Federico Andahazi

Cuentos

EL DOLMEN

Fue el mismo año en que los flemáticos servicios británicos convirtieron al líder de la irlandesa Liga de Orange en un cedazo de carne, hecho con veintitrés disparos de una Browning; el mismo año en que las milicias de la Irish Revenge transformaron al jefe general de la Scotland Yard en un puzzle de trescientas cuarenta y ocho piezas imposibles de armar, con los siete kilos de trotyl que pusieron debajo de su flamante Jaguar V 12. Fue el mismo año, en fin, en que, siete mil millas al sur, la Real Marina hacía del buque Manuel Belgrano una brasa crepitante que hervía las aguas heladas mientras se hundía de culo hacia el fondo del Atlántico.

Aquel mismo año, Segundo Manuel Rattaghan se presentó como voluntario a las reservas del ejército con un único y secreto propósito. Dos días después, Rattaghan era un recluta rapado, aturdido y metido en un uniforme de soldado raso dos números mayor que su exiguo talle. Le colgaron una mochila a los hombros, y, junto con otros diecinueve hombres, lo arriaron hasta un Unimog desvencijado, lo bajaron en la base aérea del Palomar, lo hicieron subir por el trasero abierto en flor de un Hércules y, al día siguiente, lo bajaron en el flamante Puerto Argentino.

La división de voluntarios que integraba Segundo Rattaghan estaba a cargo del teniente Severino Sosa, un correntino semianalfabeto y aterrado que, hasta entonces, suponía que la guerra consistía en torturar y matar prisioneros maniatados y quebrados, secuestrar mujeres y saquear casas de civiles desarmados. Pero ahora, en aquel compás de espera, bajo la amenaza lenta pero segura del arribo de un enemigo que habría de llegar desde el cielo y el mar, no podía evitar un terror que le vaciaba las tripas. Su tropa tenía la misión de llegar por tierra hasta Ganso Verde y a su paso minar toda la franja de playa de punta a punta. En Ganso Verde se unirían a otra división y avanzarían hasta la orilla de la Gran Malvina, dónde tenían que cavar las trincheras para resistir el desembarco enemigo.

El soldado Rattaghan no hablaba con nadie. No parecía mostrar ninguna preocupación ante la llegada del enemigo. Se diría que la inminencia de la guerra lo tenía sin el menor cuidado. No mostraba signos de frío ni de hambre ni de miedo, ni siquiera de tedio durante aquellas eternas horas muertas de la espera. Podía adivinarse que su propósito era otro. Que había llegado a Malvinas para librar su propia guerra.

El teniente Severino Sosa había encontrado que, para morigerar el miedo propio e infundirse ánimos, tenía que mantener a la tropa permanentemente aterrada con gritos, amenazas y humillaciones. El teniente no podía tolerar la pasmosa tranquilidad del soldado Segundo Rattaghan. Miraba a su subordinado con una mezcla de aprensión, recelo y cierto temor que se resumía en un desprecio que pronto habría de desaguar en odio. No hubiese habido forma de hacerle entender al teniente que aquel apellido no era inglés, sino irlandés y que un irlandés -o su descendencia- era una entidad completamente diferente la de un inglés. Por añadidura, a último momento, el teniente había sido notificado por la comandancia de que el voluntario Rattaghan tenía un hermano mayor cuyo paradero aquella misma comandancia decía desconocer, aunque se presumía -según un parte del ministerio- que su denunciada desaparición había sido voluntaria y ahora, quizá, se hallara en el exterior o, quién sabe, tal vez hubiera sido muerto por sus propios camaradas de armas marxistas-leninistas. Lo cierto es que el soldado Rattaghan había presenciado, siete años antes, cómo su hermano había sido sacado de su cuarto, arrastrado por los pelos los pelos escaleras abajo hasta la calle y molido a patadas por incontables borceguíes iguales a los que él mismo ahora llevaba puestos y así, medio muerto y a la rastra, lo habían tirado sobre la caja de un Unimog idéntico al que había transportado al soldado Rattaghan a la base aérea. Desde entonces, jamás volvió a ver a su hermano mayor.

El segundo día de espera y para ilustrar a la tropa de cómo se procedía con aquellos que contravinieran órdenes, el teniente hizo formar a la tropa delante de las trincheras y, hecho una hiena, furioso y vociferante, a ver manga de putas, pedazos de mierda, decía, pronto vamos a tener visitas, decía, vamos a ver, imbéciles, cómo se trata a un inglés y entonces, con una rama que usaba como bastón, señaló al soldado Rattaghan y ladró, a ver, Rata, rata inglesa hija de puta, al frente. El soldado Rattaghan avanzó un paso. Entonces Severino Sosa ordenó que lo estaquearan. Crucificado el soldado contra la nieve, el teniente se encargó de sujetar los nudos atados a sus muñecas hasta que la soga se metió en la carne. Rattaghan no despegaba la vista de los ojos de su superior y aun cuando el sisal había empezado a teñirse de rojo, el soldado no había siquiera lanzado un gemido. Permaneció crucificado por el término de doce horas.

Si faltaba una lata de conservas, el ladrón había sido el soldado Rattaghan; si se oía un murmullo cuando el teniente había ordenado silencio, el soldado Rattaghan había sido el contraventor y si llovía o, peor, nevaba, la culpa era, desde luego, de Rattaghan. En una ocasión desapareció una barra de chocolate que el teniente se tenía reservada para sí. Severino Sosa hizo formar a la tropa y se encaminó derecho al soldado Rattaghan.

– Rata inmunda -le dijo-, abra la boca.

Entonces toda la tropa pudo ver cómo Severino Sosa le arrancaba los dos incisivos superiores con una tenaza de sacar clavos y los guardaba, a guisa de trofeo, en un bolsillo de la chaqueta. El soldado Segundo Manuel Rattaghan, sangrante, tembloroso pero erguido, no emitió siquiera una queja. De no haber tenido un único, secreto e inquebrantable propósito, se hubiese desmayado del dolor. En otra oportunidad, el teniente notó que faltaba un atado de los habanitos que acostumbraba a fumar. Entonces decidió usar como cenicero al soldado Rattaghan: uno por uno, apagó los trece cigarros que se fumó en el día, en los huevos de su subordinado.

Al quinto día, desde el fondo del horizonte, se escuchó un tronar creciente, apocalíptico. Una formación de Harriers, poco menos, afeitó las nucas de los soldados. Inmediatamente después sobrevino un destello cadmio que encegueció al soldado Rattaghan.

Fue una explosión cuyo estruendo fue tal que ni siquiera la oyó; el soldado Rattaghan voló, literalmente, a una distancia de sesenta metros. Intentó ponerse de pie pero no pudo. Estaba sordo y completamente ciego. Conforme fue recuperando la visión, pudo descubrir el panorama más aterrador que jamás hubiera visto: desparramados alrededor de un cráter todavía incandescente, yacían, desmembrados y humeantes, los restos de sus compañeros. A pesar de que había perdido toda noción de tiempo y espacio -la conmoción fue tal que tuvo que hacer esfuerzos para recordar su propio nombre- no olvidó cuál era su propósito, en ese lugar que ahora ni siquiera reconocía. Rattaghan se arrastró apoyado sobre los codos, buscando quién sabe qué. Se acercó hasta un obús retorcido que brillaba como una brasa y ahí, al calor de aquella hoguera metálica, intentó recuperar aliento. Tenía una necesidad de dormir como nunca antes había experimentado. Entonces tuvo la certeza de que aquello no era sueño, sino el dulce arrullo que precede a la muerte. De no haber tenido un único y secreto propósito hubiese cedido a la tentación del sueño fatal.

El soldado Rattaghan no hubiera podido precisar con cuántos cadáveres se topó en su marcha reptil hacia ninguna parte. Se había arrastrado en círculos. De pronto supo qué era, en verdad, lo que buscaba. Buscó en las caras desfiguradas y en los miembros desperdigados, buscó en los uniformes, reptando, siempre reptando, buscó en las formas de las mochilas y de los pertrechos, entre la nieve y revolviendo la chatarra de los restos de los armamentos; como un perro, elevó la nariz hacia el cielo y buscó en el olor del aire. Fue un ruido sutilísimo. Un suspiro. Entonces giró la cabeza y pudo ver un temblor finísimo en la nieve. Como un lagarto, corrió hacia aquel promontorio palpitante y hurgó en la escarcha con la yema -ya insensible- de los dedos; tocó un borceguí; giró sobre su eje ventral y cavó con ambas manos hasta tocar una barbilla pétrea. Entonces pudo descubrir que aquello era su teniente, Severino Sosa. Por primera vez desde su llegada a Malvinas, rió. Rió como jamás se había reído.

Enterrado como estaba su teniente, le cacheteó las mejillas y, cegado por la fiebre y el dolor, le dijo sin dejar de reírse, miráme hijo de puta y entonces, el soldado Rattaghan se levantó el labio y le mostró las cuencas vacías de los dientes que le había arrancado el día anterior y miráme hijo de puta, le gritó y le enseñaba las muñecas llagadas por el sisal de la cuerda con la que lo había estaqueado la tarde anterior y miráme hijo de puta, le decía sin dejar de reírse, a la vez que le abría los párpados yermos para que le viera los huevos escaldados. De no haber tenido un único y secreto propósito, lo habría matado ahí mismo. El soldado raso Rattaghan tomó a Severino por las axilas y arrastrándose con los codos y las rodillas, lo desenterró por completo. Lo sentó sobre un peñasco y, sosteniéndole la cabeza por los pelos, le dijo, no te vas a morir ahora hijo de puta, ahora no. El teniente se desplomó sobre sus propias rodillas. Severino Sosa se moría. Lo volvió a recostar, se llenó los pulmones con aquel aire filoso, le tapó la nariz y, labio contra labio, le dio de su propio aire para que respirara.

El soldado Rattaghan llenó una mochila con los víveres diseminados, improvisó una camilla hecha de trapos y madera sobre la cual recostó a Severino Sosa, se cruzó el FAL sobre el pecho y, como un perro de tiro, emprendió el descenso de aquel monte. Había caminado desde que el sol era una mancha difusa sobre el horizonte hasta que se clavó en medio de la bóveda plomiza del cielo. Caminaba entre las montañas sin saber adónde. Estaba completamente perdido.

En el límite de sus fuerzas y cuando suponía que no podía dar un paso más, el soldado Rattaghan pudo ver una delgada columna de humo blanco en la ladera de una montaña; no era -se dijo- el vestigio de un bombardeo. Se acercó cautelosamente y entonces distinguió una breve chimenea de caño. Volvió a levantar el precario palanquín sobre el cual yacía el teniente y emprendió nuevamente la marcha. Cuando faltaban no más de diez pasos para llegar a la casa, exhausto, desfalleciente y casi congelado, el soldado Rattaghan se desmoronó.

Cuando abrió los ojos tuvo la alucinatoria certeza de que se encontraba en su casa. El soldado Rattaghan miró en derredor. Sobre la mesa de luz junto a la cama, pudo ver una imagen de Santa Brígida igual a la que tenía su madre en el dormitorio. Más allá, sobre una repisa hecha de listones, descansaba una Biblia en inglés y, en otro estante, pudo leer los lomos de otros libros ordenados sin demasiado criterio. Había obras de Joyce y de Yeats, de Synge y de Burke, de Goldsmith, de Swift y unos volúmenes de lomos marrones e ilegibles. Hubiera jurado que era la biblioteca de su hermano. Desde su perspectiva, sobre su cabeza, el soldado Rattaghan pudo ver la cruz invertida de un rosario celta. Era cierto -se dijo- que aquel techo de listones de madera tibia y hospitalaria no era el de su casa. Pero lo que le hacía suponer que todo aquello no era más que un desvarío, era el hecho de que estaba escuchando una vieja canción irlandesa en idioma gaélico que únicamente le había escuchado cantar a su abuelo. Se incorporó sobre los codos y entonces comprobó que estaba sobre una cama. Más allá, un hombre alimentaba una salamandra sobre cuyo crisol se cocinaba un guiso. Era un viejo que presentaba el porte de un dolmen: gigante, erguido y de una indiferencia que se diría pétrea. Tenía el pelo blanco recogido en una cola de caballo y unos ojos azules enmarcados en unas lentes montadas al aire sobre el puente y las patillas de oro. Llevaba un inadecuado sobretodo negro y bastante raído, largo hasta los tobillos, que le confería una apariencia cuáquera. Siguió los movimientos de aquel hombre enorme. Adonde iba, llevaba consigo un vaso repleto de whisky. Sin quitar la vista del fuego que ardía en la salamandra, el viejo musitó en un español sinuoso pero decidido:

– Puede llamarse afortunado. Apenas tiene una luxación en los hombros y las rodillas, dos falanges quebradas, una costilla fisurada, el tabique de la nariz roto y unos cuantos raspones. Mi nombre es Sean Flanaghan.

El soldado Rattaghan se contempló cuán largo era y, sólo entonces, pudo comprobar que estaba casi por completo entablillado.

– En cuanto a su compañero, soy menos optimista -dijo el viejo señalando a la derecha de Rattaghan.

El soldado giró la cabeza y, por sobre el promontorio de la almohada, pudo ver otra cama paralela donde yacía moribundo Severino Sosa. Tenía vendada la cabeza hasta las cejas, ambos brazos entablillados y la pierna derecha afirmada oblicua sobre la piecera de la cama. Estaba destrozado.

– Lo que ve no es nada, el problema son las hemorragias internas.

El viejo se puso de pie y caminó hasta el soldado Rattaghan. Se sentó en el borde de la cama y le abrió la boca, examinando el lugar vacante de los incisivos superiores.

Éstas no son heridas de guerra -musitó como para sí mientras le mojaba las encías con whisky-. Tampoco éstas -dijo a la vez que le examinaba las quemaduras de los testículos- esto parece más bien un cenicero.

El soldado Rattaghan bajó la vista. El viejo se levantó y caminó hasta la cama improvisada donde yacía el teniente. Lo señaló con la botella y preguntó:

– ¿Fue él?

El soldado negó sin mirar a su interlocutor. El viejo se rascó la cabeza y musitó en inglés un "no comprendo". Fue hasta la salamandra y volvió frotándose el mentón.

– Fue él -afirmó, mirando por primera vez a los ojos del soldado. Rattaghan volvió a negar con la cabeza. El viejo se bebió el vaso de whisky de un solo sorbo, caminó hasta la mesa de luz, tomó algo del interior del cajón, exhibió su puño cerrado frente a las rotas narices del soldado y abrió suavemente la mano. Entonces Rattaghan pudo ver sus dos dientes.

Estaban en el bolsillo de la chaqueta de su amigo y creo que le pertenecen a usted.

Luego le mostró uno de los habanitos que había encontrado en las ropas del teniente, cuyo diámetro coincidía exactamente con las quemaduras que el soldado presentaba en la piel.

Sean Flanaghan fue hasta el fondo del cuarto hasta donde no llegaba la luz que brotaba del crisol abierto de la salamandra y regresó de la penumbra con un rifle de doble caño. Lo cargó con sendas balas, se acercó al teniente, apoyó los caños en la frente de Severino Sosa, amartilló y, en el mismo momento que estaba por disparar, escuchó el alarido del soldado Rattaghan.

– ¡No! Por favor, le suplico que no lo haga.

El viejo miró al soldado con una mezcla de asombro y fastidio.

– ¿Por qué no? -preguntó con la mayor naturalidad.

Entonces el soldado Rattaghan habló. Le contó lo que jamás había dicho a nadie. Le habló en un inglés clarísimo. Le explicó por qué no podía matarlo y cuál era su propósito en aquella guerra. Primero le contó que su abuelo había nacido en Belfast, que muy joven llegó a la Argentina, que su padre había sido casero de la estancia de los Anchorena, que la abuela había sido institutriz; le habló acerca de su madre y de la imagen de Santa Brígida, igual a la que ahora descansaba sobre su mesa de luz. Y le dijo, también, que había tenido un hermano. Entonces volvió a tomar aliento y habló. Le habló de su hermano mayor, le dijo que se llamaba Patricio, Patricio Rattaghan, que también leía a Joyce y Yeats, a Synge y a Burke, a Goldsmith, a Swift y a otro irlandés que era en realidad argentino, Rodolfo Walsh, que también su hermano escribía y entonces le recitó una poesía, podía recitar todo el libro, le contó que una noche de julio de 1976 un camión del ejército se estacionó en la puerta de su casa, que se bajaron diez hombres armados y se lo llevaron a la rastra, que lo molieron a patadas, que él, Segundo Manuel Rattaghan, escondido tras la puerta, tuvo pánico, que no entendía nada, que, literalmente se cagó de miedo, que, a través de sus ojos infantiles, Había visto todo y que jamás se perdonó no haber hecho nada, que nunca más lo volvió a ver. Le dijo que lo torturaba el hecho de que, con el paso de los años, se iba borrando de su memoria la cara de su hermano, pero que había un rostro que jamás había olvidado, que desde aquel día se le aparecía todos los días como un mal pensamiento, como una mosca pertinaz, le dijo que nunca había olvidado el rostro de aquel que daba las órdenes cuando se llevaron a su hermano. Le contó que, desde entonces, no había hecho más que buscar esa cara. En los subtes, en lo colectivos, entre los transeúntes, en todas partes, hasta que un buen día vio aquel rostro en la televisión, en una nota que les hacían a los heroicos soldados del batallón 63.3 que habían sido los primeros en pisar las islas recuperadas, entonces aquel rostro no pudo sustraerse al hambre de gloria y dijo su nombre mirando a cámara: Teniente Severino Sosa. Fue cuando él, Segundo Manuel Rattaghan, decidió presentarse como voluntario al batallón 63.3. Entonces, señalando al hombre que yacía a su lado, le dijo al viejo:

– Él secuestró a mi hermano.

Cuando el soldado Rattaghan hubo terminado de hablar, el viejo lo miró a los ojos y se quedó en silencio. Asintió, se bebió el contenido del vaso de un solo sorbo, se puso de pie. Fue y vino y, finalmente, habló:

– Entiendo su punto de vista, pero si le interesa saber lo que pienso, opino que hay que matarlo ahora.

Antes de que Rattaghan pudiese responder, Sean Flanaghan se sentó en la cama junto al soldado y le contó qué hacía un irlandés en el fin del mundo. Desde el mar llegaban las explosiones remotas de los bombardeos y los vuelos de los Harriers. Por primera vez el viejo pudo comprobar que no estaba contemplando a un soldado, sino a un niño. Le acercó un vaso, sirvió whisky -primero en su vaso, después en el de su huésped- y con el fusil sobre el regazo, se lo bebió de un solo sorbo, interpuso un interminable eructo y empezó a hablar. Fue escueto. Era como si hablara con su vaso, o más bien con el contenido, porque cada vez que se vaciaba, guardaba silencio y retomaba su soliloquio solo cuando volvía a llenarlo.

Contó que había nacido en Belfast, que a los veintiséis años se casó con una enfermera, la dueña del culo más espléndido de Irlanda y que al año siguiente nació su hijo, James; que eran católicos militantes, que integró distintos grupos políticos, que se había opuesto a la radicalización de la lucha, que había estado preso durante cinco años, que una noche volvió a su casa y se encontró con que ya no tenía casa, que una bomba del LVF había volado el edificio. Que la dueña del culo más espléndido de Belfast era una entidad calcinada a la que ni siquiera pudo reconocer, que su pequeño hijo, James… el viejo iba a seguir hablando pero no pudo.

Aquel gigante de ojos transparentes, aquel dolmen enorme e inexpresivo, se incorporó y se refugió en el ángulo del cuarto adonde no llegaba la luz de la salamandra. El soldado Rattaghan pudo escuchar un llanto apagado por el pudor y el desconsuelo. Eso fue todo lo que dijo.

Luego comieron en silencio. Antes de irse a dormir, Sean Flanaghan repitió:

– Si quiere saber mi opinión, pienso que hay matarlo. Eso no es un semejante.

A la medianoche, el soldado Rattaghan se despertó sobresaltado. Hubiera jurado que percibió un ruido, un movimiento brusco proveniente de la cama donde yacía Severino Sosa. Se incorporó un poco y vio que el teniente permanecía en la misma, exacta e idéntica posición que antes. Sin embargo, en la semi penumbra, creyó ver un levísimo cambio en el rictus del teniente.

Con enormes dificultades, el soldado Rattaghan se puso de pie. Le dolía hasta el pelo. Caminó hasta la cama vecina. Había algo diferente, aunque no podía precisar qué. De pronto lo sobrecogió la idea de que Severino Sosa hubiese muerto. Posó su índice sobre la carótida de su superior y entonces respiró tranquilo: su corazón latía sereno, acompasado. Rattaghan volvió a acostarse no sin cierta inexplicable desazón. Se le cruzó la absurda ocurrencia de que el teniente no sólo se había movido, sino que, en algún momento se había levantado. No, hubiese sido imposible, pensó. Se disuadió de la idea y se dispuso a dormir. Estaba por conciliar el sueño cuando escuchó que decían su nombre. Era la voz inconfundible del Teniente Severino Sosa. Se le congeló la sangre.

– Soldado Rattaghan -repitió la voz.

Segundo Manuel Rattaghan se levantó como un resorte y corrió a despertar al viejo. Sean Flanaghan fue por la botella de whisky, se calzó los lentes y una manta por encima de los hombros, caminó hasta el camastro del teniente y lo examinó. Por detrás de su hombro, Rattaghan asomaba su pánico.

– Este hombre se está muriendo -fue el veredicto del viejo.

– Agua, por favor, agua -suplicó Severino Sosa.

Sean Flanaghan trajo un cucharón con agua y, en el mismo momento en que estaba por apoyarlo sobre los labios del teniente, el soldado Rattaghan, tomó la mano del viejo y la alejó de la boca reseca de Severino Sosa. Se acercó a su oído y le susurró: ahora, hijo de puta, me vas a decir qué hiciste con mi hermano. El teniente no hacía más que implorar por agua. Rattaghan exhibía ahora el cucharón frente a los ojos del teniente y le repetía, decime, hijo de puta, qué hiciste con mi hermano. La proximidad del cucharón parecía devolverlo a la realidad. Por fin dijo:

– No sé de qué me habla, soldado.

Había dicho esto último con un sino de sarcasmo que se traslució en una sonrisa imperceptible, involuntaria. El soldado Rattaghan tuvo la inmediata certeza de que el teniente no sólo sabía de qué le hablaba, sino que sabía de quién le hablaba. Siempre lo supo. Ese era el motivo del odio que le prodigaba desde el día en que lo vio, desde el momento en que escuchó el apellido Rattaghan. Siempre supo que era el hermano de su víctima. Entonces, Segundo Manuel Rattaghan tomó una resolución: lo iba a torturar hasta que hablara.

Se acercó a la salamandra y puso a calentar en el crisol el fierro del atizador. El viejo se había sentado en la mecedora y bebía indiferente. El hierro pasó de negro a rojo y de rojo a blanco. Rattaghan lo retiró y lo acerco a la cara del teniente, me vas decir, hijo de puta, qué hicieron con mi hermano. Severino Sosa no hacía más que negar todos los cargos y pedir agua. Conforme se encolerizaba, el soldado Rattaghan, en la misma proporción, descubría que era incapaz de torturar. Ni sabía cómo se hacía ni podría hacerlo aunque supiera.

Lloró de impotencia.

– Yo podría hacerlo por usted -dijo el viejo sin mirarlo- pero esta es su guerra.

Derrotado por su misma ineptitud, Rattaghan dejó el atizador en su lugar. Entonces Severino Sosa, con una voz inédita, afable y calma, empezó a hablar. Voy a decirle, soldado qué fue de su hermano, pero antes quiero agradecerle que me haya salvado la vida. El corazón de Rattaghan se sobresaltó primero y luego latió con ansiedad. El viejo se incorporó sobresaltado por una inquietud indecible. Le voy a decir qué pasó con su hermano, siguió diciendo el teniente, pero quiero que sepa que jamás voy a olvidar que si no hubiera sido por usted, soldado, ahora yo estaría muerto. El viejo buscaba algo desesperadamente. Soldado, voy a decirle de una vez qué fue de su hermano, pero antes quiero que sepa que estoy en deuda con usted; sucede, dijo, que odio tener deudas, entonces sacó el brazo por debajo de las cobijas y extrajo el rifle de doble caño del viejo, levantó el arma y apuntando al pecho de Segundo Manuel Rattaghan dijo: esto fue lo que pasó con su hermano, entonces disparó. En el mismo momento en que Sean Flanaghan corría hacia el soldado, Severino Sosa volvió a disparar al centro de los ojos del viejo. Cayó como lo hiciera un dolmen, sin quebrarse, sin emitir una sola queja.

EL SUENO DE LOS JUSTOS

Fue el mismo año en que las tropas de la confederación convirtieron al general Eusebio Pontevedra en un rosario toba, trenzado con el cuero que le arrancaron del lomo y engarzado con las cuentas amarillentas de sus propios dientes; el mismo año en que los ejércitos unitarios decapitaron al coronel Valladares y se disputaron el trofeo de su cabeza -todavía gesticulante- en un juego de pato. Aquel mismo año, en el día de San Simeón -que es el santo de los comisionistas-, mi teniente me encomendó el traslado de una prisionera desde el cuartel de Quinta del Medio hasta cierto monte perdido al otro lado de la frontera, donde debía ser fusilada y bien enterrada por un servidor.

– Queda a su cargo y bajo su responsabilidad -me dijo mi teniente, Severino Sosa, a la vez que me entregaba un fusil y una pala, al tiempo que una guardia de cuatro soldados conducía a la cautiva hacia el portón del cuartel.

La prisionera era una anciana cuya mínima humanidad estaba hecha de piel sobre hueso. Tenía un ligero rubor en la nariz que parecía ser el único indicio vital y un orgullo un tanto agrio, propio del rigor de talante que tienen los gringos. Estaba elegantemente resignada a una manea que le sujetaba las muñecas, montada a pelo sobre un percherón de grupa cuadrada que era mucha bestia para tan poco jinete.

Severino Sosa había planificado y ejecutado personalmente la captura de Mary Jane Spencer, una inglesa que había contraído matrimonio con cierto ministro enemigo. El propósito de la operación era el de negociar el intercambio de todos nuestros prisioneros y forzar la capitulación de las tropas de ocupación; de paso mi teniente aspiraba de este modo a conseguir el merecido ascenso a coronel y el reconocimiento d nuestro jefe general, el Comandante Libardo de Anchorena.

Sin embargo, algo había salido mal: supe de boca de cierto cabo que la cautiva, Mary Jane Spencer no era Mary Jane Spencer, sino que resultó ser Miss Seaned O'Hara; que no era inglesa sino irlandesa; que no era la esposa del ministro enemigo, sino la abuela de cierto reputado militar; que no la habían sacado de la casa del ministro, sino que Severino Sosa había entrado por error a la casa del comandante Libardo de Anchorena, a la sazón jefe general de todas nuestras divisiones y vecino casual de aquel ministro de la ocupación.

Mi teniente estaba en problemas; no solamente porque ya no había prisioneros que negociar, ni teníamos forma de forzar a la ocupación a presentar bandera blanca: había secuestrado, lisa y llanamente, a la venerable abuela del comandante, madre mía, que de haber sido creyente me hubiera encomendado a Santa Lucrecia, que es la santa que protege a los soldados de la ira de los superiores. Por mucho menos, el comandante había mandado a despellejar vivo al finado sargento Obregozo -Dios lo tenga a su diestra- y para rematarlo lo mandó a decapitar.

Severino Sosa se pasaba las horas fumando en su pipa de espuma de mar y caminaba como un tigre enjaulado de aquí para allá, y que para qué carajo se gasta uno el seso si estos imbéciles se meten en cualquier casa y amordazan a la primera que se les cruza, bramaba señalándonos con su bastón de palo de rosa, y que qué mierda hacemos ahora con la vieja, vociferaba hecho una hiena mi pobre teniente que ya no sabía cómo desembarazarse del lastre de sus propias culpas pero, sobre todo, de la urgencia del asunto: al día siguiente, el comandante Libardo de Anchorena -que había jurado desollar vivos a los miserables raptores de su santísima abuela- iba a venir a pasar revista a la tropa y a inspeccionar personalmente el cuartel.

Cerca de la madrugada y sin haber pegado un ojo, Severino Sosa me llamó a su despacho:

– Llévese a la gringa -me ordenó, sin darme más precisiones.

– ¿Y adónde la voy a llevar, mi teniente? -recuerdo que le pregunté antes de que metiera la mano en la vaina y, rojo como un ají, me sacara de su despacho a punta de sable.

– Mátela; llévesela lejos y mátela -me ordenó antes de perderse al otro lado de la puerta.

Partí con la cautiva antes de que despuntara el alba. Cabalgábamos en silencio. La gringa ni siquiera se dignaba a mirarme. Debo confesar que me rompía el corazón verla maniatada como una oveja. Antes de llegar a la frontera me apeé y le desaté las manos. Pero la vieja no despegaba la vista de un punto situado más lejos que el horizonte.

– ¿Quiere agua? -le pregunté a la vez que le ofrecí la bota que aún conservaba el agua fresca. Pero ni siquiera tuvo el decoro de darme vuelta la cara. Sólo Dios sabe cuánto me atormentaba aquella indiferencia.

Cerca del mediodía paramos a la orilla de Laguna del Medio. La gringa no mostraba signos de fatiga, ni de hambre, ni de sed, ni de tedio, ni siquiera del miedo a la muerte próxima. Tenía un orgullo tan grande como mi vergüenza. Aquel montecito que nacía de la laguna era el lugar adecuado, me dije. La alcé en mis brazos, la bajé del caballo y la recosté sobre la arena negruzca. La gringa dejaba hacer. Iba a cargar el fusil, pero me pareció demasiado para un cuerpecito tan menudo. Desenfundé el puñal y, sin siquiera mirarla, calculé la fuerza del puntazo sobre el corazón. Si solamente me hubiera insultado; si me hubiera dado cuantimenos un motivo, una excusa…; Pero nada, la vieja era como un cordero indefenso y a la vez tan arrogante. No. Así no podía. Caminé hasta el apero de mi caballo y me infundí coraje con un trago de vino que traía en otra bota. Sólo entonces pude ver que la gringa miraba el hilo rojo que caía del pico con unos ojos hechos de una ansiedad infinita, a la vez que agitaba las aletas de la nariz como si acabara de oler el perfume más hermoso de este mundo. Le tendí la bota como quien ofrece una última voluntad. La vieja se incorporó un poco y con la fuerza de un oso que tira el zarpazo, con la rapidez invisible de la lengua de un sapo, me la arrebató de un manotón; vi, azorado, cómo aquellos dedos sarmentosos y decrépitos apretaban el cuero de la bota con la firme voluntad de las boas cuando atrapan su presa. En un mismísimo santo y amén la gringa se había tomado hasta la última gota. Soltó un eructo medieval, volvió a recostarse y, por primera vez, me miró; me miraba con los más dulces y agradecidos ojos con los que jamás nadie me haya mirado. Estaba completamente borracha y, viéndola como entonces la vi, comprendí que era aquel el orden natural de su espíritu; viéndola como entonces la vi, supe que así, borracha como una cuba, era como se componía su sobria relación con las cosas de este mundo; que así, con la materia de los reposados vapores que encierran los toneles, de aquella misma sustancia, estaba hecho el espíritu de los irlandeses. Viéndola coma la vi entonces, supe definitivamente que no podía matarla. La gringa, mansamente recostada sobre su cadalso, cantaba la canción más dulce que jamás se haya cantado; cantaba en un idioma tan grato y tan remoto que se diría que no era de este mundo. Así, con los ojos cerrados y susurrando, me hizo un lugar entre el crucifijo que llevaba prendido al cuello y su pecho y así, debajo del ala cálida de su mano sobre mi mejilla, así, con el sueño de los justos, así me dormí. Dormí durante un tiempo incalculable; dormí como si dormir fuera algo nuevo y hasta entonces desconocido.

Despertamos prófugos. Antes de que el sol se pusiera detrás del monte, bordeamos la laguna rumbo a la frontera cenagosa que une Quinta del Medio con Paso de los Monjes. La gringa llevaba al percherón por el bozal y no se entendía cómo semejante mole se sometía mansamente a la voluntad de aquella mujer mínima y encorvada; yo, por mi parte, tenía que luchar con mi caballo que se retobaba, a cada paso, conforme se alejaba de la querencia. Era noche cerrada cuando alcanzamos el otro lado de la frontera; sólo entonces comprendimos que, en verdad, no sabíamos a dónde ir. Haciéndolos durar mucho, solamente teníamos víveres para no más de un día: un poco de charqui, unas galletas y casi nada de vino. Íbamos, quién sabe por qué, hacia el norte. No me empujaba el miedo, ni el recuerdo del finado cabo Paredes, aquel que había desertado y, como medida ejemplar, mi teniente lo había colgado cabeza abajo -que es un decir porque ya lo había hecho decapitar- para que quedara claro qué se hacía con los que huían; No, no me animaba el miedo, sino el susurro dulce de la gringa que cantaba, sus manos que acariciaban la testuz del caballo que la seguía mansa y ciegamente; no me llevaba la cobardía, sino la convicción de que ya nunca me iba separar de aquella mujer, porque, lo sabía, entre el crucifijo y su pecho, debajo del ala tibia de su mano, nada malo podía depararme este mundo. De haber tenido una casa, allí la hubiera llevado; pero jamás tuve otro hogar que el de los cuarteles de campaña, ni más familia que la de mis camaradas, ni Federación, ni Unión, ni otra Patria más que la silla de mi caballo.

Ya por la madrugada no teníamos ni charqui, ni galletas, ni vino. Había que entrar a Paso de los Monjes. El uniforme me delataba como un traje de preso. Desde el rancherío llegaba el perfume de una oveja asándose y pude ver cómo a la gringa le brillaron los ojos cuando, frente al Cristo dorado del animal en cruz, el asador empinó una botella de grapa. Tuve que agarrarla de un brazo. No me daba el orgullo para mendigar, ni el coraje para ir a robar. Se nos hacía agüita la boca. Me quité la chaqueta, la faja y la bandolera; dejé el sable, el puñal y la pistola y le dije a la gringa que me esperara, espéreme, le dije, que ya vuelvo, me santigüé y salí de los matorrales en cueros y con el corazón en la boca. Eran gentes de temer.

– ¿Anda solo y a pata, mi amigo? -me desconfió el asador sin levantar la vista de la hoja de la cuchilla que iba y venía por la chaira como una amenaza.

– Así es, nomás -dije y le alargué el morral.

No se le niega la comida a un cristiano -dijo otro que apareció de adentro del rancho-, pero, ¿por qué no se queda a comer con nosotros; Nos ha visto leprosos, el mocito?

A lo mejor no anda solo… -terció uno gordo que se mondaba los dientes con un puñal y que apareció detrás del anterior.

– Quién sabe… -suspiró el de la chaira.

– Quién sabe… -convino el tercero.

A juzgar por las marcas impares de la yerra de los caballos que se doblaban en el palenque, los tipos eran cuatreros. Se adivinaba que algo sabían y me estaban tirando de la lengua. Eran capaces de vender a su propia madre. Pude ver cómo los otros dos murmuraban algo y miraban para el monte con las manos en visera. De pronto comprendí que sabían todo y estaban buscando a la gringa que de seguro ya tenía buen precio. Giré sobre mis talones y corrí. Sentí un fuego en el brazo. Me habían dado. Cuando me quise acordar, tenía a los tres encima, y que adónde está la vieja, hijo e' la gran puta, gritaban y me pasaban la navaja por el gañote y que arránquele la lengua hasta que hable, compadre y me tiraban de los pelos de la nuca y que a'nde carajo está la vieja. Me creí muerto cuando ya no sentí nada. Abrí los ojos y pude ver cómo los tres miraban a un mismo lado con la boca abierta. Parada junto al palenque, doblada como un saucesito, arrugada como una pasa y entregándose como un cordero, ahí estaba la gringa. Me soltaron como a un lampazo viejo. Iba a correr cuando pude ver cómo la vieja sacaba las manos de atrás de la espalda y, antes de que dieran un paso, levantó la pistola que había sacado de mi cartuchera y le dio al gordo en medio de las cejas. Vieja e' mierda, iba decir el segundo pero no pudo terminar la frase: ya le había disparado al corazón. La gringa tenía una puntería de granadero. El tercero salió a la carrera. Sólo entonces sopló la boca del caño y bajó el arma, caminó hasta la mesa, se tomó la botella de grapa de un solo sorbo, le arrancó un jirón de la camisa al gordo que flotaba en un charco de sangre, se me acercó, me apretó un torniquete en el brazo y haciéndome un lugar entre el crucifijo y su pecho me besó la frente. Comimos.

Por la noche abandonamos Paso de los Monjes -cuatreros y prófugos- arriando ganado ajeno. Seguimos viaje hacia el norte, quién sabe por qué, animados por la misma perseverante voluntad que gobierna las brújulas. La gringa cabalgaba en silencio; podía adivinarse que a cada paso y conforme ganábamos leguas, mi prisionera, en la misma proporción, iba despojándose de una pena tan antigua como secreta, de una congoja que se diría octogenaria y tan vasta como el océano que la separaba de su propia materia celta.

En Trinidad de los Arroyos vendimos bien vendido el ganado. En la Caleta asaltamos un almacén; en Corcovado huimos de los milicos que a esto estuvieron de agarrarnos; en el Casado tuvimos una bronca con una gavilla de asaltantes de caminos -cuestión de jurisdicción- y que Dios nos perdone, pero se la buscaron. Y así como así, de puro fugitivos y casi sin querer, en Belén de las Palmas asaltamos el Banco de Caridad; la gringa apuntaba y guay del que se mueva, compadre, que la vieja tira como un granadero y que lléneme la bolsa por favor que llevamos apuro y que no se olvide ni de las monedas, compadre, no sea cuestión que la abuela se ponga nerviosa.

En Los Maderos amanecimos célebres y ricos. No teníamos otro propósito más que el de andar, por andar, siempre para arriba, siempre para el norte. Y así íbamos; por la madrugada cabalgábamos con la fresca hasta llegar a un pueblo y que ponga todo en la bolsa y que no se haga el valiente compadre que la vieja se puede enojar; y así andábamos hasta que llegaba la noche y entonces la gringa me hacía un lugar entre el crucifijo y su pecho y así, con el susurro dulce y el ala tibia de su mano, así me dormía. Y nada más que eso quería yo de esta vida.

Fue el día de San Ramón Nonato -que es el santo al que le rezan las primerizas para tener buena leche y en abundancia-. Aquella mañana, como siempre lo hacía, la Gringa se detuvo a leer la suerte en las vetas del tronco de un álamo: como siempre, nada dijo; me miró y trató de sonreír. Pero algo oscuro estaba escrito. Llovía una lluvia sosegada y paciente.

La gringa no despegaba la vista del horizonte. Cerca del mediodía escuchamos los cascos de un sinfín de caballos. Enfilamos para el lado de los montes. Llegando a la orilla de un cañadón pudimos ver, al otro lado, una formación de no menos de veinte soldados; eran mis camaradas. Lo vi a Pereyra y a mi amigo Lauge, al Indio Almada y a Cirio Rivera. Nos estaban apuntando. A un tiempo pegamos el espuelazo y corrimos al galope en sentido opuesto. No alcanzamos el pinar que se nos ofrecía adelante: por el otro lado nos salieron al cruce otros veinte caballos. Al frente estaba mi teniente que blandía un sable en el aire.

Eran cuarenta fusiles pero fue como un solo disparo. Tendida al pie del percherón, hecha pedazos y doblada como un saucesito, la gringa parecía mirarme. Me apeé y ahí fui para quedarme a dormir el dulce sueño de los justos entre el crucifijo y su pecho, debajo del ala todavía tibia de su mano, donde nada, ni la muerte -que hoy me espera- podía hacerme daño.

EL OFICIO DE LOS SANTOS

1

En aquel entonces, Quinta del Medio no era más que una pequeña franja verde en la mitad del desierto, una llanura quebrada por un río sin nombre, una calle principal trazada por las huellas azarosas que dejaban las carretas tras de sí y unas pocas casas de adobe. El pueblo tenía la breve extensión que separaba las dos cúpulas divorciadas que asomaban por entre las copas de los paraísos: en un extremo de la calle, la del pequeño campanario de la parroquia que jamás tuvo campana, y en el opuesto, la de la torreta del reloj de la Intendencia, cuyas agujas se habían detenido una noche a las diez en punto -hora fatídica en la que, años después, habría de iniciarse la tragedia-, y nunca más volvieron a moverse. Los días se sucedían con la misma lenta mansedumbre con que el párroco, el cura Toribio de Almada, sentado a la sombra del atrio, la silla reclinada sobre las patas traseras, las piernas cruzadas y extendidas sobre la urna de la limosna, daba vuelta las páginas del santoral, mientras bebía la malvasía sangre de Nuestro Señor.

Lunes 2, San Tobías y San Bonifacio que son los santos de los enterradores. Y así, con la misma morosa levedad con la que los santos batían las alas en el cielo del desierto, así pasaba también la existencia del párroco, dando la bendición a los pocos inocentes que llegaban a este valle hecho de tedio y la extremaunción a los que habrían de abandonarlo. Y luego volvía a la sombra del atrio con su santoral bajo el brazo.

Martes 8, San Mauro que cura la escrófula y los humores fríos.

Miércoles 14, San Eusebio que es el santo que invocan los revendedores y comisionistas. El cura Toribio de Almada era un hombre obeso y perfectamente redondo; visto de pie y a contraluz, era difícil discernir si estaba de frente o de perfil, si iba o si venía.

Quinta del Medio sólo se conmovía en julio cuando caía una llovizna desganada y paciente que, a fuerza de constancia, acababa por hacer salir de madre al río. Entonces aquel hilo de agua miserable y sin nombre se transformaba en una piraña gigante y nauseabunda que crecía devorando todo a su paso, hasta convertir al pueblo en un charco fétido, dejando un tendal de cadáveres de vacas, de bueyes y de perros. Pero también podía suceder que no lloviera durante todo el verano; entonces el río se convertía en una raposa escuálida, cuyas aguas se disputan hombres y animales, hasta que se secaba por completo quedando el cauce sembrado de cadáveres de vacas, de bueyes y de perros.

Pero estas calamidades que traía Dios para lavar los pecados eran las únicas y por cierto previsibles. Por lo demás, no había terremotos ni aludes ni pestes ni guerras ni milagros ni más aparecidos que los viejos y conocidos: el ánima del indio Genaro Cruz que se paseaba por los techos de la Intendencia, y que se lo ahuyentaba invocando a San Simeón o colgando muérdago en los dinteles de las puertas; la de la difunta del sudario que se la espantaba a pedradas igual que a los perros, y por último, la puntual aparición del ánima de Fidelio el Membrudo que, cada 19 de marzo, dejaba preñadas a las mujeres más jóvenes y de cuya existencia dudaban las mujeres más viejas y, sobre todo, los hombres casados con las víctimas del espectro. Pero allí estaba el padre Toribio de Almada para devolver la paz a la discordia, para serenar los espíritus y reconciliar los corazones. Jamás había sido puesto en duda su sólido predicamento, ni siquiera cuando circuló aquel infame rumor que señalaba el parecido de su silueta con la del lascivo espíritu nocturno que asaltaba las alcobas. En fin, no más que habladurías maliciosas que nunca consiguieron menoscabar su autoridad pastoral.

Todo en Quinta del Medio estaba bajo la beata aunque severa mirada del párroco. Todos podían vivir tranquilos, dormir serenos y morir en paz mientras el padre Toribio de Almada velara por sus cándidas almas. Pero un día, sin que nadie lo esperara, un fatídico día entre los días, un día que ninguno de los sobrevivientes de la catástrofe querría recordar, un aciago día de abril, el Diablo posó sus inmundas patas de bestia en aquel pequeño oasis en medio del desierto.

2

No fue una de aquellas apariciones flamígeras que refieren ciertas crónicas. No hubieron pactos fáusticos, ni nubes sulfurosas se cernieron sobre Quinta del Medio. Los acontecimientos se fueron desencadenando lentamente y sin que casi nadie advirtiera al principio la nefasta presencia. Pero antes se impone consignar otros hechos en apariencia lejanos.

Todo sucedió el mismo año en que los hospicios de Inglaterra se desbordaron de lunáticos a consecuencia de las últimas guerras. Como la Corona ya no sabía qué hacer con semejante número de enfermos, la Reina, siempre tan solícita para con las nacientes Repúblicas del Fin del Mundo, decidió cooperar con la joven medicina criolla y, entonces, embarcó a dos mil setecientos cincuenta y tres alienados de pura flema británica, en dos buques de la Real Marina con destino a Buenos Aires. A cambio, el gobierno nacional se comprometía a entregar a la Corona la irrisoria suma de cuatro mil pesos criollos, diez mil hectáreas de suelo pampeano y los gastos de traslado. De hecho, la operación resultó mucho menos onerosa que la importación de leprosos franceses y tísicos austrohúngaros. Cuando el gobierno nacional notó que los hospitales no alcanzaban a albergar tal cantidad de pacientes, mandó a construir cinco nuevos edificios con un generoso crédito concedido, desde luego, por la sacrificada Corona británica. Así, el municipio de Quinta del Medio recibía el decreto del Ejecutivo ordenando la construcción del Asilo de Pobres y Alienados.

El asilo era, en proyecto, una réplica del Hospital General de París: cuatro plantas divididas en otras tantas alas, cada una rematada en sendas cúpulas de pizarra. La entrada, precedida por una escalinata circunscrita por dos rampas para carruajes que convergían en el atrio, quedaba coronada por un frontispicio griego sostenido en seis columnas corintias. Como ha quedado dicho, este era el proyecto. Lo cierto es que el intendente decidió que la obra era excesivamente pretensiosa de modo que, con apenas la cuarta parte del presupuesto mandó a remozar el viejo convento lindero a la parroquia que, tiempo atrás, el fisco le había embargado a la curia. Las tres cuartas partes restantes las destinó a la construcción de cuatro nuevos galpones del saladero " La Teresita ", un emprendimiento nacional que daría empleo a cientos de brazos ociosos, llegados, inclusive, desde los pueblos cercanos, y muy dispuestos a trabajar. El intendente se vio injustamente obligado a explicar que el hecho fortuito de que su esposa se llamara Teresa no significaba en absoluto que el saladero fuera de su propiedad ni muchísimo menos.

Sea como fuere, el 4 de diciembre quedaron concluidas las obras del asilo y el 17 de enero, blanca y majestuosa, llegó La Medicina en una caravana compuesta por catorce carretas cargadas con frascos de bromuro y toneles de potasio, bolsas repletas con sales de magnesio y panes de sodio. La gente salía al paso de la caravana creyendo que venían otra vez los artistas de la legua. Los menos avisados pedían a viva voz que tocaran valsecitos e improvisaran payadas. El 18 de enero, el doctor Perrier y sus colaboradores ocuparon el flamante Asilo de Pobres y Alienados, dispuestos a esperar la llegada de los enfermos traídos desde Inglaterra. Pero los pacientes jamás llegaron. Nadie supo qué sucedió con ellos. Sin embargo el hospital ya estaba construido y alguna utilidad había que darle. Y como en Quinta del Medio no había alienados y, salvo el intendente, el resto eran todos pobres -de hecho, no había razón para internar al pueblo entero en el asilo con el único propósito de justificar su nombre y existencia -ni dolencias que no pudieran curarse con hojas de tilo, cataplasmas, baños de pie con mostaza o de asiento con hojas de laurel, pronto La Medicina se encargó de traer aquellas enfermedades que, a la sazón, estaban muy de moda en Europa. La escrófula, por ejemplo, era una enfermedad del vulgo hasta que la contrajo el Marqués de Chauvignon. Así, cualquier plebeyo podía exhibir las manchas marrones del cuello como quien ostenta un título nobiliario. "Tengo escrófula", decían las Damas de la Caridad y se apuraban a mostrar las lagañas de los ojos y las costras resecas de las uñas, desde que Amparito de Alvear se había apestado. Había quienes pretendían imitar los lamparones de la enfermedad apelando a la tintura de yodo.

Como ha quedado dicho, el asilo ocupaba el lugar del antiguo convento lindero con la parroquia. Estaban separados apenas por una pared. El cura y el nuevo visitante, el doctor Perrier, se saludaban con una cordialidad poco sincera. En rigor, la forzada y, por cierto, demasiado próxima vecindad le resultaba al cura, al menos, un tanto promiscua. El padre Toribio de Almada ya no se sentía a sus anchas en su pequeño paraíso de sombra debajo del alero del atrio, sometido ahora a la incierta mirada del doctor Perrier.

3

El doctor Perrier era un hombre que infundía respeto. Afable, cierto, pero de una mirada tan honda y severa que resultaba difícil de sostener; la misma mirada que exhibía el cura Toribio de Almada antes de la intrusión de La Medicina. Nacido en Marsella, el doctor había sido discípulo del Marqués Chastenet de Puysegur y del Abate Faría, quienes le revelaron los inextricables arcanos curativos del Magnetismo Animal. De Pinel había aprendido las aplicaciones del Tratamiento por la Moral, mediante cuyo uso podía devolver a la recta vía de la razón a los espíritus extraviados; tratamiento este que iba desde el consejo franco y sabio, al más efectivo uso del cepo o, llegado el caso, del piadoso azote del látigo. Era autor, además, de un memorable tratado de fisonomopatología sobre las dolencias del espíritu, que se titulaba casualmente, Tratado de Fisonomopatología sobre Dolencias del Espíritu. El libro versaba sobre el arte según el cual podían determinarse, de acuerdo a tales características fisonómicas, tales otras características anímicas o degeneraciones patológicas. Cierto es que el doctor Perrier, después de un desgraciado trance en Lyon, abandonó por completo este arte. Por entonces, se hallaba trabajando en el hospital general local, cuando llevaron a su despacho a un joven que había sido recogido de las calles mientras deambulaba aparentemente perdido. El doctor, luego de someterlo a un exhaustivo estudio, decidió internarlo dejando constancia del diagnóstico: El paciente es un joven de unos doce o trece años. Se deduce inmediatamente, a juzgar por su fisonomía, un profundo grado de idiotismo característico del mongolismo. Presenta los ojos rasgados, los pómulos extremadamente planos y los lóbulos de las orejas son notablemente pendientes: el típico lóbulo del Buda descripto en el tratado de Fisonomopatología. Cuando se lo interroga, sonríe inmotivadamente y pronuncia frases ininteligibles, a la vez que inclina hacia adelante y hacia atrás el torso, semejando este movimiento el llamado reflejo de la reverencia, típico de la idiosia.

Lo cierto es que el pretendido idiota del doctor Perrier resultó ser el hijo del embajador japonés. El lamentable episodio puso en peligro las relaciones diplomáticas franco-niponas, de modo que el doctor fue invitado amablemente a abandonar el hospital. Poseído por la verguenza, suplicó que lo tragase la tierra. Augurio que, de algún modo, habría de cumplirse el día que decidió marcharse al fin del mundo que, ciertamente, tenía un nombre: Quinta del Medio.

Aunque al principio lo disimulaban, el doctor y el cura no se caían en mutua gracia. En Quinta del Medio era un hecho indiscutible que cuando el cura daba la extremaunción no quedaba otra alternativa que obedecer y morirse. Sucedió sin embargo que el doctor curó a un anciano desahuciado a quien el padre Toribio de Almada había despachado con el último sacramento. El cura, naturalmente, tomó esto como una ofensa personal contra su autoridad y un grave menoscabo a su predicamento. Esta fue la primera desavenencia que precipitó los acontecimientos posteriores, aunque los hechos no pasaron a mayores.

Después de este episodio y de otras curaciones poco menos que milagrosas, el doctor no tardó en ganarse el respeto del pueblo. Las visitas al hospital se hacían más frecuentes, las almas castigadas iban a buscar consuelo a sus pesares y los cuerpos dolientes, el bálsamo que morigeraba el sufrimiento. Tal era la eficacia del médico que ya casi nadie acudía a lavar sus pecados en el confesionario ni a pedir el sabio consejo del padre Toribio de Almada.

El cura había observado un hecho curioso: desde la fundación del asilo, el pueblo había crecido en número de enfermos que, luego, el mismo doctor se encargaba de curar; que cuando sanaban unos, enfermaban otros y que ya no resultaban ni el tilo ni las cataplasmas ni los baños de pie con mostaza ni siquiera los baños de asiento con hojas de laurel. Las enfermedades eran ahora tan complejas y de nombres tan incomprensibles como lo era la misma medicina del doctor Perrier. Pero bastaba con que el médico apoyara una mano sobre la cabeza de los enfermos y les ordenara curarse para que se iluminaran los ojos de los ciegos y los mudos volvieran a hablar y los postrados a caminar y los tísicos a respirar, y no levantó a los muertos de las tumbas por explícita súplica del registro civil. Pero no era menos cierto que los ciegos, los sordos, los mudos, los postrados y los tísicos habían empezado a padecer tales dolencias, casualmente, desde la fundación del hospital. Tanta era la gente que llegaba al asilo que el doctor se vio obligado a oficiar sesiones masivas de magnetismo. A los pocos meses tuvo que construir en la segunda planta del edificio un salón más amplio al que bautizó con el altisonante nombre de Sala de Mesmer en homenaje al viejo alienista.

Las relaciones entre el doctor y el cura terminaron por romperse definitivamente cuando el primero decidió celebrar las sesiones de magnetismo a la misma hora en que se oficiaba la misa del domingo. De un día para el otro la iglesia se había quedado sin un solo feligrés. Tan multitudinarias llegaron a ser las sesiones que la sala no alcanzaba a albergar al gentío venido hasta Quinta del Medio que eran, en rigor, verdaderas peregrinaciones en carreta o diligencia, a caballo o de a pie. Venían los ricos con su cohorte de sirvientes y cargados de equipaje y venían los pobres sin más cargas que las de sus dolencias. Viendo que ya ni siquiera la Sala de Mesmer podía cobijar a tantos visitantes, el doctor Perrier no tuvo otro remedio que apelar a los lugares públicos abiertos; así, decidió magnetizar con sus propias manos y en un acto multitudinario, el sauce de la plaza, a cuyo pie se formarban interminables filas de enfermos que debían esperar horas hasta poder tocar el tronco para obtener la curación. Algunos llegaron a arriar el ganado hasta la plaza para despojar a los animales de parásitos y garrapatas. Otros esperaban días enteros para consultar personalmente al doctor Perrier. Y no faltaban quienes se acercaban a pedirle absoluciones y hasta bendiciones. Pero las cosas pasaron a mayores cuando el pueblo empezó a faltarle el respeto al cura Toribio de Almada.

Algunos exageraban maliciosamente su inocente afición por el juego que, en realidad, no pasaba de algún que otro tute cabrero por unos pocos pesos y su católico pero moderado gusto por el vino. Las habladurías pronto se convirtieron en anatemas hasta que la paciencia de Dios terminó por colmarse y sucedió lo que debía suceder.

4

Fue en el día de San Bonifacio que es el Santo de los sepultureros y al que invocan los verdugos para que el Altísimo les dé puntería. A las diez en punto un lejano bullicio rompió el silencio de la noche. Dos disparos anticiparon un griterío general. El padre Toribio de Almada, que se disponía a acostarse, alcanzó a ponerse la sotana -que acababa de quitarse-y, descalzo como estaba, corrió hasta la puerta. El tumulto venía desde el final de la calle. Entre el alboroto de gente que corría de aquí para allá, el cura, de pie en el atrio de la iglesia, vio cómo el doctor Perrier se asomaba desde el vano de la puerta del asilo mientras se acomodaba, perplejo, la chaqueta blanca. Se miraron a los ojos durante un tiempo incalculable. Ninguno de ambos sabía aún de qué se trataba todo aquello, pero el cura intuía que allí, en el fondo de la calle, en el interior de aquel rancho miserable desde el cual -ahora podía distinguirlo-provenía el griterío, estaba, podía jurarlo, el prestigio perdido. El padre Toribio de Almada se lanzó a la carrera calle abajo. El doctor Perrier no iba a permitir que nadie le arrebatara el predicamento ganado, de modo que, a medio vestir, se precipitó tras los pasos del párroco. Corrían entre el gentío, uno descalzo y sosteniéndose la sotana por encima de las rodillas, el otro con paso vacilante de miope, en una carrera torpe pero desesperada. Los dos a un tiempo llegaron a la puerta de la casa desde donde provenía el alboroto. Cuando entraron tuvieron frente a sus ojos un paisaje tartáreo: una mujer que acababa de ser enlazada y atada como un carnero, vociferaba y maldecía en latín -idioma que, desde luego, ignoraba- con una voz áspera, masculina, surgida como desde el fondo de una caverna y sin que articulara los labios. Tenía los ojos inyectados en sangre y presentaba una tez decididamente violeta. Se agitaba con movimientos de serpiente o bien saltaba en el mismo lugar como una tarántula. Momentos antes, había atacado, sin que mediara motivo, a su marido y a sus tres hijos a punta de cuchillo, afortunadamente sin mayores consecuencias. Su esposo se vio obligado a hacer unos disparos al aire ya que no había forma de domeñarla y, por fin, un vecino pudo enlazarla y, entre diez hombres, lograron atarla a uno de las vigas del techo. La presencia del cura y del médico había tranquilizado a familiares y curiosos que asomaban su estupor por las ventanas. El padre Toribio de Almada daba vueltas en torno de Robustiana Paredes -tal era el nombre de la mujer- quien, colgando desde el techo, le enseñaba los dientes como lo haría un lobo acorralado. Con una mano el cura apretaba el crucifijo y con la otra no dejaba de santiguarse. El veredicto del padre no se hizo esperar: primero recordó en voz alta y grandilocuente algunos párrafos del libro del padre Gassner, sacerdote de los Grisons, relativos a los exorcismos practicados en Ratisbone: uno a uno, todos los signos que presentaba la mujer correspondían, como era evidente, a un caso de posesión demoníaca. No había terminado de hablar, cuando se escuchó la estruendosa caracajada del doctor Perrier. Con voz decidida, se interpuso entre el cura y la mujer, la risa del médico se había transformado en ira. Entonces emprendió una arenga inflamada, cómo se podía ser tan ignorante, supersticioso y, sobre todo, irresponsable, dijo. Habló con una decisión tal que hasta la propia víctima, entre estertores y gruñidos, parecía asentir y prestar acuerdo con el médico. Era clarísimo, dijo, que se trataba de un típico caso de histeria demonopática. Y repitió con firmeza mirando severamente al párroco: histeria demonopática. Fue una calurosa discusión que cerca estuvo de terminar a golpes de puño. Entonces terció la tímida opinión del marido de la víctima. Sin ánimo de ofender a nadie, dijo, y apelando al mismo juramento que hiciera frente al cura el día en que se casó, en cumplimiento del cual se había comprometido a cuidar de su mujer tanto en la salud como en la enfermedad, invocó su derecho a decidir qué hacer con su esposa. Dado que se presentaban dos alternativas planteadas por sendos hombres sabios, dijo, él debía elegir una de ambas: exorcismo o terapéutica médica. Desde las ventanas, los vecinos y curiosos manifestaban sus opiniones a los gritos. En una suerte de compulsa popular se decidió por unanimidad la internación de la enferma en el asilo donde la mañana siguiente habría de ser sometida por el doctor Perrier a una sesión de magnetismo. El cura se encogió de hombros, giró sobre sus talones y se retiró meneando la cabeza, como así dijera "perdónalos, no saben lo que hacen".

Fue una noche larga y tensa. Quinta del Medio guardó una temerosa vigilia, sobresaltada por los furiosos anatemas en latín que podían oirse de extremo a extremo del pueblo. Con las primeras luces del alba, una procesión hecha de miedo y asombro acompañó a la enferma -maniatada y rugiente- desde la casa hasta la Sala de Mesmer. Una multitud se hacinaba expectante, esperando la curación. Cuando finalmente el médico -ayudado por diez asistentes- subió a la enferma a la tarima, se desató una ovación como si fuera a iniciarse un acto circence. El doctor Perrier pidió silencio. La enferma, atada por la muñecas y los tobillos, se revolvía más furiosa que nunca. Los asistentes se alejaron a una distancia prudente y el médico quedó cara a cara con la mujer. Primero posó la palma de su mano en la frente de la enferma y, con voz imperativa, le ordenó que se durmiera. Esto último pareció tener un efecto inmediato: la mujer, exánime, dejó caer pesadamente la cabeza sobre el pecho. Luego le ordenó que se pusiera de pie. Como una sonámbula, así lo hizo. El doctor le explicó que ahora él contaría hasta diez y que, cuando concluyera la cuenta, ella se olvidaría de todo cuanto hubo sucedido desde la noche anterior. El médico contaba lentamente y, entre un número y el siguiente, la conminaba a que recordara los momentos más felices de su vida. La expresión de la enferma había cambiado de aquella mueca bestial de fiera a una actitud de tierna mansedumbre. El público, boquiabierto, seguía los movimientos del médico con una mezcla de asombro y pleitesía. El padre Toribio de Almada, sentado en el rincón más oscuro de la sala, pedía perdón a Dios por no poder ver alegrarse a su corazón por la recuperación de la mujer. Finalmente el doctor concluyó la cuenta de diez. Le ordenó a la paciente que despertara, a la vez que le desataba los pies y las manos. La mujer tambaleó un poco, sacudió levemente la cabeza y, para espanto del médico, vio cómo sus ojos se abrían con la expresión de malicia más espantosa que jamás haya visto. Libre de ataduras, Robustiana Paredes, poseída y furiosa, se abalanzó sobre el cuello del médico, prorumpiendo en maldiciones dichas con aquella misma voz masculina y cavernosa. El cura saltó de su silla y, aterrado, vio como la multitud que hasta hacía unos momentos aplaudía, ahora se contagiaba de una furia idéntica a la que exhibía Robustiana Paredes. Ayudado por sus colaboradores, el médico pudo escapar de las manos de la poseída y correr escaleras abajo. El padre Toribio de Almada, considerando la iracundia general repentina y, sobre todo, su proximidad con la puerta, huyó calle arriba. En su carrera pudo escuchar cómo la turbamulta bramaba frases en latín. A su lado corría el doctor Perrier.

5

Desde lo alto del campanario, el padre Toribio de Almada y el Doctor Perrier veían como la multitud derribaba a golpes de hacha el sauce magnetizado de la plaza y destrozaba todo cuanto se interponía a su paso. El pueblo entero estaba ahora poseído. Las pocas almas que habían podido escapar de la epidemia y de la furia se habían recluido en la parroquia. Había que pensar con serenidad y deponer reproches y rencores; ahora se trataba de sobrevivir, repartir con ecuanimidad los escasos víveres existentes que, aun sabiamente racionados, no alcanzarían para más de una semana. La situación parecía no tener solución aparente. Cuatro días habían pasado desde el inicio de los acontecimientos. Aquello era el fin de Quinta del Medio. Los poseídos asesinaban el ganado y se entregaban a diabólicas ceremonias en torno a sus restos, quemaban las cosechas y devastaban los, ya de por sí, poco fértiles campos. Tal era el cuadro de situación que presentaba Quinta del Medio. Pero ahora había una preocupación más inminente: los posesos se habían reunido en la entrada de la parroquia y, entre convulsiones, gritos, maldiciones en latín y araméo, estaban dispuestos a derribar la puerta según habían podido comprobar el cura y el doctor desde lo alto del campanario. En ese preciso momento, una nube de polvo se hizo visible en el horizonte y luego se escucharon los cascos de un sinnúmero de caballos. Los recluidos pudieron comprobar que se trataba de la llegada -que creyeron providencial- del ejército. El coronel Severino Sosa, al frente del pelotón, consiguió dispersar a la multitud de poseídos que se replegó, con diabólica estrategia, en los alrededores de la Intendencia. Acompañado por dos oficiales, el coronel recuperó la iglesia y se encaminó hacia el cura que no paraba de rezar y al médico que no dejaba de tomar apuntes. Con voz imperativa les exigió que le explicaran de qué demonios se trataba todo aquello y que, carajo, hablaran de a uno porque así era imposible entenderlos. El cura le explicaba que el Diablo había poseído al pueblo y el doctor insistía con su tesis de epidemia histerodemonopática. En el límite de la paciencia, el coronel Severino Sosa los conminó a que se callaran. Entonces dio su impresión del asunto, qué histericia ni Diablo ni mierda, esto señores, dijo, se llama revolución, aquí la única posesión es la que han hecho estos salvajes de los campos y del ganado que no les pertenece. En ese mismo momento el coronel declaró a Quinta del Medio en rebelión política, ordenó arrestos, juicios sumarios y fusilamientos porque, declaró, a estos revolucionarios lo único que los cura es el paredón.

De los sesenta y cuatro -ahora bautizados-"rebeldes", treinta y dos fueron fusilados. El resto fue arrestado en la Intendencia hasta que, finalmente, llegó un nuevo decreto del ejecutivo ordenando la inmediata construcción de una cárcel de extrema seguridad en el pueblo.

Lunes 24, Santa Isabel de Hungría que ahuyenta los malos pensamientos y los recuerdos ingratos; Martes 28, San Eleuterio y San Pedro obispos. Con la misma lenta pereza con la que los santos aletean sobre la bóveda azul del desierto, con el tiempo, Quinta del Medio volvió a ser aquel pequeño oasis en la mitad de un páramo amarillento y seco. Ahora, frente a la cúpula del campanario que jamás tuvo campana, más alta que la torreta del reloj que un día se detuvo a las diez en punto de la noche, se eleva el mirador de la cárcel en cuyo fondo, torcidas y olvidadas, pugnan por desenterrarse las treinta y dos lápidas sin cruz.