La lámpara que tenían justo encima hizo que su cara quedase casi en sombra.
—Esto quiero que quede entre nosotros. Además de los que estamos aquí, sólo lo sabe mi padre.
Todos asintieron con gesto serio.
—Vi también lo que pretendían hacer ahora —dijo despacio—. Es como si todo eso que os he contado hubiese sido una etapa, algo perteneciente al pasado y olvidado incluso para ellos, con el templo sepultado bajo siglos y toneladas de arena. Pero al descubrirlo, al entrar en él, es como si de alguna manera lo hubiésemos reactivado. Como si una alarma se hubiese puesto a parpadear en algún sitio, y ellos, quienquiera que sean, hubiesen centrado de nuevo su atención en nosotros. Oriol se estaba cortando las venas para que se pudiese formar de nuevo la figura de sangre, como si ellos necesitasen eso para interactuar físicamente con nosotros, o para inocularnos algo, no sé. —Hizo una pausa, pasándose la mano por su pelo castaño—. Es como si al entrar en el templo, se hubieran planteado la opción de volver —prosiguió—. Cuando la voz me habló, trató de tentarme. Me enseñó el mundo, la gente, los países, los territorios... Todo. Durante un instante me lo dieron todo. Y me ofrecieron un trato. Sólo tenía que ayudar a Oriol a sacar su sangre y comulgar de la mujer de sangre que formarían, para actuar y servirles como su caudillo. A través de mí gobernarían de nuevo. Sobre un planeta distinto, mucho más atractivo que cuando lo dejaron. Sentí la avidez con que lo miraban todo... y el vértigo de poseerlo. Hubiera sido mío, mientras les sirviese.
Se quedó callado. A medida que había ido hablando y reviviéndolo, la voz de Julián se había ido transformando en un susurro. Fue como si su mente hubiera vuelto a vivirlo de nuevo, con todos los detalles reluciendo nítidos, y más que recordarlo, estuviese contando lo que veía.
Parpadeó y miró a sus amigos y a la Sala de Análisis, confortable y conocida, como si por un momento no supiese dónde se encontraba.
—¿Qué... qué hiciste?
En la voz de Matt no había ni duda ni incredulidad. Estaba demasiado sobrecogido.
—Notaba cómo me iba diluyendo en la voz del ser, en su mente... era extrañísimo. Como si se metiera en mi consciencia, en mi voluntad... así que me agarré a lo único que me quedaba. Cogí mi cuchillo y le di fuerte.
Aimar se levantó despacio, dominándose, empujando hacia atrás el taburete con el pie. Apoyó las manos en la mesa y bajó lentamente la cabeza hasta dejarla a pocos centímetros del esferoide, observándolo en silencio, con una mezcla de fascinación y repulsa. Su superficie era uniforme, de un color gris que según le diese la luz, mostraba algún tono indescriptible de verde, como algunas de esas piedras que deja la marea al descubierto. Levantó los ojos hacia Balaguer, por si ponía alguna objeción. Nadie dijo nada, así que puso el objeto bajo una potente lupa binocular, conectada a una cámara, y encendió el sistema.
Una luz poderosa iluminó el esferoide. Aimar lo movió delicadamente, haciendo que el objetivo de la cámara recorriese su superficie, que no era lisa sino ligeramente rugosa, granulada. No tenía ninguna irregularidad destacable, si exceptuábamos los cuatro centímetros de acero que sobresalían de él. En el lado derecho del filo se había abierto un pequeño hueco. Lo movió para que quedase exactamente bajo el foco, y puso el aumento de la lupa al máximo: había algo ahí dentro. Aimar cogió el alicate Leatherman que siempre llevaba en una funda colgada del cinturón, se puso el esferoide entre los muslos, agarró el trozo de cuchillo con el alicate y moviéndolo ligeramente de un lado a otro, lo sacó. La hoja no presentaba restos de nada concreto. Estaba totalmente rayada, aunque parecía que las marcas se debían más al choque con la piedra. Aimar iluminó otra vez el agujero y la pantalla les mostró el interior. Se parecía a esos dibujos que salen en los libros de biología, en los que se representa cómo es una célula por dentro, sólo que aquí todo era del mismo color, y no había ninguna inscripción que les indicase qué demonios era lo que estaban viendo. Había pequeñas esferas dentro, que colgaban de filamentos. Brillaban suavemente cuando les daba la luz. Un par de cuerpos irregulares se adivinaban por la estrecha hendidura, pegados a la cara interna del esferoide. Lo agitó con delicadeza, y dio la sensación de que aquello del interior se balanceaba ligeramente.
—Debo tener la misma cara que vosotros —dijo Aimar, despegando la vista de la pantalla y mirando a sus amigos—. No tengo ni la menor idea de qué es esto. No te he entendido mal, ¿verdad Julián? Esto estaba dentro de la estatua.
—Sí. Cuando empecé a apuñalar la cabeza, el rumor ese tan fuerte que había en el templo subió tanto de tono que las luces explotaron y me desmayé. Cuando me desperté, mi cuchillo estaba partido y la punta clavada en esto. Miré la estatua, y en lo que quedaba de cabeza se veía un hueco excavado en la piedra. Esto —dijo señalando el objeto—, encajaba perfectamente ahí.
—¿Había un compartimiento, con una tapa o algo así, para introducirlo en la figura? —preguntó Joanna.
—No me dio esa impresión. Si la estatua fuese de cemento o de metal, te diría que lo pusieron dentro mientras llenaban el molde, antes de que fraguase. Parecía de una sola pieza. Siento no haberte traído ninguna muestra de la piedra —dijo al ver su expresión.
—No estoy muy puesto en geología —dijo Matt—, pero eso me suena bastante raro, ¿no? ¿Tenían en Egipto la tecnología para hacer piedras artificiales o chismes como ése?
La respuesta parecía tan evidente que ninguno contestó. Aunque lo cierto es que en todo este asunto no había nada ni evidente, ni normal. Ni tan siquiera medianamente racional.
—Si lo que tú veías en tu mente terminó cuando rompiste esto, parece claro que hay una relación —dijo Aimar—. Tal vez sea algún tipo de aparato, un transmisor o algo así.
Julián volvió a mirar la pantalla, a esa especie de cruce entre fósil y transistor que tenían bajo la lupa. No es que fuese más avanzado o atrasado que los aparatos con los que Aimar o Matt estaban familiarizados, sino que aquello jugaba en otra liga. Era una aproximación diferente, un concepto distinto.
—Fíjate, es una arquitectura tridimensional —dijo Matt—. Nosotros planificamos más en dos dimensiones —explicó antes de que le preguntasen—. Por ejemplo, en un ordenador los componentes se ensamblan sobre placas base, que son planas. Podemos aumentar la complejidad poniendo más de una placa, o microprocesadores en paralelo, pero esto es diferente —dijo moviendo ligeramente el esferoide para ver lo más posible el interior—. Aquí no se trabaja en un plano, sino en el espacio. Los componentes interactúan entre sí de una manera mucho más compleja.
La imagen del monitor les mostraba cómo las pequeñas esferas que había en el interior estaban enlazadas unas con otras por pequeños filamentos, sin un patrón reconocible pero que, con seguridad, sería cualquier cosa menos fruto de la casualidad. Julián pensó que era parecido a ver de cerca las neuronas de un cerebro, tejiendo una red de sinapsis nerviosas. Aunque no estaba muy seguro de que quisiera volver a ver los pensamientos que esa especie de pseudocerebro era capaz de generar. La voz de Aimar le rescató cuando su imaginación le empezaba a desvelar la morbosa posibilidad de que lo que estuviera viendo fuese realmente una especie de cerebro, extraído de la cabeza de una especie de estatua, que representaba a una especie de humanoide, o tal vez algo más.
—No sé exactamente qué material es éste —dijo Mart tratando de arañar infructuosamente la cara exterior del esferoide con la navaja de su alicate multiusos—. No estoy seguro de que sea una aleación metálica. Se parece más a un plástico, a algún tipo de polímero, aunque no he visto nunca nada igual. Es muy resistente. Convendría hacer un estudio de microscopía electrónica para ver la estructura del material, jefe, y pasar también una muestra por el espectrógrafo a ver si nos dice algo sobre su composición. Para empezar, claro.
—De acuerdo —dijo Balaguer—. Solicita lo que te haga falta, pero quiero que le saquéis a esto todo el jugo posible, a ver si descubrimos qué es exactamente y quién lo ha hecho. —Una significativa sucesión de miradas se extendió entre los integrantes de la Sección Q—. Eso sí, os digo a todos que a partir de ahora esto pasa a ser Protocolo Restringido. No quiero que nadie más esté al tanto de esta investigación, ni siquiera el resto de personal de la Fundación. Con las pruebas que necesitéis hacer fuera de aquí, no pidáis favores —dijo—. Alquilad las instalaciones y hacedlas en privado. ¿De acuerdo? Todos lo estuvieron.
Federico Balaguer dejaba la Sección Q mientras Joanna explicaba al resto la posibilidad de que las inmensas salas de piedra de templo, con sus columnas gigantescas y algunas paredes recubiertas de metal, pudieran servir como una especie de colosal condensador de energía que alimentase el objeto que tenían bajo la lupa. Era curioso, pero de alguna manera intuían que aquello era una suerte de máquina, y que había sido utilizada para generar las visiones que tuvieron el doctor Oriol y Julián. Y quién sabe si para hacer aparecer también la figura de la diosa Sekhmet, entre otras cosas. Sabían que partir de esa presunción no era muy compatible con el método científico que habitualmente seguían. Claro que tampoco pensaban que aquello fuese competencia directa de la ciencia convencional. Aquello estaba unos cuantos pasos por delante.
Ya había subido las escaleras cuando Sandra abordó a Balaguer.
—Iba a buscarle, señor. Tengo por fin la comunicación que me pidió. Siento la tardanza, pero no estaba localizable en su despacho y he tenido que hablar al menos con cinco personas antes de que me diesen su número privado.
Balaguer asintió. Se imaginaba algo parecido.
—Páseme la llamada a la biblioteca —dijo.
Entró en la habitación, que estaba justo al lado de las escaleras, cerró la puerta, carraspeó para aclararse la garganta y atravesó la sala hacia uno de los ventanales, a cuya izquierda había una mesa con tres ordenadores y un teléfono. La luz se encendió y descolgó el auricular.
No fue consciente de ello, pero cuando empezó a hablar se irguió ligeramente y se recolocó el nudo de la corbata, como cuando uno quiere causar una buena impresión.
11
El anciano rejuvenecía cuando estaba con ella, lo que hacía que sólo aparentase ciento cincuenta años. Iba impecablemente vestido con un traje oscuro, y estaba sentado en una silla de ruedas repleta de cromados y pulidos que parecía flotar en medio de la penumbra del enorme salón.
Lo acompañaban dos mujeres. Una era una sólida enfermera de unos cincuenta años, vestida de uniforme, que estaba discretamente de pie en uno de los extremos de la habitación, silenciosa, eficiente y siempre vigilante del hombre que tenía a su cuidado. La otra era una visión, un sueño. Llevaba un conjunto gris de falda y chaqueta, muy elegante y sugerente, ceñido en su justa medida. Blusa blanca, medias de un gris azulado y unos zapatos de tacón como los que aparecen de vez en cuando en los sueños de los hombres, en algunas noches cálidas de verano. Estaba inclinada a un lado del respaldo de la silla y su melena rozaba el hombro del anciano. —No las veo bien, niña. Enciéndeme la luz. IlseSkorzery, obediente, encendió una pequeña lámpara que tenía la silla, a la derecha de la cabeza de su abuelo. El viejo sujetaba una fotografía en cada mano, y las movía atrás y adelante al mirarlas, tratando de enfocarlas lo mejor posible a través de unas gafas de gruesos cristales. A juzgar por la amplia sonrisa que cruzaba su rostro, el esfuerzo le merecía la pena.
—Ésta está bien, muy bien —dijo alzando ligeramente la fotografía del relieve de Akhenatón—. Pero ésta otra... ésta es realmente importante. Mírala, Ilse.
Tomó la Polaroid, que conocía perfectamente. Llevaba durmiendo con ella en la mesilla de noche desde que compró la estatua al doctor Hassan. A pesar de ser sólo una imagen, se captaba perfectamente la energía que emanaba de la figura de la diosa Sekhmet.
Piezas como ésa conmovían a los profanos, que las miraban hipnotizados en los museos sin saber por qué. Los iniciados, conocedores de las historias que ocultaban, se sobrecogían en su presencia. Por ellas, los cruzados, como Ilsey su abuelo Otto, eran capaces de matar.
—Esta es especial, ¿lo notas? Cada vez estamos más cerca —dijo el viejo con satisfacción, poniéndose las manos en el regazo—. Muy cerca —musitó—. ¿Cuando las tendremos aquí?
—Ya sabes lo cumplidores y puntuales que son los egipcios. Deberían haber estado listas para embarcar ayer. Me aseguraron que las tendríamos esta noche en el aeropuerto de El Cairo, sin más retrasos.
El rostro del anciano se torció con una mueca de desprecio.
—No me gusta tratar con árabes —dijo—. No me fío de ellos. No tienen honor ni palabra. —Dirigió un dedo sorprendentemente firme hacia su nieta, reafirmando sus palabras—. Unos charlatanes, y unos mercachifles capaces de vender a sus hijas, es lo que son. Mira a ese Hassan. Valiente guardián de los tesoros, mercadeando con ellos... ¡No es digno ni de tocarlos!
Su voz resonó como un trueno en el espacioso salón.
—¿Y quién lo es hoy, a fin de cuentas? —se preguntó entre dientes, con la mirada perdida en las sombras—. Sólo hay rebaños de necios, mi pequeña —dijo poniendo una mano sobre la de Ilse —. Es un mundo de producción en masa. Están todos perdidos. Corrompidos y degenerados —añadió al cabo, con desdén—. Por eso las reliquias han de estar bajo nuestra custodia, ¡la de la única raza pura que aún perdura!
A pesar del siglo que estaba a punto de cumplir, el hombre aún conservaba el vigor y apretó la mano de Ilse con fuerza. Ella le acarició la cabeza con veneración, rozando con los dedos la amplia cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, visible aún entre las arrugas del rostro. El gesto suavizó un punto el ánimo de su abuelo, que dio por terminado el monólogo y volvió a sonreír mientras se quitaba las gafas.
—Mi pequeña Ilse, tú sí que me entiendes. Tú sabes.
Levantó la cabeza hasta alinear sus ojos con los de ella en una mirada llena de afinidad, y luego los cerró y asintió suavemente con la cabeza, sonriendo mientras le palmeaba la mano. Ilse sonrió también, y empujó la silla hasta colocarla frente a un sofá.
Cuando se sentó en él, su rostro estaba serio.
—Han surgido complicaciones —dijo Ilse por fin.
—Lo sé, cariño, ya me lo han dicho.
Era uno de los fundadores de La Corporación, y pocas cosas ocurrían sin su conocimiento y consentimiento. Y no sólo dentro de la organización.
—No podemos permitir amagos de competencia, Ilse—dijo el anciano despacio—. Descubre qué ha ocurrido exactamente, hasta qué punto van a interferir en nuestros proyectos, y si es necesario ponle remedio de manera definitiva. Con discreción, cielo. Tú a distancia.
Ilse torció el gesto. No sería la primera vez que ordenase la muerte de una persona, pero eso no significaba que le gustara.
—Anoche, poco después de aterrizar, me llegó un mensaje de nuestro hombre en Qattara. No han encontrado indicios de que el templo haya sido derrumbado intencionadamente. No había restos de explosivos.
—No tiene por qué haberlos, si el que lo hace sabe lo que tiene entre manos. En la guerra yo mismo me di bastante maña. Enseñamos a los comandos que trabajaban en operaciones encubiertas a no dejar huellas, o a dejarlas de forma que los investigadores de los aliados llegasen a conclusiones erróneas, según nuestros intereses.
El anciano se quedó unos instantes en silencio, meditando. Cuando volvió a hablar estaba un poco más serio, si cabe.
—No me gusta que haya gente implicada capaz de hacer eso —dijo—. Suena a profesional. Suena a organizado. Y eso puede significar que haya un grupo trabajando en la misma línea que nosotros.
—Uno de los que participaron es de una fundación española. La Fundación Milodonte. Realiza trabajos de campo en condiciones difíciles, para proyectos científicos. Él fue el que localizó el templo bajo la arena. Se llama Julián Curto.
—¿Como el catedrático? —preguntó alzando unas pobladas cejas blancas.
—Es su hijo.
Los cristales blindados de la mansión mantenían muy a raya los ruidos habituales de la ciudad de Buenos Aires, pero dejaron traslucir el sonido amortiguado de un helicóptero que sobrevolaba la casa. Con toda probabilidad aterrizaría en el helipuerto del gran jardín que la rodeaba.
Otto Skorzery hizo caso omiso y siguió cavilando en silencio por unos instantes.
—Eso me gusta menos aún —dijo—. ¿Qué ha sucedido con la estatua del templo? ¿La encontraron?
—Está destrozada, afectada por el derrumbe. Irrecuperable.
Un breve golpe sonó en una de las puertas del salón. Un caballero alto, de unos sesenta años, que aún conservaba el porte atlético y el pelo oscuro penetró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Llevaba puestos un traje gris de tres piezas cortado a mano y el gesto altivo y elegante que constituía la señal de marca de la familia Skorzery.
—Acaba de aterrizar la presidenta, padre. Está todo dispuesto para el desayuno.
Resulta que cuando estás en la cúspide de La Corporación, los presidentes de Gobierno son los que vienen a verte a ti y no al revés. El viejo miró a su hijo e hizo una breve señal de asentimiento con la cabeza. El caballero volvió a abrir la puerta, chasqueó los dedos, y un enjambre de asistentes, secretarios y ejecutivos penetraron en el salón. Ya estaban moviendo la silla de ruedas y enumerándole los puntos a tratar en el desayuno de trabajo cuando hizo un leve gesto con la mano. Todo el mundo se detuvo. El anciano se volvió hacia su nieta y dijo:
—Las casualidades ocurren en la vida, Ilse, pero no son tan frecuentes como la gente piensa. Esto que me has contado me preocupa. Quiero que te ocupes personalmente. ¿Lo harás por mí?
Era una manera de dar órdenes.
Ilse se levantó, cogió la mano de su abuelo y la besó. Éste asintió y con un movimiento de su mano izquierda volvió a poner en mar cha a toda la comitiva. Se alejaron envueltos en un murmullo por el amplio pasillo, dejando solos a Ilse y a su padre. La mirada severa de éste tenía ecos de una tristeza antigua.
—No sabía que estuvieses aquí —dijo.
—Aterricé anoche. Vine directa a la casa para poder ver esta mañana al abuelo.
Un silencio incómodo se estableció entre los dos. No solían decirse muchas cosas, al menos buenas.
—¿Qué tal tu viaje?
—Pensé que no te interesaba lo que hacemos en mi departamento —dijo mirándole desafiante.
—Eres mi hija, Ilse—repuso, e hizo una pausa—. Aunque ya no quieras ejercer como tal. Es normal que me preocupe por ti, ¿no crees?
Cerró la puerta del salón, sacó una pitillera de oro de la chaqueta, le ofreció un cigarrillo y tomó otro para él. Los encendió con un mechero a juego con la pitillera y dio unos pasos por la habitación, hasta la ventana. Corrió una gruesa cortina y la luz de la mañana devolvió la vida a la estancia, al menos a la parte en la que estaban. El otro extremo aún permanecía en penumbra.
Se sentó en un sofá y le indicó que le acompañase. Ilse se quedó inmóvil junto a la puerta por unos instantes, y luego se sentó frente a su padre.
—Ya no eres una niña —dijo.
—Eso es obvio —contestó ella y le dedicó una mirada burlona—. Me alegro de que te hayas dado cuenta.
El hombre hizo caso omiso al comentario, pegó una calada al cigarro y continuó:
—Entiendo que en su momento te impresionaran las historias que te contaba tu abuelo. Y entiendo que él mismo vuelva a dedicarles parte de su atención. A fin de cuentas es muy mayor, ha tenido una vida extraordinariamente productiva, y puede permitirse ciertas excentricidades. Pero no sé hasta que punto es inteligente que tú te dejes dominar por ellas.
Ilse estaba empezando a impacientarse pero se controlaba. De momento. Él hizo una pausa, miró el cigarrillo con indiferencia, lo apagó en el cenicero y siguió con sus reproches.
—Creo que deberías dirigir tus ambiciones a campos que resultasen más útiles para La Corporación, Ilse, y probablemente para ti misma.
—Sí, ya lo has dicho. Más de una vez.
—Hablemos con franqueza, hija. Todo este tema de las leyendas y el folklore resulta muy curioso y hasta divertido. Pero no es serio.
Se preveía una agradabilísima reunión, como de costumbre.
—Lo curioso, padre, es que no recuerdo haberte oído comentarle nada parecido al Líder, cuando íbamos a verle a Bariloche. Y puedo asegurarte que él fue uno de los promotores de esta «caza de reliquias», como te gusta llamarla.
Erich Skorzery tenía las piernas cruzadas y estaba comprobando distraídamente el perfecto remate del dobladillo de su pantalón. Si el comentario mordaz de Ilse le había afectado, no lo acusó en absoluto.
—¿Sabes qué fue lo primero que hizo el Líder cuando entró en Viena? —continuó ella—. Mandó asaltar la Tesorería Imperial, y ordenó que requisasen inmediatamente la Lanza de Longinos. Esa es la importancia que él le concedía a estas reliquias. La lanza fue la que utilizó el centurión romano para atravesar el pecho de Cristo en la cruz, por si no lo sabías —explicó a su padre, que ahora había cruzado los brazos y miraba con gesto indiferente a un punto indeterminado por detrás de Ilse —. También se le llama la Lanza del Destino, y es una de las reliquias más importantes de la Cristiandad. Y aunque a ti no te importe, tiene incluso valor militar. Ayuda al que la posee a vencer en la batalla. Por eso el Líder se encargó de que permaneciera a partir de ese momento bajo la custodia de La Corporación, padre. La lanza que se llevó el imbécil de Patton era una falsificación hecha por un maestro armero en Japón. ¿Sabes dónde está la auténtica? En la sede central de Suiza. Donde, por cierto, no parecen compartir tus dudas sobre la utilidad de la misión que tenemos en mi departamento.
—Hija —dijo con tranquilidad, condescendiente—, apoyan, o permiten, el proyecto porque es un capricho de tu abuelo. Y porque algunos de los directivos de más edad recuerdan lo que le gustaban al Líder estas cosas. O tal vez hasta por aspectos simplemente estéticos, de poder. Y quizá porque seamos nosotros los que acumulemos esos objetos, simplemente porque podemos. Igual que acumulamos otras cosas. Pero no me vengas con que lo hacemos porque tienen un valor mágico real. No necesitamos amuletos.
Ilse contempló con fijeza el rostro de su padre, que esbozaba una sonrisa de suficiencia, y sonrió ligeramente a su vez. Apreciaba la ironía de proceder de la semilla de un hombre tan cuadriculado y obtuso.
—Para ti es sólo cuestión de dinero, ¿verdad? Todo esto, La Corporación, no representa para ti más que una gran empresa, ¿no es así?
Erich entornó ligeramente los ojos y su sonrisa adquirió un matiz duro.
—¿Y qué, si no? ¿Me vas a contar el discurso de la patria, tú, que has nacido en este país?
Interrumpió con un gesto la respuesta de Ilse y continuó: —Ilse, nosotros tenemos ya el poder. La Corporación es tan fuerte que dominamos o influimos en la mayor parte de los gobiernos del mundo. Ellos están de cara al público, pero nosotros somos los que les decimos lo que han que hacer. ¿Ventaja militar por una lanza? No me hagas reír. Aquí no se pone en marcha una guerra si no lo decidimos nosotros. Mandamos a pelear a los demás, y por supuesto, teniendo de antemano un resultado claro y acorde a nuestros intereses.
Ilse lo contempló en silencio por unos instantes, y dijo: —El abuelo tiene razón. Habéis perdido los ideales. Ahora entiendo por qué lo llamáis La Corporación —dijo lentamente, atravesándole con la mirada—. A mí me gustaba más El Reich, como lo bautizó el Líder.
Erich Skorzery desvió la mirada. Un suave rubor le cubrió las mejillas.
—¿De veras crees que cuando el Líder puso en marcha la gran guerra lo hizo por dinero? ¿Que la misión de instaurar un nuevo orden era sólo cuestión de modificar unas fronteras? No, padre. La trascendencia que está reservada a nuestra élite es otra. Nuestro liderazgo en el mundo es otro. Y como dice el abuelo, que te recuerdo que es el Líder actual del Reich, estamos muy cerca de lograrlo.
Se puso de pie y un leve golpe en la puerta salvó a su padre de tener que dar una réplica incierta e inútil. Era uno de los hombres de Ilse. Por fin habían interceptado la comunicación que estaban esperando.
—Creí que sus llamadas estaban codificadas —dijo Ilse un minuto más tarde, bajando por la escalera hacia la sala de comunicaciones subterránea.
—Así es, señora. Pero ésta llamada no la ha realizado él, sino que proviene de la Fundación Milodonte.
Ella elevó las cejas, con lo que sus ojos azules se hicieron tan grandes como dos icebergs flotando en el Ártico. Penetraron en una espaciosa sala llena de ordenadores, tablas transparentes y analistas trajeados, que iban de aquí para allá, eficientes y ocupados. Un hombre de mediana edad, calvo y con un poblado bigote, fue a su encuentro. Cuando se plantó delante de Ilse, entrechocó muy levemente los tacones de sus zapatos. Se abstuvo de levantar la mano derecha.
—Aquí tiene la trascripción, señora. La hemos interceptado hará una media hora.
Ilse ojeó los papeles y sonrió. Era una llamada del director de la Fundación Milodonte a Alfredo Peralta, y hablaban sobre la expedición de Egipto.
Y lo que era aún más interesante, de Julián Curto y de un nuevo proyecto.
12
El Triumph describió una amplia parábola cuando abandonó la carretera y entró en el camino de tierra que llevaba a la casa de campo de Alfredo Peralta, derrapando suavemente y dejando tras de sí una nube de polvo y una lluvia de piedrecitas.
Probablemente no era necesario que hubiese ido el mismo día, pero sabía que el trato con los patrocinadores era un tema muy delicado para su jefe, Federico Balaguer. El que le pidiera como un favor personal que mantuviese las buenas relaciones de la Fundación con Alfredo —máxime después de lo que Balaguer consideraba que había sido un fiasco de expedición—, unido a que no tuviese nada realmente importante que hacer en Madrid, había sido suficiente para que Julián se fuera a su casa después de comer; hiciese una llamada y una bolsa de viaje, y se fuese a la finca de Alfredo en Trujillo.
La tarde finalizaba cuando Julián atravesó la puerta de entrada y aparcó frente a la casa. El propio Alfredo salió a recibirle, impecable con un traje de tweed de color pardo, una camisa de rayas, una gorra del mismo tweed que el traje y unos botines de cuero. El rifle que llevaba colgado al hombro y el cuchillo que asomaba por debajo del borde inferior de la chaqueta, resultaban unos complementos de lo más interesante.
—Si no tiene cena en casa podemos ir a la ciudad, Alfredo. No es necesario que se tome tantas molestias.
El hombre soltó una carcajada y fue hasta el coche a darle un abrazo a su amigo.
—No tenía nada que hacer por la tarde y he salido por la finca a tirarle a los venados. No ha habido suerte, pero al menos me he dado un buen paseo —aclaró, ante el gesto inquisitivo de Julián—. Acompáñame, vamos a dejar todo esto.
Julián cogió su bolsa del coche y entró con Alfredo en la casa. Nada más entrar en el zaguán, que parecía mayor que todo su piso, se hizo una idea aproximada de cómo era la modesta cabaña de Alfredo. Torcieron a la izquierda, atravesaron el salón y llegaron a la biblioteca. Alfredo se dirigió a uno de los armarios de madera de estilo antiguo, a juego con las inmensas librerías de la habitación. Abrió la puerta y apareció otra, ésta de acero inoxidable. Tecleó una clave numérica en la pequeña consola que tenía integrada y por fin se abrió. Era el armero. El millonario se desprendió de su fusil, y el ojo entrenado de Julián no pudo menos que admirarse. Alfredo lo notó y se lo ofreció:
—Es un Schultz & Larsen modelo 68, de mediados de los cincuenta.
Julián abrió el cerrojo y extrajo el cargador de tres cartuchos, para asegurarse de que estaba descargado. Se encaró el arma, que le quedaba ligeramente larga. Era fantástica. Acarició la culata de nogal rojizo e inconscientemente recordó las piernas de Esther, dos noches atrás. Resultaba difícil decidir cuál era más suave.
—Espectacular —dijo deslizando los dedos por la madera—. ¿Hecha a mano?
—La culata sí —contestó Alfredo, tomando el rifle que Julián le devolvía, encarándoselo por un momento y poniéndolo en su sitio en el armario—. Me cae como un traje a medida, es comodísimo. Y además me gusta que lo haya hecho una persona, un artesano, y no una máquina. Es como si le diese alma. Mira, fíjate en esto —dijo, y extrajo de su vaina el cuchillo que llevaba al cinto—. Está hecho por Alfredo Kehiayan, un maestro argentino. Uno de los mejores del mundo —dijo orgulloso.
Julián estaba acostumbrado a los cuchillos artesanales. Formaban parte de su equipo habitual y sabía que tenían diferencias significativas respecto a los modelos comerciales, tanto en apariencia como en rendimiento. Sin embargo, nunca había visto nada como aquello. Era todo de una pieza: mango, guarda, pomo y por supuesto la extraordinaria hoja. Había sido esculpido —ésa era la palabra apropiada— de un solo bloque de acero. La empuñadura eran dos piezas de madera de Jacaranda rojiza, con un veteado oscuro precioso, que estaban encastradas en la estructura de acero, como un todo. Julián pasó los dedos y no notó transición alguna entre la madera y el acero. Era excelente. Lo empuñó y pareció desaparecer en su mano: la forma anatómica de la madera ofrecía un agarre perfecto, y su equilibrio hacía que se sostuviera sin ningún esfuerzo. Lo puso bajo una de las lámparas y comprobó que la hoja era soberbia: sin adornos superfluos, combinaba rectas y curvas en un diseño de doble filo magistral, con una perfección casi matemática. Los reflejos de la luz, que normalmente delatan las imperfecciones, no hacían más que resaltar lo sobresaliente del trabajo. Aquel cuchillo decía mucho, tanto del artesano como del comprador, los dos de nombre Alfredo, casualmente.
Se lo devolvió con verdadera pena y casi se sintió avergonzado al mostrarle su propia navaja, que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Sólo era una Sebenza, de acero pulvimetalúrgico de última generación y cachas de titanio con insertos de madera en tonos tintos y negros. A Alfredo le pareció estupenda. Como el Triumph que había traído, del que no le había dicho nada hasta el momento.
Se quedaron allí mientras se hacía de noche, hablando sobre armas y sobre formas de ver la vida, bajo la luz de la biblioteca, descubriendo casi con sorpresa que nuevos lazos estrechaban la amistad que había surgido entre ellos pocos días atrás, en Egipto.
Después de aquello, sólo les quedaba ir a la cabaña del árbol a comer caramelos e intercambiar cromos. Fue Alfredo el que lo propuso.
—¿Y si nos vamos a cenar, y así te cuento por qué le he pedido a Balaguer que vinieras?
Media hora después estaban en su Porsche, camino del Parador de Trujillo.
—Así que unas vacaciones —dijo Julián tras terminar una copa de vino.
—Yo creo que podemos enfocarlo así, sí —dijo Alfredo rellenándole la copa—. Así nos relajamos después de lo de Egipto, ¿no?
—Suena estupendo, pero no sé muy bien cómo puedo ayudarle.
—Te lo he dicho. No conozco absolutamente nada de Perú, estaría poco menos que perdido nada más bajar del avión. No sabría ni por dónde empezar...
—Bueno, tiene el libro.
—Es un punto de partida —reconoció Alfredo, y bebió un poco—. Pero es que es ahí donde está el meollo de la cuestión. Mira —dijo en tono confidencial— mi antepasado, Fernando Peralta de Alcalá, acompañó a Pizarro en la conquista de Perú, como otros soldados.
—Ciento ochenta.
—¿Cómo?
—Ése fue el número de soldados españoles que acompañó a Pizarro.
—¿Ves? Eres un experto —dijo Alfredo entusiasmado, ligeramente achispado por las dos botellas de Ribera del Duero que llevaban—. Necesito que vengas conmigo. Bueno —prosiguió—. Como te decía, mi antepasado participó en la conquista. Pero su nombre apenas sale en los libros de historia. Ahora bien, hizo algo que yo no sé si hicieron el resto de soldados: mandó escribir sus memorias años después, cuando estaba ya cómodamente establecido aquí, en Trujillo. Y en sus memorias, contó muchas cosas sobre la conquista de Perú. Cosas que probablemente no supieran los cronistas que fueron para allá años después, y que reconstruyeron la historia según lo que la gente les decía. ¡Mi tatarabuelo lo vivió de primera mano! Luego, entonces...
—Luego, entonces, es posible que en el diario de su antepasado haya cosas que aún no se han contado. Que no se conocen. Y que si comprobamos sobre el terreno que son ciertas, le harán un hueco a su abuelo en los libros de historia.
Julián pensó que también se lo harían al apellido Peralta, lo que podía sonar muy bien en determinados círculos por los que se movía el millonario, pero prefirió guardar tan honda reflexión para sí mismo.
—¡Exacto! —dijo Alfredo, señalando a Julián con vehemencia—. Ésa es la cuestión. Por eso cuando hablé con tu jefe esta mañana, y me dijo que estaría encantado de ayudarme en cualquier asunto que pudiera como compensación por lo de Egipto, le dije que tal vez había un tema. Para algo tan personal, tan privado como mi familia, no habría recurrido a la Fundación Milodonte ni por asomo. Tal vez hubiera contratado a un historiador, o algo por el estilo, para que investigase y me presentase un informe. Pero Julián, cuando me dijo eso Balaguer esta mañana, y me acordé de lo que habíamos congeniado en Egipto, pensé: ¿y si vamos a Perú, y lo hacemos nosotros? Podría ser divertido.
Julián sonrió y asintió con la cabeza, sumido en sus propias reflexiones. Sonaba tan raro que tenía buena pinta.
—Imagínate —dijo Alfredo—. Una semana, un par de días más si nos hace falta. En el mejor hotel. Tú te despreocupas, porque desde ya le digo a Balaguer que es un asunto más personal que otra cosa, y que no necesito que la Fundación me rinda cuentas de resultados de ningún tipo, sino que bastante es que haya tenido la deferencia de prestarme por una semana a su mejor agente de campo.
—Gracias por el cumplido —dijo Julián, brindándole ligeramente la copa antes de tomar un sorbo de vino.
—Son palabras textuales de tu jefe. Así que en ese ambiente de tranquilidad —continuó Alfredo, imparable—, nos dedicamos a reconstruir la aventura de mi antepasado. Y es ahí donde te necesito. Si te apetece, claro.
Alfredo le miraba, expectante. Podía presionarle un poco —tenía una cuenta pendiente con él, aunque prefería no utilizar eso—, pero no pensaba que fuera a ser necesario. Si ambos tuviesen doce años, el planteamiento de Alfredo se hubiera podido resumir en el clásico «¿A que no te atreves?». Ahora era algo parecido, aunque un poco más elaborado. Y en su opinión, Julián era de los que se atrevían.
—De acuerdo —dijo por fin, con una sonrisa franca.
—¡Estupendo! —dijo Alfredo, y brindaron.
—Eso sí, es importante que sea consciente de una cosa. A no ser que encontremos algo francamente novedoso, o fuera de lo común, es probable que no se retoque nada en los libros para incluir a su pariente. Lo digo porque conozco lo poco que les gusta mover las cosas en el mundo académico, y no querría que sufriese usted una decepción.
Alfredo asintió en silencio, sonriente.
No era algo que le preocupase en absoluto.
Pasaron la mañana siguiente revisando los informes que los tres expertos habían realizado sobre las memorias de Fernando Peralta de Alcalá. Eran tan extraordinarios —a pesar de que Alfredo había eliminado del informe algunas hojas—, que Julián le planteó la posibilidad de partir inmediatamente. Al día siguiente, si era posible.
Alfredo se despidió con la mano de Julián, que se alejaba con el Triumph envuelto en una nube de polvo. Estaba contentísimo por cómo iban las cosas. Mejor de como había previsto. El cuento de salir en los libros de historia había funcionado.
Ni tan siquiera había hecho falta contarle nada más que lo estrictamente necesario sobre el tesoro.
13
Sin reparar mucho en ello, Julián repitió el ritual al llegar a su apartamento: dejó la bolsa junto a la puerta de entrada; bajó los dos escalones hasta el salón; se quitó los zapatos y encendió el ordenador. Esta vez, sin embargo, no puso música ni se sirvió una copa. En vez de ello fue directo hasta la biblioteca que llenaba una de las paredes de la habitación, paseó el dedo por los lomos de varios tomos y encontró por fin el Manual de arqueología peruana. Lo abrió, hojeó las páginas y encontró lo que buscaba. Sonrió. La historia se sostenía, y muy bien, por cierto. Había acertado en sus deducciones.
Llevaba dándole vueltas al tema todo el trayecto desde Extremadura, mientras conducía. Julián había estudiado el libro que le ofrecía Alfredo más por cortesía que otra cosa, pues lo cierto es que no albergaba demasiadas esperanzas respecto a que aquello fuese algo más que las memorias exageradas de un anciano acomodado. De alguien que ha nacido humilde, que ha vivido mucho, que al final ha conseguido que la fortuna le sonría y que por último, antes de irse, piensa que estaría muy bien dejarles una buena historia a los que vienen detrás, para mayor gloria de uno mismo. Algo había de todo eso, por supuesto, pero no en lo referente a la conquista de Perú. Ahí parecía que el tiempo se hubiese detenido para el viejo. (Honraba la historia con tanto detalle como si la estuviera reviviendo de nuevo. Hablaba de la larga campaña; de cómo cruzaron el océano y lo inmenso que le pareció; de los casi tres años que tardaron desde que salieron con los barcos desde Panamá hasta que al fin entraron en Cuzco; de cómo le impresionó la ciudad; del oro; de las dificultades que pasaron; de cómo era la gente que se encontraron... Hablaba de infinidad de cosas. Pero sobre todo de una en especial. De algo tan sugerente que no le extrañaba que le hubiese llamado tanto la atención a Alfredo Peralta. Quién sabe, incluso era posible que parte de la obsesión del viejo por el asunto se hubiera transmitido por su familia hasta llegar a Alfredo, despertándose en cuanto éste puso las manos sobre el libro, como si fuese parte de su herencia.
Era algo que había sucedido durante los meses que habían estado acantonados en Jayanca, una importante ciudad del norte de Perú, cerca de la costa. La región en la que estaban había sido una de las últimas en incorporarse al Imperio inca y muchas de las heridas de la conquista estaban aún abiertas, así que Caxusoli, el cacique de la ciudad, se había mostrado desde el principio favorable a Pizarro, dándole una buena acogida. El español sabía que el Inca y una parte importante de su enorme ejército estaban en Cajamarca, a pocas jornadas de allí. Por descontado, el Inca estaba a su vez perfectamente informado sobre los movimientos de Pizarro y sus hombres. Había emisarios y espías de los dos bandos yendo permanentemente de uno a otro lado. Estaban estudiándose sin tomar todavía ninguna decisión sobre cómo actuar.
La tropa, como Fernando Peralta de Alcalá, aprovechó el impasse para descansar y conocer con un poco de calma a la población indígena, que, como es fácil imaginar, se sentían atraídos con viva curiosidad hacia los extranjeros. Uno de los primeros en atreverse a romper el hielo fue un muchacho del pueblo, casi un niño, que rápidamente se ganó el afecto de los soldados y fue rebautizado como Pablillo. A los pocos días, eran varios los niños y jóvenes del pueblo que se pasaban el día en el campamento español haciendo recados para los soldados. Fernando Peralta contaba en sus memorias cómo se estableció una profunda simpatía entre Pablillo y él. El muchacho, que era bien despierto, tenía interés por todo, resultaba un magnífico asistente y no tardó en aprender el castellano. Fue la única época de tranquilidad de que gozaron los conquistadores. A finales de octubre Pizarro reunió a los hombres y les comunicó sus planes de marchar hacia Cajamarca, a encontrarse con el Inca. La partida sería al día siguiente. Sin embargo, uno de los momentos más importantes de esta historia ocurriría esa misma noche.
Los hombres habían cenado ya cuando Pablillo se presentó ante Fernando Peralta. Éste iba a despedirse del muchacho, pero él insistió en que le acompañase al pueblo. Quería presentarle a alguien.
El antepasado de Alfredo Peralta lo describiría años después como un hombre que parecía terriblemente viejo, con el rostro lleno de arrugas, ciego y probablemente impedido, pues permaneció sentado en el suelo de la casa, sobre una estera, durante todo el tiempo que duró la entrevista. Sin embargo estaba revestido de una innegable serenidad y autoridad. No era para menos; hasta la llegada de los Inca había sido el sumo sacerdote de su pueblo. Con Pablillo sirviéndole de intérprete, el anciano le invitó a sentarse frente a él, se presentó y le ofreció una copa de chicha, una especie de cerveza a cuyo peculiar sabor ya se habían acostumbrado los españoles. Lo cierto es que el soldado no recordaría el nombre del viejo sacerdote cuando escribiese sus memorias, pero sin embargo no se olvidó de ninguna de las cosas importantes que le contó. Por ejemplo, la razón de que se mostrasen tan partidarios de los españoles y tan hostiles al Inca. El sacerdote le explicó que habían tenido que soportar humillaciones y vejaciones de todo tipo cuando fueron dominados por las tropas del incanato, años atrás, pero una especialmente grave:
—Ellos nos robaron nuestro mayor tesoro, el más sagrado, y se lo llevaron al Cuzco —dijo el muchacho, traduciendo las palabras del viejo.
Sin necesidad de verlo, el anciano sacerdote notó cómo al oír la referencia al tesoro el soldado se había removido en su asiento, vivamente interesado. Se puso serio e intercambió unas breves palabras con el chico, en su idioma. Éste respondió y el viejo asintió finalmente, con el gesto todavía grave y en silencio, tras una breve discusión en voz baja.
—Le he explicado a mi abuelo que tú eres un hombre bueno, y que seguro que nos ayudarías —dijo por fin el muchacho.
Por supuesto que el anciano no era tan inocente como su nieto, pero sabía que no tenía muchas más opciones. Así que le explicó quién era su pueblo y de dónde venía, y en qué consistía ese tesoro. Era una historia repetida durante generaciones, y que el propio sacerdote había aprendido cuando tenía la edad de su nieto. Ahora estaba prohibida y sólo se podía enseñar aquello que los funcionarios incas dictaban. Y era una pena, porque era un hermoso relato.
Una historia que contaba cómo su pueblo había llegado a la costa de aquella tierra por el mar, en una gran flora de balsas, capitaneados por su rey.
El sacerdote le contó al soldado español que el monarca que lideraba a su gente llegó por el mar no sólo con decenas de colonos, sino también con su esposa principal, con varios oficiales, con bailarinas, músicos y cocineros, con sastres, asistentes y en resumidas cuentas con todo aquello que define un séquito digno de un rey. Y por supuesto, con una corona. Una corona que era el tesoro más preciado de su pueblo, y que era precisamente lo que los Inca se habían llevado a Cuzco. Una extraordinaria corona de oro que representaba a un pájaro, cuyas alas se fundían para convertirse en el disco solar. Su valor, le dijo, no era tanto por el oro que contenía sino por el carácter sagrado que representaba para ellos. Si la encontraba y la traía de vuelta, sería muy bien recompensado. Y como muestra le entregó una pequeña esmeralda. «Habrá mucho más si la traes —añadió—. Mucho.»
Julián reconoció esa historia sobre un pueblo que llega por arte de magia a la costa norte de Perú y se instala allí. Ya la había leído antes, de la mano de cronistas como Cabello Valboa, que estuvo por Perú unos cincuenta años más tarde que el antepasado de Alfredo Peralta. Un pueblo con una cultura propia y sofisticada, sin afán de conquista, que acabó diluyéndose e integrándose en la cultura chimú, que era la que dominaba toda esa zona cuando ellos llegaron.
Ese enigmático pueblo —que Julián acababa de comprobar en el libro de arqueología que concordaba perfectamente por época y localización con el que describía el viejo sacerdote— había influido notablemente en el arte y religión de los chimas, pero apenas había restos que se pudieran identificar claramente como suyos, creados por sus propios artesanos. Eso hacía que algunos arqueólogos estuviesen empezando a dudar sobre su existencia real, proponiendo que fuese considerada sólo como una leyenda chimú: Así que si encontraban esa corona, obligarían a los historiadores a devolverle el estatus de real a ese extraño pueblo que llegó en balsas, y lo que era aún mejor, les obligaría a hacer frente a una pregunta de esas que eran tan incómodas y que tanto le gustaban: ¿de dónde vinieron?
Julián sonrió y decidió que era el momento de servirse esa copa. Porque resultaba que no sólo parecía que la corona existiera, sino que el libro que le había mostrado Alfredo indicaba hasta dónde estaba escondida.
Fernando Peralta de Alcalá vio cómo temblaba Pablillo y le puso la mano en el hombro. Hacía ya un poco más de un año que le había tomado a su servicio, como una especie de escudero, y aunque era mucho lo que el muchacho había visto en esos doce meses —como la decapitación del emperador inca Atahualpa, por ejemplo— ver arder la ciudad de Cuzco, envuelta en tumultos, era algo que imponía.
No era lugar para un crío, eso estaba claro, pero Fernando Peralta tranquilizaba su conciencia diciéndose que estaba allí no sólo porque le resultaría utilísimo para encontrar el tesoro, sino por propia voluntad. Porque, como le contó el viejo sacerdote aquella noche en Jayanca, resultaba que los Inca no se conformaban con incautar y llevar a Cuzco los tesoros y reliquias de los pueblos conquistados, sino que si encontraban personas que les resultaban de interés también se las llevaban. Y no sólo vírgenes de belleza inaudita, que fue en lo primero en que pensó el soldado, sino artesanos, músicos, tejedores... y por supuesto orfebres. Como su propio hijo, el padre de Pablillo, un verdadero maestro en labrar el oro. Y como no podía ser de otra manera, el chico le había pedido que le dejase acompañarle, para ir en su busca.
Esa misma noche aceptó, y a la mañana siguiente el muchacho abandonó Jayanca, de donde apenas había salido en toda su vida. Al principio Peralta dudó mucho, pues sentía que había adquirido ciertas responsabilidades para con el chico que tenía a su servicio. Pero cuando Pizarro capturó al Inca en Cajamarca y empezaron a llegar los cargamentos de oro y plata del rescate, Fernando Peralta comprendió que el joven le iba a resultar necesario. ¿Cómo, si no, iba a poder reconocer el tesoro entre tanto oro como estaban incautando para España y para sí mismos?
Así que allí estaban la noche en la que todo se iba a decidir. La noche en la que los españoles tomaron Cuzco. El fiero general inca Quis-Quis, fiel al antiguo régimen y contrario al emperador de paja Manco II, que el propio Pizarro había coronado como soberano de Perú bajo las órdenes del rey de España, había abandonado Cuzco la víspera, llevándose con sus hombres a las Vírgenes del Sol y cuantos tesoros pudieron transportar, y luego había prendido fuego a la ciudad, abandonándola a su suerte. Cuzco estaba ahora mismo envuelto en el caos más absoluto. La entrada de Pizarro, sus soldados y los aliados indígenas que habían conseguido hasta el momento, se sumó a los disturbios que asolaban la ciudad, entre los partidarios al nuevo Inca Manco II y los que eran contrarios a los españoles. A la luz de las llamas nadie tenía muy claro quién era enemigo y quién no, así que los españoles decidieron cumplir las órdenes de Pizarro de instaurar el orden en la ciudad apaciguando a rodos por igual.
Fernando y el muchacho corrían por una de las calles empedradas, junto con varios soldados y algunos guerreros indígenas. Todos llevaban anudado un trapo rojo en el brazo izquierdo, para reconocerse. Gritaban y amenazaban a la gente para que se metiese en sus casas, y no dudaban en pasar por las armas a los que les plantaban cara. Algunos grupos organizados de cuzqueños, armados con lanzas y mazas de combate, trataban de ejercer una resistencia organizada y se produjeron varios enfrentamientos serios. Eran momentos de máxima tensión, y tras los primeros muertos de su bando, los españoles y sus aliados decidieron atacar directamente a cuanta persona viesen por la calle, sin miramientos de ningún tipo.
Fernando Peralta le había dado al chico instrucciones muy concretas para que no se separase ni un metro de él, así que lo primero que sintió cuando le desobedeció y salió corriendo y gritando, fue un acceso de furia. Pero en cuanto vio que se dirigía hacia dos contendientes y se interponía entre ellos, un hombre acurrucado en el suelo y un soldado indígena aliado que estaba a punto de rematarle con una porra, el corazón le dio un vuelco. Llegó justo a tiempo de darle un planazo con la espada en la frente al guerrero, que cayó sin sentido al suelo cuando su maza rozaba la cara del muchacho.
Las ganas de regañarle se esfumaron en cuanto le vio sentado en el suelo, llorando a lágrima viva, con la cabeza del otro hombre en el regazo. Estaba llena de sangre.
A pesar de su dureza, el conquistador se mortificaría durante el resto de su vida recordando cómo zarandeó al muchacho para que dejase de llorar, y le obligó a preguntar a su padre si sabía dónde estaba el tesoro, mientras los ojos del hombre se iban poniendo en blanco. No se traslucía ningún atisbo de satisfacción en su ánimo, cuando ya viejo rememoraba para el escribiente de sus memorias cómo el hombre acertó a decirle unas últimas palabras a su hijo, mientras le cogía la mano. El relato de cómo interrogó después al chico, que respondió con un escueto: «Ha dicho que está escondido aquí», resultó muy parco en detalles.
Cuatro siglos y medio después, Julián Curto también prefirió no abundar en aquella parte de la historia. Estaba sentado en los escalones que comunicaban la entrada con el salón, con las manos entrelazadas sobre las rodillas y un vaso de whisky apenas probado entre los pies, mirando hacia el frente, sin fijarse en nada en concreto.
Estaba pensando, recopilando todo lo que sabía hasta ahora, valorando si la idea de irse al día siguiente con Alfredo Peralta a Perú tenía sentido, o respondía a la emoción del momento.
Pensó en ello y sonrió. Claro que tenía sentido. Tenía una pista referente a la existencia y situación de uno de los tesoros más improbables de Perú. Había comprobado los datos en los libros y todo concordaba, desde los detalles de la historia contados por el sacerdote, hasta la localización de la ciudad donde acamparon los españoles, muy cerca de donde todos los estudios situaban el desembarco de aquel extraño pueblo. La referencia final, que decía que la corona se hallaba en Cuzco y que no había sido descubierta por los conquistadores, encajaba también con las leyendas que circulaban en torno a la antigua capital inca y sus tesoros aún ocultos. Y si la corona no había sido descubierta por los españoles y fundida en lingotes —suponiendo que no se les hubiese pasado por alto a Fernando Peralta y a Pablillo, por supuesto—, sólo había dos opciones razonables: que estuviese en un museo o que se hallase todavía escondida.
Así que descolgó el teléfono y llamó a su padre, para comentarle que partía hacia Perú al día siguiente, y que ni más ni menos, iba en busca de un tesoro perdido. En un primer momento y pasada la sorpresa, Félix Curro no pudo aportar mucho a lo que su hijo había investigado. No había muchos más datos referentes a la cultura lambayeque o sicán, que así se llamaba la que había llegado en las balsas capitaneada por su rey, Naymlap, tan sólo algunas piezas de cerámica y otras de oro —magníficas, pues eran excelentes y cotizados orfebres—, entre las que había que destacar los tumis, esos cuchillos con hoja en forma de media luna y una figura humana que hace las veces de empuñadura, y que se había convertido en el símbolo nacional de Perú. De hecho, casi todos los arqueólogos coincidían al afirmar que la figura que aparecía en los tumis no era otro que Naymlap, el rey de los sicán. Era una cultura extraña. El que el nombre del pueblo signifique algo así como «los del Templo de la Luna» no contribuía a hacerlo más accesible.
Haría, no obstante, una pequeña investigación para su hijo, por si encontraba alguna pista interesante.
En fin, que el proyecto le pareció tan fabuloso al padre que no entendió cómo su hijo pudo rechazar su invitación para cenar esa noche juntos y hablar sobre el tema. Julián se excusó con algo referente a comprobar no se qué cosa sobre una tal Esther y una culata de madera. Nunca entendió demasiado bien a qué se refería, y su hijo tampoco se lo explicó con más detalle.
Sonreía mucho cada vez que le mencionaba el tema, eso sí.
14
Era por la tarde, estaba en su ático de dos plantas y casi mil metros cuadrados, acababa de despedir a uno de sus amantes y fumaba un cigarrillo, envuelta en el humo y en una bata de seda. Tenía el ceño fruncido porque también hacía otra cosa: leía la trascripción de una llamada de teléfono que sus hombres habían interceptado una hora antes. Una llamada entre Julián Curto y su padre.
Pensaba en las palabras que le había dicho su abuelo: las casualidades existen, pero con una frecuencia menor de lo que la gente cree. Y habiéndose cruzado días atrás sus caminos de la manera en que lo habían hecho en Egipto, saldándose con la destrucción de la parte más interesante de un templo tras el que habían andado años —a pesar de que el doctor Hassan no hubiese podido demostrar que hubiera sido intencionado—, Ilse se preguntaba a qué demonios iban ahora Julián Curto y Alfredo Peralta a Perú. ¿Era simplemente la búsqueda de un tesoro sicán, como parecía, o había algo más de fondo? El departamento que Ilse dirigía tenía una importante línea de investigación en ese país. ¿Y si ellos estaban trabajando en algo parecido?
Ilse se levantó y caminó por su habitación. Se asomó al ventanal blindado y contempló la ciudad de Buenos Aires a sus pies. No podía permitir un fallo parecido al de Egipto, eso estaba claro. Les pondría bajo seguimiento inmediatamente. Aunque no lo haría sólo por las instrucciones directas que le había dado su abuelo, sino porque ya era un tema personal. Estaban en su terreno. Interferían con su objetivo.
No podía evitar sentir cierta curiosidad por esos dos españoles. Tenía unos completos dossiers sobre los dos, en los que se recogía todo lo que La Corporación había averiguado sobre ellos, que era bastante. Uno era historiador y arqueólogo, con un interesante añadido de formación de combate en un cuerpo militar de élite. Hijo de uno de los expertos en Historia Antigua más importantes del mundo, y con amplia experiencia en trabajos de campo de arqueología extrema dentro de la Fundación Milodonte. Ahí era nada. El otro también es toda una pieza, pensó Ilse, mientras sonreía levemente sin darse cuenta y se mordía su grueso labio inferior. Aunque podía resumir su extenso curriculum en dos pinceladas: empresario de éxito y playboy consagrado. Tenía excelentes relaciones en el ámbito político y económico —se había reído imaginando la cara de Hassan, cuando le contaron cómo el embajador español y una oportuna llamada del ministro de Economía le habían quitado a Alfredo y Julián de entre sus garras—, pero parecía que las cultivaba simplemente por pragmatismo, como si en el fondo todo ese mundillo de los círculos del poder le fuese ajeno y no le sedujese demasiado. Pero ¿que tenía que ver él con todos estos temas tan específicos de la historia? ¿Por qué motivo había patrocinado sin razón aparente justo la expedición que iba a encontrar el templo de Qattara, uno de los que ella tenía bajo su punto de mira? ¿Y qué era toda esta historia de buscar un tesoro en la que de repente estaban metidos, un tesoro casualmente de la cultura sicán, que era una de las más importantes para sus planes en Perú?
En cuanto le surgieron todas estas dudas, la sonrisa se borró de la cara de Ilse Skorzery. Se alejó del ventanal, se quitó la bata y comenzó a vestirse. Poco después estaba saliendo en su coche camino de la casa de su abuelo. O lo que era lo mismo, la central de La Corporación en Buenos Aires. Tenía varias llamadas que hacer, y muchas órdenes que impartir.
Iba a poner a sus hombres en movimiento para que no perdiesen ni uno solo de los pasos que Julián Curto y Alfredo Peralta pudieran dar en Perú.
15
La noche era magnífica. Parecía que el otoño también quisiera celebrar la fiesta y hubiese colaborado ofreciendo una temperatura y un ambiente más propios del verano. La plaza estaba llena de luces y música, y familias enteras paseaban entre los puestos, o tomaban algo en las terrazas que los bares habían vuelto a preparar, aprovechando el buen tiempo. Los muchachos afinaban la puntería en las barracas, deseosos de ganar algún premio para sus chicas. Un jubilado acababa de ganar un dudoso televisor en la caseta donde estaba instalada la tómbola. Había niños que corrían y jugaban, parejas que iban cogidas por la cintura, y todo el mundo parecía pasárselo muy bien.
Era una noche estupenda, que no conseguía traspasar las persianas bajadas del piso.
Dentro de él, parecía que el tiempo se hubiese detenido. El diseño de las cortinas, siempre echadas, y el empapelado de las paredes, había pasado de moda muchos años atrás, igual que los muebles. No estaban muy usados, ni siquiera sucios, pero en el improbable caso de que alguien ajeno los hubiera visto, se habría dado cuenta inmediatamente de que eran viejos. En el aparador, que tenía unas puertas pequeñas de cristal, se veía la vajilla buena. Los cubiertos de plata que les regalaron al casarse estaban en el primer cajón. En el de al lado, la mantelería de hilo. Nunca se usaban. En la balda del mueble, un marco de plata mostraba a la mujer y su hija, sorprendentemente jóvenes. Había un cuadro en la pared que reproducía un coche antiguo, hecho con elementos de costura y ferretería. Había también un televisor en color, de una marca que ya no existía. Estaban poniendo una película que conjuntaba perfectamente con el ambiente rancio que se respiraba. Sólo había un objeto que destacaba. Limpio, moderno, recién engrasado, de un acero cuya superficie mate apenas brillaba bajo la bombilla de sesenta vatios. Recién cargado con balas expansivas de punta hueca. Era una magnífica pistola suiza, hecha a mano.
Y el Hombre Oscuro se apretaba la sien derecha con ella.
Estaba tranquilo, como si ya lo hubiera hecho mil veces. Ya ni siquiera lloraba. El dedo apretaba el gatillo, justo en el límite del recorrido que dispararía el arma. El martillo percutor esperaba pacientemente.
En ésas estaba cuando sonó el teléfono.
Al segundo timbrazo, el Hombre Oscuro se quitó la pistola de la cabeza con una mueca de disgusto. La boca del cañón le había dejado un círculo blanco en la piel, sobre una vena que latía impasible. Dejó la pistola sobre la mesa, miró el teléfono mientras sonaba una vez más, y por fin descolgó el auricular. No dijo nada. Sólo escuchó.
—¿Hola? —dijo por fin una voz al otro lado.
—Dígame — contestó al cabo de unos instantes.
—Te necesito.
—Le escucho.
—La salida es inmediata, mañana mismo. Será probablemente cuestión de un par de semanas, pero es difícil de saber. Hay que viajar a Perú. El trabajo es el de siempre, aunque te voy a pedir una especial discreción. Que no se te vea.
El Hombre Oscuro asintió en silencio, con los ojos cerrados.
—No hay problema —dijo—. ¿Me procura usted el transporte?
—Sí. Apunta, por favor.
Cogió un cuaderno pequeño, de ésos de espiral, y arrancó una hoja. Se apoyó en la mesa camilla y tomó nota de los detalles del vuelo. La mesa estaba cubierta por un cristal, así que no tenía que preocuparse por dejar marcas de ningún tipo. Escribió también la dirección de un hotel de Lima.
—Irás en el mismo vuelo, aunque tú estarás en la clase turista.
Parecía que la voz se disculpase un poco por ello.
—No hay problema —dijo él—. ¿Tengo alguna facilidad para llevar material sensible, o permisos ya cursados para Perú?
—Está pensado —repuso la voz con evidente tono de satisfacción—. No ha dado tiempo a solicitar los permisos, pero te están esperando en el almacén de una de las empresas. Van a ir mercancías suyas en la bodega del avión, y una de las cajas está preparada para ti. Ahora te doy los datos. El jefe del almacén se llama Marcos y ya sabe que vas para allá.
Arrancó otra hoja y apuntó la dirección del almacén, así como las dimensiones máximas de lo que podía llevar.
—Marcos te dará un sobre con información adicional —añadió la voz—. Hay también una carta dirigida al embajador en Perú, por si surgiese algún problema. Procura que no te haga falta. ¿Alguna duda?
No la hubo, así que se despidieron lacónicamente y colgaron.
Lo que el Hombre Oscuro tenía en el fondo falso del armario de la habitación de invitados —que en los últimos quince años nadie había ocupado—, era un auténtico arsenal. Un par de fusiles de asalto, varios subfusiles, revólveres, pistolas semiautomáticas, una pistola ametralladora, algunas granadas de varias clases, y munición. Muchísimas cajas de munición, de todos los calibres, colores y tipos.
Había puesto sobre la cama una bolsa de nailon negro, discreta y muy resistente, sin marcas de ninguna clase. Tenía el tamaño aproximado del volumen máximo que podía llevar en el vuelo. No era muy grande.
El doble fondo del armario estaba iluminado por un tubo fluorescente con forma circular. La mayor parte de las armas que tenía estaban pavonadas en negro y apenas brillaban bajo la luz. El hombre estaba frente al armario, con las manos en la cintura y las mangas de la camisa remangadas. Las miraba pensativo, una a una. Cogió la primera de las que se llevaría, y la dejó en la cama, al lado de la bolsa. Era un subfusil Spectre, italiano, pequeño y discreto, capaz de vomitar muerte en forma de balas del calibre nueve milímetros Parabellum, al trepidante ritmo de ochocientos cincuenta disparos por minuto. Dejó a su lado tres cargadores de cincuenta balas, todavía vacíos, y una correa especial para llevarlo cómodamente pegado al cuerpo y facilitar el disparo. Volvió al armario, cruzó los brazos y se quedó así unos instantes. Por fin pareció decidirse y cogió la pistola ametralladora Beretta, un modelo 93R. Parecía una pistola normal, sólo que con un cañón un poco más largo y una pequeña empuñadura delante del guardamontes del gatillo. Era también del nueve Parabellum, lo que resultaba muy conveniente, y podía disparar tiro a tiro o ráfagas de tres disparos. Era asquerosamente eficaz, y por supuesto de color negro mate. La puso al lado del Spectre y los miró. Añadió un par de cargadores para la Beretta. Salió entonces de la habitación y fue al comedor. Cuando regresó, traía la pistola con la que estaba ocupado cuando el teléfono le interrumpió. La miró sin sonreír, pero pasó los dedos suavemente por la empuñadura anatómica de madera mientras la empuñaba, acariciándola. Se la encaró, apuntando hacia el armario. Estaba perfectamente equilibrada. Era un modelo de lujo de Sig Sauer, parecida a una de las que usó en el Cuerpo, pero terminada a mano. Los suizos, tan pacíficos y neutrales ellos, hacían unas armas fabulosas. Ésta en concreto se utilizaba en algunas competiciones de tiro rápido. Era muy precisa, podía regular la tensión del gatillo a su gusto, y aceptaba unos enormes cargadores de diecinueve balas, bastante más de lo que era habitual. Aceptaba también un silenciador, lo que no dejaba de tener su interés. La dejó sobre la colcha de la cama, al lado de las otras dos armas.
Se pasó después casi una hora trasteando con cajas de munición de nueve milímetros Parabellum de varias clases, rellenando los cargadores. Además de proyectiles convencionales, fue seleccionando todo tipo de balas: perforantes, que eran capaces de atravesar chalecos blindados; expansivas, que hacían increíbles destrozos en el cuerpo; y otras que en vez de una bala disparaban una nube de pequeños perdigones, que normalmente no resultaba letal, lo que podía ser interesante en según qué situaciones. Miró el silenciador de la Sig Sauer y añadió cuarenta balas subsónicas a la selección que estaba realizando. Por último cogió cuarenta proyectiles de deformación forzada. Eran como las balas de punta hueca, pero con un núcleo duro que les confería cierra capacidad perforante. Resultaban incontestables cuando uno quería ponerse chulo de verdad. Llenó los cargadores como estimó conveniente, guardó en unas cajas las balas que no cupieron, para llevárselas también, e introdujo en cada una de las tres armas un cargador, para ahorrar espacio. Miró el siniestro bodegón que tenía sobre la cama. No ocupaba mucho. Lo introdujo en la bolsa y añadió fundas para las pistolas, dos punteros láser, una linterna y una larga, estrecha y afilada navaja automática.
Se dio la vuelta y desde donde estaba miró la mesa camilla del comedor, al otro lado del pasillo. Y el frasco de antipsicóticos que estaba encima, sobre la receta pulcramente doblada. Sin abrir.
Lo miró durante un minuto, mientras se le arqueaban poco a poco los labios hasta convertir su rostro en la máscara de infinito desprecio habitual.
—A tomar por culo —dijo.
Y cerro la bolsa.
Cupo todo, pero al levantarla, la vena impasible que latía en su sien derecha se hinchó un poco por el esfuerzo.
Cargó todo en el maletero de su Mercedes, tan actual como el piso en el que vivía, pero con un funcionamiento impecable. Buscó la dirección en un plano y condujo hasta el almacén de la empresa que le habían indicado. Nunca había estado allí. Le recibió el tal Marcos, que estaba solo. Le entregó el sobre con la información, le indicó dónde estaba la caja preparada para que metiese su material y le dejó a solas. No hablaron apenas. Uno prefería no saber de qué iba todo aquello, y el otro no se lo hubiera contado, así que se entendieron bien. Cuando salió del almacén y pasó por delante de la ventana del despacho del almacén, el señor Marcos levantó la mano en señal de despedida. Se quedó un rato con ella en alto, mirando cómo el desagradable hombre que no le había devuelto el saludo salía de su almacén y de su vida. Consideró que con eso estaba bien pagado.
Tras una noche con su habitual sueño ligero e intranquilo; una maleta; un par de cientos de kilómetros con el coche hasta el aeropuerto, y un incómodo vuelo de más de once horas, el Hombre Oscuro aterrizó en Lima.
No había tenido ningún problema.
No le habían visto ni en el aeropuerto de Madrid ni durante el vuelo. Ya en Lima, dejó que su maleta diera varias vueltas en la cinta de equipajes del aeropuerto, para que ellos pudieran recoger las suyas y salir hacia el hotel antes que él, y así no coincidir tampoco en la recepción. Se dio una ducha y se cambió de ropa, para dar un margen de tiempo razonable a que las cajas pasaran la aduana y llegasen al almacén de la delegación de la empresa en Lima. Fue allí, a una de las zonas industriales de la periferia de la ciudad. De noche. Le recibió un hombre mayor, el señor Damián, como anticipaban las instrucciones que había recibido en el sobre. No hubo sorpresas. Llegó a donde estaban las cajas, abrió la suya con una palanca, miró al señor Damián con su habitual cara de pocos amigos y el hombre decidió que era un buen momento para irse a su despacho a escuchar la radio. Con un destornillador que cogió del almacén abrió el doble fondo de la pieza de maquinaria que contenía la caja, y por fin accedió a su bolsa. Volvió a cerrarlo todo, pasó por delante del despacho, miró al viejo mientras se iba, dedicándole un gesto de despedida tan breve que pasó desapercibido, y con la bolsa al hombro salió del almacén. No había caminado ni cien metros cuando resultó evidente por qué ese barrio periférico no era el mejor lugar del mundo para que un extranjero caminara solo, de noche, y con una bolsa grande al hombro.
Había oído pisadas detrás suyo justo antes de que el patán que tenía ante él hubiese salido de entre los coches aparcados. Hacía ver que estaba borracho, pero sus pasos eran demasiado firmes.
—¡Oe, choche! —farfulló a voces—. ¿Me prestas un poco de plata para una chela?
El Hombre Oscuro no se dejó distraer y dio dos pasos rápidos hacia la derecha, hasta alcanzar el muro que rodeaba al almacén. Apoyó la espalda en él, protegiéndose la retaguardia.
—Mira tú qué listo —dijo el hombre que había estado detrás suyo, poniéndose al lado de su compañero.
Llevaba una porra en la mano, con la que probablemente había querido atizarle en la nuca. El borracho, repentinamente sobrio —aunque igual de patán que antes—, sacó una navaja bastante larga. El Hombre Oscuro miró la bolsa, a su lado, en el suelo. Con todas sus armas dentro. Ahí podían estar.
—Danos la bolsa, y toda la plata que lleves encima, huevón, o te vamos a patear las boloñas hasta que te revienten —dijo el de la navaja.
No hacía falta ser un experto en idiomas para entender el mensaje. Con mucha parsimonia, el Hombre Oscuro se metió la mano en la chaqueta, despacio, y sacó su cartera. La abrió, sin preocuparse de que los dos asaltantes viesen lo cargada que iba. Sacó dos billetes de cincuenta euros y los tiró a sus pies con un gesto de los dedos, como el que reparte cartas para una partida de póquer. Se guardó la cartera otra vez.
—Eso es todo lo que vais a tener —dijo—. Y porque no me apetece mancharme. Así que ya podéis cogerlo e iros a casita.
La cara que pusieron los asaltantes al oírlo fue todo un poema.
—Pero ¿será hijoputa el huevón? Me vas a chupar la pinga, cabrón —dijo el patán, dando un paso hacia él y blandiendo la navaja.
El español les dedicó una mueca vagamente parecida a una sonrisa, toda llena de dientes, y levantó un poco las manos, conciliador. Despacio, abrió un poco la chaqueta con la mano izquierda, y volvió a meter la mano derecha en el bolsillo interior. Pero esta vez, en lugar de la cartera, sacó su portaminas de acero.
Sucedió muy rápido. Lo empuñó como el que coge un picahielos, con la mano derecha. Dio un par de pasos muy rápidos hacia un costado del navajero, usándole como obstáculo entre el de la porra y él, y le dio un solo golpe con el puño, fuerte, en la tráquea, justo en la nuez. Cuando retiró la mano, el portaminas estaba manchado de sangre. Y el asaltante cayó de rodillas, con los ojos muy desorbitados por la sorpresa y el dolor, cogiéndose el cuello con las manos. Más que la sangre que empezaba a asomar por entre los dedos, lo más llamativo de todo resultó el agudo silbido que producía al respirar.
El otro atacante se dio la vuelta y trató de huir. El Hombre Oscuro fue más rápido, y con un par de zancadas rodeó al navajero que estaba en el suelo y agarró al otro del pelo de la coronilla, con la mano izquierda, deteniendo su carrera en seco. Le clavó el portaminas con fuerza y precisión, justo en el hueco que se forma entre el cuello y la clavícula derecha. Cuando lo sacó, la sangre a presión de la arteria subclavia iluminó la calle con un alegre surtidor rojo, que empezó a teñir la acera donde estaba el hombre. Se tapaba la herida con la mano. Como si le fuese a servir de algo. Procurando no mancharse, el Hombre Oscuro le remató en el suelo, clavándole el afilado portaminas de acero en la nuca, como el que le da la puntilla a un toro. Lo limpió de sangre en la chaqueta del muerto y luego arrastró el cuerpo hacia la calzada, dejándole entre dos coches aparcados.
Fue hasta donde estaba el otro, hecho un ovillo en el suelo, todavía agarrándose la garganta. Se puso frente a él, apuntó con calma, y le rompió la tráquea de un fuerte taconazo, descargando en el golpe sus casi noventa kilos de peso. Lo dejó también entre dos coches, justo donde un árbol tapaba la luz de las farolas.
Miró a su alrededor. No había un alma. Se acercó hasta su bolsa y recogió del suelo tranquilamente los dos billetes de cincuenta euros. Se los guardó en la cartera. Sonrió igual que podría haberlo hecho una barracuda, se puso la bolsa al hombro y caminó buscando una calle ancha, para tomar un taxi. Silbaba al andar. Una hora después dormía en su habitación del hotel, un par de plantas más abajo de las suites que ocupaban Alfredo Peralta y Julián Curto.
Parecía muy tranquilo, como si lo que acababa de ocurrir ya lo hubiese hecho miles de veces.
Y durmió más plácidamente de lo habitual.
16
Las olas del Océano Pacífico rompían en los pilares de la estructura de madera del espigón, bajo la luz de los focos. Julián las veía desde su mesa, gracias al cristal de seguridad que hacía de suelo en la parte del restaurante donde se encontraban. Rompían con una lenta cadencia: una ola... otra... otra más... La espuma destacaba en el oscuro mar nocturno sólo por unos segundos, hasta que se deshacía lánguidamente en el agua. Luego renacía con otra ola, y la secuencia volvía a repetirse, de forma hipnótica.
Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para espabilarse. Se estaba durmiendo.
No era de extrañar, pensó mientras bebía un vaso de agua fría y miraba el rostro de Alfredo, también cansado. Llevaban ya dos días en Perú y prácticamente era el primer momento en el que se tomaban un respiro. El día anterior lo habían pasado en Lima, recorriendo desde primera hora de la mañana todos los museos importantes y un buen puñado de colecciones privadas. En ninguno de ellos habían encontrado ninguna pieza que coincidiera, ni siquiera vagamente, con la descripción de la corona sicán que Fernando Peralta de Alcalá hablaba en sus memorias. Lo cual era muy buena señal.
Hoy habían ido y vuelto en avión a Chiclayo, a instancias del padre de Julián. El catedrático le había explicado por teléfono la tarde anterior que habían hecho un descubrimiento de primera categoría cerca de esa ciudad, tan reciente que aún no se había publicado nada. Él lo sabía porque el arqueólogo en jefe era muy amigo suyo.
De hecho, les había recibido personalmente y se había pasado el día enseñándoles las excavaciones.
—Simpático el doctor Shimano, ¿verdad?
La voz de Alfredo le sacó de su ensimismamiento.
—Estaba pensando en él precisamente.
El doctor Hiroshi Shimano era el responsable de la excavación del Bosque de Pómac, a unos treinta kilómetros de Chiclayo. Lo que había encontrado ahí era un mausoleo de más de veinte tumbas que podía pertenecer, ni más ni menos, que a personalidades de alto rango de la cultura sicán.
—Supongo que aunque yo no fuese el hijo de mi padre, nos habría enseñado rodas las piezas que han ido sacando —continuó—. Estaba realmente entusiasmado por todo lo que están desenterrando.
—No es para menos —admitió Alfredo—, pero sigue sin encontrar nuestra corona —dijo mirándole fijamente, con una amplia sonrisa.
—Y la verdad, no creo que lo haga —repuso Julián, sonriendo a su vez—. Porque todo esto sigue apoyando la verosimilitud de lo que le contaron a su antepasado. El yacimiento de Shimano está a menos de seis kilómetros de Jayanca, la ciudad donde Pizarro y sus hombres estuvieron acantonados. Así que esa cultura que describió el viejo sacerdote es real. Personalmente no tengo dudas al respecto, y ese yacimiento arqueológico así lo demuestra. Y si es auténtica, la historia que contó el sacerdote probablemente también lo sea, y por tanto la corona. Ya puestos —añadió al cabo de unos instantes—, hasta el testimonio del orfebre, el padre de Pablillo, sobre que la corona esté escondida en Cuzco, concuerda con las mil y una leyendas que hablan de la existencia de tesoros inca ocultos en túneles bajo la ciudad.
Bebió un poco más de agua y añadió: —Hasta tengo alguna pista concreta al respecto. Alfredo le miraba expectante y sonriente, frotándose sin darse cuenta las manos, más por ansiedad ante la inminente aventura que por avaricia por el posible hallazgo del tesoro. A fin de cuentas Julián le había dejado claro que esto sólo era un viaje de inspección, y que en el improbable caso de que encontrasen algo —como la corona que persiguió en balde su antepasado—, habría que ponerlo en inmediato conocimiento de sus legítimos dueños, las autoridades peruanas.
Claro que mientras le aclaraba la inocencia del viaje, Alfredo no podía apartar la vista del avanzado equipo de espeleología que Julián se había traído desde España, y que tenía esparcido sobre una de las camas de su habitación del hotel.
—Verá —continuó con un brillo en los ojos al que Alfredo ya se estaba acostumbrando—, según sugieren la mayoría de las crónicas, cuando los Inca abandonaron Cuzco ante la inminente llegada de los españoles, se llevaron todo lo que pudieron. Una parte de los tesoros se quedó en su sitio, como las planchas de oro que revestían los muros del Coricancha, que era el Templo del Sol, de donde los conquistadores sacaron inmensas cantidades de oro y piara. Pero el resto se escondió. Algunas partes fueron localizadas por los propios conquistadores, como en una cueva a las afueras de Cuzco, donde encontraron velas de oro y piara; cántaros que eran mitad de oro y mitad de barro; una estatua de oro macizo del tamaño de un niño, que al parecer representaba al Inca fundador de Cuzco; varias estatuas de animales también de oro; y muchos vasos de oro con animales y figuras grabadas. Era un magnífico tesoro, por supuesto, pero Pizarro sospechaba que sólo era una pequeña parte de lo que faltaba.
—¿Por qué?
—En primer lugar, los propios aliados indígenas y algunos partidarios del bando de los españoles que estaban en Cuzco, así se lo confirmaron. Pero además tenía testimonios directos de sus propios hombres. Cuando se produjo el momento clave de la conquista y Pizarro capturó al Inca Atahualpa en Cajamarca, éste le ofreció un rescate colosal a cambio de su vida. Amparados bajo ese acuerdo, emisarios españoles salieron con salvoconductos del Inca a varias partes del Imperio, con la misión de supervisar la preparación y envío de los cargamentos de oro y plata del rescate. Y los que estuvieron en Cuzco, ciudad que visitaron a su antojo, le contaron a Pizarro la increíble magnitud de lo que allí había. Le hablaron sobre todo de una especie de jardín de oro en el Templo del Sol, que representaba casi a escala real toda la variedad de vida del Imperio inca. Había árboles y todo tipo de plantas, llamas, cóndores y animales grandes y pequeños, figuras de los habitantes de las diferentes regiones del incanato, ataviadas cada una a su estilo... hasta las briznas de hierba de ese jardín estaban hechas de oro, según dijeron. Pues bien —agregó al cabo de un instante—, de todo aquello no había ni rastro cuando los españoles llegaron.
—¿Y no pudieron llevárselo lejos, en vez de esconderlo en Cuzco?
Julián negó con la cabeza y bebió un poco más de agua.
—Algo le debieron de contar al propio Pizarro —dijo tras secarse los labios con la servilleta—, pues se rumoreó que utilizó cuadrillas indígenas para hacer varias catas por la ciudad, en busca de esos tesoros enterrados. Pero lo más interesante son todas las historias que han ido apareciendo después, hasta con testimonios de testigos que declararon haber visto los tesoros. ¿A que no sabe dónde?
La pregunta era casi retórica, pero Alfredo la contestó:
—En túneles secretos de Cuzco.
Julián sonrió y movió la cabeza afirmativamente, mientras un camarero les servía los cafés, casi olvidados. Sólo había tardado media hora en traerlos, y eso que a pesar de ser sábado por la noche, el restaurante no estaba lleno del todo. Alfredo le pidió la cuenta con un ademán, intuyendo que la otra media hora que tardaría en traerla sería suficiente para que Julián pudiese contarle lo que había descubierto.
El Hombre Oscuro observaba a los dos hombres, ligeramente indignados mientras le pedían la cuenta al camarero por tercera vez. Estaba sentado en una mesa discreta, desde la que tenía una perfecta vista de gran parte del restaurante, y llevaba un buen rato estirando una copa de aguardiente, haciendo tiempo desde que pagó su cena. Había sido previsor, viendo lo veloz del servicio, y ese simple detalle, aparentemente intrascendente, le confería cierta ventaja sobre los dos hombres. Una ventaja que iba a aprovechar. Les había visto ayer en Lima, en los museos. Cogieron hoy el mismo avión a Chiclayo, y ahora estaban en el mismo restaurante. Había llegado el momento de presentarse. Así que se puso de pie y aprovechando que un grupo de turistas se levantaba de su mesa, se mezcló con ellos y salió a la calle. Los dos hombres a los que seguía no repararon en él.
El soplo húmedo de la brisa marina y el fresco de la noche le esperaban fuera. Recorrió en su compañía el espigón de madera en cuyo extremo se alzaba el restaurante, y llegó hasta el amplio aparcamiento de asfalto que había a la izquierda, cerca ya de la carretera. Aprovechó que el aparcacoches iba en busca del autobús de los turistas —probablemente para despertar al conductor—, y dejó que las sombras que se abrían bajo la estructura del espigón se lo tragasen.
Caminó unos metros entre los pilares de madera, haciendo crujir los guijarros de los que la playa estaba hecha, buscando el rincón perfecto desde el que pudiese dominar el acceso al aparcamiento sin que le viesen a él. Pareció darse por satisfecho y se detuvo junto a una de las pilastras, a menos de diez metros de los escalones que daban acceso al aparcamiento. Se puso en cuclillas apoyado en el pilar, dándole la espalda a los coches. Sacó un pasamontañas negro del bolsillo izquierdo de su chaqueta, también negra, y se lo puso. Sólo tenía tres pequeñas aberturas, para la boca y los ojos, cuyos agujeros parecían recortados en un gesto de amenaza. A pesar de su siniestro aspecto, un observador imparcial hubiera declarado que resultaba más simpático así que con el rostro al descubierto.
Sacó su pistola de la funda que llevaba bajo la chaqueta y le enroscó el silenciador en el extremo del cañón. Cogió un cargador, comprobó que contenía balas subsónicas y lo introdujo en el arma. Tiró de la corredera y la amartilló. Comprobó que los turistas estaban entretenidos, subiendo al autobús, y casi como prueba efectuó un disparo. Prácticamente, el único sonido que se oyó fue el de la bombilla al explotar, un par de vigas más allá de donde se encontraba. Ahora el rincón en el que se ocultaba bajo el espigón estaba a oscuras. Cuando se subió del todo la cremallera de la chaqueta y tapó así el blanco de la camisa, se hizo virtualmente invisible. Ahora sólo tenía que esperar.
Horas después el aparcacoches explicaría a la policía cómo le habían atacado mientras buscaba con su linterna la lámpara que se había fundido, aunque no podría darles ningún detalle sobre su agresor. Frotándose dolorido el punto de la cabeza en el que le habían golpeado haciéndole perder el sentido, pensaría con un estremecimiento que era como si la propia noche se le hubiese echado encima.
—Todas las referencias apuntan ahí —dijo Julián mientras Alfredo apartaba la taza de café y encendía un cigarrillo—, y además ya le digo que son testimonios con nombres y apellidos. Uno de los más recientes es de principios del siglo diecinueve, cuando los rumores sobre la inminente guerra de independencia de Perú iban cobrando fuerza. Había en Cuzco un brigadier de origen indígena, que provenía de una familia de la antigua nobleza Inca que se había establecido en Chinchero, a unos diez kilómetros de Cuzco. Se llamaba Mateo García Pumakawa. Este brigadier se presentó ante un oficial superior del ejército, el coronel Domingo Luis Astete, que es el que firma la declaración en la que todo esto está consignado, y le explicó que conocía el paradero de uno de esos tesoros Inca escondidos y que estaba dispuesto a entregárselos si con ellos se financiaba la revolución. El coronel le pidió alguna prueba y quedaron en reunirse esa misma noche. En vez de llevarle alguna pieza de oro, el militar indio le pidió permiso al coronel para vendarle los ojos, y así, se lo cargó a la espalda y lo llevó a cuestas por varias calles de la zona alta de Cuzco, en plena noche. Aquello duró un rato, hasta que el coronel Astete, que a esas alturas estaba totalmente desorientado respecto a en qué parte de la ciudad podían estar, notó que el indio encendía una antorcha y bajaba una serie de escalones irregulares, resoplando por el esfuerzo. Tuvieron que parar varias veces a descansar. Continuaron un trecho más por lo que el coronel pensaba que podía ser un túnel, a tenor de cómo resonaban los pasos, hasta que por fin el brigadier Pumakawa se detuvo.
Julián hizo una breve pausa para alargar el climax de la pequeña historia que estaba contando, y apuró lo que quedaba de su café. Alfredo le miraba con verdadero interés, no sólo por la importancia de lo que le contaba, sino por la cantidad de información que manejaba el joven arqueólogo. Estaba impresionado.
—Así que le dejó en el suelo, escuchó cómo encendía dos antorchas más, y por fin le quitó la venda. Había enormes pilas de lingotes de oro y plata, y el coronel declaró también que vio figuras de oro de animales. Recordaba en concreto un puma de oro, con esmeraldas en vez de ojos.
Alfredo se removió en su silla al oír aquello.
—¿Qué pasó con todo eso?
—El oficial indígena no debió ver muy claras las intenciones de Astete, y posiblemente hubo alguna discusión. La cuestión es que, al final, el indio volvió a vendarle los ojos, y deshizo el camino hasta la casa del coronel. Cuando a la mañana siguiente éste se presentó con varios soldados en la casa del indio, descubrió que se había largado. Desertó del ejército y nunca más se supo de él. Tampoco del tesoro, claro, que no encontraron. Al poco, además, estalló la guerra de independencia y el coronel Astete abandonó Cuzco.
Ambos se quedaron por unos momentos en silencio, imaginando lo que sería estar en esa sala subterránea, ente ese tesoro.
—Unos cuantos años antes pasó algo muy parecido —prosiguió—. Una española, andaluza por más señas, que se llamaba María Esquivel, se casó con un indígena, nieto de un descendiente directo del Inca Huayna Cápac.
—Pero ¿cómo sabes tú estas cosas? —preguntó Alfredo, ahogando una risa.
—Bueno —contestó Julián con una media sonrisa en los labios, mientras se pasaba la mano por el cabello—, digamos que a mi padre no se le daban demasiado bien los cuentos de los hermanos Grimm, así que me contaba historias como éstas para que me durmiera, cuando era pequeño.
—Ya me imagino lo tranquilo que dormirías.
—Sí —dijo Julián, sin poder evitar un gesto travieso—. Funcionó hasta que mi madre me encontró una noche a las tres de la mañana en la biblioteca, en pijama, con una linterna y una pila de libros en el suelo. No debí convencerla cuando le expliqué que sólo buscaba información, porque se me acababa de ocurrir dónde podía estar un tesoro de los Templarios, del que mi padre me había hablado esa misma noche, y a partir de ahí se acabaron los cuentos.
Afortunadamente no me requisaron mi linterna —agregó entre risas, al cabo de unos instantes—, y empecé a leer directamente bajo las sábanas.
Se quedó con la mirada un tanto ausente y una sonrisa en los labios, reviviendo con cariño todo aquello. Debía estar más cansado de lo que pensaba, pues cuando volvió a mirar a Alfredo había perdido totalmente el hilo de lo que le estaba contando.
—Me explicabas lo de la andaluza que se había casado con un descendiente de los Inca —dijo Alfredo con cierra sorna, al ver el esfuerzo de Julián por retomar la conversación.
—Eso es —dijo casi con brusquedad—. Bueno, la historia es parecida a la otra. Resulta que María Esquivel, la andaluza, no deja en paz a su marido, insistiéndole una y otra vez sobre cómo era posible que viviesen con lo justo siendo él descendiente del Inca. Que si era un andrajoso, que si la historia que le había contado sobre su familia era falsa, que si su abuelo no era más que un hijo bastardo del emperador, y lindezas por el estilo. Y así durante meses.
Alfredo no pudo evitar un sentimiento de comprensión y camaradería masculina para con el pobre y sufrido indio.
—Hasta que un buen día se hartó, le vendó los ojos y la llevó por todo Cuzco, en plena noche, como harían años después con el coronel Astete. Anduvieron también por varias calles y en un momento dado entraron en una casa y bajaron unos escalones, continuando luego por lo que parecía un túnel. Aporta aquí un dato interesante, y es que la mujer declaró después que había oído en algunos momentos el ruido del río que atraviesa Cuzco, como si el túnel se acercase en algún punto a su cauce. En esta ocasión el tesoro que describió incluía no sólo inmensas vajillas con platos, vasos y jarras de oro y plata, sino también un buen número de estatuas de hombres y animales, altas como un niño de doce años, según sus palabras.
—¿Por qué informó de todo esto, en vez de quedarse el tesoro? —Preguntó Alfredo, cogiendo un nuevo cigarrillo.
—Será mejor que no lo encienda —dijo Julián, poniendo la mano sobre el mechero y continuando con la historia sin darle tiempo a pedir explicaciones—. Lo hizo por venganza. Cuando estaban delante del tesoro, el Inca le dijo a su mujer que lo mirase bien, pues iba a ser la última vez que lo viera. Sabía que se había casado por él sólo por interés, y quería darle una lección. A la mañana siguiente ella le denunció ante las autoridades, hecha una furia, y varios soldados se presentaron en la casa. Ocultar tesoros era un delito grave contra la Corona española —explicó—. Ni que decir tiene que al Inca aún le están buscando. Había recogido sus cosas y nunca se le volvió a ver. Y, por supuesto, la Esquivel no fue capaz de encontrar el acceso a los túneles.
—Muy interesante —admitió—. ¿Puedo fumar ya? —dijo un tanto molesto, poniéndose el cigarrillo en los labios y cogiendo el mechero.
—Como quiera —dijo Julián—, pero no lo recomiendan si al día siguiente uno va a coger un vuelo a Cuzco. Por la altitud, ya sabe.
Cuando Alfredo dejó el cigarro y el mechero sobre el mantel, ya no parecía contrariado en absoluto. En lugar de eso una amplia sonrisa le cruzaba el rostro.
—¿Tan pronto? ¿No hay que buscar más pistas por aquí? ¿O es que tienes pensado que llenemos la ciudad de agujeros con un pico y una pala?
—No —dijo Julián riéndose, mientras por fin el veloz camarero dejaba la nota sobre la mesa y hacía amago de irse de nuevo. Alfredo le retuvo, le fulminó con la mirada y le dio una tarjeta de crédito. No quería esperar otra media hora hasta que el pazguato aquel tuviera a bien volver a dejarse caer para cobrarles—. No hacen falta más pistas, como usted dice. Lo cierto es que ya sé por dónde voy a entrar a los túneles. Lo sé desde Madrid. Sólo hemos estado este par de días de aquí para allá por si en estos años alguien había encontrado la corona y estaba ya en un museo.
—¿Qué es lo que tienes pensado? —preguntó Alfredo escudriñándole en los ojos, tratando de adivinar.
—Se lo contaré in situ, si no le importa —dijo, ahogando un bostezo—. La verdad es que estoy agotado, y mañana tendremos que madrugar para ir al aeropuerto, a ver si encontramos vuelo.
—No hará falta —dijo Alfredo sonriente, sacando un lujoso y moderno teléfono móvil de un bolsillo de su chaqueta. Pulsó una tecla de marcación directa y empezó a hablar mientras firmaba el recibo de la tarjeta que el camarero, más lacónico que nunca, acababa de traer. Julián estuvo tentado de tomarle el pulso, no fuera que se hubiera muerto ahí, de pie—. Sí, exacto —decía—, dos plazas para Cuzco. No demasiado temprano. Y que un coche nos esté esperando allí. Encárgate también de reservar dos suites en el mejor hotel. No, no sé por cuántas noches. Perfecto, gracias —dijo al cabo de unos instantes, y colgó—. Ya está solucionado. Como ves, aunque hayamos venido solos cuidan de nosotros perfectamente.
—¿Cómo es que no ha traído usted a Erik y a Alberto? —preguntó mientras se ponían de pie y salían del restaurante.
Mientras recorrían el espigón de madera, Alfredo Peralta le explicó a su amigo sus motivos, que giraban en torno a un deseo suyo de tener la máxima discreción y privacidad posible en este asunto, y a una necesidad casi espiritual de desconectar lo máximo posible con su vida y entorno habituales.
De cualquier manera, estaba en lo cierto en lo de que la asistencia que le brindaban desde España era de lo más eficaz. Sólo habían puesto un pie en el parking cuando Alfredo recibió un mensaje en su teléfono, confirmándole su reserva del vuelo y el hotel.
El pitido del móvil sonó tan claro en el silencio de la noche que hasta el Hombre Oscuro lo oyó desde su escondite, mientras apuntaba hacia ellos con su pistola.
17
El lugar que había elegido para la emboscada era perfecto. Cualquiera que pasara por el espigón delataría su posición antes de que se estableciera ningún contacto visual, pues los pasos se escuchaban perfectamente cuando resonaban en los tablones de madera, encima suyo, y hasta la silueta se recortaba, vista desde abajo, por los resquicios que había entre las tablas. Su cuerpo quedaba casi cubierto por el grueso pilar de madera, mientras que aquel que entrase en el aparcamiento constituiría un blanco fácil, sin nada tras lo que parapetarse. Ni siquiera había un coche cerca de los escalones. Además, si un observador mirase desde la zona de estacionamiento, muy iluminada, hacia la negrura que se abría bajo el espigón, no distinguiría nada.
El Hombre Oscuro vio cómo Julián y Alfredo entraban en el aparcamiento, buscando con la mirada al vigilante. Era muy improbable que lo encontrasen: estaba tumbado inconsciente a un par de metros suyo, amordazado y atado de pies y manos con gruesas bridas de plástico, por si se despertaba.
Alfredo sacó su teléfono y llamó al chofer. El Hombre Oscuro comprobó que el silenciador de la Sig Sauer estaba perfectamente apretado. Unos faros se encendieron en el extremo más alejado del aparcamiento. Cuando el motor se puso en marcha, el corazón del pistolero aceleró sus pulsaciones. El lujoso coche cruzó el aparcamiento y se detuvo ante los dos españoles. Faltaba poco. El conductor se bajó y rodeó el coche por delante, mientras el Hombre Oscuro apretaba la mano en torno a la empuñadura de su pistola y conectaba el puntero láser. Un brillante punto rojo refulgió por un instante al lado de la cerradura del maletero, mientras el chofer abría la puerta trasera. Cuando Alfredo Peralta empezó a entrar en el coche, el pistolero tensó su cuerpo y contuvo la respiración. Se puso de pie tras la columna de madera, mientras Julián metía el pie izquierdo en el automóvil y el chofer empezaba a volver a su asiento, casi a cámara lenta. Un instante después las puertas de ambos se cerraron, y el automóvil arrancó camino a la carretera.
Un segundo más tarde, los dos tipos a los que el Hombre Oscuro vigilaba entraron en el aparcamiento, siguiendo con la mirada el coche que se alejaba.
Los tenía a tiro.
El del pelo negro sólo tuvo tiempo de sacar el walkie-talkie y abrir el canal para empezar a hablar mientras se lo acercaba a la cara. Pero no llegó a decir nada. Un pequeño punto rojo brilló por un momento detrás de su oreja izquierda, justo antes de que su cabeza estallase con un ruido sordo, como un melón golpeado con un mazo. Sus gafas volaron casi quince metros por el aparcamiento, envueltas en sangre y sesos.
El del pelo blanco, que era su superior, dejó caer la cajetilla de tabaco que acababa de sacar y empezó a mover la mano hacia el interior de su gabardina. Dejó de hacerlo cuando una certera bala del Hombre Oscuro le destrozó la rodilla izquierda desde atrás. Cayó al suelo con la elegancia de un saco de patatas, gritando, con los ojos saliéndose de las órbitas. Tenía la pierna doblada en un ángulo extraño, hacia delante, como la pata trasera de un caballo.
El pistolero salió de su escondite, asomándose con precaución para mirar si había alguien por el espigón que pudiese haber visto el tiroteo. No había nadie. Bien. Mientras los gritos del hombre del pelo blanco no llamasen la atención, no iba a tener problemas. Se arrodilló al lado del herido, metió la mano en su gabardina y sacó una pistola. Una Heckler & Koch del calibre 45, el arma de moda entre los grupos de Fuerzas Especiales de los países ricos. Y también de los que no trabajaban para ningún país en concreto. La miró por un momento y luego se la metió con fuerza al hombre en la boca, rompiéndole un diente. El del pelo blanco dejó de gritar inmediatamente.
—Haz un sólo ruido más y te dejo como a tu compañero. ¿Has comprendido?
A pesar del poco margen de maniobra que le permitía la pistola, metida hasta el paladar, el hombre movió la cabeza afirmativamente. Le rodaban las lágrimas por las mejillas y sollozaba por la nariz, pero se las arregló para que no se le oyese apenas.
El Hombre Oscuro dedicó entonces su atención al otro. No miró si llevaba pistola —tampoco es que estuviera en condiciones de usarla—, sino que cogió directamente el walkie-talkie. Maldijo en voz baja: estaba todavía conectado. El que estuviera al otro lado lo habría oído todo. Lo apagó, se lo guardó en un bolsillo de la chaqueta y, cogiendo a los dos hombres del cuello de sus chaquetas, los arrastró bajo el espigón, al sector envuelto en sombras donde había establecido su posición. El hombre del pelo blanco se portó muy bien: prefirió perder el sentido por el dolor de su rodilla destrozada antes que emitir un solo grito.
Le estaban abofeteando. Lo supo antes de abrir los ojos, por cómo le escocían las mejillas y porque se le movía la cabeza de un lado a otro. También le era familiar el sonido, como su mujer podría atestiguar. Tardó unos instantes en recobrar la consciencia y recordar todos los matices de la delicada situación en la que se hallaba. A pesar del miedo, miró en torno suyo con ojos profesionales. Estaba bajo el espigón, tumbado sobre los guijarros de la playa. A su lado estaba el cadáver de su compañero, y el cuerpo atado de alguien que no reconocía. Dedujo por el uniforme que se trataría del vigilante del aparcamiento, aunque lo cierto es que no se preocupó demasiado por él.
Algo le decía que más le valía centrar toda su atención en el hombre del pasamontañas negro que tenía sentado encima de él.
Estaba a horcajadas sobre su estómago, con las rodillas apoyadas sobre sus codos, inmovilizándole los brazos contra el suelo. Trató de revolverse, pero el hombre del pasamontañas desplazó el peso hacia las rodillas, aplastándole los brazos. Notó también que le apretaba algo afilado contra la garganta.
—Déjate de estupideces y dime por qué seguíais a esos dos hombres.
—No sé que dice, mi amigo y yo... ¡Ahhhhh!
Le había clavado un centímetro la navaja en el cuello y estaba empezando a mover la hoja hacia un lado, abriéndole la herida. Se revolvió, pero él aplicó más presión en las rodillas.
—Empezaremos otra vez. ¿Por qué seguíais a esos hombres?
—Queríamos ligar con ellos, y...
Se calló bruscamente, sin acabar de comprender. Aquello no era un interrogatorio normal. Ese tipo estaba loco.
—Pero oiga, amigo, vamos, no irá usted a... ¡Ahhhh! ¡Ahhh! ¡Ahhh...!
La explosión de dolor que sintió en su cabeza mientras el encapuchado le reventaba el ojo derecho con el estilete, hizo que lo de la rodilla pareciera el escozor de una ortiga. Notó que iba a desmayarse otra vez, pero un par de bofetones lo trajeron de vuelta. No veía por el ojo herido, y notaba que algo cálido y mojado se le deslizaba por la mejilla. La mitad derecha de la cara le latía con un dolor sofocante.
—Te lo preguntaré de nuevo —dijo mientras le quitaba de la boca la mano enguantada con la que ahogaba sus gritos—. Podemos seguir así hasta que tú quieras. Tenemos todo el tiempo del mundo.
El hombre del pelo blanco no vio la preocupación con que el encapuchado miraba a la carretera, así que le creyó. Y esta vez eligió muy bien las palabras de su respuesta.
—Cumplíamos órdenes —dijo, cerrando el ojo sano y apretando el párpado.
Nadie se lo reventó.
—¿Qué órdenes eran ésas?
—Sólo teníamos que seguirles, e informar de sus movimientos y de las personas con las que hablaban. Grabábamos las conversaciones con un micrófono direccional —dijo entre sudores.
El Hombre Oscuro aflojó un poco la presión sobre los brazos. El otro los movió ligeramente, dejando que la sangre volviese a circular. Aprovechó y removió un poco la mano izquierda, apretando el reloj contra los guijarros del suelo. Logró presionar con uno de ellos el botón que activaba la radiobaliza. Si no le hubiese dolido tanto la cara, habría sonreído un poco. —¿Para quién trabajáis?
—No lo sé. ¡Es verdad! —gritó cuando le acercó la navaja al ojo que le quedaba—. Nosotros no somos importantes —gimió—. ¡Sólo conocemos al jefe de grupo! Es a él a quien tenemos que entregar las grabaciones y nos da las instrucciones, ¡se lo juro!
El Hombre Oscuro tanteó en los bolsillos de la gabardina, y al no encontrar nada cacheó al cadáver que tenía a su lado. Sacó de su chaqueta una grabadora digital y un pequeño micrófono direccional. Ahora sabía por qué el de las gafas llevaba siempre un periódico enrollado en la mano. Ahí ocultaba el micro.
Se guardó la grabadora y siguió con la amistosa charla.
—¡Dime de una puta vez quiénes sois, y para quién trabajáis! —le dijo casi al oído, rechinando los dientes, mientras le zarandeaba por el cuello de la camisa.
El otro iba a empezar a hablar, cuando oyó por fin el brusco chirriar de neumáticos que esperaba. En vez de eso, se le quedó mirando con un gesto de triunfo. Claro que entre el ojo desparramado por la mejilla, como la yema de un huevo roto, y la boca ensangrentada, no se le notó demasiado.
El Hombre Oscuro vio cómo el copiloto del todoterreno negro, que acababa de entrar a toda velocidad en el aparcamiento, encendía un foco de mano. Sin embargo, en vez de barrer la zona con el potente haz de luz, fueron directos hacia ellos. El cabrón del pelo blanco debía de haber activado algún dispositivo de localización.
Antes del primer disparo ya se había tumbado al lado del tipo, utilizándole de parapeto. No se anduvieron con sutilezas: un arma automática de bajo calibre empezó a escupir balas con un ruido semejante al de un redoble de tambor. Las tres primeras convirtieron la cabeza canosa en algo parecido a salsa boloñesa, arrancándola prácticamente de cuajo. Los siguientes tres tiros impactaron en el tórax, atravesando limpiamente la gabardina, el chaleco antibalas que llevaba debajo y el cuerpo. Una de ellas, en la salida, rasgó el hombro izquierdo del Hombre Oscuro, que no esperó a la siguiente ráfaga y rodó sobre sí mismo, protegiéndose tumbado tras uno de los gruesos pilares de madera del espigón. Era su turno. Aprovechó que el coche se movió buscando una nueva línea de tiro, para disparar hacia el foco. Escuchó cómo dos proyectiles suyos impactaban con un crujido en el parabrisas, pero sin Traspasarlo. Blindado. Se mordió el labio, maldijo por lo bajo, desenroscó el silenciador de su pistola a toda velocidad y le cambió el cargador por el otro que llevaba, con balas de deformación forzada. Como le diera con eso al cabrón del fusil, podría arrancarle medio brazo. Además, con un poco de suerte tal vez llegase a traspasar el cristal o la chapa del coche. Asomó lo justo la cabeza, a la derecha del pilono de madera, apuntando con los brazos estirados, y disparó tres tiros. Aquello era otra cosa. Al menos una de las balas penetró en el coche, posiblemente alcanzando al copiloto, pues el foco quedó por unos momentos iluminando el interior del vehículo. Siguió disparando, reventó una de las luces del coche y le dio también a la rueda delantera derecha, que aunque no se desinfló del todo —era de seguridad—, sí que acusó el impacto.
Aquello fue suficiente para el conductor, que decidió que había llegado el momento de largarse. No esperaban ni por asomo encontrar una oposición como aquélla; a fin de cuentas eran una unidad de seguimiento, no de intervención. El todoterreno salió a la carretera casi tan rápido como había entrado, mientras el copiloto herido avisaba a la unidad adecuada. Que se encargasen ellos.
El Hombre Oscuro no se quedó a esperarles. Recogió a toda velocidad sus casquillos, como tenía por costumbre, y echó a correr hacia su coche de alquiler. Se fue de allí antes de que llegase el grupo de limpiadores, y por supuesto mucho antes de que la policía de Lima hiciese su aparición estelar. Ninguno de los mirones que se agolpaban en la barandilla que rodeaba al restaurante pudo distinguir la matrícula del coche. Ni siquiera fueron capaces de decirles a los agentes si era negro o solamente oscuro.
Con mucho sentido común, ninguno de ellos se había acercado para comprobarlo.
18
¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Imbécil! Ilse estaba fuera de sí. No soportaba la ineptitud, que, al parecer, era la única cualidad en la que sobresalía el delegado de La Corporación en Perú. Al otro lado de la puerta cerrada de su despacho en Buenos Aires, los miembros de su gabinete se miraban entre sí sin decir palabra, dando gracias al cielo de no ser ellos el blanco de las iras de su jefa.
—¿Me está diciendo que tiene dos bajas, un herido y ninguna información?
Al otro lado del teléfono la voz sonaba muy bajito.
—Es que, verá, señora... había alguien más, y mis hombres no...
—¿Ninguno de los objetivos intervino en el tiroteo?
Los dos guardaespaldas conocidos de Alfredo Peralta se habían quedado en España, así que cuando le contó que habían matado a tiros al equipo de seguimiento, pensó casi inmediatamente que había sido cosa de Julián Curto y su preparación militar.
—Así es, señora. Mientras se producía la confrontación, los dos objetivos llegaban en su coche al hotel, sin problemas. El hombre que tengo cubriéndolo lo ha confirmado. Por su comportamiento parecía que no supiesen lo que estaba ocurriendo. El de los disparos fue un encapuchado —continuó con la voz un poco más segura—. Mató a los dos agentes que seguían a los objetivos y disparó contra el coche de apoyo.
—¿Han examinado ya su cadáver? ¿Saben quién es?
La voz tardó unos segundos en responder.
—Verá, es que... claro, el equipo era sólo de seguimiento, y no esperaban encontrar una oposición así... y el atacante... —la voz se iba apagando a medida que hablaba—... el atacante, ha... ha escapado.
Ilse apretó el auricular hasta que crujió y contó mentalmente hasta diez.
—¡Es usted un...! —logró contenerse, respirando profundamente—. Ya hablaremos de eso —dijo rechinando los dientes y arrastrando las eses—. Mándeme inmediatamente la trascripción de las conversaciones que han grabado de los objetivos. Las necesito con urgencia.
Un nuevo silencio. Al otro lado del teléfono, el hombre de Lima se quería morir.
—Señora, me temo que —tragó saliva—... me temo que...
—Que... ¡QUÉ!
—Que no va a ser posible —dijo por fin—. Al parecer el tirador se llevó la grabadora con los archivos. Con todos. Los de los dos días —añadió en un arranque de sinceridad suicida, deseando terminar con aquello a cualquier precio.
Nadie lo vio, pero cuando el delegado de La Corporación dijo eso se encogió y cerró los ojos instintivamente, como un perro cuando espera que le den un golpe.
Ilse deseó matarle. Como no le tenía a mano, se contentó con colgar el auricular con tanta fuerza que lo astilló, luego se puso de pie, cogió el teléfono con las dos manos y lo arrojó contra una pared, pateándolo a continuación. Agarró el cable, lo arrancó de cuajo y estuvo tentada de lanzar el teléfono por la ventana, igual que un martillo olímpico. Se dominó lo suficiente para tirarlo simplemente a la papelera. Se sirvió un whisky, se lo bebió de un trago, se sirvió otro, le dio una patada a la papelera y ya un poco más calmada, abrió la puerta de su despacho y le dijo a su secretario:
—Llama al imbécil de Lima, y que te informe exactamente de la situación actual de los objetivos. Dile también que espere el relevo, que él y sus imbéciles están fuera. Despedidos.
Se lo pensó mejor y dijo:
—No le digas esto último. Sólo pídele la información. Y ponme en comunicación con el responsable de América del Sur, y con el delegado en Chile, por ese orden. Y antes enchúfame ese teléfono —dijo señalando una de las mesas de la secretaría—. El mío no funciona bien.
Eficiente, su secretario le instaló el teléfono y le pasó las llamadas, mientras él se informaba de la situación de los objetivos de Lima. O de Alfredo Peralta y Julián Curto, que venían a ser la misma cosa.
Cuando llamó al despacho de su jefa, golpeando con los nudillos en la puerta casi de manera imperceptible, Ilse estaba más relajada. Acababa de ordenar al responsable de La Corporación en Chile la eliminación de la célula superior en Perú, cosa que éste haría encantado. Ya tenía sustitutos. El responsable de Sudamérica los pondría en activo inmediatamente.
El secretario pasó cuando ella le dio permiso.
—Los dos objetivos están en sus habitaciones del hotel en Lima, señora. Tienen programado en unas horas un vuelo a Cuzco, con una línea comercial. Han aparecido sus nombres en los listados de pasajeros internos de la compañía —dijo, alcanzándole un papel. Se aclaró ligeramente la garganta y añadió—: Dice el señor delegado que le pide disculpas, y que si usted...
Se interrumpió cuando Ilse levantó la mano, indicándole que saliera del despacho. Se dio la vuelta, enderezó la papelera, que estaba volcada a su derecha, y cerró la puerta tras de sí con toda la suavidad de la que fue capaz.
Ilse comprendía perfectamente que lo sucedido cambiaba las cosas. En primer lugar, ¿quién era ese tirador? ¿Es que había un tercer grupo en discordia, atento también a las evoluciones de los españoles? ¿O acaso trabajaba para la Fundación Milodonte, o para Alfredo Peralta?
Se levantó y paseó brevemente por el despacho, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, pellizcándose distraídamente el labio inferior con la mano derecha. Competencia... tal vez, pero lo dudaba. En todos estos años, las únicas dificultades que había encontrado eran coleccionistas de arte privados, y algunos raros ejemplares de arqueólogos y funcionarios que no se habían dejado sobornar. Pero nunca se había encontrado una oposición organizada, o un grupo que anduviese buscando sus mismas piezas. Desechó de momento esa posibilidad, aunque... ¿y Milodonte? No era probable, claro, no concordaba con lo que sabían de ellos. Lo cierto es que si eran un grupo encubierto, su camuflaje era prácticamente perfecto. Pero por otra parte llevaban años trabajando en proyectos punteros de arqueología... ¿qué mejor cortina de humo para alguien cuyos intereses en las culturas antiguas pudieran cruzarse con los de La Corporación? ¿Tendrían en nómina a algún ex compañero de Julián? Brigada de Cazadores de Montaña... Bonito nombre. Y el perfil encajaba. Pero no parecía probable. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Y si se trataba del propio Julián? No, claro, él estaba en el hotel, pensó chasqueando la lengua, mientras trataba de aclarar su mente.
Estaba empezando a saturarse con tanto interrogante.
Miró por la ventana la gran avenida iluminada, mientras encendía un cigarrillo. Volvió a su mesa y sacó el grueso expediente con el dossier de Alfredo Peralta. Tenía que estar relacionado con él. Lo intuía. Fue él quien patrocinó la expedición de Qartara que tan cara le había costado a La Corporación. Y encima con ese toque profesional que le había llamado la atención a su abuelo. Según la trascripción de la llamada entre Julián Curto y su padre, también él era el promotor de ese viaje que estaban haciendo ahora en Perú. Qué casualidad. Justo donde ella tenía otra de sus líneas de trabajo importantes.
Volvió a ponerse de pie mientras su cerebro iba a mil por hora, analizando todas las posibilidades y conexiones posibles. ¿Era todo simple casualidad, y sólo su imaginación añadía ese toque de conspiración a la ecuación, o Alfredo Peralta sabía mucho más de lo que aparentaba? Ella había deducido la importancia clave de la cultura sicán gracias a los documentos secretos que poseía La Corporación. Y eso que para llegar a identificarles entre el resto de pueblos preincaicos, tuvieron que hacer largos y exhaustivos estudios. ¿Qué era lo que sabían Alfredo y Julián? ¿Y cómo? Hoy habían estado en el yacimiento sicán del Bosque de Pómac. Ilse ya sabía que allí estaba la tumba de Naymlap, que ni siquiera había identificado todavía el doctor Shimano. Ella fue la primera que tuvo acceso a las piezas que los huaqueros, los ladrones de tumbas peruanos, habían puesto en el mercado negro proveniente de esa excavación. Había comprado incluso el tumi sagrado que el propio Naymlap guardaba entre las telas de su momia. Ventajas de ser los patrocinadores del tráfico de antigüedades en Perú. Sin embargo, ¿cómo sabían Julián y Alfredo que ese lugar era clave? ¡Si ni siquiera el doctor Shimano sabía todavía que una de las tumbas era la de Naymlap! ¿Quién era realmente Alfredo Peralta? Y ese asesino que había matado a sus hombres, ¿de dónde había salido? ¿Y si...?
Apagó el cigarrillo casi con violencia y se masajeó los lacrimales con los dedos de la mano izquierda, tratando de relajarse. Deseó que las ventanas pudieran abrirse para que entrase un poco de aire fresco. Así no iba a llegar a ningún lado, con tanta pregunta. Se levantó y se sirvió un whisky con agua, sin hielo. Lo paladeó mientras estructuraba sus pensamientos.
Lo primero era decidir qué postura tomar respecto a los dos españoles. Estaba tentada de ordenar que les eliminasen y terminar con ellos de una vez. Pero había dos pegas. Tres, si contaba al hombre capaz de matar a dos de sus agentes y ahuyentar al otro equipo, que por ineptos que fuesen no eran unos cualquiera. La primera pega es que Alfredo Peralta estaba muy bien relacionado. Por supuesto que La Corporación tenía patente de corso en lo que a asesinatos programados se refería, pero estaba claro que surgirían muchas preguntas en los círculos de poder españoles, y hasta en la prensa del corazón, en cuyas páginas asomaba Peralta de vez en cuando. Y eso no le convenía nada al aura de discreción que rodeaba al departamento de Ilse y al resto de la organización. Aunque bueno, pensó mientras tomaba un nuevo sorbo de whisky, si realmente quisiera hacerlo, podría. Pero es que precisamente ésa era la segunda pega: le interesaba más vivo. Quería descubrir qué sabían Julián y él. Hasta era posible que tuvieran las piezas que a ella le faltaban para componer el puzle.
Apretó los labios mientras negaba con la cabeza, mirando por la ventana a nada en concreto, maldiciendo profundamente la incompetencia de sus hombres por permitir que el pistolero se llevase las grabaciones de las conversaciones de Julián y Alfredo. Que ni siquiera hubiesen tenido la precaución de almacenar las del día anterior, era algo que clamaba al cielo. Seguro que había en ellas todo tipo de detalles sobre sus planes, como el porqué se iban ahora a Cuzco.
No soportaba esa sensación de descontrol. Así que tomó una decisión: se ocuparía de ese asunto personalmente. Iría para Cuzco con unos cuantos hombres y se encargaría de que las cosas se hiciesen como debían. Además, ¿quién mejor que ella para descubrir e interpretar lo que los dos españoles se traían entre manos?
Con los ojos brillantes de determinación, empezó a pensar en los agentes que llevaría consigo. No quería llamar la atención, así que iría con una estructura reducida. Pocos hombres. Cogió el teléfono, dispuesta a llamar inmediatamente a su director de operaciones —a pesar de que era la una de la madrugada—, cuando cayó en la cuenta de que había un problema. Al día siguiente tenía una reunión inaplazable en Buenos Aires. Se mordió el labio en un gesto de impaciencia. Tendría que retrasar un día su salida hacia Perú. Y mientras tanto, Julián y Alfredo estarían campando a sus anchas por Cuzco, sin que nadie les controlase.
Se planteó durante unos instantes la posibilidad de cancelar la orden de supresión y mandar al imbécil y a sus hombres —los que le quedaban— a Cuzco, a cubrir a sus objetivos hasta que ella llegase. Pensó en su voz de imbécil por teléfono, en sus métodos de imbécil, y en sus imbéciles resultados hasta el momento, y desechó la idea con un gesto de desprecio. Tenía otra opción: llamaría a las fuerzas locales.
Para eso les pagaba, ¿no?
Había noches y noches, pero la de los sábados era la peor de todas. O al menos eso pensaba mientras veía salir de su despacho a un par de jóvenes americanitos, cuyo amigo estaba en el hospital por una golpiza en un bar, en la que al final alguien había sacado un cuchillo. Estúpidos niños yanquis. Más les valía quedarse en su casita si no sabían andar por ahí. Si no fuese por sus dólares...
Sus profundas reflexiones se vieron interrumpidas por una vibración de su celular. Del privado. Lo sacó de la funda del cinturón para ver quién llamaba. Leyó en la pantalla el indicador de número desconocido y miró al techo con resignación. Entre las últimas habilidades de su hija con el nuevo teléfono que le habían comprado, estaba la de ocultar su número cuando llamaba. Le entusiasmaba el halo de misterio que despertaba. Descolgó resoplando con paciencia, preparado ante la batalla de todos los sábados por la noche.
—Mira, linda, ya te he dicho que no me llames cuando estoy trabajando. Y menos para discutir lo mismo —dijo, repitiendo una vez más el discurso habitual—. Ya te ha dicho tu mamá que a las once...
—Comandante Oleza —le interrumpió una voz de mujer que nada tenía que ver con la de su hija de dieciséis años—, espero que no sea muy tarde para llamarle. ¿Se acuerda usted de mí?
Como para no acordarse.
El comandante Jorge Oleza, responsable de la Policía de Turismo en Cuzco, se puso de pie en su despacho al oír la voz. Las rodillas le temblaban ligeramente, y no era de miedo.
—¡Señorita Ilse! Por favor, para usted es siempre buen momento. ¡Siempre a su disposición! ¡Que alegría hablar con usted! —dijo, zalamero—. ¡Dígame qué se le ofrece!
Ilse torció el gesto y se apartó ligeramente el auricular de la cara, procurando que las gotitas de almíbar que salían por el teléfono no la salpicasen. Siempre le llamaba la atención el contraste entre la voz afectada y servil con la que se dirigía hacia ella, y la rudeza con la que actuaba y el temor y respeto que suscitaba entre sus subalternos.
—Muchas gracias, comandante —dijo sin mucho entusiasmo—. ¿Qué tal están Alejandrita, y su mujer?
Había mucho más en esa frase que simple cordialidad. De hecho no había ninguna cordialidad. Sólo era para recordarle a Oleza por qué hacía lo que hacía.
—Muy bien, gracias —respondió, más frío—. Creí que era la niña la que llamaba. Bien —dijo, sacando a su familia de la conversación—, ¿que puedo hacer por usted?
—Verá, comandante, ya conoce usted mi interés en la cultura inca y en la preservación de sus piezas arqueológicas.
Y tanto que sí, pensó Oleza. Un buen número de las piezas peruanas que Ilse tenía se las había facilitado él mismo.
—Pues bien —continuó—. Tengo la sospecha de que hay dos sujetos que tienen cierto interés mercantil en el asunto, y que llegan mañana precisamente a Cuzco. Un interés que probablemente no nos convenga ni a usted ni a mí. Ahora le daré los detalles. Son dos españoles —agregó casi con descuido.
El comandante, con una ascendencia tan indígena como se pudiera tener tras quinientos años de mestizaje, apretó sus labios en una fina línea al oír eso. ¿Así que aún querían más, los joputas de los conquistadores?
—No más dígame lo que quiere que haga, señorita.
La señorita se lo explicó, recalcando que se limitase a un seguimiento discreto hasta que ella llegase.
Apagó la colilla en el cenicero y sostuvo el vaso con el resto de pisco que aún le quedaba, mirándolo con aire meditabundo. Recordaba con cierta vergüenza el orgullo que sintió la primera vez que se puso el uniforme y se miró al espejo, todavía en casa de sus padres, justo al aprobar la oposición de ingreso en la academia. El orgullo de su madre cuando convocó a las vecinas y le hizo desfilar ante ellas con el traje de cadete. Pensó en lo clarito que estaba todo en aquel entonces. Y en las pilas de mierda que había visto a partir de ahí. En lo que había detrás de tanta mano sonriente, tanto traje, tanto discurso. Tantos arreglos. Esa misma mañana, se había desayunado con la noticia en la televisión de que el Gobierno había ofrecido en pleno su dimisión al presidente, por un escándalo de comisiones a cambio de derechos de explotación para una petrolera extranjera. «¡Corrupción es traición a la Patria!», había dicho en su discurso a la nación el gordo presidente, mientras prometía una limpieza de «fariseos y felones». Bonitas palabras para quien tuvo que huir del país durante años por acusaciones similares.
Oleza pensó asqueado en todo aquello, y se sintió tremendamente cansado. Pensó también en los estúpidos niñatos yanquis que veía a patadas todos los días por Cuzco, forrados de billetes. Y en las ganas que tenía de que su hija estudiase en una universidad fuera del país. En una escuela de esas que salían en las películas, con edificios antiguos, césped, bibliotecas con libros y profesores que te trataban de usted.
Apuró de un trago el aguardiente, se puso de pie y abrió la puerta. Los ruidos y el trajín de la comisaría en su hora punta entraron como una ola de tres metros.
—¡Edmund! ¡Wilberro! ¡Edsel! Vengan a mi despacho.
Con un aspecto de brutos impresionante, los tres hombres de confianza del comandante Jorge Oleza entraron y cerraron la puerta. Los miró valorativamente desde detrás de su mesa. A veces pensaba que lo único que les diferenciaba de los delincuentes de la calle era su placa y su carnet.
—Tenemos trabajo —dijo—. Recién hemos recibido una información que nos afecta.
Acto seguido empezó a impartir órdenes y a organizar los turnos de vigilancia.
19
¡Impresionante! —dijo, sonriendo por primera vez desde que aterrizaran en Cuzco. Fue como si el ciclópeo tamaño de las murallas despejase las nubes que le ensombrecían el ánimo. En un principio, Julián pensó que se trataba del efecto del cambio de altitud tan brusco que habían experimentado desde Lima, al nivel del mar, a los más de tres mil cuatrocientos metros sobre los que se alzaba Cuzco. Pero viendo la energía con la que estaba recorriendo las ruinas, sospechó que probablemente su preocupación tendría más que ver con la llamada de teléfono que había recibido al poco de bajar del avión.
Fuera como fuese, Alfredo Peralta volvía a estar con su buen humor habitual.
—Vamos a verlas más de cerca —dijo Julián—. Quiero ir al alto de ahí detrás, a enseñarle una cosa. Desde allí podrá hacerse una idea de lo que le contaba.
Subieron por el camino que recorría las murallas de Sacsayhuamán, que así se llamaba la ciudadela en la que estaban, hasta alcanzar la pequeña meseta que se alzaba tras ellas. Estaba repleta de restos de construcciones inca, pero no era eso lo que Julián quería mostrarle. Era la magnífica vista de la ciudad de Cuzco, que se extendía a sus pies. Desde donde estaban, se dominaba prácticamente todo el valle.
—¿Ve? —dijo Julián señalando a un rectángulo gris y verde, que destacaba como una isla entre el mar de tejados ocres de Cuzco—. Eso es la Plaza de Armas. Es originaria de la época inca. En aquel entonces se la llamaba Wakaypata —explicó.
—Tenías razón —dijo Alfredo, que iba detrás, resoplando ligeramente y poniéndose a su lado—. No está lejos.
—Menos de un kilómetro en línea recta desde donde estamos. Ochocientos cincuenta metros, para ser exactos.
Miraba a Cuzco desde ahí, pensativo, con ojo profesional.
—Varios Inca tenían sus palacios justo rodeando la Plaza de Armas, que era el centro geográfico del Imperio. Estaba también la Casa de las Vírgenes del Sol, y un poco más atrás ¿ve esa zona despejada? —dijo señalándole otro espacio libre de tejados—. Es donde estaba el jardín del Coricancha, el Templo del Sol.
—El que estaba hecho de oro.
Julián asintió.
—Lo interesante es que estaba todo concentrado en una superficie más o menos reducida. De aquí a la Plaza de Armas, donde estaban todos los palacios, hay ochocientos cincuenta metros. Y de allí hasta el Templo del Sol, unos quinientos cincuenta metros aproximadamente. Tal vez un pelín más.
Alfredo le miró a través de sus gafas de cristales azules.
—Vaya —dijo con cierto retintín—. No parece que ésta sea tu primera vez, ¿me equivoco?
Julián sonrió con malicia y siguió mirando Cuzco, con las manos en los bolsillos.
—De rodas formas, sigo sin saber por qué estamos aquí. Las historias esas que me contaste sobre los túneles de Cuzco decían que la gente entraba desde la ciudad. Y en el libro de mi antepasado dice también que el tesoro está oculto en la ciudad.
—Bueno, eso es cierto —concedió Julián—. Pero tampoco quiere decir que ésa tenga que ser nuestra única opción, ¿verdad?
Alfredo levantó las cejas en un gesto de interrogación.
—Quiero decir que una cosa es que sepamos que por aquí abajo hay galerías secretas, y otra que podamos acceder a ellas. Se dice que algunos de esos palacios y templos inca estaban conectados a los túneles, lo que ya es algo, pero ¿cuáles? ¿Y en qué estado estarán esos accesos hoy en día? Sobre muchos de esos edificios importantes se levantaron iglesias, desde el convento de Santo Domingo, justo encima del Templo del Sol, hasta la catedral, sobre el palacio del Inca Viracocha. Aunque en algunos casos se vean todavía trozos de los muros, es muy probable que los sótanos originales desde donde se entraba a los túneles, si es que quedan todavía, estén remozados y tapiados. Y vigilados, por supuesto. Uno no entra con un pico en la catedral tranquilamente, diciendo que va a buscar un tesoro, y se pone a cavar.
—Pero entonces... —empezó a decir Alfredo, decepcionado. —Sí. No sabemos dónde están las entradas. Pero, yo sé donde hay una salida —dijo tras un instante, guiñándole un ojo.
Alfredo empezó a mirar en torno suyo, con renovada ilusión. —Me estás diciendo que...
—Así es —atajó, con una amplia sonrisa—. Según detallan algunos cronistas que estuvieron aquí muy poco después que su abuelo, los emperadores Inca tenían una red de túneles con la que podían venir directamente desde sus palacios hasta aquí, a Sacsayhuamán, presumiblemente a oficiar ceremonias de carácter religioso. Por eso quería que viera usted la ciudad desde aquí, para que pudiera hacerse una idea.
—Entonces, si encontramos la salida que está aquí... —dijo Alfredo, conteniendo a duras penas su entusiasmo.
—Podremos acceder a la red de túneles de Cuzco. Exacto.
Alfredo Peralta cerró los puños y los párpados, poniendo los brazos en tensión, en una auténtica implosión de júbilo. Estaba inmensamente satisfecho. Había acertado de pleno cuando intuyó, meses atrás, que Julián Curto era el hombre que necesitaba para este proyecto. Se acercó a él, le cogió de los hombros y le dio una cariñosa palmada con la mano derecha, como reconociendo su valía. No sabía que lo mejor estaba todavía por llegar.
Iba a preguntarle si sabía además el sitio exacto por dónde tenían que entrar, cuando llegó la persona que estaban esperando.
—¡Miren quién ha venido a visitarnos!
El que lo decía era un hombre de mediana estatura, delgado, que llevaba una camisa blanca, un sombrero crudo, un bigote y un par de brazos abiertos, listos para darle un abrazo a Julián Curto.
—¡Manuel! —dijo Julián, dándole un par de palmadas en la espalda.
Se miraron con aprecio por unos segundos, cogiéndose por los antebrazos como viejos camaradas. Después, el recién llegado y Alfredo se miraron, con curiosidad.
—Don Alfredo, le presento al doctor Manuel Orellana —dijo Julián—. Ni más ni menos que el director para el área de Cuzco del INC, el Instituto Nacional de Cultura peruano.
—Alfredo Peralta —dijo, estrechándole la mano—. Así que usted es el dueño de todo esto, ¿no?
El hombre se rió.
—Sólo por las noches, cuando se van todos los turistas.
La frase tenía cierro matiz que no pasó desapercibido para Alfredo. Ni para Julián, que no pudo reprimir una sonrisa al ver la expresión de su amigo e imaginar sus pensamientos.
—¿Y qué les trae por el Cusco? Me sorprendió un poco su llamada, no les esperaba —dijo Orellana, mirando expectante a Julián.
—Ha sido un poco precipitado. Es un viaje personal, pero hemos pensado que podíamos aprovechar para... —hizo una pausa dramática—...para hacer esa prospección que teníamos pendiente en la Fundación Milodonte con el INC de Cuzco.
La cara del doctor Manuel Orellana se iluminó.
—Entonces... ¿tenemos ya financiación para el proyecto? —dijo, agarrando de nuevo a Julián por los antebrazos.
—Bueno —respondió Julián, contagiado por su alegría—, no es de mí de quien depende, pero es posible.
Y a continuación le dedicó una significativa mirada a Alfredo, que no acababa de comprender de qué iba todo aquello. El que sí que entendió el mensaje fue el doctor Orellana.
—¡Mecachis, que bueno! —dijo, sacudiendo entusiasta la mano de Alfredo y reprimiendo su deseo de abrazarle—. ¡Esto tenemos que remojarlo con un pisco en mi oficina!
Echaron a andar los tres juntos por las ruinas, en dirección al amplio chalet que se alzaba junto a una de las vallas del recinto. En cuanto tuvo ocasión, Julián le hizo un discreto gesto a Alfredo. Ya se lo explicaría todo más tarde.
—¿Está seguro de que es prudente que entre usted solo? Podría decirle a alguno de los doctorandos que le acompañase. Hay uno que hace montañismo —agregó Orellana al cabo de unos instantes.
Los tres hombres se inclinaban sobre la mesa de su despacho, donde estaban desparramados varios documentos que Julián había traído. Uno de ellos era un enorme diagrama, que recordaba vagamente a un mapa. Los vasos y la botella de pisco estaban colocados en sus esquinas, para evitar que se plegase de nuevo.
—Ya sabe que la Chincana es muy peligrosa, doctor —dijo Julián—. No es para aprendices. Por eso mismo el ejército cegó su acceso.
Orellana asintió, sin despegar la vista del diagrama.
—¿Y dice entonces que esto es un mapa de los subterráneos? —dijo, golpeando el papel con un dedo.
—No exactamente. Esto es sólo el primer plano, bastante básico, que obtuvimos con el geo-radar hace unos años, cuando empezamos a plantear el proyecto. ¿Recuerda? Estuvimos casi una semana poniendo aquellas antenas enormes que iban tumbadas en el suelo, y los turistas nos hacían fotos.
—Las parrillas. Así las llamaban los doctorandos de acá. Qué trabajo tuvimos todos con aquello —dijo, evocador—. No había visto los resultados hasta ahora.
Había cierto tono de reproche en su voz.
—Estamos usando otro método ahora, mucho más potente, que nos proporciona directamente imágenes tridimensionales. Con esto —dijo señalando la hoja— tuvimos que estar bastante tiempo en la Fundación, ajustando los vectores parciales de cada medición casi a mano, y al final el resultado no fue todo lo bueno que esperábamos. Entre eso, y que al final el proyecto tuvo que congelarse en espera de patrocinio, no llegamos a enviárselo.
Bebió un poco de su pisco y lanzó su estocada.
—El problema es que la red de subterráneos de Sacsayhuamán es muy compleja, incluso para el sistema nuevo. Así que si queremos hacer una prospección de los túneles habrá que hacerlo a la antigua usanza. A pie.
El doctor Orellana movía la cabeza mirando el plano, con los labios tan apretados que casi habían desaparecido bajo su bigote. No parecía muy convencido.
—No sé, Julián, lo veo muy peligroso. Es mucha responsabilidad, y además así, tan precipitado, sin un proyecto aprobado por la directiva central del INC... ¿por qué no trae ese aparato nuevo que comentaba?
—No funcionaría, Manuel. Pero he traído otra cosa. Mire —dijo, sacando de su mochila una especie de armazón de fibra de carbono con forma de casco, con varios aparatos integrados—. Está recién salido del laboratorio de nuestro ingeniero jefe, Aimar. Es un nuevo sistema que estamos desarrollando en Milodonte para levantar topografías espeleológicas. Es un sistema integral, y combina un podómetro inercial, un inclinómetro digital, una brújula electrónica y un sistema automático de apoyo de medición de distancias por láser, además de otros sensores accesorios. Cuando lo conecte, recogerá punto por punto el recorrido que yo haga dentro de las galerías que parten de la Chincana, en tres dimensiones, e irá generando un mapa de los túneles por los que pase.
Alfredo y el doctor Orellana miraban el objeto con vivo interés. Estaba tan depurado que no parecía un prototipo en absoluto.
—Vean esto, además —dijo señalando el potente foco y la diminuta cámara digital de alta sensibilidad que había a cada lado del casco—. El sistema graba en imagen de alta definición el interior de las galerías, con un efecto estereoscópico, gracias a las dos cámaras. En tres dimensiones —aclaró, viendo las caras de incomprensión con que le miraban—. Lo más interesante es que, después, con un casco de realidad virtual como la unidad que tenemos preparada en la Fundación, podremos coger toda esa información y analizar todos los rincones por los que hayamos pasado como si estuviésemos allí de nuevo. Éste es el sistema de exploración de cavidades más avanzado del mundo, doctor. Y será aquí donde se estrene. En la red de túneles de Sacsayhuamán.
El arqueólogo le miraba fijamente, acariciándose la barbilla mientras asentía. Estaba realmente impresionado. Alfredo le miraba también, con un brillo especial en los ojos.
Era el momento de darle la puntilla definitiva a este asunto.
—Además, doctor, teniendo en cuenta que don Alfredo Peralta es uno de los mecenas más importantes de la Fundación Milodonte, tal vez podríamos considerar esto como una prospección en toda regla, con vistas a ese proyecto que lleva tanto tiempo pendiente. Si usted nos da el permiso para entrar, por supuesto.
Los labios fruncidos del doctor Manuel Orellana, máximo responsable del recinto arqueológico de Sacsayhuamán, volvieron a surgir de debajo de su bigote, arqueándose en una amplia sonrisa. Simultáneamente la mandíbula de Alfredo Peralta fue descendiendo, dejándole la boca abierta.
—Avisaré a una cuadrilla de obreros de Cuzco —dijo—. Con un poco de suerte, habrán limpiado el acceso de la Chincana Grande de aquí a mañana.
Volvió a llenar los vasos de pisco. Aquello merecía sin duda un nuevo brindis.
20
Eres un liante. ¡Pero un liante muy bueno! ¡Vaya gol que me has metido! —dijo Alfredo entusiasmado, mientras hacía amago de llenar de nuevo la copa de champán de su amigo. Julián puso una cara de inocencia muy poco creíble y le detuvo el gesto con la mano. A pesar de que habían cenado muy pronto, mañana estarían en la Chincana Grande antes incluso de que amaneciera, y prefería no tomar alcohol.
—Me tocará financiar una nueva excavación en su momento —continuó con una media sonrisa tras tomar un trago de su copa, meneando un poco la cabeza—, pero no está nada mal tu jugada. Así tenemos hasta la bendición de las autoridades y todos contentos. ¡Buen negocio!
—Bueno, al menos en parte —puntualizó Julián—. Oficialmente tenemos permiso sólo para acceder al complejo de galerías que hay bajo Sacsayhuamán. En principio no hay nada de conectar con una hipotética red de rúñeles en Cuzco, y mucho menos de andar buscando tesoros —dijo, y bebió un poco de agua—. Aunque claro, allí abajo está bastante oscuro, y quizá me desoriente un poco y acabe donde no deba. Cosas que pasan.
Se quedó mirando el mantel por unos instantes. Pensaba en la cantidad de buenos proyectos que se habían quedado congelados simplemente por dejadez de quienes reñían que aprobar los permisos, o porque no querían que tal o cual persona se hiciese la foto para los periódicos. Lo resumió en una sola frase:
—No íbamos a dejar que un poco de burocracia nos aguase la fiesta, ¿verdad?
Y ahí sí que brindaron.
Se quedaron después en silencio por un rato, sumidos en sus propios pensamientos.
—Por cierto —dijo Alfredo al cabo—, que no me has explicado todavía cómo piensas llegar desde ahí arriba hasta Cuzco y encontrar la corona.
Julián se removió en su silla. La pregunta se las traía.
—Sí, yo me preguntaba lo mismo. No, en serio —dijo tras ver que Alfredo se quedaba con la boca abierta—, tenemos un as en la manga, pero hay que ser conscientes de que esto va a ser una exploración auténtica, en toda la extensión de la palabra.
Se quedó un momento en silencio, organizando mentalmente su discurso. Miró en torno suyo, asegurándose de que nadie les oyese. Estaban en un reservado de la segunda planta de un mesón de la Plaza de Armas, un restaurante construido sobre los cimientos del palacio del Inca Pachacútec, nada menos. Estaban solos, y desde su ventana abierta se veía la catedral al otro lado de la plaza, recortándose maravillosamente iluminada contra el cielo negro. Nadie les molestaba, así que expuso lo que sabía:
—Verá, de momento sabemos que hay al menos dos sistemas de túneles. Uno es el que está en Sacsayhuamán, bajo los restos de la ciudadela. Varios cronistas se refieren a ellos, incluso el Inca Garcilaso, que los visitó cuando era niño, llega a describirlos como un conjunto de calles y callejas, muy enredado, con puertas de acceso y planificado como un laberinto. Dicen que nadie entraba allí sin guía, ni siquiera los propios indios. Lo que sí tenemos, de momento, es una entrada a ese sistema de túneles. Es la Chincana Grande.
—¿Y tú estás seguro de querer entrar mañana ahí?
En el rostro de Alfredo había una preocupación sincera.
—Utilizaré el diagrama que les enseñé ayer al doctor y a usted. Como mapa no es nada del otro mundo, y está incompleto, pero entre eso y la brújula podré orientarme, al menos mínimamente. Además tengo el sistema de exploración que les mostré, e iré grabando el recorrido. En caso de apuro, volcaré la grabación en mi PDA y lo utilizaré para deshacer el camino. Bueno —continuó tras un momento—, eso es en referencia a los túneles de Sacsayhuamán. Ahora, por otro lado, tenemos los túneles que conectaban Cuzco con la ciudadela. De ésos sólo tenemos las referencias que ya le comenté, sobre pasadizos que comunicaban entre sí los edificios importantes de la ciudad, como el Templo del Sol y los palacios de los Inca, y también entre ellos y Sacsayhuamán. Mi objetivo es localizar el punto de enlace entre la red de Sacsayhuamán y la de Cuzco. Si fuese en línea recta, debería encontrar una galería descendente que fuese en rumbo sur-sureste, desde la cota 3585 de la Chincana Grande, hasta los tres mil cuatrocientos metros de aquí, la Plaza de Armas, donde estaban los palacios. Con un margen adecuado para la profundidad de los túneles respecto al suelo, claro.
Lo ilustró poniendo un pan y un sobrecito de azúcar sobre la mesa, y bajando con el dedo desde la parte de arriba del panecillo hasta el mantel, recorriéndolo por unos centímetros hasta llegar triunfante al sobre, que representaba la Plaza de Armas. Obviamente, aquello le pareció a Alfredo un plan perfecto y elaboradísimo.
—¿Y si no es en línea recta?
—Pues habrá que improvisar.
El rostro de Alfredo se ensombreció al oír eso. La aventura ya no parecía tan sencilla.
—Y no es que sea una posibilidad remota —continuó impasible—, sino que, con toda probabilidad, será un camino con bifurcaciones y sistemas de seguridad. Tenga en cuenta que aunque estuviesen fuertemente vigilados, no dejaban de ser accesos a los palacios de los Inca, e incluso al Templo del Sol.
Alfredo arqueó las cejas.
—¿Sistemas de seguridad? ¿Qué quieres decir con eso?
—Trampas, por supuesto. ¿Por qué, si no, habrían muerto todas las personas que han entrado en los túneles? —dijo, y se le quedó mirando tan tranquilo.
El asunto estaba dejando de tener gracia a los ojos del millonario, que ya no estaba seguro de querer seguir adelante. Una cosa era disfrutar de esta aventura, que suponía para él una bocanada de aire fresco en su vida, y otra muy distinta permitir que su amigo se jugase la vida de aquella manera. Ni siquiera lo que sabía que podía haber detrás del tesoro de los sicán, y que aún no había compartido con Julián, justificaba eso.
—Bueno, no todo es tan negro como le he contado —dijo éste, leyendo en la mirada de Alfredo—. Hubo una persona que sí consiguió salir de los túneles.
Alfredo Peralta volvió a atender con renovado interés, aparcando por un momento sus preocupaciones.
—Fue a principios del siglo dieciocho, cuando las historias sobre un tesoro oculto de los Inca estaban de moda. A pesar de los poco alentadores resultados de la gente que lo había intentado hasta ahora —todos habían desaparecido—, dos jóvenes estudiantes de Cuzco emprendieron su búsqueda particular y se fueron a la Chincana Grande, que es adonde apuntaban todos los rumores que circulaban en la ciudad sobre los subterráneos y el tesoro. Entraron, asegurados entre sí con cuerdas, y desaparecieron por los túneles de Sacsayhuamán. Pasaron las horas, y como no salían, la gente que estaba congregada en la entrada empezó a preocuparse de verdad. Hicieron una tentativa de entrar a buscarles, pero no se atrevieron a penetrar más de unas decenas de metros. Al cabo de una semana, habían pasado a engrosar la lista de víctimas de los túneles secretos.
—Pero ¿no decías que...?
—A eso voy —dijo Julián interrumpiéndole—. Ya les daban por muertos, cuando a los diez días empezaron a sonar golpes detrás del altar mayor de la iglesia de Santo Domingo. Que está levantada sobre el edificio original del Templo del Sol. ¿Adivina de quién se trataba? De uno de los dos estudiantes, uno llamado José Sebastián. Estaba totalmente agotado, famélico, tenía la ropa y las manos destrozadas de cavar, y encima había perdido la razón por el terror de verse perdido. Pero estaba vivo. Y por supuesto, demostró que ese camino y esos túneles eran reales. Puede hacerse, Alfredo —concluyó—. Puede hacerse.
Alfredo Peralta le miraba muy serio, circunspecto, con el ceño fruncido. Si no estuviera todavía tratando de aclimatarse a la altitud, se habría fumado ya media cajetilla.
—Sigo sin verlo claro —dijo pasados unos instantes—. No creo que merezca la pena que arriesgues tu vida de esa manera, y menos por comprobar sólo que hay túneles bajo Cuzco. Fíjate en ese chico, ese José Sebastián. Ni tesoro ni nada, al final lo único que encontró fue la manera de escapar de ahí abajo. Tras diez días de vagar perdido. Y de milagro.
Según hablaba, se iba dando cuenta de lo poco que iban a servir sus argumentos. Los ojos de Julián brillaban con una determinación inflexible. El joven arqueólogo ya había tomado una decisión.
Trató de consolarse pensando en que si alguien podía conseguirlo, probablemente fuera Julián Curto.
—¿Como que nada de tesoro? —dijo burlón—. Yo sólo le he contado que nuestro amigo Sebastián salió loco y medio muerto, no he dicho nada de que además lo hubiera hecho pobre. —Hizo una pausa y añadió—: Aferraba en sus manos una mazorca de maíz hecha de oro macizo, de tamaño natural.
Los ojos de Alfredo se fueron abriendo a medida que asumía las implicaciones de lo que Julián le acababa de contar. La sonrisa de éste se iba haciendo más y más amplia, mientras asentía con la cabeza.
—Sí —dijo—. Como las que había en el jardín de oro del Templo del Sol. El muchacho pasó por donde está el tesoro.
Estaban los dos apoyados sobre la mesa, echados hacia delante. La luz de la vela que tenían en medio les iluminaba los rostros desde abajo, mientras se miraban a los ojos y sonreían, asintiendo. Parecían dos conspiradores locos.
—Está en algún lugar ahí abajo, esperando a que lo descubramos. Y quién sabe si también la corona que buscamos. Merece la pena el riesgo —dijo Julián—, y voy a ir mañana a por ello.
Estaba decidido.
Salieron del restaurante y dieron un corto paseo, mientras atravesaban la Plaza de Armas y rodeaban la catedral de camino a su hotel, sin ninguna duda el mejor de todo Cuzco. Ocupaban las mejores habitaciones, por supuesto.
A pesar de que Alfredo no perdió detalle de la gente que había por la plaza —Julián decidió que probablemente anduviese ojo avizor, buscando compañía femenina—, en ningún momento repararon en los tres hombres que les seguían a distancia, sin perder uno solo de sus pasos, tal y como llevaban haciendo desde que bajaran del avión.
El resumen de sus movimientos del día llegó puntual al ordenador de Ilse Skorzery, que en ese momento estaba en su inmenso apartamento de Buenos Aires preparando personalmente su equipaje. Había ultimado hacía horas con su jefe de operaciones los pormenores del viaje y todo lo relativo al grupo de hombres que llevaría a Cuzco. Llegaría mañana por la noche, tras atravesar todo el continente sudamericano en su jet privado y hacer escala en la capital.
En contraste, el Hombre Oscuro hacía una pausa tras conducir casi trece horas seguidas desde Lima. Estaba en Chalhuanca, oficialmente en mitad de la nada, a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Tenía ganas de vomitar los puñeteros ramales grasientos que había cenado, y que eran lo único que había podido encontrar. Se aguantó los ardores del aceite de maíz y cabeceó un rato. Aún le quedaban más de seis horas y unos seiscientos kilómetros hasta Cuzco.
Bien mirado, si pusiéramos sobre un mapa la trayectoria de Ilse y la del Hombre Oscuro convergiendo en Cuzco, tendría cierto parecido con las imágenes que suelen mostrar los meteorólogos para enseñar la formación de las tormentas.
Y de los huracanes, claro.
21
Alfredo Peralta esperaba junto a la entrada de la Chincana Grande. Era aún de noche, y su única compañía era el hierático chofer cuzqueño que la compañía de coches de lujo había puesto a su disposición. A pesar de la generosa propina que Alfredo le había dado —era un hombre cabal y sabía que aquéllas no eran horas—, el conductor no parecía estar de muy buen humor. No comprendía qué hacía allí, tan temprano, con su cliente y con un macuto grande.
Lo cierto es que Alfredo también se estaba impacientando un poco. Había tratado de fumar mientras llegaba Julián, pero a las dos caladas había tirado el cigarro. Le supo asqueroso. Deambuló un poco por la explanada de césped que había entre las murallas y la Chincana, a la luz de la luna, con las manos en los bolsillos por el fresco, hasta que se le empaparon los mocasines de rocío. Empezaba a comprender por qué el doctor Manuel Orellana le había dejado encargado al vigilante que les dijese que no podría estar para acompañarles. El muy cabrón estaría en su casa, calentito en la cama. Y Julián... sólo a él se le habría ocurrido subir andando desde el hotel. Para despejarse, había dicho.
Si le hubieran preguntado por qué había decidido subir hasta Sacsayhuamán a pie, habría dado cualquier respuesta racional. Que tenía que despejarse, por ejemplo. Calentar un poco los músculos. Y era cierto, al menos en parte. Mientras subía la empinada calle a trote ligero, como si hiciera footing, podía dar fe de que ya estaba despejado y a tono. Pero eso no era realmente lo importante de aquel paseo. Se paró un momento y se dio la vuelta. Desde donde estaba podía ver la Plaza de Armas iluminada, justo encima de la línea de tejados que acababa de sobrepasar. Se dio la vuelta de nuevo y miró hacia arriba, a la iglesia que tenía ante él. Era San Cristóbal. Y si lo que decían las crónicas era exacto, el túnel principal que llevaba a Sacsayhuamán estaba justo bajo sus pies. Siguió ascendiendo, tratando de sintonizar en lo posible con el terreno y el itinerario por el que iría después. A esas alturas no era supersticioso, por supuesto, sino un buscador profesional, por lo que nunca habría argumentado nada sobre la importancia de entender la tierra en la que ibas a penetrar, ni de la conveniencia de pedirle permiso para que te dejase recorrerla sin matarte en sus entrañas. Tampoco le daba validez, más allá de la pura anécdota, a los que aseguraban que un hombre inspirado era capaz de acertar dónde está el norte en una habitación cerrada y sin ventanas. Sabía que aquellas cosas no eran más que tonterías.
También sabía que cuando estabas solo allí abajo, y nadie te oía, y las baterías de los focos se agotaban, esas cosas eran lo único que te quedaba. Y que si habías pedido permiso y te había sido concedido, tal vez pudieras salir y ver de nuevo la luz del sol.
Pensó también que siempre llevaba dos brújulas y baterías de repuesto, por si acaso ese permiso no estaba bien tramitado. Era un consuelo.
Siguió subiendo, rodeó la iglesia por la derecha, y continuó por una calle ancha que al poco se transformó en carretera. Era la que llevaba a las ruinas. La siguió hasta la primera curva y allí la abandonó. Continuó ascendiendo el cerro campo a través, todo recto en dirección norte, por el antiguo cauce del río Tullumayu, uno de los que abastecían a Cuzco. Éste pasaba a unos doscientos metros al este de la Plaza de Armas, o al menos lo hacía en la época inca, cuando llevaba agua por encima del nivel del suelo. El otro, que salía por el otro lado del cerro, bordeaba la plaza justo por el oeste, casi bañando su contorno. Ahora lo hacía una calle que se llamaba como el río, Saphi. Según indicaban los estudios geológicos que Joanna le pasó en la Fundación, ambos ríos discurrían todavía bajo tierra.
Tenía a su derecha un bosquecillo de eucaliptos, y a su izquierda se adivinaban los grandes terraplenes que indicaban los límites del recinto arqueológico. Se encontró una verja de red metálica, que atravesó sin problemas por el enorme boquete que tenía en medio. Pensó con una sonrisa que no era el primero que iba por ese camino. Quinientos metros después llegó por fin al nivel de las enormes murallas de Sacsayhuamán. Torció a la izquierda y se quedó frente a ellas, en el campo de hierba que tenían delante, cabizbajo a la luz de la luna. Pensaba que, según el primitivo mapa que habían obtenido con el geo-radar, justo por esa zona pasaba uno de los túneles que llevaba desde la zona de la Chincana a la de los torreones, donde se quedó mirando ayer Cuzco con Alfredo.
Se acordó de su amigo y aceleró el paso. Debía llevar ya un rato esperando. Continuó corriendo en línea recta hacia el norte, pasó entre piedras y andenes de tierra, y llegó por fin hasta la Chincana Grande. Alfredo le miraba con cara de pocos amigos. El chofer estaba a su aire, sentado tranquilamente en una roca. Inmóvil e imperturbable como las piedras de las murallas. Tampoco parecía especialmente entusiasmado por encontrarse allí.
—Vaya comité de bienvenida —musitó.
Alfredo le indicó al chofer que podía volver al coche y le contestó:
—Llevo más de media hora aquí plantado con el muermo ése —dijo señalando con un gesto de barbilla al conductor, que se alejaba—. No estaba ni siquiera Orellana en la entrada. Y se me han mojado los zapatos; tengo los pies helados.
Se relajó un punto y añadió:
—La verdad es que estaba un poco inquieto. No estaba seguro de si éste era el sitio exacto en el que habíamos quedado. El vigilante de la entrada no estaba muy dispuesto a salir de su garita para acompañarnos.
Julián pensó que desde que llegaron a Cuzco, el millonario parecía más preocupado de lo habitual. Tal vez fuera por lo inminente de la exploración, aunque no estaba seguro. Se lo preguntaría abiertamente cuando saliera de los túneles. Pero ahora tenía que concentrarse en lo que tenía entre manos.
Abrió el macuto que Alfredo había traído en el coche y empezó a extender el material en el suelo. Llevaba puestos unos pantalones negros de montañismo, de un material muy resistente y en parte impermeable. Unas botas, especialmente adherentes en terrenos húmedos, también negras, y una camiseta blanca de manga larga, de un tejido técnico, totalmente ceñida. No sin envidia, Alfredo Peralta pensó que le quedaba tal y como aparecía en las optimistas fotos de las cajas en las que esas prendas solían venderse. Se puso una chaqueta roja y negra del mismo material que los pantalones, también ceñida al cuerpo, y sobre ella se colocó el material para la exploración.
Aparte del casco con las cámaras y los focos, Julián había organizado su equipo en torno a un correaje parecido al que utilizaban los soldados de operaciones especiales: un conjunto de tirantes, cinturón y chaleco solidarios que actuaban como un armazón, sobre el que podía disponer todo tipo de bolsas y fundas para acomodar los útiles que necesitase. Lo había diseñado él mismo, de manera que lo tuviera todo a mano y que quedase lo más pegado posible al cuerpo, para evitar enganchones y poder deslizarse por cualquier grieta estrecha que pudiera encontrar. Llevaba repartidos en los diferentes puntos de anclaje baterías de sobra para los focos y cámaras del casco, los sistemas láser de medición que iban colocados en unos soportes especiales en los hombros, el podómetro e inclinómetro digitales y el disco duro que iba acumulando toda la información. Tenía también una bolsa especial con tres litros de agua, ceñida a lo largo de su columna vertebral, que además de hidratarle le proporcionaba una cierta protección ante los golpes, y que terminaba en un tubo que discurría por el tirante derecho para que pudiera beber con sólo hacer el gesto de meterse la boquilla en la boca. Llevaba también dos linternas de apoyo, por si necesitaba complementar los focos del casco; dos brújulas —una digital muy precisa, conectada al sistema de exploración, y otra analógica, por si acaso—; algo de comida; y todo tipo de elementos de escalada —mosquetones, frenos y fijaciones de varias clases—. El sistema de correajes que llevaba podía desempeñar sin problemas las funciones de arnés.
En previsión de que tuviera problemas con los ríos —no olvidaba el testimonio de la andaluza, que aseguró que al ir vendada por uno de los túneles escuchó el sonido de una corriente—, había incluido en su equipo dos aletas especiales, de pala muy corta, que podía colocar directamente sobre sus botas, y un pequeño depósito de aire comprimido, del que podía aspirar a través de una boquilla. Según lo guardaba, rezaba por no tener que recurrir a aquello. Llevaba otras cosas más repartidas por las bolsas del equipo, pero pasaron desapercibidas cuando Julián extrajo del fondo del macuto las joyas de la corona.
Eran dos piolets especiales, cada uno de ellos hecho de una sola pieza de acero, por un maestro artesano que vivía casi como un eremita en mitad de las montañas de los Pirineos catalanes. Tenían los mangos huecos, para aligerarlos, y forrados por una cinta de cuero que les confería un excelente agarre, y que terminaba en un bucle con el que se los aseguraba a las muñecas, lo que también facilitaba la sujeción en el caso —no tan improbable como le hubiese gustado—de que fueran lo único a lo que pudiera cogerse antes de caer al vacío. Las cabezas tenían un templado diferencial, que confería una extrema dureza a los filos y puntas, y tenacidad al resto de la pieza. Eran casi indestructibles. Su pica recordaba a una garra alargada, con cierta curvatura hacia abajo, y Terminada en una aguzada punta que en caso de necesidad podía clavarse en casi cualquier sitio, como si fuera un anzuelo. La parte inferior de la pica tenía el perfil de una sierra, con dientes afilados que hacían muy difícil que la herramienta se deslizase cuando Julián la usaba para asegurarse. La cabeza del que empuñaba con la mano derecha, reñía en la parte opuesta a la pica una pequeña hacha, mientras que la del orto piolet tenía un martillo. Se colocó los piolets en unos enganches especiales en la espalda, a ambos lados de la bolsa de agua, el de la derecha con el mango hacia arriba, y el de la izquierda hacia abajo, para que las cabezas de los instrumentos no se estorbasen entre sí. Bien mirado, parecían más unos tomahawks que herramientas de escalada y espeleología, aunque como casi siempre, lo que remarcaba el aire militar del equipo de Julián era el cuchillo que incluía. En este caso era sencillamente un Randall modelo 18. El mejor cuchillo de combate de mango hueco jamás construido. Lo llevaba en el pecho, sobre el tirante izquierdo, con la hoja apuntando hacia arriba. Por si había que sacarlo rápido. Recordó con un ligero estremecimiento la aventura vivida en el templo egipcio de Qattara, sólo dos semanas atrás, y pensó que no sería la primera vez.
Se puso el casco de fibra de carbono y titanio, enchufó el cable que alimentaba los focos y las cámaras y los conectaba con el disco de grabación de datos, y conectó el sistema. La primera imagen que se grabó de la exploración fue la de Alfredo Peralta, sentado en una roca, contemplando el espectáculo.
—Ahora entiendo por qué estamos aquí a las cinco de la mañana. Si la gente te ve con todo eso, o llaman al ejército, o te dan la bienvenida en nombre de la Tierra.
Julián sonrió filosóficamente.
—Como encuentre la corona sicán y salga con ella, ahí sí que llamarán al ejército.
—Te llevaré un pastel a la cárcel. Ojalá tengas suerte —dijo, y se puso serio otra vez.
Le dio la mano solemnemente y le dijo:
—Ten cuidado, muchacho. No te la juegues.
—Sí, mamá.
Alfredo Peralta arqueó las cejas, sorprendido.
En cuanto lo dijo, Julián se arrepintió. Solía bromear cuando estaba tenso, pero en este caso, más que un simple escape de presión, la frase tuvo un efecto balsámico. Era tan discordante con lo dicho por Alfredo, que supuso para él una especie de choque. De repente fue plenamente consciente de la trascendencia del momento. No sólo por lo referente al tesoro, y por el riesgo más que real de perecer en esos túneles —el único que había logrado recorrerlos en los últimos cuatrocientos cincuenta años había acabado en un manicomio—, sino por lo que simbolizaba el hecho de ser capaz de jugárselo todo sólo por entrar en lo profundo, en busca de algo que ni siquiera era seguro que aún siguiera ahí. Y que, de encontrarlo, dejaría de ser suyo en el mismo momento en que lo sacase a la superficie. Tal vez había elegido vivir así sólo por miedo a descubrir, en el preciso momento de morir, que no había vivido lo suficiente.
—Haré lo que tenga que hacer, Alfredo —dijo agarrándole suavemente del antebrazo—. Pero tendré cuidado.
Aquella respuesta estaba mucho mejor. Se miraron por unos momentos, hasta que el misticismo trascendental desapareció y no fueron más que un par de aventureros que estaban en plena noche en unas ruinas inca, a punto de meterse en unos túneles mortales en busca de un tesoro secreto y perdido.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Alfredo.
—Espere media hora y después váyase al hotel. Si no salgo en ese tiempo, querrá decir que todo va bien, y que he encontrado las galerías. Vaya usted a saber qué pasará a partir de ahí, si me tengo que dar la vuelta y salir por aquí o bien encuentro otra salida, y a qué hora será eso. No tiene sentido que haga usted guardia aquí, ni tampoco podré comunicar desde allí dentro, así que trate de pasar el día lo mejor posible.
Miró al cielo y vio las nubes que se estaban formando sobre el valle de Cuzco, listas para descargar un aguacero de un momento a otro. Definitivamente no era una opción el que Alfredo se quedase ahí de guardia.
—Prepare una botella de champán, por si acaso —dijo Julián con una sonrisa.
—Cuenta con ella.
No había mucho más que decir, así que Julián se puso al hombro una bolsa roja con cuerdas de escalada, se despidió sin más de Alfredo y entró en la Chincana Grande.
Ya había comenzado.
22
Ni aun siendo optimista, podía llamarse túnel a los primeros metros que recorrió Julián. Más bien era una especie de gatera, como la madriguera de un animal, un hueco en la tierra que se abría entre una roca y la Chincana, y que descendía en diagonal bajo esta última. No sabía qué aspecto habría tenido aquello en la época inca, pero tras el paso de los siglos y los esfuerzos de las autoridades peruanas, roda aquella parte se había convertido en una masa compacta de tierra y escombros. Los obreros que había puesto a trabajar el doctor Orellana se las habían arreglado para abrir un hueco estrecho en todo aquello, que es por donde se metió Julián, arrastrándose tumbado, con los pies por delante. La bolsa con las cuerdas iba detrás suyo, y tiraba de ella a medida que avanzaba.
Llegó de esa manera a un espacio ligeramente más amplio, en el que pudo ponerse en cuclillas. El suelo y las paredes, irregulares, eran de tierra compactada y piedras. El techo, la gran masa rocosa de la Chincana. Olía a tierra húmeda recién removida.
Julián lo recorrió con los focos del casco. Tampoco había mucho que ver, quitando los bichos. Le pegó con un gesto de asco un manotazo a una enorme escolopendra que se dirigía hacia él, ondulante, con sus mil patas amarillas, venenosa, roja y negra. Odiaba los bichos. Cruzó la pequeña sala, hasta el estrecho túnel de tierra cuyo acceso los obreros habían despejado. Era tan bajo como la sala en la que estaba. Se asomó, lo iluminó, y deseó tener un lanzallamas.
Estaba lleno. Era como Times Square en Navidad, pero en versión siniestra. Y con seis y ocho patas por barba. Entre la tierra recién removida y el aire que volvía a circular, los bichos estaban excitadísimos.
Maldijo por lo bajo, se abrochó la chaqueta hasta arriba, comprobó que los guantes le cubrían la boca de las mangas, y batió un nuevo récord mundial en los cuarenta metros a gatas. Cuando desembocó por fin en el túnel de roca que había más allá, saltó y se removió por si tenía alguna araña encima. Cayeron unas cuantas.
Mientras las pisaba distraídamente —procurando que no saliese en ningún plano de las cámaras—, comprobó que se hallaba por fin en un túnel de roca. Por los perfiles de sus paredes, parecía que fuese una estructura natural, tal vez hecha por el agua, que luego los inca hubiesen ampliado. Avanzó por ella con precaución. El suelo estaba muy húmedo. Comprobó con la brújula que llevaba en la muñeca derecha que estaba siguiendo un rumbo sureste desde la Chincana. Según el esquemático e impreciso mapa que llevaba, en unos cien metros debería encontrar una galería mayor, que le permitiría ir hacia el sur, a Cuzco. Caminó durante un rato, descendiendo muy ligeramente, comprobando que de trecho en trecho aparecían en las paredes zonas mojadas, con una leve lámina de agua que iba acumulándose en el suelo. Era como si esa galería sirviese de desagüe para el terreno de Sacsayhuamán bajo el que discurría.
Llegó por fin a la galería que iba hacia el sur. Era más amplia, y aún más húmeda. Comprobó que venía desde el norte, y que se extendía más allá de lo que sus focos alcanzaban a iluminar. Pensó que ya habría ocasión de investigar a fondo hasta dónde llegaba cuando se hiciese una expedición completa. De momento él tenía otro trabajo que hacer.
Avanzó sin mayores dificultades que mojarse los pies por lo que se le antojó una eternidad, pero que según sus aparatos fueron solamente cuatrocientos metros, hasta que apareció otro túnel que atravesaba en ángulo al que iba siguiendo. En su mapa sólo aparecía detallado el ramal que iba a la derecha. Hacia el oeste.
Al primero de los laberintos.
Sólo tardó cien metros en descubrir que por fin estaba ya en un túnel inca, y no en uno natural reutilizado. Las paredes estaban recubiertas de piedras de formas regulares. No era un trabajo tan fino como el que podía verse en los edificios que estaban sobre la superficie, por supuesto, pero no estaba nada mal. El túnel describía una ligerísima pendiente ascendente, lo justo para que la humedad discurriese hacia la especie de colector por el que Julián había llegado. El techo estaba estabilizado por grandes piedras alargadas que lo atravesaban de parte a parte, a las que apenas prestó atención. Tenía ante sí algo más interesante: una puerta. Iba a ser la primera de muchas.
Pasó la mano por las piedras que conformaban el perfil trapezoidal de la puerta, más ancho abajo que arriba. No había goznes, ni maderas para cerrarla. No les hacía falta. Detrás se abría un pasillo, que era atravesado por otro de exactamente el mismo aspecto y dimensiones. Y sin necesidad de verlo, supo que cada uno de esos pasillos se ramificaba en otros, que a su vez se abrían en infinitas habitaciones de piedra desnuda, rodas exactamente iguales. Ése era el sistema de seguridad que utilizaban en los subterráneos de la ciudadela. O sabías exactamente adonde ibas, o nunca encontrarías el camino de vuelta.
Julián avanzó por el pasillo, hasta la bifurcación. Echó un trago de agua y sacó el mapa que llevaba. Uno de los nuevos ramales iba hacia el norte. El otro al sur, hacia Cuzco. Entraría por ése. Vio con preocupación cómo las líneas se mezclaban sobre el papel, acabando algunas de ellas abruptamente, para parecer que luego continuaran poco más allá. Valoró también la posibilidad de que hubiese más de un nivel, en cuyo caso de poco le valdría el plano. Bueno, teniendo la brújula siempre podría orientarse. Cada problema a su tiempo.
Echó a andar por ese túnel que iba al sur. A los veinte metros terminó abruptamente, desembocando en otro perpendicular. Se asomó. Iba hacia ambos lados durante unos metros, antes de morir. Pero tenía algo muy interesante: puertas. Puertas que desembocaban en habitaciones alargadas, que en su otro extremo parecían tener más puertas que daban a otro pasillo. Respecto al punto en el que se hallaba, tenía tres de estas habitaciones en el lado derecho, y dos en el izquierdo. Todas estaban en el mismo plano, todas eran idénticas, y todas le permitían continuar hacia el sur. La cuestión era cuál escoger. Dudaba mucho que todas llevasen al mismo sitio.
Estuvo tentado por un momento de entrar en una de las habitaciones sólo para ver qué había al otro lado, en esa especie de pasillo que se adivinaba al fondo, cuando cayó en la cuenta de que así precisamente era cómo empezaban todos los laberintos. Tras dos o tres movimientos de exploración, era muy sencillo perderse y no recordar por dónde había entrado uno. Decidió no correr más riesgos de los necesarios, así que sacó uno de sus clavos de alpinismo y lo ancló entre dos piedras del túnel por el que había venido. Se quitó la bolsa roja de los hombros y sacó un rollo de cordino fino, de color naranja brillante, y ató uno de los extremos al clavo.
Mientras comenzaba a examinar la primera de las habitaciones, desenrollando el cordino tras de sí para recordar su camino, pensó con curiosidad en si también él encontraría un Minotauro, como Teseo.
Tardó tres horas en convencerse de que no podía continuar. Durante ese tiempo había recorrido todas las habitaciones de ese sector. Viendo en su computador el mapa virtual que el sistema de exploración había ido generando en su ir y venir, comprobó que las habitaciones y pasillos no iban todos en direcciones paralelas, sino que se iban ramificando sutilmente en tres zonas diferenciadas e incomunicadas entre sí. Las desviaciones eran tan graduales que no le extrañaba que cualquiera que no las conociera perfectamente pudiera perderse sin remedio. Además, a partir de la séptima u octava habitación uno perdía la cuenta de las que había visitado, y en qué orden.
Ni que decir tiene que no había encontrado ningún tesoro. Tan sólo en una sala había unas cuantas tinajas de barro, alguna de ellas volcada, que mostraba restos de algo indescifrable que tal vez hubiese sido maíz en algún momento de su historia. En otra sala había visto masas oscuras en el suelo que lo mismo podían ser restos de tejidos podridos como cualquier otra cosa. Bueno, cualquiera no. Estaba expectante ante la posibilidad de encontrar restos humanos de los que trataron de explorar los túneles antes que él. Pero al menos hubiesen quedado los huesos, incluso con esa humedad.
En el grupo central de habitaciones y pasillos de laberinto había encontrado finalmente lo que parecía ser el túnel que llevaba hasta el otro extremo de Sacsayhuamán, el lugar de las vistas espectaculares de Cuzco. Comparando el mapa que había generado el sistema automático con el plano que llevaba, parecía concordar con el camino que tenía pensado seguir. El problema era que, a poco menos de setenta y cinco metros de empezar el túnel, había un derrumbe. Tal vez algún terremoto en estos últimos siglos. Quién sabe. Lo que importaba es que estaba totalmente impracticable. Y ahí estaba él ahora, frente a ese túnel cegado que podría haberle llevado al tesoro perdido de los Inca. Sin forma de continuar. Ni aunque hubiera tenido explosivos pudiera haberse abierto camino. Para pasar por ahí hacía falta cavar, entablillar el techo, retirar la tierra... era trabajo de varios días para un equipo de hombres pacientes.
Según recogía el cordino, deshaciendo su camino, pensó en el colector por el que había llegado hasta ahí. Pensaba que con toda probabilidad iría sobre el cauce del río Tullumayu, que bordeaba Sacsayhuamán justo por el este. De ser así, sería lógico pensar que la otra parte de la ciudadela también vertería sus aguas a ese río. Y por tanto a ese colector. Y de ser así... ¿podría acceder a esa zona por allí? Sólo había una manera de averiguarlo.
Sacó el cordino del clavo y se lo guardó en la bolsa; continuó por el pasillo y torció a la derecha, hasta la primer puerta que había encontrado; siguió por el túnel descendente y llegó por fin al colector. Lo que vio no le animó demasiado: corrían ya dos dedos de agua.
Seguro que fuera había empezado a llover.
23
Meterse por un colector de aguas de hacía seiscientos años que podía tener algún tipo de trampa, mientras llovía y se empezaba a acumular agua, no era algo que le entusiasmase demasiado. Aunque tampoco le parecía que tuviese muchas más opciones. La de salir y abortar la exploración ni siquiera la consideraba.
Caminó con precaución por la galería a lo largo de casi doscientos metros, tratando de adivinar el estado del suelo que pisaba. La lámina de agua que corría cada vez más rápido reflejaba la luz de los focos, por lo que apenas podía distinguir la superficie que había debajo. Entre la poca adherencia y el empuje del agua, cada vez le era más difícil plantar los pies con seguridad. Le preocupaba que hubiera musgo o barro. La inclinación del colector iba aumentando más y más, y un resbalón ahí podía tener consecuencias impredecibles. Podías deslizarte sin control hasta Dios sabía dónde. A un pozo de desagüe, por ejemplo. O peor aún, al turbulento cauce subterráneo del río sobre el que estaba.
Eso, precisamente, fue lo que pasó.
—¡Me cago en...! —exclamó, mientras trataba de apoyarse en las manos para no empezar a girar sobre sí mismo descontroladamente.
Estaba tumbado sobre la espalda, con las piernas hacia arriba, en la postura exacta en la que había caído cuando resbaló con algo. Se deslizaba a toda velocidad por la pendiente de piedra pulida, cada vez más inclinada. No veía más que trozos confusos de paredes y techo, según los iluminaban los reflejos fugaces de los focos, pero no le hacía falta ver nada para saber que su situación se estaba complicando muy rápidamente. Un rumor de agua como una catarata iba creciendo más y más, reverberando salvaje en el túnel. Ni siquiera podía sentarse mientras resbalaba, así que ni se planteó ponerse de pie. Consiguió darse la vuelta sin saber muy bien cómo, y así, boca abajo, tragando agua, con la cara sumergida en el palmo de agua en el que iba a morir, consiguió lo que quería. Agarró los jodidos piolets.
Y los clavó con tanta fuerza como si lo que tuviera a su alcance fuera el corazón de Satanás y no un suelo de roca pulida.
No sabía si lo que veía eran chispas o gotas de agua reflejadas con los focos, pero podía sentir la presión con que las puntas de acero templado de los piolets arañaban la piedra, tratando de encontrar un asidero donde engancharse. El suelo era casi tan liso como el cristal, pensó desesperado, mientras la rampa iba alcanzando su máxima inclinación y él seguía deslizándose inexorablemente, a toda velocidad, hacia el ruido atronador que todo lo llenaba. El agua se le metía por la chaqueta, la boca, la nariz, casi le cubría ya. No podía ser así. No podía acabar así, solo en medio de aquella oscuridad heladora. Bajo el agua. Pensó en Esther, pensó en su padre, y en sus amigos de la Fundación. Pensó en Alfredo, esperándole fuera. Pensó en su vida, y en que quería tener hijos. Pensó en todo ello mientras luchaba por sacar la cara del agua una vez más, y respirar una vez más, y juntar toda la rabia en su brazo derecho, y golpear una última vez con toda su alma a ese río cabrón que se lo iba a arrebatar todo.
El piolet se detuvo tan en seco que casi le dislocó la muñeca, y por un momento la gruesa cincha de cuero fue lo único que le mantuvo unido a la vida.
Estaba otra vez boca arriba, bañado por la corriente y colgando de su piolet, que ya volvía a agarrar con fuerza con la mano derecha. Tosió agua por dos veces antes de poder respirar profunda y ruidosamente. Lo primero que notó cuando el oxígeno volvió a irrigar su cerebro, fue que su pie izquierdo colgaba en el vacío. Levantó la cabeza y vio cómo el agua caía alrededor suyo, en el borde recto de un pozo, que a juzgar por el estruendo, desembocaba justo en el torrente turbulento del río Tullumayu.
Se había salvado de momento, pero la situación distaba mucho de estar bajo control. Encogió las piernas y apoyó las suelas de goma junto a su trasero, para poder erguirse un poco y liberar algo de la tensión que parecía estar a punto de arrancarle el brazo. Se movía con mucha cautela, evitando cualquier gesto brusco que pudiera hacer que el piolet perdiera su agarre. Midiendo mucho sus movimientos, logró por fin sentarse en medio de la corriente de agua.
Estaba justo al borde del colector. A unos sesenta centímetros delante de él el agua se precipitaba a raudales en el pozo, que sin duda caía vertical sobre el río. No era sin embargo el único agua que había ahí. Giró la cabeza arriba y hacia la derecha, e iluminó con los focos del casco una columna de agua que caía sobre el mismo pozo. Parecía el final de otro colector. Del que le iba a llevar a la otra parte de las ruinas, pensó con una sonrisa, si es que no se mataba antes, claro, porque el acceso a ese conducto era cualquier cosa menos fácil. Simplemente tenía que llegar hasta la pared de la derecha, ascender tres metros por la roca vertical, lisa y mojada, sin que los miles de litros de agua que le caerían encima cada minuto le arrastrasen, y entonces podría meterse por la enorme tubería, avanzando contra corriente por una rampa que probablemente estaría resbaladiza e inclinada. Lo habitual en un lunes por la mañana.
Contorsionando su cuerpo, Julián logró ponerse de rodillas sin que el piolet derecho se desenganchase. Clavó el izquierdo con fuerza hasta que notó cómo su punta aguzada hacía presa, y sólo cuando estuvo seguro de que era firme, se atrevió a desenganchar el piolet que le había salvado la vida. Repitiendo unas cuantas veces esta secuencia de movimientos, logró llegar hasta la pared, luchando permanentemente contra la impetuosa corriente. Con cuidado sacó un spit de uno de los bolsillos de su equipo. Era el único tipo de anclaje con el que podría asegurarse a la pared lisa de granito. Tanteó con el martillo de su piolet izquierdo, para asegurarse de que la pared era firme, y entonces se dio cuenta de que necesitaría las dos manos para golpear el burilador con el que agujerearía la pared. Estiró la pierna izquierda, para tener un punto de apoyo, y cogió la cinta del piolet con los dientes, rezando para que fuese suficiente. Estaba en un inestable equilibrio de fuerzas con el agua. Si bajara de repente con un poco más de fuerza, lo arrastraría al pozo. Cogió el otro piolet con la mano derecha y el burilador en la izquierda, y comenzó a martillearlo contra la roca, mientras lo giraba poco a poco. Cada milímetro que el spit se metía en la pared, acercaba un poco más a Julián a la seguridad. Por fin terminó de hacer el agujero. Sacó el spit, le puso la cuña expansora, lo volvió a meter en el agujero y lo golpeó con el martillo del piolet, dejándolo definitivamente anclado. Se guardó el burilador, sacó una anilla y la fijó con un tornillo. Ya estaba cerca, por fin tenía un asidero. Pasó un trozo de cuerda por la anilla, que prácticamente era lo único que sobresalía en toda la pared, y se lo enganchó al mosquetón de su correaje. Estaba asegurado.
No tenía demasiadas fuerzas para saltar de alegría, así que lo celebró comiendo un par de barritas energéticas, sentado en mitad de la corriente de agua. Apagó un rato el equipo mientras descansaba, para ahorrar electricidad. No sabía cuánto tiempo tardaría en poder salir de ahí.
Al final no fue demasiado.
Llevaba el equipo adecuado, así que trepar por la pared fue solo cuestión de trabajo metódico. Fue poniendo spits y anillas en diagonal, hacia arriba, apoyándose en estribos para ir ascendiendo a medida que se aseguraba. Consiguió llegar a la boca del colector sin más coste que una hora de tiempo y buena parte de sus fijaciones de escalada. En cuanto al canal, tampoco fue un problema: el flujo de agua era cada vez menor. Fuera debía de haber dejado de llover. Así que fue andando sin mayores dificultades por el nuevo canal, que le llevaba al sector sur de Sacsayhuamán, a la zona más cercana a Cuzco. Caminó rumbo suroeste por unos doscientos metros, sin saber todavía que la lluvia que había estado a punto de matarle iba a salvarle la vida ahora.
A pesar de que ya no corría el agua, el suelo de roca seguía resbaladizo, de manera que Julián caminaba atento adonde ponía los pies, iluminando el suelo con los focos del casco. Acababa de comparar el plano esquemático que llevaba en papel con el mapa que el sistema automático de exploración estaba generando, y pensó que probablemente estaría próximo al laberinto de salas y pasillos que había bajo las ruinas del sector sur de Sacsayhuamán. Desgraciadamente, todo el tramo que había sido arrastrado por la corriente no lo había medido bien el sistema, ya que estaba diseñado para trabajar mientras Julián andaba, y no mientras luchaba por no ahogarse y caer a un pozo, así que su localización era sólo estimada. De todas formas parecía que iba por buen camino: allá adelante, donde la rampa del túnel disminuía, algo destacaba. Era una puerta de acceso, similar a la que Julián había visto cuando entró en los subterráneos de la parte norte.
Animado, aceleró el paso. Ya estaba harto de los colectores y quería meterse de nuevo en el complejo de túneles y estancias, que sabía que era clave para localizar el pasadizo que le llevaría hasta Cuzco. Iba a tan buen paso que resbaló en la roca, mojada y brillante. No cayó de bruces; tan sólo fue un pequeño resbalón, y le bastó apoyarse en la mano derecha para no caer al suelo. Fue entonces cuando vio algo extraño. El suelo que tenía ante sí no era de roca, como todo lo que había recorrido hasta el momento, sino de losas de piedra. Piedras trabajadas, tan lisas y bien ajustadas que si no hubiese llovido y el piso tuviese una pequeña capa de suciedad por encima, no se hubieran diferenciado del suelo de roca pulida al andar sobre ellas. Se quedó quieto, todavía agachado, y miró en torno suyo. Llevaba cuatro metros caminando sobre las losas. Se puso lentamente de pie, y miró a través del quicio de la puerta, sólo unos metros por delante de él. Más allá el suelo volvía a ser de roca viva. Sólo en el sector en el que él estaba había losas.
Aquello no le gustó un pelo.
Uno no se dedica a enlosar un suelo de roca por gusto, ni ahora ni en la época de los Inca. Y menos sólo un sector de unos diez metros de largo en mitad de un túnel. De un túnel que llevaba a un colector de aguas, por más señas. A un colector por el que alguien con la suficiente habilidad y motivación podría llegar a acceder a los subterráneos de la ciudadela de Sacsayhuamán, y de ahí a los túneles secretos de Cuzco. Al lugar más importante de todo el Imperio Inca.
Lo único que se movió en Julián cuando asoció las ideas de esta manera, fueron los cabellos de su nuca, erizándose ligeramente por lo que acababa de deducir.
Estaba sobre una trampa.
Sacó los piolets sin moverse de donde estaba, cogiéndolos con las picas hacia delante. No tenía ni idea de por dónde podía venir la amenaza. Miró hacia las paredes y el techo: parecían de roca labrada, como hasta ahora. Normales. Tenía entonces que estar en el suelo. Probablemente alguna de las losas activaría un mecanismo de algún tipo, quién sabe si cerrando la puerta con algún bloque de piedra, o disparando proyectiles desde algún lugar que no acertaba a distinguir, o tal vez liberando un depósito de agua y arrastrándole de nuevo hacia el pozo del que acababa de escapar. Con el cuerpo en tensión, como un puma a punto de atacar, comenzó a avanzar, dispuesto a reaccionar lo más rápido posible ante cualquiera de esas trampas.
No había dado ni dos pasos, cuando la losa sobre la que estaba desapareció bajo sus pies y la negrura trató de engullirle.
El reflejo instintivo de Julián fue saltar con el último resquicio de apoyo que el suelo le ofrecía. Saltó como un pirata al abordaje, con los ganchos de los piolets hacia adelante. Y aunque cayó sin remedio en el pozo que se abría bajo él, sus piolets lograron agarrarse a la losa que había en el otro lado. El leve crujido del granito, rompiéndose bajo la presión de los dientes de las picas a medida que Julián se alzaba a pulso, se vio eclipsado por un chirrido más fuerte: el de los goznes de metal sobre los que basculaba la losa que activaba la trampa. Los últimos centímetros de la ascensión de Julián se vieron ayudados por la piedra, que subía gentilmente, retornando a su posición, empujándole suavemente la planta de los pies y cerrándose casi sin hacer ruido.
Julián se quedó sentado por unos momentos, mientras su corazón volvía a las cincuenta y cinco pulsaciones por minuto habituales. Con el trasero firmemente plantado en la losa que le había salvado, apoyó los pies en la siniestra tapa basculante y empezó a apretar. No le hizo falta hacer mucha fuerza para que la piedra empezara a bajar de nuevo. Aquellos ingenieros inca sabían hacer muy bien su trabajo, y habían puesto el punto de giro de la piedra prácticamente sobre su centro de gravedad. Una leve presión era suficiente para que la piedra basculase, abriéndose entonces el pozo para tragarse a quienquiera que hubiera pisado allí. Con curiosidad, Julián volvió a apretar la losa, esta vez con más fuerza, e iluminó con los focos el fondo del pozo. No había pinchos, ni serpientes, ni nada por el estilo. No hacían falta. Los cinco metros de paredes lisas, abiertas en ángulo para que fuese absolutamente imposible escalarlas, y la tapa de piedra que sólo se podía abrir desde arriba, bastaban para dejar a cualquiera a merced del destino, o de sus captores inca, por supuesto. El fondo del pozo estaba oscuro, con el suelo cubierto por los sedimentos lógicos de todos estos años, posiblemente arrastrados por el agua que se filtraba por sus junturas del piedra. Pero de repente iluminó algo distinto. Algo medio enterrado en la suciedad. Algo redondo y blanco. Algo que se parecía demasiado a una calavera.
Clavó una fijación en el extremo opuesto al pozo de la piedra en la que se hallaba, ató una cuerda y la pasó a su vez por un agujero preparado al efecto en la empuñadura de uno de los piolets. Parecía una especie de anzuelo y sedal apto para pescar ballenas. Fue hasta la tapa del pozo, que se había vuelto a cerrar, y empujó la piedra hacia abajo con ganas. La trampa se abrió totalmente, dejando la losa perpendicular al suelo. Julián lanzó el piolet y lo enganchó en su borde superior. Tensó la cuerda y de esa manera mantuvo la tapa abierta. Comprobó que era seguro y preparó junto al borde del pozo una fijación para sí mismo. Sentía a esas alturas una especie de triste respeto y solidaridad con aquel que había muerto en esos túneles, de los que él había conseguido escapar hasta el momento. No quería irse sin por lo menos acercarse para que supiera que le había visto, y que por un momento no estuviese tan solo en la negrura de su tumba. Una de las ventajas de estar solo ahí abajo, mientras los autobuses empezaban a descargar su carga diaria de turistas sólo unos metros por encima de él, era que no tenía que justificar ante nadie lo que iba a hacer.
Aseguró su cuerda y bajó rapelando en cuestión de segundos. Detuvo su descenso con el freno y pisó con precaución el fondo del pozo. Parecía firme, pero por si acaso continuó atado. Caminó un metro por el suelo mullido, iluminando la calavera que sobresalía del colchón de sedimentos oscuros. Se detuvo a su lado y se agachó.
Con un cuidado que rayaba en la ternura, fue retirando con su piolet la suciedad que rodeaba al cuerpo. Sólo se distinguían los huesos, después de tanto tiempo. De repente algo tintineó contra su acero. Algo que parecía metálico. Lo iluminó con sus focos y por primera vez en siglos el arma volvió a ver la luz. Lo que tenía ante sí era una espada militar de lazo, muy común entre las tropas españolas del siglo XVI. La hoja estaba echada a perder por la humedad, pero aún se reconocía, al igual que la empuñadura tan característica. No se le pasó por la imaginación llevársela consigo como trofeo. La dejó con tristeza y respeto al lado de su dueño, dejándole de nuevo armado para la eternidad. Con el triste consuelo de haberle dado un último tributo al viejo guerrero.
Mientras trepaba por la cuerda y salía para siempre del maldito pozo, supo perfectamente que hubiera actuado de idéntica manera si lo que hubiese encontrado ahí abajo hubiera sido una maza de combate inca.
24
El segundo laberinto fue pan comido. Después de la trampa del pozo, encontró unas escaleras de piedra que subían un pequeño trecho, antes de quedar cegadas por toneladas de tierra compacta. Ese debía ser el acceso al primero de los Torreones de la ciudadela, de los que ya no quedaba apenas nada sobre la superficie. Y más allá de las escaleras, estaba el pasillo de acceso al laberinto de salas y callejas del sector sur de Sacsayhuamán. Había una consigna para pasarlo. Como hubiera dicho el Profesor Tornasol mientras balanceaba su péndulo: «siempre hacia el oeste». Con eso, una brújula y el método del cordino naranja felizmente utilizado en el primer laberinto, Julián consiguió superarlo en sólo un par de horas de ir de aquí para allá por sus múltiples pasillos.
No todos tuvieron la misma suerte: encontró los esqueletos de dos personas en zonas separadas del laberinto. Empezaba a estar harto de aquellos subterráneos.
Así que se alegró doblemente cuando, ya superado el laberinto, encontró frente al segundo torreón un nuevo túnel, que descendía recto, claro y estupendo con dirección sureste, justo hacia Cuzco. Una enorme puerta de piedra redonda, similar a una piedra de molino, que se desplazaba por una guía horadada en la pared perpendicularmente al pasillo, y que afortunadamente se encontraba abierta, le confirmó que se hallaba en la pista correcta. Era con toda probabilidad el acceso al pasadizo que llevaba a la red de rúñeles de Cuzco.
Y hacia la corona sicán y a uno de los tesoros perdidos de los Inca.
Bajaba por la amplia galería cuando las luces de los focos empezaron a apagarse. Era ya el segundo juego de baterías que se consumía. Tras cambiarlas, alumbrado por un tubo de luz química azul, miró con preocupación su reloj. Hacía ya más de nueve horas que había comenzado su búsqueda desde la Chincana Grande. No pensaba que fuese a tardar tanto en Sacsayhuamán. Aprovechó el brillo azul que aún quedaba y comió algo, sin encender todavía los focos, analizando la situación. Podía llegar a tener problemas. Miró el altímetro: marcaba tres mil cuatrocientos cuarenta metros. Y eso en la galería, no en la superficie. Todavía no había llegado al nivel de la Plaza de Armas, que estaba a tres mil cuatrocientos metros, sin contar la profundidad extra a la que se hallase su red de túneles. No era una buena señal. Le quedaba todavía un buen trecho por delante del que no tenía ninguna referencia, y acababa de instalar las últimas baterías que llevaba encima. Podía verse obligado a apagar los láseres de medición automática, o incluso las cámaras. Se estremeció ligeramente cuando pensó en la posibilidad de que también pudiera quedarse sin luz.
Animado por tan alegres perspectivas, se puso en pie y encendió las luces para continuar. Se miró por un momento y se sacudió ligeramente con la mano los restos de muesli de las barritas que acababa de comer. A esas alturas, aquello no mejoró demasiado su aspecto.
El paseo por la galería descendente, sin embargo, sí que mejoró el humor de Julián. Estaba despejada y bajaba recta y sin contratiempos. Cuando llegó a los tres mil cuatrocientos treinta metros, unas escaleras se abrieron hacia la derecha. A pesar de que estaban cegadas a los pocos metros, supo que correspondían a la iglesia de San Cristóbal, que estaría sobre él. Le pareció que había pasado una eternidad desde que pasó por ella esa madrugada, mientras subía a las ruinas, pero no le importó en absoluto. ¡Había encontrado los túneles secretos de Cuzco!
Unos trescientos metros más adelante, el camino dejó de descender, describió un par de suaves y amplias curvas y desembocó en una sala subterránea, de la que salían nueve túneles. Estaba por fin en las inmediaciones de la Plaza de Armas. En un nudo de túneles inca, nada menos. Examinó con fascinación el recinto. Era rectangular, de unos seis metros de ancho por diez de largo. Estaba todo construido con bloques de piedra regulares y lisos, perfectamente ajustados. Y muy grandes. Los tres que conformaban el techo, que lo atravesaban de lado a lado, medirían más de seis metros de longitud, y unos dos de ancho. Estimó que probablemente pasarían con holgura de las cincuenta toneladas cada uno. Lo más interesante eran, por supuesto, los túneles. Y no precisamente porque no hubiera visto bastantes a lo largo del día, sino porque éstos tenían símbolos grabados y coloreados sobre sus accesos. Símbolos que no eran sino tocapos, unos dibujos geométricos que muchos estudiosos, entre los que se encontraban su padre y él mismo, pensaban que era un tipo de escritura antigua inca, conocida tan sólo por la familia real. Y si eso era así, como parecía, lo que tenía delante de él eran indicaciones sobre los túneles. ¿Decían adonde se dirigía cada uno? ¿Avisaban sobre trampas destinadas a los intrusos? No lo sabía. Allí él era uno de esos intrusos.
Cogió el pequeño computador al que tenía conectado el sistema automático de exploración. Lo había utilizado en muchas ocasiones, para todo tipo de cosas, y creía haber volcado ahí la presentación de una conferencia que impartió su padre, precisamente sobre quipos y tocapos inca. Tal vez allí encontrase información que le ayudase a descifrar las inscripciones. Maldijo al comprobar que Matt había borrado todos los archivos para dejar sirio al aluvión de datos que generaría el sistema de exploración.
Tendría que ir a pelo.
Comprobó con la brújula la orientación de los túneles. Partiendo de la sala, describían un arco de este a oeste, como si fuera un abanico. Por la distancia recorrida intuía que andaba cerca de la Plaza de Armas, y sabía que los palacios inca estaban dispuestos en torno a ella. Si éste fuera un mundo perfecto, se encontraría ahora justo en el extremo norte de la plaza y los túneles conducirían a los diferentes palacios, e incluso llegarían quinientos cincuenta metros más allá, hasta el Templo del Sol. Sin embargo, las sospechosas curvas que había descrito la galería antes de llegar a la sala le tenían desorientado.
Comprobó el mapa que el sistema automático había generado y descubrió una cosa: que el magnífico invento desarrollado por la preclara mente de Aimar, flamante ingeniero en jefe de la Fundación Milodonte, no se llevaba demasiado bien con los túneles de dimensiones constantes que descubren curvas suaves. Probablemente habría conflictos entre los datos generados por la brújula y las referencias que recogían los láseres, a los que probablemente el camino les pareció suficientemente recto. El resultado de todo ello es que seguía sin saber con exactitud dónde andaba. Así que, como había sospechado antes... tendría que ir a pelo.
Miró los siete pasillos que se abrían ante él. No eran accesos a laberintos, sino que parecían simples galerías alargadas, cuyo recorrido continuaba más allá de lo que sus focos alcanzaban a iluminar. Aun siendo consciente de que daba palos de ciego, decidió desechar los dos de los extremos, los que apuntaban al este y al oeste. A no ser que estuviese muy avanzado con respecto a la Plaza de Armas, pensó que eran los que más probabilidades tenían de llevarle a un lugar al que no quisiera ir. Desechó también el central, que era el más obvio y parecía la continuación natural del camino por el que había llegado. Así que por fin se decidió por un camino. Escogió el tercero empezando por la izquierda. Por alguno tenía que empezar, ¿no?
Se ajustó el casco, bebió un poco de agua, sacó los piolets y se acercó a la entrada del pasillo. Estaba enteramente construido con bloques de piedra, como la sala. Miró a todas partes con atención, dispuesto a descubrir cualquier indicio de una trampa. Después de lo del pozo, sabía que no podía fiarse ni lo más mínimo. Puso un pie en la primera losa del suelo, y con suavidad fue desplazando todo su peso al pie. Nada. Ningún problema. Mantuvo la tensión y dio un paso. Y luego otro, iluminando siempre a todas partes. No empezó a respirar un poco más tranquilo hasta que recorrió los primeros cien metros. El túnel iba recto en dirección sureste, sin problemas ni cosas extrañas. A los doscientos metros empezó por fin a sonreír. Sin bajar la guardia, con los piolets a punto y listo para saltar ante cualquier atisbo de pozo, Julián tuvo el presentimiento de que se hallaba sobre la pista correera. De que encontraría parte del tesoro inca. La corona sicán. Trató de imaginarse cómo sería esa corona, «que representaba un pájaro cuyas alas se fundían en el disco solar», como decía el viejo sacerdote sicán. La cara de orgullo de su padre cuando se la enseñase, y cómo podrían hacer juntos el estudio arqueológico.
Ése fue el último pensamiento de Julián antes de notar cómo la baldosa que acababa de pisar cedía ligeramente bajo su pie. Saltó antes siquiera de oír el clic, pero eso no le salvó de las toneladas de piedras y tierra que se desplomaron sobre él, sepultándole.
El mundo se volvió negro y Julián cerró los ojos.
Una gran piedra descansaba sobre su cabeza.
Unos cuantos metros por encima de él, la vida continuaba. Alfredo Peralta le hacía una discreta seña al camarero para que le retirase el plato del almuerzo. No había probado la comida. Tenía el ceño fruncido y un mal presentimiento.
En una habitación del mismo hotel, el Hombre Oscuro se levantaba de la cama, totalmente repuesto de su agotador viaje en coche tras dormir un par de horas. Tampoco él estaba de buen humor. Claro que ése era su estado habitual.
Y a un par de cientos de kilómetros de distancia, mientras su Gulfstream G650 empezaba a abandonar el nivel de cuarenta y siete mil pies con el que había cruzado el continente, Ilse Skorzery ordenaba desde su teléfono al comandante Jorge Oleza que sus hombres no dejaran de vigilar la entrada de la Chincana Grande, donde habían visto entrar a Julián Curto de madrugada. Quería estar informada de cualquier novedad que se produjera mientras ella llegaba a Cuzco.
Nada de todo aquello parecía tener mucha importancia en el fondo de aquel túnel, quieto y oscuro.
25
Lo primero que sintió fue la necesidad de pegar una fuerte bocanada de aire. Se estaba ahogando. Lo hizo, se llenó la boca de tierra, y eso fue lo que terminó de despertarlo completamente. Trató de toser, y un latigazo de dolor le recorrió el cuello. Tenía la cabeza inmovilizada. Y había piedras que se le clavaban por todo el cuerpo.
No necesitó más pistas. Desgraciadamente para él, no era la primera vez que quedaba enterrado.
Lo primero que hizo fue encomendarse a san Fernando, Santo Patrón del Cuerpo de Zapadores del Ejército. Si le sirvió en aquella otra ocasión, no le pareció un mal comienzo para ésta. Después empezó a abrirse hueco. Haciendo caso omiso al dolor, consiguió mover poco a poco los brazos, despejando un espacio en torno a ellos. El brazo derecho era el que tenía más movilidad. Logró tantear con la mano uno de los bolsillos de su equipo, encima de la cadera derecha. Lo abrió y sacó el bote de aire comprimido. Excavando, logró acercárselo a la boca. Se pasó la lengua por los dientes y por los labios, y luego escupió lo más lejos posible la tierra que se le había metido. No llegó ni a diez centímetros, pero bastó. Cogió la boquilla del bote, la apretó ligeramente con los dientes y un maravilloso chorro de aire fresco le inundó la boca. No pudo llenar del todo los pulmones, pero se sintió mucho mejor.
Ahora le tocó el turno a la cabeza. Su cuerpo no estaba tumbado totalmente boca abajo, sino apoyado en el costado izquierdo. La cabeza estaba de lado, mirando hacia la derecha. Y, como pudo constatar tanteando con la mano, aprisionada por una gran piedra. Y eso podía ser una ventaja. Empezó a hacer hueco con los pies, quitando tierra de su entorno y desplazándola hacia arriba. A medida que lo hacía, estiraba su cuerpo. Apretó los dientes cuando empezó a arrastrar los hombros hacia abajo, contorsionándose para tratar de evitar en lo posible las aristas de las inmisericordes rocas que se le clavaban, desgarrándole la chaqueta y la piel. Llegó un momento en que tuvo el cuello totalmente estirado.
Imaginó que descorchaba la botella de champán que Alfredo le había prometido mientras encogía el cuello y tiraba de la cabeza hacia abajo. Había cierta analogía surrealista entre la forma en la que el casco de fibra de carbono le oprimía el cráneo, y la manera en la que el cuello de la botella aprisionaba el tapón de corcho. Sólo que en este caso, en lugar del sonido del descorche, lo que se escuchó cuando sacó la cabeza fue el crujido de la roca al asentarse sobre el resto de las piedras y la tierra, donde ya se apoyaba parcialmente. Julián dudaba que hubiera tenido tanta suerte si la piedra hubiera sido más pequeña y hubiese descansado sólo en su cabeza.
Hecho un ovillo, enterrado bajo tierra y escombros, pero con la cabeza liberada, Julián empezó a pensar que tenía una oportunidad. Tanteó con la mano derecha la funda de cuero que tenía en el pecho, asegurada al tirante izquierdo de su correaje, y extrajo su cuchillo. Lo clavó en la tierra, delante de él, y lo empezó a mover en círculo, abriéndose camino. Fue recolocándose y retorciéndose sobre la tierra y piedras que se iban desprendiendo, siempre con los ojos cerrados, y siempre respirando del bote de aire comprimido. Logró así llegar a estirar los brazos, apoyando los músculos de la espalda contra su pequeña cárcel de tierra e imprimiendo más fuerza a las cuchilladas. Al cabo de un rato, tenía medio cuerpo metido en el agujero que iba cavando. Poco después, ya estaba totalmente estirado. Ahí se convirtió en una especie de barrenadora humana, con un único y firme propósito: salir. Empujando la tierra hacia atrás, cerrando el camino tras de sí a medida que lo abría con su cuchillo, Julián sólo tenía una dirección posible: hacia fuera. El avance se hizo aún más duro cuando el pequeño depósito de aire se acabó. Cuando la hoja del cuchillo dejó por fin de encontrar resistencia y Julián sacó las manos, los brazos y la cabeza, el aire ligeramente viciado de la galería le supo a gloria.
Alumbrado con intermitentes toques de su linterna de bolsillo, Julián se desnudó, se sacudió el cuerpo y la ropa lo mejor que pudo, volvió a vestirse e hizo inventario. Lo primero que echó de menos fue el agua. Alguna piedra debía haber reventado el depósito que llevaba a la espalda, y como dijo Marilyn, ahora mismo tenía la boca tan seca que escupía algodón. Lo segundo fue el casco. Fue imposible sacarlo de debajo de la piedra. La fibra de carbono se había doblado bajo la presión de la roca, encajándose bajo ella sin que hubiera forma de moverlo. El problema era que sus luces principales y las cámaras del sistema de exploración automático estaban encajadas en él. Y quedarse allí abajo con sólo una linternita no era bueno.
Nada bueno.
El último gran peaje que se cobró la trampa del derrumbe fue la bolsa con las cuerdas. No la tenía consigo cuando recobró el sentido. Debió perderla cuando se le vino todo encima. Sólo le quedaban veinte metros de cuerda de emergencia, adosada a uno de los enganches de su equipo.
Acordándose sin cariño de las madres de los que hicieron aquello, Julián iluminó el techo de la galería. Había un hueco enorme, perfectamente preparado para albergar la montaña de escombros. Recordó el ruidito que hizo una de las baldosas al pisarla y supo que aquello había activado algún mecanismo camuflado. De buen grado le habría hecho tragar toda la tierra a cucharadas al cabrón responsable de la idea. Hasta que reventase. O al menos hasta que fuera capaz de sacar ladrillos por el otro extremo de su cuerpo.
Además de casi matarlo, el pequeño alud había cegado el túnel, impidiéndole volver atrás. Si es que eso hubiera sido una opción, claro, que no lo era. Y no sólo por evitarse las acrobacias de pasar de nuevo por el pozo y los colectores, sino porque aquellos subterráneos le habían conseguido cabrear ya hasta tal punto que iba a sacarles su secreto aunque fuese a bofetadas. Escupió un poco de saliva y un mucho de tierra al montón de escombros y, satisfecho, se dio la vuelta y caminó resuelto por el túnel.
A medida que se alejaba, la pequeña luz de su linterna se veía muy sola entre tanta oscuridad.
El eco de sus pasos por la galería se vio eclipsado por un rumor de agua, así que supo dónde estaba antes incluso de verlo. Había llegado al río Tullumayu.
El túnel que había recorrido durante un raro, siempre en dirección al este, desembocaba ahora en un amplio canal subterráneo perpendicular a él. El río debía medir ahí un poco menos de diez metros de ancho y, aunque bajaba con mucha fuerza, el cauce artificial por el que discurría permitía que lo hiciera sin apenas turbulencias. Las formas que el fondo imprimía en la superficie del agua eran constantes. Por momentos parecía que fuese de cristal.
Paralelo al río, por el lado en que él estaba, corría una especie de acera elevada respecto al nivel del agua, que permitía el paso. Continuó por ella a favor del curso del río. Sabía lo que había aguas arriba: los colectores de Sacsayhuamán. No se le había perdido nada por allí.
A pesar de que había estado a punto de morir varias veces en lo que llevaba de día por su culpa, no pudo evitar un sentimiento de admiración hacia los ingenieros inca. El canal subterráneo que estaba siguiendo era obra suya. Tenía seiscientos años, y su concepción y estado era tan impecable, que las autoridades actuales de la ciudad habían preferido no tocar nada y dejar que siguiera funcionando como siempre había hecho. Dudaba mucho de que algún técnico hubiera recorrido el cauce como él estaba haciendo ahora. Incluso a la modesta luz de su linterna, Julián podía admirar el ensamblaje de las enormes piedras de los muros, perfectamente liso y regular. En el lado en el que él estaba se distinguían todavía las junturas, pero en el otro, no. Parecía un muro continuo, perfectamente liso, que acompañaba al fluir del...
Un momento. ¿Qué demonios era eso?
Volvió a iluminar el punto por el que había pasado un segundo atrás, en la otra orilla. Había visto algo que no era una piedra. Dos ojos que le miraban.
La rata parecía flotar ingrávida frente al muro opuesto, mirando curiosa la luz de Julián. Tenía una pata delantera encogida y estiraba hacia arriba la cabeza, tratando de analizar el olor del extraño visitante que la iluminaba con la boca muy abierta.
Y no era para menos.
Porque la rata levitaba dos palmos por encima del agua.
Tardó casi un minuto en descubrir el truco, y eso que estaba apuntando directamente con la luz. Claro que tampoco es que lo estuviera haciendo con un foco, y la linterna parecía contribuir más a la ilusión que a esclarecerla. Lo que Julián estaba examinando no era exactamente un muro liso de bloques uniformes de piedra. Era una especie de nicho de dos metros de alto por uno de ancho metido en la pared. Jugaba con la forma de los bloques de tal manera, que cuando uno lo miraba tenía la sensación de que el muro continuaba sin interrupciones. Debía medir un par de metros de profundidad, pero era difícil de calcular. Aunque no fue ese hueco disimulado lo que le pareció más curioso. Lo que a Julián realmente le intrigaba era cómo carajo se las había arreglado la rata para llegar ahí. Porque o podía volar, o bien del nicho tenía que salir algún pasadizo disimulado.
A estas alturas de la historia no tenía nada que perder, y tanto le daba jugarse el cuello cruzando el río para ver qué era aquello, como dedicarse a recorrer el cauce buscando una salida. Sabía perfectamente que su futuro iba a ser cualquier cosa menos largo en cuanto se agotasen las pilas de la linterna.
Así que estudio la manera de cruzar los casi diez metros de fuerte corriente. Tenía todavía las aletas de pala corta, y sabía que podía tirarse con ellas al agua y nadar hacia la orilla opuesta, con muchas posibilidades de lograrlo. El problema es que el empuje de la corriente le haría describir una ruta en diagonal, y no recta hacia la orilla, lo que conllevaba un serio problema: si se pasaba el nicho de la pared, lo iba a tener francamente complicado para volver a salir del agua. El río estaba encajado en su cauce de piedras lisas, así que el nicho era el único lugar que le permitiría salir de él. Todo el resto parecía un muro liso, del que podría salir tan fácilmente como un pez de su pecera.
Tenía que buscar otra opción más segura.
Y una vez más, fueron sus piolets los que le dieron la clave.
A la luz cada vez más débil de la linterna que sujetaba con los dientes, Julián desenrolló las cintas de cuero que conformaban las empuñaduras de los piolets y las utilizó para atar uno con otro. Lo hizo de forma que las picas describiesen un ángulo de noventa grados, como un garfio de dos puntas. Después cogió la cuerda de seguridad que le quedaba. Pasó un extremo por los agujeros que tenían los piolets en el mango, les dio un par de vueltas para asegurarlos más, y se ató el otro extremo al mosquetón de su correaje. Ahora sólo quedaba acertar el tiro. Hizo oscilar el garfio por encima de su cabeza, igual que hacían con su lazo los vaqueros de las películas, y lo lanzó hacia el nicho. Falló por un palmo. La rata saltó despavorida y desapareció entre chillidos indignados. Julián sonrió.
Había un pasadizo.
Apuntó otra vez y en esta ocasión consiguió el premio: los piolets quedaron justo en medio del nicho. No estaba mal, para un lanzamiento de diez metros. Fue soltando cuerda mientras daba unos pasos por el borde del río, para que la cuerda quedase en ángulo y las puntas de los piolets tuvieran alguna esquina en la que agarrarse. Llegó hasta donde la cuerda se lo permitió, y empezó a tirar de ella con exquisito cuidado, como un pescador recogiendo el sedal. Notó cómo la cuerda se tensaba y le transmitía la vibración del garfio arañando la piedra, centímetro a centímetro, despacio, hasta que por fin se detuvo. Ya lo tenía.
Puso dos frenos de escalada en la cuerda y manteniéndola tensa se sentó en el cauce. Como aquello le saliera mal, lo iba a tener muy crudo.
Apagó la linterna y se dejó caer al agua. La corriente empezó a arrastrarle.
A medida que el agua le llevaba, la tensión de la cuerda le acercaba a la orilla opuesta, como un péndulo unido a su cordel. Suavemente, tocó el muro. Y disfrutó, a pesar del frío, de la corriente de agua que le bañaba, quitándole de encima todos los restos de tierra y polvo del derrumbe. Se relajó por un momento, dejando que la cuerda y el mosquetón aguantasen la fuerza de la corriente, y luego comenzó a avanzar hacia el nicho, tirando a pulso de la cuerda como el que trepa por la soga de un gimnasio. En menos de un minuto recorrió los veinte metros.
Se agarró al borde de piedra y salió del agua sin esfuerzo. Encendió la linterna y sin ni siquiera recoger los piolets iluminó hacia la derecha, donde la rata había huido. No tuvo que buscar mucho para encontrar la salida: un pasillo de un metro de ancho salía de la pared del nicho. Avanzaba recto, paralelo al río, durante unos metros, y luego giraba en ángulo a la izquierda. A toda prisa recogió la cuerda y los piolets y se metió por el pasillo, a ver dónde llevaba.
Desembocaba en una habitación de mediano tamaño, de unos cuarenta metros cuadrados, con las paredes hechas de bloques de piedra más o menos pequeños. Lo malo es que a simple vista no se veía una salida. Lo bueno, es que en un solo segundo el tesoro que había dentro convirtió a Julián en uno de los hombres más ricos del país. Y de toda Sudamérica.
Con la linterna temblando en sus manos, el mundo se volvió dorado para él.
Lo había encontrado.
26
No se llevaba nada bien con el desasosiego y la frustración. Y ahora mismo, mientras firmaba la cuenta de una comida que no había probado y salía al amplio patio del hotel, antiguo monasterio, sin saber muy bien para qué, advertía que ésos, precisamente, eran los sentimientos que le embargaban.
Encendió un cigarrillo, lo apagó tras unas pocas caladas, deambuló sin rumbo entre los parterres de flores y la fuente del patio, y finalmente decidió irse a su habitación, a ver si el jacuzzi conseguía calmarle un poco hasta que Julián diera señales de vida. En sus negocios estaba acostumbrado a ser él el hombre de acción, y no llevaba demasiado bien el papel de mero espectador al que se hallaba relegado.
Entró en la recepción, camino de su suite, y no pudo evitar cierta sorpresa al ver el cambio que se había producido en la última hora en el director del hotel, un francés elegante y encantador —a pesar de ser francés—, que estaba frente a un armario de dos puertas, de pelo rubio rojizo y embutido en un traje azul. Discutían por algo que debía ser especialmente conflictivo para el director, tanto, que el rostro se le había demudado de la altivez y el bronceado que normalmente exhibía a un color ceniciento que combinaba perfectamente con las miradas huidizas que propinaba en todas direcciones y con las gotas de sudor de su frente. Una de esas miradas coincidió con la de Alfredo Peralta, y un brillo de socorro y esperanza apareció en el rostro del francés.
—Monsieur Peralta —dijo avanzando hacia él—, ¡no sabe cuánto me alegro de encontrarle!
Alfredo le miraba con curiosidad, contemplando también al fornido rubio que permanecía junto al mostrador, dándoles la espalda.
—Verá, tengo un problema, y si usted pudiera ayudarme le estaría infinitamente agradecido.
Dirigió una callada mirada al hombre del traje oscuro y continuó.
—Verá, monsieur, estaríamos encantados en el hotel de invitarles a usted y a su amigo, el señor Curto, durante toda su estancia con nosotros, si accediera usted a trasladarse a otra suite. Le prepararíamos inmediatamente una Suite Presidencial, como la que ocupa el señor Curto, y nos haríamos cargo de su estancia.
Le costaba mantener la mirada de Alfredo, y a medida que hablaba su voz bajaba de volumen. Se le notaba también cierto rubor en las mejillas.
—¿Y por qué tendría que hacerlo?
La voz de Alfredo sonó muy clara y serena. El director se frotaba las manos, visiblemente incómodo.
—El señor... el señor y sus acompañantes —dijo por fin, señalando al gigante rubicundo, que seguía dándoles la espalda como si todo eso le fuese ajeno—, son huéspedes habituales del hotel, y siempre ocupan la Suite Real en la que usted se aloja. Ha habido un problema con su reserva, y ahora...
—¿Todos, la ocupan? —le atajó Alfredo en tono burlón—. ¿Y quiénes son, si puede saberse?
—Eso no es asunto suyo —dijo el gigantón, dándose la vuelta. Tenía la piel tan rosada como un cerdo de granja, además de sus mismos modales, y su corbata daba dentera—. Acepte la oferta tan generosa que le han hecho y recoja sus cosas.
Alfredo se le quedó mirando con media sonrisa, inmóvil, sin dignarse a contestar. El director del hotel cerró los ojos y torció el gesto al oír el grosero comentario, que además sólo dejaba una respuesta posible.
—Me temo que no voy a dejar la habitación, Antoine —le dijo al francés, sosteniendo la mirada del fenómeno que seguía apoyado en el mostrador de la recepción—. No veo por qué tendría que hacerlo.
Le dedicó un ligero saludo con la cabeza y empezó a caminar hacia los ascensores, dejándoles allí plantados. Las puertas empezaron a abrirse cuando escuchó a su espalda una voz femenina, clara y bien modulada.
—¿Has solucionado ya el alojamiento, Helmut?
—No —contestó el enorme gañán, mientras Alfredo se daba la vuelta para ver a la dueña de aquella voz, que parecía tan alejada del rubio neandertal en la escala evolutiva—. Ese hombre está ocupando su suite.
Antes incluso de que ella se girase para mirarle, el ojo experto de Alfredo decidió que era imposible que fueran pareja. Como mucho, y siendo generosos, el hombre podría aspirar a ser su chofer, o una especie de guardaespaldas. Aunque lo cierto es que dejó de pensar en él casi inmediatamente y centró toda su atención en la mujer, que resplandecía iluminando todo el hotel. Era alta, rubia y atlética, de curvas rotundas y piel suavemente bronceada. La clase de piel que uno necesita urgentemente acariciar o morder cuando la ve. Incluso de espaldas, calculó con acierto que estaría en la segunda mitad de los treinta. Saltaba a la vista que era elegantísima. Llevaba un vestido de lana y seda beige, sin mangas y con la falda cortada justo por encima de las rodillas, dejando entrever unas piernas perfectas, esculturales e interminables, rematadas por unos zapatos de tacón de ante marrón claro. Cogía con el brazo derecho un bolso de ante negro, con asas de serpiente. Y llevaba también un sombrero marrón, de aspecto masculino.
Ya no se fabricaban mujeres así.
A un hombre menos vivido le hubiera parecido que el mundo se detenía en el momento en el que ella se giraba y su melena ondulada se balanceaba con gracia. Alfredo sintió en cambio una imperiosa necesidad de hacerle el amor allí mismo. Claro que cuando ella le clavó sus enormes ojos azules, abiertos en una expresión de genuina sorpresa, el universo entero se redujo para Alfredo al fondo de las pupilas de aquella mujer. Al menos por un momento.
Se quedaron mirándose en silencio, hasta que Alfredo logró hablar.
—Me llamo Alfredo Peralta —dijo acercándose a ella con una sonrisa, tendiéndole la mano. Ya había comprobado que no llevaba alianza—. Y no sabía que ocupara su habitación. Le ruego que me perdone.
Ella se cambió de mano el bolso, despacio, mientras le estudiaba con la mirada y sus exquisitos labios se abrían en una seductora sonrisa. Le dio la mano y él se la sostuvo un poco más de tiempo del estrictamente necesario. Cuando se la soltó, las yemas de sus dedos se deleitaron con su contacto mientras ella la retiraba, también un poco más lentamente de lo habitual. Ambos se dieron perfecta cuenta de todo ello.
—No se preocupe. No sabía que estuviese ocupada. Buscaré otro hotel.
Se miraron y sonrieron. Estaba claro lo que iba a suceder a continuación.
—Antoine —llamó Alfredo, haciendo un gesto—. Voy a aceptar su oferta. ¿Podría usted ocuparse personalmente de que trasladasen mis cosas a otra habitación?
La expresión de alivio del hombre era conmovedora.
—Por supuesto, monsieur —dijo, haciendo una leve reverencia—. Lo haré encantado.
La mujer miraba divertida a Alfredo.
—Helmut—dijo con una sonrisa, sin quitarle los ojos de encima—, ayuda al señor y ocúpate de todo.
El hombre inclinó muy brevemente la cabeza como respuesta, y Alfredo creyó oír un leve entrechocar de los tacones de sus zapatos.
Se pusieron en marcha a su alrededor mientras ellos volvían a estar solos en el Universo. Alfredo se había olvidado de Julián, de los túneles y de la corona sicán. Ella estaba sorprendida porque las fotos no avisaban de cómo sonaba su voz, ni de ese extraño magnetismo que emanaba de él. Ni de que oliese tan bien.
—¿Me permitirá al menos que le invite a una copa en el bar?
—Sólo si no es de ese espantoso pisco sour que sirven aquí a todas horas.
Ella se rió.
—Yo prefiero el whisky —dijo con una sonrisa. —No esperaba menos de usted —dijo Alfredo, tendiéndole galante el brazo.
Tenía muchas ganas de besar esos labios tan gruesos.
El gesto era muy a la antigua. Ella pensó que era una pena que la mayor parte de los hombres menores de cincuenta años no supieran hacer esas cosas. Se cogió de su brazo y caminaron hacia el bar del lobby.
Un hombre dijo una vez que las casualidades sucedían, aunque con menor frecuencia de lo que la gente de a pie pensaba.
Ésta fue una de esas veces.
27
Empapado por el río, de pie en medio de la habitación, tenía la misma expresión que un niño de tres años abriendo al pie del árbol los regalos recién traídos por Papá Noel. Con la boca abierta de asombro, iluminaba con su linterna el espléndido tesoro que le rodeaba. El oro y la plata seguían brillando a pesar de los siglos pasados sin que nadie los bruñese.
Por fin se decidió y casi con reverencia fue tocando las piezas, como si necesitase hacerlo para asegurarse de que eran reales. Había varios ídolos de oro que le llegaban a la altura del muslo, de hombres desnudos, tocados por un pequeño sombrero y con las orejas deformadas, que correspondían a nobles Inca, acompañados por figuras femeninas, también desnudas, con los brazos cruzados sobre el pecho y una larga melena de oro que les caía por la espalda. Al lado de ellos una fuente de plata, redonda, repleta de pequeñas figuritas de animales de oro, como peces y llamas, de las que había en todos los tamaños. Otra, a su lado, con cientos de delicadísimas mariposas de oro. No pudo contener la tentación de coger unas pocas, que apenas pesaban, y dejarlas caer de nuevo en la fuente. Fueron describiendo graciosos círculos y agitándose mientras caían, como si realmente volaran. Eran extraordinarias. Torció inconscientemente el gesto al iluminar con su linterna una gran araña, también de oro, que ponía huevos que no eran sino perlas. Había también discos de oro de unos veinte centímetros de diámetro, con relieves de animales con cabeza humana, y al lado una vajilla de oro completa, pulcramente apilada sobre el suelo, pegada a la pared. Platos, fuentes, algunos vasos... todo era de oro.
Recordó la sed que tenía y cogió un vaso grande, un quero, de un montón que había al lado de la vajilla. Era fantástico, de oro y con incrustaciones de piedra azul, probablemente turquesa, con una figura en relieve que representaba a un guerrero ataviado lujosamente, tal vez el Inca mismo, que estaba a punto de golpear con su maza de combate a un enemigo que estaba a sus pies. Tenía una franja debajo de la figura repleta de símbolos geométricos, tocapos, similares a las inscripciones de los túneles que había visto poco antes. Sonó parecido a un cascabel al cogerlo; debía tener un doble fondo con algunas piedras, o tal vez pepitas de oro, que parecía sobrar en aquella habitación irreal.
Salió de la sala, recorrió el breve pasillo hasta el nicho disimulado, y se arrodilló al borde del río. Lavó el quero, sacó un pañuelo de tela de un bolsillo, lo enjuagó hasta que quedó limpio, y después lo ajustó al borde del vaso antes de sumergirlo en el agua, para que actuase como filtro. Cuando se llenó, cogió su cuchillo, le desenroscó el tapón de bronce del mango hueco y sacó una pastilla potabilizadora de cloro. La echó en el agua y volvió con el quero a la sala del tesoro, mientras se disolvía.
No había hecho más que empezar a inspeccionar las piezas.
Minutos después apuró el último trago de agua —que era un poco salobre—, disfrutando de la experiencia de beber de un vaso de oro como si fuese un emperador Inca, y dejó el quero junto a los demás, en el suelo. Ya tenía una idea completa de lo que había en la sala. Había visto algunos dioramas de oro, escenas de la vida cotidiana representadas a escala, en tres dimensiones. Uno era de unos leñadores que talaban un árbol; otro de guerreros luchando; y un tercero —que le pareció bastante extraño—, de un niño tumbado en una hamaca, con una hoguera encendida al lado que mantenía a raya a una serpiente. Tuvo un momento de esperanza cuando vio entre el botín algunas piezas que provenían de la región de los chimús: un enorme collar con ocho hileras de cuentas de oro; una pareja de guantes de oro y piara, con imágenes de guerreros grabadas; y hasta una máscara funeraria que representaba al mismísimo Naymlap, hecha de oro, y con una especie de lágrimas de jade que salían de sus ojos rasgados hacia fuera, tan característicos. Referencias a los sicán, sí, pero nada de la corona que estaba buscando. Repasó mentalmente las parcas indicaciones que dejó escritas el antepasado de Alfredo, Fernando Peralta de Alcalá: una corona de oro, que representaba a un pájaro cuyas alas se unían para formar el disco solar. No había visto nada semejante en todo el tesoro. Ni siquiera parecido a una corona, o una diadema. Y había mirado en todas partes. O en casi todas, se corrigió.
Doblada sobre parte de la vajilla, había una especie de túnica de lana de alpaca con una infinidad de placas de oro repujado cosidas. La cogió y la estiró con cuidado. No había ninguna corona entre los pliegues —lo raro es que la hubiera habido, pero bueno, tenía que mirar—, y además se cayeron al suelo algunas de las placas, que formaban un patrón geométrico en la tela. Comprobó con lástima que, entre la humedad y que posiblemente había sido en algún momento un nido de ratones, parte de la lana estaba echada a perder. Volvió a dejarla con cautela. Sería mejor esperar a que los arqueólogos hicieran su trabajo y la tratasen con los cuidados que merecía.
Según tomaba nota mental de todo ello, Julián se quedó inmóvil, cayendo en un detalle. Un nido de ratones. La rata... La rata que había visto y que había huido de él cuando tiraba los piolets, descubriendo el pasillo que llevaba al tesoro. ¿Dónde estaba? No había vuelto al río, y no la había visto mientras hacía el recuento de las piezas.
Había salido de ahí.
Fue recorriendo las paredes, iluminándolas con su linterna en busca de cualquier señal que indicase una puerta secreta, un pasadizo. Retiraba con el pie, con cuidado, las piezas de oro que le obstaculizaban. Empezó por la pared que había a la izquierda de la entrada, donde los ídolos. Se fue la luz de la linterna —estaba sucediendo intermitentemente desde hacía unos minutos—, le dio un golpecito y volvió a funcionar. Iluminó el muro. No había nada. Siguió por la pared de enfrente, donde estaban la vajilla y la túnica, y ya no tuvo que buscar mucho más. Se sorprendió por no haber visto antes el pequeño bloque de piedra que había justo detrás de los queros de oro. Lo cogió con la mano; era poco mayor que un adoquín. Iluminó con la linterna y vio el hueco, unos centímetros detrás de él, a ras de tierra. Quitó los vasos, se tumbó en el suelo y alumbró a través del agujero. Se acordó al hacerlo del sacerdote egipcio que escribió sobre el templo de Qattara, sólo que en esta ocasión no vio a su faraón comulgando de los pechos de una figura de la diosa Sekhmet hecha de sangre, sino algo mucho más mundano, y a la vez más maravilloso. Una escalera.
Una escalera de piedra que subía. A la libertad, o al planeta Marte, eso le daba igual. Pero por lo menos le alejaba de los túneles, a los que estaba cogiendo una profunda manía. Quitó los trastos que le estorbaban —le sorprendió ver lo poco que vale el oro cuando no tienes nada que comprar con él—, sacó el piolet con la cabeza de martillo, y tanteando, golpeó el bloque que había a la derecha del hueco.
Se movió un par de centímetros.
Animado, golpeó con fuerza en el centro de la pared. Con el primer impacto, no pareció que pasara nada. Con el segundo sí que sucedió algo. Tres cosas, para ser exactos: se movió el adoquín, y los que estaban en contacto con él; se desprendió una cierra cantidad de tierra y polvo, que parecía ser lo único que aglomeraba entre sí los pequeños bloques de piedra; y por último, se apagó la linterna. Y esta vez definitivamente.
La vida del que era de facto el hombre más rico de Perú —o por lo menos de Cuzco—, estaba en un serio compromiso sólo porque su linterna se había quedado sin pilas.
Hizo balance de la situación. Sólo le quedaba un tubo de luz química, y cinco o seis cerillas en su cuchillo de supervivencia. Que de poco iban a servir, pues sin combustible no podía hacer mucho con ellas. ¿Qué iba a quemar?, ¿sus pantalones?, ¿la túnica inca de alpaca y oro? Puestos a palmarla, mejor que fuera con los pantalones puestos, y sin armar un estropicio. Sacó del bolsillo el tubo, lo dobló y rompió la ampolla de cristal que contenía. Se mezclaron los compuestos químicos y una intensa luz azul iluminó la habitación. Tal vez fuera por las veces que había rondado la muerte ese día, o por lo incierto de su situación, pero a Julián la visión de esa luz azul le produjo un frío que se le coló hasta el alma. Se sentía como si anduviese dentro de un témpano de hielo.
En ocasiones como ésas, sólo había una posibilidad: huir hacia adelante, moverse deprisa para que la desesperación no te atrape. Y eso fue lo que hizo Julián. Decidido a aprovechar al máximo la última baza de tiempo que le brindaba el tubo de luz, se dejó de sutilezas y se preparó para derribar el murete a las bravas. Apartó la vajilla y los queros de oro, replegó el brazo derecho contra el cuerpo, levantando el hombro como un boxeador que se cubriese de los golpes, se separó un par de pasos del muro, y lo embistió. Primero lo hizo con precaución, tanteando, sopesando la respuesta del muro a sus envites. Cuando vio que cedía —sentía cómo crujía con cada impacto, abombándose más y más hacia fuera—, lo golpeó con todas sus fuerzas, afianzando firmemente sus pies y lanzando el cuerpo entero contra las piedras, con rabia, empujándolo consciente de que su salvación dependía de que lo derribase. Y así, con un estrépito de cascotes, el pequeño muro de piedras por fin se vino abajo, y Julián cayó al otro lado, justo a los pies de una escalera.
La luz química no iluminaba más allá de un par de metros, de manera que no veía adonde llevaban los escalones. Puso el pie en el primero, dispuesto a subir, y se detuvo. Se dio la vuelta, despacio, y extendió el brazo izquierdo hacia la habitación, arrancando con su fría luz destellos verdosos, como de bronce viejo, a las piezas del tesoro. Entró, las miró por unos instantes, y cogió por fin el quero de oro, aquel con el que había bebido. Podía llevárselo a Cuzco, pensó, y enseñárselo a Alfredo, tal vez al doctor Orellana. Pasó un dedo por el relieve del guerrero que tenía el vaso, mientras pensaba en que probablemente acabaría en un museo lleno de polvo, con una etiqueta anodina. Y era una pieza magnífica. Suave, pulida, fresca al tacto, con el sonido cantarín del doble fondo. Y él se había jugado la vida para descubrir esa sala, que estaba llena de piezas. Sabía perfectamente que el vaso que tenía en la mano no aportaría absolutamente nada desde el punto de vista arqueológico. Había más como ése en los museos, incluso en esa sala. Abrió uno de los bolsillos de su equipo. Cabía perfectamente. Muy probablemente podría sacarlo sin problemas del país, si quisiera. Había formas de hacerlo. Podría llevárselo, como un recuerdo privado, y tal vez en un futuro, cuando ya fuese imposible su restitución por mil y un problemas de índole práctica, enseñárselo a su padre, a Esrher, a Federico Balaguer... o guardarlo sólo para sí, como un recuerdo tangible de esta búsqueda suya de... de no sabía bien qué. De respuestas. De sí mismo, pues al final todo llevaba a eso. Lo miró en su mano, mientras pensaba en todo ello, y muy lentamente fue dejándolo en el suelo, junto al resto de las piezas, embargado por sentimientos contradictorios acerca de la justicia y la integridad.
Tuvo que repetirse muchas veces, mientras subía por la escalera, que una cosa era hacer un descubrimiento arqueológico y otra muy distinta expoliarlo. Cuando llegó arriba, unos minutos después, seguía sin estar plenamente convencido de lo que había hecho.
De todas formas, los acontecimientos hicieron que lo apartase de su mente, al menos por el momento. Porque resultó que al final de la larga escalera —habían sido unos doscientos escalones, más o menos—, encontró un nuevo muro. Uno que estaba semiderruido, por el que pasó sin dificultad, y que se abría a un nuevo pasillo de sólo doscientos metros, según el podómetro de su maltrecho equipo de exploración automático —los láseres habían quedado machacados en el derrumbe de la galería—, al final del cual había un nuevo muro, este perfectamente levantado... a excepción de un pequeño agujero cerca de su esquina inferior izquierda, donde una grieta que corría zigzagueando entre los bloques de piedra se abría unos centímetros. Con el tamaño suficiente como para que cupiera una rata, por ejemplo.
A la pálida luz química, que cada vez era más tenue, Julián volvió a agacharse y miró por la ranura. Y lo que vio al otro lado del muro le pareció maravilloso. No se trataba de más oro.
Era un poco de luz.
Pequeña, sucia, polvorienta, pero luz al fin y al cabo. Luz que bien podía ser del sol.
No distinguía bien lo que había entre las penumbras, pero le pareció una habitación. Veía lo que podía ser la pared de enfrente, de color blanco, y parte de un objeto grande, marrón, que se alzaba un palmo sobre el suelo. Parecía un armario. No se veía a nadie, ni movimiento de ningún tipo.
Metió la pica de un piolet en la ranura, y logró enganchar una de las piedras del muro, a la altura de sus muslos. Empezó a tirar, hasta que el bloque se movió y pudo sacarlo. Cayó a sus pies con un último tirón. Un poco más de luz entró por el agujero, y Julián asomó la cabeza. Era una habitación cerrada, llena de trastos. Había un armario grande y viejo, frente a él; una puerta cerrada, a su lado; varias sillas amontonadas junto a la pared de la derecha, bajo una ventanuco que se abría en la parte más alta; y pegados al muro en el que se asomaba, vio lo que le parecieron un par de bancos alargados, puestos de pie. Bancos como los de las iglesias.
Siguiendo la línea que marcaba la grieta, Julián se las arregló para sacar unos pocos bloques más sin que la pared entera se viniera abajo. Procuró no hacer más ruido del necesario. Si podía, prefería salir de ahí sin tener que dar explicaciones, ni referentes a de dónde venía, ni mucho menos a lo que había encontrado al otro lado del muro. No había renunciado a beber agua el resto de su vida como un Inca, para que ahora se colase por ahí medio Cuzco y arramblase con todo antes de que llegase la policía.
Por fin consiguió abrir un hueco lo suficientemente grande como para salir por él; pasó, y se quedó de pie en medio de la habitación, con una sonrisa cansada y las manos apoyadas en la cintura, profundamente aliviado de encontrarse en algún lugar civilizado. Su tubo de luz azul hacía ya unos minutos que se había consumido.
Lo primero que hizo fue tratar de recomponer el muro. No fue complicado, pues la parte de las piedras que daba a la habitación estaba pintada de blanco. Las colocó lo mejor que pudo, comprobando con satisfacción que quedaban bastante bien disimuladas en la red de grietas y desconchones que exhibía la pintura de la pared. El veterano muro, inca sin duda, había aguantado hasta el momento todos los terremotos y vicisitudes de los últimos seis siglos, pero no podía ocultar las cicatrices de sus mil batallas libradas.
Resuelto el tema de la pared, se echó un vistazo a sí mismo. A pesar del baño en el río, que por lo menos le había lavado un poco, llamaba demasiado la atención. Pensó con una sonrisa que probablemente sus piolets y su cuchillo de combate tuvieran algo que ver con eso. Miró en derredor y vio un saco viejo de nailon. Se quitó todos los trastos y los metió dentro. Ahora, con un poco de suerte, podría pasar por un hippy trasnochado de los que aún pululaban por Cuzco. Sonrió pensando en la cara que pondría al verle el portero de su hotel, el mejor —y más caro— de la ciudad.
Abrió despacio la puerta de la habitación, tan sólo una rendija, y se asomó. Daba a otro cuarto. A juzgar por las dos casullas que colgaban en sus perchas de unos tristes ganchos de la pared, y del crucifijo que presidía la estancia, se trataba de una sacristía. Miró su reloj: las seis y diez de la tarde. Todas las iglesias de Cuzco ya habían terminado hacía rato sus horarios de visita. Cruzó la sala, abrió con precaución otra puerta y a pesar de la tensión del momento, no pudo dejar de admirar el extraordinario pulpito de madera tallada que tenía ante él. Estaba en una iglesia pequeña, modesta, con el suelo de madera y tres arcos al fondo, frente a una ventana por la que entraban los rayos de la tarde. Miró a la derecha, al altar. No había nadie. Parecía que estaba solo. Salió casi de puntillas de la sacristía, con el saco al hombro, y por fin alcanzó la puerta.
Empezaba a abrirla cuando oyó un ruido detrás de él y todo se volvió negro.
28
Con una cara de pardillo que tiraba de espaldas, el novato abrió la puerta del despacho de Oleza. —Le he dicho que llame antes de entrar, Quintana —dijo el comandante, malhumorado, levantando una ceja.
El muchacho, que aún no había quitado los dobleces de fábrica a su uniforme, se puso colorado. Parecía muy agitado.
—Perdone, mi comandante, pero es que no conseguía pasarle una comunicación urgente.
Los ojos de ambos se posaron despacio en el teléfono que Oleza tenía sobre la mesa, descolgado. Ni en su propio despacho podía echar una cabezada a gusto.
—Bien —dijo sin inmutarse—. ¿Y de qué se trata?
—Es el párroco de San Blas, señor —respondió con una risa nerviosa. Parecía que estuviera a punto de orinarse encima, de la excitación—. ¡Dice que han cogido a un ladrón robando en la iglesia! A Oleza aquello no le pareció tan espectacular.
—Pásemelo —dijo lacónico.
Claro que cuando cogió la llamada del cura y tomó nota de la descripción del ladrón, con una letra cada vez más temblorosa, no fueron ganas de orinar lo que tuvo Oleza, sino una erección en toda regla.
Llamó inmediatamente a sus hombres de confianza, que seguían apostados en la entrada de la Chincana Grande. Después se miró en el espejo del lavabo de su despacho, se peinó e hizo otra llamada. Tenía que dar su informe.
Envolvió el teléfono con el humo de su cigarrillo cuando contestó. Sólo llevaba puesta una camisa de hombre, desabrochada, y miraba distraídamente por la ventana. Un botones que pasaba por el patio miró hacia arriba y tropezó al entrever sus pechos. Ella rió y se dio la vuelta. Estaba de muy buen humor esa tarde. —¿Así que lo han encontrado?
—Justo, señorita, sí —dijo una voz almibarada, al otro lado de la línea—. Recién mandé a mis hombres para que lo recojan y lo traigan a comisaría.
Ilse miró hacia la cama. Alfredo estaba tumbado, con los ojos cerrados, pero despierto. Ella disfrutó del juego de hablar por teléfono con Oleza sin decir nada que la delatase.
—Mejor a un sitio más tranquilo. Ya sabe. Donde no nos interrumpan al hablar.
—Podemos interrogarlo aquí, señorita, y acusarlo formalmente de expolio y tráfico de antigüedades, como usted sugirió...
—Verá —atajó, sin perder la sonrisa—, quiero un poco más que eso. Así que creo que es mejor que prepare usted lo que le he pedido. A partir de ahí ya nos ocuparemos nosotros, personalmente.
El comandante de la policía se removió incómodo en su silla al oír eso.
—Señorita —dijo—, una cosa es que lo detengamos y le interroguemos aquí, pero hemos de mantener las formas. Es un extranjero y...
—Deje que yo me ocupe de eso. ¿Me llamará cuando lo tenga todo preparado?
Asqueado de sí mismo, el hombre miró al suelo de su despacho. Mierda de dinero.
—Sí, señora —dijo con voz monocorde—. Pero ni mis hombres ni yo estaremos presentes mientras lo interrogan. Y queda entendido que el detenido no sufrirá daños.
Estaba tan seguro de que su condición quedaba entendida y aceptada, que no hubiera apostado ni un vaso de pisco porque el hombre que iba a detener fuera a ver la luz del sol al día siguiente.
Ilse debió pensar más o menos lo mismo. Su sonrisa de depredadora se ensanchó aún más.
—No se preocupe. Déjelo en mis manos —dijo, y colgó.
Seguía sonriendo cuando volvió a la cama, aunque con los ojos sorprendentemente fríos. Alfredo no reparó en el matiz. La rodeó con un brazo cuando se tumbó a su lado y aprovechó para acariciarle un pecho. Tenía un pezón grande, suave y rosado, que reaccionó y se endureció —aunque no tanto como sus ojos— al contacto de sus dedos.
—¿Trabajo? —preguntó, mientras cogía con la mano libre el cigarrillo de los labios de Ilse.
Ella sonrió, jugueteando con el pelo del pecho de Alfredo.
—Sí. Hay un pintor aquí en Cuzco que me interesaría representar, y uno de mis comisionistas lo ha localizado por fin. Voy a cenar con él esta noche.
Le había contado, mientras tomaban una copa, que era marchante de arte. Lo cual, bien mirado, tampoco estaba muy lejos de la realidad.
Le quitó el cigarrillo, le miró por unos instantes y le besó. Pegó una calada y volvió a ponérselo en los labios a Alfredo. Le producía una especial excitación ese doble juego.
—Y tú, ¿tienes algo que hacer esta tarde?
Alfredo se quedó mirando al techo de su nueva suite mientras una sonrisa iba creciendo en su rostro. Dejó el cigarro en la mesilla.
—Se me ocurren dos o tres cosas —dijo por fin con voz traviesa, mientras rodaba encima de ella, besándola en el cuello.
Ilse soltó un gritito de gata.
La luz que entraba por la ventana cada vez era más tenue.
El Hombre Oscuro aparcó frente a la fuente, dejando varios coches de distancia hasta el todoterreno blanco que llevaba siguiendo desde Sacsayhuamán, el último punto de referencia que tenía de su objetivo secundario. El primario estaba en el hotel, al parecer en muy buena compañía.
Llevaba viendo a los mismos tres hombres todo el día, desde la madrugada. Uno se quedó en las ruinas, apostado cerca de la entrada subterránea por la que el objetivo secundario se introdujo. Los otros dos volvieron a Cuzco, siguiendo a distancia el coche con el que el objetivo primario volvía a su lujoso hotel. Se pasaron buena parte del día tratando de pasar desapercibidos, de los sofás del lobby al bar del hotel, turnándose en el patio mientras el objetivo —al que todos, incluido él mismo, vigilaban recurrentemente— almorzaba. Sólo en la última media hora se habían puesto en movimiento, quedándose uno en el hotel y saliendo el otro con el coche. El Hombre Oscuro le había seguido, primero a Sacsayhuamán, donde recogió a su compañero, y ahora hasta aquí.
Los dos hombres bajaron del todoterreno y entraron en la iglesia que tenían enfrente, justo al lado de la plaza de la fuente. No les hubiera visto desde la plaza, y no iba a descubrirse entrando también en la iglesia, así que el Hombre Oscuro se quedó en su coche, esperando.
Dentro, las cosas se habían complicado para Julián Curto.
El padre Arturo recibió a los dos policías. Tenía el pelo corto, a cepillo, como los militares —algo se comentaba en el barrio de San Blas sobre su pasado castrense—, perilla y unas grandes gafas redondas, que tendían a resbalársele por la nariz cuando se calentaba despotricando contra todo desde el pulpito, cada domingo, ante sus asombrados fieles. Porque el padre Arturo, más que feligreses, tenía fieles, y aunque siempre había quien se santiguaba con gesto indignado mientras el padre soltaba verdades como puños —o como templos—, la mayor parte de los que iban por su iglesia pensaba que con sus incisivos discursos, decía lo que ellos mismos sentían, pero que no acertaban a expresar con palabras.
—Edsel —dijo el padre, reconociendo a uno de los policías, que vivía en el barrio.
A pesar de sacarle una cabeza, el policía Edsel Froilán ahogó un quejido al notar cómo le crujían los huesos de la mano, mientras el sacerdote se la estrechaba.
—Vengan por aquí —dijo—. Lo tengo en la sacristía.
Los policías entraron y se encontraron con Julián Curto, sentado inconsciente en el suelo, apoyado contra la pared. Un hilillo de sangre le bajaba por la oreja derecha, goteándole en la chaqueta.
Wilberto Alexis, el policía que había tenido que quedarse de guardia en Sacsayhuamán, había desarrollado en las últimas horas una antipatía íntima y especial hacia Julián. El haber tenido que estar todo el día vigilando una estúpida roca por su culpa, calándose por el aguacero que cayó a media mañana, tenía algo que ver en el asunto. Contempló a Julián con satisfacción, y le dio una patada en un pie. Julián se quejó y movió la cabeza, pero no se despertó.
—Le he dado con un bate de béisbol —explicó el padre Arturo—. Estaba en el confesionario, porque era la hora, y vi al muy cabrón saliendo de la sacristía con este saco al hombro —dijo, señalando con el pie el saco de nailon, junto a Julián—. Pasó por delante de mí y se hubiera ido tan tranquilo, si no le llego a parar los pies.
Joder con el cura, se dijeron sin palabras los policías, mirándose. Edsel puso cara como de que no le extrañase demasiado.
—¿Y qué hacía usted con un bate escondido? —preguntó el otro.
El sacerdote se puso las manos a la espalda y miró a todas partes, visiblemente incómodo.
—Bueno —musitó por fin—, no es la primera vez que me roban en la iglesia. Aunque si ustedes se dejasen caer más por aquí podría ser la última, ¿no les parece? Que hay más gente que les necesita en Cusco, además de los turistas —dijo, subiéndose las gafas, que ya se le habían movido.
Edsel reconoció los síntomas, así que le hizo un gesto a su compañero para que le ayudase a mover a Julián, antes de que el cura terminara de calentarse y les soltase una perorata. Wilberto hizo amago de darle otro puntapié, para ayudarle a despertar, pero el padre le fulminó con la mirada y le tiró un vaso de agua encima a Julián. Tampoco había que pasarse.
Julián sacudió la cara y abrió un poco los ojos, sin comprender todavía qué carajo había pasado. Se llevó la mano derecha a la cabeza, un poco por detrás y por encima de la oreja, con una mueca de dolor. Se miró los dedos, rojos, y después miró a los hombres que estaban de pie, frente a él. Estaba empezando a atar cabos cuando los dos policías le levantaron por las axilas y lo sacaron de la iglesia, a empellones.
—¡Esperen! —dijo el padre Arturo, saliendo con el saco de nailon en la mano—. Esto es suyo.
—¿Vio si le cogió algo? —dijo Edsel, sentándose al volante y dejando el saco en el asiento del copiloto.
—Están sólo sus herramientas —dijo, y se quedó con los brazos cruzados, viendo cómo el todoterreno maniobraba y se perdía por las estrechas calles de la zona alta de Cuzco.
No se fijó en el coche oscuro que les seguía.
Ya estaban saliendo de Cuzco, rodeándolo por una de las carreteras que llevan hacia los bosquecillos que hay cerca de Sacsayhuamán, cuando Julián se despejó totalmente. Estaba claro que el cura le había confundido con un ladrón, y le había dejado fuera de combate cuando iba a salir de la iglesia. Lo que no tenía tan claro era quiénes eran los dos gorilas que le llevaban en el coche. No habían dicho una palabra desde que habían arrancado —él tampoco—, y lo cierto es que no tenían pinta de policías. Tampoco parecía que le llevasen a una comisaría. Decidió preguntarles, directamente.
—¿Adonde me llevan? —preguntó con la voz trémula, fingiendo estar más grogui de lo que realmente estaba.
El que conducía se limitó a mirarle por el retrovisor. Wilberto, que iba sentado a su lado en el asiento de atrás, se puso sin embargo muy contento de poder charlar con él. Se giró hacia Julián, y sin mediar palabra le dio un brutal puñetazo con la izquierda, justo en la herida de la cabeza, que inmediatamente volvió a sangrar. Por lo inesperado y fuerte del golpe, Julián se dio de propina con el respaldo del asiento del conductor.
—Te vamos a romper el chico, huevón —le dijo al oído Wilberto, sutil, mientras se agarraba obsceno la entrepierna—. Te vamos a tubear el arete —reiteró—, y no vas a querer que nos despidamos de ti.
Y prorrumpió a reír con estrépito, contagiándole a su compañero su cruel risa de anormal.
Julián tenía todavía la cabeza apoyada contra el asiento de delante, prácticamente entre las rodillas. Iba apretando los dientes, mientras sus labios se contraían y sus ojos se iban transformando en una fina línea, a medida que sus pensamientos, o sentimientos, o una mezcla de ambos, porque lo cierto es que parecían saltarse los circuitos lógicos de su cerebro e ir directos a sus tripas y su corazón, iban repasando las veces que había estado a punto de morir en ese día tan largo, desde los colectores del río, o la trampa con el soldado muerto, o el alud de tierra y piedras que fue casi definitivo, o los laberintos, y la angustia de palpar con la yema de los dedos la posibilidad real de quedarse solo y a oscuras y probablemente para siempre deambulando por aquellos túneles negros y crueles. Y todo para buscar, como siempre, para avanzar en el conocimiento, para rescatar el pasado de este par de hijos de puta que ahora le tenían, y que le amenazaban, y que le pegaban, y el otro cabrón que casi le mata en la iglesia, y todos los hijos de puta que...
Llegado a ese punto, la descarga de adrenalina fue tal que ya no tenía ni siquiera el objetivo de escapar. Sólo quería matar, aniquilar. Se enderezó como un resorte, y golpeó con toda su alma al gorila que tenía al lado, rompiéndole la nariz y la boca con un formidable codazo, notando cómo los huesos de la cara se fracturaban en el impacto. Sin mirar siquiera al monigote que se derrumbaba inerte a su lado, Julián agarró con las dos manos la cabeza del que conducía, y con toda la fuerza de la que fue capaz —que era mucha—, le estampó el cráneo contra la ventanilla, astillándola, y luego contra el volante. Algo crujió. No le importó el qué. Sólo tuvo tiempo de hacerse un ovillo en su asiento, detrás del respaldo del conductor, mientras el coche salía por la cuneta y chocaba contra un árbol.
Seguía tan furioso que no acusó el impacto. Cogió el saco con sus cosas, abrió la puerta, y salió del coche. Estaba un poco desorientado. Miró la ciudad, a sus pies. Estaba justo en el límite de Cuzco. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para situarse y recordar dónde estaba su cuartel. Su hotel, se corrigió.
Sin mirarle siquiera, desoyó con un gesto al hombre que se acercaba hacia él preguntándole si estaba bien, y comenzó a caminar entre las casas, hacia el centro de Cuzco.
Casi sorprendiéndose por recordar cómo se hacía, los músculos de la cara del Hombre Oscuro se las compusieron para coordinarse adecuadamente y esbozar una sonrisa auténtica y genuina, mientras contemplaba, al lado del todoterreno, cómo su objetivo secundario salía por su propio pie de una situación bien comprometida. Ni siquiera cuando escuchó un gemido roto en el coche, y el policía que estaba en el asiento de atrás salió Tambaleándose con la cara sangrante y deformada, farfullando algo parecido a «conchatumadre» y apuntando tembloroso con su pistola hacia la espalda de Julián, ni siquiera entonces, perdió la sonrisa. Se limitó a sacar su propia pistola de la fonda que llevaba bajo la chaqueta, y mientras seguía con los ojos a Julián, la apoyó en la sien izquierda del policía, apretando bien el silenciador contra la carne para que no pudiera salir por ese lado sangre que le salpicara. Disparó, y el otro cayó como un fardo, sin ruido, mientras el Hombre Oscuro aún sonreía.
Seguía sonriendo cuando entró en el coche y remató al conductor.
29
Julián le hizo al portero el mismo gesto que al hombre que trató de socorrerle cuando salió del coche accidentado. No quería resultar descortés, por supuesto, pero sabía que adoptar esa pose iba a ahorrarle una explicación que no quería dar. Además, teniendo en cuenta el aspecto con el que entraba en el hotel, una sola explicación no iba a ser suficiente.
Subió directamente a su habitación. Contra todo pronóstico, resultó que la tarjeta de acceso aún funcionaba, a pesar de todo lo que debía haber sufrido mientras exploraba los túneles. La introdujo en la cerradura y la luz se puso verde. La miró, sin abrir todavía, y sacó su cuchillo de combate del saco de nailon. Lo empuñó con la diestra y por fin abrió la puerta. Registró la habitación. No había nadie.
Cerró la puerta, puso una silla inclinada contra el picaporte, para que fuese más difícil abrirla desde fuera, y llamó a la Suite Real, para ver si Alfredo estaba bien. Nadie lo cogió. Llamó a su móvil, mordiéndose inquieto el labio inferior, insistiendo hasta que la llamada se cortó. Colgó, preocupado. ¿Dónde estaría metido?
Se descalzó y dejó las botas en la sala de estar de su suite. Continuó hasta el dormitorio, con el saco, lo dejó sobre el mueble que había a los pies de la cama —un precioso armarito negro y ocre, de madera, que ocultaba el mini bar—, y buscó entre los bolsillos de su equipo hasta que sacó el disco duro del equipo de exploración automático, con los datos que había conseguido referentes a los laberintos y los túneles. Lo guardó en la caja fuerte, sin estar muy seguro de por qué lo hacía. Había estado pensando, mientras volvía al hotel, acerca de las razones que pudiera tener nadie para tratar de secuestrarle. Y por más vueltas que le dio no llegó a ninguna conclusión clara. Que él supiera, no tenía enemigos, al menos que le odiaran tanto y que tuvieran la capacidad de secuestrarle. O matarle, claro.
Así que amplió el abanico de posibilidades, y pasó de lo personal a lo profesional. Empezó por los dos últimos trabajos en los que había participado: el templo perdido de Qattara, con el increíble hallazgo de lo que pudiera ser una prueba tangible de una cultura antiquísima y ultratecnificada, y el proyecto en el que ahora se hallaba, que comprendía la búsqueda de parte del tesoro perdido de los Inca, y los restos posibles de una cultura anterior y cargada de misterios.
Dos proyectos seguidos, relacionados con culturas desaparecidas que guardaban más de un secreto. Enigmas sobre el posible origen extraterrestre de la cultura egipcia, y pruebas sobre una cultura preincaica que se llamaban a sí mismos «los del Templo de la Luna», y cuyo origen era también muy extraño. Mucho.
Ahí podía haber alguna conexión, algún vínculo interesante. Visto así, tal vez no estaba de más proteger en lo posible los datos de la exploración.
Se sirvió un whisky y miró el reloj. Eran las ocho y media. En España serían cinco horas más, demasiado tarde como para llamar a la Fundación Milodonte. Quería hablar con Federico Balaguer, su jefe, para ver si había alguna noticia relevante por parte del Consejo de Antigüedades de Egipto. Sonaba muy lejano —aunque hoy se cumplieran sólo dos semanas desde que encontrara el templo—, pero tal vez habían descubierto que lo voló deliberadamente y habían decidido ir a por él, al más puro estilo de los agentes del Mossad, que secuestraban a antiguos dirigentes nazi por todo el mundo para juzgarlos luego en Israel. Era tan raro, absurdo y retorcido, que incluso podía tener algo de cierto. Aunque la verdad es que los dos gorilas que se lo habían llevado hoy tenían muy poco de árabes. No obstante, decidió llamar a su padre, por si le había llegado algo.
A pesar del tono lógico de preocupación —allí eran cerca de las dos de la mañana—, su voz le resultó tan reconfortante como siempre.
—¿Diga? ¿Julián? —preguntaba desde miles de kilómetros de distancia.
—Hola papá, soy yo. ¿Es muy tarde?
—Estaba trabajando en el despacho. ¿Qué tal va todo?
—Te va a encantar —dijo Julián con una sonrisa, tras tomar un trago de whisky—. Lo he encontrado.
Una pausa al otro lado, de varios segundos.
—¿La corona sicán? —preguntó por fin, cauteloso.
—No —repuso—. Pero he encontrado los túneles secretos de Cuzco. He entrado por Sacsayhuamán, y he salido por una iglesia de la ciudad. No por el convento de Santo Domingo —aclaró, refiriéndose al monasterio levantado sobre el Templo del Sol—, sino por una iglesia de la zona alta. Puede que San Blas —aventuró.
—¿Cómo que puede? Caray, hijo, ya podías haberlo mirado. Espera un momento.
Escuchó cómo dejaba el teléfono sobre la mesa y se levantaba. Le oyó caminar por el despacho, y regresar al cabo de unos instantes. Escuchó cómo dejaba algo pesado sobre la mesa —probablemente un libro—, y volvía a coger el auricular al cabo de unos instantes. Le echó mucho de menos, en aquel momento.
—Puede ser, hijo —dijo el catedrático Félix Curto, ajeno a las sensiblerías momentáneas de su vástago—. Tiene sentido que sea la de San Blas, porque antes fue un templo inca importante, dedicado al dios del rayo, Illapa. Encaja bastante bien que un templo importante estuviese conectado con la red de túneles. Oye, ¿y cómo fue? —preguntó—. ¿No has encontrado ningún tesoro? Me tienes que contar...
Julián sonrió.
—Cuenta con ello. Pero te avanzo que algo sí he encontrado. No se lo he dicho todavía a los del INC, pero he localizado parte del tesoro inca en una sala de los subterráneos. Una auténtica maravilla, papá. Hasta he bebido agua en un quero de oro magnífico.
Sonrió aún más al escuchar las risas de su padre, al otro lado del teléfono.
—¡Que bárbaro! ¡Que tío! —decía—. Muy bien hecho, hijo. Muy bien. Enhorabuena. No está nada mal, aunque todavía no tengas la corona. ¡Ya aparecerá! Espero que no haya sido demasiado peligroso —dijo tras una breve pausa, repentinamente serio. Sabía de las acrobacias a las que su hijo era tan aficionado. —En absoluto. Ha sido sencillísimo.
Dejó pasar unos segundos —le descolocaba muchísimo no decirle la verdad a su padre, aunque fuesen mentiras piadosas, como era el caso—, y le preguntó por fin lo que le preocupaba.
—Por cierto, ¿sabes si hay alguna novedad sobre el esferoide que traje de Egipto?
—No. Me llamó Balaguer hace un par de días, al poco de irte, pero era sólo para saber si estaba al corriente de lo que habías encontrado en el templo. Hablamos un poco sobre el tema, quería saber mi opinión, pero tan sólo me dijo que estaban empezando a estudiarla.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Qué iba a decirle? Pues que era un objeto extraordinario, por supuesto, y que no había visto nada igual. Que iba radicalmente en contra de todo lo que se sabía hasta ahora, y que el hecho de que lo hubieras encontrado tú personalmente le daba muchísimo crédito en cuanto a su autenticidad, pero que al haberlo sacado del país como lo hiciste, no iba a ser sencillo publicar ningún trabajo sobre ello.
—Tuve mis razones...
—Y no te lo discuto, hijo. Y creo que Balaguer tampoco. Otra cosa es que ahora podamos hacer eso público sin más.
Compartieron un silencio. Era una verdadera pena, pero ya encontrarían la fórmula, en su momento.
—¿Te dijo algo sobre si pensaba hacer una reclamación formal al Consejo de Antigüedades, por echarnos del país y revocarnos los permisos?
—No me comentó nada. Pero tampoco parece que los egipcios hayan dicho nada concreto sobre el derrumbe —agregó—. Ya me entiendes... ¿Por qué me lo preguntas?
—No es por nada, papá, no te preocupes. Simple curiosidad.
No quería contarle que buscaba respuestas para el intento de secuestro. No se le cuenta algo así a un padre, a las dos de la mañana. Ni eso, ni que has estado a punto de descalabrarte, ahogarte o quedarte enterrado vivo en unos túneles secretos. Un respeto a los mayores, hombre.
—Fíjate que curioso, hijo, pero del que sí que he hablado estos días ha sido de tu amigo, de Alfredo Peralta.
Aquello sacó inmediatamente a Julián de sus cavilaciones generacionales.
—Resultó que Sebastián Arenas vino al despacho ayer por la tarde, a ver unos artículos que me pidió para la revista, y me preguntó si había hablado ya con Peralta. Resulta que entre otras cosas, es el dueño de la editorial que publica la revista que él dirige.
—¿Y por qué tenías tú que hablar con él?
—Eso es lo curioso. Tu amigo le preguntó a Sebastián si conocía a algún experto en Historia Antigua, para consultarle algunos temas, y Sebastián le dio mi nombre. Aunque eso no es lo que me llamó la atención. Lo que me extrañó —dijo tras una pausa que a Julián se le antojó larguísima—, fue que Peralta mencionó en concreto temas sobre los Inca, y sobre la conquista de Perú.
Casi se le cayó el whisky de la mano al oírlo.
—¿Le preguntaste cuándo fue eso? —acertó a preguntarle.
—Pues claro.
Lo dijo con una mezcla de orgullo y molestia, como si el que hubiera podido obviar la importancia de ese dato, tuviera que estar más allá de toda duda. El padre de Julián estaba de vuelta de muchas cosas.
—Debió ser hace dos meses, más o menos —dijo por fin—. ¿Te dice algo esto que te cuento? —preguntó con un punto de malicia divertida.
Y tanto que sí. Ésa era la fecha en la que, como por arte de magia, un secretario de Peralta contactó con Alex, el encargado de conseguir financiación para la Fundación Milodonte, con un vivo interés por patrocinar una de las expediciones de la Fundación. La de Egipto, casualmente. La que dirigía el hijo del catedrático Félix Curto. Casualmente.
Julián resopló con una sonrisa.
—Me dice que, al parecer, para hacerse millonario hay que ser bastante listo —concluyó.
—Mucho —confirmó el padre, satisfecho—. Casi tanto como para ser un buen arqueólogo.
Tras un momento de silencio, ambos rieron con el pretencioso comentario. Desgraciadamente para su gremio, conocían a demasiados colegas que no encajaban en esa definición.
—Entérate, de todas formas, de si lo único que estás buscando en realidad es esa corona.
Julián asintió en silencio, mientras sonreía. Sus sospechas iban en la misma dirección. Se despidieron, con la intención de llamar al otro si se producían novedades interesantes, tanto sobre la expedición como referentes al asunto de Egipto, y colgaron. Julián se desnudó. Iba a meterse en la ducha cuando llamaron a la puerta.
Era Alfredo Peralta.
—¿Estás bien?
Alfredo le miraba con evidente preocupación, mientras le examinaba las heridas. Julián no había tenido tiempo todavía ni de limpiarse la sangre que se le había coagulado en el pelo, sobre la oreja derecha —cortesía del padre Arturo—, y con la toalla que llevaba sujeta alrededor de la cintura se le veían además todos los golpes y arañazos de los hombros y la espalda, un regalito de los ingenieros inca y sus simpáticos túneles.
—Voy a llamar a un médico inmediatamente —insistió—. Estás hecho una pena —dijo, y sonrió. Se le notaba sinceramente aliviado de verle ahí, frente a él, magullado pero entero.
—En cuanto me coma una vaca y duerma veinte horas estaré perfectamente. Y además me debe una botella de champán —dijo, y su sonrisa se ensanchó aún más.
La cara de Alfredo Peralta se iluminó al oírlo, con una expresión de felicidad y sorpresa tan sincera que difuminó las suspicacias de Julián hacia él. Al menos un poquito.
—¿Has... has encontrado... la corona? —preguntó mientras le tomaba de las muñecas.
—No exactamente, pero sí que he encontrado algo muy interesante. Y creo que estamos totalmente en la pista —dijo, y entró en el baño—. ¿Por qué no reserva una mesa y se lo cuento mientras cenamos? Estoy muerto de hambre.
—Diré que nos suban algo, si quieres, y así estamos más tranquilos. ¿Te apetece algo en especial? —preguntó, levantando la voz para hacerse oír sobre el ruido de la ducha.
—Vamos mejor fuera, al restaurante de la Plaza de Armas —respondió Julián desde el baño, apretando ligeramente los dientes al sentir el escozor del jabón en las heridas abiertas.
Prefería no quedarse demasiado tiempo en el hotel.
No quería darles facilidades a aquellos que habían tratado de secuestrarle.
30
Así que lo descubriste gracias a... una rata? —dijo, llenándole de nuevo la copa. Iban ya por la segunda botella de Krug.. A Julián esa noche sí que le apetecía que bebieran. —Pues sí, ironías de la vida. Pero si no llega a ser por ella, seguro que hubiera pasado de largo. Es impresionante cómo trabajaban esos ingenieros. Impresionante —repitió y tomó un trago de champán—. Fíjese en este restaurante: los muros de abajo son todavía los del palacio del Inca Pachacútec. Tienen más de seiscientos años, y ahí están. Han aguantado terremotos y todo. Me gustaría ver dónde están dentro de seiscientos años esos edificios —dijo señalando por la ventana una moderna construcción de ladrillos, al lado de la catedral.
Estaba disfrutando, haciéndose de rogar con la historia para mortificar un poco a Alfredo. Una pequeña venganza, por no haberle contado toda la verdad.
—Increíble, sí. Pero me comentabas que habías localizado la cámara del tesoro...
—Ah, el tesoro. Sí —dijo, y se calló.
Alfredo sacó un cigarrillo, mirándole con fastidio. Era el tercero de la sobremesa. Estaba frenético.
—Sí, encontré un tesoro inca —reconoció por fin—. Y también algunas piezas sicán.
Alfredo dejó el cigarrillo sobre la mesa, sin encender. Tenía los ojos muy abiertos y una sonrisa que no dejaba de crecer.
—Entonces, ¿la corona puede estar cerca?
Julián le miró en silencio por unos instantes, con una sonrisa que tenía un puntito de crueldad. Luego asintió con mucha parsimonia, mirando al tendido.
—Pues es muy posible —dijo, casi con indiferencia—. Entre las piezas llegué a ver hasta una máscara del propio rey sicán, Naymlap. No se preocupe, Alfredo, que seguro que su corona está aquí abajo —dijo, palmeándole la mano—. En cuanto hable con el doctor Orellana, y planifiquemos una excavación en condiciones con el Instituto Nacional de Cultura, seguro que acabará apareciendo. Aunque tarden años, seguro que sus chicos la encuentran. Son muy metódicos.
La cara de Alfredo se había ido ensombreciendo a medida que Julián hablaba. Estaba echado hacia atrás en su silla, abatido. Se incorporó de repente, con un rayo de esperanza en los ojos.
—Escucha, ¿y si vuelves a intentarlo tú, personalmente? Tal vez entrando por donde has salido esta tarde, para ahorrarte las trampas de Sacsayhuamán. Si lo dejas en manos de una excavación oficial podrían pasar años, sólo para que se pongan de acuerdo para ver quién firma qué papel...
—La verdad es que preferiría no hacerlo. Está muy reciente lo de Egipto, y ya ve usted cómo acabamos ahí por saltarme las normas.
Ya está. Lo había soltado. Era el momento de ver de qué palo iba Alfredo. De si era capaz de tratar de extorsionarle, recordándole cómo le había encubierto con el tema de los explosivos robados a los militares egipcios en Qattara. Sabía perfectamente que ésa era una cuenta pendiente.
Alfredo se levantó, muy serio, y se asomó al balcón del reservado. Apoyó las manos en la barandilla de forja y Julián pudo apreciar la fuerza con que la apretaban. Se le marcaban las venas bajo la piel. Respiró hondo el aire nocturno, tan limpio como pobre en oxígeno, mientras miraba pensativo hacia la catedral.
—Muy bien —dijo, dándose la vuelta y mirando a Julián—. De acuerdo. Habla con Orellana, si crees que es lo mejor. Tú decides. Pero me gustaría que lo reconsiderases esta noche. Hay cosas que no te he contado sobre el tesoro de los sicán —dijo, y sonrió—, y creo que ha llegado el momento de hacerlo.
Julián le miró en silencio, escrutándole, mientras asentía levemente con la cabeza. Alfredo parecía sincero.
—Sabía que faltaban piezas en el puzle, desde el mismo día en que me enseñó los documentos de su antepasado en su casa —dijo, e interrumpió con un gesto la respuesta de Alfredo—. Y no sólo porque faltasen algunas páginas en el informe que me mostró. Hoy además me he enterado de otro detalle cuando menos curioso, del que luego hablaremos si quiere. Pero ahora, lo que más me interesaría saber es por qué han tratado de secuestrarme esta tarde.
A pesar de que Alfredo estaba a contraluz de la claridad que desprendían todas las farolas y focos de la plaza, a Julián le dio la impresión de que se ponía lívido. Se acercó a él y le agarró por los hombros.
—¿Secuestrarte? ¿A ti? ¿Y esta tarde? Pero ¿por qué? ¡Si además no me ha informado de nada! Julián torció el gesto.
—¿Informarle? ¿Quién tenía que informarle?
Alfredo se sentó otra vez enfrente y se lo contó.
—Alberto y Erik se han quedado en España, es cierto, pero eso no quiere decir que haya venido aquí sin protección. Tengo enemigos, Julián. Gente de cierto poder. Y tengo también mucho dinero, lo que a veces me hace estar en el punto de mira. Literalmente. Por eso me he extrañado tanto cuando me has dicho que han tratado de secuestrarte, precisamente a ti. Pensé que era a mí a quien seguían.
Julián se echó hacia delante en la mesa.
—¿Cómo que nos seguían?
Alfredo asintió, con el semblante muy serio, mientras encendía un cigarrillo.
—Tengo un agente de seguridad que viaja con nosotros, desde España.
—¿Un escolta?
—No exactamente —dijo, echando una bocanada de humo hacia la ventana—. No me preguntes mucho, pero era agente antiterrorista de un cuerpo español. Suele trabajar a cierta distancia de mí, para poder identificar con más facilidad si alguien me está acechando.
—Lo que así ha sido...
—Exacto. En Lima, anteayer por la noche. Cuando salimos del restaurante del espigón, identificó a dos personas que nos habían estado siguiendo inequívocamente —dijo, remarcando las sílabas—, desde que llegamos a Perú. Estuvieron rondando incluso por la excavación del doctor Shimano.
Julián le escuchaba con atención. Tenía el ceño fruncido y con la mano izquierda se retorcía el labio inferior, pensando.
—¿Les sacó información?
Alfredo negó con la cabeza.
—Sólo me dijo que estaba convencido de que formaban parte de un equipo mayor, de una organización más amplia.
—¿No le contó más?
Alfredo levantó las cejas y miró hacia arriba mientras suspiraba, con cierta resignación.
—Siempre ha sido muy escueto, al menos hasta que no tenía una visión completa de las situaciones. Aunque lo cierto es que últimamente...
Se quedó pensativo, mientras le daba vueltas a lo especialmente reservado que estaba su agente en esta ocasión. A lo raro, mejor dicho.
—De todas formas —continuó—, no te conté nada sólo por no preocuparte innecesariamente. Di por descontado que andaban detrás de mí. No te voy a decir que sea algo frecuente, pero tampoco es la primera vez. Quería saber más antes de tomar cualquier decisión.
—¿Por eso estaba tan tenso usted ayer, antes de ver las ruinas?
Alfredo asintió.
—Acababa de llamarme mi agente para contármelo. No pudo contactar conmigo la noche anterior, en Lima.
—Bueno, eso explica algunas cosas. Es posible que hayan tratado de secuestrarme para pedirle un rescate a usted, aunque lo cierto es que eso tampoco parece tener mucho sentido.
Alfredo volvió a asentir. Estaba de acuerdo.
—Así que tal vez no sea una cuestión personal —continuó Julián—, sino que tenga que ver con lo que nos ha traído hasta aquí. Con la corona sicán —dijo, y se le quedó mirando fijamente—. Porque no es solamente una corona lo que hemos venido a buscar, ¿verdad?
Alfredo le miró con la expresión inocente de un zorro.
—¿Por qué lo dices? —preguntó con una media sonrisa.
—De acuerdo. Hagámoslo así si quiere —dijo, sonriendo también—. Le voy a contar por qué sospecho que la historia de la corona es más compleja de lo que me ha contado hasta ahora. Lo primero lo sé desde que me enseñó los papeles. ¿De verdad iba a armar tanto revuelo su antepasado por una pequeña corona, o por un tesoro incierto que le iba a dar supuestamente el viejo sacerdote, cuando los soldados que acompañaron a Pizarro acabaron empachados de oro? El botín de aquí fue tal que los soldados tiraban las piezas de plata para no cargar con ellas, y centrarse solamente en las de oro, que sobraban. Tenían más de lo que podían acarrear, como suena. No daban abasto. Ahí detrás, en el Templo del Sol —dijo señalando con el pulgar hacia su espalda—, sacaron entre otras cosas un disco solar de oro, casi del tamaño de la rueda de un carro, y se lo quedó un soldado. Esa misma noche lo perdió con otro jugando a los dados. Y sin pestañear. Así estaban las cosas, de manera que no terminaba de cuadrarme que su abuelo se quedase tan interesado por la corona y las cuatro joyas prometidas. Y tampoco cuela el que lo hiciera por un sentimiento de justicia para con el viejo o el niño —dijo tras una pausa—. Eran otros tiempos. Ahí no había oenegés.
Alfredo asentía en silencio, sonriendo. El muchacho no tenía un pelo de tonto.
—¿Y lo segundo? —preguntó, tras beber un poco de su champán.
—De lo segundo me he enterado hace unas horas. Lo segundo es usted —dijo, y le señaló brevemente con el índice, con el mismo gesto con el que los niños juegan a hacer que disparan con la mano.
Alfredo levantó las cejas, en un gesto de sorpresa.
—Tengo la impresión de que esta exploración que estamos haciendo no ha surgido de una forma tan improvisada como usted me dio a entender, cuando nos reunimos hace unos pocos días en su casa de campo. Sé que el que usted financiase la expedición de Qattara no fue casualidad. Y que realmente no le importaba demasiado el templo egipcio, sino que la patrocinó para ponerse en contacto conmigo. O con mi padre, a través de mí. ¿A que no me equivoco? —agregó, con una sonrisa.
Alfredo se rió, sin poder contenerse. Miró a Julián con sincero afecto y le llenó la copa.
—Sólo puedo decirte una cosa: que tienes razón. Más o menos así es como ha sido. Aunque espero que no lo veas como un engaño o una encerrona. Porque una cosa es que no te haya dado toda la información, aunque ya te dije antes que creía que había llegado el momento de compartirla contigo, y otra muy distinta que te haya engañado. Ni a ti ni a nadie.
Julián recapacitó por un momento y asintió. Tenía razón en eso.
—Piensa que hasta hace un par de semanas tú y yo ni siquiera nos conocíamos. Tampoco iba a enseñarte todas mis cartas. No sabía si podía confiar en ti.
Julián se dio cuenta de que, visto desde el lado de Alfredo, aquello estaba más que justificado.
Se echó hacia atrás en la silla y se masajeó ligeramente la nuca con la mano izquierda, mientras miraba a un punto indeterminado detrás de Julián, rememorando.
—Todo empezó con la reforma de la casa de Trujillo. Ahí encontré el libro con las memorias de mi antepasado. Que como tú dices, contaban alguna cosa más sobre la corona. Aquello me resultó muy interesante y mandé hacer un primer estudio. Es el informe que te enseñé. Después hablé con un amigo mío, que dirige una revista de Historia. Necesitaba a un experto que pudiera orientarme sobre el tema, y salió el nombre de tu padre: el doctor Félix Curto. Yo no le conocía. Me informé sobre él, y al ver su curriculum dudé. Por supuesto que sabía mucho sobre los Inca, y sobre otras muchas cosas, pero probablemente no se hubiera prestado a acompañarme a hacer esta exploración.
Julián imaginó a su padre haciendo equilibrios por las rocas y no pudo reprimir una sonrisa. Aunque sabía que Alfredo no se refería solamente a eso. Su padre le hubiera visto venir de lejos a la primera, y le habría hecho poner rodas las cartas sobre el tapete antes siquiera de mover un dedo. Alfredo pareció leer el pensamiento de Julián:
—Pero tú también apareciste en el informe —continuó—, de manera que pensé que tal vez pudiera contratarte, para que hicieras un trabajo de campo parecido al que haces para Milodonte, y que además, a través tuyo, pudiera acceder a los conocimientos de tu padre.
—Así que me ha estado utilizando. Como suena —dijo Julián, molesto.
—No. Te equivocas de extremo a extremo. Te he contado cuáles eran los motivos que me llevaron a todo esto, el principio. El punto de partida. Podríamos decir que así estábamos el día en el que bajé del helicóptero en Qattara y Alex nos presentó. Hasta el momento en el que nos dimos la mano.
—¿Y entonces qué? ¿Surgió el amor?
Alfredo soltó una carcajada.
—Ya te gustaría. Pero no eres mi tipo —dijo, y ambos se rieron. Julián aprovechó que el ambiente se distendía un poco y rellenó él mismo las copas—. No. La verdad es que me impresionaste mucho en la excavación, Julián. No solamente por cómo encontraste el templo, ni por cómo resolviste los problemas, ni siquiera por todo lo que sabías; sino también por cómo creías en lo que hacías.
Julián le miró, un tanto extrañado. Se le ocurrieron varios chistes pasables, incluso alguno bueno, pero tuvo el buen criterio de guardárselos. Algo le decía que no era el momento ni el lugar.
—Mira... digamos que tengo todo el dinero que necesito. No es eso lo que me ha traído aquí. Sólo... —sonrió. No encontraba las palabras con las que expresar lo que sentía sin parecer un sensiblero o caer en el ridículo—. Sólo quiero saber qué hay de real en todo esto. Necesito saberlo —dijo, y un brillo que Julián reconoció como propio apareció en los ojos de Alfredo—. Saber si mi antepasado tenía razón. Y si es así, darme el gusto de continuar su búsqueda y encontrar lo que él no pudo. Sólo eso. Y por la forma en la que tú hablabas de tu trabajo, pensé que eras la persona ideal para participar en mi proyecto.
—Y por eso sobornó a Ahmed, el responsable de los explosivos. Para asegurarse de que, llegado el caso, yo continuara adelante con su proyecto. Para que tuviera una deuda con usted.
Alfredo le miró fijamente, serio de nuevo.
—Por supuesto —dijo—. Aunque eso surgió sobre la marcha. Aproveché la ocasión de obtener un doble beneficio. Ayudarte a salir de aquella situación, lo que garantizaba que estarías disponible para venir aquí, y también tener una carta que jugar contigo. Un as en la manga, como se dice. Pero no he tenido que usar nada de todo eso, y no quiero hacerlo.
Hizo una pausa y continuó:
—Ni voy a hacerlo. Balaguer se ofreció a brindarme su ayuda para este proyecto privado mío de forma desinteresada. Salió de él. Incluso le aclaré que no era necesario, que yo estaba satisfecho de cómo habían ido las cosas en Egipto. Aun así insistió. A ti te lo ofrecí, si te apetecía, y decidiste venir libremente. Y hoy te he vuelto a decir que decides tú sobre lo de comentarle a Orellana lo que has encontrado, o actuar de otra manera. No te he coaccionado en ningún momento, Julián, ni lo voy a hacer. Considera lo de Ahmed olvidado por mi parte.
Hizo una nueva pausa, y miró fijamente a Julián.
—Y espero que esto que te he contado sirva también para aclarar definitivamente nuestras posiciones, y que se borre toda sombra de duda. Si es que la tenías.
Se miraron a los ojos durante unos instantes, hasta que Julián habló:
—No en lo esencial, Alfredo. Sabía que había algunos flecos pendientes, y me alegro de que los hayamos aclarado. Entiendo que uno no deja de ser un tiburón de los negocios de la noche a la mañana —dijo, y sonrió, más relajado—. Lo que nos lleva al fondo de la cuestión: usted vio algo en las memorias de su antepasado, algo que había detrás de la corona sicán que él buscó en balde. Algo que le resultó tan sugerente a usted que dispuso las cosas para que al final estuviéramos aquí, tratando de encontrar la misma corona. Y como usted ha dicho, para ver si las sospechas de su abuelo estaban fundadas o no.
Alfredo iba asintiendo con la cabeza a medida que Julián ataba los cabos.
—Y eso que a usted le llamó la atención, eso que ponía, o se insinuaba, en las memorias de su antepasado, es muy posible que sea también conocido por alguien más. Alguien que nos ha estado siguiendo desde que llegamos a Perú. Alguien que sabe que estamos sobre la pista. Y que hoy ha tratado de secuestrarme, muy posiblemente para tratar de sacarme información sobre lo que he visto en los túneles. Y que, además, y esto me fastidia —dijo con una media sonrisa—, es alguien que sabe más que yo.
Alfredo recogió el testigo y se dispuso por fin a revelar la pieza que faltaba.
—Muy bien —dijo—. Ahí va.
Y se lo contó.
31
Procuraba no beber apenas cuando estaba en casa, si exceptuábamos las tardes de aquellos días libres en los que no estaba su hija y podía tomarse con calma unas cuantas cervezas, y si se terciaba, acabar en la cama con su mujer. Pero aquella noche era distinta.
Aquella noche, ni siquiera la teleserie que veía con su mujer y su hija después de cenar —realmente la veían las dos; él se limitaba a contemplar el desfile de putones que componía el elenco de actrices—, había conseguido narcotizarle lo suficiente. Iba ya por el tercer pisco, como refuerzo, y ni por asomo. La niña miraba al televisor, pero su mujer le dedicaba a él miradas de reojo de vez en cuando. Sobre todo desde que le había dicho, cuando ella le llenó el vaso la primera vez, que no hacía falta que se llevase de nuevo la botella a la cocina, sino que podía dejarla mejor en la mesa. Cerquita.
Y eso que no sabía que era la segunda botella de la tarde.
Sin confiar mucho en la eficacia del tratamiento, el comandante Jorge Oleza llenó de nuevo el vaso de aguardiente. A ver si conseguía ahogar no la pena por Wilberto y Edsel, cuyos cadáveres había visto una hora antes en el depósito del hospital, sino el miedo. El de acabar a su lado antes de que terminase la noche.
Bebió un trago que le abrasó la garganta y pensó en cómo se había ido torciendo el día, en una espiral que parecía imparable. Pensó en cómo había aceptado las condiciones que la señorita Ilse le había impuesto, sobre secuestrar al detenido. Y permitir que muriera, claro, porque aunque no quisiera presenciarlo para desentenderse de ello, sabía perfectamente que ése era el destino que esperaba al español. Ni siquiera el hecho de que fuera un conquistador de mierda había conseguido acallar esa vocecita que llevaba rondándole todo el día, y que le traía una y otra vez la misma imagen absurda a la mente. La de su madre llorando de orgullo mientras él desfilaba con su traje de cadete de la academia de policía, delante de las vecinas.
Ahí la tarde ya se había complicado —estaba mano a mano con la primera botella, en su despacho—, pero un rato después empezó a torcerse de veras. Fue cuando Edmun llamó desde su celular para decirle que se encontraba en la carretera que llevaba a Villa San Blas, a las afueras de la ciudad, y que estaba al lado de la Toyota blanca que conducía Edsel. Entre uno, que no atinaba a explicarse ante el espectáculo de sus dos compañeros muertos —a Wilberto le faltaba medio cráneo, y se le habían salido todos los sesos—, y él, que no quería oírlo, tuvo que hacerle repetir tres veces lo que había sucedido.
De todas formas, lo mejor —lo peor— vino veinte minutos después, cuando la señorita Ilse le llamó para preguntarle adonde tenían que ir para empezar con el interrogatorio.
Estaba ahí, tratando de olvidar el contenido de esa conversación, cuando sonó el timbre de la casa.
Antes de que pudiera reaccionar, su hija Alejandra ya estaba abriendo la puerta. Para Oleza, el mundo, de repente, discurría a cámara lenta. Vio cómo su hija retrocedía asustada, mientras un hombrón, rubicundo, con traje azul, empujaba con el brazo izquierdo la puerta, terminando de abrirla, y entraba por el pasillo, ocupándolo por entero con su presencia. Oleza se puso en pie y se le cayó el vaso al suelo. Cogió a la niña y vio cómo el hombretón se quedaba justo a la entrada de la cocina, dejando espacio para que otros dos hombres más pasasen. Todos llevaban trajes oscuros. Terminaron de entrar, se quedaron junto a las paredes del pasillo, unos metros frente a él, y pasó otra persona. Una mujer. Ilse. Fumaba, con una boquilla de color claro. Mientras la miraba, también a cámara lenta, como todo lo que sucedía, Oleza se dio cuenta de lo absurdo que resultaba quedarse hipnotizado mirando a la boquilla, mientras la casa se llenaba de sicarios. Después de Ilse entró un último hombre y cerró la puerta. Se quedó allí, guardándola.
Permanecieron por unos instantes todos en silencio, mirándose. Lo único que se oía era el serial, al que ya nadie hacía caso.
—Será mejor que vayamos a la cocina, Oleza —dijo Ilse por fin, mirando a la niña con frialdad e indiferencia, y al resto de la casa con evidente disgusto.
Su esposa estaba tan asustada que no acertó a decir nada. Oleza la dejó en el sofá, abrazada a su hija, que había comenzado a hipar, y entró en la cocina igual que un buey en el matadero. Uno de los hombres cerró la puerta y se quedó en el pasillo. El comandante hubiera dado cualquier cosa por ser ese hombre.
—No voy a perder tiempo con usted, Oleza —dijo Ilse, casi escupiendo su nombre.
Estaba al otro lado de la mesa, junto a uno de los sicarios trajeados. Por su pelo canoso y su mirada, el ojo entrenado de Oleza pensó que era el superior de la unidad.
—Usted no es sólo un vendido, sino que también es un inútil. Un imbécil. Y los imbéciles no me sirven —dijo Ilse, e hizo una pausa—. Así que espero que el jefe de policía que pongan aquí mañana sea alguien más competente que usted. Aunque me cueste un poco más caro.
El hombre canoso abrió los labios y le enseñó una sonrisa erizada de dientes. Oleza sintió un resoplido en la nuca. Era el armario rubio que estaba detrás de él, riéndose. A Oleza no le quedaba nada de orgullo para quejarse. Nada.
—Éste es su final —le confirmó Ilse, mientras echaba el humo de su última calada y apagaba el cigarrillo, tirándolo a una taza con agua, en el fregadero.
En la dimensión paralela en la que habitaba ahora, y desde la que veía la escena como si fuese un mero espectador, Oleza se quedó mirando consternado la colilla, que flotaba en la taza. Se sintió enormemente triste pensando que su mujer tendría que limpiarla. Aunque una parte muy recóndita de su cerebro dudaba que eso fuera lo más triste que limpiara esa noche su mujer.
—Acabemos con esto —dijo Ilse, y empezó a caminar hacia la puerta—. No creo que volvamos a vernos, Oleza.
La manaza del hombre que tenía a su espalda le apartó sin esfuerzo, dejando espacio suficiente para que Ilse y el hombre canoso pasaran, sin contaminarse con su contacto. Ella miraba al frente, como si él no existiera. La oyó por última vez, mientras salía:
—Ocúpate de todo, Helmut. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Después oyó la puerta de la calle, abriéndose y cerrándose, y los pasos de los tacones de la mujer bajando los tres escalones de cemento que había hasta la calle. Su esposa empezó a llorar. Todo se amortiguó un poco cuando el hombre del pasillo cerró la puerta y le dejó allí, con Helmut.
Sin poder evitarlo, Oleza retrocedió unos pasos por la cocina, hasta que su trasero topó con el borde del fregadero. El inmenso sicario dio un paso hacia él, y sus labios esbozaron algo que se parecía a una sonrisa. Metió la mano derecha bajo la solapa izquierda de la chaqueta. Lentamente. Miró a los pies de Oleza y ahora sí que sonrió del todo, cruel. Una mancha de orina empezaba a extenderse debajo del ex jefe de policía de Cuzco. Sacó la mano, deliberadamente despacio, y Oleza se cubrió la cara con el antebrazo. Cerró los ojos.
Volvió a abrirlos al cabo de unos instantes. No había pasado nada.
Miró al sicario. Estaba enfrente, riéndose de él sin hacer ruido. Tenía un sobre en la mano. Lo tiró al suelo, a los pies de Oleza, muy cerca del borde del pequeño estanque dorado. Luego sacó un papel, y un bolígrafo sorprendentemente elegante para un hombre como aquél. Debía habérselo robado al sastre que le hizo el traje.
—Firme aquí —dijo, poniendo un dedo tan grueso como una salchicha sobre el papel—. Es el recibo.
Todavía simple espectador, Oleza vio al hombre que se parecía a él dar un paso titubeante hacia la mesa, levantando pequeñas olas de oro. Miró el papel sin comprender y estampó su firma donde le decían. Helmut el Inmenso recogió satisfecho el papel, lo dobló pulcramente y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Con esto —dijo—, tenemos su silencio. Nos sale más barato así que matarle.
Y con una mirada de burla a la mancha de orina y luego a la cara de Oleza, el matón salió de la cocina, dejándole a solas con su pis, su sobre y su vergüenza.
Ilse y sus hombres iban en el amplio sedán, de vuelta al hotel. Ron, el director de operaciones, miraba a su jefa.
—¿Quiere que nos ocupemos del joven, señora?
Ella contemplaba cómo Cuzco desfilaba al otro lado de la ventanilla, mientras pensaba.
—No —respondió—. Al menos mientras ese tirador siga por ahí. No quiero arriesgarme a que una bala perdida acabe con éste o con Alf... con el otro. Les quiero vivos.
—Bueno, no sabemos si lo que ha ocurrido aquí es obra del tirador de Lima.
Ilse le miró con un gesto interrogante.
—Es un arqueólogo, Ron. No me fastidies.
—Y también un antiguo miembro de la Brigada de Cazadores de Montaña, señora. No olvidemos eso.
Ilse se mordió el labio. No lo olvidaba.
—Muy bien —dijo—. Haremos dos equipos. Vamos a continuar por otra vía distinta. Voy a aprovechar mi condición de infiltrada. A partir de ahora, sólo se me verá con Helmut. Es mi chofer. ¿Has oído? —La cabeza del rubicundo se movió afirmativamente, mientras conducía—. Yo continúo con mi tapadera. Soy marchante de arte y amiga de Alfredo Peralta.
—¿Y nosotros?
—Yván, Louis y tú sois los malos —dijo ella, divertida—. Y ahora os diré cómo vamos a jugar.
No pudo dejar de pensar que, a fin de cuentas, se trataba de eso, de un juego muy divertido.
Mientras, en una casa de la calle de Rosales, en el barrio de Dignidad, se oyó un disparo y luego los gritos de una mujer. Era la esposa de Oleza, que entraba en la cocina, de donde su marido no había querido salir desde que se fueron los hombres. Estaba echado hacia atrás, desmadejado sobre una silla. Se había volado la cabeza. Su volver estaba caído, a su lado. Había esparcidos por la mesa diez billetes de mil dólares.
Y un cigarrillo flotaba en una taza, en el fregadero.
32
Estaban en la Suite Presidencial de Alfredo. Y es que lo que le había contado era tan extraordinario que Julián le pidió examinar por sí mismo los documentos de Fernando Peralta de Alcalá, que afortunadamente su descendiente había tenido el buen criterio de traer consigo.
Así que pagaron la cuenta del restaurante de la Plaza de Armas y fueron al hotel, caminando con recelo mientras esperaban ver a alguno de los que habían asaltado por la tarde a Julián, o tal vez al agente de Alfredo. Nadie apareció, de manera que llegaron hasta la habitación sin más problemas. Mientras Alfredo sacaba un maletín negro de la caja fuerte, Julián preparó dos whiskys. Estaba tentado de beberse los dos. «Creo que la corona es un mapa para llegar a la Ciudad de Oro», había dicho Alfredo en el reservado del restaurante, en tono confidencial. Así que eso era lo que todos sabían, menos él. No le extrañaba que les estuvieran siguiendo. El mítico El Dorado, ni más ni menos.
Lo que le faltaba por oír en ese día tan largo. Claro que cuando empezó a recitar de memoria lo que el anciano sacerdote le había dicho a su antepasado —y que el soldado, que no sabía escribir, se había repetido una y otra vez para que no se le olvidase—, empezó a parecerle una posibilidad menos fantástica, menos remota. Al menos un poquito.
Alfredo llevó el maletín hasta la mesa de la sala de estar de la suite. Tomó el whisky que Julián le ofrecía y se sentó a su lado.
—Ahora vas a ver —dijo, mientras lo abría y sacaba unas carpetas—. Éstos son los informes originales. La restauración completa del libro de mi abuelo, y los informes de los paleógrafos. Aquí está todo.
—¿Y el original?
—En España. Pero no te apures, aquí hay una reproducción fotográfica perfecta. No quería traer el original, es muy delicado —se disculpó, mientras seleccionaba unas hojas de las carpetas—. Ah, aquí está lo que buscaba. Donde habla de la conversación con el sacerdote —dijo, mientras le tendía una hoja—. Fíjate, lee el párrafo donde le explica que la corona no les importa tanto por el oro, sino que les importa por lo que significa.
Julián tomó el folio. Y lo leyó. Dos veces. Con los ojos muy abiertos.
Tal vez Alfredo tuviera razón.
—¿Ves? —dijo satisfecho, al ver la cara de Julián—. Lo que mi antepasado estaba buscando no era tan sólo la corona del rey, sino la forma de llegar a una ciudad. Una ciudad que era el tesoro más valioso del mundo. Una ciudad de oro.
Probablemente fuera el efecto de las luces tenues y cálidas de la habitación, pero por un momento dio la impresión de que el mismo Alfredo adquiría una tonalidad dorada, un brillo propio. Como el de su mirada, que reflejaba fielmente los pensamientos que se cruzaban por su mente.
Julián no estaba tan seguro.
—Bueno —repuso con cautela—, si nos fijamos, aquí no dice nada de oro. Según lo que consignó su antepasado, el viejo dijo que, cuando llegó, el rey le brindó al sol la corona para que les marcase el camino de regreso «...al reino divino del que venía su pueblo, al tesoro del mundo» —leyó—, «...para cuando fueran dignos de volver a él».
Alfredo se le quedó mirando.
—¿Y qué, si no, iba a significar eso? —Parecía contrariado porque le discutiesen algo tan evidente—. Fíjate, el sacerdote dice que sus antepasados, los que llegaron en las balsas con su rey, eran un pueblo muy rico, desarrollado, evolucionado, y que vino a instalarse a la costa, cerca de donde le encontró mi abuelo —Julián asintió. Hasta ahí estaba de acuerdo—. Y a ese lugar del que venían, a su ciudad, el sacerdote se refiere como el reino divino, el tesoro del mundo. ¡El tesoro del mundo, Julián! Tiene que ser El Dorado al que se refería la leyenda que ya circulaba entre los conquistadores. Mi abuelo creía que hablaba de la Ciudad de Oro. Y yo también. ¿O acaso tienes una explicación mejor?
Lo cierto es que el instinto de Julián en otra dirección. Pero a donde apuntaba era aún más fantástico que una ciudad hecha de oro. Mas como lo único que le hacía pensar en esa posibilidad era una mera corazonada, optó por no comentar nada. Al menos de momento.
—Bueno, tal vez sea así —dijo para salir del paso—. Ya lo veremos cuando lleguemos allí, ¿no?
Una sonrisa iluminó de nuevo el rostro de Alfredo. Eso sí le había gustado. Julián siguió leyendo el documento que su amigo le acababa de dar, buscando nuevos datos.
Y los encontró.
—¿Qué es esto?
Alfredo se inclinó hacia él, leyendo también el texto.
—No lo sé —reconoció—. Cuando lo leí me pareció extraño, pero lo cierto es que no le hice demasiado caso. No parece que sea nada importante, ¿verdad?
Julián le miró de refilón, discretamente. Alfredo se había volcado con el proyecto de una manera tan visceral que si aparecían cosas que no concordaban con las ideas que su antepasado y él mismo habían adoptado de antemano, su entusiasmo se encargaba de pasar por encima o dejarlas de lado, sin mayores problemas. A pesar de que hasta ahora lo que Julián había visto de él se correspondía más con las actuaciones de un experto hombre de negocios, cerebral y calculador, según le iba conociendo más descubría hasta qué punto había hecho suyo el proyecto. Le había dicho la verdad: le importaba un pimiento el valor material de lo que hubiera en la ciudad, o lo que la ciudad misma significase en términos históricos y arqueológicos. A él lo que realmente le importaba era encontrarla. Y punto. Rematar la faena. Llegar hasta donde su antepasado no pudo.
Le entendía perfectamente.
—No, Alfredo. Seguro que no es nada —dijo con una sonrisa sardónica, leyendo de nuevo el documento—. Sólo viene a decir que la corona lleva hasta la puerta, pero que la llave la tiene guardada y a salvo su rey.
—¿El tal Naymlap?
Julián asintió y suspiró.
—Bueno, esto es como lo que significa realmente la ciudad... Ya lo veremos cuando llegue el momento. Cada problema a su tiempo. De todas maneras, aun con esto —dijo, blandiendo el papel—, estamos casi como hasta ahora. Sabemos que la corona es mucho más de lo que aparenta, que es un mapa, de acuerdo, pero seguimos sin saber dónde está. Y quiero encontrarla —dijo, poniéndose en pie y paseando por el salón mientras hablaba—. Y no sólo por el posible hallazgo arqueológico o lo que sea que haya detrás. Sino por la gente que nos sigue.
A pesar de que no sabía todavía qué estaba buscando, no le gustaba la idea de que se lo arrebatasen.
—¿Conoce alguien más estos documentos que me ha enseñado?
—Sólo los que prepararon los informes. Pero tomé mis precauciones. Separé el libro en tres partes, de manera que ninguno de ellos tuviera acceso a toda la información —encendió un cigarrillo y continuó, exhalando el humo—: Una de las divisiones del material coincidía exactamente con la mitad de la charla entre el viejo y mi antepasado, así que dudo que ninguno de ellos tenga información sensible. Tal vez...
Julián le miró, levantando una ceja.
—Es una tontería. Pensaba en la persona que me recomendó a los paleógrafos: Sebastián Arenas, el director de la revista de Historia. Pero me confirmó sin inmutarse que no había hablado ni siquiera con los muchachos, después de recomendármelos.
Julián lo descartó con un gesto.
—Sebastián no sale de su despacho y su biblioteca más que para comprar tabaco. Para él ir a un museo es toda una expedición. No le veo yo metido en conjuras —dijo, y sonrió.
Se lo estaba imaginando yendo a ver a su contacto disfrazado de espía, con una gabardina con las solapas subidas y un sombrero, y toda la gente de alrededor mirándole con curiosidad, por lo evidente del asunto. Miró a Alfredo y vio que también sonreía. Debía estar pensando algo parecido.
—Bueno, es igual. De cualquier manera, si lo encontramos antes, nos dará ventaja sobre ellos. Y eso nos lleva otra vez al meollo del asunto. Ahí abajo hay toda una red de túneles, y no es fácil moverse por allí. No sé cuánto tiempo me llevará localizar la corona, ni si el doctor Orellana nos mantendrá el permiso para seguir explorando desde la Chincana Grande. —Se calló en cuanto lo dijo y se dio con la mano en la frente—. ¡Carajo, el doctor! ¡Debe estar todavía esperando a que salga de la Chincana!
Alfredo sonrió.
—Le llamé mientras estabas en la ducha. Le dije que estabas agotado y que te había llevado al hotel. Que ya hablarías con él mañana. No le di más explicaciones.
Julián respiró aliviado y continuó:
—Bueno, podría entrar también a los túneles por donde he salido hoy, por la iglesia, pero... —dejó la frase sin terminar. No le entusiasmaba mucho la idea de volver a ver al sacerdote aquel de las gafas de concha y la perilla. Ni a su garrote—. ¡Qué rabia! Es una pena que no tengamos más información. ¿Seguro que no dice nada más en todo el texto?
Alfredo negó con la cabeza.
—No. Lo he leído cien veces. Sólo hay una cosa más, que la cuenta aquí —dijo mientras buscaba en otra de las carpetas. Sacó un par de hojas y se las alcanzó a Julián—. Aquí relata la noche que entraron en Cuzco, la de los tumultos, cuando localizaron al padre de Pablillo, al orfebre.
Julián lo leyó con atención. El extracto contaba cómo Fernando Peralta de Alcalá interrogaba al moribundo, mientras su hijo lo sostenía en brazos. Ya sabía lo que había dicho; no era más que un lacónico «está escondido aquí», pero ese texto aportaba algo nuevo. Algo que no era una declaración, sino un objeto. Algo que el orfebre llevaba encima en el momento de morir, y que les señaló a su hijo y al soldado con los ojos, en un último gesto. Una figura de oro.
Cuando miró a Alfredo al acabar de leerlo, el millonario le estaba tendiendo una bolsa de cuero, grande como una patata de buen tamaño. A la vez que la abría, le dijo: —Es una copia en bronce.
Julián sacó la figura. Representaba un puma. Un puma que estaba tumbado, con las patas totalmente replegadas bajo el cuerpo, como un gran gato vigilando majestuoso su territorio. La cabeza estaba ligeramente erguida hacia delante, mirando a algún punto justo por delante de sus patas. Tenía la cola levantada con una grácil curvatura. Julián se sumió en el mutismo más absoluto, totalmente concentrado mientras examinaba todos los ángulos de la figura, dándole vueltas entre las manos. Tuvo un ligero deja vu, que asoció inconscientemente con el extraño esferoide que sacó de la figura del templo de Qattara. Dos objetos, dos culturas, dos misterios... Parecía que se hubiera olvidado de que Alfredo estaba todavía ahí. Éste aprovechó y se sirvió otro whisky.
—¿Es exacta? —dijo por fin.
—Absolutamente. La hizo un amigo escultor, como un favor personal. No quería andar por ahí con una pieza de oro macizo de ese calibre. Hizo un molde, que luego rompió, y repasó con una lupa de aumento toda la figura, hasta que se aseguró de que era idéntica al modelo. Me costó una caja entera de botellas de Pingus, pero mereció la pena. Recuerdo que tomábamos una mientras daba los últimos remates...
Miró a Julián. No le estaba escuchando. Se había vuelto a sentar en la silla de al lado y seguía enfrascado en el examen de la pieza. De repente se puso de pie con un salto tan brusco que a Alfredo se le cayó el whisky.
—¡Lo tengo! Ya se dónde está su corona, Alfredo —dijo exultante, agarrándole por los hombros—. ¡Ya lo sé!
—¿Dónde? —preguntó, Alfredo entusiasmado.
—Aunque... me parece que incluso —Julián seguía mirando la figura—... Ja! ¡Pues claro! —Soltó una carcajada de alegría—. Me parece que si la quiere ya, le va a costar un poco más que una caja de botellas —dijo con la sonrisa más amplia que Alfredo había visto nunca.
—Pero por el amor de Dios, ¿me quieres decir dónde está?
—¡Mire, mire aquí!
Julián le señalaba la figura, en concreto una pequeña señal que tenía grabada, justo en el codo de la pata delantera izquierda. Una señal que era una cara, y que a pesar de lo básico del grabado —parecía que lo hubiesen hecho deprisa y corriendo—, permitía apreciar el detalle de sus ojos. De unos ojos muy característicos, rasgados hacia afuera. Los ojos de Naymlap. El símbolo de los sicán.
—Sí, ya me había fijado, es como una cara, ¿verdad?
—No es sólo una cara, es la de Naymlap, ¡vea los ojos!
Alfredo se dio la vuelta, puso la figura bajo una de las lámparas y sacó con fastidio y disimulo las pequeñas gafas que ocasionalmente usaba para ver de cerca.
—Sí... —musitó mientras la examinaba—, tienes razón... Pero bueno —dijo dándose la vuelta, mientras se guardaba las gafas—, esto sólo indica que es una escultura sicán, ¿no? Como una marca de fábrica.
Julián sonreía, mientras negaba con la cabeza. —Eso no es una marca de fábrica, Alfredo. ¡Es una cruz en un mapa!
Alfredo le miraba, sin comprender.
—¿Sabe cómo llamaban a Cuzco? La Ciudad Puma, porque sus constructores la hicieron ajustándose al perfil del animal, que era un tótem importantísimo para ellos. ¡Mire, fíjese! —dijo, cogiendo de la mesa un mapa turístico de los que ofrecía el hotel—. Todo el casco antiguo tiene la forma del puma. Vea, el río Tullumayu va recorriendo el lomo del animal. Su nombre significa «río de huesos», porque delimita la columna vertebral. La cabeza es Sacsayhuamán, incluso la primera de las murallas en zig zag parece ajustarse a los dientes del puma, y los ojos serían los torreones de la fortaleza. El río Saphi es el límite inferior del cuerpo, y la Plaza de Armas, la antigua Wakaypata, es el vientre del animal. Y el Templo del Sol corresponde con los genitales, ¿lo ve?
Alfredo iba asintiendo, entusiasmado, con su sonrisa ensanchándose a medida que iba reconociendo en el mapa las diferentes partes del animal. Hasta la calle antigua que dibujaba la cola tenía un nombre. Decididamente, era un puma tumbado, de perfil.
—Entonces, la figura... —dijo, comparando la escultura que tenía en sus manos con el mapa—. La marca de la para, que está justo en el borde de la tripa... de la Plaza de Armas... la marca es... —tenía los ojos muy abiertos, en un gesto de sorpresa y alegría infinita.
Julián rompió a reír.
—¡Exacto, Alfredo, exacto! ¡Es el restaurante! ¡Sobre el palacio del Inca Pachacútec! ¡El palacio, Alfredo! —dijo, agarrándole de los hombros—. ¡Ahí es donde está! ¡Llevamos dos días cenando encima de la corona!
Y estalló en carcajadas. Los dos lo hicieron. Parecían un par de locos simpatiquísimos.
En cuanto se calmaron un poco y comprobaron de nuevo que la pista parecía correcta, Julián pudo ver por qué Alfredo había llegado hasta donde estaba. Cogió su pequeño teléfono de pantalla táctil y marcó un número. Inmediatamente se lo cogieron. Eran más de las cinco de la mañana en España.
—¿Nicole? Qué tal, buenos días... Sí, muy bien, gracias... Thomas no ha llegado todavía ¿no?... Bueno, sí, toma nota de un mensaje. Dile que quiero que adquiera inmediatamente, sí, subráyaselo, un restaurante en Cuzco. Dile que no me importa cómo lo consiga, pero que lo quiero tener para mañana a primera hora de la tarde, hora local. Que pague lo que tenga que pagar, pero sin pasarse. Remárcale lo de «inmediatamente», y toma nota de los datos y la dirección.
Y así, en el tiempo en que Julián terminó su whisky, dedicándoselo en silencio al ingenioso orfebre sicán, Alfredo puso en marcha la maquinaria para resolver esa nueva etapa de su búsqueda. Colgó, se miraron, y sonrieron.
Iban ya a despedirse cuando Julián cayó en un tema pendiente.
—Estoy pensando en que tal vez deberíamos dejar nuestras habitaciones. Si los que me han tratado de secuestrar han tenido recursos suficientes para averiguar por dónde había salido de los túneles, seguro que saben donde estamos alojados. Creo que voy a coger unas cuantas cosas y buscarme otro hotel. ¿Qué le parece?
Alfredo se quedó pensativo por unos momentos.
—Puede que tengas razón, tal vez sea prudente pasar la noche en otra habitación —musitó.
Nada más decirlo, una sonrisa con un puntito de malicia asomó en su rostro.
—De hecho, hasta se me ocurre dónde podría pasarla... Aunque me temo que no podré hacerte extensiva la invitación...
Julián sólo tardó unos instantes en comprender. Después se rió quedamente, con la manos en la cintura, moviendo la cabeza. Pensaba en los diferentes días que habían tenido. Uno jugándose el cuello abajo, y el otro arriba, disfrutando de la vida.
Siempre había habido clases.
Alfredo también se reía. Hizo un gesto a medio camino entre la disculpa y la guasa y dijo:
—De todas formas, a lo que sí te invito es a comer. Si te parece, nos vemos en el restaurante del hotel y almorzamos mañana los tres. Y así te la presento.
Julián asintió, todavía con la sonrisa prendida.
—Ahora entiendo por qué no me cogía el teléfono esta tarde —dijo—. De acuerdo, mañana nos vemos allí. ¡Ciao! —Y le apretó el antebrazo, como despedida.
Alfredo le miró con afecto, le dio una palmada en el hombro y le guiñó un ojo. Según cerraba la puerta, pensó que no se había confundido en absoluto al elegir a Julián para este trabajo.
Después fue a adecentarse un poco para el encuentro que esperaba tener. Era tarde, no la había llamado y ni siquiera sabía si estaría en su suite, pero iba a jugar la carta de la mejor manera posible.
Ilse apagó el monitor en cuanto vio que los dos españoles se despedían. Las cámaras que le había ordenado instalar a Ron en las habitaciones funcionaban perfectamente. Había podido oírlo todo y, unido al morbo del doble juego, sintió cierta admiración por Alfredo. Hacerle creer a Julián que era El Dorado tras lo que andaban... eso había estado muy bien jugado.
Tuvo el tiempo justo de revisar la suite y eliminar aquellas cosas que pudieran comprometer su tapadera. Cosas como los informes sobre Julián Curto y Alfredo Peralta que tenía sobre la mesa, por ejemplo. Recogió todo, avisó a sus hombres para que no intervinieran cuando Alfredo se acercase a la puerta, y entró en el cuarto de baño a arreglarse.
Cuando le abrió, radiante, llevaba puesto un camisón de seda blanco y unas chinelas de tacón, a juego, que quitaban el hipo.
Julián entró en su suite. Vio las botas, al lado de la puerta. El saco, a los pies de la cama, con el equipo todavía sin sacar. Pensó en lo largo que había sido el día, desde que había subido corriendo para despejarse hasta la ciudadela de Sacsayhuamán.
Se sentó en la cama y cerró por un momento los ojos, pensando qué podría llevarse para pasar la noche fuera.
Se quedó dormido al instante, vestido y todo, sobre la colcha.
Durmió más de once horas.
33
Cuando se despertó, le dolía todo el cuerpo. Miró el reloj: las doce y diez. Sonrió pensando en la eficacia de su plan de anoche. Hasta era posible que hubieran vuelto a por él, pero que no hubieran sido capaces de sacarle de la cama.
Se sentó, se quitó la chaqueta de pana marrón claro que todavía llevaba y se estiró. Se desvistió, colgó la chaqueta en una percha y se metió con ella en el baño. A ver si con el vapor de la ducha conseguía quitarle las arrugas. Quince minutos bajo el agua caliente terminaron de despertarle, y le calentaron los músculos lo suficiente como para que dejaran de dolerle. Se miró en el espejo y sonrió. Los golpes del día anterior, sobre todo el de la cabeza, estaban mucho mejor.
Salió del baño, abrió la ventana e hizo estiramientos durante veinte minutos. Respiró hondo; eso ya era otra cosa. Se preparó un café con la cafetera que tenía en la misma habitación, se puso unos vaqueros y aprovechó para revisar su equipo, todavía en el saco. Mientras afilaba su cuchillo en la terracita de la suite, al sol, quitando las marcas que las piedras del derrumbe habían dejado en el filo, decidió que era momento de llamar a su jefe, Federico Balaguer. Quería comentarle el éxito que había tenido con la exploración de los subterráneos y el hallazgo del tesoro, para que fuese él quien se lo comunicase al doctor Orellana y pudieran ir sentando las bases de una futura expedición, que seguramente financiaría Alfredo Peralta. Sabía que no era necesario, pero en cierto modo quería compensar con eso a Balaguer de los problemas que habían tenido en Egipto. De momento se callaría lo referente a la corona, a ver cómo evolucionaba el asunto. Prefería poder actuar con libertad, sin tener que pensar que algo de lo que hiciese pudiera llegar a salpicar a la Fundación de alguna manera.
Empezaba a intuir que llegaría hasta el final en aquel asunto. Alfredo ya le había contagiado la necesidad de ver hasta dónde llevaba esa especie de mapa. De saber qué había más allá.
Miró el reloj. Estimó que Balaguer ya estaría en su despacho y le llamó. Tenía razón. Las buenas noticias de la exploración de los túneles, del tesoro inca y de la futura expedición, le pusieron de un humor excelente. Tanto, que aprovechó para preguntarle sobre un tema delicado.
—Pues mira, precisamente he hablado personalmente con él esta mañana —dijo, e hizo una pausa. Sin necesidad de verlo, Julián supo que estaba fumando en su pipa—. Y ha tenido que reconocer que no han encontrado indicios de que el derrumbe del templo no haya sido fortuito. Así que supongo que, en cuanto se le desinfle un poco el ego, normalizará las relaciones con la Fundación. Cosa que por otra parte le viene muy bien. Así podrá seguir haciendo el memo y concediendo entrevistas mientras los demás trabajamos.
Julián sonrió. Al parecer no era al único al que no le caía demasiado bien el secretario general del Consejo de Antigüedades de Egipto. La respuesta del doctor Hassan, además, le descartaba como responsable del intento de secuestro.
—Por cierto —continuó—, hablé con tu padre del esferoide que sacaste de la estatua. Y estaba realmente impresionado. Dice que no había visto nada igual antes. Y que por supuesto eso no encaja en absoluto con lo que sabemos de los antiguos egipcios.
—Sí, me lo comentó...
—Ya —concedió—, pero lo que todavía no sabíamos cuando hablamos es que las pruebas que están haciendo en el laboratorio tienen a Aimar igual de impresionado. Él también dice que no ha visto nada ni remotamente parecido en su vida. Pero no sólo por los mecanismos, si es que son tal cosa, sino ni tan siquiera por el material en sí. Dice que incluso en la gráfica del espectrógrafo han aparecido algunos picos que indican la presencia de elementos que la máquina no reconoce.
Hizo un silencio para que lo asimilara, mientras aspiraba de la pipa. Julián se lo agradeció. Porque que el ingeniero jefe de la Sección Q, que a pesar de su juventud era uno de los tipos más brillantes de Europa en su especialidad, declarase que un objeto de hace más de cinco mil años era tan complejo que parecía el fruto de una tecnología evolucionada, y radicalmente distinta a la nuestra, era una cosa; pero que, encima, los análisis de laboratorio indicasen que algunos de sus materiales eran desconocidos para la ciencia, que nunca antes se habían visto, era otra.
Bastante más difícil de digerir.
La pregunta estaba de más, pero no pudo evitar hacerla:
—¿Han comprobado la máquina?
A miles de kilómetros de distancia, Balaguer sonrió.
—Será mejor que te lo diga él mismo. Estaba deseando contártelo. Espera un momento que te lo paso. Y ten cuidado —agregó Balaguer tras un instante—. No hagas más locuras de las necesarias en esos túneles.
La línea se quedó por un momento en silencio hasta que surgió la voz de Aimar, como un torrente:
—Julián! ¿Qué tal va todo por allí? ¿Te ha contado ya el jefe lo que hemos visto? —No dejaba hablar cuando se entusiasmaba, así que Julián le dejó seguir, hasta que se cansara—. La esfera es impresionante. ¡Impresionante! No sé que tipo de material es, parece un metal, pero no lo es exactamente. Es más bien como una especie de polímero semicristalino, pero durísimo. Caray, no sé cómo te las arreglaste para clavarle el cuchillo, y no me extraña que se te partiera, porque yo estoy tratando de separar algunos trozos con una cuchilla cerámica para examinarlos ¡y me está costando muchísimo! ¡Y encima algunos de sus elementos son nuevos! ¡No se habían visto en la Tierra hasta ahora! Estoy esperando a que Balaguer levante el Protocolo Restringido porque esto me excede, Julián. Necesito comentarlo con físicos ya mismo. Aunque eso no es lo mejor —dijo tras respirar tan brevemente que a Julián no le dio tiempo de interrumpirle—; ¡lo mejor es que responde a estímulos! Estuvimos haciendo algunas pruebas con radiaciones. Cuando la pasamos por los rayos X para ver su estructura, de alguna manera el mecanismo se activó, y nos provocó efectos. No fueron visiones como las tuyas, sino unas náuseas terribles. ¡Tuvimos que parar, marcadísimos! Eso sí, luego hemos ido haciendo otras pruebas, variando el tipo de radiación, y los resultados están siendo...
Un momento. ¿Que aquello respondía a estímulos?
—Aimar...
—...alucinantes, de verdad, con un campo magnético, parecido al que...
—¡Aimar!
Por fin se detuvo, casi sorprendido de que hubiera alguien al otro lado del teléfono. Julián sospechaba que, cuando se ponía así, no distinguía bien entre las palabras y los pensamientos. Cosas de genios.
—Perdona que te interrumpa —dijo—, pero ¿has dicho que la esfera responde ante radiaciones?
Aimar respiró hondo y respondió:
—Exactamente. ¡Es lo que te estaba diciendo! Mola, ¿eh? Cuando lo sometimos a rayos X, aquello se activó, aunque de una manera probablemente marginal. Luego pensamos, Joanna y yo, en lo que nos comentaste del templo, que podía ser una especie de condensador, y estuvimos probando diferentes cosas: microondas, campos magnéticos, láser... de todo. ¡Ya te lo enseñaré en detalle! Lo que sí te avanzo es que hemos visto con algunas de estas cosas que la esfera reacciona, modificando su estructura.
—¿Cómo, su estructura molecular, o algo así?
—No sabría decírtelo con tanto detalle, pero sí que cambia su aspecto. ¿Recuerdas la especie de esferitas que se veían dentro, que colgaban como de filamentos, y que estaba unidas unas con otras?
—Sí —dijo Julián, haciendo memoria. Torció el gesto al recordar que asoció en su momento aquello con una especie de extraño cerebro—. Creo que Matt y tú comentabais que se unían entre sí mediante algún patrón, ¿no?
—Exacto. Pues bien: ese patrón cambia. Algunos de los filamentos desaparecen, y otros nuevos crecen. Y eso no es todo. También emite. Con algunas de las combinaciones de energía que le hemos aplicado, la esfera ha emitido señales, como una especie de respuesta. No sabemos todavía de qué tipo —agregó con admiración—, pero interfiere con algunos de los aparatos del laboratorio.
Ambos se quedaron en silencio. Julián estaba inmóvil en su habitación, con el teléfono agarrado con fuerza. Acababa de confirmarle punto por punto lo que él vivió en el sagrario del templo de Qattara. Así como sus sospechas —certezas— sobre el origen de todo aquello. No sabía cómo reaccionar. No estaba loco, de acuerdo, pero por lo que todo eso implicaba, no estaba seguro de si eso eran buenas o malas noticias.
—Julián —dijo despacio, en voz baja—, ¿tú crees que la esfera... está hecha por...?
Dejó la pregunta flotando, casi temiendo acabarla. —Sí —dijo por fin Julián. Y no añadieron nada más.
Cuando un rato después llegó al restaurante del hotel —con su chaqueta de nuevo presentable—, donde había quedado para comer con Alfredo y su misteriosa compañía, sus cavilaciones sobre extraterrestres se disiparon como la niebla al sol al ver a la mujer. No podía etiquetarla de rubia explosiva, y menos con lo gastado que estaba el término después de que tantas neumáticas siliconadas se lo hubieran colgado del cuello. Lo cierto es que no podía clasificarla, y punto. A medida que se aproximaba a la mesa del reservado, con más turbación de la que le hubiera gustado reconocer, pudo constatar varias cosas: que era sensual, y rubia, desde luego, pero de un rubio como el de las espigas de trigo al sol; que era guapísima, pero que estaba más allá de una mera belleza nórdica, que tenía un carácter y estilo propios, que emanaban más de su personalidad y apostura que simplemente de su físico; y que sus ojos, azules y perfectos, encerraban muchas más cosas de lo que su apariencia serena y tranquila —en ese momento y lugar, desde luego, porque Julián empezaba a imaginarla ya en otras circunstancias— parecía sugerir.
Miró a su amigo y tuvo que hacer un esfuerzo consciente por quitarse de encima esos pensamientos, que habían llegado a su cabeza como un vendaval en tan sólo unos segundos. El deseo repentino no se fue como antes, como la niebla ante el sol, sino que tuvo mucho más que ver con el ritmo de alguien que quita las hojas doradas del suelo de un jardín en otoño. De un jardín muy grande. Y con un rastrillo muy pequeño.
De cualquier manera, se las arregló para parecer normal en el momento en el que llegó a la mesa. Alfredo se levantó y se dio la vuelta para recibirle con una cordial palmada en el hombro.
—Ilse —dijo, cogiéndole del antebrazo—, permíteme que te presente a Julián. Un buen amigo y uno de los mejores hombres de mi empresa.
Julián no se quedó demasiado sorprendido por la presentación; esperaba algo así. Aunque hubiera tenido mucha más gracia que le presentase como un buscador de tesoros. «Y yo tengo el mapa y patrocino la expedición», podría haber añadido Alfredo.
—Mucho gusto —dijo ella, y le ofreció la mano.
Se la dio con un ángulo impreciso, de manera que no quedaba claro si esperaba que se la estrechase o se la besara. Julián hizo un gesto igual de confuso: tomó la mano y se inclinó un poco hacia ella, que permanecía sentada, como en una leve reverencia. Ella respondió sonriendo y levantando la cabeza hacia él, interpretando —¿o provocando?— que Julián fuera a besarla en la mejilla. El resultado es que Julián vio su gesto, y automáticamente le dio los dos besos de rigor. Lo curioso fue que ella no movió la cabeza entre el primer y segundo beso, de manera que el último lo recibió en parte en sus labios, gruesos y rojos.
Julián se sentó. Tenía la cara del mismo color que el carmín de Ilse, mientras ella se reía casi con dulzura. Alfredo le dedicó una mirada, cuando menos, curiosa. Y eso que no sabía que el gesto de ella había sido absolutamente intencionado. Ni que sus labios habían respondido al contacto de los de Julián.
—Esto pasa por viajar tanto —le dijo a Alfredo entre risas, mientras les tomaba a ambos de los antebrazos—. En unas partes del mundo dan un beso, en otras dos, y la confusión está siempre servida.
—Y usted es... ¿argentina, tal vez? —preguntó Julián.
Ilse le miró, con una picardía rayana en la seducción, aunque no tanto como para que Alfredo pudiera sentirse incómodo.
—Mi acento me traiciona, ¿a que sí? Mi familia son inmigrantes alemanes —aclaró—, de ahí mi nombre... y mi aspecto. Pero yo nací ahí.
—¡No me digas! —exclamó Alfredo—. Pues no lo hubiera imaginado. Fíjate que yo hubiera dicho que eras de aquí, de Cuzco. Tienes un aire así, como a indiecita de los Andes...
Todos rieron, y la tensión sexual que Julián percibió al principio se fue diluyendo. Charlaron durante la comida, y si algo sacó en claro fue que su amigo estaba vivamente interesado en Ilse, y que ella parecía corresponderle. Seguro que los gestos de antes no habían sido más que imaginaciones suyas. Seguro. Sea como fuere, la charla y la tarde avanzaban, y ya estaban en la sobremesa y aún no había podido comentar nada con Alfredo respecto al restaurante que parecía guardar el acceso a la corona sicán. Así que optó por preguntárselo:
—Alfredo, querría saber cómo va ese asunto que teníamos pendiente para esta tarde... —dijo aprovechando un silencio mientras servían los cafés, dedicándole una discreta mirada a Ilse.
—Tranquilo —dijo—, puedes hablar con claridad. Se lo he contado todo.
La cara de Julián en ese momento fue digna de que la enmarcaran.
—Sí —confirmó Alfredo—. Ya le he dicho que dirijo una empresa de inversión en el campo de la hotelería y la restauración, y que estamos ultimando la compra de algunos inmuebles en Perú —dijo, dedicándole una mirada cómplice a Ilse y una sonrisa llena de malicia a Julián—. Pues bien, te gustará saber que tengo esta tarde una reunión aquí, en el hotel, con el abogado que representa al propietario del restaurante y un notario, para dejar resuelto el asunto. En cuanto firme me darán las llaves. Incluso ya les ha dicho el abogado a los empleados que cambia la gerencia del restaurante, y que tienen dos semanas de vacaciones pagadas mientras efectuamos alguna reforma. Se han puesto todos contentísimos.
Brindaron los tres para celebrarlo. Julián se lo dedicó en secreto a Thomas, el hombre de Alfredo que había sido capaz de resolver aquel asunto en sólo unas horas, desde otro continente, y con la velocidad que caracteriza a los trámites en Perú. Comparado con aquello, encontrar la corona no tendría mérito.
Se levantaron de la mesa y fueron hacia el lobby, donde ya les estaban esperando un par de hombres trajeados para firmar el contrato. Julián se despidió y les dejó ahí. El tenía que comprar herramientas y material.
Esa tarde había un trabajo que hacer.
34
Cruzó la calle con una enorme bolsa de lona negra colgando de cada mano. Viendo cómo se le hinchaban las venas del cuello, aquello debía de pesar bastante. Sin dejar que afectase a la velocidad de sus pasos, cruzó la calzada; esquivó un par de coches que circulaban Tranquilamente; atravesó la plaza; dribló a un grupo de turistas y a unos cuantos niños que vendían cosas, y se detuvo por fin ante la puerta de cristal.
No le hizo falta llamar. Le estaba esperando. Alfredo abrió la puerta en cuanto le vio.
—Fíjate, he encontrado alguna cosa interesante aquí —dijo Alfredo, mientras le tendía una copa de vino.
Julián dejó en el suelo las dos grandes bolsas de deporte que llevaba. Hicieron un ruido metálico que sonó a grande y pesado.
—Son dos mazos. Acabo de comprarlos, con alguna cosa más —le explicó mientras paladeaba el vino—. ¡Caray! ¿Y esto?
—Resulta que la bodega de aquí, de nuestros nuevos dominios —dijo Alfredo con un ademán del brazo que parecía cubrir medio Cuzco—, tiene alguna sorpresa interesante. Además de la que espero que encontremos, por supuesto —dijo guiñándole un ojo, y cerró la puerta de la calle—. ¿Te ayudo con eso?
Cogieron las bolsas y fueron a la cocina del restaurante. El resto ya lo tenían muy visto, así que decidieron ir al grano. Entraron en la amplia cocina, llena de muebles de acero inoxidable y grandes azulejos blancos, y Alfredo le señaló una escalera que había junto a la puerta, a la izquierda.
—Es la bodega. En el sótano —dijo, y se miraron con complicidad.
El sótano.
Si había una entrada a los túneles, tenía que estar allí.
Empezaron a bajar la escalera. A medida que descendían, su frecuencia cardiaca se aceleraba.
La bodega debía tener unos treinta metros cuadrados, y una planta rectangular. Tres de las paredes estaban cubiertas de botelleros de madera, que llegaban casi hasta el techo. Había algunas cajas de plástico apiladas, unas vacías y otras con botellas de refrescos; varias cajas de licores, y una pequeña habitación anexa que hacía las veces de trastero, justo al lado de la escalera. No había ventanas. Cuatro lámparas en el techo se encargaban de iluminar la estancia, con desigual fortuna.
Pegada a la pared, entre la escalera y el trastero, se veían una mesa de madera y un par de sillas. Julián dejó encima las bolsas y se puso en el centro de la habitación, mirando las paredes con ojo crítico.
—En la sacristía de la iglesia, el muro que daba acceso a los túneles parecía inca —dijo—. Estaba hecho de piedras de tamaño mediano, con un corte muy característico. Y estaba pintado de blanco, por este lado. Como el resto de la habitación. Así que cabe en lo posible que, aquí, la pared que nos interese esté también pintada, o incluso con una capa de yeso por encima, para alisarla.
Abrió una de las bolsas y sacó un par de linternas potentes. Después de lo que había sufrido la vez anterior, en esta ocasión quería ir sobrado de luz. Le dio una a Alfredo y empezaron a iluminar los muros, examinándolos a través de los huecos vacíos del botellero. Al cabo de unos minutos llegaron a la misma conclusión: todas las paredes parecían iguales. Igual de blancas. Igual de lisas.
Se quitó la chaqueta y empezó a sacar las botellas de la pared que había a la izquierda de la escalera.
—¿Qué haces?
—Me temo que voy a tener que romper el botellero para llegar a la pared y ver si es la buena. A simple vista son todas iguales.
El millonario asintió con un gesto de comprensión y empezó a ayudarle. En pocos minutos repartieron las botellas del sector central por los huecos que había en los laterales. Las que no cupieron las metieron en las cajas de plástico.
Julián volvió entonces a la mesa y sacó uno de sus piolets de la bolsa. El que tenía la cabeza terminada en forma de hacha.
—Será mejor que se retire un poco —dijo, y descargó el piolet sobre la estructura de madera.
Al principio dirigió los golpes con precisión; tratando de no romper más de lo imprescindible. Conteniendo a duras penas el deseo de llegar cuanto antes a la pared, limitaba como podía la potencia de sus brazos. Era como sacar a pasear dos leones atados con una correa. Antes de que se diera cuenta las astillas volaban por todas partes. Con el piolet de acero templado en sus manos, parecía un guerrero vikingo abriéndose paso con su hacha de guerra. El botellero, sin embargo, era antiguo y recio. Tardó un buen rato en quitarlo de en medio. Alfredo le miraba desde el otro extremo de la sala, fumando un cigarrillo y tratando de controlar con él su ansiedad.
Por fin acabó. Estaba ya frente al muro. Alfredo se aproximó en silencio y se colocó detrás de él, alumbrando la pared blanca con una linterna. Julián cogió el piolet y empezó a raspar el yeso con la pica. No tardaron mucho en ver lo que había debajo.
—¡Son ladrillos! —dijo Alfredo con decepción, pasando la mano sobre ellos—. Ladrillos viejos. ¿Llegaron a utilizarlos los inca?
Julián negó con la cabeza.
—Pero a lo mejor han levantado este muro cubriendo el otro —dijo, y fue hasta la mesa.
Abrió la otra bolsa y sacó un enorme mazo de demoliciones, con una cabeza de acero que debía pesar más de cinco kilos. Agarró el mango de nogal americano, de casi un metro de largo, y fue hasta la pared.
—Ilumíneme bien, Alfredo, y tenga cuidado con las esquirlas.
Entornó los ojos y golpeó la pared con el mismo cuidado con el que había empezado a romper el botellero. Con unos pocos impactos del poderoso mazo machacó los ladrillos. Y con ellos, sus expectativas de que el túnel estuviera ahí. Detrás no había piedra. Al menos no como la que querían encontrar.
—Me remo que esto son los cimientos —dijo apretando los dientes en un gesto de disgusto, mientras acariciaba la roca viva que había detrás del muro—. Habrá que seguir con las otras paredes.
Fue de nuevo a la mesa, sacó su brújula de una de las bolsas y volvió junto a Alfredo, que ya estaba despejando el centro del siguiente botellero, el que había en la pared de enfrente a la escalera.
—Esta pared está orientada justo hacia el noreste —dijo señalándola y mirando a su amigo con el ánimo renovado— hacia la Plaza de Armas y exactamente hacia el cauce del Saphi, el otro río que bordeaba la figura del puma. Y eso no es nada malo... ¿recuerda la historia de María Esquivel? La española que se casó con el descendiente de los Inca, que acabó enseñándole el tesoro justo antes de abandonarla...
Alfredo hizo memoria y asintió, mirando a Julián mientras se le iba ensanchando la sonrisa. La española. La que contó que, cuando pasaron por los túneles que llevaban al tesoro, creyó oír el ruido del río. Asintieron los dos con complicidad, sin necesidad de decir nada más, y se pusieron a trabajar en silencio.
Más de media hora después, cuando por fin Julián derribó el nuevo muro de ladrillos que encontraron bajo el yeso, Alfredo fue el primero en hablar:
—¡Mierda! —dijo, mirando la roca que parecía burlarse de ellos en silencio.
Julián no lo hubiera expresado mejor.
Con el tercer botellero, se anduvieron con menos miramientos. Quitaron con ansiedad creciente las botellas y las dejaron por el suelo, excepto un par que Alfredo rescató, con media sonrisa. «Con éstas brindaremos cuando encontremos la corona», dijo, y las colocó sobre la mesa. Fue una buena precaución, porque esta vez Julián no se anduvo con medias tintas, y utilizó directamente el mazo de demoliciones para abrirse paso a través del botellero, del yeso y de los ladrillos, como si fuera una especie de Thor imparable, empuñando a Mjolnir el Demoledor, su martillo mágico, no para derribar a sus enemigos sino para derrumbar todo aquello que se interponía entre su voluntad y su objetivo.
Y así, envuelto en sudor y polvo, con los músculos esculpidos de sus brazos tensos por el esfuerzo, llegó por fin al muro.
Al muro de roca viva, otra vez. A un muro donde sus ilusiones se estrellaron de nuevo, y esta vez de forma que parecía definitiva. Julián lo miró y descargó toda su rabia y frustración contra él, dándole un formidable golpe con el mazo, con toda su alma.
Si hubiera sido el protagonista de una película, hubiera abierto la piedra con el golpe, haciéndola añicos y descubriendo el túnel que se encontraba detrás. Lo único que consiguió, en este caso, fue partir el mango de nogal.
Se miraron a los ojos sin decir palabra. No querían expresar ese sentimiento de derrota que se negaban a aceptar, a pesar de cómo éste crecía en sus corazones. Querían seguir buscando, seguir luchando, pero se les acababan las opciones. Sabían lo que implicaría tener que entrar de nuevo por Sacsayhuamán, con Orellana encima y con el sistema de exploración automática medio roto, con el riesgo añadido que eso suponía a la hora de adentrarse por los laberintos. Entrar por la iglesia del cura bateador, ni se lo planteaban. Sólo de imaginar lo ágiles que serían las excavaciones, mientras el Gobierno peruano y el Vaticano litigaban para esclarecer a quién pertenecían las riquezas que ahí pudiera haber, hacía que se les quitasen todas las ganas. Además, con cualquiera de las opciones anteriores perderían el control de la corona en el mismo momento en el que la encontrasen, por lo que no podrían continuar su camino hacia el secreto que ocultaba.
Julián y Alfredo pensaron todo eso y se lo dijeron sólo con la expresión de decepción que tenían, y que veían reflejada en la cara del otro, mientras estaban allí en medio, de pie, contemplando con fastidio los tres enormes botelleros de la bodega destrozados, y empezando a asumir la idea de que ya no les quedaban más muros que tirar, y que la pista de la escultura, que tan clara parecía, les había llevado a un callejón sin salida.
Aunque...
... no tan rápido...
Siguieron en silencio, plantados en medio de la bodega, mirándose con los ojos cada vez más abiertos, con asombro al descubrir lo que fallaba en sus fúnebres razonamientos.
Tres botelleros.
Cuatro paredes.
Empezaron a girar la cabeza lentamente, los dos a la vez. Tenían la boca abierra cuando se quedaron mirando la puerta cerrada del trastero. Ahí, al otro lado, había una cuarta pared.
Julián abrió la puerta y entró en el trastero con la delicadeza de un miura. Encendió el interruptor de la miserable bombilla que colgaba directamente del cable y fue apartando como un ciclón las sillas, garrafas y cajas que se interponían entre la pared del fondo y él. Cuando Alfredo acertó a coger una de las linternas y seguirle, Julián ya estaba levantando a pulso uno de los extremos de la estantería de chapa metálica que había al final de la habitación, delante de la pared.
De una preciosa pared inca, levantada con piedras inca y por manos inca, para más señas.
Con una sonrisa de triunfo, Julián salió del trastero y volvió al cabo de un instante, ajustándose los correajes de su equipo con una mano, mientras se las arreglaba para llevar en la otra el mazo de repuesto, una palanqueta y una linterna, todo en precario equilibrio. Llegó hasta el muro y casi lo acarició con dulzura, consciente de la solemnidad de la que le revestían sus seiscientos años y el secreto que guardaba. A pesar de que estaba en bastante mejor estado que el de la iglesia de San Blas, comprobó con satisfacción que algunas de las piedras se habían separado lo suficiente como para meter uno de los extremos de la palanqueta y utilizarla en vez del mazo para abrirse camino.
Repitió la misma secuencia que en San Blas: sirviéndose de la palanca fue desprendiendo las piedras del muro, que iba apilando a un lado con la intención de reconstruirlo más tarde. Desde el momento en el que quitaron la primera y alumbraron con los focos, ya supieron que detrás de la pared se abría un túnel, oscuro y cargado de promesas. En pocos minutos ya podían meterse por él.
Excitado por el relato que le había hecho Julián de sus aventuras el día anterior y por la certeza de que se hallaba ante un momento crucial de aquella aventura, Alfredo insistió en acompañarle. Entraron ambos por el túnel, iluminándolo con las potentes linternas que Julián había comprado hacía unas horas. El aspecto del túnel era similar a los que el arqueólogo ya conocía: losas de piedra en el suelo; enormes bloques en el techo, que iban de lado a lado, y más bloques Trabajados en las paredes. El suelo estaba ligeramente húmedo y descendía en suave pendiente. Anduvieron con precaución mientras Julián, piolets en mano, iba tanteando el piso en busca de alguna trampa camuflada. Avanzaron sin dificultades durante unos treinta metros, luego el camino describió una curva de ciento ochenta grados y continuó otra vez recto, siempre bajando. Llegaron hasta unos escalones y descendieron. El túnel parecía seguir, hasta que se interrumpió bruscamente en un muro de piedras. Echaron un vistazo al altímetro: se encontraban ya a más de veinte metros por debajo del nivel de la calle, y se oía cerca el inequívoco rumor de una corriente de agua. El río Saphi, con toda seguridad.
—Bueno, esperaba algo por el estilo —dijo Julián—. La habitación del tesoro que descubrí ayer también tenía el acceso al túnel cegado por un muro como éste. Ilumíneme, por favor —dijo, mientras introducía la pica de uno de los piolets entre las piedras, en un gesto que ya se le estaba haciendo natural.
Recorrió con la herramienta el contorno de una de las piedras, que estaba a media altura del muro y parecía un poco suelta, y consiguió desprenderla ligeramente de las demás. Logró meter un poco los dedos por las rendijas y poco a poco fue sacándola de su asiento. La cogió por fin con las dos manos, la extrajo de la pared y la dejó a un lado, sobre el suelo, con un ruido sordo.
Iba todo tan bien que no comprendió el motivo de la cara de horror de Alfredo, que miraba temblando hacia el muro con el rostro desencajado. Así que siguió su mirada, y al cabo de un momento, también a él, se le detuvo el corazón.
Porque ahí, bajo tierra, y en un túnel que llevaba siglos cerrado, un hombre les miraba con rostro severo a través del hueco que Julián había abierto en el muro.
A la trémula luz de la linterna, tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba mirando una momia. Con la piel lisa y oscura, curtida con alguna especie de betún, y con los párpados remplazados por unas delicadas telillas de oro, el rostro parecía tan vivo como el de cualquier indio quechua de los que habían visto a diario por Cuzco. Le dio con gesto cómplice un par de palmadas a Alfredo en la espalda, que ya había descubierto de qué se trataba y estaba recuperando su aplomo, y volvió hasta el muro. Empujó hacia atrás la momia con suavidad —y también con un ligero e impío repelús— para evitar que se dañara, y siguió quitando piedras con el entusiasmo del que intuye que está muy cerca de su meta.
Iluminaron la sala antes de entrar, y lo que vieron les dejó maravillados. Porque en medio de todo el oro, la plata, las telas preciosas y de dos magníficas e imponentes momias reales, que sentadas en el suelo y con las manos cruzadas sobre el pecho, parecían custodiar solemnes todo aquello, algo refulgió con luz propia bajo los focos de sus linternas. Algo que reconocieron inmediatamente a pesar de no haberlo visto nunca antes: una corona. Una corona extraña y maravillosa, con un círculo dorado en la parte delantera que parecía tener miles de plumas talladas en él.
La corona de Naymlap, rey de los sicán.
Entraron con reverencia en la habitación de piedra, mirando extasiados los tesoros que les rodeaban. Julián colocó bien de nuevo la momia Inca, sabedor de que era mucho más importante que todo el oro que la rodeaba, y dejó que fuera Alfredo el que tomase la corona en sus manos. Al fin y al cabo, casi se trataba de un asunto familiar.
Sin desprenderse de la corona sicán, comprobaron que esa sala se comunicaba con el río Saphi de la misma manera que la de San Blas con el Tullumayu, y emprendieron el camino de regreso a la bodega, conscientes del incalculable tesoro que dejaban a sus espaldas. No les importaba; eso se lo dejaban para el ejército de arqueólogos que seguiría sus pasos en cuanto le comunicasen su hallazgo al doctor Orellana. A ellos lo que realmente les interesaba era descubrir de qué manera esa corona podía encerrar un mapa, y lo que era más importante, ver hasta dónde les llevaría.
Estaban tan entusiasmados barajando las primeras hipótesis mientras subían por los túneles, iluminando la corona con una de las linternas, que cuando entraron en el trastero y salieron por fin a la bodega, tardaron unos instantes en darse cuenta de que unas armas les estaban apuntando.
35
El primero en reaccionar fue Julián. El impulso nervioso fue de los ojos a las manos sin necesidad de pasar antes por el cerebro. Nada más franquear la puerta del trastero, cuando el hombre que surgió por su derecha le clavó el silenciador del subfusil en el costado, su respuesta fue automática: le empujó hacia abajo el cañón con la mano izquierda, adelantó el cuerpo y lo pegó al del hombre, con las piernas separadas, para entorpecer el que levantase de nuevo el fusil; y al mismo tiempo, con un fluido movimiento de la mano derecha, desenfundó el cuchillo de combate que llevaba siempre en su correaje, sobre el corazón, y se lo puso al hombre justo en el hueco que hay entre los huesos de la mandíbula, ese en el que si pinchas hacia arriba con un cuchillo bien afilado puedes llegar hasta el cerebro antes de que el otro se dé cuenta de que se lo has clavado. Antes incluso de que te maten a ti de un tiro.
—Será mejor que suelte ese cuchillo, señor Curto —dijo una voz grave desde las escaleras.
—No veo por qué tendría que hacerlo —respondió masticando las palabras, sin quitar los ojos de los del hombre con el que forcejeaba. La voz de la escalera rió, sin muchas ganas. —Yo se lo explico —dijo—. En un momento. Y sonó una bofetada. Y a los dos segundos un sollozo. Uno de mujer.
Julián apretó los dientes y contrajo los labios, clavando un poco más el cuchillo en la carne del hombre, y miró a la escalera. Adivinó a quién pertenecían el zapato de tacón y la pierna que bajaban sólo con ver la expresión de su amigo, reducido a su lado por otro hombre armado.
—Alfredo... —dijo entre lágrimas en cuanto puso el pie en la bodega y le vio.
Era ella.
Los muy hijos de puta tenían a Ilse.
Su primer impulso fue correr hacia Alfredo, pero el hombre que la retenía la agarró del pelo con fuerza, trayéndola de nuevo a su vera. Ilse profirió un quejido de dolor. La pistola que le hincaba en la cintura no ayudaba a que dejase de llorar.
—¿Le parece bien dejar el cuchillo ahora, señor Curto? ¿O prefiere tal vez que se lo pida con un poco más de insistencia? —dijo, y tiró del cabello de Ilse con tanta fuerza que la hizo mirar al techo de la bodega, mientras gemía y un par de lágrimas rodaban por sus mejillas.
Julián miró al hombre. Llevaba un traje oscuro y una camisa sin corbata. Tenía el pelo canoso, y exhibía una cuidada ortodoncia en su asquerosa sonrisa de triunfo mientras le devolvía la mirada, desafiante.
Julián deseó romperle esos dientes.
Y pensó en lo bien que se le daba lanzar su cuchillo.
Calculó la distancia. A esos tres metros no sería difícil clavárselo en plena cara. Podía lanzarlo con precisión, y con tanta fuerza como para que la punta traspasase un tablón, así que, con un poco de suerte, estaría muerto antes de tocar el suelo. Imaginó en un segundo la secuencia de movimientos. Miró al hombre al que tenía inmovilizado con el cuchillo. A pesar de que se le veía curtido y eficaz, estaba pálido y le caían dos grandes gotas de sudor por la cara. Adivinó que ese sudor estaría muy frío, y no se lo reprochó. Los dieciocho centímetros de la afiladísima hoja del Randall solían infundir esa reacción cuando se le clavaban en el cuello a alguien. Julián supo que ése sería el primero en morir. Y por cómo se le desorbitaron los ojos al ver su expresión de determinación, él también lo adivinó. Le clavaría el cuchillo hasta el cerebro, y utilizaría su cuerpo como parapeto —rogó porque llevase chaleco antibalas— mientras lo sacaba de un tirón y se lo lanzaba al canoso. Luego se ocuparía del de Alfredo, aunque fuera a mano vacía. Si su amigo era capaz de aprovechar el momento de desconcierto y agarrar el arma con la que lo amenazaban hasta que él pudiera hacerse cargo, era bastante probable que salieran airosos de la situación.
—¡Señor Curto! —dijo el hombre, impaciente— ¡Estamos todos esperando!
Y le apretó un poco más la pistola a Ilse, que no pudo reprimir un gritito de dolor.
Julián buscó complicidad en los ojos de su compañero, pero la mirada de Alfredo, que tenía el rostro demudado por la rabia y la impotencia, estaba fija en Ilse.
—¡No busque ayuda en su amigo, señor Curto! —exclamó el hombre del pelo canoso—. Si usted le hace daño al señor Louis con ese cuchillo, el señor Yván matará a su amigo. Y luego le matará a usted. Si trata de tirármelo a mí, lo primero que haré será matar a la chica —dijo, poniéndose detrás de ella—. Y luego nos ocuparemos de usted.
—¡Maldito cabrón cobarde! —gritó Alfredo—. ¡Si le toca un pelo le romperé el cuello con mis propias manos!
El empresario hizo amago de ir a por él, pero el señor Yván le clavó sin misericordia el silenciador de su subfusil belga en las costillas. Alfredo apretó los dientes de dolor, pero no emitió ni un solo quejido.
El hombre sonrió y no se dignó a contestar la amenaza. Se dirigió a Julián una vez más, con la sonrisa un poco más tensa. Estaba empezando a perder la paciencia.
—Se lo digo por última vez, señor Curto. Deje ese cuchillo. O le volaré el pie derecho a la señorita —dijo, y bajó la pistola.
Julián miró una vez más a Alfredo, y éste le devolvió una mirada cargada de impotencia.
Aflojó la tensión del cuchillo.
El señor Louis se lo arrebató de la mano con furia y lo tiró al suelo. A continuación le descargó un terrible culatazo con su arma en la boca del estómago, haciendo que se doblara. El sicario se tocó el cuello, vio sangre en la yema de los dedos y le dio a Julián un fuerte puñetazo en la mandíbula, apuntando bien el golpe, con el sadismo y la parsimonia del que sabe que no tendrá respuesta. Julián le miró desafiante, enseñándole los dientes como un lobo antes de morder, y el otro levantó de nuevo el puño, con calma.
Julián se juro que no volvería a tocarle la cara, aunque le costase un balazo.
—¡Basta! —exclamó el que a todas luces era el jefe—. Aligere un poco al señor Curto, y tráigame sus cosas. No se deje nada, ya ve que es todo un gallito. Y usted —dijo al otro hombre, recuperando su ortopédica sonrisa—, cójale esa corona al señor Peralta. Seguro que le pesa.
Cumplieron las órdenes y fueron hacia su jefe, igual que dos perros de caza llevándole las piezas cobradas a su amo. El del pelo canoso soltó a Ilse, mientras examinaba la corona y sus dos lacayos volvían a apuntarles con sus armas, esta vez a una cómoda distancia.
Ilse se echó en los brazos de Alfredo, que le acarició la cara con una mezcla de ternura y alarma, buscando alguna herida, y luego ambos fueron con Julián, que ya se había puesto en pie y se limpiaba la sangre de la boca. Le gustara o no, tenía que reconocer que el tal Louis —ya estaba cansado de tanto «señor»— sabía dar un puñetazo.
A pesar del golpe, no pudo reprimir una sonrisa. La cara de desconcierto del jefe, examinando la corona infructuosamente, bien la merecía.
—¿Qué ocurre? ¿No encuentra lo que busca? —preguntó Julián con sorna.
El hombre tenía la corona en sus manos y no dejaba de darle vueltas, escudriñándola por dentro y por fuera, toqueteándola, moviéndola bajo una de las lámparas de la bodega, tratando de encontrar el mapa que ocultaba. Porque estaba claro que si sabían tanto como para haber intervenido justo cuando Alfredo y Julián salían con la corona, también estaban al tanto de que ocultaba un mapa. Otra cosa es que el mapa estuviera a la vista, o que el tipo supiese interpretarlo. Julián dudaba de que un objeto que bien podía tener mil años de antigüedad, tuviera dibujado un plano como el de la Guía Michelín.
—¿Qué es eso? —preguntó Ilse en voz baja, a pesar de su agitación—. ¿Quiénes son estos hombres? ¿Qué pasa aquí?
Alfredo le pasó el brazo por los hombros, tratando de tranquilizarla. Después de lo que había pasado, nadie podía reprocharle que estuviera nerviosa.
—Supongo que no servirá de nada que te cuente que son de una cadena de restaurantes rival, ¿verdad? —Sonrió con cierta tristeza—. Siento mucho que te hayas visto metida en esto, cariño. De verdad.
Julián, de pie con las manos en la cintura y una sonrisa burlona, seguía mirando al hombre canoso, que estaba empezando a ponerse frenético. No veía absolutamente nada más que una corona en el objeto que tenía en las manos.
—¡Señor Curto! —dijo por fin—. Se creerá usted muy listo, ¿verdad? Ha cogido usted el mapa que venía junto con la corona y se lo ha guardado. Será mejor que me lo entregue ahora mismo —dijo, y mandó a uno de sus hombres a registrarles.
—No encontrará nada. Todavía no hemos tenido ocasión de examinarla. Pero estoy deseando ver si usted es capaz de dar un paso adelante, para variar. Desde que hemos llegado a Perú no han hecho más que seguirnos, aprovechándose de lo que descubríamos.
El matón miró a su jefe y negó con la cabeza, tras registrar someramente a los dos hombres. El jefe apretó los labios, en un gesto de desprecio y examinó de nuevo la corona, con más ahínco si cabe.
—Parece... parece que aquí hay algo —dijo, y sacó una navaja del bolsillo—. Parece que estas dos piezas están unidas —y metió la hoja de la navaja entre las láminas que conformaban el disco de oro delantero.
Introdujo la hoja lo que pudo, y empezó a hacer palanca con ella. La hoja comenzó a doblarse, pero la corona no cedió un milímetro.
—No sé lo que es eso —dijo Ilse, con la voz suficientemente alta como para que todos lo oyeran—, pero estoy segura de que lo único que conseguirá ese bruto será romperla.
Alfredo y Julián se rieron, jactanciosos, reafirmándose en su desafío. El del pelo canoso descompuso su pose, y por un instante no supo qué hacer.
—Muy bien —dijo levantando la barbilla—. Veamos si es usted tan inteligente como dice ser, señor Curto. Tiene cinco minutos para decirme dónde está el mapa.
El señor Louis le alcanzó la corona con tanta fuerza como si quisiera incrustársela en el pecho.
—Pierde el tiempo si cree que voy a trabajar para usted —dijo Julián, tirando la corona a la cara de Louis, al que casi se le cae el subfusil al cogerla—. No me mezclo con gente de su calaña.
Sonrió disfrutando de lo teatral —pero apropiado— de la frase. En raras ocasiones tiene uno la posibilidad de soltar sentencias como ésa.
El del pelo cano rió con ganas, por una vez. Le hizo un gesto a Yván, que buscó en la bolsa que llevaba en bandolera y le alcanzó una extraña pistola.
El jefe miró a Julián y a sus amigos, con sonrisa retorcida, y sin decir palabra le disparó a Alfredo.
36
El millonario se llevó la mano al hombro izquierdo y, con la cara desencajada, se quitó de un tirón el dardo que le había clavado. Cayó al suelo con un leve ruido a cristales rotos.
—No lo hace por mí, señor Curto. Lo hace por su amigo. Lo hace por esto —dijo, y le enseñó un frasquito de cristal.
Incluso desde la otra punta de la bodega se adivinaba la etiqueta de un laboratorio. No hacía falta tener mucha imaginación para adivinar que se trataba de algún tipo de suero.
—Yo de usted me daría prisa —agregó, señalando a Alfredo con un gesto de la barbilla—. Actúa rápido. Y ha sido una buena dosis.
Miró a Alfredo. Estaba sentado en el suelo y se rascaba compulsivamente el hombro, mientras respiraba cada vez con mayor dificultad. Tenía los ojos ligeramente desorbitados. Se le estaba hinchando la garganta y no podía hablar.
El jefe de los sicarios volvió a reír con su poca gracia habitual.
—No le ha dicho nada a usted, ¿verdad? —preguntó a Julián—. Claro. ¿Cómo iba un hombre tan presumido como ése a comentarle nada sobre sus problemas físicos? Como su alergia al veneno de abeja, por ejemplo.
Volvió a reír levemente y agitó en el aire el botecito, que a todas luces contenía epinefrina.
—Tic tac, amiguito —añadió, sádico—. El tiempo pasa y a su amigo le queda muy poco.
Ilse acomodó a Alfredo lo mejor que pudo, poniéndole bajo la cabeza su rebeca, y se volvió hacia Julián.
—¿Qué quieren que hagamos con eso? —preguntó, señalando la corona que todavía tenía en las manos el señor Louis e implorándole con los ojos que colaborase.
Julián le hizo un gesto al sicario, que se la tendió. Había comprendido que no tenía más opciones en ese momento.
—Usted entendía de arte ¿verdad? —dijo, mostrándole la corona que hasta el momento creía de oro, pero que ahora, al verla de cerca, le parecía más bien como de una aleación de aspecto similar, pero sustancialmente distinta.
—No soy experta en arte antiguo —mintió—, pero trataré de ayudarle. ¿Qué es esto?
—Es una corona, Ilse. Una corona anterior a los Inca. Y oculta un mapa que tenemos que encontrar.
Julián pidió una linterna, que le dieron inmediatamente. Necesitaba una buena luz, por si las marcas que suponía que tendría grabadas se habían atenuado con el paso de los siglos. Porque eso precisamente era lo que buscaba frenéticamente, arrodillado con Ilse en mitad de la bodega: marcas que reflejasen instrucciones de algún tipo. Algo que pudiera ser indicaciones de algún destino, de algún rumbo que seguir.
Sin embargo no parecía haber nada de eso. Las únicas marcas que había eran las de los detalles de las plumas grabadas en relieve en el metal. Por lo demás, la corona era tan sencilla que no parecía haber muchos lugares donde esconder las señales. Tenía una especie de gran anillo de forma ligeramente oval, de unos tres milímetros de espesor y tres centímetros de ancho, que conformaba el cerco con el que la corona se ceñía a la cabeza. Y al menos de momento, no veía por ninguna parte el pájaro en el que, según la leyenda que contó el viejo sacerdote, se transformaba la corona. Lo único que había remotamente parecido era una estructura en la parte posterior, en la que las plumas se organizaban en algo parecido a la cola de un pájaro, abierta en uve, como la de los vencejos. Y por supuesto, las mil pequeñas plumas que conformaban la superficie del disco que tenía en la parte frontal, de unos veinte centímetros de diámetro.
Ilse y Julián lo examinaron juntos. El jefe de los sicarios tenía razón: no era de una sola pieza, sino que parecían dos partes superpuestas que conformaban un disco. Lo miraron desde abajo: ahí se apreciaba mejor la unión. Les pidió algo a los secuestradores para tratar de forzar un poco las piezas, tal como estaba haciendo su jefe unos instantes atrás. No era un procedimiento muy ortodoxo, pero tal vez una parte, al desplegarse, liberara el plano que estaban buscando.
—Procura no pasarte de listo, amigo. Te estoy apuntando —dijo Louis, empujándole el cuchillo con el pie.
Julián lo introdujo por la rendija y empezó a hacer un poco de palanca, con precaución al principio, y más fuerza después. Ilse y él se miraron. Aquello no era normal. Las piezas de la corona tenían un espesor aproximado de un milímetro, y la dura y tenaz hoja del Randall llegaba hasta los seis. Y estaba empezando a doblarse ante el esfuerzo. Pero las piezas no cedían ni un ápice.
—Esto no es oro ¿verdad?
Julián negó con la cabeza. A él tampoco se lo parecía.
—El oro es muy blando, Ilse, y esto es extraordinariamente resistente. Demasiado —musitó, mirando de reojo a Alfredo y apretando los dientes.
Su amigo empeoraba por momentos y él no avanzaba.
—Creo que es una aleación de metales totalmente distinta. Pero no me preguntes cuál. Aquí no conocían nada tan duro.
Ilse no pareció impresionada por el dato. Se quedó pensativa por unos instantes, y a medida que la idea que estaba teniendo empezaba a cobrar forma en su mente, su rostro se fue iluminando. Cuando sonrió radiante y le miró para decirle lo que se le había ocurrido, Julián entendió —una vez más— por qué su amigo se había quedado tan prendado de ella.
—Escucha —dijo ella, tomándole del brazo—. ¿Y si no es una pieza homogénea, sino que los componentes de la aleación que dices están repartidos de una forma concreta, en vez de totalmente mezclados?
Como si estuviera compuesta por partes de diferentes metales soldadas entre sí, y dándole luego la apariencia de que fuese de una sola pieza... No era ninguna tontería. Podría ser. Asintió con la cabeza según lo pensaba.
—Bien —prosiguió Ilse—. Y ahora, si fuéramos los que lo hicieron, ¿cómo podríamos utilizar eso para ocultar un grabado a simple vista, o mejor dicho una incrustación de un metal en otro, pero que pudiera revelarse con los métodos que tenían los sicán al alcance hace mil años?
Julián se lo imaginó en cuestión de segundos. Se puso de pie como un resorte y se encaró ante el jefe. Los pistoleros le encañonaron con sus armas.
—Dígale a sus hombres que busquen en la cocina. Necesitamos un soplete, como los que se utilizan para flambear. ¡Corra!
La expresión de la cara del hombre canoso cambió en cuanto comprendió adonde querían ir a parar Julián e Ilse. Chascó los dedos y uno de sus hombres subió los escalones de dos en dos.
—Y ahora —continuó Julián— déle usted el antídoto. Ya ve que estamos colaborando. Pero se está poniendo muy mal.
Era verdad. Alfredo respiraba cada vez peor, y la cara se le estaba hinchando por la reacción anafiláctica. Julián vio cómo el jefe miraba hacia donde estaban Alfredo e Ilse, a su espalda, y cómo volvía a mirarle a los ojos, al cabo de un par de segundos.
Y cómo su estúpida sonrisa volvía a aparecer, mientras negaba con la cabeza y decía:
—Cuando encuentre el mapa, señor Curro, pero no antes. Seguro que así estimulo su ingenio.
No sabía si era porque iba a dejar que su amigo muriese por un simple capricho suyo o porque no soportaba ver esos repelentes dientes uniformes cuando sonreía, pero empezó a apretar los puños casi sin reparar en ello, hasta que sus nudillos crujieron. Aquel hijo de puta estaba yendo demasiado lejos, por una puta corona o por lo que fuera que hubiera detrás de ella. Louis hizo crujir también la empuñadura de plástico de su subfusil FN P90 mientras le apuntaba, iluminándole el costado con el siniestro punto rojo de su láser.
Afortunadamente la llegada de Yván con el soplete de la cocina, bajando los escalones de tres en tres, rompió la tensión del momento. O al menos la aplazó. Julián se lo arrebató de las manos y volvió corriendo con Ilse y la corona.
—Ten cuidado —dijo, y encendió el soplete.
Iba pasando la llama azul por la superficie de la corona, calentándola. La idea de Ilse tenía su lógica: si en vez de grabar el mensaje con un buril en el metal, lo que habían hecho era incrustarlo con dibujos o caracteres de otro material, esencialmente distinto pero con igual apariencia, es posible que alguna prueba física pusiera de manifiesto la presencia de ese grabado. Y de todos los recursos que tenían a su alcance los sicán hacía mil años —por cierto, ¿le había comentado él nada acerca de los sicán?—, el del fuego era el que más se prestaba al asunto. Si calentaban la corona y los materiales tenían diferentes puntos de fusión, el fuego haría que los caracteres del posible mensaje brillasen de forma diferente al resto de la estructura.
Como escribir con zumo de limón en un papel y calentarlo después, pero con metales.
Había sido una buena idea, pero llevaban ya dos minutos agachados en torno a la corona, calentándola por todas partes, y no pasaba nada. Ni se dilataba, ni las piezas del disco se movían, ni ningún mensaje refulgía en su superficie.
Nada.
Julián se puso en pie y paseó por los pocos metros cuadrados en los que estaban confinados, apretándose los lacrimales en un gesto de profunda concentración. Ilse, obcecada, continuaba mientras tanto tratando de encontrar la respuesta con el soplete. Julián pensaba que no conseguiría nada así, por más que insistiera con el fuego. No sabía cuánta carga de gas cabría en el soplete de plástico, pero le parecía increíble que la corona no se hubiera empezado a fundir ya por alguno de sus puntos más delgados. Habían tenido las luces apagadas durante casi un minuto, para que pudiera verse cualquier cambio de color que se produjera en su superficie por el fuego, y el metal —si es que eso era realmente, y no otra cosa—, ni siquiera refulgía en la oscuridad. Y vive Dios que estaba caliente. Había cogido la corona con un paño para darle la vuelta y volver a probar con el cuchillo en la abertura, por si estaba ahora más maleable, y casi se había quemado los dedos al hacerlo.
Estaba claro que aquello no era la clave. O no ocultaba ningún mapa y estaban siguiendo una pista falsa, o bien estaban buscando en la dirección equivocada. ¿Qué había dicho el sacerdote que hizo Naymlap con la corona? Se la había ofrecido al sol, para que les marcase el camino de regreso. El sol les había marcado el camino. De acuerdo. ¿Y qué era el sol? ¿Qué reñía? Luz, por supuesto. Y calor. Luz y calor. Piensa, carajo, piensa... Luz y calor. Eso ya lo habían probado. ¿Y qué más? Rayos ultravioleta, claro. Radiaciones solares. No —descartó—. Tenía que ser otra cosa. Imaginó el gesto de Naymlap, al coger la corona y ponerla entre el sol y él. ¿Había que mirar algo a través suyo, como a trasluz? No, lo habrían visto con la linter...
Un momento.
¿Y si...?
Se había quedado de pie, totalmente abstraído en medio de la habitación, retorciéndose sin darse cuenta el labio inferior. Ilse por fin había dejado el soplete y le miraba, expectante. Ron y sus dos hombres también le observaban. Y si Alfredo no acabara de desmayarse, seguro que también le estaría mirando, porque aunque estuviera allí plantado sin decir nada, el rostro de Julián reflejaba todos y cada uno de los pasos que iban siguiendo las piezas en su mente al ir encajando, unas con otras, hasta formar la imagen completa. Pensaba en esa desconcertante corona, hecha de un material más extraño todavía. Un material tremendamente resistente y prácticamente inalterable, que no se parecía a nada que hubiera visto antes. A nada, excepto a una cosa. A una insólita esfera de la que había estado hablando esa misma mañana con Aimar. Una esfera igual de dura e inalterable, pero que respondía a estímulos. A radiaciones; a energía, se corrigió. Y aunque al parecer el ingeniero no había dado todavía con su radiación, con esa con la que estuviera en perfecta sintonía, ya había conseguido inducir algún tipo de respuesta probando fuentes de radiación casi al azar. Respuestas como cambios en su forma, y emisiones de señales.
Dejó su mente libre, mientras asociaba ideas, y volvió a imaginar otra vez a Naymlap, ofreciendo la corona al sol, a su sol. El sol que brillaba, con sus rayos. Los rayos solares; radiación de luz. Energía de luz. Eso le daba el sol, luz con energía. Luz con energía. ¿Y dónde podía encontrar...?
Ni siquiera terminó la frase en su mente. Se giró hacia el jefe y se lo soltó a bocajarro, directamente:
—Necesito que me den sus armas.
Aquello estaba tan fuera del guión que esta vez Ron ni siquiera se rió. Se quedó simplemente mirándole, como si no le hubiera oído bien.
—¡Sus armas! —repitió—. Necesito que me den los punteros láser de sus armas. ¿No me ha oído? —dijo agobiado, dándose cuenta ahora de que Alfredo se había desmayado.
Ilse fue la primera en entenderlo. Claro que no sólo era la que estaba más preparada para hacerlo porque supiera de antemano de qué iba el asunto, sino que también había recibido después de comer la trascripción de la conversación telefónica de Julián con su ingeniero jefe. Cortesía del servicio de comunicaciones de La Corporación. Así que Ilse ató cabos y su grito ahogado de entusiasmo fue lo que sacó a Ron de su inmovilismo.
—No voy a hacer eso —dijo éste sin embargo, muy serio—. Los punteros están integrados en el arma y no son desmontables. Así que dígame para qué los necesita.
Julián pegó dos zancadas hasta la corona; la cogió con un trapo para no quemarse y la puso encima de la mesa, con el enorme disco dorado de cara hacia los pistoleros.
—Espero que no suponga un blanco demasiado pequeño para sus hombres —dijo mordaz, señalándola con el dedo—, porque es posible que esto sea lo que abra la corona: necesito que sus hombres apunten con el láser al centro del disco. Con todos los lásers que tengan.
Los hombres miraron a su jefe, indecisos, y éste asintió con la cabeza, sin mirarles apenas. No entendía nada, pero Ilse parecía estar de acuerdo con ello.
Conectaron el selector de los punteros en modo de combate, con la máxima intensidad posible, y apuntaron hacia la corona, en pleno centro del disco. Un momento después Ron hizo lo propio, sacando de un bolsillo el puntero de su pistola —que sí era desmontable— y proyectando el haz sobre la corona. Sus hombres le imitaron y activaron también sus pistolas. En un momento, los cinco pequeños lásers rojos convergieron en el disco central. Y unos instantes después, poco a poco, algo empezó a cambiar en la corona.
La especie de vapor que se estaba condensando frente al disco de la corona —y que se vio mucho mejor cuando Ilse, sin consultarlo con nadie, encendió un par de linternas y apagó la luz de la bodega—, se parecía al humo que salía cuando un puntito de luz concentrada por una lupa se deja un rato sobre el mismo sitio. Un humo en el que el fulgor del punto luminoso se difuminaba, igual que los faros de un coche en la niebla. Algo así es lo que se estaba formando frente a la corona, lenta, casi perezosamente. Una especie de esfera lechosa en la que los láseres parecían perderse, junto con la mirada hipnotizada de los hombres.
Julián no estaba para espectáculos. Se encaró con el jefe del pelo gris, interponiéndose entre la corona y él.
—Ahí tiene su maldito mapa. Así que ahora déme el jodido frasco —masculló.
Ron le miró, casi molesto porque le interrumpiese la visión de la extraña nebulosa. Buscó en uno de los bolsillos externos de la chaqueta y le entregó en un momento la epinefrina y una jeringuilla hipodérmica, despachándole con un gesto de impaciencia.
Julián se arrodilló junto a su amigo e inmediatamente se la inyectó en el muslo. Poco a poco, Alfredo empezó a abrir los ojos y a respirar con normalidad, aunque estaba aún semiinconsciente, muy afectado por el shock. Julián se sorprendió de que Ilse permaneciera de pie junto a los hombres que les retenían, contemplando absorta la esfera como si fuese una más de ellos, en lugar de estar cuidando de Alfredo. Lo entendió en parte, sin embargo, cuando miró hacia la corona y lo vio.
Porque lo que se estaba formando ante ella no era simplemente hipnótico.
Era imposible.
La difusa esfera de vapores empezó a concretarse, a definirse, como si fuera una bola de cristal de bordes precisos y bien delimitados. Flotaba en el aire frente a la corona, sin moverse ni oscilar, por encima de la línea que marcaban los lásers de las armas. Era del mismo tamaño que las bolas que se ven en las boleras. Y de un negro tan puro que destacaba incluso entre las penumbras de la bodega. Le impresionó tanto que no se dio cuenta de que Ilse, con la boca igual de abierta que él, le daba un ligero codazo a su subordinado para que sacase una pequeña cámara digital. Ron comenzó a grabar justo cuando unos leves destellos, blancos y muy pequeños, empezaron a brillar dentro de la negrura. Eran tan minúsculos que todos —menos Alfredo, que se recuperaba poco a poco— se congregaron en torno a ella para verlos, sin distinción entre amigos y enemigos. La oscura luz que emanaba de la esfera les iluminaba los rostros con su sombra, con los ojos alucinados de todos convergiendo sobre ella, mientras les mostraba cómo algunos de los puntos blancos de su interior crecían, hasta transformarse en estrellas, en estrellas y en planetas, mientras ella se convertía en una especie de ventana. En la ventana de una nave que cruzara, majestuosa, el espacio. Y así, los cuatro hombres y la mujer, cuyas consciencias estaban unidas en torno a la esfera, dejaron por un momento de saber dónde se encontraban, y la siguieron, o viajaron dentro de ella, por ese océano de estrellas, primero sin rumbo y por fin hacia una en concreto, hacia un punto blanco que flotaba en el espacio, y que fue creciendo de tamaño y mostrando su verdadero color hasta que llenó casi totalmente su campo visual, con las formas pardas y verdes sobre un fondo azul de un planeta que conocían muy bien. De un planeta que era el suyo.
La nave comenzó a descender y ellos, que parecían viajar en su cabina, vieron como el azul del Océano Pacífico lo llenaba todo a medida que bajaban, suave pero rápidamente, hacia una isla pequeña, tan perdida y remota que parecía el ombligo diminuto de una enorme tripa azul. Sobrevolaron la isla sin bajar en ella, y siguieron cruzando el mar, rozando por momentos las crestas de las olas y otras veces subiendo hasta ver curvarse el horizonte. Por fin llegaron a tierra, a una costa que se extendía a ambos lados, yerma y quemada por el sol, pero que guardaba una promesa, una promesa en forma de montañas. Se adentraron en la tierra y la nave, la esfera, se recreó sobre las arenas del desierto, y bajó lo suficiente como para que sus cinco tripulantes pudieran ver las figuras que en esa arena había. Rectas que parecían arañadas en la superficie y que se extendían por kilómetros, matemáticamente perfectas; figuras geométricas; figuras de animales, de pájaros y peces, de arañas, incluso de un hombre que miraba a lo alto y saludaba a los cosmonautas sin verlos, preso para siempre en su dibujo de tierra removida y tostada por el sol. Los labios de Ilse y de Julián se movieron al unísono, y ambos pronunciaron la misma palabra, sin hacer ningún ruido: «Nazca.» Y casi como si lo esperase, la nave continuó su viaje en el mismo momento en el que ambos reconocieron dónde se encontraban. Siguió en línea recta, sin dejar que las montañas —que Julián identificó como los Andes— la arredrasen, y así trepó por sus faldas, que subían desde el desierto con las huellas de mil cauces de mil ríos, en ese momento secos, y fue subiendo, manteniendo la distancia con el suelo, hasta que todo lo que se extendía bajo ellos no era más que un manto de roca pura, con algunos ríos helados, con manchas de vegetación que se abrían entre sus cumbres nevadas; una sucesión eterna de montañas duras y ríos fríos que sin embargo aparecía terriblemente hermosa, y que fue subiendo más y más, demostrando su poder, hasta que por fin, satisfecha, se abrió a un valle verde, a un valle donde parecía que siempre fuese primavera. Un valle que, sin necesidad de que nadie se lo dijera, supieron que habría de ser considerado como sagrado por rodos aquellos que llegaran a habitarlo.
La nave —pues los que estaban en aquella bodega de Cuzco sentían que estaban teniendo un viaje, y no una visión— giró a la izquierda por ese valle, cerca del río, deleitándose en el verde de sus riberas, siguiendo sus meandros mientras rodeaba las estribaciones de las montañas, imponentes a ambos lados del río. Y a medida que iban avanzando, el río se hacía cada vez más bravo, y la vegetación más viva, hasta que al final todo se hizo verde, con el valle y las montañas cubiertas de plantas. Y ahí, en ese punto, con las aguas por fin mansas tras pasar varios rápidos, la nave se detuvo. Y empezó a trepar por la falda del monte que tenía a su izquierda, subiendo poco a poco, hasta llegar a la cumbre, para mostrar a sus sorprendidos viajeros una ciudad perdida entre las montañas y las nubes; una ciudad rodeada de praderas que refulgían bajo el sol con un verdor fosforescente; una ciudad con edificios hechos de piedras, y tejados que brillaban como si fueran de oro; una ciudad labrada sobre un cerro, y cobijada bajo la presencia de otro, un poco más alto.
Una ciudad con un nombre que, esta vez sí, pronunciaron al unísono Ilse y Julián, a media voz: Machu Picchu.
Como si fuera consciente de que la habían reconocido por fin, la esfera bajó y jugueteó entre las callejuelas de la ciudad, que aparecía deshabitada y extraña a los ojos de sus visitantes, recorriendo sus escaleras, sus amplias plazas verdes abiertas al sol, las fachadas de sus edificios con puertas y ventanas trapezoidales, hasta que, por fin, se dirigió hacia un punto muy concreto: hacia un recinto que albergaba una roca que salía de la Madre Tierra, y que había sido tallada por manos desconocidas hasta formar una plataforma ligeramente escalonada, que sobresalía del nivel del suelo, y en la que destacaba un bloque de la misma pieza de granito; un amplio prisma rectangular en torno al cual, por alguna razón que no alcanzaron a comprender, les pareció que se había construido toda la ciudad.
La visión se centró en esa piedra por unos instantes, y después refulgió con un solo pulso de luz blanca que iluminó toda la bodega. El flash les dejó cegados por unos instantes, y cuando por fin volvieron a ver, la asombrosa esfera de luz se había desvanecido.
No hubo, sin embargo, tiempo de analizar la extraña visión que habían tenido y que había durado —según estimó Julián— menos de un minuto. No lo tuvieron porque el espectáculo no había terminado: allí, ante sus ojos, la corona había comenzado a transformarse.
La luz de las potentes linternas arrancó miles de pequeños destellos dorados al disco central, que, como habían sospechado, estaba compuesto por dos piezas que podían moverse.
Que se estaban moviendo, mejor dicho.
Las delicadas láminas doradas que antes no pudieron forzar, se estaban abriendo ahora por sí solas hacia atrás, lenta y suavemente, sin que pudiera apreciarse ningún motor, ningún resorte, ni tan siquiera una articulación que facilitase que las estilizadas planchas pudieran bascular. Viendo aquello, Julián entendió perfectamente a qué se refería Aimar cuando trataba de explicarle que la esfera de Qattara era capaz de modificar su estructura. Porque eso exactamente es lo que estaba haciendo la corona delante de él.
Animadas por su propia voluntad, las dos piezas con forma de media luna que, al juntarse, conformaban el disco, se estaban replegando hacia atrás, uniéndose a la estructura del cerco de la corona, que a su vez se estaba ovalando ligeramente, estilizándose. Según iban acercándose a su nueva posición, comprendieron por qué tenían la superficie totalmente cubierta por miles de pequeñas plumas de oro grabadas. Las tenían porque eran dos alas. Las dos alas del pájaro que simbolizaba la corona. No había duda: al replegarse, las alas dejaron al descubierto una estructura en la parte delantera de la corona, donde antes estaba el círculo dorado. Una estructura que estaba perfectamente integrada en el conjunto y que no habían visto hasta ahora: una estilizada cabeza de ave, con un pequeño pico que apuntaba hacia lo alto, orgulloso.
Nada más apropiado para la corona que portó Naymlap, también conocido como «el hombre pájaro».
Se quedaron mirándola fascinados, sin hablar, incapaces de reaccionar todavía, con la mente tratando de asimilar la enormidad de las implicaciones de lo que acababa de suceder ahí, ante sus ojos, en la bodega de un restaurante que siglos atrás, fue uno de los palacios más importantes de Cuzco.
Una tos a ras de suelo fue lo que les sacó de su ensueño, devolviéndoles a la realidad igual que el chasqueo de los dedos de un hipnotizador.
Julián se arrodilló junto a Alfredo, le ayudó a incorporarse e Ilse se le sumó instantes después. La rutina de impartir ordenes terminó de despejar a Ron, que volvió a ser el mismo tras movilizar a sus hombres para que recogieran todo y lo guardasen en las bolsas negras que Julián había traído. Su voz sonó tan firme como siempre cuando habló por el walkie-talkie:.
—Nos ponemos en marcha —dijo por el aparato—. Vamos a salir.
Los hombres apuntaron a Ilse y Julián, que sostenían de pie a Alfredo, y les hicieron subir las escaleras mientras Ron y ellos cerraban la comitiva.
Con el ajetreo, ninguno de los sicarios se había dado cuenta de que Julián llevaba el cuchillo escondido entre sus ropas.
37
Llevaba más de cuarenta minutos viéndole plantado allí, inmóvil frente a la puerta del restaurante, con cierta pose profesional que reconocía perfectamente, y que se parecía tanto a la de un inocente chofer como una granada de fragmentación a un huevo de Pascua.
No había intervenido hasta ahora porque el gigante rubicundo y los otros tres hombres habían aparecido en compañía de la señorita Ilse, la última conquista de su jefe. Sin embargo, lo que acababa de ver a través de sus discretos binoculares le había empujado a abandonar su punto de observación y a acercarse un poco más. No se trataba del hecho de que el tipo hablase por la radio que acababa de sacar de debajo de su chaqueta, claro. Ni de que por fin pareciera abandonar su posición ante la puerta.
Se trataba de la pistola que llevaba al lado de la funda de la radio. El Hombre Oscuro bordeó la Plaza de Armas por los soportales, tratando de pasar desapercibido entre los grupos de turistas y lugareños que deambulaban buscando dónde tomar una copa después de la cena. El chofer dobló la esquina del restaurante y bajó por una de las calles que salían de la plaza, donde habían dejado los coches aparcados. No estaría de más acercarse un poco y ver qué se traía entre manos.
Pero a menos de sesenta metros de la esquina vio algo que le hizo detenerse en seco y torcer el gesto un poco más de lo habitual: sus dos objetivos salían del restaurante, acompañados por Ilse y flanqueados por los tres hombres que habían entrado con ella. El aspecto de los tres hombres que les rodeaban en formación triangular resultaba igual de inocente que el del armario rubicundo. Además, no parecía que Alfredo Peralta se encontrase demasiado bien. Ni que estuviera especialmente contento de estar ahí. Y eso sí que era un motivo de peso para intervenir.
Incluso para hacerlo de manera contundente.
Disimuló como si mirase el expositor de postales que una de las tiendas tenía en la calle, y sacó su pistola de la funda que llevaba bajo la chaqueta. La metió rápidamente en la bolsa de fotógrafo que llevaba en bandolera y en la que ocultaba el resto de su pequeño arsenal. Enroscó el silenciador y caminó hacia sus objetivos con la mano derecha dentro de la bolsa, empuñando la pistola y preparado para disparar inmediatamente.
La comitiva enfiló la calle de los coches y el Hombre Oscuro se dirigió en línea recta hacia ellos, acelerando el paso. Sujetaba la empuñadura de la pistola con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Apretó los dientes y estiró los labios hacia atrás en un gesto que no tenía nada de sonrisa. Eligió el blanco, amartilló la pistola, y fue entonces cuando lo vio.
Los tres hombres estaban armados.
Debajo de las chaquetas que llevaban sobre el brazo de manera casual, empuñaban pistolas. Y apuntaban a los hombres que tenía la misión de proteger. Y eso no era nada bueno. Porque atacar abiertamente a esos tres hombres, aunque terminase con ellos, era potencialmente muy peligroso para el señor Peralta y su compañero. Tensó aún más los músculos de la mandíbula, pero se obligó a respirar hondo. Tenía que buscar una ocasión más propicia.
Se adentró en la calleja, a corta distancia del grupo, que pasó por delante del coche del coche de Ilse como si no lo conocieran. El chofer estaba agachado dentro, como si buscara algo en la guantera. El Hombre Oscuro se quedó un poco retrasado, entre unos coches aparcados, y vio que el grupo del señor Peralta se detenía frente a un enorme todoterreno negro, con los cristales tintados. Los hombres hicieron subir a los pasajeros, mientras el que parecía el jefe se alejaba unos metros del coche para hablar por el walkie. Desde su posición vio cómo el gigantón hablaba por su aparato. Era a él al que llamaba, por supuesto. Terminó la conversación y el hombre del pelo gris subió al todoterreno. Un instante después arrancó y salió, llevándose a sus prisioneros.
El Hombre Oscuro miró al único vínculo que le quedaba con sus objetivos. Estaba sentado en el coche, remoloneando mientras sacaba una cajetilla de tabaco de la chaqueta.
Iba a encender un pitillo cuando alguien dio unos golpecitos en la ventana del copiloto. El rubicundo gigantón miró molesto al inoportuno turista. Tenía desplegado un mapa de Cuzco, y parecía que tratara de sonreír, aunque su cara era como de dolor de estómago. Como la de aquel actor antiguo, ¿cómo se llamaba? Ah, sí. Víctor Mature. La comparación le provocó una leve risa que no logró salir de su corpachón. Bajó la ventanilla.
—Perdone —dijo Mature—, ¿sabe usted dónde está la calle Garcilaso?
Le miró con fastidio. ¿Acaso no sabía leer un plano? Le señaló con su dedazo a uno de los policías que estaban en la puerta de la Municipalidad, cien metros más allá.
—Pregúnteles a ésos —dijo—. Que se ganen el sueldo.
Y pulsó el botón automático para que subiera el cristal.
Cerró los ojos, encendió el cigarrillo, y aspiró el humo con delectación. Por fin tranquilo.
—Hola...
Miró casi con sobresalto. Creía que había cerrado el cristal. Aunque claro, era difícil que subiese del todo con el silenciador de la pistola de Mature metido por la ventanilla.
El Hombre Oscuro no era muy hablador. Y además iba corto de tiempo. Así que apretó el gatillo de su Sig Sauer y le desintegró la rodilla izquierda.
Los pulmones del gigantón estaban en consonancia con el desmesurado tamaño de su tórax. Miró con preocupación a los policías, que por fortuna todavía no habían reparado en ellos. De momento.
—Será mejor que abra la puerta. Y que se calle. O volveré a disparar. Un poquito más arriba —precisó, apuntándole a la entrepierna—. Y por supuesto, las manos fuera de la llave de contacto.
Más pálido de lo habitual, el chofer abrió la puerta, y él se sentó a su lado.
—Vayamos al grano —dijo lacónico—. ¿Dónde han ido los del todoterreno negro?
El puñetazo que le dio con la mano derecha le pilló por sorpresa, y la pistola voló dentro del coche. A pesar de su tamaño, el tipo era peligrosamente rápido. Consiguió darle con el codo en las costillas, aunque no tan fuerte como para partirle ninguna, y casi le conecta otro derechazo en la cara. Afortunadamente su pierna de apoyo estaba herida. El Hombre Oscuro no era rival para un tipo como aquél, al menos en un espacio tan pequeño como ése. Al menos jugando limpio. Mientras se cubría lo mejor que podía de la lluvia de golpes, tanteó con la mano izquierda hasta encontrar su navaja automática. La sacó, apretó el botón, y se la clavó al gigante en la rodilla izquierda. Justo donde le había disparado.
El hombre abrió mucho los ojos y respiró entrecortadamente. Se puso lívido y casi se desmayó. Casi. A partir de ahí se mostró mucho más colaborador.
—Van a Machu Picchu —dijo con voz trémula, mientras las lágrimas le caían en silencio.
—¿Cómo? ¿En coche?
Negó con la cabeza.
—Iban hacia el aeropuerto —dijo—. Creo que a coger un helicóptero.
Pareció meditarlo por unos momentos, mientras le apuntaba con la pistola.
—Muy bien —dijo por fin—. Pues arranca. Vamos al aeropuerto. El chofer le miró con una mezcla de dolor y rabia. —¿Cómo que conduzca? —gritó, encarándose— ¡Me ha volado una pierna!
El Hombre Oscuro le puso la pistola en la frente y miró la caja de cambios. Era automática.
—Creo que sólo te hace falta la pierna derecha para conducir.
Claro que si dices que no puedes, te la volaré. Y así estaremos los dos de acuerdo.
Pudo.
Y en tiempo récord.
Un cartel publicitario al fondo del aparcamiento del aeropuerto, que mostraba un helicóptero sonriente sobrevolando Machu Picchu, señalaba las oficinas de FlyCusco. Era un edificio independiente a la derecha de la terminal de pasajeros del aeropuerto, al que se accedía desde el aparcamiento por un camino asfaltado e iluminado.
Hizo parar al chofer en un rincón oscuro, suficientemente separado de donde estaba aparcado el todoterreno negro. Cogió la llave del contacto, abrió la puerta y bajó del coche. Cuando parecía que iba a salir para siempre de la vida del rubicundo, se dio la vuelta de nuevo, empuñando la pistola. El chofer le miró sin comprender.
—Pero... ¡dijo que no me iba a disparar!
Le miró inexpresivo y le matizó la cuestión:
—Dije que si conducías no te dispararía. En la pierna.
Y apretó el gatillo.
La bala salió sin hacer ruido. Le voló la cabeza y quedó incrustada en el cristal blindado de su ventanilla, que repentinamente se puso muy sucia.
Sin cabos sueltos detrás, el Hombre Oscuro salió hacia la oficina de FlyCusco, evitando el camino iluminado. Llegó hasta el edificio de ladrillos y lo bordeó con precaución, hasta la puerta. No se asomó para no revelar su presencia, pero por la conversación que se celebraba dentro quedó claro que había llegado a tiempo.
—Ya le he dicho que el horario de vuelos terminó por hoy, señor —dijo una voz de hombre, con una musicalidad que decía inequívocamente que era peruano—. Es muy tarde ya, y los pilotos están recogiendo. Y el helicóptero está parado ya hasta mañana. ¿Por qué no les apunto para mañana? Podrían coger el primer vuelo, a las ocho quince...
Se hizo un incómodo silencio hasta que otra voz de hombre, más dura y con un acento incalificable, dijo:
—Seguro que esto le hace valorar la posibilidad de un chárter. Ahora mismo.
Otra vez un silencio, que podía provenir de una pistola metida en la boca o de un fajo de billetes lo suficientemente grueso sobre el mostrador. Ambos, motivos de peso para valorar el tema del chárter.
Por la voz entusiasta del encargado, debió tratarse de la segunda opción.
—¡Oh! Bueno..., señor... ¡en fin! No sé qué decir... ¡hablaré con los pilotos! Estoy seguro de que considerarán la opción, sin duda. ¡Es usted muy generoso!
—Bien. ¿Cuánto tardaremos en llegar a Machu Picchu?
—En cuanto esté preparado el helicóptero les demorará unos cuarenta minutos llegar hasta Aguas Calientes, señor. Aproximadamente.
—¿Aguas Calientes?
—El helicóptero aterriza allí, señor, en el punto llamado El Rocotal. Es el pueblo que está cerca de las ruinas. De allí les suben en auto en pocos minutos, sin problemas.
Estaba claro que tenía que subir a ese helicóptero. No podía permitirse perder el contacto con sus objetivos. Y seguro que eso le brindaría la oportunidad de buscar el momento de liberarles con garantías.
Cruzó la puerta de la verja metálica, buscó un rincón sin luz y se asomó a la pista. El helicóptero era un enorme Sikorsky S-58 pintado de blanco y azul, los colores de la empresa. Parecía un cruce entre un autobús y una libélula. Anticuado, cabezón, y grande. Muy grande. Tanto, que tenía un magnífico y amplio espacio para equipajes separado por una mampara de la zona de pasaje. El escondite ideal.
El Hombre Oscuro dio un paso y se detuvo. Había visto el reflejo de una llama cerca de la puerta de la oficina, en una zona sin iluminación. Se agachó, volvió a la seguridad de su rincón y comprobó que se trataba de uno de los hombres armados, fumándose un cigarrillo y vigilando cómo empezaban a preparar el helicóptero. Tenía que buscar otra alternativa. Y rápido.
Atravesó de nuevo la verja y rodeó el edificio de la compañía. En el lateral opuesto al aparcamiento, a través de un ventanuco iluminado, le llegó lo que estaba buscando: la voz de los pilotos. Comentaban que con la luna que hacía, no tendrían problemas para el vuelo nocturno. Forzó la puerta del vestuario y se asomó con cuidado. Una hilera de taquillas metálicas les separaba. Irrumpió donde los hombres y fue tan rápido y eficaz como siempre: golpeó a uno de ellos con la culata de la pistola en la cabeza, derribándolo, y apuntó al otro. Éste, muy inteligentemente, levantó las manos.
—Coja la cinta y átele los brazos detrás de la espalda —dijo, señalándole un rollo de cinta americana que había encima de las taquillas—. Bien fuerte —añadió—. Y después los pies.
Mientras el piloto obedecía, el Hombre Oscuro se puso la chaqueta bomber negra del que acababa de tumbar. Sus pantalones eran negros, como los del uniforme de la compañía, así que podría pasar por un piloto. Amordazó al hombre, que seguía inconsciente, y le ordenó a su compañero que le metiera en el armario de las escobas.
—Recuerde que voy armado —le dijo tras cerrar la puerta—. Así que procure no hacer tonterías si no quiere que le meta un tiro.
Se pusieron los cascos y salieron a la oficina, a recoger a los pasajeros. Les acompañaron al helicóptero, cerraron la puerta, y treparon por los dos escalones del fuselaje para acceder a la cabina. Segundos después, con un petardazo y una nube de humo saliendo de los tubos de escape delanteros, el venerable motor del Sikorsky se puso en marcha.
Dentro de la cabina del pasaje, y por primera vez en horas, Alfredo Peralta sonreía con discreción y algo de esperanza. Aunque no le había visto la cara por el casco, el caminar de uno de los pilotos le había resultado vagamente familiar.
38
El rumor de los motores era tan fuerte en la cabina de los pasajeros que se estableció una especie de tregua durante el vuelo. Sentados en la hilera de asientos de la derecha, Ron y sus dos hombres se limitaban a apuntar con las armas a Julián y sus amigos, sin torturarles durante un rato con su ingeniosa conversación.
Delante de Julián estaba Ilse, y en el asiento siguiente, Alfredo. El joven arqueólogo miró con fastidio creciente a la rubia, mientras oía retazos de su conversación entre el ruido. Desde que habían llegado al aeropuerto estaba de nuevo atenta y encantadora con Alfredo. Y muy interesada en conocer todos y cada uno de los detalles de la aventura en la que andaban metidos. No pareció conformarse cuando Alfredo le confió que se trataba de un asunto personal, casi familiar, y que no tenía ni idea de cómo podía haberse complicado tanto. Siguió preguntando, sonsacando, dándole una nueva dimensión a la expresión «curiosidad femenina». Y a pesar de sus grandes ojos, de sus piernas y su elegancia —que mantenía intacta incluso en esas circunstancias—, y de las continuas muestras que daba de su fascinación por la aventura, Alfredo empezaba a mirarla cada vez con menos entusiasmo.
Y no era el único.
A Julián no le gustaba ese interrogatorio. Y después de ver cómo se desentendía de su amigo mientras se desmayaba en la bodega, y prefería quedarse embobada con la corona, Ilse también había dejado de gustarle. Incluso a pesar del beso que le robó en el almuerzo.
O tal vez precisamente por ello.
Porque una cosa era ser una coqueta, y otra no jugar limpio. Y a él le parecía que Ilse no jugaba limpio, y no sólo en lo referente a Alfredo. ¿Una marchante de arte? Sí. Seguro.
La apartó de su mente sin esfuerzo, mientras contemplaba cómo pasaban las montañas al otro lado de la ventanilla, azules y plateadas bajo la luz de la luna. Tenía cosas más importantes en las que pensar. Como la extraña relación entre lo que había vivido en el templo de Qattara semanas atrás y lo sucedido esta tarde en la bodega. Porque, ¿quien pudo diseñar hace diez siglos algo semejante a esa corona, preparada para abrirse cuando alguien le proyectase un láser? ¿Y qué carajo era eso que habían visto allí abajo, en esa especie de esfera irreal? Eso no había sido una alucinación. Había sido un viaje en toda regla. Un viaje que incluía vuelos por la Tierra y el espacio. ¿Quién podía hacer eso? La respuesta estaba clara: los mismos que hicieron lo de Qattara. Los mismos que se estaban planteando volver.
Para imponer su ley.
Julián se estremeció en su asiento cuando el helicóptero aterrizó por fin en Aguas Calientes. No le gustaba nada la idea de reencontrarse con esos seres. Y de alguna manera, sabía que le estaban esperando.
Cerca.
Los pilotos no aguardaron a que las aspas se detuvieran del todo para bajar de la cabina y abrirles las puertas. Ron mandó salir primero a uno de sus hombres, luego los prisioneros y por fin bajó él, cerrando la comitiva con su otro sicario. Todos miraron a su alrededor. La flamante pista de aterrizaje de El Rocotal no era más que un destartalado campo de fútbol de tierra en uno de los extremos del minúsculo pueblo. A esas horas estaba desierto, a excepción de un grupito de muchachos que les miraban curiosos, mientras se pasaban un cigarrillo sentados en el murete que lo rodeaba.
Ron ordenó a sus hombres que vigilaran a los dos españoles y le preguntó a uno de los pilotos cómo llegar hasta las ruinas. El tipo se encogió de hombros y llamó a su compañero.
—¿Las ruinas, señor? A estas horas de la noche están cerradas, seguro. Pero tienen el hotel del santuario justo enfrente —agregó tras meditarlo por unos segundos—. Tal vez puedan esperar allí hasta que las abran por la mañana.
—Sí, ya veremos. Pero lo que necesito saber es cómo subir hasta allí. Su compañero de la oficina en Cuzco me dijo que podían subirnos en coche.
—Probablemente sí, señor. Sigan por esta calle —dijo, señalándoles una de las que bordeaba el campo de fútbol—, pasen el puentecito y bajen por la calle asfaltada. Por ahí es donde paran los buses de la compañía que sube a los turistas que vienen en el tren a ver las ruinas. Y creo que hay un par de taxis en el pueblo —agregó—. Seguro que alguien les sube.
Ron asintió con la cabeza, les hizo un leve gesto de despedida y se dio la vuelta, para poner en marcha al grupo.
El Hombre Oscuro respiró más tranquilo cuando vio cómo sus objetivos y los secuestradores se ponían en movimiento. Sabía adonde iban, y seguramente las ruinas de noche le permitirían por fin pasar a la acción. En cuanto dejase los asuntos resueltos aquí, desde luego.
Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y empuñó la pistola sin sacarla, como un gángster de película.
—Al helicóptero —dijo con un gesto de cabeza.
El piloto le obedeció, y entraron en la cabina del pasaje. Cerró la puerta y corrió las cortinillas.
—Ábrala —dijo señalando la mampara de la zona de equipajes—. Y entre.
Así lo hizo. Entonces el piloto se dirigió a él casi por primera vez desde que entrara en el vestuario y derribase a su compañero.
—¿Sabe? Mi esposa le agradecería mucho que me dejase inconsciente en vez de pegarme un tiro —dijo, mirando la pistola—. Si no le viene mal, claro.
Le miró con cierro reconocimiento y le ordenó que se diera la vuelta. Luego se acercó a él, empuñando la pistola sin que le temblase la mano al hacerlo.
Le golpeó en la cabeza con la culata. Le ató, le amordazó, dejó su casco y salió del helicóptero, en busca del grupo. Por supuesto que no iba a matarle.
¿Por quién le había tomado?
Siguió las indicaciones que había dado el piloto: cruzó el puente en el que desembocaba la calle y continuó bajando, siguiendo el curso del arroyo que cruzaba Aguas Calientes. Llegó hasta una pequeña plaza y ahí les vio, frente a una tienda que seguía abierta. Al lado había una pequeña furgoneta blanca, con las puertas abiertas y el conductor sentado al volante, esperando tranquilamente. Fuera, de pie, estaban Alfredo, Julián e Ilse, con el jefe del pelo cano y uno de los matones. Unos instantes después salió de la tienda el que faltaba, con un par de bolsas con algo de comer. En cuanto apareció, se metieron todos en la furgoneta y enfilaron la salida del pueblo.
El Hombre Oscuro dejó unos minutos de margen y cogió el otro taxi. Le pidió que le llevase al hotel de las ruinas y salieron de Aguas Calientes por la misma carretera. A los pocos metros desapareció todo rastro de asfalto, y el camino se transformó en una ancha pista que seguía el cauce del río. Por cómo conducía sobre la tierra y grava, parecía que aquél fuera el recorrido estrella de los chóferes de Aguas Calientes. Lo cierto es que tampoco había muchos más caminos por los que circular...
Continuaron por un rato paralelos al río, hasta que pasaron un meandro y se encontraron con un viejo puente de hierro. Lo atravesaron y cogieron por fin una pista que ascendía por la ladera de la montaña, serpenteando entre la exuberante vegetación con mil y una revueltas. El conductor echaba miradas furtivas por el retrovisor, con una estudiada pose de indiferencia, mientras entraba derrapando y sin ver en las curvas ciegas del camino, que eran la mayoría. Era su manera de demostrar su absoluto dominio del coche y la situación. Al Hombre Oscuro le entusiasmó tanto que jugueteó con la pistola que llevaba en su bolsa de fotógrafo, valorando la posibilidad de pegarle un tiro. No hizo falta: el susto que tuvo el imbécil, al estar a punto de chocar en una de las últimas curvas con la furgoneta blanca que bajaba tras dejar a Julián y los demás, le quitó las ganas de jugar a los rallies el resto de la subida.
No habían llegado aún al hotel cuando le ordenó que parase el coche. El chofer le miró por el espejo con una mezcla de vergüenza y desconfianza, casi esperando una bronca por el conato de accidente que habían tenido. El pistolero le pagó y se bajó sin decir palabra. Aquello no tenía nada que ver con su manera de conducir. Prefería subir el último tramo a pie para no delatar su presencia en el caso de que estuvieran vigilando en el acceso a las ruinas.
Mientras el coche daba la vuelta, el Hombre Oscuro se adentró en un escarpado camino sembrado de escalones, que ascendía en línea recta. Con el ánimo y las ropas negras, la noche se lo tragó.
Al cabo de unos minutos desembocaba en el último tramo de la pista de tierra, justo delante del hotel. Estaba todo en silencio, y la luna competía con las luces que salían del hotel. Caminó unos metros por la pista, protegido por las sombras de su margen derecho. Tenía delante un pequeño aparcamiento con dos coches que serían de trabajadores del hotel, o tal vez de algún huésped. Más allá, a la derecha, se encontraban unos lavabos cerrados. A la izquierda, estaban los torniquetes de acceso a las ruinas, junto a la garita acristalada de los vigilantes.
Vacía.
Saltó los torniquetes y traspasó por fin los límites de la ciudadela de Machu Picchu.
Caminó unos cien metros por un amplio sendero que llevaba recto hasta las primeras edificaciones, pegándose a los bordes de las terrazas de cultivo, tratando de no destacar en medio de aquella luna que lo bañaba todo. Llegó a las casas de piedra y se quedó inmóvil, agachado cerca de la entrada, escuchando, tratando de detectar la presencia de quienquiera que pudiera estar allí. Parecía vacío. Dentro no había más que negrura. Entró, pegado a la pared, y encendió su pequeña linterna, para preparar las armas.
Estuvo a punto de sufrir un infarto.
A su lado, mirándole, estaba el vigilante.
Tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba muerto. Metió despacio los dedos en el agujero que tenía en su costado izquierdo, y los sacó mojados en sangre. Había sido un disparo. Muy bien, ahora jugarían todos igual. Se colgó el subfusil Spectre de su cincha, se metió una granada de humo y fósforo en un bolsillo y empuñó su pistola. Ya listo, salió de nuevo a las ruinas.
Anduvo por otro tramo expuesto antes de llegar al primer complejo de edificios importante, un laberinto de paredes de piedra, puertas y escaleras. Caminaba con cuidado, sin hacer ruido, tratando de localizar a sus objetivos y a los secuestradores. Por fin los vio, tras subir a una zona un poco más despejada y deslizarse pegado a un muro que recorría una pequeña terraza. Estaban a unos treinta metros de distancia y bajaban unas amplias gradas que desembocaban en una enorme plaza recubierta de hierba. Caminaban igual que en Cuzco: los prisioneros en el centro y los secuestradores flanqueándoles, con una formación en triángulo.
Llevaba poco más de un minuto vigilando cómo recorrían la plaza, cuando un guardián les salió al paso.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —dijo, iluminándoles con su linterna—. ¡Está prohibido!
El hombre del pelo gris exhibió su ortopédica sonrisa.
—Buenas noches, señor —dijo simulando un marcado acento anglosajón—. Nosotros estamos en Sanctuary Hotel. El señor de la puerta dejó pasar para que nosotros dar paseo especial —dijo, y frotó con una sonrisa de complicidad el índice y el pulgar de la mano derecha, dando a entender que había dinero por medio.
El vigilante no sonreía. Sacó la radio y llamó a sus compañeros. Dos guardias más aparecieron, uno desde el fondo de la plaza y el otro desde el sector más alto de las ruinas. Con los refuerzos rodeando al grupo de turistas, volvió a llamar al vigilante de la puerta.
Obviamente nadie respondió.
Sin sacar las pistolas pero con firmeza, el vigilante les ordenó que caminaran hacia la salida. El grupo empezó a andar, seguidos por los tres vigilantes.
—Ahora aclararemos esto —dijo muy serio—. Sepan que han cometido un delito muy grave ingresando ¡legalmente en el yacimiento.
Según terminaba la frase, el jefe de los sicarios chasqueó los dedos, y sus dos hombres se dieron la vuelta de repente, con las armas en la mano. En un par de segundos, los tres guardias habían muerto.
Ya tenían todas las ruinas para ellos.
—Es usted un hijo de puta —dijo Julián con furia contenida—. ¡Esto no era necesario! Asesino cabrón...
Louis se le encaró, levantándole la barbilla con el cañón del subfusil, todavía caliente. Su jefe empezó a hablar como si no hubiera oído nada.
—¡Bueno! —dijo casi con alegría, frotándose las manos—. Ya podemos dejarnos de tonterías. ¡Ya estamos aquí! Hemos venido donde nos ha indicado la corona. ¿Y ahora qué, señor Curto? ¿Qué hay que hacer? —preguntó, colocándose frente a él—. ¿Adonde tenemos que ir?
Julián pareció meditarlo por unos momentos.
—Usted podría irse a la mierda —dijo, y señaló a sus hombres—. Y estos dos podrían acompañarle.
—A mí me parece una buena idea —corroboró Alfredo, con la misma sonrisa retorcida que Julián.
El jefe se plantó delante del millonario, y chascó la lengua con un gesto de disgusto, torciendo la cara. Cuando la enderezó de golpe, todo el cuerpo le acompañó en el movimiento y su brazo se extendió como un látigo, para restallar en la cara de Alfredo con una sonora bofetada.
Julián se abalanzó sobre él, para regocijo de Louis, que parecía estar esperando esa reacción. Le dio dos terribles culatazos, con la seguridad que da tener un arma en las manos. Le dobló, pero no consiguió derribarle. Ron fue hacia él y le cogió del pelo, levantándole la cara y poniendo la suya a pocos centímetros.
—Podría volver a hacer el numerito del veneno, ¿verdad? Pero no me gusta repetirme. Así que te lo diré sin tanto teatro, muchacho. O encuentras la siguiente pista, o mataré aquí al caballero. Y no será una muerte fácil. Y si eso sigue sin inspirarte, mataré a la mujer. Y luego a ti. Y te aseguro que eso sí que será bien jodido.
Se lo dijo casi escupiéndole las palabras en la cara. Julián se enderezó despacio para responderle, encarándole muy serio, sosteniéndole la mirada.
—Encontraré el camino que marca la corona —le dijo—. Pero no por ti, ni por tus amenazas. Lo hago por el señor Peralta —dijo recalcando las palabras—, y lo hago por mí. Porque queremos saber qué hay detrás de todo esto. Y tan seguro como que tú estarás muerto antes del mediodía, lo averiguaré.
El jefe de operaciones de La Compañía se quedó callado por un momento, mirándole sorprendido, y de repente explotó en carcajadas, con las manos agarrándose la cintura. Se rió por tres o cuatro veces, hasta que abrió los ojos y los clavó en los de Julián. Las risas fueron entonces bajando de intensidad poco a poco, mientras su sonrisa se iba haciendo cada vez más pequeña. Los ojos de Julián eran glaciales. Y algo debió ver en ellos. Porque cuando logró apartar la mirada y recomponerse, ordenando a todo el mundo que se pusieran en marcha, había un halo de temor en su rostro.
El Hombre Oscuro asistió desde su escondite a la escena, y por segunda vez en poco tiempo, se sorprendió sonriendo con satisfacción, y un puntito de algo parecido al orgullo.
39
La negrura que daba fondo al campo de estrellas que llenaba todo el cielo estaba empezando a clarearse. Alfredo, Ilse y Julián estaban sentados en unas rocas, en uno de los bordes de la plaza. Tenían en medio de los tres la cámara de vídeo que Ron les había dado, para que pudieran revisar lo que habían visto esa tarde en la esfera por si podían encontrar ahí alguna pista clave.
Estaban concentrados, no sólo por el afán de buscar esas señales, sino porque así podrían inhibirse un tanto del macabro espectáculo que estaba brindando Yván, deshaciéndose de los cuerpos de los guardias por el expeditivo método de arrastrarlos hasta uno de los bordes de la ciudadela y arrojarlos por el acantilado. Louis y Ron permanecían cerca del grupo, apuntándoles con los subfusiles automáticos por si a Julián se le ocurría alguna idea fuera del guión.
Alfredo contemplaba las imágenes por primera vez, fascinado a pesar de que la pequeña pantalla de la cámara suponía sólo un pequeño reflejo de todo lo que apareció en la esfera. De cualquier manera, casi podía reconstruir los sucesos en su imaginación atendiendo sólo a la conversación entre Ilse y Julián.
Habían ido reviviendo la experiencia según veían las imágenes en la pantalla, y mientras tanto, trataban de compararlo con el Machu Picchu real que les rodeaba en ese instante, buscando algún punto discordante que pudiera constituir un indicio, una clave. Llevaban un rato dándole vueltas, pero sin llegar a ningún lado.
—Es como en la esfera —dijo una vez más Ilse, mirando en derredor—, pero... un poco distinto al mismo tiempo.
Julián asintió.
—Tal vez lo vimos cómo era en origen, antes de que lo encontrasen.
—¿Hiram Bingham, en mil novecientos once? —preguntó Ilse, citando al descubridor «oficial»—. ¿Quieres decir que lo vimos como lo tenían los Inca?
—No —repuso tras pensarlo un momento—. Me refiero a cómo era antes realmente. Antes de que los Inca se toparan con Machu Picchu.
Ilse abrió mucho los ojos al oír eso. Que la ciudadela no fuese inca, sino de una civilización anterior... Verdaderamente el arqueólogo no tenía problemas en ir contra lo establecido si pensaba que tenía argumentos de peso. Y vive Dios que lo de esa tarde en la bodega era un buen argumento. De hecho, yendo un poco más lejos, eso hacía que bastantes piezas encajaran... Sonrió y le miró con un punto de admiración y una pizca de lascivia, pensando en lo acertado que había estado Alfredo en encargarle a él este trabajo. Le estaba empezando a gustar Julián.
—¿Te encuentras bien? —Alfredo la miraba con sentimientos encontrados: ni cariño, ni celos, ni lujuria. Más bien una especie de rechazo visceral y creciente.
—Sí, cariño. Es sólo que creo que estoy agotada. Está siendo un día muy largo. No sé que hora es —dijo, apoyando la mano en la pierna de Alfredo—, se me ha caído el reloj en algún lado, pero debe ser tardísimo.
—Dentro de poco saldrá el sol —dijo Julián, mirando al cielo—. No debe faltar mucho para las cinco. Ilse rió.
—Hay que ver, ¡si hasta calculas la hora como los Inca! —dijo, y volvió a reír—. Es un consuelo —prosiguió—, cuando salga volveré a tener un reloj. ¡Aunque sea un reloj inca! —dijo entre risas, señalando a la Piedra Sagrada—. ¡Aunque no sé si podré con él!
Julián sonrió sin muchas ganas. El chiste era horroroso, así que decidió chafárselo.
—Realmente esa piedra se llama Intihuatana, que viene a significar «El lugar donde se amarra el Sol» —dijo docto—. Eso de que es un reloj solar es una interpretación muy políticamente correcta de los arqueólogos, pero demasiado simple.
Ilse se quedó pensativa por unos momentos y luego le miró fijamente, aunque no había en su mirada ningún reproche por insinuar que ella también pudiera ser simple. No dijo nada, sólo le miró, porque entendió enseguida que Julián también estaba atando cabos a toda velocidad. Casi podía oír la maquinaria de su cerebro.
Según lo decía, Julián cayó en la cuenta de dos cosas. La primera era que la Intihuatana fue precisamente la última imagen que apareció en la visión de la esfera, donde se mantuvo «en plano» por unos instantes. Y la segunda cosa es que cuando la corona de Naymlap estaba cerrada, el disco dorado delantero bien se parecía al disco del sol. Visto así...
—El lugar donde se amarra el Sol puede ser una indicación de que hemos de colocar la corona encima —dijo, mientras Ilse asentía entusiasmada.
Cogió a Alfredo por los hombros:
—¡Puede que estemos cerca, Alfredo! —dijo, y se fue a buscar a Ron, a pedirle la corona.
Tenían razón: las alas habían vuelto a cerrarse, y parecían un sol. Fueron casi a la carrera hasta la piedra, seguidos de cerca por Ron y sus hombres. Estaba a punto de colocarla encima, cuando de repente le asaltaron las dudas. Recordó lo de Qattara. Y cómo había pensado en el helicóptero lo extrañamente parecido que era todo este asunto. ¿Realmente quería abrir una puerta? ¿Quería ir a ese «reino divino» que proclamaban las memorias del soldado? Ilse no le dio tiempo a seguir pensando nada. En un arrebato de su cargante entusiasmo, le robó la corona de las manos.
Y la puso sobre la piedra, en su sitio.
Se quedaron inmóviles a su alrededor, conteniendo la respiración, casi dispuestos a encogerse en el momento en que sucediera lo que fuera que iba a pasar. Igual que cuando uno espera en tensión a que el médico le ponga una inyección en el trasero.
Sólo que en esta ocasión no hubo pinchazo. No sucedió nada.
Ilse y Julián se miraron por encima de la piedra, interrogándose con los ojos. Les había parecido tan evidente cuando lo pensaron que se resistían a aceptar que aquello no llevase a ningún sitio. Ron les escrutaba los rostros, tratando de adivinar si aquello había sido realmente su mejor opción, o un intento de Julián de tomarles el pelo. Pasaron unos minutos que se les hicieron larguísimos a todos.
—Tal vez tengamos que esperar a que salga el sol y la active de alguna manera, como hicieron los rayos en la bodega —sugirió Ilse.
Julián levantó las cejas, en un gesto que podía significar cualquier cosa. Quién carajo sabía lo que aquella corona esperaba de ellos...
Ron se plantó ante él.
—¿Esto es lo mejor que se le ha ocurrido, señor Curto?
—Ésta sí que es buena. ¿Qué quiere que le diga? Esto no venía con un manual, ¿sabe? Estas ruinas se han estudiado del derecho y del revés, y se han restaurado. No se han visto entradas secretas, ni pasadizos, ni nada por el estilo. Y lo único que tenemos, que es la visión de esta tarde en la bodega, parecía indicar esta piedra, que además es el punto más sagrado de Machu Picchu. Si tanto sabe, búsquelo usted, en vez de dar tantas órdenes —dijo, encarándose.
Estaban empezando a estar cansados e irascibles.
—Aun así me parece que debería estar haciendo algo más —insistió el otro, tozudo.
Julián le miró y esbozó deliberadamente la sonrisa burlona que tanto irritaba a Ron.
—Pues mire, por una vez coincidimos —dijo, y se dio la vuelta, echando a andar.
—¡Alto! —gritó Louis, encañonándole.
—¿Adonde cree usted que va? —preguntó Ron con tono cansado.
Julián miró furtivamente a Ilse antes de responderle.
—Pues verá, a no ser que quiera usted que su fiesta adquiera una nueva dimensión, le sugiero que se lo imagine —dijo irónico—. Aunque tal vez prefiera que se lo explique con más detalle.
Ron comprendió, torció el gesto con cansancio y le hizo una señal con la mano para que continuara. Luego le hizo otra a Louis para que le siguiera.
—Y no le pierdas de vista —agregó.
Se dio la vuelta y se quedó contemplando la corona, esperando a ver si por fin pasaba algo.
Julián y Louis franquearon los restos de los muros que delimitaban el espacio de la Intihuatana y bajaron un par de tramos de escalera, el primero recto y el segundo girando noventa grados a la izquierda. Louis le ordenó que se detuviera. Ya tenía suficiente intimidad.
Julián se dio la vuelta, mirando al muro, se lo pensó por un momento y se giró otra vez, hacia la terraza cubierta de hierba que había un metro por debajo de donde se hallaban. Por muchas ganas de orinar que tuviese, tampoco era cuestión de hacerlo sobre un muro original de las ruinas más famosas de América del Sur, ¿verdad?
Louis le miró, divertido ante sus escrúpulos, y soltó una risita. Después continuó mirándole.
—¿Te importa? ¿O es que quieres echarme una mano? —dijo Julián irritado.
Murmurando no se qué cosa sobre la delicadeza de algunos, Louis se sentó en la escalera, encendió un cigarrillo y se puso a mirar para otro lado. Tranquilo por fin, Julián continuó con lo que tenía entre manos.
Y fue entonces cuando lo vio.
Allí abajo, tras una de las rocas de la terraza, alguien le estaba observando. Alguien que le mostró por un momento una pistola con silenciador. Sin necesidad de que nadie hiciera las presentaciones, Julián supo inmediatamente que se trataba del agente de seguridad de Alfredo. Ahora entendió por qué su amigo le susurró un enigmático «Creo que no estamos solos en estas ruinas» antes de que Ilse llegase y decidiera cambiar de tema.
El agente le dedicó una sonrisa que a la luz de la luna se le antojó siniestra, y le mostró de nuevo el arma mientras se ponía un dedo en los labios. Julián no lo vio tan claro, un disparo de noche y a esa distancia... Mientras se abrochaba el pantalón, sacó su cuchillo del bolsillo izquierdo —la hoja se lo había agujereado, pero la generosa guarda doble de bronce lo mantuvo ahí sin que se le resbalase por la pernera— y se lo guardó en la manga derecha, con el filo hacia abajo. Mientras, y rogando para que le entendiera, le devolvió al agente unas señales manuales, en código militar:
«Para», dijo enseñándole la palma de la mano. «Mira.» Y le señaló con el pulgar hacia donde estaban Ron e Yván. «Dos enemigos con armas automáticas», dijo, poniéndose la mano sobre el antebrazo, y cerrando después el puño y moviéndolo arriba y abajo. «Mira yo», dijo, y le enseñó el cuchillo mientras se lo guardaba.
El agente le miró con una sonrisa y le mostró el pulgar hacia arriba.
—¿Has terminado ya? —preguntó Louis a su espalda, apagando el cigarrillo contra una piedra. —Si quieres asegurarte... Louis resopló con desdén.
—Tal vez cuando el jefe me ordene deshacerme de ti, amiguito. Ahora será mejor que volvamos. Y tú delante —dijo, haciéndole un gesto con la cabeza.
Julián se mostró manso como un corderito. Sonrió beatíficamente y empezó a subir los escalones. Pero la película cambió justo cuando iba a pasar delante, mientras se cruzaban. En ese momento Julián hizo lo que llevaba un rato imaginando en su mente: con un movimiento preciso de la mano izquierda presionó un botón en el subfusil, justo delante del gatillo. Era el seguro. Louis abrió los ojos, sorprendido, mientras trataba en vano de pegarle un tiro. Iba a abrir la boca cuando sintió, por segunda vez en el mismo día, el cuchillo de Julián en la garganta. Cerró la boca.
—¿Qué pasa ahora, Louis, pedazo de cabrón? Que esta vez no está aquí Ron para quitarme de encima, ¿eh? —le susurró en el oído, mientras le arrebataba el arma.
No pudo contestarle: en un rápido movimiento, Julián le golpeó en la sien con el pomo del cuchillo y cayó inconsciente a sus pies, como un fardo.
El Hombre Oscuro se reunió con Julián y empezaron a desnudar al sicario.
Cuando Julián volvió al recinto de la Intihuatana seguido por el hombre que le apuntaba con el fusil, una leve brisa helada se había levantado, con el último repunte de frío nocturno que precedía a la salida del sol.
No había habido cambios con la corona en su ausencia: seguía en su sitio, cerrada. Ilse y Alfredo estaban sentados contra el murete que daba a la Intihuatana, cobijándose de la brisa. Alfredo, galante como siempre, le había puesto su chaqueta y le pasaba el brazo por los hombros, para que no tuviera frío. Ron e Yván miraban hacia el sol, que empezaba a asomar. Yván le echó un vistazo a su compañero y le imitó. Se subió las solapas de la chaqueta y pegó la barbilla contra el pecho, tratando de conservar un poco más de calor. Ron se acercó irritado a Julián. Estaba harto ya de tanta historia. Y además, en breve aquello se llenaría de turistas.
Se plantó a pocos centímetros de su cara, señaló hacia el sol naciente y le dijo:
—Ya puede pasar algo ahora, porque, si no, tú y yo tendremos algo más que palabras. Y vaya si pasó.
Aún no había terminado de decirlo, cuando Julián sacó del bolsillo la pistola que el agente de Alfredo le había dado y se la puso a Ron en la frente. La apretó tan fuerte que le hizo retroceder contra uno de los muros. El Hombre Oscuro sacó su cara de debajo de las solapas del abrigo de Louis y apuntó al otro sicario. Un instante después, los dos hombres estaban desarmados.
Julián dejó al Hombre Oscuro vigilándoles y se dio la vuelta, eufórico:
—¡Alfredo! ¡Ilse! ¡Estamos libres! Ya ha termina... Se quedó con la boca abierta. Algo iba rematadamente mal.
Ilse cogía a Alfredo del cuello, desde atrás, clavándole en la cabeza el cañón de una pequeña pistola semiautomática. Mientras empezaba a comprender lo que estaba sucediendo, una pequeña parte de su cerebro aventuró que probablemente habría llevado todo el rato la pistola escondida en una de sus ligas, como en las películas. Iba con su estilo.
—No tenéis ni idea de lo que está en juego, ¿verdad? —dijo Ilse con una dura sonrisa de triunfo—. Todo este tiempo habéis dicho la verdad... os habéis encontrado con esto por pura casualidad. ¡No tenéis ni idea de lo que hay detrás!
Y se echó a reír.
Miró a la corona, y su expresión se transformó en una mueca de entusiasmo rayana en la locura.
Porque el sol acababa de salir. Y sus rayos habían alcanzado la corona, y ésta se había girado inmediatamente hacia él, sobre la Intihuatana, orientándose igual que la aguja de una brújula señalando al norte. Inmediatamente un fulgor dorado y rojizo envolvió a la corona, que reflejaba el sol con mil matices distintos, y las alas comenzaron a desplegarse hacia atrás, abriendo el disco y mostrando la cabeza del pájaro, asentándose y encajando en la roca tan perfectamente, que pareciera que hubiera estado calculado así desde el mismo momento en que se construyera Machu Picchu.
Ilse se reía casi con histeria, mientras Julián y Alfredo miraban hipnotizados cómo toda la corona refulgía, haciendo brillar también la porción de roca que estaba bajo ella, mientras el pico del pájaro empezaba a ponerse de un rojo vivo, brillante, hasta que uno de los reflejos del sol le alcanzó de lleno y pareció atravesarle, dejando una línea de un rojo reluciente en medio de la piedra, cálida y brillante. La raya de luz refulgió espectacularmente y una hendidura se abrió justo en ese punto.
Parecía un rojo, luminoso y palpitante corte en medio de la roca madre. Como una herida, o más bien una vagina, esperando paciente y anhelante la pieza que había de acoplarse en ella. Igual que una vaina espera a su espada.
O una cerradura su llave.
Ilse estaba en un paroxismo cercano al éxtasis.
—A tu abuelo se lo contaron bien, querido, ¡la corona llevaba hasta la puerta!
Se echó a reír a carcajadas mientras seguía apuntándole a la cabeza.
—Pero aún falta la llave, Ilse —dijo Julián, tratando de controlar la situación—. Deja que Alfredo se vaya y cógeme a mí de rehén. Te prometo que te ayudaré a buscarla.
Ilse dejó de reír poco a poco, dominándose por fin, y se quedó mirándole con expresión divertida.
—Claro... —dijo dándose cuenta de que Julián no había descubierto aún todos los matices de la situación—. ¡Aún no tienes ni idea de con quién estás hablando! —rió, casi con dulzura—. ¡Debes pensar que aquí todos estamos improvisando, como vosotros! O que hemos aparecido por casualidad... justo como tu inesperado amigo —dijo, señalando al Hombre Oscuro con un gesto de la barbilla—. Al que, si no me equivoco, tengo que agradecerle cierto trabajito en Lima.
En tensión por la situación todavía no resuelta de su jefe, el agente de seguridad de Alfredo Peralta se limitó a entrecerrar los ojos y a apretar los dientes hasta que rechinaron, mientras seguía apuntando a los dos hombres que tenía en el suelo, boca abajo y con los brazos y piernas en cruz.
—Sois unos ingenuos —continuó Ilse, mientras con la mano libre buscaba en una de las bolsas que habían traído sus hombres—, como el viejo e inútil doctor Shimano, que sueña con encontrar la tumba de Naymlap y no tiene ni idea de que hace meses yo ya la identifiqué, y que incluso tengo su tesoro más importante —dijo sonriendo, mientras sacaba de la bolsa un objeto envuelto en una tela blanca.
Agitó levemente la mano y la tela se desenredó de forma casi sensual, mostrándoles un objeto dorado que relucía bajo el sol casi tanto como la corona. Se trataba de un cuchillo ceremonial, un magnífico tumi de oro. El tumi de Naymlap. Su propia figura era la empuñadura del cuchillo, con sus ojos de ave y las pequeñas alas con las que le representaban. La hoja, de media luna, parecía del mismo tamaño que la raja de la piedra —una vaina, una espada—, y aunque no podía asegurarlo desde ahí, Julián intuyó que estaría hecho del mismo material que la corona.
Sin duda aquello era la llave.
—Le enterraron con él pegado al cuerpo —dijo Ilse, radiante—. Debajo del último fardo de su momia. Así que digo yo que será importante, ¿no crees?
Julián no dijo nada, pero su cara era suficientemente expresiva. Aquello confirmaba sus peores temores. Ahí estaba la llave que según el libro estaba «a salvo y guardada por el señor de los sicán». Ojalá.
—¿Qué es eso que querías ayudarme a buscar, Julián? —continuó Ilse, restregándole su indiscutible triunfo—. Llevamos años tras esta pista. Hemos continuado una búsqueda que los Inca no pudieron terminar, y hemos recuperado su herencia, algo que por derecho les pertenecía, y que les fue robado por los sicán.
Julián puso un gesto de extrañeza. Aquello no le cuadraba en absoluto con lo que sabía de los sicán. Ilse sonrió, irónica.
—¿Ves como no sabes nada? Yo tengo documentos de los Inca. Documentos que se salvaron de la quema de los españoles, y que hemos logrado descifrar. Y ahí lo cuenta todo. Eran guerreros, como mi raza —dijo levantando la barbilla—, que lucharon por recuperar su lugar en el mundo. Por ocupar su trono, que es lo que nosotros vamos a hacer ahora.
Acercó el cuchillo al círculo de luz que contenía la corona. Efectivamente la hoja tenía el tamaño exacto de la hendidura roja de la piedra.
—¡No lo hagas! —gritó Julián, dando un paso hacia ella—. No tienes ni idea de lo que va a pasar... yo lo vi en Qattara... ¡estaremos todos condenados si abres esa puerta!
Ilse sonrió cruel, con un destello de locura en sus ojos, mientras colocaba el cuchillo sobre la ranura palpitante.
—No todos —dijo solemne— nosotros gobernaremos a su lado, en el nuevo orden. Es un hecho —concluyó triunfal.
Y metió el cuchillo en la roca.
Por un instante se hizo el silencio, como si todos los sonidos, la luz y hasta el aire de la montaña se concentrase en un punto microscópico en el centro de la piedra sagrada, condensándose, para reventar después con inmensa energía, con un intenso resplandor que iluminó por un momento todo Machu Picchu, mucho más brillante que el del Sol, mientras un fenomenal ¡PANG! restallaba en sus oídos, haciendo que todos los pájaros de la montaña echaran a volar. En ese instante, todos los aparatos eléctricos que estaban funcionando en un radio de diez kilómetros, dejaron de hacerlo.
Y una puerta de pura luz blanca, de unos tres metros de altura por dos de anchura, se abrió al lado de la Intihuatana.
Con la conmoción, Alfredo consiguió zafarse de Ilse. Para ella, había dejado ya de ser importante. Le apuntó casi sin prestarle atención, mientras miraba hechizada el rectángulo de luz y energía.
—Adiós, Alfredo —dijo sin inmutarse, mientras apretaba el gatillo distraídamente.
En el mismo momento en que lo hacía, Julián saltó sobre ella. Ambos cayeron sobre la puerta, en un confuso abrazo.
La puerta brilló con un pulso de luz y luego desapareció.
Ellos también.
40
No tenían ni idea de dónde se encontraban. Por llamarlo de alguna manera, parecía que estuvieran dentro de una enorme campana, hecha de agua en vez de bronce. Julián la tocó. Estaba fresca y seca al tacto. Cedía un poco ante la mano, elástica, como si fuera una especie de silicona traslúcida, como una gelatina. Al otro lado sólo apreciaban algo de claridad, pero ninguna forma concreta.
Miró a Ilse, un par de metros a su izquierda. Lo extraordinario de su situación había aplazado todas las hostilidades. Fue a comentarle sus impresiones sobre el material de la pequeña sala acampanada, cuando se dio cuenta de que no hacía falta hablar. De alguna manera, los pensamientos sonaban y se entendían con una total transparencia y claridad, sin necesidad de transformarse previamente en palabras.
Se miraron, sorprendidos por esa inesperada intimidad que se había establecido entre los dos, cuando alguien entró en la campana, con ellos. No atravesó la pared, sino que más bien fluyó a través de ella, como si el material de la pared se deslizase por su cuerpo, casi sin tocarle.
Entró y les miró, con curiosidad.
Supieron que ése era su sentimiento, aunque no pudieron deducirlo de su expresión. Porque a pesar de su apariencia humana, el ser que tenían delante de ellos distaba mucho de serlo. O al menos un poco. Lo justo. Era alto —Julián calculó más de dos metros—, con las piernas y los brazos largos, esbeltos y proporcionados. Su cuerpo transmitía una sensación de flexibilidad y potencia, pero sin evidencias de ningún músculo marcado. Parecía que fuera vestido, a tenor de una discreta franja clara alrededor de la base del cuello, como si fuese el remate de algún tipo de traje que parecía su segunda piel. Era difícil precisar el matiz de su color, dentro de aquella campana traslúcida y su extraña luz. Tenía el contorno de sus grandes ojos muy marcado, uniéndose en los lacrimales —si es que los había— con unas gruesas y perfiladas cejas, estilizadas y perfectamente simétricas. A Julián le recordaron a los Ojos de Ra que pintaban los egipcios. Tenía una nariz delicada y leve, y una boca pequeña cuyos labios se curvaban por uno de sus extremos, en un amago de sonrisa.
Recordando su vivencia en el templo de Egipto, Julián tuvo que hacer un esfuerzo consciente para ponerse en guardia ante él. Inexplicablemente, no sentía ningún miedo. Respeto sí, pero no miedo.
La voz del ser —o mejor dicho su pensamiento directo— sonó clara y serena en sus mentes. Quiso saber quiénes eran, y qué hacían allí. Ilse le miraba fascinada. Y a pesar de que Julián era el que había vivido ya una experiencia parecida, ella fue la primera en reaccionar.
Y ni más ni menos se presentó a sí misma como embajadora del pueblo elegido, identificando a los suyos, a su raza, como una especie de herederos espirituales de los Inca. Casi en tropel, concluyó su confuso parlamento agregando que estaba ahí porque habían recuperado por fin el legado que les había sido arrebatado a los Inca, y que ella y los suyos habían vuelto para ocupar su lugar, al lado de sus maestros —hizo una leve inclinación al pasar por ese punto—, y como primeros entre los hombres.
El ser la miró por unos instantes y Julián recogió su pensamiento. Venía a decir algo así como «Qué confundida está». Julián agregó que también estaba ligeramente perturbada. El ser no le respondió, y le habló a Ilse:
—¿Hablas de los Inca?
—Sí —dijo ella, esforzándose en pensar con orden—. Aunque tal vez aquí les hayáis conocido por otro nombre, antes de su partida en busca de...
—Estamos al tanto de cómo son las cosas en el mundo —les transmitió—. Pero estás muy confundida. Esos que se llamaron a sí mismos Inca, no salieron de aquí en busca de nada. Fueron deportados.
Por primera vez desde que se abriera la puerta, Ilse perdió su gesto de triunfo y suficiencia.
—La comunidad de hombres que invitamos a vivir con nosotros celebró consejo, y decidió que no eran dignos de continuar aquí. Esos Inca, que eran ocho, eran agresivos y autoritarios, y salían de la ciudadela para abusar y someter a sus iguales con sus conocimientos recién adquiridos. Hicieron muy mal uso de lo que les enseñamos. Así que se les desterró. Se les mandó de vuelta.
Según hablaba el ser, Julián recordó las leyendas sobre el origen de la dinastía Inca que le contó su padre. Cómo aparecieron en unas cavernas no lejos del valle de Cuzco, y su afición a exhibir unos poderes y capacidades que denotaban el uso de una tecnología superior. Debieron de tener algún tipo de aparatos —comprendió— que funcionaron realmente durante las primeras generaciones, y que fueron considerados luego como objetos míticos, una vez que se estropearon o agotaron.
El ser miró a Julián y le dedicó una amplia sonrisa, que resonó alta y clara. Ilse seguía envuelta en su nube de confusión: —Pero entonces... Naymlap y los sicán...
—Les gustaba llamarse «los del Templo de la Luna» —evocó—, porque les hacía sentirse cerca de nosotros, entre la Tierra y el Cielo. Ellos —continuó con un eco de tristeza—, decidieron irse también después de deportar a aquel pequeño grupo de sus hermanos. Se sentían avergonzados —explicó—, y pensaron que tal vez aquello podría volver a sucederles en un futuro.
Se quedó silencioso por unos instantes, tal vez reviviendo algunos sentimientos que no compartió con ellos.
—Fue una decisión valiente —continuó por fin—, y nosotros les ayudamos. Les llevamos hasta un punto que eligieron en la costa, pero les dejamos una puerta abierta —sonrió—. El camino de regreso. Tal vez no para ellos, sino para sus hijos, o los hijos de éstos, cuando estuviesen preparados para asumir todo lo que podemos compartir con ellos. Una puerta —concluyó— por la que habéis entrado vosotros.
Los pensamientos bullían en la mente de Julián. Algunos referentes a la historia, y a la corona: Por eso hicieron que la corona se activara con un láser. Para que así los que llegasen hasta aquí fueran miembros de una sociedad ya tecnificada. Evolucionada. Como si eso pudiera ser un sinónimo de evolución moral. Sus sentimientos, mientras tanto, se centraban en el recelo y temor que debería estar sintiendo. Sin embargo, cuanto más hablaba el ser, menos agresivo o deseoso de afán de conquista parecía. Aquello chocaba con los fundados temores de Julián.
La consciencia del ser recogió todo aquello, y pareció comprenderlo.
—No todos somos iguales —le explicó, mirándole—. Ni entre nosotros, ni entre nuestra raza y otras entidades.
Lo dijo señalándose a sí mismo, luego a Julián, y por último con un amplio ademán, dedicado a lo que pudiera haber más allá del lugar en el que se encontraban.
—Miraos a vosotros —agregó irónico—. Tampoco sois iguales.
La curiosidad y la fascinación fueron desterrando los recelos en la mente de Julián.
—Dijiste antes que los In... los que fueron deportados —corrigió—, habían salido a cometer abusos entre otros de mi especie. ¿Quieres decir que... que hay más como yo, en vuestro mundo?
El ser se rió, con una risa clara y dulce. A Julián le llegaron lejanos aromas de ternura.
—¿Y por qué lo llamas nuestro mundo? —preguntó, apoyando su manos en los hombros de Ilse y Julián—. También es vuestro —dijo—. Y de otros.
Y en ese momento, pareció que la turbidez de la campana que les aislaba empezaba a disminuir, sugiriendo espacios, rostros y perfiles de lo que había al otro lado. El ser les miró fijamente, pero transmitiéndoles cordialidad. A pesar de que percibían cómo las paredes iban desapareciendo, no podían apartar la mirada de su rostro.
—Ahora veréis dónde estamos, y quiénes somos. Y luego volveréis al lugar donde debéis estar.
Se volvió hacia Julián y una oleada de afinidad emanó hacia él.
—Pero a ti te haremos un regalo —dijo.
«Tú recordarás.»
Y entonces les mostró todo.
41
Ya vuelve en sí. La voz de Alfredo sonaba como proveniente de otra dimensión. Abrió los ojos y le vio, reclinado sobre él. Un poco más atrás, de pie, su agente de seguridad miraba hacia delante, preocupado.
—Empiezan a llegar los turistas —dijo—. Vamos a levantarle.
Los dos hombres ayudaron a incorporarse a Julián. El sol brillaba con fuerza, y a él le dolían los ojos.
—¿Qué narices ha pasado? —preguntó Alfredo.
—No lo sé —mintió Julián.
Tenía mucho que asimilar antes de empezar a contarlo. Se puso de pie y trastabilló ligeramente. Estaba un poco mareado.
—Julián... ¿dónde está Ilse? —preguntó por fin Alfredo, con una mezcla de rabia y pena.
—¿No está aquí?
Alfredo negó con la cabeza.
—Desaparecisteis y la luz ésa también se fue, junto con la corona y el cuchillo. Os dábamos por perdidos cuando a los tres cuartos de hora nos deslumbró otro fogonazo —explicó—. Cuando pudimos volver a ver, ahí estabas. Pero Ilse no ha vuelto.
Julián entrecerró los ojos y frunció el ceño, mientras asentía. Trataba de hacer memoria. Pero hasta dónde él recordaba, sólo iban a devolverles a su sitio.
—Pues no tengo ni idea, Alfredo.
Era la verdad.
No hubo tiempo para muchas más preguntas, al menos por el momento. A instancias del Hombre Oscuro, bajaron a Aguas Calientes en el mismo autobús que subió a la primera tanda de turistas. Tomaron un café mientras hacían tiempo hasta que el tren que había llegado saliera de nuevo hacia Cuzco.
—¿Y qué ha pasado con los prisioneros, con Ron y los suyos? —preguntó Julián, ya un poco más despejado.
Alfredo le dedicó una mirada severa a su agente de seguridad, y luego miró por la ventana, con el semblante muy serio.
—Ya te contaré —dijo—. Pero mejor en otro momento.
Unas pocas horas después, ya estaban de nuevo en Cuzco. Hicieron el equipaje y tomaron esa misma tarde un vuelo a Lima. Cuzco era un lugar muy pequeño, y en el que habían pasado demasiadas cosas como para que pudieran considerarlo seguro.
Se alojaron en un anónimo hotel del centro y por fin pudieron descansar antes de volver a España. Una vez en el hotel, el Hombre Oscuro volvió a hacerse invisible.
Ya repuestos, al día siguiente tomaron el avión de vuelta. Julián seguía manteniendo su mutismo en lo referente a lo sucedido durante su desaparición. Después de todo lo que había visto, Alfredo había hecho sus propias conjeturas sobre lo que podría haber sucedido. Le daría tiempo al muchacho. Suponía que antes o después se lo contaría. Teniendo en cuenta que su corona y el cuchillo de Naymlap habían desaparecido tras el primer fogonazo, creía que al menos se merecía eso ¿verdad?
De cualquier manera, ése no era el único tema de conversación que tenía pendiente con el arqueólogo. Ni mucho menos.
Se reacomodó en el sillón de cuero de su asiento en primera clase, que había reservado íntegra para los dos, y miró a Julián.
—Por cierto —dijo, levantando una ceja—, hay un tema que me tiene intrigado. La primera noche que cenamos en Cuzco, en mi restaurante, y me expusiste tu plan para llegar desde los subterráneos de Sacsayhuamán hasta Cuzco, me dio la impresión de que lo tenías todo pensado desde hacía mucho tiempo. Que no dependió en absoluto de lo que te conté sobre el libro de mi antepasado, vaya.
Julián sonrió con gesto pícaro. Y asintió.
Alfredo se removió de nuevo en el asiento.
—Pero entonces, si ya sabías que ahí había algo, y por dónde se podía entrar... ¿por qué no lo hiciste antes?
Julián se quedó pensativo por unos momentos, buscando las palabras adecuadas, hasta que su sonrisa comenzó a ensancharse más y más en su rostro, hasta hacerse radiante.
—¡Pues por que no había llegado el momento, Alfredo! Porque hasta que no intervino, no tuve la oportunidad de llevar este proyecto a cabo. —Se quedó pensativo otra vez—. Pero como bien dice, eso no quiere decir que no lo tuviera ya en mente. ¡Y no es el único! No es el único —repitió, mientras Alfredo le miraba con una sonrisa expectante—. Tengo otro que es aún mejor. Verá...
Iba a empezar a contársela cuando la azafata les interrumpió con los dos whiskys que habían pedido.
Y el avión continuó su vuelo mientras el sol del atardecer le arrancaba destellos naranjas.
EPÍLOGO
Erich Skorzery se sentó en el sofá de su despacho, cansado, mientras se servía una taza del café que acababan de traerle. No sería el primero de la mañana, ni el último. Había sido una madrugada agotadora. Había empezado a complicarse cuando le despertó uno de sus asistentes. Resultó que uno de sus hombres en el departamento de Policía acababa de llamar: habían recogido a su hija en la calle, ni más ni menos. Estaba en plena Plaza de Mayo, rodeada de indigentes. Una patrulla que pasaba por la zona vio que sus ropas eran demasiado buenas y sospechó algo. Le preguntaron y dio muestras de una profunda desorientación, así que la llevaron a comisaría. Ahí fue donde su hombre la vio y la reconoció. Erich fue a buscarla personalmente. Hasta una hora antes la hacía en Perú, en una de las misiones de su departamento.
El segundo episodio transcurrió en la central de La Corporación. Prohibió que se le notificase nada al Líder hasta que Ilse se recuperase, lo que podía llevar un par de días. De ninguna manera quería que viera a su nieta en ese estado: Ilse no hablaba, y no daba muestras de reconocer a nadie. Afortunadamente el médico le había dicho que sería un estado transitorio: tan sólo había tenido un shock emocional importante.
La tercera cuestión acababa de resolverla, y le había obligado a hacer una visita intempestiva a la Casa Rosada. Y es que, a pesar del poder de La Corporación, resultaba más rápido ordenar el secuestro de algunos periódicos si la orden venía firmada por la propia presidenta del Gobierno. El aviso en esta ocasión provenía de un amigo personal, que además dirigía uno de los diarios más importantes. Había bloqueado la publicación de la noticia en su propio periódico, pero le previno porque prácticamente todos los demás se harían eco.
No vio la relación con La Corporación cuando le contó el tema: iba sobre no sé que luces extrañas y una aparición, que unos cuantos mendigos y un par de taxistas declaraban haber visto esa noche al lado de la Plaza de Mayo. Pero en cuanto vio las imágenes que se habían futrado, provenientes de algunas cámaras de seguridad, lo entendió perfectamente.
Su hija Ilse salía en casi todas ellas.
Para colmo, no había manera de contactar con Ron, su director de operaciones, para que le informase de qué demonios había pasado.
— oOo —